El sol estaba alto en el cielo pero una brisa de suroeste que penetraba por la bocana del puerto amortiguaba el calor. Las palmeras se agitaban al contacto con el vientecillo creando juegos de luces y sombras sobre las plazas. Bandadas de chiquillos desarrapados jugaban en las proximidades a la espera de hurtar algún mendrugo de pan o los restos del pescado que había sido desechado. Era la única comida que entraba en los vacíos estómagos de muchos de los ocupantes de las casuchas de los arrabales. Renée se sentó sobre un banco y se entretuvo con el vuelo de las gaviotas y el trajín callejero. Entonces la descubrió. Parecía un patito asustado. A sus pies descansaba una bolsa de viaje y un saco de cáñamo. De cuando en cuando introducía la mano dentro de la cesta que llevaba colgada a su brazo, como si buscase algo. Le llamó la atención su aspecto; parecía extranjera. El pañuelo con el que cubría su pelo se había caído sobre su espalda. La cobriza cabellera asomaba encrespada y cubierta de manchas negras, que a Renée se le antojaron de hollín. Le recordó un estropajo de fregar cazuelas. El vestido era de tela basta y confección vulgar. Pensó que se trataba de la criada de algún miembro de la colonia inglesa. La muchacha se levantó y comenzó a pasear por los alrededores de la palmera bajo la que se había sentado, miraba en todas direcciones. Parecía buscar a alguien que no acababa de llegar. La elegancia con la que andaba despejó la primera impresión de Renée. Su porte no era el de una sirvienta, aquellos burdos atavíos no conseguían ocultar un origen distinguido. Continuó observándola con curiosidad. La mujer volvió a sentarse y rompió en un llanto desconsolado. Renée se acercó a ella.
—¿Qué le ocurre, señorita? ¿Puedo ayudarla?
Su interlocutora respondió en inglés. Y Renée se dirigió a ella en esta lengua.
—Busco a Richard Thompson, ingeniero naval y compatriota mío.
—No lo conozco. Pero, venga conmigo, intentaré ayudarla.
La cogió del brazo y se dirigió a casa de Fátima. La cesta no cesaba de moverse.
—¿Qué lleva usted en la bolsa?
—Un ser tan desvalido como yo. Un gato que he recogido en el barco.
La muchacha les narró a ambas sus cuitas. El viaje en el mercante como polizón, el desembarco y sobre todo el miedo que experimentó cuando llegó la noche y no había aparecido la única persona que conocía en aquella ciudad extranjera. Sintió todo el terror ante lo desconocido abatirse sobre ella, toda la soledad royéndole el alma. Les confesó que hasta entonces la oscuridad nunca la había atemorizado, pero en aquel entorno hostil acudieron a su cerebro todos las historias que le habían contado desde que era una niña, los robos, las violaciones y hasta los crímenes que se perpetraban al amparo de las tinieblas, asesinatos tan espantosos como los ocurridos en el humilde suburbio londinense de Whitechapel siete años antes de que ella naciera. Para ocultarse se había refugiado en un rincón apartado y había dormido bajo un montón de redes secas. Antes comió sus últimas provisiones, que compartió con el animal. Cuando Renée la encontró estaba a punto de darse por vencida, se dirigía a la ciudad en busca de un banco en el que cambiar las libras esterlinas y preguntar por la dirección del consulado inglés. Allí esperaba que le proporcionaran noticias de Richard Thompson.
—¿Míster Thompson es su novio? –preguntó Fátima.
—No, se trata de un amigo –rompió a llorar–. Mi novio está de viaje, en cualquier lugar del sur de Europa.
—No quiero ser indiscreta, señorita, pero si no me cuenta toda la verdad no sabré ayudarla de la forma correcta. ¿Espera un niño, verdad?
—¿Cómo lo ha adivinado, señora?
—Su caso es tan común que resulta fácil extraer conclusiones. Además, su cintura comienza a delatarla. Pero antes de que nos cuente las razones de su estancia en Mirabilia, debe darse un baño. Mi doncella le prestará alguna ropa, las suyas apestan a pescado rancio –comentó jovialmente–. En cuanto al gato, creo que se ha ganado la libertad.
—Por favor, señora, no lo arroje a la calle. Ha sido mi único consuelo y no quiero desprenderme de él. Si fueran tan amables y le pudieran dar comida y agua…
—El gato lo dejaremos en el cuarto de lavar. No se preocupe, no nos vamos a deshacer de un miembro del imperio británico.
La estrategia de Fátima surtió efecto y las tres rieron. Una hora después, ante una taza de té, Margaret Hills les contó su aventura que despertó la simpatía de sus dos interlocutoras.
—Margaret, saldré ahora mismo hacia las oficinas consulares. Dentro de un par de horas estaré de vuelta con noticias de Thompson. Quédate con ella, Renée. Pasaré por la tienda y comunicaré a tu esposo que te encuentras aquí descansando. Creo que usted debería dormir un rato –añadió, dirigiéndose a la muchacha–. La doncella la acompañará al cuarto de invitados.
Apenas había transcurrido una hora cuando regresó del consulado británico. Renée la esperaba en la sala, recostada en el sofá y hojeando una revista de moda.
—¿Ya estás aquí? –comentó con la sorpresa asomándose a su voz.
—Sí. La gestión ha sido rápida, pero no traigo buenas noticias. Despierta, por favor, a la muchacha.
—Querida, lamento comunicarte que Richard Thompson murió la semana pasada.
Margaret rompió a llorar, apreciaba al ingeniero, uno de sus escasos amigos.
—¿Qué le ha sucedido? ¿Estaba enfermo?
