Capítulo VII
Me bastaría con volver a encontrar alguno de los programas que editaba la oficina de turismo, con tapa blanca en la que destacaban, en verde, el Casino y la silueta de una mujer dibujada al estilo de Jean-Gabriel Domergue. Al leer la lista de las celebraciones y las fechas exactas podría hacerme con puntos de referencia.
Una noche, fuimos a aplaudir a Georges Ulmer, que cantaba en el Sporting. Esto ocurrió, creo, a principios de julio, y yo debía de llevar cinco o seis días viviendo con Yvonne. Meinthe vino con nosotros. Ulmer llevaba un traje de un azul claro y muy cremoso en el que se me quedaban enviscados los ojos. Aquel azul aterciopelado debía de tener poderes hipnóticos, porque estuve a punto de quedarme dormido mirándolo.
Meinthe nos propuso que tomásemos algo. En la semipenumbra, entre gente que bailaba, los oí hablar de la Copa Houligant por primera vez. Me acordé de la avioneta y de su pancarta enigmática. La Copa Houligant tenía preocupada a Yvonne. Era algo así como un concurso de elegancia. Por lo que decía Meinthe, para participar en la Copa había que tener un coche de lujo. ¿Iban a usar el Dodge o alquilarían un coche en Ginebra? (La cuestión la planteó Meinthe.) Yvonne quería probar suerte. El jurado lo componían varias personalidades: el presidente del club de golf de Chavoire y su mujer; el presidente de la oficina de turismo; el subprefecto de Alta Saboya; André de Fouquières (me sobresalté al oír aquel nombre y le pedí a Meinthe que lo repitiera: sí, era efectivamente André de Fouquières, al que apodaron durante mucho tiempo «árbitro de la elegancia», y de quien había leído unas interesantes «Memorias»); el señor y la señora Sandoz, directores del Hotel Windsor; el ex campeón de esquí Daniel Hendrickx, propietario de unos almacenes de deporte muy elegantes en Megève y en Alpe d’Huez (ese mismo al que Meinthe llamaba «cerdo»); un director de cine cuyo nombre no recuerdo ya (algo así como Gamonge o Gamace); y, en último lugar, el bailarín José Torres.
Meinthe también estaba muy entusiasmado con la perspectiva de participar en la Copa en calidad de acompañante masculino de Yvonne. No tendría más papel que conducir el coche por el paseo principal, de grava, del Sporting y detenerlo ante el jurado. Luego, se bajaría y abriría la puerta de Yvonne. Por descontado, el dogo alemán no faltaría.
Meinthe puso expresión misteriosa y me alargó, con un guiño, un sobre: la lista de los participantes en la Copa. Eran los últimos de la competición: el número 32. «Doctor R. C. Meinthe y señorita Yvonne Jacquet» (acabo de acordarme de su apellido). La Copa Houligant la daban todos los años en la misma fecha y premiaba «la belleza y la elegancia». Los organizadores habían sabido rodearla de una campaña publicitaria bastante considerable –me explicó Meinthe–, puesto que a veces hablaban de ella en la prensa de París. Según él, a Yvonne le interesaba mucho participar.
Y cuando nos levantamos de la mesa para ir a bailar, ella no pudo por menos de preguntarme qué me parecía a mí: ¿debía competir en aquella Copa o no? Trascendental problema. Tenía la mirada perdida. Yo divisaba a Meinthe, que se había quedado solo con su oporto «claro». Se hacía visera en los ojos con la mano izquierda. ¿Estaría llorando? Había veces en que Yvonne y él parecían vulnerables y desnortados (desnortados es la palabra exacta).
Pues claro que debía participar en la Copa Houligant. Pues claro. Tenía importancia para su carrera. Con un poco de suerte, sería Miss Houligant. Claro que sí. Y, además, todas habían empezado así.
Meinthe había decidido usar el Dodge. Si lo lustraban la víspera de la Copa, aquel modelo causaría buen efecto aún. La capota beige estaba casi nueva.
Según iban pasando los días y se acercaba aquel domingo 9 de julio, a Yvonne se la notaba cada vez más nerviosa. Volcaba los vasos, no podía estarse quieta, le hablaba con dureza al perro. Y éste le echaba una mirada de dulce misericordia.
Meinthe y yo intentábamos tranquilizarla. Seguro que la Copa le costaba menos que el rodaje de la película. Cinco minutitos de nada. Unos cuantos pasos ante el jurado. Y ya está. Y, si fracasaba, el consuelo de decirse que, entre todas las participantes, ella era la única que ya había trabajado en el cine. Una profesional, como quien dice.
No debíamos dejar que nos pillase nada de improviso y Meinthe nos propuso que hiciéramos un ensayo general el viernes por la tarde en un paseo ancho y sombreado, detrás del Hotel Alhambra. Yo, sentado en una silla de jardín, hacía las veces de jurado. El Dodge avanzaba despacio. Yvonne tenía una sonrisa crispada. Meinthe conducía con la mano derecha. El perro les daba la espalda y estaba quieto, como un mascarón de popa.
Meinthe se detuvo delante de mí exactamente y, apoyándose con la mano izquierda en la puerta y con un impulso vigoroso, saltó por encima. Cayó con elegancia, con las piernas juntas y el busto recto. Tras esbozar un saludo con la cabeza, dio la vuelta al Dodge a pasos cortos y abrió con gesto escueto la puerta de Yvonne. Ésta salió, agarrando al perro por el collar, y dio unos cuantos pasos tímidos. El dogo alemán agachaba la cabeza. Volvieron a su asiento y Meinthe saltó otra vez por encima de la puerta para ponerse de nuevo al volante. Admiré su flexibilidad.
Estaba de lo más decidido a repetir la hazaña ante el jurado. A ver qué cara ponía Doudou Hendrickx.
La víspera, Yvonne quiso tomar champán. Durmió con sueño agitado. Era esa niña que tiene casi ganas de llorar antes de subir a la tarima el día de la fiesta de la escuela.
Meinthe nos había citado en el vestíbulo a las diez en punto de la mañana. La Copa empezaba a las doce, pero necesitaba tiempo para zanjar ciertos detalles: una revisión general del Dodge, consejos varios a Yvonne y quizá también unos cuantos ejercicios de flexibilidad.
Tuvo mucho empeño en presenciar los últimos preparativos de Yvonne, que no acababa de decidirse entre un turbante rosa fucsia y una pamela de paja. «El turbante, cariño, el turbante», zanjó él con voz hastiada. Yvonne había optado por un vestido abrochado por delante de lino blanco. En cuanto a Meinthe, llevaba un terno de shantung color arena. Tengo buena memoria para la ropa.
