El día después de Acción de Gracias, mi madre se levantó antes del alba y se puso a limpiar la cocina, aunque estaba inmaculada, mientras le echaba vistazos intermitentes a The New York Times, que ya había salido a comprar, a la vez que escuchaba la Morning Edition en la National Public Radio. Un bloguero demócrata egipcio había sido detenido y un tribunal de Alejandría había sentenciado a prisión a un grupo de mujeres y chicas que se habían manifestado, armadas sólo con globos, en apoyo del presidente islamista depuesto. No era lo que más me apetecía oír a primera hora de la mañana. No quería que me recordaran que gente que conocía —que había conocido en el pasado— podría verse afectada por sucesos tan remotos. De las noticias del mundo, la NPR pasó sin pausa a reportajes sobre el frenesí de compras del Black Friday que recorría Estados Unidos de punta a punta.
—Detesto esta locura consumista —dijo mi madre—. ¡La gente hacía colas en Macy’s por la noche! ¡Abrieron a las ocho de la tarde en Acción de Gracias! ¿Dónde vamos a parar? ¿Qué nos estamos haciendo? ¡Cualquier cosa por el todopoderoso dólar! ¿Te apetece un poco de café? Acabo de hacer una cafetera.
—No son ni las siete. Nuestro tren no sale hasta las diez.
—¡Tengo que organizarme!
—Pero si no hay nada que organizar. Ya lo tengo todo preparado.
Me encontré observando a mi madre, agobiado por si rompía un vaso o fastidiaba un método que yo creía que había perfeccionado, por ejemplo, para la preparación del café, y mientras me bebía una taza del que ella había hecho, me pareció al instante demasiado flojo y ácido y entonces monté un numerito vaciando su cafetera y preparando una nueva según mi costumbre, y cuando ella bebió una taza del mío hizo un mueca y dijo que lo prefería a su estilo.
—El tuyo es demasiado fuerte, demasiado amargo.
—Si no te gusta, no estás obligada a bebértelo.
—No seas tan quisquilloso y susceptible, Jeremy.
Sé que el tiempo que pasé en Gran Bretaña, mi parcial aculturación allí, implica que la timidez emocional que interioricé y acomodé a mi propia personalidad le parece ahora, a mi madre, una forma de rechazo o una especie de agresividad filial, pero poco puedo hacer para cambiarlo. Tal vez, con el tiempo, volveré a ser americano del modo que lo había sido antes, pero dudo que esa reversión sea posible.
A las ocho y media cogimos un taxi para Penn Station, y durante el trayecto mi madre se removió nerviosa, buscando en su monedero.
—¿Qué se te ha olvidado?
—Nada, nada.
—¿Echas algo en falta?
—No. —Tosió y quedó claro que mentía. Entonces se inclinó hacia mí y dijo en voz baja—: Ojalá hubiéramos salido media hora más temprano.
—Mamá, no pasa nada. Tenemos tiempo de sobra. Si fuera solo habría salido media hora más tarde.
Al final tuvimos que esperar en la cola durante casi una hora, tras la serpiente que formaba la gente que sabía por costumbre de qué vías es probable que salgan los trenes que suben por el Hudson, y aunque la estación ha cambiado un tanto a lo largo de los años, transmitía una sensación de familiaridad, incluso de confort, estar una vez más en el mismo lugar, comprobando por encima del hombro el panel de Salidas y escuchando el repiqueteo de las tablillas con los cambios de horarios y destinos, los anuncios que sonaban anticuados de los números de las vías y las paradas a lo largo de diversas rutas, y reparé en que, en especial la gente que iba hacia el norte de Nueva York, sobre todo los que iban más allá de Poughkeepsie, tenían más aspecto de ser del Medio Oeste que neoyorquinos, porque muy a menudo van vestidos con ropa muy pasada de moda, o, al menos no con la ropa que lleva la gente que vive en la ciudad, los hombres de negocios con sus mal ajustados pantalones caqui y sus blazers azul marino ocultando sus amplias barrigas, los desaliñados funcionarios comprobando sus smartphones y manteniendo conversaciones en voz alta, la mujer mayor que llega y pregunta si ése es el tren para Albany y luego entabla conversación con mi madre, asegurándonos que no está loca, pero «hacer cola en Penn Station me pone muy nerviosa, ya me entienden», y todos entendemos a esa anciana, que vive en Vermont y está preocupada por los terroristas sin pronunciar la palabra pero expresando el temor que tantos de nosotros hemos aprendido a reprimir en vidas que exigen viajar, pero esta mujer, esta vecina de Vermont que espera que venga a recogerla una sobrina en la estación de Rensselaer y la lleve en coche a Bennington donde ambas viven, no viene a la ciudad con frecuencia, aunque antes vivía aquí, nació y creció en Brooklyn, se pasó toda su vida profesional trabajando en Manhattan, y luego se jubiló y se fue a Vermont, justo después de los ataques, tras decidir que no quería pasarse el resto de sus días temiendo que la hicieran saltar por los aires cuando ella sólo iba a lo suyo, y toda esa historia la contó rápidamente mientras estábamos allí, «en cola», como dicen los neoyorquinos, y también explicó que había venido simplemente para pasar Acción de Gracias con su hermana y su cuñado, y eso hizo que mi madre empezara a hablar de Meredith y Peter, aunque lo hizo sin decir sus nombres ni revelar dónde vivían ni a qué se dedicaban, dado que muchas personas reconocerían quiénes eran o se interesarían por las vidas rutilantes que llevaban y esa información podría hacerles correr riesgos porque, al revelar nuestra cercanía a Peter en especial, podría considerársenos objetivos útiles para un secuestro o algo peor.
—Éste es mi hijo, es profesor en la NYU —dijo mi madre, y yo me vi obligado a saludar a la mujer de Vermont aunque ella no se presentó y prometió que no se sentaría a nuestro lado en el tren, «por si tiene miedo de no poder librarse de mí», dijo riéndose, y yo me sentí agradecido, hasta cierto punto para mi vergüenza, porque lo hubiera dicho cuando anunciaban la vía y agitamos nuestros billetes impresos al empleado de Amtrak antes de descender por la escalera mecánica y apresurarnos por el oscuro andén hacia la mitad del tren, donde ayudé a mi madre a acomodarse en uno de los asientos en la parte de delante de la fila para que pudiera estirar las piernas, como le gustaba, y luego me asomé por la ventanilla al río Hudson mientras el tren avanzaba lentamente en su esporádicamente poco fiable camino hacia el norte, a la ciudad donde yo había hecho mi inversión en estabilidad a largo plazo.
Tras dejar atrás Penn Station, entrando y saliendo de túneles que nos introducían y sacaban de la oscuridad, ofreciéndonos vislumbres del Riverside Park y luego vistas más distantes de Palisades en la otra orilla del río, un hombre que me pareció reconocer del pasado recorrió nuestro vagón. Tenía algo que me resultaba familiar —una cierta agitación en su modo de andar— sin que yo estuviera seguro de que fuera quien creía que podría ser, y durante un instante, sin que el pensamiento llegara a formarse plenamente en mi conciencia, me convencí de la posibilidad de que fuera Michael Ramsey.
Hay gente que no resulta reconocible de manera inmediata aunque la conozcas, así que si atisbas a la persona por detrás, o sólo ves una pequeña parte de su perfil, su identidad sigue siendo incierta. A esas alturas yo sólo había visto a Michael Ramsey en dos ocasiones, y aquel día después de Acción de Gracias cuando buena parte de Estados Unidos se precipitaba a los centros comerciales para comprar cantidades ingentes de regalos innecesarios, y mi madre y yo estábamos sentados en un vagón de tren, malos capitalistas que no participábamos del todo en la vida de nuestra economía, para mí era concebible, a sólo una cierta distancia de la plena conciencia, que Michael Ramsey estuviera con nosotros en ese mismo tren.
Dado que mi madre había estado cansada la noche anterior y yo no estaba del mejor de los humores esa mañana, no hablé con ella sobre las cajas de material que parecían delatar la turbadoramente intensa vigilancia a la que alguien había sometido a mi vida, al menos a mi vida hasta donde ésta se ha desarrollado por internet o por teléfono, ni tampoco mencioné mis encuentros con Michael Ramsey, ni la presencia de aquel joven en la fiesta de Meredith y Peter, una aparición que, en retrospectiva, había arruinado la fiesta que tiene más sentido para mí. Lo único que quería en el primer día de Acción de Gracias tras mi regreso a Estados Unidos era el consuelo de refugiarme con mi familia cuando el otoño se acaba y la niebla se asienta en los huecos de las Berkshires, las Catskills y las Adirondacks, las montañas jorobadas del noreste que, en octubre y noviembre, me parecen más americanas que nada en el mundo. Pero allí, en las últimas horas de la estación, había aparecido mi intruso particular como si quisiera enviarme el mensaje de que ya no estaba seguro en el país donde había nacido, insinuando que tenía razones para sentirme paranoico porque mi periodo fuera de Estados Unidos me había hecho vulnerable a dudas sobre mi lealtad y costumbres, incluso mi patriotismo, como si la traición pudiera contagiarse como un virus, adquirirse al irse de casa, una enfermedad transmitida por la exposición a largo plazo a algo no familiar.
