Casi había oscurecido cuando volví a casa. En otros tiempos me habría limitado a cerrar la puerta del garaje tras bajar del coche, pero, por segunda vez en dos días, esperé a que la puerta bajara del todo antes de abrir el coche, y luego me tomé la molestia, de nuevo, de cerrar con llave la puerta, comprobar todas las cerraduras de la casa y correr las cortinas, preguntándome mientras lo hacía si los drones y los satélites podrían hacer un zoom en el interior con sus lentes de largo alcance para captar un atisbo de los hábitos de una vida por lo demás absolutamente ordinaria. Una vez más, me pregunté también qué habría hecho para atraer la atención de quienquiera que quisiera monitorizar mis actividades, y repasé mis delitos, tal como los vería alguien hostil:

A. Me había ido al extranjero en un momento de crisis nacional, a los pocos días de los ataques a Nueva York y Washington; un patriota habría cambiado de planes y se habría quedado en el país para cuidar de su mujer, aunque estuvieran separados, y de su hija pequeña; si no era un traidor, sí era, como mínimo, un egoísta;

 

B. Durante mis años de estancia en Oxford había hecho amistad con un hombre que casi con toda seguridad era un espía; asumí que estaba de nuestra parte, fuera cual fuera y fuera quien fuera nuestra parte (americanos, básicamente, pero también, en consecuencia, británicos, porque soy, según la ley, leal a ambos países, habiendo jurado fidelidad a la reina y a todos los herederos al trono, aunque, en realidad, cruzaba los dedos dentro del bolsillo mientras lo hacía);

 

C. En la segunda etapa de mi estancia en Gran Bretaña, enseñé y con posterioridad tuve una docena o más de citas con una estudiante egipcia cuyo hermano está ahora, según todas las versiones conocidas, implicado en una organización terrorista que intenta establecer un nuevo califato; su padre, además, fue perseguido hasta hacía poco por crímenes cometidos durante los veinte años anteriores a la frustrada revolución egipcia;

 

D. La aventura con esta hermana de un terrorista e hija de un secuaz de un déspota tuvo como consecuencia un niño cuyo embarazo, en lugar de ser interrumpido antes de que se hubiera cumplido el periodo legal en el que los abortos pueden llevarse a cabo según la ley británica, llegó a su fin, nació siete días antes de lo previsto y recibió el nombre de Selim.

¿Puede imputárseme por todo lo anterior un delito ético, me preguntaba, suficiente para poner en cuestión mi privacidad, incluso quizá mi libertad? Hasta donde veía, no había cometido ningún delito, a no ser que entregar dinero a Fadia pudiera considerarse como un hecho delictivo de por sí. Las leyes cambian tan rápido que cuesta saber cuándo los asuntos cotidianos de la vida, la forma en que uno lleva sus cosas de un modo que ha sido legal desde hace mucho y parece lo bastante inocente, pueden verse proscritos e ilegalizados de la noche a la mañana por capricho de unos cientos de hombres y mujeres arrogantes reunidos en una sala. La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento y aun así parece, con mucha frecuencia, que los legisladores mismos sólo tienen una comprensión parcial de las leyes que aprueban. ¿Es ahora la hermana de un terrorista tan buena, o tan mala, según las leyes de Gran Bretaña y Estados Unidos, como el terrorista mismo? ¿He puesto en peligro mi libertad al hacer algo tan inocuo como apoyar legítimamente a mi hijo?

Anoche, en las horas que transcurrieron entre acabar una página de este texto y empezar la siguiente, me dormí a ratos, tumbado en el sofá cama de mi estudio, sin nada más que paredes blancas y el Neo Rauch que había comprado hacía años colgado encima de mi mesa, y soñé que estaba en una sala blanca igual de despojada, sentado a solas, con un retrete de acero inoxidable y un lavamanos en un rincón, una ventana demasiado alta en la pared para que pudiera asomarme por ella, una puerta con una ranura a través de la cual yo pasaba los papeles que escribía, y por la que me pasaban más papel en blanco y bolígrafos cuando mi letra se volvía borrosa, y por la que también recibía mis tres comidas diarias y una ración de agua. En el sueño no oía a nadie, y no sabía dónde estaba. Una vez cada dos días en el curso de mi sueño, en el que el paso del tiempo resultaba tremendamente fácil de seguir, una voz me mandaba sentarme en el suelo y apoyar la cabeza en la ranura de la puerta. Entonces pasaban unas manos, que me ponían una capucha en la cabeza antes de que la voz me ordenara levantarme con las manos en la nuca. Cuando lo había hecho, la puerta se abría, alguien me agarraba los brazos y me los retorcía para esposarme a la espalda. El hombre —daba por sentado que se trataba de un hombre— me conducía por un pasillo donde me quitaban las esposas y la capucha y me dejaba a solas en una ducha; me daban diez minutos para ducharme antes de que el hombre volviera y me ordenara ponerme de espaldas a la puerta de la ducha con las manos en la nuca, me colocaba de nuevo la capucha y me esposaba las muñecas. El sueño parecía alargarse durante semanas, tal vez incluso meses, y cada dos días me permitían ducharme, pero, aparte de eso, me quedaba solo para escribir mi texto, el relato que estoy redactando ahora, de un modo más realista, en este mismo instante. Cuando lea estas páginas, quienquiera que sea, ¿se compadecerá de mí?, ¿o esperará una confesión que no puedo hacer? Confesar mi participación en crímenes de los que no sé nada sería en sí un crimen aún mayor según los mandatos de mi propia filosofía que, para mí, ocupa el lugar de esa religión que he rehuido, pareciéndome, como a Fadia, que la fe en sí es la mayor forma de terror.

