Si yo me dedicara a componer libros, haría un registro comentado de muertes diversas: quien enseñara a los hombres a morir les enseñaría al mismo tiempo a vivir.
MICHEL DE MONTAIGNE,
«Que filosofar es aprender a morir»
Mientras yacía en la cama del hospital junto a Lucy, ambos llorando, con las imágenes de la tomografía todavía en la pantalla del ordenador, esa identidad como médico —mi identidad— ya no importaba. Puesto que el cáncer había invadido múltiples órganos, el diagnóstico estaba claro. Reinaba el silencio en la habitación. Lucy me dijo que me amaba. «No quiero morirme», dije yo. También le pedí que volviera a casarse, que no soportaba la idea de que se quedara sola. Le dije que debíamos refinanciar la hipoteca de inmediato. Empezamos a llamar a nuestros familiares. En un momento dado, Victoria vino a la habitación y analizamos el escáner y los posibles tratamientos. Cuando ella abordó la cuestión de los trámites necesarios para reanudar más adelante la residencia, la interrumpí:
—Victoria —dije—, nunca volveré a este hospital como médico, ¿no crees?
Un capítulo de mi vida parecía haber concluido; tal vez el libro entero estaba llegando a su fin. En vez de encarnar la figura del pastor que ayuda en los momentos de tránsito, me encontraba convertido en la oveja perdida y confusa. Una grave enfermedad no te cambiaba la vida, más bien te la destruía. No producía la sensación de una epifanía, como un deslumbrante estallido de luz o un iluminador Lo Que Importa de Verdad; más bien parecía como si acabaran de bombardear el camino que antes se abría ante ti. Ahora debería buscar un rodeo.
Mi hermano Jeevan había llegado y estaba junto a mi cama.
—Has logrado muchísimo en tu carrera —me dijo—. Eso lo sabes, ¿no?
Suspiré. Lo decía con buena intención, pero las palabras sonaban vacías. Mi vida había consistido en acumular un potencial que ahora no llegaría a materializarse. Tenía planeadas tantas cosas y había estado tan cerca de lograrlas... Me sentía incapacitado físicamente; mi futuro soñado y mi identidad personal se habían desmoronado y ahora me enfrentaba a los mismos dilemas existenciales que mis pacientes. El diagnóstico de cáncer de pulmón se había confirmado. Mi futuro cuidadosamente planeado y ganado con tanto esfuerzo ya no existía. La muerte, para mí tan familiar en mi trabajo, estaba haciéndome ahora una visita personal. Aquí estábamos: al fin cara a cara, y, sin embargo, no había en ella nada reconocible. Plantado en la encrucijada donde debería haber sido capaz de vislumbrar y de seguir las huellas de la infinidad de pacientes a los que había tratado a lo largo de los años, sólo veía un reluciente desierto árido y vacío: como si una tormenta de arena hubiera borrado cualquier atisbo de familiaridad.
Estaba poniéndose el sol. Me darían el alta a la mañana siguiente. Tenía concertada una cita en oncología para unos días más tarde, pero la enfermera me dijo que mi oncóloga pasaría a verme esa noche, antes de salir a recoger a sus hijos. Se llamaba Emma Hayward y quería saludarme antes de la visita inicial en su consulta. Yo conocía un poco a Emma —había tratado a algunos de sus pacientes—, pero nunca habíamos pasado de intercambiar unas palabras superficiales de cortesía. Mis padres y mis hermanos estaban desperdigados por la habitación sin decir gran cosa, mientras Lucy permanecía sentada junto a la cama, cogiéndome la mano. Se abrió la puerta y entró Emma, con las huellas de una larga jornada en su bata blanca, pero con la sonrisa intacta. La seguían un colega y un residente. Ella sólo me llevaba unos años; tenía el pelo largo y oscuro, aunque veteado de gris, como suele ocurrirles a quienes frecuentan la muerte. Acercó una silla a la cama.
—Hola, me llamo Emma —dijo—. Siento disponer de tan poco tiempo hoy, pero quería pasar por aquí para presentarme.
Nos dimos la mano (yo tenía el brazo enredado en la vía intravenosa).
—Gracias por venir —dije—. Ya sé que tienes que ir a recoger a tus hijos. Ésta es mi familia.
Ella saludó con un gesto a Lucy, a mis hermanos y a mis padres.
—Siento lo que te está pasando —dijo—. A ti y a todos ustedes. Tendremos mucho tiempo para hablar dentro de un par de días. Me he anticipado y he pedido algunos análisis de la muestra del tumor, lo cual ayudará a orientar el tratamiento. Que puede ser quimioterapia o no, según los resultados.
Dieciocho meses antes me habían ingresado en el hospital por una apendicitis. Entonces no me habían tratado como a un paciente, sino como a un colega, casi como a un especialista a quien se le solicita consejo. Yo esperaba lo mismo ahora.
—Ya sé que no es el momento —dije—, pero me interesará que hablemos de las curvas de supervivencia de Kaplan-Meier.
—No —dijo ella—. Ni hablar.
Un breve silencio.
«¿Cómo se atreve? —pensé—. Así es como los médicos, los médicos como yo, evalúan un pronóstico. Tengo derecho a saberlo.»
—Podemos hablar en su momento de la terapéutica —me dijo ella—. Podemos hablar también de tu vuelta al trabajo, si eso es lo que deseas. La combinación de quimioterapia tradicional, con cisplatino, pemetrexed y quizá también con Avastin presenta un elevado índice de neuropatía periférica, así que probablemente tendremos que cambiar el cisplatino por el carboplatino para proteger mejor tus nervios, ya que eres cirujano.
«¿Volver al trabajo? Pero ¿qué está diciendo? ¿Es que delira? ¿O yo estoy rematadamente equivocado sobre mi pronóstico? ¿Y cómo podemos hablar de todo esto sin una estimación realista de supervivencia?» El suelo, que ya se había movido bajo mis pies en los últimos días, volvió a temblar una vez más.
—Ya entraremos más adelante en detalles —prosiguió ella—; soy consciente de que hay un montón de cosas que asimilar. Pero sobre todo, quería conocerte a ti, y a todos ustedes, antes de nuestra cita del jueves. ¿Puedo hacer algo más por hoy, o responder a alguna otra pregunta, aparte de las curvas de supervivencia?
—No —le dije, aturdido—. Muchas gracias por venir. Te lo agradezco de verdad.
—Toma mi tarjeta —dijo ella—, aquí está el teléfono de la clínica. Llámame con toda libertad si surge cualquier cosa antes de que nos veamos.
Mis amigos y familiares se apresuraron a contactar con toda nuestra red de colegas médicos para averiguar quiénes eran los mejores oncólogos de cáncer de pulmón del país. En Houston y Nueva York estaban las principales clínicas especializadas en cáncer. ¿Debía tratarme allí? La logística de la mudanza o traslado provisional la estudiaríamos después. Las respuestas a nuestras indagaciones llegaron enseguida, y fueron más o menos unánimes: Emma no sólo era una de las mejores —una oncóloga de fama mundial que como experta en cáncer de pulmón había formado parte de uno de los comités asesores más importantes del país—, sino que era conocida además por ser una persona compasiva que sabía cuándo presionar y cuándo aflojar. Por un momento reflexioné con admiración sobre la cadena de acontecimientos que me habían lanzado por el mundo (mi residencia había sido decidida mediante un proceso de emparejamiento computarizado) sólo para acabar internado en este hospital, con un diagnóstico tan infrecuente y en manos de una de las mejores especialistas para tratarlo.
Después de casi toda una semana en cama, mientras el cáncer seguía avanzando, había quedado visiblemente debilitado. Mi cuerpo —y la identidad adosada a él— había sufrido un cambio radical. El simple acto de levantarse para ir al baño ya no era un programa motor subcortical automatizado; ahora exigía esfuerzo y planificación. Los fisioterapeutas me habían dado una lista de ítems para facilitarme esta nueva etapa en casa: un bastón, un asiento modificado para el inodoro, bloques de espuma para sostener las piernas al descansar. Me recetaron una serie de nuevos fármacos para el dolor. Mientras salía renqueando del hospital, me pregunté cómo era posible que sólo seis días antes me hubiera pasado casi treinta y seis horas seguidas en el quirófano. ¿Tanto había empeorado en una semana? En parte, sí. Aunque, además, me había valido de una serie de trucos y de la ayuda de los co-cirujanos para resistir esas treinta y seis horas; y, aun así, había sufrido unos dolores atroces. ¿Acaso la confirmación de mis temores —tanto en la tomografía como en los análisis, que mostraban no sólo un cáncer, sino un cuerpo abrumado y cercano a la muerte— me había liberado de mi deber de servicio, de mi deber ante los pacientes y la cirugía, de mi misión de hacer el bien? Sí, pensé, y ahí estaba la paradoja: como el corredor que cruza la línea de meta y se desmorona, sin el empuje de ese deber de cuidar a los enfermos, me convertí en un inválido.
Normalmente, cuando yo tenía un paciente con un dolencia extraña, consultaba al especialista correspondiente y me dedicaba a leer sobre el tema. Esta situación no parecía diferente a primera vista, pero cuando me puse a leer sobre quimioterapia, lo que incluía toda una gama de fármacos y un montón de nuevos tratamientos más modernos dirigidos a mutaciones específicas, la cantidad de preguntas que me asaltaban me impedía centrarme en un estudio fructífero. (Alexander Pope: «Un poco de conocimiento es peligroso; / bebe a fondo, o no pruebes el agua de esa fuente».) Sin la experiencia médica adecuada, no sabía situarme en ese nuevo universo de datos, ni podía encontrar mi lugar en la curva de Kaplan-Meier. Esperé con expectación la visita con la oncóloga.
Pero, sobre todo, descansé.
Me sentaba y contemplaba la foto en la que aparecíamos Lucy y yo, en la Facultad de Medicina, bailando y riendo. Era tremendamente triste mirar a aquellos dos jóvenes que planeaban toda una vida juntos, sin ser conscientes en absoluto de su propia fragilidad. Cuando murió en el accidente de tráfico, mi amiga Laurie estaba prometida: ¿acaso no era esto más cruel?
Mi familia se entregó a una actividad frenética para adaptar mi vida a la nueva situación: para pasar de la vida de un médico a la de un paciente. Abrimos una cuenta en una farmacia con envío por correo, encargamos una barandilla para la cama y compramos un colchón ergonómico que aliviara mis agudos dolores de espalda. Nuestro plan financiero, que unos días antes había previsto que mis ingresos se multiplicarían por seis al año siguiente, quedaba en una situación precaria y habría que recurrir a otros instrumentos financieros para proteger a Lucy. Mi padre afirmó que estas modificaciones implicaban una rendición frente a la enfermedad: yo iba a superarlo, de algún modo conseguiría curarme. ¿Cuántas veces había oído hacer afirmaciones parecidas a los familiares de un paciente? Yo nunca sabía qué decirles entonces, y tampoco supe qué decirle en ese momento a mi padre.
¿Cuál era la historia alternativa?
Dos días más tarde, Lucy y yo nos reunimos con Emma en la clínica. Mis padres se quedaron rondando la sala de espera. El técnico sanitario me tomó las constantes vitales. Emma y su enfermera fueron extremadamente puntuales. Ella situó una silla frente a mí, para hablar cara a cara.
—Hola de nuevo —dijo—. Ésta es Alexis, mi mano derecha —añadió, señalando a la enfermera, que estaba frente el ordenador tomando notas—. Tenemos mucho que hablar, pero, antes que nada, ¿cómo te encuentras?
—Bien, dadas las circunstancias —dije—. Disfrutando de mis «vacaciones», supongo. ¿Y tú qué tal?
—Ah, bien, bien. —Hizo una pausa: los pacientes no preguntan normalmente a los médicos cómo están, pero Emma además era una colega—. Me toca dirigir el servicio de ingresos esta semana. Ya sabes cómo es. —Sonrió. Tanto Lucy como yo lo sabíamos. Los especialistas de consultas externas se turnaban periódicamente en el servicio de ingresos, lo que añadía muchas horas de trabajo a un horario ya de por sí muy apretado.
Tras unas cuantas bromas más, iniciamos una relajada conversación sobre el estado actual de la investigación en cáncer de pulmón. Había dos caminos, dijo Emma. El método tradicional era la quimioterapia, dirigida genéricamente a las células de división rápida: básicamente las células cancerosas, pero también las células de la médula ósea, de los folículos pilosos, de los intestinos, etcétera. Emma repasó los datos y las opciones, como dando una clase a otro médico..., con la salvedad, una vez más, de que no mencionó las curvas de supervivencia de Kaplan-Meier. Por otro lado, se habían desarrollado nuevas terapias que atacaban directamente los defectos moleculares específicos del cáncer mismo. Yo ya había oído hablar de estas investigaciones —durante mucho tiempo habían venido a ser el Santo Grial de los trabajos sobre el cáncer— y descubrí con sorpresa que se habían hecho grandes progresos. Esos tratamientos, al parecer, habían permitido la supervivencia a largo plazo de «algunos» pacientes.