—Según me ha comentado el vicecónsul, gozaba de perfecta salud. Se vio envuelto en una riña callejera y recibió varias puñaladas, una de ellas le hirió de muerte. Parece ser que el amigo del ingeniero –recalcó la palabra amigo– frecuentaba los bajos fondos de la ciudad. Jugaba y debía dinero, tanto que lo amenazaron. Thompson se interpuso entre él y la navaja y recibió la peor parte. ¿Conocías sus tendencias?
—Sí. Él mismo me las confesó. Era un hombre tranquilo. No me lo imagino en semejantes ambientes.
—Esto que os cuento debe permanecer en secreto. La versión oficial ha sido que enfermó de fiebres palúdicas y murió. El doctor que lo atendió también era británico así que todos se han juramentado para que el honor de la colonia inglesa no sufra mella. Incluso han pagado una generosa cantidad a la policía a cambio de su silencio.
—¿Han trasladado su cuerpo a Gran Bretaña?
—No. Lo han enterrado en el cementerio inglés, a las afueras de la ciudad.
—Me gustaría ir hasta su tumba a rezar una oración y depositar unas flores.
—Eso, ahora, debe quedar pospuesto. Lo importante es solventar tu problema y creo que dispongo ya de la solución.
—¿Cuál sería?
—Si he entendido bien, tú deseas un lugar donde ocultarte lejos de tu familia hasta que puedas comunicarte con tu novio.
—Así, es señora.
—Renée, tú eres la única que posees los recursos precisos para acabar con las dificultades de esta señorita.
—¿Yo? No sé cómo.
—Muy fácil. Margaret puede vivir en Villa Mercurio con vosotros. A la vez que cría a su hijo puede ayudarte con el tuyo y enseñar inglés a los mellizos. Tradúcelo, por favor. Mi dominio de la lengua inglesa no llega para tanto.
—Pero una señorita tan distinguida no puede convertirse en una niñera. No sería justo.
—Puedes fingir que es una prima lejana tuya que ha enviudado y carece de los recursos suficientes para mantenerse.
—Pero… ¿Y Fulgencio? No sé si estará conforme con esta solución.
—Fulgencio es un bendito. No se negará. Además necesita que sus hijos aprendan inglés para que el día de mañana le sucedan en el negocio. Hasta él mismo podría instruirse en los rudimentos del idioma. Esto le permitiría una atención correcta de la clientela británica.
—Me parece una solución muy interesante. Déjame un par de días para que hable con mi esposo. Mientras tanto, ¿podrías alojarla en tu casa?
—Por supuesto. Eso no es ningún problema.
Tres días después, Margaret y su gato subieron a la calesa con destino a Villa Mercurio. Antes, Fátima y Renée encargaron a las modistas que trabajaban para tejidos Conesa el vestuario que Margaret necesitaba para emprender una nueva vida. Ella los pagó con los fondos de su herencia.
El verano se abatió con inusitada fiereza sobre la ciudad y el campo. Primero atacó a la escuálida vegetación primaveral que había soportado una estación sin apenas lluvias. A finales de junio, el paisaje ofrecía un aspecto desolado al que Margaret no estaba acostumbrada. La tierra estaba reseca, cuarteada en algunos bancales. Hasta las malas hierbas habían perecido por falta de agua. Sólo las higueras y los algarrobos con su habitual tenacidad soportaban aquel calor que convertía el aire en un espeso gas caliente que ardía al penetrar por las vías respiratorias. Algunas huertas sobrevivían regadas por el agua de los pozos elevadas por los molinos de viento hasta las balsas de riego en las que se bañaban los niños campesinos. Los manantiales que suministraban el agua a la ciudad se agotaron y la sequía, como una plaga bíblica se cebó sobre los habitantes de Mirabilia. Los más pudientes escaparon hacia las casas de veraneo en las playas cercanas. En la ciudad sólo quedaron los más pobres y los militares de la guarnición. Un viento cálido cargado de tierra de la cercana África velaba los contornos del paisaje que parecía estar envuelto en una gasa parduzca. El ambiente era pesado, ominoso y no se aliviaba siquiera con la llegada de la noche pues la temperatura apenas bajaba. Fulgencio partía en la calesa al amanecer vestido con su traje de lino crudo y su sombrero de paja y no regresaba hasta que el sol se ocultaba tras las azules montañas del oeste. Las dos mujeres pasaban el día tumbadas en la penumbra de sus habitaciones que las contraventanas aislaban del sofocante calor del sur. Aquella soledad compartida las acercó y rápidamente fraguaron una gran amistad. Margaret se quejaba continuamente de las altas temperaturas a las que Renée estaba más acostumbrada. Para aliviar la incomodidad de su nueva amiga tomó dos sábanas de algodón del arca, restos del ajuar de boda de Caridad Riquelme, y con cierta aprensión las cortó y las transformó en túnicas amplias en un intento de aliviar el intenso calor y la pesadez del embarazo. Así vestidas, las dos mujeres se asemejaban a fantasmas. Ordenó a las sirvientas que descolgaran los pesados cortinajes de terciopelo y damasco. Sólo quedaron pendientes de los rieles los finos visillos que se movían vaporosos, impelidos por la brisa que penetraba a través de las rendijas de las contraventanas que permanecían entornadas durante todo el día. Cuando en las horas de la siesta, aquella losa ardiente que parecía cubrir el cielo convertía la casa en un horno, ellas permanecían echadas sobre la cama matrimonial de Renée. Se frotaban mutuamente con paños impregnados con agua de lavanda o alcohol alcanforado. Pero todas las medidas resultaron inútiles. Perdieron el apetito y se alimentaban de leche de cabra que la cocinera introducía en botellas de vidrio que enfriaba dentro del pozo y de fruta que los criados compraban en el pueblo. Los gemelos andaban nerviosos y no paraban de pelearse. Renée dio órdenes a la niñera de que los vistiesen con ropas livianas y los sumergiesen en un baño de agua fría aderezada con hojas de hierba luisa. Como el remedio no fue suficiente, introdujeron en la dieta de los pequeños infusiones de melisa. Cuando Fulgencio llegaba a casa se le antojaba entrar en un manicomio, pues las mujeres parecían dos almas en pena, vestidas de aquella guisa y adormiladas por el sopor y las infusiones calmantes que tomaban para aliviar el prurito que les provocaba aquel calor infernal. Comían la exigua colación vespertina sentados en el jardín, bajo las palmeras. Deseaban que una brisa de aire moviese sus hojas y los abanicase. Ellas esperaban ese momento del día para recibir noticias de la ciudad. Renée y Fulgencio conversaban mientras degustaban la ensalada, el queso y la sandía. Cuando Margaret le hacía una señal a Renée, esta le traducía trozos de la conversación. Los progresos de la muchacha con el español eran notables, aunque aún no lo hablaba.
