por Lucy Kalanithi
Me dejaste, cariño, dos legados:
Un legado de amor
Que a un Padre Celestial
Habría contentado;
Me dejaste fronteras de dolor
Extensas como el mar,
Entre la eternidad y el tiempo,
Entre tu conciencia y la mía.
EMILY DICKINSON
Paul murió el lunes 9 de marzo de 2015, rodeado de su familia, en una cama de hospital situada a unos doscientos metros de la sala de partos en la que nuestra hija, Cady, había llegado al mundo ocho meses antes. Entre el nacimiento de Cady y la muerte de Paul, si ustedes nos hubieran visto comiendo costillas en nuestro asador favorito, sonriendo mientras compartíamos una cerveza, con un bebé de pelo oscuro y largas pestañas durmiendo a nuestro lado en su cochecito, jamás habrían adivinado que a él le quedaba menos de un año de vida, ni tampoco que ambos éramos conscientes de ello.
Fue en torno a las primeras Navidades de Cady, entonces un bebé de cinco meses, cuando el cáncer de Paul empezó a resistir a la acción de los fármacos de tercera línea que le habían recetado, una vez que el Tarceva y la quimioterapia dejaron de funcionar. Cady probó la comida sólida por primera vez durante aquellas vacaciones; abrigada con un pijama a rayas rojas y blancas, engullía puré de batata, rodeada de toda la familia reunida en la casa de Kingman, Arizona, donde Paul había pasado su infancia: una casa ahora iluminada con velas y animada por el murmullo de las conversaciones. Durante los meses siguientes, Paul fue perdiendo fuerzas, pero continuó viviendo momentos de alegría, incluso en medio de nuestro dolor. Ofrecíamos cenas acogedoras en casa, nos abrazábamos por la noche y nos deleitábamos con los ojos relucientes de nuestra hija y con su carácter tranquilo. Y, por supuesto, Paul escribía, reclinado en su sillón, envuelto en una cálida manta de lana. En los últimos meses, estuvo especialmente concentrado en terminar este libro.
El invierno dio paso a la primavera y las magnolias tulíperas florecieron con sus grandes flores rosadas, pero la salud de Paul declinaba rápidamente. A finales de febrero empezó a necesitar oxígeno suplementario para respirar con comodidad. Yo tiraba su almuerzo intacto al cubo de la basura, encima de su desayuno intacto, y unas horas más tarde añadía al montón su cena intacta. A él le encantaban mis sándwiches de desayuno —huevo, salchicha y queso en un panecillo—, pero cuando se le fue yendo el apetito pasamos a tostada con huevo y luego a huevos solos, hasta que también dejó de tolerarlos. Ni siquiera sus batidos favoritos, los vasos que yo colmaba con gran cantidad de calorías, le apetecían.
Cada vez se acostaba más temprano, la voz le salía a ratos borrosa, sus náuseas se hicieron continuas. Una tomografía y una resonancia magnética confirmaron un empeoramiento del cáncer en los pulmones y la aparición de nuevos tumores en el cerebro, incluida una carcinomatosis leptomeníngea, una infiltración rara y letal que entrañaba un pronóstico de sólo unos meses y la sombra amenazadora de un rápido deterioro neurológico. La noticia fue un duro golpe para Paul. No dijo gran cosa pero, siendo neurocirujano, sabía lo que le esperaba. Aunque Paul aceptaba sus limitadas expectativas de vida, el deterioro neurológico, la perspectiva de perder la conciencia y la movilidad mientras agonizaba, era un añadido demoledor. Junto con la oncóloga, nos marcamos el objetivo que para él constituía su máxima prioridad: conservar la capacidad mental todo el tiempo que fuera posible. Concertamos su participación en un ensayo clínico, así como una consulta con un especialista en neuro-oncología y una visita a su equipo de cuidados paliativos para analizar las opciones de hospitalización: todo destinado a optimizar la calidad del tiempo que le quedaba. A mí, aunque tratara de endurecerme, el corazón se me llenaba de congoja al imaginarme su sufrimiento y al pensar que sólo le quedaban unas semanas, si es que llegaba a tanto. Ya veía su funeral mientras nos cogíamos de las manos. No sabía que Paul moriría en cuestión de días.
