Era mediados de enero cuando por fin pude ver a mi hijo. Como siempre cuando llegaba a casa de su padre un sábado por la mañana, la televisión estaba encendida. Ollie estaba sentado en el suelo con un bol de cereales, los ojos fijos en la pantalla.
—Hace un día precioso —le dije—. He pensado que podíamos salir temprano.
No se movió ni me miró. Allí estaba, aquella persona que antes se fundía entre mis brazos cuando lo aupaba, el niño que todas las mañanas entraba volando en mi cuarto como un superhéroe, con una funda de almohada prendida a los hombros a modo de capa, gritando «¡Déjame sitio, que voy a aterrizar!».
Ahora, cuando lo rodeaba con mis brazos, su cuerpecillo se tensaba. Su semblante permanecía inexpresivo y sus ojos tenían una mirada de dureza. Yo había sido la persona a la que más había querido en el mundo, pero también era la culpable de que hubiera perdido ese amor.
—¿Adónde vamos esta vez? —preguntó en tono cansino.
¿Dónde sería: la bolera, el museo para niños, el cine, el campo de béisbol?
—Te he traído un regalo —le dije, y hasta a mí me sonó a falso mi tono alegre—. He pensado que podíamos probarla.
Dejé la caja de la cámara a su lado. No apartó la mirada de la tele.
—Monté en la Space Mountain —dijo—. Antes no era lo bastante alto, pero ahora sí.
—Es una cámara —le dije, señalando la caja que había dejado delante de él y que aún no había tocado.
—Ya tengo una.
—No como esta —insistí mientras la sacaba de la caja—. Esta tiene unas funciones muy molonas.
—El tío Pete me llevó a un laberinto de esos en los que disparas con pistolas láser —dijo él—. Me dieron una pistola como de robot. Había luces brillando por todas partes. Y cada vez que dabas a alguien, se te recargaba la batería.
—Hasta puedes hacer vídeos con ella —le dije.
Ollie agarró la caja con el mismo entusiasmo que si contuviera una medicina o unos calcetines.
—Podrías llevarme a Laser World —contestó en tono desafiante. Si lo quería, lo llevaría a Laser World.
—Podría. Pero había pensado que podíamos pasar un día tranquilo.
—¿Para qué?
—Hace bastante tiempo que no nos vemos —respondí. No quería parecer ansiosa, ni desesperada—. Te echo de menos, y en esos sitios hay tanto ruido que no te oiría hablar.
Silencio. En todo aquel rato, Ollie no había apartado los ojos de la pantalla del televisor.
—Podríamos hacer como que somos fotógrafos del National Geographic y subir a Mount Diablo a hacer fotografías.
Se volvió hacia mí y una expresión triste y desvalida cubrió su cara. Por un instante fue como si empezara a resquebrajarse un dique y se sintiera la presión que el agua ejercía sobre él, intentando verterse e inundarlo todo. En aquel momento, mi hijo podría haber caído en mis brazos y haberme dicho que él también me echaba de menos. Podría haberme dicho que quería volver a casa. Es decir, conmigo. Podría haber apoyado la cabeza sobre mi hombro por una vez, en lugar de estirar el cuello y tensar los músculos. Podría haber dejado que le acariciara el pelo. Pero cuando acerqué la mano se apartó y sus ojos volvieron a adoptar aquella mirada dura y airada.
—Hacer fotos es aburrido —dijo—. Nunca me llevas a sitios divertidos.
Entonces le di el yoyó. Y también una camiseta con una foto de unas nutrias en la parte delantera, porque siempre le habían encantado las nutrias, y un libro de poemas de Shel Silverstein.
—¿Te acuerdas de ellos? —pregunté.
Antes, tiempo atrás, solíamos leer un poema de aquel libro cada noche. Hasta nos habíamos aprendido de memoria un par de ellos.
Negó con la cabeza.
—Shel Silverstein. Antes era tu favorito.
Si guardaba algún recuerdo de nosotros dos recitando El país de la felicidad en voz alta, tumbados juntos en la hamaca las noches de verano o, después, cuando lo arropaba en la cama, no dio muestras de ello. Aquel debía de ser otro niño, otra madre, algún otro planeta del que su nave espacial había partido tiempo atrás.
En algún lugar dentro del cuerpo del niño que tenía sentado ante mí, con los ojos fijos en la pantalla (los hombros tensos, la espalda arqueada, la mirada pétrea, la boca fuertemente cerrada), había otro niño que era mi hijo. Sentí el impulso de agarrarlo por los hombros y clavarle las uñas. «Sal de ahí, sal de ahí».
—Vamos a jugar al láser, entonces —le dije.