Cheri estaba hablando por teléfono, como solía, cuando llegué a casa de mi exmarido para recoger a mi hijo y pasar con él el fin de semana por primera vez desde hacía más de tres años. Jared, el hermano de mi hijo, estaba sentado en su trona. Tenía delante una galleta rellena a medio comer y estaba haciendo gestos con un rotulador destapado. Al verme en la puerta, Cheri señaló hacia el cuarto de estar, donde oí el sonido de unos dibujos animados. Dwight se había ido a jugar al golf, seguramente. Ollie estaba en pijama, en el sofá. Estaba pálido y, con la camiseta dada de sí del pijama, su cuello parecía muy flaco y enrojecido, como el de un pajarito. Había un cuenco de cereales encima de la mesa baja, y en el suelo un montón de juguetes que debían de ser de Jared. Mi hijo no levantó la vista.
Nunca había sido mi estilo entrar haciendo aspavientos, ni aunque me muriera de ganas de abrazarlo. Con el paso de los meses grises y tristes, y luego de los años, desde su marcha a Walnut Creek, había aprendido que a Ollie le costaba unas horas (a veces incluso un día entero) empezar a sentirse cómodo conmigo después de pasar tantos días separados. Ya no me sorprendía como al principio ver aquella expresión impasible cuando iba a recogerlo. Sabía que, cuando lo abrazara, notaría su cuerpo tenso y alerta. A veces, pasado un tiempo, si tenía suerte (más o menos cuando llegaba la hora de despedirnos), se acercaba a mí como en los viejos tiempos, y yo vislumbraba por un momento cómo habían sido las cosas entre nosotros antaño. Luego llegaba el momento de llevarlo a casa y sentía cómo volvía a revestirse con su armadura.
—Hola, Ollie —le dije—. Me alegro de verte.
Me senté en el suelo, a su lado.
Se estaba chupando el pulgar, una costumbre que yo sabía que estaba intentando evitar porque los niños del colegio se burlaban de él. Pero cuando estaba solo o ansioso, volvía a las andadas.
—¿Quieres que te ayude a recoger tus cosas? —le pregunté.
Podría haberme enfadado con Cheri o con Dwight por no haberse encargado de ello, pero ¿qué sentido tenía?
—Quiero acabar de ver esto.
Me senté a su lado en el sofá y resistí el impulso de apretarlo contra mí. Le froté la espalda. Le pasé la mano por el pelo. A veces, cuando iba a recogerlo, le habían cortado el pelo a cepillo (por comodidad, imagino), pero esa vez le hacía falta un buen corte, y tenía las uñas de los pies largas. Parecía un niño del que su madre no se ocupaba como era debido.
Aunque llevaba tres años yendo a buscarlo a casa de su padre, nunca le habíamos comprado una maleta o una mochila para que llevara sus cosas. Como Cheri seguía hablando por teléfono, busqué debajo del fregadero una bolsa de basura en la que meter su equipaje para el fin de semana.
Dos mudas de ropa interior. Dos pares de calcetines. En los viejos tiempos, cuando vivía conmigo, solíamos jugar a emparejar los calcetines. Ahora, en cambio, estaban todos revueltos en el cajón. Eran todos blancos. A Cheri seguramente le resultaba más cómodo que juntar pares de calcetines con dibujos interesantes (coches, dinosaurios, Transformers) como los que yo solía comprarle.
Busqué en el armario su camiseta del bulldog, que le encantaba aunque ya le quedaba pequeña, y un par de camisetas más: una de manga larga y otra de manga corta.
—Hay que llevar tu bañador —le dije—. Vamos a casa de esos amigos míos que tienen piscina.
—Nadie me ha enseñado a nadar —contestó, dando a entender claramente que era yo quien debería haberle enseñado.
—Me meteré en el agua contigo —le aseguré—. Y tienen un «churrito».
—Dijiste que tenían un perro —dijo con su desconfianza de siempre.
—Tienen tres.
—¿Tienen tele por cable? —preguntó.
