CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

 

Thorgrin miraba al Rey de los Mueros, la Espada de los Muertos todavía goteaba sangre en su mano y todas las criaturas del Rey a sus pies. Thor se sentía paralizado con la victoria.

El Rey estaba de pie en su trono y lo observaba todo con una expresión de asombro.

“Decían que vendrías algún día”, dijo el Rey, mirando a Thorgrin. “El hombre que vencería a la oscuridad. El hombre que empuñaría la espada. El Rey de los Druidas”.

El Rey miró a Thor atentamente y Thor no sabía cómo responder. ¿Podía ser realmente cierto? ¿Sería algún día Rey de los Druidas?

“Déjame contarte qué significa ser Rey”, continuó. “significa estar solo. Completamente solo”.

Thor lo miró fijamente, su corazón todavía latía fuerte por la batalla y empezaba a digerirlo todo. Miró a su alrededor y vio con alivio que sus hombres, aunque heridos, estaban vivos todavía.

Se volvió hacia el Rey, recordando.

“Prometió abrir las puertas”, dijo Thor. “Si derrotaba a sus criaturas, usted prometió dejarnos marchar”.

El Rey hizo una amplia sonrisa, una imagen grotesac, su rostro se convertía en un millón de pligues y arrugas.

“Un Rey no siempre mantiene sus promesas”, dijo, riendo, con la voz profunda, resonando en las paredes, el tono hería los oídos de Thor.

Thor lo miró fijamente, cabizbajo. Apretó con fuerza la empuñadura de su espada y estaba a punto de responderle, cuando el Rey continuó.

“En este caso”, dijo el Rey, “lo haré. Pero no es tan sencillo. La Tierra de los Muertos exige un precio. El precio que pagréis será siete demonios”.

“¿Siete demonios?” preguntó Thorgrin, sin entenderlo, pero sin gustarle como sonaba.

El Rey se dio la vuelta y, al hacerlo, una enorme puerta secreta, hecha de piedra sólida, se abrió en la pared de la cueva. Se abrió lentamente con un horrible sonido de piedra rascando sobre piedra, dejando al descubierto tras ella puertas de hierro con pinchos. Más allá de las puertas, Thor vio un vasto cielo lila, el sol poniéndose sobre el océano; oyó el ahullido del viento y sintió una fresca brisa que entraba en aquel lugar.

“Más allá de las puertas se encuentra el mundo de allá arriba”, dijo el Rey. “Volveréis a vuestro precioso mundo, pero también liberaréis a siete demonios, para que vaguen libres por el mundo. Estos demonios os acosarán, a cada uno de vosotros, en algún punto en un lugar y en un momento que nunca sabréis. Recibiréis siete tragedies, una de cada demonio. Cuando menos lo esperéis. Las tragedias pueden golpearos-o pueden golpear a alguien a quien améis. ¿Todavía queréis marcharos?”

Thor miró a los demás y ellos lo miraron fijamente con una mirada de sorpresa. Thor se dio la vuelta y miró las enormes puertas de hierro, cada barra de unos sesenta centímetros de grosor, de un rojo brillante y observó siete sombras negras, parecidas a unas gárgolas, que de repente aparecieron y volaron por el aire, dándose golpes con en las puertas la cabeza, una y otra vez, como esperando a que las liberaran.

Thor pensó en Guwayne, en Gwendolyn, en toda las personas que conocía y amaba allá arriba; pensó en sus hermanos que habían venido aquí abajo por él. Sabía que debía regresar, si no era por él, por todos los demás. Costara lo que costara.

“Acepto su precio”, dijo Thorgrin.

El Rey lo miró fijamente, sin expresión, y finalmente asintió con la cabeza. Se dispuso a movilizar a sus hombres para que abrieran las puertas pero, antes de que lo hiciera, Thorgrin dio un paso adelante y exclamó:

“¿Y qué hay de lo suyo? Hizo una promesa. Juró que si derrotaba a sus criaturas, nos concedería una petición a cada uno”.

El Rey lo estudió.

“En efecto, lo hice. ¿Y cuál es la tuya?” preguntó.

Thor lo miró profundamente a los ojos, mirándolo fijamente con toda la seriedad de la que era capaz.

“Pido que usted, Rey de los Muertos, no se lleve a mi hijo. No permita que Guwayne muera, al menos no hasta que haya tenido la oportunidad de cogerlo entre mis brazos, de mirarlo a los ojos, de reunirme con él. Esto es lo que pido”.

El Rey consideró sus palabras y, finalmente, asintió con la cabeza.

“Tu petición te será concedida”.

A continuación, el Rey miró a O’Connor.

“¿Y cuál es la tuya?” preguntó.

O’Connor respondió: “Pido reunirme con mi hermana antes de morir. Que no se la lleve hasta que nos hayamos visto de nuevo”.

El Rey asintió y se dirigió a Matus.

“Yo también pido que no se lleve a mi hermana hasta que haya tenido la oportunidad de verla de nuevo”.

Elden dio un paso adelante.

“Y yo deseo reencontrarme con mi padre”.

