El día siguiente, domingo, nos levantamos tarde, pero cuando finalmente nos reunimos, un poco pasadas las diez de la mañana, la asistenta ya había preparado gofres y había un cuenco de ensalada de frutas, café caliente y un ejemplar de The New York Times, debidamente grueso, todo desplegado sobre el mármol blanco de la cocina. Sin embargo, me di cuenta al instante de que Meredith y Peter habían estado hablando y tenían algo que decirme, como si hubieran tomado una decisión —lo que era el caso— sobre mí en las horas posteriores a mi confesión de la inexplicable laguna de memoria, o eso parecía entonces.
Esperaron a que nos quedáramos solos en la zona acristalada de la cocina que utilizaban para el desayuno y que daba al parque. No era la primera vez que había pasado la noche en su casa, pero vi que cuanto más tiempo vivían juntos se iban acomodando a una pauta de comodidades rutinarias que indicaba la búsqueda del ideal, de la mejor forma posible de tomar el café y el desayuno, y disfrutar de la belleza de las vistas, por no mencionar de la belleza de cada uno de ellos. Son, sin la menor duda, una joven pareja deslumbrante cuyo atractivo no reside sólo en su juventud, sino en la forma en que llevan el privilegio de la edad sin preocupaciones, o con preocupaciones mediadas por la confianza de que siempre, salvo que estalle una revolución, estarán seguros.
—Hemos estado hablando, y nos gustaría que fueras a ver a una doctora excepcional.
—Mi padre ha ido a verla, Jeremy. Es una de las mejores especialistas en memoria de la ciudad.
—Así que pensáis que tengo un problema.
—No, papá, de verdad, ninguno de los dos ha notado nada raro. Sólo que pensamos que…
—¿No es mejor descartar la posibilidad de que algo no esté bien, Jeremy? ¿No preferirías saberlo y abordarlo en una fase temprana en lugar de vivir con la incertidumbre y la preocupación?
Los dos parecían sinceros. La sinceridad era uno de sus defectos.
—Claro, tienes razón.
—¿Te pido una cita para esta semana? Estoy seguro de que puedo conseguírtela para antes de Acción de Gracias.
Cumpliendo su palabra, Peter organizó una cita para el lunes, cuando no tenía clases ni más compromisos que la reunión trasladada a las cuatro de la tarde en mi despacho con Rachel. Le agradecí a Peter el que utilizara su influencia, y espero, aún ahora, después de todo lo que ha pasado desde aquella semana en que me percaté por primera vez de los extraños cambios que afectaban la trayectoria de mi vida, haber demostrado suficiente gratitud por su ayuda.
Después del brunch volví a casa. Meredith me ofreció un coche que me llevara y, por una vez, acepté porque todavía me sentía cansado de la larga noche anterior y quería darme el gusto, aunque sólo fuera por media hora más, de saber que alguien me cuidaba. Qué diferente sería mi vida si me hubiera quedado en Gran Bretaña, si no hubiera vendido aquella casa en Divinity Road y siguiera viviendo allí, a mi aire, un tanto estrecho aunque cómodo, haciendo alguna escapada ocasional a alguna ciudad europea y llevando lo que en muchos sentidos era una vida muy poco inglesa, o al menos una que no representaba las limitadas vidas que sobrellevan muchas personas en Gran Bretaña. No es que dispusiera de más espacio en mi apartamento de la NYU, de hecho, tenía un poco menos, y ningún jardín delante del comedor, pero tampoco me acuciaba la sensación de vertiginosa inseguridad que a veces se me venía encima en Oxford cuando estaba acostado y me preguntaba si había cerrado con llave. En Nueva York, en tanto hombre blanco de cierta edad y clase, he tendido a sentirme seguro, pese a la imprevisibilidad de la ciudad, sus problemas de corrupción policial, delincuencia y terrorismo, aunque Oxford tampoco era inmune a éste, o al menos a aquellos que buscaban propagar el contagio del mismo a los rincones más aletargados del mundo.
