CAPÍTULO VEINTIDÓS

 

Godfrey se sentía asfixiado por un montón de cuerpos, uno encima del otro, mientras estaba tumbado de espaldas al final de un hoyo. Un cadáver del Imperio tras otro eran lanzados a la fosa, yendo a parar encima de él, asfixiándolo hasta que no podía ver el cielo.

Godfrey despertó sobresaltado, incapaz de recuperar la respiración. Sentía como si le estuvieran apretando todas las costillas y abrió los ojos en la oscuridad, confundido. Se encontró que realmente lo estaban asfixiando y le llevó un instante darse cuenta de que ya no estaba soñando. Estaba tumbado en el embarrado suelo de la prisión, sobre su espalda y no podía encontrarle el sentido a la imagen que tenía ante él: mirándolo fijamente a la cara, a pocos centímetros de él, estaba la enorme y grotesca cara de aquel prisionero obeso, el abusón, el que lo había atacado anteriormente. Miraba enfurruñado a la cara de Godfrey, sus narices se tocaban y Godfrey finalmente entendió lo que estaba pasando: el hombre estaba tumbado encima suyo. Debía haber saltado encima suyo mientras estaba durmiendo. Lo tenía cogido en un abrazo y estaba intentando aplastarlo hasta la muerte.

El peso del hombre era más de lo que Godfrey podía soportar– debía pesar mucho más de doscientos kilos– y agarraba con fuerza a Godfrey mientras apretaba y apretaba, envolviendo a Godfrey con sus brazos, con sus piernas, claramente intentando aplastar cada hueso de su cuerpo. Godfrey sentía que sus huesos empezaban a romperse, sentía como le costaba respirar y sabía que en unos instantes estaría muerto.

Qué manera tan horrible de morir, pensó. Asfixiado por un hombre obeso en un suelo embarrado, en la celda de una prisión apestosa en la otra punta del mundo en las profundidades del Imperio.

Incluso para él, acostumbrado a sitios básicos, esto era más de lo que podía soportar. Nunca había imaginado morir así. Siempre había pensado que encontraría su final en una pelea en una taberna, o en la cama de un prostíbulo, o por beber más de la cuenta. Todas ellas cosas que podía aceptar. No había esperado la noble muerte de un guerrero, no había esperado que los poetas cantaran canciones por él o que ondearan estandartes reales en su funeral.

Pero no quería morir así. No con su cara en el sobaco apestoso de un hombre obeso, con las costillas aplastadas como si fuera un animal común.

“Di buenas noches, pequeño hombre”, siseó el hombre en su oído mientras le apretaba más fuerte.

Mucho más fuerte.

A Godfrey le habían llamado muchas cosas en su vida, pero con su estatura alta y su gran barriga, nunca le habían llamado “pequeño”. De algún modo, esto le dejó más atónito que ser asfixiado hasta la muerte. Entonces, una vez más, se dio cuenta de que todo era relativo: este hombre era un monstruo, un gigante.

Los ojos de Godfrey sobresalían en su cabeza. Respiraba con dificultad y sentía que no podía durar un segundo más. Se retorcía, intentando liberarse, pero era inútil. Empezaba a ver las estrellas.

De repente, el hombre se paralizó encima suyo y lo soltó. Sus ojos se abrieron como platos, sacó la lengua y, por alguna razón, dejó de apretar. De hecho, cada vez estaba más flácido, sus ojos se cruzaban por la agonía, le costaba respirar.

Entonces se desplomó repentinamente, muerto.

Godfrey inmediatamente luchó por sacar el peso muerto del hombre de encima suyo, que era incluso más pesado ahora que cuando estaba vivo. Con un gran tiro, consiguió salir rodando de debajo de él.

Godfrey se apoyó sobre sus manos y rodillas, tosiendo, jadeando y respirando con dificultad, intentando recuperar la respiración. Mientras lo hacía echó un vistazo, todavía alerta, mirando fijamente al hombre muerto sin entender qué había pasado.

Entonces Godgrey divisó algo rápidamente por el rabillo del ojo; miró hacia arriba y vio a Ario, sujetando un pequeño puñal, secándole la sangre de la punta.

Ario estaba allí, un chico calmado y sin expresión, y como si nada se guardó el puñal en la cintura. Godfrey lo miró fijamente, maravillado de que un chico tan pequeño pudiera matar a un hombre tan enorme- e incluso le maravillaba más que parecía tan calmado, como si no hubiera hecho nada.