—Querido –interpeló Renée–. ¿Podías ordenar que limpiaran la alberca y la volviesen a llenar de agua? Nos vendría bien refrescarnos un poco, sobre todo a los niños. Los días aquí son asfixiantes.
—Por supuesto. Ordenaré a los mozos que mañana le dejen lista para vuestro uso.
—¿Cómo está la ciudad? ¿Has visto a Fátima?
—En la ciudad el ambiente es menos agobiante que aquí. El viento del suroeste procedente del mar suaviza la temperatura. Pero los escasos habitantes de Mirabilia apenas salen a la calle. El panorama es desolador. Las gentes que habitan en las chabolas levantadas al abrigo de los roquedales de los montes pasean sus miserias por el puerto, buscando el alivio del aire marino. El manantial que suministra a la ciudad se ha secado. La gente recoge agua de cualquier sitio. He visto a mujeres acarrear cantaros desde la laguna, en ella acuden a beber animales, puede resultar peligroso. Hay días que ni una sola persona atraviesa el umbral del comercio. Estoy aprovechando para convertir el piso en almacén, realizar el inventario y preparar un saldo con los restos del género atrasado.
—¿Cómo está Fátima?
—Está preparando un viaje al norte, se marcha a Francia dentro de unos pocos días.
—¡Qué mala suerte! Me hubiera gustado invitarla unos días. ¡Estamos tan aburridas! Ella nos hubiera contado las últimas novedades de Mirabilia.
—Por cierto, me ha propuesto un nuevo negocio. Quiere que seamos socios.
—¿De qué se trata?
—Pues de abrir nuevas sucursales de tejidos Conesa en poblaciones cercanas. Concretamente en Concordia, el pueblo situado en medio de la sierra minera. Su población está creciendo de forma notable. Se están construyendo casas imponentes y los tejidos les hacen falta. Ella piensa abrir un establecimiento de diversión allí. Algo diferente al Salón Tetuán. Creo que un café cantante. Los mineros necesitan alcohol y diversión. Por eso parte a Francia, para indagar sobre lo que se hace allí y para contratar bailarinas. Iríamos a medias en todo.
—La idea me parece estupenda. Fátima es una mujer de negocios, hábil y con un olfato especial para detectar de dónde puede venir el dinero.
—Además es honrada y leal. Me parece que he encontrado una buena socia.
—Podías tomarte unos días de descanso, Fulgencio. Se te nota cansado.
—No creas que no lo estoy sopesando. Tal vez la próxima semana. En cuanto termine de ordenar el almacén.
El hombre se dirigió a Margaret, que había permanecido ajena a la conversación, contemplando el vuelo rasante de los murciélagos que cazaban pequeños insectos nocturnos.
—¿Cómo le va a nuestra invitada?
—Muy bien, señor, son ustedes muy amables y me encuentro muy bien aquí –respondió Margaret en español con un fuerte acento británico.
—Ya lo ves –prosiguió Renée–. Está aprendiendo muy rápidamente; es una excelente compañía para mí. La niñera la está instruyendo, pronto estará lista para asumir sus funciones. Hay que darle tiempo para que se adapte. La pobre anda trastornada con este calor, pero es fuerte y se acostumbrará.
—A mí también me tiene perturbado este bochorno. Este tiempo no puede traer nada bueno.
—Yo también lo creo así. Esta tarde subí hasta el torreón, el cielo se parecía a un incendio, como si alguien hubiese prendido un fuego en el firmamento. Opino que no es un buen presagio. Vi una bandada de pájaros marinos volando hacia el interior. En Marsella esto era señal de temporal, pero aquí…
—Aquí también, pero no creo que se produzca. El viento predominante es el suroeste. Fíjate en la luna. No está rodeada por el círculo que presagia un cambio de tiempo. El cielo está tan despejado que es imposible que se aproxime un temporal de levante.
—No sé, tal vez sean supersticiones, pero es algo más profundo. Me siento inquieta agobiada, expectante.
—Debe ser por efecto del embarazo. ¿Cómo va el futuro Conesa?
—Estupendamente, ya siento sus movimientos, al igual que Margaret. Ella está de un mes más que yo.
Fulgencio se retiró a su dormitorio. Las dos mujeres permanecieron un poco más recostadas en las tumbonas de mimbre. La brisa cesó. El calor arreció y también ellas se dispusieron a dormir. Cuando Renée llegó a su dormitorio, le sorprendió que su esposo no estuviese allí. Se dirigió al cuarto de los niños para comprobar que todo estaba en orden. La niñera dormitaba sobre la mecedora y Fulgencio rozaba con suavidad las cabecitas de sus hijos que dormían plácidamente. Renée se enterneció. Había elegido bien; su marido era un excelente padre. El niño que crecía en su vientre sería una persona feliz y querida. Se acercó al hombre, le acarició la cabeza y con suavidad lo tomó del brazo para dirigirse a su habitación. Al girarse, vio la sombra de Margaret que se deslizaba por el pasillo. Sintió pena por ella que esperaba un hijo sin padre.
