Aunque el periodo de exámenes acabó el 19 de diciembre, he decidido quedarme en la ciudad durante las fiestas, acurrucado en mi cálido apartamento mientras el vórtice polar adquiere toda su fuerza. Una mañana, pocos días antes de Navidad, tras pasar una noche sobrio en casa viendo películas y cenando comida para llevar vietnamita, Ernesto llama desde abajo y me dice que alguien ha dejado un paquete para mí, y así, aquel día tan gélido, abro otra caja más y dentro encuentro un pequeño bloque negro de plástico, del tamaño de una edición de tapa dura de Guerra y paz o de The Collected Earlier Poems de William Carlos Williams o Crimen y castigo, aunque de hecho lo que me recuerda, más que a cualquier libro, es al monolito zumbante de 2001 de Kubrick. Me fijo en los cables y comprendo que se trata de algún tipo de dispositivo externo y aunque temo que, si lo conecto a mi ordenador, pueda introducir un virus o algún nivel de vigilancia desconocido hasta el momento, concluyo que nada puede ser peor que lo que ya estoy viviendo.

Cuando conecto el dispositivo y abro el icono en el escritorio, en un primer momento me produce confusión. Debe de haber algún problema técnico, porque la ventana que se abre presenta una copia exacta de los archivos y carpetas del escritorio de mi propio ordenador. Sólo unos clics más tarde comprendo que el dispositivo contiene no sólo una copia completa del contenido de mi ordenador, sino que está actualizada hasta el día de hoy, y los últimos cambios registrados son de las 7.52 de esta mañana.

Dando por sentado que se trata todavía del trabajo de Michael Ramsey, para mí está claro que sólo puede tener un sentido: una advertencia de que todo lo que hago, escribo, leo y veo online, e incluso lo que hago offline cuando no estoy conectado, es accesible. Cuando estoy conectado a internet, quienesquiera que sean pueden leer cuanto he escrito, incluso los documentos que considero verdaderamente privados: el diario que guardo en un documento de texto, los esbozos esporádicos de poemas, fragmentos de correspondencia que, a mi modo anticuado, a veces imprimo, firmo y envío en sobres a sus destinatarios. Ya no existe la privacidad, a no ser que uno escriba cartas, diarios y poemas a mano, como estoy escribiendo este documento; y aun así la privacidad es dudosa dado que nuestro gobierno hace mucho que tiene la costumbre de escanear el exterior de todo nuestro correo. Sería fácil para mis observadores saber a quién escribo y de quién recibo correo aunque no les sea necesario distinguir siquiera el contenido de las cartas. El teléfono que me regaló Meredith también me ha convertido en un sujeto rastreable, alguien cuya localización puede señalarse con tal precisión que ahora Michael Ramsey podría encontrarme a cualquier hora, cualquiera día, allá donde vaya. El teléfono, creo, es la razón por la que ha empezado a aparecer por toda la ciudad, no con malas intenciones sino como señal de alarma, una bandera móvil y ondulante, intentando captar mi atención. Y entonces recuerdo el mensaje que dejó en mi móvil viejo, escondido en la nevera, aquella extraña noche de hace unas semanas, un mensaje que también era un aviso: «Los teléfonos escuchan».

¿Incluso cuando están apagados? ¿Los teléfonos escuchan hasta cuando parecen impotentes?

Me doy cuenta de que, al escribir esto, al nombrar al señor Ramsey, puedo hacerle correr algún tipo de peligro de represalias por parte de quienquiera que sea el que lo emplea. Aunque no pensaba en las implicaciones de revelar su identidad al principio de este testimonio cuando empecé a escribirlo hace ya días o semanas, ésa no era mi intención. No le deseo ningún mal. No debería sufrir ningún perjuicio.