Cuando era muy pequeña y los niños de mi clase me preguntaban dónde estaba mi padre, me inventaba una historia. Era un espía, les decía. El presidente lo había mandado en misión a Sudamérica. Luego pasó a formar parte de un pequeño grupo de científicos elegidos para pasar los siguientes cinco años en una cápsula climatizada en el desierto, haciendo experimentos por el bien de la humanidad.
En otra ocasión (otro curso, otro colegio), dije que mi padre se había ahogado en un trágico accidente mientras rescataba a prisioneros de guerra americanos abandonados en una isla del Pacífico, después de la Guerra de Vietnam. Los había embarcado en una balsa de la que tiraba él solo, sosteniendo una soga entre los dientes y nadando por aguas infestadas de tiburones frente a las costas de Borneo.
Más adelante, en la universidad, era simplemente huérfana: me había quedado sin familia después de un accidente de avión al que solo sobreviví yo.
Si inventaba historias sobre mi familia era por una razón muy sencilla: aun cuando incluían una gran tragedia, eran preferibles (más grandiosas, más interesantes, más llenas de sentimientos profundos y poderosos, de amor espectacular y de sacrificios heroicos, de grandes expectativas futuras) que los detalles que rodeaban mis orígenes. Prefería la idea de una catástrofe o de una gran aflicción a la verdad desnuda, que no solo era muy aburrida, sino también tristísima: el sencillo hecho de que mis padres no se habían interesado nunca por mí. Quedó claro desde el principio que yo me interponía en sus planes. En caso de que tuvieran alguno.
Gus y Kay (me dirigía a ellos por su nombre de pila, porque así lo quería mi madre) eran muy jóvenes –diecisiete años– cuando se conocieron y ya se habían divorciado al cumplir ella los veintiuno, cuando yo tenía tres. No guardo prácticamente ningún recuerdo de aquella época, tan solo una vaga imagen de una caravana con un ventilador que estaba todo el día puesto y que sin embargo no conseguía refrescar el ambiente. Recuerdo también que Kay me dejaba en la guardería tantas horas seguidas que la directora guardaba una caja con ropa de repuesto para mí en un cuartito. (Del mismo modo que, años después, yo llevaba siempre un cepillo de dientes en el bolsillo con la esperanza de que alguna amiga del colegio me invitara a pasar la noche en su casa. Cualquier sitio era mejor que mi casa).
Recuerdo un montón de sándwiches de mortadela y de barritas de cereales. Una cadena de radio que ponía éxitos de los años setenta, y la televisión siempre encendida. Boletos de lotería viejos amontonados sobre la encimera, ni uno solo premiado. El olor a marihuana y a vino vertido. Y montones de libros de la biblioteca bajo las mantas de mi cama: eso fue lo que me salvó.
Conocía tan poco a Gus que no habría podido distinguirlo entre una fila de sospechosos si me hubieran llevado a la comisaría (donde él había estado varias veces) para que lo reconociera. Nos hizo dos visitas cuando yo era joven: una vez cuando tenía trece años y él acababa de salir en libertad condicional (por un asunto relacionado con cheques falsos) y otra vez doce años más tarde, cuando me llamó de repente para decirme que quería conocerme mejor. Yo me lo creí, y me llevé una enorme desilusión cuando no se presentó tres días después, como había prometido. Cometí el error de hacerme ilusiones y volví a llevarme un chasco otras dos veces, hasta que quedó claro que no iba a ir a verme. (Había otros hombres, en cambio, que sí iban por casa. Pero venían a ver a Kay, no a verme a mí. Y nunca se quedaban mucho tiempo).
Si de algo estaba segura de pequeña era de que no quería ser como las dos personas responsables de mi nacimiento. Quería ir a la universidad. Quería tener un buen trabajo, hacer algo que me apasionara. Pero, sobre todo, quería vivir en una casa de verdad, con una familia. Cuando tuviera un hijo (y sabía que lo tendría), sería una madre muy distinta de la mía. Le prestaría atención.
