Pasan los días, leo, enseño y espero. Bajo en ascensor al vestíbulo, hablo con Ernesto y los otros porteros, Rafa, Manu e Ignacio. Me acerco al colmado que hay al doblar la esquina, donde pago más de un dólar por una manzana orgánica, a veces voy en plena noche a comprar cereales o queso porque la novedad de una tienda que abre de verdad las veinticuatro horas es todavía reciente, y recorriendo esos pasillos a las dos de la madrugada, hablando con dependientes que preferirían estar en cualquier otra parte, me fijo en la zona reservada de asientos donde la gente puede consumir una comida rápida, un conjunto de sillas de plástico y mesas de fibra de vidrio que se cierra por la noche para que los sin techo o los indigentes no busquen cobijo.

 

Asisto a una conferencia impartida por un especialista invitado en el Departamento de Inglés, un joven profesor paquistaní-americano de Princeton que habla sobre las películas de Jafar Panahi Pardé y Esto no es una película, dos obras que yo reviso en mi curso de Cine de la Vigilancia. Sólo hay diez personas en la sala, tantas como puedes encontrar en un seminario de investigación en Oxford, pero no lo que yo habría esperado en una ciudad como ésta. Después voy a cenar con el anfitrión del Departamento de Inglés —un inglés de aproximadamente mi edad que vive justo debajo de mí en las Silver Towers— y el joven profesor de Princeton. Cenamos en un restaurante malasio y al día siguiente acabo con una intoxicación alimentaria que me hace dar vueltas por el apartamento, orbitando entre la cama, el retrete y el fregadero de la cocina, y mientras recorro de ese modo mi pequeño alojamiento, pienso en lo deprisa que me acostumbraría al confinamiento.

 

Cada día, ya sea por la mañana o por la noche, a veces a la hora de la comida, me encuentro con Michael Ramsey. Esporádicamente, nos saludamos, pero a menudo él finge que no me ve y se limita a alejarse en cuanto empiezo a acercarme a él, y entonces me pregunto si es en realidad Michael la persona que veo, o si mi cerebro me está engañando. A veces lo llamo, gritando su nombre, pero él nunca se da la vuelta.

 

Los abogados a los que contrató Peter en mi nombre no me han devuelto los archivos así que permanezco en un estado de incertidumbre. ¿Hasta qué punto un grupo de abogados de Nueva York podría determinar cuáles eran las asociaciones de Saif? Esas cuestiones parecerían estar fuera del alcance de su capacidad de investigación, pero tal vez sea un ingenuo acerca de lo que es posible hoy en día. Lo único que puedo esperar es que la cuenta de Fadia, la cuenta en la que mi dinero se derrama el primero de cada mes, resulte estar sólo a su nombre, y que el único problema serio sea el de las relaciones: la de Fadia con Saif, y la mía con Fadia.