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Comencé a evitar a Elliot casi desde el momento en que le dije que sí.

A veces veía su nombre en la pantalla de mi móvil y lo dejaba sonar. Por la noches, cuando llegaba a casa después de estar en Folger Lane o de cenar con Swift y Ava en nuestro restaurante birmano o en Vinnie’s, o de pasar el día en la ciudad ayudando a Evelyn Couture, solía encontrar un mensaje suyo esperándome.

—Soy yo —decía primero en tono esperanzado y luego, más adelante, con un dejo de ansiedad o de desánimo—, tu prometido.

A veces le devolvía la llamada. Cuando lo hacía, nuestras conversaciones eran sorprendentemente breves. Lo oía al otro lado de la línea tratando de comunicarse conmigo como lo había hecho en el pasado: me hablaba del trabajo, o de algo que había leído en el periódico, o de una cita con el médico que había tenido ese día. El tipo de cosas que se cuentan las parejas. La vida corriente. Pero mientras él hablaba yo echaba un vistazo a mis e-mails.

—Estoy pensando en comprarme un coche eléctrico —me decía—. Cuando vivamos juntos —en su casa, quería decir—, podríamos poner paneles solares en la casa y dejar de comprar gas.

—Me parece bien —contestaba yo.

Cada vez con más frecuencia, cuando llegaba a casa por las noches, le mandaba a Elliot un mensaje de texto diciéndole que estaba demasiado cansada para hablar y que lo llamaría al día siguiente. Pero luego llegaba el día siguiente y me iba de nuevo a casa de los Havilland para dar los últimos toques al libro, o a la ciudad para seguir ayudando a Evelyn con su inacabable mudanza, o a recoger algo para la fiesta: unos farolillos chinos antiguos, una máquina de hacer pompas, los mantelillos individuales que Ava había encargado con una foto gigante de Swift en el centro para que sonriera a los invitados cuando se sentaran a comer, al menos hasta que los camareros pusieran encima los platos, encargados también especialmente para la ocasión y decorados con diez razas distintas de perros.

Por fin, después de cinco días de mensajes, llamé a Elliot.

—Sé que debería haberte llamado antes —le dije—. Pero es que preparar la fiesta está siendo una auténtica locura. Sobre todo, teniendo que mantenerlo en secreto para que no se entere Swift.

—¿De verdad crees que no se ha dado cuenta ya de que va a haber una fiesta? —preguntó—. Va a cumplir sesenta años. Es un ególatra. Sabe que su mujer no dejaría pasar una fecha como esa sin celebrarlo a lo grande. No me sorprendería que intentara alquilar el estadio de Candlestick Park.

Ava había barajado, de hecho, diversos lugares para celebrar la fiesta, a cual más extravagante, pero al final había decidido alquilar mesas y colocarlas bajo una carpa, en el extenso jardín de detrás de su casa. Así tendrían más libertad, decía.

—Por si alguien quiere quitarse la ropa y meterse en la piscina, por ejemplo. Y las dos sabemos quién puede ser esa persona.

Tras considerar múltiples opciones para la decoración, por fin se había decantado por un tema en concreto. Sabiendo lo mucho que le gustaba a Swift el lago Tahoe (en invierno, sobre todo), había alquilado una máquina de nieve artificial para cubrir de blanco todo el jardín y había encargado una escultura de hielo de Swift en tamaño natural, con la pose del David de Miguel Ángel, solo que de su miembro viril manaría champán.

Elliot quiso saber, por supuesto, cómo pensaba Ava mantener todo aquello en secreto.

—Lo ha preparado todo para que Swift tenga que ausentarse de la ciudad el día de la fiesta —le dije—. Así no estará en casa cuando se hagan los últimos preparativos.

—Creía que Swift nunca quería ir a ninguna parte —comentó Elliot—. Sobre todo sin Ava.

—Ava está organizando un viaje especial al acuario de Monterrey solo para él y para Ollie —expliqué yo, a pesar de que Elliot y yo habíamos hablado de hacer aquella excursión juntos con mi hijo—. Donde de verdad quiere Ollie que le lleve Swift es al lago Tahoe, claro, pero está demasiado lejos para ir y volver en el día, y de todos modos no quiero que vaya hasta allí sin mí. Así que acordamos que podían ir a Monterrey.

—El gran mago —comentó Elliot con sorna—. Con solo mover la mano consigue que tus sueños se hagan realidad. Si Swift estuviera aquí seguramente contaría un chiste sobre su poderosa varita.

Decidí hacer oídos sordos.

Tendríamos que darnos prisa para que todo estuviera listo en un solo día, claro. Nuestra meta era asegurarnos de que, cuando Swift y Ollie entraran por la puerta, todos los invitados estuvieran ya allí, listos para que diera comienzo la fiesta. Habría una banda de reggae tocando en el jardín, junto a la caseta de la piscina, y una hoguera ardiendo en un hoyo, en medio del jardín cubierto de nieve. Y varios artistas –entre ellos un tragafuego y un bailarina de barra– para dar un aire aún más barroco, si cabía, a todas aquellas extravagancias.

A la hora del cóctel, los camareros pasarían con bandejas cargadas de paté, ostras, centollos, caviar y copas de champán Cristal. Después, nos sentaríamos a la mesa a cenar cordero asado, patatas gratinadas, judías verdes y ensalada de endibias, pera y nueces. En el sitio de cada invitado (eran más de un centenar, la mayoría de ellos potentados con dinero suficiente para extender abultados cheques, además de los asiduos a las fiestas de los Havilland), habría un ejemplar de El hombre y sus perros. Habíamos mandado imprimir mil ejemplares para que los Havilland pudieran repartir los que sobraran más adelante, cuando la fundación comenzara a crecer.

Yo le había descrito todo esto a Elliot mientras cenábamos en un restaurante de la ciudad: un acontecimiento extraordinario. Ahora estábamos sentados el uno frente al otro, tomando café. Me había puesto el anillo para la ocasión, pero ambos estábamos tensos aunque intentáramos comportarnos como si no pasara nada.

—Si es así como van a celebrar el sesenta cumpleaños de Swift, no quiero ni pensar en qué hará Ava cuando cumpla setenta —comentó Elliot—. Suponiendo que sigan juntos.

—Pero ¿qué dices? —contesté—. Si hay una relación de pareja por la que yo apostaría sin pensármelo dos veces, es la de los Havilland. Nunca he visto a dos personas más enamoradas.

—El amor no siempre se manifiesta de manera evidente —repuso Elliot—. No todo el mundo siente la necesidad de anunciar a bombo y platillo lo increíble que es su relación de pareja. Algunas personas demuestran lo que sienten con sus actos.