Subido en la parte de atrás de la limusina mientras recorría la Séptima Avenida, recordé a un estudiante de doctorado sirio que llegó a Oxford casi a la par que yo, y ahora pienso en él, preguntándome si mi breve relación con el chico había sido un anticipo de lo que estaba por venir. El joven había proferido extrañas amenazas contra mí y mis colegas, exigiendo un trato especial sin más razón que el que había estado trabajando hacía poco para la misión Siria en las Naciones Unidas en Nueva York. Cuando rechazaron sus demandas, amenazó al departamento entero. Al principio nadie se lo tomó en serio, pero cuando las amenazas subieron de tono, yo informé sobre el joven a la línea de avisos sobre terrorismo que Gran Bretaña había abierto por entonces, y al cabo de unos días, el chico desapareció y nadie volvió a saber de él.
No lamenté entonces, ni me arrepiento ahora, lo que hice, y el hecho de que él desapareciera me indica que no me equivoqué al informar a las autoridades. Pero ahora pienso con qué facilidad un único aviso, una llamada telefónica que no dura más de cinco minutos, puede cambiar la vida de un desconocido. ¿Soy tan distinto, me cuestiono, a los alemanes orientales comunes y corrientes que se convirtieron en confidentes de la Stasi? Di por supuesto que el joven sirio suponía una amenaza, pero no tenía más pruebas que mis sospechas y temores. Ahora recuerdo que me hizo un comentario una vez en el sentido de que «las cosas van a cambiar por aquí. Ya verá quién es el que en realidad mueve los hilos». Puede que no fuera más que una baladronada juvenil. De hecho, al pensarlo de nuevo, es lo que parece, poco más que una chulería desacertada, el tipo de amenaza que alguien que ha estado sometido a un jefe autoritario puede a continuación utilizar contra la siguiente persona débil a la que encuentra, el mismo tipo de fanfarronada que puedo imaginarme soltándole a un colega que fuera mi superior en la Columbia, para mi vergüenza. Tal vez aquel joven sirio no tenía nada de sospechoso, pero los servicios de seguridad británicos debieron de pensar lo contrario, dado que desapareció. Es posible, supongo, que no fuera detenido y simplemente optara por marcharse. Su cara me vino a la memoria aquel domingo mientras entrábamos en Bleecker Street y de repente un grupo de jóvenes de Oriente Medio rodearon el coche al cruzar la calle. Me había inoculado, hasta cierto punto, contra imaginarme una amenaza en cada cara morena durante mis años en Oxford, sobre todo después de comprar la casa en Divinity Road, que me obligaba, para el trayecto más corto a mi college, recorrer la Cowley Road, donde tenían tiendas y viviendas muchos paquistaníes y gente de otros puntos del mundo musulmán, y donde también celebraban sus servicios religiosos. Desde mi patio trasero veía la cúpula y la aguja blanca de la Mezquita Central de Oxford y en más de una ocasión tenía que oír la música de una fiesta en alguno de los jardines vecinos, melodías y ritmos que me hacían pensar que bien podría encontrarme en Lahore o Estambul. No, vivir en Oxford, en la época inmediatamente posterior a los ataques a Nueva York y Washington, era como asistir a una terapia de inmersión por exposición a aquello que uno más teme.
En mi edificio trabajan varios porteros pero el que estaba de servicio esa noche era un pulcro puertorriqueño llamado Rafa.
—¡Profesor O’Keefe! Un paquete para usted.
Desde detrás de la mesa señaló la zona donde se dejan los paquetes, cerca de los buzones y las ventanas que dan al patio que hay entre los tres edificios. Era raro que me llegara un paquete en domingo, pero tal vez lo habían traído el sábado y yo me había olvidado de comprobar si había algo para mí.
—¿Sabes si llego ayer, Rafa?
—No sabría decirle, jefe. He empezado el turno a las diez esta mañana y ya estaba aquí cuando llegué. Ayer estuvo de servicio Ignacio. Mañana puede preguntarle.
