Estábamos ya en junio y hacía algún tiempo que no iba por casa de Ava y Swift. Normalmente me pasaba por allí casi a diario para trabajar en mi proyecto fotográfico, pero los Havilland habían estado en el lago Tahoe, y después yo había pasado unos días en casa de Elliot, en Los Gatos. Él estaba de vacaciones y, como yo tampoco tenía que trabajar, habíamos tomado la carretera de la costa para ir de acampada unos días. Ese sábado, cuando volvimos, salimos a montar en bici y por la noche Elliot invitó a unos amigos y preparó pollo a la barbacoa. Nada parecido a las reuniones que tenían lugar en Folger Lane, pero lo pasamos bien. Fue agradable. Yo, sin embargo, ya no podía pensar en esa palabra, ni muchos menos decirla en voz alta, sin oír la voz de Ava susurrándome al oído: «¿Solo agradable?».
La mañana posterior a nuestro regreso fui a casa de los Havilland para ponerme de nuevo a trabajar en el libro. Pero, sobre todo, quería ver a Ava. Cuando llegué estaba en el camino de entrada, esperando para recibirme. Me llamó antes incluso de que saliera del coche. Lillian y Sammy se pusieron a corretear en círculos a mi alrededor como si hiciera mucho tiempo que no me veían.
—¿Tienes idea de cuánto te he echado de menos? —preguntó Ava—. Ya sé que antes me las arreglaba muy bien sin ti pero, francamente, ahora no sé cómo lo hacía.
Estiró sus largos y esculturales brazos para rodearme el cuello. Yo aspiré su perfume de gardenias.
—Estela acaba de volver del mercado con los cruasanes. Todavía están calientes —dijo—. Tienes que contármelo todo.
No había mucho que contar. Cuando tenía citas espantosas podía contarle miles de anécdotas. Pero ahora que salía con Elliot, solo había una cosa que pudiera decir:
—Soy feliz. Sé que parece una locura, pero creo que quizá quiera de verdad a ese hombre.
—Eso es maravilloso, cielo —comentó.
No sé qué fue, pero hubo algo en su respuesta que hizo que me sintiera ligeramente desinflada. Tuve la sensación de que la había decepcionado, de que había faltado a sus expectativas. Como si fuera una cría y le estuviera contando que me había apuntado a un curso de asistente de dentista en vez de ser cirujana cardiovascular, como ella esperaba.
Pensaba que querría que le contara mi viaje a las Sierras. O que hablaríamos de Elliot y de mí. Estaba deseando contarle algo más, aunque sin entrar en detalles íntimos.
En el pasado siempre se lo había contado todo. Ahora, sin embargo, sentía un nuevo afán (un afán sin precedentes) de proteger aquella relación. Aun así, nos había imaginado a las dos sentadas en el jardín, junto a la piscina quizá, tomando un café con hielo y charlando sobre nuestros hombres. Planeando una cena, tal vez, para los cuatro. Sin embargo, aunque cuando conocí a Elliot los Havilland habían expresado su deseo de conocerlo, hacía ya casi dos meses que salíamos juntos y aún no le habían extendido una invitación.
—Escucha —dijo Ava cuando llegamos a la puerta—, confío en que puedas hacerme un favor. ¿Te acuerdas de Evelyn Couture?
Evelyn era la viuda rica de Pacific Heights con la que Swift había trabado amistad de algún modo y que había acudido (llevada por su chófer) a las últimas fiestas de los Havilland. Parecía una extraña amistad para Ava y Swift, pero nunca se sabía a quién acogerían aquellos dos bajo su ala. Pensé que se habían dado cuenta de que estaba muy sola. Tal vez no tenía familia, o su familia solo se interesaba por su dinero.
—Va a dejar su casa de Divisadero para instalarse en un piso en Woodside —dijo Ava—. Y está agobiadísima intentando decidir qué hace con todas sus cosas. Me he ofrecido a ayudarla.
Ava nunca reconocía las limitaciones que le imponía su silla de ruedas, pero tuve que preguntárselo. Parecía poco probable que la casa de Evelyn estuviera adaptada para discapacitados. ¿Qué pensaba hacer?
—¡Esas mansiones de Pacific Heights son imposibles! —exclamó—. Puede que tenga algún lacayo gigantesco que me lleve en brazos por la escalera y me deposite sobre un sofá de terciopelo. Pero lo más probable es que tenga que dejarte en su casa. Estoy segura de que tú sabrás tranquilizarla. Evelyn necesita ayuda para planificar la mudanza. Tiene tantas cosas en esa casa que no sabría por dónde empezar.
No había ningún lacayo, por supuesto. Ava me dejó en la casa de Divisadero y se fue a clase de pilates en un edificio accesible para discapacitados y a hacer algunas otras cosas por la ciudad: ir a la peluquería, hacerse las cejas, visitar al fisioterapeuta. Pasé el resto de la mañana y parte de la tarde con Evelyn Couture, ayudándola a clasificar la ropa que iba a donar a una tienda de reventa de lujo y cuyos beneficios pensaba destinar al ballet. Antes de marcharme (Ava paró delante de la casa para recogerme), Evelyn me regaló un broche en forma de mariposa y un par de pendientes todavía en su caja de Macy’s, con la etiqueta del precio puesta: catorce dólares con noventa y cinco.
—Eso es muy propio de Evelyn —comentó Ava cuando le enseñé los pendientes—. Confiemos en que sea más generosa con sus donativos a la fundación. Tenemos grandes esperanzas.
Las dos sabíamos que el gran momento llegaría en la fiesta del sesenta cumpleaños de Swift, cuando los Havilland hicieran público su plan de crear clínicas de esterilización gratuitas en los cincuenta estados. Los Centros Veterinarios Havilland, bajo el auspicio de la fundación BARK.
—No quiero que pienses que, porque hoy te haya pedido que ayudes a Evelyn, no valoro tu profesionalidad como fotógrafa —dijo Ava mientras volvíamos a Portola Valley desde la ciudad—. El libro que estás haciendo va a ser una verdadera obra de arte. Lo de hoy ha sido solo cuestión de engrasar la maquinaria. Ya sabes lo que tiene una que hacer a veces, cuando quiere mantener contenta a gente con mucho dinero.