CAPÍTULO VEINTINUEVE

 

Volusia viajaba en su carruaje de oro, llevada por su procesión de hombres, una docena de su más finos oficiales y asesores acompañándola en este largo viaje a Maltolis, la ciudad del príncipe chiflado. Mientras se acecaban a las puertas, la gran ciudad se desplegaba ante ella y Volusia miraba hacia arriba maravillada. Había oído hablar de la ciudad loca y del príncipe chiflado, Matolis, que, como ella, había sacado su nombre de la ciudad, siempre desde que era una niña, pero nunca la había visto. Por supuesto, su madre la había advertido, igual que todos sus consejeros, que nunca se atreviera a acercarse a ella. Decían que estaba poseída; que todo aquel que se acercaba, nunca volvía.

La idea la divertía. Volusia, audaz, en busca del conflicto, miró las enormes murallas, todas hechas de piedra negra e inmediatamente vio que, aunque Volusia era una gran ciudad, Matolis era diez veces más grande en envergadura y tamaño, con sus enormes murallas elevándose al cielo. Mientras Volusia estaba construida al lado del mar, con la olas al romper y el mar azul visible por todas partes, Matolis estaba envuelta de tierra, en las profundidades de las tierras del este, enmarcada por un árido desierto y un campo de cactus negros retorcidos. Eran una decoración acorde para anunciar este lugar.

Todos se detuvieron delante de un puente de piedra que se alargaba sobre un foso, de casi veinte metros de anchura, de brillantes y profundas aguas azules, rodeando la ciudad. Solo había una entrada y una salida a la ciudad, a través de este negro puente arqueado, fuertemente custodiado por docenas de soldados alineados.

“Bajadme”, ordenó Volusia. “Quiero verlo por mí misma”.

Hicieron lo que se les ordenó y, cuando los pies de Volusia tocaron el suelo, se sintió bien por estar de pie después de todos aquellos kilómetros en que la hbían llevado. Inmediatamente empezó a caminar hacia el puente, con sus hombres corriendo tras ella.

Volusia se detuvo ante él, echando una mirada: en fila a lo largo del puente había una serie de picas, todas ellas con las cabezas de hombres acabadas de decapitar clavadas en ellas, con la sangre fresca goteando de ellas. Pero lo que realmente la sorprendió fue lo que vio encima de esto: allá arriba había una barandilla de oro y de ella colgaban torsos de soldados, con las piernas arrancadas. Era una visión horripilante y una manera siniestra de anunciar la ciudad. No tenía sentido, pues todos aquellos soldados parecían ser los hombres del príncipe.

“Se rumorea que mata a sus propios hombres”, dijo Soku adelantándose y susurrando al oído de Volusia, también boquiabierto ante tal visión. “Cuanto más leales son, más posibilidades hay de que los mate”.

“¿Por qué?” preguntó ella.

Soku se encogió de hombros.

“Nadie lo sabe”, respondió él. “Algunos dicen que por diversión; otros dicen que por aburrimiento. Nunca intente analizar las razones de un loco”.

“Y si está tan loco”, replicó ella, “cómo gobierna una ciudad tan grande? ¿Cómo la conserva?”

“Con un ejército que heredó, más inmenso de lo que el nuestro jamás será”.

“Se dice que intentaron sublevarse cuando él llegó al poder”, dijo Koolian, acercándose por su otro lado. “Pensaron que sería fácil. Pero él les sorprendió a todos. Mató a los rebeldes de las formas más horripilantes, empezando primero por sus familias. Resultó ser más cruel e impredecible de lo que el mundo podía saber”.

“Se lo advierto de nuevo, mi señora”, dijo Soku. “Alejémonos de este lugar. Encontremos un ejército en otro sitio. El príncipe chiflado no le prestará sus ejércitos. No posee nada que él quiera, nada que le pueda dar. ¿Por qué iba a considerarlo?”

Volusia lo miró, con una mirada fría y dura.

“Porque soy Volusia”, dijo ella, en su voa sonaban la autoridad y el destino. “Soy la Diosa Volusia, nacida del fuego y las llamas, del viento y el agua. Aplastaré naciones bajo mis pies y nada de este mundo, ni un ejército, ni un príncipe, me detendrá”.

