XXI

Un misterio se desvela

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El viejo Yorgos estaba sentado en la terraza de la pensión departiendo amigablemente con otros ancianos mientras su nieto servía cerveza y ouzo con agua a los parroquianos.

—¿Qué tal les fue el viaje? –preguntó Stavros–. Mi abuelo elucubraba sobre si Anastasia Rangusi había cumplido con sus deberes de anfitriona.

—Todo ha ido perfecto. Anastasia ha cumplido ampliamente con los deberes de hospitalidad. Dormimos en su casa, pues la tormenta, como nos indicaste, nos impidió emprender el camino de retorno –contesté con una sonrisa al muchacho–. Los burros los hemos dejado en la capital y hemos regresado en autobús.

—¿Desean tomar algo?

—Cambiarnos de ropa. Después bajaremos a comer. Algo ligero, por favor.

Me desprendí del vaquero y la camiseta que casi se habían adherido a mi piel. Me volví a duchar para sacudirme el olor a asno que había impregnado mi cuerpo. El agua tibia me despejó. Me atavié con un pantalón de lino crudo, una camiseta y zapatillas de deporte. Me até el pelo en una cola de caballo alta y bajé al comedor. César me esperaba sentado a la mesa frente a una copa de vino y unas aceitunas. A través de la ventana miraba absorto el mar, maravilloso, liso y perfecto, encerrado en la bahía de herradura. Durante unos instantes me permití observarlo una vez más. Me pareció que su atractivo había aumentado: el pelo húmedo aún le brillaba, su piel se había bronceado. Podía pasar por un auténtico griego. Sin embargo en su mirada perdida en el horizonte se podía apreciar el sutil velo de una antigua tristeza. Me acordé de su esposa muerta. Debió amarla mucho pues su recuerdo aún tiraba de él, lo conducía hacia la brumosa región de la memoria en la que se almacenan los sueños incumplidos y las huellas de los ausentes. Estaba enamorada pero no me lo podía permitir. Estaba cometiendo un nuevo error que sólo me traería sufrimiento, pues César aún no estaba listo para zarpar de nuevo; su espíritu estaba anclado al pasado. Se giró y me sonrió. Le devolví el gesto y me senté a la mesa. El menú era sencillo, constaba de una ensalada con cebolletas, aceitunas negras y queso feta, pescado fresco asado sobre carbones de leña y un cuenco de tzatziqui para aliñar la ensalada. Esta vez nos sirvieron un delicioso y afrutado vino blanco que se producía en la isla de Santorini. Renunciamos al postre que sustituimos por café. Después nos retiramos a la habitación a terminar de leer las cartas que nos faltaban. Extrajimos del sobre unas hojas de papel fechadas en julio de 1909 y remitidas desde Mirabilia.

Estimado, James:

Te extrañará recibir una carta no remitida por tu amada Margaret, pero escribo en su nombre. En estos duros momentos ella no posee la entereza ni la fuerza precisas para coger la pluma y contarte el resultado de su aventura. A mí me la relató entre lágrimas.

La infortunada pensaba que una ciudad tan grande como Barcelona la iba a ocultar de la rapaz mirada de Fulgencio. No fue así. Cuando el matrimonio descubrió que Margaret y Esperanza habían desaparecido, sospecharon que la primera había conseguido averiguar el terrible secreto y como consecuencia había emprendido la huida en compañía de su hija. Preguntaron en el puerto pero ningún barco de pasajeros había zarpado durante la semana. Yo los ayudé en la búsqueda, intuía cuáles eran los motivos que habían impulsado la fuga de Margaret, pues escuché la conversación entre ellos. Sospechaba que Margaret también. Les presioné para que me relatasen el motivo de la huida de tu amada. A cambio, les prometí mi ayuda. Si creían que estaba de su parte me sería más fácil obstaculizar el proceso de búsqueda. No tuvieron más opción y me lo contaron. Intenté que siguieran una pista falsa, argumentando que lo mismo que llegó a Mirabilia de polizón, podría haberla abandonado de idéntica manera. Es bastante frecuente que los trasatlánticos que parten de Italia con destino al continente americano cuando recalan en los puertos mediterráneos no sólo embarquen pasajeros que han comprado su billete, también acogen personas humildes que no disponen del dinero preciso para adquirir un billete a cambio de módicos estipendios que complementan los ingresos del capitán o de otros miembros de la tripulación. Estos tejemanejes son bastante conocidos en Mirabilia a raíz de que hace cuatro años se hundió un vapor cerca de estas costas y se descubrió el turbio asunto del transporte ilegal de pasajeros en el que estaba implicado el capitán de la nave. Mi estratagema resultó inútil, pretendía que dirigieran sus pesquisas hacia otros lugares. Sin embargo, Renée sugirió que debían investigar en otros medios de transporte utilizados para salir de la ciudad. En la estación del tren les confirmaron que días atrás había subido al ferrocarril una mujer acompañada por una niña. Ambas correspondían con la descripción. Las fechas coincidían. El destino de las prófugas era Barcelona.

