Los graznidos de los cuervos en el aire húmedo del invierno era Inglaterra para mí, y ese canto entre ramas desnudas por encima de un césped que permanece verde bajo las esporádicas heladas, con el musgo creciendo encima de cualquier cosa inmóvil, siempre me ha hecho sentir vacío, dejándome como una cáscara de melancolía. En Oxford evitaba salir después de que oscureciera. Me asustaban las calles húmedas bañadas en la iluminación anaranjada y grasienta de las farolas y la imprevisibilidad de los ingleses, los estallidos de violencia que parecían carecer de toda motivación. Un colega contó que, por llevar esmoquin, le atacaron una noche después de una cena en la High Table del Lincoln College, y le dieron una paliza en Ship Street, en el centro de la ciudad, a la vista de los que pasaban, que alentaban a los agresores, que no tenían el menor interés por su dinero o pertenencias. Se trataba de clases sociales. Ése es un país que necesita una revolución, o tal vez la necesiten todos los países ahora, abandonando todos los viejos y anquilosados sistemas que utilizamos para destruirnos a nosotros y a nuestro mundo. Reducirlo todo a cenizas, salvando sólo el arte y los archivos, las bibliotecas, el conocimiento de nuestro pasado, para luego construir algo mejor.

Durante un instante, me permito relajarme ante el incesante balido de las bocinas de taxis. Exhalo. Siento la calidez y la sequedad de las sábanas cuando me despierto el día de Nochebuena. Acaricio paredes que nunca han estado húmedas.

Después de tanto tiempo sin ninguna noticia, abro mi correo y veo un nombre que hace que me dé un vuelco el corazón. Cliqueo, contengo la respiración y escaneo la pantalla antes de volver al principio y leer una vez más, despacio:

Estimado Jeremy:

 

Perdóname por ponerme en contacto contigo de este modo y, por favor, acepta mis disculpas por no contestarte antes. Leí los emailsy mensajes cuando los enviaste, pero, en tu ausencia, al principio no sabía qué decir, y todavía no sé muy bien qué pensar sobre lo que ha pasado entre nosotros, o en lo que me hiciste, porque sí, ahora lo veo de ese modo: que tú me lo hiciste. Aunque fui parte voluntaria, el equilibrio de poder, creo, implica que el consentimiento no pudo darse libremente, no del todo, no sé si me entiendes.

Estoy avanzando mucho con mi tesis. Mis padres están bien, y mi padre habla de volver a El Cairo, si puede llegar a un acuerdo con quienes ahora ocupan el poder.

Te escribo porque creo que deberías ver a tu hijo, que ya dice unas palabras, y seguro que pronto empezará a hacer preguntas sobre su padre. Sea el año que viene o al siguiente, ese día llegará, y cuando pregunte no quiero decirle que he perdido el contacto contigo. Si fuéramos a Nueva York, ¿nos verías? ¿Es posible que, quizá, pudiéramos alojarnos contigo? (La mayoría de las cuentas de mi padre siguen congeladas, y el dinero que me das, y que te agradezco, no llegaría para ese tipo de viaje.)

Quiero dejar claro que no tengo en mente la reanudación de algún tipo de relación entre tú y yo, o al menos sólo en la medida en que estamos emparentados, como padres de Selim, pero no quiero interferir en que mantengas una relación con tu hijo. Me parecería injusto para los dos —sobre todo para él— si lo impidiera.

Por favor, dime qué te parece y cómo se haría. Me gustaría ir a Nueva York para Año Nuevo, si no es demasiado inoportuno. Tenemos, en principio, otros asuntos de los que hablar, que sería mejor tratarlos en persona, cosas que tienen que ver con el largo plazo, y con cómo veo la necesidad de protección de Selim y sus múltiples nacionalidades. Espero que sea algo que podamos resolver en Estados Unidos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Espero que sí.

 

Atentamente,

Fadia

Contesté inmediatamente, sabiendo como sé que el mensaje de Fadia ha sido leído y que cualquier cosa que escriba yo en el teclado, tal vez incluso en el momento en que lo hago, será recopilada, revisada y juzgada.

Querida Fadia:

 

Por favor, ven, en cuanto puedas. He transferido cantidades adicionales a tu cuenta para pagar los vuelos y lo que puedas necesitar. Dime si necesitas más. Quédate el tiempo que desees. Puedes alojarte aquí, en las condiciones que te parezcan. Hay dos habitaciones sin usar, un cuarto de baño para invitados, y podrás ir y venir a tu aire. Entiendo todo lo que me dices, al menos eso creo, y sólo puedo decir, por ahora, que lamento lo que hice y aun así, si existe la esperanza de que pueda conocer a mi hijo, no puedo lamentar lo sucedido, salvo en cuanto te ha afectado a ti. Albergo la esperanza de que mi hija quiera conoceros a Selim y a ti, y también mi madre. Si me das tu número te llamaré.

