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UNA VICTORIA PÍRRICA

A medida que ascendían por la colina, se sentían cada vez más cansados, y aunque ya eran más de las dos y no había motivos para no sentarse a almorzar, nadie sugirió hacer un alto. Anne estaba agotada: el exceso de sol le había levantado dolor de cabeza, tenía náuseas y al mismo tiempo estaba muerta de hambre, y sus pies y sus tobillos, arañados por las plantas de ramitas duras que bordeaban el sendero estrecho, sangraban. Una nube de insectos la seguía, picándole de cuando en cuando. La flor de la pasión que Charles, cual auténtico galán, había arrancado de un árbol junto a la tienda de comestibles para dársela se estaba deshaciendo en su mano sudada. Se acordó de que Hannah se había reído de él por cogerla, y la dejó caer con discreción. Charles, que iba detrás de ella, la pisó sin darse cuenta. Él llevaba las manos llenas de bolsas de papel con el almuerzo, así que cada vez que ella tropezaba o había que subir un tramo escarpado se las tenía que apañar sola, aunque él siempre se acercaba con una actitud caballerosa, pero ineficaz, para ayudarla. Acercarse simplemente como un gesto educado le hacía parecer tonto. Ojalá no lo hiciese, pensó, no quería pensar que era tonto.

Estaba deseando sentarse, y que los otros se sentaran, pero tenía miedo de sugerirlo por si se reían de ella, o por si decidían dejarla ahí y seguir su camino. Pero en cuanto admitiese que estaba cansada tendría que parar, no fuese a parecer encima que no hacía lo que quería. No le apetecía revelar su debilidad, pero sabía que al final se vería obligada a mostrar algún tipo de flaqueza: o porque sería la primera en abandonar o porque acabaría admitiendo que necesitaba su compañía si seguía caminando incluso después de confesar que estaba exhausta. Así que de momento no dijo nada. Siguió andando, confiando en que por fin parasen al alcanzar la cima de la colina.

Johnny y Hannah iban muchos metros por delante, sin dar muestras de cansancio. Al recordar la noche anterior, se preguntó cómo demonios podían caminar tan rápido. A los cuatro les había sentado fatal aquella mezcla horrible de vino tinto aromático y de un blanco semidulce llamado Liebfraumilch, una combinación cuyo contraste brutal había afectado incluso a su inocente paladar, además de a sus estómagos. Ella misma se pasó la noche inclinada sobre el lavabo, intentando con todas sus fuerzas disuadir a Charles para que no le agarrase la mano, y Hannah le había contado que Johnny y ella habían pasado por tres cuartos de lo mismo en su habitación. Y, sin embargo, ahí estaban los cuatro, subiendo colinas como si estuvieran frescos como unas rosas. ¿Les parecía a los demás natural aquella forma de actuar? ¿Era ella la única, con diecisiete años y recién salida del instituto, en reaccionar con tanto asombro, en sentir esa admiración perpleja? ¿Y quién había puesto aquel nivel de exigencia tan alto y absurdo que todos se esforzaban en alcanzar?

Supuso que habría sido Johnny. En demasiadas ocasiones, Hannah y Charles no alcanzaban el elevado nivel de belleza intrépida que se les había impuesto, pues ambos tenían impulsos que los otros dos ridiculizaban. Incluso a ella misma le había avergonzado aquella tendencia de Charles a arrancar flores y agarrar manos. Hannah, por su parte, mostraba un exceso ocasional de erudición en lenguas desconocidas, que a los demás, por algún motivo desconocido, que no sorprendente, también les parecía ridículo. En cuanto a la propia Anne, ¿acaso no era un cúmulo liviano de agujeros? Tenía tantos agujeros que a veces parecía que no estuviesen rodeados de materia. No había sido capaz de aceptar nada sin proferir una protesta interior: ni el autoestop por la noche ni el reparto de habitaciones ni el gasto impulsivo de dinero ni la mezcla desproporcionada de bebidas ni esa colina elevada e imposible de culminar. Se revelaba con todo su ser ante cualquier cosa que hicieran, y sin embargo se las apañaba, con un esfuerzo inmenso, para aceptarla sin rechistar.

