CAPÍTULO ONCE

 

Godfrey estaba sentado en el pueblo delante de la virulenta hoguera en la noche estrellada, cerca de su hermana Gwendolyn, su hermano Kendrick, Steffen, Brandt, Atme, Aberthol y casi todas las personas que recordaba del Anillo. Sentados a su lado estaban Akorth y Fulton, y, cuando los vio, recordó que, más que nunca, necesitaba desesperadamente beber algo.

Godfrey miraba fijamente a las llamas, pensando cómo había acabado allí, intentando procesar todo lo que había pasado, todo parecía algo borroso dentro de una larga serie de cosas borrosas. Primero hubo la muerte de su padre; después la muerte de su hermano, Gareth; después la invasión de los McClouds; después la invasión del Anillo; después las Islas Superiores; después el largo viaje a través del mar…Parecía una tragedia, un viaje, después del otro. Su vida se había convertido únicamente en guerra, caos y exilio. Era agradable dejar de moverse finalmente. Y tenía la sensación de que esto no había hecho más que empezar.

“¿Qué no daría ahora mismo por una pinta?”, dijo Akorth.

“Seguro que debe haber algo para beber por aquí”, dijo Fulton.

Godfrey se frotaba su dolorida cabeza, preguntándose lo mismo. Si alguna vez había necesitado beber algo, era ese. Este último viaje a través del mar era el peor que podía recordar, muchos días sin comida o cerveza, tan a menudo a punto de morir de hambre…Había tenido la certeza, tantas veces, de que había muerto. Cerró los ojos e intentó bloquear todas las horribles imágenes, los recuerdos de sus compañeros miembros del Anillo convirtiéndose en piedra y cayendo por la barandilla.

Había sido un viaje interminable, un viaje al infierno, y Godfrey se sorpendría de que no le hubiera llevado a alguna especie de epifanía o iluminación. No le había llevado a cambiar su sus costumbres. Solo le había llevado a querer beber más, a querer borrarlo todo. ¿Tenía algún problema? Se preguntaba. ¿Lo hacía esto menos profundo que los demás? Esperaba que no.

Ahora estaban aquí, nada menos que en el Imperio, rodeados de un ejército hostil que los quería muertos. ¿Cuánto tiempo tardarían en descubrirlos? se preguntaba. ¿Antes que el millón de hombres de Rómulo los cazaran? Godfrey tenía una sensación derrotista de que sus días estaban contados.

“Veo la cura para nuestros males”, dijo Akorth.

Godfrey miró hacia arriba.

“Allí”, dijo Fulton, dándole un codazo en las costillas.

Godfrey echó un vistazo y vio a los aldeanos pasando un cuenco lleno de un líquido claro. Cada uno de ellos lo cogía con cuidado entre sus manos, tomaba un sorbo y lo pasaba.

“No parece precisamente la cerveza de la Reina”, comentó Akorth.

“¿Y quieres esperar a que llegue una cosecha mejor?” respondió Fulton.

Fulton se inclinó y cogió el cuenco antes de que Akorth pudiera hacerse con él y echó un largo trago, el líquido le caía por las mejillas. Se limpió la boca con la mano y gimió de gusto.

“Quema”, dijo. “Tienes razón. Seguro que no es la cerveza de la Reina. Es jodidamente más fuerte”.

Akorth lo agarró, tomó un largo trago y asintió, dándole la razón. Empezó a toser mientras se lo pasaba a Godfrey.

“Dios mío”, dijo Akorth. “Es como beber fuego”.

Godfrey se inclinó, lo olió y se echó para atrás.

“¿Qué es?” preguntó a uno de los aldeanos, un guerrero de apariencia recia, anchos hombros, sin camisa, sentado a su lado, con aspecto serio y con un collar de piedras negras.

“Lo llamamos el corazón del cactus”, dijo. “Es una bebida para hombres. ¿Eres un hombre?”

“Lo dudo”, dijo Godfrey. “Depende a quien preguntes. Pero seré lo que convenga con tal de ahogar mis penas”.

Godfrey levantó el cuenco hacia sus labios y bebió y sintió que el líquido bajaba por su garganta como fuego, quemándole la barriga. Él tosió también y los aldeanos rieron cuando el siguiente le cogió el cuenco.

