LOS REGALOS DE LA GUERRA
Timeo Danaos et dona ferentes
Eneida, libro II, 49
Al despertarse por la mañana, supo de repente, en cuanto recuperó la conciencia, que tenía algún motivo para sentirse satisfecha consigo misma, un extraño motivo por el que regocijarse. Se quedó tumbada un rato, disfrutando tranquilamente de esa sensación insólita, sin preocuparse por ubicarla, agradecida por el calor placentero y difuso que le proporcionaba. La protegía de los ronquidos desagradables de su marido, de la idea de preparar el desayuno, del frío del linóleo cuando por fin decidiese salir de la cama. Tenía que despertar a Kevin. Últimamente, siempre se le pegaban las sábanas, y tardaba muchísimo en vestirse y desayunar. La verdad es que le sorprendía que no llegase todos los días tarde al colegio. Nunca pensó en mandarlo a la cama más temprano, pues no tenía valor para apagarle la tele y, además, disfrutaba enormemente de su compañía. Le gustaba que estuviese a su lado por las noches, riéndose con esas carcajadas bobaliconas propias de los siete años, con bromas que no entendía; bromas que, de hecho, ella tampoco entendía siempre, y que a veces no podía explicarle cuando él se lo pedía. «No sabes nada, mamá», se quejaba él, pero a ella no le importaba su condena, pues tampoco aspiraba a saber nada. Le divertía verlo actuar como un hombrecito, fingiendo superioridad, inocente e inútilmente, con una ignorancia mucho mayor que la suya —aunque preferiría haber muerto antes de que Kevin sospechase que se divertía a su costa, de que descubriese su permisividad—. Aun queriendo que se quedase a su lado, ella no paraba de reñirle y respondía con gritos a sus preguntas infinitas, desdeñándolo, reprimiéndolo, provocándolo. Y no sufría con ese comportamiento, pues sabía que no podían hacerse un daño definitivo: él aún era un niño, no un hombre hecho y derecho, y no tenía capacidad para causar auténtico dolor, como tampoco ella podía reprimirlo de verdad. En cuanto a las quejas burlonas y casi obligatorias sobre su modo de cocinar y su ignorancia, propias de cualquier chiquillo, parecían exorcizar, en cierto sentido, aquellos otros ataques violentos y más crueles. Era como si se dijese: si cuando mi niñito me grita no va en serio, quizá mi marido tampoco lo haga. Quizá en mis moratones y en mi pelo canoso no haya una ofensa más grave que la que se esconde en esos quejidos inocuos y pueriles. En el chiquillo encontraba una forma de aceptar, sin demasiada sumisión, la suerte que le había tocado.
Quería muchísimo al niño. Lo quería con tanta pasión que una pequeña parte de esta se desbordaba generosamente sobre el hombre que la maltrataba. Perdonándole al niño que llevara su blazer y su camisa sucia, y su corbata manchada de comida, en cierto sentido perdonaba también al hombre por sus viernes por la noche y por el vómito infantil con el que solía toparse en las escaleras o en el suelo de la habitación. Jamás se le pasó por la cabeza que un hombre adulto, más que odiarlo, podría llegar a sentirse ofendido con ese perdón «de segunda mano». Nunca pensó en las emociones del hombre, sino solo en las suyas. Y sus sentimientos por el niño la redimían de su amargura y arrojaban algo de luz sobre aquella casa adosada, lúgubre y grisácea, y sobre las tierras yermas repletas de los escombros de la ciudad. Su acérrimo compromiso tenía asombrado al vecindario. «Es una mujer resentida —decían los vecinos—, se abre demasiado poco, pero hay que reconocérselo, ha sido una madre fantástica para ese niño.» «Ha tenido una vida dura, pero ha sido una madre fantástica para ese niño.» Y ella, ajustándose el pañuelo de lana sobre las orejas doloridas mientras bajaba por la calle fría, ventosa y empinada, para sumarse a la cola de la oficina de correos o de la carnicería, caminaba bien erguida, con orgullo, esbozando una sonrisa secreta mientras reivindicaba y aceptaba su papel, su lugar, su dignidad social.
Esa mañana, cuando despertó a Kevin, el niño le recordó al instante el motivo de su satisfacción, sacando a la superficie la sensación agradable que había acompañado su despertar.
