Se tardaban cuatro horas y veinte minutos en llegar desde Portola Valley al lago Tahoe. Tres horas y media si conducía Swift. Nosotros tardamos tres horas y cuarto en el coche de Bobby.
Los primeros datos que la policía le había dado a Ava por teléfono eran confusos. En algún momento de la tarde, la lancha motora de Swift había chocado con una moto acuática en el lago. En el accidente se habían visto implicadas cuatro personas: dos hombres, una mujer joven y un niño. Uno de ellos había resultado herido de extrema gravedad, pero el policía que había hablado con Ava no le había aclarado la identidad de esa persona.
—Su marido está en el hospital —le dijo a Ava—. Le aconsejamos que acuda lo antes posible.
—¡Ollie! —le dije yo. Le grité, más bien—. ¿Qué pasa con Ollie?
Ella no pareció oírme.
—Tenemos que irnos enseguida —dijo, sin dirigirse a mí ni a nadie en particular.
Ya había empezado a mover su silla de ruedas hacia la puerta, como si estuviera inmersa en un sueño. En una pesadilla.
Ernesto la subió en brazos al asiento del copiloto del coche de Bobby. Por una vez, no se resistió a que la ayudaran. Solo quería ponerse en marcha. Yo me senté detrás. Ernesto metió la silla de Ava en el maletero. Algunos de los invitados preguntaban qué había pasado, pero Ava no parecía oírlos o, si los oía, no tenía aliento para responder. Un instante antes de que se cerrara la puerta del coche, Estela me dio un abrazo.
—Rezo por su niño —me dijo, y añadió algo más en español.
—Arranca —le ordenó Ava a Bobby.
Él arrancó tan deprisa que chirriaron las ruedas. Detrás de nosotros, las luces blancas rielaban sobre la nieve falsa. Pero no miramos atrás.
Lo único que recuerdo de aquellas tres horas y cuarto de viaje es esto: Ava marcando números en su teléfono móvil, como ida, y yo echando mano del mío, solo que ¿a quién iba a llamar? A Swift no. Marqué el número de la comisaría de Truckee, California, pero cuando conseguí que me atendieran me di cuenta de que el llanto de Ava me impedía oír nada.
—Llamo para preguntar por un niño —dije—. De ocho años. Es posible que se haya visto implicado en un accidente.
—¿Es usted la madre? —preguntó al otro lado de la línea una voz de mujer, apenas audible entre los gemidos de Ava—. Lo han trasladado al hospital. Conviene que se persone allí lo antes posible.
Luego, más llamadas. Ninguna noticia clara. Bobby circulaba a más de ciento cuarenta, pero me parecía que no iba lo bastante deprisa.
No hablamos durante el trayecto. Sentado al volante, Bobby intentó decir algo al principio, pero Ava le pidió que se callara, y después de aquello nadie volvió a hablar. Yo era consciente, mientras permanecíamos sentadas a oscuras, circulando a toda velocidad, de que cada de una de nosotras iba rezando para que fuera el ser querido de la otra, y no el propio, el que hubiera resultado herido.