Ava y Swift debían resolver algunos asuntos relativos a la casa de lago Tahoe. Tenían un administrador de fincas que solía cuidar de la casa, pero llevaba un tiempo dando problemas. Necesitaban encontrar a alguien que se hiciera cargo de ese trabajo.
—Seguramente podría resolverlo por teléfono —dijo Ava—, pero esa casa es tan especial para nosotros que no quiero darle las llaves a un perfecto desconocido.
Me pidió que fuera a la casa y hablara con un par de empresas de administración de fincas.
—Puedes tomártelo como unas vacaciones —dijo—. Llévate un montón de revistas. Entrevista a la gente que haya respondido a nuestro anuncio, a ver quién te gusta. Swift y yo confiamos plenamente en que tomarás la decisión correcta.
Pero eso no era todo. Evidentemente, estaban pensando en remodelar completamente la casa aquella primavera. En cuanto pasara la gran fiesta de cumpleaños, Ava empezaría a hablar con los arquitectos.
—Queremos que te lleves la cámara y hagas fotos de la casa —dijo—. Para darle al arquitecto una idea preliminar de cómo es antes de que vaya a verla en persona. —Esperó un momento y luego añadió—: Puedes llevarte a ese novio tuyo si quieres.
Era curioso que Swift y ella nunca dijeran el nombre de Elliot.
Le dije que iría, pero sola. Odiaba que las cosas fueran así, pero no estaba de humor para pasar unos días con Elliot. Lo que de verdad necesitaba era estar sola.
Nunca había estado en el lago Tahoe. Para empezar, no esquiaba (aunque tampoco esquiaba Ava, claro). Pero, sobre todo, me había parecido siempre un sitio reservado a personas procedentes de un mundo al que yo no pertenecía: gente que desde pequeña había esquiado y practicado el esquí acuático y el tenis, y que sabía navegar y pilotar lanchas motoras. El hecho mismo de que lo llamaran «Tahoe» (nunca «lago Tahoe») denotaba una familiaridad que yo jamás podría fingir.
Pero después de tantos meses oyendo hablar de aquella casa a los Havilland, quería conocerlo. Y me sentía orgullosa de que confiaran en mí hasta el punto de dejarme elegir al nuevo administrador de fincas. Y ya que estaba allí –sugirió Ava–, podría encargar que limpiaran las alfombras y las cortinas, y buscar a alguien que fuera a echarle un vistazo al lavaplatos, que había funcionado mal la última vez que habían estado allí.
La parte de mi labor que más me atraía era la fotográfica, claro está. Hacía tiempo que solo me dedicaba a retratar perros y colegiales, uno tras otro, durante mi jornada laboral. Me encantaba la idea de tener todo el día para pasear por las habitaciones de la casa de los Havilland en el lago y por sus terrenos, haciendo fotos a mi aire.
Tardé más de cuatro horas en llegar allí, pero no me importó. Iba pensando en la promesa de Swift de hablar con su abogado para reabrir el caso de la custodia de mi hijo, y en el hecho de que nunca pareciera tener tiempo para hacerlo. Había dudado en decírselo, pero un par de días antes había sacado el tema a relucir temiendo que se le hubiera olvidado.
—Estoy en ello, nena, no te preocupes —me había contestado dándome unas palmaditas en el brazo.
No estaba convencida de que me hubiera dicho la verdad, pero ¿qué podía hacer?
Hacía ya más de tres años desde mi detención, y desde entonces no había tenido ni un solo problema. Tenía deudas, pero al menos ganaba suficiente dinero. Y lo que era más importante: mi propio hijo decía que quería volver a vivir conmigo. Tal vez fuera en parte por su deseo de estar cerca de su adorado Hombre Mono, y en parte por lo mucho que le gustaba jugar al frisbee con Rocco. Pero también, en parte, quería estar conmigo. Habíamos progresado mucho ese verano. Mi hijo volvía a confiar en mí.
Iba pensando en todo esto mientras hacía el largo viaje hasta el pueblo de Truckee y mientras recorría los casi veinticinco kilómetros que había desde allí hasta la casa de Ava y Swift a orillas del lago Tahoe. El plan era instalarme en la casa, descansar después del largo día de conducción y esperar hasta el día siguiente para ir al pueblo y entrevistarme con los candidatos al puesto. Saliendo de casa a mediodía, conseguiría llegar a tiempo para hacer unas fotos de la casa a la luz dorada del atardecer.
Pasé junto a un montón de mansiones con vistas al lago mientras iba hacia la casa de los Havilland: grandes casonas construidas a capricho de sus propietarios, sin duda carísimas y con toda clase de comodidades, pero absolutamente desprovistas de encanto. Luego llegó el desvió hacia la casa de Ava y Swift.