Aquella última noche de sábado de noviembre, sentado en mi casa de las afueras de Rhinebeck, poco después de haber hablado con Michael Ramsey, tras haber comido con mi madre, que me había contado la acusadora llamada telefónica que había recibido, me preparé una copa, pensando en mi hijo, Selim, que ahora ya tiene casi un año. Alcé la copa a su salud, brindé al secreto que ocultaba al resto de mi familia, el secreto que había empezado a ocultarme incluso a mí mismo, enterrando todo recuerdo del niño tan profundamente como podía porque Fadia había dejado claro que, durante el futuro previsible, no quería que me implicara, aunque hizo promesas sobre viajes a Nueva York, y yo sigo viviendo en un estado de esperanza suspendida, con el anhelo de que otro futuro llegue a hacerse realidad, y tal vez encontremos un modo de establecernos como una familia americana poco tradicional, una familia muy al estilo de Nueva York, que no estaría fuera de lugar en Manhattan o Brooklyn, y con el tiempo podría sentirse en casa en Rhinebeck, aunque cuanto más me he dejado llevar e imaginado esas vidas futuras, y más semanas y meses pasan en las que no sé nada de Fadia y mis llamadas telefónicas y emails no obtienen contestación, me doy cuenta de que estoy alargando una herida que en realidad tengo pocas esperanzas de curar. Es improbable que ella venga aquí, y lo sé porque, al fin y al cabo, fui yo quien le propuso que todo se hiciera según las decisiones que ella tomara. En cierto sentido, me salvó del olvido profesional, de la escuela técnica en Limpopo o la universidad de Chhattisgarh o, de hecho, de instituciones similares al Staten Island Community College, lugares que de poco le habrían servido a un hombre cuya carrera entera se ha construido alrededor de un examen obsesivo del pasado de un país.

Fadia les contó a sus padres una historia inventada de una fiesta en la que se había emborrachado y que no recordaba quién era el padre, y al hacerlo me ahorró el bochorno y mucho más, asumiendo la vergüenza ella sola, encarnando noblemente el papel de madre soltera con un hijo y sin padre. Al menos, eso es lo que intuyo por lo poco que me ha contado. No me hago ilusiones: sé que la vergüenza fue inmensa, tal vez tan profunda que ha arriesgado el amor de su familia, por más que insista en que ellos la han apoyado, dándole todo lo posible en sus limitadas circunstancias, ya que las cuentas de su padre siguen congeladas, y los recursos de su madre menguan. Cuando le pregunté cómo había reaccionado su padre a la noticia de su embarazo, recuerdo que me dijo: «Se puso furioso, como cabía esperar. Me amenazó con hacer que me siguieran, dijo que deberíamos realizar pruebas de ADN para encontrar al padre, pero yo sabía que, al final, no haría nada semejante. Mi comportamiento significaba un fracaso personal para él más que otra cosa, y me di cuenta, durante los días de broncas que siguieron a la noticia, de lo impotente que se ha vuelto. Mi madre es la que ahora lo maneja todo». Y entonces, no mucho después del nacimiento de nuestro hijo, Fadia me comentó la transformación casi absoluta que había experimentado su padre. «Selim, por descontado, es su hijo, su chico, ve sus propios rasgos en la cara de Selim, como si él fuera de hecho el padre, como si Selim hubiera nacido sólo de padre, sin madre. Me saca de quicio.»

Para compensar el engaño de Fadia, me comprometí a ayudarla con un pago mensual que se transferiría automáticamente desde mi cuenta bancaria británica a la suya. Ahí está —sospecho, cada vez con mayor convicción— la razón de que sea monitorizado: el dinero transferido a una mujer cuyo hermano es terrorista y cuyo padre era partidario de un régimen que ahora ha perdido el favor de Estados Unidos, eso bastaría para que los servicios de inteligencia de Londres, Washington y Tel Aviv se pusieran en guardia y analizasen tus asuntos con las largas lentes inquisitivas de su mirada remota, para registrar tus cajones virtuales con sus dedos digitales, cada rastro una secuencia de código binario. No tendría que haber sido tan ingenuo como para pensar que una orden de pago a Fadia podría ser una cuestión que nos atañera sólo a ambos.

He mantenido abierta mi cuenta bancaria en Oxford por comodidad y casi pensando que algún día podría tener que volver si Estados Unidos se hunde y Gran Bretaña, por algún milagro, permanece a flote. Dejé suficiente dinero para cubrir los pagos mensuales a Fadia durante varios años, y tenía pensado que cuando se acabara simplemente transferiría más o, en la que era la mayor y más profundamente oculta esperanza, imaginaba que en algún momento ella aceptaría instalarse en Estados Unidos y ser mi esposa. Ese sueño indica que amo a Fadia lo bastante para imaginarme pasando el resto de mi vida con ella. Por entonces, no parecía tan absurdo, y mientras la veía crecer de tamaño a lo largo del verano y el otoño del último año, cuando su cuerpo floreció y se expandió de forma que me sorprendió e hipnotizó (en comparación, el embarazo de Susan con Meredith había estado salpicado de malestares e incomodidades), era posible pensar que podríamos llegar a ser una pareja del tipo que bromea sobre la diferencia de edad: a medida que envejeciera, me haría el tonto ante los devaneos de Fadia, permitiendo que deseara a un hombre más joven para satisfacer sus necesidades sexuales, mientras que yo sería fiel hasta el final, sin mirar nunca más a otra mujer, y regodeándome en el agradecimiento que debe sentir un hombre cuando una mujer de mayor belleza e inteligencia se digna amarlo y aceptarlo en los términos que más le convengan, y que ese amor —o tolerancia afectuosa, llámenla como quieran— crearía un hijo que vería entre sus padres la crepitación de energía que le dio la vida y sabría que ese amor constituía la esencia de su propio ser en tanto que siempre permaneciera un misterio. ¿Cómo podrían haberse unido este hombre y esta mujer para hacerme a ?, se preguntaría, como todos nos preguntamos, hasta cierto punto, de nuestros padres. ¿Cómo estas dos personas —a las que él quizá amaría en diferentes grados o encontraría irritantes, exasperantes, incluso repelentes— han visto algo en el otro que encendió la chispa requerida para producir su propia vida?

