Margaret depositó a la fatigada Gipsy en su cuadra y antes de enfrentarse a la ira de su madre, entró en la casa por la puerta de servicio; a continuación se dirigió al sótano y preguntó a los criados por el estado anímico de su progenitora.
—Sarah –dijo, interpelando a la cocinera–, ¿ha venido la costurera? ¿Mi madre ha preguntado por mí?
—Ha tenido suerte, señorita. La modista no ha venido. La tormenta ha descargado con fuerza y seguramente ha impedido su visita. Cuando escampó, mandamos recado con el mozo de cuadras. Nos aseguró que mañana vendrá. Espero que no se le ocurra emprender ningún paseo que la traiga a casa cuando ya las alimañas y los bandidos se pasean por la tierra. No son horas de que una dama ande vagando por esos mundos de Dios como una gitana.
Sarah, de joven, había sido la niñera de Margaret, lo que le permitía reconvenirla cada vez que se lo merecía. Cuando acabó con la crianza de los niños Hills, su presencia no fue necesaria. Sin embargo, la muerte de la vieja cocinera –que era su madre– facilitó que ella ocupara su puesto. Además, le permitía cuidar de su padre, antiguo jardinero de la propiedad que a causa del reuma sólo podía vigilar las tareas de los jóvenes, trasmitirles sus conocimientos y engrasar las herramientas que cuidaba con esmero. Sarah dedicaba su vida a la familia. No se había casado y los amos les habían permitido que ocupasen la casita de los porteros que estaba al inicio de la finca.
—Su madre preguntó por usted a eso de las cuatro. La tormenta y la ausencia de la costurera le levantaron la jaqueca. Se encerró en su dormitorio, tomó su medicina y aún está durmiendo. No ha cenado nada. Por si acaso, he dejado pastel de riñones en la despensa y unas rebanadas de pan bien tapadas para que esta humedad no las reblandezca. ¿Desea que le sirva la cena en el estudio o en la salita?
—No te molestes, Sarah. Comeré cualquier cosa aquí, sobre la mesa de la cocina. Estoy muy cansada. A mí también me sorprendió la tormenta y me refugié en una granja –mintió deliberadamente para no dar explicaciones sobre su estancia de una tarde a solas con un caballero–. Me gustaría que me preparasen el baño. Me voy a retirar enseguida.
A pesar del agua caliente, le costó conciliar el sueño. Sabía que sus días de libertad acababan y las perspectivas sobre el futuro que le habían preparado la llenaban de desasosiego. La inquietud se acrecentaba por el recuerdo de los cuadros contemplados en el estudio de Hunter. Cerró los ojos y entonces la visión de las pupilas del pintor fijas en ella fue más vívida. Imaginó las manos delgadas del hombre intentando acariciarla, como en el cuadro de Eloísa. Sintió una punzada en el vientre. Se levantó y se arrodilló junto a la cama para rezar, esta vez las palabras, huecas de significado de tanto repetirlas, no surtieron su efecto calmante. Sabía que no debía tocarse como le habían enseñado las alumnas mayores del internado de señoritas que había abandonado el curso anterior, era un pavoroso pecado al que, esta vez, se entregó.
A la mañana siguiente, la voz de la doncella la despertó. El sol estaba ya alto en el cielo. Había dormido de un tirón y se sentía descansada.
—Lady Jane la espera en el cuarto de costura. La modista acaba de llegar. Debe presentarse con el corsé puesto. La ayudaré a vestirse.
Margaret se colocó los calzones de batista con puntillas en las perneras. La doncella le tendió el corsé de tafetán y estiró los cordones. Se puso el sostén y las chinelas. Cubierta con una bata ligera se dirigió hacia el cuarto de costura.
