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Llevábamos un mes y medio viviendo en la nueva casa, y ya no iba nunca por Portola Valley. Ollie cumplía dieciocho años ese invierno. Acabaría el instituto en junio y pronto se iría de casa, pero no como cuando tenía cinco años. Esta vez se iría a la universidad, a un lugar elegido por él, y, por triste que fuera para mí verlo marchar, sabía que también me alegraría.

En cuanto a mí, pronto cumpliría cuarenta y nueve años. Iba de cabeza hacia los cincuenta, como habría dicho Swift.

Acabábamos de recoger la cocina después de cenar y estaba sentada tomándome mi té. Oía a mi hijo en la habitación de al lago, charlando por teléfono con su novia. Seguramente tenía a su lado un bol de palomitas. Oía sonar un tema de hip-hop en su equipo de música, y una risa espontánea y feliz.

—Que no, en serio —le decía Ollie—. Tenemos que comprobarlo. Puedo recogerte el sábado por la mañana. Aunque te parezca increíble, no tengo ni una sola competición este fin de semana. Seguro que mi madre hasta nos hace una pizza si se lo pido.

No era nada arrebatador, pero era lo que más me gustaba: la vida corriente. Noches tranquilas pasadas con la persona a la que amas, con la frecuencia y la proximidad necesarias.

Éramos una familia de dos. Con dos era suficiente.

Me quité los zapatos y apoyé los pies en el escabel. Desenvolví el bombón que constituía mi único capricho nocturno. Cogí el San Francisco Chronicle, que había dejado a un lado esa mañana. Me fijé en un titular:

 

UNA FUNDACIÓN ANIMALISTA INVESTIGADA POR FRAUDE

 

Debajo del titular había una fotografía de Swift Havilland, director ejecutivo de BARK. Sonriendo, cómo no.

No era una noticia de las que solía leer, y los pormenores del fraude se me escapaban, pero el artículo venía a decir que el empresario de Portola Valley que había hecho su fortuna gracias a una empresa tecnológica parecía haber desfalcado diez millones de dólares de la fundación que dirigía su familia (cuyo patronato estaba formado por él mismo, su esposa y su hijo) tras sufrir grandes pérdidas en su cartera de acciones. Como resultado de una minuciosa investigación que había salido recientemente a la luz, Swift había sido imputado por fraude bursátil, estafa electrónica, asociación delictiva, blanqueo de capitales y una larga lista de delitos más.

Swift Havilland se entregó en el despacho de su abogado el lunes para afrontar los cargos que se le imputan, añadía el artículo. Dado que se consideraba que había un riesgo elevado de fuga, la fianza se había fijado en diez millones de dólares. Incapaz de pagarla –decía el periódico–, el señor Havilland se hallaba internado en el penal de Mendota, California. Se esperaba que próximamente se imputara también a su hijo, Cooper Havilland –corredor de bolsa en DYC Capital Partners, Greenwich, Connecticut–, así como a su esposa, Ava Havilland.

El artículo era largo. Eché mano de mi té.

Al parecer, los problemas financieros de Swift se habían ido acumulando poco a poco. Aunque tenía muchos activos bursátiles, gastaba mucho. Para financiar su tren de vida, había hipotecado hasta dos veces las casas de la familia y entregado en garantía parte de sus acciones en Theracor, su antigua empresa en Silicon Valley, a fin de conseguir más préstamos.

Pero sus verdaderos aprietos económicos habían empezado con el desplome de la bolsa en 2008. Fue entonces cuando, al parecer, comenzó a sustraer dinero de la fundación BARK, que su esposa y él habían fundado siete años antes.

Lo había hecho con mucha astucia, explicaba el artículo, organizándolo todo para transferir millones de dólares de BARK a una empresa controlada por él, con sede en un paraíso fiscal. Tras una compleja sucesión de fusiones y cambios de nombre, había liquidado la compañía y se había quedado, presuntamente, con el dinero.

En aquel punto del relato me asaltó un nombre que conocía bien: «Evelyn Couture, conocida filántropa de San Francisco». Según el artículo, la señora Couture parecía haber caído víctima de los poderes de persuasión de Swift Havilland y había donado millones de dólares a la fundación. Pero no se había detenido ahí.

A su muerte en 2006 –contaba el Chronicle–, había dejado su casa en Pacific Heights, valorada en veinte millones de dólares, a BARK. En 2009, la fundación vendió el inmueble a una empresa de las Islas Caimán por dos millones en efectivo y dieciocho millones en acciones. Aquella empresa de las Caimán era propiedad, a través de una red de empresas subsidiarias, de un trust con sede en Liechtenstein controlado por (otro nombre familiar) Cooper Havilland.

Las acciones que recibió BARK a cambio de la casa de Evelyn carecían prácticamente de valor. El trust vendió entonces la mansión de Evelyn Couture a una promotora inmobiliaria que la estaba reconvirtiendo en pisos, y a continuación transfirió de nuevo el dinero a los Havilland, padre e hijo, que acabaron por embolsarse más de treinta millones de dólares.

