Aquel sábado de noviembre, cuando la reunión con mi estudiante Rachel no se concretó, cogí el metro hasta Columbus Circle y me paré en una tienda de alimentación en el sótano de un edificio que no estaba ahí cuando vivía antes en la ciudad; de hecho, Columbus Circle ha cambiado tanto en el curso de los años que apenas me resulta reconocible cada vez que paso por allí. Si salgo del metro sin pensar en dónde estoy, me siento tan desorientado que tengo que mirar un plano o pedir indicaciones para descubrir cómo llegar a Central Park South.
Tal vez tenga que ver con el divorcio, o con el hecho de que recogí mis cosas y me mudé cuando mi hija sólo tenía trece años, dejándola al cuidado de su madre, o incluso con la humildad con que Peter y ella han transformado mi propia vida permitiéndome acceder a lujos que nunca creí a mi alcance (los viajes son siempre en primera, paso volando por las vías de acceso rápido y las colas de autorización en los aeropuertos, descanso en las salas vip antes de la salidas y me sirvo comida y bebida gratis), pero ahora me resulta imposible presentarme con las manos vacías ante su puerta. Mucho le debo; mucho, creo, tengo que compensarla por mis años de ausencia. Esa noche llevé una botella de Laphroaig porque le gusta, aunque no es caro ni raro, y un ramo de flores de otoño de esa tienda del sótano, a todas luces demasiado cara.
Meredith abrió la puerta y, Dios mío, ¡qué impresión! A un padre sólo podía dejarle sin aliento verla de aquella guisa: con un vestido negro exquisito, un collar de perlas, el pelo oscuro cayéndole por detrás de los hombros, su presencia perfectamente serena desde cualquier perspectiva imaginable, salvo en los ojos, y allí, en su mirada, pude reconocer el pánico absoluto y adiviné que no me había invitado para hacerme un favor, sino porque necesitaba ayuda para sobrellevar el tipo de reunión que en el pasado habría sido extraordinaria, para ella y para mí también, pero ahora no iba a ser más que otra cena de negocios. Sólo podía hacer suposiciones sobre por qué no me había invitado antes de mi llamada; tal vez había creído que me parecería aburrida, o Peter me vetó, o, después de mi larga ausencia de sus vidas, simplemente no se les había ocurrido, aunque nos hemos visto con bastante frecuencia estos últimos meses, lo que me hizo pensar que, en cierto momento, se había tomado la decisión consciente —o a cierto nivel, pensé, porque siempre ha estado claro que Peter se considera el que toma las decisiones en su matrimonio— de que en esa ocasión yo no debía estar presente.
Cuando le di a Meredith las flores y el escocés se inclinó para besarme las dos mejillas. Qué sofisticados nos hemos vuelto en el curso de dos generaciones. Mis padres no habrían ni imaginado saludar a nadie con ese estilo europeo. Pero antes de que pudiera dar un paso más, aparecieron dos hombres de seguridad trajeados.
—Lo siento, papá, ya lo entiendes, nadie entra esta noche sin un registro superficial. Ya sabes cómo son estas cosas.
Los hombres pasaron un detector de metal a mi alrededor y, en cuanto me dieron vía libre y se aseguraron de que iba desarmado y por tanto no suponía un riesgo para quienquiera que estuviera en la sala contigua, seguí a mi hija a la cocina, que estaba atestada de camareros de catering y un chef. Desde mi regreso a Nueva York, o, de hecho, desde que se casaron Meredith y Peter hacía dos años, nunca había visto a mi hija ni siquiera hervir el agua para el té. Por lo general, la asistenta se encarga de cocinar, pero para un acto como la cena de esa noche necesitaban a más personal y sólo más tarde comprendí lo importante que era la velada y cuánto riesgo, en cierto sentido, había corrido Meredith al invitarme en último momento (con posterioridad descubrí que había habido una cancelación tardía, uno de los colegas de Peter cuyo hijo enfermó a causa de una intoxicación alimentaria, y yo aparecía, como invitado por el destino, para volver a cuadrar los números). En retrospectiva, no sabría decir si hubo un elemento de cálculo por parte de Meredith, pero prefiero creer que no lo hubo, que existía, y todavía existe, el suficiente cariño entre nosotros para que lo que la impulsara fuera tanto su propia necesidad de contar con mi apoyo como su deseo de echarme una mano, de sacarme de mi patente soledad.
