Una vez a la semana como mínimo, si por la tarde estaba en la casa de Folger Lane y eran las cinco y media o las seis, uno de los Havilland (una veces Ava y otras Swift) proponía que me quedara a cenar.
—Te quedas a cenar con nosotros, ¿verdad? —preguntó Ava la primera vez que me invitó.
Yo nunca tenía planes. Y, en caso de haber tenido alguno, lo habría cancelado.
Me invitaban a cenar en casa o en un restaurante, pero siempre temprano.
Se iban a la cama sobre las ocho y media. No a dormir, solo a la cama, aclaraba Ava. Swift siempre le daba un masaje antes de dormir.
—No permitimos que nada se interponga en nuestro tiempo a solas —me dijo Ava—. Ni siquiera los perros.
Yo trataba de imaginar cómo sería acabar cada día de ese modo: con un hombre que me adorara untándome de aceite todo el cuerpo. Y no solo eso, sin duda. Pensarlo me hacía cobrar conciencia, tristemente, de que, por unidos que estuviéramos, entre los Havilland y yo había un muro que siempre estaría ahí. ¿Cómo podía ser de otra manera? Yo era la pequeña cerillera con la cara pegada al cristal de la ventana, contemplando la hermosa mesa repleta de manjares y el resplandor del fuego en el hogar. No del todo así, en realidad, porque los Havilland me ofrecían comida y un lugar junto al fuego. Era lo otro, aquella intimidad inimaginable que compartían entre sí, lo que se me escapaba.
Aun así, no me parecía poca cosa que me incluyeran en sus cenas con tanta frecuencia. Y, naturalmente, la comida siempre era fantástica.
Estela no era la única que cocinaba en Folger Lane. Ava también era una cocinera maravillosa, de las que prefieren olvidarse de recetas, abrir la nevera y mezclar lo que haya, casi sin esfuerzo y siempre con resultados exquisitos. Su frigorífico y su despensa estaban llenos de cosas deliciosas: verduras y hortalizas de todo tipo compradas en el mercado de agricultores, pan fresco de la panadería, queso cremoso y el mejor aceite de oliva, vinagre balsámico envejecido y helados italianos de cinco sabores.
Las noches en que a Ava no le apetecía cocinar, Swift proponía que saliéramos a cenar por ahí. No les gustaba ir a restaurantes de moda en la ciudad, pero tenían sus sitios favoritos a un corto trayecto en coche de Folger Lane: un restaurante birmano cuyo dueño siempre nos daba su mesa especial, en la que la silla de Ava cabía sin dificultad, y nos hacía probar platos interesantes que ni siquiera estaban en la carta, y el Vinny’s, otro restaurante al que íbamos con frecuencia. En cuanto les servían el vino (y a mí mi agua mineral), Swift levantaba su copa y sonreía. Yo ya sabía lo que vendría a continuación. Más preguntas acerca de mi vida amorosa. O de mi vida sexual, si era posible. Mis experiencias con los hombres a los que conocía a través de Internet se habían convertido en el tema favorito de conversación de Swift y, por tanto, también de Ava.
No estaba segura de cuál era el motivo, pero aquello había empezado a inquietarme. Intuía que, de un modo que no alcanzaba a entender, sentían placer o quizás incluso excitación sexual al oírme hablar de mis deprimentes encuentros. Por lamentable que fuera mi vida amorosa (todas esas citas en Starbucks, en Peet’s o en algún otro bar, en las que lo primero que tenías que hacer era tratar de deducir si la persona que tenías delante era de verdad quien se suponía que era, aunque pareciera pesar veinte kilos más y ser diez años más vieja), las historias que les relataba después nunca dejaban de divertirles.
Surgió un problema: no sabía cómo mantener aquello. Llevaba algún tiempo pensando en darme de baja en la página de contactos, pero me preocupaba no tener nada que contarles a los Havilland en noches como aquella.
—Bueno, cuéntanos algo de ese tipo con el que quedaste anoche —dijo Swift un sábado cuando nos acomodamos en nuestro sitio de costumbre, en el restaurante birmano.
Había pedido una botella de cabernet para Ava y para él, y mi botella de Pellegrino. Cuando se llevó la copa a los labios, supe que tenía que inventarme una historia. Sin duda la realidad habría sido deprimente, pero yo la haría divertida para los Havilland.
Para entonces llevaba más de un año apuntada a Match.com, y la perspectiva de conocer a un buen hombre a través de una página de contactos parecía ridícula, incluso si de verdad hubiera tenido interés en encontrar pareja. No quería, sin embargo, decepcionar a mis amigos.
Esa noche, cuando Swift dio comienzo a su interrogatorio, un extraño impulso se apoderó de mí. Un impulso no del todo desconocido, pero que hasta entonces había permanecido latente, quizás. Recuperé de pronto aquel viejo hábito, esa tendencia mía a inventar historias. La necesidad de crear una imagen de mi vida mucho más fascinante que la real.
—No sé si debería contaros esto —dije bajando un poco la voz y observando la esquina de mi servilleta—. No quiero que penséis mal de mí. Es un poco… retorcido.
Un destello de emoción cruzó el semblante de ambos. Ava echó mano de su copa. Swift dejó sus palillos.
—¿Retorcido?
Me acordé de las historias que había contado a lo largo de los años para ocultar la vergonzosa verdad de mi vida. Había inventado tragedias para explicar la ausencia de mis padres y provocar empatía y admiración, y para crear una alternativa a la triste realidad. (Mi abuela, Audrey Hepburn. La enfermedad fatal que iba a acabar con mi vida antes de que cumpliera los veintisiete. El hermano que me rescató cuando volcó la canoa en la que íbamos, durante una acampada y al que se llevó la corriente. Una vez, en una cita con un hombre al que ya sabía que no quería volver a ver, había descrito un raro síndrome que sufría: cada vez que practicaba el sexo, me salían llagas supurantes por todo el cuerpo).
