Aún no le había dicho a nadie que iba a casarme con Elliot. No había mucha gente a quien pudiera contárselo, pero estaban Ava y Swift, claro, y también Ollie. Y no quería darle la noticia a mi hijo hasta que conociera mejor a Elliot.
Había, además, otro motivo para que mantuviera en secreto mi compromiso con Elliot: mi inminente solicitud judicial para recuperar la custodia de Ollie. Si Ollie sabía que iba a casarme con un hombre al que no tenía en mucha estima, tal vez no quisiera venir a vivir conmigo. Ya le había dicho a Elliot que era por eso por lo que no quería ponerme el anillo que me había regalado, aunque no le dije que Ollie tuviera mala opinión de él. Le dije simplemente que mi hijo todavía no lo conocía lo suficiente, y que antes de darle la noticia tendrían que pasar más tiempo juntos.
—Te querrá en cuanto te conozca mejor —le dije a Elliot, aunque en el fondo tenía mis dudas.
Por duro que fuera hablarle a Ollie de mi relación con Elliot, me asustaba aún más decírselo a los Havilland. No había ninguna otra persona a la que me sintiera obligada a contárselo: desde luego no a mi madre, Kay. Pero por algún motivo sentía que necesitaba conseguir la aprobación de los Havilland (si no su bendición) antes de comprometerme del todo a dar ese gran paso. Hasta ese punto eran importantes para mí.
Al pensar en hacer pública la noticia, me di cuenta de que, habiendo perdido el contacto con Alice, no había nadie más a quien tuviera que contárselo: solo Ava y Swift. Consciente de que no podía demorarlo mucho más, me pareció importante que cenáramos los cuatro juntos, pero como los Havilland no habían vuelto a dar muestras de querer invitar a Elliot desde aquella desastrosa salida en el barco de Swift, decidí tomar la iniciativa por primera vez.
—Sé que a Swift no le gusta mucho salir, pero me encantaría que conocierais mejor a Elliot —le dije a Ava—. Así que he pensado que podía preparar yo la cena, para variar. Nada muy complicado. Solo pollo asado y mis patatas especiales. ¿Y una ensalada césar, quizá? Como se acerca la fiesta de cumpleaños, así podrías librarte de cocinar una noche.
—Intentaré convencerlo —dijo Ava—. Pero ya conoces a Swift.
Sorprendentemente, aceptaron venir a mi minúsculo apartamento. No pensaba hablarles aún de mi compromiso matrimonial pero confiaba en que, si las cosas iban bien –y quería creer que así sería–, habría otras cenas después de aquella durante las cuales mis amigos irían viendo las muchas virtudes de Elliot: lo divertido que podía ser –a su manera irónica– y, sobre todo, lo bien que se portaba conmigo.
Pasé casi todo el día haciendo los preparativos, aunque la comida en sí misma era bastante sencilla. Compré flores y velas, y reorganicé los muebles del cuarto de estar para dejar sitio a la silla de ruedas de Ava. Inspeccioné el cuarto de baño intentando dar con un modo de que pareciera menos cutre y, como no encontré ninguno, puse una orquídea sobre la cisterna y guardé mis cosméticos en el mueble del lavabo. Saqué una vela perfumada de las caras y unas toallas de mano bonitas, y enmarqué y colgué un grabado de un Boston terrier que me había regalado Ava.
—Son tus amigos —comentó Elliot, observando mis preparativos y el nerviosismo que los rodeaba—. No debería preocuparte todo esto. Van a venir a cenar con nosotros, no a criticar tu apartamento.
Ni a criticarlo a él, esperaba yo. Ni él a ellos. Porque, si Ava hablaba de Elliot con desdén, él, por su parte, mostraba una sorprendente capacidad para criticar despiadadamente a los Havilland. No le había contado con detalle mi visita al lago Tahoe, claro. De haberlo hecho, se habría negado rotundamente y para siempre a mantener relación con Ava y Swift. Yo sabía, sin embargo, que incluso sin estar al corriente de que Cooper engañaba a su novia y de que Ava no daba ninguna importancia a su traición, Elliot despreciaba a mis amigos. Y, además de todo cuanto parecía desagradarle en ellos, se había obsesionado con el funcionamiento financiero de la BARK, al que cualquier chiflado sin nada mejor que hacer que leer un montón de documentos aburridos tenía acceso, puesto que era de dominio público. Un chiflado como Elliot, por ejemplo.
