UN VIAJE A CITERA
Oh tú, amada perdida de antemano,
nunca venida, yo no sé
qué músicas te gustan. Ya no intento
reconocerte cuando lo venidero ondula.
Las imágenes todas, los paisajes remotos,
ciudades, torres, puentes, y los giros
inesperados que hay en los caminos,
lo poderoso de países
antaño entrecruzados con los dioses:
todo asciende a un sentido, en mi interior,
en ti, tan inasible.
Ay, eres los jardines…
RAINER MARIA RILKE
Hay cierta gente que es incapaz de montarse en un tren sin imaginar que está a punto de emprender un viaje cargado de significado hacia lo desconocido, como si la misma noción de movimiento estuviese ligada indisolublemente a la noción de descubrimiento, como si cada traslado del cuerpo fuese también un traslado del alma. Helen era una de esas personas, y en su caso las excusas duraban tan poco que no podía dejar de sorprenderse con la continua intensidad de sus expectativas. Se emocionaba ante cualquier trayecto de más de cincuenta kilómetros, y la idea de viajar al continente era suficiente para sumirla en un estado de expectación febril. Era una completa adicta a estaciones de trenes, terminales de aeropuertos, autopistas, puertos, panfletos de viaje y cualquier punto o símbolo de salida, y la mera mención de ciertos nombres hacía que se pusiera a temblar. Una simple frase de una novela podía consumirla de deseo, y en cierta ocasión, estando en la Gare de l’Est de París, cuando vio un tren con un cartel que decía «Budapest», notó cómo se le ponían la carne de gallina y los pelos como escarpias. En sus sueños más eróticos no aparecían hombres, sino lugares. Soñaba con plazas y fuentes de mármol, con montañas y terrazas repletas de estatuas barrocas, con grandes edificios abandonados en medio de campos verdes, y se despertaba empapada en el sudor de una pasión que se desvanecía. Había un ángulo concreto en las carreteras que la conmovía especialmente: un ángulo ascendente, con una curva abierta preñada del infinito del cielo azul. Siempre había creído que el mar podía esconderse detrás de ese vacío ascendente, y a veces se trataba en efecto del mar, pero a menudo lo que allí se ocultaba era solo el mercado de Caledonia o una hilera de casas de Hampstead. Sin embargo, fuera lo que fuese lo que le deparaba aquella curva, era, en cierto modo, irrelevante, pues lo que a ella de verdad le hacía disfrutar era ese momento tenso previo a la revelación.
Una vez compartió esa obsesión suya con un anciano que había viajado mucho, y que le explicó que seguro que se sentía así porque siempre que iba a un sitio nuevo esperaba enamorarse allí. A él le había ocurrido lo mismo en su día, dijo. Antes de emprender un viaje siempre estaba inquieto, impaciente, y ella supo que le decía la verdad, porque ilustró su explicación con experiencias de su propia vida. «De joven —le contó—, pensaba que habría una mujer esperándome en cada compartimento de tren, en cada avión, en cada hotel. ¿Cómo se puede evitar pensar eso? Si uno cree que existe la posibilidad de que su avión se estrelle, y que va a morir, imagina que morirá en los brazos de la mujer que ocupa el asiento de al lado, ¿verdad?»
Y, en cierto sentido, Helen pensaba que tenía razón, pero la verdad es que ella jamás se habría enamorado en uno de aquellos lugares de paso, porque era incapaz de hablar con desconocidos. Aunque eso no significaba nada de por sí, pues suponía que quizá, algún día, encontraría fuerzas para hacerlo. Puede que hasta fuese ese preciso momento de comunicación repentina lo que buscaba con tanta insistencia. De cuando en cuando, alguien se dirigía a ella, pero siempre gente inadecuada: siempre las mujeres maternales y los hombres paternales y los jóvenes anodinos que no sabían contenerse. Los individuos de su especie jamás le habían dirigido la palabra, ni ella a ellos. Una vez, por ejemplo, en un viaje nocturno desde Milán, compartió el compartimiento con una joven que iba leyendo el mismo libro que ella; un libro sobre el que ambas habrían estado encantadas de hablar, pero acerca del cual no intercambiaron ni una palabra. En otra ocasión, en un trayecto desde Edimburgo, se sentó frente a una mujer que empezó a llorar en el mismo instante en que el abarrotado tren abandonó la estación. Se pasó horas llorando en silencio, y los lagrimones le resbalaban por las mejillas blancas para caer sobre el cuello de su suéter verde esmeralda. Cuando llegaron a York, Helen le ofreció un cigarrillo, pero ella lo rechazó y dejó de llorar de inmediato. Otra vez, un hombre la besó en el pasillo cuando estaban entrando en Oxford. Era un hombre apuesto, y le gustó, pero resultó que iba borracho y ella apartó la cara y se subió el cuello del abrigo.
