PRÓLOGO

 

 

Webster estaba completamente poseído por la muerte

y veía el cráneo bajo la piel;

y criaturas sin pecho bajo la tierra

inclinadas hacia atrás con una mueca sin labios.

 

T. S. ELIOT,

«Susurros de inmortalidad»

 

Revisé las imágenes de la tomografía computarizada, el diagnóstico era evidente: los pulmones estaban manchados por innumerables tumores; la columna, deformada; un lóbulo entero del hígado, aniquilado. Un cáncer ampliamente extendido. Yo era un médico residente de neurocirugía y estaba entrando en el año final de mi formación. Durante los seis últimos años, había examinado infinidad de escáneres de ese tipo, por si existía la remota posibilidad de realizar una intervención beneficiosa para el paciente. Pero este escáner era diferente: era mío.

No me encontraba en la sala de radiología, ni tenía puestos mi traje quirúrgico y mi bata blanca. Llevaba una bata de paciente, estaba conectado a un gotero y, en compañía de mi esposa, Lucy, médico internista, observaba las imágenes en el ordenador que había dejado la enfermera en mi habitación del hospital. Volví a revisar cada secuencia: la ventana pulmonar, la ventana ósea, la ventana hepática, recorriéndolas de arriba abajo, de izquierda a derecha y de delante hacia atrás, según me habían enseñado, como si pudiera encontrar algo que cambiara el diagnóstico.

Nos tumbamos juntos en la cama del hospital.

Lucy, quedamente, como si lo estuviera leyendo en un guion:

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que sea otra cosa?

—No —dije.

Nos abrazamos con fuerza, como jóvenes amantes. A lo largo del año anterior, ambos sospechábamos, pero nos negábamos a creer, incluso a hablarlo, que en mi interior se estaba desarrollando un cáncer.

Unos seis meses antes, yo había empezado a perder peso y a sufrir un terrible dolor de espalda. Cuando me vestía por la mañana, tenía que ajustarme el cinturón con una muesca más, luego con dos. Fui a ver a mi doctora de atención primaria, una antigua compañera de la facultad de Stanford. Su hermano había muerto de forma repentina, siendo residente de neurocirugía, tras hacer caso omiso de los indicios de una virulenta infección, así que ella había adoptado con mi salud una vigilancia maternal. Al llegar a su oficina, sin embargo, me encontré a otra doctora: mi excompañera estaba de permiso por maternidad.

Vestido con una ligera bata azul y tumbado en una mesa de exploración, le describí mis síntomas a la nueva doctora.

—Desde luego —dije—, si esto fuera una pregunta de examen final: paciente de treinta y cinco años con pérdida de peso injustificada y dolor de espalda de reciente instauración, la respuesta obvia sería la C, cáncer. Pero quizá es que simplemente estoy trabajando demasiado. No lo sé. Me gustaría que me hicieran una resonancia magnética para estar seguros.

—Creo que primero deberíamos tomar unas radiografías —dijo ella.

Una resonancia magnética (IRM) para un dolor de espalda es muy cara, y el recurso innecesario a este tipo de escáner se había convertido en uno de los principales puntos señalados en los programas de reducción de costes. Pero el valor de un escáner depende también de lo que andes buscando: las radiografías son en gran parte inútiles para el cáncer. Aun así, para muchos médicos, solicitar un IRM en esta fase tan temprana es una herejía.

—Los rayos X —continuó la doctora— no son totalmente sensibles, pero de todas formas resulta lógico empezar por ahí.

—¿Qué tal si pedimos unas radiografías de flexión-extensión, entonces? Quizá el diagnóstico más realista aquí sea una espondilolistesis ístmica, ¿no?

En el reflejo de la pared de cristal, vi que lo estaba buscando en Google.

—Es una fractura de la pars interarticularis. Afecta al cinco por ciento de la población y es con frecuencia la causa de los dolores de espalda en los pacientes jóvenes.

—De acuerdo. Entonces las pediré.

—Gracias —dije.

¿Por qué me comportaba con tanta autoridad con la ropa de cirujano y con tanta docilidad, en cambio, con una bata de paciente? La verdad era que yo sabía más sobre dolores de espalda que ella: la mitad de mi formación como neurocirujano había estado relacionada con los trastornos de la columna. En todo caso, quizá una espondilolistesis era el diagnóstico más probable. Afectaba, en efecto, a un porcentaje significativo de adultos jóvenes. Y, además, ¿un cáncer de columna a los treinta y tantos? La probabilidad de tal cosa no podía ser superior a uno entre diez mil. E incluso si fuera cien veces más común, seguiría siéndolo menos que una espondilolistesis. A lo mejor me estaba alarmando demasiado.

