Le sorprendió ver las cortinas del comedor plegadas. Por las ventanas se apreciaba que la mesa estaba preparada como si se tratase de un día festivo o de una ocasión importante. Esto sólo ocurría cuando su padre estaba en casa pues se empeñaba en mantener la ficción de una unión familiar que sólo era una fachada que ocultaba la realidad del desencuentro. En aquel espacio moraban cuatro personas que lo único que compartían era el espacio y el tiempo pues estaban perdidos en sus soledades individuales, en sus tristezas, en sus miserias, barnizadas con la débil capa de laca de las conveniencias sociales que los convertían en rígidos seres incapacitados para encontrar la felicidad. Las celebraciones, los ritos, entre los que se encontraba la cena familiar, eran actos huecos en los que perpetuar una ilusión, un espejismo. Mientras se quitaba el sombrero, oyó la voz de lady Jane que la llamaba desde el saloncito. Ofrecía un aspecto cordial que la sorprendió. Se había vestido para la cena con un traje gris perla en cuyo escote resaltaba un broche que no le había visto puesto nunca. Estaba confeccionado en oro con forma de hoja de parra en la que se engarzaban varios zafiros de un intenso color. Los acerados ojos de su madre brillaban y su boca sonreía. Le extrañó este súbito cambio que contrastaba con el aspecto cansado y triste de días anteriores.
—¿Qué tal, Maggie, la merienda con tus anfitriones?
—Nada de particular. La baronesa es muy amable y también muy guapa.
—¿Había muchos invitados? ¿Jóvenes de tu edad?
—No demasiados. Digamos que fue una merienda íntima (procuró no mentir en exceso), a decir verdad, sólo el sobrino de ella. Un pintor. El resto de los presentes eran personas mayores, amigos del barón y de su esposa.
— ¿Cómo se llama el joven? ¿Es apuesto?
—Se llama James Philippe Hunter y no se corresponde a lo que usted entiende por atractivo. Su aspecto es un tanto mediterráneo.
Lady Jane torció el gesto al escuchar el nombre del pintor. El gesto fue percibido por Margaret.
—He oído hablar de él. Es el hijo del hermano de la baronesa. Perdieron toda su fortuna hace décadas. Tengo entendido que James fue acogido bajo la protección de sus tíos. En fin, una tarde perdida.
—¿Por qué dice eso, madre?
—Pues porque no te conviene frecuentar la compañía de personas de inferior condición.
Margaret no respondió. No deseaba comenzar una nueva discusión con su madre acerca de los posibles pretendientes que malograse su estado de ánimo, feliz tras la visita vespertina. Cambió de tema.
—Está radiante esta noche. El broche que adorna su vestido es precioso.
—Es un regalo de tu padre, que ha llegado hace tan sólo unas horas. Es el resultado de una buena operación comercial que ha conseguido concluir. Para ti también hay otro obsequio. Él mismo te lo mostrará durante la cena. Además, ha llegado en compañía de Edward. Me ha dicho que nos tiene preparada una sorpresa. Pero… ¡Es muy tarde! ¡Sube y arréglate para la cena! Ha bajado a la bodega para escoger un vino acorde con la ocasión.
Al poco rato estaban sentados en torno a la mesa. Hablaban de temas intrascendentes: de los compañeros del joven, de los planes para el verano, de meriendas y fiestas. Durante un momento se asemejaron a una familia feliz. Entonces Stephen habló:
—Este verano vamos a cambiar nuestra rutina. No lo vamos a pasar en este caserón. Creo que a todos nos conviene un cambio de aires, sobre todo a ti, querida –expuso dirigiendo sus ojos hacia lady Jane–, y también a ti, Maggie. Necesitas emprender nuevas amistades, conocer a jóvenes de tu edad y condición social y aquí en el campo cada vez resulta más difícil. Nos iremos a tomar los baños, a Oldport. Han reabierto y remozado el balneario que se ha convertido en la última moda. Algunos de mis socios han alquilado casas en la parte más moderna. Aunque el pueblo es pequeño, en la temporada veraniega goza de una intensa vida social. Preciso de un descanso, los viajes son agotadores. Debo resolver algunos asuntos comerciales que me ocuparán sólo las mañanas. Las tardes y las noches las dedicaré a vosotros. ¿Qué os parece?
Lady Jane se mostró complacida ante la perspectiva de realizar compras en las tiendas locales, que habían proliferado desde que el pueblo había alcanzado la categoría de lugar elegante de vacaciones, e intercambiar cotilleos con otras damas bajo la protección de los entoldados de la playa, o en los salones del balneario.
—Padre, pensaba visitar a la tía Violet. Hace mucho que no lo hago y se debe sentir un poco abandonada, ya sabe que me considera su sobrina preferida.
—Invítala, si gustas. Estas vacaciones las he proyectado pensando en ti. Puedes visitar las oficinas comerciales y comprobar si el tipo de trabajo que se realiza en ellas es de tu agrado. ¿No me dijiste que querías trabajar? Estarás bajo la tutela de la señorita Williams, nuestra secretaria, y la única mujer contratada por la empresa.
El súbito cambio de opinión de su progenitor alertó a Margaret, pero no pudo encontrar una razón que lo justificara, así que accedió.
—Gracias, padre. Es todo un detalle por su parte. Le prometo que no lo defraudaré. Si las labores comerciales no son de mi agrado o me siento incapaz de realizarlas se lo comunicaré de inmediato. Le agradezco, de nuevo, que me permita intentarlo.
—He alquilado una residencia, cómoda y con los suficientes lujos, para que nos encontremos a gusto. No temas, Jane, cuenta con habitaciones para el servicio, aunque no es preciso que éste sea muy numeroso. Un par de doncellas, un mozo, y por supuesto Sarah bastarán para atender nuestras necesidades. Confieso que he debido utilizar todas mis influencias para alquilarla. Casi todas estaban ya comprometidas, pero de algo ha de valer ser propietario de la Hills Mining Company.
—Es estupendo, querido, podré organizar recepciones y continuar la presentación en sociedad de Margaret. ¿Contarás con el tiempo suficiente para ello, niña? Espero que tu capricho no te ocupe toda la jornada –recalcó la palabra con ironía.
—Sí, madre, procuraré atender todas mis obligaciones; no la defraudaré.
—¿Y yo? ¿Qué haré en ese horrible lugar? –comentó Edward con desagrado–. Mis planes para el verano se han frustrado; nadie tiene en cuenta mi opinión.
—También he pensado en ti. Algunos de tus condiscípulos de Eton veranean en Oldport. Podrás continuar tus partidas de críquet y tus aficiones sin ningún problema. Para resarcirte te he asignado una cantidad nada despreciable que podrás gastar en lo que desees. He puesto a tu disposición un faetón con el que podrás pasear con tus amigos e impresionar a las bellas señoritas de la buena sociedad del pueblo. Con estos medios, no te faltará ocasión para que divertirte. ¡Ah, lo olvidaba! te he comprado un pequeño obsequio, Maggie. Mis negocios van viento en popa y deseo que mi familia disfrute de nuestra prosperidad.
Abrió un estuche de cuero, en su interior, rodeado de un terciopelo azul marino, brillaba un aderezo de oro y rubís que resplandeció al contacto con la luz de la lámpara del techo.
—Espero que lo luzcas con orgullo. Me ha costado mis buenas libras. Lo iba a comprar un miembro de la familia real, un primo del príncipe de Gales, que en el último momento se arrepintió. No le gustaba el diseño, según el joyero, que me lo ofreció a un precio interesante.
—Gracias, padre, es un magnífico obsequio que luciré en la primera fiesta importante que madre organice –expresó protocolariamente.
—Me gustaría que en dos o tres días estuviésemos en disposición de marchar. Confío en tus dotes domésticas, querida.
—¿Cuál es la dirección de la residencia de Oldport? Debo cursar la invitación a la tía Violet.
—Residiremos en el número 25 de Breakwater Street. Como verás, el nombre no es nada original, ya se sabe cómo son las gentes de pueblo.
—¿Puedo retirarme ya? Estoy cansada. El día ha sido largo.
Se levantó de la mesa y besó a su madre y a su hermano. Ya en su habitación se dispuso a escribir a su tía Violet.
