Ava y Swift estaban comiendo en el jardín cuando llegué a Folger Lane.
—Ayer Carmen me dio una noticia estupenda —dijo Estela mientras ponía otro plato sobre la mesa—. Lo primero que le dije cuando me lo contó fue que teníamos que decírselo a los Havilland.
Carmen había ganado un premio por un trabajo que había presentado a un concurso de ciencias para estudiantes: un informe basado en un experimento que ella misma había diseñado demostrando que las moscas de la fruta que se alimentaban con productos orgánicos vivían más que las que consumían frutas de cultivo convencional. Había sido elegida, junto con otros cuatro estudiantes (todos ellos universitarios, a diferencia de Carmen) para viajar a Boston y visitar el campus de la Universidad de Harvard, donde leería su trabajo en un congreso nacional de ciencias.
—Cuando vean lo lista que es —dijo Estela—, seguro que le dan una beca.
Le dijimos que era una noticia maravillosa, por supuesto.
—En cuanto te descuides, tu hija se casará con uno de esos señoritingos de Boston que hablan con voz nasal y pasan los fines de semana en Nantucket jugando al polo —comentó Swift.
Estela pareció desconcertada. No sabía cómo eran los señoritingos de Boston, y seguramente no tenía ni idea de qué era Nantucket.
—Te equivocas, cariño —repuso Ava—. Carmen no va a abrirse camino en la vida casándose con algún ricachón, como hice yo. Se labrará un futuro gracias a su esfuerzo y a su cerebro privilegiado.
—No tiene que pagar el avión —informó Estela—. Ni el avión, ni la comida, ni el hotel. Es todo gratis. Le han mandado una camiseta con el nombre de la universidad delante para que se la ponga en el viaje.
—Eso es fantástico —dijo Ava.
A Estela le brillaba el semblante. Nunca la había visto tan feliz.
—Me ha preguntado si Boston está cerca de la universidad de Cooper. A lo mejor él puede enseñarle la ciudad.
Solo una persona que la conociera bien lo habría notado, pero vi que las facciones de Ava se crispaban ligeramente. Swift volvió a leer su ejemplar del Wall Street Journal.
—Cooper está en New Hampshire, en realidad —contestó ella—. En Dartmouth. En otra ocasión, quizá.
Yo todavía no conocía a Cooper, que estaba estudiando fuera, en una escuela de negocios, pero no podía pasar uno diez minutos en compañía de Swift sin que saliera a relucir su nombre.
—Mi chico —lo llamó Swift después de que Estela regresara a la cocina—. Mi chico tiene el mundo a sus pies. Puede hacer todo lo que quiera en la vida. Tiene ese toque mágico.
Justo el fin de semana anterior, Cooper había ido a Las Vegas con sus antiguos compañeros de estudios de California a pasar un par de días. Ahora estaban planeando otro viaje: a hacer heliesquí a la Columbia Británica.
Aunque no conociera en persona al hijo de Swift, yo había visto fotos suyas por toda la casa e intuía que era una de esas personas (como el propio Swift, solo que en mayor medida, probablemente) en las que todo el mundo se fijaba cuando entraban en una habitación. Era mucho más alto que su padre, con la complexión de un jugador de rubgy (deporte al que, casualmente, jugaba) y parecía estar riéndose en todas las fotografías.
Yo sabía por Swift que en aquel momento Cooper estaba intentando decidirse entre trabajar en el sector inmobiliario o en la industria del entretenimiento, consiguiendo financiación para películas, licencias y esa clase de cosas. También le iría genial en el negocio de la música, afirmaba Swift. Una noche que había salido por San Francisco, un periodista deportivo de la filial local de la NBC le dio su tarjeta. «Te estaba observando durante la cena», le dijo. «Podrías hacer carrera en televisión».
—Le dije que la gente que trabaja en televisión consigue unas entradas estupendas para ver a los Giants —comentó Swift—. Pero el dinero de verdad está en los negocios. Si consigues triunfar en ese terreno, puedes comprarte abonos para toda la temporada.
—Cooper es una de esas personas a las que todo el mundo quiere nada más conocerlo —dijo Ava—. Sobre todo las mujeres, claro. De tal palo, tal astilla.
—Ese chico va a ser millonario antes de los treinta —agregó Swift—. Tiene ese ímpetu. Salta a la vista que está hecho para triunfar.
—Como otra persona que yo me sé —comentó Ava.
Cooper tenía una novia preciosa, claro. Virginia. Podría ser modelo, pero estudiaba Medicina.
—Si yo estuviera en coma y esa chica se inclinara sobre la cama, me despertaría ipso facto —dijo Swift—. Tiene unas tetas…
—Para, cariño. Eres terrible —le reprendió Ava. Siempre le estaba diciendo cosas así, pero se notaba que era parte del juego.
—Solo estoy siendo sincero —repuso él.
—Estás hablando de nuestra futura nuera, cariño —le recordó Ava—. La madre de nuestros nietos.
Todo el mundo sabía (desde hacía años, evidentemente) que Cooper y Virginia acabarían casándose. Estaban juntos desde los dieciséis, siete años ya, y eran tal para cual. Iban a tener una vida maravillosa.
Pregunté cuándo vendría Cooper de visita.
—Es difícil saberlo —respondió Ava—. Está siempre tan liado…
—Le han contratado como becario en una empresa de inversiones de Nueva York —agregó Swift—. Y ya se sabe lo que pasa con esos ejecutivos recién salidos del cascarón. No paran ni un segundo hasta que ganan sus primeros diez millones.
No dije nada. Solía quedarme callada cuando se hablaba de cosas de las que no sabía nada, y eran muchas.
—Un día de estos —prosiguió Swift—, cuando menos lo esperemos, estaremos sentados en el patio con los perros y de repente oiremos un alboroto y Cooper entrará en el jardín y se lanzará de cabeza a la piscina o algo así. O llegará montado en un Maserati que habrá conseguido que alguien le preste alegando que va a hacerle un test de conducción. Así es Cooper. Ese chico va como un cohete. Con o sin deportivo.
—Algunas veces me gustaría que echara un poco el freno —comentó Ava.
Advertí una nota de preocupación en su voz, pero entonces volvió Estela con un plato de brownies calientes y más vino, y la conversación sobre su hija y Cooper pareció quedar zanjada de repente.
—Acuérdate de decirle a Carmen lo orgullosos que estamos de ella —le dijo Ava.
—Y ese sitio, Harvard, ¿es una buena universidad? —preguntó Estela.