17

 

Era marzo. Aunque Swift y Ava estuvieran en su casa del lago Tahoe o en alguno de los muchos actos benéficos a los que asistían, yo me pasaba por Folger Lane varias veces por semana, tan a menudo que hasta Rocco, que no me tenía simpatía, rara vez ladraba cuando me veía entrar: se limitaba a proferir un gruñido bajo y hostil. No necesitaba que nadie me abriera: tenía una llave, sujeta a un llavero tallado a mano que me había dado Ava, adornado con un retrato de Frida Kahlo. Me sentía muy orgullosa de que Swift y ella confiaran en mí hasta ese punto.

Los Havilland, sin embargo, estaban casi siempre en casa cuando llegaba. Habíamos establecido una rutina: primero nos saludábamos efusivamente; luego, Ava me enseñaba lo que hubiera decidido regalarme ese día porque le parecía perfecto para mí; después, Swift hacía una breve y explosiva aparición y enseguida volvía a desaparecer, de regreso a la caseta de la piscina o a sus sesiones de gimnasia. Todos sabíamos que, por encima de todo, yo era amiga de Ava.

Entonces nos acomodábamos en el solario, o en el jardín si hacía buen tiempo. Aparecían manjares en una bandeja. Estela sabía ya que, cuando servía las bebidas, a mí debía prepararme solamente un agua mineral con una rodajita de lima.

Para entonces, el trabajo que hacía para Ava se había ampliado e incluía diversas ocupaciones aparte de catalogar sus obras de arte: imprimir invitaciones para la fiesta de alguna institución de cuyo patronato formaban parte, organizar la donación de gran cantidad de cajas de ropa desechada por Ava a una casa de acogida para mujeres maltratadas, hablar con Rodrigo, el jardinero, sobre dónde plantar los 150 bulbos de tulipán que Ava había encargado a Holanda…

A veces, cuando llegaba a la casa, el coche de Ava no estaba y yo daba por sentado que había salido con los perros o que había ido a su clase de pilates con un entrenador personal que había adaptado los ejercicios a las necesidades de personas con lesiones medulares. Después de la clase de pilates, Ava solía pasarse por la protectora de animales para echar un vistazo a los perros. Y luego estaba la familia que había adoptado en Hollister: una madre con cuatro hijos sobre la que había leído en el periódico unos meses antes y cuyo marido había muerto luchando contra los incendios forestales del Sur de California. Iba a verlos una vez por semana para llevarles la compra.

Un día me quedé más tiempo del que solía en el cuarto de atrás, trabajando en el catálogo de arte: casi ocho horas. En algún momento durante aquella larga tarde, oí ruidos procedentes del piso de arriba, del otro ala de la casa. Al principio pensé que eran los perros, pero entonces me di cuenta de que se trataba de dos voces humanas. Eran Swift y Ava, en su dormitorio del piso de arriba. Al parecer no sabían que podía oírlos. O tal vez les diera igual que los oyera.

Podrían haber estado gritando, o llorando, o ambas cosas. Pero, conociéndolos, lo más probable era que estuvieran haciendo el amor.

Aquella era la única faceta de su vida que me estaba vedada y, aunque me resistía a ello, lo cierto es que estaba obsesionada con su vida sexual. Era tan misteriosa y, al parecer, tan alejada de todo cuanto yo había experimentado o incluso imaginado… A pesar de lo unida que me sentía a Ava, no conocía con detalle las lesiones físicas que la habían confinado en su silla de ruedas. No sabía qué vértebra tenía rota o hasta qué punto conservaba la sensibilidad, y nunca se lo preguntaba, por la misma razón que no le preguntaba cómo había sucedido o si alguna vez se había desesperado por su situación (pero ¿acaso era posible que no se hubiera desesperado alguna vez?). Ahora, sin embargo, su dependencia de la silla de ruedas no parecía frenarla ni suponer un obstáculo para ella. Por el contrario, parecía aún más impulsiva y decidida debido a ese hándicap, aunque yo no la hubiera conocido antes del accidente. Hacía más cosas en un día de las que solía hacer la mayoría de la gente que podía caminar.

Tenía ayudantes, claro. No solo el jardinero, sino también el hombre que se encargaba de la piscina y el servicio de catering al que recurría de vez en cuando. Y ahora estaba también yo. Pero la persona que hacía que todo funcionara como la seda en aquella casa era Estela.

Debía de tener más o menos mi edad, pero parecía mayor. Nunca supe cuánto tiempo llevaba trabajando para Swift y Ava, pero era evidente que había cuidado de Cooper de pequeño, así que también debía de haber trabajado para la primera esposa de Swift. Había llegado de Guatemala siendo una adolescente, embarazada de su hija, según me contó Ava una vez. Había atravesado México montada en el techo de un tren y a continuación había cruzado el desierto de Arizona guiada por un coyote que le cobró tres mil dólares, una deuda que tardó seis años en saldar. Todo ello para que su bebé naciera en Estados Unidos. Su hija se llamaba Carmen, y Estela sentía por ella lo mismo que Swift por su hijo Cooper.