—Ya han llegado la mayoría de tus análisis —me dijo Emma—. Tienes una mutación PI3K, pero no se sabe con certeza lo que eso significa. El análisis de la mutación más común en pacientes como tú, el EGFR, todavía está pendiente. Apostaría a que es la que tú tienes, y en tal caso, hay una pastilla llamada Tarceva que puedes tomar en lugar de la quimioterapia. El resultado debería llegar mañana, viernes, pero estás lo bastante enfermo como para que haya decidido programarte la quimio a partir del lunes en caso de que el EGFR sea negativo.
Sentí una afinidad automática con ella. Era exactamente así como yo abordaba la neurocirugía: contando con planes A, B y C en todo momento.
—En la quimio, la decisión principal está entre el carboplatino o el cisplatino. En estudios comparativos aislados, el carboplatino se tolera mejor. El cisplatino tiene potencialmente mejores resultados pero mucha mayor toxicidad, en especial para los nervios, pero todos los datos son antiguos y no existen comparaciones con nuestros regímenes de quimioterapia modernos. ¿Algún comentario?
—Lo que menos me preocupa es conservar la funcionalidad de las manos para la cirugía —dije—. Puedo hacer muchas otras cosas en la vida. Si pierdo las manos, siempre puedo encontrar otro trabajo, o no trabajar, o lo que sea.
Ella hizo una pausa.
—Déjame hacerte una pregunta: ¿la cirugía es importante para ti? ¿Es lo que quieres hacer?
—Bueno, sí. Me he pasado casi un tercio de mi vida preparándome para eso.
—Bien, entonces yo diría que nos atengamos al carboplatino. No creo que eso vaya a variar la probabilidad de supervivencia y sí creo, en cambio, que podría modificar radicalmente tu calidad de vida. ¿Más preguntas?
Ella parecía convencida de que ése era el camino, y yo estaba dispuesto a seguirlo. Ahora empezaba a permitirme albergar la idea de que quizá fuera posible volver a la cirugía. Sentí que me relajaba un poco.
—¿Puedo empezar a fumar? —bromeé.
Lucy se echó a reír; Emma puso los ojos en blanco.
—No. ¿Alguna pregunta seria?
—La curva de Kaplan-Meier...
—De eso no vamos a hablar —dijo.
No entendía su resistencia. Al fin y al cabo, yo era un médico familiarizado con tales estadísticas. Podía averiguarlo por mi cuenta..., y eso era lo que tendría que hacer.
—De acuerdo —dije—, entonces me parece que está todo claro. Mañana nos dirás cuáles son los resultados del EGFR. Si son positivos, empezamos con las pastillas de Tarceva. Si no, empezamos el lunes la quimioterapia.
—Exacto. Otra cosa que quiero que tengas clara es ésta: ahora yo soy tu médico. Si tienes cualquier problema, sea de atención primaria o de otro tipo, has de venir a consultárnoslo primero a nosotras.
Volví a sentir una punzada de afinidad.
—Gracias —le dije—. Y suerte con el pabellón de ingresos.
Emma salió de la habitación, pero volvió a asomar la cabeza al cabo de un segundo.
—Puedes decir que no con toda libertad, pero hay algunas fundaciones dedicadas al cáncer de pulmón que estarían encantadas de conocerte. No respondas ahora. Piénsalo y, si te interesa, díselo a Alexis. No hagas nada que no quieras hacer.
Mientras salíamos, Lucy comentó:
—Es fantástica. Justo la persona adecuada para ti. Aunque... —Sonrió—. Creo que le gustas.
—¿Y?
—Bueno, hay un estudio que dice que los médicos son menos eficientes al emitir el pronóstico de aquellos pacientes en los que ponen un interés personal.
—Me parece que eso —dije con una carcajada— está en la cola de nuestra lista de preocupaciones.
Empezaba a darme cuenta de que el hecho de haber entrado en contacto tan directo con mi propia mortalidad no había cambiado nada y lo había transformado todo. Antes de que me diagnosticaran el cáncer, sabía que moriría algún día, pero no sabía cuándo. Después del diagnóstico, sabía que moriría algún día, pero no cuándo. Pero ahora lo intuía con mayor intensidad. El problema no era, en realidad, científico. La perspectiva de la muerte es inquietante. Y, sin embargo, no hay otra forma de vivir.
Lentamente, la niebla se iba despejando: al menos ahora tenía información suficiente para sumergirme en la literatura médica. Aunque las cifras eran confusas, tener una mutación EGFR implicaba un año más de vida en promedio y la posibilidad de una supervivencia a largo plazo; no tener la mutación implicaba una probabilidad de muerte del ochenta por ciento en dos años. Clarificar el resto de mi vida iba a ser todo un proceso.
Al día siguiente, Lucy y yo fuimos al banco de esperma con el fin de preservar gametos y dejar las opciones abiertas. Siempre habíamos planeado tener hijos al final de mi residencia, pero ahora... Los fármacos contra el cáncer podían producir un efecto imprevisible en mi esperma; para conservar la posibilidad de tener hijos, pues, debíamos congelar esperma antes de iniciar el tratamiento. Una mujer joven nos informó de los diversos planes de pago, las opciones de conservación y los tipos legales de propiedad. En su escritorio había infinidad de folletos de colores sobre distintas actividades sociales para personas jóvenes con cáncer: grupos de improvisación teatral, grupos de canto a capela, noches de micrófono abierto, etcétera. Me daban envidia sus caras alegres, sabiendo como sabía desde un punto de vista estadístico que todos ellos tenían seguramente formas muy tratables de cáncer y razonables expectativas de vida. Sólo un 0,0012 de personas de treinta y seis años sufren un cáncer de pulmón. Sí, por supuesto, todos los pacientes de cáncer son infortunados, pero hay cáncer y CÁNCER, y has de ser muy infortunado para tener este último. Cuando la joven nos pidió que especificáramos qué pasaría con el esperma si uno de nosotros «llegaba a morir» —o sea, quién sería el propietario legal en caso de muerte—, la cara de Lucy se llenó de lágrimas.
En inglés, la palabra esperanza (hope) apareció por primera vez hace unos mil años y designaba una mezcla de deseo y seguridad. Pero lo que yo deseaba —la vida— no coincidía con aquello de lo que estaba seguro: la muerte. Entonces, cuando hablaba de esperanza, ¿quería decir en realidad: «Deja un poco de margen para un deseo infundado»? No. Las estadísticas médicas no sólo reflejan cifras tales como el promedio de supervivencia, sino que miden también la seguridad que nos inspiran nuestras cifras, mediante herramientas como los niveles de confianza, los intervalos de confianza y los límites de confianza. Entonces ¿quería yo decir: «Deja un poco de margen para un desenlace estadísticamente improbable, pero aun así factible: para una supervivencia justo por encima del noventa y cinco por ciento estimado del intervalo de confianza»? ¿Era eso la esperanza? ¿Podíamos dividir la curva en secciones existenciales, desde «derrotado» y «pesimista» hasta «realista», «esperanzado» y «delirante»? ¿Los números no eran sólo números, al fin y al cabo? ¿No habíamos sucumbido todos a la «esperanza» de que cada paciente estuviera por encima de la media?
Se me ocurrió que mi relación con la estadística cambiaba en cuanto yo me convertía en una muestra.
A lo largo de mi residencia me había sentado a hablar con infinidad de pacientes y familiares sobre pronósticos desalentadores; es una de las tareas más importantes que tienes como médico. Resulta más fácil cuando el paciente tiene noventa y cuatro años, cuando está en las últimas fases de la demencia y sufre una grave hemorragia cerebral. Pero para alguien como yo, una persona de treinta y seis años con cáncer terminal, realmente no hay palabras para abordar la situación.
La razón de que los médicos no den a los pacientes pronósticos concretos no es simplemente que no puedan. Desde luego, si las expectativas de un paciente están fuera de los límites de la probabilidad —si está convencido de que va a vivir, digamos, hasta los ciento treinta años, o si cree que las manchas benignas de su piel son signos de una muerte inminente—, los médicos deben situar esas expectativas dentro del marco de las probabilidades razonables. Pero lo que buscan los pacientes no es un conocimiento científico que los médicos ocultan, sino una verdad existencial que cada persona debe hallar por su cuenta. Zambullirse demasiado en las estadísticas es como tratar de saciar la sed con agua salada. La angustia que implica afrontar la mortalidad no se remedia con probabilidades.
Cuando volvimos del banco de esperma a casa recibí una llamada informándome de que tenía, en efecto, una mutación tratable (EGFR). La quimio, por suerte, quedaba descartada, y el Tarceva, una pastillita blanca, se convirtió en mi tratamiento. Pronto empecé a sentirme con más fuerzas. Y aunque ya no sabía muy bien lo que era, lo sentía: una gota de esperanza. La niebla que rodeaba mi vida entera se retiró otro par de centímetros, y entre su espesor apareció una delgada franja de cielo azul. En las semanas siguientes recuperé el apetito. Gané un poco de peso. Desarrollé el acné agudo característico que acompaña a una buena reacción. A Lucy siempre le había encantado la suavidad de mi piel, pero ahora la tenía llena de marcas y, debido a los anticoagulantes, me sangraba constantemente. Cualquier aspecto de mi físico que pudiera considerarse atractivo iba borrándose lentamente. Aunque, en honor a la verdad, prefería ser feo y estar vivo. Lucy decía que adoraba mi piel igualmente, con acné y todo; yo siempre había sabido, sin embargo, que nuestra identidad no sólo deriva del cerebro y ahora percibía, además, hasta qué punto posee una naturaleza encarnada. El hombre que amaba las excursiones, las acampadas y salir a correr, el hombre que expresaba su amor con gigantescos abrazos, que lanzaba a su sobrinita por el aire entre risas, ya no existía. En el mejor de los casos, podía intentar volver a ser él.
En la primera de nuestras citas bisemanales, la conversación entre Emma y yo se deslizó desde el terreno médico —«¿Qué tal la erupción?»— hacia cuestiones más existenciales. La actitud tradicional ante el cáncer —que uno debía retirarse, dedicar tiempo a la familia y llevar una vida relajada— era una opción.
—Mucha gente, al ser diagnosticada, deja el trabajo totalmente —me dijo—. Otros se centran en él todavía con mayor ahínco. Ambas posibilidades son aceptables.
—Yo me había planeado toda una carrera de cuarenta años: los veinte primeros como cirujano-científico y los veinte últimos como escritor. Pero ahora que es probable que esté en mis últimos veinte años, no sé qué carrera debería seguir.
—Bueno, eso yo no puedo decírtelo —dijo Emma—. Sólo puedo decirte que, si quieres, puedes volver a la cirugía, pero que debes decidir qué es lo más importante para ti.
—Si tuviera alguna noción de cuánto tiempo me queda, sería más fácil. Si me quedaran dos años, escribiría. Si me quedaran diez, volvería a la cirugía y a la ciencia.
—Ya sabes que no puedo darte una cifra.
Sí, lo sabía. Decidir cuáles eran mis prioridades, por citar una de las frases que ella repetía a menudo, era cosa mía. Una parte de mí sentía que eso era un modo de lavarse las manos: vale, sí, yo tampoco daba nunca una cifra concreta a los pacientes, pero ¿acaso no tenía siempre una idea de la evolución que seguirían? ¿Cómo, si no, tomaba decisiones de vida o muerte? Entonces me acordé de las ocasiones en las que me había equivocado: una vez, por ejemplo, aconsejé a una familia que retirase la respiración asistida de su hijo y, dos años después, los padres vinieron, me enseñaron un vídeo de YouTube donde el chico aparecía tocando el piano y me regalaron unos cupcakes por haberle salvado la vida.
Mis citas de oncología eran las más importantes de entre las muchas que tenía ahora con toda una serie de especialistas y sanitarios. Pero no eran las únicas. A instancias de Lucy, empezamos a ver a una terapeuta de parejas que se había especializado en pacientes con cáncer. Sentados en su despacho sin ventanas, en sillones contiguos, Lucy y yo explicamos cómo habían quedado fracturadas nuestras vidas, presentes y futuras, por mi diagnóstico, y hablamos del sufrimiento de conocer y no conocer el futuro, de la dificultad de hacer planes, de la necesidad de apoyarnos el uno al otro. A decir verdad, el cáncer había contribuido a salvar nuestro matrimonio.
—Bueno, lo estáis llevando mejor que ninguna otra pareja que yo haya visto —dijo la terapeuta al final de la primera sesión—. No sé si tengo algún consejo que daros.
Me reí mientras salíamos; al menos estaba volviendo a destacar en algo. ¡Los años atendiendo a pacientes con enfermedades terminales habían dado su fruto, al fin y al cabo! Me volví hacia Lucy, esperando encontrar una sonrisa, pero ella, por el contrario, estaba negando con la cabeza.
—¿No te das cuenta? —dijo, cogiéndome la mano—. Si resulta que nosotros somos los mejores, quiere decir que esto no puede mejorar más.
Si el peso de la mortalidad no se vuelve más ligero, ¿al menos se vuelve más familiar?
Desde el momento en que me diagnosticaron una enfermedad terminal, empecé a ver el mundo a través de dos perspectivas, es decir, a ver la muerte como médico y como paciente. Como médico, sabía que no debía proclamar: «¡El cáncer es una batalla que voy a ganar!», ni preguntar: «¿Por qué yo?». (Respuesta: ¿Por qué no yo?) Yo sabía mucho sobre atención médica, complicaciones y algoritmos de tratamiento. A través de mi oncóloga y de mis propias lecturas, me enteré enseguida de que la fase IV del cáncer de pulmón era una enfermedad que tal vez podía estar cambiando, tal como el sida a finales de los años ochenta: todavía era una enfermedad letal de rápida evolución, pero ahora existían nuevas terapias que, por primera vez, estaban proporcionando años de vida.
