UNA HISTORIA DE ÉXITO
Esta es la historia de una mujer. No se podría haber contado hace unos cuantos años. Quizá ni siquiera hace tan solo cinco años. Quizá, en realidad, tampoco pueda contarse ahora. Quizá no debería escribirla, quizá sea mala idea escribirla. Pero merece la pena arriesgarse. Solo por ver qué pasa.
La mujer en cuestión era dramaturga. Se la consideraba una de las pocas dramaturgas de éxito de la época, y le había costado sangre, sudor y lágrimas llegar hasta ahí, pues sus orígenes eran humildes y provenía de una zona del país hostil hacia el arte, y de una familia que no había ido al teatro en su vida. No pertenecía a la clase trabajadora propiamente dicha, sino más bien a la clase media-baja, lo que hacía su éxito aún más excepcional, pues sus obras no tenían gran capacidad de impacto, sino que eran harto complejas y sutiles. Pero funcionaban, eran algo nuevo. Había conseguido abrirse camino hasta la cima. Empezó de ayudante de tramoyista en el teatro local, y luego pasó a trabajar de oficinista en un teatro provincial más grande, pues no le interesaba demasiado la vida entre bastidores. Entretanto, iba escribiendo sus propias obras. La primera la representó su compañía local, y tuvo muy buena acogida. Kathie (así se llamaba, Kathie Jones) solía decir, con humildad, que solo fue porque estaba escrita por una mujer, y que las mujeres dramaturgas se consideraban un mirlo blanco. Y un poco de razón llevaba. Sin embargo, su humildad no pudo explicar por qué siguió escribiendo a nivel profesional, por qué sus obras llegaron al West End y hasta se convirtieron en películas a las que les fue de maravilla. El trabajo se le daba bien, por eso tenía éxito. También se le daba bien, para su sorpresa, todo lo que rodeaba ese trabajo, y que durante tanto tiempo había impedido que las mujeres triunfaran; cosas como explicarse, discutir con directores megalómanos, defender con sangre fría sus ideas y adaptarlas cuando la cosa no funcionaba de verdad. Tenía mucho sentido común, era una persona tranquila y una gran profesional que podía valerse por sí misma.
No era, huelga decirlo, famosa en todo el mundo. Tampoco vayamos a pensar que se trataba de una estrella internacional. No, ella tenía éxito en su propio país, en su propio entorno. Algunas columnas de prensa rosa creían que merecía la pena hablar de ella, otras no. Aunque tampoco había mucho que decir de su persona, más allá de que era una joven tranquila y trabajadora, y que tenía amigos, un círculo de amigos íntimos —algunos escritores, un par de amistades de la época del instituto en las Midlands, uno o dos periodistas—. Algunos la consideraban un tanto introvertida; y, en efecto, lo era. No le importaba demasiado llevar una vida social intensa, porque no tenía tiempo y porque no la habían educado para eso, con lo que no habría sabido muy bien cómo comportarse en determinadas situaciones. Vivía con un periodista que viajaba muchísimo: siempre estaba en Brasil o en Vietnam, o escalando el Everest. Era un hombre excepcional, con un corazón de oro, y hacían buena pareja. A veces le daba pena que se marchase, pero estaba siempre tan atareada que no lo echaba mucho de menos y, además, cuando volvía traía un montón de novedades interesantes. Él, por su parte, la amaba, y confiaba en ella.
