La mañana siguiente no nevó, pero los árboles estaban cubiertos de hielo y se había formado escarcha en las ventanas, refractando la luz. Michael Ramsey estaría despertándose mientras yo me tomaba el café y pensaba cómo, aunque la temperatura nunca había bajado tanto durante todos los años que había pasado en Oxford, nunca había tenido tanto frío como allí, temblando en aquellas casas sometidas a las corrientes de aire con ventanas de un solo cristal y un aislamiento muy pobre, o esperando en el andén de una estación en Oxford o Didcot, e incluso en las grandes estaciones victorianas de Londres, como St. Pancras y Paddington, abiertas a los elementos por un extremo; aunque habría tenido mucho sentido levantar una pared de cristal para proteger las zonas de espera esa idea no parece habérsele ocurrido a nadie, ni siquiera hoy, cuando los inviernos en Gran Bretaña se están volviendo cada vez más impredecibles y los vientos gélidos atraviesan el Atlántico Norte, y algunos traen nieve y paralizan un país que todavía se tiene por templado. Bastaba con esas incomodidades para hacer que me planteara el regreso a América, a una casa como la que he comprado en Rhinebeck.

Aquella fría mañana de noviembre de hace sólo unas semanas, yo me alegraba, dicho en otras palabras, de estar de vuelta en Nueva York, en mi hogar aislado, con sus ventanas de doble cristal y calefacción de aire fluyendo por los conductos de ventilación. Había pensado en instalar paneles solares, siguiendo el ejemplo de otros vecinos de la zona, e invertir en otras tecnologías que harían que la casa no sólo fuera más cálida sino más eficiente y sostenible. Ahora todos esos planes parecen, como poco, inciertos. ¿Cuánto tiempo mi casa seguirá siendo mi casa? En ausencia de respuestas, sólo puedo esperar que, pase lo que pase, sea cual sea el punto hasta que quede comprometida mi libertad, no acabe siendo desposeído de mi finca.

Durante los años en Oxford, incluso cuando tuve mi propia casa en Divinity Road, e incluso después, hacia la mitad de mi estancia, cuando ya había adquirido la doble ciudadanía, tenía una sensación de inseguridad casi constante, la premonición de que el suelo bajo mis pies de repente cedería o de encontrarme, por inocente que fuera, en el extremo equivocado de un sistema legal que parecía diseñado para pillarte de formas totalmente imprevisibles. A veces me imaginaba mi vida más allá de la jubilación en una comunidad en la que tenía amigos, pero ninguno lo bastante íntimo para que creyera que podía llamarlo en plena noche si necesitaba un rescate. Cuando regresaba a Gran Bretaña tras estar fuera un tiempo, a menudo me decía «Podría desaparecer mañana mismo y a nadie le importaría». Me sentía desarraigado, a la deriva e ignorado, o al menos intuía que no suponía ninguna preocupación para quienes me rodeaban. No parecía haber mucho espíritu de buena vecindad en Gran Bretaña, al menos de un estilo que yo pudiera reconocer, no en ciudades como Oxford o Londres. Puede que sea distinto en Escocia y el norte de Inglaterra, pero en Oxford la gente es muy reservada, y mi percepción de estar aislado socialmente se agravaba por la sensación de que cuanto más tiempo pasaba allí más intensamente echaba de menos a Meredith, y más quería volver a la esfera de la vida de mi madre y las de mis parientes, las tías y tíos que tenían ochenta y noventa años, los primos a los que no veía desde hacía más de una década.

Cada vez que miraba online las fotografías de amigos en reuniones familiares o viajando por carretera a través del país de Kansas a California para visitar a hermanos o abuelos, tenía una sensación tan aguda de alienación que el deseo de abandonar la vida que había construido en Gran Bretaña se hacía tan intenso que ésta dejaba de interesarme, ya no me importaba si hacía todo lo que se esperaba de mí, sólo quería escribir libros que hicieran que se fijaran en mí las universidades americanas, publicar en la clase adecuada de revistas académicas, dar el tipo de conferencias abiertas y publicar ponencias que harían que los miembros senior de los principales departamentos de Historia en Estados Unidos se miraran unos a otros cuando pensaran en quién les gustaría sumar a sus filas y dijeran, sin dedicarle más que unos segundos a pensárselo: «¿Qué os parece Jeremy O’Keefe?» y algún otro de sus colegas diría «¿No estaba en la Columbia?» y «No consiguió la titularidad, ¿no?», y «Sí, pero tuvo mucha suerte, ha trabajado mucho, está reorganizando su trabajo en Oxford y lo que pasara en la Columbia ya está olvidado, no hay más que ver sus publicaciones, una lista de libros y artículos tan larga como mi brazo, y su monografía sobre las vidas privadas de los confidentes fue revolucionaria por el alcance de su trabajo en archivo y su coherencia intelectual».

Egocéntrico, sin duda, pero ése era el tenor de mis pensamientos mientras me sentaba en mi casa adosada victoriana en noches tan húmedas que te entumecían los huesos, cuando la temperatura bajaba del punto de congelación, mirando por la ventana de mi dormitorio, a veces tumbado en la cama con las cortinas descorridas lo bastante para poder ver la ventana de Fadia, las luces de su habitación encendidas hasta tarde, las persianas abiertas mientras trabajaba en su mesa, a menudo acurrucada en la tela de aquella gran bata blanca, y todo eso después de aquella noche en que la invité a una copa. Debió de ser en febrero o marzo del último año, y la precisión temporal no carece de importancia en este caso, pero ni mi calendario ni mi agenda revelan nada específico. Para ser historiador, las fechas de mi propia vida siempre me parecen borrosas y fragmentarias cuanto más me esfuerzo por concretarlas. Tal vez fue por entonces, o tal vez más tarde. Lo que importa es que yo me acerqué, ella respondió, y nuestro rumbo quedó establecido.

