Capítulo III

Capítulo III

Estaba sentada en el vestíbulo de L’Hermitage, en uno de los sofás grandes del fondo y no le quitaba ojo a la puerta giratoria, como si estuviese esperando a alguien. Yo estaba en un sillón, a dos o tres metros de ella, y la veía de perfil.

Pelo caoba. Vestido de shantung verde. Y esos zapatos con tacones de aguja que llevaban las mujeres. Blancos.

Tenía un perro tendido a los pies. A ratos bostezaba y se desperezaba. Un dogo alemán gigantesco y linfático, con manchas negras y blancas. Verde, castaño rojizo, blanco, negro. Aquella combinación de colores me causaba algo así como un entumecimiento. ¿Cómo me las ingenié para acabar en el sofá, a su lado? ¿Quizá se me acercó el dogo, para olisquearme, con sus andares perezosos, y me hizo las veces de alcahuete?

Me fijé en que tenía los ojos verdes y unas pecas muy pálidas y en que tenía algunos años más que yo.

Aquella mañana nos paseamos por los jardines del hotel. El perro abría la marcha. Íbamos por un paseo que discurría bajo una bóveda de clemátides con grandes flores en malva y azul. Yo apartaba las frondas en racimo de los cítisos; caminábamos a lo largo de praderas de césped y de matas de aligustre. Había –si no recuerdo mal– plantas de roca de tonos escarchados, espinos albares de color de rosa, unas escaleras que flanqueaban jardineras vacías en forma de copa. Y el gigantesco parterre de dalias amarillas, rojas y blancas. Nos asomamos a la balaustrada y miramos el lago, allá abajo.

Nunca he podido saber con exactitud qué pensó de mí en aquel primer encuentro. A lo mejor me tomó por un hijo de familia millonario que se aburría. Lo que le hizo gracia, en cualquier caso, fue el monóculo que llevaba en el ojo derecho para leer, no por hacerme el dandy ni el afectado, sino porque veía mucho peor con ese ojo que con el otro.

No hablamos. Oigo el murmullo del chorro de un aspersor, que da vueltas en el centro de la pradera de césped más próxima. Alguien baja por las escaleras y se nos acerca, un hombre cuyo traje amarillo pálido he vislumbrado de lejos. Nos hace una seña con la mano. Lleva gafas de sol y se seca el sudor de la frente. Ella me lo presenta como René Meinthe. Él la corrige en el acto: «Doctor Meinthe», recalcando las dos sílabas de la palabra doctor. Con una sonrisa que parece una mueca. Ahora me toca presentarme a mí: Victor Chmara. Es el nombre que he escogido para rellenar la ficha de huésped en Les Tilleuls.

–¿Es usted un amigo de Yvonne?

Ella le contesta que acaba de conocerme en el vestíbulo de L’Hermitage y que uso monóculo para leer. Está visto que le hace mucha gracia. Me pide por favor que me ponga el monóculo para que lo vea el doctor Meinthe. Obedezco. «Muy bien», dice Meinthe, asintiendo con la cabeza con expresión pensativa.

Se llamaba Yvonne, pues. Pero ¿y el apellido? Se me ha olvidado. Así que basta con doce años para que se nos olviden los datos de las personas que han tenido importancia en nuestras vidas. Era un apellido afable, muy francés, algo así como: Coudreuse, Jacquet, Lebon, Mouraille, Vincent, Gerbault…

René Meinthe, a primera vista, era mayor que nosotros. Rondaba los treinta años, era de estatura media, tenía la cara redonda y nerviosa y el pelo rubio, peinado hacia atrás.

Volvimos al hotel cruzando por una parte del jardín que yo no conocía. Los paseos de grava eran rectilíneos, las praderas de césped simétricas y segadas a la inglesa. Alrededor de todas ellas llameaban platabandas de begonias o de geranios. Y, continuamente, el suave, el tranquilizador murmullo de los chorros de agua que regaban el césped. Me acordé del parque de Les Tuileries de mi infancia. Meinthe nos propuso que fuéramos a tomar algo y que almorzásemos luego en el Sporting.