—No sabes cuánto te agradezco que hayas venido, papá. Esta noche te necesito.
—No seas tonta, el placer, y mucho, es mío.
—Te has vuelto tan inglés —dijo sonriendo y estirándome la corbata—. ¿Te apetece una copa de algo? Hay champán.
—Espléndido.
—¡Dios! Sí que estás británico.
—¿En qué lo notas, cariño?
—Los americanos no dicen espléndido de ese modo.
—¿Es que está mal dicho? ¿Quieres que cambie?
—¡No! Claro que no. —Me pasó una copa de champán que, a su vez, le había dado un camarero con el que se comunicó mediante una leve inclinación de la cabeza en mi dirección.
—¿Quién está aquí esta noche? ¿Puedes decírmelo ya?
—Lamento el subterfugio, es una cena de trabajo para Peter. Albert Fogel y su esposa, y la madre de Fogel. Los demás son todos colegas de Peter —y entonces bajó la voz—, a la mayoría de los cuales no soporto, pero, bueno, ya sabes, todos asistieron a las mismas escuelas privadas y colleges, y todos son más que multimillonarios. Ésta es la gente que en realidad dirige el país, y la mayor parte del tiempo no tienen ni idea de lo omnipresentes que son los efectos de su poder, pero qué vamos a hacerle, así es el mundo en que vivimos.
Me deprimió un poco oír a mi hija tan hastiada y me pregunté si casarse con alguien de dinero era la causa, aunque no puede decirse que ni su madre ni yo fuéramos pobres, sobre todo su madre, y uno tiene que admitir que Meredith asistió a uno de esos colleges y a una de de esas escuelas privadas, y debido al acceso a esa clase de educación, por no mencionar su belleza peculiar y levemente anticuada, el rostro de una joven de Vermeer, la tez pálida y cremosa de una de Manet, todos esos legados genéticos aleatorios, en combinación con su inteligencia cultivada y un buen gusto excepcional, la hizo sumamente atractiva para cierta parte de jóvenes acaudalados que sabían degustar la belleza, pero también la inteligencia, que consideraban a mi hija, que no había sido consentida por nacimiento sino bien cuidada, criada y educada para ser equilibrada, una potencial compañera estable al menos durante la primera década de sus vidas profesionales. Un colega de Oxford bromeó, al enterarse del compromiso de Meredith hace unos años, que uno sólo puede albergar la esperanza de que sus hijos lleguen a celebrar el décimo aniversario de sus bodas: esperar más sería descabellado, incluso arrogante. Los tiempos de la fidelidad eran historia.
Esa noche, Albert Fogel, el alcalde recién elegido de Nueva York, estaba sentado junto a Peter en una punta de la mesa, con la esposa del alcalde junto a Meredith al otro lado, y a mí me endosaron a Caroline, la madre viuda del alcalde, que se sentía una artista. El resto de las plazas las ocupaban colegas de Peter, la mayoría de ellos redactores jefe de su revista o de otras revistas y periódicos, aunque me preguntaba si ellos llamaban de hecho a sus publicaciones con esos nombres tan pasados de moda hoy en día, si no se consideraban magnates de «medios difusores de noticias» o de «plataformas informativas» o incluso de «ecosistemas mediáticos».