Querida tía:
El amor todo lo inunda, es una emoción indescriptible. Te preguntarás la razón de este impetuoso comienzo. He conocido a un pintor, un hombre maravilloso y original con el que te entenderías al instante pues, al igual que tú, vive y piensa al margen de los convencionalismos sociales. Creo que estoy enamorada. Aunque no quisiera equivocarme. Nunca antes me había sentido así. Apenas puedo controlar el temblor que me embarga cuando estoy en su presencia. Lo peor es que desconozco cuáles son sus sentimientos aunque no le soy indiferente (estoy segura).
Me resulta muy difícil expresar con palabras la vorágine de sensaciones que se han apropiado de mi corazón. No sabes cuánto anhelo y preciso tus sabios consejos porque no puedo hablar con mi madre de estos temas. El artista carece de recursos y por tanto queda descalificado como pretendiente.
La razón me dice que no debo enamorarme, pero mi corazón afirma lo contrario. ¡Qué complicado resulta todo esto!
Le he dado tu dirección para que las cartas que me envíe tú me las remitas como cosa tuya (puedes leerlas si lo deseas; ya sabes que no tengo secretos para ti). Lamento involucrarte en estos asuntos pero es la única forma de poder comunicarme con él.
Este verano no puedo visitarte pues voy a trabajar en las oficinas de mi padre en Oldport (ya te contaré como lo he conseguido) aprovechando que vamos a pasar allí el verano. Nos vamos en unos días y mi padre me ha permitido que te invite a acompañarnos en nuestro veraneo.
Te envío las señas y espero con impaciencia tu llegada.
Tu querida sobrina,
Maggie
Aún tuvo tiempo de comunicarse con Hunter antes de que ambos partieran. Fueron encuentros fugaces pues sus tíos llegaron de improviso y Margaret no consideró adecuado visitar Oaks Cottage. Buscaban pretextos fútiles para las citas y quedaban a las afueras de Durlot y sobre todo en Darkwood, aprovechando la fama de lugar maldito del bosque que propiciaba la soledad que precisaban. Hablaban de arte, de la futura exposición, de los planes de la muchacha, de la flora del lugar que Hunter parecía conocer a la perfección. Margaret siguió los consejos que la tía Violet le remitió en una carta y escrutaba las palabras, las miradas y los movimientos del artista a la búsqueda de algún signo que le demostrara los sentimientos de Hunter, pero él se comportaba como el amigo perfecto. Su conversación era amena pero trataba temas intrascendentes. Margaret estaba confundida. Sólo cuando se despidieron, en el beso que él depositó en el dorso de su mano, la muchacha apreció algo más que cortesía. Se lo confirmó la ardiente mirada del pintor que fijó un instante sus ojos en los de Margaret, que azorada, retiró la mano.
Con el peso de la incertidumbre en el corazón, tres días después partió hacia Oldport.
El pueblo ofrecía una imagen muy distinta de la que Margaret recordaba. En su niñez había acudido en alguna ocasión a tomar los baños; solían pernoctar en casa de un pariente lejano de su padre. Se levantaba en torno al puerto y había crecido circularmente, abrazándolo. Las primitivas viviendas de los pescadores, las modestas cabañas cubiertas por techumbres de brezo seco bien atado constituían un recuerdo de otros tiempos. Las pocas, que aún se mantenían en pie a despecho de los embates furiosos del viento que azotaba la costa, eran ocupadas por los más pobres del lugar: ancianos privados de recursos y sobre todo mujeres a las que la crueldad del océano les había arrebatado a sus hombres y que sobrevivían mariscando durante la bajamar en los trozos arenosos de playa que quedaban libres entre los acantilados. Los niños se ocupaban en la ingrata y peligrosa tarea de la recolección de algas secas que vendían a los granjeros que las usaban como abono.
Unos malecones construidos con piedras grises abrigaban la pequeña bahía del asedio implacable de las olas. Los barcos pesqueros se refugiaban tras ellos como los antiguos siervos tras los muros del castillo señorial. El pequeño astillero levantado con el único fin de construir y reparar los barcos de pesca había sido abandonado. Lo sustituían unas instalaciones más amplias, fuera del perímetro urbano, en las que se armaban grandes barcos mercantes que transportaban el mineral extraído de las Purple Mountains hacia otros lugares de Inglaterra y aún hasta lejanos países como España e Italia.
Una calle adoquinada unía las instalaciones portuarias con el camino real que se dirigía al norte. La vía ejercía como zona comercial, a ella abrían sus puertas almacenes de efectos navales, un colmado en el que se podía adquirir todo tipo de mercancías, una consignataria marítima y las oficinas de la Hills Mining Company. En varias de las calles perpendiculares se habían instalado comerciantes foráneos que atendían las extravagantes necesidades de la población veraniega y que cerraban sus puertas cuando acababa la temporada. El resto del pueblo lo formaban un abigarrado conjunto de casitas de piedra, grises como los malecones y el cielo. Estaban habitadas por los empleados del astillero, los comerciantes, el médico y el resto de la población local que trabajaba en diversos oficios. El balneario contaba con un salón de baile que podía ser alquilado para eventos sociales y que se convirtió en el epicentro de las reuniones veraniegas.
Hacia el este, aprovechando un altozano desde el que podía vislumbrarse toda la inmensidad del océano sin ninguna de sus desagradables cualidades y desde el que se accedía a través de un camino bordeado por brezales a la playa, se levantaban las casas de los veraneantes: señoriales viviendas de dos plantas y sótano para la servidumbre construidas con la misma piedra grisácea y rematadas con tejados rojizos que contrastaban con el plomizo celaje.
Al Oeste del pueblo se alzaba una muralla rocosa que las efusiones amorosas del mar habían convertido en un acantilado. En el pétreo muro, donde los materiales más débiles habían sucumbido a la pasión marítima y se habían abandonado al esplendor destructivo del oleaje, se abría una cala tapizada de guijarros en los que el mar depositaba su mensaje en forma de un monocorde cloqueo que evocaba los lamentos de los ahogados. La pequeña ensenada ostentaba la forma de una herradura. En ella se reflejaba la luz de la luna en las noches de calma. Los lugareños la conocían con el poético nombre de Moonface. Al otro lado de la caleta, el paisaje cambiaba drásticamente. Allí desembocaba el Blackriver y su estuario formaba una zona pantanosa de marismas en las que mar y río se confundían. Era el hábitat perfecto para una fauna limícola que en los años de penurias había servido de alimento a los granjeros arruinados y a los viejos pescadores deformados por la artritis e incapaces de faenar en un mar traicionero y cruel.
Dos mundos que compartían un mismo lugar pero separados por un sólido muro amalgamado por la riqueza, las diferencias de clase y las convenciones sociales. Los únicos que se atrevían a traspasarlo y sólo por una cuestión de supervivencia, eran los niños. Los que no eran aún lo suficientemente mayores para ser empleados en las labores de pesca, en el astillero o como recaderos en los comercios, abandonaban el arrabal en el que vivían en míseras cabañas y pululaban por las proximidades de las mansiones mendigando unas monedas o los restos de la comida que los criados arrojaban al estercolero comunal.
La vivienda que Stephen Hills había arrendado era una casa de dos plantas, edificada, al igual que las vecinas, con la piedra grisácea del lugar y rematada con una techumbre de tejas rojas. Estaba amueblada con sencillez en un estilo colonial que desentonaba un poco con el entorno norteño y gris de Oldport. Era propiedad de un militar cuya carrera había transcurrido en su mayor parte en la India de la que importó el mobiliario manufacturado con caña y bambú. La terraza se ubicaba en el piso superior. Desde ella se podía apreciar el océano en todo su esplendor, el paso de los mercantes y las barcas de pesca que faenaban en las proximidades.
Margaret deshizo su equipaje con rapidez mientras su madre impartía órdenes a la servidumbre. La ocasión propiciaba sus quejas y se lamentaba por la carencia de todo aquello que consideraba imprescindible en una vivienda acorde con su clase social y que faltaba en la residencia veraniega. Su padre la esperaba en el jardincillo delantero fumando un cigarro. Ambos se dirigieron a las oficinas de la empresa.
—Señorita Williams, le presento a mi hija Margaret. Está muy interesada en aprender el funcionamiento de la parte administrativa de la firma. Le ruego que le enseñe todo aquello que es importante para su correcto funcionamiento.
—Encantada, señorita Margaret. Le mostraré lo esencial de mi trabajo. Espero que mis enseñanzas respondan a sus expectativas.
