Tendría que haber reconocido la dirección cuando me la dio Peter, pero, como otros fragmentos de información en mi vida, había eliminado las asociaciones que podría haber evocado West End Avenue y me sorprendí cuando llegué allí el lunes por la mañana y encontré la consulta de la doctora Sebastian al doblar la esquina del apartamento donde había vivido en Nueva York, con Susan y Meredith, en la última planta de un típico edificio de piedra rojiza remodelado, con una escuela al otro lado de la calle y el ruido de los camiones de la basura que a menudo me despertaban el sábado por la mañana antes del alba.

No había vuelto a la calle Setenta y cinco desde hacía más de una década, desde el verano en que dejé el apartamento y, durante un breve periodo, me instalé en la casa de mi madre en Rhinebeck, antes de la posterior y más definitiva migración a Oxford. Cuando me fui del apartamento familiar, cedí casi todos los muebles, lo que también era la razón de que no me llevara más que una lámpara y una mesita auxiliar al otro lado del océano. Por entonces, intenté pelear sin muchas ganas con Susan por la elegante tostadora de cuatro rebanadas que había comprado hacía sólo unos meses porque estaba cansado de hacer las tostadas en el horno, pero cuando vi la tristeza que asomó en la cara de Meredith, pareció como si perder la tostadora fuera ya demasiado para ella, que perder a su padre y también la posibilidad de hacer tostadas cuando quisiera la empujarían a la delincuencia juvenil de un modo que no lo harían ni los líos más graves. Así que me fui de casa sólo con la ropa, los libros, las fotografías y las obras de arte que eran incuestionablemente míos, parte de lo cual había adquirido antes de que Susan y yo nos casáramos, y la mayoría —incluida una obra de Neo Rauch comprada antes de que sus precios se dispararan más allá de mi alcance— adquiridos con el dinero que me había dejado mi padre y por tanto, argumenté, no sujetos a negociación. El arte era mi legado en un sentido real, aunque parte de ese dinero también nos había ayudado a comprar el apartamento, que yo cedí a Susan (aunque en realidad, me convencí a mí mismo, se lo cedía a Meredith) sin más discusiones que cuando renuncié a mi tostadora y a mi lámpara de pie favorita e incluso a la guitarra acústica negra que mis padres me compraron en la secundaria y a la que Meredith había bautizado inexplicablemente con el nombre de Bobo y se la llevaba a tocar con sus amigos cuando se reunían en el paseo en Riverside Park, expresando una especie de rollo hippy nostálgico que ni Susan ni yo podíamos haberle transmitido porque habíamos sido demasiado jóvenes.

Ese lunes de noviembre por la mañana llegué demasiado temprano para que me apeteciera pasarme media hora leyendo revistas en la sala de espera de la doctora Sebastian, así que paseé por la calle Setenta y cinco, por delante del edificio donde sabía que Susan seguía viviendo. Como sabía también que se había tomado un año sabático, y que seguramente estaba en casa, estuve a punto de llamar al timbre, pero me lo pensé mejor, convencido de que no estaría de humor para hablar con su exmarido. Para ser justo con Susan, hemos logrado seguir siendo amigos después del divorcio y en muchos sentidos me siento más cercano a ella que a cualquier otro, con la excepción de Meredith, que mantiene una relación bastante complicada con su madre. Cuando Meredith acabó el instituto y se fue a la universidad a Boston, y aunque yo estaba en Oxford, Susan me telefoneaba para saber cómo le iba a su hija porque por entonces ninguna de las dos se había recuperado de una sucesión de peleas sobre novios del instituto y sobre la decisión de Meredith de estudiar Historia del Arte. Susan temía que fuera una opción poco práctica y creía que no era necesario que Meredith tomara la decisión de en qué quería especializarse incluso antes de empezar la universidad. De hecho, Susan pensaba que Meredith debía estudiar Negocios, y sus relaciones sólo empezaron a mejorar cuando un máster en Gestión Artística finalmente puso colofón a su grado en Historia del Arte. Eso indicó a Susan que su hija, que con tanta frecuencia parecía vivir en un mundo imaginario, tenía también una veta práctica. «¿Qué otra cosa puedes esperar de una economista? —le pregunté una vez a Meredith—. Tu madre piensa en términos de lógico e ilógico, de ecuaciones, balances, expectativas, futuros. Míralo así: a ella sólo le preocupa tu futuro.» Meredith, recuerdo, había esbozado una mueca: «Y no mi felicidad», dijo.

Aquella mañana, unas semanas atrás, hacía demasiado frío para acercarse caminando a Riverside Park, pero aun así fui hasta allí, ciñéndome el abrigo con fuerza alrededor del cuello mientras pasaba por el paseo vallado para perros que había recorrido tantas mañanas temprano y tantas tardes a última hora mientras Lotte, nuestra perra, se dedicaba a lo suyo, unos hábitos que a menudo me obligaban a entablar conversación con personas que de otro modo no habría conocido, incluso, una vez, con la actriz Kathleen Turner. Nosotros, los habituales del paseo para perros, intentábamos comportarnos como si la señora Turner no fuera nadie especial, dándole su espacio, supongo, aunque todos debíamos sentir la emoción de tener un famoso entre nosotros, de poder verlo en su vida normal, una persona de presencia más que ordinaria, paseando a su perro y comportándose normalmente de un modo que parecía la representación de una identidad prestada. No podía dejar de pensar en su interpretación, que yo había visto hacía unos años, en Indiscretions, basada en Les parents terribles de Cocteau, en la que encarnaba a Yvonne, la más que medio loca madre de Michel, que en aquella producción interpretaba Jude Law, quien por entonces era prácticamente un desconocido que causó sensación al salir del baño en el segundo acto y quedarse, con gran naturalidad, mojado y desnudo, sobre el escenario. Era una obra sobre diferentes formas de desnudez, la mayoría psicológicas y emocionales, y Turner, aunque permaneció vestida, estaba tan desnuda como los demás en aquel extraordinario escenario. El placer para la audiencia, incluso más intensamente que en la mayoría de las obras, procedía de implicarse en un acto compartido de voyeurismo, disfrutando del espectáculo de una familia exhibiendo sus heridas psíquicas. Al final de la obra, el escenario se escindía, las paredes y el techo se separaban, y entraba una luz potente y penetrante, lo que me pareció un símbolo o una versión del acto de observación colectivo del propio público, los que mirábamos con tal intensidad que, mediante la fuerza combinada de nuestra mirada, acabamos por reventar el hogar de los personajes por sus costuras.

Aquella mañana había pocas personas paseando a sus perros, la mayoría ancianas, una de ellas con media docena de bichones que se movían como una niebla entre los senderos que descendían trazando un arco hacia el río. Cuando el viento sopló con fuerza desde el Hudson y me alcanzó el cuello, decidí dar la vuelta. Ya no era ningún jovencito, y temía que si pillaba un resfriado me dejaría postrado una semana. Al final resultó que la doctora Sebastian no tenía más citas y me hizo pasar a su consulta casi en cuanto franqueé la puerta. Recuerdo que la sala era sobria, de paredes blancas y mobiliario moderno, un espacio severo desprovisto de distracciones o de cualquier cosa que pudiera desencadenar asociaciones potentes en la mente.

