El miércoles fui a hacerme el escáner cerebral en Park Avenue porque ahí fue donde insistieron que fuera Peter, Meredith y la doctora Sebastian, sin duda a un precio exorbitante aunque nunca vi las facturas, y mientras estaba tumbado en el túnel blanco con su fondo de ruido repercutido y seco, escuchando música a través de auriculares, con una especie de casco alrededor de la cabeza y un espejo encima de mí que me permitía ver al técnico, yo ya sospechaba que no aparecería nada en la imagen que indicara que mi cerebro funcionase en ningún sentido que pudiera considerarse anormal. Observación y evaluación: ¿cuánto tiempo tardarían, me pregunté, en inventar una máquina capaz de leer nuestros pensamientos mejor que nosotros mismos?

Tal vez porque había visto al hombre en la acera la noche anterior, creía que no estaba enfermo, y que la confusión sobre mi cita del sábado con Rachel tal vez no tuviera nada que ver conmigo, que es como decir que me había convencido de que aunque se hubiera enviado un email desde mi cuenta pidiendo el cambio de nuestra reunión, yo no lo había escrito, no había pulsado enviar, ni había leído la respuesta de Rachel confirmando que había recibido el mensaje que yo nunca había escrito. Sin la menor duda, alguien estaba jugando con mi vida. Cambié las contraseñas de mi email, pero ahora mantenía la cuenta abierta, comprobando obsesivamente que no había nada raro, que nadie estaba mandando mensajes haciéndose pasar por mí, y que no aparecían alertas que me avisaran de que la cuenta estaba abierta en otra localización.

De camino de vuelta a casa tras el escáner, me detuve a comprar una botella de vino para llevársela a Meredith y Peter en Acción de Gracias. Se habían ofrecido a celebrar una fiesta familiar ampliada, que empezaría por la mañana con una vista desde las alturas del desfile desde su azotea o desde la galería invernadero si hacía demasiado frío. Al salir de la tienda de licores, un hombre que estaba en la esquina —un negro alto con traje y corbata— me gritó:

—¡Señor! ¡Discúlpeme! ¡Caballero!

Me di cuenta de que el negro me estaba llamando a mí y miré instantáneamente en su dirección. El que este tipo de reconocimiento siga siendo posible en los atestados espacios urbanos es, creo, uno de los grandes misterios de la humanidad: el que se dirijan a uno simplemente con un tratamiento o un nombre informal y aun así el aludido sepa, por el tono, el timbre y la dirección de la voz que llama, que es el destinatario del reclamo. Miré al hombre, esperando tal vez que me diría que llevaba la bragueta abierta o que se me habían caído las llaves, la cartera o la factura, o que la botella de Châteauneuf-du-Pape bastante caro que acababa de adquirir estaba a punto de romper el fondo de la bolsa de papel de estraza, pero en vez de eso, me miró con una preocupación que me resultó profundamente conmovedora y me hizo gestos para que me acercara, como si estuviera a punto de revelarme que estaba siendo grabado en secreto para algún programa de cámara oculta de ciudadanos de a pie, torpes don nadies, después de que mi pequeña trifulca con el dependiente de la tienda en la que acabé llamándole «gilipollas» y discutiéndole el precio de la botella hubiera sido grabada para diversión de millones de espectadores. Al acercarme, el hombre bajó la voz y se inclinó para poder hablar bajo pero mantenerse audible por encima del tráfico de mediodía, y dijo:

—Creí que debía saberlo: alguien le vigila. Ha doblado la esquina hacia Lexington en cuanto usted salió de la tienda, pero había estado siguiéndole a lo largo de toda la manzana y se quedó ahí mirando mientras usted estaba dentro. Podría equivocarme, pero me pareció raro. Creí que debía saberlo.

Le miré directamente a los ojos y vi que no era un hombre dado a fantasear ni estaba bajo los efectos de ninguna sustancia, aunque no es que se me hubieran ocurrido ninguna de esas dos posibilidades, por más que el encuentro fuera tan raro que se me habría perdonado si pensaba que podía ser un trastornado.

—Se lo agradezco. Muchas gracias. Pero…, no, no creo que se equivoque.

