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DEBERES

Espero no dar la sensación de estar quejándome de su actitud. Al contrario, sé que siempre ha sido muy buena conmigo, muy generosa con su tiempo, muy simpática y comprensiva, y la verdad es que no debería darlo por sentado… No hay absolutamente ninguna razón para que quiera verme siquiera. Es una mujer muy ocupada, lo sé. Siempre le estoy diciendo que soy consciente de lo ocupada que está, y que no tiene que permitir que la moleste, que en cuanto empiece a aburrirla con mis problemillas solo ha de pedirme que recoja mis cosas y me vaya, sin más. Pero jamás lo hace. Para ser justos con ella, hay que decir que jamás lo ha hecho, ni siquiera esta última vez (y eso que estaba un poco molesta). En fin, pude entender bastante bien lo que sentía. El caso es que siempre ha sido generosísima conmigo. Siempre le he dejado perfectamente claro que lo único que tiene que hacer si quiere que nos veamos en otro momento es darme un telefonazo. Yo siempre estoy disponible, le digo. Tú eres la que está ocupada, no yo… Yo no soy nadie, le digo siempre. Tú llámame si no puedes el martes, que nos organizamos sin problemas para otro día. Yo siempre estoy libre. Pero nunca lo hace.

Así que ya os podéis imaginar lo incómoda que me sentí al verla tratar así de mal a Damie. No le pega nada… Ella es una persona paciente, generosa, comprensiva, y ese pobre chiquillo… Bueno, es verdad que ya no es tan pequeño, tendrá más de doce años, supongo, pero sin duda se lleva siempre sus peores palabras. Y el otro día me sorprendió muchísimo. Me habría gustado intervenir, decir algo, pero no sabía qué ni cómo hacerlo, y tampoco me habían dado vela en ese entierro.

Llegué allí como siempre, sobre las cinco y media. «Ven cuando quieras», me dice ella cada vez, y al principio yo solía aparecer a las seis y media más o menos, a la hora de cenar, pero luego cogí la costumbre de llegar una hora antes, para poder charlar un rato mientras tomamos el té. En una ocasión llegué sobre las cinco, y la pillé al teléfono, y se quedó hablando una eternidad, sin apenas dirigirme la mirada, así que últimamente procuro no llegar antes de y media. Una vez, llegué a su calle tan temprano que me puse a dar vueltas a la manzana para matar el tiempo, y me di de bruces con ella al doblar una esquina: iba a toda prisa a la carnicería porque se le había olvidado comprar carne picada para la cena —es curioso, cuando voy suele haber carne picada, pero no creo que cenen eso todos los días—, y me preguntó: «¿Qué estás haciendo?», y yo le respondí: «Nada, dando vueltas a la manzana, no quería molestarte llegando demasiado temprano», y ella me dijo que me dejase de tonterías y que la acompañase, y yo fui. No obstante, sigue sin hacerme demasiada gracia aparecer mucho antes de las cinco y media si puedo evitarlo. No me parece justo: me da la impresión de que la esperan un montón de tareas domésticas cuando vuelve del trabajo. Por supuesto, dice que no le importa que esté ahí mientras prepara la cena… Le gusta tener a alguien con quien hablar, dice. Yo siempre me ofrezco a ayudarla, pero ella asegura que no se le da muy bien que la ayuden, que prefiere hacer las cosas sola.

