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No llamé al agente Reynolds a la mañana siguiente, pero sí llamé a mi exmarido, al que la policía había avisado del accidente en el que se había visto involucrado nuestro hijo. Quizá por los motivos que me había revelado Marty Matthias, Dwight no se opuso cuando le dije que creía conveniente que Oliver se quedara conmigo un día o dos más, en vez de llevarlo de vuelta a Walnut Creek esa misma noche. Si de veras corría peligro de perder su casa, eso explicaba que pareciera tan distraído cuando traté de contarle lo que sabía sobre el accidente.

—Quédatelo toda la semana si crees que le va a venir bien —dijo, casi aliviado.

Al día siguiente, lunes, llamé a Elliot. Confiaba en que lo ocurrido el día anterior hubiera cambiado las cosas entre nosotros, pero al oír su voz al otro lado de la línea me quedó claro que, si se había mostrado tan tierno conmigo y con Ollie después del accidente, había sido únicamente por su sentido de la amistad y la compasión. Nada sugería que estuviera considerando la posibilidad de que volviéramos a ser pareja. Era leal como nadie en el mundo, pero no podía olvidar mi profunda traición. Yo me había dado cuenta de lo equivocada que estaba al atacarlo por desconfiar de los Havilland, pero mi arrepentimiento llegaba demasiado tarde.

Él, sin embargo, se ofreció a llevarnos a Ollie y a mí a casa de los Havilland a recoger mi coche y mi cámara.

Cuando llegamos a Folger Lane, se bajó del coche el tiempo justo para abrirme la puerta. Se quedó junto a la puerta del copiloto y, con una determinación inconfundible, le tendió la mano a Ollie.

—Eres un jovencito estupendo —le dijo—. Pasara lo que pasara allá arriba, no permitas que eso te haga cambiar de opinión respecto a la clase de persona que eres.

Era una de esas cosas que una persona le dice a otra cuando no espera volver a verla.

—Cuídate, Helen —me dijo.

Me abrazó un momento, rígidamente, volvió a subir al coche y se marchó.

Mi hijo y yo nos quedamos en el camino de entrada, viéndolo alejarse. Luego me giré para mirar la casa: las camelias y los jazmines, los carillones tintineando movidos por la brisa, y el letrero: Aquí todos los perros son bienvenidos. Y algunas personas también. Antes, aquella vista solía levantarme el ánimo cada vez que paraba en la entrada. En ese momento, sin embargo, me alegré de que los Havilland no parecieran estar en casa. Sus coches no estaban a la vista, aunque reconocí la furgoneta de una empresa de limpiezas y otra perteneciente a una empresa de alquiler de equipamiento que sin duda había ido a llevarse las sillas y las mesas, y todo lo que quedara de la malograda fiesta de cumpleaños.

—No quiero entrar —dijo Ollie.

—No pasa nada —contesté—. Puedes esperar fuera. Solo será un minuto.

Abrió la puerta de mi coche y se sentó en el asiento de atrás. Subí por el camino, hacia la puerta delantera. A ambos lados se veían los charcos dejados por el ventisquero derretido y los pingüinos de hielo que menos de cuarenta y ocho horas antes habían bordeado el camino.

Estela estaría en el hospital con su hija, naturalmente, esperando a que Carmen recuperara la conciencia. Cooper debía de haberse marchado con su prometida, de vuelta a su escuela de negocios y a todo lo que conformaba su vida. Supuse que Ava y Swift se habrían quedado unos días más en la casa del lago Tahoe, deseosos de evitar Folger Lane hasta que desaparecieran por completo los últimos vestigios de la fiesta. Pero eso a mí me traía sin cuidado: ¿qué tenía que decirles, ni en ese momento ni nunca? Nada: lo mismo que ellos pensaban decirnos a mi hijo y a mí, evidentemente.

Siempre que iba a la casa, los perros salían a saludarme. (Lillian y Sammy, al menos. Rocco solía quedarse atrás, gruñendo). Ese día, en cambio, no había ni rastro de ellos. Cuando abrí la puerta –no estaba cerrada con llave–, me recibió un sonido desacostumbrado. El silencio.