Abrumado por las náuseas, el hambre y el calor, su cuerpo le decía a voz en grito que ya no podía dar un paso más, pero ella no lo escuchaba. Tenía la sensación de que la presión de seguir soportándolo todo en aquel lugar ajeno y desconocido le acabaría haciendo caer muerta o inconsciente, en señal de protesta. Aquello se trataba, y ella era bien consciente, de una suerte de iniciación que trascendía cualquier otra cosa que hubiera hecho antes: a partir de aquel momento siempre la acompañaría, ora presente, ora latente, ese estado emocional, esa sensación de que en cualquier instante no podría soportarlo más y, merced a un golpe súbito y desintegrador, dejaría de existir. Y dicha sensación se repetiría posteriormente a lo largo de toda su vida, pues ella seguiría poniéndose de forma deliberada en situaciones que le eran ajenas e intolerables, y seguiría tolerándolas, agotada y sin placer, pero con determinación. Esas tres personas, y el propio lugar, y la velocidad a la que caminaban, y todas las demás personas y lugares que le quedaban por delante… Tendría que adaptarse o morir, y a veces pensaba que la segunda, además de ser la alternativa más fácil, era también la más probable.

Era Johnny, por supuesto, quien exigía que mantuvieran aquella velocidad, quien marcaba el nivel, quien personificaba esa extrañeza contra la que ella luchaba. Él era el único que nunca se había expuesto: había llegado el primero y llevaba dos años metido en aquel juego disperso cuando lo conocieron. Johnny se había convertido en el típico americano negativo e inexpugnable. Todo lo que decía, siempre referente a dólares, a ferrocarriles, a bares y a béisbol, a ella le resultaba tan ajeno que le dolía la cabeza al intentar retenerlo. De hecho, sabía que, después de ese encuentro tan prolongado con él, le quedarían cicatrices blancas y resplandecientes, grietas y arrugas que la acompañarían el resto de su vida. Johnny había llegado a un punto muy, pero que muy alejado, de cualquier cosa que ella conociese, y es que era un ejemplo perfectísimo y claro de lo que representaba (aunque ella no podía distinguir qué era). De algún modo, ella sabía que tendría que seguir su estela durante mucho tiempo para adivinar, aunque fuera sin demasiada nitidez, sus rasgos, ahora borrosos en la lejanía.

Sin embargo, en comparación con ella, los otros dos parecían haber llegado también a ese lugar lejano. Al menos no iban cojeando y sin aliento, y apenas si podía distinguir en ellos los estragos de las batallas que ella libraba en cada cuesta, a cada paso que daba. Desde dondequiera que estuviesen, contemplaban el mundo a su alrededor con aquella desconfianza que había sido lo primero que le impactó de ellos: trataban la vida como si fuera una película de segunda categoría, siempre alertas para detectar escenas sentimentaloides, malas actuaciones y escenarios de cartón piedra. Cierta vez en la que se atrevió a hacer un comentario tonto para que repararan en lo bonita que era una vista, «Anda, mirad», lo único que ellos respondieron fue: «¿Que miremos qué?». Su severidad y su completo desdén la cautivaron, pues ella también quería, ante todo, que no le gastasen bromas, que no se burlasen de su persona. Y como no quería ver solo troncos y follaje en lo que era un auténtico lienzo, seguía andando con la camiseta sucia pegada a la espalda y la falda a las piernas. No quería ser la responsable de arruinar el momento, quien aceptase antes de tiempo, quien espantara esa otra cosa mejor que los aguardaba a la vuelta de la esquina, tímida, precaria, a punto de huir.

Estaba casi sin aliento cuando llegaron a la cima de la colina. Ella seguía dándole vueltas en la cabeza a frases que sabía que, simple y llanamente, no podría pronunciar; frases inocentes como «Estoy mareada» o «¿Podemos parar a comer?». Palabras que jamás saldrían de su boca, por crítica que fuese la situación. Y, de repente, ahí estaba, en la cima, y a sus pies se extendía, como un milagro, el mar. La ladera escarpada descendía abruptamente hasta las rocas y el verde profundo y frío del Mediterráneo. La verdad es que no creía que estuviese tan cerca. Dejando escapar un suspiro de alivio momentáneo, comenzó el descenso: ahora, al menos, tenía un motivo para detenerse, pues nadie, ni el más fuerte, podría seguir andando a menos que, como Jesucristo o los cerdos de Gerasa, pretendiese cruzar el mar. Se acordó entonces de las riñas familiares por escoger el sitio idóneo para el picnic de los domingos estivales, y del alivio que invariablemente inundaba al grupo cuando se llegaba a un acuerdo aceptable para todos.