—Espera a que lleguemos —le dije—. Vamos a pasarlo tan bien que no querrás ver la tele.
—Iba a ver un programa sobre robots —repuso con un tono de sordo resentimiento que yo conocía muy bien: como si todo lo malo que pasaba en el mundo fuera culpa mía.
—Cheri tiene un lector de DVD en su coche —comentó cuando ya estaba sentado en el asiento trasero de mi Honda, con el cinturón de seguridad puesto.
Yo no soportaba que la ley exigiera que los niños fueran en el asiento de atrás en vez de delante, a tu lado, donde podías hablar con ellos. Evidentemente era más seguro, pero conducir así, con Ollie a mi espalda, hacía que me sintiera como una chófer más que como una madre.
—Bueno, yo prefiero que hablemos —le dije—. Hace dos semanas que no te veo. Quiero que me cuentes qué tal te va en el cole. ¿Qué os ha enseñado el señor Rettstadt últimamente?
—Nada.
—No me lo creo. Dime algo que os haya enseñado.
—Bla, bla, bla —contestó—. Bla, bla, bla, bla, bla. Bla, blablabá, blabablá, blablablá, blablá.
—He ido a la biblioteca —le dije—. Y he sacado un montón de libros para que los leamos juntos. Hay uno sobre insectos.
—Odio los insectos.
Antes, cuando vivía conmigo, no los odiaba: podíamos pasarnos casi una hora observando un hormiguero. Pero no tenía sentido recordárselo.
—Hay otros libros —le dije.
—Odio leer.
Al final, se quedó dormido en el trayecto. Yo había pensado que paráramos en un parque al que íbamos a veces, donde le gustaba montar en su patinete, pero cuando cruzamos el puente eran ya más de las doce del mediodía y yo sabía que Ava nos tendría preparada la comida, así que me fui derecha a Folger Lane.
—Creo que te van a gustar mis amigos —le dije cuando se despertó, a menos de dos kilómetros de la casa de los Havilland—. Tienen muchas ganas de conocerte.
Me horrorizó el sonido de mi voz al decir aquello. Parecía una asistente de vuelo.
—Ava, mi amiga, no puede caminar —le expliqué—. Va en silla de ruedas. Tiene un coche adaptado que la levanta hasta el asiento.
—¿Qué hora es? —preguntó, y se metió el pulgar en la boca. Miraba por la ventanilla con ojos vidriosos—. ¿Cuándo nos vamos a casa?
Al llegar a casa de los Havilland, iba pensando que había cometido un terrible error. Mi hijo no iba a dejarse a sí mismo pasarlo bien. Ava y Swift harían todo lo que estuviera en su mano, pero más tarde, cuando nos marcháramos, se mirarían el uno al otro y dirían: «Menos mal que se ha acabado». Serían amables, pero acordarían no volver a invitarnos. Tal vez incluso llegaran a la triste pero evidente conclusión de que lo mejor sería que no tuviera la custodia de mi hijo.
Entonces Ava nos abrió la puerta. Lillian se acercó enseguida a Oliver y empezó a corretear en círculos, como hacía siempre que conocía a alguien nuevo, y Sammy se puso a menear el rabo mientras emitía suaves ladridos de alegría. Pero la gran sorpresa fue Rocco, que normalmente gruñía a todo el que no fuera Ava, y que sin embargo pareció encariñarse de inmediato con mi hijo y empezó a lamerle la mano y a seguirlo a todas partes desde el momento en que cruzó la puerta.
—Es un placer conocerte, Oliver —dijo Swift teniéndole la mano—. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?
Al igual que Ava, era una de esas raras personas que no cambian de tono de voz cuando hablan con un niño.
—¿Hay que meter dinero? —preguntó Ollie, que se había fijado enseguida en la máquina de pinball a pesar de que Swift había tenido la sensatez de no indicársela. Era preferible que Ollie descubriera las cosas por sí mismo.
