Capítulo XII
Va por el tercer «oporto claro». No le quita ojo a la foto de gran tamaño de Hendrickx que está encima de las hileras de botellas. Hendrickx en sus buenos tiempos, veinte años antes de aquel verano en que a mí me enfureció verlo bailar con Yvonne la noche de la Copa. Hendrickx joven y delgado y romántico –un cruce de Mermoz con el duque de Reichstadt–, una foto antigua que la chica que llevaba el bar del Sporting me enseñó un día cuando le estaba haciendo preguntas acerca de mi «rival». Había engordado mucho desde entonces.
Supongo que Meinthe, tras contemplar ese documento histórico, acabó por sonreír, con esa sonrisa inesperada suya que nunca expresaba alegría, sino que era una descarga nerviosa. ¿Se acordó de la noche en que estábamos los tres en el Sainte-Rose, después de la Copa? Debió de contar los años: cinco, diez, doce… Tenía la manía de contar los días y los años. «Dentro de un año y treinta y tres días cumpliré veintisiete años… Hace siete años y cinco días que nos conocemos Yvonne y yo…»
El otro cliente se iba con andares inseguros tras pagar los dry que se había tomado; pero se había negado a pagar además las llamadas telefónicas, alegando que nunca había pedido que lo pusiesen con el «233 de Chambéry». Como la discusión corría el riesgo de prolongarse hasta las claras del alba, Meinthe le explicó que él pagaría el teléfono. Y que, por lo demás, era él, Meinthe, quien había pedido que lo pusiesen con el 233 de Chambéry. Él y nadie más que él.
Falta poco para las doce de la noche. Meinthe le lanza una última mirada a la foto de Hendrickx y se dirige a la puerta del Cintra. Cuando va a salir, entran dos hombres, empujándolo sin apenas disculparse. Luego, tres. Luego, cinco. Cada vez son más y siguen llegando. Todos llevan prendido en la solapa del abrigo un rectangulito de cartón en donde pone: «Inter-Touring». Hablan a voces, se ríen muy alto, se dan fuertes palmadas en la espalda. Los participantes en el «Congreso» al que se refirió la camarera hace un rato. Uno, más solicitado que los demás, fuma en pipa. Mariposean a su alrededor y se dirigen a él: «Presidente… Presidente… Presidente…» Meinthe intenta en vano abrirse paso. Lo han hecho retroceder hasta la barra. Forman grupos compactos. Meinthe los rodea, busca un claro, se escurre, pero vuelven a acorralarlo y pierde terreno. Está sudando. Uno le pone la mano en el hombro, creyendo seguramente que se trata de un «colega» y Meinthe se ve en el acto metido en uno de los grupos: el del «presidente». Están apretujados como en la estación de metro Chaussée d’Antin en hora punta. El presidente, que es más bajo, protege la pipa envolviéndola con la palma de la mano. Meinthe consigue zafarse de ese barullo, pega con el hombro, da codazos y, al fin, se abalanza hasta quedar pegado a la puerta. La abre a medias y se cuela hacia la calle. Alguien sale detrás de él y lo llama:
–¿Adónde va? ¿Es del Inter-Touring?
Meinthe no contesta.
–Debería quedarse. El presidente invita a una «ronda»… Venga, quédese…
Meinthe aprieta el paso. El otro repite, con voz suplicante:
–Venga, quédese…
Meinthe anda cada vez más deprisa. El otro empieza a gritar:
–El presidente va a notar que falta uno del InterTouring… Vuelva… Vuelva…
La voz se oye con toda claridad en la calle desierta.
