Darius levantaba su mazo con las dos manos y lo bajaba con fuerza, rompiendo un canto rodado a trocitos bajo el sol de otra brillante y calurosa mañana en el Imperio. Rodeado por todos sus amigos en los polvorientos campos de trabajo, sentía cómo el sudor de su frente caía hasta sus ojos, pero no se molestaba en secársela. En cambio, levantaba el mazo y gruñía mientras golpeaba otra piedra. Y otra.
Darius revivía en su mente, una y otra vez, los acontecimientos del día anterior, por su cabeza pasaban imágenes rápidas. Estaba confundido y frustrado cuando pensaba en Loti. ¿Por qué había reaccionado de esa manera? ¿No había una parte de ella que estaba agradecida? ¿Cómo se lo había hecho para convertir sus actos heroicos en algo de lo que él debía avergonzarse? ¿De verdad no quería volverlo a ver?
Y después de la manera en que había reaccionado ella, ¿quería él realmente volverla a ver?
Darius dejó el martillo en el suelo y recuperó la respiración, el polvo verde se levantaba y se posaba en su cara, pelo y nariz. También pensaba en lo que había hecho, matando a aquellos soldados del Imperio, recurriendo a sus poderes, y se preguntaba si encontrarían a los hombres en aquel remoto campo. Seguro que, al final, los encontrarían, aunque les llevara uno o dos ciclos de luna. Quizás cuando vinieran las lluvias y se llevaran aquella avalancaha. ¿Qué pasaría entonces? ¿Vendría entonces el castigo del Imperio, como dijo Loti? ¿Había firmado una sentencia de muerte para todos ellos?
O, ¿era posible que enterrados como estaban en la profundidad de la avalancha, nunca los encontraran? ¿Que los animales salvajes, que se sabía que vagaban por aquella zona, se comieran sus cadáveres antes de que los encontraran?
Mientras Darius cogía el martillo y golpeaba piedras bajo la atenta mirada de los capataces del Imperio, sus pensamientos cambiaron hacia la llegada de su hermana, Sandara, y del nuevo pueblo que había traído con ella. La llegada de ese pueblo desde el Anillo había sido un día diferente a cualquier otro para su aldea. Pensaba en el nuevo pueblo de Sandara escondiéndose en las cuevas y se preguntaba si el Imperio los vería. Seguramente, solo era cuestión de tiempo hasta que lo hiciera, cuando el conflicto con el Imperio sería inevitable. A menos que huyeran antes.
¿Pero hacia dónde?
Para continua frustración de Darius, los mayores de la aldea -de hecho, la aldea entera- parecía mantenerse firme en su creencia que el enfrentamiento con el Imperio no era inevitable, que la vida podía seguir tal y como estaba. Darius lo veía de forma diferente. Sentía que las cosas estaban cambiando. ¿No era una señal de los dioses la llegada de todos aquellos guerreros del otro lado del mar, que también tenían razones para luchar contra el Imperio? ¿No debían aprovechar la ocasión, no debían luchar todos juntos, para acabar con Volusia? ¿No era este el regalo que todos habían estado esperando?
Los demás no lo veían de esta manera. En cambio, querían darles la espalda, expulsarlos. Ellos lo veían como otra razón para tratar de pasar inadvertido delante del Imperio, para hacer todo lo que pudiesen para mantener sus patéticas pequeñas vidas tan imperturbables como estaban ahora.
Darius recordaba la última vez que había visto a Sandara, cuando había partido hacia el Anillo. No había pensado que la volvería a ver jamás. Verla ahora otra vez le sorprendió y le inspiró. Sandara había conseguido atravesar el gran mar, sobrevivir en medio del ejército del Imperio y volver. En parte se debía a que era una gran curandera y además, en su corazón, era también una guerrera. Después de todo, compartían el mismo padre. Esto le hacía sentir a Darius que todo era posible. Le hacía sentir que él, también, podía marchar un día de aquel lugar.