—Hola, mamá —dijo, abriendo los ojos—, ¿cuántos años tengo hoy?
—Pues siete, ¿cuántos vas a tener? —respondió ella, con una mirada seria, fingiendo con tono desdeñoso, como si no hubiese comprendido al instante el significado de la pregunta—. ¡Venga, arriba, niñito! ¡Qué vas a llegar tarde, como siempre!
—¿Y cuántos años tendré mañana, mamá? —preguntó, mirándola con ojos inquisitivos, esperando esa iluminación tardía e inevitable.
—Vamos, vamos… —contestó airadamente, fingiendo impaciencia, arrancándole las sábanas y observándolo retorcerse de frío, pequeñito y esmirriado con su pijama de rayas.
—Venga, mamá… —suplicó él.
—¿Cómo que «venga»? —preguntó ella—. Tienes más cara que espalda, anda… ¡A levantarse se ha dicho! Si no te levantas inmediatamente, te quedas sin desayuno.
—Piensa un poco, mamá —dijo el niño—, ¿cuántos años tendré mañana?
—No sé de qué me hablas —insistió ella, quitándole la parte de arriba del pijama mientras se preguntaba hasta cuándo alargar el juego, confiando en su sentido del ritmo.
—¡Sí que lo sabes, sí que lo sabes! —gritó, mientras empezaba a perder, poquísimo a poco, la paciencia—. ¡Sabes perfectamente qué día es mañana!
—Madre de Dios, ¡qué cabeza la mía! —dijo, juzgando que ya era hora de concluir la broma—, casi se me olvida… Mañana cumples ocho añazos. ¡Qué cabeza la mía!
Y lo vio sonreír y escabullirse, ya demasiado mayor para abrazos, con un cariño torpe y bobalicón. En esa época ella ya evitaba el contacto con él, apartándolo, para su irritación, cuando el niño se apoyaba en el brazo de su sillón, zafándose cuando se topaba con ella en el pasillo o en la cocina, quitándole las manos de su falda o de su delantal cuando el pequeño le pegaba un tirón en busca de atención. A veces echaba de menos al bebé dócil, suavecito y orondo del pasado, pero al mismo tiempo estaba orgullosa de su crecimiento destartalado, más feliz y ya más acostumbrada a las hostilidades entre ambos (una mejor tapadera para el amor) que a las sonrisas tiernas y amplias de la adorable infancia.
—¿Qué me has comprado para mi cumpleaños? —preguntó, retorciéndose para quitarse la parte de abajo del pijama. Ella se giró desde el umbral de la puerta y le dijo:
—¿Cómo que qué te he comprado? No te he comprado nada. Los regalos son solo para los niños que se portan bien.
—¡Pero si yo me porto bien! —respondió él—. Llevo portándome mejor que nunca toda la semana.
—Pues yo no me había dado cuenta, así que no creo que te hayas portado tan bien —dijo ella, sabedora de que ceder demasiado rápido arruinaría el peligroso placer de la expectación llena de dudas.
—¡Venga, dímelo! —dijo el niño. Su súplica quejumbrosa delataba que estaba casi seguro de que le había comprado lo que quería; casi, pero no del todo. De hecho, tenía el punto justo de incertidumbre calibrada meticulosamente, un tormento esperanzado que le duraría veinticuatro horas enteras, hasta la mañana de su cumpleaños.
—Ya te lo estoy diciendo —dijo ella, con la mano en la puerta, mirándolo con ojos serios—: no te he comprado nada. —Y entonces, mágica, deliciosamente, se concedió, y le concedió, ese precioso momento de gracia—: No te he comprado nada… todavía —dijo en tono aciago, conspiratorio y ligera, ligerísimamente amenazador.
—¡Pues ve a comprarlo hoy! —chilló él, incapaz de contenerse ni de respetar las reglas. Ella, fingiéndose irritada por su ímpetu, se alejó al punto de la pequeña habitación interior, bajó por las escaleras estrechas a la cocina y gritó, con un alarde excesivo de aspereza:
—¡Venga, arriba…! Y vístete de una vez, que vas a llegar tarde al colegio, como siempre. —Luego se dedicó a escudriñarle mientras se comía los copos de maíz, viendo desaparecer cada cucharada, soltando un profundo suspiro de ira resignada cuando derramó la leche sobre el hule, descubriendo su mirada culpable cuando trataba de limpiarlo con la manga… Era incapaz de dejarlo tranquilo, incapaz de relajarse y dedicarse a demostrar una ternura precavida.
