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LA VIUDA ALEGRE

Cuando Philip murió, sus amigos y colegas supusieron que Elsa cancelaría las vacaciones. Elsa sabía que eso sería precisamente lo que ellos supondrían, pero lo cierto es que ella no tenía ninguna intención de cancelarlas. Estaba decidida a irse de vacaciones. Durante las últimas horas de Philip, inesperadas y súbitas, y en las semanas de duelo, condolencias y cartas de bancos y abogados que las siguieron, la idea empezó a apoderarse cada vez con más fuerza de su imaginación. Si era sincera consigo misma, e intentaba serlo, cuando Philip estaba vivo, no deseaba, ni de lejos, que llegasen las vacaciones. Estas habrían acabado convirtiéndose en el enésimo intento, frustrante y entristecedor, soportado con obediencia, de revivir placeres pasados, una vez más eclipsado por la mala salud y el mal genio de Philip, que iban a peor con el paso de los años. Pero sin Philip la idea se volvía más seductora. Elsa sabía que tendría que ocultar su expectación creciente, pues sin duda no resultaba decoroso que una viuda tan reciente desease con tanto anhelo algo tan mundano como unas vacaciones de verano; aunque tampoco era, razonaba para sus adentros, que estuviese planteándose una escapada extravagante. En realidad, sus planes eran más bien modestos: nada de cruceros por las islas griegas ni hoteles de lujo, ni siquiera una pequeña pensión familiar con manteles a cuadros y vino de la tierra en Dordoña… Solo pretendía pasar una quincena en una casita de campo alquilada en Dorset. Una quincena tranquila a finales de junio. Una elección poco ambiciosa, apropiada para una pareja como Philip y Elsa, Elsa y Philip.

Quizá, pensaba, mientras tiraba calcetines viejos y metía trajes en bolsas para donarlos a Oxfam y al Ejército de Salvación, mientras cancelaba las suscripciones de su marido a diversas publicaciones académicas periódicas… Quizá lo mejor sería intentar sugerirles a esos conocidos bienintencionados que sentía la «necesidad espiritual» de pasar una temporada en Dorset, de estar sola, de retirarse… Necesitaba recuperarse, en paz y rodeada de un entorno diferente, de la conmoción (por esperada que esta fuese) que le había provocado la muerte de Philip. De hecho, dicha sugerencia no distaría mucho de la verdad, salvo porque la emoción que esperaba sentir en Dorset no era aflicción, sino alegría. Necesitaba estar sola para ocultar a las miradas entrometidas su alivio, el placer que sentía por su nueva libertad y, sí, por qué no decirlo, su alegría.

Sonaba indecoroso, pero era lo que había. Estaba hasta la mismísima coronilla de Philip, se decía, apretando los dientes con rabia mientras mandaba un mensaje para aumentar el pedido fijo de combustible para la calefacción, mientras llamaba al fontanero para que instalase una ducha con alcachofa en el grifo de la bañera. ¿A santo de qué no iba a poder ella tener una ducha, a su edad, con su pensión y sus ahorros? La mandíbula le dolió con una rabia retroactiva. ¡Qué mezquino se había vuelto, qué quejica, qué decidido a frustrar todos los placeres, a obstaculizar todas sus amistades…! Philip era el responsable de que casi no le quedaran amigos, una de las razones por las que sentía un anhelo voluptuoso, sensual y casi febril por los placeres de la soledad. Necesitaba alejarse, alejarse de todas aquellas relaciones arruinadas, de aquellas sonrisas falsas, de aquellos trajes de tweed antiguos y de aquellos buzones llenos de papeles. Necesitaba estar sola, no tener que fingir, dormir y despertarse sin que nadie la observase.

Philip no tenía la culpa, les decía a los demás, de haberse vuelto tan «difícil». Había sido culpa de la enfermedad. Fue mala suerte caer así de enfermo cuando no había cumplido ni sesenta años. Fue mala suerte que le asaltara ese dolor molesto y constante. Mala suerte que se le negasen los placeres y el ejercicio físico que formaban parte de su vida cotidiana. Mala suerte que tuviera que cambiar su dieta habitual. Sin embargo, huelga decirlo, en su fuero interno ella culpaba a Philip. La enfermedad solo había acentuado su egoísmo, su malicia discreta, su tendencia a poner a los demás en su sitio. La enfermedad le dio excusas para comportarse mal, pero, en realidad, él siempre se había comportado mal. Se había aprovechado de su dolencia como si fuese un regalo caído del cielo, la había abrazado como su estado natural. En su juventud, al menos se esforzaba por controlar su lengua, sus bromas a costa de los demás, sus ansias de demostrar que el resto del mundo era ignorante, ridículo y maleducado.