La modista ya había extraído de la caja el vestido que colgaba sobre un perchero. Había llegado en el ferrocarril desde la mejor tienda de Londres hacía tres días. Era el regalo de su madre para su presentación en sociedad. La modista le colocó el polisón y abotonó el vestido con extremado cuidado. Metros de satén verde agua giraban formando pliegues, volantes, drapeados y frunces en la falda del vestido para deslizarse por el polisón formando una cola no excesivamente larga. Habían descartado el color blanco, reservándolo para la presentación oficial que tendría lugar en Londres la primavera próxima. Un escote redondo rematado por una banda fruncida en la que habían cosido unas flores en tono rosa palo permitía ver la parte superior del pecho y cubría una franja de los brazos dejando los hombros al descubierto. Vestida así, Margaret estaba completamente a la moda. Ofrecía una silueta imposible de «reloj de arena», muy apreciada por los caballeros a causa de la esbeltez del talle conseguida a base de la prolongada tortura del corsé. Lady Jane estaba muy orgullosa de su trabajo como madre: había obligado a Margaret a usarlo desde que las formas de mujer se insinuaron en su cuerpo. Cuatro años de suplicio habían dado sus frutos y la cintura de la muchacha bien se había ganado el apelativo de «talle de avispa».
La madre depositó sobre las manos de la doncella una diadema en forma de guirnalda de rosas. La modista, subida a un escabel, la colocó sobre la cabeza de la muchacha despejando su rostro y obligando a sus rojizos cabellos a caer en cascada sobre la espalda. La melena contrastaba poderosamente sobre el verde pálido del vestido. Para comprobar si la longitud de la falda era la correcta, la calzaron con unos zapatos de tacón en forma de trapecio forrados del mismo género y adornados en la parte delantera con un lazo. Se contempló en el espejo de cuerpo entero que cubría una de las paredes de la habitación. El conjunto era bonito, pero la incomodidad le molestaba.
—Ahora, sólo faltan las joyas –añadió lady Jane–, pero serán una sorpresa.
La costurera la observó con aire profesional. Giró en torno a ella y exclamó:
—Perfecto. Sólo habrá que asegurar las rosas del escote y rematar el dobladillo de un frunce. Estará listo en un momento.
—Hija, puedes retirarte. Esta tarde llegará el resto de tu guardarropa veraniego. No olvides que a partir de este momento deberás acudir a fiestas, meriendas, cacerías, paseos a caballo y a todo acontecimiento social al que te inviten. Vas a necesitar mucha ropa. El vestuario para el invierno ya ha sido encargado.
Se marchó a su habitación y se desprendió del molesto corsé. Se colocó un sencillo vestido de muselina estampada. Tomó su diario, su escribanía portátil –le encantaba escribir sobre la mesa de piedra del jardín para disfrutar del aire y del sol– y un libro que le había regalado Edward: Jane Eyre, y que leía a escondidas de su madre, ya que según ella sólo fomentaba absurdas ideas románticas en las jovencitas, pues ofrecía una imagen de mujer demasiado liberada, lo que iba en claro detrimento de la educación de las jóvenes. Su madre la obligaba a leer y a estudiar al menos dos páginas diarias del manual para el ama de casa, de Mrs. Beeton. Margaret lo odiaba.
Tras escribir un rato en el diario sobre las experiencias e impresiones del día anterior, marchó hacia la parte trasera del jardín. Se refugió en su sitio favorito: bajo las ramas de un haya gigantesca que había propiciado desde que era una niña su necesidad de alejamiento e intimidad cuando se dedicaba a sus lecturas y ensoñaciones. Escondida tras su tronco del radio de acción de la mirada materna, había leído la mayor parte de los libros de la pequeña biblioteca del cuarto de juegos: Alicia en el País de las Maravillas, un regalo de la abuelita Rose, Los niños del agua y varios ejemplares de cuentos de hadas. Después, se aficionó a las novelas de las hermanas Brontë y sobre todo a Jane Austen.
