Cuando se presentó a la entrevista en Oxford, Fadia estaba en el último curso de instituto o secundaria, en realidad no tendría que costarme recordarlo, se trataba de un lycée, porque estaba escolarizada en París y por alguna razón se había decidido que Oxford sería un lugar más apropiado para ella que las universidades francesas. Aunque hablaba con un reconocible acento francés, su inglés era perfecto y ella me pareció, a primera vista, una de las más asombrosas jóvenes que yo había conocido en mi vida. Tenía un cabello tupido que se había dejado largo, a veces recogido en un moño, otras cayéndole hasta la cintura, recogido con ese accesorio que en Inglaterra llaman «la diadema de Alicia» por la ilustración de Tenniel de la heroína de Lewis Carroll, como si todas las chicas que llevaban esa cinta para el pelo participasen de algún modo en el inmenso mundo de Alicia, como si incluso los hombres que se atreven a llevar diademas de Alicia —y había unos cuantos en mis primeros años en Inglaterra, después de que un futbolista hubiera convertido esa trasgresión de género en posible— participasen también en la emulación de la precoz rubita.
Fadia era alta y delgada y transmitía la sensación de estar construida de pura seguridad en sí misma, una confianza tan audaz que la cegaba a sus propios defectos y la volvía irritable con los demás, cuyas cualidades consideraba deficiencias, incluso cuando las veía en figuras de autoridad como maestros o, más aún, profesores universitarios que la entrevistaban para acceder a una plaza en su college. Si ella creía tener razón, me di cuenta ya en la primera entrevista, se requeriría una capacidad de persuasión muy inventiva para convencerla de que quizá estaba equivocada, y ése era, sin que me percatara por entonces, uno de los aspectos más atractivos de su carácter. Tampoco era bella de una manera convencional porque tenía una nariz prominente con un leve arco, ojos oscuros y bastante juntos, y aunque su altura y delgadez apuntaban más a una contorsionista que a una gran belleza, tenía el porte de la nobleza encarnada con un traje pantalón, que, en una chica menos segura de sí misma, habría parecido sacado del fondo de armario de una madre ejecutiva. A Fadia le quedaba tan natural como la piel, delicada y suave con el brillo rojizo dorado del ámbar.
En nuestro primer encuentro en aquella entrevista de admisiones se mostró competente, con una actitud más optimista que receptiva. Pareció demasiado segura, casi arrogante, para ser una elección lógica en un college como el nuestro —yo la habría mandado a St. Hilda’s o incluso a Christ Church—, pero recordé la petición de Stephen Jahn así que le hice preguntas estimulantes que, esperaba, llevaran a Fadia a dar respuestas que me facilitaran convencer a Bethan de que deberíamos ponerle el tipo de nota —calificábamos a los estudiantes y luego comparábamos las notas con las del otro equipo de entrevistadores un par de días después— que la situaría, sino como una de las candidatas principales, sí como alguien con un puesto sólido en el medio del grupo, sobre el que no pudieran plantearse dudas. Tal vez fue por la naturaleza del grupo de aspirantes de aquel curso, un guiño de la suerte o una mera coincidencia, pero el caso es que, sin tener que decir nada a nadie, se le ofreció a Fadia una plaza segura, aunque Bethan la consideraba una chica potencialmente «difícil», mientras que Stephen se preocupó de mencionar la riqueza de la familia y la perspectiva de una donación sustancial al college en una fecha futura, el tipo de donación que podría, de hecho, permitir otro puesto de profesor de Historia o la provisión de becas para estudiantes femeninas de familias desfavorecidas. Y en un plano menos admirable si cabe, estaba el sobreentendido de que, desde una perspectiva de relaciones públicas, no vendría mal que, en la estela de los ataques terroristas en Londres del verano anterior, el college demostrara su compromiso con la educación de estudiantes musulmanes, como un ejemplo de su ya antigua asunción de una tradición humanista liberal. En aquel momento, no le di más vueltas. Fadia era una más de un grupo de jóvenes, sólo eso, aunque, desde cierta distancia, esperaba con ganas ver cómo evolucionaría en los años siguientes, y me refiero a que se trataba de un interés pedagógico y como observador más que con ningún matiz emocional.
Fadia llegó como nueva estudiante el octubre del año siguiente, pero por la forma en que se estructuran los estudios para obtener el título de Historia en Oxford y el modo en que el college organizaba su enseñanza, yo tuve poca relación con ella hasta el curso posterior, momento en el que había sido ascendido a la titularidad (aunque no había estado especialmente seguro de que saliera adelante mi solicitud), así que retorné a la enseñanza con renovadas fuerzas.
