Indra estaba sentada con los demás en el interior del castillo de oro de Argon, impresionada por aquello que le rodeaba, preguntándose si todo aquello era real. Todos ellos estaban sentados en montones de lujosas pieles, en un suelo, que era suave y brillante, casi translúcido, delante de una enorme chimenea ornamentada, con la repisa hecha de un mármol blanco brillante, de unos seis metros de altura, que enmarcaba un fuego ardiente. Junto a ella estaban Elden a un lado y Selese al otro, al lado de esta Reece y a continuación Thorgrin, O’Connor y Matus. Todos ellos estaban sentados en semicírculo, desplegados delante del fuego, todos relajados con la compañía de los demás, un cómodo silencio se cernía sobre ellos.
Indra miraba fijamente a las llamas, perdiendo la noción del tiempo mientras fuera anochecía. Miró a través de las arqueadas ventanas descubiertas y, a través de ellas, vio cómo se extendía el crepúsculo, vio las estrellas allá arriba en el cielo, de un rojo brillante. Sentía las suaves brisas del océano, oía el romper de las olas en la distancia y supo que el océano estaba en algún lugar por allá abajo.
Indra echó un vistazo y vio que sus amigos estaban más relajados de lo que jamás los había visto; por primera vez desde que podía recordar, habían bajado la guardia y sintió que ella podía hacer lo mismo. Suavemente, soltó la empuñadura de su nueva lanza, sin darse ni cuenta de que todavía la agarraba por reflejo y la puso a su lado, una parte de ella no quería soltarla, el arma ya parecía una extensión de ella misma. Se tumbó sobre las pieles, al lado de Elden, y miró a las llamas. Elden intentó pasarle un brazo por encima, acercarse, pero ella lo apartó; no le gustaba que la genete se acercara mucho a ella.
“¿Pesa?” dijo una voz.
Indra se giró y vio a Selese sentada a su lado, observando su lanza. No sabía qué pensar de Selese. Por un lado, era la única chica del grupo, en el viaje con ellos y, en ese sentido, habían intimado; pero, a la vez, Indra debía admitir que sentía recelos por Selese, ya que acababa de salir de la Tierra de los Muertos, del otro lado de la muerte. No sabía muy bien qué hacer con ella. ¿Estaba viva? ¿Todavía estaba muerta? Le parecía real, tan real como cualquier otro. Y de alguna manera, Indra debía admitir que esto la intimidaba.
Aún más, Indra realmente no entendía a Selese y nunca lo había hecho. Las dos eran personas muy diferentes, cortadas por patrones muy diferentes. Indra era una guerrera y Selese una curandera, y más femenina de lo que Indra querría ser jamás. Indra no comprendía a cualquier mujer que no quisiera empuñar un arma.
“No”, respondió finalmente Indra. “Es sorprendentemente ligera”.
Se quedaron en silencio e Indra sintió que debía devolver la cortesía; después de todo, Selese había intentado empezar una conversación.
“¿Y tu arena?” preguntó Indra. “¿Te gusta tenerla?”
Selese sonrió dulcemente y asintió.
“Me gusta cualquier cosa que me pueda ayudar a sanar a los demás”, respondió. “No podría desear un mejor regalo”.
“Entonces tú eres mejor persona que yo”, respondió Indra. “Yo disfruto matando gente, no curándolos”.
“Hay un momento para ambas cosas”, respondió Selese, “y no me considero mejor que nadie. De hecho, yo te admiro”.
“¡¿A mí!?” preguntó Indra, sorprendida. Era la última cosa que esperaba que saliera de la boca de Selese.
Selese asintió.
“Sí. Apenas puedo creer que puedas manejar un arma como esta. Cualquier arma en verdad”.
Indra, a la defensiva como siempre, al principio se preguntó si Selese le estaba haciendo burla. Pero después examinó sus suaves y compasivos ojos y se tranquilizó, al ver que era sincera. Se dio cuenta de que la había juzgado con demasiada dureza, solo porque era diferente a ella. Había sido fría, manteniéndola a una distancia, no la había acogido a su lado. Ahora se daba cuenta, viendo lo buena persona y sincera que Selese era, que se había equivocado. Sabía que solo era su manera de ser, la manera que siempre había sido, muy a la defensiva con todo el mundo. Se dio cuenta de que era un mecanismo de defensa, para ayudarla a sobrevivir en un mundo cruel y burlón, especialmente para una mujer que maneja armas.
“En realidad no es tan difícil”, respondió Indra. “Te podría enseñar”.
Selese sonrió y levantó una mano.