“Gracias”, dijo Godfrey jadeando, sintiendo una ráfaga de gratitud haca él. “Me salvaste la vida. Hubiera muerto”.

Ario encogió los hombros.

“Aquel hombre me gustaba mucho menos que a ti”.

Godfrey inspeccionó la celda rápidamente y vio a Akorth y a Fulton dormidos junto a los otros prisioneros, apoyados contra la pared, roncando. Godfrey los miró enojado. Eran unos inútiles. Si no hubiera sido por este chico, una fracción de su edad y tamaño, hubiera muerto aplastado.

“¡Pssst!”

Un repentino siseo irrumpió en el aire y Godfrey miró a través de la sombría celda, todavía oscura por la noche, iluminada solamente por una única antorcha y apenas pudo percibir la figura de Merek de pie en la puerta de la celda, solo.

Godfrey miró detrás de Merek y solo vio un guarda allá fuera, sentado desplomado contra las barras, durmiendo. Las antorchas eran débiles, apenas parpadeaban, apenas había suficiente luz para poder ver.

Godfrey oyó el sonido metálico de una llave y observó, atónito, cómo Merek abría la celda discretamente. Mientras lo hacía, Merek les hacía señas frenéticamente.

Godfrey y Ario fueron corriendo hasta Akorth y Fulton y les dieron una patada, les cubrieron la boca mientras lo hacían para evitar que hicieran ruido. Entonces los arrastraron hasta ponerlos de pie y los empujaron hacia Merek.

Rápidamente llegaron hasta Merek mientras este abría la puerta y les dejaba salir, cerrándola tras él. Godfrey vio que el guarda estaba todavía allí sentado, desplomado contra las barras y entonces se dio cuenta, al mirar detenidamente, de que no estaba dormido sino muerto. Tenía un corte en el cuello de oreja a oreja.

Godfrey miró a Merek y entendió lo que debía haber hecho.

“Pero, ¿cómo conseguiste sus llaves?” preguntó Godfrey.

Merek solo sonrió.

“¿Le preguntas eso a un ladrón?” respondió Merek con una sonrisa.

Godfrey estaba entusiasmado de que Merek se hubiera unido a ellos en esta misión; valía más que cien guerreros. Se dio cuenta de que prefería a un ladrón que a un caballero en cualquier caso.

Siguieron a Merek cuando este salió corriendo, yendo a toda velocidad por los pasadizos, zigzagueando por aquí y por allá.

“Espero que sepas a dónde vas”, exclamó Godfrey con un susurro.

“He estado en una prisión o en otra casi toda mi vida”, dijo él. “Tengo un sexto sentido para estas cosas”.

Mientras lo seguían de una manera vertiginosa, Godfrey continuamente miraba hacia atrás por encima de su hombro, por miedo a que lo cogieran, Godfrey finalmente miró hacia delante y se sorprendió al ver que salían de las mazmorras. Merek los guió hacia abajo, por una larga rampa hacia una última puerta de celda. Más allá de ella, Godfrey podía ver las brillantes calles de Volusia, resplandeciendo en la noche.

Merek sacó el manojo de llaves, inmediatamente encontró la buena, y abrió. Abrió la última puerta y dio un paso al lado con una tímida sonrisa.

Godfrey miró fijamente, maravillado.

“No solo los guerreros ganan las guerras”, dijo Merek.

Godfrey agarró con fuerza el hombro de Merek, orgulloso de él mientras estaban allí mirando hacia su libertad.

“Posees más valor que un millón de caballeros, amigo mío”, dijo. “Nunca volveré a ir a la prisión sin ti”.

Merek sonrió y salió corriendo de la puerta, mientras Godfrey y todos los demás le siguieron.

Todos ellos salieron disparados en la noche hacia las vacías calles de Volusia, Godfrey se sorprendió por el contraste, la tranquilidad, dado lo ruidosas que rean y lo ajetreadas que habían sido durante el día. Miró hacia abajo, sorprendido, sus calles doradas contrastaban bastante con los suelos de barro de la prisión. Godfrey se maravilló de lo impoluta que se veía la ciudad incluso de noche. Estaba desierta, pero aún así serena. Las calles estaban llenas de antorchas, que reflejaban el oro y las calles estaban inmaculadas, no llenas de vagabundos, como lo estaban los callejones de todas las ciudades que Godfrey había visitado. Godfrey incluso ni veía ningún guarda del Imperio; supuso que no había ninguna necesidad de vigilar, ya que la ciudad era muy segura.

