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Conocí a los Havilland en torno al día de Acción de Gracias, en una galería de arte de San Francisco. Ese día se inauguraba una exposición de cuadros pintados por adultos con trastornos emocionales y yo, que por entonces compaginaba varios empleos para ganar algún dinero extra, trabajaba para la empresa encargada del catering. Había cumplido treinta y ocho años dos meses antes, llevaba cinco años divorciada y, si en aquel momento alguien me hubiera preguntado qué tenía de bueno mi vida, me habría costado mucho esfuerzo dar con una respuesta.

La inauguración fue algo extraña. Tenía como fin recaudar dinero para una fundación dedicada a la salud mental y la concurrencia estaba formada en su mayoría por los pintores aquejados de trastornos emocionales y por sus familias, que también parecían un tanto trastornadas. Había un hombre con mono naranja que no levantaba la vista del suelo y una mujer muy bajita, con coletas y un montón de horquillas en el flequillo, que hablaba continuamente consigo misma y de vez en cuando silbaba. Como es lógico, Ava y Swift destacaban entre la multitud. Pero ellos siempre destacaban.

Yo aún no conocía sus nombres, pero mi amiga Alice, que se ocupaba de atender la barra, sabía quiénes eran. Me fijé primero en Swift, no porque fuera guapo de una manera convencional, ni mucho menos. Algunas personas podrían haberlo descrito incluso como el hombre más feo que habían visto nunca, y sin embargo había algo de fascinador en su fealdad: algo salvaje y primitivo. Tenía un cuerpo compacto y musculoso, una alborotada mata de pelo castaño oscuro que apuntaba en varias direcciones, la tez oscura y las manos grandes. Vestía pantalones vaqueros de una marca con muy buen corte, no de Gap ni de Levi’s, y apoyaba la mano sobre el cuello de Ava de un modo que sugería una intimidad mayor que si le hubiera tocado el pecho.

Se inclinaba hacia ella para decirle algo al oído. Como estaba sentada, tuvo que doblarse por la cintura, pero antes de hablar escondió la cara entre su pelo y se detuvo allí un instante como si aspirara su perfume. Aunque hubiera estado solo, yo enseguida me habría dado cuenta de que era el tipo de hombre que jamás se fijaría en mí ni me prestaría atención. Luego se echó a reír y oí aquella risotada suya, parecida a la de una hiena. Se oía desde el otro lado de la sala.

Al principio no reparé en la silla de ruedas. Pensé que estaba simplemente sentada. Pero entonces se abrió un hueco entre la gente y vi sus piernas inmóviles bajo los pantalones de seda gris y sus exquisitos zapatos, que jamás tocaban el suelo. Tampoco a ella se la podía considerar guapa a la manera corriente. Tenía, sin embargo, una de esas caras que llaman la atención, de ojos y boca grandes, y cuando hablaba movía los brazos como una bailarina. Los tenía largos y finos, con los músculos tan definidos que parecían gruesas sogas. Llevaba enormes anillos de plata en los dedos de ambas manos, y una pulsera ancha, también de plata, ceñía su muñeca como una esposa. Me fijé en que, de haber podido levantarse, habría sido muy alta: más alta que su marido, seguramente. Pero incluso sentada resultaba evidente que era una mujer poderosa. Aquella silla suya era más bien como un trono.

Mientras llevaba de acá para allá mi bandeja de canapés, me entretuve un momento pensando en cómo sería observar a aquel gentío desde la altura de Ava, cuya cara quedaba más o menos al nivel del pecho de la mayoría de las personas que la rodeaban. Si ello le molestaba, no lo dejaba entrever. Permanecía muy erguida en su silla, con el porte de una reina.

Calculé que tenía cincuenta o cincuenta y pocos años, unos quince más que yo. Su marido, aunque estaba en buena forma y tenía la piel tersa y el pelo abundante, parecía rondar los sesenta, y así era, en efecto. Recuerdo que pensé que me gustaría parecerme a aquella mujer cuando fuera mayor, a pesar de saber que eso era imposible.

