Swift no iba a ninguna oficina. Desde hacía años. Había dirigido una serie de empresas emergentes en Silicon Valley (la última, dedicada a facilitar reservas de última hora en restaurantes a directivos en viaje de negocios) y ganado tanto dinero que había podido retirarse. Cuando los conocí, Ava y él estaban creando una organización sin ánimo de lucro llamada BARK, dedicada a buscar hogar a perros abandonados y a recaudar fondos para su esterilización. Swift dirigía su fundación desde la caseta de la piscina, desde donde también supervisaba sus inversiones. De pie ante un escritorio elevado, hablaba continuamente por teléfono con aquel vozarrón suyo, casi siempre con posibles donantes para la causa. Sin embargo cuando llegaba Ava lo dejaba todo, se apresuraba a entrar en casa, y ya no paraba de toquetearla.
—¿Sabes por qué Swift se identifica tanto con los animales? —me dijo ella una vez, muy al principio—. Porque él también es un animal. Ese hombre vive para el sexo. Es así de sencillo. No me quita las manos de encima.
Al hacer aquel comentario, su voz tenía un dejo de buen humor, más que de irritación. Solía adoptar ese tono cuando hablaba de Swift: como si su marido fuera una pulga que le había caído encima y de la que podía librarse fácilmente. Aun así, nunca dudé de que lo quería con locura.
En realidad, aunque Ava siguiera siendo el centro de su universo, Swift tenía otras muchas obsesiones: su motocicleta Vincent Black Lightning de 1949 (comprada tras una larga búsqueda, porque le encantaba la canción de Richard Thompson y él también quería tener una), la escuela para niños de la calle que patrocinaba en Nicaragua, sus clases privadas de chi kung y esgrima, sus estudios de medicina tradicional china y tamtam africano, y sus sesiones con el sinfín de jóvenes profesores de yoga y expertos en reiki y energía espiritual que desfilaban por la casa a lo largo del día. Podía parecer que era Ava quien necesitaba más cuidados físicos, pero con frecuencia, cuando llamaba a la puerta alguna persona provista de una colchoneta, una mesa de masaje o algún otro utensilio inidentificable (normalmente una mujer, y casi siempre guapa), era a Swift a quien iba a atender.
La casa de Folger Lane era el lugar donde sucedía todo. Swift y Ava tenían otra casa a orillas del lago Tahoe que visitaban de tanto en tanto, pero aparte de eso y de algún viaje ocasional de Swift para promocionar su fundación, no viajaban. No les gustaba estar lejos el uno del otro, decía Swift. Ni de los perros, añadía Ava.
Él (no ella) tenía un hijo al que quería mucho, Cooper, pero estaba estudiando en una escuela de negocios de la Costa Este y cuando venía de visita solía alojarse en casa de su madre. Aun así, cualquiera que visitara la casa de Folger Lane se daba cuenta por el número de fotografías que adornaban las paredes de la biblioteca (fotos de Cooper con sus amigos haciendo heliesquí en la Columbia Británica, o montando a caballo por una playa de Hawái con su novia, Virginia, o sosteniendo una enorme jarra de cerveza junto a su padre en un partido de los Fortyniners) de que Swift adoraba a su hijo.
Los hijos de Ava, decía ella, eran sus perros. Y quizá, pensaba yo, la extraordinaria generosidad que demostraba mi amiga hacia las personas y los animales con los que se encariñaba se debiera precisamente al hecho de no tener hijos. Se daba por descontado que los perros ocupaban un lugar prioritario en sus afectos, pero Ava tenía además una intuición asombrosa para percibir cuándo una persona se encontraba en graves apuros.
Y no solo yo, aunque llegara a ocupar una posición única como amiga de Ava, sino también cualquier desconocido. Podíamos estar en cualquier parte, comiendo en un pequeño restaurante, por ejemplo (invitaba ella, claro), y Ava veía a un hombre en el aparcamiento, rebuscando en la basura. Un minuto después, hablaba con la camarera, le daba un billete de veinte dólares y le pedía que le llevara a aquel hombre una hamburguesa, unas patatas fritas y un refresco. Si había un indigente parado en la cuneta con un cartel, y esa persona tenía un perro, Ava siempre paraba para darle un buen puñado de las golosinas biológicas para perro que guardaba en un enorme recipiente en la parte de atrás de la furgoneta.
Se hizo amiga de un tal Bud que trabajaba en la floristería en la que parábamos a comprar rosas y gardenias a montones, porque a Ava le gustaba tenerlas en un cuenco junto a su cama. Después dejamos de ver a Bud una temporada y, al enterarse de que le habían diagnosticado un cáncer, se presentó esa misma tarde en el hospital con libros y flores y un iPod cargado con la banda sonora de Guys and Dolls y Oklahoma, porque sabía que le encantaban los musicales.
Y no fue esa la única visita que le hizo. Ava nunca se desentendía de los demás. Yo solía decir que era la amiga más leal que podía tener una persona porque, si te adoptaba como uno de sus proyectos, su amistad era para toda la vida.
—Nunca te librarás de mí —me dijo una vez.
Como si yo quisiera librarme de ella.