—Habitualmente me tomo esta semana de vacaciones cada año, pero dado que es usted el suegro de Peter he hecho una excepción —dijo, y sonrió. Tenía mi edad, el inglés no era su lengua materna, y de algún modo, por alguna razón eso hacía que la situación pareciera más seria si cabe. Me di cuenta de lo preocupado que había estado desde los sucesos del sábado y, tal vez, para ser más precisos, desde que les conté a Peter y Meredith mi extraña confusión. Lo que en realidad había pretendido, lo comprendí entonces, era que mi hija y mi yerno me tranquilizaran diciéndome que no había nada de qué preocuparse, que me dieran ánimos para que siguiera haciendo mi vida, y no que me mandaran a una especialista en memoria que podría descubrir que algo funcionaba rematadamente mal en mi cerebro. También me percaté que «especialista en memoria» era un eufemismo: la mujer no era más que una neuróloga, y ese término, más que el otro, me producía palpitaciones. Era la primera vez en mi vida que visitaba a una neuróloga porque las personas más cercanas a mí sospechaban que algo no iba bien en mi cerebro. ¿Cómo podía culparles visto el problema técnico que les había contado? Se empieza por esos incidentes, errores en el lenguaje ordinario, la búsqueda de frases corrientes que se nos escapan, el olvido de una conversación reciente entera o de la correspondencia, o comportándose como si cualquier acuerdo al que se haya llegado, o información que se haya comentado, nunca se hubieran producido.

—Me gustaría que empezara contándome qué es lo que ha detectado —dijo la doctora Sebastian desde detrás de su mesa.

Utilizaba una pluma que parecía antigua y tomaba notas en un cuaderno del tipo que podría utilizarse en la contabilidad financiera, de esos en los que se apuntan ganancias y pérdidas.

Le expliqué lo que había experimentado durante el fin de semana, contándole la confusión sobre la cita con Rachel como se la había contado a Meredith y Peter.

—¿Y antes? ¿Le ha pasado otras veces?

—No soy consciente de que haya ocurrido nada por el estilo en el pasado.

La doctora Sebastian asintió, tomó unas notas y luego me sometió a una serie de preguntas para comprobar si estaba sufriendo algún tipo de demencia. Me preguntó el año y la estación, la fecha y el día, quiso saber dónde estábamos, tanto en general como en concreto, me dijo tres palabras para que las recordara y me las preguntó más tarde, avanzada la consulta, me pidió que deletreara otras palabras y luego que lo hiciera a la inversa, que contara hacia atrás desde cien por un factor siete, me pidió que identificara y nombrara varios objetos cotidianos que extrajo de una caja, me hizo repetir expresiones concretas, escribir frases enteras, seguir instrucciones escritas y trazar un sencillo dibujo de figuras geométricas. Me sentía como un niño. Cuando todo acabó le pregunté qué tal lo había hecho.

—Impecable. No ha fallado ni una. Me gustaría que le hicieran un escáner, sólo para asegurarnos de que no hay nada irregular internamente, para excluir un derrame, un tumor y cosas así.

—¿Un derrame o un tumor?

—Escuche, profesor O’Keefe —dijo estirando las manos y uniendo las puntas de los dedos para formar un triángulo—, es improbable, pero en ausencia de problemas cognitivos o de memoria observables, me gustaría corroborar que no hay nada mal dentro. En su familia no hay antecedentes de Parkinson, ¿no?

—Ninguno, en absoluto.

—¿De Alzheimer?

—No que yo sepa.

—¿Nunca han hablado de miembros de la familia olvidadizos?

—Todos murieron de cáncer, ataque cardíaco o vejez.

—¿A qué se refiere?

—Se quedaron dormidos a una edad muy avanzada, así que supongo que también se trató de un ataque al corazón.

La doctora Sebastian asintió y me dijo que podían hacerme el escáner el miércoles, si no me importaba, y si por supuesto me iba bien. Al final de la visita, lo que yo quería era certezas en lugar de más preguntas.

—Pero entonces, ¿qué significa todo esto si al final no hay ningún signo de daño neurológico?

Haciendo girar la pluma entre los dedos, desvió la mirada.

—En ese caso deberíamos plantearnos si puede haber alguna explicación psicológica.

La doctora Sebastian miró por encima de sus gafas en un gesto que me recordó al de una maestra dando una severa lección de advertencia. En otras circunstancias, en un contexto distinto, no me lo habría pensado dos veces en dejar claro mi interés por esta mujer cuanto el pudor y el respeto lo permitieran. No llevaba anillo de casada, aunque yo sabía que eso no significaba necesariamente que estuviera disponible. No había fotografías sobre su mesa ni en las paredes de la consulta, sólo sus títulos, todos ellos de Harvard, montados, enmarcados y colgados en una cuadrícula tan ordenada que supe que era un trabajo de profesionales. Esa precisión, así como el cuidado que se tomaba con su arreglo personal y su ropa, los pantalones negros de lana y los zapatos también negros, la blusa de seda de color crema, la total ausencia de joyas salvo el reloj, que era de un metal plateado, me recordaron a la única otra mujer de la que he estado enamorado recientemente —la única mujer a la que había amado en mucho tiempo— y me hizo desear que la doctora Sebastian y yo no nos encontráramos por primera vez en esta peculiar situación, que ojalá la hubiera conocido cuando yo no pareciera tan afectado por las extrañas experiencias del fin de semana anterior.

—Interpreto que quiere decir que me estoy volviendo loco.

Levantó la barbilla para mirarme directamente a través de las lentes.

—No, profesor O’Keefe, quiero decir que hay varias razones, o formas, por las que la mente puede tachar ciertos sucesos. —¿De qué nacionalidad era?, me pregunté. Alemana, seguramente, en cuyo caso habríamos podido mantener una conversación más fluida en su lengua materna que en la mía—. Estaría bien que hablara con alguien. ¿Ya tiene un terapeuta?

—Nunca he asistido a terapia.

—¿Conoce a algún terapeuta entre sus relaciones sociales?

—En Nueva York no.

—Podría darle referencias.

—Preferiría pensármelo.

Dejé la consulta preguntándome qué causas psicológicas podrían causar un vacío tan específico en mi memoria. Mientras volvía andando al metro de la calle Setenta y dos, intenté pensar en un trauma como causa potencial de esa laguna mental, pero no se me ocurrió ninguna razón en concreto por la que planear una reunión con Rachel, que me parece una estudiante seria que es improbable que dispare ninguna clase de respuesta psicológica o emocional fuerte, podría haber desencadenado una amnesia traumática. Tampoco sabía con seguridad si era eso a lo que se refería la doctora Sebastian, ni siquiera si la mente se comportaba de ese modo. Entonces se me ocurrió que tal vez había pasado algo el sábado por la tarde, algo traumático que no tuviera que ver con Rachel y que el intercambio de mensajes con ella se borró de mi memoria junto con ese otro trauma, fuera el que fuese. Aunque fuera posible, esa hipótesis no parecía muy convincente.

