por Abraham Verghese
Mientras escribo estas líneas se me ocurre que el prefacio de este libro debería concebirse más bien como un epílogo. Porque cuando se trata de Paul Kalanithi, la noción del tiempo queda trastocada. Para empezar —o acaso para terminar—, yo sólo conocí a Paul después de su muerte. Me explico: llegué a conocerlo más íntimamente cuando ya había dejado de existir.
Nos vimos una tarde memorable en Stanford, a principios de febrero de 2014. Él acababa de publicar en The New York Times un artículo titulado «¿Cuánto me queda?» que habría de suscitar una reacción tremendamente emotiva por parte de los lectores. En los días siguientes, el artículo se difundió de modo exponencial. (Soy especialista en enfermedades infecciosas, así que disculpen que no emplee como metáfora la palabra viral.) Tras esas reacciones, él había dicho que quería venir a verme, para charlar y pedirme consejo sobre los agentes literarios, los editores y todo el proceso de publicación, pues tenía el deseo de escribir un libro: este libro, el que tienen ahora en sus manos. Recuerdo que el sol se filtraba a través de las ramas del magnolio que hay junto a mi oficina, iluminando la escena. Paul, sentado frente a mí, con sus bellas manos enlazadas e inmóviles, con su tupida barba de profeta, me clavaba aquellos ojos oscuros, estudiándome. En mi memoria, la imagen tiene un cierto tono Vermeer, una nitidez de cámara oscura. Recuerdo haber pensado: «Debes recordar este momento», porque lo que llegaba a mi retina era algo precioso. Y porque, conociendo el diagnóstico de Paul, no sólo adquirí conciencia de su condición mortal, sino también de la mía.
Esa tarde hablamos de muchas cosas. Él era jefe de residentes de neurocirugía. Seguramente nuestros caminos se habían cruzado en algún momento, pero nunca habíamos compartido, que nosotros recordáramos, ningún paciente. Me contó que había estudiado Literatura Inglesa y Biología como asignaturas principales en la Universidad de Stanford y que luego había cursado un máster de la primera. Hablamos del amor que había sentido toda su vida por la escritura y la lectura. Me impresionó descubrir lo fácilmente que podría haberse convertido en profesor de Literatura Inglesa; de hecho, en un momento de su vida parecía destinado a seguir ese camino. Pero entonces, igual que su tocayo en el camino de Damasco, sintió la llamada y se convirtió en médico; aunque uno que siguió soñando siempre con volver de algún modo a la literatura. Un libro, tal vez. Algún día. Pensaba que tenía tiempo de sobra. ¿Por qué no? Y, sin embargo, era tiempo precisamente lo que menos tenía ahora.
Recuerdo su sonrisa amable e irónica, con un punto pícaro, aunque su rostro estaba chupado y demacrado. Había pasado un calvario con el cáncer, pero luego había reaccionado positivamente a una nueva terapia biológica, lo cual había vuelto a darle un cierto margen. Me contó que en la Facultad de Medicina había dado por supuesto que se convertiría en psiquiatra, pero que luego se había acabado enamorando de la neurocirugía. No se había enamorado simplemente de los complejos entresijos del cerebro, ni de la destreza necesaria para que sus manos llevaran a cabo asombrosas proezas. No, era mucho más: era un amor y una empatía por las personas que sufrían, por lo que debían soportar y por lo que él podía aportarles. Esto, más que contármelo él mismo, se lo había oído comentar a algunos de mis alumnos que eran discípulos suyos; quiero decir, su firme creencia en la dimensión moral de esta profesión. Finalmente, hablamos de su muerte.