Las placas de rayos X parecían normales. Atribuimos los síntomas al exceso de trabajo y al envejecimiento; programamos una cita de control y volví a mi despacho para ocuparme del último caso del día. La pérdida de peso se ralentizó y el dolor de espalda se volvió soportable. Una saludable dosis de ibuprofeno me mantenía en marcha a lo largo del día y, a fin de cuentas, ya no me quedaban por delante muchas de aquellas jornadas extenuantes de catorce horas. Mi trayectoria de estudiante de Medicina a profesor de Neurocirugía estaba a punto de concluir. Tras diez años de formación incesante, estaba decidido a perseverar durante los quince meses siguientes hasta terminar la residencia. Me había ganado el respeto de mis superiores, había obtenido prestigiosos premios nacionales y estaba recibiendo ofertas de trabajo de varias de las principales universidades. El director del departamento en Stanford me había sentado en su despacho hacía poco y me había dicho: «Paul, creo que tú serás el candidato número uno en cualquier puesto al que te presentes. Ahora bien, sólo para tu información: nosotros vamos a iniciar en la facultad un proceso de selección para buscar a alguien de tu perfil. No te prometo nada, por supuesto, pero deberías tenerlo en cuenta».

A los treinta y seis años, había llegado a la cima. Ya divisaba la Tierra Prometida: desde Galaad hasta Jericó y el mar Mediterráneo. Incluso veía en ese mar un bonito catamarán con el que Lucy, nuestros hipotéticos hijos y yo saldríamos a navegar los fines de semana. Ya sentía que la tensión de mi espalda se aflojaba a medida que mis horarios de trabajo se aligeraban y que la vida cotidiana se hacía más llevadera. Me veía a mí mismo convertido por fin en el marido que había prometido ser.

Entonces, unas semanas más tarde, empecé a sufrir accesos de dolor agudo en el pecho. ¿Me había dado un golpe mientras trabajaba?, ¿me había fracturado una costilla? Algunas noches, me despertaba chorreando de sudor y con las sábanas empapadas. Empecé a bajar de peso otra vez, ahora más deprisa, de 79 a 65 kilos. Desarrollé una tos persistente. Quedaban pocas dudas. Un sábado por la tarde, Lucy y yo estábamos tumbados al sol en Dolores Park, en San Francisco, esperando a su hermana. Ella echó un vistazo a la pantalla de mi móvil, que mostraba los resultados de una búsqueda en una base de datos médica: «Frecuencia de cáncer en personas de entre treinta y cuarenta años».

—¿Cómo? —dijo—. No me había dado cuenta de que estabas tan preocupado por todo esto.

Yo no respondí. No sabía qué decir.

—¿Quieres contármelo? —me preguntó.

Estaba disgustada porque también ella llevaba tiempo preocupándose. Estaba disgustada porque yo no le hablaba de mi inquietud. Estaba disgustada porque yo le había prometido una vida y le había dado otra distinta.

—¿Quieres hacer el favor de explicarme por qué no confías en mí? —me preguntó.

Apagué el teléfono.

—Vamos a comprar un helado —dije.

 

 

Teníamos previstas a la semana siguiente unas vacaciones para visitar en Nueva York a unos viejos compañeros de universidad. Quizá una noche entera de sueño y unos cócteles nos ayudarían a reconectarnos y a descomprimir la olla a presión de nuestro matrimonio.

Pero Lucy tenía otros planes.

—No voy a ir contigo a Nueva York —anunció unos días antes del viaje. Pensaba marcharse una semana; necesitaba tiempo para reflexionar sobre nuestro matrimonio. Hablaba con un tono monocorde, lo cual no hizo más que aumentar el vértigo que yo sentía.

—¿Cómo? —dije—. No.

—Te quiero mucho y justamente por eso me resulta tan desconcertante todo esto —dijo—. Pero me preocupa que queramos cosas diferentes de nuestra relación. Me da la sensación de que sólo estamos conectados a medias. No quiero enterarme de tus inquietudes por pura casualidad. Cuando te digo que me siento aislada, no parece que tú lo consideres un problema. Necesito hacer algo diferente.

—Las cosas se arreglarán —dije yo—. Es sólo la residencia.

¿Tan mal estaban las cosas? La formación en neurocirugía, una de las especialidades médicas más rigurosas y exigentes, había creado sin duda una gran tensión en nuestro matrimonio. Muchas noches yo llegaba tarde del trabajo, cuando Lucy ya se había acostado, y me derrumbaba extenuado en el suelo de la sala de estar; muchas mañanas me iba a trabajar antes del alba, cuando ella aún no se había despertado. Pero nuestras carreras estaban llegando ahora a un punto álgido, la mayoría de las universidades querían contratarnos a ambos: a mí, en neurocirugía; a Lucy, en medicina interna. Habíamos superado la parte más difícil de nuestra carrera. ¿Acaso no lo habíamos hablado un montón de veces? ¿No se daba de cuenta de que éste era el peor momento posible para tirarlo todo por la borda? ¿No comprendía que sólo me quedaba un año de residencia, que yo la amaba y que ya estábamos muy cerca de alcanzar la vida que siempre habíamos deseado?

