Las respuestas a mi perfil en la página de contactos eran siempre tan desalentadoras que había empezado a temer el momento de leerlas. Luego, un día de primavera, justo cuando empezaban a brotar los tulipanes de Ava, abrí mi portátil y encontré una nota breve y distinta de las demás.
Su autor (UnObsesodelosNúmeros, era su apodo) decía que había estudiado mi perfil muy atentamente y que, basándose en su «análisis detallado», creía que había una ligera posibilidad (recuerda que esto lo dice un pesimista, añadía) de que congeniáramos. O al menos –escribía–, de que, si concertábamos una cita, no fuera tan desastrosa como lo eran por regla general.
Leyendo su nota era difícil saber si se trataba de un bicho raro o si solo quería bromear. Posiblemente las dos cosas.
Se llamaba Elliot y tenía cuarenta y tres años: una buena edad, me pareció, para mis treinta y ocho. Divorciado y sin hijos.
Para serte sincero, la foto de tu perfil no me parece muy buena, escribía. Sospecho que no te hace justicia. Pero tu cara me ha gustado enseguida, y tengo la sensación de que eres el tipo de persona que resta importancia a sus buenas cualidades. Puede que lo haya intuido porque a mí me pasa lo mismo.
Si la fotografía de su perfil era de fiar (las de los hombres con los que había quedado hasta entonces no lo eran, en su inmensa mayoría), Elliot era un hombre bien parecido, guapo incluso, aunque con cierto aire torpón, delgado y con una ligera tripa: el tipo de hombre que tiene el cajón lleno de calcetines blancos largos porque de ese modo se evita tener que emparejarlos cuando hace la colada. Si su fotografía era de fiar, parecía conservar gran parte –si no todo– su pelo. Medía, según él, un metro ochenta y dos. («Dices que te gusta bailar», escribía, y veo que mides un metro sesenta y cuatro. Confío en que tu baja estatura no te induzca a descartarme como pareja de baile, porque te aseguro que la diferencia de alturas no será problema: me han dicho a menudo que estoy un poco encorvado).
Sonreí al leer esto, no pensando (para variar) en que el autor de la nota pareciera un candidato cómicamente ridículo para conquistar mis afectos, o un tema de conversación idóneo para divertir a Swift y a Ava en nuestra siguiente cena juntos, sino porque de verdad me gustaban las cosas que decía Elliot.
No soy rico, por cierto, añadía, pero tengo una agradable casita en Los Gatos y es improbable que vayan a echarme del trabajo en un futuro inmediato, dado que soy mi propio jefe.
Trabajaba como contable, me dijo. Lo sé, decía. Qué aburrido, ¿verdad? Seguro que lo próximo que voy a decirte es que me interesa la geología. Pues ¿adivinas qué? Así es.
Llevaba siete años divorciado y su matrimonio había durado doce, añadía. Lo bueno era que no había ningún drama al respecto. Su exmujer, Karen, y él seguían siendo buenos amigos. Sencillamente, nos distanciamos, escribía. Seguramente también es un aburrimiento decirte esto, pero en este caso prefiero ser aburrido a poder contar una de esas historias tremebundas en las que tu expareja te deja anónimos llenos de odio en la puerta y los dos fantaseáis con formas de matar al otro.
Tengo la impresión de que, aunque tengas por costumbre desdeñar tus mejores cualidades, eres una buena fotógrafa, añadía. He llegado a esta conclusión no gracias a la foto de tu perfil, sino a partir de las fotografías que tienes colgadas en tu página, y que imagino que hiciste tú misma.
En cuanto a esa foto en la que apareces con tu amiga, escribía, ¿qué puedo decir? Hay algo en tu mirada que me ha hecho volver a ella una docena de veces esta noche. Viéndote en ella, he dicho en voz alta, aunque estaba yo solo en la habitación: «Esta mujer me gusta». Pero puede que lo más significativo de todo sea que, mientras estaba mirando tu perfil, he notado en torno a las comisuras de los labios un extraño hormigueo que parecía sugerir que estaba sonriendo.
He de decir, añadía, que eres una mujer preciosa.
Quizá me había confundido con Ava, pensé por un instante. Porque Ava estaba espléndida en aquella foto, claro. Ava siempre estaba espléndida.
Entonces leí la siguiente frase de su nota, que parecía escrita en respuesta a lo que estaba pensando:
Y no vayas a creer que te he confundido con tu amiga, aunque estoy seguro de que es encantadora. Hablo de ti, de la callada, de la que parece poseer, según creo detectar, cierta melancolía y una verdadera capacidad para el disfrute. Es a la de la derecha (es decir, a mí) a la que confío poder persuadir para que cene conmigo. Pronto, espero.