En cuanto tuve edad para montar en bici, me iba a sola a la biblioteca. Tenían unos cubículos en los que podías ponerte a ver una película con auriculares, así que, cuando no estaba leyendo, estaba viendo cine. Y en cuanto tuvimos un aparato de vídeo, empecé a sacar películas de la biblioteca. Cuando Kay estaba por ahí, bebiendo o con algún hombre (lo cual sucedía a menudo), yo veía aquellas cintas una y otra vez, primero en nuestra casa móvil y más tarde, cuando mejoró nuestra situación, en el apartamento que alquilamos junto a la carretera de San Leandro. Ahora me parece evidente que esa pasión mía por el cine tenía que ver con el consuelo que hallaba al zambullirme en un mundo cuyos escenarios y personajes estaban tan alejados de mi realidad cotidiana: cuanto más alejados, mejor. Unos días era Candice Bergen, y otros Cher. Me gustaban especialmente las historias sobre chicas solitarias, mujeres insignificantes y marginales en las que se fijaba algún hombre guapo, amable y maravilloso (y rico, claro está) que las alejaba de su lúgubre existencia. A veces, si había estado viendo películas antiguas hasta altas horas de la noche, era Shirley MacLaine o Audrey Hepburn. Nunca yo misma.
Después de ver Sabrina, me inventé que Audrey Hepburn era mi abuela. Dudo que mis compañeros de clase supieran quién era, pero sus madres sí lo sabían. Una vez le conté a la madre de uno, que se había ofrecido voluntaria para cuidar de la clase, que pasaba los veranos en su casa de Suiza y que de pequeña había ido con ella a África, en uno de sus viajes para UNICEF. (Un truco que aprendí muy pronto sobre la habilidad de mentir: si rellenas tu historia con todos los detalles que puedas, tu interlocutor creerá que es cierta. La gente podía no saber si Audrey Hepburn tenía una nieta o no pero, si sabían que colaboraba con UNICEF, no les resultaba tan difícil tragarse el resto de la historia).
Teniendo en cuenta el tiempo que pasaba con Audrey, mi abuela imaginaria, no era de extrañar que hablara con un acento que recordaba vagamente al suyo en Sabrina (medio francés, medio británico) y que solo llevara manoletinas. Una vez me encontré con una compañera de clase y con su madre en la piscina municipal. (Aquello me hizo reflexionar, como siempre, sobre cómo sería tener una madre que te acompañaba a la piscina, te ponía loción solar en la espalda y te llevaba la merienda).
La madre expresó su sorpresa porque no estuviera en Suiza.
—Me voy la semana que viene —le dije, y desde entonces procuré no ir a la piscina.
Años después, cuando estaba en la universidad (gracias a una beca muy completa) y se hizo público que Audrey Hepburn había muerto de cáncer, aquella misma mujer me envió una nota de pésame. Le escribí dándole las gracias y le dije que mi abuela me había dejado un collar de perlas que le había regalado uno de los muchos hombres que habían sentido adoración por ella: Gregory Peck. Lo guardaría para siempre como un tesoro, añadí.
Habría sido más difícil mantener la ilusión de que mis historias eran ciertas si hubiera tenido buenos amigos, pero no los tenía, quizá precisamente porque necesitaba preservar mis secretos. En el campus la gente era bastante simpática, pero no llegué a intimar con nadie y, de todos modos, ¿cómo iba a hacerlo? Tenía que esforzarme mucho por mantener mi nota media: era fundamental si quería conservar mi beca. Estaba estudiando arte y, aunque me interesaba sobre todo la fotografía, también me había matriculado en un taller de guiones. Era lógico, teniendo en cuenta que llevaba toda la vida inventando historias.
El taller lo impartía un realizador y guionista que había hecho una película en los años setenta y que ahora daba seminarios de escritura cinematográfica en salones de actos de hoteles. Cuando acabó el taller me invitó a tomar un café, impresionado, dijo, por mi conocimiento de la historia del cine. El café acabó en cena, y la cena en un largo paseo en coche hasta el mar, donde me contó que estaba harto de las productoras cinematográficas, de cómo maltrataban su trabajo y de los idiotas a los que tenía que aguantar un artista si quería hacer una película. Su último proyecto era una mierda, me dijo. Su matrimonio era una mierda. Hollywood era una mierda. Era tan estimulante conocer a una chica como yo, que todavía poseía esa pasión que él había tenido antaño por el cine… Por los «filmes», como los llamaba yo.