El caso es que esa tarde llegué sobre las cinco y veinte, y la pillé recogiendo las cosas del té. Pensé que parecía un pelín cansada, y se lo dije, pero respondió que no era nada en concreto. Al parecer, se había acostado tarde la noche anterior (y eso que siempre dice que tiene que estar en la cama a las once) y había sido un día largo en el estudio: por algún motivo, habían empezado a trabajar a las ocho. No me contó mucho del programa, así que supuse que no iba demasiado bien y evité el tema con discreción. Me preguntó cómo me iba con Mary (la mujer con la que comparto piso) y cómo estaba mi padre, y yo le hablé de ellos. (Mi padre está en una residencia de ancianos y solo lo veo los fines de semana.) Le hablé de ellos mientras empezaba a cortar las cebollas y el resto de ingredientes que mezclaría luego con la carne. (Ojalá no pusiera pimiento verde. Me he dado cuenta de que todo el mundo lo deja en un lado del plato, menos ella.) Mientras intentaba explicarle que al final Mary no podría pasar conmigo las vacaciones de Semana Santa, aunque me había dicho que iba a estar libre, el teléfono sonó tres veces: dos llamadas de trabajo y una que cortó de manera harto tajante, en mi opinión. «Mira —dijo con un tono muy peculiar—, tendrás que llamarme más tarde. Y procura hacerlo. Me voy a enfadar mucho contigo, muchísimo, si no me llamas más tarde.» Parecía otra persona y, por su tono de voz, supe que esa persona no estaba de muy buen humor. Me alegro de que no use ese tono conmigo. Pero supongo que es irritante que el teléfono suene cada dos por tres, mientras los críos corretean de un lado a otro. «Venga, Kate, no des la murga», le decía una y otra vez a su hija pequeña, que no dejaba de entrar para enseñarle lo que estaba haciendo (eran origamis). «Venga, Kate, vete a ver la tele, que estoy hablando con Meg, ¿no lo ves?» La verdad es que fue un poco tajante, pero aún estaba a años luz de la brusquedad que emplearía luego con Damie. En cualquier caso, no creo que Kate sea ni la mitad de sensible que Damie; se limitó a volver silbando a su puesto frente a la televisión, que al parecer se pasan el día y la noche viendo, al menos mientras yo estoy ahí.

Le estaba explicando que Mary me había convencido para que pagase la fianza de una casita de campo para Semana Santa cuando se produjo una nueva interrupción: esta vez era el timbre, y ella dio tal respingo que se cortó un dedo con el cuchillo de picar. «Voy yo», dije, enfilando el pasillo, pero ella jamás lo habría permitido. No, tenía que abrir ella, así que se dirigió a la puerta, sangrando y chupándose el dedo. No pude ver muy bien quién era. Creo que se trataba de un hombre, que le entregó algo, pero ella lo dejó en algún lugar antes de llegar a la cocina. No me dijo quién era. Luego tuvimos diez minutos de tranquilidad antes de que el teléfono volviese a sonar. Esta vez su tonillo enérgico, que siempre usa cuando habla con él, no me dejó lugar a dudas: el que se encontraba al otro lado de la línea era su ex marido, Tony. Yo sé que oculta mucho dolor, cosa que nadie podría intuir a menos que la conociese tan bien como yo. Resultaba evidente que él quería hablar sobre algún asunto relacionado con uno de sus hijos. Casi podía distinguir cada una de sus palabras, de lo fuerte que hablaba. Estuvieron unos minutos al teléfono, y ella intentaba darle largas. Yo empecé a leer el periódico para que no se sintiese escuchada, pero al rato ella dijo, tajante: «Mira, Tony, ahora mismo no puedo hablar… Meg está aquí», y él colgó casi al instante. Le sonreí cuando volvió a la tabla de cortar, sintiéndome satisfecha por haber cumplido la humilde función de ayudarle a deshacerse de él, aunque ella no parecía demasiado contenta.

No obstante, he de decir que se mostró muy amable respecto a lo de Mary. Incluso se ofreció a prestarme lo que había dado para la fianza, si iba mal de dinero, hasta que la agencia de viajes me lo devolviese. Yo lo rechacé, por supuesto. No me gusta que me presten dinero, ni siquiera alguien como ella, que tiene a raudales. Coincidió conmigo en que Mary había sido muy desconsiderada. Ambas estuvimos de acuerdo en que la gente piensa muy poco en los demás, nunca se preocupa por los sentimientos de los otros, nunca se percatan de que puede que estén ocasionando molestias. Sí, es sorprendente lo irrespetuosa que puede llegar a ser la gente, decía, cuando Damie volvió a entrar en la cocina (se me ha olvidado contar que ya había entrado varias veces). El caso es que irrumpió allí, como por quinta vez, ahora con una pregunta sobre sus deberes de Historia. Personalmente, yo habría procurado prestar un poco de atención al pobre chiquillo, pero ella le pegó un grito terrible: «Dios santo, Damie, ¡que te vayas de una maldita vez! ¡Ya te he dicho que dejes de dar la murga! ¿Es que no ves que estoy hablando con Meg?». Para ser justos con el crío, este apenas parpadeó. Se limitó a marcharse tranquilamente, libro en mano. Pero yo creo que esos no son modos de hablar a un niño, ni siquiera cuando se es una madre trabajadora. Sobre todo si, como ella, siempre estás intentando parecer una especie de supermujer.

