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Al principio, cuando Swift se había ofrecido a contratar a Marty Matthias para que se hiciera cargo del caso de la custodia de mi hijo, yo había tenido la esperanza de que todo se solucionara a tiempo para que Ollie empezara el nuevo curso conmigo en Redwood City.

Pero era una esperanza poco realista. Y, que yo supiera, Swift todavía no había llamado a Marty. Tenía ganas de recordarle su ofrecimiento, pero no quería presionarlo. «Está muy liado con la fundación», me decía a mí misma, «ya se acordará». Entre tanto, yo estaba pasando mucho más tiempo con mi hijo que en los tres años anteriores. Todavía quedaba una semana entera antes de que tuviera que regresar a Walnut Creek para empezar tercer curso.

Se acercaba el fin de semana del Día del Trabajo. Para mi hijo, eso solo significaba una cosa: la gran carrera de natación. Él contra el Hombre Mono.

Ollie regresó de Sacramento. Los Havilland volvieron del lago Tahoe. Como Oliver seguía durmiendo en el colchón inflable, Elliot y yo apenas nos veníamos, aunque una noche trajo helado y nos sentamos los dos en la cocina a comer el helado y a charlar en voz baja. Ollie dormía profundamente, pero me preocupaba lo que podía pensar si se despertaba y veía allí a mi novio.

—No me gusta que tengamos que fingir delante de tu hijo que entre nosotros no hay nada —dijo Elliot—. Como si estar juntos fuera una cosa vergonzosa.

—Ollie lo ha pasado muy mal —contesté—. Y ahora todo va bien. No quiero que se tuerzan las cosas.

Elliot no dijo nada.

—A lo mejor podemos sacar las bicis y hacer un pícnic —propuse yo—. En algún lugar llano, sin tráfico, donde Ollie pueda montar con nosotros. El carril bici que hay junto al embalse. Pero no ahora, un poco más adelante.

—Quizá deberías dejar de proteger tanto a tu hijo —repuso él en voz baja—. ¿Se te ha ocurrido pensar que tener relación conmigo quizá sea beneficioso para él, en vez de un grave problema al que no va a saber cómo enfrentarse?

De hecho, no se me había ocurrido.

Al final, acepté que Elliot viniera a casa una noche y nos hiciera la cena. Lo sorprendente fue que lo pasamos muy bien los tres. Jugamos a las charadas, con Ollie en los dos equipos, e hicimos palomitas. Ollie no sabía —le dijo a Elliot— que hubiera otra forma de hacer palomitas, aparte del microondas. Al oír esto, Elliot se puso muy serio (eso era algo que se le daba muy bien) y me dijo que tal vez debía replantearse nuestra relación.

—Pero mi madre hace unas galletas de mantequilla de cacahuete buenísimas —le dijo Ollie.

—En ese caso, me quedo —contestó Elliot—. A mí todavía no me las ha hecho.

Después pusimos una película. Elliot había traído un DVD de su película favorita de todos los tiempos, Fiel amigo. Ollie dijo que no parecía muy emocionante y que le gustaban más las películas de acción, pero lloró al final.

—A mí también me emociona siempre esta parte —dijo Elliot rodeándolo con el brazo.

En el pasado, Ollie se habría puesto tenso en un momento como aquel, pero no mostró resistencia alguna y, cuando se quedó dormido unos minutos después, con la cabeza apoyada en su hombro, Elliot dijo que no quería levantarse para no despertarlo.

—No puedes quedarte ahí sentado toda la noche —le dije.

Me embargó una oleada de ternura. No de ardor, ni de pasión, ni de esa embriaguez que produce cierto toque de peligro y dramatismo en una relación de pareja. Aquello era algo distinto que yo no alcanzaba a nombrar.

—Hay cosas peores que tener a tu hijo dormido sobre mi hombro —comentó—. De hecho, pocas cosas hay mejores que esto.