Capítulo XIII
Fue más o menos por entonces cuando nos dejó Marilyn Monroe. Yo había leído mucho acerca de ella en las revistas y se la ponía a Yvonne de ejemplo. También ella, si quería, podría hacer una carrera estupenda en el cine. Francamente, tenía tanto encanto como Marilyn. Le bastaría con tener tanta perseverancia como ella.
Yvonne me escuchaba sin decir nada, echada en la cama. Le hablaba de los principios difíciles de Marilyn Monroe, de las primeras fotos en los calendarios, de los primeros papelitos, de los peldaños que había ido subiendo uno a uno. Ella, Yvonne Jacquet, no debía quedarse a medio camino. «Modelo itinerante.» Luego, un primer papel en Liebesbriefe auf dem Berg de Rolf Madeya. Y acababa de ganar la Copa Houligant. Todas las etapas tenían su importancia. Había que pensar en la siguiente. Subir algo más arriba. Algo más arriba.
Nunca me interrumpía cuando le comentaba mis ideas acerca de su «carrera». ¿Me escuchaba en realidad? Al principio, seguramente la dejó sorprendida tanto interés por mi parte y la halagó que le hablase con tal vehemencia de su espléndido porvenir. Quizá, a ratos, le infundí mi entusiasmo y se puso a soñar también. Pero supongo que no le duraba. Era mayor que yo. Cuanto más lo pienso, más me digo que Yvonne estaba viviendo ese momento de la juventud en que todo va a dar un vuelco a no mucho tardar, en el que va a ser un tanto tarde para todo. El barco está aún atracado, basta con cruzar la pasarela, quedan unos minutos… Y se adueña de nosotros un placentero anquilosamiento.
A veces se reía de mis peroratas. Llegué incluso a verla encogerse de hombros cuando le dije que a los directores, seguramente, les llamaría la atención su aparición en Liebesbriefe auf dem Berg. No, no creía en ello. No ardía en ella el fuego sagrado. Pero tampoco en Marilyn Monroe al principio. El fuego sagrado es algo que tiene que llegar.
Me pregunto a menudo dónde habrá ido a dar. Ya no es seguramente la misma; y a mí no me queda más remedio que mirar las fotos para que no se me olvide la cara que tenía entonces. Llevo años intentado en vano ver Liebesbriefe auf dem Berg. Las personas a quienes les he preguntado me han dicho que esa película no existía. Ni siquiera el nombre de Rolf Madeya les decía gran cosa. Lo siento. En el cine, habría vuelto a encontrarme con su voz, con sus gestos y con su mirada, tal y como los conocí. Y como los amé.
Esté donde esté –muy lejos, supongo–, ¿se acordará vagamente de los proyectos y de los sueños que elaboraba yo en la habitación de L’Hermitage mientras le preparábamos la comida al perro? ¿Se acordará de América?
Porque, aunque nos pasábamos los días y las noches en deliciosa postración, eso no me impedía pensar en nuestro porvenir, que veía con colores cada vez más concretos.
Pues efectivamente había pensado muy en serio en la boda de Marilyn Monroe y Arthur Miller, la boda de una americana auténtica, salida de la América más profunda, con un judío. Yvonne y yo íbamos a tener un destino casi igual. Ella, una francesita de provincias que dentro de pocos años sería una estrella de cine. Y yo, que acabaría por convertirme en un escritor judío con unas gafas de concha de cristales muy gruesos.
Pero, de pronto, Francia me parecía un territorio demasiado angosto en donde no podía dar de mí del todo. ¿A qué podía aspirar en aquel país tan pequeño? ¿A una tienda de antigüedades? ¿A una plaza de corredor de libros? ¿A una carrera de hombre de letras charlatán y friolero? Ninguna de esas profesiones me entusiasmaba. Teníamos que irnos, Yvonne y yo.
No iba a dejarme nada atrás, ya que no tenía ataduras en ninguna parte; e Yvonne había roto las suyas. Tendríamos una vida nueva.
