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Era finales de noviembre y hacía una semana que no paraba de llover. Mi hijo y yo habíamos dejado nuestro antiguo apartamento antes de que empezara el colegio, pero hasta ahora no me había puesto a sacar nuestras pertenencias del trastero que tenía alquilado. Faltaban solo dos días para que acabara el mes, y decidí no esperar a que escampara. Que se te empapen unas cuantas cajas no es lo peor que te puede ocurrir. Como muy bien sabía yo.

Era una buena noticia que al fin hubiéramos dejado aquel pueblo. Poco antes había saldado mi deuda con el abogado que me había representado en el juicio por la custodia, hacía más de doce años, y ahora Oliver y yo vivíamos en un piso más grande y más próximo a mi nuevo empleo en Oakland: una casa en la que mi hijo tendría por fin un poco de espacio, y yo un pequeño despacho en el que trabajar. Después de un periodo tan largo y duro, el futuro parecía prometedor.

El dinero escaseaba, como de costumbre, y, como Ollie estaba pasando el fin de semana en casa de su padre, hice un último viaje a una casa de beneficencia con un montón de cosas que ya no nos hacían falta. Estaba casi todo empapado, igual que yo. Me había parado en un stop y estaba esperando mi turno para cruzar. Lo único que quería en ese momento era salir de aquel pueblo sabiendo que nunca más tendría que volver.

Hacía casi diez años que no veía a Ava Havilland. Y de repente, aquel día, allí estaba.

Hay un fenómeno en el que he reparado otras veces: el hecho de que, en medio de un vasto paisaje repleto de información visual aparentemente insignificante, tus ojos se vean atraídos por una cosilla de nada entre miles de otros objetos y situaciones. Esa cosa parece llamarte y, de pronto, entre todo lo que tus ojos ven sin prestarle atención, te fijas en un lugar concreto en el que algo parece incongruente, o anuncia un peligro, o te recuerda, quizás, a un tiempo o un lugar diferentes. Y entonces ya no puedes apartar la mirada.

Es lo que no te esperas: ese fragmento de paisaje que difiere del resto y que quizá, para otros ojos, no tenga ninguna relevancia.

Recuerdo un día en que llevé a Oliver a un partido de béisbol: uno de mis innumerables intentos de edificar una vida normal y feliz con mi hijo dentro de los confines antinaturales de una visita de seis horas que, además, se daba tan raras veces. Sentado en medio de las filas de gradas, en una sección totalmente distinta del estadio, entre miles de aficionados, distinguí a un hombre que asistía, como yo, a la reunión de Alcohólicos Anónimos de los martes por la noche. Sostenía una cerveza y se reía de un modo que me hizo sospechar que no era la primera. Me embargó un sentimiento de tristeza (de terror, en realidad), porque justo la semana anterior habíamos celebrado sus tres años de sobriedad. Y si él podía recaer de esa manera, ¿qué me esperaba a mí?

Aquella vez desvié la mirada. Me volví hacia mi hijo y le hice un comentario sobre el lanzador: el tipo de observación que alguien que supiera más que yo de béisbol haría en un momento como aquel, un momento en el que una madre quería compartir la experiencia de ver un partido con su hijo y olvidarse de todo lo demás. Hablo de una madre cuyo hijo nunca hubiera tenido que verla escondiendo botellas de vino debajo de las cajas de cereales, al fondo del cubo de reciclaje, ni sentada en el asiento trasero de un coche patrulla, esposada. La clase de madre que podía ver a su hijo todas las noches y no solo durante seis horas, dos sábados al mes. Durante años, solo quise ser ese tipo de madre.

Pero de eso hacía mucho tiempo. En aquel entonces ni siquiera conocía aún a los Havilland. No conocía a Elliot (que después habría dado cualquier cosa por llevarnos a mi hijo y a mí a un partido de béisbol y formar parte de nuestra pequeña y apurada familia). Eran tiempos en los que aún no habían pasado un montón de cosas.

Y ahora allí estaba, al volante de mi viejo Honda Civic, parada en un cruce de aquel desangelado barrio de San Mateo en el que los aviones vuelan tan bajo al despegar del aeropuerto o aproximarse para tomar tierra, que a veces tienes la sensación de que van a pasar rozando el techo de tu coche.

Un automóvil negro paró al lado del mío. No era un coche de policía pero parecía un vehículo oficial, aunque no fuera una limusina. No fue, sin embargo, la cara del hombre sentado delante lo que llamó mi atención. Fue la pasajera del asiento de atrás. Miraba por la ventanilla a través de la lluvia, y nuestros ojos se encontraron un instante.

