Agradecimientos

 

Me embarqué en la narración de esta historia –aunque aún no sabía qué historia iba a ser esa– en la primavera de 2014. Me había mudado a la casa del que era desde hacía poco tiempo mi marido, Jim Barringer, pero había un problema (o lo que pasaba por serlo en aquellos tiempos): no tenía sitio para trabajar.

Mi amiga Karen Mulvaney y su marido, Tom, me hicieron una oferta muy generosa: prestarme una casita maravillosa que tenían y que en ese momento estaba vacía, durante el tiempo que la necesitara. La llamaban «la casa de Bud», y así la llamo yo también desde entonces.

Una cosa que he aprendido a lo largo mis muchas décadas de encierro en diversas cabañas, habitaciones de hotel y desvanes –y una vez en un aparcamiento subterráneo– con el propósito de escribir es esta: la habitación no tiene por qué ser grande ni lujosa (y posiblemente no debe serlo). Pero tiene que reunir ciertas condiciones que permitan despegar a la imaginación. La casa de Bud –con su ventanal soleado frente al escritorio, su nevera roja, su ancho porche delantero donde me sentaba con mi café a leer el trabajo del día anterior mientras una familia de ciervos pastaba bajo los árboles frutales, y su pequeño cobertizo en la parte de atrás donde se guardaba el tractor que solía conducir Bud– reunía esas condiciones en gran cantidad.

Justo después del amanecer, todas las mañanas, durante toda esa primavera y ese verano, subía por la colina hasta el municipio de Lafayette, California, para sentarme ante el escritorio de aquella casita roja y escribir esta historia. El primer borrador lo completé allí.

Debería añadir que en el momento en que giré por primera vez la llave en la cerradura de la casa de Bud y preparé mi primera cafetera, no tenía ni idea de lo que iba a escribir. La idea para esta novela surgió directamente de mis meditaciones acerca de ese gran don que es la amistad –como atestiguaba el ofrecimiento de Karen– y del recuerdo de las veces a lo largo de mi vida en que había depositado mi confianza en una amistad que me había defraudado –como sin duda yo he defraudado a otras personas como amiga en el transcurso de mi vida–. Años después de ese desengaño, todavía me estremezco al pensarlo. No hay muchas pérdidas tan terribles como esa.

Dos jóvenes muy distintas –ambas muy queridas para mí– me sirvieron también de inspiración para esta historia. Melissa Vincel ha formado parte de mi vida desde que tenía diecisiete años, cuando subió al escenario del Kennedy Center para que le hiciera entrega de uno de los veinte Premios Nacionales de Redacción Académica. Años después volvimos a encontrarnos en mi taller de escritura en Guatemala, y desde hace más de diez años Melissa me ayuda a organizar ese taller y muchas otras cosas gracias a su talento como escritora, su intuición, su suprema habilidad para la planificación y su incomparable sentido común, así como a su infinito entusiasmo por la vida.

De un modo parecido al de mi narradora, Helen (quitando sus problemas con el alcoholismo y con la custodia de su hijo), Jenny Rein ha trabajado para mí, a veces con paga y a veces sin ella, ocupándose de los pormenores menos glamurosos de mi vida de escritora. Cuando nadie se encarga de esos detalles, puede que el autor o la autora en cuestión jamás llegue a terminar su libro. Enviar contratos por correo o pagar facturas es una de las facetas del trabajo de Jenny, pero también desalojó a una familia de mapaches de mi casa, me ayudó a organizar el transporte desde la otra punta del país de una caravana gitana, me llevó un par de botas de montaña a un aparcamiento y, una vez que intuyó que necesitaba desahogarme un poco, me llevó a su jaula de bateo preferida y me prestó su casco de béisbol para que pudiera lanzar unas cuantas bolas rápidas. Jenny creó un pequeño archivo de mis viajes, cuyos pormenores conoce mucho mejor que yo en muchos aspectos. El suyo es uno de los números de teléfono que marco en caso de emergencia. Siempre responde.

Mi hermana, Rona Maynard, leyó con suma atención e inteligencia –como ha hecho a lo largo de toda mi vida– este manuscrito. Y lo mismo puede decirse de mi hijo pequeño, Wilson Bethel. Es un gran día en la vida de una madre (y yo ahora tengo muchos de esos días) el momento en que uno de sus hijos le enseña o le señala algo que ella no había visto. Wilson ha logrado eso muchas veces con sus sugerencias editoriales.