—No se preocupe; intentaré aplicarme en el aprendizaje. Le pido disculpas de antemano por mi ignorancia y por las dudas derivadas de esta. Aunque esta mañana poco podré aprender. Por la tarde no puedo asistir, me debo a mis obligaciones familiares y sociales. Tengo entendido que se cierra a la una para el almuerzo.
—Así es. Pero un par de horas como toma de contacto para el primer día serán suficientes.
Margaret estuvo consultando en los libros los diferentes asientos y la forma de contabilizar los ingresos y los pagos. Era una tarea tediosa y rutinaria, pero gracias a las observaciones de la secretaria pudo entender con rapidez el funcionamiento de la contabilidad de la empresa. Cuando faltaba un cuarto de hora para el cierre del mediodía preguntó:
—Señorita Williams, es usted una de las pocas mujeres que conozco que trabajan en un oficio diferente al de sirviente o maestra. No quisiera pecar de impertinente pero, ¿qué razón la ha movido a trabajar?
—Es una historia un poco larga de explicar. Mi padre fue el anterior contable de la empresa. Murió hace unos cinco años a causa de una pulmonía. Oldport es un sitio húmedo y frío. Yo estaba a punto de casarme, mi prometido no fue todo lo leal que una mujer podría desear. Conquistó a la hija de uno de los veraneantes, una muchacha con una posición económica desahogada, muy diferente de la mía. Al principio, el padre de ella, un adinerado comerciante londinense, se opuso. Ella amenazó con fugarse con su novio, es decir, con el mío; después, con arrojarse desde los acantilados. Es hija única y el padre cedió. Ahora viven en Londres y sus veranos transcurren aquí. Parecen felices, pero mi confianza en los hombres se pulverizó como el trigo bajo las ruedas del molino. Decidí que no me casaría jamás. Además mi madre está enferma y me necesita. El modesto capital que acumuló mi padre tras muchos años de trabajo no renta lo suficiente para que vivamos las dos. Un día, me armé de valor y solicité una entrevista con su padre. Fue muy amable al admitirme a prueba.
—Le resultaría difícil. Al menos, al principio.
—No crea, yo tuve la suerte de aprender del mío los rudimentos de la contabilidad y la correspondencia comercial. Conseguí superar el examen y fui contratada. Me considero una mujer con suerte pues soy dueña de mi destino, aunque mi vida es un tanto rutinaria.
—Debe ser gratificante ser independiente económicamente.
—La verdad es que sí. Dispongo de un pequeño capital bien invertido, pues a pesar de los numerosos gastos que conlleva la enfermedad de mi madre, logro ahorrar. Cuando ella ya no esté entre nosotros, quiera Dios que aún viva muchos años, tal vez pueda abrir mi propio negocio: una floristería o una mercería. Se me dan bien los arreglos florales y los sombreros. Lazos y encajes se venden muy bien. La abriría sólo durante la temporada y en invierno viajaría al sur de Europa. No sabe usted que desagradable resulta el clima invernal de Oldport.
No esperó que Margaret le contestase. Consultó el reloj que llevaba colgado de su pecho con una cadena de oro.
—Bueno, va siendo hora de cerrar. Debo acercarme hasta mi casa a comprobar si mi madre ha tomado sus medicinas.
Ya estaban a punto de salir cuando un hombre irrumpió en las oficinas.
—Señorita Williams, ¿el señor Hills se encuentra en su despacho?
—No, señor Thompson. Ha salido y creo que no volverá hasta mañana. ¿Es urgente? ¿Puedo ayudarle en algo?
—No. Se trata de un asunto relacionado con la construcción del barco. Preciso sus instrucciones para continuar las labores en el astillero, pero puedo esperar hasta mañana. Perdón, por lo intempestivo de mi entrada. Me he olvidado el saludo.
—Le presento a…
—No es preciso. La señorita Hills y yo nos conocemos. Tuve el honor de ser presentado hace un par de meses. ¿Qué le trae a usted por aquí?
—Estamos de veraneo, señor Thompson. Si no le importa, podemos continuar nuestra conversación fuera. Debo regresar a casa para el almuerzo y la señorita Williams dispone de poco tiempo.
—¿Me permite que la acompañe? El día es magnífico y me siento intrigado por su presencia en las oficinas.
Margaret le explicó el acuerdo con su padre y los planes que le habían organizado para el verano, a los que debía plegarse sin oponer ninguna resistencia.
A Richard Thompson le pareció extraordinario el empeño de Margaret en evadirse del destino que le habían fijado acorde a su clase social, y que evidenciaba el carácter decidido de la muchacha. Se lo comentó con naturalidad como si la necesidad de independencia que demostraba fuese algo habitual, cuando estaba muy lejos de ser una cualidad inherente a la mayor parte de las mujeres, cuyo único anhelo, que había sido fomentado desde la infancia gracias al instrumento de una férrea educación, era el matrimonio.
Cuando ascendían por el sendero hasta el altozano en el que se elevaban majestuosas las viviendas de los veraneantes, Margaret comentó:
—Esta tarde debo asistir a un baile en el salón del balneario. Lo han reservado exclusivamente para mí y mis invitados. No conozco a casi nadie y me sentiría un poco desplazada. Como no puedo negarme, y a pesar de que lo que le voy a pedir se escapa de las normas que dicta el protocolo, ¿podría acompañarme? Entenderé una negativa. Quizás me he precipitado y usted ha suscrito otros planes.
—Estaré encantado. Aunque, me temo, que no soy un compañero demasiado divertido. Ya conoce usted mi escasa pericia en los bailes de salón. Creo recordar que llegué a pisarla en un par de ocasiones cuando tuve el honor de bailar con usted en su fiesta de presentación en sociedad.
—No lo recuerdo. Debió ser un leve roce. Además, no importa. Su conversación es amena y me gustaría compartirla una vez más. Yo misma cursaré la invitación que le haré llegar en un par de horas.
Margaret acudió al baile acompañada de lady Jane. Ambas lucían trajes de verano confeccionados en muselina de suaves tonos pastel. Amarillo pálido el de la madre, rosa palo el de la hija. Los generosos escotes de los vestidos les permitían lucir las joyas de la familia, mostrando así el esplendor económico del que gozaban. La muchacha fue presentada a todos los jóvenes casaderos que alternaban el pavoneo por el salón con las partidas de cartas que se jugaban en una salita contigua. Las damas de edad madura ocupaban los asientos dispuestos en torno a las paredes de la espaciosa habitación; intercambiaban cotilleos sobre el vestuario y los adornos de las asistentes, a la vez que controlaban que las normas fueran cumplidas por los jóvenes. Lady Jane ocupó una silla junto a la vizcondesa de Browncastle, madre de un muchacho que ejercía de hacendado rural y que aguardaba el despacho que lo llevaría a ocupar un cargo relevante en la legación de la India, inicio, según su madre, de una brillante carrera diplomática. Margaret bailó un par de piezas con él. Era un excelente bailarín pero un pésimo conversador. En cuanto pudo, se excusó alegando un cansancio que estaba lejos de sentir para evitar el tedio de la monótona charla. A pesar de haber sido educada en el fingimiento, se sentía fuera de lugar en aquel ambiente tan lujoso como hueco. Alegó calor y salió al exterior a la búsqueda del fresco abrazo del aire marino; en aquel momento Richard Thompson se disponía a entrar en el recinto.
—¿Ya se marcha señorita Hills?
—No. He abandonado el baile para refrescarme un poco. Dentro de la sala el calor es sofocante. De nuevo nos encontramos al aire libre.
—¿Qué tal la velada? ¿Resulta de su agrado?
—Podría decirle que es maravillosa, entretenida, que las damas lucen elegantes vestidos y rutilantes joyas, que los caballeros son amables y nos prodigan múltiples atenciones; en fin, que me estoy divirtiendo mucho. Pero sería faltar a la verdad, al menos en parte. Todo lo que le he comentado es cierto, pero me aburro. Ya he bailado al menos media docena de piezas con varios caballeros que me han sido presentados y que lo han solicitado. Se nota que han aprendido los pasos de danza en prestigiosas academias y no me han pisado ni una sola vez –comentó con ironía–. Sin embargo, sus conversaciones son tan artificiales, tan manidas que eclipsan sus habilidades como bailarines. Si al menos me hubiese acompañado mi tía Violet nos hubiéramos divertido diseccionando a toda esa pandilla de petimetres con ínfulas de grandes señores.