“No es un hombre”, dijeron.

“Eso es lo que solía decir mi padre”, afirmó Godfrey, riéndose con ellos.

Godfrey se sintió bien cuando la bebida se le subió a la cabeza y, cuando el aldeano que lo había insultado empezaba a beber del cuenco, Godfrey se lo arrebató de las manos.

“Esperad un momento”, dijo Godfrey.

Godfrey bebió, esta vez en varios tragos largos, bebiendo sin toser.

Todos los aldeanos lo miraron sorprendidos. Godfrey los miró satisfecho, la sonrisa volvió a su rostro.

“Puede que no sea un hombre”, dijo, “Y puede que vosotros seáis mejores con vuestras armas. Pero no me retéis a beber”.

Todos rieron, los aldeanos se pasaban el bol y Godfrey se recostó en el barro sobre sus codos, sintiéndose ya mareado, sintiéndose bien por primera vez. Era una bebida fuerte y se sentía mareado, pues no había probado algo así antes.

“Veo que has pasado página”, dijo una mujer con voz de desaprobación.

Godfrey se dio la vuelta y vio a Illepra de pie delante suyo, con las manos en las caderas, mirándole con el ceño fruncido.

“¿Sabes?, me he pasado la tarde curando a nuestra gente”, dijo ella, en desaprobación. “Muchos todavía sufren los efectos del hambre. ¿Y tú qué has hecho para ayudar? Aquí estás, sentado junto al fuego y bebiendo”.

Godfrey notó que el estómago le daba un vuelco, ella siempre parecía encontrar lo peor en él.

“Veo a muchos de los míos aquí sentados bebiendo”, respondió, “y que Dios los bendiga por ello. ¿Qué hay de malo en esto?”

“No todos están bebiendo”, dijo Illepra. “Al menos no tanto como tú”.

¿Y esto a ti qué más te da?” replicó Godfrey.

“Con la mitad de nuestra gente enferma, ¿crees que es momento de pasarse la noche bebiendo y riendo?”

“¿Qué mejor momento?” replicó él.

Ella frunció el ceño.

“Te equivocas”, dijo ella. “Es momento de arrepentimiento. Tiempo de ayunar y rezar”.

Godfrey negó con la cabeza.

“Mis oraciones a los dioses nunca han sido contestadas”, respondió él. “Y en cuanto al ayuno, hicimos suficiente en el barco. Ahora es momento de comer”.

Cogió un hueso de pollo que estaban pasando y le pegó un buen mordisco, masticándolo desafiante en su cara. La grasa corría por su barbilla, pero no se la limpió y no apartó la vista mientras ella le echaba una fría mirada de desaprobación.

Illepra lo miró con desprecio  y negó con la cabeza lentamente.

“Una vez fuiste un hombre. Aunque fuera por poco tiempo. En la Corte del Rey. Más que un hombre, fuiste un héroe. Te quedaste y protegiste a Gwendolyn en la ciudad. Ayudaste a salvarle la vida. Retuviste a los McClouds. Pensaba que te habías…convertido en otra persona”.

“Pero aquí estás. Contando chistes y bebiendo toda la noche. Como el chico que siempre has sido”.

Godfrey estaba molesto ahora, el mareo y sensación de relajación iban desapareciendo rápidamente.

“¿Y qué quieres que haga?”, replicó enfadado. “¿Que me levante de aquí y corra hacia el horizonte a derrotar yo solo al Imperio?”

Akorth y Fulton rieron y todos los aldeanos rieron con ellos.

Illepra se sonrojó y negó con la cabeza.

“No has cambiado”, dijo. “Has cruzado medio mundo y todavía no has cambiado”.

“Soy quien soy”, dijo Godfrey. “Un viaje por el océano no lo cambiará”.

Le echó una mirada de reproche.

“Una vez te quise”, dijo. “Ahora no siento nada por ti. Nada en absoluto. Eres una decepción para mí”.

Se dio la vuelta y se marchó enfurecida y todos los hombres reían y murmuraban alrededor de Godfrey.

“Veo que las mujeres no son diferentes incluso al otro lado del mar”, dijo un aldeano, y todos rompieron a reír.

