Más o menos una hora después subimos los cinco al Range Rover con una nevera llena de filetes en la parte de atrás (además de ostras, vino, unas cuantas ensaladas para llevar y carne y pan de hamburguesas para Ollie) y nos dirigimos al puerto deportivo donde Swift tenía atracado su velero.
—En realidad, yo soy más de lancha motora que de velero —comentó Swift—. Pero la lancha la tengo en Tahoe. Eso sí que es potencia.
—¿Podemos montar pronto en la lancha? —preguntó Ollie.
—¿Mean los perros en las bocas de riego? —repuso Swift.
Él y Ava iban sentados delante, con Ollie entre ellos para que pudiera jugar con el iPod de Swift. Elliot y yo íbamos sentados detrás. Desde que Swift lo había introducido en la música de Bob Marley, el reggae había sustituido a los discos que hasta entonces habían sido sus favoritos: la música de finales de los ochenta y los noventa que más le gustaba a su padre.
—I shot the sheriff —cantaba en voz alta, desafinando—, but I didn’t shoot no deputy.
Elliot comentó desde el asiento de atrás que él había visto actuar a Bob Marley en directo en los años setenta. Noté cuánto se esforzaba por encontrar un tema de conversación que pudiera interesar a Ollie.
—Yo una vez estuve en Jamaica con un amigo —dijo Swift—. Nos invitaron a una fiesta en casa de Bob. Qué locura de sitio.
—¿Conociste a Bob Marley? —preguntó Ollie.
—Jugamos juntos al fútbol federación. O al fútbol a secas, como lo llamaba Bob.
Elliot no dijo nada al respecto, pero yo sabía que a veces se mareaba en el mar. El sol no me preocupaba en exceso porque eran más de las cuatro de la tarde cuando zarpamos hacia aguas de la bahía en el Bad Boy, el barco de Swift, pero aun así Elliot se embadurnó de protector solar. Por suerte no había llevado el sombrero que se ponía a veces cuando íbamos a caminar por el monte y que estaba diseñado para proteger no solo la cara, sino también el cuello y tenía un cordón que pasaba por debajo de la barbilla. A mí siempre me recordaba a esos sombreros que llevaban las niñas de La casa de la pradera. Aquel día, Elliot llevaba su gorra de los Oakland A’s.
—Yo soy de los Giants —comentó Swift.
—Yo también —dijo Ollie, aunque era la primera vez que yo le oía decir aquello.
Hacía un día precioso en la bahía, pero el mar estaba algo revuelto.
—No quisiera ser un aguafiestas —dijo Elliot—, pero ¿no habría que ponerle un chaleco salvavidas a Ollie?
—Nado muy bien —contestó Ollie—. Me lo ha dicho el Hombre Mono.
—Hasta los grandes nadadores se ponen chalecos salvavidas en mar abierto —explicó Elliot—. De hecho, yo estaba a punto de ponerme uno. —Agarró un chaleco que estaba sujeto a la pared de la cubierta del barco—. Más vale prevenir que curar, ¿verdad?
Ollie miró a Swift. Yo reconocí la sonrisa de Swift: la había visto cientos de veces en las fotografías que había clasificado para El hombre y sus perros: una sonrisa ancha y dientuda que daba a entender que Ollie y él formaban parte el mismo bando y que ambos se daban cuenta de que lo que proponía Elliot era absurdo.
—Está bien que haya gente como tú en el mundo, hombre —le dijo Swift a Elliot—, para que impida que a gente como yo se le vaya la mano con sus locuras. Necesitamos que haya personas que cumplan las normas para equilibrar la balanza. Quizás alguien podría alegar que ponerse un chaleco salvavidas es una mariconada. Pero ¿qué daño puede hacernos?
—Solo quiero asegurarme de que Oliver no corre peligro —respondió Elliot.
Swift dio una calada a su habano.
—Entiendo lo que dices, amigo mío —dijo—. Pero no puedo enfundarme un chaleco de espuma naranja fosforito estando aquí, en la bahía. —Agarró un chaleco salvavidas, le dio vueltas por encima de su cabeza como si fuera un lazo y lo arrojó al agua—. Los chalecos salvavidas no van conmigo.
