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Cuando se quedó dormido, abrí su mochila y saqué la cámara.

Las primeras fotos eran las que cabía esperar de un niño de ocho años en un largo viaje en coche. Una foto de Swift con las manos en el volante y un puro en la boca. Fotos de las señales de la carretera tomadas desde la ventanilla. Un McDonald’s. Un campo de minigolf en el que Ollie seguramente esperaba que pudieran parar en el viaje de regreso, con un gigantesco Tyrannosaurus rex delante y una estatua de Paul Bunyan.

Había también una foto de la pierna de Swift y un primer plano del lóbulo de su oreja, y una del propio Ollie en la que solo se veía uno de sus ojos, parte de su nariz, y su boca haciendo una mueca bobalicona.

Luego había varias de la casa del lago, que reconocí por mi viaje de un par de semanas antes. El Viper descapotable amarillo. El sendero que bajaba al lago. La Donzi, junto al muelle. De color rojo y cromo y aerodinámica como una bala: el sueño de cualquier niño. O de cualquier hombre adulto, por lo visto.

Las siguientes fotografías habían sido tomadas claramente mientras la lancha estaba en marcha. Estaban borrosas, desenfocadas. Mostraban sobre todo el agua y un poco de cielo, aunque de vez en cuando aparecía parte de la cara de Swift en el encuadre, siempre riéndose. Por el ángulo del sol, era fácil adivinar que todavía era por la mañana cuando las había hecho Ollie.

Luego había una fotografía de un punto en el horizonte que debía de ser la moto acuática.

Más o menos en ese punto Oliver parecía haber descubierto cómo cambiar a la función vídeo. Había una peliculita de unos siete segundos en la que la moto avanzaba hacia la lancha en zigzag, y se oía de fondo la voz de Swift gritando «¡Yija!».

Luego todo se descontrolaba. Cielo, agua, el suelo de la lancha, el cielo otra vez. Una voz gritando «¡Mierda!». Y otra voz: «¡Socorro!».

Después de aquello, Ollie había hecho una veintena de fotografías. Eran casi idénticas, obra de un niño encerrado en una lancha demasiadas horas, hambriento, sediento, cansado y asustado, sin nada que hacer más que apuntar con la cámara a cada objeto al alcance del visor: el suelo de la lancha, el motor, el depósito de gasolina, el salvavidas que Swift había preferido no ponerse. El propio Swift, inclinado sobre la nevera portátil, sacando otra botella de su escasa –según le había dicho a Ollie– provisión de agua.

Había una foto de Cooper arrellanado en el asiento de la lancha, con aspecto de no tener ni idea de dónde estaba. Detrás de él —visible, aunque ignorada— yacía Carmen, la hija de Estela. Alguien (Swift, seguramente) le había puesto un chaleco salvavidas debajo de la cabeza y la había tapado con una chaqueta a modo de manta, como si estuviera dormitando tranquilamente. Pero hasta en la foto borrosa de mi hijo saltaba a la vista que Carmen no estaba durmiendo. Algo terrible le había pasado.

Había un botón en la cámara de Ollie que informaba de la hora a la que se había tomado cada fotografía. Lo pulsé y revisé las imágenes.

Eran poco más de las diez de la mañana cuando mi hijo y Swift salieron con la Donzi. La imagen en la que aparecía la moto acuática acercándose a la lancha había sido tomada a las 10:27.

La foto de Carmen –tendida muy quieta, aunque no durmiendo, con el pelo mojado como si hubiera estado hacía poco en el agua– se había hecho a las once y cuarto de esa mañana.

Dudo que, en medio del revuelo, Swift se hubiera fijado en que Ollie estaba haciendo fotos. En todas esas horas en la lancha, apenas se había fijado en la presencia de mi hijo.

Yo sabía, sin embargo, a quién podían interesarle aquellas fotografías. Al agente Reynolds.