Ella se presentó ante mi puerta unos quince minutos después de que le mandara el mensaje, dándome apenas el tiempo suficiente para quitarme el pijama y volver a ponerme los vaqueros, una camisa y un suéter, echarme un poco de colonia y desodorante, y pasarme el peine por el pelo, y cuando abrí la puerta ella estaba allí con uno de sus abrigos negros, pero sin bufanda, con el cuello al descubierto, los ojos levemente enrojecidos alrededor de los párpados, como si hubiera estado llorando unas horas antes, o tal vez simplemente estaba cansada y tenía frío, y en las manos llevaba una caja de bombones, el tipo de dulces parisinos que podrían haberle regalado sus padres (quienes, a esas alturas, según me había contado, se habían instalado en Mayfair, en una casa tan alta y estrecha como un obelisco, justo al doblar la esquina de la embajada saudí), o tal vez ella los guardaba para invitaciones inesperadas que requerían un regalo para el anfitrión. Era una caja blanca totalmente cuadrada que contenía dieciséis bombones decorados con tal precisión que alcanzaban la categoría de obras artísticas. Yo no esperaba ningún regalo y el aspecto de la caja, el acabado de su papel en las puntas de mis dedos, cambió mi idea de lo que estaba sucediendo. Me sentí, sinceramente, como si fuera yo el cortejado.

—Chocolate por la noche —dijo tosiendo—, supongo que no es muy sano, pero tal vez sea lo que pide la hora.

Coloqué su abrigo en un colgador y la conduje por el zigzagueante pasillo imaginando, mientras caminaba tras de mí, que ella estaría pensando que su supervisor intentaba seducirla, que se sentía solo, desesperado, con deseo, o que estaba preocupado por su bienestar. Tal vez, suponiendo que no conociera mucho las costumbres americanas, podría haber quitado importancia a la hora considerándola un extraño amaneramiento cultural, la reticencia de un neoyorquino a creer que alguna ciudad dormía, y, pese a todo, esos bombones me decían que sintiera yo lo que sintiese, ella también sentía una atracción de algún tipo, aunque, visto desde hoy, me doy cuenta de que podría haber traído los bombones simplemente como un gesto de educación, porque yo era su profesor, su supervisor y mentor, en cierto sentido también su mecenas, y si un hombre así la invitaba a su casa por la noche, ¿qué podía hacer una mujer como ella sino aceptar? ¿Le di la oportunidad de decir que no? ¿Pensó ella que era posible negarse? Preguntas como ésas me obsesionan ahora, aunque lo que sucedió entre nosotros no fue, estoy seguro, una cuestión de coerción.

Las luces estaban encendidas en la pequeña cocina y más allá, en la ampliación que había construido poco después de comprar la casa, un espacio que servía a la vez de comedor y biblioteca. Cuando se acercó para sentarse a la mesa, corrí las cortinas, aunque tendrían que haber escalado el muro del jardín para vernos.

—¿Por qué no te sientas aquí? —Señalé un sofá al otro lado de la sala—. ¿Qué te apetece? Todavía tengo aquel malta que me regalaste. —A esas alturas yo sabía que Fadia estaba lo bastante occidentalizada como para beber alcohol, como parecían estarlo todas las jóvenes musulmanas que había conocido durante mis años en Gran Bretaña, muchas de las cuales habían sido educadas en internados ingleses, con padres que repartían sus vidas entre Londres y Oriente Medio. Aunque se había declarado atea, yo tenía la sensación de que culturalmente continuaba siendo musulmana en buena medida. También sabía que otros estudiantes y colegas musulmanes que conocía adoptaban lo que yo interpretaba como un acercamiento católico romano a la fe, escogiendo y eligiendo la forma en que asumían las normas del islam; algunos incluso comían cerdo, lo había visto en las cenas del college, y muy pocas de ellas llevaban pañuelos o velos (al menos, no en mi college, aunque la cantidad de mujeres en Oxford, y sobre todo en Cowley, donde yo vivía, que se cubrían completamente no hacía más que crecer año tras año, mientras que los hombres con barba y ropa tradicional se congregaban en multitudes que se multiplicaban aún más). Mentiría si dijera que me había sentido enteramente cómodo entre ellos, pero con todo quería, siempre, mantener una mente abierta. Un taxista que me llevaba a casa desde la estación cuando había vuelto de Londres un día en que habían sido detenidos varios hombres en Birmingham con acusaciones relacionadas con el terrorismo, se pasó el trayecto sin parar de maldecir, «Llevo cuarenta putos años viviendo aquí y nunca había visto nada parecido a esta puta locura. Esta minoría de mierda siempre anda jodiéndonos todo a los demás. Esto no tiene una mierda que ver con nosotros, ¿me entiende, profesor? ¡Todo este puto terrorismo no tiene una puta mierda que ver con nosotros! Lo único que quiero es irme a casa, estoy reventado de cojones, y quiero tomarme una copa tranquilo —el hombre se había reído—, para que no me vean mi mujer ni mis hijos. ¡Soy un mal musulmán!».

—Whisky no, me desvelaría. —Fadia se mordisqueó el labio de un modo que me hizo sentir culpable. Había algo nervioso, incluso infantil, en el gesto, y me pregunté qué pensaba que estaba haciendo. ¿Tenía intención de seducir a mi alumna, o le estaba ofreciendo tan sólo una inocente hospitalidad a una hora avanzada de la noche, si es que eso no es un contrasentido?, una hospitalidad como la que le ofrecería a mi hija si por casualidad la viera pasando por delante de mi apartamento una noche muy tarde, sola y con aspecto de infeliz como me lo había parecido Fadia a menudo cuando la atisbaba a través de las cortinas de mi dormitorio—. ¿Tienes algo de vino?