Volusia se volvió hacia el puente y siguió su camino, sus hombres se apresuraban a seguirla, hasta que llegó a la base y una docena de soldados la detuvieron, bajando sus lanzas, bloqueándole el camino.

“Exponga aquí su propósito”, dijo uno, con el rostro escondido tras el casco.

“Dirijase a ella como Emperatriz”, dijo Aksan, adelantándose, indignado. “Estás hablando con la gran Emperadora y Diosa de Volusia. La Reina de Volusia. Reina de la gan ciudad al lado del mar y Reina de todas la sprovincias del Imperio”.

“No dejamos pasar a nadie sin el permiso del Príncipe”, respondió el soldado.

Volusia se adelantó, levantó la mano hacia la punta de la afilada lanza y lentamente la bajó.

“Tengo una oferta para tu Príncipe”, dijo en voz baja. “Una que no puede rechazar. Nos dejarás pasar porque tu Príncipe te matará si descubriera que nos has rechazado”.

Los soldados, inseguros, bajaron sus lanzas y se miraron los unos a los otros, perplejos. Uno asintió con la cabeza y, poco a poco, todos estaban erguidos, dejándola pasar.

“Podemos llevarla hasta nuestro Príncipe”, dijo el soldado. “Pero si no le gusta su petición, bien…ya ven su obra”, dijo, mirando hacia arriba.

Volusia siguió su mirada y miró todos los cuerpos mutilados que adornaban el puente.

“¿Desea correr ese riesgo?” preguntó el soldado.

“Mi Emperadora, vayámonos de este lugar”, le dijo Soku con insistencia al oído. “Algunas puertas es mejor no abrirlas”.

Volusia movió la cabeza y dio el primer paso adelante. Observó, más allá de los soldados, a las desalentadoras puertas, dos enormes puertas de hierro, cada una de ellas adornada con una grotesca escultura de hierro, del revés, una chillando y la otra riendo. Solo estas esculturas de hierro, pensó Volusia, serían suficientes para hacer que una persona en su sano juicio diera la vuelta.

Miró al soldado directamente a los ojos, decidida.

“Llévame hasta tu gobernador”, ordenó.

 

*

 

Volusia atravesaba las encumbradas puertas de la ciudad loca, mirándolo todo perpleja. Una gota le cayó en el hombro y, pensando que era lluvia, miró hacia su dorada manga y se quedó sorprendida al ver que la mancha era de color escarlata. Miró hacia arriba y vio una serie de cuerdas que cruzaban los muros de la ciudad, de las que colgaban una colección de extremidades-una pierna aquí, un brazo allá- todos colgando como campanas de viento, goteando sangre. Se movían con el viento, la vieja cuerda crujiendo.

Algunas cuerdas colgaban más bajas y otras más altas y, mientras Volusia y sus hombres atravesaban las puertas, se tenía que rozar con ellas, pues se balanceaban contra ella.

Volusia admiraba la barbarie del Príncipe. Pero aún así, se sorprendía de la magnitud de su locura. Su crueldad no la asustaba-pero sí su azar. Ella misma amaba ser perversa y cruel, pero siempre lo hacía dentro de un contexto racional. pero esto…no podía comprender su manera de pensar.

Atravesaron las puertas y entraron en un amplio patio de la ciudad, con el suelo hecho de adoquines, la ciudad encerrada por las elevadas murallas de la ciudad. Centenares de tropas llenaban la plaza, sus armaduras sonaban y sus espuelas hacían eco mientras marchaban por ella. De no ser por esto, la ciudad estaba extrañamente en silencio de buena mañana.

Mientras cruzaban lentamente la plaza, Volusia sentía como si la estuvieran observando; miró hacia arriba y, a lo largo de los muros de la ciudad, vio gente, ciudadanos, con el pánico y la preocupación dibujados en sus rostros, saliendo por pequeñas ventanas y mirando hacia abajo, con los ojos abiertos como platos. muchos tenían expresiones grotescas, algunos se golpeaban en la cabeza, otros se tamabaleaban, otros se balanceaban y golpeaban la cabeza contra la pared. Algunos se quejaban, otros reía y otros, todavía, lloraban.

