5

CRUZANDO LOS ALPES

Nuestro destino, el corazón y hogar de nuestro ser;

Está en la infinidad y solo ahí;

Está con la esperanza, que

Nunca puede morir;

Con él esfuerzo, y la expectación, y el deseo,

Y con algo eternamente a punto de ser.

WORDSWORTH, El preludio, libro VI, 604-608

Cambridge y los Alpes

Al principio no se lo podía creer. Tanto planear, tanto prever, tantas persuasiones sutiles, tantas maniobras, y todo arruinado por un simple descuido. No podía ser. De hecho, jamás lo habría considerado posible, de no haber esperado siempre, en su fuero interno, lo peor. No obstante, el cumplimiento lento e implacable de sus peores expectativas lo conmocionó sobremanera. A medida que la magnitud del desastre se le venía encima, protestó, sufrió y se quejó para sus adentros, sabedor de que no lo soportaría, de que nunca dejaría de dolerle.

Sabía que era culpa suya. Y eso le hizo sentirse peor, claro. No tendría que haberse lavado el pelo. O, al menos, no tendría que haberse ido a la cama con el pelo tan mojado. Ahora pagaba el precio de la vanidad y la despreocupación. Pero el precio era tan alto, tan retorcidamente desproporcionado para el delito, que sintió que nunca jamás volvería a confiar en la providencia. Esa providencia que parecía haberles sonreído momentáneamente, pero que solo les engañaba… ¡Con cuánta vileza les había retirado su favor! Si hubiese ocurrido antes, se lo habría tomado mejor. Incluso habría acogido la decepción como a un amigo cercano. Pero ahora, después de tanto tiempo, después de superar todas aquellas pruebas, de los éxitos sin precedentes, solo le quedaba proferir un gemido y cerrar los ojos. ¡Qué ironía, qué ironía…! Casi preferiría estar muerto de no ser porque, en cualquier caso, sentía que estaba muriéndose.

Para empezar, se había engañado. Había intentado fingir que no estaba pasando, que no pasaría. Y mientras la esperaba, aguardando su ansiada llegada, no hizo caso a los síntomas, diciéndose que no se encontraba tan mal, que solo tenía la garganta reseca por los nervios, que la cabeza le dolía por la expectación ante ese alivio que se había retrasado tanto, y que con su llegada volvería a sentirse de maravilla, pues ella lo curaría de manera milagrosa, y él se olvidaría de sus sospechas en cuanto la viese salir de la estación. Miró hacia la puerta, nervioso, y luego volvió a mirar el coche. La carretera resplandecía suavemente bajo la luz del sol. Hacía muchísimo calor. Era el día que estaban esperando. Resultaba de lo más absurdo ponerse malo en un día así. Un escalofrío lo recorrió de arriba abajo. Quizá no llegara. Quizá el desastre ya la hubiera sorprendido. Quizá estaba postrada en una cama, enferma o muriéndose, en uno de esos sitios a los que él no podía llamar. Quizá su hijo había caído enfermo, o su hermana. Quizá el tren había descarrilado. Miró el reloj. Tenía que llegar en cinco minutos. Estornudó. Alergia al polen, se dijo. Una molestia que no había padecido en su vida.

Luego empezó a preguntarse por qué no había ido a Londres a recogerla. Qué proceso singularmente tortuoso les había llevado a elegir un sitio como aquel para su encuentro —casi tan inconveniente para él como debía serlo para ella—. Quizá se le olvidara bajar del tren y siguiese como una flecha hasta Southampton, dejándolo a él ahí, esperando para siempre. Ella le buscaría en Southampton, pero él nunca la encontraría, jamás se cruzarían, no volverían a verse nunca. Palpó los billetes en su bolsillo. Quizá se le había olvidado el pasaporte. A fin de cuentas, era un auténtico desastre, a pesar de toda su energía, su arduo trabajo y su abnegación. Desperdiciaba buena parte de sus grandes cualidades con su incompetencia. De hecho, a pesar de llevar semanas planeándolo, cabía la posibilidad de que hubiese perdido el tren. Estaría en Londres, llorando un poquito, rindiéndose, dispuesta a volver a casa y a la desesperanza, diciéndose que nunca habría debido ser tan retorcida como para intentar, aunque fuese por tan breve espacio de tiempo, escaparse. Sin él allí para obligarla, se daría por vencida a la primera de cambio. A él le daba miedo su naturaleza: le faltaba persistencia, acabaría rindiéndose. Seguiría siendo fiel a sus espantosas obligaciones, pero, en su interior, se abandonaría, y lo abandonaría a él, si no estaba a su lado para amedrentarla y persuadirla. ¿Cómo podía llegar a ella, que estaba en la estación de Waterloo, llorando un poquito sin saber dónde ir?

Oyó el silbido del tren, que se aproximaba a la estación. Sintió un ligero mareo y volvió a estornudar. Habían acordado que no iría al andén. «No entres en la estación —le había pedido ella—, por favor, no entres… Saldré yo a buscarte, espérame. Quiero preocuparme —dijo— pensando que quizá no estés.» «Sabes que estaré», había respondido él. «Sí, lo sé, pero quiero sentir ese momento de inquietud, buscarte pensando que quizá no estés.» Si había llegado, justo ahora estaría sintiendo su anhelado instante de inquietud, pues el tren ya se había detenido y los pasajeros estaban bajando al asfalto caliente y vibrante. Intentó apartar la mirada, pero no pudo quitar los ojos de la salida: ese sofisticado tormento tenía sus límites, incluso para él. Salió una anciana con varios paquetes de papel marrón traídos de la ciudad, luego un niño… Y, por fin, ahí estaba ella, inconfundible, cargando con su maleta, entregando el billete, sin mirar en su dirección. Cuando atravesó la barrera dejó la maleta en el suelo y, sin el menor atisbo de vergüenza, levantó la mirada. Sus ojos se encontraron a través del aparcamiento desierto. Empezó a caminar, a él le pareció que demasiado lentamente, hacia donde él se encontraba, incapaz de moverse. Pero cuando llegó a su lado, esbozó una ligera sonrisa y le dijo:

—Al fin he logrado que vengas.

