Y la mano de Jehová vino sobre mí y me llevó en el Espíritu de Jehová, y me puso en medio de un campo que estaba lleno de huesos. Y me hizo pasar cerca de ellos por todo alrededor: y he aquí que eran muchísimos sobre la faz del campo, y por cierto secos en gran manera. Y me dijo: Hijo de hombre, ¿vivirán estos huesos?

 

EZEQUIEL, 37:1-3

 

Yo estaba seguro de que no sería médico. Me tumbé al sol en una meseta desértica que quedaba justo por encima de nuestra casa y me relajé. Mi tío, médico como muchos de mis parientes, me había preguntado ese día a qué profesión pensaba dedicarme, ahora que me iba a la universidad, y yo apenas había hecho caso a la pregunta. Si me hubieran obligado a responder, supongo que habría dicho que quería ser escritor, pero, en realidad, pensar en ese momento en una profesión determinada me parecía absurdo. En pocas semanas iba a abandonar este pequeño pueblo de Arizona, y la verdad era que no me sentía como el que se dispone a trepar por los peldaños de una carrera profesional, sino más bien como un electrón frenético a punto de alcanzar la velocidad de escape y de salir disparado hacia un universo extraño y destellante.

Permanecí tumbado sobre la tierra, inmerso en la luz del sol y en los recuerdos, sintiendo cómo iba encogiendo de tamaño este pueblo de quince mil habitantes, a mil kilómetros de mi nueva residencia en Stanford y de todas sus promesas.

Para mí, la medicina no era tanto una presencia como una ausencia; concretamente, la ausencia constante de un padre mientras yo crecía: un padre que salía a trabajar antes del alba y que volvía de noche para cenar un plato de comida recalentada. Cuando yo tenía diez años, mi padre nos había trasladado (éramos tres chicos de catorce, diez y ocho) de Bronxville, Nueva York, un barrio residencial denso y acaudalado al norte de Manhattan, a Kingman, Arizona, que estaba en un valle desértico rodeado por dos cordilleras y que, para el mundo exterior, no pasaba de ser un punto donde detenerse a repostar de camino a otra parte. Él se había sentido atraído por el sol, por el coste de la vida —¿cómo, si no, iba a poder sufragar la educación universitaria que quería para sus hijos?— y por la oportunidad de establecer una consulta de cardiología propia que abarcara toda la región. Su infatigable dedicación a los pacientes lo convirtió enseguida en un miembro respetado de la comunidad. Cuando nosotros lo veíamos, a última hora de la noche o los fines de semana, mi padre venía a ser una combinación de dulces muestras de afecto y severas imposiciones, de abrazos y besos y rígidas advertencias: «Es muy fácil ser el número uno: averigua quién es el primero de la clase y saca un punto más que él». Mi padre había alcanzado una especie de solución de compromiso consigo mismo según la cual la paternidad podía destilarse en breves y concentradas (pero sinceras) ráfagas de alta intensidad capaces de igualar..., bueno, lo que hicieran los demás padres. Y yo sólo sabía que si ése era el precio por ejercer la medicina, sencillamente resultaba demasiado alto.

Desde mi meseta desértica, veía nuestra casa, justo en las afueras del pueblo, al pie de las montañas Cerbat, en medio de un desierto de roca rojiza salpicado de mezquites, plantas rodadoras y cactus con forma de paleta. Allí surgían de la nada remolinos de polvo que enturbiaban la visión y desaparecían tal como habían llegado. Los espacios se extendían hasta perderse a lo lejos. Nuestros dos perros, Max y Nip, nunca se cansaban de su libertad. Cada día se aventuraban por el desierto y traían a casa un nuevo tesoro: una pata de ciervo, un pedazo de liebre para comerlo más tarde, el cráneo blanqueado por el sol de un caballo, la mandíbula de un coyote.

A mí y a mis amigos también nos encantaba la libertad y nos pasábamos las tardes explorando, caminando, buscando huesos y descubriendo los escasos riachuelos del desierto. Después de vivir en un barrio residencial apenas arbolado del noreste, con una calle principal y una tienda de dulces, el desierto ventoso y salvaje me resultaba extraño y atrayente. En la primera incursión que hice yo solo, a los diez años, descubrí una vieja rejilla de irrigación. Hice palanca con los dedos y la levanté. Ahí mismo, a unos centímetros de mi rostro, había tres telarañas blancas y sedosas y, en cada una, desfilando con patas ahusadas, un reluciente y bulboso cuerpo negro, con el temible reloj de arena rojo sangre impreso en el lomo. Cerca de cada araña palpitaba un saco blanquecino anunciando el inminente nacimiento de una infinidad de viudas negras. Solté con horror la rejilla, que se cerró ruidosamente, y retrocedí tambaleante. Las nociones de sabiduría campestre («Nada más mortífero que la picadura de la viuda negra») se mezclaron en mi horrorizada mente con la imagen de los cuerpos negros y relucientes y del reloj de arena rojo. Sufrí pesadillas durante años.

El desierto contenía un panteón terrorífico: tarántulas, arañas lobo, arañas reclusas, escorpiones de corteza, escorpiones látigo, ciempiés, palomillas dorso de diamante, crótalos cornudos, serpientes de cascabel. Al final llegamos a familiarizarnos, incluso a sentirnos cómodos, con esas criaturas. Por simple diversión, cuando mis amigos y yo encontrábamos un nido de araña lobo, dejábamos caer una hormiga en la periferia y observábamos cómo sus intentos de zafarse transmitían las vibraciones por las hebras de seda hacia el oscuro agujero central, acelerando el momento fatídico en que la araña emergía bruscamente y atrapaba entre sus mandíbulas a la condenada. Sabiduría campestre se convirtió en la expresión que yo usaba para referirme a la versión rural de la leyenda urbana. Tal como yo la aprendí en un principio, la sabiduría campestre otorgaba poderes mágicos a las criaturas del desierto, convirtiendo, digamos, al monstruo de Gila en una criatura no menos monstruosa que la Gorgona. Sólo tras un tiempo viviendo en el desierto, descubrimos que una parte de la sabiduría campestre, como la existencia del lebrílope (mezcla de liebre y antílope), había sido concebida expresamente para desconcertar a la gente de ciudad y divertir a los habitantes de la región. Una vez me pasé una hora convenciendo a un grupo de estudiantes de intercambio procedentes de Berlín de que existía, en efecto, un tipo especial de coyote que vivía dentro de los cactus y daba saltos de diez metros para atrapar a sus presas (por ejemplo, ejem..., a los alemanes incautos). Aun así, en medio de un torbellino de arena, nadie sabía muy bien dónde se hallaba la verdad; por cada noción de sabiduría campestre que parecía absurda, había otra que daba la impresión de ser fundada y verídica. «Mira siempre dentro de los zapatos por si hay escorpiones», por ejemplo, parecía algo de simple sentido común.

A partir de los dieciséis años se suponía que yo debía llevar en coche a mi hermano menor, Jeevan, al colegio. Una mañana, mientras estaba preparándome para salir, como siempre con retraso, Jeevan, que aguardaba impaciente en el vestíbulo, empezó a gritarme que no quería que volvieran a castigarlo por culpa mía y que hiciera el favor de darme prisa. Bajé corriendo las escaleras, abrí la puerta de golpe... y a punto estuve de pisar una serpiente de cascabel dormida de casi dos metros. Otro hecho conocido de la sabiduría campestre era que si matabas a una serpiente de cascabel en la puerta de tu casa, su pareja y sus vástagos vendrían a hacer allí un nido permanente para vengarse. Así pues, Jeevan y yo lo echamos a suertes: el ganador cogió una pala y el perdedor unos gruesos guantes de jardinero y una funda de almohada, y ejecutando una danza seria y cómica a la vez, conseguimos meter a la serpiente en la funda. Luego, como un lanzador olímpico de martillo, la arrojé hacia el desierto, con la idea de recuperar la funda por la tarde para evitar problemas con nuestra madre.

 

 

De los muchos misterios de nuestra infancia, el principal no era por qué nuestro padre había decidido trasladar a su familia al pueblo desértico de Kingman, Arizona, con el que llegamos a encariñarnos, sino cómo había logrado convencer a mi madre para seguirlo hasta allí. Ellos se habían fugado por amor y habían cruzado medio mundo, desde el sur de India hasta Nueva York (él era cristiano; ella, hindú. Su matrimonio estaba condenado por ambas partes y provocó años de desavenencias familiares: mi madre nunca aceptó mi nombre de pila, Paul, y se empeñaba en que me llamaran por mi segundo nombre, Sudhir) y luego desde Nueva York hasta Arizona, donde mi madre tuvo que enfrentarse a un miedo mortal e intratable a las serpientes. Hasta la más pequeña y más mona de las culebras, un reptil totalmente inofensivo, hacía que corriera dando gritos a refugiarse en casa, donde cerraba con llave todas las puertas y se armaba con el utensilio afilado que hubiera más mano: un rastrillo, un cuchillo carnicero, un hacha.

Las serpientes constituían para ella una fuente constante de ansiedad, pero lo que más temor le inspiraba era el futuro de sus hijos. Antes de que nos trasladáramos, mi hermano mayor, Suman, casi había terminado la secundaria en Westchester County, donde la expectativa normal era entrar en las universidades de élite. Lo admitieron en Stanford poco después de que llegásemos a Kingman y se marchó muy pronto de casa. Pero Kingman, según descubrimos, no era Westchester. Cuando mi madre analizó el nivel de la escuela pública en el condado de Mohave, se quedó consternada. El censo nacional había identificado recientemente a Kingman como el distrito con el menor nivel de instrucción de Estados Unidos. El porcentaje de abandono escolar en secundaria era superior al treinta por ciento. Pocos estudiantes llegaban a la universidad, y desde luego ninguno a Harvard, que para mi padre era la medida de la excelencia. En busca de consejo, mi madre llamó a sus amigos y familiares de los adinerados barrios residenciales de la Costa Este. Unos reaccionaron de forma comprensiva; otros, con maliciosa satisfacción por el hecho de que sus hijos ya no tuvieran que competir con los Kalanithi, ahora repentinamente privados de educación.

Por la noche, ella rompió a llorar y estuvo sollozando sola en su cama. Temiendo que sus hijos quedaran seriamente limitados por el precario sistema educativo, consiguió, no se sabe de dónde, una «lista de lecturas preparatorias para la universidad». Ella misma, formada en India como fisióloga, casada a los veintitrés años y ocupada con la crianza de sus tres hijos en un país que no era el suyo, no había leído la mayoría de los libros de aquella lista; pero iba encargarse de que sus hijos no se vieran apartados de una buena educación. Así pues, me hizo leer 1984 cuando yo tenía diez años. A mí la novela me escandalizó por sus escenas de sexo, pero también me inculcó un profundo amor al lenguaje y un gran cuidado en su manejo.

A este libro habría de seguirle una infinidad de títulos y autores a medida que íbamos avanzando metódicamente por la lista: El conde de Montecristo, Edgar Allan Poe, Robinson Crusoe, Ivanhoe, Gógol, El último mohicano, Dickens, Twain, Austen, Billy Budd... A los doce años, yo mismo escogía los libros, y mi hermano Suman me enviaba los que había leído en la universidad: El Príncipe, Don Quijote, Cándido, La muerte del rey Arturo, Beowulf, Thoreau, Sartre, Camus. Unos me dejaron más huella que otros. Un mundo feliz constituyó la base de mi naciente filosofía moral y se convirtió después en el tema de mi ensayo de admisión universitaria, en el que afirmaba que el fin de la vida no era la felicidad. Hamlet me sostuvo un millar de veces durante las típicas crisis adolescentes. «A su esquiva amada» y otros poemas románticos nos acompañaron a mí y a mis amigos en varias festivas y desgraciadas aventuras a lo largo de la secundaria: con frecuencia nos escabullíamos de noche para cantar, por ejemplo, American Pie bajo la ventana de la capitana del equipo de animadoras. (Su padre era el pastor del pueblo, así que —suponíamos— era menos probable que saliera con una escopeta.) Cuando me pillaron volviendo al alba de una de esas escapadas nocturnas, mi atribulada madre me interrogó concienzudamente acerca de las drogas que suelen tomar los adolescentes, sin sospechar en ningún momento que la mayor intoxicación que yo había experimentado, con diferencia, me la había provocado el volumen de poesía romántica que ella me había dado la semana anterior. Los libros se convirtieron en mis confidentes íntimos; eran como lentes delicadamente pulidas que me proporcionaban nuevas visiones del mundo.

En su afán de que sus hijos recibieran la mejor educación, mi madre nos llevó en coche a más de ciento sesenta kilómetros al norte, hasta la ciudad más cercana, que era Las Vegas, para que hiciéramos los exámenes de preparación, selectividad y admisión universitaria. Ingresó en el consejo escolar, reunió a los profesores y exigió que se añadieran clases de nivel avanzado en el programa. Era un fenómeno: asumió ella misma la tarea de transformar el sistema escolar de Kingman, y lo logró. De repente, cundió la sensación en nuestra escuela secundaria de que el horizonte no quedaba limitado por las cordilleras que rodeaban el pueblo, sino que se extendía más allá.

Durante el último curso, mi amigo íntimo Leo, que era el encargado del discurso de graduación y también el chico más pobre que yo conocía, recibió esta recomendación del consejero de orientación escolar:

—Eres inteligente. Deberías alistarte en el ejército.

Él mismo me lo contó después.

—A la mierda el ejército —me dijo—. Si tú vas a ir a Harvard, Yale o Stanford, yo también iré.

No sé si me alegré más cuando entré en Stanford o cuando Leo entró en Yale.

Pasó el verano. Como las clases en Stanford empezaban un mes más tarde que en las otras universidades, todos mis amigos se dispersaron, dejándome solo. La mayoría de las tardes, salía yo solo por el desierto a caminar, echarme una siesta y meditar, hasta que mi novia, Abigail, terminara su turno en el solitario café de Kingman. En el desierto había un atajo entre las montañas para bajar al pueblo, y a mí me resultaba más divertido caminar que conducir. Abigail tenía poco más de veinte años, estudiaba en el Scripps College y, para no tener que pedir créditos y conseguir dinero para la matrícula, se había tomado un semestre libre. A mí me fascinaba su sofisticación, la impresión de que ella conocía secretos que sólo se aprendían en la universidad —¡había estudiado Psicología!—, y quedábamos a menudo cuando salía del trabajo. Ella era como un heraldo del nuevo mundo con el que iba a encontrarme en apenas unas semanas. Una tarde me desperté de mi siesta, alcé la vista y vi a varios buitres que me habían confundido con carroña y volaban en círculo sobre mí. Miré mi reloj: eran casi las tres. Iba a llegar tarde a mi cita. Me sacudí el polvo de los vaqueros e hice corriendo el resto del camino por el desierto hasta que la arena dio paso al pavimento y aparecieron los primeros edificios. Doblé la esquina y me encontré a Abigail, escoba en mano, barriendo la entrada de la cafetería.

—Ya he limpiado la máquina de expreso —dijo—, así que hoy no hay café con leche helado para ti.

Cuando terminó de barrer, entramos en el local. Abigail fue a la caja y cogió un libro en rústica que había dejado allí.

—Mira —me dijo, lanzándomelo—, deberías leerlo. Siempre estás leyendo bodrios de alta cultura. ¿Por qué no pruebas por una vez con algo menos culto?

Era una novela de quinientas páginas titulada Satan: His Psychotherapy and Cure by the Unfortunate Dr. Kassler, J. S. P. S. [«Satán: su psicoterapia y curación a cargo del infortunado Dr. Kassler»], de Jeremy Leven. Me la llevé a casa y me la leí en un día. No era un libro de alta cultura, ciertamente. Debería haber resultado divertido, pero no lo era. Sin embargo, aventuraba la hipótesis de que la mente era sólo un producto del funcionamiento del cerebro, una idea que me produjo una fuerte impresión y que sacudió mi ingenua visión del mundo. Por supuesto, tenía que ser cierto: ¿qué otra cosa hacía nuestro cerebro, al fin y al cabo? Aunque nosotros tuviéramos libre albedrío, también éramos organismos biológicos... ¡y el cerebro era un órgano igualmente sujeto a las leyes de la física! La literatura ofrecía un rico análisis del sentido humano; el cerebro, por su parte, era la maquinaria que de algún modo lo posibilitaba. Parecía una cosa de magia. Esa noche, en mi habitación, abrí mi catálogo rojo de los cursos de Stanford, que había revisado docenas de veces, y cogí un flourescente. Además de todas las clases de Literatura que ya había marcado, empecé a mirar las de Biología y Neurociencia.

