Después de conocer a Ava y Swift y de deshacerme de Jeff el director de banco, dejé de mirar los e-mails de Match.com en los que se me recomendaba visitar ciertos perfiles compatibles con el mío. Rara vez abría los mensajes que de cuando en cuando me enviaba algún hombre que había visto mi perfil y quería invitarme a tomar una copa.
En otro tiempo había anhelado las atenciones de un hombre, pero el ansia que sentía antaño por encontrar a alguien con el que compartir mis penas y mis alegrías más profundas se había diluido al conocer a mis nuevos amigos. Estaba tan ocupada con los asuntos de Folger Lane que, aunque hubiera conocido a un hombre, difícilmente habría encontrado tiempo para verlo. Y, además, ¿dónde iba a conocer a alguien cuya compañía pudiera compararse con la de los Havilland? Había, sin embargo, otro motivo de mayor peso: si alguna vez conseguía recuperar a mi hijo, tendría muy poco tiempo que dedicar a un hombre.
Pese a todo, a las pocas semanas de conocernos Ava decidió que yo necesitaba un novio y se propuso encontrarme uno. Me hizo mejorar mi perfil en la página de contactos con una foto más favorecedora (aunque tampoco estaba del todo satisfecha con la nueva) y borrar todo lo relativo a mi hijo. («Lo de Oliver puedes explicárselo cuando te inviten a cenar en un sitio bonito», dijo. «Cada cosa a su tiempo»). Yo accedí no porque me hiciera ilusiones de encontrar a alguien, sino por Ava. Si ella quería que saliera con hombres, lo haría.
Mi enfoque había cambiado. Mis peripecias online incluían ahora un nuevo factor, aunque no creo que en aquel momento fuera consciente de ello: me refiero al deseo de mantener entretenidos a Ava y a Swift. Mis historias acerca de los hombres que me escribían, y de las que siempre les hacía partícipes, conseguían ese propósito. Les encantaban mis relatos, cuanto más deprimentes, mejor.
La mayoría de las respuestas que cosechaba mi nuevo perfil online procedían del tipo de hombres del que cabía tener noticia si tu fotografía mostraba a una mujer pálida y ligeramente pasmada con el pelo recogido hacia atrás, sin maquillar y de pie delante una nevera, abstemia y entre cuyas aficiones favoritas (que rara vez podía cultivar) se contaban la fotografía y el cine antiguo.
Los hombres que me escribían solían tener cincuenta y tantos años, o estar en paro, o ser exalcohólicos recién rehabilitados, o estar casados aunque tuvieran intención de separarse de un momento a otro.
Hubo un viudo reciente que dedicó varias páginas (enviadas, como pude comprobar, pasadas las tres de la madrugada) a los pormenores de la lucha de su difunta esposa con el cáncer de ovarios. En torno a la página cuatro mencionaba el detalle de que su esposa lo había dejado solo con cuatro hijos menores de trece años y sin dinero suficiente para contratar a alguien que le echara una mano. Como amo de casa era un desastre. ¿Sabía yo cocinar?
Hubo también un ukelelista con un tic en el ojo (cosa que descubrí cuando quedé con él para tomar un café. O un té, mejor dicho) al que le preocupaban tanto los gérmenes que prefirió no estrecharme la mano. Y un tío que, mientras dábamos un paseo (el recorrido de un kilómetro que yo solía proponer para conocernos y saludarnos), se dedicó a describirme con pelos y señales sus problemas con el eccema. Hubo otro (un hombre sorprendentemente atractivo, según su fotografía) que durante las dos horas que estuvimos hablando por teléfono antes de conocernos en persona, olvidó mencionar que era enano. Y finalmente hubo otro que, en nuestro primer y único encuentro, se interesó por conocer mi opinión sobre el sexo en grupo.
—Empiezo a dudar de mí misma —le dije a Ava cuando se interesó, como yo esperaba, por conocer mi opinión preliminar sobre mi último pretendiente—. Si todos los hombres que conozco resultan ser una calamidad, ¿qué dice eso de mí? Porque soy yo quien los escoge. Hablo con ellos por teléfono antes de aceptar que nos veamos. Al principio todos me parecen personas sensatas. ¿Qué es lo que me pasa?
—Que eres humana —repuso Ava—. Y optimista. Siempre estás dispuesta a ver lo mejor de la gente. Es un rasgo agradable de tu carácter.
A partir de entonces, mi actitud fue cada vez más la siguiente: daba igual cómo fueran aquellos hombres, que resultaran ser un fiasco o que la cita fuera un desastre; lo importante era que me brindaran material para contarles una historia fantástica a Ava y Swift.
Incluso cuando estaba en medio de una cena con un hombre al que había conocido a través de Match.com me descubría imaginando lo bien que lo pasaríamos Ava, Swift y yo más adelante, cuando recreara la escena para ellos en uno de sus restaurantes preferidos. ¿Y en realidad qué más daba? Lo único que me importaba era mi hijo. Y, en ese aspecto, un hombre interesante podía ser un estorbo.
Ava no opinaba lo mismo, desde luego.