Mi conversación con Michael Ramsey me dejó con una sensación de alivio compensada por la convicción de que, si no era él el que me estaba atormentando, entonces era otro. Ya antes sabía que no había perdido la cabeza, pero ahora lo sabía casi con total seguridad. Las cajas que llegaron a mi apartamento no eran imaginarias ni su contenido una alucinación. Sé que no había olvidado la correspondencia con Rachel; ésa fue sin duda una intromisión y creación ajenas, la intrusión malintencionada de otro. Sabía que mi madre no me mentía sobre la llamada telefónica, y creí a Michael cuando dijo que no había sido él el que la había hecho. Michael Ramsey podría no tener que ver, como él mismo insistía, con nada de lo que estaba pasando o, y esta posibilidad me intrigaba más, estaba intentando ayudarme de la única forma que se le ocurría.

 

La mañana siguiente llamé a un taxi para que me llevara a Rhinecliff. Tras marcar los primeros dígitos del número en mi teléfono fijo, de repente saltó el tono de llamada, como si estuviera llamando desde dentro de una red más amplia y no pudiera acceder a una línea exterior. Lo intenté varias veces con el mismo resultado: en cuanto marcaba cuatro números volvía la señal de llamada. Colgué y probé con mi móvil, y aunque pude marcar el número completo, el teléfono sonó y contestaron, pero cuando hablé sólo oía mi propia voz como respuesta.

—¿Hola? —dije.

—¿Hola? —me respondí a mí mismo desde el otro extremo de la línea.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté.

—¿Hay alguien ahí? —dijo mi voz grabada.

Puse fin a la llamada, probé de nuevo, y sucedió lo mismo.

—¿Hola?

—¿Hola?

—¿Pueden mandarme un taxi lo antes posible?

—¿Pueden mandarme un taxi lo antes posible?

Volví a colgar, marqué el número de otra compañía, obtuve una contestación de una voz que no era la mía, una mujer que dijo que vendría un taxi dentro de quince minutos. En el trayecto a la estación, llamé a mi madre y le di alguna excusa justificando que tenía que volver a la ciudad temprano para ver a un viejo amigo, o alguna otra mentira fácil, ya no recuerdo cuál exactamente, pero sí que la voz de mi madre me sonó entrecortada, como si estuviera pensando en otra cosa o ya no pudiera hablarme sin pensar en el personaje anónimo que la había llamado y las acusaciones que había hecho.

Mientras esperaba el tren en la estación de Rhinecliff, un pabellón de ladrillo de principios del siglo XX con elegantes bancos de listones, una sala de espera con el techo alto, cálida y seca, muy distinta a cualquier estación británica que yo hubiera visto, me vino a la cabeza algo que había comentado en una ocasión Stephen Jahn. Debió de ser durante la última conversación que mantuvimos, tal vez en enero de este año, poco después de que Fadia diera a luz. Stephen y yo estábamos en la SCR un día después de comer, y cuando todos los demás se fueron de la sala, se me acercó, caminando por la alfombra como si estuviera medio borracho o le costara ver bien, moviéndose tan trabajosamente que me pregunté si estaba a punto de desmoronarse, pero entonces se sentó enfrente de mí, levantó la mirada a través de sus pequeñas gafas redondas y me saludó con un gesto de la cabeza. No le había contado a nadie lo del embarazo de Fadia, durante el cual la había visto con regularidad, pero siempre en el college, o, si venía a mi casa, en compañía de otros estudiantes de doctorado y colegas. Nadie estaba enterado, hasta donde yo sabía, de que yo tenía ahora un hijo, y, en consecuencia, el júbilo que sentía se veía templado por una sensación de aislamiento del resto del mundo.

—Tendría que darte un puro —susurró Stephen—. O tal vez eres tú el que debería repartir los cigarros.

—Me parece que no te entiendo.

—Sí, claro que me entiendes, pero no importa.

—De verdad, Stephen, no tengo ni idea de a qué te refieres —dije, por más que, claro, sí la tenía.

Los ojos de Stephen parecían salirse de sus órbitas y los cerró. Cuando volvió a abrirlos, había una pequeña y gélida luz encendida en el centro de ambas pupilas. Sabía que no era más que el sol refractado a través de las gafas, pero me hizo pensar en un genio de un cuento árabe. Un resoplido salió de sus labios. Tres deseos, pensé, ¿cuáles serían los míos? Devuélveme a Nueva York, reorganiza mi familia en una nueva constelación, y luego desaparece de mi vida, Stephen Jahn. Él farfulló algo para sí que no pude oír, y luego habló en voz baja, desprovista de afecto.

