CAPÍTULO TRECE

 

Darius galopaba a través del desierto, corriendo bajo los soles, junto a Raj, Desmond, Kaz, Luzi, más docenas de sus hermanos de armas, el sonido de sus zertas retumbando en el silencio del mediodía. Corrían a través del desértico paisaje, usando los zertas que habían saqueado de la batalla con el Imperio, empuñando armas que habían recogido de los soldados del Imperio y dirigían a centenares de aldeanos que corrían tras ellos a pie. Era un grupo de guerreros caótico, todos reunidos por una causa común, todos fuera por la sangre, por la libertad, y todos unidos solo por el liderazgo de Darius, su sacrificio, su ejemplo. Darius estaba decidido a no relajarse nunca más, sino a llevar la lucha hasta la puerta del Imperio- y su gente estaban dispuestos a seguirlo.

Darius no sabía si los había animado a todos con su liderazgo o si su gente simplemente no tenían nada que perder. Quizás finalmente les había tocado la fibra sensible que el Imperio los rodeara y los destruyera; quizás se habían dado cuenta finalmente que ya no podían esperar pasivamente a ser descuartizados o mutilados. Puestos contra la pared, estaban obligados a atacar. Finalmente, Darius y su gente estaban de acuerdo: finalmente, al igual que él, estaban preparados y contentos de ir por su propio pie a luchar.

Guiados por el ejemplo de Darius, por fin, habían sacado su hombría, la habían reclamado para ellos mismos. Finalmente habían visto que la madurez no te la podían arrebatar, pero tampoco te la podían dar. Era algo que tienes que reclamar, en lo que tienes que insistir, que se tiene que exigir y que tienes que tomar con tus propias manos.

Cada uno de ellos estaba envalentonado y fortalecido también al tener armas de acero reales, al sostener el frío acero en sus manos por primera vez en sus vidas, al sentir cómo era el peso real- no el peso del bambú. Estaban envalentonados también por el fragor y la velocidad de los zertas, magníficos animales de guerra que hacían que uno se sintiera como un verdadero guerrero debería hacerlo. Cargaban y cargaban, siguiendo a Darius a ciegas por el desierto. Darius sentía que podía dirigirlos hacia donde fuera.

Pero no a todos ellos. Todavía había una facción de su aldea, con Zirk a la cabeza, que culpaban a Darius, lo envidiaban y no aprobaban su forma de actuar. Esta gente también lo seguían ahora, pues no tenían elección, no querían quedarse atrás. Por mucho que estuvieran en desacuerdo con él o que estuvieran inmersos en una lucha de poder con él, sin embargo, también habían sido esclavos y, como todos, disfrutaban de probar la libertad por primera vez.

Darius dio un puntapié a su zerta y corrieron más rápido, el sudor caía por la espalda de Darius, escociéndole en las heridas, mientras se agarraba con todas sus fuerzas, mirando con los ojos entrecerrados hacia el horizonte. Era tan liberador simplemente estar aquí fuera, solos, libres para hacer lo que quisieran, para ir a donde desearan, durante el día, que apenas notaba sus heridas. Cualquier otro día de su vida, Darius había tenido que comparecer en la labor, solo había tenido tiempo libre después de que se pusiera el sol. Y cualquier otro día, por supuesto, no se hubiera atrevido a arriesgarse a ir fuera de los límites de la aldea.

Era libre- verdaderamente libre. Esta palabra hubiera sido inimaginable tan solo unos días antes.

Darius cargó y cargó hasta que, finalmente, divisó en la distancia lo que había estado esperando. Era su primer objetivo: los campos de esclavos de la aldea vecina, que estaba quizás a unos veinte kilómetros de distancia. Todas las aldeas de esclavos de alrededor, separadas por el desierto, eran puntos interconectados en el paisaje, todos bajo el pulgar del Imperio, todos rodeando en círculo el perímetro de Volusia. A ninguna de ellas, por supuesto, se le permitía reunirse, unirse o ver a la otra. Todo esto estaba a punto de cambiar.