—¡Yuju! —gritó Ollie—. ¡Los salvavidas son para bebés!
—No hace tanto tiempo que sabe nadar —insistió Elliot.
—Seguramente es buena idea —intervine yo. Me palpitaban las sienes—. Creo que Elliot tiene razón.
Swift puso una mano en el hombro de Ollie.
—Ya has oído a tu madre, chaval —dijo—. Su novio tiene mucha razón. Ese tío es mucho más sensato que tu viejo amigo el Hombre Mono.
—¿A Cooper le obligabas a ponerse un chaleco salvavidas cuando tenía mi edad, Hombre Mono? —preguntó Ollie.
Aunque aún no conocía a Cooper, para él era ya una figura legendaria: se había convertido en el referente para todo. Los dos, Cooper y Swift, como sendas estrellas del rock.
Al final, le abroché el chaleco salvavidas a mi hijo atando las tiras que sobraban con una serie de lazos que él deshizo, de modo que, aunque lo llevaba pegado al pecho, habría servido de poco en caso de que hubiera volcado el barco o él se hubiera caído por la borda.
Pensé en obligarlo a atarse bien el chaleco, pero por fin decidí no hacerlo. Ollie ya estaba enfadado. Culpaba a Elliot por haber tenido que ponerse el salvavidas, aunque en realidad tendría que habérseme ocurrido a mí en primer lugar.
—Me han dicho que juegas al béisbol en el colegio —le dijo Elliot—. ¿Qué tal va tu equipo?
—Ya se ha terminado la temporada, pero de todos modos el béisbol que se juega en el colegio es una tontería —contestó Ollie con los ojos fijos en el agua—. Es un juego para bebés. Los lanzadores son padres, y tiran unas bolas muy fáciles. Algunos de los niños de mi equipo son tan malos que se quedan ahí parados y ni siquiera mueven el bate. Los padres tienen que lanzar la bola para que dé en el bate.
—Por algún sitio hay que empezar, ¿no? —dijo Elliot—. Pronto tendrás edad para jugar en la liga de alevines. Es más emocionante.
—Odio la liga de alevines —respondió Ollie.
—¿Qué quieres ser de mayor?
No era una pregunta muy brillante, pero Elliot le estaba poniendo todo su empeño.
—Basurero. O delincuente. Seguramente robaré bancos.
—Si quieres robarle el dinero a la gente —comentó Swift—, más vale que lo hagas usando la cabeza. Monta una empresa.
A lo lejos, en la bahía, el mar estaba salpicado de veleros. El sol empezaba a ponerse.
—¿Qué os parece si asamos estas preciosidades? —preguntó Swift sacando cuatro filetes de la nevera, junto con un par de hamburguesas crudas que Estela había preparado para Ollie.
Noté por la cara de Elliot que se estaba mareando, pero no dijo nada.
Swift le preguntó cómo le gustaba la carne.
—Yo la prefiero casi cruda —dijo.
Ava y él cambiaron una mirada. A menudo daba la impresión de que impregnaban de connotaciones sexuales cualquier comentario que se hiciera: los suyos y los de los demás. Cuando estábamos los tres solos no me importaba. De hecho, yo también entraba en el juego. Pero estando Elliot delante, y más aún Ollie, el ardor que llenaba el espacio entre ellos hacía que me sintiera incómoda.
—Pensándolo bien —contestó Elliot—, tengo el estómago un poco revuelto. Creo que solo voy a comer pan.
Swift tomó una de las ostras crudas que Ava había dispuesto en una bandeja con rábano picante, limón y un cuenco de salsa mignonette. Se llevó la concha a la boca y sorbió la ostra con un gruñido de placer.
—No hay nada mejor que esto —comentó—. Bueno, quizá sí, una sola cosa. —Lanzó otra elocuente mirada a Ava.
En ese momento Elliot se giró con una brusquedad que me sorprendió en un hombre como él, que siempre se movía con cautela. Dio unos pasos hacia la borda del barco y se inclinó sacando la cabeza por encima del agua. Tardé un momento en comprender. Estaba vomitando.