Fulgencio quería denunciar el hecho a la policía, pero Renée, con su astucia habitual, se negó. El hombre cableó a uno de sus proveedores en la ciudad. Este contrató a un detective que comenzó a realizar pesquisas. Fingió ser ciudadano inglés para acceder a la información consular. Acalló los escrúpulos y el sentido del deber del funcionario de la legación británica acompañando su petición con una cantidad sustancial de libras esterlinas. Así encontró el rastro de las fugitivas. Sin embargo le llevó varios días consultar las listas de embarque de todos los buques de pasajeros que zarpaban del puerto catalán, ya que comenzó con los que realizaban el trayecto a países de Europa Occidental y del continente americano. Finalmente encontró los nombres de Margaret y de la niña en el vapor que partía para Italia tres días después. Enviaron un cable a Fulgencio y a Renée. Estos llegaron en el último momento, cuando ambas procedían a embarcarse, para desbaratar los planes de tu amada y hundir sus ilusiones y su futuro.

La discusión entre ellas fue terrible. Renée le prohibió mantener contacto con la niña. Pretendió echarla de la casa. Margaret amenazó con ir a la policía y denunciar el robo de su hija además de buscar a la partera para que testificase a su favor. Fulgencio, ante el cariz que estaba adquiriendo el asunto, y por miedo al escándalo que perjudicaría, en caso de que estallara, su recién iniciada carrera política, convenció a la muchacha de la futilidad de sus argumentos. Él poseía los suficientes recursos para comprar de nuevo el silencio de la comadrona y para que la denuncia se perdiese en el limbo de los asuntos oficiales. Le ofreció una solución intermedia: Margaret podía vivir en la mansión y mantener contacto con la pequeña pero a cambio le entregaría sus documentos identificativos para evitar el riesgo de una nueva fuga. Ella aceptó sin rodeos, aún a pesar del sacrificio que las circunstancias le exigían. La francesa admitió la propuesta a regañadientes. Sabía las intenciones que su marido albergaba con respecto a la muchacha, pero no podía negarse. La mirada resentida que le dirigió a tu amada, no me gustó. No presagia nada bueno.

Me ha rogado que te comunique que en breve se dirigirá a ti para ofrecerte las explicaciones precisas, mientras tanto guarda todo el amor que te profesa intacto en su corazón.

Se despide con afecto,

Fátima Cervantes Adjaoui

Tras la lectura enmudecimos. Sobraban las palabras. Margaret había antepuesto el amor de madre al que sentía por Hunter. Una vez más las fuerzas hostiles de las que hablaba en sus cartas habían triunfado. Todo encajaba. Sólo nos faltaba atar el último hilo, el del destino final de Margaret. Continuamos abriendo las cartas, sólo nos restaban dos. Ambos esperábamos que alguna de ellas contuviese la pieza que nos faltaba para componer el último y más terrible de los cuadros de Hunter, el de su propia existencia engarzada a la de la infortunada mujer.