Mi formación médica y científica me había ayudado a procesar los datos y a aceptar los límites de lo que esos datos pudieran revelar sobre mi pronóstico, pero no me ayudaba como paciente. No me decía si Lucy y yo debíamos seguir adelante con la idea de tener un hijo, ni tampoco lo que implicaba alimentar una nueva vida mientras la mía se desvanecía. Ni me aclaraba si debía luchar por mi carrera y retomar las ambiciosas investigaciones que había seguido con tesón durante años, pero ahora sin la seguridad de contar con el tiempo para terminarlas.
Como mis propios pacientes, debía enfrentarme a mi mortalidad e intentar comprender lo que hacía que mi vida valiera la pena vivirla, y para eso necesitaba la ayuda de Emma. Desgarrado entre mi posición como médico y como paciente, profundizando en la ciencia médica y volviendo a la literatura para hallar respuestas, me esforcé —mientras me enfrentaba a mi propia muerte— para reconstruir mi antigua vida; o quizá para encontrar otra nueva.
El grueso de mi semana no estaba dedicado a la terapia cognitiva, sino a la terapia física. Yo había enviado a casi todos mis pacientes a fisioterapia. Y ahora estaba estupefacto ante lo difícil que era. Como médico, tienes una idea de lo que es estar enfermo, pero hasta que no has pasado por la experiencia, no lo sabes de verdad. Es como enamorarse o tener un hijo. No te haces una idea de las montañas de formularios que conlleva una enfermedad, ni tampoco de los pequeños detalles: cuando te ponen una vía intravenosa, por ejemplo, notas un sabor salado en cuanto empiezan a administrarte el suero. Me dicen que eso le pasa a todo el mundo pero, aunque yo llevaba once años ejerciendo la medicina, nunca lo había sabido.
En la fisioterapia, ni siquiera había empezado a levantar pesos; sólo levantaba las piernas. Lo cual resultaba agotador y humillante. Mi cerebro funcionaba bien, pero yo no me reconocía a mí mismo. Tenía el cuerpo frágil y endeble —la persona capaz de correr media maratón era un recuerdo lejano— y eso también configura tu identidad. Un dolor de espalda atroz puede moldear una identidad; la fatiga y la náusea también. Karen, mi fisioterapeuta, me preguntó cuáles eran mis objetivos. Escogí dos: montar en bicicleta y salir a correr. Frente a la debilidad, surgió la determinación. Perseveré día tras día, y cada minúsculo aumento de vigor ensanchaba las posibilidades, los mundos posibles y las versiones posibles de mí mismo. Empecé a añadir tandas, pesos y minutos a mis sesiones de ejercicios, forzándome hasta el punto de vomitar. A los dos meses, podía sentarme treinta minutos sin cansarme. Ya podía volver a salir a cenar con mis amigos.
Una tarde, Lucy y yo fuimos en coche a Cañada Road, nuestro lugar favorito para montar en bicicleta. (Normalmente íbamos hasta allí en bici —me obliga a aclarar mi orgullo—, pero las cuestas eran todavía demasiado formidables para mi liviana complexión.) Ahora yo hacía diez kilómetros vacilantes. Lo cual quedaba lejos de las alegres y despreocupadas tiradas de cincuenta kilómetros del verano anterior; pero, bueno, al menos me mantenía en equilibrio sobre dos ruedas.
¿Eso era una victoria o una derrota?
Empecé a esperar con ilusión nuestras citas con Emma. En su despacho me sentía yo mismo, como un ser humano. Fuera de su despacho ya no sabía lo que era. Como no estaba trabajando, no me sentía como yo mismo: un neurocirujano, un científico, un hombre relativamente joven con un brillante futuro por delante. Incapacitado, recluido en casa, temía no ser realmente un marido para Lucy. Había dejado de ser el sujeto para convertirme en el objeto directo de cada frase de mi vida. En la filosofía del siglo XIV, la palabra paciente significaba sencillamente «objeto de una acción», y era eso lo que tenía la sensación de ser. Como médico era un agente, una causa; como paciente, era simplemente algo a lo que le ocurrían cosas. En el despacho de Emma, en cambio, Lucy y yo podíamos bromear, usar jerga médica, hablar con libertad de nuestros sueños y esperanzas, tratar de urdir un plan para seguir adelante. Al cabo de dos meses, Emma se mantenía muy vaga sobre cualquier pronóstico, y rechazaba cada estadística que yo citaba recordándome que me centrara en mis valores. Aunque yo no quedara satisfecho, al menos me sentía como alguien, como una persona, y no como un objeto que ejemplificaba la segunda ley de la termodinámica (todo orden tiende hacia la entropía, el deterioro, etcétera).
Cara a cara con la mortalidad, muchas decisiones se volvían urgentes, compactas, acuciantes. La principal, para nosotros, era ésta: ¿debíamos tener un hijo? Aunque nuestro matrimonio hubiera atravesado un periodo enrarecido hacia el final de mi residencia, ambos habíamos seguido siempre muy enamorados. Nuestra relación aún estaba preñada de sentido, poseía un vocabulario común en permanente evolución sobre lo que de verdad importaba. Si la relacionalidad humana constituía los cimientos del sentido, a ambos nos parecía que criar hijos añadía otra dimensión a ese sentido. Era algo que siempre habíamos querido, y los dos nos sentíamos impulsados por instinto a hacerlo todavía, a añadir otra silla a la mesa familiar.
Al desear ser padres, cada uno pensaba en el otro. Lucy esperaba que yo tuviera todavía unos años de vida por delante, pero conociendo el pronóstico de mi enfermedad, sentía que la elección —o sea, si yo deseaba pasar el tiempo que me quedara convertido en padre— debía corresponderme a mí.
—¿Qué es lo que te produce más miedo o tristeza? —me preguntó una noche, cuando estábamos en la cama.
—Abandonarte —le dije.
Yo sabía que un hijo traería la alegría a toda la familia y no soportaba la imagen de Lucy sin marido ni hijos después de mi muerte, pero creía firmemente que la decisión era suya en último término: lo más probable, al fin y al cabo, era que tuviera que criar al niño sola, y cuidarnos a los dos a medida que mi enfermedad avanzara.
—¿Y tener un recién nacido no nos distraerá del tiempo que nos queda juntos? —me preguntó—. ¿No crees que decirle adiós a tu hijo hará más dolorosa tu muerte?
—¿No resultaría fantástico que fuera así? —le dije yo. Ambos creíamos que la vida no consistía en evitar el sufrimiento.
Años atrás se me había ocurrido que Darwin y Nietzsche coincidían en un punto: la característica definitoria del organismo es la lucha. Describir la vida de otro modo era como pintar un tigre sin rayas. Después de tantos años viviendo con la muerte, había llegado a comprender que la muerte más fácil no era necesariamente la mejor. Lo hablamos a fondo. Nuestras familias nos dieron su bendición. Decidimos tener un hijo. Seguiríamos adelante viviendo, y no muriendo.
Debido a las medicaciones a las que estaba sometido, la reproducción asistida parecía el único camino factible. Así pues, visitamos a una especialista en una clínica de endocrinología reproductiva de Palo Alto. Era una mujer eficiente y profesional, pero su falta de experiencia con pacientes terminales, y no estériles, saltaba a la vista. Nos soltó todo su rollo sin levantar la vista del sujetapapeles.
—¿Cuánto tiempo llevan intentándolo?
—Bueno, aún no hemos empezado.
—Ah, ya. De acuerdo.
Finalmente, preguntó:
—Dada su, hmm, situación, doy por descontado que quieren quedar embarazados cuanto antes, ¿no?
—Sí —dijo Lucy—. Nos gustaría empezar el proceso de inmediato.
—Entonces sugiero que empiecen con una fecundación in vitro —dijo la especialista.
Cuando yo comenté que preferiríamos minimizar el número de embriones creados y destruidos me miró un tanto desconcertada. La mayoría de la gente que acudía a esa clínica valoraba por encima de todo la celeridad. Pero yo estaba decidido a evitar que, después de mi muerte, Lucy tuviera que asumir la responsabilidad sobre media docena de embriones —los últimos vestigios de nuestros genomas combinados, de mi presencia en este mundo— guardados en un frigorífico en alguna parte: unos embriones que resultaría demasiado doloroso destruir, pero tampoco podrían llevarse a su plenitud humana, unos productos de la tecnología genética, en fin, con los que nadie sabría qué hacer. No obstante, tras varios intentos de inseminación intrauterina, quedó claro que necesitábamos un tipo de tecnología más sofisticada: deberíamos crear al menos unos pocos embriones in vitro e implantar el más sano. Los demás morirían. Incluso para tener hijos en esta nueva vida, la muerte también desempeñaba un papel.
Seis semanas después de iniciar el tratamiento me tocó someterme a la primera tomografía para evaluar la eficacia del Tarceva. Al bajarme del escáner, el técnico me miró.
—Bueno, doctor —dijo—. No debería decirle esto, pero hay un ordenador ahí detrás por si quiere echar un vistazo.
Mientras cargaba las imágenes en el visor tecleando mi propio nombre, repasé los indicios positivos.
El acné era un signo tranquilizador. Había recuperado fuerzas, aunque aún me veía limitado por la fatiga y el dolor de espalda. Me recordé a mí mismo lo que Emma me había dicho: incluso un ligero aumento de tamaño del tumor, siempre que fuese pequeño, habría de considerarse un éxito. (Mi padre, por supuesto, había predicho que todo el cáncer desaparecería: «¡Te saldrá el escáner perfecto, Pubby!», me dijo, empleando mi apodo familiar.) Me repetí, pues, que incluso un leve aumento de tamaño sería una buena noticia, inspiré hondo y abrí el archivo. Las imágenes se materializaron en la pantalla. Mis pulmones, antes moteados con innumerables tumores, ahora estaban despejados salvo por un nódulo de un centímetro en el lóbulo superior derecho. Mi columna, según distinguí, también empezaba a curarse. En conjunto, había habido una radical reducción de la carga tumoral.
Sentí una gran oleada de alivio.
Mi cáncer se había estabilizado.
Cuando nos reunimos con Emma al día siguiente, ella siguió negándose a hablar de pronósticos, pero me dijo:
—Ahora estás lo bastante bien como para que nos veamos cada seis semanas. La próxima vez empezaremos a hablar de cómo podría ser tu vida.
Yo sentía que se alejaba el caos de los últimos meses. Me parecía como si estuviera instalándose un nuevo orden. La impresión de que el futuro se había encogido empezó a relajarse.
Ese fin de semana se celebraba una reunión de antiguos graduados de Neurocirugía de Stanford, y yo esperaba con ilusión la oportunidad de volver a contactar con mi antiguo yo. La reunión, sin embargo, sólo sirvió para subrayar el contraste surrealista con lo que era mi vida ahora. Estaba rodeado de éxitos, posibilidades y ambiciones, de colegas de mi edad o algo mayores, cuyas vidas seguían una trayectoria que ya no era la mía, cuyos cuerpos podían mantenerse aún en pie durante una operación agotadora de ocho horas. Me sentí atrapado en un cuento de Navidad a la inversa: Victoria estaba abriendo los regalos —becas, ofertas, publicaciones— que yo debería haber recibido también. Mis compañeros de más edad estaban viviendo un futuro que ya no era el mío: premios, ascensos, casas nuevas.
Nadie me preguntó por mis planes, lo cual fue un alivio, porque no tenía ninguno. Aunque ya podía caminar sin bastón, se cernía sobre mí una sombra paralítica. ¿Qué iba a ser en lo sucesivo, y por cuánto tiempo? ¿Inválido, científico, profesor? ¿Especialista en bioética? ¿Neurocirujano de nuevo, como había dado a entender Emma? ¿Padre y amo de casa? ¿Escritor? ¿Qué podía, o qué debía ser? Como médico había captado hasta cierto punto la situación a la que se enfrentaban los pacientes con enfermedades capaces de cambiar sus vidas, y eran justamente esos momentos los que había deseado explorar con ellos. ¿Una enfermedad terminal no era, pues, el regalo perfecto para un hombre joven que había deseado entender la muerte? ¿Qué mejor modo de comprenderla que vivirla directamente? Sólo que yo no tenía ni idea de lo duro que sería, de la cantidad de terreno que debería explorar, cartografiar y colonizar. Siempre me había imaginado que el trabajo de un médico era algo así como conectar dos tramos de vía férrea para permitirle al paciente un trayecto suave y sin sobresaltos. No me había esperado que la perspectiva de afrontar mi propia mortalidad fuera a ser tan desconcertante, tan perturbadora. Me acordaba de mi yo más joven, que quizá habría deseado «forjar en la fragua de mi alma la conciencia increada de mi raza»; escudriñando ahora mi alma, descubría que sus herramientas eran demasiado quebradizas y su fuego demasiado débil para forjar siquiera mi propia conciencia.