—Dentro de unos días vaticino que recibirás un email con una propuesta para que solicites un cargo en una universidad americana. Tal vez en más de una. Te aconsejo que presentes las solicitudes. También vaticino que te ofrecerán una plaza o, de nuevo, tal vez más de una, y cuando lo hagan tendrás la sensatez de aceptar la oferta que prefieras, y presentarás la renuncia aquí, al college y a la facultad. Será bastante sencillo arreglar tu situación en Oxford, en la ciudad, me refiero. Es un mercado con mucha demanda, y la casa está en unas condiciones excelentes y bien decorada, como les gusta decir a los agentes de las inmobiliarias británicas. Supongo que conseguirás más que el precio pedido, y serías idiota si no aceptas una oferta, aunque ya he visto que eres mucho más tonto de lo que había creído al principio. Tanto da. Cuando haya acabado todo, volverás a Estados Unidos, como llevas deseando desde hace mucho tiempo. ¿Has entendido?

—¿Qué juego es éste, Stephen?

Se alisó las arrugas de los pantalones de lana grises y frunció los labios.

—No es ningún juego, Jeremy. No seas tan inútil. He dejado claro que…

Y entonces se interrumpió porque de repente apareció otra fellow, nos saludó con un gesto de la cabeza, se sirvió un café, y salió.

—He dejado claro, una y otra vez, que todo importa —prosiguió Stephen—. Esto no es ninguna broma. No entiendo como un historiador como tú puede ser tan ciego a la mecánica de la historia contemporánea. Esto es historia, Jeremy. Te has implicado en una narración que ya está en marcha y que amenaza con hacernos a un lado a todos. ¿Qué sabes de la chica? ¿Qué sabes de sus padres o de su hermano? ¿Te has tomado la molestia de investigar algo sobre ellos aparte de lo que ella te ha contado? ¿Has buscado alguna verificación independiente de algo que te haya dicho? Ella habla con cariño de los shabah como si sólo fueran un grupo de revolucionarios con ímpetu juvenil que busca la democracia, pero ¿cómo puedes estar seguro de que no se refiere a otros, como Al-Shabaab, que no tienen nada que ver?

Tal vez yo estaba sentado, boquiabierto, un poco aturdido, pero ahora, al recordar aquella conversación, creo que no respondí nada. ¿Qué podría haber dicho? Los que me leéis, seáis quienes seáis, ¿no veis lo ingenuo que era? No me podía imaginar haciendo lo que él me había pedido, así que me levanté, le di la espalda a aquel hombrecito y abandoné la sala.

Pocos días después, llegó el email de la cátedra del Departamento de Historia de la NYU pidiéndome que solicitara una plaza de profesor. Me llegaron más invitaciones, al menos media docena, de universidades de toda la Costa Este. Era la primera vez que ocurría algo por el estilo. Mandé el currículum, cartas y una lista de recomendaciones. Tuve entrevistas, hice tres visitas a diversos campus en primavera, y al final fue la NYU la que me hizo la mejor oferta. Presenté mi renuncia en Oxford, vendí mi casa a una mujer que me ofreció un poco más de lo que pedía y regresé a Estados Unidos sabiendo que, en cierto sentido muy real, estaba haciendo exactamente lo que Stephen Jahn había insistido que hiciera. Pero no, o no del todo, porque organicé la transferencia bancaria mensual, y mantuve abierta la línea de comunicación con Fadia, y estaba resuelto, tanto entonces como ahora y para siempre en el futuro, a conocer y apoyar a mi hijo. ¿Me convierte eso en un traidor?

Durante los meses previos a mi partida, vi a Fadia y a Selim varias veces, siempre en mis habitaciones del college, donde no parecería extraño que una estudiante le presentara su hijo recién nacido a su supervisor. Mantuvimos educadas reuniones en las que pude sostener en brazos y jugar con mi hijo, aunque siempre me sentí obligado a contener mis emociones, temiendo que Fadia se alarmara por la menor expresión exterior del júbilo que sentía. Lloraba en soledad, abrumado por la alegría, intentando creer que no era distinto del júbilo que había sentido en el nacimiento de Meredith, pero, si he de ser sincero conmigo mismo y con mis hijos (si es que vosotros, Meredith y Selim llegáis a leer esto), tengo que reconocer que se trataba de sentimientos de otro tipo, tal vez porque mi hijo fue fruto de una relación que estaba en muchos sentidos prohibida. El género de por sí no era un factor que importara, y no me había pasado todos los años de la vida de Meredith anhelando un hijo varón. Pero las circunstancias de la llegada de Selim implicaban que hubiera en cada contacto que tuve con él un añadido de emoción que no había sentido del mismo modo en ningún otro momento de mi vida.

Cada vez que veía a Fadia coger a Selim en brazos, depositarlo en el cochecito y luego recorrer el cuadrángulo y desaparecer una vez más por las puertas principales del college, estaba convencido de que no habría una próxima ocasión, de que en cualquier momento ella desaparecería sin dar explicaciones ni dejar dirección. Me empeñé en no hostigarla, y siempre esperaba a que fuera ella la que se pusiera en contacto conmigo por email o con un mensaje de texto para organizar nuestro siguiente encuentro hasta el último antes de mi partida, que corrí el riesgo de proponer, invitándolos a mi casa una velada a finales de julio de este año, el día antes de que los del servicio de mudanzas vinieran a preparar los paquetes. Por entonces, Selim tenía siete meses y aunque todavía no gateaba, se daba la vuelta y estaba atento y, eso me gustaba creer, se alegraba de verme. Mientras estuvimos sentados en el jardín, lo sostuve en el regazo y él sesteó chupándome la punta del índice.

—Crece deprisa.

