Capítulo XI

Capítulo XI

El tiempo lo ha envuelto todo en un vaho de tonos cambiantes: tan pronto verde pálido y tan pronto azul, levemente sonrosado. ¿Un vaho? No, un velo que no se puede desgarrar, que ahoga los ruidos y a través del cual veo a Yvonne y a Meinthe, pero ya no los oigo. Temo que esas siluetas familiares acabarán por difuminarse, conservándoles aún cierta realidad…

Aunque Meinthe tenía unos cuantos años más que Yvonne, se habían conocido muy pronto. Lo que los unió fue el hastío que sentían ambos por vivir en aquella ciudad pequeña y los proyectos que tenían para el porvenir. Tenían la firme intención de irse en cuanto pudieran de aquel «pueblucho» (una de las expresiones de Meinthe), que sólo cobraba vida en los meses de verano, durante «la temporada». Meinthe acababa de entablar una relación con un barón belga millonario que se alojaba en el Grand Hôtel de Menthon. El barón se había enamorado de él en el acto y no me extraña porque a los veinte años Meinthe tenía cierto encanto físico y el don de divertir a la gente. El belga no quería ya prescindir de él. Meinthe le presentó a Yvonne como su «hermana pequeña».

Fue ese barón quien los sacó del «pueblucho», y siempre me hablaron de él con un cariño casi filial. Tenía una villa enorme en Cap-Ferrat y una suite permanentemente reservada en el Hôtel du Palais de Biarritz, y otra en el Beau-Rivage de Ginebra. A su alrededor gravitaba una corte pequeña de parásitos de ambos sexos que iban tras él cada vez que se desplazaba.

Meinthe me hacía a menudo una imitación de sus andares. El barón medía casi dos metros y caminaba con paso rápido y muy encorvado. Tenía costumbres curiosas: en verano, no quería que le diera el sol y se quedaba todo el día metido en la suite del Hôtel du Palais o en el salón de la villa de Cap-Ferrat. Tenía las contraventanas cerradas, las cortinas corridas y la luz encendida; y obligaba a unos cuantos efebos a que le hicieran compañía. Y ellos acababan por perder el estupendo bronceado que tenían.

Pasaba por altos y bajos de humor y no soportaba que le llevasen la contraria. Cortante de pronto. Y, un minuto después, muy tierno. Le decía a Meinthe, suspirando: «En el fondo soy la reina Isabel de Bélgica, esa pobre reina Isabel, LA POBRE, ya sabes… Y creo que tú entiendes la tragedia esa…» Con su trato, Meinthe se aprendió los nombres de todos los miembros de la familia real belga y era capaz de garabatear en pocos segundos su árbol genealógico en la esquina de un mantel de papel. Lo hizo varias veces en mi presencia porque sabía que me hacía mucha gracia.

De ahí le venía también el culto por la reina Astrid.

El barón era por entonces un hombre de cincuenta años. Había viajado mucho y había conocido a montones de personas interesantes y refinadas. Iba con frecuencia de visita a casa de su vecino en Cap-Ferrat, el escritor inglés Somerset Maugham, con quien tenía íntima amistad. Meinthe recordaba una cena con Maugham. Que era un desconocido para él.

Otras personas menos ilustres pero «entretenidas» se trataban asiduamente con el barón; las atraían sus caprichos fastuosos. Se había formado una «pandilla» cuyos miembros vivían en unas eternas vacaciones. A la sazón, salían de la villa de Cap-Ferrat en cinco o seis coches descapotables. Iban a bailar a Juan-les-Pins o a participar en los «Toros de Fuego» de Saint-Jean-de-Luz.

Yvonne y Meinthe eran los más jóvenes. Ella tenía dieciséis años apenas; y él, veinte. A todo el mundo le gustaban mucho. Les pedí que me enseñasen fotos, pero, según ellos, no habían conservado ninguna. Por lo demás, no hablaban de buen grado de aquella temporada.