Dos semanas después estalló la epidemia. Fulgencio Conesa partió, como era su costumbre, al rayar el día. Los lunes el tráfico en la carretera hacia Mirabilia era mayor. Numerosas calesas y carros procedentes de los pueblos cercanos se dirigían a la ciudad. En unos viajaban comerciantes como él que acudían a regentar sus negocios, en otros se transportaban mercancías que iban a ser consumidas en la ciudad. Pero aquella mañana le sorprendió el trasiego de vehículos y personas que circulaban en sentido contrario. Mujeres con fardos en la cabeza seguidas de varios niños, carros atestados con colchones y mobiliario doméstico, galeras llenas hasta arriba de viajeros bien vestidos. Reconoció los coches de varios amigos de tertulias en el casino: los Fontes, los Vidal, los Saura…
Comenzó a inquietarse. En el cielo no se apreciaban señales de humo o de fuego. Aspiró profundamente para intentar averiguar si un incendio podía ser la causa de aquella desbandada, pero el aire olía como siempre: a estiércol de las caballerías. El número de personas que abandonaban la población aumentaba conforme se aproximaba a ella. Las gentes se dispersaban en todas direcciones. Al llegar a las puertas de la ciudad observó que estaba flanqueada por dos guardias que le interceptaron el paso.
—Señor, no puede usted entrar, salvo que sea usted médico o transporte mercancías de primera necesidad. Identifíquese.
Fulgencio extrajo su cédula del interior de la cartera y se la mostró al policía.
—¿Qué sucede? Soy un honrado comerciante y debo abrir el negocio con el que me gano el sustento.
—¿No lo sabe? –lo interpeló el segundo.
—¿Qué tengo que saber? ¿Qué o quién me impide la entrada en la ciudad?
—Una ordenanza municipal. Ha sido declarada la epidemia de cólera en Mirabilia.
—Si me prohíben la entrada por tierra, lo haré por mar. Necesito atender mi tienda y saber de mis amigos y conocidos.
El guardia, le ordenó apartarse para dejar paso a algunos carros que transportaban mercancías, el avituallamiento de la villa. Una voz conocida lo llamó:
—Fulgencio, ¿qué haces aquí? –le preguntó el doctor Ruiz, cliente habitual y compañero de dominó en el casino.
—Pues ya lo ves, intento trabajar. Pero resulta imposible penetrar en Mirabilia. Lo intentaré aunque sea alquilando una barcaza.
—Ni los sueñes. Están construyendo una empalizada de madera vigilada desde tierra. Además, toda persona o materia que penetre al otro lado de las murallas es fumigada con cloro. Después, durante tres o cuatro días, los viajeros permanecen aislados en el lazareto que han levantado extramuros. ¿Recuerdas el antiguo almacén de grano? Allí está habilitado.
—Pero ese edificio es una cochambre, se encuentra en estado ruinoso.
—Sí, pero no queda otro remedio. El ejército está levantando unas barracas y han nombrado a un médico como jefe del servicio asistido por algunos auxiliares y custodiado por una guardia militar. La junta médico-municipal está trabajando en pleno. No damos abasto. Es muy difícil atender a tantas personas como prevemos que se contagien con el poco personal del que disponemos, sobre todo teniendo en cuenta que algunos colegas han huido.
—¿Y tú, cómo has conseguido salir? –preguntó Fulgencio.
—Me han concedido un permiso especial por unas horas. Mi mujer está próxima a parir. Ella y mis hijos permanecerán en el campo, en la casa de mis suegros, mientras dure la epidemia. Yo regresaré enseguida puesto que me han nombrado jefe del hospital colérico. Lo han situado en la iglesia de San Pedro, al lado del convento de las hermanas carmelitas, que me auxiliarán en mi tarea.
—¿Cómo se ha iniciado la epidemia?
—No se sabe exactamente. La primera persona afectada ha sido un mendigo que una vecina encontró agonizante en plena calle. Lo trasladaron al hospital de Caridad y allí murió a las pocas horas. Mostraba todos los síntomas de la enfermedad.
»Hemos detectado cuatro focos, todos ellos en los arrabales de la ciudad, en las calles altas. Las condiciones de vida de esa pobre gente son desastrosas: subsisten hacinados en chabolas y en cuevas, las ratas campean a sus anchas entre las basuras, los excrementos y los orines. No disponen de suministro de agua potable. Además sus organismos están depauperados por las fiebres endémicas que origina la maldita laguna, por la desnutrición y por la falta de higiene. En fin, los viejos problemas urbanos que no se resuelven de ninguna manera. No hay nada nuevo bajo el sol. Mi consejo es que te vuelvas a tu casa con tu mujer y tus hijos. Aquí no puedes hacer nada.
—Pero, ¿y el orden público? Ya conoces la sucesión de los hechos: la epidemia, la carestía, el desabastecimiento, el hambre, los disturbios y los saqueos.
—He oído el rumor de que los comerciantes han abierto un fondo con el que pagan vigilantes que cuiden la seguridad de sus negocios.
—Con más razón aún debo entrar en la ciudad. He de aportar dinero para que mi comercio esté vigilado.
—Debo marcharme. El tiempo apremia y la tarea es ingente. Suerte, Fulgencio.
—Lo mismo te deseo, Manuel.