Y en ese instante se giró para compartir ese recuerdo con Charles, que siempre la cuidaba, pero al ver su cara pálida, rígida y refinada, cambió de idea. Era un chico de Londres que sin duda no había ido de picnic en su vida. Probablemente sus padres se habían divorciado haciendo un gran alarde de gasto y estilo. ¿Cómo había acabado ella ahí, incapaz siquiera de abrir la boca sin sentirse expuesta como una tontaina?

Ante todo, cuando se propuso la idea de aquella excursión, sí había hecho sus objeciones. Y es que en el fondo debía de saber cuán traumática resultaría la experiencia. Cuando Johnny soltó: «¡Vayamos a Elba!», ella, intuyendo esas grietas y cicatrices, no tenía ninguna intención de acompañarle. Los otros también se negaron: Hannah porque había quedado con alguien a la mañana siguiente en Florencia, y Charles porque había confundido la ubicación de Elba y la de Córcega. Pero, huelga decirlo, tras desperdiciar cuatro horas discutiendo en esquinas polvorientas a espaldas de la estación de Roma, todos acabaron yendo. Y, en realidad, sabían que accederían desde el mismo momento en que Johnny abrió la boca. Porque, ¿quién podía resistirse a la idea? Elba no era una isla de reclusión, sino de embarque. Y, al final, cuando se encontró con que solo estaba ya a unos cuantos metros pedregosos de las faldas de la colina, se animó de repente: habían llegado hasta ahí, y no podía quedar mucho para el almuerzo. Empezó a sentir una sensación de victoria por haberlo logrado. Entre los puristas no hay lugar para las quejas, y se alegraba de haber sobrevivido a la prueba en silencio, tan pura por fuera como sin duda sus estrictos compañeros lo eran por dentro.

A los pies del acantilado había una pequeña bahía, y fue precisamente allí, cuando alcanzaron el borde infranqueable del agua, donde se detuvieron. Como si estuviesen cediendo a la necesidad, en lugar de satisfaciendo una debilidad, los cuatro se sentaron alrededor de una pequeña piscina natural rodeada de rocas, junto al mar abierto. Hannah se quitó las sandalias y metió los pies en el agua con una expresión de placer dibujada en su cara. Anne se sentía cada vez peor por estar muriéndose de hambre, y más porque nadie mencionaba la comida. Hablaron, por hablar de algo, del hombre que les había prestado el apartamento en Florencia. Tras una eternidad, Johnny dijo de repente: «Tengo hambre, ¿se puede saber a qué estamos esperando?», culpándolos de inmediato por no haber comido antes. «Yo también tengo hambre», dijo ella, pero era demasiado tarde. «¿Y por qué demonios no lo has dicho?», dijo Charles. Así que había ocurrido de nuevo: volvía a sentirse culpable de ser complaciente, culpable de esperar a que otra persona tomara la iniciativa. Tratando de evitar sus miradas, se inclinó para quitarse los zapatos y meter los pies acalorados en el agua. Estaba tan fría que cortaba, y los pequeños arañazos provocados por la caminata empezaron a escocerle ligeramente, causándole un infinito placer. Y por fin sacaron el almuerzo, pero el pan se había secado, el queso sudaba por el calor, y la mortadela, que de todas formas no le gustaba a nadie, estaba aún más tosca y fibrosa que de costumbre. Charles tuvo problemas para abrir la lata de sardinas y acabó cortándose. Esta vez, incluso ella sintió algo de ternura cuando se quejó de que dolía, y Hannah estaba demasiado agotada para burlarse de su debilidad.

Anne se preguntó si aquel mar también estaría lleno de sardinas y se inclinó sobre una roca mientras mordisqueaba la última manzana italiana, bastante insípida, para mirar a través del agua tranquila. Ahora, con el estómago lleno, se sentía mucho mejor y era capaz de percibir lo bonito que era todo; no había otra palabra para describirlo. Quería exclamar, gritar, festejar esa belleza, compartir lo sorprendente de estar a orillas del Mediterráneo en un día caluroso de junio; lo infinitamente sorprendente que resultaba ese mundo relajado y colorido que les rodeaba. Por encima de todo, quería compartirlo, compartirlo y confirmar con los demás sus sensaciones; sin embargo, permaneció en silencio, como los otros tres. No podía arriesgarse. Tenía miedo de no haber entendido algo, como si estuviese a punto de salir del cine y un comentario fortuito revelase que se le había escapado una ironía final, y por ende toda la trama. En la piscina natural que se extendía a sus pies la roca era rosa, y las algas, bajo el agua, presumían de un verde brillante y cargado de sol.

