Aparte de aquella vez que la vi de pasada en el aparcamiento del mercado de Bianchini, no había vuelto a tener contacto con Estela, ni sabía qué tal estaba Carmen. No tenía su número de teléfono, y las únicas personas que podían decirme qué tal les iba a Estela y su hija eran Ava y Swift, para los que yo había dejado prácticamente de existir.
Así que un día, cuando hacía más de un año del accidente, aparqué el coche a un par de manzanas de la casa de los Havilland, acordándome de que Estela solía sacar a los perros a esa hora. Y, efectivamente, allí estaba.
Salí del coche de un salto y corrí hacia ella. A excepción de aquella vez en que me había hablado de los estudios de Estela y de su ilusión de estudiar Medicina, y del día en que me sorprendió probándome la ropa de Ava, apenas nos habíamos comunicado durante el tiempo que pasé en Folger Lane. Aun así, yo siempre había sentido que emanaba de ella una especie de calor y de bondad. Me había reconfortado aquel día, cuando temí por la vida de Ollie, y me había dicho que rezaría por mi hijo. Así que la abracé. Lo único que tuve que hacer fue decir el nombre de su hija.
Sacudió la cabeza. No me hizo falta saber español para entender el lenguaje universal de la pena.
En su inglés entrecortado, Estela me explicó la situación tal y como era. Carmen había sido trasladada a una residencia, dijo. Un sitio precioso. (Adiviné quién la estaba pagando). Recibía tratamiento de fisioterapia, pero de momento no parecía reconocer a nadie.
—Voy todos los días a darle de comer —me contó Estela—. No come mucho. Comida para bebés. Ve la tele. Vídeos musicales. Baila muy bien la salsa, mija. La bailaba.
Me quedé allí, en la acera. A veces no hay nada que decir. Una solo puede escuchar.
—Me siento junto a su cama —continuó Estela—. Le canto. Rezo. Es como si fuera un ángel. Un día abre los ojos. Gracias a Dios, me mira. Pero no los tiene como antes, esos ojos brillantes. Los médicos no pueden hacer nada. Solo Dios, algún día.
Pregunté por Ava y Swift. Entonces, ¿la estaban ayudando?
Asintió con la cabeza.
—Tengo una prima en Oakland. Justo después del accidente, me dijo que podía buscarme un abogado. Obligarlos a pagarme mucho dinero. —Sacudió la cabeza otra vez—. Le dije que no a mi prima. ¿El juez iba a escucharme a mí? En cuanto me viera, me mandaría de vuelta a Guatemala. ¿Y qué habría sido de mi hija entonces? El señor Havilland cuida de nosotras. Dice que no tenemos que preocuparnos. Que ellos se ocupan de que Carmen esté bien atendida.
Los perros tiraban de sus correas, impacientes por moverse. Ya solo quedaban Lillian y Sammy.
—Ya no viene usted por la casa —me dijo Estela. No parecía sorprendida. Deduje que no era la primera vez que una amiga de Ava desaparecía de pronto de Folger Lane—. No está muy bien últimamente, la señora Havilland.
—¿Ava está enferma? —pregunté.
—Se puso enferma después de que muriera Rocco. No lo superó. Cree que ella tuvo la culpa.
Ava se sentía culpable por la muerte de su perro. Del estado vegetativo de Carmen, no tanto. No hacía falta evidenciar la ironía. Estela se daba cuenta perfectamente.
—Este fin de semana es la boda de Cooper —añadió—. Yo me ocupo de los perros. La familia está en México.
En Cabo San Lucas. Como estaba previsto antes del accidente. Yo ignoraba lo que había averiguado Virginia sobre Cooper –lo que hizo aquel día, o todos los demás–, pero por lo visto no estaba dispuesta a permitir que eso interfiriera en sus planes de boda. Estela y yo nos quedamos en la acera, reflexionando sobre todo aquello.
—Mi hija quería a ese chico —comentó Estela—. Él le regaló su anillo una vez. El de su equipo. Ganaron el campeonato.
