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RUMBO AL OESTE
UN RELATO TOPOGRÁFICO

No me tenéis que imaginar hablándoos en primera persona. Os hablo como Mary Mogg, y es su historia la que contaré. Imaginad que soy Mary Mogg, una profesora que ya pasó el ecuador de la vida y se acerca lentamente a la jubilación. Aguardo la llegada de mis años de jubilación con sentimientos encontrados, y me pregunto dónde pasarlos. Mary Mogg: un nombre sencillo para una persona sencilla. Espero estar expresándome con sencillez, y llevar en el futuro una vida razonablemente sencilla, aunque tampoco soy de las que beben solo agua. Ahora soy una persona sencilla, pero no siempre fue así. Yo no diría que era guapa, pero sí bastante atractiva. Si me hubieran descrito como una persona normalita, quizá os habría parecido guapa; y si os hubieran dicho que era guapa, quizá os habría parecido una chica del montón. Ahora parezco lo que, entre otras cosas, soy: una profesora de Literatura Inglesa sensata, trabajadora y un tanto solitaria, que disfruta de las caminatas por el campo para evadirse de la ardua tarea de intentar convencer a los inquietos adolescentes de dieciséis años de un instituto público de que aprecien a Wordsworth.

El instituto en cuestión se encuentra en Northam, en Yorkshire del Sur, en la zona industrial y no wordsworthiana de los Peninos. Nací en Yorkshire, y me gustan las tierras altas de los Yorkshire Dales, los páramos de Yorkshire del Norte y el Parque Nacional del distrito de Los Picos. Sin embargo, este año me prometí darme el capricho de una escapada en pleno trimestre de verano, una excursión al suroeste del país, siguiendo los pasos de Wordsworth y de Coleridge. Había estado dando las Baladas líricas en clase y anhelaba volver a ver esos paisajes del oeste. Llevaba muchos años sin ir, pero aún recordaba las colinas Quantock, el valle a espaldas de Holford, la ruta costera de Somerset y Devon, el valle de las Rocas, los bosques escarpados bajo y sobre la iglesia de Culbone, el bar Bell Inn de Watchet, el riachuelo de Nether Stowey o el nacimiento fangoso del río Tone, en lo alto de las colinas Brendon, de mi época de juventud. De hecho, había pasado un verano entero allí, con amigos de la facultad, a los veinte años.

Soy incapaz de describir cómo era yo entonces, y cuán glorioso me pareció a la sazón ese mundo remoto. Para mis ojos norteños, los bosques y los valles de Somerset resultaban tan frondosos y extravagantes como las riquezas de la Guayana para los ojos perplejos de sir Walter Raleigh y su tripulación. Los helechos brotaban cual orquídeas de los troncos de grandes robles, que se erigían sobre ríos veloces. La hiedra, repleta de unas bayas tan grandes como uvas, trepaba por fresnos y hayas con un esplendor tropical, y los acebos aspiraban a tocar el cielo. Los primitivos líquenes de tonos grises, verdes pálidos o naranjas cegadores se incrustaban en cortezas, ramas y rocas, y la tierra roja estallaba en burbujas escarlatas, violetas o de un intenso amarillo esponja. La abundancia suntuosa y la variedad natural superaban, con creces, la austeridad del norte. Y yo, quizá infiel a mis orígenes, me enamoré de ese despilfarro, de ese exceso. Quedé completa y absolutamente cautivada.

También me enamoré de uno de mis compañeros de viaje, lo cual fue una desgracia porque, aunque al principio pareció surgir cierta afinidad entre ambos, no tardé en descubrir que le gustaba más otra chica del grupo. De hecho, luego se casaría con ella, aunque no fueron demasiado felices, según me contaron. Pero eso no forma parte, creo, de esta historia. Así que, para mí, como no os costará imaginar, ese fue un verano de emociones intensas que recordaría posteriormente muchas veces a lo largo de mi vida. Sin embargo, nunca volví a Somerset, y preferí optar por rutas en Escocia, el distrito de Los Lagos, Francia, Alemania o el norte de Italia. Yo también he cruzado los Alpes. ¿Acaso asociaba su pérdida a los lugares que compartimos en aquella época, en que lo encontré y lo perdí? ¿Acaso sentía que la naturaleza me había traicionado, a mí, que tanto la quería? No sé qué decir. Lo único que puedo afirmar con certeza es que, hasta este año, no había vuelto a poner rumbo al oeste.

Sin embargo, este año regresé. Uno de los motivos que me alentaron —y sé que es absurdo, pero mi mentor, Wordsworth, me ha enseñado que nunca hay que temer el anticlímax— fue el Currículum Nacional. Es de sobra conocido que, en la última década de su vida en activo, sobre todo, muchos profesores, quizá la mayoría, se sumen en largos períodos de estrés. Y aunque a mí me ha ido mejor que a otros, también soy consciente de mis limitaciones. Me estoy haciendo mayor, y ya no entiendo a los jóvenes como antes. Antaño, enseñar literatura era todo un placer para mí: a veces notaba que podía despertar el interés de mis alumnos, captar su imaginación, cambiar sus vidas para bien. Últimamente ya no siento nada de eso. Una sensación de derrota se ha ido apoderando de mí. La literatura ya no se valora, ni en clase ni fuera de ella. La literatura se ha reetiquetado como «Patrimonio»: la han matado, para no correr riesgos, y vestido con trajes de época. Dicho esto, ya podéis imaginaros lo que sentí al descubrir que el único poema de Wordsworth que se había incluido en esa antología subvencionada por el Gobierno —que dejé de leer en ese mismo instante— era, como estaréis imaginando, el de esos «Narcisos». Ese poema ha dañado la reputación de Wordsworth entre los jóvenes de una manera fatal. No se trata de una poesía para niños. He tenido un sinfín de conflictos con los estudiantes a tenor de ese poema. En cierto modo, se ha colocado como una lápida sobre la tumba de su buen hacer. La mayoría de los jóvenes se limita a desconectar para siempre de este autor en cuanto lo leen, y cualquier otra cosa que pueda decirles les entra por un oído y les sale por otro. Alguno de los más listos, como Shakira Jagan, me dice que es políticamente incorrecto, porque los narcisos son un símbolo del dominio colonial en la India y en las Indias Occidentales (ella es guayanesa); sin embargo, cuando le animo a que lea algo sobre Toussaint-Louverture, se ríe de mí sin más. ¡Patrimonio! Ninguno de esos que van por ahí hablando de Patrimonio ha leído un poema en su vida; o al menos no desde que estudiaron entre bostezos los «Narcisos» en el instituto. Sé que no es ninguna novedad que una profesora de Lengua Inglesa proteste porque sus clases son del todo estériles. Solo hay que recordar esa ilustración de dos caballeros ancianos vistiendo levitas y paseando por el bosque que se publicó en la victoriana revista Punch, con la leyenda:

