Darius caminaba a través del campo de su creciente ejército, junto a Raj, Desmond, Kaz y Luzi mientras iba hombre por hombre en la extensión de aldeanos, comprobando cómo estaban los heridos, conociendo a cada nuevo hombre cara a cara, ayudándoles a sacarse las cadenas, mirándolos a los ojos y dándoles la mano. Veía cómo la esperanza les inundaba los ojos cuando lo miraban, todos ellos negando con la cabeza sin querer soltarse, cada uno de ellos mirándolo como si fuera su salvador.
Ninguno había mirado jamás a Darius de esta manera y era una sensación surrealista. Para él, era solo un chico, solo un chico que se esforzaba por ser guerrero, solo un chico que había ocultado un poder que no podía usar nunca, que no quería usar y que nunca podía desvelar a los demás. Eso era todo. Darius nunca había esperado convertirse en un líder de hombres, convertirse en alguien a quien los demás admiraran, alguien a quien recurrieran para el liderazgo y la dirección. Toda su vida los demás le habían dicho que no llegaría a ser nada, que era el menos importante del grupo; su abuelo siempre lo había limitado, le había dicho que no valía mucho, que esta era la razón por la que su padre lo había dejado. Todos los ancianos de la aldea, todos sus entrenadores, en particular Zirk, el comandante de la tropa de los chicos, le habían dicho que sus habilidades eran normales, como mucho, y que su estatura era demasiado pequeña. Le habían dicho que nunca pensara en grande.
Darius siempre había sabido que no era el más grande del grupo, o el más fuerte. Sabía que no era el más guapo, que no tenía ninguna riqueza y que no provenía de una familia noble e ilustre. Y, aún así, Darius siempre había tenido corazón, convicción, pasión y una decisión que el sentía que era más fuerte que la de los demás. De alguna manera, él siempre sintió que le ayudaría a sobrellevarlo todo e incluso le permitiría destacar por encima de otros chicos y otros hombres, incluso aquellos que se suponía que eran mejores que él. Sentía las cosas más profundamente y se negaba a verse a él mismo como los otros lo veían. Había insisitido en pintarse en su mente una fuerte imagen mental de él mismo, como un héroe, como un líder de hombres y aferrarse a ella, sin importar cómo los demás intentaran limitarlo. Podrían aplastar su cuerpo, pero nunca podrían aplastar su espíritu– y nunca podrían tocar su imaginación. Y él sentía que su imaginación era lo más valioso de todo. Era la habilidad de verse a sí mismo como alguien diferente, verse levantándose por encima de su posición. Y era esta misma visión – ni el tamaño, ni la fuerza, ni la riqueza, ni el poder– lo que le permitiría hacerlo.
Ahora, mientras caminaba a través de las filas de su nuevo y cada vez más creciente ejército, Darius veía cómo todos ellos lo miraban y era como observar cómo su propia imaginación cobraba vida, desplegada delante de sus ojos. Él sabía, simplemente lo sabía, que era la forma tenaz en que se aferraba a su imaginación, su visión, lo que lo había causado. Era su habilidad de ahogar la voz de toda negatividad alrededor de él que había intentado limitarlo, había insistido en decirle lo que nunca podría ser. Él sabía y sentía que ascender al poder solo dependía de una cosa: lo fuerte que bloquearas las voces de los demás, que bloquearas el mar de negatividad que intenta decirte quién eres, intenta decirte lo que nunca podrás hacer en esta vida. Es un mar que te golpea cada día, desde cada ángulo, se daba cuenta Darius, como las olas arrastran la arena. Darius sabía que aquellos que pueden bloquearlo, que pueden aferrarse a su propia visión de ellos mismos, se levantan ante cualquier cosa.
Mientras Darius caminaba por allí, mirando todas las caras nuevas, sus propios amigos siguiéndolo como a un líder, vio que era importante, por su bien, que pensaran en él como un líder. Todos ellos necesitaban y deseaban un líder, alguien que los guiara a través de estos tiempos inciertos. Él les daba esperanza, confianza, dirección, por muy desalentadora que pudiera parecer la imagen. Sabía que debía dárselo. Se lo debía, incluso aunque no lo sintiera todavía totalmente en su interior.
“Gracias, Zambuti”, dijo uno de los hombres liberados, corriendo hacia él y agarrando la mano de Darius con sus dos manos. “Nos has liberado a todos. Nos has dado la vida”.