Y a pesar de todas aquellas oportunidades desperdiciadas, ella seguía esperando. «La verdad —se dijo mientras subía al tren de Londres en la estación de Reading, a última hora de una fría tarde— es que este viaje no parece para nada prometedor; he ahí una prueba más de mi locura. Hace frío, el tren lleva media hora de retraso y para colmo estoy muerta de hambre… Me encuentro en una de esas situaciones sobre las que oigo a mis amigos quejarse de manera harto insistente y tediosa. Y, sin embargo, yo estoy deseando sumirme en ella. Me sentaré envuelta en la oscuridad y el frío, contemplando únicamente el reflejo de mi cara en el cristal helado, y ya no me importará nada. En cuanto el tren empiece a moverse, me recostaré y lo sentiré moverse conmigo, y notaré que me muevo, aunque sé de sobra que lo único que estoy haciendo es volver a un piso vacío. La lluvia y el vapor empañarán el cristal de esta ventana junto a mi cara, y yo miraré a través de ella, y ya está. Si estos kilómetros sosos me evocan esos otros paisajes, esos precipicios nevados, esas llanuras bañadas por el sol, esos campos de maíz, esos desayunos bamboleantes bajo la luz pálida de la efímera Suiza o la mirada de los ángeles que velan por Marsella, es que soy un caso perdido. Soy una niña, me gusta mecerme y soñar, como si estuviese en una cuna.»
Y, a la espera del silbato y del sonido metálico de la maquinaria, cerró los ojos. Así que no pudo ver al hombre entrar en el compartimento, y nunca llegaría a saber con certeza si él la había visto, si en realidad entró porque quería compartir espacio con ella. Lo único que sabía era que, cuando abrió los ojos, consciente de la intrusión, consciente de la corriente de aire que se había colado por la puerta, él ya estaba ahí, dejando su abrigo en el portaequipajes, colocando sus libros y sus papeles en el asiento de al lado, instalándose en el compartimento vacío, en sus antípodas: pegado al pasillo, en diagonal, en un lugar donde no podía no verlo. Ella se levantó el cuello de pelo en un gesto defensivo, cubriéndose la cara. Después juntó las piernas con recato y abrió el libro que tenía en el regazo, protegiéndose de toda amenaza de contacto humano, rechazando con frialdad cualquier muestra de reconocimiento de su presencia, sin dejar en ningún momento, eso sí, de mirarlo discretamente con los ojos entrecerrados. Porque la verdad era que, desde los diecisiete años, hacía ya tanto tiempo que ni siquiera le importaba, no se había sentado tan cerca de un hombre así en un tren. Cuando tenía diecisiete años, compartió el compartimento del tren nocturno a Brighton con un actor que se pasó todo el viaje charlando con ella, y que la divirtió imitando a Laurence Olivier y a otros famosos que no reconoció, y que cuando se separaron en la estación le dio un beso en esa mejilla suave, femenina e impresionable, murmurando «Bendita seas, bendita seas», como si tuviera la potestad de bendecir. Ella siguió luego la mediocre carrera de aquel hombre: se encontró con su nombre en la revista de la BBC, lo vio una vez por televisión y lo descubrió en pequeños papeles en la gran pantalla. Se sentía discretamente celosa. Le divertía esa sensación de intimidad con alguien que debía de haberse olvidado de ella hace muchísimo tiempo y que difícilmente la habría reconocido ahora. A veces se preguntaba, distraída, si su obsesión por los viajes se remontaría a esa experiencia, pero, por una mera cuestión cronológica, por una mera cuestión cronológica, comprendía que era imposible pues su emoción precedía con mucho a aquel episodio… Había sido así desde niña, cuando se estremecía y temblaba al ver los enormes pistones, cuando aguzaba el oído, presa de un agradable miedo, para escuchar los rugidos del tren litoral cuya llegada era inminente.
