Cuando volví al edificio, el portero Ernesto estaba otra vez tras la mesa del vestíbulo principal, de regreso de las breves vacaciones que hubiera pasado con su hermana en Queens.
—¡Profesor! Ha llegado otra entrega. Parece del mismo tipo. Con el último paquete, ya sabe, no tuvo ningún problema, ¿no?
—Nada que no pudiera manejar. ¿Te acuerdas de que te había pedido si podías hacerle una fotografía a la persona que hacía la entrega?
Ernesto asintió mientras deslizaba el índice de la mano izquierda por la superficie de su móvil. Sostuvo en alto el aparato para que viera la imagen.
—Éste es su hombre. Nada agradable, el tipo.
El hombre estaba de perfil y aunque podría haber sido Michael Ramsey, no estaba del todo seguro.
—¿Dijo algo?
—Nada. Algunos de estos mensajeros son así, pero, ya sabe, esta vez me fijé en él y me di cuenta de que no hacía reparto en bicicleta. Su atuendo no era el adecuado, ni la ropa ni el calzado. Ese tipo, ya sabe, no parece un mensajero normal. Se me ocurrió que podría ser un becario o algo así, pero parece demasiado mayor para eso. —Hizo una pausa—. ¿Lo reconoce?
—Creo que nos hemos visto antes. ¿Dónde está el nuevo paquete?
Señaló al otro lado del vestíbulo hacia el suelo bajo los buzones, donde había una caja como las anteriores, tal vez un poco mayor, junto a un árbol de Navidad de plástico que había crecido en mi ausencia durante el fin de semana. La cuarta caja pesaba más que las tres anteriores, y la llevé hasta el ascensor que, al subir, pareció tirar pavorosamente de mis pies hacia abajo como si fuera a hacerme caer hasta el fondo del hueco.
En cuanto entré en mi apartamento, sin abrir la caja, fui a comprobar mi buzón de voz, pero no había mensajes. Tal vez quienquiera que estuviera incordiándome poniéndome a malas con mi madre no era propenso a dejar mensajes, o no era más que un cizañero, alguien de Oxford, un nuevo novio de Fadia, incluso su hermano, o tal vez su padre, o, más probablemente, como ya había pensado, Stephen Jahn en persona. Mi número en Nueva York no aparece en la guía telefónica, mientras que el de mi madre siempre ha estado, porque le preocupaba que sus viejos amigos pudieran ponerse siempre en contacto si les fallaba la memoria. En algún momento del pasado debo de haberle contado a Stephen Jahn que mi madre vivía en Rhinebeck, hasta es posible que mencionara su nombre.
Aunque la nueva caja me miraba amenazadoramente desde el recibidor, procuré ignorarla, me preparé un sándwich y abrí una botella de vino, pero mientras lo comía delante del televisor y me esforzaba por quitarme la caja de la cabeza no dejaba de captar atisbos de su reflejo cada vez que la pantalla quedaba en negro hasta que finalmente dejé a un lado la comida y la bebida, cogí un cuchillo de la cocina y corté las solapas de la caja.
Dentro no había un montón de papeles, como en los otros tres paquetes, sino una segunda caja que contenía una serie de separadores de archivo. Metí la mano en la primera sección y extraje un fajo de fotografías. Tardé un poco en descubrirme entre las multitudes, pero al poco quedó claro que estaba viendo un registro fotográfico de mis movimientos en Oxford y Londres durante los meses posteriores a que Fadia viniera a hacer la entrevista a mi college. ¡Qué joven parecía yo! ¡Qué ingenuo, expresivo y saludable! Sólo esporádicamente se me veía preocupado o pensativo, casi nunca frunciendo el ceño, y mientras examinaba ese registro de mi vida de hacía casi una década, sentí algo que se parecía a la gratitud por ese recordatorio del hombre que había sido.
Devolví las fotos a su sección y fui revisando las divisiones siguientes, cada una de las cuales me iba acercando al presente. Había fotos en las que se me veía en la calle, a veces en mi coche (el coche que había vendido antes de marcharme de Oxford, y que sólo utilizaba para ir al colmado o para alguna escapada solitaria por los Coltswods), mi cara parecía extraída siempre de una imagen de cámara de videovigilancia. Había fotos de mis viajes, de los viajes a casa, a Nueva York, de visitas para realizar investigaciones o impartir conferencias en ciudades de Europa y América del Norte. Al principio no había nada que alguien consideraría incriminatorio o vergonzoso, salvo quizá mi peinado o mi peso o mi ocasional mal gusto al vestir. No había fotografías en las que apareciera metiéndome el dedo en la nariz o rascándome la entrepierna o hurgándome la oreja. En la mayor parte, parecía un hombre corriente de mi edad, aunque no siempre tan gallardo y sofisticado como me gustaba imaginarme. La mandíbula se iba volviendo flácida con el paso de los años, como si mantuviera los dientes separados con los labios cerrados, mis mejillas caían, las entradas del pelo avanzaban sobre mi cuero cabelludo, mi peso variaba y podía reconocer los periodos durante el verano en que hacía ejercicio y adelgazaba, y los meses de invierno cuando, abusando de la hospitalidad de la High Table, acumulaba grasa.