Darius pensaba afectuosamente en la noche anterior, durante las festividades, cuando había pasado media noche poniéndose al día con su hermana, hablando con ella alrededor de las hogueras. Había sido testigo de primera mano de su amor por Kendrick, aquel fino guerrero. Habían tardado un instante en caerse bien el uno al otro, cada uno de ellos reconociendo el espíritu guerrero del otro, y a Darius le parecía que él era un líder de hombres. Darius había animado a su hermana a seguir su pasión, a estar con Kendrick, a pesar de lo que los mayores tuvieran que decir. No entendía como ella, tan valiente en todas las otras partes de su vida, podía estar tan asustada de declarar su amor por él, de desafiar la tradición, de desafiar el tabú de casarse con otra raza. ¿Era ella como todo el mundo aquí, temerosa de los mayores, de la opinión de los demás? ¿Por qué era tan importante lo que todos ellos pensaran?
A Darius le caía el sudor por los ojos mientras golpeaba otra piedra, y otra. Podía sentir las miradas de todos sus amigos en él aquel día. Desde el día anterior, cuando había llegado con Loti, sentía que todo el pueblo lo miraba de forma diferente. Todos habían visto cómo marchaba corriendo para traer a Loti de vuelta, todos habían sido testigos de cómo marchaba para enfrentarse al Imperio, solo, sin miedo a las consecuencias. Y todos lo habían visto volver con ella. Se había ganado un gran respeto a ojos de ellos.
También parecía haberse ganado su escepticismo: nadie parecía creer su historia, creer que Loti se había perdido, que simplemente se habían encontrado y habían vuelto. Quizás todos conocían demasiado bien a Darius. Lo miraban con otros ojos, como si supieran que algo había pasado, como si supieran que guardaba un gran secreto. Quería explicárselo, pero sabía que no podía. Si lo hacía, tenía que explicar cómo lo hizo, cómo él, el más joven y pequeño del grupo, el que nadie pensaba que pudiera llegara ser algo, había matado el solo a tres guerreros del Imperio con armas y armaduras superiores, y un zerta. Se descubriría que usó su poder. Y sería un marginado. Lo exiliarían. Como habían hecho, sospechaba él, con su padre.
“¿Entonces me lo vas a decir?” dijo una voz.
Darius alzó la vista y vio a Raj de pie a su lado, con una sonrisa maliciosa en la cara. Allí cerca, también mirando hacia él, estaban Desmond y Luzi, todos picando piedra, mirando a Darius.
“¿Decirte qué?” preguntó Darius.
“Cómo lo hiciste”, dijo Raj. “Venga. No encontraste a Loti deambulando sola. Hiciste algo. ¿Mataste a los soldados? ¿Los mató ella?”
Darius vio cómo los otros chicos se acercaban, mirándolo, y podía ver cómo esta pregunta quemaba en la mente de todos ellos. Darius levantó el martillo, apuntó hacia la piedra y la golpeó de nuevo.
“Venga”, dijo Raj. “Te di una vuelta en zerta. Me lo debes”.
Darius rió.
“No me la diste tú”, respondió. “Yo elegí ir contigo”.
“De acuerdo”, cedió Raj, “pero dímelo de todas formas. Necesito una historia. Vivo por las historias de valentía. Y este día se me está haciendo muy largo”.
“El día no ha hecho más que empezar”, dijo Luzi.
“Precisamente”, dijo Raj. “Demasiado largo. Como cualquier otro día”.
“¿Por qué no nos cuentas tú una historia de valentía?” dijo Luzi a Raj, viendo que Darius no respondía.
“¿Yo?” respondió Raj. “No creo que encontréis una entre nuestro pueblo”.
“Estás bastante equivocado en esto”, dijo Desmond. “Siempre hay historias de valentía, incluso entre los oprimidos”.
“Especialmente entre los oprimidos”, añadió Luzi.
Todos lo miraban, su profunda, imponente voz llena de seguridad.
“Entonces, ¿tú tienes una?” insistió Raj, apoyándose en su martillo, respirando con dificultad.
Desmond levantó su martillo, golpeó la piedra y estuvo en silencio durante tanto rato que Darius estaba seguro de que no respondería. Todos volvieron al ritmo de golpear la piedra, cuando al final, Desmond los sorprendió a todos hablando en voz alta, mirando hacia abajo y golpeando la piedra a la vez.
