CAPÍTULO TRECE

 

Alistair hacía guardia delante de las enormes puertas de la real casa de los enfermos, delante del edificio, mientras la guerra se desencadenaba a su alrededor, decidida a no dejar que nadie matara a Erec. Los gritos perforaban el aire junto con el sonido del metal, mientras los habitantes de las Islas del Sur luchaban furiosamente los unos contra los otros. Se había convertido en una guerra civil. La mitad de la isla, liderada por el hermano de Erec, Strom, luchaba contra la otra mitad, liderada por los hombres de Bowyer.

Mientras empezaba a romper el día por la ladera, Alistair recordaba la intensa noche de luchas que habían tenido. La batalla había empezado tan buen punto ella había matado a Bowyer y no había cesado desde entonces. A lo largo de las Islas del Sur, los hombres atacaban los unos a los otros, luchando a pie, a caballo, a lo largo y ancho de las inclinadas laderas de la montaña, matándose los unos a los otros cara a cara, mano a mano, tirándose los unos a los otros de los caballos y por los precipicios, todos luchando para ver quién se haría con la corona.

Tan pronto como empezó la lucha, Alistair reunió a dos docenas de los guardianes más leales de Erec y se dirigió con ellos hacia la Casa de los Enfermos. Ella sabía que, sin importar donde se librara la batalla, al final los hombres de Bowyer intentarían venir aquí a matar a Bowyer, con la intención de parar la lucha y reclamar el trono para ellos. Ella estaba decidida a que, en todo el caos que seguiría, sin importat quién ganara, Erec no resultara herido.

Alistair había observado la lucha desde su lugar privilegiado durante toda la noche, y había visto miles de cuerpos muertos amontonándose, a lo largo y ancho de las laderas de las colinas, cubriendo el suelo de la ciudad. Era una isla hecha de grandes guerreros y los grandes guerreros luchaban contra los grandes guerreros,matándose los unos a los otros innecesariamente. Mientras una hora se mezclaba con la otra en la horrible noche, Alistair ya no sabía por qué o por quién estaban luchando. El flujo de la batalla era imposible de calibrar, como había sido toda la noche, el tira y afloja, el ir y venir mientras un grupo luchaba con el otro.

Mientras amanecía, Alistair miró hacia arriba y vio que los precipicios estaban llenos de los hombres de Bowyer y que ahora la batalla estaba mucho más cerca de los muros de la ciudad, librándose justo fuera de ella. El ímpetu se estaba perdiendo y ella sentía que pronto atravesarían las puertas, dominando toda la ciudad. Después de todo, esta ciudad era el centro del poder de la isla y quien fuera que saliese victorioso la querría reclamar primero, alzar la bandera y proclamarse el próximo Rey.

Alistair miró arriba y abajo de la ladera de la montaña y observó a los hombres de Strom, manteniéndose firmes, usando larcas picas, esperando disciplinados, detrás de las rocas. Mientras los hombres de Bowyer embestían a caballo, los hombres de Strom, a pie, saltaban y los empujaban. Uno a uno, los caballos se levantaban y relinchaban, atravesados por picas. Los hombres de Bowyer se balanceaban, pero las picas eran demasiado largas y había demasiada distancia para que las espadas los pudieran alcanzar.

Los caballos se levantaban y caían y los hombres caían de ellos, rodando por los precipicios y rocas.

Alistair observaba a Strom, delante de sus hombres, corriendo hacia adelante, agarrando un hombre y lanzándolo de cabeza de su caballo, haciéndolo caer, gritando, hacia abajo por la empinada ladera de la montaña. Pero en el mismo momento, un caballo golpeó a Strom en la parte de atrás de su cabeza y él cayó de costado.

Un soldado,  viendo una oportunidad, se apresuró hacia adelante con su espada y la dirigió a la cabeza de Strom; Strom lo esquivó como un remolino y cortó las piernas del hombre en el último momento.

La batalla continuaba, la lucha seguía y seguía, brutal, cruel, y Alistair, llena de una sensación de presagio, decidida a mantener a Erec a salvo, se mantenía firme, esperando, deseando unirse a los hombres de Strom, pero sabiendo que su lugar estaba aquí, al lado de Erec. Hasta el momento, había tranquilidad dentro de los muros de la ciudad. Una extraña tranquilidad. Demasiada tranquilidad.

Tan pronto como pensó en ello, de repente, todo cambió. Alistair oyó un gran grito de batalla y atacando desde la esquina de la casa de los enfermos entraban cientos de los hombres de Bowyer a raudales, embistiendo directo a las puertas.

Se detuvieron apenas a unos metros, al ver a Alistair allí, orgullosa, inflexible, con su docena de guardianes detrás de ella. Alistair supo al instante que los hombres de Bowyer los superaban en número y por la mirada de satisfacción en su rostro, vio que el caballero principal de Bowyer, Aknuf, también lo sabía.

Un espeso silencio se hizo entre ellos mientras Aknuf se adelantó y se encaró a Alistair.

“Sal de en medio, bruja”, dijo. “Y te mataré rápidamente. Quédate aquí y tu muerte será lenta y dolorosa”.

Alistair se mantenía firme, inquebrantable.

“No atravesaréis estas puertas”, dijo con firmeza. “A no ser que caiga muerta a tus pies”.

“Muy bien, mujer”, respondió él. “Solo recuerda: tú te lo has buscado”.

