Volusia estaba sentada en su trono de oro en la periferia de la arena, rodeada por docenas de consejeros y asesores y miraba hacia abajo, observando con júbilo como un furioso Razif con una piel de un rojo encendido embestía, bajaba sus cuernos y cogía a un esclavo por la espalda. La multitud animaba, dando golpes con los pies, mientras el Razif levantaba al esclavo por encima de la cabeza triunfantemente, mostrando su victoria, la sangre goteando por sus cuernos. El Razif daba vueltas y más vueltas, entonces finalmente lanzaba los cadáveres, que volaban por los aires, impactando contra el suelo y cayendo en el barro.
Volusia sentía una emoción conocida; pocas cosas le complacían más que observar a los hombres morir de una manera lenta y dolorosa. Se inclinó hacia delante, agarrándose a los lados de su silla, admirando a la bestia, admirando sused de mortandad. Quería más.
“¡Más esclavos!” ordenó.
Sonó un cuerno y, allá abajo, se abrieron más celdas de hierro. Una docena más de esclavos fueron empujados hacia la arena, las puertas de hierro se cerraron de golpe tras ellos, encerrándolos dentro.
La multitud bramaba y los esclavos, con los ojos totalmente abiertos por el pánico, corrían en todas direcciones intentando huir de la bestia rabiosa.
El Razif, sin embargo, estaba en pie de guerra y era rápida para su tamaño. Cazaba a cada esclavo sin piedad, engulléndolos por la espalda, pisando sus cabezas, hiriéndolos con sus garras y, ocasionalmente, clavándoles los dientes. Furioso, no se detenía hasta que cada esclavo estaba muerto.
La multitud enloquecía, gritando con entusiasmo una y otra vez.
Volusia estaba encantada.
“¡Más!” dijo en voz alta. Las puertas se abrieron, ante el rugir de su gente, y todavía más esclavos eran arrojados.
“¿Mi señora?” dijo una voz.
Volusia se dio la vuelta y vio a Soku, el comandante de su ejército, a su lado, con la cabeza baja para mostrar su respeto, con una mirada de preocupación en su rostro. A ella le impotunó, la distrajo del espectáculo. Él sabía que no debía interrumpirla mientras estaba disfrutando de su espectáculo de la tarde y ella sabía que debía ser importante. Nadie hablaba sin su permiso, bajo pena de muerte.
Ella lo miró mal y él agachó más su cabeza.
“Mi Emperadora, perdóneme”, añadió, “pero es un asunto de máxima urgencia”.
Ella lo miró, su cabeza calva estaba agachada ante ella, debatiendo si lo mataba o escuchaba. Finalmente, por curiosidad, decidió escucharlo.
“Habla”, ordenó.
“Uno de nuestros hombres ha sido asesinado por un esclavo. Un capataz, en una pequeña aldea al norte. parece ser que el esclavo se ha sublevado en un acto de desafío. Estoy a la espera de sus órdenes”.
“¿Y por qué me molestas con esto?” preguntó. “Hay miles de aldeas de esclavos rodeando Volusia. Haz lo que siempre hacemos. Encuntra al culpable; tortúralo lentamente. Y tráeme su cabeza como regalo de cumpleaños”.
“Sí, mi Emperadora”, dijo y, agachando la cabeza, se retiró.
Volusia volvió a mirar a la arena y se sintió particularmente satisfecha al ver a un esclavo embistiendo, lo suficientemente estúpido comp para intentar luchar con el Razif. Observó como el Razif saltaba a su encuentro, corneándole el estómago, levantándolo por encima de su cabeza y lanzándolo al suelo con toda su fuerza. La multitud enloqueció.
“My Emperadora”, dijo otra voz.
Volusia se dio la vuelta, furiosa por haber sido interrumpida otra vez, y esta vez vio un contingente de Finianos, dirigidos por su líder, Sardo, todos vistiendo las túnicas color escarlata y todos ellos con el ardiente pelo rojo y las caras de alabastro de su especie. Eran en parte humanso y en parte otra cosa, nadie sabía muy bien qué. Su piel era muy pálida, sus ojos de una pálida sombra de rosa y tenían las manos escondidas bajo sus túnicas, como si siempre estuvieran escondiendo algo. Su brillante pelo rojo era característico dentro de la capital y ellos eran los únicos miembros de la raza humanaa los que se permitía vivir libremente y no como esclavos; incluso tenían su asiento de poder en la capital. Era un acuerdo tomado hacía siglos y mantenido por la madre de Volusia y su madre antes que ella. Los Finianos eran demasiado ricos, demasiado traidores como para llevarles la contraria. Eran dueños de poder y de secretos comerciantes de todo tipo de bienes y barcos que podían estorbar en la ciudad a su antojo. Comerciaban con secretos y traición y siempre habían conseguido influencia por parte de los gobernadores de Volusia. Eran una raza sin la cual no podía gobernar. Eran muy ingeniosos para su propio bien y no eran de fiar.