Perdido en el monótono páramo de mi propia mortalidad, y sin encontrar asidero en los montones de estudios científicos, en las vías moleculares intracelulares y las interminables curvas estadísticas de supervivencia, empecé otra vez a leer literatura: El pabellón del cáncer, de Solzhenitsyn, Los desafortunados, de B. S. Johnson, La muerte de Iván Ilich, de Tolstói, La mente y el cosmos, de Thomas Nagel, Virginia Woolf, Kafka, Montaigne, Frost, Greville, memorias de pacientes de cáncer..., cualquier texto de cualquier autor que hubiera escrito sobre la mortalidad. Estaba buscando un vocabulario con el que encontrar sentido a la muerte; quería hallar un modo de definirme a mí mismo y empezar a avanzar lentamente otra vez. El privilegio de la experiencia directa me había alejado del trabajo literario y académico; ahora sentía, sin embargo, que para entender mis propias experiencias debería traducirlas de nuevo en palabras. Hemingway describió su trabajo de forma similar: primero adquirir ricas experiencias y luego retirarse a pensar y escribir sobre ellas. Me hacían falta palabras para avanzar.
Así que fue la literatura la que me devolvió a la vida durante esa época. La monolítica incertidumbre de mi futuro resultaba paralizante; allí donde miraba, la sombra de la muerte oscurecía el sentido de cualquier acción. Recuerdo bien el momento en que ese abrumador malestar cedió, cuando ese mar en apariencia infranqueable se abrió ante mí. Me desperté dolorido, encarando un día más; aparte de desayunar, ningún plan parecía factible. «No puedo seguir», pensé, y de inmediato, me llegó el coro de respuesta, completando la célebre frase de Samuel Beckett que había aprendido hacía mucho en la universidad: «Seguiré». Me levanté de la cama y di un paso, repitiendo la frase una y otra vez: «No puedo seguir. Seguiré».
Esa mañana tomé una decisión: me esforzaría al máximo para volver al quirófano. ¿Por qué? Porque podía hacerlo. Porque yo era eso: cirujano. Porque habría de aprender a vivir de una forma distinta: viendo la muerte como una visita itinerante de imponente presencia, pero sabiendo que incluso si me estoy muriendo, hasta que efectivamente me muera, sigo viviendo.
Durante las seis semanas siguientes modifiqué mi programa de fisioterapia y me concentré en desarrollar el vigor específico para operar: largas horas de pie, manipulación de objetos minúsculos, pronación para fijar tornillos pediculares.
Me practicaron otra tomografía. El tumor se había reducido un poco más.
Mientras revisaba las imágenes conmigo, Emma me dijo:
—No sé cuánto tiempo tienes, pero sí te digo esto: el paciente que he visto justo antes de ti lleva siete años tomando Tarceva sin ningún problema. Tú tienes aún mucho que andar antes de que lleguemos a ese grado de tranquilidad con tu cáncer. Pero, viéndote ahora, la idea de vivir diez años no es una locura. Quizá no lo consigas, pero no es una locura pensarlo.
Aquí tenía el pronóstico; no, no un pronóstico: una justificación. Una justificación de la decisión de volver a la neurocirugía, de volver a la vida. Una parte de mí se sentía exultante ante la perspectiva de diez años. Otra parte de mí habría deseado que Emma dijera: «Volver a ejercer como cirujano es una locura en tu caso; escoge algo más sencillo». Me daba cuenta con asombro de que, a pesar de todos los pesares, durante los últimos meses había habido un motivo de alivio: no tener que soportar el tremendo peso de la responsabilidad que exigía la neurocirugía, y una parte de mí quería verse eximida de asumir ese yugo de nuevo. La neurocirugía es realmente un trabajo duro, y nadie me habría reprochado que no volviera a ejercerla. (La gente me pregunta a menudo si es una vocación, y yo siempre respondo que sí. No puedes considerarlo un trabajo, porque si es un trabajo, es de los peores que existen.) Dos de mis profesores trataron activamente de disuadirme: «¿No deberías dedicar más tiempo a tu familia?». («¿No deberías hacerlo tú?», pensé yo. Si estaba tomando la decisión de hacer este trabajo era porque este trabajo, para mí, era algo sagrado.) Lucy y yo acabábamos de alcanzar la cima; los grandes centros de Silicon Valley, los edificios que llevaban los nombres de cada una de las transformaciones biomédicas y tecnológicas de la última generación, se extendían a nuestros pies. Al final, sin embargo, el prurito de volver a coger un taladro quirúrgico se había vuelto irresistible. El deber moral tiene peso, y las cosas con peso te atraen con la fuerza de la gravedad, así que el deber de ejercer la «responsabilidad mortal» me empujó de nuevo hacia el quirófano. Lucy me dio todo su apoyo.
Llamé al director del programa de residentes para decirle que estaba listo para volver. Él se puso muy contento. Victoria y yo hablamos del modo más conveniente de introducirme de nuevo en el servicio y de ayudarme a recuperar el ritmo de trabajo. Yo solicité que hubiera siempre otro residente disponible para respaldarme en caso de que se produjera algún contratiempo. Asimismo, operaría sólo un caso por día. No me ocuparía de los pacientes fuera del quirófano ni tampoco haría guardias. Iríamos avanzando de forma conservadora. Salió el programa de quirófano y a mí me asignaron una lobectomía temporal, una de mis intervenciones favoritas. Habitualmente, la epilepsia está causada por una activación anómala del hipocampo, que se encuentra en las profundidades del lóbulo temporal. Extirpar el hipocampo puede curar la epilepsia, pero la operación es compleja: requiere una cuidadosa disección del hipocampo para separarlo de la piamadre, la delicada capa transparente que cubre el cerebro, justo al lado del tallo cerebral.
Me pasé la noche anterior estudiando manuales quirúrgicos y revisando la anatomía de la zona y los pasos de la operación. Dormí agitadamente, imaginándome el ángulo de la cabeza, la sierra sobre el cráneo, los reflejos de la luz en la piamadre una vez que se ha extirpado el lóbulo temporal. Me levanté de la cama; me puse una camisa y una corbata. (Había devuelto todos mis trajes quirúrgicos, dando por supuesto que no los necesitaría nunca más.) Llegué al hospital y me puse el familiar atuendo azul por primera vez en dieciocho semanas. Charlé con el paciente para comprobar que no quedaba pendiente ninguna pregunta y luego empecé el proceso de preparación del quirófano. El paciente fue intubado; el adjunto y yo ya teníamos puesta la bata y estábamos listos para empezar. Cogí el bisturí y efectué una incisión en la piel justo por encima de la oreja, avanzando despacio y procurando asegurarme de que no cometía errores ni olvidaba nada. Usando el cauterizador, ahondé la incisión hasta el hueso y luego levanté el colgajo de piel con ganchos. Todo me resultaba familiar; la memoria muscular entraba en acción. Cogí el taladro y practiqué tres orificios en el cráneo. El adjunto iba lanzando chorros de agua para mantener frío el taladro mientras yo trabajaba. Tomando el craneotomo, un taladro con broca de corte lateral, conecté los tres orificios, liberando un gran fragmento de hueso. Hice palanca y, con un chasquido, lo levanté. Ahí estaba la duramadre plateada. Por suerte, no la había dañado con el taladro, un error común de principiante. Empleé un bisturí afilado para abrir la duramadre sin lesionar el cerebro. Otra vez con éxito. Empecé a relajarme. Separé y fijé la duramadre con pequeños puntos para que no estorbara durante la intervención. El cerebro latía y brillaba levemente. Las grandes venas silvianas discurrían impolutas por la parte superior del lóbulo temporal. Las circunvoluciones cerebrales de color melocotón parecían llamarme con su brillo reluciente.
De pronto, los márgenes de mi visión se oscurecieron. Dejé los instrumentos y me aparté de la mesa. La oscuridad se extendió mientras me entraba una sensación de mareo.
—Lo siento, señor —le dije al adjunto—. Estoy un poco mareado. Creo que necesito tumbarme. Jack, mi residente de segundo año, terminará la intervención.
Jack llegó rápidamente y yo salí del quirófano. En la sala de médicos me tumbé en el sofá y tomé un poco de zumo de naranja. A los veinte minutos, empecé a sentirme mejor. «Síncope neurocardiogénico», me susurré. El sistema nervioso autónomo ralentizando fugazmente el corazón. O por decirlo de modo más comprensible: un ataque de nervios. Un problema de novato. No era así como me había imaginado mi regreso a los quirófanos. Fui a los vestuarios, tiré la ropa sucia a la cesta y me vestí otra vez de civil. Al salir, cogí un montón de batas quirúrgicas limpias. Mañana, me dije, las cosas saldrían mejor.
Así fue. Cada intervención me resultaba familiar, aunque yo avanzaba despacio. Al tercer día, mientras extirpaba un disco vertebral degenerado de la columna de un paciente, me quedé mirando la protuberancia del disco sin recordar exactamente el siguiente paso. El cirujano que me supervisaba sugirió que lo extrajera en fragmentos pequeños con una pinza gubia.
—Sí, ya sé que es así como suele hacerse —musité—, pero hay otra forma...
Fui sacando trocitos durante veinte minutos mientras me devanaba los sesos tratando de acordarme de la otra técnica, mucho más elegante, que había aprendido para hacer aquello. Al llegar al siguiente nivel espinal, me vino a la memoria de golpe.
—¡Elevador de Cobb! —dije—. Mazo. Kerrison.
En treinta segundos había extraído el disco entero.
—Así es como yo lo hago —dije.
Durante las dos semanas siguientes seguí recobrando fuerzas y mejorando en técnica y agilidad. Mis manos aprendieron de nuevo a manipular vasos sanguíneos submilimétricos sin lesionarlos; mis dedos recuperaban los viejos trucos que habían dominado en su día. Al cabo de un mes, ya estaba operando casi a máximo rendimiento.
Seguí limitándome a operar y dejaba la gestión y la atención al paciente, así como las guardias de noche y de fin de semana, a Victoria y a los demás residentes de último año. Yo ya había llegado a dominar esas tareas, y sólo necesitaba aprender las sutilezas de las operaciones complejas para considerar culminada mi formación. Acababa el día completamente exhausto, con calambres en los músculos, mejorando poco a poco. Pero la verdad era que no lo disfrutaba. El placer visceral que antes hallaba en la cirugía había cedido su lugar a una férrea concentración para vencer la náusea, el dolor y la fatiga. Al llegar a casa cada noche, engullía un puñado de pastillas para el dolor y me arrastraba a la cama junto a Lucy, que había regresado también de una jornada completa de trabajo. Ella estaba ahora en el primer trimestre de embarazo y habría de dar a luz en junio, cuando yo terminara la residencia. Teníamos una foto de nuestra hija, todavía un blastocisto, tomada justo antes de ser implantada. («Tiene tu membrana celular», le recordé a Lucy.) Pese a todo, yo estaba decidido a situar de nuevo mi vida en su anterior trayectoria.
Otro escáner practicado a los seis meses del diagnóstico resultó estable. Reemprendí la búsqueda de un trabajo. Con el cáncer controlado, tal vez me quedaran varios años. Ahora parecía que la carrera que tanto me había esforzado en alcanzar y que se había evaporado durante la enfermedad estaba de nuevo a mi alcance. Casi oía la fanfarria de las trompetas triunfales.
En la siguiente visita con Emma hablamos de la vida en general y de adónde me estaba llevando a mí. Me acordé de Henry Adams, cuando intentaba comparar la fuerza científica del motor de combustión con la fuerza existencial de la Virgen María. Las cuestiones científicas estaban resueltas por ahora, lo que permitía dar plena salida a las existenciales; ambas, sin embargo, se hallaban en la esfera del médico. Yo me había enterado recientemente de que la plaza de cirujano-científico en Stanford —el puesto que en un principio me estaba destinado— había sido ocupada durante mi enfermedad. Me sentía completamente decepcionado, y así se lo dije.
—Bueno —dijo ella—, la posición de médico-profesor puede ser muy pesada. Pero eso tú ya lo sabías. Lo siento.
—Sí, aunque supongo que la ciencia que me apasionaba tenía que ver con proyectos de veinte años. Sin ese marco temporal, no sé si tengo tanto interés en ser científico —dije, tratando de consolarme—. No se pueden obtener muchos resultados solamente en un par de años.
—Cierto. Y sobre todo recuerda que te va de maravilla. Estás trabajando de nuevo. Tenéis un bebé en camino. Estás descubriendo tus propios valores, lo cual no es nada fácil.
Ese mismo día, una de las profesoras más jóvenes, antigua residente y buena amiga, me paró en el pasillo.
—Oye —dijo—, se ha hablado un montón en las reuniones de la facultad sobre lo que hay que hacer contigo.
—¿En qué sentido?
—Creo que a algunos profesores les preocupa tu graduación.
Para graduarse de la residencia hacían falta dos cosas: cumplir con una serie de requisitos nacionales y locales, cosa que yo ya había hecho; y obtener la bendición de la facultad.
—¿Cómo? —dije—. No quiero parecer arrogante, pero soy un buen cirujano, tan bueno como...
—Ya lo sé. Probablemente sólo quieren ver cómo asumes toda la carga de un jefe. Pero es porque les gustas. En serio.
