CAPÍTULO DIECISÉIS

 

Godfrey abrió los ojos de golpe, agarrándose la barriga, mientras alguien dos veces su tamaño le daba patadas en la celda de la mazmorra. Tumbado en el embarrado suelo de la celda, miró hacia arriba y vio a un cretino alto, sin afeitar y con una gran barriga, que iba prisionero a prisionero, dando patadas a cada uno de ellos, aparentemente solo por diversión. Mientras Godfrey tropezaba no sabía qué era peor: los codos de este hombre en sus costillas o su hedor corporal.

De hecho, la celda de la prisión entera apestaba a infierno y mientras Godfrey miraba a su alrededor a esta colección de perdedores, no podía creer que había acabado en un lugar así. Por todas partes a su alrededor había hombres de cada raza y color, de cada esquina del Imperio, todos esclavos del Imperio, ninguno de la raza del Imperio. Todos estaban apiñados en esta celda, de unos quince metros de ancho, todos ellos enfurruñados o caminando de un lado a otro, sabiendo que no les tenían preparado nada bueno.

Godfrey echó un vistazo y vio a Akorth, Fulton, Merek y Ario, todos despiertos, algunos andando de un lado al otro, algunos sentados, ninguno de ellos parecía muy contento. Qué giro tan rápido había dado el destino. No hacía tanto que todos ellos estaban en las calles de Volusia, todos cargados de riquezas y a punto de hacer un trato para salvar a su pueblo. Ahora, aquí estaban todos ellos, prisioneros comunes, incapaces incluso de dormir en un suelo embarrado sin que los agredieran.

Godfrey se rascó los brazos y vio que algún tipo de insecto le había picado en el suelo lodoso. Se rascaba y rascaba, enojado. Probablemente son pulgas, pensó. O quizás chinches.

Akorth y Fulton parecían incluso más desconcertados que él, con el pelo hecho un desastre, sin afeitar, con ojeras bajo los ojos, ambos parecía que querían otro trago desesperadamente. Merek y Ario, sin embargo, a pesar de su estatura más pequeña y de su menor edad, a pesar de estar rodeados de aquellos curtidos criminales, parecían tranquilos y sin miedo, resueltos, como si se estuvieran tomando todo aquello con calma y preparándose para el siguiente movimiento. De hecho, parecían mucho más serenos que Akorth y Fulton.

“No te vuelvas a poner en mi camino, chico”, dijo de repente una voz áspera y gutural.

Godfrey se dio la vuelta y vio al mismo cretino, que había acabado su ronda y ahora se encaraba a él, con la barriga más grande que jamás había visto, acercándose y mirándolo con el ceño fruncido.

“¡Yo no estaba en tu camino!” protestó Godfrey. “¡Estaba durmiendo! ¡Tú eres el que me dio una patada!”

“¿Qué has dicho?” El hombre le echó una mirada fulminante y empezó a caminar hacia él de forma amenazadora.

Godfrey empezó a echarse para atrás y, mientras lo hacía, resbaló con el barro y cayó de espaldas- ante las risas de todos los demás prisioneros de la celda.

“¡Mátalo!” gritó uno, alentando al cretino.

El corazón de Godfrey palpitaba salvajemente al ver al cretino sonriendo y acercándose, como si estuviera dispuesto a devorar a su presa. Sabía que si no hacía algo pronto, el hombre lo aplastaría solo con su peso.

Godfrey corrió hacia atrás rápidamente por el barro, resbalando, respirando con dificultad, intentando distanciarse de él.

Pero el cretino de repente gimió y embistió y Godfrey vio que iba a saltar sobre él, a lanzarse sobre él y aplastarlo con todo su peso. Godfrey intentó tirar más hacia atrás, pero su cabeza se encontró con una pared de piedra. No podía ir hacia ningún sitio.

De repene, Ario dio un paso hacia delante, levantó un pie e hizo tropezar al cretino.

El hombre cayó de cara al barro y Godfrey salió dando vueltas sobre sí mismo antes de que lo hiciera, evitando ser aplastado.