Mientras observaba, Volusia vio a un hombre joven que se abalanzó tanto por la ventana, que cayó volando haciaabajo, de cabeza, chillando. Fue a parar a la roca con un fuerte golpe, encontrándose con la muerte quince metros más abajo.

“La primera cosa que tocó el príncipe cuando heredó el trono de su papá”, susurró Koolian a Volsia mientras camnaba a su lado, “fue abrir las puertas de todos los manicomios. Soltó a todos los locos a su libre albedrío por la ciudad. Se dice que al príncipe le satisface verlos dando su paseo matutino y oír sus gritos tarde por la noche”.

Volusia escuchaba los quejidos, los lloros, los gritos y las risas, que resonaban en las paredes, retumbando en la plaza y, tuvo que admitir que incluso ella, impávida ante todo, lo encontraba inquietante. Estaba empezando a tener una sensación de terror. Cuando tratas con un loco, la seguridad no existe. No sabía qué esperar de este lugar y tenía un presentimiento cada vez más grande de que no sería bueno. Quizás, por primera vez en su vida, esto escapaba a su cabeza.

Aún así, Volusia se obligaba a ser fuerte. Era una diosa, después de todo, y a una diosa no se le puede hacer daño.

Volusia sentía la tensión espesa en el aire mientras atravesaban la plaza y, finalmente, llegaban a una elevada puerta dorada. Una docena de soldados estiraron lentamente los picaportes, que eran tan grandes como ella, y las inmensas puertas crujieron. Un aire frío salió de la oscuridad y la golpeó.

Llevaron a Volusia hacia el castillo y, mientras entraba en este tenebroso lugar, iluminado tan solo por antorchas esporádicas, oyó risas y gritos retumbando por las paredes. Mientras sus ojos se habituaban, vio docenas de locos, vestidos con harapos, andando por el suelo, algunos los seguían, otros les gritaban y uno andaba a cuatro patas a su lado. Era como entrar en un manicomio. Los soldados los mantenían a una distancia segura pero, aún así, su presencia era desconcertante.

Ella y su séquito los siguieron a lo largo de un interminable pasillo y, finalmente, hacia una enorme entrada.

Allí, delante de ellos, Voludia se sorprendió al ver que estaba el príncipe chiflado. No estaba sentado en el trono, como un gobernador normal, o salió a recibirlos; de hecho, Volusia se sorprendió al ver que su trono estaba del revés-y el Príncipe, en lugar de sentado, estaba encima de pie, con los brazos extendidos a los lados. Descalzo, no llevaba nada más que unos pantalones cortos y la corona en la cabeza, prácticamente desnudo a pesar del frío. También estaba cubierto de suciedad.

Cuando entraron y los divisó, pegó un salto de repente.

Todos se acercaron, Volusia sentía que su corazón latía rápido por la expectación; pero en lugar de ir a recibirlos, el Príncipe se dio la vuelta y corrió hacia una de las paredes. Corrió a lo largo de la antigua pared de piedra, adornada con el más hermoso cristal pintado, con las manos en alto y pasándolas a lo largo del mismo. Cuando Volusia vio las preciosas paredes de piedra caliza volverse rojas, se dio cuenta de que las manos del Príncipe estaban cubiertas de pintura. Pintura roja. Corría arriba y abjo a lo largo de las paredes y manchaba con esta pintura la preciosa piedra, junto con el cristal pintado, echándolos a perder; manchaba banderas y heraldos y trofeos, todos, sin duda, de sus antepasados. Y nadie se atrevía a detenerle.

El Príncipe reía y reía mientras lo hacía.

Volusia echó un vistazo a sus hombres, que la miraron todos con el mismo recelo.

Todo esto podría haber sido entretenido, de no ser que la habitación estaba llena de centenares de soldados malísimos, todos de pie atentos, perfectamente alineados a lo largo del centro de la habitación, rodeando el trono, todos claramente esperando órdenes del Príncipe.

