Capítulo VI

Capítulo VI

En L’Hermitage, Yvonne tenía no sólo un cuarto, sino también un salón que amueblaban tres sillones tapizados con telas estampadas, una mesa redonda de caoba y un sofá. En las paredes del salón y las del dormitorio estaba un papel pintado que reproducía las telas de Jouy. Mandé que pusieran el baúl-armario en un rincón del cuarto, de pie, para tener a mano todo cuanto estaba en los cajones. Jerséis o periódicos atrasados. Las maletas las metí a empujones al fondo del todo del cuarto de baño, sin abrirlas, porque hay que estar listo para irse en cualquier momento y hay que considerar todos los cuartos donde vamos a parar como refugios provisionales.

Por lo demás, ¿dónde habría podido colocar mi ropa, mis libros y mis guías de teléfonos? Los vestidos y los zapatos de ella llenaban todos los armarios y algunos andaban rodando por los sillones y el sofá del salón. La mesa de caoba estaba atestada de cosméticos. La habitación de hotel de una actriz de cine, pensé. Ese desorden que describen los periodistas en Ciné Mondial o en Vedettes. Leer todas esas revistas me había impresionado mucho. Y estaba soñando. Así que evitaba los ademanes demasiado bruscos y las preguntas demasiado concretas para no despertarme.

Ya la primera noche, creo, me pidió que leyera el guión de la película que acababa de rodar, con dirección de Rolf Madeya. Estaba muy emocionado. La película se llamaba. Liebesbriefe auf dem Berg (Cartas de amor en la montaña). La historia de un monitor de esquí que se llama Kurt Weiss. En invierno da clase a las extranjeras ricas que pasan las vacaciones en esa estación elegante del Vorarlberg. Las seduce a todas con su cutis tostado y su extremada belleza física. Pero acaba por enamorarse como un loco de una de ellas, la mujer de un industrial húngaro, y ella comparte esos sentimientos. Bailan hasta las dos de la mañana en el bar elegantísimo de la estación ante las miradas envidiosas de las demás mujeres. Luego, Kurtie y Léna rematan la noche en el Hotel Bauhaus. Se juran amor eterno y hablan de su vida futura en un chalet aislado. Ella tiene que irse a Budapest, pero le promete que volverá lo antes posible. «Ahora en la pantalla cae la nieve; luego cantan unas cascadas y los árboles se cubren de hojas nuevas. Es primavera y no tardará en llegar el verano.» Kurt Weiss trabaja en su oficio de verdad, albañil, y cuesta ver en él al hombre guapo y tostado del invierno. Escribe todas las tardes una carta a Léna y espera en vano que ella le responda. Una joven de la comarca va a verlo de vez en cuando. Dan largos paseos juntos. Ella lo quiere, pero él no deja de pensar en Léna. Tras unas cuantas peripecias, que se me han olvidado, el recuerdo de Léna se va difuminando poco a poco y la joven va ganando puestos (ése era el personaje que interpretaba Yvonne) y Kurtie se da cuenta de que no tiene derecho a desatender un interés tan tierno. En la escena final, ambos se besan sobre un fondo de montañas y de sol poniente.

El panorama de una estación de deportes de invierno, de sus costumbres y su clientela, me parecía muy bien «pintado». En cuanto a la joven que encarnaba Yvonne, era «un papel estupendo para una principiante».

Le di mi opinión. Me escuchó muy atentamente. Y yo me sentí muy ufano. Le pregunté en qué fecha podríamos ver la película. No antes del mes de septiembre, pero Madeya haría seguramente un pase del «copión» en Roma dentro de quince días. En tal caso, me llevaría consigo porque tenía muchísimas ganas de saber qué me parecía su «interpretación»…

Sí, cuando intento recordar los primeros momentos de nuestra «vida en común», oigo, como en una cinta magnética desgastada, nuestras conversaciones acerca de su «carrera». Quiero hacerme el interesante, Le doy coba… «Esa película de Madeya es muy importante para ti, pero ahora tienes que encontrar a alguien que te dé a valer de verdad… Un individuo que sea un genio… Un judío, por ejemplo…» Ella está cada vez más atenta. «¿Tú crees?» «Sí, sí, estoy seguro.»

