El viaje de regreso fue muy diferente. El cielo estaba cubierto de nubes, mostraba un tinte rojizo. Los días anteriores había soplado viento del sur que había arrastrado tierra del continente africano. El fenómeno era similar al que ocurría en Mirabilia. Si llovía, el agua arrastraría la tierra y las precipitaciones serían de barro. No se movía ni una ligera brisa y el ambiente estaba cargado de electricidad, resultaba opresivo. Permanecimos casi todo el trayecto en el interior de la nave, yo afanada en la lectura de la guía de viaje, César perdido en sus pensamientos. De cuando en cuando salía a cubierta a fumar. Permanecía largo rato con la mirada fija en las aguas sobre las que el barco dibujaba una estela de espuma como la luminosa cola de un cometa. La nave fue recogiendo viajeros en todas las islas en las que hizo escala: mujeres con niños, ancianos. Todos ellos naturales del país y con asuntos que resolver en la península, deduje. Cuando desembarcamos en el Pireo una llovizna nos dio la bienvenida. Paramos un taxi que nos condujo hasta el hotel que habíamos reservado por teléfono antes de salir de España. El establecimiento era espléndido. Estaba situado muy cerca de la Acrópolis, cuya silueta contemplábamos desde el balcón de nuestras habitaciones.
En el edifico había numerosos restos antiguos. César me explicó que pertenecían al muro de Temístocles. Fueron descubiertas cuando excavaron los cimientos del hotel y los arquitectos los integraron en la nueva construcción. El conjunto resultaba original aunque el precio de la estancia excedía mucho lo que yo podía pagar. Mi acompañante se empeñó en afrontar en solitario los gastos de nuestro alojamiento. Por la soltura con la que se desplazaba por el interior deduje que ya había estado anteriormente en las lujosas instalaciones, probablemente acompañado de Irene. Sentí una especie de celos retrospectivos. La sombra de la difunta planeaba continuamente sobre la vida de César y amenazaba con entenebrecer la mía. Llegué a pensar que incluso había elegido la misma habitación que compartió con su mujer.
Los dos días que ocupamos en visitar la ciudad constituyeron un verdadero desastre. Recorrimos los mismos lugares que antaño él transitara con Irene: tabernas, bazares, callejuelas blancas donde las buganvillas plantadas en balcones enfrentados se abrazaban formando una galería púrpura que agasajaba a los viandantes con los rosados pétalos desprendidos de los cálices. La camaradería que había presidido nuestra relación en Sikinos había desaparecido empañada por la presencia de la esposa muerta que su viudo se afanaba en convocar permanentemente.
Yo esperaba con expectación la visita a la Acrópolis. Cuando cruzamos la puerta de los Propileos busqué su mano. Deseaba compartir ese único momento y la emoción que provoca un lugar repleto de historia, de belleza, la primera vez que se visita. César la apartó con la excusa de extraer la cámara de fotos del interior de la mochila. Ante el desaire, me sentí tan herida que permití que mis sentimientos nublaran mi razón. Me separé de él con la excusa de atar el cordón de una de mis zapatillas, respiré hondo y recompuse mi maltrecho ego. Me aislé de sus explicaciones, salpicadas de expresiones del tipo: «este era el rincón preferido de Irene o aquí nos fotografiamos».
Me extasié ante las ruinas de la ingente obra que el político ateniense Pericles, veinticinco siglos antes, encargara a los más reputados escultores y arquitectos del momento sobre los antiguos templos saqueados por los persas. No dediqué demasiado tiempo a la contemplación del Partenón. Lo había estudiado con tanta profundidad que lo conocía casi al dedillo. Me centré más en el Erecteion, a pesar de que las famosas cariátides eran sólo copias, pues las originales estaban en el museo de la Acrópolis y en el británico. Me pareció una metáfora muy acertada: seis mujeres soportando la techumbre de la tribuna, como si aguantasen el peso del mundo. De todas las construcciones de la Acrópolis mi favorita era el templo dedicado a Atenea Niké cuya autoría se ha atribuido al escultor Calícatres. Deliberadamente pospuse su visita para el final a pesar de que se alza justo a la entrada al recinto, en el lado sur de los Propileos. Las reducidas dimensiones de la edificación eran más de mi gusto que la monumentalidad de los otros dos templos que atraían a un mayor número de turistas. Subí con unción los escalones. Sobre la pequeña plataforma se alzaba el templo. El interior era reducido y estaba ocupado por un único espacio: la cella. Allí debió morar la célebre estatua perdida de la diosa Atenea a la que habían cortado las alas para impedir que se moviese de Atenas. De nuevo la simbología de la imagen me asaltó: una mujer, por más diosa que fuera, con las alas cortadas condenada a vivir para siempre en una ciudad, en una casa, para velar por ella, para protegerla.
