VIII

Londres

imagen

Llegaron a Londres una luminosa mañana de octubre. El otoño había instalado sus cálidos tonos en los árboles de Hyde Park. El tiempo era excepcionalmente cálido y aún no se habían encendido las calefacciones por lo que la ciudad parecía envuelta en una cúpula de cristal transparente. El cielo azul se vislumbraba en lo alto apenas cruzado por alguna nubecilla inocente. La estación bullía de actividad. Margaret, su madre y dos doncellas alquilaron un coche que los condujo hasta su nueva residencia. El resto de la servidumbre permaneció en el establecimiento recogiendo y organizando el voluminoso equipaje.

El coche avanzaba despacio entre el tráfico de la ciudad: tílburis, cabriolés y ómnibus tirados por caballos competían por el espacio urbano con los carros de vendedores ambulantes que ofrecían cerveza y viandas a los transeúntes. La circulación resultaba caótica. Los gritos de los cocheros azuzando las caballerías se unían a los relinchos de los animales y al tableteo de las ruedas sobre el adoquinado. A pesar de la escasa distancia que separaba la estación de la residencia, tardaron mucho en llegar. La pericia del cochero les evitó un accidente y consiguieron arribar indemnes al exclusivo barrio de Mayfair.

Sobre una parcela rodeada por un muro gris rematado por una verja de hierro se alzaba la residencia: «Hills House», rezaba una inscripción grabada sobre una placa de bronce atornillada junto a la puerta de entrada. La casa resultaba imponente. Margaret sólo la había contemplado en obras. El resultado final era ostentoso: una mole de ladrillo rojo con recercados de piedra blanca alrededor de los vanos de entrada y en los ángulos del edificio. Un frontón triangular coronaba la entrada apoyado sobre unas columnas semiexentas de basas, fuste y capiteles jónicos. El frontón enmarcaba una representación alegórica, tallada en la piedra, de Hefestos y Hermes, los dioses de la minería y el comercio. Alrededor de las jambas de la puerta principal de acceso a la vivienda aparecían más motivos simbólicos como recordatorios del origen de la fortuna familiar. Entre ellos, destacaban dos caduceos y numerosas abejas esculpidos en gran tamaño que aludían a la importancia del trabajo como medio de enriquecimiento. En el primer piso, se abría una larga fila de ventanas rematada con frontones semicirculares en los que se repetía alguno de los grabados de la fachada. Sobre ellos se situaba una pequeña hilera de arcos ciegos cobijados por el alero que formaba el tejado de pizarra en el que se abrían los ojos avizores de algunas buhardillas.

Margaret se sintió impresionada; la vivienda no se parecía en nada a la vieja mansión tudor en la que se había criado.

—¿Te agrada, hija? –preguntó lady Jane.

—No sé qué decirte, mamá. ¡Es tan distinta a Tower House!

—El barrio es magnífico. Me costó grandes esfuerzos convencer a tu padre de la conveniencia de adquirir el terreno aquí y no en Park Lane, el barrio de los nuevos ricos. Aunque la casa no goza de la solera a la que he estado acostumbrada desde siempre, al menos el barrio sí la posee. La mayor parte de los amigos de mi familia residen aquí en esas fabulosas mansiones que has podido contemplar y que erigieron sus augustos antepasados a fines del siglo XVII. El diseño de la casa ha sido idea de tu padre y del arquitecto francés que ha contratado y aunque no se puede comparar con las residencias del entorno, resulta impactante.

—Sí. Hay muchas mansiones verdaderamente hermosas. Pero como Tower House…

—Así es. Estamos perdiendo nuestras raíces. Mi padre afirmaba que el poder emanaba directamente de la tierra. Él dedicó gran parte de su vida a comprar tierras, acres y acres de terreno que luego dedicaba al cultivo de la cebada y el lúpulo. Al principio, esta actividad le proporcionó grandes ingresos. Después, cuando los campos hubieron de ser cerrados, tanto él como mi tío tuvieron que vender parte de lo adquirido, asfixiados por las deudas. Ninguno de los dos supo prepararse para el progreso y no invirtieron en maquinaria. La mayor parte de los bienes se perdieron y lo poco que quedó lo heredó, junto con el título, mi hermano Arthur, que pronto lo malvendió para marcharse a Brasil. Yo tuve suerte ya que era la sobrina favorita de mi tío Joshua que, como ya sabes, me legó la propiedad de Tower House. Mi hermana Violet, desoyendo los consejos familiares (siempre fue una rebelde), ya se había casado con su querido doctor. A la muerte de mi madre heredó el cottage que le había legado nuestro tío y cuyo usufructo perteneció a tu abuela. Gracias a la tierra, tu padre pudo ampliar sus negocios pues las vendió con esta finalidad. Yo siempre detesté esta venta.