¿Me inspiraba el ejemplo de Marilyn Monroe y Arthur Miller? Enseguida pensé en América. Allí Yvonne se dedicaría al cine. Y yo, a la literatura. Nos casaríamos en la sinagoga mayor de Brooklyn. Nos toparíamos con múltiples dificultades. A lo mejor nos quebrantaban de forma definitiva, pero, si las superábamos, entonces el sueño cuajaría, Arthur y Marilyn, Yvonne y Victor.
Tenía previsto para mucho más adelante un regreso a Europa. Nos retiraríamos a una comarca montañosa, Tesino o Engadina. Viviríamos en un chalet enorme en medio de un parque. En una estantería, los Oscars de Yvonne y mis títulos de doctor honoris causa de las universidades de Yale y de México. Tendríamos diez dogos alemanes cuya misión sería descuartizar a las eventuales visitas y nunca veríamos a nadie. Nos pasaríamos días enteros sin hacer nada en el dormitorio, igual que en los tiempos de L’Hermitage y Villa Triste.
Para esa segunda parte de nuestra vida me inspiraba en Paulette Goddard y Erich Maria Remarque.
O nos quedábamos en América. Encontrábamos una casa grande en el campo. Me había impresionado el título de un libro que andaba rodando por el salón de Meinthe: Las verdes praderas de Wyoming. No lo leí nunca, pero me basta con repetir: Las verdes praderas de Wyoming para notar una punzada en el corazón. En definitiva, era en esa comarca que no existe, entre esa hierba alta y de un verde transparente, donde me habría gustado vivir con Yvonne.
En ese proyecto de irnos a América estuve pensando varios días antes de hablar de él con Yvonne. Existía el riesgo de que no me tomase en serio. Tenía que solucionar primero los detalles materiales. No improvisar nada. Reuniría el dinero del viaje. De los ochocientos mil francos que le había estafado al bibliófilo de Ginebra, me quedaban más o menos la mitad, pero contaba con otro recurso: una mariposa rarísima que llevaba desde hacía unos meses en el equipaje, pinchada en una cajita con tapa de cristal. Un experto me había asegurado que el bicho valía «por lo bajo» cuatrocientos mil francos. Así que valía el doble y podía sacarle el triple si se lo vendía a un coleccionista. Sacaría personalmente los pasajes en la Compañía General Transatlántica y nos alojaríamos en el Hotel Algonquin de Nueva York.
Contaba, luego, con mi prima Bella Darvi, que había hecho carrera allí, para que nos introdujera en el mundo del cine. Y listo. Ése era, por encima, mi plan.
Conté hasta tres y me senté en un peldaño de la escalera principal. A través de la barandilla veía el mostrador de recepción, abajo, y al conserje que estaba hablando con un individuo calvo que llevaba esmoquin. Ella se dio la vuelta, sorprendida. Llevaba el vestido de muselina verde y un echarpe del mismo color.
–¿Y si nos fuéramos a América?
Dije la frase a gritos por temor a que se me quedase en el fondo de la garganta o a que se convirtiese en gorgoteo. Respiré hondo y repetí igual de alto:
–¿Si nos fuéramos a América?
Vino a sentarse en el peldaño, a mi lado, y me apretó el brazo.
–¿Estás bien? –me preguntó.
–Claro que estoy bien. Es muy sencillo… Es muy sencillo, muy sencillo… Nos vamos a marchar a América…
Se miró los zapatos de tacón, me dio un beso en la mejilla y me dijo que ya se lo explicaría luego. Eran las nueve pasadas y Meinthe nos estaba esperando en La Resserre de Veyrier-du-Lac.
El lugar recordaba los merenderos de las orillas del Marne. Las mesas estaban en un pontón grande en torno al cual habían puesto emparrados, jardineras con plantas y arbustos. Se cenaba a la luz de las velas. René había escogido una de las mesas que estaban más cerca del agua.
