La mañana de Acción de Gracias salí temprano para evitar las aglomeraciones, sabedor de que habría multitudes pese a las previsiones meteorológicas de ventiscas, pero hice que el taxi subiera por la Décima Avenida y me dejara en Ámsterdam con la Sesenta y dos para así poder pasar por delante del Lincoln Center, que me traía muchos recuerdos de cuando llevaba a Meredith de pequeña al ballet y la ópera, y luego crucé Broadway para dirigirme a la entrada lateral del Century Building y evitar así la multitud y los policías en Central Park West. Pero entonces, cuando crucé Broadway, reparé en los Lincoln Plaza Cinemas, a los que no había ido desde hacía más de una década, cuando fui a ver o bien Bailando en la oscuridad de Von Trier o la extraña pero maravillosa El tiempo recobrado de Raúl Ruiz con sus decorados teatrales móviles y un Marcello Mazzarella seduciendo como un peculiarmente voyeurista Marcel, un pervertido mirón que espía las vidas de sus amigos, así que me detuve a ver qué había en cartel, casi pensando que si la fiesta en casa de Peter y Meredith se ponía demasiado aburrida, a lo mejor podía escabullirme pronto e ir a una sesión de primera hora.
Estaba mirando los carteles cuando reparé en él, como si hubiera surgido de repente detrás de mí. Era el joven de veinte y muchos de la cafetería del sábado, con el que había hablado cuando Rachel no se presentó, el que se describió como un «impostor que trabaja para grandes empresas» y me preguntó si Rachel era bonita, y ahí estaba, en los Lincoln Plaza Cinemas, mirando también los carteles, aunque ahora ya no recuerdo qué era exactamente, quizá una película italiana en la estela de Fellini o alguna independiente americana que creía que era radical filmar en blanco y negro, tanto la una como la otra me habrían llamado la atención, pero lo que sí recuerdo es que me volví hacia el joven y le dije «Feliz Acción de Gracias», y él se volvió hacia mí, sorprendido y dijo: «¡Vaya coincidencia! Nos encontramos otra vez», en un tono animado que me hizo pensar que, en efecto, se trataba sólo de una coincidencia, del tipo que parecían darse en mi caso con mucha frecuencia cuando vivía en Nueva York antes de irme a Oxford, pero que, en los meses desde mi regreso, habían sido hasta entonces una rareza, o eso me parecía, tal vez porque incluso tras sólo un mes de estancia en Oxford se vuelve imposible ir a ningún sitio sin ver caras conocidas, sea de colegas o de estudiantes, o simplemente de vecinos o académicos de otras disciplinas, los frecuentadores de las salas de lectura de las bibliotecas Bodleiana y Tayloriana, moradores diurnos del Turf, el King’s Arms y el Bear, aunque es lo que pasa en una pequeña ciudad de 150.000 habitantes. Pero, cuando se dan encuentros por casualidad en Nueva York, necesariamente conllevan un mayor peso simbólico, da la impresión de que haya sucedido algo asombroso, sobre todo cuando te topas con el mismo desconocido varias veces en distintas partes de la ciudad, es casi como si Dios o el destino, para quien cree en ellos, esté intentando mandar un mensaje, decir «ésta es una persona que deberías conocer, deberías prestar atención, los dos os habéis cruzado para bien o para mal y hay una razón para que os continuéis viendo, no creas que se trata de una coincidencia absoluta». Recuerdo una ocasión, el año antes de que me fuera a Oxford, que acudí a una exposición en el Yale Center for British Art, una antología de pintores de Bloomsbury, y en el tren que llevaba a New Haven había una mujer leyendo Victorianos eminentes de Lytton Strachey, y aunque esperaba verla en la galería, no apareció. A los pocos días volví a verla, en el metro, de nuevo leyendo a Strachey, y me la encontré aún una tercera vez unos días más tarde. Debía de ser una decena de años mayor que yo y, en el tercer encuentro, la abordé y le dije que por casualidad habíamos cogido los mismos trenes tres veces en una semana, y cada vez la había visto leyendo a Strachey, y que parecía algo más que una mera coincidencia, porque yo había estado leyendo a Roger Fry y John Maynard Keynes las últimas semanas. La mujer me miró espantada.
—¿Es una broma? —preguntó—. ¿Me ha estado siguiendo? ¿Qué coño quiere?
—Nada, nada en absoluto —me quejé—. Sólo me pareció que era una coincidencia llamativa, el que la haya visto tres veces en una sucesión tan rápida y además compartiendo ambos los mismos intereses.
Con una mueca de desdén miró fijamente hacia mi mano.
—Está usted casado. Vuelva con su puta esposa.
Un lío era lo último que se me pasaba por la cabeza y me ruboricé cuando ella se levantó del asiento y se bajó en la siguiente parada, mientras que la gente que nos rodeaba me miraba y se apartaba, como si yo contagiara un virus. Por tanto, delante de los Lincoln Plaza Cinemas la mañana de Acción Gracias, me di cuenta de que me estaba mostrando demasiado amistoso, a no ser que ese joven también estuviera pensando que le estaba tirando los tejos. Sin embargo, al final, fue él quien habló primero.
—¿Llegó a ver a su fea? —me preguntó con una expresión burlona y arrogante, como si disfrutara con las conversaciones maleducadas con desconocidos.
—¿Perdone? Creo que no he…
—Aquella estudiante con la que tenía que reunirse en el Caffè Paradise el sábado, la que no se presentó y usted no encontraba su número.
