Al atardecer, la lluvia había cesado y los asistentes se fueron retirando, no sin antes lamentar la terrible pérdida que iba suponer para la familia la muerte de Violet. Los más viejos recordaban su dedicación abnegada como enfermera colaboradora de su esposo en la epidemia de cólera que se llevó al doctor, otros comentaron sus hazañas por África. Todos estuvieron de acuerdo en que la difunta no dejaba a nadie indiferente. También deploraron que la inauguración de la residencia de los Hills hubiese comenzado de forma tan funesta.
Cuando los invitados se hubieron marchado, la familia se reunió en el saloncito.
—Stephen, todo esto trastoca nuestros planes. Margaret cumple dieciocho años en primavera. La presentación de las debutantes ante la reina será en abril. Para entonces el luto habrá concluido. Espero que hayas adoptado las medidas precisas, tal como lo acordamos este verano, para que nuestra hija sea incluida en cualquiera de las cuatro recepciones que se organizarán esta temporada.
—Por supuesto, querida, ya he comenzado a preparar los anzuelos y los cebos. Sólo hay que esperar a que los peces piquen –comentó el hombre, torciendo el gesto.
Lady Jane tomó un sorbo de la tisana calmante que le había proporcionado su doncella. Margaret aprovechó el momento para intervenir en la conversación.
—Padre. Había hablado con madre sobre la conveniencia de que perfeccionase mi educación mundana, que en el campo había estado un poco olvidada, asistiendo a clases de francés, poesía, piano y baile en una academia para señoritas. Para ello solicito su permiso. Entiendo que dadas las circunstancias la música y el baile deben ser descartados.
—No me parece mal. Es más, me alegra que haya desaparecido tu interés por el mundo del trabajo. Finalmente la razón se ha impuesto en tu pensamiento. Puedes dedicarte al francés y a la poesía, si te place. Dentro de tres meses podrás añadir el baile, el piano y el canto. ¿Estás de acuerdo, querida? Ya sabes que en asuntos domésticos tú dispones de la última palabra.
—Sí, Stephen, siempre y cuando vaya acompañada por su doncella ya que yo no podré. Por las tardes deberás realizar obras de caridad. Es un deber sagrado y conveniente para las muchachas. Hay constituido un grupo de jovencitas de la alta sociedad que tejen ropas para los bebés de madres descarriadas internadas en instituciones de beneficencia o que realizan cuestaciones en especie para los pobres de los arrabales de Bermondsey.
Margaret se plegó a todas las condiciones impuestas por sus progenitores con una docilidad inusual. Pese a ello, ninguno sospechó el ardid que ocultaba la complacencia filial.
Mary, agradecida, sirvió con abnegación a Margaret. Le resultó una tarea difícil pues lady Jane cumplía rigurosamente los protocolos del luto y apenas salía a la calle, con lo que burlar la vigilancia de la mujer constituía toda una proeza. A pesar de ello, la doncella se escabullía para llevarle a Hunter las notas que escribía la muchacha. También la acompañaba en sus entrevistas con el pintor que se enmascaraban tras la coartada de las clases para señoritas. Los días transcurrieron rápidos, tan rápidos como se deslizaba el pincel de Hunter sobre los lienzos en los que recogía, bajo diversos personajes, las facciones de Margaret. La doncella estaba encantada con aquellas citas pues le permitían cotillear con otras criadas tanto en la portería del edificio en el que residía Hunter como en el mercado cercano. Las sesiones de posado finalizaban antes del mediodía. El dinero de las clases, que Margaret se empeñó en financiar con la herencia de tía Violet, acababa en la caja de galletas vacía en la que el pintor guardaba sus escasos fondos o en bolsillo de la doncella. Había que respetar la farsa hasta en sus más mínimos detalles.