También había fotografías de Meredith, de los dos juntos en Oxford y Nueva York, imágenes de mi madre, de varios colegas, una fotografía en la que se me veía con Bethan, tomada mucho después de nuestra breve relación, y fotografías mías en compañía de las otras pocas mujeres que constituían el corto inventario de mis relaciones íntimas durante esos años en el exilio. Y, por supuesto, como rápida y angustiosamente suponía cuanto más ahondaba en el archivo, había fotografías de Fadia y yo juntos, aunque siempre eran discretas, sin la menor insinuación de que fuéramos más que alumna y profesor hablando fugazmente en, por ejemplo, Turl Street, o parados en el cuadrángulo de las Old Schools de la biblioteca Bodleiana, o tomando un café en la cafetería de la segunda planta de la librería Blackwell’s en Broad Street. Me felicité por la contención que había mantenido en público. Ni rastro de una mano que se desviase para rozar la suya, ni dedos entrecruzados, ni un solo beso en la mejilla. Sin embargo ahí estaba un registro de nuestro conocimiento mutuo, y este registro visual me devolvió a los archivos de los números telefónicos y direcciones de internet, y supe, con sólo echar un vistazo por encima, que todas nuestras comunicaciones tenían que estar recogidas allí. Y entonces me di cuenta de que alguien, en alguna parte —seguramente Michael Ramsey— debía estar utilizando software de reconocimiento facial para buscar en un archivo existente de imágenes, sólo para demostrarme que había estado siendo observado, y mis movimientos habían sido grabados, desde hacía mucho, como si, desde el momento del primer encuentro con Fadia el día que acudió a la entrevista en el college, yo hubiera entrado en el radar de las entidades a las que se les ha confiado vigilar nuestra seguridad, y sin más motivo que la relación de ella con tres hombres —su padre, su tío, su hermano— que eran por entonces figuras prominentes en el gobierno de Mubarak.
¿Qué más quedaba por llegar todavía? ¿Me levantaría el lunes o cualquier otro día avanzada la semana y encontraría una caja delante de mi puerta, subida amablemente del vestíbulo por Ernesto o algún otro de los porteros, y dentro descubriría un registro completo de todas mis transacciones financieras electrónicas a lo largo de la década pasada, unas pruebas que indicarían, como poco, una vida vivida en el extranjero y, más recientemente, la querencia por esta mujer que era mi alumna y ahora es la madre de mi hijo?
Volví a la caja porque todavía no había acabado de ver todo su contenido, y en el último compartimento encontré imágenes de este año, que abarcaban desde justo después del nacimiento de Selim. Un sollozo me desgarró la garganta mientras las miraba: imágenes de mi hijo en su silla de bebé empujada por las desniveladas calles de Oxford, llevado en brazos de su madre, o con su abuela materna en el Grand Café de High Street, siendo enseñado a amigos que le hacían carantoñas en un picnic bajo un haya en los University Parks, un niño hermoso, un chico que se parecía, sin la menor duda, a su padre y a su madre sumados y destilados en una nueva y vital imagen. Era terrible mirarlo y extendí todas las fotos de madre e hijo sobre la mesa larga del comedor, ordenándolas de modo que podía ver cómo mi hijo había ido creciendo en mi ausencia estos últimos meses; se le veía sano y contento y sin duda cumplía todas las etapas que debía, y Fadia, cuyo rostro me despertaba más ternura de la que habría esperado, parecía contenta pero también cargada de preocupaciones o desvelos, no sabría muy bien cómo denominarlo, con una expresión seria y pensativa, tal vez sólo porque estaba terminando su tesis, o eso suponía yo, tal vez a causa de la desaparición de su hermano, tal vez porque no todo iba bien con su padre, tal vez porque sabía que un día yo volvería, negándome a que mi hijo siguiera viviendo apartado de mí. Y entonces, cerca del final de los archivos, había una foto suelta que mostraba a Fadia en St. Giles, delante de la biblioteca Tayloriana, hablando con Stephen Jahn, con Selim en un cochecito entre ellos. Había algo en las posturas de Fadia y Stephen que me produjo un escalofrío, como si la inclinación de la cabeza de ella hacia él insinuara una alianza y el destello en el ojo de Stephen delatara una trama o una intención. Volví a mirar la foto, sabiendo que no podría leer de una manera fiable el sentido de la situación basándome en una única imagen. Podrían haberse encontrado por casualidad, y lo que parece una alianza en un momento podría ser, en los siguientes e incontables instantes que siguieron y de los que no hay registro, un acto de coerción o de rechazo.
Mientras estudiaba esas imágenes, sintiendo el doloroso placer de ver pruebas de la vida actual de mi hijo y la confusión sobre cómo era posible que Fadia y Stephen siguieran todavía en contacto, era consciente del peso de una mirada sobre mí, de alguien que miraba, un punto fijo en un espacio en movimiento, y cuando levanté la mirada y me asomé por la ventana al trecho brillante y oscuro de Houston Street, vi a Michael Ramsey, sin disfrazar, mirándome, apuntándose al pecho con un dedo, asintiendo con la cabeza mientras observaba cómo le miraba, y cuando mi mirada se cruzó con la suya, en ese momento compartido de reconocimiento, supe que aparte de todo lo que estuviera pasando, fueran cuales fuesen las extrañas complicaciones que mis propios actos habían supuesto en mi vida y las que todavía podrían proliferar, Michael Ramsey estaba intentando ayudarme de algún modo.