—¿Por qué la llama fea? No lo es, para nada.
—El sábado le pregunté si era bonita y usted dijo no, en realidad, no, y luego yo dije que en ese caso no importaba que se presentara o no.
Yo no recordaba haber dicho nada por el estilo, aunque al revisar este documento veo que en la versión que he dado he venido a decir lo mismo. Era vergonzoso admitir que me había dejado llevar hasta el punto de hacer una afirmación tan desagradable, el tipo de cosas que diría un hombre como forma de acumular un poco de repugnante capital misógino compartido. Al pensar en mi pasado, dudaba que yo hubiera dicho nada así desde que me convertí en padre, y los remordimientos que siento hacia Rachel, por la forma en que he estado pensando en ella y tratándola desde el sábado, me tensaron.
—Ésa es una forma ordinaria de decirlo.
El joven siguió sonriendo, enseñando sus largos caninos blancos, unos dientes que o bien habían crecido rectos de manera natural o bien se beneficiaron de una cara ortodoncia. No había prestado mucha atención a su aspecto la primera vez que nos encontramos, pero ahora me fijé en que era de estatura media, puede que un poco más delgado de lo que debería, con el pelo lacio y expresión de hambre. Llevaba unos pantalones oscuros de lana, zapatos negros y un chaquetón de marinero negro, todo de buena confección, caro (ropa de marca, diría, aunque no estoy al tanto de la moda), y hablaba con un acento que asocio con las familias bien educadas de la Costa Este, hasta el punto de que podría haber formado parte del grupo de antiguos amigos o condiscípulos de Peter, el tipo de chico privilegiado de las fraternidades de la Ivy League que sigue soltero hasta bien entrados los treinta, rehuyendo el compromiso o tal vez ignorado por las mujeres que ven en él el gilipollas que es.
—Soy un ordinario. Y ella ¿es fea o no?
—No, no es fea, no. Estoy seguro de que nunca dije que lo fuera.
—Pero no es bonita, sí que dijo que no era bonita, lo que significa que está gorda o que tiene mucho vello.
Ese joven no era lo que se dice especialmente apuesto, al menos no objetivamente, aunque tampoco es que fuera más feo que Rachel, lo que es como decir que no era ni guapo ni feo, de la misma manera que Rachel no es ni bonita ni fea, sino bastante normal, una persona del montón en un mundo de gente del montón. En el caso del joven, era demasiado delgado para resultar atractivo, con una barbilla demasiado prominente, pómulos demacrados, como si tuviera algún problema de drogas o un trastorno alimenticio, aunque ese tipo de trastornos, lo sé, sean raros entre los hombres. No parecía muy atlético, no tenía ni la complexión ni la musculatura de un corredor, un ciclista ni un triatleta, que habría explicado la delgadez de su cara. Llevaba unos pantalones ceñidos y las piernas parecían flacas hasta lo enfermizo; el cuello que sobresalía del amplio cuello del chaquetón parecía vulnerable y daba casi pena. Tenía el pelo lacio y le caía marcadamente hacia un lado, engominado hacia atrás al estilo que se había puesto de moda, como una prolongación de una reciente nostalgia de la década de 1950 que se iba remontando aún más atrás hasta la de 1930, con cortes que recordaban a la Juventud Hitleriana y se habían vuelto tan frecuentes en Londres y en partes de Nueva York que para un historiador de la Alemania del siglo XX resulta turbador ver esta seña de identidad del fascismo asumida por jóvenes con tan poco conocimiento de la historia que pueden considerar el estilo que han elegido simplemente como un signo de sofisticación urbana y una apropiación irónica del pasado; no sabría decir siquiera si tienen la menor idea de su asociación con el fascismo (supongo que la gran mayoría de ellos, no), pero albergaba la esperanza de que si descubrieran esa asociación no tardarían en dejarse crecer el pelo y adoptar un aire bohemio y progresista, una extravagancia fin-de-siècle para compensar el bandazo global hacia la derecha, al menos estéticamente hablando, aunque gran parte de esta revitalización del fascismo ha venido acompañada por un giro hacia movimientos políticos ultranacionalistas y uno no puede evitar sentirse justificado al temer que repetirán la vieja máxima de que la historia se repite. Ojalá que me equivoque.
Quería alejarme de él, pero también, instintivamente, tenía la sensación de que podría ser el tipo de maníaco que lleva un arma oculta y que me secuestraría. Hasta donde yo sabía, él se pagaba la ropa cara que llevaba con el dinero que obtenía en atracos a mano armada, así que intenté despedirme definitivamente sin provocarle.
—Escuche, es Acción de Gracias y no nos conocemos, no sabemos nada el uno del otro y no me siento cómodo con esta conversación. Además, me están esperando.
La expresión burlona del joven se acentuó y esbozó una sonrisa desdeñosa.
—¿Una fiesta para ver el desfile?
—Algo parecido.
—Yo también voy a una. Un amigo mío en el Century Building.
Durante un instante, pensé en cancelar mi visita, o decir que tenía otro recado pendiente antes de ir a la fiesta, cualquier cosa con tal de evitarlo, pero nadie tiene recados de última hora la mañana de Acción de Gracias y sabía que la mentira sería evidente.
—Qué coincidencia. Allí voy yo también.