—Para ti es gratis, amiguito —dijo Swift—. Mi hijo Cooper jugaba con ella constantemente. Cuando la compramos era demasiado bajito para llegar a los botones, así que le pusimos ese cajón de ahí.
Ollie se subió al taburete improvisado y empezó a acariciar los botones. Luego me miró como si fuera a decirle que no los tocara.
—No pasa nada —le dije—. Son amigos nuestros. Puedes hacer lo que te apetezca.
Después de comer quiso ver dónde dormían los perros y Swift le enseñó el salón, adonde había llevado las viejas Tortugas Ninjas de Cooper.
—¿Tu hijo vive aquí? —preguntó Ollie.
—Ya es mayor —le contestó Swift—. El único niño que vive ahora en esta casa soy yo.
Ollie lo miró con fijeza. Calibrándolo con la mirada.
—Aquí puedes relajarte, amiguito —le dijo Swift—. El único sitio donde debes tener un poco de cuidado es la piscina. Ava tiene una norma: si voy a meterme en el agua, tiene que haber un adulto cerca. Y lo mismo puede decirse de ti.
—Pero él no es un niño —me dijo Ollie en voz baja.
—Me has pillado, colega —le dijo Swift—. Pero hago travesuras de vez en cuando, igual que los niños. La única diferencia es que a mí nadie me manda a mi habitación.
Salimos al jardín. Se quedaron un momento junto a la piscina, mirando los dos el agua. Swift estaba muy bronceado (no le gustaba usar protector solar). Ollie, en cambio, tenía las piernas del color de la leche por debajo de los pantalones cortos.
—No sé nadar —dijo Ollie en voz baja y ronca.
Cuando mi hijo aún vivía conmigo, lo había llevado a dos clases de natación distintas, pero siempre le había dado miedo el agua.
—No me digas —repuso Swift—. Pues puede que sea hora de que hagamos algo al respecto.
Agarró a mi hijo y se lo echó al hombro. Sin dejar de sujetarlo, saltó al agua. Pensé que Ollie iba a llorar, pero salió del agua riéndose.
Al final, pasaron casi toda la tarde en el agua, juntos. A las cuatro, Ollie ya se tiraba desde el borde hacia atrás y hacía el muerto de un extremo a otro de la piscina.
—Estabas de broma, ¿verdad? —le dijo Swift—. Cuando me dijiste que no sabías nadar. Se te da de maravilla. Vas a ser un campeón.
—¡No sabía que podía nadar! —exclamó Ollie—. Nunca había venido a tu casa.
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer —respondió Swift—. Tienes que venir a vernos más a menudo.
Mi hijo se puso serio, como si Swift acabara de ofrecerle un empleo y, tras pensárselo mucho, fuera a aceptarlo.
—¿Crees que tu hijo se enfadará si juego un poco más con su máquina de pinball? —preguntó.
Swift le había enseñado una fotografía de Cooper haciendo ala delta en el desierto de Arizona, y otra en un partido de los Giants, en la tribuna de honor.
—Creo que le gustaría que la usaras —dijo Swift—. A lo mejor un día de estos, cuando vengas, está aquí y podéis conoceros.
Ollie estuvo un rato jugando con la máquina y lanzándole el frisbee a Rocco en el jardín. Después, Ava preparó unos batidos y dejó que Ollie echara a la batidora todo lo que quisiera. Un poco antes de cenar montamos todos en el Range Rover de Swift y fuimos al parque a dar un paseo a los perros. Rocco no se separó de Ollie ni un momento.
Fuimos a cenar hamburguesas. Swift pidió un helado con nata montada para Ollie. Mientras iba sentado conmigo en el asiento de atrás, con Rocco apoyado sobre el regazo, Ollie se inclinó hacia mí.
—Ojalá no tuviéramos que volver nunca a casa —susurró.
Se quedó dormido en el coche. Ava y Swift aprovecharon la oportunidad para preguntarme qué tal me iba con Elliot, y aunque Ollie estaba dormido procuramos no entrar en demasiados detalles.
—Entonces, ¿te gusta de verdad ese tipo? —preguntó Swift.
