Anoche volví a soñar con la sala blanca, un espacio que parece modelado a medias a partir del estudio de mi casa y a medias a partir de los siniestros lugares de detención secreta que deben existir en Estados Unidos —puede que en menor cantidad— como existen en el extranjero. En esta repetición del sueño, me encapuchan y esposan antes de llevarme por el pasillo, sospechando que me aguarda una ducha como en las ocasiones anteriores. En lugar de eso, me doy cuenta de que hemos entrado en un espacio más amplio, una sala con eco, techos altos y paredes lejanas. Me suben la capucha, dejando al descubierto las orejas, las alas de la nariz y la boca, pero el basto tejido es sujetado alrededor del puente de la nariz para evitar que vea nada más sustancial que puntos de luz a través de la urdimbre de la tela. Oigo el roce de papeles, sillas metálicas arrastradas por un suelo de linóleo, dos sillas, me parece, y tres pares de pies: dos personas sentadas, la tercera es la que me ha conducido hasta allí, me ha subido la capucha y está tras de mí, con las manos en mis hombros, irradiando un calor que, por un instante, me genera sentimientos de buena voluntad hacia el hombre. Reconozco su olor de otros sueños, sé que es el que habitualmente me lleva a las duchas, que me aferra con firmeza pero sin crueldad, que vigila mientras me baño, sin decir nunca una palabra…
Sin esperar ninguna señal de mis carceleros, hablo.
—Si la detención es esto, no se ajusta a lo que esperaba. Me siento casi decepcionado. ¿No saben hacerlo peor? Hacerme sufrir físicamente, producirme un dolor que pueda sentir en la piel, arrancarme las uñas, matarme en lugar de este tormento de aislamiento. Es como obligarme a quedarme sentado solo en el aula después de clase, preguntándome cuándo volverá el profesor.
—Podríamos hacer esas cosas que sugieres —dice una mujer—. ¿Es eso lo que mereces, Jeremy? —Cuando pronuncia mi nombre, sé que la que habla es Fadia. Entrecierro los ojos ante los agujeritos de luz y su rostro aparece nítido—. Podríamos seguir tratándote como a un niño que se ha portado mal, o podríamos hacerlo mucho peor. Notre régime pédagogique est assez doux. Sólo queremos que reflexiones sobre lo que has hecho.
El hombre que está a mi espalda, el guardián de manos cálidas, se inclina y me susurra al oído:
—Esto ya es más grave que un simple castigo escolar —dice apretándome el hombro.
—Jeremy nunca sufrió ninguno —dice Fadia, como si hubiera oído las palabras susurradas del guardia—. Era un buen chico. Nunca hizo travesuras.
—Así es —digo—, ni un solo castigo durante todos mis años de escuela. ¿Sabe mi hija que estoy detenido? ¿Está haciendo algo para que recupere la libertad? ¿Qué pueden decirme?
—Tu hija lo sabe —dice un hombre—. Ella aprendió sus lecciones, no como tú. Su madre la educó bien.
—Yo también tuve algo que ver en eso.
—¿Ah sí? —El hombre se ríe, y cuando lo hace reconozco que es Stephen Jahn—. Ella no puede hacer nada para liberarte. Llevamos demasiado tiempo vigilando.
—Nunca pensé que…
—Todos deberíamos dar por sentado que alguien puede estar vigilando, Jeremy, aunque no podamos saber con certeza cuándo nos vigilan. Hemos convertido al mundo en un panóptico virtual.
—Así que la libertad es una ilusión —dije, mientras hacía una ecuación mentalmente, una fórmula que, en el sueño, quemaba neón a través de la capucha de arpillera que me tapaba los ojos: Castigo a quedarse en el aula < Suspensión < Expulsión. Es la escalera del castigo, por encima de la cual sólo queda Ejecución, si nosotros, los criminales, o los supuestos criminales, tenemos la desgracia de hallarnos en un estado donde se aplica la pena capital, o en uno sin juicios justos que simplemente hace lo que le viene en gana, tras las puertas cerradas, independientemente de lo que dicten sus leyes. Sustitúyase Expulsión por Eliminación y la cuestión queda rápidamente zanjada, sin necesidad de una categoría superior.
Me desperté con la ecuación en la punta de la lengua, bastante clara para utilizarla como clave para recordar el sueño, para las formulaciones de mi inconsciente unidas en un diálogo. Me quedé tumbado en la cama mirando al cielo blanco, los reflejos en los edificios contiguos, los anuncios pintados al otro lado de la calle. Aunque no me encontraba retenido en ninguna aula, sí me sentía, como mínimo, en un estado de suspensión: suspensión de la creencia en la posibilidad de la libertad. En otras palabras: creo que está al caer el día, hoy mismo, o mañana o pasado, en que ya no pueda andar libre por el mundo, en que no me quede más que el recuerdo de una libertad ilusoria disfrutada en el pasado a la que, vista su rareza, había concedido muy poco valor.