Verlos le removía el estómago. Volusia exterminaría la raza Finiana entera si pudiera.
“¿Y por qué debería conceder mi tiempo a los humanos?” pidió Volusia, impaciente.
Sardus sonrió, una sonrisa grotesca, llena de astucia.
“Mi emperadora, si no recuerdo mal, usted también es humana”.
Volusia se ruborizó.
“Soy la gobernadora de la raza del Imperio”, respondió ella.
“Pero humana al fin y al cabo. Humana en una ciudad en la que es un crimen ser humana”.
“Esta es la paradoja de Volusia”, respondió ella. “Siempre ha tenido un líder humano. Mi madre era humana y su madre antes que ella. Pero esto no me convierte en humana. Yo soy la elegida, la humana cruzada con un dios. Yo soy una diosa ahora-llámame otra cosa y te mataré”.
Sardus agachó la cabeza.
“Perdóneme, mi Emperadora”.
Ella lo examinó con odio.
“Y dime Sardus”, dijo ella, “¿por qué no debería arrojarte al Razif ahora mismo y exterminar tu raza entera de una vez por todas?”
“Porque entonces la mitad del poder que tan profundamente codicia desaparecería”, dijo él. “Si faltan los Finianos, entonces Volusia se derrumbará. Lo sabe-y su madre lo sabía”.
Lo miró fría y duramente.
“Mi madre sabía muchas cosas equivocadas”. Suspiró. “¿Por qué me molestas en este día?”
Sardus sonrió a su escalofriante manera mientras andaba hacia delante, fuera del alcance del oído de los demás y habló en un susurro, esperando a que el siguiente rugido de la arena cesara.
“Ha matado al gran Rómulo”, dijo. “El líder supremo del Imperio. ¿Cree que esto no trae consecuencias?”
Ella lo miró, su cara tomada por la rabia.
“Yo soy el líder supremo del Imperio ahora”, respondió, “y creo mis propias consecuencias”.
Él agachó la cabeza a media altura.
“Puede que así sea”, respondió él, “pero, aún así, nuestros espías nos han contado, y tenemos muchos, que mientras hablamos la capital del sur prepara un ejército para marchar a nuestro ejército. Un ejército más vasto que cualquier cosa que hayamos visto. Hemos oído que el millón de hombres de Rómulo destinados en el Anillo también están siendo llamados. marcharán sobre nosotros. Y llegarán antes de la estación de la lluvia”.
“Ningún ejército puede tomar Volusia”, respondió ella.
“Nunca han marchado sobre la capital de Volusia”, respondió él. “No con esta fuerza”.
“Ganamos en número de barcos a la flota más grande”, respondió.
“Barcos buenos, mi señora”, dijo. “Pero no nos atacarán por mar. Usted solo dispone de cien mil hombres frente a los dos millones de la capital del sur. Aguantaríamos quizás durante media luna antes de que nos saquearan y nos mataran sin piedad”.
“¿Y por qué te preocupas de asuntos de estado?” preguntó.
Él sonrió.
“Nuestras fuentes en la capital desean que le ofrezcamos cerrar un trato”dijo él.
De repente, ella se dio cuenta, su orden del día salía a la superficie.
“¿En qué condicines?” preguntó ella.
“No marcharán sobre nosotros si usted, a cambio, acepta el gobierno del sur, acepta al líder del sur como Supremo Comandante del Imperio. Es un trato justo, mi Emperadora. Permítanos cerrarlo por usted. Por la seguridad de todos nosotros. Permítanos sacarla de su difícil situación”.
“¿Difícil situación?” dijo ella. “¿Qué difícil situación es esta?”
Él la miró, perplejo.
“Mi Emperadora, ha empezado una guerra que no puede ganar”, dijo. “Le estoy ofreciendo una salida”.
Ella negó con la cabeza.
“Lo que no logras entender”, dijo ella, “lo que todos los hombres nunca habéis logrado entender, es que yo estoy exactamente donde quiero estar”.
Volusia oyó un rugido y le dio la espalda, girándose hacia la arena y observó como el Razif engullía a otro esclavo en el pecho. Ella sonrió, encantada.
“Mi señora”, continuó el Finiano, más desesperado,”si puedo hablar con claridad, he escuchado el más horrible de los rumores. He oído que usted intenta marchar al Príncipe Loco. Que espera una alianza con él. Seguramente sabrá que es una empresa inútil. El Príncipe Loco está muy bien llamado y rechaza todas las peticiones de prestar a sus hombres. Si lo visita, será humillada y asesinada. No escuche a sus consejeros. Nosotros los Finianos, hemos vivido miles de años porque conocemos a las personas. Porque comerciamos con ellas. Acepte nuestro trato. Haga lo sensato, como hubiera hecho su madre”. “¿Mi madre?” dijo ella, y soltó una risa corta y burlona. “¿Dónde está ahora? Muerta con mis propias manos. No la mató la falta de cautela-sino la abundancia de confianza”.
