Cooper fue conducido a comisaría para ser interrogado. El relato de mi hijo acerca de su comportamiento, unido a la prueba irrefutable de que Swift y él habían tardado más de seis horas en pedir ayuda con intención de reducir el índice de alcohol en sangre de Cooper al límite permitido, bastaron para que fuera acusado de manejo imprudente de vehículo a motor (la moto acuática), de conducir bajo los efectos del alcohol, de imprudencia temeraria y de posponer con intención dolosa su petición de auxilio. La acusación más grave, de la que también se imputó a Swift, era la relativa al acuerdo al que parecían haber llegado padre e hijo para no pedir ayuda durante un lapso de tiempo que podía haber contribuido a agravar severamente las lesiones cerebrales que sufría Carmen Hernández.
Swift tenía los mejores abogados, claro. No solo Marty Matthias, sino un equipo completo de letrados. Para ciertos cínicos (y cabe la posibilidad de que me esté convirtiendo poco a poco en uno de ellos), al final importa más quién sea tu abogado y cuánto dinero estés dispuesto a gastar en tu defensa que si de verdad cometiste o no el delito que se te imputa. En el caso de Cooper y Swift, al menos, ni el padre ni el hijo fueron declarados culpables de ningún delito, salvo del de imprudencia temeraria –en el caso de Cooper–, por el que lo condenaron a un año de suspensión del permiso de navegación y a hacer un curso de conducción responsable de embarcaciones a motor. A Swift le impusieron una multa por tener una moto acuática sin registrar.
Teniendo en cuenta el alcance de las lesiones de su hija, Estela podría haber presentado una demanda civil, pero no lo hizo. Puedo conjeturar cuáles fueron sus motivos. Unos meses después del accidente, en una de mis raras visitas al carísimo mercado en el que Ava y Swift compraban los comestibles, vi a Estela en el aparcamiento. Iba al volante de un todoterreno Mercedes que era, evidentemente, suyo: llevaba una pegatina de la bandera de Guatemala en el parachoques y una figurilla de la Virgen de Guadalupe en el salpicadero.
En todo ese tiempo yo no había vuelto a tener noticia de los Havilland. Naturalmente, en cuanto decidí refutar la declaración de Swift respecto a lo sucedido en aguas del lago Tahoe –respaldada por las pruebas gráficas y por el testimonio de mi hijo–, renuncié a cualquier posibilidad de que me ayudara a recuperar la custodia de Oliver. Pero al final resultó que, en medio de tantas desgracias y tribulaciones, no me hizo falta el dinero de Swift para pagar a un abogado.
Nunca llegué a mencionarle a mi exmarido lo que me contó Marty Matthias aquella tarde en mi apartamento. Evidentemente, la vida en Walnut Creek se había vuelto tan difícil que fue el propio Dwight quien me propuso que Oliver volviera a vivir conmigo.
—Si tú estás dispuesta —añadió.
Lo estaba, desde luego. Todavía tenía en el cajón la foto de aquella noche aciaga en la que volví a ahogar mis penas en alcohol. No quería dar nada por sentado, pero no permitiría que eso volviera a ocurrir.
Y no ha ocurrido.
No me alegro de que aquel invierno, después de que Ollie volviera a vivir conmigo, Dwight y Cheri perdieran su casa. Se mudaron a casa de los padres de él en Sacramento, adonde Ollie ha seguido yendo regularmente, conduciendo él mismo desde que cumplió los dieciséis años y pudo comprarse un Toyota viejo con los ahorros de los muchos veranos que había pasado trabajando de jardinero y de paseador de perros.
Seguramente iría con más frecuencia a Sacramento si no fuera por la natación. Entre entrenamientos y competiciones, tiene ocupados casi todos los fines de semana. Tiene el récord absoluto de su equipo en los quinientos metros libres. Eso, al menos, se lo debemos a Swift Havilland.
También han sucedido otras cosas buenas. Ahora, a Ollie le encanta ser el hermano mayor de Jared. Curiosamente –o puede que no tanto–, los malos tiempos han hecho de Dwight una persona más amable y tolerante. Oliver y él parecen estar forjando una relación más saludable. Tal vez algún día incluso lleguen a ser amigos.
Amigos… He ahí una palabra cargada de implicaciones. Conozco a algunas personas que, cuando hablan de una relación concreta, dicen «solo somos amigos», como si la amistad fuera en cierto modo inferior al vínculo que une a los amantes o a las presuntas «almas gemelas». Para mí, sin embargo, puede que no haya un lazo que, a fin de cuentas, importe más que la amistad. La amistad auténtica y duradera.
Alice era ese tipo de amiga. «Leal como un perro», solía decir ella. Ojalá pudiera decir lo mismo de mí.
La llamé una vez. Fue el verano después del accidente. Acababan de estrenar una película de los hermanos Coen. Hacía tanto tiempo que no la llamaba que me costó encontrar su número.
—Fui una idiota —le dije—. Peor aún. Fui una mala amiga.
Silencio al otro lado de la línea. ¿Cómo iba a negarlo?
—He pensado que a lo mejor podríamos quedar y charlar un rato —dije—. Becca ya debe de haberse licenciado. Y no te creerías lo alto que está Ollie.
Más silencio al otro lado de la línea. Cosa rara en Alice, que siempre tenía algo que decir.
Por fin dijo:
—Ojalá pudiera decirte que las cosas pueden volver a ser como antes, Helen.
Tenía planes esa noche, me dijo. Esa noche y todas las siguientes.