Salimos al sol Yvonne, Meinthe, el perro y yo. Una mañana de julio como no he vuelto a ver otra. Un viento liviano movía la bandera grande que estaba izada en un mástil a la puerta del hotel. Azul cielo y oro. ¿De qué país eran esos colores?
Bajamos en rueda libre por el bulevar de Carabacel.
Los coches de los demás participantes estaban ya aparcados a ambos lados del paseo, muy ancho, que llevaba al Sporting. Oirían sus nombres y su número por un altavoz y deberían presentare en el acto ante el jurado. Éste se hallaba en la terraza del restaurante. Como el paseo terminaba en una rotonda situada en un nivel más bajo, podría contemplar el desfile desde las alturas.
Meinthe me había ordenado que me colocase lo más cerca posible de los miembros del jurado y que observase hasta en los menores detalles cómo se desarrollaba la Copa. Debía, sobre todo, acecharle la expresión de la cara a Doudou Hendrickx cuando Meinthe hiciera aquel número acrobático de altura. Si era menester, podía tomar unas cuantas notas.
Esperábamos, sentados en el Dodge. Yvonne, con la frente casi pegada al retrovisor, se retocaba el maquillaje. Meinthe se había puesto unas gafas de sol muy raras con montura de acero y se secaba a toquecitos la barbilla y las sienes con el pañuelo. Yo acariciaba al perro, que nos lanzaba a todos, por turnos, miradas desconsoladas. Estábamos parados al filo de una pista de tenis en donde cuatro jugadores –dos hombres y dos mujeres– estaban jugando un partido y, por distraer a Yvonne, le hice notar que uno de los jugadores se parecía al actor cómico francés Fernandel. «¿Y si fuera él?», sugerí. Pero Yvonne no me oía. Le temblaban las manos. Meinthe disimulaba la ansiedad con una tosecilla. Encendió la radio, que tapó el ruido monótono y exasperante de las pelotas de tenis. Los tres estábamos quietos, con el corazón palpitante, oyendo un boletín informativo. Por fin el altavoz anunció: «Rogamos a los amables participantes de la Copa Houligant de la elegancia que estén preparados.» Luego, pasados dos o tres minutos: «¡Jean Hatmer y señora, que participan con el número 1!» Meinthe hizo una mueca nerviosa. Besé a Yvonne, le deseé buena suerte y me encaminé, por un camino lateral, al restaurante del Sporting. Yo también me notaba bastante emocionado.
El jurado se sentaba tras una hilera de mesas de madera de pino, cada cual con su correspondiente sombrilla verde y roja. En torno, se agolpaban muchos espectadores. Unos tenían la suerte de estar sentados y tomando unas copas; los demás se habían quedado de pie y vestidos de playa. Me colé lo más cerca posible de los miembros del jurado, como quería Meinthe, para poder acecharlos.
Reconocí en el acto a André de Fouquières, cuya foto había visto en la portada de sus libros (los preferidos de mi padre. Me los aconsejó y disfruté mucho con ellos). Fouquières llevaba un panamá con una cinta de seda azul marino alrededor. Tenía apoyada la barbilla en la palma de la mano derecha y el rostro expresaba una elegante desgana. Se aburría. A su edad, todos aquellos veraneantes con sus bikinis y sus bañadores de leopardo le parecían marcianos. Nadie a quien hablar de Émilienne d’Alençon o de La Gándara. A excepción de mí, si se hubiera presentado la ocasión.
El cincuentón de cabeza leonina, pelo rubio (¿se teñía?) y piel tostada: Doudou Hendrickx, sin duda. Hablaba sin parar con las personas que tenía al lado y se reía alto. Tenía los ojos azules y rezumaba una vulgaridad sana y dinámica. Una mujer morena, de pinta muy burguesa, le lanzaba al ex esquiador sonrisas cómplices: ¿la presidenta del club de golf de Chavoire o la de la oficina de turismo? ¿La señora Sandoz? Gamange (o Gamonge), el cineasta, debía de ser el individuo con gafas de concha y vestido de calle: chaqueta cruzada gris de rayas finas blancas. Si hago un esfuerzo llego a ver a un personaje de unos cincuenta años, con el pelo ondulado entre gris y azul y boca golosa. Sacaba la nariz y también la barbilla, con la pretensión, seguramente, de parecer enérgico y supervisarlo todo. ¿El subprefecto? ¿El señor Sandoz? ¿Y el bailarín José Torres? No, no había venido.
Ya avanzaba por el paseo un Peugeot 203 descapotable de color granate; se detenía en el centro de la rotonda y una mujer con un vestido abullonado en la cintura se bajaba con un caniche enano bajo el brazo. El hombre se quedó al volante. Ella dio unos cuantos pasos ante el jurado. Llevaba zapatos negros de tacón de aguja. Una rubia oxigenada como debían de gustarle al ex rey Faruk de Egipto, del que me había hablado tantas veces mi padre y cuya mano aseguraba haber besado. El hombre del pelo ondulado entre gris y azul anunció: «Señora de Jean Hatmer», con voz dental; y con la boca modelaba las sílabas de ese nombre. La mujer soltó al caniche enano, que cayó de pie, y caminó intentando más o menos imitar a las modelos en los desfiles de moda; mirada vacía, cabeza floja. Luego, volvió a subirse al Peugeot. Aplausos débiles. Su marido llevaba el pelo a cepillo. Me fijé en que tenía expresión tensa. Metió la marcha atrás y luego giró con habilidad, y podía intuirse que tenía mucho empeño en conducir lo mejor posible. El Peugeot relucía tanto que debía de haberlo lustrado personalmente. Decidí que era un matrimonio joven; él, ingeniero, nacido en una familia de la burguesía de pro; ella, de procedencia más modesta; ambos muy deportistas. Y, con esta costumbre mía de colocar lo que sea en un lugar, me los imaginé viviendo en un pisito «cosy» de la calle del Docteur-Blanche, en Auteuil.
Fueron pasando otros participantes. Los he olvidado, por desgracia, salvo a unos cuantos. Aquella euroasiática de unos treinta años, por ejemplo, a quien acompañaba un hombre grueso y pelirrojo. Iban en un Nash descapotable de color verde agua. Cuando salió del coche, dio un paso de autómata hacia el jurado y se detuvo. Le entró un temblor nervioso. Lanzaba en torno miradas despavoridas, sin mover la cabeza. El pelirrojo grueso del Nash la llamaba: «Monique… Monique… Monique…», y hubiérase dicho un lamento, un ruego para conciliarse a un animal exótico y huraño. Se bajó también del coche y tiró de ella, cogiéndola de la mano. La hizo sentarse con cariño. Ella rompió en sollozos. Él entonces arrancó a toda velocidad y, al dar la vuelta, estuvo a punto de llevarse por delante al jurado. Y aquella pareja de sexagenarios encantadores cuyos nombres se me han quedado: Jackie y Tounette Roland-Michel. Llegaron en un Studebaker gris y se presentaron juntos ante el jurado. Ella, alta, pelirroja, de rostro enérgico y caballuno, con ropa de tenis. Él, de estatura media, bigotito, nariz de buen tamaño, sonrisa socarrona, con un físico de auténtico francés tal y como se lo puede imaginar un productor californiano. Debían de ser unas personalidades porque el individuo del pelo entre gris y azul había anunciado: «Nuestros amigos Tounette y Jackie Roland-Michel.» Tres o cuatro miembros del jurado (entre ellos la mujer morena y Daniel Hendrickx) aplaudieron. Pero Fouquières no se dignó ni tan siquiera honrarlos con una mirada. Saludaron con una inclinación de cabeza, un ademán sincronizado. Estaban en perfecto estado de salud y tenían ambos un aspecto muy satisfecho.
