El corazón de Loti giraba confusamente con emociones mezcladas mientras trabajaba en los campos con los demás, usando su largo rastrillo de madera para romper las piedras y el suelo, preparando los campos del Imperio para plantar. Era un ejercicio monótono y tedioso, que había hecho casi cada día de su vida, levantando alto el largo rastrillo de madera, con los grilletes en las muñecas, para evitar que lo usara como un arma y rascando los interminables desechos del desierto. Cuando lo bajaba, el metal le cortaba las muñecas, dejándole marcas, como había hecho durante años. Había aprendido a ignorar el dolor.
Pero esto no era lo que le dolía aquel día; mientras arrastraba el rastrillo por la tierra, no pensaba en los grilletes, en las cicatrices, sino en Darius. Se sentía fatal por haberlo mandado a paseo de la manera en que lo hizo, por no haber sido más agradecida con él por salvarle la vida. Había transcurrido un ciclo de luna entero y finalmente, pasada la conmoción, había tenido tiempo de procesarlo todo. Todavía no podía creer lo que había pasado con los capataces, cómo Darius la había salvado de una vida de certero infierno y esclavitud y posiblemente incluso de la muerte. Le debía su vida -más que su vida. Y le había respondido con fría indiferencia.
Sin embargo, a la vez, se había sentido abrumada, insegura de cómo reaccionar. Nunca antes había visto a alguien usar un poder mágico y le sorprendió ver a Darius usarlo. Toda su vida sus padres y los mayores le habían enseñado a ver la magia como brujería, algo que debía condenarse con las condiciones más fuertes posible, el único tabú real en su aldea. Le habían dicho que era la magia lo que había llevado a su gente a la perdición para empezar. Y, al ver a Darius usarla…bien, no supo cómo reaccionar. Había reaccionado impulsivamente, de una manera que sus padres hubieran querido que lo hiciera.
Pero ahora, mientras llevaba el rastrillo de madera una y otra vez hacia abajo, arrastrándolo por el barro, se sentía fatal por lo que había hecho. Quería correr hacia Darius, para disculparse, para estar con él, este chico que había sorprendido su corazón más de lo que podía haber imaginado. Siempre había sospechado que había algo diferente en él, aunque no estaba segura de lo que era. En efecto era diferente a todos los demás, con su gran habilidad. Pero aún más, con su gran corazón. Su intrepidez.
Ahora lo había echado todo a perder. Todo porque tenía miedo, miedo de la condena que recibiría por parte de sus padres y de los mayores si la cogían con él, si descubrían su poder. Tenía miedo de que no lo entendieran; no estaba segura de si se entendía a ella misma.
También había tenido miedo durante este último ciclo de luna de que un día el Imperio llegara y la acorralaran a Darius y a ella por haber matado a aquellos hombres; cada día esperaba que se descubrieran los cuerpos. Pero ese día nunca llegó. Quizás estaban tan profundamente enterrados bajo la avalancha después de todo que nunca los encontrarían. Y mientras el miedo empezaba a disiparse, Loti empezaba a darse cuenta, aún más, que no debía tener miedo de nada, que quizás podría estar con Darius, si él la aceptaba de nuevo. Quizás ya era demasiado tarde.
Loti se detuvo por un momento, hizo una pausa y se limpió la parte de atrás de su frente, miró a su alrededor y vio a todas las otras chicas destinadas con ella a este campo, todas trabajando incansablemente. A su lado, estaba muy contenta de ver, a su hermano, Loc. Los capataces habían añadido insulto a la herida asignando a Loc aquí en los campos con las chicas, y sentía mucha compasión por él. Otra vez, toda su vida había sido ofendido por su lesión, una pierna más corta que la otra, y un brazo deformado y más corto que el otro. Incluso era tratado como un marginado dentro de su propia familia, una casa llena de guerreros, donde su madre y su padre lo despreciaban como si no existiera.
