Desde el momento en que oyó hablar de la Donzi, mi hijo no había parado de perseguir a Swift para que lo llevara a dar una vuelta en la lancha. Nunca había oído hablar de Corrupción en Miami ni de Colin Farrell antes de conocer a Swift, y sin embargo me recordó que era la misma lancha motora que conducía Farrell en la película. La Donzi podía ir más deprisa que una bala, me dijo. A la velocidad de un cohete.
Cuando le preguntó si podría pilotar la Donzi, la respuesta que le dio Swift sonó impropia de él:
—Cuando seas mayor —le dijo—. Hay que saber muy bien lo que se hace cuando se pilota una Donzi, o puedes meterte en un lío muy gordo. Por eso esperé a que Cooper tuviera diecisiete años para comprarla, y ni siquiera le dejaba tomar los mandos si yo no estaba a su lado.
Si a Ollie lo decepcionó su respuesta, no lo demostró. Lo que le había contado Swift solo consiguió aumentar su fascinación por la lancha motora.
—La Donzi era de unos delincuentes que la utilizaban para traer droga desde otros países —me contó Ollie.
Íbamos en el coche, hacia Folger Lane, cuando surgió el tema de la lancha, como ocurría a menudo.
—Y también ametralladoras —añadió—. Luego los detuvieron y la policía vendió la lancha, y el Hombre Mono la compró.
No lo sabía, le dije. Pero era muy propio de Swift comprar una motora que había pertenecido a traficantes de cocaína armados hasta los dientes.
—De mayor quiero ser como el Hombre Mono —afirmó Ollie. Bajó la voz y entornó los párpados mientras miraba su reflejo en el espejo retrovisor.
Al ver aquel gesto, cobré conciencia de una cosa. Aunque había sido yo quien le había presentado a Swift, y aunque a mí misma me encantaba estar con él y consideraba a los Havilland lo más parecido que tenía a una familia, no quería que mi hijo fuera como él cuando se hiciera mayor. Swift me divertía y me entretenía, y había llegado a contar con su generosidad y su protección, pero de pronto me di cuenta de que no sentía por él verdadero respeto. Si siguiera trabajando de camarera y él hubiera asistido a una fiesta en la que yo estuviera pasando bandejas de canapés, mi amiga Alice lo habría tachado de gilipollas, y yo probablemente habría estado de acuerdo con ella.
Ahora, mientras íbamos en el coche a casa de los Havilland, mi hijo volvió a lanzarse a hablar de la lancha motora del Hombre Mono.
—El Hombre Mono dice que la Donzi puede ir a doscientos cuarenta kilómetros por hora —dijo—. Una vez fue tan deprisa que una chica que iba en la lancha perdió la parte de arriba del bikini.
Así con más fuerza el volante.
—Si algún día vamos al lago Tahoe con Swift y Ava y montas en esa lancha, te aseguro que Swift no irá tan deprisa —le dije—. Ya me encargaré yo de eso.
—Tú no mandas en él —replicó—. Nadie manda en el Hombre Mono.