CAPÍTULO VEINTIUNO

 

Soku, comandante de los ejércitos de Volusia, no podía creer los giros y las vueltas que había dado el destino. Pero una luna atrás, él había estado al comando de tan solo unos pocos miles de soldados, custodiando la bien guardada ciudad de Volusia, con poca cosa que hacer. Era una posición estable y segura que no había cambiado mucho incluso desde los tiempos de su madre.

Cuánto y con qué rapidez cambiaron las cosas. Ahora, desde que Volusia tomó Maltolis, ganó doscientos mil soldados, los hombres que tenía bajo sus órdenes habían crecido mucho más allá de lo que podría haber previsto. Sus misiones se habían vuelto cada vez más osadas, sus conquistas cada vez más grandes. Con cada movimiento, Volusia se había mostrado peor, lo había sorprendido, se había mostrado más maliciosa y sin escrúpulos que cualquier general que hubiera conocido.

Y además, no se sentía bien con el actual estado de las cosas. Volusia era demasiado imprevisible, demasiado insensata, demasiado intrépida; no sabía qué haría de un momento al otro y no le gustaba recibir órdenes de personas a las que no entendía. Hasta ahora ella había ganado, pero sin embargo, todo podía haberse debido al azar.

Lo más peligroso de todo es que creía demasiado en ella misma, estaba demasiado embriagada con su propio poder. Al principio pensó que proclamarse a ella misma diosa era un simple plan, una malvada estratagema para mantener el poder sobre las masas. Él había admirado eso.

Sin embargo ahora, cuanto más tiempo pasaba con ella, más claro veía que ella ralmente lo creía. Realmente se consideraba una diosa. Cada día se alejaba más peligrosamente de la realidad.

Y ahora había llegado esto: un pacto con los Voks, la raza más oscura y nauseabunda de todas y la menos de fiar. Desde su perspectiva, había sido una terrible y fatídica elección. Había pasado de ser megalomaníaca a delirar: realmente creía que ella y sus doscientos mil hombres podían tomar la capital y conquistar a los millones del Imperio.

Soku sabía que su caída solo era cuestión de tiempo y no tenía planeado estar en el lugar equivocado.

“¿Y qué camino me aconsejas?” le preguntó Volusia.

Soku se sacudió rápidamente estos pensamientos, alzó la vista y vio a Volusia mirándolo fijamente. Él estaba allí con su gran séquito de hombres alrededor de ella, Aksan, su asesino personal y el más inquietante, Koolian, su hechicero, que la miraba boquiabierto con su cara llena de verrugas y sus brillantes ojos verdes.También la acompañaban sus otros comandantes generales, todos ellos dando más y más vueltas, tal y como habían estado durante horas, debatiendo la mejor estrategia.

Soku miró hacia abajo, a los toscos dibujos grabados en el suelo del desierto a sus pies, tres caminos bifurcados, cada uno llevando hasta tres círculos diferentes, cada uno representando una división diferente del Imperio. Todos ellos habían estado debatiendo cuál atacarían primero. Soku sabía que lo mejor sería aproximarse atacando el círculo que estaba más a la derecha, el segundo flanco del Imperio. Aquel camino llevaba hasta las montañas, les daría una posición alta y les concedería la ventaja de la sorpresa. Si tomaban aquella ruta, incluso podrían ganar suficiente velocidad para continuar hasta la capital.

Pero Soku no quería que Volusia ganara. No quería aconsejarle qué era mejor para sus intereses; él quería que esta guerra terminara. La quería fuera del poder. Y quería el poder para él.

Volusia no lo sabía todavía, pero él ya había llegado a un acuerdo con el Imperio. La había traicionado y le darían el poder en su lugar. Había coordinado dónde se encontrarían exactamente los ejércitos, había coordinado la procesión de tregua que la llevaría hasta su muerte. Lo único que debía hacer ahora era persuadirla de ello y el camino a la victoria estaría completo. Ella siempre había confiado en él; este siempre había sido su punto débil. Igual que su madre antes que ella. A Volusia le tenderían una emboscada, la rodearían y sería derrotada y a él le concederían la posición de comando de los millones del Imperio.

Soku se aclaró la garganta y puso su expresión más sincera.

“Diosa”, dijo. “Si desea ganar, solo hay un camino que tomar. Directo al medio”, dijo, haciendo un esquema del camino en el lodo con un palo mientras hablaba. “Debe acercarse a la capital descaradamente, por el Valle de las Calaveras”.

“¡Una idea estúpida!” dijo Aksan.

“¡Un suicidio!” añadió un general. “Nadie da este consejo. Es la ruta más evidente”.

“¡Dejad que hable!” dijo Volusia, con voz autoritaria.

Los otros se quedaron en silencia cuando ella se giró hacia él.

“¿Por qué aconsejas hacer esto, Soku?” preguntó.

“Porque es el camino que el Imperio menos esperará”, mintió. “Ellos son mucho más numerosos y nunca esperarían que los atacáramos de frente. Pondrán toda su fuerza en los flancos. Los cogerá desprevenidos y dividirán sus flancos. Y, lo más importante, si se acerca a la ciudad de frente, la verán venir. Enviarán mensajeros. Mandarán propuestas de tregua. Les debe conceder la oportunidad de tregua, Diosa. Después de todo, ahora no queda ningún Comandante Supremo del Imperio. Necesitan un comandante. Podrían escogerla a usted como comandante voluntariamente. ¿Por qué luchar por una victoria que le puede ser entregada en mano?”

Soku estaba impresionado con su actuación; lo había dicho con tanta autoridad que casi se lo creía él mismo.

“Una proposición insensata”, contestó otro general. “El Valle de las Calaveras es donde el Imperio es más fuerte. Es la misma puerta a la capital. Nos dejaría en posición vulnerable para una emboscada. Y el Imperio nunca negociaría una tregua”.

“Razón de más por la que el Imperio no se lo esperaría”, respondió Soku. “Y razón de más por la que la ofrecerían. Cuando se aproxime desde una posición de fuerza, Diosa, ellos estarán más dispuestos a acogerla como su gobernador”.

Ella lo miró a los ojos, y lo miró fijamente largo y tendido, como si estuviera evaluándolo; él sentía cómo sudaban sus manos, se preguntaba si ella se estaba dando cuenta de su farsa. Si supiese que estaba mintiendo, sabía que lo ejecutarían allí mismo.

Allí estaba, con el corazón palpitándole fuerte en el espeso silencio, esperando.

Finalmente, Volusia asintió, y pudo ver en sus ojos que confiaba en él completamente.

“Es un plan osado, Comandante Soku”, dijo. “Y yo admiro la valentía. Lo seguiré. Preparad las tropas”.

Se dio la vuelta para irse mientras todos sus consejeros le hacían la reverencia al unísono.

Soku, eufórico, se dio la vuelta para marcharse y, al hacerlo, sintió una fría mano en su hombro.

Al girarse vio a Volusia allí, mirándolo fijamente, los ojos le brillaban como si estuvieran llenos de fuego.

“Entrégame la victoria, Comandante”, dijo. “Yo confío en la victoria. Y no perdono la derrota”.

Volusia se dio la vuelta y se marchó y, mientras él estaba allí viendo como se marchaba, sintió un peso en el estómago. Ella se sentía todopoderosa, intocable.

¿Sería capaz realmente de derribarla?