Ernst Bloch, en El espíritu de la utopía, escrito en plena Primera Guerra Mundial, sugería en una sección titulada «La voluntad egipcia de volverse piedra» que, en el Antiguo Egipto, «el espíritu de piedra» —ese «dominio absoluto de la naturaleza inorgánica sobre la vida»— permite que «el hombre… vea su futuro, pero se ve a sí mismo muriendo» y, en consecuencia, «un innominado temor a la muerte domina… todo rostro egipcio». Aunque sin duda exótico, y contaminado de las asunciones culturales de su propio tiempo, como debe estarlo, hasta cierto punto, todo historiador, las líneas de Bloch resonaban en mis pensamientos, reorganizándose en nuevas formulaciones a medida que iba conociendo a Fadia, hasta que al final ya no podía mirarla sin oír las palabras de Bloch. En su rostro llevaba tallada la conciencia de la proximidad de la muerte, o eso imaginaba yo, y hasta tenía, en la firmeza y nitidez de sus rasgos, la calidad de la piedra.
Nada sucedió entre nosotros mientras Fadia fue una estudiante de licenciatura. Nada sucedió durante su posgrado, y aunque yo era consciente de su belleza —algo en lo que uno no podía dejar de reparar y alguna vez me descubrí distraído por su elegancia, por el delicado y poderoso arco de su nariz y el pelo moreno que mantenía largo, a veces trenzado y a menudo cayendo suelto a su alrededor, un pelo lacio que parecía resistirse a cualquier ondulación salvo alrededor de su cara, donde unos rizos finos se curvaban en espirales para enmarcar sus rasgos y, en ocasiones, desviarse hacia el suave fruncido de su boca apenas abierta—, puedo asegurarme a mí mismo y garantizar a quien esté interesado, que no tuve la menor intención de perseguirla. Ése no ha sido nunca mi estilo, a diferencia de muchos profesores varones que están solteros o simplemente lejos de sus esposas —o incluso de sus maridos hoy en día—, nunca fui propenso a buscar afecto en mis alumnas. Tal vez se debe a un antiguo impulso puritano o simplemente a mi aversión a los líos y complicaciones, pero, por más que me haya fijado en las mujeres que asistían a mis clases a lo largo de los años, y recuerdo a algunas de gran belleza, nunca me pasó por la cabeza seducir a ninguna, salvo, quizá, en mis ensueños, como una exploración de las posibilidades eróticas sin la mácula de nada que se acercara a una intención concreta.
Entonces, un enero, durante el primer curso de sus estudios de doctorado, el mundo de Fadia se vino abajo, y con eso me refiero a que el mundo de sus padres y su hermano, que permanecían en Egipto, empezó a resquebrajarse y desmoronarse. En la fecha que en Egipto se celebraba como el «Día de la policía», una festividad que conmemoraba el sacrificio de agentes de policía que resistieron la ocupación británica en 1952, el pueblo se levantó contra el gobierno, e incluso contra la propia policía y el aparato represivo entero del Ministerio del Interior, que había sometido a vigilancia a los activistas políticos, entre otras muchas violaciones de las libertades civiles. Por casualidad, pasé una noche por la Middle Common Room del college después de una cena en la High Table y vi a Fadia y a un grupo de estudiantes de posgrado reunidos para ver la cobertura en directo y el análisis de los sucesos que se estaban desarrollando, la crisis o, tal como acabó, la revolución aunque una revolución que parece al final frustrada por un golpe de Estado.
Pero esa noche de enero, mientras me detenía fuera de la MCR, recuerdo cómo me miró Fadia mientras estaba en el umbral, con su rostro iluminado por un extraño fulgor de esperanza mezclado con miedo. Parecía desgarrada por momentos entre un polo de euforia y otro de preocupación, de triunfo y derrota, y, dado lo poco que por entonces sabía de ella y su familia, de la división que yo ya asumía que existía entre ellos, aunque más tarde vería que la ruptura era más compleja que la que se da simplemente entre las fallas de la edad, percibí que le alegraba el derrocamiento de un régimen que despreciaba, pero que también la aterraba lo que ese cambio en la historia de su nación podría implicar para sus padres, su hermano y parientes. Tal vez entonces ella no sabía cuál era la posición de Saif. Tal vez Stephen Jahn tampoco lo sabía. Tal vez no lo sabía ni el propio Saif, diría yo, y quiero dejar constancia con claridad aquí, en esta página, en este documento, que nunca he conocido ni me he comunicado con ese hombre, ni con ningún otro miembro de la familia de Fadia. De esa acusación, soy inocente.
