CAPÍTULO VEINTISIETE

 

Godfrey, junto a Akorth, Fulton, Merek y Ario andaban por el camino de barro que lleva a la gran ciudad de Volusia y se preguntaba por qué razón se había metido en esto. Observaba a sus inverosímiles compañeros y sabía que tenía un problema: estaban Akorth y Fulton, dos gandules borrachos, buenos hacer comentarios ingeniosos, pero no mucho más; Merek, un ladrón que se pasaba la vida robando, que mintiendo salió de las mazmorras y se unió a la legión, bueno por sus influencias de callejón y sus hábiles manos, pero poco más; y finalmente, Ario, un chico de las selvas del Imperi, de aspecto enfermizo, que parecía que estaría mejor en un aula en algún sitio.

Godfrey negaba con la cabeza mientras pensaba en el ridículo grupo, el patético grupo de cinco, los héroes más inverosímiles, partiendo a conseguir lo imposible, a entrar a una de las ciudades más cerradas del Imperio, para encontrar a la persona adecuada a quien pagar y convencerla de coger el oro que incluso ahora le agobiaba, colgado en sacos alrededor de sus cinturas. Y con el mismo Godfrey como líder. No tenía ni idea de por qué confiaban en él; él no confiaba en sí mismo. Godfrey se sorprendería incluso si consiguiera pasar las puertas de la ciudad, una hazaña que todavía no sabía cómo iba a llevar a cabo.

De todas las locuras que había hecho, godfrey no sabía cómo se había metido en esta. Una vez más, había permitido de manera estúpida que su incontrolable rayo de baladronadas tomara el control, le poseyera. dios sabe por qué razón. Tendría que haber mantenido la boca cerada y haberse quedado allí, seguro con Gwendolyn y los demás. En cambio, llí estaba, prácticamente solo, y preparándose para dar su vida por los aldeanos. Él sentía que está misión estaba llamada a fracasar desde el principio.

Mientras caminaba Godfrey agarró la bota de vino de las manos de Akorth y dio un largo trago, saboreando el zumbido que fue directo a su cabeza. Deseaba dar la vuelta, más que cualquier otra cosa. Pero algo dentro de él no podía. Algo dentro de él pensaba en aquella chica, Loti, que había sido tan valiente, que había matado al capataz para defender a su hermano cojo-y la admiraba. Sabía que los aldeanos estaban en clara desventaja numérica y tenía que encontrar otra manera. Y por sus años en la lucha sabía que siempre hay otra manera. Si había una cosa en la que era bueno, era en encontrar otra manera. Se trataba de encontrar a la persona adecuada, al precio adecuado.

Godfrey volvió a beber, odiándose a sí mismo por ser caballeroso; él amaba la vida, amaba la supervivencia, más que la valentía y, aún así, no podía parar de hacer estas acciones. Andaba, malhumorado, intentando obviar los chistes interminables de Akorth y Fulton, que no habían parado de hablar desde que salieron.

“Yo sé lo que haría en un prostíbulo de mujeres del Imperio”, dijo Akorth. “Les enseñaría los placeres del Anillo”.

“No les enseñarías nada”, replicó Fulton. “Estarías tan borracho que no llegarías ni a sus camas”.

“¿Y tú?” replicó Akorth. “¿No estarías borracho?”

Fulton soltó una risita.

“¡Sí, estaría lo suficientemente borracho para saber que no debo entrar en un prostíbulo de mujeres del Imperio!” dijo él, rompiendo a reír de su propio chiste.

“¿Nunca paran estos dos?” preguntó Merek a Godfrey, poniéndose a su lado, con una mirada iiritada en su cara. “Nos estamos dirigiendo hacia a la muerte y ellos se lo toman alegremente”.

“No, no lo hacen”, dijo Godfrey. “Míralo por el lado bueno. Yo los he tenido que soportar toda mi vida; tú solo tendrás que soportarlos unas cunatas horas más. para entonces todos estaremos muertos”.

“No sé si puedo aguantar unas cuantas horas más”, dijo Merek. “Quizás ofrecerme voluntario para esta misión fue una mala idea”.

“¿Quizás?” engulló Akorth. “Chico, no tienes ni idea de lo mala que fue”.

“¿Cómo pensaste que podrías contribuir en cualquier caso?” añadió Fulton. “¿Un ladrón? ¿Qué harás, robar corazones del Imperio?”

Akorth y Fulton rompieron a reír y Merek enrojeció.

“Un ladrón es rápido con sus manos, más rápido de lo que tú jamás serás”, le respondió misteriosamente, “y no cuesta mucho más cortarle el cuello a alguien”. Miró directamente a Akorth, serio, mientras empezaba a sacar su cuchillo de su cintura.

Akorth levantó las manos, parecía aterrado.