El anillo de rugby. Ava me había hablado de aquello. Creía que Carmen había robado el anillo. Esa era su versión de los hechos. La idea de que Cooper pudiera habérselo regalado a Carmen –de que tal vez en algún momento se hubiera interesado de verdad por aquella chiquilla– le resultaba inconcebible.
—Espero que haya recuperado usted a su niño —me dijo Estela—. Es lo único que cuenta. Nuestros niños.
—Sí —le dije—. Oliver vive otra vez conmigo.
Por triste que estuviera, a Estela se le iluminó el semblante.
—La familia —dijo— es lo único que importa.
Tiempo atrás, yo me había considerado parte de la familia Havilland. Tiempo atrás, los Havilland decían que Estela era como de la familia.
Estela se había alejado unos metros cuando la llamé. Me acerqué a ella corriendo. Había una cosa más que tenía que preguntarle, le dije.
—Sé que llevas mucho tiempo trabajando para los Havilland. Desde antes de que Swift conociera a Ava, ¿verdad?
—Conozco a Cooper desde que era un bebé —contestó—. Carmen y él… Empecé en la otra casa, con la mamá de Cooper.
—El accidente de Ava —dije—. ¿Qué ocurrió?
Estela negó con la cabeza. Por un momento pensé que no iba a decírmelo.
—Fue una época muy mala —dijo—. Muy mala. Nadie habla de eso. —Creí que iba a dejarlo ahí, pero añadió—: Estaban de viaje. En la carretera a Los Ángeles. No en la autopista grande. Querían ver el océano.
—Yendo hacia Big Sur, seguramente —dije—. Les encanta ese sitio.
—Él tenía un coche nuevo. Sin techo. Al señor Havilland le gusta conducir deprisa.
—Lo sé —dije.
¿Cómo se me había ocurrido dejar que Ollie subiera al coche con él? ¿Tan desesperada estaba por recuperar a mi hijo que había estado dispuesta a arriesgar su seguridad?
Sí.
—Dijeron que había un coche delante que iba muy despacio. Tenían que llegar al hotel. Un sitio muy lujoso. Tenían reserva para cenar. Celebraban algo, una gran noticia. Al señor Havilland se le ocurrió adelantar al otro coche. Al lento. Venía un camión. No había sitio para girar.
El coche había volcado. El coche de Swift, el caro. Swift salió ileso. Pero Ava quedó atrapada.
—Cuando llegaron los hombres de la ambulancia, dijeron que había que tener mucho cuidado al moverla. Un mal paso y moriría. Era la columna. La médula espinal. Después, ya no pudo mover las piernas. Al principio, cuando los médicos les dieron la noticia, no se lo creyeron. El señor Havilland la llevó a una clínica muy importante. A dos. Estuvieron mucho tiempo en el hospital. Y luego en rehabilitación. Allí fue donde le dieron la silla.
Lillian se había puesto a ladrar. Había visto otro perro más adelante y quería seguir avanzando. Estela también parecía cansada de la conversación.
—¿Qué se le va a hacer? —dijo—. Algunas personas tienen suerte. Y otras no tanta. Ese señor Havilland siempre ha tenido buena suerte. Además —añadió—, ella perdió el bebé aquel día. Cinco años, estuvieron intentándolo, pero no se quedaba embarazada. Y luego se quedó. Por eso se fueron de viaje. Estaban muy contentos. Después de aquello, ¿sabe usted lo que me dijo? Me dijo: «Que haga lo que quiera, yo no vuelvo a acostarme con ese hombre».
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. Siempre estaban hablando de su increíble vida sexual.
Estela me miró. Éramos de la misma edad, pero en ese momento ella parecía tener cien años y yo haber nacido ayer. Meneó la cabeza.
—La gente cuenta historias —dijo—. ¿No lo sabía? ¿Quiere saber la verdad sobre esa gente, sus amigos Ava y Swift? Ella le odia. Le necesita, pero le odia.