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LA RESIDENCIA DE LA VIUDA
UN IDILIO EN SOMERSET

No siempre resulta fácil distinguir el apego a una persona del apego a una propiedad. Sé que está muy extendida la creencia de que Elizabeth bromeaba cuando decía que se había enamorado de Darcy al ver por primera vez Pemberley. Eso creía yo. Pero ahora no estoy tan segura. Permitidme que os cuente mi historia para que os forméis vuestra propia opinión. Yo aún tengo que formarme la mía.

La llaman «Residencia de la Viuda», pero la verdad es que no tiene nada que ver con su nombre. Aunque durante una época, en el siglo XIX, cuando se renovó la fachada que da a los preciosos jardines, creo que sí cumplió esa función. Se cuenta que una de las siempre en mayor o menor medida desdichadas lady Elliot (¿o fue una lady Bridgewater?) permaneció recluida entre sus muros, y que dichas mejoras se realizaron en aras de su bienestar. El porche y las hornacinas góticas, los jarrones y el reloj de sol, y los pináculos redondeados del tejado se añadieron a la sazón. Sin embargo, en la actualidad la construcción tenía de «residencia de viuda» lo mismo que la «Casita Uppercross» tenía de casita. Ambos eran palacetes renovados. La Casita Uppercross, por cierto, se conoce ahora como «Los Olmos» por el infeliz capricho de un propietario de principios del siglo XX que decidió que la palabra «casita» no resultaba adecuada para tan imponente residencia. La enfermedad holandesa del olmo acabó con todos los ejemplares de los alrededores, pero el nombre se mantiene. Se trata de una mansión alegre y bien conservada. Y en la actualidad pertenece a un arquitecto de Taunton, cuyos hijos y nietos juegan al ping-pong en el porche las tardes de verano.

La Residencia de la Viuda no es alegre ni está bien conservada. Pero sí es hermosa.

Me enamoré de ella en cuanto la vi. Fue mi amiga Rose, a la que visité en su granja del Parque Nacional de Exmoor, la que me la enseñó. Yo no conocía demasiado el condado de Somerset, y habíamos decidido pasar unos días paseando, nadando en el gélido río Barle, visitando iglesias y casas de campo por la zona. En aquel momento, Rose trabajaba en las ilustraciones para un libro sobre las plantas de los estanques y ríos europeos, y ambas nos dedicábamos a recoger especímenes de distintas clases. En líneas generales, nos bastaba con nuestra mutua compañía, contándonos nuestras cosas —yo aún seguía abrumada de alivio tras haber dejado, no hacía mucho, al canalla de mi marido—, pero una noche Rose organizó una visita a la finca Kellynch para cenar.

Mientras dejábamos las tierras altas de caliza y descendíamos hacia las profundidades rojas, conduciendo por carreteras cada vez más estrechas e inclinadas, flanqueadas por dedaleras y adelfas violetas, Rose me contó la historia de Kellynch. Desde que uno de los antiguos Elliot se viera obligado a abandonar la mansión principal, a principios del siglo XIX, la propiedad se convirtió en el escenario de un sinfín de problemas. Fue testigo de diversas aventuras escandalosas de la época de Waterloo, que dejaron una prole de hijos ilegítimos diseminados por todo el condado, y a las que siguió —o quizá acompañó— un matrimonio bastante prometedor, pues la novia era una Bridgewater acaudalada, pero que acabó en un desastre que se hizo eterno. La guía de familias ilustres de Debretts tenía en alta estima a los Bridgewater, pero no así otro tipo de publicaciones. Para no irse por las ramas, le explicó Rose: «Estaban chiflados». Ni los Elliot ni los Bridgewater eran grandes admiradores de los deberes y el protocolo que se suponía habían de respetar los terratenientes; sin embargo, siguieron viviendo ahí mientras la propiedad se desmoronaba. En la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno requisó la Mansión Kellynch para convertirla en un centro de formación de oficiales, y ya nunca recuperó el lustre de antaño. Ahora albergaba un Centro de Estudios Rurales. De hecho, de cuando en cuando, Rose impartía algún que otro curso de dibujo botánico en la mansión.

«Sí —iba diciendo, frenando para no pisar a un faisán, acelerando para adelantar un tractor—, ha sido testigo de multitud de historias dramáticas. Ha sido testigo de suicidios y encarcelamientos. Los hombres bebían y las mujeres lloraban entre sus muros. Y la sangre fría de los Elliot se mezcló con la sangre negra de los Bridgewater… Una novia se tiró de uno de los pisos superiores de la Mansión Kellynch en su noche de boda: la descubrieron entre los brazos de una enorme magnolia, y sobrevivió, aunque quedó inválida de por vida. Una niña cogió la escopeta de su hermano y se voló la tapa de los sesos en lo alto de la colina Dunkery. Un niño se ahogó en uno de los estanques. Cuando lo drenaron, en los años veinte —continuó Rose—, se descubrió una auténtica reserva de botellas de burdeos, tanto llenas como vacías, y es que el viejo Squire William, que había malvendido la granja Parsonage y los bosques que se encontraban detrás de Barton, tenía la costumbre de ir allí por las tardes, ora borracho, ora presa de un arrebato de remordimiento. Pero fuera cual fuera su estado de ánimo, siempre acababa arrojando una botella. El licor hizo felices a las tencas. De hecho, nunca se habían visto unos peces tan sumamente grandes. Uno de aquellos enormes ejemplares disecados se expone en la propia mansión.»

Mientras conducía rumbo al oeste, me entretuvo poniéndome al día con ese tipo de leyendas. El propietario actual de la finca, Bill Elliot, con el que íbamos a cenar, estaba ya cerca de cumplir los cuarenta. Su padre, Thomas Elliot, combatió en el desierto con Montgomery de El-Alamein, pero la paz no le sentó nada bien, y cuando volvió a casa se dio a la bebida. Murió de cirrosis hepática a los sesenta y pico años. Bill había heredado una propiedad hipotecada y gafada. Oprimido por ese legado, consiguió un permiso judicial para alquilar la mansión principal, las zonas verdes y los jardines a una productora cinematográfica que pretendía rodar allí una película de época. La jugada le salió bien, porque su hermana Henrietta, que carecía de dote y había insistido en aparecer como extra en una escena de cacería, tuvo una caída muy fea y fue cortejada, en una cama del hospital de Taunton, por uno de los actores más importantes y corpulentos de la película, que acabó casándose con ella. ¿Conocía a Binkie? ¿Lo había visto haciendo de obispo en la última serie basada en las novelas de Trollope? Era bastante bueno, la verdad.