Sin embargo, aquella mañana no conseguía concentrarse en las desventuras de la desdichada institutriz que acababa de incorporarse a su empleo en Thornfield Hall. Sabía que los días de libertad tocaban a su fin. Se acabarían los paseos a caballo por los campos que la brisa primaveral convertía en verdes mares; las excursiones a los riscos solitarios. La contemplación desde la última ventana de la torre de la luna brillando sobre Darkwood pronto sólo sería un fugaz recuerdo que se esfumaría junto con los restos de su niñez. Después de la fiesta, las obligaciones sociales le impedirían disfrutar de su vida y su tiempo. Había sido muy afortunada; su padre rara vez estaba en casa, pues andaba ocupado por los asuntos de las minas, y otros más placenteros –sospechaba Margaret– dadas las frías relaciones que mantenía con su esposa, la rígida lady Jane. Su madre estaba siempre atareada en la dirección de la casa, impartiendo órdenes a los sirvientes u organizando fiestas o recepciones. El resto del tiempo estaba retirada en su cuarto atrapada por las jaquecas que combatía con una medicina que olía a ginebra. Edward estaba en Eton, y en las vacaciones se preocupaba más de perderse en la espesura de los bosques para cazar o en otras ocupaciones masculinas e infantiles y apenas se cruzaba con él un par de veces coincidentes con las comidas.
Probablemente el verano siguiente estaría casada o, al menos, comprometida. En un par de años sería exactamente igual a su madre. Movió con brío la cabeza intentando expulsar de su pensamiento una idea tan aterradora. Deseaba hacer otras cosas: escribir, trabajar, viajar a lugares lejanos: Italia, Grecia, la India… Pero estos anhelos sólo eran sueños. Sabía que su destino era el mismo que el de su madre, su abuela y el de todas las mujeres que la precedieron: el matrimonio y los hijos. Debía perpetuar el orden establecido. Si tenía una hija no pensaba educarla para que hiciese lo mismo que ella debía realizar. La educaría para que fuera libre y se valiera por sí misma. Tal vez en el nuevo siglo esto sería posible. Se sintió irritada y furiosa. Cerró el libro y regresó a su habitación. Se colocó las viejas polainas y la chaqueta deslustrada. Buscó a Gipsy para emprender un furioso galope que le calmara la ira que sentía ante el cumplimiento de un deber del que no podía zafarse.
El día transcurrió rápido. Las sombras eran ya muy alargadas cuando regresó a la casa. Al día siguiente comenzarían a llegar los invitados para asistir a la fiesta de su presentación en sociedad.
La despertaron muy temprano y una doncella se ocupó de ella durante toda la jornada. No le permitieron abandonar su habitación, a la que le subieron el almuerzo, muy ligero, y el té de la tarde. De cuando en cuando se asomaba por la ventana para observar el barullo que había organizado su madre: carruajes que entraban y salían; coches de punto que transportaban a los invitados desde la estación de ferrocarril cercana a Durlot; criados que cargaban voluminosos equipajes. Las habitaciones del ala oeste fueron ocupadas por completo y un rumor de pasos y siseo de faldas se extendió por los pasillos. Mientras tanto, se sometió a diversos martirios que iban desde la elaboración de perfectos bucles en su crespo cabello con unas tenacillas calientes, hasta el aprisionamiento del tórax en un corsé de estreno en el que las ballenas cumplían su opresor cometido con saña. En el rostro no le aplicaron afeite alguno, sólo polvos de arroz para matizar el tono de la piel. Le colocaron el polisón. Se giró para contemplar el efecto y esbozó una sonrisa. Su trasero parecía la popa de un barco. Al llegar la noche, el trabajo había concluido. Entonces aparecieron sus padres en la habitación; él, de negro riguroso, vestía el frac que la etiqueta marcaba para estos casos. Lady Jane estaba embutida en un traje de seda malva cuyo color no contribuía a endulzarle las facciones, pero sí destacaba su extraordinaria silueta y su rubia cabellera, que llevaba recogida en un moño adornado por una tiara. En las manos portaba un estuche de terciopelo del que extrajo un collar con el que conjuntaban unos pendientes. El aderezo era de oro y esmeraldas.
—Era de mi abuela. Maggie, lúcelo con su mismo estilo y elegancia –dijo mientras le colocaba el collar a su hija.