Existe cierto tipo de semejanza entre la detención que podría afrontar, en una sala vacía blanca, y el castigo a quedarse una vez acabada la clase que sufre el alumno travieso en los salones de la escuela. En ambos casos se trata de obligar al detenido a volver a portarse bien. Un pequeño acto de desobediencia es castigado con una hora de más confinado bajo la mirada del profesor, un primer paso en el camino hacia la suspensión, que siempre es un castigo anómalo, una pena que a algunos niños debe de parecerles un regalo, al poder quedarse en casa durante días o semanas, y, en última instancia, si esos correctivos fracasan, llega la expulsión, la exclusión permanente de la escuela que debe llevar al envío a una escuela especial distinta. Nunca fui tan amigo de nadie al que hubieran expulsado de la escuela para saber dónde habría acabado. Esos niños desaparecían y, con la crueldad de los jóvenes, me olvidaba de ellos. (¿Con qué rapidez me olvidarían aquellos a quienes amo?) La escuela nos doblega con sus amenazas de violencia existencial y la separación de la manada, preparándonos para la violencia más profunda de la edad adulta, el largo periodo de la vida cuando sólo una declaración verificable de locura puede librarnos del castigo por los deslices en nuestro comportamiento que incumplen las leyes que nosotros hemos permitido que se aprueben para controlar y organizar nuestras vidas. En el pasado estudié a Althusser, y encontré en su formulación de los Aparatos Ideológicos del Estado —escuelas, iglesias y similares— una imagen de mi propia infancia, mi experiencia del adoctrinamiento y el control social. Ve a la escuela y aprende las lecciones de la sociedad y las leyes. Ve a la iglesia para la edificación moral añadida, que te inculquen los Diez Mandamientos, las lecciones de los Evangelios, todo ello como preparación para someterte a los Aparatos Represivos del Estado, la policía, los tribunales, el ejército, y seguramente también los servicios de inteligencia.
Si estoy detenido, ¿se celebrará un juicio? ¿Me presentaré ante el juez y el jurado, escucharé lo que dicen mientras se esgrimen los argumentos a favor y en contra de mi libertad? Tal vez en esos juicios ya no se permita la presencia del acusado, y el proceso debido se considere indebidamente indulgente. La pena de cárcel que podría seguir a una detención menos formal no sería tan distinta a una expulsión temporal de la escuela, aunque la metáfora empieza a flaquear porque la cárcel echa a uno de su casa (casa como el mundo presumiblemente libre más allá de las paredes de la prisión) en lugar de expulsarlo de la institución, la escuela, el organismo público, con la expectativa de que los propios padres lo confinen a uno en casa. (¿Querría ahora que me confinara mi madre, que el progenitor asumiera los deberes del Estado, in loco imperium?)
Si se lleva más lejos aún, puedo imaginarme un escenario en el que, después de que la prisión no hubiera corregido mi comportamiento, mi país natal intentara expulsarme, devolverme a Gran Bretaña, o incluso, por insoportable que me resultara, al estado, que es decir la esfera, el territorio, el reino geográfico del terrorismo, la tierra del nuevo califa, quienquiera que sea, que decapita a sus enemigos como advertencia y deporte. Entonces, me imagino, mi familia americana se creería libre para eliminarme con un ataque de un dron con blanco prefijado, un misil de más de medio metro individualizado, con mi cara pintada, dirigido por un chico que sufre Trastorno de Estrés Postraumático en un centro de control situado en algún lugar remoto de los páramos desiertos de Nevada.
Nadie de mi familia ha sido detenido jamás. Nadie que conozca ha estado en prisión. Una citación por exceso de velocidad es la peor infracción que conozco de primera mano. Nadie que yo sepa ha sido interrogado jamás por la policía, ninguno de nosotros, familia y amigos, el círculo ondulante entero, así de aburridos y respetuosos de las leyes somos. El delito sólo ha rozado la vida de mi familia y amigos en su papel de víctimas sin importancia: el último coche de mi madre recibió un golpe de refilón, a un tío mío le atracaron una vez en Central Park, a un amigo, el fellow posdoctoral suizo que se alojaba al otro lado del pasillo mi primer año en Oxford, le vaciaron las cuentas bancarias unos ladrones de identidad nigerianos. Imagino que si me detienen, ya sea en Gran Bretaña o en Estados Unidos, habrá malos tratos, torturas, algún tipo de coerción física como la que uno imagina que se ha infligido a otros detenidos durante los primeros años del nuevo milenio, esta era en la que la humanidad empieza a deshumanizarse de nuevo en el mismo momento que lucha por hacerse con el control absoluto del planeta. La mente histórica no sólo piensa en detalles sino también en eras, épocas, en lo macro además de lo micro. El Antropoceno. Nos imaginamos en una distopía, entrando como sonámbulos en pesadillas fantásticas que se han hecho realidad.
Hasta el momento la cosa ha sido fácil. La amenaza es cruel para la mente, pero no para el cuerpo. Temo más al dolor físico que al mental. Me imagino cómo la capucha que me colocan tan rutinariamente en la cabeza en esos sueños recurrentes podría ceñirse alrededor de mi cuello y luego derramarían agua sobre la tela para que experimentase el terror del ahogamiento en tierra firme sólo para ver la sentencia revocada en el último instante, la mortalidad burlada de nuevo, otro aplazamiento, la tortura de la muerte que se acerca y se aleja, fort, da… Y tal vez irían demasiado lejos, la muerte llegaría por accidente de manera que caería en sus brazos, cegado y ahogado, el algodón mojado metido hasta el fondo de la boca y los orificios nasales mientras nos apresuramos, la Muerte y el Moribundo, por el túnel negro y cortante, alejándonos de la luz, hacia otra luz.