Sin embargo, no podían vivir eternamente de aquel dinero caído del cielo. Así pues, la mansión principal se cedió al Centro de Estudios Rurales con un arrendamiento por noventa y nueve años que incluía mantenimiento y reparaciones. Los Elliot se habían lavado las manos. Y ahora Bill vivía temporalmente en la Residencia de la Viuda. Rose confiaba en que me gustase.

Yo no dejaba de hacerme preguntas. Mientras me peleaba con el pesado cerrojo metálico de una verja de cinco barras destartalada —pues al parecer teníamos que bajar por un camino para carruajes hasta llegar a Kellynch—, me peleaba también con mis propios sentimientos sobre las tierras inglesas y sus propietarios. Yo provengo, aunque estoy segura de que nadie se daría cuenta a primera vista, de una familia de clase media-baja, donde la propiedad aún se considera importante. Sin embargo, con «propiedad» nos referimos a tener una casa en las afueras con un jardín donde se pueda tender la ropa; no a granjas, haciendas arrendadas ni hectáreas cultivables. Los antiguos Elliot ni siquiera reconocerían la existencia de una clase como la mía. Para ellos no representaríamos nada. Sin embargo, ahora era su existencia la que pendía de un hilo. El albergue Kellynch, antaño propiedad de los Russell, pertenecía hoy al dueño de un periódico canadiense que casi nunca pasaba por allí, y la casa parroquial era propiedad de un diseñador de programas informáticos. El comercio y las clases medias habían triunfado.

Incluso Rose, que se esforzaba al máximo para salirse de los cánones establecidos, a veces conseguía irritarme. Se ganaba la vida trabajando, de una manera un tanto caótica, eso sí, pero conservaba ese gusto de dar todo por sentado tan propio de las damas. Daba por sentado, por ejemplo, que yo sabía cosas que no sabía, que conocía a gente a la que en realidad no conocía. Ella vive en un mundo al que yo solo he accedido a través de la literatura. Yo soy la persona de segunda mano, la ventrílocua. Ella es auténtica.

Volví a echar el cerrojo con dificultad, me metí de nuevo en el coche y bajamos con sumo cuidado por lo que, en realidad, no era un camino para carruajes, sino la avenida de robles que conducía a la Mansión Kellynch. Aquella había sido en su momento una entrada majestuosa, y aunque las copas de algunos árboles parecían los cuernos de un ciervo, los robles seguían siendo soberbios. Sin embargo, habían vuelto a fundirse hasta tal punto con la naturaleza que los rodeaba que su disposición artificial, decretada por algún Elliot cuatro siglos atrás, no resultaba evidente a primera vista. El paisaje los había absorbido, como también había hecho con los grandes castaños que se podían ver al fondo de la propiedad. Suaves cúmulos del hongo de miel brotaban de la madera vieja. A nuestra derecha se extendía un campo dorado de cebada. Un indicio de la plenitud del otoño impregnaba el aire de agosto.

Seguimos bajando, dejando a un lado la casa grande, y doblamos la curva del camino, atravesando lo que otrora fuese el patio de las caballerizas hasta llegar a la Residencia de la Viuda. La sensación de melancolía se agudizó y los ojos se me llenaron de lágrimas. No había visto nada tan hermoso en mi vida. Paredes rosas desconchadas, piedra cubierta de liquen gris y amarillo, rosas blancas, palomas blancas… Había llegado a ese momento previo a la decadencia en el que se alcanza la perfección.

Bill Elliot también era, a su manera, perfecto. La decadencia apenas le había pasado factura, aunque quizá su pelo estuviera retrocediendo ligerísimamente. Era muy, pero que muy atractivo —los Elliot siempre han sido famosos por su belleza—. De estatura media, tenía los ojos azules, la piel algo bronceada, el pelo fino y rubio, unas facciones marcadas y esa mirada franca, pero perpleja, propia de los caballeros rurales ingleses de finales del siglo XX asfixiados por las deudas. Llevaba unos pantalones manchados de musgo remangados hasta las rodillas y una camisa azul de manga corta a la que le faltaban casi todos los botones. Se había propuesto cautivarme, y me cautivó. No podía quitarme de encima la sensación de que conocerle representaba todo un privilegio. Era una suerte que no fuese mi tipo, me dije.

Fue una velada memorable. Penny, la ex mujer de Bill, que ahora vivía con un criador de truchas en Winthrop, se unió a nosotros, aunque no trajo consigo al criador. También acudió otra pareja: una doctora que trabajaba en Bristol y su marido, herrero ornamental. Bill fue el encargado de cocinar en unos fogones de combustible sólido, antiguos y caprichosos, que yo acabaría conociendo demasiado bien. Nos preparó un risotto, con una mezcla de champiñones y lonchas de una seta amarilla y sulfúrica llamada gallina de los bosques. Me dijo que me enseñaría dónde crecía. Estaba delicioso. También comimos queso de Somerset, ensalada y, de postre, moras con nata.

La Residencia de la Viuda se caía a pedazos. Andrajosas cortinas estampadas colgaban de barras desnudas, de las sillas con muelles rotos brotaban plumas, y, por debajo de la puerta de la cocina, se colaban aún más plumas, que procedían de un gran almacén para leña ahora repleto de nidos de palomas. La instalación eléctrica se remontaba al período de entreguerras: no había visto esos enchufes de baquelita ni unos cables así de enmarañados y retorcidos desde mi infancia.

Sentados a una mesa de cocina del siglo XVII, llena de arañazos y manchas de pintura, hablamos acerca de las dificultades de la aristocracia rural. ¿Qué medidas deberían tomarse? ¿Tal vez convertir todas esas residencias señoriales en locales para conciertos de música popular, en zoos en miniatura, en hoteles? La gran casa de Uppercross era ahora una lujosa residencia de ancianos. Los de Patrimonio Nacional, por su parte, no aceptaban propiedades como regalo a menos que estuviesen repletas de objetos valiosos. Yo, que estaba al tanto de esos problemas, nunca había conocido a nadie que se tuviera que enfrentar a ellos en persona. Tampoco había sentido nunca demasiada compasión por aquella gente, pero había algo conmovedor en la forma en que Bill Elliot enjuagaba un vaso y lo secaba con un trapo lleno de imágenes estridentes con publicidad de Lyme Regis y sus dinosaurios.

