Aquel invierno resultó desesperante para Margaret. Las tempestades se sucedieron una tras otra. La lluvia caía casi sin cesar y el viento soplaba con furia colándose por las rendijas y las chimeneas con un ulular salvaje. La casa parecía que en cualquier momento fuese a desprenderse de sus cimientos para navegar por los bancales anegados. Los caminos se habían convertido en lodazales por los que resultaba difícil transitar. Margaret tuvo que abandonar los paseos a caballo, también las visitas a la ciudad, ya que no podía caminar el escaso kilómetro y medio que separaba Villa Mercurio de la carretera principal donde paraba el coche de línea regular que unía los pueblos y caseríos con Mirabilia, por lo que las cartas de Hunter le llegaban con mucho retraso. Privada de las palabras del pintor, languidecía en el interior de la casa, apresada por la nostalgia. Fulgencio pernoctaba con frecuencia en la ciudad obligado por las inclemencias meteorológicas. Margaret lo agradecía pues podía bajar la guardia y deambular por la casa sin el peso del temor oprimiéndole el alma.
Renée ocupaba el tiempo enfrascada en sus artes de gitana y no prestaba atención ni a ella ni a los niños. Estaba empeñada en descifrar el futuro mediante la observación de las señales del rostro y las manos. El tarot se le resistía y su fama de adivinadora y vidente había decaído. Convocó a todos los habitantes de la casa, incluida la servidumbre. Anotó sus rasgos faciales, las arrugas y los pliegues de la piel. En un cuaderno dibujó las manos de todos ellos, con las líneas de la vida, la muerte y el corazón. Con los datos recogidos elaboró un complejo sistema prospectivo que tradujo en una serie de normas que paralizaron la vida de la casa: a la cocinera le prohibió acercarse al fuego, pues las líneas de sus manos y su rostro le pronosticaban una muerte atroz por quemaduras, al jardinero que manejase rastrillo o azada porque en sus palmas estaba escrito que se lesionaría con una herramienta y moriría tieso como la rama de un árbol. A Margaret le aconsejó que se alejase de los hombres pues eran fuentes de perdición inexorable.
Los niños, aburridos por la inactividad y la persistente lluvia, se entusiasmaron con el juego. Pretendían que también les predijesen el futuro. Renée, en un instante de lucidez, se negó con la excusa de que hasta que la infancia con sus amenazas y avatares no pasase, el destino no escribiría nada en los cuerpos infantiles.
La casa se convirtió en un caos doméstico. Comían sólo platos fríos por lo que sus estómagos comenzaron a estragarse. Las hojas muertas de los árboles que el viento empujaba contra las puertas o depositaba en los alfeizares de las ventanas se amontonaban sin que el jardinero se atreviese a recogerlas. Cuando, Fulgencio regresó de un viaje de negocios a Barcelona encontró a los niños con empacho estomacal provocado por el consumo de dulces y chocolate, el jardín convertido en un pudridero y a los criados, ociosos y soñolientos, ocupados en charlas intrascendentes. Lo peor fue el estado de su mujer. Renée mostraba un aspecto desaliñado y una mirada de sonámbula. Su única ocupación consistía en dibujar mapas corporales con signos y flechas que conducían a futuros nada halagüeños. La tomó de un brazo y la enfrentó con su imagen en el espejo. La francesa retrocedió espantada. Después la sumergió en la bañera. Le prohibió que continuase por ese camino. Le aconsejó que volviese a las cartas astrales y las citas con los difuntos, ocupaciones igual de absurdas pero menos lesivas para la paz doméstica. Los criados fueron severamente amonestados. Los amenazó con el despido fulminante si persistían en la ociosidad. La casa recuperó en pocos días su rutina habitual.
Durante unos días, previos a las fiestas navideñas, el tiempo mejoró. Un sol mortecino de invierno brillaba levemente en el cielo azul intenso. Los caminos se secaron gracias a su exiguo calor y a la llegada del viento mistral que procedía de la sierra plena de aromas a nieve y pino.
Fátima le había guardado las cartas que habían llegado desde una remota isla del mar Egeo.