 

 

Unos años después, no había pensado mucho más en la carrera que iba a seguir, pero casi había terminado los cursos de Literatura Inglesa y Biología Humana. Lo que me impulsaba no era tanto obtener éxitos académicos como tratar de comprender de verdad qué es lo que da sentido a la vida humana. Yo aún pensaba que la literatura ofrecía el mejor análisis de la vida de la mente, mientras que la neurociencia exponía las reglas básicas del funcionamiento del cerebro. El sentido, aunque fuese un concepto resbaladizo, parecía inseparable de las relaciones humanas y de los valores morales. La tierra baldía, de T. S. Eliot, resonaba en mi interior profundamente porque abordaba la falta de sentido y el aislamiento, así como la búsqueda desesperada de una conexión humana. Las metáforas de Eliot, descubrí, impregnaban mi propio lenguaje. Otros autores también resonaban en mí. Nabokov, por su percepción de que nuestro propio sufrimiento puede volvernos insensibles al de los demás. Conrad, por su aguda conciencia de que la falta de comunicación entre las personas puede tener un tremendo impacto en sus vidas. La literatura no sólo iluminaba la experiencia ajena, sino que proporcionaba, a mi modo de ver, el material más rico para la reflexión moral. La ética formal de la filosofía analítica, a juzgar por mis breves incursiones en la materia, me pareció tremendamente árida, puesto que dejaba fuera todo el peso y el enredo de la vida humana real.

Durante los años de universidad, mi docto y monástico estudio del sentido humano entraba en conflicto con mis impulsos de forjar y estrechar las relaciones humanas que creaban ese sentido. Si no valía la pena vivir la vida no analizada, ¿valía la pena analizar la vida no vivida? Al empezar el verano de mi segundo año, presenté solicitudes para dos empleos: uno como alumno en prácticas en el Yerkes Primate Research Center, que tenía un elevado nivel científico, y otro como pinche de cocina en el campamento Sierra, un centro de vacaciones para los alumnos de Stanford situado en las impolutas orillas del lago Fallen Leaf, justo en el lindero de los magníficos parajes de Desolation Wilderness que forman parte del Bosque Nacional El Dorado. La información sobre el campamento te prometía sencillamente el mejor verano de tu vida. Me llevé una halagadora sorpresa al ser aceptado. No obstante, acababa de descubrir que los macacos poseían una forma rudimentaria de cultura, y tenía muchas ganas de ir a Yerkes para ver cuál podía ser el origen natural del sentido en sí. Dicho de otro modo: podía estudiar el sentido o podía experimentarlo.

Después de postergarlo todo lo posible, opté finalmente por el campamento. Luego me pasé por el despacho de mi consejero de Biología para comunicarle mi decisión. Al entrar, lo vi sentado ante su escritorio, concentrado como siempre en la lectura de una revista científica. Era un hombre tranquilo y amigable, de párpados caídos y tez pálida. Cuando le comuniqué mis planes, sin embargo, se transformó en una persona completamente distinta: abrió los ojos de golpe y, con la cara muy roja, empezó a hablar arrojando gotas de saliva.

—¡¿Qué?! —exclamó—. Entonces, de mayor, ¿vas a ser científico o... chef de cocina?

Al fin, se acabó el trimestre y yo avancé por la ventosa carretera de montaña, todavía un poco inquieto por si había dado un paso equivocado. Mis dudas, sin embargo, duraron muy poco. El campamento proporcionaba lo que prometía, concentrando en un mismo lugar todos los encantos de la juventud: la belleza encarnada en los lagos, las montañas y la gente; la abundancia de experiencias, conversaciones y amistades. En las noches de luna llena, la luz inundaba las tierras vírgenes y podías salir de excursión sin una linterna frontal. Nos poníamos en camino a las dos de la madrugada y llegábamos la cima del pico más cercano, el monte Tallac, justo antes de amanecer. Desde allí veíamos a nuestros pies el reflejo de la noche estrellada en las aguas inmóviles de los lagos. Acurrucados juntos en sacos de dormir, a casi tres mil metros de altura, aguantábamos las ráfagas de viento helado con el café que algún alma previsora había tenido la buena idea de traer. Y luego nos sentábamos y contemplábamos cómo el primer atisbo de luz, apenas un ligero tinte azulado, asomaba en el horizonte oriental, borrando lentamente las estrellas. El cielo se iba desplegando a lo ancho y a lo alto hasta que el primer rayo de sol hacía su aparición. Los conductores madrugadores empezaban a animar las lejanas carreteras de South Lake Tahoe. Pero si echabas la cabeza hacia atrás, veías que la bóveda azul se oscurecía en la mitad del cielo y que, por el oeste, la noche seguía todavía invicta, negra como boca de lobo, con las estrellas en todo su esplendor y la luna llena suspendida aún en lo alto. Al este, la luz del día destellaba hacia ti en toda su plenitud; al oeste, reinaba la noche sin la menor señal de rendición. Ningún filósofo sería capaz de explicar mejor lo sublime de esta experiencia: estar como quien dice con un pie en el día y otro en la noche. Era como si ése fuera precisamente el momento en el que Dios decía: «¡Hágase la luz!». No podías evitar sentir que tu existencia era apenas un punto frente a la inmensidad de la montaña, de la tierra, del universo; y aun así seguías notando tus propios pies sobre la roca y reafirmando tu presencia en medio de aquel panorama imponente.

Así era el verano en el campamento Sierra; tal vez como en cualquier otro campamento, pero en todo caso cada día parecía rebosar de energía y de esas relaciones que le dan sentido a la vida. Otras noches nos sorprendían a unos cuantos en el comedor, bebiendo whisky con el director adjunto del campamento, Mo, un alumno de Stanford que estaba tomándose un descanso en su doctorado de Lengua Inglesa, y charlando sobre literatura y sobre los graves problemas de la vida después de la adolescencia. Al año siguiente, Mo volvió a su doctorado, y más tarde me envió su primer relato publicado, en el que reflejaba el tiempo que habíamos pasado juntos:

 

Ahora, de repente, sé lo que quiero. Quiero que los consejeros levanten una pira... y que mis cenizas se derramen y se mezclen con la arena. Que mis huesos se pierdan entre las maderas blanqueadas por el sol, y mis dientes entre la arena... No creo en la sabiduría de los niños, ni en la sabiduría de los viejos. Hay un momento, un instante de culminación, en el que la suma de lo aprendido queda desgastada por los detalles de la vida. Nunca somos tan sabios como cuando vivimos en ese momento.

 

Al volver al campus, no eché de menos la experiencia con los monos. La vida en la universidad era fértil e intensa, y durante los dos años siguientes perseveré en mi búsqueda de un conocimiento más profundo de la mente. Estudié Literatura y Filosofía para tratar de comprender lo que da sentido a la vida; estudié Neurociencia y trabajé en un laboratorio de Imagen por Resonancia Magnética Funcional para comprender cómo podía el cerebro generar un organismo capaz de encontrar sentido en el mundo; y también enriquecí mis relaciones con un círculo de amigos entrañables a través de una serie de travesuras. Irrumpimos en la cafetería vestidos de mongoles; creamos una hermandad ficticia, con falsas pruebas de reclutamiento en nuestra residencia de estudiantes; posamos frente a la verja del palacio de Buckingham con un disfraz de gorila; nos colamos a medianoche en la Memorial Church para escuchar, tumbados en el suelo, el eco de nuestras voces en el ábside, etcétera. (Luego descubrí que Virginia Woolf subió a un buque de guerra vestida como una princesa de Abisinia y, totalmente escarmentado, dejé de alardear de nuestras triviales travesuras.)

Ya en el último año, en una de las últimas clases de Neurociencia, que versaba sobre neurociencia y ética, visitamos una residencia para personas que habían sufrido graves lesiones cerebrales. Nada más entrar en la zona de recepción, nos recibió el sonido de un lamento desconsolado. La guía, una simpática mujer de treinta y tantos, se presentó ante nuestro grupo, pero yo no dejaba de buscar con la vista la fuente de aquellos lamentos. Detrás del mostrador de recepción había una gran pantalla de televisión sintonizada —sin voz— en una telenovela. Una morena de ojos azules, con el pelo muy arreglado, inundaba la pantalla; su cabeza temblaba ligeramente de emoción mientras suplicaba a alguien que no aparecía en el encuadre. La cámara pasaba a un plano general y entonces aparecía su amante, un tipo de recia mandíbula que debía de tener una voz ronca y rasposa, y ambos se fundían en un abrazo. Los lamentos subieron de tono. Me acerqué un poco más para atisbar por encima del mostrador y allí, sentada sobre una esterilla azul frente a la pantalla, con un sencillo vestido floreado, había una mujer joven, quizá de veinte años, tapándose los ojos con los puños crispados y balanceándose violentamente mientras gemía y gemía. En su balanceo, entreví la parte posterior de su cabeza, donde el pelo se le había caído y quedaba a la vista un pálido trecho de piel.

Volví junto al grupo, que ya estaba iniciando el recorrido por las instalaciones. Hablando con la guía, me enteré de que muchos de los residentes habían estado a punto de ahogarse en su infancia. Eché un vistazo alrededor y observé que no había visitantes, aparte de nosotros. ¿Eso era normal?, pregunté.

Los familiares, me explicó la guía, al principio iban de visita constantemente: a diario e incluso dos veces al día. Luego quizá cada dos días. Luego sólo los fines de semana. Tras unos meses o unos años, las visitas se iban espaciando hasta que ya sólo venían, digamos, por el cumpleaños y por Navidades. Al final, la mayoría de las familias se acababan mudando, y lo más lejos posible.

—No los culpo —me dijo—. Es duro cuidar de estos chicos.

Me entró un acceso de furia. ¿Duro? Claro que era duro, pero ¿cómo podían abandonarlos los padres? En una habitación, los pacientes yacían, la mayoría inmóviles, en catres alineados pulcramente, igual que soldados en barracones. Recorrí una hilera hasta que mis ojos se encontraron con los de una paciente. Debía de andar cerca de los veinte y tenía el pelo oscuro y enmarañado. Me detuve e intenté sonreírle, mostrarle mi interés. Le cogí una mano; estaba fláccida. Pero ella balbuceó y, mirándome a los ojos, sonrió.

—Creo que está sonriendo —le dije a la guía.

—Es posible —dijo ella—. A veces resulta difícil saberlo.

Pero yo estaba seguro. La chica me había sonreído.

De vuelta en el campus, salieron todos del aula y me quedé solo con el profesor.

—Bueno, ¿qué te ha parecido?

Yo me desahogué; le dije que me parecía increíble que los padres hubieran abandonado a esos pobres chicos y le conté que una de las pacientes incluso me había sonreído.

El profesor era un auténtico mentor, alguien que reflexionaba profundamente sobre los vínculos de la ciencia y la moral. Yo esperaba, pues, que coincidiera conmigo.

—Sí —dijo—. Está bien. Me alegro por ti. Pero, ¿sabes?, a veces creo que sería mejor que se muriesen.

Cogí mi cartera y me marché.

Ella me había sonreído, ¿no?

Sólo más tarde me daría cuenta de que aquella visita había añadido un nuevo elemento a mi visión de la neurología: el cerebro posibilitaba nuestra capacidad para establecer relaciones y para conferirle sentido a la vida, pero a veces se estropeaba.

 

 

A medida que se acercaba la graduación, tenía la inquietante sensación de que aún había para mí muchas cosas no aclaradas y de que mis estudios no habían concluido. Me inscribí en un máster de Literatura Inglesa en Stanford y aceptaron mi solicitud. Yo había llegado a concebir el lenguaje como una fuerza casi sobrenatural que existía entre las personas y hacía que nuestros cerebros, encerrados en cráneos de un centímetro de espesor, entraran en comunión. Una palabra sólo significaba algo entre personas, y el sentido de la vida, su valor, dependía de alguna manera de la profundidad de las relaciones que forjábamos. Era la capacidad de relación de los humanos —la «relacionalidad humana»— lo que sustentaba el sentido. Y, sin embargo, esta facultad existía en los cerebros y en los cuerpos, estaba sujeta a sus propios imperativos fisiológicos y era propensa a fallar y estropearse. De alguna forma, pensaba, el lenguaje de la vida tal como lo experimentábamos —el lenguaje de la pasión, del hambre, del amor— debía de mantener una relación, por compleja que fuera, con el lenguaje de las neuronas, del tubo digestivo y de los latidos cardiacos.

En Stanford tuve la fortuna de estudiar con Richard Rorty, tal vez el mayor filósofo vivo de su época, y, bajo su tutela, empecé a contemplar todas las disciplinas como un modo de crear un vocabulario, un conjunto de herramientas para comprender la vida humana de una forma determinada. Las grandes obras literarias proporcionaban su propio conjunto de herramientas, incitando al lector a emplear ese vocabulario. Para mi tesis, estudié la obra de Walt Whitman, un poeta que se había sentido poseído, un siglo antes, por las mismas preguntas que me asediaban a mí y que quería encontrar una forma de comprender y describir lo que él llamaba «el Hombre Fisiológico-Espiritual».

Al terminar mi tesis, no me quedó más remedio que concluir que Whitman no había tenido más suerte que el resto de nosotros a la hora de crear un vocabulario «fisiológico-espiritual» coherente. Pero al menos sus fallos resultaban iluminadores. Además, yo estaba cada vez más seguro de que no deseaba continuar por el camino de los estudios literarios, cuyas principales preocupaciones habían empezado a parecerme excesivamente políticas y contrarias a la ciencia. Uno de los supervisores de mi tesis comentó que me costaría encontrar una comunidad adecuada en el mundo literario, porque la mayoría de los licenciados en Literatura Inglesa reaccionaban frente a la ciencia, según sus palabras, «como los monos ante el fuego: con puro pavor». A decir verdad, no sabía muy bien hacia dónde se encaminaba mi vida. Mi tesis —«Whitman y la medicalización de la personalidad»— fue bien acogida, pero era poco ortodoxa, pues incluía tantos elementos de neurociencia e historia de la psiquiatría como de crítica literaria. No acababa de encajar en un departamento de Literatura Inglesa. Es decir, yo no acababa de encajar en un departamento de Literatura Inglesa.

Algunos de mis mejores amigos de la universidad se disponían a trasladarse a Nueva York para dedicarse al mundo de las artes —unos en el teatro, otros en el periodismo y la televisión— y yo sopesé fugazmente la idea de seguir su ejemplo y empezar de nuevo. Pero no lograba zafarme de esta pregunta insistente: ¿dónde se entrecruzaban la biología, la moral y la literatura? Una tarde, caminando hacia casa tras un partido de fútbol americano bajo el viento otoñal, me puse a divagar. La voz que escuchó Agustín de Hipona en el jardín decía «Levántate y lee», pero la que yo escuchaba me ordenaba lo contrario: «Deja los libros y dedícate a la medicina». Y, de golpe, todo me pareció evidente. Aunque mi padre, mi tío y mi hermano mayor eran médicos —o quizá precisamente por eso mismo—, yo nunca había considerado seriamente la posibilidad de la medicina. Pero ¿no había escrito el propio Whitman que sólo el médico podía comprender plenamente al «Hombre Fisiológico-Espiritual»?

Al día siguiente, acudí a un consejero del curso preparatorio de Medicina para estudiar el proceso. Prepararse para entrar en la facultad implicaba un año intenso de trabajos prácticos, más el tiempo de tramitación de la solicitud, lo que añadía otros dieciocho meses. Eso implicaría dejar que mis amigos se fueran a Nueva York sin mí. Y también dejar de lado la literatura. Pero me ofrecería la oportunidad de encontrar respuestas que no están en los libros, de descubrir otra forma de lo sublime, de establecer relaciones con aquellos que sufren y de continuar estudiando qué es lo que da sentido a la vida humana, incluso frente a la perspectiva del deterioro y la muerte.