Me asombra el candor de su rostro, a mí, que sólo tengo dieciocho años. «¿Tú crees? ¿De verdad?», me dice. Y, en torno, la habitación está cada vez más desordenada. Creo que estuvimos dos días sin salir.

¿De dónde venía? Me di cuenta enseguida de que no vivía en París. Hablaba de París como de una ciudad que apenas conocía. Había estado alojada dos o tres veces, por pocos días, en el Windsor-Reynolds, un hotel de la calle de Beaujon, que yo recordaba muy bien: mi padre, antes de su extraña desaparición, me citaba allí a veces (tengo una laguna: ¿fue en el vestíbulo del Windsor-Reynolds o en el del Lutetia donde lo vi por última vez?). Dejando aparte el Windsor-Reynolds, sólo se le habían quedado de París la calle de Colonel-Moll y el bulevar de Beauséjour, en donde tenía unos «amigos» (no me atrevía a preguntarle qué amigos). En cambio, Milán y Ginebra salían a relucir con frecuencia cuando hablaba. Había trabajado en Milán, y en Ginebra también. Pero ¿qué clase de trabajo?

Miré a hurtadillas su pasaporte. Nacionalidad francesa. Domiciliada en Ginebra, plaza de Dorcière, 6 bis. ¿Por qué? Me quedé muy asombrado al ver que había nacido en la ciudad de Alta Saboya en donde estábamos. ¿Coincidencia? ¿O era oriunda de la zona? ¿Tenía aún familia aquí? Aventuré una pregunta indirecta al respecto, pero quería ocultarme algo. Me contestó de forma muy inconcreta y me dijo que la habían criado en el extranjero. No insistí. Con el tiempo, pensé, acabaré por saberlo todo. Ella también me hacía preguntas. ¿Estaba aquí de vacaciones? ¿Por cuánto tiempo? Enseguida había adivinado, me dijo, que yo venía de París. Puse en su conocimiento que «mi familia» (y notaba una gran voluptuosidad al decir «mi familia») tenía mucho empeño en que me tomase un descanso de varios meses por culpa de mi salud «precaria». Según le iba dando esas explicaciones, veía unas diez personas muy serias, sentadas alrededor de una mesa, en una habitación con las paredes forradas de madera: el «consejo de familia» que iba a tomar decisiones en lo tocante a mí. Las ventanas de la habitación daban al bulevar de Malesherbes y yo pertenecía a esa añeja burguesía judía que se había afincado allá por 1890 en el barrio de La Plaine-Monceau. Me preguntó a quemarropa: «Chmara es un apellido ruso. ¿Es ruso?» Entonces se me ocurrió otra cosa: vivíamos, mi abuela y yo, en una planta baja, cerca de L’Étoile, en la calle de Lord Byron, para ser exactos, o en la calle de Bassano (tengo necesidad de detalles concretos). Vivíamos de vender nuestras «joyas de familia», o de empeñarlas en el monte de piedad de la calle de Pierre-Charron. Sí, era ruso, y me llamaba conde Chmara. Pareció impresionada.

Durante unos días no tuve ya miedo de nada ni de nadie. Y, luego, me volvió. Antiguo dolor lancinante.

La primera tarde en que salimos del hotel, cogimos el barco, el Amiral-Guisand, que daba la vuelta al lago. Yvonne lucía unas gafas de sol de montura grande y cristales opacos y plateados. Todo se reflejaba en ellos como en un espejo.

El barco avanzaba perezosamente y tardó al menos veinte minutos en cruzar el lago hasta Saint-Jorioz. El sol me hacía guiñar los ojos. Oía el rumor lejano de las motoras, los gritos y las risas de la gente que se estaba bañando. Pasó por el cielo una avioneta, bastante alto, llevando a remolque una pancarta en donde leí estas palabras misteriosas: COPA HOULIGANT… La maniobra fue larga hasta que atracamos, o, más bien, hasta que el Amiral-Guisand dio un golpe contra el muelle. Subieron tres o cuatro personas, entre ellas un sacerdote con una sotana de un rojo resplandeciente, y el barco siguió con su navegación jadeante. Pasado Saint-Jorioz, iba hacia una localidad llamada Voirens. Vendría luego Port-Lusatz y, algo más allá, Suiza. Pero el barco daría media vuelta e iría hacia el otro lado del lago.

