Volusia caminaba lentamente a través de la ciudad de Dansk ante el fondo de una maravillosa puesta de sol color escarlata, los fuegos todavía rugían a su alrededor mientras ella sondeaba la ciudad, iluminando el anochecer. Se sentía victoriosa. Pasó por todas las rocas que ella había catapultado hasta la ciudad, todavía en llamas, pasó por montones de escombros, de ruinas, muros de la ciudad que habían estado allí durante siglos ahora no eran más que restos. Pasó por montones de cadáveres, personas todavía agonizando, otros todavía aferrándose a la vida, quejándose, todavía quemándose vivos. Pasó por montones de soldados, nada más que cadáveres chamuscados, sus armas derretidas con sus manos.
E hizo un amplia sonrisa.
El saqueo de Volusia de esta ciudad había sido despiadado, incluso para lo que era habitual en ella. Había enviado los peñascos en llamas sobre sus muros sin fin, matando de forma indiscriminada soldado y ciudadano, hombre y mujer, caballero y niño. Después de matar a su líder, había soltado una repentina e intensa cortina de fuego sobre ellos, demasiado rápida para que pudieran prepararse para hacer algo que no fuera sufrir. La ciudad había sido estúpida al intentar resistirse a ella, al pensar que sus inmensos muros la mantendrían fuera, la detendrían en conseguir lo que quería. Qué estúpida había sido la ciudad al pensar que ella no usaría cualquier medio a su alcance para matar a cada hombre, mujer y niño- a cualquiera y cualquier cosa que se encontrara en su camino. Otra vez, pensaba, aunque no se hubieran resistido, probablemente los hubiera masacrado a todos de todas formas. Se dio cuenta que era más útil infundir su reputación de crueldad que tener una ciudad de prisioneros.
A su alrededor, perfectamente alineados a lo largo de los muros de la ciudad, en posición de atención, estaban sus centenares de miles de soldados, en perfecta formación, todos ellos aguardando su más mínima orden, su señal sobre lo que tenían que hacer a continuación. Aquí estaba, su primera ciudad, su primera prueba, arrasada por completo en tan solo unas pocas horas. Aquí estaba, la primera prueba de su poder desatada.
“Aquí están, mi Diosa”, dijo la voz.
Soku caminaba a su lado, en medio de su enorme séquito de soldados y consejeros, haciendo gestos delante de ella.
Volusia se detuvo y miró hacia delante, su séquito se detuvo detrás de ella y vio filas de prisioneros, vivos, con las caras negras por el hollín, tosiendo y encadenados los unos a los otros.
“Lo que queda de su ejército”, dijo Soku. “Cinco mil hombres. Han entregado la ciudad y desean unirse a nuestras filas”.
Volusia los observó atentamente, un interminable mar de rostros, que se extendía a lo largo de los muros de la ciudad y vio que todos la miraban fijamente esperanzados.
“¿Y estos hombres intentaron resistirse?” preguntó.
Soku negó con la cabeza.
“No, Diosa”, respondió. “Estos son soldados que se rindieron sin matar a ninguno de nuestros hombres. No hay sangre nuestra en sus manos”.
Volusia observó las filas y filas de finos soldados que solo habían cometido el error de cruzarse en su camino.
“Una lástima”, dijo y se giró hacia Soku.
“Matadlos a todos”.
Soku la miró fijamente, atónito.
“¿Diosa?” preguntó
“No me quedaré con nadie que no haya intentado matarme primero”.
Soku la miró fijamente, intentando comprender, y abrió la boca como para oponerse, pero seguidamente la cerró, viendo claramente la mirada de sus ojos. Él, al igual que los demás, sabía que era mejor no cuestionar sus órdenes.
Se dirigió a sus comandantes.
“Ya oísteis a la Diosa”, dijo. “Matadlos a todos”.
Volusia observó con satisfacción cómo sus miles de hombres marchaban hacia delante, con las lanzas en alto, y se lanzaban a la lucha contra los prisioneros de la ciudad-todos ellos, encadenados, indefensos, levantaron las manos hasta sus sorprendidos rostros.
“¡NO!” chillaban.
Pero era demasiado tarde. Uno a uno, los hombres de Volusia los derribaban a hachazos, masacrándolos a diestro y siniestro.
Volusia estaba allí y observaba la matanza, con la sonrisa cada vez más ancha. La sangre le salpicaba mientras el sol empezaba a esconderse tras el horizonte y disfrutaba de cada gota pensando:
Qué día más perfecto ha resultado ser este.
*
Mientras empezaba a anochecer, Volusia marchaba y se alejaba más y más de los alrededores de Dansk, flanqueada por su séquito, y con todo su ejército marchando un poco por detrás. Bajo las dos lunas que salían, las brillantes estrellas rojas aparecían en el cielo, seguía su camino a lo largo del suelo del desierto a través del Camino de los Círculos. Era un momento que había estado deseando desde que podía recordar.
