Bobby llevó el coche hasta la entrada de urgencias. Yo me apeé de un salto antes de que se detuviera por completo. No lo pensé entonces (no pensé en nada, salvo en cerciorarme de que mi hijo estaba bien), pero después se me ocurrió que aquel debió de ser uno de los momentos de la vida de Ava en que su incapacidad para usar las piernas se manifestó de manera más brutal. Yo al fin pude correr al hospital para hablar con alguien. Ella tuvo que esperar a que Bobby sacara su silla del maletero, la desplegara y la sentara sobre ella, aunque creo que, si hubiera tardado cinco segundos más, Ava se habría arrojado al suelo y se habría arrastrado por la rampa hasta cruzar las puertas correderas.
No había ingresado ningún niño que respondiera al nombre de Oliver McCabe. Tampoco figuraba ningún Swift Havilland.
—El accidente —dije—. La lancha motora.
—Tendrán que hablar con otra persona —me dijo la mujer—. Yo no sé nada de un accidente con una lancha motora. Acabo de llegar.
Alguien me indicó que subiera a la tercera planta. Fue entonces cuando al fin los encontré: a mi hijo y a Swift, junto a un agente de policía. Cooper, extrañamente, también estaba allí.
Swift y Cooper estaban sentados el uno al lado del otro a la mesa mientras el policía, sentado a un lado, tomaba notas. Swift tenía una tirita en la frente, nada más. Cooper llevaba el brazo derecho en cabestrillo.
Corrí hacia Ollie, claro: estaba encorvado en un sofá, al otro lado de la sala. No tenía heridas visibles, pero un solo vistazo me bastó para adivinar que estaba profundamente conmocionado. Tenía la vista fija al frente. Estaba envuelto en una manta, pero le temblaba todo el cuerpo.
—Odio esa lancha —dijo—. Nunca más me voy a subir a un barco.
—Ya pasó —le dije—. Solo quiero abrazarte un ratito.
Ahora que lo había visto, y que estaba vivo, los pormenores de lo ocurrido no me parecían tan importantes, aunque después lo serían.
Oliver no paraba de temblar. Miré a Swift, que seguía hablando con el policía. Su expresión, a diferencia de la de Ollie, parecía la misma de siempre –serena, razonable, sobria–, pero su característica sonrisa estaba ausente. Parecía escuchar atentamente lo que decía el policía, aunque era él, sobre todo, quien hablaba, interrumpido de vez en cuando por Cooper.
¿Qué hacía Cooper en el lago Tahoe? (¿Qué hacían todos allí?). Que yo supiera, Cooper debía llegar al aeropuerto de San Francisco desde Nueva York. (Alquilar un coche. Presentarse en la fiesta para reunirse con su novia y pronunciar el brindis en honor de su padre). Estaba un poco recostado en la silla de plástico, con las piernas abiertas de esa manera en la que se sientan algunos hombres y que, a mi modo de ver, siempre parece anunciar la presencia de su virilidad. «Aquí está mi polla. Aquí están mis pelotas. ¿Alguna pregunta?».
Tenía una Coca-Cola en una mano y un teléfono móvil en la otra. Llevaba puesto un polo de color rosa con el pequeño cocodrilo en el lado izquierdo del pecho, y unas Ray Ban colgaban de su cuello, sujetas con un cordón de goma. Su barba de dos días no empañaba en absoluto su guapura. Su aspecto me recordó a una de las fotografías que había incluido en el libro, hecha cuando Cooper tenía dieciséis o diecisiete años y le nombraron rey del baile de promoción, año 2000.
Habría creído lo más lógico hablar con Swift al llegar a la sala de espera –o que él se dirigiera a mí–, pero, curiosamente, teniendo en cuenta nuestros muchos meses de amistad presuntamente íntima, no pareció darse cuenta de mi llegada ni –lo que era aún más curioso– tener conciencia de que mi hijo estaba allí. Seguimos en lados separados de la habitación: él con su hijo, yo con el mío. El mensaje tácito estaba claro: así sería a partir de entonces. Si hubiera podido recoger a Ollie allí mismo y huir con él, lo habría hecho. A través de la manta sentía cómo temblaba aún todo su cuerpo, aunque después de aquellas pocas sílabas pronunciadas cuando lo tomé en mis brazos, no había vuelto a decir una palabra.
