Capítulo X

Capítulo X

Ocurrió una noche, sencillamente. Me dijo: «Vamos a cenar a casa de mi tío.» Estábamos leyendo unas revistas en la terraza y en la portada de una de ellas –lo recuerdo– salía la actriz de cine inglesa Belinda Lee, que se había matado en un accidente de coche.

Me puse el traje de franela y, como el cuello de mi única camisa blanca estaba tazadísimo, un «polo» crudo que iba bien con la corbata del International Bar Fly, azul y roja. Me costó mucho hacerle el nudo porque el cuello del «polo» era demasiado blando; pero quería ir bien arreglado. Animé la chaqueta de franela con un pañuelo de bolsillo azul oscuro, que había comprado por el color intenso que tenía. Para calzarme, dudé entre unos mocasines destrozados, unas alpargatas o unos Weston casi nuevos, pero con suelas de crepé muy gruesas. Opté por éstos, porque me parecieron más respetables. Yvonne me rogó que me pusiera el monóculo: le resultaría intrigante a su tío y yo le «haría gracia». Pero precisamente yo no quería que pasara eso ni poco ni mucho y deseaba que aquel hombre me viera con mi auténtica forma de ser: un muchacho modesto y serio.

Yvonne eligió un vestido de seda blanca y el turbante rosa fucsia que llevaba el día de la Copa Houligant. Se maquilló con más cuidado que de costumbre. El lápiz de labios era del mismo color que el turbante. Se puso los guantes que le llegaban a medio brazo y me pareció algo curioso para ir a cenar a casa de su tío. Salimos con el perro.

En el vestíbulo del hotel, unas cuantas personas contuvieron la respiración al pasar nosotros. El perro iba delante trazando sus figuras de cuadrilla. Le ocurría cuando salíamos a horas a las que no estaba acostumbrado.

Cogimos el funicular.

Íbamos por la calle de Le Parmelan, que es la prolongación de la calle Royale. Según íbamos andando, descubría otra ciudad. Dejábamos atrás todo cuanto constituye el encanto artificial de una estación termal, todo ese ramplón decorado de opereta en donde acaba por dormirse de tristeza un pachá egipcio muy viejo y en el exilio. Los comercios de alimentación y de motocicletas ocupaban el lugar de las tiendas de lujo. Sí, resultaba curioso que hubiera tantas tiendas de motocicletas. A veces, había dos, una al lado de la otra y, expuestas en la acera, varias Vespas de segunda mano. Dejamos atrás la estación de autobuses. Un autocar estaba esperando con el motor en marcha. Llevaba al costado el nombre de la compañía y las paradas: Sevrier-Pringy-Albertville. Llegamos a la esquina de la calle de Le Parmelan con la avenida del Maréchal-Leclerc. Aquella avenida se llamaba «Maréchal-Leclerc» en un tramo muy corto porque era la Nacional 201 que iba a Chambéry. Estaba flanqueada de plátanos.

El perro estaba asustado y andaba lo más lejos posible de la carretera. El escenario de L’Hermitage entonaba mejor con su silueta fatigada, y su presencia en el suburbio despertaba curiosidad. Yvonne no decía nada, pero el barrio le era familiar. Debía de haber ido por ese mismo camino durante años y años, cuando volvía del colegio o de un guateque en el centro (la palabra «guateque» no es la adecuada. Iba a «bailar» o a una «sala de fiestas»). Y a mí se me había olvidado ya el vestíbulo de L’Hermitage, no sabía adónde íbamos pero aceptaba de antemano vivir con ella en la Nacional 201. Los cristales de las ventanas de nuestro cuarto vibrarían cuando pasasen camiones de mucho tonelaje, igual que en aquel pisito del bulevar Soult donde viví unos cuantos meses con mi padre. Me sentía liviano. Sólo me rozaban un poco en los talones los zapatos nuevos.

Se había hecho de noche y, a ambos lados, unas viviendas de dos o tres pisos montaban guardia, unos edificios pequeños de tonos blancos y encanto colonial. Edificios así había en el barrio europeo de Túnez, o incluso en Saigón. De trecho en trecho, una casa con forma de chalet en medio de un jardín diminuto, me recordaba que estábamos en Alta Saboya.

Pasamos delante de una iglesia de ladrillos y le pregunté a Yvonne cómo se llamaba: Saint-Christophe. Me habría gustado que hubiera hecho allí la primera comunión, pero no se lo pregunté por temor a llevarme un chasco. Algo más allá, el cine se llamaba Splendid. Con aquel frontón de un beige sucio y aquellas puertas rojas con ojos de buey se parecía a todos los cines que se ven en los suburbios al cruzar las avenidas de Maréchal-de-Lattre-de-Tassigny, Jean-Jaurès o Maréchal-Leclerc, inmediatamente antes de entrar en París. Ahí también debía de haber ido Yvonne a los dieciséis años. En el Splendid echaban aquella noche una película de nuestra infancia: El prisionero de Zenda, y me imaginé que sacábamos en la taquilla dos entradas de entresuelo. Conocía esa sala desde siempre; veía las butacas con respaldos de madera y el cartelón con los anuncios locales delante de la pantalla: Jean Chermoz, floristería, calle de Sommeiller, 22. LAV NET, calle del Président-Fabre, 17. Decouz, Radio, TV, Alta Fidelidad, avenida de Allery, 23… Había un bar tras otro. Detrás de las cristaleras del último, cuatro chicos jóvenes con tupé jugaban al futbolín. Había unas mesas verdes al aire libre. La clientela que estaba sentada en ellas miró al perro con interés. Yvonne se había quitado los guantes largos. En resumidas cuentas, volvía a su escenario natural y el vestido de seda blanca que llevaba podía pensarse que se lo había puesto para ir a una fiesta de por allí o a un baile del 14 de julio.