Stephen estuvo ausente del college durante esos meses, como solía estarlo durante las crisis en Oriente Medio, y yo había empezado a intuir que su papel era sólo marginalmente académico o universitario. Sospechaba que estaba metido en una red de inteligencia del gobierno y global, fuera trabajando para la CIA o para el MI6, aunque entonces no podía asegurarlo y todavía hoy no podría dar una respuesta clara. Se comportaba ajustándose a la idea que me hacía yo de un espía y así empecé a creer que debía serlo, galopando ruidosamente por Turl Street en su traje gris de tres piezas y su sombrero de fieltro a juego, con pequeños anteojos redondos apoyados en la nariz, calzado con botas de cuero confeccionadas a mano por Duckers, así que parecía que habría estado más en su sitio a principios del siglo XX que en la segunda década del XXI, un espía en Viena o Berlín en la década de 1920 o 1930 más que un espía actual, y aun así tal vez ése era el mejor disfraz de todos, presentarse como una antigualla andante, aunque, en realidad, no tuviera nada que ver. A esas alturas, yo llevaba en Oxford casi una década, y, en el curso de los años, había aprendido que si alguna vez me daban problemas los ordenadores, en casa o en el college, podía confiar en que Stephen los resolvería más rápido que nadie y sin la expectativa de tener que hacer algo a cambio del favor, salvo a veces, invitarle a una copa en la Senior Common Room. ¿Cuándo recurrí por primera vez a su ayuda? Si pudiera precisar la fecha y cotejarla con la del inicio de los archivos que me han entregado aquí, en Nueva York, podría empezar a dar alguna respuesta a las preguntas que me hago.
Por casualidad, vi a Fadia al día siguiente en Brasenose Lane, cuando me dirigía en bicicleta al college desde casa. Era una mañana lúgubre de enero todavía bastante oscura y había encendido la luz de la bicicleta de manera que el haz amarillo penetró la niebla y dio en el contorno de su cuerpo. Ella llevaba puesto un largo abrigo negro, y una bufanda blanca formaba pliegues y dobleces sobre los hombros y le caía por la espalda. Pese al frío y un cielo que amenazaba con abrirse, los dos nos paramos, cambiando de pie de apoyo sobre los adoquines resbaladizos.
—¿Está bien tu familia? Quería preguntártelo anoche…
Ella aspiró hondo y dejó escapar el aire en bocanadas de vaho.
—Ojalá estuviera allí. Creo que debería coger un avión, pero no puedo. Quiero decir que sí podría, pero mi madre me lo ha prohibido. Su situación es muy incierta. Es muy complicado, Jeremy, como sin duda puedes imaginar.
De algún modo, a lo largo del posgrado, había pasado de llamarme profesor O’Keefe a utilizar mi nombre de pila y tutearme. No era demasiado infrecuente, algunos fellows prefieren que los estudiantes de licenciatura los traten de tú desde el principio. Yo nunca había tenido ningún criterio, simplemente permitía que cada estudiante se dirigiera a mí del modo que le pareciera más apropiado, siempre que fuera respetuoso, aunque la falta de respeto es todavía un incidente muy raro en un college de Oxford. Pronunciaba mi nombre con esa inconfundible inflexión francesa que tenía, de manera que sonaba más como Jérémie que como Jeremy, y eso me permitía imaginarme a mí mismo como libertino aunque refinado. Con sutiles gestos, Fadia ya estaba cambiando la percepción que yo tenía de mí mismo. Ahora lo veo como uno de los primeros pasos del camino que había emprendido hacia una atracción más consciente.
—Pero ¿están a salvo? Tus padres, me refiero, y ¿no tenías también un hermano?