En aquellos minutos caminando por mi antiguo vecindario recordé las innumerables tardes cuando, volviendo de la Columbia, tras una jornada enseñando, me paraba a comprar algo de comer en Fairway, o pescado fresco u ostras en Citarella, o un buen pastel de postre, y luego me iba a casa a improvisar una cena para mi mujer y mi hija, en los tiempos en que todavía parecía —pese a las pequeñas situaciones irritantes de una vida de casados normal— que formaba parte de una familia capaz de perdurar, de una forma u otra, hasta el día en que muriera. Mis padres no se habían divorciado y cuando me casé con Susan pensaba que ella y yo viviríamos juntos para siempre. Sus padres de hecho proporcionaban un modelo muy distinto, pero yo quería creer en la permanencia de nuestra relación, en la posibilidad de encontrar formas de ajustar el comportamiento a medida que pasaran las décadas, acomodándonos a las necesidades y deseos cambiantes del otro, y que, al hacerlo así, podríamos seguir volviendo al lecho conyugal con una sensación de seguridad y de esperanza, o, si no de esperanza sí al menos de un misterio cada vez menor, un conocimiento más amplio de la otra persona, de las peculiaridades de su deseo, las texturas de su cuerpo, la forma en que unas partes se expandían y contraían rápidamente o en el curso de largos periodos de tiempo. Por entonces no podía imaginar, no en aquellas noches cocinando a mi aire, que Susan había perdido el interés y que esa pérdida afectaría a mi vida profesional, y me llevaría a tener que irme no sólo de mi casa sino también de mi país.

Durante aquel primer y solitario año que pasé viviendo en alojamientos del college en el cuadrángulo frontal que daba a una perfecta imagen de postal del césped, cuando me despertaban de madrugada estudiantes de Oxford de juerga, insomne en una cama individual por primera vez desde que había acabado de estudiar, estaba resentido con Susan por no haber seguido interesada en mí, y, justo cuando ese resentimiento estaba a punto de volverse corrosivo, en el momento en que me di cuenta de que llevaba bebiéndome una botella de vino entera todas las noches durante semanas seguidas y veía cómo me miraban los jóvenes estudiantes que venían a mi alojamiento para las tutorías con una mezcla de perplejidad y vago asco, decidí que, como habría repetido Rilke, tenía que cambiar mi vida antes de que yo, también, acabara hecho una ruina. Reduje la ingesta de bebida y empecé a correr, pese a la lluvia inglesa, y seguí corriendo como una forma de recuperar al hombre que había sido. No iba a envejecer como la mayoría de los académicos, decidí, así que recurrí a algunas de mis colegas femeninas en busca de inspiración. Cuanto mayores se hacían, con más esmero se cuidaban de su apariencia, de manera que una mujer de sesenta años que tenía su alojamiento al lado del mío apenas parecía tener cuarenta y cinco. Una vez le pregunté por qué lo hacía, si todo ese esfuerzo era por sí misma, o por su compañero. «Los estudiantes ya creen que somos antiguallas —me dijo—, ¿por qué darles más munición?»

 

Esa tarde, cuando Rachel llamó a la puerta de mi despacho en la casa adosada que daba a Washington Square, yo ya me estaba preguntando si sacar a colación la confusión sobre nuestra cita anterior o fingir que no había pasado nada. Rachel es una de esas licenciadas que siempre parece de camino a una entrevista, habitualmente vestida con traje chaqueta, y casi siempre —como la doctora Sebastian, que no se me había ido de la cabeza— con pantalones conservadores, blusa y elegantes botas de cuero negro de tacón bajo y puntera no muy marcada, lo que sugería poder y profesionalidad, pero sin que hiciera sentirse inseguros a hombres como yo.

No sabía cuáles eran los antecedentes familiares de Rachel; a veces es difícil reconocer en los estudiantes cuánto dinero hay en su familia, pero ella parecía haber disfrutado de una sólida educación y crianza de clase media, con los recursos necesarios para vivir cómodamente. El traje que llevaba aquel lunes era de buena calidad, podrían habérselo comprado sus padres o abuelos, y aun así se percibía un matiz de profesionalidad y esfuerzo personal, como si ella supiera que tenía que trabajar para conseguir la codiciada plaza de titular de por vida que es cada vez más difícil de lograr porque instituciones como la NYU y la Columbia contratan cada vez menos profesores para puestos permanentes, buscando asistentes con contratos tan limitados que poco menos que se ven obligados a trabajar en tres o cuatro universidades a la vez sólo para llegar a fin de mes. Rachel tenía todo el aspecto de una de esas estudiantes que se dicen a sí mismas: «Ése no va a ser mi caso, voy a ser uno de ustedes, profesor O’Keefe, y quiero que sepa que cuando llegue el momento de escribir las referencias el año que viene, yo soy la persona de la que usted dirá: Seríais estúpidos si contratarais a otro que no sea Rachel». Entre los estudiantes gozaba de simpatías como profesora asistente, lo que quería decir que había un saludable equilibrio entre aquellos que se quejaban de que era demasiado exigente y los que la tenían por un genio, la mejor profesora que jamás les había dado clase. Teniendo en cuenta esas reacciones, por no mencionar la profundidad de sus conocimientos, estaba convencido de que podría proporcionar buenas referencias recomendando a las comisiones de contratación que Rachel, por delante de todos los demás candidatos de doctorado, era la mejor para el cargo. Aun así, era improbable que la contrataran hasta dentro de varios años, y por tanto tendría que pasar la primera parte de su vida profesional en Louisiana, Utah o Alabama.

—¿Qué tal el fin de semana, profesor O’Keefe? Comentó que había surgido algo inesperado. ¿Ha ido bien, fuera lo que fuese? Lo siento, no pretendo entrometerme, sólo quería saber si todo va bien.

Había esperado que Rachel no me hiciera esa pregunta.

—Mi hija organizaba una cena profesional en casa y quería mi consejo —mentí—. Lo siento, no tengo por costumbre cambiar las reuniones de este modo, pero era una cena muy importante para ella.

Mientras Rachel escuchaba la disculpa, que me pareció aún más estúpida a medida que la contaba, sus ojos empezaron a entornarse de un modo que me agobió, y cuando acabé de hablar vi que se le abrieron de golpe de nuevo, como si cualquier confusión que hubiera sentido hubiera dado paso a la sorpresa, o al menos a la simulación de sorpresa.

—Vaya, no sabía que su hija viviera también en Nueva York.

—Ése era uno de los atractivos de este empleo, estar cerca de mi hija otra vez después de tantos años de vivir alejados, ya sabes, y a medida que uno envejece el deseo de estar cerca de sus hijos se agudiza, no sabría decir por qué, tiene que ver tanto con quererlos cerca si algo va mal como con querer estar disponible para ayudarlos, y no es que yo sea tan viejo y necesite ayuda ni que mi hija necesite tampoco que le eche una mano en ningún sentido, pero ya entiendes a qué me refiero.

Rachel asentía con convencimiento, intentando mantener el contacto visual por más que mi mirada se desviaba hacia la ventana hasta Washington Square Park, que había cambiado durante mis años de ausencia de modos a la vez sutiles y curiosamente profundos, como si siguiera siendo el mismo parque pero en una versión más pulcra y ordenada de sí mismo. Un hombre que pasaba al otro lado de la calle se detuvo, miró hacia la ventana del despacho, permaneció inmóvil, mirando fijamente, durante unos veinte segundos, y luego reemprendió su paseo.