Fuimos siguiendo durante casi cien metros una empalizada de madera oscura. Había carteles de todas clases pegados a ella. Carteles del cine Splendid. Carteles que anunciaban la feria de la parroquia y la llegada del circo Pinder. La cabeza medio arrancada de Luis Mariano. Pintadas viejas casi ilegibles: Libertad para Henri Martin… Ridgway go home… Argelia francesa… Corazones con iniciales que atravesaba una flecha. Habían colocado en aquel lugar farolas modernas de hormigón levemente curvadas. Proyectaban en la empalizada la sombra de los plátanos y de sus hojas, que susurraban. Una noche muy calurosa. Me quité la chaqueta. Estábamos delante de la entrada de un taller de coches imponente. A la derecha, en una puertecita lateral, una placa en donde estaba grabado en letra gótica: Jacquet. Y un cartel en el que leí: «Piezas sueltas para coches americanos».

Nos estaba esperando en la habitación de la planta baja que debía de hacer las veces de salón y comedor al tiempo. Las dos ventanas y la puerta acristalada daban al taller, una nave gigantesca.

Yvonne me presentó dando mi título de nobleza. Yo estaba apurado, pero a él, por lo visto, le parecía de lo más natural. Se volvió hacia Yvonne y le preguntó con tono regañón:

–¿Al conde le gustan los filetes empanados? –Tenía un acento parisino marcadísimo–. Porque tenemos filetes.

Para hablar, no se quitaba el cigarrillo de la comisura de los labios, o la colilla más bien, y guiñaba los ojos. Tenía la voz muy grave, ronca, voz de alcohólico o de persona que fumara mucho.

–Sentaos…

Nos señaló un sofá azulenco pegado a la pared. Luego se fue a pasitos bamboleantes hacia la habitación contigua: la cocina. Oímos el ruido de una sartén.

Volvió con una bandeja que puso encima del brazo del sofá. Tres vasos y un plato lleno de esas galletas que se llaman lenguas de gato. Nos alargó los vasos a Yvonne y a mí. Un líquido remotamente sonrosado. Me sonrió:

–Pruébelo. Un cóctel del copón. Dinamita. Se llama… la Dama Rosa… Pruébelo.

Me humedecí los labios. Tragué un sorbito. Empecé a toser en el acto. Yvonne se echó a reír.

–No habrías debido darle eso, tito Roland…

Me emocionó y me sorprendió oírle decir tito Roland.

–Dinamita, ¿eh? –me soltó él con ojos chispeantes y casi desorbitados–. Hay que acostumbrarse.

Se sentó en el sillón que estaba tapizado con la misma tela azulenca y ajada que el sofá. Acariciaba al perro, que dormitada delante de él, y bebía un trago de cóctel.

–¿Todo bien? –le preguntó a Yvonne.

–Sí.

Él asintió con la cabeza. No sabía qué más decir. A lo mejor no quería hablar en presencia de alguien a quien veía por primera vez. Estaba esperando a que yo iniciase la conversación, pero estaba aún más intimidado que él e Yvonne no hacía nada para disipar aquel apuro. Antes bien, había sacado los guantes del bolso y se los estaba poniendo despacio. Él miraba de reojo aquella operación peculiar e interminable, con un mohín algo enfurruñado. Hubo unos minutos de prolongado silencio.

Yo lo miraba a hurtadillas. Tenía el pelo moreno y abundante y la tez roja, pero unos ojos grandes, negros y de pestañas muy largas prestaban a aquel rostro abotagado cierto toque de encanto y languidez. Debió de ser guapo de joven, de una apostura un tanto achaparrada. Los labios, en cambio, eran finos, maliciosos, muy franceses.

Podía intuirse que se había arreglado con esmero para recibirnos. Chaqueta de tweed gris, que le estaba ancha de espalda, camisa oscura sin corbata. Olor a lavanda. Intentaba encontrarle un aire de familia con Yvonne. En vano. Pero pensé que lo conseguiría antes de que acabase la velada. Me plantaría delante de ellos y los acecharía al tiempo. Y no podría por menos de acabar hallando un ademán o una expresión que tuvieran en común.

–¿Qué, tío Roland, tienes mucho trabajo ahora mismo?

Le hizo la pregunta con un tono que me sorprendió. Había en él una mezcla de ingenuidad infantil y de la brusquedad que puede mostrar una mujer hacia el hombre con el que vive.

–Ya lo creo…, esa porquería de «americanos»…, toda esa mierda de Studebakers…

–No tiene ninguna gracia, ¿verdad, tito Roland?

Ahora hubiérase dicho que le hablaba a un niño.

–No. Sobre todo los motores de esas porquerías de Studebaker…

Dejó la frase en el aire como si se diera cuenta de pronto de que esos detalles técnicos podían no interesarnos.

–Pues sí… ¿Y tú qué tal? –le preguntó a Yvonne–. ¿Todo bien?

–Sí, tito.

Yvonne estaba pensando en otra cosa. ¿En qué?