Así pues, se podría decir que la vida le iba muy bien. Tenía un trabajo que le gustaba, cierta reputación, una buena relación, unos cuantos amigos de verdad y unos ingresos respetables, aunque fluctuantes. En este punto de la historia contaba con treinta y pocos años, y había escrito cinco dramas de éxito y varios guiones de cine. Una de sus obras se estaba representando en un pequeño y lucrativo teatro del West End, y ahora se divertía trabajando en una adaptación televisiva de una obra de Strindberg. Su pareja estaba en el extranjero, en Hungría, aunque volvería pronto, a finales de esa misma semana. En el momento en que nos centramos en ella, estaba colgando el teléfono, justo después de hablar con él. Se habían intercambiado novedades: ella le había explicado lo que había en su buzón, que siempre le abría, y él le había dicho que la quería y que estaba deseando volver y cubrirla de besos, pero sobre todo besarla entre las medias y el liguero, y que por favor se pusiese esas prendas anticuadas para recibirlo y darle la bienvenida. Luego le dijo que disfrutase de la velada, pues estaba a punto de salir para una fiesta de postín. Así que, mientras colgaba el teléfono, no podía dejar de sonreír.
Era una mujer bastante atractiva. Esto no lo hemos mencionado hasta ahora porque no debería tener ninguna relevancia. ¿O sí? Bueno, ya veremos. El caso es que no estaba mal, aunque tampoco era nada del otro mundo. Tenía un rostro bastante alargado, de facciones marcadas, y una señora nariz; era de manos grandes y de hueso recio. A algunas personas les parecía guapa, pero otros la veían algo anodina. Os hacéis una idea. Fue una niña sosa, como su madre nunca se cansó de repetir, y en consecuencia de adulta jamás confió demasiado en su físico. Ahora no le importaba, pues se sentía feliz de todos modos, y mientras su amante siguiera interesado en las cosas importantes de la vida, como sus piernas, mirarse al espejo la traía sin cuidado. De hecho, rara vez lo hacía, salvo para cepillarse el pelo, y casi siempre llevaba la misma ropa hasta que se desgastaba. Sin embargo, aquella noche era diferente. Al menos tendría que echarse un vistazo, así que cuando colgó el teléfono fue al baño para echarse un vistazo.
La de esa noche era una fiesta bastante especial, de lujo, no el típico sarao, así que se puso su mejor traje, un vestido largo color aguamarina que en su momento le pareció que pegaba con sus rasgos clásicos. Ahora ya no estaba tan segura. De hecho, no estaba para nada segura de su aspecto actual. Cuantos más años cumplía, más le parecía que había cambiado. Tampoco es que importase demasiado, pero, de cuando en cuando, a una le puede apetecer ponerse su mejor vestido. Se lo compró para una de sus noches de estreno, hace años, y no se lo había puesto demasiado desde entonces. Ya no asistía a sus propios estrenos; ni a los de nadie, la verdad sea dicha. Le había costado mucho dinero para la época en la que se lo compró. Nunca había gastado demasiado en ropa, pero ahora gastaba todavía menos. Mirándose al espejo, subiéndose un poco el hombro, se preguntó si se lo había puesto porque lo que iba a hacer, por más que tratase de convencerse a sí misma de lo contrario, aún la ponía algo nerviosa. Seguro que no. A esas alturas, seguro que no. ¿Qué iba a importarle?
El anfitrión de la fiesta era uno de los empresarios teatrales más relevantes (socialmente hablando) de Londres. Y ella había accedido a asistir para conocer al héroe de sus sueños de juventud. Todo muy romántico. Se llamaba Howard Jago (un nombre perfecto, aunque la gente como él suele tener ese tipo de nombre) y era uno de los escritores estadounidenses más importantes de su generación. Había firmado obras que hicieron sangrar su corazón a los dieciséis años. Y que, curiosamente, seguían conmoviéndola en lo más profundo de su ser.
Lo admiraba más que a cualquier otro escritor vivo. No había seguido escribiendo obras de teatro (ella sabía de sobra que los dramaturgos, en comparación con otros autores, tienen una vida laboral breve). Ahora se dedicaba a los guiones, y también hacía algo de periodismo político. Además, había publicado un par de novelas que a ella le habían encantado. Nunca se hartaba de leerle.
De niña, lo que más deseaba en este mundo era conocerlo. Incluso le escribió una carta de fan para contárselo. Él no respondió. Probablemente nunca la recibiese.