«Número 32. Señorita Yvonne Jacquet y doctor René Meinthe.» Creí que iba a desmayarme. De entrada, ya no veía nada, como si me hubiera incorporado de golpe tras pasarme el día entero tumbado en un sofá. Y la voz que decía esos nombres reverberaba en todas las direcciones. Me apoyaba en el hombro de alguien que estaba sentado delante de mí y me di cuenta de repente de que se trataba de André de Fouquières. Se dio la vuelta. Tartamudeé unas disculpas lánguidas. No podía despegarle la mano del hombro. Tuve que echarme hacia atrás y recoger poco a poco el brazo contra el pecho, haciendo fuerza para superar una languidez plúmbea. No los vi llegar en el Dodge. Meinthe había detenido el coche frente al jurado. Llevaba los faros encendidos. Mi malestar iba cediendo el paso a algo parecido a una euforia y me llegaban las cosas con mayor agudeza que en circunstancias normales. Meinthe dio tres bocinazos y les leí en la cara a varios miembros del jurado una leve estupefacción. El propio Fouquières parecía interesado. Daniel Hendrickx sonreía, aunque, en mi opinión, de modo forzado. Por lo demás, ¿era realmente una sonrisa? No, era una risa sardónica congelada. No bajaban del coche. Meinthe apagaba los faros y los volvía a encender. ¿Dónde quería ir a parar? Puso en marcha los limpiaparabrisas. La cara de Yvonne no tenía expresión alguna, era impenetrable. Y, de pronto, Meinthe saltó. Un murmullo corrió entre el jurado y los espectadores. Aquel salto no tenía punto de comparación con el del «ensayo» del viernes; Meinthe no se contentó con pasar por encima de la puerta, sino que rebotó, se alzó por los aires, separó las piernas con un movimiento brusco y tuvo una caída elástica, todo ello con un único impulso, con una única descarga eléctrica. Y yo le notaba tanta rabia, tanto nerviosismo y tanta provocación quimérica, que le aplaudí. Giraba en torno al Dodge, deteniéndose a veces, quedándose inmóvil, como si caminase por un campo de minas. Todos los miembros del jurado lo observaban boquiabiertos. Todos tenían la seguridad de que corría peligro; y cuando por fin abrió la puerta del coche, hubo quienes lanzaron un suspiro de alivio.
Ella salió con su vestido blanco. El perro la siguió, tras un impulso perezoso. Pero no caminó arriba y abajo ante el jurado, como las demás participantes. Se apoyó en el capó y allí se quedó, mirando a Fouquières, a Hendrickx, a los demás, con una sonrisa insolente en los labios. Y, con ademán imprevisible, se quitó de un tirón el turbante y lo arrojó desganadamente hacia atrás. Se pasó una mano por el pelo para que le cayera sobre los hombros. Y el perro, por su parte, se subió de un salto a una de las aletas del Dodge y adoptó en el acto su postura de esfinge. Ella lo acariciaba con mano distraída. Meinthe, detrás, esperaba al volante.
Hoy en día, cuando me acuerdo de ella, es esa imagen la que me vuelve a la cabeza con más frecuencia. Aquella sonrisa y aquella melena pelirroja. El perro blanco y negro a su lado. El Dodge beige. Y Meinthe, a quien apenas se divisa tras el parabrisas del coche. Y los faros encendidos. Y los rayos de sol.
Se deslizó despacio hacia la puerta y la abrió sin apartar la vista del jurado. Volvió a sentarse en su sitio. El perro saltó al asiento de atrás con tanta indolencia que, cuando reconstruyo la escena en detalle, me parece verlo saltar a cámara lenta. Y el Dodge –aunque quizá no debe uno fiarse de sus recuerdos– sale de la rotonda en marcha atrás. Y Meinthe (este ademán lo veo también en una filmación a cámara lenta) lanza una rosa. Le cae encima de la chaqueta a Daniel Hendrickx, que la coge y la mira fijamente, atontado. No sabe qué hacer con ella. Ni siquiera se atreve a dejarla encima de la mesa. Por fin, suelta una carcajada boba y se la alarga a la mujer que tiene al lado, esa morena que no sé quién es, pero que debe de ser la mujer del presidente de la oficina de turismo, o la del presidente del club de golf de Chavoires. O, ¿quién sabe?, la señora Sandoz.
Antes de que el coche se meta por el paseo, Yvonne se vuelve y saluda con el brazo a los miembros del jurado. Creo incluso que les manda a todos un beso.
Deliberan en voz baja. Tres bañeros del Sporting nos han rogado cortésmente que nos apartemos unos cuantos metros para no quebrantar el secreto del debate. Todos los miembros del jurado tenían delante una hoja en donde constaban el nombre y el número de las diversas participantes. Y había que ponerles una nota según iban desfilando.
Están garabateando algo en unos trozos de papel y los doblan. Hacen luego un montón con las papeletas. Hendrickx las mezcla bien, una y otra vez, metiendo en ellas las manos pequeñas y de manicura, que contrastan con las espaldas anchas y la constitución recia. También tiene a su cargo el escrutinio. Va diciendo nombres y cantidades: Hatmer, 14; Tissot, 16; Roland-Michel, 17; Azuelos, 12, pero, por más que aguzo el oído, no me llegan la mayoría de los nombres. El hombre de las ondas y los labios golosos anota los números en una libreta. Mantienen todos un conciliábulo animado. Los más vehementes son Hendrickx, la mujer morena y el hombre del pelo entre gris y azul. Éste sonríe sin parar, para lucir –supongo– una hilera de dientes espléndidos, y lanza en torno miradas que pretende que sean seductoras: pestañea con rapidez, y así trata de aparentar que es candoroso y que todo lo deja maravillado. Abulta en los labios, con impaciencia. Un gastrónomo, seguramente. Y también eso que se llama vulgarmente un «golfo». Debe de haber una rivalidad entre él y Doudou Hendrickx. Juraría que se disputan las conquistas femeninas. Pero, por el momento, ponen la expresión seria y responsable de los miembros de un consejo de administración.