Miré a Swift. Pensé fugazmente en Elliot y en cómo, cuando estaba ansioso o preocupado se pasaba las manos por el pelo, alborotándoselo. Elliot, que normalmente era tan tranquilo, se alteraba cuando estaba disgustado. Swift, normalmente tan bullicioso y vocinglero, parecía en cambio investido de una calma glacial en un momento en el que cabía esperar que estuviera alterado.
Eché de menos a Elliot. Deseé que estuviera allí.
Abrazando con fuerza a mi hijo, observé a Swift hablando con el policía. Hacía gestos con las manos, pero sin asomo de angustia, como si le estuviera diciendo al jardinero dónde debía plantar los bulbos de los tulipanes, o explicándole a un amigo una jugada que habían hecho los Fortyniners en el partido del domingo. A su lado, en la mesa, Cooper parecía muy serio, pensativo, preocupado. De vez en cuando, mientras su padre hablaba, asentía o negaba con la cabeza, no para contradecir lo que decía el otro, sino para expresar lo lamentable que era todo aquello.
—No es más que un crío —estaba diciendo Cooper con voz firme y razonable, sin rastro alguno de aquella actitud de niño mimado tan suya—. No es culpa suya.
Cooper y Swift cambiaron una mirada. Hasta entonces no me había fijado en cuánto se parecían. De pronto me di cuenta de que estaban hablando de mi hijo.
—¿Tienes hijos, Norman? —preguntó Swift. En algún momento debía de haber captado el nombre de pila del agente—. Ya sabes cómo son a esa edad.
El policía miró a Ollie. No oí lo que dijo Swift a continuación. Estaba concentrada en Ollie.
Justo entonces llegó Ava en su silla de ruedas. Se fue derecha hacia Swift, sin fijarse en mí y en Ollie.
—¡Por fin! —exclamó—. Nadie sabía decirme en qué planta estabas. —Estiró su largo y fino brazo, enfundado todavía en el vestido de lentejuelas plateado, y acarició el pecho y el pelo de su marido. Su modo de tocarlo me recordó a cómo acariciaba a sus perros.
—Estás bien —le decía una y otra vez a Swift—. Lo único que importa es que estás bien.
Otro policía entró en la sala.
—Por favor, señora —dijo—. Sé que es difícil, pero necesitamos que su marido se concentre. Estamos intentando conseguir una declaración.
Entró un médico vestido con bata de quirófano.
—Ha superado la operación —dijo—. Pero el cerebro ha sufrido mucha presión. El traumatismo era muy severo. Tardaremos algún tiempo en conocer el alcance de las lesiones.
—¿De quién habla? —le pregunté al otro policía, el que acababa de entrar.
—De la señorita Hernández —dijo—. Tengo entendido que trabajaba para la familia. ¿O es su madre? Salió despedida de la moto acuática. Esa joven tiene suerte de estar viva.
«Carmen».
Pasó la noche. Yo había perdido la noción del tiempo, pero era primera hora de la mañana y estábamos en la comisaría de policía. Mi hijo dormía al fin en el catre que le habían dejado, tapado con dos mantas a causa de sus temblores, que nada tenían que ver con la temperatura. Uno de los agentes me había ofrecido otro catre a mí, pero no podía dormir, así que me senté en el suelo junto a Ollie, abrazada todavía a él.
En torno al amanecer, el policía entró para decirme que había finalizado su informe –«solo los hallazgos preliminares»– y que ya estaba en disposición de explicarme lo que parecía que había sucedido según las declaraciones de Swift y Cooper, ninguno de los cuales había hablado conmigo directamente.
—Tendremos que hablar también con su hijo, naturalmente —dijo—. Pero de momento no está en situación de hacerlo. Quizá convenga que lo vea un psicólogo del departamento de protección al menor para que valore si está preparado para responder a nuestra preguntas.
Yo no quería dejar a Ollie, pero, como por fin parecía dormir profundamente, seguí al agente a la otra sala y me senté frente a su mesa.
Reynolds, decía su placa.
—Bueno —dije—, ¿qué puede decirme?
