Llegó el fin de semana.
Me cambié cuatro veces antes de ir a Walnut Creek a recoger a mi hijo a casa de su padre. Vestido, pantalón corto, vestido otra vez, vaqueros. Al final, decidí que lo mejor era aparentar que no había puesto mucho empeño en arreglarme y opté por los vaqueros. La última vez que había ido a un partido de Ollie, me había fijado en que su madrastra, Cheri, parecía haber engordado. Yo, en cambio, estaba más delgada que de costumbre, y encontraba cierta satisfacción en parecer más esbelta que la mujer por la que me había dejado mi marido.
—Detesto que todavía me preocupe estar guapa cuando voy a su casa —le dije a Ava.
—Eres humana —contestó—. Fíjate en Swift y en mí. No me cabe la menor duda de que me adora, pero las raras veces que tenemos que ver a la mujer monstruo —es decir, a Valerie, la exmujer de Swift y madre de Cooper—, hago alguna tontería como ir a peinarme a la peluquería.
»No es un asunto entre Swift y yo. Es un asunto entre su exmujer y yo —añadió—. Igual que en tu caso, seguramente. Es probable que quieras estar guapa cuando ves a tu exmarido, pero me apuesto algo a que sobre todo quieres estar más guapa que su mujer. Y asegurarte de que ella lo nota.
—Odio cómo somos las mujeres las unas con las otras —comenté—. Es como si nunca saliéramos del instituto.
—¿Sabes qué es lo que me encanta de nuestra amistad, entre otras cosas? —preguntó Ava—. Que entre nosotras no hay esos malos rollos. Nunca me preocupo por ti en ese sentido. Nosotras no competimos. Y sé que no vas detrás de mi marido, como muchas otras mujeres. Contigo, eso no es problema.
Yo sabía que se suponía que aquello era un cumplido, pero, pensando en lo que me había dicho Ava mientras iba por la autopista para recoger a mi hijo, no pude evitar sentirme, como me sucedía a menudo, pequeña e incolora. Tan invisible, que podía saltar desnuda de un trampolín y el hombre más obsesionado por el sexo que había conocido nunca ni siquiera levantaría la vista.
Había, sin embargo, un hombre que sí se fijaría en mí: Elliot. No se parecía a Swift, pero para él, por alguna razón, yo era la mujer más deseable del mundo.
—No voy a ser uno de esos capullos que llaman doce veces al día —me dijo una de las muchas veces en que me llamaba por teléfono—. Pero quiero que sepas que me apetecería hacerlo. Eso por no hablar de lo mucho que pienso en ti. Que es constantemente.
Esa semana habíamos pasado la noche juntos dos días seguidos, pero no íbamos a vernos en todo el fin de semana.
—Puede que sea un idiota en ciertos aspectos —dijo Elliot—, pero una cosa que no haré nunca será interferir en tu relación con tu hijo. Es lo más importante del mundo para ti.
Entonces lo besé. Una de las muchas cosas con las que siempre podía contar tratándose de Elliot era con su comprensión.
—Solo quiero que sepas —me dijo— que voy a echarte de menos una barbaridad este fin de semana. Seguramente tendré que ahogar mis penas releyendo la normativa fiscal, o viendo todas las películas de Mirna Loy y William Powell.
Así era Elliot, pensé. Fuera podía hacer un día espléndido, que él era feliz encerrado en su estudio con las persianas bajadas, viendo películas antiguas o trabajando en su ordenador. Swift, en cambio, saldría con su moto. O asistiría a un seminario sobre sexo tántrico. O practicaría el sexo tántrico.
Advertí entonces un ligera tensión, como una opresión en el pecho. Cuando una relación de pareja de verdad marcha bien, no piensas críticamente en tu pareja como yo hacía con tanta frecuencia. No lo comparas con el marido de tu amiga, ni te descubres observando, mientras él está haciendo el café con su albornoz viejo puesto, que es cierto que está muy encorvado y que tiene un poco de tripa. O que el albornoz es de tela de toalla barata, de esos que el marido de tu amiga no se pondría ni muerto.
Nuestra relación tenía, sin embargo, otra faceta, y eso era lo que más me desconcertaba. Al oír a Elliot decir cuánto iba a echarme de menos ese fin de semana, pensé que yo también iba a echarlo de menos a él. Pero, aunque así fuera, sentía una especie de alivio porque Elliot no estuviera presente mientras pasaba el fin de semana con mi hijo. Si hubiera estado allí, me habría preocupado constantemente por lo que pensarían de él los Havilland.
¿Y quién me creía yo que era, además? Yo, que tenía un albornoz igual de cutre y que seguramente estaba igual de ridícula con él que Elliot con el suyo. Yo, a quien también le encantaban las películas clásicas y que de buena gana me habría pasado toda una tarde (incluso una tarde soleada) viendo tres seguidas con él. Si hubiera estado segura de que Elliot iba a gustarle a mi hijo, habría propuesto que fuera él y no Swift quien viniera con nosotros de excursión o quien hiciera una barbacoa, para ayudar a Ollie a salir de ese lugar amargo y duro en el que habitaba. Un lugar en el que su madre era para él la persona que lo había abandonado. Habría elegido a Elliot y no a Swift para ofrecérselo a mi hijo con el mensaje: «¿Ves?, puedes pasártelo bien con tu madre. Y si te lo has pasado bien una vez, puedes pasártelo bien muchas veces más».
Sabía, sin embargo, que Elliot no impresionaría mucho a Ollie. Para él, lo realmente atrayente sería Swift. Swift y la estampa de la vida en Folger Lane. La piscina, los perros… Pero sobre todo Swift.
En aquel momento no lo admití ni siquiera ante mí misma. Tenía muy mala conciencia por mirar a Elliot críticamente, pero también por sentirme tan a gusto con él (cada vez más, cuando estábamos a solas). A veces, cuando me acordaba de lo que había dicho Ava, me preocupaba sentirme tan satisfecha con alguien aparentemente tan normal como Elliot. Como si hubiera optado por una vida insignificante y ordinaria. Por una satisfacción sencilla y sin complicaciones, en vez de por una pasión arrolladora y extraordinaria.
«No te conformes», me había dicho Ava. Cuando estaba con Elliot no sentía que me estuviera conformando. Pero, cada vez que paraba mi coche delante de la casa de Folger Lane, volvían a asaltarme las dudas.