Empecé a realizar los cursos preparatorios necesarios, empapándome de física y química. Reacio a coger un empleo a tiempo parcial —pues me retrasaría en mis estudios—, pero incapaz de pagar un alquiler en Palo Alto, descubrí una ventana abierta en una residencia vacía y no vacilé en colarme dentro. Tras unas semanas de ocupa, me descubrió la encargada..., que resultó ser una amiga mía. Ella me proporcionó una llave de la habitación y algunas advertencias útiles, como, por ejemplo, cuándo venían las chicas de los campamentos de animadoras de secundaria. Consciente de que no me convenía convertirme en un delincuente sexual fichado, al llegar esas fechas cogía una tienda de campaña, unos libros y unas barras de cereales y me iba al lago Tahoe hasta que pasaba el peligro.

Como el proceso de solicitud de la Facultad de Medicina dura dieciocho meses, cuando terminé las clases tenía un año libre por delante. Varios profesores me habían sugerido que hiciera un curso sobre historia y filosofía de la ciencia y la medicina antes de abandonar definitivamente mi trayectoria académica. Me inscribí, pues, y fui aceptado en el curso de «Historia y filosofía de la ciencia» en Cambridge. Pasé el año siguiente en las aulas de la campiña inglesa, donde me sorprendí a mí mismo pensando cada vez más que una experiencia directa de los problemas de vida o muerte era esencial para poder emitir opiniones morales de peso sobre esas cuestiones. Las simples palabras empezaban a parecerme tan insustanciales como el aliento que las transmitía. Recapitulando, me di cuenta de que simplemente estaba confirmando lo que ya sabía: yo deseaba adquirir esa experiencia directa. Sólo practicando la medicina podría continuar buscando una filosofía biológica seria. La especulación moral era muy endeble comparada con la acción moral. Terminé el curso y volví a Estados Unidos. Iba a entrar en la Facultad de Medicina de Yale.

 

 

Cualquiera supone que la primera vez que disecciona el cadáver de una persona sentirá algo raro. Curiosamente, sin embargo, todo resulta normal. Las luces intensas, las mesas de acero inoxidable y los profesores con pajarita le confieren a la situación un aire decoroso. Aun así, ese primer corte, desde la nuca hasta la base de la espalda, resulta inolvidable. El escalpelo está tan afilado que más que cortar la piel parece abrirla como con una cremallera, dejando a la vista la zona prohibida de los músculos que se ocultan debajo, y a pesar de toda tu preparación, esa visión repentina te pilla desprevenido, excitado y avergonzado. La disección de cadáveres es un rito médico de iniciación y la transgresión de una frontera sacrosanta, lo que desencadena una infinidad de sentimientos: desde repugnancia, euforia, náusea, frustración y temor reverencial hasta —pasado un tiempo— el simple aburrimiento de un ejercicio académico. La experiencia oscila entre lo conmovedor y lo trivial: estás violando uno de los tabúes básicos de la sociedad, pero, al mismo tiempo, el formaldehído es un potente estimulante del apetito y te entran una ganas tremendas de comerte un burrito. Al final, cuando has concluido las tareas previstas, diseccionando el nervio mediano, serrando la pelvis en dos y seccionando el corazón por la mitad, la sensación de trivialidad se acaba imponiendo: la sagrada violación adopta el carácter general de tus compañeros de clase, entre los que abundan los pedantes, los payasos y demás. La disección de cadáveres representa, para muchos, la transformación del estudiante lúgubre y respetuoso en un médico bregado y arrogante.

La enormidad de la misión moral de la medicina confirió una severa gravedad a mis comienzos en la facultad. El primer día, antes de pasar a los cadáveres, había un ejercicio de reanimación cardiopulmonar. Era la segunda vez que lo realizaba. La primera, en la universidad, había sido una farsa desprovista de seriedad, con todo el mundo riendo: los vídeos estaban pésimamente interpretados, y los maniquís de plástico sin extremidades no podían haber resultado más artificiosos. Ahora, en cambio, la perspectiva amenazadora de tener que emplear algún día esta técnica lo impregnaba todo. De modo que mientras golpeaba una y otra vez con la palma de la mano el pecho de un diminuto niño de plástico, no podía dejar de oír, junto a los chistes de mis compañeros, el crujido de unas costillas al resquebrajarse.

En el caso de los cadáveres se invierte la polaridad. Con los maniquís finges que son reales; con los cadáveres finges que son muñecos. Ese primer día, sin embargo, no puedes. Al enfrentarme a mi cadáver, al cuerpo levemente azulado e hinchado que me habían asignado, su completa falta de vida y su carácter humano me resultaron innegables. La idea de que al cabo de cuatro meses estaría seccionando el cráneo de ese hombre con una sierra de arco me parecía inadmisible.

Por suerte, existen los profesores de anatomía. Y el consejo que nos dieron fue que le echáramos un buen vistazo a la cara de nuestro cadáver y luego la cubriéramos. Eso hace las cosas más fáciles. Justo mientras nos preparábamos entre profundas inspiraciones para desenvolverle la cabeza a nuestro cadáver, un cirujano se detuvo a charlar y apoyó los codos sobre su rostro todavía tapado. Señalando diversas marcas y cicatrices del torso desnudo, fue reconstruyendo el historial del paciente. Esta cicatriz es de una operación de hernia inguinal; esta otra, de una endarterectomía carotídea; estas marcas de aquí indican un prurito causado seguramente por ictericia y bilirrubina elevada. Lo más probable es que muriera de cáncer pancreático, aunque de eso no hay cicatriz: lo mató demasiado deprisa. Mientras él exponía sus hipótesis y se explayaba sobre términos médicos, yo no podía dejar de mirar cómo resbalaban sus codos por la cabeza cubierta del cadáver. Pensé: «La prosopagnosia es un trastorno neurológico en el cual uno pierde la capacidad de ver las caras». Muy pronto yo tendría aquélla a mi merced, con una sierra en las manos.

Porque, al cabo de unas semanas, el drama se disipaba. Cuando contaba historias de cadáveres a estudiantes de otras carreras, me sorprendía a mí mismo destacando el lado grotesco, absurdo y macabro del asunto, como para demostrarles que yo era una persona normal a pesar de que me pasara seis horas a la semana troceando un cuerpo humano. A veces les hablaba de que un día me había girado y había visto subida a un taburete a una compañera de clase —el tipo de chica que usaba una taza decorada de colorines— partiendo alegremente con cincel y martillo la columna de una mujer, entre una lluvia de astillas. Contaba esa historia para distanciarme a mí mismo de aquello, pero era evidente que no podía hacerme el desentendido. Al fin y al cabo, ¿no había desmontado yo con idéntico entusiasmo la caja torácica de un hombre usando un cortapernos? Aunque trabajes con un muerto cuya cara está tapada y cuyo nombre ignoras, su humanidad surge ante tus ojos en el momento menos pensado: al abrir el estómago de mi cadáver, me encontré dos píldoras de morfina no digeridas, lo que indicaba que había muerto entre dolores y tal vez solo, manipulando a tientas la tapa de un frasco de píldoras.

Por supuesto, esas personas habían donado sus cadáveres en vida con toda libertad, y el lenguaje utilizado con los cuerpos que teníamos delante cambió muy pronto para reflejar este hecho. Nos indicaron que no volviéramos a llamarlos cadáveres; ahora el término adecuado era donantes. Además, era cierto que el lado transgresor de la disección había disminuido en gran medida desde los viejos tiempos. (De entrada, los estudiantes ya no debían traerse sus propios cuerpos, como ocurría en el siglo XIX. Y las facultades de Medicina habían dejado de apoyar la vieja práctica del saqueo de tumbas para procurarse cadáveres. Tales saqueos ya representaban de por sí un enorme avance frente al asesinato puro y duro, un medio lo bastante común en su momento como para disponer de su propio verbo en inglés, burke, que el Oxford English Dictionary define como «matar en secreto por asfixia o estrangulación con el propósito de vender el cuerpo de la víctima para su disección».) Sin embargo, las personas mejor informadas —los médicos— casi nunca donaban sus cuerpos. ¿Hasta qué punto, pues, estaban informados los donantes? Como me dijo un profesor de anatomía: «Tampoco le explicarías a un paciente los detalles más sangrientos de una operación si ello hubiera de servir para que se negara a dar su consentimiento».

Aunque los donantes estuvieran debidamente informados —y tal vez fuera así, pese a las evasivas de un profesor de anatomía—, no era tanto la idea de ser diseccionado uno mismo lo que generaba rechazo. Era más bien la idea de que tu madre, tu padre o tus abuelos fuesen cortados en pedazos por unos chistosos estudiantes de veintidós años. Cada vez que yo leía el sumario preliminar y veía algún término del tipo sierra para huesos, me preguntaba si ésa sería finalmente la sesión en la que me pondría a vomitar. Sin embargo, raramente me sentí indispuesto en el laboratorio, ni siquiera cuando descubrí que la «sierra para huesos» en cuestión no era más que una vulgar y oxidada sierra de carpintería. La vez que estuve más cerca de vomitar no fue en el laboratorio, sino durante una visita a la tumba de mi abuela en Nueva York, en el vigésimo aniversario de su muerte. Allí me sorprendí doblándome sobre mí mismo, casi llorando y pidiendo disculpas mentalmente: no a mi diseccionado cadáver, sino a sus nietos. En el laboratorio, de hecho, un hijo vino a reclamar el cuerpo ya medio diseccionado de su madre. Sí, ella había dado su consentimiento, pero él no podía soportarlo. Yo era consciente de que habría hecho lo mismo. (Se le devolvieron los restos.)

En la sala de disección, nosotros convertíamos a los muertos en objetos, reduciéndolos literalmente a una serie de órganos, tejidos, nervios y músculos. El primer día no eras capaz de negar la humanidad de un cadáver. Pero cuando ya habías despellejado las extremidades, seccionado los músculos que estorbaban, extraído los pulmones, abierto el corazón y sacado un lóbulo del hígado, resultaba difícil reconocer algo humano en aquel montón de tejidos. El laboratorio de anatomía, al final, deja de ser el escenario de la violación de algo sagrado para convertirse más bien en una rutina que interfiere con la happy hour del bar, y resulta desconcertante darse cuenta de ello. En nuestros escasos momentos de reflexión, todos nos disculpábamos en silencio ante nuestros cadáveres: no porque percibiéramos la transgresión, sino porque no la percibíamos.

No era un problema sencillo, sin embargo. Toda la medicina, y no sólo la disección de cadáveres, violenta una esfera sagrada. Los médicos invaden el cuerpo de todas las formas imaginables. Ven a la gente en su estado más vulnerable, más atemorizado y más íntimo. La acompañan en su llegada al mundo y luego en su partida. Contemplar el cuerpo como pura materia y simple mecanismo es el reverso de la posibilidad de aliviar el sufrimiento humano más profundo. Por la misma razón, el sufrimiento humano más profundo se convierte en una mera herramienta pedagógica. Los profesores de anatomía son quizá el caso extremo de esta relación y, sin embargo, su peculiar vínculo con los cadáveres persiste. A principios de curso, al ver que yo hacía un corte largo y rápido a través del diafragma del donante para poder localizar la arteria esplénica, nuestro supervisor se quedó lívido y horrorizado. No porque yo hubiera destruido una estructura importante o malentendido un concepto clave o arruinado una futura disección, sino porque lo había hecho aparentemente con demasiada displicencia. La expresión de su rostro, su incapacidad para manifestar su desconsuelo, me enseñó más sobre medicina que cualquiera de las clases a las que habría de asistir. Y cuando le expliqué que otro profesor de anatomía me había indicado que hiciera el corte, el desconsuelo de nuestro supervisor se transformó en cólera, y de repente varios profesores con la cara completamente roja fueron arrastrados sin contemplaciones al pasillo.

En otras ocasiones, el vínculo con los cadáveres era mucho más sencillo. Un día, mientras nos mostraba las ruinas del cáncer pancreático de nuestro donante, el profesor preguntó:

—¿Qué edad tiene este tipo?

—Setenta y cuatro —respondimos.

—Justo mi edad —dijo él. Dejó el escalpelo y se alejó.

 

 

La Facultad de Medicina me ayudó a comprender mejor la relación entre el sentido, la vida y la muerte. Pude observar la «relacionalidad» humana sobre la que había escrito en la universidad, encarnada en la relación médico-paciente. Como estudiantes de Medicina, nos enfrentábamos con la muerte, con el sufrimiento y con el trabajo que implica la atención al paciente, y aunque lo hacíamos protegidos de la carga de responsabilidad más pesada, no dejábamos de vislumbrar su espectro. Los estudiantes de Medicina pasan los dos primeros años en las aulas, alternando, estudiando y leyendo, como cualquier estudiante, así que resultaba fácil contemplar todo aquello como una simple extensión de la etapa universitaria. En cambio, Lucy, mi novia, a la que había conocido en el primer año de facultad (y que luego se convertiría en mi esposa), comprendía el verdadero trasfondo de la teoría. Su capacidad para amar era casi infinita, y toda una lección para mí. Una noche, mientras estudiaba en el sofá de mi apartamento, Lucy se puso a descifrar esa serie de líneas onduladas que constituyen un electrocardiograma (ECG) y acabó identificando una arritmia mortal. De pronto, cayó en la cuenta y se echó a llorar: fuese cual fuese la procedencia de ese «ECG de prácticas», el paciente no había sobrevivido. Las líneas sinuosas de esa página eran algo más que líneas; eran una fibrilación ventricular con tendencia a la asistolia, y podían hacer que se te saltaran las lágrimas.

Lucy y yo estudiamos en la Facultad de Medicina de Yale cuando Shep Nuland todavía daba clases allí, pero yo sólo lo conocía por los libros. Nuland era un prestigioso cirujano-filósofo cuyo seminal libro sobre la mortalidad, Cómo morimos, había aparecido cuando yo estaba en secundaria, aunque sólo llegó a mis manos en la facultad. Pocos libros había leído que abordaran de modo tan directo y exhaustivo este hecho esencial de la existencia: todos los organismos, tanto el pececito de colores como el niño que lo mira en la pecera, tienen que morir. De noche, en mi habitación, me enfrascaba en su lectura, y recuerdo sobre todo su relato de la enfermedad de su abuela, que iluminaba a la perfección cómo se entremezclaban los aspectos personales, médicos y espirituales. Nuland recordaba que, de niño, jugaba a deformar con el dedo la piel de su abuela para ver cuánto tiempo tardaba en recuperar su forma normal: un signo de envejecimiento que, junto con una creciente falta de aliento, indicaba su «deslizamiento gradual hacia un fallo cardiaco congestivo..., el descenso significativo de la cantidad de oxígeno que la sangre envejecida es capaz de transportar desde los tejidos envejecidos hasta el pulmón envejecido». Pero lo que era más evidente, proseguía, «era la lenta extinción de la vida [...] Cuando Bubbeh dejó de rezar sus oraciones, prácticamente había dejado también todo lo demás». Al producirse el derrame fatal, Nuland evocaba un pasaje de La religión de un médico de sir Thomas Browne: «Con qué esfuerzos y dolores venimos a este mundo no lo sabemos, pero no suele ser cosa fácil salir de él».

Yo me había pasado mucho tiempo estudiando Literatura en Stanford e Historia de la Medicina en Cambridge para tratar de comprender mejor las características peculiares de la muerte, y había terminado con la sensación de que seguían siendo inescrutables para mí. Descripciones como la de Nuland me convencieron de que este tipo de cosas sólo podían conocerse cara a cara. Estaba estudiando Medicina para presenciar los misterios dobles de la muerte, sus manifestaciones existenciales y biológicas, es decir, a la vez profundamente personales y absolutamente impersonales.

Recuerdo que, en los capítulos iniciales de Cómo morimos, Nuland hablaba de una ocasión en la que se había encontrado solo en un quirófano, siendo un joven estudiante de Medicina, con un paciente cuyo corazón se había detenido. En un acceso de desesperación, le abrió el pecho al paciente con un bisturí e intentó bombear su corazón manualmente, o sea, trató literalmente de exprimirle la vida que conservara aún. El paciente murió, y a Nuland lo encontró su supervisor en el quirófano cubierto de sangre y frustración.

La facultad había cambiado mucho desde entonces, hasta el punto de que esta escena era sencillamente inconcebible en mi época: nosotros, como estudiantes, apenas estábamos autorizados a tocar a los pacientes, no digamos a abrirles el pecho en un quirófano. Lo que no había cambiado, sin embargo, era el heroico espíritu de la responsabilidad que se daba entre la sangre y la frustración. Esa escena me pareció una imagen auténtica de lo que es un médico.

 

 

El primer parto que presencié fue también la primera muerte.