Amado, James:

Cuando recibas esta carta ya conocerás por Fátima el desenlace de mi fallida aventura. Mi corazón está desgarrado como una vela que el sol y los vientos hubieran maltratado hasta convertirla en harapos. Te amo hasta dolerme el alma, pero la pasión que me inspiras es imposible, una quimera que debo olvidar para siempre. Me debo a mi hija, a nuestra hija. El amor que siento por ella tejido con los lazos indisolubles de la sangre prevalece sobre cualquier afecto. No puedo abandonarla para arrojarme en tus brazos, jamás me lo perdonaría y los remordimientos envenenarían nuestra existencia convirtiéndola en cenizas. Nuestra vida sería un infierno. Al final os perdería a ambos.

Te rogaría que esperases a que Esperanza creciese y no me necesitase, pero eso sería exigirte un sacrificio excesivo y un acto de inmenso egoísmo por mi parte. No te pido que comprendas mi decisión, sólo que aceptes y olvides. Trata de recomponer tu vida, busca un nuevo amor, alguien más digno que yo para ocupar tu corazón. Si esto sucediese así, no me habré inmolado en vano.

No te escribiré más, pues sería reabrir una herida que ambos debemos cerrar cuanto antes, como esos miembros que se gangrenan y son cercenados para evitar que corrompan todo el organismo, así debemos nosotros cortar nuestro amor, de un tajo firme y certero para evitar que duela lo menos posible.

Recibirás noticias mías y de nuestra hija a través de Fátima. Antes de despedirme de ti para siempre, un único ruego: no te abandones a la desesperación y continúa pintando. Así te conocí. Así espero recordarte como la tarde en que la tormenta me condujo hasta ti en las brumosas tierras de nuestra amada Inglaterra.

Amándote desesperadamente,

Margaret

Nos sobrecogieron las terribles palabras con las que la muchacha se despedía de su amado para siempre. Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano. César me tomó la otra y la apretó con fuerza para infundirme un ánimo que se había evaporado con el primer párrafo de la misiva. Después nos enfrentamos a la lectura de la última carta.

Mirabilia, 25 de noviembre de 1909

Estimado, James:

Lamento comunicarte una terrible noticia: Margaret ha desaparecido. Desearía que me contestases a vuelta de correo para decirme que está contigo pero intuyó que esto no ha sucedido.

Ella me visitaba casi todas las semanas, los niños han sido matriculados en una academia donde cursan sus estudios los hijos de la numerosa colonia británica de la ciudad. Los martes viajaban en el coche de línea hasta Mirabilia, pasábamos el día juntas hasta que ellos salían del colegio. Después acudíamos a tomar chocolate y suizos o helados de mantecado, según la estación, a la pastelería de la calle Mayor. Estas salidas eran las únicas distracciones que se permitía, su única válvula de escape ante la tensión que se respiraba en la casa. Apenas mantenía contacto con la familia, salvo con los niños, a los que ayudaba con las tareas escolares. Permanecía la mayor parte del tiempo en su habitación, comía en la cocina con los criados y no asistía a las fiestas que se celebraban en la casa. Solía pasear a caballo por el campo y los domingos acudía al servicio religioso que el pastor celebra en la capilla del edificio consular. El martes pasado no acudió a la cita. Al principio no le di importancia, pensé que cualquier malestar pasajero le habría impedido el viaje. El domingo me acerqué al consulado a la hora del oficio religioso. No se había presentado. Por la tarde alquilé un coche y me dirigí hasta Villa Mercurio. Fulgencio parecía preocupado por la desaparición de la muchacha. Me contó que la había denunciado a la policía, pese a la oposición de Renée, pero que las pesquisas aún no habían arrojado ningún resultado. La francesa me confesó que últimamente la había encontrado muy triste, había adelgazado y caminaba por la casa como un espectro. No me convenció su explicación porque no concordaba con mis impresiones. Cierto que nunca recuperó su alegría, que se había resignado a su suerte, pero yo no encontraba en ella signos depresivos que la hubiesen conducido a atentar contra su vida, que era lo que se deducía de las palabras de Renée. Aprovechando que ella se ausentó durante unos minutos para atender una petición de la cocinera, hablé con Fulgencio. Lo interrogué duramente, llegué a insinuar si él preso de su lujuriosa obsesión no habría empujado a Margaret a la huida. Me juró por sus hijos que desde que regresaran de Barcelona, había mantenido a raya el deseo que lo recomía. Temía que la reacción de Renée desembocase en un escándalo que perjudicase su carrera política (en los mentideros de la corte suena su nombre para futuro ministro del gabinete de Maura). Sus argumentos parecían sinceros, aunque no me fío de él.