Durante el primer año que pasé en Oxford, mientras Estados Unidos se preparaba para la guerra, me encontré discutiendo por email, insistiendo a amigos de casa que no entendían la forma en que el resto del mundo veía a nuestro país, cómo estábamos malgastando la simpatía y buena voluntad de la comunidad internacional, que el tiempo que llevaba en Oxford —por entonces apenas unos meses— ya me había «radicalizado». Utilicé la expresión sin saber que «radicalizar» se convertiría en una de las palabras clave de la gramática de la Guerra contra el Terror de Estados Unidos, cómo los medios y los políticos describirían a los sospechosos de terrorismo como gente que había sido «radicalizada», y mientras recordaba esos pensamientos en el tren que se encaminaba al norte a lo largo del Hudson, los árboles a nuestro alrededor habían perdido casi todas sus hojas y el hielo se iba endureciendo en las zonas superficiales del amplio cauce del río, tan diferente a todo lo que había visto en Gran Bretaña, me pregunté si, en la caja con las direcciones de internet que tenía en el apartamento había un enlace al email en el que me describía, hacía más de una década, como «radicalizado», y si esa descripción propia era la primera señal de alarma que habría disparado, si, por sí solo, ese comentario improvisado me manchó de rojo y puso en marcha el proceso de rastreo de todas mis comunicaciones.
¿Era posible, me preguntaba, mientras sentía el ritmo del tren y miraba a mi madre, que leía el ejemplar de The New Yorker, riéndose a gusto con los chistes, que enviaran a Stephen Jahn a buscarme a Oxford? Había dado por sentado que su presencia en el college antecedía mi llegada y que en mi primer año él simplemente había estado ausente, pero no lo sabía con seguridad, nunca había mantenido una conversación sobre Stephen con ninguno de los otros fellows. Además, se tenía la sensación de que él nunca estaba presente del todo en la vida del college, como si, de no haberlo conocido y hablado con él y no haber entablado él amistad conmigo (por amenazadoramente que fuera), su presencia no hubiera sido percibida por nadie más.
Desde la estación de Rhinecliff mi madre y yo cogimos un taxi hasta su casa, donde yo había dejado mi coche la última vez que estuve en el norte del estado, unas semanas antes, para que ella pudiera utilizarlo si lo necesitaba. De hecho ahora ya raramente conduce, viviendo lo bastante cerca del centro de Rhinebeck como para poder ir andando a ver a sus amigos o comprar comida en la tienda de productos naturales que le gusta, así que sólo conduce si necesita visitar a su médico o a uno de sus conocidos más lejanos en Hyde Park, pero yo me sentía más tranquilo sabiendo que el coche no está esperando en el garaje de mi casa vacía fuera del pueblo, en una calle tranquila y un tanto retirada dentro de la finca, con un seto alto que oculta la casa, de manera que sería sencillo para un ladrón entrar sin que le vieran desde la carretera y llevarse cuanto encontrara allí. Había decidido que iba a poner un sistema de alarma el año siguiente, y tal vez también una serie de cámaras de vigilancia activadas por el movimiento como me había recomendado Peter, lo que me permitiría monitorizar la casa desde Manhattan y, me aseguró, recibir un aviso si las cámaras se disparaban y se ponían a grabar. «Incluso te mandarán por email el vídeo que hayan grabado, para que puedas comprobar si no es nada o si hay un intruso paseándose por tu salón.» Sonaba a ciencia ficción, pero Peter insistió en que la tecnología era barata, aunque había algunas dudas acerca de la privacidad, dado que el servicio de emailimplicaba que el vídeo sería enviado por una tercera parte y no había garantías, al menos, ninguna que contara, de que «algún mamón en Bloomington no se ponga a mirar una conexión en directo de tu salón cada vez que le apetezca».
Mi madre y yo quedamos para comer el domingo. Aunque hubiera preferido disponer del fin de semana entero para mí, sin compromisos sociales, mi madre todavía disfrutaba con la novedad de mi regreso. El domingo le dejaría mi coche a última hora de la tarde e iría caminando hasta la estación, o, si hacía mal tiempo, me acercaría ella. Ese viernes me bombardeó con los cambios que había hecho desde mi última visita, aunque a mí la casa me parecía la misma desde hacía años, con todo en su sitio aunque un poco más abigarrada, llena de calendarios, tarjetas de felicitación y chismes que le habían regalado amigos y vecinos, y aunque su estilo no era el mío, me reconfortaba saber que vivía con un sentido de comunidad, que había gente que se interesaba por ella, que estaba atenta a si no recogía el correo o el periódico, si tenía las luces encendidas a una hora avanzada de la noche o si no descorría las cortinas por la mañana, gente que se pasaba para preguntar si necesitaba algo de la tienda o se ofrecía a llevarla a comer. Vivía a la vista del pueblo, en el centro de su vida social, muy cerca de su centro geográfico, a la vista a todas horas. Yo podía regresar a Manhattan sabiendo que mi madre estaría bien porque no la olvidaban ni la ignoraban.
De camino a mi casa, me detuve en el colmado de la Ruta 9 con la idea de comprar algunas cosas a fin de que, aparte de comer con mi madre al día siguiente, pudiera pasar unas cuantas horas leyendo y tal vez también pensando sobre mi pasado reciente, sobre Stephen Jahn, Fadia y Saif y la forma en que ese trío de personas habían acabado por dominar mi mundo.
La casa, al lado de una larga carretera rural al norte del pueblo, se erige en una parcela de tierra rodeada de pequeñas granjas. Mi vecino más próximo está a un kilómetro y la carretera es poco más que un camino asfaltado entre granjas, lo bastante ancha para un vehículo, así que a menudo parece más remota y apartada del mundo de lo que en realidad está.
Descargué la comida en el cuarto de la entrada y me tranquilicé al encontrar la casa en condiciones. Mientras observaba cómo bajaba la puerta del garaje y la luz grisácea de la tarde daba paso al resplandor blanco de las lámparas, sentí de nuevo la calma tras los sucesos de la semana y también alivio al ver que podía retirarme a este tipo de espacio alejado de la ciudad, de los estudiantes y colegas, incluso alejado de Meredith y Peter, porque lo percibía como el sitio de un futuro retiro, una muestra de cómo sería mi vejez, aunque a diferencia de mi madre, no me imaginaba situándome en el centro de ninguna comunidad.
Pase lo que pase en mi propio caso, ahora más incierto que nunca, siempre he pensado que es más probable que las ancianas sean cuidadas por amigos y vecinos que los ancianos, que, tal vez por naturaleza, están más dispuestos a ensimismarse y son menos propensos a pedir apoyo. Quizá la gente asuma que los hombres son más capaces de satisfacer sus necesidades, síntoma de un antiguo sexismo que nos hace tanto daño a los varones como, en última instancia, se lo hace también a las mujeres, al suponerse que los hombres son más capaces y por tanto puede ignorárseles, de manera que su deterioro es más rápido, mientras que las mujeres, consideradas incapaces y, por tanto, necesitadas de una atención que asume que sólo hay una forma de envejecer como es debido, al final, salen más beneficiadas de esos supuestos, o al menos es lo que uno podría pensar. O tal vez no sea así, tal vez la gente piensa lo contrario, que los hombres ni de lejos saben cómo cuidarse por sí solos en su vida doméstica, mientras se asume que las mujeres, a medida que envejecen, viven centradas en la vida doméstica, gobernando un espacio del que han sido dueñas y señoras desde hace mucho, y por tanto puede dejárselas a su aire. Lo cierto es que demasiados ancianos, hombres y mujeres, son olvidados e ignorados, y los prejuicios, en un sentido u otro, hacen mucho daño a ambos. Tal vez, prestarles un poco de atención en esos casos no sea malo.
Por ahora, me alegro de estar solo y de que me ignoren, tal vez incluso de que me olviden, aunque sé que Meredith no me olvida, y no soy anciano, estoy en la cincuentena, tal vez en el septiembre de mi vida, o, si hemos de creer en las predicciones sobre nuestra propia longevidad, hasta es posible que a principios de julio. Reconforta pensar que todavía me queda media vida por vivir, cincuenta años para reparar lo que a veces me ha salido dramáticamente mal, sobre todo en cuanto tiene que ver con mis relaciones con mujeres, y no sólo Susan y Meredith, y, en menor medida mi madre, sino también con Fadia, sobre la que tengo una profunda y penosa sensación de fracaso, no sólo de haberle fallado a ella sino de haberlo hecho rematadamente mal, sin tener muy en cuenta la complejidad de las circunstancias. Incluso en situaciones que no estaban claras sé que es posible que yo lo hubiera hecho mejor de lo que lo hice.