No existen las coincidencias, me recordé, no cuando se trata de encontrarse con desconocidos varias veces en pocos días, no cuando hablas con un hombre al que no conoces sobre cuestiones personales dos veces en la misma semana, no cuando esas conversaciones tienen lugar en momentos y ubicaciones donde habías planeado estar de antemano, y, sobre todo, no cuando entre el Primer Encuentro y el Segundo Encuentro has descubierto que alguien está monitorizando todas tus comunicaciones. Esa secuencia de pensamientos me pasó volando por la cabeza sin que me llevara a una conclusión clara, pero al hacerlo miré al joven con más suspicacia. Él sonreía mientras le hablaba, y entonces se rió, como si todo el asunto le resultara tremendamente gracioso. Es un pirado, pensé, un desequilibrado, sondeando rápidamente la tierra ignota más allá de las lindes de su personal microestado de cordura.
—¡No me diga! ¿No tendría gracia que fuéramos a la misma fiesta?
Más risas, y me obligué a esbozar una sonrisa.
Juntos doblamos la esquina a la calle Sesenta y dos y mientras nos encaminábamos a la entrada lateral del edificio intenté quitarme de la cabeza la idea de que me acababan de atracar o de que el encuentro había sido, en algún sentido, una variante de un asalto que se estaba desarrollando rápidamente.
Todos los porteros del edificio de Meredith me conocían, así que los saludé con la cabeza y me encaminé a los ascensores, esperando que llegara uno cuando oí que el joven decía que había venido a ver a Peter, que le estaba esperando, aunque a esas alturas yo había llegado a la conclusión de que había las mismas probabilidades de que ése fuera su destino como de que no lo fuera, por espantoso, por aterrador que pareciera, porque daba la impresión, ya en ese momento, de que formaba parte de un plan, del plan de ese joven de introducirse en mi vida. No oí su nombre, pero el portero llamó arriba, a todas luces recibió la confirmación que necesitaba y el joven al momento estaba a mi lado, justo cuando se abrieron las puertas del ascensor.
—Me parece que es la misma fiesta —dije frunciendo el ceño, dándole vueltas en la memoria a nuestra conversación del sábado por la tarde, buscando alguna pista que me aclarara algo sobre él, o sobre sus posibles intenciones—. Soy el padre de la anfitriona, Jeremy O’Keefe.
—Eso me parecía. Estuve en la boda. Peter y yo hicimos juntos los estudios de posgrado. Soy Michael Ramsey.
El nombre encajaba en mi impresión de sus probables orígenes, una antigua familia de Nueva Inglaterra, tal vez, aunque cada vez se vuelve más difícil distinguirlas, y el prestigio asociado a esos linajes ya no goza de mucha aceptación en la sociedad en general. Con todo, Michael Ramsey se movía con tales aires de privilegio heredado, que no ganado, que me resultaba repelente, aunque parte de mi cautela inicial era una aversión instintiva a su tono en nuestros dos encuentros y, en esa segunda coincidencia, la sensación de animosidad que sentí ante su intrusión en lo que había imaginado una celebración familiar. A decir verdad, yo sabía que Peter y Meredith estaban esperando unos cincuenta invitados para el desayuno del desfile y muchas de esas personas serían conocidos profesionales, mientras que sólo veinte se quedarían a comer, todos los cuales serían ya amigos íntimos, suponía, o familia. Intenté calmarme antes de que llegáramos a la puerta de mi hija, asegurándome de que yo iba delante, para llamar al timbre y ser el primero en entrar para que Michael Ramsey, quienquiera que fuese, supiese qué lugar le correspondía.
Quedó claro ya en las presentaciones que, aunque invitado, Michael no formaba parte del círculo íntimo de amigos de mi hija y, a lo largo de la mañana, me dio la impresión de que ni siquiera Peter lo conocía mucho, que tal vez el señor Ramsey era uno de esos parásitos de las escuelas de posgrado que intenta pegarse a la vida de sus amigos porque la suya carece de interés alguno.
—¿De qué lo conocéis? —le pregunté a Meredith cuando la pillé a solas en un rincón del salón.
—Peter y él eran miembros de no sé qué club. Perdieron el contacto durante un tiempo y luego él reapareció hace unos años. Peter dice que es inofensivo. Parece agradable, ¿no?
—Lo que parece es un capullo.
—Oh, papá, no seas tan rezongón. Tómate una copa de champán. —Le hizo una seña a un camarero que se deslizó por el salón con una bandeja llena de copas.
—Creo que el señor Ramsey me está siguiendo.
Meredith se volvió hacia mí, esbozando una mueca.
—Ni siquiera te conoce. No le habías visto antes.
—Pero nos hemos encontrado.
De nuevo, la mueca… de incredulidad o, quizá, para ser más precisos, una expresión de pánico y escepticismo, de no dar el menor crédito a lo que oía, como si las palabras que escuchaba hicieran que mi hija creyera en mi propia inexistencia, como si al desvelarme como un paranoico (no uno sin causa, pero ella no lo sabía por entonces, o al menos todavía confío, quiero creer, que era ingenuamente inconsciente) hubiera negado la imagen de paternidad, de ser padre, en la que ella siempre había depositado su confianza, por más dudosa que esa confianza hubiera sido sentida o vivida —nunca hemos hablado seriamente del tema— cuando me fui del hogar familiar y crucé un océano.