Me ponía enferma pensar que el hombre con el que había prometido casarme sospechaba que mis amigos andaban metidos en negocios turbios, y la certeza de que Elliot no se habría embarcado en su incansable escrutinio de la fundación BARK de no haberme conocido y de no haber sido yo amiga de los Havilland hacía que me sintiera culpable y avergonzada.
Swift y Ava llegaron a las cinco y media en punto. Cuando sonó el timbre, le pedí a Elliot que abriera. Yo estaba en la cocina, a cinco pasos de la puerta, pero quería hacerles ver a los Havilland que éramos una pareja y ayudar a Elliot a que se sintiera más integrado. Cuando Swift le entregó la botella de vino –un tinto muy bueno–, le pedí a Elliot que la abriera y sirviera copas para todos. Para todos menos para mí, claro.
Ava –como yo esperaba– se fijó enseguida en el grabado que me había regalado. Swift le hizo un comentario a Elliot sobre los Giants, que evidentemente estaban haciendo muy buena temporada.
—Tengo que reconocer que no soy muy aficionado al béisbol —repuso Elliot—. Aunque sé todavía menos de baloncesto. Las eliminatorias siempre son en el periodo álgido de las declaraciones de impuestos.
—Para mí, eso sería razón suficiente para cambiar de profesión —comentó Swift—. Pero, claro, estás hablando con un vago que ya no va a trabajar nunca. Lo único que tengo que hacer ahora es sentarme a discurrir nuevas formas de llevar a mi mujer al orgasmo.
Yo estaba acostumbrada a oír hablar así a Swift, pero noté que a Elliot le costaba responder. Ava acudió en su auxilio, más o menos.
—Eso no es tan difícil —dijo.
—¿Puedo echar una mano en la cocina? —preguntó Elliot levantando la voz.
Yo sabía que confiaba en que respondiera que sí, pero no lo hice. Quería que conociera mejor a mis amigos. Y, sobre todo, quería que los Havilland lo conocieran mejor a él.
Había compartido tantas veladas felices con aquellas personas: con Swift y Ava, y también con Elliot… Nunca, sin embargo, los había tenido reunidos a los tres en torno a mi mesita como en aquel momento, con el pollo asado, como una ofrenda chamuscada, en el centro, mientras intentaba hacer ver a Swift y Ava lo encantador y generoso que era Elliot. Ansiaba, por otro lado, persuadir a Elliot de que el hecho de que uno de mis amigos –es decir, Swift– hiciera y dijera groserías mientras que la otra (Ava) hacía comentarios vagamente condescendientes, no significaba que fueran groseros ni condescendientes.
—Cuéntale a Swift lo de aquella vez que se escaparon todas las vacas de la granja cuando eras pequeño —le sugerí a Elliot, porque era una historia divertida y él la había contado muy bien unas semanas antes, y porque en ella aparecía tomando el mando de la situación de un modo que hasta Swift sería capaz de admirar, o eso pensaba yo.
—Conque te criaste en una granja, ¿eh? —dijo Swift—. ¿Le dabas al ñaca ñaca en el granero?
—Mi familia dejó la granja cuando yo tenía siete años —respondió Elliot—. La vendimos y nos mudamos a Milwaukee, donde mi padre encontró trabajo en una fábrica de cerveza.
Yo sabía que la historia era mucho más compleja, pero Elliot no quería entrar en ese tema. Esa noche, su objetivo parecía ser mantener una conversación lo más sosegada e inofensiva que fuera posible. Swift, sin embargo, bullicioso como siempre, no podía dejar las cosas así.
—Conque una fábrica de cerveza, ¿eh? —dijo. La cerveza era un tema del que podía hablar—. ¿Tú también te metiste en ese campo?