—Tengo entendido que el señor Havilland trajo a su hijo al lago para dar una vuelta en su lancha motora —respondió el agente Reynolds.
—No era eso en lo que habíamos quedado —dije—. Se suponía que iban a pasar el día en Monterrey.
—Según el señor Havilland —repuso el agente Reynolds—, quería darle una sorpresa a su hijo. Por lo que deduzco, era algo de lo que llevaban hablando mucho tiempo.
—Se suponía que iban a ir al acuario —insistí. Valiera para lo que valiera. Que no era mucho, evidentemente.
—Sin saberlo el señor Havilland, su hijo Cooper decidió hacer una visita a la casa el día anterior, y trajo consigo a su amiga, la señorita Hernández —prosiguió el agente.
Descrito así –conforme a la declaración de Cooper, supuse–, todo sonaba maravillosamente sencillo. Una barbacoa en el jardín. Un chapuzón en el lago. Una partidita de cartas. (Un poco de ligoteo también, sin duda. Pero eso no era asunto de la policía). Luego, el sábado por la tarde, sacaron la moto acuática. Al señor Havilland hijo se le ocurrió dar a su amiga una vuelta por el lago.
En algún momento, a última hora de esa tarde, el señor Havilland padre apareció con Ollie.
¿A última hora de la tarde? Habían salido a las seis de la mañana. ¿Por qué habían tardado tanto en llegar si el viaje duraba cuatro horas? ¿Y cómo se le había ocurrido a Swift llegar al lago Tahoe a última hora de la tarde, sabiendo que tenía que estar en casa a tiempo para la cena?
Para eso no había respuesta. El policía solo pudo decirme que, según había declarado él mismo, el señor Havilland llegó en torno a las cuatro o las cinco de la tarde. No le preocupó ver otro coche frente a la casa, porque reconoció el Dodge Viper amarillo que a su hijo Cooper le gustaba alquilar cuando volvía de visita a San Francisco. Dedujo que Cooper había viajado desde el este para darle una sorpresa por su cumpleaños y se había tomado un par de días de asueto para disfrutar de la casa del lago. Tenía su propia llave, y no era tan raro –explicó el señor Havilland– que utilizara la casa para esos fines, como válvula de escape.
—Dado que no encontró al señor Havilland hijo en la casa, el señor Havilland padre dio por sentado que habría salido a disfrutar del lago, como pensaban hacer él y su hijo de usted —prosiguió el agente Reynolds—. Constató que era así al ver que faltaba una de las dos motos acuáticas que guardan en el garaje para embarcaciones. Así pues, llevó el coche hasta el embarcadero con intención de sacar su lancha motora… —Consultó sus notas—. Su Donzi… al lago.
Yo le escuchaba, pero solo en parte. Me costaba concentrarme sabiendo que Ollie estaba en la otra sala. No quería dejarlo solo. Si se despertaba asustado o tenía una pesadilla, quería que supiera que estaba a su lado. Sin embargo, el relato que hacía el agente de lo sucedido la tarde anterior me parecía ilógico. Tampoco entendía cómo se les había ocurrido a Cooper y a Swift irse al lago a montar en la lancha o en la moto acuática sabiendo que esa tarde, a las siete y media, debían estar en Folger Lane. Al menos uno de ellos –Cooper– sabía que iba a celebrarse una gran fiesta en la que se requería su presencia, eso por no hablar de la de su padre. Hasta Swift tenía que haberse dado cuenta de que había gato encerrado, dada la insistencia de su esposa en que regresaran no más tarde de las ocho. Las dos sabíamos, cuando Swift emprendió aquella excursión, que le estaba siguiendo la corriente a su mujer al actuar como si el empeño de Ava en que se fuera a pasar el día con Ollie no tuviera nada de extraordinario.
—Por lo visto su hijo y el señor Havilland no llevaban más de quince o veinte minutos en la lancha cuando sucedió el accidente —añadió el agente—. Según ha explicado el señor Havilland, ese modelo de lancha en concreto puede alcanzar una velocidad de ciento treinta kilómetros por hora. Pero le dejó claro a Oliver que no irían tan deprisa. Iba a ser un paseo relajado para entretener al niño, nada más.
