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Después de que Ollie se fuera a vivir a Walnut Creek guardé en un armario todas las cosas que me recordaban lo que antes solíamos hacer juntos: el taburete al que se subía para poder trabajar a mi lado en la encimera de la cocina, su pizarra de caballete, el material de manualidades que tenía siempre desplegado sobre la mesa, su capa de Spiderman… Sin mi hijo en casa, no tenía sentido mantener el acuario ni escribir cosas divertidas en la nevera con letras magnéticas, ni poner la música retro que a él le encantaba y que solíamos bailar en la cocina. Cuando se rompió el reproductor de CD, no lo sustituí por otro nuevo.

Tenía una vieja cámara digital que dejaba usar a Ollie. Un día cometí el error de echar un vistazo a las fotografías que habíamos hecho juntos: las que él había hecho de su hámster, y de su antiguo cuarto, y de una tarta que habíamos hecho y que yo había dejado que cubriera con churretes de glaseado de todos los colores. Nunca volví a usar esa cámara.

Sabiendo lo que opinaba su padre sobre tener animales en casa (que lo ensuciaban todo y que costaban una fortuna en veterinarios), Ollie había dejado de pedir un perro. Había podido conservar a Buddy, su hámster, pero no era lo mismo. Como tampoco era lo mismo el perro mecánico que le regaló su madrastra, que según decía ella tenía todas las virtudes de un perro sin sus inconvenientes. Lo único que había que hacer era comprar pilas nuevas de vez en cuando.

La vida de mi hijo estaba ahora llena de tecnología. Cada vez que llamaba a casa de su padre para hablar con él, parecía estar absorto en algún videojuego. La escasa vida que tenía fuera del ordenador (eventos escolares, principalmente), tenía como escenario su nuevo barrio. Y a mí me preocupaba que, aparte de las actividades escolares y de alguna que otra fiesta de cumpleaños, Ollie no tuviera amigos.

—A Cheri no le gusta que vengan niños a casa —me dijo una vez—. Dice que hacemos mucho ruido y que despertamos al bebé.

El bebé era Jared, su hermano de padre, nacido poco después de que Dwight consiguiera la custodia de nuestro hijo. A pesar de lo pequeño que era, Ollie había notado desde el principio la predilección de su madrastra por el bebé.

—A mí me habla con esa vocecita, como la de la bruja buena de El mago de Oz —me había dicho una vez, y había dejado escapar un ruido que parecía una risa pero no lo era.

Y luego estaba la familia de Sacramento: los abuelos y todos sus tíos, su tía y sus primos, que siempre parecían tener un cumpleaños, una graduación o un nacimiento que celebrar, invariablemente en sábado. ¿Cómo iba a decirle a mi hijo que no podía ir a las fiestas familiares? ¿Qué tenía yo que ofrecerle que pudiera competir con eso?

Hacía el viaje a Walnut Creek siempre que podía. Un sábado sí y otro no, si Ollie estaba libre, Alice me llevaba en coche hasta allí para que pudiera sacar a mi hijo a dar una vuelta. Íbamos al parque y después a comer pizza o comida mexicana. Alice nos acompañaba a veces, y otras veces se quedaba esperándome en el coche, leyendo un libro.

La verdad es que Ollie nunca quería quedarse mucho tiempo en el parque. Estaba haciéndose demasiado mayor para jugar en los columpios. A veces íbamos a la bolera, pero se frustraba porque sus bolas se iban casi siempre por la ranura de banda.

—Me gusta más la PlayStation —decía. Acababan de regalarle un juego de coches de carreras.