Se quedó ahí, mirando fijamente las algas y las piedras. Hannah se había quitado el jersey, se lo había puesto debajo de la cabeza y estaba tumbada con los ojos cerrados. Charles fumaba de espaldas al mar, contemplando la nada. Johnny estaba doblando la bolsita de papel con la que habían envuelto el pan. Ella se sintió sola, y su cara se entristeció. El mar se colaba en la pequeña piscina a través de un agujero, succionando las algas y las conchas incrustadas; el mar vastísimo en movimiento metía su dedo curioso en esa piscina que tenía delante. Allí había anémonas y pececitos con pintas rosas merodeando junto a la roca moteada. Recordó las visitas que solía hacer con su familia, de niña, a Scarborough, en la costa de Yorkshire, donde también había piscinas de roca, pero oscuras, frías y grises, en comparación con toda esa prodigalidad de color. Lo que más le gustaban eran las olas rompiendo contra las rocas y salpicando cuando el mar estaba agitado. La costa de su infancia era áspera y salvaje, pero hermosa, e intentaba acercarse a esas montañas de agua, intentaba empaparse de ellas. A los doce años, presa por primera vez de esa voluntad suya de compartir y afirmar, empezó a escribir abominables poemas swinburnianos. En ese momento los recordó con cierto terror, preguntándose qué habrían pensado aquellos tres silenciosos amigos de haber visto los fragmentos de papel floreado, qué pensarían ahora si pudiesen leerle la mente y vieran impresa su emoción floreada en ellos y en ese paisaje.

Johnny había acabado de doblar el papel del pan. Levantó una piedra y lo puso debajo. Aquello la sorprendió. Ver cómo lo hacía le resultó curioso, pues era como imaginárselo cerrando la verja de una granja o limpiándose los pies en un felpudo: un gesto del todo ajeno a él. Pero, entonces, él la pilló observándolo, levantó la mirada y dijo:

—¿Qué debería hacer con la lata de sardinas?

—No lo sé —respondió ella.

Hannah abrió los ojos y se incorporó al oír sus voces. Parecía incapaz de quedarse en la misma posición mucho tiempo. Charles se giró hacia ellos, y los cuatro se quedaron unos segundos relajados. Varias aves marinas pasaron sobre sus cabezas, desgañitándose. Permanecían en silencio, y Anna podría haber jurado, podría haberse jugado la vida, podría haber apostado su futuro por lo que representaban, lo que estaban observando, lo que tenían ahí, entre ellos… Aquello era la misma autenticidad. Pero eso no bastaba, ah, no, no le bastaba… Ella era una de esas personas que tenían que saber.

«¿Dónde está la lata de sardinas?», preguntó y, cuando Johnny se la pasó, la sostuvo unos instantes en la mano. Luego, mientras la observaban distraídamente, desprevenidos, la tiró a la piscina. La lata se hundió al punto, y una mancha oscura y aceitosa se extendió por la superficie del agua, ascendiendo del envase de metal reventado. Los peces huyeron, las anémonas se encogieron y se cerraron, horrorizadas. Sintió que los otros tres también se estremecían y se encogían con una mueca de dolor por lo que había hecho. Satisfecha, disfrutó de la enorme profundidad de su conmoción. Charles emitió incluso un gemido de protesta, y Johnny estiró una mano salvadora, aunque demasiado tarde. Pero no dijeron nada; ella no había dicho nada, y ellos tampoco dijeron nada. Y, ahí sentada, tranquila y sonriente, fue consciente de su victoria: al igual que Napoleón, había conquistado dos continentes con una única acción: Europa, ese mar extranjero y sin mareas, y América, todos esos ferrocarriles y ese bourbon. Había conquistado Inglaterra y a esa niña con un vestido de algodón.

Sin embargo, nunca estuvo segura de la naturaleza de su victoria: solo pensaba en destruir, con un gesto antinatural, su admiración por esa llamativa escena de postal. Sin embargo, mientras permanecía sentada entre los escombros, recluida, exiliada, y a la vez victoriosa, se preguntó si, en ese momento, no estaría quizá, con más claridad que nunca, aunque en un aislamiento menos doloroso, contemplando la fealdad de su propia ruina, contemplando la destrucción del compartir, el expresar y el describir que tan necesarios le resultaban a su existencia…, tan dolorosamente necesarios como el agua, las rocas y el mar, y los peces, y las caras.

(1968)