Puede que fuera una herencia familiar. Si es así, no era beneficiosa.
Yo sabía desde hacía tiempo que el alcohol me ayudaba a relajarme y me brindaba cierta efímera sensación de consuelo en momentos en los que no había consuelo posible, pero no empecé a beber más de firme hasta aquel largo y gélido invierno, después de que mi marido me dijera lo de Cheri y se marchara de casa.
Esperaba siempre a que Ollie estuviera en la cama, y al principio solo me permitía una copa. No me emborrachaba, pero me gustaba que el vino diluyera los sinsabores del día y que las cosas parecieran emborronarse ligeramente cuando bebía un poquito de cabernet. Me sentía más suelta, menos ansiosa y, aunque el alcohol no se llevara la tristeza, al menos sí la difuminaba de modo que el dolor se volvía más sordo, menos agudo. Esto me llevó a beber una segunda copa y después una tercera. Algunas noches me acababa la botella entera.
A menudo me quedaba dormida en el sofá con la copa en el suelo, a mi lado. Cuando me levantaba me dolía la cabeza, pero aprendí a evitar las jaquecas tomándome un Tylenol por las noches.
Durante el día no bebía. Nunca probaba el alcohol cuando Ollie estaba despierto. Yo, a diferencia de mi madre, iba a asegurarme de que a mi hijo no le cupiera ninguna duda de que era lo más importante para mí, y quería, ante todo, que se sintiera seguro a mi lado.
Como estábamos los dos solos, nos gustaba cenar en una bandeja viendo películas (no solo de Disney y de dibujos animados, sino también de Charlie Chaplin y de Laurel y Hardy, que a Ollie le encantaban), o en el suelo en una manta de pícnic. La mesa del comedor estaba llena de material para manualidades y experimentos científicos, y había montones de libros de la biblioteca por el suelo, y disfraces que hacíamos con cosas que encontrábamos en tiendas de saldo. A veces salíamos a hacer fotografías, y no solo a los sitios habituales como el zoo o la playa, sino a un desguace, a un parque de skate, a un vivero o a la tienda de mascotas (la favorita de Ollie), a ver a los cachorros y a pensar en cuál elegiríamos si nos permitieran tener perros en nuestro edificio. Los fines de semana cocinábamos juntos: pasta, tacos o pizza casera. Pero, si nos apetecía, preparábamos un gran bol de palomitas con mantequilla y no cenábamos otra cosa. Nos acurrucábamos en mi cama tapados con las mantas mientras yo le leía (libros de fantasía, sobre todo, o nuestro libro de poemas de Shel Silverstein) y, si Ollie se quedaba dormido, le dejaba pasar la noche allí.
Al principio solo bebía cuando tenía una noche mala: si había llamado Kay desde Florida para preguntar qué tal estábamos (cosa que rara vez sucedía), o si se me había averiado el coche y había tenido que vaciar mi cuenta de ahorros para pagar la factura. La noche en que supe por mi hijo que Cheri, la mujer de su papá, iba a tener un bebé (y más tarde, cuando dio a luz), sentí claramente la llamada de la botella.
Esperaba hasta haberle leído su cuento a Ollie y haber apagado la luz. Luego bajaba la botella del estante de arriba del armario de la cocina. Con solo quitar el papel de aluminio dorado y girar el corcho, sentía ya esa neblina cálida y reconfortante que me traería la primera copa. A falta de un hombre, el vino me servía casi de compañero.
Faltaban pocos meses para que Ollie cumpliera cinco años cuando empezaron los problemas serios. Fue una de esas noches, cada vez más frecuentes, en que me pulía una botella entera. Estaba medio dormida en el sofá, pero aun así oí la voz de mi hijo (era el único sonido que nunca me pasaba desapercibido). Ollie me estaba llamando.
Estaba tumbado en la cama, gemía y se apretaba con la mano el costado derecho. Con vino o sin él, reconocí los síntomas de una apendicitis. Tendrían que operarle. Lo llevé al coche en brazos y lo tumbé en el asiento, a mi lado, tapado con una manta. Le abroché el cinturón.
