Al día siguiente de llevar a Ollie de vuelta a Walnut Creek –a mediados de julio, cuando las rosas de Ava se hallaban en su máximo esplendor–, Elliot me dejó tres mensajes. Me dije que lo llamaría en cuanto tuviera un rato libre y no lo hice.
Volvió a llamar, cerca de las diez de la noche, un día de entre semana.
—Ya sé que seguramente estás en la cama, pero tenemos que hablar —dijo.
—De acuerdo.
—No por teléfono. Pensaba que tal vez podría pasarme por allí.
Noté por su tono de voz que se trataba de algo importante. No habíamos hablado de ello, pero desde que le había presentado a Ava, Swift y Ollie, algo había cambiado en mis sentimientos hacia él. Conociendo a Elliot, era probable que él también lo hubiera notado y que sin embargo no hubiera querido pedirme nada durante aquellos últimos y preciosos días con mi hijo. Ahora allí estaba, al teléfono, con ganas de que habláramos.
Ava no había dicho casi nada sobre Elliot desde el día en que por fin se conocieron, pero su silencio era suficientemente elocuente. Swift había comentado que Elliot era seguramente un gran tipo al que tener de tu parte si alguna vez te hacían una auditoría. Ollie, por su parte, ni siquiera había vuelto a mencionar su nombre.
A los treinta minutos de colgar, Elliot estaba en mi puerta. Yo no me había quitado el albornoz que llevaba puesto cuando me había llamado.
—Sé que tus amigos no tienen muy buena opinión de mí —dijo todavía en la puerta, agarrando una bolsa de papel marrón que contenía una hogaza de pan multicereales de las que hacía a veces. Me la dio. Como de costumbre, podría haber servido de pisapapeles—. He intentado distraerme haciendo pan para no pensar en ti —dijo—. Pero no ha servido de nada.
—A mis amigos les caes muy bien —contesté, y luego me detuve.
Una de las cosas que más valoraba de mi relación con Elliot era que siempre nos decíamos la verdad. Él me había hablado de la vez en que le dio un ataque de ansiedad mientras subía la Half Dome del parque Yosemite y tuvo que darse la vuelta. Me había contado que antes de que quedáramos para cenar por primera vez anotó cinco temas interesantes de los que podíamos hablar, para no quedarse trabado. Y yo le había dicho que a veces me inventaba historias, aunque nunca estando con él. Seguramente yo era más aburrida que él, pero al menos era sincera.
—Me da igual lo que piensen mis amigos —afirmé, y me detuve de nuevo. En realidad, sí que me importaba. Y él lo sabía.
—El caso es que estoy enamorado de ti —repuso Elliot—. Y sé que eso no va a cambiar, así que, si vas a decirme que no quieres estar conmigo, prefiero saberlo ya, antes de que esto siga adelante y sea aún más duro para mí perderte.
No le dije que yo también lo quisiera. Nunca se lo había dicho. Me quedé allí, observando su cara agradable y bondadosa: las profundas arrugas de sus mejillas y de las comisuras de sus ojos. Tenía el pelo revuelto por su costumbre de pasarse la mano por la cabeza cuando algo le preocupaba, que era casi siempre.
—¿Por qué no pasas? —le dije.
Respiró hondo. Echó un vistazo a la habitación de un modo que parecía sugerir que estaba memorizándola. Como si fuera la última vez que la veía. Se dejó caer en el sofá como si hubiera recorrido un camino muy largo para llegar hasta allí. Como si hubiera ascendido una montaña.
—Sé que seguramente piensas que nunca podré tener una buena relación con Ollie —dijo—. Pero te equivocas. Soy el tipo de persona a la que la gente aprecia cada vez más con el paso del tiempo. Creo que tu hijo se irá dando cuenta poco a poco. Si tú y yo seguimos juntos. Si me das una oportunidad.
Yo seguí sin decir nada. Estaba allí plantada, con el mazacote de pan envuelto en papel marrón todavía en los brazos.
—Ollie vería que te hago feliz —añadió—. Porque creo que de verdad te haría feliz. Creo que tú también me valorarías cada vez más con el paso del tiempo.
