CAPÍTULO DIECIOCHO

 

Erec estab sentado en la larga mesa de banquete, Alistair estaba a un lado, Strom en el otro y sus centenares de hombres de las Islas del Sur llenaban los bancos, de cara a ellos, al otro lado de las mesas, estaban Krov y sus centenares de hombres del Peñasco. Había sido un largo día de festejos y el interior del castillo de Krov se había convertido en un tumultuoso salón de banquete, colgado arriba de una colina al borde del mar. Una pared entera tenía esculpidas ventanas altas y arqueadas, de cara al océano, por donde se colaba la luz, inundando la sala con el fresco aire del océano y el romper de las olas allá abajo. No era como cualquier otro castillo en el que Erec hubiera estado, todos los otros castillos normalmente se construían con pocas o ninguna ventana por miedo a un ataque. Pero aquí, en la isla del Peñasco, no existía el miedo al ataque: encaramada encima de estos inquebrantables acantilados en medio de un océano desolado y duro, ningún enemigo podía alcanzar el castillo sin escalar acantilados durante días o andando por la montaña de alguna manera. Se podían permitir el lujo de la luz y el aire; nadie podía atacarlos desde tan arriba.

Fueron un día y una tarde relajantes, en el que Erec y sus hombres por fin empezaron a relajarse, a encontrar un respiro aquí, acogidos en la hospitalidad de Krov, festejando con su buena carne y sus sacos de vino constantemente fluyendo. Erec estaba aliviado al ver a sus hombres con buen ánimo después de su largo viaje y agradecido de haber tenido la oportunidad de parar aquí. Sabía que había tomado la elección correcta, por muy impredecibles que fueran Krov y sus hombres. Estiró el brazo y tomó de las manos a Alistair, contento de verla relajada también y le sonrió, con amor en los ojos.

Erec estaba satisfecho pero aún así no era un hombre que perdiera el tiempo y todavía no había conseguido su principal propósito al venir aquí: reclutar a Krov y a sus ejércitos para su causa, convencerlos para que se unieran a ellos para cruzar el mar y liberar a Gwendolyn y a los demás de las garras del Imperio. Erec había intentado sacar el tema muchas veces, pero Krov había estado muy ocupado festejando en esta sala cada vez más tumultuosa, con más hombres borrachos; podía detectar aquella tensión en el aire que aparece cuando los hombres van de un saco de vino a otro sin parar. Era aburrido, hombres ociosos buscando alguna manera de desahogarse y esto, muy a menudo, significaba violencia.

Se oyó otro grito y, al girarse, Erec vio a varios de los hombres de Krov luchando de forma amistosa en el centro de la sala de piedra, forcejeando a diestro y siniestro en el suelo entre las mesas. Todos los hombres se dieron la vuelta para mirar, alentándolos, golpeando con sus jarras en la madera, vitoreando. Mientras Erec examinaba sus rostros, vio que los hombres de Krov eran menos refinados que los suyos; la mayoría iban sin afeitar, les faltaban muchos dientes, tenían barrigas pequeñas y habían bebido demasiado vino. Se daban codazos los unos a los otros bruscamente, reían muy fuerte y un hombre sí otro no tenía una mujer desnuda en su regazo. La mayoría también llevaban joyas– sin duda botines que habían robado en los mares– alrededor de sus cuellos.

Estos hombres no eran caballeros, ni guerreros profesionales que se ceñían a un estricto código ético, como hacían sus hombres.  Eran mercenarios. Erec sabía que no debía sorprenderse: después de todo, estos hombres del Peñasco eran piratas y lo habían sido durante generaciones.

“No me gustan”, suspiró Alistair a Erec al oído, alargando el brazo y apretándole la mano por debajo de la mesa.

Él la miró y vio la preocupación en su rostro.

“A nadie le gustan”, susurró él, “pero todo el mundo debe tratar con ellos en algún momento. Tienen hombres y tienen barcos y conocen estos mares como nadie más lo hace. Hay una razón por la que el Imperio no los ha podido contener en mil años. Fueron aliados cruciales para nuestro cuando los necesitó”.