Como el tiempo apremiaba sustituimos la observación de los relieves esculpidos en el friso por la visita al museo donde se custodiaban los originales.
Regresamos al hotel temprano, tras haber cenado en un restaurante típico del barrio de Plaka. No permití que César escogiese el lugar. La elección fue cosa mía bajo el asesoramiento de un empleado de la oficina de turismo que consulté mientras mi compañero de viaje adquiría un paquete de cigarrillos. Fue un acierto ya que él no conocía la taberna, por lo tanto era un terreno neutral al que el fantasma de Irene no podía acceder. Nos dejamos guiar por el camarero que nos ofreció un menú degustación excelente cuya espera entretuvimos con un aperitivo tradicional: tzatziki para untar sobre pan de pita y ouzo con agua. Yo lo sustituí por una copa de vino blanco aromatizado con resina de pino. No nos defraudaron los platos que probamos: una especie de caviar de berenjenas al que denominaban Melitzana, una ensalada denominada Choriatiki aderezada con un excelente queso feta, los célebres dolmades y gemista. Renunciamos a la contundencia del cordero o la ternera. Rematamos la cena con el postre griego por antonomasia: el baklava, un pastel de hojaldre finísimo con nueces y sirope de miel.
César estuvo relajado y locuaz, comentamos chismes de la facultad, hablamos de cine, de libros. Como si hubiésemos pactado no referirnos a nada trascendente que empañara el clima de cordialidad que nos envolvía en nuestra última noche de estancia en Grecia. Nos divertimos como camaradas. En el trayecto de regreso que realizamos a pie, pues el hotel estaba muy cerca, sentí su mano en la mía.
A la mañana siguiente embarcamos en un avión de las aerolíneas españolas con destino a Barajas. Durante el trayecto, la niebla que había emborronado nuestra relación continuó, pero escuché una sirena que me permitiría orientarme en ella y no estrellarme contra los arrecifes de un amor imposible.
—Elena, estas dos últimas noches pasadas en la soledad de mi cuarto he pensado mucho. Siento algo por ti, aunque no sé muy bien cómo identificar la naturaleza del sentimiento. Pero lo averiguaré –me tomó la mano mientras me miraba a los ojos–. Este verano emprenderé un largo viaje. Recorreré los lugares que en otro tiempo visité con Irene. Será un viaje catártico. Me despediré finalmente de ella y liberaré mi corazón que ha estado prisionero de su imagen, de su recuerdo. Clausuraré definitivamente el altar que le erigí en mi interior. Tal vez entonces podamos intentarlo. ¿Estás dispuesta a concederme el tiempo que preciso para acometer la dura tarea de limpieza de mi mente?
—Por supuesto –le contesté.
—Bien. Pues hasta que llegue ese momento, nuestras relaciones deben limitarse al ámbito de lo profesional. Debemos rematar el trabajo, más bien la aventura, que iniciamos el verano pasado, sin que las emociones interfieran en la resolución de la tarea que aún nos resta.
Sellamos nuestro acuerdo con un apretón de manos. Durante el resto del trayecto apenas hablamos. Él se colocó los auriculares del reproductor portátil de música para escuchar una cinta de casete que había adquirido en Atenas. Il ritorno d’Ulisse in patria, una ópera de Monteverdi que yo desconocía. Aprovechando su silencio me enfrasqué en la lectura de un libro, que había comprado en Atenas, sobre la simbología del arte griego y su influencia en las manifestaciones artísticas de los siglos XIX y XX hasta que el avión comenzó la maniobra de aterrizaje.