Hasta ahora, se cumplen tres meses desde que la vi por última vez, todas las acciones que hemos emprendido han resultado infructuosas. Contraté una brigada de hombres que inspeccionaron los pozos en varias millas a la redonda pero sólo encontraron los mondos esqueletos de ovejas y de cabras. Por aquí tienen la costumbre de utilizar los pozos secos como cementerios de animales o basureros. La policía remitió su descripción a todos los capitanes, tanto de buques mercantes como de pasajeros, atracados en el puerto la noche en que desapareció. Nadie vio subir ni desembarcar a una muchacha de rojos cabellos. Tampoco pudieron dar noticias suyas ni en la estación del tren ni en las empresas de alquiler de carruajes. No falta ninguna de sus cosas. Es como si se la hubiese tragado la tierra. Escribí a su madre, pero su respuesta además de negativa, fue glacial: para ella su hija había muerto en 1899, en el momento en que decidió deshonrar a su familia mediante unas relaciones ilícitas.

Venciendo la repugnancia que me levanta Renée, intenté retomar mis relaciones con ella. Intentaba descubrir alguna pista que me ayudase en esta estéril búsqueda. No sabe nada o finge muy bien, pues mantiene el mismo relato de los hechos: que de madrugada oyó, entre sueños, descorrerse la puerta cancela y el galope de un caballo. Fulgencio no puede corroborarlo porque esa noche durmió en Mirabilia y los criados se alojan en el pabellón trasero alejado del edificio principal. El único hecho objetivo es que la yegua de Margaret ha desaparecido. La policía cree que huyó con el caballo y tomó un tren o un barco en otro puerto. A mí esta explicación no me convence. Ambos sabemos que nunca abandonaría Villa Mercurio sin su hija, salvo que alguna circunstancia muy grave la obligara. A mí ni Fulgencio ni Renée me engañan. Sospecho que alguno de los dos tiene algo que ver en la desaparición de Margaret.

Yo no les he hablado de ti para protegerte. El asunto del «suicidio de la muchacha inglesa», está pendiente.

Voy a esperar un tiempo prudencial por si apareciese. Pero dentro de un año me marcho a Tánger. Liquidaré mis propiedades en la ciudad y traspasaré el salón. Me estoy haciendo vieja y el negocio del amor comienza a pesarme. He comprado un antiguo palacete en el monte a través de un agente. Por las fotos que me ha enviado se trata de una construcción bella y sólida. Lo mejor es su enclave. Está rodeada de pinos centenarios y se asoma al azul del mediterráneo. Desde allí quiero ver pasar la vida hasta que la muerte selle mis ojos definitivamente. Dispongo del capital suficiente para ello. Los negocios se han acabado para Fátima. Como los perros viejos sólo añoro el calor del sol y la tranquilidad. Este y que Margaret haya encontrado, la felicidad, o al menos la paz, son mis únicos deseos.

Afectuosamente,

Fátima Cervantes Adjaoui

Un misterio se había desvelado, sin embargo no todo estaba resuelto. En aquellos momentos, a miles de kilómetros de mi casa, supuse que jamás conocería el último destino de mi desdichada bisabuela. Una vez más me equivocaba. Nuestra misión en Grecia había terminado. Debíamos regresar. Nuestros billetes de vuelta estaban fechados para tres días después. Aprovechamos nuestras últimas horas en la isla para recorrer algunas de sus playas.