Llevaba el traje de shantung beige y nos hizo una señal con el brazo. Estaba con un joven y nos lo presentó, pero se me ha olvidado cómo se llamaba. Nos sentamos enfrente de ellos.
–Qué sitio más agradable –dije para entablar conversación.
–Según se mire –me dijo René–. El hotel es más o menos una casa de citas…
–¿Desde cuándo? –preguntó Yvonne.
–De toda la vida, cariño.
Yvonne volvió a mirarme y se echó a reír. Y, luego, dijo:
–¿Sabes qué me propone Victor? Quiere llevarme a América.
–¿A América?
Estaba claro que no entendía nada.
–¡Qué idea tan curiosa!
–Sí –dije–. A América.
Me sonrió con expresión escéptica. Se lo tomaba como palabras dichas al buen tuntún. Se volvió hacia su amigo.
–¿Qué, estás mejor?
El otro respondió con una inclinación de cabeza.
–Ahora tienes que comer algo.
Le hablaba como a un niño, pero aquel chico debía de ser algo mayor que yo. Tenía el pelo rubio, muy corto, una cara de rasgos angelicales y unas espaldas de luchador.
René nos contó que su amigo se había presentado por la tarde al título de «Atleta mejor plantado de Francia». Las pruebas habían sido en el Casino. Y sólo había conseguido el tercer puesto en «juniors». El muchacho se pasó una mano por el pelo y dijo, dirigiéndose a mí:
–Que no he tenido suerte, vamos…
Lo estaba oyendo hablar por primera vez y, por primera vez, me fijé en sus ojos azul lavanda. Aún hoy recuerdo el desvalimiento infantil de aquella mirada. Meinthe le llenó el plato de crudités. El chico seguía hablándome a mí, y a Yvonne también. Se sentía a gusto con nosotros.
–Esos cabrones del jurado… tendrían que haberme dado la nota máxima en posturas plásticas libres…
–Calla y come –dijo Meinthe con tono afectuoso.
Desde nuestra mesa se veían las luces de la ciudad, al fondo, y, volviendo un poco la cabeza, llamaba la atención otra luz, de lo más resplandeciente, enfrente mismo, en la otra orilla: el Sainte-Rose. Aquella noche barrían la fachada del Casino y la del Sporting unos focos cuyos haces de luz llegaban hasta las orillas del lago. El agua se teñía de rojo o de verde. Oía una voz, que un altavoz amplificaba de forma desmesurada, pero estábamos demasiado lejos para entender lo que decía. Se trataba de un espectáculo de Luz y Sonido. Había leído en la prensa local que, con tal motivo, un actor de la Comédie-Française, me parece que Marchat, iba a recitar El lago de Alphonse de Lamartine. Seguramente esos ecos que nos llegaban eran los de su voz.
–Deberíamos habernos quedado y haber visto el espectáculo –dijo Meinthe–. Me encantan los números de Luz y Sonido. ¿Y a ti?
Se lo preguntaba a su amigo.
–No sé –contestó éste. Tenía la mirada aún más desesperada que en el instante anterior.
–Podríamos pasarnos luego –propuso Yvonne, sonriente.
–No –dijo Meinthe–. Esta noche tengo que ir a Ginebra.
¿Qué iba a hacer allí? ¿Con quién se encontraría en el Bellevue o en el Pavillon Arosa, esos sitios que me decía Kustiker por teléfono? Un día, no volvería vivo. Ginebra, ciudad en apariencia aséptica, pero crapulosa. Ciudad incierta. Ciudad de paso.
–Me voy a quedar tres o cuatro días –dijo Meinthe–. Os llamaré cuando vuelva.
–Pero si Victor y yo ya nos habremos ido a América para entonces –afirmó Yvonne.
Y se rió. Yo no entendía por qué se tomaba mi proyecto a la ligera. Notaba que me iba invadiendo una rabia sorda.
–Yo ya estoy harto de Francia –dije con tono tajante.
–Yo también –dijo el amigo de Meinthe, con una brusquedad que contrastaba con la timidez y la tristeza que había manifestado hasta entones.