Ya había tenido varias oportunidades de conocerlo, pues venía con frecuencia a Europa y lo publicaban los mismos editores que a ella. Sin embargo, siempre había declinado.
¿Por qué? ¿Tenía miedo de aburrirse o de quedar decepcionada? ¿Miedo de no quedar decepcionada? ¿Tenía miedo de que él quizá no hubiese oído hablar de ella (cuando, según las reglas del juego, debería), de que le pareciese aburrida? Ahora, cepillándose el pelo mientras se miraba al espejo, se preguntaba esas cosas. Aunque a lo mejor, sencillamente, las otras veces la habían pillado demasiado ocupada. O quizá Dan estaba en casa y no quiso ir. Él no era nada aficionado a las fiestas exclusivas, y, por regla general, ella tampoco. Preferían emborracharse mucho y discretamente en casa, entre amigos: esa era su forma de vida social predilecta.
No lograba explicarse por qué había rehusado conocerlo antes; ni por qué, ahora, había decidido hacerlo.
Se lo quitó de la cabeza mientras bajaba las escaleras y buscaba un taxi. En la fiesta habría un buen montón de gente a la que conocería.
Y, en efecto, conocía a casi todo el mundo, de vista o personalmente. Mientras miraba a su alrededor, observando esa casa inmensa de Belgravia y a sus brillantes invitados —estrellas de cine con trajes extravagantes, diplomáticos, escritores, ministros, actores y actrices—, pensó, algo aliviada, que al menos ya no tenía que estar nerviosa. Y eso restaba un poco de emoción al asunto, pero era mucho más agradable sentirse cómoda que emocionada. El exceso de emoción siempre le había parecido agotador, y al final siempre acababa resultando un chasco. Ahora buscaba y encontraba placeres más duraderos. Sin embargo, en el pasado había sido muy distinta. Debió ser ambiciosa, o no habría acabado, ni por casualidad, donde ahora estaba, ¿verdad? Y, mientras hablaba con una amiga, con un ojo puesto en Howard Jago, se dijo: «Si hace veinte años hubiese sabido que acabaría aquí, en una sala como esta, con gente con estas pintas, me habría puesto contentísima». Era una auténtica pena que en aquel entonces no hubiese podido sentir esa emoción concreta: la emoción de saber con anticipación. En ese instante ya no valía demasiado.
La casa era enorme. Había tapices colgados en las paredes y estatuas en los rincones. Los cuadros estaban firmados por Francis Bacon, Bonnard, Matthew Smith o Braque.
Al rato vio acercarse a su anfitrión, que acompañaba a Howard Jago en su dirección; Jago estaba haciendo su ronda de saludos. Era tal y como se lo había imaginado: salvaje, serio, irregular, un poco más alto a escala natural… El tipo de hombre que es aún más grande de lo que parece en televisión. (Lo había visto fugazmente un par de veces.)
—Y esta —dijo su anfitrión— es una de las personas que ha insistido en conocer. Le presento a Kathie Jones.
Kathie sonrió, educada. Jago le estrechó la mano.
—Disfruté con su obra la otra noche —dijo Jago, educado.
Parecía que estaba siendo cuidadoso. Quizá estuviera un poco borracho.
—Es muy amable por su parte —dijo Kathie—. Quiero que sepa que siempre he admirado muchísimo su trabajo. Lo he admirado… —e iba a decir «desde niña», que habría sido cierto, pero tuvo que detenerse porque podría parecer un comentario grosero sobre su edad, así que concluyó con—:… lo he admirado desde que lo descubrí.