“Mi padre”, dijo Desmond. “Los mayores os dirán que murió en la mina. Esta es la historia que querrían que creyerais. Saber algo más causaría demasiado discrepancia, provocaría demasiada revolución. Os lo explicaré: él no murió en una mina”.
Darius miró con atención a Desmond, junto con los demás, mientras un pesado silencio caía sobre ellos y vio su ceño fruncido, la seriedad en su rostro, como si estuviera luchando internamente con algo.
“¿Y cómo lo sabes?” preguntó Darius.
“Porque yo estaba allí”, respondió Desmond, mirándole a los ojos, frío y duro, desafiante. Con su imponente presencia, algunos otros chicos empezaron a amontonarse alrededor también. Todos querían oír su historia, que merecía silencio. Se percibía un aire de verdad, una cosa muy rara entre sus aldeanos.
“Un día”, continuó Desmond, “el capataz le golpeó demasiado fuerte con el látigo. Mi padre arrancó el látigo de las manos del hombre y lo ahogó con él hasta la muerte. Recuerdo que yo le observaba, muy joven, muy orgulloso de él.
“Cuando todo terminó, cuando estábamos los dos mirando al cuerpo sin vida, le pregunté a mi padre qué venía a continuación. ¿Era el momento de rebelarse? Pero él no tenía respuesta. Podía verlo en sus ojos: no sabía qué venía a continuación. Se había dejado llevar por un momento de pasión, un momento de justicia, de libertad, y en aquel momento se había levantado por encima de todo. Pero después de aquello, no sabía qué hacer. ¿A dónde va la vida después de aquello?”
Desmond hizo una pausa, golpeó varias piedras, secándose el sudor de su frente, hasta que continuó de nuevo.
“Aquel momento pasó. La vida continuó. En menos de una hora, los cuernos de aviso sonaron, y yo estaba con mi padre cuando lo rodearon una docena de capataces. Me había insistido para que me escondiera en el bosque, pero yo no quería irme de su lado. Hasta que me golpeó tan fuerte con el látigo en la boca que al final lo hice”.
“Me escondí detrás de un árbol, no muy lejos, y lo vi todo. Los capataces…no le mataron rápidamente”, dijo Desmond, su voz se ahogaba por la emoción mientras dejaba de dar golpes con el martillo y desviaba la vista. “Se defendió de forma muy valiente. Incluso consiguió golpear con el látigo a varios de ellos. Les dejó marcas que estoy seguro que todavía están allí”.
“Pero él era un hombre con un gran corazón y un látigo. Ellos eran docenas de soldados profesionales, con armas de acero, con armadura. Y disfrutaban matando”.
Desmond movió la cabeza, en silencio durante varios minutos, los chicos estaban fascinados, todos en silencio, dejaron su trabajo.
“Todavía oigo los gritos de mi padre, a día de hoy”, dijo Desmond. “Cuando voy a dormir por la noche, los oigo. Lo veo luchando. En mis sueños, deseo ser más mayor, ir armado e intento verme a mí mismo defendiéndome, matándolos a todos, salvándolo a él. Pero yo era demasiado joven. No podía hacer nada”.
Al final se detuvo, los campos de trabajo estaban totalmente en silencio. Finalmente, levantó el martillo y lo dejó caer con todas sus fuerzas, rompiendo en trozos un gran pedrusco.
“No murió en ninguna mina”, concluyó en voz baja. Y se quedó en silencio, volviendo al trabajo.
A Darius le pesaba el corazón mientras pensaba en la historia, todos los chicos estaban en silencio ahora, había un aire sombrío sobre todos ellos. La sonrisa de Raj se había desvanecido hacía rato y Darius se preguntaba si esta era la historia de valor que había esperado escuchar.
Después de un buen rato de golpear piedras, Raj se acercó al lado de Darius.
“Ahora es tu turno”, le dijo Raj en voz baja, sin que los demás pudieran oírlo. “¿Qué pasó allí?”
Darius continuó golpeando piedras, negando con la cabeza, en silencio.
