Godfrey, en guardia, sus ojos atentos mientras remaban en su pequeña embarcación de oro por los canales de Volusia, la corriente los arrastraba lentamente, zigzagueando por los callejones de Volusia. Por todas pasrtes, buscaba un lugar en el que guardar el oro. Necesitaba un sito fiable, un sitio discreto, un sitio donde no los observaran, un sitio que recordaran. No podían guardarlo en la barca y, mientras la taberna se alzaba amenazadora delante suyo, sabían que les quedaba poco tiempo.
Finalmente, algo destelleó y le llamó la atención.
“¡Deja de remar!”exclamó a Merek.
Merek, en la parte trasera, usó su largo remo para ir más despacio y después parar la barca y, cuando lo hizo, Godfrey señaló con el dedo.
“¡Allí”, dijo Godfrey señalando.
Godfrey miró hacia abajo y vio, más adelante, algo debajo del agua. La luz del sol atravesaba el agua y, quizás dos metros hacia abajo, Godfrey vio el casco de una embarcación, volcada desde hacía tiempo, alojada en el fondo del canal. Era lo suficientemente poco profundo para ubicarlo, pero suficientemente profundo para ser discreto. Incluso mejor, a su lado, en la orilla, había una pequeña estatua de oro de un buey, marcando una ubicación que no podía olvidar.
“Allá abajo”, dijo Godfrey, “bajo el agua”.
Todos miraron por el borde de la barca.
“Veo una barca volcada”, dijo Akorth. “Clavada en el fondo”.
“Exactamente”, dijo Godfrey. “Aquí es donde dejaremos nuestro oro”.
“¿¡Bajo el agua!?” preguntó Akorth, atónito.
“¿Te has vuelto loco?” preguntó Fulton.
“¿Y si la corriente se lo lleva?” dijo Merek.
“¿Y si alguien más lo encuentra?” interrumpió Ario.
Godfrey negó con la cabeza mientras alzaba un saco de oro, tan pesado que su brazo temblaba al levantarlo, se aseguró de que estaba bien atado y lo tiró al agua. Todos miraron cómo se hundía rápidamente, descansando cómodamente al fondo del casco.
“No se irá a ningún lugar”, dijo Godfrey, “y nadie lo va a encontrar. ¿Podéis verlo desde aquí?”
Todos miraron hacia el agua y, era obvio que no podían. El mismo Godfrey apenas podía ver su contorno.
“A parte, ¿quién va a peinar las aguas en busca de oro?” preguntó. “¿Especialmente cuando las calles están pavimentadas con él?”
“Nadie toca el oro de las calles”, dijo Merek, “porque los soldados los matarían. Pero un botín de balde es otra cosa”.
Godfrey extendió el brazo y tiró un segundo saco.
“Las corrientes no se lo llevarán a ningún lugar”, dijo, “y nunca nadie sabrá dónde está- solo nosotros. ¿Preferís llevarlo a la taberna?”
Todos ellos miraron hacia la amenazadora taberna de delante suyo, después bajo el agua y, finalmente, parecieron ponerse de acuerdo.
Uno a uno, se inclinaron hacia delante, cogieron un saco y lo tiraron.
Godfrey observaba cómo se hundían. Entonces, de repente, el brillante sol cambió, escondido tras una nube y las aguas se volvieron de nuevo turbias. No había ningún tipo de visibildad.
“¿Y si nosotros no podemos encontrarlo?”preguntó Akorth, de repente preso por el pánico.
Godfrey se giró y echó un vistazo y los demás siguieron su mirada hacia la elevada estatua del buey que estaba en la calle a su lado.
“Buscad el buey” respondió.
Godfrey hizo un gesto con la cabeza a Merek y continuaron remando. Pronto giraron en una curva y la corriente los llevó directamente a la taberna, justo delante de ellos, el ruido de los clientes se escuchaba incluso desde allí.
“Bajad la cabeza y poneos las capuchas”, ordenó Godfrey. “Permaneced juntos. Haced lo que os diga”.
“¿Y qué pasa con la bebida?” dijo Akorth con pánico. “Acabamos de esconder todo nuestro oro. ¿Cómo se supone que compraremos una bebida?”
Godfrey sonrió y tendió una moneda.
“No soy estúpido”, dijo. “Me guardé una”.