El niño salió por la puerta trasera para ir al colegio. Ella cruzó el patio con él y se quedó en el umbral, como siempre, hasta que le vio desaparecer por el callejón estrecho que separaba dos filas de casas, caminando sobre el antiguo adoquinado industrial, reliquia de otra época. Pero ese día, cuando llegó a la puerta de los Stephenson, ella le pegó un grito: «¡Entonces mañana serán ocho!», y sonrió y le dijo adiós con la mano, y él sonrió también, emocionado, afectuoso, desde los diez metros que los separaban. Esa sonrisilla, esos modernos calcetines grises hasta las rodillas, ese pelo corto, siempre revuelto, resistiéndose a la violencia del cepillo con el que trataba de domeñarlo cada mañana… Le recordaba a un pajarillo, no sabía por qué, no podría decir por qué, pero el caso es que le recordaba a un pajarillo vulnerable, torpe, tenaz y conmovedor. Luego Bill Stephenson salió de su casa por su puerta trasera y los dos se alejaron juntos por el callejón, excluyéndola, dejándola atrás, pegando patadas a piedrecitas y a paquetes de tabaco con sus brillantes zapatos rayados.
Cruzó de nuevo el patio y entró en la casa. Y preparó un té y se lo subió al hombre, que seguía en la cama. Lo apoyó en la esquina del tocador que había a su lado, sin despegar los labios, como si no osara abrir la boca. Su cara solo era capaz de componer una única expresión, la que ella usaba para esconder las dos principales emociones que dominaban su vida: resentimiento y amor. Aquellas dos pasiones se enfrentaban en su interior con tamaña violencia que le resultaba imposible pasar de una a otra. Carecía de la flexibilidad necesaria para hacerlo, de suerte que vivía en una tierra de nadie inexpresiva y gris entre ambas, sintiendo, en cierto modo, que así lograba una especie de justicia.
—Hoy voy a la ciudad —dijo ella, cuando el hombre se giró en la cama y la observó.
Él respiraba con dificultad, mirándola fijamente.
—Voy a comprarle a Kevin su regalo de cumpleaños —continuó, con una voz fría y neutra, que ofrecía justicia y nada más.
—¿Y qué voy a comer yo? —dijo él.
—Ya habré vuelto para esa hora —respondió—. Y si no, puedes hacerte tú algo, que no te vas a morir.
Él balbuceó algo y tosió, y ella salió de la habitación. Ya en la planta baja empezó a sentir por fin el auténtico placer del día, y se dejó invadir por él poco a poco. Llevaba tiempo esperando aquella fecha, y nadie podría arrebatársela. Se iba a conceder un té en la mesa del comedor, pero, antes de sentarse a bebérselo, cogió su monedero de plástico con cremallera de detrás del reloj de la cómoda, lo abrió y sacó el dinero. Ahí estaba, todo: treinta chelines, tres billetes de diez, bien doblados en un sobre marrón. Necesitaba veintinueve chelines con once peniques, así que encima le iba a sobrar. Treinta chelines, ahorrados en secreto, listos para gastar. Más de una vez se había preguntado si debería usarlos para comprar algo útil, pero ahora sabía que no sería así. Le compraría lo que él quería: un regalo sin sentido, grotesca e injustificablemente caro. Nunca se le había pasado por la cabeza que el placer que sentía al hacer cosas por Kevin era egoísmo puro y duro, pero de repente esa idea la hizo sentirse culpable. Lo cierto es que se habría sobresaltado con gesto furtivo, como una avariciosa, si alguien hubiese llamado en ese momento a la puerta para interrumpir su contemplación, y habría desmentido con vehemencia la intensidad de su expectación.