–Estupendo. Si todo va bien, pues todo va bien… ¿Y si nos sentamos a la mesa?

Se había levantado y me había puesto la mano en el hombro.

–Eh, Yvonne, ¿me oyes?

La mesa estaba puesta junto a la puerta acristalada y las ventanas que daban al taller. Un mantel de cuadros azul marino y blancos. Vasos de Duralex. Me indicó un sitio: el que yo tenía previsto. Estaba enfrente de ellos. En el plato de Yvonne y en el suyo unos servilleteros de madera con sus nombres «Roland» e «Yvonne» grabados en redonda.

Se fue, con aquellos andares suyos algo bamboleantes, hacia la cocina e Yvonne aprovechó para rascarme con la uña la palma de la mano. Nos trajo una fuente de «ensalada niçoise». Yvonne nos sirvió.

–Le gusta, ¿no?

Luego se dirigió a Yvonne y recalcando las sílabas:

–¿Al-con-de-le-gus-ta-de-ver-dad?

No vi en ello la menor mala intención, sino una ironía y una amabilidad muy parisinas. Por lo demás, no entendía por qué aquel «saboyano» (me acordaba de la frase del artículo acerca de Yvonne: «Su familia es oriunda de la comarca») tenía el acento exhausto de Belleville.

No, definitivamente no se parecían. El tío no tenía los rasgos delicados, las manos largas y el cuello grácil de Yvonne. A su lado parecía más cuadrado y con más aspecto de toro que cuando estaba sentado en el sillón. Me habría gustado saber de quién había sacado Yvonne los ojos verdes y el pelo cobrizo, pero el infinito respeto que me inspiran las familias francesas y sus secretos me impedía hacer preguntas. ¿Dónde estaban el padre y la madre de Yvonne? ¿Vivían aún? ¿A qué se dedicaban? Sin embargo, al seguir observándolos –con discreción– les encontré a Yvonne y a su tío los mismos gestos. La misma forma, por ejemplo, de sujetar el tenedor y el cuchillo, con el índice demasiado estirado; la misma lentitud en llevarse el tenedor a la boca; y, a ratos, el mismo guiño, que les marcaba a ambos unas arruguitas en los ojos.

–¿Y usted a qué se dedica en la vida?

–No se dedica a nada, tito.

Yvonne no me había dejado tiempo para contestar.

–No es verdad –balbucí–. No. Trabajo en libros…

–… ¿En libros? ¿En libros?

Roland me miraba con unos ojos increíblemente vacuos.

–Yo… Yo…

Yvonne me contemplaba con una sonrisita insolente.

–Yo… estoy escribiendo un libro. Eso es.

Me tenía muy asombrado el tono categórico con que había dicho esa mentira.

–¿Está escribiendo un libro?… ¿Un libro?

Fruncía las cejas y se inclinaba algo más hacia mí.

–¿Un libro… policíaco?

Parecía aliviado. Sonreía.

–Sí, un libro policíaco –susurré–, policíaco.

Sonó un reloj en la habitación de al lado. Un carillón cascado e interminable. Yvonne escuchaba con la boca entreabierta. El tío de Yvonne estaba al acecho de mis reacciones, se avergonzaba de aquella música intempestiva y desvencijada que yo no conseguía identificar. Y luego bastó con que dijera: «Otra vez el puñetero Westminster», para que reconociera en aquella cacofonía el carillón londinense, pero más melancólico y más inquietante que el auténtico.

–Ese puñetero Westminster se ha vuelvo completamente loco. Da las doce en todas las horas… Me voy a poner malo con este puñetero Westminster… Como lo coja…

Hablaba del reloj como de un enemigo personal e invisible.

–¿Me oyes, Yvonne…?

–Pero si ya te he dicho que era de mamá… Devuélvemelo y que no se hable más…

Roland estaba muy encarnado de repente y temí que le diera un ataque de ira.

–Se quedará aquí, me oyes… Aquí…

–Que sí, tito, que sí… –Se encogió de hombros–. Quédate con tu reloj… Con tu birria de Westminster…

Se volvió hacia mí y me guiñó un ojo. Él también quiso ponerme por testigo.

–Entiéndame. Notaría un vacío si dejara de oír ese cochino Westminster…

–A mí me recuerda cuando era pequeña –dijo Yvonne–; no me dejaba dormir.

Y la vi en la cama, abrazada a un oso de peluche y con los ojos de par en par.

Oímos otras cinco notas a intervalos regulares, como los hipidos de un borracho. Luego el Westminster se calló y parecía que era ya para siempre.

Cogí aire y me volví hacia el tío de Yvonne:

–¿Vivía aquí Yvonne cuando era pequeña?

Dije la frase de forma tan precipitada que no me entendió.

–Te pregunta si yo vivía aquí de pequeña. ¿Estás sordo, tito?

–Sí, claro. Arriba.

E indicaba el techo con el índice.

–Luego te enseño mi cuarto. Si es que existe aún, ¿eh, tito?

–Pues claro, no he cambiado nada.

Se levantó, nos quitó los platos y los cubiertos y se fue a la cocina. Volvió con platos limpios y con otros cubiertos.

–¿Prefiere el filete muy hecho? –me preguntó.

–Como quiera.

–De eso nada. Como lo quiera USTED, señor conde.

Me ruboricé.

–¿Qué, se decide? ¿Muy hecho o poco hecho?