—¿Y cómo ha ido el instalarse en América? —preguntó Rachel.

Mientras miraba, el hombre del otro lado del parque se dio la vuelta, retrocedió, pasó de nuevo frente a mi ventana, y sentí una palpitación de inquietud. ¿Era nuestro segundo encuentro? ¿El tercero? Empecé a sentir que me hacía falta un libro de contabilidad, una forma de registrar momentos que me parecían extraños o turbadores. Tras lo sucedido el sábado y el domingo, ésta era la siguiente ocasión en que se daba lo que sólo puedo llamar extraña anomalía.

—¿Profesor O’Keefe?

—Perdón. Decías…

—Me refería a si le ha resultado difícil instalarse en América, ¿se ha sentido bienvenido?

En una situación similar en Gran Bretaña este tipo de charla se habría reducido a su mínima expresión; dado que se trataba de una relación profesional, no hay ninguna expectativa ni obligación por mi parte para que nos hagamos amigos. El motivo de la reunión era hablar del trabajo que se me ha encargado que asesore y guíe con la esperanza de que mis sustanciales conocimientos en el campo ayuden a Rachel o a cualquier otro estudiante que se siente ante mí a no quedar como un idiota cuando llegue la hora de dejar leer lo que hayan escrito a un grupo más amplio de académicos. No obstante, Rachel no va a parecer una idiota. Trabaja como un esclavo y tiene una capacidad casi sobrenatural para anticipar los problemas antes de que siquiera se avisten en el horizonte y, tras darse cuenta de que se aproximan, se desvía para evitarlos o adquirir las herramientas necesarias para abordarlos y anularlos cuando se presenten (es decir, mejora su alemán para leer Ernst Bloch en lengua original, domina suficiente el francés como para leer a Bernard Stiegler, también en su lengua, dedica un poco más de tiempo a la obra de Hayden White). Sin embargo, la pregunta que me había hecho era tal vez el motivo principal de mi irritación, porque delataba su incapacidad para entender que no soy británico más que en la acepción legal del término. Uno incluso podría decir que mi cualidad de británico es una ficción legal, si no fuera porque legalmente es real, pero esa legalidad da lugar a una ficción de pertenencia o aculturación que, a estas alturas, para mí es lo mismo que una fantasía. Cuando todavía vivía en Gran Bretaña y pensaba que podría seguir viviendo allí el resto de mi vida o, al menos, hasta mi jubilación, se trataba, quizá, de una cuestión de autoengaño o, incluso, de ilusión.

—¿Qué quieres que te diga, Rachel? Es como volver a casa.

Una vez más, en cuanto abrí la boca, ella empezó a asentir. Me pregunté si, en el caso de que dijera algo absurdo, como que nuestro planeta es simplemente una simulación dirigida por un ordenador invisible y nunca visto, o si empezaba a soltar memeces racistas o sexistas, ella seguiría mostrando su acuerdo tan robóticamente.

—Vaya, qué interesante —dijo sonriendo y ladeó la cabeza como si insinuara la pesadez de un pensamiento—. Supongo que eso se debe a que la cultura americana es tan dominante en todo el globo, ¿no?

—No, Rachel, eso se debe a que soy americano.

Su rostro se nubló con una expresión de confusión total, que rayaba en el asco.

—Pero usted suena británico. ¿Eran británicos sus padres?

—No, todos somos americanos de pura cepa, desde hace siglos. La familia de mi madre era inglesa, pero vinieron a finales del siglo XVII; y la de mi padre, todos irlandeses, llegaron en la década de 1840, como tantos otros.

—Por el acento, había dado por supuesto…

—No tengo acento británico. Los británicos no lo creen. A ellos les sueno americano.

—Pero no es así, en absoluto.

—Es una cuestión de entonación. Si prestas atención a mis vocales, son totalmente americanas. Sólo el fraseo y los énfasis, y también es posible que el vocabulario, se han alejado de su origen.

Ella seguía moviendo la cabeza, pero para entonces yo estaba ya un poco harto de su insistencia en que fuera quien no soy, así que dije, en un tono bastante inglés —con un exceso de sutileza— que si no nos poníamos a trabajar no tenían mucho sentido esas reuniones, y dentro de una hora los dos veríamos que el resultado no era muy satisfactorio. Así, desde esa situación de confusión, pasamos al capítulo de Rachel, sobre el que estuvimos hablando los siguientes tres cuartos de hora. Vi su alivio cuando escuchó que me parecía que necesitaba muy pocos retoques. Con todo, a lo largo de la reunión, de su cara no se borró la expresión de desconcierto, como si una parte de su cerebro siguiera pensando en el sonido de mi voz, de mi forma de hablar, atenta a la rotundidad de mis vocales, al vocabulario y las expresiones idiomáticas que uso, y cuando intentaba cotejarlo con su idea de cómo suena un compatriota americano —aunque uno puede ser americano en todos los sentidos y no necesariamente hablante de inglés como lengua materna— descubría que yo no encajaba en su paradigma de americanidad.

—No se trata sólo de la entonación. Creo que tiene que ver con la cadencia —me dijo al cumplirse la hora—. Es la cadencia que utiliza, y el volumen, que es más bajo que el que utilizan la mayoría de los americanos, y también sus construcciones y vocabulario, tiene razón, tiene construcciones del inglés británico y se cuelan palabras que los americanos ya no usan, que es por lo que muchos de nosotros pensamos que debía de ser británico, y también claro porque sabemos que ha llegado hace poco de Oxford, así que tiene ese relato de su origen, no sé si me entiende…

Asentí, pero estaba de nuevo distraído por el mismo joven de Washington Square Park, que se había detenido durante un instante frente a mi ventana. En el crepúsculo resultaba imposible distinguir su cara, ni siquiera con las farolas del parque encendidas, pero era obvio que permanecía allí el tiempo justo para comprobar si yo seguía en mi despacho. Mientras Rachel hablaba, me levanté y cerré las persianas.

—… y por eso, por su pasado reciente, saber de dónde viene y todo lo demás, y habiendo asistido a la conferencia que dio la pasada primavera cuando vino para las entrevistas y los trámites, y entonces sonaba muy, pero que muy británico, seguramente porque acababa de llegar de Oxford y no había estado con americanos desde hacía mucho, ¿me sigue? Bueno, nosotros supusimos, me refiero a que no fui yo la única, ¿no? Otra gente debe de haberle tomado por británico, ¿verdad?

—Algunos, sí. Pero sólo desconocidos.