Aquel hombre, aquella noche, no parecía estar tratando de divertirla con su imitación de Laurence Olivier. Más bien parecía preocupado. De hecho, cuanto más lo miraba, más se convencía de que su preocupación rayaba lo grotesco. Estaba agitado, no era capaz de quedarse quieto: cogía un libro de su pila, luego otro, luego hojeaba el New Statesman, y no dejaba de echar continuos vistazos al pasillo y al andén oscuro. Al principio pensó que quizá estuviera esperando a alguien, que confiaba en que ese alguien le acompañara, pero al final llegó a la conclusión de que no era el caso, pues no percibió que su inquietud aumentase a medida que pasaba el tiempo ni él se sobresaltó de repente cuando el altavoz se disculpó por el retraso y dijo que el tren partiría en dos minutos. Su nerviosismo tampoco parecía enfocarse ni a la puerta ni al andén, como de hecho habría sucedido en el caso de que hubiese estado esperando a alguien. Recordó que, en una ocasión en la que ella misma se sentó de espaldas a la ventana por la que sabía que atisbaría el primer cartel de la estación a la que estaba deseando llegar, acabó sufriendo una horrible tortícolis. Pero el nerviosismo de aquel hombre, en cambio, era difuso, no se dirigía a ningún punto; se concentraba en nada y en todo, como quien dice. Ella no podía apartar los ojos de él, y no solo por aquel estado de tensión que transmitía, que en otra persona le habría resultado meramente absurdo. En efecto, era la elegancia extrema de sus gestos y las hermosas posturas que cada batalla contra la inmovilidad le hacían adoptar lo que le impedía retirar la vista. En cualquier otra circunstancia, la vergüenza le habría impedido mirarle tan fijamente. Aquel hombre se llevaba una mano grande de dedos largos manchados de nicotina a las cejas de una manera que a ella le causaba un placer intenso; la mano le tapaba los ojos, proporcionándole sin duda la ilusión de estar oculto, pero ella era capaz de distinguir por debajo el movimiento inquieto de sus labios trémulos, con una expresión que no lograba captar: un murmullo, una sonrisa, quizá un suspiro. Y, cada vez que repetía ese gesto, inclinaba la cabeza un poco hacia atrás, y luego adelante de golpe, y el pelo largo le caía cubriéndole suavemente los dedos. Lo que más la conmovió fue su color de pelo. Un color que siempre le había gustado, pero que nunca había visto adornar unas facciones tan angustiadas, demacradas y maduras, pues era un tono dorado y oscuro, el color de la salud y la inocencia. Rubio oscuro con mechas canas. Un pelo lacio, que caía con dulzura.
Cuando el tren empezó a moverse, el hombre volvió a acurrucarse en su rincón y cerró los ojos con actitud decidida, como si al final su propia inquietud hubiese empezado a irritarle y hubiera decidido quedarse quieto. Helen giró entonces la cabeza hacia la ventana, para contemplar las luces y las sombras de la ciudad menguante. Pero el cristal le devolvía el reflejo de la cara del hombre y, convencida de que este no sería capaz de aguantar con los ojos cerrados, se quedó mirándolo. Efectivamente, al cabo de unos minutos, ya estaba otra vez inclinado en su asiento, con los codos apoyados en las rodillas y los ojos clavados en el suelo. Y en ese momento Helen se dio cuenta de que a él se le había ocurrido una idea: vio con sus propios ojos cómo la concebía, cómo se metía la mano en el bolsillo y se sacaba una cajita de cerillas y un paquete de tabaco del que cogía un cigarrillo que encendió con esos gestos cautivadores de fumador habitual. Sin embargo, el hombre también parecía presa de cierto asombro, porque la verdad era, y ella se percató clarísimamente, que, absorto como estaba en sus pensamientos, se le había olvidado incluso la posibilidad de recurrir a ese consuelo tan banal. Pudo adivinar su alivio mientras sacaba el cigarrillo, su gratitud por haberlo recordado. Fumar lo consoló, y ella, que había fumado en contadísimas ocasiones, sintió en su interior la naturaleza de aquel consuelo. Y es que, cuando el amor la atormentaba, también ella encontraba un bálsamo en la repetición de ciertas acciones pequeñas y necesarias: lavar tazas, vaciar papeleras, atarse las medias, recordar que era hora de comer. A Helen le resultaba evidente que era el amor lo que atormentaba a su compañero de compartimento. Conocía demasiado bien los dolorosos síntomas de esa enfermedad.
