Cuando llegamos a mi apartamento, le pregunté a Elliot si le apetecía subir con nosotros, pero dijo que no.
—Tienes que cuidar de Ollie —dijo, y tenía razón, claro.
Hablaríamos más adelante.
Aunque Ollie había pasado durmiendo casi todo el camino de vuelta, lo primero que quiso hacer cuando entramos en casa fue tumbarse en mi cama. Cinco minutos después estaba dormido.
Paseé la mirada por el apartamento. Durante mucho tiempo, me había limitado a dormir en aquella casa. No había comida en la nevera, ni nada en los armarios de la cocina, salvo un par de bolsas de maíz para hacer palomitas y una botella de aceite de colza. Toda mi vida, desde hacía casi un año, había girado en torno a Folger Lane. Pero eso se había acabado.
Llamé al hospital del lago Tahoe para preguntar por Carmen. Como no era de la familia, no pudieron decirme nada. Lamenté no tener el número de Estela. Pero, aunque lo hubiera tenido, ¿qué podía haberle dicho? Me acordé de aquel día en el vestidor de Ava, cuando me había contado, mientras doblaba la ropa, los sueños que tenía para su hija. «Mi corazón».
Pensé en mi cámara. La había dejado en la fiesta al salir corriendo hacia el coche de Bobby, tras enterarme del accidente. En algún momento tendría que ir a recogerla.
Desde el otro cuarto me llegaba el sonido de la respiración de Ollie: era más constante que en la comisaría. Fueran cuales fuesen las imágenes macabras y perturbadoras que se agitaban en su cerebro, por fin parecía haberse calmado.
Por más que me resistiese a hacerlo, sabía que tenía que llamar a Dwight. Le había prometido llevar a Ollie a Walnut Creek antes de la hora de acostarse, pero eso ya era imposible. Necesitaba quedarme con mi hijo un poco más. Evidentemente, la policía ya se había puesto en contacto con él y le había contado lo suficiente para que se sintiera obligado a explicarles lo de mi detención por conducir bebida. Pero en esos momentos no podía permitirme el lujo de enfurecerme con él. Teníamos que hablar de lo que había pasado, aunque aún no había decidido qué iba a decirle a él, ni a nuestro hijo.
«A veces la gente te decepciona. Incluso los adultos. Sobre todo los adultos, quizá. Puede que haya una persona a la que quieras un montón y en la que creas que puedes confiar, y que aun así esa persona te decepcione. Eso no significa que no tengas que querer nunca a nadie. Solo tienes que tener cuidado con a quién le entregas tu cariño».
Habría querido no tener que decirle todo esto a mi hijo de ocho años. Pero debía hacerlo.
Sonó el timbre. Pensé que sería Elliot y, por mal que pintaran las cosas, me animé un poco al pensar que había vuelto. Pero cuando abrí la puerta vi a Marty Matthias vestido con ropa de golf: camisa amarilla clara y pantalones verdes. Llevaba, sin embargo, un maletín. ¿Cómo sabía dónde vivía?
Entró.
—Bonito sitio —dijo, aunque los dos sabíamos que no era cierto. Dejó su maletín sobre la mesa—. Muy mono. Esta mañana recibí una llamada de nuestro amigo Swift —añadió—. Me ha dicho que adelante, que presentemos la solicitud para intentar recuperar la custodia de tu hijo.
«La custodia de mi hijo. ¿Ahora?».
El detective privado al que había contratado Swift hacía un tiempo para que hiciera averiguaciones sobre mi marido (primera noticia que yo tenía), había dado con información comprometedora.
—Parece que tu exmarido se ha quedado sin trabajo. Lleva un tiempo sin pagar las cuotas de su hipoteca —afirmó Marty—. Está al borde del embargo.
«Al borde del embargo». Yo estaba teniendo dificultades para concentrarme.