La barca atracó y todos saltaron, abandonándola rápidamente, y se mezclaron entre la bulliciosa multitud. El ruido crecía a medida que se acercaban al bar, los hombres eran más toscos aquí, los soldados del Imperio y los clientes estaban todos claramente borrachos, montones de ellos moviéndose bulliciosamente allá fuera, riendo y empujándose los unos a los otros. Unos cuantos de ellos fumaban una extraña pipa que Godfrey no había visto antes y el fuerte olor penetrante colgaba en el aire.
Godfrey se sentía como en casa, por fin, como lo haría fuera de cualquier cantina del mundo. Puede que esta gente fueran malhechores, puede que tuvieran un color de piel diferente al suyo, pero todos estaban borrachos, sin preocupaciones y eran su gente.
Godfrey iba a la cabeza, sus hombres le seguían mientras se abría camino a través de la multitud, con la cabeza baja, y entraba en la taberna.
Se encontró con una avalancha de sonidos y olores, parecida a la que podría encontrar en cualquier taberna en cualquier lugar: cerveza rancia, vino viejo, hombres con el sudor de todo el día estaban allí dentro. Era un olor conocido y extrañamente reconfortante. Aquí había más ruido, las voces se mezclaban, la gente hablaba múltiples idiomas que no reconocía. Los clientes parecían una multitud alborotada, una mezcla de soldados delincuentes y los estratos más bajos de la población. Godfrey se sintió aliviado al ver que ninguno de ellos se giró a mirarlos cuando entraban; todos estaban preocupados por beber.
Godfrey mantenía la cabeza baja y se abría camino entre la multitud, los otros seguían sus pasos, hasta que consiguió llegar hasta la barra. Era una barra envejecida, del tipo que podría haber encontrado en el Anillo.
Apoyó un codo en ella, apretujado entre varios clientes, alargó el brazo y puso la moneda de oro encima de la barra, esperando que el camarero la aceptara. Puede que llame la atención por ser diferente pero, después de todo, el oro es oro. Mientras veía cómo servían jarras de cerveza, empezó a salivar; no se había dado cuenta de cómo deseaba una bebida.
“Ponme cinco”, dijo Godfrey, mientras el camarero, un hombre del Imperio altísimo y sin sentido del humor, se acercaba.
“Yo no bebo”, dijo Merek.
Godfrey miró a Merek sorprendido.
“Entonces que sean cuatro”, rectificó Godfrey.
“Que sean cinco”, interrumpió Fulton. “Yo me beberé la tuya”.
“Para mi ninguna, tampoco”, dijo Ario. “Nunca antes he bebido”.
Godfrey, Akorth y Fulton lo miraron atónitos.
“¿¡Nunca has bebido!?” dijo Fulton.
“Entonces hoy es tu día de suerte”, dijo Akorth. “Beberás con nosotros. Déjalo en cinco”, le dijo al camarero. “De hecho, que sean seis. Yo quiero doble también”.
El camarero estaba allí, molesto, entonces cogió la moneda de oro y la examinó, desconfiado. El corazón de Godfrey palpitaba mientras este lo miraba, escudriñándola.
“¿Qué oro es este?” preguntó.
Godfrey sentía cómo sudaba bajo la túnica. Pensó con rapidez y decidió actuar indignado.
“¿¡Entonces me tengo que llevar mi oro!?”exigió Godfrey, apostando fuerte.
El camarero lo miró fijamente, entonces por fin, para gran alivio de Godfrey, debió decidir que el oro era oro. Se la guardó en el bolsillo y, poco después, les sirvió seis pintas de cerveza. Godfrey cogió la suya, Akorth y Fulton agarraron dos cada uno.
Godfrey se tomó la suya de un trago, bebiendo vorazmente, y se dio cuenta de cómo la había deseado. Saboreó cada sorbo, notando mientras bebía lo diferente que esta cerveza sabía respecto a la cerveza que conocía del Anillo; era de un color marronoso, tenía un picante regusto a nuez, con cierto sabor a tierra, cenizas y fuego. También tenía un efecto, un regusto que le quemaba detrás de su garganta.
Al principio Godfrey no sabía si le gustaba o no; pero cuando se la terminó y la dejó encima de la barra, dejando unos momentos para que empezara a hacer efecto, decidió que era la mejor cerveza que jamás había probado. No sabía si era simplemente porque estaba muerto de sed, nervioso o nostálgico, pero estaba seguro de que nunca había tomado algo así. Rápidamente, también se dio cuenta de que era la cerveza más fuerte que jamás había probado, pues después de tomar una se sentía mareado.
Se giró y vio los en los ojos de Akorth y Fulton que estaban encantados y entendió que también les había gustado mucho.