La caja estaba envuelta en papel marrón y tenía el tamaño de los neceseres que utilizaba mi madre de joven, el tipo de equipaje que uno ya no lleva en los aviones, pero que en el pasado eran uno de los accesorios básicos de las mujeres; me acordé del último que tuvo, antes de que se extinguieran en la era de las estrictas limitaciones en los vuelos: estaba cubierto de vinilo azul turquesa, y formaba parte de un juego de maletas, todas del mismo color, con cerraduras y cremalleras metálicas. Debía de ser de la década de los sesenta, y después mi madre dejó de usarlo para el maquillaje, se convirtió en depósito de fotografías que no habían llegado a los álbumes, y ahora lo guarda debajo de la cama y, hasta donde sé, ha continuado abriéndolo todos los días, inhalando el olor de los cosméticos viejos y el hedor del vinilo que va descomponiéndose lentamente, junto con el compuesto químico tóxico que se utilizara para fijar el tinte turquesa del neceser. La caja era de ese tamaño y pesaba como el neceser cuando estaba lleno de frascos y viales, y mientras la sostenía en el ascensor que me subía a la tercera planta examinando la letra desconocida que lo había dirigido hasta mí, Profesor Jeremy O’Keefe, imaginé todos los posibles contenidos. No llevaba dirección de devolución, ni indicaciones sobre el remitente ni el origen, ni franqueo, y por tanto ningún matasellos, así que no había manera de saber de dónde procedía, al menos hasta que lo hubiera abierto.
Dejé la caja en la mesita baja del salón, y es posible que me olvidara de ella o que me perturbara tanto su llegada y misterio que temiera abrirla, o tal vez fuera simplemente que Meredith me llamó para decirme que Peter había hablado con la doctora Sebastian y había confirmado que podía acudir a su consulta el lunes a las diez de la mañana, lo que me dejaba margen de sobra para volver luego a mi despacho y reunirme con Rachel a las cuatro de la tarde.
—Tal vez —dijo Meredith— ha llegado la hora de tener un smartphone. De ese modo siempre podrás acceder al email y es menos probable que pueda repetirse una situación como ésta.
—Me lo pensaré.
—Vamos, yo sé que eso significa que ni te lo plantearás.
—Vale, cariño, mañana o pasado me haré con uno, si eso te tranquiliza.
—Te hará la vida más fácil, nada más.
—No sé si hubiera cambiado mucho de lo que sucedió ayer. Habría ido igual al café y si tuviera uno de esos aparatos es posible que no hubiera esperado durante media hora para ver si ella se presentaba, así que me habría ahorrado tiempo, pero el error habría sido el mismo.
—Sé que es inquietante.
—Si notas algo, o si Peter y tú recordáis alguna ocasión en la que parecí olvidadizo, pero en algo más que lo normal como tener que esforzarme por recordar un nombre o algo así, tenéis que decírmelo.
—Lo haré, pero hemos vuelto a hablar al respecto, y ninguno de los dos recuerda nada por el estilo. A nosotros nos parece que estás bien…, salvo porque se te ve un poco solo.
Durante un instante no pude hablar. Un grito se formó en mi garganta. Me sorprendió que se refiriera a mi soledad, porque imaginaba que presentándome animado cada vez que nos veíamos, había podido disimular lo deprimido que me sentía. Tragué saliva unas cuantas veces y dije:
—Sí, he estado un poco solo últimamente. Echo de menos a la gente de Oxford. Allí tenía muy buenos amigos.
—Pero todavía conoces gente en Nueva York.
—Pero ninguno íntimo. Y todas mis relaciones en Oxford se han vuelto inesperadamente silenciosas, como si les doliera que me hubiera marchado. Tú eres la única persona con la que de verdad puedo hablar, Meredith, y lo lamento si he dado la impresión de estar tan necesitado.
—¡No tienes que lamentar nada! Es agradable que estés aquí. Jamás tienes que sentirte mal por querer verme.
—Pero si te llamo y estás ocupada, o no es un buen momento, quiero que me prometas que me lo dirás. No quiero ser una carga.
—Por favor, papá, no tengo una vida tan ocupada, te lo juro.
Me dio la dirección, la doctora estaría trabajando desde la consulta de su casa en lugar de estar en el hospital porque, supuse, era la semana de Acción de Gracias, o tal vez porque los especialistas en memoria no trabajaban en hospitales, o para las primeras consultas pensaban que no resultaba tan agresivo ver a los pacientes en un espacio menos hospitalario, donde la perspectiva de muchos años encerrado en un pabellón para dementes seniles no se abriría en cada pasillo atisbado en el trayecto desde la entrada hasta la sala de consulta. La dirección era del Upper West Side, en la West End Avenue, y la introduje en mi calendario online para recibir un recordatorio por email el lunes por la mañana.
