Poco más que año y medio antes, estaba sentado una vez más en el comedor del fondo de mi casa. Los narcisos se habían marchitado, los tulipanes florecían, los cerezos ornamentales rebosaban pesadas flores rosas, pero todo ese colorido se difuminaba en una tenue impresión de pasteles chamuscados en la oscuridad.
Sería romántico decir que me fijé en que ella parecía distinta, pero lo cierto es que no sospeché nada en aquel momento y no reparé en ningún cambio en su aspecto. Estaba tan encantadora como siempre me lo había parecido, aunque, visto desde hoy, me gustaría decir que era todavía más vivaz o que su rostro resplandecía con expectación, pero no creo que ése fuera el caso, porque, más bien, estaba preocupada, en un estado de nerviosismo y necesitada de que la reconfortaran.
—¿Puedo ofrecerte algo para beber?
—¿Un poleo menta?
—¿Nada más fuerte?
—No, Jeremy. Sólo la infusión.
—¿Cómo va el trabajo? ¿Has intentado visitar el Archivo de Fassbinder?
—He estado bastante ocupada, así que no, no he podido pensar en el Archivo de Fassbinder ni, ya puestos, en ninguna otra cosa. Todavía no. Tal vez este verano. Berlín es mejor visitarlo en verano, cuando se puede nadar.
—Mientras puedas ir este año, no pasa nada. ¿Miel?
—No, así está bien.
Nos sentamos como nos habíamos sentado en todos nuestros encuentros previos en mi casa. Yo en la silla, Fadia en el sofá, aunque se había quitado los zapatos y había doblado las piernas sentándose encima de ellas. Intuía que ésa iba a ser una velada de un tipo diferente, pero, en aquel momento, no tenía ni idea de lo que me esperaba. Bebimos nuestras infusiones en silencio y me dio la sensación de que había pasado otra hora, aunque no pudieron haber transcurrido más que unos minutos. Creo que no dije nada, esperando que ella tomase la iniciativa. No me halaga reconocerlo, pero admito que me preguntaba si ella se retiraría otra vez a mi habitación, aunque también temía que fuera a reprocharme algún error, o tal vez que había venido para aclarar la naturaleza de nuestra relación.
—Tengo algo que contarte, Jeremy.
—No pareces alegrarte mucho.
—No sé exactamente qué siento… Je ne sais plus. Je suis confuse.
Tal vez, se me ocurrió, quería presentarme a sus padres.
—¿Alguien ha dicho algo? —pregunté, temiendo que algún amigo suyo o uno de mis colegas hubiera insinuado que estaba al tanto de nuestra relación.
—Por supuesto que no. Pero no quiero que discutas cuando escuches lo que tengo que decirte.
—Me cuesta imaginar que quiera discutir por nada contigo.
—No quiero que me convenzas de que es algo distinto de lo que yo sé que es.
—Te estás poniendo muy misteriosa.
—No, sólo quiero preparar el terreno. No quiero que discutas ni hagas preguntas que arrojen dudas sobre lo que te contaré.
—Lo acepto.
Mientras ella daba otro sorbo me fijé en sus labios en el filo de la taza blanca y pensé, y no por primera vez, cómo sería enredarme en su vida, conocer a sus padres, que no eran mucho mayores que yo, con el tiempo conocer a su hermano, a no ser que fuera, de hecho, el fundamentalista que Fadia temía que pudiera ser, en cuyo caso…, en cuyo caso no sabía. Pensé en lo que supondría para mi propia vida, para mi carrera, mi trabajo, y la vida de mi madre, de mi hija y hasta de mi ex, si llegaba a conocérseme como el profesor que se había casado con una estudiante que resultaba ser hermana de un terrorista e hija de un compinche de un déspota. ¿Qué implicaría divorciarme de la vida que había conocido, incluso de la extraña vida que había adoptado en Oxford, y entrar en la vida de unos completos extranjeros, y, además, partida? Implicaría, pensaba, que me pararan en las fronteras, descubrir que los viajes en avión de repente se volvían más difíciles, tal vez incluso el verme sometido a formas de vigilancia tanto visible como invisible por los servicios de seguridad de varios gobiernos, no sólo el británico y el americano, sino también el egipcio y el israelí. Noté que Fadia apartaba la mirada, como si no pudiera seguir mirándome directamente. ¿Quién sabía qué más implicaría amarla? Desconocía por completo su cultura y su país, no sabía casi nada de su vida hasta que se había convertido en mi alumna, es decir muy poco más que lo que tenía que ver con sus progresos académicos y sus costumbres diarias, cuándo se levantaba y acostaba, que iba a la piscina de Iffley Road, y que siempre se vestía como una mujer con estilo y madura.