—Sus padres son altos. Y sus abuelos. Al menos, los míos. Los tuyos también deben de serlo —dijo Fadia, aunque me di cuenta de que nunca nos habíamos enseñado fotografías de nuestros padres ni de otros parientes. Yo había buscado fotografías de su padre y de su madre en la web, pero no me habían parecido especialmente altos. A Saif no me había arriesgado a buscarlo, temiendo, incluso entonces, que introducir su nombre en un motor de búsqueda podría disparar la alarma de cualesquiera que fueran los poderes de monitorización que estuvieran funcionando.

—Razonablemente altos. Aunque ninguno pasa del uno ochenta. No sé cómo salí tan alto.

—Una dieta mejor.

Habíamos adoptado la costumbre de esas charlas triviales, pero yo sabía que también había demasiada formalidad. No era la conversación de personas que se han acostado más de una vez y ahora sobrellevaban y amaban el inesperado resultado.

—Me voy a finales de semana.

—Lo recuerdo.

—Así que esto es una despedida por ahora.

—Sí —dijo ella.

—¿Puedo esperar que vengas a visitarme a Nueva York?

—Él todavía no tiene pasaporte.

—Eso se arregla fácilmente.

—No me presiones, Jeremy.

—No lo pretendía, de verdad.

—No, lo entiendo. Quieres volver a verlo. Yo también lo quiero, por él.

Se quedaron otro cuarto de hora y luego Fadia dijo que era hora de irse, que el pequeño necesitaba echar una cabezada, y que ella esperaba poder trabajar un poco. Fue la última vez que los vi. Todos mis mensajes posteriores, mis emails y mensajes de texto, mis llamadas telefónicas, incluso las cartas físicas que he enviado por correo, han quedado sin respuesta, han sido ignorados. Doy por sentado que ella y él, mi exalumna y mi hijo, siguen en Oxford, aunque sé que es posible que se hayan trasladado, a Londres o a París o, aunque la idea me aterra, a El Cairo. Cada mes, el dinero pasa de mi cuenta británica a la suya. Un mes tras otro, y espero, quizá como un idiota por no decir otra cosa, que sirva para sustentar a mi hijo, y que dondequiera que esté, Selim crezca sabiendo que yo soy su padre.

Todo eso me pasaba por la cabeza en el trayecto de vuelta en tren a la ciudad desde Rhinebeck, hace sólo unas semanas, mientras los faldones de mi abrigo se desplegaban tras de mí como unas alas, y las Catskills retrocedían a medida que me veía impulsado hacia atrás, hacia la ciudad y mi propio e incierto futuro, alejándome del pasado que he estado contemplando, mirando fijamente a las aguas heladas y la tormenta que se acerca desde Canadá, embobado ante el naufragio de mi vida que se amontona ante mí.

 

Aunque era domingo y la galería estaba cerrada, sabía que era posible que Meredith estuviera allí, trabajando, como solía hacer. Cuando llegué la vi dentro ante un gran lienzo compuesto de millones de pequeños puntos que representaban una escena callejera en lo que podría haber sido Nueva York, aunque era imposible asegurarlo, una imagen que parecía una instantánea pixelada de una cámara de videovigilancia que enfocaba hacia la calle desde lo alto de una farola para grabar a media docena de mujeres y dos hombres que caminaban en todas direcciones, una de las mujeres con un móvil pegado a la oreja, ajena al hombre cuya mano se introducía en el bolso que ella llevaba colgado a la espalda. Me perdí la inauguración de la exposición en octubre y no sabía nada del artista, un pintor francés llamado Guillaume Pari, cuyo nombre estaba pintado en letras grises de casi un metro de altura en una de las paredes blancas de la galería.

Después de hacerme pasar, besándome las dos mejillas, mi hija se volvió hacia la pintura, cuya superficie parecía confeccionada por una máquina, con cada punto de acrílico levantado y biselado a lo largo de sus bordes perfectamente cuadrados.

—No puedo dejar de mirarla. En realidad, no tenía ningún motivo para venir hoy aquí pero quería venir a ver las pinturas en persona, sin público ni coleccionistas ni, bueno, mis empleados. Quería estar a solas con la obra.

—Si es un mal momento, me voy.

—No, papá, no quería decir eso. Tú no eres los demás. ¿Qué te parecen los cuadros?

—Muy precisos. No parecen obra de una mano humana.

—Está realizada con una máquina de control numérico. Pari extrae imágenes de cámaras de videovigilancia y las manipula en su ordenador, las degrada y las convierte en estas visiones impresionistas del ahora, como Pisarro o Seurat. Nos olvidamos de que los impresionistas pintaban la vida contemporánea, nada de escenas bíblicas ni clásicas, y eso, por sí solo, ya era revolucionario, ese impulso de convertir lo ordinario en arte, de demostrar que el arte es capaz de hacer lo que la fotografía no puede, aunque sea una opinión discutible, supongo que es lo que hace Pari, demostrar cómo la fotografía degradada no es, de hecho, distinta de lo que puede conseguirse con la pintura, o que la pintura es en sí un tipo de proceso mecánico cuyos resultados en última instancia no se diferencian de la fotografía. Cuando tomas una fotografía con tu teléfono móvil o tu tableta y luego utilizas un programa para alterarla y acaba pareciendo de manera más que convincente una pintura hecha con pincel, resulta difícil mostrarse categórico acerca de qué es y qué no es arte. En cualquier caso, cuando Pari ha acabado de manipular las imágenes, el ordenador le suelta las órdenes a la máquina, que hace el cuadro.

—¿Es arte aunque el artista no sea el que controla la pintura?

—Pero sí que la controla. Es su idea, su programa, la máquina se limita a plasmar la aplicación mecánica del medio. No sé si al final hay alguna diferencia, salvo en una cuestión de grado. A mí me parecen pinturas hermosas, y perturbadoras, independientemente de cómo estén hechas.

