Durante toda esa primavera, cada dos semanas, los Havilland celebraban una fiesta a la que, con escasas excepciones, acudían siempre los mismos invitados. Entre ellos, yo.
Lo curioso del caso es que, si bien los miembros de ese grupo de personas no tenían casi nada en común aparte de su amistad con Ava y Swift, las fiestas siempre resultaban espléndidas. Una vez, Ava contrató a una vidente que se paseaba por el salón haciendo predicciones sobre los invitados, particularmente sobre su vida sexual. En otra ocasión, un helicóptero aterrizó junto a la piscina y de él se bajaron cuatro músicos de reggae que empezaron a tocar usando los tambores y las guitarras que previamente se habían sacado para ellos. Hubo también un tragafuego y un par de bailarines de break dance a los que Ava había visto en la calle, en San Francisco, y contratado en el acto. Una vez, Swift y ella nos pegaron a la espalda nombres de personajes famosos y tuvimos que pasearnos por la habitación interrogando a los demás invitados hasta que cada cual descubría el nombre de su personaje. Yo era Monica Lewinsky. Swift era Ted Bundy, el asesino en serie. En otra ocasión contrataron a un mago que acabó con el sujetador de Ava dentro de su chistera, y más tarde a una banda de rock capaz de tocar cualquier éxito musical de los últimos cuarenta años que se le pidiera. Se suponía que todos teníamos que empuñar el micrófono y cantar la canción que eligiéramos. Yo pedí Time after time, de Cindy Lauper.
De no ser por los Havilland, no habría conocido a todas aquellas personas de su círculo íntimo, pero, ahora que las conocía, compartíamos un extraño vínculo. No era amistad exactamente, sino una especie de conciencia común de nuestra extraordinaria fortuna por contar con la amistad de una pareja como los Havilland.
Alguien que siempre estaba presente en las fiestas era el masajista de Ava, Ernesto, un hombre moreno y muy corpulento que vestía de negro y tenía unas manos del tamaño de jamones de cinco kilos. Ling, una mujer delgada y pálida que surtía a Swift de plantas medicinales chinas, acudía siempre acompañada por su marido, Ping. No llegué a saber si él hablaba inglés, porque nunca hablaba. Había también una pareja de lesbianas, Renata y Jo, que trabajaban como contratistas de obras y habían conocido a los Havilland cuando reformaron su casa para hacerla accesible a la silla de ruedas. Otro invitado fijo era Bobby, un amigo de la infancia de Swift que se hacía acompañar por la mujer con la que estuviera saliendo en ese momento. No faltaba nunca, a pesar de que vivía a dos horas de camino, en Vallejo. (Así era Swift, me decía yo: un hombre que jamás daba la espalda a sus amigos. Daba igual que Bobby trabajara en una cantera manejando una carretilla elevadora y viviera en un apartamento de una sola habitación. Era el mejor amigo de Swift y siempre lo sería).
Marty Matthias, el abogado de Swift, se sentaba siempre cerca de la cabecera de la mesa. Era de algún lugar del este (de Pittsburgh, quizá) y a pesar de que llevaba veinticinco años en California seguía teniendo cierto aire de minero. No jugaba al tenis, y habría preferido que lo torturaran a hacer senderismo. Una vez, cuando le pregunté a qué rama del Derecho se dedicaba, contestó:
—A la que haga falta para sacar de apuros aquí a mi amigo.
Sentía por Swift una devoción casi canina, a la que Swift correspondía.
—Este hombre —dijo Swift una vez en una fiesta, brindando por Marty, que acababa de llevar a cabo una brillante maniobra jurídica en su beneficio—, sería capaz de arrancarle una oreja a alguien y de tragársela antes que dejarme pagar un solo centavo de más a Hacienda. ¿Verdad que sí, Marty?
Y luego estaban los amigos de Ava, Jasper y Suzanne, marchantes de arte de la ciudad, guapos y elegantes, y una mujer de setenta y tantos años llamada Evelyn Couture, una viuda amante de los perros con la que los Havilland habían trabado amistad hacía poco tiempo (pero antes, en todo caso, de acogerme a mí bajo su ala). Era dueña de una enorme mansión en Pacific Heights y, las noches de fiesta, su chófer la llevaba a Folger Lane. A primera vista estaba un tanto fuera de lugar en aquellas reuniones pero parecía sentir adoración por Swift, que siempre la hacía sentarse a su lado en la larga mesa cubierta con un mantel de hilo. La noche que contrataron a la banda de karaoke, Evelyn se levantó y cantó How much is that doggy in the window?