Una vez en tierra, decidimos emprender el regreso aquella misma tarde. Comimos unos bocadillos en uno de los establecimientos del aeropuerto y rescatamos el coche de César del aparcamiento de las instalaciones aeroportuarias. Nos turnamos al volante. A las diez de la noche llegamos a la ciudad. Me ayudó a subir todo el equipaje a mi apartamento y se marchó. Aún nos quedaba casi una semana de vacaciones durante la que no nos vimos, pues yo me marché a Mirabilia a informar a mi madre de nuestros descubrimientos. La telefoneé para anunciarle mi visita que fijé para el día siguiente.
Ambos me esperaban ansiosos, la noticia, cuyo contenido no les adelanté por teléfono, los mantenía en vilo.
—Sentaos por favor. Lo vais a necesitar cuando oigáis lo que os voy a contar.
Les narré un resumen de la historia de la supuesta niñera de mi abuela Esperanza, ya habría tiempo después para los detalles. Mi madre no conseguía ocultar su estupor que la sumió en un silencio momentáneo.
—¿Crees que la abuela supo que Renée y Fulgencio no eran sus padres?
—Lo desconozco. Si conoció o intuyó la verdad se llevó el secreto a la tumba. Sé que las relaciones con la francesa nunca fueron buenas. Sin embargo las que mantuvo con mi abuelo fueron muy estrechas. Ella vivió y trabajó con él durante unos años. La participación en política de Fulgencio acabó en desastre, jamás ocupó la cartera ministerial que le prometieron. Empleó una gran cantidad de dinero para subvencionar al partido conservador que no produjo sus frutos. Se sintió estafado y abandonó sus sueños de convertirse en «prócer de la patria». A sus desgracias se sumó una mayor: la muerte en 1921 en tierras rifeñas de sus dos hijos varones, militares de profesión. Creo que nunca consiguió recuperarse de aquel duro golpe. Se aferró a mi madre, lo único que le quedaba. La quería tanto que no creo que le confesara nada ni siquiera en el lecho de muerte. A fin de cuentas, el amor se construye con la convivencia. La biología poco tiene que ver con el cariño.
—Mamá, mi padre me contó que había escuchado una conversación entre la abuela Esperanza y Renée cuando yo nací a propósito de mi color de pelo.
—Es cierto, pero el asunto iba por otro lado. En la familia siempre se supo, aunque se mantuvo en el más absoluto secreto, a qué se dedicaba Renée antes de casarse con Fulgencio. Palabras que se le escaparían a mi abuelo en alguna discusión y que quedarían grabadas en la mente de mi madre. Cuando tú naciste, la abuela debió recordarlas e interrogó a la suya (continuemos llamándola así). Renée le respondió jurándole que su padre era Fulgencio. A tenor de los hechos, mintió.
—Las pruebas desde luego son concluyentes, mamá.
—Desde luego. Las cartas no permiten ni la más mínima sombra de duda, tampoco la fotografía. Nada es lo que parece. Mi madre alguna vez me habló de un viaje en tren con su niñera. Yo pensé que se trataría de alguna excursión. O de alguna fantasía infantil porque el recuerdo que poseía de aquella experiencia era muy difuso. Resulta que era cierto.
Mi madre siempre tan positiva, tan vital, se levantó de la mesa de la cocina en la que estábamos acodadas y se echó a llorar. Mi padre, que escuchaba en silencio, la abrazó. Después preparó unas tazas de tila para todos. Mientras bebíamos la infusión, se permitió un comentario al respecto, el único.
—Nunca me gustó la francesa. Intuía que no era trigo limpio. De todas formas, no debemos juzgar. Los motivos que obligan a las personas a cometer actos tan ruines como el de robarle una hija a su madre suelen estar asentados sobre el miedo, que no es buen consejero. Además, entonces era muy joven y había pasado por situaciones muy duras. Entiendo que quisiera asegurarse una vida estable aunque fuese utilizando medios tan ruines. De todas formas, ya nada importa, todos han muerto. ¿De qué sirve remover el pasado?
—Papá, todos poseemos el derecho a conocer nuestra identidad. Nadie nos la puede hurtar.