Cuando empecé a verla en sus tutorías semanales, me recordó, por primera vez en lo que por entonces no era más que un contacto superficial, a un chico egipcio que había conocido durante mi primer año de estudiante en Georgetown. Aunque no había sido amigo suyo, vivíamos en la misma residencia y lo veía con frecuencia en los actos académicos dado que ambos estábamos en la School of Foreign Service, en la que yo me había inscrito estúpidamente, pensando que podría hacer carrera en la diplomacia o el gobierno. He olvidado cómo se llamaba aquel chico, tal vez Amir, pero sí recuerdo que me asombró que hubiera egipcios rubios, como él, y que me carcomía la curiosidad que me producía alguien así. Creo que no llegamos a hablar, pero en varias ocasiones encontré excusas para sentarme a su lado en clases y conferencias, o detrás de él en el autobús que iba de Georgetown a Dupont Circle, y, en una ocasión, en un mediodía cálido de primavera, recuerdo que me senté junto a él en una conferencia y me di cuenta del olor que desprendía, que no era desagradable sino una mezcla de colonia y el olor de su cuerpo, un aroma que nunca había percibido hasta entonces y que sin embargo me resultaba curiosamente cercano, casi familiar. Cuando Fadia empezó a aparecer en mis tutorías, capté ese mismo aroma, una nota reconocible sin que yo fuera capaz de ubicar la asociación.
Al principio, Fadia era una estudiante seria aunque corriente. Su trabajo era competente y sus argumentos claros, pero no estaban salpicados con la chispa del genio entre un grupo de estudiantes del que a menudo salían licenciados con genuino fuego intelectual. El verano anterior a su último curso para obtener la licenciatura, ocurrió algo, como suele pasarles a los jóvenes al tomar impulso para traspasar el último umbral de la juventud y entrar en la edad adulta. Cuando volvió al college en octubre se había transformado en otra persona, como si por fin su cuerpo hubiera crecido hasta adquirir sus rasgos propios. La esporádica arrogancia se había desvanecido y en su lugar había una seguridad en sí misma que resultaba más atractiva, como si en el curso de unos pocos meses se hubiera convertido en la dama que siempre había parecido saber que era. Además, también reparé en la aparición de una cautela o angustia que no había visto en el pasado. En las tutorías siempre se sentaba en el mismo sitio y miraba por la ventana cada vez que había agitación o movimiento, aunque sólo fuera una paloma. Cuando la veía por el college o en las bibliotecas, o simplemente por las calles de Oxford, entrando y saliendo de las tiendas de ropa de Cornmarket o haciendo cola para comprarse un sándwich en el Covered Market, a menudo miraba por encima del hombro, como si temiera que alguien la siguiera. Empecé a sospechar que había sufrido alguna experiencia traumática durante las vacaciones, pero no creía que fuéramos lo bastante íntimos para preguntarle qué había pasado. De vez en cuando se presentaba en clase sin el trabajo preparado y más de una voz avisó de que estaba enferma, aunque esos mismos días de supuesta indisposición yo la veía por la ciudad con aspecto saludable. Así que a medida que se iba haciendo físicamente más imponente, su nivel académico empezó a bajar. Y con todo, dada mi historia con Jayanti, o tal vez debido a alguna cualidad más delicada que percibía en Fadia, no la apremié para que trabajara más.
Entonces, una oscura tarde de noviembre, se quedó en el aula cuando salió su grupo para preguntar si contaría con mi apoyo para su solicitud de un posgrado de dos años.
—No estoy seguro de que esos estudios sean lo más conveniente para ti, Fadia. No quiero ser paternalista, pero no creo que te ajustes al tipo de estudiante de posgrado. Requiere mucha autonomía.
—No lo entiende, profesor. Tengo que hacerlo.
Por su tono y la expresión aterrada de su cara, entendí que había algo más que la enseñanza en juego.
—¿Es un medio para seguir aquí?
—No sé a qué se refiere.
—Imaginaba que encontrarías un empleo en cuanto acabaras.
Pareció conmocionada, como si lo del «empleo» fuera una propuesta tan vulgar que le resultara inconcebible.
—¿Tanto le sorprende que me interese la materia?
—No puede decirse que hayas demostrado demasiado entusiasmo. Tu trabajo es competente, pero también debo confesarte que nunca me ha deslumbrado.
—¿Está diciendo que soy una mala estudiante?