Algunos días, cuando el pintor o la modelo se hallaban tan fatigados que resultaba imposible proseguir la tarea, y el tiempo era bueno, salían a dar cortos paseos por los jardines de Saint James; otras veces alquilaban un coche y llegaban hasta Regent’s Park. Allí, deambulaban tomados de la mano entre los añosos árboles que habían perdido casi la totalidad de sus hojas. Se ocultaban detrás de los gigantescos troncos para besarse. Otras veces se limitaban a caminar en silencio escuchando los ruidos de las hojas secas que crujían bajo sus pies, envueltos por el amor que se profesaban.
A mediados de diciembre interrumpieron las citas pues el padre y el hermano de la muchacha regresaron a la casa para celebrar en familia las fiestas navideñas. El pintor marchó a la residencia de su tía, a Oaks Cottage, para acompañarlos durante la Navidad. Su tía, siempre que le era posible, regresaba al campo para alejarse del ritmo de vida frenético de la ciudad y recuperar la paz en la quietud campesina. Al tío, los días en la rústica propiedad le ayudaban a relajarse de las tensiones provocadas por los debates políticos que se vivían habitualmente en Westminster.
Los amantes volvieron a encontrarse cuando el mes de enero había concluido y con él también el luto de Margaret. Los fríos días invernales transcurrieron rápidos. Los paseos desaparecieron mientras ellos se entregaban al arte y al amor. James pintaba frenéticamente; los personajes femeninos de las narrativas pictóricas adquirían el rostro de la muchacha, los cuerpos su fisonomía y sus proporciones. Heroínas mitológicas de grandes ojos verdes, diosas semidesnudas de carnes translúcidas, mujeres de la calle de rojizas cabelleras. Todas ellas estaban impregnadas del espíritu de Margaret.
En los períodos en los que el pintor interrumpía su labor para tomar una taza de té o para descansar, se entregaban a la pasión sin traspasar nunca el último límite. Parecía haber un acuerdo tácito entre ellos para no consumar su amor. Sin embargo, no les impedía experimentar gozar de sus cuerpos ansiosos el uno del otro. Llegó un momento en el que ambos conocían a la perfección la anatomía del amado. Podían describir de memoria cada pliegue, cada oquedad, los deseos escondidos y los secretos mecanismos que abrían la puerta del placer. Apenas quedaba ya nada por descubrir sino trasponer la última valla, descorrer el último cerrojo. Pero ninguno de los dos se atrevía. El miedo a las consecuencias que podrían ocasionarle, sobre todo a Margaret, los paralizaba y antes de llegar al coito interrumpían sus efusiones, lo que les provocaba a ambos la sensación de que el jardín vetado, situado al otro lado, era aún más hermoso que el territorio transitado y que tal vez mereciese la pena incumplir la prohibición para penetrar en él, aunque eso supusiese una peligrosa exposición, un riesgo añadido a una relación ya arriesgada.
Por las noches, cuando en la soledad de su habitación evocaba los momentos vividos con el pintor, envidiaba a sus amigas que sabían moverse en el restringido espacio de las conveniencias y hasta eran felices, o al menos lo parecían, entre sus estrechos márgenes. Ella ya había bebido el embriagador licor de la ruptura de las reglas y le había gustado aun a sabiendas de las destructoras consecuencias de su consumo.
Hunter se sumió en una febril actividad ante la inminencia de la exposición. Pintaba día y noche para acabar los lienzos y Margaret, liberada de la ocupación del posado, se aburría. Empleaba su tiempo leyendo los libros de la biblioteca del pintor recostada en el canapé. Él le había recomendado Tess la de los d’Urberville y El molino del Floss. Cuando se cansaba de leer se dedicaba a dormitar mientras contemplaba absorta las gotas de lluvia que resbalaban por los cristales del mirador. Añoraba los paseos a caballo por los viejos caminos de la antigua Inglaterra, la libertad que le proporcionaba la vida en la campiña y sobre todo los espacios abiertos. Languidecía como una flor cortada. Sólo las caricias de James conseguían librarla de aquella indolencia.
