—Y entonces me llevaron a una diminuta sala y estuve allí sentado durante siglos —estaba diciendo el hombre. Era uno de los conocidos de Peter, un abogado sudafricano de Johannesburgo—. Con los americanos sabes dónde estás. Al cabo de tres minutos, la mujer de la embajada estadounidense sonrió y me dijo: «Muy bien, gracias, encanto, ya está», y me dieron la visa. Los británicos te hacen esperar y que empieces a dudar. Te formulan un millón de preguntas, como si quisieran pillarte en falso, y luego, al final, de la entrevista, el malicioso hombrecito dijo: «Ahora mire a la cámara del rincón de la sala». Era un aparato minúsculo, ni siquiera había notado su presencia hasta que él lo mencionó. Miré a la cámara y el hombre dijo: «Ahora, por favor, diga con voz clara: “Me llamo Mark Wald”». Era el primer indicio que tuve de que mi entrevista para la visa estaba siendo grabada, pero supongo que no debería haberme sorprendido. Lo que no entiendo es por qué me pidieron que hiciera eso, lo de mirar a la cámara y pronunciar mi nombre.
Un hombre en un grupo contiguo, que le daba la espalda al señor Wald mientras éste contaba su historia, se dio la vuelta de repente. Era Michael Ramsey.
—Reconocimiento facial —dijo.
—¿Perdón? —dijo el señor Wald, que pareció molesto.
—Lo hacen para el reconocimiento facial. Ahora usted está en el archivo. Podría ir caminando por la calle en el centro de Londres y algún técnico o agente de la ley estará sentado ante una terminal y tal vez haga un zoom para verle más de cerca y el ordenador puede saber instantáneamente que es Mark Wald, tiene la visa tal o cual, entró en el país tal o cual fecha, es hijo de X e Y, está especializado en lo que quiera que sea a lo que se dedique, etcétera.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Soy un conspiranoico —dijo Ramsey sonriendo con suficiencia.
—Bueno, pues eso aterra a cualquiera. —El señor Wald aceptó otra copa de champán—. Pero la historia no acaba ahí. Voy en el avión hacia Nueva York desde Heathrow, después de acabar las reuniones en Londres. Voy en clase preferente, y cuando embarcamos se sienta a mi lado un hombre, de aproximadamente mi edad, que está perdiendo pelo, y supe, antes incluso de que abriera la boca, que era americano.
Unas carcajadas sinceras recorrieron el grupo mientras el señor Wald continuaba.
—El caso es que nos saludamos cortésmente mientras nos acomodamos. Hola, buenas noches, y todo eso. Yo acepto una copa de vino espumoso del asistente de vuelo, pero mi amigo americano opta por el zumo de naranja. Muy bien, pienso, es un friki saludable. Está en muy buena forma, muy delgado, como si fuera todos los días al gimnasio o corriera cincuenta kilómetros a la semana. No como yo. —Más risas—. El avión despega y cuando nos sirven la comida, él entabla conversación, y desde el principio se dirige a mí por mi nombre, «Señor Wald». Yo pienso, muy bien, ha debido de ver mi billete, o la etiqueta de mi maletín o algo así, pero al poco queda claro que sabe quién soy, a qué me dedico, dónde vivo, quién es mi esposa, cuántos hijos tengo, incluso quiénes son mis padres. Ese hombre está sentado a mi lado por alguna razón. Todo ha estado organizado de antemano. Me pregunta sobre la situación en Sudáfrica, qué opino del gobierno y del presidente, y yo me siento cada vez más incómodo, aunque mis respuestas son casi con toda seguridad las que él quiere escuchar. No me gusta este gobierno, el presidente es un corrupto, el país corre el peligro de deslizarse hacia el caos. A esas alturas llevamos hablando una hora aproximadamente. Han recogido la comida, él ha dejado que la conversación decayera un poco, y entonces atenúan las luces de cabina y la gente a nuestro alrededor se ensimisma viendo películas o en sus cosas, y cuando está seguro de que nadie nos escucha, se inclina hacia mí y dice, con menos palabras, que al gobierno de Estados Unidos le gustaría que espiara al gobierno sudafricano para él, «en el mayor interés de todos», y que es mi deber, en cuanto ciudadano del mundo libre, aceptar la propuesta.
Los que escuchaban parecieron sorprendidos, algunos se rieron, otros asintieron con gestos que delataban que sentían un renovado respeto por este señor Wald o que lo que acababa de revelar confirmaba sus sospechas sobre las actividades del gobierno americano, mientras otros se removían, comprobaban sus móviles y se alejaban, disculpándose.
—¿Y qué le dijo? —preguntó Michael Ramsey.
—Le dije que me halagaba, pero que no, que era algo que no podía hacer por motivos de conciencia mientras siguiera ejerciendo la abogacía.
—¿Por qué no?
—¿Cómo iba a poder presentarme ante el Tribunal Constitucional y defender un caso sabedor que también estaría informando sobre la gente que me rodeaba, sobre mis colegas abogados y jueces? Eso iría contra mi concepto de democracia.
—La democracia se desmoronaría sin espías. Tendría que haber aceptado —dijo Michael Ramsey con un tono que distaba de ser amistoso.
En ese momento, Meredith tiró de mí para que hablara con la hija de un amigo que había solicitado la admisión temprana en la NYU. Y así pasó mi mañana de Acción de Gracias, captando y perdiendo fragmentos aleatorios de conversaciones, observando ir y venir a la gente, y luego, cuando me acordé de buscarlo de nuevo, descubrí que Michael Ramsey ya se había marchado. Que le vaya bien, pensé, y agradecí infinitamente que no se quedara a la comida.
Llegó mi madre, y los padres de Peter, varios tíos, tías y primos por parte de su familia. Comimos a media tarde, aunque la verdad era que nunca habíamos dejado de comer. Se rieron mucho de que yo no tuviera un smartphone; incluso mi madre tiene uno, un regalo que se hizo a sí misma.
—Son muy intuitivos —dijo—. Hago de todo con él.
Le pregunté si se daba cuenta de que todo lo que hace con su móvil queda grabado en alguna parte, almacenado en una base de datos, tal vez en varias.
—¿Y a quién le importa? Soy una anciana, no tengo nada que ocultar, no infrinjo ninguna ley, sólo hablo con mis amigos y mando emails y veo vídeos graciosos de animales. ¿Por qué iba la CIA o la NSA o quienquiera que sea a tener el menor interés por nada de eso?
—La verdad es que no podemos hacernos la menor idea de qué puede despertar su interés.
—¡No seas tan paranoico, Jeremy! Éste es todavía un país libre. Tenemos garantías procesales, la Carta de Derechos y la mejor democracia del mundo. ¿Por qué tendría que preocuparse un ciudadano que respeta las leyes? Y, aunque nos vigilen, lo hacen por nuestra protección. Francamente, yo estoy totalmente a favor.
Quería inclinarme hacia ella y susurrarle al oído: «No tienes ni idea de lo que estás diciendo, no puedes imaginarte lo rápidamente que puedes verte afectada por, sin ir más lejos, mis propias actividades, cómo este nuevo régimen de recolección de datos no parte de la inocencia sino que da por supuesta la culpabilidad por asociación algorítmica. ¿Cuánto sabes en realidad de la gente que tú consideras amigos? Hemos reconstruido el paisaje social sin comprender las ramificaciones de esta remodelación».
