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—Tengo unos amigos —le había dicho a Elliot la noche que nos conocimos—. Una gente maravillosa. Los mejores amigos que he tenido. Me acogieron bajo su ala. Son como mi familia.

El fin de semana que fuimos a Mendocino le conté también todo lo ocurrido con Ollie: aquel momento espantoso en el juzgado, cuando sentí que el edificio se desplomaba sobre mí, y el que vino después, cuando guardé las pertenencias de mi hijo en cajas de cartón y bolsas de basura; mi preocupación por el hecho de que Dwight perdiera los nervios con Ollie y Cheri le ignorara; y mi esperanza de que algún día, cuando por fin consiguiera saldar mi deuda con el abogado y contratar a otro mejor, pudiera recuperar la custodia de mi hijo. Eso, sin embargo, parecía una quimera.

—No eres la primera persona a la que condenan por conducir bebida —comentó Elliot—. Vas a Alcohólicos Anónimos. Ya no bebes. ¿No puedes por lo menos llevar a tu hijo a tu casa algunas veces?

—Siempre se lo pido, pero Dwight no permite que Ollie pase la noche conmigo —contesté—. Es como ir al despacho del director. Cada vez que me planto delante de su puerta para ver a Ollie, me siento completamente patética.

—Da igual lo que piensen de ti —repuso Elliot—, con tal de que puedas pasar tiempo con tu hijo.

—Pero tengo la impresión de que Ollie ya no quiere verme —dije en voz más baja—. Creo que está enfadado conmigo. Aunque no se lleve bien con su padre, sé que me culpa a mí.

»Y luego está todo el asunto de la familia de Sacramento —continué—. Siempre lo están invitando a fiestas de cumpleaños por todo lo alto. Con castillos inflables, magos y visitas a parques acuáticos.

—Hay una cosa que Ollie no puede tener allí —dijo Elliot tomándome de la mano—: a su madre. Puede que todavía no se dé cuenta, pero te necesita. Cuando de verdad puedas pasar más tiempo con él, no solo unas horas de vez en cuando, conseguirás recuperar su confianza.

De hecho, se me había ocurrido una idea que podía persuadir a Ollie para que pasara una noche en mi casa, si su padre daba permiso y encontrábamos un fin de semana que no tuviera ocupado con actividades lúdicas. Lo llevaría a casa de Swift y Ava.

En los años transcurridos desde mi divorcio me había convencido a mí misma de que lo que podía ofrecerle a Ollie ya no era suficiente, dado que carecía de los alicientes de la vida familiar. La casa de los Havilland en Folger Lane, en cambio, siempre estaba llena de vida. Yo sabía que sería irresistible para un niño de ocho años, con la piscina y todas las cosas que Swift le había comprado a Cooper de pequeño: la máquina de discos, la de pinball, la mesa de air hockey profesional, el tocadiscos de disk jockey y la mesa de mezclas. ¿Qué eran un montón de juegos de PlayStation y una Wii comparados con eso? Y también podía ofrecerle a mi hijo a Ava y a Swift. Sobre todo a Swift, que en cierto modo era como un niño.

A Ollie iba a encantarle. Y dado que llevaba pidiendo un perro desde que tenía tres años, yo sabía que también le encantarían los perros. Además, su padre siempre le estaba gritando por no recoger su habitación. Seguro que le entusiasmaría lo relajadamente que parecía transcurrir la vida en Folger Lane, donde lo único que importaba era divertirse.

Al día siguiente, mientras comíamos en el jardín, les pregunté a los Havilland si podía llevar a Ollie algún fin de semana.

—Me encantaría que lo conocierais —les dije—. Estoy segura de que le fascinaría esta casa. Y vosotros.

No hizo falta convencerlos.

—Ya va siendo hora de que vuelva a haber un niño por aquí —respondió Swift—, con mi hijo fuera, en esa escuela de negocios tan cara.

—Ya tenemos uno —repuso Ava—. Lo estoy mirando en este momento. Lo que de verdad quiere decir Swift es que le vendría bien un compañero de juegos. Así que claro que puedes traer a Ollie, Helen. Cuanto antes, mejor.

Esa noche llamé a mi exmarido para proponerle que Ollie pasara la noche conmigo el siguiente fin de semana.

—Si quieres preguntárselo a Oliver, por mí no hay problema —contestó, y me pasó a mi hijo—. Tu madre quiere preguntarte una cosa —le dijo al darle el teléfono.

—Unos amigos míos tienen piscina —le expliqué a Oliver. Era un soborno y lo sabía, pero no me importaba—. Y también un barco. Estaba pensando que podía ser divertido que vinieras a pasar el fin de semana. Podríamos ir a su casa. Cenar en el jardín o algo así.

—No sé nadar —contestó Ollie con voz inexpresiva y recelosa, como casi siempre que hablaba con él.

—Podría ser una buena oportunidad para que aprendieras —contesté—. Y además tienen perros.

Titubeó.

—Tres —añadí—. Se llaman Sammy, Lillian y Rocco. A Sammy le encanta jugar al frisbee.

En parte me parecía detestable estar utilizando como cebo a los Havilland y a sus perros, pero quería tener a Ollie conmigo de una manera o de otra, y pasar el día con él en un sitio donde pudiéramos estar tranquilos.

—Vale —dijo.

Quedamos para el fin de semana siguiente. Yo iría a recogerlo el sábado por la mañana y lo llevaría a casa de Ava y Swift. Swift haría hamburguesas a la parrilla. Ava prepararía helado casero. Era imposible adivinar qué más cosas se le ocurrirían a Swift, pero yo estaba segura de que sería algo maravilloso, algo que Ollie no habría conocido hasta entonces.

Sentí, sin embargo, que no podía incluir a Elliot en la invitación. No quería arriesgarme a que las cosas se torcieran, o a que Ollie se enfadara. Estaba muy nerviosa cuando se lo dije, pero él pareció entenderlo.

—Haces bien en no presentarle a tu hijo a tu novio hasta que estés de verdad segura de que lo vuestro tiene futuro —dijo.

«Tu novio», así se había llamado a sí mismo.

—No importa —añadió—. Soy un hombre paciente. Conocer a Ollie significa mucho para mí. Quiero hacer las cosas bien. Tengo intención de formar parte de tu vida mucho tiempo. De la vida de ambos.