Pasamos su último sábado con la familia, en nuestra sala de estar: Paul sentado en su sillón con Cady en brazos; su padre en la mecedora; su madre y yo en los sofás. Paul le cantaba a Cady y la mecía suavemente en su regazo. Ella sonreía de oreja a oreja, sin prestar atención a los tubos de oxígeno que Paul tenía en la nariz. El mundo se había vuelto para él más pequeño; yo desviaba a las visitas que no eran de la familia. Paul me decía: «Quiero que todos sepan que los quiero, aunque no los vea. Aprecio mucho su amistad, y un vaso más o menos de whisky no va a cambiar eso». Ese día no escribió nada. El manuscrito de su libro estaba sólo en parte terminado, y Paul era consciente ahora de que probablemente no podría concluirlo, de que no tendría la energía, la lucidez y el tiempo necesarios.
A fin de prepararse para el ensayo clínico, había dejado de tomar la pastilla diaria de terapia dirigida que había ido controlando su cáncer de forma insuficiente. Al interrumpir esa medicación, existía el riesgo de que el cáncer se desarrollara a toda velocidad. Por este motivo, la oncóloga me había indicado que lo filmara cada día ejecutando la misma tarea, para poder rastrear cualquier déficit en su forma de hablar o de andar. «Abril es el mes más cruel», leyó Paul ese sábado en voz alta, en la sala de estar, mientras yo lo filmaba. Había escogido La tierra baldía de T. S. Eliot como guion de esa filmación diaria. «Mezcla recuerdos y anhelos, despierta / inertes raíces con lluvias primaverales.» La familia se rio cuando (aunque eso no formara parte de la tarea asignada) dejó el libro boca abajo en su regazo y se empeñó en recitar de memoria.
—¡Típico de él! —dijo su madre, sonriendo.
Al día siguiente, domingo, confiábamos en que la calma del fin de semana continuara. Si Paul se encontraba lo bastante bien, iríamos a la iglesia y luego llevaríamos a Cady y a su primo a los columpios del parque de la colina. Continuaríamos digiriendo las últimas y dolorosas noticias, compartiendo el dolor, saboreando nuestro tiempo juntos.
Pero las cosas se aceleraron.
A primera hora del domingo le toqué a Paul la frente y descubrí que ardía de fiebre, 40 grados, aunque se sentía relativamente bien y no padecía ningún síntoma nuevo. Pasamos en urgencias unas horas, en compañía del padre de Paul y de su hermano Suman, y volvimos a casa a reunirnos con el resto de la familia tras iniciar una tanda de antibióticos por si se trataba de una neumonía (la placa de tórax estaba plagada de tumores que podían ocultar una infección). Pero ¿no se trataría acaso de un efecto de la aceleración del cáncer? Por la tarde, Paul durmió cómodamente una siesta, pero estaba grave. Empecé a llorar mientras lo miraba dormir y salí con sigilo a la sala de estar, donde las lágrimas de su padre se sumaron a las mías. Ya empezaba a echarlo de menos.
El domingo por la noche, su estado empeoró abruptamente. Se sentó en el borde de nuestra cama, respirando con dificultad: un cambio alarmante. Llamé a una ambulancia. Cuando volvimos a entrar en urgencias, Paul esta vez en camilla, seguidos de cerca por sus padres, se volvió hacia mí y me susurró:
—Quizá esto sea el final.
—Estoy aquí contigo —le dije.
El personal del hospital recibió cariñosamente a Paul, como siempre. Pero se apresuraron a actuar en cuanto vieron su estado. Tras un test inicial, le colocaron una mascarilla sobre la nariz y la boca para ayudarlo a respirar mediante un BiPAP, un sistema de respiración asistida que suministraba un fuerte flujo de aire mecanizado cada vez que él inspiraba, ahorrándole una gran parte del esfuerzo. Aunque facilita la mecánica respiratoria, el BiPAP puede resultar duro para el paciente: es ruidoso y contundente, y el flujo de aire te abre los labios a cada inspiración, como los de un perro con la cabeza asomada por la ventanilla de un coche. Yo permanecí a su lado, inclinada sobre la camilla, sujetándole la mano, mientras empezaba a sonar el zumbido de la máquina.