Aquella noche en el restaurante, sentí de nuevo aquel estremecimiento de emoción, el deseo de desgranar para Swift y Ava una historia maravillosa sin más propósito que aparentar que era más interesante de lo que era. Pensé en Las mil y una noches (un libro que le había leído a Ollie hacía mucho tiempo, acurrucados ambos en el sofá), y se me vino a la mente la imagen de Sherezade devanando cuentos fascinadores a sabiendas de que, si paraba, el sultán la haría decapitar.
—La verdad es que no debería contároslo —dije en un susurro para que la gente de la mesa de al lado no me oyera. Para que no me oyera nadie, salvo Ava y Swift, que se inclinaron hacia mí—. Nunca había hecho nada parecido. Vais a pensar que soy una persona horrible.
Pero ellos nunca pensarían eso de mí. Eran mis amigos de por vida. Las únicas dos personas que –estaba segura– me aceptarían y se preocuparían por mí pasara lo que pasase.
—Está tan… mal —añadí.
Una expresión extraña cubrió el semblante de Swift: como un perro que saboreara un pedazo de carne o que olfateara sangre.
—Venga, Helen —dijo desenfadadamente, pero bajo su tono juguetón se ocultaba otra cosa: una especie de urgencia. —Bueno, está bien —repuse yo, pero vacilé—. Pero es que es tan difícil…
—Cariño —dijo Ava—, que estás hablando con nosotros…
Otra larga pausa. Respiré hondo una vez, y luego otra.
—Estábamos volviendo del cine —dije—. Él iba a llevarme a casa, pero dijo que quería parar en un Safeway antes de que cerraran porque tenía que comprar algo. Unas bombillas. No me preguntéis por qué.
Mientras daba comienzo a mi historia miraba fijamente el mantel como si la vergüenza me impidiera mirarlos a los ojos. Luego, sin embargo, levanté la vista y advertí en sus rostros una especie de avidez y de embelesamiento de los que nunca me había sentido merecedora. Era una de las cosas que más me gustaban de Ava: el interés que ponía en todo lo que le contaba. Aquello, sin embargo, no tenía precedentes: aquella sensación, desconocida para mí hasta entonces, de ser el centro absoluto de atención. Y lo cierto era que me gustaba.
—La tienda estaba desierta. Solo había un par de cajeros —proseguí, casi susurrando—. Cuando llegamos, ya habían empezado a apagar las luces.
Una larga pausa. Sentí la respiración de Swift. Había captado por completo su atención.
—Me llevó a la parte de atrás de la tienda, a esa sección donde venden alargadores y cosas así. Y bombillas, claro.
Otra pausa. Ahora fui yo la que respiraba trabajosamente, como si me costara un enorme esfuerzo seguir con mi relato.
—Me metió las manos por debajo de la falda —dije—. Sacó un alargador del estante y me ató las muñecas con él. Me dijo que me inclinara.
—¿En un Safeway? —preguntó Ava—. ¿Allí mismo, en el pasillo? —Su voz sonaba susurrante y excitada.
A su lado, en el asiento corrido, Swift le puso la manaza en el cuello y comenzó a acariciárselo.
—No había nadie por allí. Faltaban pocos minutos para que cerraran. Estaba bastante oscuro.
—Aun así.
—¿Te gustaba mucho ese tipo? —preguntó Swift—. ¿Os habíais enrollado un poco en el coche, quizá, para calentar motores?
Negué con la cabeza.
—Hasta ese momento ni siquiera me había tocado. Era bastante frío, en realidad. Distante. Pero de repente algo cambió. Incluso su voz. Se volvió baja y un poco ronca. Agarró algo más del expositor. Una espumadera.
—Será una broma —dijo Ava.
—No.
—Y entonces, ¿te lo hizo? ¿Llegó hasta el final? —preguntó Swift.
Ahogué un gemido y me llevé la mano a la boca, como si lo reviviera todo de nuevo.
—Fue increíble —le dije—. Nunca he sentido nada igual.
Entonces lo miré a los ojos. Me sentía como una persona completamente distinta. Una persona fascinante.
—Tengo que conocer a ese tipo —dijo él—. Parece que promete.
Hasta ese momento había conseguido mantener la expresión que quería: muy seria, incluso circunspecta, y un poco angustiada. Como si estuviera alterada. Pero entonces perdí el control, rompí a reír y durante una fracción de segundo me pregunté si no me habría pasado de la raya. Tal vez Swift se enfadara conmigo por haberle tomado el pelo. Pero no.
—Me lo había tragado, en serio —dijo sacudiendo la cabeza. Luego él también se echó a reír, con esa risa suya tan estruendosa que yo había oído desde el otro lado de la galería de arte aquella primera noche—. Tengo que reconocerlo, Helen.
Ava respiró por fin, por primera vez desde hacía un par de minutos, o eso parecía.
—Eres una caja de sorpresas, Helen —comentó—. No me esperaba algo así de ti.
—Ganarías una fortuna jugando al póquer —añadió Swift—. O en Wall Street. Eres de esas personas con las que sueñan los abogados defensores. Podrían llamarte al estrado de los testigos y hacerte decir todo lo que quisieran, que convencerías a cualquiera de que lo que dices es la verdad y nada más que la verdad.
Y siguió acariciando con su manaza, suavemente, el delicado cuello de Ava.