Oh, cuco, ¿pájaro debería llamarte,

O solo voz deambulante?

Dime tu alternativa predilecta

Y las razones de tu respuesta.

Pero la cosa va a peor. ¿Qué habría pensado Wordsworth de una generación de niños a los que se les anima a aprenderse sus «Narcisos» de memoria porque forman parte de «nuestro patrimonio inglés»? Un Wordsworth que, con su hermana Dorothy, alentaba la curiosidad insaciable del pequeño Basil Montagu dirigiéndolo hacia «todo lo que ve: el cielo, los campos, los árboles, los matorrales, el maíz, la elaboración de herramientas, de carretas, etcétera, etcétera. Se sabe las letras, pero no hemos dado ni un paso más por el sendero de la educación con libros. Nuestro gran proyecto ha sido hacerle feliz…».

En fin, esta es una de mis grandes pasiones, y me dejo llevar por el tema. Pido perdón por esta polémica digresión. Es porque me hago vieja y me quedo anticuada. Pero al menos sigo sintiendo algo. Y estas reflexiones no están del todo desvinculadas de mi excursión, que ahora procedo a narrar.

Decidí que había llegado el momento, después de tres décadas largas, de regresar como una valiente a esas tierras mágicas, y planeé una excursión de tres días que me llevaría de Nether Stowey a Lynton. Allí me olvidaría de Shakira Jagan y de todos los demás —y eso que, sinceramente, en comparación con el resto de 5° B, Shakira es un genio, pero que eso quede entre nosotros—. Volvería a visitar mis antiguos lugares predilectos para comprobar si seguían ahí. Si yo seguía ahí. Una empresa peligrosa. Por casualidad, descubrí que había escogido la fecha en que la propia familia Wordsworth había sido expulsada del majestuoso paraíso de Alfoxden, el 25 de junio de 1798. De modo que puse rumbo a Nether Stowey, Shirehampton y los ríos Severn y Wye. Han pasado casi doscientos años desde que ellos se marcharon de Alfoxden; y casi cuarenta desde que yo hice lo propio.

Cuando dije que iría de Nether Stowey a Lynton no me comprometí a hacer todo el camino andando. Haría un poco de trampa. Ya no soy una jovencita y, por mucho que me guste deambular por el campo sin protección, nunca he tenido la resistencia de los Wordsworth, de Coleridge, de Hazlitt o de Tom Poole. No: me llevaría el coche, pasaría las noches en un bed and breakfast y los días haciendo excursiones que me devolvieran a mi punto de partida. Trataría de entrar en comunión con los muertos, y quizá con los vivos. Hoy día en Northam no se habla mucho con desconocidos, pero en el campo se pueden correr más riesgos. No soy, o eso espero, excesivamente locuaz —de hecho, me considero bastante tímida—, pero, en ocasiones, cuando hago alguna pequeña excursión, se apoderan de mí curiosos arrebatos de descaro, y aunque no interrogo a cada niño y animal con el que me cruzo, entablo conversaciones en las que nunca me habría embarcado de haberme encontrado bajo techo. El saludo alegre de otro caminante —«¡Buenos días!», «¡Que pase una buena tarde!», «¡Qué buen día hace!»— consigue levantarme el ánimo. El vínculo solitario de los caminantes es algo que valoro sobremanera.

Sí, tenéis razón. Me da miedo jubilarme. Echaré de menos 5° B.

No hay una ruta directa para ir de Northam a Nether Stowey, pero me pareció apropiado pasar junto a las puertas de Stonehenge. Salí temprano con el coche, e iba a toda velocidad por la A303 —quizá os sorprenda saber que conduzco un deportivo rojo— cuando los criaderos de cerdos y los grandes espacios militarizados de la zona de Wiltshire me indicaron que me encontraba cerca del monumento, así que tomé la siguiente salida. La verdad es que no fue una experiencia muy agradable. Alguien debería sentirse un poco culpable y triste por el estado del baño de señoras estilo búnker. Supongo que eso también se considera Patrimonio. Mucho presumir de inglés, mucho presumir de nacional… Sospecho que yo amo Inglaterra bastante más de lo que nuestra antigua primera ministra adoraba la poesía, por más que afirmase con fervor que era una de sus pasiones. Sin embargo, a veces me digo que, llegado el momento, abordamos nuestro patriotismo justo al revés… ¡Otra vez mi pasión! Cállate, Mogg… Supongo que no hay nada de malo en que una cafetería venda Tartas de Roca Megalítica y saladitos Solsticio, ni en sus ofertas de bolígrafos Parker, pero me resulta bastante triste que la mayoría de gente se pase casi todo el tiempo en la tienda. Junto al monumento vi a unos niños japoneses jugando al pilla pilla, y a dos hombres jóvenes meditando sentados sobre la hierba, pero casi todos mis colegas turistas estaban absortos comprando trapos de cocina o sacando fotos. Y en el aparcamiento, la alarma de un coche no dejaba de sonar. La gente lo miraba con desconfianza: hoy en día todos sospechamos de todos. Las advertencias contra los carteristas proliferan hasta en los rincones más inhóspitos de las islas británicas y, de hecho, en cierta ocasión descubrí el cartel de una Patrulla de Vigilantes de Vecindario clavado en un árbol, en un campo en medio de la nada, a kilómetros de una casa.