Y, en efecto, diez minutos después, cuando las cenizas de su cigarrillo ya estaban desperdigadas por el suelo y por sus pantalones, el hombre se levantó, se sacó un paquete de cartas del bolsillo del abrigo y empezó a leerlas. No podría haber expresado con mayor claridad cuál era su dolencia ni aunque se hubiese girado hacia ella para confesarle lo que le pasaba. Helen observó el reflejo de su cara mientras leía, avergonzándose, ahora sí, de mirarlo tan fijamente, aunque la consolaba saber que él no podía ser consciente de que lo observaba con tanto interés, de que era toda una experta en el lenguaje íntimo de su estado. La forma en que trataba esas cartas no le dejó lugar a dudas: aún estaba cautivado por los primeros cinco minutos del amor, ese intervalo breve, indefinido y trepidante que llega antes de la cotidianidad, el cariño, la desilusión, la podredumbre y el declive. El número de cartas que tenía en sus manos, así como el modo en que las trataba, corroboraban su intuición. Tenía cinco, solo cinco, y el papel era nuevo, aunque los pliegues estaban ya un tanto desgastados de tanto manoseo. Ese hombre le provocaba unas punzadas, tal vez de envidia, tal vez de arrepentimiento o incluso de deseo, que ella no sabía identificar. A su edad, con esos mechones canosos y esas arrugas profundas, sin duda debía de ser consciente de lo disparatado de su obsesión, de la tragedia inevitable e inminente que tenía por delante; a ella, ese enfrentamiento obstinado contra el dolor le parecía conmovedor hasta rayar lo insoportable. Ella, que soportaba a diario la dolorosa muerte de esa actitud, el destino gélido de esos viajes deliberadamente románticos, a duras penas era capaz de evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Y, en efecto, estas acabaron brotando, cálidas sobre la piel fría de sus párpados, haciendo que le picase la nariz y que le escociesen los ojos. Brotadas de su interior, su calidez se enfriaba al contacto con el aire. Absurdo, dijo para sus adentros, absurdo: llorar era absurdo. La imagen de su compañero de viaje acabó volviéndose borrosa, convirtiéndose para ella en la imagen del propio tiempo: humana, adorable, deteriorada, profunda.
Tras leer y releer sus cartas, el hombre volvió a levantarse, se metió la mano en el bolsillo de su abrigo en busca de una pluma, arrancó una hoja en blanco de un bloc y empezó a escribir. Después de las tres primeras palabras, ralentizó el ritmo, titubeando, como si lo que estaba contando no fuera interesante, como si todo el interés radicase en la forma de expresarlo. Ella se preguntó qué escribiría, quién sería ese hombre, cómo sería su mujer, y también se preguntó, celosa, si merecería tanto cariño. Tardó un cuarto de hora en escribir la carta, y cuando acabó solo había ocupado media hoja. Ella se preguntó si llevaría un sobre encima, y enseguida descubriría que así era: un sobre comercial marrón. Él dobló la carta y la metió en aquel sobre, que luego cerró. Ella esperó a que escribiera la dirección, pero no lo hizo. Se limitó a quedarse contemplando el pequeño rectángulo marrón, y, mientras lo miraba, ella fue consciente, no sabría explicar cómo, de que el hombre se había percatado de su presencia, de que por fin había reparado en ella. Más tarde se preguntaría cómo habría logrado percibir esa insinuación imprecisa y sutil —porque la había percibido, y ella era de las que creían que ninguna insinuación es demasiado sutil para no existir—, y llegó a la conclusión de que solo pudo haberse debido a una rigidez repentina por su parte, acompañada de una atenuación imprevista de su inquietud, pues aquel hombre regresó de dondequiera que estuviese y la examinó de arriba abajo. Ella sintió que él le dedicaba entonces atención, y la soportó con estoicismo durante al menos cinco minutos, hasta que le habló.
Estaba haciendo como que leía cuando el hombre al fin le dirigió la palabra.
—Me pregunto… si haría algo por mí. —Ella levantó la mirada y, cuando se encontró con sus ojos, descubrió que le estaba sonriendo con una mezcla harto peculiar de timidez y vanidad. La idea de hablar con una desconocida lo había puesto verdaderamente nervioso, y esos cinco minutos en silencio daban buena cuenta de su nerviosismo. Pero, al mismo tiempo, le había tomado la medida a la curiosidad y a la atracción irreprimible de Helen: ella sabía que él sabía que a ella le gustaría que le hablase. Su tono de voz la cautivó, pues era exactamente el mismo que se había imaginado: un tono con un atractivo frío, tenso e irresistible. Ella comprendió de inmediato que él no hablaba a menudo con desconocidos.
—Depende de qué sea lo que necesita —dijo ella, devolviéndole esa misma sonrisa.
—Algo muy sencillo —respondió él—, nada incriminatorio. Al menos no para usted.
—Entonces…, ¿sí lo sería para usted? —preguntó ella.
—Por supuesto —respondió él—. Por eso he hecho el esfuerzo de pedírselo.
—¿Y de qué se trata, pues?
—Me pregunto si podría escribir, de su puño y letra, una dirección en este sobre por mí.
