Al día siguiente, en el trayecto a Folger Lane (en Portola Valley, solo a dos salidas por la autovía de mi pequeño apartamento en Redwood City), pensaba en las instrucciones que me había dado Ava. «Debes contármelo todo». Siempre se me había dado bien relatar historias, con la condición de que no fueran mías. Al menos, mi historia real. Esa la mantenía en secreto, y la posibilidad de que aquella mujer que me había extendido una invitación tan estrafalaria pudiera intentar sonsacarme hizo que me replanteara si debía presentarme. Al enfilar Folger Lane con mi viejo Honda, pensé un momento en dar media vuelta y olvidarme de aquel asunto.
Nunca había estado en una casa como la de los Havilland. No es que fuera opulenta como esas casas que se ven en las revistas, o incluso en la misma calle en la que vivían ellos. Tenía un aire de alegre laxitud: los suaves sofás de piel blanca cubiertos con cojines bordados guatemaltecos, la colección de cristalería italiana, los grabados eróticos japoneses, los jarrones rebosantes de peonias y rosas, la pared llena de tocados africanos y la incongruente araña de luces que esparcía arcoíris por todas partes, los cuencos de piedras y conchas, un bongó, una colección de coches de carreras en miniatura, dados… Juguetes de perro por todas partes. Y luego los propios perros.
Había un sinfín de señales de vida en aquella casa. De vida y de calor. Y todo ello parecía emanar directamente de Ava, con tanta claridad como si la casa fuera un cuerpo y ella su corazón.
En el vestíbulo, sobre un aparador, había un objeto extraordinario: dos pequeñas figurillas labradas en hueso, de no más de cinco centímetros de alto pero perfectas en todos los sentidos, sobre una base ricamente tallada en forma de preciosa y minúscula cama. Eran un hombre y una mujer, desnudos y entrelazados en un abrazo. Toqué la pieza con el dedo índice siguiendo la suave curva de la espalda de la mujer. No me di cuenta, pero sin duda dejé escapar un largo suspiro al hacerlo. Ava lo notó, claro. Ava se fijaba en todo.
—Otra vez ese buen ojo tuyo, Helen —comentó—. Son chinas, del siglo XII. En la antigua China, estas figurillas se ofrecían como regalo a los miembros de la realeza con ocasión de una boda, como talismán para atraer la buena suerte.
Lillian y Sammy estaban sentados a los pies de su silla mientras hablábamos. Lillian le lamía los tobillos. Sammy tenía la cabeza apoyada en su regazo. Ava se la acariciaba. Había ordenado a Estela, su asistenta guatemalteca, que metiera a Rocco en el coche media hora.
—Se sobreexcita —me explicó.
Aquello le servía de tiempo muerto.
—Yo llamo a esas dos figuras los alegres fornicadores porque parecen tan felices juntos… —añadió—. Así que deberías tocar esa pieza cada vez que vengas.
«Cada vez», dijo. Es decir, que habría otras.
Aquel primer día, Estela («mi ayudante», la llamó Ava) sirvió la comida en el solario: una bandeja con queso cremoso, higos y pan francés tibio, y seguidamente una ensalada de pera y endivia y una crema de pimientos rojos asados.
—No podría pasar sin Estela —me dijo Ava cuando la asistenta se retiró a la cocina—. Es un miembro más de la familia. Mi corazón.
Sentada en su silla frente a mí, mirando hacia el jardín (el sonido del agua corriendo sobre las piedras, y los pájaros, y los perros alborozados, y a lo lejos Swift al teléfono, manteniendo una conversación salpicada de risas espontáneas), Ava no preguntó por qué, si me consideraba fotógrafa, trabajaba pasando bandejas de rollitos de primavera en la inauguración de una exposición de pintura. Ni qué había sido del niño cuya cara dormida había fotografiado cada noche durante un año entero y cuya sola mención me había hecho llorar el día anterior. Cuando me ofreció una copa de chardonnay y le dije que no bebía, no hizo ningún comentario.
Yo había temido las preguntas que podía hacerme sobre mi vida, pero Ava no me interrogó sobre el pasado. Quería que le contara lo que me estaba pasando ahora. Quería saber qué teníamos que hacer para que fuera una persona feliz y satisfecha, porque evidentemente no lo era. Y dado que ella parecía tan maravillosamente feliz y realizada, decidí de inmediato seguir sus instrucciones. En todo.
—Tenemos que buscarte una vida —me dijo, como si me sugiriera que me comprara una blusa o algún utensilio de cocina de Williams-Sonoma.
Eso fue lo que me encantó: que parecía más interesada en mi vida en ese momento particular que en mi pasado y en las circunstancias que me habían puesto en mi situación actual. Y, de hecho, le pasaba lo mismo consigo misma. En algún momento, en el transcurso de nuestra relación, me enteré de que hacía mucho tiempo había vivido en Ohio, pero en todo el tiempo que nos frecuentamos jamás la oí hablar de sus padres. Si tenía hermanas o hermanos, habían dejado de ser relevantes. Tal vez, si no hubiera estado tan empeñada en mantener en secreto mi historia, habría prestado más atención a aquella faceta de mi nueva amiga. Pero lo cierto es que aquella era una de las muchas cosas que me encantaban de Ava: el hecho de no tener que darle explicaciones sobre el pasado. El poder inventarme una nueva historia.
Los Havilland coleccionaban toda clase de cosas. Arte, claro. Tenían un sam francis y un diebenkorn, un caballo de Rothenberg y un eric fischl (nombres desconocidos para mí hasta entonces y que después me enseñó Ava), además de un dibujo de Matisse que Swift le había regalado un año por su aniversario y tres grabados eróticos de Picasso, hechos en sus últimos años de vida. («¿Te lo puedes creer?», me dijo Ava. «El hombre tenía noventa años cuando hizo este. Swift dice que así quiere ser él cuando tenga noventa. Un viejo cabrón salido»).
Pero no eran solo cosas caras las que poblaban las paredes de los Havilland. Ava sentía debilidad por el arte marginal (por el arte marginal y por los marginados), especialmente por la obra de personas como el hombre del aparcamiento del restaurante o como los indigentes con perros, o como yo, claro, que mostraba signos de haber pasado muchos apuros. En lugar destacado, justo debajo del diebenkorn, colgaba un cuadro de uno de los pintores autistas de la galería en la que nos habíamos conocido: una pecera con una mujer dentro, intentando salir.
Ava quiso mostrarme una colección de fotografías que habían comprado recientemente: una serie de retratos en blanco y negro de prostitutas parisinas, de la década de 1920. Había algo en la cara de una de las mujeres, me dijo, que le recordaba a mí.
—Es tan guapa —comentó mientras observaba la fotografía—. Pero ella no lo sabe. Está atrapada.
Miré la fotografía más atentamente, intentando encontrar el parecido.
—Algunas personas solo necesitan que una persona fuerte les dé un poco de ánimo y de consejo —añadió Ava—. Es demasiado duro hacerlo todo una sola.
No tuve que decir nada. Mi cara debió de decirlo todo.
—Para eso estoy yo —concluyó.