—¿Estás contento de verme? —dijo ella, tocándole el brazo.

—Tenía miedo de que se te olvidase venir —respondió él, y ambos se rieron. En realidad, que no recordara aquella cita era igual de probable que olvidar la fecha de su muerte, en caso de haberla sabido.

Sin embargo, al reírse, sus rasgos temblaron, y eso le alarmó y le llenó de inquietud. Deseaba que aquel temblor, tan necesario en ocasiones, les diese una tregua. Había intentado organizarlo todo para que ambos, al menos durante un tiempo, evitasen el sufrimiento. Le abrió la puerta del coche y dijo: «Monta», confiando en que cuando estuviese ahí dentro, en ese espacio cerrado, se sintiese más segura y se soltase un poco. Pero ella seguía rígida y seria, y mientras se alejaba de la estación al volante, empezó a armarse de valor (un poco a desgana, y cuánto se odió por esa reticencia) para lo inevitable, para formular las preguntas apropiadas, para consolar, para tranquilizar, para apaciguar. A veces tardaba mucho tiempo: ¿cómo podría conseguir que esta vez, en honor a la ocasión, desconectase? A menudo lo amenazaba, diciendo: «Llegará un día en que, sencillamente, ya no serás capaz de soportarlo más», y él lo negaba, una y otra vez, lleno de fe. Sin embargo, sabía que llevaba razón. Toda capacidad de resistencia tiene un límite, y, al final, nadie logra no rendirse a él. Como le había ocurrido a ella misma, dos meses antes, cuando intentó acabar con su vida y con la de su hijo abriendo el gas. Huelga decir que su tentativa no llegó a término, pues, por suerte, se arrepintió a tiempo. Él sacó cierto partido del incidente, y de la publicidad de médicos y ambulancias, para obligarla a aceptar que debía alejarse un tiempo de su terrible sentencia, aunque le hicieron falta dos meses de arduo trabajo para persuadirla.

—Eres tonta —le dijo, zarandeándola, mirando fijamente, conmocionado, su cara hinchada y enrojecida—. Tonta. Tú misma te sumerges en esto sin piedad, se te olvida que lo único que tienes que hacer, por ti y por tu hijo, es sobrevivir.

—¿Sobrevivir para qué? —dijo ella, sin fuerzas, admitiendo por primera vez el sinsentido de sus sacrificios cuando el niño estaba ya condenado de antemano o, en cualquier caso, no tenía ninguna posibilidad de seguir con vida mucho tiempo.

Así que él se vio obligado a verbalizar esas certezas tozudas que ella ya tenía, a recordarle su perseverancia trágica. La boca de ella habló con el tono plano y moribundo de la razón, y la suya profirió las declaraciones ridículas, nobles y elevadas de la devoción. No lo había hecho bien, pensó, pero al final ella acabó sucumbiendo, se inclinó hacia él, como le gustaba hacer a menudo, y dijo:

—Tú sí que sabes lo que dices, porque al fin y al cabo lo que haces conmigo es cuidarme, aunque no tengas ninguna expectativa de futuro, aunque no te dé ninguna satisfacción ni esperanza. Te admiro por eso.

—Te quiero —dijo él—. Me satisface quererte, me basta con eso. Tú no puedes saber lo que me das, pero es mucho más de lo que esperaba.

—Yo también recibo eso —dijo ella, refiriéndose al niño.

Y retomó al punto, donde la había dejado, su eterna carga. Sin embargo, merced a una capacidad asombrosa, ella siempre lograba hacerlo sentirse querido, darle felicidad, ayudarle a olvidar, ya fuera mientras hablaban, mientras estaban en la cama o mientras realizaban alguna de sus breves excursiones, cláusulas tristes de su contrato. En la práctica, pasaban buenos ratos juntos y disfrutaban de la compañía del otro. Él pensó que lo que les faltaba para alcanzar la felicidad plena era pasar unos días juntos, con luz y aire fresco, lejos de aquel piso y de aquel niño deprimente, lejos del trabajo deprimente de ella y lejos de su deprimente mujer. Conduciendo a un ritmo pausado por la amplia carretera secundaria en dirección a Southampton y a la libertad, esperó a que ella empezase a arrepentirse para poder comenzar con el consuelo.

Pero no se arrepintió. Se quedó ahí sentada a su lado y, poco a poco, empezó a relajarse. Por la forma en que se encendió un cigarrillo y empezó a sonreír en dirección a los setos que flanqueaban el trayecto, él se dio cuenta de que a ella le gustaba estar ahí. Había llegado por completo: cualquiera que fuese el remordimiento que había sentido por su marcha y por el abandono del niño, ya lo había superado, había logrado dejarlo atrás —quizá en el tren, o incluso antes—. Solo era el nerviosismo normal y corriente en esas circunstancias lo que la había asaltado al bajar del tren. Lo había conseguido, se dijo a sí mismo: ¡una semana entera, y el clima, el viaje, las habitaciones de hotel…! Estiró el brazo para tocarle la mano, y entonces volvió a estornudar.

—Estás resfriado —dijo ella con un tono crítico.

—Alergia al polen —respondió él, despreocupado.

—Eso es una tontería, tú nunca has sido alérgico al polen, y eso no se pilla así como así, ¿sabes?

—Vas a tener que cuidar de mí —dijo él, sin imaginar siquiera hasta qué punto iba a tener que hacerlo.

—Vengo pertrechada con todo un arsenal de pastillas. Eso te lo curo yo rápidamente.

—Anoche hablé con tu hermana —dijo él, ahora que, tras los nervios iniciales, habían iniciado una conversación normal. Se sentía dispuesto, incluso ansioso, a hablar del mundo exterior y sus elementos complejos.

—¿Para qué?