“Cambiaron de opinión”, insistió Darius, “La soltaron”.
“Y los soldados que cambiaron de opinión”, dijo Raj, con una sonrisa maliciosa en la cara, “¿volverán a Volusia ahora? ¿O ya no los volveremos a ver más?”
Darius miró a Raj, sonriéndole, adrede, con admiración.
“Hay un largo camino de vuelta a Volusia”, dijo Darius. “Se sabe que hombres más fuertes se han perdido”.
*
Darius se encontraba en el pequeño campo de barro de detrás de su cabaña, los golpes de su espada de madera llenaban el aire mientras atacaba al blanco trillado de madera. Era una gran cruz que había hecho con capas de bambú, atadas y clavadas en el suelo, en lasque se había columpiado desde el momento en que supo caminar. En el barro, sus pisadas estaban desgastadas, incrustadas en el suelo de delante suyo.
La cruz ahora estaba torcida, a punto de caerse, pero a Darius no le importaba. Hacía su servicio. Él la golpeaba una y otra vez, a izquierda y derecha, evitando a un enemigo imaginario, dando vueltas, golpeándole en el estómago. Se daba un impulso hacia delante, le pinchaba, giraba su espada a los lados y bloqueaba un golpe imaginario. En su mente, veía muchos enemigos viniendo hacia él, un ejército entero que se acercaba y luchaba y luchaba al atardecer, al final de su día de trabajo, hasta que le caía el sudor.
Los sonidos persistentes de su espada llenaban el aire y mientras los vecinos gritaban quejándose, él no paraba. No le importaba. A cuchillazos, eliminaba los recuerdos del día, los recuerdos de cada día, hasta que lo venciera el agotamiento.
De vez en cuando Darius oía el ladrido a sus pies, y no le hacía falta mirar para ver que era Dray, el perro del vecino, sentado fielmente a su lado, observándolo como siempre hacía, ladrando y poniéndose contento cuando Darius daba en el blanco. Un perro mediano, de pelo escarlata que llevaba demasiado largo, como el pelo indomado de su dueño, Dray se había convertido hacía tiempo de manera no oficial en el perro de Darius. Pertenecía a uno de los vecinos, pero quien quiera que fuese el dueño, le había dejado de dar de comer hacía tiempo. Darius se lo había encontrado gimiendo un día y le había dado una de sus escasas comidas. Desde entonces, Darius había encontrado un amigo para toda la vida. Desde aquel día, habían desarrollado un ritual: Dray observaba a Darius luchar y Darius comía solo la mitad de su cena, dándole la otra mitad a Dray. Dray lo recompensaba siempre buscando su compañía, especialmente cuando estaba en casa, a veces durmiendo incluso en su cabaña.
Dray corría hacia delante y mordía el bambú, siguiendo el juego imaginario de Darius, gruñendo y lanzándose violentamente a un enemigo imaginario, como si se tratara de un verdadero enemigo que iba a por Darius. Darius a menudo se preguntaba qué pasaría si se encontraba con un enemigo con Dray a su lado. Como Darius, Dray no era el más grande del grupo, o el más fuerte, o el más querido. Pero tenía un gran corazón y era el animal más fiel del universo. Durante las últimas pocas lunas, se había acostumbrado a dormir acurrucado delante de la puerta de Darius, gruñendo incluso si el abuelo de Darius se atrevía a acercarse.
“¿Estás cansado de empuñar palos?” dijo una voz.
Darius miró hacia allí y vio a Raj y a Desmond allí de pie, cada uno de ellos sujetando largas espadas de madera, mirándolo con una mirada maliciosa.
Darius paró, respiró profundamente, extrañado; vivían al otro lado de la aldea y nunca antes habían venido a su cabaña.
“Es hora de que entrenes con hombres”, dijo Desmond, con voz oscura, serio. “Si deseas convertirte en guerrero, vas a necesitar golpear blancos que también golpeen”.
Darius estaba sorprendido y agradecido de que hubieran parado por allí. Eran varias clases mayores que él, más grandes y más fuertes, y muy respetados entre los chicos. Tenían muchos chicos mayores y más fuertes con los que entrenar.