—En absoluto. Has sido muy buena hasta las últimas semanas, pero no llamas la atención.
—Pues tal vez me haga notar a partir de ahora. ¿Me escribirá unas referencias?
Me recordó los cursos que había hecho y me explicó que, a decir verdad, su interés se centraba en el ámbito de mi propia investigación, Alemania después de la Segunda Guerra Mundial.
—Su trabajo sobre la Stasi ha sido muy iluminador para mí —dijo, con una seriedad que evitaba que sonara como un halago vacío—. Me hace pensar en Egipto de una manera distinta.
—Es un detalle por tu parte el que lo digas.
—Pero su libro sobre el cine de Alemania Oriental es el que ha inspirado mis ideas. Ha llevado a que me fascinen los movimientos terroristas de izquierda europeos. Ya sabe, las Forças Populares, las Brigate Rose, pero, sobre todo, la Baader-Meinhof. —Aunque su tono seguía siendo serio, casi inalterable, quise creer que vi una chispa de pasión, aunque sólo fuera de inspiración intelectual—. Quiero reflexionar sobre el terrorismo y los medios de comunicación, o la relación entre los medios y el terrorismo izquierdista.
—Se han hecho ya bastantes trabajos al respecto.
—Pero ¿qué piensa de las películas de Fassbinder? ¿Ha visto La tercera generación? Es absurda, pero a la vez hay algo en la cualidad alienante de su forma que habla directamente a las preocupaciones de la Fracción del Ejército Rojo. ¿Qué se proponían más que hacer que la sociedad de consumo de Alemania Occidental viera el artificio de su propia construcción, del mismo modo que Fassbinder intenta que sus espectadores experimenten el artificio de la película, por lo demás realista, que están viendo, aterrorizando sus oídos con su uso de esa banda sonora no diegética?
—Hace mucho que no veo la película, pero sí, lo que dices parece razonable. No tienes que escoger un tema inmediatamente, claro, ya habrá tiempo para eso, suponiendo que te acepten para el posgrado. ¿Estás pensando en un doctorado?
—Si la facultad me deja.
—¿Y es de verdad lo que quieres?
—Cree que porque soy una chica…
—Nada por el estilo. Pero no me había dado cuenta de tu interés.
—¿Tanto le sorprende? ¿Me tenía por una perezosa joven musulmana que simplemente iba a casarse con un jeque e iría a vivir a un ático en Dubai?
—No se me había pasado por la cabeza. Pero tampoco quisiera presumir de saber nada sobre ti.
—Soy atea, profesor O’Keefe. Una mezcla cultural. Medio musulmana, medio católica.
—No imaginaba que… —dije, y me fui quedando sin palabras, sintiendo que la conversación que manteníamos era demasiado precipitada, presa del vértigo de saber que habíamos dejado de hablar de sus estudios o de la historia y que habíamos entrado en su vida.
Como norma, no me gusta hablar con los estudiantes de sus vidas, y menos después de la experiencia con Jayanti. Parecía un territorio demasiado arriesgado saber qué amaban o qué creían, y tal vez como consecuencia de esa cautela no cumplía con mis deberes de consejero, que en Oxford se toman tan en serio como el trabajo intelectual.
Para que Fadia se fuera de mis alojamientos aquel día, acepté escribirle las referencias, sabedor de que ella, casi con toda seguridad, sería admitida en el programa de posgrado si contaba con mi apoyo. Pese a su irregularidad durante el trimestre anterior, sus resultados habían sido buenos y era probable que hiciera bien sus exámenes finales, lo que finalmente fue el caso.
Cuando le concedieron una licenciatura con las calificaciones más altas, vino a darme las gracias por mi apoyo. Era una de esas incomparables y largas tardes que Oxford regala cada verano, que se alarga con una despreocupación tan embriagadora como el perfume de las flores de los tilos.
—Estoy deseando que llegue el otoño —dijo Fadia, que me dio un pesado paquete envuelto en grueso papel plateado y atado con una cinta azul.
—¿Qué es esto? ¿Qué he ganado?
—Sólo es una pequeña muestra de agradecimiento, por su ayuda con las referencias, y por sus clases.