Seguí mi viaje rumbo al oeste, reflexionando sobre el manido tema del efecto del crecimiento de las ciudades en la confianza humana, y mi siguiente parada no fue más tranquilizadora que la anterior. Había decidido no enfrentarme a Bristol, pues estaba convencida de que allí me perdería, así que decidí intentarlo con Shirehampton, donde William y Dorothy, en su ruta de Alfoxden a Wye, pernoctaron en su momento en casa del abogado inválido James Losh. Fue un error. Cogí la salida de la M5 que no era, y un policía que pensó que estaba intentando colarme en el muelle me paró. A pesar de todo, me dio amablemente las indicaciones para que volviese a la ruta adecuada, pero no encontré ni rastro de Losh ni de Wordsworth en Shirehampton. Todo eran tiendas de Boots, Bingo, Spar y Iceland. Como no me sentía capaz de reunir las fuerzas necesarias para buscar su casco antiguo, decidí regresar a la autopista y seguir conduciendo, ignorando Clevedon, hasta llegar a la salida de Bridgwater. Quería que mi paseo vespertino me llevara hasta Shurton Bars, un lugar casi desconocido, y así prepararme para una caminata más seria al día siguiente. Me registré en el B&B y volví a salir. Mi casera nunca había oído hablar de Shurton Bars ni de Shurton, pero yo tenía mis mapas.

Un lugar casi desconocido, y difícil de encontrar. Ahí fue donde Coleridge, en septiembre de 1795, compuso «Versos escritos en Shurton Bars», en los primeros días de su historia de amor con Sara Fricker. Recordaba que en el verano de hacía cuarenta años visitamos Kilve, que, por lo que pude ver, se encontraba un poco al oeste, y también comprobé que el lugar señalado como Shurton estaba en el interior, y no partía desde allí ninguna ruta directa hacia el mar. Seguí conduciendo por el laberinto de carreteras rurales flanqueadas de setos, deteniéndome para admirar dos lechones rosáceos en un campo de coles moradas y una garza inmóvil sobre una pierna en un estanque, pero no conseguí encontrar Shurton. Con lo que sí me topé fue con la central nuclear de Hinkley Point, que de repente se erigió ante mí, con sus edificios rectangulares azules y blancos, como un refrigerador gigante, cual palacio de hielo. Sobre ella ondeaba una tenue bandera de humo blanco. Conduje, pues, hacia allí, pero volvieron a pararme: el Centro de Visitantes cerraba ese día. Me informaron de que tendría que volver al día siguiente si quería una visita guiada.

Pregunté por Shurton Bars. El hombre parecía totalmente desconcertado. Nunca antes había oído hablar de ese sitio. No era de allí, dijo, pero le sonaba que había un pueblo llamado Shurton yendo en dirección a Stogursey. Puede que unas señoras que en ese mismo instante se estaban montando en un coche para regresar a sus casas lo supiesen.

Eran tres mujeres, empleadas del centro, que llevaban unos vestidos de idéntico estampado veraniego. Ante mi pregunta, dos de ellas negaron con la cabeza, pero la tercera sonrió y me dijo que estaba muy cerca. Tenía que volver a un sitio llamado Knighton, no Shurton, y bajar por el sendero que llevaba hasta la playa. No quedaba lejos.

Encontré Knighton, aparqué el coche en un redil y, con un poco más de ayuda de un amable profesor universitario de Bristol, encontré el sendero correcto. Como siempre me ocurre en cuanto empiezo a caminar, mi ánimo mejoró al instante. El olor a miel y a hierba de Santa María que impregnaba el ambiente era exquisito. El camino, bordeado de hierba, era amplio y estaba vacío, y ascendía suavemente a través de unas tierras de cultivo, ora ondulantes con el trigo verde, ora con parcelas aradas de tierra brillante. Ralenticé mi paso hasta caminar a un ritmo lento y pesado. Iba pensando en Coleridge, en su amigo Tom Poole, y en el hermano de Tom Poole que había vivido en Shurton Court. A la sazón, los ferris cruzaban el río Parrett al norte de Bridgwater, navegando a lo largo de la costa, y las embarcaciones comerciales cruzaban el canal de Bristol y llevaban carbón y cal de Gales a las caleras de la costa de Somerset. ¿Qué aspecto tendría el litoral en aquella época? De repente, ante mí se desplegaba el mar, la lejana y sublime costa industrial de Port Talbot, la isla de Flat Holm al este, y las orillas de caliza azul y fósiles. Un yate y un petrolero surcaban sus aguas. La hierba era corta y estaba repleta de flores y cardos. Unas rocas del borde del acantilado se desprendieron mientras yo caminaba hacia el tramo más plano, que ya sabía que era Shurton Bars. Hacía una bonita tarde de verano, y los acantilados se extendían más y más al oeste, bajo una luz gris azulada, brumosa y cálida. Estaba completamente sola, o eso pensaba yo hasta que vi a un hombre que se me acercaba. Aún no había conseguido despojarme del todo de mis costumbres urbanas, pues sentí un ligero escalofrío de desaliento ante la idea de encontrarme con un desconocido en un lugar tan remoto —al final solo me topé con un anciano que estaba paseando a su perro y que me saludó educadamente—. De vuelta al coche, me crucé con un chico que iba dando botes con su bici cada vez que cogía un bache y que me gritó un «¡Hola!» en un tono del todo vacacional.