En los pocos segundos que transcurrieron antes de que el coche negro arrancara, reconocí a aquella mujer y, de esa manera tan extraña en la que funciona la mente cuando el instinto aún no ha aprendido de la experiencia, mi primer impulso fue gritar como si acabara de ver a una amiga a la que le había perdido la pista hacía mucho tiempo. Durante un segundo, me invadió una enorme oleada de pura y simple alegría. Era Ava.

Entonces me acordé de que ya no éramos amigas. Aun así, después de tanto tiempo, se me hizo raro verla y no llamarla. No levantar siquiera la mano para saludarla.

Dejé pasar aquel instante. Puse cara de póquer. Si me reconoció (y algo en sus ojos mientras miraba por el cristal, durante esos escasos segundos, sugería que, en efecto, me había visto; a fin de cuentas, ella también me estaba mirando), mostró tan poca inclinación como yo a darse por enterada.

Había cambiado mucho desde nuestro último encuentro. No solo porque era mayor. (Tenía sesenta y dos años, calculé. Pronto sería su cumpleaños). Siempre había sido delgada, pero la cara que miraba por la ventanilla era la de un esqueleto: piel tirante sobre hueso y nada más. Podría haber sido un cadáver aún sin enterrar. O un fantasma. Y en muchos sentidos eso era para mí ahora.

En los viejos tiempos, cuando solíamos hablar todos los días (más de una vez al día, por regla general), Ava siempre tenía un millón de cosas que contarme. Pero si me encantaban sus llamadas era también, en parte, por lo dispuesta que estaba siempre a prestarme atención. Por la intensidad con que me escuchaba.

Siempre tenía algún proyecto entre manos, y siempre se trataba de algo emocionante. Poseía, mucho más que nadie que yo haya conocido, un aire de determinación y de firmeza. Podía una estar segura de que, cuando Ava entraba en una habitación, iba a pasar algo. Algo maravilloso.

La Ava a la que vi sentada en la parte de atrás de aquel coche negro de aspecto oficial parecía una persona a la que nunca volvería a pasarle nada bueno. Una persona cuya vida estaba acabada, aunque su cuerpo todavía no se hubiera enterado.

Su pelo parecía haberse vuelto gris, aunque lo llevaba tapado casi por completo con un extraño gorro rojo que, a la Ava a la que yo conocía, le habría horrorizado: uno de esos gorros que pueden comprarse en un mercadillo de manualidades de personas mayores, tejido por una anciana con hilo de poliéster porque era más barato que la lana.

—Poliéster —me dijo una vez Ava—. ¿A que solo por el nombre se nota que es una porquería?

Pero era Ava, no había duda. No había nadie como ella. Solo que la Ava de aquel día ya no se sentaba al volante de una furgoneta Mercedes Sprinter plateada, ni presidía la enorme casona de Folger Lane, con su piscina de fondo negro y su exótica rosaleda de la que cuidaba un jardinero. No tenía una criada guatemalteca que fuera a recoger su ropa a la tintorería y la mantuviera perfectamente ordenada por colores en su inmenso vestidor, con todos sus fulares y sus preciosos zapatos guardados en sus cajas originales, y las joyas que le elegía Swift expuestas en bandejas de terciopelo. La mujer del asiento trasero del coche negro ya no regalaba chales y calcetines de cachemira a los afortunados que se contaban entre sus amigos, ni repartía pastel de carne a indigentes que habían luchado en Vietnam y golosinas a los perros callejeros. Costaba imaginar a Ava sin sus perros, y sin embargo allí estaba.

Pero lo más inimaginable de todo era verla sin Swift.

Había habido una época en la que no pasaba un solo día sin que yo oyera su voz. Casi todo lo que hacía estaba directamente inspirado por lo que me decía Ava. A veces ni siquiera hacía falta que me dijera nada, porque ya sabía lo que pensaría y, fuera lo que fuese, era lo mismo que pensaba yo. Después, cuando me expulsó de su vida, vino una época larga y oscura, y la cruda realidad de aquella traición pasó a ser el hecho definidor de mi vida, superado únicamente por la pérdida de la custodia de mi hijo. Cuando perdí la amistad de Ava, me sentí incapaz de recordar quién era sin ella. El influjo de su presencia era muy fuerte, pero el de su ausencia era aún mayor.

Así pues, al verla a través de la ventanilla de aquel coche parado, fue una sorpresa darme cuenta de que hacía ya varias semanas que no pensaba en ella. Sentí, con todo, una punzada de desesperanza triste y amarga. Y no porque quisiera volver a aquellos tiempos en la casa de Folger Lane, sino porque habría deseado no haber puesto jamás un pie en ella.