El Camino de los Círculos era, de hecho, la verdadera razón por la que había decidido saquear Dansk primero. A pesar de sus números y fortificaciones, a Volusia no le interesaba mucho su ejército, o su gente, o incluso su ciudad. La verdadera joya, la verdadera conquista, era lo que estaba justo más allá: este sagrado sitio de poder, un vasto círculo grabado en el duro suelo del desierto. Nadie conocía con seguridad su origen, o la fuente de su poder, sin embargo Volusia había oído hablar toda su vida de los dioses y diosas vivos que habían sido consagrados aquí. Era un ritual de iniciación. Si quería que su pueblo la viera como una verdadera Diosa, sabía que no existía mayor sello de legitimidad que su iniciación en este círculo.
Igualmente importante, Volusia quería hacer un pacto con los protectores de este círculo, el pueblo desierto de Voks. Una raza tabú de pequeños hombres verdes, más criaturas que hombres, que practicaban una antigua secta de brujería tan oscura y prohibida que estaba incluso ilegalizada en los tiempos de la madre de su madre, Volusia sabía que no existía una tribu en el Imperio que igualara su pura maldad. Otros hechiceros tenían límites en lo que hacían, pero los Voks no tenían fronteras en su crueldad.
Evidentemente, había una razón por la que el poder de los Voks y su círculo sagrado no había sido empleado por otros gobernantes antes que ella: se les consideraba demasiado peligrosos, no eran nada de fiar, su brujería era demasiado volátil, demasiado difícil de controlar. Volusia sabía por los libros de historia que todos aquellos que habían tratando de hacerlo habían muerto en el intento.
Pero ella era diferente. Ella era Volusia, diosa de la ciudad de Volusia, futura Emperadora del Reino y ella sabía que su destino era gobernar. Nadie ni nada podía interponerse en su camino. Sus generales provinciales solo se preocupaban de los números, las armas, las armaduras. Pensaban que un ejército ganaba en base a las cifras.
Pero Volusia sabía que los números no eran sino una pequeña parte de la conquista. Sabía que podía derrotar a los millones del Imperio con muchos menos hombres. Lo que realmente necesitaba era a los Voks- y la antigua brujería que custodiaban.
“Diosa”, dijo Soku, yendo derecho a su lado. “¿Puedo persuadirla de dar la vuelta? Esta es una mala idea”.
Volusia suspiró, enojada. Soku había estado detrás de su oreja todo el rato desde que dejaron la ciudad, criticando todo lo que hacía.
“Matar a aquellos soldados cautivos antes fue un error, Diosa, si puedo hablar con franqueza”, añadió. “Necesitábamos a aquellos hombres. Necesitamos a cada hombre que podamos conseguir. Aquellos eran cinco mil buenos hombres. Ahora están muertos y sin razón alguna. Ni siquiera se nos resistieron”.
“Por eso precisamente los maté”, respondió.
Él suspiró.
“A veces siento que no la comprendo en absoluto”, dijo, dejándose claramente el Diosa. “Todavía es joven. Debería aprender de las formas de un comandante curtido como yo mismo”.
Volusia se detuvo bruscamente, ya harta, y lo miró.
“Tú eres el mismo comandante que permitió que mi madre fuera asesinada, ¿o no?”
Él tragó saliva, con apariencia de haber sido cogido desprevenido.
“Fue usted quién mató a su madre”, respondió él. “Yo no podía haber previsto aquello”.
“En este caso, quizás me tendría que buscar un comandante que sí lo hubiera hecho”, dijo ella.
Él la miró fijamente, parecía molesto e inseguro.
“Y si maté a mi propia madre, ¿crees que tendría algún escrúpulo en matar a mi comandante?” añadió.
Él bajó la vista, humillado, y ella se dio la vuelta y continuó la marcha.
“Diosa”, dijo Aksan, acercándose por su otro lado, “él dice la verdad. Reunirse con los Voks es una idea terrible. No son de fiar. Su brujería no se puede contener ni controlar. Puede que tengan un poder – pero sin duda es un poder que usted no puede controlar. Todas las razas y todos los gobernantes del Imperio los han evitado, y por una buena razón. Son proscritos”.
“Vuelve a dirigirte a mí”, dijo ella, sin siquiera molestarse en mirarlo y continuó su marcha hacia delante, “y te cortaré la lengua”.
Él dejó de hablar, con el pánico en los ojos.
