La casa. Empezaré por ahí. En la casa de los Havilland viven ahora otras personas: han quitado la rampa de acceso para discapacitados y cortado las camelias de Ava para que aparque un todoterreno híbrido gris metalizado del que hace poco vi salir a un par de niños rubios con una mujer que parecía ser su niñera. Y a pesar de la pena que siento las raras veces que paso por la casa, no puedo disociarla de esa otra sensación que me acometía cada vez que paraba mi coche en el camino de entrada: la sensación de que por fin había recalado en un lugar en el que me sentía como en casa. Allí podía respirar de nuevo y, cuando respiraba, el aire estaba cargado de olor a jazmines.
Yo no vivía en aquella casa. Pero mi corazón sí. Resulta irónico decir esto después de todo lo que pasó, pero en casa de los Havilland me sentía segura. Era un sentimiento que rara vez había conocido durante los treinta y ocho años anteriores a mi primera visita a Folger Lane y eso (esa parte de mi historia) explica por qué aquel lugar tenía tanta importancia para mí.
Cuando Ava y Swift vivían aún en aquella casa, los primeros en salir de la furgoneta eran siempre los perros: tres perros de raza indeterminada recogidos de la calle. («Eran perros callejeros», le decía a cualquiera que no lo supiera ya). La furgoneta estaba equipada con un elevador eléctrico que bajaba al suelo su sofisticada silla de ruedas. Con frecuencia, cuando paraba el coche, la veía venir hacia mí con el brazo extendido para saludarme mientras manejaba la silla con la otra mano.
—Te he comprado unos calentadores fabulosos —me decía.
O podía ser una taza, o un precioso diario encuadernado en piel, o miel de abejas que solo frecuentaban campos de lavanda. Siempre tenía algún regalito para mí: un jersey elegido por ella, de un color que yo nunca había llevado y que sin embargo resultaba ser perfecto para mi tono de piel; un libro que creía que me encantaría; o un jarrón con un ramo de guisantes de olor. Yo ni siquiera me había dado cuenta de que tenía desgastada la suela de las zapatillas, pero Ava sí se daba cuenta y, como conocía mi número y la marca que me gustaba (o una mejor todavía), me compraba unas zapatillas nuevas. ¿Qué otra persona le compraba a una amiga un par de zapatos? ¿Y unos calcetines a rayas que fueran a juego? Ava sabía que me encantarían, y siempre acertaba.
Sammy y Lillian (los dos chuchos más pequeños) me lamían los tobillos, y Rocco (el más problemático de los tres, el que siempre se quedaba al margen, excepto cuando decidía morderte) se ponía a correr en círculos como cuando estaba nervioso, que era casi siempre, meneando la cola como loco. Y Ava, en cuanto tenía la mano libre, tomaba la mía y entrábamos juntas en la casa mientras ella le gritaba a Swift, como si no lo supiera ya:
—¡Mira quién ha venido!
Siempre me daba de comer cuando iba a Folger Lane, y yo siempre devoraba lo que me ofrecía. En algún momento, en el transcurso de los años, sin darme cuenta siquiera, había perdido el gusto por la comida. El gusto por la vida, o casi. Eso fue lo que me devolvieron los Havilland. Lo sentía cada vez que subía por el liso camino de pizarra que llevaba a su puerta abierta, cuando una oleada de aromas deliciosos me daba la bienvenida. Sopa calentándose al fuego. Pollo asado en el horno. Gardenias flotando en cuencos en cada habitación. Y el humo de los puros habanos que fumaba Swift saliendo del interior de la casa.
Y luego las risas. La estruendosa carcajada de Swift, como el grito de un macaco en la selva anunciando que estaba listo para aparearse.
—Me apuesto algo a que es Helen —gritaba.
El solo hecho de oír a un hombre como Swift pronunciar mi nombre hacía que me sintiera importante. Por primera vez en mi vida, posiblemente.