Yo acababa de pasar el Step 1 de mis exámenes de medicina, concluyendo así dos años de estudio intensivo que había pasado prácticamente sin levantar la cabeza de los libros, encerrado en bibliotecas, estudiando apuntes de clase en cafeterías, repasando en la cama tarjetas didácticas confeccionadas a mano.[1] Los dos años siguientes los pasaría en el hospital y en la clínica, y mi objetivo principal sería emplear por fin todo ese conocimiento teórico para aliviar el sufrimiento de pacientes concretos, y no de simples abstracciones. Empecé en el departamento de obstetricia y ginecología, trabajando en el turno de noche del pabellón de partos.

Mientras entraba aquel día en el edificio, al ponerse el sol, traté de recordar las fases del parto, la dilatación progresiva del cuello uterino, los nombres de las «estaciones» del descenso fetal, en fin, todo lo que pudiera resultarme útil cuando llegara el momento. Como estudiante, mi tarea era aprender mediante la observación, pero procurando no estorbar. Los residentes, que ya habían terminado la facultad y estaban formándose en la especialidad escogida, y las enfermeras, con años de experiencia clínica a sus espaldas, serían mis instructores principales. Aun así, persistía el temor (y notaba su aleteo en el estómago) de que, de forma accidental o programada, tuviera que encargarme del parto de un bebé y fracasara.

Me dirigí a la sala de médicos, donde debía reunirme con el residente. Entré y vi a una mujer de pelo oscuro tumbada en un diván, masticando furiosamente un sándwich mientras miraba la televisión y leía un artículo de una revista.

Me presenté.

—Ah, hola —dijo—. Yo soy Melissa. Me encontrarás aquí o en la habitación de guardia, si me necesitas. Probablemente lo mejor que puedes hacer es vigilar a la paciente García. Tiene veintidós años, viene por contracciones prematuras y está embarazada de gemelos. Todo lo demás es bastante normal.

Entre bocado y bocado, Melissa me fue dando una serie de datos: los gemelos tenían sólo veintitrés semanas y media; el objetivo era mantener el embarazo todo lo posible hasta que estuvieran más desarrollados; veinticuatro semanas era el periodo mínimo de gestación para que el feto resultara viable, y cada día extra implicaba una diferencia significativa; la paciente estaba recibiendo varios medicamentos para controlar las contracciones. El busca de Melissa se puso a zumbar.

—Bueno —dijo, apartando las piernas del sofá—. Tengo que irme. Puedes quedarte aquí, si quieres; tenemos buenos canales por cable. O puedes venir conmigo.

Seguí a Melissa a la sala de enfermeras. Había una pared con una serie de monitores alineados que mostraban líneas onduladas de telemetría.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Es la señal de los tocómetros y del ritmo cardiaco de los fetos. Ven, voy a mostrarte a la paciente. No habla inglés. ¿Sabes español?

Negué con la cabeza. Melissa me llevó a la habitación. Estaba a oscuras. La madre yacía en la cama descansando, en silencio, con las cintas del monitor atadas alrededor de la barriga para medir las contracciones y el ritmo cardiaco de los gemelos y enviar la señal a los monitores que yo había visto en la sala de enfermeras. El padre, con el ceño fruncido por la inquietud, estaba de pie junto a la cama, sujetándole la mano a su esposa. Melissa les susurró algo en español y me llevó afuera.

Durante las siguientes horas, las cosas transcurrieron sin sobresaltos. Melissa se quedó dormida. Yo intenté desentrañar los garabatos indescifrables del historial de García, lo cual venía a ser como leer un jeroglífico, y saqué en claro que su nombre de pila era Elena, que éste era su segundo embarazo, que no había recibido atención prenatal y que no tenía seguro. Anoté los nombres de los medicamentos que se le estaban administrando con la intención de buscar después información sobre ellos. Leí un poco sobre contracciones prematuras en un libro de texto que encontré en la sala de médicos. Los bebés prematuros, si sobrevivían, presentaban elevados índices de hemorragia y parálisis cerebral. Claro que, por otro lado, mi hermano mayor, Suman, había nacido con casi ocho semanas de antelación, tres décadas atrás, y ahora ejercía como neurólogo. Fui a ver a la enfermera y le pedí que me enseñara a leer aquellas líneas onduladas del monitor, que para mí no resultaban más claras que la caligrafía de los médicos, pero que al parecer podían presagiar la calma o el desastre. Ella asintió y empezó a explicarme cómo se leía una contracción y la reacción que provocaba en el corazón del feto, de modo que, si mirabas atentamente, veías...

Se detuvo. Un rictus de inquietud cruzó su rostro. Sin decir una palabra, se levantó y corrió a la habitación de Elena, volvió a salir a toda prisa, cogió el teléfono y llamó al busca de Melissa. Al cabo de un minuto, apareció Melissa con ojos legañosos, echó un vistazo a las tiras impresas del tocómetro y corrió a la habitación de la paciente, escoltada por mí. Abrió su móvil, llamó al adjunto y empezó a hablar rápidamente con una jerga que sólo comprendí en parte. Los gemelos estaban en peligro, según entendí, y la única posibilidad de que sobrevivieran era practicar una cesárea de urgencia.

Me dejé arrastrar por el alboroto hasta la sala de operaciones. Pusieron a Elena sobre la mesa en posición supina, mientras le inyectaban medicamentos por vía intravenosa. Una enfermera pintó a toda prisa el abdomen hinchado de la mujer con solución antiséptica, mientras el adjunto, la residente y yo nos rociábamos las manos y los antebrazos con desinfectante. Yo imitaba sus gestos apresurados y permanecía en silencio; ellos soltaban maldiciones entre dientes. Los anestesistas intubaron a la paciente mientras el cirujano jefe, que era el adjunto, se removía inquieto.

—Vamos —dijo—. No tenemos mucho tiempo. ¡Debemos darnos más prisa!

Yo estaba situado a su lado cuando abrió el vientre de la mujer con una sola y larga incisión curvilínea por debajo del ombligo, justo bajo el vértice de su prominente útero. Procuré seguir cada uno de sus movimientos mientras trataba de encontrar en mi cerebro los esquemas anatómicos del libro de texto. La piel se separaba en cuanto la tocaba el bisturí. El adjunto siguió cortando con aplomo a través de la fascia dura y blanca que cubría el músculo recto; apartó la fascia y el músculo con las manos, revelando un primer atisbo del útero, que tenía el aspecto de un melón. Lo abrió también con el bisturí, y apareció una carita durante un instante, aunque enseguida desapareció entre toda la sangre. El adjunto hundió las manos dentro y sacó el primer bebé y luego el segundo, ambos morados, casi inmóviles, con los párpados pegados, como dos diminutos pajaritos caídos demasiado pronto del nido. Con los huesos visibles a través de la piel translúcida, parecían más bien bocetos de niños, y no niños propiamente dichos. Demasiado pequeños para acunarlos —no mucho mayores que las manos del cirujano—, fueron entregados enseguida a los intensivistas de neonatología, que ya estaban esperando y que los llevaron a toda prisa a la UCI neonatal.

Ahora, evitado el peligro más inmediato, el ritmo de la operación bajó y el frenesí inicial se transformó en algo parecido a la calma. El olor a carne quemada ascendía en oleadas a medida que el cauterizador detenía los pequeños chorros de sangre. El útero fue suturado de nuevo con puntos que parecían una hilera de dientes cerrada firmemente sobre la herida.

—Profesor, ¿quiere dejar cerrado el peritoneo? —preguntó Melissa—. He leído recientemente que no es necesario.

—Que el hombre no separe lo que Dios ha unido —dijo el adjunto—. O, al menos, sólo temporalmente. Prefiero dejar las cosas tal como las he encontrado. Vamos a coserla.

El peritoneo es una membrana que rodea la cavidad abdominal. De algún modo se me había pasado el momento de su apertura, y ahora no lo distinguía en absoluto. Para mí, la herida tenía el aspecto de una masa caótica de tejido; en cambio, para los cirujanos presentaba un orden perceptible, como un bloque de mármol para un escultor.

Melissa pidió la sutura de peritoneo, metió el fórceps en la herida y sacó una capa de tejido transparente situada entre el músculo y el útero. De repente, el peritoneo, así como el orificio abierto en él, estaba claramente a la vista. La residente lo suturó y pasó al músculo y a la fascia, juntándolos de nuevo con una aguja enorme y unos pocos puntos grandes en forma de lazo. El adjunto salió del quirófano. Melissa suturó finalmente la piel y me preguntó si quería poner los dos últimos puntos.

Las manos me temblaban mientras iba pasando la aguja por el tejido subcutáneo. Al tensar el hilo, vi que la aguja se doblaba ligeramente. La piel se había juntado torcida y, entre medias, asomaba un grumo de grasa.

Melissa suspiró.

—Está desnivelado —dijo—. Sólo tienes que pillar la capa dérmica. ¿Ves esta delgada franja blanca?

La vi. No sólo debería adiestrar mi mente, sino también mis ojos.

—¡Tijeras! —Melissa cortó mis nudos de aficionado, volvió a suturar la herida, aplicó el vendaje y luego la paciente fue trasladada a reanimación.

Tal como Melissa me había dicho, se consideraba que veinticuatro semanas de gestación era el mínimo necesario para la viabilidad fetal. Los gemelos habían pasado en el útero veintitrés semanas y seis días. Sus órganos estaban formados, pero quizá no preparados aún para la responsabilidad de sostener la vida. A ambos bebés les faltaban casi cuatro meses más de desarrollo protegido dentro del útero, donde recibían la sangre oxigenada y los nutrientes a través del cordón umbilical. Ahora el oxígeno les llegaría a través de los pulmones, y sus pulmones no estaban preparados para el complejo proceso de expansión y transmisión gaseosa que constituía la respiración. Fui a verlos a la UCI de neonatología; estaban encerrados en una incubadora de plástico transparente cada uno, empequeñecidos por las máquinas que los rodeaban soltando pitidos y apenas visibles entre la maraña de tubos y cables. Las incubadoras contaban con ventanitas laterales a través de las cuales los padres podían meter las manos y acariciar suavemente una pierna o un brazo, proporcionando un contacto humano vital.

Ya había salido el sol, mi turno había concluido. Me mandaron a casa, pero la imagen de los gemelos al ser extraídos del útero me quitó el sueño. Como un pulmón prematuro, no me sentía preparado para la responsabilidad de sostener la vida.

Cuando volví al hospital esa noche, me asignaron otra madre nueva. Nadie preveía problemas con este embarazo. Todo era puramente rutinario; ese día, de hecho, salía de cuentas. Junto con la enfermera, seguí los progresos previos al parto, las contracciones que sacudían su cuerpo con creciente regularidad. La enfermera fue informando de la dilatación del cuello uterino, desde tres centímetros hasta cinco y luego hasta diez.

—Bueno, ya es hora de pujar —dijo al fin.

Y, volviéndose hacia mí, añadió:

—No se preocupe. Lo avisaremos cuando se acerque el momento del parto.

Encontré a Melissa en la sala de médicos. Al cabo de un rato, llamaron al equipo de obstetricia: el parto era inminente. Antes de entrar, Melissa me pasó una bata, guantes y un par de fundas para los zapatos.

—El suelo se pone perdido —me dijo.

Entramos en la sala de partos. Yo permanecí rígido en un lado hasta que Melissa me empujó a primera línea, entre las piernas de la paciente, justo por delante del adjunto.

—¡Empuje! —decía la enfermera, animando a la mujer—. Ahora otra vez: igual que antes, pero sin gritar.

Los gritos no se interrumpieron, y pronto se vieron acompañados por un chorro de sangre y otros fluidos. La nitidez de los esquemas y dibujos médicos no hacía justicia a la naturaleza, que no sólo era completamente roja en las luchas animales, sino también en el nacimiento. (Desde luego, esto no se parecía a una foto de Anne Geddes.) Empezaba a resultar evidente que para ser un médico en ejercicio iba a pasar un proceso de aprendizaje muy diferente del que había vivido como estudiante en las aulas de la facultad. Una cosa era leer libros y responder preguntas de opción múltiple y otra muy distinta pasar a la acción, con todas las responsabilidades que eso conllevaba. Saber que debes ser cauto al tirar de la cabeza del bebé para facilitar la salida del hombro no es lo mismo que hacerlo. ¿Qué ocurriría si tiraba con demasiada fuerza? («Lesión nerviosa irreversible», gritó mi cerebro.) La cabeza asomaba con cada puja y se retraía en el intervalo: tres pasos hacia delante, dos hacia atrás. Aguardé. El cerebro humano ha convertido la tarea más básica del organismo, la reproducción, en un asunto complicado. Y ese mismo cerebro ha hecho que cosas tales como las unidades de parto, los cardiotocómetros, las epidurales y las cesáreas de urgencias sean a la vez posibles y necesarias.

Permanecí inmóvil, sin saber cuándo actuar o qué tenía que hacer. La voz del adjunto guio mis manos para que sujetaran la cabeza emergente y yo, a la siguiente puja, guie suavemente los hombros del bebé mientras éste salía del todo. Una niña grande, rolliza, húmeda, seguramente tres veces más grande que las criaturas parecidas a pajaritos de la noche anterior. Melissa pinzó el cordón y yo lo corté. El bebé abrió los ojos y empezó a llorar. Lo sostuve un instante más, sintiendo su peso y su sustancia, y luego se lo pasé a la enfermera, que se lo llevó a la madre.

Salí a la sala de espera para darle a la familia la buena noticia. Todos los parientes reunidos allí, una docena aproximada, se levantaron para festejarlo con una oleada de abrazos y apretones de manos. ¡Yo era el profeta que volvía de la montaña con la noticia de un nuevo y jubiloso pacto! Todo el alboroto del parto había desaparecido. Acababa de sostener en mis brazos al nuevo miembro de esa familia, al sobrino de ese hombre, a la prima de esa chica.

Al regresar al pabellón, eufórico, me tropecé con Melissa.

—Oye, ¿qué tal van los gemelos de anoche? —pregunté.

Su rostro se ensombreció. El bebé A había muerto en la tarde de ayer, el bebé B había conseguido vivir casi veinticuatro horas y había fallecido mientras yo estaba asistiendo el parto del nuevo bebé. En ese momento, sólo pude pensar en Samuel Beckett, en las metáforas que, en el caso de esos gemelos, habían alcanzado su límite extremo: «Un día nacimos, un día moriremos, el mismo día, el mismo segundo... Dan a luz a horcajadas sobre la tumba, la luz brilla un instante y luego otra vez la noche». Yo había estado junto al sepulturero con sus fórceps. ¿Qué habían llegado a significar esas vidas?

—¿Esto te parece terrible? —continuó Melissa—. Piensa que la mayoría de las madres con bebés muertos han de pasar igualmente por las contracciones y el parto. ¿Te imaginas? Al menos esos gemelos han tenido una oportunidad.

Una cerilla que destella pero no se enciende. Los lamentos de la madre en la habitación 543, el borde enrojecido de los párpados del padre, las lágrimas rodando por sus mejillas: ahí estaba el reverso de la alegría, la insoportable, injusta e inesperada presencia de la muerte... ¿Qué sentido se le podía encontrar?, ¿qué palabras había de consuelo?

—¿Practicar una cesárea de urgencia fue la decisión correcta? —pregunté.

—Sin duda —dijo ella—. Era la única posibilidad que tenían.

—¿Y qué pasa cuando no practicas una cesárea?

—Lo más probable, que los bebés mueran. Los indicios de alteración cardiaca se presentan cuando empieza a haber acidemia en la sangre fetal; el cordón está afectado por algún motivo, o hay algún problema igualmente grave.

—Pero ¿cómo sabes cuándo esos indicios son lo bastante peligrosos? ¿Qué es peor: nacer demasiado pronto o demorar demasiado el parto?

—Ésa es una decisión que debes tomar tú.

Vaya decisión. Yo, a lo largo de mi vida, ¿había tenido que tomar alguna más difícil que optar entre un sándwich con pan francés o con pan de centeno? ¿Cómo podría aprender a tomar, y a sobrellevar, esta clase de decisiones? Aún tenía que aprender mucha medicina práctica, pero ¿los meros conocimientos bastarían cuando estaban en juego la vida o la muerte? Desde luego, no bastaba con la inteligencia; también era necesaria la claridad moral. De algún modo —tenía que creer— no sólo habría de adquirir conocimientos, sino también sabiduría. Al fin y al cabo, cuando un día antes había entrado en el hospital, el nacimiento y la muerte eran sólo conceptos abstractos para mí. Ahora había visto ambas cosas de cerca. Quizá el Pozzo de Beckett tenga razón. Quizá la vida sea sólo un «instante»: demasiado breve incluso para detenerse a analizarla. Pero yo habría de centrarme en mi papel inminente, uno íntimamente relacionado con el cuándo y el cómo de la muerte: el del sepulturero con su fórceps.

