Lady Jane regresó dos días después cargada de revistas con fotografías, grabados de casas famosas y muestrarios de telas. La apatía había dejado paso a la excitación nerviosa. Había que amueblar y decorar toda la casa para que luciese en todo su esplendor en otoño. Afortunadamente, el estilo de inspiración oriental había pasado de moda. Le crispaba los nervios toda aquella profusión de lacas decoradas con ginkgos y pagodas. Necesitaba algo elegante pero simple. La pesada decoración de Tower House ya no resultaba chic. Encontró la solución en una exclusiva tienda londinense que comercializaba los muebles fabricados en Morris & Co. Los papeles pintados y las telas para tapicerías a juego con motivos vegetales y florales que se enlazan formando un bello conjunto le agradaron. Todo estaba manufacturado por artesanos a la antigua usanza y no como esos horribles muebles hechos en serie que se podían encontrar en todas las casas, incluso las de familias menos acaudaladas.
A Margaret la tarea de elegir las telas y el papel para su dormitorio le parecía tediosa. Al cabo de un rato, todas las muestras le parecieron iguales. Eligió un tejido estampado con rosas blancas y peonías. Los muebles los dejó a la elección de su madre.
El tiempo continuaba siendo espléndido. Decidió darse un baño en la alberca. El agua tonificó sus anquilosados músculos que llevaban una semana sin ejercitarse. Sus paseos a caballo se habían interrumpido por la obligación de ayudar a su madre en la decoración de la nueva residencia. Estuvo nadando un rato y después se tumbó en el banco de piedra para que el sol secase su traje de baño. Se colocó un sombrero sobre el rostro para que su lechosa epidermis no se le manchara con pecas. Cuando regresó al interior de la casa a cambiarse para el almuerzo, encontró una carta sobre la bandeja de correo del recibidor a su nombre. La remitía Hunter. Rasgó el sobre utilizando el cortaplumas con mango de nácar que reposaba en la bandeja de plata. Contenía una invitación para tomar el té en Oaks Cottage. Estaba redactada sobre un papel de excelente calidad en el que aparecía el escudo de armas de los tíos del pintor, que eran quienes la firmaban. Le enviaban un coche que la recogería el día fijado, si aceptaba. La invitación estaba fechada para tres días más tarde. Sintió como la sangre aceleraba su recorrido por las venas y un rubor cubrió sus mejillas ante la idea de la nueva cita con el artista.
Margaret mostró la tarjeta a su madre solicitándole su permiso. La mujer, abstraída en su tarea, no puso objeción alguna.
—Querida, es estupendo que te inviten a un té. Seguro que conocerás gente interesante. Me imagino que es una forma de disculpa por no haber podido asistir a tu fiesta. Se excusaron alegando una indisposición de la baronesa.
La muchacha se apresuró en remitir una tarjeta aceptando; dado la premura de la fecha, la envió a través de uno de los mozos de cuadras.
Se vistió con esmero para la cita. Eligió un vestido de muselina blanca estampado con pequeñas flores que se ceñía a su cuerpo abriéndose como la corola de una flor a la altura de los tobillos. El crespo cabello lo enrolló en un artístico moño del que se escapaban algunos mechones que caían sobre su nuca. Un sombrero discreto coronaba su cabeza. Acompañó su atavío con un chal bordado por si la merienda era al aire libre y refrescaba. A la hora convenida, el coche, un carruaje tirado por dos caballos y algo destartalado, la esperaba a la puerta de la mansión. Margaret apenas pudo retener la risa al descubrir que era el pintor disfrazado de criado quien le abría la portezuela del vehículo.
—No diga nada.
Cuando franquearon los límites de la propiedad, rieron abiertamente. No pudieron hablar hasta llegar a la residencia de Hunter.
Debajo de los gigantescos robles había dispuesta una mesa cubierta por un blanco mantel de damasco en el que lucían un servicio completo para el té en plata y unas tazas de porcelana decoradas con motivos florales.
— ¿Y sus tíos? –inquirió Margaret.
