Faltaban dos días para que Ollie regresara a casa de su padre, y había llegado el momento de la gran carrera de natación.
—Sé que dije que iba a darte ventaja, chaval —le dijo Swift cuando salieron de la piscina esa tarde—. Pero lo retiro. Eres demasiado rápido. No necesitas ventaja.
Yo le había llevado una toalla a mi hijo y lo estaba envolviendo en ella. Eran cosas como aquella (esos pequeños momentos) los que más había echado de menos desde que vivía con su padre. Ollie se acomodó en mi regazo mientras lo secaba y le ponía protector solar. Yo era consciente de cómo había ido cambiando su cuerpo a lo largo del verano, día tras día. Cómo había crecido y cómo había ido perdiendo grasa corporal. Ahora compraba la leche de cuatro litros en cuatro litros, sabedora de que mi hijo se quedaría el tiempo suficiente para acabársela.
—No es que no vaya a pulverizarte, que quede claro —le dijo Swift—. Lo que quiero decir es que va a ser una carrera limpia y seria. Nada de cosas de bebés.
Lo único que no había perfeccionado Ollie era el giro para dar la vuelta cuando llegaba al final de la piscina. Swift le había enseñado cómo se hacía, pero seguía costándole trabajo y a veces, cuando lo intentaba, salía a la superficie jadeando y tosiendo, lo que retrasaba su marcha.
La carrera estaba prevista para el sábado, el último día que Ollie pasaría conmigo. Swift y él pasaron toda la mañana practicando el giro. Ava y yo nos dedicamos a tomar el sol sentadas en las tumbonas mientras nuestros dos chicos (Ollie y Swift) se movían incansablemente arriba y abajo, de un lado a otro de la piscina, girando, cambiando de dirección y girando otra vez. A la hora de comer Ollie ya dominaba la técnica.
—Esta noche —dijo Swift, y puso un billete de cien dólares encima de la mesa—. Diez largos. El ganador se lo lleva todo. —Levantó la mano y Ollie le dio una palmada en ella.
—Creía que habías dicho que si ganaba me llevarías a montar en la Donzi —dijo Ollie.
Otra vez hacía aquello con la voz cuando hablaba con Swift: la enronquecía y le daba un dejo de indiferencia, como si aquello no le importara lo más mínimo, aunque yo sabía que la carrera le importaba más que nada en el mundo.
—De eso no hay ninguna duda, amigo mío —le dijo Swift—. Pero creo que a lo mejor pasa un tiempo antes de que tú y yo podamos subir al lago. Esto no es más que un pequeño adelanto. Pero solo si me ganas, ¿entendido?
La carrera estaba prevista para las seis. Ava había invitado a varios de sus amigos. Después de la carrera habría una barbacoa. Ava iba a hacer su helado casero con las frutas del bosque que había traído del mercado de agricultores. Pensaba servirlo con las galletas de Estela. Cuando le pregunté si podía venir también Elliot, me dijo que por supuesto, aunque, como siempre que su nombre salía a relucir, advertí una nota de censura en su respuesta.
—Como tú quieras —dijo.
Los amigos empezaron a llegar temprano: Renata y Carol, las contratistas lesbianas; Bobby, el amigo de infancia de Swift, que venía desde Vallejo; Ernesto, el fisioterapeuta de Ava; y Felicity, una nueva amiga de Ava de la que yo había oído hablar pero a la que aún no conocía.
Ava la había conocido en la consulta del veterinario. Debía de tener más o menos mi edad. Su marido había muerto hacía poco de cáncer y ella había tenido que vender su casa y buscarse un trabajo. Por si eso fuera poco, su perro necesitaba una operación. Ava acabó pagando la intervención, naturalmente. Ahora Felicity estaba de pie junto a la piscina, con un vestido largo y verde que reconocí enseguida: lo había visto en el vestidor de Ava. Llevaba en brazos un Cavalier King Charles spaniel.
—Ah, Felicity —dijo Ava al ver a su nueva amiga con el vestido verde—. No sabes lo preciosa que estás.
Resultó que tenía un chal de cachemira exactamente del tono idóneo para acompañar el vestido. Después de la cena subirían a buscarlo al vestidor.
Yo me quedé junto a la piscina, buscando con la mirada a Elliot. De pronto me di cuenta, para mi sorpresa, de que estaba deseando verlo. Nada más dar las seis, Swift salió de la caseta de la piscina cubierto con un albornoz con sus iniciales bordadas y los brazos levantados como Muhammad Ali al entrar en el ring. Ollie iba tras él, con un albornoz con las iniciales CAH que debía de haber sido de Cooper cuando era pequeño. Tenía los hombros echados hacia atrás y sacaba pecho, pero yo sabía que estaba muy nervioso por la carrera. Temía no hacerlo bien y que todo el mundo le estuviera mirando. Pero sobre todo temía decepcionar a Swift.
Se situaron los dos al borde de la piscina y se quitaron los albornoces: Swift con su espalda ancha y peluda y sus hombros musculosos, y mi hijo a su lado, flaco y tembloroso.
Swift tenía un cañón en miniatura (cómo no) que funcionaba con pólvora auténtica. Ernesto prendió la mecha y disparó. Se lanzaron los dos de cabeza a la piscina.
Yo me había estado preguntando qué actitud adoptaría Swift. Sabiendo la diferencia de edad y de fuerza que había entre ellos, y que apenas tres meses antes Ollie aún le tenía miedo al agua, me parecía improbable que Swift fuera a esforzarse de verdad en ganar la carrera. Naturalmente, no querría que Ollie se diera cuenta, pero estaba segura de que le dejaría ganar.
