Tras la llegada de la caja esta mañana, llamé a la doctora Sebastian y le pregunté si todavía tenía un rato para verme antes de las fiestas.
—Venga ahora, si puede —dijo ella—. Mañana me voy.
Mientras caminaba desde la estación de Broadway a su despacho en la West End Avenue, me paré a comprar un detalle de temporada, un cesto de peras y nueces, casi como si fuera un pretendiente.
—Mis pacientes no suelen traer regalos —me dijo mientras me conducía a la consulta, que recordaba más austera de lo que es.
Las paredes blancas que había almacenado en mi memoria son en realidad de un gris perla, los suelos de madera están cubiertos con alfombras Chobi; el mobiliario es una combinación de antigüedades del siglo XIX y sillas danesas de mediados del XX. Máscaras africanas decoran una de las paredes, no recordaba nada de eso de mi primera visita.
—Quería compensarla por la rapidez con la que me ha recibido, y de paso tener un detalle por las fechas.
—Soy laica, Jeremy, pero gracias de todos modos. —Dejó la cesta a un lado y, en lugar de tomar asiento detrás de su mesa, como había hecho en nuestra primera cita, se sentó a mi lado en una de las dos sillas destinadas a los pacientes—. Así que los escáneres tienen buen aspecto. No hay anomalías. Pero tal vez, si todavía hay dudas, tendría que ver a alguien más. Con gusto le puedo recomendar a otro especialista.
—¿A un psiquiatra?
—O a un psicoterapeuta. O a ambos.
Mis amigos me recomendaron que fuera a terapia cuando se rompió mi matrimonio con Susan, pero llegué a la conclusión de que para combatir la depresión me iba mejor correr y leer. Dejé de correr en algún momento después de decidir que me iría de Oxford y me reinstalaría en Nueva York, y leer por sí solo ya no me basta para aliviar la ansiedad. A decir verdad, leer me genera su propia forma de ansiedad. Los desvelos y preocupaciones que me cuenta la prosa de alguna otra persona empiezan a soplar como una ventisca en mi cerebro, impidiéndome dormir por la noche. Me di cuenta de que llevaba semanas padeciendo un insomnio intermitente, automedicándome con escocés, Miles Davis y pases a medianoche de viejas películas de mi infancia de Coppola, Alan J. Pakula y Sydney Pollack, engañándome a mí mismo con el cuento de que La conversación, Klute o Los tres días del Cóndor eran en realidad trabajo de investigación, una preparación para el curso que impartía sobre Cine de la Vigilancia, e intentando convencerme de que nadie había estudiado adecuadamente las técnicas formales utilizadas en esas películas, técnicas que podrían considerarse fruto del paisaje cultural en transformación de la década de 1970, en la que el cine, el vídeo y la vigilancia con micrófonos se estaban generalizando, forma y contenido unidos, una consecuencia de fuerzas históricas, tanto de los avances tecnológicos como de la consolidación y expansión del complejo militar industrial y su imbricación con la comunidad de inteligencia. Eso era lo que hacía para ayudarme a dormir. Pero así, empiezo a pensar, lo que conseguía era no poder conciliar el sueño. No paraba de darle vueltas a la cabeza.
—No me interesa la psicoterapia. No creo que haya traumas que expliquen lo que ha estado pasando. Estoy bastante seguro de que no deliro ni sufro lagunas mentales. Me siento ansioso y un poco deprimido, pero probablemente no mucho más que la mayoría de la gente que se ve un tanto traumatizada por no acabar de ubicarse culturalmente. De hecho, no creo estar peor que la mayoría de neoyorquinos.
—Siempre podemos recurrir a un antidepresivo o incluso a un fármaco poco potente contra la ansiedad. Alguna gente lo necesita, otra, no. Las personas muy inteligentes como usted, Jeremy…
—Sólo como hipótesis —la interrumpí—, si el problema estuviera en mi cerebro, ¿cuál sería?
La doctora Sebastian levantó la barbilla, no dejó de mirarme mientras movía la cabeza y al mismo tiempo tendió las manos sobre la mesa hacía el cuaderno en el que había tomado notas durante nuestra reunión previa. Bajó los ojos, abrió la página que buscaba y volvió a mirarme.
—Se trató tan sólo de un aparente lapso en la memoria, ¿no es así?
—Ése fue el primer problema. Desde entonces he estado recibiendo cajas de archivos muy privados. Algunos miembros de mi familia me han dejado caer que podría haber sido yo el que me he enviado esos archivos para justificar mi convencimiento en lo que ellos toman por un delirio paranoico.
—¿Y no recuerda habérselos enviado?
—En absoluto. Ni siquiera el más tenue destello de un recuerdo. Cada caja que llega supone una sorpresa, y un horror.
—De manera que lo que quiere es saber si podría estar haciéndolo, si está enviándose esos archivos sin tener el menor recuerdo de haberse mandado nada.
—En esencia, sí. No estamos hablando de un suceso único, sino de una serie, una sucesión de acciones si lo prefiere, de la que no conservo ningún recuerdo.
—Si ése fuera el caso, y quiero que quede claro mi escepticismo, entonces podríamos encarar alguna clase de trastorno disociativo, aunque de ser así sin duda le recomendaría que viera también a un psiquiatra. ¿Seguro que no hay traumas infantiles? ¿Del servicio militar?