Cuando al fin se puso el abrigo, se ajustó el pañuelo a la cabeza y empezó a bajar la calle, intentó aparentar ante los vecinos que no iba a ningún sitio en concreto. Saludaba tranquilamente con la cabeza a todos aquellos con los que se cruzaba, e incluso se detuvo para mirar boquiabierta a la bebé de la señora Phillips. La pobre criatura, toda engalanada con lacitos y ganchillo rosa, parecía una tarta. Era una imagen espantosa: habría que prohibirles a los padres hacerles esas cosas a sus hijos. Llegó a acercarse a la tienda para comprar cuatro onzas de té que le servirían como tapadera de su excursión, pues así de reticente se mostraba a que alguien supiese que iba a la ciudad, cosa insólita en ella, un miércoles por la mañana. Y mientras bajaba por esa calle empinada que aún recorrían las vías abandonadas del tranvía, de camino a la siguiente zona tarifaria del autobús, no habría sabido decir si estaba alargando el paseo para ahorrarse dos peniques o para ocultar taimadamente su destino, tanto a ella misma como a su vecindario, hasta el último momento.
Porque en esa época rara vez iba a la ciudad. Antaño hacía el camino muy a menudo, y bajaba la colina en el tranvía con sus amigas solo con intención de mirar unos cuantos escaparates, echarse unas risas y tomar una taza de té. Era tan pobre entonces como ahora, pero aún optimista, aún tocada por esa fe conmovedora en que, si por algún milagro pudiese comprarse unas medias, una blusa de encaje azul o un pintalabios de marca, obtendría la liberación en forma de dinero, matrimonio y amor: glorificada por esa blusa seductora, un príncipe azul la distinguiría entre la multitud y se la llevaría a un mundo mejor. Recordaba perfectamente lo optimistas que eran todas ellas en aquel entonces. Incluso Betty Jones, la gorda, monstruosa y ridícula Betty Jones, había abrigado esas ilusiones color de rosa, y había contemplado junto a ellas, anhelante, prendas demasiado pequeñas y demasiado caras, convencida, quién sabe cómo, de que si por casualidad o por suerte pudiese comprarlas, todo su sebo se derretiría, dejando ver a la chica encantadora que se escondía debajo. El tiempo puso a Betty Jones en su sitio: ahora iba por ahí arrastrando unos zapatos que crujían y se resquebrajaban bajo su descomunal peso. En cuanto a ella, su propio príncipe azul, cuya necesidad y deseo solo había visto reflejarse de verdad en sus ojos una vez en su vida, la esperaba en su casa, tirado en la cama, con la barba de tres días, sucio, enfermo o haciéndose el enfermo, pero siempre antipático. Se acordó de aquella pobre chica que había visto en él otras cosas, y sintió un asombro desdeñoso y compasivo. ¡Qué idiotas habían sido todas riéndose, cuchicheando, señalando, susurrando, gastándose sus sueldos exiguos en ponerse guapas para ese sacrificio! Cuando ahora veía a las chicas jóvenes, de la misma edad que ella tenía entonces, señalando y soltando risitas con esa misma ignorancia cómplice, se apoderaba de ella una amargura tan intensa que tenía que apretar los dientes para dominarla, y sus rasgos faciales se endurecían intentando plantarle cara, soportarla, ocultarla. A veces la abrumaba el deseo impulsivo de ponerlas sobre aviso, de acercarse y darles una palmadita en el hombro para que giraran hacia ella esas caras bobas y estupefactas, tocadas por esos moños estrafalarios, pegajosos y ultraperfumados, alarmadas e incrédulas. «¿A qué os creéis que estáis jugando? —les diría—. ¿Qué creéis que estáis haciendo? ¿Dónde creéis que os va a llevar, qué creéis que estáis pidiendo?» Y ellas la mirarían atónitas, parpadeando, sin comprender nada, como el ganado que se dirige al matadero, como vírgenes de un sacrificio a las que aún no les inquieta el olor de la sangre. «Yo os podría contar un par de cosas —querría decirles—, lo suficiente para borraros esa sonrisilla idiota de la cara…» Pero nunca les dijo nada, pues el caso es que no tenía claro si lo que sentía y la preocupaba al ver a esas inocentes era envidia o una auténtica piedad caritativa.