Aquellos días de febrero fueron hermosos, pues su madre se ausentó durante tres semanas para dirigirse a Tower House. El tejado del ala oeste de la mansión había sufrido desperfectos importantes a causa del temporal de lluvias que durante el invierno se había ensañado con la región. Margaret declinó acompañarla, a pesar de la nostalgia que sentía por los paisajes de su infancia. Se excusó aludiendo a sus clases y a las obras piadosas que por las tardes realizaba junto con otras jóvenes de la alta sociedad londinense. La ausencia materna significaba una oportunidad de recuperar una porción mayor de la libertad que le había sido arrebatada desde que llegó a la ciudad. Salvo las noches en las que regresaba a su casa para dormir, el resto del día transcurría en el estudio del pintor. Ambos se afanaron en construir un territorio común. La intimidad entre ellos creció como las hojas de un árbol que dispone de abono, agua y al que el sol espolea para que cumpla su destino y se dirija hacia arriba, hacia lo alto.
El amor de ambos estaba sujeto a los caprichos de la luz. Si esta era buena, Hunter la aprovechaba para pintar. Margaret se sentaba en el sofá y guardaba silencio para no interrumpir la actividad creativa de su amado. Solía contemplarlo mientras él se afanaba con los colores y pinceles resolviendo fondos o dotando a las figuras de una vida tan real como la que ellos vivían. Una tarde, la verdad le fue revelada. Margaret reposaba ociosa en el canapé. Mordisqueaba un pastelillo de sésamo para mitigar su aburrimiento. El tiempo era frío y desapacible. Nubes blanquecinas que presagiaban nieve cubrían el cielo. La muchacha guardaba el más absoluto silencio para no quebrar la concentración del pintor. Hunter pintaba de espaldas a ella, otras veces, abstraído en la tarea, le mostraba un perfil. Le pareció bello. Los cabellos oscuros y rizados se movían con sus gestos. Le gustaba la sensación de introducir los dedos entre ellos y enrollar los suaves bucles a sus falanges, para ella este acto constituía una forma sutil de posesión. De repente, Hunter se giró ofreciéndole la visión de su rostro. Sus pupilas se fijaron en algún punto de la habitación, tal vez contemplaba algo que no estaba en aquella estancia, algo invisible para el común de los mortales pero que él, tocado por el dedo de algún dios, sí vislumbraba. Sus ojos estaban muy abiertos; las pestañas que rozaban el arco ciliar contrastaban con el tono crema de su tez. Le pareció estar contemplando a un ser superior. Su belleza le dolió. Por primera vez, y sin estar entregada a los afanes del amor, sintió la necesidad de fundirse con él. De poseerlo y ser poseída. Una especie de vértigo la invadió y la verdad estalló ante sus ojos. Supo en ese mismo instante que no podría amar a ningún otro. Inmediatamente, un intenso temor se apoderó de su espíritu. Dudaba de que poseyese la suficiente fuerza para luchar por una felicidad que intuía unida al hombre que ahora mismo estaba sumido en el trance misterioso del acto creativo. La dicha no le sería dada con facilidad, como todo hasta ahora. Debería atraparla por más inaccesible que estuviese y preservarla como se protege una joya o la luz de una candela. Su expresión debió reflejar tal arrobamiento, que Hunter, al girarse para limpiar con trementina el exceso de pintura de un pincel, la percibió.
—¿Qué te sucede, Maggie?
Ella intentó disimular aquella intensa emoción, tan nueva que aún no conseguía explicar, con una pregunta que le rondaba por la mente desde que lo conoció.
—¿Por qué pintas, James? ¿Qué fuerza te impele a representar paisajes y personajes en una tela?
—Difícil pregunta. Creo que es mi compromiso con la vida. Como otras veces te he comentado, busco la representación de la verdad. No soy un esteta. La plasmación única y exclusiva de la belleza me parece una actividad vacía e inútil. El arte debe estar al servicio de una idea, debe estar impregnado del propio artista, de su vida, sus sueños y deseos. La belleza en abstracto carece de sentido. Son las cosas bellas, las personas hermosas, las que nos aproximan a ella. Yo no creo en el ideal platónico.