“¿Por qué perderíais el tiempo conmigo?” preguntó Darius.
“Porque mi espada se tiene que afilar”, dijo Desmond. “Y tú pareces un buen blanco”.
Desmond embistió contra Darius y Darius levantó su espada de madera y, en el último momento, bloqueó el golpe. Fue un golpe poderoso, lo suficientemente fuerte para hacerle temblar las manos y los brazos y enviarlo tropezando hacia atrás unos metros.
Darius, cogido por sorpresa, vio a Desmond, allí esperándole.
Darius levantó su espada y se avalanzó, dándole un golpe. Desmond lo paró con facilidad. Darius siguió moviéndose, dando golpes a izquierda y a derecha, una y otra vez y el sonido de sus espadas de madera llenaba el aire. Estaba emocionado de tener un blanco real, que se movía, incluso aunque no pudiera dominar a Desmond, más grande y más fuerte .
Dray gruñía y ladraba a Raj y a Desmond, corriendo al lado de Darius, mordiéndole los tobillos a Desmond.
“Eres rápido”, dijo Desmond, entre golpes. “Lo admito. Pero no lo usas a tu favor. No eres ni la mitad de fuerte que yo, y aún así intentas luchar como si quisieras corterme por la mitad. No puedes luchar con un hombre de mi tamaño. Lucha de acuerdo con tu tamaño. Sé rápido y ágil. No fuerte y directo”.
Darius hizo hizo oscilar espada con todas sus fuerzas y Desmond se echó hacia atrás, y Darius dio vueltas en el aire, tropezando, cayendo al suelo.
Darius miró hacia ariiba y vio a Desmond de pie delante suyo, tendiéndole una mano, ayudándolo a levantarse.
“Luchas para matar”, dijo Desmond. “Algunas veces solo es necesario luchar para sobrevivir. Deja que tu oponente luche para matar. Si eres paciente, si lo esquivas y lo observas, él se sobrepasará; exponiéndose él mismo”.
“Te sorprenderías de lo fácil que es matar a un hombre”, dijo Raj, acercándose. “No necesitas un golpe fuerte, solo uno preciso. Creo que es mi turno”.
Raj levantó su espada en alto, apuntando hacia la cabeza de Darius y Darius dio una vuelta, levantó su espada hacia un lado y apenas paró el golpe. Entonces Raj se echó hacia atrás, puso el pie en el pecho de Darius y lo empujó, y Darius tropezó hacia atrás.
Dray ladraba y ladraba, gruñendo a Raj.
“Esto no es justo”, dijo Darius, indignado. “¡Esto es una lucha con espadas!”
“¿¡Justo!?” gritó Raj con una risa burlona. “Dile esto a tu enemigo después de que te haya apuñalado entre las piernas y estés tumbado muriéndote. Esto es un combate, ¡y en el combate todo es justo!”
Raj empuñó otra vez su espada, antes de que Darius estuviera preparado y tiró la espada de las manos de Darius. Raj entonces se tiró al suelo, balanceó sus piernas y le dio una patada a Darius en las rodillas por detrás.
Darius, que no lo esparaba, cayó de espaldas con un golpe fuerte en una nube de polvo, sin aliento; Raj entonces sacó una daga de madera de la nada, se echó al suelo y la colocó en la garganta de Darius.
Darius se rindió, levantando las manos, clavado al suelo.
“¡Otra vez, no es justo!” se quejó Darius. “Has hecho trampa. Has sacado una daga escondida. Estas no son acciones honorables”.
Dray corrió a toda prisa hacia delante, gruñendo, y se acercó a la cara de Raj, enseñándole los dientes, lo suficientemente cerca para hacer que Raj soltara la daga, alzara las manos y poco a poco se levantara.
Raj se reía a carcajadas mientras se ponía de pie con un salto, agarraba a Darius y lo ayudaba a levantarse.
“¿Qué es el honor?” dijo Raj. “El honor es lo que nosotros, los vencedores, podemos nombrar. Cuando estás muerto, no existe el honor”.
“¿Qué es la batalla sin el honor?” dijo Darius.