—Ya te valoro —afirmé—. Eres el mejor hombre que he conocido.
Era cierto. Podía tener otros reparos respecto a Elliot (principalmente que mis amigos no tenían muy buena opinión de él), pero nunca dudaba de su bondad.
—Algunas personas parecen estupendas al principio —comentó—. Yo nunca he sido de esos. El tipo de persona con el que todo el mundo quiere estar.
—Eres muy divertido —le dije—. Aquella vez que fuimos a fotografiar a los pit bulls… Y el chihuahua que se me enganchó a la pierna… Fue un día estupendo.
—Te ayudaría a retratar perros siete días a la semana si pudiera —respondió—. Siempre soy feliz cuando estoy contigo. O casi siempre. No lo fui en ese velero, tengo que reconocerlo.
Yo había puesto el pan sobre la mesa y me había sentado a su lado en el sofá.
—Y me encantó cuando me llevaste a la Academia de Ciencias a ver esa exposición sobre insectos que no creía que fuera a ser tan interesante —le dije.
—Ojalá pudiéramos haber llevado también a Ollie —comentó.
—Lo pasamos muy bien, los dos solos.
—Nunca me he sentido tan feliz con nadie como me siento contigo, Helen —añadió—. Como me sentía contigo. Porque últimamente casi no te he visto.
—Iba a llamarte. Pero estaba muy liada.
Meneó la cabeza. De pronto parecía terriblemente triste. Con Elliot era imposible fingir.
—Llamarme no debería parecerte una tarea más. O una especie de obligación.
Mi amiga Alice solía decir que nunca se fiaba de un hombre que tuviera las manos demasiado suaves. Las de Elliot eran sorprendentemente ásperas. Tal vez porque había trabajado en una granja, aunque de eso hiciera mucho tiempo. O quizá por el trabajo que hacía en el jardín, donde estaba construyendo un patio de ladrillo. De hecho, de los hombres que yo conocía el que tenía las manos más suaves era Swift. Precisamente el que me había dado a entender que Elliot quizá fuera demasiado dócil y aburrido para mí.
—Necesitaba un poco de tiempo para mí —le dije—. Para estar con mi hijo.
Pero tampoco era del todo cierto, y él lo sabía. Nunca me importaba estar con otras personas, si esas personas eran Ava y Swift.
—Sé que tus amigos son muy importantes para ti —dijo—. Pero, al fin y al cabo, están juntos en esa casona que tienen, practicando el sexo tántrico como locos, o eso dicen, y tú estás aquí, sola, en tu cama. —Se levantó y me miró. De pronto su espalda, que solía estar encorvada, parecía muy recta—. Soy el hombre que quiere estar aquí, contigo.
Entonces hizo algo sorprendente. Me tendió los brazos, tocó mi cara, mi pelo, y me abrazó con fuerza, con una suerte de urgencia que nunca antes había percibido en él.
Hizo que me levantara. Empezó a besarme. La boca y luego el cuello y los párpados. Tocaba mi pelo y repetía mi nombre con voz honda y ansiosa, casi gruñendo. «Helen, Helen, Helen».
Por una vez, no hablamos. Lo besé. Una vez, y luego muchas. Me apretó los omóplatos y luego deslizó las manos por mi espalda. Hundió la cara contra mi cuello y se quedó así largo rato antes de volver a mirarme a los ojos.
—Sé que no he empezado muy bien con Ollie —dijo—. Pero podría ser un buen hombre para ti. Para vosotros dos.
Por una vez no oía la voz de Ava dentro de mi cabeza. Ni siquiera pensé en mi hijo en ese momento. Toqué su mano y acaricié sus dedos. Tiré de él hacia el sofá. Apoyé la cabeza en la suya. Sentí que todo mi cuerpo se relajaba y se me escapó un largo suspiro, como cuando por fin consigues quitarte esos zapatos que te aprietan o bajarte la cremallera del vestido. Con esa sensación de llegar por fin a casa tras un largo viaje por carretera.
—Podríamos ser una familia —afirmó Elliot.