Fouquières, por su parte, se desentiende por completo de cuanto sucede. Garabatea en la hoja de papel, con el ceño fruncido y cara de altanería irónica. ¿Qué está viendo? ¿Con qué escena del pasado sueña? ¿Con su última entrevista con Lucie Delarue-Mardrus? Hendrickx se inclina hacia él, muy respetuoso, y le hace una pregunta. Fouquières contesta sin mirarlo siquiera. Luego Hendrickx va a preguntar a Ganonge (o Gamange), el «cineasta», que está sentado en la última mesa a la derecha. Vuelve hacia el hombre del pelo entre gris y azul. Tienen un breve altercado y los oigo pronunciar varias veces el apellido «Roland-Michel». Por fin el «gris azulado de las ondas» –pienso llamarlo así– se acerca a un micrófono y dice con voz glacial:
–Señoras y caballeros, vamos, dentro de unos momentos, a conocer los resultados de esta Copa Houligant de la elegancia.
Vuelvo a sentirme mal. Todo lo veo empañado alrededor. Me pregunto dónde pueden andar Yvonne y Meinthe. ¿Están esperando en el sitio en donde los dejé, al filo de la pista de tenis? ¿Y si me hubieran abandonado?
–Por cinco votos contra cuatro –la voz del «gris azulado de las ondas» se hace más y más alta–, repito, por cinco votos contra cuatro para nuestros amigos Roland-Michel –ha insistido en: nuestros amigos, remachando las sílabas y ahora se le ha puesto la voz tan aguda como la de una mujer–, a quienes todos conocemos bien y apreciamos y cuyo talento deportivo quiero celebrar… y que habrían merecido, es mi opinión personal, ganar esta Copa de la elegancia… –ha dado un puñetazo en la mesa pero tiene la voz cada vez más quebrada– le ha sido concedida la Copa –hace una pausa– a la señorita Yvonne Jacquet, a quien acompañaba el señor René Meinthe…
Confieso que se me llenaron los ojos de lágrimas.
Tenían que presentarse una última vez ante el jurado y recibir la Copa. Todos los niños de la playa se habían sumado a los demás espectadores y esperaban, enardecidos. Los músicos de la orquesta del Sporting habían ocupado sus sitios acostumbrados, bajo el ancho dosel a rayas verdes y blancas, en el centro de la terraza. Estaban afinando los instrumentos.
Apareció el Dodge. Yvonne iba medio tendida encima del capó. Meinthe conducía despacio. Se bajó de un salto y se acercó al jurado, muy tímida. La aplaudieron mucho.
Hendrickx bajó y fue hacia ella, enarbolando la Copa. Se la dio y la besó en ambas mejillas. Y luego acudieron otras personas a felicitarla. Incluso André de Fouquières le dio la mano y ella no sabía quién era aquel señor mayor. Meinthe fue a su lado. Recorría con la vista la terraza del Sporting y me localizó enseguida. Gritó: «Victor… Victor» y me hizo amplias señas. Corrí hacia él. Estaba salvado. Me habría gustado darle un beso a Yvonne, pero estaba ya muy solicitada. Unos cuantos camareros con copas de champán intentaban abrirse paso. Las personas allí reunidas brindaban, bebían, parloteaban al sol. Meinthe seguía a mi lado, mudo e impenetrable tras las gafas oscuras. A pocos metros de mí, Hendrickx, animadísimo, presentaba a Yvonne a la mujer morena, a Gamonge (o Ganonge) y a otras dos o tres personas. Ella estaba pensando en otra cosa. ¿En mí? No me atrevía a creerlo.
Todo el mundo estaba cada vez más alegre. Todo el mundo reía. La gente se llamaba, se apretujaba. El director de orquesta nos preguntó a Meinthe y a mí qué «pieza» debía tocar en honor de la Copa y de la «encantadora ganadora». Nos quedamos un momento sin saber qué decir, pero como me llamaba provisionalmente Chmara y me notaba corazón de cíngaro, le pedí que tocase Ojos negros.
Estaba prevista una velada en el Sainte-Rose para festejar aquella quinta Copa Houligant y a Yvonne, la triunfadora del día. Y ella decidió ponerse un vestido de lamé color oro viejo.
Había colocado la Copa en la mesilla de noche, junto al libro de Maurois. La tal Copa era en realidad una estatuilla que representaba una bailarina de puntas en un pedestal pequeño en donde habían grabado en letra gótica: «Copa Houligant. 1.er premio». Y, debajo, el año.
Antes de salir, la acarició con la mano y, luego, se me colgó del cuello.
–¿No te parece maravilloso? –me preguntó.
Quiso que me pusiera el monóculo y acepté, porque no era una noche como las demás.
Meinthe llevaba un traje verde pálido, muy suave y muy rozagante. Se pasó todo el trayecto hasta Voirens burlándose de los miembros del jurado. El «gris azulado de las ondas» se llamaba Raoul Fossorié y dirigía la oficina de turismo. La mujer morena estaba casada con el presidente del club de golf de Chavoires: y sí, coqueteaba llegado el caso con ese «buey gordo» de Doudou Hendrickx. Meinthe lo aborrecía. Un individuo, me decía, que llevaba treinta años rompiendo corazones en las pistas de esquí. (Me acordé del protagonista de Liebesbriefe auf dem Berg, la película de Yvonne); en 1943, Hendrickx daba lustre a las noches de L’Équipe y de Le Chamois de Megève, pero ahora frisaba los cincuenta y se parecía cada vez más a un «sátiro». Meinthe salpicaba su perorata de «¿A que sí, Yvonne?», «¿A que sí, Yvonne?», de sobrentendidos irónicos y poco sutiles. ¿Por qué? ¿Y cómo es que Yvonne y él conocían tanto a toda aquella gente?
Cuando aparecimos en la terraza con pérgola del Sainte-Rose, unos cuantos aplausos acogieron a Yvonne. Venían de una mesa en la que había alrededor de diez personas, entre las que Hendrickx ocupaba el lugar de honor. Nos hacía señas. Un fotógrafo se puso de pie y nos cegó con el flash. El gerente, aquel individuo que se llamaba Pulli, nos trajo tres sillas y volvió luego para ofrecerle, muy atento, una orquídea a Yvonne. Y ella le dio las gracias.
–En este gran día, señorita, es un honor para mí. ¡Y bravo!
Tenía acento italiano. Saludaba con una inclinación a Meinthe.
–¿Señor…? –me decía con una sonrisa al bies, apurado seguramente al no poder llamarme por el apellido.
–Victor Chmara.
–Ah… ¿Chmara…?
Parecía asombrado y fruncía el ceño.
–Señor Chmara…
–Sí.