Yo les conté que nunca había estado en Lyme. Volvimos tranquilamente al salón con nuestros cafés, donde Bill nos mostró el polvoriento y maltrecho armario que contenía los tesoros de su abuelo. Allí se escondían cajoncitos con fósiles y minerales, todos etiquetados, y cajones abarrotados de mariposas y polillas ensartadas, y hojas secas de los árboles más insólitos de los hermosos jardines. Bill nos contó que lo que más le gustaba eran los minerales. Había contribuido a la colección con muestras recogidas por él mismo, algunas en Lyme. Le encantaba Lyme. Me animó a que fuera algún día.

Por sugerencia de Bill, dimos un paseo por los jardines. Casi no estaba oscuro, pero él me agarró caballerosamente del brazo mientras atravesábamos a trompicones el sotobosque. Había ortigas que nos llegaban por la cintura, rododendros enormes, bálsamo del Himalaya y ajo de oso. Nos encontrábamos en plena naturaleza salvaje. El aire tibio era oprimente, ácido, suntuoso, erótico y triste.

Volvimos a la casa para tomar la última copa de vino. Bill nos contó que pretendía marcharse del país. Le parecía que aquí no podía ser libre. Penny, que no era la primera vez que oía esas palabras, se abstuvo de intervenir, y se limitó a observar a una araña que cruzaba la pared. Tenían dos hijas, que estaban en un internado de Exeter. Ya no habría más Elliot en Kellynch. Un Bridgewater Elliot de Shropshire, el siguiente en la línea sucesoria, heredaría el título y las deudas. Bill explicó que se iría a Alaska, a un sitio llamado Anchorage. Yo le pregunté por qué precisamente allí. «Porque me encantan las anchoas», dijo él, y todos nos reímos, aunque la broma no tuvo tanta gracia. Luego contó que en una ocasión había pasado varias horas allí, en un trasbordo de camino a Japón. Aquello le gustó. Estaba en las antípodas de Kellynch, como quien dice. En Anchorage solo había nieve y minerales. Se pasaría las largas noches boreales estudiando esas piedras. De hecho, ya había vendido un par de cuadros —un Hudson afectado por una inundación y un Reynolds de dudosa autoría— para financiar su expedición. Un caballero con traje de terciopelo marrón y una dama con vestido de raso azul daban para vivir diez años en Anchorage.

Yo no sabía si se estaba montando una película o si hablaba en serio. Es difícil captar la diferencia con ese tipo de gente.

Al despedirse, me besó la mano. El gesto era más íntimo que un besito en la mejilla. «Mi querida amiga… —dijo—. Adiós. Deséame suerte.»

Rose permaneció en silencio durante todo el viaje de vuelta. Creo que en el pasado había estado un poco enamorada de él.

No volví a oír hablar de Kellynch en siete años, y perdí el contacto con Rose, que había vendido su propia granja y había puesto rumbo a los mares del Sur para escribir un libro sobre la flora tropical autóctona. La distancia rompió el ritmo de nuestra amistad. En esos siete años pasaron muchas cosas. Mi matrimonio precoz e imprudente acabó en divorcio, pero, por el contrario, mi carrera prosperó. En mis comienzos no era más que una actriz prometedora, y ni siquiera se me pasó por la cabeza que pudiese hacer algo más que ganar un sueldo suficiente para subsistir. Sin embargo, un golpe de suerte en forma de papel en una película, en la que interpreté a Julieta en una adaptación libre de La mujer errante, de Fanny Burney, me permitió escoger mis papeles a partir de aquel momento. Solía rechazar los personajes de heroínas trágicas de novelas románicas rurales. Al final, me convertí en una famosa solitaria.

Una tarde, estaba en mi piso cerca de King’s Road, leyendo un guión de Thomas Hardy, cuando sonó el teléfono. Cuando respondí, aunque perfectamente podía no haberlo hecho, una voz desconocida dijo:

—¿Es Emma Watson? ¿Emma? No te acordarás de mí, soy Penelope Elliot. ¿Tienes unos minutos para hablar?

Por supuesto que me acordaba de ella. Recordaba su cara como si fuese ayer: su pelo rubio plateado, su frente amplia y pálida, su diadema de niña, su nariz pecosa, sus pequeños pechos, sus vaqueros desteñidos, sus pies descalzos alargados…

—Penny —respondí—. Sí, claro… ¿Cómo te encuentras?

Se encontraba bien. Las niñas se encontraban bien. Bill se encontraba bien. Ella había dejado al pescador y se había casado con un abogado. Sabía que a mí me iba bien porque me había visto en la televisión. Pero ahora me llamaba para hablarme de la Residencia de la Viuda. El dinero de los cuadros de Bill —¿me acordaba del dinero de los cuadros? —se estaba acabando, y él se estaba planteando alquilar la residencia. Al parecer, se habían acordado de que me había quedado prendada de ella. A Rose también le pareció que me había fascinado. De modo que ¿me interesaría alquilarla seis meses, un año? ¿Quería llamar a Bill a Calgary o prefería que se encargase ella de decirle que me llamase?

—¿Se puede saber qué está haciendo en Calgary? —pregunté.

—Oh —respondió ella—, se ha enamorado de las montañas y de las nevadas eternas. Dice que Somerset está repleto de putrefacción.

Ambas soltamos una carcajada, y después ella me dio el número de Bill. Intenté calcular qué hora sería en Calgary y qué horarios tendría un hombre como Bill, pero creo que mis cálculos fallaron, porque por su tono de voz parecía completamente desubicado cuando hablé con él. No obstante, llegamos a un acuerdo. Yo alquilaría la Residencia de la Viuda de Kellynch durante seis meses, renovables a intervalos de otros seis. Él dijo que le habían hecho algunos arreglillos desde que yo estuve allí. «Esperemos que no demasiados», dije. «No, mujer…» No creía que se hubiesen excedido con las reformas. Si tenía cualquier problema podía llamar a Penny y a su marido. Es muy útil contar con un abogado en la familia.

Esta vez pude captar la ironía.

