Mi segunda cita con Elliot fue aún más agradable que la primera. Pero al oírme describir así nuestro encuentro en Folger Lane, el lunes por la mañana, mientras Ava y yo tomábamos café en el jardín, sentí un remordimiento inmediato.
—No es que fuera solo agradable —añadí—. La verdad es que fue genial.
Ava no parecía muy convencida.
—No quiero ser aguafiestas —dijo—, pero, si las cosas van de verdad bien, tienes que sentirte acalorada, excitada, sudorosa. Como si fueras a morirte si no lo vuelves a ver. Y enseguida, además.
Era solo nuestra segunda cita, le dije.
—No es que vaya a casarme con él. Y te aseguro que después de conocer a ciertos individuos, me conformo con pasar un rato agradable.
—La noche que yo conocí a Swift, fuimos a su apartamento y no salimos de la cama en todo el fin de semana —me dijo.
No era la primera vez que me contaba aquella historia, claro, aunque en la versión original eran seis meses. Eso posiblemente vino un poco después.
—No me malinterpretes, cielo —dijo—. Me parece estupendo que hayas encontrado a alguien con quien puedas pasar tiempo. Es solo que sé que otras veces te has subestimado. Puede que pienses que ese tal Elliot es lo máximo a lo que puedes aspirar, cuando quizá no lo sea.
—No me estoy subestimando —repuse yo—. Elliot es genial. Y de todos modos acabamos de conocernos.
—Bueno, me alegro por ti —dijo, y le hizo una seña a Estela para que se llevara nuestras tazas—. Me parece maravilloso. Y si todavía te gusta dentro de una semana, ya sabes que vamos a insistir en que lo traigas a casa para que le echemos una ojeada.
Elliot me gustó aún más una semana después, cuando el domingo me llevó a su casa y preparamos la cena juntos. El día anterior, cuando volví de ver a Ollie, habíamos ido al cine.
Nos besábamos mucho, pero aún no nos habíamos acostado. Elliot era un hombre muy concienzudo, de los que se leen todas las reseñas sobre un modelo de coche antes incluso de probarlo. Habíamos hablado de sexo.
—Quiero que lo hagamos bien —me dijo—. Me gustaría sentir en ese momento que eres la última mujer con la que voy a hacer el amor. Para el resto de mi vida.
—Eso es mucha responsabilidad —contesté—. A menos, claro, que te mueras en el acto.
Mi intención era bromear, y por lo general Elliot tenía muy buen humor. Pero no en lo tocante a aquel tema.
Dos semanas después de conocernos, me invitó a ir a Mendocino con él a pasar un fin de semana largo y le dije que sí, a pesar de que tendría que perderme una de las fiestas de Swift y Ava. Iban a traer a un cocinero experto en sushi y habían contratado a un grupo japonés de tambores kodo para que tocara en la caseta de la piscina.
—Podrías haber hecho unas fotos increíbles —había comentado Ava—. Los músicos llevan los trajes tradicionales del siglo XIII. Seguro que se les ven los músculos de los brazos. Eso por no hablar del resto del cuerpo.
Fue ese fin de semana en Mendocino cuando por fin me acosté con Elliot. No fue una experiencia perturbadora, pero estuvo bien, aunque después, mientras volvíamos en coche por la H-1, al pasar por una playa en la que había estado una vez con ella y con los perros, oí la voz de Ava en mi cabeza y aquello me causó cierto desasosiego. Me acordé de cuando, estando las dos sentadas en su solario aquella primera vez, me contó cómo se había sentido cuando conoció a Swift. Estaba tan enamorada, decía, que se olvidó de comer.
—En aquel entonces Swift tenía el pelo muy largo y a veces se lo recogía en una coleta —me contó—. Una vez, cuando estaba durmiendo, le corté un mechón.
Observé la cara de Elliot mientras conducía: tenía la vista fija en la carretera, como siempre, pero por su forma de sonreír deduje que estaba pensando en mí y en el fin de semana que acabábamos de pasar.
—¿Alguna vez has pensando en dejarte el pelo un poco más largo por detrás? —pregunté.
—No. ¿Por qué lo dices?
—Por nada en particular.
Al día siguiente, de vuelta en Folger Lane, Ava quiso que le contara con detalle todo lo sucedido ese fin de semana. Esta vez tuve la precaución de pintar para ella otra faceta de Elliot, una en la que no pareciera un hombre agradable pero insulso, y tampoco un asesino en serie. Le había hecho un montón de fotos con el móvil, y busqué una en la que estuviera bien.
—Es muy juguetón y espontáneo —le dije, consciente de que no estaba favorecido en ninguna de las fotos de mi móvil—. La semana pasada, cuando estábamos en su piso haciendo paella, me rodeó con los brazos y se puso a bailar.
Le conté también que la semana anterior, cuando volví de Walnut Creek de ver a Ollie, me había preparado un baño con velas alrededor de la bañera y sales de baño en el agua. Me dejó sola en el cuarto de baño, pero cuando salí nos sentamos juntos en su sofá (yo tapada con su albornoz de felpa) y me dio un masaje en los pies. En aquel momento ni siquiera éramos amantes, estrictamente hablando, pero ningún hombre había hecho que me sintiera tan amada.
—Mmm —dijo Ava, pero adiviné que estaba cambiando de opinión—. Entonces, ¿qué tal el sexo?
Anteriormente, me habría apresurado a contárselo todo. Me sentía más unida a Ava que a cualquier hombre, y nunca dudaba en contarle hasta los detalles más íntimos. Esta vez, en cambio, era distinto. Sentía un deseo no muy grande pero sí nítido de guardarme para mí ciertas facetas de mi relación con Elliot, aunque confiaba en que lo que le contaba bastara para dar a entender que nos iban bien las cosas.
—En Mendocino encontramos el lecho de un arroyo que llevaba hasta un manantial termal —le dije—. Hubo un sitio donde nos hundimos en el barro hasta los tobillos. No había nadie por allí, así que nos quedamos en ropa interior, nos untamos todo el cuerpo con barro el uno al otro y nos quedamos allí tumbados, al sol, hasta que se secó. Luego nos lanzamos al agua.
—Debía de estar muy gracioso, con esas piernas delgaduchas y esa tripita que tiene —comentó Ava.
Era yo quien le había descrito su físico así, claro.
Aun así, en cuanto hizo aquel comentario sentí que algo cambiaba dentro de mí. En el momento en que nos habíamos embadurnado de barro el uno al otro, estar allí, tumbada al lado de Elliot, casi desnudos, me había parecido algo maravilloso, sensual y romántico. Pero al oír a Ava hablar de ello, el cuadro cambió bruscamente. Visto a través de los ojos de Ava, Elliot parecía de pronto levemente ridículo. Patético, incluso.
Lamenté haberle dicho que tenía tripa.