Mi presencia les parecía de lo más natural y habría podido jurarse que nos conocíamos de toda la vida. Yvonne me sonreía. Hablábamos de cosas insignificantes. No me hacían preguntas, pero el perro me apoyaba la cabeza en la rodilla y me observaba.

Yvonne se levantó y nos dijo que iba a su cuarto a buscar un fular. ¿Así que estaba en L’Hermitage? ¿Qué hacía aquí? ¿Quién era? Meinthe se había sacado del bolsillo una boquilla y la mordisqueaba. Me fijé entonces en que estaba lleno de tics. Muy de tarde en tarde, se le crispaba el pómulo izquierdo como si intentase frenar la caída de un monóculo invisible, pero las gafas oscuras le tapaban a medias ese temblor. A veces, sacaba la barbilla y habría podido pensarme que estaba provocando a alguien. Y, para terminar, le sacudía de vez en cuando el brazo derecho una descarga eléctrica que le llegaba hasta la mano, que dibujaba arabescos en el aire. Todos aquellos tics se coordinaban de forma muy armoniosa y le daban a Meinthe una elegancia sobresaltada.

–¿Está usted de vacaciones?

Contesté que sí. Y que era una suerte que hiciera un tiempo tan «soleado». Y que aquel lugar de veraneo me parecía «paradisíaco».

–¿Es la primera vez que viene? ¿No lo conocía?

Le noté una pizca de ironía en la voz y me permití preguntarle, a mi vez, si él también estaba aquí de vacaciones. Titubeó.

–Bueno, no exactamente. Pero hace mucho que conozco este sitio… –Estiró el brazo indolentemente hacia un punto del horizonte y dijo, con voz cansada–: Las montañas… El lago… El lago…

Se quitó las gafas oscuras y me miró con ojos dulces y tristes. Sonreía:

–Yvonne es una chica maravillosa –me dijo–. Mara-vi-llo-sa.

Yvonne se estaba acercando a nuestra mesa con un fular de muselina verde alrededor del cuello. Me sonreía y no apartaba la vista de mí. Algo se me dilataba del lado izquierdo del pecho y decidí que aquel día era el más hermoso de mi vida.

Nos metimos en el coche de Meinthe, un Dodge antiguo de color crema, descapotable. Nos sentamos los tres en el asiento de delante, Meinthe al volante, Yvonne en medio, y el perro detrás. Meinthe arrancó con mucha brusquedad; el Dodge derrapó en la grava y casi raspa la pintura de la entrada del hotel. Íbamos despacio por el bulevar de Carabacel. Ya no oía el ruido del motor. ¿Lo habría apagado Meinthe para bajar por inercia? Los pinos piñoneros, a ambos lados, de la carretera, detenían los rayos del sol y se formaba un juego de luces. Meinthe silbaba bajito, yo dejaba que me acunase un leve balanceo y la cabeza de Yvonne se me apoyaba en el hombro en todas las curvas.

En el Sporting estábamos solos en el restaurante, el antiguo invernadero de naranjos que amparaban del sol un sauce llorón y unos macizos de rododendros. Meinthe le explicaba a Yvonne que tenía que ir a Ginebra y que volvería a primera hora de la noche. Pensé que eran hermanos. Pero no. No se parecían ni pizca.

Entró un grupo de alrededor de diez personas. Escogieron la mesa de al lado de la nuestra. Venían de la playa. Las mujeres llevaban marineras de felpa, de colores; y los hombres, albornoces. Uno, más alto y más atlético que los demás, de pelo rubio y ondulado, hablaba con todos a la vez. Meinthe se quitó las gafas oscuras. De pronto se había puesto muy pálido. Señaló con el dedo al hombre alto y rubio y con voz agudísima, casi como un silbido, dijo:

–Anda, si está aquí la Carlton… La GU-A-RRA mayor de la provincia…

El hombre se hizo el que no oía, pero sus amigos se volvieron hacia nosotros, boquiabiertos.

–¿Te has enterado de lo que he dicho, tú, Carlton?