De día trabajaba como fotógrafa retratista, una manera elegante de decir que me pasaba horas y horas de pie detrás de una cámara (en escuelas, centros comerciales y salones de fiestas) intentando persuadir a niños recalcitrantes y oficinistas aburridos para que sonrieran. La jornada era larga y el sueldo bajo, de ahí que hiciera horas extra trabajando de camarera. Aun así, sabía valorar una cara por sus facciones, y no me engañaba respecto a los defectos de la mía. Tenía los ojos pequeños y una nariz ni larga ni corta y a la que le faltaba carácter. Mi cuerpo nunca había sido nada del otro mundo, aunque tuviera un peso normal. Y en cuanto a lo demás (mis manos, mis pies y mi pelo), debo decir que no hay nada de reseñable en mi apariencia. Quizá por eso incluso las personas que me han visto varias veces con frecuencia olvidan que me conocen. De ahí que fuera tan sorprendente que, entre todas las personas con las que podría haber hablado en la galería esa noche, Ava me eligiera a mí.

Yo iba deambulando por la sala con una bandeja de rollos de primavera y pinchos de pollo tailandés cuando levantó la mirada del lienzo que estaba observando.

—Si tuviera usted que comprar uno de estos cuadros sabiendo que iba a verlo en la pared de su casa días tras día, el resto de su vida —me dijo—, ¿cuál elegiría?

Me quedé allí parada, sujetando mi bandeja mientras un hombre de cara inexpresiva (autista, probablemente) tomaba su cuarto o quinto pincho. Lo mojó en la salsa de cacahuete, le dio un mordisco grande y desmañado y volvió a mojarlo. Aquello habría repugnado a algunas personas, pero Ava no era de esas. Mojó su rollito de primavera en el cuenco de salsa después que él y se lo comió de un solo bocado.

—Es una decisión difícil —contesté paseando la mirada por la galería.

Había un retrato de Lee Harvey Oswald hecho sobre un trozo de madera, con una larga retahíla de palabras escritas en la parte de abajo formando un galimatías absurdo, mezcla de lista de la compra y manual escolar de química. Había una escultura de un cerdo recubierta de un brillante esmalte rosa, y media docena de cochinillos, también rosas, dispuestos a su alrededor como si estuvieran mamando. Había una serie de autorretratos de una mujer grandullona, con gafas y pelo naranja, de factura tosca pero tan eficaces en su evocación de la modelo que la reconocí en cuanto entró en la sala. Pero la pieza que más me gustaba, le dije a Ava, era un cuadro de un niño empujando un carrito que a su vez contenía a otro niño que sostenía un carrito parecido pero más pequeño, con un perro dentro.

—Tiene buen ojo —me dijo—. Ese es el que voy a comprar.

Bajé la mirada, demasiado tímida para mirarla a los ojos. Pero a pesar de todo me había fijado en ella lo suficiente para saber que tenía un aspecto extraordinario, con su cuello de cisne y su piel lisa y trigueña. Me sentí como una niña a la que su maestra acabara de hacer un cumplido. Una niña que rara vez recibía alabanzas.

—No soy objetiva, claro —añadió—. Me gustan los perros. —Me tendió la mano—. Ava —dijo mirándome directamente a los ojos como hacían pocas personas.

Le dije mi nombre y, aunque ya rara vez lo mencionaba, le dije también que era fotógrafa. O que lo había sido. Los retratos eran mi especialidad. Lo que de verdad me gustaba, le dije, era contar historias a través de mis fotografías. Me encantaba contar historias, y punto.

—Cuando era joven, pensaba que algún día sería como Imogen Cunningham —le dije—. Pero se ve que tengo más talento para esto —añadí con una risa remolona, señalando con la cabeza la bandeja de canapés vacía.

—No seas tan negativa —respondió Ava con voz amable pero firme—. No sabes lo que puede ocurrir dentro de un año, cómo pueden cambiar las cosas.

Yo sabía cómo podían cambiar las cosas. Claro que lo sabía. No para bien, en mi caso. En otro tiempo yo había vivido en una casa con un hombre al que creía querer y que me quería (o eso pensaba yo), y un niño de cuatro años para el que mi presencia cotidiana era tan necesaria que una vez intentó hacerme prometer que nunca me moriría. («Eso no pasará hasta dentro de muchísimo tiempo», le dije. «Y cuando me muera tú tendrás una pareja fantástica que te querrá tanto como yo, y puede que hasta tengas hijos. Y un perro». Ollie siempre quiso tener perro, pero Dwight no se lo permitió).

