LAS CUEVAS DE DIOS
La biografía, como dijo el filósofo, ha añadido un nuevo miedo a la muerte. Fue en la primavera de 1985 cuando Hannah Elsevir reconoció que ese aforismo, con el que llevaba familiarizada desde hacía tiempo, podía aplicársele también a ella. El motivo de su miedo era la publicación póstuma del diario del padre de un viejo amigo de su ex marido. Lord Reader había sido un político semieminente que había pasado décadas en la periferia de la vida pública. Pero lo que alarmaba a Hannah Elsevir no eran los cotilleos sobre el Gobierno y los colegas, sino sus comentarios a vuela pluma sobre su hijo y su ex marido.
El primero decía: «Giles ha invitado a Peter Elsevir a pasar el fin de semana. ¡Vaya un cantamañanas presumido! Los chicos no paran de hablar de Burroughs y de burradas. ¿Es este el fruto de una educación cara?». Y, una vez más, un vistazo rápido al índice onomástico la llevaba tres años más tarde: «Parece que Giles ha acabado sacándose un título por los pelos, vaya usted a saber cómo, y también ese soplagaitas de Elsevir», seguido de un «Giles se ha casado hoy. El discurso de Elsevir, el padrino, era bastante ofensivo, pero supongo que no tanto como para denunciarle». Hannah Elsevir sintió un cosquilleo gélido y abrasador a un tiempo recorriéndole las muñecas y el cuello mientras leía a escondidas esas frases en Waterstone’s, y empezó a temer que todos los clientes que se encontraban en aquel momento en la librería se girasen para mirarla fijamente. ¿Cuántos comentarios de ese tipo contendría? El índice del diario la remitía a algunas páginas más: ¿hasta qué punto serían incriminatorias?
Se sintió obligada a comprar el libro, aunque no fuera el tipo de obra que le habría gustado que la viesen leyendo. De hecho, lo llevó escondido en una bolsa de plástico hasta que se encontró a salvo de miradas en su casa, junto al canal. Una vez allí, esperó hasta las siete en punto, se sirvió un gin-tonic bien cargado y abordó la lectura. Su inquietud estaba justificada: las notas a pie de página no prometían nada bueno. Su rechazo precoz y sumario de un Peter Elsevir que seguía vivo, pero que estaba muerto para ella, parecía calculado para zaherir: «Elsevir, Peter. Nacido en 1941, educado en el college Borrowburn y Gladwyn, de Oxford. Obtuvo una fama efímera en la década de los setenta con sus “acontecimientos” planificados en el Jardín Encajonado de Fulham. En 1968 se casó con la genetista Hannah (Blow) Elsevir, de la que se divorció en 1976. En la actualidad vive en California».
Hannah miró fijamente esa biografía breve, consternada. Al menos no había un «véase» junto a su nombre, lo cual era todo un alivio. Sin embargo, lo que implicaban esas pocas líneas le resultaba desagradable. Llevaba años sin ver a Peter y, tras su divorcio, había vuelto a casarse y a separarse. No le guardaba rencor, o al menos eso se dijo al principio, armándose de valor, y no se sorprendió demasiado al leer su nombre junto al suyo. Pero si aparecía ahí, tan de pasada, de forma tan insignificante, ¿en qué más sitios podría aparecer? ¿Y qué otros elementos de su pasado podrían emerger para reclamarle algo? En ese mismo momento, toda una red de cartas, diarios y biografías se estaba estrechando a su alrededor. El propio Peter, al que ella pensaba que había exportado a otro país, sin riesgos, le parecía ahora una amenaza. Sin duda, los recuerdos de su ex marido se habrían diluido en la amnesia del alcohol, pero, aun así, había otras personas capaces de recordar, más alertas y mucho más coherentes, a su alrededor. Debía andarse con ojo.