—Nada que yo llamaría traumático. Una infancia apacible, aburrida, completamente anodina en un barrio residencial. Ni un hueso roto, dos padres cariñosos que estuvieron casados hasta la muerte de mi padre y no pasaron de darme unos azotes. Una vida adulta pasada en bibliotecas, aulas y despachos académicos. Aunque supongo que eso podría ser traumático a su manera.
La doctora Sebastián bajó la mirada al cuaderno, como si éste contuviera alguna respuesta.
—Déjeme hacerle unas preguntas.
—Dispare.
—¿Que dispare?
—Pregunte.
—Bien. ¿Se encuentra a veces conduciendo su coche o subido en el metro y de repente se da cuenta de que no recuerda el principio del viaje?
—No, nada por el estilo.
—Cuando está hablando con alguien, ¿tiene alguna vez la sensación, repentina, de que no ha oído lo que la otra persona está diciendo?
—Supongo que sí, alguna vez. No muy a menudo. Procuro escuchar con atención. Susan, mi exmujer, solía quejarse de que mi mente divagaba cada vez que ella empezaba a hablar, que yo me limitaba a gruñir mi aprobación sin atender de verdad, pero, en general casi siempre estoy atento cuando alguien me habla.
—¿Alguna vez ha alzado la mirada y se ha preguntado por qué está donde está?
—¿En un sentido existencial o físico?
La doctora Sebastian sonrió.
—Físico.
—No, nunca.
Me preguntó si alguna vez me había encontrado vestido con ropa sin recordar habérmela puesto. No, nunca. ¿Había descubierto objetos entre mis cosas que no reconocía como propios? No, no que pudiera recordar. Sé qué contiene mi vida, conozco mis pertenencias y mis pérdidas.
—¿Alguna vez le ha abordado alguien, insistiendo en que se conocían de antes, o que le conocía bien, pero usted no recordaba a esa persona?
Un dolor agudo y gélido latió en mi pecho.
—Sí, eso me pasó recientemente. El fin de semana de Acción de Gracias. Me encontré con un joven, y desde entonces me he estado topando con él regularmente por toda la ciudad, e incluso fuera, e insiste en que fue mi alumno, pero no tengo ningún recuerdo de haberle dado clase, ni de haberlo visto, y aun así parecía que nos conocimos, según él, durante bastante tiempo, al menos dos años, de eso hará más de una década.
La doctora Sebastian garabateó en su cuaderno.
—¿Es ese joven la única persona con la que le ha pasado?
—Hasta donde puedo recordar, sí.
Las preguntas se sucedieron, y en la mayoría de los casos la situación que describía no encajaba en mis experiencias, o en mi percepción de las mismas, pero bastantes de las preguntas sí se ajustaban a mi estado y empecé a sentir una creciente angustia que se manifestó en una respiración entrecortada. Le conté exactamente lo que había pasado con las cajas, que su contenido parecía incluir material que yo no podía crear objetivamente, y que los documentos se encontraban ahora en manos de abogados e investigadores privados que estaban realizando un examen forense.
—Permítame que le pregunte —dije cuando acabó—: si las autoridades vinieran a preguntar que ha deducido de esta única conversación, ¿qué les diría?
—Se me pediría que hiciera público lo que sé o a qué conclusiones he llegado sobre usted a partir de nuestra consulta, en especial si creo que usted podría ser un peligro para otros.
—En otras palabras, podría decirles a las autoridades que estaba loco.
La doctora Sebastian esbozó una mueca.
—Si ésa fuera mi conclusión, y si un tribunal me pidiera que aportara pruebas, entonces sí. Y si fuera un caso federal, debe saber que no se aplica la confidencialidad médico-paciente. —Hizo una pausa, entrecerró los ojos y ladeó la cabeza—. ¿Ha cometido algún delito, Jeremy?
—Ésa es la cuestión. Si he cometido un delito o si estoy loco, o las dos cosas, supongo. Cada mañana me levanto de la cama e intento hacer mi vida normal, pero no puedo quitarme de encima la sensación de que podría estar loco. ¿Estoy loco?
—No utilicemos esa palabra. Lo que puedo decir es esto: su escáner cerebral es normal, aunque eso no tiene por qué ofrecernos una imagen completa. En ciertos aspectos, la tecnología todavía es rudimentaria, y que el cerebro parezca normal no implica que no intervengan otros factores psicológicos. Partiendo de las preguntas que le he hecho y las respuestas que ha dado, es posible que padezca algún tipo de Trastorno Disociativo Indeterminado. Pero, y ésa es una reserva muy importante, el hecho de la existencia de las cajas y la forma en que sigue encontrándose con ese joven, las coincidencias que no parecen en absoluto una coincidencia, así como su actitud, la forma en que observo que se comporta, su aspecto general, todo me lleva a creer que es muy inteligente y también que está muy cuerdo, tanto como cualquier persona inteligente puede permanecer cuerda en un mundo gobernado y regido por mentes mucho menos inteligentes.
—¿Y eso qué significa?
—Significa, creo, que debería fiarse de lo que cree que está pasando a su alrededor.
—Pero ¿y si no sé qué está pasando?
—Entonces tiene que buscar una respuesta.