—¿Cómo encuentra las imágenes?

—Obtiene la licencia de uso de una serie de distintos organismos encargados del orden. Al menos eso es lo que me dice su galerista de París. Nunca he visto a Guillaume en persona, y casi sospecho que, en realidad, no existe. No hay fotografías suyas por ningún sitio. Nadie con el que yo haya hablado lo ha conocido, ni siquiera Marie-Edith, su galerista francesa. Las pinturas le llegan en una furgoneta a su galería de París, pero el conductor las recoge de un almacén en el campo y Marie-Edith cuenta que incluso intentó dar con el propietario de ese almacén pero sólo encontró una sociedad mercantil, y luego otra, y al final una sociedad instrumental, como una caja rusa o algo así. Y fíjate en el detalle, el almacén está en una calle en medio de ninguna parte y no hay cámaras de videovigilancia. Quienquiera que sea Guillaume Pari, ha encontrado el modo de volverse invisible. Puede que ni siquiera se llame Guillaume Pari. Podría ser otra persona, ni siquiera un artista, o podría tratarse de un colectivo de artistas o activistas. Tiene algo de maravilloso, con todas esas incertidumbres: la invisibilidad del artista que sólo hace obras sobre la visibilidad. Escribí un texto sobre el particular en el catálogo. ¿Te di un ejemplar?

—No he tenido ocasión de leerlo. Lo leeré hoy, esta noche, cuando llegue a casa. ¿Estamos solos?

—¿Por qué, es que vas a asesinarme? —Se rió.

Me pareció un chiste extraño.

—Sólo me preguntaba si tenías tiempo para tomar un café.

Me condujo a través de las tres salas blancas de la galería, que se abrían unas a otras en el almacén remodelado de Chelsea situado a un paso del Hudson, y al fondo, tras franquear una puerta blanca tallada que es, en sí, una obra de arte, una pieza de Castellani que seguramente vale más de lo que Meredith paga a su asistente al año, entramos en las oficinas y la cocina, donde pulsó un botón que molió los granos y preparó el café, que cayó como una llovizna en dos tazas de acero inoxidable.

Su despacho siempre me recuerda el atelier parisino soleado de algún artista, con la mitad del techo convertido en ventanales. Nos sentamos en la zona más baja, dedicada al salón, bajo la ventana con el cielo de principios de invierno sobre nosotros. Era una sala que quedaba a la vista de los satélites, la NSA y otros organismos capaces de otearme mientras mantengo una charla con mi hija en su lugar de trabajo. Sabía que no eran imaginaciones mías. Un amigo de Georgetown que trabajaba hasta hacía poco en la Casa Blanca me contó unos años atrás que habían estado probando una nueva tecnología de satélites en el Ala Oeste y habían conseguido imágenes en directo de los hijos de otro miembro del personal jugando en el patio trasero de su casa. Recientemente, mi madre me enseñó en su tableta un mapa de Rhinebeck en tres dimensiones, tan detallado que me dio la sensación de que veía su casa y a sus vecinos y hasta mi propia finca de un modo que me pareció una intrusión asombrosa. ¿Cuánto falta, me pregunté, para que todos accedamos a imágenes en directo de las calles donde nosotros, nuestras familias, amigos y examantes y enemigos vivamos? Todos estamos siendo observados, todo el tiempo, lo creamos o no.

—¿Cómo fue por Rhinebeck? ¿Está bien la abuela? El jueves me pareció un poco dispersa.

—Ya sabes que los grupos grandes le resultan incómodos porque no oye lo bastante para seguir la conversación, pero está bien de salud. —Hice una pausa para alzar la mirada al cielo mientras un helicóptero pasaba por encima, y una gaviota se elevó en un arco repentino desde el río, como una máquina alada—. En realidad, estoy aquí por razones egoístas. He venido para hablar de mí mismo.

—Te estás volviendo muy misterioso.

—No te preocupes, no estoy enfermo ni muriéndome. No he perdido el trabajo. Bien mirado, todo va bien. No debería tener este pánico y seguramente tampoco debería sentirme tan agobiado como me siento. Mírame las manos, no me temblaban tanto desde que presenté la disertación del doctorado.

—¿Tienes problemas de dinero? Ya sabes que eso podemos arreglarlo.

—No, no va por ahí, pero gracias, cariño. Quiero que entiendas que lo que estoy a punto de contarte no cambia en absoluto el hecho de que te quiero más que a nada y a nadie en el mundo. Estoy muy orgulloso de todo lo que has conseguido. ¡Y eres tan joven! Ni te imaginas lo increíble que me pareces. A tu edad, yo era un estudiante de posgrado totalmente perdido, y tú tienes una carrera, una vida y todo organizado de maneras que me dan vértigo.

—Me halagas, papá.

—Deja de ser tan humilde. Y deja de interrumpirme. Tengo que decirte esto antes de que me dé por pensármelo mejor. —Entonces me miró, arrugando las cejas en un breve gesto de desagrado que me permitió imaginarme, por primera vez, cómo sería ver a Meredith verdaderamente enfadada conmigo, o decepcionada, y fue una imagen horrible que sólo agudizó mi angustia, provocándome un acceso de náuseas en el estómago, como si después de años de ser profesor me viera en la posición del estudiante, del niño dominado y castigado por un adulto que ha prometido reparar cuanto esté mal, siempre que me muestre apropiadamente arrepentido—. Cuando estaba en Oxford tuve una alumna, un poco mayor que tú, pero no mucho. Ella y yo intimamos, le di clases durante varios años, y por casualidad vivía en la misma calle donde estaba mi casa, en un apartamento enfrente, así que nos veíamos fuera de los habituales contextos del college, las tutorías, las clases y las comidas, todo eso. No es nada excepcional en un lugar como Oxford. Puede suceder en cualquier ciudad universitaria. —Me estaba quedando sin aliento y me interrumpí para respirar hondo unas cuantas veces, consciente de que la mirada de desagrado de Meredith se había asentado y profundizado—. Una noche le pedí que viniera a casa a tomar una copa. Supongo que ya puedes imaginarte lo que pasó, el caso es que una cosa llevó a la otra.