Se acabó la copa y se sirvió otra. Luego volvió a sentarse a pensar. Se veía obligada a enfrentarse a la incómoda idea de que era posible y, de hecho, bastante probable, que alguien quisiera escribir sobre su vida más pronto que tarde. No le permitirían descansar en la decorosa oscuridad de una nota a pie de página. Ahí fuera había gente (miró, nerviosa, al otro lado de las aguas oscuras, a las casas iluminadas de enfrente) que la espiaba. La idea le resultó inverosímil e ingrata, pero sabía que tenía que enfrentarse a ella. Lo que parecía ser una modestia natural la había convencido, desde sus años alborotados con el borracho Peter, para llevar una existencia discreta, casi escondida. Sin embargo, era imposible que su trabajo no le granjease algo de fama. No se puede ganar el Premio Nobel y seguir siendo un completo desconocido. Sobre todo en el caso de una mujer. No hay muchas mujeres que hayan ganado un Nobel. Las biografías de las féminas exitosas están muy demandadas.
Las mujeres y la fama mantienen una relación peculiar. La mayoría se sienten subestimadas, ignoradas e impotentes. Sin embargo, por ese motivo, se dijo Hannah, las que alcanzan la fama son más visibles que los hombres de su mismo «rango», y se ven sometidas a una curiosidad más lasciva. Su primer marido, Peter, cuyo apellido elegante y fácil de recordar ella adoptó, desgraciada pero comprensiblemente, para firmar sus trabajos profesionales, era todo un experto en darse autobombo con la mayor desfachatez imaginable, y no se sentía feliz a menos que viese su nombre impreso o estuviese en boca de todos. Hannah reaccionó a su lustre barato llevando una vida de diligencia discreta y sexo a escondidas. A su segundo marido lo borró enseguida de su curriculum vitae, pues solo había sido un error que cometió por despecho. Pero incluso él, aunque fuese un completo desconocido, tenía sus contactos. También a él podrían usarlo contra ella. Además, él tenía sus historias que contar.
Hannah Elsevir había recibido el Nobel con dignidad y discreción. Después, le sacaron varias fotografías y la entrevistaron, e incluso había aparecido en televisión, pero no dijo gran cosa. La verdad es que esto decepcionó un poco a los periodistas, que habían confiado en sacarle algo más llamativo a la mujer que había descubierto lo que se denominaba «el gen de la vanidad». Sin duda, aquella científica, que tanto había contribuido a nuestra comprensión del comportamiento de pavos reales y aves del paraíso, del género y la exposición, debería haberse mostrado dispuesta a exponerse un poco más. Pero Hannah, una hembra de pavo real bastante reservada, conservó todas sus plumas bien plegadas.
A nadie, en ese momento, se le ocurrió preguntarle por el salvaje y apuesto Peter, un hombre con una auténtica naturaleza de pavo real. Y es que este había desaparecido en un mundo lejano, dejando solo su nombre tras de sí. Su anónimo sucesor también quedó omitido. Hannah apareció en los periódicos del mundo como una profesional dedicada que se sentía incómoda estando en el candelero. Había trabajado arduamente para mantener esa imagen difusa, pues, en realidad, sentía ciertos impulsos hacia la confesión, incluso a la grandilocuencia. Sin embargo, ahora ya no estaba segura de que su discreción la fuera a mantener a salvo. Tendría que esforzarse al máximo y poner más empeño en potenciar su insulsez si quería que siguiesen sin prestarle atención.
Aquella noche tomó la decisión de volverse extraordinariamente insulsa. Se volvería tan insulsa que nadie osaría perseguirla. Incluso relegaría su genio al ostracismo, firmando su propio trabajo con el nombre de otros. Se escondería para siempre tras una reputación de mujer insignificante. Cualquier cosa, cualquier cosa antes de que indagasen en su relación con Peter Elsevir. Porque, ahí sentada, no pudo por menos de admitirse a sí misma que sería la resurrección de Peter lo que más la inquietaría. Él era su secreto, su trapo sucio, su sexualidad asesinada. Y tenía que seguir sepultado a toda costa. Que la ciencia flaquease, que los descubrimientos permaneciesen ocultos. No publicaría, no divulgaría sus hallazgos. Su nombre se desvanecería de los registros, y dejaría que otros reivindicasen sus méritos. Ella se borraría a sí misma y su pasado.