Ahora —sentado en este apartamento sobre Houston Street, inseguro de cuánto tiempo podré ir y venir con una sensación de libertad— hay ocasiones en que me pregunto si ya he traspasado el límite de la vida, y si esta situación actual podría ser, para el historiador, el académico, el investigador de las historias de otros en el archivo de la historia reciente, la única versión del purgatorio que podría haber merecido, una explicación de mis fracasos, registrada en espera de un público sobre cuyo carácter, identidad, composición e intenciones sólo puedo especular: las autoridades, mis herederos, algunos futuros historiadores preocupados por las formas en que esta nación ha contorsionado su mirada para verse a sí misma.
Esa tarde de viernes, la última de noviembre, la pasé acomodado en mi cálida sala de estar, mirando el césped y el jardín en el que había trabajado muy poco ese año, prometiéndome que en abril o mayo, cuando la tierra se hubiera deshelado, contrataría a alguien que preparara un jardín que requiriera el mínimo mantenimiento y poca agua, un jardín que pueda dejarse crecer sin preocuparse de las estaciones y que sea inmune a mi mirada distraída; y así, con el encantamiento de ver el jardín desapareciendo entre las sombras y mi propio reflejo volviéndose más nítido en las ventanas por las que miraba, encendí las luces para no quedarme a oscuras, y me puse a leer, saltando entre El expediente de mi antiguo colega Timothy Garton Ash y Top Secret de Simon Menner, que me produjo escalofríos con sus imágenes de polaroid de la gente que había sido sometida a vigilancia. Al final del libro de Menner, una serie de fotografías muestran al jefe de la Unidad de Vigilancia Telefónica de la Stasi con su traje gris, apoyando una rodilla en el suelo mientras le dan un golpecito en el hombro con la hoja de una espada y le conceden un colgante ornamental que representa un aparato de teléfono rojo. Los honores de la vigilancia, el premio secreto del espía. ¿Serían mis propios vigilantes condecorados del mismo modo?
Cuando me di cuenta de que me estaba adormilando, encendí la televisión, intentando sumirme en uno de esos estados de ánimo irreflexivos en que la mente puede descansar con vidas y preocupaciones ajenas a las propias. No debí de encontrar nada que me distrajera lo suficiente porque no dejaba de darle vueltas a los sucesos de la semana, intentando separar el hecho de la vigilancia a la que estaba siendo sometido (Dios mío ¡alguien me está observando a todas horas!) de la intención (¿por qué iba alguien a seguir mis pasos tan de cerca?) y de la propia revelación (¿quién querría que supiera de esta vigilancia y por qué?).
Casi había llegado a aceptar el hecho de la vigilancia, y tenía la sensación, ahora, de que hiciera lo que hiciese, fuera donde fuese, si lo hacía de modos que pudieran ser rastreados (software de reconocimiento facial, rastros de movimientos financieros, incluso mi MetroCard, por no mencionar mi actividad online y telefónica), alguien estaría recolectando los datos aunque no fueran necesariamente analizados en busca de patrones de comportamiento o indicios de que pudiera considerárseme, en algún absurdo sentido, como una amenaza para la seguridad nacional. Cogí el teléfono fijo y le hablé a la señal de llamada, o a quienquiera que pudiera estar escuchando, insistiéndole, y también a mí mismo, en que «No he hecho nada malo, soy una persona inocente, sin tacha, un profesor de Historia de una respetable universidad de una de las mayores ciudades del mundo. ¿Por qué debería preocuparme que el gobierno monitorice mis hábitos, comunicaciones personales y transacciones financieras si no tengo nada que ocultar? Hace no mucho, un estudiante me dijo que la privacidad es para los delincuentes, que sólo a un criminal se le ocurriría exigir la privacidad de sus comunicaciones. No soy ningún criminal, pero aun así, exijo privacidad. Exijo el derecho a que me dejen en paz, a que se olviden de mí, a ser alguien insignificante».
Por descontado, yo sabía que lo sucedido tenía que ver con la gente que había conocido en Oxford, y tal vez también con lo que había leído online o había escrito sin pensar en emails o había dicho por teléfono durante el curso de la última década. En los dos días siguientes, empezaría a ver estas razones con creciente claridad, como las veo ahora, o a sospechar que las veo, independientemente de la excepcionalidad de todo lo que ha sucedido. Pero en aquel momento, el último viernes de noviembre, escapaba a mi capacidad de análisis o a mi imaginación adivinar quién querría que yo fuera consciente de la vigilancia o por qué se arriesgaría a alertarme de esa intrusión.
Mi primera idea fue que tenía que estar directamente relacionado con alguien que ya me conocía, como Stephen Jahn, que sabía cómo acceder a mis registros y quería hacerme el favor de avisarme de que no tenía garantizada mi privacidad, como si él comprendiera mi sensación de vulnerabilidad ante estas cuestiones. No, ése no es el modo más preciso de expresarlo. Más bien, como si él comprendiera que siento una neurosis especial con respecto a la privacidad, una neurosis que, al mejor estilo freudiano, se arraigó en mi infancia, en relación con mi padre. ¿Es éste, me pregunto, el tipo de trauma en el que podía estar pensando la doctora Sebastian?
Aunque lo quería de verdad, mi padre tenía un sentido de la privacidad completamente distinto del mío, tal vez porque había crecido pobre en una granja, el hijo del medio de siete hermanos, tan pobre que compartía cama con sus dos hermanos mayores y debía de haberse acostumbrado desde la más tierna infancia a no tener la menor intimidad. Sin embargo, yo crecí con mi propia cama en mi propia habitación. Aunque no era estrictamente mío, había un baño familiar (uno de los cuatro de la casa), que yo utilizaba por costumbre, donde me bañaba y duchaba, me cepillaba los dientes por la mañana y por la noche, cagaba y meaba y, en mi adolescencia, me masturbaba. Mi padre no había disfrutado de niño de una privacidad semejante. Su cuerpo era observado por sus hermanos, cuando cagaba o meaba era asunto de toda la familia, del mismo modo que cuando cagaban o meaban los demás también era asunto suyo, pues no disponían más que de un retrete exterior durante los primeros años de su vida, y sólo más adelante llegaron las cañerías al interior, y con ellas una competición por acceder al cuarto de baño que implicaba que el uso sin interrupciones de la instalación por una persona fuera muy raro.
A causa de esta diferencia en nuestra percepción de lo que significaba la privacidad, cuando yo era pequeño mi padre entraba en el cuarto de baño sin llamar, incluso cuando la puerta estaba cerrada, incluso cuando yo estaba sentado en el retrete, y sin la menor sensación por su parte, al principio, de que fuera algo raro o que podría molestarme hasta que empecé a cerrar con el pestillo la puerta del lavabo cada vez que entraba. Por extraño que parezca, en lugar de comprender lo que pasaba, el que yo quisiera cagar y mear sin preocuparme por si la puerta se abriría durante estas actividades tan íntimas, mi padre se enfadó y exigió que no cerrara la puerta porque, insistió, «no había secretos en nuestra casa». Ahí se abrió un periodo de negociaciones iniciado por mi madre y al final mi padre cedió y yo pude cerrar la puerta del baño, satisfecho de que, cuando me encontraba en mi momento más vulnerable, nadie irrumpiera de repente y me molestara. En todo eso, ni que decir tiene, había un gran elemento de vergüenza corporal. Esas intrusiones coincidieron con mi deseo de no querer que mis padres me vieran desnudo, pero, mientras que mi madre parecía entenderlo instintivamente, para mi padre siguió siendo algo casi incomprensible. Su propio padre y sus hermanos lo habían visto habitualmente desnudo hasta, sospecho, muy avanzada su adolescencia. La consecuencia psicológica para mí fue duradera, por no decir permanente, de manera que cada vez que utilizo un lavabo público, me siento obligado a cerciorarme de que la puerta del cubículo se cerrará, o, de ser una pieza única, ver si la puerta al resto del establecimiento cierra bien. De forma similar, al visitar a amigos, a menudo me agobio pensando si la puerta del lavabo cerrará o no, y cuando no hay pestillo he llegado a hacer verdaderas tonterías para asegurarme de que la gente se entere de que voy a usar el lavabo, y si me encuentro en el retrete de un lavabo sin cerrar y oigo movimiento al otro lado de la puerta, toseré o carraspearé ruidosamente para que a la persona que pase por delante no le quepa la menor duda de que está ocupado. Un hombre más equilibrado no le daría mayor importancia, dado que lo que hace un hombre en un lavabo es lo mismo que hacen todos los hombres y mujeres, con las pequeñas variaciones que se quiera de costumbres y biología, pero esta neurosis sobre la privacidad en el aseo tiene que ver, en última instancia, con la vergüenza y el pudor; mientras que mi padre no tenía sentido de la vergüenza corporal ni una percepción natural de la privacidad (al menos en el ámbito doméstico), mi madre era, y sigue siendo, una mujer muy pudorosa a la que no le vi los hombros descubiertos hasta que era adolescente y los tres fuimos de vacaciones a Florida. Hasta entonces ni siquiera la había visto en bañador y me sorprendió, cuando llegó la ocasión, verla embutirse en uno, dolida por tener que exponer incluso aquellos púdicos fragmentos de piel.
