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Habían pasado más de nueve años desde la última vez que crucé la puerta de Folger Lane. Desde la última vez que salí de aquella casa. Con el tiempo, dejé de hacer retratos en colegios y encontré un trabajo mejor. Una fotógrafa de Piedmont, que había visto algunos de mis trabajos en una pequeña galería de arte, me propuso que me asociara con ella. Decía que tenía verdadero ojo para captar la personalidad de mis modelos. Que siempre advertía lo que sucedía por debajo de la superficie, detrás de los ojos.

Elsie y yo llevamos juntas el estudio. Hacemos retratos. De familias, casi siempre. También alguna que otra boda. Como el trabajo que hacemos no es barato, nuestros clientes suelen ser personas con dinero de sobra. No tanto como los Havilland en la mayoría de los casos, pero aun así se nota por la ropa que llevan los niños y por la piel tersa y los cuerpos tonificados de las madres que no son personas que conduzcan un Honda Civic de veinte años como el mío o que tengan un sofá cama en el cuarto de estar para que duerma su hijo (una mejora respecto al colchón inflable).

Entre nuestra clientela son raros –casi inexistentes– los padres solteros. Las madres solteras, más bien. A juzgar por las fotografías que les hago a nuestros clientes, cualquiera pensaría que su mayor desgracia es tener un mal día en la pista de tenis. Pero naturalmente yo sé muy bien –mucho mejor que antes– que una imagen, por atrayente que sea, no tiene por qué contar la verdad de la historia.

Oliver, en cambio, es exactamente como aparenta. Sigue siendo un poco callado. No es un niño que tenga un millón de amigos. Solo dos o tres, pero muy buenos. Es leal a su padre y cariñoso con su abuela, adora a su hermano pequeño y es tímido con las chicas, aunque ahora hay una, Edie, que está loca por él, y a Oliver le basta con una.

A mediados de su segundo curso de bachillerato, comenzó a recibir ofertas para ingresar en escuelas de alto rendimiento deportivo. Nunca le han gustado mucho los deportes de pelota, pero en cambio es un nadador nato, y las medallas y los trofeos que ha ganado ocupan casi por completo una pared de nuestro cuarto de estar. Sin embargo, y a pesar de lo mucho que le gusta el agua, detesta los barcos: ha sido siempre así, desde aquel día en el lago. Ni siquiera quiere montar en el ferry a San Francisco.