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Esa noche le hice a Ollie la cena más reconfortante que conocía: macarrones con queso. Después le preparé un baño y lo dejé solo en la bañera, como él prefería, aunque me senté al otro lado de la puerta, aguzando el oído para asegurarme de que estaba bien.

Al principio solo oí el agua corriendo, y luego los sonidos que hacía Ollie imitando el ruido de un motor. A menudo, a la hora del baño, sacaba sus coches en miniatura y los hacía rodar por el borde de la bañera.

—¡Más rápido, más rápido! —le oí gritar—. ¡Yuju!

Luego su voz cambió y de pronto sonó como la de un hombre, o al menos como la de un niño imitando a un hombre. Uno de sus muñecos de plástico debía de haber entrado en escena.

—Echa el freno, colega —dijo la voz.

Luego otra voz distinta, también masculina pero más grave y ruda que la anterior, añadió:

—¿Quieres ver lo rápido que va esta preciosidad?

—Quiero irme a casa —dijo una tercera voz. Más aguda, más débil. La voz de Ollie—. No me gusta estar aquí.

La voz grave no respondió.

—¿Qué eres, un mariquita?

Después se oyó una risa que me resultaba extrañamente familiar.

—Tengo miedo —dijo la voz más aguda—. Voy a vomitar.

La risa se hizo más fuerte y sonó distorsionada.

—¿Es que eres un bebé? —preguntó la voz grave—. Creía que eras un niño grande.

Entonces se oyó otro sonido. Vocales y consonantes, todas mezcladas. La jabonera chocó estrepitosamente contra el borde de la bañera. Oí un estruendo metálico –la alcachofa de la ducha golpeando contra el grifo, quizá– y luego un chapoteo seguido por una voz aguda. Mi hijo imitando a una chica.

—¡Socorro, socorro! ¡Me ahogo!

Después, un débil grito seguido por el bramido de la voz masculina.

—Noventa y nueve botellas de cerveza en la pared.

—Te dije que descansaras.

—Quiero a mi mamá. Creo que deberíamos llamar a la policía.

—Cállate.

—¿Estás bien, Ollie? —pregunté a través de la puerta cerrada del cuarto de baño.

—Sí, estoy bien —contestó con su voz normal. Volvía a ser mi hijo otra vez. Mi pequeño, pálido y angustiado hijo.

Después de secar a Ollie, puse un DVD. Elegí uno que nos había regalado Elliot y que a Ollie le encantaba: Laurel y Hardy empujando un piano por una colina y a través de un puente. Lo había visto una docena de veces, pero seguía riéndose cada vez que veía a Hardy colgando de un lado del puente. Ese día, sin embargo, se quedó extrañamente callado.

Cuando acabó la película y después de que se lavara los dientes, lo metí en la cama.

—No hace falta que hables sobre lo que pasó en el lago si no quieres. Pero puede que, si hablas de ello, te sientas mejor.

—Si te lo dijera te enfadarías.

—No me enfadaré, te lo prometo.

—No quiero que el Hombre Mono se meta en un lío —dijo—. Me hizo prometer que no se lo contaría a nadie.

—No pasa nada —le dije—. A mí puedes contármelo. Un niño debería poder contárselo todo a su mamá.

Así que me lo contó. La historia completa esta vez, incluyendo todo lo que había omitido en el coche, mientras volvíamos del lago Tahoe. Y, a diferencia de su madre, mi hijo nunca inventa mentiras. Dice siempre la verdad pura y dura.