Capítulo IX

Capítulo IX

¿Dónde andará ahora esa copa? ¿En lo hondo de qué armario empotrado? ¿De qué trastero? Al final, la usábamos de cenicero. Porque el pedestal sobre el que estaba la bailarina tenía un reborde circular. Apagábamos ahí los cigarrillos. Debimos de dejárnosla olvidada en la habitación del hotel, y me extraña no habérmela llevado porque les cojo mucho apego a las cosas.

Aunque, al principio, a Yvonne parecía que le importaba. La colocó muy a la vista encima del buró del salón. Era el principio de una carrera. Más adelante llegarían las Victorias y los Oscars. Andando el tiempo, la mencionaría con enternecimiento ante los periodistas, porque a mí no me cabía duda de que Yvonne acabaría por ser una estrella de cine. Mientras tanto, pusimos en la pared del cuarto de baño el extenso artículo de L’Écho-Liberté.

Vivíamos días ociosos. Nos levantábamos bastante temprano. Por la mañana había bruma muchas veces, o más bien un vapor azul que nos liberaba de las leyes de la gravedad. Éramos livianos, tan livianos… Cuando íbamos bulevar Carabacel abajo, apenas si tocábamos la acera. Las nueve. El sol no iba a tardar en desvanecer aquella bruma sutil. Aún no había cliente alguno en la playa del Sporting. Éramos los únicos seres vivos junto con uno de los bañeros, vestido de blanco, que colocaba en su sitio las tumbonas y las sombrillas. Yvonne llevaba un bañador de dos piezas de color ópalo y yo le cogía prestado el albornoz. Se bañaba y yo la miraba nadar. También el perro la seguía con la vista. Me hacía una seña con la mano y me gritaba, entre risas, que fuera hasta donde estaba ella. Yo me decía que todo aquello era demasiado bueno y que al día siguiente ocurriría una catástrofe. El 12 de julio de 1939, pensaba, un individuo parecido a mí, ataviado con un albornoz de baño de rayas rojas y verdes, miraba cómo su novia nadaba en la piscina del Éden-Roc. Como a mí, le daba miedo poner la radio. Incluso en aquel lugar, en Cabo de Antibes, no podría librarse de la guerra. En su cabeza tropezaban nombres de refugios, pero no le daría tiempo a desertar. Durante unos segundos se adueñaba de mí un terror inexplicable, y luego Yvonne salía del agua y venía a tumbarse a mi lado para tomar un baño de sol.

A eso de las once, cuando la gente empezaba a invadir el Sporting, nos refugiábamos en algo así como una ensenada pequeña. Se llegaba a ella desde la terraza del restaurante por una escalera que se caía a pedazos y era de tiempos del señor Gordon-Gramme. Al llegar abajo, una playa de cantos rodados y rocas; un chalet diminuto con una única habitación, ventanas y postigos. En la puerta desvencijada, dos iniciales grabadas en la madera, en letra gótica: G. G. –Gordon Gramme– y la fecha: 1903. Estaba claro que se había construido él aquella casa de muñecas y la usaba para meditar, retirado del mundo. Qué atento y previsor este Gordon-Gramme. Cuando el sol calentaba demasiado entrábamos un momento. Penumbra. Un charco de luz en el umbral. Flotaba un leve olor a moho al que habíamos acabado por acostumbrarnos. El ruido de la resaca, tan monótono y tranquilizador como el de las pelotas de tenis. Cerrábamos la puerta.

Ella se bañaba y se desperezaba al sol. Yo prefería la sombra, como mis antepasados orientales. A primera hora de la tarde volvíamos a subir a L’Hermitage y ya no salíamos de la habitación hasta las siete o las ocho. Había una terraza muy espaciosa en cuyo centro se tumbaba Yvonne. Yo me acomodaba a su lado, tocado con un sombrero «colonial» de fieltro blanco, uno de los pocos recuerdos que conservaba de mi padre y por el que sentía tanto más apego cuanto que iba conmigo cuando lo compró. Fue en Sport et Climat en la esquina del bulevar Saint-Germain con la calle de Saint-Dominique. Yo tenía ocho años y mi padre se disponía a irse a Brazzaville. ¿Qué iba a hacer allí? Nunca me lo dijo.