El dióxido de carbono en la sangre de Paul se había elevado a niveles críticos, lo que indicaba que el esfuerzo de respirar lo estaba abrumando. Los análisis de sangre sugerían que una parte del exceso de dióxido de carbono se había ido acumulando durante días y semanas, a medida que había avanzado la enfermedad pulmonar y la debilidad general. Como su cerebro se había aclimatado poco a poco a esos niveles anormalmente altos de dióxido de carbono, Paul permanecía consciente. Él lo observaba todo. Comprendía, como médico, el fatídico significado de los análisis. Yo también lo comprendía, mientras caminaba detrás de la camilla hacia la sala de cuidados intensivos: la misma sala donde tantos de sus pacientes habían luchado antes o después de la neurocirugía, con sus familiares sentados en sillas de vinilo junto a sus camas.
—¿Tendrán que intubarme? —me preguntó, cuando llegamos, entre las inspiraciones BiPAP—. ¿Deberían intubarme?
A lo largo de la noche, Paul fue analizando la cuestión en una serie de conversaciones con sus médicos, su familia y, finalmente, sólo conmigo. Hacia medianoche, el adjunto de cuidados intensivos, uno de los mentores de Paul desde hacía años, vino a analizar las opciones con la familia. El BiPAP era una solución temporal, dijo. El único procedimiento restante sería intubar a Paul: conectarlo a un respirador. ¿Era eso lo que él quería?
La cuestión clave enseguida se presentó con toda claridad: ¿el fallo respiratorio podría revertirse?
Había que considerar si Paul seguiría demasiado enfermo como para ser desconectado del respirador. ¿Quedaría sumido en un delirio y luego se vería abocado a un fallo orgánico generalizado, extinguiéndose primero la mente y luego el cuerpo? Nosotros, como médicos, habíamos presenciado ese angustioso escenario. Paul consideró la alternativa: en vez de la intubación, podía optar por unos «cuidados paliativos», aunque la muerte se produciría con tanta seguridad como rapidez.
—Aunque consiga salir de ésta —dijo, pensando en el cáncer de su cerebro—, no sé si veo un futuro que merezca la pena.
Su madre intervino a la desesperada.
—Nada de decisiones por esta noche, Pubby —dijo—. Vamos a descansar un poco.
Tras asegurarse de su estatus de No-Reanimación, Paul accedió. Unas enfermeras compasivas le trajeron mantas adicionales. Yo apagué los fluorescentes.
Paul consiguió dormitar hasta el amanecer, mientras su padre lo velaba y yo echaba una cabezada rápida en la habitación contigua con la esperanza de mantener la fortaleza mental y sabiendo que el día siguiente podía ser el más duro de mi vida. Entré sin ruido en la habitación de Paul a las seis de la mañana. Las luces seguían bajas, los monitores de cuidados intensivos soltaban pitidos intermitentes. Paul abrió los ojos. Volvimos a hablar de los «cuidados paliativos» —destinados a evitar cualquier intento agresivo de detener su deterioro— y él se preguntó en voz alta si podría volver a casa. Estaba tan grave que a mí me inquietaba que pudiera sufrir y morir en el trayecto. Con todo, le dije que haría lo posible para llevarlo a casa si eso era lo más importante para él, y añadí que sí, que quizá era el camino de los cuidados paliativos el que habríamos de seguir. ¿Tal vez había algún modo de recrear aquí nuestro hogar? Entre inspiraciones BiPAP, él respondió: «Cady».
Cady llegó enseguida —nuestra amiga Victoria fue a buscarla a casa— e inició su propia vigilia, alegre e inconsciente, acomodada en el brazo derecho de Paul, tirando de sus diminutos calcetines, golpeando las mantas, sonriendo y haciendo gorgoritos, sin prestar la menor atención a la máquina BiPAP, que seguía insuflando aire y manteniendo vivo a Paul.
El equipo médico se pasaba por turnos y analizaba su estado fuera de la habitación, junto conmigo y con su familia. El fallo respiratorio agudo indicaba seguramente un rápido avance del cáncer. El nivel de dióxido de carbono seguía subiendo, lo que reforzaba la indicación de la intubación. La familia estaba dividida: la oncóloga había telefoneado y confiaba en que la crisis pudiera superarse, pero los médicos que lo atendían eran menos optimistas. Yo les rogué que sopesaran con el máximo rigor las posibilidades de revertir su repentino deterioro.
—Él no quiere un intento a la desesperada —dije—. Si no tiene posibilidades de vivir de un modo que merezca la pena, lo que quiere es quitarse la mascarilla y abrazar a Cady.
Volví junto a Paul. Él me miró con sus ojos oscuros y despiertos por encima del puente nasal de la mascarilla y me dijo con toda claridad, en voz baja pero firme:
—Estoy preparado.
