Darius despertó de unos rápidos y turbulentos sueños a la primera luz del amanecer por el sonido de un cuerno de la aldea-un sonido bajo y de lamento que hacía que le dolieran los oídos- e inmediatamente supo que había problemas. Nunca se hacía sonar este cuerno salvo en emergencias fatales y solo lo había oído sonar una vez en su vida, cuando era un niño pequeño. Fue cuando uno de los aldeanos había intentado ecapar y fue atrapado por el Imperio, torurado y ejecutado delante de todos ellos.
Con una profunda sensación de presagio, Darius saltó de la cama, se vistió rápidamente y salió corriendo por la puerta de su cabaña, con Dray a su lado, a sus pies durante todo el rato. Inmediatamente, pensó en loti, y en la reunión del día anterior en la aldea. Los aldeanos habían discutido los unos con los otros sin fin, sin ponerse de acuerdo en una clara línea de actuación. Se estaban preparando para lo peor, para una condena inminente, la inevitable venganza del Imperio debía imponerse y, como era habitual, nadie estaba dispuesto a atacar, a llevar a cabo una acción decisiva. Darius apenas se sorprendía.
Aún así, darius no esperaba que el Imperio llegara tan rápido, a la mañana siguiente. Se lo tendría que haber imaginado: el Imperio nunca esperaba para vengarse.
Darius corría por el camino de barro hacia el centro de la aldea, uniéndose a una multitud que crecía a medida que la gente salía de sus cabañas, hombres y mujeres, hijos, hermanos, primos, amigos, todos como hormigas por el camino principal hacia el centro de la aldea. Crecía por momentos.
A sus pies, darius sentía que Dray lo seguía, mordiéndole juguetón los pies, siempre dispuesto a jugar fuera cual fuera la diversión que la aldea le trajera. Darius deseaba explicarle que no era un juego, pero sabía que Dray no lo entendería.
Mientras andaba, escaneaba las caras desesperadamente en busca de Loti, con la sensación de que tenía algo que ver con ella, con el Imperio, y sabiendo que lo necesitaría más que nunca. Habían llegado a un acuerdo el día antes que si sucedía algo-lo que fuera-se encontrarían junto al árbol grande que hay antes de la aldea. Mientras todos los habitantes de la aldea corrían hacia el centro, Darius se desvió y corrió hacia el árbol, esperando que ella estuviera allí.
Darius se alivió al ver que estaba. Allí estaba, escaneando la multitud, claramente buscándolo, también, con él pánico escrito en su rostro.
llegó hasta ella y ella se apresuró a sus brazos, con los ojos rojos de haber llorado. Solo podía imaginarse la larga noche que había pasado, especialmente dentro de la casa que la desaprobaba.
“Darius”, susurró en su oído, con una toma de aliento, y él pudo escuchar el alivio y el miedo en su voz.
“No te preocupes”, le contestó. “Está bien. Pase lo que pase, está bien”.
Temblando, se echó hacia atrás y negó con la cabeza mientras lo miraba a los ojos.
“No está bien”, dijo ella. “Nada volverá a estar bien. El Imperio quiere matarme. Quieren venganza. Nuestro propio pueblo quiere matarme. Se debe pagar un precio”.
“Escúchame”, dijo Darius seriamente, cogiéndola por los hombros. “Pase lo que pase hoy, bajo cualquier circunstancia, no les digas que fuiste tú. ¿Me comprendes? No admitas que lo hiciste”.
Ella lo miró, insegura.
“Pero y si…” empezó.
Él negó con la cabeza firmemente.
“No”, dijo él, con toda la seiedad que podía. “Prométemelo”.
Lo miró a los ojos y, mientras lo hacía, Darius podía ver cómo se fortalecían, lentamente ganaban resolución. Ella asintió, y empezó a erguirse un poco más.
“Lo prometo”, dijo en voz baja.
darius asintió, satisfecho, la tomó de la mano y la llevó rápidamente por el camino hacia el centro de la aldea.