—Bueno… sí —accedió ella—. No veo qué tiene de malo. Creo que puedo hacer eso por usted.
—Eso pensaba —dijo él—. Si no, ni me habría atrevido a preguntárselo siquiera. No me habría gustado que se negase.
—Me pregunto qué ha visto en mí para pensar que accedería —continuó ella—, pero tal vez le incomode contármelo…
—¡Oh —exclamó el hombre—, no! —Se levantó y se acercó a ella, sobre en mano—. No, no me importa en absoluto satisfacer su curiosidad. Ha sido por el libro que está leyendo, y por el tipo de zapatos que lleva, y también por su peinado… Me gustó mucho ese libro cuando lo leí.
Luego se sentó a su lado, le entregó el sobre y dijo:
—Mire, voy a escribírsela en un papel para que usted la copie. A veces cuesta entender a la gente cuando dicta, ¿no?
Y escribió el nombre y la dirección en otra hoja de su bloc:
SRA. H. SMITHSON
24 VICTORIA PLACE
LONDON NW1
Y Helen la copió con diligencia en el sobre marrón, que le devolvió al punto.
—Espero —apuntó ella— que mi caligrafía se diferencie bastante de la suya…
—Pues precisamente estaba pensando —dijo él— que se parecen un poco, la verdad. Pero creo que será suficiente.
Luego no dijo nada más, pero se quedó sentado a su lado. En cierto sentido, ella habría preferido que volviese a su sitio, porque en su nueva ubicación no podía verlo bien, ni mirándole descarada ni discretamente. Y no tenía nada que decirle, pues no podía revelarle algo como: «Llevaba yo razón… Mi hipótesis sobre usted era correcta». Durante un rato, él tampoco abrió la boca. Se dedicó a arrancar, para luego humedecer y pegar en el sobre, unos sellos de cuatro peniques de una hoja que sacó de su bolsillo. A ella le gustaba observar la forma en que se movían sus manos. Luego, sin soltar la carta, le preguntó:
—¿Dónde vive usted?
Es probable que notase que a ella le incomodaba la pregunta, pues al instante añadió:
—Lo digo solo por la cuestión de los sellos…
—¡Ah —exclamó ella—, vale! Sí. Vivo en el distrito SW7. Quiere que la eche al correo yo también, ¿verdad?
—¿Le importaría? —preguntó él.
—No, puedo enviarla por usted —respondió ella.
—Comprende mis intenciones con suma rapidez —dijo él luego, con algo de empacho, bajando la cabeza y apartando la mirada. Parecía incapaz de darle las gracias de manera más formal.
—Se puede decir que yo también «he tenido intenciones parecidas» alguna vez —respondió ella.
—Me dio la sensación, no sé por qué, de que no le importaría hacer esto por mí.
—Supongo que, en caso contrario, no me lo habría preguntado siquiera. Pero ¿de verdad confía en que me acuerde de enviarla?
—Por supuesto que sí —dijo él—. A uno jamás se le olvidaría enviar la carta de un desconocido.
Aquel comentario fue tan acertado que la dejó sin palabras. De hecho, no volvieron a hablar hasta que el tren entró en Paddington. Cuando estaban caminando juntos por el andén, él se despidió diciendo:
—Gracias, y adiós.
—Adiós —respondió ella. Llevó la carta en la mano hasta llegar a casa y la echó en el buzón de su manzana. Luego bajó las escaleras del semisótano para entrar en su oscuro piso, y supo que aquel nombre y aquella dirección, escritos de su puño y letra, permanecerían grabados para siempre en su memoria.