Meinthe ha llegado ahora ante el surtidor del Casino. En invierno no cambia de color y sube mucho menos alto que durante la «temporada». Se queda un momento mirándolo y luego cruza y tira por la avenida de Albigny, por la acera de la izquierda. Camina despacio y hace unas eses poco pronunciadas. Parece que va paseando sin prisa. De vez en cuando le da una palmadita a la corteza del tronco de un plátano. Pasa junto a la prefectura. Toma, por supuesto, por la primera calle a la izquierda, que se llama –si no me fallan los recuerdos– avenida de Mac-Croskey. Hace doce años no existía esta hilera de edificios nuevos. En vez de eso había un parque abandonado en cuyo centro se alzaba una casa grande de estilo anglo-normando donde no vivía nadie. Llega a la encrucijada de Pelliot. Nos sentábamos muchas veces en esos bancos Yvonne y yo. Se mete a la derecha por la avenida de Pierre-Forsans. Yo podría ir por ese camino con los ojos cerrados. El barrio no ha cambiado gran cosa. Lo han respetado por razones misteriosas. Las mismas villas, con sus jardines alrededor y sus setos bajos, los mismos árboles a ambos lados de las avenidas. Pero les faltan las hojas. El invierno le da a todo un aspecto desolado.
Ya estamos en la calle de Marlioz. La villa está en la esquina, allá a la izquierda. La veo. Y te veo, andando con paso aún más lento que hace un rato y empujando con el hombro la portalada de madera. Te has sentado en el sofá del salón sin encender la luz. El farol de enfrente derrama su luz blanca.
«8 de diciembre… Un médico de A…, René Meinthe, de treinta y siete años, se quitó la vida en la noche del viernes al sábado en su domicilio. El desesperado abrió el gas.»
Iba yo –no recuerdo ya por qué– a lo largo de los soportales de la calle de Castiglione cuando leí esas pocas líneas en un periódico de la tarde. En Le Dauphiné, el diario local, venían más detalles. Meinthe gozaba del honor de salir en primera página, con el titular: «SUICIDIO DE UN MÉDICO DE A…», que remitía a la página 6, la de informaciones de la comarca:
«8 de diciembre. El doctor René Meinthe se quitó la vida anoche en su villa sita en el número 5 de la avenida de Jean-Charcot. A la señorita B…, empleada del doctor, al llegar a la casa como cada mañana, la alarmó en el acto el olor a gas. Era ya demasiado tarde. El doctor Meinthe dejó una carta.
»Lo habían visto ayer noche en la estación cuando llegó el expreso con destino a París. Hay un testigo que informa de que pasó un momento por el Cintra, en el 23 de la calle de Sommeiller.
»El doctor René Meinthe, tras desempeñar su profesión de médico en Ginebra, había vuelto hacía cinco años a A…, cuna de su familia, donde ejercía como osteópata. Se sabía que estaba pasando por algunas dificultades de orden profesional. ¿Se debe a ellas su determinación desesperada?
»Tenía treinta y siete años. Era hijo del doctor Henri Meinthe, que fue unos de los héroes y mártires de la Resistencia y cuyo nombre lleva una de las calles de nuestra ciudad.»
Seguí andando al azar y mis pasos me llevaron hasta la plaza de Le Carrousel, que crucé. Me metí en uno de los dos jardincillos que cerca el palacio del Louvre, antes de llegar a la Cour Carrée. Hacía un sol de invierno suave y unos niños jugaban en el césped en cuesta, al pie de la estatua del general La Fayette. La muerte de Meinthe iba a dejar para siempre ciertas cosas sin aclarar. Por ejemplo, yo no sabría nunca quién era Henri Kustiker. Repetí ese apellido en voz alta. Kus-ti-ker, Kus-ti-ker, un apellido que ya no tenía sentido para nadie, sólo para mí. Y para Yvonne. Pero ¿qué había sido de ella? Lo que nos hace caer más en la cuenta de que ha desaparecido una persona son las contraseñas que existían entre ella y nosotros, que, de pronto, se vuelven inútiles y vacías.
