Volusia estaba al amanecer en el Valle de las Calaveras en el vasto desierto abierto, sus doscientos mil hombres detrás de ella, Soku, Aksan, Koolian y Vokin a su lado y miraba fijamente la visión que tenía ante ella. En el lejano horizonte, iluminados por el primero de los soles de la mañana, estaban los resplandecientes edificios de oro de la capital del Imperio. Pero esto no era lo que llamaba su atención. A cambio, estaba concentrada en una visión que estaba quizás a menos de cien metros delante de ella, el lugar donde había elegido encontrarse con la delegación de la capital: un círculo perfecto grabado en medio de un plano del desierto nada fuera de lo normal, de otro modo.
“El Círculo de las Calaveras”, dijo Soku. “Un lugar adecuado para reunirse, ¿no cree? Un lugar adecuado para ascender como Emperadora de toda la capital”.
Volusia lo miraba y lo estudiaba, pensando. Ella conocía la historia de este lugar, este círculo mágico grabado en el suelo del desierto, nadie sabía por quién o por qué, un lugar de verdadero poder, un lugar donde muchos reyes de la antigüedad se habían encontrado para hablar de los términos de las treguas. Ahora era su turno. Vio que dentro de él estaba ya esperándola Luptius, el actual gobernador del Consejo del Imperio, junto a su docena de asesore y justo una docena de soldados. El ejército del Imperio no se veía por ningún lado.
“Exactamente cómo acordamos, Diosa”, dijo Soku. Traen solo una docena de hombres. Le traen las condiciones de la tregua. Se están preparando para ofrecerle un aplazamiento”.
“Incluso parece que no han traído ni un ejército”, dijo Aksan.
Volusia echó un vistazo al horizonte, mientras pensaba lo mismo.
“¿Por qué duda, Diosa?” insistió Soku. “Usted tiene doscientos mil hombres detrás suyo. Ellos están solos en el círculo, sin nadie”.
Ella dirigió su mirada helada hacia Soku.
“Yo nunca dudo”, respondió. “Observo. Cuando me sienta segura, iré”.
Volusia estaba allí, mirándolo todo fijamente, mientras sus hombres guardaban silencio a su alrededor. Finalmente estaban aprendiendo a no cuestionarla.
“Vokin”, dijo ella en alto.
Vokin, el líder Vok, se dio la vuelta y se acercó a ella arrastrando los pies.
“Vendrás conmigo al círculo”.
Soku dio un paso adelante, con preocupación en el rostro.
“Diosa, esta no es una buena idea”, dijo Soku. “Esto no es lo que acordamos. Solo una docena de hombres. El Imperio ha proscrito a los Voks. Se lo tomarán como una amenaza. Quizás retirarán los términos de paz”.
“Los Voks serán tratados con todos los honres en mi Imperio”, respondió Volusia con dureza. “Será mejor que los trates así, si quieres continuar siendo mi comandante”.
Soku miró hacia el suelo, estaba claro que no quería discutir con ella.
Volusia respiró profundamente, finalmente se sentía segura.
“Vamos”, dijo.
Volusia montó en su caballo, igual que los demás y todos salieron a toda carga, apresurándose hacia el solitario círculo en medio del desierto, dejando al ejército atrás, acompañada solo por su docena de soldados y Vokin.
Volusia llegó al borde del círculo y bajó del caballo, como los demás. Caminaron hacia el círculo, hacia el contingente de hombres del Imperio que les estaba aguardando y, mientras se acercaban al borde, Volusia hizo una señal con la cabeza a sus hombres para que se detuvieran y todos ellos se pararon en el límite y se pusieron en fila en la periferia del círculo, igual que estaban los hombres del Imperio. Excepto Vokin, que se quedó a su lado.
Volusia caminó hacia el círculo, solo ella y Vokin, enfrentándose sola a Luptius, que estaba allí sonriendo con satisfacción, con las manos cruzadas delante, mirándola. Ahora era un hombre mayor con el pelo canoso, la miraba con unos ojos que parecían ser bondadosos. Pero ella conocía las leyendas sobre él demasiado bien para saber que era cualquier cosa menos bueno. Era un hombre que acechaba en las sombras, que elaboraba las normas del Imperio- y las rompía- a su antojo. Muchos habían venido y se habían ido. Él había sobrevivido a todos.
“Mi Reina”, dijo él. “¿O debo llamarla Diosa?”
“Puede llamarme como desse”, respondió ella, con voz segura y firme. “Eso no cambiará el hecho de que soy una diosa”.
Él asintió.
“Le doy la bienvenida a la capital, a nuestra parte de l Imperio”, dijo él.
“Todas las partes del Imperio son mías”, respondió, con voz fría.
Él levantó un poco las cejas.
“No lo son, Emperadora”.
“Diosa”, le corrigió. “Yo soy la Diosa Volusia”.
Él dudó y ella vio la furia formándose en su mirada. Parecía perplejo, pero pronto recuperó la compostura y puso una sonrisa falsa.
“Muy bien, entonces, Diosa”.
Miró por encima de los hombros de ella y se detuvo, parecía desconcertado, al ver al Vok. Pero se mordió la lengua y rápidamente la miró a ella.
“¿Sabe por qué nos encontramos hoy aquí, Diosa?”
Ella asintió.