El caso es que parecía un poco inquieta. Entre pitos y flautas aún no había metido en el horno el pastel de carne, y las seis y media se acercaban peligrosamente. Volví a preguntarle si podía echar una mano, pero respondió que no había nada que hacer, salvo que quisiera ir a servir una copa para mí y otra para ella a la otra sala. Así que fui, para contentarla, la verdad sea dicha, porque no soy yo mucho de copas. (Ella sí. Más de una vez me ha costado creer todo lo que ha bebido. La he visto pimplarse casi un tercio de una botella de ginebra en una noche.) Así que fui a la otra sala, a la mesa donde tiene las bebidas: sabía que ella tomaría ginebra con agua (la ruina de las madres, como la llaman) porque siempre bebe lo mismo, y yo me decanté por un Dubonnet con limón. Quedaba un culito de Dubonnet en una botella cubierta de polvo, probablemente la misma de la que bebí la última vez (no creo que a ella le guste), pero no encontré el limón, así que volví a la cocina y le pregunté si quedaba. Me dijo que quizá en el sótano, y yo respondí que bajaría a buscarlo, pero ella dijo que mejor no, que nunca lo encontraría, que además estaba muy oscuro y lleno de telarañas, y que la luz no funcionaba. Así que le pedí que no se preocupase, porque podía tomarme el Dubonnet solo, o con tónica o con gaseosa, no pasaba nada. Pero ella ya iba de camino al sótano, y pude oírla traqueteando ahí abajo. «¡No te preocupes, no quiero molestar! ¡Me tomaré un jerez!», grité, pero era demasiado tarde. La oí soltar una palabrota al tropezarse con algo (habla mal, pero quizá todo el mundo hable mal hoy en día), y luego apareció llevando en la mano una botella de limón que parecía del año de la pera. «De verdad, habría podido tomarme cualquier otra cosa perfectamente», dije. «¡Ah, no pasa nada!», respondió, y por fin pudo meter el pastel al horno. A este ritmo, pensé, mirando mi reloj, tendremos suerte si cenamos antes de las siete y media. Y yo no he tomado nada salvo una barrita de Mars y un sándwich de jamón desde el almuerzo.

Lo normal era que, llegados a ese punto, las cosas se calmasen un poco, y yo confiaba en que así fuese, porque estaba deseando preguntarle qué le parecía que el doctor Scott me hubiera sugerido reducir mi dosis de Tranquillex. Él cree que eso es lo que me ha hecho engordar tanto últimamente. Al parecer es un efecto secundario habitual. Por supuesto, también me habría gustado que me contase algo de su programa. Pero eso no fue lo que pasó. En cuanto nos sentamos a la mesa de la cocina (ella se sirvió una copa de ginebra bien cargada, o a mí al menos me lo pareció, aunque puede que la hubiera rebajado con agua), en cuanto nos sentamos (se puso a cambiar la bombilla de una lámpara de mesa que el gato había tirado, pues parece del todo incapaz de permanecer quieta sin hacer nada), en cuanto nos sentamos, los gemelos, que acababan de volver de la reunión de los Woodcraft Folk, irrumpieron en la cocina, vistiendo unos curiosos uniformes. A decir verdad, hasta aquel momento ni siquiera me había percatado de que no estaban, pues, incluso sin ellos, la casa ya es bastante ruidosa. Son unos niños adorables, y muy felices; algo sorprendente, si se piensa en el poco tiempo que les dedica su madre. El caso es que tuvimos que escuchar una larga perorata sobre lo que habían estado haciendo con los Woodcraft Folk, que, según nos explicaron, se consideraba una especie de entrenamiento para una guerra de guerrillas para boy scouts marxistas —muy divertido, supongo, aunque a mí no me haría gracia que mis hijos de ocho años fuesen tan precoces—. Luego se percataron de que estábamos tomando un aperitivo y empezaron a pedir Coca-Cola y patatas fritas y cacahuetes y algo que se llamaba Corn Crackers. Ella cayó en la cuenta de que no le quedaba Coca-Cola, así que les dio licencia para ir a comprar una botella, y también un paquete de Corn Crackers para cada uno, y otro para mí. (La verdad es que son buenos chicos.)