La playa de guijarros estaba cubierta de basura. Cables antiguos, latas, botellas de plástico, tiras de cuerda naranja. Y un chasis de coche aplastado y oxidado.

No os diré dónde pasé la noche porque no fue una gran elección. Mi casera me aseguró varias veces que no era de la zona, que era de Sheffield. Eso debería haberle granjeado mi simpatía, porque a mí me gusta Sheffield, pero lo cierto es que ella era una de esas personas quejicas de Yorkshire que hablan con negaciones dobles. Una artista de las lítotes. (A veces pienso que yo también soy un poco así.) Empezó a contarme su vida en cuanto llegué, y siguió cuando volví de cenar en el pub —había hecho una parada en el Plough de Holford—. Era una historia triste, y yo no estaba de humor para escucharla. Estaba marcada por muchas muertes y enfermedades. Habían despedido a su marido durante el declive de la industria siderúrgica, así que decidieron marcharse del norte y probar suerte gestionando un pequeño negocio, pero, en cuanto se instalaron, un golpe perverso del destino hizo que el rencor del marido le llevara a desarrollar una enfermedad letal, y se le murió, dejándola sola entre desconocidos. No le gustaba tener a gente a su alrededor, y no le gustaban sus huéspedes: robaban jabón y toallas, y a veces mojaban la cama. Ella siguió y siguió hablando mientras los ojos se me cerraban. Después de aquel largo día, me encontraba exhausta. Pero su historia tenía muchos cantos y ella parecía dispuesta a contarlos todos. Ya entre las sábanas de nailon fucsia con volantes de mi cama, me pregunté si le contaría esa historia a todo el mundo. Estaba segura de que no se la contaba a uno de cada tres, sino a todos y cada uno de sus clientes. Lo sentía por ella, pero tengo bastante menos paciencia que Wordsworth. Su lamento carecía de dignidad, o eso me pareció a mí.

La mañana me alegró. Planeaba salir de Nether Stowey, subir a Dowsborough, rodear la fortaleza de la Edad de Hierro y seguir hacia Crowcombe Park Gate, donde esperaba encontrar el estanque que había inspirado a Wordsworth a escribir «El espino». Luego caminaría a lo largo de la cresta rumbo a Triscombe, y de ahí vuelta a Nether Stowey bosque a través. Ambicioso, pero no imposible, y siempre podía tomar un atajo si me cansaba. Cuando, pertrechada con mi mapa, mis sándwiches y mi pequeña y desgastada edición de las Baladas líricas, publicada por Oxford y encuadernada en tela, me puse en marcha, no pude evitar preguntarme si tendría valor para parar a una de cada tres personas y preguntarle por Wordsworth. «¿Lo ha leído? ¿Ha oído hablar de él?» Esas serían mis preguntas.

Sin embargo, no me pareció que ninguna de las personas con las que me crucé fuera a responder satisfactoriamente a mis preguntas, y estas murieron en mis labios, sustituidas por un «¡Qué buen día hace!». Vi a una mujer paseando a su dálmata de camino al buzón de Stowey, a una chica montando un poni y a dos hombres con sus bicicletas de montaña; y luego, cuando la colina se volvió más escarpada, no me crucé con nadie más. Me perdí, para mi regocijo, y acabé deambulando entre robles retorcidos y falsos abetos gigantes de Dowsborough antes de encaminarme hacia Crowcombe, que Dorothy llamaba Crookham. Estaba segura, por el mapa y por una descripción que me había dado una amiga wordsworthiana (sí, me queda algún que otro amigo), de que el lugar señalado como el estanque de Wilmot debía ser el «pequeño estanque lodoso cuyas aguas nunca se secan» del poema, de modo que decidí comerme allí mis sándwiches. Ascendí con esfuerzo por la colina Frog, abriéndome paso entre la vegetación densa del bosque y del valle, hasta llegar a las tierras altas de los Quantock y poder contemplar su amplia vista sobre el canal de Bristol. Ahí crecían la tormentila amarilla, el trigo de vaca dorado, plateado; los arándanos precoces y las fresas silvestres. Pasé junto a un par de ponis, que se me quedaron mirando como otrora hiciese el burro con Wordsworth.

Allí, en la cima, me encontré con dos hombres que permanecían sentados en el interior de un Land Rover, escudriñando con sus prismáticos la colina de enfrente. Cuando los bajaron para saludarme, yo aproveché para preguntarles si sabían dónde quedaba el estanque de Wilmot, más por conversar que por pedir información, ya me entendéis. El más joven, un tipo con un uniforme de camuflaje que me recordaba a un guardabosques, negó con la cabeza, pero el otro dijo:

—Bueno, lo que usted llama estanque de Wilmot nosotros lo llamamos estanque de Withyman. Va bien por aquí. ¿Ve ese promontorio? Ahí está el estanque.

—¿Por qué lo llaman estanque de Withyman? —pregunté. Esta vez no me supo dar una respuesta, pues no conocía ni a Wilmot ni a Withyman. Quise saber qué buscaban con los prismáticos. Me dijeron que intentaban divisar ciervos y sus cervatillos. Era la época del celo y, si prestaba atención, puede que yo también los viera.

Tras intercambiar ulteriores fórmulas de cortesía, seguí mi camino. En efecto, allí estaba el estanque, junto al sendero que llevaba a la cima de la colina. Las medidas de Wordsworth parecían un tanto conservadoras, pues el estanque, lo medí en zancadas, era más bien de tres metros de largo por tres de ancho, y no de un metro por medio.