Intercambiaron una mirada, estudiándose, y sonrieron con cortesía. A Kathie no se le ocurrió nada más que decir. De repente se acordó del motivo exacto por el que no había querido conocerlo: no quiso porque sabía que era un donjuán. Se lo había contado una amiga suya, actriz, que lo había pasado mal por su culpa en Nueva York. «No puede evitarlo —le dijo su amiga—. Es un cabronazo, odia a las mujeres, lo típico, pero tiene que enrollarse con ellas, no puede dejarlas tranquilas…»
El recuerdo la paralizó. Se preguntó por qué no se había acordado antes. En cualquier caso, su obra dejaba claro que le pasaba algo con las mujeres. No le gustaban, pero al mismo tiempo tenía que conseguirlas. Sin embargo, era un autor lo bastante grande como para que a ella no le importase. Y precisamente eso daba cuenta de su grandeza, y más cuando ella solía prestar una atención considerable a ese tipo de cuestiones.
De repente, al acordarse de Dan, al que sí le gustaban las mujeres y que la quería a ella en concreto, para su enorme deleite, la invadió una sensación placentera.
Se quedó ahí, sonriendo y sin decir nada más. O, mejor dicho, preguntó:
—¿Y cuánto tiempo se va a quedar en Londres esta vez, señor Jago?
Y él le dio una respuesta igual de trivial. «Está bien —se decía Kathie—, es seguro. No pasa nada.» (¿Qué quería decir con eso?)
Mientras lo escuchaba vio acercarse a una actriz de cine. Se trataba de una mujer con un enorme glamur que se aproximaba directa a su objetivo.
—¡Howard, Howard, aquí estabas! ¡Te he perdido! —dijo en tono quejumbroso, pasándole un brazo por encima del cuello con un gesto posesivo. Un collar centelleaba sobre su palpitante pecho.
La mujer comenzó a acariciar su pelo canoso apasionadamente mientras se giraba para saludar a Kathie. «¡Anda, hola, Kathie, qué sorpresa! Llevo siglos sin verte… Howard fue a ver tu obra, ¿te lo ha contado ya?… Ay, mira, Howard, ahí está Martin», y se lo llevó agarrándolo del brazo, pero para entonces Kathie Jones ya se había girado. Se alegraba de haberse deshecho de él, se dijo. El ligero balanceo de su cuerpo cuando Georgina tiró de su brazo le confirmó que estaba borracho. A Georgina, una joven con una voluntad de hierro y en ocasiones muy simpática, le iba todo como la seda. Kathie les deseó lo mejor y después se marchó en busca de algún amigo compasivo, mientras pensaba que la pobre chiquilla de dieciséis años que fue se habría quedado conmocionada, más de lo que pudiera imaginarse, por haber perdido la oportunidad de preguntarle, de oírle hablar, incluso, sobre lo que pensaba, quizá, del libre albedrío (uno de sus temas predilectos) o de la evolución (otro). Se sonrió, y se dirigió hacia donde se encontraba un grupo de editores. Ellos eran mucho más interesantes que Howard Jago.
Un par de horas después, él volvió a acercarse. Ella se estaba divirtiendo. Tenía al alcance de la mano toda la bebida que pudiera desear, un bufé provisto de excelentes manjares, a algunas personas a las que conocía muy bien y a otras a las que llevaba sin ver una eternidad. Había bebido sin prisa, pero sin pausa, y estaba sentada en un sofá con una actriz y su marido y una pareja de desconocidos, riéndose a carcajada limpia, casi ahogándose, con una anécdota sobre una de sus obras, cuando él se aproximó de nuevo a ella. Parecía más taciturno que antes, y a todas luces más borracho. Cuando estuvo a su lado, Kathie le hizo un hueco en el sofá, pues quedaba claro que tenía intención de sentarse. Ellos seguían riéndose de la historia.
—Hola otra vez —dijo ella, girándose hacia él, ahora segura, sin esperar nada, con la intención de incluirlo en el grupo—. ¿Conoce a Jenny, a Bob…?
—Sí, sí —dijo airadamente—, los conozco a todos. Ya me han presentado a todo el mundo. Ahora lo único que quiero es largarme de aquí.
