Aquel martes, 26 de noviembre, dos días antes de Acción de Gracias, no comí bien. Me quedé en la cama, salvo para ir al lavabo, prepararme un café y comer un cuenco de cereales y un poco de fruta de desayuno y un sándwich de comida. De cena pedí unos rollitos de primavera y una sopa pho vegetariana que me zampé en la cama como un sultán disoluto sopesando el curso de su vida, revisando el registro de sus pensamientos y caprichos, sus historias insignificantes, la banalidad de sus triunfos y de sus derrotas, impresas tan fríamente ante él.
Recordé la última vez que había comido en la cama, hacía más de una década, aquellas desoladas vacaciones de Navidad durante mi primer año en Inglaterra. Aunque por entonces todavía no estaba seguro del todo de que mi matrimonio con Susan hubiera acabado definitivamente, de que la separación se traduciría finalmente en divorcio o de si una renegociación de los términos de nuestro vínculo era todavía posible, había decidido ver a otra gente, o más bien, Susan y yo habíamos acordado que como parte de la separación, podíamos, dicho en otras palabras, «explorar el espectro más amplio de nuestros deseos». Tengo un gusto bastante limitado, así que me puse a buscar a alguien que, visto desde ahora, fuera simplemente una versión matizada de Susan, otra universitaria, una mujer con conocimientos e intelecto y un atractivo tranquilo.
En el college había una joven investigadora de posdoctorado ejerciendo de profesora, de veinte y muchos, que investigaba algún aspecto de la historia británica de posguerra aunque nunca tuve muy claro de qué se trataba ni qué intención tenía el estudio, que me parecía más próximo a la filosofía que a la historiografía. Después de una cena especialmente relajada en la High Table, nos encontramos solos en el cuadrángulo frontal a las tres de la madrugada. Nuestros alojamientos estaban en escaleras situadas una frente a la otra, aunque ambos en la planta de arriba, de manera que varias veces, cuando los días eran cálidos —y hubo algunos encantadores días otoñales tibios durante mis primeras semanas en Oxford— nos habíamos visto sentados en las almenas al sol y, como resultado, empezamos a charlar cada vez que nos encontrábamos en la Senior Common Room. La noche de la disipación, que también fue a finales de noviembre, ya nos tuteábamos y nos llamábamos por nuestros nombres de pila, Jeremy y Bethan. Estoy convencido de que ella dio el primer paso al ofrecerme una copa más en su alojamiento. La seguí por las estrechas escaleras de madera sin barnizar y me encontré esforzándome por mantenerme despierto mientras ella abría torpemente la puerta con su llave y luego, solos en su habitación, que se parecía mucho a la mía, sirvió a ambos un whisky que yo ya no pude beber. Hablamos, medio recostados el uno sobre el otro en su sofá, ella con la falda negra uno poco subida, descalza, y al cabo de una hora los dos empezamos a quedarnos dormidos. El sofá era lo bastante hondo para que ambos pudiéramos dormir estirados cómodamente el uno junto al otro, y así nos quedamos allí hasta el alba. Como era sábado no venía ninguna asistenta a limpiar la habitación y el sol nos despertó, o al menos a mí, y cuando abrí los ojos también me di cuenta de que el dedo de Bethan estaba escribiendo algo en mi espalda. Ella inclinó la cara sobre la mía y nos besamos, aunque los dos, creo, éramos conscientes de nuestro mal aliento y de los olores de la cena de la noche anterior que impregnaban nuestra ropa y de las complicaciones y líos que pudieran surgir si íbamos más allá.
—A lo mejor deberíamos hablar —dije, y ella asintió justo cuando alguien llamó a la puerta.
Me levanté sigilosamente del sofá y fui de puntillas a la cocina donde esperé a que ella se excusara ante el más joven de los conserjes del college, Robert, que se había encaprichado de ella. Le había traído un paquete que habían entregado esa mañana, aunque habitualmente se habría dejado en la conserjería para que ella lo recogiera avanzado el día. Mi primer encuentro con Bethan no pasó de ahí, pero con vacilaciones empezamos a quedar para tomar café o comer fuera del college, en una anticuada serie de citas sin sexo, dado que Bethan no parecía tener mucha prisa en acostarse conmigo y, aunque a mí me gustaban sus bonitas piernas y su cara razonablemente delicada, no era hermosa, ni de lejos tan hermosa como Susan; no sentía demasiada pasión por ella que se diga, y menos ganas todavía de complicar mi nueva vida en el college o la facultad haciendo el amor con una colega más joven. Si era sexo lo único que echaba en falta, sabía que podía esperar.