Jake empezó a llamarme desde Los Ángeles y a escribirme cartas. Yo estaba tan asombrada porque se hubiera interesado por mí que ni siquiera me pregunté si me gustaba aquel hombre. Asombrada y halagada, claro. Una día me dijo: «Reúnete conmigo en Palm Springs» y, cuando me mandó el billete de avión, acudí. No se me había ocurrido que pudiera decidir por mí misma. Siempre esperaba a ver lo que la gente que me rodeaba quería de mí y, cuando alguien me ofrecía una sugerencia, la aceptaba.
Dijo que iba a dejar a su mujer. Que la había dejado. Que podíamos hacer cine juntos. Que él sería mi mentor. Que iría en coche a recogerme al campus. Podía ponerle una baca al coche para trasladar mis pertenencias, que eran muy escasas. Estaría allí al día siguiente por la mañana.
—Ahora yo soy tu familia —afirmó—. La única familia que vas a necesitar.
Una semana después yo había renunciado a mi beca y dejado el colegio mayor para irme a vivir con él. Seis meses más tarde, Jake volvió con su mujer. Así acabaron mis estudios. Habría sido lógico pensar que, dado que estaba tan acostumbrada a inventar historias, me daría cuenta enseguida cuando alguien mentía. Pero confíe en aquel hombre por completo, y durante un tiempo, después de que me dejara, iba por ahí en estado de shock, convencida de que no me merecía el amor de una persona tan brillante. El fracaso y la culpa recaían enteramente sobre mis hombros.
Cuando todavía estábamos juntos, Jake me había comprado una cámara Nikon y me había enseñado algunas nociones de iluminación, encuadre, lentes y velocidad de obturación. Después, para ganar algún dinero, acepté un trabajo haciendo fotos para un catálogo de equipamiento de camping. Era un trabajo de mala muerte pero temporal –pensaba yo–, y lo principal era no tener que volver nunca al apartamento de Kay.
Como no tenía dinero, ni formación, ni contacto con nadie, aparte de Jake, que ya no me devolvía las llamadas, la posibilidad de trabajar en la industria cinematográfica parecía inalcanzable. En cuanto tuve dinero ahorrado, compré un par de lentes de buena calidad y empecé a aprender a utilizarlas. Pensé que podía contar mis historias fotograma a fotograma. Resultó que aquello se me daba bien y empecé a tener trabajo. No eran encargos muy interesantes, pero al menos podía usar mi cámara y ganaba lo suficiente para alquilar un pequeño apartamento.
En aquellos tiempos me pasaba horas y horas paseando por las calles sin rumbo fijo, haciendo fotografías. Fue en uno de esos paseos cuando conocí a Dwight. Trabajaba de corredor hipotecario en una oficina que había en una zona comercial cerca de la autovía, junto a una tienda de colchones. Paré el coche porque me había fijado en una joven que estaba delante de la tienda. Era una de esas personas a las que las empresas contratan por una miseria para que se pongan un disfraz ridículo y bailoteen alrededor de un cartel, intentando atraer clientes.
Había algo en la bailarina de los colchones que me conmovió, que me recordó a mí misma. (Esa podría ser yo, me dije. Podría haber caído tan bajo. Intentando que alguien le prestara atención, sin conseguirlo nunca). Saqué mi cámara.
Estaba en ello cuando Dwight se me acercó por la acera.
—Bonita cámara —dijo.