Preparado, quería decir, para que le quitaran el respirador, para empezar a recibir morfina, para morir.
La familia se congregó en la habitación. Durante los minutos preciosos posteriores a la decisión de Paul, todos manifestamos nuestro amor y respeto. Las lágrimas relucían en los ojos de Paul. Él expresó su gratitud a sus padres. Nos pidió que nos encargásemos de que su manuscrito se publicara de algún modo. Me dijo por última vez que me amaba. El médico adjunto intervino con unas palabras fortificantes: «Paul, después de tu muerte, tu familia quedará destrozada, pero luego se repondrá gracias al ejemplo de valentía que tú le has ofrecido». Jeevan tenía los ojos fijos en Paul mientras Suman decía: «Ve en paz, hermano». Con el corazón desgarrado, me tumbé junto a él sobre la última cama que habríamos de compartir.
Pensé en las otras camas que habíamos compartido. Ocho años antes, siendo estudiantes de Medicina, habíamos dormido, acomodados de un modo parecido, en una cama doble junto a la de mi abuelo, que estaba agonizando en su casa (habíamos interrumpido nuestra luna de miel para echar una mano en los cuidados básicos). Nos despertábamos cada pocas horas para darle la medicación y mi amor por Paul se intensificaba al verlo inclinarse y escuchar atentamente las peticiones que le susurraba mi abuelo. Nunca nos habríamos imaginado que esta escena —Paul en su propio lecho de muerte— pudiera producirse tan pronto en nuestro futuro. Veintidós meses atrás habíamos llorado en una cama de otra planta de este mismo hospital al conocer el diagnóstico del cáncer de Paul. Ocho meses atrás, el día después del nacimiento de Cady, habíamos estado juntos aquí, en mi cama del hospital, durmiendo —mi primera siesta larga y profunda desde el parto— el uno en brazos del otro. Pensé en la acogedora cama, ahora vacía, de nuestra casa; recordé cómo nos habíamos enamorado en New Haven, doce años atrás, y la sorpresa que habíamos sentido al comprobar enseguida lo bien que encajaban nuestros cuerpos, y pensé que desde entonces ambos habíamos dormido siempre mejor cuando lo hacíamos entrelazados. Deseé con toda mi alma que él sintiera ahora ese mismo calor reconfortante.
Una hora más tarde, la mascarilla y los monitores habían sido retirados y la morfina fluía en su cuerpo a través de la vía intravenosa. Paul respiraba de forma regular pero superficial, y parecía sosegado. No obstante, le pregunté si necesitaba más morfina y él asintió sin abrir los ojos. Su madre estaba sentada cerca; su padre apoyaba la mano sobre su cabeza. Finalmente, se sumió en la inconsciencia.
Durante más de nueve horas, la familia entera, sus padres, sus hermanos, su cuñada, su hija y yo permanecimos velándolo mientras él, siempre inconsciente, inspiraba cada vez de forma más titubeante y espaciada, con los párpados cerrados y una expresión relajada en la cara. Sus largos dedos reposaban suavemente entre los míos. Los padres de Paul mecían a Cady y la volvían a poner en la cama para que se acurrucara y dormitara. La habitación, llena de gente y saturada de amor, reflejaba las muchas vacaciones y fines de semana que habíamos pasado todos juntos a lo largo de los años. Yo le acariciaba el pelo a Paul, susurrando: «Eres un valiente, Paladín» —el apodo cariñoso que le había puesto— y cantándole quedamente al oído una tonada que nos habíamos inventado durante los meses anteriores, cuyo mensaje principal era: «Gracias por quererme». Llegaron un primo hermano y un tío, y luego nuestro pastor. La familia entera recordaba anécdotas entrañables y chistes privados; todos nos poníamos a llorar a ratos, contemplando la cara de Paul y mirándonos unos a otros con angustia, sumidos en el dolor de esos momentos preciosos, que eran los últimos que pasábamos juntos.
Los cálidos rayos de sol del atardecer que entraban por la ventana orientada hacia el noroeste empezaban a inclinarse mientras la respiración de Paul se volvía más tenue. Cady se restregaba los ojos con sus puños rollizos, pues ya se acercaba su hora de acostarse, y una amiga de la familia vino a llevársela a casa. Durante unos instantes, mantuve su mejilla pegada a la de Paul; los mechones oscuros de ambos parecían idénticos. La cara de Paul estaba serena; la de ella, perpleja pero tranquila; Cady, su querida bebé, no podía sospechar que aquello era una despedida. En voz baja, le canté a la niña una nana —en realidad, a ambos— y luego dejé que se la llevaran.