—Y tú, ¿no te pudiste oponer si no estabas de acuerdo?

—La operación se realizó antes de la reforma legislativa de 1882. Hasta ese momento los bienes de la mujer pasaban a ser propiedad del marido aunque proviniesen de una herencia. Tuve que aceptar. En el fondo, la residencia me parece un poco vulgar. La casa de un burgués. Creo que no es preciso alardear de los orígenes de nuestra fortuna. Otra cosa son nuestros ancestros. Está bien que se coloquen sobre la fachada los viejos escudos familiares, pero todos esos mamarrachos me parecen de un gusto espantoso. Pero… claro, en ausencia de blasones, buenos son dioses y abejas. El interior es diferente; te va a gustar. Los muebles son lo último. Los he adquirido en la tienda de Morris y hacen furor en Londres.

Al franquear la puerta, les esperaban los criados. Conforme iban siendo presentados se inclinaban ante las mujeres. Margaret retuvo el nombre de Walter, el mayordomo y el de la señora Flanders, el ama de llaves. Al final de la fila engrosada por lacayos, doncellas, la cocinera, y los pinches, había una muchachita pálida, de rubios cabellos recogidos en un moño y ocultos por una cofia. Era una chica esmirriada pero sus ojos eran de un azul tan bello que le iluminaban toda la cara. Su madre se la presentó como su doncella personal. Consultó un papel que extrajo del bolso y le dijo el nombre: Mary Sanders.

Pasaron al recibidor, una amplia pieza cuadrada sobre la que se abrían las puertas de numerosas habitaciones. Al fondo, una escalinata en mármol blanco ascendía voluptuosa hasta el primer piso. La luz penetraba por las ventanas que se abrían al jardín y creaban una agradable sensación de sosiego. Los altos techos no estaban recubiertos de madera sino pintados sobre el blanco recubrimiento de escayola con motivos vegetales. Lady Jane abrió una puerta y penetraron en una sala en semipenumbra pues las cortinas estaban corridas. Accionó un mecanismo adosado a la pared y las lámparas que pendían del alto techo iluminaron toda la amplia estancia.

—Ves, Maggie, hemos instalado luz eléctrica. Nos ha costado una fortuna, pero las velas y el gas ya están pasados de moda, aunque los mantenemos en las habitaciones de la servidumbre.

Las arañas de cristal veneciano extendían sus reflejos multicolores al pulido pavimento de madera. Su madre le llamó la atención sobre los tapices que colgaban de las paredes. Habían sido diseñados también por Williams Morris, al igual que el papel pintado que cubría los muros. En un rincón, un piano de cola centelleaba.

—Es el salón de baile; aquí podrás lucirte en todo tu esplendor, querida –añadió mientras se colgaba del brazo de su hija con actitud cómplice.

Abrió una puerta que comunicaba la habitación con otro cuarto.

—Esta estancia es la biblioteca. Aquella puerta comunica con el despacho de tu padre. Como puedes observar está toda decorada con un gusto muy masculino. Él ha elegido personalmente estas estanterías de caoba así como los libros que las llenan, los sillones y canapés en cuero verde oliva, que no están tan mal, la verdad. Resultan originales. Aunque yo prefiero un buen tapizado de damasco, es más elegante. Las mesitas las he escogido yo. ¿Verdad que son refinadas? Diseño de Morris, naturalmente.

—Sí, madre, son preciosas –añadió la muchacha, que deseaba que aquella «excursión» finalizase para escribirle una nota a Hunter.

Atravesaron la biblioteca y penetraron de nuevo en el recibidor para dirigirse al ala en la que se ubicaba el comedor de invitados, una estancia luminosa gracias a las ventanas que se abrían al jardín y en la que destacaba una gran mesa en madera clara para treinta comensales. La sillas eran del mismo estilo que las mesitas de la biblioteca. Estaban provistas de patas curvas esbeltas y esta vez tapizadas en damasco en tono amarillo dorado. Había jarrones de opalina azul celeste con flores frescas sobre altos maceteros con adornos de taracea. Sobre un aparador brillaban las fuentes de plata heredadas de las que tan orgullosa se sentía lady Jane. Junto al comedor se situaba una salita que ejercía la función de comedor de diario. La habitación era de dimensiones menores. Estaba amueblada para uso exclusivo de la familia, empapelada en tonos azules y con un carácter más funcional e íntimo.