—¿Blanco o tinto?

—Con el chocolate, creo que debería ser tinto, ¿no?

—¿Banyuls? ¿O prefieres un oporto?

—Banyuls sería estupendo.

Serví, brindamos y yo acerqué una silla al sofá en que se había sentado. Estoy seguro de que ella vestía alguna variación de su uniforme monocromo, pantalones de lana negros y un suéter blanco, de angora, de cuello vuelto holgado, y un destello de un delicado collar de plata sobre su piel. Abrí la caja de bombones y le ofrecí uno. Una parte de mí creía que una mujer tan esbelta como Fadia rechazaría un bombón, pero cogió uno sin vacilar, y sus largos índice y pulgar se cerraron alrededor de su contorno.

—A mi madre le gustaría éste —dijo dando un sorbo y sonriendo.

No se trataba de una sonrisa seductora, pensé, sino de leve agotamiento y de saber apreciar el placer de lo bueno.

—¿Tus padres están bien? ¿Les gusta Londres?

—Parecen estarlo, tanto como es posible. Yo detesto Londres. Los bienes de mi padre fueron congelados, pero no los de mi madre, no acabo de entender por qué, y están viviendo en una casa propiedad de los padres de mi madre, así que las cosas van bien por ahora, aunque mi madre no es que tenga mucho dinero. Han debido recortar sus gastos, aunque siguen viviendo como ricos. Los dos creen que han descendido en la escala social. Por un lado los compadezco, pero sus quejas me parecen insoportables.

—¿Los ves mucho?

Negó con la cabeza, tragó y se pasó los dedos de la mano izquierda por el cabello, recorriéndolo a todo lo largo por detrás de las orejas, de un modo que me pareció, por primera vez, inconscientemente coqueto. Era un gesto que no recordaba haberle visto hacer antes.

—Se hace raro, claro, vivir sabiendo que tu padre probablemente sea responsable de cosas espantosas, como torturar gente, hacerla desaparecer, pero las ha hecho tan, no sé cómo decirlo, tan cautelosamente, ¿puede decirse así? —asentí— … tan cautelosamente que sospecho que nunca le pedirán cuentas, y tampoco existe tratado de extradición entre Gran Bretaña y Egipto, así que aquí está a salvo, y me pregunto si ésa era la razón por la que ellos querían que, a largo plazo, yo acabara aquí en lugar de en Francia, como si hubieran previsto lo que ha pasado y temieran que las familias se vieran implicadas. No sé. Pensar algo así se me hace raro. Ya no puedo mirar a la cara a mi padre, al menos no, bueno, directamente a los ojos porque cada vez que le miro me imagino lo que podría haber hecho. Casi sería mejor saber exactamente qué hizo para no vivir con tal incertidumbre sobre sus actos, pero de algún modo no puedo reunir el valor para preguntarle, y, si lo hiciera, no sabría si lo que me contara sería verdad. Ni siquiera entendí lo que era, no del todo, hasta que me fui a París al colegio. Y entonces fue mi abuela (vivía con mis abuelos en su apartamento, en rue Visconti) la que me ayudó a ir entendiendo poco a poco. No me decían nada explícitamente, pero encontraba esos artículos por la casa sobre las infracciones de los derechos humanos en Egipto, y las amigas de la escuela contaban cosas que lo dejaban claro. Yo era muy ingenua. Antes de ir a París pensaba que todo el mundo tenía sirvientes vestidos de esmoquin. Pensaba que todos tenían chófer y escolta policial. Pensaba que todas las niñas iban a Londres, Nueva York y París de compras. O, al menos, me lo imaginaba así, aunque, a la vez, no acababa de creérmelo. Sabía que los sirvientes y los chóferes, la gente que vivía en los barrios pobres por los que pasaba en el coche de niña, no vivían como yo, y aun así nunca pensé en la pobreza, no en serio. Ni siquiera me daba cuenta de su existencia hasta que me instalé en París y empecé una vida menos protegida que la que había tenido en El Cairo. Y entonces, cuando empecé a entender la naturaleza de la vida de mi familia, me costó estar a solas con mi padre, incluso dejar que me tocara. He llegado a odiar su olor.

—¿Y tu madre? ¿Puedes hablar con ella?

—Tienen dormitorios separados, lo que es algo nuevo, y creo que ella le dejaría si estuviera convencida de que viviría segura. No me refiero sólo a la cuestión financiera. Creo que ella teme lo que él podría hacerle si lo abandonara, o que pudiera persuadir a sus anteriores colegas para que le hicieran. No sé si es una paranoia mía o no. ¿Tú qué crees?

—A decir verdad, Fadia, no tengo ni idea. No soy la persona a la que tienes que preguntárselo. ¿Dónde iría tu madre?

—Supongo que intentaría volver a Francia, tal vez iría a vivir con mi tío o mis abuelos. La quiero mucho, pero ahora que está aquí viene cada dos por tres a Oxford y me lleva a comer por ahí. He comido la carta entera del Gee’s y sólo quiero decirle que me deje tranquila para que pueda seguir con mi trabajo pero está fuera de sí por el miedo, esa extraña angustia que yo comprendo totalmente dadas las circunstancias, pero no sé cómo abordarlo ni cómo ayudarla a superarlo. ¿Cómo se puede vencer a una angustia como ésa cuando tu vida se ha visto trastornada tan rápidamente y la gente que amas simplemente desaparece o tú desapareces para ellos? Porque, dado lo que creemos, mi hermano no nos hablará, y no lo hará precisamente por sus creencias. Je crois que la foi elle-même est une sorte de terreur. Vous comprenez?

—Más o menos. ¿Has sabido algo de tu hermano?