“El que habla de honor es el que nunca ha perdido”, dijo Desmond. “Pierde una vez, pierde una pierna, un brazo, un ser querido, y pensarás dos veces en el honor la próxima vez que te enfrentes a un enemigo en el campo. Seguramente, él no está pensando en el honor. Está pensando en ganar. O en la vida. Al precio que sea”.
“Te sorprenderías de lo mucho a lo que un hombre está dispuesto a renunciar -incluido el honor- cuando se encuentra de cara con la muerte”, dijo Desmond.
“Preferiría morir con honor”, respondió Darius desafinate, “que vivir en deshonor”.
“Todos lo haríamos”, dijo Desmond. “Aún así, lo que piensas y lo que haces en un momento de vida y muerte no siempre coincide”.
Raj se adelantó y negó con la cabeza.
“Todavía eres joven”, dijo Raj. “Inocente. Lo que aún no ves es que el honor llega en la victoria. Y la victoria viene de esperarlo todo. Incluso acciones deshonrosas. Puedes luchar con honor si lo eliges. Si eres capaz. Pero no esperes que tu enemigo lo haga”.
Darius pensaba en ello cuando, de repente una voz estridente cortó el aire, interrumpiéndole.
“¡DARIUS!” vociferó la áspera voz.
Darius se dio la vuelta y vio a su abuelo en la puerta de su cabaña, mirándolo mal. “¡No quiero que vayas con estos chicos!” dijo con brusquedad. “¡Entra ahora mismo!”
Darius lo miró frunciendo el ceño.
“Estos son mis amigos”, dijo Darius.
“Son problemáticos”, respondió el abuelo de Darius. “¡Entra ahora mismo!”
Darius miró a Raj y a Desmond disculpándose.
“Lo siento”, dijo Darius. Se sentía culpable, ya que había disfrutado sinceramente de la lucha con ellos. Ya sentía que sus habilidades se habían agudizado desde su pequeño combate y quería volver a luchar.
“Mañana”, dijo Raj, “después del entrenamiento”.
“Y cada día después de esto”, dijo Desmond. “haremos de ti un guerrero”.
Se marcharon y Darius se dio cuenta de que por primera vez había hecho dos amigos cercanos en el grupo. Amigos más mayores, grandes luchadores. Otra vez se preguntaba por qué se habían interesado por él. ¿Era por lo que había hecho por Loti? ¿O era algo más?
“¡Darius!” dijo con brusquedad su abuelo.
Darius, con Dray a sus pies, se dio la vuelta y se dirigió hacia su abuelo, qu estaba en la puerta, con mala cara. Darius sabía que se encararía con la furia de su abuelo, su abuelo no quería de ninguna manera que él luchara.
“No deberías haber sido brusco”, Darius deijo mientras atravesaba la puerta. “Esos son mis amigos”.
“Son chicos que no conocen el precio de la guerra”, replicó. “Chicos que se envalentonan los unos a los otros para rebelarse. ¿Tienes idea de lo que pasa cuando hay una revuelta? El Imperio nos mataría. Todos moriríamos. Hasta el último de nosotros”.
Hoy, Darius, envalentonado, no estaba de humor para el miedo de su abuelo.
“¿Y qué pasa?” preguntó Darius. “¿Qué tiene de malo la muerte cuando viene de luchar por nuestras vidas? ¿Llamarías vida a lo que tenemos ahora? ¿Todo el día esclavizados? ¿Encogidos bajo la mano del Imperio?”
El abuelo de Darius le dio una fuerte bofetada en la cara.
Darius, perplejo, estaba allí, sintiendo el escozor. Era la primera vez que le pegaba.
“La vida es sagrada”, dijo con dureza su abuelo. “Esto es lo que tú y tus amigos todavía tenéis que aprender. Tus abuelos y los míos se sacrificaron para que tuviéramos vida. Soportaron la esclavitud para que sus hijos, y los hijos de sus hijos, pudieran tener una vida segura. Y todas las acciones imprudentes de vosotros los adolescentes desharán generaciones de su trabajo”.
