En los años transcurridos desde nuestra despedida frente a la casa de Folger Lane, pensé a menudo en Elliot, desde luego.
Una noche, me descubrí otra vez en Match.com. No es que pensara colgar mi perfil, me dije. Solo tenía curiosidad: quería saber si la gente todavía creía en la posibilidad de que esas cosas funcionaran. Yo ya no lo creía.
Seleccioné un rango de posibles candidatos para mi hipotética búsqueda: varones de entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años que vivieran en un radio de cincuenta kilómetros, con las palabras clave cine, fotografía, naturaleza y sentido del humor. No había ningún casillero que pudiera marcarse indicando la preferencia por la constancia, la bondad o la integridad moral. Como yo sabía muy bien, a nadie se le da mejor fingir que dice la verdad, o convencer a otra persona de sus virtudes, que a un mentiroso y un estafador brillante.
Esa noche eché un vistazo a más de una docena de perfiles, casi aliviada al ver que no había nadie con quien me imaginara quedando para cenar. Y luego apareció él: no sonreía exactamente, porque Elliot nunca sonríe a la cámara, pero me miraba desde la pantalla del portátil con una expresión de perplejidad. Con una especie de ironía remolona. «¿Qué hago aquí otra vez?» Su apodo, como antes, era UnObsesodelosNúmeros.
Para ser sincero, había escrito, y no puedo ser otra cosa, por desgracia, seguramente no soy muy buen partido. Soy un tipo bastante chapado a la antigua. Me gustan las películas viejas y la seda dental nueva. Me estudio los balances anuales de las empresas, a veces para ganarme la vida pero también, lo creas o no, porque así me lo paso pipa. Es como una misión detectivesca: los números pueden parecer áridos, pero las historias que cuentan pueden estar llenas de intriga y dramatismo, incluso de desfalcos.
En mi juventud trabajé en la administración: era el temible inspector de Hacienda. Más recientemente, y tras darme cuenta de que cada vez tenía menos posibilidades de que me llamaran para batear en los Giants o para ser el nuevo James Bond, fundé una asesoría privada comprometida con la insoslayable sinceridad de las cifras. Considéralo una franca advertencia de que, incluso si me enamorara de ti, si descubro alguna triquiñuela en tu declaración de la Renta, lo nuestro se acabó.
No había añadido ningún simbolito detrás de la última frase. Si una mujer necesitaba que le aclarara que estaba bromeando, no era su tipo, definitivamente.
Hacía falta ser un tipo concreto de persona para valorar a Elliot. Yo era esa persona. Había tardado un tiempo. Demasiado. Pero lo bueno era que Elliot no tenía novia. Todavía teníamos una oportunidad.
Puede que te no lo parezca, continuaba, pero soy un romántico empedernido. Un hombre de una sola mujer. Creí que la había encontrado una vez, y resultó que estaba equivocado. Así que tengo mucho cuidado con mi corazón. Puede que te resulte más fácil entrar en la cámara acorazada de Fort Knox. O puede que lo consigas. En todo caso, nunca encontrarás un hombre más leal y cariñoso que yo.
Estuve largo rato contemplando las palabras de Elliot en la pantalla de mi ordenador. Sospecho que no hace falta decir cómo me impresionó aquello. Una cosa es perder algo. Y otra cosa aún peor es lamentar una pérdida que podría no haber ocurrido si uno hubiera sido más precavido.
Podrías probar conmigo, añadía. Considéralo un servicio a tus conciudadanos, esos que intentan dar gato por liebre a Hacienda. Cuanto más tiempo siga así, quedándome en casa todos los fines de semana y escudriñando números, más pillos habrá en la calle (seguramente mucho más divertidos que yo) que se metan en líos. Y todo porque no tengo nada mejor que hacer que revisar sus balances anuales.
Estuve pensando toda la noche en hacer clic en el botón de respuesta al perfil de UnObsesodelosNúmeros. A la mañana siguiente pensé otra vez en contactar con Elliot. Pero rechacé la idea.
Esa noche –influida por tres tazas de té verde, mi bebida favorita últimamente–, entré en Internet resuelta a escribirle. Pinché las coordenadas del perfil de Elliot. Lo habían retirado.
Me lo tomé como una señal. Había conocido a alguien. Las cosas iban bien. Recordé, de hecho, la velocidad con la que había retirado su perfil después de una sola cita conmigo.
—No me gusta el ligoteo, en realidad —me había dicho—. En cuanto encuentre una mujer que me interese, dejaré de buscar.