Ante la pregunta hizo una mueca, un gesto reflejo de asco y suspicacia.

—¿Te ha pedido Stephen que me lo preguntes?

—No, claro que no.

—Sé que lo sabes, Jeremy, no pasa nada. Stephen ha estado importunándome desde hace semanas, como si yo supiera algo. No me canso de repetirle que no. —Dio un sorbo al vino y alargó la mano para coger otro bombón—. El corazón le hace cosas raras a la cabeza, y Stephen tiene un corazón muy raro.

—Así que todavía no te has puesto en contacto con Saif.

Ella negó con la cabeza.

—¿Por qué te preocupa tanto?

—Por curiosidad. Por inquietud. Es tu hermano. ¿No te preocupas por él aunque estéis en desacuerdo?

—Tienes que entender que nunca nos sentimos muy cercanos. Es quince años mayor que yo. Es como si yo hubiera heredado todos los genes de mi madre, o al menos su sensibilidad, y él los de mi padre. Él era, ya sabes, en todos los sentidos y con toda su alma, un miembro de la policía de seguridad, así que en cuanto comprendí lo que eso significaba, que fue también bastante avanzada mi vida, sólo después de haber ido a París, dejamos de llevarnos bien. Y ahora, tras haber dado la espalda a todo eso, ha encontrado la religión y, en cierto sentido, me parece todavía más aterrador. No sé nada de él desde hace casi un año. Sencillamente, no sé cómo decirlo, se ha desvanecido. Estoy segura de que Stephen ha hablado con él hace menos tiempo que yo. Tal vez esté en Siria. Eso es lo que cree Stephen. Mis padres tampoco saben nada de él, y estoy segura de que ellos me lo dirían, al menos mi madre, porque no sabe guardar secretos. Pero creo que mi padre también me lo contaría, porque se siente traicionado por Saif. Sería una especie de victoria si tuviera la confirmación…

Se le fue apagando la voz, como si le costara decidir cuál de los posibles finales sería la peor traición. No recuerdo ahora si se me pasó por la cabeza en aquel momento que Saif hubiera podido ser un terrorista, un miembro de una de esas organizaciones o subgrupos que no dejaban de emerger, unirse, subdividirse y reproducirse, una organización que recibía muchos nombres, ad-Dawlah al Islamayah o Dáesh o varios más. Sospecho que mi cabeza colocó a Saif en un archivo mental de hombres que eran combatientes antigubernamentales y así no le di más vueltas. En mi ingenuidad, recuerdo que pensé que tendríamos que hacer algo para armar a la resistencia siria. Qué estúpido parece todo eso ahora. Qué real se ha vuelto mi politik. Más vale quedarse con el dictador conocido que dar apoyo a grupos tan impredecibles, tan poco entendidos, grupos que fácilmente pueden darse la vuelta y morder la mano que les ha dado de comer.

Pensara lo que pensase por entonces, serví a mi estudiante otra copa de vino generoso, esta vez más pequeña porque levantó la mano para detenerme y comimos otro bombón cada uno. Ninguno de los dos estaba borracho, al menos yo sabía que no podía estarlo, salvo quizá embriagado por la necesidad, la soledad y el frío de una noche oscura a principios de la primavera inglesa, y asumía que un poco de vino de postre tampoco emborracharía a Fadia, Fadia, a la que había visto tontear con sus compañeros estudiantes así que creía que sabría cómo controlar su ingesta de bebida. Es medio francesa, me recordé, ha pasado la adolescencia en París, tiene parientes intelectuales, un abuelo que era un crítico destacado y una abuela economista, así que a Fadia se le habría permitido beber vino en las comidas, champán en ocasiones especiales, y yo estaba convencido de que sabía cómo controlar.

—¿Por qué me has invitado a venir, Jeremy?

—Quería saber cómo estabas. No nos hemos visto mucho últimamente, y me fijé en que tenías la luz encendida. ¿No se supone que un supervisor debe ofrecer hospitalidad a sus alumnos?

—Yo diría que normalmente no a medianoche, al menos no si es para verse a solas, y el supervisor es un hombre y la estudiante una mujer.

—¿Me estás diciendo que es una conducta inapropiada?

—No, no, no digo nada. Me limito a observar que se trata de una situación excepcional y me gustaría conocer tus intenciones.

—Ser hospitalario. Pasar el rato. No puedo evitar fijarme en cuánto tiempo pasas sola en tu habitación, pese a la frecuencia con que te lleve tu madre a comer fuera. Parece que estás trabajando mucho. A veces no viene mal relajarse y alejarse de la mesa del estudio. Mens sana y todo lo demás.

—Ya me relajo. Voy a nadar cuatro veces por semana a la piscina de la universidad. Una hora cada vez.

—Es ese caso, supongo que no necesitas para nada mi hospitalidad. Vete cuando te apetezca. No te sientas obligada.

Dejó la copa en la mesita auxiliar entre el sofá y mi silla.

—No seas tan inglés. No eres inglés y los modales ingleses no te pegan. Prefiero al americano directo que eres en los demás asuntos. Prefiero al profesor que me dice cuándo el trabajo está mal y que me elogia cuando está bien, no como estos ingleses que murmuran y tartamudean y esperan que tú leas entre líneas y sepas que cuando dicen que algo no está bien del todo quieren decir que es una mierda espantosa y cuando dicen que lo has hecho bastante bien quieren decir que tu trabajo es excepcional. Me parece grotesco y deshonesto recurrir a tantos eufemismos y circunloquios. Hace que la vida se vuelva aún más difícil.