El comerciante dio la vuelta a la calesa y emprendió el camino de regreso. Desenganchó al animal y lo dejó en la cuadra. Entró por la puerta trasera. No encontró a nadie en la casa, aunque en el jardín se escuchaban risas. Penetró en la habitación, se despojó de la corbata y la chaqueta y se echó sobre la cama. Necesitaba pensar, encontrar la solución para ponerse en contacto con los comerciantes que habían quedado atrapados en la ciudad por las medidas aislacionistas. Si le saqueaban el negocio sería su ruina. No conseguía concentrarse. Abrió la ventana. Hasta él llegaba el chapoteo y las risas de las mujeres que retozaban en la alberca. Se entretuvo contemplando sus despreocupados juegos. De pronto, ambas emergieron del agua completamente desnudas, las camisas con las que se bañaban flotaban como ahogados. El cuerpo moreno, pequeño y mórbido de Renée le era conocido. Pero la visión de Margaret emergiendo de la alberca lo trastornó. Las piernas le pesaban como si le hubiesen atado a los pies sacos de arena, se le secó la boca y el corazón golpeaba furioso en su pecho. Margaret se demoró unos instantes en salir completamente del agua pues estaba entretenida en retirarse el cabello de la cara. En ese corto lapso de tiempo, Fulgencio llegó a creer que la parte inferior del cuerpo de la muchacha era la de un pez, tanto se parecía a las imágenes mitológicas representadas en los libros del gabinete galante. Fue como si encendiesen una lámpara en una habitación oscura y su resplandor lo cegara. La lechosa piel de la muchacha refulgía al sol como si su epidermis no fuese un conjunto de células sometidas al arbitrio del tiempo y la decadencia sino que estuviese tallada en el más fino alabastro. El cabello cobrizo goteante trazaba un mapa de minúsculos regatos que descendían por las colinas de los senos y se precipitaban sobre su abombado vientre, deslizándose entre los pliegues de sus ingles y la tersura de cera de sus muslos para finalmente caer al suelo formando diminutos lagos bajo sus pies. La muchacha se cubrió con la toalla pero la visión quedó incrustada en la retina y en el cerebro de Fulgencio. Una vez más, evocó los frescos del cuarto secreto, el que construyó el minero arruinado que le vendió la casa a su padre. La sensual habitación en la que se culminaban los negocios y en la que él se inició en los misterios del amor. Ya nadie entraba en ella, su padre yacía en su cama de moribundo hacía un mes, esperando que la misericordiosa muerte pusiese fin a su vida de vegetal producida por una apoplejía; él estuvo tan ocupado entre el negocio, el matrimonio y la viudez que se había olvidado de la existencia de la estancia. No recordaba donde había guardado la llave. Tal vez sería buena idea mostrarle el lugar a Renée aunque pensase que él era un sátiro. Se sintió excitado. Durante un breve lapso de tiempo se imaginó en el gabinete galante retozando con las dos mujeres. Cuando fue consciente de la impudicia de sus pensamientos, los arrojó de su cerebro como si fueran carroñas.
Intentó apartar la imagen de Margaret saliendo del agua de su mente pero lo único que consiguió fue que se le produjese un dolor de cabeza como si le estuviesen introduciendo aceradas agujas en su cráneo. Su mujer lo encontró enroscado sobre sí mismo en la cama, de cara a la pared. Fulgencio le contó la epidemia de cólera que asolaba la ciudad, su temor de que se produjesen disturbios y saqueos ante un seguro desabastecimiento y que las gentes desesperadas le destruyesen el negocio.
Durante una semana vagó como alma en pena por la casa. Todos los intentos de entrar en la ciudad fueron infructuosos. Tampoco conseguía espantar la visión de Margaret saliendo del agua, desnuda, bellísima. Acudía a la capilla a rezar todos los días pero mientras sus labios recitaban las plegarias aprendidas en la infancia su mente se recreaba en la evocación de Margaret. Entonces recordó uno de los métodos de Renée para ahuyentar los fantasmas. Escribir aquello que te preocupara, quemar el papel y esparcir las cenizas al viento. Se dirigió a su cuarto y tomó una hoja del papel de cartas de su esposa.
No entiendo lo que me sucede. Nunca antes había sentido una pasión semejante, ni por Caridad ni por Renée. Esta mujer me subyuga. Su pelo del color del fuego, la piel transparente, sus ojos de gato… Daría lo que fuera por poseerla aunque sólo fuese una vez, por apropiarme de ella, por sentir bajo mis dedos la seda de los suyos. No me importa que en su vientre se geste el hijo de otro. Todo me es indiferente, salvo ella. No sé si es amor, pasión o locura. Sólo sé que esta fiebre maldita que se ha adueñado de mí hasta el tuétano sólo cesará cuando pueda poseerla, cuando sea mía aunque…
No pudo terminar de escribir, rompió a llorar. Así lo sorprendió su mujer que leyó la nota que Fulgencio acababa de escribir. Entonces, él la abrazó y le contó con palabras entrecortadas su prohibida pasión a la que no acertaba poner nombre. Renée lo consoló intentando poner orden en aquella atribulada mente. Le explicó que aquello no era amor, sino una especie de embrujo, una fascinación que lo atraía como las polillas a la luz. Le explicó que la belleza de la muchacha era y sería la causa de sus desgracias. Los astros lo confirmaban.
—Debes olvidarla. Tienes que sacártela de la cabeza antes de que te atrape definitivamente con su luz y te abrase en ella. Si no lo haces, la desgracia se abatirá sobre nuestra familia.
—Tienes razón. Me alejaré temporalmente de aquí. Esta inactividad me está matando. Me marcho a la ciudad; debo atender mi establecimiento. No te preocupes, la epidemia no durará mucho, será cuestión de unas pocas semanas. Aún te falta para que salgas de cuentas. Lo que más me preocupa es mi padre. Si empeorase, mándame razón con Juan el Renco. Él acude todos los días a la ciudad con su carro cargado de verduras de las huertas locales. Yo estaré puntualmente en las murallas a primera hora de la mañana. Recibiré el mensaje.
—Pero, ¿cómo vas a conseguir burlar el acordonamiento sanitario?