Lo que más la protegía de aquel sentimiento de envidia, puro, genuino y voraz, era sentir su propia salvación. Porque, sorprendentemente, ella, contra todo pronóstico, sí se había salvado. Su vida, que, tras ese día de boda, nailon blanco y rosas, pareció sumirse profundamente y casi al instante en un lodazal de penurias, cerveza y brutalidad, se vio tan redimida con la llegada de su hijo que al menos podía permitirse sonreír con una especie de sabiduría superior, desde un orden más elevado del conocimiento, a esas personas que no habían conocido sus miserias y sus consuelos. Aquellas adolescentes idiotas nunca alcanzarían esa redención: jamás sabrían lo que es encontrar amor, identidad y calor humano en algo que a primera vista parece una atadura dolorosa, fea y ensangrentada, en un ser que al principio creyó una condena aún más perentoria e incluso un golpe mortal a las ideas aterrorizantes de desesperación y huida. Cuando divagaba sobre eso —algo que hacía a menudo, pues tenía poco más en lo que pensar—, sentía que solo a ella, o tal vez a ella y a otros pocos elegidos, se le había permitido entrever un destello de la naturaleza misma de los mecanismos arduos y misteriosos de la supervivencia humana, y un estado de comprensión casi visionario la invadía por completo. Eso era lo único que le quedaba; y, como su orgullo la mantenía aislada de las muestras de compasión amables, cotidianas y menguantes, era perfectamente consciente de ello. Su papel maternal, su alegría y su pena constituían su único sustento. Ahora miraba por la ventana del autobús, que se acercaba al centro de la ciudad y a las tiendas, mientras pensaba en el regalo que iba a comprarle. Sus ojos se posaron en los lugares bombardeados, en los escombros y en la decadencia de décadas, en las paredes recubiertas de un papel sucio que llevaba años ondeando al viento, y vio también campos de adelfas verdes y moradas que crecían entre los ladrillos, sobre una capa de tierra finísima, entre el polvo de piedras y cascotes. Altísimas, parecían aspirar tenazmente a alejarse de esa tierra fina y yerma. Tenía que significar algo. Mientras lo observaba, supo que tenía que significar algo. Ella también había crecido en ese paisaje. Su hijo y ella se habían nutrido de él. Sabía lo que significaba.
Frances Janet Ashton Hall también sabía lo que significaba, porque ella había nacido y se había criado en ese mismo lugar, aunque, al ser más joven, no llevaba tanto tiempo viviendo ahí y, al pertenecer a otra clase social, era consciente de que no estaba condenada a quedarse de por vida. De hecho, estaba a punto de marcharse, pues el próximo otoño comenzaría la carrera de Económicas en una universidad del sur. En cualquier caso, conocía su significado. Era una hija de la posguerra. No en vano, había visto desde su infancia los cielos rojos y humeantes provocados por las plantas siderúrgicas que se dedicaban a fabricar armas para los árabes, para los sudafricanos, para todos esos países malvados. No en vano, había descubierto las cicatrices profundas en el centro de la ciudad, no todas cómodamente disimuladas con aparcamientos. Hasta podía «presumir» de haber perdido a un familiar en los bombardeos aéreos: su tía abuela Susan, que se negó a que la trasladasen al distrito de Los Lagos, falleció por una bomba extraviada que cayó en plena zona periférica y residencial. Frances aún no era lo bastante mayor para elaborar conjeturas sobre el efecto que ese relato, que le repetían con frecuencia haciendo hincapié en los detalles escabrosos, había tenido en el desarrollo de sus sentimientos. Como es natural, atribuía su pacifismo ardiente y sus profundas convicciones políticas a una virtud radical e innata. Aunque, si buscaba otras raíces para sus creencias, resultaba mucho más probable que las relacionase con su fervor reciente por un nuevo amigo, un tal Michael Swaines, que con alguna neurosis de la infancia.