—Es usted muy cruel. Espero no entrar en la categoría de hombres que tan vívidamente ha descrito.
—No, señor Thompson; usted, por fortuna, no puede ser clasificado en el mismo grupo que la mayor parte de los varones asistentes.
—Podría rescatarla de sus obligaciones y pasear hasta el puerto, pero observo que no lleva consigo el chal y el clima aquí es imprevisible; se puede levantar una galerna en muy poco tiempo. Por otra parte, no sé qué opinaría lady Jane sobre su ausencia. El baile está organizado en su honor.
—La verdad es que la idea es apetecible. Dispénseme un momento; voy a intentar arreglarlo. Aprovecharé para coger mi echarpe.
Al poco rato, Margaret regresó junto a Thompson. El ingeniero contemplaba el mar que empezaba a adquirir un inquietante tono azul prusia. En el horizonte, un ejército de cumulonimbos se aproximaba a la costa a paso ligero, precedido de las luminarias de los relámpagos.
—Se acerca una tormenta. Tal vez esta noche descargue. Pero mientras que esto no ocurra, paseemos hasta el puerto.
Margaret tropezaba continuamente pues los tacones de sus zapatos se enganchaban en el irregular empedrado de la calle.
—Agárrese a mi brazo antes de que se lastime.
Ella se aferró a su acompañante para enderezar la marcha. Caminaron en silencio durante unos instantes. Las farolas de gas fueron encendidas por un mozo. La calle principal parecía una avenida londinense, pero sin su tráfico, su ruido y su pertinaz niebla. Al poco rato, llegaron hasta el puerto en el que se balanceaban las barcas de los pescadores. Al otro lado del espigón, en tierra firme, se izaba la mole de un mercante a medio construir. Se asemejaba a un esqueleto de ballena como los que se podían contemplar en el Museo de Historia Natural de la capital de la nación. Thompson se lo señaló:
—He ahí mi último trabajo, propiedad de su padre. Espero que para la primavera esté acabado. Un nuevo empleo en el sur de España me espera.
—Debe ser apasionante la construcción de estos gigantescos navíos que surcarán los mares comunicando pueblos y transportando mercancías.
—Ciertamente lo es, aunque lo más tentador es montarse en uno y escapar hacia otros lugares, hacia otros países en los que no…
Dejó la frase en suspenso, como si se hubiera dado cuenta de que iba a cometer una indiscreción. Margaret lo notó pero no quiso preguntarle al respecto.
—Me gustaría conocer más detalles sobre su trabajo, Richard. Creo que ya va siendo hora de que aparquemos los formalismos, por lo menos cuando no estemos en presencia de mentes obtusas.
—Estoy completamente de acuerdo. Resulta muy engorroso anteponer siempre el tratamiento al nombre, sobre todo entre personas jóvenes. Si le parece, puede acudir cualquier día hasta el astillero y le explicaré todo cuanto desee saber sobre mi profesión. Aunque lo mejor será que pase a recogerla por la oficina mañana, si lo estima oportuno. Debo acudir a exponerle a su padre ciertos asuntos relacionados con la construcción del navío.
—De acuerdo, pero prefiero que nos encontremos en otro lugar. Detesto ofrecerle explicaciones a mi padre.
—En esto no estoy de acuerdo, si alguien nos ve puede ir con el chisme al señor Hills, que podría llegar a conclusiones erróneas sobre una inocente entrevista. Yo solicitaré su permiso. No me lo negará.
Se levantó viento, un viento del suroeste que comenzó a agitar el mar al otro lado de los espigones. El aire olía a humedad y la frecuencia de los relámpagos aumentaba, aunque los truenos aún sonaban lejanos. La tormenta estaba a punto de arribar a la costa.
—Debemos marcharnos. El tiempo va a cambiar y no creo que le gustase incorporarse al baile convertida en una chorreante esponja. Sería difícil ofrecerle una explicación convincente a lady Jane. Por cierto, ¿qué excusa le ha contado para abandonar el baile?
—Pues que me había encontrado con una antigua condiscípula muy abatida por el abandono de su prometido y que deseaba consolarla.
Ambos rieron ante la treta de Margaret y sobre todo ante la evocación de ambos incorporándose al salón calados hasta la médula. Sonó un trueno. Esta vez fue la muchacha la que urgió a su acompañante a apretar el paso.
—Apresurémonos, no se puede imaginar lo que pesan todas estas ropas cuando se mojan. Me tendría usted que arrastrar o llevar en brazos y eso resultaría tremendamente embarazoso para ambos, además de un escándalo para la buena sociedad de Oldport.
Llegaron al salón cuando los primeros goterones se estrellaban contra el empedrado de la calle. Aún tuvieron tiempo de bailar un par de piezas, como marcaba el protocolo, esta vez sin que Richard la pisara.
Extrañaba su cama y la tormenta parecía haberse ensañado con el pueblo pues los truenos y la lluvia se prolongaron hasta el amanecer. La lluvia golpeando en los cristales le recordó a otra tormenta, la que la condujo hasta Hunter. Sus sentimientos ocultos como animalitos asustados escaparon libres y poderosos en la oscuridad. Evocó al pintor: su rostro moreno, la recortada barba, la cabellera oscura y ondulada, los carnosos labios semiocultos por el bigote; pero sobre todo la intensidad de su mirada que traslucía una gran inteligencia. Lo añoraba. No quería enamorarse de él, no le convenía complicarse la vida iniciando una relación que no era del agrado de su familia. Pero no podía evitarlo, se sentía atraída por el artista. Sabía que era cuestión de tiempo que esa atracción se convirtiese en amor, sino lo era ya. Con este pensamiento se durmió. La tormenta había cesado y el día se asomaba tras los cristales de su cuarto.
La doncella acudió a despertarla, y a pesar de la escasez de sueño y el cansancio, Margaret se incorporó con puntualidad al aprendizaje de sus tareas en las oficinas de la compañía. La labor de registrar los asientos contables era tediosa, apenas conseguía disimular los bostezos. Deseaba que Richard acudiera a rescatarla. Oyó las campanadas del reloj de la iglesia, contó once. Al momento sonó la campanilla de la puerta de entrada y apareció el ingeniero. Tras saludar a las dos mujeres, pasó al despacho del señor Hills, que lo esperaba. La entrevista fue corta. A la media hora, Thompson abandonó la oficina acompañado por Margaret.
— ¿Qué le ha dicho a mi padre que le ha permitido que salgamos solos sin carabina?
—Nada en especial; que usted deseaba visitar el astillero y que yo me había ofrecido a ser su cicerone. Su padre no ha expuesto ningún impedimento. Gozo de su completa confianza.
Caminaron hasta las instalaciones, rodearon el navío en construcción y se aproximaron a otro que estaba a punto de ser botado. Subieron a bordo a través de una pasarela. Margaret recorrió todas las dependencias de la nave: las bodegas, la sala de máquinas y los dormitorios de la tripulación. El barco era como una vivienda en miniatura. Su curiosidad le hizo retener todas las explicaciones de Richard.
Los días transcurrieron con extrema celeridad. El veraneo tocaba a su fin. Margaret deseaba que acabase. Nada había resultado como había imaginado. El trabajo en las oficinas era aburrido, pues se limitaba a la contabilidad y a la correspondencia comercial que se cumplimentaba según unos modelos protocolarios. Las tardes, las ocupaba en pasear por el centro de la villa, asistir a reuniones organizadas por lady Jane y sus amigas en las que los caballeros asistentes eran superficiales y aburridos. Lo único que aliviaba aquella rutina eran las mañanas dominicales en las que después de asistir a los oficios religiosos acudían a la playa; sin embargo fueron pocas. Aquel verano el tiempo fue pésimo en Oldport. El cielo casi siempre ostentaba un tono gris y el mar aparecía encrespado por el viento del sudoeste lo que convertía el baño en una tarea imposible. La tía Violet no había acudido a disfrutar el verano con ellos. Así que empleó parte de su tiempo libre en pasear por los alrededores acompañada por Richard Thompson. Una tarde, bordearon el pueblo por el sendero que ascendía hasta los páramos. Los brezales mostraban su violeta floración que contrastaba con el gris del cielo. Desde allí se podía apreciar la curiosa forma de herradura de la pequeña cala que rompía las colinas: Moonface.
—Bajemos hasta allá, Richard. Parece un lugar agradable para pasear.
