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Fuera de Alcohólicos Anónimos, procuraba no hablar de lo ocurrido. Esa tarde, sin embargo, en el solario de los Havilland en Folger Lane, mientras Ava permanecía sentada ante mí en su silla de ruedas y uno de los perros me lamía el tobillo, con el olor de las gardenias del cuenco de cristal tallado que había sobre la mesa y el delicioso queso, dejé que saliera todo. No tenía intención de hablar de nada de aquello, pero cuando me marché esa tarde (el sol ya bajo en el horizonte, Ava poniéndome en las manos un tarro de sopa casera y un jersey que según decía nunca se ponía y que era justo del color que mejor me sentaba, y recordándome que habíamos quedado para cenar ese viernes en cierto restaurante italiano que a Swift y a ella les encantaba), se lo había contado todo. Mi infancia. Mi matrimonio. La pérdida de mi hijo. Mis breves e incómodas visitas a casa de su padre para verlo, y el hecho de que paulatinamente, en cada una de mis visitas, Ollie pareciera más distante y retraído. —Ahora mismo ni siquiera puedo pensar en tener pareja —le dije—. Lo único que me importa en este momento es recuperar a Ollie. Sé que tengo que contratar a un abogado, pero todavía no he acabado de pagar al anterior.

—Las cosas van a mejorar —me aseguró—. A mí no hay quien me pare cuando me pongo a resolver un problema.

Aquel día se abrieron las compuertas. Ava sabía escuchar mejor que nadie.

Le describí el día en que mi hijo se marchó de nuestro apartamento. No quería que Ollie me viera llorar cuando recogimos las cosas de su cuarto, pero cuando vino Dwight a llevárselo (saludando a nuestro hijo como solía, con la jovialidad de un presentador de programa concurso), comprendí que iba a ser imposible ocultarle lo hundida que estaba.

—Nos veremos antes de lo que crees —le dije en la acera, junto al coche de mi exmarido, como si no fuera tan importante que la ropa de mi hijo, junto a sus Legos, su colección de minerales y su cerdito de peluche, estuvieran embalados en cajas y metidos en el maletero.

Ollie permanecía sentado, muy tieso, en el asiento trasero del coche, con la jaula de su hámster sobre el regazo (era la única concesión que había hecho su padre: podía llevar a Buddy a Walnut Creek) y la cabeza vuelta hacia un lado de un modo que me hizo comprender que se estaba chupando el pulgar.

El juez había dictaminado que podía ver a mi hijo durante seis horas en sábados alternos, siempre y cuando su padre diera permiso y yo mantuviera mi compromiso de mantenerme sobria. Pero aunque hubiera tenido el permiso de conducir, no podía traer a Ollie a mi piso durante esas horas escasas y llevarlo a Walnut Creek para que estuviera de vuelta a hora de la cena, y no se me permitía pasar la noche con él. Ollie, el niño que solía dormir pegado a mí, con las piernas apoyadas sobre las mías y un mechón de mi pelo enrollado en el dedo, había pasado a ser una persona a la que veía de vez en cuando, cuando su padre lo permitía.

Al principio, después de que Dwight se lo llevara a vivir a Walnut Creek, Ollie se aferraba a mí cuando iba a verlo y me suplicaba que lo llevara a casa, pero últimamente, cuando llegaba a casa de su padre, casi no me dirigía la palabra.

Apenas recuerdo aquellos primeros días sin Ollie. Me mudé a un piso más pequeño en Redwood City. Era oscuro y estaba en un barrio de mala muerte, pero el alquiler era barato y la zona estaba mejor comunicada. Iba todas las noches a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, a las que me llevaba un compañero. Tejía jerséis para mi hijo que seguramente nunca se pondría. Hacía retratos de los hijos de otras personas cuando iba a trabajar en el autobús, o en taxi a veces, cuando iba muy apurada. Veía estúpidos programas de televisión. American Idol, Supervivientes, Los Osbourne. Iba mucho al cine.

Tenía una amiga. Había conocido a Alice en una fiesta privada en la que trabajé como camarera. Era un trabajo que hacía de vez en cuando desde que me había divorciado, cuando Ollie todavía vivía conmigo. Los fines de semana, cuando él estaba con su padre, trabajaba como camarera en servicios de catering para ganar algún dinero extra con el que pagar las vacaciones que tenía planeadas: habíamos visto fotos de la ruta de los dinosaurios de Montana en National Geographic y quería llevar allí a Ollie.

Alice era un par de años mayor que yo y también estaba divorciada (hacía tanto tiempo, decía, que había olvidado qué aspecto tenía su marido; tanto tiempo que posiblemente le habían crecido musgo o percebes en la vagina. Así hablaba Alice).

Tenía una hija, Becca, que estaba en la universidad y que ya casi nunca volvía a casa. Su presencia en la vida de Alice parecía adoptar la forma de abultados recibos de tarjeta de crédito que aparecían mensualmente en el buzón de su madre: recibos de manicuras, de zapatos y de viajes de fin de semana con sus amigos. Alice, entre tanto, alquilaba una habitación de su casa a un maestro jubilado (sin perspectiva romántica alguna) y economizaba cocinando un estofado que le duraba casi toda la semana si lo acompañaba con arroz.