Bill estaba en lo cierto al suponer que la Residencia de la Viuda no me parecería demasiado modernizada. Tan solo se habían realizado algunas pequeñas reformas, como podar las rosas que habían trepado hasta colarse por las ventanas; cerrar la abertura para el perro, abierta de manera un tanto tosca en la puerta; dar una capa de pintura de plomo negra a los fuegos de la cocina y ponerles fundas a algunas de las sillas. Hicieron dos cuartos de baño nuevos, aunque la bañera seguía apoyando sus patas en el centro de un baño con tres puertas. También habían equipado la casa con un frigorífico de segunda mano y una lavadora que colocaron en un edificio anexo.

Yo estaba encantada con mi nuevo retiro. Recuerdo perfectamente mi primera noche allí, mirando absorta las llamas de la chimenea que por fin había logrado encender mientras escuchaba una ópera italiana en la radio distorsionada. (La señal nunca era demasiado buena en ese profundo valle.) Me sentía tan segura como Bill entre sus espeluznantes nevadas.

Mientras estaba ahí sentada, una tira del papel de la pared, molesta por mi presencia, se despegó lentamente. Un cuarto de hora después, se puso a llover y la chimenea empezó a echar humo. La lluvia se colaba por el agujero y caía sobre los troncos silbantes. El humo invadió la estancia. Cuando salí tosiendo de la habitación, me topé con un riachuelo de agua roja que entraba por la puerta trasera, atravesando las baldosas rojas del pasillo y saliendo de nuevo por la puerta delantera. Al abrir la puerta, comprobé que el agua desaparecía por un sumidero que estaba parcialmente bloqueado con ramitas y musgo. Despejé el sumidero y, satisfecha, vi cómo se drenaba el riachuelo sangriento.

Me había puesto perdida de barro, así que pensé en darme un baño. El agua caliente salía hirviendo y con vigor. Por desgracia, en las tuberías del agua fría se había formado una burbuja de aire. Succioné y soplé, sin éxito. Tuve que esperar a que el agua se enfriase por sí sola, aunque traté de contribuir al proceso echándole unos cubitos de hielo. Al meterme en la cama, oí unos ruiditos en las vigas del techo. ¿Ratas, ratones, palomas, búhos, ardillas? Me sumí en un sueño tranquilo.

Cada día traía consigo un nuevo desastre. En verdad, resulta extraordinario cuántas cosas pueden fallar en una casa antigua. Vivía como en el siglo XIX. Me hice experta en fuelles y bombas de agua manuales, en mocho y fregona, en atizadores, en madejas de hilo bramante y en pinzas de tender. Se producían cortes en el suministro eléctrico casi a diario. Atormentada por el arrullo de cientos de palomas, barajé la posibilidad de comprarme una escopeta, pero al final me conformaba con tirar piedras.

Llegué un marzo pasado por agua y me quedé hasta casi el final del verano. Mi agente perdió toda la esperanza conmigo y llegó al punto de enviarme mensajes amenazadores. Los pocos amigos que se decidían a visitarme se quedaban horrorizados por las incomodidades y se marchaban por donde habían venido. Yo deambulaba por caminos bordeados por setos, subía a lo alto de las colinas, me perdía en los bosques. Seguí las huellas de Wordsworth, Coleridge y Lorna Doone, me abrí paso a través de las mil páginas de El romance de Glastonbury. Estudié el paisaje y su historia. Descubrí que uno de los robles de la avenida era el segundo más alto de Gran Bretaña: Quercus petraea, treinta y seis metros de alto y más de seis de circunferencia. En una ocasión fui a Bath, pero no me gustó nada: había jóvenes bebiendo latas de cerveza por todas partes, y los aparcamientos eran caros y estaban siempre abarrotados. Nunca llegué a ir a Lyme. Pero conocí a algunas personas: una joven llamada Sophy Hayter que vivía valle arriba y que tenía cabras o un veterinario jubilado que me dijo dónde avistar ciervos, entre otros. Cené con los Wyndham en Los Olmos, me tomé una copa con Dominic el herrero y, en una ocasión, hasta hablé con el pastor. A menudo me pasaba por la iglesia para visitar a los antepasados de los Elliot. Uno de ellos yacía, con un yelmo en la cabeza y las piernas cruzadas, en su tumba de arenisca semiderruida. También había allí una placa en honor a la lady Elliot que estuvo tan enferma durante tanto tiempo.

Me llevaba bien con la gente que gestionaba la Mansión Kellynch. Ellos me decían que podía llevar a mis invitados a verla siempre que quisiera. El grabado del escudo de armas de los Elliot, con fecha de 1589, continuaba sobre el pórtico de tres plantas de la fachada sur, y la enorme magnolia seguía floreciendo. De cuando en cuando, daba un paseo hasta allí para admirar los elevados techos de escayola, los suelos pulidos (que ahora olían más a aula que a casa de campo), la infinidad de gafas con monturas doradas, los cuadros, la espléndida escalera rococó. Resultaba difícil pensar que la casa se hubiese ocupado de un modo «indigno», que estuviera desperdiciada, cuando uno veía las actividades sosegadas de los estudiantes que allí acudían para asistir a diversos cursos de botánica, geología o pintura. Algunos eran ya maduros, con el pelo canoso, trajes de tweed o tocas de plástico para la lluvia. Trataban de mantener la casa en buen estado, y se ocupaban, entre otras cosas, de que el tejado permaneciese en su sitio, que ya era mucho más de lo que habían hecho los Elliot en su tiempo. El olorcillo a fenol y a pastel de carne era un precio que merecía la pena pagar.

A veces me entretenía imaginando que Bill Elliot bajaba por la majestuosa escalera con una nueva novia en brazos, pero esa imagen, más que de la propia historia de la casa, procedía de las novelas de Daphne Du Maurier. No podía evitar preguntarme qué sentimientos albergaba en su interior por esa propiedad y por la relación que yo había establecido con ella. Desde que me convertí en su inquilina había empezado a enviarme postales enigmáticas. En una de ellas mencionaba la gallina de los bosques. Hasta había dibujado un pequeño mapa de los alrededores, que me reveló que también él recordaba los detalles de nuestro lejano encuentro. Yo no tenía su dirección, así que no habría podido responderle ni aunque hubiese querido.

En la Mansión Kellynch había un retrato de Bill, obra de un miembro mediocre de la escuela de St. Ives. Llevaba un traje de marinero y tenía rizos dorados.