Me lanzó una mirada rara.
–Enseguida estaré con ustedes, señor Chmara…
Y se fue hacia las escaleras que llevaban al bar de la planta baja.
Yvonne estaba sentada junto a Hendrickx y Meinthe y yo estábamos enfrente de ambos. Entre mis vecinos de mesa, reconocí a la mujer morena del jurado, a Tounette y a Jackie Roland-Michel, a un hombre de pelo gris muy corto y rostro enérgico de ex aviador o de militar: el director del club de golf, seguramente. Raoul Fossorié estaba en un extremo de la mesa y mordisqueaba una cerilla. A las otras tres o cuatro personas que había, entre ellas dos rubias muy tostadas, era la primera vez que las veía.
No había mucha gente aquella noche en el Sainte-Rose. Todavía era temprano. La orquesta estaba tocando la melodía de una canción que se oía con frecuencia y cuya letra susurraba uno de los músicos:
Es como un día el amor.
Se va, se va
el amor.
Hendrickx le había rodeado los hombros con el brazo derecho a Yvonne y yo me preguntaba adónde quería llegar. Me volví hacia Meinthe. Se ocultaba tras otro par de gafas de sol, con patillas macizas de concha, y tabaleaba, nervioso, en el filo de la mesa. No me atrevía a dirigirle la palabra.
–¿Qué, estás contenta de haber ganado la copa? –le preguntó Hendrickx con voz mimosa.
Yvonne me lanzó una mirada de apuro.
–Me la debes un poco a mí…
Debía de ser buena persona, claro que sí. ¿Por qué desconfiaba yo siempre del primero que llegaba?
–Fossorié no quería. ¿Eh, Raoul? No querías…
Y Hendrickx soltó la carcajada. Fossorié se tragaba una bocanada de humo del cigarrillo. Y hacía gala de mucha calma.
–Ni mucho menos, Daniel, ni mucho menos. Estás equivocado…
Modelaba las sílabas de una forma que me parecía obscena. «Mira que eres falso», exclamó Hendrickx sin malevolencia alguna.
Esa respuesta hizo reírse a la mujer morena, a las dos rubias tostadas (de repente me acabo de acordar de cómo se llamaba una de ellas, Meg Devillers) e incluso al individuo con pinta de ex oficial de caballería. Los Roland-Michel, por su parte, se esforzaban en compartir la hilaridad de los demás, pero sin ganas. Yvonne me miraba de reojo. Meinthe seguía tabaleando.
–Tus favoritos –seguía diciendo Hendrickx– eran Jackie y Tounette… ¿Eh, Raoul? –Luego, se dio la vuelta hacia Yvonne–: Deberías darles la mano a nuestros amigos Roland-Michel, tus competidores desbancados.
Yvonne se resignó a ello. Jackie mostraba una expresión jovial, pero Tounette Roland-Michel le clavó la mirada en los ojos a Yvonne. Parecía rencorosa.
–Uno de tus pretendientes –preguntó Hendrickx.
Me señalaba a mí.
–Mi novio –contestó desafiante Yvonne.
Meinthe alzó la cabeza. Los tics volvían a recorrerle el pómulo izquierdo y la comisura de los labios.
–Se nos había olvidado presentarte a nuestro amigo –dijo con voz refinada–. El conde Victor Chmara…
Pronunció «conde» recalcando las sílabas y haciendo una pausa. Luego se volvió hacia mí:
–Tiene delante a uno de los ases del esquí francés: Daniel Hendrickx.
Éste sonrió, pero yo notaba a la perfección que no se fiaba de las reacciones imprevisibles de Meinthe. Seguro que lo conocía desde hacía mucho.
–Por supuesto, mi querido Victor, es usted demasiado joven para que ese nombre le diga algo –añadió Meinthe.
Los demás esperaban. Hendrickx se disponía a encajar el ataque con fingida indiferencia.
–Supongo que no había usted nacido cuando Daniel Hendrickx ganó el combinado…
–¿Por qué dice usted esas cosas, René? –le preguntó Fossorié con tono muy suave, muy untuoso, modelando aún más las sílabas, tanto que uno se esperaba ver cómo le salían de la boca esos caramelos blandos y torneados de malvavisco que se compran en las ferias.
–Yo estaba cuando ganó el eslalon y el combinado –manifestó una de las rubias tostadas, la que se llamaba Meg Devillers–. No hace tanto…
Hendrickx se encogió de hombros y, como la orquesta estaba empezando a tocar una pieza lenta, aprovechó para sacar a bailar a Yvonne. Fossorié los acompañó poco después con Meg Devillers. El director del club de golf se llevó a la otra rubia tostada. Luego les tocó la vez de irse hacia la pista a los Roland-Michel. Iban cogidos de la mano. Meinthe se inclinó ante la mujer morena:
–Bueno, pues vamos también nosotros a bailar un rato…
Me quedé solo en la mesa. No les quitaba ojo a Yvonne y Hendrickx. Éste, visto de lejos, tenía cierta prestancia: medía alrededor de un metro ochenta ochenta y cinco y la luz que envolvía la pista –azul con una pizca de rosa– le suavizaba el rostro y le borraba el abotagamiento. Se arrimaba mucho a Yvonne. ¿Qué hacer? ¿Partirle la jeta? Me temblaban las manos. Por supuesto que podía sacarle partido al efecto sorpresa y arrearle un puñetazo en toda la cara. O también acercarme por detrás y romperle una botella en la cabeza. ¿Para qué? De entrada, haría el ridículo delante de Yvonne. Y además ese comportamiento no encajaba con mi forma de ser pacífica, con mi pesimismo natural y con cierta cobardía que me caracteriza.
La orquesta enlazaba con otro lento y ninguna de las parejas se iba de la pista. Hendrickx se arrimaba cada vez más a Yvonne. ¿Por qué lo consentía ella? Yo acechaba un guiño que podría haberme lanzado a hurtadillas, una sonrisa de connivencia. Nada. Pulli, el gerente grueso y aterciopelado, se había acercado prudentemente a mi mesa. Lo tenía muy cerca, apoyado en el respaldo de una de las sillas vacías. Intentaba hablar conmigo. A mí me estaba fastidiando.
–Señor Chmara… Señor Chmara…
Me volví hacia él por cortesía.
–Dígame, ¿es pariente de los Chmara de Alejandría?
Se inclinaba con mirada ávida y entendí por qué había elegido yo aquel apellido, que creía que me había brotado de la imaginación: era el de una familia de Alejandría de la que mi padre me hablaba con frecuencia.
–Sí. Son parientes míos –contesté.
–¿Así que es usted oriundo de Egipto?
–Un poco.