En los viejos tiempos, antes de que perdiera la custodia de mi hijo, mi amiga solía venir a casa las noches que cenábamos pizza y los tres (Ollie, Alice y yo) jugábamos al Monopoly o al memory, o amontonábamos cojines en el sofá y veíamos viejas películas, o intentábamos imitar los pasos de baile de Michael Jackson en el vídeo de Thriller. Después de que se marchara Ollie, Alice y yo solíamos ir juntas al cine al menos una vez por semana, las noches que no teníamos que trabajar en algún catering y yo había podido ir a mi reunión de AA durante el día. Comprábamos un recipiente grande de palomitas (con mantequilla) y una bolsa de pasas recubiertas de chocolate para ella. Alice había renunciado a los hombres hacía mucho tiempo y ya no se esforzaba por mantenerse en forma. Siempre había sido una persona ancha, alta y a la que nunca le había interesado ni remotamente hacer ejercicio o salir a caminar por el monte, pero en los seis años que hacía que nos conocíamos había pasado posiblemente de la talla cuarenta a la cuarenta y seis.

—¿Voy a matarme de hambre solo para conseguir que algún idiota medio calvo me meta mano? —decía—. Prefiero quedarme con la mantequilla.

Era una de esas amigas con las que nunca sucede nada emocionante. Era dura y cortante, pero también divertida, y yo sabía que tenía buen corazón. Podía confiar en ella. Después de ver una película, íbamos a tomar algo a un bar que había cerca del cine (vino para ella, una tónica para mí) y así, alargando la copa, pasábamos un par de horas. Una vez, dos hombres se pararon junto a nuestra mesa y preguntaron si podían sentarse. No tenían nada de especial pero tampoco parecían dos perfectos perdedores. Si hubiera sido por mí habría dicho que sí, pero Alice meneó la cabeza.

—Bueno, chicas —dijo uno de ellos mientras hacía ademán de sentarse—, ¿qué os parece si os invitamos a una copa?

Yo le habría seguido la corriente, pero Alice no.

—¿Por qué no te ahorras el dinero —replicó— y vas a comprarte Listerine?

Aquello bastó para ahuyentar a nuestros pretendientes, como es lógico. Seguramente no se esperaban que dos mujeres como nosotras (que tampoco éramos la bomba) fueran tan quisquillosas. Pero a mí me encantaba eso de Alice: que, a diferencia de muchas mujeres solteras que conocía, nunca estuviera dispuesta a dejar plantada a una amiga si se presentaba un plan más prometedor. No es que a nosotras se nos presentara ningún plan, pero yo estaba segura de que esa sería la actitud de Alice.

Antes de conocer a Ava, Alice y yo solíamos tomarnos el café mientras hablábamos por teléfono, casi todas las mañanas. Rara vez teníamos novedades que contar dado que hablábamos todos los días, pero nos sentíamos menos solas oyendo nuestras voces al otro lado del teléfono.

—Estoy pensando en poner persianas nuevas —me decía ella.

¿Las venecianas me parecían muy horteras?

Yo en aquella época hablaba mucho del asunto de la custodia: rememoraba continuamente la escena en la sala del juzgado, aquel día, y me lamentaba de no haber contado con un abogado mejor y de no tener otra oportunidad. Había preguntado en una asociación de servicios sociales para mujeres de San Mateo si podían facilitarme un abogado, pero no habían podido ayudarme y el único abogado al que había consultado me había pedido un adelanto de diez mil dólares.

Ahora, cada vez con más frecuencia, cuando iba a ver a Ollie lo encontraba en su cuarto o absorto en el ordenador. Dwight solía estar fuera jugando al golf, o visitando casas en venta los días de puertas abiertas para entregar su tarjeta a posibles clientes. Yo me conocía el percal. Cuando su padre volvía a casa –me contaba Ollie–, se quejaba si había juguetes por el suelo. A Dwight le gustaban las cosas en orden. Eso también me lo conocía. Y los estallidos de ira que venían después si las cosas no se hacían a su modo.

—Cabrón —decía Alice refiriéndose a Dwight.

Hablar así no conducía a nada, pero era agradable tener a alguien de mi parte.

Yo hacía un esfuerzo por hablarle a Alice de otras cosas, aparte de la pérdida de mi hijo, pero me costaba encontrar otros temas de conversación. Le contaba que tenía cita con el dentista, y ella me decía que Becca pensaba irse a México a pasar las vacaciones de primavera.

Era la clase de cosas que una persona le contaba a su pareja si estaba casada. Cosas del día a día. (Aunque más tarde, cuando conocí a los Havilland, no podía imaginarme a Ava hablando así con Swift, ni a Swift hablando así con Ava, y ello me hizo cobrar conciencia de lo vulgar e insulsa que era, o que había sido hasta entonces, mi vida). Pero por aburridas que fueran nuestras conversaciones, Alice era una constante invariable en aquellos tiempos tan lúgubres. La única, seguramente, y era leal como nadie, tan leal como un perro, solía decir ella. Los días en que me daba por pensar en Ollie (en cómo a veces tenía la sensación de que mi hijo ya ni siquiera me conocía), el único número que marcaba era el de Alice.