Giraron la esquina y, al hacerlo, Darius vio que toda la aldea se había concentrado en el centro, mientras el cuerno sonaba de nuevo. Cuando Darius miró hacia ariba, pasadas sus caras, con la primera luz del amanecer, su corazón se encogió ante lo que vio. Allí, en el horizonte, bloqueando el camino de la aldea, había una enorme fuerza del Imperio, centenares de soldados con sus armaduras completas. Habán filas de zertas, escuadrones de soldados delante de ellos, empuñando toda clase de armas de acero, muy disciplinados, erguidos, esperando la orden para matar.
No hacía falta decir nada más. darius miraba a su gente y podía ver la tensión y el miedo. Sus aldeanos no tenían armas de verdad con las que contraatacar. No sería una lucha de verdad, en cualquier caso, no contra este ejército profesional.
Darius se preparó para el inevitable ataque que vendría a continuación, esperando a que el Imperio atacara. En cambio, hubo, extrañamento, un largo e incómodo silencio. El Imperio simplemente estaba allí, de cara a ellos, con sus banderas ondulándose con el viento de la mañana, como si quisieran aguantarlo todo.
Finalmente, el comandante del Imperio se adelantó, por delante de sus hombres, flanqueado por una docena de soldados y se puso de cara a los aldeanos.
“Se ha derramado sangre”, gritó fuerte, “y con sangre se pagará. Vuestro pueblo se ha llevado a uno de los nuestros. Habéis quebrantado la norma capital. Nuestros dos pueblos ha vivido en armonía el uno con el otro porque vosotros, y las generaciones anteriores a vosotros, han vivido de acuerdo con las normas. Sabíais cuál era el precio por romperlas”.
Hizo una pausa.
“Sangre por sangre”, exclamó.”Nuestra gran emperadora, Volusia, la más grande de las Reinas de Volusia, el Dios del Este y gobernadora suprema del mar y de sus barcos, ha decidido, en su abundante misericordia, no mataros a todos. A cambio, solo torturaremos y mataremos a uno de vosotros, el responsable de este acto atroz. Solo os ofrecerá esta gran gracia una vez, y solo porque ayer fue la festividad de nuestros dioses”.
Entonces hubo una larga pausa, el único sonido era el ondear de las banderas, mientras el comandante dejaba que sus palabras calaran.
“Ahora”, excamó, “el que lo hizo, que dé un paso al frente, admita sus crímenes y sufrirá la muerte por su pueblo. No se os hará esta generosa oferta dos veces. Que dé un paso al frente ahora”.
Todos los aldeanos estaban allí y Darius los observaba, viendo el pánico en sus rostros. Algunos se giraron a mirar a Loti, como si debatiendo si la delataban. Darius vio que Loti empezaba a llorar y notaba como le temblaba la mano dentro de la suya. Podía percibir que no estaba segura de qué hacer. Sentía que estaba a punto de dar un paso adelante y confesar.
Y él sabía que allí y entonces, fuera cual fuera el precio, era algo que su honor no permitiría.
Darius la miró.
“Recuerda tu promesa”, dijo él en voz baja.
Darius, resuelto, de repente se adelantó, dando varios pasos por delante de los otros. Entonces hubo un grito sofocado de su pueblo al hacerlo.
“¡Fui yo, Comandante!” exclamó Darius, su voz resonando en el tranquilo aire de la mañana.
Darius sentía que temblaba por dentro, pero se negaba a mostrarlo. Estaba decidido a ser más fuerte que su miedo, a superarlo. Allí estaba, barbilla en alto, pecho hacia fuera, mirando fijamente y con orgullo, desafiante, al Imperio.
“Fui yo el que mató al capataz”.
El comandante del Imperio lo miró serio y fijamente durante un buen rato, un hombre alto, con la típica piel amarilla, los dos pequeños cuernos y los ojos rojos de la raza del Imperio, con los cuernos, la enorme estructura corporal. Darius podía ver en sus ojos una mirada de respeto.
“Has confesado tus crímenes”, exclamó. “Eso está bien. Como premio, te torturaremos rápidamente antes de matarte”.
El comandante hizo una señal con la cabeza a sus hombres y hubo un sonido de armaduras y espolones, mientras media docena de soldados marchaban hacia delante, rodeando a Darius, cada uno de ellos agarrándolo brutamente por el brazo y arrastrándolo hasta el comandante.