—Cierto. La cala es pequeña, pero está resguardada del viento y el suelo está tapizado de guijarros. A veces se encuentran en ella conchas muy bellas.
—¿Por qué la llaman así?
—Para comprenderlo deberíamos acudir una noche de luna llena, cuando el agua del mar está en calma. Entonces el astro, en su cénit, se refleja en la bahía y tiñe de un color plateado el agua y los guijos de la playa. Es un espectáculo maravilloso. Este es un lugar muy romántico, su relativa lejanía del pueblo es aprovechada por las parejas de enamorados para sus efusiones. Fue lugar de contrabandistas hace ya mucho tiempo. Existen cuevas que sólo son accesibles con una barca o a pie durante la bajamar. Los piratas depositaban en ellas sus botines o el objeto del mercado prohibido que después era recogido por los pescadores para ser vendido a menudeo. El difícil acceso por el tortuoso camino que conduce hasta la cala contribuyó a que sea un lugar casi secreto. El bosquecillo de abedules jóvenes que lo rodea también sirve al mismo fin: proteger a los transeúntes de las miradas ajenas.
—¡Qué romántico!
—No crea, era la forma de sobrevivir en tiempos en los que el hambre apretaba y la pesca no era suficiente para alimentar a la familia. Hoy en día, esta costumbre está en desuso por lo que Moonface sólo es un lugar para enamorados.
—Seguro que usted habrá acudido más de una vez acompañado de alguna bella dama o tal vez de una solícita muchacha del pueblo.
Richard no respondió a la broma. Lo que provocó que Margaret se sintiese molesta y confusa.
—Lo siento. Perdóneme si he pecado de atrevida. No era mi intención, pero dado su atractivo, lo más normal es que goce de un gran predicamento entre las mujeres.
—No me ha ofendido, en absoluto. Alabo su franqueza. Es difícil encontrar tanta sinceridad en una señorita. La mayor parte de las que conozco disfrazan sus opiniones con una capa de cursilería. Usted no es así y me asombra. Afortunadamente, la educación que ha recibido no ha conseguido extirpar la naturalidad con la que expresa sus opiniones en las que no hay ni un atisbo de gazmoñería.
—Mi madre se escandalizaría si me oyese hablar de temas amorosos con un caballero. Mi tía Violet ha sido la persona que ha contrarrestado las enseñanzas que recibí en el internado. Me ha prometido que en unos pocos días acudirá desde su retiro norteño a visitarnos. Después me marcharé con ella una breve temporada. La verdad es que la necesito. Sus conversaciones son muy provechosas porque no hay temas que estén vedados para ella. Es la persona más libre que conozco, excepto una persona que frecuenté hace un par de meses. Se trata de un pintor, un tipo singular que ejercita la libertad de un modo inusual. Las normas sociales no condicionan su conducta. Sus lienzos son asombrosos. Me ha pedido que sea su modelo y he aceptado.
Richard torció el gesto ante la revelación de la joven. Ella lo notó, pero no dijo nada.
—Respecto a su pregunta anterior, le diré que no. He estado aquí en noches de luna, contemplando el resplandor del mar en calma y entregándome al amor pero no ha sido... –El ingeniero se interrumpió turbado.
Margaret lo notó e intervino.
—¿Tal vez una experiencia insatisfactoria?
—No exactamente.
La muchacha no quiso seguir insistiendo y entretuvo el incómodo silencio agachándose a recoger una florecilla silvestre. Richard no quería levantar una muralla entre ambos, sobre todo porque sabía que ella era sincera y que él era, después de su tía Violet, el único amigo con el que contaba.
—Me resulta difícil confesarle algo tan íntimo. Tal vez se escandalice usted con mis palabras. Resulta tan incómodo hablar de esto con usted. La sociedad lo considera un terrible pecado, una perversión. Es fácil juzgar y condenar a los demás. Resulta práctica frecuente en nuestros días.
—No es preciso que me cuente nada si le incomoda. Lamento haber sido tan directa.
—Creo que usted es una joven discreta y mi secreto estará a salvo.
—Naturalmente, Richard. Además, no soy yo quien para juzgar a nadie. Ninguna persona lo es.
Aún se demoró un poco más, como si le costase un tremendo esfuerzo encontrar las palabras para confesar su «terrible pecado».
—Tengo un amante. Un hombre de mi edad. No siento predilección por los jovencitos. Vivíamos en Londres, compartíamos apartamentos contiguos. Por lo visto no fuimos lo suficientemente discretos y alguien lo sospechó. Él pertenece a la alta sociedad londinense. Su familia se enteró, ya que sometieron a chantaje a su padre, un influyente miembro del Parlamento, perteneciente al partido tory. Su familia lo dotó con una importante cantidad de dinero con la condición de que me abandonase a mí y al país. Ahora vive en España, en una pequeña ciudad del sur con puerto al mediterráneo. Ejerce como agregado cultural e intérprete del cónsul inglés en la población.
—¿Hace mucho que no lo ve?
—Sí. Unos tres años, aunque nos escribimos con frecuencia.
—¿En el extranjero será más fácil su relación?
—Indudablemente. Nadie nos conoce y contamos con la protección del cónsul, él es homosexual como nosotros. Su matrimonio es sólo un buen acuerdo para él y su esposa.
—Me sorprende usted. Richard, pues su aspecto es viril. Recuerdo a un mozo al que mi madre despidió tras encontrarlo disfrazado con las ropas de una doncella del servicio en actitud indecorosa, utilizando la palabras de mamá, con uno de los ayudantes del jardinero. Fue un auténtico escándalo. Todos los integrantes del servicio fueron reunidos y aleccionados contra la comisión de pecados contra natura. Mi madre juró que el hombre nunca más volvería a trabajar en ninguna casa decente, pero mi padre, conmovido tal vez o para contrariar a mamá, le pagó el billete en un barco que marchaba a América para que allí comenzase una nueva vida. Después les oí comentar que se había llevado con él al ayudante de jardinero. Al mozo se le notaban a la legua sus tendencias, su amaneramiento. Yo era una niña entonces y no entendí nada. Mi tía Violet se encargó de explicarme que no hay nada perverso en el amor entre dos personas del mismo sexo.
—No todos somos amanerados. Pero yo, especialmente por mi profesión, debo de mantener un aspecto y comportamientos recatados.
—¿Mi padre lo sabe?
—Por supuesto, se lo confesé yo mismo antes de que me contratase. Creo que es mejor ser sincero. Tarde o temprano alguien le iría con el chisme. Esa es la razón de que no haya puesto ningún impedimento a nuestra salida sin carabina. Ahora ya sabe usted más de mí que yo de usted. Seguro que tendrá algún amor, algún caballero le hará suspirar.
—Hay un caballero que me gusta mucho. Se trata del pintor que le acabó de comentar. Lo conocí por casualidad. Nos hemos estado viendo durante un mes. Es un hombre original, posee un gran atractivo, aunque no en el sentido convencional.
—¿A qué se refiere?
—Pues que su poder de atracción procede de su carácter, de su personalidad, de sus opiniones y de la forma en que las expresa. Pienso demasiado a menudo en él. Es más, creo que estoy enamorada aunque no sé si soy correspondida. Sé que le despierto cierto interés, tal vez más estético que amoroso. Ya le he dicho que me ha pedido que sea su modelo. Tal vez sea mejor así.
—¿Por qué dice eso?
—Porque sería un amor imposible, pues no es el tipo de hombre al que mis padres considerarían un buen partido ya que carece de fortuna.
—¡Los convencionalismos siempre entorpeciendo el amor!
—Así es. Me siento confusa y atrapada. Ahora que lo he conocido los muchachos que me presentan no soportan la comparación con él, resultan aburridos y fatuos. No me interesan. Pero deberé resignarme a contraer un matrimonio de conveniencia.
—¿Tan mala le parece esta posibilidad?
—Ya he visto la experiencia de mis padres y no me seduce la idea. Me resisto a compartir mi destino con una persona a la que sólo me ate un acuerdo comercial. Quizá sea una romántica y el romanticismo sólo sea una corriente literaria ya trasnochada, pero es lo que siento.
—La comprendo, Margaret. Yo también me he rebelado contra el amor impuesto y no me considero un romántico. Cuento los días que me quedan para incorporarme a mi destino. Robert me espera. La vida es breve y el amor es la única emoción que alivia la tristeza que supone el conocimiento de la fugacidad de la existencia. El trascenderse en el ser amado es una experiencia que merece la pena vivir, aunque sepamos que junto al amor se oculta la daga del abandono que tal vez un día se clave en lo más hondo del alma provocando una agonía indescriptible. Es el tributo que, a veces, es ineludible pagar.