Lo que quería insinuar era que la confusión de Rachel podría haberse evitado fácilmente si hubiera dedicado cinco minutos a mirarse mi página web de la facultad, donde una breve biografía deja mi trayectoria inequívocamente clara. Sin embargo, esto es algo que he notado en la generación de Rachel, y todavía más en los estudiantes más jóvenes: pese a tener toda la información del mundo a su disposición, parecen más propensos que generaciones anteriores a dar el salto a las suposiciones, o a esperar a que alguien les explique qué no han sabido comprender o investigar por sí mismos, y con ese error habrían seguido viviendo en un estado de incertidumbre o falsa creencia. Me sorprendió entonces, pero incluso en Oxford hubo ocasiones en que era patente en el curso de una tutoría o una supervisión que un estudiante había malinterpretado tristemente algún aspecto del trabajo porque no había comprendido el significado de ciertas palabras, y pese a tener el Oxford English Dictionary accesible gratuitamente online, no había sido capaz de buscar un vocabulario con el que no estaba familiarizado y había realizado una lectura tan superficial que había llegado a conclusiones disparatadamente erróneas sobre el texto en cuestión. Yo había esperado que al volver a Estados Unidos no me encontraría esa pereza intelectual, esa falta de curiosidad. Estaba, tengo que reconocerlo, decepcionado por la incapacidad de Rachel para descubrir que yo era tan americano, seguramente más y desde hacía más tiempo, como ella. Sinceramente, estaba algo más que un poco cabreado y recordé lo que el sábado me había preguntado el hombre del Caffè Paradiso: si el estudiante que no se había presentado era chica y si era atractiva. No, me dije para mis adentros sentado delante de Rachel ese lunes por la tarde, iba bien vestida y esmeradamente arreglada, pero no era atractiva. La genética le había repartido una mano más bien pobre. Me avergüenza admitir que su simplicidad (palabra ambigua que significa algo completamente distinto en inglés británico, casi lo contrario, del sentido que se le da en América) intensificó la amargura que yo sentía cuando la hora llegaba a su fin y ella, esta chica simple pero muy inteligente, muy prometedora, se sentía obligada a explicarme por qué no le sonaba americano a su oído inexperto y poco viajado.

Al acompañarla a la puerta, me di la vuelta y dije, sin pensarlo ni reflexionar en el efecto que podían tener las palabras:

—Mira, Rachel, una de las grandes cualidades de Estados Unidos y una de las razones por las que quería volver a casa, a este país, es que uno puede hablar cualquier lengua en cualquier acento imaginable y todavía se le concede el estatus de americano.

Rachel se ruborizó y farfulló algo casi ininteligible, una especie de medio disculpa que se quedaba a medias, como algunos conocidos británicos habrían dicho.

—Lo siento —dije—. No te he entendido bien.

Lo que era verdad, aunque me fijé en que parecía desolada, y en ese momento, me di asco. Me estaba comportando espantosamente, de un modo que no había hecho desde hacía mucho.

—Lo siento, profesor O’Keefe —balbuceó—. Me pareció, no sé, yo sólo…, relacionarme con gente me resulta difícil a veces porque, supongo, no me parece que los demás sean muy transparentes.

—Tendrías que irte a Alemania. Los alemanes son muy transparentes. Si te odian, te lo dirán.

Y así, tras ese comentario, salió precipitadamente a la fría noche de noviembre. No había pretendido hablarle con tal vehemencia, pero, al hacerlo, sin que Rachel lo supiera, estaba pensando en un encuentro que había tenido en una cena en la High Table del Exeter College unos años atrás, cuando la cuestión de mi nacionalidad se planteó por enésima vez. Por entonces había conseguido la doble ciudadanía, que había solicitado por las razones prácticas que facilitaban el viaje de ida y vuelta entre Gran Bretaña y Estados Unidos, y así, cuando una fellow de un college, una mujer de mi edad nacida y criada en Londres, me preguntó de dónde era, dije: «Soy americano, pero ahora también soy británico, tengo la doble nacionalidad»; ella negó con la cabeza y me corrigió: «No, no, no. Eres americano». Cuando repliqué insistiendo: «Es más complejo que eso, llevo una década viviendo en Gran Bretaña, me he aculturado hasta cierto punto, y no tengo planes de regresar a Estados Unidos», ella volvió a negar con la cabeza, burlándose de mí: «No, eres americano, de pies a cabeza, y aunque pases el resto de tu vida aquí nunca serás británico». Me enfadé tanto con aquella mujer, una profesora de inglés cuyos padres eran austriacos que habían inmigrado a Gran Bretaña en la década de 1930, que no le hablé durante el resto de la cena, ni en las copas posteriores en la Senior Common Room[2] y la evité cada vez que nos cruzamos por la calle durante los meses y años posteriores. Me costaba imaginarme una conversación como aquella en Estados Unidos. Me costaba imaginarme a un americano nacido y criado en el país diciéndole a un inmigrante que llevaba una década o más residiendo legalmente en él, alguien que había adquirido la ciudadanía americana, que no era ni sería nunca americano; una afirmación como ésa contradeciría los conceptos fundacionales de la identidad nacional americana.

El encuentro con Rachel me había turbado, sobre todo porque a mi regreso a Nueva York desde Oxford había mantenido varias conversaciones con desconocidos que daban por supuesto tras las presentaciones que yo era británico, y en algunas ocasiones, algunos de los desconocidos menos sagaces insistieron, incluso después de que hubiera explicado mi historia personal, convencidos de que yo mismoconfundía de algún modo mi propia nacionalidad, que de hecho no era americano, o que mis padres debían de ser británicos. En ocasiones, esas conversaciones acababan en discusiones; yo perdía los papeles en una fiesta o cualquier otro encuentro social, con el alcohol enturbiando tal vez la argumentación a la vez que la alargaba, hasta que me veía obligado a decir algo en el sentido de «Escucha, nací en el estado de Nueva York, de padres que nacieron en el estado de Nueva York, de abuelos que nacieron en diversos lugares entre Maine y Pennsylvania. Me crié en Nueva York, pasé mi infancia en este estado, estudié aquí, viví en América hasta casi los cuarenta años, y luego, por los caprichos de una carrera universitaria, acepté un empleo en Gran Bretaña y viví allí durante más de una década. Algunos americanos son capaces de vivir en el extranjero sin perder jamás su acento. No es mi caso. Llámame camaleón o petulante o snob o lo que quieras, pero el caso es que intenté, tal vez inconscientemente, o tal vez deliberadamente en algunos aspectos, fundirme con la vida británica porque resultaba agotador que te preguntaran dos o tres veces qué quería decir cuando utilizaba una palabra o una expresión o una frase entera que era malinterpretada como consecuencia directa de mi acento absolutamente americano o de mi vocabulario o de una combinación de ambos, y por eso realicé microajustes para que me entendiera mejor la gente, una gente que era, en un sentido muy real, mi anfitriona. Al hacer esos ajustes, empecé a sonar como extranjero a personas como tú, pero no soy menos americano de lo que lo era cuando me trasladé a Gran Bretaña hace ya tantos años». Y entonces, dado que podría haber cometido el error de mencionar el año en que me trasladé a Oxford, una sombra solía proyectarse entre mí y la persona que había malentendido mi nacionalidad hasta el punto de ofenderme, y el interpelado comentaba algo en el sentido de: «Oh, ¿te fuiste antes o después de los ataques?», y yo tenía que explicar que el traslado ocurrió en las semanas inmediatamente posteriores a los ataques contra Nueva York y Washington, aunque se había tratado de una simple coincidencia. A veces, uno de esos sordos interlocutores me lanzaba una mirada penetrante y decía casi gruñendo: «Si hubiera sido yo, no habría abandonado mi país en ese momento por un empleo», dicho lo cual, la persona en cuestión cogía su copa o su canapé y se alejaba con paso ostentoso, como si yo no pudiera darle ninguna réplica que la hiciera cambiar de opinión. Era desalentador, y esa sucesión de encuentros, incluido el que había tenido con la catedrática de inglés en el Exeter College que me había hecho recordar la reunión con Rachel, se fundieron en mi conversación con la estudiante aquel oscuro lunes por la tarde. Las conversaciones, tal vez sobre todo las que implican algún elemento de mala interpretación o falta de comunicación que da lugar a una sensación de conflicto que se despliega inesperadamente en el curso de la charla, son siempre deudoras de la panoplia entera de otras conversaciones recordadas sobre el mismo tema o similares, conversaciones que degeneraron en una situación de tensión o de conflicto declarado. A veces ese proceso de recuerdo lo desencadena simplemente la presencia física de la persona con la que uno está hablando, la forma en que ladea la cabeza o utiliza un dedo para echarse el pelo por detrás del hombro, o por una palabra, una expresión, un tono de voz que recuerda una conversación anterior con una persona distinta en un lugar distante. Y así, el catálogo de conversaciones pasadas empieza a emponzoñar el presente, de manera que, en este caso concreto, yo respondía no sólo a la confusión de Rachel y a su testarudez, sino a la confusión y testarudez, la mala educación y elitismo, de la profesora de inglés con la que había hablado en Exeter, y de los americanos que han querido ubicarme en la categoría nacional más estrecha posible, y que parecían pensar que conocían mi identidad mejor que yo mismo.