No sabría decir si esto, ahora, esta situación en la que me encuentro, escribiendo estas páginas, es una fase preparatoria de una serie más grave de consecuencias del modo en que mi vida se ha visto arrastrada a las vidas de la familia de Fadia. ¿Me obligo a escribir este texto porque me acosté con una mujer inocente por sí misma pero implicada en delitos por parentesco y asociación? No puedo responder. Escribo sin parar y, no me cabe duda, alguien en algún momento leerá estas páginas, emitirá un juicio y, tal vez, si es en mi contra, buscará imponerme algún tipo de castigo: contra mi persona, si todavía sigo vivo, o contra mi legado, si he muerto. He acabado por comprender, en el curso de la última semana —¿sólo ha pasado una semana? ¿Tanto he escrito en unos pocos días? ¿Cuánto he escrito en realidad? Cuento las páginas, mi letra es grande, hay trescientas hojas al menos pero no me hago una idea de cuántas palabras—, una consecuencia que tal vez nunca llegue, que podría seguir escribiendo este informe de mi inocencia y ver que queda sin leer hasta el momento en que me sitúe inequívocamente en el lado equivocado de la ley, o hasta que alguien, tal vez Stephen Jahn, me denuncie de forma que a las autoridades no les quede otra opción que tomar medidas. Stephen tiene todas las cualidades de un confidente. Conozco a esa clase de hombres. ¿Podemos fiarnos de los porteros? ¿De la mujer que viene a limpiar mi apartamento? ¿De mi hija, mi yerno, mi exmujer y mi madre? ¿Es posible que alguno de ellos sea un confidente?
Pese a esa formulación inicial de mis recelos, mientras estaba sentado en mi casa de Oxford con Fadia, también sentía que se encendía mi voluntad, un nuevo deseo de abrirme, el paso siguiente de la formalización, que, me había convencido, era lo que Fadia estaba a punto de plantearme.
—Tuve una falta —dijo con un tono indiferente—. Compré una prueba de embarazo, una de esas cosas horribles de plástico, y luego fui a un médico de una clínica de Reading. No podía ir al del college, y no quería arriesgarme a una clínica de Oxford o Londres para que no me viera nadie. El médico de Reading lo confirmó. Todavía es pronto, pero ya no hay duda. ¿Lo entiendes?
La repentina punzada de alegría que sentí en el pecho no parecía corresponderse con el tono de Fadia. Su cara no sonreía, no expresaba alegría. Lo que había sucedido suponía una complicación en sus planes, hasta ahí lo entendía, una complicación que requería algo más que el esmero habitual para salvarla. Yo quería manejar la situación como era debido, hacer bien lo que, para empezar, había hecho mal. Habíamos utilizado protección, pero estas cosas pasan. Meredith, de hecho, fue concebida en circunstancias parecidas. Comprendí que Fadia no quería que cuestionara su asunción de mi paternidad. No era, creía, el tipo de mujer que tenía muchos compañeros de cama. Ciertamente yo no había visto ninguna prueba de otras relaciones.
—Bien, ¿qué implica esto? No quiero dar por supuesto un papel que tú no quieras que asuma.
—Quería preguntarte qué pensabas. Por eso estoy aquí. Si lo tuviera muy claro, en un sentido u otro, entonces, perdóname, habría optado por no implicarte, dependiendo de la decisión, claro.
—¿Te parece grosero por mi parte preguntarte si quieres tenerlo?
—Sí, supongo que es una grosería en cierto sentido, pero agradezco tu franqueza. La respuesta es que no lo sé. No lo he decidido. No había planeado tener un hijo a estas alturas, aunque quiera tenerlos; simplemente imaginaba que vendrían con un marido y dentro de unos años, tal vez incluso dentro de una década, después de haber tenido tiempo para asentar mi carrera y de vivir un poco más.
—Podríamos casarnos.
