Cuando conocí a Ava, llevaba algún tiempo, no mucho, viéndome con un hombre llamado Jeff, un director de oficina bancaria al que había conocido a través de Match.com (su apodo era EZDuzIt). Todavía no se había divorciado de su mujer, así que yo sabía que lo nuestro no iba a ninguna parte, pero, aparte de eso, Jeff parecía muy poco entusiasmado conmigo, y la verdad es que yo tampoco lo estaba mucho con él.
Me decía a mí misma que era agradable tener compañía y que al menos cuando estaba con Jeff corría menos peligro de hacer cosas como escribirle largas cartas a mi exmarido que sabía que no debía mandar, o llamar a Alice y echarme a llorar porque había perdido a mi hijo, o por la escuela de padres a la que todavía tenía que asistir dos veces por semana, por orden del juez, y en la que nos daban listas de actividades interesantes que podíamos hacer con nuestros hijos. (Hacer manualidades. Leer en voz alta antes de dormir. Acudir a las sesiones de cuentacuentos de la biblioteca). Un día nos repartieron recetas para hacer meriendas sanas y divertidas: huevos cocidos convertidos en payasos, trozos de zanahoria y apio dispuestos en un plato formando monigotes, con tomates cherry por cabeza. («¡Ollie y yo hicimos una vez patatas chips caseras!», me dieron ganas de gritarle a la profesora, que parecía tener unos veintiún años. «Y todas las Navidades hacíamos una casita de pan de jengibre»). Como si mi hijo estuviera alguna vez conmigo el tiempo suficiente para que le hiciera la merienda.
—Siempre fuiste una madre fantástica —me había dicho Alice—. Es solo que estabas deprimida, lo cual es comprensible. Y una noche te pasaste con la bebida. No es tan raro que eso pase.
—No fue solo eso.
—Seguramente ese policía no te habría parado si no hubieras tenido la luz trasera fundida. Ni siquiera superaste el límite de velocidad.
Buscar excusas, nos decía nuestra terapeuta, era un actitud negativa. El primer paso para dejar de beber era reconocer lo que habíamos hecho.
«Me llamo Helen. Soy alcohólica».
Jeff solía venir a mi apartamento los martes por la noche. La primera vez no nos acostamos, pero más adelante se convirtió en nuestra rutina de los martes. Comida tailandesa o pizza, seguida por un partido de béisbol en la tele, y luego a la cama.
El martes posterior a mi primer encuentro con Ava llamé a Jeff al trabajo.
—No podemos quedar esta noche —le dije.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Estás enferma?
No quería verlo, le dije. Ni esa noche, ni ninguna. El hecho de que aceptara la noticia con el mismo despliegue de emoción o curiosidad que había demostrado durante el resto de nuestra breve relación me confirmó lo que ya sabía sobre él. Parecía no tener ningún interés en conocer los motivos de mi decisión o en rebatirla. Tardé menos de un minuto en zanjar la conversación, y sentí una extraña mezcla de ira dirigida contra mí misma por haber pasado tiempo con semejante persona y de alivio por no tener que volver a hacerlo. No iba a perder más tiempo con personas que no me interesaban. Si quería recuperar a mi hijo, tenía que labrarme una vida mejor.
Atribuí mi decisión a la influencia de Ava. Aunque solo la había visto un par de veces, sentía que me había revelado otra forma de vivir. Por improbable que pareciera que yo también pudiera vivir así, la idea de tener por pareja a una persona cuya presencia en una habitación lo transmutara todo (y que sintiera lo mismo por mí) me parecía lo único a lo que debía aspirar. Si no podía tener eso, era preferible estar sola.
Antes de conocer a Ava había llegado a la conclusión de que mi situación no tenía remedio y me había convencido de que, hiciera lo que hiciese, nada cambiaría. Ava, sin embargo, me brindaba una imagen de mi futuro llena de promesas, y parecía no haber prueba más convincente de que así era que el hecho de que Swift y ella quisieran formar parte de mi vida.