Doblé la esquina y recorrí la calle con la mirada para ver si descubría a alguna persona probable, pero la Cincuenta y nueve estaba curiosamente vacía y me apresuré a través del frío hacia el metro, mirando por encima del hombro mientras caminaba, seguro de que el hombre, quienquiera que fuese el vigilante, había esperado a que yo pasara y ahora me seguía, metiéndose en portales en cuanto notaba que empezaba a darme la vuelta. Aunque el negro de delante de la tienda no estaba loco, empecé a sentir que mi propia mente se deshilachaba en los flecos, o tal vez sería más preciso decir que empecé a ser consciente, es posible que por primera vez en mi vida, de los límites de mi propia cordura, de forma que sentía que caminaba por su linde y podía ver un territorio más salvaje a mi alcance. Lo más alarmante de esa experiencia de descubrimiento o epifanía era que no había ninguna barrera discernible entre la cordura y la locura, que lo único que se requería era dar un solo paso por encima de la línea de demarcación, y sabía, con la misma seguridad, que es muy fácil huir de la cordura, tan fácil como dar un paso, pero en cambio, volver en la dirección opuesta y reconquistar el territorio, dejar el espacio de la locura, que envuelve por entero a su vecina más racional, una especie de estado perforado en el que la locura es el más extenso de los dos territorios y la cordura meramente un estado ajeno en su interior, un Vaticano o un San Marino de la mente (o, de hecho, un Berlín Occidental rodeado por la amenaza de la República Democrática Alemana), requeriría un esfuerzo que sólo podría realizar un superhombre. Si me dejaba ir, pasaba la frontera y salía del reino de la cordura, posiblemente nunca conseguiría volver.

La cuestión a la que me enfrentaba era contarlo. Temía contárselo a Meredith y Peter, agobiado porque pensarían que me había vuelto loco hasta que llegaran los resultados del escáner e incluso entonces tendría que ir a un psiquiatra para convencerles de que no estaba sufriendo algún tipo de delirio.

 

Al volver a casa me senté a la mesa e intenté pensar todo lo claramente que pude en los sucesos de los días anteriores y examinar mi propio estado mental, si es que eso es posible, para evaluar si acaso me estaba volviendo loco. Las cajas de los papeles que contenían una historia de mi reciente vida online, todos los sitios web visitados, todos los emails enviados, parecían apuntar contra la conclusión de que estaba perdiendo la cordura, pero, aun así, no quería descartarla. ¿Cabía la posibilidad que yo mismo me hubiera mandado las cajas? ¿Era posible que de algún modo hubiera guardado los historiales completos de navegación de todos mis ordenadores a lo largo de varios años, introducido todos esos datos en un único documento de procesador de textos, lo hubiera imprimido en el departamento, lo hubiera empaquetado, puesto la dirección y recurrido a un servicio de mensajería para que entregara las cajas en mi apartamento sin tener ahora el menor recuerdo de ninguno de esos actos? Podría, supongo, encontrar un registro de control del tiempo que había pasado en mi despacho de la universidad: grabaciones de la cámara de seguridad, registros de los accesos con tarjeta, etcétera. Si podía demostrarse que había pasado muchas horas allí durante la semana anterior, pongamos, el viernes por la noche, y si no recordaba haber estado tantas horas en mi despacho, entonces sería posible que yo mismo lo hubiera hecho. O, y ésta era otra posibilidad: mi recuerdo de mirar las hojas y ver su contenido no era más que otra invención.

Volví a las hojas, que había guardado de nuevo en las cajas, para asegurarme de que no estaban, de hecho, en blanco. Con tanto alivio como espanto corroboré que eran lo que recordaba, aunque eso todavía dejaba abierta la posibilidad de que yo mismo las hubiera generado, que yo —otro yo que el que ahora escribe, que el yo que se sentaba a su mesa el día antes de Acción de Gracias— estaba enseñándomelas a mí mismo —el mismo yo que está ahora escribiendo, unas semanas más tarde, el yo que llamo yo sentado a mi mesa sin parar de darle vueltas a los sinuosos recovecos de mi vida— como una especie de registro, o inventario, o advertencia, o un recordatorio de lo que yo había intentado, activamente, olvidar. Mientras miraba una de las páginas densamente impresas, empezó a emerger una imagen, un arco fragmentario, dos arcos, una marcada línea divisoria, la seda enrollada de una boca, pero cuando la sostuve en alto y la miré a distancia dejé de ver la cara que había estado ahí un instante antes.