—Continúan su viaje por Europa. Todo ha sido una invención mía. Deseaba invitarla para proponerle algo. Estamos solos. La criada tiene la tarde libre. No regresará hasta la noche. El coche lo he alquilado. Mis tíos ya no se desplazan en carruaje; han adquirido un flamante automóvil que circula a una velocidad endiablada. Cualquier día se estrellan contra un árbol. Confío en la pericia del chofer que han contratado. Si me disculpa un momento, voy a traer los pasteles y el té.
Margaret era consciente de realizar algo prohibido, pero a la vez le excitaba la idea de la trasgresión. Mantener citas a solas con un caballero, prácticamente un desconocido, sin el permiso paterno pulverizaba todas las convenciones sociales en las que había sido educada. La sensación de clandestinidad, lejos de amilanarla, le provocaba la sensación de ser dueña de su propio destino. Poseía un secreto que sólo compartiría con su diario. Tal vez se lo contaría a la tía Violet, pero no por carta. Las misivas pueden caer en manos inapropiadas que den un uso poco escrupuloso a la información y destruir la magia del secreto además de ocasionar funestas consecuencias. Pediría permiso a su madre e iría al norte, a visitarla con cualquier pretexto. La hermana de su madre era la única persona que la comprendía; era muy desinhibida a pesar de su edad, o tal vez por ello. El verano anterior, en la breve visita que la dama realizó a la familia, la instruyó en todos los misterios de la sexualidad a los que la muchacha permanecía ajena a causa del puritanismo materno. Le prestó unos libros de anatomía de la biblioteca de su difunto marido en los que los grabados ilustraban las funciones sexuales. Pero le resultaron más instructivos los consejos de su tía que los conocimientos sobre la fisiología de la reproducción humana, pues aquellos procedían de la experiencia de la mujer y de sus observaciones sobre los nativos africanos. Cuando la muchacha hizo notar a su tía las diferencias entre los salvajes nativos y los civilizados europeos, ella exclamó: «Desnudos todos somos iguales, niña, y venimos al mundo de idéntica forma. No hay diferencia entre el corsé, los vestidos y las joyas que las mujeres británicas utilizamos para seducir a los hombres y los abalorios y las pinturas que las nativas usan con el mismo fin».
Margaret se sentía segura con respecto al comportamiento que debía de observar con cualquier caballero, conocía los riesgos de la seducción y sabía que había un límite que no debía traspasar si no quería arruinar su vida para siempre.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada del pintor. Mientras que colocaba los alimentos sobre la mesa dispuesta con elegancia, se dispuso a observarlo con detenimiento. Hunter no pertenecía a ese nuevo tipo de dandi, el petimetre, heredero directo de la estética de lord Brummell en la que militaban con encono, a pesar del tiempo transcurrido desde su muerte, muchos de los caballeros de su círculo de amistades. No era exactamente un hombre guapo para los cánones imperantes. Su pelo castaño era demasiado oscuro para un inglés; los ojos, de color ámbar, le conferían un aspecto felino pero destacaban vívidos sobre la piel atezada que acentuaba el bigote y la perilla. Su aspecto poseía algo exótico. Contempló sus manos de dedos finos que manejaban con delicadeza las diminutas tacitas. Se las imaginó acariciándole la piel y un escalofrío placentero la sacudió. Le atraían como la magnetita a un trozo de hierro.
Charlaron de cosas insustanciales, aún en esas circunstancias, las opiniones del pintor traslucían su vasta cultura y una opinión sobre el mundo muy alejada de los convencionalismos imperantes.
—¿Qué tal lleva los ensayos sobre «la función»? –preguntó con ironía, refiriéndose a los preparativos sobre la inserción social de Margaret y que ella había definido con esa palabra.
—Pues continúan avanzando. Ahora me ha tocado ayudar a mi madre en la decoración de la nueva residencia. Una actividad tediosa eso de decidir entre alfombras persas o de cachemir, entre papeles pintados con flores o con pájaros. Voy a poner tierra de por medio hasta que el furor decorativo de mamá disminuya. Creo que voy a escribir a mi tía Violet. Me apetece pasar unos días en el norte. Ella es para mí como un bálsamo; siempre cura mis heridas con sus sabias observaciones. Es muy divertida. Sus opiniones son muy peculiares, un poco como usted –afirmó con franqueza.