Conocí a Ava a principios de diciembre, cuando la Navidad estaba a la vuelta de la esquina. Asistí al concierto navideño del colegio de Ollie y distinguí a mi hijo entre la fila de alumnos de segundo curso que cantaban un villancico adornados con gorros de Papá Noel, pero después había una fiesta en casa de un niño de su clase y yo no quería impedir que Ollie se divirtiera con sus amigos, así que solo pude verlo el tiempo justo para darle un abrazo. Prefería esperar y celebrar las fiestas con él algún día que de verdad pudiéramos pasar tiempo juntos.
Sabía lo que Ollie quería de verdad, claro. Lo mismo que había querido siempre: un perrito. Pero en eso Dwight no estaba dispuesto a ceder. Yo había visto a un hombre haciendo una exhibición con un yoyó en una calle de San Francisco. Hacía unos trucos increíbles y en aquel momento me atrajo la idea de regalarle a mi hijo (que tenía ya varias decenas de videojuegos) algo que no fuera un juguete electrónico. Pero cuando llegué a casa no conseguí hacer con el yoyó ninguno de los trucos que había visto en al calle. Aún no se lo había dado a Ollie y sin embargo sabía ya que acabaría debajo de su cama, sin usar.
Busqué en Internet y escogí una cámara digital sencilla, más pequeña y bonita que la que solía dejarle a Ollie en los viejos tiempos. Nos imaginé a los dos explorando lugares pintorescos y tomando fotografías, como hacíamos antes. Más adelante podría enseñarle algunas nociones de iluminación y Photoshop. La idea de compartir esas cosas con él me llenaba de emoción.
La siguiente vez que visité Folger Lane, Ava me dijo que tenía un nuevo proyecto con el que quería que la ayudara. Consistía en fotografiar su colección de arte, que incluía no solo los cuadros que colgaban de las paredes de su casa sino varias habitaciones llenas de dibujos, pinturas y esculturas que Ava había adquirido a lo largo de los años: algunas, como la pieza que había comprado aquella primera noche en la galería, sin ningún valor comercial. Otras, en cambio, valían decenas de miles de dólares. Había una talla hecha por un viejo leñador cuya obra Ava había conocido por casualidad durante un viaje por Mendocino, y apoyada contra la pared, a su lado, una fotografía original de Lee Friedlander cuyos documentos de autentificación afirmaban que valía veinte mil dólares. Cosas preciosas acumuladas en montones que se desparramaban por el suelo, incluyendo numerosas cajas todavía sin abrir que parecían haber llegado meses antes. Y, naturalmente, también había que catalogar las piezas que ya estaban expuestas en la casa. Los picassos. Los eva hesse, los diebenkorn. Cuando fotografié aquellas figurillas chinas talladas en hueso que tanto me gustaban (los alegres fornicadores), las coloqué sobre un lienzo de terciopelo negro para mostrarlas en toda su belleza.
Le dije a Ava que quería hacer aquel trabajo estrictamente como amiga suya. Me gustaba la idea de poder ofrecerle algo de valor a una mujer cuya generosidad era tan vasta que casi no conocía límites. El trabajo exigía muchas horas de dedicación, pero no era inconveniente. En aquel momento me sobraba tiempo, y ya me había dado cuenta de que no había ningún sitio donde me sintiera más a gusto que en Folger Lane. Ava, sin embargo, insistió en pagarme cuarenta dólares por hora, mucho más de lo que ganaba trabajando como camarera o haciendo retratos a colegiales.
—Me estás haciendo un favor inmenso —me dijo—. Hace siglos que quiero catalogar todo esto, pero Swift es tan quisquilloso respecto a quién viene a casa que no he podido encontrar a nadie que le pareciera bien, hasta ahora. Tú le gustas mucho.
Me sentí halagada, claro. Me parecía sorprendente que un hombre como Swift se hubiera fijado en mí. Pero la persona cuyo interés y cuyas atenciones más me importaban era siempre Ava.