Todos los prisioneros de la habitación ahora se giraron y observaron, gritando, riendo a carcajadas. El cretino dio vueltas, se limpió el barro de la cara y clavó su mirada asesina en Ario.

Ario estaba allí, mirando fijamente, impávido, tranquilo y sin miedo. Godfrey, increíblemente agradecido a Ario, no podía creer lo tranquilo que este estaba, dado que el cretino era cinco veces su tamaño y él no podía salir corriendo hacia ningún lugar.

“Tú, pequeño gamberro”, dijo el cretino. “Estás acabado. Antes de matarte, te voy a despedazar miembro a miembro. ¡Voy a enseñarte lo que significa estar en una prisión!”

El cretino empezó a ponerse de pie y a cargar contra Ario, cuando Merek de repente dio dos pasos hacia delante, levantó el codo y le golpeó en la parte de debajo de la mandíbula, cogiéndolo perfectamente justo cuando se estaba levantando y mandándolo al suelo, inconsciente.

“Pasé la mayor parte de mi vida en una prisión”, dijo Merek al hombre inconsciente, “y no necesito que me enseñes. De donde yo vengo, a esto le llaman una crítica feroz. Y cierra bocas grandes y gordas como la tuya”.

Merek habló lo suficientemente alto para que todos los prisioneros lo oyeran y miró a su alrededor lentamente a todos ellos, desafiándolos, retándolos a acercarse.

“El Imperio me quitó mi puñal”, continuó. “Pero no lo necesito. Tengo mis manos. Con estos pulgares y estos dedos puedo hacer mucho más daño. ¿Alguien más quiere comprobarlo?” gritó fuerte.

Se dio la vuelta lentamente, mirando a cada persona a los ojos hasta que, finalmente, los otros apartaron la mirada y la tensión se disipó. Claramente, todos cogieron la idea: no debían meterse con Merek y sus amigos.

Ario caminó hacia Merek.

“Lo tenía justo donde quería”, dijo Ario con orgullo. “No necesitaba tu ayuda. La próxima vez, no te metas en mi camino”.

Merek sonrió con aires de superioridad y negó con la cabeza.

“Seguro que sí”, respondió.

Godfrey miraba hacia arriba, observando atónito cómo todo iba desarrollándose poco a poco, mientras Merek se acercaba a él y le tendía la mano para ayudarlo a levantarse.

“¿Dónde aprendiste a luchar así?” preguntó Godfrey.

“No fue en la Legión del Rey”, dijo Merek, sonriendo con aires de superioridad, “ni tampoco en sofisticados barracones de caballero. Yo lucho sucio. Lucho para herir, mutilar o matar. Lucho para ganar, no por honor. Y aprendí lo que aprendí en los callejones de la Corte del Rey”.

“Te debo una”, dijo Godfrey. Se dio la vuelta y vio al cretino, grande y gordo, inconsciente, inmóvil, con la cara en el barro. “Odio pensar qué hubiera pasado si me hubiera cogido”.

“Serías un bocadillo de barro”, interrumpió Akorth, acercándose junto a Fulton.

“Sácanos de esta ciudad y devuélvenos a nuestro campo”, dijo Merek, “y con esto nos daremos por pagados”.

“Qué iluso”, dijo Fulton de mal agüero.

Godfrey se dio la vuelta y vio a los tremendos guardas del Imperio en fila fuera de la celda, vio las gruesas barras de hierro y supo que tenían razón. No iban a ir a ninguna parte.

“Parece que tu plan va de mal en peor”, dijo Merek. “No es que fuera gan cosa para empezar”.

“Yo, por lo menos, no pienso acabar mi vida en esta celda”, dijo Ario.

“¿Quién habló de acabar la vida?” preguntó Godfrey.

“Les estuve observando mientras tú estabas inconsciente”, dijo Ario. “Ya se han llevado a tres de ellos. Abren las celdas cada hora y se llevan a otro. No vuelven. Y no creo que se los lleven a tomar el té”.