Se embarcó en ese nuevo proyecto con la determinación que la caracterizaba. Durante unos años protegió y alentó a su joven colaborador, Brian Butterworth, para que respondiera a todas las consultas en su nombre y para que se llevase todo el mérito que les granjeasen sus investigaciones conjuntas. Brian era un excelente genetista, pero un completo inocente en los asuntos terrenales, y no pareció percatarse de que lo estaba manipulando. En cualquier caso, razonaba Hannah, ¿por qué iba a importarle? La reputación de Brian fue prosperando mientras que la de ella permanecía estática. En el Instituto empezaron a correr rumores de que Hannah Elsevir estaba acabada, de que había perdido facultades, de que Butterworth se había pasado una década encubriéndola, de que era Butterworth el que debería haber ganado el Nobel. Eso le producía una enorme satisfacción.
Menos satisfactorios eran sus intentos por pasar desapercibida. En su juventud había recibido alimento más que suficiente para su vanidad, y a medida que cumplió años fue cuidando su dieta y tiñéndose el pelo, como hacen las mujeres maduras. Ahora, al abrazar el anonimato, decidió que podía comer todo lo que quisiera y dejar que le creciesen las canas. Las consecuencias de su nuevo régimen fueron peculiares: dando buena y feliz cuenta de bollos con mantequilla, patos asados, pasteles rellenos de crema y bombones belgas, cogió varios kilos, pero le sentaron bien. Su cuerpo se hinchó y tuvo que renovar su armario, pero la cara le resplandecía, rebosante de salud y bienestar. Su pelo no se volvió canoso y anodino, sino de un blanco brillante y opulento. Estaba radiante. Nunca había estado tan guapa. Puede que Hannah Elsevir le hubiese perdido el rastro al gen oculto, murmuraba la gente, pero sin duda tenía un amante secreto. ¿Quién y dónde estaba él, o ella?
Al principio, Hannah se mostró indiferente al cotilleo, porque por ahí no iban los tiros, pero con el tiempo empezó a incomodarla. Se había convertido en el foco de la curiosidad de muchos, y nada más lejos de su intención. Sin embargo, como adelgazar resulta más difícil que engordar, enseguida cayó en la cuenta de que era incapaz de recuperar su peso anterior. Estaba condenada a mostrar ese resplandor desmedido. Y con el resplandor llegó la energía… Nunca se había sentido tan rebosante de esta en toda su vida. Casi no sabía qué hacer con el excedente. Trabajaba muchas horas al día, sola y sin que nadie la observara, y daba larguísimas caminatas. Nadó un largo tras otro, dio la vuelta a Francia en bicicleta, encumbró el Great Gable. Pero, adondequiera que fuese, llamaba la atención. Las cabezas se giraban en los restaurantes, los coches frenaban para observarla. ¿Qué podía hacer?
Una especie de paranoia se apoderó de ella. Tenía la sensación de que Peter Elsevir estaba a punto de reaparecer en su vida, a punto de volver para desarmarla. Todo era culpa suya. ¿Podría borrarlo por completo de su vida alguna vez, tal y como había borrado a su segundo marido? Desde luego, iba a intentarlo. Empezó por repasar los documentos, fotografías y cartas que conservaba, en busca de cualquier referencia a Peter, destruyendo sistemáticamente todo papel en el que se mencionase su nombre. Titubeó con su partida de matrimonio y su sentencia de divorcio provisional, pero también estas acabaron en la basura, junto con las fotos de la boda, los recortes de prensa y las instantáneas de un Peter bebé. (Cerró los ojos mientras rompía algunas de las fotografías, porque Peter había sido un hombre muy atractivo, pero las rompió de todas formas.) Luego se centró en los registros públicos. ¿Era posible reescribir el pasado? No, imposible. Compró un bote de Tipp-Ex y se planteó llevarlo a la sede del registro civil, en St. Catherines House, pero se dio cuenta de que eso era un disparate con el que solo conseguiría llamar aún más la atención. Se conformó con tachar el nombre y la fecha de nacimiento de Peter en la guía Quién es quién de la biblioteca local. Sin embargo, solo con pensar en las miles de bibliotecas que estaban lejos de su alcance la invadía un profundo desasosiego.