Sonrió, ablandándose conmigo por un momento.
—La verdad es que, pese a lo bien que me caes, Jeremy, y pese a que me pareces atractivo y no lamento lo que ha pasado entre nosotros, no me imagino casada contigo. Espero que no te ofenda mucho.
Por descontado, fue una decepción, pero intenté que no se notara.
—La diferencia de edad, para empezar, y supongo…, quiero decir, procedemos de sitios muy distintos. La brecha cultural…
—Sí, esas cosas serían difíciles. A mi padre, y a mi hermano, si es que vuelve a reaparecer en mi vida, les resultaría imposible de entender, aunque mi padre siempre ha sido bastante laico. Cuando era pequeña, me parecía que pasaba más tiempo bebiendo y jugando a squash en el Gezira Club que trabajando. Es un hombre muy liberal en muchos sentidos, me refiero al modo en que vive, no a lo que cree, y en este aspecto no sería comprensivo, de eso estoy segura. Hasta mi madre sería difícil de convencer.
—¿Y la alternativa?
—No me opongo al aborto por principio. En ese sentido, he heredado el pragmatismo de mi madre. Pero no estoy segura de que sea lo que quiero, si es la decisión que necesariamente hubiera que tomar, pero lo que nunca me plantearía es dar al niño en adopción, así que o bien aborto o bien acepto que tendré una criatura, y eso supone tener un hijo contigo, en cierto modo, independientemente de cómo salga.
—No puedo tomar esa decisión por ti.
—Te agradezco que lo digas. Me refiero a que aprecio que respetes mi derecho a tomar la decisión. Pero me ayudaría saber qué estarías dispuesto a hacer, en cada caso.
—Te apoyaré, decidas lo que decidas.
—¿Qué significa eso exactamente? ¿Emocionalmente? —Hizo una pausa, arrugó el puente de la nariz, sus ojos desaparecieron fugazmente tras un velo de cabello oscuro—. ¿Económicamente? ¿O estarías dispuesto a hacer de padre, a estar presente en la vida de nuestro hijo?
—Decidas lo que decidas, estaré ahí, si quieres que esté, o desapareceré, si lo prefieres así. Si optas por tener un aborto, lo pagaré. Si decides quedarte con el niño, también te apoyaré, y adoptaré el papel en su vida que tú quieras que asuma, sea cual sea. No soy una mala persona, al menos no quiero serlo. Tal vez fue un error, pero quiero hacer cuanto pueda para enderezarlo, o para comportarme como es debido, o lo que sea mejor, desde tu punto de vista.
—¿Y tienes tú un punto de vista propio? ¿Quieres un hijo conmigo, aunque vivamos vidas separadas?
No era la pregunta que yo había esperado. Tras el nacimiento de Meredith, Susan y yo tomamos la decisión consciente de no tener más hijos, en la creencia de que era lo más ético, no contribuir a la superpoblación del planeta, pero pensando también con sensatez en los medios de que disponíamos siendo dos profesores que vivían en Nueva York. Las circunstancias habían cambiado, porque yo de repente me encontraba, avanzada la vida, con una considerable seguridad económica, y sin preocupaciones sobre la situación de Meredith. En otras palabras, podía permitirme mantener a un hijo. Pero ¿qué significaría si fuera un niño con el que yo sólo disfrutaría de una débil relación, un niño o un niña que tal vez viviría en Egipto, o en Francia, o incluso en Oxford de manera que podría verlo cada semana (en ese momento todavía no me había ofrecido nada la NYU, así que no me había planteado el posible retorno a Nueva York a corto plazo)?
—Tengo una hija, claro, una chica de aproximadamente tu edad. Se casó el año pasado, más pronto de lo que yo hubiera esperado. Sé lo que parece.
Qué fácil me resultó decirlo entonces. Me pregunto si ahora lo sería tanto.
—Como tú dices estas cosas pasan.
—Así que tengo la experiencia de la paternidad. No es una necesidad que sienta al modo que la sentiría un hombre más joven, pero eso no quiere decir que no vaya a asumir de buena gana una segunda paternidad, incluso una distante, si eso fuera lo que quisieras.
—¿Te atrae la idea de un hijo?
—Sí —dije, sin vacilar, y la seguridad de mi respuesta me sorprendió—. ¿Has pensado cómo podría ser la situación, si tienes el niño?