¿Era posible, me pregunté, que la persona que me había puesto sobre aviso de que estaba siendo vigilado supiera algo de mi neurosis en ese aspecto? De ser así, tenía que tratarse de alguien que me conocía lo bastante para haber observado mi comportamiento o haber estado presente cuando, por ejemplo, daba clases sobre la vigilancia en Alemania Oriental, siendo aparentemente mi especialidad lo más revelador sobre mí. El que alguien opte por centrar su vida profesional en la historia de la vigilancia en un país concreto seguramente indica que podría estar obsesionado por las nociones de vigilancia y privacidad más de lo normal. Por descontado, se me ocurrió —más tarde, quizá, de lo que habría debido— que cualquiera podría descubrir mi neurosis sobre la privacidad simplemente examinando mi historial académico, accesible para cualquiera online en la página web del departamento, en varios sitios web de conferencias que había impartido, en los catálogos de incontables bibliotecas donde mis libros estaban citados bajo varios temas reveladores, entre ellos, llamativamente, el de «vigilancia» en diversas formas y variados contextos, sin limitarse, por supuesto, a Alemania Oriental, es decir, que podría ser considerado no sólo un neurótico de la vigilancia sino uno de los mayores expertos mundiales en el tema, y pese a todo, no se trata, en modo alguno, de un elemento neurálgico de mi mundo mental. No ando por ahí dándomelas de experto en vigilancia, sino más bien como un historiador de la Europa del siglo XX y, en menor medida, como un teórico político o, incluso, un filósofo. Sin embargo, sentado en mi salón de las afueras de Rhinebeck una fría tarde de noviembre que había dado paso a una noche aún más fría, tenía que reconocer que si alguien quería decir algo sobre la vigilancia gubernamental yo me contaba, en cierto sentido, entre las personas más útiles con las que debería contactar, o a las que utilizar como víctima o convertir en ejemplo, dependiendo de cuál fuera la razón que le impulsara.
Dándole vueltas a esos pensamientos, preparé la cena y me serví una copa de vino. Acababa de sentarme para cenar y ver las noticias cuando oí el sonido de pisadas sobre la grava del camino de entrada, una persona se acercó a la casa a paso rápido y resuelto, y después sonó un timbrazo repentino. Dejé el tenedor en la bandeja, puse ésta en el suelo junto al sofá donde me había sentado y salí del salón hacia el pasillo delantero. En el recibidor aparté la cortina de la ventana contigua a la puerta de la fachada y me asomé al porche, donde había un joven moviéndose inquieto bajo la luz. Era Michael Ramsey, como siempre de negro, con la cara enjuta y aterida por el viento.
Abrí la puerta principal, pero la de tela metálica todavía se interponía entre nosotros y aunque era poco más que una endeble malla de aluminio, sabía que estaba cerrada porque siempre echaba la llave cuando me iba y todavía no había pasado por esa puerta de la fachada desde mi llegada. Ramsey fingió sorprenderse, pero es imposible que se den tres coincidencias la misma semana, sobre todo en Nueva York, y yo sabía que, dijera él lo que dijese, estaba en mi casa por alguna razón, de la misma manera que había estado en el Caffè Paradiso el sábado anterior y en casa de Meredith y Peter el día previo.
Aunque no soy propenso por naturaleza a la mala educación, y lo cierto es que mis padres me educaron con tal diligencia que me cuesta relacionarme con nadie, incluidos los dependientes y cajeras de las tiendas, sin decir algo así como «Hola, ¿cómo está?», enfrentado con el señor Ramsey por tercera vez esa semana y teniéndolo delante en las escaleras delanteras del sitio que yo había creído que era mi retiro del mundo, me vi con las reservas de buena educación repentinamente vacías y su lugar ocupado por un pozo sin fondo de ira.
—¿Qué coño quiere?
—Vaya, es…, eh, usted es el padre de Meredith. ¿Cuál es la probabilidad?
No respondí salvo alzando la ceja izquierda, que se arquea más marcada y dramáticamente que la derecha.
—Yo…, esto, me alojo en la casa al final de la carretera.
—¿Sí?
—Me he quedado sin luz.
—No me diga.
—No tengo coche y cuando he visto luces entre los árboles he pensado que tal vez, ya sabe, que tendría unas velas o una linterna que pudiera prestarme. Incluso una radio de cuerda, no sé.
—No.
—No… ¿quiere decir que no tiene nada de eso o que no me lo deja?
—No tengo ninguna de esas cosas. Y si tuviera velas no podría dejarlas dado que son unos objetos que se consumen al usarlos, no es que unas pilas o una radio o una linterna no se consuman también, pero se trata, diría yo, de un orden de uso distinto. Uno puede recibir velas, como huevos o un tazón de azúcar, con el sobreentendido de que las reemplazará o bien si ha llegado a un acuerdo con la persona que las ha proporcionado para que pueda, cuando sea ella quien se encuentre sin velas, huevos o una libra de mantequilla, llamar a la puerta del otro y pedirle lo que venga a cuento en especias, como compensación.
Ramsey parecía alucinado.
—¿Así que no le sobra una linterna? Allí está muy oscuro. Los árboles, tío, me acojonan.
—Ha venido caminando hasta aquí a oscuras. Estoy seguro de que no le pasará nada. Podrá aprovechar para dormir.
—Vamos, profesor, seguro que puede dejarme una linterna. Acabo de llegar. Me he ido de la ciudad porque quería alejarme durante el fin de semana, ya sabe, y mis amigos me dijeron que podía quedarme en su casa, pero no sé, tal vez se olvidaron de pagar la factura de la electricidad o algo así. Llego aquí y me encuentro sin electricidad ni calefacción, y esta noche hace un frío de cojones, y llevo horas intentando averiguar qué es lo que no funciona. Dijeron que la temperatura sería la misma en Rhinebeck que en la ciudad, pero, mierda, tío, hace mucho más frío cuando sales del microclima de la ciudad. ¿Se ha fijado en eso? En Manhattan siempre hace un poco más de calor que en las zonas de alrededor, supongo que es por el efecto de isla de calor o como quiera que lo llamen, con los coches, los metros y todo ese cristal, cemento y acero que produce su propio calor, no sé, un aumento de diez grados o así. Uno imaginaría que el servicio meteorológico lo tendría en cuenta, pero no, ni hablar, o sus estaciones de control están, a lo mejor, en lo más alto de los edificios y dan diferentes lecturas. Mierda, sí que hace frío aquí fuera. ¿Podría entrar y calentarme un poco antes de volver a casa?
—Es una caminata de sólo diez minutos. Entrará en calor de camino.
—Eso no es muy hospitalario.
—A lo mejor es que no soy una persona muy hospitalaria.
—Vamos, no creo que eso sea verdad, usted sólo es… no sé…
—¿Qué soy? ¿Tiene una teoría sobre mí? Ni siquiera me conoce.
—Tal vez esté un poco paranoico, profesor.
—Tal vez. Tal vez usted debería volver a la casa de sus amigos.
—Que son sus vecinos.
—Ya, sí, mire, no los conozco. No nos hemos visto. No me siento obligado a ayudar a huéspedes ajenos.
—Pero yo soy amigo de su hija.
—Yo no lo creo así, señor Ramsey. Creo que es amigo de Peter y no me parece que sea siquiera un amigo muy íntimo. Tengo la sensación de que es un remoto parásito que apareció en sus vidas porque se dio cuenta de que mi hija y mi yerno podrían ser útiles.
—Eso no es muy agradable. Vamos, hombre, ¿no puedo calentarme unos minutos? Aquella casa está helada y si no se me ocurre cómo hacer que funcione la electricidad o el gas voy a pasar una noche gélida.
—Todavía no es tarde para coger el tren de vuelta a la ciudad. Le diré lo que haré: llamaré a un taxi para que lo lleve a la estación.
—No me rindo tan fácilmente, soportaré lo que haga falta si no queda otra, sólo necesito entrar en calor.
