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Una noche, a últimos de septiembre, Elliot me llamó para decirme que quería verme y que iba a pasarse por mi casa. Yo llevaba unos días evitándolo mientras ayudaba a Ava con los preparativos, cada vez más complejos, de la fiesta de cumpleaños. Estaba agotada y no me apetecía esquivar más preguntas de Elliot sobre la estructura financiera de BARK.

No hice ningún esfuerzo por arreglarme. Estaba en pijama cuando abrí la puerta.

—Estoy horrible —dije.

—Para mí estás maravillosa —contestó—. Estás como eres.

En muchos aspectos, Elliot era un hombre anticuado. Allí estaba, trajeado y sosteniendo en una mano un ramo de rosas de los que se compran en el supermercado, no en una floristería. Muy propio de él. Una vez le dije a Ava que Elliot debía de haber estado ausente el día en que repartieron el manual del romanticismo. En cierta ocasión me regaló sales de baño de una marca blanca. Y otra vez que teníamos previsto ir de acampada a las Sierras, me regaló unos calzoncillos largos.

Resultó, sin embargo, que esa noche me había traído un anillo. Era un diamante sorprendentemente grande para una persona tan precavida con el dinero, engarzado en una montura absolutamente tradicional: el tipo de anillo que mi padre (si hubiera sido otro y no el que era) podía haberle regalado a mi madre cuarenta años antes. Ni siquiera cuando lo conocí, en nuestra primera cita, me había parecido tan nervioso como en ese momento.

—Sé que posiblemente vas a decirme que no —dijo—, pero te pido por favor que lo pienses detenidamente. Puedo ser un buen marido para ti. No solo te adoraré, sino que te cubriré las espaldas. No creo que hayas tenido eso nunca.

«Pensarlo detenidamente…». Así era Elliot. Incluso en los momentos de mayor trascendencia personal, cuando se suponía que la pasión debía sobreponerse al intelecto, él optaba siempre por tomar el camino más sensato, apacible y reflexivo.

—Sé que no soy precisamente un semental —añadió—. Pero estoy seguro de que nadie va a quererte como te quiero yo, Helen. Nunca haré nada que pueda herirte. Puedes contar conmigo.

Yo siempre había dejado que otras personas (con frecuencia, hombres) decidieran lo que debía hacer con mi vida. Esa noche, al ver los ojos amables y angustiados de Elliot, las rosas envueltas en papel celofán, las profundas arrugas de su cara y la cajita de terciopelo azul, llegué a la conclusión de que lo quería. Me conmovía. Y confiaba en él. Me lo imaginé en la joyería escogiendo aquel anillo tan anticuado y me invadió una oleada de ternura. Me lo imaginé conduciendo hacia mi casa y dando quizás un par de vueltas a la manzana antes de aparcar, consciente de que, si le rechazaba, tal vez aquellos serían los últimos instantes de esperanza que conocería. No pensaba romperle el corazón a aquel hombre bondadoso.

—Cásate conmigo —dijo.

Me quedé allí sentada, observando su cara y aquellas manos grandes y extrañamente curtidas que parecían pertenecer a un granjero, y me acordé de que, cada vez que subíamos al coche, estiraba el brazo para abrocharme el cinturón de seguridad, y de cómo había esperado pacientemente (a veces dos horas, otras incluso tres) mientras yo fotografiaba a todos aquellos perros.

Lo miré, allí parado, con su camisa arrugada, sosteniendo todavía la cajita del anillo.

—De acuerdo —le dije—. Me casaré contigo.

Mientras lo decía, vi la cara de Swift aquella vez en el barco con el chaleco salvavidas, y oí la voz de Ava. «Pocas aspiraciones».

—Me has hecho el hombre más feliz del mundo —dijo—. Bueno, por lo menos todo lo feliz que puede ser un hombre como yo.

Acepté el anillo, pero no me lo puse. Lo sostuve un momento en la palma de la mano y luego lo devolví a la caja de terciopelo.

—Todavía no estoy preparada para decírselo a la gente —le dije—. Prefiero dejar pasar un tiempo para hacerme a la idea.

Sabía, en realidad, por qué no quería ponerme el anillo. Temía lo que podía decir Ollie si le contaba que iba a volver a casarme. Más concretamente, que iba a casarme con Elliot, aquel hombre del que seguramente guardaba un solo recuerdo indeleble: el de aquella vez que, después de insistir en que se pusiera un chaleco salvavidas, había vomitado inclinado sobre la borda del velero de Swift. Las pocas veces que se habían visto desde entonces, Elliot había hecho algunos progresos con Ollie, pero la verdad seguía siendo que, a ojos de mi hijo, mi novio el contable no se parecía ni remotamente al Hombre Mono.

Pero, sobre todo, si me resistía a ponerme el anillo era por Swift y Ava, con quienes Elliot no había hecho ningún progreso. No me ponía su anillo porque no quería tener que justificar mi decisión delante de los Havilland.