Capítulo II

Capítulo II

¿Qué hacía yo a los dieciocho años a orillas de este lago, en esta conocida ciudad termal? Nada. Vivía en una pensión familiar, Les Tilleuls, en el bulevar de Carabacel. Habría podido alquilar una habitación en el centro, pero prefería estar en las alturas, a dos pasos del Windsor, de L’Hermitage y del Alhambra, cuyo lujo y cuyos jardines frondosos me tranquilizaban.

Porque me moría de miedo, una sensación que no se me ha pasado desde entonces: era mucho más aguda y más irrazonable en aquellos tiempos. Había salido huyendo de París con la idea de que aquella ciudad se estaba volviendo peligrosa para las personas como yo. Imperaba en ella un ambiente policial desagradable. Muchas redadas, demasiadas para mi gusto. Estallaban bombas. Me gustaría aportar alguna especificación cronológica y, puesto que los mejores puntos de referencia son las guerras, ¿qué guerra era, de hecho? Esa que se llamaba de Argelia, en los primeros años de la década de 1960, aquella época en que se circulaba en Florides descapotables y las mujeres se vestían mal. Los hombres también. Yo tenía miedo, todavía más miedo que ahora, y había escogido aquel lugar para refugiarme porque estaba a cinco kilómetros de Suiza. A la menor alarma, bastaba con cruzar el lago. En mi ingenuidad creía que cuanto más cerca estás de Suiza, más probabilidades tienes de salir con bien. Aún no sabía que Suiza no existe.

La «temporada» había empezado el 15 de junio. Ahora vendrían galas y fiestas, una tras otra. Cena de «los embajadores» en el Casino. Recital de Georges Ulmer. Tres representaciones de Écoutez bien Messieurs. Castillo de fuegos artificiales en el campo de golf de Chavoires el 14 de julio. El ballet del marqués de Cuevas y más cosas que me volverían a la memoria si tuviera a mano el programa que editaba la oficina de turismo. No lo he tirado y estoy seguro de que lo encontraría entre las páginas de alguno de los libros que estaba leyendo el año aquel. ¿Cuál? Hacía un tiempo «espléndido» y los asiduos del lugar preveían que el sol iba a durar hasta octubre.

Iba a bañarme muy pocas veces. Solía pasar el día en el vestíbulo y en los jardines del Windsor y acababa por convencerme de que al menos allí no corría riesgo alguno. Cuando me entraba el pánico –una flor que abría los pétalos despacio algo más arriba del ombligo– miraba lo que tenía enfrente, en la otra orilla del lago. Desde los jardines del Windsor se veía un pueblo. A cinco kilómetros apenas en línea recta. Era un distancia que se podía atravesar a nado. Por la noche, con una lanchita de motor, se tardarían unos veinte minutos. Pues claro. Intentaba calmarme recalcando las sílabas: «De noche, con una lanchita de motor…» Me notaba mejor y seguía con la novela que estaba leyendo, o con una revista inofensiva (me había prohibido a mí mismo leer los diarios u oír las noticias de la radio. Cada vez que iba al cine, tenía buen cuidado de llegar después del noticiario). No, ante todo no saber nada del mundo. No empeorar ese miedo, esa sensación de catástrofe inminente. No interesarse sino por las cosas anodinas: la moda, la literatura, el cine, las revistas musicales. Echarse en las amplias tumbonas, cerrar los ojos, relajarse, sobre todo relajarse. Olvidar. ¿Verdad que sí?

A media tarde, bajaba al centro. En la avenida de Albigny me sentaba en un banco y miraba el bullicio del lago, las idas y venidas de los veleros pequeños y los patines. Resultaba reconfortante. Por encima de la cabeza, me protegían las frondas de los plátanos. Seguía andando con pasos lentos y cargados de precaución. En la plaza de Le Pâquier, escogía siempre una mesa en la parte trasera de la terraza de La Taverne y pedía siempre un Campari con soda. Y miraba a toda aquella juventud que me rodeaba y a la que, por lo demás, pertenecía. Iba llegando cada vez más gente joven según iba avanzando la hora. Oigo aún sus risas, me acuerdo de los mechones caídos encima de los ojos. Las chicas llevaban pantalones pirata y pantalones cortos de vichy. Los chicos no le hacían ascos a la chaqueta blazer con escudo y al fular metido por el cuello de la camisa. Llevaban el pelo corto, con ese corte que llamaban «Rond-Point». Organizaban guateques. Las chicas irían con vestidos entallados y de mucho vuelo y bailarinas. Juventud formal y romántica a la que iban a mandar a Argelia. A mí no.

A las ocho, me iba a cenar a Les Tilleuls. A aquella pensión familiar, cuyo aspecto externo recordaba, según mi punto de vista, al de un pabellón de caza, iban todos los años alrededor de diez clientes habituales. Todos pasaban de los sesenta y, al principio, los irritaba mi presencia. Pero yo me mostraba muy discreto. Haciendo gala de gran economía de gestos, de una mirada voluntariamente apagada y de un rostro petrificado –parpadeaba lo menos posible–, me esforzaba por no agravar una situación ya precaria en sí. Se percataron de mi buena voluntad y creo que acabaron por mirarme con ojos más benévolos.