—Si fuera solamente la residencia, podría soportarlo —me dijo—. Hemos llegado muy lejos. El problema es: ¿qué pasa si no es sólo la residencia? ¿Crees que las cosas mejorarán cuando seas neurocirujano adjunto?

Le propuse anular el viaje, ser más abierto y acudir a la terapia de pareja que Lucy me había propuesto unos meses antes, pero ella insistió en que necesitaba un tiempo para pensar. Sola. En ese momento la bruma de la confusión se disipó, dejando sólo las afiladas aristas de la situación. Muy bien, me dije. Si ella decidía dejarme, yo asumiría que la relación había terminado. Y si resultaba que tenía cáncer, no se lo diría: ella sería libre de escoger la vida que deseara.

Antes de marcharme a Nueva York, concerté a hurtadillas varias citas médicas para descartar algunos de los cánceres más corrientes entre personas jóvenes. (¿Testicular? No. ¿Melanoma? No. ¿Leucemia? No.) El servicio de neurocirugía estaba saturado de trabajo, como de costumbre. La noche del jueves se prolongó hasta la mañana del viernes, porque me vi atrapado en el quirófano durante treinta y seis horas seguidas, en una serie de casos de enorme complejidad: aneurismas gigantes, baipases arteriales intracerebrales, malformaciones arteriovenosas. Di gracias al cielo silenciosamente cuando el adjunto entró en el quirófano, lo que me permitió pasar unos minutos con la espalda apoyada en una pared. El único momento que tenía para hacerme una radiografía de tórax era al salir del hospital, en el trayecto a casa antes de dirigirme al aeropuerto. Pensé que una de dos: o tenía cáncer, y en tal caso ésta sería quizá la última vez que vería a mis amigos; o no lo tenía, en cuyo caso no había motivo para anular el viaje.

Corrí a casa a recoger las maletas. Lucy me acompañó en coche al aeropuerto y me dijo que nos había apuntado a una terapia de pareja.

Desde la puerta de embarque le mandé un mensaje de texto: «Me gustaría que estuvieras aquí».

Unos minutos después me llegó la respuesta: «Te quiero. Y estaré aquí cuando vuelvas».

La espalda se me agarrotó terriblemente durante el vuelo, y cuando llegué a la estación Grand Central para tomar un tren hasta la casa de mis amigos, al norte del estado, mi cuerpo se estremecía de dolor. En los últimos meses había sufrido contracturas de espalda de variada intensidad, desde una molestia olvidable o un dolor que me dejaba sin habla y me hacía rechinar los dientes, hasta un dolor tan atroz que acababa acurrucado en el suelo, dando gritos. Este dolor estaba en el extremo más agudo del espectro. Me tumbé en un banco de la sala de espera, notando cómo se retorcía la musculatura de mi espalda, respirando para controlar el dolor —el ibuprofeno no tenía en este caso ningún efecto— y nombrando cada músculo mientras se contraía espasmódicamente para contener las lágrimas: erector de la columna, romboide, dorsal ancho, piriforme...

Se me acercó un guardia de seguridad.

—Señor, no puede tumbarse aquí.

—Lo siento —dije, jadeando—. Un espasmo... terrible... espalda.

—Aun así, no puede tumbarse aquí.

«Perdone, pero me estoy muriendo de cáncer.»

Estuve a punto de pronunciar esas palabras, pero ¿y si no eran ciertas? Tal vez esto era simplemente lo que soportaba la gente con dolor de espalda. Yo sabía un montón sobre dolores de espalda —su anatomía, su fisiología, los términos con que los pacientes solían describir los distintos tipos de dolor—, pero no sabía lo que se sentía. Quizá todo se reducía a eso, a fin de cuentas. Quizá. O tal vez era que no quería ser gafe. Que no quería pronunciar en voz alta la palabra cáncer.

Me incorporé y me dirigí renqueando al andén.

Era media tarde cuando llegué a la casa, que estaba en Cold Spring, a ochenta kilómetros al norte de Manhattan, junto al río Hudson, y fui recibido por una docena de mis amigos más íntimos de los años de la universidad. Sus gritos de bienvenida se mezclaban con la alegre algarabía de los niños. Empezaron los abrazos y llegó a mis manos un cóctel Dark & Stormy helado.

—¿Lucy no ha venido?

—Un problema repentino de trabajo —dije—. En el último minuto.

—¡Uf, vaya fastidio!

—Oye, ¿te importa si dejo las maletas y descanso un poco?