No era una forma muy ingeniosa de iniciar una conversación, pero era guapo y tenía un aire campechano y simpático que le resultaba muy útil en su trabajo. Yo conocería más adelante la otra cara de esa afabilidad: era así con todo el mundo, hasta que ya no podían oírle. Le pagaban para que fuera simpático y diera un sesgo positivo a la situación financiera de sus clientes, y había adoptado una forma de hablar que, más tarde, me haría preguntarme si había algo de real en todo aquello. Era como uno de esos locutores que se oyen en la radio. Siempre amable, siempre animado. Al menos en apariencia. Nadie sabía lo que se escondía debajo, y yo, cuando por fin lo descubrí, comprobé que no era nada bueno.
La primera vez que Dwight me llevó a cenar, me habló de su familia en Sacramento: otros cuatro hermanos McCabe y una hermana, todos ellos muy unidos. Sus padres no solo seguían casados, sino que se querían. Cada vez que se reunía la familia (que era muy a menudo), jugaban a las charadas y al fútbol, y en Nochebuena intercambiaban regalos bajo el árbol de Navidad. Seguían viviendo en la misma casa en la que había crecido Dwight, y en el marco de la puerta de la cocina aún podían verse las marcas de lápiz que atestiguaban el crecimiento paulatino de seis niños. Era mi familia soñada.
—Le he hablado mucho de ti a mi madre —me dijo Dwight un par de días después, cuando me llamó para invitarme de nuevo a salir—. Le he contado lo difícil que fue tu infancia. No tener a tu padre y todo eso, y que tu madre tampoco estuviera casi nunca. Me ha hecho prometerle que te llevaré el domingo a comer con toda la familia.
A sus padres iba a encantarles, me dijo. Lo bien que contaba historias, y lo graciosa que era… Eso por no hablar de lo guapa que era. Hasta entonces, nadie me había llamado guapa.
Ese fin de semana en Sacramento fui tan feliz que no pude probar bocado, aunque recuerdo que bebí más de lo que solía, solo para relajarme. La madre de Dwight asó un jamón con rodajas de piña por encima. No me atreví a decirle que era vegetariana. Esa misma noche decidí que ya no lo era.
—¿Te gusta cocinar? —me preguntó su madre. A partir de ese momento, la respuesta fue sí.
El fin de semana siguiente, Dwight me llevó a la cabaña que su familia tenía en las montañas. Encendió un fuego e hizo trucha a la parrilla, y esa noche no hubo duda de que compartiríamos la cama.
—Siempre he querido una chica exactamente como tú —me dijo.
Quise preguntarle qué clase de chica era esa. Fuera cual fuese el tipo del que hablaba, estaba dispuesta a serlo. Y quizá fuera mi propia predisposición a adaptarme a lo que exigieran de mí las circunstancias lo que me hacía parecer la pareja ideal para Dwight. Pero eso no lo entendí hasta después.
No tenía una mejor amiga, pero le conté a mi jefa de la empresa para la que hacía fotos de aparatos electrónicos que había conocido a un hombre y quería casarme.
—Entonces, ¿estás enamorada? —preguntó.
Le dije que sí, pero ni siquiera ahora estoy del todo segura de que fuera cierto. Había desarrollado desde muy niña el hábito de aspirar a muy poco y de permitir que mi vida la dirigiera cualquier persona que pareciera saber mejor que yo lo que convenía hacer en cada momento. El hecho de que un hombre simpático, guapo y aparentemente desenvuelto se interesara por mí era motivo suficiente para que correspondiera a su interés. Como nadie se había preocupado nunca especialmente por mí (ni mi madre, ni mi padre, ni Jake, el profesor de guion, cuyo interés había sido pasajero), el hecho de que Dwight me considerara digna de su atención e incluso de su amor ejercía sobre mí una atracción irresistible. Me sentía no solo afortunada, sino infinitamente agradecida, y no solo por el cariño de aquel hombre alegre y aparentemente normal (una persona tan acostumbrada a que la vida marchara sobre ruedas que su expresión favorita era «no pasa nada»), sino porque su familia al completo pareciera querer acogerme en su seno como una más.
