Luptius estaba sentado a la cabeza de la mesa del Gran Consejo, en el centro de las Altas Cámaras de la Capital del Imperio, un inmenso edificio de mármol circular construido con granito negro brillante, enmarcado por cien columnas y miraba fijamente con asco a los Asesores del Gobierno, todos hombres jóvenes y estúpidos. Este no era el Gran Consejo que él conoció una vez, el que había consolidado el Imperio hacia el poder y la crueldad, el que unca había permitido los conflictos que habían surgido dentro del Imperio durante las pasadas lunas. Tenía un humor de perros y estaba preparado para soltarlo sobre alguien.
Estaba sentado en este edificio, con la intención de suscitar miedo y miró a los representantes de los Seis Cuernos del Imperio sentados alrededor de la mesa, hombres formidables de casi cada raza del Imperio. Había gobernadores de regiones, comandantes de ejércitos, todos ellos representando colectivamente a decenas de millones de ciudadanos del Imperio e incontables provincias. Luptius examinaba las caras de una en una, reflexionando sobre todas sus palabras y opiniones, que habían salido durante horas en esta reunión interminable. Traían informes de cada rincón del Imperio. La reacción en cadena desde la muerte de Andrónico y después la muerte de Rómulo, todavía se estaba extendiendo hacia las provincias; la lucha por el poder y los conflictos internos no cesaban nunca. Él sabía qu esto es lo que suponía tener un Imperio sin un líder supremo vivo.
Vinieron informes del millón de hombres de Rómulo, todavía ocupando el Anillo, ahora sin líder, sin propósito, causando el caos; llegaron informes del asesinato de Rómulo a manos de Volusia; informes del nuevo ejército de Volusia, de su intento de golpe de Estado. Todo esto llevó a la disputa, ninguno de estos hombres se decidía por un plan de acción y todos ellos rivalizaban por el poder. Luptius sabía que todos ellos querían suceder a Rómulo. Esta reunión era tanto una subasta por el poder como un informe del estado del Imperio.
Continuaban las discusiones sobre cuándo debían celebrarse las elecciones, si los comandantes militares debían gobernar, sobre qué provincia debía tener más poder- incluso sobre si la capital debía cambiarse.
Luptius escuchaba todo aquello pacientemente; en el aire había habido una sensación mucho más democrática y él la había fomentado. Después de todo, Andrónico y Rómulo habían sido unos tiranos y este Gran Consejo había tenido que ceder ante ellos y otorgarles cada deseo. Ahora, con ellos muertos, Luptius disfrutaba de la libertad, disfrutaba de no tener ni a un solo líder controlador. Era más bien un caos controlado.
Sin embargo, todos ellos miraban hacia Luptius para que los presidiera. Como el mayor del grupo, con casi ochenta años, con una calva de un amarillo apagado indicativo de su edad, no aspiraba a se comandante. Prefería tirar de los hilos detrás de la escena, como había hecho toda su vida. Había un viejo dicho del Imperio, según el cual vivía: los Comandantes Supremos vienen y van- pero las sillas delConsejo gobiernan para siempre.
Luptius esperó a que toda la discusión se apagara, dejando que aquellos hombres jóvenes estúpidos estuvieran fuera de sí, toda su discusión giraba en torno a qué hacer con Volusia. Esperó hasta que al final, sin solución, todos se giraron hacia él.
Cuando estuvo preparado, se aclaró la garganta y los miró a todos a los ojos. Él sabía que no había peor agresión que el silencio; su conducta calmadaera más desconcertante para todos ellos que las órdenes del general más violento. Cuando por fin habló, fue con la voz de la autoridad.
“Esta chica joven que cree que es una diosa”, dijo, “Volusia”. Matar a unos cuantos hombres no la convierte en una amenaza para el Imperio. Olvidáis que tenemos millones de hombres a nuestra disposición”.
“Y aún así no tenemos a nadie que los guíe”, contestó uno de los asesores ominosamente. “Quiero pensar que es más peligroso tener a miles de hombres tras un líder fuerte que millones de hombres sin él”.
Luptius negó con la cabeza.
“Los soldados del Imperio seguirán y ejecutarán las órdenes del Consejo Supremo como han hecho siempre”, dijo, sin hacer caso de aquello. “Saldremos a su encuentro en el campo, detendremos su estúpido avance antes de que se acerque más”.
Los hombres lo miraron, con la preocupación en la mirada.
“¿Cree que esto es acertado?” preguntó un asesor. “¿Por qué no la obligamos a marchar hacia la capital? Aquí tenemos las fortificaciones de la ciudad y un millón de hombres fuertes para guardarla. Allá fuera, nos reuniremos con ella bajo sus condiciones”.
“Esto es precisamente lo que haremos, porque esto es lo que ella no espera. Tampoco esperará la oferta de paz de nuestro convoy”.
La habitación quedó en silencio mientras todos los hombres lo miraban atónitos.
“¿¡Paz!? preguntó uno de ellos enojado.
“Acaba de decir que no había nada por lo que temerla”, dijo otro. “¿¡Entonces po qué debemos ofrecerle la paz!?”
Luptius sonrió, enojado e impaciente por la estupidez de todos aquellos hombres.
“He dicho que le ofreceremos la paz”, explicó. “No dije que se la daremos”.
Todos lo miraron, confundidos. Luptius respiró profundamente, enojado.
Siempre iba un paso por delante de este consejo- y esto era por lo que ninguno de ellos
era adecuado para ser Comandante Supremo.
“Nos encontraremos con Volusia en el campo y mandaremos un convoy para
ofrecerle una tregua. Yo mismo lo lideraré. Cuando venga a hablar de las condiciones, la
rodeademos y la mararemos”.
“¿Y cómo se las arreglará para hacer esto?” preguntó uno de ellos.
“El comandante de su ejército ha sido comprado. La traicionará. Le he pagado
demasiado bien para que no lo haga”.
Un grueso silencio cayó sobre la habitación y podía sentir que los demás estaban impresionados. todos lo miraban ahora, escuchando atentamente cada una de sus palbras.
“Antes de que termine mañana”, concluyó Luptius, sonriendo ante el pensamiento, “la cabeza de esa joven estará en una pica”.