Amada Margaret:
Cada día te añoro más. No puedes imaginar cómo me duele la nostalgia por tu ausencia. El negocio va viento en popa. Ahora, hay poca faena en el campo: las viñas duermen el sueño del invierno vigiladas por mi socio, un griego socarrón y bigotudo, que las mima más que a sus propios hijos. La finca donde está el viñedo cuenta con una casa grande y bodegas. Todo estaba en ruinas. He contratado una cuadrilla de obreros para que restauren las instalaciones. No te puedes imaginar el caos y la confusión que dominan mi existencia. A pesar de que les imparto las órdenes en griego, que mi asistenta me está enseñando, las interpretan al revés. No sé si por falta de comprensión o por su temperamento díscolo. Al final les permito que trabajen a su aire y el resultado es magnífico. La vivienda está quedando preciosa: la han retejado, encalado, limpiado y hasta desinfectado. Las puertas y ventanas las han pintado de azul, la misma tonalidad del cielo y del mar heleno. He encargado a la península camas, mesas y arcones. Todo el mobiliario preciso para que esté lista, como una novia, cuando tú llegues esta primavera.
Lo mejor de todo es que en la lejanía se vislumbra el mar brillante bajo el sol mediterráneo. El pueblo más cercano está a tres millas de la propiedad, con lo que es fácil abastecerse de los productos básicos. El puerto está algo más alejado. El barco que nos trae el correo y otros productos como café, papel de escribir, tabaco y herramientas arriba quincenalmente. Lo peor es que el camino está tan empinado y es tan pedregoso que no puede realizarse en caballo, sino a lomos de mula o burro. Estos animales son tozudos en extremo pues se empeñan en circular a su antojo, siguiendo sus propias rutinas, ajenos a las órdenes del que los monta, con lo que el corto viaje puede durar mucho más de lo previsto o convertirse en una épica aventura. Creo que la parte norte de la isla es menos abrupta. Me han comentado que incluso hay un bosquecillo de pinos en el que se levanta un monasterio ortodoxo. Intentaré visitarlo en cuanto las tareas de instalación me lo permitan.
Una buena noticia: mis cuadros se están vendiendo. Esto me anima, tal vez, cuando llegues, pueda retomar mi trabajo y esta vez bajo mi verdadera identidad.
Cuando el viento africano, el siroco, sopla con su sinfonía enloquecedora, me refugio en el interior de la vivienda pues resulta imposible realizar cualquier faena al aire libre. La tierra y la arena vuelan. Se te clavan en la carne como minúsculas agujas. Los naturales están acostumbrados, pero yo aún no lo consigo. Entonces, rememoro los días felices de Mirabilia, reproduzco una y otra vez nuestros fogosos encuentros. Sólo el recuerdo aplaca la herida que me roe, el dolor que me devora, que no es otro que tu ausencia.
Tuyo siempre y amándote en la distancia,
James
P. D. Si el correo se retrasa, no lo achaques al olvido ni a la desidia. Cuando el mar se embravece, el barco suspende su visita quincenal a la isla y no puede recoger la correspondencia.
Margaret la leyó una y otra vez hasta aprenderla de memoria. Cuando todos en la casa dormían, cogía una lámpara de parafina y subía hasta el torreón. La cama turca no había sido retirada. Se echaba en ella a la búsqueda del olor de Hunter que aún pervivía en la ropa de cama como una suave presencia que la humedad y el polvo se empeñaban en disipar. Se dormía llorando, abrazada a la almohada hasta que los primeros rayos de luz la despertaban obligándola a abandonar el cuarto y refugiarse en el suyo antes de que fuese sorprendida. La melancolía la atrapó con sus pegajosas redes. Adelgazó, su pelo perdió brillo y dos cercos oscuros se aposentaron bajo sus ojos. Su cambio físico, lejos de espantar la obsesión de Fulgencio, la acrecentó, porque cada vez se parecía más al cuadro de la Magdalena penitente ante el que oraba el comerciante.
Las celebraciones navideñas fueron para ella una tortura. Los rituales religiosos a los que asistía junto a toda la familia, por orden de Fulgencio, la dejaban exhausta. No entendía el ceremonial católico tan estruendoso. En cambio, le gustaban las cuadrillas que recorrían los campos a pedir por las ánimas benditas. Cantaban villancicos y los anfitriones los agasajaban con los dulces y licores caseros elaborados para las fiestas. Extrañaba a su familia, sobre todo a su hermano Edward, que ya sería un hombre. A la nostalgia se añadió la soledad. El único alivio lo constituyó la presencia de Fátima, que acudía a compartir con ellos el tiempo alegre con el que la navidad interrumpía la rutina del calendario.