Meredith se sentó más erguida en la silla, y levantó las manos.

—Por favor, papá, ¿me estás contando esto? Yo no…, de verdad no quiero saber nada de eso.

¿Cómo debes sentirte, pensé, al enterarte de que tu padre ha abrazado a alguien de tu edad con la misma facilidad, con la misma falta de reflexión, que te ha abandonado antes a ti? ¿Por qué, pensé repentinamente, iba a desear Meredith conocer a Fadia y Selim? ¿Qué derecho tenía yo a esperar tal magnanimidad de mi hija, a la que ya le había pedido tanto?

—Créeme, cariño, si no tuviera que contártelo, no lo haría.

—Así que te acostaste con tu alumna. Yo no puedo…

—En ese momento era mi estudiante de doctorado, pero sí, me acosté con ella. Ocurrió varias veces, durante unas pocas semanas, y luego no supe nada de ella durante un tiempo…

—Espera, ¿qué has dicho?, si vivía al otro lado de la calle… ¿fueron relaciones consentidas?

—Por supuesto que sí. ¿Cómo puedes preguntarme algo así? En muchos sentidos, ella llevaba la batuta.

—Pues parece raro que te acuestes con tu estudiante y luego no le hables, como si ella te evitara, o la evitaras tú a ella.

—No pareció tan extraño en aquel momento. Ella era muy independiente.

—Oh, papá, ¡no me jodas! ¿La llamaste?

—Por favor, no grites, Meredith, esto es difícil para mí. No quería parecerle agresivo. Intentaba hacer lo correcto. Intentaba pensar qué era lo que ella querría. Y al final se puso en contacto, tal vez un mes después del periodo en que nos estuvimos viendo.

—Joder. ¿Puedo adivinar lo que pasa a continuación? No me lo puedo creer…

—Intento explicarlo lo mejor que sé.

Meredith volvió a levantar las manos. No sabía si interpretarlo como un gesto de rendición o de rechazo.

—Vino a casa a decirme que estaba embarazada y no cabía la posibilidad de que otro fuera el padre. Sólo podía serlo yo.

—¿Y tú te la creíste? Dios, papá, ése es el truco más viejo del mundo.

—Si la conocieras, lo entenderías. No es de las que cuenta mentiras. Hasta diría que vive según la más fervorosa creencia en la verdad, y de hecho lo que ha pasado entre nosotros la ha colocado, a ella, en una situación comprometedora. Ha mentido para protegerme. Sé lo feo que suena. En cualquier caso, ella y yo hablamos de las diversas opciones posibles y le prometí apoyarla decidiera lo que decidiese, aceptando que en última instancia era una decisión que sólo podía tomar ella. Tras varias semanas dándole vueltas y más conversaciones sobre cómo debíamos proceder, ella optó por tener el niño.

La boca de Meredith se apretó en una firme y delgada línea. Sus ojos eran ahora más grandes. Se llevó un dedo al rabillo de uno.

—Dio a luz todavía no hace un año. Vi a mi hijo, tu hermanastro, varias veces antes de regresar. Es idéntico a mí de bebé. Desde la última vez que nos vimos, en julio, ha dejado de contestar a mis mensajes, aunque tengo razones sobradas para creer que Fadia sigue en Oxford.

—¿Fadia? ¿Qué clase de nombre es ése? ¿Son árabes?

—Meredith, por favor. Son egipcios. Francoegipcios. La madre de Meredith es francesa, y el niño es, claro, una mezcla aún mayor, la mitad soy yo.

Meredith se levantó y caminó hasta su mesa en una tarima elevada, abrió un cajón, sacó una botella de escocés, buscó un vaso, se sirvió un trago largo y se lo bebió de golpe. Vi cómo le subía y bajaba el pecho mientras intentaba calmarse, una vena latía en su cuello, y apoyaba las manos en la mesa.

—Ojalá ése fuera el final, pero no lo es.

Y entonces le conté lo de los paquetes que me habían llegado durante la semana anterior y los demás extraños incidentes, los múltiples encuentros con Michael Ramsey, la llamada que había recibido mi madre, y mi perplejidad ante el hecho de que alguien pudiera estar interesado en monitorizarme tan de cerca y luego avisarme de que estaba siendo observado de ese modo.

—Sólo se me ocurre que es por el dinero que le mando a Fadia, porque su hermano trabajó para el gobierno egipcio y tras la revolución se convirtió en miembro de los Hermanos Musulmanes, y más tarde simplemente desapareció. La última vez que hablamos del asunto, ella pensaba que debía de estar luchando en Siria, y lo único que se me ocurre es que alguien de algún servicio de inteligencia ha reparado en el dinero que pasa de mi cuenta a la de Fadia y, tal vez, hasta donde puedo imaginar, ella le ha estado pasando dinero a Saif, su hermano, o, no lo sé, tal vez ni hace falta que ella le dé nada para que parezca sospechoso el que yo le transfiera dinero a la hermana de un hombre que podría ser considerado un terrorista. Supongo que te estoy pidiendo consejo. ¿Qué crees tú?