Pero, por descontado, no dije nada, y esbocé lo que un amigo inglés de Oxford denominó mi «sonrisa de comemierda», y acepté otro poco de puré de patatas.
Los padres de Peter se quedaban durante el fin de semana así que acordamos que yo llevaría a mi madre de vuelta a las afueras el viernes por la mañana, lo que significaba que pasaría la noche conmigo. No suponía mucha molestia dado que nos llevamos bien pese a sus esporádicas salidas de tono, y de hecho cuando compré mi casa en las afueras de Rhinebeck este mismo año supe que sería agradable irme a vivir bastante cerca de mi madre para poder verla con facilidad sin tener que quedarme bajo el mismo techo. Algunos padres e hijos se adaptan a sus mutuas edades maduras y encuentran formas de convivir, o de pasar largos periodos de tiempo en sus hogares respectivos, y eso tiene tanto que ver con que los hijos aprendan a no comportarse como hijos como con que los padres aprendan a no tratar a sus hijos como hijos que necesitan corrección y consejo constantes, es decir que ambas partes tienen que aprender a respetarse y aceptar el hecho de la madurez mutua, al menos hasta que los padres, si se da el caso, empiecen ese espantoso descenso a su segunda infancia, durante el que ellos pueden desear, de manera muy sincera, que sus hijos se conviertan en sus padres, como compensación de la relación anterior de cuidado, protección y educación.
Mi madre y yo hemos llegado a la etapa en que puedo acogerla alegremente en casa durante unas noches o quedarme en la suya por un periodo similar, pero si se alarga más corremos el riesgo de acabar asesinándonos porque mi madre nunca se ha creído del todo que yo haya madurado, y, aunque le alegró aceptar un servicio de coche de su nieta para el viaje a la ciudad, es una mujer tremendamente independiente todavía a los ochenta y tres años y notablemente intacta tanto física como mentalmente, tanto que todavía no me he enfrentado a la perspectiva de asumir una gran responsabilidad en su cuidado.
Ahora me pregunto, si llega esa fase, ¿tendré la libertad para asumir la carga o ésta recaerá sobre mi hija? Lo más probable, pienso, ahora más que nunca, mientras me duelen los dedos por el esfuerzo que me requiere esta redacción al desplazar la pluma sobre la hoja de papel, es que Meredith asumirá la carga de todos nosotros, sus padres y su abuela, las decisiones que hemos tomado a lo largo de nuestras vidas, nuestras pifias, pidiéndonos cuentas a todos a la vez.
—Tienes buen aspecto, Jeremy —dijo mi madre después de la cena y de pasar por varios rincones del salón para tomar el café y los digestifs—. Parece que has adelgazado.
—Mi peso no es tema de discusión.
—¡Era un cumplido!
—Con doble intención, mamá. Es un cumplido que implica que la persona que lo recibe estuvo gorda y ahora ha mejorado algo.
—¡No seas tan estirado!
—No es de buena educación hablar del peso de los demás.
—Pero tú siempre has tenido un problema de peso, Jeremy, así que creí que te hacía un cumplido. Pareces más delgado.
—No siempre he tenido un problema de peso.
—Bueno, mientras estabas en Inglaterra no parabas de engordar y adelgazar. Por toda esa cerveza, supongo, y el pescado con patatas fritas.
—Comí pescado y patatas fritas una vez en una década y seguramente bebía una pinta de cerveza al año, como mucho.
—No tienes que estar tan a la defensiva. ¿Por qué te pones así con tu propia madre? ¿Es que ya no puede una ni hablar de la salud de su hijo?
Y así siguió la conversación, dando vueltas al mismo malentendido, o cambiando el sentido del comentario ofensivo que había hecho mi madre. Nuestras conversaciones solían ser de ese tenor porque, a medida que se ha ido haciendo mayor ha perdido, como un niño, su filtro de contención, dice lo primero que se le ocurre sin tener en cuenta los sentimientos de los que la rodean, y aun así, igual que un niño, se ofende tan rápido si es ella la criticada que no tardamos nada en lamentar el pasar mucho tiempo a solas con ella. Existía una alta probabilidad de que pronto, cualquier día, dijera algo ofensivo por teléfono —por ejemplo, amenazara la vida de un político sin pensárselo dos veces— o escribiera algo por el estilo en un email, que llamaría la atención de quienquiera que estuviera escuchando y grabando. ¿Que esto último son imaginaciones mías? Ya no lo creo así.
Esa mañana, tras escuchar al señor Wald y la curiosa intervención de Michael Ramsey en la conversación, me había convencido de que mi paranoia no estaba fuera de lugar. Tal vez, dentro de muy poco, tanto mi madre como yo seamos detenidos, se nos exija demostrar nuestra inocencia o, peor aún, revelar lo que sabemos, que, estoy seguro, es nada. ¿Usted —quienquiera que sea que acabe leyendo esto, amigo o enemigo— obligaría a mi madre a garabatear en una sala su versión sobre mí, de lo que sabe de mi vida reciente, aunque fuera evidente que no sabía nada? ¿O es la transparencia una cualidad en la que gente como usted ya no cree? ¿Requiere que el mundo sea infinitamente gris, que cada persona potencialmente caiga en las borrosas categorías que merecen su atención, todos y cada uno de nosotros convertidos en individuos merecedores de su interés?
El día de Acción de Gracias fue, de hecho, una celebración bastante feliz, sin ninguna discusión ni conflicto serio, y la presencia de Michael Ramsey por la mañana fue la única arruga en una reunión por lo demás normal, y no me cabía duda de que yo había sido el único al que había turbado su presencia.
Antes de que nos marcháramos de casa de Peter y Meredith, mi hija hizo un aparte conmigo en la cocina y me preguntó cómo había ido mi cita con la neuróloga, la doctora Sebastian.
—No me pasa nada malo físicamente. El escáner…, bueno todavía no me han dado los resultados, pero no va a salir nada.
—Oh, bien, qué alivio. ¿Tenía alguna idea de lo que podría haber pasado? Sigue siendo muy raro.
—Me aconsejó que fuera a ver a un terapeuta o a un analista. No porque esté loco, pero pensó que era posible que me hubiera pasado algo traumático últimamente, o tal vez fuera debido a un trauma del pasado, no lo sé, y mi memoria podría haber eliminado el intercambio de mensajes con mi estudiante el sábado. El cerebro hace cosas curiosas.
Meredith frunció la nariz, casi como si hubiera bebido demasiado y tuviera que esforzarse para mantener la atención, aunque yo sabía que no era así. Ponía caras porque estaba preocupada y durante este tipo de reuniones familiares tan intensas sus emociones tienden a emerger con más fuerza de lo normal, si cabe. Sabía que prefería no echarse a llorar delante de otros, ni siquiera de su familia, y era eso lo que quería prevenir, tanto por mí como para proteger su dignidad, tal vez precisamente porque había sucedido con mucha frecuencia en el pasado, cuando llorar formaba parte de su infancia y adolescencia —aunque me recordé que me había perdido gran parte del último periodo— tanto como reír o enfurruñarse habitualmente, pero en su vida adulta yo la había visto llorar dos o tres veces como mucho, más por frustración y preocupación que por tristeza, y no quería forzar una reacción así de nuevo, y menos el día de Acción de Gracias, cuando el festival de llanto entre padres e hijos es también un cliché tan manido como el pariente borracho que monta una escenita antes de quedarse dormido en el cuarto de invitados.