“Y yo con mi pueblo”, dijo Indra.

El Rey se dio la vuelta y miró a los dos miembros de la Legión que quedaban: Reece y Conven.

Reece dio un paso adelante solemenemente, miró al Rey y dijo: “Yo pido que libere a Selese de este lugar. Permita que me la lleve conmigo. Libérela. Devuélvala a la tierra de los vivos”.

El Rey de los Muertos examinó a Reece.

“Nunca se ha hecho una petición así”, dijo. “Una petición difícil. Si vuelve a la tierra de los vivos, no puede ser como era. Pues una vez has muerto, nunca puedes volver a vivir de verdad”.

“Daré lo que sea”, dijo Reece, cogiendo fuerte la mano de Selese.

“¿Es ese tu deseo, también?” preguntó el Rey a Selese.

Ella asintió con la cabeza, las lágrimas le caían de los ojos mientras agarraba la mano de Reece.

“Daría cualquier cosa por volver a estar con Reece” dijo.

Después de una larga pausa, finalmente, el Rey de los Muertos asintió.

“Muy bien”, dijo. “Volverás a la tierra de los vivos. Po ahora. Pero ten por seguro que nos volveremos a encontrar”.

El Rey se dirigió al último de ellos, Conven, que dio un paso adelante con orgullo.

“Yo pido que mi hermano sea liberado también y le permita unirse a nosotros en la tierra de los vivos”.

El Rey negó con la cabeza muy serio.

“Esto no es posible”, dijo.

Conven parecía ultrajado.

“¡Pero usted permitió que Selese volviera!” protestó.

“Selese puede volver solo porque su vida no le fue arrebata a manos de otro. Tu hermano, sin embargo, fue asesinado. Me temo que no puede regresar. No ahora. Ni nunca. Estará aquí por el resto de sus días”.

Los ojos de Conven se llenaron de lágrimas al mirar a Conval y después al Rey de los Muertos.

“¡Entonces cambio mi petición!” gritó Conven. “¡Pido que se me permita quedarme aquí, con mi hermano!”

Thorgrin dio un grito ahogado, igual que los demás, horrorizado.

“Conven, no puedes pedir una cosa así” se apresuró a decir Thor, mientras todos se acercaban a él.

“¡No debes!” añadió Reece.

Conven les dio la mano, sin embargo, y dio un paso adelante con orgullo.

“Si mi hermano no puede ser libre”, dijo, “entonces tampoco lo seré yo. ¡Lo pido de nuevo!”

Conval agarró a Conven del brazo.

“Conven”, dijo, “no lo hagas. Estaremos juntos otra vez, algún día”.

Conven lo miró fijamente, sin dejarse intimidar.

“No, hermano mío”, dijo. “Estaremos juntos de nuevo ahora”.

El Rey los miró fijamente durante un buen rato y, finalmente, dijo: “El amor por un hermano no se rompe fácilmente. Si deseas quedarte aquí antes de tu hora, entonces tu deseo te es concedido. Eres bienvenido aquí”.

El Rey asintió y, de repente, la enorme puerta se levantó. Lentamente, más y más arriba, descubrió el aire libre, el cielo, rojo como la sangre. Cuando estaba lo suficientemente alta, los siete demonios, como sombras, salieron volando hacia el cielo abierto, soltando un horroroso chillido a la vez. Inmediatamente, se disiparon en siete direcciones diferentes.

Thor y los demás anduvieron hasta el límite, observaron el mundo delante de ellos, el cielo abierto del crepúsculo, el aire fresco. Miró hacia abajo y vio el océano desplegarse ante ellos, escuchó las olas rompiendo allá abajo a lo lejos.

A su lado estaba Reece, cogiendo a Selese de la mano, junto a los demás. Se dio la vuelta y vio a Conven detrás suyo, de pie junto a su hermano, mirándolos con tristeza; aunque a la vez, de alguna manera, finalmente, Conven parecía satisfecho, parecía tener la paz que le había esquivado en la tierra.

Thor se dio la vuelta y abrazó a Conven, lo abrazó muy fuerte, y Conven lo abrazó a él.

Uno a uno, todos abrazaron a Conven, con los ojos llorosos, sintiendo el dolor de dejar atrás a su hermano de la Legión, este hombre que había estado con ellos desde el principio.

Thor lo miró a los ojos, agarrándolo del hombro.

“Un día, nos volveremos a reunir”, dijo Thorgrin.

Conven asintió.

“Sí, lo haremos”, respondió. “Pero espero que este día no esté cerca”.

Thor se giró y miró al cielo abierto, vio su barca meciéndose en las olas allá abajo y supo que pronto estaría de vuelta en el mar, navegando a través del océano, buscando a Gwendolyn, Guwayne y a toda su gente. Pronto volverían a reunirse.

Miró hacia arriba y, al hacerlo, vio a los siete demonios, sombras negras en la distancia, mezclándose con el crepúsculo, esparcidos en siete direcciones, preparándose para envolver el mundo. Finalmente, los perdió de vista. Thor escuchó el último de sus chillidos y se preguntó: ¿Qué hemos soltado en el mundo?