Pero Godfrey no se reía. Ella lo había herido. Y empezaba a darse cuenta, pese a su confusión causada por la bebida, de que quizás Illepra significaba algo para él después de todo.

Godfrey agarró el cuenco y le dio otro trago largo.

“¡Por los héroes!” dijo. “Dios sabe que yo no soy uno de ellos”.

 

*

 

Gwendolyn estaba sentada delante de la hoguera, junto a Kendrick, Brandt, Atme, Aberthol y una docena de caballeros de los Plateados; a su lado estaba sentado Bokbu, junto a docenas de personas mayores y docenas de aldeanos. Los más mayores mantenían una larga discusión con Gwen y, mientras miraba fijamente a las llamas, intentaba ser educada y escuchar, Krohn reposaba la cabeza en su regazo mientras ella le daba pequeños trozos de carne para comer. Los mayores llevaban un buen rato así, al parecer emocionados por tener la oportunidad de hablar con una extraña, desahogándose con sus problemas con el Imperio, el pueblo, su gente.

Gwendolyn procuraba concentrarse. Pero una parte de ella estaba distraída. Pensando solo en Thor y en Guwayne, esperando y rezando por su seguridad, para que volvieran con ella. En esta noche de hogueras, pedía con todo su corazón que volvieran a ella, poder tener una nueva oportunidad. Pedía un mensaje, una señal, algo que le permitiera saber que estaban a salvo.

“¿Mi señora?”

Gwen se dio la vuelta y vio que Bokbu la estaba mirando fijamente.

“¿Qué opina del asunto?” preguntó él.

Gwen reaccionó.

“Lo siento”, dijo. “¿Puedes preguntármelo otra vez?”

Bokbu se aclaró la garganta, claramente compasivo y comprensivo.

“Le he estado explicando las cosumbres de mi gente. Nuestra vida aquí. Usted me ha preguntado cómo es un día aquí. Un día empieza en los campos y acaba cuando se pone el sol. Los capataces del Imperio nos toman como esclavos, como hacen en cada ciudad del Imperio que no es de su raza. Nos usan para trabajar hasta que morimos”.

“¿Y no habéis intentado escapar?” preguntó Kendrick.

Bokbu se giró hacia él.

“¿Escapar a dónde exactamente?” preguntó. “Somos esclavos al servicio de Volusia, la gran ciudad al norte al lado del mar. No hay una provincia libre en el Imperio, ningún sitio al que correr en cientos de kilómetros de aquí. Tenemos Volusia a un lado, el océano a otro y el inmenso desierto detrás nuestro”.

“¿Y qué hay al otro lado del desierto?” preguntó Gwen.

“Todo el resto del Imperio”, dijo inesperadamente otro jefe. “Tierras interminables. Más provincias y regiones que las que puedas soñar. Todas bajo el pulgar del Imperio. Incluso aunque consiguiéramos cruzar el gran desierto, conocemos muy poco de lo que hay más allá”.

“Excepto la esclavitud y la muerte”, dijo otro espontáneamente.

“¿Alguien ha intentado atravesarlo?” preguntó Gwen.

Bokbu se giró hacia ella, con la mirada sombría.

“Cada día algunos de los nuestros intentan huir. A la mayoría los matan enseguida, con una flecha o una lanza por la espalda mientras intentan correr. Los que escapan, desaparecen. A veces, el Imperio los devuelve días más tarde, para que veamos los cadáveres, colgados del árbol más alto. Otras veces, traen solo los huesos, comidos por algún animal. Otras veces, ni siquiera los devuelven”.

“¿Alguien ha sobrevivido?” preguntó Gwen.

Bokbu negó con la cabeza.

“El Gran Desierto no tiene piedad”, dijo él. “Seguramente los cazaron por el desierto”.

“¿Pero pueden haber sobrevivido algunos?” insistió Kendrick.

Bokbu se encogió de hombros.

“Quizás. Quizás solo para llegar a otra región y convertirse en esclavos en otro lugar. Los esclavos en otras regiones del Imperio lo tienen peor que nosotros. Los matan aleatoriamente y como rutina cada día, solo para diversión de los capataces. Aquí, por lo menos, no nos separan de nuestras familias y nos venden por diversión. No nos envían de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo; aquí, al menos, tenemos un hogar. Nos dejan vivir siempre y cuando trabajemos”.