Mientras se oscurecía la habitación y se hacía de noche —una lamparilla baja relucía cálidamente—, la respiración de Paul se volvió irregular y entrecortada. Su cuerpo aún se veía tranquilo y sus miembros relajados. Justo antes de las nueve, con los labios entreabiertos y los ojos cerrados, Paul inspiró y luego dejó escapar su último, profundo y definitivo aliento.
Este libro está, en cierto modo, inacabado, pues quedó interrumpido por el rápido deterioro de Paul. Pero ése es un componente esencial de su veracidad, de la realidad a la que Paul se enfrentaba. Durante el último año de su vida escribió incansablemente, impulsado por una firme determinación y espoleado por las agujas del reloj. Empezó a rachas, a medianoche, cuando aún era neurocirujano y jefe de residentes, tecleando sigilosamente en su portátil mientras permanecía tumbado a mi lado en la cama; más adelante, se pasaba las tardes escribiendo en su sillón reclinable, garabateaba párrafos en la sala de espera de su oncóloga, atendía las llamadas de su editor mientras la quimioterapia entraba gota a gota en sus venas. Allá donde iba, llevaba su portátil plateado. Cuando, a causa de la quimioterapia, le salieron unas dolorosas grietas en los dedos, encontramos unos guantes sin costuras, forrados de goma, que le permitían usar una almohadilla y un teclado. Las estrategias para mantener la concentración, pese a la tremenda fatiga de un cáncer avanzado, eran el punto central de sus visitas de cuidados paliativos. Estaba decidido a seguir escribiendo.
Este libro está marcado por la urgencia de una carrera contra el tiempo, por la motivación de alguien que tiene cosas importantes que decir. Paul se enfrentó a la muerte —la examinó, luchó con ella, la aceptó— como médico y como paciente. Él quería ayudar a la gente a entender la muerte y a afrontar su mortalidad. Morir en la cuarta década de la vida es insólito hoy en día, pero morir no lo es. «Lo que pasa con el cáncer de pulmón es que no es exótico —le escribió Paul en un email a su mejor amigo, Robin—. Es lo bastante trágico, pero también lo bastante imaginable para cualquiera. [El lector] puede ponerse en tu pellejo, echar un vistazo y decirse: “Bueno, así es como se ven las cosas desde aquí... Tarde o temprano habré de volver aquí con mi propio pellejo”. Eso es lo que pretendo, me parece. No el retrato sensacionalista de alguien muriéndose, ni tampoco una exhortación a disfrutar de la vida mientras puedas, sino: “Esto es lo que hay al final del camino”.» Por supuesto, él no se limitó a describir el terreno. Lo atravesó con toda valentía.
La decisión de Paul de no apartar la mirada de la muerte entraña una fortaleza no lo bastante elogiada en una sociedad como la nuestra, propensa a evitar la muerte. La fuerza que lo impulsaba estaba marcada por la ambición y por el esfuerzo, pero también por la dulzura, lo contrario de la amargura. Él pasó gran parte de su vida debatiéndose con la cuestión de cómo vivir una vida que tuviera sentido, y su libro explora esta cuestión esencial. «El vidente siempre es dicente —escribió Emerson—. De algún modo comunica su sueño; de algún modo llega a hacerlo público, con solemnidad y alegría.» Escribir este libro fue una oportunidad para que ese valeroso vidente se convirtiera en dicente: para que nos enseñara a afrontar la muerte con integridad.
Hasta la publicación de este libro, la mayoría de nuestros familiares y amigos no habrán sido conscientes de los problemas conyugales que Paul y yo atravesábamos hacia el final de su residencia. Pero me alegra que él escribiera acerca de ello. Es parte de nuestra verdad, otra redefinición, un fragmento de la lucha y la redención y el sentido de la vida de Paul y de la mía. El diagnóstico de su cáncer vino a ser como un cascanueces: nos trajo de nuevo la pulpa suave y nutritiva de nuestro matrimonio. Nos aferramos el uno al otro para luchar por su supervivencia física y por nuestra supervivencia emocional, con todo nuestro amor a flor de piel. Ambos bromeábamos con nuestros amigos más íntimos diciendo que el secreto para salvar una relación es que uno de los dos contraiga una enfermedad terminal. Y a la inversa, ambos sabíamos que el único truco para manejar una enfermedad terminal es estar profundamente enamorado: ser vulnerable, amable, generoso, agradecido. Unos meses después de su diagnóstico, cantamos codo a codo en un banco de la iglesia el himno The Servant Song, y la letra se llenó de pronto de sentido, ahora que nos enfrentábamos a la incertidumbre y el dolor: «Compartiré tus alegrías y tus penas / hasta que hayamos concluido este viaje».
