Nos quedamos allí, inmóviles, unos segundos. No dije nada, y Cooper, que sostenía en una mano un tenedor de barbacoa muy largo y ligeramente manchado de sangre y en la otra la copa, tampoco dijo nada.
Nos limitamos a mirarnos unos a otros. La última vez que yo había oído hablar de Cooper, sus padres estaban brindando por su compromiso matrimonial con la bella Virginia. La última vez que había visto a Carmen, estaba limpiando el cuarto de baño.
Observé sus caras. Ellos observaron la mía.
Entonces di media vuelta. Salí por la puerta, bajé los escalones y volví a mi coche. Dejé la cámara en el asiento delantero y, cuando estuve en medio del camino, donde ya no podían verme, hice una fotografía a la finca. Se lo había prometido a Ava y Swift. Le había dicho a Ollie que también haría una foto de la Donzi, pero ya no podría bajar al cobertizo de las embarcaciones.
El viaje de vuelta a Portola Valley fue muy largo. A eso de las ocho de la tarde sonó mi móvil. Era Ava.
—Déjame adivinar —dijo—. Estás tumbada en el sofá junto a la chimenea, con una copa de esa agua mineral que te empeñas en tomar, en vez de ese magnífico cabernet que podrías estar bebiendo —dijo—. Y seguramente has cometido la locura de no llevarte a tu novio, a pesar de que vas a dormir en el que es quizás el lugar más romántico de todo el lago. Lo que posiblemente evidencia las carencias de tu relación, aunque no sea mi intención abundar en ese tema.
—La verdad es que estoy volviendo a casa —le dije. Aunque nunca me había costado inventar historias, todavía no había decidido cómo iba a explicarle mi intempestivo regreso del lago.
Quiso saber qué había ocurrido, claro.
—Tengo náuseas —le dije—. Debe de ser algún virus.
—En ese caso, vente derecha aquí en cuanto llegues a la ciudad —me dijo—. Vamos a meterte en la cama con una bolsa de agua caliente y una taza de poleo. Te espero levantada.
—Estoy bien —le aseguré—. Solo necesito llegar a casa.
—Vente para aquí —insistió—. No discutas. Hay que cuidar de ti.
Eran casi las once cuando llegué a Folger Lane. Las luces estaban encendidas. Los perros me estaban esperando. Ava salió a recibirme a la puerta.
—Muy bien —dijo al hacerme entrar en el cuarto de estar—. ¿Qué es lo que pasa? Porque lo del virus no me lo creo. Tú nunca te pones enferma.
Tenía razón. En aquel momento, como en muchos otros, me acordé de lo bien que me conocía Ava, de lo unidas que estábamos.
—Déjame adivinar —dijo Swift, que había aparecido tras ella con una copa en la mano—. Por fin te llevaste al contable a Tahoe. Y os habéis peleado. A lo mejor estabais jugando al Scrabble, tú intentaste colarle una palabra no reglamentaria y él te exigió que te ciñeras a las normas. Tuviste que salir de allí.
Sacudí la cabeza. No podía permitir que creyeran que me había peleado con Elliot. ¿Cómo podía alguien pelearse con Elliot?
—Son solo… cosas de mujeres —dije. Deduje que con eso bastaría para que Swift saliera de la habitación, y así fue.
Había aprendido hacía tiempo que no hay forma más eficaz de ahuyentar a un hombre, si eso es lo que quieres, que aludir vagamente al ciclo menstrual.
—Muy bien —dijo Ava cuando se marchó su marido—. Ahora vas a sentarte y a contarme lo que ha pasado de verdad. Estás hablando conmigo, ¿recuerdas? Eres mi mejor amiga. No tenemos secretos la una para la otra.
Nunca antes la había oído decir que yo fuera su mejor amiga y en ese momento, al oírlo, me derrumbé. Me dejé caer en el sofá. Ava se inclinó en su silla y me rodeó con los brazos.
—A mí puedes contármelo —dijo—. Seguro que todo se arregla.
—Es Cooper —dije—. Estaba en la casa y los pillé. Estaba con Carmen.
Casi imperceptiblemente –tan imperceptiblemente que cualquier otra persona no lo habría notado–, Ava se incorporó y se enderezó en su silla. Sus bellos y largos brazos volvieron a apoyarse sobre los reposabrazos. Fijó en mí aquella mirada suya, firme y despreocupada.
—¿Eso es todo? —preguntó en un tono a medio camino entre la exasperación y el sarcasmo—. ¿La gran catástrofe?
—Estaban cocinando —le dije como si fuera innecesario añadir nada más—. Ella llevaba puesta una camisa de él. Solo la camisa. Estaban juntos.