—Mañana acompañaré a Juan y mientras descargamos el carro me colaré. El dinero tuerce todas las voluntades. En la caja fuerte hay una cantidad más que suficiente para que sobreviváis hasta que regrese. Paga a los sirvientes de la casa lo primero. Abriré una cuenta en la tienda del pueblo para que la cocinera pueda retirar alimentos sin restricción alguna. No pasaréis ninguna falta. Prepara un jergón en la cuadra, cuando regrese deberé permanecer aislado unos cuantos días para asegurarme de que no he contraído la enfermedad y os la pueda contagiar. Cuando todo esto pase y mi espíritu quede limpio del embrujo de la muchacha, volveré.
—No te preocupes, Fulgencio, se hará todo como deseas.
—No te veo afectada, es como si ya supieses que esto iba a suceder.
—Hace un par de noches soñé que te alejabas en un barco para emprender un largo viaje. La nave arribó a un país remoto en el que conociste a una mujer de rojos cabellos. Te perdiste en ella y te olvidaste de mí. Mientras tanto, mi nostalgia de ti crecía a la par que mi vientre. De repente, apareció en la casa un niño extraño: liso como un pez, con el pelo lacio y los ojos de indio. Yo te llamaba angustiada hasta que perdí la voz. Entonces me desperté. Tú estabas a mi lado. Me toqué el vientre y sentí cómo el niño se movía. Entrelacé mi cuerpo con el tuyo y sumergí mi nariz en el pliegue de tu nuca para que tu olor apaciguara mi corazón que galopaba frenéticamente. Sólo ha sido un mal sueño, me dije. Lo único real es que tú estabas allí, entre mis brazos. Después lo olvidé. Ahora lo he recordado con toda claridad. Sé que significa algo. Los sueños son mensajes del futuro, señales de aviso, que como un faro nos alertan de los peligros que nos acechan.
—Querida, los sueños son los embrollos que forma nuestro cerebro cuando las bridas de la razón no lo sujetan. La mente es un caballo díscolo que necesita ser refrenado, cuando esto no sucede, puede huir al monte, cocear y hasta morder. No les prestes atención pues sólo son creaciones irreales de mentes inquietas como la tuya.
—No estoy tan segura de lo que dices. Yo, por si acaso, procuro tenerlos en cuenta.
—¡Me está matando este maldito dolor de cabeza!
—Te voy a preparar una infusión de amapola y melisa. Dormirás un buen rato y cuando despiertes, habrá pasado.
—¿Mi padre cómo está?
—Como siempre. Inmóvil. Esta mañana lo hemos aseado entre Margaret y yo. Después le dimos su papilla. Es como un niño de pecho. Su luz se apaga con lentitud pero está tranquilo. El jarabe de láudano que le recetó el doctor hace su efecto y pasa el día durmiendo un sueño blando. No reconoce a nadie.
Fulgencio consiguió burlar el cordón sanitario, la fumigación con cloro puro y el confinamiento de tres días gracias a la generosa propina que deslizó en la mano de uno de los vigilantes de la puerta norte para penetrar en la ciudad atacada por el cólera. Él ya había vivido otros asedios. Recordaba el provocado por la sublevación contra el gobierno central ocurrida en su niñez. En esta ocasión todo era diferente pues el enemigo podía esconderse en cualquier casa, agazaparse en cualquier rincón a la espera de infestar el depauperado organismo que menos resistencia ofreciese. No se saciaba, tomaba víctima tras víctima ayudándose de la solidaridad, de la necesidad humana de contacto físico. Durante la guerra, el enemigo se encontraba fuera de las murallas, se le oía llegar con su estrépito de soldados y cañones que disparaban sus mortíferas municiones, pero ahora estaba dentro y actuaba en el más absoluto silencio, con la más cruel impunidad. Los refugios eran inútiles para librarse de él, el único remedio para no ser atacado era el aislamiento con su terrible carga de soledad. La ciudad estaba desierta, sólo habitada por el sofocante calor, los soldados de la guarnición militar que la patrullaban para evitar el vandalismo y el carro de la muerte: la Pepa. Así lo llamaban los habitantes en un intento de convertir lo extraordinario en cotidiano para así confundirse en un espejismo de esperanza. La Pepa circulaba a todas horas recogiendo cadáveres para conducirlos por la puerta norte hacia el cementerio construido a extramuros de la ciudad. Los familiares tenían prohibido acompañar a sus difuntos, la mayor parte de ellos eran arrojados a una fosa común en la que se lanzaban sacos de cal viva antes de cubrirlos con la tierra levantada. Más que la visión del carro cargado de difuntos, lo que espantó a Fulgencio fue el silencio que a ratos se quebraba por los lamentos de los enfermos o los llantos de los familiares de los recién fallecidos. Enfiló la calle que comunicaba la puerta norte de la ciudad con el puerto. En la iglesia de San Pedro había establecido la Junta de Salud Pública el hospital de coléricos. Los camilleros bajaban sin cesar enfermos que desaparecían en su tenebroso interior. Un vigilante le hizo señas para que se marchase del lugar. El olor era espantoso: olía a cloaca, a descomposición. Arreció el paso y pronto estuvo delante de su comercio. Todo estaba tal como él lo dejó. Nadie había forzado la cerradura. La ordenanza municipal que estaba clavada en las paredes de los establecimientos prohibía la apertura de aquellos que no fuesen de primera necesidad. Se encaminó al salón Tetuán a paso rápido. Ignoraba si Fátima había conseguido emprender el viaje antes de la aparición de la epidemia. Le abrió la doncella de la mujer y lo condujo al gabinete contiguo al dormitorio.
—Me encuentras de milagro, Fulgencio. Ahora mismo me marchaba a ayudar. El desastre es total y todas las manos son pocas. He conseguido que me admitan como auxiliar en uno de los hospitales habilitados para los enfermos. No sé cuál será mi función, pero sé que debo hacer algo. Esta calma chicha me está matando.
—¡Te puedes contagiar!