—¿Le estás dando dinero? —Meredith se puso detrás de la mesa y arrugó la nariz.

—Me pareció lo correcto. Ella no lo pidió, yo se lo ofrecí, y por ley estoy obligado, y no se trata de una obligación que yo quisiera eludir en ningún sentido.

—¿Has hablado con algún abogado?

—No he hecho nada ilegal.

—Necesitas un abogado. Te diría que recurrieras a uno de los nuestros, pero no me parece buena idea. Peter no querría… Le pediré a Barry que te mande a otro. Tienes que sentarte con alguien mañana mismo, antes de que esto vaya más lejos.

Mientras se servía otra copa, me fijé en que le temblaba la mano. Intentaba controlarse, pero estaba más enfadada de lo que yo nunca la había visto. Lo que yo había hecho con Fadia era despreciable, eso ya lo sabía, o entendía que se lo pareciera a mi hija, aunque sentía que lo que habíamos hecho Fadia y yo era fruto de la soledad y la atracción, y sin duda del respeto mutuo, y las consecuencias eran lo que lo había vuelto todo tan complicado, situándonos a ambos en posiciones que ahora amenazan con desbaratar mi vida. También sabía que, por mucho que Meredith procurara no verse implicada, casi con toda seguridad querría ver a su hermanastro, y rechazaría un futuro en el que Fadia y Selim vivieran vidas lejos de su influencia. Serían arrastrados al redil, incorporados, tendrían que romper los vínculos con su propia familia por los de la nuestra. Al menos, ésa era mi esperanza, que una esfera de influencia americana sustituyera a la egipcia.

—¿Así que no crees que me he vuelto paranoico? ¿No crees que me lo estoy inventando?

—Si alguien te manda pruebas de que estás siendo vigilado, quiere decir que no, no creo que estés paranoico.

—Pero yo no soy nadie.

—Todos somos nadie hasta que hacemos algo que nos convierte en alguien, y tú, papá, has tomado el tipo de decisiones que llevan precisamente a eso. En estos tiempos cuesta muy poco ponerse en el lado equivocado de la ley. En el pasado, debe de haber sido mucho más difícil hacer algo gravemente ilegal, pero ahora parpadeas y acabas en prisión.

—Tal vez no. Entregar una carta a alguien a quien no iba destinada. Cotillear. Mencionarle a un confidente, sabiendo que lo es o sin saberlo, que tu vecino fue visto hablando con alguien que ya era sospechoso de un delito. No creo que sea tan distinto ahora. Siempre ha sido fácil caer por un agujero negro. La única diferencia es el grado y la velocidad de respuesta de las autoridades, o si acabas coaccionado, detenido o ejecutado. Michael Ramsey…

—No creo que Ramsey tenga nada que ver con esto, papá. Es la persona menos brillante que conoce Peter. —Hizo una pausa y me miró fijamente con aquella terrible mirada de decepción—. Entiendes que Peter tiene que saber qué está pasando. Él y yo estamos implicados contigo, por asociación.

—Haces que suene como si fuerais hijos de un terrorista.

—No bromees con estas cosas. Ésta es la realidad de nuestro mundo, y has traspasado la línea, tanto si lo pretendías como si no.

Me entraron ganas de gritarle a mi hija, que nunca me había hecho enfadar en toda su vida. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía haber hecho? No tenía otra opción que dar dinero a Fadia. Era el único gesto moral y ético que estaba a mi alcance, y aun así al darle dinero también estaba, potencialmente, infringiendo la ley, implícita o explícitamente, dependiendo de lo que ella hiciera con ese dinero, dependiendo de si había reestablecido o no los lazos con Saif, dependiendo de si ahora, por algún terrible azar o una ilusión de la conciencia, le prestaba ayuda a su hermano, el terrorista. Para empezar, no tendría que haberme acostado con ella, no sólo porque fuera mi alumna, sino por lo que sabía de su familia. No supe controlar mi deseo. ¿Fue ese mi primer error?

Cuando empezó a notársele el embarazo, corrieron rumores por el college y la Facultad de Historia, aunque nunca oí ninguna acusación lanzada contra mí por mis colegas, salvo, claro, la de Stephen Jahn, quien a esas alturas pasaba periodos cada vez más largos lejos de Oxford, por asuntos del gobierno. A menudo veía las noticias esperando encontrarme con su cara, ya fuera como invitado experto en Oriente Medio, o perdido entre la multitud en Egipto o Siria, al lado de la persona o entidad que Estados Unidos o Gran Bretaña hubieran optado por apoyar en ese momento. Si, aparte de Stephen, otros colegas sabían o sospechaban que yo era el responsable del embarazo de Fadia nunca llegaron a mis oídos esos rumores.

Se acordó que uno de mis colegas asumiera la supervisión de la tesis de Fadia cuando anuncié mi regreso a Nueva York a principios de este año. En nuestro último encuentro en mi jardín de Divinity Road el pasado julio, Fadia me pidió que esperara a que ella se pusiera en contacto conmigo, que no la llamara, ni le mandara emails ni cartas hasta entonces, pero en cuanto salió de mi casa supe que no podría cumplir con su petición. Me dolió demasiado devolver el niño a su madre sin saber si volvería a verlo antes de que fuera lo bastante mayor para tomar sus propias decisiones. Me sentía obligado a escribir y telefonear como una forma de demostrar que mi puerta siempre estaba abierta para ella, y para él. A medida que transcurren los meses y mis mensajes siguen siendo ignorados, temo que hay pocas esperanzas de que vuelva a ver nunca más a ninguno de los dos.