Comprendí que era cierto: durante los últimos meses, yo simplemente había actuado como técnico quirúrgico. Había usado el cáncer como excusa para no asumir toda la responsabilidad sobre mis pacientes. Por otro lado, era una buena excusa, maldita sea. Pero ahora empecé a entrar más temprano y a quedarme hasta más tarde, ocupándome otra vez por completo de los pacientes y añadiendo cuatro horas más a una jornada de doce. Así los pacientes volvieron a acaparar mi atención a todas horas. Los dos primeros días pensé que habría de abandonar; debía combatir los accesos de náuseas, de dolor y fatiga, y echarme en una cama desocupada para arrancar unos ratos de sueño. Pero al tercer día ya había empezado otra vez a disfrutarlo, aunque mi cuerpo estuviera hecho polvo. Reconectar con los pacientes le devolvió el sentido al trabajo. Tomaba antieméticos y antiinflamatorios no esteroides (AINE) entre las intervenciones, y justo antes de pasar visita. Estaba sufriendo, pero había logrado volver del todo. En vez de buscar una cama desocupada, empecé a descansar en el sofá de los residentes de segundo, supervisándolos y aleccionándolos en el cuidado de mis pacientes mientras superaba una oleada de contracturas de espalda. Cuanto más torturado acababa mi cuerpo, más satisfacción me daba la conciencia de haber hecho el trabajo. Al final de la primera semana, dormí cuarenta horas seguidas.
Pero ahora yo dirigía el cotarro:
—Oiga, jefe —decía—, estaba revisando las intervenciones para mañana, y ya sé que la primera ha sido programada como interhemisférica, pero me parece que sería mucho más segura y más fácil con un abordaje parietal transcortical.
—¿De veras? —decía el adjunto—. A ver las placas... ¿Sabes qué? Tienes razón. ¿Quieres cambiar la programación?
Y al día siguiente:
—Hola, jefe, soy Paul. Acabo de ver al señor F. y a su familia en la UCI. Creo que deberíamos practicarle mañana una disectomía cervical anterior. ¿Le parece bien que la programe? ¿A qué hora está usted libre?
También volvía a trabajar a toda velocidad en el quirófano:
—Enfermera, ¿puede avisar al doctor S.? Voy a terminar esta operación antes de que él llegue.
—Lo tengo al teléfono. Dice que es imposible que ya esté terminando.
El adjunto entraba corriendo, casi sin aliento, con la ropa quirúrgica, y miraba por el microscopio.
—He adoptado un ángulo levemente agudo para evitar el seno —decía yo—, pero el tumor ha salido entero.
—¿Has evitado el seno?
—Sí, señor.
—¿Lo has sacado de una pieza?
—Sí, señor. Lo he dejado ahí para que le eche un vistazo.
—Tiene buen aspecto. Magnífico. ¿Cuándo te has vuelto tan rápido? Lamento no haber llegado antes.
—No hay problema.
Lo complicado de una enfermedad es que tus valores van cambiando constantemente a medida que la sufres. Tratas de averiguar qué es lo que te importa, y luego no paras de reformularlo. Era como si me hubieran robado la tarjeta de crédito y tuviera que aprender a hacer un presupuesto. Puedes decidir que quieres emplear tu tiempo en trabajar como neurocirujano, pero dos meses después quizá pienses de otro modo. Y otros dos meses después quizá quieras aprender a tocar el saxo o consagrarte a la Iglesia. La muerte puede ser un acontecimiento único, pero una enfermedad terminal es un proceso.
Caí en la cuenta de que había atravesado las cinco etapas del duelo y la aflicción —la tópica secuencia «negación → ira → negociación → depresión → aceptación»—, pero que las había recorrido en orden inverso. Al recibir el diagnóstico me había sentido preparado para la muerte. Incluso me sentí bien. Lo acepté. Estaba dispuesto. Después me sumí en una depresión al descubrir que a fin de cuentas no iba a morirme tan pronto, lo cual era buena noticia, claro, pero también desconcertante y extrañamente debilitadora. La celeridad de la investigación sobre el cáncer y la propia naturaleza de la estadística implicaban que tal vez viviera doce meses o tal vez ciento veinte. Se supone que las enfermedades graves son iluminadoras. Yo, en cambio, sabía que iba a morir; pero eso ya lo sabía antes. Mi nivel de conocimiento era idéntico, pero mi capacidad para hacer planes —para quedar para almorzar, digamos— se había ido al cuerno. El camino a seguir habría sido evidente si yo hubiera sabido cuántos meses o años me quedaban. Pero no lo sabía. Si me dijeran tres meses —pensaba—, los pasaría con mi familia; si me dijeran un año, escribiría un libro; si me dieran diez años, volvería a ejercer la medicina. La verdad de que se vive sólo el presente, o sea, un día cada vez, no me ayudaba: ¿qué se suponía que debía hacer con ese día?
En un momento dado, pues, entré un poco en la negociación. O quizá no era propiamente una negociación, sino más bien: «Dios mío, he leído a Job y no lo comprendo, pero si esto es una prueba de fe, ahora ya ves que mi fe es bastante débil, y seguramente la obligación de eliminar la mostaza de mis bocadillos de pastrami también la habría puesto a prueba. Pero, vamos, tampoco tienes que ponerte conmigo en modo destrucción total, ¿sabes?». Luego, tras la negociación, me entraron accesos de ira: «He trabajado toda mi vida para llegar a este punto... ¿y ahora me envías un cáncer?».
Y ahora, por fin, había llegado quizá a la negación. A la negación total, tal vez. A falta de ninguna certidumbre, quizá deberíamos dar por supuesto que vamos a vivir mucho tiempo. A lo mejor ése es el único modo de seguir adelante.
Estaba operando hasta bien entrada la noche, o hasta la madrugada, concentrado en la graduación, pasados nueve meses desde mi diagnóstico. Mi cuerpo se estaba llevando una paliza tremenda. Al llegar a casa me sentía demasiado cansado para comer. Lentamente había ido aumentando las dosis de paracetamol, antiinflamatorios y antieméticos. Había desarrollado una tos persistente, presumiblemente causada por la cicatrización del tumor destruido de mis pulmones. Sólo debía resistir aquel ritmo incesante un par de meses, me decía, y luego me graduaría de la residencia y adoptaría el papel, mucho más tranquilo en comparación, de profesor.
En febrero fui en avión a Wisconsin para una entrevista de trabajo. Me ofrecían todo lo que quería: millones de dólares para crear un laboratorio de neurociencia, la jefatura de mi propio servicio clínico, la flexibilidad que me hacía falta a causa de mi salud, un puesto de profesor con posibilidad de permanencia, ofertas interesantes para Lucy, un sueldo elevado, un paisaje precioso, una ciudad idílica, el jefe perfecto. «Me hago cargo de la cuestión de su salud y me imagino que debe de tener una estrecha relación con su oncólogo —me dijo el director del departamento—. Si desea mantener allá su tratamiento, nosotros le pagaremos los viajes de ida y vuelta, aunque también le digo que aquí tenemos un centro de cáncer de primera categoría, por si quiere probarlo. ¿Hay algo más que pueda ofrecerle para hacer este puesto más atractivo?»
Pensé en lo que Emma me había dicho. Había pasado de no poder creer que podía llegar a ser cirujano a serlo realmente, una transformación que entrañaba toda la fuerza de una conversión religiosa. Ella había tenido siempre en mente esa parte de mi identidad, incluso cuando yo no era capaz. Ella había conseguido lo que yo me había propuesto hacer como médico muchos años antes: aceptar la responsabilidad mortal de mi alma y llevarme de nuevo a un punto desde el cual pudiera volver a mí mismo. Y ahora yo había alcanzado la cima del aprendiz de neurocirujano y estaba preparándome para convertirme no sólo en neurocirujano, sino en un cirujano-científico. Todo aspirante desea alcanzar ese objetivo; casi ninguno lo consigue.
Esa noche, mientras me llevaba a mi hotel después de cenar, el presidente del departamento detuvo el coche. «Voy a enseñarle una cosa», me dijo. Nos bajamos y, plantados frente al hospital, contemplamos el lago helado, cuyo otro extremo se hallaba iluminado por las lucecitas de las casas de la facultad. «En verano, puede venir al trabajo nadando o en barca. En invierno, con esquís o patines de hielo.»
Era como una fantasía. Y en ese momento lo comprendí: era una fantasía. Nunca podríamos trasladarnos a Wisconsin. ¿Qué pasaría si yo sufría una recaída al cabo de dos años? Lucy estaría aislada, separada de sus amigos y de su familia, sola, cuidando de un marido moribundo y de un bebé. Por muy furiosamente que me hubiera resistido a admitirlo, comprendí que el cáncer había modificado todos los cálculos. Durante los últimos meses había procurado con todas mis fuerzas volver a situarme en mi trayectoria anterior al cáncer y había tratado de negarle a la enfermedad el menor impacto en mi vida. Pero por muy desesperadamente que ahora quisiera sentirme victorioso, no dejaba de sentir las pinzas del cangrejo sujetándome y frenándome. El curso del cáncer creaba una existencia tensa y extraña y me planteaba un doble desafío: no estar ciego a la aproximación de la muerte, pero tampoco constreñido por ella. Incluso cuando estaba retrocediendo, el cáncer tenía una sombra alargada.
Al perder la plaza de profesor en Stanford, me había consolado a mí mismo pensando que dirigir un laboratorio sólo tenía sentido en una perspectiva de veinte años. Ahora veía que esta idea, de hecho, era cierta. Freud empezó su carrera como un neurocientífico de éxito. Cuando comprendió que la neurociencia requeriría al menos un siglo para alcanzar la verdadera ambición que él abrigaba —comprender la mente—, dejó el microscopio. Creo que yo sentía algo similar. Transformar la neurocirugía mediante mis investigaciones constituía una apuesta cuyas probabilidades de éxito se habían vuelto demasiado remotas debido a mi diagnóstico. El laboratorio no era la casilla donde yo quería poner el resto de mis fichas.
Ahora oía de nuevo la voz de Emma: «Debes decidir qué es lo más importante para ti».
Si ya no quería seguir la trayectoria más sofisticada de neurocirujano y neurocientífico, ¿qué quería hacer?
¿Ser padre?
¿Ser neurocirujano?
¿Enseñar?
No lo sabía. Pero si no sabía lo que quería, al menos sí había aprendido algo: algo que no se encontraba en Hipócrates, Maimónides u Osler. El deber del médico no es conjurar la muerte y devolver a los pacientes a su antigua vida, sino tomar en sus brazos a un paciente y a una familia cuyas vidas han quedado desintegradas y trabajar hasta que puedan levantarse de nuevo y afrontar —hallándole sentido— su propia existencia.
Mi desmesurado orgullo como cirujano se me revelaba ahora en toda su desnudez. Por más que yo me concentrara en mi responsabilidad y mi poder sobre las vidas de los pacientes, se trataba en todo caso de una responsabilidad temporal, de un poder pasajero. Una vez superada una crisis aguda, una vez que el paciente ha despertado y recibido el alta, él y su familia siguen viviendo... y las cosas nunca son del todo iguales. Las palabras de un médico pueden aplacar la mente, así como el bisturí del cirujano puede aliviar una enfermedad del cerebro. Pero las incertidumbres y secuelas posteriores, sean emocionales o físicas, habrá de afrontarlas el propio paciente.
Emma no me había devuelto mi antigua identidad. Había preservado mi capacidad para forjarme una nueva. Y, finalmente, comprendí que tendría que hacerlo.
En una límpida mañana de primavera, el tercer domingo de Cuaresma, Lucy y yo fuimos a la iglesia con mis padres, que habían volado desde Arizona para pasar el fin de semana con nosotros. Nos sentamos todos en un largo banco de madera y mi madre entabló conversación con la familia sentada a nuestro lado, primero elogiándole a la madre los bellos ojos de su hijita y luego pasando a asuntos de más sustancia, en los que desplegó todas sus dotes de oyente y confidente. Durante la lectura del pastor, me sorprendí a mí mismo soltando entre dientes una risita sofocada. En el pasaje de las Escrituras aparecía un Jesús frustrado porque su lenguaje metafórico recibía una interpretación literal por parte de sus seguidores:
Respondió Jesús y le dijo: «Cualquiera que bebiere de esta agua volverá a tener sed; pero el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna». La mujer le dijo: «Señor, dame esa agua, para que yo no tenga sed ni tenga que venir aquí a sacarla».
[...] Entretanto los discípulos le rogaban, diciendo: «Rabbi, come». Pero él les dijo: «Yo tengo una comida que comer que vosotros no sabéis». Entonces los discípulos se decían el uno al otro: «¿Le habrá traído alguien de comer?».
Eran pasajes como éste, en los que hay una burla evidente de las lecturas literales de la Escritura, los que me habían hecho volver al cristianismo tras un prolongado paréntesis, en la universidad, durante el cual mi idea de Dios y de Jesús se había vuelto, por decirlo suavemente, bastante vaga. En ese periodo de ateísmo blindado, el arsenal principal que había empleado contra el cristianismo había sido su impotencia en el terreno empírico. Sin duda, la razón ilustrada ofrecía una idea más coherente del cosmos. Sin duda, la navaja de Occam liberaba de un tajo a los fieles de la fe ciega. No hay pruebas de la existencia de Dios; por lo tanto, no es razonable creer en Dios.