—Ya lo sé. Me preocupa caer enferma, pero debo ayudar. Falta personal sanitario. Tal vez ni siquiera me designen a tareas de atención directa a los enfermos; hay muchas más obligaciones que atender. Se necesitan personas que dispensen los medicamentos en el Hospital de Pobres, fumigadores, lavanderas… ¿Y tú, qué haces aquí? Creía que estabas en Villa Mercurio.
—Así era, pero he conseguido entrar. No puedo residir en mi domicilio, no por ahora. Si lo hiciese cometería una locura. Necesito un alejamiento que me sirva para curarme. Resulta paradójico que me interne en una ciudad tomada por la epidemia para sanar.
—Fulgencio, ¿qué tienes tú que sanar?
—Males del espíritu. Estos no se contagian a los demás pero te abrasan y te destruyen como la bacteria del cólera, te secan por dentro.
Fulgencio intentó contarle la obsesión que se había adueñado de su mente desde que viera a Margaret Hills emerger desnuda de la alberca, pero no encontraba las palabras. Extrajo del bolsillo de su chaqueta la nota que no había quemado y se la tendió a Fátima.
—Comprendo. La belleza de esa muchacha perturba. Lo descubrí en el primer momento que pisó esta casa acompañada por tu mujer. Ella ignora el poder de su hermosura y que a la vez es su estigma, el origen de su desgracia.
—Eso mismo me dijo Renée.
—Esa fue la razón por la que no la acogí ni en mi negocio ni en mi casa. No quiero tumultos ni reyertas en mi local, ni tampoco una clientela de alucinados vagando por mi negocio como perros en celo. Eso sólo me hubiera ocasionado problemas. Lo que no se me pasó por la cabeza fue que tú también cayeras víctima del maléfico influjo de su hermosura.
—Pues así ha sido. Tengo que volver al trabajo y no puedo abrir mi negocio. La inactividad no me ayudará a sacármela de la cabeza, si es que lo logro.
—Lo conseguirás, es cuestión de voluntad. ¿Se lo has contado a Renée?
—Por supuesto. La sinceridad me parece lo mejor. Yo quiero a mi mujer. Ella lo ha comprendido, incluso me comentó que le sucedía algo parecido, que a veces se sentía atraída por esa piel translucida y esos ojos de gato.
—Nadie es inmune a la belleza en estado puro.
—Si no te molesta, te acompañaré. Necesito sentirme útil, trabajar hasta la extenuación. Quizás con la mortificación del cuerpo mi espíritu quede libre.
Fulgencio trabajó duramente. Fumigó casas y enseres, trasladó enfermos a los hospitales de coléricos, pues pronto el primero quedó desbordado a causa del elevado número de contagiados, y la Junta abrió uno nuevo en uno de los destartalados castillos que coronaba la colina sur de la ciudad. Condujo el carro de la muerte hasta el cementerio. Algunos días se acercaba a la puerta norte a la espera de la llegada del vehículo de Juan el Renco. Así supo que los habitantes de Villa Mercurio estaban en perfectas condiciones.
A mediados de agosto, los alimentos comenzaron a escasear, los almacenes públicos estaban vacíos. El hambre apareció en escena. El dinero era papel mojado ante el desabastecimiento de la ciudad. A los habitantes de los barrios más pobres, los que malvivían secularmente en chabolas adosadas a las colinas, se unieron los trabajadores inactivos por la paralización de la economía urbana. El descontento se transformó en odio. Comenzaron los asaltos nocturnos a los comercios locales. Los hambrientos acusaban a los propietarios de los negocios de haber huido en desbandada incumpliendo sus deberes ciudadanos. Varias tiendas de ultramarinos fueron asaltadas para obtener míseros botines: sardinas en salmuera, alguna lata de conservas, aceite, o legumbres que el calor había agusanado. Las maderas arrancadas de las puertas sirvieron como combustible para hervir el agua que recogían de la laguna. Las fuerzas del orden, diezmadas también por la enfermedad, resultaron incapaces para contener los desmanes. Se impuso el toque de queda.
Fulgencio, alertado por Fátima, que continuaba dispensando medicamentos en el Hospital de Pobres, esperó la llegada de los asaltantes frente a su comercio, con puertas y ventanas abiertas. Los vio aparecer armados con piedras, martillos y palos, víctimas de la desesperación y el hambre. Se encaró con los cabecillas de la revuelta.
—Pasad y tomad lo que queráis. Poco hay en mi tienda que os pueda ser de utilidad. Tengo tan poco como vosotros. He donado todo aquello que podía servir en estos duros momentos. No queda ni una sola pieza de lienzo pues hace tiempo que mis costureras las convirtieron en sábanas para los hospitales. Alguno de vosotros me conocéis. He transportado a vuestros enfermos, he fumigado vuestras casas y hasta he acompañado a vuestros difuntos a su última morada. ¿Qué más puedo hacer? Subid a mi casa, no me queda nada comestible, me alimento con lo que me proporciona la Junta. Si consideráis que mi negocio merece ser asaltado, hacedlo, no me voy a oponer. Pero cometeréis no sólo un delito, sino un acto de injusticia contra uno de vosotros. Pude huir y no lo hice. Estoy aquí por voluntad propia.
Se oyeron voces en el grupo:
—Es verdad lo que afirma este hombre. Es Fulgencio Conesa. Yo lo conozco y su actitud ha sido de mucha ayuda para nosotros.
Los manifestantes se alejaron cabizbajos calle abajo perdiéndose en la noche.