De qué hablamos a continuación ya no me acuerdo. Sin embargo, recuerdo con claridad haberme levantado y demorado en el peldaño que daba a la cocina. Tal vez miré a Fadia con intención, pero, fuera como fuese, ella me siguió de vuelta por el pasillo serpenteante y a la planta de arriba, al dormitorio principal de la fachada de la casa, donde las cortinas estaban todavía descorridas lo justo para que ambos pudiéramos mirar a las ventanas de su propio dormitorio a oscuras.

—¿Me observas todas las noches?

—No todas. Muchas. ¿Lo sabías?

—No estaba segura. Pensaba que a lo mejor eran imaginaciones mías.

Durante la hora siguiente, mi mente se sumergió en la belleza de lo que estaba sucediendo, hundiéndose gozosamente en las aguas superficiales a la vez que era consciente de las profundidades más terribles al alcance de la mano: el terror a lo que me había convertido voluntariamente, el depredador de mujeres jóvenes, de alguien que estaba en mi poder, cuya vida yo podía volver difícil si quería, aunque no me imaginaba haciendo nada tan cruel; y entonces, mientras yacíamos el uno junto al otro a oscuras, fui consciente de que ella había fijado sus ojos en mi cuerpo, percibí la fuerza de su mirada en mi piel, y pensé en Cam y Noé, y aquel primer pecado de voyeurismo, la forma en que yo había abierto mi cuerpo, mi persona, y me había expuesto, vulnerable, como Noé yaciendo descubierto dentro de su tienda, cómo la había dejado penetrarme casi tan profundamente como yo la había penetrado a ella, y me di cuenta de que al verme así, mirándome en mi desnudez, ella había entrado en mí igual que yo había entrado en ella. Estiré el brazo para cogerle la mano.

—¿Es esto el principio de algo? —pregunté.

—Hospitalidad compartida, lo llamaste. ¿Tiene que ser algo más?

Dormimos juntos, pero ella se marchó antes del alba, saliendo cuando el lechero pasaba traqueteando por la calle en su carrito eléctrico. Solo en la cama, inhalé su aroma en las sábanas, y el rostro de aquel chico rubio egipcio de Georgetown me vino a la cabeza: el mismo olor, la misma vaga familiaridad. Vivo en una novela, pensé, mientras veía a Fadia aparecer en su ventana al otro lado de la calle y rápidamente cerraba las persianas para protegerse de mí. Sin embargo, en mi caso, el melodrama de campus conduce a otro punto, a un género de complicaciones distinto.

A lo largo de las semanas siguientes, nos veíamos cada noche o dos, siempre en mi casa. Por mi parte no había expectativas de que el sexo siguiera necesariamente a la copa y la conversación que compartíamos, y en cada encuentro posterior esperaba que Fadia diera la señal de si quería algo más, permitiendo que ella nos llevara por el pasillo y escaleras arriba. Una o dos veces, lo dejamos en una copa y nada más.

—Me parece que debo aclarar —dije en un momento dado, tal vez una semana después de nuestro primer encuentro— que, sea lo que sea lo que estemos haciendo, esta hospitalidad compartida no afectará a nuestro trabajo juntos.

—Quieres decir que si te digo que quiero interrumpir esto, de repente no me pondrás las cosas difíciles, Jeremy, ¿es eso?

—Justamente. Quiero que sientas que controlas esto.

—Pero si lo controlo. —La veo, mientras escribo ahora, incorporándose un poco más erguida en el sofá y acabándose la copa de vino—. Como prueba, te daré las buenas noches y te dejaré preguntándote si habrá siquiera una próxima vez.

—¿Es una prueba para mí o para ti?

—Para los dos.

Tras más de una docena de encuentros, en el curso de los cuales empecé a imaginar que continuaríamos así hasta que nos sintiéramos en condiciones de hacerlo público, tal vez incluso hasta que yo le pidiera —o me pidiera ella— que formalizásemos nuestra relación, fueran cuales fuesen las consecuencias para ambos, Fadia dejó de contestar abruptamente a mis mensajes. Un día nos comunicamos, un intercambio coloquial de planes, y al siguiente, sin aviso previo, silencio por su parte, las persianas de su habitación siempre cerradas, aunque yo veía que las luces estaban encendidas, era capaz de ver su sombra al pasar, y observaba su ir y venir de la casa por las mañanas y las noches, sintiendo que no podía, en conciencia —no si quería mitigar mi infracción del decoro, la ética y la política (sabe Dios cuántas normas de la universidad, el college y la facultad debía de haber infringido al acostarme con una alumna)—, pedirle que me diera explicaciones, exigir saber por qué de repente me veía expulsado de su vida, por qué no me contestaba. Mírame, quería decirle, mírame y dime qué he hecho mal.

Transcurrió un mes en el que Fadia mantuvo su silencio y yo mi vigilancia, esperando un cambio, igual de repentino que el primero, que me devolviera su favor. No quería convertirme en el profesor obsesionado que llama a la puerta de la joven estudiante o la hostiga con emails y mensajes de texto, la sigue a la biblioteca o, de hecho, a la piscina de la universidad, aunque un día me descubrí pensando en comprarme un traje de baño nuevo hasta que me di cuenta del destino de la ruta que estaban emprendiendo mis pensamientos. Profesionalmente, no había razones para una reunión hasta más avanzada la primavera y yo estaba convencido de que habíamos mantenido separada esa esfera de manera que cuando nos reuniéramos de nuevo no habría incomodidad, por más raras que, en retrospectiva, parecerían aquellas noches que habíamos compartido, las invitaciones, la danza de seductora hospitalidad sentados cada noche, la honestidad con la que nos acostábamos.