“Ahora me puedo morir”, dijo Fulton.
“Yo puedo vivir en esta ciudad”, dijo Akorth.
“No me haréis marchar de aquí”, añadió Fulton. “¿El Anillo? ¿Dónde está esto?”
“¿A quién le importa?” dijo Akorth. “Abastecedme con esto y me convertiré. Me crecerán cuernos”.
Se dieron la vuelta y observaron la sexta y última jarra de cerveza, allí encima de la barra sin probar, esperando a Ario. Akorth extendió el brazo y la deslizó hacia él.
“Bebe mientras puedas”, dijo Akorth. “Puede que no tengas una segunda oportunidad. Una cosa terrible, morir sin haber bebido”.
“Y date prisa”, añadió Fulton. “No dejes un vaso lleno delante de mí y esperes que no me lo beberé”.
Ario, inseguro, alargó el brazo con indecisión y cogió la jarra. Bebió lentamente, saboreándola e hizo una mueca.
“Puaj”, dijo. “Esto es horrible”.
Akorth rió, estiró el brazo y se la arrancó de las manos, la espuma se derramó por el borde y cayó por su muñeca.
“No te lo preguntaré dos veces”, dijo, “y no dejaré que se eche a perder. Vuélvela a probar cuando tengas pelos en el pecho”.
Akorth levantó la pinta hasta su boca pero, de repente, inesperadamente, Ario alargó el brazo y la arrancó de la mano de Akorth. Akorth lo miró, sorprendido, cómo levantaba la pinta y lenta e ininterrumpidamente se la bebió entera, su garganta engullía mientras lo hacía.
Ni tan solo hizo un gesto de dolor cuando cuidadosamente la dejó otra vez en su sitio, mirando a Akorth fijamente a los ojos.
Akorth y Fulton lo miraron, claramente sorprendidos. Godfrey también lo estaba.
“¿Dónde aprendiste a beber así, chico?” preguntó Godfrey, impresionado.
“Pensaba que nunca habías bebido” insisitió Fulton.
“Y no lo hice”, contestó Ario con calma.
Godfrey lo examinó y se preguntó aún más sobre este chico, tan tranquilo, tan poco expresivo y, sin embargo, siempre le sorprendía. Era un chico de pocas palabras, pero de mucha acción; era tan discreto que lo subestimaban y esta era su gran ventaja.
Godfrey pidió otra ronda y, cuando vino, tomó otro largo trago y, con la cabeza baja, se dio la vuelta discretamente e inspeccionó a su alrededor. Montones de soldados del Imperio ocupaban la habitación y él escaneó la multitud, buscando señales de un oficial, de alguien importante. Alguien a quién pudiera comprar. Buscaba un rostro que rezumara corrupción, avaricia- una expresión que Godfrey, durante todos estos años en las tabernas, había llegado a reconocer bien.
De repente, empujaron a Godfrey, alguien le golpeó fuerte en la espalda con el hombro. Tropezó hacia delante, virtiendo lo que le quedaba de cerveza.
Molesto, Godfrey se dio la vuelta para ver quién era el culpable y vio a un soldado del Imperio grande, unos treinta centímetros más alto que él, con los hombros anchos como él, lanzándole una mirada asesina. Su piel amarilla se volvió naranja y Godfrey se preguntó si esto era lo que les sucedía cuando estaban borrachos- o rabiosos.
“No te vuelvas a poner en mi camino”, le dijo furioso a Godfrey, “o será la última vez que lo hagas”.
“Lo siento…” empezó Godfrey, deseando desviar la atención, a punto de darse la vuelta, pero de repente Merek dio un paso adelante.
“No estaba en tu camino”, dijo repentinamente Merek, sin miedo, mirando enfurruñado al hombre. “Tú te chocaste con él”.
El corazón de Godfrey se encogía mientras observaba a Merek enfrentándose al hombre. Merek, empezaba a darse cuenta Godfrey, era demasiado impulsivo. Quizás había sido un error traérselo con él. Era demasiado impredecible, demasiado irascible -y tenía una espinita demasiado grande clavada.
“De hecho”, Merek añadió, “creo que le debes una disculpa a mi amigo”.
El soldado del Imperio, después de recuperarse de su conmoción inicial, le hizo una sonrisa maliciosa a Merek, mientras relajaba su cuello y se petaba los nudillos. Era un sonido ominoso.
Miraba fijamente a Merek como si se tratara de comida o de una presa que ha caído directamente en una trampa.