Tras hablar con Meredith, pasar un rato leyendo el periódico y comprobar mi email —ningún mensaje en la cuenta personal, más mensajes de los que me apetecía leer en la de trabajo—, decidí buscar algo que ver en la televisión, una vieja película del Oeste o incluso un partido de fútbol, si había alguno con el menor interés, pero la caja que había llegado se cernía sobre mí desde la mesita y me sentía obligado a abrirla, aunque bien es verdad que a veces dejo los extractos bancarios sin abrir durante semanas o meses, y ha habido ocasiones en el pasado en que me ha llegado una carta (cuando todavía se mandaban cartas de forma habitual) que tenía tan pocas ganas de abrir que permanecía apartada durante días o semanas o incluso —recuerdo una de una exnovia francesa en el college que sólo abrí cuando se hubo desvaído el color del sobre, que pasó de azul a violeta y, finalmente a rosa— durante años. Volví a la cocina a buscar un cuchillo y desgarrar el papel de estraza que envolvía el paquete, y descubrí una caja de cartón marrón cerrada con cinta adhesiva también marrón, pero sin otras marcas ni nada escrito. La estuve mirando un momento e incluso pensé en llamar a la policía porque no tenía ni idea de qué podía contener, a lo mejor una bomba, pues todo profesor tiene su horda de antiguos estudiantes contrariados, y mi cabeza vagó —de una forma precipitada e imparable— hacía mis relaciones en Oxford cuyos cabos sueltos todavía podrían agitarse ondulantes para morderme. Tras pegar la oreja al cartón y no oír nada, y sin ver ningún signo de que filtrara nada o ningún otro indicio de que pudiera llevar algo amenazador dentro, y después de agitarla con resultados concluyentes —sonaba, simplemente, llena, y no percibí que se movieran partes en su interior al sacudirla— cogí el cuchillo de pelar y corté a lo largo de la cinta para abrir las solapas de arriba.
Para los niños, la apertura de paquetes es casi siempre motivo de expectación emocionada, pero a medida que pasan los años, uno descubre que algunos paquetes no tienen por qué traer la felicidad y pueden con igual frecuencia ser causa de decepción o angustia; uno contempla las cajas, sobre todo las que son tan misteriosas como la que llegó a mi apartamento el domingo antes de Acción de Gracias, con una vaga sensación de turbación o incluso, a veces, temor. Tal vez, para mí, este cambio sobre las expectativas de los paquetes se remonta a mi traslado a Oxford, cuando, al cabo de seis semanas, el carguero por fin llegó a Gran Bretaña y la furgoneta llena con las pertenencias sin las que había creído que no podría vivir —libros, música, algunas piezas de arte, ropa, pero ningún mueble, dado que no fui a Oxford con la intención de quedarme para siempre—, fue descargada en la conserjería del college. Durante el primer año viví en habitaciones allí mismo, así que los conserjes me ayudaron a cargar las cajas por el patio cuadrangular frontal y a subirlas por las escaleras hasta el último piso, en cuyos aleros se encontraban mis habitaciones amuebladas, cuyas ventanas daban a las almenas de arenisca. Cuando empecé a abrir aquellas cajas que llegaban de casa, descubrí que la expectación y la alegría de reunirme con mis pertenencias no tardaba en dar paso a pequeñas irritaciones —las tapas de algunos libros valiosos habían resultado dañadas, el cristal de varios cuadros enmarcados se había resquebrajado— y más tarde a un abrumador sentimiento de nostalgia que alcanzó su punto álgido sólo para dejar en su estela una sensación de desesperanza y arrepentimiento. En mis pertenencias, en mis libros y sobre todo en mi ropa, no sólo podía oler Nueva York, sino también el apartamento del Upper West Side que hasta hacía tan poco había compartido con mi mujer y mi hija y que había abandonado por voluntad propia porque creía que el matrimonio estaba acabado; fui yo el que decidió marcharse, aunque había sido Susan la que había dejado claro que la relación estaba llegando a su fin, y nuestra separación legal sólo se produjo un año más tarde. Sentado en aquella habitación de Oxford con sus paredes de color crema y su mobiliario institucional, rodeado por la masacre de cajas que venían cargadas de recuerdos de una vida abandonada, me eché a llorar, y lloré tan alto que mi vecino al otro lado del pasillo, un fellow posdoctoral de Ginebra, llamó a mi puerta para ofrecerme un jerez y luego, dado que era sensible y servicial y se convertiría en uno de mis mejores amigos durante mi primer año en aquella ciudad, me ayudó a desempaquetar mis libros y a colocarlos en las estanterías. Si hubiera tenido que hacerlo solo, tal vez no habría acabado. Desde entonces, y quizá antes, una caja cerrada con cinta adhesiva me ha parecido un objeto más amenazante que de deseo o expectación.