Poco tiempo después, concluyó mi rotatorio en obstetricia y ginecología para pasar de forma inmediata a cirugía oncológica. Mari, una compañera de curso, y yo haríamos ese periodo juntos. A las pocas semanas de empezar en el departamento, y tras una noche sin dormir, ella tuvo que ponerse a ayudar en un Whipple, una compleja operación que supone una reorganización de la mayor parte de los órganos abdominales con el objetivo de extirpar un cáncer pancreático, y que obliga al estudiante a permanecer de pie sin moverse —o sujetando los separadores, en el mejor de los casos— durante ocho o nueve horas seguidas. Se considera un privilegio que te escojan para ayudar en esta intervención, dada su extrema complejidad: sólo los jefes de residentes están autorizados a participar activamente. Pero es una operación agotadora: la prueba suprema de la habilidad de un cirujano general. Quince minutos después de iniciarse la intervención, vi a Mari llorando en el pasillo. El cirujano empieza siempre un Whipple insertando una pequeña cámara a través de una diminuta incisión para ver si hay metástasis, pues cuando el cáncer está muy extendido la operación resulta inútil y se cancela. Mientras permanecía a la espera en el quirófano, con nueve horas de cirugía por delante, Mari pensó secretamente: «Estoy agotada... Dios mío, que haya metástasis». La había. Cosieron de nuevo al paciente y cancelaron la intervención. Mari sintió alivio primero; luego una profunda y corrosiva vergüenza. Salió abruptamente del quirófano. Necesitaba desahogarse y, al verme en el pasillo, me convirtió en su confesor.

 

 

En el cuarto año de la facultad, observé que muchos de mis compañeros decidían especializarse en las disciplinas menos exigentes (radiología o dermatología, por ejemplo) y se inscribían para empezar la residencia. Perplejo, recabé información de varias facultades de medicina de élite y advertí que la pauta era similar: al terminar la carrera, la mayoría de los estudiantes tendían a escoger especialidades «confortables», las que contaban con horarios más humanos, sueldos más altos y menor presión. El idealismo de sus ensayos de solicitud de ingreso se había moderado o perdido por el camino. Cuando se acercó la graduación y nos sentamos, según una tradición de Yale, para reescribir el juramento del comienzo de la carrera —una combinación de frases de Hipócrates, Maimónides, Osler y otros grandes médicos de la historia—, varios estudiantes propusieron que se suprimieran las fórmulas que subrayaban que debíamos poner los intereses de los pacientes por delante de los nuestros. (Los demás impedimos que la discusión se prolongara y las frases impugnadas se mantuvieron. Ese tipo de egocentrismo me parecía contrario al espíritu de la medicina y a la vez, hay que señalarlo, totalmente comprensible. Es así, en efecto, como el noventa y nueve por ciento de la gente escoge profesión: por el sueldo, el entorno de trabajo y los horarios. Pero ahí está la cuestión. Uno pone por delante un estilo de vida confortable para escoger un trabajo, no para seguir una vocación.)

En cuanto a mí, yo iba a escoger neurocirugía como especialidad. Esa elección, que llevaba un tiempo considerando, quedó cimentada una noche, en una habitación contigua al quirófano, cuando escuché sobrecogido cómo hablaba un neurocirujano pediátrico con los padres de un niño que había acudido esa misma noche quejándose de dolores de cabeza y que tenía un gran tumor cerebral. El cirujano no sólo les comunicó los datos clínicos, sino que abordó el lado humano de la situación, reconociendo la tragedia que suponía y ofreciéndoles orientación. Casualmente, la madre era radióloga. El tumor parecía maligno. Ella ya había examinado los escáneres y ahora estaba sentada en una silla de plástico, bajo la luz de los fluorescentes, completamente destrozada.

—Escucha, Claire —empezó el cirujano con suavidad.

—¿Es tan malo como parece? —lo interrumpió la madre—. ¿Crees que es cáncer?

—No lo sé. Lo que sí sé, y me consta que tú también sabes estas cosas, es que tu vida está a punto..., bueno, ya ha cambiado. Esto va a ser largo, ¿entiendes? Y tú has de estar ahí para dar tu apoyo, pero también debes descansar cuando lo necesites. Este tipo de enfermedades pueden uniros o pueden separaros. Ahora, más que nunca, debéis apoyaros el uno al otro. No quiero que ninguno de los dos se quede toda la noche junto a la cama o que no salgáis del hospital. ¿De acuerdo?

A continuación les explicó la operación prevista, los resultados probables, las decisiones que debían tomar enseguida, las que debían empezar a meditar pero no debían tomarse de inmediato y las decisiones sobre las que no debían preocuparse en absoluto por el momento. Al terminar la conversación, los padres no estaban tranquilos, pero sí parecían capaces de afrontar el futuro. Yo había observado cómo sus caras —al principio, lívidas, apagadas, casi como de otro mundo— recobraban la vivacidad y la concentración. Y mientras permanecía allí sentado, comprendí que las grandes cuestiones en las que confluyen la vida, la muerte y el sentido, las cuestiones a las que todo el mundo se enfrenta en algún momento, suelen surgir en un contexto médico. Las situaciones reales en las que uno se tropieza con estas cuestiones se convierten inevitablemente en un ejercicio a la vez filosófico y biológico. Los seres humanos son organismos, sujetos a todas las leyes físicas, incluida, ay, la que dice que la entropía siempre aumenta. Las enfermedades no son sino moléculas con un mal comportamiento; el requisito de la vida es el metabolismo; la muerte, su interrupción.

Mientras que los demás médicos tratan enfermedades, los neurocirujanos trabajan en el crisol mismo de la identidad: cada operación en el cerebro implica, necesariamente, una manipulación de la sustancia de nuestro ser, y cada conversación con un paciente que va a someterse a una intervención cerebral no puede sino afrontar este hecho. Además, para el paciente y su familia, la operación cerebral suele ser la situación más dramática que han afrontado jamás y, como tal, tiene el impacto de los principales acontecimientos de la vida. En esa encrucijada crítica, la cuestión no es sólo si uno vivirá o morirá, sino qué clase de vida vale la pena vivir. ¿Estarías dispuesto a sacrificar tu facultad de hablar —o la de tu madre— a cambio de unos meses más de vida enmudecida? ¿Aceptarías que se ampliara tu punto ciego visual si con ello se eliminara la menor posibilidad de una hemorragia cerebral fatídica? ¿Prescindirías de la funcionalidad de tu mano derecha con el fin de detener los ataques convulsivos? ¿Cuánto sufrimiento neurológico dejarías que soportara tu hijo antes de decidir que es preferible la muerte? Dado que el cerebro actúa como mediador en nuestra experiencia del mundo, cualquier problema de neurocirugía obliga al paciente y a su familia, idealmente orientados por el médico, a responder a esta pregunta: ¿qué es lo que hace que la vida tenga suficiente sentido como para seguir viviéndola?

Me sentía irresistiblemente atraído por la neurocirugía, por su radical afán de perfección. Como el antiguo concepto griego de areté, pensaba, ese afán requería una excelencia moral, emocional, mental y física. La neurocirugía parecía ofrecer la confrontación más directa y estimulante con el sentido, la identidad y la muerte. En consonancia con las enormes responsabilidades que cargaban sobre sus hombros, los neurocirujanos eran expertos en muchos campos: neurocirugía, cuidados intensivos, neurología, radiología. No sólo tendría que adiestrar mi mente y mis manos, comprendí; también debería adiestrar mis ojos, y quizá también otros órganos. La idea resultaba abrumadora y fascinante al mismo tiempo: era posible que yo también pudiera formar parte de aquella élite de sabios polifacéticos que se aventuraban en la densa espesura de los problemas emocionales, científicos y espirituales, y encontraban —o excavaban— una salida.

 

 

Al terminar la carrera, Lucy y yo, recién casados, nos fuimos a California para empezar nuestras residencias, yo en Stanford y Lucy, a muy poca distancia, en la Universidad de California, San Francisco (UCSF). La facultad había quedado atrás oficialmente: ahora nos esperaban responsabilidades reales. Enseguida me hice amigo íntimo de varias personas del hospital; en especial de Victoria, mi compañera de residencia, y de Jeff, un residente de cirugía vascular algo mayor que nosotros. En los siete años siguientes de formación, pasamos de meros testigos de dramas médicos a convertirnos gradualmente en actores principales de los mismos.

Como médico en prácticas, durante el primer año de residencia no pasas de ser un encargado de rellenar formularios ante un telón de fondo de vida y muerte. Aun así, el volumen de trabajo es enorme. En mi primer día en el hospital, el jefe de residentes me dijo: «Los residentes de neurocirugía no sólo son los mejores cirujanos. Somos los mejores médicos del hospital. Ése es tu objetivo. Haznos sentir orgullosos». Y el director, de paso por el pabellón: «Come siempre con la mano izquierda. Tienes que aprender a ser ambidiestro». Y uno de los residentes veteranos: «Para tu información. El jefe está en pleno divorcio, así que ahora mismo se vuelca totalmente en el trabajo. No se te ocurra hablarle de naderías». Se suponía que el residente saliente debía orientarme, pero lo que hizo fue pasarme una lista de cuarenta y tres pacientes: «Lo único que te digo es esto: siempre pueden hacer que lo pases peor, pero lo que no pueden es parar el reloj». Y se alejó sin más.

No salí del hospital durante los dos primeros días. Al poco tiempo, sin embargo, las montañas en apariencia imposibles de papeleo, que consumían una jornada entera, se convirtieron en la tarea de una hora. Aun así, cuando trabajas en un hospital, los papeles que rellenas no son simples papeles: son fragmentos de historias repletos de peligros y victorias. Un niño de ocho años llamado Matthew, por ejemplo, vino un día quejándose de dolores de cabeza y resultó que tenía un tumor junto al hipotálamo. El hipotálamo regula nuestros impulsos básicos: el sueño, el hambre, la sed, el sexo. Dejar un fragmento del tumor intacto condenaría a Matthew a una vida de radiaciones, nuevas operaciones, cateterismos cerebrales..., en suma, consumiría toda su infancia. La extracción total del tumor podía evitar estos peligros, pero a riesgo de dañar su hipotálamo y convertirlo en un esclavo de sus apetitos. El cirujano se puso manos a la obra, pasó un pequeño endoscopio a través de la nariz de Matthew y perforó la base del cráneo. Una vez en su interior, vio un plano claro de disección y extirpó el tumor. Pocos días más tarde, Matthew corría por el pabellón, birlándoles caramelos a las enfermeras y listo para volver a casa. Esa noche, rellené gustosamente las interminables páginas de documentación de su alta.

Perdí a mi primer paciente un martes.

Era una mujer menuda y arreglada de ochenta y dos años, la persona más sana que había en el servicio general de cirugía, donde pasé un mes como interno. (En la autopsia, el patólogo se quedaría asombrado al conocer su edad: «¡Tiene los órganos de una persona de cincuenta años!».) Había sido ingresada por un estreñimiento debido a una ligera obstrucción intestinal. Tras seis días esperando a que sus intestinos se desenredaran por sí solos, practicamos una operación menor para solventar el problema. Hacia las ocho de la noche del lunes, me pasé a ver cómo estaba y la vi espabilada y en buenas condiciones. Mientras hablábamos, saqué del bolsillo la lista de mis tareas del día y taché el último ítem («pasar a ver a la señora Harvey»). Ya era hora de volver a casa y descansar un poco.

Poco después de medianoche sonó el teléfono. La paciente estaba sufriendo una crisis. Bruscamente arrancado de la satisfacción de mis deberes burocráticos cumplidos, me incorporé en la cama y dicté varias órdenes apresuradas: «Un bolo intravenoso de un litro de solución láctica de Ringer, electrocardiograma, placa de tórax. Inmediatamente. Voy para allá». Llamé a mi jefa y ella me dijo que pidiera también análisis de sangre y que volviera a llamarla cuando tuviera más clara la situación. Corrí al hospital y encontré a la señora Harvey respirando con dificultad, con el corazón acelerado y un grave descenso de la presión arterial. Por más que hacía, ella no mejoraba, y yo era el único interno de cirugía general de guardia; mi busca no paraba de zumbar, con llamadas de las que podía desentenderme (pacientes que requerían somníferos) y con otras que no (una ruptura de aneurisma aórtico en la sala de urgencias). Me estaba ahogando, desbordado por la situación, tironeado en mil direcciones distintas, y la señora Harvey seguía sin mejorar. Hice que la trasladaran a la UCI, donde la atiborramos de medicamentos y fluidos para evitar que muriera, y me pasé las siguientes horas corriendo entre el paciente que amenazaba con morirse en la sala de urgencias y la paciente que se me moría en la UCI. A las 5.45, el paciente de urgencias iba camino del quirófano y la señora Harvey se encontraba relativamente estable. Se habían necesitado doce litros de fluidos, dos unidades de sangre, respiración asistida y tres vasopresores diferentes para mantenerla con vida.

Cuando salí finalmente del hospital, a las cinco de la tarde del martes, la señora Harvey no mejoraba, pero tampoco empeoraba. A las siete sonó el teléfono. La señora Harvey estaba en código azul [2] y el equipo de la UCI estaba intentando una reanimación cardiopulmonar. Corrí de vuelta al hospital y, de nuevo, ella se recuperó. A duras penas. Esta vez, en lugar de volver a casa, cené cerca del hospital, por si acaso.

A las ocho sonó el teléfono. La señora Harvey había muerto.

Me fui a casa a dormir.

Me sentía a medio camino entre el enfado y la tristeza. Por la razón que fuera, la señora Harvey había irrumpido a través de mis montañas de formularios para convertirse en mi paciente. Al día siguiente asistí a su autopsia, observé cómo los patólogos la abrían y extraían sus órganos. Los examiné yo mismo, los recorrí con las manos, revisé los puntos que había anudado en sus intestinos. Desde aquel día, decidí tratar a mis formularios como pacientes, y no al revés.

Durante ese primer año habría de entrever la muerte con frecuencia. A veces la atisbaba asomándose por una esquina, otras, me sentía incómodo por haber quedado atrapado en la misma habitación que ella. He aquí algunas de las personas a las que vi morir:

 

  1. Un alcohólico, cuya sangre ya no coagulaba, que se fue desangrando en la zona de las articulaciones y por debajo de la piel. Cada día, los morados se extendían más. Antes de caer en un estado delirante, alzó la vista y dijo: «No es justo. Siempre he diluido la bebida con agua».
  2. Una patóloga, que murió de neumonía entre resuellos y estertores antes de que la bajaran para que le practicaran la autopsia: su último viaje al laboratorio de anatomía patológica en el que había pasado tantos años de su vida.
  3. Un hombre que había sufrido una intervención menor de neurocirugía para tratarle las descargas de dolor agudo que se le disparaban por la cara como corrientes eléctricas. Se le había depositado una gota minúscula de cemento líquido en el nervio sospechoso para evitar que lo presionara una vena. Una semana después desarrolló unos dolores de cabeza masivos. Se le practicaron casi todas las pruebas posibles, pero no se llegó a ningún diagnóstico definido.
  4. Docenas de casos de traumatismo craneal: suicidios, disparos de bala, peleas de bar, accidentes de moto, colisiones en coche. Una persona atacada por un alce.

 

En ciertos momentos, el peso de todo aquello se volvía palpable. La tensión y la desgracia estaban en el aire. Normalmente lo respirabas sin darte cuenta. Pero a veces, como cuando hace bochorno y humedad, llegaba a ser asfixiante. Así era como te sentías algunos días en el hospital: atrapado en una selva interminable en pleno verano, empapado de sudor, mientras iba cayendo la lluvia de lágrimas de las familias de los agonizantes.