Sin embargo, entre unas cosas y otras, apenas tuvimos tiempo para intercambiar dos frases tranquilamente antes de que el pastel estuviera listo y fuese hora de cenar. Dos frases que no me dejaron muy satisfecha que digamos… Me dijo que no podía aconsejarme nada con respecto a lo del Tranquillex, que ella no era médico, pero que si quería perder peso quizá debería apuntarme a algún grupo de autoayuda. En otras palabras: no entendió nada de nada.

El pastel estaba delicioso y, para ser justos con ella, diré que no se me escapó que Damie, al menos, había dejado de apartar los trocitos de pimiento verde, así que quizá, al fin y al cabo, se pueda lograr que a una persona le acabe gustando algo que aborrece. Como de costumbre, no había nada de postre, solo fruta y queso. Ella siempre repite que odia preparar pudines y que, además, no son nada saludables. Y supongo que lleva razón.

Cuando terminamos de cenar eran más de las ocho y media, y entonces, gracias a Dios, los gemelos se marcharon a la cama, Kate se fue a ver la televisión y Damie se dispuso a acabar sus deberes. Yo le eché una mano fregando los platos. Al menos juzgó que era apta para ayudar con eso. Así que tuvimos un rato para hablar. Me hizo más preguntas sobre mi relación con Mary —sobre la relación de verdad, no solo sobre esa historia de la casita de campo— y se mostró muy empática, como solía ser cuando la conocí, sin limitarse a escuchar sin prestarme atención de verdad, como a menudo le ocurre ahora. También indagó un poco más sobre el doctor Scott, y quiso saber si me había planteado alguna vez seguir un tratamiento psiquiátrico, y me contó una historia sobre una amiga suya a la que le estaba yendo de maravilla con un psiquiatra. Yo le expliqué que, aunque pudiese permitírmelo, no todos éramos tan ricos como ella y sus amigas, y que de todas formas tampoco es que tuviera mucha fe en esas cosas, y ella se mostró de acuerdo conmigo, y preparó el café, y se sirvió otra ginebra. (Yo no sabía que la gente también bebe ginebra después de cenar. A mí no me apetecía nada más.)

Nos tomamos el café en la cocina para evitar molestar a los niños, que se encontraban en la sala de al lado. Damie siempre hace los deberes con la televisión encendida a todo volumen. Siempre me ha parecido un misterio cómo puede irle tan bien en el colegio. Los niños modernos son un misterio. Ella me habló de un hombre de su trabajo que insistía en invitarla a cenar, pero tuvo que interrumpirse porque en ese momento sonó el teléfono —otra vez—. Era su hermana, y se pasaron una eternidad al aparato, hablando de algún problema con la guardería de su sobrino que a ambas les parecía extraordinariamente divertido, aunque yo no le encontré la gracia. Al fin decidió colgar, pero en cuanto dejó el auricular en su sitio, el teléfono volvió a sonar. Debía de ser la persona que había llamado varias horas antes y que tanto la había irritado, pues volvió a responder de forma muy abrupta, con ese tono de voz tan peculiar: «¡Ah, si eres tú…! Sí, sé que te he dicho que me llamases más tarde, pero te has adelantado, todavía es temprano…». Y entonces se produjo un largo silencio, en el que ella escuchó a la otra persona, y yo no pude oír ni una palabra porque, a diferencia de su ex marido Tony, su interlocutor hablaba en voz muy baja. Al rato, ella dijo, con un tono más suave, pero que seguía pareciéndome muy irritado: «Ah… ¡Ah, sí, ya veo! Bueno, eso es distinto, ¿no? Sí, las once es buena hora. Sobre las once. Nos vemos pronto». (Hablamos pronto, supuse que quería decir.) «Pues lo dicho, hasta luego», se despidió, y colgó.