“Son el medio para un propósito”, interrumpió Strom en voz baja, inclinándose hacia delante. “Nuestro padre recurrió a ellos en muchas ocasiones”.

“Es cierto”, dijo Erec. “Nuestro padre recurrió a ellos muchas veces, pero nuestro padre nunca confió en ellos”.

“¿Cómo puedes hacer equipo con alguien en quien no confías?” preguntó Alistair. “¿Y si te traiciona?”

Erec miró con cuidado alrededor de la sala, miró directamente a Krov, que estaba riendo, observando la lucha, con una mujer desnuda en cada brazo y un saco de vino en amabas manos.

“La confianza es una palabra muy fuerte”, respondió él. “En ocasiones aquellos en quien no confías son los que más te ayudan– y a veces te traicionan aquellos en quien sí lo haces. Por mi experiencia, un hombre satisfecho de comida, vino y riquezas tiene mucho que perder y poco que ganar con la traición”.

Un grupo de músicos pasó por allí, llenando la sala con música de harpas, liras y tambores, junto a los gritos de los hombres, que estallaron en una canción que Erec no reconocía– y después se marcharon igual de rápido.

Cuando pudieron volverse a oír a ellos mismos, Erec vio cómo Krov se daba la vuelta y lo miraba.

“¡Erec!” exclamó, centrando toda su atención en él. “¿Por qué no bebes?”

“Sí que bebo, mi señor” respondió Erec, levantando un saco de vino.

Krov estalló en una brusca risa.

“¡Señor!” exclamó. “¡Yo no soy un señor! Al contrario que tú, yo no soy señor de nada. ¡Que Dios prohiba que yo sea un señor! ¡Perdería la poca clase que me queda!”

Los hombres de Krov se unieron a su risa, hasta que finalmente Krov volvió su atención de nuevo a erec.

“Y otra vez, ¿por qué no bebes?” preguntó de nuevo. “Solo bebes de una mano. ¡Las dos manos deberían estar llenas!”

Erec le sonrió.

“Con una mano es suficiente, mi señor”, gritó él. “Me gusta tener una mano libre. Después de todo, nunca sabes cuando uno de tus hombres me puede cortar el cuello”.

Krov lo miró fijamente y después soltó una risa histérica, dando golpes en la mesa con la mano.

“Eres bueno”, dijo. “No has perdido tu agudeza. Me gusta lo que he visto hoy aquí, justo el chico que recordaba. A excepción de que estás muy serio. Demasiado tiempo desperdiciado en el campo de batalla. Deberías beber más, disfrutar de las mujeres”.

“Él tiene una mujer”, le corrigió Alistair bruscamente, mirándolo con el ceño fruncido, claramente disgustada.

Krov se reía entre dientes y asentía con la cabeza y levantó su saco.

“Como usted diga, mi señora”, dijo. “Pero yo también tengo una mujer. ¡Y aquí estoy!”, dijo, agarrando los pechos de cada una de las mujeres que tenía en su regazo.

“Entonces lo siento por usted”, respondió Alistair, “y lo siento por su esposa. Estos son placeres vulgares. Nunca conocerá el verdadero placer de la lealtad y la devoción”.

Krov negó con la cabeza, riéndose.

“No lo sienta por mí”, dijo. “O por ella. Al menos aquí está protegida, no libre para que la vendan como a estas otras mujeres”.

Sus hombres se rieron y agarraron a las mujeres que tenían en su regazo y Alistair desvió la mirada, disgustada.

Krov fijó su mirada en Erec y, finalmente, Erec vio que su expresión era más seria, aunque nublada por sus ojos enrojecidos, por el exceso de bebida.

“Supongo que no has hecho todo este camino solo para verme”, dijo Krov a Erec, “¡o para hablar de mujeres!”

Erec negó con la cabeza.

“Ay, amigo mío”, respondió, “no”.

Krov asintió.

“Comprendo. Nadie viene nunca a ver a Krov porque sí, como a un amigo. Krov, el Rey de los hombres del Peñasco, el hombre que a nadie importa, el hombre al que nadie quiere de compañía, el hombre para el que todos se creen demasiado buenos– hasta que lo necesitan. Me gustaría tener amigos que se preocuparan de parar a verme solo por amistad. Pero mis amigos siempre parecen tener un propósito. Es triste, pero es mi destino”.

