CAPÍTULO VEINTICUATRO

 

Erec estaba en la proa de la barca, con las manos en la cadera, estudiando asombrado la vista que tenía ante él. Allí, alzándose del mar, había dos formaciones rocosas antiguas- la Espina del Dragón- rocas serradas que se alzaban en una formación dentada, unos treinta metros, con orillas rocosas esparcidas a lo largo de ellas, obigando a los barcos a viajar entre ellas. Erec miró hacia arriba y lo vio amenazante ante ellos mientras se acercaban más y más navegando, boquiabierto ante su inmensidad. Nunca había visto nada que se le pareciera. Dos series de rojos acantilados, rocas afiladas, con formas puntiagudas, en filas, como la columna curvada de un dragón. Las corrientes enfurecían, las olas y las mareas eran feroces aquí, se volvían más intensas mientras se iban acercando, los vientos eran más fuertes, las nubes más oscuras. En medio de la Espina, Erec vio que las olas se levantaban unos diez metros, chocando después contra las rocas escarpadas a ambos lados, el canal entero entre las espinas era como un remolino violento en una bañera. Parecía ser una muerte segura.

La Espina del Dragón estaba a la altura de su reputación; en efecto, mientras se acercaban a ella, su barco se balanceaba salvajemente, Erec empezó a ver los restos de docenas de otros barcos, arrastrados hasta sus rocas, piezas de ellos todavía colgando de los peñascos como si se agarraran a la vida, un vestigio de lo que una vez fueron. Erec sabía que aquellas piezas representaban las incontables muertes de marineros. Incluso ahora, ya muertos, las olas rompían sin piedad contra ellos, moliendo los fragmentos en trozos todavía más pequeños. Era un testamento feroz de todos los barcos que estúpidamente habían intentado abordar la Espina.

Erec se agarró a la baranda, el estómago le dio un vuelco de repente cuando su barco descendió unos seis metros en una ola y se agarró a la cintura de Alistair a su otro lado, para asegurarse de que estuviera bien. A su otro lado estaba Strom, con la cara empapada por la espuma, resbalando en cubierta, pero colgado de la baranda.

“¿No te dije que fueras abajo?” imploró Erec a Alistair otra vez, gritando por encima de viento para que le oyeran.

Alistair negó con la cabeza, agarrándose a la baranda.

“Yo voy a donde tú vas”, respondió.

Erec miró hacia atrás y vio a su flota tras él y vio los barcos completamente negros de Krov navegando a su lado, ondeando la bandera negra de los Hombres del Peñasco. Divisó a Krov, con las manos en las caderas, en cubierta, mirándolo claramente descontento. Sin embargo, Krov, de alguna manera conseguía estar de pie con las piernas firmes, manteniendo el equilibrio en su barca incluso con las olas rompiendo a su alrededor, parecía no inmutarse, como sis se tratara de otro soleado día en el mar.

Negó con la cabeza mirando a Erec.

“No podías dar la vuelta, ¿verdad?” exclamó enojado.

Erec se giró y miró directamente a las amenazantes olas y rocas. se dio la vuelta y vio a muchos de sus hombres yendo bajo cubierta.

Se dirigió de nuevo a Alistair.

“Ve abajo”, dijo. “Te lo suplico”.

Ella negó con la cabeza.

“No lo haré”, insistió ella. “Por nada”.

Erec se giró y miró a Strom, quien se encogió de hombros como diciendo: No puedo controlarla.

“Es la esposa perfecta para un Rey”, dijo Strom. “¿Qué esperas?”

Una altísima ola de repente rompió sobre la cubierta, haciéndoles caer a todos, resbalando a través de ella. Erec, con la nariz llena de agua salada, se quedó momentáneamente ciego, mientras la proa quedaba totalmente sumergida bajo el agua.

Con la misma rapidez la barca se enderezó y ellos dejaron de resbalar, imàctando con sus espaldas en la baranda.

“¡Todos los barcos en una sola fila detrás nuestro!” ordenó Erec, poniéndose rápidamente de pie. “¡AHORA!”