Sonrió, emocionado. Quería saber más y yo habría podido hablarle de la ciudad de Sidi-Birsh, en la que pasé unos cuantos años de mi infancia, del palacio Abdin y de la posada de las Pirámides, de la que conservo un recuerdo muy vago. Y preguntarle a mi vez si era él pariente de uno de los conocidos no muy recomendables de mi padre, aquel Antonio Pulli que le hacía las veces de confidente y «secretario» al rey Faruk. Pero estaba demasiado pendiente de Yvonne y de Hendrickx.
Ella seguía bailando con aquel individuo talludo que seguramente se teñía el pelo. Pero a lo mejor lo estaba haciendo por algo concreto que me contaría cuando estuviéramos solos. ¿O a lo mejor lo estaba haciendo porque sí? ¿Y si me hubiera olvidado? Nunca he confiado gran cosa en mi identidad y la idea de que no me reconociera se me pasó por la cabeza. Pulli se había sentado en el sitio de Meinthe.
–Conocí a Henri Chmara en El Cairo… Nos veíamos todas las noches. En Groppi o en el Mena House.
Parecía que me estuviera contando secretos de Estado.
–Espere…, fue el año en que el rey andaba con aquella cantante francesa… ¿Sabe quién le digo?
–Ah, sí…
Hablaba cada vez más bajo. Tenía miedo de policías invisibles.
–¿Y usted vivió allí…?
Los focos que iluminaban la pista no lanzaban ya sino una luz rosa muy débil. Por un momento perdí de vista a Yvonne y a Hendrickx, pero volvieron a aparecer detrás de Meinthe, Meg Devillers, Fossorié y Tounette Roland-Michel. Ésta les comentó algo por encima del hombro de su marido. Yvonne se echó a reír.
–Ya sabe, es imposible olvidar Egipto… No… Hay noches en que me pregunto qué estoy haciendo aquí…
Yo también me lo preguntaba de pronto. ¿Por qué no me había quedado en Les Tilleuls leyendo mis guías telefónicas y mis revistas de cine? Pulli me puso la mano en el hombro.
–No sé lo que daría por estar en la terraza del Pastroudis… ¿Cómo olvidar Egipto?
–Pero si ya no debe de existir –susurré.
–¿Lo cree usted de verdad?
Algo más allá, Hendrickx aprovechaba la semipenumbra para pasarle a Yvonne una mano por las nalgas.
Meinthe volvía a nuestra mesa. Solo. La mujer morena estaba bailando con otro. Se dejó caer en la silla.
–¿De qué hablaban? –Se había quitado las gafas de sol y me miraba con una sonrisa simpática–: Estoy seguro de que Pulli le estaba contando sus historias de Egipto…
–Este caballero es de Alejandría, igual que yo –dijo Pulli con tono seco.
–¿Usted, Victor?
Hendrickx intentaba besar a Yvonne en el cuello, pero ella no se dejaba. Se echaba hacia atrás.
–Pulli lleva aquí diez años –decía Meinthe–. En invierno, trabaja en Ginebra. Bueno, pues nunca ha podido acostumbrarse a las montañas.
Se había fijado en que estaba mirando cómo bailaba Yvonne e intentaba distraerme.
–Si viene a Ginebra en invierno –decía Meinthe–, tendré que llevarlo al sitio ese, Victor. Pulli ha reproducido con total exactitud un restaurante que había en El Cairo. ¿Cómo se llamaba, que no me acuerdo?
–El Khedival.
–Cuando está en ese local, le parece que está todavía en Egipto y se siente un poco menos mustio. ¿Verdad, Pulli?
–¡Menuda mierda de montañas!
–No hay que estar mustio nunca –canturreaba Meinthe–. Mustio nunca. Mustio nunca. Nunca.
Algo más allá, empezaban a bailar otra pieza; Meinthe se inclinó hacia mí:
–No haga caso, Victor.
Los Roland-Michel volvieron a la mesa. Luego, Fossorié y la rubia, Meg Devillers. Y finalmente Yvonne y Hendrickx. Ella vino a sentarse a mi lado y me cogió la mano. Así que no me había olvidado. Hendrickx me miraba atentamente, con curiosidad.
–¿Así que es usted el novio de Yvonne?
–Pues sí –dijo Meinthe, sin darme tiempo a contestar–. Y si todo va bien no tardará en llamarse condesa Yvonne Chmara. ¿Qué te parece?
Lo estaba provocando, pero Hendrickx seguía con la sonrisa puesta.
–¿A que suena mejor que Yvonne Hendrickx? –añadió Meinthe.
–¿Y este joven a qué se dedica? –preguntó Hendrickx con entonación pomposa.
–A nada –dije, atornillándome el monóculo en el ojo izquierdo–. NADA, NADA.
–Seguramente te creías que este joven era profesor de esquí o comerciante como tú, ¿no? –siguió diciendo Meinthe.
–Cállate o te hago picadillo –dijo Hendrickx; y no se sabía si se trataba de una amenaza o de una broma.
Yvonne me rascaba la palma de la mano con el dedo índice. Estaba pensando en otra cosa. ¿En qué? Llegaron la mujer rubia y su marido de rostro enérgico y llegó simultáneamente la otra rubia, pero eso no alivió la tensión del ambiente en absoluto. Todo el mundo miraba de reojo a Meinthe. ¿Qué iba a hacer? ¿Insultar a Hendrickx? ¿Tirarle un cenicero a la cara? ¿Provocar un escándalo? El director del club de golf acabó por decirle con tono de charla mundana:
–¿Sigue ejerciendo en Ginebra, doctor?
Meinthe le contestó como un alumno aplicado:
–Desde luego, señor Tessier.
–Hay que ver cómo me recuerda usted a su padre.
Meinthe sonrió con tristeza:
–Ay, no, no diga eso…, mi padre valía mucho más que yo.
Yvonne tenía apoyado el hombro en el mío y aquel simple contacto me trastornaba. Y el padre de ella ¿quién era? A Hendrickx le caía bien (o más bien se le arrimaba demasiado al bailar), pero, en cambio, me daba cuenta de que Tessier, su mujer y Fossorié no le hacían ningún caso. Ni tampoco los Roland-Michel. Le sorprendí incluso una expresión de desprecio burlón a Tounette Roland-Michel cuando Yvonne le dio la mano. Yvonne no era del mismo ambiente que ellos. En cambio, parecían considerar a Meinthe como un igual y le manifestaban cierta indulgencia. ¿Y yo? ¿Era para ellos sólo un adolescente entusiasta del rock and roll? A lo mejor no. Mi circunspección, mi monóculo y mi título nobiliario los tenían un tanto intrigados. Sobre todo a Hendrickx.
–¿Fue usted campeón de esquí? –le pregunté.
–Sí –dijo Meinthe–, pero es algo que se pierde en la noche de los tiempos.
