CAPÍTULO DIECISÉIS

 

Thor estaba sentado en la pequeña barca con sus hermanos de la Legión, mientras el hombre de la túnica y la capucha los llevaba remando en silencio a través de las aguas fosforosas, con el único sonido del goteo del agua resonando en las paredes de la cueva. Allá abajo, Thor observaba las turbias aguas cambiar de color, de un verde brillante a un azul agua y vio algo arremolinándose bajo la superficie, no sabía seguro qué, como si estuviera lleno de criaturas. Delante de ellos, el aire se arremolinaba con la niebla, color escarlata, gruesa, que iba y venía. Con cada suave golpe del agua, su barca se desizaba más y más hacia las profundidades de la cueva, hacia la oscuridad del otro lado. Thor sentía una resolución con cada movimiento de remo, sentía como si estuvieran entrando en otro dominio, para no volver nunca. Mientras Guwayne estuviera allí, se atrevería a cualquier cosa.

Thor sentía la ansiedad y la tensión entre sus hermanos, todos ellos en silencio, agarrando con una mano el filo del barco y con la otra sus armas. Se habían adentrado hasta los confines de la tierra juntos, pero nunca en un dominio como este. Él percibía su miedo. Podían luchar contra cualquier cosa, ¿pero podían luchar contra la muerte?

El remar finalmente cesó y su barca continuó deslizándose hasta que se detuvieron en la lejana orilla con un suave golpe. Thor miró y vio una pequeña tira de piedra negra, quizás de unos seis metros de ancho y, más allá de esto, un estrecho puente, que llevaba a través de una gran fractura dentro de la cual se arremolinaba la niebla, más gruesa aquí.

Thor se dio la vuelta y miró al hombre, que seguía con la cabeza agachada, la túnica cubriéndole el rostro. Thor no podía ver su cara y se preguntaba qué tipo de criatura se escondía allá abajo.

“El camino hacia la muerte yace delante vuestro”, dijo el hombre, con voz oscura, anciana. “Atravesad el Cañón de Sangre y, si os atrevéis a entrar, llamad tres veces a las Puertas de la Muerte. Se abrirán para vosotros…una vez. Y nunca más se volverán a abrir para vosotros”.

Thor tenía sensación de recelo, todos sus amigos lo miraban, pálidos. Sabía que era ahora o nunca.

Thor salió de la barca y fue a la roca negra y todos sus amigos le siguieron.

La barca se apartó, el guardián del río se fue por donde había venido y, mientras lo hacía, exclamó por última vez: “Si atravesáis aquellas puertas, id con cuidado: nuestra noción del tiempo aquí no es como la vuestra. Unos pocos pasos pueden durar muchas lunas”.

Con esto, el hombre remó una última vez y desapareció en la oscuridad.

Thor y sus hermanos intercambiaron una mirada de preocupación.

Thor echó un vistazo y vio un puente entre la niebla. Parecía estar en un estado precario, un puente estrecho de tablas de madera podrida, que llevaban a través de un enorme abismo, quizás de unos quince metros. Alrededor del mismo colgaba un remolino de niebla roja, que reflejaba una fuente de luz lejos allá abajo. Thor no quería saber qué había en el fondo.

Conven dio un paso al frente para ir primero, pero Thor extendió su mano.

“Eres valiente”, dijo Thorgrin, “pero yo iré primero. El puente puede ceder. Y si lo hace, caeré yo solo”.

“No le temo a la muerte”, dijo Conven, mirándolo con ojos ojerosos.

“Ni yo”, dijo Thor, sinceramente.

Conven asintió, viendo la seriedad en la cara de Thor y, mientras los otros observaban, Thor dio el primer paso hacia el estrecho puente, de escasos metros de anchura, sin barandillas. Sería cuestión de equilibrio.

Thor dudó, ya que sentía la madera tambaleándose a sus pies. Dio otro paso, después otro, intentando fijar la mirada delante de él y no en poder caer hacia abajo.

Sentía como la madera temblaba y sabía que, uno a uno, sus hermanos de la Legión le seguían.

Mientras cruzaba el puente, los pelos de la nuca de Thor se erizaron mientras empezaba a oír el horrible sonido de las tablas crujiendo.

Se dio la vuelta y vio que la última persona, O’Connor, estaba andando rápidamente y con cada paso que daba, las tablas, una a una, caían detrás de él, cayendo al abismo. Con cada paso que daba, caían más tablas. Era un puente de una única dirección, un puente que nunca volvería a aparecer. De alguna manera, el puente se mantenía estable de forma mágica y ellos continuaban atravesando, cada paso borraba una tabla para siempre.

Thor sabía que no había vuelta atrás. Nunca.

Thor llegó hasta la roca negra al otro lado del cañón y miró hacia arriba y se vio a él mismo de pie delante de una enorme entrada arqueada, grabada en la roca negra: la entrada tenía unos treinta metros de altura y estaba bloqueada por enormes puertas , las puertas de hierro más grandes que Thor jamás había visto, haciendo que las demás parecieran ridículas.

Delante de ella había dos criaturas, troles, quizás, dos veces el tamaño de Thor, que vestían capucha y túnicas negras, mirándoles mal, con las caras desfiguradas. Cada uno de ellos sostenía un largo tridente color escarlata, con bastones negros y pinchos cortos de plata, apuntando directamente al cielo.

Thor miró hacia arriba y vio una aldaba de hierro, tan grande como él, en el centro de las puertas y supo lo que tenía que hacer.

Caminó hacia delante y agarró la aldaba.

Los troles estaban allí en silencio, mirando fijamente al vacío, como si Thor y sus hermanos no estuvieran allí.

Con todas sus fuerzas, Thor golpeó la aldaba. Mientras luchaba, sus hermanos se apresuraron y la agarraron, ayudándolo. Juntos, con todas sus fuerzas, consiguieron levantarla, la aldaba de las puertas de la muerte.

Finalmente, ya no la podían levantar más y la soltaron, haciendo que volara hacia delante. Chocó contra el metal, y el retumbó casi los hace caer al suelo.

Lo hicieron otra vez.

Y otra.

El suelo temblaba a sus pies, los oídos de Thor resonaban con el ruido, sus manos temblaban por la vibración. Pero había llamado tres veces, como le habían indicado, y ahora lo único que debía hacer era esperar.

Poco a poco, se oyó un tremendo ruido de crujido y las enormes puertas empezaron a abrirse hacia dentro, unos centímetros cada vez, hasta que, al final, se abrieron del todo.

Thor vio, delante de ellos, una enorme cueva iluminada por antorchas esporádicas, llena por el sonido de un millón de murciélagos chirriando. La entrada a la tierra de la muerte. El umbral más allá del cual nunca podrían volver.

Pensando únicamente en Guwayne, Thor dio un decisivo paso hacia delante, a través del umbral.

Después otro.

Estaba dentro y, a su lado, aparecieron sus hermanos, uno a uno, hasta que oyó un gran gemido y las enormes puertas se cerraron de golpe detrás de ellos, poco a poco, definitivamente.

Mientras resonaba y resonaba y mientras miraba al interminable túnel delante de él que llevaba a la tierra, sabía que nunca regresaría de vuelta al mundo de los vivos otra vez.