El barón murió en circunstancias misteriosas. ¿Suicidio? ¿Accidente de coche? Meinthe alquiló un piso en Ginebra, en el que vivía Yvonne. Luego, ella empezó a trabajar como modelo para una casa de modas de Milán, pero no me dio muchas explicaciones al respecto. ¿Pasó entretanto Meinthe por la facultad de medicina? Me afirmó con frecuencia que «ejercía la medicina en Ginebra» y, siempre que lo decía, me entraban ganas de preguntarle: ¿qué medicina? Yvonne andaba entre Roma, Milán y Suiza. Era lo que llaman una modelo itinerante. Eso fue al menos lo que me dijo. ¿Coincidió con Madeja en Roma o en Milán o en tiempos de la pandilla del barón? Cuando le preguntaba cómo se habían conocido y por qué azar la escogió para actuar en Liebesbriefe auf dem Berg, eludía la pregunta.

Ni ella ni Meinthe me contaron nunca detalladamente su vida, sino con alusiones inconcretas y contradictorias.

Al barón belga que los sacó de su ciudad de provincias y se los llevó a la Costa Azul y a Biarritz, acabé por identificarlo (se negaban a decirme cómo se llamaba. ¿Pudor? ¿Voluntad de enredar las pistas?). Algún día buscaré a todas las personas que formaban la «pandilla» aquella y a lo mejor hay alguna que se acuerda de Yvonne… Iré a Ginebra, a Milán. ¿Conseguiré dar con algunas piezas del puzle incompleto que me dejaron?

Cuando los conocí, era el primer verano que pasaban en su ciudad natal desde hacía mucho; y, tras aquellos años de ausencia en que se intercalaban breves estancias, se sentían como forasteros. Yvonne me confesó que se habría quedado asombrada si hubiera sabido, a eso de los dieciséis años, que un día iba a vivir en L’Hermitage con la impresión de estar en una ciudad balnearia desconocida. Al principio, me indignaba que dijera esas cosas. A mí, que había soñado con nacer en una ciudad pequeña de provincias, no se me alcanzaba que alguien pudiera renegar del lugar de la infancia, de las calles, las plazas y las casas que constituyen el paisaje primero de cada cual. Sus cimientos. Y que alguien pudiera no regresar a él con el corazón palpitante. Le explicaba, muy serio, a Yvonne aquel punto de vista mío, de apátrida. No me hacía caso. Estaba echada en la cama con la bata de seda agujereada y fumaba cigarrillos Muratti. (Los fumaba por el nombre: Muratti, que le parecía muy fino, muy exótico y muy misterioso. Aquel nombre italo-egipcio me hacía bostezar de aburrimiento porque se parecía a mi apellido.) Yo le hablaba de la nacional 201, de la iglesia de Saint-Christophe y del taller de su tío. ¿Y el cine Splendid? ¿Y la calle Royale, por la que iba seguramente a los dieciséis años parándose en todos los escaparates? ¿Y tantos otros lugares que yo no sabía y que no podían por menos de ir unidos, en su cabeza, a determinados recuerdos? La estación, por ejemplo, o los jardines del Casino. Se encogía de hombros. No. Todo aquello ya no le decía nada.

Sin embargo, me llevó varias veces a algo así como un salón de té grande. Íbamos a eso de las dos de la tarde, cuando los veraneantes estaban en la playa o durmiendo la siesta. Había que ir por los soportales, pasada La Taverne, cruzar una calle, ir otra vez por los soportales, porque, efectivamente, circunvalaban dos bloques grandes de edificios construidos en la misma época que el Casino, que recordaban a las viviendas de estilo 1930 de la periferia del distrito XVII de París, del bulevar de Gouvion-Saint-Cyr, de Dixmude, del Yser y del Somme. El sitio aquel se llamaba el Réganne y los soportales le quitaban el sol. No había terraza como en La Taverne. Se intuía que el local tuvo su hora de gloria, pero que La Taverne lo había suplantado. Nos poníamos en una mesa del fondo. La cajera, una morena con el pelo corto que se llamaba Claude, era amiga de Yvonne. Venía a sentarse con nosotros. Yvonne le preguntaba por personas de las que ya le había oído hablar con Meinthe. Sí, Rosy llevaba el hotel de La Clusaz en vez de su padre y Paulo Hervieu trabajaba en el negocio de las antigüedades. Pimpin Lavorel seguía conduciendo como un loco. Acababa de comprarse un Jaguar. Claude Brun estaba en Argelia, De la «Yéyette» no se sabía nada…

–¿Y a ti te va bien por Ginebra? –le preguntaba Claude.

