Julio casi había tocado a su fin cuando Ollie volvió para pasar el resto del verano conmigo. No lo llevé a Folger Lane aquella primera noche. Tampoco invité a Elliot a venir a casa. Pensé que necesitábamos pasar algún tiempo juntos, los dos solos, como antes.
Pero al día siguiente no hubo forma de mantener a mi hijo alejado de la casa de los Havilland. Acababa de entrar por la puerta cuando Swift le dio un abrazo de oso.
—¿Por qué has tardado tanto, chaval? —preguntó.
Se oyó entonces la risa de Ollie. Swift le había subido la camiseta y le estaba haciendo cosquillas. Los tres perros ladraban alrededor de sus pies. Rocco le lamía la mano.
—Espero que te gusten los brownies —dijo Ava.
—No creerás que voy a compartir tus deliciosos brownies con este enano, ¿no? —le dijo Swift. Tenía a Ollie en el aire, cabeza abajo—. Dime «tío». Dime «tío» y te suelto. A lo mejor.
Ollie siguió chillando de alegría.
—¡Tío! —gritó—. ¡Tío!
—Vale, vale —dijo Swift—. Creo que voy a soltarte. Pero tienes que entender que soy tu líder todopoderoso. Debes hacer lo que te mande. —Volvió a dejar a mi hijo en el suelo. Su voz sonaba más ronca de lo normal y tenía los ojos entornados.
Ollie se tronchaba de risa. Me preocupó que se hiciera pis en los pantalones (había pasado otras veces), pero no fue así.
—Repite conmigo —ordenó Swift—. ¡Prometo obedecerte, mi líder todopoderoso!
—Prometo obedecerte…
—Líder todopoderoso —le recordó Swift.
—Líder todopoderoso.
A Ollie seguía faltándole la respiración, pero yo sabía que estaba disfrutando. Tenía la misma expresión que yo observaba a veces en Sammy, cuando Ava sacaba su correa y una herramienta especial que utilizaba para lanzar la pelota de tenis más lejos de lo normal. Aquello significaba que iba a llevarlo al parque. Era una expresión de euforia, no de miedo. Yo sabía, sin embargo, que aquella excitación tendría consecuencias más tarde, cuando volviéramos al apartamento. Ollie tardaría mucho en dormirse esa noche. Estaría demasiado nervioso.
La mesa estaba puesta en el patio. En el sitio de Ollie había dos paquetes: unas gafas de buceo y unas aletas, y un reloj.
—Es sumergible —le dijo Swift—. Aguanta hasta cien metros de profundidad. Con eso bastará por ahora, hasta que tú y yo empecemos a hacer buceo de verdad. Cooper y yo buceábamos mucho cuando él tenía unos años más que tú.
Ollie ya había arrancado el envoltorio al reloj. Estaba intentando ponerlo en hora.
—Y tiene cronómetro —le informó Swift—. Así podemos contar cuánto tardas en hacer un largo. O cuánto aguantas conteniendo la respiración.
—Siempre he querido un reloj como este —dijo Ollie con un susurro ronco.
Aquello era nuevo para mí. Pero Swift me estaba revelando una faceta de mi hijo que me era desconocida. Una especie de fanfarronería. Cuando estaba con Swift incluso parecía que su voz se hacía un poco más grave, aunque todavía faltaban unos años para que eso sucediera de manera natural.
Al día siguiente era domingo. Elliot se presentó en mi apartamento a las ocho y media de la mañana con un regalo para mí: una grapadora. Se había fijado en que no tenía. Yo estaba en la ducha, así que fue Ollie quien abrió la puerta.
—Ha venido ese tipo —gritó mi hijo—. El que vomitó.
Me puse el albornoz y salí al cuarto de estar.
—Se me ha ocurrido invitaros a desayunar —dijo Elliot—. Conozco un sitio donde hacen unas tostadas francesas buenísimas.
Ollie estaba todavía en pijama. Había estado comiendo cereales mientras veía dibujos animados en la tele. Yo me había prometido a mí misma que mientras Ollie estuviera conmigo comeríamos siempre en la mesa y no sentados delante del televisor, pero de momento me contentaba con dejar que se relajara.
—Buenos días, Ollie —dijo Elliot, y le tendió la mano.
Mi hijo lo miró un poco desconcertado, pero se la estrechó.
—No te esperábamos —dije yo.
Seguramente Elliot intentaba ser espontáneo (y un poco impulsivo, como Swift), pero no le salía de manera natural. Elliot tenía que planificar su espontaneidad.
—Yo ya he desayunado —dijo Ollie.
—Entonces, ¿qué os parece si hacemos una cosa? Podemos cargar las bicis en el maletero de mi coche e ir a dar una vuelta. He traído la mía.
—Creo que a Ollie le apetece quedarse en casa —contesté—. Y a mí también, la verdad.
Elliot había dejado la grapadora sobre la mesa. Eché un vistazo a la cafetera. Estaba vacía.
—Puedo hacer más café —propuse.
Negó con la cabeza.
—Debería haber llamado antes de venir —dijo—. Pero tenía tantas ganas de veros…
—¿Y por qué tenías ganas de verme a mí? —preguntó Ollie—. Ni siquiera me conoces.
—Bueno, eso es verdad —respondió Elliot. Su voz, que durante unos minutos había sonado jovial, volvió a adoptar su tono serio de siempre—. Pero me apetecía conocerte mejor.