Solía trabajar en la casa de Folger Lane los siete días de la semana. Se movía por las habitaciones con una bayeta atrapapolvo, hacía la colada, planchaba las sábanas, ordenaba el vestidor de Ava, guardaba la compra o paseaba a los perros. Su inglés era limitado, así que, aparte de desearnos mutuamente los buenos días, apenas hablábamos. La primera vez que nos vimos, sin embargo, me enseñó una fotografía de Carmen tomada en su fiesta de quinceañera.

—Esta niña es ciudadana estadounidense —me dijo con orgullo—. Y no solo es guapa. También es muy lista.

Observé la fotografía. Mostraba a una niña encantadora, de piel morena, ojos negros y expresión inteligente y vivaz.

—Ahora está estudiando —añadió Estela—. ¿Usted tiene hijos?

A veces era más fácil contestar que no que dar explicaciones, pero tratándose de Estela, una mujer guatemalteca que había entrado ilegalmente en Estados Unidos y que posiblemente conocía a muchas mujeres que vivían apartadas de sus hijos… Asentí con la cabeza.

—Vive con su padre.

Su inglés era limitado, pero meneó la cabeza al oír mi respuesta y se llevó la mano al pecho.

—Qué duro es —dijo—. Mi Carmen, ella es mi corazón.

Años antes, cuando era más joven, Carmen iba a Folger Lane a ayudar a su madre a limpiar, pero Ava me había explicado que resultaba violento que fuera a limpiar para ellos cuando Cooper estaba en casa. Carmen y Cooper eran exactamente de la misma edad (se llevaban un mes) y de pequeños habían jugado juntos en la piscina o en el cuarto de juegos. Durante su adolescencia, Cooper se sentía incómodo si veía a Carmen planchándole la ropa o pasando la aspiradora en su habitación, y Ava había creído preferible que Carmen dejara de venir.

—Para serte sincera, creo que estaba un poco enamorada de Cooper —me contó Ava—. Siempre era encantadora con él, pero ¿qué podía hacer Cooper? No quería herir sus sentimientos. Y después… Digamos que empezamos a tener problemas con ella.

Ahora Cooper ya casi nunca estaba en casa, claro. Había vuelto al este para seguir con sus estudios y, gracias a Ava, Carmen trabajaba como niñera para otra familia del vecindario. Hacía poco que había empezado a asistir a las clases de bachillerato para adultos y le iba muy bien, por lo que pude deducir. Al año siguiente podría matricularse en la universidad. Esa era la idea, al menos.

Un día que la familia para la que trabajaba estaba de viaje, Carmen llevó a su madre a Folger Lane en su desvencijado Toyota y se instaló en el cuarto de la lavadora con sus libros.

Mija va a tener una buena educación —me dijo Estela—. Algún día será doctora. Ya lo verá.

Miré a Carmen. Reconocí la camisa que llevaba: era una de las que Ava había desechado la semana anterior, y le quedaba un poco estrecha de pecho. Tenía un cuerpo rotundo y voluptuoso. Era una chica preciosa.

Yo nunca había hablado con ella, aunque la había visto una o dos veces cuando iba a recoger a su madre. Levantó la vista del libro de texto: un grueso y denso manual de química orgánica.

—Mi madre cree que voy a descubrir la cura para el cáncer o algo así —me dijo—. O que van a darme una beca en Stanford, por lo menos. Así son las madres, ¿no? Todas creen que sus hijos son brillantes y perfectos.

No necesariamente, podría haber contestado yo pensando en mi propia madre. Pero, en su caso, las alabanzas de Estela no parecían tan extravagantes. Yo había oído hablar a su madre de lo mucho que estudiaba: ocho horas seguidas algunas noches, contaba Estela, cuando llegaba a casa después de trabajar. Y los fines de semana asistía a clase.

Era una joven guapísima, pero su belleza no radicaba únicamente en su cabello largo, negro y lustroso ni en su piel morena. Cuando se inclinaba sobre los libros, su mirada tenía una vivacidad y una concentración, una expresión de feroz intensidad que no se veía a menudo entre los niños que se habían criado en Folger Lane, cuya educación universitaria se daba por sentada.

—Un día, mi hija tendrá una casa —dijo Estela—. No tan grande como esta, pero bonita.

—Con una habitación para ti, mamá —añadió Carmen—. Y ni siquiera tendrás que planchar.

—Le encontraremos un buen chico —dijo Estela—. Trabajador. Buen marido. Buen hombre.

—¿Y si yo no quiero un buen hombre? —preguntó Carmen—. ¿Y si yo quiero uno malo?

Se rio. Pero Estela no.