Había una persona cuyo nombre nunca salía a relucir en nuestras conversaciones acerca de las vacaciones de verano: Elliot, cuya existencia mi hijo desconocía y al que mis amigos censuraban de manera tácita pero inconfundible. Ya que Ollie iba a vivir en mi apartamento (al menos esos quince días), tendría que prescindir de mi costumbre de pasar dos o tres noches por semana en Los Gatos con Elliot. Pasar ese tiempo con Ollie era la oportunidad que tanto anhelaba de restaurar nuestra relación, y no pensaba permitir que nada lo estropeara.
Cuando le dije a Elliot que no podía quedarme a dormir en su casa cuando tuviera a Ollie, se tomó la noticia con generosidad, como siempre. Se alegraba de que pudiera ver más a mi hijo. Si las cosas iban bien durante el verano, ¿quién sabía qué más podía pasar? En cuanto a lo demás, iríamos poco a poco. Estaba seguro de que, cuando conociera a Ollie, todo iría bien.
—Sé que soy un patoso —dijo—. Pero creo que cuando nos conozcamos bien se dará cuenta de que mis intenciones son buenas. Y de que me importa.
Yo ya tenía el colchón inflable, pero al acercarse el momento de la visita compré un biombo plegable para que mi hijo tuviera un poco de intimidad y me aprovisioné de sus cereales y sus helados favoritos. En lugar de obligarlo a trasladar otra vez sus cosas, lo que podía resultar muy incómodo, compré una caja grande de legos y la puse en la mesa del cuarto de estar, junto con un estuche nuevo de rotuladores acuarelables y (dado que ese verano íbamos a pasar mucho tiempo en la piscina de los Havilland) un par de bañadores nuevos. Por las noches, mientras contaba los días que faltaban para ir a recoger a Ollie, fantaseaba imaginándonos juntos otra vez, al fin. No volvería a permitir que ocurriera nada malo. Nada –ni siquiera aquel hombre encantador al que había llegado a querer– me impediría disfrutar de aquel tiempo con mi hijo.
Recogí a Ollie a finales de junio, dos días después de acabar el colegio. Cuando llegué estaba esperándome en el jardín y, por primera vez desde que vivía en Walnut Creek, sonreía. Oí gritar a mi exmarido dentro de la casa. Por lo visto, tenía algún problema con Jared.
—Acaba de volcar una caja de cereales —me explicó Ollie—. Ya sabes cómo se pone papá.
Unos segundos después Dwight salió de la casa. Mientras Ollie montaba en el coche y empezaba a abrocharse el cinturón de seguridad, mi exmarido se inclinó y me dijo en voz baja al oído:
—Recuerda lo que te dije sobre beber. Un solo desliz y se acabó.
Se incorporó y fijó su atención en Ollie, sentado en el asiento de atrás.
—No olvides, hijo, que si tienes algún problema puedes llamarnos a Cheri o a mí. Aunque sea en plena noche.
Se apartó del coche y saludó con la mano, con una tensa sonrisa en la cara. Vi a Cheri de pie en la puerta, con Jared apoyado sobre la cadera. No distinguí ni un solo destello de emoción en ella.
Ollie quiso que fuéramos a casa del Hombre Mono en cuanto llegamos a mi apartamento. Después, fue igual todos los días. Ava le caía bien, y le encantaban los perros, pero estaba loco por Swift. Lo primero que decía cuando se despertaba por la mañana era «¿Cuándo vamos a ver al Hombre Mono?».
Yo seguía teniendo que trabajar, aunque ayudar a Ava con el proyecto del libro no me parecía un trabajo, y lo mejor de todo era que podía hacerlo teniendo cerca a mi hijo. A veces Swift se metía en la piscina con él, pero, si no, Ollie lo seguía por la casa y observaba sus clases de chi kung o se unía a ellas. Si se aburría, salía al jardín con los perros.
A veces me preocupaba que mi hijo les resultara pesado o se convirtiera en un estorbo, pero Swift me aseguraba que le encantaba tener a Ollie en casa.
—Este chaval es mi mejor entretenimiento —dijo una vez mientras se dirigían los dos a la piscina—. Después de Ava, claro.
Ava había adoptado la costumbre de llamarlos «los chicos», y lo cierto era que parecían inseparables. A veces salían a hacer recados en el Range Rover de Swift. O jugaban al air hockey. Swift le estaba enseñando a jugar a las cartas y decía que tenía aptitudes para jugar de farol.