En efecto, a lo largo del siguiente mes, creyó que había momentos en los que no pensaba en otra cosa. Pero sabía que aquella sensación no era real, que era fruto de su imaginación, porque, huelga decirlo, claro que se le pasaban otras cosas por la cabeza: su trabajo, sus amigos, su madre, qué comprar para cenar o si quería o no ir al cine el miércoles por la noche. Pero no pensaba en ellas de la forma disparatada, romántica y obsesiva con la que pensaba en la Sra. H. Smithson, en su anónimo acompañante de compartimento y en todo aquel episodio curioso y conmovedor. En cierto sentido, el suceso la había ofendido, porque justificaba, y cómo, que ella mantuviera sus propias y alocadas expectativas, su fe necia en que también a ella le llegaría su momento. Su mejor yo, el más cuerdo, sabía que esa fe era una necedad, y sospechaba que esos indicios parciales de su validez eran una mera ilusión, una tentación, y que si les prestaba demasiada atención quedaría incapacitada para siempre, expulsada de la vida real, como habrían hecho las Sirenas con Ulises. Y, sin embargo, al mismo tiempo, su otro yo no dejaba de pensar en ese hombre, por irracional que esta conducta fuese. Lo buscaba mientras caminaba por las calles de Londres, y no lograba convencerse a sí misma de que no era a él a quien deseaba encontrar. Especuló sobre la identidad y el aspecto de la Sra. Smithson, y le puso infinitos nombres de pila, hasta que cayó en la cuenta de que la H. podría ser la inicial del nombre de su marido y no del suyo. Especuló sobre el marido engañado. Aunque la mayoría de sus amigas estaban casadas y tenían hijos, le costaba admitir que la Sra. Smithson podía ser perfectamente una mujer de su generación, pues el apelativo de «Sra.» siempre le evocaba una imagen maternal, la de su propia madre. De cuando en cuando, se sobresaltaba al caer en la cuenta de que las mujeres en las que pensaba cuando se imaginaba a una madre eran en realidad abuelas, pues las jóvenes a las que veía empujando cochecitos los sábados por la mañana, y bregando con vigorosos bebés de uno o dos años en los autobuses, no eran en realidad hermanas mayores, sino madres. La Sra. Smithson, la Sra. Smithson… No podía imaginarse a la Sra. Smithson.
Fue la semana antes de Navidad cuando decidió ir a ponerle cara a la Sra. Smithson. La idea se le había ocurrido un día, en plena comida navideña de empresa. Ahí estaba, bebiendo demasiado y comiendo más bien poco, derrotada como siempre por los problemas técnicos del bufé, mientras escuchaba a un hombre muy amable, al que conocía y que le gustaba desde hacía años, que en ese momento le estaba contando las bondades de su nueva calefacción central. Y, de repente, decidió ir a ver a la Sra. Smithson. A fin de cuentas, se dijo, ¿habría algo más inocuo, algo más fácil de descubrir? «Lo único que tengo que hacer es llamar a su puerta y preguntar, pongamos, por Alice. Entonces lo sabré. No sé qué sabré, pero lo sabré.» Y le sonrió al hombre, y permitió que volviesen a llenar su copa, y luego le habló educadamente sobre unos amigos a los que la calefacción central les había arruinado por completo los muebles antiguos, además de agrietar el revestimiento de las paredes de su casa, de un valor incalculable. Mientras hablaba, su corazón, ya de camino a casa de la Sra. Smithson, se rendía a los encantos de ese mundo tenso, romántico y doloroso que parecía llamarla sin cesar para que dejase las penas soportables de la existencia cotidiana y entrara en otro país, el de las pasiones; un país que aún no conocía, pero del que reconocería paisajes y vistas. A menudo se lo imaginaba como un lugar oculto que existía para siempre, y solo podía describírselo como un mito o una alegoría; términos que le parecían insatisfactorios, contra los que la había predispuesto su educación clásica. Era un lugar distinto del mundo real, o de lo que a ella le parecía el mundo real; era más hermoso y más válido, pero válido solo en sí mismo. No se podía entrar a voluntad, sino que solo se accedía a él de manera intermitente, por accidente, pero siempre con cierta sensación de verse tentado y caer rendido. Ella había comprobado que algunas personas, como aquel anciano poeta que tan bien había definido la naturaleza de sus expectativas, pasaban la mayor parte de su vida entre sus confines, dejándose guiar solo por sus leyes. En el mundo había suficientes de esas personas para poder seguir creyendo en la posibilidad de cruzar de forma permanente e irreversible las puertas clásicas con misteriosos grabados que llevaban a aquel país: un poeta, un francés borracho, una chica que había conocido y que un día dijo de repente: «Me voy a Bagdad», y fue… Los nombres de aquella gente que, en algún momento, se había cruzado en su camino, se le pasaban constantemente por la cabeza, adornados con guirnaldas de hojas desconocidas: a Yves lo había visto en Marsella con una langosta en la mano; a Esther, en una librería de Nueva York con un abrigo de piel y diamantes en el pelo. Esta última estaba ahora en Marrakech, viviendo en un cuartito con un árabe. Yves se había marchado a Irlanda para abrir una granja de langostas. Ah, mensajes llegados de un país extranjero… Ah, destellos de luz inquietantes… Helen apuró de un trago lo que quedaba de su cuarta copa de vino y miró el reloj, que le dijo que eran las tres y cinco, y entonces le explicó al hombre de la calefacción central que tenía que irse.