El aislamiento mismo puede utilizarse como tortura. ¿Es que ya no estoy, como le pasó a Louis Pierre Althusser, en mi sano juicio? (¿El simple hecho de que lo conozca me convierte en sospechoso? ¿Es el galo demasiado extranjero?) ¿Podría yo, como Althusser, estrangular a alguien que amo hasta el punto de matarlo? ¿Debería también someterme a terapia de electrochoques? Tal vez habría sido mejor que me quedara en Oxford (donde cada cien años los hombres persiguen un pato de madera alrededor de un cuadrángulo), viviendo en el college, limitando mi vida al interior de las paredes de la academia donde se toleran las excentricidades, incluso se les concede valor, del mismo modo él pasó el resto de su vida entre la École Normale Supérieure y los hospitales mentales. A diferencia de Althusser, no soy una éminence grise, ningún gran cerebro reverenciado por esta nación. Si matara a mi exmujer o a mi yerno nada disculparía mi crimen, nadie defendería mi valor para la sociedad para compensar el horror de mis actos. No soy nadie, un aficionado a la historia y la filosofía, un diletante, un interesado en el cine que finge conocer la filosofía cinematográfica, un amante fallido, un padre de hijos que no se conocen, y es posible que no se conozcan jamás, un hombre divorciado, un profesor depredador de alumnas, un ogro que ve a una mujer deseable y no puede contenerse, que carece de sistema de autocontrol, que necesita los Aparatos Represivos del Estado de Althusser para que lo mantengan a raya, para que impidan que se convierta, aunque sea inconscientemente, en un traidor no sólo al Estado sino a cada individuo que le rodea.
Tacho los días en un calendario de papel plastificado, pero la tinta se emborrona sobre la superficie satinada y empiezo a preguntarme cuántos días han pasado desde el fin de semana de Acción de Gracias, si mis manos temblorosas han emborronado las marcas o si algún otro, tal vez la mujer que limpia mi apartamento, trabaja para esos que me vigilan tan de cerca. Algunas noches creo oír voces que proceden del piso de arriba o del de abajo o del pasillo de fuera, pero cuando me pongo a escuchar o abro la puerta no hay nadie, y temo que esos hombres y mujeres que susurran sólo existan en mi cabeza.
Es posible que incluso mi familia, esas personas que recuerdo como mi hija y mi madre, mi exmujer, la estudiante que fue mi amante durante tres semanas, el niño al que llamo mi hijo y cuyo rostro veo como un recuerdo de mi propia cara fotografiada de bebé, sean, todos, figments, del latín fingere, fingir, simular (en otras palabras, aparentar o falsificar), todos ellos invenciones que también son ficciones, un catálogo de impostores. Figment es una palabra que nunca utilizó Shakespeare; búsquese en su corpus. Pero no así Hobbes, él comprendió su potencia, compárese su teoría de la personificación: «Un ídolo, o mera ficción [figment] de la mente, puede ser personificado —es decir, representado, incluso interpretado—, como lo fueron los dioses de los paganos, que, por medio de los funcionarios designados por el Estado, eran personificados, y tenían posesiones y otros bienes y derechos que los hombres dedicaban y consagraban a ellos, de tiempo en tiempo. Pero los ídolos no pueden ser autores porque un ídolo no es nada».
¿Y si, mi querido Jeremy —yo mismo, hablando ahora al reflejo de mi mente desquiciada porque quién sabe si alguien llegará a leer estas palabras—, mi familia y mi pasado son meros ídolos hobbesianos, figments de mi cerebro, que he estado personificando para mí mismo? ¿Y si la mano del artista ha cogido rostros conocidos fugazmente, los ha manipulado y ha permitido que la maquinaria de mis pensamientos los convierta en un pase de diapositivas de recuerdos falsos? ¿Y si he estado en una sala blanca y fría toda mi vida adulta, desde que acabé el instituto o la universidad, confinado para ser observado, medicado, sometido a terapia electroconvulsiva, y aun así considerado todavía tan peligroso para sí mismo y para los demás que ese que soy yo debe ser mantenido en aislamiento, en una celda acolchada, esposado, con los ojos vendados, duchándose en soledad, sin ver nunca las caras de los hombres y mujeres que lo vigilan y mantienen encarcelado, me mantienen encarcelado, la primera señal de locura es la disociación del yo, ya no lo sé, no lo podría decir con certeza, la pluma, en cualquier caso, se ha quedado sin tinta y la punta de metal labrado araña el papel, desgarrando la endeble página gris, que no es de algodón sino de pasta de celulosa, resmas enteras, susceptibles de una rápida descomposición, de manera que el texto mismo no tardaría en desaparecer, desintegrándose mucho antes de que haya acabado este testamento.