—También mis días aquí tocan a su fin. Los lienzos están ya terminados y debo preparar la exposición. Mi marchante me ha enviado un cable requiriendo mi presencia.
—¿Ha conseguido ponerle cara a Eloísa?
—Sobre esto quería hablarle. Tengo que hacerle una proposición, aunque si no acepta lo entenderé. Antes debo explicarle los inconvenientes de la misma.
»Todos mis maestros, los integrantes de la hermandad prerrafaelita, han contado con modelos: Fanny Cornforth, Annie Miller, Lizzie Siddal, entre otras, posaron para Rossetti, Holman Hunt o Millais. No puedo ocultarle que todas ellas fueron amantes de los pintores para los que modelaban, aunque Lizzie acabó casándose con Millais. Aún antes de compartir el lecho con ellos, ya eran consideradas prostitutas por sus profesiones de camareras o actrices. No crea que las utilizaron como objetos. Las educaron y las mantuvieron.
—Me parece una actitud loable por la compasión que manifestaron.
—No se trataba de compasión, sino de justicia. Intentaban que no fueran degradadas aún más por la sociedad, pues eran mujeres carentes de recursos. Sus imágenes sirvieron de protagonistas a lienzos en los que se denunciaba la opresión y la injusticia que se cometía con ellas. Los cuadros Hallada, El despertar de la conciencia e incluso Ofelia, así lo demuestran.
—Comprendo. Le agradezco su sinceridad.
—No quiero que piense que existe en mi propuesta ninguna velada alusión indecorosa. Usted es una señorita y yo la respeto profundamente. Bueno –se corrigió–, la respetaría igual si no lo fuese; todas las personas, con independencia de su sexo y su clase social, merecen ser tratadas con corrección.
—Estoy completamente de acuerdo con usted. Aunque esta no es la opinión de la mayoría.
—Permítame aclararle que no sería un posado en el sentido usual del término. Me gustaría, si fuese posible, utilizar sus facciones para alguno de los personajes femeninos. No necesita responderme inmediatamente; puede meditar la respuesta con tranquilidad. Le ruego que me acompañe, quiero mostrarle algo.
Subieron al estudio del pintor. Alineados en torno a la estancia, estaban los cuadros que Margaret contemplara en la anterior visita. En el centro de la pared en el que se apoyaban los lienzos, uno de ellos aparecía cubierto con una tela blanca. Hunter lo destapó. Era el cuadro de Abelardo y Eloísa. La protagonista poseía los rasgos de Margaret: los ojos de iris verdoso con su expresión soñadora, que en la narración rayaba en el éxtasis sensual. El pelo era el de la muchacha y caía como una llama sobre uno de los hombros. El cuchillo representado sobre la mesa –símbolo de la castración de Abelardo– hendía una roja manzana.
—¿Qué le parece? Perdóneme la libertad que me he tomado; dudé mucho antes de trasladar sus rasgos a mi Eloísa, pero si no está de acuerdo siempre puedo rectificar. Basta con manchar la cara de ella y pintar de nuevo.
—Me parece maravilloso. No sólo porque aparezca mi rostro, sino por la tensión dramática que se aprecia en lo narrado. El cuchillo cuya hoja refulge por la luz atrae la mirada mucho más que los personajes representados.
—Cierto. Además, el extremo de la hoja se adentra en la manzana, cuya coloración contrasta con el cuchillo. Este es el objetivo, desplazar la atención de los personajes al símbolo.
—Comprendo. Es muy poderoso. Estoy segura de que el espectador captará la erótica alusión.
—Es usted muy perspicaz, una excelente observadora.
—Gracias a sus explicaciones resulta fácil la comprensión de la pintura. Permítame una pregunta: ¿Sus cuadros tratan siempre del amor o la muerte?
—Cierto, son los dos únicos temas posibles para el arte. El inicio y el fin de la vida. El eterno combate entre Eros y Tánatos. Algunos poetas asocian el momento de la muerte con el instante culminante de la pasión sexual, la pequeña muerte. Espero no estar ofendiéndola con mi franqueza.
—De ninguna manera. No soy una mojigata. Respecto a su propuesta, la acepto aunque le impongo una condición: antes de que utilice mis rasgos, debo de estar de acuerdo con la temática del lienzo en el que figuren.
