Pasé toda la mañana resistiéndome al impulso de llamar al móvil de Swift y pedir hablar con mi hijo. Ollie quería estar a solas con él, no que su madre llamara continuamente para preguntar qué tal iban las cosas. Y de todos modos sabía que se estarían divirtiendo demasiado para que Oliver quisiera pasar un minuto hablando conmigo.
Después de tomar el café, me fui a Folger Lane, donde los preparativos de la fiesta se habían puesto en marcha nada más perderse de vista el coche de Swift. Había tres furgonetas aparcadas fuera cargadas con flores, mesas, manteles y cristalería. En la cocina, el equipo del servicio de catering estaba colocando las bandejas.
Ava me había llamado el día anterior para decirme que ya habían llegado los libros: mil ejemplares de El hombre y sus perros encargados especialmente para la ocasión.
—Estoy deseando ver cómo han quedado —me dijo—. Pero prefiero esperar a que vengas para abrir las cajas.
Me estaba esperando en el amplio cuarto de la lavadora, al lado de la cocina. Apiladas contra la pared del fondo había cerca de cien cajas de cartón corrugado. Ava se las había arreglado de algún modo para que metieran las cajas por la puerta trasera sin que Swift se diera cuenta y las apilaran allí, el único lugar de la casa en el que su marido jamás entraba. Aquel era territorio exclusivo de Estela, y de todos modos él no sabía cómo poner una lavadora.
Abrimos la primera caja. Saqué el primer volumen del montón, sentí su peso, pasé los dedos por las letras en relieve de la portada. Ava había elegido la encuadernación más cara: cuero rojo con estampado en oro. Tardé un momento en darme cuenta del error.
Había una errata. El subtítulo estaba bien: La asombrosa vida de Swift Havilland. Pero en lugar de El hombre y sus perros –el título que había elegido Ava–, decía El dios y sus perros.
Miré a Ava para ver cómo reaccionaba. Se estaba riendo.
—Bueno —dijo—, no van muy descaminados, ¿no? Mi marido es una especie de dios. Puede que no haya creado el mundo entero, pero él cree que sí.
Estela entró a ver qué estábamos haciendo. Tomó un ejemplar del libro y empezó a hojearlo observando detenidamente cada fotografía.
Cuando volvió a salir al jardín, Ava meneó la cabeza.
—Qué idiota soy —dijo—. Tantos meses planificando el libro con todas esas fotografías de fiestas y amigos, y he olvidado incluir una foto de Estela.
—No creo que vaya a ofenderse por eso —le dije.
De hecho, tampoco había ninguna fotografía mía en el libro. Me habría parecido extraño incluirla, y Ava no me lo había sugerido.
Había muchas cosas que hacer, pero quería tomarme unos minutos para inspeccionar el libro. Me llevé un ejemplar al jardín, junto con un vaso de limonada. Aunque había dedicado muchas horas a aquel proyecto y conocía cada fotografía, quería imaginar que era la primera vez que veía sus páginas. Que era un invitado a la fiesta (el mecánico que reparaba la moto de Swift, o su masajista, o Evelyn Couture, quizá) y que tomaba el libro por primera vez, preguntándome con curiosidad «¿Quién es este hombre?».
Página uno: la cara de un bebé, con los márgenes de la fotografía difuminados. Incluso con seis o siete meses, se reconocían perfectamente sus rasgos. Tenía la boca abierta de par en par y parecía aullar de risa.
La dedicatoria: Para mi marido, amante y alma gemela eterna, con motivo de sus primeras seis décadas en el planeta Tierra. La Vía Láctea nunca será la misma.
Después, seguían un par de páginas con imágenes de la infancia de Swift. Ava había decidido que aquella parte no debía ocupar mucho espacio, y las fotografías evidenciaban el motivo de tal decisión: Swift había sido un niño feo que, en sus primeras fotografías, aparecía siempre al fondo, como rezagado. En ellas aparecían también un hermano mayor y una hermana más pequeña. (Era curioso, había pensado yo mientras reunía las imágenes para el libro, que nunca hubiera oído hablar de ellos. Tampoco figuraban en la lista de invitados a la fiesta. De hecho, no estaba previsto que asistiera ningún pariente de Swift, aparte de su hijo. Ni tampoco de Ava, pensándolo bien. De cuya familia, pensé de repente, yo no sabía nada).
Había un retrato de familia de cuando Swift era pequeño. Su padre parecía un hombre duro: mandíbula cuadrada, ojos pequeños y oscuros y un porte que tenía algo de marcial. A su lado (pero sin tocar a su marido, ni rozarle siquiera la camisa) aparecía la madre de Swift. Era delgada, casi esquelética, tenía los ojos hundidos y parecía derrotada. En la fotografía tenía la boca abierta como si le costara respirar. Apoyaba una mano en el hombro de su hijo pequeño, no con ademán tierno, sino controlador. Intentaba que su hijo no se metiera en líos. No lo conseguiría por mucho tiempo.
Luego venía la adolescencia, sobre la que también se pasaba de puntillas. Swift era bajo y esmirriado, llevaba el pelo mal cortado y tenía acné. En una fotografía aparecía en una especie de acampada escolar: los alumnos aparecían en fila, con mochilas a la espalda, sobre un paisaje de fondo que parecía ser el parque Yosemite. Para entonces, Swift había adoptado ya la expresión del payaso de la clase, consciente quizá, de que los mejores papeles ya estaban cogidos. Pasaba el brazo por la espalda del chico que estaba a su lado: Bobby, su amigo de la infancia, el que todavía asistía a todas las fiestas de los Havilland. Levantaba la mano por encima de su cabeza (lo cual no era fácil porque Bobby le sacaba sus buenos quince centímetros), formando con los dedos unos cuernos.