Darius se quedó atónito ante la expresión de reverencia. Zambuti estaba reservado solo al más alto respeto posible, un término que significaba querido líder, de una ternura tal que incluso un anciano de la aldea no recibía. Desde que tenía uso de razón, los esclavos no habían tenido un líder real. Uno verdadero.
Darius negó con la cabeza.
“Os disteis vida vosotros mismos”, dijo Darius. “Y yo no soy vuestro Zambuti”.
“Lo eres”, respondió otro hombre liberado, corriendo hacia él, dando la mano a Darius también.
“¡Es un deber!” repitió otro hombre, mientras más y más hombres se reunían a su alrededor. “¡Tú eres nuestro líder ahora! El único líder verdadero que jamás hemos tenido. El único que se ha alzado contra ellos. Nos has devuelto nuestras vidas. ¡Ahora te toca dirigirnos a nosotros los esclavos!”
Siguió un grito de aprobación.
“¡Ya no sois esclavos!” exclamó Darius a la multitud creciente. ¡No os volváis a llamar así otra vez! Sois hombres libres. Habéis escogido vuestro destino, habéis escogido vuestra libertad y estoy muy orgulloso de vosotros por ello. Os guiaré, ¡si os guiáis a vosotros mismos!”
Siguió otro grito de aprobación.
Entonces hubo una repentina conmoción, el sonido de un hombre gritando, perturbado y Darius, curioso, se dio la vuelta y caminó a través de la multitud, llena de gente, abriéndole todos paso.
Cuando llegó al otro lado de la multitud, Darius divisó un pequeño claro, el centro de la conmoción, y dentro vio a los ancianos de la aldea congregándose, dirigiéndose a los nuevos esclavos.
“Hemos ganado una victoria aquí en el día de hoy”, exclamó un anciano. “Hemos sido agraciados por los dioses. Y aún así, no os envalentonéis a pensar que esto debe llevar a más victorias. Ahora no es momento de luchar más. Ahora es el momento de negociar la paz con el Imperio”.
“¡No habrá paz!” exclamó uno de los aldeanos.
“¡Los días para hablar de paz han terminado!” exclamó otro.
“¿Cómo osáis desafiar a vuestros mayores!” exclamó como respuesta uno de los mayores de la aldea, un hombre delgado, serio, a quien Darius reconocía de su aldea”.
“¡Vosotros no sois nuestros mayores!” exclamó un hombre liberado de la nueva aldea. “No hemos sobrevivido aquí hoy para escuchar tus órdenes. ¡No nos hemos sacado de encima a un capataz de esclavos para colocar a otro sobre nuestras cabezas!”
Los aldeanos vitorearon.
Zirk de repente atravesó el círculo, saltó encima de una gran roca en el centro y los miró a todos, pidiendo atención.
“¡Yo soy el comandante de nuestras fuerzas” exclamó Zirk. “Soy yo el que entrenó a todos los guerreros que están aquí hoy! ¡Y soy el mayor de entre los guerreros! Soy yo el que os guiará a nuestra próxima lucha, sea donde sea. ¿Ahora todos estáis bajo mis órdenes!”
Darius estaba allí, observándolo todo, furioso. Zirk siempre lo había amenazado. Y ahora aquí estaba, el mismo hombre que había intentado limitarlo, detener su sublevación, pidiendo que se le reconocieran el mérito por ello.
Darius observaba mientras se hizo un tenso silencio entre la multitud. Quería gritar, arreglar lo que estaba mal, pero vio que no le correspondía agarrarse al poder. Les correspondía a estos hombres elegirlo.
Poco a poco, el silencio se rompió cuando un grupo de esclavos dio un paso al centro y, explicítamente, ignoraron a Zirk, dándole la espalda. En cambio, se dieron la vuelta y se pusieron de cara a Darius.
Darius se quedó atónito al ver que todos lo miraban y señalaban justo hacia él.
“Tú no eres nuestro líder”, le dijeron a Zirk. “Darius lo es”.
Entonces se oyó otro griterío entre los aldeanos.
“Darius es quién lideró la batalla aquí hoy. Darius es quién nos liberó a nosotros y a nuestras familias. Es a Darius a quién debemos nuestra lealtad. ¡Zambuti!”
“¡Zambuti!” repitieron los demás.
Darius sintió una ráfaga de gratitud mientras estaba allí pero, de repente, Zirk, indignado, saltó de la roca y fue corriendo en medio de ellos.
“¡No podéis tomarlo como líder!” exclamó Zirk, desesperado, mirando a Darius con envidia y celos. “Tan solo es un chico. Un chico a quién yo entrené. No es ni siquiera el más grande de nuestros luchadores. No puede liderar a nadie”.