—La verdad —contestó Elliot— es que me enamoré del trabajo de contable siendo todavía muy niño. Me encanta la claridad de los números. Siempre me ha gustado eso de los libros de cuentas: que sean capaces de contar toda una historia. No siempre buena, ojo. En nuestro caso fue un desastre. Perdimos la granja.
—Vaya, lo lamento —dijo Swift mientras echaba mano del vino.
—Fue entonces cuando tomé conciencia de lo importante que era vigilar de cerca las cuentas —prosiguió Elliot—. Mi padre no lo hacía, y eso le costó las tierras que tanto amaba y que llevaban más de un siglo en nuestra familia.
—A cada cual lo suyo —comentó Swift—. Yo veo una calculadora o una hoja de cálculo y huyo despavorido. Eso se lo dejo a la gente que trabaja para mí.
—Espero que estén haciendo un buen trabajo —repuso Elliot.
Yo había hecho una tarta, pero tardó más en hacerse de lo que esperaba y los Havilland no se quedaron para probarla.
—Ya sabes cómo somos, cielo —me dijo Ava mientras se ponía la chaqueta—. Nos vamos pronto a la cama. Para Swift, eso es sagrado.
—¡A la cama! —le dijo Swift a Elliot guiñándole un ojo—. No necesariamente a dormir.
Después de que se marcharan, cuando la tarta se hubo enfriado, corté una porción para Elliot. Yo no estaba de humor para probarla.
—Sé que los quieres mucho y pienso respetarlo —dijo él—. Pero ¿no tienes la impresión de que cada vez que están cerca te sientes de pronto pequeñita? Es como si ese Swift acaparara todo el aire de la habitación.
—No sé qué quieres decir —respondí—. Swift y Ava siempre se interesan por todo lo que pasa en mi vida. Este verano, Swift dedicó mucho tiempo a enseñar a nadar a Ollie.
—Pero ¿qué saben de ti que no tenga que ver con ellos? —preguntó.
—Les intereso mucho —dije—. Siempre quieren que les cuente historias. Les parezco entretenida.
—Entretenida —repitió él—. ¿Como el bufón de la corte?
Nunca había oído a Elliot hablar así. Hasta ese momento, siempre me había parecido un hombre amable. En ese momento, sin embargo, vi desprecio en su cara. No era un desprecio dirigido contra mí, pero para el caso lo mismo daba.
—Te sientes amenazado por nuestra amistad, ¿verdad? —dije—. Quieres que elija entre ellos y tú.
Negó con la cabeza.
—Es solo que me gustaría verte elegir por ti misma, Helen —respondió—, en lugar de acudir corriendo cada vez que Ava chasquea los dedos para que vayas a hacer algún recado destinado a dar pábulo a su asombroso espectáculo ambulante. A la exhibición de sus muchos prodigios.
Nunca había oído tanta ira en la voz de Elliot. Ahora, al oírla, me sentí aturdida.
—Han hecho mucho por mí —afirmé—. Son prácticamente mi familia.
—Yo confiaba en ser tu familia —dijo Elliot—. Ollie y yo. La clase de familia que no se larga a las ocho en punto para ir a darse masajitos.
—Son gente apasionada, eso es todo —respondí—. Tienen una conexión muy íntima que la mayoría de la gente no es capaz de entender.
—Él es un narcisista —afirmó él—. A ella todavía no la he calado. Puede que sea su mascota parapléjica. La que siempre eleva la mirada hacia él, pase lo que pase, porque está condenada a permanecer sentada veinticuatro horas al día.
De todo lo que había dicho hasta entonces, aquello era lo peor. Sentí que se me enfriaba el cuerpo. Noté una náusea.
—¡Ava lleva doce años en una silla de ruedas, por amor de Dios! —exclamé—. ¿Crees que no ha sido duro? ¿Qué derecho tenemos nosotros a juzgarlos por su manera de vivir?
—El caso es —contestó con una calma inquietante— que ellos están juzgando la mía. No han parado de hacerlo desde el día en que me conocieron. Y a los diez minutos de conocerme llegaron a la conclusión de que no era merecedor de su tiempo.