Le dije que sí.
—No es una gran pasión —contesté—. Pero con él siempre me siento a gusto.
—A gusto —repitió Ava en tono escéptico.
—¿Y qué opina de nuestro amiguito? —preguntó Swift—. Porque ese hombrecito se merece tener un papá estupendo. El mejor de todos.
—No te precipites, querido —le dijo Ava—. Solo está saliendo con ese tal Elliot. No es que vayan a casarse.
—Es una buena pregunta —repuso Swift—. Helen tiene que ir pensando en esas cosas.
—Bueno, seguramente Elliot no tiene tan buena mano con los niños como tú —respondí—. Pero casi nadie la tiene.
—Pero en la cama bien, ¿no?
—Calla —le dijo Ava, señalando a Ollie—. Está aquí su hijo.
Eran más de las diez de la noche cuando Ollie y yo llegamos a mi apartamento. Aunque era ya demasiado grande para subirlo en brazos por la escalera, me las arreglé para hacerlo. Era tan delicioso volver a hacer aquello, y luego tumbarlo sobre el colchón inflable que había puesto para él y desatarle los cordones de los zapatos… Lo último que dijo, medio dormido, fue que si al día siguiente podíamos ir otra vez a casa de nuestros amigos. Llamaba a Swift «el Hombre Mono».
A la mañana siguiente preguntó otra vez si podíamos ir a casa del Hombre Mono, pero yo había prometido estar de vuelta en casa de su padre a mediodía. Nos sentamos fuera, en la terracita de mi cuarto de estar, que daba al aparcamiento, y le corté el pelo. Podría haberme quedado allí para siempre, con mi hijo sentado en la silla con una toalla alrededor del cuello y yo con las tijeras, recortando su pelo fino y rubio. No quería que aquello se acabara, y aunque tal vez me equivocara, tenía la impresión de que él también era feliz. Sus hombros, tan tensos veinticuatro horas antes, ya no parecían encorvados, como casi siempre. Canturreaba Yellow submarine, una de las canciones que había oído la víspera en la máquina de discos de Folger Lane.
En el coche, de vuelta a Walnut Creek, se puso a hablar de lo que quería hacer la próxima vez que fuéramos a casa del Hombre Mono. Jugar otra vez con los perros. Probar la mesa de air hockey. Y nadar otra vez con el Hombre Mono.
—¿Es una especie de superhéroe o algo así? —me preguntó.
—Podría decirse así.
El lunes por la noche, después de que llevara a Ollie a casa de su padre en Walnut Creek, Elliot me invitó a cenar.
—Espero no parecerte muy desesperado —dijo—. Solo llevamos tres días sin vernos, pero te he echado tanto de menos… Ni siquiera me acuerdo de cómo era mi vida antes de conocerte.
Podría haberme alegrado de que sintiera así, pero sentí, en cambio, una leve irritación. Como si no tuviera nada más interesante que ofrecer.
—Respeto totalmente tu decisión de no presentarme todavía a Ollie —añadió—. Pero estoy deseando que llegue el día en que te sientas lo bastante segura sobre nuestra relación para poder presentármelo.
No supe qué decirle. La verdad era que mi reticencia a presentarle a Ollie solo se debía en parte a la relativa novedad de nuestra relación. Pesaba más el miedo a que, si se conocían, Elliot no supiera qué decirle a mi hijo y Ollie pensara que era un idiota. Sabía que Elliot no se comportaría con él como Swift. Y sabía que Ollie desearía que fuera como el Hombre Mono.
Pero no era únicamente mi miedo a que a Ollie no le cayera bien Elliot lo que me había impedido invitarlo a casa de los Havilland. También me preocupaba lo que pensarían de él Ava y Swift. Me preocupaba que me avergonzara delante de mis amigos. O, peor aún, que se pusiera en ridículo.
—Estoy segura de que os conoceréis pronto —le dije—. Solo quiero encontrar el momento adecuado.
Pero era difícil saber cuándo llegaría ese momento.