Uno de los aldeanos dio un paso adelante y negó con la cabeza.
“No es la edad de un hombre lo que lo hace un líder”, respondió el hombre, “sino el corazón que hay dentro de él. Es él quién nos guiará”.
Los aldeanos estallaron en una gran ovación.
“¡ZAMBUTI!” gritaban, una y otra vez.
Zirk, rabioso, frunció el ceño y se fue hecho una furia, abriéndose camino entre la multitud hasta desaparecer.
Varios esclavos corrieron hacia delante, agarraron a Darius y, ante su sorpresa, lo subieron al peñasco. Cuando lo hicieron, todos los demás esclavos gritaron de alegría y todos miraron hacia él, regocijándose.
Darius miraba hacia el mar de rostros, todos mirándolo con adulación y se dio cuenta de lo mucho que él significaba para ellos. De lo mucho que lo necesitaban. De lo mucho que necesitaban a alguien en quién creer. Alguien que los dirigiera. Podía ver en los ojos de todos ellos que irían a cualquier lugar del mundo a donde los llevara.
“Fue el honor de mi vida luchar a vuestro lado hoy”, exclamó Darius. “Fue un honor ser testigo de vuestra valentía. Ahora sois hombres libres y la elección es vuestra. Si deseáis uniros a mí, no puedo prometeros la vida, pero os puedo prometer la libertad. Si deseáis uniros a mí, no me quedaré aquí sentado y encogido de miedo en el desierto, sino que, venga lo que venga, ¡seguiremos con esta lucha hasta llegar a las ciudades del Imperio!”
Los hombres vitoreaban salvajemente, corrían hacia delante y lo abrazaban, estirándolo hasta que bajó de la roca y Darius supo que la gran guerra no había hecho más que empezar. Sabía que ahora tenía a su ejército.
“¡ZAMBUTI!” gritaban. “¡ZAMBUTI!”
*
Darius caminaba a través del campo, preocupado, mientras Loti lo guiaba. Le tomaba de la mano mientras zigzagueaban por el campo y no podía dejar de pensar en la noticia que le acababa de dar.
“¿Está muriendo?” le preguntó Darius.
Loti negó con la cabeza, entristecida.
“No lo sé, amor mío”, dijo. “Pero es mejor que nos demos prisa”.
El corazón de Darius palpitaba con fuerza mientras zigzagueaban por el campo, preguntándose si se trataba de eso. Ella le había informado de que su abuelo yacía gravemente herido. Había resultado herido en la última refriega, aunque no luchaba, le habían lanzado una lanza fortuita a la columna vertebral y estaba tumbado inmóvil. Loti se había topado con él, atendiéndole mientras había estado haciendo sus rondas con los heridos y había ido directa a Darius.
Las emociones de Darius se arremolinaban con sentimientos mezclados mientras se dirigían hacia él. Pensaba en la dureza con la que lo había tratado su abuelo toda su vida, recordaba todo el resentimiento que tenía contra él. Sin embargo, a la vez era su abuelo, había estado presente cuando su padre faltó, lo había criado y le había dado un lugar para vivir. También era su único familiar vivo, a parte de Sandara. Y esto contaba. Por muy enfadado que estuviera con su abuelo, debía admitir que también sentía algo de amor por él, esa constante en su vida. Y Darius no podía evitar sentir que el hecho de que hubiera resultado herido en esa refriega era todo por su culpa.
Finalmente llegaron a un claro, lleno de heridos y enfermos, y el corazón de Darius dio un vuelco al reconocer a su abuelo entre los cuerpos, allí tumbado, con una gran herida desde la columna al estómago, cubierto de vendajes, por los que ya se filtraba la sangre. Su abuelo parecía más débil de lo que lo había visto jamás. Parecía estar a las puertas de la muerte.
Darius se sentía abrumado por el dolor y no quería que Loti lo viera así.
“Me gustaría verlo a solas”, dijo Darius.
Loti asintió, parecía triste pero también parecía entenderlo, dio la vuelta y se fue, dejándoles su intimidad.
Darius fue corriendo hacia su abuelo, se arrodilló y le cogió la mano.
“Potti”, dijo Darius, usando el nombre cariñoso que siempre usaba con su abuelo.
Su abuelo abrió los ojos débilmente y miró a Darius. Darius vio que la luz se iba apagando en ellos.
“Darius”, dijo, con una débil sonrisa. Darius vio lo mucho que significaba para él que estuviera allí.
“Te esperaba”, continuó su abuelo, débilmente, con una voz áspera. “Te esperaba antes de morir”.