De madrugada, tumbada sin poder conciliar el sueño en su casa junto al canal, la profundidad de ese silencio llegado desde California la atormentaba. Era como si Peter Elsevir hubiese desaparecido de la faz de la Tierra. Ya había empezado a cogerle cariño a buscarlo en los índices onomásticos de todas las memorias y biografías que pudiesen contener alguna referencia a él, y siempre acababa descubriéndolo al acecho en algún lugar. Lo que más la asustó, sin duda, fue encontrar su nombre en un análisis hostil y desdeñoso de la contracultura escrito por un crítico de la nueva derecha. Sin embargo, también ahí lo despachaban de manera lacónica, como alguien que había disfrutado de una fama efímera. Aun así, escribió al autor de esa obra con un pseudónimo y desde una dirección falsa, solicitándole cualquier información sobre los pasos que siguió o el paradero actual de Peter Elsevir, pero la respuesta que recibió no le resultó demasiado útil: según esa fuente, se había marchado de Inglaterra en 1976 (bueno, eso ella ya lo sabía) para instalarse en Santa Mónica. Si quería más información, le sugería dos posibles contactos: la ex mujer de Elsevir, la genetista Hannah Elsevir, o una secta religiosa denominada Icono, con la que se le había relacionado en su día. Eso era lo último que se sabía de él. Puede que estuviera muerto. Muchísimas personas de su generación habían muerto jóvenes. (Y se lo tenían merecido, según daba a entender dicha fuente.)
Hannah no pudo encontrar ninguna referencia que la condujese a esa secta misteriosa. No sacó absolutamente nada en claro. Se llegó a plantear incluso ponerse en contacto con la familia de Peter a través de un tercero, pero acabó descartándolo porque le parecía demasiado peligroso. Hojeó las páginas con el apellido Elsevir de las guías telefónicas internacionales, e incluso llamó a unos cuantos números al azar, pero no descubrió nada prometedor. ¿Y si contrataba a un detective privado? Mejor no.
La inspiración le llegó mientras estaba escudriñando por enésima vez las estanterías de la sección de referencias y biografías de la biblioteca de su universidad; estanterías que había empezado a visitar con una frecuencia notoria. ¿Qué pasaba con su antiguo colegio? Peter Elsevir había ido a un famoso e histórico colegio público, a cuyo recuerdo, como les ocurre a muchos ingleses, seguía vinculado a través de un «cariñoso odio». Quizá, por improbable que fuese, aún se mantuviese en contacto con ellos. ¿Seguiría recibiendo el boletín informativo anual de antiguos alumnos?
En el boletín no encontró algo tan útil como una dirección, pero, milagrosamente, sí una buena pista. Su instinto la había llevado por el buen camino. Un viejo amigo de Peter, Giles Reader, se había topado con él, por casualidad, en la lejana Anatolia. Al parecer, su ex marido iba, según decía Giles, en busca de Dios. «Una persona cambiadísima, de una austeridad monacal», escribía un Giles Reader impactado, pero rebosante de admiración, que se había convertido en un financiero de éxito.
