Llegó un poco antes de que atardeciera, con una manzana para mí y una bolsa de cacahuetes para Ollie.
—Seguramente tendréis ganas de comer algo caliente —dijo mientras levantaba a Ollie en brazos. Me sorprendió que mi hijo no mostrara resistencia—. Pero he pensado que con esto aguantaríais un rato.
No hacía frío, pero había traído una manta y una almohada para Ollie.
—Puedes contármelo si te sientes con ánimos —me dijo después de que instaláramos a Ollie en el asiento de atrás del coche—. O no.
Pero Ollie estaba allí. Y, además, ¿por dónde empezar? La verdad era que ni siquiera sabía qué había pasado: solo sabía que era terrible y que el mundo parecía haber cambiado de repente.
—Tenías razón —dije.
—¿Razón? ¿En qué?
—Sobre mis amigos. Esos que creía que eran mis amigos.
—Si crees que me alegra oírte decir eso, te equivocas —repuso Elliot—. Solo siento que te hayan hecho daño.
Después de aquello, emprendimos el viaje en silencio. Pasado un rato, Ollie se quedó dormido en el asiento de atrás. Aun así, no quise arriesgarme a que oyera algo y procuré hablar de cosas que no le afectaran.
—Me alegro de verte —le dije a Elliot—. ¿Qué tal te va?
—Ah, Helen —dijo—. ¿Qué se supone que tengo que contestar a eso?
Era de noche cuando se despertó Ollie. Llevábamos una o dos horas de viaje y Elliot le preguntó si tenía hambre. Él negó con la cabeza.
—Creo que de todos modos voy a parar en una cafetería que conozco —dijo Elliot—. Tú también puedes comer algo si luego cambias de idea.
Resultó que Ollie estaba hambriento. Se comió dos tacos de pollo y un pudin de chocolate y, al acabar, preguntó a Elliot si podía pedir otro taco. Me di cuenta entonces de que seguramente hacía mucho tiempo que nadie le daba nada de comer. Se bebió un vaso de leche, y luego otro.
—Imagino que la última vez que comiste fue ayer, a la hora de la comida, con Swift —le dije.
Hizo un gesto negativo.
—Íbamos a comer después de montar en la lancha. Solo que entonces pasó todo eso.
—Entonces, ¿salisteis en la lancha por la mañana? —le pregunté—. ¿Antes de la hora de comer?
—Yo tenía muchas ganas —explicó Ollie—. En cuanto llegamos al lago, sacamos la Donzi.
—Pero todavía era de noche cuando salisteis de casa. Debisteis de llegar al lago Tahoe muy temprano —comenté, haciendo la cuenta de cabeza. A las diez, quizá. A las once, como mucho, si habían parado a desayunar.
—No paramos a desayunar. El Hombre Mono y yo nos comimos un plátano en el coche cuando íbamos hacia el lago.
—No entiendo —dije—. ¿Quieres decir que pasasteis toda la mañana conduciendo la lancha por el lago? ¿Y la tarde también?
Estaba atónita. Eran casi las seis de la tarde cuando el servicio de emergencias había recibido la primera llamada avisando del accidente.
Oliver parecía de pronto incómodo. Se puso a jugar con el salero, vertiendo montoncitos de sal en la mesa y deslizando el pimentero por ellos. Era una de esas cosas que solía hacer cuando tenía cuatro o cinco años –el tipo de cosas que hacía durante sus entrevistas con el tutor nombrado por el juzgado–, y el hecho de que lo estuviera haciendo en ese momento indicaba que había alcanzado su límite: la conversación, de momento, se había terminado.
De vuelta en la carretera, yo no dejaba de darle vueltas a lo que había dicho Ollie: que Swift y él habían sacado la lancha antes de la hora de la comida. No tenía sentido. Sabía que mi hijo no quería seguir hablando de ese tema, pero yo todavía trataba de entenderlo. Así que insistí.
—No lo entiendo, Ollie —dije—. Todavía era por la mañana cuando llegaste al lago con Swift. Pero la gente del servicio de emergencias dice que eran las seis de la tarde cuando los avisaron del accidente. ¿Qué estuvisteis haciendo todo el día Swift y tú? Tuvisteis que estar pilotando la lancha horas y horas.
Hasta ese momento, Ollie no me había contado nada sobre su día con Swift, ni sobre el tiempo que habían pasado juntos en el lago. De repente, sin embargo, las palabras le salieron a borbotones.
—Solo pilotamos la lancha un par de minutos —dijo—. Luego chocamos, y después ya no la pilotamos más.