Cuando tuve que dar vida al personaje de un novio profundamente adorable pero algo patoso para mi narradora, Elliot –un hombre íntegro que se ha propuesto sacar a la luz fraudes financieros que despojan a ciudadanos honrados del dinero que tanto les cuesta ganar–, encontré mi modelo (quitando ciertos detalles que he alterado notablemente) en David Shiff, mi viejo amigo, un hombre del que me fío más que de mí misma en cuestiones de dinero y leal hasta la médula. Los detalles de la estafa de Swift Havilland los ideó David, que se dedica a destapar fraudes con el mismo celo que otros emplean en perpetrarlos.

Landon Vincel, con sus casi-cinco-años, me brindó su selección de poemas favoritos de Shel Silverstein, que casualmente son los mismos que prefiere el niño de la novela, Ollie. Rebecca Tuttle Schultze y la banda de Mousam Lake, Maine –donde monté por primera vez en una Donzi– me instruyeron en el arte de saltar olas en una moto acuática. Margaret Tumas me brindó un consejo veterinario relevante para la novela, relativo a cierta comida que jamás hay que darle a un perro. Las mujeres de la Lafayette Library me acogieron en su cálido abrazo, al igual que Joe Loya, ladrón de bancos retirado, escritor y coanfitrión de las Lafayette Library Writers’ Series. Un paladín fiero y leal donde los haya.

Para cerciorarme de que estaba retratando con precisión la vida de una mujer hemipléjica autónoma, recabé la inapreciable ayuda de Molly Hale, artista marcial tetrapléjica así como cofundadora y codirectora ejecutiva de Ability Production, una asociación destinada a proporcionar información y recursos a quienes utilizan sillas de ruedas. Jamás diría de Molly que está «confinada» o «condenada» a una silla de ruedas, porque Molly no ve límites, solo oportunidades.

Gracias, como siempre, a David Kuhn, de Kuhn Projects, a su homóloga en la Costa Oeste, mi asesora de confianza Judi Farkas, y al equipo de William Morrow: Kelly Rudolph, Kelly O’Connor, Tavia Kowalchuk y Liate Stehlik. Desde el otro lado del océano siento el apoyo incansable y el entusiasmo del extraordinario equipo de mi editorial en Francia, Philippe Rey. También deseo destacar, entre los muchos editores extranjeros que han apoyado mi trabajo, a mi encantadora editora húngara, Eszter Gyuricza. Las mayores alabanzas y mi más honda gratitud a mi agente, Nicole Tourtelot, de DeFiore Agency, que leyó y releyó el manuscrito ofreciéndome valiosísimas sugerencias que me ayudaron a hacer de él una novela más profunda y rica de lo que era en un principio, y que además, cuando dimos por terminado el trabajo, sacó un ukelele y se puso a cantar.

Como siempre, dejo para el final a mi queridísima editora y querida amiga Jennifer Brehl, que me dijo que creía en mí como escritora de ficción en 2008, y que me ha ayudado infatigablemente a crecer como escritora con cada nueva novela (y que, en el caso de esta, me recordó, con el paso de los meses, que ningún plazo editorial importa más que la salud de la persona a la que amas).

Este es el cuarto libro en el que hemos trabajado juntas. Jennifer pertenece a esa exigua y menguante raza de editores que de verdad corrige cada página: línea a línea, palabra por palabra, pensando la colocación de cada coma. Escribir es un acto profundamente solitario, pero trabajando con Jennifer siento a mi lado, en todo momento, la presencia de una colaboradora enormemente sensible y generosa.

Finalmente, doy las gracias a mi marido, James Barringer, que desde hace diez meses –y contando– se enfrenta al peor de los adversarios, el cáncer de páncreas, y nunca ha dejado de animarme a volver al trabajo, en esa habitación propia que él hizo posible, al fin, para mí. En los cuatro años que llevamos juntos, Jim me ha enseñado lo que es tener (y ser) un verdadero compañero.

Todavía estoy escribiendo tu libro en mi cabeza, Jim. Llevo tu nombre en mi corazón.