Y aquel comentario relajó el ambiente.
Meinthe había pedido unas copitas y éramos los únicos clientes que quedaban en el pontón. Los altavoces, a lo lejos, emitían una música de la que no nos llegaban sino retazos.
–Eso –dijo Meinthe– es la banda municipal. Interviene en todos los espectáculos de Luz y Sonido. –Se volvió hacia nosotros–: ¿Qué vais a hacer esta noche?
–Preparar el equipaje para irnos a América –dije, muy seco.
Yvonne volvió a mirarme con cara de preocupación.
–Qué manía le ha entrado con América –dijo Meinthe–. ¿Así que me vais a dejar solo aquí?
–No, hombre, no –dije.
Brindamos los cuatro, por las buenas, sin motivo alguno, porque Meinthe nos lo propuso. Su amigo esbozó una débil sonrisa y le pasó por los ojos azules un fugitivo relámpago risueño. Yvonne me cogió la mano. Los camareros ya estaban empezando a recoger las mesas.
Éstos son los recuerdos que me quedan de aquella cena última.
Me escuchaba con el ceño fruncido y muy aplicada. Se había tumbado en la cama, con la bata vieja de seda con lunares rojos. Le expliqué mis planes: la Compañía General Transatlántica, el Hotel Algonquin y mi prima Bella Darvi… América, hacia la que estaríamos navegando dentro de pocos días, aquella Tierra Prometida que me parecía, según iba hablando, cada vez más cerca, casi al alcance de la mano. ¿Acaso no divisábamos ya sus luces, allá, al otro lado del lago?
Me interrumpió dos o tres veces para preguntarme cosas: «¿Qué vamos a hacer en América? – ¿Cómo vamos a conseguir los visados? – ¿De qué vamos a vivir?» Y yo estaba tan metido en el asunto que apenas si me daba cuenta de que la voz se le iba poniendo cada vez más pastosa. Tenía los ojos entornados, e incluso cerrados, y de pronto los abría como platos y me miraba con expresión de espanto. No, no podíamos quedarnos en Francia, en aquel país pequeño y asfixiante, entre esos «catadores de vino» congestionados, esos corredores ciclistas y esos gastrónomos chochos que saben diferenciar varias categorías de peras. Me ahogaba la rabia. No podíamos quedarnos ni un minuto más en aquel país donde había cacerías a caballo. Se acabó. Nunca más. Las maletas. Pronto.
Se había quedado dormida. La cabeza le había resbalado por los barrotes de la cama. Aparentaba cinco años menos, con aquellas mejillas levemente infladas, con aquella sonrisa casi imperceptible. Se había quedado dormida como cuando le leía la Historia de Inglaterra, pero esta vez había tardado menos en dormirse de lo que tardaba escuchando a Maurois.
Yo la miraba, sentado en el filo de la ventana. En algún sitio disparaban fuegos artificiales.
Me puse a hacer el equipaje. Había apagado todas las luces de la habitación para no despertarla, menos la lamparilla de la mesilla de noche. Iba, por turno, a buscar a los armarios sus cosas y las mías.
Puse en fila nuestras maletas abiertas en el suelo del «salón». Yvonne tenía seis, de diferentes tamaños. Con las mías, sumaban once, sin contar el baúl-armario. Recogí mis periódicos viejos y mi ropa, pero las cosas de ella resultaba más complicado ordenarlas y me encontraba con otro vestido, o con un frasco de perfume, o con un montón de echarpes, cuando creía que ya había acabado del todo. El perro, sentado en el sofá, me miraba ir y venir con ojos atentos.
No me quedaban ya fuerzas para cerrar aquellas maletas y me desplomé en una silla. El perro había apoyado la barbilla en el borde del sofá y me miraba de reojo. Estuvimos mucho rato los dos clavándonos la vista.