–Pues sí, ya sabes…, bastante bien –contestaba Yvonne, pensando en otra cosa.

–Vives en tu casa.

–No. En L’Hermitage.

–¿En L’Hermitage?

Sonreía con expresión irónica.

–Tendrás que venir a ver la habitación –propuso Yvonne–. Es muy divertida…

–Ay, sí, me gustaría verla… Una noche de éstas…

Tomaba algo con nosotros. La espaciosa sala del Réganne estaba desierta. El sol dibujaba rejas en la pared. Detrás de la barra de madera oscura, un fresco representaba el lago y la cadena del Aravis.

–Aquí ya no hay nunca nadie –comentaba Yvonne.

–Sólo viejos –decía Claude. Se reía con risa apurada.

–Qué diferencia con lo de antes, ¿eh?

También la de Yvonne era una risa forzada. Luego, se callaban. Claude se miraba las uñas, muy cortas y pintadas con un barniz naranja. Ya no tenían nada que decirse. Me habría gustado hacerles unas cuantas preguntas. ¿Quién era Rosy? ¿Y Paulo Hervieu? ¿Desde cuándo se conocían ellas dos? ¿Cómo era Yvonne a los dieciséis años? ¿Y el Réganne antes de que lo convirtiesen en salón de té? Pero todas aquellas cosas ya no les interesaban a ninguna de las dos en realidad. Bien pensado, sólo a mí me interesaba su pasado de princesas francesas.

Claude nos acompañaba hasta la puerta giratoria e Yvonne le daba un beso. Y le volvía a proponer:

–Ven a L’Hermitage cuando quieras… Para ver la habitación…

–De acuerdo, una noche de éstas…

Pero nunca vino.

Dejando aparte a Claude y a su tío, daba la impresión de que Yvonne no había dejado nada tras de sí en aquella ciudad; y me asombraba que alguien pudiera cortar tan pronto las raíces cuando por fortuna tenía raíces en alguna parte.

Las habitaciones de los hoteles de lujo dan el pego durante los primeros días, pero no tarda en desprenderse de sus paredes y de sus muebles mortecinos la misma tristeza que de los hoteles de mala muerte. Lujo insípido; olor dulzón por los pasillos, que no consigo identificar, pero que debe de ser el mismísimo olor de la inquietud, de la inestabilidad, del destierro y de la pacotilla. Olor que nunca dejó de acompañarme. Vestíbulos de hoteles, en los que me citaba mi padre, con sus vitrinas, sus espejos y sus mármoles, y que no son sino salas de espera. ¿Qué se espera, por cierto? Tufos a pasaportes Nansen.

Pero no siempre pasábamos la noche en L’Hermitage. Dos o tres veces por semana, Meinthe nos pedía que durmiéramos en su casa. Esas noches tenía que ausentarse y nos dejaba encargado que cogiéramos el teléfono y apuntásemos los nombres y los «recados». La primera vez, me especificó claramente que el teléfono podía sonar a cualquier hora de la noche, sin aclararme quiénes podían ser sus misteriosos interlocutores.

Vivía en la casa que había sido de sus padres, en el centro de un barrio residencial que estaba antes de llegar a Carabacel. Había que ir por la avenida de Albigny y girar a la izquierda nada más pasar la prefectura. Barrio desierto, calles bordeadas de árboles cuyas frondas formaban bóvedas. Villas de la burguesía local, de volúmenes y estilos variables según la cuantía de las fortunas. La de los Meinthe, en la esquina de la avenida de Jean-Charcot con la calle de Marlioz, era bastante modesta en comparación con las demás. De tono gris azulado; una veranda pequeña daba a la avenida de Jean-Charcot y una ventana en voladizo que daba a la calle. Dos pisos, el segundo abuhardillado. Un jardín con el suelo cubierto de grava. Un cerramiento de setos descuidados. Y en la portalada de madera blanca desconchada Meinthe había escrito torpemente con pintura negra (fue él quien me lo contó): VILLA TRISTE.