Seis meses después de que empezáramos a salir descubrí que estaba embarazada. La idea de convertirme en madre, de tener a alguien que estuviera siempre ahí, un hijo propio al que llevar a aquellas cenas maravillosas en Sacramento con la gran familia McCabe y cuyo crecimiento quedaría registrado en la moldura de la puerta de la cocina, era lo mejor que podía imaginar. No me detuve a pensar que, como había sucedido con tantos hechos importantes en mi vida, aquello no era resultado de una elección mía, sino algo que había dejado que ocurriera.
La primera vez que vi a mi marido perder los nervios estaba embarazada de ocho meses. Para entonces ya había dejado mi trabajo. Estábamos en la autopista, camino de la boda de un primo suyo en Los Ángeles, y el coche de detrás rozó nuestro paragolpes. A Dwight se le ensombreció el semblante. Se quedó un momento allí sentado, pero intuí que iba a pasar algo. Se bajó del coche y se puso a gritar a la conductora llamándola idiota y dando patadas a la puerta del coche. ¿Quién era aquel hombre con el que me había casado?
Empecé a ver una pauta en su comportamiento. Si estaba cansado o estresado (como ocurría con frecuencia), arremetía contra cualquiera que estuviera a mano. Normalmente, contra mí. El detonante podía ser tan poca cosa como que hubiera roto por accidente su jarra de cerveza de los Fortyniners o que no me hubiera acordado de comprar mantequilla de cacahuete. Cuando estallaba era como un borracho, solo que no le hacía falta beber alcohol.
Pero teníamos un bebé y yo decidí que me bastaba con eso. Cuando nació Ollie, cinco meses después de nuestra discreta boda en Sacramento, a la que asistieron casi exclusivamente familiares de Dwight, me convencí de que no podía pedirle nada más a la vida que ser la madre de aquel niño y formar parte de la familia McCabe. Mi suegra había apuntado mi fecha de nacimiento en un cuaderno que tenía («porque ahora eres una McCabe», me dijo). En la página había espacio para anotar cosas como la talla de ropa o el color favorito, para posibles regalos futuros. Yo me aseguré de anotar también su cumpleaños y la llamaba «mamá», lo que no me resultaba difícil dado que nunca antes había llamado así a nadie, ni siquiera a la mujer que me había dado a luz.
Cuando Ollie tenía seis meses, a Dwight lo ascendieron en su empresa y, como yo no tenía ninguna profesión concreta antes de ser madre, me conformé con quedarme en casa haciendo infinitas fotografías a nuestro hijo desde todos los enfoques posibles, absorta en nuestra pequeña rutina cotidiana: el paseo, el baño, el juego en el suelo, el cambio de pañal, otro paseo, otro cambio de pañal, otro rato de juego… La normalidad de mi vida me entusiasmaba. Seguramente para los demás carecía de interés, pero yo acababa de descubrir que había algo que se me daba de maravilla: ser la madre de mi hijo.
Para entonces había aprendido a quitarme de en medio cuando mi marido montaba en cólera, o a desconectar con una copa de vino. Y, por extraño que pareciera, los momentos en que Dwight estaba tranquilo resultaban aún más perturbadores que sus gritos, porque al menos cuando se enfadaba sus emociones parecían auténticas. Eran sus maneras de vendedor campechano lo que hacía que me sintiera más sola. Le oía hablar por teléfono con alguno de sus clientes, o incluso con uno de sus hermanos de Sacramento, y me daba cuenta con un escalofrío de que su tono de voz no variaba nunca. Incluso cuando llamaba para informar a una pareja de que su solicitud de préstamo había sido denegada, adoptaba aquel mismo tono jovial («Os encontraremos otro producto», decía. «No pasa nada»). Conmigo era igual. Y con sus padres. Incluso con nuestro hijo.
Estaba imprimiendo unas fotografías que había hecho en una reunión familiar cuando caí en la cuenta de que mi marido tenía la misma expresión en todas. Cuando Dwight volvía a casa del trabajo, todo lo que decía me sonaba a algo que hubiera oído en la televisión. Mi matrimonio empezaba a parecerme una farsa. En realidad no conocía al hombre con el que me había casado. Y él, desde luego, tampoco me conocía a mí. Dudo que quisiera conocerme.
