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Mi exmarido había accedido a que Ollie pasara conmigo el resto del verano, con alguna que otra visita a Walnut Creek. Todo ello sonaba tan civilizado que empecé a pensar que tal vez no necesitara los servicios de Marty Matthias a fin de cuentas, lo cual era una suerte, porque Swift no parecía haberse puesto aún en contacto con él. Tal vez, después del Día del Trabajo, Dwight y yo pudiéramos mantener una conversación amistosa y razonable acerca de la custodia y debatir la posibilidad de que Oliver volviera a vivir conmigo.

—Tengo la impresión de que Dwight puede estar planteándoselo —les dije a Ava y Swift—. Puede que Cheri y él estén un poco quemados por tener que ocuparse de un bebé y de un niño de ocho años.

Entre tanto, Ollie no daba muestras de aquel comportamiento rebelde del que se había quejado Dwight. Todas las noches, cuando llegábamos al apartamento, se daba un baño y luego se metía en la cama a leer conmigo, como si las malas rachas que habíamos pasado no hubieran existido nunca.

El primer fin de semana de agosto, llevé a Ollie a Sacramento para que viera a la familia de Dwight. Los McCabe, que antaño me habían acogido como a una hija más, no salieron a saludarme cuando dejé a mi hijo delante de su casa.

Ese mismo fin de semana los Havilland se marchaban a pasar unos días a su casa del lago Tahoe. Hasta entonces Ava siempre le había pedido a Estela que cuidara de los perros, pero Rocco le tenía ojeriza desde hacía un tiempo (más ojeriza incluso de la que me tenía a mí, que de hecho parecía haber ido disminuyendo) y de todos modos –me dijo Ava– le intranquilizaba la idea de que Carmen acompañara a su madre. No quería que Estela pasara el fin de semana en la casa y me pidió que me quedara yo en su lugar.

Yo sabía que a Elliot le habría alegrado aprovechar la oportunidad para pasar un par de noches conmigo. Le apetecía siempre, con independencia de que estuviera Ollie o no, pero la presencia de mi hijo ese verano (y mi reticencia a estar con él cuando Ollie estaba presente) había reducido al mínimo el tiempo que pasábamos juntos y eliminado, o casi, la posibilidad de que hiciéramos el amor.

Podría haber llamado a Elliot y haberlo invitado a reunirse conmigo en casa de los Havilland. Pero al pensarlo me di cuenta de que en realidad lo que más me apetecía era estar sola en la casa.

Me ofrecí, como siempre, a ocuparme de los recados o las tareas que Ava quisiera encargarme, pero aparte de sacar a los perros a dar un paseo y llamar a Evelyn Couture para asegurarme de que estaba bien, me dijo que no me molestara en hacer nada y que procurara divertirme.

—Date un buen baño en el jacuzzi y úntate con La Mer —me dijo, refiriéndose a su crema de trescientos dólares—. Y he dejado un trozo grande de salmón salvaje en la nevera.

—Ponme alguna tarea —le dije—. Ya que estoy, podría hacer algo útil.

—Puedes ir a recoger mi ropa a la tintorería.

Cuando volvía de la tintorería, encendí la radio, puse una emisora de rock duro y subí el volumen. No solía gustarme aquella música, pero me encantaba cantar a pleno pulmón. Paré en el mercado al que solía ir Ava y compré un par de quesos de importación y una baguette. Sin duda el frigorífico de los Havilland estaría repleto de manjares, pero fue agradable escoger lo que me apetecía comer. Compré también una porción grande de tarta de chocolate negro y un cruasán para el día siguiente.

Se me había ocurrido que tal vez Estela se pasara por la casa, y me alegré al ver que no había otros coches en el camino de entrada cuando llegué. Con el montón de ropa colgado del brazo, giré la llave en la cerradura y me preparé para la bienvenida que sin duda me dispensarían los perros. Como de costumbre, Lillian y Sammy se pusieron a dar brincos de emoción en cuanto entré en la casa. Rocco se quedó atrás y, aunque ya no gruñía al verme, enseñaba los dientes de una manera que nunca dejaba de inquietarme.

Entonces se apoderó de mí un pensamiento: la certeza de que, por una vez, podía hacer lo que quisiera en aquella casa.

Dejé la ropa y abrí la nevera.

Me había sentado en el patio centenares de veces con Ava y Swift mientras ellos bebían vino sin que me molestara que lo hicieran, pero por algún motivo esa noche, al ver su vino rosado francés y el excelente chardonnay puestos a enfriar en la nevera, dudé un momento. Durante unos segundos me imaginé sentada junto a la piscina, con la crema de queso, un plato de las tostadas especiales de Ava y una gran copa de vino bien frío. Cerré la nevera.

Con la ropa de Ava en un brazo y una botella de agua mineral en la otra, subí las escaleras hasta el vestidor de Ava.

Pensaba sacar la ropa de las bolsas de la tintorería, colgarla de una percha para que Estela la guardara más adelante y bajar enseguida a hacerme el pescado, pero algo me hizo detenerme. Deslicé la mano por uno de los jerséis de cachemira. Me quité los zapatos. Conté en voz alta, en mi francés del instituto, las blusas de seda de Ava. Quatorze.

Me fijé en un vestido en especial, de entre los que acababa de recoger en la tintorería. Ava se lo había puesto hacía poco para asistir a una cena en la ciudad (una de las reuniones íntimas que Swift había organizado para benefactores de la fundación). Era un vestido de seda pintado a mano, con diáfanas alas de mariposa. Tenía un enorme escote por detrás pero, como Ava había permanecido en su silla de ruedas durante toda la cena, aquella característica debía de haberles pasado desapercibida a sus acompañantes. Solo Swift y yo sabíamos que su vestido no tenía espalda y que Ava no llevaba ropa interior debajo.