—La percepción de la belleza es muy subjetiva. Yo, al menos, lo creo así, aunque mi experiencia en estos temas es escasa.
—Por supuesto, y con la plasmación de ella sucede lo mismo. Toda mi técnica: las líneas que empleo, los colores elegidos, la perspectiva que utilizo… Todo es un mero instrumento de representación de lo que pienso, de lo que creo. ¿No sé si me explico?
—Creo que sí. Los hermosos vestidos que constituyen mi ajuar son prendas vacías, inútiles carcasas, a pesar de la suavidad de las telas con las que están confeccionados, del color que las tiñe o de los abalorios que las adornan. El único propósito que cumplen es mi ornato que por otra parte obedece a un malévolo objetivo: que los demás se fijen en mi envoltorio y encuentre pronto marido.
Ambos rieron ante la analogía expuesta por la muchacha. El pintor abandonó su quehacer, la luz se había marchado hacía rato y le resultaba imposible continuar la tarea. La abrazó y durante un buen rato sólo se escuchó el crepitar de la leña en la estufa y la llovizna que punteaba los cristales del estudio.
Días después, recibió una carta de Hunter, la invitaba a una fiesta en un local del Soho. Iban a celebrar por anticipado el éxito de la exposición y acudirían muchos de los artistas del círculo de amistades del pintor. Hunter la recogió en un coche y acudieron al evento. Ella nunca había estado en un sitio semejante y aunque se sentía fuera de lugar, intentó que no se notase. Algunas de las mujeres asistentes, en su mayoría musas de los pintores, se comportaban con una espontaneidad que a Margaret se le antojó rayana en el descaro. Besaban en las mejillas a los hombres, bebían absenta o ginebra y no dudaban en fumar cigarrillos. Sus atuendos eran llamativos: generosos escotes y alambicados sombreros que conjuntaban a la perfección con los maquillajes, un tanto ostentosos, con los que cubrían sus facciones. Además, participaban con soltura en las bromas, un tanto escabrosas, de los artistas sin sonrojarse. Ella apenas pudo participar en las conversaciones y prefirió permanecer callada mientras observaba. Cuando la fiesta parecía declinar, uno de los asistentes propuso continuarla en un salón de baile que habían abierto en los alrededores. Hunter, que conocía la fama de aquella sala de fiestas y temiendo que el ambiente escandalizase a Margaret, se negó a acompañar a sus camaradas, pero ante la insistencia de estos no pudo soslayar la invitación y se dirigieron al lugar propuesto. También Margaret le urgió a que aceptase. Nunca había estado en un local, que intuía de «mala nota», y deseaba conocerlo. El champán que había bebido comenzaba a desinhibir su conducta. Tampoco quería que la considerasen una gazmoña, ni separar a Hunter de su grupo de amigos.
Al principio, el denso humo y la iluminación tenue impidieron que Margaret tomase conciencia del lugar en el que se encontraban. Ocuparon varias mesas y continuaron charlando y bebiendo. La muchacha no paraba de reír con las bromas de una de las artistas, una poetisa que escribía unos poemas subidos de tono que comenzó a recitar ante el regocijo de los presentes. Al poco rato, la mujer se marchó acompañada de uno de los pintores. Margaret volvió a abstraerse de la conversación circundante. Dirigió su atención a la pista de baile. Esperaba que Hunter la invitase a salir, era su única oportunidad para lucirse como bailarina. En ella, las parejas no sólo bailaban, sino que se entregaban a lúbricas efusiones. Evidentemente –pensó– se trataba de mujerzuelas contratadas por los caballeros cuyos sombreros de copa y gabanes había visto colgados en el guardarropa de la entrada. Una de aquellas parejas le llamó la atención. Ella era una muchacha morena de carnes opulentas, la figura masculina le resultaba vagamente familiar, aunque la contemplaba de espaldas. En uno de los movimientos de la danza, el caballero se giró y Margaret se llevó la mano a la boca para sofocar un grito: ¡Era su padre! Se levantó y, con los ojos llenos de espanto, abandonó el local con rapidez. Hunter consiguió asirla por un brazo cuando ella avanzaba casi a la carrera calle abajo. Le rodeó los hombros mientras trataba de averiguar la razón de la huida de la muchacha.