Además de los invitados habituales, siempre se podía contar con que hubiera alguien nuevo: una persona a la que Ava había conocido en uno de sus paseos con los perros o en la cola de Starbucks y que, por el motivo que fuese, le había caído bien. Yo misma podría haber sido una de esas personas de no ser porque, casi de inmediato y como por arte de magia, me había visto elevada al nivel siguiente, a la categoría de quienes, lejos de aparecer una sola noche, eran asiduos de las fiestas de los Havilland. Me preocupaba no tener nada que decir, pero eso no era problema. A la mayoría de los invitados les gustaba tanto hablar de sí mismos que se contentaban con tener a alguien que los escuchara.
Aunque tanto Estela como ella eran excelentes cocineras, las noches de fiesta Ava prefería ahorrarse el estrés de tener que preparar la cena y contrataba un servicio de catering. Lo único que tenía que hacer Estela era preparar y pasar entre los invitados los platos de aceitunas, salami, queso, alcachofas asadas de North Beach y caviar untado en deliciosas rebanadas de pan. Solía traer a su hija para que la ayudara a recoger la cocina, y Carmen llegaba cargada con sus libros de texto por si podía dedicar un rato a estudiar, y escuchaba audiolibros con los auriculares puestos incluso cuando estaba lavando los platos o fregando el suelo. Intentaba mejorar su inglés, me dijo. No quería tener acento, y no lo tenía.
La primera vez que asistí a una de las fiestas de Ava y Swift, llevé un ramo de gerberas sin caer en la cuenta de que Ava habría encargado opulentos arreglos florales para cada habitación de la casa. La vez siguiente, cuando pregunté cómo podía ayudar, Ava me sugirió que llevara mi cámara.
—Siempre he querido dejar constancia gráfica de nuestras reuniones —me dijo—. Nada preparado. Más bien estilo documental. En blanco y negro. Como esa fotógrafa, Sally Mann, que hacía esos retratos de sus hijos desnudos, tan descarnados y maravillosos.
Le hice caso, desde luego. Apenas me senté a la mesa aquel día, a pesar de que tenía un sitio reservado. Ni aquel día, ni ningún otro después. Siempre estaba haciendo fotos, intentando captar la espontaneidad del momento: entraba en la cocina cuando Estela y Carmen estaban guardando los platos, o salía a la piscina, donde los invitados se entretenían a veces, o en la biblioteca, donde Ava solía sentarse junto al fuego a charlar con algún invitado que quisiera contarle algo en privado. A diferencia de Swift, al que le encantaba la dinámica de grupo de las fiestas, a ella le interesaba más mantener largas y profundas conversaciones de tú a tú.
Y como sabía lo que sentía Ava por sus perros, también seguía a Sammy, Lillian y Rocco por la casa. Aunque había cientos de fotografías de ellos, yo intentaba retratarlos de manera distinta. Como Ava señaló una vez, se me daba muy bien volverme casi invisible, una habilidad que poseía incluso cuando no estaba haciendo fotos. A excepción de Rocco, que seguía gruñendo cuando me veía, nadie parecía notar que le estaba haciendo una foto, o que estaba siquiera allí.
Para la fiesta del Cinco de Mayo, Ava encargó un vestido ceremonial mexicano para que Estela se lo pusiera cuando sirviera el guacamole. (Ella era guatemalteca, claro. «Pero le anda cerca», dijo Ava). Jasper y Suzanne trajeron a una pintora que solía exponer en su galería: una joven muy bella llamada Squrl. En algún momento después de la cena, me dirigí a la caseta de la piscina con idea de fotografiar la fiesta desde lejos. Mientras estaba preparando el encuadre, a una veintena de metros del resto de los invitados, oí un sonido detrás de mí, en el interior de la caseta. Me giré y miré por la puerta cristalera, cuya cortina solo cubría en parte el cristal.
Un momento antes había estado en la casa, haciendo fotos a Jasper, el marido de Suzanne, que charlaba acerca de su inminente visita a Art Basel. Ahora, a través de la cortina, entreví a Suzanne y Squrl tumbadas en la mullida alfombra tibetana, casi desnudas y con las piernas y los brazos entrelazados en un abrazo apasionado. Calculé que una imagen de Suzanne y Squrl en aquella tesitura no era la clase de foto en la que pensaba Ava al mencionar las fotografías de los hijos de Sally Mann, y me alejé antes de que advirtieran mi presencia.