–Figúrese –me dijo Hendrickx, poniéndome la mano en el antebrazo– que conocí a este mocoso –señalaba a Meinthe– cuando tenía cinco años. Jugaba con muñecas.
Menos mal que en ese preciso momento retumbó un chachachá. Eran las doce pasadas y los clientes llegaban por racimos. Había empujones en la pista de baile. Hendrickx llamó a Pulli.
–Vete por el champán y avisa a la orquesta.
Y le hizo un guiño al que Pulli contestó con un saludo más o menos militar, con el índice sobre la ceja.
–Doctor, ¿cree usted que la aspirina va bien para los trastornos circulatorios? –preguntaba el director del club de golf–. He leído algo de eso en Science et Vie.
Meinthe no lo había oído. Yvonne me apoyaba la cabeza en el hombro. La orquesta se calló. Pulli traía una bandeja con copas y dos botellas de champán. Hendrickx se levantó y gesticuló con los brazos. Las parejas que estaban bailando y los demás clientes se volvieron hacia nuestra mesa.
–Señoras y caballeros –dijo Hendrickx a voces–, vamos a beber a la salud de la afortunada ganadora de la Copa Houligant, la señorita Yvonne Jacquet.
Indicó a Yvonne con un ademán que se levantase. Todos estábamos de pie. Brindamos y, como notaba las miradas fijas en nosotros, fingí un acceso de tos.
–Y ahora, señoras y caballeros –seguía diciendo Hendrickx con tono enfático–, les pido un aplauso para la joven y deliciosa Yvonne Jacquet.
Los «bravos» se dispararon en torno. Yvonne se apretaba contra mí, intimidada. Se me había caído el monóculo. Los aplausos se prolongaban y no me atrevía a moverme ni un centímetro. Tenía la vista clavada al frente, en el pelo abundante de Fossorié, en esas ondas elaboradas y nutridas que se cruzaban entre sí, aquel curioso pelo entre azul y gris que parecía un casco labrado.
La orquesta reanudó la música interrumpida. Un chachachá muy lento en el que se reconocía el tema de Abril en Portugal.
Meinthe se levantó:
–Si no le parece mal, Hendrickx –era la primera vez que le hablaba de usted–, voy a dejarlo, y también a esta dilecta compañía. –Se volvió hacia Yvonne y hacia mí–: ¿Os llevo?
Contesté con un «sí» dócil. Yvonne se levantó a su vez. Les dio la mano a Fossorié y al director del club de golf, pero no se atrevía a despedirse de los Roland-Michel ni de las dos rubias tostadas.
–¿Y para cuándo es la boda? –preguntó Hendrickx apuntándonos con el dedo.
–En cuanto nos vayamos de este pueblucho francés de mierda –contesté deprisa.
Todos me miraban boquiabiertos.
¿Por qué había hablado de forma tan necia y tan grosera de un pueblo francés? Todavía me lo estoy preguntando y me disculpo por ello. El propio Meinthe parecía consternado al verme desde esa perspectiva.
–Ven –me dijo Yvonne cogiéndome del brazo. Hendrickx se había quedado sin palabras y me miraba fijamente con los ojos muy abiertos.
Le di un empujón sin querer a Pulli.
–¿Se va, señor Chmara?
Intentaba retenerme apretándome la mano.
–Ya volveré, ya volveré –le dije.
–Ay, sí, por favor. Volveremos a hablar de todas esas cosas…
Y tenía una expresión evasiva. Cruzamos la pista. Meinthe iba detrás de nosotros. Merced a un juego de focos, parecía que la nieve cayera en copos gruesos. Yvonne tiraba de mí y nos costaba trabajo abrirnos paso.
Antes de bajar la escalera, quise lanzarle una última mirada a la mesa de la que veníamos.
Se me había disipado toda la rabia y lamentaba haber perdido el control de mí mismo.
–¿Vienes? –me dijo Yvonne–. ¿Vienes?
–¿En qué piensa, Victor? –me preguntó Meinthe; y me daba palmadas en el hombro.
Yo estaba quieto, al filo de la escalera; volvía a hipnotizarme el pelo de Fossorié. Relucía. Debía de darse algo así como una brillantina Bakerfix fosforescente. Cuántos esfuerzos y cuánta paciencia para edificar todas las mañanas aquella tarta de pisos entre gris y azul.
En el Dodge, Meinthe dijo que habíamos perdido tontamente la velada. La culpa la tenía Daniel Hendrickx, que le había recomendado a Yvonne que acudiera so pretexto de que estarían presentes todos los miembros del jurado y también unos cuantos periodistas. Nunca había que fiarse del «cabrón» aquel.
–Que sí, cariño, lo sabes perfectamente –añadía Meinthe con tono irritado–. Te habrá dado el cheque por lo menos.
–Claro.
Y los dos me desvelaron las interioridades de aquella velada tan triunfal: Hendrickx había creado la Copa Houligant cinco años antes. Se entregaba un año sí y otro no en invierno, en Alpe d’Huez o en Megève. Había tomado aquella iniciativa por esnobismo (escogía a unas cuantas personalidades de la buena sociedad para la composición del jurado), para hacerse publicidad (los periódicos que hablaban de la Copa lo citaban a él, a Hendrickx, recordando sus hazañas deportivas) y también por afición a las chicas guapas. Con la promesa de que le iban a dar la Copa, cualquier idiota caía. El cheque era de ochocientos mil francos. En el jurado, mandaba Hendrickx. A Fossorié le habría gustado que «aquella copa de la elegancia» que tenía tanto éxito todos los años dependiera algo más de la oficina de turismo. De ahí aquella rivalidad sorda entre ambos hombres.
–Pues sí, mi querido Victor –fue la conclusión de Meinthe–, ya ve lo mezquinos que son en provincias.
Se volvió hacia mí y me brindó una sonrisa triste. Habíamos llegado delante del Casino. Yvonne le pidió a Meinthe que nos dejara allí. Volveríamos al hotel a pie.
–Eh, vosotros, llamadme mañana. –Parecía desconsolado de que lo dejáramos solo. Se asomó por encima de la puerta–: Y olvidaos de esta velada infame.
Luego arrancó de golpe, como si quisiera arrancarse de nosotros. Tiró por la calle Royale y me pregunté dónde pasaría la noche.
Nos quedamos unos momentos contemplando el surtidor, que cambiaba de colores. Nos acercábamos cuanto podíamos y nos caían gotas en la cara. Le di a Yvonne un empujón. Se defendió entre gritos. Ella también quiso darme un empujón por sorpresa. Nuestras carcajadas retumbaban en la explanada desierta. Más allá, los camareros de La Taverne debían de estar acabando de recoger las mesas. Era alrededor de la una de la madrugada. La noche era tibia y noté algo parecido a una embriaguez al pensar que el verano estaba recién empezado y que teníamos aún por delante días y días para pasarlos juntos, para pasearnos por la noche o para quedarnos en la habitación oyendo el golpeteo sofocado y estúpido de las pelotas de tenis.