Asentí con la cabeza, no porque estuviera de acuerdo sino más bien porque me sentía abotargada. El Swift al que yo conocía no habría dudado en llevar a un niño a hacer carreras por el lago.
—El señor Havilland nos ha dejado muy claro que se toma muy en serio las medidas de seguridad cuando sale a navegar —prosiguió Reynolds—. Al principio solo pensaba llevar a Oliver a dar una vuelta en una barca neumática con motor fueraborda, más pequeña, que tienen, o en el kayak, pero su hijo insistía tanto en que sacaran la lancha que al final accedió.
Habían ido hasta allí para montar en la Donzi. Ese era el único propósito del viaje. No habrían hecho un trayecto de cuatro horas para montar en una barca neumática. No lo dije. Pero lo pensé.
—Por desgracia, su hijo se negó rotundamente, al parecer, a ponerse el chaleco salvavidas —siguió explicando el agente Reynolds—. Por lo que he podido deducir, se había mostrado muy rebelde y contestatario durante todo el día, pero el señor Havilland lo achacó a que estaba cansado en exceso.
—Puede que estuviera cansado, sí —contesté.
Todo lo demás, sin embargo, carecía de sentido. Si Ollie no había querido ponerse el chaleco salvavidas, me costaba imaginarme a Swift empeñándose en que se lo pusiera. Y aún más me costaba imaginarme a Ollie mostrándose rebelde –o «contestatario»– con Swift. Siempre que los veía juntos, mi hijo se comportaba con él como un cachorrito obediente y leal.
—Como era de esperar, el señor Havilland se puso firme. Le explicó a su hijo que no montarían en la lancha si no aceptaba ponerse el chaleco salvavidas. Entonces Ollie aceptó de mala gana.
El accidente, pensé. Hábleme del accidente.
—Pero, al parecer, su hijo siguió dando la lata al señor Havilland a cuenta del chaleco —prosiguió el agente—. Ya sabe lo malhablados que pueden ser los niños.
Puede que lo supiera. Pero sabía también que Ollie jamás le hablaba mal a Swift.
Según me explicó el policía, Ollie siguió «despotricando» sobre el chaleco salvavidas. Incluso empleó cierto epíteto para describir a quienes usaban chaleco salvavidas.
—No quiero repetir la palabra que dijo, señora McCabe —alegó—. Digamos simplemente que empieza por eme. Luego Ollie comenzó a preguntar si podía pilotar la lancha. El señor Havilland le dijo que no. Que de ningún modo. Estaban dando la vuelta al cabo que hay justo al sur de Rubicon Bay, no sé si conoce usted la zona.
Negué con la cabeza.
—Solo he estado en el lago una vez con anterioridad —le dije.
—Fue entonces cuando el señor Havilland reparó en una moto acuática que se acercaba por el lado de estribor. Iba a velocidad razonable, pero estaba lo bastante cerca como para que conviniera tener precauciones. Cuando la moto se acercó, el señor Havilland vio con sorpresa que la pilotaba su hijo, Cooper. Como es lógico, quisieron acercar sus embarcaciones. Estaban ya muy cerca —prosiguió Reynolds—, tan cerca que podían hablar. El señor Havilland padre le gritó a su hijo si tenía protector solar.
El policía interrumpió su relato para añadir un dato extraído de la declaración de Swift.
—El señor Havilland padre quería protector factor 50 —dijo—. Le explicó a su hijo que tenía uno de factor veinticinco, pero que no le parecía suficiente estando allí, en el agua.
En aquel preciso momento, ¿Swift se ponía a hablar de protectores solares? ¿De qué iba todo aquello? Recordé entonces a Ollie jugando a las cartas junto a la piscina, y a Swift dándole instrucciones sobre el arte de jugar al póquer.
«¿Quieres que una mentira parezca verdad?», le había dicho a mi hijo. «Pues envuélvela en minúsculos detalles que sean ciertos».
Yo sabía que así era, por las historias que solía inventar. Era cierto que Audrey Hepburn trabajaba para UNICEF. Era cierto que había hecho una película con Gregory Peck. Pero no era cierto que fuera mi abuela.
