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Era mediodía y estaba ayudando a los empleados del catering a llevar platos y cubiertos cuando llegó la máquina de hacer nieve. La idea era transformar Folger Lane en una réplica de su casa del lago Tahoe en invierno, incluyendo un enorme ventisquero delante de la casa. Mientras la máquina vomitaba nieve, Ava me explicó que, dado que todo aquello era en honor de Swift, no bastaría simplemente con crear una bonita estampa invernal. En cuanto el ventisquero estuviera listo, añadiríamos un gran chorro de colorante alimentario amarillo en un lugar bien visible para dar la impresión de que un perro acababa de mearse allí.

En cuanto a los perros de carne y hueso, Ava los había encerrado en su dormitorio con un surtido de golosinas, principalmente para que Rocco –siempre el más nervioso– no tuviera que enfrentarse a toda aquella gente y al ritmo frenético de los preparativos. Del alero del tejado de la casa colgaban enormes témpanos falsos, y a lo largo del camino de entrada había pingüinos hechos de nieve. (No era exactamente el entorno natural del lago Tahoe, pero Ava se estaba tomando algunas libertades). Había luces en los árboles, y un iglú que se iluminaba desde dentro con un resplandor misterioso y sobrenatural.

A Ollie iba a encantarle todo aquello. Ollie, que seguramente estaría en el acuario en esos momentos, contemplando una barracuda o una manta raya. Una diversión demasiado apacible para el gusto de Swift, pero yo sabía que, queriendo a Ollie como lo quería y sabiendo lo mucho que mi hijo iba a disfrutar, se entregaría de lleno. De pronto lamenté no haber sido yo quien llevara a Ollie al acuario. O Elliot y yo, juntos.

«Elliot…» Se acabó, basta ya de eso.

—Estoy deseando ver cómo queda el iglú en la oscuridad, con las luces encendidas —había dicho Ava cuando los operarios acabaron de construirlo con bloques de hielo de color azul pálido—. Me recuerda a mi pequeño portavelas de porcelana china.

Había encargado esculturas de hielo de los tres perros que irían en el cuarto de estar: una de Sammy y Lillian, acurrucados juntos en su colchoneta, y otra de Rocco solo. Con la boca abierta, como siempre. Ladrando.

Detrás de la casa, junto al arco de las rosas, dos hombres vestidos con sendos monos en cuya espalda se leía recuerdos derretibles estaban instalando otra escultura de hielo en la que había incrustadas varias fotografías de Cooper: casi como si hubiera muerto víctima de una avalancha y yaciera enterrado y congelado, sonriendo al mundo de los vivos desde su gélida eternidad. En un extremo de la piscina habían montado una pantalla de plasma que emitía continuamente el mismo vídeo: Swift haciendo chi kung, Swift corriendo, Swift nadando, Swift bailando. Swift en pose de guerrero, Swift lanzándoles el frisbee a los perros, Swift reclinado en una tumbona flotante, con un puro y una copa en la mano. La escultura de hielo más grande ocupaba el centro del jardín y representaba a Swift desnudo, a tamaño natural, con un tubo inserto en el pene del que brotaba champán. Otra idea absolutamente característica de Swift.

—Seguro que alguien va a decir que el pene parece desproporcionado respecto al resto de la figura —comentó Ava—. Y Swift seguramente se sentirá en la obligación de demostrarle que se equivoca.

—Hablando del rey de Roma —dije yo—. Estaba pensando que debería llamarlos. Dentro de poco será la hora de volver.

Me sentía orgullosa de mí misma por haber aguantado tanto antes de llamar para preguntar cómo estaba Ollie.

No hubo respuesta.

—Seguramente habrán perdido la noción del tiempo —dijo Ava—. Calculo que llegarán sobre las siete y media.

Intenté no preocuparme. Ava tenía razón: se estarían divirtiendo tanto que habrían perdido la noción del tiempo, pero aparecerían a la hora de la fiesta.

Siguieron los preparativos. Era asombroso ver transformarse el jardín. Entre las esculturas de hielo y las luces, Ava había pedido que instalaran –con cierta incongruencia por su parte– un hogar junto al que debía actuar el tragafuego. Habría también una bailarina de pole dancing. Se habían montado una docena de mesas con manteles individuales adornados con la cara sonriente de Swift mordisqueando un puro extremadamente largo. En el sitio reservado para cada invitado, envuelto en papel plateado y atado con un lazo azul claro, había una ejemplar del libro El dios y sus perros, junto con un sobre que contenía un impreso que los invitados podían rellenar para acompañar un donativo en forma de cheque, en honor del homenajeado y extendido a nombre de la fundación BARK. La contribución sugerida: dos mil dólares.

A las cuatro en punto, Ava llamó a Swift, pero no obtuvo respuesta.

—Seguro que se lo están pasando tan bien que querrán seguir haciendo el indio juntos hasta el último minuto —dijo—. Apuesto a que habrán parado en un sitio mexicano que a Swift le encanta, a comerse un burrito gigante.

—Todavía hay tiempo de sobra para que lleguen a la hora prevista —dije, aunque mientras decía esto notaba una leve pero insistente preocupación. De pronto deseaba que Ava no hubiera involucrado a mi hijo en sus planes para alejar a Swift de la ciudad.

Llegó Virginia, la novia de Cooper. Era muy bella, pero tenía, curiosamente, una cara fácil de olvidar. Había pasado el fin de semana con sus padres en Palo Alto, haciendo preparativos para la boda. Cooper se había quedado en Nueva York, nos dijo, trabajando en un proyecto importante, pero llegaba esa tarde en avión al aeropuerto de San Francisco. Alquilaría un coche en el aeropuerto y vendría directamente desde allí.