El viento le echaba a Yvonne sobre la frente un mechón de pelo. Me preguntó si sería condesa si nos casábamos. Lo dijo en un tono de broma tras el que yo intuía una gran curiosidad. Le contesté que se llamaría «condesa Yvonne Chmara».

–Pero ¿eso de Chmara es ruso de verdad?

–Georgiano –le dije–. Georgiano…

Cuando el barco llegó a Veyrier-du-Lac, reconocí de lejos la villa blanca y rosa de Madeya. Yvonne miraba en la misma dirección. Alrededor de diez jóvenes se acomodaron en cubierta, junto a nosotros. La mayoría llevaba ropa de tenis y, bajo las faldas blancas plisadas de las chicas, asomaban unos muslos gruesos. Todos hablaban con ese acento dental tan apreciado por la zona de Le Ranelagh y de la avenida de Bugeaud. Y me pregunté por qué estos muchachos y chicas de la buena sociedad francesa tenían algo de acné unos y unos cuantos kilos de más otros. Debía de tener que ver seguramente con lo que comían.

Dos componentes de la pandilla sopesaban los méritos respectivos de las raquetas Jack Kramer y Pancho Gonzales. El más charlatán llevaba barba en collar y una camisa adornada con un cocodrilito verde. Conversación técnica. Palabras incomprensibles. Zumbido suave y arrullador, al sol. Una de las chicas rubias no parecía insensible al encanto de un moreno con mocasines y chaqueta blazer con escudo que se esforzaba por brillar ante ella. La otra rubia decía que «el guateque era pasado mañana por la noche» y que «sus padres les prestaban la villa». Ruido de agua contra el casco. La avioneta volvía hacia nosotros y leí otra vez la curiosa pancarta: COPA HOULIGANT.

Iban todos (por lo que me pareció entender) al club de tenis de Menthon-Saint-Bernard. Sus padres debían de tener villas a la orilla del lago. ¿Y nosotros, adónde íbamos? ¿Y nuestros padres, quiénes eran? ¿Era Yvonne de «buena familia» igual que los que llevábamos al lado? ¿Y yo? Mi título de conde desde luego valía más que un cocodrilito verde perdido en una camisa blanca… «Conde Victor Chmara, lo llaman por teléfono.» Sí, sonaba estupendamente, como unos platillos.

Bajamos del barco en Menthon, con ellos. Caminaban delante de nosotros, con las raquetas en la mano. Íbamos por una carretera que flanqueaban unas villas que, por fuera, recordaban los chalets de montaña y en donde, desde hacía ya varias generaciones, pasaba las vacaciones una burguesía soñadora. A veces las casas aquellas quedaban ocultas tras macizos de espinos albares o tras unos abetos. Villa Primevère, Villa Edelweiss, Les Chamois, Chalet Marie-Rose… Tiraron por un camino, a la izquierda, que llevaba hasta las verjas de una pista de tenis. Decrecieron su zumbido y sus risas.

Nosotros giramos a la derecha. Un cartel indicaba: «Grand Hôtel de Menthon». Un camino particular subía, en cuesta muy empinada, hasta una explanada cubierta de grava. Desde allí se tenía una vista tan despejada como la que se brindaba desde las terrazas de L’Hermitage, aunque más triste. Las orillas del lago, por esta zona, parecían abandonadas. El hotel era muy antiguo. En el vestíbulo, plantas de interior, sillones de roten y sofás grandes tapizados en escocés. Aquí venían familias en los meses de julio y agosto. Se alineaban siempre los mismos apellidos en el registro, apellidos dobles, muy franceses: Sergent-Delval, Hattier-Morel, Paquier-Panhard… Y, cuando tomamos una habitación, pensé que «conde Victor Chmara» iba a resultar como una mancha de grasa.

En torno, unos niños, su madre y sus abuelos, personas todas ellas muy dignas, se aprestaban a irse a la playa, con bolsas llenas de cojines y de toallas. Unos cuantos jóvenes rodeaban a un moreno alto, con camisa caqui del ejército y despechugado, de pelo muy corto. Se apoyaba en unas muletas. Los demás le preguntaban cosas.

Una habitación de esquina. Una de las ventanas daba a la explanada, y la otra la habían condenado. Un espejo de pie y una mesita con un tapete de encaje. Una cama de barrotes de cobre. Nos quedamos allí hasta que se hizo de noche.