El padre, que pronto sería lord o al menos a eso dedicaba una parte de su capital y sus esfuerzos, abrochó en torno al brazo enguantado de la muchacha un brazalete de oro elaborado en una complicada filigrana de arabescos. Asió del brazo a Margaret, mientras que la madre era acompañada por Edward, que ya era un mocetón alto y fornido, fiel reflejo de su progenitor. Unidos todos por el interés común se dispusieron a desempeñar sus papeles en la fiesta de presentación de Margaret.
La cena fue una sucesión interminable de platos servidos por una hueste de sirvientes, muchos de ellos venidos de Londres para la ocasión a través de la agencia que surtía de servidumbre a Tower House. El mayordomo parecía un director de orquesta sin batuta impartiendo órdenes a unos y otros en el comedor donde relucían las arañas de cristal veneciano colgando de los techos decorados con frescos mitológicos de algún discípulo de Tiepolo. Margaret charló de asuntos triviales con los comensales cercanos, apenas probó el lenguado que habían traído aquella misma mañana desde la costa, se limitó al consomé y al sorbete de manzanas. A pesar de la educación recibida, se sentía como una planta tropical que hubieran trasplantado a una maceta de un invernadero de tierras norteñas: lánguida y falta de brío. Tras los postres, los invitados fueron conducidos al salón de baile. Una orquesta interpretaba valses, polcas y mazurcas. Bailó con varios caballeros, selectos miembros de la alta sociedad del condado. A unos ya los conocía, otros le fueron presentados. Cada vez se sentía más incómoda en aquel ambiente en el que la diversión parecía triunfar. El lujo, como un tul cuajado de perlas, cubría con sutileza a aquellas damas y caballeros que disfrutaban de sus rancios privilegios o de sus recientes riquezas. Sin embargo, observando con atención, debajo de aquel maravilloso tul, debajo de las ricas vestiduras de tafetán, terciopelo o seda, sólo había miseria e hipocresía. Las damas, que tan sólo unos minutos antes se habían saludado con amabilidad, se dedicaban a criticarse mordazmente en los corrillos que se formaron alrededor de la pista de baile. Nada escapaba al feroz escalpelo de todas aquellas mujeres que diseccionaban hábilmente no sólo los detalles de las indumentarias de las asistentes, sino todos los aspectos de las vidas privadas que eran de dominio público. Esparcían chismes y calumnias sin mostrar un mínimo respeto hacia sus semejantes. Margaret se sintió asqueada, se marchó del salón intentando no ser vista para refugiarse en la biblioteca. Intentaba despejar su mente de todo aquel ambiente frívolo en el que se sentía confusa e irritada. Abrió la puerta con cuidado. No llegó a penetrar en la estancia. En los breves momentos en los que la empuñadura de latón estuvo en su mano le dio tiempo a vislumbrar a un grupo de caballeros, entre los que se encontraba su padre. Bebían brandy y fumaban. El humo de los cigarros los envolvía en una especie de neblina irreal resaltada por la luz tenue de las lámparas de parafina que, dispersas por mesas y veladores, iluminaban la estancia. Charlaban de dividendos y ganancias, de negocios fabulosos explotando minas o bosques, muchos de ellos situados a miles de millas de la verde y civilizada Inglaterra. Los modernos barcos, tan independientes que no estaban a merced del capricho de los vientos, habían obrado el milagro transportando millones de libras de materias primas desde cualquier lugar del mundo, materias que después los ferrocarriles humeantes trasladarían hasta los últimos rincones del imperio británico. Decidió escabullirse hasta el jardín. Recogió la cola de su vestido sobre su antebrazo derecho y muy despacio, tratando de pasar desapercibida, salió por la puertaventana del saloncito en el que solían tomar el té. El aire de la noche la refrescó. Retales de nubes oscuras, restos de una extinta tormenta, cruzaban raudas la faz de la luna llena. En la lechosa claridad que bañaba la vegetación destacaban con nitidez las siluetas de la fuente de los amorcillos que arrojaba agua por la boquita fruncida de Cupido y los bancos de piedra que la rodeaban. Se sentó en uno de ellos. Respiró hondo, se dejó embargar por el perfume del césped recién cortado y el aroma de las rosas cuyos pétalos brillaban insolentes a la cruda luz de la luna. Se sintió extrañamente serena. El destino que le habían preparado le resultó indeseable. Su mente se enredó en las recurrentes fantasías de viajes exóticos y tareas útiles para la humanidad. Unos pasos que crujían en la gravilla de uno de los senderos la despertó de su estado de ensoñación.