De repente, sonó un cuerno y tres hombres del Imperio andaban pomposamente hacia adelante, haciendo tintinear las llaves, abrieron la puerta, entraron en la celda y miraron a su alrededor amenazantes, como si estuvieran intentando decidir a quién llevarse. Llevaban armaduras imponentes, las viseras cubriéndoles la cara y parecían los mensajeros de la muerte.

Se decidieron por un prisionero que estaba desplomado contra la pared, tiraron de él hasta levantarlo y lo arrastraron fuera de la celda.

“¡No!” gritó el hombre, resisitiéndose. “Lo único que hice fue robar una col. No tenía nada para comer. ¡No merezco esto!”

“Cuéntaselo a la diosa Volusia”, murmuró oscuramente el guarda. “Estoy seguro de que le encantará ecucharlo”.

“¡No!” exclamó, su voz se desvaneció cuando la puerta de la celda se cerró tras él y se lo llevaron arrastrando.

Godfrey y sus hombres intercambiaron una mirada nerviosa.

“No tenemos mucho tiempo”, dijo Merek.

“¿Cuál es tu plan ahora?” preguntó a Godfrey. “Tú nos metiste en este desastre–ahora sácanos de aquí”.

Godfrey estaba allí, tirándose del pelo, intentando recopilar sus pensamientos. Era demasiado de golpe, todo había ido demasiado rápido para procesarlo. Incluso él, que siempre había encontrado salida para todo, no tenía respuesta. Miraba las barras de hierro, las sólidas paredes de piedra y no veía escapatoria. Decidió intentar lo que él sabía que se le daba mejor: intentar salir con la labia.

Godfrey se dirigió hacia las barras de la celda e hizo señas a un guarda, que había por allí cerca, para que se acercara. Susurró los suficientemente fuerte para que se le oyera.

“¿Quieres ser rico?” preguntó Godfrey, con el corazón palpitándole fuerte, rezando para que picara.

Pero el guarda continuó allí de pie, de espaldas a él, ignorándolo.

“No simplemente rico”, añadió Godfrey, “sino rico más allá de tus sueños más salvajes. Tengo oro, más del que puedas soñar. Sácanos de aquí a mí y a mis amigos y serás lo suficientemente rico como para ser Rey”.

El guarda lo miró con desprecio a través de su visera.

“¿Y por qué tendría tanto dinero un criminal como tú?”

Godfrey puso la mano en el bolsillo de su cintura y, del fondo, donde estaba escondida, sacó una pequeña moneda de oro. Brillaba a la luz. Era la última moneda que le quedaba, una que se había quedado para emergencias. Si esto no era una emergencia, no sabía qué lo era.

Godfrey colocó la moneda en la carnosa mano amarilla.

El guarda la alzó y la examinó, al parecer impresionado.

“No soy tu típico prisionero”, dijo Godfrey. “Soy el hijo de un Rey. Tengo suficiente oro para hacerte un hombre rico. Lo único que tienes que hacer es sacarnos de aquí a mí y a mis amigos”.

El guarda de repente levantó su visera, se dio la vuelta y sonrió a Godfrey.

“¿O sea que tienes más oro?” preguntó, su codiciosa sonrisa más bien parecía una burla en su grotesco rostro.

Godfrey asintió con entusiasmo.

“¿Me llevarás hasta él?” preguntó el guarda.

Godfrey asintió.

“¡Sí! Solo sácanos de aquí”.

El guarda asintió, satisfecho.

“De acuerdo, date la vuelta”.

Godfrey se dio la vuelta, su corazón palpitaba fuerte por los nervios, esperando a que el guarda lo sacara de la celda.

De repente, Godfrey sintió una mano en la parte de atrás de su camisa, sintió que el guarda lo agarró bruscamente, entonces, con un movimiento rápido, lo tiró hacia atrás con todas sus fuerzas.

Godfrey sintió como la parte de atrás de su cabeza golpeaba las barras de hierro, oyó un fuerte batacazo y, repentinamente, todo su mundo empezó a dar vueltas. Se sintió mareado y cayó de rodillas.

Antes de desplomarse sobre el suelo de barro, vio al guarda, mirando hacia abajo, soltando una cruel y gutural risa.

“Gracias por el oro”, dijo. “Ahora lárgate”.