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Teniendo en cuenta lo mal que me iba la vida, era lógico que no me entusiasmara la idea de encontrar pareja. Lo único que me importaba de verdad era permanecer sobria y recuperar a mi hijo. Mi vida social consistía básicamente en asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Así que, cuando me apunté a Match.com, fue sobre todo para distraerme.

Te pedían que colgaras tu perfil, claro está. Tras inventar un par de glamurosas versiones de mi pasado para la página web (lo que se me daba muy bien), finalmente opté por contar la verdad, omitiendo mi detención y el juicio por la custodia de mi hijo. En el apartado «aficiones» mencioné la fotografía y el ciclismo, aunque hacía más de un año que solo fotografiaba a los hijos de otras personas y mi bici seguía acumulando polvo. Puse mi verdadera edad y añadí que tenía un hijo, aunque quien leyera mi perfil hasta el final (si el hecho de que fuera madre no lo asustaba de antemano), llegaría a la conclusión de que no vivía con Ollie. Para mi foto de perfil no elegí, como parecía hacer mucha gente, una de cuando tenía veintitantos años, ni un retrato favorecedor en el que llevara un vestido de fiesta o unos vaqueros ceñidos y un look provocativo. Me hice una foto usando un temporizador, con la cámara montada sobre el trípode, en la cocinita de mi apartamento, bajo el fluorescente.

Tras colgar aquel feo autorretrato, decidí incluir un par de imágenes más: no de mí, sino fotos que había hecho hacía mucho tiempo, en mis excursiones fotográficas con Ollie por los sitios que más me gustaban de la zona de la Bahía: el río Russian, Marin Headlands, Half Moon Bay. También incluí una fotografía hecha por mi exmarido, en la que mi hijo y yo aparecíamos sentados a la mesa de una cafetería de Point Reyes tras una larga caminata por la reserva de alces. La incluí porque en las fotos solía salir muy seria, y en aquella me estaba riendo.

Mi perfil online (con el sobrenombre de La chica del obturador) sonaba tan aburrido que no creía que pudiera interesarle a nadie. Lo publiqué de todos modos, y sorprendentemente todo aquello despertó mi interés. Ahora, por las noches, cuando no estaba en el cine con Alice o en una reunión, o trabajando de camarera, me conectaba a Internet para mirar mis mensajes en Match.com.

Los resultados rara vez eran prometedores. Aun así, echaba un vistazo a los perfiles y al goteo de respuestas que recibía diariamente.

Huesodejamón: He visto tu foto y pareces una persona agradable. Estoy buscando una mujer simpática y de buen corazón a la que le guste pescar y la música góspel. Tengo una complexión de osito de peluche, podría decirse, pero si tengo a una chica que me sirva de aliciente, pienso apuntarme a Los Vigilantes del Peso.

Tantra4U: Mi filosofía es que la gente no debería limitar sus experiencias ni atarse a una sola persona. Busco una relación abierta, sin las restricciones que nos impone la sociedad y que solo limitan nuestra capacidad para expresar plenamente nuestra identidad sexual. ¿Qué me dices de ti?

AbueleteDinámico: Que mi edad no te desanime a escribirme. (El autor de este mensaje reconocía tener setenta y cuatro años). Tengo mucha marcha, y un cajón lleno de fármacos.

No contestaba a la inmensa mayoría de los mensajes, pero de cuando en cuando (para consternación de mi amiga Alice) respondía a alguno de los hombres que me habían escrito, en cuyo caso el paso siguiente solía ser una conversación telefónica. La mayoría de las veces notaba en los primeros sesenta segundos de conversación que la persona que estaba al otro lado de la línea no era para mí, pero no siempre era fácil colgar. A veces lo decía sin más:

—Me parece que no congeniamos.

Una vez, después de hacer algo así, recibí un e-mail de tres páginas. Los insultos que me dedicaba su autor no deberían haberme molestado dado que no nos conocíamos, pero hasta las palabras de un extraño tenían el desconcertante poder de alterarme.

Calientapollas, me llamaba. (Él se hacía llamar BuscadordelArcoíris). Conozco a las de tu clase. Para vosotras nadie es lo bastante bueno. No iba a decírtelo, pero salta a la vista que te vendría bien perder unos cuantos kilos, bonita. Eso por no hablar de que no eres precisamente un pimpollo. Y, además, ¿qué pasa con tu hijo? ¿Qué clase de madre no vive con su hijo?

A veces, los hombres que me escribían invadían mis sueños. Pero lo más desconcertante era que también los invadieran las mujeres: la exesposas de las que tanto hablaban, años después del divorcio. Cuando me sucedía esto, me hacía la reflexión de que seguramente me caerían mejor sus exmujeres que ellos. Me imaginaba lo que mi exmarido, que vivía en Walnut Creek con su nueva esposa y su bebé, diría de mí si se apuntaba a una página de contactos. O lo que le diría de mí a Cheri. Tal vez incluso a Ollie.

«Tiene un problema con la bebida. Es muy triste que una adicción pueda destrozarle así la vida a una persona. Venía de una familia con problemas, claro. Si hubieras conocido a su madre, entenderías por qué es tan calamidad».

Y tenía razón, hasta cierto punto. Con excepción de Ollie, no tenía ni un solo familiar al que quisiera de verdad. Durante mi breve matrimonio había creído que formaba parte de un gran familia feliz. Después desaparecieron de mi vida, y con ellos se fue mi hijo. Aparte de mi única amiga, estaba sola en el mundo.

Así era como me sentía cuando conocí a los Havilland.