—¡Oh, no sé! Solo quería cerciorarme de que todo estaba en orden. ¡Qué mujer más rara!

—¿A qué te refieres con rara?

—¡Oh, no sé! Se lo toma con mucha tranquilidad. Me refiero al hecho de que nos vayamos juntos.

—Bueno, para ella no significa nada, ¿no?

—No, supongo que no —dijo él, y volvió a centrarse en la carretera, recordando la voz de su hermana, tan increíblemente similar a la suya. Tan indiferente, al parecer, ante lo insólito de su llamada telefónica. Tan poco impresionada por las alegrías y las penas de su propia hermana. Tan mediocre, incluso en su disposición para conspirar con ellos. Él esperaba, aunque no sabía exactamente qué, una sensación de inquietud, de culpa cómplice, quizá incluso un momento de cariño compartido hacia esa mujer que ahora estaba sentada a su lado. Pero lo único que obtuvo de ella fue una confirmación distraída, absorta e improvisada de que haría lo que se esperaba de ella: mantener su paradero en secreto, ocuparse del niño y de su cuidadora, y no contarle a su terrible madre dónde estaban. Ni siquiera percibió interés en su voz y, ahora que reflexionaba con calma sobre ello, en cierto modo le ofendía que no se hubiese interesado. Sin duda él y sus asuntos eran extraordinariamente interesantes. Al menos a él se lo parecían.

En el barco les fue bien. A él ya le dolía la garganta, pero ella le dio varias aspirinas y unas pastillas para el mareo, y al final incluso lograron echar una cabezada. Por la mañana, les dio tiempo a desayunar a bordo y a estudiarse el mapa, antes de que descargaran el coche.

—Es una locura que vayamos tan lejos —dijo ella, observando la distancia que se proponían atravesar como si nada—. Esto es muy bonito —apuntó, mirando hacia El Havre y aquel mar azul matutino.

—No podemos quedarnos aquí, tenemos que bajar —dijo él, que también había previsto que cualquier tipo de inactividad daría pie a remordimientos.

—Podrías caer enfermo —dijo ella sin demasiada convicción, pues la idea de ir de acá para allá la seducía tanto como a él. ¡Así de estáticas eran las vidas que llevaban en sus respectivos hogares!

—No voy a ponerme enfermo —respondió él.

Pero al llegar la noche, tenía que admitirlo, se encontraba fatal. Es verdad que se habían pasado el día en la carretera, y que no se habían concedido mucho tiempo de descanso. Además, conducir aquel coche enorme había acabado con sus últimas fuerzas. A medida que el día iba avanzando, parecía cada vez más pesado, y al caer la noche casi sentía que le hacía falta emplear un enorme esfuerzo físico para que siguiese su camino. Él condujo hasta donde fue capaz, y ella le aseguró que ya habían llegado lo bastante lejos como para entrar en Yugoslavia al día siguiente, tal y como habían planeado, así que decidieron detenerse en la siguiente localidad (que siempre está mucho más lejos de lo que uno cree), en un país que él supuso que sería Suiza. El hotel que ella escogió (para entonces él ya se había rendido, dejando la elección en sus manos) era un enorme edificio alemán, y él se recuperó un poco al ver la enorme cama doble y pensar en la cena, y un poco más tras un par de vasos del whisky libre de impuestos que habían comprado en el barco, y que hasta entonces no se había atrevido a beber por los nervios. Se sentaron juntos en la cama tras quitarse los zapatos con los pies, y se rozaron ligeramente los hombros, pensando en la noche que tenían por delante, que era lo que en realidad les había llevado hasta allí. Sin embargo, cuando al fin ella habló, sonriendo con delicadeza para suavizar el golpe, envolviendo con su sabiduría infinita la ligera sorpresa de él, lo que dijo fue:

—Cariño, creo que debería llamar a mi hermana, ¿sabes?

—Claro, claro —respondió él, cumpliendo con su papel de hombre servicial y completamente tolerante—. Por supuesto, ¿prefieres que me vaya o no te importa que escuche tu conversación?

—Quédate, quédate, por supuesto —dijo, agarrándolo del brazo. Y él se quedó a su lado mientras ella llamaba a Inglaterra para suplicar que la tranquilizasen.

Ella intentó ocultarle la intensidad de su súplica, aunque no hasta el punto de pedirle que saliera de la habitación, para que no sospechase lo peor. E hizo bien porque, cuando la oyó hablar, él se cercioró de que la cosa no era tan grave como había supuesto: no hubo lágrimas ni gemidos ni remordimientos evidentes. Lo oyó todo, la escuchó contarlo todo… Se encontraba tan cerca de ella que habría podido tocarla, y eso fue justo lo que hizo cuando colgó el auricular. Al sentir su contacto, ella se giró hacia él y su rostro pareció responder a la pregunta que le estaba formulando en silencio sin alterar un ápice su indestructible atractivo.

—¡Oh, están bien! —dijo con una sonrisa—. Claro que están bien. Sabe Dios que una semana no va a matarlos, ¿no? —Lo miró fijamente, entrecerrando los ojos—. Y si los matase —añadió—, tampoco pasaría gran cosa. Venga, bajemos a cenar antes de que cierren el restaurante.

Así que se dirigieron al restaurante, donde se sentaron en una mesa y se pusieron a estudiar el menú. Él siempre se había creído capaz de descifrar cualquier idioma, al menos en el ámbito de los menús, pero el alemán, sorprendentemente, los derrotó a ambos. Creyeron reconocer la palabra para «huevos», y luego la palabra para «carne», pero, como ella dijo, bajando su menú escrito a máquina y arqueando las cejas: «¿Qué clase de carne sería?». Le advirtió de que elegir carne podía convertirse en un asunto peliagudo; para nada era una apuesta segura. Le aconsejó que se decantara por los huevos. Y, en efecto, ella misma optó por los huevos, pero él, que siempre se sentía un poco avergonzado por su interés en la comida (sobre todo en comparación con el gusto espartano de ella, porque su mujer, al menos en ese aspecto, que no en otros temas, era más indulgente), pidió atropelladamente un tartar de ternera.