 

Mi camino de vuelta a casa tendría que haberme llevado a cruzar Washington Square Park, pero en vez de eso y sin tomar una decisión consciente, rodeé su perímetro septentrional y oriental, como si el haber visto a aquel joven pasando por delante de mi despacho antes, su ir y venir una y otra vez, actuara como fuerza repelente, aunque a medida que se acortaban los días otoñales me había costado cada vez más cruzar el parque después de oscurecer, pese a que estaba bien iluminado, sobre todo a última hora de la tarde y por la noche temprano, y lleno de gente que iba caminando a casa o a sus trabajos, o simplemente paseaba a sus perros. Ya no parecía ser la zona de delincuencia y promiscuidad que yo recordaba del pasado, un parque en el que no se podían dar diez pasos sin que te ofrecieran drogas o captaras una invitación en la mirada de otra persona.

Mientras rodeaba el borde del parque, sentí una punzada de arrepentimiento por el tono que había utilizado con Rachel. Esa agresividad no era propia de mí, y empecé a redactar mentalmente un mensaje para ella disculpándome por la confusión y también explicándole, en versión breve, la historia que subyacía a mi irritación con el tema, para acabar asegurándole que no tenía importancia y confiando en que no la habría molestado. Cuanto más lo pensaba, más me daba cuenta de que la intensa irritación que sentía se debía sólo en parte a la confusión e insistencia de los demás en que sabían mejor que yo mismo quién era. Lo que me enfadaba de verdad es que había aceptado el empleo en Oxford por la sensación de desesperación que me había producido el que la negativa de la Columbia a garantizarme la plaza de titular hubiera puesto fin de hecho a mi carrera profesional en Estados Unidos por entonces. Tras una decisión así, poco puede hacer uno, no le queda ningún sitio al que ir, salvo hacia abajo, a algunas instituciones educativas de menor importancia, tal vez incluso a un centro comunitario de enseñanza superior, o, peor aún, a un instituto de secundaria, y, enfrentado a la perspectiva de convertirme en profesor de Historia de instituto de unos adolescentes a los que no les importaba nada la asignatura y se volverían cada vez más hostiles contra un profesor envejecido que, sabe Dios, podría haber desarrollado un cáncer cuyo tratamiento ni de lejos habría cubierto el paupérrimo seguro médico de su empleo, y en lugar de pasarme a la producción de metanfetamina, como en esa inverosímil serie de televisión, me habría dedicado a algo menos ilegal como aplicar mis conocimientos históricos y lingüísticos a fines subversivos, es decir convirtiéndome en espía, aunque cuanto más lo pensaba más ridículo me parecía dado que no tengo acceso a secretos ni archivos gubernamentales, y mi lealtad, aunque veleidosa y vacilante, una lealtad que subraya su fidelidad precisamente por la contundencia de su crítica, nunca ha estado en duda. No habría sido más que un profesor de Historia de instituto frustrado y frustrante con apenas ningún conocimiento que pudiera interesar a un gobierno extranjero. Y todavía sigo sin poseer nada —ninguna información, ni secretos, ni relaciones (al menos eso creo)— que pueda servir de nada a cualquier otro que no sea yo mismo, tal vez mis herederos y unos pocos de mis alumnos y colegas. No sé nada que pudiera convertirme en ningún sentido en una persona de interés para las autoridades de ninguno de los bandos de cualquiera de las divisiones que se hayan abierto en nuestro mundo.

Aunque tuve una suerte tremenda al conseguir el puesto en Oxford visto lo que había sucedido en la Columbia, el trasladarme allí no lo viví como una decisión tomada libremente, dado que la alternativa —una vida de enseñanza en la secundaria mal pagada o la delincuencia en cualquiera de sus versiones— era tan espantosa que no podía hacer otra cosa que irme del país en el que había nacido para encontrar un mejor empleo donde fuera. Era eso lo que me fastidiaba, el resentimiento que sentía por haberme visto obligado a una relación más compleja con la idea de hogar.

En cualquier caso, me juré que escribiría mi disculpa a Rachel y se la enviaría al día siguiente, y luego me quitaría el lío de la cabeza dado que no tendría ocasión de verla de nuevo hasta la primavera siguiente.

Cuando llegué a casa —aunque se me hace raro pensar en este apartamento como mi casa, dado que durante tantos años éste había sido un edificio victoriano de ladrillo rojo con un seto de hayas en el pequeño patio delantero que protegía las ventanas del salón de las miradas desde la calle— había otra caja esperándome, del mismo tamaño que la primera, con la dirección escrita con la misma letra. ¿Se encontrarían pruebas forenses si la entregaba a la policía? ¿Se había puesto guantes el remitente? ¿Podía siquiera fiarme de la policía?

Subí esta segunda caja en el ascensor y la abrí como había hecho con la primera, y de nuevo encontré unas dos mil hojas llenas de direcciones web. Puse las dos cajas juntas, preguntándome qué debía hacer con ellas; ninguna tenía franqueo, las dos me las habían mandado inequívocamente a mí, lo que indicaba que había una clara intención en la entrega, pero no tenía la menor idea de qué significaba ni de quién podía haberme enviado el paquete. Telefoneé al portero, Manu, y le pregunté quién lo había dejado.

—Lo siento, profesor, no sé nada de ese tipo.

—¿A qué te refieres?

—Parecía un mensajero de bicicleta, ya sabe, y llevaba puesta una de esas máscaras para los tubos de escape, con la rejilla, como una máscara antigás. Y además gafas de sol y un sombrero, así que no puedo contarle gran cosa de él.