Yo había confiado en que unos días fuera del quirófano, con la dosis adecuada de sueño, descanso y relax —o sea, disfrutando de un ritmo normal de vida— servirían para volver a situar el dolor y la fatiga en la zona normal del espectro. Pero tras un día o dos, quedó claro que no iba a haber indulto.

Me quedaba en la cama durmiendo, saltándome el desayuno, y cuando acudía renqueante a la mesa a la hora de comer me encontraba unos grandes platos de cassoulet y patas de cangrejo que era incapaz de comerme. A la hora de la cena estaba exhausto y listo para acostarme de nuevo. A veces les leía a los niños, pero ellos se dedicaban sobre todo a jugar conmigo o a mi alrededor, dando saltos y gritos. («Chicos, creo que el tío Paul necesita un descanso. ¿Por qué no os vais a jugar allí?») Me acordé de un día de asueto que había pasado como monitor de un campamento de verano, quince años atrás, sentado a la orilla de un lago del norte de California, con una pandilla de críos exultantes que me usaban como obstáculo en una enrevesada partida de Captura la Bandera, mientras yo leía un libro titulado La muerte y la filosofía. En aquel momento me pareció divertida la incongruencia del momento: un chico de veinte años, en medio del esplendor de los árboles, del lago, de las montañas y los pájaros, cuyos gorjeos se confundían con los gritos de los críos de cuatro años, absorto en un librito negro sobre la muerte. Ahora percibí el paralelismo de ambas escenas: en lugar del lago Tahoe, estábamos a orillas del Hudson; los niños no eran hijos de desconocidos, sino de mis amigos; y lo que me aislaba de la vida circundante ya no era un libro sobre la muerte, sino mi propio cuerpo muriéndose.

A la tercera noche, hablé con Mike, nuestro anfitrión, y le dije que había decidido acortar la estancia y volver a casa al día siguiente.

—No tienes muy buen aspecto —dijo—. ¿Va todo bien?

—¿Por qué no nos servimos un whisky y nos sentamos? —le dije.

Una vez acomodados frente a la chimenea, se lo expliqué:

—Mike, creo que tengo cáncer. Y no de los benignos.

Era la primera vez que lo decía en voz alta.

—A ver —dijo Mike—, supongo que no se trata de una de esas bromas enrevesadas...

—No.

Él hizo una pausa.

—No sé muy bien qué preguntarte.

—Bueno, de entrada imagino que debería decirte que no sé con certeza si tengo cáncer. Pero estoy bastante seguro: hay un montón de síntomas que apuntan en esa dirección. Voy a volver a casa mañana para averiguarlo. Ojalá me equivoque.

Mike se ofreció a quedarse mi equipaje y a enviármelo a casa por correo para que no tuviera que cargar con él. A la mañana siguiente, a primera hora, me llevó en coche al aeropuerto y seis horas más tarde aterricé en San Francisco. Mi móvil sonó en cuanto me bajé del avión. Era mi doctora de cabecera, que me llamaba con los resultados de las radiografías de tórax: mis pulmones, en lugar de estar claros, se veían borrosos, como si el diafragma de la cámara hubiera estado demasiado abierto. La doctora me dijo que no estaba segura de lo que eso significaba.

Probablemente sí sabía lo que significaba.

Yo lo sabía.

Lucy me recogió en el aeropuerto, pero esperé a que llegáramos a casa para decírselo. Nos sentamos en el sofá y, cuando se lo dije, ella lo comprendió en el acto. Apoyó la cabeza en mi hombro y la distancia entre ambos se desvaneció.

—Te necesito —susurré.

—Nunca te dejaré —dijo ella.

Llamamos a un amigo íntimo, un neurocirujano adjunto del hospital, y le pedimos que me ingresara.

Me dieron el brazalete de plástico que llevan todos los pacientes, me puse la familiar bata hospitalaria de color azul claro, pasé junto a enfermeras cuyos nombres conocía y me asignaron una habitación: la misma en la que yo había visto a centenares de pacientes a lo largo de los años. En esa habitación me había sentado a hablar con ellos y les había hablado de diagnósticos terminales y de complejas operaciones; en esa habitación había felicitado a pacientes que se habían curado de su dolencia y había visto su alegría ante la perspectiva de reanudar sus vidas; en esa habitación había certificado la muerte de otros. Me había sentado en esas sillas, me había lavado las manos en la pila, había garabateado instrucciones en la pizarra acrílica, había cambiado el calendario. Incluso, en ciertos momentos de completo agotamiento, había deseado echarme en esa cama y dormirme. Y ahora estaba tumbado allí, totalmente despierto.

Una joven enfermera, a la que no conocía, asomó la cabeza.

—El doctor vendrá enseguida.

Y de esta manera, el futuro que había imaginado, el que estaba a punto de hacerse real, la culminación de décadas de esfuerzo, se evaporó sin más.