Durante unos segundos reinó un silencio absoluto en el restaurante. El rubio atlético tenía la cabeza gacha. Los de alrededor estaban petrificados. Yvonne, en cambio, ni se había inmutado, como si estuviera acostumbrada a incidentes de ésos.

–No se asuste –me cuchicheó Meinthe, inclinándose hacia mí–, no pasa nada, nada de nada…

Se le había vuelto la cara inexpresiva e infantil; no se le notaba ya ni un tic. Seguimos charlando los tres y le preguntó a Yvonne qué quería que le trajera de Ginebra. ¿Bombones? ¿Cigarrillos turcos?

Nos dejó delante de la entrada del Sporting y nos dijo que podíamos volver a vernos a eso de las nueve de la noche, en el hotel. Yvonne y él hablaron de un tal Madeya (o Madeja) que daba una fiesta en una villa, a orillas del lago.

–Viene con nosotros, ¿verdad? –me preguntó Meinthe.

Miré cómo iba hacia el Dodge; y caminaba a sacudidas eléctricas sucesivas. Arrancó como la vez anterior, a toda marcha; y el coche volvió a rozar la entrada antes de perderse de vista. Alzaba el brazo para hacernos señas, sin volver la cabeza.

Estaba a solas con Yvonne. Me propuso que diéramos una vuelta por los jardines del Casino. El perro iba delante, cada vez más cansado. A veces se sentaba en medio del paseo y había que llamarlo a voces: «Oswald», para que accediera a seguir andando. Yvonne me explicó que no era por pereza sino por melancolía por lo que tenía ese paso indolente. Era de una variedad muy poco común de dogos alemanes que adolecían todos de una tristeza y un hastío de la vida congénitos. Algunos llegaban incluso a suicidarse. Quise saber por qué había escogido un perro de humor tan adusto.

–Porque son más elegantes que los demás –me contestó con vehemencia.

Me acordé en el acto de la familia de los Habsburgo, que había contado en sus filas con algunos seres exquisitos e hipocondríacos, como aquel perro. Se le achacaba aquello a los matrimonios consanguíneos y llamaban a ese estado depresivo la «melancolía portuguesa».

–Este perro –dije– padece «melancolía portuguesa».

Pero Yvonne no me oyó.

Habíamos llegado ante el embarcadero. Unas diez personas estaban subiendo a bordo del Amiral-Guisand. Ya retiraban la pasarela. Acodados en la borda, unos niños decían adiós con la mano y gritaban. El barco se alejaba y tenía un encanto colonial y destartalado.

–Una tarde –me dijo Yvonne– tenemos que coger ese barco. Sería divertido, ¿no te parece?

Era la primera vez que me tuteaba y pronunció la frase con un entusiasmo inexplicable. ¿Quién era? No me atrevía a preguntárselo.

Íbamos por la avenida de Albigny y los frondas de los plátanos nos brindaban su sombra. Estábamos solos. El perro iba delante, a unos veinte metros. No mostraba ya en absoluto la languidez acostumbrada y caminaba de forma altanera, con la cabeza erguida, dando a veces bandazos bruscos y trazando figuras de cuadrilla como los caballos de un espectáculo ecuestre.

Nos sentamos para esperar el funicular. Me puso la cabeza en el hombro y noté el mismo vértigo que me entró cuando íbamos en coche bulevar de Carabacel abajo. Aún estaba oyendo cómo me decía: «Una tarde… coger… barco… divertido, ¿no te parece?», con ese acento indefinible que yo no sabía si era húngaro, inglés o saboyano. El funicular subía despacio y la vegetación, a ambos lados, parecía cada vez más densa. Iba a sepultarnos. Los macizos de flores se aplastaban contra los cristales y, de vez en cuando, nos llevábamos por delante, al pasar, una rosa o una rama de aligustre.

En su habitación de L’Hermitage la ventana estaba entornada y se oía el golpeteo regular de las pelotas de tenis y las exclamaciones lejanas de los jugadores. Si aún existían afables y tranquilizadores imbéciles vestidos de blanco que lanzaban pelotas por encima de una red, eso quería decir que la tierra seguía girando y que teníamos unas cuantas horas de respiro.

