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UN DÍA EN LA VIDA DE UNA MUJER SONRIENTE

Había una vez una mujer. Tenía treinta y tantos años y era muy famosa, en cierto sentido. La verdad es que no pretendía serlo: sencillamente, la fama le había llegado sin demasiado esfuerzo por su parte. A veces pensaba en eso, un tanto perpleja, y se decía: «Esta soy yo, Jenny Jamieson, y todo el mundo sabe quién soy».

Su marido también era muy famoso, pero solo para la gente que sabía a lo que se dedicaba. Su fama solo abarcaba su mundo. Era el editor de un semanal, de manera que tenía bastante influencia sobre cierta gente. De hecho, fue su influencia lo que le proporcionó el trabajo a Jenny. Se estaba empezando a aburrir, su hijo pequeño iba a la guardería y los mayores al colegio, así que su marido le buscó algo con lo que mantenerse ocupada. Preguntó a unos cuantos amigos y, al final, le encontró un trabajito agradable en un canal de televisión. Sin embargo, no se había imaginado en absoluto lo popular que se volvería. Todo el mundo pensaba que Jenny era guapa. De hecho, desde hacía algunos años se había convertido en el estereotipo de un cierto tipo de persona: atractiva y un poco inquieta, con curiosos arrebatos de malicia por culpa del aburrimiento, adoraba a sus hijos, cocinaba y flirteaba un poco (o quizá más de un poco) con los amigos de su marido y sus antiguos amantes. Se merecía un trabajito. Y por ese motivo ella, cuando su imagen se emitió en pantalla y le cogió el ritmo a su nuevo empleo, se transformó. Pasó a ser, en muy poco tiempo, una auténtica belleza. La transformación le llevó varias semanas, que pasó experimentando con diversos peinados, prendas y expresiones faciales. Y cierto día, de repente, se había convertido en una belleza, y perfectos desconocidos hablaban de ella con deseo. Y ahí no acababa la cosa: también era extremadamente eficaz. Siempre había sido eficaz, la verdad sea dicha. Siempre servía los cuatro platos que solían componer las comidas familiares, cocinados a la perfección, en el momento justo. Nunca llegaba tarde a recoger a los niños del colegio, nunca se olvidaba de su dinero para el almuerzo ni de sus cosas para la piscina. Nunca se le acababa el azúcar ni el papel higiénico ni la cinta adhesiva. Así que nadie debería haberse sorprendido de lo bien que se adaptó a su nueva vida.

Nunca llegaba tarde. Nunca olvidaba una cita. Nunca se le pasaba su sesión informativa. Empezó discretamente, haciendo entrevistas sobre actos culturales en una sección de un programa de arte, y siempre conseguía dar en el clavo, pronunciando las palabras oportunas a todo el mundo en el momento oportuno. Nunca resultaba ofensiva, pero tampoco aburría a la gente. Era inteligente y ágil, empanzaba con todos sus entrevistados, y, ahí sentada, radiante y centelleante, se mantenía perfecta desde el principio al fin de su sección. Todos la admiraban, a nadie le caía mal. En un abrir y cerrar de ojos, le concedieron su propio programa, donde podía hacer lo que se le antojase. Solía invitar a todo tipo de personajes a sus entrevistas, y charlaba con ellos, demostrando seriedad, interés y alegría. Le contaba a cualquiera que quisiese oírla que le encantaba su trabajo, que tenía una suerte inmensa, que le permitía conciliar la vida familiar, que no la obligaba a viajar demasiado. Es un compromiso perfecto, repetía, sonriente. No se tomaba a sí misma demasiado en serio. «Solo es entretenimiento», solía decir. «Soy una afortunada —solía decir—. Lo único que hago es hablar de lo mismo que en mi casa, y encima me pagan. ¡Miel sobre hojuelas!»

A su marido aquella situación no le gustaba un pelo. Se volvió extremadamente arisco. Jamás volvía a casa antes si podía evitarlo, pero tampoco le avisaba cuando se iba, porque no quería facilitarle lo más mínimo la vida a Jenny. Quería hacérsela todo lo difícil que pudiera. Así que llegaba sin previo aviso y se marchaba con las mismas. Además, dejó de invitar a sus amigos a casa. Hacía infinidad de comentarios e insinuaciones desagradables sobre los colegas de Jenny de la televisión, como si se le hubiese olvidado que había sido él quien la había introducido en aquel mundo. A veces se despertaba en plena noche y le pegaba. La acusaba de desatenderlo a él y a los niños. Ella no tenía muy claro cómo habían llegado a ese punto. No parecía tener mucho que ver con ella, pero suponía que debía de ser culpa suya. Por la noche, cuando estaba oscuro, solía pensar que sí era culpa suya, pero por la mañana se levantaba siempre con una sonrisa.

Entonces, una noche, volvió del trabajo, como solía ocurrir los miércoles, tarde y agotada. Se percató, mientras aparcaba el coche ante la puerta de la casa, de que las luces de la planta baja seguían encendidas, y lo lamentó, porque no le apetecía nada hablar. Se sentía demasiado cansada. Quizá le habría gustado hablar de su programa, porque había estado interesante —había entrevistado a un político sudafricano vetado para que le comentara los problemas de la educación política—, pero para entonces su marido nunca veía el programa. Buscó su llave y abrió la puerta principal. Le dolía la cabeza. Estaba molesta, tenía que reconocerlo, por lo de Sudáfrica. A veces pensaba que tendría que tomar alguna determinación respecto a las cosas que le molestaban. Pero ¿qué? Abrió la puerta del comedor y vio a su marido tumbado en el sofá. Estaba escuchando un disco y leyendo.

Ella sonrió. «Hola», dijo.

Él no respondió. Ella se quitó el abrigo y lo colgó en el respaldo de una silla. Iba a prepararse un vaso de leche caliente, como de costumbre, y después se iría directa a la cama. Pero, en ese preciso instante, se sentía demasiado cansada para moverse. El día había sido largo, así que se quedó ahí de pie, descansando, pensando en el camino hasta la cocina y en lo mucho que le apetecía meterse en la cama. Estaba a punto de preguntarle a su marido si le apetecía beber algo —aunque nunca le apetecía: no le gustaba la leche y el café no le dejaba dormir— cuando ocurrió algo extraño. Él bajó el libro, la miró con una expresión de auténtico odio y dijo: «Supongo que estás esperando a que me ofrezca a prepararte la leche, ¿verdad?».