Darius tenía la sensación que los otros esclavos se sentirían como él. Él tenía la sensación que cuando los otros esclavos los vieran a él y a su gente libres, liberados, atacando, también se unirían a la causa. Y, pueblo a pueblo, hombre a hombre, podría construir un ejército.

Darius también sabía que no podía atacar Volusia directamente, no con sus pocos hombres y el gran ejército y las vastas fortificaciones de ellos. Sabía que, si tenía alguna oportunidad de ganar, tenía que atacar al ejército del Imperio desde sus puntos más débiles y vulnerables, donde menos lo esperaran: allí en los campos, gradualmente, una aldea tras otra, donde había pocos capataces, esparcidos, desprevenidos. Darius sabía que cada campo de esclavos solo contaba con unas cuantas docenas de capataces para vigilar a centenares de esclavos. En el pasado, habían estado sujetos en su sitio y nadie se había atrevido a rebelarse y, por eso, unos pocos hombres bastaban para vigilar a muchos.

Pero, si Darius podía evitarlo, todo esto estaba a punto de cambiar. Ahora estos crueles capataces estaban a punto de aprender el poder del hombre común.

Darius sabía que podían ganar- especialmente si marchaban sobre ellos rápidamente, de forma imprevista, y si liberaban a los esclavos y los convertían en su creciente y diverso ejército.

Mientras se aproximaban, Darius soltó un fuerte grito, dio un puntapié a su zerta y cargó más rápido, cercando los campos de esclavos. Desde aquí podía ver centenares de esclavos, salpicando el paisaje, todos ellos encadenados, picando piedra, ninguno de ellos esperaba su llegada. Allí por encima de ellos, entremezclados de arriba abajo, andando de una punta a la otra de las filas, estaban los capataces del Imperio, levantando sus látigos, golpeándolos bajo el sol de la mañana. Darius se apenó al verlo, el dolor todavía era reciente en su espalda por los latigazos, ver aquello le traía recuerdos recientes, un nuevo deseo de venganza.

Darius frunció el ceño, dio un puntapié y cargó todavía más rápido. A su alrededor sus amigos hicieron lo mismo, teniendo la misma visión, sintiéndose como él, sin necesidad de un empuje para poner las cosas en su sitio.

Cuando Darius los alcanzó, vio que la primera fila de esclavos se daba la vuelta y lo miraban, encima de su zerta y observó cómo abrían los ojos perplejos. Obviamente, estos esclavos nunca habían visto esclavos libres montando en zertas , empuñando armas de acero- nunca habían visto a alguien como ellos, con su color de piel, montando, montando libres, triunfantes, bajo el sol.

Darius se fijó en un capataz particularmente grande, que estaba azotando a un chico joven y levantó la corta lanza que había rescatado del Imperio, apuntó y la lanzó.

El capataz finalmente se dio la vuelta por el sonido de los zertas retumbando hacia ellos y Darius observó con satisfacción como sus ojos también se abrían por la sorpresa, y después por la agonía, cuando la lanza le atravesó el corazón.

El capataz la agarró con las dos manos, como intentando arrancársela y miró a Darius confundido, antes de caer desplomado sobre su espalda. Muerto.

Darius y los demás soltaron un gran grito de alegría y su grito de guerra se elevó hasta los cielos mientras ellos rugían en los campos, fila a fila, un gran muro de destrucción que provocaba una ola de polvo que se iba extendiendo. Los aldeanos estaban allí, congelados por el miedo, clavados en el sitio, mientras Darius y sus hombres corrían a su lado, matando capataces a diestro y siniestro.

Darius y los demás se detuvieron ante un grupo de esclavos que estaban allí, encogidos de miedo.

Los esclavos los miraron maravillados, todavía sin moverse. Un esclavo grande con la piel oscura y los ojos abiertos por el miedo, con el sudor cayéndole por la frente, dejó su maza y miró a Darius.

“¿Qué has hecho?” preguntó el hombre, con pánico en los ojos. “¡Has matado al capataz! ¿Ahora todos nosotros moriremos! ¡Todos los esclavos moriremos!”

Darius negó con la cabeza, se acercó y levantó su espada y el esclavo se encogió. Darius la bajó y cortó de cuajo las cadenas del esclavo.