Aunque había sido educado en una devota familia cristiana, donde la oración y las lecturas de las Escrituras eran un ritual cada noche, yo, como la mayoría de las mentes científicas, había llegado a creer en la posibilidad de una concepción materialista de la realidad: una visión en última instancia científica del mundo que ofrecería una metafísica completa, exenta de conceptos anticuados: sin alma, sin Dios, sin hombres blancos barbudos con túnica. Me pasé buena parte de mis veinte años intentando construir un marco teórico con ese objetivo. El problema, sin embargo, me resultó al fin evidente. Hacer de la ciencia el árbitro de la metafísica no sólo implica desterrar del mundo a Dios, sino también el amor, el odio, el sentido; o lo que es lo mismo, concebir un mundo que, a todas luces, no es el mundo en que vivimos. Lo cual no quiere decir que si crees en el sentido, tienes que creer también en Dios. Quiere decir que si crees que la ciencia no proporciona una base para la existencia de Dios, entonces estás prácticamente obligado a concluir que la ciencia no proporciona una base para el sentido y, por lo tanto, que la vida en sí misma no lo tiene. Dicho de otro modo, los argumentos existenciales carecen de peso; todo conocimiento es conocimiento científico.
La paradoja, sin embargo, es que la metodología científica es un producto humano y, por lo tanto, no puede alcanzar una verdad permanente. Construimos teorías científicas para organizar y manipular el mundo, para reducir los fenómenos a unidades manejables. La ciencia se basa en la reproducibilidad y en la objetividad manufacturada. Lo cual, por sólida que vuelva su capacidad para emitir aserciones sobre la materia y la energía, hace también que el conocimiento científico sea inaplicable a la naturaleza existencial y visceral de la vida humana, que es única, subjetiva e impredecible. La ciencia puede proporcionar el método más útil para organizar los datos empíricos reproducibles, pero su facultad para lograrlo se basa en su incapacidad para captar los aspectos más esenciales de la vida humana: la esperanza, el miedo, el amor, la belleza, la envidia, el honor, la debilidad, el esfuerzo, el sufrimiento, la virtud.
Entre esas pasiones primordiales y la teoría científica existirá siempre una brecha. Ningún sistema de pensamiento puede contener la totalidad de la experiencia humana. El reino de la metafísica continúa siendo el dominio de la revelación (eso es, a fin de cuentas, lo que Occam —no el ateísmo— sostenía). Y el ateísmo sólo puede justificarse en ese terreno. El ateo prototípico sería, entonces, el comandante de El poder y la gloria de Graham Greene, cuyo ateísmo procede de una revelación de la ausencia de Dios. El único ateísmo real debe basarse en una visión creadora. La cita preferida de muchos ateos, del biólogo y premio nobel francés Jacques Monod, delata este aspecto vinculado a la revelación: «La antigua alianza está rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del universo, de donde emergió sólo por azar».
Y, sin embargo, volví a los valores centrales del cristianismo —el sacrificio, la redención, el perdón— porque los encontraba extremadamente convincentes. En la Biblia hay una tensión entre la justicia y la compasión, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y el Nuevo Testamento dice que nunca podrás ser lo suficientemente bueno: la bondad es el ideal, y tú nunca puedes estar a su altura. El principal mensaje de Jesús, creo yo, es que la compasión supera siempre a la justicia.
No sólo eso. Quizá el sentido básico del pecado original no sea: «Siéntete culpable constantemente», sino más bien algo así como: «Todos tenemos una idea de lo que significa ser buenos, y no podemos vivir siempre de acuerdo con ella». Quizá ése era el mensaje del Nuevo Testamento, a fin de cuentas. Aunque tengas una idea del bien tan clara como la del Levítico, no puedes vivir así. No sólo es imposible, es disparatado.
Acerca de Dios no podría decir nada definitivo, desde luego, pero la realidad básica de la vida humana se opone irresistiblemente al determinismo ciego. Por lo demás, nadie, incluido yo mismo, le atribuye a la revelación una autoridad epistémica. Somos todos gente razonable: la revelación no es suficiente. Aunque Dios nos hablara, lo desecharíamos como un delirio.
Entonces me pregunto: ¿qué debe hacer el aprendiz de metafísico?
¿Darse por vencido?
Casi.
Esforzarse hacia la Verdad con mayúscula, pero admitir que la tarea es imposible; o que si es posible una respuesta correcta, su verificación es ciertamente imposible.
En último término, resulta indudable que cada uno de nosotros ve sólo una parte del cuadro. El médico ve una, el paciente otra, el ingeniero una tercera, el economista una cuarta, el buscador de perlas una quinta, el alcohólico una sexta, el técnico de la televisión por cable una séptima, el criador de ovejas una octava, el mendigo indio una novena, el pastor una décima. El conocimiento humano nunca está en una sola persona. Surge de las relaciones que establecemos unos con otros, y con el mundo, y aun así nunca se termina. Y la Verdad queda por encima de todo ello, donde, como al final de la lectura de aquel domingo:
... el que siembra y el que siega pueden regocijarse juntos. Porque en esto es verdadero el dicho: «Uno es el que siembra y otro el que siega». Yo os he enviado a segar lo que vosotros no labrasteis; otros labraron y vosotros habéis entrado en sus labores.
Me levanté del escáner TAC, siete meses después de haber regresado a la cirugía. Ése sería mi último escáner antes de terminar la residencia, antes de convertirme en padre, antes de que mi futuro se hiciera realidad.
—¿Quiere echar un vistazo, doctor? —me preguntó el técnico.
—No, ahora no —dije—. Tengo un montón de trabajo.
Ya eran las seis de la tarde. Tenía que pasar visita, organizar el horario del quirófano para la jornada siguiente, examinar radiografías, dictar mis notas clínicas, ver mis postoperatorios, etcétera. Hacia las ocho me senté en el despacho de neurocirugía, junto al monitor de radiología. Lo encendí, examiné los escáneres de mis pacientes del día siguiente —dos intervenciones sencillas de columna— y, finalmente, tecleé mi propio nombre. Fui pasando rápidamente las imágenes como quien pasa las páginas de un librito infantil de imágenes animadas, mientras comparaba el nuevo escáner con el anterior. Todo parecía idéntico, los tumores iniciales seguían igual, salvo..., un momento.
Volví a recorrer las imágenes. Miré otra vez.
Ahí estaba. Un nuevo tumor, de gran tamaño, que llenaba mi lóbulo medio derecho. Curiosamente, parecía una luna llena a punto de despegarse del horizonte. Revisando las imágenes anteriores, distinguí una levísima traza del tumor, un presagio fantasmal de lo que ahora se desplegaba con toda plenitud.
No me sentí furioso ni asustado. Era un hecho, simplemente. Un hecho del mundo real, como puede serlo la distancia entre el sol y la tierra. Volví a casa y se lo dije a Lucy. Era jueves por la noche y no veríamos a Emma hasta el lunes, pero Lucy y yo nos sentamos con nuestros portátiles en la sala de estar y estudiamos los pasos siguientes: biopsias, análisis, quimioterapia. Esta vez los tratamientos serían más difíciles de soportar, y la posibilidad de una supervivencia a largo plazo, más remota. Eliot de nuevo: «Pero a mi espalda, en una gélida ráfaga de viento, oigo / un crujir de huesos y una risa ahogada que va extendiéndose de oreja a oreja». La neurocirugía me resultaría imposible durante un par de semanas, o meses, o quizá para siempre. Pero nosotros decidimos que todo eso podía esperar hasta el lunes para hacerse real. Estábamos a jueves y yo ya había programado las intervenciones del día siguiente, así que pensaba pasar un último día como residente.
Por la mañana, al bajarme del coche en el hospital a las cinco y veinte, inspiré hondo el aroma de los eucaliptos y..., ¿eso era pino? No lo había notado otras veces. Me reuní con el equipo de residentes, congregado para la visita matinal. Repasamos las incidencias de la noche, los nuevos ingresos y los últimos escáneres y luego pasamos a ver a nuestros pacientes antes de celebrar la reunión de Morbilidad y Mortalidad, un encuentro regular en el que los neurocirujanos revisaban juntos los errores cometidos y las intervenciones que habían salido mal. A continuación pasé un par de minutos más con un paciente, el señor R., que había desarrollado un síndrome raro, el síndrome de Gerstmann, en virtud del cual, después de que yo le extirpara un tumor cerebral, había empezado a mostrar varios déficits específicos: incapacidad para escribir, para nombrar los dedos, para hacer cálculos y para distinguir la derecha de la izquierda. Yo sólo había visto este síndrome una vez, ocho años atrás, siendo aún estudiante, en uno de los primeros pacientes que había seguido en el servicio de neurocirugía. Igual que él, el señor R. estaba eufórico, y me pregunté si eso no sería un signo del síndrome que nadie había descrito hasta entonces. Aun así, el señor R. estaba mejorando: su habla era casi normal y su capacidad aritmética estaba sólo ligeramente alterada. Lo más probable era que se recuperase del todo.
Pasó la mañana, y me vestí para mi última intervención. El momento, de repente, me pareció tremendo. ¿Era la última vez que me ponía la ropa de cirujano? Quizá sí. Contemplé cómo chorreaba la espuma de mis brazos y se escurría por el sumidero. Entré en el quirófano con la bata y la mascarilla y cubrí al paciente con el paño quirúrgico, comprobando que las esquinas quedaban pulcramente dobladas. Quería que esta intervención fuese perfecta. Abrí la piel de la parte inferior de la espalda. Se trataba de un hombre mayor cuya columna había degenerado, comprimiendo las raíces nerviosas y provocándole agudos dolores. Aparté la grasa hasta que apareció la fascia y pude palpar las puntas de las vértebras. Abrí la fascia y diseccioné con cuidado el músculo hasta que sólo las anchas y relucientes vértebras quedaron a la vista a través de la herida, limpia y desprovista de sangre. El adjunto entró en el quirófano mientras yo empezaba a extraer la «lámina», la pared posterior de las vértebras, cuyas excrecencias óseas, junto con los ligamentos de debajo, estaban comprimiendo los nervios.
—Tiene buen aspecto —dijo—. Si quieres asistir a la conferencia de hoy, llamo a tu compañero para que termine él.
A mí empezaba a dolerme la espalda. ¿Por qué no me había tomado una dosis extra de antiinflamatorios? Este caso había de ser rápido, de todos modos. Ya casi lo tenía.
—No —dije—. Quiero terminarlo yo.
El adjunto se vistió y entre los dos acabamos de extraer las láminas. Él empezó a manipular los ligamentos, bajo los cuales se halla la duramadre, que contiene el fluido cerebroespinal y las raíces nerviosas. El error más corriente en esta fase es perforar la duramadre. Yo trabajaba en el otro lado y, con el rabillo del ojo, distinguí junto a su instrumento un destello azul: la duramadre empezando a asomar.
—¡Cuidado! —dije, justo cuando la punta de su instrumento la pinchaba.
El fluido cerebroespinal transparente empezó a inundar la herida. Hacía más de un año que yo no había tenido en mis casos ni una sola fuga. Repararla nos llevaría otra hora.
—Preparen el microscopio —dije—. Tenemos una fuga.
Para cuando terminamos la reparación y extrajimos el tejido blando compresivo, a mí me ardían los hombros. El adjunto se quitó la bata, disculpándose y dándome las gracias, y me dejó la tarea de cerrar la herida. Las capas se iban juntando con facilidad. Empecé a coser la piel, con una sutura continua de nailon. La mayoría de los cirujanos empleaban grapas, pero yo estaba convencido de que el nailon presentaba tasas de infección inferiores; y esta sutura, la última, el cierre definitivo, íbamos a hacerla a mi manera. La piel se unió a la perfección, sin tensiones, como si no hubiera habido intervención siquiera.
Bien. Una cosa positiva.
Mientras retirábamos los paños quirúrgicos del paciente, la enfermera, una con la que no había trabajado anteriormente, me preguntó:
—¿Está de guardia este fin de semana, doctor?
—No. —«Y posiblemente nunca más.»
—¿Tiene más intervenciones hoy?
—No. —«Y posiblemente nunca más.»
—Vaya. Supongo que esto es un final feliz entonces. Misión cumplida. Me gustan los finales felices. ¿Y a usted, doctor?
—Sí. Me gustan los finales felices.
Me senté ante el ordenador para introducir las prescripciones mientras las enfermeras limpiaban y los anestesistas empezaban a despertar al paciente. Yo siempre había dicho en broma que cuando fuese el jefe, en vez de la música pop energizante que a todo el mundo le gustaba poner en el quirófano, sólo escucharíamos bossa nova. Puse en la radio Getz/Gilberto y el sonido suave de un saxo resonó por los altavoces.
Salí del quirófano poco después, recogí mis cosas, todas las que se habían ido acumulando durante siete años: mudas de ropa extra para las noches en las que no salía del hospital, cepillos de dientes, pastillas de jabón, cargadores de móvil, barritas de cereales, mi calavera a escala, la colección de libros de neurocirugía, etcétera. Y, pensándolo mejor, dejé los libros. Allí serían más útiles.
Al salir al parking, se me acercó un compañero para preguntarme algo, pero justo en ese momento sonó su busca. Él lo miró, me hizo una seña, dio media vuelta y corrió de nuevo hacia el hospital: «¡Ya te buscaré más tarde!», gritó por encima del hombro. Los ojos se me llenaron de lágrimas mientras me sentaba en el coche, giraba la llave y salía lentamente a la calle. Conduje hasta casa, entré por la puerta principal y colgué la bata, sacando mi placa de identificación. Extraje la batería del busca. Me quité el traje verde y me di una larga ducha.