Al parecer, se habían encontrado en una iglesia rocosa de Göreme, mientras contemplaban un fresco de la resurrección de Lázaro. Intercambiaron algunas palabras, pero Peter no se mostró demasiado comunicativo. No se trataba de que hubiera hecho voto de silencio, le aseguró a Giles, pero afirmaba que había elegido vivir en un semirretiro, y que había abandonado el hábito de conversar. Giles lo respetó, y se despidió de él, para seguir con su tour de arte teológico por Turquía y Siria. (Luego seguían unas descripciones coloridas de san Eustaquio persiguiendo al ciervo de Cristo, de san Simeón el Estilita apestando en lo alto de su columna solitaria, de los cuarenta mártires cristianos de Sebaste tiritando y muriendo en su lago helado, de los treinta y cinco mártires de Salman Rushdie asfixiándose con el humo de su infierno en Sivas.) «Es un paisaje afligido —escribía Giles Reader en el Old Borrovian—, de extremos solitarios, de pináculos miserables y celdas subterráneas. Tienta al viajero con sueños de ermitaño, con el anhelo de unirse con la historia y con Dios.» Pero, sobre todo, Giles Reader recordaba los rasgos demacrados de su viejo amigo y sus ojos azul celeste «que parecían mirar a través de un velo, clavados en otro mundo».
Habida cuenta de esa curiosa elocuencia, se diría que Giles Reader también había cambiado, y que ese encuentro fortuito con su viejo amigo del colegio le había conmovido sobremanera.
Hannah se quedó un buen rato mirando ese texto, escrito hacía ya tres años, y se preguntó si debería seguir aquella pista. En la descripción de Giles había algo que dejaba claro que Peter no estaba de paso por Göreme. Debía de llevar ya un tiempo por allí, y puede que allí siguiera. En cualquier caso, era un comienzo. Un punto de partida. Ella nunca había estado al este de Ankara, y pensó que podría visitar Capadocia en primavera. Decían que era una región interesante. Hizo acopio de guías de viaje y folletos, navegó entre descripciones de toba esculpida, chimeneas de hadas, almendros en flor, obsidiana y albaricoques. Decidió que iría en abril.
Disfrutó planeando el viaje. Podía viajar con estilo. Podía sumarse a un tour artístico, como había hecho Giles. O hacer un crucero con opción de tour artístico. Podía alquilar un coche. O alquilar un coche con chófer. Podía poner un anuncio buscando a un arqueólogo dispuesto a colaborar, u ofreciendo impartir conferencias sobre la vanidad en Trebisonda.
Decidió viajar sola. En los últimos diez años había contratado varios paquetes organizados, ora como turista, pagando, ora como conferenciante, invitada. Había hablado de su gen en Kenia y en las Galápagos, y escuchado conferencias de otros en Egipto y en México. Y, un par de veces, con motivo de aquellos viajes, conoció a otras mujeres solteras o divorciadas cuyas vidas reflejaban inquietantemente la suya. En una ocasión, para su recíproca desazón, se encontró con una archivista de la biblioteca de su universidad navegando por el Danubio. Se sintieron obligadas a compartir mesa durante la cena, cortándose las alas mutuamente. No quería volver a correr el riesgo de sentir una proximidad tan bochornosa.
Así las cosas, en abril, Hannah Elsevir conducía por una carretera recta, pero de firme irregular, pasando junto a riscos, montañas, nieves y ríos, rumbo a las cuevas rocosas de Capadocia, en busca de su marido ausente. El paisaje era monótono o, mejor dicho, repetitivo. Marrones, grises, morados; los colores de las tierras altas, yermas y minerales. ¿Era la insulsez predominante lo que había llevado a los habitantes de un par de las aldeas que había atravesado a pintar sus casas con estridentes y chocantes rosas y turquesas? Los halcones volaban en círculo sobre su cabeza, observándolo todo desde arriba. No había muchos lugares para cobijarse en aquella meseta estéril. ¿Dónde habría ido a parar Peter Elsevir?
