Recuerdo que pasé el resto de aquel domingo, el primero de diciembre, con Meredith y Peter, en su apartamento, y luego, porque ellos insistieron en que viniera, también con Susan. Aunque ella vivía a sólo veinte minutos andando, Peter mandó un coche a recogerla, porque quería que viniera rápido, como si yo fuera una bomba y mi exmujer la única persona con los conocimientos necesarios para desactivarme.
Nos sentamos los cuatro en el salón de mi hija que daba a Central Park y me obligaron a explicar, varias veces, la naturaleza de mi error e indiscreción, sometiéndome a su interrogatorio.
—¿Te has acostado con más estudiantes? —preguntó Susan, con una expresión tan furibunda como la que había puesto en el pasado Stephen Jahn, los ojos saliéndosele de las órbitas y las mejillas enrojecidas, como un guiñol a punto de golpear. Pero ¿podría matarla? No, claro que no.
—Por favor, mamá, eso no es lo importante —dijo Meredith suspirando.
—Creo que Jeremy debería explicarnos si ése es un comportamiento habitual o si fue sólo un polvo de una noche.
—No había pasado antes y no volverá a pasar.
—Por supuesto que no pasará. Te meterán en la cárcel —dijo Susan siseando.
—No hice nada ilegal.
—No tengo tan claro que sea exactamente cierto —le interrumpió Peter—. Si has estado dando dinero para apoyar a una organización terrorista, aunque sea indirectamente, creo que sí podría ser ilegal.
—Pero Fadia no es una organización terrorista. No es ninguna terrorista. Está alejada de su hermano, y ni siquiera sabemos con seguridad si Saif…
—Dios ¿habéis oído esos nombres? —murmuró Susan.
—¡Mamá! Basta ya.
—Sin embargo, tú no lo sabes con certeza, ¿verdad que no, Jeremy? —prosiguió Peter—. ¿Llegaste a ver alguna vez un extracto bancario de la cuenta de Fadia? ¿Confirmaste que la cuenta fuera sólo suya? ¿Sabes con seguridad que no hay otro autorizado? ¿Estás seguro de que su padre o su hermano no están en la cuenta? ¿Cómo sabes que en realidad no es la cuenta de su hermano y que Fadia es tan sólo la autorizada? ¿Y si ella es tan sólo una fachada para la recaudación de fondos de organizaciones terroristas? Podrías ser tan sólo uno más de docenas, veintenas de hombres engañados de forma similar.
Vacilé. Eran preguntas lógicas, aunque desagradables. Nunca había comprobado ninguno de esos detalles.
—Me fiaba de ella. Estuve en la sala del hospital durante el nacimiento de mi hijo. Sentía… que estaba enamorado de ella. Uno se fía de las personas que ama, ¿no?
—Menudo memo estás hecho, Jeremy. ¡No puedes fiarte así de la gente!
—De verdad, mamá, no estás ayudando.
Entonces Susan resopló:
—Me alegra ver que nada ha cambiado. Las lealtades de siempre…
Durante un instante nadie dijo nada y luego Peter y Susan siguieron sermoneándome en una carrera de relevos que apuntaba a una especie de comprensión entre ambos que yo no había esperado.
—Creo que tienes suerte, que la tenemos todos, de que no te hayan detenido todavía —dijo Peter por fin, como si eso fuera la aseveración definitiva y más importante en ese momento.
Con mi comportamiento había puesto en peligro no sólo mi reputación y libertad sino la reputación y libertad de toda mi familia, incluso quizá la de mis amigos y colegas.
—Peter, cariño, eso no es justo. Lo que hizo papá fue una estupidez, pero no creo que tengamos que ir más allá. Se ha disculpado.
—Queda la cuestión legal.
—De eso podemos ocuparnos —dijo Meredith—. Estoy segura. No somos la clase de gente que tiene problemas así.
Agradecía las palabras de mi hija, pero también era consciente de la desesperación que delataba su voz.
Aunque intentaron convencerme de que me quedara por la noche, a las ocho insistí en que quería irme a casa y en que siguiéramos hablando del asunto el lunes, dado que Peter no había podido ponerse en contacto con Barry y no quería hablar con ningún otro de sus abogados de una cuestión tan delicada.
Al levantarme para marcharme, me cogió del brazo, y sus manos apretaron con fuerza a través de la tela de mi abrigo.
—Quiero que vayas a un psiquiatra. Si no estás bien, tenemos que medicarte, tratarte o lo que haga falta.
—¿Terapia electroconvulsiva?
—Dicen que no es tan mala.
—¿Quién lo dice, Peter?
—Papá, por favor —nos interrumpió Meredith, que me acompañó hasta la puerta.
—Fui un estúpido.
—Sí, lo fuiste. Pero encontraremos una forma de solucionarlo.
—Creía que nadie se enteraría jamás. Lo mantuve en secreto porque era lo que Fadia quería.
—Ya basta por ahora, me has contado todo lo que necesito saber.
—No estoy loco. ¿Crees tú que lo estoy?
—Creo que estás estresado y agobiado. —Hizo una pausa, intentando, pensé, no apartar la mirada de mí—. Tal vez te vendría bien algo de medicación.
—La dieta del ama de casa de Hollywood. ¿Quieres que me convierta en un pastillero? En toda mi vida sólo he tomado antibióticos media docena de veces. Nada más fuerte. ¡Si sólo he fumado maría una vez!
—Pues tómatelo con apertura de miras.
—¿Crees que debería pedir una excedencia del trabajo?
—No, no sería sensato. No hagas nada que parezca que te crees culpable de algo. Sigue con tu vida normal. Da tus clases, acaba el semestre y, con un poco de suerte, para entonces ya sabremos qué hacer.
Habían llamado un coche con chófer y, mientras iba hacia el Village, los amortiguadores absorbían el salto de las tapas de alcantarilla y los baches, los frenos eran tan silenciosos que indicaban que, fuera cual fuese la compañía del vehículo, comprendía que sus clientes esperaban la ilusión de viajar en una burbuja de silencio relativo de camino a la seguridad de sus hogares bien protegidos, pensé en Fadia y Selim haciendo su vida en Oxford, los dos durmiendo en un piso casi con toda seguridad pagado con el dinero que transfería cada mes de mi cuenta a la suya, y la canguro pagada con ese mismo dinero para que ella pudiera proseguir sus estudios de doctorado bajo la supervisión de mi antigua colega, una mujer sosa criada en la mitad occidental de la Berlín dividida que sin duda estaría dando a Fadia mejor asesoría de la que yo podría para continuar profundizando en las ramificaciones históricas y políticas de la construcción y el tratamiento mediáticos del terrorismo izquierdista en Europa durante la larga Guerra Fría del siglo XX.
Meredith, Peter y Susan fueron las tres primeras personas a las que había hablado de Fadia y Selim, y aunque entendí su sorpresa y rabia ante mi engaño, ante lo que podría considerarse razonablemente como el fallo de mi brújula moral, ninguno de ellos insinuó que pensara rechazarme. Ninguno había dicho que no querría ver jamás ni a mi hijo ni a su madre. Todos, incluida Susan, parecían creer que a mí me correspondía adoptar las medidas que fueran necesarias para enderezar lo que hubiera salido mal. Debían adoptarse medidas de algún tipo para aclarar mi situación con las autoridades. Eso sigo queriendo hacerlo. Si me exigen más pruebas, sólo tienen que pedirlas. Haré cuanto me pidan.