Lo que yo anhelaba más que cualquier otra cosa era pasar tiempo con mi hijo, un tiempo no medido ni acotado: comer con él pero no en un restaurante, pasar ratos juntos sin necesidad de que hubiera una actividad organizada. Echaba de menos nuestra vida cotidiana: holgazanear en el sofá, sentarnos en el umbral a leer juntos; a veces ni siquiera hablar, tan solo ir en coche con él al supermercado, salir a hacer fotos, comprarle unas zapatillas, mirar por el retrovisor y entrever su cara. Me había convertido en una mamá de bolera, en una mujer que se sabía de memoria la carta del TGI Fridays. Ya no lavaba la ropa de mi hijo, ni lo secaba cuando salía de la bañera. Un día que lo llevé a nadar (utilizando un pase para la piscina de un Holiday Inn que había recortado del periódico) e hice intento de ayudarlo a ponerse el bañador, caí en la cuenta de que hacía más de un año que no veía su cuerpecillo desnudo. Pero Ollie me apartó de un empujón.

—Esto es privado —me dijo.

Yo sabía que su padre le gritaba mucho, pero Ollie nunca hablaba de ello. Ni de su vida en general. De la falta de amigos. O del bebé que parecía acaparar por completo la atención de su madrastra. Cuando tenía cinco años (después del divorcio pero antes de perder su custodia), solíamos pasar las mañanas de los domingos haciendo fotografías, pero después de que se fuera a vivir con su padre no quiso volver a hacerlas. Ni eso ni ninguna otra cosa. Con el paso de los meses (y luego de un año, y de otro), era como si Ollie fuera montado en un barquito y yo estuviera en la orilla, viéndolo alejarse mar adentro. Cada vez más lejos de mí.

Un día, no mucho después de que recuperara el permiso de conducir, fui a verlo y ni siquiera lo reconocí hasta que se acercó al coche. Su cara tenía esa expresión triste y nerviosa que había adoptado de manera permanente, y no cambió al verme. Su padre y su madrastra le habían comprado ropa nueva, de un estilo que yo jamás habría elegido para él: camisetas con leyendas como diablillo y mi abuela fue a las vegas y solo me trajo esta estúpida camiseta (esta regalo de mi exsuegra, evidentemente), y otra por la que deduje que en algún momento lo habían apuntado a un campamento cristiano. Le habían cortado el pelo: un corte a tazón, con una franja ancha afeitada alrededor de las orejas. Por algún motivo fue eso (la piel tierna y rosada que hacía que sus orejas parecieran aún más grandes y salientes de lo normal) lo que más me afectó. Aquel corte de pelo hacía que Ollie pareciera pequeño y vulnerable. Desvalido.

—¿Te gusta? —preguntó.

Para entonces ya nunca me contaba sus cosas, pero su forma de hablar me hizo comprender que se sentía muy desgraciado por su aspecto, y tenía razón en sentirse así.

—Ya te crecerá —le dije.

Aunque me habían devuelto el carné de conducir, Ollie nunca venía a mi casa, a aquel nuevo y oscuro apartamento de Redwood City. Disponíamos de muy poco tiempo en cada visita y, aunque hubiéramos podido solucionar ese detalle, Ollie ya no quería venir. Yo sabía que estaba enfadado conmigo por haber permitido que ocurriera todo aquello y por no haber sido capaz de arreglarlo.

Pero, además, Ollie había cambiado. A veces lo miraba desde el otro lado de la mesa del restaurante donde estuviésemos comiendo ese día y pensaba que, por cómo hablaba, por su mirada desconfiada y su costumbre recién adquirida de evitar mi mirada (esa forma de observarme de reojo por debajo de sus pestañas largas y femeninas), tenía una expresión parecida a la que se le ponía durante aquellas horribles visitas a Florida para ver a mi madre y a su marido. Hasta ese punto me consideraba una desconocida. O peor aún: un objeto de sospecha.

Para entonces yo había conseguido trabajo como fotógrafa en una empresa que se dedicaba a hacer esos retratos escolares que los padres compran por packs para la familia (una foto de veinte por veinticinco, con brillo; dos de doce por diecisiete, y una docena de tamaño carné). Sabía, porque ya llevaba algún tiempo dedicándome a aquello, que los padres solían comprar aquellos paquetes de fotografías movidos por una extraña mezcla de mala conciencia y superstición, creyendo que su hijo se sentiría poco querido si los padres de todos sus compañeros de clase rellenaban el impreso y mandaban el dinero y los suyos no, y porque casi parecía que traía mala suerte no enviar el cheque. Mi empresa borraba los archivos. ¿Y quién quería que una foto de su hijo sonriente (flequillo recién cortado, pelo bien peinado, mellas en los dientes) acabara en la papelera de algún ordenador?