A medida que se acercaba a Göreme, tras pasar la noche en una localidad que afirmaba ser o haber sido Cesarea, el paisaje cambió. La sinuosa carretera que recorría el pequeño valle escarpado, flanqueada por árboles de los que colgaban delicadas flores rosas, la llevó ante las formas curiosas y fantásticas que habían conmocionado a Giles Reader. Ahí estaba el refugio, un lugar donde esconderse. Aparcó el coche en un mirador turístico y escudriñó el paisaje asombroso que se desplegaba frente a ella y bajo sus pies. Y, al comprender que un hombre podría esconderse allí para siempre, que un ermitaño podría abrazar la soledad eterna en aquel lugar, perdió toda esperanza de dar con él. Aunque se presentasen las hordas de ejércitos vengadores, aunque los detectives privados husmeasen a sus anchas, allí uno podía evadir a cualquier perseguidor. Cada colina hueca, cada torrecilla elevada, estaba repleta de ventanas naturales, de mirillas y aspilleras. Las bandadas de palomas entraban y salían de los miles de ojos vigilantes en la roca. Esa era una tierra que escondía miríadas de secretos. ¿Por dónde empezaría a buscar?
Había reservado una habitación en un pequeño y agradable hotel de Ürgüp que contaba entre sus huéspedes con una pareja de estadounidenses lectores de la Biblia, con una familia holandesa de vacaciones de Semana Santa y con un australiano experto en historia del arte. Frente a unas copas, en el muy orientalizado Harem Bar (sin duda estaba lo bastante lejos de casa para sentarse a socializar de incógnito ante un par de vasos de raki), escuchó los consejos que le dieron sobre lo que debería visitar. Tenía que ir a la iglesia de la Manzana y a la iglesia de la Hebilla y a Sakli Kilise, la «iglesia escondida». Tenía que ver el valle de las Rosas y la Cuenca Roja y, si no era claustrofóbica, las Ciudades Subterráneas donde vivieron durante siglos los trogloditas, a salvo de sus perseguidores.
¿Se habría convertido Peter Elsevir en un troglodita? ¿Lo pillaría observándola a través de una rejilla, tras la pared de una caverna de piedra roja? ¿Le tiraría una piedra si se acercaba a su celda?
Se pasó dos o tres días explorando la región, perdiéndose entre los monumentos desperdigados, sumándose a grupos bulliciosos con guías, comiendo sola en bares de carretera. Una noche animó al camarero y a la gerente del hotel a cotillear sobre el comercio turístico y sobre los peregrinos de diferentes fes que llegaban a la zona: teólogos eruditos, fundamentalistas cristianos y musulmanes, místicos new age y, más recientemente, un coro angelical que había llegado desde Arizona para cantar con motivo de la Resurrección el Domingo de Pascua. ¿Habían oído hablar, preguntó ella, de una secta denominada Icono? ¿Sabían si alguno de sus acólitos se había hospedado ahí? ¿Quedaban ermitaños recluidos en esas montañas lunares?
La tercera noche le hablaron de un inglés que vivía solo en una pequeña aldea del valle de la Espada. Y ella supo que se trataba de Peter Elsevir.
El sol lucía con fuerza sobre su cabeza la cuarta mañana. Aquel era el día más cálido del año. Protegiéndose del resplandor con un sombrero y unas gafas, puso rumbo al valle.
Peter estaba sentado ante una mesita de madera pintada de amarillo, en la puerta de una pequeña choza de piedra y ladrillo que despuntaba de la pared de roca. Él también llevaba gafas de sol y un viejo sombrero de paja reclinado sobre la nuca. Estaba leyendo un libro. La intensa luz lo había sacado de su escondite. Ella aparcó el coche de alquiler al otro lado de la carretera y se quedó mirándolo fijamente. El corazón parecía a punto de salírsele del pecho.
Estaba más guapo que nunca. ¿Cómo podía ser? Sus años de abusos y vicios no habían logrado echarlo a perder. Le habían hecho adelgazar y empalidecer, lo habían refinado hasta otorgarle una elegancia extraordinaria. ¿Era correcto, era justo? Se convirtió en su propia demacración. Su pelo seguía luciendo los rizos de los años sesenta, y la luz del sol bañaba de oro sus canas rubias. Tenía la nariz alargada y fina, las mejillas hundidas… Una de sus largas y huesudas manos pasó la página. Y lo vio sonreírse, con una sonrisa secreta. ¿Sentiría que lo estaba observando? ¿Se atrevería a acercarse a él? ¿O debería marcharse? Llevaba el cuello de la camisa abierto para sentir el calor de la primavera en su pecho delgado. Siempre había tenido una piel suave, seca y caliente. Levantó la mirada cuando se le acercó. Ella no pudo leerle los ojos a través de las gafas de sol. Él cerró su libro y sonrió. Era una sonrisa perpleja, educada y sutil. Se puso de pie y se quitó el sombrero para saludarla. Siempre había sido un caballero. ¿Cómo se le habían podido olvidar esas cosas?
