Incapaz de dormir, contemplé el amanecer del martes sabiendo que esa mañana no podría dar clase. Por la radio, Democracy Nowinformaba de que las Naciones Unidas habían previsto conversaciones de paz entre los rebeldes y el gobierno sirio, mientras que el gobierno de Pakistán se quejaba de la guerra que Estados Unidos había emprendido con drones, que parecía, según The Washington Post, estar bajo control de la CIA y no del poder militar. En el sitio web del New York Times leí sobre la prohibición contundente de las protestas callejeras en Egipto, y dado que de repente me planteé la sensatez de leer un artículo como ése de una forma que resultaría fácil de rastrear, y, más en concreto, dado que lo que contaba era algo sobre lo que no quería pensar, apagué el ordenador y me asomé por la ventana a la mortecina luz de noviembre, viendo mentalmente un rostro en los movimientos de la nube detrás de la proyección de la memoria: un rostro que había intentado, infructuosamente, olvidar, junto con las tres sílabas, la disposición de los fonemas, vinculadas a esa imagen.

Dado que era la semana de Acción de Gracias y una tormenta importante amenazaba la Costa Este, nadie se quejaría si anulaba mis clases, lo que hice de inmediato. Sin tener que ir a ningún sitio, me quedé en la cama toda la mañana, escuchando la radio, leyendo las noticias sobre Egipto, Siria, Irán, Irak, Pakistán y Yemen aunque no quería pensar en esos lugares, escuchando y leyendo mientras yacía rodeado por el recuerdo de mi vida reciente, a veces conmovido hasta estremecerme y llorar. Había más de mi vida registrado en aquellas páginas de lo que yo me preocupaba por recordar. No se trataba de que hubiera hecho nada de lo que debiera avergonzarme especialmente. Una vida sexual vivida solo, en aislamiento, con imágenes fijas en una pantalla, ni siquiera con otro adulto interactuando remotamente de algún modo, en vivo, en el otro extremo de una conexión anónima, no parecía nada extraordinario, dado que mucha gente ve porno y el porno que yo había visto a lo largo de los años no era, diría yo, ni siquiera muy excepcional. Aun así ver atisbos del deambular de mis propias fantasías y deseos cartografiados de ese modo me irritaba tanto que sentí que ni siquiera podría salir del apartamento, aterrado ante la posibilidad de que la vergüenza resplandeciera como un fulgor en mis mejillas y frente, visible para todos.

¿Y si, en realidad, esas páginas las había obtenido un estudiante normal y corriente, tal vez, quién sabe, Rachel? La chica se había comportado de una manera un tanto impropia de ella el día anterior, y no era irrazonable sospechar que, siendo una de las mejores alumnas a las que supervisaba, una de las estudiantes a las que más había llegado a conocer en estos primeros meses tras mi regreso a Nueva York, tal vez le había sentado mal algo que dije entre la multitud de comentarios que he hecho sobre su trabajo. Es posible que involuntariamente provocara su rabia, hasta el punto que intentara acosarme o amenazarme. Algo parecido había sucedido en Oxford, tengo que reconocerlo, de hecho, en más de una ocasión.

No sé explicar por qué he atraído a esa particular variedad de estudiantes a lo largo de los años. Durante mi primer curso en Oxford, en uno de mis grupos de tutoría tuve una estudiante llamada Jayanti, y en aquel pequeño grupo (creo recordar que, como mucho, eran media docena de estudiantes, en segundo curso de licenciatura), Jayanti siempre era la menos preparada, y a veces se presentaba sin haber hecho nada en absoluto, sin completar las lecturas, sin nada escrito. Mediado el curso de ocho semanas en el que ocurrió el incidente (creo que era el primer trimestre, recuerdo las hojas cayendo, o, más bien, recuerdo dar paseos intentando aclarar lo que estaba pasando y ser consciente de las hojas bajo mis pies), Jayanti empezó a dejar de asistir a las tutorías. Cada tutoría a la que faltaba, yo le enviaba un email haciendo referencia a su ausencia, preguntando si estaba enferma, esperando que pudiera asistir a la siguiente clase y recordándole que las tutorías eran obligatorias y que debería mandarme el trabajo que no me había entregado en persona. Siempre remitía copia adjunta al tutor senior. Al principio, Jayanti respondía de forma comedida, se disculpaba, afirmaba haber estado enferma, mandaba una nota del médico, preguntaba cómo podía recuperar la clase perdida, aunque yo no estaba obligado a proporcionar tal servicio y no creo que mantuviéramos ninguna reunión aparte de las sesiones ordinarias de tutoría.