Admiraba a Michael. Pero también le gustaba por otras razones que nada tenían que ver con la admiración. Su carácter meticuloso y su inteligencia la llevaban a pasar horas estériles, inquietas y placenteras intentando desenmarañar y separar sus diferentes emociones, para luego sopesar su respectivo valor. Al ser tan joven, daba mucha importancia al desprendimiento y a la generosidad. Mientras estaba, por el bien de Michael, en una esquina ventosa a la vista de todo el mundo, justo en la puerta de los grandes almacenes más importantes de la ciudad, con una pancarta en la mano y un cartel de caballete que proclamaban la necesidad de paz en Vietnam y pedían la prohibición de las armas nucleares y de todo tipo de armamento, mantenía también un diálogo harto elocuente con su propia conciencia. Y es que intentaba averiguar si de verdad estaba ahí por Michael, y solo por eso, o si se habría manifestado en cualquier caso, por el bien de la propia causa. ¿Qué habría sucedido, se preguntó, si quien le hubiese pedido que hiciese el ridículo hubiera sido el desagradable Nicholas, el hijo del director del Centro Educativo para Adultos? ¿Habría accedido? No, ni harta de vino. Se habría burlado con desdén de la idea de ponerse un cartel de caballete, y habría encontrado todo tipo de argumentos convincentes contra ese tipo de muestra pública en el que ahora se había implicado. Por otra parte, eso no invalidaba sus acciones exactamente, pues de verdad creía, al igual que Michael, que las manifestaciones públicas eran necesarias y útiles. Era solo que, si no hubiera sido el propio Michael quien la hubiese persuadido, su reticencia innata a exponerse la habría vencido. Así pues, estaba haciendo algo bueno, pero por una razón equivocada. Como el hombre de Asesinato en la catedral. Quizá por una razón equivocadísima, porque era innegable que incluso encontraba un cierto placer corrupto en hacer cosas que aborrecía —abordar a desconocidos, agitar cajitas de colecta, exponerse a que la mirasen fijamente— cuando sabía que otras personas lo apreciarían. Sentía una especie de anhelo por la desgracia y el martirio. Como desnudarse en público. Aunque no era, eso seguro, exactamente lo mismo, porque desnudándose no hacía ningún bien, mientras que revelarle a la gente los peligros de una gran guerra era una ocupación útil. Así pues, al menos se consolaba diciéndose que hacer algo bueno por una razón equivocada era sin duda mejor que hacer algo malo por una razón equivocada, ¿no? Aunque sus padres, huelga decirlo, opinaban que lo que hacía no era tan bueno, y que uno no debería ir por ahí molestando a compradores inocentes. «¡Dios santo! —pensó con una tristeza repentina—, quizá la única razón por la que hago esto es para cabrear a mis padres». Y entonces, armándose de valor para espantar esa sospecha temible, se acercó a una mujer esmirriada con un abrigo desgastado de terciopelo rojo y le preguntó qué le parecía la política estadounidense con respecto a Vietnam.
«¿Eso qué es?», preguntó la mujer airadamente, irritada por que la parasen en plena calle, y cuando Frances le repitió la pregunta la miró como si fuese idiota y se marchó sin responder. A Frances, que se estaba acostumbrando a ese tipo de reacción, no le dolió tanto como al principio de la mañana: incluso empezaba a encontrarle la gracia. Se dijo que quizá podría dejarlo un rato e ir a buscar a Michael, que había entrado a los grandes almacenes para intentar convencer al encargado de la sección de juguetes de que no vendieran metralletas ni bombas ni acorazados para niños. Ya estaba pensando en ir tras él, y cuando un hombre asqueroso con un sombrero de paño lanzó un escupitajo, justo al lado de su zapato izquierdo, y masculló algo sobre que los putos estudiantes tenían que dejar de joderle la ciudad a la gente decente, acabó de decidirse. Así que se quitó su cartel de caballete, dobló la pancarta y atravesó las puertas giratorias para entrar en ese calorcito agradable. Aunque era Semana Santa, todavía hacía muchísimo frío, pues la primavera siempre parecía llegar allí dos meses más tarde que al resto de Inglaterra. Era una auténtica pena, se dijo, que no se convocasen más manifestaciones en Semana Santa. Le habría gustado manifestarse más a menudo, sería más social, pero Michael creía en los grupos aislados de resistencia. En realidad, lo cierto era que no le gustaban las cosas que no organizaba él. No lo culpaba por eso, pues era un organizador maravilloso. De hecho, resultaba sorprendente el entusiasmo que había despertado entre el sindicato de estudiantes para un proyecto que, a fin de cuentas, estaba destinado al fracaso; no, al fracaso no, no quería decir eso. Se refería a que no era divertido, y parecía bastante probable que, en principio, a cualquiera con un sentido de la responsabilidad social ligeramente inferior al suyo no le resultara demasiado interesante. Y entonces divisó, en el mostrador, unas medias verdes preciosas y se preguntó si podría permitirse un par. La historia de Michael respecto a los niños y a la violencia resultaba, cuando menos, curiosa: su hermano estaba redactando una tesis sobre la violencia en televisión, y ella supuso que eso le habría afectado. Admiraba su fe, aunque no podía evitar que le recordase a un relato breve escrito por Saki que había leído años atrás y que se titulaba Los juguetes de la paz. Este trataba sobre la imposibilidad de conseguir que los niños jugasen con otra cosa que no fuesen soldados, o algo por el estilo.