Se iba haciendo de día y se me vino un leve recuerdo. ¿Cuándo había vivido antes un momento semejante? Volvía a ver los muebles del distrito dieciséis, o del diecisiete –calle de Colonel-Moll, glorieta Villaret-de-Joyeuse, avenida del Général-Balfourier–, en cuyas paredes había el mismo papel pintado que en las habitaciones de L’Hermitage, en donde las sillas y las camas le infundían al corazón el mismo desconsuelo. Sitios deslucidos y de paradas precarias, que hay que desalojar siempre antes de que lleguen los alemanes y donde no queda traza alguna de nosotros.
Fue ella quien me despertó. Miraba con la boca abierta las maletas a punto de reventar.
–¿Por qué has hecho esto?
Se sentó encima de la más grande, de cuero granate. Parecía agotada, como si se hubiera pasado la noche ayudándome a hacer el equipaje. Llevaba el albornoz de playa que se le ahuecaba y dejaba ver los pechos.
Entonces volví a hablarle en voz baja de América. Caí en la cuenta de que estaba recalcando las sílabas y las frases se convertían en una melopea.
Tras agotar todos los argumentos, le comuniqué que el mismísimo Maurois, aquel escritor al que admiraba, se había ido en 1940 a América. Maurois.
Maurois.
Asintió con la cabeza y me sonrió con cariño. Estaba de acuerdo. Nos iríamos lo antes posible. No quería disgustarme. Pero tenía que descansar. Me pasó la mano por la frente.
Yo tenía antes que pensar en tantos detallitos. Por ejemplo, en el visado del perro.
Me escuchaba sonriente, sin inmutarse. Estuve horas y más horas hablando; y siempre volvían a salir las mismas palabras: Algonquin, Compañía General Transatlántica, Zukor, Goldwyn, Warner Bros, Bella Darvi… Qué paciencia tenía Yvonne.
–Deberías dormir un rato –me repetía de vez en cuando.
La estaba esperando. ¿Qué andaría haciendo? Me había prometido que estaría en la estación media hora antes de que llegase el expreso de París. Así no nos arriesgábamos a perderlo. Pero acababa de salir. Y allí estaba yo, de pie, mirando cómo desfilaban cadenciosamente los vagones. Detrás de mí, alrededor de uno de los bancos, estaban colocados en semicírculo mis maletas y mi baúl-armario; el baúl, de pie. Una luz escueta trazaba sombras en el andén. Y yo notaba esa impresión de vacío y de atontamiento que llega después de pasar un tren.
En el fondo, me lo esperaba. Habría sido increíble que las cosas sucedieran de otra forma. Volví a mirar mi equipaje. Tres o cuatrocientos kilos con los que iba siempre cargado. ¿Por qué? Al ocurrírseme esa idea, me entró una risa ácida.
El tren siguiente llegaría a las doce y seis minutos de la noche. Tenía más de una hora por delante y me fui de la estación, dejando las maletas en el andén. Lo que había dentro no le interesaba a nadie. Y, además, pesaban demasiado para andar moviéndolas.
Me metí en el café que hace esquina, junto al Hotel de Verdun. ¿Se llamaba Café des Cadrans o Café de L’Avenir? En las mesas del fondo estaban jugando al ajedrez. Una puerta de madera oscura daba a la sala de billar. Alumbraban el café unos tubos de neón de luz rosa indecisa. Oía el choque de las bolas de billar a intervalos muy largos y el chisporroteo continuo del neón. Nada más. Ni una palabra. Ni un suspiro. En voz baja fue como pedí una tila-poleo.