Kustiker… En aquella época hice miles y miles de conjeturas, cada una de ellas más inverosímil que la anterior; pero intuía que la verdad también tenía que ser rara. E inquietante. Meinthe nos invitaba a veces a tomar el té en la villa. Una tarde, a eso de las cinco, estábamos en el salón. Oyendo la melodía favorita de René: The Café Mozart Waltz, cuyo disco ponía una y otra vez. Llamaron a la puerta. Intentó contener un tic nervioso. Vi –e Yvonne también– a dos hombres en el rellano; sostenían a un tercer hombre que tenía la cara cubierta de sangre. Cruzaron deprisa el vestíbulo y se fueron hacia el cuarto de Meinthe. Oí que uno de ellos decía:
–Ponle una inyección de alcanfor. Si no esta guarra se nos va a morir en las manos…
Sí. Yvonne oyó lo mismo. René vino y nos pidió que nos fuéramos en el acto. Dijo con tono seco: «Ya os explicaré…»
No nos lo explicó, pero me había bastado con ver a medias a los dos hombres para darme cuenta de que eran «policías» o individuos relacionados de una forma u otra con la policía. Algunas coincidencias, algunos de los recados de Kustiker me confirmaron en esa opinión. Era la época de la guerra de Argelia, y Ginebra, adonde iba Meinthe a sus citas, hacía las veces de placa giratoria. Agentes de todo tipo. Policías paralelas. Redes clandestinas. Nunca entendí nada. ¿Qué papel desempeñaba René en todo aquello? En varias ocasiones, intuí que le hubiera gustado tomarme por confidente, pero seguramente le parecía demasiado joven. O, sencillamente, cuando estaba a punto de llegar a las confidencias, lo invadía un cansancio inmenso y prefería guardarse el secreto.
Una noche, sin embargo, en que yo no paraba de preguntarle, como en broma, quién era el tal «Henri Kustiker» e Yvonne lo estaba haciendo rabiar repitiéndole la frase ritual: «¿Oiga? Henri Kustiker al aparato…», lo vimos más tenso que de costumbre. Comentó con voz sorda: «Si supierais todo lo que me obligan a hacer esos cabrones…» Y añadió con voz tajante: «Como si a mí me importasen algo sus rollos de Argelia…» Un minuto después había recobrado la despreocupación y el buen humor y nos estaba proponiendo que fuéramos al Sainte-Rose.
Doce años después, caía yo en la cuenta de que no sabía gran cosa de René Meinthe y me reprochaba aquella falta de curiosidad mía de la época en que lo veía casi a diario. Con el paso del tiempo la persona de Meinthe –y también la de Yvonne– se enturbiaron y me daba la impresión de que no los veía ya sino a través de un cristal esmerilado.
Allí, en aquel banco de una glorieta, con el diario que anunciaba la muerte de René junto a mí, volví a ver breves secuencias de aquella temporada, pero tan desenfocadas como de costumbre. Un sábado por la noche, por ejemplo, en que estábamos cenando, Meinthe, Yvonne y yo, en una taberna pequeña a orillas del lago. A eso de las doce, un grupo de gamberros rodeó nuestra mesa y empezó a meterse con nosotros. Meinthe, con total sangre fría, cogió la botella, la rompió contra el borde de la mesa y blandió el gollete erizado de aristas.
–Al primero que se acerque le rajo la cara…
Dijo la frase con un tono de alegría malvada que me asustó. A los demás también. Retrocedieron. Durante el camino de vuelta, René cuchicheó:
–Cuando pienso que le han tenido miedo a la reina Astrid…
Sentía una admiración particular por aquella reina y llevaba siempre consigo una foto suya. Había acabado por convencerse de que, en una vida anterior, había sido la joven, hermosa y desdichada reina Astrid. Junto con la foto de Astrid llevaba esa en la que estábamos los tres, la noche de la Copa. Tengo otra, tomada en la avenida de Albigny, en donde Yvonne va cogida de mi brazo. Al lado está el perro, muy circunspecto. Parece una foto de esponsales. Y, además, he conservado otra, mucho más antigua, que me dio Yvonne. Es de tiempos del barón. Se los ve a Meinthe y a ella, una tarde soleada, sentados en la terraza del Bar Basque de Saint-Jean-de-Luz.
Ésas son las únicas imágenes nítidas. Lo demás está en un nimbo de bruma. Vestíbulo y habitación de L’Hermitage. Jardines del Windsor y del Hotel Alhambra. Villa Triste. El Sainte-Rose. Sporting. Casino. Houligant. Y las sombras de Kustiker (pero ¿quién era Kustiker?), de Yvonne Jacquet y de un tal conde Chmara.