Cogió una copa de las que acercó el camarero, me la puso en la mano y luego cogió otra para sí misma. Entrechocamos las copas y ella volvió la cabeza para mirar hacia el parque y el desfile como si quisiera cegarse frente a mi pérdida de credibilidad para ella, o, tal vez, como si, no creyendo en mí como el hombre que pensaba que conocía, ya no pudiera soportar mirarme, o ni siquiera, cuando lo hacía, viera ante sí a un hombre que se parecía al padre que ella imaginaba que era su padre, y por eso no podía evitar apartar la mirada, desviar los ojos para proteger una visión interior de la persona que creía conocer, del hombre que yo había sido, cuando todavía era joven y ocupaba un territorio de cordura tan inmenso que yo ni siquiera concebía que tuviera límites alcanzables.
Lamenté lo que había dicho porque era patente lo mucho que se alegraba Meredith de celebrar esta fiesta, de ser capaz de ejercer sus funciones de anfitriona de un salón atestado de gente bien vestida, guapa y rica, a la cual ni yo ni su madre podríamos haberle dado acceso. Con eso no quiero insinuar que Meredith sea una trepa social, es una de las personas que tiene mejor plantados los pies en el suelo de cuantas conozco, y aun así, sé y valoro que, debido a la naturaleza de su profesión, que le da acceso a unos medios económicos enormes, explote el potencial para cierto grado de éxito que, de otro modo, le habría resultado esquivo por no decir permanentemente inalcanzable. Peter pagó el espacio para su galería y el coste de sus comienzos, y Peter hizo las pertinentes presentaciones a los compradores, pero es el ojo, el gusto y la perspicacia empresarial de Meredith la que ha convertido su galería en una de las principales, de eso no me cabe duda. Como la cena del sábado por la noche, la fiesta matinal de Acción de Gracias tenía tanto de negocios como de vida privada social. Viendo a mi hija intentando recuperar la alegría de la celebración tras mi inoportuna intervención, se me ocurrió que era una frontera muy fina y porosa la que separaba lo privado y lo profesional en el mundo que compartía con Peter. Administraban su casa como un espacio comercial, como el lugar para la puesta en escena de relaciones y actos que se desarrollan en aras de sus intereses profesionales. Me resultaba una noción tan ajena como si hicieran lo contrario, mantener su hogar exclusivamente como un espacio para sí mismos, sin permitir entrar a nadie, salvo a otros miembros de sus respectivas familias. La sociabilidad normal era la norma del hogar que yo había creado con Susan. Y eso había sido así en los hogares en los que nos habíamos criado tanto ella como yo, por distintos que fueran. Se invitaba a amigos a cenas y comidas, la familia venía en las fiestas, pero las relaciones de negocios siempre eran una rareza, tal vez porque nuestros padres, aunque profesionales, no ocupaban peldaños muy altos en la escalera empresarial, ninguno de ellos era un luchador, ni se sentían muy inclinados a trabajar mucho para ascender, creyendo que bastaba con ser sólido y fiable, no dar la impresión a sus jefes o a sus superiores de que tenían ideas por encima del cargo que ocupaban, así que cuando invitaban a colegas, al menos en el hogar de mi infancia, eran los iguales de mi padre, y sus reuniones tenían más de amigables que de tentativa calculada de afianzar una posición profesional.
—¿Qué quieres decir con eso de que os habéis encontrado?
Meredith bebía su champán demasiado rápido y supe que me arriesgaba a fastidiarle el día si le contaba nada de lo que estaba imaginando que podría ser cierto sobre el señor Ramsey. Así que di un sorbo a mi copa y observé al joven deambulando cerca de la azotea, sin hablar con nadie, pero con aspecto de estar cautivado por el espectáculo que pasaba por abajo, en la calle, como si estuviera pasmado, un niño maravillándose ante el mundo y los gigantescos globos con formas de criaturas que flotaban justo bajo la ventana y se inclinaban marcadamente hasta casi doblarse debido al viento de ese día, mirando con atención, como si nunca hubiera visto nada por el estilo, aunque todo americano vivo en las últimas décadas, a no ser que haya vivido asilado y sin acceso a los medios de comunicación, ha crecido acostumbrado al espectáculo surrealista de globos gigantes de dibujos animados flotando por Central Park West en celebración de esa fiesta de todo el país.
Viviendo en Oxford todos aquellos años, descubrí que Acción de Gracias me producía sentimientos muy intensos de nostalgia y añoranza del hogar, empeorados por el hecho que el cuarto jueves de cada noviembre por lo general me pasaba todo el día impartiendo clase, y al menos uno de mis estudiantes era americano y los dos nos mirábamos reconociendo que nos sentíamos fuera de lugar y se establecía una tensa solidaridad a causa de la celebración que ambos echábamos de menos, o, si no había más americanos, algún considerado estudiante británico solía desearme un feliz día de Acción de Gracias al final de la tutoría y me preguntaba si iría a cenar fuera. A veces dedicaba parte de mis lecciones de ese día a los orígenes de la celebración. Acción de Gracias, del que se tiene constancia en inglés por primera vez en 1533, en una cita de Tyndale, leía de mi OED: thankes giuying, y luego, dos años más tarde, en una traducción de la Biblia thankesgeuynge. El Libro de Oración Común, 1552, y más adelante el término lo utilizó Shakespeare, Trabajos de amor perdidos, 1598, antes de que los peregrinos tuvieran el suyo en 1621. Lincoln lo convirtió en fiesta de ámbito nacional. Un par de colleges, aunque no el mío, se tomaban la molestia de atender a los nostálgicos anhelos de sus miembros americanos y servir un sucedáneo de cena con pavo. Asistí a esos banquetes media docena de ocasiones, pero siempre me pareció que en lugar de mitigar mi nostalgia, la agudizaban. Rodeado de tantos británicos (a muchos de los cuales todo el asunto no dejaba de parecerles un tanto ridículo, y se burlaban de cualquier tradición, festividad o forma de hablar que hubiera aparecido en este continente), me proponía renunciar a asistir a esas reuniones en el futuro y declinar invitaciones similares al año siguiente, sólo para descubrir que la experiencia de estar solo en Inglaterra y pasar el día sin ningún reconocimiento de la festividad era todavía peor que una celebración imperfecta. En cierto sentido, no podía haber nada más típico de Acción de Gracias que un día decepcionante, o sólo de una alegría parcial, una fiesta en la que alguien del grupo te saca de tus casillas con sus chistes insultantes y su comportamiento ofensivo, pero cuya compañía estás obligado a tolerar por mor de la paz general, o porque es el nuevo novio de tu hermana o el marido de tu hija o, como en Oxford, tu colega superior que ejerce un tipo diferente de poder sobre tu vida. Después de todo, se trataba de una festividad oficializada en una época de guerra civil, una ocasión digna que tenía que ver, tal vez en su impulso filosófico más amplio, con acercar a bandos enfrentados en un conflicto doméstico y dejar que mantuvieran un alto el fuego el tiempo necesario para cortar el pan y desmembrar, parte por parte, a un ave muerta, una tradición festiva justificada en agradecer que hubieran salido adelante las primeras tentativas colonizadoras de los recién llegados.