Aknuf levantó su espada en lo alto y, mientras lo hacía, su docena de guardias corrieron a protegerla. Todos se dispusieron para la batalla a poco más de nueve metros de ella. Se produjo un gran estruendo de armas mientras los guardianes luchaban con valentía, yendo golpe a golpe con los hombres de Bowyer.

Pero les superaban ampliamente en número y pronto los hombres se acercaron a ella. Alistair sabía que en unos momentos perderían la batalla y no podía soportar ver a sus hombres morir vigilándola, protegiendo a ella y a Erec.

Alistair cerró los ojos y levantó las manos por encima de su cabeza, hacia el cielo. Usó toda su fuerza para reunir su poder.

Por favor, Dios. Deja que venga a mí.

Lentamente notó un gran poder que crecía dentro de ella y, mientras tanto, una brillante luz blanca, como un rayo, explotó a través del cielo del amanecer, saliendo disparada hacia ella desde las nubes de más arriba. Bajó sus brazos y dirigió sus manos a los hombres de Bowyer y, mientras lo hacía, un gran ruido hizo erupción surgido de un gran caos.

Granizo del tamaño de una piedra empezó a caer del cielo; el sonido del hielo golpeando armaduras llenaba el aire. Alistair dirigió el granizo hacia el otro lado de la línea de batalla, evitando a sus hombres y machacando a los hombres de Bowyer, uno cada vez, con tanta fuerza que los hacía caer al suelo, gritando. Esto liberó a sus guardianes, uno a uno, que contraatacaron, matándolos a diestro y siniestro.

Los hombres de Bowyer, aterrorizados, incapaces de levantar sus espadas, machacados por el hielo, se dieron la vuelta y corrieron hacia las puertas de la ciudad, sus guardianes los persiguieron.

Entonces se oyó otro gran grito de batalla detrás suyo y Alistair se giró y vio a Strom entrar en tropel en la ciudad con todos sus hombres. Miró hacia arriba y vio las laderas de las montañas llenas de soldados muertos, oyó el sonido de la trompeta tres veces en señal de victoria y se dio cuenta de que Strom había ganado.

Alistair echó un vistazo y vio a centenares de los hombres de Bowyer, todavía huyendo de la casa de los enfermos, corriendo hacia las puertas abiertas de la ciudad. Estaban intentando escapar, seguramente para reorganizarse para otro día, para otro campo de batalla. Alistair estaba decidida a que no fuera así.

Alistair desvió su mano y, al hacerlo, una luz blanca salió disparada y el enorme rastrillo de la puerta de hierro, de treinta centímetros de grosor, cerró de golpe las puertas de la ciudad, evitando que los hombres de Bowyer escaparan.

Aknuf se dio la vuelta, atrapado con sus hombres, y observó, aterrorizado, cómo los hombres de Strom se acercaban.

Strom, sentado con orgullo en su caballo, se giró hacia ella, como pidiéndole su aprobación.

Alistair, pensando en Erec, asintió con seriedad.

Con un último grito de guerra, Strom cargó con sus hombres, acercándose a los hombres que estaban por las puertas desde todas direcciones.

Alistair estaba allí y observaba, satisfecha, cómo se alzaban sus gritos.

Finalmente, se acabó. Finalmente, la isla estaba segura. Finalmente, se había hecho justicia.

 

*

 

Alistair estaba al lado de la cama de Erec en la sombría habitación, observando el amanecer, sintiendo una inmensa sensación de alivio. La victoria era suya, el drama había quedado atrás y lo único que quedaba era que ella y Erec volvieran a estar cómo una vez estuvieron, que Erec se levantara, que estuviera bien otra vez, que estuviera a su lado.

Alistair puso la mano encima de la frente de él y rezó en silencio, como había hecho desde que la batalla había terminado.

Por favor, Dios. Haz que Erec despierte. Haz que todo esto termine.

Alistair sintió un sutil movimiento en el aire y observó, eufórica, cómo Erec abría los ojos, lentamente. Sus ojos eran brillantes, un azul brillante de buena mañana, y él sonrió al mirarla. Había recuperado el color en su cara y parecía más alerta de lo que jamás había estado. Ella vio que finalmente se había curado, había vuelto a ser él mismo.

Erec se incorporó y la abrazó y ella se inclinó lanzándose a sus brazos, las lágrimas le caían de los ojos mientras lo abrazaba con fuerza. Era tan agradable volver a estar entre sus brazos, que él hubiera vuelto a la vida.

“¿Dónde estoy?” preguntó. “¿Qué ha pasado?”

“Shhh”, dijo ella, sonriendo, poniéndole un dedo en los labios. “Todo está bien ahora”.

Él parpadeaba, sobresaltado, como si recordara.

“El día de nuestra boda”, dijo. “Me…apuñalaron. ¿Estás bien? ¿Está bien el reino?”

“Estoy bien, mi señor”, respondió ella con calma. “Y tu reino está listo para tu ascensión”.

Él la abrazó y ella a él y lloró, pensando que este día nunca llegaría, desbordada por la alegría de tenerlo de vuelta a su lado. Quería explicárselo todo. Cómo se había sacrificado por él. Su encarcelamiento. Cómo casi había muerto ella. Cómo casi había muerto él. Las batallas que se habían librado. Todo lo que había sucedido.

Pero nada de todo esto importaba ahora. Lo único que importaba era que el estaba vivo, a salvo, que volverían a estar juntos. No se podía explicar con palabras lo que sentía. Por eso, lo abrazó fuerte y dejó que el abrazo hablara por ella.

Ella sabía que su vida juntos acababa de empezar. Y nada -nada- la volvería a alejar de él.