Postergué la apertura de los rollos que guardaban los lienzos para el final. Inicié las maniobras de desembalaje con la misma parsimonia de un sacerdote que oficiase un ritual. Les mostré primero el retrato de Renée.
—Jamás había visto este lienzo. ¿Dónde los encontraste, Elena?
—Fue pura casualidad, en un armario del desván, estaba disimulado en el suelo de un altillo. Parecía formar parte de la estructura del mueble.
—Es maravilloso. Mi abuelo supo plasmar toda la intensidad del carácter de Renée concentrado en su mirada. Son unos ojos fríos, como tallados en hielo. No crean una comunicación con el espectador, levantan una barrera.
—La joya que reposa sobre su garganta es preciosa; la turquesa parece otra pupila. El resultado es inquietante –observó mi padre–. ¿La conserva alguien de la familia?
—No que yo sepa. No estaba en su joyero cuando murió.
—Es un guardapelos. En su interior acogía un mechón del cabello de su hermano muerto. Margaret lo relata en su diario. Tal vez se perdió, mamá.
Aún no se había repuesto de la impresión que le provocó contemplar la imagen de la que hasta entonces había considerado su abuela, cuando les mostré el segundo: la historia de Abelardo y Eloísa. Les narré los pormenores de la narrativa pictórica, los símbolos que Hunter había utilizado así como la caracterización de los personajes protagonistas.
—De modo, que estos son Margaret y James, mis verdaderos abuelos. Si el retrato es fiel a la realidad, era un mozo atractivo. No parece inglés con ese cabello oscuro y esos ojos castaños, heredados por mi madre. Ella es preciosa. Guardas una gran similitud con tu bisabuela, niña.
—Pues espera que te muestre el último.
Como un prestidigitador que guarda su mejor truco para sellar su actuación, desenvolví Flower passion. Mi padre interrumpió su silencio por segunda vez incapaz de contener la sorpresa que le provocó el lienzo y que se tradujo en una exclamación.
—¡Virgen Santa! ¡Eres tú, Elena! El mismo pelo, la misma cara, hasta las manos son idénticas. Se aprecia mejor vuestro parecido en el lienzo que en la fotografía.
—Está pintado en Villa Mercurio, ¿verdad? –me interrogó mi madre.
Le expliqué todos los detalles del cuadro: la composición, los símbolos, los efectos de la luz. Y las circunstancias en que había sido pintada. Mi madre volvió a emocionarse. Los cimientos de su existencia se habían tambaleado afectados por aquella convulsiva revelación. Pero ella era fuerte, cuando el temblor pasase y los estratos de la parte emocional de su cerebro se aquietasen, recompondría la nueva realidad, la asimilaría como lo había hecho tantas otras veces. Inmediatamente afloró el pragmatismo al que se aferraba cuando una situación la desbordaba. Era su forma de reaccionar, mediante la acción. Jamás fue pusilánime.
—No es preciso que aireemos este asunto. Total nada cambia. Todos están muertos y no nos pueden aclarar las motivaciones de este embrollo, que por otra parte, parece estar bastante claro gracias a tu relato, en los diarios y en las cartas.
—Creo que deberás poner al corriente a los tíos.
—Por supuesto. Pronto debemos firmar los documentos de la venta de la mansión. Será el momento adecuado para que tú les informes. Yo sería incapaz de contar correctamente la enrevesada historia que me has narrado. Entre todos resolveremos los asuntos pendientes: el destino de los cuadros y la herencia de la casa de Grecia. Debemos haber adoptado una decisión al respecto cuando Anastasia muera.
—Por cierto, mamá, ¿cómo Renée no destruyó los diarios? A pesar de que no leyera inglés, con lo taimada que era, debió sospechar que podrían contener las pruebas de su delito.
—Lo ignoro, hija. Tal vez quedaron ocultos en el interior de cualquier armario y mi abuelo se los llevó con él como un recuerdo de la mujer que amó. Como no deseaba que se conociesen sus sentimientos los escondió en el trastero.
—El caso es que, al final, todo se sabe. Por pura casualidad hemos descubierto que Margaret era tu abuela.
Era la primera vez que la nombraba así, con un apelativo familiar. Mi madre y yo nos quedamos confusas, pero era la verdad, por más extraña que pareciese.