Dray gruñó y saltó, clavando los dientes en la espinilla de uno de ellos, y el soldado gritó a la vez que soltaba a Darius. Dray soltó un sonido bravo mientras tiraba de él, derramando sangre, el soldado incapaz de deshacerse de él.
El soldado agarró su espada y Darius supo que debía actuar con rapidez si quería salvar la vida a Dray.
“¡Dray!2 exclamó Darius tajantemente. “¡Vete a casa! ¡AHORA!”
Darius usó su voz más fiera, rogando que Dray la escuchara y Dray de repente lo soltó, se dio la vuelta y se fue corriendo hacia la multitud.
Por poco escapó de la espada del soldado, que no dio a otra cosa que no fuera aire. Todos se dieron la vuelta y continuaron arrastrando a Darius.
“¡No!” gritó una voz.
Todos se detuvieron y vieron cómo Loti se adelantaba, llorando.
“¡Él no lo hizo! Es inocente. Lo hice yo”, dijo en voz alta.
El comandante, confundido, miraba de ella hacia Darius, preguntándose a quién creer.
“Las palabras de una mujer intentando salvar a su marido”, exclamó Darius. “¡No os la creáis!”
El comandante del Imperio miraba de un lado hacia el otro, el corazón de Darius latía fuerte, con esperanzas, rogando que el capataz lo creyera a él.
“¿realmente piensa que una mujer frágil podría estrangular a un capataz todopoderoso?” añadió Darius.
Finalmente, el comandante hizo una sonrisa estirada.
“Nos insultas”, dijo el comandante a Loti, “si crees que una mujer débil como tú puede matar a nuestros hombres. Si así fuera, yo mismo los mataría. Guarda tu lengua, mujer, antes de que te la corte con mi espada”.
“No”, exclamó Loti.
Darius vio unos hombres que se adelantaban y la refrenaban, echándola hacia atrás mientras ella los azotaba. Estaba abrumado por su lealtad hacia él y lo emocionaba profundamente, le daba consuelo antes de lo que él sabía que sería su muerte.
Darius sentía cómo tiraban de él y pronto se encontró atado a un palo, de cara al mismo, atado a él por las manos y los tobillos. sintió unas manos ásperas que rasgaban su camisa por la espalda, oyó un ruido que rasgó el aire y sintió su espalda al descubierto en el sol de la mañana y el aire fresco.
“Como hoy me siento piadoso”, gritó fuerte el comandante, “¡empezaremos solo con cien latigazos!”
darius tragó saliva, negándose a permitir que nadie viera el miedo en su rostro mientras sus muñecas se sujetaban firmemente a la madera. Se preparaba para el terrible dolor que vendría.
Antes de que pudiera acabar un pensamiento, Darius oyó el crujido de un látigo y, de repente, cada nervio de su cuerpo chilló al sentir un horrible dolor en su espalda. Sentía como su piel se desgarraba de su carne, sentía su sangre expuesta al aire. Era el peor dolor de su vida. No sabía cómo se recuperaría de esto, mucho menos de noventa y nueve más.
El látigo crujió de nuevo en el aire y Darius sintió otro golpe, esta vez peor que el anterior, se quejó otra vez y se agarró a la madera, sin permitirse a sí mismo gritar.
Los latigazos volvieron otra vez, y otra, y darius se sentía perdido en otro lugar, un lugar de honor y gloria y valor. Un lugar de sacrificio. Un lugar de sacrificio por alguien a quién quería. Pensaba en Loti, en el dolor que hubiera sufrido por esto; pensaba en su hermano cojo, un hombre al que Darius amaba y respetaba también, y en cómo ella se había sacrificado por él. Aguantó el siguiente latigazo, y el siguiente, sabiendo que los aguantaba por ella.
Darius se retiraba más y más profundamente en sí mismo, en un sitio de escape, y mientras lo hacía, sentía una conocida sensación que crecía dentro de él, sentía un calor que subía hasta sus manos. sentía cómo su cuerpo deseaba usar su poder. Ansiaba poderlo utilizar. Sabía que si lo hacía, podría librarse de aquello. Podría vencerlos a todos.