De repente me pareció que América estaba muy lejos. Albert, el padre de Yvonne, ¿venía aquí a jugar al billar? Me habría gustado saberlo. Me estaba quedando embotado y volvía a encontrar en aquel café el sosiego que había hallado en la pensión Les Tilleuls de la señora Buffaz. Por un fenómeno de alternancia o de ciclotimia tras un sueño venía otro, a ocupar su lugar; no me veía ya con Yvonne en América, sino en una ciudad pequeña de provincias que tenía un curioso parecido con Bayona. Sí, vivíamos en la calle de Thiers y en los atardeceres de verano íbamos a pasear por los soportales del teatro o por el paseo de Boufflers. Yvonne iba de mi brazo y oíamos el golpeteo de las pelotas de tenis. Los domingos por la tarde dábamos la vuelta a las fortificaciones y nos sentábamos en un banco del parque, cerca de busto de Léon Bonnat. Bayona, ciudad de descanso y de suavidad tras tantos años de incertidumbre. A lo mejor no era demasiado tarde. Bayona…
La busqué por todas partes. Intenté dar con ella en el Saint-Rose, entre las muchas personas que estaban cenando y todos los que bailaban. Era una velada que figuraba en el programa de festividades de la temporada: la «Velada refulgente», creo. Sí, refulgente. En breves chaparrones, el confeti inundaba las cabelleras y los hombros.
En la misma mesa que ocupaban la noche de la Copa reconocí a Fossorié, a los Roland-Michel, a la mujer morena, al director del club de golf y a las dos rubias tostadas. O sea, que no se habían movido del sitio desde hacía un mes. Lo único que había cambiado era el peinado de Fossorié: una primera ola untada de brillantina le formaba algo así como una diadema alrededor de la frente. Detrás, un hueco. Y otra ola anchísima le pasaba muy por encima de la cabeza y le rompía en cascadas en la nuca. No, no lo he soñado. Se levantan y van hacia la pista de baile. La orquesta toca un pasodoble. Me mezclan con las demás parejas que bailan bajo los chaparrones de confeti. Y toda esa gente gira y da vueltas, remolina y se dispersa en mi recuerdo. Motas de polvo.
Una mano en el hombro. El gerente del local, el tal Pulli.
–¿Busca a alguien, señor Chmara?
Me habla en un susurro, al oído.
–A la señorita Jacquet… Yvonne Jacquet…
He dicho el nombre sin grandes esperanzas. No debe de saber a quién corresponde. Tantas caras… Los clientes van sucediéndose, noche tras noche. Si le enseñase una foto, seguramente la reconocería. Hay que llevar siempre encima las fotos de las personas a quienes queremos.
–¿La señorita Jacquet? Acaba de irse en compañía del señor Hendrickx…
–¿Usted cree?
Debí de poner una cara muy rara, inflar las mejillas como un niño que se va a echar a llorar, porque me cogió del brazo.
–Pues sí. En compañía del señor Hendrickx.
No decía: «con», sino «en compañía de»; y reconocí en ello un refinamiento en la forma de hablar corriente entre la buena sociedad de El Cairo y de Alejandría cuando el francés era allí de rigor.
–¿Quiere que tomemos algo?
–No, tengo que coger un tren a las doce y seis minutos.
–Pues lo acompaño a la estación, Chmara.
Tira de mí por la manga. Se toma confianzas pero también se muestra deferente. Cruzamos entre la aglomeración de los que bailan. Siguen con el pasodoble. El confeti cae ahora en lluvia continua y me ciega. Se ríen, hay mucho bullicio a mi alrededor. Tropiezo con Fossorié. Una de las rubias tostadas, la que se llama Meg Devillers, se me echa en los brazos:
–Huy, usted…, usted…, usted…
No quiere soltarme. La llevo a rastras dos o tres metros. Pese a todo, consigo liberarme. Pulli y yo volvemos a encontrarnos al filo de la escalera. Tenemos el pelo y las chaquetas cuajados de confeti.
–Es la Noche refulgente, Chmara.
Se encoge de hombros.
Tiene el coche aparcado delante del Sainte-Rose, a un lado de la carretera del lago. Un Simca Chambord cuya puerta me abre ceremoniosamente.
–Suba a la cafetera esta.
Tarda en arrancar.
–Tenía un descapotable grande en El Cairo.
Y de buenas a primeras:
–¿Y sus maletas, Chmara?
–Están en la estación.
Llevábamos varios minutos de trayecto cuando me preguntó:
–¿Cuál es su destino?
