Capítulo V

Capítulo V

Me fui de Les Tilleuls para vivir con ella en L’Hermitage.

Una noche vinieron a buscarme. Meinthe y ella. Yo acababa de cenar y estaba esperando en el salón, sentado muy cerca del hombre con cara de perro de aguas triste. Los demás estaban empezando la partida de canasta. Las mujeres charlaban con la señora Buffaz. Meinthe se detuvo en el marco de la puerta. Llevaba un traje de un rosa muy suave y del bolsillo del pecho le asomaba un pañuelo verde oscuro.

Se volvieron para mirarlo.

–Señoras… Caballeros –susurró Meinthe con una inclinación de cabeza. Luego se me acercó y se puso tieso–: Lo estamos esperando. Puede mandar que le bajen el equipaje.

La señora Buffaz me preguntó con mucha brusquedad:

–¿Nos deja usted?

Bajé la vista.

–Es algo que tenía que suceder antes o después, señora –le contestó Meinthe con un tono que no admitía réplica.

–Pero al menos podría habernos avisado con antelación.

Me di cuenta de que esa mujer sentía por mí un odio repentino y que no habría vacilado en entregarme a la policía con el mínimo pretexto. Me sentí apenado.

–Señora –oí que le contestaba Meinthe–, este joven no puede evitarlo; acaba de recibir una orden de comisión de servicios que firma la reina de los belgas.

Todos nos miraban fijamente, petrificados, con las cartas en la mano. Mis vecinos de mesa habituales me inspeccionaban con expresión de sorpresa y de asco a la vez, como si acabasen de caer en la cuenta de que no pertenecía a la especie humana. Un murmullo generalizado recibió la alusión a «la reina de los belgas», y cuando Meinthe, que quería, seguramente, plantarle cara a la señora Buffaz, que se le había puesto delante con los brazos cruzados, repitió, recalcando las sílabas: «¿Me está oyendo, señora? LA REINA DE LOS BELGAS…», el murmullo creció y noté una punzada en el corazón. Entonces, Meinthe dio un taconazo, sacó la barbilla y dijo deprisa y corriendo, con palabras atropelladas:

–Y no se lo he dicho todo, señora… LA REINA DE LOS BELGAS soy yo…

Hubo gritos y ademanes de indignación: la mayoría de los huéspedes se puso de pie y formó un grupo hostil que se interpuso ante nosotros. La señora Buffaz dio un paso al frente y temí que le fuera a dar una bofetada a Meinthe o que me la diera a mí. Esta última posibilidad me parecía algo natural: notaba que el único responsable era yo.

Me habría gustado pedirles perdón a aquellas personas, o que un toque de varita mágica pudiera borrarles de la memoria cuanto acababa de ocurrir. Todos mis esfuerzos para pasar inadvertido y ocultarme en un lugar seguro habían quedado reducidos a la nada en pocos segundos. Ni siquiera me atrevía a recorrer con una última mirada aquel salón en donde las sobremesas de las cenas habían sido tan apaciguadoras para un corazón sobresaltado como el mío. Y, durante un breve momento, le guardé rencor a Meinthe. ¿Por qué consternar así a aquellos rentistas modestos, aficionados a la canasta? Me daban tranquilidad. En compañía de ellos no corría peligro alguno.

La señora Buffaz nos hubiera escupido veneno a la cara de buena gana. Los labios se le ponían cada vez más finos. La perdono. La había traicionado, en cierto modo. Había conmocionado ese apreciadísimo mecanismo de relojería que era Les Tilleuls. Si me está leyendo (cosa que dudo y, por lo demás, Les Tilleuls ya no existe), me gustaría que supiera que no era un mal chico.

Hubo que bajar el «equipaje» que había preparado por la tarde. Se componía de un baúl-armario y de tres maletas grandes. Había en ellas poca ropa, todos mis libros, mis guías de teléfonos antiguas y los números de Match, Cinémonde, Music-hall, Détective y Noir et Blanc de los últimos años. Pesaban mucho. A Meinthe casi lo aplasta el baúl-armario cuando quiso moverlo. Conseguimos tumbarlo a costa de inauditos esfuerzos. Tardamos luego alrededor de veinte minutos en arrastrarlo por el pasillo hasta el rellano. Meinthe y yo nos arqueábamos, él delante y yo detrás, y nos faltaba el resuello. Meinthe se tendió, cuán largo era, en el suelo, con los brazos en cruz y los ojos cerrados. Yo volví a mi cuarto y, como pude, vacilante, llevé las tres maletas hasta el filo de la escalera.

Se apagó la luz. Fui a tientas hasta el interruptor, pero por mucho que lo pulsé todo seguía igual de oscuro. Abajo, se filtraba una incierta claridad por la puerta entornada del salón. Vislumbré una cabeza que se asomaba por la rendija: estoy casi seguro de que era la de la señora Buffaz. Me di cuenta enseguida de que debía de haber quitado uno de los plomos para que bajásemos el equipaje a oscuras. Y me entró una incontenible risa nerviosa.

Empujamos el baúl-armario hasta dejarlo al borde de las escaleras. Estaba en equilibrio precario en el primer peldaño. Meinthe se aferró a la barandilla y le dio una patada rabiosa: el baúl se deslizó, rebotando en todos los peldaños y haciendo un ruido espantoso. Era como si las escaleras fueran a hundirse. Volvió a aparecer por la rendija de la puerta del salón la cabeza de la señora Buffaz, rodeada de otras dos o tres. Oí que ladraban: «Fíjense en esos desgraciados…» Alguien repetía con voz sibilante la palabra: «Policía.» Cogí una maleta en cada mano y empecé a bajar. No veía nada. Y, además, prefería ir con los ojos cerrados y contar en voz baja para darme ánimos. Uno-dos-tres. Uno-dos-tres… Si tropezaba, las maletas me arrastrarían hasta la planta baja y el golpe me mataría. Imposible hacer un alto. Se me iban a romper las clavículas. Y me volvía aquella tremenda risa nerviosa.