 

 

En el segundo año de formación, tú eres el primero en llegar en un caso de urgencia. A algunos pacientes no los puedes salvar. A otros sí: la primera vez que llevé corriendo a un paciente comatoso desde la sala de urgencias hasta el quirófano, le saqué sangre del cráneo y vi cómo despertaba y empezaba a hablar con su familia y a quejarse de la incisión en la cabeza, me quedé flotando en tal estado de euforia que empecé a deambular por el hospital a las dos de la mañana hasta que ya no supe dónde estaba. Tardé cuarenta y cinco minutos en encontrar el camino de vuelta.

Los horarios te pasaban factura. Los residentes llegábamos a trabajar cien horas a la semana, pues aunque las normas establecían oficialmente un máximo de ochenta y ocho, siempre había más cosas que hacer. Me lloraban los ojos, me dolía la cabeza, tomaba bebidas energizantes a las dos de la mañana. Mientras estaba trabajando aguantaba el tipo, pero en cuanto salía del hospital, el agotamiento caía de golpe sobre mí. Atravesaba tambaleante el aparcamiento y con frecuencia me quedaba dormido un rato en el coche antes de recorrer el trayecto de quince minutos hasta casa y meterme en la cama.

No todos los residentes resistían la presión. Había uno sencillamente incapaz de aceptar la culpa o la responsabilidad. Era un cirujano dotado, pero cuando cometía un error no podía reconocerlo. Un día me rogó que lo ayudara a salvar su carrera y me senté a hablar con él en la sala de médicos.

—Lo único que tienes que hacer —le dije— es mirarme a los ojos y decir: «Lo siento. Lo que ocurrió fue por mi culpa y no permitiré que vuelva a suceder».

—Pero es que fue la enfermera...

—No. Tienes que ser capaz de decirlo y de sentirlo. Vuelve a intentarlo.

—Pero...

—No. Dilo.

Y así seguimos durante una hora, hasta que comprendí que estaba condenado.

La tensión expulsó por completo del campo de la medicina a otra residente, que decidió dejarlo y buscar un trabajo menos agotador como consultora.

Otros pagaron un precio incluso más alto.

A medida que aumentaba mi destreza, también lo hacía mi responsabilidad. Aprender a distinguir entre todas las vidas que tienes en tus manos cuáles se pueden salvar y cuáles no —y cuáles no se debe intentar salvar— requiere una capacidad diagnóstica casi inalcanzable. Cometí errores. Llevar corriendo al quirófano a un paciente para salvar sólo una parte de su cerebro, de forma que su corazón sigue latiendo pero ya no puede volver a hablar, tiene que alimentarse con un tubo y queda condenado a una existencia que nunca habría deseado... Con el tiempo, llegué a considerar esto como un fracaso más clamoroso que la muerte del paciente. La existencia crepuscular de un metabolismo inconsciente se convierte en una carga insoportable, normalmente confinada en una institución, adonde la familia, incapaz de alcanzar un desenlace, acude cada vez más raramente, hasta que se produce una úlcera de decúbito o una pulmonía tan inevitable como fatal. Algunos se empeñan en conservar esa vida y abrazan tal posibilidad con plena conciencia de lo que hacen. Pero muchos otros no, o no pueden, y el neurocirujano debe aprender a decidir.

Yo me había metido en esta profesión en parte persiguiendo a la muerte: para comprenderla, para desvelarla, para mirarla a los ojos sin pestañear. La neurocirugía me atraía tanto por su interrelación entre cerebro y conciencia como por su interrelación entre vida y muerte. Había pensado que una vida pasada en el espacio entre ambas me brindaría no sólo la oportunidad de ejercer la compasión, sino también de elevarme yo mismo como ser humano. Alejándome lo máximo posible del materialismo mezquino y las nimiedades de la vanidad, metiéndome justo ahí, en el meollo de la cuestión, en las verdaderas escaramuzas y decisiones a vida o muerte..., seguro que habría de encontrar algún tipo de trascendencia, ¿no?

Pero durante la residencia estaba poniéndose de manifiesto poco a poco otra cosa. En medio de ese aluvión inagotable de heridas en la cabeza, empecé a sospechar que estar tan cerca de la luz abrasadora de tales situaciones no servía sino para cegarme respecto a su naturaleza: era como tratar de aprender astronomía mirando directamente al sol. Yo todavía no estaba con los pacientes en tales momentos críticos, sólo estaba presente en esos momentos críticos. Veía un montón de sufrimiento; peor aún: me habitué a él. Cuando te estás ahogando, aunque sea en sangre, te adaptas, aprendes a flotar, a nadar, incluso a disfrutar de la vida, uniéndote a las enfermeras, a los médicos y demás personal que se aferran a la misma balsa y se ven arrastrados por la misma corriente.

Mi compañero de residencia Jeff y yo nos ocupábamos juntos de los casos de traumatismo. Cuando me avisaba para que bajara al área de trauma por una herida craneal concomitante, enseguida entrábamos en sincronía. Él examinaba el abdomen y luego me preguntaba cuál era mi pronóstico sobre la función cognitiva del paciente. «Bueno, aún podría ser senador —respondí una vez—, pero sólo de un estado pequeño.» Jeff se rio y, a partir de entonces, la población del estado se convirtió en nuestro barómetro particular de la gravedad de una herida en la cabeza. «¿Es un Wyoming o un California?», preguntaba Jeff, tratando de calibrar lo intensivo que debía ser el plan de cuidados. O yo decía: «Jeff, ya sé que tiene la presión inestable, pero he de llevármelo al quirófano, o va a pasar de Washington a Idaho. ¿Lo puedes estabilizar?».

Un día, en la cafetería, mientras estaba sirviéndome mi almuerzo habitual —una Coca-Cola Light y un sándwich de helado—, mi busca me avisó de la llegada de un traumatismo múltiple. Bajé corriendo al área de trauma y metí el sándwich de helado detrás de un ordenador cuando llegaron los sanitarios, empujando la camilla y recitando los datos básicos: «Varón de veintidós, accidente de moto, setenta kilómetros por hora, posible salida de materia cerebral por la nariz...».

Me puse de inmediato a trabajar: pedí una bandeja de intubación y evalué las demás constantes vitales. Una vez convenientemente intubado el paciente, examiné sus diversas heridas: la cara amoratada, las abrasiones de la piel, las pupilas dilatadas. Le inyectamos una dosis masiva de manitol para reducir la inflamación cerebral y nos apresuramos a llevarlo al escáner: cráneo fracturado, intensa hemorragia difusa. Mentalmente, yo ya me imaginaba cómo practicaría una incisión en el cuero cabelludo y perforaría el hueso para evacuar la sangre. La presión arterial del paciente cayó de forma repentina. Volvimos a llevarlo a toda prisa al área de trauma y, mientras llegaba el resto del equipo, su corazón se detuvo. Un torbellino de actividad se desató a su alrededor: le deslizamos catéteres en las arterias femorales, le introdujimos tubos en el pecho y le administramos fármacos por las vías intravenosas, y durante todo ese tiempo no paramos de aporrearle el corazón con los puños para que la sangre siguiera fluyendo. Al cabo de treinta minutos, lo dejamos morir. Con una herida en la cabeza de ese tipo, coincidimos todos entre susurros, era preferible la muerte.

Me escabullí justo cuando traían a los familiares para que vieran el cuerpo. Entonces me acordé: mi Coca-Cola Light, mi sándwich de helado... y el calor sofocante del área de trauma. Con uno de los residentes de urgencias cubriéndome, volví a entrar con sigilo para salvar el sándwich de helado frente al cadáver del chico al que no había podido salvar.

Bastó media hora en la nevera para resucitar al sándwich. «Muy rico», pensé, sacándome trocitos de chocolate de los dientes mientras los familiares se despedían del paciente para siempre. No pude dejar de preguntarme si, en mi breve periodo como médico, había dado más resbalones que pasos morales.

Pocos días después me contaron que Laurie, una compañera de la facultad, había sido embestida por un coche y que un neurocirujano la había operado para intentar salvarla. Ella estuvo en código azul, fue reanimada, pero murió al día siguiente. No quise saber más. La época en la que alguien simplemente «moría en un accidente de coche» quedaba ya muy lejos. Ahora esas palabras abrían una caja de Pandora de la que salían todas las imágenes: la camilla rodando por el pasillo, la sangre en el suelo del área de trauma, el tubo introducido en la garganta de Laurie, los puños aporreando su pecho. Veía unas manos, mis propias manos, rasurando su cuero cabelludo, cortando la piel con el bisturí; y luego venía el zumbido del taladro, el olor a hueso quemado, el polvillo flotando en el aire, el crujido al abrir una sección de su cráneo haciendo palanca. Su pelo medio rasurado, su cabeza deformada. Ya no parecía ella en absoluto; se convertía en una extraña para sus amigos y familiares. Quizá tenía tubos en el pecho y una pierna en tracción...

No, no quería conocer los detalles. Ya tenía demasiados.

En ese momento acudieron a mi memoria todas las ocasiones en las que no había actuado con empatía: las veces en las que había acelerado el alta pese a la inquietud del paciente o había ignorado su dolor cuando existían otras necesidades acuciantes. Las personas cuyo sufrimiento había visto, registrado y clasificado en diversos diagnósticos, pero cuyo significado había sido incapaz de reconocer: todos regresaban a mi memoria, vengativos, furiosos, inexorables.

Temía estar convirtiéndome en el estereotipo de Tolstói del médico preocupado por formalismos vacíos, centrado en el tratamiento rutinario de la enfermedad, pero completamente ajeno a la significación humana mucho más amplia de la misma. («Los doctores la visitaban por separado y en consulta, hablaban mucho en francés, alemán y latín, se culpaban mutuamente y recetaban una gran variedad de medicinas para todas las enfermedades que conocían, pero a ninguno se le ocurrió jamás la simple idea de que no podían conocer el mal que sufría Natasha.») Una madre recién diagnosticada de cáncer cerebral vino a verme. Estaba confundida, asustada, abrumada por la incertidumbre. Yo estaba exhausto, desconectado. Respondí a sus preguntas a toda prisa, le aseguré que la operación sería un éxito y me dije a mí mismo que no había tiempo para contestar a todo adecuadamente. «Pero ¿por qué no me las arreglé para encontrar el tiempo?» Un huraño veterinario desoyó durante semanas todos los consejos y exhortaciones de médicos, enfermeras y fisioterapeutas; a consecuencia de ello la herida que tenía en la espalda se le acabó abriendo, como le habíamos advertido. Fuera del quirófano, le suturé la herida dehiscente mientras él aullaba de dolor, pensando para mis adentros que se lo merecía.

No. Nadie se lo merece.

Poco consuelo me proporcionó saber que William Carlos Williams y Richard Selzer habían confesado haber hecho cosas peores; yo juré que lo haría mejor. Entre tragedias y fracasos, temía estar perdiendo de vista la importancia singular de las relaciones humanas, no entre los pacientes y sus familias, sino entre el médico y el paciente. La excelencia técnica no bastaba. Como residente, mi mayor ideal no era salvar vidas —todo el mundo se muere, al final—, sino ayudar al paciente o a la familia a entender la enfermedad o la muerte. Cuando ingresa un paciente con una hemorragia fatal en el cerebro, la primera conversación con el neurocirujano puede configurar para siempre la forma en que la familia recordará la muerte, lo que puede oscilar entre una tranquila aceptación («Quizá le había llegado la hora») y una herida persistente y dolorosa («¡Los médicos no le hacían ningún caso! ¡Ni siquiera intentaron salvarlo!»). Cuando no hay lugar para el bisturí, las palabras son el único instrumento del cirujano.

Pues en medio de ese sufrimiento único causado por una lesión cerebral grave —y con frecuencia el sufrimiento lo padecen más los familiares que los pacientes—, no son sólo los médicos quienes no perciben plenamente su significado. Los parientes que se reúnen en torno a su ser querido —un ser querido cuya cabeza rapada contiene un cerebro maltrecho— no suelen reconocer tampoco su significado pleno. Ellos ven el pasado, la colección de recuerdos acumulados, el amor que han sentido hasta hoy mismo: todo eso se halla representado por el cuerpo que tienen delante. Yo veo los futuros posibles, las máquinas de respiración conectadas a través de una incisión quirúrgica en el cuello, el líquido pálido que va goteando a través de un orificio en el vientre, la posible recuperación, larga, dolorosa, parcial o, más probablemente a veces, sin ninguna esperanza de que vuelva a existir la persona que ellos conocen. En tales momentos, yo no actuaba, como hacía la mayoría de las veces, como un enemigo de la muerte, sino como su embajador. Tenía que ayudar a los familiares a comprender que esa persona que ellos conocían —un ser humano vital, independiente y en plenitud de facultades— ahora existía sólo en el pasado y que yo necesitaba que me dieran su opinión para saber qué futuro habría deseado él o ella: alcanzar una muerte fácil o seguir con vida, pese a su incapacidad para luchar, atado a bolsas de fluidos que salían y entraban de su cuerpo.

De haber sido más religioso en mi juventud, quizá me habría convertido en pastor, porque era un papel pastoral el que yo había deseado asumir.

 

 

Con esa perspectiva renovada, el consentimiento informado —la firma ritual por parte del paciente de un documento autorizando la intervención— dejaba de ser un trámite jurídico en el que se enumeraban apresuradamente todos los riesgos, tal como la voz en off del anuncio de un nuevo fármaco, y se convertía más bien en una oportunidad para forjar un pacto con un compatriota doliente: «Aquí estamos los dos juntos, y éstos son los caminos posibles. Prometo guiarle lo mejor que pueda hasta al otro lado».

En esa fase de mi residencia me había vuelto más eficiente y experimentado. Al fin podía respirar un poco; ya no tenía que bracear como si me fuera la vida en ello. Ahora aceptaba la plena responsabilidad sobre el bienestar de mis pacientes.

Empezaba a pensar en el ejemplo de mi padre. Siendo estudiantes de Medicina, Lucy y yo lo habíamos visto pasar visita en el hospital de Kingman y habíamos observado cómo bromeaba con los pacientes y los reconfortaba. A una mujer que estaba recuperándose de una operación cardiaca le dijo:

—¿Tiene hambre? ¿Qué quiere que le pida para comer?

—Cualquier cosa —dijo ella—. Me muero de hambre.

—Bueno, ¿qué tal una langosta y un bistec? —Cogió el teléfono y llamó a la sala de enfermeras—. Mi paciente quiere langosta y bistec. ¡Enseguida! —Y volviéndose hacia ella, añadió con una sonrisa—: Ya está en camino. Aunque igual se parece más bien a un sándwich de pavo.

Su facilidad para establecer un contacto humano y la confianza que infundía en los pacientes eran un ejemplo para mí.

Una mujer de treinta y cinco años se hallaba sentada en una cama de la UCI con una expresión de terror en la cara. Había salido de compras para preparar el cumpleaños de su hermana y había sufrido un ataque convulsivo. El escáner mostró que tenía un tumor cerebral benigno que presionaba su lóbulo frontal derecho. Desde el punto de vista operativo eran el mejor tipo de tumor y la mejor localización posibles; la cirugía, casi con toda seguridad, acabaría con sus ataques. La otra alternativa era pasarse la vida tomando fármacos antiepilépticos de considerable toxicidad. Pero yo me daba cuenta de que la idea de una operación en el cerebro la aterrorizaba, más que a la mayoría. La mujer se hallaba sola en un lugar extraño, había sido arrancada del entorno bullicioso y familiar de un centro comercial para encontrarse rodeada por los pitidos y alarmas y olores a antiséptico de la UCI. Era probable que se negara a someterse a la intervención si yo me ponía a soltarle fríamente un rollo sobre los riesgos y las posibles complicaciones. Desde luego podía hacerlo, consignar su negativa en el historial, considerarme liberado de mi responsabilidad y pasar a la siguiente tarea. Lo que hice, en cambio, con su permiso, fue reunir a sus familiares en la habitación y analizar con calma todos juntos las opciones que teníamos. A medida que hablábamos, noté que la enormidad abrumadora de la elección a la que se enfrentaba se iba reduciendo para convertirse en una decisión difícil pero comprensible. La había situado en un entorno donde ella era una persona, no un problema que resolver. Y escogió la cirugía. La operación transcurrió sin problemas. Se fue a casa dos días más tarde y no volvió a sufrir convulsiones.