 

Con mis mejores deseos y toda mi honestidad,

Jeremy

Mientras pulso ENVIAR se me ocurre que, al invitar a Fadia y a Selim a venir, podría estar sin quererlo poniéndolos en tanto peligro como en el que creo estar yo mismo, que los tres podríamos desaparecer si de repente nos reuníamos en un lugar, en suelo americano. ¿Quién sabe siquiera si les permitirán la entrada? Sin embargo, con un egoísmo que reconozco como habitual, me siento desbordado de alegría. Todo el trayecto hasta Columbus Circle mi corazón no para de canturrear de puro contento, tengo una canción en mi boca mientras recorro Broadway bajo el crepúsculo invernal y luego me detengo, como hice la mañana de Acción de Gracias, para ver qué películas hay en los Lincoln Plaza Cinemas. Ahí está la cara de aquel funcionario que denunció los trapos sucios del gobierno, con la mirada baja, anunciando un documental sobre sus revelaciones, y mientras contemplo el cartel de matices verdes oigo una voz a mis espaldas.

—Disculpe, ¿me puede dejar su teléfono? —dice un hombre, y antes de darme la vuelta, sé que será Michael Ramsey.

Me palpo los bolsillos y me doy cuenta de que me he dejado el móvil nuevo en casa.

—No va a tener suerte.

—Hombre listo —dice y hace un gesto hacia el cártel de la película—. Podríamos verla juntos, evádase de la celebración.

—¿Una ocasión para hablar?

—Algo así.

—¿Va a explicarme qué está pasando?

Arquea las cejas, pero no dice nada, y entonces, cuando entramos en el Century Building, se me acerca más.

—En este mundo hay gente que se limita a recolectar información. No se meten en las consecuencias. Pero imaginemos que uno de los recolectores de información, llamémosle el archivista, se fijó, en el curso de su trabajo, en un nombre que reconoció, pongamos que es el nombre de uno de los antiguos profesores del archivista, tal vez alguien que le dio clases en el instituto o la universidad, y al ver el nombre del profesor los recuerdos empiezan a despertarse y el archivista se interesa, quiere saber por qué el nombre de su antiguo profesor está marcado, así que empieza a fijarse con atención en la actividad que puede ver.

Llegamos a la puerta lateral del edificio, nos anunciamos, entramos en el ascensor y subimos solos.

—Cuanto más descubre el archivista sobre lo que ha estado haciendo su profesor, la forma en que ha estado viviendo, y recuerde que él puede verlo prácticamente todo, desde patrones de gasto, viajes, el tipo de cosas que su profesor ha estado comprando con una tarjeta de débito o de crédito, más se convence el archivista de que no hay ninguna razón para vigilar al profesor, pero sabe, porque lo ve, que otra gente discreparía y tal vez incluso sabe, el archivista, que otra gente, la que maneja y pulsa los botones para que el archivista haga lo que hace cada día, está en el proceso de expresar esa discrepancia, de forma muy activa, que esa gente que le rodea y está por encima de él se está preparando para actuar, montar un caso, llegar a conclusiones a partir de asociaciones y poco más. ¿Entiende lo que estoy diciendo?

—¿Y si el profesor se entera de lo que podría estar sucediendo y, pongamos, consultara a abogados, y los abogados parecieran llegar a la conclusión de que no había gran necesidad de preocuparse?

—Tal vez el profesor tenga los abogados equivocados —dice mirando hacia delante, a las puertas del ascensor, sin mover apenas la boca.

—¿Y qué debería hacer el profesor en tal situación?

—Pongamos, sólo como hipótesis… —Pulsa el botón para la planta superior del edificio—… que el profesor tiene relación familiar con una de las figuras más poderosas de los medios de comunicación del país. Tal vez sea pariente por matrimonio, un cuñado o un yerno. Y podría convencerse a ese pariente para que publique una noticia, para que saque al profesor en portada, exponiendo todos sus defectos a la vista de todo el mundo, presentando todas las pruebas que podrían estar en su posesión para que el público las lea detenidamente. Cuando el público vea a este profesor, lo que verá será un espejo de sus propias vidas. El profesor es un hombre común y corriente. Claro, es posible que haya vivido fuera del país durante un tiempo, y eso le hace formar parte de una minoría, pero, por lo demás, es un americano completamente normal cuya vida ha dejado de ser privada.