No contesté. Redujo la velocidad. No pasábamos de treinta por hora. Se volvió hacia mí:
–… Los viajes…
Callaba. Yo también.
–No queda más remedio que establecerse en alguna parte –dijo por fin–. Por desgracia…
Íbamos bordeando el lago. Miré por última vez las luces, las de Veyrier enfrente del todo, el bulto oscuro de Carabacel en el horizonte, delante de nosotros. Guiñé los ojos para seguir con la vista el funicular. Pero no. Estábamos demasiado lejos.
–¿Volverá por aquí, Chmara?
–No lo sé.
–Qué suerte tiene de poder irse. Ay, estas montañas…
Me señalaba, a lo lejos, el puerto de la cadena del Aravis, que se veía a la luz de la luna.
–Siempre parece que se le van a caer a uno encima. Me ahogo, Chmara.
Aquella confidencia le salía directamente del corazón. Me conmovió, pero no tenía fuerzas para consolarlo. A fin de cuentas, tenía más años que yo.
Estábamos entrando en la ciudad por la avenida del Maréchal-Leclerc. Allí cerca estaba la casa natal de Yvonne. Pulli conducía arriesgadamente, por la izquierda, como los ingleses, pero afortunadamente no venía nadie en sentido opuesto.
–Vamos con tiempo de sobra, Chmara.
Detuvo el Chambord en la plaza de La Gare, delante del Hotel de Verdun.
Cruzamos el vestíbulo desierto. Pulli no tuvo ni que comprar un billete de andén. El equipaje seguía en el mismo sitio.
Nos sentamos en el banco. Sólo estábamos nosotros. En el silencio, en la tibieza del aire, en la iluminación había un algo tropical.
–Qué curioso –comentó Pulli–. Nota uno como si estuviera en la estacioncita de Ramleh…
Me ofreció un cigarrillo. Fumamos muy circunspectos, sin decir nada. Creo incluso que, por desafío, hice unos cuantos redondeles de humo.
–¿De verdad que la señorita Yvonne Jacquet se fue con el señor Daniel Hendrickx? –le pregunté con voz reposada.
–Pues claro. ¿Por qué?
Se alisó los bigotes negros. Sospeché que quería decirme algo bien expresado y decisivo, pero no le salió nada. Arrugaba la frente. Seguramente iban a correrle por las sienes unas gotas de sudor. Miró el reloj. Las doce y dos minutos. Entonces, con esfuerzo:
–Podría ser su padre, Chmara… Fíjese en lo que le digo… Tiene la vida por delante… Hay que ser valiente…
Giraba la cabeza a derecha e izquierda a ver si venía el tren.
–A mí, a su edad… Hago por no mirar hacia el pasado… Intento olvidar Egipto…
El tren estaba entrando en la estación. Pulli lo seguía con la vista, hipnotizado.
Quiso ayudarme a subir las maletas. Me las iba pasando una tras otra y yo las colocaba en el pasillo del vagón. Una. Luego, dos. Luego, tres.
El baúl-armario nos dio mucho trabajo. Debió de hacerse un desgarro muscular al alzarlo en vilo y empujarlo hacia mí, pero lo hacía con algo así como un frenesí.
El empleado cerró de golpe las portezuelas. Bajé la ventanilla y me asomé. Pulli me sonrió.
–No se olvide de Egipto y buena suerte, old sport…
Aquellas dos palabras inglesas en su boca me sorprendieron. Decía adiós con el brazo. El tren se ponía en marcha. Se dio cuenta de pronto de que se nos había olvidado una de mis maletas, redonda, cerca del banco. La agarró y echó a correr. Intentaba alcanzar el vagón. Por fin se detuvo, sin resuello, y me hizo un amplio ademán de impotencia. Seguía con la maleta en la mano y estaba a pie firme, muy tieso, bajo las luces del andén. Hubiérase dicho un centinela que se iba haciendo más y más pequeño. Un soldado de plomo.