Y, desde luego, era una villa que no respiraba alegría. No. Sin embargo, de entrada me pareció que el adjetivo «triste» no le iba bien. Y, al final, acabé por entender que Meinthe había acertado si notamos en la forma en que suena la palabra «triste» un algo dulce y cristalino. Tras cruzar el umbral de la villa lo embargaba a uno una melancolía límpida. Entrabas en una zona de sosiego y de silencio. El aire era más liviano. Te quedabas flotando. Lo más seguro era que hubiese ido prescindiendo de los muebles. Sólo quedaba un sofá macizo de cuero en cuyos brazos noté huellas de arañazos y, a la izquierda, una librería acristalada. Al sentarte en el sofá, tenías enfrente, a cinco o seis metros, la veranda. El suelo de tarima era de tono claro y estaba descuidado. Una lámpara de cerámica con pantalla amarilla, colocada directamente en el suelo, iluminaba esta estancia amplia. El teléfono estaba en una habitación próxima a la que se llegaba por un pasillo. Misma ausencia de muebles. Una cortina roja tapaba la ventana. Las paredes eran de color ocre, como las del salón. Pegado a la pared de la derecha, un catre. Colgando de la pared frontera, al alcance de la mano, un mapa Taride del África Occidental francesa y una vista aérea de buen tamaño de Dakar enmarcada con un junquillo muy fino. Parecía salido de una oficina de turismo. La foto, parduzca, debía de tener unos veinte años. Meinthe me contó que su padre había trabajado durante cierto tiempo en «las colonias». El teléfono estaba a los pies de la cama. Una araña pequeña con velas de imitación y colgantes de cristal de imitación. Supongo que era ahí donde dormía Meinthe.

Abríamos la puerta acristalada y nos tumbábamos en el sofá. Tenía un olor a cuero muy peculiar que sólo les he notado a este sofá y a los dos sillones que decoraban el despacho de mi padre en la calle de Lord Byron. Era en la época en que viajaba a Brazzaville, en la época de aquella misteriosa y quimérica Sociedad Africana de Empresa que fundó y de la que no sé gran cosa. El olor del sofá, el mapa Taride del África Occidental francesa y la foto aérea de Dakar constituían una serie de coincidencias. En mi cabeza, la casa de Meinthe iba indisolublemente vinculada a la Sociedad Africana de Empresa, tres palabras que me habían acunado la infancia. Recobraba el ambiente del despacho de la calle de Lord Byron, aroma de cuero, penumbra, conciliábulos interminables entre mi padre y unos negros muy elegantes de pelo plateado… ¿Sería por eso por lo que, cuando nos quedábamos Yvonne y yo en el salón, a mí me entraba el convencimiento de que el tiempo se había parado de verdad?

Flotábamos. Hacíamos ademanes infinitamente lentos y, cuando cambiábamos de sitio, era centímetro a centímetro. Reptando. Un movimiento brusco habría desbaratado el encantamiento. Hablábamos en voz baja. La noche invadía la habitación desde la veranda y yo veía motas de polvo quietas en el aire. Pasaba un ciclista y oía durante varios minutos el ronroneo de la bicicleta. También él avanzaba centímetro a centímetro. Flotaba. Todo flotaba en torno. Ni siquiera encendíamos la luz cuando se hacía del todo de noche. Del farol más cercano, en la avenida de Jean-Charcot, llegaba una claridad lechosa. No salir nunca de aquella ciudad. No dejar nunca esa habitación. Seguir echados en el sofá, o quizá en el suelo, como solíamos hacer cada vez más a menudo. Me asombraba descubrir en Yvonne tantas dotes para la dejadez. En mí, tenía que ver con un horror por el movimiento, una intranquilidad relacionada con cuanto se mueve, lo que pasa y lo que cambia, con el deseo de dejar de andar por arenas movedizas, de quedarme quieto en alguna parte y, si menester fuere, de convertirme en piedra. Pero ¿y en ella? Creo que era perezosa sin más. Como un alga.