Se encaminó hacia Victoria Place deteniéndose en los semáforos, absorta. Tropezaba en cada irregularidad de la acera, e iba pasando una mano ociosa por barandillas mugrientas. Hacía frío, pero ella no podía sentirlo, porque la cara le ardía. Se sabía el camino porque lo había mirado un mes antes, el día después de enviar la carta, en su guía Londres de la A a la Z… Recordaba aquel momento porque fingió encontrar la ruta de casualidad. Su cabeza no quiso saber lo que sus manos y sus ojos tramaban. Sin embargo, en aquel preciso instante su cabeza sí recordaba lo que entonces se había negado a aceptar, y siguió aquel camino embelesada, en un trance que se prolongó hasta mucho después de que los efectos de la caminata disiparan los efectos de tanta bebida y un estómago tan vacío. «Si es que estoy loca —se repetía una y otra vez—. Estoy loca.» Solo al final del trayecto la asaltó un leve temor: pensó que no se atrevería a llamar a la puerta o que, quizá, lo único que la esperara tras ella sería una pequeña decepción. De ese modo, solo conseguiría disipar lo que ya había sido, a su manera, perfecto.
Sin embargo, no le hizo falta llamar a la puerta. Al llegar, comprobó que Victoria Place era una calle corta, bordeada por casas altas adosadas recién restauradas o con un diseño de esos que nunca pasan de moda. El número 24, muy iluminado, brillaba con intensidad en la oscuridad creciente. Se acercó a un ritmo pausado, cayendo en la cuenta de que iba a poder ver lo que la había llevado hasta allí sin necesidad de llamar. Al instante se percató de que el destino había confabulado con su curiosidad poniendo una parada de autobús justo enfrente de la casa, de modo que podía colocarse ahí, como si estuviera esperando, sin temor a que la descubriesen. Así que, cuando llegó a la parada de autobús, se detuvo unos segundos para armarse de valor y luego se giró. Como las luces de los dos pisos inferiores estaban encendidas, enseguida distinguió, en el semisótano, una sala que se parecía muchísimo a su propia casa. Le bastó un solo vistazo para comprobar que estaba repleta de gente. De hecho, había tanta actividad que tardó unos instantes en averiguar cuántos eran. Había dos mujeres y cuatro niños; no, cinco niños, contando al bebé que permanecía sentado en la alfombra azul del rincón. Los más mayores estaban decorando el árbol de Navidad. Una de las mujeres ponía la mesa para el té, mientras la otra, dando la espalda a la ventana y con un codo apoyado sobre la repisa de la chimenea, parecía estar leyendo en voz alta un pasaje de un libro. Era una sala grande y luminosa, con un suelo de moqueta verde, paredes blancas y muebles de madera pintados de rojo; hasta la mesa era roja. Un cuarto infantil que brillaba, que resplandecía. Había un móvil con peces dorados colgando del techo, y por la moqueta yacían desperdigados cristales de colores y oropeles para adornar el árbol. Los platos que se encontraban sobre la mesa eran azules y blancos, y los cuchillos de plata lanzaban destellos. Sobre la repisa de la chimenea había dos vasos tallados y una botella de vino abierta. Dos de los niños tenían el pelo rubio y los otros tres eran morenos. La mujer que estaba poniendo la mesa tenía una larga melena pelirroja de la que se escapaban grandes rizos que le cubrían la nuca y le tapaban la cara con cada gesto, pues se movía con una diligencia incansable y enérgica: sacaba bollos de una bolsa, cortaba rebanadas de pan, servía zumo de grosella negra en vasos infantiles, girándose de cuando en cuando para escuchar a la otra mujer, y riéndose de golpe, echando hacia atrás la cabeza con una especie de carcajada violenta. La mujer que se encontraba junto a la repisa también se rió, y sus hombros delgados temblaron. Los niños, molestos por la risa de su madre, se abalanzaron sobre ella, agarrándose con rabia a sus rodillas sin dejar de chillar, y entonces la mujer pelirroja intentó apaciguarlos con rebanadas de pan con mermelada, que estos rechazaron y acabaron en el suelo. Probó entonces con los bollos helados, que repartió uno a uno sin dejar de hablar, dirigiéndose en todo momento a la otra mujer, no a los niños. Parecía sumamente concentrada en sus palabras, dedicada a contar alguna anécdota demasiado valiosa para dejar que se perdiera. Los niños masticaban sus respectivos bollos mientras ella recogía las rebanadas de pan y se las daba, con una sonrisa adorable de profundo cariño, al bebé. La sonrisa de aquella mujer le resultó tan delicada, divertida y solícita, que Helen, observándola discretamente, sintió que se le paraba el corazón.