Los regalos de los estudiantes eran lo bastante raros como para que me sintiese un tanto abrumado por el detalle y conmovido hasta una excitación casi infantil. Cuando quité el papel, había aún una caja, con otra caja dentro, y sólo al sacar la interior vi que se trataba de una botella de aquel whisky de treinta años que Stephen Jahn me había servido unos años antes, un whisky que me había extasiado por su exquisitez hasta el punto de que cediera a lo que me pedía, es decir, a hacer cuanto estuviera en mis manos para garantizar que Fadia fuera admitida en nuestro college. Mientras sacaba la botella de la caja interior y la sostenía en alto para que la luz estival atravesara el líquido e iluminara el color, supe que no podía tratarse de una coincidencia. Stephen en persona podría haberlo pagado, o tal vez simplemente hizo la sugerencia, y Fadia la siguió.
Me pregunté por la trasgresión que suponía que una joven musulmana de buena familia le diera a un hombre no practicante pero al fin y al cabo cristiano de cierta edad —y americano, nada menos— una botella de licor caro como regalo. Me parecía de algún modo doblemente equivocado, y con todo, la trasgresión multiplicaba la importancia del regalo, como si Fadia me estuviera diciendo: «Mire hasta dónde estoy dispuesta a llegar para mostrarle la amplitud de mi agradecimiento. ¿Imagina lo que diría mi familia si me vieran comprando la botella, o si supieran que, aún peor que si me la bebiera yo misma, iba a regalársela a usted, mi profesor?». Aunque, no sé, tal vez se hubiera considerado mucho peor si fuera para ella; yo sabía tan poco del islam que sólo podía hacerme una muy vaga idea de la gravedad y el alcance de cualquier tabú y, aparte del esporádico fragmento de información que Stephen había dejado caer a lo largo de los años sobre el hermano de Fadia, no sabía nada de su familia, si eran laicos o devotos, si poseían una riqueza ordinaria o extraordinaria, si su dinero era ganado o heredado, ni siquiera sabía a qué se dedicaban sus padres. Sabía que Saif había estado empleado por el gobierno de Mubarak (aunque no estaba seguro, por entonces, de con qué funciones), pero las ideas políticas de Fadia eran democráticas, progresistas —incluso, podría pensarse razonablemente de izquierdas— y sabía que era, según ella misma había dicho, atea. Tal vez, para empezar por eso la habían mandado al extranjero, para protegerla del gobierno en el que su familia estaba enredada, o tal vez para protegerse ellos de la vergüenza y el riesgo de las actividades políticas de la joven.
Hubo una velada aquel verano, justo al final del trimestre, en que Stephen Jahn y yo nos encontramos de nuevo solos después de la cena en la Senior Common Room y él sugirió que volviéramos a su piso. Rechacé la invitación porque tenía una reunión temprano al día siguiente y tampoco me apetecía mucho quedarme a solas con él.
—Profesor O’Keefe —dijo en voz baja—, hay que ver lo ocupado que estás ahora que eres titular. Ya ves cómo has sido debidamente recompensado…
—¿Debidamente recompensado? ¿En qué sentido lo dices?
—Recompensado por cumplir con tu deber. Recompensado por hacer lo que se te pidió.
—Creo que no acabo de entenderte, Stephen.
—Cumpliste lo que se te pedía. Lo hiciste bien. A la gente se la recompensa cuando hace lo que se le pide.
—¿Estás hablando de Fadia?
Stephen, a su modo incomparable, con los ojos saliéndosele de las órbitas, la rabia apoderándose de su figura entera, calva y enjuta, como si fuera a transformarse, por la pura intensidad de la ira, de cartílagos y huesos, en una columna de fuego, farfulló:
—Estoy hablando de cumplir con el deber, Jeremy, y de nada más. Nada más.
Parpadeó algunas veces y entonces, levantándose con cierta inseguridad, como si fuera a perder el equilibrio en cualquier momento, me deseó buenas noches. ¿Era posible, me pregunté, que por haber ayudado, a mi manera más bien pasiva, a que Fadia consiguiera su plaza en el college, Stephen hubiera orquestado o facilitado mi ascenso? ¿Qué más se me daría si seguía cuidando de esa joven? ¿Y por qué, de ser así, era Fadia tan importante? ¿Podía tratarse sólo de que fuera la hermana de Saif, el hombre que yo creía que Stephen amaba a su modo peculiar tanto si ese amor era correspondido como si no? No tenía respuestas entonces, y ni siquiera, al pensarlo ahora, puedo decidir entre las diversas posibilidades.
En el sótano de la casa de mis vecinos al norte de Rhinebeck aquella fría noche de viernes del último fin de semana de noviembre, Michael Ramsey me miró, y en su expresión de tormento e incredulidad vi el eco de expresiones que yo había provocado en el pasado en el rostro de Stephen: sus ojos cada vez más grandes y oscuros, los músculos entre las cejas anudándose y dibujando una uve, la boca burbujeando como una herida.