—Parece demasiado sencillo.

Llegamos a la planta de arriba, las puertas se abren y nos quedamos un momento asomados al pasillo vacío antes de que Michael pulse el botón que nos llevará a la planta de Meredith y Peter.

—Lo sencillo es elegante. Lo sencillo es eficaz. Para hacerlo como es debido, entiéndame, el profesor tendría que permitir que desconocidos lean absolutamente todo lo que pudiera haberse revelado, sin importar lo vergonzoso que sea, y aún más: cedería cada documento que posea, todos sus papeles, archivos, notas, publicaciones, cuanto ha escrito en su vida, cada fotografía. Sabe que no ha hecho nada ilegal y destruir su propia privacidad es un modo de demostrárselo a las autoridades, pero también de explicar algo al país entero.

—Eso podría volverle imposible la vida al profesor. Podrían pedirle que dimitiera de su cargo.

—Tiene familiares acaudalados. El dinero no es motivo de preocupación. Cuidarán de él, pase lo que pase. ¿Cuánta gente se encuentra en una situación así? ¿Cuántos americanos pueden arriesgarse a sacrificar sus carreras y su privacidad para explicar algo que personas como el archivista creen que debe explicarse, pero están demasiado asustadas, o en situación demasiado precaria, para arriesgarse? El archivista no es más que un cabo suelto dentro del sistema. Para alguien como él es peligroso contar a la gente lo que está pasando. Sería fácil llamarlo traidor y desechar cualquier afirmación que haga.

—Y luego mandarlo a prisión.

—Justamente. U obligarlo a exiliarse. Pero si un hombre como el profesor da un paso adelante, todo empieza a parecer mucho más personal, más absurdo, pero también más aterrador. La gente podría identificarse, y al dar ese paso, el profesor también se estaría protegiendo a sí mismo.

—¿Y si el profesor no pudiera reunir el valor para hacerlo?

—La alternativa es un país que no se parece nada al país en que nos imaginamos que vivimos. Un país sin privacidad es un país sin libertad. El archivista no quiere vivir en ese país. Y si el profesor no lo hace público se convierte en alguien prescindible. Fácil de desacreditar, fácil de hacerlo desaparecer.

—No le harían eso a ciudadanos americanos.

—No sea ingenuo.

El ascensor se abre y nos damos la vuelta, caminando juntos por el pasillo hasta la puerta de mi hija. Meredith aparece antes de que nos dé tiempo a llamar, sonriente en el umbral.

Todo lo que hago es predecible. No puedo ir a ningún sitio ni hacer nada sin que me sigan, o, peor aún, se me adelanten.

 

Mi madre ya ha llegado y antes de que pueda decir nada más al señor Ramsey, me lleva a un aparte.

—A los amigos de Meredith sólo les interesan los demás amigos de Meredith. Nunca me preguntan nada de mí. Es imposible mantener una mínima conversación con ellos. Sólo quieren hablar de negocios y a mí todo eso me parece vacuo e insignificante. Nadie habla de arte, de música ni de libros, a ninguno de ellos le interesa nada a menos que pueda comprarlo y quedarse mirando cómo aumenta de valor y luego venderlo otra vez. A veces me pregunto cómo has podido dejar que Meredith se case con un grupo de gente así.

—Se casó con Peter, no con la gente que le rodea.

—Viene a ser lo mismo, ¿es que no lo ves? Es lo mismito, Jeremy.

—¿Has recibido más llamadas?

—Me llaman todos los días. Docenas de veces. Por más que esté apuntada en el Registro para no recibir llamadas siguen llamando sin parar. El otro día llamó una mujer diciendo que era de una empresa de informática y que tenía un problema con mi seguridad y, si no le daba acceso a mi escritorio, por no sé qué control remoto, corría el riesgo de que me hackearan, y le dije que no hago nada por teléfono, y ella me contestó que bueno, en ese caso me preparara para que me hackearan. ¡Me puso de los nervios!

—No tienes que creer a nadie que te llame. Pero acuérdate de que tuviste una llamada el fin de semana de Acción de Gracias de alguien que me calumniaba.

—Oh… ése. Sí. Sigue llamando. No ha dejado de hacerlo. Siempre dice lo mismo, más o menos, pero creo que está pirado. ¿Es algún estudiante al que suspendiste?

—¿Estás segura de que siempre es el mismo?

