Cuando me despierto el primer día de un nuevo año, la mañana del primer cumpleaños de mi hijo, Fadia está trasegando por la cocina, cuidando de no hacer ruido, abriendo armarios, buscando algo que no encuentra y entonces, a lo lejos, oigo el llanto agudo de mi hijo, la primera vez que he oído su voz desde julio, que me levanta de la cama y me lleva a la cocina. Fadia me ve y sonríe a modo de disculpa, pero esto, lo sé, es lo que significa vivir con un bebé.
—¿Voy yo? —me ofrezco.
—No, no pasa nada. Siento haberte despertado. Estaba buscando el café.
—En el congelador.
—No deberías congelar el café. Mata el sabor.
—¿Ah sí? No lo sabía. No lo volveré a hacer.
Fadia sale de la cocina mientras preparo el café. Al cabo de unos minutos vuelve con Selim, que está despierto y sonríe.
—Había que cambiarlo. —Nuestro hijo me mira durante un instante y entonces oculta la cabeza entre el pelo de Fadia—. No seas tímido —lo arrulla—. ¿Quién es éste? ¿Te acuerdas? ¿Es papá? ¿Sabes decir papá? Ya dice mamá, pero creo que está confundido. Normalmente le hablo en francés.
Estiro la mano para acariciar la de Selim, pero él la aparta y cierra los dedos en un puño laxo. Si alguien nos está viendo qué banales debemos de parecerle, preparando el café, cambiando pañales, conociéndonos una vez más. Seguramente, la banalidad de nuestras vidas nos sitúa fuera de toda sospecha, ¿no es la banalidad una protección contra los algoritmos y las búsquedas por palabras clave y la culpabilidad por asociación?
Nos sentamos en la zona de comedor, que da a la calle, que todavía está a oscuras porque no ha amanecido.
—¿Qué quieres que hagamos para su cumpleaños?
—Hace tanto frío que podríamos quedarnos aquí. Pedir algo de comer. No me gusta que esté fuera demasiado tiempo con este frío, y no tengo ningún deseo apremiante de ver Nueva York. Ya la conozco bien. Todos los viajes de compras que hice en mi infancia. Mis padres tenían un apartamento en la Sesenta y tantos Este.
—¿No te gusta?
—No, sí que me gusta, pero, entiéndelo, todo cambia —dice, ajustando el modo en que coge a Selim para poder tomarse el café con más facilidad. Lo deja sobre la alfombra y lo vemos gatear hacia un montón de peluches que he comprado al saber que venían—. Eso ha sido un detalle por tu parte.
—Compensando los seis últimos meses. ¿Todavía no anda?
—Se yergue. No tardará mucho en andar. Tendré que comprarle algunas cosas en las tiendas hoy.
Nos demoramos en esas naderías, observando a nuestro hijo hasta que hay que alimentarlo, y entonces Fadia lo coge en brazos, levanta su blusa suelta y apoya la cabeza de la criatura. Que dure para siempre, pienso, tan cómodos y relajados el uno con el otro, satisfechos y tranquilos en una vida que puede que no sea privada pero que avanza como si lo fuera, tal vez sin tener que hacer nada para acomodarnos al final de la privacidad salvo vivir con más ética, admitir nuestros errores, asumir la transparencia, pero también exigirla a los demás, insistir en el derecho a saber tanto sobre quienes observan como ellos saben de nosotros.
—¿Ves a Stephen? —pregunto, sin haberle contado todavía nada a Fadia de las cajas, ni de Michael Ramsey, ni de las fotografías de su vida a lo largo de los últimos meses. Supongo que lo hago a modo de prueba, para saber si ella admitirá el encuentro que vi reproducido en la fotografía.
—Me crucé con él hace poco por la calle. No me gusta ese hombre, pero le saludé porque me pareció de mala educación no hacerlo y hacía siglos que no lo veía, y él casi explotó allí, en St. Giles, como si no diera crédito a que yo le dirigiera la palabra. No entendí por qué del todo, a no ser que tenga algo que ver con Saif, mi padre y mi tío, pero fue como si no quisiera que le vieran hablando conmigo en público, y como si creyera que yo debería saber que no me convenía abordarle.
Así que eso era, pienso, no hay ninguna confabulación entre ellos, ninguna alianza, nada sugerido por la imagen aislada de Fadia inclinando la cabeza hacia él en la calle delante de la Tayloriana.
—Pero entonces —prosigue, ajustando la inclinación del cuerpo de Selim en sus brazos—, empezó a llamarme. Nunca pronuncia mi nombre, pero su voz, ya la conoces, es inconfundible. Dice cosas espantosas sobre mí, sería incapaz de repetirlas, y sobre mi hermano, y también de ti. Me llamaba todos los días, y la línea siempre cliqueaba y estaba llena de interferencias, como si utilizara una conexión de internet o como si estuviera monitorizada, o eso imaginé. Y entonces empezó a hablar de Selim, diciendo que un día, cuando menos lo esperara, descubriría de repente que había desaparecido. Me daría la vuelta y desaparecería y no volvería a verlo. No sabría decir si era una amenaza vacía o si debería tomármela en serio.