Cualquier enfermedad grave transforma la vida del paciente y, en realidad, la de toda su familia. Pero en las dolencias cerebrales hay un elemento adicional que posee la extrañeza de lo esotérico. La muerte de un hijo ya trastorna por sí sola el universo de sus padres, pero ¿no resulta aún mucho más impenetrable cuando el paciente está muerto cerebralmente pero su cuerpo continúa con vida y su corazón sigue latiendo? La palabra desastre alude etimológicamente a una estrella que se rompe en pedazos, y no hay imagen que refleje mejor la expresión que aparece en la mirada de un paciente al escuchar el diagnóstico de un neurocirujano. A veces la noticia provoca tal conmoción en la mente que el cerebro sufre un cortocircuito. Este fenómeno se conoce como síndrome psicogénico y es una versión aguda del desvanecimiento que sufren algunos al recibir una mala noticia. Cuando mi madre, sola en la universidad, supo que su padre (que había defendido el derecho de su hija a una educación en la India rural de los años sesenta) había fallecido por fin tras una larga hospitalización, sufrió un ataque convulsivo psicogénico, síndrome que persistió hasta que volvió a casa para asistir al funeral. Uno de mis pacientes, al ser diagnosticado de un cáncer cerebral, cayó súbitamente en coma. Pedí una batería de análisis, escáneres y electroencefalogramas para buscar la causa, pero sin ningún resultado. La prueba definitiva resultó ser la más sencilla: alcé el brazo del paciente por encima de su rostro y lo solté. Un paciente en coma psicogénico conserva justo la volición suficiente para no dañarse a sí mismo. El tratamiento consiste en hablarle con tono tranquilizador hasta que tus palabras conecten con el paciente y se despierte.

El cáncer cerebral se presenta con dos variedades: los cánceres primarios, que nacen en el propio cerebro, y las metástasis, que proceden de otra parte del cuerpo, la mayor parte de las veces, de los pulmones. La cirugía no cura la enfermedad, pero prolonga la vida. Para la mayoría de la gente, no obstante, un cáncer en el cerebro sugiere la muerte en un año o quizá en dos. La señora Lee, una mujer cercana a los sesenta, con ojos de color verde claro, había sido trasladada a mi servicio dos días antes desde un hospital próximo a su casa, situado a ciento sesenta kilómetros. Su marido, con una camisa a cuadros y unos vaqueros impecables, permanecía junto a la cama, jugueteando con el anillo de boda. Me presenté, tomé asiento y ella me relató su historia: durante los últimos días había sentido un cosquilleo en la mano derecha y después había empezado a perder el control de la misma, hasta que ya no pudo abotonarse la blusa. Había acudido al servicio de urgencias local, temiendo que se tratara de un derrame. Le practicaron una resonancia magnética (IRM) y la enviaron a nuestro hospital.

—¿Alguien le dijo lo que mostraba la IRM? —pregunté.

—No.

Habían escurrido el bulto, como suele ocurrir cuando se trata de noticias difíciles. Con frecuencia teníamos una discusión con el oncólogo sobre quién era el responsable de dar la noticia. ¿Cuántas veces había tenido que hacer este mismo papel? Bueno, pensé, hasta aquí hemos llegado.

—Bien —dije—. Tenemos mucho que hablar. Si no le importa, ¿podría decirme qué cree que está pasando? Siempre me resulta útil saberlo, para asegurarme de que no me dejo ninguna duda sin responder.

—Bueno, yo creía que estaba sufriendo un derrame cerebral..., pero supongo que no es así, ¿verdad?

—Exacto. No está sufriendo un derrame. —Hice una pausa, consciente del abismo que había entre la vida que llevaba esta mujer hasta la semana pasada y aquella en la que estaba a punto de ingresar. Ni ella ni su marido parecían preparados para escuchar las palabras cáncer cerebral (¿quién lo está?), así que retrocedí un par de pasos—. La IRM muestra una masa en su cerebro, que es la que está causando los síntomas.

Silencio.

—¿Quiere ver la IRM?

—Sí.

Abrí las imágenes en el ordenador que había junto a la cama, señalándole dónde estaban la nariz, los ojos y las orejas para que se orientara. Luego desplacé la imagen hasta el tumor, un anillo blanco y grumoso que rodeaba un núcleo negro necrótico.

—¿Qué es eso? —preguntó.

«Podría ser cualquier cosa. Tal vez una infección. No lo sabremos hasta después de la intervención quirúrgica.»

Aún persistía mi inclinación a esquivar la cuestión, a dejar que la evidente inquietud de ambos quedara flotando en sus cabezas, sin acabar de concretarse.

—No podemos estar seguros hasta después de la operación —empecé—, pero tiene todo el aspecto de un tumor cerebral.

—¿Es cáncer?

—Como le he dicho, no lo sabremos con seguridad hasta que lo extirpemos y lo hayamos hecho analizar, pero si tuviera que hacer un pronóstico, diría que sí.

A mí, basándome en el escáner, no me cabía duda de que se trataba de un glioblastoma: un cáncer cerebral agresivo, de la peor clase. Aun así procedí con tiento, guiándome por las reacciones de la señora Lee y de su marido. Después de haber introducido la posibilidad de un cáncer cerebral, dudaba mucho que ellos fueran a recordar nada más. Para comunicar una tragedia, lo mejor era hacerlo a pequeñas dosis, cucharada a cucharada. Muy pocos pacientes exigían toda la información de una vez; la mayoría necesitaban tiempo para digerirla. No me preguntaron cuál era el pronóstico; a diferencia de lo que ocurría con los traumatismos, en los que sólo tenía diez minutos para explicarme y tomar una grave decisión, aquí podía dejar que las cosas se asentaran. Les expuse con detalle lo que cabía esperar en los dos días siguientes, así como las implicaciones de la intervención, o sea, que solamente se le rasuraría una franja de cuero cabelludo para mantener la apariencia estética de su pelo, que era probable que el brazo le quedara debilitado, pero que más tarde recuperaría su vigor; que, si todo iba bien, saldría del hospital en tres días; que esto era sólo el primer paso de una maratón; que era importante que reposara y que yo no esperaba que retuvieran todo lo que acababa de decir y que volveríamos a repasarlo más adelante con detalle.

Después de la operación volvimos a hablar, abordando esta vez la quimio, la radiación y el pronóstico. A estas alturas, yo había aprendido un par de reglas básicas. Primero, las estadísticas detalladas son adecuadas para los gabinetes de investigación, no para las habitaciones de un hospital. La estadística estándar, la curva de Kaplan-Meier, mide el número de pacientes que sobreviven a lo largo del tiempo. Es el sistema mediante el cual calibramos el desarrollo y estimamos la ferocidad de una dolencia. En el glioblastoma, la curva muestra un marcado descenso hasta que sólo un cinco por ciento de pacientes siguen vivos a los dos años. En segundo lugar, es importante ser preciso, pero también hay que dejar un poco de espacio a la esperanza. En lugar de decir: «El promedio de supervivencia es de once meses» o «Tiene usted el noventa y cinco por ciento de probabilidades de estar muerto en dos años», yo decía: «La mayoría de los pacientes viven muchos meses, incluso hasta dos años». Ésta era para mí una descripción más honesta. El problema es que tú no puedes decirle a un paciente concreto dónde se sitúa su caso en la curva estadística: ¿morirá al cabo de seis o de sesenta meses? Yo había llegado a la conclusión de que es una irresponsabilidad ser más preciso de lo que uno puede saber con exactitud. Aquellos supuestos médicos que daban cifras concretas («El médico me ha dicho que me quedan seis meses de vida») ¿quiénes eran, me preguntaba, para expresarse así, y quién les había enseñado estadística?

La mayoría de los pacientes, al oír la noticia, se quedaban callados. (Uno de los primeros significados de paciente, al fin y al cabo, es «el que soporta las penas sin quejarse».) Ya sea por dignidad o por el shock, normalmente se instaura el silencio, de manera que sujetar la mano del paciente se convierte en un modo de comunicación. Unos pocos se endurecen de inmediato (habitualmente el cónyuge, más que el paciente): «Vamos a luchar y a vencer a esta enfermedad, doctor». El arsenal es variado y va desde la oración y el dinero hasta las hierbas o las células madre. A mí esa fortaleza siempre me parece frágil, un optimismo poco realista que representa la única alternativa a la desesperación abrumadora. En todo caso, cuando la intervención es inminente, una actitud guerrera resulta adecuada. En el quirófano, el putrefacto tumor gris oscuro me parecía un invasor entre las carnosas circunvoluciones de color melocotón del cerebro, y yo sentía verdadera rabia. («Ya te tengo, hijo de puta», mascullaba.) El hecho de extirpar el tumor me producía satisfacción, aunque supiera que había células cancerosas microscópicas que ya se habían diseminado por ese cerebro de aspecto sano. La recurrencia casi inevitable era un problema con el que habría que lidiar otro día. Una cucharada cada vez. Para mí, abrirse a la «relacionalidad» humana no significa revelar grandes verdades desde el altar; significa reunirse con los pacientes allí donde se encuentren, ya sea en el atrio o en la nave central, y llevarlos lo más lejos que pueda.

Sin embargo, abrirse a la relacionalidad humana entrañaba un precio.

Una tarde de mi tercer año me tropecé con Jeff, mi amigo de cirugía vascular, una especialidad igualmente intensa y exigente. Cada uno notó el desaliento del otro. «Tú primero», me dijo. Y yo le hablé de la muerte de un chico al que habían disparado en la cabeza por llevar el color equivocado de zapatillas, pero que había estado a punto de salvarse... En medio de una serie de tumores cerebrales fatales e inoperables, había depositado todas mis esperanzas en la curación de ese chico y, al final, no había sobrevivido. Jeff se quedó un momento callado y yo aguardé a que me contara su historia. Pero él se echó a reír, me dio un golpe en el brazo y dijo: «Bueno, creo que acabo de aprender algo; si algún día me siento deprimido por mi trabajo, siempre puedo charlar con un neurocirujano para animarme».

Mientras conducía hacia mi casa esa noche, después de explicarle con delicadeza a una madre que el bebé al que acababa de dar a luz había nacido sin cerebro y moriría en breve, encendí la radio. En la NPR estaban informando sobre la persistente sequía de California. De repente, empezaron a caerme lágrimas por la cara.

Estar con los pacientes en esos momentos tenía sin duda su coste emocional. Pero también sus recompensas. No recuerdo haber perdido nunca un minuto preguntándome por qué hacía ese trabajo o si valía la pena. El impulso de proteger la vida, y no sólo la vida, sino la identidad de otro (y quizá no sea exagerado decir el alma de otro) tenía un carácter sagrado que resultaba evidente en sí mismo.

Comprendí que antes de operar el cerebro de un paciente debía entender su mente: su identidad, sus valores, aquello que hacía que esa vida valiera la pena ser vivida, y también qué tipo de deterioro podía constituir una justificación razonable para dejar que esa vida se extinguiera. La dedicación necesaria para tener éxito implicaba unos costes muy elevados, y los inevitables fracasos me dejaban una culpa casi insoportable. Son estas pesadas cargas las que convierten la medicina en una profesión sagrada y a la vez imposible: al tomar la cruz de otro es inevitable que uno resulte a veces aplastado por su peso.

 

 

Hacia la mitad de la residencia se reserva un tiempo para llevar a cabo una formación adicional. En lo que constituye tal vez un caso único en la medicina, el ideal de la neurocirugía sostiene que la excelencia sólo en neurocirugía no basta. Para mantener ese alto nivel, los neurocirujanos deben aventurarse fuera de su especialidad y destacar también en otros campos. Lo cual a veces puede revestir una dimensión pública y divulgativa, como en el caso del neurocirujano y periodista Sanjay Gupta, pero la mayoría de las veces el médico se centra en una disciplina afín. El camino más riguroso y prestigioso es el del neurocirujano-neurocientífico.

En mi cuarto año de residencia empecé a trabajar en un laboratorio de Stanford dedicado a la neurociencia motora básica y al desarrollo de una tecnología protésica neural que permitiría, por ejemplo, que las personas con parálisis controlaran mentalmente el cursor de un ordenador o un brazo robot. Al jefe del laboratorio, un profesor de Ingeniería Eléctrica y Neurobiología (miembro de segunda generación, como yo, de una familia india), todo el mundo lo llamaba «V» cariñosamente. V tenía siete años más que yo, pero llegamos a ser como hermanos. Su laboratorio se había convertido en líder mundial en lectura de señales cerebrales, pero yo —siempre bajo su tutela— decidí lanzarme e inicié un proyecto para lograr lo contrario: para escribir señales dirigidas al cerebro. Al fin y al cabo, si tu brazo robot no puede sentir la fuerza con la que sujeta una copa de vino, romperás un montón de copas. Las implicaciones de escribir señales para el cerebro, o «neuromodulación», sin embargo, tenían mucho mayor alcance: poder controlar la activación neuronal permitiría tratar un montón de dolencias neurológicas y psiquiátricas actualmente incontrolables e intratables, desde la depresión mayor y la enfermedad de Huntington hasta la esquizofrenia, el síndrome de Tourette o el trastorno obsesivo-compulsivo. Las posibilidades eran ilimitadas. Dejando de lado la cirugía por el momento, empecé a trabajar para tratar de aplicar las nuevas técnicas de terapia genética en una serie de experimentos sin precedentes.

Un día, tras un año en el laboratorio, V y yo nos sentamos para celebrar una de nuestras reuniones semanales. Yo había llegado a amar esas charlas. V no era como otros científicos que conocía. Hablaba siempre con calma y se preocupaba de verdad por la gente y por la misión de la clínica; y con frecuencia me había confesado que a él también le habría gustado ser cirujano. Yo entretanto había descubierto que la ciencia es una carrera tan política, competitiva y feroz como la que más, una carrera llena de tentaciones para seguir un camino fácil.

En el caso de V, uno siempre podía estar seguro de que escogería el camino más honesto (y a menudo el más humilde). Mientras que la mayoría de los científicos se confabulaban para publicar en las revistas más prestigiosas y hacerse un nombre a toda costa, V mantenía que nuestra única obligación era llevar a cabo la investigación con autenticidad y relatarla con el máximo rigor. Nunca he conocido a alguien de tanto éxito que al mismo tiempo estuviera tan comprometido con la bondad. V constituía un verdadero modelo.

Ese día, en vez de sonreír cuando me senté frente a él, parecía afligido. Tras un suspiro, me dijo:

—Ahora mismo necesito que adoptes tu papel de médico.

—De acuerdo.

—Me han dicho que tengo cáncer de páncreas.

—V... Está bien. Cuéntame.

Me habló de su gradual pérdida de peso, de indigestión reiterada y de una tomografía practicada hacía poco por «precaución» —un recurso realmente inhabitual en esta fase— que mostraba una masa pancreática. Analizamos los pasos a seguir y la temida cirugía de Whipple a la que pronto habría de someterse («Te vas a sentir como si te hubiera atropellado un camión», le dije). También hablamos de quiénes eran los mejores cirujanos, del impacto que la enfermedad tendría en su esposa y sus hijos, de la gestión del laboratorio durante su larga ausencia. Un cáncer de páncreas tenía un pésimo pronóstico, pero por supuesto no había forma de saber lo que eso significaría en su caso.

Hizo una breve pausa.

—Paul —dijo—, ¿crees que mi vida tiene sentido? ¿He escogido las opciones correctas?

Era asombroso: incluso alguien que yo consideraba un ejemplo moral se planteaba estas cuestiones al afrontar la muerte.

La intervención, la quimioterapia y la radioterapia de V fueron duras, pero tuvieron éxito. Un año después estaba trabajando de nuevo, justo cuando yo me disponía a volver a mis obligaciones clínicas en el hospital. Tenía el pelo ralo y encanecido, y el brillo de sus ojos se había apagado. En nuestra última charla semanal me dijo: «¿Sabes?, hoy es el primer día que me parece que todo ha valido la pena. Quiero decir, habría soportado cualquier cosa por mis hijos, claro, pero hoy es el primer día en el que parece haber valido la pena todo el sufrimiento».

Qué poco comprenden los médicos el infierno al que sometemos a los pacientes.

 

 

En mi sexto año volví al hospital a tiempo completo y mi investigación en el laboratorio de V quedó relegada a los días libres y a los ratos de ocio, más bien escasos. La mayoría de la gente, incluso nuestros compañeros más cercanos, no comprenden del todo el agujero negro que es la residencia de neurocirugía. Una de mis enfermeras preferidas, después de quedarse en una ocasión hasta las diez de la noche para ayudarnos a terminar un caso largo y difícil, me dijo:

—Gracias a Dios que mañana libro. ¿Tú también?

—Hmm, no.