Erec enrojeció, viendo la sensibilidad de Krov y queriendo pisar con cuidado.

“Eras amigo de nuestro padre”, interrumpió Strom.

Krov se giró hacia él.

“Vuestro padre”, respondió Krov. “Este era un buen hombre. Un hombre fino. Un Rey incluso mejor. Todos en las Islas del Sur lo querían. Yo no sé si lo quería”, dijo, rascándose la barba, al parecer reflexionando sobre ello. “Lo respetaba. Era un buen guerrero, tenía una buena mente. Pero, otra vez, no era mi amigo. Igual que mis otros amigos, solo me llamaba cuando me necesitaba. ¿Cuántas veces me invitó a vuestras gloriosas bodas en las Islas del Sur? ¿A alguna de vuestras fiestas reales? ¿A alguna de vuestras vacaciones? Vosotros, los habitantes de las Islas del Sur siempre pensasteis que erais demasiado buenos para nosotros. Esto no es ser un amigo”.

Erec se ruborizó, viendo que lo que decía era verdad. También deseaba que Strom se callara y le hizo un gesto para que parara, pero Strom continuó.

“Nuestro padre te pagó bien”, añadió Strom.

La expresión de Krov se oscureció.

“Sí, me pagó bien”, respondió. “Pero no era dinero lo que yo quería o necesitaba. Nunca me pagó con amistad. Como todos los demás, me quería a una distancia, al alcance de la mano”.

“Te dejó patrullar nuestras aguas”, dijo Strom. “Pescar de nuestros mares”.

“Sí, lo hizo. Pero nunca me invitó a su sala de banquetes. ¿Por qué crees que es eso?”

Erec seguía en silencio. Él sabía la razón. Era porque Krov era un pirata, un pirata asesino, ladrón y violador sin lealtad ni valores. Sabía que su padre no lo respetaba. Lo usaba cuando lo necesitaba y eso era todo.

De repente, Krov, con el humor cambiante como una tormenta de rayos, golpeó inesperadamente su mano sobre la mesa de madera. Lanzó una mirada fulminadora y, al hacerlo, la música de la sala se detuvo.

La tensión en la habitación era espesa y todas las miradas se posaron en él.

“Te dije que a qué crees que se debía eso” gritó, tirando a la mujer desnuda que estaba en su regazo, allí firme, levantando la voz, fulminando a Erec con la mirada. “¡CONTÉSTAME!”

Todos los que estaban en la sala se detuvieron y miraban fijamente, observando nerviosos el acalorado intercambio.

Erec miraba a los ojos a Krov con firmeza, manteniéndose en calma, sin mostrar sus emociones, como siempre le había enseñado su padre y dándose cuenta por completo de lo impredecible que era Krov.

“Mi padre”, respondió Erec con calma, “nunca dijo una mala palabra sobre ti”.

“Ni tampoco dijo una buena palabra sobre mí”.

“Mi padre no albergaba malos sentimientos hacia ti”, repitió Erec. “Te consideraba un socio”.

“Un socio pero no un amigo. Pregunto otra vez: ¿a qué se debía?”

El enojo de Krov parecía ir en aumento, igual que la tensión en la sala, y Erec sabía que necesitaba tomar una rápida decisión sobre cómo responder. Si no respondía correctamente, tenía la sensación que la sala estallaría en una matanza.

“¿Quieres la respuesta sincera?” preguntó Erec, decidido.

“No la volveré a pedir”, dijo Krov, con la voz dura y fría, agarrando ahora con fuerza la empuñadura de su espada. Al hacerlo, Erec percibió que varios de sus hombres también lo hacían.

Erec se aclaró la garganta, soltó la mano de Alistair y lentamente se puso de pie y se encaró a Krov, orgulloso y erguido, impávido.