—No sé si puede salir bien, ése es el problema. Si tengo el niño habré de buscar un modo de explicárselo a mis padres. Mi padre querrá saber de quién es. Hasta es posible que quiera… no sé… Yo no lo tengo por un hombre violento, pero de repente me vienen imágenes en las que se lo cuento y entonces veo que se enfurece y sale a toda prisa de casa, viene corriendo a Oxford, echa abajo tu puerta y te estrangula en la cama, o te persigue hasta el fin del mundo, convierte en un infierno la vida de tu familia en Estados Unidos, y creo que sería capaz de hacer algo así. Me he imaginado cosas por el estilo estos últimos días. Así que no sé cómo tendría que manejar la situación. Tal vez mentir y decir que fue un compañero de clase, o que estaba borracha y me había acostado con alguien y no me acordaba de quién era. Pero pienso que, por ahora, sería imposible que les contara que has sido tú. Aunque él no quisiera matarte, mi padre sigue bien conectado, sobre todo con gente en Estados Unidos.
—Pero ¿tendría yo algún papel en la vida del niño?
—Sí, eso me gustaría. No sé cómo ni cuándo. No he tomado ninguna decisión. Necesito algo de tiempo para pensar sobre todas las ramificaciones, pero es útil saber dónde estás. Lo agradezco.
—¿Lamentas que haya pasado?
—¿Lamentarlo? No lo sé. Creo que necesito estar sola un poco más de tiempo. Pero gracias, Jeremy.
Se levantó y me dio la taza vacía.
—¿Tengo que esperar a que te pongas en contacto conmigo?
—Sí, eso sería lo mejor, por ahora.
—Si necesitas… Lo que quiero decir es que si te hace falta dedicar menos horas a tu trabajo por un tiempo, todo eso puede arreglarse.
—Sí, lo sé. No seas tan inglés.
—Haré cuanto pueda para cumplir como es debido, decidas lo que decidas. Si tienes el bebé puedes tomarte un descaso. Si no lo tienes, también. Si necesitas dinero, hay dinero.
Se dio la vuelta y me fulminó con la mirada.
—Ojalá dijeras simplemente lo que tú quieres, sin evasivas.
No me hizo falta pensarlo.
—Tenlo. Ten el niño. Eso es lo que quiero. Encontraremos el modo de salir adelante.
Me miró a la vez sorprendida y furiosa, pero casi instintivamente se inclinó y me besó en la mejilla, dos veces, cerca de los labios, a cada lado de la boca, y seguidamente se dio la vuelta y salió por la cocina y el pasillo. Cuando llegué a la puerta, ella ya estaba en la acera y levantó la mano como despedida mientras yo le deseaba buenas noches.
Solo en mi casa de Oxford, sentí una oleada de calor mientras imaginaba la criatura que ella podría tener, aunque me reprimí para no imaginarla como mi hijo, dado que en aquel momento no tenía la menor confianza, pese a mi papel en su creación, de que ella al final quisiera que yo me implicara o me permitiera siquiera mantener un contacto que me autorizara a considerarme a mí mismo como padre. Junto a ese sentimiento, tenía también una sensación de aislamiento, de no poder contar a nadie lo que acababa de saber, no sólo porque quisiera proteger a Fadia, independientemente de la decisión que tomara, sino también para protegerme a mí mismo. Temía el escándalo que se produciría si el college o la universidad descubrían que había dejado embarazada a una de mis alumnas; si se hacía público, mi situación en Oxford sería insostenible, y era posible que pusiera fin a mi carrera en cualquier parte, algo más funesto todavía que mi fracasado intento de conseguir la titularidad. Me imaginaba consumiendo el resto de mi vida laboral en una perdida universidad estatal o centro de formación superior, tal vez incluso huyendo a alguno de los remotos rincones anglófonos del mundo y enseñando Historia en una pequeña universidad asiática o en un colegio técnico africano donde nadie supiera lo que yo había hecho. Gran Bretaña cuenta con una larga tradición de quitarse de encima los escándalos mandándolos lejos, en el pasado, al imperio o a las colonias, y todavía se oyen relatos del hijo fracasado de una buena familia haciendo las maletas para Kenia, Sudáfrica o Australia para ganarse la vida donde su fracaso no avergonzara a la familia que permanecía en Gran Bretaña. No existe un verdadero equivalente americano, tal vez porque los americanos son, en cierto sentido, más indulgentes con el fracaso y el país es tan inmenso que la idea de refugiarse en algún lugar remoto del Oeste siempre está ahí como posibilidad en la mente de un hombre que teme carecer de la fuerza suficiente para vivir la vida que sus padres y su comunidad habían imaginado que viviría; sigue siendo posible perderse en Norteamérica de un modo que no ha sido posible en Gran Bretaña desde hace muchos siglos.