—Pero al menos podrás entrar más tarde o algo así, ¿no? ¿A qué hora sueles empezar?

—A las seis de la mañana.

—No. ¿En serio?

—Sí.

—¿Cada día?

—Cada día.

—¿También los fines de semana?

—No preguntes.

En la residencia hay un dicho clásico: «Los días son largos, pero los años cortos». En la residencia de neurocirugía, el día empezaba a las seis de la mañana y se prolongaba hasta que se acababan las intervenciones, lo cual dependía en parte de lo rápido que fueras en el quirófano.

La habilidad quirúrgica de un residente se mide por su técnica y por su velocidad. No puedes ser ni chapucero ni lento. Desde la primera incisión que suturas en adelante, basta con que pases mucho tiempo intentando hacerlo con precisión para que el técnico quirúrgico comente: «¡Vaya, parece que tenemos aquí a un cirujano plástico!». O bien: «Ya veo cuál es tu estrategia: ¡cuando termines de coser la mitad superior de la herida, la mitad inferior habrá cicatrizado por su cuenta! Muy astuto, ¡te ahorras la mitad del trabajo!». Un jefe de residentes le aconsejará a un residente de primer año: «Aprende ahora a ser rápido. Ya aprenderás después a ser bueno». En el quirófano, todo el mundo tiene puestos los ojos en el reloj. Por el bien del paciente: ¿cuánto tiempo ha pasado bajo anestesia? (Pues, en efecto, durante las intervenciones prolongadas pueden dañarse los nervios, desgarrarse los músculos y fallar los riñones.) Por el bien de todos los demás: ¿a qué hora vamos a salir de aquí esta noche?

Yo veía que había dos estrategias para acortar el tiempo, que tal vez no puedan ejemplificarse mejor que con la imagen de la tortuga y la liebre. La liebre avanza lo más aprisa posible: las manos vuelan, los instrumentos tintinean y se caen al suelo; la piel se abre como una cortina, el colgajo craneal está en la bandeja incluso antes de que se asiente el polvillo óseo. Es posible, en consecuencia, que haya que expandir la abertura un centímetro por aquí o por allá, porque no se ha practicado en la ubicación ideal. La tortuga, por su parte, avanza pausadamente, sin movimientos superfluos, midiendo dos veces, cortando una vez. No hace falta revisar ningún paso de la operación; todo se desarrolla de manera precisa y ordenada. Si la liebre da demasiados pasos menores en falso y tiene que andar haciendo ajustes, gana la tortuga. Si la tortuga pasa demasiado tiempo planeando cada paso, gana la liebre.

Lo más curioso sobre el tiempo de quirófano, tanto si corres frenéticamente como si avanzas de forma constante y regular, es que no percibes su transcurso. Si el aburrimiento, como sostenía Heidegger, es la conciencia del paso del tiempo, entonces la cirugía venía a ser lo contrario: la intensa concentración hacía que las agujas del reloj parecieran situadas de modo arbitrario. Dos horas podían dar la impresión de un minuto. Una vez que cosías el último punto y que la herida estaba vendada, se reanudaba bruscamente el tiempo normal. Casi oías el zumbido de la corriente al ponerse en marcha. Y entonces empezabas a preguntarte: ¿cuánto tiempo tardará el paciente en despertar?, ¿cuánto tiempo pasará hasta que traigan al siguiente?, ¿y a qué hora llegaré esta noche a casa?

Sólo al terminar el último caso acusaba la larga jornada y sentía el cansancio en las piernas. Las últimas tareas burocráticas antes de salir del hospital se hacían muy pesadas.

¿No podríamos dejarlo para mañana?

No.

Un suspiro; la tierra seguía girando de nuevo.

 

 

Como jefe de residentes, prácticamente toda la responsabilidad recaía sobre mis hombros, y las ocasiones para triunfar, o para fracasar, eran mayores que nunca. El dolor del fracaso me había hecho comprender que la excelencia técnica era una exigencia moral. No bastaban las buenas intenciones cuando era tanto lo que dependía de tu habilidad, cuando la diferencia entre la tragedia y la victoria se acababa decidiendo por uno o dos milímetros.

Un día, Matthew, el niño con el tumor cerebral que había encandilado a toda la unidad unos años atrás, fue ingresado de nuevo. Su hipotálamo había quedado, en realidad, ligeramente dañado durante la intervención para extirpar el tumor, y el niño adorable de ocho años era ahora un monstruo de doce. No paraba nunca de comer; le entraban violentos berrinches. La madre tenía los brazos llenos de arañazos y moretones. Finalmente, Matthew fue internado. Se había convertido en un demonio: un demonio conjurado por un daño de un milímetro. En cada operación, la familia y el cirujano deciden juntos si los beneficios compensan los riesgos pero, aun así, el caso era desgarrador. Nadie quería imaginar siquiera cómo sería Matthew cuando tuviera veinte años y ciento treinta kilos de peso.

En otra ocasión introduje un electrodo a nueve centímetros de profundidad en el cerebro de un paciente para tratarle el temblor del Parkinson. El objetivo era el núcleo subtalámico, una diminuta estructura con forma de almendra situada en las profundidades del cerebro. Las distintas partes del núcleo intervienen en distintas funciones: el movimiento, la cognición, la emoción. Activamos la corriente para evaluar el temblor. Todos los presentes, con la mirada fija en la mano izquierda del paciente, coincidimos en que el temblor parecía haber mejorado.

Entonces la voz del paciente se elevó por encima de nuestros murmullos afirmativos.

—Siento una... espantosa tristeza.

—¡Corten la corriente! —dije.

—Ah, ya se me está pasando —dijo el paciente.

—Vamos a revisar la corriente y la impedancia, ¿de acuerdo? Bueno. Conecten la corriente...

—Todo resulta... tan triste. Oscuro y... triste.

—¡Fuera los electrodos!

Sacamos los electrodos y los insertamos de nuevo, esta vez dos centímetros a la derecha. El temblor desapareció. El paciente, afortunadamente, se sentía bien.

Una vez, ya bien entrada la noche, estaba ocupándome de un caso con uno de los adjuntos de neurocirugía: una craniectomía suboccipital para tratar una malformación del tallo cerebral. Es una de las intervenciones más sofisticadas, en la que es quizá la parte más difícil del organismo: ya sólo alcanzarla resulta complicado por mucha experiencia que tengas. Pero esa noche yo me sentía fluir: los instrumentos eran como extensiones de mis dedos; la piel, el músculo y el hueso parecían abrirse por sí solos; y allí estuve por fin, contemplando un bulto amarillo y reluciente, una masa situada en el espesor del tallo cerebral. De repente, el adjunto me detuvo.

—Paul, ¿qué pasa si profundizas dos milímetros más de la cuenta al hacer una incisión en este punto? —dijo señalándolo.

Las láminas de neuroanatomía desfilaron por mi mente.

—¿Visión doble?

—No —dijo él—. Síndrome de enclaustramiento. —Otros dos milímetros y el paciente quedaría completamente paralizado; sólo conservaría la capacidad de parpadear. Sin levantar la vista del microscopio, añadió—: Y lo sé porque eso fue exactamente lo que ocurrió la tercera vez que realicé esta intervención.

La neurocirugía requiere un compromiso respecto a la propia excelencia y un compromiso respecto a la identidad de otro ser humano. La decisión de intervenir implica una evaluación de las propias habilidades, así como una profunda percepción de quién es el paciente y de lo que más aprecia. Ciertas zonas cerebrales se consideran prácticamente inviolables, como el córtex motor primario, cuya lesión provoca una parálisis de la parte corporal afectada. Pero las regiones más sacrosantas del córtex son las que controlan el lenguaje. Localizadas normalmente en el hemisferio izquierdo, se llaman área de Wernicke y área de Broca; una sirve para entender el lenguaje y otra para producirlo. El daño en el área de Broca ocasiona una incapacidad para hablar o escribir, aunque el paciente puede entender el lenguaje fácilmente. El daño en el área de Wernicke ocasiona una incapacidad para entender el lenguaje; aunque el paciente aún puede hablar, el lenguaje que emite es un flujo de palabras, frases e imágenes inconexas, como una gramática sin semántica. Si ambas áreas resultan dañadas, el paciente se convierte en un ser aislado: algo esencial de su humanidad le ha sido arrebatado para siempre. La destrucción de estas áreas, cuando alguien sufre un traumatismo o un derrame cerebral, disuade con frecuencia al cirujano del impulso de salvarle la vida: ¿qué clase de vida hay sin lenguaje?

Cuando yo era estudiante, el primer paciente que vi con este tipo de problema era un hombre de sesenta y dos años con un tumor cerebral. Entrábamos en su habitación al pasar visita por la mañana y el residente le preguntaba:

—Señor Michaels, ¿cómo se encuentra hoy?

—¡Cuatro seis uno ocho diecinueve! —respondía él con un aire afable.

El tumor había interrumpido su circuito del habla de tal forma que sólo podía emitir series de números; pero aún conservaba la prosodia y expresaba emociones: sonreía, fruncía el ceño, suspiraba. Nos recitaba otra serie de números, ahora de forma apremiante. Quería decirnos algo, pero los dígitos no podían comunicar más que su temor y su furia. Un día, cuando el equipo ya se disponía a retirarse, me demoré por algún motivo.

—Catorce uno dos ocho —me suplicó el hombre, cogiéndome de la mano—. Catorce uno dos ocho.

—Lo siento.

—Catorce uno dos ocho —me dijo él tristemente, mirándome a los ojos.

Salí de la habitación para dar alcance al equipo. El paciente murió unos meses después y se llevó a la tumba el mensaje que quería comunicar al mundo.

Cuando los tumores o las malformaciones se encuentran lindando con estas áreas del lenguaje, el cirujano toma numerosas precauciones, pide un montón de escáneres distintos y efectúa una detallada exploración neuropsicológica. Lo más esencial, sin embargo, es que la intervención se lleva a cabo con el paciente despierto y hablando. Una vez que el cerebro está a la vista, pero antes de proceder a la extirpación del tumor, el cirujano emplea un electrodo manual con una bola en la punta para emitir corrientes eléctricas y aturdir una pequeña zona de la corteza cerebral mientras el paciente ejecuta diversas tareas verbales: nombrar objetos, recitar el alfabeto, etcétera. Cuando el electrodo envía una corriente a un punto crítico del córtex, interrumpe el discurso del paciente: «A, B, C, D, E, grr, grr, grr... F, G, H, I...». Así se traza un mapa del tumor y del tejido cerebral y se determina lo que puede extirparse sin peligro, mientras el paciente permanece despierto en todo momento, ocupado con una combinación de charla trivial y tareas verbales formales.

Una tarde, mientras me preparaba para uno de estos casos y revisaba la resonancia magnética del paciente, observé que el tumor cubría totalmente las áreas del lenguaje. No era una buena señal. Al repasar las notas, descubrí que el comité de tumores del hospital —un grupo de expertos integrado por cirujanos, oncólogos, radiólogos y patólogos— había juzgado el caso demasiado peligroso para una intervención. ¿Cómo era posible que el cirujano hubiera optado por seguir adelante? Me indigné un poco: llegados a un cierto punto, nuestra misión era decir que no. Trajeron al paciente en camilla a la habitación. El hombre me miró a los ojos y se señaló la cabeza:

—Quiero que saquen esa cosa de mi puto cerebro. ¿Está claro?

El adjunto entró entonces y vio la expresión que yo tenía en la cara.

—Ya —dijo—. Me pasé dos horas intentando disuadirlo. No te preocupes. ¿Listo?

En vez del recitado habitual del alfabeto o de los ejercicios de cálculo, tuvimos el gusto de escuchar durante toda la operación una letanía de palabrotas y exhortaciones apremiantes.

—¿Ya está fuera de mi cabeza esa porquería? ¿Por qué van tan despacio? ¡Más deprisa! ¡Sáquenlo ya, joder! No me puedo pasar aquí todo el puto día. Me importa una mierda. ¡Sáquenlo de una vez!

Extirpé lentamente el enorme tumor, atento al menor indicio de dificultad en el habla. Al fin, el tumor reposó en una placa de Petri y el cerebro quedó limpio y reluciente. Pero el monólogo del paciente proseguía, incesante.

—¿Por qué ha parado ahora? ¿Es que es idiota? ¡Le he dicho que quiero que me saque esa puta mierda!

—Ya está —dije—. Ya la he sacado.

¿Cómo era posible que aún hablara? Dado el tamaño y la localización del tumor, parecía imposible. Por lo visto, las palabrotas e improperios funcionaban con un circuito ligeramente distinto al del resto del lenguaje. Quizá el tumor había hecho que su cerebro recompusiera de algún modo las conexiones...

Pero, en fin, el cráneo no iba a cerrarse solo. Ya habría tiempo para especular al día siguiente.

 

 

Había alcanzado la cima de la residencia. Había conseguido dominar las intervenciones esenciales. Mi investigación había cosechado los premios más prestigiosos. Me llegaban ofertas de trabajo desde todos los puntos del país. Stanford inició el proceso de selección para una plaza que encajaba a la perfección con mis intereses, concretamente para un neurocirujano-neurocientífico centrado en las técnicas de modulación neuronal. Uno de mis residentes de primer año me dijo:

—Acabo de oírselo decir a los jefes. Si te contratan, ¡tú serás mi tutor en la facultad!

—Chist —dije—, no vayas a gafarlo.

Tenía la sensación de que los hilos aislados de lo moral y lo biológico, de la vida y la muerte, empezaban a entrelazarse para configurar, si no un sistema moral perfecto, sí una visión coherente del mundo y una noción del lugar que yo ocupaba en él. Los médicos de las especialidades más comprometidas conocían a los pacientes en momentos de inflexión, en los momentos más auténticos, cuando la vida y la identidad se hallaban amenazadas; entre los deberes de esos médicos figuraba averiguar qué hacía que la vida de ese paciente mereciera la pena vivirla y estudiar el modo de salvarla si era posible..., o permitir, si no, que se produjera una muerte apacible. Semejante poder requería una responsabilidad enorme, no exenta de culpa y recriminaciones.

Me encontraba en una convención en San Diego cuando sonó mi teléfono. Era mi compañera de residencia, Victoria.

—¿Paul?

Algo grave pasaba. Se me encogió el estómago.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Silencio.

—¿Vic?

—Es Jeff. Se ha suicidado.

—¿Qué?

Jeff estaba en el Medio Oeste terminando su beca de investigación de cirugía, y ambos llevábamos una vida tan atareada y agotadora que habíamos perdido el contacto. Intenté recordar nuestra última conversación y no fui capaz.

—Al parecer tuvo una complicación difícil y su paciente murió. Jeff subió anoche al tejado de un edificio y saltó al vacío. Es lo único que sé, en realidad.

Me devané los sesos buscando algo que pudiera ayudarme a comprender, pero no se me ocurría nada. Me imaginaba sólo la culpa abrumadora, como una ola gigante, que lo había arrastrado y empujado desde ese edificio.

Ojalá, pensaba con desesperación, hubiera salido con él esa noche por la puerta del hospital. Ojalá hubiéramos podido consolarnos mutuamente, como solíamos hacer. Ojalá hubiera podido explicarle a Jeff lo que había llegado a comprender sobre la vida en general, y sobre la que nosotros habíamos escogido, aunque sólo hubiera sido para escuchar su aguda y sabia opinión. La muerte nos llega a todos. A nosotros, a nuestros pacientes. Es nuestro destino como organismos vivos dotados de respiración y metabolismo. La mayoría de las vidas transcurren, respecto a la muerte, de una forma pasiva; la muerte no pasa de ser algo que te sucede a ti y a los que te rodean. Jeff y yo, por el contrario, nos habíamos formado durante años para pelear activamente con la muerte, para luchar cuerpo a cuerpo con ella, como Jacob con el ángel, y para confrontarnos de este modo con el sentido de la vida. Habíamos asumido un pesado yugo, el de la responsabilidad mortal. Las vidas y las identidades de nuestros pacientes pueden estar en nuestras manos, pero la muerte siempre gana. Aunque tú seas perfecto, el mundo no lo es. El secreto es saber que las cartas están marcadas, que acabarás perdiendo, que tus manos o tu juicio cometerán un desliz y, sin embargo, seguirás luchando para ganar por tus pacientes. Nunca podrás alcanzar la perfección, pero puedes creer en una asíntota que tiende infinitamente hacia ella y que tú te esfuerzas incansablemente en seguir.