Yo no conseguía ya articular palabra. Hice un ademán inconcreto con la mano para ganar tiempo. Estaba plantado delante de mí con los brazos cruzados. Me miraba con algo así como estupefacción.

–Oye, ¿éste es siempre así?

–Sí, tito, siempre. Es siempre así.

Nos sirvió los filetes, con guisantes, especificando que eran «guisantes frescos y no de lata». También nos ponía de beber, un mercurey, un vino que sólo compraba para los invitados «de marca».

–Así que te parece que es un invitado «de marca» –le preguntó Yvonne señalándome.

–Pues claro. Es la primera vez en la vida que ceno con un conde. ¿Es usted el conde qué, por cierto?

–Chmara –le contestó muy seca Yvonne, como si le guardase rencor por haberlo olvidado.

–¿Y de dónde viene eso de Chmara? ¿Es portugués?

–Ruso –balbucí.

Roland quería saber más.

–¿Así que es usted ruso?

Me entró un agobio infinito. Otra vez tenía que contar lo de la Revolución, Berlín, París, Schiaparelli, Norteamérica, la heredera de los almacenes Woolworth, la abuela de la calle de Lord Byron… No. Me dio una arcada.

–¿Se encuentra mal?

Me puso la mano en el brazo; se portaba de forma paternal.

–Qué va… Hacía mucho que no me sentía tan bien…

Estas palabras parecieron asombrarlo, tanto más cuanto que era la primera vez en toda la velada en que hablaba con claridad.

–Venga, tome un poquito de mercurey…

–¿Sabes, tito, sabes…? –Yvonne hizo una pausa y me puse rígido pues sabía que me iba a caer un rayo–. ¿Sabes que usa monóculo?

–Anda…, ¿en serio?

–Ponte el monóculo para que lo vea…

Yvonne lo había dicho con voz pícara. Repitió, como si fuera una canción infantil: «ponte el monóculo…, ponte el monóculo…».

Hurgué con mano temblorosa en el bolsillo de la chaqueta y, con lentitud de sonámbulo, alcé el monóculo hasta el ojo izquierdo. E intenté ponérmelo, pero los músculos ya no me obedecían. Se me cayó el monóculo tres veces. Notaba una anquilosis a la altura del pómulo. La última vez, se cayó encima de los guisantes.

–Mierda –refunfuñé.

Estaba empezando a perder la sangre fría y me daba miedo decir alguna de esas cosas horribles que nadie se espera de un chico como yo. Pero no lo puedo evitar, me dan ataques.

–¿Quiere probar? –le dije al tío de Yvonne, alargándole el monóculo.

Lo consiguió a la primera y le di una efusiva enhorabuena. Le sentaba bien. Se parecía a Conrad Veidt en Nocturno der Liebe. Yvonne soltó la carcajada. Y yo también. Y su tío. No podíamos parar.

–Tiene usted que volver –dictaminó–. Qué bien nos lo pasamos los tres. Es usted graciosísimo.

–Eso es verdad –asintió Yvonne.

–También usted es «graciosísimo» –le dije.

Me habría gustado añadir: y tranquilizador, porque su presencia, su forma de hablar, sus ademanes me protegían. En aquel comedor, entre Yvonne y él, no tenía nada que temer. Nada. Era invulnerable.

–¿Tiene mucho trabajo? –me atreví a preguntar.

Encendió un cigarrillo.

–Huy, sí. Tengo que llevar esto yo solo…

Hizo un ademán para indicar la nave que estaba tras las ventanas.

–¿Desde hace mucho?

Me alargó su paquete de Royale.

–Empezamos el padre de Yvonne y yo…

En apariencia lo asombraban y lo enternecían mi interés y mi curiosidad. No debían de preguntarle a menudo ni por él ni por su trabajo. Yvonne había vuelto la cabeza y le estaba dando un trozo de carne al perro.

–Le compramos esto a la compañía de aviación Farman… Nos hicimos concesionarios de Hotchkiss para todo el departamento… Trabajábamos con Suiza para los coches de lujo…

Soltaba esas frases muy deprisa y casi a media voz, como si temiera que alguien lo interrumpiese, pero Yvonne no le hacía el menor caso. Le estaba hablando al perro y lo acariciaba.

–El negocio iba bien con su padre…

Le daba caladas al cigarrillo, que sujetaba entre el pulgar y el índice.

–¿Le interesa todo esto? Son cosas ya pasadas…

–¿Qué le estás contando, tito?

–Los principios del taller, con tu padre…

–Le estás dando la lata…

Tenía un toque de maldad en la voz.

–Ni mucho menos –dije–. Ni mucho menos. ¿Qué fue de tu padre?

Se me había escapado la pregunta y ya no podía dar marcha atrás. Un momento de tirantez. Me fijé en que Yvonne fruncía el ceño.

–Albert…

Al pronunciar ese nombre, el tío de Yvonne tenía la mirada ausente. Luego salió del entumecimiento.

–Albert tuvo problemas…

Comprendí que por lo que él dijera no me enteraría de nada más y me sorprendí de que me hubiera contado ya tantas cosas.

–¿Y tú? –Le apoyaba la mano en el hombro a Yvonne–. ¿Todo va saliendo a tu gusto?

–Sí.

La conversación iba a empantanarse. Así que decidí ir al asalto.

–¿Sabe que va a convertirse en actriz de cine?

–¿Lo cree de verdad?

–Estoy seguro.

Yvonne me echaba cariñosamente el humo del cigarrillo a la cara.