En cierto modo, la enfermedad había eliminado ese autocontrol, le había dado carta blanca. Tras caer enfermo, parecía disfrutar humillándola en público, quejándose de ella a sus espaldas, socavando su ánimo cuando estaban solos viendo la televisión. Llegó un punto en el que ella no podía expresar el menor interés por cualquier programa sin que él la atacase por sus gustos, sus aficiones o sus costumbres «intelectuales». Si veía el telediario, es que estaba obsesionada con las noticias, atrapada por los medios, y que la locura informativa de los directores de los programas le había lavado el cerebro hasta la sumisión. Si ponía un partido de tenis, o atletismo, o equitación, él la sermoneaba sobre los males del deporte de competición. Si veía documentales sobre la fauna salvaje, se burlaba de ella por interesarse por los tejones y las mariposas cuando debería preocuparse por los problemas de los centros de las ciudades. Si veía una serie de humor, él la llamaba soñadora, y atacaba a la comedia en cuestión por ser una cómoda fantasía de clase media o una glorificación de la subcultura de la clase trabajadora. Viese lo que viese, estaba mal, y si no veía nada, vaya, entonces alegaba que era una esnob, incapaz de compartir con su marido los placeres más básicos de la vida cotidiana. Noche tras noche, con un ángulo oblicuo a través de la pequeña pantalla, la había maltratado. Él no odiaba la televisión, sino a ella.

En Dorset no había televisión. Los propietarios de la casita del molino, justificándose, les habían explicado que el valle se encontraba demasiado profundo para recibir una buena señal y que la calidad de la imagen era demasiado baja como para que mereciese la pena comprarla. «No hay problema», dijo Philip, pero no lo decía en serio. Si hubiese vivido, si estuviera vivo para haber ido de vacaciones a Dorset, sin duda habría encontrado la retorcida forma de quejarse por su ausencia. Quizá sacaría el tema de su falta de conversación: «Mejor desconectar con cualquier programa —protestaría— que tus conversaciones triviales o tus silencios.»

Pero ahora estaba muerto, y no habría quejas. Ni televisión ni quejas. Habría silencio.

La noche antes de su salida, Elsa Palmer se sentó a solas en el salón con una bandeja de pan, queso y pepinillos, y ensalada de tomate, y galletas digestivas de chocolate con leche, y una pila de mapas de carretera, y su guía de ornitología, y su libro de mariposas, y su guía de flores, y su libro de arquitectura de Pevsner. La televisión estaba encendida, pero ella no le prestaba atención. Comió un poco de queso y anotó los números de varias carreteras de forma ordenada: A10, A30, A354. No parecía haber ninguna ruta directa para ir desde Cambridge a Dorset, y eso volvía mucho más entretenido el ejercicio de trazarla. Atravesaría localidades que no conocía, sufriría atascos en calles mayores que nunca había visto, pasaría junto a hileras de setos flanqueados por flores cuyo nombre ignoraba. Sola, con la radio de su coche encendida. Si giraba en el lugar equivocado, nadie la regañaría. Si decidía sintonizar Radio 2, nadie lo sabría. Podría parar a tomarse una taza de café, podría comerse un sándwich y llenarse la falda de migas. Y, al final del viaje, la esperaba la casita del molino, donde nada le recordaría a Philip. Se perdería en lo más profundo del campo de Dorset, completamente distinto de esas tierras espantosas, vacías y sobreexplotadas de Anglia Oriental. Ante sí tendría toda una quincena para pasear y deambular por sus caminos, para recorrer rutas costeras y atravesar bosques, para recoger muestras vegetales y tratar de identificarlas con ayuda de sus libros en las tardes largas, luminosas y solitarias. Sin que nadie la observase, sin que nadie la criticase…

Últimamente, Philip se había mostrado cada vez más en contra de su pasión por la «identificación». «Qué… ¿tiene un nombre?», decía con ironía cuando ella intentaba recordar una variedad de guisante de olor o distinguir a un pajarillo marrón que se encontraba al final del jardín. Y como él siempre acababa imponiendo sus argumentos mediante la perseverancia pura y dura (además, ¿era justo discutir con un hombre enfermo?), ella nunca había podido defender el placer que sentía al buscar diferentes especies en las obras de referencia. Siempre le había parecido un placer inocuo, hasta que Philip empezó a criticarlo. Inocuo, inocente e idóneo para la mujer de un profesor universitario. Mostrar interés por flores y mariposas, ¿qué podía tener eso de malo? Pues mediante alguna prestidigitación del razonamiento, él lo hizo parecer triste, siniestro, contrario a la vida. Le demostró que se trataba de una debilidad, de un síntoma de un defecto del carácter. Nunca comprendería cómo lo había logrado.