—No te voy a abrumar hoy con un recorrido doméstico. Ya habrá tiempo. Además, lo que queda por ver es el gabinete donde recibir a las visitas. En el sótano hemos habilitado las cocinas y las dependencias del servicio: cuarto de costura, despensa, bodega, trastero y almacén.

—Todo es muy bonito. Ha hecho un excelente trabajo con la decoración. El escenario para mi lucimiento está muy logrado y atraerá, seguro, más pretendientes que yo.

—No seas impertinente, niña. Las apariencias son muy importantes. Ahora no lo comprendes pues eres joven y rebelde. Lo entenderás con la edad. Pero no quiero discutir hoy.

—Perdone, madre, no era mi intención desafiar su autoridad pero es que me siento tan extraña fuera de Tower House.

—Subamos a que veas tu habitación. Además, necesito retirarme, con tanto ajetreo se me está levantando una jaqueca terrible.

Ascendieron por la artística escalera y llegaron a la galería del piso superior. A la izquierda, se abrían las puertas de los dormitorios de invitados. A la derecha, las habitaciones familiares. Todas las alcobas contaban con cuarto de baño de uso privado en el que no faltaba el agua corriente. La de Margaret estaba empapelada con un dibujo de diminutas rosas y peonías en un amarillo desvaído. El cabecero y piecero de la cama se asemejaban a una lira. El ropero era altísimo. Pensó que necesitaría algo más que un escabel para alcanzar la parte superior. Frente a la cama, su madre había colocado un esbelto tocador que soportaba el peso de un espejo en forma de tríptico. En un rincón, se situaba un escritorio con múltiples cajoncillos y provisto de material de escritura que le facilitaba ponerse en contacto con Hunter. Las sillas estaban tapizadas a juego con el empapelado, las cortinas y el cubrecama, en un tejido de seda estampado en listas amarillas y rosas entre las que se intercalaban cenefas verticales de florecillas similares a las del empapelado. Una de las ventanas, era, en realidad una puerta que se comunicaba con un balconcillo desde el que podía divisar el jardín. Agradeció a su madre sus desvelos en la decoración del cuarto y se despidió de ella. Quería quedarse a solas para escribir una nota a Hunter informándolo de su llegada.

Querido, James:

Espero que mi misiva anterior te llenara de alegría. ¡Es tan grato comprobar que los sentimientos son correspondidos!

Acabamos de llegar a Londres y estamos instalándonos en nuestra nueva residencia de la que te envío la dirección, aunque te ruego que me escribas con nombre supuesto y femenino. Ya inventaré cualquier excusa para mi familia. Es muy triste que tengamos que recurrir a estos subterfugios; para ellos no cuenta la riqueza del alma o la nobleza del espíritu, de las que intuyo que cuentas con amplio caudal, sino la que aportan el dinero o el apellido.

Me gustaría que concertásemos una cita en algún lugar de esta gran ciudad, que tanto me aturde, pero cuya inmensidad me parece fascinante porque fomenta el anonimato que necesitamos para que nuestro amor florezca.

Esperando tu respuesta, te expreso una vez más mis sentimientos.

Margaret

Cogió con cuidado un sobre del escritorio, plegó la carta y la introdujo dentro. En la dirección sólo escribió las iniciales del pintor. Bajó al recibidor y la depositó en la bandeja de la correspondencia saliente. Era la única carta. Esperaba que los sirvientes la llevasen pronto al correo para ahorrarse explicaciones.

Abrió puerta tras puerta hasta encontrar la que llevaba hasta el sótano. Sentía hambre. La cocinera le preparó un almuerzo ligero que comió allí mismo. Salió al jardín. No podía compararse al de Tower House pues lo habían plantado recientemente. Los árboles eran raquíticos ejemplares de olmos, hayas y un roble. El césped era poco más que una pelusa. Los parterres de bulbos aún no habían alumbrado sus primeras hojas pues su ciclo comenzaba en primavera. Habría que esperar muchos años hasta que el jardín se asemejase al de la mansión.