— ¿Se refiere usted al encuentro amoroso de los cuerpos?
—No, a algo mucho más intenso, más imperecedero. Es una conexión espiritual que en algunos casos sólo la muerte consigue cortar. El cuerpo sólo es el vehículo que permite penetrar en el otro, el primer paso para la apropiación mutua. Reducir el amor a un intercambio de fluidos es una postura demasiado mecanicista que yo no comparto en absoluto.
—No termino de comprenderle, Richard. Sus opiniones son demasiado complejas para mi escasa experiencia, aunque vislumbro un resplandor de verdad en todo ello.
—Es lógico. Cuando consiga alcanzar el amor verdadero en toda su extensión comprenderá mi aserto. Bueno, creo que mi conversación resulta excesivamente seria para un paseo en una tarde de verano en la que el sol brilla y la naturaleza invita a disfrutarla sin más. Me temo que no estoy resultando el cicerone adecuado para una jovencita. Le ruego que me perdone. Debe ser la influencia de este lugar. Moonface posee algo de mágico, de extraño. Algo atávico que penetra en la mente y provoca que el pensamiento derive hacia temas trascendentes. Si le parece, podemos regresar. Esta noche hay organizado un baile y seguro que usted deseará asistir a él.
—Pues, la verdad, no estoy demasiado segura, pero debo cumplir mi pacto y relacionarme con la sociedad de Oldport. ¿Irá usted?
—Si usted me lo pide, estaré encantado. Me gustaría compartir una vez más su compañía. Le prometo que seré más divertido. Si me lo propongo puedo serlo. Le contaré sabrosos cotilleos de los asistentes, inocentes, por supuesto. He sufrido tanto a causa de la maledicencia que odio el perverso oficio de esparcir rumores.
Regresaron en silencio mientras que disfrutaban de los aromas marinos que la brisa llevaba hasta ellos, de la belleza de los páramos en los que los brezales mostraban su floración violeta. Caminaron en silencio, ella asida del brazo de él, más como símbolo de camaradería que para impedir que sus pies tropezasen con las piedras que afloraban del lecho de la estrecha senda por la que deambulaban.
Al llegar a casa no encontró a nadie. Sólo una nota en el recibidor en la que su madre le explicaba que estaba de paseo con la vizcondesa de Norfolk y que los planes iníciales habían sido modificados. Cenarían en la residencia de la vizcondesa. Después había organizado un baile.
Se sintió contrariada por el cambio. Decidió marcharse a su habitación a escribir una nota para Richard en la que le explicaba su imposibilidad de asistir al baile proyectado en el salón del pueblo. Entonces se percató de que sobre la consola había una carta y un paquete dirigidos a ella. No tuvo que comprobar la dirección del remitente, la letra era de su tía Violet. Ya en su habitación, se tendió sobre la cama dispuesta a solazarse con la lectura. Descorrió las cortinas, la tarde declinaba y la luz se enredaba entre las copas de los álamos que rodeaban la ventana de su dormitorio.
Al rasgar el sobre cayó sobre la alfombra otro más pequeño que al no producir ningún ruido pasó desapercibido para Margaret.
Querida sobrina:
Sé que estas letras te desilusionarán, al menos momentáneamente. Si eres paciente y no te dejas abatir, al final de esta misiva, encontrarás una sorpresa.
Lamento no poder aceptar tu amable invitación, que recibí con dos semanas de retraso, pues estoy en Londres preparando mi próximo viaje. Me marcho a la India, tal vez para mucho tiempo y cuando se emprende un largo viaje hay demasiados asuntos que resolver, demasiadas cosas que atar y desatar para que el espíritu marche libre, sin ligaduras que conviertan el periplo en una experiencia poco provechosa.
Hace unos meses vino a visitarme un viejo amigo de tu tío, mío también naturalmente, el mayor Charles Lawson. Es un oficial del ejército de su Majestad destinado en una provincia del norte de la India –de nombre impronunciable–. Él es viudo desde hace muchos años pues su mujer murió de fiebre nada más incorporarse a su destino. Me ha propuesto que lo acompañe en la última fase de su carrera militar. Ha adquirido una finca a cuyo cuidado piensa dedicarse cuando la reina lo licencie. Me ha pedido que me case con él. Mentiría si te dijera que estoy enamorada, al menos en el sentido que se le otorga a este término. La pasión juvenil tiene su espacio en la primera etapa de la vida. Pero es un buen hombre, su conversación es brillante, está dotado de un talento ingenioso y sobre todo me hace reír. A mi edad todo esto es importante. La soledad cuando no es elegida puede ser una tortura insoportable. En los últimos años me he sentido más muerta que viva, aquí en esta casa, rodeada de recuerdos que me hieren más que aliviarme, envuelta en este clima atroz compuesto a partes iguales por lluvia y niebla. Necesito airearme, volar hacia lugares en los que luzca el sol y el cielo brille la mayor parte del tiempo. Conocer otra gente. En fin, vivir. Charles será un excelente compañero; yo voy a dedicar mis esfuerzos a serlo también. Tal vez, con el tiempo, surja esa chispa mágica llamada pasión que incendia todo lo que toca y que, como la zarza del viejo Moisés, arde sin consumirse. Si soy abrasada por ella, bendita sea; en caso contrario, viviré en tierna camaradería con él. Tampoco la echaré de menos pues ya tuve la suerte de conocer ese estado de beatitud durante el tiempo que compartí con mi esposo. Tu tío, con el pragmatismo que lo caracterizaba, habría aprobado mi decisión.
Hasta ahora, no te había dicho nada porque he tardado más de seis meses en decidirme. Hace dos semanas, expiraba el plazo fijado por ambos para que yo meditase la respuesta; aprovechando un permiso nos hemos visto en Londres. Vamos a casarnos en un par de días, en cuanto resolvamos los trámites pertinentes. Queremos que sea una boda íntima. Aún no se lo he comunicado a nadie de la familia, tú eres la primera. No es por vergüenza, ni por ningún otro prejuicio pues a mi edad estos carecen de sentido. Cuando tu madre se entere (dentro de dos semanas le remitiré una carta) estaremos ya rumbo al continente asiático. Mientras tanto, guárdame el secreto. En cuanto esté instalada te escribiré con mis nuevas señas para que continuemos en contacto y sobre todo por si deseas visitarme. Podría ser un destino exótico para tu viaje de bodas. Espero vivir para entonces.
He aquí la sorpresa. Recibí una misiva de tu pintor. En ella me solicitaba permiso para visitarme, lo autoricé, naturalmente. Me entrevisté con él en Londres. Te extrañarás que no te haya escrito en todo este tiempo. Tranquila, no ha sido por desafección, ni por cobardía. Ha sido por prudencia. Necesitaba estar seguro de sus sentimientos antes de comunicártelos. Me pareció un hombre extraordinario, no sólo por lo bien parecido, sino por la singularidad de su carácter. La entrevista fue larga. En ella me manifestó que se había enamorado de ti (esto es un secreto que no debería haberte desvelado, pero la urgencia de mi viaje me ha obligado a romper la promesa), según él, desde que apareciste como un hada chorreante de lluvia en su casa. Sin embargo, ante la posibilidad de que sus sentimientos pudieran herirte o provocarte algún tipo de perjuicio no te los había comunicado. Antes deseaba conocer las posibilidades con las que contaba para ser aprobado como futuro marido por tus padres. Como ya sabes, su fortuna es menguada y tampoco cuenta con un título nobiliario que lo avale, sólo la posibilidad de que tras la muerte de sus tíos, sin otros herederos más que él, le trasmitan la baronía. He sido sincera al comunicarle que mi hermana nunca lo aceptará, que sus expectativas hacia ti son otras. Él lo ha comprendido pero no creo que se resigne fácilmente a esta situación. Estoy segura que luchará para conseguir la aprobación de tus padres. Al menos, esa fue la idea que intenté trasmitirle. Te ha escrito una carta que ha introducido junto a esta en la que te explica sus sentimientos y sus planes.
No le he dicho que tú también estás enamorada de él. Eso habrás de hacerlo tú.