—¿Y dijo algo?

—Sólo que me asegurara de que lo recibía.

—¿Nada más?

—No. Era bastante antipático. La mayoría de esos tipos, ya sabe, incluso si tienen prisa y están pasando un día de mierda…, oh, lo siento, profesor O’Keefe…

—No te preocupes.

—Lo que quería decir es que, incluso si llevan un mal día, uno malo de verdad, la mayoría de ellos, ya sabe, son educados, y ese tío estaba muy claro que no lo era. Era un puto gilipollas.

Le di las gracias a Manu, colgué y me serví una copa de whisky, pero entonces me entró la curiosidad, saqué las cajas de nuevo y me senté con ellas abiertas delante de mí, pasando las páginas una por una, con la intención de mirarlas todas, o al menos echar un vistazo a lo que había impreso en cada una, aunque me llevara toda la noche. Vivir en un edificio con portero, es decir, vivir con un intermediario entre mi espacio doméstico y el mundo exterior, ofrece una considerable sensación de comodidad y seguridad. Una de las consecuencias más inesperadas de vivir en Divinity Road, en Oxford, fue la profunda vulnerabilidad que sentía cuando me instalé y descubrí, por primera vez en mi vida desde que había dejado el hogar de mi infancia para ir a la universidad, lo que significa que alguien se presente inesperadamente a tu puerta, sin tener siquiera un interfono como barrera frente al mundo exterior. En el peor de los casos, cuando vivía con Susan y Meredith en la calle Setenta y cinco nos topábamos esporádicamente con algún borracho en plena noche llamando al timbre y despertándonos. A veces Meredith estaba llorando en la puerta para cuando yo me despertaba y hubo una vez, un espanto, cuando Susan se había llevado a Meredith a Ámsterdam, en un viaje madre-hija, y me quedé solo en el apartamento y alguien llamó repetidamente al interfono a las tres de la madrugada y yo estaba convencido de que no se trataba de un error, de que incluso si esa persona —resultó ser un hombre— estaba borracha, sabía perfectamente dónde estaba; de hecho, así era porque entre las series de llamadas retrocedía hasta el medio de la acera, tambaleándose e inestable, levantando la mirada hacia nuestro apartamento mientras yo me encogía detrás de una cortina y lo miraba desde arriba, y aunque no gritaba ni chillaba, porque eso habría llamado la atención de los vecinos o la policía, señalaba con el dedo a nuestro apartamento, clavando el dedo en el aire, y cuanto más se animaba más me convencía yo de que debía de tratarse de un alumno que se sentía ofendido o que creía que le había perjudicado en algún sentido, arruinando sus posibilidades de acceder a un posgrado, o quién sabe qué, porque los estudiantes, al menos, algunos de ellos, pueden volverse increíblemente irascibles, imprevisibles e incluso peligrosos.

En Oxford, las intrusiones en mi privacidad eran más graves; cualquiera podía acercarse a la puerta de mi casa en Divinity Road y llamar al timbre o con el puño, como algunos británicos suelen hacer, o golpear el buzón, aunque esto más bien es costumbre de vendedores o de encargados de reparto y siempre me ha parecido el gesto más invasivo de todos, dado que esas manos de un desconocido de hecho entraban en mi hogar, en mi espacio doméstico privado. Con el tiempo, llegó a ser tan inquietante que coloqué un pequeño rótulo que rezaba POR FAVOR, LLAMEN AL TIMBRE, y a partir de entonces los golpes en el buzón se espaciaron más. No obstante, en muchas ocasiones el tipo de visitantes que tenía resultaba tan alarmante que llegó un punto en que, si no esperaba a alguien, si no me habían telefoneado o enviado un mensaje por adelantado para avisarme de su llegada, simplemente no abría la puerta. Antes de tomar esa decisión radical había tenido algunos encuentros desagradables en la puerta de mi casa. Algunos fueron benignos —concejales— o, como los llamamos en Estados Unidos, ediles del ayuntamiento, que sondeaban a los residentes para ver qué preocupaciones tenían; a veces se presentaban políticos en plena campaña; otras, gente haciendo colectas para obras benéficas que querían que me inscribiera y les diera mis datos bancarios para realizar un pago mensual a su organización. Ninguna de esas visitas me inquietaba excesivamente. Pero, en otras ocasiones, percibía una intención más maligna, o me encontraba con un hombre o una mujer, que a menudo trabajaban para una empresa, un servicio público o un proveedor de banda ancha o algo por el estilo, que no aceptaban un no por respuesta y empezaban a discutir conmigo, preguntándose cómo era posible que no quisiera cambiar de suministrador de electricidad cuando era tan evidente que estaba pagando demasiado, o por qué no quería recibir un servicio más rápido de banda ancha cuando se me ofrecía a ese precio especial, y cuando le respondía al individuo en cuestión que incluso si optara por cambiar de compañía eléctrica o de proveedor de servicios de internet no lo haría en persona en la puerta de mi casa sino por teléfono o por internet, solía enfurecerse, como si lo estuviera cuestionando a él, sugiriendo que no era digno de confianza, lo que, a decir verdad, era cierto. Siempre me ha costado confiar en desconocidos.