Dwight se enfadaba cuando Ollie se presentaba en nuestro dormitorio y pretendía meterse en la cama con nosotros, pero a mí nunca me importó. Ahora dormía sola y soñaba que sentía el aliento cálido de mi hijo en el cuello y su manita húmeda apoyada sobre mí mientras su padre rezongaba al otro lado de la cama: «Supongo que esta noche no va a haber sexo, ¿no?».

Dwight tenía mal genio, un mal genio que, en el transcurso de nuestra relación, dirigió cada vez más contra mí. Pero hubo un tiempo en que mi marido, al verme en una fiesta atestada de gente o en un pícnic en el colegio de nuestro hijo, habría sonreído como sonrió el marido de Ava esa noche al verla desde el otro lado de la sala. Sonreía y luego se acercaba y apoyaba su mano en mi espalda o me rodeaba con el brazo para susurrarme al oído que era hora de irse a casa, a la cama.

Esos tiempos habían pasado. Ahora nadie se fijaba en la mujer que sostenía la bandeja. O nadie se había fijado en ella desde hacía mucho tiempo, hasta que llegó Ava.

Ella estudiaba mi cara con tanta fijeza que sentí que me ardía la piel. Quería alejarme para ir a servir a otros invitados pero, cuando estás hablando con una persona en silla de ruedas, parece injusto hacerlo: tu interlocutor no puede marcharse con la misma facilidad que tú.

—¿Cuál es tu fotografía favorita de las que has hecho? —me preguntó. No necesariamente la mejor, sino la que me gustaba más.

—La serie que le hice a mi hijo durmiendo, cuando tenía tres años —contesté—. Me acercaba a su cama cuando estaba dormido y le hacía una foto, una cada noche durante un año. Estaba distinto en todas.

—¿Ya no se las haces? —dijo ella.

Yo no solía comportarme así (siempre me he callado mis problemas), pero algo en la forma de ser de Ava, esa sensación de que de verdad quería escucharte y de que le importaba lo que le contabas, me causó un efecto extraño.

No lloré, pero debí de poner cara de estar a punto de hacerlo.

—Ya no vive conmigo —le dije ocultando un poco la cara—. Ahora mismo no puedo hablar de eso.

—Lo siento —murmuró—. Y además te estoy impidiendo hacer tu trabajo.

Me indicó con un gesto que me inclinara y que acercara mi cara a la suya. Alargó la mano y me enjugó los ojos con una servilleta.

—Ya está —dijo, satisfecha—. Otra vez preciosa.

Me incorporé, sorprendida de que aquella mujer encantadora me hubiera llamado «preciosa».

Quiso que le contara más cosas sobre mis fotos. Le dije que hacía más de un año que no sacaba la cámara. Las fotos que hacía en el trabajo no contaban.

Quiso saber si tenía pareja y, cuando le dije que no, contestó que eso teníamos que arreglarlo. Dijo «tenemos», como si ya fuéramos un equipo de dos jugadoras. Ava y yo.

Lo otro (lo que concernía a Ollie) no era un tema en el que yo tuviera intención de adentrarme.

—No es que quiera decir que un hombre lo resuelva todo —comentó ella—. Pero los otros problemas que tiene una no parecen tan agobiantes cuando te vas a la cama por la noche en brazos de alguien que te adora.

Por su forma de hablar saltaba a la vista que eso era lo que ella tenía con su marido.

—Y luego está el sexo —añadió.

Yo veía, un poco apartado, a aquel hombre que, según me había dicho Alice, se llamaba Swift. Estaba conversando con una mujer de aspecto extraño (una de las artistas, sin duda), con el cuello envuelto en algo que parecía ser papel de aluminio. Por su forma de asentir con la cabeza, resultaba evidente que se estaba esforzando por entender lo que le decía su interlocutora. Justo en ese momento sorprendió la mirada de Ava y le sonrió. Tenía unos dientes blancos y perfectos.

—Nunca bajes el listón —me dijo ella—. Busca siempre lo auténtico. Si no estás completamente loca por él, olvídalo. Y si un día se acaba, das media vuelta y te marchas. Suponiendo que puedas caminar, claro —añadió con una risa exenta de amargura.

Su comentario daba a entender que yo me merecía algo asombroso y fantástico. Un carrera asombrosa y fantástica, un compañero asombroso y fantástico. Una vida maravillosa. Yo no alcanzaba a imaginar por qué habría de ser así.

—Tienes que venir a casa —me dijo—. Debes contármelo todo.