Yo sabía que sí lo tenía. Nos hacemos los ignorantes para parecer menos enterados, para comportarnos como si no hubiéramos pasado ya horas mirando su perfil en diversas plataformas de redes sociales, todas ellas públicas, abiertas a quien quisiera mirarlas. Yo sabía qué música le gustaba, y qué películas y libros (las obras de Edwar al-Jarrat, Ahdaf Soueif y Amina Zaydan, Hélène Cixous, Frantz Fanon y Jacques Derrida, pero también Hilbig y Calvino, Poniatowska y Lispector), y también estaba al tanto de sus pasiones (los derechos animales, la democracia, la libertad de expresión, el acabar con la censura, el medioambiente, los derechos de las mujeres y los niños, la lucha contra la mutilación genital femenina, por no mencionar Monty Python, Astérix y Tintín). Sabía todas esas cosas y las tenía en mi cabeza mientras fingía no saber si ella tenía o no un hermano.
De repente, en aquel callejón entre Lincoln y Exeter, pareció que Fadia tenía que esforzarse por contener las lágrimas. Los ojos se le enrojecieron, pero mantuvo la compostura. Es posible que le tocara la parte superior del brazo o el hombro, intentando tranquilizarla, y recuerdo que le sugerí que viniera a mis alojamientos a tomar una taza de té en lugar de seguir hasta la biblioteca Bodleiana, como había sido su intención, porque no parecía en condiciones de sentarse en las bajas sillas de madera de la Sala de Lectura Superior, y yo había avanzado lo bastante en mi proceso de aculturación como para estar razonablemente seguro de que una taza de té y unas galletas eran un bálsamo para casi todos los pesares. Así que me acompañó de vuelta al college, pasamos por la conserjería, cruzamos el cuadrángulo de la fachada y subimos por la escalera a la Senior Common Room, donde preparé té y recogí algunas galletas antes de bajar de nuevo las escaleras a las habitaciones que yo ocupaba ahora, que daban a un cuadrado de césped tan bien cortado y verde, incluso en pleno invierno, que parecía obra de una alquimia de la jardinería o un artificio, una representación de la vida más que la vida misma.
Recuerdo que la tarima gris del suelo crujía bajo nuestro peso cuando nos sentamos el uno frente al otro junto a la chimenea, que no había sido encendida nunca durante mi estancia allí. Dejó la taza y el platillo sobre la mesita baja y se quitó la ropa de abrigo, dejó el abrigo negro y la larga bufanda blanca en una silla vacía, y sacudió la cabeza para que el pelo suelto le cayera por delante. Ya no recuerdo qué ropa llevaba bajo el abrigo, pero imagino que sería algo así como una blusa de seda de color crema, un suéter de cachemira negro, unos pantalones ajustados de lana negros y botas de cuero también negras. A medida que avanzaba en sus estudios de posgrado, los destellos de color que había visto en su fondo de armario durante los años anteriores empezaron a desaparecer, dando paso a una paleta de grises, blancos, marfiles y negros, dispuestos en inventivas combinaciones de manera que, con el tiempo, la veía con una camisa o un suéter que no reconocía aunque llevara formando parte de su vestuario desde hacía meses. Fadia era un agente de la transformación, ni más ni menos, aunque al principio —es decir, al principio de lo que se convertiría en nuestra relación más fuerte e íntima— no supe valorar apropiadamente lo poderoso que podía ser ese arte.
La historia de su familia salió a la luz ante aquella taza de té una oscura mañana de enero: cómo su padre y su tío ocupaban altos cargos en el Ministerio del Interior egipcio, cómo su hermano había trabajado para el mismo departamento, pero ahora se había alineado con los Hermanos Musulmanes, mientras que su madre, Jeanne-Alice, nacida y educada en Francia, estaba, como Fadia, a favor de una democracia laica. En ese momento concreto, no parecía ingenua esta última esperanza. Eran su padre, Jalid, y su tío, Samir, quienes concentraban las preocupaciones de Fadia. Dado lo cercanos que estaban a Mubarak, le inquietaba su seguridad.