Meredith tenía una expresión a medio camino entre el asco y la desesperación, como si estuviera planteándose la posibilidad de que, en lugar de estar afectado por una enfermedad degenerativa, su padre estuviera en realidad loco, e imaginara todas las implicaciones de esta decadencia y diagnóstico alternativos, las formas en que yo repentinamente me volvería inaccesible para ella justo cuando creía que había regresado para intervenir de lleno en su vida. Uno quiere dar tranquilidad ante esa alarma paralizante y dado que yo estaba seguro de que no me pasaba nada ni física ni psicológicamente, y de que la confusión con Rachel era el resultado no de mi cabeza sino de una intromisión en mis mensajes personales, de que el verdadero problema era, en realidad, el que me vigilaran, me siguieran y juguetearan conmigo personas y entidades desconocidas por el momento, alargué el brazo hacia mi hija para ofrecerle el consuelo y la tranquilidad que me pareció que necesitaba.
La abracé y le susurré entre el pelo:
—Te prometo que no estoy loco. Quiero decir que estoy loco en todos los sentidos que puede estarlo cualquiera, pero no loco-loco, o al menos no más que la mayoría. Paranoico, un poco, sí, y tal vez hasta sufra manía persecutoria, y a veces me cuesta controlar mis impulsos, pero no estoy más loco que la mayoría de la gente que ha pasado la mayor parte de su vida en Nueva York, o, ya puestos, en Oxford.
Mientras lo decía, pensé en los muchos locos que había conocido en Oxford, y en concreto en una persona que, cuanto más la recordaba, más me parecía potencialmente la causa de esta repentina y extraña turbulencia en mi vida.
—Pero ¿hablarás con alguien? Quiero decir que, bueno, no puede hacerte ningún daño, ¿no?
—Sí, cariño, hablaré con alguien, sólo para que nos quedemos tranquilos.
Mi madre y yo rechazamos la invitación de Meredith y Peter para avisar un servicio de coches y cogimos un taxi que nos llevó de vuelta al Village. Durante el trayecto, mi madre empezó a adormilarse aunque eran poco más de las siete de la tarde, y se despertó sobresaltada cuando el taxi paró delante de mi edificio. El portero de servicio no era uno de los que conocía lo bastante para saber su nombre. No llevaba insignia y parecía más interesado en ver un vídeo en su móvil que en asegurarse de que no subíamos sin avisar previamente. Dado que era festivo opté por no echarle la bronca, aunque mientras esperábamos el ascensor sentí unas ganas incontenibles de decir algo, lo que hizo mi madre por mí, hablando en un aparte teatral que el portero no podía dejar de oír.
—Si fuera mi casa, me gustaría que el portero comprobara quién va y viene. En los tiempos que corren nunca se es lo bastante cauteloso, pero supongo que debe de estar obsesionado con el fútbol, o a lo mejor está mirando pornografía, ya sabes que es lo que la mayoría hace ahora.
Se abrieron las puertas del ascensor y entré sin volverme a mirar para evitar la cara del portero, pobre tipo, pobre hombre habría dicho hacía sólo seis meses, tener que verse sometido al comentario implacable de mi madre nunca es plato del gusto de nadie. La acosté temprano con una copa de whisky, una garantía de que dormiría toda la noche, aunque yo me sentía muy despierto una vez más, y volví a pensar en la gente que había conocido en Oxford, en el hombre y la mujer que mi mente se había estado esforzando por evitar ese día y los anteriores, sabedor, sin embargo, de que ellos se encontraban, sin la menor duda, en la raíz de lo que estaba pasando, de lo que está pasando ahora mismo, mientras escribo este relato.
Es decir, había empezado a sospechar que Stephen, al que había intentado olvidar, y Fadia, cuyo rostro raramente abandona mi conciencia pese a que una gran parte de mi mente desee apartarlo de mi memoria, eran de algún modo la causa de las persecuciones a las que repentinamente tenía que enfrentarme. Ésas son las personas que te importan, pienso, y sin más razón que porque las conocía, me permití implicarme con ellas, enredar mi vida con las suyas.
Hasta el principio de mi segundo año en Oxford no conocí a Stephen Jahn, a su regreso al college tras un año sabático, algo que transformó mi un tanto caótica vida social. Nuestro primer encuentro fue durante una cena en la High Table cuando nos sentamos enfrente, una noche poco habitual en la que sólo cenábamos media docena de fellows en el estrado al fondo del salón del siglo XVIII mientras los estudiantes con sus galas se acomodaban como podían en los bancos junto a las grandes y largas mesas. A veces los estudiantes gateaban por encima de las mesas para llegar a los bancos más próximos a la pared, dado que era imposible, teniendo en cuenta lo largas que eran, mover las mesas para hacer espacio y que alguien pudiera ocupar un sitio hacia el extremo del banco, por lo demás atestado, y por alguna razón se había impuesto la perversa costumbre de dejar espacios vacíos y también había quienes se negaban a hacer sitio e incluso a salir y apartarse para que el sitio pudiera ocuparse sin poner los zapatos sucios encima de las mesas donde uno se disponía a comer. Pero esto era Oxford, que se regodea en el precario equilibrio entre el decoro y la iconoclasia.
Stephen era bajo, no muy distinto al padre de Bethan en ese sentido, y puede que unos cinco años mayor que yo, pero estaba totalmente calvo, y me di cuenta, pese a su traje de tres piezas gris, cuidadosamente cortado, o confeccionado a medida, como dicen los británicos, que estaba musculoso hasta el punto de que parecía casi un culturista, aunque sin la corpulencia de éste. En otras palabras, era bajo y fibroso, de manera que, al sonar el aviso para bendecir la mesa, cuando se puso en pie, parecía tan delgado como un velocista. Sólo al sentarse y adelantar los brazos para comer, con la columna siempre erguida, me percaté de su buena forma física. Tenía una cara de nariz chata, como un doguillo, ojos saltones y desafiantes, y llevaba unas gafas estrechas de aspecto germánico que le hacían parecer un kapo o incluso un capo, un consigliere napolitano. En cualquier caso, tenía la cara, el cuerpo y el aire general de un fascista.
Nuestro primer encuentro fue una de esas extrañas danzas de engaños a medias y apenas oculta interrogación. Al principio no supe descubrir nada acerca de sus orígenes, aunque empezó a quedarme claro que era, como yo, americano, pero llevaba más tiempo alejado del país que yo. Su acento se había distanciado mucho del original, o más bien, como el mío, conservaba todos los sonidos del habla americana pero nada de su ritmo ni sus expresiones idiomáticas.
Al principio, pareció que yo era todavía más opaco para él que él para mí, aunque a medida que transcurrió el tiempo y, en cierto modo, nos hicimos amigos, sospeché que sólo había sido una estratagema, que en realidad él sabía mucho de mí antes incluso de que nos conociéramos.
—Oh, ¿así que también es americano? —dijo con voz ronroneante, mirando a un lado a través de sus gruesas gafas. Este peculiar amaneramiento de Oxford (o tal vez, más en general, británico) que consiste en mantener una conversación directa con alguien a la vez que se evita su mirada, nunca dejó de ponerme nervioso—. Daba por sentado que debía de ser alemán, aunque claro, el tipo de alemán que se ha pasado la mayor parte de su vida adulta en Inglaterra.
—Pero mi nombre no es alemán.
—Vaya, es que no me quedé con el nombre.