—Oh, sí. Acento raro, ni británico ni americano, y sé que es él en cuanto llama porque se oye un clic y hay un retraso antes de que empiece a hablar. Le digo que deje de llamar, pero él no para y eso que le repito que Jeremy no tiene nada que ver con lo que dice que es, y que si tienes un hijo con una egipcia es asunto tuyo.

—Así que Meredith te lo ha contado.

—Claro que me lo ha contado. ¿Por qué no me dijiste la verdad cuando te pregunté?

—Por vergüenza, supongo.

—Menuda tontería. ¿Veré alguna vez a la criatura? Me dolería no conocerlo.

—Pronto. Su madre y él están planeando un viaje a Nueva York.

Los ojos de mi madre se enrojecen.

—No sabes lo que me alegro —susurra.

—No puedo prometer nada.

—¿Qué significa eso?

—No puedo prometer que ella esté dispuesta a conoceros.

—No es ella quién decide. Yo quiero ver a mi nieto.

 

El resto de la velada se desarrolla de una manera tan predecible que no merece la pena reseñar ninguna diferencia con respecto a la reunión de Acción de Gracias, aunque reconozco que, tomadas en su conjunto, las dos celebraciones marcan un punto de partida de mi antigua vida, o vidas, si los años en Oxford pueden contarse como una vida por sí mismos. Ahora mi vida parece encontrarse en una nueva fase, una que continúa evolucionando de modo impredecible.

Mientras leo el ejemplar más reciente de la revista de Peter, me veo saliendo del armario de mi privacidad ante la nación, incluso ante el mundo entero, despertándome una mañana y topándome con mi cara en la portada. Mi madre, mi exmujer, mi hija, mi yerno, los padres de mi yerno forman grupos entre ellos, conversando. ¿Cómo se verán afectados? ¿Nuestras vidas se volverán imposibles?

De vez en cuando, Meredith desaparece para comprobar cómo van las cosas en la cocina y al momento vuelve al salón tan llamativamente tranquila que me pregunto cómo Susan y yo pudimos atribuirnos la responsabilidad de que sea la persona en que se ha convertido. Su seguridad en sí misma es una cualidad que ha encontrado por sí sola; nosotros nunca fuimos modelo de nada semejante. ¿Cómo, ante tal exhibición de calma, podía presentar lo que Ramsey había esbozado? Al descubrirme a mí mismo, al hacer públicos todos los detalles de la última década o puede que más de mi vida (y no puedo estar seguro de que Ramsey no tenga todavía más secretos que revelar), también estaría desvelando aspectos de las vidas de mi familia, amigos y colegas, y aquellos que potencialmente más sufrirían de esa revelación son Meredith, mi madre y, por supuesto, Fadia y Selim. ¿Merece la pena la pérdida no sólo de mi propia privacidad (por ilusoria que sea), sino también la de mi familia, simplemente para mostrar al mundo lo generalizado y pernicioso de las medidas que está tomando nuestro gobierno, o, siendo más egoísta, debería proteger mi propia libertad? Al fin y al cabo, ¿podía estar seguro, más allá de toda duda, de que no había hecho nada malo? ¿Tan irreprochable soy? ¿No he traspasado nunca la frontera de la legalidad? Seguramente no hay nadie, en ningún sitio, tan intachable.

Michael Ramsey se va antes de que vuelva a hablar con él y no puedo dejar de preguntarme dónde pasará el día de Navidad, si tiene familia en la ciudad con la que comer o si ha regresado a su despacho y se alimenta prosiguiendo su intromisión en mi vida, o tal vez hay una novia o un novio que trabajará como un esclavo preparando un pavo con toda su guarnición, o tal vez está solo, en un apartamento de Hoboken, con comida china para llevar. No, me corrijo, estoy convencido de que no vive en New Jersey. Naciera donde naciera, ahora es un habitante de Manhattan, alguien que puede desplazarse con la rapidez del mercurio, un elemento más que un dios, el metal que mide la temperatura y con la misma facilidad envenena el pozo, enloqueciendo a sus víctimas, volviéndolas emocionalmente inestables, irritables, tal vez incluso paranoicas. ¿Acaso mi propio mercurio personal me ha vuelto loco como una cabra? Y tal vez él también sea mi Mercurio, mi dios de la comunicación y los mensajes, del engaño y el robo, tal vez incluso mi guía más allá de este reino, el que me conduce al paraíso o al infierno o a lo que sea que aguarde en la oscuridad. Si creyera en un dios, tendría que elegir a Mercurio, no a otro.

Pero ¿debe cumplir uno los mandatos de un dios?