Olvidándome de mí, intentando dejar de lado la posibilidad tanto de que me estuviera volviendo loco como de que alguien me persiguiera, escuché las noticias de la radio. Un fiscal egipcio había acusado a dos activistas por manifestarse contra la legislación contra las protestas, y varios más habían sido detenidos. Nuevas revelaciones de filtraciones estadounidenses sugerían que la National Security Agency (NSA) ha estado reuniendo información sobre los hábitos sexuales online de varios líderes islamistas con la esperanza, sospecho, de demostrar a los seguidores de esos hombres que, dada su afición a la pornografía, no pueden ser tomados en serio, aunque no queda claro si la NSA ha intentado utilizar la información que ha descubierto. Mientras tanto, las Naciones Unidas están sacando adelante una resolución presentada por Alemania y Brasil defendiendo que todos los ciudadanos tienen el derecho a no ser sometidos a una vigilancia arbitraria por parte de su propio gobierno o de cualquier otro. ¿Cómo, me pregunté, se definiría «arbitraria»? En términos estrictamente legales, ¿significa que se requerirá siempre una orden judicial? ¿O, en un sentido más amplio, como injustificada o infundada, además de no autorizada por un tribunal? ¿Qué lugar ocupa la autoridad de un tribunal en un país que ha permitido que sus servicios de inteligencia actúen al margen de la ley?

 

Era una hora avanzada de la tarde cuando me llamaron por teléfono desde la mesa de recepción de la entrada y Ernesto, que estaba de servicio, me dijo que acababa de llegar un paquete. Otro no, pensé, pero bajé y el corazón se me estremeció al ver una caja como las dos primeras.

—¿Te has fijado en quién lo ha dejado? —Ernesto estaba despatarrado detrás de la mesa de recepción. Debo admitir que me cuesta distinguir a estos jóvenes, Ignacio, Rafa, Manu y Ernesto, que me parecen muy iguales, con la excepción de los pocos gordos, Jorge y DeJuan, todos ellos educados y respetuosos, todos siempre agradables y afables, hasta el punto de que en mis veladas más solitarias a veces siento la tentación de bajar y sentarme en el vestíbulo, aunque no haya mucho sitio donde sentarse, y pasarme un par de horas hilando la hebra con quienquiera que esté de servicio, con que sólo se me asegurara que ninguno de mis colegas o estudiantes de posgrado pudieran verme por casualidad allí, pareciendo a la vez necesitado y agradecido por la conversación con un portero—. ¿Era un mensajero con bicicleta? Creo que el último paquete lo trajo uno de ese servicio.

Ernesto negó con la cabeza.

—Este tipo ha entrado, lo ha dejado encima de la mesa sin decir palabra. Muy maleducado. Ni hola ni adiós. Quiero decir que fue un poco raro, ¿no? Y eso que yo le dije: «Que vaya bien el día», pero el tipo ni se volvió a mirarme y salió pitando por la puerta.

—¿Se fue corriendo?

—Ya sabe, es una manera de hablar. Iba caminando deprisa, supongo, pero hace frío, así que… —Hizo una pausa, como si hubiera algo más.

—¿Pero?

—Nada, no sé. Es que, en los tiempos que corren uno no deja una caja así en un vestíbulo sin decir nada. ¿Cómo sabemos qué hay dentro? Y si el tipo parece que tiene tanta prisa y no hay dirección de remitente ni franqueo, entonces dudas. Por eso le he llamado.

—¿Te refieres a que podría ser una bomba?

Ernesto se apoyó en el respaldo de la silla como si la idea no se le hubiera ocurrido hasta que yo la dije.

—¿Cree que deberíamos llamar a la policía del campus?

Levanté la caja y me planteé la posibilidad de que podría explotarme en la cara. Pesaba aproximadamente lo mismo que los dos primeros paquetes y cuando la sacudí —impulsándose sobre las ruedecitas de la silla, Ernesto se alejó de mí—, nada sugería que contuviera alguna cosa capaz de causar daños físicos.

—Sólo es papel —dije—, seguramente algunos de mis estudiantes de doctorado. Esbozos de capítulos o algo así. —Cogí la caja en brazos y me encaminé al ascensor.

—Si oigo una explosión, llamaré al 911. —Se rió Ernesto. ¿Los neoyorquinos siempre han tenido esta facilidad para el humor negro o es algo nuevo?

