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Aunque a Ava le gustaba decir que el principal propósito de Swift en la vida era quererla (y el propio Swift contribuía en gran medida a apuntalar esa idea), últimamente parecía pasar cada vez más tiempo encerrado en su despacho. Había ido involucrándose progresivamente en la creación de BARK, la asociación sin ánimo de lucro dedicada a la defensa de los animales, y con ayuda de algunos amigos –entre ellos, cosa sorprendente, Ling y Ernesto, así como varios jóvenes directivos que se pasaban con frecuencia por la casa, y un colega que había vendido su empresa más o menos al mismo tiempo que él y por más dinero aún, además de Marty Matthias, naturalmente–, había mantenido numerosas reuniones a fin de conseguir fondos para la asociación entre algunos potentados a los que conocía de sus tiempos en el mundo de la tecnología. Evidentemente Evelyn Couture, la viuda de Pacific Heights, hablaba de contribuir con una donación sustanciosa, y Swift se había reunido con sus abogados a ese efecto.

Para entonces yo ya me había dado cuenta de que, a pesar de lo mucho que a Swift le gustaba hacer llamadas y mantener reuniones, era Ava quien de verdad lo movilizaba todo.

—Mandarlo a codearse con posibles donantes es una buena manera de quitármelo de encima —me decía—. Le encanta sentarse en un salón de fumar y ponerse a hablar de los Fortyniners, y se le da de maravilla conseguir que la gente saque la chequera. Pero, si quieres que te diga la verdad, no tiene ni idea de cómo crear una fundación.

Entre tanto, ella había ido un paso más allá, decía. Había contratado a un diseñador web y a un equipo de marketing para que dieran a conocer el proyecto a potenciales donantes de todo el país. Aunque Swift odiaba volar, lo mandó a Nueva York, a una reunión, y después a Palm Beach. Y también a Atlanta, a Boston y a Dallas.

Un día, a finales de esa primavera, cuando me presenté en su casa para cumplir con nuestra rutina de siempre (primero un paseo con Ava y los perros, luego un rato de trabajo y, por último, la cena), Ava me estaba esperando delante de la casa.

—He tenido una idea fabulosa —dijo—. Estoy deseando contártela.

Resultó que ese octubre Swift cumplía sesenta años («Voy de cabeza a los sesenta», decía él) y Ava estaba pensando en darle una gran fiesta sorpresa.

Él sabía que su mujer no permitiría que pasara su cumpleaños sin celebrarlo por todo lo alto, pero la idea que se le había ocurrido daría un nuevo significado a la celebración. Pensaba hacer coincidir la apertura del primer centro de esterilización de BARK, ubicado en San Francisco, con la noche de su cumpleaños, envolviéndolo todo en un gran anuncio oficial, acompañado quizá de un cortometraje. Y (ahí es donde entraba yo) con mi ayuda crearía un libro de fotografías que no solo sería un homenaje a la carrera de Swift y a su dedicación al rescate de perros, sino que serviría para documentar la vida de los perros a los que protegía la fundación.

—¿No crees que tendrá que enterarse de algo con antelación si piensas hacer la presentación oficial de la fundación esa misma noche? —le pregunté.

Ava se rio.

—Ay, cariño —dijo—, qué ingenua eres. Swift nunca presta atención a los detalles. Él es feliz charlando con uno de sus antiguos compañeros de fraternidad y teniendo a mano una botella de Macallan’s. Sobre todo, si hay una camarera guapa cerca.

Ava, en cambio, era una abeja obrera. Y yo también.

Mi labor consistía en repasar todas sus viejas fotografías familiares y digitalizarlas. Luego Ava y yo seleccionaríamos las que mejor contaran la historia de la vida de Swift en sus distintas fases: emprendedor ambicioso, empresario, cabeza de familia, amante de los perros. Y marido de Ava, claro. La presentación del libro en la fiesta de cumpleaños sería simultánea a la apertura del primero de los centenares de centros de esterilización gratuitos que Ava tenía pensado abrir en todo el país. La fiesta sería el evento social y filantrópico de la temporada, y sin duda aparecería en las páginas financieras y en los ecos de sociedad de todos los grandes rotativos, con la cara de Swift sonriendo a diestro y siniestro fotografiada por mí.

—Anoche se me ocurrió una cosa —dijo Ava—. Vamos a mezclar las fotografías con imágenes de todos los perros a los que han salvado las donaciones que ha hecho Swift a las protectoras que apoyamos en la zona de la Bahía y en Silicon Valley. Los retratos los harás tú, claro —añadió.