Subió hasta las buhardillas, en las que se agolpaban las cajas de madera rotuladas con el nombre del contenido embalado. La servidumbre tenía trabajo extra para colocar todos aquellos objetos, unos nuevos y otros procedentes de la antigua casa. Se asomó a la ventana; desde allí se divisaba la vegetación de Hyde Park y de Kensington. Se sentía perdida pues desconocía la ciudad en la que ahora se desarrollaría su vida. Sintió nostalgia de los espacios abiertos, de sus cabalgatas por la campiña que ahora mostraría los colores cobrizos del otoño, de Darkwood; de todo lo que había dejado atrás. Estaba nerviosa y confundida. Necesitaba consejo, pero las personas que se lo podían ofrecer estaban muy lejos: la vieja ama Sarah se había negado a abandonar Tower House; tía Violet estaba en la India disfrutando de su nuevo estado. Sonrió al recordar la expresión y los comentarios de su madre cuando recibió la carta de su hermana en la que le comunicaba su boda y su viaje, tal vez sin retorno. Necesitaba hablar con Hunter, la única persona que conocía en la ciudad, pero aún no se atrevía a alquilar un coche de punto y presentarse en su casa del Soho. Descendió las escaleras con rapidez y buscó a un criado. La carta aún reposaba en la bandeja.

—Lleve este mensaje a la dirección mencionada en el sobre y espere respuesta. Después, me la acerca a mi habitación. Es urgente. Alquile un coche. Aquí tiene el dinero. Creo que bastará.

La casa estaba en absoluto silencio. Lady Jane dormía en su habitación; su padre estaba ocupado en sus asuntos en las minas y su hermano había regresado al internado. Cogió un libro y se dispuso a aguardar la respuesta del pintor. Sin pretenderlo, se quedó dormida.

La luz de la tarde había desaparecido cuando la doncella le trajo la nota que esperaba.

Querida, Margaret:

Mi alegría es inmensa al saber que estás ya en Londres. Hacía tanto tiempo que no recibía noticias tuyas que empezaba a pensar que te habías olvidado de mí, que habías conocido a un muchacho más apropiado para ti que yo.

Yo también creo que lo más conveniente es que nos veamos cuanto antes. Como no conoces la ciudad, te ofrezco una solución. Alrededor de las siete aguardaré en un coche, con las cortinillas echadas, frente a tu residencia. Intenta salir con la mayor cautela posible. Estaré esperando durante una hora. Si no fuera posible nuestra entrevista, volveré a intentarlo todos los días a la misma hora.

Con amor,

James

Consultó su reloj, eran las seis y media. Salió al pasillo y se aproximó al cuarto de su madre. Ningún sonido se escapaba de la habitación. Supuso que la medicina del doctor Tackerman había realizado su balsámico efecto. Regresó a su habitación de puntillas para que nada turbase el sueño materno. Cambió su vestido por uno de terciopelo con encajes en las mangas; se arregló el moño en el que recogía su flamígera cabellera y colocó sobre él un pequeño sombrero en forma de casquete. Después pellizcó sus mejillas para darles color y se humedeció los labios. Entonces, bajó despacio hasta el recibidor. Atisbó por una de las ventanas laterales y vio el coche de punto estacionado justo enfrente. Accedió a la calle desde el sótano, no se cruzó con nadie. Los criados estaban cenando en el cuarto de estar del servicio pues oía sus voces y sus risas. Sobre la mesa dejó una nota en la que rogaban que no la molestasen para cenar pues le dolía la cabeza. Dio la vuelta al vehículo y se introdujo en él por la puerta lateral opuesta a la vivienda. Nadie la había visto.

No pudo contener sus emociones, en cuanto Hunter le abrió la portezuela del coche rompió a llorar mientras le tendía las manos. La soledad de la gran urbe unida a la suya la habían herido profundamente.

—Cochero, a la dirección en que me ha recogido –ordenó el pintor–. Querida, sécate las lágrimas –añadió mientras le ofrecía su pañuelo y le cogía una mano con delicadeza.

Necesitó un buen rato para calmar el llanto. Abrió la cortinilla, el coche avanzaba despacio y las luces de las farolas estaban encendidas a lo largo de las amplias avenidas por las que circulaba el vehículo hasta adentrarse en el laberinto de las callejas del Soho en las que los locales nocturnos comenzaban a abrir sus puertas. A pesar de lo temprano de la hora, ya había borrachos tumbados en las aceras; muchachas de generosos escotes y pintadas facciones se ofrecían a los caballeros que frecuentaban los garitos de los que se escapaba la música y el humo de los cigarros.