No supe interpretar la expresión de Ava. Asentía con la cabeza con una blanda sonrisa en los labios, muy distinta a la que habría puesto si uno de los perros hubiera apoyado la cabeza sobre su regazo, o si Swift se hubiera acercado a ella por la espalda para acercar la cara a su pelo.
—Escucha —dijo—. Lo que haya entre Cooper y esa chica —esa chica, dijo— no significa nada. Son cosas de críos.
—Pero está comprometido —repuse yo—. Pensaba que iba a casarse con Virginia.
Ava no se rio exactamente, pero estuvo a punto.
—Lo único que importa es lo que ha importado siempre —afirmó—. Cooper acabará sus estudios en junio y se marchará a Nueva York. Habrá una gran boda. Virginia y él van a tener una vida muy agradable.
«Agradable». La misma palabra que había cuestionado cuando yo la había empleado para describir a Elliot.
—Dudo que Virginia opinara lo mismo —dije.
—Ya opina lo mismo —me dijo Ava—. ¿Crees que no sabe que Cooper echa una canita al aire de vez en cuando? ¿Crees que es la primera vez en los ocho años que llevan juntos? Los hombres son así, Helen.
Podría haberle llevado la contraria, pero eso ya no me interesaba.
—Pero ¿y Carmen? —dije—. Seguramente ella cree que es otra cosa. Debe de estar enamorada de él. Y Estela… —No sabía cuál podía ser el final de aquella frase pero, fuera cual fuese, estaba segura de que Estela no aceptaría las excusas de Ava para justificar la conducta de Cooper.
—Tú obligación no es velar por Carmen —dijo—. Ni la mía tampoco. Ni la de Cooper, en realidad. Carmen ya es mayorcita. Puede decidir por su cuenta, y evidentemente eso es lo que está haciendo.
—¿Lo sabe Swift? —le pregunté.
Aún estaba aturdida por su reacción. Ava parecía vagamente impaciente.
—Puede que sí, puede que no. En todo caso, no le daría mucha importancia. Y tú tampoco deberías dársela. —Movió las ruedas de su silla de un modo que daba a entender que se disponía a salir de la habitación.
Evidentemente, la conversación había acabado.
—Te quedas a pasar la noche, ¿no? —preguntó—. Después de un viaje tan largo en coche. Te hemos preparado una habitación.
Le dije que prefería llegar cuanto antes a mi apartamento. No intentó convencerme de que cambiara de idea.
—Imagino que todo eso ocurrió antes de que tuvieras tiempo de resolver las cosas allá arriba —dijo cuando me dirigía hacia la puerta.
—¿De resolver las cosas?
—Entrevistar a los administradores de fincas. Y hacer las fotos para enseñárselas a nuestro arquitecto.
—Solo hice una del exterior —le dije—. Lo siento.
Había algunas otras: el atardecer, los colimbos, la matrícula del descapotable amarillo. Ninguna de ellas le serviría.
—No te preocupes —respondió—. No pasa nada. Por ahora nos concentraremos en la fiesta de cumpleaños, ¿de acuerdo? ¿Te imaginas la cara que pondrá Swift cuando entre y vea el jardín cubierto de nieve? Seguro que sabe que estoy preparando algo para su cumpleaños, pero nunca había organizado una fiesta como esta.
Esa noche, mientras iba hacia casa en el coche, no era la fiesta de cumpleaños de Swift en lo que pensaba. Ni en Swift. Iba pensando en la cara que había puesto Cooper esa tarde, al salir de la cocina de la casa del lago Tahoe.
Otra persona habría mostrado miedo o incluso horror al ser descubierta en una situación tan violenta, pero no era eso lo que yo había visto en la cara de Cooper. A pesar de que solo tenía veintidós años, aquel joven parecía estar absolutamente seguro de que tenía el mundo a sus pies. Si su comportamiento molestaba a otros (si, por ejemplo, la amiga de confianza de sus padres lo sorprendía en una situación comprometida con la hija de la asistenta poco después de anunciar su compromiso matrimonial con otra mujer), era problema suyo, no de él.
Evidentemente, Cooper sabía quién era yo. De hecho, había sonreído ligeramente al verme. Una sonrisa un poco torcida que sugería que ya había tomado un par de copas, aunque tal vez fuera solo su sonrisa infantil de siempre, esa con la que estaba acostumbrado a encandilar a los demás. Si había algo que podía molestarlo de mi súbita irrupción en la casa, era posiblemente que perturbara el ambiente. Porque la otra persona presente en la casa –Carmen– había puesto la cara que cabía esperar en aquella situación (la cara que habría puesto, por ejemplo, su madre años atrás, mientras cruzaba el desierto hacia Texas desde San Ysidro, al ver a una patrulla fronteriza).
Cara de estar arrinconada y aterrorizada.