Al revisar estas páginas, busco una sucesión de claves que podrían llevar a algún punto de certidumbre, en lugar de a más ramificaciones. Todavía no me han devuelto los archivos y fotografías que entregué a los abogados. Supongo que las investigaciones no han acabado, pero sin esos registros no puedo evitar cuestionarme si todo lo que pienso ha ocurrido en realidad. Sólo permanece el monolítico disco duro, guardado bajo llave en el cajón de mi escritorio, y ¿quién sabe si no lo habré comprado yo mismo y realizado un backup a mi ordenador para crear un archivo perfecto? ¿Quién puede asegurar que no me lo envié yo mismo por mensajero y organicé su recuperación inmediata precisamente para respaldar un delirio? ¿Puede la mente consciente realizar una partición de lo que sabe, mantener una parte en la oscuridad mientras otra trabaja frenéticamente detrás de la cortina, moviendo engranajes y manijas, pulsando botones, amplificando y distorsionando la voz para engañar tanto a su otro yo como a aquellos que encuentra la persona física? Fuegos artificiales y máquinas de humo para distraer a los aterrados, entre los que podría incluirse el verdadero yo de uno mismo. A partir de las preguntas de la doctora Sebastian, sigo considerándolo una posibilidad.

Cada día veo a Michael Ramsey en algún lugar de la ciudad. Lo sigo y, al momento, cuando estoy a punto de alcanzarle, desaparece. Me pongo junto a la ventana de mi dormitorio y me asomo a Houston Street, esperando que aparezca. Un anuncio pintado en un edificio, con imágenes de palmeras y playas blancas, me dice: «Encuentre su playa». Tal vez necesite unas vacaciones.

Hay una noticia sobre terroristas en Siria que informa de una chica crucificada tras ser víctima de una violación. Hay más noticias de terroristas en Irak lanzando a media docena de homosexuales desde las alturas de un edificio. Sé que no es la primera vez que pasan cosas así, y no dejo de preguntarme si Saif se cuenta entre quienes han llegado a la conclusión de que tienen derecho a determinar cuál debe ser el destino de desconocidos. En última instancia, ¿son esos actos tan distintos de la ejecución de presos en las prisiones americanas, o de la violación y asesinato de una adolescente en Irak por un soldado americano? Sin duda, eso es una parte de lo que esos terroristas, en su perversión, quieren afirmar.

Unos días después, The Journal of Modern History me pide una reseña de un nuevo estudio sobre un grupo de destacados historiadores británicos que fueron sometidos a vigilancia por el MI5 en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, una decisión que se tomó en buena medida porque aquellos hombres eran comunistas, o se creía que lo eran o simplemente habían viajado a Rusia en algún momento de sus vidas. Cuánto me parezco a aquellos hombres, aunque no soy un terrorista ni nunca he estado en Oriente Medio, nunca he viajado a Egipto, ni siquiera he pasado en tránsito por el aeropuerto de Dubái de camino de ida y vuelta a cualquier destino ordinario. Pero tal vez no sea la lógica lo que rija el juicio de hombres en salas ocultas o en azoteas de edificios, dispuestos a detener a un hombre o a empujar a otro hacia su muerte.

 

Llega una nueva caja, ésta, idéntica a las tres primeras, contiene todos mis extractos bancarios y declaraciones de la renta, desde el año en que conocí a Fadia. No son imaginaciones mías, está claro, pero aun así qué fácil me resultaría solicitar un historial de esos documentos, sacar copias de mis declaraciones, hacer que el cine de mi mente suspendiera su incredulidad en la película proyectada en su pantalla interna, en la ficción —¿es ficción?— que el proyeccionista ha elegido entre las bobinas de película a su disposición. ¿Ficción o documental? ¿Melodrama de campus o thriller de espionaje? ¿En qué genero estoy atrapado?

Parece que por ahora sigo libre, por imperfectamente que sea, y doy gracias por eso al menos, aunque a veces me despierto gritando en plena noche, pidiendo que me dejen en libertad. Tal vez lo único que necesite sea ver un poco de campo y un buen pedazo de cielo. No he vuelto a Rhinebeck desde el fin de semana de Acción de Gracias y no recuerdo la última vez que hablé con mi madre. De estos dos últimos días tengo docenas de llamadas perdidas de Meredith en mi móvil. Entro en mi ordenador, leo los emails quejumbrosos de mi hija, pero carezco de fuerzas para contestar. Miro en mis correos enviados y descubro mensajes que parecen escritos por mí —semejantes a los que supuestamente escribí a mi alumna Rachel—, pero en más de una ocasión no recuerdo haberlos escrito. Recibo una invitación de Meredith para la fiesta de Nochebuena, con ella y Peter, en su apartamento. Estará mi madre, que se quedará varios días, y también asistirán los padres de Peter. Si me apetece, puedo ir más temprano. Pero estoy pensando en ir al norte del estado, aunque la desesperación en el tono de Meredith me dice que simplemente debo aceptar, y lo hago. Me responde en segundos, ofreciéndose a mandar un coche que me recoja. No, en Nochebuena es más conveniente coger el metro, el tráfico estará imposible. Me contesta de nuevo ofreciéndome que vaya antes y luego me quede, pero no, se lo agradezco, prefiero dormir en mi propia cama.

La noche antes de Nochebuena, ceno comida vietnamita para llevar y veo Blade Runner, el montaje definitivo del director, que parece pintar a un Deckard más inequívocamente androide que las otras versiones que he visto a lo largo de los años. Una vez, hace casi veinticinco años, cuando era todavía estudiante de posgrado, cogí un vuelo una noche para asistir a una conferencia. Mientras nos metíamos entre las nubes, se hizo visible un paisaje de luces anaranjadas, que resplandecían a través de la oscuridad y la polución, y se parecía tanto al que Ridley Scott había plasmado que imaginé durante un instante que habíamos volado hacia el futuro. ¿Puedo ver el lugar que ocupo en el sistema? ¿Puedo, a diferencia de Deckard, saber qué soy bajo la ficción consciente que presento a los demás y también a mí mismo? ¿Se manifestará mi verdadero instinto si se ve sometido a una amenaza? ¿Qué es lo que creo que soy? Desde luego, no un androide, pero ¿qué es Deckard más que (o no sólo) un androide? Un revolucionario, un insurgente, un agente infiltrado. Tal vez, al pasear a ciegas por el país de mi nacimiento, esta patria que amo, el hogar que deseo como ningún otro que me resulte más propio, heimlich, la zona de mi mayor familiaridad, empiece con el tiempo a ver con otros ojos.