Stavros nos indicó un par de lugares, muy cercanos a Allopronia que resultaban muy interesantes, Agios Georgios y Dialiskari. Acudimos a ellos después de la siesta. Nos detuvimos en la última. El lugar era idílico. Una playa de arena dorada encerrada entre dos fuertes brazos rocosos. El azul del mar refulgía ante nosotros. La cala, a excepción de una pareja entregada a sus arrumacos, estaba desierta. Nos sentamos bajo un pino en cuyas acículas el viento se enredaba susurrando poemas protagonizados por héroes mitológicos. César, con su habitual erudición, desgranó la historia de la isla desde la civilización jónica que la habitó en el siglo X antes de Cristo, hasta las ocupaciones romana, bizantina, veneciana y turca, de la que la isla se sacudió, junto con el resto de Grecia a mediados del siglo XIX. Apenas recuerdo nada de sus explicaciones. Mi mente estaba invadida por el reciente descubrimiento y por la acuciante necesidad de desvelar su final. No podía concentrarme en otra cosa. Debí resultar una compañía poco agradable porque mi compañero sugirió que nos marchásemos. El camino de regreso lo recorrimos en completo silencio, absortos en nuestros pensamientos. Cuando ascendimos la empinada senda que habíamos recorrido para descender hasta la cala, el crepúsculo comenzaba. Nos detuvimos unos instantes a contemplar por segunda vez la maravillosa puesta de sol. El cielo era de un rojo flameante.

—Es del color de tus cabellos –susurró César.

Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas en un discurrir silencioso. Él me tomó de la barbilla y se dispuso a secarlas con su pañuelo. No sé si fue una reacción espontánea provocada por el ocaso, que siempre me trastorna, o por la emoción contenida durante tantas horas espoleada por la lectura de las cartas, o porque mi amor por él necesitaba ser expresado. Mi cerebro era un caos; el caso es que lo besé. Fue un beso sincero, un beso que él correspondió durante un breve instante, después apartó los labios. Me sentí avergonzada por mi impulso.

—Lo siento, perdóname. No debí permitir que mis emociones me arrastraran –murmuré a modo de disculpa–. Olvídalo. No quiero que mi error empañe nuestra amistad. Te aprecio demasiado.

—No es culpa tuya, Elena. Eres una muchacha preciosa, inteligente, sensible, espontánea. Volverías loco a cualquier hombre. Pero yo aún no puedo amar a nadie. Mi corazón no está libre. Debo dejar muchas cosas atrás para enamorarme por segunda vez.

—Pero… ¿No sientes nada por mí?

—Sí, Elena, me gustas y anhelaría poder quererte. Pero me es imposible, aún guardo en mi interior el recuerdo de mi esposa.

—Pero, César, eso no es sano. Ha pasado mucho tiempo. Deberías haberte desprendido, no de su recuerdo, pero sí de su influjo. Ella ya no está, aunque tú acunes su imagen en tu corazón, no volverá. Mi madre afirma que los muertos deben ocupar su lugar y no perturbar jamás la existencia de los vivos. Son dos mundos paralelos que se comunican mediante el recuerdo, pero si el más allá interfiere en el mundo real, las cosas se complican y las personas se quedan ancladas en una tierra de nadie que les impide avanzar en la continuación de su propia experiencia vital.

Me sorprendieron mis propias palabras. Una víctima del apego emocional, una rendida servidora de la dependencia afectiva aconsejando a otra. La enfermedad estragaba más que la más contagiosa de las epidemias. Pero yo estaba curada definitivamente. Hacía ya casi un año que no tomaba ninguna clase de droga. La ansiedad no había llamado a mi puerta. No sé si se debía a que las enseñanzas de mi terapeuta habían roto la coraza de mi irracionalidad y se habían instalado en mi mente para prestarme las fuerzas suficientes que me permitían mantener los pensamientos negativos bajo control arrancando de raíz las pertinaces semillas de la servidumbre amorosa o por la experiencia de mi antepasada. Había madurado. Me sentía una persona nueva.

Cesar pegó un puntapié a una piedra, asustando a una culebra que cruzó el camino frente a nosotros.

—Mira –comentó–. ¡Ojalá yo pudiera ser como ellas, mudar mi piel para sentirme renovado! Mientras eso ocurre, prefiero no creer en esa perturbadora emoción que se llama amor, de la que yo también experimenté sus malditos efectos.

Hacía tanto tiempo que míster Hyde no había aparecido. Durante muchos meses sólo había convivido con el afable doctor Jeckyll. Me extrañó que sus sucios hocicos asomasen de nuevo.

—Es curioso y terrible el mecanismo adaptativo que la naturaleza ha impreso en la especie humana para preservarla de la extinción.