—Me parece correcto. La cumpliré.
—Ahora que voy a ser su musa, opino que deberíamos tutearnos.
—Hace tiempo que deseaba pedírselo, pero no me atrevía. ¡Hay que derribar los muros de la hipocresía social!
—¿Me permites que contemple los cuadros una vez más?
—Por supuesto.
Margaret paseó en torno a los lienzos, se detuvo en cada uno de ellos. Intentaba formarse una opinión original que Hunter valorase. Mientras, el pintor miraba por la ventana dejándola en completa libertad.
—No sé qué decir sin caer en lo tópico. Me gustan. Aunque no sé si el gran público entenderá las alusiones eróticas.
—Cierto. Me preocupa que los lienzos sean tachados de obscenos.
—Los espíritus estrechos abundan y podrían interpretar la naturalidad como inmoralidad.
—Ya sé que corro ese riesgo, pero un artista debe expresarlo todo, sin preferencias morales que lo único que lograrían sería una contaminación del mensaje. La vida es dual, una eterna lucha entre contrarios: el bien contra el mal, la virtud contra el vicio… Todo nos es lícito plasmarlo, o al menos debería serlo. El arte constituye una inmersión en lo más profundo. Es preciso abandonar la superficie y sumergirse para encontrar la verdad y la belleza que se expresan mediante el símbolo.
—¿Aun a riesgo de ahogarse?
—Precisamente por ello. El riesgo es consustancial al arte. Quien no se arriesga, no puede llamarse artista. Es el precio que es preciso pagar para reflejar la verdad.
Abandonaron la habitación y se dirigieron al jardín. El pintor la dejó un momento a solas para traer una botella de Madeira y unas copas. La muchacha intentaba ocultar su turbación trazando con sus dedos figuras sobre el mantel mientras analizaba el comportamiento del pintor. Notaba como si «algo» impalpable flotase entre ellos creando una atmósfera de cercanía, de intimidad. Sin embargo, todo había sido correcto; no había observado en él ni una mirada insinuante, ni un roce accidental de sus manos al bajar la escalera apoyada en los pasamanos, ni una palabra cargada de intención. Todo en él era diáfano como el agua de un torrente de montaña, quizás, como esta, estuviese contenida por algún tipo de represa interior.
La tarde avanzaba pacífica. Los rosales estaban cuajados de flores y las magnolias perfumaban el aire encalmado. Pasearon por el jardín, uno junto al otro, cada uno envuelto en sus pensamientos. Margaret rompió el silencio que los envolvía como un chal de seda.
—Espero que la realización de nuestros proyectos no desbarate nuestra naciente amistad, James. Nuestros caminos se bifurcan y salvo que nosotros los abandonemos para encontrarnos, es difícil que vuelvan a confluir.
—Londres es una gran ciudad y ofrece la posibilidad del anonimato. ¿La conoces?
—Apenas. Mi vida ha transcurrido aquí y en el internado para señoritas donde me eduqué. Alguna vez he ido al teatro o a la ópera, pero sólo visitas muy esporádicas y siempre nos hemos alojado en un hotel de Piccadilly. El apartamento que mi padre ha alquilado es demasiado pequeño para hospedarnos toda la familia. Lo usa cuando acude a la ciudad a desarrollar sus negocios.
—La ciudad es como un gran cajón dividido en compartimentos incomunicados. La gente ocupa uno u otro barrio en función de sus posibles económicos, incluso los lugares de diversión son diferentes para las diversas clases sociales. Londres es una urbe demasiado sucia y ruidosa para mi gusto puesto que ahuyenta la tranquilidad que preciso para mi trabajo. Sin embargo, debo de residir en ella una parte del año. Los compromisos sociales, las relaciones con otros pintores y la organización de exposiciones son actividades precisas para que mi obra se difunda. Yo vivo en el Soho, un barrio de artistas, bullanguero y poco convencional. Te anotaré mi dirección; siempre que quieras podrás escribirme. Lo que no sé es la forma de ponerme en contacto contigo. ¿Te puedo escribir a la dirección de Londres?
