Ava dijo que le encantaría acompañarme en mis expediciones fotográficas, pero que la fundación le estaba dando mucho trabajo y tenía montones de cosas que hacer en casa. Lo sorprendente fue que Elliot, que tenía un horario flexible porque trabajaba por su cuenta, se ofreció a acompañarme.
Por desgracia era alérgico a los perros, pero decía que valdría la pena soportar unos cuantos estornudos solo por el tiempo que pasaríamos juntos en el coche, yendo de un refugio a otro. Mientras yo estuviera haciendo fotos, él aprovecharía para echar un vistazo a los archivos de su portátil o leer algo.
—No se me ocurre nada mejor que hacer —afirmó— que pasar un montón de tardes dando vueltas en coche contigo y ayudándote a hacer algo que te encanta.
Teníamos mucho tiempo para hablar durante aquellos trayectos en coche a lugares como Napa, Sebastopol y Half Moon Bay. Ya habíamos hablado largo y tendido, pero aquello fue distinto, tal vez porque íbamos encerrados en el coche, completamente solos. Hablábamos de cosas de las que no habíamos hablado hasta entonces.
Cuando Elliot era pequeño, su familia tenía una granja de pollos y vacas lecheras en el estado de Nueva York, a las afueras de Buffalo. Un año, el hermano menor de su padre fue a trabajar a la granja. El tío Ricky. Todo el mundo lo quería, incluido Elliot. Era una de esas personas que atraía todas las miradas con solo entrar en una habitación y hacía que la gente perdiera el hilo de sus conversaciones.
—Conozco el tipo —dije, pensando en Swift.
—Mi padre era un hombre callado —añadió Elliot—. Como yo. Aburrido, supongo que podría decirse. Si te quedabas atascado en la carretera en medio de una tormenta de nieve, era a él a quien llamabas para que viniera con su camioneta a sacarte del atolladero, o el que se quedaba en pie toda la noche cuando una vaca preñada tenía dificultades para parir. Pero el resto del tiempo no era precisamente el alma de la fiesta, como Ricky.
Ricky se encargaba de la contabilidad de la granja, de la venta de la leche y la nata y de pagar los salarios. Era una explotación bastante grande para aquella época. Llevaba cinco generaciones en la familia y, aunque no pudiera decirse que fuera una mina de oro, ganaban bastante dinero.
—Yo era todavía muy pequeño —me contó Elliot con los ojos fijos en la carretera, como siempre, y las dos manos sobre el volante—, pero aun así noté que entre mi tío y mi madre pasaba algo, aunque no tenía edad suficiente para poder interpretarlo. Solo sabía que ella se comportaba de manera distinta delante de él. Parecía más contenta. Pero también distraída.
Su padre también debió de notarlo. Una noche hubo una pelea y muchos gritos. A la mañana siguiente, cuando Elliot se levantó, el tío Ricky se había marchado. Un tiempo después nació Patrice, su hermana. Nadie dijo nada, pero Elliot dedujo más adelante que posiblemente su padre se había preguntado siempre si la niña era suya. O quizás había sabido desde el principio que no lo era. Aun así, nunca trató a Patrice de manera distinta: no era de esos hombres que muestran preferencias por un hijo sobre otro, fuera cual fuese la historia que rodeaba su nacimiento.
—Poco después de que se marchara Ricky —me dijo Elliot—, descubrimos que no había pagado a nuestros acreedores. Debíamos más de sesenta mil dólares y un montón de impuestos. Gran parte del dinero que debía haber en el banco había desaparecido.
Todos sabían quién era el responsable, claro. Pero no sabían dónde estaba. Nunca volvieron a tener noticias suyas.
—Perdimos la granja —prosiguió Elliot—. Mi padre se puso a trabajar en una ferretería y mi madre dejó de levantarse de la cama. Hoy en día entenderíamos que tenía una depresión, pero en aquel entonces yo solo sabía que casi nunca salía de la cama ni hablaba, y que cuando hablaba era para decir cosas raras, como que teníamos que aprovisionarnos de sopa Campbell por si había una guerra nuclear. La tenía tomada con Bob Barker: decía que hipnotizaba a la gente a través del televisor y que, si veías Atrevimiento o verdad, te afectaba al cerebro. Luego, un día, caí en la cuenta de que aquel tipo era idéntico al tío Ricky.