“Te lo agradezco”, dijo, “pero estoy satisfecha con mis pociones sanadoras”.
“Tú eres buena curando hombres”, observó Indra. “Y yo soy buena matándolos”.
Selese rió.
“Entonces, me imagino que haremos un buen equipo”.
Indra le sonrió, sintiéndose increíblemente cómoda con Selese.
“Debo admitir”, dijo Selese, “que al principio tenía miedo de ti. Una mujer que sabe luchar como tú lo haces, que no teme a los hombres”.
“¿Y qué es lo que hay que temer?” respondió Indra. “O matas a un hombre o te matan ellos. El miedo no cambiará nada”.
Indra negó con la cabeza.
“Debo admitir”, añadió, “que yo también te temía”.
“¿¡Tú…me temías!? preguntó Selese, sorprendida.
Indra asintió.
“Después de todo, eras tú la que salía de la Tierra de los Muertos. Del otro lado. Eras tú la que no solo te enfrentaste a la muerte, sino que la conociste. Y de tu propia mano, nada menos. Yo temo a la muerte. Intento no tener miedo de nada. Pero temo a la muerte. Y me da miedo cualquiera que haya estado muy cerca de ella”.
El rostro de Selese se volvió serio y ella hizo una larga respiración mientras miraba a las llamas, como si recordara.
“¿Cómo era?” preguntó Indra, incapaz de resistirse. Sabía que no debía preguntar, no debía presionarla, pero tenía que saber. “¿Es insoportable estar allá abajo?”
Como siguió un largo silencio, una parte de Indra esperaba que no respondiera, no quería oír la respuesta. Pero otra parte moría por saberlo.
Selese finalmente suspiró.
“Es difícil de describir”, dijo. “No es como entrar a otro lugar. Es como entrar a otra parte de ti misma- una parte profunda, y a veces oscura, de ti misma. Todo vuelve a la superficie, delante de tu cara, todo lo que hiciste en vida- todos los que amaste, todos los que odiaste, todo lo que hiciste y lo que no. El amor dado y el amor perdido. Todo viene como burbujas delante de ti, como si todo sucediera de nuevo. Es un estado extraño, una revisión de tu vida que no termina nunca. Es un sitio de recuerdos, sueños y esperanzas. Un lugar, más que nada, de deseos incumplidos.
Selese suspiró.
“Para mí, más que para la mayoría, porque yo me quité la vida y me enviaron a un sitio diferente allá abajo. Era un lugar al que me enviaron a reflexionar, a entender lo que hice y por qué. Los recuerdos juegan a repetirse y nunca acaban. Por un lado, era catártico; por el otro lado, era tortuoso. A causa de cómo terminó mi vida, todo parecía incompleto. Me sentía arder por una oportunidad más, solo una oportunidad para arreglar los errores, para enmendarlos”.
Indra podía ver lo profundamente que Selese lo sentía todo, reviviéndolo en sus ojos, perdida en otro lugar. Sentía que había una naturaleza translúcida en Selese, como si una parte de ella estuviera aquí y otra parte todavía allá abajo.
Selese se dio la vuelta y fijó la mirada en ella.
“¿Y tú qué?” preguntó Selese. “Tu vida era perfecta?”
Indra pensó largó y tendido sobre la pregunta; nunca antes la había considerado.
Indra negó con la cabeza.
“Estaba muy lejos de ser perfecta” dijo. “Era cualquier cosa menos eso. Yo crecí en el Imperio. En el Imperio, uno vive la vida como un esclavo. Yo vivía dentro de una gran ciudad de esclavos y la esclavitud era mi vida. Fui testigo de cómo todos aquellos que quería y conocía eran asesinados”.
Indra suspiró, sintiéndose enferma por el pensamiento, todo volvió rápidamente a ella como si fuera ayer.
“Podía vivir con la esclavitud”, dijo ella. “Podía vivir con el trabajo. Podía vivir con los golpes. Pero con lo que no podía vivir era con ver a mi familia en la esclavitud, verlos ser esclavos. Aquello era demasiado”.
Indra se quedó en silencio, pensando en ellos, recordando a sus padres y a sus hermanas y hermanos.
“¿Y dónde están ellos ahora?” preguntó Selese. “¿Qué pasó con ellos?”
Se hizo un largo silencio, a excepción del chisporrotear del fuego, mientras Indra sentía que todos los demás escuchaban, observando si respondía.
Indra negó con la cabeza y la agachó, sintiendo sus ojos inundados de lágrimas. No conseguía decir las palabras, así que simplemente se quedó en silencio.
