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Esa noche, después de que se marchara Elliot, fui a una reunión nocturna de Alcohólicos Anónimos. No era mi reunión habitual de los martes, así que no conocía las caras de la gente reunida en el salón esa noche: gente que al parecer no tenía que volver a casa temprano para acostar a sus hijos pequeños; gente que hasta hacía poco tiempo salía de copas y para la que aquellas reuniones habían pasado a ser su nueva vida nocturna. Eran todos tan jóvenes que no pude identificarme con las historias que contaron (ni siquiera habría podido identificarme con ellas en los tiempos en que todavía bebía) y, a los diez minutos de empezar la reunión, empecé a preguntarme qué pintaba yo allí.

La mayoría de los presentes tenía menos de treinta años. Parecían de esos alcohólicos que a los quince años falsifican su documentación, rondan delante de las licorerías a la espera de que alguien les compre una botella de ginebra barata o dan vueltas en sus coches provistos con paquetes de seis latas de cerveza. No vi a nadie que pareciera el tipo de persona que esperaría a que su hijo se fuera a la cama para sacar la botella de vino y bebérsela a solas en su apartamento, sabiendo que a la mañana siguiente, cuando sonara el despertador, tendría que preparar a su hijo para llevarlo de nuevo al colegio. Aquellas personas no sabían nada de batallas por la custodia de un hijo, de entrevistas con tutores nombrados por el juzgado o de horarios de visita impuestos por el juez.

Al acabar la reunión, sin embargo, cuando ya me dirigía a la puerta, se me acercó una chica de veintipocos años.

—Tú conoces a los Havilland —dijo.

Era una afirmación, más que una pregunta.

Me paré en seco al oír su nombre en aquel lugar. Nunca asociaba a Ava y Swift con mis reuniones. Aquel era el lado oscuro de mi vida: mi vida auténtica, probablemente, aunque no la que yo habría preferido. Con Ava y Swift, hacía como si nada de aquello existiera. Ni mi detención por conducir bajo los efectos del alcohol. Ni el informe del tutor nombrado por el juzgado. Ni las esposas.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

—La amiga con la que he venido trabaja de camarera en el Vinnie’s. Cuando has entrado, te ha reconocido. Ella también conoce a los Havilland.

No me sorprendió que Swift y Ava conocieran a una chica tan joven. Ava hacía amigos en todas partes, yo ya lo había comprobado. Aun así, pregunté cuál era su vínculo con los Havilland. ¿El arte, quizá? ¿Los perros? ¿O quizá –lo cual me parecía más probable– era una de las muchas personas que en un momento u otro se habían beneficiado de la generosidad de Ava?

La chica pareció inquieta.

—Conozco a su hijo. Lo conocía.

—A Cooper —dije—. Por lo visto todo el mundo lo quiere.

—Sí, bueno. Depende de con quién hables. Su padre, desde luego, cree que camina sobre las aguas y mea perfume.

Intuí que había algo malo en todo aquello. Había un sinfín de personas que podían dar testimonio de que Ava y Swift eran dos de los seres humanos más amables y generosos del mundo, pero aquella joven no era una de ellas. Yo no quería oír sus motivos, pero la chica seguía allí, delante de mí. Sentía su mirada clavada en mí.

—Soy Sally —dijo—. Puede que ellos no se acuerden de mi nombre. Aunque no te aconsejo que se lo preguntes.

Había en su tono un desaliento, una nota de amargura, que la hacía parecer mucho mayor de lo que era.

—Cooper y yo solíamos beber juntos. Cuando volvía de la universidad, en vacaciones, salíamos en pandilla. Nos llamaba «sus pueblerinas». Hasta fuimos un par de veces a esa chocita que tienen sus padres en el lago Tahoe y nos colamos juntos en la estación de esquí de Squaw. No era mi novio. Solo era un tío más con el que me iba de copas.

Luego, una vez, se fueron juntos a la playa en coche. Sally y dos amigas, Savannah y Casey, y Cooper y dos de sus amigos de la universidad.

—Estábamos en las dunas con una botella de whisky y otra de crema de menta —contó—. Debieron de darnos alguna droga. Cuando Casey, Savannah y yo nos despertamos, nuestros vaqueros y nuestra ropa interior habían desaparecido. Solo teníamos las camisetas. Ni teléfonos móviles, ni dinero para volver a casa.

—¿Cómo sabes que fueron Cooper y sus amigos? —le pregunté.

Tal vez se habían marchado y otra persona les había jugado esa mala pasada. Nunca se sabe.

—Había una foto mía. Estaba… —Bajó la mirada—. Bueno, ya sabes. Se la mandó a un montón de amigos suyos.

—Si de verdad pasó eso, podíais haberlo denunciado —dije—. Si eso es cierto, ¿por qué no acudisteis a la policía?

—Lo hicimos —contestó—. Pero entonces intervino el abogado de los Havilland. Un cabrón sin escrúpulos. Amenazaron con contar cosas sobre mí. Que me habían pillado robando en una tienda cuando estaba en el colegio. Les dije que no me importaba, que de eso hacía mucho tiempo. Pero entonces metieron a mi padre de por medio. Es constructor, y en aquella época había construido un montón de casas prefabricadas. Tenía muchas deudas. De repente, los bancos empezaron a exigirle que pagara.

Me quedé allí parada, intentando asimilar todo aquello. A nuestro alrededor, la gente retiraba las sillas plegables y apagaba las luces. No quería oír nada más. Quería irme a casa.

—Y entonces, ¡puf!, se acabaron los problemas. El papá de Cooper se encargó de que todo desapareciera.

Incluido Cooper, que regresó a Dartmouth a tiempo para el inicio de las clases.

—Esa gente siempre consigue lo que quiere —añadió la chica—. Debe de ser fantástico ser amiga suya. Pero más te vale no ser su enemiga.