—¿Por eso acabaste respondiendo a mis mensajes?
—Tal vez. Estaba asustada. Supongo que podría haber acudido a la policía, pero nunca me he sentido segura con ellos, al menos con los blancos. Ven a una mujer con aspecto de Oriente Medio y eso basta para cambiar la ecuación por completo. Incluso si yo fuese la víctima sospecho que encontrarían la forma de volverse contra mí, y entonces es posible que acabara siendo interrogada, y aparecerían trabajadores sociales, y antes de que me diera cuenta se habrían llevado de verdad a Selim. Perdona si parece como si estuviera recurriendo a toda prisa a ti en busca de ayuda.
El sol se refleja contra el edificio de enfrente. Nuestras tazas están vacías y vuelvo a llenarlas de la jarra, y pienso que ha llegado el momento de contarle lo de las cajas y Michael Ramsey, las llamadas telefónicas que ha estado recibiendo mi madre de un hombre que debe de ser Stephen Jahn, la forma en que he acabado dudando de mi cordura, y he llegado esporádicamente a sospechar de la existencia de una conspiración en la que estaría implicado mi yerno, tal vez incluso mi hija y mi exmujer, aunque ahora ya no creo que sea probable, más bien pienso que quienquiera que sea el que esté vigilándome no tiene nada que ver con mi familia.
—¿Puedo ver las cajas? —me pregunta.
—Se las di a los abogados. No me las han devuelto.
—¿Y ese tal Michael Ramsey? ¿Puedes ponerte en contacto con él?
—Mi yerno sabría cómo localizarlo, pero no sé si pedirle nada a Peter. No acabo de fiarme del todo de él. Y obviamente los teléfonos y el email no son seguros.
—¿Un signo en la ventana?
—Eso parece una película de espías.
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
—Creo que lo veo por la calle todos los días, pero cuando intento abordarlo, desaparece, o al final dudo de que fuera él. Llevo más de un mes sin sentirme completamente en mis cabales.
—Pero la última vez que hablaste con el tal señor Ramsey, ¿te dijo que lo hicieras todo público?
—Sí, con rodeos, sugirió publicar un artículo en la revista de Peter, dando por sentado que a éste podría convencérsele de que lo hiciera, o tal vez publicar esto —dije enseñándole esta pila de papeles, en la que escribo estas palabras, observando mi propia vida, revisando mi propia historia reciente, como hacen otros—. Sólo me gustaría poder saber con certidumbre quién es el responsable de mi vigilancia. Creo que se trata del gobierno, pero no tengo pruebas. Bien mirado, no tengo pruebas de nada, salvo los archivos, y ya no están en mi posesión.
Selim vuelve sobre la alfombra, gateando y entreteniéndose con los muñecos, tan inocente, tan ajeno a las dificultades de las vidas de sus padres. Mientras lo miro, me prometo estar presente en su vida de un modo que no lo estuve para mi hija.
—¿De verdad importa quién lo hace? —pregunta Fadia por fin—. Hay mucha gente que vive su vida entera ante una cámara emitiendo públicamente sus vidas para que las vean desconocidos. Hasta tú podrías hacerlo, ya sabes, instalas cámaras en el apartamento, te presentas ante el mundo entero, para demostrar lo normal que eres, que poco merecedora de sospecha es tu vida, cómo no tiene nada que ver con lo que sea que el gobierno (o Stephen Jahn, o el MI5, el MI6, la NSA, la CIA o el Mossad) crea que estás haciendo. Enséñales tu vida, nuestras vidas juntos si quieres, para demostrar que no tienen nada de interesante: simplemente un hombre y una mujer que tienen un hijo juntos, que resulta que tienen, sin que sea culpa suya, una relación con un hombre que no querría saber nada de ellos, que incluso nos repudiaría por la relación que mantenemos. Me caben pocas dudas de que eso sería lo que haría Saif, o, como Stephen, amenazaría con llevarse a Selim, con matarme por las opciones que he tomado, con asesinarte por lo que hiciste conmigo, o a mí, según prefiramos. ¿Por qué debería juzgársenos por lo que Saif ha acabado siendo? Creo que tendrías que hacerlo público, de una manera u otra. Y podemos hacerlo juntos. Yo te apoyaré —dice, con la mirada fija en mí con una expresión de esperanza, o que mezcla esperanza y resolución, y en el hechizo de esa mirada siento la determinación para aprovechar el poder, por poco que sea, que me ha concedido Michael Ramsey, si es que de hecho es él el responsable de todo lo que se ha revelado, y volver ese poder contra los poderosos.
Este texto podría adquirir una vida más allá de lo que yo hubiera imaginado, convertirse en un texto destinado no exclusivamente a mis hijos o para mi defensa legal, sino para que lo lea cualquiera, en cualquier momento, en cualquier plataforma, allá donde esté, quienquiera que sea, aunque sólo sirva para demostrar mi vulgaridad, mi insignificancia, el que en última instancia soy como cualquier otro, como usted, al llegar al final de esta página.
—¿Estás dispuesto? —dice Fadia.
—Sí —digo levantando a Selim de la alfombra y besándole la frente—, sí.