–Yo, cuando me dijo que iba a rodar una película, no la creí. Y, sin embargo, era cierto… ¿Acabaste la película esa?

–Sí, tito.

–¿Y cuándo se podrá ver?

–La estrenarán dentro de tres o cuatro meses –dije yo.

–¿Y la van a echar aquí?

Lo decía con escepticismo.

–Desde luego. En el cine del Casino. –Yo hablaba con un tono de lo más convencido–. Ya verá.

–Pues habrá que celebrarlo entonces… Dígame… ¿Usted cree que eso es de verdad un oficio?

–Pues claro que sí. Además va a seguir. Va a trabajar en otra película.

La vehemencia de aquella afirmación mía me asombraba a mí mismo.

–Y se convertirá en una estrella de cine, ¿sabe usted?

–¿En serio?

–Pues claro que sí, señor mío. Pregúnteselo.

–¿Es cierto, Yvonne?

Tenía en la voz un matiz un tanto zumbón.

–Claro; todo lo que dice Victor es verdad, tito.

–Ya ve usted que tengo razón.

Esta vez recurrí a un tono empalagoso, parlamentario, y me daba vergüenza hacerlo, pero era un tema que me importaba demasiado y, para referirme a él, intentaba por todos los medios vencer mis dificultades de elocución.

–Yvonne tiene muchísimo talento, créame.

Ella acariciaba al perro. Él me miraba atentamente con la colilla del Royale en la comisura de los labios. Otra vez aquella sombra de inquietud, aquella mirada absorta.

–¿Usted cree de verdad que es un oficio?

–El oficio más hermoso del mundo, sí, señor.

–Bueno, pues espero que lo consigas –le dijo muy serio a Yvonne–. Bien pensado, no eres más tonta que otras…

–Victor me dará buenos consejos, ¿eh, Victor?

Y me lanzaba una mirada tierna e irónica.

–¿Ha visto que ganó la Copa Houligant? –le pregunté a su tío–. ¿Eh?

–Me quedé de piedra cuando lo vi en el periódico. –Titubeó un momento–: Oiga, ¿la Copa Houligant esa es algo importante?

Yvonne se rió con sarcasmo.

–Puede servir de trampolín –afirmé limpiando el monóculo.

Nos preguntó si queríamos café. Me senté en el sofá viejo de color azulenco mientras Yvonne y él quitaban la mesa. Yvonne tarareaba mientras llevaba los platos y los cubiertos a la cocina. Su tío dejaba correr el agua. El perro se había dormido a mis pies. Vuelvo a ver aquel comedor con total precisión. En las paredes, un papel pintado con tres motivos: rosas rojas, hiedra y pájaros (soy incapaz de decir si eran mirlos o gorriones). Papel pintado algo descolorido con fondo beige o blanco. La lámpara del techo, redonda, era de madera y tenía unas diez bombillas con pantallas de pergamino. La luz era ambarina y cálida. En la pared, un cuadrito sin marco que representaba un soto, y yo admiraba la forma en que el pintor había conseguido que destacasen los árboles contra un cielo claro de atardecer y la mancha de sol que se demoraba al pie de un árbol. Aquel cuadro contribuía a que el ambiente de la habitación fuera más sosegado. El tío de Yvonne, por ese fenómeno de contagio que lo lleva a uno, cuando oye una melodía conocida, a cantarla también, tarareaba al mismo tiempo que Yvonne. Me sentía a gusto. Habría querido que la velada durase indefinidamente para poder observar durante horas las idas y venidas de ambos, los ademanes gráciles de Yvonne y su forma de andar indolente, y la forma de andar bamboleante de su tío. Y oírlos susurrar el estribillo de la canción, que ya no me atrevo a cantar yo porque me recordaría aquel instante valiosísimo que viví.

El tío de Yvonne vino a sentarse en el sofá, a mi lado. Intenté seguir con la conversación señalando el cuadro:

–Muy bonito.

–Fue el padre de Yvonne quien lo pintó…, sí…

Aquel cuadro debía de llevar en el mismo sitio muchos años, pero todavía lo maravillaba pensar que el autor era su hermano.

–Albert tenía buena mano con los pinceles… Puede ver la firma abajo, a la derecha: Albert Jacquet. Era un individuo curioso, mi hermano…

Iba a hacer una pregunta indiscreta, pero salió Yvonne de la cocina con la bandeja del café. Sonreía. El perro se desperezaba. Su tío tenía la colilla en la comisura de la boca y tosía. Yvonne se metía entre el brazo del sofá y yo y me apoyaba la cabeza en el hombro. Su tío servía el café entre carraspeos y hubiérase dicho que rugía. Le dio un terrón de azúcar al perro, que lo cogió con delicadeza entre los dientes, y yo sabía de antemano que no masticaría ese terrón, sino que lo chuparía con la mirada perdida en el vacío. Nunca masticaba la comida.

No me había fijado en una mesa que había detrás del sofá, que tenía encima un aparato de radio de tamaño mediano y color blanco, un modelo a medio camino entre el aparato clásico y el transistor. El tío de Yvonne giró el mando y en el acto sonó en sordina una música. Bebíamos todos el café a sorbitos. Él apoyaba de vez en cuando la nuca en el respaldo del sofá y hacía redondeles de humo. Le salían muy bien. Yvonne escuchaba la música y llevaba el compás con un dedo índice perezoso. Allí estábamos, sin decirnos nada, como gente que se conoce de toda la vida, tres personas de la misma familia.