Esas trayectorias vitales me daban vueltas en la cabeza mientras permanecía, casi sin aliento, en el pasillo de mi casa de Divinity Road, pensando en la perspectiva de ser padre de nuevo. ¿Cómo, me preguntaba, reaccionaría mi hija?, O, ya puestos, mi madre, que inesperadamente se encontraría con un nuevo nieto, un bebé por el que agobiarse y al que adorar cuando ya no tenía ninguna razón para esperar la llegada de uno. Intenté calmarme, no dar nada por supuesto, pero la sensación de calidez que se propagaba por mis extremidades procedía tanto de la expectativa de amar a un nuevo hijo o hija, como de la de crear algo bueno, una nueva vida, limpia de hipotecas.
Mientras me alejaba en coche de la casa de mi madre, encendí la calefacción, alargué las manos para sentir en los dedos el aire caliente y giré hacia el norte, hacia mi propia casa, que ahora no sólo era una casa sino mi hogar, aunque yo no lo hubiera asimilado del todo en mi percepción revisada y continuamente revisable del lugar que ocupo en el mundo. Este pequeño pueblo del norte del estado, este terreno boscoso, este edificio sólido aunque humilde eran los lugares donde pensaba que pasaría el resto de mi vida, cuidado por mi hija o la gente que ella pagara para ayudarme cuando ya no me valiera por mí mismo. Eso era lo que yo imaginaba, pensando ingenuamente que había dejado los problemas de Oxford tras de mí, o que al menos serían olvidables dado el tipo de gestión a distancia que había establecido previamente este año para que se ocupara de ellos. Ahora, por descontado, sé que no es así.
Era un trayecto corto, apenas el tiempo suficiente para plantearme qué estaba haciendo, porque en ese caso me lo habría pensado mejor y simplemente me habría dirigido a mi casa en lugar de meterme en aquel camino de entrada a casi un kilómetro al sur y detener el coche delante de la casa de mis vecinos, sentado en el calor menguante del vehículo y notando, con cierta sorpresa, la rapidez de la pérdida de calor, mientras los dedos empezaban a dolerme por el frío que se filtraba por las salidas de aire. La temperatura era demasiado baja para que uno se quedara allí sentado mucho tiempo, y yo sabía que Michael Ramsey debía haber estado mirando. Antes de que llamara al timbre, había abierto la puerta y allí estaba, sonriendo con suficiencia.
—Me imaginé que volvería.
—¿Puedo entrar? Hace un frío glacial.
—¿Viene armado?
—Claro que no. Menuda estupidez.
—Sólo quería saber si corro peligro al dejarle pasar.
No habría sabido decir si estaba bromeando.
—Pues yo pensaba que quizá era yo el que debería estar asustado.
Su sonrisa desapareció.
—Puede llamar a la policía.
—Me dejé el teléfono en casa.
Entonces se hizo a un lado, dejándome entrar en la casa que había explorado por primera vez en aquellas circunstancias tan excepcionales la noche anterior, moviéndome a tientas en la oscuridad en lo que podría haber sido, pienso ahora al recordarlo, sólo un ardid para calibrar los límites de mi miedo.
La pasión de mis vecinos por los muebles primitivos americanos era tan obsesiva que todas las piezas y las obras de arte eran de ese periodo, dispuestas en una esmerada paleta de colores y formas. El sofá donde me senté era duro e incómodo, diseñado para un cuerpo más bajo y delgado que el mío.
—Anoche dijo que usted había sido alumno mío. ¿Cuándo le di clases exactamente, señor Ramsey?
—En el penúltimo y el último año de la carrera.
—¿Asistió a más de uno de mis seminarios?
—Sí, a unos tres.