Éste era mi primer día de Acción de Gracias en Estados Unidos, y una parte de mí habría preferido pasarlo sólo con la familia, llevar a Meredith y a Peter a casa de mi madre, o incluso ir a la casa de los padres de Peter en East Hampton (a ellos, como a mi madre, se les esperaba más tarde ese día), en lugar de sentirme como un gruñón y un paranoico en un salón lleno de gente tan interesada en relacionarse con contactos comerciales potenciales como en ver el desfile callejero y disfrutar del champán y los rollitos de canela que circulaban por la casa como si hubiera una reserva inacabable de ambos. No quería vivir en un mundo de caprichosa abundancia económica, de abundancia afirmada en una creencia de que nada podía agotarse siempre que hubiera alguien con el deseo suficiente. Mis propios padres, hijos de la Gran Depresión, se criaron con una percepción de la escasez de los bienes que los convirtió en frugales y prácticos, a veces tanto que me sacaban de quicio, pero también sabían disfrutar de lo bueno, y apreciaban los grandes y pequeños regalos de la vida con un placer genuino. Contemplando el salón de Meredith y Peter, se veía, sin duda, una sensación de placer, pero de una clase que surgía de las expectativas de que esos lujos siempre estaban al alcance. Y ahí estaba Michael Ramsey, sirviéndose más comida y bebida, charlando con Peter, riéndose ambos como si fueran viejos amigos, íntimos amigos, aunque la mayoría de esta gente ya se había acelerado y todos los que se encontraban eran potencialmente un viejo amigo, alguien que habrían conocido desde siempre si hubieran tenido la ocasión, siempre, claro, que la persona mereciera ser conocida o pudiera ofrecer algo a cambio de la amistad.
Estaba a punto de explicarle a mi hija porque me sentía tan paranoico cuando llegó Susan. Meredith se acercó a saludar a su madre y vi en el leve temblor de la mano de mi hija lo nerviosa que la ponía que sus padres se vieran por primera vez desde la boda, aunque nuestro divorcio había sido en buena medida amistoso. En la propia boda nos habíamos mostrado —o eso quería creer por entonces— bastante cercanos, como si mi exmujer y yo imagináramos que una reconciliación más seria pudiera ser posible, y que algún día incluso nos planteáramos volver a estar juntos. Tuve que recordarme que yo había acudido allí más por Meredith que por cualquier otro, que el mundo no giraba a mi alrededor, y que a los veinticinco todavía puedes sentir que eres el centro del mundo y que todos los actos y relaciones en tu vida tienen en última instancia que ver contigo. Meredith quería que yo estuviera allí, de eso estoy seguro, para apoyarla ante su madre, así que me aferré a mi hija en la creencia parcial de que la estaba apoyando con mi presencia, aunque sabía, viéndolo desde más distancia, que no podría soportar moverme por allí solo, arriesgarme a pasar otro momento a solas con el extraño señor Ramsey. Entonces, en una de esas carambolas de las reuniones sociales, me vi apartado de Meredith y situado al lado de Susan, que apenas ha envejecido en los años transcurridos desde nuestra ruptura, que me miraba directamente a los ojos como si acabara de cumplir los cuarenta.
—¿Dónde está tu encantadora madre, Jeremy?
—Han mandado un coche a recogerla en Rhinebeck. No llegará hasta después de mediodía.
—Qué pena. Se perderá los globos de animales.
—Ya sabes que mi madre detesta los desfiles.
—¿Sigue cultivando su misantropía?
—Con tanto esmero como sus violetas africanas.
—Sería mucho más feliz si quisiera que la gente le cayera bien.
—Tú siempre le caíste bien.
—Pero yo me porté como una cabrona con ella.
—Ella pensaba que eso significaba que la respetabas.
—Ya sabes que siempre he sido muy mezquina con la gente que me daba miedo.