Al cruzar por el vestíbulo, los vi; estaban cenando en el comedor. Todos iban arreglados. Hasta los niños llevaban corbata o vestiditos. Y éramos los únicos pasajeros en la cubierta del Amiral-Guisand. Cruzaba el lago aún más despacio que a la venida. Se detenía ante los embarcaderos vacíos y seguía adelante, en aquel crucero suyo de barcucho viejo y exhausto. Las luces de las villas parpadeaban entre las frondas. A lo lejos, el Casino, que iluminaban unos focos. Aquella noche había seguramente una fiesta. Me habría gustado que el barco se detuviera en medio del lago o pegado a uno de los pontones medio caídos. Yvonne se había quedado dormida.

Cenábamos muchas veces con Meinthe, en el Sporting. Las mesas, al aire libre, cubiertas con manteles blancos. En todas ellas, lámparas con dos pantallas. ¿Conocen esa foto en que se ve la cena del Baile de las Camitas Blancas, en Cannes, el 22 de agosto de 1939, y esta otra que llevo encima (sale en ella mi padre en medio de una concurrencia ya desaparecida), tomada el 11 de julio de 1948 en el casino de El Cairo, la noche de la elección de Miss Bathing Beauty, la joven inglesa Kay Owen? Pues esas dos fotos podrían haberse tomado en el Sporting aquel año, cuando cenábamos allí nosotros. El mismo decorado. La misma oscuridad «azul». Las mismas personas. Sí, reconocía algunas caras.

Meinthe llevaba en cada ocasión un esmoquin de un color diferente e Yvonne vestidos de muselina o de crespón. Le gustaban los boleros y los echarpes. Yo estaba condenado a mi único terno de franela y a mi corbata del International Bar Fly. Al principio, Meinthe nos llevaba al Sainte-Rose, un cabaret a la orilla del lago, pasado Menthon-Saint-Bernard, en Voirens, para ser exactos. Conocía al gerente, un tal Pulli, y me dijo que tenía prohibida la entrada en su país. Pero aquel hombre tripón con ojos de terciopelo parecía la dulzura en persona. Ceceaba. El Sainte-Rose era un sitio muy «fino». Andaban por allí los mismos veraneantes ricos del Sporting. El baile era en una terraza con pérgola. Me acuerdo de haber abrazado fuerte a Yvonne pensando que nunca podría vivir sin el olor de su piel y de su pelo; y los músicos tocaban Tuxedo Junction.

En resumidas cuentas, estábamos hechos para conocernos y entendernos bien.

Volvíamos muy tarde y el perro dormía en el salón. Desde que me había instalado con Yvonne en L’Hermitage, su melancolía iba a más. Cada dos o tres horas –con la regularidad de un metrónomo– daba la vuelta al dormitorio y, luego, volvía a tumbarse. Antes de irse al salón, se quedaba unos cuantos minutos ante la ventana de nuestro cuarto, se sentaba, con las orejas tiesas, seguía quizá con la mirada el avance del Amiral-Guisand por el lago o contemplaba el paisaje. Me llamaba la atención la discreción triste de aquel animal y me conmovía sorprenderlo en su cometido de vigilante.

Yvonne se ponía un albornoz de playa, de rayas anchas de color naranja y verde y se tumbaba, cruzada, en la cama para fumar un cigarrillo. En la mesilla, junto a un lápiz de labios o un vaporizador, siempre andaban rodando fajos de billetes de banco. ¿De dónde salía aquel dinero? ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo en L’Hermitage? La «habían» alojado allí durante el rodaje de la película. Pero ¿y ahora que ya estaba acabada? Tenía mucho empeño –me explicaba– en pasar la «temporada» en aquel lugar de veraneo. La «temporada» iba a ser muy «brillante». «Veraneo», «temporada», «muy brillante», «conde Chmara»… ¿Quién le mentía a quién en aquella lengua extranjera?