“Mi padre honraba la caballerosidad por encima de todo lo demás”, dijo, con la voz fuerte y clara, solemene, sincera. “Honraba el honor y a todos los que luchaban por él. No aprobaba el hurto o tomar mujeres que no escogían estar contigo, o matar hombres por un precio o por lo que su barco tenía allá abajo”. Mi padre vivía por el honor. Si quieres la respuesta sincera, te la daré: a sus ojos, tú carecías de honor. Y él no quería relacionarse con aquellos que carecían de honor”.

Krov lo miró, con los ojos encendidos, fríos y oscuros, que lo miraban fijamente y Erec pudo ver cómo cambiaban, la inquietud que había tras ellos, que estaba debatiendo si lo mataba.

Erec bajó el brazo con indiferencia y poco a poco posó su mano en la empuñadura de la espada, solo por si Krov se avalanzaba sobre él.

De repente, para sorpresa de Erec, la cara de Krov se relajó y estalló en una sonrisa.

“¡El honor!” exclamó y rió. “¿Y qué es el honor? ¿Dónde te ha llevado todo tu honor? Mira todo el honor que tenían en el Anillo. ¿Dónde los ha llevado? Ahora está destruido. Ahora ya no existe. Todo por un ejército deshonroso. Vendido por aquellos sin honor. Escogería la vida por encima del honor cada día– y escogería el vino y las mujeres por encima de vuestras caras ariscas, vuestra vida solemne, vuestro código de caballerosidad”.

Krov de repente bajó el brazó y agarró una jarra, sonriendo.

“Me diste una respuesta sincera”, dijo. “Ningún otro hombre sería lo suficientemente valiente para hacerlo. ¡Esto, señor, es el honor!”

Levantó su jarra.

“¡POR EL HONOR!”

Todos sus hombres en la sala se pusieron de pie, alzaron sus jarras y gritaron con él.

“¡POR EL HONOR!” vitorearon.

Krov rió, igual que hicieron los demás, mientras tomaba un largo trago de su saco y toda la tensión de la sala se disipó.

Erec, todavía en vilo, todavía receloso, asintió lentamente, bebió de su jarra y se sentó también.

“Eres un hombre valiente”, le dijo Krov a Erec, “y esto es lo que me gusta de ti. Podría incluso quererte incluso más que a tu padre. Queda por ver si seremos amigos, pero pienso que podríamos serlo”.

“Siempre puedo recurrir a nuevos amigos”, dijo Erec, asintiendo en respuesta con respeto.

“Ahora cuéntame”, dijo Krov serio, volviendo a los negocios, “¿por qué habéis venido aquí?”

Erec suspiró.

“Necesito tu ayuda. Necesitamos tu ayuda. Lo que queda de mi pueblo, los exiliados del Anillo, dirigidos por Gwendolyn, han encontrado refugio en el Imperio”.

“¿¡El Imperio!?” preguntó Krov, claramente sorprendido. “¿Por qué huyeron hasta allí?”

Erec se encogió de hombros.

“Quizás parecía el lugar más ilógico al que ir. Después de todo, ¿tu enemigo te buscaría en su propio patio trasero?”

Krov asintió, entusiasmándose poco a poco con ello.

“Esa Gwendolyn”, dijo. “Siempre creyéndose tan lista. Como su padre. Me sorprende oír que sigue con vida– que cualquiera de ellos siguen aún con vida– después de lo que Rómulo les hizo. Debe ser mejor Reina de lo que cualquiera esperaba”.

Erec asintió.

“Recibí un halcón”, dijo. “Necesitan nuestra ayuda y yo deseo liberarlos. Mi flota, como tú sabes, tiene dificultades para enfrentarse a números más grandes. Nadie conoce esta agua mejor que tú. Necesito que te unas a nosotros, que nos ayudes en nuestra guerra contra el Imperio”.

Krov negó con la cabeza.

“Ya salió el idealista”, dijo. “Igualito que tu padre. Me he pasado toda la vida evitando al Imperio y ahora tú me pides que me enfrente a ellos en batalla”. Negó lentamente con la cabeza. “Una locura. Enfrentarse en batalla al Imperio sería un suicidio”.

“No hace falta que te enfrentes a ellos en batalla”, dijo Erec. “Solo navega por nosotros, ayúdanos a llegar donde necesitamos. Acompáñanos a través de esta aguas y a través de la Espina del Dragón”.