 Volusia y sus hombres fueron llevados por la habitación, justo hacia el trono del Príncipe, y estuo allí, esperando, de cara al trono vacío que estaba del revés, observando cómo el Príncipe corría por la habitación.

Volusia estuvo allí durante no se sabe cuánto tiempo, cada vez más impaciente, hasta que el Príncipe dejó de hacer lo que estaba haciendo, corrió a través de la habitación, con las joyas de su corona sonando mientras lo hacía, corrió hacia su trono puesto del revés y saltó sobre su respaldo. Se deslizó por él como un niño pequeño, cayendo de pie, riendo y aplaudiendo de forma histérica y después corría de nuevo y lo hacía una y otra vez.

Finalmente, después de deslizarse por quinta vez, cayó sobre sus pies y corrió hacia Volusia y su grupo a toda velocidad. Se paró de golpe a treinta centímetros de ella y todos los hombres de Volusia retrocedieron.

Pero Volusia no. ella estaba allí, decidida, mirándole fijamente, tranquila, sin expresión, mientras observaba  el arco iris de emociones uqe pasaba por su rostro. Lo observaba pasar de estar feliz a furioso a neutro, a feliz otra vez, a confundido, en espacio de unos pocos segundos, mientras la examinaba. Realmente no hacía contacto visual, más bien tenía una mirada distante en sus ojos.

Mientras Volusia lo examinaba, se dio cuenta de que no era poco atractivo, un hombre de dieciocho años, fuerte, con rasgos finos. La locura de su cara, sin embargo, le hacía parecer mayor de lo que era. Y, por supuesto, necesitaba un baño.

“¿Has venido para ayudarme a pintar?” le preguntó.

Ella lo miró fijamente, sin expresión, pensando cómo responder.

“He venido para recibir audiencia”, dijo ella.

“Para ayudarme a pintar”, dijo de nuevo. “Pinto solo. ¿Comprendes?”

“He venido…” Volusia respiró profundamente, midiendo sus palabras cautelosamente. “He venido para pedir tropas. Rómulo ha muerto. Ya no existe el gran líder del Imperio. Tú gobiernas las tierras del oeste, y yo las costas del este. Con tus hombres, puedo derrotar a la capital, antes de que invada nuestras tierras”.

“¿Nuestras?” preguntó el Príncipe. “¿Por qué? Es a ti a quien buscan. Yo estoy seguro aquí. Siempre he estado seguro aquí. Mis padres estuvieron seguros aquí. Mis peces están seguros aquí”.

Volusia se sorprendió al ver lo astuto que era; pero a la vez también estaba loco y no sabía hasta donde lo podía tomar en serio. Era una experiencia confusa.

“Las tropas tan solo son tropas”, añadió él. “Llenan los cielos. Tú quieres usarlas. Ellas te pueden usar a ti. A mí no me importan. No las necesito”.

Los ojos de Volusia se abrieron como platos con esperanza, mientras luchaba por comprender su excéntrico discurso.

“¿Entonces podemos usar tus hombres?” preguntó Volusia, llena de estupor.

El Príncipe echó la cabeza hacia atrás y rió histéricamente.

“Por supuesto que no podéis”, dijo él. “Bueno, quizás. Pero el problema es que yo tengo una norma. Siempre que alguien me pide algo, lo tengo que matar primero. Entonces, a veces, después de que hayan muerto, se lo concedo”.

Él la miró fijamente, hizo una cruel risa de mofa y, con la misma rapidez, sonrió, mostrando sus dientes.

“No me puedes matar”, respondió Volusia, con la voz fría como el acero, intentando proyectar autoridad aunque se sentía cada vez más desprevenida. “Estás hablando con la gran Volusia, la Diosa más grande del este. Tengo decenas de miles de hombres dispuestos a morir a mi antojo, y es mi destino gobernar el Imperi. Puedes o bien prestarme a tus hombres y gobernar conmigo, o bien…”

Antes de que pudiera acabar, el Príncipe levantó una mano. Se quedó allí de pie mirando hacia arriba, como si escuchara, y el silencio se rompió por el doblar lejano de campanas.

De repente, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.