Nos habían presentado en la Senior Common Room antes de entrar en el salón, al reunirnos y ponernos las galas como preparativo para ese desfile por delante de los estudiantes que deben, siempre he pensado, mirarnos con resentimiento, o puede que unos pocos con el deseo de unirse a nosotros, de ser uno de esos estudiantes de posgrado que esporádicamente se ganan el privilegio de cenar en la High Table, el decano de los estudiantes y demás, que a menudo son una compañía más interesante y estimulante que los envejecidos senior fellows.
Le recordé mi nombre a Stephen y le expliqué cuál era mi especialidad y conocimientos, así como en qué estaba trabajando en ese momento, mi interés en el cine tanto como en la historia. Mientras yo hablaba, él comía su pescado, utilizando el tenedor y el cuchillo al estilo europeo: el tenedor en la mano izquierda, con los dientes hacia abajo para clavar la comida, el cuchillo en la derecha para cortar y arrastrar un bocado hasta la parte de atrás del tenedor. Cuando acabé de hablar sobre mi trabajo, él dejó los cubiertos en el plato y antes de terminar de masticar se dio unos toques en las comisuras de los labios con la gran servilleta blanca que levantó de su regazo.
—Jeremy O’Keefe. O’Keefe. No, no, no —dijo negando con la cabeza—. Eso no cuadra, no encaja, usted no es un Jeremy, o tal vez lo sea, aunque a mí me parece más bien un Jeremiah, tiene una voz de Antiguo Testamento y el aspecto de un hombre que el Tetragrámaton podría criar, pero O’Keefe está completamente, absolutamente, fuera de lugar. —Y en ese instante me miró fijamente, estableció un fugaz contacto visual, estudiando mi cara tan de cerca que su mirada adquirió casi un peso tangible sobre mi piel—. No hay nada irlandés en usted, doctor O’Keefe. Ni siquiera nada muy celta. No, usted tiene un rostro bastante teutónico y varios ancestros de la Nueva Canaán. Ésa es mi suposición. ¿Me equivoco? ¿Se ha hecho uno de esos tests de ADN? ¿Ha buscado sus raíces? ¿Quién cree que es? ¿Es medio berebere?
Contra mi voluntad, la evaluación de Stephen me resultó halagadora. Ese tipo de halago de doble filo, que, como descubriría más adelante, era su encanto más peligroso.
—Se equivoca por completo, hasta donde sé.
—En ese caso, sajón, un buen montón de ancestros sajones de hace mucho, mucho tiempo, pero sus abuelos se criaron en Nueva Inglaterra.
—Eso es correcto pero no en Nueva Canaán. Al sur de Vermont y en Poughkeepsie.
Stephen dio unas palmadas de satisfacción.
—¡Poughkeepsie! ¡Qué divino! ¿Ve? ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Siempre gano en este juego.
—Y usted, doctor Jahn, ¿dónde se crió?
—Por favor, ahora ya debemos tutearnos, llamémonos Stephen y Jeremy —dijo en voz baja inclinándose hacia mí por encima de la mesa—, porque somos americanos, por poco que sonemos como tales. No, amigo mío, yo me crié en Long Island, Port Washington, o cerca, aunque no llegues a conclusiones erróneas. Mi padre y yo tenemos mucho de nouveaux pauvres. Gracias, Matthew —le dijo al mayordomo del college, que siempre servía la High Table y estaba recogiendo los platos principales—. Dígale al chef que el pescado era perfecto.
—Así se lo diré, señor —dijo Matthew, añadiendo otro plato al brazo izquierdo doblado.
En cuanto Matthew hubo salido por la puerta hacia la cocina, Stephen se inclinó aún un poco más sobre la mesa y susurró:
—Tuvieron que pagar una fianza para sacar a Matthew de la cárcel la semana pasada. Una reyerta. En un pub de estudiantes. Fue una suerte que ninguno de los nuestros se viera implicado. Si hubiera habido alguno, lo habrían despedido con toda seguridad. Sin embargo, ahora todo es perfecto. Incluso si él quisiera marcharse, no podría. Estará en deuda con el college durante el resto de su vida laboral. Ya sabes cómo son estos campesinos ingleses. Granjeros del West Country.
Stephen pudo decir algo como eso aquella velada porque, por casualidad, no había ni un solo británico en la mesa y los estudiantes estaban demasiado lejos y demasiado concentrados en sus propias y ruidosas conversaciones para oírle. En aquel primer encuentro, después del postre, de un segundo postre en el comedor de la Senior Common Room y de que pasaran el oporto por las mesas, siempre en el sentido de las agujas del reloj, y de que la conversación, cada vez más torpe, o jactanciosa o autocrítica o autoexculpatoria, amenazara con comprometer a todos los reunidos si algo de lo dicho se recordaba la mañana siguiente, consideré a Stephen Jahn meramente un percebe más colorista enganchado al barco de mi vida en Oxford, es decir, me divertía, por su pomposidad y la forma en que había asumido el estilo de vida y comportamiento europeos, por cómo había adoptado costumbres que a la mayoría de los americanos les parecían de mal gusto, por no decir inmorales, pero pensaba que nuestra relación nunca llegaría a ser más personal, dado que él era, en primer lugar y patentemente, homosexual, y yo no tenía, por entonces, amigos gays íntimos (visto en retrospectiva eso parece ahora más un defecto por mi parte, una falla, sobre todo dadas mis manifiestas credenciales progresistas), y en segundo lugar porque se hizo evidente, incluso en aquel primer encuentro, que aunque él podría haber sido algo así como un demócrata de centro en Estados Unidos, en Gran Bretaña sólo podía considerársele un conservador, y yo me había negado a entablar amistad con tories porque con demasiada frecuencia veía que su conversación zozobraba rápidamente contra las rocas de mi propio sentido de la corrección política (sí, lo sé, esa carencia de amigos gays convierte mi propia postura de por entonces en un tanto insostenible), así que parecía imposible estar relajado rodeado de hombres y mujeres que parecían deprimentemente propensos a hacer comentarios ofensivos sobre las mujeres (sí, también mujeres), la gente de color, los africanos, los asiáticos, por no mencionar a los europeos del Sur («El latino es racialmente distinto, se ve en la forma en que tratan a sus mujeres», me dijo un fellow de Antropología en una ocasión), los homosexuales, los transexuales y, a veces, por encima de todos los demás, sobre los americanos. Desde la perspectiva tory, los americanos eran torpes, malcriados y peor educados, poco mejores que los niños, y, pese a todo, útiles aliados geopolíticos. Desde la perspectiva de las filas más izquierdistas de los laboristas, los americanos eran matones militaristas y racistas que pretendían dominar el planeta. No había, le dije una vez a Stephen Jahn, espacio para alguien como yo en la política británica. Voté laborista porque no podía tragar a los tories, pero lo hice tapándome la nariz, como les gusta decir a los británicos.
Sin embargo, unos años después Stephen sugirió que nosotros «y un par más de miembros solteros de la SCR» estuviéramos atentos a la lista de reservas para la High Table y buscáramos una noche en la que un pequeño grupo de almas similares cenaran solas. «Y luego, después de la cena, te vienes a mi piso y pruebas unos excelentes whiskies de malta.»