Pero me había enamorado de nuestro hijo y no concebía la idea de estar lejos de él.
Es posible que tener a Ollie me revelara (por primera vez, creo) lo que era el verdadero amor. Comprendí que en realidad no me había enamorado de aquel hombre, sino de la vida ideal que podía proporcionarme el hecho de estar con él, lo que me convertía en responsable del fracaso de nuestro matrimonio en la misma medida que lo era Dwight. Seguramente, pensándolo bien, no teníamos mucho en común, si es que teníamos algo. A mí solo se me daba bien hacer fotografías. Dentro del encuadre de mi visor. Y en la vida en general.
Tenía treinta y cuatro años, y nuestro hijo dos, cuando un día Dwight volvió a casa del trabajo y me dijo que tenía que decirme algo importante. Se había enamorado de una mujer a la que había conocido en su empresa. Se sentía muy culpable, dijo, pero Cheri y él eran almas gemelas. Sin embargo, mientras me daba la noticia, había en sus palabras una especie de insulsa previsibilidad semejante a la de un presentador de televisión informando de un terremoto sucedido en alguna parte, o a la del hombre del tiempo prediciendo lluvia para el próximo fin de semana.
—Ojalá hubiera sido distinto —me dijo—, pero así son las cosas. Es lo que tiene la vida.
Salió de mi vida con la misma rapidez con que había entrado en ella. Debía de llevar algún tiempo preparando su marcha (cuyos signos premonitorios yo había sido incapaz de ver), porque ese mismo fin de semana se fue de casa.
Cuando se marchó, no obstante, hacía tiempo que yo ya no me hacía ilusiones respecto a nuestro matrimonio. Lo más traumático fue posiblemente el descubrir el efecto que surtió el cambio de parecer de Dwight en mi relación con su familia. O con mi familia, porque así la consideraba yo. Solo que resultó que no lo era en absoluto. Lo peor de todo fue, sin embargo, darme cuenta de lo fácilmente que me dejaba engañar, de la poca intuición que tenía para detectar el fraude.
Cuando me enteré de la noticia, llamé a la madre de Dwight pensando que podría convencerlo para que le diera otra oportunidad a nuestro matrimonio. Por el bien de Ollie, al menos. Y, en todo caso, pensé que me consolaría.
—Odio decir esto, Helen —me dijo mi suegra—, pero todos lo veíamos venir desde hace tiempo. No puedes hacer que tu marido se sienta como si fuera uno del montón y esperar que no se fije si se presenta otra mujer y empieza a tratarlo como si fuera especial. No me extraña que estuviera de tan mal humor.
No hubo más invitaciones a cenas familiares. Ollie visitaba a sus parientes, pero solo con su padre, nunca conmigo.
Mi madre, Kay, había vuelto a casarse. Vivía en Florida con un tal Freddie, que solía servirse la primera copa en torno a las once de la mañana y ya no paraba, lo que probablemente la hacía sentirse mejor respecto a su propia debilidad por el gin-tonic. Durante los primeros años de la vida de Ollie, yo había preferido pasar la Navidad con la familia de mi marido para no tener que soportar las inevitables noches de borrachera y las resacas del día siguiente, pero después de que me dejara Dwight viajé a Daytona Beach para pasar las fiestas con mi madre, con la tenue esperanza de que pudiéramos estrechar unos lazos familiares que nunca habíamos tenido. Incluso le llevé un montón de fotografías mías confiando en que se interesara por ellas. Las hojeó como si estuviera en la peluquería leyendo un ejemplar de People. Con menos interés, seguramente. Mi hijo, que siempre me había suplicado que le dejara tener un perro, se pasó la mayor parte del tiempo jugando con el shih tzu de mi madre.
Dos días después de nuestra llegada volví de hacer la compra y me encontré a Kay (que parecía haberse bebido tres o cuatro copas) viendo una película de Quentin Tarantino con mi hijo sentado en el sofá, a su lado, aferrado a su manta.
Cuando le dije que no quería que Ollie viera esas cosas, contestó:
—Ya sabes dónde está la puerta.