También hubo otros encuentros más ambiguos. Una vez una mujer se presentó ante mi puerta, una polaca, dijo que era una estudiante de arte, e iba vendiendo puerta a puerta sus dibujos de gatitos y mansiones de la campiña inglesa de aire kitsch. La rechacé, pero ella estuvo volviendo cada día durante una semana hasta que le dije que si volvía otra vez llamaría a la policía. Descubrí más tarde que también había atormentado a mis vecinos, e incluso a algunos colegas que vivían en otros barrios de Oxford. Eso fue en la época en que miles de polacos se instalaron en Gran Bretaña. Otra vez, un día en que me sentía flojo, o, más bien, bajo de ánimos, o tal vez sólo cansado de vivir fuera de Estados Unidos donde cosas como ésas no parecían suceder, o al menos nunca me pasaban a mí, un par de hombres de Oriente Medio llamó al timbre. No miré por la mirilla antes de abrir la puerta y me cogió desprevenido cuando los vi allí delante, barbados y sonrientes. Lo primero que pensé es que venían de la mezquita local y habían emprendido una campaña para mejorar las relaciones con la comunidad yendo puerta a puerta, pero me explicaron que estaban recogiendo firmas y donaciones para luchar contra el régimen sirio. Les dejé, allí, en el sendero victoriano del jardín con sus losas multicolores, que me hablaran de la dictadura y los muchos atropellos de los derechos humanos que se estaban dando en su país. Dado que, para ser sincero, aquellos hombres me asustaban un poco, firmé con mi nombre su solicitud y les di un cheque de veinticinco libras a nombre de una organización que sonaba inocua y que llevaba «Democrático» o «Democracia» incluido en el nombre, que ya no recuerdo con precisión cuál era. El cheque fue cobrado al cabo de una semana, aunque por un momento, después de que se fueran y yo me quedara en el recibidor de mi casa con la chequera en la mano y temblando incomprensiblemente, pensé en anular el pago, pero luego me preocupó que si descubrían que el cheque no era bueno tal vez regresaran y quién sabía qué medidas tomarían para conseguir las veinticinco libras que les había dado con visible buena fe. Una parte desagradable de mi mente insistía en que los musulmanes o árabes, o esa sección de la población humana donde ambos grupos se intersecan, tienen una actitud curiosa frente al dinero, o más bien tienen una percepción distinta de la ética relacionada con el dinero, que los cristianos o los judíos, y que mi error al darles dinero de buena fe podría haberse considerado como una infracción de la Sharía, aunque esa ley no estuviera en vigor en Gran Bretaña, aunque ésta, mediada mi estancia en el país, se estaba convirtiendo en un lugar más activamente islámico que cuando había llegado. Esos hombres debían de haberse presentado ante mi puerta en Divinity Road después de los atentados de Londres, y a esas alturas recordaba haber visto un cartel en el Modern Art Oxford representando la ciudad transformada en un paraíso islámico, con minaretes y cúpulas alzándose alrededor de la línea de horizonte de Oxford, y mujeres con burkas y nicabs poblando el paisaje urbano, reclinadas sobre alfombras persas. Ese cartel había provocado en mí una especie de rabia visceral que no podía explicar del todo, ni siquiera explicármela a mí mismo. Por entonces, tenía pocos amigos musulmanes y poco conocimiento de la religión, salvo las versiones crudas de la misma que se describían en gran parte de los medios occidentales durante los primeros años de la Guerra contra el Terror. Ahora sé que hay tantos tipos de musulmanes como los hay de cristianos, de judíos, de budistas o de hindúes, y me gustaría pensar que si me sucediera lo mismo hoy mi reacción sería muy distinta, debido a los muy buenos amigos musulmanes que he hecho, y los maravillosos colegas de Oriente Medio que he conocido y cuyo trabajo respeto, por no mencionar la relación más íntima que mantuve (¿mantengo? La pregunta permanece sin respuesta, por no decir otra cosa) unos años más tarde, una relación que ha cambiado mi percepción del islam más profundamente de lo que yo habría creído posible. Pero el caso es que en aquel momento, el imaginar Oxford, una gran sede de la tradición y el conocimiento cristianos, transformado en una avanzadilla de un nuevo califato me parecía tan grotesco como si uno representara La Meca como sede de una iglesia cristiana de evangélicos fanáticos o un centro comercial del Medio Oeste americano, y la intersección de esa nueva versión de Oxford con los hombres que se habían presentado ante mi puerta haciendo campaña por Siria casi me desquició.

Todo eso me daba vueltas en la cabeza mientras estaba sentado en mi apartamento de Nueva York, pasando las páginas de las direcciones web, que, aunque no me decían nada al principio, empezaron a alarmarme. Me pareció reconocer algunas de ellas, y no sólo en el sentido obvio de que descubría el directorio raíz de The New York Times o la National Public Radio o The New Yorker, The Guardian o cualquiera de los demás sitios web que visito con frecuencia, sino porque empecé a distinguir direcciones completas de noticias que sabía que había leído últimamente, y luego vi direcciones que, francamente, hicieron que me entrara el pánico, no sólo porque apareciera mi nombre sino porque eran direcciones de dos bandejas de entrada de email, una del servidor de la NYU y la otra del sistema de correo electrónico de Google. Cogí el portátil, entré en mi cuenta de Gmail y empecé a introducir direcciones que estaban en el listado impreso que tenía delante. Mensajes que yo había enviado y recibido empezaron a aparecer en la pantalla y en ese momento se me hizo un nudo en el estómago, sentí que me recorría un escalofrío y se me disparó el corazón. Eso, lo entendí entonces, esas miles de páginas que tenía delante con quién sabe cuántas decenas o centenares de miles de direcciones en ellas, era un listado impreso de mi historial web. ¿Cuántos días, semanas, meses o años estaban representados en dos mil quinientas páginas de direcciones, o incluso en cinco mil si la segunda caja no era un duplicado? (Lo comprobé y las páginas parecían distintas.) ¿Qué parte de mi vida estaba ahí, ante mí, y quién coño me lo había mandado? ¿Qué querrían decirme, aparte de lo obvio, es decir que podían ver con precisión dónde había estado y que alguien había estado vigilando mis actividades durante bastante tiempo? El hecho de la vigilancia digital no era en sí una sorpresa, pero seguramente el gobierno no presentaría la información recolectada a la persona vigilada, ¿no? No, esto era, tenía la certeza, obra de alguna entidad privada, tal vez alguien que se sentía agraviado y se disponía a chantajearme. Ésa —lo supe, lo sentí repentinamente, lo vi con claridad— era una posibilidad muy real, porque sin duda había secretos de mi década anterior que podrían quedar al descubierto en mi actividad online, que alguien podría usar contra mí, ya fuera con la pretensión de avergonzarme públicamente —eso era posible, ciertamente, aunque estaba convencido de que nunca he hecho nada que pudiera considerarse, en última instancia, como intrínsecamente perverso—, o ya fuera, y eso me parecía menos probable, que quisiera que me despidieran de mi trabajo, aunque por qué iba alguien a desear algo así no lo sé. No guardo rencor a mis antiguos colegas de la Columbia, me llevaba excepcionalmente bien con mis colegas de Oxford, tanto en el college como entre el profesorado de Historia, y en los meses transcurridos desde que había entrado en la NYU todos mis colegas me han parecido profesionales y, sinceramente, encantadores.

Esa noche me pasé horas revisando mi historia, en el estilo telegráfico de las direcciones web. He dicho que revisé, aunque en realidad apenas me fijé en aquellas cinco mil páginas porque una vez había confirmado qué era lo que tenía delante de mí, la tentación de comprobar las direcciones en mi memoria, de asegurar que cada email que había enviado y recibido estaba allí reproducido (y estaban, para mi pasmo, todos y cada uno, empezando por una semana antes de que llegara la primera caja y remontándose en el tiempo, aunque, en la primera lectura no pude averiguar hasta cuándo), y de ese modo, al revivir mi reciente actividad sentí a la vez la futilidad y el desperdicio de mis horas pero también el espanto de sentirme vigilado, de saber que incluso si no había alguien monitorizando activamente lo que hacía, sin duda estaban grabando para su uso futuro todo lo que leía, escribía y veía online. No imagino, y soy lo bastante sensato para darme cuenta, que la intrusión que sentía en aquellas horas de soledad una fría noche de lunes en mi apartamento fuera tan dolorosa o traumática como una violación, pero la violación era la metáfora que primero encontró mi imaginación. La violación la percibía como una mano que se abría paso desgarrándome las vísceras y buscándome el corazón. Ni se me pasó por la cabeza acostarme. Una cosa es imaginar una entidad gubernamental anónima registrando en alguna parte mi actividad, y otra muy distinta que alguien se tome la molestia de imprimir el historial de esa actividad en papel blanco, meterlo en una caja de cartón estándar, envolverla en papel de estraza y remitirla escribiendo las indicaciones con rotulador permanente para que me la entregaran, o entregándola él mismo en persona, disfrazado, a mi dirección personal.