En principio, parecía que ninguno de los dos platos exigía demasiada preparación, y esperaban poder cenar en un pispás e irse a la cama cuanto antes; sin embargo, para su desgracia, la comida tardó tres cuartos de hora en llegar. Así, él tuvo tiempo para darse cuenta de que, efectivamente, le había subido la fiebre. La garganta le dolía cada vez más, y no podía evitar la sensación de que ella, a pesar de su fidelidad aparente, debía de estar harta. La prueba era que, después de tamaña aventura, y aunque le gustase imaginar que sí, ella no parecía estar deseando, al menos no con tantos nervios como él, sentir sus brazos rodearla de nuevo. Como de costumbre, el último de esos miedos, por ser el único del que se podía sacar algo de emoción, fue el que copó la conversación. Así que mataron el tiempo charlando plácidamente sobre si aún lo quería, sobre si él admitía siquiera que ella lo había querido alguna vez, sobre por qué lo había querido y cuándo había empezado (suponiendo que ese fuera el caso) a quererlo. Luego pasaron al tema de lo buenos que habrían sido el uno para el otro si las circunstancias les hubiesen dado la más mínima posibilidad (un tema seguro, pues las circunstancias se habían alineado en su contra de manera tan formidable que jamás se habría esperado que ninguno de ellos volviese a comprometerse con algo tanto como lo habían hecho con su corazón), y mientras se explicaban mutuamente sus infinitos recursos, la comida por fin llegó. Según él, la disposición artística del tartar de ternera explicaba en parte el retraso. Debían de haber tardado al menos cinco minutos, respondió ella, en preparar aquellas pilitas preciosas de pimienta, sal y cebolla, pero ¿en qué habían empleado los otros cuarenta? Al reparar en su huevo crudo, hizo una mueca.

Cuando por fin llegaron a la habitación, él estaba cansado y le dolían todos los huesos. Se desplomó en la cama y se quedó ahí tumbado. Ella se acostó algo después, pues, a pesar de ser la menos vanidosa de las mujeres, descuidada con su aspecto hasta rayar lo punible, esta vez tardó más de lo habitual en cepillarse el pelo y lavarse la cara. Y cuando al fin terminó, él sabía lo que iba a decir.

—Estás demasiado cansado —dijo, metiéndose en la cama y recostándose sobre la almohada redonda, aunque sin tumbarse del todo, mirando su cuerpo lánguido—. Estás demasiado cansado, cariño mío, duérmete, ¿quieres que te lea algo? He comprado un libro para las vacaciones que tiene muy buena pinta… Mira, voy a leerte un poco en voz alta, ¿vale?

Y sacó su libro, que trataba sobre los ancianos y los patrones de parentesco de una comunidad de la clase trabajadora londinense.

—Es muy interesante —añadió, sonriéndole, burlándose un poco de él—, muy, pero que muy interesante. No creo que aguantes despierto más de un par de páginas, incluso en esta cama tan ridícula.

Con un gesto del pie desnudo, ella señaló el edredón bajo el que se suponía que iban a dormir. «¡Pobrecito mío!», exclamó ella, con una convicción repentina. Y, de repente, él intuyó (era una sensación tan frágil que ¿cómo iba alguien a fiarse, a hacer algo al respecto?) que en realidad se estaba compadeciendo de sí misma. De algún modo, fría y alejada de él, incorporada, pues no tenía valor para tumbarse a su lado, temiendo exponerse e implicar a ambos en esa situación, le echaba de menos desde arriba. A él, la certeza de que lo estaba echando de menos le hizo sentirse tan bien que le agarró aquel tobillo que señalaba el edredón y lo apoyó sobre su pecho. Entonces ella empezó a acercarse poco a poco a él, y pasó lo que tenía que pasar. Aunque después, mientras yacía en la cama sin aliento, empapada del sudor curiosamente frío de él, murmuró:

—¡Madre mía, lo siento mucho! No tendría que haberte dejado hacerlo… Quiero decir… ¡que te lo habría tenido que impedir…! Seguro que te hará empeorar, y yo me sentiré fatal, pero ¿te das cuenta de que no he podido evitarlo? No he podido, no he podido…, ya ves.

—¿Y por qué ibas a tener que evitarlo si yo lo deseo con locura? —dijo él, intentando secarse la cara con el edredón, deseando que hubieran hecho la cama con unas sábanas normales.

Sin embargo, el corazón le latía con fuerza, el pecho le silbaba, la garganta le dolía a rabiar, y reconoció que, por supuesto, aunque volvería a hacerlo aun a sabiendas de que moriría justo después, era preferible, y mucho, no morir justo después.

—¿Te arrepientes? —preguntó ella, mientras la tapaba.

Y, aunque él protestó, en su fuero interno sabía que si pasara otro año a su lado habría admitido, se habría limitado a responder: «Sí». Y entonces, quién sabe, quizá ella simplemente lo habría apretado un poco más fuerte, o a lo mejor, no era tan descabellado pensarlo, hasta se habría reído. Él tenía fe en que los acontecimientos se desarrollasen así. Había que conservar la fe, pues, sin eso, ¿qué quedaba? Ellos, ellos dos, él y ella, no tenían nada más.