En mi Residencia de la Viuda había otro retrato que me interesaba casi tanto como ese. Era el de una mujer vestida al estilo de la década de 1820, con un traje escotado a rayas azules y amarillas. Miraba hacia fuera con valentía y cierta desfachatez. Su pelo era de color caoba, y esbozaba una sonrisa un poco torcida. Sus enormes manos —no estaban bien pintadas—, cruzadas sobre su regazo, se aferraban a un ramillete de prímulas. Me gustaba. Me preguntaba si la habrían desterrado de la casa grande o si algún enamorado la habría secuestrado. Parecía sonreírme con una complicidad alentadora.

En agosto escribí al agente de Bill, en Taunton, para renovar el arrendamiento. Cada vez sentía más apego por mi soledad. Y soñaba con Bill bastante a menudo.

Una bonita tarde de finales de septiembre subí al huerto abandonado, detrás de mi casa, en busca de romero. Algunas de las hierbas aromáticas más tenaces seguían creciendo en esa zona, aunque los parterres y los árboles frutales plantados en espaldera estaban sumamente descuidados y el cristal de los invernados roto. El señor Shepherd, de la mansión, me contó que antaño trabajaban ahí catorce jardineros, que cultivaban espárragos, judías, lechugas y melocotones para los Elliot. ¿Por qué no volvían a cultivar en el huerto, pregunté, para alimentar a los estudiantes? «Hoy en día, nadie se prestaría a semejante trabajo», dijo él. Era más barato comprar en el supermercado. «¿Por qué no organizan un curso de horticultura —sugerí—, y dejan que los estudiantes cultiven su propia comida?» «Buena idea», respondió. Pero estaba convencida de que todo seguiría igual.

Así pues, yo era el único fantasma que deambulaba por ese huerto. Volví a bajar con mi puñado de hierbas, observando el declinar de la luz de la tarde sobre el cedro del Líbano, los acebos altos y el ciprés de Bután amarillo, presa de un arrebato de compasión y admiración por mí misma tan intenso que a punto estuvo de consumirme. Casi dejé de existir. Mientras estaba ahí, en trance, oí a alguien pronunciar mi nombre. Me sobresalté, sorprendida. Sin embargo, no estaba del todo sorprendida, porque ¿acaso no esperaba yo tener siempre un público, y acaso no sabía que, esa tarde de otoño, tras un verano de aire fresco, estaba particularmente guapa?

—¿Señorita Watson? —Oí decir a alguien desde el porche. Había un hombre ahí de pie, con mis prismáticos en la mano. Los había dejado en el pequeño escritorio exterior, junto con mi libro, mi baraja y mi vaso de whisky, cubierto, por desgracia de manera poco elegante, con una postal, para protegerlo de las moscas. El hombre estaba observando a mi halcón.

—¿Sí? —me aventuré a responder, con un tono de voz algo frío. ¿Era un intruso del mundo del comercio, un mensajero enojado enviado por mi agente? No, era todo un caballero.

—Señorita Watson, le pido disculpas por mi intrusión. No he podido reprimir las ganas de ver la vieja casa, y me han dicho que la encontraría aquí. Entonces la he visto en el huerto, así que he decidido esperarla. Por favor —extendió la mano—, permita que me presente: soy Burgo Elliot.

—¡Ah! —dije yo—. Tiene que ser usted Burgo Bridgewater Elliot. De Shropshire.

—Efectivamente, de Shropshire.

Nos dimos la mano. Yo estaba un poco confusa, porque ese hombre era el heredero de todo aquello, y yo una simple usurpadora.

Dadas las circunstancias, entre las que se incluía mi vaso de whisky, me sentí obligada a ofrecerle un tentempié, a invitarlo a que contemplase las mejoras. Sí, eso le gustaría, pero antes ¿podríamos quedarnos un ratito fuera? Así que nos sentamos en el porche, yo con mi whisky, él con una copita de jerez (ahí tuvo suerte, porque por lo general no tengo jerez en casa), y un cuenco de cóctel oriental entre ambos. Yo lo estudié, él me estudió. Era, si acaso, un poco más joven que Bill, así que quizá no tuviese demasiadas posibilidades de heredar algo, a menos que Bill se despeñase de un glaciar más pronto que tarde. ¿Estaba casado, tenía hijos, quedaría la propiedad vinculada a ellos cuando Bill muriese?

Ese tipo de reflexiones, que no me había planteado en la vida hasta llegar a Kellynch, me zumbaban en la cabeza con la misma determinación con que las avispas zumbaban alrededor del jerez. ¿De dónde venían? ¿Brotaban de la mismísima tierra roja, de las piedras derruidas? Esas reflexiones no eran mías, en absoluto. Habían permanecido latentes en las paredes antiguas y salían a la superficie con el sol de la tarde.

Burgo Elliot no pareció considerarme responsable del abandono del huerto y los jardines, del papel de la pared despegado, de la chimenea humeante, de la puerta del armario del lavadero. Yo era una inquilina que pagaba religiosamente y, por lo tanto, también era yo quien tenía que recibir las disculpas, no darlas. No obstante, le entristeció ver el mal estado en que se encontraba todo. ¿No me parecía demasiado melancólico a mí también?

No, respondí. La melancolía era precisamente lo que más me gustaba. No me importaba la pintura fresca. Era una romántica.

Él sonrió. Eso era una suerte, dijo.

Entramos en la casa. Él la recorrió entera, echando incluso un vistazo a mi habitación, con su colcha bordada. Acarició la mesa de la cocina arañada, dio una palmadita en el sofá como si fuese el viejo perro de la familia, y suspiró. Dijo que no había estado en Kellynch desde hacía años, desde que Bill y él eran niños. «Pobre Bill —dijo—. ¿Conocía bien a Bill?» «No —respondí—, casi nada», aunque mientras pronunciaba esas palabras ya sabía que eso no era del todo cierto. Conocía a Bill Elliot. Había invertido en él, y él se había alojado en mí.

Burgo Elliot era, como su primo, un hombre atractivo, aunque de un estilo diferente. Era más moreno, más alto, con los ojos grises y una nariz romana, quizá normanda. También estaba muy delgado. Su cabeza era huesuda y angulosa. Se había desgastado con el tiempo, como una antigua cuchara de plata.

Al parecer, estaba soltero. Rechazaba casarse y formar una familia. También rechazaba Shropshire y, a pesar de ser, en efecto, uno de los Bridgewater Elliot de Shropshire, vivía en Londres. Como yo, según tenía entendido, ¿verdad?