El esclavo miró hacia abajo atónito. De uno en uno, todos los hermanos en armas de Darius, Raj, Desmond, Kaz, Luzi y los demás se acercaron, levantaron sus espadas y cortaron las cadenas de los esclavos. El grato tintineo de las cadenas rotas golpeaando el suelo del desierto se alzó a su alrededor.

Todos miraron a Darius atónitos, demasiado sorprendidos como para moverse.

“No os volváis a llamar esclavos otra vez”, respondió Darius.

“¡Pero nuestras cadenas!” gritó otro esclavo. “¡Nos las debéis poner otra vez, rápidamente! ¡Moriremos todos por esto!”

Darius negó con la cabeza, apenas podía creer lo condicionados que estos pobres hombres estaban.

“No lo entendéis”, respondió Raj. “Los días de temer al Imperio han terminado. Ahora somos nosotros los que llevamos el miedo hacia ellos”.

“¡Podéis morir luchando con nosotros”, exclamó Darius, a la creciente multitud de esclavos liberados, “o podéis morir aquí en los campos, encogidos de miedo como esclavos! ¿Quién de entre vosotros desea morir como un esclavo, y quién de entre vosotros desea morir como un hombre libre?”

Entonces se escuchó otro grito de alegría entre la multitud de esclavos, pues empezaban a darse cuenta que la libertad había llegado.

¡¡Yo no puedo daros vuestra libertad, hermanos míos!” exclamó Darius. “¡Debéis luchar por ella! ¡Todos y cada uno de vosotros – uníos a nosotros ahora!”

Se escuchó un cuerno y Darius se dio la vuelta y vio una docena de soldados del Imperio reuniéndose, embistiendo contra ellos. De repente, se oyó otro grito detrás de Darius, él echó un vistazo hacia atrás y vio centenares de sus aldeanos, a pie, apareciendo por el horizonte, embistiendo para apoyarle, alcanzándolo.

Los soldados del Imperio de repente los divisaron también y, al hacerlo, se detuvieron en seco. Ya no se enfrentaban a una docena de esclavos liberados, ahora se enfrentaban a varios centenares. Miraron fijamente al horizonte con asombro y miedo – y repentinamente, por primera vez en su vida, Darius vio a los hombres del Imperio dar la vuelta y huir.

Darius dejó ir un grito de guerra y dirigió la carga y, esta vez, todos los esclavos liberados, a una, se unieron. Él dirigía su creciente ejército, embistiendo a través de los campos, a la caza de los soldados del Imperio. Pronto los alcanzaron mientras huían, golpeándolos, masacrándolos a diestro y siniestro. Darius sintió una particular satisfacción cuando vio que un capataz tiraba el látigo para correr más rápido, mientras Raj arrojaba una lanza a través de su espalda.

Darius volvió a montar en su zerta y cargó, corriendo para encontrarse con la media docena de capataces que se habían reagrupado y embestían contra él. Sus hermanos en armas volviron a montar a su lado. Detrás de ellos, todos los esclavos se pusieron en fila, corriendo para unirse a ellos.

Los esclavos liberados se unieron a la lucha, abalanzándose sobre los capataces, tirándolos al suelo, echándose encima suyo y dándoles puñetazos hasta matarlos.

“¡Esto es por mi chico!” exclamó uno de ellos.

Más esclavos corrieron hacia delante y, usando sus grilletes, que todavía colgaban de sus muñecas, saltaron sobre los soldados por detrás y enroscaron sus cadenas colgantes alrededor de sus cuellos, una y otra vez, ahogándolos hasta la muerte.

Finalmente, un grupo de una docena de soldados del Imperio, viendo que estaban en desventaja numérica y que morirían si continuaban huyendo, se detuvieron, se dieron la vuelta, se pusieron en banda juntos en un muro profesional se pusieron en posición. Eran un grupo imponente, grandes guerreros, alzándose por encima de los esclavos, con gruesas armaduras y armas profesionales y con una actitud para matar a cualquier cosa que se encontraran por el camino.

Darius les arrojó una lanza y la pararon fácilmente con sus escudos, luchando como uno, y él supo que no sería fácil.