Cuando se despertó por la mañana, apenas podía abrir los ojos, y no podía hablar. Ella se había despertado antes, como siempre, pues la rutina rigurosa de su hogar nunca le permitía quedarse en la cama hasta tarde. Llevaba ya demasiados años madrugando para llevar al niño al centro, hacer las camas y dirigirse al trabajo. Él se quedó tumbado con los ojos cerrados, oyéndola lavarse los dientes. Se sentía tan sumamente mal que casi preferiría que estuviesen en Londres, en la monotonía aburrida, frustrante y cómoda de una semana típica, intercambiándose sonrisas en la cantina, compartiendo un cigarrillo al fondo del pasillo cuando se topaban por casualidad, despidiéndose en la puerta al volver a sus respectivas obligaciones. Al menos habrían sabido dónde estaban y, como entre ellos ya se había instalado una cierta alegría melancólica y natural, ambos lo habrían disfrutado: habrían disfrutado sus encuentros y sus despedidas, su resentimiento mutuo, sus peculiares quejas desesperadas. Pero en aquel momento se sentía demasiado enfermo para enfrentarse a la idea de unas vacaciones. Y, entonces, soltó un gemido y se giró, inquieto, hacia ella, que le preguntó:

—¿Cómo estás, cariño? Preferirías que estuviésemos en casa, ¿eh?

Él volvió a gemir.

—Si no hubiésemos venido hasta aquí —continuó, acercándose a él, que se percató de su presencia a través de sus párpados rojos y entrecerrados—, si no hubiésemos salido de Londres, ahora estarías buscándome en la oficina para cerciorarte de que había ido a trabajar. Y habría ido. Siempre voy.

—Estoy fatal —dijo él—, y no pueden ser más de las diez, ¿verdad?

—Yo llevo varias horas despierta —dijo ella—. No podía dormir.

Luego le acercó un vaso de agua y él se lo bebió, pero no se sintió mejor. Ella sugirió, en tono lánguido y poco persuasivo, que se quedara todo el día en cama, pero pudo percatarse perfectamente de su pavor al verlo escudriñar con ojos nerviosos la habitación y decir: «¿Qué, aquí?». Ella incluso sonrió.

Así que hizo acopio de fuerzas y se levantó. Después de abonar la noche, se marcharon del hotel. Comieron en Salzburgo. Eso habían planeado, un poco a la ligera, dos semanas antes, mientras compartían un almuerzo conspiratorio y estudiaban un mapa infinitesimal de Europa que él tenía en la parte de atrás de una de sus libretas del Mercado Común. En efecto, llegaron para comer, pero no temprano. Derrotados por el menú, preguntándose qué querría decir cada palabra, acabaron optando por los huevos otra vez. Se encontraba mejor, pero era una mejoría un tanto aciaga: estaba mareado y se sentía como flotando, y notaba los brazos y las piernas adormilados y livianos. A modo de penitencia, dejó que el amargor de la cerveza bajara por su garganta. Y entonces ella dijo, con total claridad y nitidez, como si le hablase desde una gran distancia, a través del aire fino de la montaña (y quizá lo hiciera):

—Ya sé lo que necesitas: una bebida fuerte.

—¿Y el coche qué? —respondió él, tiritando al pensar en todos los kilómetros que aún tenían por delante.

—Yo conduzco —propuso ella.

—Pero tú no sabes conducir —protestó él, con voz ronca.

—Ah, sí que sé… —dijo ella.

Y cuando él la miró (qué desperdicio para la vista era esa enfermedad, pues le pareció llevar un día y una noche mirando única y exclusivamente el interior de su propia cabeza), le pareció que estaba contentísima, luciendo una especie de satisfacción desafiante, como si, además de su incuestionable diligencia y atención, en cierto modo, disfrutase de ese desastre.

—Antes me gustaba mucho conducir y, de hecho, lo hacía muy bien —continuó—. Compraremos un poco de codeína y te pondrás mejor en menos que canta un gallo.

—Este coche pesa demasiado para ti —dijo él.

—Déjame al menos conducir un rato… Pero antes te compraré unas cuantas cosas que te harán mejorar. Tú quédate aquí y espera a que vuelva.

—No me dejes aquí solo —le pidió—. Voy contigo.

Así que fueron juntos, recorriendo las calles soleadas de la famosa ciudad, buscando el equivalente austríaco de una farmacia. El farmacéutico no accedió a venderles codeína sin receta, así que tuvieron que apañárselas con un mejunje para la garganta y más aspirinas. Luego se dejó llevar, con una sensación de abandono y sumisión impotente, hasta el coche. Y, por primera vez en su vida, consintió sentarse en el asiento del copiloto. Ella no empezó demasiado bien: dio marcha atrás y se empotró contra un muro amarillo, soltó un taco, metió primera, se colocó en el lado izquierdo de la carretera y no encontró el intermitente… Pero al poco rato ya estaban en marcha. Él abrió su botella de whisky, se recostó en su asiento y se rindió. Cerró los ojos, y debió de quedarse dormido, porque cuando los abrió estaban atravesando hectáreas de flores y árboles de hojas verdes oscuras, y los Alpes se erigían en el horizonte. Ella iba tarareando algo de Mozart, cómo no. Un homenaje pasajero.

—Hola, cariño —dijo él. Y ella dejó de cantar para prestarle atención.

—Es precioso, ¿a que sí? —dijo la conductora—. Es precioso, pero no me gusta nada la pinta que tienen esas montañas. ¿Crees que podrás soportar que yo conduzca a través de esas carreteras llenas de curvas?

—Me rindo —respondió él—. A estas alturas ya da lo mismo que me muera aquí o en cualquier otro sitio, ¿no crees?

—Bebe un poco más —le animó ella.

Y pisó el acelerador, rumbo a ese telón de fondo nevado que se erigía ante ellos.

—Me lo estoy pasando de fábula —volvió a decir al rato, mientras la carretera empezaba a subir, abrupta y peligrosamente—. ¿Tú qué dices?

Él se aferró con fuerza al whisky, sabedor de que no podía negarle un trago si se lo pedía. Y, al rato, eso fue lo que hizo:

—Lo que me hace falta es un traguito —dijo ella, mientras los pinos y los torrentes helados pasaban rozando el coche y desaparecían en la nada.

—Claro —respondió él, y le pasó la botella.