Pero Loti quería a Loc con todo su corazón y siempre lo había hecho. Estaba decidida a que la abundancia de amor por él compensara la falta de amor que recibía de los demás. Loti proyectaba una imagen dura, lo sabía, y por fuera era dura; pero en su interior, tenía un corazón de oro. De hecho, quería más a Loc que a todos sus hermanos y a toda su familia. Todos ellos pasaban por alto lo que ella veía de forma evidente en Loc: un gran corazón, una amplia y graciosa sonrisa, y más alegría y felicidad que nadie que hubiera conocido jamás, incluso en sus circunstancias. Loti aspiraba a ser como él, a ser tan feliz como él, a ser tan amable y compasivo y fácil de llevar y rápido en perdonar como lo era él. Haría cualquier cosa por él, y le encantaba su compañía, a si que no le importaba que estuviera haciendo el mismo trabajo que ella.
“Será mejor que sigas trabajando, hermana”, le dijo Loc, mirándola con una sonrisa, “o te verán”.
Loc cogió su rastrillo con su mano buena y lo bajó. Su brazo bueno era un brazo fuerte, el brazo de un guerrero, como sus hermanos, compensando el otro; y aún así, sin buen equilibrio, era difícil para él. Loc era dos veces más lento que las chicas, y era difícil para él trazar una línea recta, cada tirada le suponía un gran esfuerzo. pero nunca se quejaba y siempre se ponía a trabajar con una enorme sonrisa.
“Eres tú el que debería hacer una pausa”, dijo ella, todavía recuperando la respiración. “Te asignan una tarea cruel. Lo hacen a propósito”.
Él se rió.
“Me han asignado cosas mucho peores, hermana mía”, dijo. “Esto no me peocupa. Es por ti por lo que estoy preocupado. Dime qué te preocupa. Puedo verlo en tu cara”.
Sin responder, Loti levantó su rastrillo y volvió al trabajo. Trabajaban juntos en un cómodo silencio mientras ella reflexionaba sobre cómo expresar lo que tenía en mente. No poseía la rápida agudeza que otros tenían; necesitaba tiempo para considerar sus pensamientos con la mayor claridad. Loc la respetaba, no invadía su privacidad, le daba tiempo y espacio. Era una de las cosas que le encantaban de él. Podía explicarle lo que fuera, pero si quería silencio, lo respetaba.
Estaban cogiendo un ritmo regular, cada uno perdido en sus propios pensamientos cuando, de repente, Loti escuchó pasos corriendo. Loti se dio la vuelta y quedó presa del terror al ver a un capataz del Imperio acercándose a toda prisa, levantando el látigo y golpeando a Loc en la espalda.
Loc gritó de dolor, se tambaleó hacia delante y cayó de cara al suelo.
“¡Vas más atrasado que las mujeres!” dijo gritando el capataz. “¡No eres un hombre!”
El capataz levantó el látigo y lo azotó otra vez.
Y otra.
“¡Basta!” gritó Loti, corriendo hacia delante, incapaz de soportarlo.
Todas las chicas dejaron de trabajar y se giraron a observar. Loti corrió hacia adelante sin pensárselo, sin darse cuenta de las consecuencias pero incapaz de controlarse. Los grilletes ataban sus muñecas con casi un metro de cadena entre ellos y Loti corrió hacia delante y se colocó entre Loc y el capataz justo cuando vino el azote del látigo.
Loti recibió el latigazo en su lugar, a través de su hombro, y lloró de dolor al recibir el golpe en lugar de su hermano, que estaba tirado en el suelo.
El capataz, furioso, le dio una bofetada y ella sintió un increíble ardor en la cara, a la vez que daba vueltas.
“Tú te entrometes”, dijo. “Te puedo matar por esto”.
Le dio una patada con su gran bota y la mandó volando de cara al barro y a las piedras.
Loti rápidamente se dio la vuelta, miró hacia atrás y lo vio caminando hacia Loc, que todavía estaba tumbado en el suelo, levantando una mano para protegerse la cara.
El capataz se acercó y lo azotó de nuevo.
“¡No!” gritó Loti.
Se levantó de un salto, viendo la crueldad en el rostro del capataz, sabiendo que azotaría a su hermano hasta la muerte.
Loti estaba allí, el capataz de espaldas a ella, azotando a Loc una y otra vez, Loc cubierto de sangre y tumbado allí en el suelo, gritando de dolor.
