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Había ido a Folger Lane a enseñarle a Ava las pruebas finales del libro, que había que mandar a la imprenta al día siguiente. Justo cuando tomé el camino de entrada, la furgoneta de Ava se detuvo a mi lado. Estela iba en el asiento del copiloto.

—He llevado a Estela a que le hicieran la manicura y la pedicura —dijo Ava cuando se bajaron—. ¿Te puedes creer que ha sido la primera vez?

Podía, en efecto. Estela desplegó las manos: sus uñas cortas y desgastadas por el trabajo brillaban pintadas de rojo intenso. Las uñas rojas de sus pies sobresalían de un par de chanclas de papel de las que daban en los salones de manicura. Llevaba sus zapatillas –unas Nike viejas– metidas bajo el brazo.

—He intentado convencerla para que eligiera un color más discreto —explicó Ava—. Pero nuestra chica quería tirar la casa por la ventana.

Me incliné para ver más de cerca sus manos.

—¿Qué tal le va a Carmen con sus clases? —le pregunté.

—Muy bien —contestó—. Mi niña va a ser médica. Va a cuidar de su familia.

—No tienes que preocuparte por eso, Estela —le dijo Ava—. Da igual a lo que decida dedicarse Carmen. Tú ya sabes que Swift y yo siempre cuidaremos de ti.

—Cuando Carmen acabe la carrera, nos valdremos solas —afirmó Estela—. Tengo una hija muy lista.

—Estudiar Medicina es muy duro, Estela —le advirtió Ava—. Espero que lo consiga, pero no dejes tu trabajo.

—Sí, señora Havilland —repuso Estela mientras echaba a andar hacia la casa. Su tono ilusionado parecía haberse desinflado de repente.

—Además —añadió Ava—, ¿qué haríamos nosotros sin ti?