Le salpicaban la piel unas pecas muy pálidas. Estaban combatiendo en Argelia, por lo visto.

La noche. Y Meinthe, que nos estaba esperando en el vestíbulo. Llevaba un traje de hilo blanco y un fular turquesa anudado impecablemente al cuello. Había traído cigarrillos de Ginebra y tenía empeño en que los probásemos. Pero no podíamos perder ni un segundo –a lo que decía– si no queríamos llegar tarde a casa de Madeya (o Madeja).

Esta vez fuimos a toda velocidad bulevar de Carabacel abajo. Meinthe, con la boquilla en los labios, aceleraba en las curvas y no sé por qué milagro llegamos sanos y salvos a la avenida de Albigny. Me volví hacia Yvonne y me sorprendió no verle en la cara expresión de miedo alguna. Incluso la había oído reírse una vez en que el coche dio un bandazo.

¿Quién era ese Madeya (o Madeja) a cuya casa íbamos? Meinthe me explicó que se trataba de un director de cine austriaco. Acababa de rodar una película por la comarca –en La Clusaz para ser exactos–, en una estación de esquí que estaba a veinte kilómetros; Yvonne tenía un papel en ella. Me latió más fuerte el corazón.

–¿Trabaja en el cine? –le pregunté.

Ella se rió.

–Yvonne llegará a ser una grandísima actriz –afirmó Meinthe mientras pisaba a fondo el acelerador.

¿Hablaba en serio? Ac-triz-de-ci-ne. A lo mejor había visto antes una foto suya en Cinémonde o en ese Anuario del cine que había encontrado en un rincón de una librería antigua de Ginebra y que hojeaba durante las noches de insomnio. Al final, me sabía el nombre y la dirección de los actores y de los «técnicos». Hoy en día me vuelven a la memoria algunos retazos:

JUNIE ASTOR: Foto Bernard et Vauclair. Calle de Buenos-Aires, 1 – París-VII.

SABINE GUY: Foto Teddy Piaz. Comedia – Canto – Danza.

Películas: Les Clandestins… Les pépées font la loi… Miss Catastrophe… La Polka des menottes… Bonjour toubib, etc.

GORDINE (FILMS SACHA): calle de Spontini, 19 – París-XVI – KLE. 77-94.

M. Sacha Gordine, GER.

¿Tenía Yvonne un «nombre artístico» que yo conociera? Cuando se lo pregunté, susurró: «Es un secreto» y me puso el dedo índice en los labios. Meinthe añadió con una risa aguda inquietante:

–Sabe usted, es que está aquí de incógnito.

Íbamos siguiendo la orilla del lago. Meinthe conducía más despacio y había encendido la radio. El aire era tibio y nos deslizábamos por una oscuridad sedosa y clara como no he vuelto a ver desde entonces sino en Egipto o en la Florida de mis sueños. El perro me apoyaba la barbilla en el hombro, pegada al cuello, y me abrasaba con el aliento. A la derecha, los jardines bajaban hasta el lago. A partir de Chavoire, palmeras y pinos piñoneros flanqueaban la carretera.

Dejamos atrás el pueblo de Veyrier-du-Lac y nos metimos por un camino en cuesta. La portalada estaba a un nivel más bajo que la carretera. En un cartel de madera ponía: «Villa Les Tilleuls» (se llamaba como mi hotel). Un paseo de grava bastante ancho, con árboles a los lados y un cúmulo de vegetación descuidada, llevaba hasta el umbral de la casa, un edificio amplio de estilo Napoleón III, con postigos de color de rosa. Había unos cuantos coches, aparcados todos juntos. Cruzamos el vestíbulo para entrar en una habitación que debía de ser el salón. Allí, a la luz tamizada de dos o tres lámparas, vi a medias a unas diez personas, unas de pie junto a las ventanas, otras desplomadas en un sofá blanco, el único mueble que había, a lo que me pareció. Se servían de beber y mantenían animadas charlas en alemán y en francés. De un tocadiscos, que estaba en el suelo de tarima, salía una melodía lenta con la que se mezclaba la voz muy baja de un cantante, que repetía:

