27

 

Ava me llamó a la mañana siguiente.

—¿Y bien? —preguntó—. Son ya las nueve y media. ¿Qué haces que no estás aquí? Swift y yo queremos detalles.

—Creía que todavía estaríais en el mercado de agricultores —contesté.

No era del todo cierto. La verdad (una verdad sin precedentes) era que no me acordaba de que habíamos quedado. Había estado pensando en mi cita con Elliot.

—Volvimos hace siglos —dijo Ava—. Estaba aguzando el oído por si oía llegar tu coche. Hasta los perros te echan de menos. Bueno, Rocco no, pero los otros dos sí. Tienes que venir enseguida y contárnoslo todo. Toda la sórdida historia.

Entonces oí su risa. Seguramente Swift se había acercado a ella por detrás y le estaba haciendo algo no solo provocativo, sino explícitamente sexual.

—¡Estoy intentando concentrarme! —exclamó ella, y añadió—: Perdona, estaba hablando con Swift. Ya sabes lo exasperante que puede llegar a ser.

Yo, cosa rara en mí, todavía estaba en la cama cuando llamó Ava. Había estado leyendo un e-mail de Elliot. Dos, mejor dicho: uno escrito la noche anterior, después de nuestra cita, y otro escrito esa mañana.

La última vez que recuerdo haberme sentido tan emocionado, escribía, fue en 1992, cuando aprobaron la desgravación fiscal a la producción de energías renovables.

Me gustó que no sintiera la necesidad de escribir «LOL» o de poner dos puntos seguidos por un paréntesis para asegurarse de que captaba que era una broma. Había muchas cosas de Elliot que me gustaban.

Es un poco raro en mí decir estas cosas, teniendo en cuenta que soy un poco pesimista, añadía, pero tengo la sensación de que esto podría ser algo estupendo.

Esa tarde fui en coche a Folger Lane. Ava me estaba esperando con un capuchino y con los cruasanes que había traído Estela de una panadería cuya dueña era amiga de Ava. En una de nuestras últimas salidas nos habíamos pasado un momento por la tienda para dejar una hortensia que Ava creía que iba a gustarle a la panadera porque el color hacía juego con su toldo. Así era ella: los recados que consistían en aparcar el coche, salir y entrar en un sitio (la clase de cosas que la gente que no tiene una lesión medular suele considerar un fastidio) nunca le molestaban. Siempre estaba haciendo paradas, comprando regalos y yendo a entregarlos en mano.

—¿Y bien? —preguntó al pasarme un cruasán.

—Me gustó —le dije—. Esta noche cenamos juntos otra vez.

—¿Tan pronto? —dijo—. ¿No es un poco excesivo?

Swift entró desde el patio.

—¿Nada raro esta vez? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—¿Es bajito? —dijo Ava.

—Normal. Alto, en realidad. Y tampoco les pasa nada a sus dientes.

—¿Dejó que pagarais a medias?

—No.

Ava me preguntó dónde iba a llevarme esta vez. Le dije el nombre de un restaurante donde sabía que ellos comían a menudo, aunque no conmigo: era más caro que el restaurante birmano al que solíamos ir.

—No es muy cutre —comentó.

Swift me preguntó si nos habíamos besado y hasta dónde habíamos llegado.

Aunque hasta ese momento les había contado todo lo que ocurría en mis citas, en aquel momento sentí una extraña reticencia a explicarles los detalles de mi encuentro con Elliot. Podría haberme inventado algo, pero no me apetecía.

—Estuvo bien —dije sin mucho entusiasmo, aunque es posible que empleara ese tono a propósito—. Todo bien.

—Eso es maravilloso, cielo —dijo Ava, pero advertí un matiz distinto en su tono. O puede que fuera más adelante cuando lo noté. Quizá fueran solo imaginaciones mías. Me pareció que estaba ligeramente decepcionada.

—No estará casado, ¿verdad? —preguntó Swift.

Negué con la cabeza.

—Lleva siglos divorciado. Y además no cuenta barbaridades de su exmujer.

—A los hombres que llevan mucho tiempo sin una mujer les pasa algo —comentó Ava—. Es el síndrome del solterón. Se vuelven inflexibles y maniáticos.

—Pero él estuvo casado doce años —le dije—. Y su exmujer y él sigue siendo amigos.

—¿Amigos? ¿En serio? No entiendo cómo puede ser eso. Si Swift y yo rompemos alguna vez, cosa que no va a pasar, tendría que rebanarle el pescuezo. Puede que ese tal Elliot no sea una persona muy apasionada.

Hice amago de decir algo, pero me detuve. Ava aún no conocía a Elliot, y yo ya estaba defendiéndolo.

—A mí me parece muy majo, eso es todo —le dije.

—Eso es fantástico —contestó—. Si buscas a alguien majo.