Lo cierto era que prácticamente nunca le preparaba la leche al volver del trabajo por la noche, así que parecía imposible que ella estuviese esperando tal cosa. Lo habría hecho unas tres veces en los últimos seis meses. La idea de que se ofreciese a levantarse y prepararle algo de beber no se le había pasado por la cabeza. Así que respondió, educada: «No, solo iba a preguntarte si a ti te apetecía algo». Y entonces ocurrió algo aún más extraño. Pues, en cuanto esas palabras salieron de su boca, se apoderó de ella un arrebato rabioso y violentísimo, como si una corriente eléctrica la recorriera de arriba abajo, y empezó a temblar y a chillar. Le gritó un buen rato, mientras él, tumbado, la miraba con una expresión melancólica, como satisfecho por haber tocado, por puro accidente, la tecla correcta.

Cuando al fin consiguió tranquilizarse, se preparó la leche y se fue a la cama. Sin embargo, mientras se tumbaba, tuvo la sensación de haberse sometido a una especie de terapia de choque, como si hubiese sufrido un daño cerebral y supiese que no iba a volver a ser la misma jamás. Bueno, tampoco exageremos. No era la primera vez que había estado a punto de sucederle algo así. Pero en esta ocasión había ocurrido, y la diferencia entre estar a punto de ocurrir y haber ocurrido es enorme. Era una mujer diferente. Y se fue a la cama siendo una mujer diferente.

Por la mañana se despertó, como de costumbre, sobre las siete y media, y pensó en la jornada que tenía por delante. Todos los días se levantaba a las ocho menos cuarto, por lo general, y les daba el desayuno a los niños. Varias personas, entre ellas su marido, le sugerían de vez en cuando que contratase a alguien para ayudarla con esas cosas, pero Jenny siempre alegaba que prefería encargarse ella. Le gustaba estar con los niños y no le apetecía que otras personas la viesen a esa hora de la mañana. «Además, tengo miedo de volverme una perezosa —añadía, con una sonrisa de incredulidad—. Si empiezo a ponerme excusas, acabaré quedándome todo el día en la cama y me convertiré en una auténtica vaga.»

Pero aquella mañana en concreto sí que se le pasó por la cabeza quedarse en la cama todo el santo día. «La verdad es que no le veo sentido a seguir adelante —pensó, mientras recordaba lo que le había ocurrido la noche anterior—. No puedo ganar, es del todo imposible. Haga lo que haga, voy a perder, está claro. Lo mismo da que me quede en la cama. Pero no, es más honroso dar guerra hasta la muerte.»

Así que salió de la cama.

Hasta ese día, no era habitual que ella le diese vueltas a ese tipo de cosas. Antes bien, solía decirse: «Aunque me dijeran que voy a morir hoy, me levantaría, como cada día, y barrería el suelo, igual que si fuera una mártir». Nunca había pensado, o no demasiado, en términos de ganar o perder, ni en campos de batalla.

Mientras se daba su baño diario, su hijo mayor le llevó el correo y los periódicos y le abrió las cartas. Leyó el Times mientras se vestía, y ojeó el Guardian cepillándose el pelo. Luego, antes de bajar a preparar el desayuno, reparó en las listas de cosas por hacer que tenía en la mesilla. Había varias listas, viejas y nuevas, y ella sabía que no era prudente repasar solo la más reciente. Algunas de las entradas estaban relacionadas con la compra: judías blancas, salchicha polaca, o también pastillas de vitaminas, cordones para Mark, zanahorias crudas (?). En otras ponía cosas como Clive Jenkins o buscar octroi. Resultaba difícil saber si las notas eran el reflejo de una organización extrema o de un auténtico pánico. Ni siquiera ella lo tenía claro. En dos de las listas encontró el mismo mensaje, que decía: «Hospital jueves». Eso parecía indicar que, o bien le preocupaba tanto ir al hospital que lo había anotado dos veces, de manera neurótica, en dos noches sucesivas, o que le importaba tan poco que tenía miedo de que se le olvidase. En cualquier caso, hoy era jueves, así que ya no se le olvidaría.

Bajó a preparar el desayuno. Dos de sus hijos querían sándwiches de beicon, y la otra dijo que solo iba a comerse una tajada de melón que había sobrado el día anterior. Ella se hizo una taza de café y, mientras sus hijos desayunaban, vació el lavavajillas y empezó a llenarlo de nuevo, cogió la ropa seca del armario de la caldera y la ordenó en pilas para después guardarla en los cajones. Luego apremió a los niños para que se pusieran los abrigos y los zapatos, los sacó de casa, los subió al coche y los llevó a clase. Para entonces ya iban todos al mismo colegio, cosa que le facilitaba bastante la vida, como solía apuntar con una sonrisa. Se acordó de recordarles, mientras bajaban a toda prisa, que no podría ir a recogerlos ese día porque tenía una cita, y que Faith iría a por ellos y les prepararía el almuerzo y el té. Luego regresó a casa y se acordó también de meter un billete de una libra en un sobre y dejarlo en el armario para Faith, por si se iba antes de que ella volviese por la noche. No habría hecho falta si su marido fuera a estar en casa, pero, como de costumbre, no había dicho si estaría o no, así que ella debía tener en cuenta todas las posibilidades, como la de que a Faith le gustaría encontrar un billete de una libra en el armario.

Luego hizo las camas, guardó la ropa seca, dejó en el fregadero las cosas del desayuno y fue a comprar té y el almuerzo de los niños (por suerte, la tienda quedaba cerca), porque, aunque en teoría Faith podría haberse encargado de eso perfectamente, en la práctica siempre acababa metiendo la pata en algo. Además, las dependientas la timaban con las vueltas porque no era inglesa, y Jenny no se consideraba tan sumamente rica como para permitir que la timasen día sí y día también, aunque a veces hacía como si nada. Luego, después de terminar todas esas tareas (ya eran las nueve y media), subió a su habitación a cambiarse, pues no podía pasarse todo el día con el jersey y la falda que llevaba puestos. Aquella tarde tenía que dar un discurso e ir a la entrega de premios de la fiesta de un colegio, y no le daría tiempo de volver a casa a cambiarse, habida cuenta del resto de cosas que le quedaban por hacer. A las diez y media, además, se había convocado una reunión del comité; llegaría de sobra, siempre y cuando decidiese rápidamente qué ponerse.

Tenía un montón de ropa, tal y como le exigía su trabajo, pero aquella mañana ninguna acababa de convencerla: o les faltaban botones, o había que lavarlas o eran más modernas de la cuenta para una fiesta de colegio. No encontraba nada apropiado. Presa de la indecisión, con el sudor acumulándose en gotitas sobre su labio superior y resbalándole por los brazos y los muslos, se dijo, frente al armario: «¿Ya está? ¿Hasta aquí he llegado?».