Estábamos a escasos minutos del hospital cuando vi un destello azul intermitente. Lo primero que pensé fue: «Voy demasiado deprisa». En cuanto el policía viera a Ollie y supiera adónde nos dirigíamos, lo entendería.
Pero el policía me pidió que saliera del coche.
—Permítame verla caminando en línea recta —dijo.
—Tengo que llevar a mi hijo al hospital —contesté —. Tiene apendicitis.
—Usted no va a llevar a este niño a ninguna parte. Si está enfermo, voy a llamar a una ambulancia.
Me hizo contar hacia atrás desde cien. Me puso un dedo delante de la cara y me pidió que siguiera su movimiento solo con los ojos. Yo oía a Ollie llamándome y gimiendo en el asiento delantero.
La ambulancia llegó unos minutos después. Para entonces el agente de policía ya me había puesto las esposas. Me sentía fatal, pero lo peor de todo era saber que mi hijo estaba sufriendo y que no podría estar con él. Por dolorido que estuviera, Ollie había visto al policía ponerme las esposas.
Sabía de la policía por las películas, sobre todo, y en las películas la gente a la que detenían solía haber hecho algo terrible.
—Mi madre no es mala —dijo.
Se encontraba mal, seguía sujetándose la tripa con el brazo y ahora lloraba más fuerte, y no solo por el dolor. Lo último que vi cuando me metieron a empujones en el asiento trasero del coche patrulla fue a Ollie tendido en la camilla mientras lo introducían en la ambulancia y cerraban las puertas. Camino de la comisaría, el policía me pidió el número de teléfono del padre de mi hijo.
Así pues, fue Dwight quien estuvo en el hospital durante la operación y más tarde, cuando despertó nuestro hijo. Su madre, mi exsuegra, me llamó después.
—Gracias a Dios que estaba Dwight para cuidar de Oliver, Helen —dijo—. Porque está claro que tú no estabas en condiciones de hacerlo.
Cuatro días más tarde, con Ollie ya en casa, mientras esperaba que se oficializara la suspensión de mi permiso de conducir, recibí una carta de un abogado informándome de que mi exmarido tenía intención de pedir la custodia de nuestro hijo. Pruebas de negligencia materna, decía la carta.
El juzgado nombró una tutora ad litem para que investigara el caso, lo que significaba que Ollie fue sometido a múltiples interrogatorios. Aunque apenas podía permitírmelo, contraté a un abogado al que acabé debiendo más de treinta mil dólares. Me compré un traje para el día del juicio: el más recatado que pude encontrar en la tienda de segunda mano. Dwight se presentó con mis exsuegros y con media docena de familiares con los que yo había jugado a las charadas, además de Cheri, que tenía ya mucha tripa. Al saludarme a la entrada de la sala, mi abogado me dijo que era optimista. Dado que era mi primera denuncia, el juez permitiría que Ollie siguiera viviendo conmigo y que viera a su padre los fines de semana.
Hacía calor en la sala del juzgado aquel día. Sentía cómo se me acumulaba el sudor bajo la chaqueta del traje y cómo se me clavaba la goma de las medias en la cintura. Había elegido una talla pequeña porque hacía años que no me compraba unas medias. Hablaron los dos abogados, pero a mí me costó trabajo concentrarme. Intenté imaginar que era fotógrafa judicial y que mi cometido consistía en retratar a los implicados en el caso, como si estuviera allí solo por trabajo y mi vida entera como madre no pendiera de un hilo.
La tutora nombrada por el juzgado fue la primera en hablar. En el informe que presentó ante el tribunal, afirmó que, aunque mi exmarido había expresado su deseo de educar a Ollie, tenía la clara impresión de que eran en realidad sus padres y no él quienes estaban empeñados en conseguir la custodia. Según contaba Oliver, su padre le gritaba mucho y su madrastra dejaba que pasara todo el día jugando a los videojuegos mientras Dwight se iba a jugar al golf. Era indudable que su principal figura de apego era yo, afirmó la tutora. A continuación declaró que, si me comprometía a asistir regularmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y a recibir ayuda psicológica, no le cabía ninguna duda de que podía ser una madre responsable. Recomendaba que se me permitiera conservar la custodia de nuestro hijo y que Oliver hiciera visitas regulares a su padre.
