CAPÍTULO TREINTA Y DOS

 

Loti caminaba con su madre, su hermano Loc a su lado, siguiéndola como había hecho durante horas, llevada por un camino serpenteante, preguntándose a qué venía todo esto. Entendía que su madre la necesitaba para ayudar a convercer a nuevos aldeanos para que se unieran a la causa, pero quería volver al campamento principal, con Darius y los demás, para ayudarlos a luchar.

Loc cojeaba a su lado, sudando bajo el sol y Loti se preguntaba cuánto más duraría aquello.

“¿Cuánto queda?” preguntó Loti a su madre, impaciente.

Su madre, como siempre hacía, la ignoró, simplemente caminaba más rápido a través de los bosques, empujando ramas que golpeaban la cara de Loti.

Era imposible sacarle algo. Lo único que Loti había conseguido saber era que una de las aldeas cercanas, poblada por los esclavos más fuertes, era reacia a unirse a su causa y solo se uniría si Loti los instaba a ello. Su madre dijo que podían traer mil esclavos a la causa, casi doblando el tamaño de su ejército. Decía que tenían un gran respeto por Loti, que su fama ya se había extendido, se contaban y se recontaban historias sobre lo que había hecho para salvar la vida de su hermano. Su leyenda estaba creciendo, como la que había escapado de las garras del Imperio, la que había conseguido regresar a su aldea sola. Su madre decía que ella era la única que podía convencerlos.

Mientras Loti pensaba en ello, caminando como lo había hecho durant horas, siguiendo a su madre por caminos sinuosos por el árido desierto y pasando por caminos de bosque, tenía una sensación de optimismo. mientras estaba enojado por estar con su madre y no con Darius, también estaba emocionada por tener la oportunidad de contribuir a la causa. Sentía que tenía un propósito, que la necesitaban, y se sentía honrada de que estos aldeanos quisieran incluso hablar con ella y con su hermano.

Finalmente, Loti se sintió aliviada al ver que el terreno se abría y salieron del bosque de vuelta al árido desierto. Ante ellos había una pequeña aldea de esclavos, asentada en el límite del bosque y, dentro de ella, centenares de esclavos paseándose. Se preparó, dispuesta a hacer lo que fuera para convencerlos.

“¿Por qué necesitan una invitación esta gente?” preguntó Loc a su lado. “¿No deberían venir corriendo para unirse a nuestra causa? ¿No se dan cuenta de que, si no lo hacen, los matarán?”

Loti se encogió de hombros.

“Algunos son más orgullosos que otros, me imagino”, respondió ella.

Siguieron a su madre y anduvieron hacia la aldea, por su polvoriento camino y la siguieron dando vueltas por calles abarrotadas.

Loti estaba un poco perpleja. Esperaba un comité de bienvenida, un grupo de aldeanos dispuestos a saludarla. Y sin embargo todo el mundo aquí estaba ajetreado, los ignoraban, como si ni siquiera supieran que iban a venir.

“quieren hablar con nosotros”, dijo Loc a su madre, “sin embargo, nadie viene a recibirnos. ¿Qué pasa? ¿Han cambiado de opinión?”

“¡Cerrad la boca y seguidme!” dijo su madre bruscamente, caminando rápido por delante de ellos, girando hacia calles laterales.

Loc se acercó a Loti.

“No me gusta esto”, le dijo en voz baja, mientras lo empujaban otros transeúntes. “Todo esto huele mal. ¿Desde cuándo nuestra Madre ha estado de acuerdo con nuestra causa? Se ha opuesto siempre a todo lo que hemos hecho”.

Loti empezaba a hacerse preguntas – debía admitir que todo aquello le parecía raro. Pero no quería ahondar muy profundamente en ello- lo único que le importaba era ayudar a Darius, costara lo que costara.

Giraron una esquina y su madre se detuvo delante de un gran carruaje negro tirado por caballos con barras de hierro en las ventanas. Varios esclavos grandes estaban delante de él, mirándolos con el ceño fruncido.

Loti se detuvo de golpe, confundida. Nada de esto tenía sentido. El carruaje de delante de ellos era el carruaje de un mercader- los había visto algunas veces en su vida. Iban por los caminos del país, yendo de aldea en aldea, y usaban los carruajes para comerciar con esclavos entre aldeas. Eran escoria mercenaria, lo más bajo de lo bajo, aquellos que capturaban a los de su propia especie, rompían familias, los encadenaban y los vendían al más alto postor.

“Este es el carruaje de un mercader”, le dijo Loti a su madre, enojada. “¿Qué están haciendo aquí? Los mercaderes no se unirán a nuestra causa.

Loc también se dirigió a ella. “Madre, no lo entiendo. ¿Quién son esta gente? ¿Por qué nos has traído hasta aquí?”

Cuando Loti miró fijamente a su madre, observó cómo su expresión cambiaba; su semblante serio se desvaneció y en su lugar se dibujó una expresión de profunda pérdida y de tristeza, incluso de arrepentimiento. Vio que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas, por primera vez en su vida.

“Lo siento”, dijo su madre. “No había otro camino. Tú y tu hermano sois demasiado orgullosos. Siempre habéis sido demasiado orgullosos. Os hubiereis unido a la lucha de Darius. Y él, mi hijo, va a perder. Todos ellos van a perder. El Imperio siempre gana. Siempre”.

Los mercaderes fueron corriendo hacia delante y antes de que Loti supiera lo que estaba pasando, sintió que unas enormes manos callosas y fuertes le agarraban las muñecas, sintió que le torcían los brazos detrás de la espalda y le encadenaban las muñecas. Gritó e intentó resisitirse, igual que hizo Loc, pero era demasiado tarde para ambos.

“¡Madre!” chilló Loc. “¿¡Cómo pudiste hacernos algo así!?”

“Lo siento, hijos míos.”, gritó su madre, mientras los arrastraban hacia el carruaje. “Todos vamos a morir en esta guerra. Menos vosotros dos. Os quiero demasiado, siempre os he querido. Siempre pensasteis que prefería a vuestros hermanos. Pero os prefería a vosotros. Y haré todo lo que tenga que hacer para protegeros”.

“¡Madre, no lo hagas!” exclamó Loti frenética, luchando deseperadamente, en vano, por liberarse.

Loti vio que la puerta de atrás del carruaje se abría mientras la arrastraban dentro y, mientras la empujaban por detrás, sintió cómo se tamableaba hacia dentro, con Loc a su lado.

Se dio la vuelta e intentó salir, pero la puerta de hierro se cerró de golpe inmediatamente y se cerró tras ella. Le daba patadas y la empujaba, pero esta no cedía.

Loti oyó el chasquido de un látigo, sintió cómo rebotaba bruscamente cuando el carruaje empezó a moverse, andó de rodillas, se agarró a las barras de hierro y miró a través de la ventana, viendo pasar el mundo.

la última cosa que vio, antes de que la aldea desapareciera de su vista, fue la cara de su madre, allí de pie, llorando, viendo cómo se marchaban.

“Lo siento”, les gritaba su madre. “¡Perdonadme!”