—Están hablando de salir del país y venir a Londres, algo que podrían hacer, pero no tiene buena pinta. Sé lo que mi padre y mi tío han estado haciendo. Sé, claro que lo sé, que este gobierno ha estado equivocado desde hace mucho tiempo. ¿Por qué crees que mi madre me mandó a la escuela y a la universidad en el extranjero? Se dio cuenta de que no podría digerir lo que estaba pasando y que seguiría siendo un problema, uno todavía mayor, si me quedaba. Y ahora, Saif también es un problema. He tenido visiones terribles de mis padres intentando huir y viéndose atrapados por una multitud iracunda, encontrándose de repente frente a gente que odia a mi padre, o lo que él representa, y que, con toda la razón, lo detesta a él, aunque no creo que sea una mala persona, y temo que si lo descubre intentando huir esa gente se lo impedirá, y matará a mis padres, tanto a mi madre como a mi padre, y puedo imaginarme que yo misma podría formar parte de una de esas turbas, y cómo me dejaría arrastrar por el tumulto. Sé que Saif está allí, manifestándose y acampando, y él, como otros, puede explotar al ver a gente como mi padre huyendo con sus esposas y descubrir que su ira es incontrolable de manera que él, mi propio hermano, podría ser un dedo de la mano que aprieta el gatillo que mata a mi madre o la muñeca de la mano que hace el nudo que ahorca a mi padre. Eso es lo que veo cuando cruzo las puertas del Trinity College por la mañana, cuando abro un libro de historia alemana, cuando intento conciliar el sueño por la noche en la habitación del college en Museum Road, y es lo que veo cuando enciendo la televisión y veo a mi pueblo y a mi país, ese pueblo y ese país que siento a la vez más cerca y más lejos de mí que nunca, porque los conozco y pese a todo ahora ya no los reconozco. Llevo tanto tiempo en Francia y en Gran Bretaña que me he convertido en francesa y británica. Tengo que recordarme que soy medio francesa, y que soy tan europea como egipcia, y, a veces, esta división en mí misma, Jeremy, me abruma hasta tal punto que quiero volver a Egipto y olvidarme de la persona en que me he convertido mientras he vivido en Europa para ser una egipcia sin más complicaciones y luchar por el país que tantos creemos que podría llegar a ser. Te miro, y no sé cómo lo haces, cómo has pasado tantos años lejos de tu hogar. ¡Una década alejado de tu familia! ¿Cómo puedes soportarlo?
—Cojo un avión.
—Eso es bastante fácil.
—Salvo por el dinero.
—Claro, siempre está el dinero.
Cuando apartó la mirada supe que ella nunca había tenido que pensar en presupuestos.
—¿Has hablado con tu hermano?
—No responde a mis llamadas. No contesta mis emails ni mis mensajes de texto. Ya no lo conozco.
No podía dejar de preguntarme dónde estaría Stephen Jahn en ese momento, qué papel habría asumido. Su tez era tan oscura que podía hacerse pasar por egipcio, aunque sus rasgos eran más bien italianizados y creía recordar que tenía también una abuela armenia. ¿Podría estar allí, entre las multitudes de manifestantes, o moviéndose como un fantasma entre los supuestamente demócratas y los déspotas sin remordimientos, informando de las identidades de los manifestantes a aquellos que todavía se aferraban al poder? Y qué pasaba con Saif, el hombre al que, yo estaba convencido, Stephen amaba, porque el nombre había seguido apareciendo en su conversación a lo largo de los años, a menudo avanzada la noche en la SCR, cuando sólo quedábamos él, yo, y puede que un par de otros comprensivos colegas, concentrados en nuestras copas tras una cena en la High Table, y alguien, no siempre yo, se aventuraba a preguntar cómo le iba a Saif y si Stephen lo había visto últimamente, y entonces Stephen casi invariablemente asentía y decía, como el anciano tío indulgente y adorador que se imaginaba ser, o el amante de una querida mucho más joven: «Le va estupendamente, gracias por preguntar, aunque a veces me preocupa, hay gente… que podría ponerle las cosas difíciles, así que uno tiene que ser muy cauteloso. Mantener la discreción».
Pese a todo, esas conversaciones casi no revelaban nada. Stephen nunca decía explícitamente que Saif fuera su amante, y darlo por supuesto sería, pienso ahora, caer en algún tipo de trampa, tal vez una trampa diseñada por el propio Stephen.
