Hubo una historia que no les conté del todo a los Havilland. La historia de mi hijo.
Les había hablado de Ollie, claro. Sabían lo de mi detención por conducir bebida y lo del juicio por la custodia: la tutora designada por el juzgado, aquel juez espantoso, y el hecho de que fuera a Walnut Creek un sábado sí y otro no para ver a mi hijo unas horas cuando no tenía otras actividades, lo cual sucedía con suma frecuencia. Sabían que todavía le debía un montón de dinero a mi abogado y que mi exmarido gritaba mucho a nuestro hijo (aunque en opinión de Ava lo peor de Dwight era su negativa a permitir que Ollie tuviera un perro).
No sabían, en cambio, que a veces (no los días de visita, sino algún que otro día de entresemana) hacía el trayecto de hora y media en coche para ver a Ollie a la salida del colegio. Contenía la respiración cuando lo veía salir del edificio con su enorme mochila y acercarse afanosamente al todoterreno de su madrastra con la cara oculta bajo la capucha de la chaqueta, como un testigo protegido.
De pequeño, había sido uno de esos niños que saludan a los desconocidos en el supermercado y se acercan corriendo a otros niños en los columpios o en el parque para preguntarles si pueden jugar con ellos. Ahora, cuando salía del colegio, iba casi siempre solo. Aunque la escalera de entrada estuviera llena de niños, nadie parecía dirigirse a él.
Avanzaba tercamente por el patio hacia el coche de Cheri sin dar muestras de querer llegar a él o de que algo fuera a mejorar una vez estuviera dentro. Iba encorvado, con la cabeza gacha y los puños cerrados, como si caminara por un túnel de viento o de cara a un vendaval. Como si pudiera surgir algún problema en cualquier momento y no pudiera bajar la guardia.
Si en esas ocasiones yo conseguía entrever su cara, veía una mirada tensa y airada, tan impenetrable como una puerta atrancada. Cuando se acercaba al coche, su expresión no variaba ni siquiera si, como solía suceder, su hermano Jared estaba en la parte de atrás, sentado en su silla de seguridad.
Desde mi puesto de observación al otro lado de la calle, yo solo veía la parte de atrás de la cabeza de Cheri, pero tenía la impresión de que una madre que recogía a un niño de ocho años a la salida del colegio debía al menos volverse, sonreírle cuando subiera al coche y preguntarle qué tal le había ido el día o echar un vistazo al trabajo de manualidades que llevara ese día (hecho seguramente con rollos de papel higiénico, cartones de huevos o palos de piruleta).
Cheri nunca hacía ninguna de esas cosas. Se quedaba allí sentada, en la fila de coches, con la mirada fija en la calle y las manos en el volante. Yo, entretanto, no quitaba ojo a Ollie mientras se deslizaba envaradamente en el asiento trasero, como un anciano agotado subiendo a un taxi al final de un vuelo muy largo. Me quedaba allí, sin moverme, mientras veía alejarse el coche. Y ya está: no volvía a ver a mi hijo hasta el sábado siguiente.
Me daban ganas de correr hacia él. Quería oír cada detalle de lo que le hubiera pasado ese día. Quería rodearlo con mis brazos y llevarlo a casa conmigo, que fuéramos a tomar un refresco y pedirle que me explicara cómo había hecho aquella construcción de cartón, y reírme cuando me contara un chiste absurdo de segundo curso. Pero legalmente no tenía derecho a verlo y, de todos modos (eso era lo más triste), sabía que Ollie mostraría seguramente tan poco entusiasmo al verme como al ver a su madrastra. Parecía una persona que creía estar sola en el mundo, y esa era una sensación que yo conocía muy bien.