Y pese a todo, se dio la vuelta, y al hacerlo empecé a dudar de si en realidad era él. Miré mientras el hombre que podría haber sido Michael se volvía y se encaminaba al oeste por Houston hacia MacDougal, tal vez a la cafetería donde nos habíamos cruzado hacía una semana. Con la idea de llamarle, busqué en la guía telefónica online, pero había un centenar de Michael Ramsey sólo en Nueva York. Llamar a cada uno de ellos, y más una noche de domingo, parecía absurdo. Entonces se me ocurrió que sencillamente podía preguntarle a Peter cómo ponerme en contacto con Michael, pero aun así sabía que aunque llegara a contactar, él lo negaría todo por teléfono porque si trabajó —o todavía trabaja— para la NSA o algún otro organismo que reúne información, sabría que su propia línea estaba siendo monitorizada (ése debe de ser, supongo, uno de los requisitos para ese tipo de empleo, el de renunciar a la propia privacidad por el bien de nuestra seguridad nacional).
Fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, intentando ayudarme o advertirme, lo había hecho de un modo, estaba convencido, que no sería descubierto, o no podría atribuírsele a él, a no ser que se pusiera mucho empeño en rastrearle. Era como si quisiera que yo asumiera el papel de víctima dispuesta a dar un paso adelante y a revelar cómo estaba siendo vigilado por mi propio gobierno por actividades que no eran, de hecho, ilegales. (Tal vez, pienso ahora, eso es precisamente lo que estoy haciendo aquí, en estas páginas, revelando mi condición de víctima.) Michael Ramsey no me ayudaría sin haber comprobado por sí mismo que yo no había infringido ninguna ley, lo que significaba que mis transferencias a Fadia debían de llegarle sólo a ella, y que únicamente una mentalidad muy doctrinaria podría considerar que esos pagos infringieran alguna ley americana o británica.
Tras las conversaciones con Meredith, Peter y Susan, me había planteado interrumpir los pagos, aunque temía que si lo hacía parecería que creía que algo era incorrecto. Y, más importante, temía que al suspender las transferencias pondría en peligro cualquier relación que pudiera tener todavía con mi hijo. Cumplir una ley es infringir otra, un Catch-22, un círculo vicioso. Pero yo no he infringido ninguna ley, de eso estoy seguro. No creo que sea idiota. El deseo me hizo perder la cabeza, sí, de eso he hecho una confesión íntegra, pero al intentar corregir mis equivocaciones he hecho sólo lo que me ha parecido legal, pagar el sustento de la madre de mi hijo, pagar el sustento de mi hijo, tal como me ha pedido su madre. Si la cuenta a la que he estado mandando dinero a Fadia no es en realidad suya sino que pertenece a su hermano, un terrorista, o es una cuenta a la que él tiene acceso, ¿no seré nada más siniestro que un ingenuo?
Aquel lunes por la mañana intenté telefonear a Fadia al último número de ella que tenía, pero cuando cogí línea un cantarín acento británico me dijo que ya no estaba en servicio. Le envié un email, y luego otro, como había hecho en el pasado, pero no contestó. Avanzada la mañana, un mensajero trajo un paquete, pero esta vez no era nada más amenazante que un móvil nuevo, regalo de Meredith. «Para facilitarnos el contacto», decía su nota. Encendí el aparato, seguí las instrucciones para instalarlo y marqué su número.
—He recibido tu regalito —dije por teléfono—. Te llamo con él.
—Lo sé, papá, ya tengo tu número nuevo en mis contactos. ¿Te gusta?
—Es un teléfono, cariño, ¿qué es lo que tiene que gustarme?
—Son objetos de deseo.
—Tal vez de tu deseo, no del mío. —Se hizo el silencio en la línea. Estaba decepcionando a Meredith, que sólo quería ayudar, como cuando cambiaba mis billetes de avión a una categoría superior o pedía servicios de vehículos con conductor para llevarme y traerme, actos pensados para aislarme de las realidades y el desorden del mundo—. Lo siento, no quería parecer desagradecido. Es un aparato bonito. Muy estilizado. Y supongo que me permitirá hacer un montón de cosas que antes no podía, como encontrar un restaurante decente en Midtown.
Meredith se rió aunque no sonó natural. Fue una risa que no reconocí.