De vuelta en el apartamento, poco me faltó para tirar la caja por el bajante de la basura, pero luego la curiosidad me pudo y abrí lo que a esas alturas ya era un paquete envuelto de manera familiar, pero en esta ocasión las hojas apiladas dentro no contenían direcciones de internet sino un registro de llamadas telefónicas con el número de origen, el número marcado, la fecha y la duración de la llamada. Inmediatamente reconocí el número de Meredith y Peter, el número de la galería de mi hija, el número de mi casa en las afueras, y luego, cuando pasé más páginas, vi el número de la casa de mi madre, de mi casa en Oxford, de varios amigos en Oxford y Londres, Berlín, Heidelberg, Hamburgo, Múnich, Leipzig, Jena, Dresde, etcétera. Era la historia de a quiénes había llamado o me habían llamado, a mi casa, a mi despacho o a mis varios teléfonos móviles, cuándo se habían hecho esas llamadas y cuánto habían durado, remontándose casi una década, aunque parecía imposible, inconcebible que alguien hubiera estado prestando atención a mi actividad durante tanto tiempo, tomando nota de este tipo de detalles. Cuanto más lo pensaba más me parecía que, a diferencia de mi historial de internet, que podría haber seguido cualquier hacker ordinario, acumular una información tan detallada sobre mi actividad telefónica —a no ser que ese tipo de registros también fueran susceptibles al ataque de los hackers— indicaba la participación del gobierno, o de algún contratista de espionaje asociado con el gobierno para ser más específico, y, aunque yo sabía que cosas así eran posibles, dadas las recientes revelaciones, me resultaba difícil imaginar por qué yo podría ser una persona de interés para mi propio gobierno, o para la agencia de inteligencia que fuese, para pagar por una atención tan precisa a mis telecomunicaciones. Además, ni se me ocurría por qué alguien de esa misteriosa organización iba a dar un giro y enviarme las pruebas de su monitorización, porque sin duda yo haría públicas esas pruebas, por así decirlo, para denunciar el nivel de intrusión (a menos, claro, que hubiera algo en estas páginas que pudiera causarme un tremendo bochorno, aunque de qué pudiera tratarse en concreto, bueno, me costaba imaginarlo). Lo único que me tranquilizó era que esta tercera caja parecía demostrar mi cordura: yo hubiera sido incapaz de crear ese listado a no ser que hubiera llevado un registro de cada llamada telefónica realizada o recibida cada día de mi vida, y eso, estoy seguro, nunca lo he hecho.

Sonó el teléfono. Era Ernesto, desde el vestíbulo.

—Quería asegurarme de que estaba bien, profesor O’Keefe. No he oído ninguna explosión…

—Gracias, eran sólo algunos expedientes, correspondencia antigua, de mi exmujer. Todavía conservo todas mis extremidades. Mis disculpas por el comportamiento del mensajero.

—Nada, no se preocupe, profesor. Si no lo veo más tarde, que tenga un buen día de Acción de Gracias. ¿Va con su familia?

—Mañana lo pasaré con mi hija y mi yerno. ¿Y tú?

—Con mi hermana, en Queens.

—Feliz Acción de Gracias, Ernesto.

—Es posible que nos veamos el domingo, profesor.

Así que no estoy loco, pensé al colgar el teléfono. Alguien se ha estado entrometiendo en mi vida, o al menos monitorizándola, y tal vez el trastear, el juguetear con mi email, resultaba al principio divertido, un juego para que viera que «ellos» podían hacer lo que querían porque «ellos», fueran quienes fuesen, sabían todo lo que había hecho y cuándo. Lo que tenía que hacer era alejarme de la ciudad, y aunque no podía escabullirme en Acción de Gracias, decidí ir al norte del estado el viernes por la mañana y pasar un par de noches en el campo sólo para pensar, lejos de los teléfonos y de internet. Estaba a punto de comprar el billete online cuando pensé: si alguien me está observando todo el tiempo, tal vez no me conviene que sepan que me voy, tal vez será una especie de prueba. Así que iría a Penn Station el viernes por la mañana, compraría un billete pagándolo en efectivo y desaparecería durante el fin de semana. Si volvía a la ciudad viendo que una fuga así había sido posible, con la sensación de haberme escabullido del mundo de la vigilancia constante, en ese caso tal vez sería capaz de ampliar mi territorio de cordura devolviéndolo a las proporciones en las que ya no es posible ver los lindes.