Creo haberte dado siempre buenos consejos, al menos esa ha sido mi intención. Por el cariño que te tengo me atrevo a decirte que busques en tu interior y que si lo que sientes por él es más que un capricho pasajero, lucha por ti y por él. En la vida hay que ser valiente, arriesgarse, luchar por lo que se ama. Rompe todos los impedimentos, vive y ama. La extraña naturaleza del amor dota de sentido nuestra existencia.
Como sé que ahora que me voy va a resultar muy difícil que alguien te ayude a comprender esa «extraña naturaleza» de la que te hablo, te envío un libro. Es un ejemplar que me regaló tu tío. Es una obra bellísima: El jardín perfumado. Sé precavida y escóndelo. Si tu madre lo descubre lo destruirá, pues para su estrecha mente sólo encontrará en él obscenidad. Léelo y medita su contenido; te será muy útil pues está concebido desde la sabiduría oriental. Lo escribió hace muchos siglos un jeque árabe, Nefzawi, para educar a su hijo. Es mi último regalo antes de partir hacia mi nueva vida.
Con todo mi cariño.
Tu tía Violet
Margaret se quedó perpleja. Dos veces en aquella tarde le había llegado el mismo mensaje proveniente de interlocutores distintos. Buscó en el sobre la carta de James, pero no la encontró. Se sintió confundida. El tiempo apremiaba. Oyó el parloteo de su madre en la planta baja así que deshizo el paquete con rapidez para rescatar el libro del envoltorio. Lo abrió. Estaba fechado en 1885. Al levantarse para esconderlo en el armario ropero donde la vista de halcón de su madre no pudiera hallarlo, sintió sobre su pie descalzo la textura del papel: allí estaba la carta de James. No podía leerla en aquellos momentos, necesitaba tranquilidad y oía el taconeo de los zapatos de lady Jane que subía la escalera. Recogió las misivas y las escondió bajo el colchón. Afortunadamente, su madre pasó de largo con destino a su dormitorio. Garabateó una nota de disculpa para Richard emplazándolo para el día siguiente.
Bajó de puntillas la escalera y buscó a la doncella. Le ordenó que un mozo llevase el mensaje hasta Thompson. Sólo entonces, a pesar de que su corazón se agitaba espoleado por las emociones de la tarde, tuvo la suficiente fuerza de voluntad para comenzar a arreglarse. Le esperaba una noche de impaciencia y disimulo. Una hora más tarde, del brazo de su padre, acudió a la velada que organizaba la vizcondesa. La fiesta no resultó el completo desastre que Margaret esperaba, pues a última hora apareció Richard, que había sido invitado por el hijo mayor de la anfitriona. Él, como era ya una costumbre, le solicitó un baile.
—¿Recibió mi mensaje?
—No. Después de dejarla a usted pasé por la estafeta de correos a recoger la correspondencia. Me demoré leyendo una carta muy esperada. Ya sabe a quién me refiero. Llegué a casa con el tiempo justo de cambiarme y acudir a la invitación. La verdad es que la había olvidado. Si su criado acudió no pude recibirlo. Mi sirvienta gozaba hoy de su tarde libre. ¿Era tan importante?
—No, sólo le comunicaba mi incomparecencia a nuestra cita en el salón del balneario. Me he alegrado de encontrarlo aquí. Esta tarde también yo he recibido una carta y mi vida ha experimentado un extraño giro. Necesito su consejo, Richard. ¿Podríamos vernos mañana?
—Sí, pero ha de ser temprano. Tengo previsto solicitarle unos días libres a su padre. Marcho a Francia por asuntos privados que ya le contaré. Me pasaré por la oficina a las diez, después, si quiere, podríamos dar un corto paseo e intercambiar confidencias. Este no es el lugar más adecuado, al menos para mí. Me retiraré temprano, quiero preparar el equipaje para partir hacia Calais dentro de un par de días.
Ambos se despidieron con las últimas notas del vals que acababan de bailar. Al poco, Richard abandonó el salón. Margaret se incorporó a la conversación que mantenían las hijas de la vizcondesa. Versaba sobre sombreros, vestidos y zapatos. Intentó disimular un bostezo. Para salir de aquel letargo aceptó un baile que le solicitó el hijo menor de sus anfitriones, un muchacho imberbe más preocupado por su atuendo que por el de su pareja de danza. Después compartió con él una copa de champán y una insulsa conversación sobre fiestas y cacerías.
Los Hills se retiraron a las doce de la noche. Margaret se acostó con rapidez. Extrajo el sobre escondido bajo el colchón y se dispuso a leer el contenido. Las especulaciones sobre el mensaje, a medias desvelado por la tía, habían ocupado su mente durante la mayor parte de la velada. Lo leyó una y otra vez. Tal como le adelantara Violet, le expresaba su más profundo amor.
Querida Margaret:
Me imagino que tu adorable tía te habrá puesto en antecedentes y ya intuirás el contenido de esta carta.
Como verás, he tardado un poco en escribirte. No ha sido por desidia o por olvido pues no consigo apartarte de mi pensamiento desde que te conocí, sino porque quería estar seguro de mis sentimientos. Poco puedo ofrecerte, salvo mi amor incondicional, ya sabes cuál es mi situación económica. No obstante, si mi amor es correspondido, estoy dispuesto a luchar y triunfar para ofrecerte un futuro que no suponga motivo de rechazo para tus padres. Por ello he puesto todas mis energías en la conclusión de los cuadros para la exposición. Deseo labrarme un nombre dentro del mundo del arte y creo que con tu inspiración lo voy a lograr; tú eres la protagonista de todos mis lienzos, que he rehecho incluyendo tu rostro en ellos, tal es la obsesión que en mí provocas, adorada Margaret. Pero quizá esté yendo demasiado deprisa, pues desconozco si mi amor es correspondido. Si no es así, sólo tienes que romper esta carta y olvidarte de mi insensatez. En el caso de que mis temores se confirmasen, no te importunaré más mostrándote mi corazón, aunque me gustaría conservar tu amistad, siempre que tú me lo permitas.
Querida, espero tu respuesta en cualquier sentido en que esta se produzca, y mientras tanto soñaré contigo, sobre todo mientras reproduzco tu bellísimo rostro en mis lienzos. ¡Triste forma de posesión para un amante! Pero es la única que consuela mi atribulado espíritu.
Beso tu mano en la distancia.
J. P. Hunter
Se sintió turbada, pero feliz. James la amaba. Decidió ser prudente antes de contestar la misiva. Se aconsejaría con Richard, ya que su tía había opinado al respecto. Apenas consiguió hilvanar dos horas seguidas de sueño y al día siguiente estaba pálida. Se levantó temprano y desayunó en la cocina antes de que sus padres iniciaran las tareas del día. Después, paseó por la playa. Una ligera neblina cubría los contornos del paisaje, difuminándolos. Parecía el escenario de un cuento: las casitas allá abajo con el humo de sus chimeneas casi detenido en la calma matinal; las barcas punteando el mar; los árboles, con algunas hojas ya doradas, cubiertos por aquella gasa evanescente que les prestaba una fantasmagórica cualidad. Sobre la arena destacaban algunas casetas de baño, que aún no habían sido retiradas, con sus entoldados a rayas azules y blancas. Se asemejaban a un ejército de mudos soldados que vigilaran el supuesto avance de un enemigo proveniente del mar. El día prometía ser sereno como el anterior. Dado lo avanzado del verano, pronto los hermosos, aunque escasos, días de sol cesarían, desterrados por la lluvia y el viento que las borrascas arrojarían sobre Oldport. El paseo le sentó bien y atemperó sus nervios. El reloj de la iglesia anunció las nueve. Con paso rápido se dirigió a la oficina para comenzar la jornada laboral bajo la amable tutoría de la secretaria de su padre. Afanada en la correspondencia y la contabilidad el tiempo pasó rápido. A las diez y media andaba con Thompson paseando por las proximidades de la oficina.
—Dígame, Margaret, ¿Cuál es esa noticia que ansiaba comunicarme?
—Primero usted, Richard.
—Me ha escrito mi amante. También él me añora. Como ha dado su palabra de no pisar Inglaterra, me emplaza para que nos encontremos en Calais. Ha alquilado unas habitaciones en un hotelito discreto, alejado del centro. He pedido permiso a su padre con la excusa de visitar a un proveedor francés cuyos materiales últimamente no son de buena calidad. Creo que ha entendido la verdadera razón, pero mientras que haya un argumento que permita mi ausencia sin comprometerlo a él, acepta. En el fondo, es más liberal de lo que parece.
