Aunque me ofrecí a mandar un coche que los recogiera en el JFK, Fadia lo rechazó, diciendo que cogería un taxi porque no había modo de saber cuánto tardaría en la cola de pasaportes o la recogida de maletas y no quería que pagara las exorbitantes tarifas de la espera. Yo suponía que llegarían avanzada la tarde, y a medida que pasaban las horas crecía mi ansiedad, me costaba respirar, notaba unas punzadas gélidas en el corazón. Llamé al móvil que me había dado, pero no hubo respuesta. Le mandé mensajes de texto y emails, sin recibir tampoco contestación, y entonces, casi a las diez de esa noche, mientras la ciudad ya se agitaba con ánimo festivo de Año Nuevo, Ernesto llamó por el interfono para decir que estaban abajo.

Llevo una semana imaginando una nueva vida con Fadia y Selim, viéndolos a ambos establecidos permanentemente en mi apartamento y casi creyendo que cuanto más claro lo vea más probable es que se haga realidad. Se trata, lo sé, de una variante desesperada del pensamiento mágico. Al principio, nos imagino haciendo lo que Fadia sugería en su email, sin reanudar nuestra relación íntima, pero cuanto más prolonga su estancia me convenzo —deseo, más allá de la lógica y del respeto de cuáles puedan ser sus propios deseos— de que me mirará con más afecto, tal vez incluso amor, y poco a poco, empezaremos a ser la familia que confieso querer desde el momento en que me dijo que estaba embarazada. Así que unidos de este modo, como marido, mujer e hijo, todas las demás tribulaciones, como el problema de mi incertidumbre frente a la ley estadounidense, seguramente se desvanecerán, porque a las autoridades les quedará claro que Fadia no supone ningún riesgo para nadie. Investigándola como me han investigado a mí, las agencias de inteligencia verán en su rostro y su comportamiento que el estar emparentada con Saif no puede suponer en modo alguno nada con respecto a sus propias creencias y lealtades.

Al salir del ascensor, noté los latidos de mi propio corazón, una vena que pulsaba en mi pie, las manos frías. Fadia tenía el mismo aspecto de siempre, un remolino en un abrigo negro, una bufanda de color marfil subida para cubrirse la cabeza, y en sus brazos iba nuestro hijo, dormido, envuelto en blanco.

—Tu país, Jeremy —dijo suspirando y alzando la mirada con una expresión de fatiga y exasperación.

Sin preguntar, me pasó a Selim, que no se movió cuando lo acomodó en mis brazos. Estaba rollizo sin llegar a gordo, era un bebé saludable, de pelo lacio y rubio, aunque oscuro en las raíces, y en él olí aquel aroma que había captado hacía décadas, durante un cálido día de primavera en Washington DC, el aroma de una otredad que me resultaba a la vez ajena y familiar, que emanaba del chico que ahora es un hombre de mi edad, un chico que, en mi memoria selectiva, podría haberse llamado o no Amir, un egipcio que supongo que más tarde regresó a su país, un chico de buena familia, como Fadia, destinado a la vida pública como ella también lo habría estado de haberse quedado. ¿Qué sería Selim en el futuro? ¿Cómo, pensé en aquel momento al captar su olor, podré dejar que se vaya? No lo haré voluntariamente. Observé mientras Fadia se apañaba con la sillita y su maleta, ejecutando los movimientos con tal dominio que me pregunté si habría habido otros viajes, a París o a El Cairo o quién sabe dónde más, viajes que podrían hacer que el Departamento de Seguridad Nacional tuviera sus dudas al ver su pasaporte. ¿Qué pasaporte utilizan? ¿El egipcio? ¿El francés? Todavía no sé nada de aspectos tan básicos de su vida práctica.