—Pero eso no es todo —prosiguió Marty. (Marty, el abogado del que Swift había dicho una vez que sería capaz de arrancarle una oreja a alguien de un mordisco si esa persona se atrevía a amenazar a su cliente. O sea, a él)—. Por lo visto ese tío tiene problemas para controlar su mal genio. Hace un tiempo, su mujer llamó a las autoridades de Walnut Creek por un caso de violencia doméstica. No llegó a denunciarlo, pero la llamada consta en los registros.
Que Dwight podía ponerse violento no era ninguna sorpresa para mí, claro está. Pero me extrañó que Cheri hubiera pedido ayuda.
—Intenta bajar la voz, Marty —dije—. Mi hijo está durmiendo en la otra habitación.
—Entendido —dijo—. ¿Qué maravilla, verdad, cuando por fin consigue uno que se duerman y puede vivir un poquito?
Me limité a mirarlo.
—Así que las cosas pintan muy bien para ti, Helen —continuó—. Si presentamos esto ante el juez, estoy seguro de que podrás recuperar a tu hijo, aunque imagino que ni siquiera hará falta que recurramos al juzgado. En cuanto tu ex sepa lo que tienes contra él, seguramente nos dará lo que queremos en un abrir y cerrar de ojos. Sobre todo habida cuenta de que no tiene dinero para meterse en abogados. No como tú.
Fue una cosa muy extraña. Desde hacía casi tres años, lo único que me había importado era recuperar a mi hijo, tener de nuevo una vida con él. Y ahora allí estaba aquel abogado, afirmando que eso iba a suceder. Y muy pronto, probablemente. Yo, sin embargo, solo me sentía embotada.
—Swift ya se ha encargado del detective privado —prosiguió Marty—. Como sabes, los Havilland son personas muy generosas.
Estábamos aún en el recibidor de mi apartamento. No había invitado a Marty a sentarse. A pesar de que a duras penas entendía lo que estaba pasando, sabía que aquello no era simplemente una visita de cortesía.
—Naturalmente, habrá que adelantar una provisión de fondos importante para las acciones legales que sea necesario emprender.
Una provisión de fondos.
—Creo que podemos encargarnos de este asunto por menos de treinta mil dólares —dijo—. No lo digo porque tú tengas que preocuparte por eso, claro. Swift cubrirá encantado toda la minuta. Solo tenemos que asegurarnos, antes de seguir adelante, de que estamos todos de acuerdo en cuanto a lo sucedido en el lago Tahoe este fin de semana. Con tu hijo.
No dije nada. Sabía que Marty iba a decirme exactamente lo que quería.
—Sería muy desafortunado que surgiera cualquier discrepancia en cuanto a los pormenores del accidente —añadió—. No es que creamos que vaya a ser así, claro. Pero teniendo en cuenta lo confusas que pueden ser las cosas para un niño pequeño, quería aclarártelo. Entiendes que para nuestro amigo no sería posible hacerte una oferta tan generosa si hubiera alguna duda de que tu hijo o tú vais a ofrecer una versión de lo sucedido que difiera sustancialmente de la de Swift y su hijo. Y, por descontado, eran ellos los que estaban presentes.
—También estaba allí Ollie —dije—. Está muy disgustado.
—A los niños se les meten toda clase de ideas absurdas en la cabeza, ¿no es cierto? —dijo—. Es fantástica la imaginación que tienen. Aunque no haya ninguna prueba que respalde lo que cuentan. Y, por cierto, tengo entendido que tú también eres una gran cuentacuentos. Precisamente hace un rato Swift me estaba contando algunas trolas que te has inventado a veces.
—Yo jamás mentiría bajo juramento, si es eso lo que estás sugiriendo —le dije.
—Claro que no.
Marty pareció dirigirse hacia la puerta, pero se dio la vuelta. Había agarrado uno de los peluches de Ollie y se detuvo tranquilamente a observarlo.
—Ava me ha dicho que últimamente tuviste un pequeño desliz con la bebida —dijo—. Pero no veo razón para preocuparse por eso. Solo lo saben los Havilland. Y desde luego no queremos que se haga público.
—¿Ava te ha dicho eso? —pregunté.
—Una cosa que debes saber de los Havilland y de mí —respondió— es que me lo cuentan todo.