—El enano podía haber sido interesante —comentó—. Seguramente ha desarrollado todo tipo de habilidades sexuales asombrosas para compensar su corta estatura. Puede que sea un amante increíble.
—Ten cuidado con los que llevan el pelo muy corto por detrás —decía Swift señalando al hombre que cuidaba de la piscina, que rondaba por allí mientras estábamos hablando de una de mis citas recientes—. Es el distintivo de los hombres formales. Cero diversión en la cama.
No dije nada, pero tomaba nota de cada palabra que decían.
Fuera, en el jardín de los Havilland, con una botella de zinfandel y mi eterna botella de agua mineral sobre la mesa, les hablé de un promotor inmobiliario que me había agarrado muy fuerte en el aparcamiento tras nuestra primera (y única) cena. Tuve la sensación de que, si intentaba desasirme, me rompería el brazo, les dije a mis amigos. El tipo resultó ser un veterano de Vietnam. La guerra, para él, no había terminado.
(«Nunca duermo más de una hora seguida», me dijo. «Tengo esos sueños… Creo que, si tuviera a una mujer como tú a mi lado, dejaría de tener pesadillas». Me agarraba el brazo tan fuerte que no pude contestar. «Quiero casarme contigo», añadió. «Te compraré todo lo que quieras»).
Estábamos comiendo pasta con gambas hecha por Ava la noche en que les conté la historia del veterano de Vietnam que me había pedido matrimonio. Esa mañana, Estela había vuelto del mercado con las gambas más grandes que yo había visto en mi vida. Ahora se amontonaban sobre mi plato, cubiertas de ajo y mantequilla, sobre un lecho de pasta fresca y guisantes, acompañadas por una ensalada de brotes verdes con queso de cabra Humboldt Fog. Nunca me había gustado el vino rosado, pero en ese momento, al contemplar el vino de las copas de Ava y Swift, sentí el extraño impulso de probarlo. Tenía un color tan hermoso… No rosa, como el vino barato que había visto servir a Alice en los caterings de bajo presupuesto, sino un tono arrebolado y suave como el de un melocotón.
—No vas a morirte por probarlo —me dijo Swift señalando la botella.
Negué con la cabeza.
—Ese tipo —dijo Ava—, el veterano. ¿Qué le dijiste cuando se declaró?
—Le dije que tenía que soltarme el brazo —contesté—. Pero que, si quería hablar un rato, le escucharía. Le dije que no podía casarme con él porque no lo conocía, ni él a mí. Acabamos sentados delante del restaurante otras tres horas mientras me contaba la historia de una ofensiva en la que había participado en una jungla remota, en la que su pelotón y él tuvieron que recuperar los cuerpos de unos marines americanos muertos y transportarlos a cuestas quince kilómetros.
—Tienes un corazón tan grande y tan abierto, Helen… —comentó Ava—. Hay algo en ti que hace que la gente se sienta a gusto contigo. Puede que ese tipo esté un poco trastornado, pero no iba del todo descaminado: se dio cuenta de que tenías algo especial. Y tú también confiaste en él. Muchas habrían pensado que iba a sacar un machete y a rebanarles el pescuezo. Pero a ti no se te ocurrió ponerte en guardia. Swift y yo tenemos que inculcarte cierta saludable desconfianza hacia el género humano. No es que no nos encantes tal como eres, ojo. Pero no queremos que se aprovechen de ti.
—El mundo está lleno de tiburones, Helen —añadió Swift—. Creo que nos hemos conocido justo a tiempo.
Los miré desde el otro lado de la mesa, sentados el uno junto al otro en el banco. Eran demasiado jóvenes para serlo, claro, pero por un momento me permití el lujo de imaginar que eran mis padres. No mis padres de verdad, sino los que hubiera querido tener.
—Entonces, ese tipo, el del síndrome de estrés postraumático —dijo Swift en ese tono protector que nadie me había dedicado hasta que los conocí a ambos—, ¿qué coche tenía?
Un BMW, le dije. Nuevecito, con las pegatinas del concesionario todavía en la ventanilla.
—No está mal —dijo—. Quizá deberías pensártelo.
—Para, cariño —repuso Ava—. Eres terrible. Tenemos que ofrecerle ánimo y apoyo emocional a Helen, no decirle que se enrolle con un veterano chiflado solo porque tiene un buen coche.
—Por supuesto —dijo él, volviendo a enseñar sus dientes—. Por un momento, se me ha olvidado.
Aquella vez, con el veterano de Vietnam, la verdad de lo sucedido bastó para divertir a mis amigos. Pero en algún momento, después de que empezara a narrarles mis peripecias en Match.com, me di cuenta de que las historias reales solían ser aburridas. Fue entonces cuando recurrí a mi antigua costumbre de añadir detalles interesantes o, si era necesario, a cambiar por completo lo sucedido para brindarles un buen entretenimiento. Consideraba que era mi forma de contribuir a todas aquellas cenas en restaurantes caros. Aunque, en realidad, la comida me importaba muy poco. Eran los Havilland, y el hecho asombroso de que me hubieran escogido por amiga, lo que me importaba. Ava y Swift eran mejor compañía que cualquier hombre que pudiera conocer a través de Internet.