CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

 

Gwendolyn caminaba a través del gran Desierto, el sol castigador brillaba en el desierto rojo, el polvo rojo se arremolinaba en el aire, a sus pies, y ella sentía que no podía dar un paso más. Era difícil pensar con claridad, con el sol cayendo de la manera que lo hacía, el sudor resblándole por las mejillas, hacia la nuca, con todas sus posesiones perdidas. Las había dejado caer hacía tiempo, igual que todos los demás, no recordaba cuándo, un largo rastro de objetos abandonados en el desierto. no importaba. Ya no quedaba comida, ni agua tampoco. Cada respiración era un esfuerzo, su voz era áspera, se había secado hacía días.

Se sorprendía de que todavía estuvieran andando, todos ellos, como muertos vivientes que se negaban a morir. Habían sido días de andar más desde la gran revuelta, desde que la mitad de su gente se había sublevado contra ella. Gwen se aseguraba de saber que aquellos que estaban cerca suyo todavía caminaban con ella.

¿O no lo hacían? Estaba demasiado cansada para darse la vuelta y mirar, no podía recordar la última vez que lo hizo. Y el aullido del viento rojo era demasiado fuerte para poder escuchar a nadie más- a nadie excepto a Krohn, que todavía caminaba a sus pies, su pelo rozaba sus tobillos.

Esto era lo único que quedaba del Anillo, se sorprendía gwen. El país que una vez fue grande y glorioso, con todos sus reyes, reinas, nobles, príncipes, los Plateados y la Legión, con todos sus barcos, flotas, caballos y ejércitos- todo reducido a esto. Solo a esto.

Gwen estaba sorprendida de que algunos de ellos todavía la siguieran, de que algunos de ellos todavía pensaran en ella como Reina. Era una Reina sin reino, una Reina que no tenía un pueblo al que gobernar.

Krohn gimoteaba y gwen, por reflejo, puso la mano en el saco que llevaba en la cintura para darle algo de comer, como había hecho durante días. Y, sin embargo, no quedaba nada. Estaba vacío.

Lo siento, Krohn, quería decir. pero estaba demasiado débil como para que ele salieran las palabras.

Krohn continuaba caminando a su lado, su pelo frotaba su pierna y ella sabía que nunca se iría de su lado- jamás. Deseaba que le quedara algo para darle.

Gwen reunió toda la fuerza que le quedaba para echar un vistazo al horizonte. sabía que no debía hacerlo, sabía que no encontraría nada más a parte de monotonía. Más del Gran desierto.

Tenía razón. Se quedó abatida al ver la nada, desplegada ante lla con toda su crueldad.

Ellos habían tenido toda la razón: el Gran Desierto era una misión suicida. Godfrey podía estar muerto en Volusia y darius podía estar muerto en el campo de batalla. Pero al menos habían tenido muertes rápidas y piadosas. Gwen y los demás tendrían muertes largas y tortuosas, quedarían como comida para los insectos, como esqueletos en el desierto. Fianalmente, se daba cuenta de que había sido estúpido intentarlo, abarcar demasiado, buscar el Segundo Anillo. Estaba claro que no había existido nunca.

Gwen oyó el débil lloro de un bebé y consiguió darse la vuelta y echar un vistazo.

“Déjame ver a mi bebé”, consiguió decir de alguna manera gwen.

Illepra, caminó arrastrando los pies hasta su lado, se acercó y puso al bebé en los brazos de gwen. Su peso, a pesar de ser tan pequeña, era mucho para que Gwen lo pudiera soportar.

Gwen miró a los hermosos ojos de la bebé, débiles por el hambre.

Nadie merece morir en este mundo sin un nombre, pensó Gwen.

Gwen cerró los ojos y puso una mano en la frente de la bebé. De repente, le vino a la memoria. Por alguna razón, pensó en su madre, cómo se habían reconciliado al final, cómo se habían acercado más. Mientras miró a los ojos de la bebé, la mirada que había en ellos, de alguna manera se la recordaban.

“Krea”, dijo Gwen, reuniendo la fuerza para decir una última palabra.

Illepra asintió satisfecha.

Gwen seguía caminando, agarrando al bebé y, mientras observaba el desierto, podría haber jurado que vio el rostro de su madre, haciéndole señas. El rostro de su padre, esperando a reibirla. Empezó a ver las caras de todos a los que había conocido y querido, la mayoría de eelos ahora muertos.

Sobre todo, veía las caras de Thorgrin, de Guwayne.

Cerró los ojos y mientras caminaba ahora, los párpados, cubiertos por el polvo rojo, le pesaban demasiado para tenerlos abiertos. Mientras caminaba, notaba que sus muslos pesaban más, como si la arrastraran al centro de la tierra. Ahora no le quedaba nada. Lo único que tenía eran aquellas caras, aquellos nombres, los nombres de todos aquellos que la habían amado y a los que había amado. Y entendió que esto tenía más valor que cualquier posesión que jamás hubiera tenido.

Gwen quería dejar de caminar, tumbarse un poco, solo un poco. Pero sabía que en el instante que lo hiciera, no se volvería a levantar.

Después de no sabía cuánto tiempo, Gwendolyn sentía que sus rodillas cedían, que sus piernas caían bajo ella. Tropezó y, entonces, no pudo detener la caída.

Gwen se desplomó en el suelo del desierto en una nube de polvo, girando su cuerpo para caer ella en lugar de la bebé. Esperaba que Illepra gritara, que se apresurara a coger a la bebé, o que lo hiciera alguno de los demás.

Pero mientras estaba allí tumbada observando, se quedó atónita al ver que allí no había nadie más. Estaba sola. Se dio cuenta de que debían haberse desplomado en algún lugar, hacía tiempo. Incluso Krohn ya no estaba allí. Ahora, finalmente, solo quedaba ella. Gwendolyn, Reina del Anillo, agarrando a una bebé y sola para morir en medio de la nada.