Pareció asombrado de que yo no le recordara y, objetivamente, era cierto, tenía recuerdos bastante nítidos de varios alumnos que habían asistido a más de uno de mis cursos, al menos era capaz de recordar sus caras, aunque ya no sus nombres, y eso me parece no tanto un fallo de la memoria cuanto un proceso natural por el que un profesor, enfrentado a docenas de nombres y caras cada año —y a veces con diferentes grupos de un semestre a otro—, puede recordar a sus alumnos durante el periodo necesario de contacto con ellos, pero en algún momento los olvida después de que el estudiante haya avanzado a la siguiente etapa de su vida, así que la mente del profesor debe empezar a purgar sus archivos, a gestionar los datos de la memoria haciendo sitio para recordar otra información más importante en el espacio ocupado por personas con las que uno no mantiene una relación permanente, o con las que ese breve momento de contacto no fue lo bastante significativo para crear recuerdos duraderos.
—Perdóneme, he estado intentando recordar, pero no puedo.
—Yo era muy buen estudiante, además —dijo sonriendo otra vez con suficiencia; y la forma en que lo dijo me hizo pensar por vez primera que podría estar hablando con alguien que no estaba en sus cabales.
—¿Se está haciendo el gracioso?
—No, era muy bueno. Notas inmejorables, una A fija todos los cursos, los cuatro años. Summa Cum Laude.
—Entenderá que tuve montones de alumnos a lo largo de los años.
—No como yo. —La sonrisita volvió a sus labios.
—¿Era problemático?
—No hablemos de mí.
—¿Por qué? Me parece interesante. Me gustaría saber más de usted, Michael, ¿puedo llamarle Michael?
—Llámeme lo que quiera, Jeremy.
—Dijo que era bibliotecario, creo.
—Algo parecido. Archivista de empresa sería una descripción más precisa.
—¿Y se especializó en Historia en la Columbia?
—Con Literatura Alemana e Historia Cultural como asignaturas secundarias.
—¿Y su máster, donde conoció a Peter?
—En Relaciones Internacionales.
—Y pese a todo es archivista. ¿Sin título de bibliotecario ni de ciencias de la información ni nada por el estilo?
—Tal vez aprendí en el trabajo. O me saqué un certificado o un diploma, un curso online en esas otras materias.
—¿Puede decirme por qué nos hemos estado encontrando?
Sonrió.
—El azar.
—¿Es eso posible?
—Cosas así pasan en Nueva York.
—Así que, según usted, pasamos bastantes horas juntos en un aula de seminario de la Columbia hace más de una década, durante varios semestres.
—Tres semestres en total. Y usted fue el consejero de mi trabajo de fin de carrera.
Intenté que ese dato no me perturbara, y todavía parecía posible que él se lo estuviera inventando todo, sólo por desconcertarme o para ver qué efecto causaba. La cuestión que me planteaba era: si Michael Ramsey estaba detrás de las tres cajas de registros telefónicos y de internet que mandaron a mi apartamento, y si estaba acechándome de algún modo, entonces ¿qué sentido tenía?, ¿quería demostrar su capacidad de hacerme daño a causa de algún antiguo agravio, o estaba intentando, de una forma más enrevesada, ayudarme, advertirme de que estaba en el punto de mira de una entidad mucho mayor? Se me ocurrió que Michael podría ser más un aliado que un adversario. ¿O era posible que alguien como él tuviera intenciones agresivas, que quisiera ayudar al mismo tiempo que quería vengarse, mostrar sus cartas y a la vez permanecer oculto, tal vez ni siquiera presente? Además estaba la posibilidad, muy real, de que Michael Ramsey no tuviera que ver con nada de todo eso, que su aparición en mi vida en el curso de la semana fuera en realidad una pura casualidad, y que otra persona, completamente distinta —alguien que sólo podía ser Stephen Jahn— intentara a la vez amenazarme y desacreditarme.
—¿Llamó por teléfono a mi madre?
—No sé de qué me está hablando.
—¿Niega que haya telefoneado a mi madre?
—Sí, lo niego —dijo sin vacilar—. ¿Qué razón tendría para llamarla? Y en cualquier caso, ni siquiera sabría cómo encontrarla.
—Creo que eso es mentira.