Mientras nos sonreíamos, sentí durante un instante que la década anterior no había existido y que cuando saliéramos de la fiesta nos iríamos a casa, al mismo apartamento en la planta alta de una casa de piedra arenisca remodelada en la calle Setenta y cinco y cuando me acostara esa noche, lleno y saciado, me iría a la cama con Susan, y no habría nada raro en eso, ninguna reanudación de lo que había existido en el pasado, sino una continuación de lo que siempre había sido, como si la década que había vivido en Oxford fuera tan sólo una pasajera sucesión de alucinaciones, una visión amontonada sobre otra, desplegándose todas en el curso de una única noche neoyorquina.
Sin embargo, sabía que Susan se sentía bien con su vida tal como era y no tenía la menor intención de volver conmigo. Puede que estuviera paranoico, pero no me hacía falsas ilusiones. Ella bebía una taza de café y me fijé en sus labios frunciéndose para absorber el líquido caliente, cuidando que no goteara, y una pequeña mancha de lápiz de labios cobrizo se quedó en la porcelana blanca como si la taza fuera una piel blanda e impresionable. Dejó de recorrer el salón con la mirada y nos miramos el uno al otro como no nos habíamos mirado desde hacía más de quince años, desde que, durante los últimos meses de nuestra vida en común, ella apartaba la mirada cada vez que yo la miraba demasiado fijamente, como si temiera mi examen, o como si la experiencia de que la observara su marido le resultara dolorosa en lugar de agradable. Sin embargo, ahora, sonreía y reaccionaba con calidez, bajo mi mirada y fue esa respuesta, su evidente comodidad en mi compañía, lo que permitió que mi mente vagara y se imaginara cómo sería vivir con ella de nuevo, hacer nuestras vidas mucho menos complicadas de lo que lo habían sido desde mi partida.
—Me alegro de que hayas vuelto, Jeremy.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, me alegro de que estés aquí. Te hemos echado de menos. —Me dio un puñetazo en el brazo como siempre había hecho, con más fuerza de la que ella creía, y el leve dolor del impacto me resultó tan familiar y bienvenido como su cara que no envejecía. Ésta, pensé, es una persona en la que puedo confiar, sin importar el tiempo que pase, siempre podré recurrir a ella, aunque ya no vivamos juntos, ella escuchará mis miedos y alucinaciones y paranoias y sabrá exactamente qué decir para calmarme gracias a los muchos años que hemos pasado juntos y las muchas horas dedicadas a aprender los hábitos mentales del otro, de manera que ahora se necesita decir muy poco para reencontrar el camino de vuelta al territorio que compartíamos y que —me pareció entonces, en el apartamento de nuestra hija— empezaba a ampliar de nuevo los límites de mi cordura, a hacer que la frontera retrocediese a una distancia remota y casi inalcanzable, porque Susan me ha dado la impresión siempre, desde que nos conocimos como estudiantes en Princeton, de contarse entre las personas más cuerdas que conozco, pese a su decisión de poner fin a nuestro matrimonio, que por entonces me pareció un acto de locura o, como mínimo, un arrebato de violencia apasionada. Hasta el momento en que empezó a desviar la mirada cada vez que yo ponía los ojos en ella, yo había estado convencido de que compartíamos una vida perfecta porque no nos ocultábamos casi nada, o porque creía, equivocadamente como se comprobó, que ella sabía todo lo que importaba sobre mí y que yo sabía otro tanto sobre ella.
—¿Estás con alguien ahora? —pregunté.
—No, ahora no. No desde antes de la boda. Ya me conoces.
—Selectiva.
—Muy selectiva. —Sacudió la cabeza y bajó la mirada a la taza de porcelana con el borde manchado de pintalabios, removió los posos y se acabó el café—. ¿Y tú? ¿Has encontrado a alguien?
—Ahora no, ya no.
—Pero ¿lo hubo?
—En Oxford. Algunas aventuras, y una que duró más. Más seria.
—Pero acabó.
—Sí, eso creo, aunque todavía puede haber una recaída, o algo así, no sé. Preferiría no…
—Lo siento. Debe de haber sido…
—No es culpa tuya. No era nada.
—Eso parece una mentira.
—Sí, lo es. Fue algo importante. Y yo fui estúpido.
—Dios, sí que suenas británico…
—No me digas eso. No he cambiado, no en lo esencial.
—Pobre Jer.
—Por favor, Susan, nada de compasión.
—¿Qué te pasa? Pareces…
—Yo… —En ese momento estuve a punto de contarle a Susan lo que había pasado los días anteriores, creyendo que ella podía aportar alguna idea al respecto, o al menos podría compartir mi preocupación, pero entonces vi a Michael Ramsey acercándose por el salón y sentí que no podía decir nada mientras estuviéramos tan cerca de él. Llevaba una camisa blanca de botones y un suéter negro, de forma que por detrás podría habérsele tomado por un sacerdote peculiarmente moderno—. ¿Conoces a ese hombre? —le pregunté a Susan en voz baja, haciendo un gesto con la cabeza hacia Ramsey, con la esperanza de que me ofreciera el tranquilizador comentario de que no era más que un gilipollas inofensivo amigo de Peter, otro jovencito de fraternidad universitaria que vivía de los fideicomisos familiares, con demasiado tiempo libre, pero sin nada raro. Pero ella se limitó a negar con la cabeza y frunció el ceño como si la mera visión del señor Ramsey dejara mal sabor de boca.
—Lo he visto, pero la verdad es que no conozco a nadie de aquí, salvo a Peter, Meredith y a ti. Me parece reconocer a algunos de la boda, pero nadie mostró demasiado interés por mí entonces, y no creo que les interese hoy tampoco.
—¿Así que no sabes quién es?
Negó con la cabeza.