Había casas mucho más ostentosas, pero ninguna que pudiera compararse con aquella en encanto. Al verla, me pregunté enseguida por qué querían cambiar una sola cosa de ella. Estaba situada al final de un largo camino pavimentado, sin otras casas a la vista y rodeada de árboles por todas partes. Un sendero cubierto de musgo bajaba a la playa. La casa era de buen tamaño, pero producía la sensación de ser una casita de campo más que una mansión, con un porche que la envolvía por los cuatro costados y una chimenea de piedra que asomaba por encima del tejado.
Tenía el tejado de pizarra y las contraventanas rojas, y los árboles que la rodeaban no eran como los de las otras casas que había visto por la carretera, plantados hacía poco por algún paisajista de altos vuelos. Eran secuoyas y pinos maduros que surgían de un manto de helechos. Había una hamaca tendida entre dos de ellos y, de cara al lago, un balancín.
Los otros edificios de la finca eran una casita de invitados y un cobertizo en el que supuse que Ava y Swift guardaban sus kayaks y sus tablas, junto con la canoa de corteza de abedul que Swift había encargado expresamente a un canadiense, y el equipo de esquí acuático. En aquel cobertizo guardaban también la Donzi, el orgullo y la alegría de Swift. Yo sabía un montón de cosas sobre aquella lancha por mi hijo, claro: la potencia que tenía, que sus dueños anteriores habían eludido a las autoridades en una loca persecución de cinco horas en algún lugar de las costas de Florida, con drogas por valor de un par de millones de dólares a bordo y una AK-47… Ollie hablaba en tono maravillado al contarme aquella historia.
—Entonces los malos se fueron a la cárcel —decía—, y el Hombre Mono se quedó con la Donzi.
Antes incluso de apagar el motor del coche vi el lago, rielando azul contra el horizonte. No había muchas embarcaciones en el agua, y seguramente ninguna era tan veloz como la Donzi.
—Tengo la lancha más cojonuda de todo el lago —le había dicho Swift a Ollie.
Para mí, lo más deslumbrante de todo era el trozo de tierra en el que se alzaba la casa: un lugar en el que había tan pocos indicios de la vida moderna que podríamos haber estado en 1900.
Paré el coche delante de la casa y salí, fijándome en la vista. Eran las cinco y media o las seis de la tarde, y la luz incidía en el lago en un ángulo perfecto. Saqué mi cámara.
Algo me pasa cuando empiezo a hacer fotos. Todo lo demás se difumina. Podría haber un bosque en llamas, que, si no aparece en mi visor, ni siquiera lo notaría. En ese momento me hallaba absorta en el modo en que el sol descendía sobre el lago. Divisé un colimbo deslizándose por el agua, iluminado por aquella luz dorada y perfecta.
Se zambulló. Lo fotografié justo cuando salía de nuevo a la superficie.
Quién sabe cuánto tiempo estuve allí. Puede que fueran cinco minutos, o media hora. De repente, sin embargo, me di cuenta de que se oía una música procedente de la casa: una especie de hip-hop. Aparté la mirada de la cámara y la dirigí hacia la casa, fijándome por primera vez en ella.
Fue entonces cuando lo vi: había otro coche en el camino de entrada, un descapotable amarillo con la capota bajada. Vi también que salía humo de la chimenea y que se oían risas a través de una ventana abierta.
Debería haberme asustado, supongo, pero la idea de que alguien pudiera invadir el hermoso refugio de Ava y Swift debió de disipar cualquier asomo de temor. Solo sentí un feroz impulso de proteger aquel lugar.
Un extraño impulso se apoderó de mí. Levanté la cámara. Si, como pensaba, alguien había irrumpido en la casa, era importante fotografiar el número de matrícula del coche, y eso hice. Luego, demasiado asombrada para sentir miedo, me acerqué a la puerta y giré el pomo. No hizo falta que sacara las llaves. Estaba abierto.
Lo primero que vi fue una maleta, de piel y de aspecto lujoso. En el suelo, a su lado, había una mochila muy usada. No se veía a nadie, pero oí el crepitar de un fuego y noté un olor a humo procedente de lo que sin duda era el cuarto de estar. Como andando en sueños, recorrí el pasillo y entré en la habitación, con sus viejos sofás de terciopelo –mucho más agradables que los nuevos–, un par de butacas de piel, una mecedora de roble, una alfombra de estilo indio, y un lienzo que creí reconocer: parecía ser del mismo pintor marginal cuyo cuadro del perro había inspirado mi primera conversación con Ava.
Olía a comida. Alguien estaba friendo carne. De pronto oía también voces: una aguda y risueña y la otra más grave. Una risa que me resultaba familiar y que al mismo tiempo tenía algo de discordante. Para entonces ya había llegado a la conclusión de que, fuera quien fuese quien había entrado en la casa, no era un ladrón.
Estaba allí parada, intentando decidir qué debía hacer, cuando se abrió la puerta del otro lado del cuarto de estar. Era Cooper, el hijo de Swift, sosteniendo un Martini. Aunque nunca nos habíamos visto, lo reconocí al instante. Y a su lado, vestida únicamente con una camisa de hombre sin abrochar, estaba Carmen, la hija de Estela.