Volusia miró a Sardus seriamente, sabiendo que tampoco podía fiarse de él.
“Mi Emperadora”, dijo él, desesperado, “se lo imploro. Permítame hablarle con franqueza: usted no es, como se cree, una diosa. Usted es humana. Y es frágil, vulnerable, como todos los demás humanos. No empiece una guerra que no puede ganar”.
Volusia, furiosa, miró fríamente a Sardus, que estaba horrorizado mientras todos los demás presenciaban su conversación, todos los comandantes, todos los consejeros, todos ellos observando para ver cómo reaccionaba.
“¿Frágil?” repitió, muy indignada.
Estaba tan furiosa que sabía que debía tomar una decisión drástica, tenía que demostrar a todos aquellos hombres que era lo más lejano a frágil. Debía demostrar lo que ella sabía que era cierto: que era una diosa.
De repente, Volusia les dio la espadlda y se puso de cara a la arena.
“Abrid la puerta”, ordenó a su ayudante.
Él la miró, con los ojos abiertos en sorpresa.
“¿Mi Emperadora?” preguntó él.
“No te lo ordenaré dos veces”, dijo con frialdad.
Su ayudante se apresuró a abrir las puertas, el griterío de la multitud más fuerte mientras lo hacía, el calor y el hedor de la arena le llegaba a ráfagas.
Volusia fue hacia delante, al balcón antes de las escaleras que llevan hacia abajo, y levantó sus manos, abiertas hacia los lados, de cara a su pueblo.
A una, todo su pueblo enmudeció de repente, sorprendidos al verla, y todos ellos se arrodillaron, agachando la cabeza.
Volusia se adelantó, hasta el primer escalón que lleva hacia abajo. De uno en uno, descendió por los escalones hasta la arena, caminando por el interminable conjunto de escaleras.
Mientras lo hacía, todavía se hizo más silencio en todo el estadio, hasta poder oír el ruido de una aguja al caer. El único sonido era el del Razif, respirando profundamente, corriendo hacia la arena vacía, ansioso por su próxima víctima.
Finalmente, Volusia llegó al final y se colocó delante de la última puerta de la arena.
Se giró hacia el guarda.
“Ábrela”, le ordenó.
Él la miró, conmocionado.
“¿Mi Emperadora?” preguntó. “Si abro estas puertas, el Razif la matará. La pisará hasta matarla”.
Ella sonrió.
“No lo diré otra vez”.
Los soldados corrieron hacia delante y abrieron las puertas y la multitud se quedó sin respiración mientras Volusia caminaba hacia allí y las puertas se cerraron rápidamente tras ella.
La multitud estaba conmocionada mientras Volusia andaba lentamente, un paso tras otro, hacia el centro de la polvorienta arena. Andó justo hasta el centro, hacia el Razif.
La multitud gritaba por la conmoción y el miedo.
El Razif de repente se fijó en ella y, al hacerlo, se echó hacia atrás y gritó. Entonces embistió hacia ella a toda velocidad, con los cuernos por delante, directo hacia ella.
Volusia estaba en el centro de la arena, extendió sus brazos y soltó un grito de furia, mientras el Razif embestía hacia ella. Volusia se mantenía firme y lo miraba fijamente, decidida, sin retroceder mientras la bestia embestía y embestía, el suelo temblaba bajo ella.
Mientras la multitud gritaba, todos a la expectativa de que la engullera, Volusia estaba allí, altiva, arrogante, mirando con desprecio a la bestia. En su interior, sabía que era una diosa; sabía que nada en este mundo podía tocarla. Y si lo hacía, si un simple animal mortal podía matarla, entonces no quería vivir para nada.
El razif corría hacia ella, entonces repentinamente, en el último momento, se detuvo a escasos metros de ella. Se levantó y sus patas retrocedieron a varios metros de ella, como si le temiera.
Estaba allí, sin acercarse más, y la miraba. Poco a poco, se dejó caer sobre sus rodillas, y después sobre su estómago.
Entonces la multitud respiró con dificultad cuando el Razif bajó su cabeza y la inclinó ante ella, tocando con la cabeza en el suelo.
Volusia estaba allí, con los brazos extendidos a los lados, comprendiendo su poder sobre el animal, su intrepidez, su poder sobre el universo. sabía que realmente era una diosa. Y no le temía a nada.
Una a una, todas las personas de la arena se arrodillaron e inclinaron sus cabezas, decenas de miles de personas, toda la raza del imperio, prsentándole sus respetos. Podía sentir toda su energía, absorbía todo su poder y sabía que era la mujer más poderosa de la tierra.
“¡VOLUSIA!” exclamaban.
“¡VOLUSIA!¡VOLUSIA!”