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Al día siguiente llevé a Ollie a casa de su padre. No lloró cuando me despedí de él, y yo sabía que no lloraría. Hacía tiempo que había descubierto que era así como se defendía un hijo de padres divorciados: bloqueando lo que sentía al abandonar el mundo de uno de sus progenitores para entrar en el del otro.

Esa mañana, mientras lo ayudaba a hacer la maleta, me había dado cuenta de que Ollie ya estaba lejos de allí. Cuando lo rodeé con el brazo, se tensó como hacía antes. Comprendí que no debía presionarlo.

—Dijiste que a lo mejor podía quedarme aquí, contigo —me había dicho la noche anterior, cuando lo acosté por última vez en el colchón inflable—. Pero no puedo.

—Estoy intentándolo —le dije. O lo estaba intentando Swift. Eso esperaba yo, al menos. Aún no había hablado con él al respecto.

Ollie quiso llevarse a Walnut Creek su medalla de natación y el billete de cien dólares que le había dado el Hombre Mono. Esa última noche, cuando llegamos a casa después de la carrera, se quedó dormido con la camisa hawaiana puesta. A la mañana siguiente la colgó de una percha y contempló la tela como si quisiera memorizarla. Por razones que no quiso explicarme pero que yo creía entender, había decidido no llevarse la camisa a casa de su padre.

—Podemos seguir yendo a su casa cuando vengas de visita —le dije, observando su expresión mientras tocaba el cuello de la camisa.

—Y vamos a ir juntos al lago Tahoe —contestó—. Me ha prometido que saldríamos con la Donzi.

—Seguro que sí —le dije—. Puede que no sea enseguida, pero en algún momento seguro que salís con ella.

Cuando llegamos a casa de Dwight y Cheri, me despedí de él en la acera.

—Vamos a vernos muy pronto —le dije torpemente. Me agaché y le di un abrazo.

En otra época, su cuerpecillo se habría tensado en un momento como aquel. Ahora sentí que se derretía en mis brazos. Estuvo un minuto entero abrazándome. Yo no quería soltarlo.

Todavía no había llegado a casa cuando recibí un mensaje de texto de Ava.

Ven a cenar con nosotros, decía. Una cosa curiosa de los Havilland era que nunca te preguntaban si tenías otros planes. Y esa noche, de hecho, yo los tenía, más o menos. Le había dicho a Elliot que lo llamaría a la vuelta y que podíamos vernos si me sentía con ánimos. Ahora, en cambio, lo único que me apetecía era estar en el lugar donde había sido tan feliz ese verano con mi hijo: la casa de los Havilland.

Escribí a Elliot:

 

Perdona, no estoy muy animada después de dejar a Ollie. ¿Te parece que lo dejemos para otra noche?

 

Respondió un par de minutos después, tan amable y comprensivo como siempre:

 

Claro. Tómatelo con calma, y que sepas que te quiero. Nos vemos pronto.

 

Me fui a Folger Lane.

Cuando llegué, Swift y Ava ya habían bebido bastante vino. Yo había entrado sin llamar en la casa, sabiendo que estarían fuera, tomando guacamole. Ava no dijo nada al verme. Me rodeó con los brazos. Swift me sirvió agua mineral. Por un momento estuve a punto de pedirle que me diera una copa de vino. Me sentía fatal por haber tenido que despedirme de Ollie y quería una copa.

—Voy a echar de menos a ese crío —comentó Swift.

No pude decir nada. La sola visión de la piscina me ponía triste.

—Confiaba de verdad en que pudiera empezar tercero aquí, conmigo —dije.

Era el momento perfecto para que Swift sacara a relucir el asunto del abogado. Había que rellenar los papeles, solicitar una nueva evaluación alegando que las circunstancias habían cambiando, que yo ya no bebía y que había numerosas personas, entre ellas Swift y Ava, que podían dar testimonio de mi buena conducta. Desde el otro lado de la mesa, observé sus rostros.

—Swift va a asar salmón esta noche —dijo Ava—. Felicity cena con nosotros.