Cuando llegó a la sección de juguetes, localizó a Michael de inmediato, pues lo oyó alzar la voz en pleno altercado. De hecho, al acercarse al lugar de donde provenían los gritos comprobó que se había montado un pequeño escándalo. Si Michael no se volviese tan sumamente impresionante cuando montaba esos numeritos, se habría puesto nerviosa y habría huido, pero, como ya lo conocía en esos trances, se acercó con discreción y empezó a merodear alrededor del ojo del huracán. Michael discutía con un hombre vestido con un traje negro, algún tipo de encargado, supuso ella (a pesar de no tener ni idea de lo que eran ni de lo que hacían los encargados), y con una mujer que llevaba un mono de trabajo. Las frases que salían de la boca del hombre delataban que estaba comenzando a perder la paciencia:
—Escuche una cosa, jovencito: no estamos aquí para decirles a nuestros clientes lo que tienen que comprar… Estamos aquí para venderles lo que ellos quieren.
Y entonces Michael lo abordó con sus típicos argumentos sobre responsabilidad y educación, alegando que por algún sitio habría que empezar, y por qué no aquí y ahora. Ya había distribuido sus folletos sobre violencia y delincuencia, y les estaba ofreciendo su catálogo de inofensivos juguetes de madera.
—¡Miren! —decía—, miren estos animales de madera, son mucho más bonitos… Estoy seguro de que se venderán igual de bien, ya lo verán, y además son bastante más resistentes.
La mujer del mono resopló y le preguntó desde cuándo los comerciales iban vestidos de estudiantes universitarios: si quería venderles juguetes, tendría que hacerlo por los cauces habituales. Michael hizo oídos sordos a esa intervención, mientras procedía a retirar del mostrador que tenía delante una pieza de ingeniería particularmente infame: una especie de fusión entre coche y avión, equipado con balas auténticas, cuchillos en las ruedas, bombas ocultas y Dios sabe qué más, llamada «Máquina de Destrucción Forajida». Ella supuso que debía de tratarse de un modelo que salía en algún programa de la tele.
—A esto precisamente me refiero… ¡Mire este engendro! —le dijo Michael al encargado, pulsando un botón. A punto estuvo de rebanarse el dedo, pues una piececita oculta de ese artilugio salió disparada contra él—. ¿Qué cree que puede ocurrir en las cabezas de los niños que juegan con cosas así?
—Pues es un modelo bien bonito —dijo el encargado, apañándoselas para sonar ofendido y herido personalmente—. Y no se hace una idea de lo que se vende, para el precio que tiene. No se trata de uno de esos chismes baratos fabricados en el extranjero… Para su información, este juguete ha sido fabricado como Dios manda. Mire —dijo, arrebatándoselo a Michael y tirando de otra palanquita, para mostrarle el mecanismo del asiento eyectable. El muñequito conductor salió disparado con tal violencia que llegó al otro lado de la sección, y Michael, que era un joven muy educado, fue corriendo a recogerlo.