—Ellos no te conocen. Por eso quería que vinieran. Para que te conozcan. Pero tú solo querías hablar de contabilidad —dije, prácticamente escupiendo la última palabra, pronunciándola como si fuera una obscenidad—. Números, columnas, balances presupuestarios… —añadí—. No me explico por qué no les parece tan fascinante como a ti.
—Lamento no ser tan divertido como te gustaría que fuera, Helen —respondió Elliot—. Pero las personas divertidas no son siempre las que están ahí para apoyarte.
—Ava y Swift me quieren —repliqué—. Swift va a pagar al abogado para ayudarme a recuperar la custodia. Ni siquiera sé cuánto va a costar, pero imagino que mucho.
—Pensaba que Swift iba a encargarse de eso hace siglos —dijo Elliot—. Dado que no parece hacer muchos avances, ¿por qué no dejas que me encargue yo?
—Swift está ocupado, eso es todo —le dije—. Ya se pondrá con ello. Ava y él son mis mejores amigos.
—Tú no reconoces a un buen amigo cuando lo tienes —comentó Elliot—. En cuanto al amor, si no confías en el mío a estas alturas, no sé qué más puedo hacer para convencerte.
Antes siempre había podido contar con la ternura de su voz cuando hablaba conmigo, incluso de temas difíciles. Ahora, en cambio, su tono tenía un filo cortante y en su semblante no había ni rastro de esa antigua ternura.
—Sé que los amigos, si son buenos, no husmean en las cuentas de uno como si estuvieran deseando encontrar algo sucio —contesté—. No van por ahí pensando que todo el mundo oculta algún terrible secreto y que es su deber sacarlo a la luz.
En los últimos minutos había ido alzando la voz poco a poco. Elliot había hecho lo contrario. Hablaba cada vez más bajo y su voz sonaba tensa y ahogada, como si le costara articular las palabras.
—Noto mucha emoción en lo que me estás diciendo, Helen —repuso—. Pero no me parece que haya mucho amor en tus palabras.
—Bueno, en estos momentos no me resulta fácil sentir amor por ti —dije—. Acabas de atacar a las dos personas que mejor se han portado conmigo en toda mi vida.
Su voz sonó tan suave que apenas pude oírla:
—El amor no viene y se va si es auténtico —me dijo—. Se supone que es constante.
Hasta ese momento habíamos estado el uno frente al otro, sentados a la mesa con la tarta casi intacta entre los dos. Las velas que había comprado esa tarde, ansiosa porque todo saliera bien, se habían consumido dejando pequeños charcos de cera derretida sobre el mantel. Elliot se levantó despacio y se quedó parado ante mí, con su pelo demasiado corto y sus pantalones anchos. Yo habría deseado que me agarrara por los hombros con firmeza y me apretara contra su pecho, que me dijera que estaba siendo injusta y que se merecía algo mejor. Podría haberme gritado incluso, haberme dicho que me estaba equivocando. Puede que, en parte, yo también fuera consciente de que así era.
Pero discutir no era el estilo de Elliot. Muy lentamente, como si le dolieran los músculos y las terminaciones nerviosas de todo el cuerpo, se puso la americana. Parecía un anciano centenario, aquejado de artritis y de dolores de espalda. Se dirigió hacia la puerta como si nunca hubiera recorrido un camino tan largo.
—Quería ser tu pareja, Helen —dijo—. Te habría sido siempre fiel. Me habría encantado conocer mejor a tu hijo, si me hubieras dejado. Quería ser su padrastro, sin importarme las apariencias.
—Siempre fiel —repetí con amargura—, siempre y cuando abandonara a mis amigos. ¿Qué has hecho por nosotros, aparte de despreciarlos? Y no solo eso. También tenías que hurgar en sus cuentas como si fueran delincuentes. Yo había tocado fondo cuando conocí a Ava y Swift. Ellos me salvaron.
—Lo crees de verdad, ¿no es cierto? —preguntó en un susurro—. Me estás rompiendo el corazón, Helen.
Me quedé parada en medio de la habitación, mirándolo. Sabía que, si decía una sola palabra que expresara arrepentimiento, daría media vuelta y volvería a mi lado, pero lo no hice. Lo dejé marchar.