El hespérido de Lulworth. Una pequeña mariposa local que vive en la cala de Lulworth. Miró la foto y esbozó una sonrisa de aprobación. Sí, recorrería la ruta costera de Dorset con su mapa de la Agencia Cartográfica Nacional en el bolsillo, e iría a Lulworth, y buscaría al hespérido de Lulworth. Y si no lo encontraba, nadie se enteraría de su derrota. Su placer la pertenecería solo a ella, y su decepción, también.

«El matrimonio me ha deformado», pensó Elsa Palmer al día siguiente, mientras atravesaba lentamente Biggleswade. «El matrimonio es antinatural», pensó Elsa Palmer, mientras se detenía en el semáforo en rojo de unas obras en la carretera de Aylesbury.

Matrimonio y maternidad. Pensó en sus hijos, en sus nietos. Todos habían acudido al funeral, cumplidores. Pero la habían aburrido, la habían irritado. Tras un sinfín de años pidiéndoles cobardemente favores, suplicándoles que llamasen más, chantajeándoles para que fuesen en Navidad (o, últimamente, autoinvitándose a Philip y a ella a sus casas en Navidad), ahora, de repente, descubrió que la aburrían, admitió que la aburrían. Stuart era un vago, Harriet era una pedante y siempre estaba mala (de tal palo tal astilla, ¡Dios santo!, cuántas historias de migrañas y dolores de espalda, y eso que solo tenía veintinueve años), e incluso el joven Ben se había puesto pesadísimo con su coche nuevo. Y luego estaban sus nietos, que se pasaban el rato lloriqueando, olisqueando, fisgoneando, dando patadas a los muebles, armando alboroto y exigiendo dulces constantemente con su odioso acento de Londres. Todos ellos eran unos mocosos mimados. Elsa esbozó una sonrisa tranquila, para sus adentros, mientras surcaba el paisaje, divina, deliciosa, exultantemente sola. El clima correspondía a su estado anímico: el sol brillaba, en lo alto del cielo flotaban nubes blancas e inmensas, y grandes sombras se cernían sobre los árboles de anchas hojas verdes y doradas. Un veranillo de San Miguel, en junio.

Pero también se había prevenido contra la posible decepción al final del trayecto. ¿Sería la casita del molino tan encantadora como parecía en las fotografías? ¿Tendría alguna pega oculta, alguna mácula en el paisaje circundante, alguna torre de alta tensión o granja de cerdos justo enfrente? Quizá, quizá… Pero seguro que no le faltaría encanto, y la descripción del riachuelo que atravesaba la propiedad, separando el jardín delantero y el pequeño prado trasero, no podía ser del todo ficticia. Hasta le aseguraron que había truchas en el arroyo. Se imaginó recostada en una tumbona, o tumbada en una esterilla sobre el césped, leyendo un libro, bebiendo algo, levantando la mirada de cuando en cuando para entrever las truchas en las aguas someras, entre las algas ondulantes. Esa imagen de sí misma le resultó indescriptiblemente reconfortante.

Y la casita del molino, cuando por fin llegó a media tarde, no la decepcionó en absoluto. Era más pequeña de lo que parecía en las fotografías, pero eso siempre pasa. Y estaba demasiado pegada a la carretera, pero se trataba de una pequeña carretera rural, incluso hermosa. Le gustó que la puerta del jardín diese a un patio de piedra donde aparcó el coche. Rústica, sin pretensiones. Una pequeña zona de césped en la que habían colocado una mesa de madera; enredaderas trepando por las paredes; un mirlo que la observaba, inquieto, valiente, curioso, mientras construía su nido; y al final del césped, el riachuelo, el mismísimo río Cerne, que atravesaba la que sería, durante toda una quincena, su casa. La orilla estaba pavimentada, y junto al molino de agua en reposo había un pequeño muro de piedra que el sol de aquel día radiante se había encargado de calentar. Y ahí fue donde se sentó para contemplar el prometido aleteo de las truchas. Eso era todo lo que esperaba. Un puentecito cruzaba el río y conducía a un prado repleto de setos, a la sombra de los árboles, que también pertenecía a la propiedad. «Puede sentarse ahí —le habían asegurado los dueños—, y no la verán desde la carretera. Si no le apetece quedarse en el jardín delantero —le dijeron—, la parte de atrás le permitirá mantener su privacidad.»

Privacidad. Saboreó la idea. No exploraría a fondo aquella zona hasta que le diesen la llave y le enseñaran los alrededores, hasta que deshiciese las maletas y se sintiese como en casa.

