Capítulo IV

Capítulo IV

Meinthe miró atentamente al hombre con gabardina que recogía los vasos. Éste acabó por agachar la cabeza y se ensimismó otra vez en la tarea. Pero Meinthe seguía ante él, clavado en una irrisoria posición de firmes. Luego, se volvió hacia los otros dos, que lo observaban con sonrisa malévola y apoyando la barbilla en el extremo del mango de la escoba. Tenían un parecido físico que llamaba la atención: el mismo pelo rubio cortado a cepillo, el mismo bigotito, los mismos ojos azules y saltones. Inclinaban el busto, uno hacia la derecha, otro hacia la izquierda, simétricamente, de forma tal que habría podido pensarse que se trataba de la misma persona reflejada en un espejo. A Meinthe debió de parecerle algo así, porque se acercó a los hombres despacio, con el ceño fruncido. Cuando estuvo a pocos centímetros de ellos, cambió de sitio para verlos de espaldas, de tres cuartos y de perfil. Los otros dos no se movían, pero se intuía que estaban listos para saltar y machacar a Meinthe con una granizada de puñetazos. Meinthe se apartó y fue, caminando de espaldas, hasta la salida del bufé, sin quitarles ojo. Seguían donde estaban, petrificados bajo la luz cicatera y amarillenta que rezumaba del aplique de la pared.

Cruza ahora la plaza de La Gare, con el cuello de la chaqueta subido y la mano izquierda crispada en la bufanda, como si tuviera una herida en el cuello. Nieva apenas. Los copos son tan livianos y tan sutiles que flotan en el aire. Se mete por la calle de Sommeiller y se para ante Le Régent. Están echando una película muy antigua que se llama La Dolce Vita. Meinthe se refugia bajo la marquesina del cine y mira una por una las fotos de la película, al tiempo que se saca del bolsillo de la chaqueta una boquilla. La aprieta entre los dientes y se hurga en todos los demás bolsillos, buscando –seguramente– un Camel. Pero no lo encuentra. Entonces le recorren la cara unos cuantos tics, siempre iguales: se le crispa el pómulo izquierdo y unas sacudidas secas le mueven la barbilla; más lentos y más penosos que hace doce años.

Parece dubitativo en cuanto al camino que va a seguir: ¿cruzar y meterse por la calle de Vaugelas, que sale a la calle Royale o echar calle de Sommeiller abajo? Algo más allá, a la derecha, el letrero verde y rojo del Cintra. Meinthe lo mira fijamente, guiñando los ojos. CINTRA. Los copos revolotean alrededor de esas seis letras y se tiñen también de verde y de rojo. Verde del color del ajenjo. Rojo Campari…

Se encamina hacia ese oasis, con la espalda arqueada, las piernas tiesas; y si no hiciera ese esfuerzo para mantener la tensión, lo más seguro es que cayera despacio en la acera, como un pelele desarticulado.

El cliente de la chaqueta de cuadros sigue allí, pero ya no está molestando a la camarera. Sentado a una mesa del fondo del todo, lleva el compás con el índice, repitiendo con una vocecita que podría ser la de una mujer muy vieja: «Zim… Bum-bum… Zim… Bum-bum…» Por lo que a la camarera se refiere, está leyendo una revista. Meinthe se encarama a uno de los taburetes y le pone una mano en el antebrazo.

–Un oporto claro, hijita –le dice en un cuchicheo.