Entonces le llegó el turno al juez, y desde el momento en que empezó a hablar comprendí que estaba con el agua al cuello.
—Puede que sea cierto que la madre tiene buenas intenciones y que quiere lo mejor para su hijo —dijo—. Eso espero. Pero su forma de conducirse hasta la fecha ha dejado meridianamente claro que su adicción al alcohol le impide llevar a efecto sus buenas intenciones. Puso la vida de su hijo en peligro. Y no solo la vida de su hijo, sino la de cualquier ciudadano que circulara por la carretera.
Se lanzó luego a hacer un discurso sobre los conductores borrachos, apoyándose en datos estadísticos. Aunque estaba completamente sobria, como es lógico (no había probado una gota de alcohol desde la noche de mi detención), la cabeza me daba vueltas.
—En este caso voy a hacer una excepción y a abandonar por un momento mi papel como juez —dijo mirándome fijamente— para contar una historia personal. Hace cuatro años, un conductor borracho mató a mi mujer, con la que llevaba casado treinta y cuatro años.
Miré a mi abogado. ¿No se suponía que en un momento como aquel debía levantarse y protestar? Evidentemente, no.
—He reflexionado mucho —prosiguió el juez— acerca de si mi tragedia personal me obligaba a retirarme de este caso, pero finalmente he llegado a la conclusión contraria. El haber experimentado de primera mano las consecuencias de un homicidio imprudente, y el hecho de que la mujer que se enfrenta hoy al tribunal pudiera fácilmente haber segado una vida, o varias, la noche en que se sentó detrás del volante bajo los efectos del alcohol, me confieren la autoridad necesaria para juzgar este caso con prudencia y ecuanimidad.
Dijo algo más, pero a mí me costaba seguirle. Solo entendí con claridad sus últimas palabras:
—No puedo permitir que una madre que pone en peligro la vida de su hijo conserve su custodia. Concedo por tanto la custodia plena al padre y a su segunda esposa, que han demostrado su capacidad de procurar al menor lo que su madre no puede darle: un hogar seguro y estable.
Sentí que las paredes del juzgado se cerraban a mi alrededor y que mis pulmones se esforzaban por tomar aire. Mi abogado me tocó el hombro. En algún lugar al otro lado de la sala oí una voz conocida que exclamaba «Alabado sea Dios» y comprendí que era mi exsuegra. Ni ella ni ningún otro de los familiares de Dwight presentes aquel día se dirigieron a mí cuando salimos del juzgado. Ni aquel día, ni ningún otro desde entonces.
Me concedieron visitas de fin de semana sujetas a la aprobación de mi exmarido. Nada de conducir, ni de pasar la noche con mi hijo. Tendría que ir a una escuela de padres. Y a terapia. Y no solo yo, sino también mi hijo, que había experimentado el trauma de vivir con una madre alcohólica.
Cuando el juez dejó de hablar y concluyó el procedimiento, apoyé la cabeza sobre la mesa. No quería levantar la vista, ver la tensa sonrisita de Cheri, la mujer de mi exmarido, sentada allí como una madona con los brazos alrededor del vientre, ni el semblante pesaroso de mi abogado, al que posiblemente le preocupaba más cuánto iba a tardar en cobrar su minuta que la suerte que corriera yo.
Ya había perdido mi permiso de conducir, suspendido durante un año y medio. Eso supuso que también perdiera mi trabajo. Para ir a Walnut Creek a ver a Ollie tenía que tomar el autobús y el tren, además de un taxi, o pedirle a alguien que me llevara.
En Alcohólicos Anónimos (a cuyas reuniones asistía con regularidad gracias a la amabilidad de algunos otros compañeros, que me recogían para llevarme hasta allí), aprendí mucho acerca de la lucha de quienes habían dependido del alcohol para pasar sus noches o sus días. En mi caso, la decisión de dejarlo, y la capacidad de mantener mi decisión, se dieron con asombrosa rapidez. Dejar el vino no era nada comparado con la otra pérdida, la verdadera. La pérdida de mi hijo.