Nos sentamos en el salón, y él habló con cariño de los viejos tiempos. Allí habían jugado, él, Bill y Henrietta. Como él era hijo único, siempre estaba deseando que llegasen las vacaciones de verano, aunque lady Elliot fue una mujer triste, y el padre un monstruo que fue quien permitió que la mansión acabase de arruinarse. Avivaba el fuego con manuscritos de un valor incalculable, enterró la plata de la familia en los jardines sin señalar el lugar, e incluso disparó a un policía local. No hizo nada para devolver su esplendor a la mansión tras los años de la guerra, y en el crudo invierno de 1947 las cisternas estallaron y la escalera rococó se convirtió en una cascada de hielo. Así que sir Henry y su mujer se vieron obligados a trasladarse a la Residencia de la Viuda. Desalojaron al viejo Boniface, que era el único jardinero que quedaba, y acamparon allí como gitanos. Los niños aprendieron a sacarse las castañas del fuego. Bill cazaba conejos para comer y los cocinaba en una hoguera en el jardín. Allí habían preparado fantásticos calderos de gachas y estofado de ortigas. Luego los últimos miembros del personal desertaron, y la mansión vacía se desmoronó por completo. Cuando el viejo murió y Bill cumplió la mayoría de edad, ya era demasiado tarde para rescatar algo de ella. Para entonces, lady Elliot estaba en una residencia de ancianos en Chard.

Se hacía tarde, y mi chuleta de cordero no daba para dos. Así pues, guardé silencio, y él, como el caballero que era, se levantó al punto. Iba a ver a unos amigos en Devon, que estarían esperándolo, dijo.

Mentía. Esa noche no llegaría más allá del Dalrymple Arms o el Egremont, en Uppercross. Pero acepté su historia y le permití marcharse. Sabía que volvería a verlo. Y necesitaba cierto tiempo para reflexionar sobre su aparición.

¿Cómo era posible que no me hubiese emocionado? Había que tener una imaginación aburridísima y estéril para no emocionarse ante Burgo Elliot.

¿Por qué, me pregunté, se habría quedado soltero? Por experiencia, sabía que solo había dos explicaciones posibles: una, que le gustasen demasiado las personas de mi sexo; otra, que no le gustasen en absoluto. Siempre había presumido de tener buen ojo para esas cuestiones, pero Burgo me desconcertaba.

Hablaba con mucho cariño de Bill. ¿Había estado enamorado de ese niño hermoso? ¿O era su propia infancia lo que echaba de menos?

A Bill, decía, siempre le había encantado lo inanimado. Le parecía seguro. Cuando me acabé la costilla, me arrodillé junto al pequeño armario y observé los fragmentos erosionados de amonita, la estrella de mar fosilizada, los ondulantes corales de piedra, catalogados con la caligrafía infantil de Bill. ¿Y dónde estaba ahora Bill, en lo alto de qué cornisa, acurrucado en qué grieta remota de qué montaña, mientras Burgo Bridgewater Elliot dormía entre sábanas limpias en una pensión calentita?

Me obsesioné con Burgo Elliot. ¿Lo había soñado? Hasta su nombre sonaba falso. Burgo, sin duda un nombre de novela, no de la vida real. ¿El nombre de un granuja y un villano?

Permitidme aclarar una cosa: antes de llegar a Kellynch, jamás me había interesado eso que comúnmente se suele denominar «familia». En cuanto a la mía, en fin, ya he dicho que era de clase media-baja, pero cuando yo nací ya pertenecían a la clase media-media. Mi padre trabajaba para una compañía de seguros de Newcastle, y mi madre era maestra. Él lee a Trollope, y ella a Jane Austen. Son gente sensata y trabajadora, pero no tienen ningún contacto en las altas esferas, y se enorgullecen de ello. Sin embargo, mi madre nunca puede resistirse a la tentación de contar su encuentro con la duquesa de Northumberland. Es una historia sin sentido, pero ella siempre la cuenta. A mi ex marido, con más motivo, pero un poco a modo de excusa, le gusta que se sepa que su abuela por parte de madre era una Dalrymple. Revela ese dato en tono de broma, pero, por lo pronto, lo revela. ¿Y acaso no os estoy diciendo yo ahora que me casé con un Dalrymple?

Los Elliot y los Bridgewater me parecían mucho más interesantes que los Dalrymple. ¿Cómo podía averiguar más cosas sobre Burgo? Mi curiosidad me avergonzaba demasiado para indagar abiertamente, así que me supuso una auténtica alegría acordarme de los libros que había en el salón trasero de la casa. Eran una selección horrenda de viejos volúmenes encuadernados de las revistas Blackwood's, Punch y Spectator, manchados, mohosos y salpicados de ajonje —yo solía ahuyentar a las grajillas que se colaban por las chimeneas— que recordaban a tardes de domingo de un aburrimiento antiguo. Nunca se me había ocurrido hurgar en esa biblioteca anodina, pero había llegado el momento. En efecto, encontré justo lo que estaba buscando: un pesado volumen tamaño folio, color morado y con letras doradas en el lomo, que contenía los nombres de todos los baronets de Reino Unido.

Cargué con él hasta la mesa de la cocina. No era la primera en consultarlo. El libro se abría con facilidad, como era de prever, por las páginas de los Elliot de la Mansión Kellynch. Era evidente que la entrada correspondiente se había leído detenidamente una y otra vez. Había dos páginas completas con información de ciertos miembros de los Elliot, pero pronto me percaté de que solo tenían interés histórico, pues la última entrada, escrita con una caligrafía ornamentada, distinta a la letra gótica, rezaba: «Posible heredero, señor William Walter Elliot, bisnieto del segundo sir Walter». Nos remontábamos a 1810. Aquello no me servía de nada. Necesitaba algo más moderno.

Investigué un poco más, y por fin encontré un ejemplar de 1952 del libro de Burke sobre la genealogía de nobles y aristócratas, que también se abrió sin ayuda por las páginas de los Elliot. Ahí estaban los Elliot que yo conocía. Estaba sir Thomas, estaban su hijo y heredero William Francis Elliot y su hija Henrietta. Leí los nombres una y otra vez, confiando en descifrar algún significado oculto en las palabras. No se mencionaba a Burgo Bridgewater Elliot. No pude encontrarlo por ningún sitio. Necesitaba una edición posterior, que se hubiera publicado tras la muerte de sir Thomas.