Además, nos encontrábamos en plena estación seca; con las lluvias debía crecer aún más. No obstante, lodoso sí que era: en eso llevaba razón. No es que estuviese cubierto de hojas y barro; era, sencillamente, lodoso. Los juncos y las colas de caballo crecían en sus márgenes (¿es la palabra margen un ejemplo de dicción poética, me pregunto?), y del barro seco y blancuzco surgían pequeñas plantas acuáticas semisuculentas de tonos verdes y rojizos. Ahí también descubrí el círculo hueco y cubierto de musgo de un túmulo que bien podría haber sido la tumba de un bebé, o de un gigante. El emplazamiento me resultó más majestuoso de lo que me había imaginado, pero conviene recordar que Wordsworth no era amante de la hipérbole. Era más un hombre de meiosis o lítotes. (Hoy ya no enseñamos las figuras retóricas.)

Me senté en el túmulo para comerme mi sándwich de queso y chutney mientras releía «El espino» por centésima vez, como poco. Miré a mi alrededor en busca de un espino, pero el más cercano se encontraba a casi treinta metros. Cuando me acabé la botella de agua me acerqué a inspeccionarlo. Ese espino, como el de Wordsworth, estaba cubierto de liquen reseco, aunque no de manera tan extravagante como afirmó el poeta. Difícilmente se le habría podido describir como «un cultivo de melancolía».

De la tierra plana suben estos musgos

Que abrazan al pobre espino

Con tanta fuerza, que se dirían empeñados,

Con intención clara y manifiesta,

En arrastrarlo hasta el suelo,

Todos sumando su esfuerzo

Para enterrar por siempre al pobre espino.

Y me senté ahí, sola, y recordé ese verano perdido, y sus aspiraciones perdidas, y me pregunté qué habría condenado a la pobre Dorothy a una vejez de fragilidad y vulgaridad. Quizá estáis esperando que diga que me quedé embarazada ese verano y perdí al bebé, que aborté, que lo di en adopción. No, nada de eso. La historia de Martha Ray no es la historia de Mary Mogg. Yo no tenía ningún derecho a gritar: «¡Ay, desdichada! ¡Ay, desdichada de mí!». Esta es una historia sencilla. Los accidentes conmovedores no son lo mío. No obstante, allí sentada, los ojos se me llenaron de lágrimas pensando en el pasado. Había sido joven, y feliz, y mi felicidad había quedado impresa en esas colinas. Quizá ya había contemplado ese mismo espino en el pasado, pues estos viven muchos años. Los cúmulos de tocones de roble que había visto en el antiguo bosque que acababa de atravesar llevaban ahí siglos antes de que llegase Wordsworth, y él, como yo, miró los mismos acebos que aún se erigen en el parque de Alfoxden.

¿Estaba feliz, estaba triste? ¿Quién sabe? Tenía por delante la vejez, la enfermedad, la soledad. Wordsworth había escrito ese poema, o al menos eso afirmaba, para grabar el espino en su recuerdo, para conservar para siempre su aspecto terrible. Él también temía convertirse en «un espino sin dientes con las articulaciones nudosas»… Ya sabemos que Dorothy perdió los dientes en su juventud. Yo me he salvado de eso gracias a un sofisticado puente dental, pero mi madre, que murió el año pasado, padecía una artritis severa.

Iba reflexionando sobre esos temas mientras caminaba por el páramo, rumbo a la arboleda de hayas y la vía pecuaria que llevaba a Triscombe, cuando me di cuenta de que cada arbusto de espino golpeado por el viento, cada roble y cada acebo estaban coronados por pequeños pájaros. No eran todos de la misma especie, pero permanecían posados en las ramas, al calor de la tarde, y no cantaban, sino que charlaban entre sí, con un murmullo sosegado, suave y amistoso.

Mientras bajaba hacia el bosque, el canto de los pájaros cambió. Atardecía, y ellos trinaban entonces desde el dosel de los árboles, lejos de mi vista. De cuando en cuando, me detenía a escucharlos, y en uno de aquellos altos oí un crujido más fuerte, procedente de algún lugar colina arriba, donde los helechos crecían en el sotobosque. Confié en que fuese un ciervo con su cervatillo, y me escondí y me quedé quieta para observar. Sin embargo, lo que vi no fue un ciervo, sino a una persona que descendía por la colina con paso firme, fuera de la pista. Llevaba una bolsa de tela, y justo antes de llegar al camino se detuvo, la apoyó en el suelo, sacó algo de ella y empezó a escudriñar meticulosamente la corteza de un árbol. Entonces cogió un pequeño cuaderno y empezó a tomar notas. Luego pasó a otro árbol, y repitió el proceso. ¿Qué mensajes leía en los árboles? ¿Qué poemas compuestos por ellos transcribía?

Sería más o menos de mi edad, pero tenía una densa melena negra con mechas blancas y una cara atractiva, rojiza, venosa y curtida por el viento. Llevaba unos pantalones holgados de algodón granate y una camiseta color rosa tierra. La seguí con la mirada mientras pasaba de un árbol a otro, hasta que di un paso hacia ella. Tenía un oído fino, pues se giró al instante. Y mientras me acercaba esbozó una sonrisa.

—Buenos días —dijo—, ¿o son tardes?

—No sabría decirle… —respondí.

—¡Qué buen día hace! —dijo.

No iba a dejarla escapar tan fácilmente.

—La he estado observando —dije—. Cómo examina esos árboles… Dígame, ¿qué está haciendo exactamente?

Esto no os lo vais a creer, pero es verdad. Ella soltó entonces una risotada simpática, curiosa y ululante, como de búho, y dijo:

—¿Se refiere a cómo me gano la vida? ¿Quiere saber a qué me dedico?

—Sí —respondí—. Eso es exactamente a lo que me refiero.

—En fin… —dijo con energía—. Espero que, si se lo cuento, preste atención como Dios manda, en vez de tener la cabeza en las nubes, soñando despierta, como ese otro tipo. ¿Qué era lo que le distraía…? «Frío, dolor y trabajo, todas las enfermedades terrenales.»

—Por ahí ya he pasado —dije—. Estoy lista para escuchar.

Nos sentamos juntas en un claro cubierto de musgo verde, donde el sol se filtraba entre las ramas, y me lo explicó.