Abrí las solapas de la caja encima de la mesita y me di cuenta al atisbar el contenido de que se trataba de un fichero de cartón porque consistía en una pila intacta de hojas de carta, de 216 × 279 mm, en las que había impresas, en una tipografía densa, a un solo espacio, miles y miles de direcciones web. Al principio pensé que la capa superior de papel podría ocultar algo más debajo, pero a medida que pasaba las hojas —habría unas dos mil quinientas, o puede que más—, me di cuenta de que todo era igual, una dirección detrás de otra, separadas sólo por una coma y un espacio, sin saltos de línea, ni párrafos diferenciados. Pensé que debía de ser algún tipo de mensaje, aunque al principio no miré cada página por separado: eso fue un proceso que me llevó unos cuantos días. Sin embargo, no había ningún mensaje, y sólo más tarde comprendí el significado íntegro de lo que tenía delante. Algunas de las direcciones me resultaban familiares —sitios web de periódicos y revistas— mientras que otros no me decían nada, o parecían formados exclusivamente de números y una sucesión azarosa de caracteres. Era un rompecabezas, pero, dado que no había mensaje, ni explicación, se trataba de uno que sólo una pequeña parte de mí mismo tenía el menor interés en descifrar. Mi mente no es dada a la resolución de enigmas, no le divierten los crucigramas ni los juegos numéricos, nunca he sido jugador de naipes ni de ajedrez, para pasar el rato prefiero leer un libro o ver una película. Di por supuesto que debía de tratarse de un error, que, fuera lo que fuese ese listado de direcciones, no tenía nada que ver conmigo. Volví a dejar las hojas en la caja, cerré las tapas y la deslicé bajo una mesita auxiliar.
Así que encendí el televisor y por casualidad me topé con La conversación de Francis Ford Coppola, que trataré en mi seminario de último curso avanzado este semestre. Dado que no la había visto recientemente, me estiré en el sofá con la agradable sensación de relajación que produce el encontrar el tipo de distracción de la que uno puede estar seguro de disfrutar durante dos horas y que lo irá arrullando poco a poco hasta el sueño. Había visto La conversación por primera vez de niño, y era posible pensar que me había dado sueño, al menos al principio porque empieza lenta e incluso cuando empieza a coger ritmo y Hackman tira de la cadena en el retrete, que se desborda de sangre, no deja de ser una película tremendamente adulta en el sentido de que da una visión sobria de las consecuencias —psicológicas tanto como tangibles o físicas— de fisgar, consecuencias tan profundas que el espía acaba convirtiéndose en el espiado y se ve arrastrado a la locura por la técnica que él ha perfeccionado cuando ésta se vuelve contra él. Habían transcurrido bastantes años desde la última vez que vi la película y desde entonces había visto La vida de los otros, que ahora me parecía entablar una sutil conversación con la película de Coppola, pues los dos personajes principales eran hombres aislados que trabajaban para instituciones o empresas que son hasta cierto punto remotas, aunque sólo sea en la mente de los dos hombres, que parecen mantenerse a distancia de los escalones más altos de sus respectivas organizaciones, escuchando a la gente a la que se les ha encargado vigilar antes de descubrir, en cierto momento avanzado de cada película, que todo lo que pensaban saber y entender, todas las ideas heredadas que han sostenido su aprecio —tal vez incluso su pasión— por el trabajo que realizan se mantienen en pie gracias a poco más que la ilusión de que existe un propósito moral superior, y su quiebra se disfraza y defiende por culturas del miedo que ambos descubren, demasiado tarde, corriendo un gran riesgo ellos mismos. La película de Florian Henckel von Donnersmarck, como la de Coppola, presenta a su protagonista, el encargado de la vigilancia, como una especie de monje obsesivo que ha descubierto una vocación en vigilar las vidas de los otros: objetivos que pueden ser, o no, inocentes, cuya culpabilidad, si resultan ser culpables, se debe sólo a que las leyes son absurdas o, en el caso de la película de Coppola, a una oscura conspiración, aunque el trabajo del Stasi podría considerarse una especie de oscura conspiración, por más virtuosa que esa organización hubiera creído que era su misión. Gradualmente, el personaje desarrolla su trabajo hasta convertirlo en un arte, un ejercicio de virtuosismo privado, pero que sólo él es capaz de valorar plenamente. Por el contrario, el personaje de Gene Hackman, Harry Caul, se vuelve paranoico defendiendo y vigilando su propia intimidad.
La emisión de La conversación forma parte de una sesión doble del canal que estaba viendo, y, en cuanto acabó la película de Coppola y empezó Blowup de Antonioni, pedí comida vietnamita y decidí pasarme así la velada, intentando quitarme de la cabeza la cita con la doctora prevista para la mañana siguiente. Pedir comida preparada, la posibilidad de tener lo que quisieras a casi cualquier hora en tu puerta, ha sido uno de los grandes placeres de mi regreso a Nueva York. La comida llegó mucho antes de la escena en que David Hemmings amplía las fotografías tomadas en el parque, ampliándolas una y otra vez hasta que las imágenes pierden toda definición, pixelándolas antes de que los píxeles existieran en la fotografía, convertidas en un campo de grano indescifrable justo cuando están a punto de desvelar el horror pleno de lo que él, el fotógrafo, ha captado, a saber: la implicación de Vanessa Redgrave en una trama para matar a un hombre, del mismo modo que Cindy Williams, unos años más tarde, interpretaría su versión de americana inocentona asesina de habitación de hotel. Me fijé por primera vez que al principio de la película, cuando se nos presenta a Hemmings, no sabemos nada de su personaje. Tras salir disfrazado de su pensión, va a su coche y mientras conduce habla por una radio de un modo que insinúa que es un espía o un policía encubierto; sólo gradualmente vamos descubriendo que no es nada más siniestro que un fotógrafo, otro tipo de espía. Con sus vaqueros blancos, su camisa azul y sus zapatos de suela tiene una belleza a la vez malévola y angelical, un carisma que yo he intentado emular durante mucho tiempo, creyendo que sería la clave para atraer a las jóvenes frágiles que he deseado con frecuencia pero que parecían, en mi juventud, ajenas a mis encantos académicos. Las modelos apenas vestidas de las que abusa se convierten en una metáfora de la vigilancia, ofreciendo atisbos de lo que nosotros (o lo que Antonioni) creemos que queremos ver, esas extensiones de piel desnuda que atraen la atención al dominio de la mirada voyeurista del fotógrafo, presentándose a la mirada del público, los espectadores que ven al que ve viendo al que es visto.
Mientras observaba a Hemmings pasear con estilo por el sórdido sur de Londres, me di el gusto de comer, con descuido, y disfruté mirando esas modelos británicas de los años sesenta moviéndose en topless ante fondos de papel de color. La extraña fijación oral de Redgrave parecía delatarla mientras intentaba convencer a Hemmings de que abandonara la película que había rodado, y era más intensa de lo que recordaba: sus dedos siempre subiendo a su boca, y tal vez fue por los comentarios de Carolina Fogel durante la cena de la noche anterior, pero recordé cómo en Regreso a Howards End, de James Ivory, Vanessa Redgrave se llevaba la mano a la boca mientras le contaba a Emma Thompson la historia de los dientes de cerdo del árbol en la casa epónima, y cómo ese gesto, el del dedo corazón dándose golpecitos en los dientes, siempre me había parecido tan profundamente erótico que rayaba en la obscenidad, bastante fuera de lugar en la Inglaterra eduardiana. Sin embargo, tal vez se trataba de eso, de que el sexo explotaba por todas partes, incluso de debajo de las cortezas de los árboles, y en los gestos casi subconscientes de los nuevos ricos.