Virginia se marchó a hacerse la pedicura. Estela sacó a los perros a dar una vuelta. Ava apareció con la cara embadurnada con una de sus mascarillas especiales activadoras del colágeno.

—Swift sigue sin contestar al teléfono —me dijo, vagamente preocupada—. Seguramente no hay buena cobertura.

Yo me asusté. Intentaba no dejarme llevar por el pánico, quería ofrecerle a mi hijo el regalo de pasar un día completo con su ídolo. Pero ¿por qué no le había comprado a Ollie uno de esos móviles desechables que siempre me estaba pidiendo, para mantenernos en contacto?

A las siete empezaron a llegar los invitados. Saltaba a la vista que Ava estaba preocupada porque no conseguía localizar a Swift, igual que yo sabiendo que Ollie iba con él.

Virginia había vuelto hacía rato de la pedicura con su madre, y las dos parecían flotar por el jardín con sus vestidos azul y plata, exhibiendo su esmalte de uñas a juego con su atuendo. Cooper, sin embargo, no había llegado aún.

—Ya conoces a Cooper —dijo Ava—. Siempre llega tarde.

Bobby, el amigo de Swift, fue uno de los primeros invitados en presentarse, acompañado por su última conquista: una chica de edad inapropiada que respondía al nombre de Cascade. Ernesto también llegó temprano, junto con Geraldine, la que había sido secretaria personal de Swift en su empresa. Saludé a Ling y Ping –la herborista de Swift y su marido– y a otro grupo de personas a las que no conocía: antiguos socios, seguramente. Llegó Renata, esta vez sin Carol, que la había abandonado recientemente por otra mujer. Felicity, la nueva protegida de Ava, vino vestida de liebre ártica. Evelyn Couture lucía un vestido vintage que parecía propio de Nancy Reagan en sus tiempos en la Casa Blanca.

La banda de mariachis –también un poco incongruente, teniendo en cuenta la decoración invernal, pero a Swift le encantaba aquella música– había empezado a tocar La bamba. La bailarina de pole dancing, que tenía orden de dar comienzo a su número tan pronto llegara Swift, había instalado su barra junto a la piscina. Los camareros, asistidos por Estela, empezaban a circular entre los invitados ofreciendo los primeros canapés: salmón crudo sobre finas tostas de pan de centeno con crème fraîche y caviar. Lillian y Sammy llevaban collares especiales para la ocasión. Como a Rocco le asustaban las multitudes, Ava lo había dejado encerrado en su dormitorio con un hueso muy grande para que se entretuviera.

—No soportaría el estrés de tener tanta gente alrededor —me explicó Ava—. Pero necesita saber que estoy cerca.

Cooper seguía sin dar señales de vida.

—Esto es muy propio de él —comentó Ava echando un vistazo a su reloj—. Le gusta asegurarse de que todo el mundo ha llegado ya cuando aparece, para hacer una entrada triunfal.

Pero yo sabía que lo que de verdad le preocupaba era la ausencia de Swift. Y a mí la de Ollie, naturalmente.

A las ocho y media, Ava se acercó a la estatua de Swift desnudo y puso su copa bajo el pene dispensador de champán. Luego tocó el cristal (no el pene) con una cuchara.

—Como todo el mundo sabe —dijo mientras la luz se reflejaba en su largo vestido de lentejuelas plateado—, estamos aquí para celebrar el nacimiento de mi asombroso marido. Se supone que esto va a ser una sorpresa, aunque al ver vuestros coches en la puerta seguramente se olerá algo en cuanto llegue, lo que estoy segura de que sucederá en cualquier momento. Hasta entonces, os invito a echar un vistazo al libro que hemos hecho entre nuestra maravillosa amiga Helen y yo, conmemorando la extraordinaria labor de Swift en favor de los animales abandonados en toda la zona de la Bahía y, muy pronto, a lo largo y ancho del país. Bienvenidos a nuestro hogar.

Recorrí el jardín con la mirada. Los invitados parecían fascinados. Al parecer, nuestras semanas de planificación habían merecido la pena.

—Muchos de vosotros me habéis preguntado qué podíais regalarle a un hombre que tiene tantas cosas —prosiguió Ava—. La respuesta es esta: podéis prestar vuestro apoyo a BARK, nuestra fundación, cuya página web vamos a lanzar esta misma noche. Con vuestra ayuda, perros de toda California y de todo el país podrán ser sometidos a esterilización gratuita.

—¡Y fornicar a placer sin que haya consecuencias! —gritó Bobby, el amigo de Swift—. ¡Una causa muy querida para mi buen amigo Swift!

—Así pues, gracias a todos por acompañarnos. ¡Y a beber! —Ava levantó su copa hacia el pene de la escultura de hielo.

Yo eché mano de mi agua mineral.

Los mariachis siguieron tocando. La mayor parte de los invitados se habían congregado junto a la piscina para admirar los muchos talentos de la bailarina de pole dancing, a la que Ava había dado orden de empezar a bailar. Virginia, la novia de Cooper, estaba mirando su teléfono.

Estela salió de la cocina, pero no con una bandeja. Sostenía el móvil de Ava y tenía una expresión que yo no le había visto nunca. No sabía qué pasaba, pero era algo malo.

Supe en cuanto Ava agarró el teléfono que tenía que tratarse de Swift y, por tanto, también de Ollie. Corrí hacia ella.

Seguía sujetando el teléfono. Escuchaba, pero negaba con la cabeza. La música de los mariachis sonaba tan alta que costaba oír nada. Yo había empezado a gritar.

«Dímelo. Dímelo».

Había habido un accidente. No en Monterrey, sino en el lago Tahoe. Allí era donde habían ido Swift y mi hijo, evidentemente.

Alguien estaba diciendo algo sobre una lancha.