Servían las comidas en un comedor de estilo saboyano. Habría podido trabar conversación con los comensales que me caían más cerca, un matrimonio mayor y muy pulcro que venía de París; pero, por determinadas alusiones, me pareció entender que el marido era un inspector de policía retirado. Los demás también cenaban por parejas, salvo un señor de bigotes finos y cara de perro de aguas que daba la impresión de que lo habían dejado abandonado allí. Entre el barullo de las conversaciones, lo oía soltar, de vez en cuando, hipidos breves que parecían ladridos. Los huéspedes pasaban al salón y se sentaban, suspirando, en los sillones con fundas de cretona. La señora Buffaz, la dueña de Les Tilleuls, les servía una infusión o alguna copita de un licor digestivo. Las mujeres charlaban entre sí. Los hombres empezaban una partida de canasta. El señor con pinta de perro seguía la partida sentado aparte, tras haber encendido un puro melancólicamente.

Y yo me habría quedado muy a gusto con ellos, bajo la luz suave y apaciguadora de las lámparas con pantalla de seda rosa salmón, pero habría tenido que hablar o que jugar a la canasta. ¿Es posible que hubieran tolerado que me quedase, sin decir nada, mirándolos? Me bajaba otra vez el centro. A las nueve y cuarto en punto –nada más acabar el noticiario–, me metía en el cine Le Régent o me decidía por el cine del Casino, más elegante y más cómodo. He encontrado un programa de Le Régent que data de por entonces:

CINE LE RÉGENT

Del 15 al 23 de junio:

Tendre et violente Elisabeth de H. Decoin.

Del 24 al 30 de junio:

L’Année dernière à Marienbad de A. Resnais.

Del 1 al 8 de julio:

R.P.Z. appelle Berlin de R. Habib.

Del 9 al 16 de julio:

Le Testament d’Orphée de J. Cocteau.

Del 17 al 24 de julio:

Le Capitaine Fracasse de P. Gaspard-Huit.

Del 25 de julio al 2 de agosto:

Qui êtes-vous, M. Sorge? de Y. Ciampi.

Del 3 al 10 de agosto:

La Nuit de M. Antonioni.

Del 11 al 18 de agosto:

Le Monde de Suzie Wong.

Del 19 al 26 de agosto:

Le Cercle vicieux de M. Pecas.

Del 27 de agosto al 3 de septiembre:

Le Bois des amants de C. Autant-Lara.

Me gustaría mucho volver a ver unas cuantas imágenes de esas películas antiguas.

Después del cine, me iba a tomarme otro Campari en La Taverne. Ya no quedaba gente joven. Las doce. Debían de estar bailando en algún sitio. Me fijaba en todas aquellas sillas, en aquellas mesas vacías y en los camareros, que estaban recogiendo las sombrillas. Miraba fijamente el surtidor alto y luminoso del otro lado de la plaza, delante de la puerta del Casino. Cambiaba continuamente de color. Me entretenía contando cuántas veces se ponía verde. Una forma de pasar el tiempo como otra cualquiera, ¿verdad? Una vez, dos veces, tres veces. Cuando llegaba a 53, me levantaba, pero, la mayor parte de las veces, ni siquiera me molestaba en jugar a aquel juego. Pensaba en cosas inconcretas mientras bebía mecánicamente, a traguitos. ¿Se acuerdan de Lisboa durante la guerra? Todos aquellos individuos desplomados en los bares y en el vestíbulo del Hotel Aviz, con sus maletas y sus baúles, esperando un transatlántico que no iba a llegar. Bueno, pues me daba la impresión de ser, veinte años después, uno de aquellos individuos.

Las pocas veces en que llevaba el traje de franela y la única corbata que tenía (una corbata azul oscuro salpicada de flores de lis que me había regalado un americano y que llevaba cosidas al forro las palabras: «International Bar Fly»; me enteré más adelante de que era una sociedad secreta de alcohólicos. Merced a esa corbata podían reconocerse y hacerse mutuamente pequeños favores), me metía a veces en el Casino y me quedaba unos cuantos minutos en el umbral del Brummel, mirando bailar a la gente. Eran personas de entre treinta y sesenta años y a veces llamaba la atención alguna chica más joven en compañía de algún quincuagenario esbelto. Una clientela internacional bastante «fina» y que ondulaba al ritmo de éxitos italianos o de calipsos, el baile ese jamaicano. Subía, luego, a la sala de juego. Había con frecuencia quienes jugaban elevadas cantidades y copaban la banca. Los jugadores más opulentos venían de la cercana Suiza. Me acuerdo de un egipcio muy tieso, un pelirrojo de pelo lustroso y ojos de gacela, que se acariciaba pensativamente con el índice el bigote de mayor inglés. Jugaba con fichas de cinco millones y decían que era primo del rey Faruk.

Salir de nuevo al aire libre me suponía un alivio. Volvía despacio hacia Carabacel por la avenida de Albigny. No he vuelto a ver noches tan hermosas, tan límpidas como las de entonces. Las luces de las villas de las orillas del lago deslumbraban la vista con su resplandor, en el que yo notaba un algo musical, un solo de saxofón o de trompeta. Me llegaba también, muy leve, inmaterial, el rumor de los plátanos de la avenida. Esperaba el último funicular sentado en el banco de hierro del chalet. La sala de espera no tenía más luz que la de una lamparilla y me deslizaba, con una sensación de confianza total, dentro de aquella penumbra violácea. ¿Qué podía temer? El ruido de las guerras, el estrépito del mundo tendrían que atravesar, para llegar hasta aquel oasis de vacaciones, un muro de algodón. ¿Y a quién se le iba a ocurrir venir a buscarme entre estos veraneantes tan distinguidos?

Me bajaba en la primera estación: Saint-Charles-Carabacel y el funicular seguía subiendo, vacío. Parecía una luciérnaga grande.

Cruzaba por el pasillo de Les Tilleuls de puntillas, tras haberme quitado los mocasines, porque los viejos tienen el sueño ligero.