A la mañana siguiente, llamé por teléfono a un viejo amigo que pensé que podría ayudarme, y al que no me importaba confesarle mi interés. El mismo ostenta el título de baronet, aunque no le gusta que se mencione demasiado porque también es actor y confía (hasta la fecha en vano) en que no lo encasillen. En esos momentos estaba trabajando en El abanico de lady Windermere. A James pareció gustarle saber de mí y se mostró encantado por la naturaleza de mi consulta. ¿Quería a los Elliot de Shropshire? Bueno, pues para empezar tenía que olvidarme de la parte de Shropshire. «La gente no viene de donde dice que viene. ¿Acaso vive el duque de Devonshire en Devonshire, los Norfolk en Norfolk, los Bristol en Bristol? Claro que no. Por ejemplo, yo soy James Winch de Filleigh, dijo, pero ni siquiera sé dónde está Filleigh… Creo que es la ciudad de algún equipo de criquet, donde mi abuelo anotó una vez un triplete mientras estaba de gira con los Myrmidons…»

Corté su verborrea y le pedí que me buscase a los Elliot de Shropshire, para ver si les quedaba algo de dinero. «Vaya, ¿estás pensando en casarte con uno, cariño?», me preguntó, antes de ir a consultar su biblioteca de referencia. Volvió triunfante. Ya sabía yo que él tendría la información pertinente. Por mucho que disimulen, a ese tipo de gente les gusta conservar esos libros.

Sí, dijo, ahí estaban los Elliot de Kellynch. William Francis, casado con Penelope Hargreaves, matrimonio disuelto en 1978. Y el heredero era su pariente Burgo Bridgewater Elliot, de la rama de Shropshire. Buscó a Burgo y me dijo que era el presidente de una empresa de marcos metálicos para ventanas de Felsham. «Tiene muy buena pinta —dijo James—. Yo de ti me casaría con él, en vez de con el otro. ¿O preferirías casarte conmigo y probar como lady Filleigh?»

Le di las gracias por su caballerosa propuesta y colgué. Me sobrevino de repente un ligero temblor, y estuve a punto de servirme un vodka. Mi curiosidad me resultaba sorprendente. No podría sorprenderos a vosotros más de lo que me sorprendí a mí misma.

Burgo volvió a aparecer en primavera. Yo había pasado el invierno en Londres, evitando las noches oscuras y obligando a mi agente a trabajar un poco. Sin embargo, en marzo volví a la Residencia de la Viuda con las prímulas, y encontré una postal de Bill que llevaba semanas esperándome sobre las baldosas rojas. La lluvia la había empapado, los gatos intrusos le habían dejado sus huellas impresas y el mensaje apenas podía descifrarse, pero creo que decía: «Con cariño para mi hermosa inquilina. ¿Has oído ya a los ruiseñores?».

En mi primera tarde allí el teléfono sonó. Era Burgo. Al parecer, no era demasiada coincidencia, pues dijo que se había pasado el invierno llamándome. ¿Dónde había estado? En Londres, respondí. Ah, yo también, dijo él. Pero ahora estaba en Somerset. ¿Podía invitarme a cenar al Castle Hotel de Taunton?

Así fue como Burgo Bridgewater Elliot reabrió las negociaciones. Y, a lo largo de la campaña que las seguiría, continué sin tener muy clara su naturaleza y sus intenciones. Nunca he conocido a un admirador tan opaco. Jamás me tocó, salvo en los gestos de cortesía: una mano para saludar, una mano para ayudarme a montar en el coche, para subir unos escalones, para desenredarme de una zarza. Y sin embargo era, a su estilo, traslúcido. Se había ido desgastando con un dolor solitario. Daba la sensación de que se podía ver a través de él. Al igual que uno de esos elegantes perros de raza que parecen no disponer de espacio en el cuerpo para los órganos vitales, se diría que en su interior carecía de algo que le permitiese llevar una vida animal o emocional. Todo él parecía una superficie fina. Bill, en comparación, era un hombre sólido.

Quizá, pensaba yo a veces, lo que Burgo venía a ver era la casa. Lo había hechizado, como ya hiciera conmigo.

¿Me estaba enamorando de Burgo? No lo sabía, la verdad. No tenía a nadie más a quien amar y, en ese punto de la historia de mi corazón, un segundo enlace, con tan buen partido, además, podría parecer una secuela natural a la primera elección, en cierto modo desafortunada. (No digo que me arrepienta por completo del canalla. Tenía sus cosas buenas.) ¿Quería enamorarme de Burgo? Tampoco lo sabía.

No me sentía capaz de rechazar sus atenciones. Mi vanidad no me lo habría permitido. Era el acompañante perfecto, que me hacía creerme importante aun cuando no hubiese nadie más mirando, y que me acompañaba con la caballerosidad que le caracterizaba, ya hiciera buen o mal tiempo. Lo arrastré a lo alto de las colinas y al fondo de los valles toda esa primavera y ese verano, sin poder reprimir la curiosidad por comprobar hasta dónde estaría dispuesto a llegar. Y un día decidí llevarlo a Lyme.

Quería buscar fósiles. Bill me había enviado una postal de un huevo de dinosaurio desde las Rocosas, y yo decidí intentar encontrar algún animalito anónimo que llevase mucho tiempo muerto para sumarlo a la colección Elliot. Informé a Burgo de mis planes y concretamos una fecha para nuestra excursión. Yo había comprado un pequeño martillo, y le dije a Burgo que llevase botas. Me estaba volviendo arrogante con él, pero eso parecía gustarle.

Hacía tan mal tiempo que hasta nos planteamos cancelar el viaje, pero yo acabé negándome por pura cabezonería. Burgo no desobedeció. Empezó a llover en cuanto salimos. Yo insistí en ir en mi coche, alegando que escamparía, pero no fue así. Recorrimos carreteras sinuosas, con los parabrisas a toda máquina y las ventanillas empañadas. La niebla había llegado hasta las tierras altas y, cuando entramos en Dorset, tuve que encender los faros. Burgo iba en el asiento del copiloto profiriendo murmullos quejumbrosos. ¿Qué estaría pensando de ese disparate, de mi obstinación? Le hablé de las margas del acantilado Black Venn, de la formación Blue Lias y de los lechos de amonita verde. Ni siquiera tenía claro si me estaba escuchando. Yo misma no sabía lo que decía. Me pregunté si él se había dado cuenta. Quizá ya había inspeccionado junto a Bill esas playas, de niño. Puede que hubiera estado allí muchas veces. ¿Por qué se mostraba tan dócil conmigo?