Y aunque había sido yo el que la había invitado la primera vez, y el que la había conducido escaleras arribas, las semanas que pasaban sin un mensaje o una llamada telefónica empezaron a hacerme sentir, perversamente, como si hubiera sido ella la que me hubiera estado utilizando. Eso no resultaba tan desagradable como sorprendente por que nunca lo había sentido antes con ninguna otra mujer, sin duda no con Susan, que parecía sufrir la mecánica del sexo con paciencia y buena voluntad más que disfrutando del acto, y aunque fue un elemento menor en nuestro progresivo distanciamiento no fue la fuerza que motivó las rupturas que se produjeron entre nosotros a lo largo de muchos años. ¿O, me pregunto ahora, estaba malinterpretando por entero la situación con Fadia? ¿Era su distanciamiento un indicio de que lo que hacíamos no era, en realidad, algo que ella deseara?

Durante aquel mes de silencio, me volví más diligente, me vestía y desvestía con las cortinas corridas, ocultando mi desnudez de Fadia en su habitación al otro lado de la calle tanto como del resto del mundo. Oxford es una ciudad bastante pequeña y cualquiera —estudiantes, colegas, otros empleados de mi college o de la universidad— podía pasar por delante.

Una noche de abril del año pasado, aunque puede que ya fuera de mayo, Fadia me mandó un mensaje de texto preguntándome si podía pasar por casa, y sorprendido como me dejó la comunicación, le contesté inmediatamente diciendo que sí, por descontado, que era bienvenida, que no tenía ningún plan, ¿le apetecía cenar? No, ya tenía un compromiso para la cena, pero ¿podía pasarse más tarde, para una copa? Por supuesto, contesté, sería un placer. Y la inseguridad de mi contestación, o del modo en que afirmar lo placentero que sería ver a una estudiante con la que me había acostado no hacía tanto, creó una sensación de vulnerabilidad en mi propia conciencia, de abrirme a lo femenino, desestabilizando de nuevo el suelo que pisaba, de manera que tuve, como parecía suceder con más frecuencia cuanto más tiempo pasaba en Gran Bretaña, la sensación de estar en dos placas opuestas, una que se desplazaba hacia el este, y la otra hacia el oeste, mientras mi equilibrio era cada vez más precario en tanto intentaba mantenerme firme sobre ambas.

 

Ahora, claro, entiendo por qué guardó aquel silencio, y estaba empezando a pensar en el repentino regreso de Fadia a mi vida tras aquella ausencia de cuatro semanas mientras me asomaba a los árboles cubiertos de escarcha en el terreno entre mi casa y la de mis vecinos, a la luz clara de la mañana del último sábado de noviembre unas semanas atrás, mientras la calefacción soplaba entre los conductos de ventilación y me calentaba los pies sobre el suelo de linóleo de mi cocina, sabiendo que tendría que llevar a mi madre a comer al Beekman Arms. Ésa era precisamente la razón por la que había querido volver a casa, a América, para disfrutar de los fines de semana relajados con la familia, poder correr de la casa de mi hija a la de mi madre, ver a mi exmujer por capricho si pensaba por un momento que ella podía decidir aceptarme de nuevo tras mis años de extravíos románticos y geográficos. Imaginaba el largo camino que habría que recorrer, las confesiones que yo tendría que hacer, las revelaciones de mi intimidad con Bethan y Fadia, los líos con media docena de otras mujeres, y había pasado por todo eso sin coger ninguna enfermedad (algo que había temido más, por alguna razón, de lo que jamás lo había temido en Estados Unidos), aunque no sin complicaciones de, tal vez, más gravedad que la especie de infección que podía confiarse que respondería a un tratamiento con antibióticos.

Desde el instante en que mi madre se subió al coche supe que pasaba algo. Rebuscó en su bolso y confesó que se había olvidado de hacer la reserva. Así que iríamos al restaurante italiano del Culinary Institute of America, que estaba a media hora de camino y no me apetecía.

—¿Va todo bien? —pregunté, impaciente porque no dejaba de rebuscar en su bolso.

—Ummm, sí, sí, sí.

—¿Has perdido algo?

—No, sólo estoy ordenando —dijo con voz cantarina, en el tono que yo asociaba con una sucesión de estados de ánimo supuestamente alegres que podían transformarse en lúgubres sin previo aviso.

—Me estás distrayendo, mamá.

Resopló y cerró el bolso. Condujimos en silencio o, más bien, yo conduje y ninguno de los dos dijo nada hasta que llegamos al campus del CIA. En el restaurante, se quejó de que nuestra mesa junto a la ventana, con vistas a los campos de deporte, era un sitio muy frío, de que había corriente. El local entero estaba diseñado con un artificioso estilo toscano que me mareaba. Mi madre pidió de primero berenjenas al parmesano, yo opté por la ensalada de pulpo y los dos pedimos el pescado del día con cuscús de pistacho (no muy genuino, me pareció, pero no dije nada). Mientras esperábamos el primer plato mi madre miró a su alrededor con su aire distraído.

—Dime una cosa. ¿Cómo es ese curso que das? El de cine.

—¿Qué quieres que te diga?

—No sé. Eres tan reservado, Jeremy. Nunca me cuentas nada. Háblame de tus alumnos.

—Se apunta un grupo muy variado. Teóricos y filósofos de la conspiración y anarquistas de café con tatuajes de alambradas, luego hay unos cuantos chicos de filosofía más serios que quieren hablar sin parar sobre Deleuze y la imagen-movimiento, de lo que yo no tengo ni idea, la verdad. Me interesan más las películas como documentos de estados de ánimo sociales concretos.

—No entiendo lo que significa nada de eso.

—Claro que lo entiendes.

—Pero hablas demasiado deprisa, ojalá te explicaras mejor. No sé cómo pueden seguirte tus alumnos.

—Te lo explicaré otro día.

—Siempre dices lo mismo.

—¿Te pasa algo?

—No es nada. Sólo te disgustarás.

—¿Qué me disgustará?

—Lo que estoy a punto de decir.