Varios de sus soldados se apresuraron a cumplir su mandato, gritando las órdenes por todas las filas. Erec oyó el sonido de un cuerno y miró hacia atrás y vio su flota uniéndose en una única fila. Erec sabía que esta era su única oportunidad de hacerlo, de enhebrar la aguja de la Espina del Dragón cómodamente.

“¡DIRIGÍOS AL MEDIO!” exclamó Erec. “¡Quedaos tan lejos de las rocas como sea posible!” La corriente está empujando hacia la izquierda, o sea que dirigíos a la derecha. Bajad las velas y preparaos para echar las anclas si es necesario!”

Los hombres corrían en todas direcciones para cumplir sus órdenes y Erec apenas había terminado de dar instrucciones cuando se dio la vuelta y miró hacia arriba. Se preparó al ver que otra inmensa ola iba a romper.

Erec agarró a Alistair por la muñeca, aferrándose a ella mientras su barca iba de izquierda a derecha, balanceándose a la vez que se desplomaba. Alistair estiró el brazo y agarró una gruesa cuerda y, cuando Erec resbaló fue ella quien se agarró a él, pasando la cuerda alrededor de su muñeca justo antes de que cayera por la borda y otra ola los tragara. Gracias a aquella cuerd, él se mantuvo a bordo, agarrado a ella.

Recobraron la estabilidad y Erec, muy agradecido a Alistair, miró a su alrededor. Ahora estaban en medio de la Espina, justo entre las dos enormes rocas y su barco era sacudido en todas direcciones. Giró bruscamente de repente cuando una fuerte corriente lo alcanzó y casi lo hace chocar contra una roca afilada a su izquierda. En el último segundo, la corriente lo sacudió hacia el otro lado y de alguna manera, por la gracia de Dios, los alejó del desastre. Pero no indemnes: cuando rozaron la abrupta orilla, Erec oyó un chasquido que le hizo un nudo en el estómago y echó un vistazo y vio que media baranda de su barco había sido arrancada, golpeada por las rocas. Tragó saliva, dándose cuenta de lo cerca que habían estado, de cómo se habían librado de un daño mucho mayor.

A medio camino de la Espina del Dragón, Erec supo que no había vuelta atrás. Las embravecidas corrientes los conducían a través de ella y, más adelante en la distancia, podía ver la luz. Vio donde acababa la Espina del Dragón. Era increíble. A menos de doscientos metros delante de ellos, cuando uno salía de la Espina del Dragón, el océano estaba perfectamente en calma, tranquilo, el sol brillaba, un día perfectamente hermoso. Era surreal, como cruzar una puerta.

Lo único que tenían que hacer era pasar los próximos casi doscientos metros. Sin embargo, Erec se dio cuenta de que aquello era probablemente lo que docenas de otros marineros, cuyos barcos estaban aplatados a lo largo de las rocas, habían pensado también mientras intentaban atravesarla.

Por favor, Dios, pensó Erec. Menos de doscientos metros.

Tan pronto había realizado su plegaria que Erec oyó un ruido horroroso, como si un demonio hubiera respondido a su oración. La oía cada vez más fuerte, incluso por encima del furioso viento y las olas que rompían y, cuando su barco se elevó encima de una ola alta, miró hacia arriba y se horrorizó al ver el origen de aquel ruido.

Allí, elevándose del agua, guardando la salida de la Espina del Dragón, había un inmenso monstruo primordial. Con un cuello más largo que su barco, con aletas y escamas, con brazos y piernas, garras al final de cada uno de ellos y una mandíbula más grande que la de un dragón, era una verde visión de la muerte.

Se giró a la derecha, hacia su barco, abrió las mandíbulas y rugió tan fuerte, que partió el mástil de Erec. Erec levantó sus manos hacia sus oídos, intentando ahogar el ruido, mientras la bestia levantaba su cabeza en alto y empezaba a bajarla. Abrió completamente sus mandíbulas como si fuera a tragarse el barco de un mordisco, su rostro era tan ancho que tapaba el sol y Erec supo que era demasiado tarde.

Sabía que, sin duda, así era cómo iba a morir.