—Leo los mensajes del bosque —dijo—. Descifro el texto impreso en los árboles. Leo el liquen con mi lupa. —Y me pasó una pequeña lupa redonda.

—¿Y qué le dicen los líquenes? —pregunté.

—Nos hablan de la salud del bosque. Nos hablan de lluvia ácida que llega desde el sur de Gales. A través de los líquenes, podemos hacer un seguimiento de la contaminación año tras año. Ocasionalmente usamos medidores de pH, pero la mayoría se pueden leer con la simple ayuda de una lupa. Mire aquí, ¿qué ve?

Observé a través de su lupa las ramitas que había recogido, la corteza de los árboles que nos rodeaban, y se me reveló un extraordinario mundo en miniatura, de grutas y cavernas grisáceas, verdosas; de ejércitos de pinchos de cactus, de fantasías de algas, de manchas anaranjadas, de diseños estrellados o enmarañados, de caligrafía negra sobre la corteza plateada.

—¡Cuánta diversidad! —exclamé—. Y en un espacio tan reducido…

Pero ella negó con la cabeza.

—Hay mucha menos diversidad de la que solía haber. Estamos perdiendo especies a marchas forzadas. Algunas no logran sobrevivir al cambio climático; otras, que llevan millones de años creciendo en el mismo sitio, están seriamente amenazadas.

—Entonces, ¿el liquen es una buena señal?

—Ah, sí, cuanto más, mejor… —Soltó una risotada, embelesada por el tema que la apasionaba—. Me temo que ahí Wordsworth se equivocó, al decir que el espino estaba «siendo arrastrado» por el musgo y los líquenes, o lo que quiera que fuese. ¿Qué dijo exactamente?

Saqué entonces el libro y leímos el poema en perfecta y feliz armonía. Luego bajamos juntas la colina, hablando de Wordsworth y de Coleridge. Mejor dicho, ella hablaba y yo me dedicaba a escuchar una riada asombrosa de arte y ciencia fundidas a la perfección. Y, durante ese espacio de tiempo, fue como si las dos disciplinas nunca se hubiesen dividido, como si hubieran seguido fluyendo juntas durante los siglos XIX y XX, independientemente del Currículum Nacional. Habló del bosque Horner y del valle de Barle, del campamento de Dowsborough y del castillo de Mounsey, del Parque Nettlecombe y de la Mansión Kellynch, de los leprosos que vivían bajo la iglesia de Culbone, del ferrocarril de los minerales, de la curtiduría de Tom Poole y de las carboneras y las caleras. Afirmó estar impresionada de que yo hubiese encontrado Shurton Bars, donde solían descargar el carbón de Gales. No había mucha gente que supiera eso.

¡Dios santo, si hasta conocía el poema!, pues le había dado pie a hacer un comentario sobre el resplandor verde de la luciérnaga que se desvanece y la llama eléctrica de la caléndula. Probablemente os acordéis de los versos:

Se dice que en las tardes de verano

Resplandece la flor de color dorado

Con una llama eléctrica:

¡Así resplandecerán mis ojos enamorados

Cuando el éxtasis enorme de mi corazón

Salga como un rayo de este marco!

(Quizá no sean sus mejores versos, pero su nota a pie de página sobre la electricidad es realmente magnífica.)

Nos tomamos una cerveza juntas en el castillo de Comfort, e intercambiamos nombres y direcciones. Se llamaba Anne Elliot, y pertenecía a una antigua familia de Somerset que había sido propietaria de la Mansión Kellynch en sus días de gloria, aunque ahora vivía en Shropshire. «De hecho, vivo en muchos lugares, como quien dice —me explicó—, e instalo mi campamento allá donde encuentro líquenes.» Me invitó a cenar en el Centro de Estudios Rurales de Kellynch, pero decliné su oferta. No quería abusar.

Al día siguiente, tras una noche tranquila con una casera silenciosa, reprobadora y educada, decidí saltarme una visita planeada a la «guachi Watchet» y seguir hasta Porlock Weir para hacer la ruta costera, en busca de los bosques antiguos, las colinas y los románticos desfiladeros que permanecían en el mismo sitio de antaño, según me garantizó Anne. Un liquen con motas doradas llevaba setenta millones de años creciendo en esos bosques, me dijo. ¿Me acordaba bien de la cifra? ¿Setenta millones de años? El clima acompañaba y mi corazón cantaba.

Aparqué el coche en Porlock Weir y compré una botella de agua en una tiendecita. Me había llevado la mochila, algo de dinero y un cepillo de dientes, pues se me ocurrió que, si tenía ganas, podía seguir caminando hasta Lynton y el hechizado valle de las Rocas, pasar la noche allí y volver en autobús a la mañana siguiente. Le comenté el plan a la mujer de la tienda, claramente la encargada de vigilar el vecindario, y me dijo que era bastante seguro dejar el coche en ese aparcamiento, pero que llevase cuidado con los corrimientos de tierra. «Parece una persona sensata —me dijo, con cierto matiz admonitorio en el tono de voz—. Estoy segura de que ya sabe lo que se hace.»

Y hacia allí que me encaminé, partiendo desde detrás del Hotel Anchor, de paredes rosas. Atravesé campos donde pastaban rebaños de ovejas jacob, pasé junto a una pequeña y disparatada caseta de peaje, dejé atrás las ruinas de Ashley Combe, crucé las profundidades rojas de un túnel y subí por un sendero escarpado hacia Culbone. Visité la pequeña iglesia gris, con sus muchas lápidas de la familia Red —hay una, lo creáis o no, que pertenece a una estirpe de nobles llamados Red— y me percaté (¿me habría percatado con tanto entusiasmo el día anterior?) de los tonos naranjas, de un brillo extraordinario, que crecían sobre ellas. Luego seguí por el sendero, que ascendía, muy escarpado, hasta Silcombe. Hacía calor y el aire estaba impregnado de un olor intenso. Al salir del bosque, llegué a otro sendero despejado de márgenes inclinados, y al instante supe y sentí que me encontraba a menos de un kilómetro del origen del poema «Kubla Khan». Había vacas blancas junto a un manantial de aguas rojas, y más allá un campo con grandes corderos. Casi todos escaparon, ahuyentados, pero uno no se movió ni un ápice del sitio para hablarme, metiendo el hocico por la valla. Extendí una mano y me dio un empujoncito con su pequeña cabeza dura, chata y lanuda. Estaba aburrido, se alegraba de conversar conmigo. No os burléis de esta falacia patética: sé reconocer a un cordero aburrido cuando lo veo.