Pero no, porque al final decidió que, aunque era un pelín elegante de más, el vestido largo gris les gustaría a las niñas del colegio, y quizá incluso a la directora. A fin de cuentas, esperarían que llevase algo un poco peculiar, o no la habrían invitado. Así que se lo puso. También le parecía un poco más elegante de la cuenta para una reunión del comité, pero no creía que al comité le importara. Luego, para no tener que cambiarse las medias, que tenían algún que otro agujero, se puso las botas. No le gustaban los pantis, le parecían antihigiénicos. Y después cogió los documentos para la reunión y unos cuantos apuntes antiguos para su intervención, la tarjeta sanitaria para el hospital, la correspondencia que había mantenido con la directora del colegio y un libro del hombre con el que tenía previsto almorzar y lo metió todo en su maletín. Por último, pensando que ya estaba lista, se despidió de su marido, que había presenciado una parte de sus preparativos desde la cama y la otra desde su escritorio, que también se encontraba en la habitación. Y, con las mismas, se encaminó hacia la parada del autobús.

Nunca se llevaba el coche a la ciudad. No le gustaba conducir por Londres. «¡Qué sensata eres!», decía la gente, y Jenny Jamieson respondía que sí, que era sensata, y hablaba sobre los inconvenientes antisociales de conducir por el West End y, de cuando en cuando, se decía: «Si supiesen cuánto, pero cuánto me aterra el tráfico, ¿seguirían creyendo que soy sensata?».

Llegó a la reunión del comité con puntualidad, como de costumbre, y ocupó su asiento. Sin embargo, mientras asentía y sonreía a sus colegas, se vio obligada a reconocer que había ocurrido algo bastante desagradable, sin duda vinculado con la conmoción de la noche anterior. Y ese algo tenía que ver con que, de repente, ya no le gustaba el aspecto de esa gente. Nunca le habían hecho demasiada gracia, pero ese no era el motivo por el que acudía a las reuniones. Iba porque lo consideraba su deber. Se trataba de un comité creado para investigar la reorganización de los programas de formación de productores, directores y entrevistadores de televisión en ciernes, y también estudiaba solicitudes y sugerencias de esos aspirantes. Jenny sentía que debía participar en ese comité porque su propia entrada en el universo que ellos anhelaban había sido harto irregular. Creía que, por ser una persona con suerte, debería procurar ser justa con la gente que no había tenido los mismos contactos que ella. A fin de cuentas, no todo el mundo tenía la fortuna de ser pareja de Fred Jamieson. Sin embargo, sus colegas del comité no parecían estar movidos por esas razones.

Cuanto más los conocía, más convencida estaba de que se encontraban ahí, simple y llanamente, para conferir un aspecto de respetabilidad y democracia a un sistema que funcionaba a la perfección, que seguía funcionando y que no tenían ninguna intención de alterar. Se trataba de un sistema regido por el nepotismo, como sabía por experiencia. Por muchas recomendaciones respetuosas que hiciesen, los hijos menores y los amigos de amigos y los jóvenes espabilados recién licenciados en cualquiera de las universidades de moda seguirían teniendo ventaja. Ella había aceptado eso, en cierto sentido, pero seguía creyendo que su presencia era útil, aunque solo fuese porque a veces se las apañaba para explicar o defender alguna acción o a algún individuo concreto, en los que, de lo contrario, no se habría reparado siquiera. Había comprendido por qué los demás se comportaban así: casi todos eran mayores que ella, habían crecido en un mundo en el que se prosperaba siempre bajo la protección de un padrino, y les había ido bien. Eran gente amable, bienintencionada, cosmopolita, entretenida, cínica y quizá un poco tímida. Jamás se habrían atrevido a hacer tambalear la calma que reinaba a su alrededor, y mucho menos una de la que ellos disfrutaban. Ella siempre había respetado su posición, incluso la había comprendido. Y ahora, de repente, mirando las caras que rodeaban esa mesa reluciente —el aguileño y canoso Maurice, el diminuto viejo James Hanney, el joven brioso y refinado Chris Bailey, el hipócrita Tom, hijo de uno de los peces gordos, y todos los demás—, cayó en la cuenta de que los detestaba profundamente.

«Es curioso —se dijo, con los ojos clavados en sus documentos—. Es muy curioso.»

Y pensó: «Creo que un mecanismo diminuto se ha roto en mi interior. Hasta ayer, tenía un pequeño dial que giraba hasta que estas personas quedaban enfocadas como gente agradable, inofensiva y bienintencionada. Pero se ha roto, ya no volverá a girar».

Lo intentó una y otra vez, toqueteó y hurgó en su cabeza con el fin de arreglarlo, pero sin éxito. Los veía tal y como eran, con total claridad. Su incapacidad para reducirlos a su silueta habitual, que hacía que sus imágenes no se difuminasen en absoluto, conseguía que les percibiera tal como eran. Y eran horribles.

El mecanismo se había roto porque le había exigido demasiado. Llevaba años forzándolo.

Y ahora le parecía imposible poder soportar el aspecto de las cosas sin su ayuda.

Permaneció callada durante toda la reunión, pues no sabía cómo expresarse en esa nueva situación. Apenas recordaba el tipo de cosas que solía decir en esas charlas, que habría dicho de no haberse visto abrumada por el horror y la repugnancia. En un par de ocasiones se le ocurrió una frase diplomática, o se dio cuenta de cómo podría frustrar cierta iniciativa o sugerir un enfoque diferente, pero no le pareció que mereciese la pena molestarse. Y lo que más la asustaba era que siempre había sabido, desde un punto de vista intelectual, que no merecía la pena, que sus aportaciones eran insignificantes; sin embargo, había seguido haciéndolas, porque en cierto modo sentía que ese era su deber. Pero ahora ya no. Así pues, durante todo ese tiempo, solo había tratado de complacerse a sí misma. No tenía ningún sentido seguir apelando a su supuesto deber, pues nunca se había tratado de eso. No había ninguna esperanza de revertir la situación actual, hasta ahora mantenida a la sombra de sus buenas intenciones y su deseo de sacar el máximo partido a las cosas.

«Intentar sacar el máximo partido a las cosas —se dijo, cuando la reunión concluyó— es una actitud terrible. Las cosas tienen que empeorar antes de mejorar, como dijo Karl Marx.»

No sonrió demasiado cuando abandonó la sala. Adoptó, antes al contrario, una expresión preocupada que, a su modo de ver, la absolvía de todo compromiso.

Había quedado para almorzar a la una en un restaurante francés del Soho. Tenía que entretener a su próximo entrevistado. El hombre en cuestión condenaba la violencia en África y defendía con firmeza la necesidad de que las Iglesias ofreciesen su apoyo. Jenny confiaba en que su convicción se le contagiase, pues también ella empezaba a decantarse, ligeramente, por el pacifismo. Pero esta vez no estaba deseando que llegase la hora del almuerzo. Hubo una época en que comer fuera de casa constituía todo un deleite para ella: recién liberada del peso de preparar comidas que sus hijos no querían y de reflexionar con gesto taciturno frente a un huevo cocido o un trozo de queso, se embarcó con gran placer en los suntuosos banquetes en los que no faltaba el vino, el marisco, los cigarrillos, el café, ni una buena sobremesa. Pero el placer inicial se había ido desvaneciendo poco a poco, y ahora su cansancio era tal que temía quedarse dormida por las tardes.