–Deberías enseñarle la casa –susurró su tío.

Había cerrado los ojos. Yvonne y yo nos levantamos. El perro nos lanzó una mirada taimada, se levantó a su vez y nos siguió. Estábamos en la entrada, al pie de la escalera, cuando volvió a sonar el Westminster, pero de forma más incoherente y más brusca que la primera vez, de forma tal que se me vino a la cabeza la imagen de un pianista loco que golpease las teclas con los puños y con la frente. El perro, aterrado, subió la escalera y nos esperó arriba. Una bombilla colgaba del techo y arrojaba una luz amarilla y fría. La cara de Yvonne parecía aún más pálida por el turbante rosa y el lápiz de labios. Y yo, bajo la luz aquella, notaba que me inundaba un polvillo de plomo. A la derecha, un armario de luna. Yvonne abrió la puerta que teníamos delante. Un dormitorio cuya ventana daba a la carretera nacional puesto que oí el ruido ahogado de varios camiones que pasaban.

Encendió la lámpara de cabecera. La cama era muy estrecha. Además sólo quedaba de ella el somier. Alrededor de éste había una estantería corrida y el conjunto formaba un rincón acogedor. En la esquina de la izquierda, un lavabo diminuto y, encima, un espejo. Contra la pared, un armario de madera de pino. Yvonne se sentó al borde del somier y dijo:

–Éste era mi cuarto.

El perro se había acomodado en el centro de una alfombra tan gastada que ya no se veía el dibujo. Se levantó al cabo de un rato y salió de la habitación. Examiné las paredes y pasé revista a las estanterías con la esperanza de dar con algún vestigio de la infancia de Yvonne. Hacía mucho más calor que en las demás habitaciones y se quitó el vestido. Llevaba ligas, medias, sostén, todas esas cosas con que cargaban las mujeres aún. Abrí el armario de madera de pino. A lo mejor había algo dentro.

–¿Qué buscas? –me preguntó, apoyándose en los codos.

Guiñaba los ojos. Yo localicé una cartera pequeña al fondo del armario empotrado. La cogí y me senté en el suelo, apoyando la espalda en el somier. Ella me encajó la barbilla entre el cuello y el hombro y me sopló en el cuello. Abrí la cartera, metí una mano y saqué un lápiz viejo que iba ya por la mitad y cuyo extremo remataba una goma grisácea. De dentro de la cartera salía un olor estomagante de cuero y también de cera, a lo que me pareció. La primera noche de unas vacaciones de verano Yvonne la había cerrado definitivamente.

Apagó la luz. ¿Por qué casualidades, por qué rodeos estaba yo junto a ella en aquel somier, en aquella habitacioncita abandonada?

¿Cuánto tiempo nos quedamos allí? Imposible fiarse del carillón cada vez más loco del Westminster, que dio tres veces las doce con pocos minutos de intervalo. Me levanté y, en la semipenumbra, vi que Yvonne se volvía de cara a la pared. A lo mejor quería dormir. El perro estaba en el rellano, con postura de esfinge, delante de la luna del armario. Se miraba en ella con altanero desprecio. Cuando pasé, no se inmutó. Tenía el cuello muy tieso, la cabeza levemente alzada, las orejas enhiestas. Al llegar a mitad de las escaleras, lo oí bostezar. Y seguía aquella luz fría y amarilla que caía desde la bombilla y me dejaba embotado. Por la puerta entornada del comedor salía una música límpida y gélida, de esas que se oyen a menudo por la radio de noche y recuerdan a un aeropuerto desierto. El tío de Yvonne escuchaba, sentado en el sillón. Cuando entré volvió hacia mí la cabeza:

–¿Qué tal?

–¿Y usted?

–Yo bien –contestó–. ¿Y usted?

–Bien.

–Podemos seguir si quiere… ¿Qué tal?

Me miraba con la sonrisa congelada y la mirada compacta, como si estuviera ante un fotógrafo que fuera a retratarlo.

Me alargó el paquete de Royale. Rasqué cuatro cerillas sin resultado. Por fin conseguí una llama que acerqué con cuidado a la punta del cigarrillo. Y aspiré. Me daba la impresión de que estaba fumando por primera vez. El tío de Yvonne me acechaba con el ceño fruncido.

–No es que sea usted un manitas –comentó, con mucha seriedad.

–Lo siento.

–Pero ¿por qué, muchacho? ¿Cree que resulta divertido eso de andar hurgando en los motores?

Se miraba las manos.

–A veces debe de resultar satisfactorio –dije.

–¿Ah, sí? ¿Usted cree?

–Los coches no dejan de ser un buen invento…

Pero ya no me estaba escuchando. La música concluyó y un locutor –tenía entonación inglesa y suiza a la vez y me pregunté de qué nacionalidad sería– dijo esta frase que a veces, después de tantos años, me repito en voz alta cuando me paseo a solas: «Señoras y caballeros, aquí termina la emisión de hoy de Genève-Musique. Hasta mañana. Buenas noches.» El tío de Yvonne no hizo el mínimo ademán para girar el botón del aparato, y como no me atrevía a intervenir, oía un chisporroteo continuo, un ruido de parásitos que acababan por parecerse al ruido del viento en las hojas de los árboles. Y algo fresco y verde invadía el cuarto de estar.