En la primera planta del Casino había luz en las cristaleras: la sala de bacará. Se divisaban siluetas. Le dimos la vuelta a ese edificio en cuya fachada ponía en redonda CASINO y dejamos atrás la entrada del Brummel, de donde salía música. Sí, aquel verano había en el aire músicas y canciones, siempre las mismas.
Íbamos por la avenida de Albigny, por la acera de la izquierda, la que va bordeando los jardines de la prefectura. Pasaban algunos coches en ambos sentidos. Le pregunté a Yvonne por qué dejaba a Hendrickx que le tocase el culo. Me contestó que no tenía ninguna importancia. No le quedaba más remedio que ser amable con Hendrickx porque le había hecho ganar la Copa y le había dado un cheque de ochocientos mil francos. Le dije que en mi opinión había que pedir mucho más de ochocientos mil francos para dejarse «tocar el culo» y que, en cualquier caso, la Copa Houligant de la elegancia no tenía interés alguno. Ningún interés. Nadie sabía que existía esa copa, sólo unas cuantas personas de provincias extraviadas a orillas de un lago perdido. Y era una copa grotesca. Y una birria. ¿No? Y, para empezar, qué sabían de elegancia en aquel «pueblucho de Saboya». ¿Eh? Me contestó con un tonillo tirante que Hendrickx le parecía «muy atractivo» y que estaba encantada de haber bailado con él. Le dije –intentando articular todas las sílabas, pero era inútil, me tragaba la mitad– que Hendrickx tenía cara de buey y «era caído de nalgas como todos los franceses». «Pero tú también eres francés», me dijo ella. «No. No. Yo no tengo nada que ver con los franceses. Vosotros los franceses sois incapaces de entender la auténtica nobleza, la auténtica…» Se echó a reír. No la intimidaba. Entonces le expuse –y fingía una extremada frialdad– que en el futuro haría muy bien en no vanagloriarse demasiado de la Copa Houligant de la elegancia si no quería que se burlasen de ella. Montones de chicas habían ganado copitas ridículas como aquélla antes de caer en un olvido total. Y otras muchas habían trabajado por casualidad en alguna película que no valía nada, del estilo de Liebesbriefe auf dem Berg… Y ahí se había quedado su carrera cinematográfica. Muchas eran las llamadas y pocas las elegidas. «¿Te parece que esa película no vale nada?», me preguntó. «Nada.» Esta vez sí creo que se puso triste. Andaba sin decir nada. Nos sentamos en el banco del chalet para esperar el funicular. Ella rompía minuciosamente un paquete vacío de cigarrillos. Iba dejando, uno tras otro, los pedacitos de papel en el suelo y eran del tamaño del confeti. Me enterneció tanto aquel primor que le besé las manos.
El funicular se detuvo antes de Saint-Charles Carabacel. Una avería seguramente; pero a aquella hora nadie iba a venir a arreglarla. Yvonne se mostraba aún más apasionada que de costumbre. Pensé que algo sí debía de quererme en realidad. A veces mirábamos por la ventanilla y nos veíamos entre el cielo y la tierra, con el lago abajo del todo y los tejados. Llegaba el alba.
Al día siguiente salió un artículo extenso en la tercera página de L’Écho-Liberté.
El titular anunciaba: «LA COPA HOULIGANT DE LA ELEGANCIA CONCEDIDA POR QUINTA VEZ».
«Ayer, a última hora de la mañana, en el Sporting, una nutrida concurrencia presenció con curiosidad cómo se desarrollaba la quinta Copa Houligant de la elegancia. Los organizadores, al haber concedido la copa el año pasado en Megève, durante la temporada de invierno, han preferido que este año fuera un acontecimiento veraniego. El sol no faltó a la cita. Nunca estuvo tan radiante. La mayoría de los espectadores iba en atuendo playero. Destacaba entre ellos Jean Marchat de la Comédie-Française, que está aquí para dar en el teatro del Casino unas cuantas representaciones de Écoutez bien Messieurs.
»En el jurado coincidían, como de costumbre, las personalidades más diversas. Lo presidía André de Fouquières, que tuvo a bien poner a disposición de esta Copa su larga experiencia, ya que, efectivamente, podemos decir que el señor De Fouquières, tanto en París como en Deauville o en Cannes o en Le Touquet, lleva los cincuenta últimos años participando en la vida elegante y siendo su árbitro.
»Se sentaban junto a él: Daniel Hendrickx, el bien conocido campeón y promotor de esta Copa; Fossorié, de la oficina de turismo; el director de cine Gamange; los señores de Tessier del club de golf; los señores de Sandoz, del Windsor; y el señor subprefecto, P. A. Roquevillard. Hubo que lamentar la ausencia del bailarín José Torres, que tuvo un impedimento de última hora.
»La mayoría de los participantes hicieron honor a la Copa; Jacques Roland-Michel y señora, que pasan el verano, como todos los años, en su villa de Chavoires, despertaron especial atención y recibieron muchos aplausos.
»Pero la palma se la llevó, tras varias votaciones, la señorita Yvonne Jacquet, de veintidós años, una preciosa pelirroja, vestida de blanco, a la que seguía un dogo impresionante. La señorita Jacquet, por su encanto y su inconformismo, impresionó mucho al jurado.
»La señorita Yvonne Jacquet nació y creció en nuestra ciudad. Su familia es oriunda de la comarca. Acaba de debutar en el cine con una película que ha rodado a pocos kilómetros de aquí un director alemán. Le deseamos a nuestra compatriota, la señorita Jacquet, mucha suerte y muchos éxitos.
»La acompañaba René Meinthe, hijo del doctor Henri Meinthe. Este nombre despertará en algunos gran cantidad de recuerdos. El doctor Henri Meinthe, de una antigua familia de Saboya, fue, efectivamente, uno de los héroes y mártires de la Resistencia. Una calle de nuestra ciudad lleva su nombre.»
Una foto grande ilustraba el artículo. La habían tomado en el Sainte-Rose en el preciso instante en que entrábamos. Estábamos los tres de pie, Yvonne y yo juntos y Meinthe algo más atrás. Debajo, el pie decía: «La señorita Yvonne Jacquet, el señor René Meinthe y un amigo de ambos, el conde Victor Chmara.» Era una instantánea muy nítida pese al papel de periódico. Yvonne y yo estábamos serios. Meinthe sonreía. Teníamos la vista clavada en un punto del horizonte. Esa foto la he llevado conmigo durante muchos años antes de guardarla con otros recuerdos; y, una noche en que la estaba mirando con melancolía, no pude por menos de cruzarla con estas palabras escritas con lápiz rojo: «Reyes por un día.»