— ¿No la habré asustado, señorita Hills? –la interpeló un caballero que paseaba por el cuidado camino.
—No. De ningún modo. He salido a respirar aire fresco. Hacía mucho calor y me ahogaba.
—La comprendo. A mí me ha sucedido lo mismo. Soy persona amante del aire libre.
—Señor, ¿hemos sido presentados?
—Por supuesto. Aunque entiendo que haya olvidado mi nombre. Ha conocido usted a demasiadas personas en una sola noche. Pero así son las fiestas de las debutantes ¿no es cierto?
Margaret se limitó a asentir con la cabeza esperando que el caballero le comunicase su nombre.
—Mi nombre es Richard Thompson, soy ingeniero naval. Trabajo y resido en Oldport. De hecho, he construido los barcos propiedad de su señor padre con los que transporta el mineral de hierro y el carbón al continente. Aunque me temo que por el momento no voy a construirle más naves. Me marcho a España, a una ciudad del sur, en la costa mediterránea. Me han ofrecido un puesto bien retribuido en una empresa británica, naturalmente. Necesito un cambio de aires sobre todo ahora que nada me retiene aquí. Mi padre murió hace tres meses y mi madre lo hizo al nacer yo. Creo que estoy hablando demasiado. Me he extendido mucho para una presentación.
—De ninguna manera, señor Thompson. Lamento la muerte de su padre, aunque envidio la posibilidad de marchar a un lugar tan exótico como el sur de España. En la biblioteca hay un ejemplar de Cuentos de la Alhambra. Lo leí siendo una niña. Describía un ambiente de palmeras, bandoleros e historias muy románticas. Debe ser maravilloso poseer la libertad para viajar donde uno desee.
—Extrañas palabras en la boca de una señorita que preside el primer baile en su honor y a la que le espera un prometedor futuro. Tal vez tenga usted la oportunidad de visitar no sólo España, sino también otros destinos más lejanos, incluso sin salir del imperio británico.
—Quizás esté usted en lo cierto, pero no será por mi voluntad. Si acaso llego a hacerlo, será siguiendo a mi marido allá donde su destino lo lleve. Es una auténtica desgracia haber nacido mujer.
—Es una afirmación muy dura expresada por una dama tan joven a la que le espera una vida radiante.
—Esa vida radiante es para mí todo lo contrario, pues conlleva la oscuridad y la negación de mi propia existencia, ya que me aleja de mi verdadero propósito: ser independiente.
—Los tiempos cambian, y muy deprisa, por cierto. Tal vez dentro de poco estará usted con ese grupo de mujeres que se pasean por las calles de Londres exigiendo el voto para las mujeres –intentó animarla.
—Sufragistas, las llaman. He leído en The Times que son un grupo de activistas políticas que andan convocando mítines y esparciendo propaganda. A pesar de lo que diga el periódico, creo que lo que pretenden es justo. No me importaría en absoluto unirme a ellas. Aunque a mi conservadora madre le entraría una jaqueca que le duraría tres días. No creo que se le pasase ni con la medicina del doctor Tackerman, esa que huele a ginebra –dijo esto último con un marcado tono sarcástico.
Las nubes se apelotonaron como corderos asustados y taparon la luna. Una ráfaga de viento húmedo sacudió las ramas del sauce bajo el que se sentaban los jóvenes. Margaret se estremeció.
—Vayamos hacia la casa, señorita Hills. Al menos a usted la deben estar echando en falta –le comentó el ingeniero mientras le ofrecía su brazo.