»Dejé de llevar amigos a casa después del colegio —continuó—. Mi padre no hacía más que servirse una cerveza cuando volvía del trabajo y sentarse delante del televisor. Si queríamos cenar algo, tenía que preparar yo la cena.
Le puse la mano en el hombro. Sabía lo que era avergonzarse tanto de tus padres que no querías que nadie viera dónde vivías.
Seguimos circulando un rato en silencio. Yo sabía que Elliot tenía algo más que contarme, pero pensé que hablaría cuando estuviera preparado.
—El año que mi hermana entró en el instituto, mi madre se suicidó —dijo por fin—. Cerró la puerta del garaje, se metió en el coche y encendió el motor.
Le pregunté si su padre había vuelto a casarse. Negó con la cabeza.
—Creo que nunca dejó de quererla —contestó—. Era de esos.
—Supongo que nunca he conocido a nadie así —le dije.
Estaba más familiarizada con hombres que se marchaban que con hombres que se quedaban.
—Bueno, pues ya conoces a uno —repuso él rodeándome con el brazo.
—Entre ser granjero y ser contable hay un trecho muy largo —comenté yo.
—¿Y sabes por qué me dedico a esto? —dijo—. Porque nunca superé que mi padre perdiera hasta el último centavo que tenía solo por no saber nada de contabilidad. Nunca se ocupó de llevar los libros al día. Dejó que todo lo que amaba se le escapara entre los dedos porque estaba demasiado atareado ocupándose del día a día de la granja para echar un vistazo a las cuentas. Y después no quedó nada de lo que ocuparse, ni más tierras que cultivar.
—Así que decidiste ser experto en cuentas —dije.
—Sé que probablemente es la profesión menos atractiva que existe a ojos de la mayoría de la gente. Pero un contable también puede ser un héroe si salva a sus clientes de la ruina económica.
—Eso está muy bien —dije yo, aunque Ava me había transmitido esa misma visión del oficio de contable como algo aburrido y carente de pasión. Y, a decir verdad, yo opinaba lo mismo.
—Supongo que podría decirse que estoy obsesionado —añadió Elliot—. Porque cuando me pongo a mirar las declaraciones de impuestos o los libros de cuentas de una persona, no quiero pasar por alto ni un solo decimal. Soy de los que leen informes anuales por diversión. Siempre a la búsqueda de algo que no cuadre.
Estudié su cara: una cara que nadie miraría dos veces si entraba en una habitación, aunque no fuera vestido con unos Dockers anchos y una simple camisa. En realidad, si te fijabas bien en él, era un hombre bien parecido. Pero no necesitaba que nadie se fijara en él, ni le interesaba ser el foco de atención.
—Ojalá pudiera ser un héroe a tus ojos, Helen —dijo—. O parecerme más al marido de tu amiga Ava, que seguramente puede llevarla a París por San Valentín o construirle una Torre Eiffel en el jardín si a ella le da pereza volar hasta allí. Tal vez algún día te conformes con que sea un hombre honrado que te quiere con todo su corazón.
—No te estaba comparando con Swift —respondí, aunque no era cierto.
—Pero yo sí —dijo—. Y soy consciente de que a ojos de personas como esas dos tengo muchos defectos.
Hubo algo en su manera de decir «esas dos» que hizo que me pusiera en guardia. Debería hacerle dicho que se equivocaba, que Swift y Ava decían que parecía un tipo estupendo y que estaban deseando conocerlo. Pero Elliot tenía razón. Solo podía hablarle de mi experiencia con ellos.
—Swift y Ava se han portado muy bien conmigo. Les debo mucho.
—Solo espero que no intenten cobrarse esa deuda en algún momento —comentó él.