Alrededor de una semana más tarde, Fadia me contó que sus padres habían huido a Londres, y aunque su madre se acercó a Oxford un día, Fadia no había bajado a verlos hasta los días libres entre el segundo y el tercer trimestre. Cuando volvió para sus exámenes aquel último trimestre de verano de su posgrado, había perdido cualquier chispa de inocencia que yo hubiera detectado en el pasado. No recuerdo ninguna conversación a lo largo de esos meses sobre la situación o el bienestar de sus padres, aunque sabía que a otros funcionarios egipcios que habían huido del país el gobierno británico les había congelado las cuentas bancarias y bienes, esa medida parecía aplicarse de un modo típicamente irregular e ilógico, como si algunos anteriores déspotas fueran mejores amigos que otros. Stephen Jahn iba y venía, y parecía, aunque tal vez fueran imaginaciones mías, evitarme. No sabría decir si Fadia y él se veían (es más, ni siquiera si se habían visto alguna vez). El piso de Stephen en Folly Bridge Court se encontraba en una zona de la ciudad que yo raramente tenía ocasión de visitar a no ser que alguien propusiera tomar una copa en el pub Head of the River o si yo decidía ir a apoyar al college en la regata de Eights Week cuando ese tramo del Támesis conocido localmente como el Isis se llena de jóvenes cuerpos esbeltos empujando barcas de madera por el agua.
La Facultad de Historia aceptó la solicitud de Fadia de hacer un doctorado, en el entendido de que yo supervisaría sus nuevas investigaciones sobre el papel de los medios y el cine en la formación y crítica del terrorismo izquierdista europeo. Los estudios de doctorado británicos son sustancialmente distintos de los de aquí, Estados Unidos, donde un comité de profesores universitarios se encarga de seguir los progresos del estudiante durante el proceso de redactado de su disertación, y eso sólo después de dos años de exigente trabajo de curso y exámenes orales. En Gran Bretaña, un estudiante de doctorado tiene un director o supervisor, o dos como mucho, para su tesis, y no hay cursos, sólo «investigación pura». En la práctica, eso significa que, dependiendo del supervisor, las cosas pueden ir muy bien o muy mal, o, como en la inmensa mayoría de los casos, el estudiante avanza totalmente a tientas, como corresponde, de una manera eminentemente británica.
A lo largo de ese verano, Fadia dejó sus habitaciones en Museum Road y se instaló en una casa propiedad del college en Divinity Road, enfrente de mi propia casa. Se le había asignado el dormitorio de la planta de arriba, cuya ventana en voladizo daba a la calle y, por tanto, a mi dormitorio principal y mi salón, que estaban en la fachada de mi casa victoriana de ladrillo rojo adosada. Divinity Road es una calle de múltiples personalidades, y en nuestro tramo concreto —colina arriba, pero todavía en la zona recta antes de empezar a curvarse para dar con el Warnefor Hospital, que había sido originalmente el Manicomio de Oxford cuando lo fundaron en 1826— es tan estrecha que da la impresión de que la gente que pasa por tu acera está tan cerca como la que pasa por la de enfrente.
Al principio no pensé nada especial del hecho de que fuéramos vecinos, supervisor y estudiante, ambos miembros del mismo college, con vidas cada vez más cercanas a medida que pasaban los años, dos vidas que se entrelazaban con tanta naturalidad como los zarcillos de una rosa rampante encuentran su camino entre las barras de un enrejado. Uno de mis colegas de Antropología había dejado una habitación de su casa a una de sus estudiantes de doctorado, aunque a nadie en el college le pareció una idea especialmente buena y ahora recuerdo que a la estudiante en cuestión la casa le pareció tan oscura y fría, y mi colega de carácter tan excéntrico, que se fue mucho antes de cumplir el plazo que habían acordado que se quedaría allí.
A medida que el otoño se acercaba a su final y el invierno se aproximaba una vez más, las brumas ascendían de los ríos y llenaban las calles de Oxford de una niebla fantasmagórica, y una noche me desperté sobresaltado. Me levanté de la cama, fui arrastrando los pies por el pasillo hasta el lavabo, y luego volví al dormitorio. Estaba a punto de meterme de nuevo en la cama cuando me fijé en una luz en el exterior. Apartando las cortinas, me asomé a la calle bañada en la luz amarilla de las farolas y en la casa de enfrente las persianas de Fadia estaban abiertas, con las luces encendidas. Ella estaba en la ventana, envuelta en una bata blanca, hablando por teléfono. No cabía duda de que estaba alterada, los hombros y brazos se le movían por la agitación, y tras acabar la llamada se sentó en su mesa ante la ventana en voladizo y se puso a mirar a la noche.