Ella se percató del momento exacto en que la reconoció. Se quedó ahí de pie, con el sombrero en la mano, sin que se le borrarse la sonrisa.
—Hannah —dijo—. ¿Eres tú, Hannah?
—Peter —dijo ella.
Él negó ligeramente con la cabeza, con lo que solo parecía una expresión de sorpresa relativa, y con un gesto le señaló una de las sillitas que rodeaban la mesa. Ella se sentó. Él se sentó.
—Muy bien —dijo él—. Has dado conmigo. Intenté esconderme, pero al final has dado conmigo.
Ella se sintió avergonzada. No encontraba las palabras. Había querido a ese hombre. El recuerdo del tacto de su piel caliente la embistió a modo de reproche. Tenía que extender la mano para tocarlo. Se inclinó hacia él, al otro lado de la mesa, y apoyó una mano sobre la suya. Ardía de pura aridez.
—Sí —dijo ella—. He venido a ver dónde te habías escondido.
—¿Y eso por qué? —dijo él, con una sonrisa discreta y perpleja.
—Supongo —respondió ella— que he llegado a pensar que te traté mal.
—No, no —dijo él—. Fui yo quien te trató mal.
Se quedaron ahí sentados, bebiendo unos vasos de raki que él sacó de su choza. El olor de ese anís semiamargo y blancuzco impregnó el aire. Comieron olivas negras, rodajas de tomate caliente, daditos de queso blanco, duro y salado, y ciruelas pasas marrones y arrugadas. Peter Elsevir dijo que había abrazado una vida basada en la sencillez. No en la austeridad, sino en la sencillez.
Miró fijamente a su otrora mujer, con un reconocimiento comedido.
—Te veo muy bien, Hannah —dijo, sirviéndole otro vaso de ese licor fuerte y cristalino, y añadiéndole la alquimia transformadora del agua—. Te veo grande y bien. Has hecho lo que tenías que hacer. Pareces muy opulenta.
—A ti también te veo bien —dijo Hannah, pensativa—. No me esperaba que siguieses tan guapo.
Entraron y, al calor de la tarde, se tumbaron juntos en su estrecha cama de monje, a hablar. Hablaron de sus aventuras, de sus descubrimientos. Se oyó el zumbido de una mosca en el silencio seco. Hannah puso una mano sobre el pecho suave de Peter, y luego acercó la cabeza y aspiró deliberadamente su olor. Olía a sol, a sal y a resina. Preservado, purgado, purificado. Ella suspiró profundamente. Había hecho bien en buscar a ese hombre. Él era la absolución, era el perdón, la resurrección. Y ahora se marcharía… Puede que no volviera a verlo en su vida, pero él se quedaría en ella, como su virtud secreta, su fuerza secreta. Volvió a respirar, una inspiración profunda de su juventud, su amor, su inocencia y su esperanza. Todas esas cosas habían sido buenas. No había que enterrarlas, desdeñarlas u olvidarlas. No eran ninguna vergüenza. Solo el tesoro de una gran felicidad. El pasado la perdonó, y ella perdonó al pasado. Se quedaron ahí tumbados, en paz. Nadie sabría nada, nunca, de ese momento. Ningún biógrafo podría registrarlo, ningún amigo podría burlarse de él, ninguna nota a pie de página podría atraparlo y destrozarlo.
Olía a manzana y a miel, olía a las virtudes de la naturaleza salvaje.
«Peter —dijo, medio dormida, al calor de la tarde Peter, desprendes un olor divino.»
(1999)