No recuerdo nada de aquella cena, ni tampoco de quién más pudo habernos acompañado en la mesa, aunque era probable que uno de los fellows de inglés y su novio, y posiblemente el fellow de alemán, pero al final del ágape, Stephen y yo nos fuimos rápidamente, recorrimos Turl Street, cruzamos High Street y luego recorrimos Alfred hasta Blue Boar, pasamos por St. Aldate’s, Christ Church, Pembroke y la hilera de tiendas cursis relacionadas con Alicia en el País de las Maravillas, pasamos por la Facultad de Música y la mugrienta comisaría, hasta la prosaica construcción en ladrillo moderno del Folly Bridge Court, donde Stephen tenía un apartamento que ocupaba la planta superior, que por un lado daba al Támesis y la isla en el río en la que se arracimaban varios edificios, y por el otro a una escuela victoriana reconvertida en pisos.
El apartamento de Stephen era moderno, con una tupida moqueta de lana de color blanco crudo (los dos nos quitamos los zapatos), un cuarto de baño con las paredes cubiertas de azulejos blancos del metro, una cocina con suelo de pizarra y muebles de madera de un blanco brillante, dos dormitorios que no me enseñó y un gran espacio de salón comedor, con vistas al norte y al sur, amueblado con una gran mesa de cristal y acero, sillas de acero con asientos de cuero negro y una variedad de sillones, sofás también de cuero negro y las paredes llenas de estanterías metálicas cargadas de libros así como una gran colección de DVD, todos en las mismas fundas grises de plástico, cuya identificación era más numérica que por título. Los DVD me dieron un escalofrío porque me hicieron pensar, en mi ingenuidad, en una colección de pornografía, y Stephen Jahn parecía justamente el tipo de hombre que podría poseer una colección tan aparentemente completa de vicio.
Me llevó al sofá más próximo a la ventana que daba al sur, aunque era imposible ver gran cosa sin acercarse a ella dado que el apartamento se encontraba de hecho en el ático del edificio y todas las ventanas se inclinaban siguiendo la línea de la pendiente del tejado.
—Empecemos con una muestra joven, antes de seguir adelante, en fases cuidadosamente calculadas, que irán ascendiendo hasta nuestra llegada a un punto de mayor madurez. Comenzaremos por uno de diez años. —Dicho lo cual se agachó en calcetines para sacar varias botellas con etiquetas que yo no reconocía de un aparador barnizado negro, junto con un par de vasos de cristal de estilo razonablemente moderno. Sirvió un vaso para cada uno, se quitó la chaqueta y se quedó en mangas de camisa, blanca, chaleco gris y pantalones también grises (calcetines, por supuesto, negros, porque la elegancia era algo innato en él; no era, a diferencia de algunos emigrantes asimilados a Gran Bretaña y muchos británicos de origen, propenso a llevar calcetines coloridos o estampados con trajes sobrios), y se sentó en el sofá de enfrente como un escolar, o puede que como una solterona recibiendo a su primer pretendiente desde hace veinte años.
Había dejado la chaqueta sobre el respaldo de una silla, aunque lo había hecho con considerable cuidado, asegurándose de doblarla sobre la costura central y extender las mangas de manera que no se arrugaran. No obstante, me pregunté por qué no se había tomado un momento para colgarla en el armario de uno de los dormitorios. Tal vez porque no había querido dejarme a solas para que fisgara en sus estanterías, aunque yo tenía poco interés por la vida de Stephen Jahn o los secretos que pudiera haber ocultado. En realidad, me daba la impresión de que nuestra relación había ido evolucionando en repentinas aceleraciones de ritmos paralelos pero desiguales, de manera que en el momento de mi visita a su apartamento en Folly Bridge, comprendía, aunque puede que sólo en los lindes de la conciencia, que yo tenía mucho más interés para mi colega que él para mí. La razón de ese interés se me escapaba por entonces, y no había ningún elemento de falsa modestia en esa sensación, porque yo no era, aparte del detalle de un americano en el extranjero como él, y de estar empleado por la Universidad de Oxford y uno de sus colleges, también como él, más digno de interés que cualquier otro académico de cualquier otra parte del mundo, es más, podría decirse que menos porque, para mi propio descrédito, había sido incapaz de seguir mi carrera profesional como titular en la Columbia University, donde podría haber dado clases tranquilamente durante el resto de mi vida laboral si me lo hubieran permitido. Era posible, supuse entonces, que a Stephen Jahn le atrajera un fracasado, o un fracasado rehabilitado, que era por lo que me tenía yo a mí mismo en aquellos tiempos: no había guardado el secreto de mi carrera naufragada en la universidad estadounidense ni el hecho de que este traslado a Oxford era, en un sentido muy real, una huida de un sistema mucho más sólido y exquisito, a otro que era más fluido, menos seguro y mucho peor pagado.
Y pese a todo, él no era un hombre que plantease preguntas directas, o lo hacía muy raramente, y en su lugar ofrecía comentarios a los que se esperaba —y en muchas ocasiones se obligaba— que contestara el otro.
—Éste —dijo removiendo su vaso— es probable que no lo conozcas. Es de la destilería de Tobermory, en la isla de Mull, se llama Ledaig, y está confeccionado con turba incandescente. Peculiar, espero que coincidas conmigo. —Los ojos se le abrieron un poco al asentir y dar un sorbo—. Salado, con un grácil matiz de turba, delicado casi, como un pequeño bailarín, casi parece un jerez refinado, nueces y aroma de pinares, chamuscado en los bordes y regenerado. Llámame perverso, pero cuando bebo este whisky pienso en esa joven colega nuestra, Bethan. Una joven y prometedora erudita, muy brillante, bastante inteligente, un poco quemada en los bordes. Atractiva, supongo, para quienes les atrae ese tipo.
Me pregunté si ya se habría enterado de mi breve relación con Bethan o si meramente lo sospechaba, o quizá, inocente, la desconociera por completo, aunque Stephen Jahn nunca parecía inocente de nada, tanto daba lo poco sabido o inesperado que fuera. Una amplia experiencia mundana formaba parte de su carácter. Yo sabía que su especialidad era Oriente Medio, en concreto la historia y las relaciones árabe-israelíes, y dominaba, según se decía, el hebreo y el árabe, además del persa, el francés, el alemán, el yidis, el turco y el kurdo, y afirmaba poder mantener una conversación también en italiano y en español. Gente así es menos infrecuente en Oxford que en el resto del mundo, y sin duda tenía nociones de latín y griego antiguo, y tal vez también —nunca se sabe hasta dónde puede llegar el conocimiento de personas como él— de lenguas incluso más arcanas como el baluchi y el azerí.
—Sí, es atractiva, a su modo.
Aunque yo era consciente de que no me quería dejar arrastrar a ridiculizarla, mi relación con Bethan había sido profesional, aunque distante, desde que hui de su hogar familiar aquella mañana de Año Nuevo de hacía unos años. Habíamos concebido una compleja danza que implicó, durante los meses posteriores, que nos apañáramos para no sentarnos nunca el uno junto al otro en las comidas del college, y si uno de los dos entraba en la Senior Common Room y veía que el otro era la única persona que estaba allí, ambos fingíamos que no había entrado nadie o que no había nadie presente. En Estados Unidos eso habría resultado sumamente raro, pero en Oxford, y en Gran Bretaña en general, es posible, incluso frecuente, «borrar» a gente que uno conoce, ya sea evitándola, lo que se concreta en la ficción de no haberse percatado de la presencia de la otra persona y por tanto se considera como un gesto educado, o ya sea mediante una intención estudiada y pública de que la otra persona sepa que simplemente no tiene la menor importancia, no merece la pena reparar en su presencia, que debe recordársele el lugar subordinado que ocupa. Era una costumbre a la que no supe adaptarme del todo, ni siquiera en momentos en que yo mismo recurría a ese comportamiento, pero en Oxford tuve que aprender —al menos en el espacio del college— a levantar la mirada con disimulo, y si veía a Bethan o a cualquier otro a quien quisiera evitar, bajarla de nuevo al libro, periódico o publicación a cuya lectura estaba dedicando unos momentos en esos espacios semipúblicos y esperar hasta que la persona en cuestión se hubiera marchado.