—¿Usted cree? Yo encuentro anticuadas sus opiniones.
—No tanto. Ha permitido que usted trabaje.
—No se engañe, Richard, mi padre lo único que quiere es la ausencia de conflictos, sobre todo los familiares. Eso… y ganar dinero.
—En esto último, le doy la razón. Su padre parece dominado por el deseo de acumular riquezas.
—¿Cuánto tiempo estará fuera?
—Tal vez un mes. La construcción del barco ya no precisa de mi presencia permanente. He impartido órdenes muy precisas a mi ayudante. Todo marchará bien.
—Cuando usted regrese yo ya no estaré en Oldport. Partiremos para Londres a mediados de septiembre. Intentaré apresurar la marcha. Deseo estar en la capital cuanto antes, sobre todo ahora que mi tía Violet se marcha del país y no tengo forma de recibir la correspondencia de…
Dejó la frase en suspenso, como si temiese pronunciar el nombre del pintor porque así se desvanecería el hechizo y su vida volvería a ser gris aburrida.
—He recibido carta de mi tía –le resumió los acontecimientos que ella acababa de conocer–. Junto con su misiva he recibido otra, del pintor del que le hablé, de Hunter. Me expresa sus sentimientos que son de amor y también sus deseos de luchar para hacerse un nombre en el mundo del arte, de acumular un capital que ofrecerle a mis padres, sin el cual nunca lo aceptarían. También su esperanza de que su tío le transmita el título nobiliario a su muerte.
—¡Eso es maravilloso! Su amor es correspondido.
—La carta de mi tía me ha abierto los ojos. He conseguido asumir mis sentimientos secuestrados por el miedo y la cobardía. Estoy enamorada de James. Quiero conocer el amor en toda su amplitud. Necesito comprobar la naturaleza de este poderoso sentimiento del que todos hablan y yo aún no conozco.
—Tenga mucho cuidado. La pasión incendia, pero también abrasa y puede consumir a los amantes, reducirlos a cenizas.
—Lo sé, pero no me importa correr riesgos. Viviré mi existencia a mi forma aunque tenga que romper con mis padres.
—Ahora se va a quedar usted muy sola ya que su confidente y valedora se marcha a tan lejos. Quiero que sepa que puede contar conmigo. Si necesita algo, un consejo, un hombro sobre el que llorar, estaré aquí hasta la primavera. Después de esa fecha habrá de ser por carta. Sabrá mis señas por la secretaria de su padre. Siempre podrá dirigirse a mí.
Se despidieron con un abrazo. Ignorantes de lo que el futuro les depararía.
El verano se fue disolviendo entre las brumas y las tormentas que comenzaron a abatirse sobre Oldport. Los encharcados caminos dificultaban los paseos; las casetas y los entoldados playeros fueron retirados. El otoño asomaba su faz melancólica entre las hojas de los álamos y las hayas que comenzaban a dorarse. Las residencias fueron cerrándose y lentamente los veraneantes abandonaron el pueblo. Margaret se sentía ansiosa. Leía una y otra vez la carta de Hunter sin saber qué contestarle. Los días, a pesar de la cortedad marcada por la estación, se le antojaban largos y tediosos. Añoraba la amistad con Richard, los paseos con él, la camaradería que había surgido entre ambos. Necesitaba consejos; alguien con quien compartir su confuso estado de ánimo. El trabajo de la oficina la entretenía aunque por lo rutinario no colmaba sus expectativas. No obstante, le sirvió para comenzar una sólida amistad con la señorita Williams. Las fiestas comenzaron a espaciarse y al mismo ritmo creció el aburrimiento de su madre.
Finalmente se decidió a contestar a Hunter.
Querido, James:
Mi tardanza en contestarse se ha debido a la imperiosa necesidad de poner orden en el caos de emociones y sentimientos que alberga mi espíritu.
Tus sentimientos son correspondidos. Te amo y no me importa confesarlo. Aunque sé que este amor nuestro está marcado desde el principio por las dificultades. Mis padres no te aceptarían. Ambos quieren para mí un esposo de dinero o relumbrón. No les importan mis sentimientos. Aplican los viejos modelos que imperan en nuestra sociedad y yo sólo soy una moneda de cambio.
A veces quisiera ser pobre, vivir en un suburbio y ganarme la vida en cualquier oficio. Aunque mi existencia fuese difícil, al menos podría elegir a mi futuro esposo con libertad. Pero a pesar de todos los escollos, estoy dispuesta a luchar por ti, por mí, por nosotros.
En unos días marchamos a Londres. Está cerca el momento de nuestro reencuentro.
Tu amor en la distancia,
Margaret
Cuando septiembre finalizaba, lady Jane decidió que era tiempo de ocupar la residencia londinense. Aprovechó una tarde en que la lluvia se desplomaba como una catarata sobre Oldport. Toda la familia estaba sentada en el saloncito del mirador tras el que se vislumbraba el mar gris y encrespado. Stephen leía The Times, Margaret interpretaba una triste balada al piano (había vuelto a ocuparse de la música), el muchacho dormitaba en un sillón frente a la chimenea y la madre bordaba un peinador para el ajuar de la muchacha. Cuatro individualidades que compartían un mismo espacio.
—Querido –la voz de la mujer rompió el silencio en el que sólo se escuchaba la lluvia que se estrellaba en el tejado y a lo lejos el monocorde sonido de las olas chocando contra la rompiente–, he pensado marcharme unos días a Tower House para impartir instrucciones a los criados. Deberé contratar algunos mozos más. Voy a preparar la mudanza. Me gustaría ocupar nuestra nueva residencia dentro de un mes.
—Querida, te recuerdo que la temporada no comienza hasta marzo. Las amistades que piensas frecuentar y la gente que te interesa estará en las residencias campestres. El otoño es buena época para la caza. Apenas habrá nadie en Londres.
—No importa. Mejor así. Los talleres de confección estarán menos ocupados y les podré encargar el vestuario de la niña. Cuando comience la temporada dispondrá de un ajuar a la última moda. También tengo que terminar algunos detalles de la decoración y organizar la disposición de los enseres que traslademos. Aquí no queda nada por hacer. La verdad es que me he divertido mucho, sin embargo, mi pretensión no ha cuajado. Maggie pone poco interés en cultivar las relaciones con los caballeros en edad de matrimonio. A ver si en Londres hay más suerte.
—No hay ningún impedimento, querida esposa, la residencia está completamente terminada y el mobiliario que elegiste está esperando en la tienda a que tú llegues para ser servido. Me parece una buena idea. Nosotros permaneceremos aquí para no estorbar. Maggie, tu aventura como trabajadora toca a su fin. He pedido informes sobre tu trabajo a la señorita Williams. Son inmejorables. Pero me gustaría conocer tu opinión.
—Las tareas encomendadas han resultado fáciles, aunque algo rutinarias. No me importaría continuar aprendiendo en tus oficinas de Londres. Tal vez allí encuentre algunas otras más creativas.
—Eso no es posible. Ya sabes cuál fue el pacto. Ahora, tu misión es la de introducirte en la alta sociedad y proseguir tu destino. No voy a realizar ninguna concesión. No deseo que mis clientes o mis socios lleguen a pensar que mi situación económica es tan desesperada que mi hija deba trabajar. Eso perjudicaría mi buen nombre como padre de familia y como hombre de empresa. Las acciones de la compañía bajarían y me hundiría en el fracaso. Tú no sabes cómo afectan las expectativas de los posibles compradores de nuestros títulos a la cotización de estos. Así que ahora te toca a ti cumplir. Encuentra un buen marido y ten hijos. Es el destino de cualquier muchacha bien nacida y mejor criada. Olvida todas las ideas modernas sobre el trabajo femenino; sólo sirven para socavar el orden establecido y los cimientos de nuestra sociedad.
—Pero… padre… A mí me gustaría…
—El tema no admite más discusión. Es mi última palabra.
Stephen se refugió tras las páginas del periódico. La barrera entre él y su hija era cada vez más alta. Los viejos paradigmas mostraban su obsolescencia y agrandaban la sima que los separaba. Lady Jane asintió con la cabeza. Ella era el máximo exponente de una sociedad caduca cuya pervivencia estaba ya sentenciada. El convulso siglo XX estaba a las puertas y se encargaría de pulverizarlos y enterrarlos definitivamente.