Esa noche llamé a Victoria y le dije que no iría al hospital el lunes, ni posiblemente nunca más, y que no me encargaría de preparar el programa del quirófano.
—¿Sabes?, he tenido la pesadilla recurrente de que iba a llegar este día —me dijo—. No sé cómo has aguantado tanto.
Lucy y yo nos reunimos con Emma el lunes. Ella confirmó el plan que nosotros habíamos previsto: biopsia broncoscópica, buscar mutaciones tratables y, si no, quimioterapia. Si yo había ido allí, sin embargo, era sobre todo para que me orientara. Le dije que iba a dejar la neurocirugía.
—De acuerdo —dijo—. Muy bien. Puedes dejar la neurocirugía si, digamos, quieres centrarte en algo que te importa más. Pero no si lo dejas porque estás enfermo. No estás más enfermo que hace una semana. Esto es un bache en la carretera, pero puedes continuar tu trayectoria actual. La neurocirugía era importante para ti.
Una vez más había cruzado la frontera entre médico y paciente, entre persona-actor y personaje-actuado, entre sujeto y objeto. Mi vida hasta la enfermedad podía entenderse como una secuencia lineal de decisiones mías. En la mayoría de las narraciones modernas, el destino de un personaje dependía de una serie de decisiones humanas, tanto suyas como de otros. El Gloucester de El rey Lear puede quejarse del destino de los hombres y decir que somos «como moscas para niños traviesos», pero es la vanidad de Lear lo que pone en marcha todo el arco dramático de la obra. Desde la Ilustración en adelante, el individuo ocupaba el centro del escenario. Pero yo ahora vivía en un mundo distinto, en un mundo más antiguo, donde la acción humana es insignificante frente a las fuerzas sobrehumanas, en un mundo más próximo a la tragedia griega que a Shakespeare. Por mucho que se esfuercen, Edipo y sus padres no pueden escapar a su destino; ellos sólo pueden acceder a las fuerzas que controlan sus vidas a través de los oráculos y de los videntes, o sea, de aquellos que han recibido la visión divina. Lo que yo había ido a buscar allí no era un plan terapéutico —había leído lo suficiente para conocer los caminos a seguir—, sino el consuelo de la sabiduría oracular.
—Esto no es el fin —dijo Emma, una frase que debía de haber empleado un millar de veces con quienes buscaban respuestas imposibles (¿no empleaba yo fórmulas similares con mis pacientes, al fin y al cabo?)—. Ni siquiera el principio del fin. Esto es sólo el final del principio.
Y me sentí mejor.
Una semana después de la biopsia, me llamó Alexis, la enfermera de Emma. No había nuevas mutaciones tratables, así que la quimioterapia era la única opción, y me la estaban programando para el lunes. Le pregunté por los fármacos en concreto y me dijo que tendría que hablar con Emma. En ese momento ella se dirigía al lago Tahoe con sus hijos, pero me llamaría durante el fin de semana.
Al día siguiente, que era sábado, me llamó Emma. Le pregunté qué pensaba de los agentes empleados en la quimio.
—Bueno —dijo—, ¿tienes algún comentario en concreto?
—La cuestión principal, supongo, es si hay que incluir el Avastin —dije—. Sé que el estudio más reciente habla de beneficios nulos y efectos secundarios peores, y que algunos centros de cáncer lo están suprimiendo. Pero, a mi juicio, se trata sólo de un estudio entre muchos otros que respaldan su uso, así que más bien me inclino a incluirlo. Podemos suspenderlo si tengo una reacción negativa. Si tú lo consideras prudente.
—Sí, es más o menos correcto. Las compañías de seguros, además, ponen muchos problemas para incluirlo más tarde, lo cual es otro motivo para emplearlo de entrada.
—Gracias por llamar. Te dejo que vuelvas a disfrutar del lago.
—Muy bien. Pero quiero decirte otra cosa. —Hizo una pausa—. Me parece perfecto que hagamos juntos el plan terapéutico; obviamente, tú eres médico, sabes de lo que hablas y se trata de tu vida. Pero si en algún momento quieres que ocupe yo sola el lugar del médico, lo haré también con mucho gusto.
Yo nunca había considerado siquiera la posibilidad de liberarme de la responsabilidad de mis propios cuidados médicos. Había dado por supuesto que todos los pacientes se convierten en expertos en sus enfermedades. Me acordaba de que, cuando era un estudiante de medicina novato y no sabía nada, con frecuencia acababa pidiendo a los pacientes que me explicaran sus dolencias y sus tratamientos, sus dedos azulados y sus píldoras rosas. Pero, ya siendo médico, nunca había esperado que los pacientes tomaran decisiones solos; yo tenía la responsabilidad sobre ellos. Y ahora advertí que estaba tratando de hacer lo mismo, que mi yo-médico seguía responsabilizándose de mi yo-paciente. Tal vez había recibido la maldición de un dios griego, pero abdicar del control de mí mismo me parecía irresponsable, si no imposible.
La quimioterapia empezó el lunes. Lucy, mi madre y yo fuimos al centro de administración juntos. Me colocaron una vía intravenosa, me acomodé en una tumbona y esperé. La infusión del cóctel de fármacos llevaba cuatro horas y media. Pasé el tiempo dormitando, leyendo y mirando al vacío a ratos, en compañía de Lucy y de mi madre, que interrumpían el silencio de vez en cuando con algún comentario intrascendente. Entre los demás pacientes de la sala había de todo: calvos y con pelo, débiles y llenos de energía, desaliñados e impecables. Todos yacían inmóviles, callados, con la vía intravenosa goteando veneno en sus brazos extendidos. Debía volver cada tres semanas para seguir el tratamiento.
Empecé a notar los efectos al día siguiente. Una tremenda fatiga, como de estar molido hasta los huesos, fue asentándose poco a poco. Comer, una fuente de placer normalmente, era como beber agua de mar. De repente, todos mis platos favoritos parecían salados. Para desayunar, Lucy me preparaba un bagel con queso fresco; ahora sabía como un bloque de sal y yo dejaba el plato a un lado. Leer me resultaba extenuante. Había accedido a escribir unos capítulos sobre el potencial terapéutico de la investigación que había realizado con V para dos importantes manuales de neurocirugía. Eso también lo dejé de lado. Los días transcurrían marcados por los ritmos de la televisión y de las comidas ingeridas a la fuerza. Con las semanas, se impuso un patrón característico: el malestar disminuía lentamente y la normalidad volvía restablecerse justo a tiempo para someterse al siguiente tratamiento.
Los ciclos de quimioterapia prosiguieron. Entraba y salía del hospital por complicaciones de trascendencia menor pero suficiente para excluir un regreso al trabajo. El departamento de neurocirugía dictaminó que yo había cumplido todos los requisitos nacionales y locales para la graduación; la ceremonia se programó para un sábado, unas dos semanas antes de la fecha en que Lucy salía de cuentas.
Llegó el día. Al levantarme en nuestro dormitorio y empezar a vestirme para la ceremonia —la culminación de siete años de residencia— me asaltó un acceso agudo de náuseas. No eran las náuseas habituales de la quimioterapia, que se abatían sobre ti como una ola y que, como una ola también, podían sortearse. Empecé a vomitar de forma incontrolada una bilis verdosa, con ese gusto a cal característico de los ácidos del estómago. Aquello procedía del fondo mis entrañas.
No iba a poder asistir a la graduación, después de todo.
Necesitaba fluidos intravenosos para evitar la deshidratación, así que Lucy me llevó al departamento de urgencias y empezaron a hidratarme. Los vómitos dieron paso a la diarrea. Me puse a hablar amigablemente con el médico residente, Brad, y le expuse mi historial, incluyendo todas mis medicaciones, y acabamos analizando los avances en terapias moleculares, y en especial el fármaco que estaba tomando, el Tarceva. El plan médico era simple: mantenerme hidratado con fluidos intravenosos hasta que pudiera beber lo suficiente por la boca. Esa noche me ingresaron en una habitación del hospital. Pero cuando la enfermera repasó la lista de mi medicación, observé que no figuraba el Tarceva. Le pedí que llamara al residente para corregir el descuido. Estas cosas suelen ocurrir. Yo estaba tomando una docena de fármacos, al fin y al cabo. No resultaba fácil estar al tanto de todo.
Eran más de las doce de la noche cuando apareció Brad.
—Me han dicho que tenías una pregunta sobre tus medicaciones, ¿no? —preguntó.
—Sí —dije—. No estaba el Tarceva. ¿Te importa pedirlo?
—He decidido quitártelo.
—¿Por qué?
—Tienes las enzimas hepáticas demasiado altas para seguir tomándolo.
Me quedé desconcertado. Hacía meses que tenía altas las enzimas hepáticas; si eso representaba un problema, ¿por qué no lo habíamos hablado antes? En todo caso, aquello era a todas luces un error.
—Emma, mi oncóloga, tu jefa, ha visto esas cifras y quiere que siga tomándolo.
Los residentes normalmente han de tomar decisiones médicas sin consultar al adjunto. Pero ahora que él conocía la opinión de Emma, seguro que claudicaría.
—Pero podría estar causándote esos problemas gastrointestinales.
Mi perplejidad aumentó. Por lo general, invocar las órdenes del adjunto pone fin a la discusión.
—Llevo un año tomándolo sin problemas —dije—. ¿Crees que es el Tarceva lo que está provocando esto repentinamente y no la quimioterapia?
—Quizá, sí.
La perplejidad dio paso a la irritación. ¿Un chico salido hacía dos años de la facultad, que no era mayor que mis residentes más jóvenes, pretendía discutir conmigo? Si hubiera tenido razón habría sido otra cosa, pero lo que decía carecía de sentido.
—Hmm, ¿no he mencionado esta tarde que, sin esa pastilla, mis metástasis óseas se activan y me causan un dolor atroz? No quiero sonar dramático, pero me he roto huesos boxeando, y esto es muchísimo más doloroso. Un diez sobre diez en dolor, vamos. Un dolor del tipo Pronto-Estaré-Pegando-Gritos.
—Bueno, dada la vida media del fármaco, probablemente eso no sucederá durante un día o más.
Yo veía en los ojos de Brad que, para él, no era un paciente, sino un problema: un recuadro más que marcar en su lista.
—Mira —prosiguió—, si no fueras tú, ni siquiera tendríamos esta conversación. Yo suprimiría el fármaco y esperaría a que me demostraras que te causa todo ese dolor.
¿Qué había sido de la simpatía de nuestra charla de esa tarde? Me acordé de una paciente, en la época de la facultad, que me había dicho que ella siempre iba a la visita con sus calcetines más caros, de manera que, cuando se quedara con la bata y sin zapatos, el médico viera sus calcetines y supiera que era una persona de categoría y que había que tratarla con respeto. (Ah, ahí estaba el problema: ¡yo tenía puestos los calcetines de hospital que llevaba años robando!)
—En todo caso, el Tarceva es un fármaco especial y requiere la aprobación de un adjunto. ¿De veras quieres que despierte a alguien por una cosa así? ¿No podemos dejarlo para mañana por la mañana?
Así que era eso.
Cumplir su obligación implicaba añadir un ítem más a su lista: una embarazosa llamada a su jefe en la que habría de confesar su error. Él estaba haciendo el turno de noche. Los recortes en la formación de residentes habían obligado a adoptar el trabajo por turnos en la mayoría de los departamentos. Y el trabajo por turnos implica una cierta actitud evasiva, una sutil reducción de la responsabilidad. Si él conseguía aplazar el asunto unas horas más, yo me convertiría en el problema de otro.
—Normalmente lo tomo a las cinco de la mañana —dije—. Y tú sabes tan bien como yo que «dejarlo para mañana por la mañana» quiere decir que alguien se ocupe de ello después de pasar la primera visita, con lo cual ya será mediodía. ¿Cierto?
—Muy bien, de acuerdo —dijo, y salió de la habitación.
Al llegar la mañana, descubrí que no había encargado la medicación.
Emma pasó a saludar y me dijo que ella se ocuparía de cursar la petición del Tarceva. Me deseó una pronta recuperación y se disculpó porque se disponía a pasar una semana fuera. A lo largo del día, mi estado fue deteriorándose y la diarrea empeoró rápidamente. Me iban hidratando, pero no a la velocidad suficiente. Empezaron a fallarme los riñones. La boca se me quedó tan seca que no podía hablar ni tragar. En el siguiente análisis de sangre, mi tasa de sodio en sangre había alcanzado un nivel casi fatal. Me trasladaron a la UCI. Se me necrosó una parte del paladar blando y de la faringe a causa de la deshidratación y el tejido descamado empezó a salirme por la boca. Estaba sumido en fuertes dolores y flotando en grados diversos de conciencia mientras acudía toda una asamblea de especialistas a atenderme: médicos intensivistas, nefrólogos, gastroenterólogos, endocrinos, especialistas en enfermedades infecciosas, neurocirujanos, oncólogos generales, oncólogos de tórax, otorrinolaringólogos. Lucy, embarazada de treinta y ocho semanas, pasaba el día a mi lado y se instaló en secreto en mi antigua habitación de guardia, a un paso de la UCI, para poder echarme un vistazo de noche. Ella y mi padre también se sumaban al coro de opiniones médicas.