Oh, Bionda girl

Oh, Bionda girl

Bionda girl

Yvonne me había cogido del brazo. Meinthe lanzaba en torno ojeadas rápidas, como si estuviera buscando a alguien, pero los miembros de aquella reunión no nos hacían ni el menor caso. Por la puerta acristalada salimos a una veranda con balaustrada de madera verde, en donde había tumbonas y sillones de mimbre. Un farolillo chino dibujaba sombras complicadas en forma de encajes de guipur y de líneas entrelazadas y parecía que, de repente, Yvonne y Meinthe llevaban la cara tapada con velillos.

Abajo, en el jardín, varias personas se agolpaban alrededor de un bufé lleno a rebosar de cosas de comer. Un hombre muy alto y muy rubio nos hacía señas con la mano y se nos acercaba, apoyado en un bastón. La camisa de hilo beige, desabrochada casi del todo, parecía una sahariana; y me acordé de esos personajes que andaban antes por las colonias y tenían un «pasado». Meinthe me lo presentó: Rolf Madeya, «el director de cine». Se inclinó para besar a Yvonne y le puso una mano en el hombro a Meinthe. Lo llamaba «Menthe» con un acento más británico que alemán. Nos condujo hacia el bufé y aquella mujer rubia, tan alta como él, aquella Walkiria de mirada perdida (nos miraba sin vernos o, si no, era que estaba mirando algo traspasándonos con la vista) era su mujer.

Dejamos a Meinthe en compañía de un joven con aspecto de alpinista; e Yvonne y yo íbamos de grupo en grupo. Ella daba besos a todo el mundo, y cuando le preguntaban quién era yo, contestaba: «Un amigo.» Por lo que pude entender, la mayoría de aquellas personas habían trabajado en «la película». Andaban dispersas por el jardín. Se veía muy bien porque había luna llena. Yendo por los paseos, que invadía la hierba, se topaba uno con un cedro de un tamaño aterrador. Llegamos a la tapia, tras la que se oía el chapoteo del lago, y nos quedamos allí mucho rato. Desde aquel sitio se veía la casa, que se alzaba en medio de un parque abandonado, y te sorprendía su presencia como si acabaras de llegar a esa ciudad vieja de América del Sur en donde, por lo visto, la selva virgen tiene sepultados ahora un teatro de la ópera rococó, una catedral y palacetes de mármol de Carrara.

Los invitados no se aventuraban a alejarse tanto como nosotros, con la excepción de dos o tres parejas a las que divisábamos confusamente y les sacaban partido a los bosquecillos lujuriantes y a la oscuridad de la noche. Los demás estaban delante de la casa o en la terraza. Fuimos a reunirnos con ellos. ¿Dónde estaba Meinthe? Quizá dentro, en el salón. Madeya se acercó y con aquel acento entre británico y alemán nos explicó que de buena gana se habría quedado aquí quince días más, pero que tenía que ir a Roma. Volvería a alquilar la villa en septiembre «cuando ya estuviera montada la película». Le pasa a Yvonne el brazo por la cintura y no sé si le está metiendo mano o si hay algo paternal en el ademán aquel:

–Es una actriz estupenda…

Me mira fijamente y le noto en los ojos una niebla cada vez más compacta.

–Se llama usted Chmara, ¿verdad?

La niebla se ha disipado de pronto y le brillan los ojos con un resplandor azul mineral.

–Chmara…, digo bien, ¿no? Chmara.

Le contesto que sí de mala gana. Y los ojos se le vuelven a empañar, perdiendo la dureza, hasta licuarse por completo. Debe de tener el poder de regularles el brillo a voluntad, de la misma forma que se regulan unos prismáticos. Cuando quiere ensimismarse se le empañan los ojos y el mundo exterior no es ya sino un bulto desenfocado. Sé bien cuál es el procedimiento porque recurro a él a menudo.

–Había hace tiempo un Chmara en Berlín… –me estaba diciendo–. ¿Verdad, Ilse?

Su mujer, tendida en una tumbona en la otra punta de la veranda, charlaba con dos jóvenes y se volvió con la sonrisa en los labios.