Retrocedí a la zona de sombras más oscuras de mi habitación, pero ella levantó la cabeza como si me hubiera visto allí, o al menos hubiera sido consciente de mi movimiento, el de un observador que salía del alcance de su vista. El corazón se me disparó y contuve el aliento, tal vez incluso me maldije, pero no me acosté al momento, sino que me quedé a oscuras, observando a mi alumna que me observaba. Su mirada no tardó en apartarse de mí para seguir a un ciclista que aceleraba bajando la colina hacia Cowley Road. Entonces, con un movimiento que pareció demasiado casual para no ser deliberado, cerró las persianas y apagó la luz.
Siendo lo que es la supervisión del doctorado en Oxford —a veces no más que una reunión por trimestre— no tuve ocasión de ver a solas a Fadia hasta el enero siguiente. A esas alturas, lo confieso, había convertido en costumbre mirar, cuando iba a acostarme, si sus persianas estaban abiertas o cerradas, cuándo estaba en casa, qué había llevado puesto ese día, si se daba una ducha antes de acostarse o era lo primero que hacía por la mañana, si iba cada día a trabajar en la biblioteca u optaba por quedarse en casa y sentarse a su mesa, cuándo tenía amigos de visita para el té o para comer o cenar con sus otras compañeras de casa, y si salía con chicos, o con chicas, porque no presuponía conocer la naturaleza de sus inclinaciones o, por decirlo toscamente, su identidad sexual. En todos esos días de observación nunca la vi a solas con nadie, sino siempre en grupo.
Stephen Jahn volvió al college más o menos por entonces, y descubrí que había estado en Egipto durante casi todo el año anterior, y sólo había regresado a Oxford durante breves periodos desde el inicio de las revoluciones que se habían propagado por el mundo árabe. Cuando le pregunté qué había estado haciendo durante el tiempo que había estado fuera, insinuó que se trataba de algo oficial, un asunto del gobierno de alto secreto.
—¿De qué gobierno? —me pregunté en voz alta, sentado a solas con él en la SCR una noche de febrero.
—¿Cuál crees tú?
—Eres americano, así que asumo que debe de ser el nuestro, y, al mismo tiempo, sería ingenuo por mi parte dar por sentado que nada que tenga que ver contigo o tus conexiones sea sencillo y claro. ¿Trabajas para los nuestros?
—¿Los nuestros? Mi querido Jeremy, para caballeros como nosotros, tales lealtades son pragmáticas y fluidas. Tú tienes la doble nacionalidad, como yo. Para qué gobierno trabaje es una cuestión de contexto, momento y propósito.
—Y discreción.
—Eso siempre. —Sonrió sirviéndome un whisky cualquiera de la bandeja de bebidas de la SCR.
—¿Cómo está Saif?
Siguió un momento de vacilación que nunca había visto en Stephen, como si sopesara cuánto podía contarme, o como si la pregunta sobre Saif fuera la más seria de todas.
—Me temo que no lo sé. Ya no puedo verlo. Seguramente no podré volver a verlo nunca. Ya no está en Egipto. Es posible que se encuentre en Siria. —La boca se le frunció esbozando una sonrisa de marioneta antes de cerrarse con fuerza—. ¿Cómo está la hermana?
—Avanza bien en sus estudios. Estoy satisfecho de su trabajo. No me habría imaginado, cuando me pediste hace cinco años (o seis, o los que sean) que me asegurara de que se la admitía, que sería tan constante y formal como ha resultado ser.
Stephen parpadeó con ojos inexpresivos.
—No sé de qué me estás hablando.
Su respuesta me desconcertó de tal modo que durante un instante no supe qué decir. Lo miré fijamente, intentando descubrir si bromeaba o jugaba conmigo, pero él siguió con aquella mirada que no decía nada.
—Una noche, en tu casa, después de emborracharme como una cuba, me dijiste que no me quedaba más opción que asegurarme de que a Fadia se le ofrecía una plaza. Hasta me amenazaste.
Stephen dio un sorbo a su copa y comprendí, a medida que los segundos se alargaban en minutos, que no admitiría nada.
