Introducción

Yo no sé muchas cosas, es verdad.

Digo tan solo lo que he visto.

LEÓN FELIPE (1884-1968),

Sé todos los cuentos

CÓMO LLEGAR A TODO O CASI, SIN

SACRIFICARLO TODO O CASI

Hola, querida madre que me estás leyendo, no solo la mía, que seguro que me leerá pues es una gran lectora, sino tú, madre de tus hijos presentes o futuros; heme aquí escribiendo un libro para ti e incluso para tu pareja, que si es el padre de vuestros hijos, lo más habitual, al igual que muchos del género al que pertenezco, es que no sea aficionado a leer libros que tengan que ver con el tema de la autoayuda, la gestión de las emociones u otros asuntos personales.

Nunca pensé en escribir este libro antes de ahora, pues tiempo no tenía y además el argumento era otro: tenía la quimera de, al jubilarme, escribir algo sobre cultura y lactancia, cuestión en la que me he interesado y tratado de versar en las últimas décadas, pero circunstancias vitales y profesionales me han llevado a la frase del poeta de allende los mares: «uno está donde uno quiere, muchas veces sin pensar». Así que aquí estamos.

Esto no es un libro de autoayuda. Yo nunca leí ninguno y no sé de qué van (quizá «lamentablemente», tal como me dice Christine), así que difícilmente sabría escribirlo. Tampoco es un libro de consejos, pues nunca osaría dar yo consejos a ninguna mujer, sobre todo acerca de las cosas importantes de la vida, como son la familia, la crianza, los hijos...

«Entonces, ¿qué estás escribiendo?», te preguntarás no tú sola, sino yo también, que aún no tengo ni una línea escrita del mismo salvo las que preceden a esta (siempre me han mareado los saltos en el tiempo en cine y literatura). Pues eso ya lo sé, lo he pensado bien y estoy escribiendo sobre lo que más me gusta: la transmisión de conocimientos, del saber. Voy a contar lo que me han contado, lo que he visto y me ha asombrado, lo que he sentido, aunque esto sea más difícil.

Dada mi profesión, pediatra, y dado que durante la mayor parte del ejercicio de la misma han sido las madres casi en exclusiva a las que he visto ocuparse del cuidado directo en salud y enfermedad de sus hijos, siendo ostensible, pero «natural» la ausencia palmaria de los padres en consultas y a la salida del colegio —dos lugares en los que puedes escuchar y aprender mucho—, lo que he visto y me ha asombrado, salvo excepciones, lo ha sido en las madres.

Así que os voy a contar lo que me contaron otras madres, lo que hacían otras madres en tal o cual circunstancia, lo que aprendí de otras madres. No tiene mucho mérito, solo el ser capaz de recopilarlo, con intención, eso sí, meramente expositiva, porque lo que una vez resultó adecuado o no, no tiene por qué aplicarse al tuntún, tan solo puede servir para conocer una de las maneras de resolver una situación.

Contaré también lo que aprendí de las personas sabias que encontré en mi profesión, unas veces personalmente y otras por sus escritos. Sería un despilfarro no poner algo también de lo que de esto sé, no exactamente lo que me enseñaron en la facultad en que estudié, que poco y mal serviría aquí, sino lo que hube de aprender tras muchos años de reflexión, muchas dudas sobre la conveniencia de lo que me habían enseñado y mucha búsqueda y hallazgo final de otras fuentes más amables, respetuosas y adecuadas por eficaces e igualmente o más seguras, que guiaran mi modelo de trato y cuidados de niños y madres. Este proceso de búsqueda, valga la digresión, resulta casi tan traumático como las dudas de fe de la adolescencia en la España una, grande y católica que me tocó vivir.

Y no siendo nada sospechoso yo de corporativismo, pues junto a mi hermano Virgilio somos los primeros médicos de una trabajadora familia de agricultores, ganaderos y comerciantes emigrados de Aragón a Valencia, desvelaré un poco los entresijos de mi profesión para que se entienda cómo sentimos algunos, cómo nos enfrentamos a situaciones de incierta solución por manejar una ciencia que no es exacta, cómo algunos preferimos pacientes o madres y padres que no se inhiban de la responsabilidad del autocuidado y la toma de decisiones sobre su salud y la de sus hijos para, entre todos, tomar la decisión más acertada. Las relaciones médico-enfermo han acabado tan deterioradas que cada una de las partes desconfía de la otra, refugiándose en el peor de los diálogos: el consentimiento informado por una parte y la demanda judicial por la otra.

Quiero dejar testimonio de la fuerza que he sentido en las mujeres que he conocido para criar, para sacar adelante a sus hijos. No importa que tan mal estén, al contrario: cuanto mayor es la dificultad, más increíble es la capacidad de sus madres. He visto cómo niños con graves problemas alcanzaban cotas de desarrollo inexplicables. Inexplicables si no haces cuenta de su madre. No obvia decirlo: sin ellas no estaríamos aquí. Unas más leídas, otras menos, unas ingenuas, otras para nada, pero en todas una fuerza desbordante, como el mar, calmo o embravecido, que les hace establecer prioridades, remontar dificultades y conciliar la crianza de su prole con su vida personal, familiar y laboral.