Pese al estorbo de la puerta de tela metálica, era obvio que estaba temblando, y tal vez fuera un buen actor o tal vez tenía frío de verdad, pero, como fuese, algo en mi interior empezaba a ablandarse contra lo que me decía el instinto, así que descorrí el pestillo de la puerta y me hice a un lado mientras Michael Ramsey entraba en mi casa. Visto desde hoy es posible que yo ya lo hubiera imaginado todo de antemano y quisiera ver cómo se desplegaban los sucesos, esperando, al menos, que el dejarle pasar podría darme algunas respuestas o que él revelaría su papel en el drama que estaba desarrollándose a mi alrededor.
—Vaya, gracias, tío, se lo agradezco de verdad.
Se estremeció mientras yo arrimaba la puerta principal y la cerraba por dentro para que no pudiera marcharse sin una obstrucción momentánea, como si quisiera que él pensara que era mi rehén tanto como mi huésped.
—Mi teléfono se ha quedado sin batería y no sé si me dejaría el suyo para llamar a mis amigos y preguntarles qué pasa con la electricidad. Ni siquiera sé si están en casa, pero me dijeron que esta noche se quedarían en la ciudad y que mañana vendrían para aquí, pero, ya sabe, preferiría no pasar la noche en una casa helada si puedo evitarlo. Tiene que haber alguna explicación muy tonta, como un interruptor que hay que pulsar, yo qué sé, disyuntores o lo que sea, tal vez hubo una sobrecarga de tensión y todo se paró, pero usted no ha tenido ninguno de esos problemas cuando llegó, ¿no? ¿Vino anoche o esta mañana?
—He venido hoy, esta mañana. Todo estaba bien. La casa estaba caliente, las luces funcionaban, y siguen funcionando, como ve, así que no creo que le haya pasado nada al suministro eléctrico en esta zona. No creo que se haya estropeado un transformador. Si hay algún problema, debe de ser en casa de sus amigos. Por cierto, ¿cómo se llaman?
—Phil y Sara Applegate.
Los nombres me sonaron improbables, pero asentí.
—Compraron la casa hará un par de años y la remodelaron de arriba abajo. A ella le gusta el diseño primitivo, ya sabe, así que es, no sé, como colonial, como entrar en el siglo XVIII o algo así, todo muy sencillo, pero, mierda, hace un frío que pela.
—A lo mejor no tienen electricidad. A lo mejor sólo utilizan lámparas de aceite y velas y calientan la casa con una estufa de leña. Hay gente así por aquí. Le sorprendería cuántos. No quieren vivir conectados a ninguna red. Excavan un pozo, cortan leña, llevan una vida bucólica. A mí me parece que debe de ser agotador.
—Sin duda. Guau. ¿Se imagina? Tendría que pasarse todo el tiempo trabajando sólo para poder calentarse.
—Una existencia más sencilla. Estilo zen o algo así.
—Es usted un tipo gracioso, profesor.
—¿Qué he dicho de gracioso?
—Estilo zen o algo así… bum, bum, redoble. Me gusta su ritmo cómico. Muy posirónico. Nunca se lo había notado antes. Bien, ¿puedo usar su teléfono?
—¿Por qué no? —Con la frente señalé el teléfono que había en el rincón del salón y Michael Ramsey se encaminó a largos pasos, vi que llevaba puesto lo que parecía su atuendo distintivo: todo negro y gris, lana, algodón y cuero, como si fuera un forastero que hubiera interiorizado algún sentido de los límites del chic de Manhattan, como alguien del Medio Oeste podría imaginar que vestiría un neoyorquino, y entonces, con un movimiento elegante, cogió el teléfono y marcó. Era delgado y elástico y volví a pensar que estaba demasiado flaco para ser saludable, que tenía el cuerpo de un yonqui o un anoréxico.
—¿Memoria fotográfica?
—Eidética. Sobre todo para los números, las direcciones y mierda así. Eh, Sara, soy Michael…
Escuché o medio escuché mientras él explicaba su descubrimiento de la casa oscura y fría de mis vecinos y su incapacidad para que la calefacción o la electricidad funcionasen y luego la revelación de que estaba llamando desde mi propia casa. A las pocas frases quedó claro que ni Sara ni Phil (más tarde confirmé que esos son, de hecho, los nombres de mis vecinos) tenían la menor idea de por qué estaba cortada la electricidad y que esperaban estuviera dispuesto a quedarse el sábado para que alguien fuera a echar un vistazo a todo y tal vez ellos mismos se repensarían si acercarse el fin de semana, lo que indicaba que o bien los Applegate eran unos gilipollas o no eran tan amigos de Michael Ramsey como él quería hacerme creer. (Todavía no he llegado al fondo de esa cuestión.) Por fin colgó el teléfono, se dio la vuelta y me vio al borde de la alfombra del salón, con los dedos de los pies rozando las borlas, una de las manos apoyada en el respaldo de una silla mientras la otra rebuscaba en el interior del bolsillo de los pantalones alguna pista sobre cómo podría abordar la situación, pero la tela no da respuestas y un bolsillo casi siempre se limita a ser meramente un bolsillo.
—Me temo que estoy jodido. ¿Está seguro de que no le sobran velas o una linterna? Mañana se las devolveré. O, quiero decir, puedo comprar otras y reemplazar lo que me haya…
Era una demostración de que estaba ante un mentiroso convincente. Parecía casi perdido, hundido por la perspectiva de pasar una noche gélida en una casa a oscuras, casi tan aterrado como lo habría estado yo ante la perspectiva de utilizar un retrete en medio de Penn Station con desconocidos pasando a mi alrededor por todas partes, golpeando mis piernas y trasero desnudos con las maletas con ruedas y riéndose disimuladamente mientras me miraban dándome la vuelta para limpiarme.
—Veré qué encuentro en la cocina. No creo que haya velas pero puede que sí una linterna.
—Gracias, cualquier cosa sería genial, no sé, incluso una linterna de bolsillo, lo que sea.
Cuando estaba a punto de salir del cuarto me di cuenta de que no quería que Michael Ramsey se quedara a solas y sin que nadie le viera en mi casa, igual que, imaginé, Stephen Jahn debía de haber sentido conmigo hacía muchos años en Oxford, cuando fui a su piso en Folly Bridge Court.
—Venga conmigo. Le prepararé un té si le apetece.
—Oh, no, no pasa nada. Estoy bien, no quiero molestarle más.
—No es ninguna molestia. Venga, prepararé una tetera.
Me quedé en el vestíbulo entre el salón y el pasillo que llevaba a la cocina, dejando claro por mi posición que no iba a ir a ninguna parte sin él. Arrastró los pies por la alfombra, casi tropezándose. Quería decirle que levantara los pies y tuviera cuidado pero me limité a sonreír, apartándome para que entrara el primero en la cocina. Al hacerlo, imaginé que lo empujaba escaleras abajo hasta el sótano, que quedaba delante, con la puerta de las escaleras abierta, y el sótano a oscuras, y si lo empujaba ahí abajo, como sospechaba que no me costaría mucho dada su delgada complexión, casi con toda seguridad moriría. Me quité la idea de la cabeza y lo seguí a la cocina, donde las luces todavía estaban encendidas, dejando mi cena en la bandeja del salón y la televisión parpadeando en silencio.
Michael se quedó en medio de la cocina, mirando la estufa y la botella de vino abierta, las alacenas llenas de platos, tazas y vasos, el cajón que había dejado abierto, cargado con una cubertería bañada en plata de segunda mano, comprada en un mercadillo en Hudson.
—Huele bien, tío, ¿lo ha cocinado usted?
—¿Ha comido? —pregunté, sintiendo de repente el poder que implicaba fingirse hospitalario. La mala educación limita. A veces una falsa hospitalidad puede ser más peligrosa, como sabe todo lector de cuentos de hadas. La casa del desconocido en el bosque que de golpe se abre y está bien surtida, con la mesa bien servida de la anciana que sonríe y ofrece una silla junto a su chimenea, el anciano que te sirve un vaso de grog y te cuenta su historia, toda esa gente quiere tu vida, como poco, por no decir tu alma inmortal, porque pueden ser demonios disfrazados, Satán en la piel de un hombre, una bruja con la peluca de una vieja.
—No, pero es muy amable por su parte…
—No le estaba invitando necesariamente.
—Oh, lo siento, me pareció…
—Era una broma. ¿Ha comido?
—No, pero como le he dicho…
—No es ninguna molestia. Tengo mucha comida. Usted tiene una casa sin calefacción ni electricidad. Como dice, es una noche fría. No tiene coche. Conoce a mi hija y a mi yerno, y la costumbre, como me ha recordado, dice que debo ser hospitalario. —Saqué un plato de la alacena y serví un montón de pasta y un poco de ensalada y pan de ajo, luego llené una copa de vino tinto y sonreí al señor Ramsey de un modo que esperaba que dejara claro que no me apetecía hacer lo que estaba haciendo, pero asumía que era lo único que podía hacer humanamente, o puede que fuera lo más humano que podría haber hecho aparte de invitarle a pasar la noche, algo que no tenía la menor intención de proponerle. Puse el plato en una bandeja y se la pasé, cogí la copa de vino y lo conduje al salón, donde volví a sentarme en el sofá y le hice un gesto para que se sentara en una de las sillas de madera de respaldo duro que había comprado en el mismo mercadillo en Hudson donde había adquirido la cubertería de la casa a una pareja de jóvenes homosexuales ambiciosos que intentaban transformar otro rincón de la pobreza rural en una tierra de antigüedades y quesos artesanos.