Su secretaria había reservado una mesa. Según le dijo, el clérigo al que iba a entrevistar parecía encantado con la idea y, como el programa de Jenny pagaba muy poco a sus invitados, el almuerzo se había convertido, gracias a la sofisticación que ella había llevado a la cadena de televisión, en un gasto justificable. Al bajar del taxi, miró el reloj. Era la una menos cinco. Tenía cita en el hospital a las tres, y no podía llegar tarde, por mucho que le importase África.

Se estaba bebiendo un vaso de tónica cuando llegó el clérigo. Siempre pedía tónica si llegaba antes, porque como parecía ginebra, no inhibía a los demás a la hora de pedir alcohol si así lo deseaban. Había descubierto que, en general, la gente odia que la inhiban a la hora de beber alcohol. El clérigo, que había picado el anzuelo, pidió un Campari. Él esperaba que ella estuviese brillante, resplandeciente y centelleante, como una especie de árbol de Navidad. Podía vislumbrar la expectación en sus ojos, que la miraban por encima de la carta. Ella pensó: «¿Me atreveré a decepcionarlo?». Y luego se dijo, asqueada, mientras elegía una ensalada: «Trato a la gente como a niños, y a mis hijos, como a adultos».

Pensó en sus hijos con un anhelo incomprensible. Aquel anhelo se fundía, vagamente, con la imagen del hospital. Jenny Jamieson quería a sus hijos con locura. A veces, mientras los miraba, creía que iba a desmayarse de puro amor.

El clérigo pidió sopa y pollo en salsa. Ella se sumó al pollo. Hablaron sobre Mozambique, Angola, Rodesia y el liderazgo de los zulús. Hablaron sobre el Consejo Mundial de Iglesias. Lo vio disfrutar por la meticulosidad con la que ella había hecho sus deberes. Siempre había tenido muy buena memoria para fechas y datos, y le había resultado de lo más útil, pues le granjeaba el respeto instantáneo de sus invitados. Ella era consciente de que él sabía más sobre la realidad de la zona —había estado allí, a fin de cuentas, y había convivido con los indígenas—, pero no se le daban bien las fechas. Había superado su examen con éxito y ahora también triunfaba en su papel de examinadora.

Pero no le gustó el clérigo. Quería que le gustase, exactamente lo mismo que le ocurría a él, pero no se gustaron. Y el motivo por el que no le agradaba era precisamente que hubiera accedido a almorzar con ella y a salir en su programa. Esta vez pensó en Groucho Marx, no en Karl, y en su comentario de que no desearía pertenecer a ningún club que admitiese como socio a alguien como él. ¿Qué estaban haciendo ahí, los dos, comiendo en un restaurante caro cuando se acababa de firmar un acuerdo según el cual a los africanos de Rodesia no se les permitía votar hasta que obtuviesen unos ingresos de novecientas libras al año? El salario medio de un habitante de Rodesia era de ciento cincuenta y seis libras al año, o al menos eso había leído esa misma mañana en el periódico.

Después cayó en la cuenta de que ese era también el motivo por el que ella tampoco le había caído en gracia al clérigo. Almorzando en un sitio así resultaba imposible que se cayeran bien.

«Son demasiadas las concesiones que tenemos que hacer —se dijo—, así de sencillo.»

Si hubiese estado de humor, podría haber esbozado un gesto irónico, una sonrisa, para demostrarle que se había dado cuenta de lo que ocurría, incluso para reconocerle el mérito de pensar que quizá él también lo sabía. Pero ¿por qué tendrían que ser absueltos?

Sin embargo, seguía albergando la esperanza de que el miércoles siguiente, cuando el clérigo apareciese en su programa, la sensación fuese completamente diferente. Así que, mientras ambos se comían su pollo, declinaban el postre y bebían café solo, ella hizo preguntas y anotó sus respuestas. Luego el clérigo le dijo que tenía que irse, de modo que a ella le quedó tiempo de sobra para llegar cómodamente al hospital en taxi.

La sorprendía bastante tener que ir al hospital, casi tanto como la había sorprendido ir a la consulta de su médico un mes antes. Era una mujer extraordinariamente sana, ¡era Jenny Jamieson!, y tenía tanto miedo a la hipocondría (aflicción que despreciaba con todo su ser) que nunca se permitía pensar en su salud. No le prestaba atención a su propio cuerpo. No era algo que le produjese demasiado placer contemplar, pues, aunque por ahora resultaba hermoso, la decadencia de su belleza llegaría algún día, y no se permitía obcecarse demasiado ni en el placer ni en el miedo. Se consideraba una mujer sensata. Probablemente ya os hayáis dado cuenta de lo sensata que era. Sin embargo, por muy sensata que fuese, esta vez había pasado demasiado tiempo posponiendo lo inevitable. Llevaba ya varios meses sangrando cuando no le tocaba, y había estado demasiado ocupada para preocuparse siquiera del tema. De cuando en cuando, mientras lavaba las sábanas o tiraba a la basura las enésimas braguitas desechables, se decía: «¡Madre mía, madre mía, ya no lo puedo dejar pasar más!». Pero entonces el teléfono sonaba o uno de sus hijos la llamaba o llegaba el cartero o era hora de ir al estudio, y se le olvidaba. Así pues, no encontró tiempo para ir al médico hasta una mañana en que la llamaron de la empresa para decirle, inesperadamente, que no hacía falta que fuese, pues su invitado se había quedado retenido en Florida por una huelga de la aerolínea que debía haberle llevado a la ciudad. De modo que tenía la mañana libre y, en lugar de sentarse a disfrutar del periódico y de una taza de café, empezó a preocuparse, de manera instantánea y, al parecer, del todo arbitraria, por la pérdida de sangre. Fue al médico, donde se pasó una hora y media en la sala de espera. Ella, como la persona sana que era, pensaba que, en cuanto le describiese los síntomas, él le diría que no fuese tonta. Creía que solo le iba a confirmar que no era nada en absoluto. Pero no. En vez de eso, la escuchó con suma atención y seriedad, sin sonreír ni una vez (aunque ella ya lo hizo por los dos), y le dijo que debería ir a ver a un ginecólogo. «Ah, vale», respondió ella. Así que allí estaba, en el departamento de ginecología del hospital, esperando pacientemente su turno.

Pasó horas esperando. Gracias a Dios sabía que habrían sido horas. No dejaba de pensar en lo desmoralizador que habría sido no saberlo. Por suerte, ya no era tan joven ni se ponía tan nerviosa como antes.