“¿Y si te arranco el corazón y se lo doy de comer a tu amigo? ¿Servirá como disculpa?”
Merek, impávido, lo miró con desprecio, decidido, aunque el hombre hacía dos veces su tamaño. Godfrey no sabía qué podía estar pensando.
“Puedes intentarlo”, respondió Merek, bajando sigilosamente una mano y colocándola encima de su puñal. “Pero será mejor que tus manos sean mucho más rápidas que tu mente”.
Ahora el soldado del Imperio parecía enojado; su rostro oscurecía.
“Merek, ya está bien”, dijo Godfrey, levantando el brazo y colocándole una mano en el pecho. Godfrey oyó cómo arrastraba sus propias palabras y se preguntó lo fuerte que era aquella cerveza. Ahora se arrepentía; cómo deseaba ser más avispado.
“Me tendría que haber tomado aquella bebida”, dijo Akorth, sacudiendo la cabeza. “Esto es lo que pasa cuando no bebes nada. Que buscas pelea”.
“Bueno, cuando bebes también buscas pelea”, añadió Fulton.
El soldado del Imperio, enojado, miraba de Merek a Akorth y a Fulton y, mientras lo hacía, estrechó los ojos, como si se hubiera dado cuenta de algo. Levantó los brazos y le quitó la capucha de Godfrey con brusquedad, dejando su cara al descubierto.
“El primer Finiano que veo sin el pelo rojo”, observó el soldado. Miró a Godfrey de arriba abajo, con recelo, y después les echó un vistazo a todos. “De hecho, estas túnicas no os quedan nada bien, ¿verdad? Y vuestra piel: no es ni la mitad de pálida de lo que debería ser”.
El soldado del Imperio, al darse cuenta, hizo una amplia sonrisa maliciosa y Godfrey tragó saliva, la situación iba de mal en peor.
“No tenéis nada de Finianos, ¿verdad?” continuó. Entonces se dio la vuelta y exclamó por encima de su hombro. “¡Hey, amigos!”
La taberna se quedó en silencio mientras una docena de soldados del Imperio se acercaban sin prisa hacia ellos. Godfrey se dio cuenta horrorizado que, si era posible, todos ellos eran incluso más grandes que él.
Se pusieron a su lado.
“Ahora mira lo que has hecho con tu bocaza”, le siseó Godfrey a Merek.
“Es mejor tener la boca grande que acojonarse de miedo”, dijo rápidamente Merek.
“¡Mirad lo que tenemos aquí!” dijo en voz alta el soldado del Imperio, mientras todos miraban. “¡Un puñado de humanos disfrazados!”
Godfrey tragó mucha saliva, el sudor le caía por detrás de la nuca, mientras otra docena de soldados se amontonó alrededor. Godfrey buscaba la salida, pero los soldados se amontonaron de tal manera que estaban completamente rodeados.
Merek, de repente, quizo coger su puñal, pero dos soldados se pusieron al frente, le agarraron por la muñeca y se la estiraron antes de que pudiera hacer algo. Entonces lo cogieron por los brazos, mientras él luchaba inútilmente para soltarse.
Godfrey estaba demasiado asustado para moverse. El soldado del Imperio se inclinó hacia él, muy cerca, a pocos centímetros de él, sonriendo a Godfrey con malicia.
“Dime, ¿qué está haciendo este pequeño chico blanco gordo en nuestra taberna? ¿Disfrazado de Finiano?”
“¡Tengo oro!”soltó Godfrey, sabiendo que eran las palabras equivocadas en el momento equivocado, pero se sentía desesperado y no sabía qué más decir.
El soldado del Imperio abrió los ojos sorprendido.
“¡Tiene oro, eh!” gritó, riendo, y todos los otros soldados rompieron a reír. “Estoy seguro que sí, chico gordo. Estoy seguro que sí”.
“Espera, puedo explicar…” empezó Godfrey.
Pero antes de que pudiera acabar sus palabras, Godfrey vio el atisbo de un puño, que le venía directamente, muy rápido, de la nada. La siguiente cosa que supo fue cuando notó cómo golpeaba su barbilla, sintió cómo sus dientes se daban golpes los unos con los otros, notó el eco en todo su cráneo y supo que había acabado, que su vida había terminado. Sintió cómo caía de espaldas y, al hacerlo, miró hacia arriba y vio el techo de esta lóbrega taberna, torcido, manchado y tuvo un último pensamiento: hubiera deseado tomarme otra pinta de cerveza más.