Pero ¿a lo mejor necesitaba alguien que la acompañase? Yo era atento, solícito, delicado, apasionado, como se es a los dieciocho años. Las primeras noches, cuando no hablábamos de su «carrera», me pedía que le leyese una o dos páginas de la Historia de Inglaterra de André Maurois. En cuanto empezaba, el dogo alemán venía en el acto a sentarse en el umbral de la puerta que daba al salón y me miraba con ojos serios. Yvonne, echada, con el albornoz de playa puesto, atendía, con el ceño levemente fruncido. Nunca conseguí entender por qué le gustaba este tratado de historia, si nunca en la vida había leído nada. Me contestaba cosas imprecisas: «Es algo muy hermoso, ¿sabes?» «André Maurois es un grandísimo escritor.» Me parece que se había encontrado aquella Historia de Inglaterra en el vestíbulo de L’Hermitage y que para ella aquel libro se había convertido en algo así como un talismán o un amuleto de la suerte. Me repetía, de vez en cuando: «No leas tan deprisa» o me preguntaba qué quería decir una frase. Quería aprenderse de memoria la Historia de Inglaterra. Le dije que André Maurois se alegraría mucho si se enterase. Entonces empezó a hacerme preguntas acerca de aquel autor. Le expliqué que Maurois era un novelista judío muy dulce y que le interesaba la psicología femenina. Una noche, quiso que le dictase una nota: «Señor Maurois, lo admiro. Leo su Historia de Inglaterra y me gustaría tener un autógrafo suyo. Respetuosamente. Yvonne X.»

Nunca contestó. ¿Por qué?

¿Desde cuándo conocía a Meinthe? De toda la vida. También él tenía –por lo visto– un piso en Ginebra y no se separaban casi nunca. Meinthe ejercía «más o menos» la medicina. Encontré entre las páginas del libro de Maurois una tarjeta de visita con estas tres palabras impresas: «Doctor René Meinthe» y, en la repisa de uno de los lavabos, entre los productos de belleza, una receta con el membrete: «Doctor R. C. Meinthe» y la prescripción de un somnífero.

Por lo demás, todas las mañanas, cuando nos despertábamos, encontrábamos una carta que Meinthe había echado por debajo de la puerta. He conservado algunas y el tiempo no ha borrado su aroma de vetiver. Me he preguntado si el aroma aquel venía del sobre, del papel o, ¿quién sabe?, de la tinta que usaba Meinthe. Vuelvo a leer una, al azar: «¿Tendré el gusto de veros esta noche? Tengo que pasar la tarde en Ginebra. Os llamaré al hotel a eso de las nueve. Un beso, Vuestro René M.» Y esta otra: «Disculpadme por no haber dado señales de vida. Pero llevo cuarenta y ocho horas sin salir de mi cuarto. Me acordé de que dentro de tres semanas cumpliré veintisiete años. Y de que seré una persona muy, muy vieja, viejísima. Hasta muy pronto. Un beso. Vuestra madrina de guerra, René.» Y esta otra, dirigida a Yvonne con letra más nerviosa: «¿No sabes a quién acabo de ver en el vestíbulo? A esa guarra de François Maulaz. Y ha querido darme la mano. Ah, no, nunca. Nunca. ¡A ver si revienta!» (la última palabra iba subrayada cuatro veces). Y otras cartas más.

Hablaban con frecuencia entre sí de gente a la que yo no conocía. Se me han quedado unos cuantos nombres: Claude Brun, Paulo Hervieu, una tal «Rosy», Jean-Pierre Pessoz, Pierre Fournier, François Maulaz, la «Carlton», uno al que llamaban Doudou Hendrickx y del que Meinthe decía que era un «cerdo»… No tardé en darme cuenta de que aquellas personas eran oriundas de donde estábamos, un lugar para pasar las vacaciones de verano, pero que volvía a ser una ciudad pequeña y anónima a finales de octubre. Meinthe decía que Brun y Hervieu habían «subido» a París, que «Rosy» había vuelto a hacerse cargo del hotel de su padre en La Clusaz y que aquella «guarra» de Maulaz, el hijo del librero, se exhibía todos los veranos en el Sporting con un actor de la Comédie-Française. Todos habían sido seguramente los amigos de infancia o de adolescencia de ambos. Cuando yo hacía alguna pregunta, Meinthe e Yvonne se mostraban evasivos e interrumpían su aparte. Me acordaba entonces de lo que había descubierto en el pasaporte de Yvonne y me los imaginaba a los dos, a eso de los quince o los dieciséis años, en invierno, a la salida del cine Le Régent.