—No sería conveniente; tendría que dar demasiadas explicaciones o mentir. Mi madre estrecharía su vigilancia y perdería mucha libertad. Te voy a anotar la dirección de mi tía Violet. La pondré en antecedentes y ella me remitirá tus cartas. El método no es el mejor, pero cuando ya esté instalada en la nueva casa, encontraré otra forma para que podamos continuar nuestra amistad sin intromisiones ni riesgos. ¿Cuándo te marchas?
—A finales del mes de junio.
—Yo también me marcharé dentro de un par de semanas; residiré con mi tía hasta mediados de julio. Después regresaré para pasar el resto del verano con mi familia. Es el único tiempo del año, salvo las navidades, en el que nos reunimos todos. Aunque sospecho que no va a ser como antes. Edward es el perfecto aprendiz de hacendado rural; seguro que se apresta a cumplir su papel. Por otra parte es lo que se espera de él. Empleará sus días de asueto en galantear con las damiselas de la comarca, participar en cacerías y jugar interminables partidos de críquet con otros aprendices tan imberbes como él. Se acabó el tiempo en el que compartíamos juegos y confidencias. Ambos hemos crecido y nuestros intereses divergen, quizás para no converger jamás. En tres años acabará su período como interno en Eton e ingresará en Cambridge para realizar sus estudios de comercio. Espero que le guste ese mundo. También a él le han escrito el futuro sin contar con su opinión.
—Creo que es el momento para finalizar una merienda formal y que el carruaje la deposite en su palacio –expresó Hunter con ironía–. Si me permite, mi lady, voy a cambiar mis ropas por las de palafrenero.
Margaret rio con las palabras de James y con la exagerada reverencia que le dedicó. La sombra de la separación pareció disiparse por un instante. Antes de emprender el regreso, recordó un detalle importante:
—James, ¿podría ver algún retrato o fotografía de tus tíos? Mi madre me interrogará con más rigor que un agente de Scotland Yard, y no sabré qué contarle.
El pintor le mostró una fotografía en la que se apreciaba con bastante nitidez los rasgos de la pareja. La escasa calidad de la misma, había sido tomada por un fotógrafo callejero en un parque de Paris, no impedía apreciar la similitud de los rasgos de Hunter con los de la baronesa. Margaret se lo hizo notar al pintor.
—Ella es hermana de mi padre; ya estaba casada cuando aconteció la ruina familiar. Malas inversiones, cosechas perdidas; en definitiva, una pésima administración empobreció a mi familia. Todas las tierras fueron malvendidas. El barón, su prometido entonces, adquirió el cottage sin que mi tía lo supiese y se lo ofreció como regalo de boda. Aquí habían nacido varias generaciones. Fue una acción muy hermosa. Ellos no han tenido hijos y han dispuesto que la propiedad sea mía cuando fallezcan. El barón es propietario de muchas tierras pero mi tía prefiere esta casita al frío y lúgubre castillo que mi tío político posee en las tierras altas.
—¿Y tus padres, qué fue de ellos?
—Privados de recursos emigraron a Brasil, no fueron los únicos. Por aquella época se exaltaban las posibilidades de este país para los colonos que quisieran cultivar tierras. Ambos murieron pocos años después víctimas de una epidemia de fiebre que asoló la región donde recalaron. No les dio tiempo a cumplir su sueño de acumular un pequeño capital y regresar a Inglaterra. Yo era muy niño y no me pudieron llevar con ellos; quedé al cuidado de mis tíos. Realmente ellos han sido los únicos padres que he conocido.
En silencio emprendieron el retorno. La sombra de la separación reapareció. Como una espesa niebla cubrió los que parecían ser los últimos momentos que compartían aquella primavera en la que una tormenta había conseguido que dos espíritus solitarios se encontrasen. El destino no iba a ser benévolo con ellos y sus vidas estarían siempre marcadas por nubarrones de ausencias.
Cuando Margaret se apeó del carruaje, James le ofreció su mano para ayudarla a descender, entonces, para sorpresa de la muchacha, estampó un cálido beso sobre el dorso.
Permaneció frente a la alta verja de hierro que cerraba el acceso a la propiedad mientras contemplaba el carruaje que desaparecía tras un recodo del camino como si se disolviese en las primeras tinieblas nocturnas.