—Fue mi alumno, en el pasado.
—Sí. ¿De verdad no se acuerda?
—No…, bueno, sí. Ahora veo su cara, en mi memoria quiero decir, de joven.
Eso era mentira, no podía, era incapaz de imaginarme qué aspecto habría tenido hacía más de una década.
—Pero ¿aparte de eso?
—No, me temo que no. Lo siento.
Observé cómo el joven se daba la vuelta y desaparecía escaleras arriba. No podría haberse tratado de un caso como el de Fadia. No me interesan los hombres, mi fascinación por Amir —o comoquiera que se llamase— aparte, y en ese caso fue un interés por una otredad que me resultaba inexplicablemente familiar. No obstante, quizá, se me ocurrió mientras estaba allí, Michael Ramsey, como Stephen Jahn, sí tenía ese interés, y tal vez, sólo tal vez, yo fui el objeto de su obsesión, una figura paterna, un padre para un chico huérfano. Una vez más el melodrama, una intriga de campus, un romance gay. Estaba pensando en el género equivocado.
En la cocina nos colocamos a unos metros, sin mirarnos directamente.
—Gracias por su ayuda, Jeremy.
—Me alegro de que lo hayamos encontrado. La casa debería calentarse bastante rápido. —Una disculpa parecía fuera de lugar, incluso excesiva. ¿De qué tenía que disculparme? ¿Por qué lamentar el fallo de la propia memoria?—. Tengo que irme, Michael. Buenas noches. Tal vez volvamos a vernos en otra de las fiestas de Peter y Meredith. —Me detuve para que hablara, pero no dijo nada—. Siento no haberle recordado al principio.
Sin querer esperar su respuesta salí solo por la puerta principal. Mi coche ya se había quedado frío, aunque no había estado mucho tiempo apagado, así que me senté en el camino de entrada mientras el volante perdía su gelidez. Ramsey se movía por el interior de la casa, su sombra pasaba ante las ventanas mientras corría las cortinas de una habitación tras otra. Yo observaba, como si al observar sus movimientos algún gesto o un tic pudieran despertarme recuerdos de él, pero no se despertó nada. Era como cualquier otro joven delgado. No sabría descifrar su sexualidad ni sus ideas políticas. En cuanto a la edad, debería de tener, como mínimo, treinta y pocos, sino más, a no ser que fuera una especie de niño prodigio, algo que no era imposible en la Columbia, pero sí infrecuente. Su rostro todavía mantenía el aire juvenil del hombre que no ha cumplido los treinta, y parecía más joven que Peter, que debe de ser su coetáneo.
Cuando llegué a casa, me metí en el garaje y me quedé en el coche hasta que oí cómo bajaba la puerta, me apeé tras un instante de vacilación y cerré con llave la puerta del garaje antes de entrar en la casa, luego comprobé todas las puertas e incluso algunos de los cierres de las ventanas, como si alguien pudiera sentirse tentado a abrir una de un empujón y entrar, dejando silenciosas huellas húmedas por el suelo y las alfombras antes de acuclillarse junto a mi cama. Ésas son cosas que no me cuesta imaginar, aunque nunca he sufrido un robo en casa, ni tampoco mi madre ni ningún pariente. Hemos estado llamativamente a salvo del crimen, tanto que uno podría pensar que teníamos pendiente un encuentro íntimo.
Antes de subir a la planta de arriba comprobé la puerta principal y la trasera una vez más. Ahora creo que no había corrido las cortinas de la primera planta, así que antes de encender las luces debo de haber ido de habitación en habitación, corriendo las cortinas y asomándome por un instante a las tierras de alrededor bajo el resplandor blanco azulado de la luz de la luna. Al sur, veía las luces encendidas en la casa de mis vecinos, donde Michael Ramsey podría estar viendo la televisión y bebiéndose una cerveza, o tal vez haciendo algo mucho menos inocente. Era temprano, ni siquiera las diez, y sentía una pesadez creciente en los hombros mientras estaba en el oscuro dormitorio con los pies descalzos sobre el suelo de madera, cuyo pulido suave se veía interrumpido por un poco de polvo disperso que creaba la impresión de vida, del mundo, más allá de la iniciativa humana, que lucha por desbordarnos. A través de los árboles veía el avance de la memoria, un ejército exhausto por la larga batalla, olvidado por sus generales, arrastrándose despacio para dar su informe.