—Pero estaba empezando a oscurecer cuando llegaron los servicios de emergencias.
Elliot y yo cambiamos una mirada. Desde donde estaba sentada, vi a Ollie en el asiento de atrás, mirándose la suela de las zapatillas.
—Odio esa lancha —dijo gritando—. No quiero volver a montar en un barco nunca más.
Se tapó los oídos con las manos. Empezó a cantar. A cantar, no. A gritar notas. Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla.
—Sé que no quieres hablar de eso, Ollie —dije—. Pero necesito saberlo. ¿Qué pasó en todo ese tiempo, entre que salisteis con la lancha y llegaron los servicios de emergencias?
Había estado observando a mi hijo por el espejo retrovisor, pero en ese momento me giré para mirarlo cara a cara. Estaba sentado en un rincón del asiento trasero del coche de Elliot, con el cinturón de seguridad puesto, acurrucado bajo la manta.
—¿Qué estuvisteis haciendo todo ese tiempo? —insistí.
Se tapó otra vez los oídos con las manos.
—Ojalá no hubiera montado en esa estúpida barca —dijo—. Fue entonces cuando se armó todo ese lío.
—A mí puedes contarme lo que pasó. Sea lo que sea, no pasa nada.
—Ella estaba allí tendida —dijo en voz tan baja que apenas le oía—. Tenía los ojos abiertos y le salía mucha sangre.
Luego, por fin, empezó a llorar.
Elliot paró en el arcén. Salí del coche y monté detrás para abrazar a mi hijo.
Oliver tardó un momento en tranquilizarse lo suficiente para volver a hablar y, cuando lo hizo, su voz sonó distinta. Habló en susurros, casi como si temiera que alguien más, aparte de nosotros dos, pudiera escucharle.
—El Hombre Mono dijo que necesitábamos descansar —comenzó a decir—. Cooper estaba vomitando y hacía un montón de cosas raras. Se puso a cantar Noventa y nueve botellas de cerveza en la pared, pero se equivocaba con los números. Decía veintisiete botellas. Y luego cuarenta y dos. Y luego otra vez noventa y nueve. Parecía que estaba loco.
—¿Y Swift? —le pregunté—. ¿Qué hacía él?
—Le hizo beber un montón de agua a Cooper. No paraba de decirle que bebiera más agua y descansara.
—¿Quieres decir que os parasteis a descansar antes del accidente? ¿Cooper estaba bebiendo toda esa agua y tú estabas descansando, y entonces sucedió el accidente?
Negó con la cabeza.
—El accidente pasó primero. Lo de descansar fue después. Descansamos mucho tiempo. El Hombre Mono no paraba de decir que teníamos que esperar a que se despertara la chica, pero no se despertaba. Tenía una cara muy rara y no se movía, y el Hombre Mono le decía todo el rato a Cooper que bebiera más agua, pero él se portaba como un idiota.
Miré a Elliot. Él aún no sabía qué había pasado –yo tampoco, en realidad–, pero ya había llegado a la conclusión de que la versión de Swift no se parecía en nada a la de Ollie.
—Yo tenía muchísima hambre. Me quedé dormido. Pasó mucho rato, y Cooper ya no se portaba como si estuviera loco, y el Hombre Mono dijo que podíamos llamar a alguien para que fueran a buscarnos.
Miré otra vez a Elliot. No era de los que apartaban los ojos de la carretera, pero su cara lo decía todo.
—La chica seguía sin despertarse. Todavía tenía esa cara tan rara.
—¿Todo eso se lo has contado a la policía? —le pregunté a Ollie—. ¿Eso de que parasteis a descansar, y lo de la chica? ¿Y lo del agua que bebió Cooper?
Ollie hizo un gesto negativo con la cabeza. Estaba observando un hilo de la manta, retorciéndolo entre los dedos.
—El Hombre Mono dijo que no lo contara —contestó—. Dijo que, si lo contaba, se armaría un lío muy gordo.
Sentado a mi lado, Elliot estiró el brazo y me tomó de la mano.
—Todo se va a arreglar —dijo—. Gracias a Dios que te lo ha contado.
Yo sabía que al día siguiente tendría que llamar al agente Reynolds para decirle que había cosas que aún no sabía. Por duro que fuera, tendría que volver con mi hijo al lago Tahoe para que hablara de nuevo con la policía. Y esta vez Swift no estaría en la habitación contigua. Ni entonces, ni nunca más. Eso ya lo tenía claro.