—¿Sabes cuál es el mejor modo de conseguir que la gente te crea cuando estás mintiendo? —preguntó—. Rodear la parte falsa de lo que cuentas con un montón de verdades. Así se lo creen todo.
Le enseñó a leer el NASDAQ y, para hacerlo más interesante, le compró tres acciones de Berkshire Hathaway para que se mantuviera al tanto de lo que ocurría en la bolsa. Lo mismo había hecho con Cooper años atrás. A veces Ollie llevaba sus legos a la caseta de la piscina donde Swift estaba trabajando y pasaba allí una o dos horas, sentado en el suelo haciendo sus construcciones, mientras en el salón de atrás Ava y yo mirábamos fotografías para el libro (que ya iba muy avanzado) o charlábamos.
Pero lo mejor de todo era la piscina. Después de tantos años teniéndole miedo al agua, Ollie no se cansaba de nadar, siempre y cuando el Hombre Mono estuviera con él. Al cabo de una semana su piel se había vuelto tostada y vi que empezaban a notársele los músculos de los hombros, antes tan delgados.
Yo también quería pasar todo el tiempo posible con mi hijo, claro. No solo durante el día, en casa de los Havilland, sino en nuestro apartamento, por las noches. Y allí también lo pasábamos bien, aunque el trabajo que hacía para Ava parecía ocupar cada vez más mi tiempo. A veces eran las siete o las ocho de la tarde cuando llegábamos a casa, con el tiempo justo para que Ollie se diera un baño y leyéramos un rato.
El proyecto de catalogación de la colección de arte de los Havilland había quedado arrumbado de momento, para que Ava y yo pudiéramos concentrarnos de lleno en el libro secreto, El hombre y sus perros. Mi cometido, por otra parte, parecía haberse ampliado. Ava me encontraba cada vez más tareas que hacer, pequeños trabajos que antes le habría encargado a Estela. Me pedía que desenredara los collares que guardaba en un cajón, o que ordenara los frascos de perfume de su tocador.
—Puede que le apetezca hacerlo a Estela —le dije una vez—. O a Carmen, si Estela está muy ocupada.
—Antes le pedía a Carmen que hiciera ese tipo de cosas —me dijo Ava—. Pero, si te soy sincera, ya no me fío de esa chica. Una vez, al volver a casa, la vi salir del cuarto de la lavadora con cara de mala conciencia. Pero lo que acabó de abrirme los ojos fue lo de Cooper.
Le pregunté a qué se refería.
—Cooper ganó un anillo por jugar al rugby cuando estaba en el instituto. El premio al mejor jugador. Un día, cuando hacía más o menos un año de eso, Carmen dejó su bolso abierto sobre la mesa y vi el anillo. Debía de habérselo llevado.
—¿Qué hiciste? —pregunté.
—Meter la mano en el bolso y sacarlo, claro. Nunca se lo dijimos a Cooper. Le habría roto el corazón. Siempre le ha tenido mucho cariño a Carmen.
Ava decía que, gracias a que le hacía aquellos pequeños favores, disponía de más tiempo. Pero casi siempre acababa sentada conmigo en la habitación donde estuviera trabajando, editando fotografías, clasificando o poniendo orden. Yo oía a mi hijo y a Swift en el jardín, chapoteando en la piscina o lanzando pelotas en la jaula de bateo. Ollie estaba tan entusiasmado con el Hombre Mono que empezó a preocuparme que no estuviéramos pasando tanto tiempo juntos como yo esperaba.
—Estaba pensando que a lo mejor Ollie y yo nos vamos temprano hoy —dije una tarde, cuando Ollie llevaba conmigo cerca de una semana—. Puede que saquemos nuestras bicis.
—Es que tengo tantas ganas de tener listo el libro para el cumpleaños de Swift… —repuso Ava—. Y, además, no tienes que preocuparte por Ollie. Swift y él se lo están pasando en grande. Swift siempre ha sido una especie de Flautista de Hamelin con los niños. Es como si los hipnotizara. Lo siguen a todas partes.
Justo en ese momento oí la voz de mi hijo, llamándome desde la caseta de la piscina.
—¡Oye, mamá! El Hombre Mono nos ha invitado a cenar. Podemos quedarnos, ¿verdad?