Después venía la transformación. El equipo de lucha libre. Un mejor tratamiento del acné, quizá. Una cita para ir al baile de promoción. (No la chica más guapa, pero sí una con grandes pechos que él parecía mirarle incluso en su retrato oficial del baile).
En la siguiente fotografía aparecía el día de su marcha a la universidad, con un par de maletas Samsonite y un bajo eléctrico. (Había tocado en una banda de rock unos diez minutos. Una estratagema ideada seguramente para tener más éxito con las chicas, dado que el Swift que yo conocía mostraba muy poco interés por la música). Llevaba pantalones ceñidos, patillas largas y los tres botones de arriba de la camisa desabrochados. A su lado, envarados, se veía a su hermana pequeña y a sus padres, que parecían desconcertados por su parentesco con aquel personaje. El hermano mayor debía de haberse marchado ya de casa.
Aquella era la última imagen del libro en la que aparecía la familia de Swift. Hasta donde yo podía deducir, a partir de entonces sus padres y sus hermanos no habían tenido ninguna relevancia en su vida.
Lo que seguía a continuación era un ascenso sorprendentemente rápido. El ingreso en una fraternidad universitaria. Una chica guapa del brazo. Una aún más guapa. El Corvette. Una serie entera de fotografías mostrando diversas gamberradas típicas de una fraternidad masculina: Swift vestido de mujer, Swift enseñando el trasero por la ventanilla de un Mustang descapotable, Swift en un jacuzzi con tres mujeres. Todos borrachos, o eso parecía.
Había también, sin embargo, claros indicios de los comienzos de la carrera profesional que le había permitido comprar aquella casa, y la casa de su exmujer, y celebrar una fiesta como aquella, y todo lo demás. Ahora vestía traje. El primero parecía barato. El siguiente, no.
Luego venía su matrimonio con Valerie, la madre de Cooper. Ella aparecía únicamente en dos fotografías: en su retrato de boda, y en otra tomada años después, cuando ella había engordado claramente. En la segunda sostenía en brazos a un bebé (Cooper) y parecía profundamente infeliz. Un poco apartado se veía a Swift fumando un puro y haciendo el payaso para la cámara, como de costumbre.
El resto de la historia transcurría como cabía esperar. Una sucesión de coches y novias posteriores a su divorcio (y de las que había más fotografías que de su exmujer). Cooper cada vez más alto. (Yo, siguiendo instrucciones, había eliminado a su madre de las fotografías). El alquiler de su primer edificio en Redwood City. El anuncio de que su empresa, Theracor, salía a bolsa. Y luego Ava.
Había en el libro una fotografía en la que aparecían los dos poco después de conocerse: debía de hacer poco tiempo, porque ella aún no estaba en la silla de ruedas. Como yo había adivinado, Ava era más alta que él y tenía unas piernas preciosas. Su cuerpo era mucho más redondeado y voluptuoso que ahora. Yo me había fijado, tras ver esta fotografía y otras pertenecientes a los primeros tiempos de su relación, en lo mucho que tenía que haberla envejecido el accidente. A él, no tanto.
Había sido idea de Ava alternar las páginas que mostraban instantáneas de la vida de Swift con mis retratos de los perros acogidos en los refugios que Swift y ella patrocinaban en la zona de la Bahía: las fotos que había hecho en aquellos alegres viajes por carretera con Elliot. Cuando Ava me había propuesto combinar fotografías de Swift con otras de perros rescatados, su idea me había parecido un tanto extraña, pero había procurado darle a la composición cierta estructura temática. Así pues, los perros de esas primeras páginas eran enternecedores, pero tenían un aire melancólico. Frente a la página en la que aparecía Swift con sus padres, había puesto un basset hound y un perro mestizo y tuerto. Al lado de la página en la que Swift aparecía disfrazado de demonio anunciando la venta de su empresa a Oracle, había una fotografía de un perro que habíamos encontrado en un refugio de Sonoma y que parecía un cruce entre un pit bull y un león. Sin duda era un macho alfa aunque, de los dos sujetos que se miraban frente a frente desde páginas opuestas, el que se relamía los labios no era el perro, sino el hombre. Swift.
Mientras pasaba las páginas del libro, Ava se acercó a mí por detrás. Olí primero su perfume de gardenias, sentí que un brazo largo y esbelto rodeaba mi cuello y que la pulsera de plata me rozaba la piel. Me acarició el pelo y luego maniobró con la silla para ponerse a mi lado.
—Has hecho un trabajo maravilloso, cielo —dijo—. Has captado de verdad la esencia de Swift.
—Me he limitado a poner las fotografías juntas —respondí—. Ya estaban todas ahí. No es que yo haya hecho nada, es que él es así.
La miré. Casi nunca la veía sin maquillar, pero en ese momento llevaba la cara lavada. Me sorprendió lo mayor que parecía. Sus piernas, que normalmente llevaba cubiertas, quedaban expuestas justo hasta encima de las rodillas. Me impresionó lo consumidas que parecían, carentes por completo de tono muscular. Dos palillos apoyados sobre el reposapiés de la silla y decorados con unos zapatos inútiles pero carísimos.
—No podría arreglármelas sin ti, ¿sabes? —dijo. Su voz sonaba distinta. Más suave y vulnerable que nunca.
—Tú también eres fuerte —le dije, pero no pareció oírme.
—Ahora es como si las dos formáramos una sola persona —comentó, y por un momento casi me pareció que había un dejo de amargura en su voz—. Como gemelas siamesas que compartieran un solo corazón. Si una se muere, la otra también.