Estuvimos hablando en el mirador acristalado orientado hacia la calle hasta que se encendieron las luces de las farolas. Mi padre se había marchado a pasear con una excusa fútil. Nos dejó solas para que conversásemos, para que yo contestase a las mil preguntas que roían la mente de mi madre conmocionada por la noticia. Entre las dos terminamos de encajar las piezas de aquel rompecabezas familiar. Volvimos a contemplar las fotografías del álbum: mis tíos abuelos con el uniforme colonial sonriendo a la cámara sin saber que lo hacían a la muerte. Fulgencio Conesa, vestido con traje y chaleco cruzado por la cadena del reloj, miraba hacia el futuro. Se atisbaba una sonrisa velada por el bigote de puntas curvadas hacia arriba que adornaba su labio superior. Una sonrisa forzada que contrastaba con la tristeza de sus ojos. Fotografías de los mellizos Lorenzo y Laureano sentados sobre unos caballos de madera con patas de balancín. Esperanza en el día de su primera comunión emergiendo de un traje de organdí repleto de encajes y blondas. Otras en las que aparecían embutidos en el rígido uniforme escolar del colegio inglés. Renée el día de su boda, ataviada con un traje de satén negro y tocada con teja y mantilla. La mayoría eran de estudio. El sello del fotógrafo, un profesional muy reputado, cuyo biznieto continuaba el negocio, aparecía estampado en el reverso de todas ellas. Retazos de un pasado lejano y muerto. Trozos de vidas que ya sólo eran montones de polvo encerrado en el panteón de la memoria pero cuyas improntas se reflejaban en nuestros rasgos plasmando en ellos la única eternidad posible: la perpetuación a través del material genético.
—Mamá –comenté conmovida–, encargaré una copia de la fotografía de Margaret y Esperanza para incluirla en el álbum. Lo que siento es no poseer ninguna del abuelo James.
—Siempre puedes fotografiar el personaje del cuadro.
—Respecto al lienzo de Abelardo y Eloísa, urge venderlo. César va a remitir una carta junto con una fotografía a una galería de subastas de Madrid para que lo tasen. Está esperando que tú apruebes el inicio de los trámites. La vida de Anastasia despende de ello, necesita ser operada en los Estados Unidos.
—Puedes telefonearle. Mi respuesta es afirmativa. Ya informaré a mis hermanos de mi decisión. Asumo toda la responsabilidad. De todas formas, no creo que planteasen ningún impedimento.
—Me voy a quedar unos días con vosotros. Me gustaría consultar los fondos del archivo municipal. Tal vez encuentre alguna referencia a los cuadros ya que pintó uno para el consistorio.
Enfrascadas en descifrar los mensajes del pasado contenidos en aquellas cartulinas a las que la luz había impreso imágenes no nos habíamos percatado de que la noche se había precipitado sobre la ciudad. Los comercios hacía tiempo que habían cerrado. Mi madre se levantó dispuesta a preparar la cena cuando oímos el sonido de la llave que giraba en la cerradura, mi padre entró con una bandeja de pasteles salados solucionando un problema doméstico.
Los días que me quedaban de vacaciones los empleé en el archivo municipal. Andaba perdida en aquel fárrago de periódicos que formaban parte de la hemeroteca. A pesar de que me centré en las secciones de local y ecos de sociedad, no encontraba ninguna referencia relativa a mi búsqueda. El tiempo se agotaba junto con mis esperanzas. Después de dos jornadas atascada en aquella ciénaga de hojas amarillentas, solicité el auxilio de mi madre. Acotamos el campo, limitándonos al período de 1905 a 1914. La primera fecha correspondía al año en que los diarios de Margaret adjudicaban a la ejecución de la pintura, la segunda fue el azar quien la dictó. Estaba a punto de finalizar la revisión de la montaña de ejemplares del diario La voz de Mirabilia, cuando mi madre requirió mi atención. Una noticia fechada en noviembre de 1909:
El día de la fecha ha tomado posesión el nuevo equipo de gobierno de la ciudad tras el triunfo en las elecciones municipales del partido liberal. Una de las primeras medidas del recién nombrado alcalde ha sido eliminar del salón de plenos del ayuntamiento del cuadro titulado: La toma de la ciudad. Cuyo autor, lord Rivelaux, tiene asuntos pendientes con la justicia. En declaraciones realizadas a este periódico, el munícipe expresó el malestar de todos los ediles ante la exhibición de una obra no sólo pintada por un delincuente, sino que burla la veracidad de los hechos históricos, pues los soldados romanos son representados con las caras de los anteriores miembros de la corporación municipal. El cuadro ha sido trasladado hasta el almacén público para proceder a su destrucción.