—Mi teléfono no parece funcionar. Si no te habría llamado. Me interrogaron durante tres horas en el JFK. Nos llevaron a una pequeña sala blanca sin ventanas, y me hicieron cientos de preguntas, sobre mi padre y mi hermano, sobre mi tío, sobre qué estudiaba en Oxford, por qué había venido, cuánto tiempo me quedaría. En un momento dado, no creí que fueran a dejarme entrar en el país, o, peor, imaginé que nos iban a hacer desaparecer, o que se iban a llevar a Selim. Por un instante incluso pensé que habías puesto sobre aviso a las autoridades de antemano, sólo para arrebatármelo.

—Jamás haría nada parecido.

Pero qué solución más sencilla habría sido, pensé, sacrificar a Fadia por el bien de Selim.

—No, eso lo sé. Estaba agotada y asustada. Les dije que venía a verte, que eras el padre de Selim, pero no estábamos casados. Creo que pensaron que yo pretendía quedarme aquí, y les dije que no, y les enseñé la carta del college para demostrar que soy una estudiante a tiempo completo, lo que pareció servir para que se dieran por satisfechos, al menos con respecto a ese punto. Y un pasaporte francés no carece de valor, supongo. Pedí que me dejaran telefonear a la embajada y cuando dudaron me entró el pánico y les conté todo lo que sabía de Saif, que no es demasiado, aunque aparentemente está en una lista, o puede que en varias. Lo imagino por las preguntas que me hacían. Así que decidí que la sinceridad sería más prudente que cualquier indicio de engaño o resistencia.

—Siento que haya pasado.

—¿Por qué? No es culpa tuya.

—Eso no evita que lo sienta.

Bostezó y, a la luz del ascensor, vi la mella que le habían dejado los últimos seis meses. No era sólo por el vuelo, ni siquiera el trabajo que suponía la maternidad, sino tal vez la preocupación sobre cómo va a desarrollarse la vida en los próximos años. En su rostro se ha tallado una nueva cualidad. La piedra que yo admiraba en el pasado se ha vuelto más blanda, más plástica, y la conciencia de la cercanía de la muerte, que en el pasado yo creía ver en su expresión, ha adquirido una textura con una más matizada percepción de la precariedad de la vida, la vida que ella y yo creamos, la vida que ella debe proteger. O eso imaginaba yo. En la puerta, devolví a Selim a su madre, y cuando el pequeño dejó mis brazos sentí que el corazón se me desgarraba y se quedaba esparcido entre ellos.

—He comprado una cuna y la he puesto en tu habitación, aunque si prefieres habitaciones separadas es fácil de arreglar. Quiero que estés cómoda.

—En la misma habitación está bien. Duerme bien. No me molestará.

Le pregunté si quería comer algo, pero no, había comido en el avión, no tenía hambre, sólo quería darse una ducha, dijo, dejó a nuestro hijo en el colchón y luego, rápidamente, deshizo la maleta y colocó sus cosas en el armario y la cómoda.

—Si llora, cógelo en brazos.

Sin atreverme a tocarla ni a hacer nada que pudiera incomodarla, asentí y me hice a un lado para dejarla pasar. Al menos mañana debería ofrecerme a llevarlos a un hotel. «¡No! —imaginé que me respondía—. ¡Queremos estar contigo!»

Mientras el agua corría en el cuarto de baño, miré cómo subía y bajaba el pecho de mi hijo, como las alas de la nariz de distendían y contraían, cómo aleteaban sus párpados y un suspiro se abrió paso desde su boca. Cuánto se me parece el niño, con el mismo pelo rubio y lacio. Sólo las raíces oscuras son distintas, y el sutil tono oliváceo de su tez. ¿Será americano mi hijo? ¿Es una opción que le permitirá su madre? ¿O siempre será un extranjero en la tierra de su padre?

Ahora me siento aquí, los fuegos artificiales estallan por toda la ciudad, mientras mi hijo y su madre duermen al final del pasillo; se ha cumplido mi deseo más profundo desde que dejé Oxford, que es también la fuente de un dolor que no tenía previsto, la angustia de un deseo mayor: no separarme nunca más de ninguno de ellos.