–¿Verdad, Ilse? Había hace tiempo un Chmara en Berlín.

Ella lo miró sin dejar de sonreír. Luego, giró la cabeza y siguió charlando. Madeya se encogió de hombros y apretó el bastón con ambas manos.

–Sí…, sí… El Chmara aquel vivía en la Kaiser Allee… No me cree, ¿eh?

Se levantó, le hizo una caricia en la cara a Yvonne y se fue hacia la balaustrada de madera verde. Ahí se quedó, de pie, reciamente plantado, mirando el jardín a la luz de luna.

Yvonne y yo estábamos sentados juntos, en dos pufs, y ella me apoyaba la cabeza en el hombro. Una joven morena a la que le asomaban los pechos por la blusa escotada (con cada gesto algo brusco se le salían del escote) nos estaba tendiendo dos vasos llenos de un líquido rosa. Se reía a carcajadas, besaba a Yvonne y nos rogaba que nos tomásemos aquel cóctel que había «preparado especialmente para nosotros». Se llamaba, si no recuerdo mal, Daisy Marchi e Yvonne me explicó que interpretaba el papel de la protagonista en la «película». También ella iba a hacer una gran carrera. Era conocida en Roma. Ya se alejaba, riendo a más y mejor y sacudiendo la larga melena para ir junto a un hombre de alrededor de cincuenta años, esbelto y de rostro picado de viruelas que estaba en el hueco de la puerta acristalada con un vaso en la mano. Era Harry Dressel, un holandés, uno de los actores de la «película». Había más personas en los sillones de mimbre o apoyadas en la balaustrada. Algunas hacían corro alrededor de la mujer de Madeya, que seguía sonriendo con mirada ausente. Por la puerta acristalada salían un rumor de conversaciones y una música lenta y dulzona, pero ahora el cantante de voz de bajo repetía:

Abat-jour

Che sofonde la luce blu

Y Madeya paseaba arriba y abajo por el césped con un hombrecillo calvo que le llegaba a la cintura, de forma tal que no le quedaba más remedio que agacharse para hablar con él. Pasaban una y otra vez por delante de la terraza, Madeja cada vez más torpe y encorvado y su interlocutor cada vez más de puntillas. Lanzaba un zumbido de abejorro y la única frase que decía en la lengua de los hombres era: «Va bene, Rolf… Va bene, Rolf… Va bene Rolf… Vabenerolf…» El perro de Yvonne, sentado al borde de la terraza, con postura de esfinge, seguía aquel ir y venir girando la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.

¿Dónde estábamos? En plena Alta Saboya. Por más que me digo esta frase tranquilizadora: «en plena Alta Saboya», se me viene más bien a la cabeza un país colonial o las islas del Caribe. Si no, ¿qué explicación tiene esa luz suave y corrosiva, ese azul nocturno que hacía parecer fosforescentes los ojos, las epidermis, los vestidos y los ternos de alpaca? A toda aquella gente la rodeaba una misteriosa electricidad y lo que se esperaba uno, cada vez que hacían un gesto, era que hubiera un cortocircuito. Sus nombres –algunos se me han quedado en la memoria y siento no haberlos apuntado todos sobre la marcha: los habría dicho por la noche, antes de quedarme dormido, sin saber a quiénes correspondían, y me habría bastado con su sonoridad–, sus nombres hacían pensar en esos grupitos cosmopolitas de los puertos francos y de las sucursales comerciales de ultramar: Gay Orloff, Percy Lippitt, Osvaldo Valenti, Ilse Korber, Roland Witt von Nidda, Geneviève Bouchet, Geza Pellemont, François Brunhardt… ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Qué decirles en este encuentro concertado en que los resucito? Ya por entonces –hará quince años dentro de nada–, me daba la sensación de que habían consumido sus vidas hacía mucho. Los observaba, los oía hablar bajo el farolillo chino que salpicaba de motas oscuras el rostro y los hombros de las mujeres. Les prestaba a todos y cada uno un pasado que tenía que ver con el de los demás y habría querido que me revelasen todo: ¿cuándo coincidieron por primera vez Percy Lippitt y Gay Orloff? ¿Conocía alguno de los dos a Osvaldo Valenti? ¿Quién había puesto en contacto a Madeya con Geneviève Bouchet y con François Brunhardt? ¿Cuál de esas seis personas había llevado a su grupo a Roland Witt von Nidda? (Y sólo cito a aquellos cuyos nombres se me han quedado.) Otros tantos enigmas, que implicaban muchísimas combinaciones, una tela de araña que habían tardado en tejer diez o veinte años.