Puede que el interior de la casita, que le mostró la señora Miller, vecina del pueblo, tuviera un diseño un pelín rústico de más. Al entrar, vio una mesa de madera resplandeciente y banquetas con orificios tallados en forma de diamante, un montón de muebles de madera brillante, una escalera de madera que subía al piso de arriba, con una sala de estar semiabierta, una herradura y un hervidor de latón, y una desconcertante cabeza de zorro disecada que sonreía desde la pared. La decoración era nueva, y todo relucía como los chorros del oro. Sin embargo, la piedra de moler seguía ahí, la antigua maquinaria del molino aún podía verse en los cuartos traseros, y el corazón de la casa estaba atravesado por el sonido agradable del agua, que hacía compañía. A Elsa le había encantado todo. Incluso los muebles de madera barnizada y la cabeza de zorro disecada. Philip los habría detestado, habría manifestado un sinfín de objeciones al respecto, pero a ella le gustaban mucho. Aunque no eran de su estilo, le hicieron sentirse como en casa al instante. «Es preciosa», le dijo con una sonrisa a la señora Miller, confiando en que se marchase en cuanto le explicara el intricado mecanismo del contador de la luz y le revelase el contenido de los armarios de la cocina. «¡Ah, seguro que dispongo de todo lo que necesito!», dijo, percatándose de que le habían dejado leche, pan y mantequilla. Le conmovió la consideración de los dueños ausentes.

La señora Miller se retiró sin demora, con discreción. Elsa Palmer se quedó sola. Recorrió, una a una, todas las habitaciones, escudriñando los objetos típicos propios de las casitas de campo vacacionales: una jarra de cerámica con flores secas, un cancionero abierto por la partitura para piano, un libro de visitas, un paragüero, un triciclo infantil que habían dejado bajo las escaleras, una botella de piedra para el agua caliente, una vitrina con un reloj y una litografía de una escena de caza. Aquellos objetos la hicieron sentirse terriblemente irresponsable, y es que, por primera vez en muchos años, no tenía ninguna tarea doméstica pendiente. Podía subsistir a base de Kit Kat o de KiteKat y nadie le diría nada. Podía morirse de hambre, y a nadie le importaría. Saboreando esa libertad, sacó la ropa de la maleta y la colocó con mimo en los cajones vacíos, impersonales y empapelados, con bolitas de alcanfor. Luego hizo la cama de matrimonio de la habitación de techo bajo y bajó las escaleras. Atardecía. Se oía el riachuelo. Sacó la comida —huevos, queso, leche pasteurizada, latas de atún, cebollas, patatas y un poco de fruta— de las bolsas. También una botella de ginebra, una botella de vino blanco y unas cuantas de tónica.

Con una sensación de intrepidez, se preparó un gin-tonic. Philip siempre se había encargado de esos menesteres. A lo largo de toda su vida, la idea de prepararse su propia copa le había parecido igual de estrambótica que la de ver a Philip cocinando un estofado irlandés. La imagen de Philip peleándose con un estofado le pareció tan irresistiblemente cómica que no pudo evitar esbozar una sonrisa. Ahora que por fin estaba muerto, podía reírse de él. Adornó su gin-tonic con unos cubitos de hielo y una corteza de limón. Un viuda alegre, como se suele llamar a ese tipo de cóctel.

El sol de la tarde era suave. Se trataba de uno de los días más largos del año. Salió al patio empedrado de delante y atravesó el pequeño jardín de césped. Se sentó en el muro de piedra bajo, para beberse su copa con tranquilidad. Una bandada de pinzones de cola aguda aleteaba en un pequeño árbol. Al día siguiente, si regresaban, se sentaría ahí para tratar de identificarlos. Seguro que regresarían.

Las algas se mecían con la corriente. Los ranúnculos de agua, con sus raíces alargadas, despuntaban sobre la superficie. Las truchas ondeaban, inertes, y a la vez flexibles y sutiles, inmóviles, pero llenas de movimiento.

Se quedó ahí, viendo pasar la corriente y el tiempo. Luego se levantó y cruzó sosegadamente el puentecito de madera para inspeccionar el prado que se escondía en la parte trasera. Mientras atravesaba el puente, una gallineta asustada se movió con gran estrépito, chapoteando, y ella alcanzó a ver unos cuantos polluelos remontando torpemente el río. Ante ella se extendía el prado, una parcela alargada y triangular, repleta de árboles frutales, con un lado bordeado por una cerca; otro por el riachuelo; y un tercero por una hilera antigua e irregular de árboles y setos, a cuyos pies discurría otro pequeño afluente. Descubrió que aquel prado era una especie de isla. Allí, la música del agua resultaba suave y reconfortante. La hierba alta le llegaba hasta las rodillas. A orillas del río crecían con gran profusión y desorden todo tipo de flores silvestres: nomeolvides, valeriana, consueldas, botones de oro y otras muchas especies que no pudo distinguir de inmediato. Un jardín silvestre, descuidado, secreto, misterioso. Allí nadie podría verla.