“No es una gran vida”, añadió otro jefe. “Es una vida de esclavitud. Pero es una vida al fin y al cabo”.

“¿No podéis alzar las armas y luchar?” preguntó Kendrick.

Bokbu negó con la cabeza.

“Ha habido otros tiempos, otras generaciones, en otras ciudades, que lo han intentado. Nunca han ganado. Nos superan en número de hombres y en número de armas. El Imperio cuenta con una armadura superior, armas, animales, fuertes muros, organización…y, por encima de todo, tienen acero. No tenemos nada. Aquí es ilegal”.

“Y si un esclavo se subleva y pierde, matan a todo el pueblo”.

“Nos superan ampliamente en número”, interrumpió de repente otro jefe. “¿Qué vamos a hacer? ¿Unos pocos centenares de los nuestros, con nuestras armas de madera, vamos a atacar a cientos de miles de ellos, provistos de sus armaduras de acero?”

Gwendolyn pensaba en su difícil situación. La comprendía y sentía compasión por ellos. Habían renunciado a lo que eran, a su espíritu de orgulloso guerrero, para intentar proteger a sus familias. No los podía culpar. Se preguntaba si ella hubiera hecho lo mismo en su situación. Si su padre lo hubiera hecho.

 “La subyugación es algo terrible”, dijo ella. “Cuando un hombre piensa que es más grande que otro, por su raza o sus armas o su poder o sus números o sus riquezas-o por la razón que sea-entonces puede volverse cruel sin ninguna razón”.

Bokbu se giró hacia ella.

“Usted misma lo ha experimentado” dijo. “O no estaría aquí”.

Gwendolyn afirmó con la cabeza, mirando a las llamas.

“Rómulo y su millón de hombres invadieron nuestra tierra y la quemaron hasta arrasarla”, dijo ella.

“Quedamos solo unos cuantos centenares, lo único que queda de lo que una vez fue nuestra más gloriosa nación. En su centro, una ciudad de tal prosperidad que hacía avergonzar a cualquier otra. Era una tierra de prosperidad y abundancia de todo tipo, con un Cañón que nos protegía de todo tipo de males. Éramos invencibles. Durante generaciones fuimos invencibles”.

“Y aún así, incluso los grandes caen” Bokbu pinchó.

Gwen asintió, viendo que lo entendía.

“¿Y qué pasó?” preguntó otro jefe.

Mientras pensaba en su caída, Gwendolyn se preguntaba lo mismo.

“El Imperio”, dijo ella. “Igual que vosotros”.

Todos ellos se sumieron en un triste silencio.

“¿Y si nos uniéramos a vosotros?” dijo Atme, rompiendo el silencio. “¿Y si los atacáramos con vosotros?”

Bokbu negó con la cabeza.

“La ciudad de Volusia está bien fortificada, bien dotada. Y nos superan en número de mil a uno”.

“¿Y no existe nada que derrote al Imperio?” preguntó Brandt.

Los mayores se miraron los unos a los otros con cautela y, después de una larga pausa, Bokbu dijo:

“Los Gigantes, quizás”.

“¿Los Gigantes?” preguntó Gwen, intrigada.

Bokbu asintió con la cabeza.

“Hay rumores sobre su existencia. En los confines del Imperio”.

Aberthol habló en voz alta:

“La Tierra de los Gigantes”, dijo. “Una tierra con criaturas muy altas con unos pies que podrían aplastar a mil hombres. La Tierra de Gigantes es una tierra de mito. Un mito idóneo. Fue refutado en tiempos de los padres de nuestros padres.

“Si estás en lo cierto o no, nadie lo sabe”, dijo Bokbu. “Pero lo que sabemos es que los Gigantes, en un tiempo, existieron. Y que son caprichosos. Es como si intentaras intentar domesticar a una bestia salvaje. Te podrían matar tan fácilmente como el Imperio. No buscan la justicia; no buscan posicionarse. Solo buscan mortandad. Aunque todavía existieran, aunque los encontraras, es más probable que acabaras muerto por visitarlos a ellos que por invadir Volusia”.