—Una negativa excesiva, tal vez. Sin duda, podría averiguar quién es y dónde vive, a no ser que sea una testigo protegida, y aún en ese caso, hay formas de localizar a esa gente. Pero no, me refiero a que, en un sentido normal, no tengo ni idea de dónde está su madre, ni de cómo se llama, ni de si está divorciada, casada o es viuda, si tiene una casa en propiedad, si su teléfono figura o no en la guía o si posee una cuenta en un banco suizo, nada. Cero, nada.[3] No sé nada de ella, Jeremy.
—¿Por qué nos estamos viendo?
—Dígamelo usted. Ha sido el que ha venido a la puerta.
—¿Por qué se aloja en esta casa?
—Ya se lo he dicho, pertenece a mis amigos, los Applegate. Se suponía que tenían que subir este fin de semana. ¡Íbamos a hacer las tonterías típicas del norte del estado! —Dio un puñetazo al aire en un gesto paródico del heroísmo que pareció indicar también un cambio de registro, o tal vez sea sólo un fallo más de mi memoria—. No tengo familia cerca. Los amigos son mi familia. Se suponía que iba a hacer un fin de semana fresco, no gélido. Como sea, al menos ahora funciona la calefacción. Gracias por su ayuda anoche. Lamento si le saqué de quicio.
—¿Le hice algo? Quiero decir, ¿hice algo cuando era mi alumno, algo que le enfadara?
—No estoy enfadado con usted, Jeremy.
—Yo pensaba…
—Tío, no, usted fue un buen profesor. Yo era un listillo y usted tuvo paciencia, quiero decir, a veces me mandaba callar, con brusquedad, y me dejó un tanto colgado cuando necesitaba referencias…
—Lo siento.
—No pasa nada, no se trata, a ver, no me impidió llegar a donde quería, pude entrar en Harvard, y eso era lo único que de verdad me importaba, ya sabe, ir a la Kennedy School y todo lo demás, ése era mi sueño, y usted me ayudó a llegar aunque no escribiera una recomendación y yo tuviera que pelearme en el último minuto y toda esa mierda, pero, sí, no pasa nada, acabó bien, no estoy resentido ni nada parecido. ¿Ha pensado que lo estaba acosando?
—Una serie así de coincidencias…, es más que suficiente para que alguien sospeche.
—O se vuelva paranoico.
—¿Así que no me está siguiendo?
—Por supuesto que no.
—¿Y no ha estado delante de mi edificio esta semana, por la noche, mirando a mi ventana?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Se lo pregunto a usted, Michael.
—No, mierda, la respuesta es no. Nos hemos encontrado por casualidad en aquel café, luego nos vimos de camino a la fiesta de Peter y Meredith, y al final acabé llamando a su puerta anoche.
—Tiene que admitir que parece seguir un patrón, uno podría considerarlo una especie de acercamiento gradual.
—Si quisiera acosarle (y no quiero), sería mucho más sutil. Ni siquiera se daría cuenta de que lo acecho hasta que fuera demasiado tarde. Pero, además, ¿qué sentido tendría? Yo no le guardo rencor por nada. Fue un profesor honesto y nuestras vidas se han cruzado de nuevo, por casualidad. No tenía ni idea de que fuera el padre de Meredith. A decir verdad, a ella no la conozco demasiado. La casualidad, ¿no lo ve? Es como en esas redes sociales…
—No las uso mucho —dije, aunque era mentira.