—Tendrías que andarte con cuidado con ella —dijo por fin—. No es una familia…
Y entonces se interrumpió, como si se hubiera pensado mejor lo que pretendía decir.
—No es una familia que… ¿qué?
—Simplemente ándate con cuidado —dijo—, si tienes el menor sentido común.
—Lo siento, Stephen, pero no te entiendo.
—Se ve que te parece atractiva. Y te estoy diciendo que sería una tontería, y no sólo porque sea tu alumna. Hay otras razones para mantenerlo todo dentro de los límites profesionales. Tómatelo como un consejo de amigo.
Tal vez negué con la cabeza o le di las gracias, o tal vez él simplemente se levantó y salió de la Senior Common Room y no comentamos nada más al respecto, o tal vez yo salí primero, ofendido porque Stephen se creyera con derecho a darme consejos sobre el cruce de mi vida privada y mi vida profesional, y tal vez salí del college y caminé por Turl Street hasta High Street donde cogí un taxi de vuelta a Divinity Road donde vi el dormitorio de Fadia con la luz encendida, y como tenía su número en mi teléfono le mandé un mensaje preguntándole si estaba bien y si podía, para cambiar la rutina, y a pesar de que fuera tan tarde, cruzar la calle para tomar una copa. En cualquier caso, eso fue lo que hice, no sé si esa noche u otra, durante la primavera de aquel último año, y la copa que tomamos en el salón del fondo de mi casa, asomados al jardín por la noche, fue, sin la menor duda, el principio de la siguiente fase.
Estaba asomado a la ventana de mi casa de Rhinebeck, mirando la luz de la casa de mis vecinos, donde Michael Ramsey pasaba, inocentemente o no, el fin de semana, cuando las luces se apagaron de repente y me sentí solo en la oscuridad, contemplando la luz de la luna y las estrellas y el resplandor de fondo del pueblo lejano que se filtraba entre los árboles, sentí, y no por primera vez en la última década, una sensación de tan devastadora soledad que, en otras circunstancias, podría haber enviado, una vez más, un mensaje pidiendo a alguien relativamente desconocido que se tomara una copa conmigo, pero Michael Ramsey no era Fadia. No me interesaba hacerme su amigo, ni, mucho menos, su amante. Antes bien lo que quería era ampliar la distancia entre nosotros, y con todo sospechaba que, si pasaba una hora más a solas con él, podría obtener las respuestas a las preguntas planteadas por los sucesos de la semana anterior.
Allí a solas, en la oscuridad, me acordé de que todavía no había encontrado mi móvil extraviado, y movido por las ganas de dormir sin ese pequeño detalle incordiando mi inconsciente, empecé a registrar la casa, encendí todas las luces, palpé a tientas los cajones y los bolsillos de la ropa, revisé todos los lugares lógicos. Ni rastro del aparato así que al final volví a la cocina, y rebusqué en alacenas y estantes de la despensa, hasta que no quedó otro sitio que mirar que la nevera, y allí lo encontré, dentro, apoyado en el estante superior, al lado de la leche. No recordaba haberlo puesto allí, e intenté pensar si era posible que le hubiera dado la oportunidad a Michael Ramsey de esconderlo de ese modo. Sabía que le había dado la espalda al menos una vez, posiblemente dos. Me entraron ganas de llamarle, pero me di cuenta de que no tenía su número, aunque cuando pulsé el botón de navegación central en la parte superior del teclado del móvil, la pantalla recobró la vida, y allí, en el espacio de redacción de mensajes, había tres palabras, escritas, estaba convencido, por el propio Ramsey. Me temblaban las manos cuando dejé el teléfono sobre la mesa de la cocina. La pantalla se oscureció, y volví a tocar el botón de navegación para encenderla de nuevo. Las tres palabras, negras sobre un fondo blanco, estaban escritas, si tal cualidad es posible en ese tipo de texto, con lo que pareció indiferencia, o tal vez se trataba de una especie de telegrafía precipitada, tecleada sin tiempo para escribir más de lo que había escrito, porque yo estaba a punto de darme la vuelta de lo que quiera que estuviera haciendo cuando me arrebató el teléfono. Podía imaginarme lo que había sucedido a mis espaldas, con Ramsey tecleando apresuradamente letras en mi dispositivo.
Volví a mirar la pantalla.
«Los teléfonos escuchan», decía.