Tuve la premonición de que fuera lo que fuese lo que me revelara tendría algo que ver con los sucesos de la semana anterior, de aquel sábado de la semana anterior cuando me senté en una cafetería de MacDougal Street a esperar a una alumna que no se presentó porque yo le había enviado, o no —tal vez lo había hecho otra persona— un email cambiando la reunión. Fuera lo que fuese lo que mi madre estuviera a punto de decir tenía que ver con las cajas que me mandaron al apartamento. Tenía que ver con Fadia, con su hermano Saif y Stephen Jahn, y, en última instancia, no me cupo duda y sentí una ráfaga gélida de pánico, tenía que ver con Michael Ramsey.

—Me llamaron por teléfono.

—¿Quién?

—Él no dijo quién era.

—Pero ¿era un hombre?

—Desde luego, sonaba como un hombre. Casi siempre reconozco si quien llama es un hombre o una mujer, Jeremy, por más loca que me creas. Todavía no he perdido la cabeza hasta el punto de no distinguir una voz masculina de una femenina.

—No hables tan alto.

—¡Nadie puede oírnos!

—Cuéntame qué te dijo.

—Dijo que debería saber que no eres una buena persona, que eres un hombre perverso… —aquí empezó a atragantarse—, que habías hecho cosas terribles, que eras antiamericano, un amigo del enemigo, que defendías el terrorismo y que habías financiado a yihadistas, que trabajabas contra los intereses de este país, todo tipo de cosas, de verdad, espantosas, fue muy angustiante y luego dijo, y todavía no sé cómo expresarlo, dijo que habías tenido relaciones íntimas con una joven musulmana en Oxford que estaba relacionada con organizaciones extremistas. Yo sé que nada de eso puede ser verdad, pero no supe qué responder y empecé a gritarle al hombre del teléfono que era un mentiroso, y entonces dijo que si quería asumir las consecuencias de una vida de terror era yo quien debía decidirlo, pero me avisó de que nunca volviera a verte ni a hablarte, y entonces le colgué. Fue espantoso —dijo, y a esas alturas un charco de lágrimas se había extendido por sus mejillas—. Nada de eso es verdad, ¿no?

Mientras ella hablaba empecé a sentir que el sudor me empapaba la piel, se me revolvía el estómago, las piernas se me estremecían con una sensación de vértigo. Si me caía, pensé, quedaría completamente al descubierto. Pero, descubierto… ¿como qué? ¿Como un hombre que no sabía controlar sus deseos? ¿Como un hombre que se había aliado accidentalmente con el terrorismo? ¿Como un hombre en el lado equivocado de la historia? Como un hombre que era menos que lo que él —es decir, yo— deseaba ser. Mi cara me delataba: la expresión de mi madre reflejaba lo que estaba viendo ante ella, mi vergüenza y culpabilidad, mi pánico, una sensación de terror que se abría ante mí.

—No es verdad —repitió, como si intentara convencernos a ambos.

—Claro que no. Seguramente será algún estudiante contrariado. Nada de eso es verdad. Cero. —Las palabras me salieron con fluidez, pero tuve que esforzarme para controlar el tono—. ¿Te dijo algo más?

—Ya te lo he dicho, colgué. No quería oír nada más.

—Pero antes de colgar, ¿no dijo nada aparte de lo que me has contado?

Negó con la cabeza.

—No que recuerde ahora. ¿Conociste a alguna joven musulmana en Oxford? Me pareció recordar que tuviste una estudiante de doctorado egipcia, ¿no mencionaste su nombre? ¿Fawzia?

—Fadia.

—Eso es. Habías hablado de ella. Pero era sólo tu alumna, y sé que tú nunca harías nada con una alumna, ¿verdad que no, Jeremy?

—Claro que no. Nunca traspasé la línea.

Intenté recordar si siempre había sido capaz de mentir a mi madre con tal facilidad, con palabras y fantasías saliendo atropelladamente de mi lengua, pero no recordé que le hubiera contado ninguna gran mentira jamás, ni momentos en mi infancia en los que intentara salir bien parado de alguna travesura grave o tras hacer novillos, ni fingir que estaba enfermo, ni pegar el termómetro a una bombilla o en almohadillas térmicas o debajo del agua caliente, porque yo no era un niño así, tal vez porque mis padres eran a su vez inflexibles con la verdad, nunca les vi decir ni siquiera mentiras piadosas a nadie, y su sinceridad les había supuesto a veces pagar un gran precio social y profesional, perdiendo amigos al rechazar una invitación a cenar en el último momento porque a uno o al otro no le apetecía ir, o cuando mi padre llamaba al trabajo cada pocos meses para explicar que no iría al día siguiente porque estaba harto de la rutina de su vida y necesitaba un descanso y las dos semanas de vacaciones a las que tenía derecho anualmente no le bastaban para soportar las otras cincuenta.

La única vez que recuerdo que le conté una mentira importante a mi madre fue cuando Susan me pidió que me fuera. Por una equivocada lealtad hacia mi esposa, le dije a mi madre que yo era el que necesitaba un cambio, que yo era el que pasaba una crisis, y que había decidido dejar el hogar de mi familia, dar la espalda a mi esposa y a mi hija, aunque, con el tiempo, le reconocí que no era así, y, en retrospectiva, he comprendido que la mentira original tenía menos que ver con que quisiera proteger a Susan que con querer protegerme de la vergüenza de admitir que se me había considerado un marido deficiente al que se le pidió que se marchara de su casa.

—¿Cómo sonaba, el que llamó? ¿Qué edad tenía?

—No sabría decir. ¿Cincuenta y pico?

—¿Era americano?

—Tampoco sabría decir. No, americano no. O puede que un americano muy anticuado. Ya sabes, como las estrellas de las películas de los años cuarenta. Tipo Cary Grant.