Cogí las tres cajas de advertencias no solicitadas —porque ¿de qué otra manera podía considerarlas más que como advertencias, ya fueran bien o mal intencionadas?— y las puse al fondo del armario de la sala, donde era más fácil no pensar en ellas. Intenté pasar la noche dispersando mi atención en otras cosas, preparé la cena, escuché la NPR, y luego, después de llenar el lavavajillas, me senté a echar un vistazo a un nuevo libro de fotografías extraído de los archivos de la Stasi. Algunas de las fotos eran de agentes y empleados en disfraces risibles, en las que cada agente asumía distintas caracterizaciones, lo que hacía pensar en actores de una película porno, mientras que otras recordaban a los trabajos de Jeff Wall o Cindy Sherman o incluso de Rineke Dijkstra, con imágenes que alcanzaban una cualidad extrañamente artística pese a su evidente ingenuidad. Las poses muy artificiosas y las disposiciones de las personas en el espacio indicaban una intención de autoría, lo que no estaba fuera de lugar, supuse, en el ethos general de una sociedad totalitaria, por la que la intencionalidad está presente en cada momento del ser, y la vida, tanto pública como privada, se organiza y pauta por la ideología tanto como por las necesidades e impulsos humanos. Pese a que esas imágenes me interesaban, no podía dejar de darle vueltas a la cuestión de por qué habría sido yo considerado una persona de interés para las entidades de vigilancia de nuestro gobierno. ¿Por qué iba la NSA —¿qué otra agencia podía ser sino?— a tener el menor deseo de mantenerme fijo en su punto de mira? Yo no era nadie digno de interés antes de irme de Estados Unidos. No había sido activo políticamente, ni tampoco mis padres, hasta el punto de que ni siquiera recuerdo que hubieran colocado en nuestro jardín ni tan sólo un rótulo en ninguna campaña electoral, aunque sé que siempre votaron impulsados por una especie de espíritu instintivamente leal, fieles al Partido Demócrata y a América, leales de un modo irreflexivo porque habían alcanzado la edad adulta en la década de 1950, y habían pasado sus infancias con Roosevelt y Truman, hijos de gente cuyas simpatías tradicionales los acercaban a las organizaciones sindicales. Supongo que eran políticos de un modo prosaico, y la política no era algo presente en sus vidas sociales e intelectuales, sino que se dedicaban básicamente a salir adelante con su trabajo y no me educaron para ser un animal político. Voto y tenía —todavía tengo— fuertes convicciones y opiniones, pero nunca he sido activista. Tal vez el mero hecho de mudarme a Gran Bretaña atrajo sobre mí la atención de la comunidad de inteligencia, tal vez todos los americanos que se trasladan al extranjero son sometidos al mismo tipo de escrutinio.

Estaba, por descontado, la otra cuestión. Mi mente pasó esa noche trazando un gran arco alrededor de la razón más probable por la que mi gobierno consideró oportuno prestar tanta atención a mi comportamiento. Pero esa razón era relativamente reciente, y la vigilancia a todas luces se había estado produciendo desde mucho antes. Estaba cavilando sobre eso sin pensar realmente en qué estaba haciendo —algo que pasa más a menudo de lo que me gusta admitir: mi mente recorre ruidosamente una senda dada y mis manos, brazos, pies y piernas van por su cuenta— cuando de repente me percaté de que había vuelto junto a la ventana de mi salón que daba al trecho iluminado de farolas de Houston Street. El hombre que había visto antes estaba otra vez detenido en la acera, inmóvil y mirando hacia mi ventana. La diferencia en esta ocasión era que las luces de mi apartamento estaban encendidas, así que él me veía con claridad desde donde estaba, y yo, en cambio, lo veía aún con menos nitidez que antes. Levanté la mano como si fuera a saludarle y el hombre, que de nuevo llevaba un pasamontañas (lo que los británicos llaman una balaclava), sacudió la cabeza, sus ojos centellearon fugazmente a la luz de las farolas, y empezó a alejarse hacia Broadway, como había hecho la vez anterior. Por qué nadie lo miraba y pensaba ése es un terrorista potencial y tendría que llamar a la policía, aunque si ves a una mujer con nicab y burka procuras no pensar, si eres un buen liberal, nada por el estilo, pero un hombre con ropa occidental llevando un pasamontañas en medio de la ciudad ha acabado encarnando, a estas alturas, nuestra imagen de un criminal, alguien resuelto a robar un banco o una tienda o puede que algo peor, con esos guantes de cuero negro bien podría pretender cometer un asesinato, matar a alguien rápido con un cuchillo furtivo o una pistola con silenciador o incluso con sus propias manos, antes de perderse entre la multitud de Broadway.