Confianza, así se llamaba eso: confianza mutua. Se acurrucó en su asiento hasta que ella se le antojó más grande que él. Se diría que había adquirido algún tipo de cualidad que él no sabía definir, y se dio completamente por vencido ante ella, pues estaba hecho un trapo, y además seguía teniendo fiebre. Quizá en breve llegasen las alucinaciones. Comenzaba a caer la tarde, y él empezaba a tener hambre, pero ¿cómo iba a ser él, que se suponía que estaba enfermo, quien sugiriese que podrían parar a comer? Y, aunque finalmente le hiciese caso, ella solo le permitiría comer algo inmundo, como otro huevo o un mísero sándwich. Estaba en sus manos.

Le había invadido una sensación tan sumamente rara, después de todos esos meses, casi años, vanagloriándose en su interior de haber cuidado de ella, que mientras estaba ahí recostado, en esa condición antinatural, se remontó hasta el día que se conocieron y repasó su relación, preguntándose si había sido como él suponía, o si, como ahora, había sido más bien todo lo contrario. En la primera conversación auténtica que mantuvieron, y que se produjo en un ascensor del Ministerio, ella estaba tan desesperada que acabó rompiendo a llorar. Él, que llevaba meses deseándola en secreto sin saberlo, se volvió repentinamente consciente de su deseo, y se deleitó en aquella debilidad caída del cielo. Más tarde, cuando le confesó los motivos de sus lágrimas, él se encogió un poco, pues en verdad no esperaba una tragedia de esa magnitud, a pesar de los rumorcillos que, a través de amigos en común, le habían llegado: la madre chiflada, el hijo tristemente discapacitado, el marido cruelmente huido. «No fue su culpa —diría ella luego refiriéndose al padre, parpadeando con arrobo e incluso riéndose mientras se acababa la ginebra—, lo digo en serio. ¿Quién podría soportarlo? Además, estaba clarísimo que yo prefería al niño antes que a él, ¿y qué hombre soportaría que su mujer prefiriese a un niño así? Un niño bonito, pase, eso sería natural, pero ¡Dios santo!, tendrías que ver a mi hijo…» Y, más adelante, cuando su amor hacia ella la había desbordado y rodeado hasta tal punto que él también sintió algo parecido al amor por el pequeño, de hecho lo conoció. De cuando en cuando, jugaba a ser la voz de la razón, sugiriendo clínicas y colegios apropiados, aconsejándole tolerancia. Sin embargo, admiraba su obstinación, y sabía que ella veía sus intervenciones como algo meramente verbal, ruidos de ánimo que solo buscaban magnificar y respaldar sus decisiones acertadas. Heroica, así es como él la juzgaba. Era innegable que estaba tan ansiosa de compañía y contacto humano que le había resultado relativamente sencillo entrar en su vida. Había previsto las recompensas del contacto, y no quedó decepcionado.

También llegó a conocer a su marido, y descubrió que, como ya sospechaba, pues su nombre le sonaba, habían estudiado juntos. Y ahora, pensando en él, mientras atravesaban esa oscuridad desconcertante, lo recordó con una nitidez incómoda: Derek era un hombre extraordinariamente alegre, extrovertido, pero en absoluto estúpido. Fácil de tratar, resultaba casi imposible resistirse a su compañía. No era para nada el tipo de persona con la que uno se plantearía una vida de nubarrones y penas. Pero él la abandonó relativamente pronto, y cuando se encontraron en aquel pub le dijo con un tono alegre, a propósito de su mujer: «¡Dios santo, Daniel, a ella no le importa lo del niño…! Yo diría que hasta le gusta. Lo que no podía soportar era que a mí no me gustase. Ojalá os vaya muy bien, hacéis buena pareja, a los dos os va lo triste. Mira si no a esa mujer con la que te casaste». ¿Y cómo iba Daniel a responderle que a él su ex mujer no le resultaba en absoluto triste, sino que, antes al contrario, le parecía que demostraba una resistencia extraordinaria? Aunque quizá fuera cierto que a ella le gustaba vivir una situación que inspirase pena. Puede que su felicidad en aquel momento, mientras conducía a través de aquellas montañas con gran pericia, se debiera precisamente a que estaba demostrando su valía contra todo pronóstico. Y él solo podía acompañarla, impotente y dolorido, como un chiquillo enfermo. Puede que en aquella situación ella se sintiera como en casa. Eso no era, en absoluto, lo que él tenía en mente cuando planearon aquellas vacaciones.

Un poco más adelante, justo cuando él acababa de adormecerse, tras llegar a la conclusión de que ella tenía intención de conducir toda la noche, la mujer dio un volantazo, detuvo el vehículo en el arcén y bajó. Empezó a caminar hasta desaparecer de su vista, y él pensó que también debería aprovechar la parada, pero apenas pudo encontrar las fuerzas necesarias para moverse. Cuando lo consiguió, se quedó esperando junto al coche a que volviese. Estaban completamente rodeados por la imponente presencia de las montañas, que se erigían, enormes, ante el coche minúsculo, para luego caer con una pendiente tan acusada que cabía preguntarse cómo podían los árboles conservar ese agarre increíble, desafiante y perpendicular. El silencio era alarmante. A lo lejos, se escuchó el grito de un ave, y el suspiro tenue de una cascada. No podía oír nada que le indicara dónde estaba la mujer, ni el menor crujido. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, descubrió que se encontraba en el otro extremo del área de descanso, apoyada en el parapeto y mirando hacia abajo. Entonces se acercó a ella, se detuvo a su lado y le tocó la mejilla, fría por el aire de la montaña.

—No tendrías que haber salido, con este frío —dijo ella con voz tenue, sin girarse—. Estás enfermo.

—Me encuentro algo mejor —dijo él. En efecto, la sensación que le embargaba era tan rara que le costaba saber si en realidad estaba mejor o había empeorado. Sin duda, tuviera lo que tuviese, el dolor se había vuelto mucho menos localizable—. ¿Dónde estamos? —preguntó unos segundos después.

Ella se giró y le dijo:

—Ya estamos bajando. Hemos cruzado las montañas y, tal y como habíamos previsto, al final podremos pasar la noche en Yugoslavia.