—Bueno, si lo hiciera, lo vería, pone la piel de gallina comprobar cómo la casualidad forma parte de nuestras vidas, o tal vez no sea la casualidad, pero no pasa una semana sin que descubra que dos o tres de mis amigos, de partes completamente separadas de mi vida, gente que yo no habría reunido ni en un millón de años, se conocen entre sí independientemente de mí. Por ejemplo, descubro que mi compañero de piso en el primer curso en la Columbia, un buen chaval, que trabaja para el Departamento de Estado, conoce a una cineasta con la que salí durante el año que pasé en Berlín, o me entero de que mi prima, a la que no conozco mucho porque no nos llevábamos bien de niños (ésa es otra historia, en cualquier caso), pues esta prima vive en Los Ángeles y descubro que es la mejor amiga de la mujer de uno de mis colegas. Es la casualidad, es el azar, o, si no lo es, entonces todos nos movemos inconscientemente en redes que hemos diseñado de algún modo, o que ni siquiera sabemos que diseñamos cada vez que decidimos hacernos amigos de alguien o aceptar un empleo concreto o acostarnos con alguien nuevo o volvernos a poner en contacto con un amigo al que no vemos desde hace diez o quince años; o, y esto da todavía más miedo, nos mueva sobre el tablero del mundo, en realidad no tenemos libre albedrío, sólo somos jugadores en una simulación de otro, y las normas, equipos y relaciones, las relaciones verdaderas entre nosotros, son invisibles a nuestros ojos, o lo han sido hasta ahora, hasta que podemos empezar a ver precisamente cuál es el aspecto de nuestra red, y si nos propusiéramos cartografiarlas, si alguien quisiera cartografiar todas las redes de relación entre nosotros, sería posible empezar a trazar de nuevo mapas verdaderos y fronteras verdaderas. Y entonces (no, atiéndame, ya sé que todo esto suena un tanto desquiciado) está toda esa gente ahí fuera, una larga lista, gente con la que comparto, no sé, diez, veinte, a veces aún más, amigos y aun así nunca la he conocido; sé quién es, él o ella, pero nunca nos han presentado, nunca nos hemos escrito ni hablado ni nuestras vidas se han cruzado el tiempo suficiente para establecer esa conexión pese a la masa de conexiones que deberían acercarnos, y tal vez algún día nos acabarán uniendo. Usted y yo, por ejemplo, imagino que se suponeque debemos conocernos, sea la casualidad la que nos lo dicte, o tal vez una demencial historia genética (tal vez estemos de hecho emparentados, dicen que uno comparte una inmensa cantidad de genes con sus amigos más cercanos aunque no piense que sean parientes, y uno puede oler, oler de hecho, a la gente con la que está incluso emparentada más lejanamente), o puede que algo, alguien, una entidad, llámela el universo o Dios o los jugadores que controlan la simulación que podríamos sospechar que es nuestra vida colectiva en esta tierra, nos mueve al uno hacia el otro para ver qué pasa. Ahora no podemos saber con certeza, ni usted ni yo, que estamos necesariamente en el mismo bando del juego que se esté jugando, suponiendo, claro, que haya siquiera bandos y no se trate simplemente de una maldita batalla campal generalizada. Cada 0 y cada 1 por sí mismo. ¡Bing, bing, bing bing!
Al final de su pequeño discurso se había quedado casi sin aliento, sentado al borde de la silla e inclinado hacia delante, con las palmas de las manos apretadas entre sí y los dedos señalando en mi dirección, como un jesuita intentando convencer a los ignorantes.
—Eso es todo muy interesante. Teorías que hacen pensar, no sabría cómo llamarlas. Supongo que no tenemos nada más que decirnos por ahora. Tal vez volvamos a vernos.
—Creo que los dos podemos contar con ello, Jeremy.
Cuando me encaminaba hacia la puerta me detuve y me di la vuelta, y me sorprendió encontrármelo tan pegado a la espalda, tan cerca como si se hubiera aproximado sigilosamente de puntillas.
—¿Así que no llamó a mi madre?
—Mierda, Jeremy, se lo juro, no.
Quería preguntarle si me había mandado aquellas tres cajas a mi apartamento, pero una vocecita interior me incordiaba diciéndome que me contuviera. No creía que él hubiera llamado a mi madre, o, si lo había hecho, había sido otra parte de él, porque el hombre que tenía delante en ese momento parecía, por raro que suene, completamente bienintencionado hacia mí, no parecía desearme ningún mal y creí que tal vez no había sido otra cosa que la casualidad la que nos había cruzado, y que independientemente de lo que estuviera pasando con las cajas de registros y con la manipulación de mi cita con Rachel de hacía una semana, ese hombre no quería hacerme daño, si es que había sido siquiera responsable de algo. Sin embargo, la familia de Fadia era otra cuestión. La llamada telefónica a mi madre podría haberla hecho algún amigo del padre de Fadia o uno de los propios amigos de la chica en Oxford, o incluso, volví a pensar, Stephen Jahn, intentando manchar mi nombre ahora que estaba a salvo, alejado de la ciudad donde Fadia y nuestro hijo, mi hijo, seguían.