Bajaba al vestíbulo por revistas. Como había muchos clientes extranjeros, recibían la mayoría de las que se publicaban en Europa. Las compraba todas: Oggi, Life, Cinémonde, Stern, Confidential… Miraba de reojo los titulares a toda plana de los diarios. Estaban pasando cosas graves en Argelia, pero también en la metrópolis y en el mundo. Prefería no saberlo. Se me hacía un nudo en la garganta. Hacía votos para que no mencionaran demasiado todo aquello en las revistas. No. No. Eludir los asuntos de importancia. Volvía a adueñarse de mí el pánico. Para calmarme, me tomaba un Alexandra en el bar y me volvía a la habitación con mi montón de revistas. Las leíamos repantigados en la cama o tirados en el suelo, delante de las puertas acristaladas abiertas, entre las manchas doradas que dejaban los últimos rayos de sol. La hija de Lana Turner había matado de una cuchillada al amante de su madre. Errol Flynn se había muerto de un ataque al corazón, y le había dado tiempo a indicarle las fauces abiertas de un leopardo disecado a la joven amiga que le estaba preguntando dónde podía echar la ceniza del cigarrillo. Henri Garat había muerto como un vagabundo. Y el príncipe Ali Khan, en un accidente de coche por la zona de Suresnes. Ya no me acuerdo de los acontecimientos dichosos. Recortábamos unas cuantas fotos. Las poníamos en las paredes de la habitación y, aparentemente, a la dirección del hotel no le parecía mal.

Tardes vacías. Horas lentas. Yvonne llevaba muchas veces una bata de seda negra con lunares rojos, agujereada en algunos sitios. A mí se me olvidaba quitarme el sombrero «colonial» viejo.

Las revistas, medio rotas, estaban desparramadas por el suelo. Andaban rodando por todos lados frascos de Ambre Solaire. El perro se tumbaba, cruzado, en un sillón. Y poníamos discos en el Teppaz viejo. Se nos olvidaba encender la luz.

Abajo, empezaba a tocar la orquesta y llegaba la gente que venía a cenar. Entre dos piezas, oíamos el murmullo de las conversaciones. Destacaba alguna voz entre aquel zumbido –voz de mujer– o una carcajada. Y la orquesta volvía a tocar. Yo dejaba la puerta acristalada abierta para que aquel barullo y aquella música subieran hasta nosotros. Nos protegían. Y además empezaban todos los días a la misma hora, lo cual quería decir que el mundo seguía girando. ¿Hasta cuándo?

Por la puerta del cuarto de baño salía un rectángulo de luz. Yvonne se estaba maquillando. Yo, acodado en la terraza, contemplaba a todas aquellas personas (la mayoría vestían de etiqueta), las idas y venidas, a los camareros, a los músicos, cada una de cuyas mímicas acababa por saberme. Por ejemplo, el director de orquesta encorvaba la espalda y pegaba casi la barbilla al pecho. Y, cuando acababa, alzaba la cabeza de pronto, con la boca abierta, como un hombre que se estuviera ahogando. El violinista tenía cara simpática y un tanto porcina; cerraba los ojos y cabeceaba, olfateando el aire.

Yvonne estaba lista. Yo encendía una lámpara. Me sonreía y ponía mirada misteriosa. Se había puesto, en broma, unos guantes negros que le llegaban a medio brazo. Estaba de pie, en medio del desorden de la habitación, de la cama deshecha, de los albornoces y los vestidos tirados por ahí. Salíamos de puntillas, eludiendo el perro, los ceniceros, el tocadiscos y los vasos vacíos.

Bien entrada la noche, tras dejarnos Meinthe en el hotel, oíamos música. Nuestros vecinos de al lado se habían quejado en varias ocasiones del «escándalo» que montábamos. Eran un industrial de Lyon –me lo dijo el conserje– y su mujer, a quienes había visto estrecharle la mano a Fossorié después de la Copa Houligant. Di orden de que les mandasen un ramo de peonías con esta nota: «El conde Chmara, muy apenado, les envía estas flores.»