—El silencio aquí es absoluto —dijo él—. Escucha.

Se quedaron escuchando el silencio, y al rato ella dijo:

—No entiendo cómo la gente puede hallar consuelo en la naturaleza, ¿tú puedes? ¿De qué me sirve a mí todo esto? Es el vacío, no hay ni una sola persona…

Y él coincidió con ella, pero mientras volvía sumisamente al asiento del copiloto, pensó por primera vez en su vida (quizá deliraba a causa de la enfermedad o del alcohol) que ahí había algo más, que esas inmensas formas y pendientes pronunciadas y cumbres heladas en movimiento eran, a fin de cuentas, símbolo de unas condiciones bajo cuya influencia, ante la frágil presencia de la mujer, él también se movía.

Llegaron a Yugoslavia. Ella vivió un momento de exaltación y júbilo en la frontera: salió del coche ipso facto y empezó a chapurrear alegremente en italiano con los agentes de aduanas, dejándolo en el interior del vehículo, medio atontado, mientras, animada y alegre, ondeando su melena al viento como una actriz y sin parar de reír, iba a comprarle un bocadillo de jamón serrano y una botella de Slivovitz.

—Pobre, pobrecito mío… —dijo, volviendo a sentarse junto a él e hincándole el diente a su bocadillo—. Apuesto a que estás demasiado enfermo incluso para pensar que me quieres, ¿a que sí? —Y, por increíble que pareciese, soltó una carcajada.

—¿Se puede saber a santo de qué estás tan contenta? —logró mascullar él, mientras sentía cómo las migajas secas le hacían heridas en su sensible garganta.

—No lo sé —dijo, arrancando el motor—. ¿Una sensación de éxito, quizá? O porque por fin he logrado que estés indefenso ante mí. Venga, pongamos rumbo a Liubliana.

A él se le había olvidado por completo dónde estaba Liubliana, así que no protestó. Había perdido la noción del tiempo y de la distancia que habían recorrido o les quedaba por recorrer. De cuando en cuando, ahí recostado, medio adormecido, sentía un débil espasmo de resentimiento: tanto esperar para aquello. Estaba ante la excursión de su vida, que solo había podido emprender gracias a una serie de coincidencias milagrosas (como el viaje de su mujer a Canadá para pasar una semana con los niños… ¿Quién iba a poder prever o contar con algo así?), y lo único que podía hacer era quedarse acurrucado, soportando el dolor de cabeza y el mal cuerpo, deseando que ella le dejase tumbarse en una cama cómoda. Ya ni siquiera le apetecía el whisky. Con una sensación de cumplir con su deber, como un buen paciente, desenroscó el tapón del Slivovitz, lo olió y le dio un sorbito. Estaba bastante bueno, mejor que la última experiencia que recordaba con esa bebida, años atrás. Era seco y afrutado, con un sabor tal vez demasiado fuerte para el color amarillo pálido que tenía. «¿Por qué no sería morado? —se preguntó, mientras le pegaba otro trago—. ¿Por qué no sería morado como las ciruelas?» Y esa fue su última reflexión consciente antes de despertarse en Liubliana y descubrir que ella estaba intentando sacarlo del coche con la ayuda de lo que parecía un botones. Ella y el hombre de uniforme se estaban riendo; de él, sin duda, que se puso de pie tambaleándose, irritado. «Cariño —dijo ella, y él se balanceó un poco, agarrándose a la puerta abierta—, hemos llegado.» En efecto, habían llegado como a una especie de visión o pesadilla: frente a él vio unas inmensas puertas de cristal tras las cuales se abría una galería, pues la mujer parecía haber metido el coche prácticamente dentro del hotel. A su alrededor reinaba el silencio mortal que les había rodeado en las montañas, y entonces cayó en la cuenta de que debía de ser tardísimo. Ella abrió las puertas y él la siguió, tambaleándose, encogido, hasta un ascensor. Cuando llegaron a la habitación, comprobó que ella había subido antes a prepararlo todo, pues su camisón ya estaba sobre la cama; ella, que era incapaz de encenderse un cigarrillo si soplaba la más leve brisa, se había encargado de todo. Para más inri, lo había hecho mientras él estaba durmiendo en el coche: lo había dejado ahí, como su mujer y él solían dejar a los niños pequeños dormidos, mientras almorzaban en restaurantes rurales. El botones y ella parecían llevarse a las mil maravillas, y hablaban en inglés, francés e italiano. Probablemente se estarían burlando de él, pero los oídos le zumbaban y le pitaban tanto que no podía oírlos. Se sentó en la cama, y el botones por fin se marchó. Cuando ella se giró hacia él, tras cerrar la puerta con llave, sin poder quitarse de encima la sensación de que le habían tomado el pelo a sus espaldas y se habían mofado de él mientras dormía, se sintió presa de una enorme ira.

—¿Se puede saber dónde demonios estamos? —preguntó, mirando a su alrededor, irritado. El hotel era moderno y sencillo, y la cama y las sillas estaban tapizadas con una especie de cuero negro almohadillado, de ese que siempre aparecía en sus fantasías eróticas.

—En Liubliana, por supuesto —respondió ella, desvistiéndose tranquilamente y metiéndose en la cama.

—¡Estás loca! —dijo él—. ¿Cómo no se te ha ocurrido parar antes?

—Esto era lo que habíamos planeado —se limitó a responder ella—. ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor?

—Estoy fatal —respondió él. La sonrisa benévola de ella estuvo a punto de hacerle derramar unas lágrimas.

—Mejor será que ahora duermas un poco —dijo ella, y empezó a desatarle los zapatos. Él la dejó que se los quitase, pero mientras ella estaba ahí, de rodillas ante él, se sintió abrumado por una tristeza lúcida tan potente que se incorporó y la abrazó, llevándole la cabeza a sus rodillas y acariciándole la melena.