“Para aceptar una tregua”, dijo, “vuestra oferta para el trono”.
Luptius sonrió con aires de superioridad.
“No exactamente”, respondió. “Estamos aquí para negociar una tregua, correcto. Pero será una elección solo de ida. También conocida como rendición. Tomaremos su ejército; será despojada del poder; esta guerra terminará; y usted, me temo que no ascenderá a ningún trono. De hecho, está a punto de pasar sus últimos instantes aquí mismo, en este círculo, en este desierto. Pero deseo felicitarla por lo que ha sido una carrera extraordinaria. Simplemente extraordinaria. Y agradecerle que nos entregue su ejército”.
Volusia lo miró fijamente, sorprendida por su compostura calmada, de lo inexpresivo que era, hablando de aquella maner tan directa, como si estuviera informando del tiempo. Hizo un mero gesto con la cabeza y, de repente, oyó el sonido de espadas que se desnfundaban todas a su alrededor, desde todas las periferias del círculo y sintió dos docenas de espadas apuntando a su espalda.
Volusia echó una mirada hacia atrás, aunque no le hacía falta, para saber qué sucedía. Todos sus hombres la habían traicionado. Dirigidos por Soku, los comandantes en los que confiaba habían promulgado un golpe de Estado, uniéndose al Imperio para matarla a través de la traición, a través de una falsa oferta de paz.
“Existe una razón por la que no traje un ejército, Diosa”, continuó Luptius, sonriendo. “Porque no lo necesitaba. Porque ya tengo uno- el suyo. Los he comprado, y debo decir que a un precio barato. La han traído hasta mí como a un cordero al matadero. De hecho, creo que lo más adecuado será matarla aquí, en este círculo, donde tantos gobernadores han muerto. Usted es una chica estúpida al confiar en la lealtad de sus hombres. Al creer en su propio mito. Y pagará el precio”.
Miró fijamente a Volusia, esperando evidentemente que esta estuviera perpleja o perdiera la compostura, o lo que fuera- y parecía sorprendido al ver que estaba allí, igualmente calmada, y simplemente le sonreía.
“Me parece divertido”, dijo ella, “que piense que las lanzas y las espadas de sus soldados pueden hacerme algún daño, a mí, una Dios. Yo soy una diosa. Cuando ascienda la trono, se levantará una estatua en mi honor en cada ciudad de este reino. Yo soy Volusia. Ningún hombre puede tocarme, ni ninguna arma- especialmente un hombre mayor mentiroso e inútil como usted. Dime, Luptius: después de que te haya matado, ¿alguien recordará tu nombre?”
Él la miró, claramente atónito, y por primera vez ella vio que perdía la compostura; la recuperó rápidamente, sonrió y negó con la cabeza.
“Justo lo que dicen sobre usted”, dijo él. “Delirando hasta el final. Justo como su madre antes que usted”.
Luptius asintió con la cabeza y, de repente, todos los hombres marcharon al frente, acercándose a ella en el círculo, preparados para matarla desde todos los lados.
Volusia miró a Vokin, que la miró e hizo una señal con la cabeza. sacó un peaqueño saco de su mano, alargó el brazo y le dio la vuelta en la mano de ella. Una arena roja cayó en sus manos. Sintió cómo se colaba entre sus dedos y era agradable y caliente por el sol cuando cerraba el puño con ella dentro.
Mientras lo hacía, cerró los ojos y sintió el poder de esta arena roja.
Los hombres se acercaban a ella desde todos lados, ahora estaban tan solo a pocos metros y, mientras lo hacían, Volusia se inclinó hacia atrás y repentinamente lanzó la arena hacia arriba, hacia el aire, a unos tres metros. Al hacerlo, se transformó en humo, un humo que una brisa hizo soplar en todas direcciones, cubriendo a los hombres que se encontraban por todos los lados del círculo.
De repente, el aire se llenó de los gritos de los hombres, mientras a su alrededor todos sus hombres caían de espaldas, retorciéndose de dolor, dejando caer sus armas. Chillaban, sus cuerpos convulsionaban y Volusia se giró lentamente y los miró a todos, temblando, convulsionando, la sangre les salía de los oídos, de la nariz y de la boca. Finalmente pararon, sus ojos miraban hacia el cielo, sus rostros estaban congelados en una agonía de muerte.
Solo Luptius estaba allí, horrorizado, viéndolos morir. Volusia se agachó, agarró la espada de un soldado moribundo, hizo dos pasos al frente y, mientras el líder del Imperio la miraba atónito, se la clavó en el corazón.
Gritó de agonía, la sangre le salía a borbotones por la boca y ella hizo una amplia sonrisa mientras lo agarró del pecho con una mano y lo acercó hacia ella, sus caras casi se tocaban. Mantenía la espada profundamente clavada en su corazón, sin soltarla, mientras él se quedaba sin aliento.
“Casi deseaba que fuera más difícil matarte”, dijo ella.
Finalmente se desplomó, muerto.
En la tranquilidad que siguió, Volusia miró los cuerpos muertos a su alrededor, levantó los brazos al cielo y se inclinó hacia atrás, victoriosa.
Miró hacia delante al horizonte y supo que ahora no había nada entre ella y la capital. Su destino.
“¡VOLUSIA!” gritaban los doscientos mil hombres tras ella. “¡VOLUSIA!”