Selese levantó el brazo y le puso la mano en el hombro para reconfortarla.
Finalmente, después de un buen rato, Indra recobró la respiración.
“Vi cómo morían”, dijo, las palabras se quedaban pegadas en su garganta. “Todos y cada uno de ellos. Y yo no pude hacer nada. Estaba encadenada a los demás. estaba indefensa”.
Suspiró.
“Juré que sobreviviría. Juré que me convertiría en guerrera. Juré venganza. La necesidad de venganza es algo muy poderoso, más poderoso incluso que la necesidad de comida, de agua, que la necesidad de vivir. Es lo que me sostuvo. Es lo que me hizo seguir. Juré que haría todo lo que hiciera falta para matar a aquellos que me quitaron a mi familia”.
Elden se acercó, deslizándose y la rodeó con su brazo.
“Lo siento”, dijo. Era la primera vez que hablaba en un rato y la primera vez, desde que ella podía recordar, que él, siempre tan silencioso, expresaba sus emociones.
Pero Indra se sacudió su brazo y, a pesar de ella misma, se sintió enfadada. No podía evitarlo- era su parte defensiva que la abrumaba.
“No quiero vuestra compasión”, dijo bruscamente, con la voz oscura, llena de rabia. “No quiero la compasión de nadie”.
Indra de repente se levantó, atravesó la habitación y se sentó al otro lado, dándoles la espalda a todos, llevándose su lanza con ella. Se sentó allí, de cara a la pared, observando la noche por la ventana y alzó su lanza bajo la luz de la luna. Se limpió una lágrima, rápidamente, para que ninguno de los demás la viera así y alzó la vara a la luz, para examinarla. Observó cómo todos sus diamantes brillaban y sintió consuelo con su nueva arma. Los mataría a todos, hasta el último hombre del Imperio.
Aunque fuera la última cosa que hiciera, los mataría a todos ellos.
*
Thor tuvo sueños rápidos y turbulentos. Se veía a sí mismo navegando en la proa de un hermoso y largo barco, con velas de tela nuevas por encima de él, ondeando, el océano brillando a sus pies mientras se abrían camino en el mar como peces. Él y sus hermanos de la Legión se dirigían hacia una pequeña isla que estaba delante, una isla marcada por tres marcados acantilados, como las jorobas de un camello, pero blancos como la nieve. Era una visión que Thor no podría olvidar nunca.
Mientras se acercaban navegando, allá arriba, en el acantilado más alto, algo llamó su atención, reflejado por el sol. Él fijó la vista y divisó un pequeño y brillante moisés. Sabía, simplemente lo sabía, que dentro había un bebé.
Su bebé.
Guwayne.
La corriente los llevaba tan rápido que Thor casi se quedaba sin respiración y, mientras se acercaban, navegando como si fueran en alas del viento, Thor estaba lleno de una alegría y una emoción que jamás había conocido. Estaba en la barandilla, a punto de saltar, de correr hacia arriba de los acantilados, en el momento en que su barca tocara la arena.
De repente tocaron tierra y Thor saltó con gracia por la barandilla, cayendo unos seis metros hacia abajo y yendo a parar fácilmente a la arena. Golpeaba el suelo al correr y corrió a toda velocidad hacia la densa selva tropical que rodeaba la isla.
Thor corría y corría, las ramas lo arañaban, hasta que al final llegó a un claro. Y allí dentro, en lo alto de un peñasco, estaba el moisés dorado.
Los lloros de un bebé llenaban el aire de la selva y Thor corrió hacia delante, subió a cuatro patas el peñasco y se detuvo en su altiplano, emocionado por ver a Guwayne.
Thor estaba feliz al ver que Guwayne estaba allí. Estaba realmente allí. Levantaba los brazos hacia él llorando, y Thor lo cogió, llorando. Sujetó su bebé hacia él, apretándolo hacia su pecho, meciéndolo, y las lágrimas de alegría caían por su rostro.
Padre, oyó que decía Guwayne, la voz resonó de alguna manera dentro de su cabeza. Encuéntrame. Sálvame, Padre.
Thor despertó sobresaltado, incorporándose de golpe, con el corazón latiéndole salvajemente y miró frenéticamente a su alrededor. No sabía dónde estaba, estiraba los brazos, estiraba los brazos hacia Guwayne, sin comprender dónde se encontraba. Le llevó varios instantes darse cuenta de que no estaba allí, sino en algún otro lugar. Dentro.
En un castillo. En el castillo de Argon.