—No soy fotógrafa de animales —dije.

Meneó la cabeza. Para Ava, no había diferencias relevantes entre perros y humanos, salvo que los perros eran más simpáticos. Si eras fotógrafa y hacías retratos, podías retratar a cualquiera, incluido un chucho o un teckel.

—Será como esas fotos que haces a colegiales —dijo—. Pero en vez de niños retratarás a perros rescatados. Y, tratándose de ti, lo harás de tal modo que la gente se enamorará de cada perro y le entrarán ganas de imitar a Swift y sacar la chequera. Y combinaremos esas imágenes con las fotografías de la vida de Swift que hayas reunido. De ese modo pondremos un rostro humano a la fundación.

—Pero yo no sé nada de fotografía animal —insistí—. Es un campo muy específico.

—Aprenderás.

Ava nunca tenía mucha paciencia para los problemas futuros.

—Va a ser un libro precioso y grande, de los que se ponen en la mesa del café, una edición limitada solo disponible para los invitados a la fiesta y los grandes donantes de BARK. Sé que vas a hacer un trabajo increíble —añadió—. El libro debe representar el vínculo entre seres humanos y animales, y poner de relieve lo interrelacionadas que están nuestras vidas.

Pero ¿y la logística?, le pregunté. Aquello no era como en un colegio, donde disponía de un aula en la que montar mis focos y de un equipo de maestros que hacían pasar a mis modelos uno por uno.

Ava se ocuparía de todos los preparativos. Todos los empleados de los refugios de la zona de la Bahía la conocían ya. Mi cometido consistiría en captar la personalidad de cada perro que fotografiara, como hacía con los colegiales.

Así, sin más, quedó acordado. Ava tenía una habilidad asombrosa para insuflar empuje e ilusión a todos sus proyectos. A su modo de ver, al menos, cualquier cosa que tocaba no solo tenía éxito, sino un éxito arrollador. Antes de que me diera cuenta de lo que ocurría, me puso a trabajar en la primera fase de nuestra empresa: clasificar más de veinte cajas de fotografías familiares. Algunas eran de la familia de Swift y se remontaban a su infancia en Nueva Jersey y a sus tiempos en el instituto, donde había sido una estrella de la lucha libre. Había también numerosas fotografías de su primer matrimonio: su boda, el nacimiento de su hijo, viajes a Disneylandia y a Europa… Yo tenía que revisar todas aquellas imágenes, separar aquellas en las que no aparecía su exmujer, Valerie, y seleccionar las que pasaría a formato digital. En algunos casos podría recortar la imagen para dejar a Valerie fuera del encuadre.

—Supongo que puede parecer una barbaridad —dijo Ava—. Pero, si la conocieras, lo entenderías. Esa mujer no sirve para nada. También habrá que incluir fotografías de sus años en la empresa, claro —añadió—. Swift llevando a Cooper a partidos de fútbol… Cuando me conoció a mí… Fotos de él en la piscina y en su barco… De todas las cosas que le entusiasman. Y acabaremos con una de nosotros dos con nuestros perros. Hasta tengo pensado el título del libro. Lo llamaremos El hombre y sus perros.

Revisar las fotografías y observar las distintas fases por las que había pasado Swift antes de casarse con mi amiga resultó muy gratificante. (Mi amiga. El solo hecho de llamar así a Ava me llenaba de ilusión). Era interesante ver lo torpón que parecía de niño: más bajo que casi todos sus compañeros de clase, con el pelo muy rizado, gafas y, más tarde, con lo que parecía un caso severo de acné juvenil. En torno a los dieciséis años empezó a practicar lucha libre y su cuerpo cambió. Seguía siendo bajo pero tenía los brazos musculosos y las piernas fornidas. Su actitud también parecía distinta: se le veía seguro de sí mismo, pero sin fanfarronería.

En las fotografías que databan de sus últimos años en el instituto aparecía casi siempre sonriendo, del brazo de una serie de chicas extraordinariamente guapas, en su mayoría más altas que él. Más tarde, en sus tiempos de estudiante universitario, ingresó en una fraternidad y se compró un coche. Primero un Mustang destartalado y luego un Corvette. Y por último un Porsche.

Swift tenía empuje. Se notaba incluso cuando tenía diecinueve años. Nada iba a interponerse en su camino.

Bueno, tal vez el matrimonio, durante un tiempo. El primero. Pero Ava me había ordenado dedicar una sola página a esa fase de su vida. Lo cual dejaba espacio de sobra para la parte que de verdad importaba. O sea, su vida con ella.