Era tarde y buscábamos a Meinthe. No estaba en el jardín, ni en la terraza, ni en el salón. El Dodge había desaparecido. Madeya, con quien nos cruzamos en la escalera de la fachada y que iba con una joven de pelo rubio muy corto, nos dijo que «Menthe» acababa de irse con «Fritzi Trenker» y que lo más seguro era que no volviera ya. Soltó una carcajada que me dejó algo sorprendido y apoyó la mano en el hombro de la joven.

–El báculo de mi vejez –afirmó–. ¿Comprende, Chmara?

Luego, nos dio la espalda de repente. Cruzaba el pasillo apoyándose con más fuerza en el hombro de la joven. Parecía un ex boxeador ciego.

A partir de ese momento fue cuando las cosas tomaron un cariz diferente. Apagaron las lámparas del salón. No quedaba ya sino una lamparilla, encima de la chimenea, cuya luz sonrosada absorbían extensas zonas de sombra. Tras la voz del cantante italiano, le había tocado la vez a una voz femenina que se quebraba, que enronquecía tanto que ya no se entendía la letra de la canción y uno se preguntaba si era el quejido de una moribunda o un gruñido de placer. Pero, de pronto, la voz se purificaba y volvían las palabras de antes, repetidas con inflexiones suaves.

La mujer de Madeya estaba tendida, cruzada en un sofá, y uno de los jóvenes que le hacían corro en la terraza se inclinaba hacia ella y empezaba a desabrocharle despacio la blusa camisera. Ella clava la mirada en el techo con los labios entreabiertos. Algunas parejas bailan, demasiado pegadas y con gestos demasiado específicos. Al pasar, veo que el peculiar Harry Dressel le acaricia los muslos, con mano insistente, a Daisy Marchi. Junto a la puerta acristalada un grupito se ha quedado mirando un espectáculo: una mujer que baila sola. Se quita el vestido, la combinación, el sostén. Yvonne y yo nos sumamos al grupo por hacer algo. Roland Witt von Nidda, con expresión alterada, se la come con los ojos: la mujer no lleva ya más que las medias y el liguero y sigue bailando. Roland, de rodillas, intenta arrancarle a la mujer los enganches del liguero a mordiscos, pero ella se escabulle una y otra vez. Se decide por fin a quitarse ella esos complementos y sigue bailando, completamente desnuda, dando vueltas alrededor de Witt von Nidda y rozándolo; y éste se queda quieto, impasible, con la barbilla hacia fuera, el busto arqueado, torero grotesco. Su sombra contorsionada cubre la pared, y la de la mujer –de tamaño desmedido– recorre el techo. A poco no hay ya en la casa aquella sino un ballet de sombras que se persiguen entre sí, suben y bajan las escaleras y sueltan carcajadas y gritos furtivos.

Pared por medio con el salón, una habitación de esquina. El mobiliario consistía en un escritorio macizo con muchos cajones, como los que había, supongo, en el Ministerio Colonial, y un sillón grande de cuero verde oscuro. Allí nos refugiamos. Le eché una última ojeada al salón y todavía veo la cabeza de la señora Madeya, echada hacia atrás (tenía la nuca apoyada en el brazo del sofá). La melena rubia le caía hasta el suelo y aquella cabeza parecía recién cortada. Empezó a gemir. Yo apenas si vislumbraba el otro rostro, pegado al de ella. Ella gemía cada vez más fuerte y decía frases desordenadas: «Máteme… Máteme… Máteme… Máteme…» Sí, recuerdo todo eso.