“No pretendía insultarte, chico”, dijo.

Lentamente, Merek guardó el cuchillo en su cinturón y se calmó mientras continuaban andando, Akorth más silencioso esta vez.

“Un genio rápido, ¿eh?” preguntó Fulton. “Esto es bueno en la batalla. Pero no entre amigos”.

“¿Y quién dijo que éramos amigos” preguntó Merek.

“Creo que necesitas un trago”, dijo Akorth.

Akorth le pasó el frasco, una oferta a modo de tregua, pero merek la ignoró.

“No bebo”, dijo Merek.

“¿No bebes?” dijo Fulton. “¿¡Un ladrón que no bebe!?” verdaderamente estamos condenados al fracaso”.

Akorth tomó un buen trago.

“Quiero oír aquella historia…” empezó Akorth, pero una voz suave le cortó.

“Yo, de vosotros, me detendría”

Godfrey miró y se sorprendió al ver que el chico, Ario, se había parado cerca del camino. Godfrey estaba impresionado por el aplomo del chico, su calma, mientras estaba allí, mirando hacia el sendero. Miraba hacia el bosque como si estuviera buscando algo amenazador.

“¿Por qué nos hemos detenido?” preguntó Godfrey.

“¿Y Por qué estamos escuchando a un chico?” preguntó Fulton.

“Porque este chico es vuestra mejor y única esperanza para guiarte por las tierras del Imperio”, dijo Ario con calma. “Porque si no hubieráis escuchado a este chico y hubieráis dado tres pasos más, en breve estaríais en una cámara de tortura del Imperio”.

Todos se detuvieron y lo miraron, perplejos, y el chico agarró una piedra y la lanzó hacia el sendero. Fue a parar a escasos metros delante de ellos y Godfrey observó, asombrado, como una red enorme de repente salida disparada hacia el aire, escondida bajo las hojas, levantada por las ramas. Unos pocos metros más, se dio cuenta Godfrey, y nos hubieran atrapado a todos.

Miraron al chico admirados y con un nuevo respeto.

“Si un chico tiene que ser nuestro salvador”, dijo Godfrey, “tenemos un problema más grande de lo que pensaba. Gracias”, le dijo. “Te debo una. Te daré una de esas bolsas de oro, si nos sobra alguna”.

Ario se encogió de hombros y continuó caminando, sin mirarlos, diciendo, “El oro no significa nada para mí”.

Los otros intercambiaron una mirada de sorpresa. Godfrey nunca había visto a alguien tan impasible, tan estoico ante el peligro. Empezaba a darse cuenta de la suerte que había tenido de que este chico se hubiera unido al grupo.

Todos andaban y andaban, las piernas de Godfrey temblaban, y se preguntaba si este lamentable grupo alguna vez llegaría a las puertas.

 

*

 

Cuando sus piernas estaban temblando por el cansancio, el sol estaba en lo alto del cielo y Godfrey había vaciado la segunda bota de vino. Finalmente, tras muchas horas andando, Godfrey vio delante de ellos el final de la hilera de árboles. Y más allá de ella, después de un descampado, vio un ancho camino adoquinadoy la puerta de ciudad más enorme que jamás había visto.

Las puertas de Volusia.

Delante de ella había docenas de soldados del Imperio, vestidos con las más finas armaduras y cascos con pinchos, del negro y dorado del Imperio, empuñando lanzas, erguidos y mirando fijamente al frente. Vigilaban un enorme puente levadizo y la entrada se encontraba a unos quince metros por delante de Godfrey y los demás.

Todos estaban allí, escondidos en el límite del bosque, mirando con atención, y Godfrey sintió cómo todos se giraban a mirarlo.

“¿Y ahora qué?” dijo Merek. “¿Cuál es tu plan?”

Godfrey tragó saliva.

“No tengo”, contestó.

Los ojos de Merek se abrieron como platos.

“¿No tienes un plan?” dijo Ario, indignado. “¿Entonces por qué te ofreciste voluntario para esto?”

Godfrey se encogió de hombros.

“Ya me gustaría saberlo”, dijo. “Por estupides, sobre todo. Quizás junto a un poco de aburrimiento”.

Todos protestaron y lo miraron, furiosos, mirando después hacia la puerta.

“Quieres decir”, dijo Merek, “que nos has traído a la ciudad más custodiada del Imperio sin ningún tipo de plan?”

“¿Qué pensabas hacer”, preguntó el chico, “simplemente entrar por la puerta?”

Godfrey pensó en todas las temeridades que había hecho en su vida y se dio cuenta de que probablemente esta era la peor. Deseaba poder pensar con claridad para ecordarlas todas, pero la cabeza le daba vueltas por todo lo que había bebido.

Finalmente, eructó y respondió:

“Esto es exactamente lo que quiero hacer”.