Llegábamos incluso a tumbarnos en el pasillo y quedarnos allí toda la noche. Una de esas noches nos colamos dentro de un trastero, debajo de la escalera que iba al primer piso, y nos quedamos atrapados entre bultos inconcretos que he identificado como baúles de mimbre. Pero no, no sueño: reptábamos para cambiar de sitio. Salíamos cada uno de una punta de la casa y reptábamos en la oscuridad. Había que meter el menor ruido posible y ser el más lento para que uno de los dos pillara por sorpresa al otro.

Una vez, Meinthe no volvió hasta el día siguiente a última hora de la tarde. No nos habíamos movido de la villa. Nos habíamos quedado tumbados en el suelo, a la orilla de la veranda. El perro dormía en el centro del sofá. Era una tarde apacible y soleada. Las hojas de los árboles oscilaban suavemente. Una música militar muy lejana. De vez en cuando pasaba un ciclista por la avenida con una vibración de alas. No tardamos en no oír ya ruido alguno. Los ahogaba un algodón muy suave. Creo que, si no hubiera llegado Meinthe, nos habríamos quedado días y más días sin movernos, nos habríamos dejado morir de hambre y de sed antes que salir de la villa. Nunca he tenido más adelante momentos tan plenos y tan lentos como aquéllos. Dicen que se consiguen con opio. Lo dudo.

El teléfono sonaba siempre después de las doce de la noche, como lo hacían los de antes, campanilleando. Timbrazos gráciles, completamente raídos. Pero bastaban para crear una amenaza en el ambiente y rasgar el velo. Yvonne no quería que contestase. «No vayas», cuchicheaba. Yo reptaba a tientas por el pasillo, no atinaba con la puerta del dormitorio, me pegaba un cabezazo contra la pared. Y, ya cruzada la puerta, tenía que seguir reptando hasta el aparato sin ningún punto de referencia visible. Antes de descolgar, notaba una sensación de pánico. Aquella voz –siempre la misma– me aterraba, dura y, no obstante, con algo que la ensordecía. ¿La distancia? ¿El tiempo? (a veces parecía una grabación antigua). Empezaba invariablemente con:

–¿Oiga? Henri Kustiker al aparato… ¿Me oye?

Yo contestaba: «Sí.»

Una pausa.

–Dígale al doctor que lo esperamos mañana a las nueve de la noche en el Bellevue, en Ginebra. ¿Se ha enterado bien?…

Yo soltaba un sí más flojo que el primero. Y él colgaba. Cuando no llamaba para fijar una cita, me encomendaba recados:

–¿Oiga? Henri Kustiker al aparato… –Pausa–. Dígale al doctor que el comandante Max y Guérin han llegado. Iremos a verlo mañana por la noche…, mañana por la noche…

Yo no me sentía con fuerzas para contestarle. Él ya había colgado. «Henri Kustiker» –siempre que le preguntábamos por él a Meinthe no contestaba– se había convertido para nosotros en un personaje peligroso que notábamos que merodeaba de noche alrededor de la villa. No sabíamos qué cara tenía y, por eso mismo, nos obsesionaba cada vez más. Yo me divertía en meterle miedo a Yvonne, alejándome de ella y repitiendo con voz tétrica en la oscuridad:

–Henri Kustiker al aparato… Henri Kustiker al aparato…

Ella lanzaba alaridos. Y yo me contagiaba y también me entraba miedo. Esperábamos con el corazón palpitante el cascabeleo del teléfono. Nos hacíamos un ovillo en el catre. Una noche sonó, pero no fui capaz de descolgar el aparato hasta pasados unos minutos, como en esos malos sueños en que hacer cualquier gesto nos pesa como el plomo.

–¿Oiga? Henri Kustiker al aparato.

Yo no podía articular ni una sílaba.

–¿Oiga? ¿Me oye? ¿Me oye?…

Conteníamos la respiración.

–Henri Kustiker al aparato. ¿Me oye?

La voz era cada vez más floja.

–Kustiker… Henri Kustiker… ¿Me oye?

¿Quién era? ¿Desde dónde llamaría? Un leve murmullo aún.

–Tiker… oye…

Y luego nada. El último hilo que nos unía al mundo exterior acababa de romperse. Nos dejábamos ir otra vez rumbo a profundidades en donde nadie –esa esperanza tenía yo– volvería a molestarnos.