Darius cabalgó hasta ellos y desmontó, Raj, Desmond, Kaz y Luzi le siguieron, junto con varios de sus hermanos en armas. Saltó hacia abajo salvajemente, levantando su espada y, al hacerlo, la bajó hasta el hombro del soldado, al encontrar las ranuras de su armadura, haciéndolo caer.

Los otros soldados atacaron inmediatamente.

Darius fue golpe a golpe con ellos, sorprendido de su velocidad y su fuerza, sus espadas sonaban y soltaban chispas bajo el sol del mediodía mientras luchaban, empujándose los unos a los otros de un lado al otro. A su lado, Raj y Desmond estaban inmersos en acaloradas batallas también, ninguno de ellos era capaz de ganar ventaja. Sus otros hombres y los aldeanos empezaron a alcanzarlos, a unirse a ellos y Darius oyó sus gritos mientras eran reducidos por aquellos soldados profesionales.

Darius iba golpe a golpe con un habilidoso soldado, las espadas sonaban, la mayoría de sus golpes los paraba con su enorme escudo de cobre. Otro soldado del Imperio se acercó corriendo y golpeó a Darius en un lado de la cabeza con su escudo, haciéndolo caer sobre una rodilla.

Darius, sin perder ni un golpe, dio un giro, a pesar de que le resonaba la cabeza, e hizo un corte en la rodilla al soldado del Imperio; con un grito cayó hacia delante al suelo.

Darius se apartó rodando por el suelo mientras el otro soldado le atacaba por la espalda, intentando cortársela por la mitad.

Darius se puso de nuevo en pie y paró un golpe, pero no pudo llegar a tiempo cuando vio otro golpe de espada que iba dirigido a su espalda.

Darius oyó el repentino sonido de grilletes moviéndose en el aire y vio a uno de los esclavos liberados levantar el brazo, rodear la muñeca del soldado con sus grilletes y tirar hacia atrás, salvando a Darius del golpe mortal.

Darius se dio la vuelta y apuñaló al soldado justo antes de que pudiera liberarse y atacar al esclavo.

Dos soldados más se apresuraron hacia Darius y Darius se apartó de su camino mientras su zerta corrió hacia delante, los pisoteó y se los llevó por delante

Más y más esclavos liberados se les unieron, embistiendo, balanceando sus cadenas, golpeando a los soldados del Imperio, en represalia por haber sido golpeados. De hecho, algunos esclavos rescataban los látigos del suelo del desierto y los usaban como armas feroces, golpeando a los soldados del Imperio a diestro y siniestro. Los escudos paraban muchos golpes pero, con el tiempo, mientras iban llegando más esclavos y más cadenas y más látigos, más golpes sobrevivían. La línea del Imperio empezaba a debilitarse.

Pronto solo quedó un soldado del Imperio en pie, que tiró sus armas, su escudo, su casco y se puso frente a ellos, con las manos en alto.

“¡Clemencia!” exclamó, mientras todos los aldeanos lo rodeaban. “¡Dejadme vivir y hablaré al Imperio por vosotros! ¡Les pediré clemencia de vuestra parte!”

La multitud se quedó en silencio mientras Darius daba un paso adelante, respirando con dificultad, agarrando con fuerza la empuñadura de su espada mientras se acercaba, mirándolos con mala cara.

“Lo que no consigues comprender”, dijo Darius con desprecio, “es que no necesitamos pedir clemencia. Ya no somos esclavos. Lo que necesitamos, lo cogemos a la fuerza”.

Darius dio un paso hacia delante y apuñaló al soldado en el corazón, observando cómo moría mientras se desplomaba a sus pies, manchando de rojo el suelo del desierto.

“Aquí tienes tu clemencia”, dijo Darius. “La misma clemencia que nos brindaste a todos nosotros”.

Alrededor de Darius, el aire de repente se llenó de los gritos alegres y victoriosos de su gente, esclavos liberados, todos ellos exultantes, uniéndose a él, centenares de ellos, su ejército ya doblado. Darius levantó la espada en alto, dándose la vuelta y mirándolos a todos y todos ellos, a una, gritaron y cantaron su nombre.

“¡Darius!” exclamaban. “¡Darius! ¡Darius!”