Vi otras cosas a través de mi lente: en un extremo del jardín, presencié lo que parecía una acalorada discusión entre Ling y Ping. Vi a Estela guardarse un entrecot en el bolso. Pero posiblemente lo más raro de todo (lo vi también por accidente, mientras intentaba hacerle una foto a Lillian) fue la mano carnosa de Ernesto debajo de la mesa, apoyada sobre el fino y blanco muslo de la herbolaria, Ling, sin que ella mostrara resistencia alguna, mientras en la silla de al lado su marido masticaba su carne sin hacer ruido.
No le conté nada de aquello a Ava. Por interesantes que pudieran ser las fotografías, no documentaba aquellas imágenes con mi cámara. Podía convertir mi propia vida en objeto de irrisión en los cócteles o las cenas con mis rutilantes amigos, pero los secretos íntimos de los demás no eran asunto mío, y en las raras ocasiones en que fotografié algo que no debería haber visto, borré la imagen. Las fotografías, una vez hechas, tenían mucho más poder del que mucha gente creía.
Una noche, mientras estábamos reunidos en torno a la larga mesa de teca del patio, Estela colocó en su centro una bandeja dorada cargada con un postre llamado «bananas foster». Ava estiró su largo, fino y musculoso brazo por encima de la mesa, prendió fuego a la bandeja con una cerilla muy larga y las llamas rodearon sus bordes brincando alegremente.
Miré entonces la cara de Ava. La luz iluminaba sus pómulos y estaba muy bella. Intenté captar todo aquello con mi cámara: las bananas flambeándose, las miradas de asombro de los invitados reunidos. A nuestro alrededor se enroscaban volutas de humo, como si fuéramos pasajeros de un elegante transatlántico surcando las aguas del Estrecho de Magallanes o circunnavegando una isla griega con todas las luces de cubierta encendidas. El capitán del barco era, por supuesto, Swift.
Allí estaba, sentado a la cabecera de la mesa, presidiéndolo todo, recostado en su silla con un cigarro habano sujeto entre los blancos dientes mientras con la mano acariciaba alguna parte del cuerpo de Ava (la rodilla, el codo, el lóbulo de la oreja). Casi como si los demás fuéramos sus hijos y ellos los padres que nos habían dado la vida. Y en cierto modo así era.
Una noche, mientras Carmen estaba recogiendo la mesa (la botella de Far Niente, las cáscaras de una veintena de langostas), Swift nos dio orden de levantarnos y salir al jardín, donde a cada uno se nos entregó un farolillo volador del tamaño de una cometa pequeña. Prendimos los farolillos y los soltamos. Ascendieron lentamente, elevándose primero por encima del tejado y luego más allá de los árboles, hacia el cielo nocturno. Pensé entonces que habíamos creado una constelación nueva, allí mismo, en Folger Lane.
Ninguno de nosotros preguntó cómo había sido posible aquello teniendo en cuenta la estricta normativa contra incendios. En el mundo de Swift y Ava, todo parecía posible. Mientras tanto, en la cocina, una madre guatemalteca y su hija nacida en Estados Unidos tiraban a la basura las sobras de nuestra espléndida cena. (No era buena idea dárselas a los perros: eran demasiado suculentas). Los demás nos quedamos allí, en la oscuridad, en torno al resplandeciente azul turquesa de la piscina, viendo cómo nuestros farolillos se elevaban poco a poco hacia las estrellas, llameando suavemente. Siguieron ascendiendo y brillando largo rato. Cuando por fin se extinguió el último, regresamos a la casa para tomar una copa de champán y un suflé de chocolate con nata fresca y una frambuesa perfecta en cada plato. Luego, paulatinamente, uno a uno, dimos las buenas noches y regresamos a nuestras vidas insignificantes, lejos del extraño y hermosísimo Shangri-La creado por nuestros asombrosos amigos. Creo que todos nos sentíamos afortunados por haber recalado en aquel lugar unas horas, como viajeros agotados a los que la buena suerte empuja hacia una costa remota y rutilante. A pesar de los cientos (o miles) de fotografías que hice, ninguna consiguió captar el sentimiento que se apoderaba de mí cuando me hallaba allí, en compañía de aquella mágica pareja.