—¿Cariño?
La oía respirar, una rápida exhalación, casi como si estuviera fumándose un cigarrillo.
—Es que… creí que nos ayudaría a mantenernos en contacto.
En el pasado, con una línea de teléfono fijo bastaba, y me pregunto si, antes, no confiábamos más en los demás, sabedores de que habría largos periodos de cada día en que no podríamos ponernos en contacto con nuestras esposas, hijos o padres, confiados en que simplemente hacían su vida y nos eran fieles y en que lo que más tarde nos contaban que habían hecho era verdad, o, al menos, plausible. Para cada uno de nosotros, la libertad de que no nos pudieran localizar, o de vagar sin que nos siguieran por la ciudad, curioseando en librerías y bibliotecas, viviendo la vida de un modo que no nos sentíamos acechados ni perseguidos ni, simplemente, distraídos por las tonterías de mensajes inoportunos o por la posibilidad de comprobar los valores de Bolsa cada treinta segundos o recibir alertas con noticias de última hora, debe haber implicado que, hace tan poco como una década, pensábamos más y reaccionábamos menos a las primeras de cambio. ¿Sorprende a alguien que hayamos entrado en una era reaccionaria? Nuestra tecnología nos enseña a reaccionar más que a reflexionar, de manera que hasta los movimientos izquierdistas de la actualidad ya no parecen basarse en ideas tanto como en el voluble deseo de responder al insulto, la desigualdad o la injusticia, y así, el discurso que acompaña a cualquiera que sea el movimiento o la indignación en boga parece basarse con demasiada frecuencia en una nadería impregnada de ignorancia ideológica y política. Ésos eran los pensamientos que antes podía compartir con Susan, de hecho, tales conversaciones fueron los cimientos de nuestra relación cuando éramos veinteañeros, casados de un día para otro, con una hija nueve meses después, y sin conocer más el uno del otro que la calidad de nuestras respectivas mentalidades. Cómo echo de menos esas charlas, y llevado por un impulso espontáneo y el deseo de ver, tal vez por última vez, si todavía existe la posibilidad de una reconciliación más seria, cogí un taxi y me encaminé a la parte alta de la ciudad.
Cuando hablé por el interfono, Susan no dijo nada, pero la puerta zumbó y yo la empujé para entrar en aquel viejo vestíbulo tan familiar para mí, con el suelo un poco sucio, el espacio saturado del olor de los buzones de aluminio. El perro de Susan gañía detrás de la puerta en la planta más alta del edificio, lo que me recordó a la perra que habíamos tenido juntos, una terrier a la que llamamos Lotte Lenya porque se parecía a la actriz, con su cara hosca, todo dientes, una perra que arrastraba los talones cada vez que intentábamos hacerla volver a casa después de llevarla al Riverside Park.
Al volver a ver la cara de Susan, y los pequeños ojos oscuros de aquel perro muy blanco mirándome, tuve una sensación tan abrumadora de vuelta a casa que abracé a mi exmujer sin pensar y rompí a llorar en sus brazos. A pesar de su rabia del día anterior, ella era, aparte de mi hija, la única persona en la que podía confiar, dado que mi madre ya no es tan accesible como en el pasado. Qué consolador sería volver a la vida que habíamos compartido, vivir de nuevo en este apartamento, convertir Riverside Park y este tramo de Broadway otra vez en mi territorio, después de mis años de exilio. Pero entonces, al entrar en mi viejo apartamento, recorrí el pasillo hasta el salón, y me quedé de piedra al encontrar a Peter sentado en el sofá. Al verlo allí, tan cómodo y elegante, sólo se me ocurrió pensar: «Esto es como si un judío entrara en un lugar supuestamente seguro y se topara con un miembro de la Gestapo acogido de buen grado por los anfitriones, aguardándole».
Peter sonrió, la misma sonrisa que había visto en sus padres y que, de vez en cuando, en los meses transcurridos desde mi regreso de Oxford, también había visto en Meredith. Era una sonrisa sin calidez.
—He hablado con mis abogados, Jeremy. Han pasado tu caso a otro bufete y éste puede encargarse de todo en nuestros locales, esta tarde o mañana, pero yo creo que cuanto antes, mejor, ¿no?