Sin embargo, en la soledad de aquella Navidad, al descubrir que todo cierra en Gran Bretaña el día de Navidad y que es imposible ir al cine, como teníamos por costumbre Susan, Meredith y yo en los años anteriores a la ruptura de mi familia, caí en tal estado de profunda depresión que supe que tenía que salir de Oxford, donde no nevaba, y sólo había una delgada capa de hielo cubriendo las aceras que parecía reflejar perfectamente mi estado de ánimo. Sabía que Bethan había vuelto a su casa en Derbyshire durante las vacaciones y estaba con sus padres, pero pese a todo la llamé para ver cómo le iba. Reconozco que esperaba una invitación después de contarle lo solitario que parecía Oxford y lo vacío que estaba, con todos los estudiantes fuera para las vacs.
—¿Por qué no vienes por aquí en Año Nuevo? —dijo al final—. Tenemos sitio de sobra. Aunque tendrás que prepararte para la música disco de Nochevieja.
Sus padres tenían una pensión en el Peak District, y vivían en un piso al fondo del establecimiento, encima de la cocina. Parecía una ocasión para ver una versión distinta de la vida británica, aunque Bethan me avisó de que sus padres estaban negociando los términos de su separación, seguramente de divorcio, que su padre era alcohólico y que no compartía dormitorio con la madre de Bethan, y ésta ocupaba ahora la habitación de la infancia de Bethan mientras que ella dormía en un sofá en el salón o en una habitación de la pensión si había alguna libre, dando por sentado que ella misma se encargaría de recogerla y limpiarla la mañana siguiente.
La pensión estaba cerca de la finca de la mansión Chatsworth y cogí el tren de Oxford a Chesterfield, donde Bethan fue a esperarme a la estación en el Mercedes de su madre, un sedán plateado de último modelo, que me sorprendió porque ella había mencionado problemas económicos y las dificultades que tenían para sacar rentabilidad a la pensión pese a la afluencia casi constante de bebedores. Según parecía, no habían sabido aprovechar el lucrativo mercado de excursionistas y mochileros que parecían preferir establecimientos con más personalidad que el Cock & Boot. Estaba en las lindes de un pueblo, y daba a ese paisaje amable y domado de colinas y bosque, pero su interior delataba su origen en la década de 1980 más que en la de 1780, de manera que carecía de las cualidades que buscan los turistas, el aire de olde worlde Englande que los americanos en especial tanto anhelan, muchos de ellos, como yo mismo en el pasado, asumiendo que el país entero parecería como una película de Merchant-Ivory o una adaptación de Jane Austen.
Cuando los conocí, los padres de Bethan tenían la edad que yo tengo ahora, cincuenta y pocos. Me hago una vaga idea de cómo me describió ella antes de mi llegada, supongo que como el colega americano bastante triste que se había quedado solo en vacaciones y no conocía bien a nadie en toda Inglaterra para tener otra invitación. Me recibieron con lo que más tarde aprendería a reconocer como cordialidad de clase obrera del norte, áspera en la forma, pero bastante sincera, sin siquiera sondearme más allá de la superficie. Me hicieron algunas preguntas sobre mí y sólo poco a poco descubrí, o inferí, que la gente como los padres de Bethan no suelen interrogar a los demás al modo en que los americanos lo harían casi con toda seguridad, intentando ubicar a una persona, social, geográfica y profesionalmente al cabo de unos minutos de conocerla. Así que al principio no parecieron muy interesados por mí, salvo como amigo de su hija, que me llevó a un pueblo vecino donde cenamos solos la primera noche, en un pub con un pozo cegado en el medio del comedor, con la boca tapada con metacrilato, una luz encendida a quince metros de profundidad y una pequeña placa en la pared contigua a él que afirmaba que estaba ocupado por el alma de un fugitivo feniano ahogado allí por vecinos a finales del siglo XIX.
