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Ava tenía treinta y ocho años –la misma edad que yo en ese momento, lo cual era un presagio, aseguraba ella– cuando conoció a Swift. No estaba casada, y no estaba segura de que fuera a casarse alguna vez.

—En aquella época no estaba así —explicó, tocando el reposabrazos de su silla de ruedas—. El día antes de conocer a Swift, corrí una maratón.

Podría haberle preguntado qué le pasó, pero sabía que me lo contaría cuando estuviera lista para hacerlo.

—Tenía una vida fantástica —prosiguió—. Viajaba por todo el mundo. Tuve algunos amantes estupendos. Pero cuando conocí a Swift supe que aquello era algo completamente distinto. Tenía a su alrededor una especie de campo de fuerza. No es que lo sintiera cuando entraba en la habitación. Es que antes de oírlo llegar con el coche, ya sabía que venía.

Él ya había estado casado con la madre de su hijo y, cuando conoció a Ava, acababa de desprenderse de aquella penosa relación.

—Si te dijera el dinero que se llevó ella —dijo Ava—, no te lo creerías. Digamos que solo la casa estaba valorada en doce millones de dólares. Y luego estaba la pensión compensatoria y la manutención del niño.

Pero lo principal era que Swift había quedado libre. Y que ellos dos se habían encontrado. ¿Qué precio podía ponérsele a eso?

—Dos semanas después de conocernos, Swift vendió su empresa y dejó su oficina en Redwood City —me contó—. Durante los seis meses siguientes, apenas salimos de la cama. Fue tan intenso que pensé que iba a morirme.

Traté de imaginar cómo sería aquello, quedarse en la cama seis meses, o solo un día entero. ¿Qué se hacía en todo ese tiempo? ¿Qué había de la compra, y de la ropa sucia, y del pago de las facturas? Teniendo en cuenta todo aquello, me sentí vulgar e ignorante. Aburrida. Siempre me había dicho a mí misma que había estado enamorada de Dwight y, si hubiera querido, habría podido evocar el recuerdo de momentos en los que lo único que parecía importarme era estar con él. Pero la mujer en la que me había convertido durante los años transcurridos desde entonces creía que jamás volvería a conocer la pasión, y a veces se preguntaba si en realidad la había conocido alguna vez.

—Justo antes de cumplir los cuarenta, afrontamos el primer gran desafío para nuestro amor —me dijo Ava mientras se servía una segunda copa de Sonoma Cutrer y yo echaba mano de mi agua con gas—. La cuestión de los bebés.

Ella quería tener un hijo, o eso creía. Swift, por su parte, estaba seguro de no querer más.

—No tanto porque ya tuviera uno —me explicó—. Era solo que no quería compartirme. No quería que nada se interpusiera entre nosotros. Nada que pudiera diluirlo. Y al final comprendí que tenía razón.

Entonces sucedió el accidente. Un accidente de coche, deduje, aunque ni siquiera estoy segura de cómo llegué a esa conclusión. Oí las palabras «lesión medular», pronunciadas en un tono que bastó para que entendiera lo necesario. La posibilidad de volver a utilizar sus piernas parecía haber quedado descartada, igual que cualquier idea de tener hijos.

De eso hacía mucho tiempo, me dijo. Doce años. Se ajustó la pulsera de plata a su elegante y fina muñeca, como indicando que el tema estaba zanjado.

—Tenemos una vida fabulosa —prosiguió—. Y no por esta casa, ni por la del lago Tahoe, ni por el barco, ni por nada de eso. —Hizo un ademán con su brazo largo y esbelto, abarcando los jardines, la casa de invitados, la piscina—. Nada de eso importa, en realidad.

»Es curioso cómo funcionan las cosas —añadió—. Nunca habría imaginado lo que pueden experimentar juntas dos personas. El grado de intimidad.

Ahora vivía volcada en Swift, en quererlo y dejarse querer por él. Y luego estaban los perros.

¿Había un perro en mi vida?, me preguntó. (Ava nunca empleaba la expresión «tener perro». La relación con un perro tenía que ser mutua, sin que interviniera la propiedad. La mayoría de los seres humanos jamás experimentaban, ni siquiera con un amante, con un padre o un hijo, la clase de devoción y aceptación incondicionales que un perro dedicaba al humano con el que convivía. Aunque lo que ella había encontrado en Swift se le acercaba mucho).

Querer a un perro, entregarle tu corazón a un perro en vez de a un niño, solo tenía un problema, claro.

Que los perros se morían.

Incluso parecía costarle decirlo en voz alta.

«Prométeme que no te vas a morir», me había suplicado mi hijo una vez. Pero eso no podía prometérselo. Me gustaba inventar cuentos, pero no era una embustera.

Aquel día, en el patio de Ava, con su silla de ruedas virada hacia el sol como a ella le gustaba, no pareció importarle ser ella quien hablara.

—Sammy, por ejemplo —dijo.

Era el más viejo de los tres: tenía once años. Gracias al cuidado que Ava ponía en su dieta (y a la salud emocional que producía el sentirse tan querido, un factor que jamás había que pasar por alto), viviría muchos años más. Ava vaciló un momento. Bueno, por lo menos un par de años más.

Pero la mayoría de la gente no tenía que convivir con la certeza de que sobreviviría a sus hijos. Mientras que en el caso de un perro… Ava no acabó la frase.

—No es la primera vez que hemos pasado por eso, claro —dijo.

Fue entonces cuando me llevó al comedor para enseñarme el retrato, encargado por Swift, de los dos perros (un bóxer y un mestizo) que habían precedido a los actuales. El cuadro ocupaba casi toda una pared de la habitación, frente a la larga mesa de nogal.

—Alice y Atticus —dijo—. Dos de los mejores perros de la historia.

Me quedé allí, observando el cuadro, y asentí con la cabeza.

—Vuelve pronto a verme, ¿quieres? —me dijo—. Me gustaría ver tus fotografías. Y quizá puedas hacer algún retrato de los perros. Podrías cenar conmigo y con Swift.

Me encantó que se interesara por mis fotografías. Pero, sobre todo, lo que me entusiasmó fue saber que quería volver a verme. No me detuve a pensar por qué una persona tan extraordinaria como ella quería ser mi amiga. Decía que veía algo en mí: algo que veía también en la cara de aquella prostituta parisina que me había indicado. Tal vez fuera simplemente que necesitaba que me rescataran, y Ava tenía por costumbre adoptar a animales abandonados.