Encontré referencias al supuesto suicidio de la muchacha inglesa. Una crónica con tintes morbosos y amarillistas en la que narraba la seducción de lord Rivelaux con el alambicado lenguaje de la época y detalles escabrosos de la muerte y entierro de la infortunada, así como el escándalo provocado en la sociedad mirabiliense, especialmente en la comunidad británica. En el texto se condenaba abiertamente al pintor. Más que un artículo periodístico parecía un folletín.
Del resto de los lienzos no encontré ni una sola pista. El archivero me informó que resultaría imposible hallarlas. La mayor parte del patrimonio cultural había sido destruido durante la guerra civil por efecto de los bombardeos perpetrados por la Legión Cóndor. Además, la colonia inglesa fue evacuada durante los primeros momentos de la contienda. Sus mansiones fueron utilizadas por el ejército republicano como alojamiento de sus tropas e incluso como improvisados hospitales de campaña. Gran parte del mobiliario fue usado como combustible para las cocinas. Me resigné al triste final de la aventura pictórica de mi antepasado. Tal vez el destino, por única vez, fue favorable a Hunter, pues contribuyó con sus misteriosos avatares a la destrucción de unos lienzos cuya autoría él nunca refrendó con su firma y que pintó con la finalidad de obtener los recursos suficientes para emprender una vida junto a Margaret.
Poco me restaba por hacer. Debía esperar a que mis tíos regresaran a la ciudad y se celebrase la reunión familiar para conocer el destino final de los dos cuadros así como el de la casa de Sikinos. Sin embargo, lo que más me preocupaba, el destino de mi bisabuela, parecía una cuestión irresoluble. El azar que actúa con unas extrañas reglas se encargó de demostrarme que estaba equivocada. Pero eso ocurrió unos meses después.
Cuando las vacaciones acabaron, me sumergí en el trajín del último trimestre. El tiempo que me dejaban libre las clases lo empleaba en concluir los trabajos pendientes cuyas fechas de entrega se aproximaban, en ordenar los apuntes y acudir a la biblioteca en busca de libros con los que ampliar el temario. En junio, cuando las aulas se cerraron, yo me enclaustré en mi apartamento a preparar los exámenes a conciencia, pues de ellos dependía mi graduación como licenciada en Historia del Arte. El calor se abatía de nuevo sobre la ciudad. El aire estaba tan caliente que quemaba al respirarlo, el asfalto despedía fuego, como si hubieran encendido una hoguera bajo el suelo. El cielo mostraba un color blanquecino envuelto en un sudario de vapor. Apenas veía a César, salvo por los pasillos de la facultad, aunque me llamaba dos o tres veces por semana. Eran llamadas cordiales pero asépticas. Nuestra camaradería se había pulverizado. La niebla se espesaba por momentos. A veces me invadía la nostalgia por su ausencia pero no me dejaba prender por la autocompasión. Había madurado tanto que, a pesar de los sentimientos que César me inspiraba, no sentía la garra de otras veces atenazando mi garganta. Había logrado un control sobre mis emociones que ni siquiera la presión del estudio a contra reloj consiguió alterar la calma de mi mente. La nube negra de la ansiedad hacía mucho tiempo que no asomaba por mi cielo despejado y azul. Me concentraba a la perfección y para evitar distracciones aparté de mi cerebro los cuadros y toda la aventura de mis antepasados. Focalicé mi interés en las evaluaciones cuyas pruebas iba cumplimentando según el calendario previsto. Cuando junio acababa, el calor arreció empujado desde el continente africano por el viento del sur que convirtió la ciudad, edificada alrededor del río, en un horno siderúrgico. Estudiaba durante la noche y las primeras horas de la mañana. Las tardes las empleaba en dormir. Como el método no ofrecía los resultados esperados, pues andaba todo el día sudorosa y sonámbula, me trasladé a la casa de la playa. Todo estaba tal como lo había dejado en otoño, cuando me mudé a la ciudad. Sobre la mesa de la habitación que habíamos convertido en estudio reposaban los folios en los que César escribió las primeras anotaciones con las que iba a convertir en relato la peripecia vital de Margaret. Me asombré de lo rápido que había transcurrido el tiempo y sobre todo de los cambios que había experimentado mi vida en poco más de un año. Sentí en el corazón la punzada de la añoranza. Abrí las ventanas para que la luz del sol la arrojase fuera y el aire marino la arrastrase, como una nube de tormenta, lejos, muy lejos.