El médico era un hombre bajito y agradable. Hurgó en su interior con los dedos hasta que ella pegó un grito. «¿Le duele?», preguntó él. «No, no», respondió ella. Porque no le dolía. La asustaba, pero no le dolía.

Ella, sentada sobre la sábana blanca de papel con sus enaguas beige, esperaba que él esbozase una sonrisa y le dijera que ahí no había nada.

Y, en efecto, sonrió. Pero lo que le dijo fue: «Tendrá que volver para someterse a una pequeña operación».

No prestó demasiada atención a las respuestas que dio el hombre a sus sensatas preguntas, aunque se obligó (como en su programa de televisión) a formularlas todas. Le interrogó acerca de tumores malignos, de citologías cervicales, de pólipos y de úlceras, pero no escuchaba sus palabras. Se acordó vagamente de una entrevista horrorosa que tuvo que hacerle a un ministro en la que los calambres y el dolor de barriga habían sido tan intensos que apenas pudo oír una palabra de lo que el hombre le explicaba. El ginecólogo le dio un golpecito en la rodilla, tal vez para intentar tranquilizarla. Sin embargo, no la reconoció: puede que estuviese demasiado ocupado hurgando en el interior de las mujeres para ver la televisión. Ella tampoco se engañaba en cuanto al alcance de su fama. Era consciente de que, además, todas las mujeres con enaguas son bastante parecidas. Le gustó que le diera un golpecito en la rodilla a través de la sábana del hospital.

«Acérquese al mostrador donde está la señora que da las citas, querida —dijo—. Y pregúntele cuándo pueden hacerle un hueco. Debería quedar una cama libre dentro de tres semanas.»

«Yo sé lo que es la belleza —pensó mientras salía por la puerta del hospital, temiendo ya su regreso—: la belleza es el amor que resplandecía en mi cara. Y está muriéndose, lo han matado, y lo único que verán será su propia fealdad. La belleza es amor.»

Su encuentro con el médico la había dejado tan aturdida que se pasó media hora deambulando por las calles distraídamente. Caminó por las inmediaciones de Oxford Street, mirando los escaparates de las librerías pornográficas.

Tenía un miedo atroz. Estaba muy enferma, se estaba muriendo. Contemplaba su final en Los amores de Lesbos o en El ABC de la flagelación. «He desperdiciado mi vida. Dios mío —se dijo—, guíame, por favor.»

En el tren empezó a pensar, con cierta tranquilidad, en todo lo que implicaba la muerte. Por suerte, se había hecho un seguro de vida hacía algunos años. En aquellos momentos le había parecido una buena idea, y nunca se arrepintió. Aunque competente en ciertos ámbitos concretos, su marido también era un completo inútil para algunas cosas. Además, como les suele ocurrir a menudo a los editores, mucha gente lo odiaba, y si alguna vez perdía su capacidad de controlar a los demás, no tardarían ni un segundo en intentar arruinarlo. Varios años atrás, justo cuando empezó a ganar dinero de verdad, se planteó hacerse un seguro, por el bien de los niños. Y eso fue lo que hizo. No se limitó a pensarlo, sino que lo puso en práctica. Era de ese tipo de mujeres. Así pues, no tenía que preocuparse por el futuro económico de sus hijos.

Pero ¿qué pasaba con respecto a lo que la necesitaban?

Los adoraba. Se había vuelto indispensable para ellos. Ese había sido su objetivo.

¿Llorarían por ella?

Fuera, la lluvia caía sobre el campo oscuro. Dos hombres, trabajadores del extrarradio, estaban jugando a las cartas, como cada tarde. Envidiaba su fuerza de voluntad para iluminar su destino. Dentro, ella estaba deshaciéndose en lágrimas, llorando sangre. ¿Qué debería decirles a las chicas, al final de ese viaje?

Una amiga suya se había suicidado no hacía mucho. Jenny, con amabilidad mecánica, había consolado a marido, amante e hijo, pues actuar así formaba parte de su naturaleza. Pero, a fin de cuentas, la que fue su amiga, la mujer y la madre, estaba muerta. El niño no pareció enterarse demasiado. Los supervivientes habían recibido una dosis de compasión abundante, pero la mujer, la amiga de Jenny, había muerto: se encontraba fuera del alcance de la compasión, del amor y del miedo. Ya no estaba. ¡Qué rabia debió de apoderarse de ella, justo antes de morir, al imaginar cuánto cariño recibirían los demás por su muerte, mientras ella se pudría en su tumba!

Jenny se imaginó muerta, y vio a sus familiares disfrutar del sol tibio de unas condolencias que para ellos resultarían mucho más agradables que su presencia. En aquel momento, ya no les importaría demasiado su presencia.

Aunque ese, huelga decirlo, no era el caso de sus hijos. No. Si muriese, ellos llorarían; tal y como haría ella, eternamente, en caso de que los perdiera.

Y, ahí sentada, de repente, supo que eso era todo, que había llegado el momento de ajustar cuentas. Tocaba pensar en ciertas cosas a las que no había prestado casi ninguna atención. Tendría que tomar en consideración, a partir de ahora, su propio no ser: ¿moriría en el quirófano? ¿Expiraría en manos de algún anestesiólogo incompetente? ¿Se apagaría lentamente por culpa de los tumores malignos, mientras los meses se convertían en semanas, y las semanas en días? Hacía poco le habían contado la historia de la amiga de una amiga que por la mañana se tomó el desayuno, jugó a las cartas con su hijo y charló un rato con otra amiga. Luego, al parecer, se quedó dormida. Pero estaba muerta, tumbada en la cama, y ninguna sacudida, ninguna llamada para el almuerzo, ya listo, consiguió despertarla. ¡Qué misterio, cuán taimada era la muerte, que se acercaba con tamaña malicia, por vías tan discretas! La muerte era para ella una certeza: se le había acabado la suerte. La muerte compartía vagón con ella, pero ¿qué preguntas podía hacerle a esa invitada no deseada? Ahí, en el 558, tenía que empezar a tomar decisiones sobre la existencia de Dios, el poder del amor humano y la naturaleza del azar.

No se puede decir que hubiera desatendido esos temas por completo, pero había aplazado su opinión. Le había llegado la hora de decidir. El tiempo se había acabado.

Hasta entonces, siempre supuso educadamente que Dios tenía que existir. Al menos, le había concedido el beneficio de la duda —como se lo concediera a Fred Jamieson en su momento—. Pero ahora se sorprendía, otra vez con esa sensación chocante, eléctrica y repentina, al ver que su muerte prematura e inesperada refutaba por completo la existencia de Dios, y que su fe solo se cimentaba en la creencia de que él cumpliría con sus obligaciones tal y como ella cumplía con las suyas. Si él fallaba (y la existencia misma del hospital sugería que cabía esa posibilidad), no podía existir en absoluto. ¿Cómo podía existir un Dios tan negligente con sus contratos como para permitir que ella muriese y rompiera su propio contrato con sus hijos?