Cuando volvíamos, el perro ladraba de forma quejumbrosa y regular y la cosa duraba alrededor de una hora. Imposible calmarlo. Por eso preferíamos poner música, para que cubriera esa voz. Mientras Yvonne se desnudaba y se daba un baño, yo le leía unas cuantas páginas del libro de Maurois. No habíamos apagado el tocadiscos, del que salía una canción frenética. Yo oía más o menos los puñetazos que pegaba en la puerta de comunicación el industrial de Lyon y los timbrazos del teléfono. Había debido de avisar al conserje de noche. Igual acababan por echarnos de aquel hotel. Mejor. Yvonne se había puesto el albornoz de playa y le preparábamos algo de comer al perro (contábamos para eso con un montón de latas de conserva e incluso con un infiernillo). Teníamos la esperanza de que, después de comer, se tranquilizaría. Las vociferaciones de la mujer del industrial de Lyon conseguían prevalecer: «Pero haz algo, Henri, haz algo. LLAMA A LA POLICÍA…» Su terraza lindaba con la nuestra. Habíamos dejado la puerta acristalada abierta y el industrial, harto de dar golpes en el tabique, nos insultaba desde fuera. Entonces Yvonne se quitaba el albornoz y salía a la terraza, completamente desnuda, tras ponerse los guantes largos. El individuo la miraba fijamente, congestionado. Su mujer tiraba de él por el brazo, Berreaba: «Pero qué cabrones… Pero qué puta…»

Éramos jóvenes.

Y ricos. El cajón de la mesilla de noche de Yvonne estaba a rebosar de billetes de banco. ¿De dónde sacaba el dinero? No me atrevía a preguntárselo. Un día, cuando estaba ordenando los fajos, unos junto a otros, para poder cerrar el cajón, me explicó que era lo que le habían pagado por la película. Había exigido que se lo dieran en efectivo y en billetes de cinco mil francos. Añadió que había cobrado el cheque de la Copa Houligant. Me enseñaba un paquete envuelto en papel de periódico: ochocientos billetes de mil francos. Prefería los billetes pequeños.

Me propuso, cariñosamente, prestarme dinero, pero yo rechacé la oferta. Aún tenía, rodando por el fondo de las maletas, ochocientos o novecientos mil francos. Había ganado aquella cantidad vendiéndole a un librero de Ginebra dos ediciones «de bibliófilo» que había comprado por cuatro cuartos en París en una almoneda. Cambié en recepción los billetes de cincuenta mil francos por otros de quinientos, que me llevé en una bolsa de playa. La vacié encima de la cama. Ella agrupó sus propios billetes; y todo junto formaba un montón impresionante. Nos maravillaba aquella acumulación de billetes que no tardaríamos en gastarnos. Y yo hallaba en Yvonne mi misma afición al dinero en efectivo, a las cantidades líquidas, quiero decir el dinero ganado fácilmente, los fajos que se mete uno en el bolsillo, el dinero ciego que se escurre entre los dedos.

Desde que habían publicado el artículo, le hacía preguntas acerca de su infancia en aquella ciudad. Ella eludía las respuestas, seguramente porque le habría gustado conservar cuanto más misterio mejor y porque entre los brazos del «conde Chmara» se avergonzaba un poco de sus orígenes «modestos». Y, como mi propia verdad la habría decepcionado, yo le contaba las aventuras de mi entorno próximo. Mi padre se había ido de Rusia muy joven, con su madre y sus hermanas, por culpa de la Revolución. Pasaron algún tiempo en Constantinopla, en Berlín y en Bruselas antes de afincarse en París. Mis tías fueron modelos en Schiaparelli para ganarse la vida, lo mismo que otras rusas hermosas, nobles y blancas. Mi padre, a los veinticinco años, se fue en velero a Norteamérica, en donde se casó con la heredera de los almacenes Woolworth. Luego se divorció y consiguió una pensión alimenticia colosal. Cuando regresó a Francia, conoció a mamá, artista irlandesa de revista teatral. Nací yo. Desaparecieron ambos a bordo de un avioneta, por la zona de Cap-Ferrat en julio del 49. Me crió mi abuela en París, en una planta baja de la calle de Lord Byron. Y ya está.

¿Me creía? A medias. Antes de dormirse, necesitaba que le contase historias «maravillosas» llenas de gente con títulos y de artistas de cine. ¿Cuántas veces le referí los amores de mi padre y de la actriz Lupe Vélez en la villa de estilo español de Beverly Hills? Pero, cuando quería que ella me hablase, a su vez, de su familia, me decía: «Ay, si no tiene interés…» Y, no obstante, era lo único que me faltaba para ser feliz: que me narrase una infancia y una adolescencia transcurridas en una ciudad de provincias. ¿Cómo explicarle que, desde mi punto de vista de apátrida, Hollywood, los príncipes rusos y el Egipto de Faruk parecían muy desangelados y muy sobados en comparación con ese ente exótico y casi inaccesible: una niña francesa?