Los recibió el alegre sonido de las conversaciones y las dinámicas notas de una mazurca que incitaban a bailar. Richard y Margaret se incorporaron a ella. Después, la orquesta interpretó unas anticuadas danzas tradicionales, muy del gusto de las damas y caballeros maduros. Con ellas se indicaba que la fiesta iba a finalizar. El baile se había prolongado hasta la madrugada. Poco a poco, los invitados se retiraron, unos a sus habitaciones, otros, los que residían en localidades cercanas, se subieron a los carruajes en los que los esperaban los cocheros. Al poco rato el silencio se adueñó de Tower House.
Cuando bajó al comedor eran ya más de las diez. La mayor parte de los invitados había partido. Sólo quedaban en la mansión aquellos que tomarían el tren vespertino hacia Londres. Sobre el aparador habían dispuesto numerosos alimentos para que fueran servidos por dos criados según apareciesen los comensales. Margaret declinó que se los dispensasen. Se sirvió una taza de té de la tetera que un samovar mantenía caliente. Extrajo unos generosos trozos de queso de una quesera de porcelana decorada con fábulas alusivas a este alimento. Se entretuvo contemplando las imágenes: el cuervo al que se le escapaba el manjar de la boca al contestar a un zorro, unos ratones y sobre todo su favorita: el tonto de Gotham que dejaba escapar los quesos que transportaba hasta el mercado de Nottingham. Todas ellas las había escuchado una y otra vez narradas por las niñeras en el cuarto de juegos.
Le pareció que el tiempo había transcurrido muy deprisa. Evocó con nostalgia los dulces días de la niñez. El té, a pesar de su dulzor, le pareció amargo. Preguntó a las criadas que recogían los restos de la fiesta por su madre. Estaba rezando en la capilla. Recordó que era domingo. Su padre había partido de cacería con alguno de los invitados y regresarían para comer. Disponía de una hora y media de libertad que aprovechó para dar un paseo por los alrededores de la propiedad. Estaba demasiado cansada para ensillar a Gipsy. La fatiga le provocaba un estado de abatimiento que no lograba mitigar la belleza del día. El cielo estaba completamente despejado y el sol brillaba sobre los campos de cereal en el que las enhiestas espigas parecían espadas. No estaba preparada para el destino que le esperaba. Estuvo rumiando largamente sus planes y decidió comunicárselos a sus padres en la primera ocasión que se le presentase. Ésta no tardaría en llegar. Declinó comer con la familia y los últimos invitados. Alegó jaqueca y se retiró a su habitación. Estuvo leyendo hasta que la avisaron para la cena. Bajó al comedor. Hacía mucho que no se reunían todos para una comida íntima. Era la ocasión perfecta para hablar con sus padres. Cuando iba a hacerlo, Stephen se le adelantó:
—Hijos, la residencia de Londres está terminada. Este otoño podremos trasladarnos a ella. Sé que os gustará. Posee unas magníficas vistas a Hyde Park. El arquitecto me ha enviado algunas fotografías y nos ha pedido que acudamos a supervisar la ejecución de los últimos detalles de la obra, por si fuera preciso cambiar alguna cosa.
—Tu elección ha sido muy acertada. Mayfair se está convirtiendo en un animado barrio sin perder ni un ápice de su carácter exclusivo. Lo que me resulta muy satisfactorio. Odio esos barrios de nuevos ricos.
—No lo ignoro, Jane. Ahora empieza tu trabajo. Deberás dedicarte a escoger los muebles, las cortinas y todo aquello que se precise para hacerla habitable. No escatimes en gastos.
—Gracias, Stephen, resulta más fácil decorar una casa sin un presupuesto tasado.
—No lo necesitamos, pues el precio del hierro continúa subiendo y el carbón se vende muy bien. Además, mis inversiones bursátiles van viento en popa.
—¿Has comprado nuevos títulos?
—Sí y he ganado una pequeña fortuna mediante la compra de bonos que mi banco ha lanzado para la financiación de un préstamo de varios millones de libras a un país del continente. Las adquirí a un interés muy bajo, pero la emisión de títulos disponibles para el público se agotó en pocos días. La rentabilidad subió como la espuma del mar en un día de tormenta. Entonces, las vendí en el mercado abierto.