—¿Y por qué no se va? —preguntó Kathie educadamente, un poco desconcertada. Mientras hablaba, vio a Georgina acercarse con paso amenazante. Jago también la vio y dio un respingo. Se puso en pie de un salto, obligando a Kathie a hacer lo propio.
—¡Venga —la apremió—, vamos a salir de aquí! —Ella estaba emocionada: solo había oído hablar así a alguien en las películas. Howard Jago dio la espalda a Georgina, mostrándose deliberadamente grosero, y se llevó a Kathie al otro lado de la sala, agarrándola del codo, también con un gesto que había visto solo en el cine.
Se detuvo al llegar a la barra, tras haberse desembarazado de su perseguidora.
—No ha venido usted sola, ¿verdad? —dijo entonces, girándose hacia ella con una caballerosidad clásica y asombrosamente predecible—. Es imposible que la mujer más atractiva e inteligente de la sala haya venido sola, ¿verdad?
—Sí, he venido sola —dijo Kathie.
—¿Y dónde está su hombre?
—En Hungría —respondió Kathie.
—Ya estoy harto de esta dichosa fiesta —dijo Howard Jago—. ¡Larguémonos de una vez, por el amor de Dios!
—No sé… —dijo Kathie—. Debería despedirme…
—No necesitas despedirte de nadie —cortó él—. ¡Venga, vamos!
Ella titubeó.
Él la agarró del brazo.
Ella fue.
Bajaron y buscaron un taxi, pero era uno de esos distritos en los que no se tarda mucho en encontrar uno. Entraron. Luego él dijo, como si aún estuviese en una obra de teatro o en una película escrita por alguien infinitamente inferior a ambos:
—¿Dónde vamos, a mi hotel o a tu casa?
—A tu hotel —dijo ella—. Pero solo un rato. Tengo que volver a casa. Mañana por la mañana doy una conferencia sobre guiones.
Mentía.
—¡Dios santo! —dijo él, mirándole las piernas; subiéndole un poco la falda, de hecho, para mirarle las piernas—. Tienes unas piernas preciosas.
—No son nada del otro mundo —dijo ella, y era cierto.
Llegaron a su hotel, junto a Bond Street. Bajaron del taxi, entraron en el edificio y subieron a su habitación. Él le pidió al portero que les llevase algo de beber.
La habitación era inmensa y lujosa. Kathie se sentó en un sillón y él hizo lo propio. Tomándose una copa charlaron sobre la fiesta y la gente que había asistido a la fiesta. Hablaron de su anfitrión, de Georgina, de otros dramaturgos y de la actriz que el año anterior lo había pasado tan mal por su culpa en Nueva York. Kathie sabía perfectamente lo que hacía: no acabaría en aquella cama por nada del mundo. Lo dejó claro, para que no hubiera lugar a dudas. Se rieron mucho, y llamaron a recepción para pedir más bebida y un sándwich, y hablaron de un montón de tonterías. Hasta que ella se percató de que emprendía la retirada. Al fin y al cabo, era un hombre sensato. Y cuando le dijo que debería irse, él la miró y añadió:
—En fin, soy demasiado viejo para ti.
Pero no lo diría con demasiada convicción, o ella no le habría respondido con la horrorosa frase que pronunció (y que años antes ya le había dicho a un actor italiano en Roma):
—No deberías intentar —dijo con una sonrisa falsa— seducir a inocentes chicas del campo.
Él soltó una carcajada igual de falsa. Ella le dio un beso y se despidieron.
Bajó las escaleras, se metió en un taxi, y media hora después estaba durmiendo.
Y ahí acaba la historia. Volverían a encontrarse, a lo largo de los años, en fiestas similares, y él volvería a halagar sus piernas y su aspecto. Nunca mantuvieron una conversación seria. Pero eso no forma parte de esta historia.