Desorientado, Thor echó un vistazo y vio que todos los demás estaban profundamente dormidos alrededor de la lumbre. Miró a través de las altas ventanas arqueadas y vio cómo el alba empezaba a romper en el cielo de la noche. Movió la cabeza, se frotó los ojos y se dio cuenta de que todo había sido solo un sueño. No había visto a Guwayne. No había estado en el mar.
Y, aún así, había parecido muy real. Había parecido más que un sueño: había parecido un mensaje. Un mensaje solo para él. De repente tuvo la certeza de que Guwayne le estaba esperando en una isla, un lugar con tres peñascos blancos, cerca de aquí. Thor debía salvarlo. No podía esperar.
Thor, de repente, se puso de pie de un salto y despertó a todos sus hermanos, sacándolos de su sueño.
Todos se pusieron de pie de un salto, agarrando sus armas, alerta.
“¡Debemos irnos!” dijo Thorgrin. “¡Ahora!”
“¿Ir dónde?” preguntó O’Connor.
“Guwayne”, dijo Thorgrin. “Lo vi. Sé dónde está. ¡Debemos ir hacia él de inmediato!”
Ellos todavía lo miraban fijamente, confundidos.
“¿Estás loco?” preguntó Reece. “¿¡Irnos ahora!? Todavía no ha amanecido”.
“¿Y qué pasa con Ragon?” preguntó Indra. “¿No podemos escapar así!”
Thor negó con la cabeza.
“No lo entendéis. Lo vi. No tenemos tiempo. Mi hijo espera. Sé dónde está. ¡Debemos irnos de inmediato!”
Thor sintió cómo una urgencia se apoderaba de él, una urgencia más grande de lo que nunca había sentido en su vida. Sintió que no tenía elección.
Thor, de repente, se dio la vuelta, incapaz de esperar más y se marchó corriendo de la habitación.
Salió como una ráfaga por los pasillos del castillo, escaleras abajo y a través de la puerta, corriendo solo por los campos, bajo la primera luz del amanecer, una de las lunas todavía estaba en el cielo.
“¡Espera!” exclamó una voz.
Thor echó un vistazo atrás y vio a los demás, todos detrás suyo.
“¿Te has vuelto loco?” gritó Matus. “¿Qué te ha cogido?”
Pero Thor no tenía tiempo de responder. Corría y corría hasta que sus pulmones estaban a punto de explotar, sin pensar con claridad, solo sabía que debía llegar hasta su barca.
Pronto llegó a los acantilados y, al hacerlo, se detuvo y se quedó allí, mirando hacia abajo.
Su barca estaba todavía allí, visible bajo la luz de la luna, exactamente igual que había estado cuando lo dejaron. Las siete cuerdas estaban allí también, todavía colgando del borde.
Thor se giró, cogió una cuerda y empezó a descender. Echó un vistazo y vio que los demás descendían también a su lado, dejando todos ellos aquel lugar apresuradamente. No entendía qué le estaba sucediendo- y no le impotaba.
Pronto, estaría con su hijo.
*
Ragon salió de su castillo, despierto por una inusual sensación en el amanecer y marchó a través de las colinas, perturbado, usando su bastón y estudió el horizonte. Allá arriba, Lycoples chillaba, volando en amplios círculos.
Ragon llegó al borde de los peñascos y miró hacia el océano, que brillaba al amanecer. Mientras observaba las aguas, pudo divisar una forma: allá abajo, a lo lejos, Ragon vio el barco de Thor, navegando, llevado ya por las corrientes.
Ragon, angustiado, levantó su bastón e intentó controlar la corriente para traerlo de vuelta. Se sorprendió al ver que no podía. Por primera vez en su vida, era incapaz de controlarla, se enfrentaba a un poder más fuerte que el suyo propio.
Desconcertado, Ragon estudió los cielos y, al hacerlo, notó por primera vez una forma. Una sombra. Escuchó un chillido del más allá, un chillido que no podía haber venido de ningún sitio sobre tierra, y sintió un escalofrío en la espalda. La sombra desapareció entre las nubes rápidamente y Ragon se quedó allí, congelado, al darse cuenta de lo que era: un demonio. Soltado del infierno.
De repente, Ragon lo comprendió. Un demonio había atravesado esta isla, había lanzado un maleficio de confusión sobre sus ocupantes y había encantado a Thor bajo su embrujo. Solo Dios sabía qué le había hecho creer a Thor, se preguntaba Ragon, mientras observaba cómo se alejaba su barco, haciéndose cada vez más y más pequeño, lejos de Guwayne, lejos de su único hijo- y hacia un peligro mucho más grande, seguramente, de lo que Ragon jamás podía imaginar.