Yo le había llevado a Bethan un tardío regalo de Navidad, un libro acerca de Paul Klee, sobre cuya obra se había mostrado interesada, con una nota en la que había escrito: «Para Bethan, que no es ignorada, con cariño, Jeremy». Ella se había quejado por teléfono de que sentía que sus padres estaban tan atribulados por el drama de su relación agonizante que parecían no notar su presencia. Cuando le di el libro, ella se ruborizó y más tarde insistió en invitarme a la cena. Me di cuenta de que había metido la pata. No estábamos en la fase de nuestra relación de hacernos regalos, aunque en Estados Unidos, de eso no me cabía duda, no habría sido lo mismo. Las expectativas eran distintas, y yo no tenía una idea clara de los parámetros.
Aquella noche, la primera que pasé en el Cock & Boot, fue la primera de las dos que pasé emborrachándome con Bethan y su madre, Peggy. Empezamos en el mismo pub, esquivando cautelosamente al padre de Bethan, Tom, un hombre fuerte y pequeño, que rondaría el uno setenta, pero tenía unos brazos musculosos y un pecho que me hizo pensar que en el pasado podría haber sido boxeador y todavía estaba sin duda en condiciones de soltar un puñetazo si tenía que echar a alguien de su pub. Cuando intenté pagar, levantó una mano y gruñó, negándose a aceptar mi dinero.
Pasé la noche en una de las habitaciones de huéspedes (una vez más, se negaron a cobrarme) y aunque pensaba que Bethan tal vez vendría a verme cuando se hubieran acostado sus padres, dormí solo. El día siguiente bajé a desayunar a las ocho, pero no había nadie. Me moría de hambre y fui andando al pueblo con la esperanza de encontrar algo que comer, pero no había nada abierto. No sabía si se debía a que era Nochevieja o si se trataba de la vida cotidiana en un pequeño pueblo inglés, pero al volver al Cock & Boot me encontré a Tom preparando el pub para abrirlo. Sentía un dolor punzante en la cabeza y casi me caía de hambre cuando él levantó la mirada en mi dirección.
—¿Le preparo algo de desayunar? —masculló.
—Se lo agradecería, Tom. Cualquier cosa, lo que tenga.
Sin responder, se metió en la cocina y al cabo de unos minutos volvió con un plato de huevos fritos, salchichas, judías cocidas, un tomate a la parrilla y tostadas, que me sirvió en la barra.
—Tiene una pinta deliciosa —mentí. El plato era un mar de grasa.
—Yo me encargo de los desayunos. La mujer no sabe ni freír un huevo.
Mientras comía, Tom se puso a abrillantar vasos detrás de la barra; los carrillos le colgaban, como a un bulldog, y de vez en cuando comprobaba mi avance con el plato aunque concentrado la mayor parte del tiempo en lo que parecía un trabajo muy serio.
—¿Le gusta mi hija? —preguntó en un momento dado, dándome la espalda.
—Es muy agradable.
—Es una buena chica. Cualquier hombre que estuviera con ella debería considerarse afortunado.
—Es una mujer muy inteligente.
Tom miró por encima del hombro, su boca se resquebrajó en una sonrisa de suficiencia mientras hacía crujir el cuello, luego dejó un vaso en la barra, e hizo crujir los nudillos antes de alargar la mano para dar la vuelta diez grados hacia la derecha de una botella de whisky de manera que la etiqueta quedara alineada con las demás botellas del estante.
—Ella me ha dicho que sea agradable con usted. Espero que usted sea, ya sabe, agradable con ella.
Yo no tenía muy claro qué quería darme a entender. Era el tipo de afirmación indirecta que no llegaba a preguntar cuáles eran mis intenciones, pero se acercaba lo bastante como para hacerme sentir más incómodo de lo que ya estaba.
—Entiendo su preocupación, pero hace muy poco que nos conocemos.
—Dice que está casado.
—Así es.
—Y que tiene una hija.