Pero Darius no lo permitiría; se paró a sí mismo, impidiendo que se desarrollara. Le daba miedo usarlo. Y por mucho que lo deseara, no quería ser un exiliado en su pueblo. Prefería morir mártir que ser recordado como un mago al que llenaran de injurias.
Vino otro latigazo, después otro, y Darius luchaba por resistir. Respiraba con dificultad y daría cualquier cosa a cambio de agua. estaba empezando a preguntarse si lo sobreviviría-cuando, de repente, una voz cortó el aire.
“¡Basta!” dijo la voz en alto. “Tenéis al hombre equivocado”.
El crujido del látigo cesó y darius se dio la vuelta débilmente y se sorprendió al ver a Loc, el hermano cojo de Loti, dando un paso por delante de los demás.
“Fui yo quién mató al capataz”, dijo Loc.
El comandante del Imperio lo miró fijamente, confundido.
“¿Tú?” dijo en voz alta, mirándolo de arriba abajo con descrédito.
De repente, Raj dio un paso adelante, poniéndose al lado de Loc.
“No”, exclamó Raj. “Fui yo quien lo mató”.
Desmond dio un paso adelante, al lado de Raj.
“¡No, fui yo!” gritó Luzi.
Se hizo un largo y tenso silencio entre la multitud, hasta que finalmente, uno a uno, todos los amigos de darius dieron un paso haciaadelante.
“¡No, fui yo!” resonaba una voz tras otra.
Darius se sentía profundamente agradecido a sus hermanos, muy conmovido por su lealtad; le hacía sentir querer morir un millón de muertes por ellos. Todos ellos estaban allí, encarándose con orgullo al Imperio, docenas de ellos dando un paso adelante, todos deseando ser castigados en su lugar.
El comandante del Imperio protestó hacia todos ellos y soltó un gruñido de frustración. Se dirigió hacia Darius y Darius sintió unas manos ásperas tras su espalda, mientras el comandante le agarraba fuerte, se inclinaba hacia delante y le susurraba al oído, con su aliento caliente en su nuca.
“Debería matarte, chico”, dijo furioso, “por mentirme”.
Darius sintió que una daga presionaba su garganta, sentía como el comandante la apretaba contra su piel y sintió que podría hacerlo.
En cambio, Darius de repente sintió un tirón en el pelo, su larga y despeinada coleta hacia atrás y, de repente, notó el filo tocando su pelo-el pelo que no se había cortado desde que nació.
“Un pequeño detalle para que te acuerdes de mí” dijo el Comandante, con una oscura sonrisa en los labios.
“¡NO!” exclamó Darius. De alguna manera, la idea de que le cortaran el pelo le afectaba más que ser azotado.
La aldea lanzó un grito ahogado cuando, con un corte limpio, el comandante tiró su pelo hacia atrás y lo cortó de tajo. Darius bajó la cabeza. Se sentía humillado, desnudo.
El comandante cortó las cuerdas que le ataban los tobillos y los pies y Darius se desplomó en el suelo. Débil por los golpes, desorientado, Darius sentía las miradas de su gente encima de él y, a pesar de lo doloroso que era, se obligó a ponerse de pie.
Se puso de pie con orgullo y miró al comandante, desafiante.
El comandante, sin embargo, se dio la vuelta y se dirigió a la multitud.
“¡Alguien está mintiendo!” gritó fuerte. “Tenéis un día para decidiros. Mañana cuando rompa el día, volveré. decidiréis si queréis decirme quién mató a este hombre. Si no es así, os torturaremos y mataremos a todos, a cada uno de vosotros. Si lo hacéis, entonces solo os cortaremos el pulgar derecho a cada uno. Este es el precio por por mentirme hoy aquí y por hacerme volver. Esto es clemencia. Volved a mentir y, por mi alma, os lo juro, aprenderéis lo que es no tener clemencia.
El comandante dio la vuelta, montó en su zerta, hizo una señal a sus hombres y, a una, se marcharon, volviendo por el camino por el que habían venido. Darius, para quien el mundo daba vueltas, veía con dificultad a sus hermanos, Loti, todos ellos se apresuraron, llegando a él justo a tiempo, mientras tropezaba y caía en sus brazos. Cuántas csas pueden pasar, pensaba, mirando al sol antes de perder la conciencia, antes de que que rompa el día/amanezca.