Durante un par de semanas Jayanti asistió a clase, aunque seguía sin presentarse muy bien preparada y los trabajos que había escrito sonaban como si los hubiera redactado algún otro. Entonces, durante las dos últimas semanas del trimestre, cuando nos acercábamos a las vacaciones de Navidad, no asistió a una tutoría ni tampoco escribió para explicar su falta, así que yo escribí un email profesional y firme, una vez más con copia al tutor senior, para dejar constancia de su ausencia y recordarle una vez más que las tutorías eran obligatorias y que, en caso de enfermedad se requería una nota de un médico como justificante.

En ese momento fue cuando empezaron los verdaderos problemas. Jayanti respondió al cabo de unos minutos, acusándome de mentir, afirmando que había acudido a la tutoría pero se había encontrado el aula vacía, que había llamado a la puerta hasta cansarse y que me había llamado por mi nombre, pero que nadie le había respondido. Eso era una invención de cabo a rabo, o bien ella se había equivocado y había acudido a las aulas erróneas, o, empecé a pensar, tal vez era un delirio. Afirmaba que yo le había estado «apretando las clavijas» durante todo el semestre, que era despectivo, arbitrario y condescendiente, entre otras muchas lindezas, todas acusaciones infundadas. Concluía su email amenazando con arrojarse desde el tejado del college o con saltar desde el Folly Bridge al Támesis. Dado que ella había enviado copia de su mensaje no sólo al tutor senior sino también al director del college, al administrador del centro y a varios de mis colegas de la Facultad de Historia, se abrió una investigación sobre mi comportamiento, que incluyó un largo interrogatorio de todos mis alumnos. Para mi gran satisfacción, todos los demás estudiantes confirmaron que Jayanti mentía, que yo era un profesor exigente, pero también justo y respetuoso, y que todos habíamos estado sentados en mis aulas durante la tutoría en cuestión y ni una sola vez nadie había llamado a la puerta, ni, menos aún, gritado mi nombre. La investigación se cerró antes del final de aquel primer semestre, pero me pasé las vacaciones —las vacs, dicen los británicos, lo que siempre me ha hecho pensar en «vacío», una asociación no del todo disparatada durante mi primer año en Oxford, en el que no volví a Estados Unidos— solo, pasando el tiempo aquellas semanas oscuras en mis alojamientos, sin saber encontrar qué hacer en una ciudad que casi cierra por entero durante la Navidad, o yendo, por desesperación, a pasar unos pocos y carísimos días en Londres, visitando galerías y asistiendo a conciertos. Nunca me he sentido tan aislado en mi vida. Echaba de menos a mi mujer y a mi hija, echaba de menos a mi madre y a mi difunto padre, me preguntaba por qué se me había ocurrido irme a Gran Bretaña y por qué no había tenido la cabeza de volver a casa en Navidad, aunque eso hubiera significado dormir en el sofá de un amigo en Nueva York o pasarla con mi madre en su casa de Rhinebeck. No volví a cometer el mismo error, y siempre, a partir de entonces, costara lo que costase volaba de vuelta a Nueva York en Navidad.

Mi experiencia con Jayanti fue tan angustiosa que poco faltó para que dimitiera, allí mismo, porque, pese a los problemas que había afrontado en la Columbia, que eran también, a su modo, injustificados, nunca había sido acusado de mala praxis por un estudiante, nunca se me había mentido tan olímpicamente, ni nadie había amenazado con suicidarse a causa de mi método de enseñanza. Ése fue, tal como lo veo ahora, el aspecto más perturbador de todo el asunto, que la psicología de una joven estuviera tan dañada que amenazara con matarse. Las autoridades del college, tengo que reconocerlo, manejaron el asunto con tiento, y sometieron a Jayanti a un periodo de suspensión académica. Ella dejó la universidad sin acabar su licenciatura, pero se quedó en Oxford viviendo con su novio, que también asistía al college, y yo la seguí viendo a lo largo de los años que pasé allí, a menudo en los momentos más inoportunos, de manera que empecé a creer que me estaba acechando, intentando vengarse por el papel que yo había desempeñado en el estancamiento de su educación superior.

Tal vez las direcciones de aquellos mensajes que me intercambié con Jayanti las tenía ahora ante mí en la cama, en una de aquellas cinco mil hojas de papel, seguramente cerca del final del montón, aunque a medida que pasaba las páginas se convertían en un mar suavemente agitado de negro sobre blanco y cualquier orden que pudiera haber existido se perdía. No importaba mucho, sabía lo que tenía delante, lo que representaban las páginas, y sabía que alguien, tal vez muy cerca de mí, quería que supiera que yo estaba siendo observado.