Cogí el abrigo y las llaves, esperé el ascensor, pulsando el botón de llamada para que llegara antes, me removí nervioso durante el descenso y luego salí corriendo por delante de Ernesto, llegué a la plaza, di la vuelta a Houston Street y fui por la acera hacia Broadway, pero por ninguna parte vi rastro de un hombre con pasamontañas. Sabía que podía haberse metido sin ningún problema en cualquier edificio, incluso tal vez en el Angelika Film Center, o podía haber seguido caminando por la acera tras quitarse la máscara de manera que a mí me costara identificarle. Intenté pensar qué otra ropa llevaba pero no pude concretar más que: «Llevaba un abrigo negro, pantalones negros y tal vez zapatos, o puede que botas, de cuero negro, y también guantes y un pasamontañas negros».

Corrí por Mercer hasta Bleecker, luego recorrí Broadway hasta Prince, mirando a cada hombre con el que me cruzaba y ninguno parecía encajar en mi imagen. Sintiendo que la frontera entre mi territorio de cordura y el estado perforado de locura estaba al alcance de la vista, que de hecho podía estar bailando peligrosamente al filo del límite, volví atrás por Prince hacia Wooster y luego a casa. Ernesto levantó la mirada cuando entraba.

—¿Está bien, profesor?

Ernesto era un chico afable y había una silla vacía a su lado, que señalé con la cabeza:

—¿Puedo?

—Faltaba más, siéntese.

—Creo que alguien me está siguiendo.

—Yo tengo esa misma sensación a todas horas.

—No, me refiero a que alguien me sigue de verdad. Un hombre me paró en Park Avenue antes y me dijo que había visto a alguien vigilándome desde la calle mientras yo estaba en una tienda, y entonces, está ese tipo con pasamontañas que se queda en la acera de Houston por la noche sin hacer otra cosa que mirar a mi apartamento. Sé que me está mirando porque esta noche le hice un gesto con la mano y él sacudió la cabeza y huyó. Y… —vacilé, sin saber si contarle al portero lo de los contenidos de las cajas que había recibido, y al final decidí que sería mejor callármelo—, y otras cosas que han estado pasando.

—Eso suena bastante fuerte, profesor.

—Por favor, llámame Jeremy.

—Lo que usted diga, jefe.

—Y por favor, no me llames jefe.

—Muy bien, Jeremy. —Sonrió y me tendió la mano para que se la estrechara, como si fuera la primera vez que nos viéramos.

—¿Crees que estoy loco? Me temo que podría estar volviéndome un poco loco.

—No, hombre, eso suena como un mal rollo serio. A ver, yo tengo la sensación de que alguien me sigue pero es sólo por mi ex, la dejé porque estaba loca, y sé que me ha estado siguiendo, pero usted, lo que le pasa, eso suena como…, no sé cómo decirlo, ¿algo serio?

—Sí, me temo que es algo serio.

—¿Se ha equivocado de bando o algo así?

—No se trata de eso. No es nada… delictivo.

—En ese caso no sé qué decirle. A lo mejor tendría que ir a la policía, ¿no?

Los dos nos miramos y la carcajada fue instantánea.

—Déjame que te pida una cosa, sin decirle nada a ninguno de los demás que trabajan aquí, ¿podrías hacerme un favor?

—Claro, lo que sea.

—Si alguien trae un paquete para mí otra vez, ¿te importaría sacarle una foto, pero hacerlo sin que él se percate? Sacársela cuando se va o cuando ya haya salido, al pasar por los ventanales.

—Claro, eso puedo hacerlo.

—Gracias, Ernesto, y feliz Acción de Gracias para ti y tu hermana.

Saqué un billete de cincuenta de la cartera y lo puse en la mano del portero. Aunque intentó quejarse, hice un gesto de rechazo y subí las escaleras hasta el tercero, sabedor de que la satisfacción que me produjo darle cincuenta dólares era un tipo de placer barato, y en realidad tendría que haber sido el doble, dado que cincuenta dólares no pagan lo que pagaban antes, sobre todo en Nueva York, así que tomé nota mental para acordarme de darle más en Navidad, porque cuándo le he dado yo lo bastante a nadie, salvo quizá a Meredith, e incluso a ella le debo más de lo que jamás seré capaz de devolverle porque me fui, lo entiendo ahora, cuando ella incuestionablemente más me necesitaba. En la adolescencia no basta con ver a un padre o una madre sólo dos o tres veces al año, verse privado de su presencia irritante y agobiante o de su consuelo, protección o supervisión después de haber vivido toda la vida con la expectativa de esos cuidados y frustraciones, y ahora ya no hay nada que pueda darle a Meredith, que tiene todo, salvo el desahogo y la exasperación de mi presencia, y por descontado, estas palabras, este texto, que bien puede acabar siendo todo lo que pueda legarle.