Ante la mención de la astronómica cantidad invertida por el industrial, lady Jane comentó:
—¿No has corrido un riesgo excesivo, querido? ¿Y si el valor de los bonos hubiera bajado?
—Sabía que eso no iba a suceder. Mis contactos en el banco me mantienen muy bien informado. Para ello desembolso de vez en cuando generosas comisiones.
—La verdad es que la finalización de las obras no puede llegar en mejor momento. Maggie necesita una residencia adecuada. Este otoño deberá asistir a bailes, tés y meriendas. Por supuesto, también a la temporada de ópera y al teatro. Intentaré mover mis contactos para que sea invitada al baile de las debutantes, ya sabes que acude lo más selecto de la sociedad y es presidido por la reina. Nosotros deberemos organizar eventos en nuestra residencia para propiciar el lanzamiento social de nuestra hija. El año próximo cumplirá los dieciocho. Es tiempo de que se comprometa; por supuesto con algún buen partido: un barón, un vizconde… No alimento excesivas aspiraciones.
—Querida, la nobleza es muy importante. Por supuesto que da lustre a un apellido. Pero yo preferiría un rico caballero, un industrial con dinero. Los títulos no dan de comer y debajo de tanto pedigrí, muchas veces no hay más que deudas y blasones ruinosos. Observa mi ejemplo: mi padre fue un modesto comerciante, no he estudiado en Eton, como nuestro querido Edward. Me tuve que contentar con la escuela del pueblo y los cuatro años que estuve interno con Mr. Clarville, un clérigo que me enseñó mucho latín, algo de griego y otras cosas de escasa utilidad. Sólo mi esfuerzo como aprendiz en la empresa de exportación de tejidos, en la que aprendí lo suficiente para realizar una transacción comercial con éxito, las amistades –bien pagadas, por supuesto– y la posesión de una nariz lo suficientemente entrenada para olfatear un buen negocio me han posibilitado levantar en pocos años una fortuna.
—Te recuerdo, querido, que yo poseo una generosa renta anual herencia de mi abuela paterna y esta mansión –lo interrumpió lady Jane.
—Sí, con la generosa asignación no da para mantener los gastos precisos que genera esta casa –dijo esto último con un marcado tono de sarcasmo–. Hemos tenido que vender los terrenos que formaban parte de la propiedad. Ahora sólo nos queda la residencia y el jardín. La nobleza tuvo su momento, pero ahora somos los industriales, los comerciantes y los banqueros los que movemos los hilos de la economía; pronto moveremos los de la sociedad.
—Pero, Stephen, un apellido, un título…
—Todo se compra, es cuestión de poseer el dinero suficiente para ello. Este será el mejor consejo que adquieras de tu padre, jovencito –dijo con una clara intención didáctica dirigiéndose a Edward–. No lo olvides nunca. Yo lo he aprendido en el cruel mundo del comercio. Se trata de poseer aquello que otro necesita, o hacerle creer que lo precisa. Entonces lo tienes en tus manos y el precio de la satisfacción de la necesidad eres tú quien lo fijas. Como afirma ese tal Darwin: sólo los fuertes sobreviven; los que son capaces de adaptarse. Lo demás, carece de la menor importancia.
La perorata paterna quedó interrumpida ante la presencia de la criada que se dispuso a servir el segundo plato: unos generosos bistecs de vacuno que aún chorreaban sangre. El padre se dispuso a atacarlo con voracidad. Margaret lo miraba comer con aprensión, no le gustaba la carne y ver a su padre engullir el sangrante filete le provocaba nauseas. Apartó la vista y se concentró en lo que iba a decirle. Sabía que no era correcto mantener en la mesa conversaciones que podían acabar en discusión, pero los momentos en que coincidía con él eran escasos.
—Padre, desearía exponerle algo.