El gesto de Paul al decirme, inmediatamente después de recibir el diagnóstico, que volviera a casarme cuando él muriera, ejemplificaba cómo iba a esforzarse, a lo largo de su enfermedad, para asegurar mi futuro. Estaba firmemente decidido a conseguir lo mejor para mí: en nuestras finanzas, en mi carrera, en lo que implicaría la maternidad. Al mismo tiempo, yo me esforcé para asegurar su presente, para conseguir que el tiempo que le quedaba fuese lo mejor posible; por un lado, siguiendo y manejando cada síntoma y cada aspecto de sus cuidados —el papel médico más importante de mi vida, sin duda—, y por otro lado, apoyando sus ambiciones, escuchando sus temores expresados en susurros mientras nos abrazábamos en nuestra habitación a oscuras, ejerciendo de testigo, reconociéndolo, aceptándolo, consolándolo. Nos volvimos tan inseparables como lo habíamos sido de estudiantes, cuando asistíamos a las clases cogidos de la mano. Ahora nos cogíamos de la mano en el bolsillo de su abrigo, mientras salíamos a pasear después de la quimioterapia (Paul iba con abrigo y sombrero incluso cuando empezó a hacer buen tiempo). Él sabía que nunca estaría solo, que no sufriría de modo innecesario. Un día, unas semanas antes de que muriera, le pregunté mientras estábamos en la cama: «¿Puedes respirar bien con mi cabeza apoyada así en tu pecho?». Su respuesta fue: «Sólo así sé respirar, no conozco otra manera». Que cada uno de nosotros formara parte del significado más profundo de la vida del otro es una de las grandes bendiciones que me ha sido concedida.
Ambos sacamos fuerzas de la familia de Paul, que nos sostuvo mientras atravesábamos su enfermedad y nos apoyó para incorporar a nuestra propia hija en la familia. A pesar del dolor abrumador que les causaba la dolencia de su hijo, los padres de Paul siguieron siendo una fuente inquebrantable de consuelo y seguridad. Alquilaron un apartamento cerca y venían a casa a menudo; su padre le masajeaba los pies, su madre le preparaba dosas indias con chutney de coco. Paul, Jeevan y Suman se tumbaban en nuestros sofás —Paul con las piernas levantadas para aliviar su dolor de espalda— y analizaban la «sintaxis» de los partidos de fútbol americano. La esposa de Jeevan, Emily, y yo nos reíamos escuchándolos, mientras Cady y sus primos, Eve y James, se echaban una siesta. En esas tardes, nuestra sala de estar parecía un pueblecito acogedor. Después, en esa misma sala, Paul sujetaba en brazos a Cady y leía en voz alta obras de Robert Frost, T. S. Eliot y Wittgenstein, mientras yo les sacaba fotos. Esos sencillos momentos rebosaban de gracia y de belleza, incluso de buena fortuna, si puede decirse que tal cosa exista. En todo caso, nosotros nos sentíamos afortunados, agradecidos: por la familia, por la comunidad, por las oportunidades que teníamos, por nuestra hija, por haber llegado a reunirnos en un momento en el que se requerían una confianza y una aceptación absolutas. Aunque estos últimos años habían sido desgarradores y difíciles —a veces, casi imposibles—, también habían sido los más hermosos y profundos de mi vida, pues me habían obligado diariamente a sostener la vida y la muerte, la alegría y el dolor en equilibrio, y me habían permitido explorar otras dimensiones más profundas de la gratitud y el amor.