Se hizo un gran silencio entre ellos mientras Gwen miraba las llamas con ataención, reflexionando sobre todo aquello.

“¿No hay otro lugar?” preguntó Gwendolyn, mientras todos las miradas se volvieron hacia ella. “Una vez nuestra gente se cure, ¿no hay ningún otro lugar en el Imperio donde podamos ir y estar seguros? ¿Donde podamos empezar de nuevo?”

Los mayores intercambiaron una larga mirada y, finalmente, asintieron con la cabeza el uno al otro.

Bokbu levantó su bastón y empezó a dibujar en el barro. Gwendolyn se sorprendió de lo habilidoso que era mientras observaba un complejo mapa que se desplegaba delante de ella y toda su gente se reunía alrededor. Observaba cómo los contornos del Imperio tomaban forma y se quedó asombrada de lo amplio y complejo que era.

“¿Lo reconoces?” le preguntó cuando finalmente lo terminó.

Gwendolyn lo examinó, todas las diferentes regiones y provincias, docenas y docenas de ellas. Ella miró la extraña forma de las tierras del Imperio, el centro rectangular y, en cada una de sus cuatro esquinas, una península larga y curvada sobresaliendo en direcciones pouestas. Cada una de ellas parecía el cuerno de un toro. Los cuatro cuernos del Imperio, solía decir su padre. Ahora lo entendía.

“Sí”, dijo ella. “Una vez pasé una luna entera en la casa de los sabios, estudiando mapas antiguos del Anillo y del Imperio. Las cuatro esquinas son los cuatro cuernos para las cuatro direcciones y aquellos dos pinchos son el Norte y el Sur. En el centro está el Gran Desierto”.

Bokbu la miró, con los ojos totalmente abiertos, impresionado.

“Es el único extraño que jamás lo ha sabido” dijo él. “Su educación debe ser grande en efecto”.

Hizo una pausa.

“Sí, la misma forma del Imperio contradice su naturaleza. Cuernos. PinchosDesierto. Son tierras amplias con muchas regiones en medio. Por no hablar de las islas, que no he dibujado aquí. Hay mucho que no ha sido explorado y no es conocido. Mucho es rumor. Algunas ilusiones llegaron a través aquellos que fueron esclavizados demasiado tiempo. Ya no sabemos qué es verdad. Los mapas son cosas vivas y los cartógrafos mienten tanto como los reyes. Todos los mapas son política. Y todos los mapas son poder”.

Entonces se hizo un largo silencio nada se oía, a parte del chisporroteo del fuego, y Gwen reflexionaba sobre sus palabras.

“Antes del tiempo de Antochin”, continuó al fin Bokbu, “antes del tiempo de mi padre y de tu padre, hubo un tiempo en el que el Anillo y el Imperio eran uno. Antes de la Gran División. Antes del Cañón. Tus hombres de aramadura, de acero, dice la layenda, se separaron. La mitad marcharon hacia el Anillo, la mitad se quedó atrás. Si es cierto, entonces en algún lugar, en medio de estas tierras del Imperio, el reino del Segundo Anillo vive”.

Gwendolyn hizo una pausa, su mente iba muy deprisa.

“¿El Segundo Anillo?” preguntó, entre dientes, cada vez más emocionada. Todo le estaba volviendo a la memoria, todas sus lecturas. Era confuso y no podía recordarlo todo; había pensado que era un cuento para niños.

“Más mito que realidad”, Aberthol interrumpió, su anciana voz cortando el aire mientras se acercaba a mirar el mapa. “Entre los cuatro cuernos y los dos pinchos”, empezó a recitar, “entre las orillas antiguas y los Lagos Gemelos, al norte del Altbu…

“…y al sur del Reche”, acabó Bokbu, “el Segundo Anillo reside”.

Aberthol y el jefe clavaron la vista el uno en el otro, cada uno de ellos reconociendo los viejos escritos de memoria.

“Un mito de hace siglos”, dijo Aberthol. Aquí comercias con viejos cuentos y mitos aquí. Esta es tu moneda”.

“Algunos le llaman mito”, dijo Bokbu. “Y otros, realidad”.

Aberthol negó tenazmente con la cabeza.