Hunter ordenó al cochero que parase frente a una taberna. Abandonó el vehículo; al poco rato estaba de vuelta con un par de paquetes envueltos en papel de estraza.

—Es nuestra cena de esta noche. Empanada, una botella de vino, jamón y pan. Ya sabes, un soltero siempre tiene vacía la despensa.

Al poco rato, el vehículo se detuvo frente a la casa de Hunter; un edificio de viviendas modesto, con escasa fachada y amplio fondo. Subieron la escalera hasta el tercer piso, en el que vivía el pintor.

—Alquilé el último por la luz; la necesito para pintar. Además es más barato.

El apartamento estaba limpio y era acogedor. La pieza más grande estaba amueblada con sencillez: una mesa para comer, una pequeña cocina que funcionaba con gas al igual que la iluminación, un par de sillas y un sofá. Un mirador permitía asomarse a la calle. Parte del suelo de madera había sido cubierto con papel de periódico. En una mesita auxiliar, descansaban los trebejos del pintor y sobre un caballete destacaba un lienzo apenas comenzado. En otra mesa más grande, una carpeta de cartón de gran tamaño mostraba unos bocetos realizados a carbón. Una puerta daba acceso a una pequeña estancia, la habitación de Hunter. Además de la cama cubierta con una colcha de colores brillantes, la alcoba contaba con un ropero, un espejo y un palanganero, pues el apartamento no disponía de cuarto de baño; este era comunal y se situaba al fondo del pasillo de entrada a la tercera planta.

—No es gran cosa, pero es lo único que puedo permitirme por el momento. Espero que la exposición sea un éxito. Necesito vender, mis rentas son escasas y la generosidad de mis tíos tiene un límite.

—Está bien. Es limpio y acogedor. Aunque el barrio…

—Sí, ya sé, no es el más apropiado para que lo visite una señorita, sobre todo por la noche.

Rieron los dos, ya relajados. Abrió la botella de vino, llenó dos vasos y bebieron.

—Ahora que por fin nos encontramos ¿los sentimientos que expresabas en tu carta permanecen o han cambiado?

—No, querido, siguen intactos al igual que mi determinación. Estoy dispuesta a todo. A luchar por nosotros aunque para ello tenga que abandonar mi vida actual y a mi familia, si no consigo convencerlos.

—Me sorprende tu audacia. ¿No estarás pensando en una fuga? ¿En qué nos casemos en secreto? Esto te condenaría al ostracismo. Serías peor que una leprosa y perderías tu puesto en la sociedad en la que has nacido y te has educado. Yo no quiero eso para ti. Pretendo ofrecerte una vida digna y para lograrlo debo triunfar en el mundo del arte. No podría soportar que pasases necesidades, que tuvieses que renunciar a las comodidades a las que estás acostumbrada.

—Te aseguro que podría prescindir de ellas. Estoy capacitada para trabajar.

James la interrumpió.

—¿Dónde, en una de esas fábricas en las que las trabajadoras se dejan la salud en unas tareas que les ocupan larguísimas jornadas? ¿Como institutriz, tal vez, dedicando tus esfuerzos a la educación de unos hijos que no son los tuyos? ¿O de dependienta en cualquiera de los selectos establecimientos del barrio en el que vives soportando la displicencia y los caprichos de las señoras de la alta sociedad?

—Hablas como mi padre, James –añadió con un tono de tristeza apenas disimulado–. Te recuerdo que este verano he aprendido los rudimentos del oficio de secretaria. Creo que podría desempeñar esta profesión. ¿Tan escasa es tu confianza en mi capacidad?

El pintor se percató de que la había herido aunque sin pretenderlo. Intentó matizar sus afirmaciones para aliviar la desazón de la joven.

—No se trata de ti, querida, se trata del mundo en el que vivimos. Tu puesto como mujer es otro y si desafías a la sociedad, tu reto puede ocasionarte las graves consecuencias que ambos conocemos. Además –añadió abrazándola por la cintura en un gesto de consuelo–, te quiero sólo para mí.

Margaret se relajó de inmediato y se entregó al abrazó de James con complacencia. Después insistió en su proposición.