Stephen seguía removiendo su vaso, inhalando y bebiendo a sorbos.
—Cuero y puros —dijo, como si yo no hubiera hablado, y luego, después de tragar, añadió—: Cuando lo compré lo dejé abierto una semana entera. No te imaginas lo mucho que cambia. Creo que algunas mujeres son así, Bethan, por ejemplo. Si se le permite respirar, en la compañía adecuada, con el grado correcto de… apertura…, también podría volverse sublime.
—Yo no lo expresaría de ese modo, Stephen.
—¿No? Eres demasiado políticamente correcto, Jeremy. Veo las pocas ganas que tienes de hablar de tus mujeres como si no fueran tus iguales. —Así que lo sabía, pensé, sabía exactamente lo que había pasado entre nosotros. Hasta era posible que se lo hubiera contado Bethan—. Es admirable, pero resulta agotador, ¿no te parece? No todas las personas con las que se acuesta uno tienen por qué ser necesariamente nuestros iguales. Está bien, diría yo, seducir a los inferiores social e intelectualmente, sabedores de que el acto de seducción y el coito resultante les da tanto placer como a uno mismo. Tu misma superioridad es lo que te convierte en atractivo.
—Es una forma muy desagradable de verlo. No recuerdo haberme acostado nunca con ninguna mujer a la que no considerara mi igual, por no decir que la tuviera por mejor que yo.
Stephen chasqueó la lengua.
—Políticamente correcto y humilde. Tendremos que hacer algo al respecto. Tengo un joven amigo egipcio, Saif, no hace falta que sepas su apellido, que trabaja para el gobierno allí, tampoco hace falta que sepas en qué funciones, pero el caso es que me lo asignaron como acompañante en una visita que hice hace un par de años y durante el último año pasamos juntos bastante tiempo, aunque ya entenderás que en este tipo de asociaciones, y dada tanto mi posición como la de Saif, uno tiene que ser muy cuidadoso.
No tenía muy claro si lo que pretendía Stephen que entendiera es que Saif era su amante. Me parecía de algún modo improbable, aunque también era la única conclusión posible a la que pude llegar.
—Nos hemos hechos muy amigos. Incluso me ha presentado a su madre, francesa, una mujer encantadora, muy elegante, de familia excelente, bastante acaudalada, a la que yo debo de haberle parecido algo así como un tío viejo y un consentidor. El padre es imposible, pero eso no es ninguna sorpresa.
Debo de haber asentido, o tal vez sólo di otro sorbo de whisky, que, pese a la descripción de Stephen y sus grandilocuentes atribuciones, me parecía más bien ácido, aunque el gusto es muy a menudo subjetivo, pero aun así me obligué a acabar el vaso que había servido y tal vez por eso lo bebí demasiado rápido y luego intenté ocultar el vaso vacío en la mano, pensando que era hora de volver a casa, a Divinity Road y la casa que acababa de comprar, que todavía estaba redecorando y remodelando, convirtiendo la lóbrega y vieja cocina en un espacio luminoso y aireado con un comedor al fondo y puertas que se abrían al jardín largo y estrecho.
—Por supuesto, Saif trabaja para el gobierno egipcio y mientras Egipto sea un amigo de Occidente hay, inevitablemente, algunos aspectos que nos gustaría que mejoraran, con respecto a la democracia y los derechos humanos, aunque en realidad se trate de preocupaciones bastante menores cuando se comparan con el valor de un Egipto estable y colaborador, ya me entiendes. Pero, claro, por descontado que me entiendes. En cualquier caso, ¿cómo me llevo con Saif? —Hizo una pausa, levantó la mirada al techo y entonces la fijó en mí esbozando su pequeña y extraña sonrisa—. Veo que tienes el vaso vacío. Pasemos a algo más interesante. Poit Dhubh, de la isla de Skye, de veinte años, y por tanto legal. —Sonrió maliciosamente mientras cogía una botella alta con una etiqueta negra del aparador y servía un trago largo en un vaso limpio—. Dulce y suave, sólo levemente turboso, he visto tu mueca con el primero, la turba es demasiado fuerte para algunos paladares poco curtidos, cometí un error con el Ledaig, pero éste te parecerá sublime, y fácil de beber. De hecho, es un malta de cuba, con varios tipos mezclados. Envejecido en barricas de jerez, lo que ayuda a neutralizar parte del turbado más intenso. Es un pequeño caramelo de whisky que puedes mascar y chupar, con matices de nuez y fruta y una leve nota de vainilla. Sesenta libras la botella, y aun así muy respetable. Inhala.
Me acerqué el nuevo vaso a la nariz, pero a esas alturas empezaba a sentirme bastante borracho e impresionable, de manera que los aromas que ascendieron hasta mi cerebro me sugirieron una extraña combinación de frutas, caramelo, nueces asadas, fuegos de leña en casas viejas con suelos de piedra y pudines de vainilla haciéndose sobre fogones dobles. Di un sorbo y aunque no se trataba de un malta auténtico, Stephen tenía razón, era sublime y reconfortante, casi tan sustancial y placentero como una comida completa, un whisky que hubiera inventado Willy Wonka para connoisseurs que sólo pudieran pagarse una única buena botella que les satisficiera muchas noches sin necesidad de tener que ir en busca de algo más refinado.
—Lo sabía, sabía que sería éste, pero no te preocupes, no nos detendremos aquí. —Se rió sirviéndose un vaso del mismo whisky y luego se acercó con un bailecito apresurado cruzando el salón, deteniéndose un instante para mirar por la ventana que daba al Támesis—. Oh, por favor, ya me disculparás —dijo, y salió bruscamente del salón.
Aproveché la ocasión para levantarme y examinar las estanterías. Mientras lo hacía me di la vuelta sin querer, me asomé por la ventana y miré más allá del río, a la isla y la alta casa amarilla que se erigía sobre él, donde, en la planta del medio, había luces encendidas, las cortinas estaban descorridas y dos jóvenes hacían el amor en el suelo, él encima de ella, ambos de cuerpos atléticos, casi con toda seguridad estudiantes universitarios, de licenciatura o de posgrado, tal vez investigadores posdoctorales, pero estaba claro que, fuera cual fuese su posición, no tenían escrúpulos en dejarse ver, o tal vez estaban tan perdidos en el momento de pasión que se habían olvidado de que las cortinas estaban descorridas, las luces encendidas, y era tan tarde que podrían haber imaginado que el resto de la ciudad dormía y asumieron que nadie les miraba.
Instintivamente, aparté la mirada e intenté revisar una vez más las estanterías, pero mi cabeza no dejaba de volverse en su dirección y la pareja seguía por la labor cada vez que la miraba por encima del hombro. Stephen no volvía, aunque no sabía si estaba en uno de los dormitorios o en el lavabo, o en el lateral del apartamento que daba la espalda al río y a la joven pareja que copulaba. Transcurrieron quince minutos, la pareja acabó y oí tirar de la cadena del retrete al final del pasillo. Stephen volvió, comportándose como si sólo llevara un momento ausente.
