Esa noche, cuando todos se hubieron marchado y yo me quedé solo con Peter y Meredith mientras el personal contratado fregaba los platos, los tres nos sentamos en el estudio. Pensaba que Meredith abriría el Laphroaig y me sorprendió que no lo hiciera, aunque llevábamos bebiendo toda la velada, tres vinos blancos distintos, uno para cada plato, de una calidad que yo ya daba por supuesta tratándose de Peter.

—¿Por qué no te quedas aquí esta noche, papá?

—No, tendría que irme a casa.

—No seas tonto, ya es más de la una. Mañana no tenemos nada que hacer, así que quédate. Desayunaremos tarde.

—¿Estás segura de que no soy una molestia?

—Eres muy bienvenido, Jeremy.

—A decir verdad, quería hablar contigo de algo, pero tal vez sería mejor dejarlo para mañana.

—Cuenta, papá. Me siento muy despierta.

En cambio, Peter parecía exhausto.

—Si quieres acostarte, acuéstate. No tengo que hablar de ello ahora. Y no es muy importante.

—No, por favor, Jeremy, me has despertado la curiosidad.

—Hoy me ha pasado algo un poco raro. Se suponía que tenía que reunirme con una estudiante y había confirmado la cita durante la semana. La vi tras una clase que di ayer y volvimos a hablar sobre la reunión. Así que acudí al café a la hora señalada y ella no se presentó. Volví andando a casa e iba a mandarle un email para preguntarle por qué no había ido, y entonces descubro que parece que le había escrito antes, hoy mismo, preguntándole si podía cambiar la cita y ella me había contestado diciendo que sí. Bien, el problema es que no recuerdo haber escrito ese email ni tampoco haber leído su contestación, y, con todo, los mensajes están ahí.

Meredith se removió en el sillón, se puso los pies debajo de las piernas y se tapó con una manta de lana gris que recordé haberles mandado después de un viaje a Estocolmo para impartir una conferencia el año anterior. Era gratificante ver que le daba uso y que no había acabado metida en un armario, olvidada o regalada a alguno de sus amigos menos acaudalados.

—Supongo que es bastante raro. ¿Sabes si se ha producido más, cómo decirlo, más incidentes como ése?

—No, cariño, no que sea yo consciente, que era por lo que quería hablar con vosotros. ¿Habéis notado algo? ¿Estoy perdiendo la cabeza?

—No, con toda seguridad. No he notado nada. ¿Y tú, Peter?

Peter negó con la cabeza.

—Sinceramente, te lo juro, Jeremy, tu memoria es mejor que la mía. No he detectado nada raro. A ver, me sacas de quicio cada dos por tres, pero no es lo mismo.

Sonrió porque era un comentario burlón, generoso, no una manifestación de verdadera irritación. Era el tipo de burla que hacía que el chico me cayera un poco mejor cada vez que lo veía, y sentía que él se iba sintiendo más relajado conmigo, aceptándome como parte de la familia, aunque sólo había visto a sus padres un par de veces y me dio la sensación de que Meredith se estaba integrando más a fondo en la familia de Peter que él en la nuestra, tal vez porque, bien mirado, no existía una «nuestra»; mi familia estaba ahora ahí, con Meredith y mi madre, y la madre de Meredith, que de hecho hacía vida por su cuenta, no tiene hermanos, sus padres han muerto, así que Peter tiene menos margen para formar parte de nosotros en el sentido que Meredith puede convertirse en parte de ellos. Yo vivía eso como un desastre, es verdad, porque sabía que, en gran medida, la disolución de nuestra familia era culpa mía y no de Susan, por más que la decadencia de cualquier relación sea casi siempre multilateral, y mi exmujer también tenía su parte de responsabilidad.

Meredith y Peter intentaron tranquilizarme y, cuando dieron las dos de la madrugada, todos teníamos que esforzarnos por permanecer despiertos y Meredith fue a buscar algo que pudiera ponerme para acostarme, y volvió a los pocos minutos con un pijama sin estrenar, así como un cepillo de dientes de bambú nuevecito, todavía empaquetado, y una navaja.

—¿Esperabas que me quedara?

—Estamos preparados para casi cualquier eventualidad. Seguridad a la décima potencia.

—O más.

—Sí, seguramente mucho más.

Me pregunté si el cuarto de invitados estaba siempre preparado, o si Meredith había previsto que podría haber invitados de último momento y había pedido a la asistenta, una dominicana, que pusiera sábanas limpias y cambiara las toallas. Sentí cierta tranquilidad al quitarme la ropa y ponerme un pijama nuevo, sobre todo uno de una calidad espléndida —espléndida, un adjetivo que no suena muy americano, es verdad, pero no puedo quitármelo de la cabeza, buena sabe a pan de molde en mi lengua—, y luego meterme entre las sábanas de tupido hilado, subirme el edredón hasta la barbilla, mirando hacia las luces del parque, y saber que mi hija ha alcanzado tal posición que no necesito volver a preocuparme por mi propia seguridad durante el resto de mi vida. Eso había sucedido de un modo que no podía haber previsto y con tanta rapidez que a veces amenazaba con alterar mi percepción de nuestra relación. Ella todavía no había cumplido los treinta, se diría que apenas había dejado atrás la infancia, y pese a todo era una adulta en su plenitud, con una profesión, con su propio negocio y con un marido que es uno de los hombres más influyentes de Estados Unidos, ¡y todo a una edad tan temprana! No sé cómo, pero la juventud ha llevado a cabo una revolución incruenta, y es una tontería, soy consciente, imaginar que los jóvenes del país no son, en última instancia, quienes lo controlan. Esa noche podía dormirme con la seguridad de que si me despertaba la mañana siguiente y no recordaba nada de lo sucedido los días o semanas anteriores, o me había olvidado por entero de mi vida adulta, Meredith y Peter me cuidarían. Se me enviaría al mejor establecimiento de la Costa Este y hasta mi muerte estaría resguardado y atendido, sin tener que preocuparme por si acabaría vagabundeando por las alcantarillas de Nueva York o durmiendo en los túneles del Armtrak, en los que recuerdo haber visto una vez campamentos improvisados cuando iba a visitar a mi madre en el norte del estado. Pase lo que pase, no seré uno de los indigentes condenados a quedarse colgados, desconectados de la vida, sin que importe que ahora mismo una parte de mí desee que eso fuera posible.