Su muerte destrozaría a los niños. Ningún consuelo corrupto y adulto, ninguna promesa de cariño, los compraría. Cualquier tipo de confianza en el destino quedaría hecha añicos con su desaparición. Ella los había querido con locura, y era ese mismo amor lo que acabaría con ellos. Su amiga suicida no había querido a su hijo, así que el niño sobrevivió. Era su propio amor lo que acabaría con ellos.

La apatía de Dios, los golpes azarosos del destino y la capacidad del amor humano para hacer el bien y el mal… Todos esos elementos, combinados, conformaban un mundo tan amargo, tan oscuro, tan trágico que sentía su corazón llorar y morir, como su cuerpo.

Ellos llorarían por ella y no hallarían ningún consuelo. Estaría muerta, desaparecida e impotente, y entonces sabrían la espantosa verdad.

Se estaba separando de Dios, le había dado la espalda y se alejaba. Y entonces, al abandonarlo, fue consciente de cuánto le habría gustado que estuviese ahí, como también le habría gustado que su marido la quisiera. Pero no era el caso. Dios era demasiado débil, demasiado ineficaz… Ella había pasado demasiado tiempo buscándolo con la mejor disposición, pues, en cierto modo, le daba pena su «no existencia». «Si le doy la oportunidad de portarse mejor —se estuvo diciendo durante años, con una actitud vaga y maternal—, quizá aprenda a hacer las cosas. Quizá aprenda de mí y llegue a mostrarme su rostro.»

Pero no podía mostrarle su rostro, porque carecía de él. Ese era el verdadero motivo por el que no lo había visto hasta ahora. Le daba pena por él, como la pena que se siente por un amigo al que pillamos alardeando de algo que no tiene. No era su intención someterle a un interrogatorio sobre sus motivos para haber pasado tanto tiempo mintiendo a la gente… En realidad, no quería que Dios quedase como un tonto. Ella era Jenny Jamieson, la que nunca dejaba mal a sus entrevistados en televisión, y se andaba con pies de plomo para conducirse de esa manera, incluso dentro de su cabeza. Siempre había lamentado que la gente insistiese en condenarse con sus propias palabras, y procuraba por todos los medios evitar que pasase algo así. De modo que esta vez también pensó (o podía suponer) que no tardaría en encontrar la forma de ocultarle a Dios su violenta y más absoluta pérdida de fe en él: encontraría la forma de seguirle la corriente. No tenía sentido que ella se enfureciera por eso, y más cuando él era demasiado débil para soportar ningún tipo de furia.

El tren se detuvo en una estación, y luego volvió a ponerse en marcha, siguiendo su camino.

Lo que más pena le daba de todo aquello era que sus propios hijos nunca serían conscientes de la intensidad de su amor, de la profundidad de su preocupación por ellos. Era completamente imposible verbalizar la naturaleza de sus emociones. A un amante se le podían explicar esas cosas, pues al menos los amantes, desgarrados por la muerte, saben que el otro, a punto de morir, ha pensado en términos de amor. Para un amante, la muerte no tiene por qué significar rechazo y abandono. Sin embargo, para un hijo no puede significar otra cosa: ningún hijo puede saber cuánto se le quiere. Su mente jamás podrá abarcar la insondable pasión adulta.

«Les escribiré una carta —pensó—. Les explicaré por escrito cuánto los quería, y cuánto siento abandonarlos y dejarlos solos, y le daré la carta a mi abogado, y él la guardará en una caja fuerte y le entregará una copia a cada uno cuando cumplan dieciocho años.»

Sin embargo, sabía que nunca escribiría esa carta, pues hacerlo significaría algo así como sellar su sentencia de muerte, asignándole una fecha que aún no tenía. No podía permitirse correr el riesgo de convertir en una certeza lo que hasta ese momento estaba, cuando menos, abierto a la esperanza. Así que moriría, dentro de tres semanas, o tal vez de un año, y la carta quedaría sin escribir y ellos nunca sabrían lo que ella sentía. «Murió y nos abandonó —dirían—, porque no le importábamos lo suficiente, porque vivir no le importaba lo suficiente.»

Se imaginaba sus caras, sus pesadillas, su animadversión deformadora, infinita y enfermiza. Se imaginaba sus despertares solitarios, sus brazos vacíos, sus internados, sus consuelos sustitutos…

Ese era el precio del amor.

No parecía tolerable, no parecía siquiera posible.

Se extinguiría como una luz, se apagaría para siempre. No habría nada por lo que sentir compasión, ningún fantasma que se cerniera inquietantemente sobre sus cabecitas. Se vería obligada a incumplir lo pactado porque la misma muerte la forzaría a romper su contrato. Se había comprometido con sus hijos, al menos durante toda su infancia, pero incumpliría el contrato y no tendría ninguna excusa.

La amargura se había apoderado de ella, abrumándola, pero de repente sintió que empezaba a respirar de nuevo, pues ahora había localizado qué era lo que le daba miedo. Le habría plantado cara, pero estaba a punto de bajar del tren, así que pospuso la reflexión para más adelante. Dejaría el tema almacenado, para una revisión futura. Y, entretanto, tendría que pensar en qué contarles a las chicas del colegio. Abrió el bolso, sacó un viejo sobre y empezó a garabatear en él algunos apuntes para su discurso.

La directora estaba esperándola en la estación. La había recibido mucha gente por el estilo, en muchas estaciones por el estilo, y siempre pensaba en lo amables que eran esas personas. Tenía que pasar un tiempo prudencial para que, echando la vista atrás, admitiese que algunas resultaron finalmente bastante desagradables. Ahora, mientras se acercaba a la mujer, que la esperaba arrebujada en su abrigo de piel, se preguntó si una de las consecuencias de la proximidad de sus últimos días sería que siempre sentiría la aversión al instante, que el juicio negativo se pronunciaría casi con el primer golpe de vista. Le quedaba bastante menos tiempo y no tenía ningún sentido andar posponiendo las cosas. No pudo evitar ese pensamiento mientras se acercaba, se detenía, comprobaba que era esa clase de persona, con ese tipo de mirada de identificación, la que le extendía una mano gélida. Y, en efecto, ocurrió lo que había previsto. En aquel preciso instante supo que no le gustaba un pelo esa mujer, que no le apetecía malgastar un segundo de su valioso tiempo con ella. Más tarde se diría, no obstante, que la cosa podría haber sido bien distinta; y es que una parte de ella creería, durante el resto de su vida, que si no hubiera ido al médico aquella mañana, esa cosa que ahora estaba en su interior no existiría en absoluto. Nunca habría aprobado su existencia.