Retratar a trescientos niños en un día para Happy Days Portraits (eso, cuando tenía la suerte de que me encargaran a mí el trabajo), no era mi objetivo cuando empecé a estudiar fotografía, pero debía treinta y cuatro mil dólares a mi abogado, además de varios miles de dólares de una tarjeta de crédito, y las primas del seguro de mi coche se habían disparado. Me hacía mucha falta el dinero, aunque a veces, si trabajaba tanto, era por otros motivos más profundos. No había nada más duro ni más amargo que estar sola y tener tiempo de sobra para pensar en cómo se había embarullado mi vida y hasta qué punto me había alejado de los sueños de mi juventud. Aceptaba cualquier trabajo que pudiera encontrar.

Mis vecinos en el edificio de apartamentos eran una pareja joven con un niño de tres años y dos bebés gemelos a un lado y, al otro, un señor mayor llamado Gerry que tenía la tele puesta todo el día y buena parte de la noche. A Gerry le gustaba especialmente Fox News y con frecuencia le daba por hablar con el televisor, de modo que en ocasiones, cuando estaba leyendo o intentando mantener una conversación con mi hijo por teléfono, le oía gritar:

—¡Malditos liberales! ¡Lo que yo te diga: habría que fusilarlos a todos!

Entonces los gemelos se ponían a gritar, o su madre, Carol, empezaba a llorar, y un minuto después yo oía cerrarse su puerta de golpe porque el marido, Victor, se había hartado. Luego Carol seguía llorando. Y volvía a oírse a Gerry gritar:

—¡Así se habla!

De todos modos no servía de gran cosa intentar mantener una conversación con Ollie por teléfono. Cuando intentaba que me contara qué tal le había ido el día, qué había pasado en el cole, o que me hablara de algún amigo o de su proyecto de ciencias, contestaba con apatía. Sus respuestas, cuando le hacía una pregunta, eran monosilábicas, y yo percibía su nerviosismo mientras sostenía el teléfono. Oía de fondo la tele, o al bebé de Dwight y Cheri. Algunas veces notaba que Ollie estaba sentado delante del ordenador mientras hablábamos: el sonido de los superhéroes y los monstruos lo delataba. Bip, bip, bip. Crunch.

—¿A qué estás jugando?

—A nada.

—¿Qué os está enseñando el señor Rettstadt últimamente?

—Cosas.

—Te echo muchísimo de menos, Ollie.

Silencio. No sé qué sentía él, pero estaba claro que no había palabras en su vocabulario para expresarlo.

Entonces se volvía a oír a los gemelos de mis vecinos, o a Glenn Beck o Rush Limbaugh soltando una perorata.

En los viejos tiempos, antes del lío de la custodia, a Ollie podría haberle hecho gracia aquel alboroto. Nos habríamos acurrucado en el sofá a ver nuestras películas de Oliver y Hardy, y si Gerry hubiera gritado algo en respuesta a una noticia que estuviera viendo en la tele, nos habríamos reído los dos. Luego Ollie habría fingido que era Gerry y se habría encarado con la tele agitando el puño y gritando:

—¡Muy bien dicho, Rush!

Ahora, las noches en que estaba sola en casa, cuando las voces de los vecinos llenaban mi pequeño y oscuro cuarto de estar (los bebés llorando, el marido enfadado, el olor a pollo frito filtrándose por el tabique), me quedaba allí sentada, absorbiéndolo todo. Iba a un montón de reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero nunca me quedaba a la hora del café. La mayoría de las noches llamaba a Alice, aunque no tuviera gran cosa que contarle. Editaba las fotografías que había hecho ese día y me iba a la cama temprano.