Los mimos que juegan su partido de tenis imaginario al final de Blowup fueron una decepción, como la habían sido cada vez que había visto la película, pero a diferencia de algunos de mis amigos y colegas que se empeñan en afirmar que no ha resistido muy bien el paso del tiempo, yo sigo convencido de que Blowup alcanza la grandeza gracias precisamente a que pertenece incuestionablemente a su época concreta: como La conversación, nos dice mucho sobre las preocupaciones psicológicas y las manías de esas décadas, las formas en que la vigilancia, realizada para la recolección de información como para otros propósitos más siniestros, estaba empezando a funcionar en el inconsciente colectivo del público que iba al cine.
Tras ver ambas películas y sintiendo ese leve aturdimiento que provoca una exposición demasiado larga a una pantalla, me fui a la cama a leer una antología de ensayos del difunto historiador Tony Judt, que nunca fue un amigo aunque nos conocíamos, y vi que al cabo de media hora de meterme bajo el edredón esperando que me entrara el sueño después de un par de breves ensayos, de hecho estaba totalmente despierto, hasta el punto de que me acabé el libro. Aunque a esas alturas pasaba ya de la medianoche y sabía que tenía la cita con la especialista en memoria, la doctora Sebastian, la mañana siguiente, me levanté, crucé el salón y me puse junto a la ventana, con las persianas abiertas, en camiseta y pantalones cortos, y sentí que una corriente entraba por un lado del cristal. Dado que el salón estaba a oscuras, veía con nitidez hasta Houston Street, y creí, por un instante, que había alguien allí mirándome, o tal vez había estado antes, como si esperara que yo me acercara a la ventana y, cuando se dio cuenta de que me había percatado de su presencia, inmediatamente se hubiera puesto a caminar en dirección a Broadway. Es posible que yo estuviera ya deslizándome hacia la inconsciencia, pero mi mente registró y, a la vez, no registró el hecho de ese reconocimiento, el asentimiento con la cabeza que creo que hice y su movimiento hacia delante un tanto alterado. Una parte de mi mente pensaba que no era más que una coincidencia, que el hombre no miraba hacia arriba sino que estaba consultando la pantalla de su smartphone, leyendo un email o comprobando direcciones. Sin embargo, sí estaba seguro del reconocimiento recíproco, que al saludarle con la cabeza le decía que le había visto observándome, que los dos nos observábamos: Hola, eh, tú, el que me miras, ¡te estoy viendo! ¡Sé lo que estás haciendo!
Hubo algo en ese encuentro que me hizo revisar las cerraduras de la puerta del apartamento y cuando volví a la cama también cerré con llave la puerta del dormitorio, casi como un acto reflejo. Cualquiera pensaría que me estaba volviendo paranoico, al cerrarme de ese modo, detrás de dos puertas en un edificio protegido con portero y cámaras de vigilancia. Si se producía un intento de entrar por la fuerza, la seguridad del campus e incluso la policía de Nueva York responderían y no pasaría nada. Pese a todo, me acosté pensando en la oscura figura de aquel hombre en la calle, la cabeza ladeada en mi dirección y el escalofrío de comunicación que sentí cuando mi gesto con la cabeza pareció servir como desencadenante de su movimiento. ¿Quién era? ¿Quién me estaría observando?
Aunque en aquel momento no entendí muy bien por qué, el contacto con el hombre en la calle me hizo empezar a pensar en todo lo que había sucedido recientemente en Oxford. Tal vez las consecuencias de la complicada vida que había tenido durante mis últimos años en Gran Bretaña me habían seguido de algún modo al otro lado del Atlántico.
Ahora, a medida que las pruebas se multiplican a mi alrededor, eso parece prácticamente cierto.