Después de ese encuentro, nos mantuvimos en contacto por correo electrónico, pero no volvimos a vernos. No fue únicamente porque yo me viera devorado por mi propia avalancha de responsabilidades y fechas límite, sino porque tuve la intensa sensación de que me correspondía a mí el deber de ser respetuoso. Paul podía verme, si quería, pero yo sentí que lo último que necesitaba entonces era la obligación de cultivar una nueva amistad. Pensé mucho en él, sin embargo, y en su esposa. Quería preguntarle si estaba escribiendo. ¿Se las arreglaba para encontrar el tiempo necesario? Yo mismo, siendo un médico muy ocupado, había luchado durante años para sacar tiempo para escribir. Deseaba contarle que un famoso escritor, apiadándose de este problema constante, me dijo una vez: «Si yo fuera neurocirujano y dijera que debo dejar a mis invitados para practicar una craneotomía de urgencia, nadie diría una palabra. Pero si dijera que debo abandonar a los invitados que tengo en la sala de estar para subir a escribir...». Me preguntaba si Paul habría encontrado graciosa la observación. Al fin y al cabo, ¡él sí podía alegar que iba a hacer una craneotomía! ¡Era una excusa plausible! Y podía aprovechar para irse a escribir.
Mientras Paul estaba escribiendo este libro, publicó un breve y excelente ensayo en un número de la Stanford Medicine dedicado a la idea del tiempo. Yo publiqué en aquel mismo número otro ensayo, que apareció junto al suyo, pero sólo me enteré de su contribución cuando tuve la revista en las manos. Al leer su texto, tuve un segundo atisbo, esta vez más profundo, de algo que ya se traslucía en su artículo de The New York Times: la escritura de Paul era deslumbrante. Habría podido escribir sobre cualquier otra cosa y el resultado habría sido igualmente impactante. Pero no estaba escribiendo sobre cualquier cosa: estaba escribiendo sobre el tiempo y sobre lo que significaba ahora para él, en el contexto de su enfermedad. Lo cual hacía que el ensayo resultara increíblemente conmovedor.
Debo insistir, no obstante, en este punto: la prosa era memorable. Hacía verdaderas maravillas con la pluma.
Releí el texto de Paul una y otra vez, tratando de desentrañar dónde estaba el secreto. En primer lugar, su estilo era musical. Tenía ecos de Galway Kinnell, casi como un poema en prosa. («Si un día / te encuentras con alguien a quien amas / en un café situado en un extremo / del Pont Mirabeau, en la barra de zinc / donde el vino adopta la forma de las copas de cristal...», por citar unos versos de un poema de Kinnell que le oí recitar una vez en una librería de Iowa City, sin bajar la vista ni una vez al papel.) Pero también tenía el sabor de algo más, de algo que procedía de una tierra antigua, de un tiempo muy anterior a las barras de zinc. Y al fin, al volver a leer su ensayo unos días después, descubrí lo que era: el estilo de Paul recordaba al de Thomas Browne. Éste había escrito La religión de un médico en la prosa de 1642, con toda esa ortografía y esos modismos arcaicos. Cuando yo era un joven médico, estaba obsesionado con ese libro; perseveraba en su lectura como un granjero se empeñaría en desecar una ciénaga que su padre intentó drenar en el pasado sin éxito. Era una tarea inútil y, sin embargo, yo ansiaba descifrar sus secretos; lo dejaba de lado con exasperación, volvía a cogerlo, no del todo seguro de que contuviera algo para mí, pero intuyendo, al sondear sus palabras, que sí encerraba algo importante. Me daba la sensación de que me faltaba un receptor crítico decisivo para que esas letras empezaran a cantar, a comunicar su sentido. El libro seguía siendo opaco, por mucho que lo intentara.
¿Por qué?, se preguntarán ustedes. ¿Por qué perseveré? ¿A quién le importa La religión de un médico?