Durante los momentos de lucidez yo tenía la aguda conciencia de que, con tantas voces, el resultado sólo podía ser una cacofonía. En medicina, todo se reduce en estos casos a una pregunta: ¿quién es el capitán del barco? Los nefrólogos discrepaban de los médicos de la UCI, que discrepaban a su vez de los endocrinólogos, que discrepaban de los oncólogos, que discrepaban de los gastroenterólogos. Yo me sentía responsable de mi propio tratamiento, así que, en los periodos de conciencia, anoté la secuencia de datos de mi enfermedad actual y, con la ayuda de Lucy, traté de obligar a todos los médicos a mantener los hechos e interpretaciones en un marco riguroso. Después, mientras dormitaba, oía débilmente a mi padre y a Lucy analizando mi estado con cada equipo de médicos. Nosotros sospechábamos que el plan principal debía consistir en administrarme fluidos hasta que se pasaran los efectos de la quimioterapia. Pero cada grupo de especialistas se empeñaba en considerar posibilidades más esotéricas y en propugnar análisis y tratamientos para ellas, y algunos de estos tratamientos parecían innecesarios y desacertados. Sacaron muestras, pidieron escáneres, me administraron fármacos; empecé a perder la noción del tiempo y de los hechos. Yo pedía que me explicasen aquellos planes, pero las frases se volvían escurridizas y las voces se amortiguaban en mitad de los discursos de los médicos, y entonces la oscuridad se abatía sobre mí y volvía a flotar en los límites del pensamiento coherente. Deseaba desesperadamente que Emma estuviera allí, llevando el timón.
Y, de repente, apareció.
—¿Ya estás de vuelta?
—Llevas más de una semana en la UCI —me dijo—. Pero no te preocupes. Estás mejorando. La mayoría de los análisis se han normalizado. Pronto saldrás de aquí. —Había estado en contacto por email con mis médicos, según me enteré.
—¿Recuerdas que me dijiste que tú podías ser el médico y yo simplemente el paciente? —pregunté—. Creo que quizá es buena idea. He estado leyendo ciencia y literatura para tratar de encontrar la perspectiva adecuada, pero no la he encontrado.
—No creo que eso pueda encontrarse sólo leyendo —repuso.
Ahora Emma era la capitana del barco y transmitía una sensación de tranquilidad al caos de esta hospitalización. Me vino a la cabeza un pasaje de Eliot:
Damyata: La barca respondía
Alegremente a la mano experta en la vela y el remo
El mar estaba tranquilo, tu corazón habría respondido
Alegremente, al ser invitado, latiendo obediente
A unas manos diestras
Me tumbé en mi cama de hospital y cerré los ojos. Mientras la oscuridad del delirio se iba reduciendo, al fin me relajé.
La fecha en la que Lucy salía de cuentas pasó sin novedad, y a mí me dieron al fin el alta. Había perdido casi veinte kilos desde el diagnóstico, de los cuales siete en la última semana. Pesaba lo mismo que cuando estaba en octavo grado, a los trece años, aunque desde aquella época había perdido gran parte de mi pelo, sobre todo durante el último mes. Ahora estaba otra vez despierto, con la mente despejada, pero muy debilitado. Me veía los huesos pegados a la piel, como en una placa de rayos X viviente. En casa, sólo levantar la cabeza me cansaba. Para coger un vaso de agua necesitaba las dos manos. La posibilidad de leer quedaba totalmente descartada.
Tanto los padres de Lucy como los míos estaban en la ciudad para ayudarnos. Dos días después de recibir el alta, Lucy tuvo las primeras contracciones. Ella se quedó en casa mientras mi madre me llevaba a mi visita de seguimiento con Emma.
—¿Frustrado? —preguntó ésta.
—No.
—Pues deberías estarlo. La recuperación será larga.
—Bueno, sí, claro. Estoy frustrado en un sentido general. Pero en el día a día me siento dispuesto a volver a la fisioterapia y a empezar la recuperación. Ya lo hice una vez, o sea que no es nada nuevo, ¿no?
—¿Has visto el último escáner? —me preguntó.
—No. Más bien he dejado de mirarlos.
—Tiene buen aspecto —dijo Emma—. La enfermedad parece estable, quizá incluso retrocediendo levemente.
Hablamos de la estrategia a seguir; la quimioterapia quedaría suspendida hasta que estuviera un poco más fuerte. Los ensayos experimentales no me aceptarían en mi actual estado. El tratamiento no era una opción; al menos hasta que recuperase fuerzas. Apoyé la cabeza contra la pared porque me flaqueaban los músculos del cuello. Mi pensamiento estaba nublado. Necesitaba que el oráculo predijera otra vez el futuro, que recogiera los signos secretos de los pájaros o las cartas astrales, de los genes mutantes o las gráficas de Kaplan-Meier.
—Emma —dije—, ¿cuál es el paso siguiente?
—Ponerte más fuerte. Nada más.
—Pero cuando el cáncer se reproduce... Quiero decir, las probabilidades... —Hice una pausa. El tratamiento de primera línea (el Tarceva) había fracasado. El tratamiento de segunda línea (la quimio) había estado a punto de matarme. El tratamiento de tercera línea, si podía llegar a recibirlo, no prometía demasiado. Más allá de esto, sólo quedaba el vasto terreno desconocido de los tratamientos experimentales. Se me escaparon varias expresiones dubitativas—. Quiero decir, volver al quirófano, o volver a caminar, o incluso...
—Te quedan tus buenos cinco años —dijo Emma.
Dijo estas palabras, pero sin la autoridad de un oráculo, sin la seguridad de un verdadero creyente. Lo dijo más bien como un ruego. Como aquel paciente que sólo podía hablar con números. Como si ella no estuviera hablando conmigo, sino rogando —como un simple ser humano— a las fuerzas y los hados que realmente controlan estas cosas. Ahí estábamos, el médico y el paciente, unidos en una relación que a veces adopta un tono magistral y otras veces, como ahora, no era ni más ni menos que la relación de dos personas que se acurrucan juntas mientras una de ellas se enfrenta al abismo.
Los médicos, por lo visto, también necesitan esperanza.
En el trayecto de vuelta a casa, la madre de Lucy llamó para decir que se iban para el hospital. Lucy estaba de parto. («No te olvides de pedir la epidural pronto», le dije. Ella ya había sufrido bastante.) Volví al hospital en una silla de ruedas empujada por mi padre. Me tendí en un catre en la sala de partos, con mantas y esterillas eléctricas para que mi cuerpo esquelético no se pusiera a temblar. Durante las dos horas siguientes, observé cómo Lucy y la enfermera seguían el ritual del trabajo de parto. Cuando subía una contracción, la enfermera contaba los segundos para que Lucy pujara: «Y uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve... ¡y diez!».
Lucy se volvió sonriente hacia mí.
—Es como si estuviera practicando un deporte —dijo.
Le devolví la sonrisa desde el catre mientras observaba cómo ascendía su barriga. Habría muchas ausencias en la vida de Lucy y de mi hija; si yo sólo podía estar presente en esta medida, que así fuera.
Poco después de medianoche, la enfermera me despertó de un codazo. «Casi ha llegado la hora», me susurró. Recogió las mantas y me ayudó a sentarme en una silla junto a Lucy. La obstetra ya estaba en la sala; no era mayor que yo. Cuando el bebé asomó la cabeza, ella levantó la vista. «Te digo una cosa: tu hija tiene el pelo exactamente igual que el tuyo —dijo—. Y tiene un montón.» Yo asentí, sujetándole la mano a Lucy durante los últimos momentos del parto. Y entonces, con un último empujón, el 4 de julio, a las 2.11 de la mañana, apareció: Elizabeth Acadia, Cady. Habíamos escogido el nombre meses antes.
—¿Se la pongo sobre la piel, papá? —preguntó la enfermera.
—No, no, estoy demasiado fr-frío —dije con los dientes castañeteándome—. Pero me encantaría cogerla en brazos.
La envolvieron en mantas y me la pasaron. Mientras notaba su peso en un brazo y sujetaba la mano de Lucy con el otro, sentí que las posibilidades de la vida se desplegaban ante nosotros. Las células cancerígenas de mi cuerpo seguirían muriéndose o empezarían a crecer de nuevo. Pero al contemplar la extensión que se abría ante mis ojos, no veía una tierra baldía desierta, sino algo más sencillo: una página en blanco sobre la que podía seguir adelante.
Y pese a todo, hay dinamismo en nuestra casa.
Día tras día, semana tras semana, Cady florece: un primer apretón, una primera sonrisa, una primera risa. El pediatra registra su crecimiento regularmente en un gráfico; las marcas indican los progresos que va haciendo con el tiempo. Un reluciente halo de novedad parece envolverla. Mientras permanece sonriente en mi regazo, embelesada por mi desafinado tarareo, una incandescencia ilumina la habitación.
El tiempo tiene ahora para mí doble filo: cada día me aleja del bajón de mi última recaída, pero me acerca a la siguiente recurrencia; y, en último término, a la muerte. Quizá más tarde de lo que creo, pero desde luego más pronto de lo que deseo. Hay dos reacciones posibles, me imagino, ante esta constatación. La más obvia sería entregarse a una actividad frenética: «vivir la vida al máximo», viajar, comer, cumplir un montón de ambiciones relegadas. Una parte de la crueldad del cáncer no es sólo que limite tu tiempo de vida, sino que también limita tu energía, reduciendo enormemente la cantidad de jugo que puedes sacarle a un día. Es una liebre cansada la que ahora corre. Pero aun si tuviera la energía suficiente, prefiero la actitud de la tortuga. Avanzo con pasos pesados y meditabundos. Algunos días, simplemente persisto.
Si el tiempo se alarga cuando uno viaja a grandes velocidades, ¿se contrae cuando uno apenas se mueve? Así debe de ser: los días se han acortado considerablemente.
Como hay poco que distinga un día de otro, el tiempo empieza a parecer estático. La palabra tiempo la empleamos con diferentes sentidos: «Hemos pasado mucho tiempo hablando» versus «Estamos pasando tiempos difíciles». Actualmente, el tiempo no parece tanto el tictac de un reloj como un estado del ser. Se va asentando una gran languidez. Hay un sentimiento de apertura. En el quirófano, concentrado en un paciente, podía parecerme que la posición de las agujas del reloj era arbitraria, pero nunca pensé que careciera de sentido. En estos momentos, la hora del día no significa nada, y tampoco mucho más el día de la semana. La formación médica está orientada sin descanso hacia el futuro: todo se reduce a una recompensa postergada, siempre estás pensando en lo que harás dentro de cinco años. Ahora, en cambio, no sé qué estaré haciendo dentro de cinco años. Tal vez esté muerto. Tal vez no. Quizá tenga salud. Quizá me dedique a escribir. No lo sé. Así que no resulta demasiado útil pasarse el tiempo pensando en el futuro, es decir, más allá de la hora del almuerzo.
Las conjugaciones verbales también se han embarullado. ¿Qué es correcto: «Soy neurocirujano», «Era neurocirujano» o «He sido neurocirujano y volveré a serlo»? Graham Greene dijo una vez que la vida se vivía en los primeros veinte años y que el resto era sólo reflexión. Así pues, ¿en qué tiempo verbal estoy viviendo ahora? ¿He rebasado el presente y he entrado en el pretérito perfecto? El futuro parece vacío y, en boca de los demás, resulta chirriante. Hace unos meses celebré mi decimoquinto encuentro de exalumnos en Stanford y estuve en el patio bebiéndome un whisky mientras un sol rosado se hundía en el horizonte. Cuando mis viejos compañeros se despedían entre promesas: «¡Nos veremos en el vigésimo quinto!», parecía maleducado responder: «Bueno..., es probable que no».
Todo el mundo sucumbe a la finitud. Sospecho que no soy el único que alcanza este estado pluscuamperfecto. La mayoría de las ambiciones se alcanzan o se abandonan; en cualquier caso, pertenecen al pasado. El futuro, en vez de subir por la escalera de los objetivos de la vida, se allana y se convierte en un presente perpetuo. El dinero, el estatus, todas las vanidades que el autor del Eclesiastés describió presentan muy poco interés: como perseguir el viento, en efecto.
A quien no se le puede arrebatar la dimensión del futuro, sin embargo, es a nuestra hija, Cady. Espero vivir lo suficiente para que conserve algún recuerdo de mí. Las palabras poseen una longevidad de la que yo carezco. Había pensado escribirle una serie de cartas: pero ¿qué iba a decir en ellas? No sé cómo será esta niña cuando tenga quince años; ni siquiera si le gustará el apodo que le hemos puesto. Hay una sola cosa quizá que podría decirle a este bebé, todo futuro, que coincide fugazmente conmigo, con mi vida, que, por el contrario, salvo sorpresa improbable, ya no es más que pasado.
Es un mensaje sencillo:
Cuando se te presente a lo largo de la vida una de esas numerosas ocasiones en las que debas contar tu historia, ofrecer un balance de lo que has sido, has hecho y has significado para el mundo, no dejes de consignar, por favor, que llenaste de una alegría plena los días de un hombre moribundo, una alegría que yo no había conocido en todos los años de mi vida, una alegría que no ansía más y más, sino que descansa, satisfecha. En este momento, ahora, eso es algo enorme.