Loti dijo basta. No podía soportarlo más.
Loti fue corriendo hacia allí, saltó alto en el aire y fue a parar a la espalda del capataz. Se agarró a su cintura con las piernas y, en el mismo movimiento, levantó los grilletes y rodeó con las cadenas el cuello del capataz dos veces-y apretó.
Loti apretaba y apretaba con todas sus fuerzas, agarrada a muerte a las cadenas de hierro, sabiendo que si las soltaba, costaría la vida de su hermano y la suya. No las soltaría, ni siquiera las hordas del mundo podrían separarla de él.
El hombre era enorme, su cuello todo músculo, de unos treinta centímetros de ancho, y él se echaba para atrás y corcoveaba. Aún así, Loti apretaba con todas sus fuerzas. Era como sujetar a un toro que encabritado.
El capataz se echó hacia atrás, respirando con dificultad, soltó el látigo e intentó cogerla, una y otra vez. Le clavó las uñas, aranándole las muñecas.
Y, aún así, ella resistía, apretando más fuerte.
“Tú, cerdo asqueroso”, exclamó. “¡Sabes que mi hermano no puede defenderse!”
“¡Loti!” gritó una de sus amigas, otra mujer, descuidando sus tareas, intentando separarla de él. “¡No lo hagas! ¡Te matarán! ¡Nos pueden matar a todos!”
Pero Loti la ignoró; nada la detendría.
El capataz la sacudía en su espalda como un caballo salvaje y loco, lanzándola de izquierda a derecha; Loti sentía que su fuerza se estaba poniendo a prueba hasta el límite, pero ella todavía resistía.
Él se tambaleaba hacia delante, entonces, de repente fue volando hacia atrás, llevándola a ella hacia atrás, hacia el suelo, cayendo de espaldas encima de ella.
El peso de él cayendo encima de ella casi la aplasta.
Pero todavía así ella apretaba.
Mientras apretaba, Loti pensaba en todas las indignidades que había sufrido, que todas las mujeres habían sufrido a manos de aquellos hombres. Dejó que su rabia saliera, pasando a sus manos, brazos y hombros, y apretó y apretó, deseando el capataz sufriera lo mismo que ella. Era su oportunidad de venganza. Su oportunidad de hacerle saber al Imperio que ella también era poderosa.
Pero él todavía seguía luchando. Se inclinó hacia delante y tiró la cabeza para atrás, echándola a ella para atrás de un cabezazo, la parte de atrás de su cráneo le aplastó la mejilla y un dolor horroroso se le disparó hacia la cabeza.
Loti, hirviendo de adrenalina, todavía no lo soltaba, apretando con sus brazos temblorosos, el dolor salió dirigido hacia su cabeza. No sabía cuánto tiempo podría aguantar. Era demasiado fuerte para ella y él no moría.
Loti miró hacia arriba y vio que levantaba la cabeza de nuevo. Su cabeza fue volando hacia atrás y, de un cabezazo, la tiró hacia atrás de nuevo, golpeándole la nariz.
Esta vez, el dolor era demasiado, sus ojos se encegaron con la sangre de su nariz. Involuntariamente se soltó.
Loti sabía que iba a morir. Miró hacia arriba, esperando ver al capataz a punto de matarla.
Pero lo que vió la sorprendió: en su lugar, vio a Loc mirándolos, poniendo mala cara por primera vez en su vida. Ella vio, en aquel momento, el guerrero en sus ojos.
Loc levantó su rastrillo de madera y dirigió la punta del mismo hacia la barriga del capataz.
El capataz respiró con dificultad, inclinándose hacia delante mentras Loc le daba golpes, una y otra vez, rompiéndole las costillas. Era justo lo que Loti necesitaba para volverse a agarrar con los grilletes.
Pasado un buen rato después de dejar de moverse, Loti se dio cuenta de que había muerto.
Ella miró hacia abajo. Él yacía allí, perfectamente quieto, todo el mundo perfectamente quieto, y se dio cuenta de que acababa de matar a un hombre.
Y que nada volvería a ser lo mismo otra vez.