—Convendría hacer algo con tu ropa —dijo Ava.
Era un sábado por la mañana y yo acababa de presentarme en Folger Lane para trabajar en el proyecto fotográfico. Estela ya me había servido un batido y me había puesto en un plato una magdalena de zanahoria recién salida del horno. Swift se iba a su clase de chi kung.
—No dejes que te dé la lata —me gritó—. Da la casualidad de que a mí me gustan los pantalones de chándal.
Incluso cuando no pensaba salir a ninguna parte, Ava siempre vestía con estilo. Ese día llevaba una blusa de seda pintada a mano, unos pantalones de lino y un collar de plata que yo no le había visto nunca, con los pendientes a juego.
—Solo me he puesto esto porque era lo que tenía más a mano —le dije.
Llevaba una camiseta descolorida y unos pantalones dados de sí.
—Da igual que estés pasando bandejas de canapés o limpiando aseos —repuso Ava, aunque ella jamás hacía ninguna de esas cosas—. Una siempre se siente mejor cuando va bien vestida.
—Supongo que ya nunca pienso en la ropa —le dije.
No era del todo cierto. Me encantaban las prendas bonitas. Pero no tenía ninguna.
—Es una cuestión de valorarse a una misma, Helen. Y de hacer saber al mundo la clase de personas que eres.
A pesar de la cantidad de veces que había estado en su casa, nunca había subido al piso de arriba. Ese día, Ava me llevó allí en su ascensor especial.
—Es hora de que hagas una visita a mi vestidor —dijo.
El vestidor de Ava era más o menos del tamaño de mi apartamento. Los zapatos ocupaban toda una pared. Daba igual que nunca se desgastaran. Parecía tener cien pares, ordenados (gracias, sin duda, a Estela) por colores, más un montón de botas camperas hechas a mano puestas en fila a lo largo de la pared. Luego estaba la pared de los pañuelos y los sombreros, y la de los bolsos. Un estante contenía únicamente jerséis de cachemira de todos los colores, excepto amarillo. Ava odiaba el amarillo. Después estaban las blusas de seda y las túnicas indias, y los vaporosos pantalones de seda que tanto le gustaban porque ocultaban sus delgadísimas piernas, y los vestidos largos. Tenía también prendas más básicas, aunque solo de la mejor calidad. Aquella fue la sección que inspeccionó para mí.
—Tenemos que encontrarte unos buenos pantalones negros —dijo—. Son imprescindibles. Los pantalones negros son el cimiento de todo. A partir de ahí puedes construir, pero los pantalones son el punto de partida. Es como la atracción sexual en una relación de pareja. Si eso no existe, da igual lo que le pongas encima.
Sacó unos pantalones de lino negros de una percha y me los tendió.
—Tenemos más o menos la misma talla —dijo.
Luego sacó un jersey de cachemira del estante, de un tono intermedio entre el azul cielo y el azul verdoso, y un pañuelo malva y verde surcado por hilos de un azul brillante. Yo nunca había tenido nada parecido, ni había soñado con llevar algo así. Ava lo escogió todo, incluso las medias. Luego sacó también una falda de cuero negro y un par de botas, también negras, para que me las pusiera con la falda.
—No puedo aceptarlo —le dije al ver la etiqueta y tocar el suavísimo cuero de cabritilla.
—Claro que puedes —contestó casi con impaciencia—. Todas esas cosas están ahí colgadas sin que nadie se las ponga. Me encantaría que les dieras un uso.
Hubo más cosas: un vestido camisero («un poco serio, pero puede que algún día salgas con un banquero») y otro vestido completamente opuesto: muy ceñido, corto y con un escote vertiginoso.
—Este tiene una pega —me dijo—. No puedes llevar nada debajo. Se notan las líneas de las bragas.
Pensé que seguramente se marcharía para que me probara la ropa, pero se quedó allí, esperando.
—Vamos a ver —dijo.
Me sentí un poco extraña, pero aun así me quité la camiseta.
—Ay, Dios mío, el sujetador —dijo—. Tienes mucho más pecho que yo, así que con eso no puedo ayudarte. Pero está claro que tenemos que hacer una visita a Miss Elaine.
Miss Elaine resultó ser la asesora de Ava en cuestión de lencería. Un sujetador bien ajustado a tus medidas marcaba la diferencia, me aseguró.
Me quité mis pantalones de yoga.
—Tienes un culo estupendo —me dijo—. Pero eso ya lo sabía. Fue lo primero que me dijo Swift de ti.
Me puse los pantalones y me abroché la cinturilla. Como había previsto Ava, me quedaban un poco largos, pero por lo demás me sentaban como un guante. Y lo mismo el jersey de cachemira. Pasé las manos por las mangas, palpando la suavidad de la lana.
—No hay nada como el tacto de la cachemira sobre la piel —comentó Ava—. Bueno, casi nada.
Me puse delante del espejo mientras me colocaba el pañuelo.
—Pruébate esto —dijo, abriendo un cajón que contenía pendientes. Sacó un par de aros de plata y una pulsera a juego—. Es asombroso —dijo al ponerme la pulsera—. Casi podrías ser yo.
Yo nunca había visto ningún parecido entre nosotras, pero sabía lo que quería decir.
—Si yo tuviera quince años menos y unas tetas fabulosas, claro —dijo, y se rio. Un trino largo y suave, como el tintineo del agua sobre las rocas—. Y si pudiera andar —añadió.