Fuera, en los alrededores de la piscina, debía de haber operarios recogiendo las cosas de la fiesta, pero la casa parecía desierta. Había charcos de agua por todas partes, dejados por las esculturas derretidas, y un par de manteles individuales tirados por el suelo, con la cara de Swift estampada. Los regalos sin abrir estaban amontonados en la mesa del cuarto de estar, junto con una cesta llena de sobres que debían contener los donativos que los invitados a la fiesta habían hecho a la fundación de los Havilland. Había también varios montones de ejemplares sobrantes del libro que habíamos hecho, El dios y sus perros.

Tomé uno y le eché un vistazo. A pesar de que conocía cada una de las fotografías que contenían sus páginas –del mismo modo que conocía a sus protagonistas–, sentía curiosidad por ver si, al observarlas ahora, distinguía en sus semblantes algo que antes había sido incapaz de captar. Tal vez hubiera estado allí, en las fotografías, desde el principio: la verdad esencial acerca del hombre con el que había pasado tantas horas en el curso de muchos meses y cuyo verdadero carácter se me había revelado apenas veinticuatro horas antes. Tal vez había estado allí, en aquellas páginas, todo el tiempo sin que yo me diera cuenta.

Estaba dejando el libro otra vez cuando oí una voz detrás de mí.

—Son una gente asombrosa, ¿verdad?

Me di la vuelta. Era la nueva amiga de Ava, Felicity.

—Sí, son increíbles —contesté—. Nunca he conocido a nadie como esos dos.

No dije, sin embargo, que confiaba en no volver a conocer a nadie como ellos.

—Qué tragedia, lo que ha pasado —añadió—. Conmigo han sido muy buenos. Conocer a Ava ha cambiado mi vida entera.

—Así es Ava —dije—. ¿Se sabe algo de Carmen?

—¿Carmen? —preguntó Felicity—. ¿Quién es Carmen? Yo me refería al perro de los Havilland.

—¿Su perro? ¿Qué perro?

¿De qué estaba hablando?

—Rocco —contestó—. Creía que lo sabías. Es increíble que, después de todo lo que pasó, esas dos personas maravillosas hayan tenido que sufrir esa desgracia. Como si no fuera suficiente con que se estropeara toda la fiesta. No sé si Ava lo superará alguna vez.

Rocco… Me acordé de sus dientecillos afilados, que siempre enseñaba al verme. Unos dientes que más de una vez habían hecho sangre. Seguí mirando a Felicity, desconcertada.

—Cuando se armó el caos y Ava y tú os marchasteis, Rocco salió del dormitorio donde lo habían encerrado para la fiesta. Ya conoces a Rocco, siempre metiéndose en líos. Bajó aquí y se comió toda la tarta de cumpleaños. De chocolate. Debía de tener sed, porque luego se puso a beber champán de esa absurda escultura de hielo. Lo encontramos ayer por la tarde, muerto en el suelo del cuarto de la lavadora. ¿Quién iba a imaginar que el chocolate y el champán son veneno para los perros?

Siguió explicándome que Ava y Swift estaban en el crematorio, disponiendo lo que debía hacerse con las cenizas de Rocco. Lillian y Sammy estaban con ellos, «para ayudarlos a entender lo sucedido y a despedirse».

Solo conseguí sacudir la cabeza.

Oí el teléfono sonando en la cocina.

—Seguro que es Ava —dijo Felicity mientras corría a contestar—. Es un momento muy duro para ella.

Mi cámara estaba donde la había dejado, en la silla, junto a la puerta, pero por una vez no sentí el impulso de documentar gráficamente aquella escena. No me hacía falta una fotografía. Me acordaría de todo, aunque deseara no hacerlo.

Me quedé sola en medio de la habitación, observándolo todo: aquel lugar en el que, durante casi un año, creía haber encontrado por fin mi hogar. Me asomé al jardín –los farolillos de papel, las sartas de luces en forma de copos de nieve parpadeando aún porque nadie se había acordado de apagarlas, los últimos restos de nieve y hielo– y aspiré el perfume de las velas de eucalipto. Vi, colgando de una silla, el jersey de cachemira que me había regalado Ava. Y lo dejé allí.

Me dirigía hacia la puerta cuando reparé en las figurillas chinas de hueso labrado que representaban a un hombre y una mujer: el talismán de la buena suerte, los alegres fornicadores, tendidos dichosamente en su minúscula cama labrada. Me los guardé en el bolsillo y regresé a mi coche, de vuelta con mi hijo.