—¿Qué te sucede, querida? ¿He cometido algún acto que te haya ofendido? Te juro que ha sido inconscientemente.
Margaret apenas podía contener el llanto y el nudo que se había formado en su garganta le impedía responder a James. Tragó saliva para articular una respuesta coherente.
—¿Ha sido el local, verdad? Sabía que no debía llevarte allí. Ese no es el sitio adecuado para una señorita. Por eso no deseaba acudir pero…
—No, James, la razón de mi estado no está en nada de lo que tú hayas hecho, ni tampoco en el local. Uno de los caballeros que bailaba con una de las damas –recalcó la palabra– era mi padre. Sí, Stephen Hills. El hombre de negocios, el ejemplar padre de familia… ¡Bailando con una cocotte!
Él no supo qué contestar ante la revelación. Imaginaba el confuso estado de la mente de la muchacha.
—Vayamos a mi apartamento. Te prepararé una copa de coñac. Estás temblando. A esta hora la portera estará ya acostada. No hay peligro de que te reconozca.
Continuaron andando por las calles, los pasos de la muchacha resonaban sobre la acera en la que había tendidos algunos borrachos. De los garitos que jalonaban la zona emergían caballeros en estado de embriaguez, abrazados a hermosas mujeres que intentaban mantenerlos en pie. Una neblina fría envolvía la ciudad y prestaba un halo fantasmal a las luces de las escasas farolas que alumbraban la inhóspita geografía urbana. El champán que había bebido y la impresión desataron la náusea y Margaret vomitó sobre el adoquinado salpicando su vestido y los afilados botines de cabritilla que calzaba. Se sintió mejor. Al poco, Hunter introducía la llave en la cerradura del portón. Apoyándose en el pintor y de puntillas, subieron hasta el apartamento.
—En este estado no puedes regresar a tu casa. Quítate el vestido. Te dejaré una camisa. Prepararé té, lo necesitas. Después deberás dormir un poco. Entretanto limpiaré tu vestido y lo colgaremos cerca de la estufa. Cuando estés repuesta buscaré un coche y te acompañaré.
Mientras Hunter se afanaba en calentar agua para preparar la infusión, Margaret se cambiaba de ropa. La similitud de las circunstancias le evocó el primer encuentro con el artista.
Al poco rato, ambos estaban sentados en el canapé tomando un té fuerte. La muchacha bebía la bebida a tragos pequeños frente al fuego que el pintor había prendido. Estaba en completo silencio; él lo respetó.
—Acuéstate. Yo dormiré un rato aquí.
Ella se retiró al dormitorio. La infusión caliente y aromática la reconfortó. Lejos de dormir se dedicó a rumiar los detalles de la situación. Intentaba hallar en su interior la fuerza necesaria para llevar a cabo el plan que acababa de trazar. Se despojó del batín de Hunter y se soltó el cabello que se esparció sobre su espalda como una llamarada. Se contempló en el espejo colgado sobre la cómoda. En contraste con el cabello su piel parecía de nácar, las azuladas venas que se transparentaban le daban a la blancura de su epidermis un aspecto alabastrino. Las pupilas le brillaban con un fulgor de esmeralda. Extrajo de su bolso el frasquito de perfume que siempre llevaba consigo. Lo destapó y aspiró su intenso aroma a flores. Se lo aplicó con precisión en el cuello y las muñecas; cepilló con energía su cabello para que brillara aún más, lo pasó una y otra vez por su cabeza como si quisiera arrancar de su mente los pensamientos que la turbaban: la imagen de su progenitor acariciando la morena espalda de la cortesana. Se introdujo en el lecho y sintió un escalofrío que atribuyó a la humedad que impregnaba las sábanas. Intentó calmar el tableteo del interior de su pecho. Recordó a Tess y la terrible escena del bosque.