Ante ellos, con el reflejo de las antorchas, Godfrey vio todos los canales que se entrelazaban con las calles de Volusia, el suave movimiento del agua añadía más tranquilidad.

“¿Y ahora hacia dónde?” preguntó Ario.

“Hacia el oro”, respondió Godfrey. “Debemos recuperarlo y salir de aquí”.

Todos seguían a Godfrey mientras iba corriendo por las calles; al principio estaba desorientado, pero pronto reconoció algunos cruces, puntos de referencia, estatuas y encontró el camino. Si había algo de lo que no podía perder el rastro, era su oro.

Godfrey finalmente llegó al lugar que reconocía, vio, una manzana más allá, la estatua del buey dorado al lado del agua.

Se detuvo y se agachó tras un muro, examinándola desde la calle.

“¿A qué estamos esperando?” preguntó Fulton, claramente ansioso por continuar.

Godfrey dudaba, allí, recuperando la respiración.

“No estoy seguro”, dijo.

Todo parecía claro, sin embargo Godfrey estaba dudoso de salir a descubierto y retirarlo.

“Quiero asegurarme de nadie nos está vigilando”, añadió.

“¿Quieres decir, alguien como los soldados del Imperio” dijo una voz oscura y ominosa.

A Godfrey se le erizó el vello de la nuca cuando se giró lentamente, junto a los otros, y vio de pie delante de ellos, en la esquina del oscuro callejón, un soldado del Imperio.

Salió de las ombras, apenas a unos metros de distancia, con una espada en la mano y una oscura sonrisa en su rostro.

“¿Realmente pensabais que erais lo suficientemente listos para que no os siguieran?” preguntó. “¿Realmente pensabais que yo era lo suficientemente estúpido para dejaros escapar?”

Todos le miraron fijamente, sin poder hablar.

“Nos dejaste escapar”, dijo Ario, entendiéndolo todo. “Nos hiciste pensar que lo habíamos hecho solos. Pero nos estabas observando todo el rato. Fue una trampa”.

El soldado hizo una amplia sonrisa.

“Era la única manera de que me llevarais hasta el oro”, dijo. “Sin que mintierais. Ahora sé donde está, seguro, y me lo llevaré muy contento. Después os quitaré la vida. Sin prisa, ¿sabéis? ¿Qué mal había en dejaros vivir una hora más?”

Su expresión se oscureció.

“¡Ahora moveos!” ordenó.

Godfrey caminaba con los otros calle abajo, intercambiando una mirada de preocupación con Merek y Ario y sabiendo que podía hacer poca cosa. Notaba la punta de la espada del soldado del Imperio en su nuca, pinchándole y sudaba a cada paso mientras andaba hacia el canal. Tenía la esperanza de que Merek y Ario no harían ninguna estupidez. Este no era un presidiario; era un soldado profesional del Imperio, dos veces su tamaño, con armaduras de verdad, armas de verdad y un evidente deseo de matar. Mientras caminaban, Godfrey se estrujaba el cerebro para encontrar una salida a esto, alguna idea, pero no se le ocurría nada. Habían sido más astutos que ellos.

La espada del soldado conducía a Godfrey directo al borde del agua y se quedó allí, bajo la estatua del buey y debatía qué hacer. Sabía que las opciones eran limitadas. El soldado era enorme, la espada estaba en su nuca y si alguno de ellos hacía un movimiento brusco, seguro que los matarían.

“¿Por qué has parado?” preguntó el soldado.

“El oro está bajo el agua, mi señor”, dijo Godfrey.

“Entonces será mejor que nadéis”, exigió. “¡TODOS VOSOTROS!” dijo, girándose hacia los demás.

Godfrey tragó saliva, sin saber qué más hacer, mientras se dirigía la borde del agua y se ponía sobre sus manos y rodillas.

“Si alguno de tus amigos intenta algo”, añadió, “serás al primero al que clavaré la espada. Y si alguno de vosotros sale sin oro, no llegaréis a salir”.

Uno a uno, los demás también se pusieron de rodillas. Todos ellos miraban a Godfrey y él veía la duda en sus expresiones. Les hizo una señal con la cabeza para que siguieran, sin saber qué más hacer. No era el momento para acciones heroicas.

Godfrey se deslizó en el agua y estaba fría, lo que lo hizo temblar. Se sumergió bajo el agua y pensó.