—Cariño —dijo él—, lo siento mucho, muchísimo, pero es inútil, no tenemos ninguna posibilidad, nunca hemos tenido ninguna posibilidad. Somos muy buenos el uno con el otro, pero todo es inútil, es completamente inútil… ¡Lo mismo da que nos rindamos! ¿De qué nos sirve ser tan atentos, ser tan buenos y atentos?

Al final, consiguió hacerla llorar. Él le acarició la melena.

—No me importa, no me importa —dijo ella, acurrucada en su regazo.

—La cuestión es —dijo él, viéndolo por fin con claridad— que, si estuviésemos juntos, te hundiría. Lo sabes, ¿verdad? ¿Y tú? A la gente siempre le va mal cuando se empareja de forma oficial.

—Eso no es verdad —dijo ella—. Pero, aunque lo fuese, no pasaría nada.

—Claro que pasaría —dijo él, dolorido—. Llevamos muchísimo tiempo diciéndonos a nosotros mismos que si tuviésemos la oportunidad…

Sin embargo, no pudo decir todas las cosas que habrían podido ser, hacer, tener: amor, armonía, ausencia de dolor y crueldad, ausencia de ausencia.

—Pero, cariño —dijo ella, y pudo sentirla temblar con una nueva emoción—, ¿es que no lo ves, amor mío, que simplemente no tenemos la posibilidad de tener la posibilidad? Es increíble, la verdad. Es un milagro. Incluso ahora —y levantó sus ojos, enmarcados por unas grandes ojeras grises provocadas por el cansancio—, incluso ahora…, que teníamos una mínima posibilidad, vas y te pones enfermo, de modo que nunca sabremos cómo habría sido. Nunca tendremos que preocuparnos por eso, podremos limitarnos a seguir siendo buenos y a hacernos promesas. Es increíble, la verdad… Nunca encontraremos ninguna razón para saber que no habríamos podido conseguirlo.

—¿Que no podríamos conseguir qué? —preguntó él, pues, aunque sabía lo que quería decir, quería comprobar si era capaz de verbalizarlo.

—No lo sé —respondió ella, avergonzada ante la sencillez de aquel sentimiento, poniéndose de pie y quitando el cobertor de la cama—. No lo sé. Ser felices, supongo que solo se trata de eso.

—Yo soy feliz —dijo él, observándola colocar su vaso de agua, su libro sobre gente anciana, su paquete de tabaco, su botecito con pastillas sobre la mesilla.

—¿Sabes qué? —dijo ella, hablando por hablar, mientras él se metía en la cama a su lado—. Este hotel es enorme, pero únicamente la parte de delante es moderna. No es todo así, ni mucho menos… Hay muchas más hectáreas, muy antiguas, desgastadas y desconchadas, con murales del siglo XIX, pasillos cubiertos de mosaicos sucios, ventanas estilo art nouveau y vete a saber qué más. Solo le han añadido este trocito de cuero negro para gente como nosotros: turistas extranjeros. Tienes que ver el resto por la mañana. El contraste resulta un poco aterrador, pero mágico. Te gustará.

—Lo veré —dijo él— si no me he muerto antes.

—¿Quieres que te lea algo o vas a dormirte ya? —dijo ella, que había abierto el libro por el marcapáginas.

—Eres increíble —dijo él.

—Sí, ¿verdad? —respondió ella, satisfecha, sonriendo sin mirarlo—. Y una cosa más te digo: nunca podrás hundirme, porque nunca tendrás tiempo para hacerlo como Dios manda. Lleva su tiempo hundir a otra persona.

—En ese caso, perfecto —dijo él, cerrando los ojos, mientras ella empezaba a leer su libro.

Por su cabeza pasaron imágenes confusas: pinos, señales de tráfico, coches y colinas. En aquellos instantes no era capaz de decidir si ambos estaban preparados para hacer frente a los desastres que les había tocado vivir, ni por qué razón se le había pedido a ella soportar a ese niño, ni hasta qué extraordinario punto eso había curtido su naturaleza (quizá era su imponente valía lo que había entrevisto unas horas antes mientras estaba a su lado, en el coche… Oh, se le había olvidado llamar a Londres, a la mañana siguiente le recordaría que llamase), mientras que lo único que él tenía que soportar (lo único, ¿por qué lo único?) era un resfriado que había pillado por meterse en la cama con el pelo mojado y a una mujer histérica y frígida. Pero quizá, al fin y al cabo, era absurdo compararse así, porque ni la tragedia ni el amor son posesiones humanas: no se asignan, sino que impregnan el aire. En realidad, son un telón de fondo, como los pinos, y no hay nadie que no viva en esas condiciones en perpetuo movimiento, de suerte que en realidad las penas de la mujer eran también las suyas, y las de todos. De modo que no estaba haciéndose cargo de ellas ni usándolas ni manipulándolas con frialdad, como a veces temía, al menos no más que ella, porque ambos formaban parte de una misma cosa, vinculados como ese cuero negro a esos frescos descoloridos. Una sensación mística sobre la hermandad de todas las penas se apoderó de él mientras estaba ahí tumbado, delirando a causa de la gripe y del alcohol: en ese caso, ¿cómo iba a poder abusar de ella o hundirla?

Por la mañana apenas recordaba lo que se le había pasado por la cabeza la noche anterior, pero sí se acordó, diligente, de decirle que llamase a Londres para ver cómo iba la cosa. Y ella le dio las gracias, aunque, huelga decirlo, ya lo había pensado.

Curiosamente, mucho después de que volviesen a Inglaterra, años después, él solo tenía que pensar en pinos y paisajes montañosos para recordar algo que había comprendido vagamente: una revelación consoladora demasiado tenue para que pudiese verbalizarla; una revelación que había perdido sus palabras, sus bordes nítidos y su significado, pero no sus imágenes. Pensaba en pinos, y pensaba en ella, y el recuerdo (¿por qué no iba a escoger, incluso hablando consigo mismo, una palabra con cierta dignidad?) lo reconfortaba.

(1969)