Todas las noches (antes de ir a mi reunión de Alcohólicos Anónimos o, si había podido ir durante el día, cuando volvía), llamaba a la casa de Walnut Creek para hablar con Ollie. Y cada vez que lo llamaba casi podía ver la mano de mi hijo sobre la alfombrilla del ratón de su PlayStation mientras yo intentaba trabar conversación con él.
—Sí.
—No.
—No.
—Puede.
—No sé.
—Da igual.
—¿Te ha dado tiempo a probar la cámara nueva? —le pregunté una noche—. Estaba pensando que quizá, si pudiéramos pasar un poco más de tiempo juntos, podríamos hacer una de esas expediciones fotográficas que hacíamos antes. Si te quedaras a dormir en mi casa, quizá.
—No sé.
—Después podríamos hacer palomitas y ver películas sentados en el sofá.
Silencio al otro lado de la línea. Luego la voz de Cheri anunciando que era hora de irse a la cama. Eran solo las siete de la tarde, pero a Dwight y Cheri les gustaba que los niños se acostaran temprano.
Cuando colgaba, solía echarme a llorar. Era en esos momentos cuando más deseaba una copa. Pero, en lugar de servirme una, me preparaba una taza de té. Cuando me daban tentaciones, solo tenía que pensar en lo que más me importaba: recuperar a Ollie. No solo que estuviéramos de nuevo bajo el mismo techo, aunque eso era un gran reto. Lo más difícil era conseguir que mi hijo volviera a confiar en mí. O me conociera. O me permitiera conocerlo. Era una sensación de soledad inmensa.
Y luego estaban los Havilland. A veces decía que Ava y Swift eran como mi familia. Pero no se parecían a mi familia (a la de verdad, a la auténtica) en lo más mínimo, y eso era lo que más me gustaba de ellos. Aparte del tiempo que había pasado con Ollie, yo había vivido siempre (con la breve excepción de aquellos pocos años en los que la familia de Dwight pareció acogerme en su seno) como un perro callejero o una huérfana y, después de la marcha de mi hijo, eso era otra vez, más o menos.
—Me estaba preguntando qué nombre llevas en la cartera —me dijo Ava una vez.
Al principio no la entendí.
—En esa tarjeta que se supone que tiene que llevar una junto con el permiso de conducir —explicó—. En la que dice: «En caso de emergencia llamar a…». ¿Qué nombre llevas?
No tenía ninguna tarjeta así, le dije. O, mejor dicho, nunca había llegado a rellenar la tarjeta que venía con mi cartera cuando la compré, años atrás. Ni siquiera cuando había estado casada.
Tiempo atrás había tenido a Alice, claro. Pero incluso antes de que desapareciera de mi vida, no era el tipo de persona de cuya amistad pudieran esperarse grandes cosas. Sencillamente, estaba ahí.
—Ahora puedes poner nuestro número —me dijo Ava.
Agarró mi bolso, sacó mi cartera y, con su letra elegante, empleando su bolígrafo preferido, escribió su nombre al dorso de la tarjeta, junto a su número de móvil y el teléfono de su casa.
—Quizá deberíamos adoptarte —comentó—. Como a Lillian, Sammy y Rocco.
Algunas personas podrían haberse ofendido por aquel comentario, pero se trataba de Ava, y el mayor cumplido que podía hacerte era compararte con uno de sus perros.