Una gran parte de lo que implica criarse en sociedad, que es como decir, criarse en cualquier tipo de comunidad, implica acostumbrarse desde la infancia a la experiencia de ser observado. Uno podría hasta llegar a sostener que la condición humana es la de un ser que observa. No ser observado es, de hecho, considerado un delito, el delito de negligencia parental o abandono. El niño no observado se convierte en niño abandonado, el niño salvaje, el pequeño o pequeña criado por lobos, descubierto a menudo en la adolescencia cuando se hace algún intento de aculturizarlos por la fuerza, de someterlos a monitorización, a observación, a los modos de comportamiento que requiere una sociedad dada para que una persona sea considerada un miembro aceptado de la comunidad. Recuerdo de cómo me di cuenta de que me cuidaban cuando era niño, cómo me hice consciente de mis padres en primer lugar prestando atención a lo que yo hacía, observándome y castigándome si creían que había hecho algo que consideraban inapropiado o simplemente «feo», aunque cuando digo castigo debo dejar claro que mis padres no eran partidarios del castigo físico: jamás me pegaron, ni me dieron azotes ni bofetadas ni, como dirían los británicos, me atizaron. Como castigo, mis padres me mandaban a mi habitación. Siendo un niño sociable que no tendía fácilmente a la reflexión, eso resultaba una reprimenda bastante eficaz aunque siempre iba formulado en términos razonables: «Jeremy, por favor, vete a tu habitación y piensa en lo que has hecho y sal cuando estés listo para portarte como un ser humano civilizado». En mi rabia o en pleno berrinche, tenía el descaro de que, fuera lo que fuese que se considerase feo o incivilizado, salía disparado a mi habitación, cerraba la puerta —aprendí muy pronto a no dar un portazo porque eso aumentaría el castigo a una forma activa de reprimenda, como tener que pulir toda la cubertería o arrancar todas las malas hierbas de los parterres de mi madre o recoger todas las ramas, grandes o pequeñas, que hubiera caídas en el jardín— y me sentaba a mi mesa a dibujar o me tumbaba en la cama, hiperventilando al principio, pero luego me ponía a leer para calmarme. Mientras leía o dibujaba, mis pensamientos vagaban hacia lo que fuera que hubiese hecho para merecer ese castigo y recuerdo que de vez en cuando me quedaba de piedra porque mis padres habían descubierto la travesura que había hecho porque debía parecerme el tipo de acto del que nadie se daría cuenta entonces.

El proceso de aprendizaje de que nuestros actos son observados, de que si lleno el fregadero de la cocina de caracoles mi madre sabrá inmediatamente que yo los he puesto ahí y que no habían sido ellos, como yo imaginaba que ella pensaría, los que se habían arrastrado por su cuenta hasta allí dentro, implicaba que, paulatinamente, iba aprendiendo a corregirme, o a vigilar mi propio comportamiento y acciones para mantenerlos dentro de los límites de lo que en mi casa se consideraba «civilizado». Sólo por casualidad mis padres tenían una noción bastante estrecha de lo que era civilizado, al menos en comparación con el mundo en general, así que cuando fui a la escuela los maestros me reconocieron como «un buen chico», y dado que eso resultaba gratificante respondí positivamente a esa atención y refuerzo, y seguí cumpliendo las normas y portándome bien, para no convertirme en un «mal chico» o un «travieso».

El colegio amplió el universo de observación y monitorización. Ya no se trataba sólo de que prestaran atención a mi comportamiento: los productos de mis iniciativas creativas e intelectuales también eran sometidos a análisis, crítica, calificación, etcétera. Este proceso en el que se examinaba y valoraba mi trabajo conformó mi deseo de ser tanto «un buen chico» como «un buen estudiante». Sabía que cuanto escribiera, dibujara o pintara en clase sería mirado por otra persona y, por tanto, a diferencia de algunos de mis condiscípulos que por alguna razón no sentían la misma motivación, intentaba perfeccionar todo lo que hacía, ser tan preciso como podía, saber siempre la respuesta, dibujar y pintar los objetos, las personas y los animales de formas que pretendían parecer verosímiles, incluso tal vez realistas, aunque no entendí el significado de esa palabra hasta que fui a la universidad.

El examen de nuestros compañeros de clase también forma parte, claro, del proceso de convertirnos en aculturados por la observación, sabiendo que Nelly, Jackson, Emily y Chad estaban observándome tanto como yo a ellos, y que si hacía algo feo o incivilizado sin que me vieran los maestros, existían a menudo muchas posibilidades, por no decir la certeza, de que uno de mis compañeros se volviera un acusica y le contara al adulto más cercano lo que yo había hecho. Lo sabía bien porque yo, también, era un chivato, aunque el ser un soplón a menudo tenía un estatuto ambiguo en la cultura escolar dado que los maestros criticaban el acto de chivarse tanto como recompensaban, en diversas formas inmateriales, al niño que delataba alguna travesura grave cometida por sus compañeros. De manera que se nos enseñaba a observar e informar mientras a la vez se nos decía que el acto de delatar, de contar lo que habíamos visto, era en cierto sentido sucio, que ser un chivato no se diferenciaba mucho de ser un soplón y ser un soplón no se diferenciaba mucho de ser un espía, que es alguien que comercia con el engaño, que fácilmente una fuerza rival podía volverse en nuestra contra para que nos espiara a nosotros. Yo me chivo de Shelley, pero la siguiente vez que la veo hacer algo malo ella me ofrece un soborno para que no cuente su travesura, e incluso es posible que acabe vigilando por si la señora Stuyvesant se acerca a dondequiera que se esté dando un comportamiento ilícito del tipo que sea, en ese momento me convierto en un agente extranjero en el espacio de la escuela, actuando contra el interés de la cultura de la comunidad, contra el poder del sistema de gobierno y control de la escuela, y eso es así porque he demostrado ser un espía eficaz que está también aquejado de su propia debilidad, tal vez simplemente la debilidad de desear caer bien, o tal vez porque deseo algo que mi propia asignación no me permite comprar, pero con el dinero de Shelley sí podré, sea lo que sea lo que me haga volverme contra la cultura de todos. Los niños son instruidos en las artes de la observación y la traición desde el momento en que se les deja jugar juntos, lejos de la mirada de los adultos, aunque con la promesa de que éstos volverán en última instancia para recordarles que cualquier sensación de libertad es falsa. Ser humano es ser vigilado, formar parte de la sociedad, porque somos animales sociales, pero no esperamos que la observación de la comunidad o el gobierno se extienda a nuestras vidas privadas como adultos. Aquellos de nosotros que somos racionales creemos que, en tanto no infrinjamos ninguna ley, no hay razones para que el gobierno deba vigilar lo que hacemos en nuestras casas, dentro de los confines de nuestra propiedad privada, y, con todo, esta creencia patentemente racional se ha demostrado, una y otra vez, visto el comportamiento de las fuerzas del orden y los servicios de inteligencia, absolutamente falsa.