—¿Quién es?
—Un amigo de Peter. Me lo he encontrado dos veces estos últimos días, el sábado, en el Village, y luego de camino hacia aquí. Supongo que toparme con él viniendo al apartamento no es lo mismo, pero me pareció una extraña coincidencia.
—¿Qué quieres decir, que te seguía?
—¿Te suena descabellado?
Susan se encogió de hombros. Habría preferido que no se encogiera de hombros sino que me hubiera dicho que era algo totalmente descabellado tener esas paranoias sobre el amigo de nuestro yerno, o que al menos hubiese sido más despectiva, menos ambigua, menos dispuesta a dar pábulo a la posible cordura de mi paranoia. Es horrible imaginar que lo que parecen ilusiones paranoicas podrían ser reales, que sospechar que te siguen, monitorizan y manipulan es, de hecho, la máxima expresión de lucidez, tal vez incluso la definición misma de cordura en el mundo de hoy. Lo que es descabellado es imaginar que vivimos vidas privadas, o que todavía siga siendo siquiera posible una vida privada, y esto no sólo es cierto para aquellos de nosotros que vivimos nuestra condena en el mundo desarrollado, sino para todos en todas partes, salvo, quizá, para quienes se ocultan en el subsuelo, porque los satélites que hemos lanzado al espacio y los aviones, tripulados o no, que patrullan el aire sobre la tierra, nos observan desde las alturas, obteniendo imágenes delicadamente detalladas de todas nuestras vidas, vigilándonos, o tal vez podría decirse que simplemente nos vigilamos a nosotros mismos o al menos los gobiernos que permitimos que permanezcan en el poder nos vigilan en nuestro nombre, así como las empresas que lo hacen sólo en su propio interés, incluso aunque reiteren que lo hacen como un servicio público que afirman proveer, y que utilizamos, a menudo gratuitamente, sin pagar nada por ver las imágenes de satélite de los patios traseros y las azoteas de nuestros vecinos o las vistas desde la calle de sus fachadas con sus puertas y ventanas, intercambiando este libre acceso a todo el conocimiento del mundo por el registro que hacen esas empresas de nuestros hábitos y actividades, convirtiéndonos en susceptibles no sólo de la recolección de estos datos y su potencial monetización, es decir, su venta a otras entidades que recolectan sus propios datos sobre nosotros, sino también de que nos bombardeen con publicidad que, por más que luchemos contra ella, inserta sus mensajes en lo más profundo de nuestros pensamientos, influyéndonos de una forma u otra, así que, aunque insista en que no soy receptivo a la publicidad de establecimientos de comida rápida donde no he puesto el pie desde que era adolescente, sin embargo, y pese al hecho de que ya no como carne, miro esas hamburguesas y tengo que resistirme al deseo que esas imágenes generan.
—No creo que casi nada suene demasiado descabellado a estas alturas —dijo Susan suspirando y pasando del café al champán—. Pero no se me ocurre qué razón podría tener un amigo de Peter para seguirte, a no ser que de hecho trabaje para él, y Peter te esté controlando en nombre de Meredith a través de este intermediario, sea quien sea, pero eso parece una explicación demasiado fantasiosa, ¿no?
—O la explicación de alguien que fantasea.
—Tú lo has dicho, cariño, no yo.
Me dio una palmada en el brazo y me miró con tal comprensión, con una expresión que no había visto desde que nuestro matrimonio empezó a deshacerse, que sentí que se me humedecían los ojos y se me hacía un nudo en la garganta. El alivio de contar con esa sintonía, por poco que nos dijéramos, me permitió creer que las cosas tal vez no habrían cambiado tanto, o que el reloj había dado marcha atrás y nos encontrábamos hace quince años y estábamos dando tumbos pero veíamos cómo nuestra relación se desviaba del mapa y teníamos que corregir el rumbo y mantenerla dentro de los límites conocidos, porque el territorio desconocido de una relación es potencialmente un lugar de grave riesgo existencial. Abandonar el territorio cartografiado entre los dos puede llevar tanto a los tipos de aventuras que revitalizarán una relación moribunda como, todo lo contrario, empujar a una floreciente y más o menos feliz pareja a un lugar sembrado de peligros del que es imposible escapar, un lodazal de infelicidad, una ciénaga, un páramo de arenas movedizas y barro. No tenía la menor idea de las relaciones que Susan habría mantenido desde el final de nuestro matrimonio, del mismo modo que ella no había estado al tanto de los detalles de mis aventuras, las que tuve, y dado que nunca le había contado gran cosa a Meredith, que al principio era demasiado pequeña para hablarle de asuntos que sólo la desconcertarían y más tarde porque esperaba a ver si la relación arraigaba e iba a ser lo bastante permanente para hacerla pública, para que formara parte de la vida de mi hija, ella ni siquiera había conocido los nombres de las pocas mujeres con las que yo había compartido cama en Oxford y por eso estaba bastante seguro de que Susan tampoco los conocía, ni podría imaginar, seguramente, que soy capaz de contar esas relaciones extranjeras con los dedos de las dos manos y todavía me sobrarían dedos.