Finalmente Volusia dobló la colina y, al hacerlo, se detuvo, asombrada ante la impresionante vista que tenía delante: allí, desplegado allá abajo en el valle del desierto, estaba el círculo del que siempre había oído hablar. No podía confundirlo con ningún otro. De casi cien metros de diámetro, estaba claro por la manera en que estaba grabado, su forma perfecta, su laberinto de círculos, grabados en un laberinto los unos con los otros, que fue creado por algo diferente a la raza humana. Podía sentir la energía que latía del suelo del desierto, incluso desde allí. Era un lugar que se percibía vivo, mucho más vivo que cualquier sitio en el que hubiera estado.
Haciendo guardia alrededor del círculo, igualmente impresionantes, estaban los Voks – cenenares de ellos, encorvados con sus túnicas y capuchas verdes y emitiendo un suave parloteo, audible incluso desde donde estaba ella, un sonido escalofriante, como patas de cangrejo haciendo ruido por el suelo del desierto. Ella podía ver por lo que dejaban entrever sus túnicas que eran pequeños hombres verdes, con un tono viscoso en su piel. Se apiñaban alrededor del círculo como si fueran uno con él.
A una, los Voks se dieron la vuelta hacia ella y miraron hacia sus hombres. Sin esperar, empezaron a caminar hacia ella, como un millón de cangrejos saliendo del mar.
Volusia bajó corriendo la ladera de la montaña para encontrarse con ellos a medio camino, ansiosa por reunirse con ellos, por ser infundida con el poder del círculo. Siempre y cuando la dejaran entrar.
Uno de los Voks, ligeramente más pequeño que los demás, claramente su líder, anciano, caminando con un pequeño bastón de esmeralda, caminaba al frente de ellos y se detuvo delante de ella.
Tan solo a unos metros de distancia, la miró lentamente, sus ojos eran completamente blancos. Vokin. Ella sabía de él, era legendario. Parecía estar examinándola y esta era una sensación profundamente incómoda. Ya podía comprender por qué otros no querían interactuar con ellos. Tan solo con mirarla, ella sentía como si le estuviera robando el alma.
Sin embargo Volusia se esforzaba en mirar fijamente a sus ojos completamente blancos y no apartar la vista. No estaba dispuesta a mostrar miedo a nadie.
“Así que la Diosa ha llegado”, dijo finalmente Vokin, con una voz que sonaba como madera agrietándose.
Volusia abrió los ojos como platos, preguntándose cuánto sabía.
“He venido a…” empezó ella.
“Ya sé por qué ha venido”, interrumpió él. “La pregunta es, ¿es merecedora de ello?
Volusia lo miró fijamente, atónita; nadie le había hablado de este modo antes.
“Yo soy la gran Diosa Volusia”, respondió, arrogante, levantando la barbilla. “Merezco conquistar ciudades. Merezco el Imperio entero”.
Vokin la miraba fijamente en silencio.
“He visto tu futuro”, respondió. “Hay mucha muerte y destrucción en él. Mucho poder. Es mucho más grande que su madre. Mucho más grande que cualquier gobernante del Imperio que haya venido antes que usted, incluso Andrónico, incluso Rómulo. Pero no puede tener poder sin nosotros. Y habrá un precio a su poder”.
“¿Un precio?” dijo ella indignada y, sin embargo, crecida por su profecía. “Ya le estoy ofreciendo un gran regalo. Le estoy perdonando la vida. Mire tras de mí: ¿no ha visto a mis hombres, llenando el horizonte?”
Vokin rió enérgicamente, sin molestarse ni siquiera en mirar, su voz cortaba el aire, poniéndola a ella de los nervios. No había ningún tipo de miedo en ella.
“¿Usted cree que todos los hombres del mundo tienen alguna posibilidad contra nuestro antiguo arte?”
Volusia lo pensó duramente y vio que tenía razón; él no era un simple comandante militar al que podía vencer con miedo o amenazas.
“Diga su precio”, dijo al fin, decidida. “Sea el que sea, lo tendrá”.
“Seremos compañeros”, dijo él. “Gobernaremos el Imperio juntos. Usted gobernará, pero nosotros siempre estaremos en la retaguardia y, siempre que la llamemos, nos dará lo que pidamos”.
“Hecho”, dijo ella, deseosa de seguir con ello y conseguir el poder.
“Los Voks ya no serán proscritos”, añadió él. “Seremos parte de la clase mayoritaria del Imperio. Nos devolverá el honor y el respeto que una vez tuvimos como raza. Habrá un círculo Vok en cada ciudad. Otras razas nos guardarán respeto!”.
“Hecho”, dijo ella, sin importarle, siempre y cuando tuviera el poder.
Él la examinaba mientras el viento del desierto azotaba, claramente dubitativo.
“Hay una cosa más”, dijo.
Ella lo observó, preguntándose lo avaricioso que era, preguntándose cuándo terminaría aquello. Ya no se fiaba de él.
“Nómbrelo y acabemos con esto”.
“No voy a decírselo en el día de hoy”, dijo él. “Pero un día la vendré a visitar para esta petición especial. Y me la tendrá que conceder. Sea lo que sea”.