Allí fuera observando, bajo el frío, sintió que su cuerpo se iba agarrotando poco a poco, hasta llegar a esa falta de aliento que provoca el exceso de atención. En verdad creía que se le estaba permitiendo ver, de un modo gratuito, algo tan hermoso que su relevancia no podía medirse. Los indicios y las señales que la habían llevado hasta allí adoptaron en ese momento el significado misterioso del mismísimo destino: todo estaba vinculado, todo formaba parte de un diseño cuyo sentido optimista y súbito pudo entrever por pura casualidad. Aquellas dos mujeres, y sus hijos, y el hombre del tren, y la sala iluminada y radiante con las cortinas descorridas, una isla en la oscuridad, eran símbolos de cosas que le resultaban demasiado difusas para nombrarlas en voz alta: la felicidad, la esperanza, la luminosidad, el calor y la celebración. Miró de nuevo hacia esa habitación donde yacían las emociones, como si estuviera contemplando unas aguas de profundidades insondables. La mujer pelirroja se había puesto de rodillas en la moqueta verde, y frotaba con una esquina del paño de cocina una mancha de mantequilla, al tiempo que miraba hacia arriba y escuchaba, con una expresión donde se fundían inextricablemente el enfado con los niños, la despreocupación por su propio enfado y una especie de placer extasiado por la compañía de la otra mujer. Esta se había girado un poco, con lo que Helen pudo verle la cara a través de la ventana. En las manos tenía un espumillón rojo y plateado, e iba deshaciendo distraídamente los nudos mientras hablaba. Y Helen pensó en todas las habitaciones frías y oscuras de Londres y del mundo, en la soledad, en la luz azul, gélida y parpadeante de la televisión, en los niños tristes, en las madres silenciadas y las jóvenes solteras; y se preguntó si de verdad podía concentrarse tanto placer en un único sitio, o si esas no serían en verdad unas ventanas a través de las que veía un mundo irreal, enorme y espacioso, adorable y pasado. Y le pareció posible que así fuera, pues no conocía aquella casa, ni a aquellas mujeres, y ni siquiera sabía sus nombres ni el del hombre que la había llevado hasta allí. Ella sabía que la poesía de la inspiración era, hasta cierto punto, la poesía de la ignorancia, y sacar conexiones entre determinados símbolos, una locura destructiva. Ni siquiera sabía cuál de esas mujeres era la Sra. Smithson, a la que había ido a ver, porque si una mujer puso la mesa, la otra la quitó, como si ambas estuvieran en su casa. No sabía nada, y por ende podía creer cualquier cosa, encontrando la fe en esa imagen, como la encontrara en ciudades desconocidas. Sí, encontraba la fe en la contemplación apasionada de la intimidad, cuando su propia intimidad le faltaba. Como Wordsworth, que le dio la espalda a su vida para observar sus recuerdos más intensos, y Yeats, que miraba leones y torres y halcones.
Cuando al fin mandaron a una de las niñas a correr las cortinas, Helen estaba entumecida y pálida por el frío. Pero no se giró hasta el instante en que la pequeña, de pelo moreno y liso, con el semblante serio de repente ante la magnitud de su cometido, empezó a forcejear con las pesadas cortinas, arrebatándole centímetro a centímetro la imagen de los ángulos coloridos de luz refractada, el árbol de Navidad, los peces voladores, el verde de las plantas, las caritas inocentes y angelicales, las esferas relucientes de cristal y a las dos mujeres jóvenes. Y al girarse sintió los primeros copos de nieve del año posarse suavemente en su piel, y al levantar los ojos vio el tenue cielo azul repleto de nieve. Volvió a mirar, para comprobar si la niña lo había visto, pero las cortinas ya estaban corridas y solo fue capaz de distinguir su propio reflejo, pálido, en el cristal. Así que empezó a caminar calle abajo, alejándose de la casa y de la parada de autobús. Sin embargo, no había dado diez pasos cuando un coche paró justo a su lado, apenas a un metro de ella. Ahí estaba el hombre del tren, mirándola. Ella se detuvo, el hombre abrió la puerta y, sin apearse, le dijo: «No sé qué decirle, parece tan frágil que una sola palabra podría herirla». Helen esbozó una sonrisa lenta y perpleja, sabedora de que, al igual que él, ella también era una aparición misteriosa, una imagen de su memoria iluminada por un resplandor tenue. Luego se giró y siguió caminando calle abajo, alejándose de él y sumiéndose en la oscuridad nevada. El hombre bajó del coche y entró en la casa.
Caminaba con sumo cuidado, pues sentía los tobillos tan congelados que tenía miedo de que, si tropezaba, se quebrasen.
(1967)