Lyme es una pequeña localidad empinada, poco amiga de los coches. Los diferentes carteles nos dirigían a los aparcamientos de la parte baja, al lado del puerto. La lluvia se había estabilizado convirtiéndose en un aguacero constante, pero, a pesar de todo, unos cuantos veraneantes embarrados chapoteaban por las calles. Olía a vinagre, a pescado, a azúcar artificial y a cebolla frita. Incluso divisé a una pareja abrazada al final del paseo marítimo. Siempre hay una pareja abrazada al final de todos los paseos marítimos. Obligué al pobre Burgo a caminar hasta allí, y nos quedamos mirando cómo el agua se estrellaba con furia contra las rocas. El suelo resbalaba muchísimo. Yo tenía los pantalones empapados. Burgo, que no había perdido ni un ápice de su caballerosidad, estaba calado hasta los huesos.

Aun así, no me di por vencida, y arrastré al pobre hombre hasta los acantilados fosilíferos. Lo demás se puede intuir. Sobrevivimos al puerto, pero las margas del Black Venn nos la jugaron.

Fue todo culpa mía. Me comporté como una puñetera idiota. Pero a esas alturas Burgo ya había dejado atrás cualquier resto de prudencia que pudiera quedarle. Hay algo obsesivo en ese paisaje. Las capas de tierra oscura y áspera, las cornisas de roca estriada, las fisuras humeantes, los árboles raquíticos que se levantan con los últimos corrimientos de tierra, el deprimente goteo de pequeñas cascadas negras, el lúgubre golpeteo, ola tras ola, en la orilla de la playa… Jamás en mi vida había visto algo tan inhóspito. Mientras caminábamos por la arena, un trozo enorme de acantilado, del tamaño de un cajón de embalaje, se desprendió y cayó con un golpe sordo y triste a nuestra espalda. Deberíamos haber vuelto, pero continuamos. Continuamos juntos.

Fue Burgo quien descubrió el fósil del molusco. Tiene mejor vista que yo, y no debería habérmelo señalado, pero yo tampoco debería haber trepado para tratar de hacerme con él. No me había dado cuenta de que la roca de esa pared estaba tan suelta. El caso es que, en cuanto agarré el fósil, me resbalé, y al resbalarme provoqué un pequeño corrimiento de tierra. Así fue como me hice lo que me hice en la pierna.

No me lo podía creer. Además de tozuda, soy una mujer dura, pero esta vez no podía caminar. No había nadie a la vista, así que Burgo tendría que llevarme a cuestas. Me había puesto perdida de barro negro, me dolía la pierna y, para colmo, la marea estaba subiendo. No era una superficie idónea para caminar, ni siquiera con un tiempo perfecto. De modo que, a Burgo, la perspectiva de cargar con una dama embarrada debió parecerle agonizante. Yo no dejaba de disculparme. Y Burgo seguía sin perder el temple.

Acabé en el hospital de Weymouth con la pierna escayolada y en alto. Pasé dos semanas y media allí, y tuve todo el tiempo del mundo para pensar. Al final de la primera semana, Burgo me pidió matrimonio. Yo quise saber por qué. Dijo que al parecer estaba escrito, ¿y quiénes éramos nosotros para luchar contra nuestro destino? Si veíamos que no nos acababa de convencer, dijo, siempre podíamos divorciarnos. Yo tuve la osadía de preguntarle por qué no se había casado hasta entonces, y él dijo que, con la sangre negra de los Bridgewater corriendo por sus venas, le había parecido poco prudente, pero que quizá a mí no me importaría correr el riesgo. Añadió que le había dado la sensación de que estaba hecha de buena pasta.

Yo me sentía muy satisfecha, como podréis imaginar. Todo iba según lo planeado.

Le dije a Burgo que necesitaba tiempo para aclararme las ideas. Él era un caballero de la cabeza a los pies y nunca retiraría su oferta, pensé. Yo aún no sabía si quería casarse conmigo, si creía que quería casarse conmigo, si creía que debía casarse conmigo, si creía que yo quería casarme con él o si estaba tan desesperado que no le importaba demasiado lo que pasara. ¿O quizá tramaba algo completamente distinto?

Me imagino que lo que yo había tramado queda bastante claro: quería, a toda costa, la Residencia de la Viuda, la quería más que nada en el mundo. Aquí sentada, mientras sobrevuelo las Rocosas para negociar con Bill Elliot, me siento flaquear de deseo con solo pensar en ella. La tengo al alcance de la mano. Burgo dice que me la comprará si Bill nos deja. Todo se andará. Si Bill no accede, quizá me case con él en vez de con Burgo. Aquí, sobre las nubes, siento clarísimamente mi poder. Puedo mover montañas. Un nimio corrimiento de tierra en la costa sur de Inglaterra bastó para poner a Burgo de rodillas. Las Rocosas parecen más imponentes, pero dudo mucho que ni ellas ni Bill Elliot sean inmunes a mis intenciones. Bill lleva esperándome ocho largos años. Tendrá algo que decir, seguro, cuando nos veamos a orillas del lago Loise.

Una persona adorable, una propiedad adorable. No es así de sencillo. ¿Qué pasaría si sustituyese con la romántica palabra lugar esa fría y neoclásica propiedad! ¿Pensaríais muy mal de mí? Porque la Residencia de la Viuda, como propiedad, carece de valor. Es su historia lo que me atrae de ella. Son Bill, Burgo y Henrietta comiendo conejo en el jardín. Son el halcón y la gallina de los bosques y la lluvia roja. Es la grajilla muerta en la estantería, es la avenida de robles, es la mujer sonriente con sus prímulas. Ella aprueba mi determinación. Como también, por cierto, la propia Henrietta —Binkie, ella y yo nos llevamos de maravilla—. Dice que probablemente debería casarme con Burgo, pero, por otra parte, cree que ya es hora de que Bill vuelva a casa, y que, si está en mis manos, yo debería intentar devolverlo a su país.

No sé qué pasará. La historia de Emma Watson nunca acaba. ¿Quién sabe qué me espera, ahí abajo, en tierra?

(1993)