Curiosamente, después de esa llamada su humor pareció mejorar un poco, y empezó a hablarme de la nueva novia de su ex marido, de lo bien que se llevaban las dos, y dijo que esperaba que él se aclarase las ideas y se casara con ella. La pobre le pone al mal tiempo buena cara, eso hay que reconocérselo. Como la atmósfera se había vuelto para entonces un poco más distendida, pensé en sacar el tema del marido de Mary y de lo remolón que está siendo con la pensión que se supone que tiene que pagarle. Sin embargo, justo cuando me disponía a hablarle de ello, Kate se presentó en la cocina para dar las buenas noches, y Damie entró con sus deberes. Quería que su madre lo ayudase. Eran de Física, y ella le explicó que siempre se le había dado fatal la Física, y él le dijo que daba igual, que en ese curso se suponía que solo había que emplear el sentido común (siguen el método de Nuffield, creo), a lo que ella respondió que tampoco había tenido nunca sentido común. No obstante, accedió a echarles un vistazo, y yo vi cómo a medida que comprobaba que no los entendía iba haciendo de nuevo presa de ella el mal humor. Así pues, pregunté si podían enseñármelos a mí también (no es que se me dé para nada bien la Física, pero dos cabezas piensan mejor que una), pero ella, con una actitud bastante pueril, respondió que no, que quería entenderlos sin ayuda. Si se suponía que un niño de doce años tenía que ser capaz de hacerlo, seguro que ella también podría.

No habría pasado nada, creo, si Damie no se hubiese inclinado sobre la mesa para intentar explicarle a su madre algo que decía el libro de texto, y no hubiese tirado de paso la lámpara que ella acababa de arreglar. No tengo ni la más remota idea de lo que le sucedió entonces. Una rabia inmensa se apoderó de ella. No he visto nada igual en mi vida. Recogió la lámpara y la estrelló contra la pared, y luego le tiró a Damie el libro de Física a la cabeza, para después lanzarle al pobre chiquillo una sarta de improperios —unas palabrotas terribles, confío en que no las entendiese—. Acto seguido, cogió su taza de café y, cuando su hijo ya se alejaba por el pasillo, también se la arrojó. No puedo expresar con palabras lo sorprendida que estaba. Me quedé patidifusa. Así que esa era la mujer competente que todos consideramos un auténtico modelo de eficacia y tranquilidad. ¡Pobre Damie!, yo no sabía qué hacer… Lo estaba oyendo llorar en la otra sala. Tampoco sabía qué decirle a ella. Farfullé algo sobre lo cansadísima que tenía que estar después de un día tan largo, que no se culpase demasiado, pero ella se había llevado las manos a la cabeza y no respondió nada. Me ofrecí a prepararle otra taza de café, pero seguía sin decir nada. Así que me limité a quedarme ahí un rato, hasta que pregunté: «¿Quieres que vaya a ver cómo está Damie?», y ella masculló que era mejor dejarlo solo, y que si no me importaba iba a irse a la cama, que no se encontraba demasiado bien.

Después de aquello yo no podía quedarme allí, ¿no? Recogí la lámpara y tiré a la basura los fragmentos de la taza de café. Aún eran las nueve y media, y por lo general no me marcho hasta las once, pero no parecía que tuviese mucho sentido quedarse. Y ella tampoco se mostraba muy dispuesta a concretar una próxima cita. Llámame, me decía una y otra vez. Me pregunto si había bebido más de la cuenta.

El caso es que consideré que lo mejor era irse. Me asomé a la sala de estar de camino a la puerta; Damie parecía estar bien: seguía haciendo los deberes como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, cuando salí, en lugar de encaminarme directamente al metro, di una vuelta a la manzana, con la intención de echar un vistazo por la ventana de la sala de estar al volver a pasar por ahí. Seguía preocupada por Damie, claro. (Como ella nunca corre las cortinas, todo el que pasa por esa calle puede ver lo que ocurre en el interior de su casa.)

Y, por increíble que parezca, cuando di la vuelta a la manzana y miré, ahí estaban Damie y ella, sentados en el sofá, abrazados y riéndose. Se estaban desternillando, para ser sinceros. No se me ocurre a cuento de qué. A mí no me parecía que hubiese nada de lo que reírse.

Así que seguí andando y volví a casa en metro.

A veces creo que está un poco desequilibrada, la verdad. No me gustaría ser yo quien se lo sugiriese, pero me parece que le vendría bien algún tipo de terapia.

(1975)