La cuestión es: ¿qué pensaba ella de ese episodio? Todo el mundo coincidirá en que no sale demasiado mal parada. Se comportó con frialdad, pero sin mostrarse tajante. Soltó algunas tonterías, pero ¿quién no las suelta en una situación tan tonta? No tenía remordimientos, aunque sí unos cuantos por la chiquilla de dieciséis años que, de algún modo, acababa de perder la oportunidad de su vida. Al crecer se había convertido en alguien del todo distinta a la que se imaginaba. Y sí sentía, por decirlo de algún modo, algunos remordimientos por su imagen de ese hombre. La había echado a perder, tenía que admitirlo. Aunque no para siempre, pues, curiosamente, unos años después, fue al teatro a ver una de sus primeras obras y se sintió recorrida por las mismas oleadas de admiración, que anegaron su resentimiento, como si el antiguo yo del dramaturgo siguiese hablando, y ella escuchando, en un mundo atemporal. Sin embargo, pasó años y años pensando que jamás sería capaz de volver a tomarse en serio su trabajo, y cuando le describió la velada a Dan, habló tan mal de él y de su comportamiento grosero, chauvinista y varonil, que Dan, que por lo general estaba con ella y se indignaba por esas cuestiones, empezó a sentir un poco de pena por Howard Jago, e incluso se puso de su parte. «Pobre señor Jago», decía, con cariño, siempre que salía su nombre a colación. «Pobre señor Jago», decía, tumbado a salvo entre las piernas de Kathie. «¡Qué velada más decepcionante…! Lo siento un poco por él, por su mala suerte al haberte escogido a ti, cariño.»
Pero eso no es todo. Debería ser todo, pero no. Porque Kathie, cuando le contó la historia a Dan, estaba mintiendo. Intentó mentir cuando se la contó a sí misma, pero no tuvo demasiado éxito. Al fin y al cabo, era una mujer honrada, y reconocía que había sentido más emoción cuando Howard Jago la escogió en una fiesta —incluso sabiendo la forma en que lo hizo, con indiferencia, para irritar a otra mujer— de la que habría sentido con cualquier debate, por profundo que fuese, sobre sus respectivas obras. Habría cambiado de buena gana toda la obra del dramaturgo, y todo el placer duradero que le había proporcionado, por ese comentario idiota que él hizo sobre sus piernas. Prefería que la desease, aunque fuera con indiferencia, a que le dirigiese la palabra. Prefería que le gustase su cara antes que sus obras.
Es horrible decirlo, pero recordaba su rostro, mirándola, taciturno, borracho, sexy, curtido, astuto… Lo recordaba deseándola, aunque fuera con cierto desinterés, y sentía una satisfacción permanente por haber sido capaz de despertar ese deseo, por haber sido capaz de lograr que un hombre como él la mirase así. Era mejor que las palabras, mejor que la amistad.
Es horrible decirlo, pero así es como son algunas mujeres. Incluso las mujeres buenas, sensatas, plenas y felices como Kathie Jones. A veces intentaba justificarse: «Solo soy así porque era una niña sosa y necesito reafirmarme». Pero no podía engañarse. En el fondo sabía que era, simple y llanamente, una mujer, y que así es como son algunas mujeres.
Algunas personas son así. Algunos hombres también son así. Howard Jago era exactamente así. Lo que más le gusta a la gente es que la admiren. ¿Qué le vamos a hacer? Quizá este tipo de cosas no deberían confesarse. Estas cosas no deberían haberse dicho, ni siquiera hace tan solo cinco años, sobre una mujer como Kathie Jones. Todo lo contrario, para no ser políticamente incorrectos. (Esto solo es una historia, y Howard Jago no odiaba de verdad a las mujeres, o no más de lo que Kathie odiaba a los hombres.) Pero ahora Kathie Jones está bien. La situación ha cambiado, y eso lo justifica. Ahora podemos decir lo que queramos de ella, porque está bien. Creo.
(1972)