Volusia pensó largo y tendido, extrañada.
“¿Será mi vida lo que me pedirá?” preguntó.
El negó con la cabeza y rió.
“No, querida”, dijo él. “Será algo más valioso que eso”.
¿Más valioso? se preguntó ella. No le importaba, siempre y cuando pudiera ascender al poder. Una vez estuviera en el poder de la manera que fuera, podría hacer lo que quisiera; no podrían detenerla de ninguna manera.
“¿Y entraré en el círculo?” preguntó. “¿Y me convertiré en Diosa?”
Él asintió como respuesta.
“Una Diosa como nunca ha existido”, respondió él.
Ella asintió.
“Hecho”, dijo ella. “Sea lo que sea, lo tendrá”.
Él asintió con satisfacción y ella vio algo parecido a una sonrisa bajo su capucha, mientras su cara se arrugaba de forma grotesca.
Volusia alargó el brazo para darle la mano y sellar el pacto y él alargó el brazo y le agarró la mano, tres garras verdes, largas y pringosas le envolvían la muñeca y el antebrazo. Ella quería retirar la mano, pero sabía que no podía.
Por fin, afortunadamente, él retiró su mano.
“Está oscureciendo y el círculo nos aguarda”, dijo él. “Sígame”.
Volusia lo siguió mientras giraba y pasaba por las filas de Voks, todos abriendo paso para él. Los Voks formaron un pasadizo, suficientemente ancho para que pasara ella y ella lo siguió, con sus hombres tras ella, andando en una única fila, mientras entraban a la nación de Voks. El clamor se intensificó mientras pasaba, y ella sentía como si estuviera entrando en un reino de cangrejos. Podía sentir la energía malvada emanando de ellos mientras se amontonaban a su alrededor, observando cómo pasaba. Hacían los extraños ruidos de parloteo mientras pasaba y sus ojos rodaban hacia sus cabezas, mientras el blanco de los mismos brillaba en la noche. No podía caminar lo suficientemente rápido a través de ellos.
Volusia finalmente entró en el círculo, siguiendo al líder, ellos dos solos, dejando atrás a los demás. Él andaba en círculos siguiendo un extraño dibujo, dando más y más vueltas, dando curvas y girando, siguiendo un camino que solo él conocía. Era laberíntico y ella sentía como si no acabara nunca.
Sin embargo, ella se sentía como cargada con un extraño poder mientras andaba; cuanto más andaba, más sentía sus piernas, ardiendo, sentía un calor que subía por su cuerpo. Sentía como si estuviera cambiando, como si el círculo la estuviera cambiando.
Volusia, al fin, llegó al centro del círculo y, al hacerlo, él hizo un paso a un lado y la guió hacia donde debía quedarse. Entonces se dio la vuelta y salió del círculo, dejándola sola en el centro.
Volusia estaba allí, sola, mirando a todos sus hombres, su ejército se alargaba hasta el horizonte, todos ellos se amontonaron alrededor del círculo, observándola.
“¡Volusia!” exclamaron los Vok, su voz retumbó, mágicamente fuerte, lo suficientemente fuerte para que todos lo oyeran, resonando en el suelo del desierto, en las colinas y valles. “Quédese aquí e infúndase con más poder que cualquier hombre en esta tierra. Quédese aquí y reciba el título de Suprema Emperadora del Imperio. Quédese aquí y a partir de este día, y por siempre jamás, sea conocida como la Diosa Volusia, la gran Diosa del Imperio, Reina de los seis cuernos y Destructora de Ciudades. Hoy, ha nacido una Diosa. ¡Hoy, hay una Diosa entre nosotros!”
Los Voks dieron un paso al frente con sus antorchas, las acercaron al suelo del desierto y, en ese momento, de repente se extendió un fuego, sus llamas llenaban el círculo, extendiéndose lentamente, dando vueltas por el dibujo. El fuego se abría camino alrededor de los círculos, más y más rápido y, mientras todos los círculos alrededor de ella se encendían, centenares de círculos de todas formas y tamaños, la noche del desierto era tan brillante como el día.
Volusia estaba en el centro de todo esto y se sentía gloriosa. Tenía las manos a los lados, los brazos en alto y sentía el calor, pero aún así no se quemaba. Se sentía infusa con una energía, un poder que apenas podía entender. Se sentía invencible.
Se sentía como una Diosa.
Volusia echó la cabeza hacia atrás, levantó sus brazos hacia el cielo y gritó a todos los poderes que conocía.
A su alrededor, en todas direcciones, sus hombres agachaban la cabeza, haciéndole la reverencia, mientras ella iluminaba la noche.
“¡Volusia!” gritaban, entonando su nombre una y otra vez. “¡Volusia! ¡Volusia!”