Krov lo miró y Erec vio cómo su rostro se congelaba por el miedo al oír las palabras.

“¿La Espina del Dragón?” preguntó. “No me digas que pretendes atravesarla”, dijo, con verdadero miedo en su voz.

Ere asintió con calma en respuesta.

“Es la ruta más directa”, dijo Erec, “y donde es menos probable que nos detecten. No tenemos tiempo para otra alternativa”.

Krov negó con la cabeza.

“Es mejor rodear el Cuerno del Azul”, dijo Krov.

“Esto añadiría lunas a nuestro viaje”, dijo Erec. “Como dije, no hay tiempo”.

“¿No hay tiempo para morir, quieres decir?” dijo Krov. “Mejor tardar lunas y estar vivo que tardar días y estar muerto. Nadie atraviesa la Espina del Dragón y vive”.

“Tú lo has hecho”, dijo Erec, mirándolo significativamente.

Krov buscó su mirada y lentamente suspiró, sus ojos estaban vidriosos por el recuerdo.

“Esto fue hace años, cuando era joven y mi pelo era grueso y rubio”, dijo Krov. “Ahora es delgado y estoy calvo, tengo barriga y está claro que no soy tan estúpido como lo fui una vez. Ahora me gusta mi vida. Juré que no volvería a atravesarla otra vez y no lo haré”.

“Tú conoces la Espina mejor que nadie”, dijo Erec. “Dónde están las rocas, dónde rompen las olas, en qué dirección van las corrientes, dónde patrulla el Imperio y dónde acechan los monstruos. Vamos a atravesar la Espina”, dijo él, decidido, cun fuerza y autoridad en la voz. “Puedes quedarte aquí y encogerte de miedo y ser pobre o puedes venir con nosotros y ser rico”.

Krov lo miró, con el rostro serio, pensando en hacer negocio.

“¿Cómo de rico?” preguntó.

Erec sonrió, esperando esto.

“Un barco lleno del oro más fino”, interrumpió Strom. “Y un pacto renovado de lealtad de nuestras islas”.

Erec enrojeció, deseando que Strom no hubiera interrumpido. Su hermano pequeño siempre hablaba cuando tenía que escuchar.

“¿¡Lealtad!?” repitió Krov, con resentimiento en el rostro. “¿Y qué voy a hacer yo con la lealtad? ¿Me pagará esto prostitutas? ¿Me pagará vino?”

“Si te atacan, acudiremos en tu ayuda”, dijo Strom. “Esto vale tu vida”.

Krov entristeció, negando con la cabeza.

“No necesito vuestra ayuda, o vuestra protección, chico”, le dijo a Strom. “Por si no lo habéis notado, nuestro pueblo se vale por sí mismo. De hecho, por lo que veo ahora, parece que sois vosotros los que necesitáis nuestra ayuda”.

Strom se ruborizó y, finalmente, Erec levantó una mano y le hizo un gesto para que se callara.

Erec miró a Krov.

“Es oro del bueno”, le dijo en voz baja, sonriendo, de hombre a hombre, “y una misión atrevida. Lo suficientemente temeraria para que tú no puedas pasarla por alto”.

Krov se inclinó hacia atrás y se frotó la barba, centrando su atención en Erec. Finalmente, después de un largo silencio, se tomó de un trago su saco de vino, se secó la boca y la tiró al suelo. Se puso de pie y se encaró a Erec.

“Que sean dos barcos de oro”, dijo. “Y zarpamos con la primera luz, mientras sea lo suficientemente estúpido para decir sí”.

Erec se puso de pie y sonrió lentamente.

“Tenía el presentimiento de que dirías esto”, dijo. “Es por eso que ya hay dos barcos esperando”.

Krov lo miró fijamente y a continuación rompió en una enorme sonrisa.

Dio la vuelta a la mesa y abrazó a Erec.

Se echó hacia atrás, le agarró por los hombros y lo miró a los ojos.

“Serás un buen Rey, Erec hijo de Nor”, dijo. “Un buen Rey, ciertamente”.