—Tiene una pinta estupenda, gracias —dijo y por primera vez creí que él podría estar angustiado o se replanteaba la sensatez de haber aceptado mi comida con el riesgo de llevarse a la boca algo que yo hubiera preparado, aunque debió de darse cuenta de que no había tenido ninguna oportunidad de envenenar lo que comía a no ser que lo hubiera hecho por adelantado.
Cogí mi propio plato, con la pasta ya fría, y me llevé a la boca un tenedor cargado de penne con salsa de tomate, bien surtido de berenjena y ajo. Después de habérmelo tragado, él también comió, dio un sorbo de vino, mordisqueó el pan de ajo y a la vez pareció de golpe agotado y aliviado. Seguimos comiendo en silencio y mientras comía, el señor Ramsey parecía volverse aún más delgado y más joven, más infantil, vulnerable, de manera que, lejos de echarle treinta y pocos, que era la edad que suponía que tendría, a mis ojos se convirtió en alguien con la mitad de esos años, y aunque él conocía a mi hija y a mi yerno, y nos habíamos visto dos veces antes, me sorprendió la rareza de tener a este joven visitante de aspecto tan inmaduro sentado en mi salón comiendo mi comida, entrometiéndose en mi privacidad tras haberse fijado, a través del casi kilómetro de bosque que separaba la casa donde se alojaba de mi propia finca, en las luces de mi casa por la noche. Eso significaba que había estado buscando una solución, o tal vez no hubiera ninguna, y él sabía desde el principio que yo iba a venir aquí, y entonces se me ocurrió que tal vez ni siquiera se alojaba con mis vecinos sino que había llegado al pueblo en taxi, que podría haberlo dejado a un kilómetro de manera que yo no hubiera visto las luces, y luego habría caminado a oscuras con aquel frío hasta llegar ante mi puerta con esa historia de que se alojaba en la casa de mis vecinos cuando en realidad podría tratarse de un disparate tan fabuloso como si yo le dijera que me había acostado una vez con una princesa egipcia.
—Peter me dijo que usted vivió en Inglaterra.
—Así es. Durante más de una década.
—¿Por qué ha regresado?
—Mi hija vive aquí. Y la NYU me hizo una oferta que no podía rechazar.
—¿Más dinero?
—Considerablemente más. Y menos trabajo.
—Qué bien —dijo, con el tono en que lo pronuncia su generación, alargando la palabra, haciendo que sonara desagradable o incluso inmoral, como una victoria no del todo justificada o un ascenso conseguido mediante un favor menos que imparcial, como si tanto la NYU como yo nos hubiéramos visto comprometidos por la oferta hecha y el que yo la aceptara—. Pero Oxford es una universidad mejor, ¿no?
—Esas cosas son difíciles de cuantificar. Si mejor significa más antigua y más selectiva, entonces Oxford es mejor, ciertamente, pero, como le digo, es difícil juzgar las abstracciones de la calidad. Usted y Peter estuvieron en Harvard, ¿me equivoco?
—No, no se equivoca. Me lo pasé genial.
—¿Y antes?
Dudó un momento.
—Um, Columbia —dijo con una entonación ascendente.
—También una gran universidad.
—Sin duda, sin duda. Pero no me lo pasé tan bien.
—A veces acabamos en sitios en los que no encajamos, y puede resultar difícil salir de ellos.
—¿Lo dice por experiencia?
—Tal vez sí. O tal vez no.
—La mayoría de los americanos, ya lo sabe, dicen quizá. A mí tal vez me parece muy británico.
Sonreí viendo cómo se acababa los últimos bocados de la cena que me había preparado para mí mismo en la cantidad suficiente para que me quedaran sobras para la noche siguiente y así no tener que cocinar dos veces durante el fin de semana, aunque era igual de probable que después de haber comido con mi madre, la pasta recalentada me pareciera demasiado deprimente para cenarla. Quise pensar que Michael Ramsey me hacía un favor al consumir la mitad de la comida que había preparado para mí, y aun así, viéndolo comer con hambre pero descuidadamente, como si se tratara de algo mecánico más que de apetencia, de la necesidad simple de sustento sin prestar la menor atención al gusto ni al sabor, sin paladear la comida que había cocinado, empecé a arrepentirme no sólo de su intrusión sino también de mi deseo quijotesco de ser servicial a alguien que iba a la deriva en una fría noche rural, y de mi necesidad de ser útil e incluso, por extraño que parezca, de hacerme amigo de este joven. Dejó el tenedor en la bandeja y me miró de un modo que parecía esperar a que yo diera el siguiente paso, y como no dije nada sin dejar de mirarle, con expresión seria y en silencio, se retorció en la silla.
—Creo que tengo que irme.
—Antes de que sea demasiado tarde. —Aunque todavía era bastante temprano yo estaba ansioso por librarme de él, así que me levanté y me encaminé hacia la puerta.
—¿Así que está seguro de que no tiene una linterna?
—Se me había olvidado. Déjeme que vaya a buscar a la cocina.
Estuve a punto de dejarle solo en el salón cuando se me ocurrió que sería una insensatez suponer que podía fiarme de él siquiera por un instante. Me detuve en el umbral, me di la vuelta, lo miré por encima de la nariz al otro lado del salón.
—¿Por qué no me ayuda?
Una vez más esperé mientras él entraba en la cocina por delante de mí y se quedaba en el centro. Procurando mantenerlo siempre a la vista, fui directamente al cajón de herramientas donde guardaba una variedad de destornilladores, clavos sueltos y otros fragmentos de los desechos de una casa, y al fondo, en un hueco que permanece permanentemente a oscuras por la encimera que sobresalía y al que sólo se llega ladeando el cajón fuera de sus ruedecitas, metí la mano y palpé hasta encontrar no una sino dos linternas distintas, aunque ambas ofrecían sólo una vacilante iluminación, como si no fueran a durar más que unos pasos, ni pensar en un kilómetro por la carretera o a través del bosque, y, aunque funcionaran, Ramsey seguiría solo en una casa a oscuras, suponiendo que su historia fuera cierta. Busqué pilas en un armario, pero no di con ninguna. Tenía una antigua lámpara de petróleo en la planta de arriba, en mi habitación, que había llenado por si había apagones, pero no iba a dejársela a un desconocido. No tenía velas, así que negué con la cabeza y le dije que tendría que apañárselas con las linternas y acostarse temprano.
—Gracias, es de gran ayuda. Se las devolveré mañana.
—Sólo si consigue recuperar la electricidad.
Cuando abrí la puerta principal y una ráfaga de frío me alcanzó la cara sentí un espasmo de culpabilidad. Si Meredith se encontrara en un apuro similar en la casa de, pongamos, el padre de Michael Ramsey, si es que existe, ¿no me gustaría que la trataran más atentamente de lo que yo le estaba tratando a este joven?
—Le acercaré en coche —me ofrecí—. Tal vez pueda echarle un vistazo a los fusibles.
—No, no, no. No quiero molestarle más de lo que ya le he molestado. Pasaré bien la noche.
—¿Por qué? ¿Es que en realidad no se aloja ahí?
—No entiendo…
—Si no quiere que vaya a echar un vistazo, doy por sentado que en realidad no se aloja en casa de mis vecinos y que se ha inventado la historia para entrar en la mía, porque usted no me parece lo bastante considerado para que le importe molestarme o incordiarme más o no.
Michael Ramsey sonrió con suficiencia.
—Claro que me alojo ahí, tío. Tengo las llaves, ¿ve?
Sacó un llavero de su bolsillo, pero las llaves podrían haber sido de cualquier casa.
—Tengo curiosidad por ver si una de esas llaves abre la puerta de mis vecinos.
Descolgué mi abrigo de la percha del recibidor y le dije que me esperara en el porche. De nuevo solo en casa, cerré la puerta y busqué mi teléfono pero no lo encontré así que lo dejé estar y salí por el garaje.
—¿Cómo?, ¿no es un Mercedes vintage? —preguntó Ramsey al abrir la puerta del pasajero.