—Tú dirás, Maggie, ¿se trata de un nuevo vestido, de un sombrero que has visto en esas revistas femeninas que compra tu madre?
—No. Se trata de mi futuro. Creo que no deseo el matrimonio, al menos por ahora. Me gustaría realizar algo útil.
—¿Te parece de poca utilidad todo el año que te espera en Londres? Para empezar deberás ayudar a tu madre en la decoración de la nueva residencia, después tendrás que asistir a los bailes, las reuniones, las cacerías, los paseos a caballo… Te aseguro que no te va a quedar tiempo para aburrirte.
—Pero todo ese frenesí social está destinado a que pesque un buen marido. Me parece obsceno que me obliguen a exhibirme para que alguien me encuentre apetecible y se decida a pedirles mi mano.
Lady Jane medió en la conversación.
—Pero, hija, es tu obligación. ¿Qué esperas, si no, hacer en la vida? ¿Pasear todo el día a caballo como una gitana? ¿Leer esas noveluchas estúpidas que te han llenado la cabeza de ideas modernas?
—No, madre, lo que yo quiero es ser independiente, y cuando digo independiente me refiero a vivir por mí misma, a ganarme mi sustento.
—Creo que no piensas con claridad, hija. Una señorita de tu posición no debe trabajar, no lo necesita. Además, ¿qué podrías hacer tú? ¿Qué sabes hacer?
—La verdad es que nada. Mi educación sólo me serviría para acceder a un puesto de institutriz o a trabajar de maestra en algún colegio. Pero yo había pensado otra cosa. Tal vez podría ayudarle en las cuestiones comerciales, trabajar con los libros contables en la mina o en las oficinas de Oldport. Sé francés y tal vez, con un período de aprendizaje, podría escribir cartas, ocuparme de las mercancías que salen, no sé. Es lo más cerca que voy a estar de viajar, de ver mundo. Sería una corta temporada. Digamos un año o cosa así. Si no valgo, me someteré a los planes que tengan preparados para mí. Los acataré sin rechistar.
Stephen se levantó de la mesa, arrojó la servilleta a un lado e intentando contener la ira que le había despertado la rebeldía filial, sentenció:
—De ninguna forma. Quedarías automáticamente excluida de la sociedad y si quisieras casarte tendrías que buscar marido en una clase inferior. ¿Crees que podrías prescindir de doncellas, criadas, cochero y cocinera? Piénsalo, has estado acostumbrada desde que naciste a esta forma de vida y no creo que pudieras adaptarte a otra, digamos, menos cómoda.
Margaret calló, sabía que era inútil oponerse a la voluntad paterna, pero utilizó uno de los recursos que siempre daba buen resultado con su padre: el llanto. Pronto las lágrimas se deslizaron por su cara y cayeron al mantel. El hombre encontró una solución, pues era de pensamiento rápido, acostumbrado a adoptar decisiones ante situaciones de emergencia relacionadas con los negocios. Simuló una derrota. No deseaba una tormenta doméstica. Además, al día siguiente marchaba para Londres a supervisar las obras de la nueva residencia. Después subiría al tren para dirigirse a comprobar el estado de las explotaciones de las minas del norte. Su instinto le decía que los informes recibidos todos los viernes no eran del todo exactos. Percibía entre líneas la solapada amenaza de una huelga.
—Maggie, podemos hacer otra cosa. Continuamos con el plan previsto. Te dejaré que trabajes durante el verano en mi empresa, como has propuesto. Pero en el momento en que algún pretendiente se muestre interesado por ti, cesarás tus locos planes de inmediato.
—Pero, padre, un solo verano no es suficiente. Necesito más tiempo, un año al menos –terció.
—Es mi última palabra. No deseo hablar más de este asunto que me parece una auténtica monstruosidad. Intentaré que el asunto no se difunda.
Se levantó murmurando: «¡Una Hills trabajando como una vulgar muchacha de clase baja!».
Lady Jane dirigió una mirada llena de desprecio a su esposo. En silencio abandonó la mesa.
Margaret tuvo que ceder. Aún había alguna esperanza.