—¿Encargarse de qué exactamente?
—Revisar los hechos del caso tal como los has explicado, mirar las pruebas, los archivos que has recibido y todos los extractos de tus cuentas bancarias si los tienes. Tal vez podrías imprimirlos y traerlos, y luego podemos empezar a plantearnos cómo tratar con las autoridades, si llegamos a ese punto, claro, si los abogados creen que hay algo que abordar con ellas. Si me permites la pregunta, ¿alguien más ha visto los archivos que has recibido?
—Los porteros de mi edificio.
—¿Les enseñaste tus archivos a los porteros?
—Vieron las cajas que recibí. Dentro iban los archivos.
—Pero no vieron los archivos mismos, ¿no?
—No, los archivos en sí, no.
—Así que eres la única persona que de hecho los ha mirado, los documentos, me refiero, con las palabras y cifras impresos.
—Sí, así es. Son, bueno, ya sabes, muy privados.
Me pareció que a él le preocupaba que otra gente supiera lo que estaba pasando, pero entonces apartó la mirada a un lado y preguntó:
—¿Y estás seguro de que esos archivos no son, sólo lo digo como posibilidad, algo que te enviaste a ti mismo?
—¿Y por qué iba a hacer algo así?
—No lo sé, y perdóname si esto te suena impertinente, ¿estás seguro de que esos archivos no contienen, no sé, restos de papeles usados o incluso páginas en blanco?
—Totalmente seguro. Y el registro de llamadas telefónicas hechas y recibidas no es algo que yo pudiera haber conseguido ni inventado de ningún modo.
—Podrías haber anotado cada vez que hacías una llamada, a quién llamabas, la duración, las horas. Podrías ser una de esas personas que nunca borra su historial de navegación y luego lo imprime entero.
—Pero no lo soy, ni hice nada por el estilo. No soy obsesivo compulsivo, Peter, si es eso lo que insinúas. Susan puede corroborarlo.
—Es verdad. Jeremy es demasiado caótico para ser obsesivo compulsivo. —Susan se rió, aunque fue una risa sin placer—. Pero siempre fue un buen mentiroso. ¿Por qué crees que tuvo que irse de la Columbia? Demasiada flexibilidad con la verdad. Algo peligroso para un historiador.
—Basta, Susan. No me estoy inventado nada de esto, y me duele la insinuación de que lo esté haciendo.
—¿Por qué te pones tan a la defensiva, Jeremy? —preguntó Peter.
—Escucha, puedo coger un taxi ahora mismo, ir a casa, recoger las cajas y traerlas si así te quedas tranquilo.
—¿Es importante para ti que estemos convencidos de tu cordura?
—Sí, claro que lo es. ¿Eres idiota o qué?
Peter hizo una pausa.
—No hay necesidad de ser ofensivo. Sólo queremos ayudarte.
—No estoy siendo ofensivo. Me siento frustrado. Me haces sentir frustrado porque estás poniendo en duda lo que digo. Además, ¿qué estás haciendo aquí?
—Estaba cerca y me he pasado a ver cómo se encontraba Susan. Tu visita de ayer la alteró mucho.
Susan recorrió despacio el salón y miró por la ventana. Me di cuenta de que ya no sabía leer el lenguaje de sus movimientos como antes, la forma en que cierta postura podía transmitir acuerdo o una inclinación de la cabeza hacia atrás y a la izquierda delataba su desaprobación.
—Todos estamos alterados, Peter. No sólo yo.
Como siempre en ese apartamento, yo era consciente del sonido del tráfico de la Henry Hudson Parkway y el clic de los radiadores que era tan imposible de controlar que algunos gélidos días de invierno teníamos que abrir las ventanas para regular la temperatura, y la perra —ésta nueva se parecía tanto a Lotte que podría haber sido su clon— había optado por pasar de los tres humanos y estiró las patas delanteras, apoyando su barbilla blanca en ellas mientras sus ojos oscuros, moviéndose inquietos bajo las cejas, miraban a Susan y a Peter como si supiera que uno de ellos acabaría sacándola a pasear. ¿Por qué a Peter, me pregunté, por qué miraba la perra a Peter con tanta familiaridad?
—Sé quién lo está haciendo.
—Haciendo ¿qué?