—También es verdad.
—Seguro que la ama.
—Mucho —dije.
—Entonces lo entenderá.
Pronunció las palabras en voz tan baja que sonaron como una amenaza.
—Sí, lo entiendo.
Entonces se quedó callado, como si pensara, aunque no daba la impresión de ser un hombre muy reflexivo. Meditabundo, sí, posiblemente, porque era el tipo de hombre que le daba vueltas en la cabeza a una única idea hasta que ésta acumulaba masa suficiente para brotar por su boca.
—O’Keefe, ¿eso es irlandés?
—De hace mucho.
—Mi hermano mayor fue asesinado en los atentados de Birmingham.
—Lo siento. Bethan no lo había mencionado.
—Pasó antes de que naciera. El IRA.
—Debió de ser terrible.
—Yo sólo era un chaval —dijo, como si eso hiciera que la pérdida de su hermano fuera todavía más profunda, como si los irlandeses, al matar a su hermano cuando Tom sólo era un niño, hubieran agrandado la herida—. Fue en 1974. Él estaba bebiendo en el Mulberry Bush. —Abrió mucho los ojos y me miró fijamente, con la cara cada vez más enrojecida.
—Supongo que es el tipo de cosa que uno nunca supera del todo.
Siguió otra larga pausa. La grasa se estaba congelando en mi plato.
—¿Su hija está en Nueva York?
—Sí.
—Debe de echarla de menos.
—Mucho.
—Yo no podría haberme ido. Si fuera usted, me refiero. Eso es lo que digo.
Sus palabras hurgaron en la parte más sensible de mi interior, donde la culpa quedaba al descubierto.
—Acepté el empleo en Oxford antes de los ataques, y ya estaba separado de mi esposa.
Por entonces fumar todavía estaba permitido en los pubs ingleses y Tom sacó una cajetilla de cigarrillos, encendió uno y echó el humo hacia el techo. Cuando hube comido todo lo que podía, empujé el plato por encima de la barra, me limpié la boca en una servilleta de papel y salí de allí.
¿Qué clase de hombre era yo que dejaba a mi hija pequeña en Nueva York y me mudaba a Oxford en el momento mismo del peor desastre de la historia de la ciudad? Aunque Susan y Meredith resultaron relativamente poco afectadas, pues sus vidas se desarrollaban prácticamente en el Upper West Side y no había razones para que se aventurasen mucho más al sur de la calle Cincuenta y nueve, cada vez que me hacían pensar en mi decisión, me carcomía el sentimiento de culpa. En el momento de los ataques yo llevaba más de dos meses fuera de la ciudad y estaba preparando mi mudanza transatlántica desde la seguridad de la casa de mi madre en el norte del estado. Incluso allí, sabiendo que tendría que dejar Estados Unidos al cabo de sólo diez días, estaba paralizado por el pánico. Cuando mi madre y yo nos despertamos una vez en plena noche por el ruido chirriante de sirenas ambos estábamos convencidos de que los terroristas habían encontrado cómo llegar a nuestro rincón del estado, y durante los primeros meses en Oxford no podía oír una sirena sin que se me disparara la presión. Nadie se había tomado la molestia de avisarme de la celebración de la Noche de Guy Fawkes, las semanas de fuegos artificiales a finales de octubre y principios de noviembre, unos fuegos que sonaban más como explosiones que como actos de celebración, de manera que cuando intentaba acostarme en mi estrecha cama del college de repente me incorporaba a menudo dándome un golpe en la cabeza con el armazón de la cama, cuando lo que parecía un obús de mortero estallaba cerca.
Un amigo que vivía en Tribeca había estado corriendo por Greenwich Street, pero ya había llegado a su trabajo en el Midtown cuando se estrelló el primer avión. Fue lo más cercano que yo había estado a verme afectado por los ataques, aunque un estremecimiento me recorría ondulante durante los días posteriores mientras intentaba ordenar mis asuntos para un traslado que de repente parecía insensato: ¿cómo podía dejar a mi hija? ¿Y si habían más ataques? ¿Y si no volvían a volar aviones nunca más? ¿Y si el mundo que conocemos de repente estaba llegando a un final catastrófico?