Bueno, a mi héroe William Osler le importaba, ahí tienen. Osler, que murió en 1919, fue el padre de la medicina moderna. Él amaba ese libro. Lo tenía en su mesilla de noche. Pidió que lo enterraran con un ejemplar de La religión de un médico. Pero, por mucho que yo me esforzaba, no entendía qué había visto Osler en él. Tras muchos intentos —y varias décadas—, el libro se me reveló al fin por sí solo. (Ayudó lo suyo que una edición más reciente hubiera modernizado la ortografía.) La clave, descubrí, era leerlo en voz alta, lo cual volvía transparente la cadencia: «Tenemos dentro las maravillas que buscamos fuera. África entera y todos sus prodigios se hallan en nuestro interior. Somos una parte de la naturaleza tan extraordinaria y fascinante que quien la estudia aprende en un sabio compendio lo que otros se afanan en descifrar en el volumen disperso e interminable del mundo». Cuando lleguen al último párrafo del libro de Paul, léanlo en voz alta y oirán esa misma línea prolongada, esa cadencia cuyo ritmo parece que puedas seguir con el pie... pero que, como en el caso de Browne, no acabas de pillar. Paul, se me ocurrió, era un Browne redivivo. (O, dado que el tiempo progresivo es sólo una ilusión nuestra, quizá Browne fue un Kalanithi redivivo. Sí, es cierto, estas cosas hacen que te dé vueltas la cabeza.)
Y luego Paul murió. Asistí a sus honras fúnebres en la iglesia de Stanford, un espacio bellísimo al que acudo con frecuencia cuando no hay nadie y es posible sentarse para admirar la luz y el silencio, y del que salgo siempre renovado. Durante el oficio, estaba atestado. Me senté en un rincón y escuché las historias conmovedoras, a veces desgarradas, que relataron sus amigos íntimos, su pastor y su hermano. Sí, Paul se había ido, pero curiosamente yo sentía que estaba empezando a conocerlo, más allá de aquel encuentro en mi oficina, más allá de los pocos artículos que había dejado escritos. Estaba tomando forma en esas historias contadas en la Stanford Memorial Church, cuya altísima cúpula catedralicia constituía un espacio ideal para recordar a ese hombre cuyo cuerpo yacía ahora en la tierra y que, no obstante, seguía vivo de modo tan palpable. Tomó forma en la figura de su encantadora esposa y de su hija pequeña, de sus afligidos padres y hermanos, en los rostros de las legiones de amigos, colegas y antiguos pacientes que llenaban la nave; estaba presente en la recepción celebrada luego al aire libre, en un entorno donde se reunió muchísima gente. Vi caras serenas, sonrientes, como si hubieran presenciado en la iglesia algo de una profunda belleza. Quizá yo también tenía una expresión parecida: habíamos hallado un sentido en el oficio religioso, en el ritual de los elogios fúnebres, en las lágrimas compartidas. Y ese sentido se extendió también a la recepción en la que aplacamos nuestra sed, alimentamos nuestros cuerpos y charlamos con completos desconocidos a los que estábamos íntimamente ligados a través de Paul.
Pero fue sólo al recibir las páginas que ahora tienen en sus manos, dos meses después de la muerte de Paul, cuando sentí que había llegado por fin a conocerlo, mejor incluso que si hubiera tenido la suerte de poder llamarlo amigo mío. Al terminar el libro que ustedes están a punto de leer, confieso que me sentí como un inepto: había una sinceridad, una verdad en su escritura que me dejó sin aliento.
Prepárense. Vean cómo suena el auténtico coraje. Vean lo valiente que es mostrarse uno a sí mismo por completo. Y, sobre todo, vean lo que es vivir todavía, lo que es influir profundamente en los demás cuando ya no estás, simplemente mediante tus palabras. En este mundo de comunicación asincrónica, en el que tan a menudo estamos absortos en nuestras pantallas, con la vista atrapada en esos chismes rectangulares que zumban en nuestras manos, con nuestra atención acaparada por trivialidades efímeras, hagan un alto y entren en este diálogo con mi joven y difunto colega, ahora ya sin edad y vivo en la memoria. Escuchen a Paul. En los silencios entre sus palabras, escuchen lo que ustedes responden. Ahí reside su mensaje. Yo lo recibí. Espero que también ustedes lo reciban. Es un don. Y ya no me entrometo más entre ustedes y Paul.