Ollie y yo establecimos por fin una especie de rutina durante aquellas dos semanas. Era la primera vez desde que mi hijo tenía cinco años que vivíamos conforme a un ritmo propio. Como mi apartamento solo tenía una habitación, había instalado a Ollie en el cuarto de estar, en el colchón inflable, pero casi todas las mañanas se metía en mi cama antes de que amaneciera, llevando consigo un montón de libros de la biblioteca. Entonces amontonábamos las almohadas y nos poníamos a leer hasta que salía el sol. Luego yo hacía tortitas o tostadas francesas, y jugábamos una mano de un juego de cartas llamado «anaconda» que le había enseñado Swift. Solía ganar él. Después nos vestíamos y yo lo llevaba a casa de Swift y Ava, donde Ollie pasaba casi toda la mañana jugando con los perros y nadando en la piscina con Swift mientras yo trabajaba unas pocas horas.
—Tengo una idea —dijo un día Swift.
Estábamos fuera, junto a la piscina. Yo había hecho un breve descanso para tomar un aperitivo. Ollie, que había estado jugando a marco polo con Swift, estaba echado en una tumbona, escuchando el iPod de Swift. Ava leía una revista. Estela acababa de sacar los bloody marys y una versión sin alcohol del cóctel para mí.
—Hace muchísimo tiempo que no damos una fiesta. Vamos a invitar a tu novio a cenar.
—No sé —contesté.
De hecho, echaba de menos a Elliot, pero Folger Lane no me parecía el mejor sitio para reencontrarme con él después de casi diez días sin vernos. Y, además, Ollie estaría allí.
—Ya va siendo hora de que lo conozcamos —insistió Swift.
Ava no sabía cómo se llamaba, claro, siempre se refería a él como «el contable». Evidentemente, Swift tampoco se había quedado con su nombre.
—¿Por qué no lo llamas, a ver si está libre para cenar?
—¿Cuándo? —pregunté yo.
—Ahora.
—No creo que sea buena idea —dije—. Elliot no conoce a Ollie. Es mejor ir paso a paso. Que Ollie pase primero un tiempo solo con Elliot y conmigo. Luego podemos juntarnos todos.
—Piensas demasiado las cosas —comentó Ava con una aspereza que yo le oía muy rara vez. Normalmente, solo cuando hablaba con Estela si volvía a casa trayendo una marca de comida para perros equivocada, o si no había pasado la aspiradora por un sitio en concreto. O, como había sucedido hacía poco, cuando me había contado lo del anillo que había robado Carmen—. Será divertido —dijo—. Podemos ir todos al club náutico y cenar en el barco.
Elliot estaba libre esa noche, lo que no me sorprendió. Pero, aunque se alegró de tener noticias mías, expresó las mismas dudas que yo había tenido poco antes. Ahora, sin embargo, al oírle preguntarse en voz alta si sería el momento adecuado para conocer por fin a Ollie, yo también desdeñé su preocupación con cierta aspereza:
—Le das demasiadas vueltas a todo —dije—. Y te preocupas demasiado.
—Me preocupo por las cosas que me importan —contestó.
—¿Qué tal si nos divertimos por una vez sin analizarlo todo?
Elliot se quedó callado.
—Creía que nos divertíamos bastante —repuso—. Es solo que me tomo en serio este asunto, nada más. Conocer a Ollie significa mucho para mí.
—No va a pasar nada —dije en el mismo tono que Ava—. Swift tiene una barbacoa en la cubierta de su barco. Podemos cenar hamburguesas, y Ava preparará galletas con chocolate y malvavisco. Seguro que Swift deja que Ollie pilote el barco.
Quedamos en que Elliot iría a Folger Lane esa tarde. Tomaríamos una copa, los que quisieran se darían un baño y luego nos iríamos al club náutico a cenar en el velero de los Havilland.
—¿En la Donzi? —preguntó Ollie. Había oído hablar mucho al Hombre Mono de su lancha motora.
Swift meneó la cabeza.
—Esa está en Tahoe, amiguito —contestó—. Pero no te preocupes. Pronto saldremos en ella. Y, cuando lo hagamos, ya verás lo que es bueno, chaval. —Hizo un movimiento como el de un vaquero echando el lazo.
Estábamos junto a la piscina cuando apareció Elliot. Swift estaba en bañador y Ava llevaba uno de sus vestidos largos. Ollie estaba en el agua: ya nadaba tan bien que no necesitaba un adulto a su lado, aunque lo vigilábamos de cerca.
Me fijé primero en la ropa de Elliot. Camisa, pantalones chinos anchos y mocasines. Debía de haberse cortado el pelo desde la última vez que nos habíamos visto: una franja de cuello quedaba a la vista, rosada y vulnerable, y alrededor de sus orejas la piel se veía desnuda. No quería que aquello me molestara, pero me molestó.
