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Era miércoles. Solo faltaban cuatro días para la gran fiesta de cumpleaños. Como habíamos planeado, Oliver iba a pasar conmigo ese fin de semana. Ava me pidió que lo pusiera al corriente de nuestros planes. Él estaba entusiasmado.

—Es como si fuera un agente secreto —dijo.

Solo que el Hombre Mono no era uno de los malos, claro. El Hombre Mono era el héroe, como siempre.

Cuando Ava le propuso a Swift que fuera con Ollie al acuario de Monterrey, él no puso objeciones. Habíamos salido a cenar juntos cuando ella sacó el tema.

—¿Te acuerdas de que en verano le prometiste a Ollie que lo llevarías a algún sitio especial si ganaba la carrera? —preguntó—. Pues es hora de cumplir tu promesa, amiguito. Y como Tahoe está un poco lejos para llevarte a Ollie sin su mamá, hemos pensado que podéis hacer una excursión a Monterrey.

Yo ya había tenido una larga conversación con Ollie para advertirle que no contara nada sobre la fiesta sorpresa. No le dije expresamente que no se lo contara a Dwight, pero él parecía entender desde hacía tiempo que había ciertos aspectos de la vida en Folger Lane de los que era preferible que su padre y su madrastra no se enteraran. Además, él jamás echaría a perder la sorpresa de Swift.

La tarde previa a la gran fiesta, un viernes, fui a Walnut Creek a recoger a Ollie. Íbamos a pasar la noche en mi apartamento y al día siguiente, sábado, Ollie y Swift se irían de excursión a Monterrey, con orden estricta de estar en casa no más tarde de las siete.

Esa noche, en mi apartamento, le preparé un baño a Ollie. Mientras se quitaba la ropa, saqué el cubo de juguetes que guardaba para sus visitas: un action man, unos cuantos dinosaurios de plástico, su barco pirata.

Ollie era muy pudoroso y, como tenía edad suficiente, yo dejaba que se bañara solo, pero me sentaba al otro lado de la puerta del baño con una revista, escuchando los ruidos que hacía. Era algo que me encantaba, una de las cien mil cosas que echaba de menos desde que no vivía conmigo: oír a mi hijo dándose un baño.

Me encantaban las cosas que hacían los niños pequeños en la bañera cuando estaban solos, como hacer hablar a los dinosaurios entre sí. Uno (una hembra, evidentemente) le estaba echando una bronca a otro porque se había portado mal con su hermano pequeño.

—Yo no he sido —decía el dinosaurio-niño.

—Sí que has sido tú —respondía la dinosauria con voz aguda.

—Eres mala —decía el dinosaurio.

—Y tú me sacas de quicio —contestaba ella—. Si dices una cosa más, te doy una bofetada.

Luego oí un ruido de burbujas: Ollie se había sumergido un momento, como hacía siempre, y había salpicado al salir a tomar aire. Ahora estaba haciendo el ruido de un motor: el del barco, supuse. La dinosauria de la voz aguda gritaba pidiendo socorro. El action man acudió al rescate.

En aquel momento deseé que no se fuera con Swift al día siguiente. Quería quedarme con él en casa, allí, en aquel lugar seguro en el que podía leer en voz alta, jugar con él al memory, hacerle macarrones con queso y luego arroparlo en la cama y escuchar el sonido de su respiración. Quería que siguiera siendo un niño pequeño, y de pronto tenía la sensación de que el tiempo de su infancia casi se había agotado. Entonces me asaltó un pensamiento, tan nítido y visible como una valla publicitaria al lado de la carretera: «No dejes que vaya con Swift».

Si le decía a Ollie que no podía ir a Monterrey, jamás me lo perdonaría, del mismo modo que no había perdonado a Elliot que se hubiera empeñado en que se pusiera el chaleco salvavidas. (Elliot… Ahora, cuando pensaba en él, sentía una pequeña oquedad en el corazón. Desde la noche de la cena desastrosa, había procurado tener siempre cerca el móvil, con la batería cargada, por si acaso me llamaba. Resultaba irónico, supongo, teniendo en cuenta que durante semanas había evitado sus muchas llamadas. Había pensado en llamarlo, pero no me atrevía. Le había dicho cosas tan terribles… ¿Por qué iba a perdonarme? ¿Cómo podía hacerlo? Pero lo más irónico del caso era que Ollie me preguntaba dónde estaba Elliot. Aunque adoraba al Hombre Mono, mi hijo parecía entender que también había algo reconfortante en la estabilidad y la constancia de Elliot. Tal vez, igual que me había sucedido a mí, solo después de su marcha se había dado cuenta de lo bien que nos sentaba su compañía).

Ahora, no obstante, tenía a Ollie otra vez conmigo y, si él quería irse de excursión con su héroe, yo no iba a impedírselo. Se lo pasarían en grande viendo los delfines, los tiburones y las focas, y volverían a casa justo a tiempo para la fiesta sorpresa. La fiesta… A Ollie le encantaba desempeñar un papel tan importante en nuestros planes. Sacar a Swift de la ciudad para que pudiéramos prepararlo todo era esencial.

Swift debía llegar a las seis de la mañana del sábado. Preparé las cosas de Ollie la noche anterior: un cambio de ropa, unas cuantas barritas energéticas, una bolsa con galletitas saladas, algunos libros para que les echara un vistazo (aunque dudaba que lo hiciera). Me había pedido que cargara la cámara digital que le había regalado por su cumpleaños para hacer fotos de todas las cosas chulas que viera en el acuario.

A las cinco, Ollie estaba ya levantado y vestido. Se había puesto la chaqueta de los San Francisco Giants que le había regalado Swift, y debajo la camisa de los monos, bien remetida para que no le llegara por debajo de las rodillas. Estábamos en el umbral, a oscuras, cuando llegó el Land Rover y Swift bajó la ventanilla.

—¡Campeón! —le gritó Swift—. ¿Estás listo para pasarlo en grande como dos machotes este fin de semana? He traído un par de cuchillos de caza, por si acaso los malos nos asaltan por el camino.

Ató un pañuelo alrededor de la cabeza de Ollie, y él se puso otro.

—Ojo con nosotros —anunció con su risa de hiena—. Somos piratas.

Ollie me miró. Conocía a Swift lo suficiente para saber que estaba bromeando, pero no estaba del todo seguro y no quería equivocarse.

—Es broma, cariño —le dije—. No hay malos por ninguna parte.

—Solo yo —dijo Swift apretando su puro entre los dientes, y se inclinó para abrir la puerta del copiloto—. Arriba, muchacho.

—Somos dos piratas —dijo Ollie mientras se abrochaba el cinturón.

—No corras, ¿de acuerdo, Swift? —le dije mientras bajaba la capota del coche—. Llevas una carga muy valiosa.

—¿Crees que no lo sé? Pienso tratarlo como si fuera carne de mi carne.