–Es una buena chica, Yvonne.

Hizo un redondel de humo bastante logrado.

–Es mucho más que una buena chica –le contesté.

Me miró fijamente a los ojos, interesado, como si yo acabase de decir algo de capital importancia.

–¿Y si anduviéramos un poco? –me propuso–. Se me duermen las piernas.

Se levantó y abrió la puerta acristalada.

–¿No le dará miedo?

Me indicaba con la mano la nave, cuyo perímetro se hallaba sumido en la oscuridad. Apenas si se vislumbraba, a intervalos regulares, la lucecita de una bombilla.

–Así de paso ve usted el taller…

Nada más poner el pie en el filo de esa gigantesca extensión a oscuras me llegó un olor a gasolina, olor que siempre me ha emocionado –sin que consiga saber por qué razones exactas–, un olor tan suave para el olfato como el del éter y el del papel de plata en que ha estado envuelta una tableta de chocolate. El tío de Yvonne me había cogido del brazo y caminábamos hacia zonas cada vez más tenebrosas.

–Sí… Yvonne es una chica peculiar…

Quería entablar conversación. Andaba rondando un tema que le interesaba mucho y que, seguramente, no había sacado a colación con casi nadie. Bien pensado, a lo mejor lo estaba sacando a colación por vez primera.

–Peculiar, pero se encariña uno mucho con ella –dije.

Y, con el esfuerzo para pronunciar una frase inteligible, se me puso un timbre agudo, una voz de falsete de pedantería inaudita.

–¿Sabe? –Titubeaba por última vez antes de desahogarse y me apretaba el brazo–. Se parece mucho a su padre… Mi hermano era un cabeza loca…

Andábamos en línea recta. Me iba acostumbrando poco a poco a aquella oscuridad que, cada veinte metros más o menos, perforaba una bombilla.

–Me ha dado muchas preocupaciones, Yvonne…

Encendió un cigarrillo. De repente dejé de verlo y, como me había soltado el brazo, me guiaba por la punta incandescente del cigarrillo. Apretó el paso y me dio miedo perderlo de vista.

–Le digo todas estas cosas porque parece usted una persona educada…

Carraspeé. No sabía qué contestarle.

–Usted es de buena familia…

–Huy, no… –dije.

Iba delante de mí y yo buscaba con la mirada la punta roja del cigarrillo. Ni una bombilla por allí cerca. Llevaba los brazos extendidos para no toparme con una pared.

–No es la primera vez que Yvonne conoce a un joven de buena familia…

Risa breve. Con voz muy sorda:

–Ya ve, amiguito…

Me apretó el brazo con mucha fuerza a la altura del bíceps. Estaba de cara a mí. Yo volvía a ver la punta fosforescente del cigarrillo. No nos movíamos.

–Ha hecho ya tantas tonterías… –suspiró–. Y ahora esta historia del cine…

Yo no lo veía, pero pocas veces había notado en alguien tanto cansancio y tanta resignación.

–No vale de nada hacerle los cargos… Es como su padre… Como Albert…

Me tiró del brazo y seguimos andando. Me apretaba el bíceps cada vez con más fuerza.

–Le cuento todo esto porque me cae usted simpático… y me parece educado…

Retumbaba el ruido de nuestros pasos por toda aquella extensión. Yo no entendía cómo podía orientarse en la oscuridad. Como se me escabullera, no tendría posibilidad alguna de saber por dónde ir…

–¿Y si volviéramos? –dije.

–¿Sabe? Yvonne siempre quiso vivir por encima de sus posibilidades… Y eso es peligroso…, muy peligroso…

Me había soltado el bíceps y yo, para no perderlo, iba muy agarrado al faldón su chaqueta. No se daba por enterado.

–A los dieciséis años se las apañaba para comprar los productos de belleza por kilos.

Apretaba el paso, pero yo seguía agarrado al faldón de la chaqueta.

–No quería tratarse con la gente del barrio… Prefería a los veraneantes del Sporting… Como su padre…

Tres bombillas juntas, encima de nuestras cabezas, me deslumbraron. El tío de Yvonne torció hacia la izquierda y acarició la pared con las yemas de los dedos. El ruido seco de un conmutador. Nos rodeó una luz muy fuerte: unos focos fijados en el techo iluminaban toda la nave. Parecía aún más amplia.

–Usted disculpe, amiguito, pero sólo podíamos encender los focos desde aquí…

Estábamos al fondo del hangar. Unos cuantos coches americanos aparcados uno junto a otro, un autocar Chausson antiguo con las ruedas pinchadas. Me fijé, a la izquierda, en un taller acristalado que parecía un invernadero, junto al cual habían colocado, formando un cuadrado, unas jardineras de madera con plantas de interior. En el lugar aquel habían cubierto el suelo de grava y una hiedra trepaba por la pared. Había incluso un cenador, una mesa y unas sillas de jardín.

–¿Qué le parece mi merendero, eh, amiguito?

Acercamos las sillas a la mesa de jardín y nos sentamos, uno frente a otro. Él tenía puestos ambos codos encima de la mesa y se sujetaba la barbilla con las palmas de las manos. Parecía agotado.

–Aquí es donde hago una pausa cuando estoy harto de hurgar en los motores… Es mi glorieta…

Me señalaba los coches americanos y, luego, el autocar Chausson, detrás.

–¿Ve esa chatarra ambulante?

Tenía cara de estar harto, como si estuviera espantando una mosca.