Conciliar, la mayor parte de las veces, es una mala palabra para estos casos, pues en realidad significa conformar dos o más proposiciones al parecer contrarias y es sinónimo de ajustar, acomodar y concordar; es decir, poner de acuerdo lo que no lo está y de modo que no haya discrepancia. Existe en nuestra sociedad occidental, rica pese a sus crisis, tal disparidad entre la crianza, el mundo de los afectos, las actitudes de respeto a sí mismo y al otro y el paradigma social imperante duro, de vencedores o vencidos, de riquísimos y paupérrimos, de competición sin mientes, que hay que ser un privilegiado para poder conciliar de verdad. En realidad, el común de los mortales no concilia: sacrifica.

La mayoría de las veces las mujeres sacrifican mucho de ellas mismas, de su vida profesional, de su vida familiar, de su vida personal en aras de la crianza de sus hijos, llegando más o menos apuradas a mucho. Muchos hombres no concilian ni de lejos: se pierden la crianza de sus hijos, sacrifican parte de su vida personal y familiar en pos de su profesión, llegando con menos que más apuros a otras cosas o a poco.

Pero no nos sintamos mal por esto: es el modelo imperante en Occidente; aquí en Europa, muy extendido en los países más al sur, con ventajas notables al respecto en los países nórdicos. En la zona mediterránea se han empeñado en no superar ciertas cuotas del estado de bienestar y lo de la conciliación viene muy mal recogido en la legislación. Digo esto porque la responsabilidad de todo esto es de los estados y gobernantes y nuestra, colectiva, por haber elegido a quienes conforman estos gobiernos más preparados para discutir sesudamente de posibilidades de guerra y de transacciones comerciales que para entender no ya a un bebé y a su madre, sino el valor social de un bebé y su madre.

Y ¿por qué hablo de la responsabilidad? Porque de nuevo es muy diferente la sensación de mujeres y hombres ante ese «no llegar a todo» o «no haberlo hecho bien» o «no haberlo hecho suficientemente bien» que sienten muchas mujeres y pocos hombres.

Dada la falta de leyes que faciliten la crianza de los hijos sin comprometer las relaciones laborales o la economía familiar, muchas madres viven muy mal, con mucha culpabilidad, el dejar, el separarse de sus hijos a edades tempranas, sea en guardería, sea con algún familiar o persona más o menos conocida contratada para tal fin.

De eso hablaremos también, de esa culpa ancestral, posiblemente judeocristiana, que parece grabada a fuego en nuestros genes, y reforzada modernamente por la teoría psicoanalítica y derivados. De esa culpa, más de mujer que de hombre. A lo largo de mis conversaciones con madres de niños que traté, acabé constatando una sensación monótona en casi todas ellas: el creer tener la culpa de todo o casi todo, incluso de hechos de los que es imposible que nadie tenga la culpa, hasta el punto de que he llegado a integrar una frase en mis entrevistas con ellas, sea en consulta externa, sea con motivo de realizar un ingreso hospitalario: «Si usted quizás está pensando que algo ha hecho mal o que tiene la culpa de esto, quíteselo de la cabeza: le aseguro que usted no tiene la culpa, ni de esto ni de nada, usted es su madre y lo quiere tanto que cree, como muchas otras, tener la culpa.» Raramente he tenido que decirle algo así a un padre.

Nuestros niños son la generación de niños más queridos de la historia de la humanidad, los mejor tratados. Antes del siglo XVIII, al menos en Occidente, en la civilización salida del mundo romano, un niño valía bien poco, menos que un animal, su mortalidad era espantosa, no llegando vivos al año entre la tercera y la quinta parte de los que nacían. Nuestras bisabuelas y abuelas, muchas de ellas con alrededor de la decena de hijos, trabajando duramente, codo con codo con sus maridos, amamantando sin parar o recurriendo a nodrizas y más modernamente a biberones cuando lo creían preciso, no tenían más remedio o les parecía normal y con hijos ya queridos, hacían lo que podían y, en general, aunque no siempre, vivían en paz con ellas mismas.

Hoy, los hijos son deseados, acariciados, alimentados y cuidados con esmero, pero una serie de ideas preconcebidas o interiorizadas, leídas y releídas, impartidas por familiares, amistades, expertos o gurús de turno, puede amargar el ánimo de muchas jóvenes y no tan jóvenes madres que, olvidando su sentido común y presas de esos mensajes externos constatan a veces que la realidad de nuevo supera la ficción, la ficción de esos consejos, de esas lecturas que conforman sus expectativas.

Las madres de Occidente son bombardeadas por conceptos tan opuestos como el «colecho» (dormir juntos) casi obligatorio y la socialmente correcta habitación aparte; el «no lo cojas que se malacostumbrará» y «el bebé ha sido diseñado para estar en el regazo de su madre»; el «lactancia materna exclusiva 6 meses» y el «en un país como el nuestro se crían igual con pecho que con biberón»...

Cuando a la mayoría le apetece «malacostumbrarlos», esto es, cogerlos mucho, estar siempre con sus bebés, muchas deben dejar su regazo vacío y dejarlos al cuidado de otros a tempranas edades por imponderables socioeconómicos, sin que sea, por supuesto, por su culpa, y cuando esto sucede, los partidarios del «no lo cojas...» se congratulan y asienten con satisfacción, ajenos a su pena; los partidarios del regazo, como trono único y persistente, no se privan de advertirles sin piedad —y sin pruebas, eso, sí— de las consecuencias psicológicas negativas que ello puede acarrear a sus vástagos muchos años después.

Entre el sacrosanto, secular y coercitivo deber de criar y amamantar y el moderno y democrático derecho a criar y amamantar media un abismo nada sutil en el que navegan como pueden las madres.

Si queréis seguir leyendo, de estas cosas hablaremos.