Seguí caminando hasta que volví a adentrarme en los bosques costeros. Entonces comprendí a lo que se refería mi amiga de Porlock Weir con lo de los corrimientos de tierra, pues desde la época de Coleridge buena parte del sendero se había ido deslizando, cayendo al mar. Hasta mi reciente mapa de Pathfinder se había quedado anticuado. A mis pies vi troncos de árboles caídos, unos brotando con valentía de sus ruinas, otros yaciendo muertos como cerillas. Y, mucho más abajo, el mar.

Ese fue el tramo en el que me dejé llevar por mi propia locura. Un cartel en una verja me informaba: «Peligro. Carretera cortada. No cruzar. Usar ruta nueva»; sin embargo, al otro lado divisé una jungla coleridgeana particularmente tentadora. El firme del camino parecía bastante seguro y, sintiéndolo mucho, diré que abandoné la ruta prescrita y enfilé por otro sendero a sabiendas de que no era el correcto. Me dije a mí misma que lo recorrería solo un ratito —me pareció oír el sonido de una cascada pidiendo a gritos que alguien la inspeccionase—, pero debería haberme conocido mejor, pues cada curva del sendero revelaba una vista nueva y maravillosa —abedules, helechos de lengua cervina, grandes losas de roca húmeda, cavernas musgosas, claros en los que se filtraba la luz del sol— que me impulsaba a seguir andando, con gran imprudencia. Y todo iba como la seda hasta que llegué a un punto donde un pequeño cauce seco atravesaba el camino. No podía llamársele ni siquiera salto —solo era medio metro, sin duda lo bastante estrecho para poder salvarlo—, pero caí con fuerza sobre mi talón derecho, y al instante sentí un pinchazo en el gemelo.

Me quedé ahí, a la pata coja, cual garza sorprendida. Era un dolor horrible. Con sumo cuidado, intenté volver a apoyar el pie. El dolor era intenso.

Cojeé hasta el tronco de un árbol, me senté y les eché un vistazo a mis dedos. Estaban bien. Todo parecía en orden, salvo que no podía apoyar la pierna derecha.

Y entonces decidí comerme un sándwich mientras filosofaba y me preguntaba, más prosaicamente, a cuánto estaría del primer ser humano y de mi pobre coche rojo.

Me habría desgarrado un tendón, o algún vaso sanguíneo se me habría roto. ¡Cosas que pasan! Me comí otro sándwich.

Estaba bastante tranquila, y el lugar era agradable. No obstante, reconocí que había sido una idiota, una idiota a la que solo le quedaba esperar que la pillasen en su idiotez, si no quería verse obligada a avanzar, o a retroceder, cojeando. Me preguntaba qué sería lo más inteligente. El mapa indicaba que había una granja un poco más adelante, pero yo ya sabía que no podía fiarme demasiado de él. Era perfectamente posible que la granja hubiese caído al mar.

Decidí volver sobre mis pasos renqueando. No resultó nada fácil. Tenía que apoyar el pie con gran cautela, pero no había andado ni cien metros cuando oí, como ya oyera el día anterior, un crujido en el bosque. Llena de esperanza, la llamé a gritos: «¡Anne! ¡Anne!».

Y, en efecto, era ella, ¿quién sino iba a ser? Salió de entre los matorrales, como la primera vez, lupa y pequeño cuaderno en mano, y exclamó con un placer que al punto se tornó en consternación:

—¡Pero bueno, Mary! —dijo, como si me conociese de toda la vida—. ¡Pero si eres Mary, Mary Mogg! ¿Qué te ha ocurrido? ¡Vaya una suerte que pasara por aquí!

En un santiamén elaboró un plan de acción: en vez de retroceder, avanzaría cojeando hasta llegar a esa granja que llamaban Tasketts y que, según me aseguró, seguía ahí. Ella regresaría a donde estaba su coche, aparcado en lo alto del camino, volvería para recogerme y me dejaría en un lugar seguro.

—No te preocupes, Mary —me dijo—, el camino hasta Tasketts es bastante fácil… solo a partir de ahí empeora…

Se alejó de allí a toda prisa, y yo me alejé cojeando, y después nos encontramos en ese lugar perdido, encajado en un valle profundo a medio camino entre el mar y el cielo.

—Vamos a entrar —dijo— y nos preparamos una taza de té. Nos la merecemos. No te preocupes, conozco a los dueños. Son viejos amigos, pero no están en casa ahora mismo.

Sacó la llave de debajo del deshollinador que había junto a la puerta y me invitó a entrar. Dentro olía a humedad, musgo y humo de chimenea. Puso en el fuego el hervidor, abrió un cartón de leche pasteurizada y nos preparó un té. Escribió una nota a nuestros desconocidos anfitriones que decía: «Queridos Bear: ¡adivinad quién se ha bebido vuestro té!».

—¡Vaya una aventura! —exclamó—. Ahora sí que no te va a quedar otra que venirte a pasar la noche a Kellynch. —Y soltó una de esas risotadas ululantes de los bosques.

Me rendí. ¿Qué iba a hacer?