Darius le apretó la mano, aguantándose las lágrimas mientras la agarraba, odiando la idea de que muriera. Había habido mucha tensión entre ellos a lo largo de sus vidas, una batalla por el control y, aún así, Darius debía admitir, había existido mucho amor. Su abuelo era un hombre serio, pero al menos había podido confiar en él, siempre había estado allí para él. Se sentía agobiado por la culpa, sentía que él, a pesar de cómo lo había tratado, tendría que haber sido más respetuoso con él, menos rebelde.
“Lo siento”, dijo Darius. “Siento no haber estado aquí para recibir el golpe por ti. Siento que estés muriendo”.
Su abuelo negó lentamente con la cabeza, con los ojos inundados por las lágrimas.
“No has hecho nada que tengas que sentir”, respondió finalmente, respirando superficialmente. “Tú eres como un hijo para mí. Siempre has sido como un hijo para mí. Fui severo contigo porque quería que fueras fuerte. Quería que aprendieras. No quería que te fiaras de nadie, salvo de ti mismo”.
Darius se secó las lágrimas.
“Lo sé, Potti”, dijo. “Siempre lo he sabido”.
“No quería que acabaras como tu padre”, dijo. “Y aún así, en el fondo, sabía que era tu destino”.
Darius lo miró fijamente, confundido.
“¿Qué quieres decir?” preguntó.
Su abuelo tosió, escupiendo sangre y Darius pudo sentir como estaba muriendo en sus brazos. Ardía por saber qué quería decir, qué tenía que decirle sobre su padre. La desaparición de su padre había sido un misterio que lo había estado carcomiendo toda su vida. Moría por saber quién era, cuándo había marchado, dónde había ido y qué había sido de él. Pero su abuelo siempre se había negado a hablar sobre ello.
Su abuelo negó con la cabeza y se quedó callado durante un buen rato, tan largo que Darius no pensaba que respondiera.
Sin embargo, finalmente habló, con la voz ronca.
“Tu padre no era un esclavo común”, dijo, con la voz casi como un suspiro. “No era como los demás. Se parecía a mi padre”.
“¿Tu padre?” preguntó Darius, confundido.
Él asintió con la cabeza.
“Un gran guerrero”, dijo. “El hombre por el cual te pusimos tu nombre”.
El corazón de Darius se paró al escuchar la noticia.
“¿Un guerrero?”
Su abuelo asintió.
“Y mucho más. No fue solo un guerrero. Verás, la sangre que llevas…”
De repente, le cogió un largo ataque de tos y fue incapaz de hablar. Darius observaba, el querer saber más lo estaba torturando, sentía como si todos los misterios de su vida finalmente se estuvieran abriendo.
Finalmente dejó de toser y, esta vez, su voz era incluso más débil.
“Tu padre, él te lo explicará todo”, suspiró, respirando con dificultad. “Vive. Debes encontrarlo”.
“¿Vive?” preguntó Darius, atónito. Siempre había creído que estaba muerto. “¿Pero dónde? ¿¡Que lo encuentre dónde!?”
Su abuelo de repente cerró los ojos y le soltó la mano y Darius sintió que se estaba yendo.
“¡Potti!” gritó Darius.
Pero no había nada más que Darius pudiese hacer. Se arrodilló allí y vio cómo su cabeza caía colgando hacia atrás, observó cómo moría, tantas preguntas sin responder que se arremolinaban en su mente, sintiendo que su destino estaba colgando delante de él por primera vez en su vida.
Se inclinó hacia atrás y soltó un grito de dolor.
“¡Potti!”
*
Loti estaba al otro lado del claro y observaba a Darius al lado de su abuelo, sujetándole la mano, llorando y se dio la vuelta, pues no podía soportar aquella visión. No podía aguantar ver a Darius embargado por el dolor y quería darle su intimidad. Observó cómo cambió la expresión de Darius mientras su abuelo hablaba y, por supuesto, ardía de curiosidad por saber qué le estaba contando, por saber qué podía estar afectándole tanto. Por lo que ella sabía, nunca se habían llevado muy bien.
Mientras Loti pensaba en Darius, se daba cuenta de había llegado a quererlo con todo su corazón– e incluso más, a respetarlo. Todavía no podía comprender cómo la había salvado, cómo se había sacrificado por ella de aquella manera, cómo había recibido todos aquellos azotes en lugar de ella, se había preparado para entregarse a una horrible tortura y a la muerte por ella. En algunos aspectos sentía que toda aquella guerra había empezado como resultado de sus acciones, de matar al capataz que había azotado a su hermano y, aunque estaba orgullosa de sus actos, tenía un sentimiento de culpa. También sentía una intensa gratitud: sabía que, de no haber sido por Darius, ahora estaría muerta, igual que lo estaría su pueblo y sentía más amor por él de lo que le era posible expresar.