—¿Y usted a qué se dedica? —me preguntó Carolina cuando ya habían servido el rape y llevaba media hora escuchándola elogiar entusiasmada la brillante carrera de Meredith, y la gran estrella en que se estaba convirtiendo ya, y diciendo que esperaba que tal vez yo pudiera interceder por ella ante mi hija, porque en el pasado había sido lo bastante afortunada para exponer en algunas de las grandes galerías, y todavía creaba arte, no lo había dejado nunca, y ahora trabajaba en una serie de pinturas sobre el cuerpo humano envejecido —autorretratos de partes de mi propio cuerpo aisladas. ¿Y usted a qué se dedica, Jeremy?
—Historia y pensamiento político de la Alemania del siglo XX, algo de teoría política. Escribí una historia de alemanes orientales que trabajaron como confidentes forzosos para la Stasi. —La señora Fogel asintió, pero percibí que había dejado de interesarle—. Ahora estoy impartiendo un curso de cine, y supongo que es eso lo que más me interesa en este momento, tal vez el que ya no tenga la paciencia para el intenso trabajo que requiere la investigación de archivos y que prefiera ver películas sea una señal de que mi cerebro empieza a atrofiarse.
—Cine. Qué fascinante —dijo, y ya no me cupo duda de que la había perdido—. Mi primer marido era director. Siempre quería filmarme desnuda. Finalmente me libré de aquel idiota y me casé con el padre de Albert. Era abogado. A decir verdad, igual de mirón, pero no tan invasivo. Me parece que tal vez era homosexual. ¡No ponga esa cara de sorpresa! Nunca le interesó demasiado el sexo, ni siquiera verme desnuda, y francamente, por mí, mejor, pero Dios, quería saberlo todo sobre mi mente. Era agotador, pero me sacó de aquí y me llevó a Connecticut, que era el cielo.
—¿No te gusta Nueva York?
—Es muy sucia, muy bulliciosa. Detesto toda esa caca de perro por las aceras. Me pone enferma.
—Yo acabo de volver tras pasar más de una década en Oxford.
—¿Y cómo se le ocurre volver a Nueva York? Oxford es precioso, y muy tranquilo. Soñaba con tener un pequeño cottage inglés con tejado de paja y rodeado de un prado. Algo como en Regreso a Howards End, ya sabe, con el árbol y los dientes de cerdo en la corteza, y todo lo demás. Es muy romántico. Muy inglés. ¿Por qué abandonó todo eso? Aquí no hay nada parecido, no en Nueva York, y el campo americano es muy agreste, salvaje, muy peligroso. Puedes respirar hondo y caerte muerto.
—No es para tanto.
—Lo único que puedo decir es que adoro la cualidad bucólica de la campiña inglesa, los paisajes de Constable, lo acogedor que resulta, sin nada que pueda matarte que no sea tu propia estupidez. Oh ¡está consiguiendo que me entren ganas de ir! Tendría que planificar un viaje para la próxima primavera, cuando florecen las campanillas. Recuerdo un bosque lleno de campanillas en las afueras de Oxford, en los años sesenta, en el que sentí que había ido a parar al país de las hadas. Por entonces, Albert era sólo un bebé y los tres pasamos dos semanas de vacaciones deliciosas recorriendo en coche el sur de Inglaterra. ¿Cómo puede soportar haber dejado todo eso?
Me acordé de los camiones que pasaban ruidosos por delante de mi vivienda de Oxford, haciendo vibrar las ventanas aunque era una calle residencial, y de las fiestas estudiantiles en el apartamento contiguo que a veces me obligaban a llamar a la policía, o de la fealdad banal de buena parte de East Oxford, las obras que parecían prolongarse durante años a lo largo de la Cowley Road, las aceras irregulares confeccionadas con losas de cemento de treinta centímetros cuadrados que tendían a hundirse bajo la lluvia y al pisarlas hacían palanca y me empapaban las piernas, por no mencionar el zumbido de la carretera que circunvalaba la ciudad. En estos tiempos, Oxford tiene poco de verdaderamente tranquilo.