—¿A qué te refieres? –pregunté sobrecogida por el tono profundo y amargo se su voz.

—Pues eso, al amor. Las ratas, los perros, las estrellas de mar y hasta las amebas lo tienen más fácil. Copulan y se alejan, pierden un brazo o se escinden en dos para reproducirse. Sin inútil poesía, sin alharacas, sin problemas. Nuestra inteligencia lo complica todo.

Hizo una pausa intentando recomponer su discurso. Su mano derecha apretaba una rama con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Yo la aproveché para romper aquel cínico monólogo.

—Pero, ¿Y el romanticismo? ¿Esa parte tan maravillosa del cortejo que te llena de mariposas el estómago y te hace flotar, dónde queda?

—Paparruchas. Los animales son pragmáticos. Las mariposas acaban poniendo sus huevos de los que emergen unas orugas que acaban devorándolo todo. Esa reacción de flotar se puede obtener mediante sustancias químicas.

—Los animales también practican el cortejo amatorio –afirmé utilizando un tópico muy manido.

—El cortejo sólo sirve para que la hembra seleccione el individuo más adecuado para la procreación que le asegure una descendencia sana. Tras la cópula, en la mayoría de los casos, el asunto acaba. No hay más complicaciones salvo la ayuda mutua para criar la progenie, y no siempre. No hay reproches, ni desgaste, ni decepciones, ni rutina, ni separaciones dolorosas.

—Pero hay algunos animales monógamos. Las palomas, por ejemplo. En villa Mercurio había un palomar. Mi abuela contaba que un palomo viejo se emparejó con una hembra joven. La paloma, al tiempo, lo abandonó. Tal vez ya no fuese apto para la procreación. El macho murió al poco tiempo consumido por la pena.

—El relato es muy sentimental, pero falso. Se asemeja a una fábula moralizante. Tendemos a explicar los comportamientos animales desde la perspectiva de los humanos. Tal vez el animal muriese por alguna enfermedad o de vejez. La hembra lo abandonó, como bien supones, siguiendo las inexorables leyes naturales que la empujaban a preservar la continuidad de la especie. Así actúa la naturaleza.

Hyde había pulverizado de un solo y certero golpe la hermosa anécdota que yo había atesorado para justificar la monogamia, a pesar de mi nefasta experiencia en las relaciones amorosas. Cuando me dispuse a rebatir sus argumentos, como si me leyese el pensamiento, continuó.

—La monogamia humana es un invento muy útil para evitar la dispersión de los recursos familiares. El romanticismo es sólo el envoltorio ideológico con el que se justifica.

Contemplé de soslayo su cara. Sus ojos contradecían sus palabras. Estaban húmedos. ¡Él si que se envolvía en una coraza para no enfrentarse con sus sentimientos!

—De todas formas, no me hagas mucho caso. Me estoy convirtiendo en un amargado. Además, no poseo ningún tacto, ninguna delicadeza. ¿Te he herido, verdad? ¿He destruido alguno de los principios sobre los que sustentabas tu existencia? No tengo ningún derecho. Perdóname. A veces, me comportó así, de forma hiriente, destructiva.

Me cogió la mano y la apretó a modo de disculpa. De nuevo el bondadoso doctor Jeckyll apareció ante mis ojos. La noche, nuestra última noche en Allopronia, había caído sobre la aldea cuando regresamos. Nuestra conversación acabó. Me pareció atisbar una grieta en la muralla que tal vez debería ensanchar hasta que se desmoronase.

Después de la cena nos despedimos de la familia Nikolakis. El viejo Yorgos se empeñó en regalarnos un par de botellas de vino y una de ouzo para que brindáramos por la tierra griega desde el otro lado del mediterráneo. Cuando le narramos el resultado de nuestro viaje movió la cabeza asintiendo, bebió un trago de vino y comentó la semejanza de nuestra peripecia con las de los antiguos relatos.

—Los dioses han guiado vuestros pasos hasta aquí –exclamó.

Garabateé mi dirección en una libreta de notas que Stravros me tendió. Le ofrecí mi casa por si alguna vez se decidía a emprender el viaje que había proyectado por el continente europeo. A la mañana siguiente embarcamos en el ferri con destino a Atenas.