A mediados de septiembre, la epidemia continuaba sin remitir. En el barrio de San Roque, el párroco solicitó permiso a las autoridades sanitarias para organizar una rogativa mediante una solemne procesión que recorrería las calles principales de la ciudad, pues los actos públicos estaban prohibidos a causa del inherente peligro de contagio. A la caída de la tarde, la imagen del patrón del barrio salió de la iglesia portada por feligreses vestidos con túnicas penitenciales y descalzos. Iba presidida por el sacerdote que rescató el viejo ceremonial de los antiguos exorcizadores de plagas y epidemias. Con un hisopo empapado en agua bendita asperjó casas y comercios, entre amenazas proferidas contra el maligno y peticiones para que los habitantes se arrepintieran de sus muchos pecados, que según el prelado, eran el origen de aquel castigo divino. La gente salía de sus casas y se sumaba a aquel acto de penitencia pública. Algunos sacaban a los enfermos menos graves a la puerta del domicilio con la esperanza de que el agua bendita y los rezos los curasen. Los fieles rezaban las oraciones previstas para estos casos mientras portaban cirios encendidos. Con la medianoche, regresaron a la iglesia. Una multitud veló hasta el amanecer en el interior del templo rogando por el fin de la plaga. Tres días después, un nuevo brote, más virulento que los anteriores se cebó de nuevo en Mirabilia. Ya sólo quedaba esperar.
A comienzos de octubre, el tiempo cambió. El cielo adquirió un color de lomo de delfín y se cubrió de gruesas nubes que se apelotonaban como un ejército en desbandada. El levante las empujaba desde el mar hacia la costa. La lluvia cayó con fuerza durante tres días. De las colinas bajaban ríos de barro que convirtieron las calles en un lodazal en el que se atoraban las ruedas de los carros y que en algunos sitios alcanzaba las pantorrillas de los transeúntes. Los habitantes de las chabolas y las cuevas tuvieron que ser alojados en dependencias militares e iglesias. Se recogió agua en vasijas que aliviaron la sed de las gentes, privadas del suministro habitual, pues las fuentes y cisternas públicas estaban secas desde hacía semanas. Cuando el temporal cesó y el barro fue retirado, Mirabilia resplandecía. La capa de polvo que la cubría desde junio fue arrastrada por las aguas hasta el mar que en algunos lugares adquirió la coloración y espesor del chocolate.
Durante una semana no se registraron más casos de contagiados. Gran parte del personal civil fue relegado de sus obligaciones. La Junta estaba a punto de decretar el fin de la epidemia y del aislamiento, cuando un transeúnte recogió a Fulgencio que se había desmayado en plena calle. Tiritaba atrapado por la fiebre y la vida parecía escapársele, convertida en un líquido pestilente, entre sus piernas. Lo trasladaron al hospital y durante una semana se debatió en una encarnizada lucha contra la fiebre, la diarrea y los vómitos. Fátima estuvo a su lado día y noche suministrándole los remedios recetados por el médico sin importarle que saliesen de su cuerpo a mayor velocidad que a la que ella los introducía. Procuraba que su cama estuviese siempre limpia y le daba friegas de alcohol alcanforado para engañar la fiebre. Mientras lo cuidaba le hablaba bajito. Le contó historias de su ciudad natal, trozos de su vida que adornó con detalles alegres, le habló de sus hijos que se criaban preciosos, de su mujer que lo aguardaba con el deseo prendido en la piel. Sabía que era preciso mantener un hilo que anclase al enfermo a la existencia, construido con el material más viejo del mundo: la palabra. Si el cordel se cortaba, el hombre podía perderse en el laberinto de la fiebre y errar el rumbo hasta introducirse en el helado palacio de la muerte. Fulgencio, con la ayuda de Fátima, derrotó a la enfermedad.
Cuando le dieron el alta, parecía un espectro. Su amigase lo llevó a su casa. Lo bañó en la tina de patas de león frotándolo con cuidados de madre para librarlo de la mugre y el olor del hospital, utilizó sus influencias para conseguir alimentos de la legación inglesa. Se los introducía en la boca a trozos pequeños porque él era incapaz de dominar el temblor que agitaba sus manos causado por la debilidad. Poco a poco, ganó peso y fue recuperando su aspecto. Las fuerzas le volvieron mucho tiempo después. Fue el último enfermo de cólera. La Junta de Salud Pública declaró el fin de la epidemia el día de Santa Teresa. El ayuntamiento publicó un bando que fue clavado por toda la ciudad. Las murallas, después de tres meses, se abrieron.
—Es tiempo de que regreses a Villa Mercurio. Necesitas reponerte en la tranquilidad del campo. ¿Crees que estás preparado para el retorno?
—Sí. Creo que la visión ha sido conjurada. Cuando pienso en ella, ya no veo la tentación que me reclama, sino una mujer embarazada. No sé si ha sido el tiempo, el trabajo, o la enfermedad, pero mi espíritu está libre. Puedo volver con Renée.
—Quizás sería conveniente que la muchacha fuese a vivir a otro lugar. Sería lo mejor para todos.
—De ninguna manera, no tiene a dónde ir. Además, es temporal. Seguro que encontramos la forma de que halle a su novio. Hay otra cosa: cuando más enfermo estaba, en alguno de los momentos en que la fiebre se atemperaba, realicé una solemne promesa al Altísimo. Si me curaba, cuidaría de Margaret mientras lo precisara. Cumpliré mi juramento.
—No lo dudo, pero los rescoldos son avivados por el viento que los inflama y convierte en hoguera.
—No es el caso. De aquello sólo quedan cenizas. El viento las aventará lejos, muy lejos. Y tú, ¿qué piensas hacer?
—Realizar el viaje proyectado. Cuando regrese, hablaremos de negocios. Mi propuesta sigue en pie.
—¿Cuánto tardarás en volver?
—Tal vez unos meses, tal vez un año. No lo sé. El Destino posee la última palabra.
Fulgencio marchó al día siguiente. Recogió la calesa del patio de la posada en la que la había depositado y se dirigió a su casa. En Villa Mercurio le esperaban su mujer, sus hijos y el padre agonizante. Como si lo estuviera esperando para marcharse definitivamente, don Leandro murió pocas horas después.
La vida de los habitantes de la casa continuó como en sordina tamizada por el luto durante todo el otoño.