¿Me sorprendió aquello? ¿Me escandalizó? En cierto modo, lo que más me extrañó de todo aquello fue que hubieran atrapado a Swift. Según decía él mismo con orgullo, se las sabía todas y sabía cómo sacar tajada al sistema. Todavía oía su voz –y aquella risotada suya– al desdeñar a los «contadores de habichuelas» del mundo, carentes de imaginación y estrechos de miras. Jamás habría creído que algún burócrata sepultado entre papeles pudiera desentrañar el complejo mecanismo que había ocultado tras la fachada de su fundación en defensa de los derechos de los animales. Pero por lo visto así había sido.

En un breve artículo que apareció en el periódico unos días después, descubrí cómo había salido a la luz aquel fraude que habían dado en llamar «La estafa del perrito». No se daban nombres, y la única fuente era «un funcionario de alto rango de la oficina del Fiscal General de los Estados Unidos».

Al parecer, había sido una persona que no tenía vinculación alguna con la Fiscalía del Estado la que había sacado a la luz los presuntos delitos de Swift Havilland. Esa persona era un ciudadano de a pie que no había recibido ninguna remuneración por sus servicios de las autoridades federales o estatales.

En una época en la que abundan las historias acerca de personas corrientes que buscan sus quince minutos de fama, por no hablar del todopoderoso dinero, afirmaba el editorial del Chronicle de ese mismo día, ese ciudadano discreto e ignorado, preocupado por los indicios de fraude, pasó años revolviendo entre decenas de miles de oscuros documentos y registros públicos para ensamblar los pormenores de la presunta estafa. Dicho ciudadano presentó sus pruebas ante la oficina del Fiscal General de los Estados Unidos. Y cuando ignoraron las evidencias, insistió hasta que al fin le prestaron atención.

Ahora, como resultado del duro trabajo de ese héroe solitario, el presunto culpable había sido imputado por un fraude que ascendía a cuarenta millones de dólares.

El artículo afirmaba que dicha persona había preferido permanecer en el anonimato, pero yo conocía su nombre, desde luego.

 

 

Pasé largo rato sentada allí, con el periódico entre las manos. Observaba la fotografía de Swift, pero estaba pensando en Elliot.

Muchas veces a lo largo de los años –especialmente de noche, cuando mi hijo dormía en la habitación de al lado y solo se oía el chirrido ocasional de la rueda del hámster–, había pensado en ponerme en contacto con él. Si aún hubiera bebido, en momentos como aquel habría sacado el vino y, después de una copa o dos, escribir a Elliot me habría parecido una buena idea.

Pero ya no bebía. Tampoco inventaba historias. Ni fantaseaba con cosas irreales. Había sido antaño una mujer que ansiaba, más que ninguna otra cosa, formar parte de una familia y durante once meses había creído que los Havilland me habían acogido en la suya. Traicioné el amor de un hombre bueno que habría permanecido a mi lado para siempre, por dos personas para las que solo era una escultura de hielo. Hoy aquí, mañana no.

¿Cómo podía pedirle a Elliot que volviera a confiar en mí, o que creyera lo que le dijera?

Aquel día en el hospital, sin embargo, mientras estaba sentada en la sala de espera con mi hijo dormido envuelto en una manta, a mi lado, había llegado a creer que aún podíamos encontrar la manera de volver a estar juntos. Durante unas pocas horas, esa noche, me di cuenta de quién había sido el bueno de la película desde el principio, y me aferré a la esperanza de tener una vida con él.

Después de tanto tiempo, no había olvidado ni un solo instante de aquella noche: la más larga de mi vida.

Fue posiblemente en algún momento de la mañana siguiente, a primera hora, después de que los agentes de policía y el funcionario del servicio de protección al menor hubieran acabado de interrogar a mi hijo. Swift y Ava se habían marchado hacía largo rato y sin duda estarían de vuelta en su preciosa casa a orillas del precioso lago, donde el hijo de Swift montaría en su deportivo amarillo para regresar con su bella prometida. Carmen también se había ido, pero a un lugar distinto del que nunca regresaría, con su madre a su lado, hundida por la pena.

Esa mañana, temprano, había llamado a Elliot para preguntarle si podía ir a recogernos. Él había contestado al primer pitido. Me había dicho que llegaría lo antes posible. Respetando, eso sí, el límite de velocidad.

En algún momento durante las cuatro horas que tardó en llegar a la comisaría, yo había sacado mi cartera. Dentro estaba aquella tarjeta en la que Ava había escrito su nombre y su teléfono, como contacto en caso de emergencia.

Esa noche, yo había tachado el nombre de Ava y escrito el de Elliot.

Todavía tenía la tarjeta y, en ella, su número.

Dejé el periódico. Y levanté el teléfono.