La carretera estaba vacía y negra, centelleaban los cristales de hielo, y las luces del coche iluminaban algunos troncos de árboles pelados que flanqueaban las tierras de cultivo a ambos lados, así que, mientras conducía, sabía que no había nadie observando nuestro trayecto. Podía, si quería, llevar a Michael Ramsey hasta un lugar remoto y matarlo, aunque no soy ni podría ser jamás un asesino, con todo, y no por primera vez, la idea de acabar con él me rondaba la cabeza, oscilando como una boya de caña de pescar que podría hundirse bajo la superficie en calma si el cebo en la punta afilada era objeto de un mordisco intencionado. Mordisquea, Michael Ramsey, pensé para mis adentros, muerde mi anzuelo y veamos qué pasa, veamos qué soy capaz de hacer.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —pregunté.
Aparte del ruido del coche y de las ruedas sobre el asfalto, el chirrido de la grava que levantaba el caucho y el crujido de un charco superficial helado que rompió el peso del vehículo, el silencio era absoluto. Le hice la pregunta porque me había convencido de que las repentinas y repetidas apariciones de Michael Ramsey en mi vida en el curso de la semana no podían ser casuales: había venido por alguna razón y debía de estar relacionada con las cajas de archivos que mandaron a mi apartamento, relacionada con ellas y con el tiempo que había pasado en Oxford. Estaba persuadido de que era así aunque no poseía ninguna prueba más que mis propias sospechas.
—No sé a qué se refiere, se ofreció a ir a echar un vistazo a los fusibles. Si no quiere, puede dejarme aquí y caminaré el resto del camino. No quiero nada de usted. Por Dios.
En el coche a oscuras no le veía la cara con claridad, pero pareció asustado hasta un extremo que no había percibido en nuestras otras conversaciones, ni esa noche ni la mañana de Acción de Gracias ni durante nuestro primer encuentro la tarde del sábado anterior, y pensé que tal vez se había tratado de una mera sucesión de coincidencias el que nos encontráramos tres veces en una semana, y que Michael Ramsey no tenía nada que ver con lo que quiera que estuviera pasando en mi vida, dicho de otro modo: las cajas con los números de teléfono y las direcciones web podrían proceder de alguien totalmente ajeno a él, alguien relacionado con Stephen Jahn. Recordé de nuevo que Ramsey se había descrito a sí mismo como un «impostor que trabaja para grandes empresas».
—¿A qué se dedica? ¿De qué trabaja?
—¿Eh? Yo no…
—Me interesa lo que hace para ganarse la vida. Usted sabe qué hago yo, pero yo no tengo ni idea de qué le hace levantarse por las mañanas. Va bien vestido, se mueve en círculos en los que están mi hija y mi yerno, que son, y ya me disculpará, peldaños muy altos de la jerarquía social. Me gustaría saber a qué se dedica.
Siguió una pausa, como si él intentara dar con una respuesta.
—Supongo que soy, bueno, una especie de bibliotecario.
—Pues no se parece a ningún bibliotecario que yo haya conocido en mi vida.
—Un bibliotecario empresarial. Trabajo para una empresa. Estoy a cargo de los archivos y expedientes de la compañía, así que podría decirse que soy un experto en Tecnología de la Información, pero yo me veo más bien como un bibliotecario, un archivista.
—Había imaginado que todos esos sistemas estaban digitalizados a estas alturas.
Al acercarnos a la casa de mis vecinos, noté que Michael Ramsey se removía en su asiento. Durante un instante nos quedamos sentados mirando las ventanas negras y me pregunté si él estaba a punto de hacer algún nuevo movimiento imprevisible, si tal vez era cierto que no se alojaba allí y yo estaba a punto de llegar al final de mi vida.
—La mayoría, sí. Se tiene acceso inmediato a todo lo que hay en el archivo de la compañía, siempre que no esté, ya me entiende, restringido a los ejecutivos principales. Todo eso está encriptado y detrás de un cortafuegos. Pero aun así, se pierden cosas, y si perdemos un archivo o un volumen tiene implicaciones mucho más graves que si su biblioteca universitaria extravía un ejemplar de Guerra y paz. Una vez se digitalizan todos los expedientes, son más fáciles de rastrear. Puedo saber qué empleado ha accedido a qué archivos y en qué momento, que páginas ha leído y durante cuánto tiempo. Imagínese que pudiera hacer eso con sus estudiantes y realizar un seguimiento de quién ha hecho las lecturas, ver cuánto tiempo ha pasado leyendo, no sé, ¿cuál es su especialidad?
—Historia alemana del siglo XX.
—Pues imagínese que encarga la lectura de Stasiland de Anna Funder —lo dijo con tal naturalidad que supuse que debía de haberse mirado mi plan de estudios— y que esa lectura fuera obligatoria hacerla en e-book y usted dispusiera de la tecnología para ver no sólo si lo habían leído sino también cuánto tiempo le había dedicado cada estudiante, si había subrayado o anotado el texto, qué tipo de notas había tomado, si (suponiendo una lectura social interactiva de toda la clase) se había tomado la molestia de mirar las notas y comentarios de sus colegas y había contribuido a una conversación o debate sobre la lectura antes de la clase.
—Necesitaría un ejército entero para rastrear todos esos marcadores digitales. ¿Quién puede manejar tantos datos?
—Es más sencillo de lo que cree.
—Sinceramente, me produce escalofríos. La privacidad es lo último que nos queda. Y la privacidad ante un libro es la más importante. Cuando me siento a leer un libro no quiero que nadie más sepa cuánto tiempo he tardado en leer una página, qué he escrito sobre ella, si he echado sólo un vistazo tan rápido y superficial a un párrafo que no podría recordar su contenido con nitidez. Está imaginando un mundo donde incluso el pensamiento es objeto de registro público. Resulta grotesco. —Los labios de Ramsey se abrieron de golpe dejando escapar aire, como sorprendido, o quizá exasperado—. ¿Qué pasa? ¿Le parezco un anticuado profesor cubierto de polvo, un bibliófilo que olisquea las encuadernaciones de cuero y que cree ingenuamente que todavía existe la privacidad?
—Es adorable.
—Nunca querría conocer toda esa información sobre mis alumnos. Prefiero fiarme de ellos aunque luego me decepcionen. Nunca podría vigilarlos de ese modo. No es ético en un entorno universitario mantener controles como ésos. Quiero creer en la verdad, señor Ramsey. Es decir, quiero creer que mis estudiantes estarán motivados por la fe en el valor de la verdad, de ser sinceros, no sólo conmigo, sino consigo mismos, entre ellos y con el mundo en general. Eso debe de sonarle ridículamente romántico.
—La verdad puede ser hermosa pero carece de la maestría artística de las mentiras.
Abrió la puerta del coche y yo le seguí por el camino de entrada hasta el porche delantero de la casa de mis vecinos, retrasándome un poco como si esperara que se diera la vuelta apuntándome con una pistola o que me diera un golpe en la cabeza, y observé cómo se sacaba las llaves que había hecho oscilar ante mí en mi casa, encontró una en el llavero, la manipuló con torpeza, se le cayó, se agachó hasta el felpudo y la recogió —me pregunté si habría hecho algún cambio—, introdujo la llave en la cerradura, la giró y abrió la puerta con un leve empujón antes de darse la vuelta para sonreírme, como si dijera: «¿Ve, profesor?, me alojo aquí, pese a sus sospechas y su paranoia, no le he contado una taimada mentira», pero la posesión de una llave que abriera no demostraba que fuera un invitado de mis vecinos, porque hay muchas maneras de conseguir una llave, y, aunque tendría que ser un ladrón muy especializado para copiar llaves o haber convencido a un cerrajero para que le franqueara la entrada y hacer una sustitución, era el tipo de joven que podría persuadir a un desconocido incauto de su derecho de acceso, insistiendo en que estaba seguro de que había traído las llaves consigo al venir de la ciudad y tal vez incluso afirmando que los vecinos eran sus tíos o primos, y el cerrajero local, que tal vez no conociera muy bien a mis vecinos habría mirado a este joven neoyorquino y, o bien le habría creído completamente, o bien, si había sospechado algún engaño de Ramsey, habría hecho igualmente la nueva llave porque temía enfrentarse a un sofisticado tipo de Manhattan vestido de negro que podría montar un lío muy desagradable y amenazar con llamar la policía si el cerrajero no hacía lo que le pedía. Sin embargo, Ramsey entró en la casa, y encendió una de las linternas que yo le había dado. Mientras le seguía dentro, pulsé el primer interruptor de la luz que encontré, pensando que tal vez se tratara de una treta, que implicaría incluso la mentira de que no había luz, pero no pasó nada, las habitaciones siguieron a oscuras, con la salvedad de los débiles haces que sosteníamos en nuestras manos. Al final de un pasillo, Ramsey se detuvo.
—¿Dónde cree que pueden estar los fusibles?
—O en la cocina o en el garaje. O tal vez en el sótano. El sótano es más probable.
—Comprobemos primero la cocina y el garaje —dijo, casi como si temiera que fuera a hacerle algo en la oscuridad del sótano—. ¿No tiene la luz de su móvil?
—Me lo he dejado en casa. ¿Y el suyo?