–Es tremendo que ya no le guste a uno su oficio…

Yo hice una mueca que era una sonrisa de incredulidad.

–Vamos…

–¿Y a usted le gusta todavía su oficio?

–Sí –dije, sin saber muy bien de qué oficio se trataba.

–A la edad de usted, la gente se come el mundo…

Me envolvía en una mirada tierna que me trastornaba.

–Se come el mundo –repetía, a media voz.

Allí estábamos, alrededor de la mesa de jardín, tan pequeños en aquella nave inmensa. Las jardineras con plantas de interior, la hiedra y la grava constituían un oasis imprevisto. Nos amparaban de la desolación del entorno: el grupo de coches que esperaban turno (a uno le faltaba una aleta) y el autocar pudriéndose al fondo. La luz que desprendían los focos era fría, pero no amarilla como la de la escalera y la del pasillo por el que había pasado con Yvonne. En aquella luz había un toque gris azulado. Un gris azulado gélido.

–¿Quiere una menta con agua? Es todo lo que tengo aquí.

Fue hacia el taller acristalado y volvió con dos vasos, la botella de jarabe de menta y una jarra de agua. Chocamos los vasos.

–Hay días, muchacho, en que me pregunto qué coño pinto en este taller…

Estaba claro que aquella noche necesitaba hacerle confidencias a alguien…

–Me resulta demasiado grande.

Barría con el brazo la nave en toda su extensión.

–Primero nos dejó Albert… Y, luego, mi mujer… Y ahora Yvonne…

–Pero viene a verlo muchas veces –insinué.

–No. La señorita quiere hacer películas de cine… Se cree que es Martine Carol…

–Pero llegará a ser una nueva Martine Carol –repliqué con voz firme.

–Vamos… No diga tonterías… Es demasiado perezosa…

Un trago de menta se le había ido por otro lado y se estaba ahogando. Tosía. No conseguía parar de toser y se ponía encarnadísimo. Seguro que iba a asfixiarse. Le di fuertes palmadas en la espalda hasta que se le calmó la tos. Alzó hacia mí una mirada que rebosaba benevolencia.

–Para qué nos vamos a preocupar… ¿eh, amiguito?

Tenía la voz más sorda que nunca. Desgastada por completo. De cada dos palabras que decía, sólo le entendía una, pero con eso bastaba para suponer lo demás.

–Es usted muy buen chico, amiguito… Y muy educado…

El ruido de una puerta que habían cerrado de golpe, un ruido muy lejano, pero que el eco reverberaba. Venía del fondo del hangar. La puerta del comedor, allá, a unos cien metros de nosotros. Reconocí la silueta de Yvonne, la melena pelirroja que le caía hasta la cintura cuando no se la peinaba. Desde donde estábamos, parecía diminuta, una liliputiense. El perro le llegaba al pecho. Nunca olvidaré la visión de aquella niña y de aquel moloso que se nos acercaban y, poco a poco, iban recobrando las proporciones auténticas.

–Ahí viene –comentó su tío–. No le cuente lo que le he dicho, ¿eh? Tiene que quedar entre nosotros.

–Claro que sí…

No le quitábamos los ojos de encima según iba cruzando la nave. El perro iba de avanzadilla.

–Qué menudita parece –comenté.

–Sí, muy menudita –dijo su tío–. Es una niña… difícil…

Nos veía y nos hacía señas con el brazo. Gritaba: Victor… Victor…, y el eco de aquel nombre, que no era el mío, retumbaba de un extremo a otro de la nave. Llegó a donde estábamos y se sentó a nuestra mesa, entre su tío y yo. Se había quedado un tanto sin aliento.

–Qué detalle que hayas venido a hacernos compañía –le dijo su tío–. ¿Quieres una menta con agua? ¿Fresca? ¿Con hielo?

Volvió a llenar los vasos de todos. Yvonne me sonreía y, como solía pasarme siempre, me entraba algo así como un vértigo.

–¿De qué estabais hablando los dos?

–De la vida –dijo su tío.

Encendió un Royale y yo sabía que se lo dejaría en la comisura de los labios hasta que le quemase la boca.

–Es buen chico, el conde… Y muy bien educado.

–Ay, sí –dijo Yvonne–. Victor es un individuo exquisito.

–A ver, repítelo –dijo su tío.

–¿Os lo parece de verdad? –pregunté, volviéndome hacia uno y, luego, hacia otro. Debía de estar poniendo una cara muy rara, porque Yvonne me dio un pellizco en la mejilla y me dijo, como si quisiera tranquilizarme:

–Que sí, que eres exquisito.

Su tío abundaba por su cuenta:

–Exquisito, muchacho, exquisito… Es usted exquisito…

–Pues entonces…

Y ahí me quedé, pero aún me acuerdo de lo que tenía intención de decir: «Pues, entonces, ¿puede concederme la mano de su sobrina?» Era el momento ideal, todavía lo pienso hoy en día, para pedirla en matrimonio. Sí. No continué la frase. Y él repetía con voz cada vez más bronca:

–Exquisito, muchacho, exquisito…, exquisito…, exquisito…

El perro asomaba la cabeza entre las plantas y nos observaba. Una nueva vida podría haber empezado a partir de aquella noche. Nunca habríamos debido separarnos. Me notaba tan a gusto entre ella y él, alrededor de la mesa de jardín, en aquella nave grande que, seguramente, deben de haber derribado ya.