—La persona que me está enviando los archivos. Es tu amigo, Michael Ramsey.
Peter resopló.
—Si te crees eso es que de verdad estás loco, Jeremy. Michael es un oficinista. Es el friki más aburrido de la Tecnología de la Información.
—No sabes dónde trabaja.
—Trabaja en un banco. Así, a bote pronto, no recuerdo cuál.
—Trabaja para la NSA.
—¿Lo sabes a ciencia cierta?
—Es la única explicación. Ha estado delante de mi edificio de Houston vigilándome por la noche. Ayer me mandó una caja de fotografías, imágenes de mí en Oxford, Londres y Nueva York, imágenes de Fadia y mi hijo, y el portero hizo una foto de Ramsey entregando la caja. Así que sí, sé a ciencia cierta que es él quien lo está haciendo. Y si no es él, entonces hace de mensajero para otro, pero no creo que eso sea probable. Anoche se quedó en Houston esperando a que lo viera. Él quiere que lo sepa, pero a la vez es cauteloso, por la NSA, o el organismo que sea, que también me está vigilando. No puede enviarme un email. Ni que decir tiene, no puede telefonearme. Pero sí puede quedarse en la calle y mandarme copias impresas de archivos para que sepa lo que está pasando. Sabe que no hay ninguna razón para que me vigilen de este modo. Él sabe, y está intentando ayudarme, Peter.
Tal vez Peter negó con la cabeza, pero me lanzó el tipo de mirada que yo asocio con la persona cuerda y condescendiente que ve locos por todas partes mientras cree que él permanece siempre en su sano juicio.
—¿Y estás seguro de que las fotografías que recibiste ayer no son simplemente tu propia colección de fotos de la década pasada? Tal vez un paquete que mandaste por separado desde Gran Bretaña.
—¡Esa caja no fue enviada desde ningún otro sitio, Peter! Como las demás se entregó en mano, sin ningún tipo de franqueo. Y en cualquier caso, no tengo cámara. No he tenido ninguna desde que Susan y yo rompimos. Ella era siempre la que hacía las fotos.
—Eso es verdad —dijo ella—. Jeremy no tiene ojo.
—Además de que aparezco en las fotos que he recibido y, cuando no salgo, se han tomado en lugares donde no he estado en las fechas en que se hicieron. ¿No lo entendéis? ¿Por qué me miráis los dos así?
—Porque nos parece que podrías necesitar ayuda, Jeremy —dijo Susan, con una voz tensa como sólo le salía cuando yo sabía que se le había acabado la paciencia—. No tienes buen aspecto. La tez se te ha vuelto gris. Tus ojos… nunca te había visto así.
Así que me equivocaba, Susan también estaba contra mí, y fue entonces cuando empecé a preguntarme si Peter y ella estaban confabulados, y si tal vez Peter podría estar de algún modo detrás de todo lo que ha estado pasando. Tal vez él me quiera quitar de en medio. Tal vez yo suponga un incordio o una vergüenza demasiado molesta para él o su familia. Tal vez ha sabido de la existencia de Fadia desde hace tiempo, tal vez Stephen Jahn no sólo ha estado llamando a mi madre, sino que ha estado envenenando a todos contra mí. Tal vez Michael Ramsey es simplemente uno de los muchos empleados de Peter. Sea como sea, sabía que era inútil hablar con ninguno de los dos, así que me disculpé y dije que me pondría en contacto con ellos si pasaba algo más.
Mientras caminaba de vuelta hacia West End Avenue me fijé en que la luz de la doctora Sebastian estaba encendida y casi subo a ver si disponía de un momento para hablar, pero me lo pensé mejor. No estaba en el estado mental adecuado, pero quería verla de nuevo, o sentí, por un fugaz instante que pasó al vuelo por mis pensamientos, que verla podría disipar las dudas que me quedaran sobre mi cordura, y es cierto, eso lo sé, que las preguntas que me había hecho Peter me irritaron porque hicieron que me preguntara si me estaba volviendo loco. Regresé a casa en metro y, sentado en aquel vagón metálico que traqueteaba comprendí lo fácilmente que podría convertirme en uno más de las legiones de urbanitas pirados, un hombre desaliñado que murmuraba para sí, garabateando pruebas de su propia vida en trozos de papel, cubriendo todas las superficies de un cuaderno tras otro, convencido siempre de su cordura.