Dio otro sorbo a su gin-tonic y deambuló entre la hierba alta al fresco de la tarde. Una paz profunda y balsámica la colmó. Llegó hasta la punta del pequeño triángulo de su isla, donde los dos ríos se encontraban, y se subió a la raíz de un árbol, al final de su promontorio, para contemplar una vista que no debía haber cambiado mucho en mil años. Un campo de trigo dorado resplandecía a su izquierda, elevándose abruptamente hacia un bosque morado. Las sombras se alargaban. Se encontraba ante el cuadro de un paisaje escarpado. La pequeña escala de su reino diminuto, unos pocos cientos de metros de naturaleza humilde, le resultaba particularmente reconfortante. Puede que se pasase las tardes ahí sentada. Quizá se echaría una siesta, tumbada en una esterilla, bajo un árbol frutal, al sol, en compañía del sonido del agua. En su imaginación, iban tomando forma diversos planes, a cual más agradable, mientras volvía a cruzar lentamente el puentecito, arrancando a su paso unas cuantas nomeolvides azules. Las buscaría, después de la cena, en la guía de flores. ¡Cuánto le habría importunado a Philip aquella idea! «Obviamente es una nomeolvides, todo el santo mundo se daría cuenta de que es una nomeolvides —habría dicho Philip—, y, en cualquier caso, ¿a quién le importa lo que sea en realidad?» Sin embargo, él lo habría dicho de una forma más ingeniosa, más hiriente, con palabras que, gracias a Dios, no tenía siquiera que imaginar ahora. Porque él no estaba, ya nunca estaría…

Más tarde, leyendo su guía de flores, estudiando la planta más de cerca, descubrió que no era, ni muchísimo menos, una nomeolvides. Los pétalos no tenían nada que ver, y el tallo era demasiado largo. Se trataba, casi con total seguridad, de una borraja, una borraja peluda. Al rato, buscó la lengua de buey. Anchusa sempervirens. «Pequeños cúmulos de flores azules y planas de ojo blanco, muy parecida a la nomeolvides o la verónica…» Exacto, eso era. Muy parecida. Muy parecida, que no idéntica. Similar, pero no la misma. Esa distinción le encantó. No se le daban muy bien las flores, y tenía cierta tendencia a olvidar rápidamente la mayoría de nombres que tan concienzudamente buscaba. A su edad le costaba retener información nueva, y le resultaba casi imposible ampliar su almacén de certezas más allá del centenar de nombres que aprendiera siendo una niña exploradora, medio siglo atrás, en las tierras de los Yorkshire Dales. Pero esa incapacidad no era óbice para su placer; antes bien, lo potenciaba. Philip nunca había podido entender la seguridad, la tranquilidad que le proporcionaban esas páginas familiares, pasadas una y mil veces, lo cómoda que se sentía durante ese proceso tan familiar para ella de duda, comparación y certeza temporal. Sí, ahí estaba: lengua de buey.

Aquella noche sus sueños fueron violentos y libres. Caballos galopando a través de campos oscuros, cascadas cayendo de riscos elevados, nubes acumulándose de forma aciaga en un cielo negro. Pero, cuando se despertó, la mañana, adornada por el canto de los pájaros, era tranquila y azul. Se preparó un buen tazón de café y se sentó fuera. Ante sus ojos pasaron un coche curioso, el autobús del pueblo y una anciana paseando a un perro. Planeó su día: caminaría los dos kilómetros y medio hasta el pueblo, entraría a alguna tienda, visitaría la iglesia, compraría el periódico, volvería dando un tranquilo paseo, leería su novela, se tomaría un almuerzo ligero y se tumbaría en una esterilla, entre la hierba alta del prado. Quizá sus planes para el día siguiente fuesen más ambiciosos… Hasta podía hacerse una pequeña excursión, mapa incluido. Pero ese día quería quedarse tranquila. El deleite de saber que nada ni nadie podrían interferir en sus propósitos consiguió que por unos instantes se le llenasen los ojos de lágrimas. ¿De verdad había sido tan infeliz durante tanto tiempo? Y entonces vio a los pequeños pinzones de cola aguda aleteando en lo alto del árbol. Habían vuelto para cautivarla.

Philip, se dijo mientras estaba leyendo sentada en el muro, no aprobaría la novela que había escogido. Se había decantado por una antología de Margery Allingham, por pura nostalgia, sin otro motivo. Philip despreciaba las novelas de detectives, y se burlaba de que a ella le gustasen. En efecto, eran un poco tontas, pero ahí radicaba su belleza. Sí, justo ahí radicaba su belleza. Después de almorzar, se llevó a Margery Allingham al prado, con una esterilla y una pamela, y se tumbó bajo un manzano. La satisfacción de echarse una siesta resulta imposible de explicar a los jóvenes. «¡Cómo puedes disfrutar estando dormida!», solían decirle sus hijos. Pero ahora también ellos, ya padres, echaban de buena gana una cabezadita después de comer. Elsa se quedó muy quieta. Podía oír a la gallineta con sus polluelos. Durante un breve instante, levantó los ojos de la página y observó a una pequeña rata de agua marrón que nadaba río arriba. Un cúmulo de plantas y hojas altas centelleó, borroso, ante sus ojos. Ciperáceas, juncos, berros… Sí, más tarde los buscaría todos. Cabeceó, dejándose ir. Se quedó dormida.