Godfrey agarró el oro, aliviado al ver que todavía estaba donde lo había dejado, igual que los demás también, cogiendo cada uno un saco. Salió a la superficie, para coger aire, empapado y lo tiró encima de la calle haciendo un ruido metálico. Todos los demás hicieron lo mismo, también.

El soldado miró hacia abajo, impresionado. Godfrey podía ver la avaricia en sus ojos.

“¡Abridlo!” ordenó el oficial.

Godfrey se disponía a salir del agua cuando el soldado le colocó la punta de la espada en la garganta.

“No dije que salierais”, dijo.

Godfrey, todavía en el agua, se estiró y desató el saco de oro. Allí, brillando bajo la luz de la antorcha, había suficiente oro como para alquilar un ejército.

Los ojos del soldado del Imperio se abrieron como platos. Godfrey sabía que se estaban quedando sin tiempo; pensaba rápidamente.

“Hay más”, dijo. “Mucho más”.

El soldado lo miró, sorprendido.

“Entonces, ¿a qué estáis esperando? ¡A nadar!”

Godfrey hizo una señal con la cabeza a los demás y todos se hundieron una vez más bajo el agua; sin embargo, esta vez tenía un plan: cogió a propósito el saco más pequeño de oro, uno lo suficientemente grande para caber en la mano.

Godfrey salió a la superficie, y mientras los demás sacaban cada uno de ellos un saco grande, esta vez Godfrey se quedó en el borde del agua, como si estuviera luchando.

“Necesito ayuda, mi señor”, dijo Godfrey. “Pesa demasiado. No puedo tirar de él”.

El soldado lo miró enfurruñado.

“No soy estúpido”, respondió el soldado. “Súbelo tú solo o muere donde estás”.

Godfrey tragó saliva al ver que este hombre no era un estúpido.

“De acuerdo, mi señor”, dijo. “Lo haré. Pero en este caso, permítame trepar hasta la piedra para poder hacer palanca y subirlo, por favor”.

El soldado dudó.

“Está bien, trepa”, dijo. “Apóyate en tus manos y rodillas y quédate de espaldas a mí mientras te agachas para sacarlo. Y será mejor que este sea el saco de oro más grande de tu vida o te hundirás con él”.

Godfrey, con el corazón palpitándole, rezando para que su estrategia funcionara, salió a gatas hasta la piedra. Se dio la vuelta, de espaldas al soldado, apoyándose sobre sus manos y rodillas, se inclinó hacia el agua y agarró el pequeño saco de oro. Hizo un gran esfuerzo por tirar y luchar mientras se doblaba hacia delante para agarrarlo. Lo agarró con fuerza, cerró los ojos, sudando y tragando saliva, rezando. Sabía que solo tenía una oportunidad con esto.

Por favor, Dios. Sé que he sido una persona horrible. Sé que probablemente no tengo perdón. Pero estoy seguro de que este soldado es mucho peor. Al menos yo no he hecho daño a nadie, al menos a nadie que no lo mereciera. Haz que esto funcione. Déjame ganar. Solo por esta vez.

Godfrey sabía que era ahora o nunca.

Respiró profundamente, estiró el brazo hacia abajo, agarró el saco y lo cogió con fuerza. Sintió la espada del soldado pinchándole por detrás.

“¡Venga!” le incitó.

“¡Aquí está, mi señor!” exclamó Godfrey.

Godfrey esperó a que el soldado bajara su espada, después de repente lo levantó y giró en un mismo movimiento, apuntando a la espada del soldado.

Dio un giro, llevado por el impulso y el saco de oro se balanceó en el aire y, para su sorpresa, fue un golpe perfecto. El saco impactó con la espada del soldado, haciéndola caer de su mano y fue a parar al suelo con un estrepitoso ruido.

En el mismo movimiento, Godfrey se puso de pie de un salto, dio un paso adelante y, usando las dos manos, balanceó el saco de oro contra la cara del soldado. Todo pasó demasiado rápido para que el atónito soldado pudiera reaccionar y el sacó impactó con su mandíbula de nuevo, un golpe perfecto. El peso de todas aquellas monedas le golpeó la cara, haciéndolo tambalearse hacia atrás hasta caer sobre sus manos y rodillas.

Antes de que pudiera levantarse, Godfrey corrió hacia delante y le golpeó con el saco de oro en la cara, en la nariz y se la rompió. Envalentonado, le golpeó una y otra vez, tan fuerte que el saco finalmente se rompió.