—Querida, te encuentro muy desmejorada. Si continúas así, tu pintor no te va querer –le comentó en tono jocoso, intentando animarla–. Debes encontrar la forma de engañar al tiempo para que transcurra veloz. No te regodees en tu soledad. No es bueno para el espíritu. Tú necesitas que esté sano para que te sostenga cuando emprendas el viaje.
—Ya quisiera saber cómo embaucarlo.
—Refúgiate en los niños. Ellos, sobre todo Esperanza, lograrán que te olvides, aunque sea momentáneamente, de tu aflicción. Por cierto, ¿qué te cuenta James en la última carta?
—Nada en especial. La reparación de la casa sigue su curso, las bodegas están listas para recibir el mosto de la próxima vendimia y está intentando preparar un jardín alrededor de la vivienda. Parece que es tarea imposible, pues el viento y las cabras se lo están impidiendo. También se queja de la lentitud con la que los días transcurren, además de la parsimonia con la que los griegos acometen cualquier empresa no vinculada al comercio.
La breve conversación fue interrumpida por la llegada de Renée con dos copas de vino dulce y unos pastelillos de almendra para acompañarlas.
—Queridas, animaos. El año nuevo va a comenzar. Celebraremos un ritual de purificación en el jardín. Cada uno quemaremos algo viejo y nos pondremos algo de estreno. He preparado regalos para todos.
Salieron al jardín para quemar los enseres desechados. Los niños arrojaron a la hoguera los juguetes inservibles. Esperanza se negó a desprenderse del osito de peluche desflecado y al que le faltaba un ojo pero que la había acompañado desde que podía recordar. Se avino a desprenderse de un libro al que sus hermanos habían mutilado arrancándole algunas hojas para convertirlas en barquitos de papel con los que jugaban a piratas en los charcos. Bailaron en torno al fuego. Margaret cantó canciones tradicionales inglesas acompañada por los niños. Fulgencio se negó, permaneció apartado, fumando un habano mientras contemplaba la alegría de los demás en la que él no participaba.
El mes de enero transcurrió lento. No le llegaban cartas de Hunter y ella sentía que su relación con el pintor se desvanecía.
En febrero se adivinaba ya la primavera en los campos cuajados de crisantemos silvestres y de tréboles amarillos. Con el buen tiempo se iniciaba la temporada de bailes, meriendas y recepciones, muchos de ellos relacionados con el carnaval. Después, mientras duraba la cuaresma, los saraos se interrumpían, hasta que el domingo de resurrección se volvían a reanudar.
Fulgencio consiguió que lo eligiesen candidato a las Cortes de la nación. En su nombramiento influyó la generosa aportación que realizó al partido conservador en el que militaba. El viejo sueño de su padre se cumplía: iba a entrar en política. Prepararon una fiesta en Villa Mercurio para celebrarlo. Como en los viejos tiempos de Leandro Conesa, acabaron la fiesta en el cuarto galante, en el que aguardaban varias de las pupilas de Fátima. El particular agasajo de Fulgencio a los honorables miembros de su partido se realizó de forma discreta. Las damas estaban muy ocupadas en el intercambio de los últimos chismes de Mirabilia, y en la salvaguardia de las buenas costumbres en los jóvenes que bailaban los pasodobles y los valses que la orquesta interpretaba. Tan ocupadas andaban en estos menesteres que no notaron la falta de los hombres a los que creían enredados en conciliábulos políticos mientras trasegaban copas del mejor coñac francés y fumaban los exquisitos habanos obsequiados por el reciente candidato. Cuando acabaron de divertirse en la habitación secreta se reincorporaron al salón para bailar con sus esposas mientras las chicas salían por la puerta de la biblioteca que comunicaba con el jardín y se montaban en los vehículos que las esperaban. El ruido de las ruedas de los carruajes sobre la gravilla del camino fue acallado por las notas de un pasodoble de moda que en aquellos momentos la orquesta atacaba con ímpetu. La fiesta acabó de madrugada. Sólo Fátima se quedó a dormir en la mansión.
Cuando Margaret se estaba desnudando, sintió que alguien la sujetaba por la cintura mientras le tapaba la boca con la mano.
—No grites, soy yo –le susurró Fulgencio en voz baja cambiando el tratamiento formal por el tuteo–. Te juro, que he tratado de evitar esto por todos los medios posibles. He rezado a Dios, me he fustigado para aplacar el hervor de la carne, pero no ha servido para nada. Pensé que la enfermedad me purificaría, pero todos mis intentos por olvidarte han fracasado. Sé que tú no tienes la culpa. Pero tu belleza me perturba hasta tal punto que sólo poseyéndote tal vez consiga conjurar el hechizo. Cuando hago el amor con Renée, es en ti en quien pienso. No puedo arrojarte de mi mente. Necesito que seas mía, una vez, una sola vez, una única vez.