Contando con sus propias fuerzas, y con el apoyo de su familia y su comunidad, Paul se enfrentó a cada fase de la enfermedad con elegancia: no con bravatas ni con la equivocada convicción de que «vencería» o «derrotaría» al cáncer, sino con una autenticidad que le permitió lamentar la pérdida del futuro que había planeado y forjar otro nuevo. Lloró el día en que le comunicaron el diagnóstico. Lloró mientras miraba un dibujo que teníamos pegado al espejo del baño y que decía: «Quiero pasar el resto de mis días aquí contigo». Lloró el último día que trabajó en el quirófano. Se permitió a sí mismo ser abierto y vulnerable; se dejó consolar. Incluso en pleno proceso terminal, Paul estaba lleno de vida; a pesar del colapso físico, seguía pletórico, abierto, lleno de esperanza: no de una curación improbable, pero sí de vivir días preñados de sentido.
La voz de Paul en este libro es potente y personal, pero también solitaria en cierto modo. Paralelamente a esta historia, estaban el amor y el calor, la espaciosa y radical libertad que lo rodeaban. Todos habitamos distintos yos en el tiempo y en el espacio. Aquí él aparece como médico, como paciente, y en el interior de una relación médico-paciente. Paul escribió con una voz nítida, con la voz de alguien que tiene un tiempo limitado, de un luchador incansable, pero había otros yos en él. No está del todo reflejado en estas páginas su sentido del humor —era extremadamente divertido—, ni su dulzura y su ternura, ni el valor que daba a las relaciones con los amigos y la familia. Pero éste es el libro que escribió; ésta fue su voz durante este periodo; éste fue su mensaje durante esta época; esto fue lo que escribió cuando necesitó escribir. De hecho, la versión de Paul que más añoro, más incluso que la versión vigorosa y deslumbrante de la que me enamoré en un principio, es la del hombre hermoso y centrado que fue durante su último año, el Paul que escribió este libro: frágil, pero nunca débil.
Paul estaba orgulloso de este libro, que era la culminación de su amor a la literatura —una vez dijo que encontraba más consoladora la poesía que las Sagradas Escrituras— y de su capacidad para forjar a partir de su vida un relato convincente y poderoso sobre la experiencia de vivir con la muerte. Cuando Paul le envió un email a su mejor amigo en mayo de 2013 para informarlo de que tenía un cáncer terminal, escribió: «La buena noticia es que ya he vivido más años que dos de las Brontë, que Keats y que Stephen Crane. La mala noticia es que no he escrito nada». El suyo, a partir de entonces, fue un camino de transformación: de una vocación apasionada a otra, del papel de marido al de padre y, finalmente, claro, de la vida a la muerte, la última transformación que nos aguarda a todos. Me siento orgullosa de haber sido su compañera a lo largo de todo ese camino, incluso mientras escribía este libro, una tarea que le permitió vivir con esperanza —con esa delicada mezcla de voluntad y oportunidad sobre la que escribe con tanta elocuencia— hasta el último momento.
Paul fue enterrado en un ataúd de sauce junto a un campo de los montes Santa Cruz, desde el que se domina el océano Pacífico y una costa salpicada de recuerdos: excursiones en bici, mariscadas, fiestas de cumpleaños. Dos meses antes, en un cálido fin de semana de enero, remojamos los rollizos piececitos de Cady en el agua salada de una playa que se divisa desde allí arriba. A Paul no le preocupaba el destino de su cuerpo y dejó que fuéramos nosotros los que decidiéramos por él. Creo que escogimos bien. La tumba de Paul mira al oeste y, por encima de varias cumbres verdes, directamente al océano. A su alrededor, hay montañas cubiertas de hierba, de coníferas y de euforbio amarillo. Allí sentada, oyes el viento, el gorjeo de los pájaros y las refriegas de las ardillas listadas. Él llegó aquí de acuerdo con sus convicciones y la ubicación de su tumba posee un carácter escarpado y honroso del todo apropiado: es un lugar donde merece estar, donde todos merecemos estar. Me viene a la memoria un pasaje de una bendición que le gustaba a mi abuelo: «Nos alzaremos insensiblemente y alcanzaremos las cumbres de las montañas imperecederas, donde los vientos son fríos y las vistas gloriosas».
Y, sin embargo, no siempre resulta un lugar fácil. El clima es imprevisible. Como Paul se halla enterrado a barlovento de las montañas, lo he visitado bajo un sol deslumbrante, en medio de la niebla y el frío, o bajo una intensa lluvia. Puede ser un lugar inhóspito o pacífico, a la vez concurrido y solitario —como la muerte, como el dolor—, pero todo ello impregnado de belleza, lo cual me parece bueno y adecuado.