Darius lo miró con ceño, dispuesto a discutir, no estaba de acuerdo con nada de lo que había dicho, pero su abuelo le dio la espalda y agarró una caldera de sopa y atravesó la cabaña con ella, preparándola delante de una hoguera. Alguna cosa que dijo el abuelo de Darius lo había hecho pensar. Algo despertó dentró de él y, por alguna razón, tenía un ardiente deseo de saber.
“Mi padre”, dijo Darius con frialdad, manteniéndose firme. ¿Qué le pasó? ¿Por qué nos dejó?”
El abuelo de Darius estaba allí, de espaldas a él y permanecía en silencio. Darius sabía que algo le sucedía.
“¿A dónde fue?”, insistió Darius, adelantándose. “¿Por qué se fue?” preguntó otra vez.
Su abuelo movía la cabeza lentamente mientras se daba la vuelta. Parecía mil años mayor, entristecido.
“Como tú, él era rebelde”, dijo, con la voz rota. “No lo pudo soportar más. Un día, marchó corriendo. Y no lo volvimos a ver”.
Darius miró fijamente a su abuelo y, por primera vez en su vida, estaba seguro de que le mentía.
“No te creo”, dijo Darius. “Escondes algo. ¿Fue un guerrero mi padre? ¿Desafió al Imperio?”
Su abuelo miró fijamente al espacio, como si mirara hacia años perdidos.
“No hables más de tu padre”.
Darius frunció el ceño.
“Es mi padre y hablaré de él cuanto quiera”
Ahora le tocaba a su abuelo mirarlo mal.
“Entonces no serás bienvenido a mi casa”.
Darius lo miró con ceño.
“Fue la casa de mi padre antes que la tuya”.
“Y tu padre ya no está aquí, ¿verdad?”
Darius observó la cara de su abuelo, viéndola con otra luz por primera vez. Podía ver lo diferente que era de él como hombre. Estaban cortados con diferentes patrones y nunca se entenderían.
“Mi padre no escaparía”, insistió Darius. “Él no me dejaría. Nunca me dejaría. Él me quería”.
Mientras las pronunciaba, Darius notaba la verdad en sus palabras por primera vez. También sentía que había un gran secreto que se le escondía, que se le había escondido toda su vida.
“Él no me abandonaría”, insistió Darius, desesperado por la verdad.
Su abuelo dio un paso adelante, muy indignado.
“¿Y quién eres tú para creerte tan grande como para no ser abandonado?” dijo bruscamente el abuelo de Darius. “Solo eres un chico. Otro chico. Otro esclavo en un pueblo de esclavos. No tienes nada de especial. Te imaginas que eres un gran guerrero. Juegas con palos. Tus amigos juegan con palos. El Imperio juega con acero. Acero de verdad. No te puedes rebelar contra ellos. Nunca podrás. Acabarás muerto como los demás. Y entonces, ¿dónde te habrán llevado tus palos?
Darius frunció el ceño, odiando a su abuelo por primera vez, odiando todo lo que era y todo lo que representaba.
“Puede que acabe muerto”, respondió Darius, con voz de acero, “pero nunca acabaré como tú. Tú ya estás muerto”.
Darius se dio la vuelta y se dispuso a salir corriendo de la cabaña, pero se detuvo en la puerta, se dio la vuelta y miró a su abuelo por última vez.
“Yo soy especial”, dijo Darius, deseando que su abuelo oyera las palabras. “Soy el hijo de un gran guerrero. Yo soy un guerrero. Y, un día, tú y el mundo entero lo sabréis”.
Darius, harto, incapaz de soportar otro instante, se dio la vuelta y salió corriendo de la cabaña.
Darius salió repentinamente a la luz del atardecer, deseando no ver el rostro de su abuelo, no encarar sus mentiras. Caminó rápido a través de los campos de atrás y miró al horizonte, a todos los esclavos que todavía se volvían de un día de trabajo. Examinó el horizonte, el cielo interminable, iluminado de rosas y lilas. Él sabía que su padre estaba por ahí en algún lugar. Era un gran guerrero. Se había rebelado contra todo esto.
Un día, de alguna manera, lo encontraría.