—James, querido, ¿puedes venir? –lo llamó con dulzura.
Él se había tumbado sobre el estrecho sofá mientras fumaba y pensaba en ella acompañado del crepitar de la madera que se consumía en la chimenea
—¿Te sucede algo? ¿Te encuentras mal? –le preguntó mientras descorría la cortina que separaba el estudio del dormitorio.
—Ven, acuéstate a mi lado –le dijo mientras señalaba con una palmada el lecho.
Hunter comprendió de inmediato las pretensiones de Margaret. Había aprendido a interpretar el brillo de aquellas pupilas verdosas que tanto le fascinaban.
—Margaret, ¿estás segura de lo que vas a hacer? –se corrigió–, ¿de lo que vamos a hacer?
Ella no contestó, se limitó a repetir el gesto palmeando la cama con suavidad. Apartó las sábanas y el brillo de la piel aureolada por la crespa cabellera rojiza de la muchacha derribó las últimas defensas que el pintor había levantado. La visión de su cuerpo desnudo, que tantas veces imaginara, destruyó en un instante todos los posibles argumentos; los límites, las vallas, los cerrojos resultaron inútiles. La pasión sucedió a la continencia. Se despojó de la ropa y se introdujo en la cama primero, después se sumergió en ella como el sediento en un fresco manantial.
Hunter la guió por los intrincados caminos del amor y sofocó con su boca el grito de la muchacha que en aquel instante dejaba de serlo.
Sentía que todo estaba consumado. Amaba a Hunter. Pero sabía que su acto de entrega no había sido guiado por el amor. No había sido el deseo el motivo que la había conducido a descorrer el último cerrojo, sino el irracional deseo de venganza contra su padre al que consideraba un hipócrita defensor de la idea, típica de su época, de que la familia era uno de los pilares en los que se fundamentaba el orden social. Lo había escuchado afirmar en numerosas ocasiones, haber formado la suya a imagen y semejanza de la formada por Victoria y Alberto, los monarcas reinantes. Sin embargo, no tenía empacho en bailar, y seguro que tampoco en acostarse, con aquella mujerzuela, violando los sagrados votos juramentados ante el altar y mancillando a su familia con un comportamiento indigno. Se sentía desgarrada, sentía que también ella, digna hija de tal padre, había traicionado a James. Él se merecía una entrega total y sobre todo sincera. El acto que acababa de cometer no había sido leal, pues el amor que ambos sentían había sido empañado por el odio que le inspiraba su progenitor y que materializaba imitando su comportamiento. Se había traicionado a sí misma y también a Hunter. Así, el momento feliz de la primera entrega, la sensación de plenitud de la posesión mutua había quedado eclipsado por la ira y la venganza. Los acontecimientos la superaban por primera vez. No se arrepintió de su acto aunque las consecuencias del mismo la marcaron para siempre. A la luz de la lámpara de parafina, contempló a Hunter que dormía el sueño feliz y balsámico inducido por el amor. Con la punta de los dedos acarició su rostro relajado, sus párpados cerrados bordeados por las oscuras pestañas que trazaban sombras en sus mejillas morenas. Se alegró de que durmiese, pues la perspicacia de su mirada habría conseguido leer en sus ojos y descifrar la causa de su abatimiento. Apagó la lámpara, se deslizó entre las sábanas y se aferró a él como un niño pequeño a su madre, como un náufrago al madero de salvación. Oyó el golpeteo de las gotas de lluvia, en la que se había transformado la neblina, en los cristales, semejante al picoteo de un pajarito que buscase refugio. La imagen de su padre bailando con la cortesana desapareció sustituida por la de ella y Hunter amándose. Ya no le dolía. La venganza se había consumado. El sueño llegó hasta ella.