Aquella breve conversación con Tom había reavivado mi sentimiento de culpa y durante el resto del tiempo que permanecí en el Cock & Boot no volvimos a intercambiar palabra. Reconozco que yo lo evitaba cuanto podía. La soledad me había llevado a esa extraña situación, en la que me sentía, en el mejor de los casos, aún más aislado y alienado de lo que estaba sentado solo en mis alojamientos del college de Oxford.
Bethan y yo pasamos el resto de aquel día paseando por la campiña, recorrimos la finca de Chatsworth, comimos en otro pub, en Bakewell. Con la excepción del desayuno, todas las demás comidas conllevaban una bebida alcohólica y eso, lo sabía ya entonces, era un hábito al que no podría acostumbrarme. Anochecía a las tres y media de la tarde, y mientras la gente que me rodeaba se sumía en la embriaguez, volví a preguntarme por qué me había ido de Nueva York. Sabía la respuesta, claro. No tenía mucha elección, al menos ninguna otra con el menor sentido para mí por entonces.
La fiesta disco de Nochevieja en el Cock & Boot fue una celebración triste, más triste todavía porque Bethan intentó hacerse pasar por alguien insignificante, fingir que no era una de las seleccionadas por virtud de su inteligencia y su arduo trabajo y que era, en cambio, lo que hizo: emborracharse tanto que no tenía ningún sentido que me quedara allí. Desaparecí sin dar las buenas noches siquiera y a la mañana siguiente me fui dejando tras de mí una nota de disculpa en la que me inventaba una excusa sobre algún problema que requería mi regreso inmediato a Nueva York. La verdad es que cogí un taxi hasta la estación de Chesterfield y me subí al siguiente tren que salió para Oxford, donde me encerré en mi alojamiento detrás de las almenas, y estuve cocinando y comiendo solo hasta que el resto del collegeempezó a regresar.
Bethan y yo llegamos a un entendimiento bastante británico de que no había nada más que decir, y que cualquier fugaz chispa romántica que hubiera brillado entre nosotros podía darse por apagada. La incomodidad que temía no se concretó, al menos no que yo supiera ver, y cuando dejé Oxford, ella se había casado con un profesor de Teología cuya familia bohemia le había dejado una elegante mansión en Park Town, donde Bethan se convirtió en una intelectual del norte de Oxford de las que se bañan dos veces al mes, criando hijos de una higiene igual de rebuscada.
Tumbado solo en mi cama de Nueva York, me vinieron a la cabeza todos esos recuerdos, y el flashback me dejó un regusto amargo en la lengua y un calambre en las tripas, aunque tal vez fue por la comida vietnamita. Antes de volver a acostarme di una vuelta por mi apartamento vacío, me asomé por la ventana al tramo oscuro de Houston Street y sentí, contra mi voluntad, una punzada de nostalgia y anhelo de Oxford, que durante tantos años me había parecido un lugar de exilio semivoluntario. Tal vez la gente como yo, personas de un temperamento extrañamente unheimlich, siempre anhelamos estar allá donde no estamos, vivir en un estado de incómodo distanciamiento como modo de distanciarnos de los demás.
Mientras estaba allí, contemplando la ciudad a la que había vuelto, pero que, por su parte y en esencia, no había vuelto a mí, porque todavía me sentía separado de ella incluso cuando ya formaba parte de la misma, reparé en que un hombre que caminaba por la acera se detenía y alzaba la mirada hacia mi ventana. Esta vez no me cupo la menor duda. Me miraba fijamente y sabía que yo le devolvía la mirada. Nos estábamos mirando sin ocultarnos, tanto como pueden hacerlo dos personas separadas por el cristal, la distancia y las distorsiones ópticas de la luz y los reflejos. ¿Quién es ese hombre que me observa? ¿Quién es la persona que rastrea mi vida virtual? ¿Se trata del mismo hombre, de una única persona? La habitación estaba a oscuras, así que yo podía verlo con claridad, pero no había la menor posibilidad de identificar su rostro porque llevaba pasamontañas, que sólo dejaba sus ojos al descubierto, centelleando en la noche gélida.