—¿Qué tal te ha sentado la copa? —preguntó.
—Estoy bien, gracias, Stephen. Tendría que irme a casa. ¿Tienes el número de algún taxi?
—¿Qué prisa tienes, querido? Todavía tenemos que llegar al de treinta años, que, te lo aseguro, no puedes perderte. Y mientras tanto creo que deberías echar otro trago del Poit Dhubh.
—No puedo, de verdad, si bebo más mañana no me levanto.
—Pero mañana es sábado, así que no tienes por qué. Sería un insulto que rechazaras lo que te ofrezco tan generosamente.
—En ese caso, sólo una gota.
—Un mini chupito —sonrió hablando con una tosca imitación del acento de las Highland. Sus ojos desaparecieron entre pliegues de piel fina al sonreír y reparé en que se había arremangado, dejando al descubierto los antebrazos, lampiños, musculosos y envueltos en gruesas venas azuladas, como si, durante su ausencia del salón, hubiera estado haciendo enérgicas flexiones—. ¿Todavía tienes relaciones con Bethan?
Me atraganté.
—Estás siendo muy indiscreto, Stephen.
—Me tomo eso como un sí.
—¡No! No es asunto tuyo, pero no, tuve una breve aventura con ella, pero acabó. Para siempre.
—¿Y eso implica que tenéis una relación laboral difícil?
De repente me di cuenta de que Stephen Jahn estaba llevando la conversación a alguna parte, con un destino específico en mente. Sin embargo, lo que quería nunca lo habría imaginado. Sobre todo, debéis comprender que pese a cuanto haya sucedido con posterioridad, yo era, al menos al principio, la marioneta que manejaba Stephen Jahn.
—Es una relación cordial, pero no damos margen a que haya mucho contacto entre nosotros.
—¿Os evitáis?
—No por un acuerdo deliberado. Pero… la cosa ha acabado así.
—¿Te portaste mal?
—Escucha, Stephen, me caes bien y te respeto como colega, pero, de verdad, no es asunto tuyo.
—Te lo preguntaba como amigo.
No tenía claro que Stephen Jahn fuera el tipo de amigo que quería, pero sonrió con tal inocencia que me sentí obligado a hablar, o tal vez se debió tan sólo al whisky.
—Digamos que no acabé con la elegancia que habría debido.
—¿La dejaste por otra? ¡Menudo canalla! ¡Sabía que eras un canalla!
—No, no se trata de eso. Simplemente me fui. Pero no avisé de que me iba. Estaba en casa de sus padres y me marché sin decírselo a nadie.
Stephen chasqueó la lengua y meneó un dedo ante mí, pero por debajo del gesto de desdén se entreveía una sonrisa que delataba que había encontrado la información que buscaba.
—Quiero pedirte un favor, Jeremy. Arregla las cosas con Bethan. No románticamente, no te preocupes, sólo profesionalmente. Discúlpate. Las mujeres saben apreciar unas disculpas sinceras aunque al principio no parezcan aceptarlas. Dile que sabes que te comportaste de manera impropia, pero que, francamente, dado que los dos tenéis que trabajar juntos durante el tiempo que ella siga en el college, que será hasta el próximo verano, y que sin duda es el tipo de joven que encontrará un puesto permanente, aquí en su especialidad y en uno de los otros colleges, es perfectamente lógico que mantengáis una relación laboral cordial. Arrodíllate si hace falta, pero convéncela de que las disculpas son sinceras.
Su petición me desconcertó, dado que me pedía una especie de autosacrificio que no era propio de mi forma de ser. Además, tampoco entendía por qué unos pocos whiskies caros me hacían contraer tal deuda con Stephen.
—¿Y por qué debería hacerlo?
—Porque, como te he dicho, necesito un favor.
—¿Que tiene que ver con Bethan?
—Bethan es simplemente una pieza en la realización del favor. Ella y tú vais a entrevistar a candidatos juntos en diciembre.
Era cierto, aunque yo había dejado que mi mente corriera un tupido velo sobre esa pequeña molestia de mi vida académica, porque implicaba un par de días bastante tediosos dedicados a entrevistar a adolescentes brillantes, y no tan brillantes, que querían estudiar Historia en el college y la mala suerte —o tal vez, pienso ahora, la intención de Stephen— me había emparejado con Bethan para realizar las entrevistas. En términos prácticos, tenía su lógica que yo intentara arreglar las cosas con ella de antemano. Asentí y extendí el brazo con el vaso, que estaba vacío.
—Hora para el de treinta años. Éste es un whisky muy especial. No voy a decirte de dónde procede ni qué es, porque, en cualquier caso no significaría nada para ti, pero nunca he bebido nada parecido y te sirvo este chorrito —dijo, cubriendo el fondo de un nuevo vaso— de líquido de gran rareza y valor. Vale, de manera bastante literal, su peso en oro.
Cogí el vaso y me lo acerqué a la nariz y al instante me sentí abrumado por una visión casi alucinógena de una gran biblioteca, como la de Duke Humphrey en la Antigua Boldleiana, llena de volúmenes exquisitamente encuadernados en cuero, pero una biblioteca que es también un club de caballeros, con una vaharada de delicados puros, tabaco excelente y, quizá, flotando en los rincones de la sala, un perfume sutil y sublime, como los que confecciona Santa Maria Novella en Florencia, como el aroma de ámbar gris y de flor de granada, y luego, mientras inclinaba el borde del vaso entre mis labios, esos aromas se fundieron y se transformaron en una asombrosa y vertiginosa rapsodia de sabor que me envolvió la lengua y me llenó la boca y volvió a flotar hacia mis fosas nasales, para descender luego por la garganta con una suavidad y nitidez absolutas, distintas a las de todos los licores que había probado en el pasado.
—Mi amigo egipcio, Saif, tiene una hermana pequeña, que se llama Fadia. Vendrá al college para entrevistarse para una plaza. Sus calificaciones no son espectaculares, pero es muy lista. Hará una entrevista impresionante, pero es posible que no tanto como otros y no lo bastante como tendría que hacerla para compensar sus calificaciones. Sin embargo, quiero asegurarme de que no se va de este college sin la certidumbre de que podrá venir a estudiar aquí. Tú y yo dirigiremos los dos grupos de entrevistadores y, por tanto, depende tanto de ti como de mí que acabe obteniendo el resultado conveniente.
Inhalé los aromas de aquel whisky extraordinario y dejé que la petición de Stephen se fuera aposentando, aunque al hacerlo era consciente de que lo que acababa de hacer era darme un regalo (una bebida exquisita) con la expectativa de que correspondiera con algo que mereciera su generosidad, y que ese acto acreedor de tal merecimiento recompensado por adelantado podría, probablemente, comprometer mi propia posición en el college y la facultad, si la tal Fadia resultaba estar lamentablemente mal preparada para estudiar en Oxford.
—¿Quieres que lo apañe? ¡No puedo manipularlo!
—Estás por encima de Bethan. Ella, tal vez, se siente dolida por tu comportamiento. Tú apoyarás a Fadia de formas que Bethan creerá convincentes. En cualquier caso, ella misma también tiene que estar del lado de Fadia, pero comprenderás que, dada la posición de Bethan en el college y la facultad, no puedo abordarla del mismo modo que puedo, creo, confiar en ti.
—Y presionarme.