“Aquí estás” se oyó una voz.
Loti se dio la vuelta y vio a Loc acercándose a su lado, con una sonrisa en el rostro.
Miró hacia abajo y vio la herida en su brazo y su cara se cubrió de preocupación.
“No te preocupes”, dijo él, “solo es un rasguño”.
Ella examinó el corté en su bíceps izquierdo, su brazo bueno, con músculos marcados y ahora cubierto de sangre seca.
“¿Cómo te lo hiciste?” preguntó ella.
Él sonrió.
“Puede que sea cojo”, respondió, “pero también puedo luchar, hermana. Puede que no sea ni tan rápido ni tan fuerte como los demás, pero mi brazo bueno es de lejos más fuerte que los brazos normales de mucha gente. Con la lanza, maza o mayal adecuados, puedo alcanzar al enemigo a diez pasos de distancia. Más de un capataz yace muerto en el campo hoy por culpa de este hombre cojo y he pagado un pequeño precio por ello”.
Loti, aunque muy orgullosa de él, estaba preocupada por la herida, que parecía profunda; rápidamente tomó un vendaje suelto de su cintura y le envolvió el brazo, una y otra vez.
“Eres valiente”, dijo ella. “No conozco a nadie más con tu problema que se arriesgara a ir a la batalla”.
Él sonrió.
“No tengo ningún problema, hermana”, dijo. “Soy tan feliz y tan libre como cualquier hombre en esta tierra. Los problemas y las limitaciones solo existen en la mente. Y en mi mente no existen. Estoy orgulloso del estado en el que nací”.
Ella le sonrió, muy animada por él, como siempre.
“Por supuesto”, dijo ella. “Yo también estoy orgullosa de ti. No quería decir…”
Él levantó la mano para tranquilizarla.
“Lo sé, hermana mía. Sé lo que quisiste decir. Siempre quieres el bien para mí. Siempre lo has querido. Nunca podrías ofenderme”.
“¡LOTI!” chliló una voz.
Loti se encogió ante le estridente sonido, una voz que conocía bien, una que le hacía sentir escalofríos en la espalda, tan de menosprecio, tan de reprimenda. No le hacía falta girarse para saber que era su madre acercándose rápidamente.
Los alcanzó y miró con menosprecio de su hija a su hijo.
“Detened esta tontería, sea lo que sea lo que estás haciendo y venid conmigo de inmediato”, ordenó. “Vuestro pueblo os necesita”.
Ella la miró confundida.
“¿Nuestro pueblo nos necesita?” repitió. “¿Qué quiere decir esto?”
Su madre la fulminó con la mirada, odiaba ser cuestionada.
“¡No cuestiones a tu madre!” dijo bruscamente. “Venid conmigo enseguida – los dos”.
Loti y Loc intercambiaron una mirada perpleja.
“¿Qué vengamos contigo a dónde?” preguntó Loc.
Su madre se puso las manos en las caderas y lanzó un gran suspiro.
“Un gran grupo de esclavos convertidos en guerreros, de otra aldea, desean unirse a nuestra causa. Solo desean hablar contigo, ya que a sus ojos tú eres la afamada, la que lo empezó todo, la que mató al primer capataz. Ellos no se unirán a nosotros de otra manera. Ven ahora, rápidamente y haz un servicio a tu pueblo”.
Loti miró de nuevo a su madre, confundida.
“¿Y por qué te preocuparías tú tanto por nuestra causa?” le preguntó. “¿Tú, que te opones a la lucha?”
Su madre enfureció y se acercó un paso más.
“Es por tu culpa que empezó esta guerra”, le regañó. “Si no fuera así, no estaríamos luchando nunca. Pero ahora que estamos luchando, debemos ganar. Y si tú puedes ayudar, que así sea. ¿Y ahora qué, venís o no?”
Su madre estaba allí, mirando furiosa a ambos y Loti veía que no aceptaría un no por respuesta. Lo último que quería hacer era ir con su madre a algún lugar; pero por Darius, por su causa, por su pueblo, haría cualquier cosa”.
Su madre se dio la vuelta y se fue hecha una furia y ellos siguieron tras ella, zigzagueando entre la multitud, siguiéndola mientras los llevaba solo Dios sabía dónde.