—No tiene batería, ya se lo he dicho.
Me condujo a la cocina, cuyas alacenas y encimeras eran visibles a la luz de la luna que entraba por la ventana, o al menos así lo recuerdo, aunque tal vez no había luna aquella noche, pero creo recordar haber sido capaz de ver lo bastante entre el tenue haz de la linterna y el resplandor que llegaba de fuera para distinguir el espacio en el que me hallaba. Una cocina humilde, no muy distinta de la mía, un espacio de madera y piedra.
Recorrí la cocina con la linterna, con los ojos entornados, aunque nunca he comprendido por qué entrecerrar debería mejorar la visión dado que, en realidad, parece reducir el campo visual y la cantidad de luz que llega al propio ojo, y empecé a abrir armarios, buscando un hueco en un fondo, porque pensaba en los dos tipos de cajas de fusibles, o bien la grande, gris, de plástico y relativamente nueva, instalada en los últimos veinte años, o una antigua con una cubierta metálica y pesados interruptores negros como los que recuerdo de mi infancia, pero al cabo de cinco minutos de búsqueda los dos parecimos llegar a la conclusión de que la cocina no era el lugar.
—Tal vez en el garaje.
Ramsey abrió una puerta que daba a unos peldaños. Era un garaje normal para lo que son ese tipo de espacios, con unas pocas herramientas de jardín, un tractorcillo cortacésped y un Volvo cubierto de polvo que, supuse, pertenecía a mis vecinos. Barrimos las paredes con los haces de luz y buscamos en las estanterías y armarios que había cerca de la puerta de la cocina. Una vez más, ni rastro de nada que se pareciese a un fusible o a un disyuntor, y al darnos cuenta de que ésa era la situación fue casi como si, en silencio, reconociéramos la necesidad de dejar a un lado la tensión que hubiera pautado nuestras conversaciones hasta ese momento y bajáramos al sótano, aunque mi cabeza no paraba de plantearse diversas posibilidades, pensando en si, y en cómo, podía reducir a Michael Ramsey si se le ocurría que, a solas conmigo en el sótano a oscuras, podía dejarme sin sentido o atarme. Contemplé varios planes posibles, imaginando que era una forma muy compleja de encerrarme o incluso acabar conmigo, aunque no se me ocurría ninguna razón lógica por la que tuviera que ser así, por qué Michael Ramsey podría guardarme rencor.
—¿Nos conocíamos de antes?
—¿Qué? Yo… ¿Qué quiere decir?
Se dio la vuelta justo cuando subía los peldaños desde el garaje de vuelta a la cocina y sostenía la linterna de modo que apuntaba a mi barriga. La luz en un punto débil. Véase el blanco perfecto. Me aparté del haz. No le veía la cara, pero percibí su sorpresa.
—¿Nos habíamos visto antes del sábado, en la cafetería?
—¿Por qué me pregunta eso ahora, Jeremy?
Era la primera vez que reparaba en que me llamaba por mi nombre de pila y en su tono percibí una familiaridad que me turbó más que casi todo lo que había sucedido desde nuestro encuentro en el Caffè Paradiso el anterior sábado por la tarde. Dijo «Jeremy» como si ya lo hubiera dicho antes, o como si supiera tanto de mi vida, se sintiera tan íntimamente familiarizado con los detalles de mi pasado, que seguir llamándome profesor O’Keefe habría sido un engaño de tal magnitud que ni siquiera él, que tan abiertamente se consideraba un artista de la falsedad, que tenía a las mentiras por un arte que dominar, podría continuar por esa vía, o tal vez sentía cierta comprensión hacia mí, dada mi confusión y alarma.
—Responda la pregunta.
—La responderé planteándole otra. ¿Por qué no se acuerda de mí? ¿Está enfermo, sufre un principio temprano de demencia o de Alzheimer, o es muy distraído? ¿Es usted tan sólo un gilipollas que no presta la menor atención a la gente que pasa por su vida?
—Yo no le conozco. Ahora habla como si le conociera. Es posible que nos hayamos encontrado, uno conoce a montones de personas y es posible olvidar esos encuentros si no dejan ninguna impresión, pero yo no le conozco, señor Ramsey.
—Miremos en el sótano. Mi linterna se está apagando.
Subió a la cocina y aunque yo estaba profundamente turbado por la conversación, le seguí, sintiendo que no podía dejarle hasta que él la hubiera aclarado. Su linterna parpadeaba y yo me dirigí por el pasillo hasta una puerta, observé cómo Ramsey la abría y luego fui tras él cuando descendió al sótano. Era uno de esos sótanos bien acabados, enmoquetados y con paneles que imitaban a madera, de los años setenta, con un cuarto de servicio con la caldera y el calentador de agua, otro con la lavadora y la secadora, un lavabo, una especie de mesa de trabajo de bricolaje, una ducha, un sofá achaparrado de mediados de siglo. Buscamos en la zona alrededor de la caldera y el calentador y al final encontramos, en el rincón más alejado del sótano, una caja gris de plástico sujeta a la pared, y cuando abrí la puerta vi al instante que el disyuntor principal estaba bajado. Lo coloqué en su sitio empujando en la otra dirección, oí un clic, y seguidamente el zumbido de la caldera. El calentador de agua emitió un borboteo sibilante y en la planta de arriba, la nevera de la cocina se puso en marcha, pero las habitaciones seguían a oscuras.
Ramsey se dio la vuelta y regresó a la puerta que llevaba al cuarto de servicio, con torpeza tocó un interruptor de la pared. Se encendió una única bombilla y pude verle la cara con claridad por primera vez desde que había salido de mi casa, como mucho hacía sólo media hora, y aun así parecía haberse transformado en alguien completamente distinto al que se había presentado aquella noche ante mi puerta.
Un alumno, pensé, Michael Ramsey era uno de mis alumnos en la Columbia, igual que Fadia lo había sido en Oxford. ¿Es tan inconcebible que no lo hubiera recordado hasta ese momento, o que incluso entonces, cuando me dijo que había sido su profesor, no pudiera encontrar un recuerdo de su rostro en el fondo de mi memoria, ni me acordara de anteriores reuniones, ni pudiera imaginarme cómo habría sido su aspecto apenas cumplidos los veinte, ni que tampoco recuerde siquiera los nombres de la mayoría de estudiantes a los que enseñé en la Columbia, de lo que había pasado hacía tanto tiempo que yo era una persona diferente con un cerebro diferente, un cerebro que ya estaba abrumado con demasiadas exigencias sobre su finita capacidad de recordar? Michael Ramsey era un desconocido para mí, alguien que deseaba presentarse como una persona familiar, por no decir como un amigo, alguien al que mi propia vida estaba conectada, parecería, por el azar de que se inscribiera en los cursos que yo impartí en el pasado, el azar posterior de que él perteneciera a la misma organización —fuera ésta cual fuese— que Peter cuando eran estudiantes de posgrado en Harvard y mi hija todavía estudiaba la licenciatura.
Entonces se me ocurrió que tal vez fuera una especie de acosador con un agravio pendiente, un hacker que me había monitorizado después de que yo le hablara con demasiada brusquedad en una clase algún día en el alba del milenio.
Cuando me asomo a la ciudad mientras garabateo estas páginas, está acabando otro día, las luces entibian los edificios adyacentes y Houston Street está atascada de tráfico, las aceras más llenas que a otras horas del día ya que los estudiantes han salido de sus clases y se apresuran a cumplir con sus deberes académicos o con las banalidades del trabajo a tiempo parcial, y ahora sé lo mucho que me equivocaba al respecto de Michael Ramsey. Aquel fin de semana en Rhinebeck pensaba al estilo de un melodrama de campus, un profesor de mediana edad objeto de la venganza de un estudiante despechado. Ése, ahora lo sé, era un género totalmente erróneo.
Pero entonces, ¿cuál es el género apropiado? Ni siquiera ahora estoy seguro del todo. ¿Son los sucesos que han remodelado mi vida, que parecen derribar por momentos la frontera que en el pasado me impedía vagar fuera del territorio de la cordura, menos realistas en algún sentido que los caprichos del melodrama? ¿Tiene el estilo de la paranoia (en especial, tal vez, la paranoia que acontecimientos o pruebas confirman que no es ninguna fantasía, sino una sensata cautela plenamente justificada) menos de versión del realismo social que algunos líricos testamentos de amor o amistad o pérdida? Mi propia historia, lo sé, no trata sólo sobre una paranoia que, al final, se demuestra justificada. En el recuerdo en forma de acordeón cerrado de mi pasado, los sucesos remotos se acercan durante los momentos en que los examino sólo para distanciarse cuando el aire en expansión de la desatención los empuja de nuevo hacia la lejanía, y siento que, al final, las experiencias más universales del amor y la separación podrían demostrar mi inocencia.
Fadia, por supuesto, es la clave.