Las siguientes veinticuatro horas fueron como un sueño de opio, inducido por unas cuantas copas, en la cena, de vino tinto búlgaro, y nada más. Me había topado con un reino encantado. Dimos parte de lo sucedido en Porlock Weir, donde mi amiga de la tienda chasqueó la lengua al enterarse de mi accidente, apuntando: «En fin, al menos tuvo la sensatez de decirme dónde iba». Luego Anne me llevó en coche hasta Kellynch, a treinta kilómetros de allí. Era una casa antigua, del siglo XVIII, pero con cimientos del XVI, otrora residencia de la familia Elliot, pero ahora repleta de aspirantes a botánicos que asistían a los cursos que allí se impartían los fines de semana. Anne se alojaba en el patio de las caballerizas, en lo que en su momento fueron las oficinas de la antigua finca. Se había traído a unos cuantos colegas liquenólogos: un joven del Museo de Historia Natural, una profesora de una universidad de Escocia, una poeta islandesa a tiempo parcial y un bateador de oro de la Guayana.

No había pasado una velada así en toda mi vida. En esa sala alargada de techos altos, rodeados de antiguos trofeos de los Elliot —aves en vitrinas, un cubo para el carbón con el escudo de armas familiar, una retorta química, una antigua imprenta—, charlamos y compartimos nuestros misterios. De cuando en cuando, Anne se levantaba para consultar un libro de los estantes abarrotados, pues esa sala también hacía las veces de biblioteca… ¡Y qué biblioteca…! Era el sueño de cualquier bibliotecario, la pesadilla de cualquier bibliotecario. Allí había herbolarios del siglo XVI, primeras ediciones de antiguos poemas topográficos o tomos coloreados a mano sobre líquenes y mariposas. Charlamos sobre Humphry Davy, sobre sir Walter Raleigh y sobre los albatros. Yo mencioné incluso a la brillante Shakira Jagan y las grandes esperanzas que había depositado en ella, a lo que el bateador de oro guayanés nos contó que su madre siempre había afirmado descender del mismísimo Toussaint-Louverture. Él nos habló de sus viajes remontando el Demerara y el Orinoco, compartió con nosotros las maravillas de la jungla, y la poeta islandesa nos describió los rincones secretos de Islandia donde es imposible hacerse daño, donde el aire es puro como en el Jardín del Edén. Los troncos de la chimenea se deshicieron en brasas y ceniza, y nosotros seguimos hablando.

Por fin me metí en la cama, en un vestidor recubierto de madera situado en un rincón de la sala. Anne me cerró la puerta y dormí como no había dormido en años.

Por la mañana, Anne me pidió que me quedase. «Prisionera de la sombra de este cedro —dijo, señalando con un gesto el inmenso árbol de los jardines, un poco más abajo, y la pequeña y hermosa Residencia de la Viuda, con sus paredes rosas, justo detrás. Según me contó, se la habían alquilado a una actriz romántica—. ¡Quédate hasta que te recuperes!» Pero yo sabía que si me quedaba más de una noche me convertiría en calabaza, o algo todavía peor. Tenía que irme, tenía que volver al instituto, dije. Pediría un taxi para que me llevase hasta mi coche. Naranjas de la China, dijo ella. Primero iríamos a ver a su médico, y si él me permitía conducir, y yo insistía, ella misma me llevaría al aparcamiento de Porlock Weir.

De camino a casa de su médico, que vivía en una remota colina abarrotada de cabras, nos metimos en un atasco provocado por un monstruo agrícola que se había empotrado contra los setos. En un abrir y cerrar de ojos, se formó una larga fila de coches, en medio de la nada: primero nosotras; luego dos monjas en un Honda Civic, sin aliento, no por la adoración, sino porque no paraban de parlotear; después un elegante granjero con un bigote fino; luego un joven con gafas y camisa roja —anarquista o saboteador de cazadores, especulamos—; después un sij con su turbante; por último, la camioneta amarilla de una librería ambulante. La campiña inglesa y su población variopinta auténtica y genuina…

Y ahora, por fin, estoy de vuelta en Northam. Este es mi sitio, después de todo. Aquí es donde las costumbres de la gente mejor casan conmigo. No cometeré el error de mudarme cuando me jubile, como hizo mi primera anfitriona.

Mi pierna está mejor. El médico me dio unas pastillas mágicas para los músculos y ya no cojeo.

He vuelto al trabajo, y mi excursión ahora parece un sueño, pero algo ha cambiado en mí, me siento más fuerte. Quizá a estas alturas ya hayáis sospechado que tras aquel verano en Somerset hace cuarenta años, después de graduarme, me sumí en una depresión profunda. Pasé un año sin que me importase vivir o morir. Me dormía llorando, y llorando me despertaba. Me recuperé, poco a poco, con la ayuda de Wordsworth, encontrando en él, como ya hiciera John Stuart Mill antes que yo, primero «la felicidad auténtica y permanente de la contemplación sosegada», y luego, al fin, «un interés creciente por los sentimientos comunes y el destino compartido de los seres humanos». Sin embargo, como una auténtica cobarde, tenía miedo de que, con la llegada de la vejez y la ociosidad impuesta, esa desesperación volviese a aparecer. Puse rumbo al oeste para poner a prueba mi destino. Y allí encontré a Anne Elliot, con aquel brillo salvaje en los ojos a sus sesenta años.

Dijo que tenemos que seguir en contacto y, quién sabe, quizá lo hagamos. O quizá no. Los de Yorkshire somos tozudos y desconfiamos de las nuevas amistades. Mi vida real y sobria está aquí, pero ya no temo el futuro como antes. El mundo desconocido sigue brillando ante mí. Y Shakira Jagan ha leído ya el soneto de Wordsworth a Toussaint-Louverture, y reconoce que es bueno. O que no tiene nada malo, como ella dice, con su estilo mezcla de la Guayana y de Yorkshire. Así pues, he regresado de mi periplo con algo de una magia que me ayudará a pasar el invierno.

(2000)