Pero cuando se lanzaron los dos al agua, Swift comenzó a nadar como si su rival fuera un nadador adulto y no un niño de ocho años. Al llegar al final de la piscina, le sacaba más de cinco metros a Ollie, y su ventaja cada vez era mayor.
Ollie le ponía todo su empeño. Yo nunca lo había visto nadar tan deprisa, ni tan intensamente, pero el giro del final le estaba retrasando. El giro, y el hecho de que era un niño que acababa de aprender a nadar.
Solo una vez, cuando sacó la cabeza para tomar aire después de un giro, lanzó una mirada para ver dónde estaba Swift. Sin embargo, no podría haber deducido nada de aquel rápido vistazo. Swift iba en ese momento nadando a la par que él, pero en realidad le sacaba ya tres largos de ventaja.
Cuando estaba a punto de llegar a la meta, Swift se detuvo. Le faltaban tres metros para llegar al final cuando se tumbó de espaldas y empezó a chapotear tranquilamente. Ollie iba tras él, braceando con todas sus fuerzas, pero aún le faltaban dos largos más. Swift miró al grupo de espectadores reunido junto a la piscina y sonrió. Solo cuando Ollie se acercó a la línea de meta en su último largo, volvió a nadar.
Ollie tocó el borde de la piscina una sola brazada por delante de Swift. Desde el lado de la piscina, comenzamos todos a gritar y a vitorearlo.
Yo nunca había visto una expresión en la cara de mi hijo como la que se le puso cuando salió del agua. Estaba temblando y se tapó un momento la cara con las manos como si todo aquello fuera demasiado para él.
—¿He ganado? —preguntó.
Swift estaba saliendo del agua, a su lado.
—Has estado increíble, amiguito. Durante un rato he pensado que iba a ganarte, pero en el último tramo me has hecho polvo.
Yo estaba sentada junto a Ava unos metros más allá, fijándome en todo: en mi hijo sonriente, y en la inconfundible risotada de Swift al ponerle a Ollie la medalla que le habían comprado. De pie junto a él, Ollie seguía temblando y sacudiendo la cabeza, atónito.
—No puedo creer que haya ganado —decía—. No puedo creerlo.
A mi lado, Ava me tocó el brazo.
—Así es Swift —susurró con una tensa sonrisa en los labios—. Sabía que Ollie tenía que ganar, pero no ha podido refrenarse: tenía que competir. Odia perder. En todo.
Junto a la piscina, Ollie seguía perplejo por su victoria.
—Ahora puedo ir al lago Tahoe contigo, ¿verdad? —le dijo a Swift—. Y montar en la Donzi.
—Por supuesto que sí —contestó Swift—. Iremos en cuanto tengamos un buen fin de semana por delante.
—Esto significa mucho para Ollie —le dije a Ava—. Entre los dos le habéis dado el verano de su vida. Y a mí también.
—Swift es fundamentalmente un niño —comentó ella—. Un niño grandote que ya pasó por la pubertad.
—Ollie lo adora —añadí yo, aunque ella ya lo sabía.
—Como todos —repuso Ava.
Después, Swift se secó y se puso una de sus estrafalarias camisas hawaianas. Le dio también una a Ollie, decorada con monos y bananeros. Le quedaba enorme, pero Ollie se la puso de todos modos, mostrando su medalla de ganador por encima de la camisa. Cuando Swift le preguntó si quería una hamburguesa o un entrecot, Ollie dijo que estaba demasiado emocionado para comer.
Elliot se acercó a mí. Se había quedado algo apartado, a la sombra, con Evelyn Couture, que, después de Elliot, era la invitada que más fuera de lugar parecía en una fiesta de los Havilland.
—¿De qué hablabas con Evelyn? —le pregunté.
Resultaba difícil imaginar una pareja más extraña que aquella.
—Ha oído decir que soy contable —dijo—. Me estaba contando que va a dejar su casa de la ciudad. Evidentemente, va a donar el inmueble a la fundación de Ava y Swift.
Yo no me había enterado de aquello. Cuando iba a casa de Evelyn, nos dedicábamos a embalar ropa y antigüedades para donarla a distintas obras benéficas (principalmente a las tiendas de reventa del ballet y la Junior League). La mayor parte de los muebles irían a parar a una casa de subastas. Yo había dado por sentado que pensaba poner la casa en venta.
—Eso es maravilloso —dije.
—Tú seguramente has contribuido a ello con toda la ayuda que le has prestado —dijo.
—Lo dudo —respondí—. Uno no decide qué hacer con su casa de cinco millones de dólares solo porque la amiga de una amiga venga a ayudarte a embalar.
—Su casa vale mucho más de cinco millones —comentó Elliot—. Por lo que me ha dicho, creo que se acerca más a los veinte. Con ese dinero se puede esterilizar a muchos perros.
Estaba acostumbrada a que la voz de Elliot adoptara un tono de ternura siempre que hablaba conmigo, pero en ese momento advertí una nota de escepticismo.
—Me gustaría saber quién está en el patronato de esa fundación suya —dijo.
—Solo un montón de gente rica que adora a los perros, sin duda —contesté—. ¿Qué más da eso?
—Ya me conoces —dijo—. No puedo resistirme a una buena hoja de cálculo. Repasar cifras es probablemente lo que más me gusta del mundo.
Yo iba a hacer una broma, pero de pronto se puso aún más serio de lo normal.
—Bueno, eso no es cierto —dijo—. Lo que más me gusta es estar contigo.