De vez en cuando, si estaba sola en casa de los Havilland trabajando en el catálogo de arte, se apoderaba de mí una sensación extraña y desconcertante. Algún objeto de Ava llamaba mi atención, y de pronto me ponía a pensar en lo fácil que sería llevármelo a casa. Nadie notaría su falta.
A pesar de que dejaban billetes de veinte dólares por toda la casa, jamás se me pasó por la cabeza robarles ni un centavo. Sabía dónde guardaba Ava sus anillos y el collar de diamantes que le había regalado Swift, así como el resto de sus joyas más valiosas. Pero jamás las habría tocado. Estaban, además, todas esas obras de arte: no las desconocidas, sino las verdaderamente valiosas. El diebenkorn, el matisse. Había en aquella casa piezas que valían más de lo que yo ganaría en toda mi vida, pero habría preferido que me cortaran un dedo a tocarlas.
A veces, sin embargo, si estaba sola en Folger Lane, si Ava se había ido a pilates, Estela estaba haciendo la compra y Swift había salido a una de sus sesiones con Ling la herborista o a reunirse con alguien para hablar de su fundación, me asaltaba el impulso –no muy distinto a aquellas ocasiones en las que me obsesionaba la botella de vino que guardaba en lo alto del armario de la cocina– de hacer una visita al inmenso vestidor de Ava. Después de la primera vez que me llevó a verlo, no paraba de pensar en él. Contenía tantas cosas bonitas que nunca la había visto ponerse… Fantaseaba pensando en cómo sería tener una de aquellas prendas colgada en mi armario. O un collar de perlas. O solo un par de pendientes. O algo más insignificante todavía.
Había un anillo en forma de pez que me encantaba. (No en forma de perro, por una vez, cosa rara en Ava). Había un par de pendientes con una piedra roja engastada en una jaulita de oro. Una vez, estando sola en el vestidor, me los acerqué a los lóbulos. Estaba tan poco familiarizada con las piedras preciosas que ni siquiera sabía si eran rubíes, pero me encantaban aquellos pendientes: las piedras rojas y los delicados filamentos de oro que las sujetaban. Habría sido muy fácil metérmelos en el bolsillo. Mi mente parecía provocarme con aquella imagen.
O estaba en la cocina preparándome un té y de pronto me daba por pensar que podía llevarme una de aquellas cucharillas de plata. Formaban un juego, y cada una de ellas tenía grabada una flor distinta. En el mismo cajón había una cuchara para zurdos. Ava y Swift no eran zurdos, pero yo sí. Si aquella cuchara fuera mía, prepararía gachas de avena cada mañana solo por el placer de comerlas con mi cuchara especial.
Durante una semana entera no pude parar de pensar en un portavelas de porcelana china que tenía Ava: una pequeña cúpula que se colocaba encima de una vela de té, sobre un platillo de porcelana a juego. No parecía gran cosa hasta que encendías la vela, a ser posible en una habitación en penumbra. Entonces se revelaba toda una escena labrada en la porcelana: la calle de una aldea, un caballo y un carro, una acogedora casita de campo en medio del bosque. Todo ello lo proyectaba el fulgor de la vela metida bajo la campana de porcelana. Yo sabía perfectamente en qué lugar de mi apartamento colocaría el portavelas si fuera mío.
Una noche que estábamos cenando juntos Ava puso aquel portavelas sobre la mesa. Pensando que tal vez pudiera comprarme uno igual, le pregunté dónde lo había encontrado.
—Sabe Dios —contestó—. Seguramente nos lo regaló alguien en uno de esos horribles eventos a los que teníamos que asistir cuando Swift todavía dirigía su empresa. Tengo cajones enteros llenos de cosas así.
Jamás me habría llevado el portavelas. Ni ninguna otra cosa. Pero si lo hubiera hecho, sabía que, a diferencia de Ava, lo habría guardado como un tesoro.
En realidad, Ava no prestaba mucha atención a los objetos materiales. Se preocupaba por la gente a la que quería, y por sus perros.
En muchos sentidos, era una cualidad nueva y estimulante. Aunque se la podía considerar una niña mimada por tener tantas cosas, los objetos concretos, incluso cuando eran tesoros, tenían poca importancia para ella. Ni siquiera sus prendas más caras: su chaqueta de piel de Barneys, su capa de terciopelo, sus botas Fendi, la bata de cachemira que colgaba junto a su jacuzzi. Siempre estaba llevando cosas a la tintorería de las que luego se olvidaba por completo. Le ocurría tan a menudo que un día me puso un par de billetes de cien dólares en la mano y me pidió que me pasara por todas las tintorerías del pueblo para ver si tenían alguna prenda suya.
Aquello me llevó horas, y algunas de las prendas que recogí llevaban un año esperando. Había una falda de lino que me gustaba especialmente. Si me la llevaba a mi casa en vez de llevarla a Folger Lane, pensé, Ava jamás se enteraría.
—Basta —me dije en voz alta, como había hecho una vez al echar mano de la botella.
A veces me preguntaba qué me pasaba, por qué tenía continuamente aquellos pensamientos, por qué fantaseaba con robar algo a los Havilland. Tal vez significara –me dije– que era una mala persona.
Pero en realidad nunca me llevaba nada. Sabía que jamás haría nada que pudiera considerarse una traición a su confianza, después de todo lo que habían hecho por mí. No me habría arriesgado a perder su amistad, como tal vez la hubiera perdido si hubieran sabido de aquellos impulsos avariciosos. Quería mucho a Ava, y amaba el mundo que había construido a su alrededor, lleno de cosas bellas. Quería formar parte de ese mundo. Quería que una parte de su mundo fuera mío.