Pero entonces, salí del metro en la parada de la calle Cuatro Oeste, y no me sorprendió ver apoyado en el quiosco leyendo una revista a Michael Ramsey. Llevaba un chaquetón oscuro, con el cuello levantado y una gorra de punto negra, lo que le daba el aspecto de un marinero danés. En cuanto me puse a su lado, Ramsey levantó la mirada, como si supiera por adelantado el momento exacto —hasta el milisegundo— de mi llegada, como si me estuviera rastreando con su teléfono, observando mis movimientos por la ciudad, como un punto azul que latía sobre el mapa. Sonrió y esa sonrisa me desarmó. No había nada burlón ni amenazador en ella, nada ensayado, como en las sonrisas de Peter o, me vino entonces a la cabeza, Stephen Jahn. Por el contrario, lo que vi fue compasión y preocupación, pero también cierta desesperación por su parte para que yo entendiera lo que él intentaba hacer.
Reduje el paso al acercarme esperando que hablara.
—Tenemos que dejar de vernos de esta manera —dijo, se dio la vuelta y bajó al metro.
El martes tenía que dar clase. La mitad de mis alumnos ya estaban a punto de irse de vacaciones de Navidad, pero aun así intenté reunirlos, pese a las miradas en blanco y las expresiones de fatiga; en los casos en que se tomaron la molestia de dar alguna excusa más de la mitad de la clase adujo que no había podido ver Manuscripts don’t Burn de Mohammad Rausolof. Una chica que daba sorbos a un refresco y comía una bolsa de chips me explicó que había estado enferma, demasiado para ver cualquier cosa que no fueran realities en la tele.
—¡Deja de tomar refrescos y patatas! —grité—. ¡Fruta y verdura! ¡Proteínas! Tienes el cuerpo enfermo porque no le metes más que basura. Si comes basura, te vuelves basura y hasta tu cabeza se convierte en basura. No es sorprendente que te sientas mal comiendo así. No quiero oír ni una excusa más. Para no hacer vuestros trabajos tenéis que estar, como mínimo, en vuestro lecho de muerte.
La clase entera se encogió crispada. Un chico del fondo del aula gimoteó. Nunca había dicho nada por el estilo a ningún grupo de alumnos en todos mis años de enseñanza. Por el contrario, siempre he intentado ser un profesor relajado y comprensivo al que aman los estudiantes. Sin embargo, ese día no podía encontrar a ese otro Jeremy amable. Se había retirado tras un telón previo, o tal vez por fin me había permitido cruzar esa frontera de mi mente, correr libre en el gran estado perforado que había estado invadiendo desde hacía mucho tiempo el enclave de mi yo racional. Pasé el resto de la hora como pude, enseñando sólo a los estudiantes más brillantes del grupo, mostrando fragmentos de la película de cuando los escritores se enfrentan a sus torturadores, cuando uno de los escritores en concreto habla por el teléfono sin línea sabiendo que alguien está escuchando, que todo lo que dice y hace está siendo monitorizado.
Al salir del edificio no me sorprendió ver a Michael Ramsey al otro lado de la calle, pero al dirigirme hacia él, dobló la esquina y desapareció entre la multitud de estudiantes. ¿Era él? ¿Esperaba que lo siguiera? ¿Estaba insinuando que ahí, en el campus, encontraríamos un lugar para reunirnos que fuera lo bastante privado para hablar libremente?
Esa noche vino un coche a recogerme, con mis cuatro cajas, y me llevó a la parte alta de la ciudad, donde pasé varias horas en el apartamento de Meredith y Peter con un equipo de abogados, hombres y mujeres, entre los treinta y los cincuenta años, blancos, negros y asiáticos, que me interrogaron y se llevaron los archivos para su examen forense. Se me dijo que esperara. Se pondrían en contacto conmigo a su debido tiempo. Por el momento, sugirieron que siguiera con mi vida como si no pasara nada, aunque sería sensato, me advirtieron, posponer cualquier viaje al extranjero. Las fronteras pueden ser espacios delicados. Salir podría no suponer ningún problema, pero llegar a otro país, o luego volver a casa, podría resultar más complicado.