Mientras se dirigían en coche al colegio, la directora con abrigo de piel le habló de concejales y de autoridades educativas locales, y le explicó que había que ofrecerles una copita de jerez. A continuación, empezó a quejarse con amargura de que su colegio se había convertido en un centro de integración. Pero como Jenny Jamieson había aceptado la invitación precisamente porque el colegio era un centro de integración, no se mostró propensa a ahondar en el tema. Tampoco le parecieron nada justificados los motivos de la señora Trueman para despreciar a concejales y ediles locales, ni su falta de tacto para exponerlos. Más de una vez se había topado con este tipo de sorpresas, y nunca había llegado a averiguar si las personas osaban decirle esas cosas, simple y llanamente, porque malinterpretaban sus opiniones y principios políticos (que por otro lado ella se había encargado de dejar bien claros en público y eran bastante progresistas), o si al personal dichos principios les resultaban del todo indiferentes, y expresaban sus opiniones, con gran terquedad y poco tacto, independientemente de la naturaleza de su público.

Así pues, no tenía mucho que responder a la cháchara de la directora Trueman. Sin embargo, al llegar al colegio se las apañó para hacer los clásicos comentarios de rigor acerca de la belleza del emplazamiento, la modernidad de sus instalaciones, el precioso decorado floral que habían elegido para la fiesta…

Las copitas de jerez estaban preparadas. Se las tomarían antes de que diera comienzo la ceremonia. Jenny Jamieson fue un momento al baño de la directora y allí comprobó, alarmada, que estaba perdiendo mucha sangre. Sin duda el médico había estimulado de algún modo lo que quiera que estuviese produciendo el sangrado, revolucionándolo sobremanera. No tenía forma de parar la hemorragia: no se había llevado nada, no había caído, y la aversión que le causaba la directora era tal que se sentía incapaz de pedirle un tampón. En cualquier caso, probablemente fuera demasiado vieja para seguir usando ese tipo de cosas. En un primer momento, vivió unos instantes de pánico en ese baño con calefacción central. Pero al final decidió ignorar la sangre. «A fin de cuentas —se dijo—, mucho tendría que sangrar para que alguien se diera cuenta. Hay veces en las que una se siente empapada y, cuando va a comprobarlo, ni siquiera ha traspasado la primera capa de ropa, por no hablar ya de llegar a la superficie.»

No obstante, rechazó la copita de jerez. No se encontraba demasiado bien, y en aquella sala hacía muchísimo calor. Se tomó un vaso de agua, pues no había bebidas sin alcohol. «Aquí se acaba el estilo de vida elegante», pensó, viendo a la señora Trueman mostrar condescendencia, con gran pericia, ante concejales y empleados varios, y soportando a toda una serie de personas que le decían lo inteligente que era no beber antes de dar un discurso y lo contentos que estaban de no ser ellos quienes tuvieran que pronunciarlo. A decir verdad, se encontraba bastante mareada, y sentía un dolor punzante en el punto en el que el médico le había estado trasteando.

Sobre un estante había una pecera con varios peces tropicales. Tenían crías, pero estas se encontraban en otro tanque de cristal interior, protegidas. De lo contrario, las madres se las habrían comido. A falta de mejores temas de conversación, hizo algún comentario de admiración sobre los peces, y una mujer a la que le acababan de presentar empezó a contarle una historia sobre los peces dorados de sus hijos, que nunca les duraban mucho.

A Jenny Jamieson no le gustó en absoluto la deriva que había tomado la conversación. Sus propios peces habían muerto un año antes, y cuando los descubrió flotando bocarriba, en una posición triste, como si los dos hubiesen perdido su sentido del equilibrio en el agua, se sintió fatal. No le gustaba tener aquel recordatorio constante de la muerte en el comedor y, a pesar de todo, no fue capaz de salvarlos ni de matarlos, y no los cambió de sitio porque le parecía de mal gusto, despiadado, dejarlos morir en un lugar desconocido. «Mejor será que mueran aquí», pensó, y se quedó contemplando sus últimos estertores. Luego los enterró con delicadeza al fondo del jardín, bajo las ramas bajas de la griñolera.

Pero ¿qué le estaba contando ahora esa mujer, interrumpiendo sus recuerdos del funeral? Con una voz nasal, ronca y brutal, decía entre risas: «Y les dije a los niños que yo los enterraría. Que los enterraría en el jardín, les dije, pero evidentemente no lo hice. Los eché al sitio más obvio…». Y una o dos personas se rieron, pero Jenny había perdido el hilo, no sabía de qué estaba hablando la mujer. Fue consciente de que su cara solo expresaba asombro, perplejidad. Entonces tomó la palabra para preguntar dónde iban a enterrarse unos peces si no era en el jardín, y la otra mujer respondió, contundente: «Pues ya se puede imaginar, los tiré al váter… A ver, ¿es que usted no lo habría hecho?», y solo en ese instante Jenny comprendió que esa mujer de verdad había tirado al retrete los peces dorados de sus hijos y les había contado a ellos que los había enterrado en el jardín. No sabía qué le resultaba más antinatural, si la falta de sensibilidad de la mujer o el exceso de dicha sensibilidad por su parte, que le impedía comprender al vuelo el significado de las palabras, el final de la vida, los sitios obvios para depositar cadáveres. Había mandado esos cuerpecitos dorados tubería abajo, ¿qué tenía de malo? Jenny Jamieson sintió un escalofrío y tiritó. Ante sus ojos se materializó la imagen de pilas de cadáveres. Ella había enterrado a sus peces con delicadeza, a regañadientes, apenada… Eran unos seres que ella tenía a su cargo, y habían muerto. Su diligencia había sido más que divina, pues el mismo Dios dejaba a los perros muertos en las playas y a los conejos atropellados en los arcenes de las carreteras. Gafas con montura de oro, empastes de oro, montañas que robar y salvar. Pero la carne no se salva. Ni siquiera se consideran pecios o restos de un naufragio. Solo basura.

Y ahora tocaba ir al salón de actos. Y allí habían colocado un estrado, y estaba la orquesta del colegio, y podía ver las filas en las que se apretaban padres e hijas, y a seis emperifolladas antiguas alumnas que habían acabado sus estudios en el centro el año anterior, por fin libres de la vigilancia de la señora Trueman, y que habían vuelto para dar un puñetazo en el ojo a su vieja vida. Y allí había hileras de premios, docenas y docenas, todos listos para ser entregados con una sonrisa alegre. Ella sonreiría hasta que se le agarrotasen los músculos de la cara. Y había una niña que se le acercó para entregarle un ramo de flores, que, dicho sea de paso, despedían un olor nauseabundo, a cementerio y a muerte, y ya estaban marchitándose bajo el celofán por el intenso calor humano. La directora parecía a punto de pronunciar su discurso.