—Lo cierto es que echaba de menos América. Y la NYU era la que me ofrecía más dinero y menos horas lectivas. Y por descontado Meredith y Peter están aquí, y mi madre vive en Rhinebeck. Volví por varias razones, entre ellas la familia. —Le conté eso a Carolina porque a la gente no le gusta escuchar que un lugar con el que han establecido asociaciones románticas es igual de mundano que cualquier otro, y sé que Oxford es hermoso de una manera muy peculiar, pese a sus defectos, pero yo todavía estaba sufriendo el primer arrebato de mi renovada historia de amor con Nueva York, con esta gran ciudad global que ciertamente no parece tener igual en el mundo occidental, y esa noche no quería escuchar a nadie que intentara convencerme de que Oxford habría sido un mejor lugar para acabar mi carrera profesional, en mi confortable puesto universitario de profesor titular. Seguramente nada habría impedido que me quedara, de no ser el deseo de trabajar menos y cobrar más y de ver a mi hija más de dos veces al año y volver a vivir en la ciudad que tanto me había dado en el pasado.
Entonces no pensaba en todo lo que me había arrebatado Nueva York, es decir, mi esposa, mi matrimonio, una carrera sin interrumpir en Estados Unidos, y, por tanto, una percepción sin complicaciones de lo que significa tener un hogar. Por supuesto, Oxford me parecía hermoso, sobre todo aquellas insólitas y largas veladas de verano, tumbado con amigos en los parques de la universidad o remando en el Cherwell, empujando las barcas hasta la orilla para hacer un picnic en el agua mientras los cisnes pasaban a nuestro lado y los espinos dejaban caer sus flores blancas. Es posible que la suciedad de las orillas, la fealdad que bordeaba el lugar idílico, fuera en gran medida la razón por la que todo lo que se conservaba hermoso pareciera tan exquisito, tan estimulante, capaz de alimentar el deseo de ser uno con esa belleza, de suavizar la cadencia de mi forma de hablar y adaptar mis vocales. Al volver a Estados Unidos he descubierto cada vez con mayor frecuencia que muchos americanos ya no me ven igual que antes, que me he convertido para ellos en alguien que no es americano, aunque sé que, con trabajo y una resolución planificada para eliminar los tics verbales y de comportamiento que adquirí en Gran Bretaña, todavía podría hacerme pasar por quien había sido, o al menos por una versión sutilmente alterada de mi antiguo yo.
—Me parece que encontrará cambiada América desde que se marchó —dijo Carolina, que se inclinó hacia un lado mientras un camarero recogía su plato—. Cuando los republicanos se quedaron sin la Guerra Fría para hacer lo que querían, tuvieron que inventarse una nueva, ésa tan espantosamente denominada Guerra contra el Terror. Lo que no habían imaginado es que la Guerra contra el Terror, al apuntar en todas direcciones, incluso dentro de las fronteras de este país, sentaba las bases para una nueva Guerra Civil. Eso es lo que el Tea Party y los de su cuerda quieren, aunque seguramente lo llamarán Revolución, pero lo cierto es que no tiene nada de revolucionario. Se trata de una parte de la población determinada a vivir y a gobernar de un modo aborrecible para la mayoría de nosotros. No sé, sólo soy una pintora, y tal vez lo que describo sea una definición precisa de una revolución, pero no de una que cuente con el apoyo universal, por mucho que quieran presentarlo así.