Me levanté para saludarlo y le puse la mano en el hombro pero no lo besé, aunque en otras circunstancias habría querido hacerlo.
—Quiero que conozcas a mis amigos —dije. Pensé que lo mejor sería hacer las presentaciones poco a poco. Primero Swift y Ava, y luego Ollie, cuando saliera del agua.
—He oído hablar mucho de vosotros —comentó Elliot al tender la mano por encima de la mesa, sobre la que había una botella de vino casi vacía.
Swift ya había abierto otra. Elliot también había traído vino para contribuir a la comida, pero yo sabía que seguramente no estaría a la altura del de Swift.
—Nosotros también lo sabemos todo de ti —respondió Ava—. Bueno, puede que no todo. Pero esto podría equipararse a conocer a los padres.
—Es estupendo que Helen tenga amigos como vosotros, que velan por ella —comentó Elliot.
—Es la clase de persona de la que alguien podría aprovecharse —repuso Swift mirándolo a los ojos—. Hay un montón de tiburones en el agua.
—Yo no soy uno de ellos —dijo Elliot sin apartar la mirada.
—Claro que no —añadió Ava, y levantó la mano para darle unas palmaditas en el brazo—. Un ratón daría más miedo que Elliot.
Se rieron. Yo no.
Swift le lanzó una toalla a Elliot: gruesa y mullida, muy grande, con una franja azul en la parte de abajo a juego con el logotipo de una de las empresas que había fundado Swift. Ava me había contado una vez que, en los tiempos en que Swift aún trabajaba en Silicon Valley, las regalaban por Navidad junto con albornoces a juego con las iniciales de cada empleado bordadas.
Swift le pasó a Elliot un cigarro de su caja de puros. Elliot puso una expresión ligeramente angustiada.
—Espero que hayas traído ropa para cambiarte, chaval —le dijo Swift—. Luego vamos a salir en el barco.
—Si no, podemos dejarte algo de Swift —ofreció Ava.
Elliot era casi diez centímetros más alto que Swift y sus complexiones eran totalmente distintas, pero Elliot no hizo ningún comentario.
—Es norma por aquí —añadió Swift—. Cuando alguien no se mete en el agua por propia voluntad, lo tiramos. —Soltó su risa de hiena.
Miré a Elliot, que no sonreía.
Ollie estaba en el trampolín, tirándose a bomba. Gritó a Swift para que lo mirara.
—Mi marido ha convertido a ese niño en un pez —le dijo Ava a Elliot.
—Lo próximo será la lucha libre —dijo Swift.
Más tarde, cuando Ollie salió del agua (aquel momento siempre me encogía el corazón: ver a mi niñito, flaco y tiritando, chorreando agua junto a la piscina, con los dientes castañeteándole pero feliz), lo envolví en una de las tollas con rayas azules y lo llevé a la mesa, donde se habían reunido los adultos.
—Hay una persona a la que quiero que conozcas —le dije—. Este es Elliot.
Noté que mi hijo lo miraba con atención: la camisa, los pantalones anchos, los tobillos blancos y las manos pálidas. Elliot no se había metido en el agua.
—Es tu novio, ¿verdad? —preguntó Ollie.
Swift soltó una de sus carcajadas.
—A este chico no se le escapa una —dijo.
—Tu madre y yo somos buenos amigos —contestó Elliot—. Pero no voy a mentirte. A veces tengo suerte si consigo que salga conmigo. Confiaba en que algún día pudiéramos ir los tres juntos a algún sitio divertido.
—Yo no quiero ir a ningún sitio —dijo Ollie—. Me gusta estar aquí. —Se volvió hacia Swift—. ¿Quieres que juguemos al futbolín?
—Te voy a machacar —respondió Swift—. A machacarte y luego a pulverizarte. —Levantó a Ollie por encima de su cabeza y lo llevó en brazos, mientras él chillaba y pataleaba, hasta la caseta de la piscina, donde estaban los juegos.
Ava y yo nos quedamos a solas con Elliot. Ella empezó a servirle una copa de vino, pero Elliot la detuvo.
—No suelo beber —dijo.
Ava dejó la botella.
—Ay, señor —dijo, y se rio un poco, como si aquello fuera una cosa sorprendente—. Ni nadar, ni beber… ¿Alguna vez te diviertes?
—Pues sí —contestó él.
—Espero que por lo menos te gusten los perros —añadió ella.
—Me encantan —contestó Elliot—. Tendría uno si no fuera alérgico.
Observé el semblante de Ava.
—¿Verdad que es curioso —dijo— que nadie diga nunca que es alérgico a la gente?