Jenny Jamieson se reclinó en su silla. No le hacía falta escucharla. Volvió a concentrarse en los dedos del médico y en la sábana blanca del hospital. Pensó en los peces dorados, flaqueando y escorándose, boqueando lentamente, sin protestar, muriendo en silencio, rechazados por su elemento, flotando bocarriba sin esperanza. Estaba perdiendo mucha sangre, podía sentirla gotear. Tenía las bragas empapadas. Menos mal que se había puesto el vestido gris, que era de un tejido grueso, aunque demasiado claro, por desgracia, para ocultar ese tipo de mancha. Pero absorbería bastante antes de mancharse.

La señora Trueman habló de la dificultad de adaptarse a los nuevos métodos de enseñanza y del problema de los menos dotados, y de la maravillosa forma con que el colegio había abordado las turbulencias de los últimos años, y de que eran una comunidad feliz, en la que cada niña podía encontrar su sitio, un trabajo que encajase con sus habilidades: «Porque todos tenemos habilidades —dijo la señora Trueman—, aunque quizá no todos estemos capacitados para pasar la selectividad.»

El colegio realizaba una división estricta que consistía en separar, con gran meticulosidad, al grupo más aplicado de aquellos que estaban menos dotados para los estudios.

«Nos enorgullece poder anunciar que nuestras calificaciones de selectividad —continuó la señora Trueman— siguen siendo tan buenas como siempre.»

Jenny Jamieson pensó que no volvería a dejar a nadie entrar en ella. Son ya demasiadas las veces que he abierto las piernas con amabilidad. No volverá a pasar. Demasiadas las comidas que he cocinado con una sonrisa, y demasiadas las veces que me he disculpado.

«Por desgracia —continuó la señora Trueman—, la señora Hyams ha tenido que jubilarse este año por motivos de salud, pero estoy segura de que todos aquí le deseamos lo mejor…»

Jenny Jamieson miró a las madres y a los padres, y a las chicas. Parecían absortos, aburridos y dóciles. Permanecían sentados en sus filas, muy calladitos, dejando que la señora Trueman, Harrogate y Somerville los observasen con desdén desde lo alto del estrado.

Volvió a centrar su atención en sus hijos, y en la confianza anodina con la que siempre había dado por descontado que algún día ella se sentaría en un salón de actos como ese mismo, en calidad de madre, y le tocaría a ella escuchar discursos insulsos y ridículos, y entregarles premios a sus tres hijos. ¡Cuánto había esperado de la vida! Había esperado verlos crecer, ver sus piernas largas y sus rostros adultos, y conocer a sus propios hijos, sus nietos. Le había parecido del todo imposible que un accidente, como la muerte, los separase de ella. Y, sin embargo, era posible… Esas cosas ocurrían a diario.

Sintió que su ánimo flaqueaba, preparándose para atravesar ese abismo vertiginoso: ¿tenía suficiente fuerza? ¿La llevarían sus alas al otro lado, o caería, aquí y ahora, para siempre, en la oscuridad?

Pensó entonces en sí misma: quienes no aman, mueren y caen en el olvido. Sin embargo, los que aman como yo he amado no pueden perderse. El cuerpo quizá se pierda, pero mi amor no dejará de existir jamás. Ese amor no me necesita, yo soy prescindible para él. De hecho, puedo apagarme poco a poco en ese hospital, como una cáscara seca, porque no soy necesaria. Los años que he dedicado son suficientes (ya lo dijeron Freud y Klein, esos santos y visionarios poderosos). Ha sido bastante, se me exime de la existencia, soy libre, porque mi amor es más fuerte que la muerte.

Su ánimo, sin aliento, llegó al otro lado. Embargada por una intensa emoción a causa de su reciente hallazgo, de esa revelación, se dijo: «Mi amor es más fuerte que la muerte».

Más tarde, se diría también: «Todas las revelaciones son banales. Y, sin embargo, cuesta más tener una revelación que mirar directamente al sol, que es, a fin de cuentas, ordinario y cotidiano».

Y, aún más tarde, pensaría: «Ese fue el momento en el que se decidió que no iba a morir, pues fue el momento en el que acepté la muerte».

Pero seguía ahí sentada escuchado a la señora Trueman, que ya había llegado a la parte donde le tocaba exponer su biografía: «¡Qué afortunados somos —decía— por que nos acompañe esta tarde la señora Jamieson, a la que tan bien conocemos! ¡Qué privilegiados podemos considerarnos —continuó la señora Trueman, con un tono de superioridad aún más sutil y soberbio en su ya de por sí altivo acento— de tener con nosotros a una mujer que se ha distinguido…!».

«Está claro que algunos de nosotros —pensó Jenny Jamieson— estamos destinados por naturaleza a acabar siempre sonriendo.» Trató de concentrarse en ese nuevo pensamiento, aunque seguía temblando por la intensidad de la convicción a la que acababa de llegar hacía unos instantes. Pero era rápida.

Y entonces se puso de pie, sonrió y empezó su discurso. Aunque no sabía si era motivo de vergüenza o de honra, esas cosas se le daban bien. No obstante, como ya se ha dicho, la mayoría de cosas se le daban bien. Incluso sus crisis espirituales las soportaba con entereza, y hasta salía de ellas con una sonrisa. Y, ahí de pie, hablando sobre las nuevas oportunidades que se abrían para las chicas hoy en día y lo importante que era pensar en estudiar una carrera, además de en encontrar un marido, siguió sonriendo. «Porque hoy en día las dos cosas se pueden combinar sin problema —dijo Jenny Jamieson, sonriendo, rebosante de confianza. Estaba radiante y rebosaba seguridad, todo un ejemplo para las alumnas—. Somos muy afortunadas —dijo Jenny Jamieson—, y tenemos que sacar el máximo partido a las oportunidades que se abren ante nosotras.»

No era fácil decir cuál era su propia opinión sobre esa frase final. Su naturaleza era demasiado fuerte, y como no podía actuar sin convicción, trataba de convencerse a sí misma. Es una forma de verlo. También hay otras.

Lo cierto es que mientras estaba en el estrado, sonriendo, hablando tan alegremente del futuro de las mujeres, la sangre le goteaba y le resbalaba por el muslo, empapándole la media e introduciéndose en la bota. Sangraba profusamente. «Gracias a Dios —se dijo, mientras hablaba de otras cosas con otra gente—, que me he puesto un vestido largo y botas, y no se ve.»

Se pasó veinte minutos hablando, y sangrando.

Al echar la vista atrás, recordaría ese día como una broma y una victoria, pero a costa de quién, y sobre quién, no sabría decirlo.

(1973)