Una alfombra de lana muy gruesa cubría el suelo del despacho y en ella nos tendimos. Junto a nosotros, un rayo de luz trazaba una línea gris azulada que cruzaba la habitación de punta a punta. Una de las ventanas estaba entornada y oía cómo se estremecía un árbol cuyas hojas rozaban el cristal. Y la sombra de aquellas hojas cubría la librería con una rejilla de sombra y luna. Allí estaban todos los libros de la colección «Le Masque».

El perro se durmió delante de la puerta. Ni un ruido ni una voz nos llegaban ya del salón. ¿Se habrían ido todos, a lo mejor, de la villa y sólo quedábamos nosotros? Flotaba en el despacho un aroma de cuero viejo y me pregunté quién habría colocado los libros en las estanterías. ¿De quién eran? ¿Quién venía aquí por las noches a fumarse una pipa, a trabajar o a leer una de las novelas, o a escuchar el rumor de las hojas?

La piel de Yvonne tenía ahora un tono opalino. La sombra de una hoja le tatuaba el hombro. A veces le caía encima de la cara y parecía como si llevase antifaz. La sombra bajaba y le amordazaba la boca. Me habría gustado que no se hiciera nunca de día, para quedarme junto a ella, ovillado en lo hondo de aquel silencio y de aquella luz de acuario. Poco antes del amanecer oí un portazo, pasos apresurados por encima de nosotros y el ruido de un mueble volcado. Y, luego, unas carcajadas. Yvonne había vuelto a quedarse dormida. El dogo soñaba, lanzando a intervalos regulares un quejido sordo. Entorné la puerta. No había nadie en el salón. La lamparilla seguía encendida pero la luz era más débil, ya no era rosa sino de un verde muy suave. Me fui hacia la terraza para que me diera el aire. Tampoco había nadie bajo el farolillo chino, que seguía luciendo. El viento lo hacía oscilar y unas formas dolientes, algunas con apariencia humana, corrían por las paredes. Abajo, el jardín. Intentaba concretar qué perfume se desprendía de aquellas frondas e invadía la terraza. Pues sí, no sé si decirlo porque estábamos en Alta Saboya: me llegaba un olor a jazmín.

Volví a cruzar el salón. La lamparilla seguía iluminándolo con su fulgor verde claro, a oleadas lentas. Me acordé del mar y de ese líquido helado que se toma en los días calurosos: el Diábolo Menta. Volví a oír risas y me llamó la atención lo límpidas que eran. Llegaban desde muy lejos y se acercaban de repente. No conseguía localizarlas. Eran cada vez más cristalinas, volátiles. Ella dormía, con la mejilla apoyada en el brazo derecho, estirado. La franja azulada que lanzaba la luna a través de la habitación le iluminaba la comisura de los labios, el cuello, la nalga izquierda y el talón. En la espalda, le formaba algo así como una banda rectilínea. Yo contenía la respiración.

Vuelvo a ver cómo se mecían las hojas detrás de los cristales y aquel cuerpo que un rayo de luna dividía en dos. ¿Por qué a los paisajes de Alta Saboya que nos rodeaban se me superpone en la memoria una ciudad desaparecida, el Berlín de antes de la guerra? Quizá porque Yvonne «trabajaba» en una «película» de «Rolf Madeya». Más adelante, busqué información y me enteré de que Rolf había empezado muy joven en los estudios de la UFA. En febrero del 45 comenzó su primera película, Confettis für zwei, una opereta vienesa muy cursi y muy alegre cuyas escenas rodaba entre dos bombardeos. La película no llegó a acabarse. Y yo, cuando recuerdo aquella noche, voy andando entre las casas macizas del Berlín de antes, a lo largo de muelles y bulevares que ya no existen. Desde la Alexander Platz, fui todo seguido, crucé el Lust-Garten y el Spree. Cae la noche sobre las cuatro hileras de tilos y de castaños y sobre los tranvías que pasan. Van vacíos. Las luces se estremecen. Y tú me esperas en esa jaula de frondas verdes que reluce al final de la avenida, el jardín de invierno del Hotel Adlon.