“Las posibilidades  de que exista un Segundo Anillo son remotas”, dijo Aberthol. “Arriesgar las esperanzas de nuestro pueblo en esta aventura sería jugarse con la muerte nuestro futuro”.

Gwen observó atentamente a Bokbu y vio la seriedad en su cara y sintió que realmente creía que el Segundo Anillo existía. Estudiaba el mapa que había dibujado, con el rostro serio.

“Hace años”, continuó finalmente Bokbu, con voz seria, “cuando yo era joven, vi que trajeron una espada y una coraza de acero a este pueblo. Lo encontraron, me contó mi padre, en el desierto, lo llevaba encima un hombre muerto. Un hombre que parecía de los vuestros, con la piel pálida. Un hombre que llevaba un traje de acero, que tenía una armadura con las mismas marcas que las vuestras. Murió antes de que nos pudiera decir de donde era y escondimos la armadura por miedo a morir”.

Bokbu supiró.

“Yo creo que el Segundo Anillo existe”, añadió. “Si lo encontráis, si podéis llegar hasta él, quizás podéis encontrar un hogar, un verdadero hogar, en el Imperio”.

“¿Otro sitio para escondernos del Imperio?” dijo Kendrick burlón.

“Si el Segundo Anillo existe”, dijo Bokbu, “está tan oculto que no se esconden. Viven. Es una posibilidad remota, mi señora”, concluyó, “pero una posibilidad al fin y al cabo”.

Antes de que Gwen pudiera procesarlo todo, una voz estridente de repente se oyó en mitad de la noche. Al principio era un chillido, después se transformó en un grito largo y más tarde en un canto continuo.

Gwen se giró mientras todos los hombres se quedaron en silencio, sentados y observando cómo una mujer de pelo negro y largo, que le caía hasta la cintura, con las manos a los lados, y un pañuelo de seda rojo alrededor de su cuello daba un paso hacia adelante. Se inclinó hacia atrás, levantó las manos hacia el cielo y cantó una canción solemne. Cantaba más y más fuerte y, mientras lo hacía, las llamas de las hogueras crecían más alto.

“¡Espíritus de las llamas!” cantaba. “Visitadnos. Dejad que os presentemos nuestros respetos. Decidnos lo que tenéis que decirnos. ¡Permitidnos ver lo que no podemos ver!”

Gwendolyn retrocedió y saltó hacia atrás cuando la hoguera de delante suyo empezó a echar chispas y a brillar más. Ella miró y se sorprendió al ver formas que se arremolinaban dentro de ella. Sintió que el vello se le erizaba.

El canto de la vidente se volvió más lento y después se detuvo, mientras se acercaba y se quedaba de pie delante de Gwendolyn. Gwen sintió miedo mientras los brillantes ojos amarillos la miraban fijamente.

“Pregúnteme lo que desee”, dijo la vidente, su voz inhumanamente oscura.

Gwen estaba sentada, temblando por dentro, queriendo preguntar, queriendo saber, pero con miedo a hacerlo. ¿Y si no era la respuesta que buscaba?

Finalmente, reunió la valentía.

“Thorgrin”, dijo Gwendolyn, apenas saliéndole las palabras. “Guwayne. Dime. ¿Viven?”

Hubo un largo silencio, mientras la vidente le daba la espalda y miraba al fuego. Se agachó y lanzó dos puñados de barro a las llamas. El fuego echó chispas y salió con gran fuerza y la vidente, de espaldas a Gwendolyn, empezó a murmurar palabras oscuras que Gwen no entendía.

Finalmente, se giró hacia ella, sus brillantes ojos amarillos fijos en ella. Gwen no podía apartar la vista aunque quisiera.

“Su bebé no volverá tal y como lo conoce”, pronunció de forma oscura. “Y su marido, mientras hablamos, se está adentrando en la Tierra de los Muertos”.

“¡NO!” gimió Gwendolyn, su grito oyéndose por encima del incesante chisporrotear de las llamas.

Se quedó escandalizada, sentía cómo su corazón latía muy fuerte, sentía que todo su cuerpo se debilitaba. El mundo empezó a dar vueltas y la última cosa que vio fue a Steffen y a Kendrick detrás de ella, preparándose para cogerla y ella cayó en sus brazos y el mundo se volvió negro.