Cuando volvió, la situación se había complicado aún más, pues había aparecido una clienta que deseaba comprar el juguetito de marras. Aunque, si de verdad se vendía tanto como afirmaba el encargado, puede que no fuera tanta la coincidencia. El caso es que la clienta parecía decidida a llevárselo, de modo que la mujer del mono se apartó de Michael y empezó a mostrarle el funcionamiento del juguetito, intentando fingir que allí no estaba pasando absolutamente nada. El encargado también trató de tranquilizar a Michael, distrayéndolo con una pregunta y apartándolo del mostrador y de la transacción, pero él, que nunca había sido fácil de silenciar, siguió discutiendo en voz alta y manteniéndose en sus trece. Frances deseaba que abandonase ese intento, inútil a todas luces, sobre todo porque él ya se había percatado de su presencia, y ella sabía que de un momento a otro le pediría ayuda. Al final ocurrió lo peor, como ella se temía: el joven se giró hacia la mujer que quería comprar la Máquina de Destrucción Forajida y empezó a pedirle, a rogarle, que eligiese algo menos peligroso y destructivo. Al principio la mujer parecía confusa, y cuando él le preguntó para quién lo estaba comprando, dijo que era por el cumpleaños de su hijo, que no se había dado cuenta de que se trataba de un juguete peligroso, que solo era algo que él deseaba con toda su alma y le rompería el corazón si no se lo compraba. Lo había visto por la tele y quería uno igualito. En ese momento intervino el encargado, al que la situación se le había ido completamente de las manos, para explicar a su clienta que aquel juguete no tenía nada de peligroso; que, al contrario, era un producto de calidad y cien por cien británico, sin pintura de plomo ni bordes afilados, y añadió que si Michael no se callaba de inmediato llamaría a la policía. Entonces Michael replicó que ninguna ley impedía a los clientes hablar entre ellos sobre los productos de una tienda, y que él era un auténtico cliente, porque, miren, acababa de comprarse un par de calcetines, los llevaba en el bolsillo, en una bolsa de tela. La mujer seguía pareciendo confusa, así que Frances pensó que había llegado el momento de intervenir en favor de Michael, al que por unos instantes se le había agorado la agresividad. Así pues, le dijo a la mujer, con el tono más cordial y razonable que fue capaz de emplear, que nadie estaba intentando impedirle que le comprase a su hijito un regalo de cumpleaños, que solo querían avisarla de que, con toda la violencia que va había hoy día en este mundo, era una tontería echar más leña al fuego animando a los niños a que jugasen a matar, exterminar y cosas por el estilo, y que si no habían tenido va bastantes bombas, sobre todo allí (ese era uno de los argumentos favoritos de Michael), y que por que no le compraba a su hijo algo más constructivo, como un mecano o una granja de juguete. Mientras iba diciendo todo eso, Frances miraba de cuando en cuando el rostro de la mujer, en el que había algo —luego caería en la cuenta— que debería haberla puesto sobre aviso. La mujer seguía ahí, con su pañuelo de lana tan ceñido a la cabeza que parecía sujetarle la mandíbula e imponerle el silencio por la fuerza. Tenía la cara demacrada, envejecida de manera antinatural y prematura, y sus manos surcadas de venas aferraban un monedero de plástico con cremallera y aquel artilugio infame. Mientras escuchaba el runrún de la voz de Frances, suave, reconfortante y tranquilizadora, su semblante empezó a mostrar una nueva expresión, llegada de unas profundidades demasiado insondables para intuirlas siquiera. Y cuando Frances por fin hizo un parón interrogativo, educado y solo ligerísimamente esperanzado, la mujer abrió la boca para hablar. Solo dijo una palabra, una única palabra que Frances no había oído en su vida, aunque la había visto impresa en un libro antaño prohibido. Y, gracias a un destello de comprensión, que atravesó la inconmensurable brecha que separaba sus dos vidas, Frances supo que, hasta entonces, aquella mujer jamás había permitido que aquella palabra saliese de su boca, que para ella también era impactante, portentosa, inolvidable, no una palabra cualquiera, soltada en ese espacio divisorio. Tras pronunciarla, la mujer empezó a llorar al punto con un llanto increíble, estremecedor. Soltó el juguete, que cayó al suelo con tanta fuerza que casi se diría que lo había tirado a propósito, y se quedo ahí, mirándolo fijamente, mientras las lágrimas le surcaban el rostro. Luego los miró a ellos, y se marchó. Nadie la siguió. La dejaron marcharse. No sabían qué hacer, qué bálsamo ofrecerle para su herida desconocida. Así que no hicieron nada. Sin embargo, Frances comprendía que, con toda su inocencia, le habían hecho algo terrible, ante lo que aquellos bombardeos aéreos del pasado, e incluso el lejano Vietnam, eran del todo irrelevantes, una banalidad. Pero no sabía lo que era, no podía saberlo. A sus pies, la Máquina de Destrucción zumbaba y vibraba, a punto de llegar a la inmovilidad de un juguete roto, arrancando una ligera emoción con sus últimos estertores al expulsar de sus complejas vísceras un gran muelle. Michael y ella, tras muchas y muy largas disculpas, tuvieron que pagarla para que les dejasen salir de los grandes almacenes.
(1970)