A medida que avanzaba la velada, me di cuenta de que la madre del alcalde era más inteligente de lo que había parecido al principio. Hablaba y hasta tenía el aspecto de Lauren Bacall, a la que yo había visto una vez subiendo a un coche en Park Avenue; Carolina poseía la misma elegancia y gracia y el tipo de voz cavernosa que indicaba o bien una rara fisonomía o bien muchos años marinando sus cuerdas vocales en whisky y humo de cigarrillo. Debía de pasar de los ochenta, así que podría haber sido mi madre, y hablaba con el a menudo irritante estilo de los mayores que conservan la lucidez y la coherencia, que se empeñan en dejar clara su sabiduría y en impartir sus conocimientos a quienes les escuchen. Yo quería escucharla educadamente, por mi hija y su marido, y no es que Peter haya hecho gran cosa para despertar mi afecto, es más, me parece un cabrón bastante rígido, no muy distinto a los señoritos engreídos del selecto y clasista Bullingdon Club de Oxford, el equivalente americano de aquellos pijos pagados de sí mismos sin el menor interés por la gente corriente ni la menor idea de lo que sufren los pobres. Sin embargo, Peter se diferenciaba en que sus ideas políticas y su corazón están en el lado correcto, es decir, desde mi perspectiva, a la izquierda, aunque con los superricos, y creo que es acertado situar a Peter en esa categoría, pues esa gente que ha sido rica desde la cuna, que, como bromea su madre, ha pagado impuestos desde el útero no puede llegar a entender las dificultades a las que se enfrentan la mayoría de los americanos, ni les preocupa la cruda realidad que viven las gentes más empobrecidas del resto del mundo, en comparación con las cuales los estadounidenses pobres parecerían acomodados.
Conocí al nuevo alcalde y a su mujer aquella noche, hablamos brevemente tomando el café, cuando todos salimos a la terraza pese al frío para contemplar las luces de Central Park y el resplandor de los edificios que se alzaban en el Upper East Side. Por esto, pensé, por esto volví a Nueva York, porque no he estado en ningún sitio que tenga estas vistas urbanas. Londres es una ciudad de una gran belleza de antes de la guerra y mucha fealdad de posguerra; París, pese a todo su esplendor, puede ser monótona con un aire de museo; Roma es caótica; Berlín, un cajón de sastre, pero Nueva York, pese a la reciente proliferación de nuevos rascacielos, ha sabido descifrar una especie de código urbano que la convierte en una de las ciudades más dinámicas del mundo. Cierto es que nunca he estado en Asia, y los colegas me comentan que para ver el futuro urbano tengo que ir a Shanghái y Tokio y a una docena de ciudades más que me explicarán una historia bastante distinta. Tal vez algún día, aunque la perspectiva de ese tipo de viajes va menguando cada vez más a medida que pasa el tiempo y yo me siento en esta habitación, garabateando estas páginas y preguntándome qué tipo de futuro puedo esperar todavía para mí, qué propósito tendrá el relato que redacto aquí, quién lo leerá, si será poco más que un legado excéntrico para mis herederos, o si algún día, pronto, se considerará una prueba, un asunto para mantener en secreto más que para darlo a conocer. Usted que lo está leyendo, quienquiera que sea, o ustedes, cuantos quiera que sean, están sin duda llegando ya a conclusiones sobre mí, leyendo entre líneas y haciendo suposiciones pese a mis alegaciones de inocencia.
Fogel era encantador, pero me di cuenta de que me veía como una persona de poca importancia. La única razón por la que charló conmigo durante el café fue que era el padre de su anfitriona y él dependía de la buena voluntad de los magnates de la prensa como Peter y sus colegas para convencer a la ciudad de que lo que quería hacer, el plan que tenía para convertirla en un lugar más justo, más igualitario, no afectaría al crecimiento económico atribuido a las medidas políticas de su predecesor. Hablamos sólo brevemente y no mostró el menor interés por mí. No puedo echarle la culpa. Al fin y al cabo, no soy más que un historiador universitario, un profesor que puede enseñar otros quince o veinte años más, y tal vez influir en un par de generaciones de otros eruditos, aunque ahora ese futuro —todos los aspectos de mi futuro— parece en verdad dudoso. Cada palabra que anoto sobre el papel imagino que es la última que escribo en libertad.