La vida que llevé en Oxford fue, durante la mayor parte del tiempo que pasé allí, aislada, una existencia de soltero en un mundo rodeado de muchos otros solteros (de ambos sexos), aunque había ocasionales relaciones de una noche, nada que durara más que unas horas o días antes de que quedara claro para ambas partes que se trataba o bien de una completa insensatez por las complicaciones profesionales (a menudo eran colegas, como Bethan) o porque esas mujeres tenían maridos, amigos, novios o amantes. Cada una de ellas utilizaba palabras distintas para describir a los hombres en cuyo territorio yo me estaba inmiscuyendo, aunque ellas habrían rechazado mi descripción de la situación en esos términos, no queriendo ser consideradas como el territorio o la propiedad de nadie más que de ellas mismas, y aunque yo respeto tal postura también comprendo la actitud de los hombres cuyas mujeres les engañaban conmigo, hombres que habrían creído que tenían cierto derecho al menos a la fidelidad de esas mujeres, aunque posiblemente no sobre ellas mismas, por más que la distinción sea a veces bastante jesuítica, la especie de sofistería que aprendí a valorar en lo que empecé a tomar como el intelecto de Oxford, el razonamiento de infinita sutileza que muy a menudo podía forzar la lógica hasta el egoísmo o, con muy poca nobleza más, hasta la autodefensa.
Hubo un par de ocasiones, tal vez más, en que mi implicación con estas por lo demás comprometidas mujeres de Oxford se volvió bastante dolorosa para mí, para ellas y para sus maridos o amigos. No es que me sintiera impotente ante mi propio deseo, aunque uno de los maridos en concreto se creyera obligado a intervenir porque su mujer amenazaba con dejarle por mí, pese a que ella no me había preguntado nunca si yo estaba interesado en una relación permanente. El pobre hombre se presentó, con el sombrero en la mano, bastante atribulado, ante mi puerta en Divinity Road, y me rogó que rompiera la relación tras no haber podido convencer a su mujer de que lo hiciera ella. Le hice pasar a casa y nos sentamos en el salón donde le serví una copa. Distando mucho de mostrarse agresivo o a la defensiva, ese hombre, Bryan, un medievalista que se mordía las uñas, casi se echó a llorar, y me contó que su esposa, Anne, una de mis colegas de Historia, le amenazaba con coger a los niños e irse a vivir conmigo. No podía imaginarme nada peor que tener que compartir mi vida con los hijos y la mujer de Bryan y las espantosas complicaciones de una situación como ésa, así que rápidamente cogí el teléfono y le dije a Anne que lo nuestro tenía que acabar. Ella quedó tan desolada que el presidente del consejo de la facultad me pidió que intentara controlarme, de un modo que insinuaba que yo era culpable, cuando en realidad había sido Anne la que había dado el primer paso, tras una celebración en su propio college, a la que asistí, por casualidad, invitado por otro de sus colegas. Tras oscurecer en una de esas extraordinarias noches primaverales de Oxford cuando el verano parece transpirar ya sus aires cálidos por los ríos y la hierba muy crecida del Christ Church Meadow, Anne y yo nos quedamos solos en el Fellow’s Garden del college, o al menos yo sentía que estábamos solos en la oscuridad, en un rincón, hablando de Foucault o al menos manteniendo el tipo de inane conversación filosófica que alimenta un vino excelente, un oporto incomparable y el romance de los años de declive apenas impedido por el dinero que rodea y anima esos encuentros, cuando ella alargó una mano en la oscuridad y la apoyó en el lado izquierdo de mi pecho, apretando para percibir el latido del corazón por debajo de la ropa, la piel y las costillas. Durante un instante creí que había apoyado la mano intentando no perder el equilibrio, porque me había dado la impresión de que se tambaleaba, pero entonces se inclinó y, como era más alta que yo y, sospecho, también un poco más fuerte, me empujó hacia un muro de piedra arenisca y con sus labios y lengua hizo palanca para abrirme la boca. Ni se me habría pasado por la cabeza que nuestro precipitado lío en aquel jardín, o los polvos posteriores en sus alojamientos en el college, o el fin de semana que pasó en mi casa cuando Bryan se había llevado a los niños a casa de sus padres en Stoney Middleton, la llevaría a desarrollar una fantasía sobre una nueva vida conmigo.
Anne y Bryan —fastidiosos como fueron, además de una lección para no liarme nunca con colegas— no podían haber sido la razón por la que nadie quisiera prestar tanta atención a mi vida, ni tampoco el romance frustrado con Bethan durante mi primer año en Oxford, ni, esperaba, mis discusiones enteramente profesionales con estudiantes como Jayanti, que amenazó con suicidarse y causó problemas sin motivo alguno y que nunca fue, eso creo ahora, seria en sus amenazas, realizadas tan sólo para aterrorizarme. No, tenía la certidumbre —y sigo convencido incluso ahora, mientras escribo estas páginas, dirigidas a mis herederos, tal vez, si tienen la ocasión de leerlas, o tal vez sacadas a la luz algún día en mi defensa ante un tribunal público o clandestino— de que ninguna de esas personas era el motivo de la intensa vigilancia de mis actividades totalmente inocentes.
Sé que la razón, o al menos lo sospecho, o tengo una sombra de sospecha, tan fugaz como la cara que sigo viendo en la disposición del texto en una página, entre los velos oscuros de los últimos momentos de inconsciencia antes de despertar cada mañana. Aquella mañana de Acción de Gracias, hablando con Susan, observando a Michael Ramsey y recordando mis años en Oxford, tendría que haber empezado a darme cuenta de que no se trataba de algo concreto que yo hubiera hecho, ni de una actividad única o una palabra aislada, ni siquiera de mi salida de casa para vivir en otro país, ni de mi elección de amigos y amantes, sino del despliegue envolvente del conjunto de todos esos elementos para crear una especie de destino.