Apartó la mano de su boca, pero la mantenía fuertemente sujeta por las muñecas.
—Si gritas te mataré y después me tiraré a un pozo.
—Fulgencio, desvaría, está borracho, apesta a vino.
—Te equivocas, nunca he estado tan lúcido como en este momento, quizás el alcohol me preste el valor para realizar aquello que debía haber hecho hace mucho tiempo.
—Suélteme. Mañana se arrepentirá de su infamia y se sentirá culpable. No cederé ante sus bajas pasiones.
—A mí no me engañas, eres como Renée, una vulgar ramera. ¿Crees que no sé que te acostabas con ese pintor de poca monta que os tenía a todas encandiladas? No te puedes imaginar lo que sentí cuando os contemplé fornicando en el cuarto del torreón. Le dabas a otro, a quien acababas de conocer, lo que me negabas a mí, tu protector, tu dueño.
—Yo siempre lo consideré como un amigo, como un hermano. Le estoy profundamente agradecida por su generosidad, pero no lo amo, por lo tanto no cederé ante sus pretensiones. Además, le debo lealtad a Renée. Ella me encontró cuando yo andaba perdida, errante por el puerto. No puedo traicionarla.
—Margaret, eres una perdida. Viniste aquí embarazada. Te has acostado con los hombres sin mediar el sagrado vínculo del matrimonio.
—Ya he pagado por ello con el destierro y la muerte de mi hijo. Usted también ha yacido con mujeres sin mediar ese vínculo tan sagrado del que habla. Si tanto le perturba mi presencia, me marcharé. Me iré con el pintor, me casaré y mi honor quedará restituido. Íbamos a contraer matrimonio cuando él tuvo que huir.
—No lo ignoro. Un político que se precie debe poseer sus propios medios de información. Un funcionario de la legación británica me contó los trámites que estabas acometiendo. Le pagué generosamente sus servicios, también que se prestase a redactar la nota que inculpaba a lord Rivelaux en el suicidio de su hija, que en realidad murió de tuberculosis. Nunca te marcharás. Los documentos que necesitas no se expedirán jamás.
—Es usted un canalla. Los celos lo corroen, pero nunca accederé a sus pretensiones.
Fulgencio trató de forzarla, ambos cayeron al suelo y derribaron el perchero de pie. Con el estrépito Renée acudió a la habitación. Encontró a la muchacha debatiéndose para librarse de la presión que el hombre ejercía contra ella. Al momento apareció Fátima. Entre las dos consiguieron apartar al comerciante que estalló en un llanto de borracho. Lo pusieron en pie.
—Renée, llévatelo al jardín para que el aire lo despeje. Voy a prepararle un café y una tila para Margaret, que está temblando. Acuéstate, descansa, querida. Ahora te traigo la infusión.
Margaret no podía controlar el temblor de sus miembros ni el tableteo de su corazón. Abrió la ventana con la intención de que el aire de la noche y la contemplación del cielo nocturno aplacasen sus alterados nervios. El llanto alivió en parte la tensión sufrida. A través de la ventana le llegaban retazos de la discusión conyugal.
—Eres un degenerado, Fulgencio. Nunca has podido librarte de su influjo. Si no fuese porque no tengo a dónde ir, y por mi hija, me marcharía de aquí.
—Dices bien, tu hija, que no la mía. ¿Crees que ignoro que Esperanza es una bastarda?
Él la sacudió por los hombros mientras le pedía a gritos que le dijese quién era el padre. Ella le escupió la verdad, la tremenda verdad que había guardado durante todos aquellos años en su corazón envuelta en capas de falsedades e infamia.
—Esperanza no es tu hija.
Fulgencio estalló, le propinó los más graves insultos y cuando iba a cruzarle la cara con un bofetón. Ella añadió:
—Efectivamente, lo que no sabes es que es hija de…
Un soplo de viento se llevó las últimas palabras de la frase pronunciada por Renée. Margaret creyó escuchar una terrible verdad que trataría de confirmar. La confesión de la francesa detuvo en seco la mano de él. Cayó sentado sobre el banco de azulejos abatido por un llanto de borracho.