—Buscaría trabajo como secretaria, muchas mujeres lo hacen y mientras tanto tú pintarías hasta que llegara el momento del éxito.

—De ninguna manera, no aceptaré una propuesta que ofende mi honor de caballero. Lo que si te pido es que poses para mí, tal como te propuse en Oaks Cottage. Intuyo que me darás suerte. ¿Aceptas?

—Por supuesto.

—De momento sólo quiero pensar en pintar, en acabar los cuadros para la exposición. Tendrás que buscar una excusa para acudir aquí por las mañanas que es cuando la luz es la idónea para pintar. ¿Crees que podrás hacerlo?

—Ya me las ingeniaré. Mi padre, como sabes, viaja constantemente. Mi madre, siempre que yo disponga de las tardes libres para que su plan de exhibirme ante sus amistades funcione, acatará cualquier idea o sugerencia.

Se sentó en el canapé. James la acompañó y le acarició la mano. Durante unos instantes permanecieron mudos, atrapados en sus pensamientos. Intentaban allanar los obstáculos que les impedían amarse. Margaret rompió el silencio con una observación.

—Sería una buena idea que frecuentes a tus amigos de la nobleza, así podrás asistir a las soirées y los bailes que se organicen en mi casa. Nos veríamos un poco más. ¿Crees que podrás lograrlo?

—Sí. No creo que sea difícil. Moveré algunos hilos.

James consultó su reloj de leontina. El tiempo había transcurrido veloz.

—Margaret, es hora de que regreses a tu casa antes de que te puedan echar en falta. Te acompañaré, aunque no hasta la puerta de entrada. Si te están esperando siempre podrás argumentar que saliste a pasear. En cuanto hayas encontrado una excusa para evadirte durante las mañanas, házmelo saber para que acuda a recogerte.

Se despidieron un par de calles antes de la residencia de la joven. El barrio no ofrecía ningún peligro, aunque resultaba extraño que una joven anduviese sin carabina a aquellas horas de la noche. La casa estaba en silencio. Abrió la cancela y a través de la puerta de servicio accedió al interior. La cocinera y dos ayudantes se afanaban en la cocina. No le preguntaron nada. Cuando llegó al vestíbulo, oyó la voz de su madre que regañaba a Mary, su doncella.

—Mañana será usted despedida. La tarea principal que le asigné consistía en acompañar siempre a la señorita Margaret y usted no la ha cumplido. Ella no está en su habitación y usted estaba en la salita del servicio charlando con el resto de la servidumbre, ociosa y descuidando sus obligaciones.

La muchacha, con la cabeza baja, se retorcía las manos y lloraba silenciosamente. Margaret irrumpió en el saloncito.

—No la regañe, madre, ha sido culpa mía.

—¿Dónde estabas, Maggie? Espero que no estuvieses deambulando por ahí. Esto es Londres y aquí los paseos de una señorita sin compañía no sólo están mal vistos sino que además pueden resultar peligrosos.

—Madre, he estado casi toda la tarde en el jardín. Me dolía la cabeza y salí a que me diese un poco el aire. Me refugié en el invernadero con un libro y me quedé dormida. El frío de la noche me ha despertado y he entrado en casa.

—Está bien. Mary, puede retirarse. Por esta vez transijo con su descuido, pero que no vuelva a repetirse.

La muchacha levantó la cabeza y dirigió una mirada de agradecimiento a Margaret. Después se retiró en silencio cerrando la puerta tras ella.

—He pensado ocupar las mañanas, o al menos algunas, en asistir a clases de piano. Lo tengo muy abandonado y dudo que pueda hacer un buen papel interpretando baladas. También me gustaría recibir clases de baile, de poesía y por supuesto, de francés. Si he de brillar en la sociedad londinense creo que me harán falta algunos conocimientos más de los que poseo.

—Me parece una buena idea, hija, compruebo que entras en razón. Todos esos saberes son muy útiles para una señorita. Buscaremos los preceptores correspondientes.

—No, madre. En Londres hay academias para la formación de las jóvenes. Creo que sería lo más correcto. Para bailar se necesitan al menos dos personas, sin contar con alguien que interprete la música.

—Bueno, Maggie, preguntaré a mis amistades y buscaremos una institución que satisfaga tus expectativas y las mías. Pero, recuerda, sólo asistirás por las mañanas. Las tardes las tendrás ocupadas en actividades sociales.