Volvió la luz y me deslumbró. Me encontré en la planta baja entre las dos maletas y el baúl-armario, atontado. Meinthe me iba siguiendo con la tercera maleta (pesaba menos porque sólo contenía mis cosas de aseo) y me habría gustado mucho saber quién me había dado fuerzas para llegar vivo hasta allí. La señora Buffaz me alargó la factura y la pagué con mirada huidiza. Luego se volvió al salón y dio un portazo al entrar. Meinthe estaba apoyado en el baúl-armario secándose la cara a toquecitos con el pañuelo hecho un rebullo, con esos gestos menudos y de precisión con que se empolva una mujer.

–Hay que seguir, chico –me dijo, señalándome el equipaje–, seguir…

Arrastramos el baúl-armario hasta la escalera de la entrada. El Dodge estaba parado cerca de la portalada de Les Tilleuls e intuí la silueta de Yvonne, sentada delante. Estaba fumando un cigarrillo y nos hizo una seña con la mano. Por fin conseguimos subir el baúl al asiento de atrás. Meinthe se desplomó sobre el volante y yo fui a buscar las tres maletas al vestíbulo del hotel.

Había alguien, quieto, frente al mostrador de recepción: el hombre con cara de perro de aguas. Se me acercó y se detuvo. Yo sabía que quería decirme algo, pero no le salían las palabras. Creí que iba a soltar aquel ladrido suyo, aquella queja suave y prolongada que seguramente sólo oía yo (los huéspedes de Les Tilleuls seguían con su partida de canasta o con su charla). Ahí lo tenía, con el ceño fruncido y la boca entreabierta, haciendo esfuerzos cada vez más violentos para hablar. ¿O sería que le habían dado arcadas y no conseguía vomitar? Se agachaba, se asfixiaba casi. Al cabo de unos minutos, recobró la calma y me dijo con voz sorda: «Se va usted justo a tiempo. Adiós, caballero.»

Me tendía la mano. Llevaba una chaqueta de tweed tupido y unos pantalones beige de hilo, con vuelta. Le admiré el calzado: zapatos de ante grisáceo con unas suelas muy, muy gruesas de crepé. Estaba seguro de haber visto a aquel hombre antes de mi estancia en Les Tilleuls; y debía de hacer de eso alrededor de diez años. Y, de pronto… Pues claro, eran esos mismos zapatos; y el hombre que me tendía la mano era el mismo que tanto me había intrigado cuando era pequeño. Iba a Les Tuileries todos los jueves y todos los domingos con un barco en miniatura (una reproducción fidedigna de la Kon Tiki) y miraba cómo navegaba por el estanque, cambiando de puesto de observación, empujándolo con un bastón cuando encallaba contra el borde de piedra, comprobando la solidez de un mástil o de una vela. A veces, un grupo de niños, e incluso algunas personas mayores, seguían la operación y él les lanzaba una mirada furtiva, como si no se fiase de sus reacciones. Cuando le preguntaban por el barco, contestaba, tartamudeando: sí, era un trabajo muy largo y muy complicado eso de construir una Kon Tiki. Y, mientras hablaba, acariciaba el juguete. A eso de las siete de la tarde, recogía el barco y se sentaba en un banco para secarlo con una toalla. Lo veía luego ir hacia la calle de Rivoli, con su Kon Tiki debajo del brazo. Tiempo después, recordé muchas veces aquella silueta que se alejaba en el crepúsculo.

¿Iba a hablarle de aquellos encuentros nuestros? Pero seguramente se había quedado sin el barco. Dije, a mi vez: «Adiós, caballero.» Agarré las dos primeras maletas y crucé despacio el jardín. Él andaba a mi lado, en silencio. Yvonne estaba sentada en una aleta del Dodge. Meinthe, al volante, tenía la cabeza recostada en el asiento y los ojos cerrados. Metí las dos maletas en el maletero de detrás. El hombre espiaba cuanto hacía con expresión de ávido interés. Cuando volví a cruzar el jardín, iba delante y se volvía de vez en cuando para ver si yo seguía allí. Levantó la última maleta con un gesto escueto y me dijo: «Si me permite…»

Era la que pesaba más. Había metido en ella las guías de teléfonos. El hombre aquel la dejaba en el suelo cada cinco metros y recobraba el aliento. Cada vez que yo hacía ademán de cogerla, me decía:

–Se lo ruego, caballero…

Quiso, incluso, subirla personalmente al asiento de atrás. Lo consiguió trabajosamente y luego se quedó donde estaba, con los brazos colgando y la cara algo congestionada. No les hacía caso alguno a Yvonne ni a Meinthe. Cada vez tenía más aspecto de perro de aguas.

–¿Sabe usted, caballero? –susurró–. Le deseo buena suerte.

Meinthe arrancó despacio. Antes de que el coche tomase la primera curva, me volví. Estaba de pie en medio de la carretera, muy cerca de un farol que le iluminaba la chaqueta de tweed tupido y los pantalones beige con vuelta. En resumidas cuentas, sólo le faltaba la Kon Tiki debajo del brazo. Hay seres misteriosos –siempre los mismos– que montan guardia en todas las encrucijadas de nuestras vidas.