Se despertó una hora después, tras soñar con plantas y jardines, para comprobar que su sueño seguía. Estaba colmada por una paz inmensa. Se quedó tumbada, mirando el cielo. Podía sentir cómo su aflicción, su irritación y su impaciencia la abandonaban, cómo esos pequeños ganchos se soltaban, perdiéndose en la corriente. Quedaría redimida, recuperada, perdonada para siempre.

El día dejó tranquilamente paso a la tarde, y al gin-tonic, y a la identificación de los pinzones de cola aguda, y a la lectura de Pevsner. Señaló las iglesias que quizá visitaría, y sonrió cuando leyó la expresión de Pevsner «ángeles a escala natural». ¿Quién podía saber la escala natural de un ángel? ¿No se creía antaño que millones de ellos podían bailar en la cabeza de un alfiler? ¿No podría un ángel ser alto como un roble, inmenso y poderoso como un leviatán?

Aquella noche durmió precisamente como los ángeles, y se despertó ante otro día azul de indolencia ininterrumpida. Decidió posponer la excursión larga. Pasaría otro día entero disfrutando de su nueva tierra. Repitió el paseo al pueblo de la mañana anterior, volvió a tomar un almuerzo ligero, y se dirigió otra vez al prado con su esterilla y su Margery Allingham. Ya había establecido el encanto de la rutina, de la familiaridad. Tenía la sensación de estar ahí desde siempre. Leyó, cabeceó, se adormiló y cayó en un sueño profundo.

Al despertarse, media hora después, supo de inmediato que ya no estaba sola. Se incorporó a toda prisa, sintiéndose culpable, ajustándose la pamela, alisándose la falda de algodón y tapándose las rodillas desnudas, buscando sus gafas, intentando aparentar que no había dormido una siesta en toda su vida… ¿Dónde estaba el intruso? ¿Quién la había despertado? Con discreción, pero cada vez más asustada, inspeccionó su prado triangular. En efecto, allí, en el extremo más alejado, divisó a otro ser humano. Un anciano con una guadaña. Se relajó ligeramente. Solo se trataba de un simple anciano campesino, puede que un jardinero… Le irritaba y le avergonzaba que la hubiese pillado dormida, pero parecía del todo inofensivo, ¿no? Sí, bastante inofensivo. ¿Qué estaba haciendo? Se llevó una mano a los ojos para protegerse del sol de la tarde.

Parecía estar cortando la hierba alta. La hierba de su prado triangular.

«¡Dios santo! —se dijo Elsa Palmer—. ¡Es una auténtica pena!» Quería que parase, que se marchara de inmediato. Pero ¿qué derecho tenía ella para detenerlo? Debía de trabajar para la casita del molino y probablemente estaba cumpliendo con las obligaciones hortícolas que había contraído con los propietarios ausentes.

Poco a poco, mientras se incorporaba para observarlo, empezó a comprender la magnitud del desastre. No solo había invadido su soledad, no solo un completo desconocido la había visto dormida, sino que ese completo desconocido estaba cortando el mismo follaje, las mismas hierbas que tanto le gustaban. Lo observó trabajar, guadañando y serrando, rastrillando y enfardando. ¿Podía él verla a ella? Observar a un anciano trabajando arduamente en plena tarde, en un día tan caluroso, mientras ella estaba sentada tan pancha en una esterilla con Margery Allingham la hizo sentirse incómoda. Debería levantarse e irse. Su momento del prado estaba arruinado, al menos por esa tarde. Recogió furtivamente sus cosas y se dirigió con sumo cuidado a la casa. Pero él la divisó. Desde una punta del triángulo, a unos ciento y pico metros, la divisó. La saludó, hacha en mano, y le gritó:

—¡Qué buen día hace! No le molesto, ¿verdad?

—No, no, claro que no… —respondió ella tímidamente, mientras se alejaba en dirección al puentecito de madera. Se retiró con sigilo. El hombre solo había recortado aún unos pocos metros cuadrados. Le quedaba mucho trabajo por delante. Tardaría días, semanas incluso, en acabar toda la parcela…

Días, semanas… Aquella tarde, atrapada en su jardín delantero, en la entrada de la propiedad, lo vio cruzar el puente varias veces, pasando a unos metros de ella con sus herramientas, con su carretilla llena de rastrojos. No se atrevió a servirse un gin-tonic, pues no le pareció apropiado. Se limitó a observarlo, paralizada, resistiéndose al impulso de esconderse dentro de su propia casa. En el último viaje con la carretilla, el hombre se detuvo.