—Por lo visto estaban tan cerca que el señor Havilland padre estiró el brazo para agarrar el tubo de crema solar que le tendía su hijo. Fue en ese momento, al apartar la mirada, cuando su hijo Ollie le arrancó el timón de la mano y revolucionó el motor.
Contuve la respiración. Miré con dureza al policía. No conocía a aquel hombre, pero conocía a mi hijo. Ollie no haría una cosa así. También creía conocer a Swift, pero me había equivocado. Estaba mintiendo.
Swift nunca usaba protector solar. Le había dicho a Ollie que el protector solar era para maricas.
—Cuando Ollie aceleró —continuó el agente Reynolds—, la lancha salió despedida hacia delante, a toda velocidad. Chocó con la moto acuática. El señor Havilland cayó de su asiento, con el resultado de un esguince de muñeca leve. Por desgracia, las heridas que sufrió la señorita Hernández fueron mucho más graves. Al parecer, cuando salió despedida de la moto acuática, se dio un fuerte golpe en la cabeza. Perdió el conocimiento. No hay duda de que, gracias a que el señor Havilland padre se lanzó al agua para rescatarla, la joven logró sobrevivir. Teniendo en cuenta a lo que se enfrentaba —concluyó Reynolds—, yo diría que ese hombre es un héroe.
Le pregunté si sabía algo más sobre el estado de Carmen.
—¿Alguien se ha puesto en contacto con su madre? —pregunté.
—Los médicos dicen que es demasiado pronto para hacer cualquier valoración —contestó—. Su madre viene de camino. Naturalmente, sabemos que Oliver es demasiado pequeño para que se le considere responsable de lo sucedido —prosiguió—. Él no podía prever las consecuencias de sus actos.
—Mi hijo jamás haría nada parecido —afirmé—. Besa el suelo por donde pisa Swift. No me lo imagino agarrando el timón de una lancha e intentando pilotarla él solo. No tiene suficiente seguridad en sí mismo. Es más bien el tipo de cosa que haría Swift. O Cooper.
—Con el debido respeto, señora McCabe —dijo el agente Reynolds—, las madres nunca ven a sus hijos con completa objetividad. Mi mujer reaccionaría igual si se tratara de nuestro hijo.
—No es así —repuse yo.
—Naturalmente, hablaremos con su hijo de todo esto cuando esté preparado —repitió—. Mientras tanto, dada su edad, no se van a presentar cargos contra él. Lo que hizo, según el señor Havilland, fue una chiquillada. Una travesura estúpida, con terribles consecuencias para la joven involucrada, aunque podemos dar gracias a Dios porque no hubiera más heridos de consideración. Y nadie está sugiriendo que Oliver hiriera a propósito a la señorita Hernández.
—No fue él, en absoluto —afirmé.
—Sabemos que Oliver ha pasado por numerosas experiencias traumáticas —continuó—. Anoche conseguimos ponernos en contacto con su padre. Estaba profundamente preocupado, claro, pero nos confirmó que Oliver estaba muy irascible desde hacía un tiempo y que se mostraba especialmente rebelde.
Habían hablado con Dwight. Las paredes empezaron a cerrarse a mi alrededor, como en la sala del juzgado tres años antes. Solo que peor.
—Los hijos de padres divorciados se portan mal a menudo —afirmó Reynolds—. Es probable que su arresto por conducir bajo los efectos del alcohol resultara muy desconcertante para él. Ver detenida a una de sus figuras de autoridad.
—¿Quién le ha dicho eso?
—El señor Havilland nos ha explicado que ya no bebe. Tengo entendido que está en Alcohólicos Anónimos.
Aquello no estaba sucediendo. Pero sí: era real.
Quizás hubiera contestado algo, pero en ese momento oí a Ollie llamándome y volví a la otra habitación.
Quisieron tomar declaración a Ollie, claro. No estaba en condiciones de hacerlo, pero parecía importante que hablara con la policía. Sobre todo, después del relato que había escuchado yo –el relato de Swift– sobre lo sucedido en el lago.
Primero le llevaron una Coca-Cola. Los agentes le hicieron sentarse en una silla cómoda. Había entre ellos una mujer, y un funcionario que supuse pertenecía al departamento de protección al menor. No se me permitió entrar en la sala.
—Lo lamento —me dijo el agente Reynolds—. Es el protocolo habitual.