—A veces, cuando volvemos en el coche a casa —me había dicho ella mientras yo la ayudaba a arreglarse para la cena—, Swift aparta la mano del volante para tocarme.

—¿En la carretera? —pregunté.

—Solo la mano derecha. Es un buen conductor.

En el dormitorio de Swift y Ava había, naturalmente, un equipo de música con un montón de discos compactos al lado. Tomé el primero del montón. Andrea Bocelli. Ese cantante italiano ciego.

Puse el disco y subí el volumen de la música para poder oírla desde el vestidor. Andrea Bocelli cantaba en italiano, claro, así que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero tenía que ser algo relativo al amor. Un amor apasionado, y desesperado, posiblemente. El tipo de canción que sin duda hacía que sus fans se arrojaran a sus pies y le suplicaran que las llevara consigo al hotel, aunque fuera ciego. Tal vez eso fuera un aliciente, incluso.

Toqué la manga de una chaqueta de terciopelo y me la acerqué a la mejilla. Bebí un sorbo de agua mineral imaginando que era champán.

Me preguntaba cómo sería sentir sobre la piel una de aquellas catorce blusas de seda de París, sobre todo si no llevaba nada debajo. Pensé qué me pondría con ella. Unos pantalones de seda tailandeses, quizá. O nada. Solo la blusa, tan hermosa y delicada.

La camisa que llevaba puesta era de Gap: de algodón, con botones hasta arriba, blanca, básica. Me la desabroché. Bebí otro sorbo de agua mineral. Dejé caer la camisa al suelo. Me desabroché el sujetador.

Tenía más pecho que Ava, pero si no me abrochaba los tres botones de arriba la blusa francesa me quedaría bien. Empecé a pasármela por la cabeza, y entonces me di cuenta de que primero debería haber desabrochado los puños.

Metí las manos por ellos y saltó un botón. No un botón de una camisa de Gap. Un botón de madreperla.

Andrea Bocelli había empezado a cantar otra canción, aún más sensual y trágica que la primera, si cabía. Me puse a cantar con él, en la medida en que podía hacerlo una persona que no hablaba italiano y que nunca antes había oído aquella canción.

La blusa me quedaba más estrecha de lo que esperaba, así que desabroché todos los botones. Puse la mano en la parte de mi piel que dejaba al descubierto la blusa y acaricié mi pecho izquierdo. Volví a acercarme a los labios la botella de agua. Fingí que estaba en Italia.

La canción que estaba sonando no era muy bailable, pero de todos modos me puse a bailar. Saqué un jersey de cachemira y lo agarré por las mangas. Lo atraje hacia mí como si hubiera una persona dentro, abrazándome.

Tesoro, tesoro —cantaba—. Ti amoro fino alla fine dei tempi.

No tenía ni idea de lo que estaba diciendo.

Me puse unos zapatos de ante verdes, saqué un fular de uno de los cajones de accesorios y me puse a dar vueltas por la habitación, agitando el fular de seda como el cordel de una cometa.

Entré en el dormitorio. La habitación de Ava y Swift. Me tumbé atravesada en la cama. Se me cayó un zapato. Cualquiera habría pensado que estaba borracha, pero en realidad solo sentía una extraña y maravillosa libertad por hallarme completamente a solas en aquella casa que tanto amaba.

Al principio, cuando abrí los ojos, solo vi a los perros: estaban los tres puestos en fila, como jueces de un tribunal. Lillian tenía la cabeza ligeramente ladeada. Sammy se había puesto a ladrar. Rocco se limitaba a enseñar los dientes de esa forma tan suya, que te hacía imaginar la hilera de marcas rojas que dejarían aquellos colmillos si alguna vez se clavaban en tu piel.

Entonces me di cuenta de que había otra persona en la habitación. Estela.

 

 

—Solo estaba tonteando un poco —le dije—. No es nada.

—En la habitación de la señora Havilland no se entra —contestó—. Esta habitación es especial.

Yo ya lo sabía. No hacía falta que nadie te lo dijera. Era algo que se notaba, sin más.

—Estaba guardando la ropa de la tintorería —me excusé.

No tenía sentido continuar. No tenía por qué haberme entretenido en el dormitorio.

—Yo no digo nada —repuso Estela—. Sé lo que pasa a veces. Ve una todos esos vestidos… Yo también, algunos días. Estoy aquí, con la plancha, y deseo que mi hija tenga una blusa como esa para su graduación. Un collar especial. Unos zapatos bonitos.

Me invadió una oleada de alivio. Por un momento había imaginado a Estela contándole a Ava que la loca de su amiga Helen se había puesto a bailar en su vestidor con uno de sus jerséis de cuatrocientos dólares. Que me había tumbado en la cama de aquella habitación en la que nadie tenía permitido entrar, salvo Ava y Swift. ¿Cómo iba a entenderlo Ava después de todo lo que había hecho por mí? Pero resultó que Estela sí lo entendía.

—Ava es tan generosa… —dije—. Me ha dado tanto… Y Swift también, claro.

—El señor Havilland. Él no es como ella —comentó Estela—. Tenga cuidado de que su hijo no se le acerque demasiado.

—Ollie adora a Swift —dije—. Sé que a veces hace un poco el loco, pero tiene un corazón inmenso.

—El señor Havilland es mi jefe —repuso Estela—. No quiero hablar de él. Solo digo que tenga cuidado.