—Un trabajo para morirse de calor —dijo, pasándose la mano por la frente. Era un hombre muy anciano, de piel áspera y tostada, sin dientes, con el pelo blanco enmarañado.

—Sí, para morirse de calor —coincidió ella, tímida. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Ofrecerle algo de beber? ¿Invitarlo a entrar? ¿Prepararle un té?

Él se quedó ahí de pie, apoyado en su carretilla, mirándola fijamente.

—No le estaré molestando, ¿verdad? —preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—Está sola, ¿no? —preguntó.

Ella asintió, y luego negó con la cabeza.

—Es un lugar tranquilo —dijo él.

—Sí —respondió ella.

—Volveré por la mañana —dijo. Pero, por lo pronto, no se movía. Elsa seguía en el sitio, paralizada. Siguieron mirándose fijamente hasta que el hombre lanzó un suspiro, inclinándose para arrancar una mala hierba de la gravilla y retomando su marcha lenta, amenazadora.

Elsa estaba desolada. Se retiró a la casa y se sirvió una copa, más como medicina que como placer. ¿Podía confiar en que se hubiese ido? ¿Y si se le había olvidado algo? Con una actitud miserable, se quedó dentro, al acecho, unos veinte minutos. Luego, con timidez, se aventuró a salir. Volvió a cruzar el puente para comprobar los estragos que había hecho en el extremo más alejado del prado. Era un buen trabajador, la verdad sea dicha. Había dejado su huella en la naturaleza, cortando y desbrozando con gran diligencia. La madera cortada resplandecía al sol, las raíces arrancadas en la orilla del río sangraban, y había apilado en sendos montones los grandes fajos de hierbas, flores y ciperáceas. Había hecho un destrozo. Y, a ese ritmo, tardaría una semana, incluso una quincena, en completarlo todo. En nivelar la parcela. Si es que esa era su intención, que tenía toda la pinta de serla. «Volveré por la mañana», había dicho. Arrancando distraídamente unas hojas, intentó buscar un consuelo. Aún le quedaban los largos paseos, el campo más allá de su propiedad, aún podía descansar sin problemas en la tumbona del pequeño jardín delantero. Tenía derecho. Había pagado por ello. Eran sus vacaciones.

¿Yerba cipresillo, Carex acutiformis o cárex de las riberas, Carex riparia? Comprobó su guía de flores mientras anochecía. No parecía importar demasiado de qué tipo de ciperácea se trataba. Cárex glauco, cárex pálido, cárex llorón. Como diría Philip, ¿a quién le importaba? Elsa desfalleció. Desfalleció, presa de la decepción.

A lo largo de la semana, su desolación se intensificó. Se habían confirmado sus peores temores: día tras día, el espantoso anciano volvió con sus herramientas, para guadañar, desbrozar y cortar. Ella tuvo que escapar para no presenciar la ruina de su pequeño reino. Dio largas caminatas, recorriendo crestas de caliza blanca, atravesando sombras salpicadas de orquídeas, cruzando arboledas cubiertas de maleza, pasando junto a campos con piaras de cerdos, pisando campamentos romanos, bordeando los márgenes de otros ríos, pues el suyo estaba siendo despojado de manera continua e implacable. Cada tarde se acercaba con sigilo a comprobar los daños. El verde exuberante disminuía, se retiraba, se encogía progresivamente. Temía la imagen del anciano con su guadaña. Temía la intensidad de su propio temor. Su paz mental había quedado hecha añicos. Por la noche lloraba… Habría deseado tener una televisión que le hiciese compañía. De madrugada, soñaba con Philip. En sus sueños, siempre estaba enfadado, le gritaba y se burlaba de ella. Dirigía su furia contra ella desde el más allá.

«Me voy a volver loca —se dijo al comienzo de la segunda semana, cuando vio al anciano cruzar el puentecito de nuevo, tras el respiro del domingo—. Tengo que haberme vuelto ya loca si permito que algo tan baladí me afecte tanto. Y yo que pensaba que me estaba recuperando. Creía que pronto sería libre, pero nunca lo conseguiré si algo tan nimio es capaz de destruirme.»

Se sintió como si la hubieran arrancado de raíz. Perdería toda su savia. Acabaría convertida en un pequeño tallo seco.

«Quizá hasta me muera», pensó mientras intentaba obligarse a consultar de nuevo su guía de flores y su libro de Pevsner, antiguos compañeros. Ya no tendría otros, y ahora hasta esos le habían fallado.