“¡Mis pequeños están despertando!” dijo, mientras corría hacia la entrada. “¡Es hora de darles de comer!”

Aplaudía histéricamente mientras desaparecía de la habitación. Indicaron a Volusia y a sus hombres que lo siguieran, mientras todos sus soldados se ponían en fila y empezaban a marchar tras él. Volusia se preguntaba a dónde demonios los llevaban.

Volusia vio que los llevaban fuera del castillo, a través de elevadas puertas, y hacia otro puente arqueado, que llevaba a la fosa de detrás del castillo. todos se apresuraron a ir tras el Príncipemientras estaba solo en el centro del puente, prácticamente desnudo a pesar del frío y sujetando un palo largo y forcejeaba.

Volusia miró por encima del puente y vio que al final del largo palo había una cuerda que colgaba hacia abajo; al principio pensó que estaba pescando, pero a continuación miró más de cerca y vio que al final de la cuerda había un hombre, con un nudo alrededor del cuello, colgando en las aguas de la fosa. Volusia observaba horrorizada como agarraba el palo con las dos manos, sujetándolos con furia con todas sus fuerzas, con los músculos tirantes.

Oyó gritos y, al mirar hacia abajo, vio que en la fosa había un grupo de cocodrilos, mordiendo las piernas del hombre y arrancándoselas.

El Príncipe estiró el torso, sin piernas, fuera del agua, los gritos de la víctima llenaban el aire. lo arrojó sobre el puente, destrozado, todavía vivo.

Varios soldados se apresuraron para coger el paloy levantar al hombre medio devorado en alto, colocándose con un garfio en las cuerdas que atravesaban el puente. El cuerpo estaba colgando allí, el hombre ahora se quejaba, goteando sangre y agua encima del puente.

El Príncipe aplaudía con furia. Se dio la vuelta y fue corriendo hacia Volusia.

“Me encanta pescar”, le dijo a Volusia mientras se acercaba. “¿A ti no?”

Volusia miró el cuerpo y la visión, incluso para ella, era demasiado. Estaba horrorizada. Sabía que si tenía que sobrevivir a este lugar, debía actuar, hacer algo rápidamente, con toda seguridad. Sabía que debía relacionarse con él en sus condiciones, actuar de forma más loca que él. Sobresaltarlo por encima de su locura.

De repente ella se adelantó y le arrebató la corona de la cabeza al Príncipe. Se la puso en su cabeza y se quedó allí, mirándolo.

Todos los soldados se corrieron hacia delante, sacando las armas, y el Príncipe finalmente pareció volver a la realidad. Finalmente, tenía su atención mientras estaba allí de pie mirándola.

“Es mi corona”, dijo él.

“Te la devolveré”, dijo ella, “una vez satisfagas mi petición”.

“Te dje que cualquiera que hace una petición, muere”.

“Puedes matarme”, dijo ella. “Pero primero, concédeme una petición antes de morir”.

Él la miró fijamente, sus ojos miraban de un lado a otro, como si la contemplara.

“¿Qué es?” preguntó él. “¿Qué es lo que quieres que haga?”

“Quiero hacerte un regalo más grande que alguien alguna vez te haya hecho”, dijo ella.

“¿Un regalo? Tengo los regalos más grandes del Imperio. Ejércitos enteros para mí. ¿Qué puedes darme tú que no tenga ya?”

Ella lo miró, posando toda la belleza de sus hermosos ojos en los suyos y dijo:

“A mí”.

Él la miró, confundido.

“Duerme conmigo”, dijo ella. “Esta noche. Esto es lo único que pido. Por la mañana, puedes matarme. Y habrás satisfecho mi petición”.

Él la miró durante un buen rato en un pesado silencio, el corazón de Volsia latía intensamente mientras esperaba que lo aceptara.

Finalmente, él sonrió.

Sabía que sus poderes eran más grandes de lo que cualquier hombre podía resistir-ni incluso un príncipe chiflado podía rechazarlos. ella se adelantó, le cogió la cara entre sus manos, se inclinó y lo besó.

Él también la besó ligeramente, con los labios temblorosos.

“Tu petición”, dijo él, “te ha sido concedida”.