Las monedas de oro salieron volando por todos lados, rodando por las calles. Godfrey, furioso, se sentía bien por haberse vengado finalmente del Imperio y dio un paso adelante con todas sus fuerzas y dio una patada al hombre entre las piernas, dejándolo finalmente inconsciente.

Godfrey estaba de pie sujetando el saco vacío, temblando, sorprendido por lo que justo había conseguido hacer. No sabía qué se había apoderado de él y no se daba cuenta de que estaba dentro de él.

Los demás lo miraban fijamente, atónitos.

“No sabía que tenías esto dentro”, dijo Merek, claramente impresionado.

Godfrey encogió los hombros.

“Ni yo”.

“¿Veis lo que el no beber hace a un hombre?”, dijo Akorth metiéndose en la conversación y dándole una palmadita en el hombro.

“Parece que hemos perdido un buenísimo saco de oro”, dijo Fulton, haciendo gestos hacia las monedas esparcidas.

Fulton se encogió de hombros.

“Me imagino que es el precio de la vida de Godfrey”, dijo.

Godfrey estaba allí de pie, empapado, perturbado por la dura experiencia, sin creer apenas lo que acababa de pasar, lo que acababa de hacer. Miró a sus amigos que estaban allí, todos igualmente atónitos, empapados, con sacos de oro a sus pies.

Godfrey se dio la vuelta y echó un vistazo a las monedas sueltas, algunas de ellas todavía rodando por las calles, todavía quedándose quietas con un sonido metálico.

“Vamos a coger nuestro oro y lárguemonos de aquí”, dijo.

Empezaba a marchar, pero una voz siniestra, que cortaba el aire, lo detuvo.

“No creo que vayáis a ninguna parte”.

Godfrey dio la vuelta, con el vello de punta y se sorprendió al ver a un grupo de Finianos a pocos metros de distancia, de pie en silencio, pacientemente, con sus túnicas rojas, las capuchas bajadas y su pelo de un rojo intenso brillando a la luz de las antorchas. Eran humanos, pero demasiado pálidos, demasiado delgados, con los rostros demacrados y miraban fijamente a Godfrey, sonriendo como si tuvieran todo el tiempo del mundo.

“Vais vestidos con nuestra ropa”, dijo uno de ellos, dando un paso adelante, claramente el líder, “y aún así la lleváis pésimamente. La próxima vez que robéis a los Finianos deberíais ser más discretos”.

Él hizo una amplia sonrisa, los examinó, negando con la cabeza y Godfrey lo miró fijamente, sin saber qué hacer. Intercambió una mirada de desconcierto con ellos, pero estos también parecían estar atónitos.

“Sois un grupo lamentable”, continuó el líder. “Ahora vendréis con nosotros. Junto con vuestro oro. No porque lo necesitemos. Pero me gustaría escuchar vuestra historia. Y recordad: nosotros no somos tan estúpidos como los soldados del Imperio. Si miráis de demasiado cerca a mis amigos, veréis como os apuntan pequeñas ballestas. Haced un movimiento y todos moriréis y flotaréis en el agua”.

Godfrey echó una ojeada y, en efecto, vio que los demás Finianos tenían pequeñas ballestas bajo sus túnicas, todas apuntándoles directamente. Tragó saliva.

“De hecho, tenía pensado mataros aquí mismo”, añadió el líder. “Pero primero tengo curiosidad por escuchar como un grupo lamentable como el vuestro entró en Volusia, cómo conseguisteis nuestras túnicas y cómo es que tenéis tanto oro. A continuación puede ser que os mate. O quizás no- depende de lo buena que sea vuestra historia”.

Hizo una amplia sonrisa.

“Habéis tenido vuestra batalla de espadas”, añadió el líder. “Ahora tendréis vuestra justa de palabras. ¿Sois suficientemente más listos que nosotros? ”

Godfrey los miró, aterrorizado ante la idea de otro encarcelamiento, pero sabiendo que no había elección. Había algo en esta gente que no le gustaba, que no le inspiraba confianza. Parecían tan tranquilos, tan amables, sin emabrgo en el fondo, bajo sus sonrisas, tenía la sensación de que eran incluso más mortíferos que el imperio.

Le empujaron y él empezó a caminar con los demás, todos con las manos levantadas sobre sus cabezas, conducidos por los Finianos por calles desconocidas, hacia solo Dios sabía dónde.