—Cary Grant no era americano.

—No me digas.

—Era británico. Desarraigado.

—Entonces supongo que el hombre sonaba como Cary Grant. ¿Conoces a alguien así?

—No que se me ocurra… —Por supuesto que conocía a alguien cuya voz se ajustaba a esa descripción, aunque yo no la hubiera descrito jamás en esos términos—. Un colega resentido. O alguien a cuyo libro hice una mala crítica.

—Fue muy concreto.

—Estoy seguro de que no es nada.

Mientras estuve en Gran Bretaña, no aprendí a mentir, pero sí a contar a mi familia —a mi madre, a mi hija, incluso a mi exmujer— mucho menos sobre mi vida, acotando regiones de relaciones y conocidos como zonas secretas. Me sorprendió que mi madre se acordara de Fadia, porque tenía la sensación de que la había mantenido fuera de campo, de la misma manera que había mantenido en secreto a Bethan y a las demás mujeres pese a las preguntas esporádicas de mi madre sobre mi vida amorosa a lo largo de los años, preguntas sin importancia sobre si había «alguien especial» o si había estado «viendo a alguien» o si pensaba que acabaría «sentando la cabeza». Con impaciencia le contestaba que no tenía planes en ningún sentido y, por lejos que estuviera de mi anterior vida en América, ciertamente ya había «sentado la cabeza». Estaba tan asentado como era posible estarlo, con una casa a mi nombre y dinero en varios bancos y la seguridad de un empleo fijo. «¿Cómo podía eso significar que estaba menos establecido que si me levantara al lado de la misma mujer cada mañana durante el resto de mi —o de su— vida?» Y entonces mi madre resoplaba y prometía no hacer preguntas tan entrometidas, y mantenía su promesa durante seis meses o hasta que alguna parte de su mente preocupada por el bienestar ajeno la llevaba a preguntar de nuevo, en un tono que cargaba la pregunta de una irritante expectación, si podía siquiera albergar la esperanza de tener otra nuera.

Pasamos el resto de la comida en un silencio relativo, picando de nuestros platos, antes de pelearnos por quién pagaba la cuenta, y luego fuimos a echar un vistazo a la tienda de regalos del CIA, donde mi madre compró un mantel francés floreado que casi con toda seguridad no necesitaba. Se pasó el trayecto de regreso a casa mirando por la ventana, preocupada de un modo que me hizo sospechar que no se había creído mis negativas. Aunque era posible que Michael Ramsey la hubiese llamado, tal vez cambiando de voz, a mí me cabían pocas dudas de que Stephen Jahn era el responsable.

—Te veré el fin de semana que viene.

—Sí. —Se calló un instante—. Tendré que mirar mi agenda. Es posible que haya quedado para comer.

—¿Los dos días? ¿Y para cenar?

—¿Tenemos que decidirlo ahora?

—No, podemos hablar durante la semana. ¿Qué planes tienes?

—Pilates el martes y español el miércoles, y quiero empezar a pensar en las navidades. ¿Se te ha ocurrido algo para Meredith y Peter?

—Regálales libros. O una lata de tu pan de jengibre. Eso les gustaría más.

—¿No es raro cómo cambian las cosas? Un año yo estaba preocupada por Meredith y de repente supongo que es ella la que debe de estar preocupada por nosotros.

—De verdad, mamá, no hay nada de qué preocuparse.

—¿No? Me alegro —dijo, y se despidió dándome un beso.

Mientras me alejaba de casa de mi madre, repasé las acusaciones que la persona anónima que la había llamado había hecho contra mí y, aunque eran groseras y predecibles, y casi enteramente erróneas, resultaban tan inquietantes —por no decir ofensivas para mis simpatías ideológicas y políticas— que las escuchaba como una letanía, pero una letanía sólo en el sentido tardío de la palabra, que trastoca y subvierte el original, no una oración de súplica sino una enumeración de maldiciones que resonaban como un raga indio en mi cabeza, y siempre con la voz de mi madre, aunque intenté cambiar el registro, oír las acusaciones en el tono de Stephen Jahn, como si con el cambio de timbre pudiera desactivar todas las falsas afirmaciones, o como si la maldición de un hombre fuera de algún modo menos poderosa, menos letal, que la de una mujer.

No soy ningún simpatizante del terrorismo, aunque en la secundaria tuve un breve coqueteo romántico con la idea del IRA y la independencia irlandesa, y asistía a los festivales de música celta del norte del estado donde representantes de diversas fraternidades irlandesas exhibían pegatinas para coches y variada parafernalia con eslóganes como «Nuestro día llegará» e «Inglaterra fuera de Irlanda». Reconozco haber comprado esas pegatinas y haber pegado una en la parte trasera de mi coche, aunque ni una sola vez nadie me saludó tocando la bocina por llevarla. Más tarde, cuando me trasladé a Gran Bretaña, se me ocurrió que la compra de aquellas pegatinas podría interpretarse como apoyo a una organización terrorista. Eso lo comprendí todavía más claramente cuando alguien como el padre de Bethan casi proclamó su odio hacia los irlandeses, o cuando, en Oxford, empecé a reparar en que mi nombre a veces provocaba respuestas hostiles de dependientes en tiendas y bancos, gente que había sido totalmente amigable hasta que vio mi apellido, y entonces era como si, ante la señal de un apellido que comenzaba por «O», caía un telón y cualquier asociación o recuerdo que el individuo pudiera tener —tal vez, como el padre de Bethan, de un ser querido muerto o herido, o tal vez de su propio roce con el terrorismo del IRA— le hacía ver a todos los que tenían apellido irlandés como un enemigo potencial, o al menos como un recordatorio inoportuno de un sufrimiento pasado.