Lo peor eran los intentos del anciano de entablar conversación. Le gustaba dirigirse a ella, a pesar de su reticencia evidente; y ella, como si estuviese fascinada, no podía evitarlo. Fue la banalidad de esos comentarios lo que la confundió y le impidió reconocer su identidad al principio. Porque le resultaba un viejo pesado, de esos que solo hablan del tiempo, de los retrasos de los autobuses, de criquet. A Elsa Palmer el criquet no le interesaba en absoluto, no quería perder el tiempo charlando de criquet con un anciano y, sin embargo, siempre acababa haciéndolo. Todos los días se pasaba diez minutos oyéndolo divagar, hablando de nombres que no le decían nada, de partidos del año de la pera. ¿Por qué se mostraba tan servil, tan sumisa? ¿Cuál era la naturaleza de ese miedo que la atenazaba mientras lo escuchaba?

Aquel hombre, con su guadaña, estaba segando su vida. Enfardándola, secándola para la hoguera eterna. Pero ella no podía permitirse pensar así. Aún no.

Fue en su última tarde de faena cuando Elsa Palmer derrotó al anciano. Esperaba su marcha con sentimientos encontrados, pues, cuando acabase, el prado quedaría nivelado y él se marcharía victorioso, se habría impuesto a la naturaleza. Aquel anciano habría salido triunfante.

Lo vio recoger sus herramientas por última vez, lo vio detenerse con su carretilla por última vez. «Por este año, ya está», dijo. Un buen trabajo. Lo felicitó lánguidamente, pensando en la pobre hierba cortada y pálida, en los tocones de los setos. Por última vez hablaron del tiempo y de criquet. Él se despidió, deseándole que disfrutase de sus vacaciones. Ella lo vio salir por la cancela empujando su carretilla, cruzar la calle y seguir, colina arriba, hasta la granja. Desapareció. Se había ido.

«Y yo —pensó Elsa— sigo viva.»

Se apoyó en la cancela y respiró profundamente. Se armó de valor. Hizo acopio de todas sus fuerzas.

«Sigo viva —pensó Elsa Palmer—. Philip está muerto, pero yo he sobrevivido a la Parca.»

Y ahí apoyada, a la luz de media tarde, cayó en la cuenta de que aquel anciano no era la Muerte, como ella temía, sino el Tiempo. El viejo Padre Tiempo. Él es el de la guadaña. Ella había temido que el anciano fuese la Muerte, que la llamaba como había llamado a Philip, pero no, solo era el Tiempo… El Tiempo amigo, el Tiempo avanzando, el Tiempo sanador. ¿Qué había dicho del prado? «Por este año, ya está», eso había dicho. Pero, en ese mismo instante, el prado ya estaba volviendo a crecer, y el próximo junio estaría tan denso, enmarañado y profuso como siempre, a la espera de su puntual y amiga guadaña. No era la Muerte, sino el Tiempo. Similar, pero no idéntico. Lo había nombrado, lo había identificado, lo había reconocido, y él se había marchado sin hacerle ningún daño, dejándola consigo misma, con su casita, con su vida. Respiró profundamente. La savia fluía; podía sentirla recorriéndole las venas. El agua helada empezó a discurrir de nuevo bajo el puente. Una trucha remontó el río como una flecha. Sí, el viejo Padre Tiempo, él es el de la guadaña. La Muerte es la otra. La Muerte es el esqueleto. La hierba ya estaba empezando a crecer. Las nomeolvides y las lenguas de buey se estaban recuperando.

Alegre, entró en la casa para consultar su guía de flores. Resplandecía bajo la luz de la lámpara, repleta de vida. Se sentó, empezó a pasar las páginas. Sí, ahí estaban: nomeolvides, lenguas de buey, ¿y qué hay de la becabunga? ¿Era una borraja o una verónica? Miró las imágenes a todo color, aliviada, extasiada. Prolifera en los lugares húmedos. Pasó las páginas de su guía, pronunciando los nombres. El Tiempo le había perdonado la vida, el Tiempo había pasado de largo con su guadaña. Philip se había equivocado desde el principio. Elsa se sonrió, satisfecha. Philip estaba muerto porque no había sabido reconocer a su adversario. La Muerte, una muerte sin nombre, sin identificar, sin etiqueta, lo había pillado por sorpresa. Fue el no reconocerla lo que le había matado. «Mientras que yo —se dijo Elsa—, he charlado con la Parca, y ella me ha perdonado.»

Pasaba las páginas con cariño. Carex acutiformis, Carex riparia. Mañana le cogería el tranquillo a las ciperáceas. Aún quedaban un montón en el extremo más alejado del prado, en ese rincón de difícil acceso junto al gran aliso. Mañana iría a recoger algunos especímenes. Y quizá, cuando volviese a Cambridge, se apuntaría a ese curso de otoño sobre arte y arquitectura del Renacimiento italiano. La verdad es que no sabía mucho de iconografía, pero le parecía bastante interesante. Bueno, como todo, a fin de cuentas. Todo era interesante.

Empezó a lamentar haber sido tan mezquina, tan arisca… Debería haberle ofrecido a ese anciano una taza de té.

(1989)