—Presionar es una palabra muy física. No somos hombres de física. Te he estado observando y sé que ambos entendemos cómo, de vez en cuando, algunos individuos necesitan ayuda. Fadia es una de esas personas. Ella necesita venir aquí, necesita vivir fuera de Egipto. Y pensaba que tú, más que cualquier otro, lo entenderías. El Egipto de Mubarak no es, en muchos sentidos, muy distinto de Alemania Oriental. Hay más de un millón de miembros de los cuerpos de seguridad vigilando a los ciudadanos, que suman menos de ochenta millones. El Egipto de Mubarak es un estado policial, ni más ni menos, y un destino muy agradable para los turistas, siempre que no se encuentren con el extremo afilado del terror. Y en varios sentidos bastante importantes, la sociedad egipcia no está tan desunida como algunos estados policiales, pero eso no quita para que no sea un estado policial, uno en el que la vida puede volverse pronto insoportable para quienes sostienen la pancarta de la democracia y la libertad de expresión, como la joven Fadia ha estado haciendo un tanto precipitadamente cada vez que va a casa de vacaciones. Como te he dicho, su madre es francesa, y el espíritu de la revolución es hereditario. Fadia necesita la protección que puede ofrecerle la vida en Oxford. Necesita un exilio que no parezca tal a las autoridades. Necesita venir, estudiar y quedarse hasta el momento en que las cosas cambien en Egipto o pueda convencérsela de que se quede en Europa de forma permanente. Lo que te pido que hagas es que seas comprensivo con una joven de una inteligencia aguda que ha vivido una existencia bastante consentida, que nunca se ha visto obligada a trabajar duro. ¿Lo entiendes?
El dedo de líquido marrón en el vaso de cristal pesaba en mi mano. Lo removí para liberar el aroma antes de llevármelo de nuevo a la nariz y la boca. Stephen estaba, me daba cuenta, desesperado por mi ayuda y había abordado el problema posiblemente de la única forma que sabía hacerlo un hombre como él, intentando ejercer su influencia mediante la imposición de una sensación obligada de gratitud. Resultaba tan indecoroso como lastimoso.
—Te lo pregunto de nuevo. ¿Por qué debería hacerlo?
Stephen abrió los ojos saltones y farfulló. No había esperado resistencia. Tal vez en su mundo, los hombres como yo no cuestionaban las peticiones que les hacían los hombres como él, y al pensarlo entonces me di cuenta de que ya había estado haciendo suposiciones sobre el tipo de persona que era él. Y me refiero no sólo a las conclusiones normales sobre la personalidad sino a un nivel de suposiciones más profundo, en el sentido de que Stephen Jahn sólo era conceptualmente académico y, básicamente, se dedicaba a algo totalmente distinto.
Sentado en mi salón que da a Houston Street la noche de Acción de Gracias, removiendo un vaso de un escocés mucho menos interesante que aquellos que Stephen me sirvió en el pasado en el salón que daba al Támesis, mientras escuchaba los ronquidos de mi madre resonando desde el cuarto de invitados en el pasillo, ronquidos tan profundos y ruidosos que hacían vibrar el suelo, comprendí que el auténtico principio de esta historia no fue mi partida de Nueva York ni mi llegada a Oxford, ni mi breve aventura con Bethan, sino el dejarme absorber en una relación comprometida con Stephen Jahn. Él admitió aquella noche que me había estado observando. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Y por qué? ¿Estaba buscando un peón? Ahora empiezo a entender que aquel momento, la noche en su apartamento, y todo lo que ha ido pasando a partir de ahí, todas las formas en que Stephen y Fadia acabaron habitando mi vida en Oxford, han seguido presentes en mi regreso a Nueva York.
—¿Por qué debería hacer lo que me pides? —le repetí a Stephen aquella noche en Folly Bridge Court.
Un momento antes había dejado el vaso en la mesita auxiliar y, sin hablar, él extendió la mano, levantó el vaso y deslizó un posavasos de cuero negro por debajo.
—Porque te lo he pedido de la forma más amable posible. Te he explicado cómo me harías un gran favor. Te he dado, debo decirlo, una buena cantidad de whisky muy caro a lo largo de la velada. ¿Qué más puedo o debo hacer ahora salvo amenazarte si te niegas a ser razonable? ¿Quieres dinero? No sería muy sensato. El dinero siempre, y digo siempre, deja rastro. Ayúdame así y te haré la vida más fácil de lo que puedes imaginar. Dame tiempo y te devolveré a Nueva York, que sé que echas de menos más de lo que quieres admitir. Cuidaré de tu hija e incluso de tu exmujer de formas que no te parecerían posibles.
—¿Se trata de algo más sórdido que de ayudar a la hermana de un amigo tuyo?
Una vez más, farfulló:
—Se trata de la gracia y de hacer lo correcto en el momento oportuno para alguien que podría ser más importante a largo plazo de lo que ahora podemos concebir.
Se trataba, no me cabía duda, de sexo y nada más: Stephen quería hacer un favor a un hombre del que estaba enamorado, o tal vez un hombre, el tal Saif, que quizá había estado amenazándolo con descubrirle públicamente o con chantajearle o, quién sabe, con alguna forma más oscura de venganza.
Me levanté de la silla y empecé a caminar hacia la puerta, escuchando a mis espaldas el resuello de alguien que no estaba acostumbrado al fracaso.
—¿Puedo confiar en ti? —gritó—. ¿Puedo contar contigo? ¿O tengo que tomar otras medidas?
Me di la vuelta, casi esperando encontrármelo sosteniendo una pistola, pero no llevaba nada en la mano aparte del vaso de whisky.
—Nadie ha intentado jamás intimidarme de este modo, en toda mi vida.
—Eso no es una respuesta, Jeremy.
En su expresión percibí un matiz de implacabilidad que me hizo temer no sólo por mí mismo, sino también por Meredith y mi madre, incluso por Susan, por todos a quienes amaba y había amado. No cabía duda de que este hombre era muy capaz de cumplir con sus amenazas.
—Prometo juzgar a la candidata según sus méritos —dije, sabiendo que no lo haría.
Fuera, en Abingdon Road, hacía un frío glacial y no encontré un taxi hasta que había recorrido casi todo el camino de regreso a Carfax y entonces, en el trayecto de vuelta, borracho como una cuba pero esforzándome por mantener la lucidez, rememoré la conversación, imaginando otras respuestas que podría haber dado y formas en que podría haber aprovechado en beneficio propio las peticiones de Stephen. Me acosté pero no dormí, consciente de todos los sonidos que me rodeaban, de los golpes que procedían de la casa contigua, los coches que pasaban por la calle, el susurro de la carretera de circunvalación que rodeaba Oxford, el dron del ejército del aire en el cielo, los aviones que iban y venían de la base de Brize Norton.
Aquellos recuerdos volvieron en Nueva York con nitidez, y la rememoración de aquella conversación me mantuvo tan despierto como los ronquidos de mi madre, que retumbaban por el parqué mientras yo seguía vagando a oscuras por el salón, combatiendo el insomnio que había venido para quedarse desde hacía unos días, tan incómodo como un invitado inoportuno.
Fuera, en Houston Street, a la luz de las farolas, los taxis frenaban y se sacudían, un hombre de negro permanecía inmóvil alzando la mirada hacia mi ventana, y cuando encendí la luz, como si reconociera una vez más el hecho de que me sabía observado, se dio la vuelta y corrió.