Ahora que ya no tenía a Ollie conmigo, lo lógico habría sido que pasara más tiempo con Elliot. Pero no era así. Por un lado, se acercaba la fecha de la gran fiesta sorpresa de Swift y tenía que ultimar el libro para enviarlo a la imprenta. Por otro, Ava quería que la ayudara a decidir el menú y otros pormenores de la fiesta. Pero si me estaba distanciando de Elliot no era solo por ese motivo.
Después de presentárselo a Swift y Ava el día de aquella desastrosa excursión en barco, mis amigos habían dejado muy claro que no creían que Elliot estuviera a mi altura. Desde entonces, yo había intentado mantener mi vida con él separada de mi vida con los Havilland. Me preguntaban por él de vez en cuando, pero daba la impresión de que, al menos por lo que concernía a los Havilland, era como si no existiera. La única vez que había permitido que aquellas dos importantes esferas de mi vida coincidieran (el día de la gran carrera de natación), parecían haber cambiado las tornas: si antes eran Swift y Ava quienes desconfiaban de Elliot, ahora era Elliot quien expresaba dudas sobre ellos.
—¿Qué sabes de cómo ganó Swift su dinero? —me había preguntado poco después de aquella fiesta, en la que conoció a Evelyn Couture.
—Nunca hablamos de negocios —respondí—. No tenemos ese tipo de amistad.
—Solo tengo curiosidad porque he estado buscando un poco en Internet, comprobando un par de cosas —explicó—. Esa fundación suya es de carácter estrictamente privado. Solo hay tres personas en el patronato: Swift, Ava y Cooper Havilland.
—Pero eso no va contra la ley, ¿no?
—En absoluto —me dijo—. Era simple curiosidad.
En las semanas transcurridas desde entonces, Elliot había seguido haciéndome preguntas. Yo nunca sabía las respuestas, y me irritaba que insistiera en hablar de aquello. ¿Qué me importaba a mí que Swift vendiera acciones a la fundación o a una aseguradora de las Islas Caimán?
Supuse que si a Elliot le interesaban tanto los asuntos de los Havilland era por la misma razón por la que le interesaban la genealogía o las evaluaciones de la revista Consumer Reports sobre los distintos modelos de coche que estaba pensando en comprar para reemplazar su Prius: por la curiosidad ociosa de un apasionado de los números que disponía de demasiado tiempo libre. Aquella obsesión me exasperaba cada vez más. No veía qué importancia tenía que la junta directiva de BARK tuviera tres miembros o treinta, o cómo estuvieran redactados sus estatutos, y el hecho de que a Elliot le interesara tanto todo aquello solo parecía confirmar la opinión de Ava, según la cual Elliot no tenía nada mejor que hacer que encorvarse sobre un montón de hojas de cálculo.
Una mañana, en su casa, al levantarme de la cama, lo encontré sentado ante su mesa escudriñando números. No podían ser más de las seis de la mañana y, por el aspecto de su pelo, deduje que debía de haberse pasado las manos por la cabeza muy a menudo, como hacía cuando algún asunto lo reconcomía. Tres tazas de café vacías rodeaban su cuaderno de notas amarillo.
Oí dentro de mi cabeza cómo llamaba Swift a los contables: «contadores de habichuelas». Y la pregunta que me había hecho Ava: «¿Solo agradable?».
—¿Qué intentas conseguir? —le pregunté.
—Solo quiero aclarar esto —contestó Elliot—. Cómo funciona todo este tinglado.
Sentí que mi perspectiva cambiaba. No de repente, sino poco a poco, como si una corriente fuerte y constante me arrastrara. Como si un trozo de carbonilla se me hubiera metido en el ojo y, por más que quisiera librarme de él, me hiciera ver de forma distinta todo lo que me rodeaba. Sobre todo, a Elliot.
El cuidado que demostraba siempre (su insistencia en que me abrochara el cinturón de seguridad o me aplicara pomada antibiótica si me hacía un corte) me había parecido hasta entonces una característica propia de un hombre cariñoso y tierno. Ahora oía la voz de Ava dentro de mi cabeza llamándolo «quisquilloso» y «neurótico». Me irritaba su obsesión por el detalle. Seguíamos pasando buenos ratos juntos, los dos solos: haciendo un crucigrama acurrucados en el sofá; comiendo palomitas en la cama mientras veíamos viejas películas en blanco y negro, o yendo a restaurantes poco conocidos sobre los que Elliot leía en Internet. Si se trataba solo de eso, si seguíamos inmersos en nuestra pequeña burbuja, nuestra relación era casi perfecta, la más perfecta que yo había tenido nunca. Pero cuando Elliot mencionaba a los Havilland, yo me cerraba en banda. Estaba empeñado en encontrar pruebas de que había algo raro en el modo en que Swift manejaba sus negocios. Pero yo tenía cada vez más la impresión de que era a él, a Elliot, a quien le pasaba algo raro.