Visito a menudo la tumba; me llevo una botellita de Madeira, el vino del lugar de nuestra luna de miel, y cada vez vierto un poco para Paul sobre la hierba. Cuando vienen conmigo sus padres y sus hermanos, charlamos mientras yo acaricio la hierba como si fuese el pelo de Paul. Cady visita su tumba antes de echarse una siesta, tumbada en una manta, mirando pasar las nubes y agarrando las flores que hemos depositado. La noche antes de las honras fúnebres, nuestros hermanos y yo nos reunimos aquí con veinte de los amigos más antiguos e íntimos de Paul, y yo me pregunté si no íbamos a estropear la hierba con la cantidad de whisky que vertimos sobre ella.
A menudo, cuando vuelvo a la tumba tras haber dejado unas flores —tulipanes, lirios, claveles—, descubro que los ciervos se han comido los capullos. Es un destino tan adecuado como cualquier otro para las flores, y a Paul le habría gustado. Los gusanos remueven rápidamente la tierra y los procesos de la naturaleza siguen su curso, recordándome lo que él observó y lo que yo ahora llevo grabado también en las entrañas: la relación inextricable entre la vida y la muerte, y la capacidad de resistir, de hallar un sentido pese a ello, o justamente por ello. Lo que le ocurrió a Paul fue trágico, pero él no era una tragedia.
Yo pensaba que tras la muerte de Paul sólo me sentiría vacía y desconsolada. Nunca se me ocurrió que podías amar a alguien de la misma manera después de que se hubiera ido, que continuaría sintiendo tanto amor y tanta gratitud además de la pena terrible, de un dolor tan abrumador que a veces gimo y me estremezco bajo su peso. Paul se ha ido, y yo lo echo tremendamente de menos casi a cada momento, pero también siento de algún modo que sigo formando parte de la vida que creamos juntos. «El duelo no es el final del amor conyugal —escribió C. S. Lewis—, sino una de sus fases: como la luna de miel. Lo que queremos es vivir nuestro matrimonio también con intensidad y fidelidad a lo largo de esa fase.» Cuidar de nuestra hija, cultivar los lazos con la familia, publicar este libro, empeñarse en hacer un trabajo valioso, visitar la tumba de Paul, llorarlo y honrarlo, persistir..., mi amor perdura —sigue vivo— de un modo que jamás habría imaginado.
Cuando veo el hospital donde Paul vivió y murió como médico y como paciente, me doy cuenta de que si hubiera sobrevivido, habría realizado grandes aportaciones en calidad de neurocirujano y neurocientífico. Habría ayudado a infinidad de pacientes y a sus familiares durante algunos de los momentos más difíciles de sus vidas —precisamente la tarea que lo llevó a la neurocirugía en un principio—, porque él era, y habría seguido siendo, una buena persona y un pensador profundo. En lugar de ese destino, este libro constituye para él otra forma de ayudar a los demás, y es una aportación que sólo él podía hacer. Lo cual no implica que su muerte, que su pérdida, resulte menos dolorosa. Pero él encontró el sentido en la lucha. En la página 121 de este libro, Paul escribió: «Nunca podrás alcanzar la perfección, pero puedes creer en una asíntota que tiende infinitamente hacia ella y que tú te esfuerzas incansablemente en seguir». Era una tarea ardua, penosa, y él nunca flaqueó. Ésta fue la vida que se le concedió y esto es lo que él hizo con ella. El libro está completo tal como es.
Dos días después de la muerte de Paul, escribí una entrada en mi diario destinada a Cady: «Cuando alguien muere, la gente suele cubrirlo de elogios. Ten presente, por favor, que todas las cosas maravillosas que la gente dice ahora sobre tu padre son ciertas. Él era realmente así de bueno y así de valiente». Reflexionando en este sentido, pienso con frecuencia en la letra del himno extraído de El progreso del peregrino: «El que conozca el valor de verdad, / que venga aquí... / las fantasías se desvanecen, / él no temerá lo que digan los hombres, / él trabajará día y noche / para ser un peregrino». La decisión de Paul de mirar a los ojos a la muerte no sólo atestigua lo que él fue en las últimas horas de su vida, sino lo que siempre había sido. Durante gran parte de su vida, Paul se interrogó sobre la muerte y sobre si sería capaz de afrontarla con integridad. Y, al final, la respuesta fue que sí.
Yo fui su esposa y fui testigo de ello.