Tardaron poco: cinco minutos, como mucho. Cuando Ollie salió de la sala (la cara pálida, los ojos hundidos en las cuencas), la agente de policía me llevó a un aparte mientras mi hijo estaba en el aseo.
—No responde a nuestras preguntas —dijo—. Lo único que ha hecho mientras repasábamos la declaración del señor Havilland sobre lo sucedido ha sido mirar por la ventana y asentir con la cabeza. Repetía una y otra vez «lo siento».
—Ollie tiene ocho años —le dije.
—Como es lógico, se siente culpable y responsable de lo sucedido. Ha preguntado si iba a ir a la cárcel. Le he asegurado que tenemos la certeza de que no era consciente de las consecuencias de sus actos. No podemos acusar de un delito a una persona de su edad.
—¿Ollie ha reconocido que fue él quien aceleró el motor? —le pregunté—. ¿Ha dicho que fue él quien hizo chocar la lancha contra la moto acuática?
—No ha querido hablar sobre ese particular. Pero ha asentido a todo lo que han declarado el señor Havilland y su hijo.
—Está agotado —dije yo—. Y confuso.
—Su hijo ha sufrido un trauma muy fuerte —repuso la agente—. No me cabe duda de que querrá usted consultar con un psicólogo, no solo respecto a los conflictos de más calado que enmascara su ira, sino respecto al sentimiento de culpabilidad y vergüenza que sin duda se derivará de estos hechos. Lo que hay que recordar es que es solo un niño. De eso, somos conscientes todos.
Más tarde habría más preguntas, pero de momento no había motivo para que siguiéramos allí. Oí decir que Estela iba hacia el hospital con una amiga suya que tenía coche, pero no había gran cosa que pudiera hacer por ella. Estaría rodeada de su familia y, aunque hubiera hablado español, ¿qué podía haberle dicho? Los médicos estaban aguardando los resultados de la batería de pruebas que le habían hecho a Carmen, que seguía en la unidad de cuidados intensivos, todavía inconsciente.
Hasta ese momento, yo no había tenido tiempo ni espacio para pensar en ello, pero de pronto me di cuenta de una cosa: en todo el tiempo transcurrido desde nuestra llegada al hospital –ocho horas, como mínimo–, ni Swift, ni Cooper, ni Ava nos habían dirigido la palabra ni a mí, ni a mi hijo. No sabía dónde estaban (en su casa del lago, dándose una ducha y poniéndose ropa limpia, o en el coche de vuelta a Folger Lane), habían desaparecido sin preocuparse por Ollie ni por mí.
¿Y ahora qué? No tenía ni idea de cómo volver a casa, aunque esa era la menor de mis preocupaciones en esos momentos.
Cuando intenté pensar a quién podía llamar –una persona que estuviera dispuesta a conducir más de cuatro horas para ir al lago Tahoe a recoger a una mujer desesperada y a su hijo traumatizado, un sábado por la tarde–, me asombró comprobar que, quitando a Swift y a Ava, no tenía a nadie.
—Piensa en mí como la persona a la que llamarías en caso de emergencia —me había dicho Ava aquel día, y había escrito su nombre en la tarjeta que yo guardaba en mi cartera.
Pero aquello ya no tenía validez.
En otro tiempo habría llamado a Alice, pero había quemado ese puente al abandonar nuestra amistad en favor de mis otros dos amigos, mucho más cosmopolitas que Alice.
Luego estaba Elliot.
Contestó al teléfono al primer pitido. Estaba en casa, claro, como solía, incluso los días soleados. Oí de fondo el sonido de una película. Me lo imaginé sentado en su viejo sofá de pana, con sus pantalones anchos y las contraventanas cerradas para impedir que entrara la luz, viendo por enésima vez Alarma en el expreso o Solo ante el peligro.
Me embargó una oleada de cariño. De cariño y de pesadumbre.
—No te lo reprocharía si me colgaras ahora mismo —le dije cuando contestó al teléfono. No hacía falta decir quién era. Él ya lo sabía.
—Yo jamás te colgaría, Helen —contestó.
—Estoy en un aprieto —dije—. Los dos, Ollie y yo. Quería saber si podías venir a buscarnos.