Capítulo VIII
–Un oporto lo más claro posible, hijita –repite Meinthe.
La camarera no lo entiende.
–¿Claro?
–Muy, muy claro.
Pero lo dice sin convicción.
Se pasa una mano por las mejillas sin afeitar. Hace doce años se afeitaba dos o tres veces al día. Por la guantera del Dodge andaba rodando una maquinilla de afeitar eléctrica, pero, a lo que decía, aquel aparato no le servía para nada porque él tenía la barba durísima. A veces se le rompían incluso las hojas de afeitar azul extra.
Vuelve la camarera con una botella de Sandeman y le llena una copa:
–No tengo oporto… «claro».
Cuchichea «claro» como si se tratase de una palabra malsonante.
–No tiene importancia, hijita –le contesta Meinthe.
Y sonríe. Ha rejuvenecido de golpe. Sopla en la copa y contempla las arrugas de la superficie del oporto.
–¿No tendría una paja, hijita?
Ella se la trae de mala gana, con expresión hosca. No tiene más de veinte años. Debe de estarse diciendo: «¿Hasta qué hora se va a quedar este zumbado? ¿Y el otro del fondo, con esa chaqueta de cuadros?» Como todas las noches, acaba de reemplazar a Geneviève, esa que ya estaba allí a principios de los sesenta y que, durante el día, llevaba el bar del Sporting, cerca de las cabinas. Una rubia con mucho encanto. Por lo visto tenía un soplo cardíaco.
Meinthe se volvió hacia el hombre de la chaqueta de cuadros. La chaqueta es el único recurso para que se fijen en él. Pues todo es mediocre en el rostro ese: bigotito negro, nariz bastante grande, pelo moreno peinado hacia atrás. Aunque hace un momento adoptaba la apariencia de un borracho, está muy erguido, con una expresión de suficiencia en la comisura de los labios:
–¿Quiere ponerme… –la voz es pastosa y titubeante– con el 233 de Chambéry…?
La camarera marca. Alguien contesta al otro extremo del hilo. Pero el hombre de la chaqueta de cuadros sigue, muy tieso, en su mesa.
–Señor, tengo a esa persona al aparato –dice la camarera intranquila.
Él no se mueve ni un milímetro. Tiene los ojos muy abiertos y saca un poco la barbilla.
–Señor…
Sigue de piedra. La camarera cuelga. Debe de estar empezando a preocuparse. Cuidado que son raros estos dos clientes… Meinthe ha contemplado la escena con un fruncimiento de ceño. Al cabo de unos minutos, el hombre vuelve a decir con voz aún más sorda:
–¿Quiere ponerme con… el 233 de Chambéry…?
La camarera no se mueve. El hombre sigue, imperturbable:
–¿Quiere ponerme con…?
Ella se encoge de hombros. Entonces Meinthe se inclina hacia el teléfono y marca el número. Cuando oye la voz, alarga el auricular hacia donde está el hombre de la chaqueta de cuadros, pero éste no hace ni un movimiento. Clava en Meinthe los ojos, muy abiertos.
–Vamos, caballero… –susurra Meinthe–. Vamos…
Acaba por dejar el auricular encima de la barra y se encoge de hombros.
–A lo mejor tiene ganas de ir a acostarse, hijita –le dice a la camarera–. No querría entretenerla.
–No. De todas formas cerramos a las dos de la mañana… Va a venir gente.
–¿Gente?
–Hay un congreso. Aterrizarán aquí.
Se pone un vaso de Coca-Cola.
–Esto no está muy animado en invierno, ¿verdad?
–Yo voy a irme a París –le contesta ella en tono agresivo.
–Hace usted bien.
El hombre, desde la parte de atrás, chasquea los dedos.
–¿Podría ponerme otro dry, por favor? –Y añade–: Y ponerme con el 233 de Chambéry.
Meinthe vuelve a marcar el número y, sin darse la vuelta, pone el auricular junto a él, en un taburete. A la chica le entra una risa incontenible. Meinthe alza la cabeza y sus ojos topan con las fotos antiguas de Émile Allais y de James Couttet, encima de las botellas de licor. Han añadido una foto de Daniel Hendrickx, que se mató hace unos años en un accidente de coche. Debe de ser seguramente una iniciativa de Geneviève, la otra camarera. Estaba enamorada de Hendrickx en los tiempos en que trabajaba en el Sporting. En los tiempos de la Copa Houligant.