Una semana después acudí a la facultad a realizar el último examen. Esperaba haber obtenido una buena nota pues me explayé en la exposición del tema: el simbolismo en la pintura del primer tercio del siglo XX. Intuí que la prueba había sido elegida por César.
Estaba consultando el tablón de anuncios para comprobar mis calificaciones en exámenes anteriores, cuando su voz me sobresaltó:
—¡Menos mal que te encuentro, Elena! Llevo tres días llamándote a tu casa. Preocupado telefoneé a tus padres. Ellos me informaron de que estabas en la playa. No quise interrumpir tu tiempo de estudio, además estoy muy ocupado con los asuntos del final de curso. ¿Dispones de un rato? Podemos tomar una cerveza y te cuento las últimas noticias.
—Por supuesto. Este era mi último examen. Mis vacaciones comienzan, si he aprobado todo, oficialmente en este momento.
Acudimos a un bar cercano. La terraza estaba desierta a causa de la canícula. Penetramos en el interior en el que un aparato de aire acondicionado refrescaba el ambiente. Nos sentamos en una mesa apartada.
—Elena, el cuadro ha sido vendido. El dinero lo recibirás en un par de días. Después puedes transferirlo a Anastasia.
—¿Quién lo ha comprado? ¿Qué han pagado por él?
—El galerista no me ha confirmado la identidad del comprador, un coleccionista estadounidense muy rico. Ha pagado por él una verdadera fortuna. Veinticinco millones de pesetas. Es más que suficiente para acometer los gastos de la operación, el traslado y la contratación de una persona que se ocupe de la anciana y de la propiedad.
Me alegré por el resultado de la transacción. Alzamos nuestras copas y brindamos por la recuperación de Anastasia. Después, su semblante cambió.
—He solicitado una excedencia de un año. Espero que me la aprueben. El tiempo de vacaciones es demasiado corto para emprender la dura tarea que me espera.
No pude soportarlo más y estallé.
—César, lo tuyo es cobardía. Te marchas para no enfrentarte a tus sentimientos o a los míos. Estoy preparada para todo, entendería tu negativa. Si no me profesas ningún tipo de afecto debes comunicármelo ya. Es doloroso albergar inútiles esperanzas. Ya he sentido la desilusión antes y estoy preparada para sentirla de nuevo sin hundirme. Resulta más fácil curar un rasguño que una brecha. Si lo que deseas decirme es que quieres acabar con una relación que ni siquiera ha comenzado, este es el momento. Se valiente y afróntalo.
Me callé, incapaz de continuar hablando sin que la frustración me dictase palabras que no debía pronunciar. Me sequé un par de lágrimas furtivas y tomé un trago de la copa, que me supo amarga como el acíbar.
—Ya hemos comentado esto antes. Tú estabas de acuerdo. No entiendo tus quejas.
—Esperaba que tu ausencia durase un mes a lo sumo, ahora intuyo que será definitiva. Además el relato de la peripecia vital de mis bisabuelos está a medias. Habíamos pensado en convertirlo en una novela, ¿lo recuerdas?
—Por supuesto. Pero te equivocas, lo he corregido durante este trimestre. Te lo devuelvo –abrió su maletín y extrajo una pila de folios encuadernados con una espiral–. Es tuyo. Decide el destino que deseas procurarle.
—Pero era nuestro proyecto, algo que nos pertenece a ambos, que gestamos juntos. Además, está incompleto, queda como deslavazado.
—Ese será tu trabajo, añadirle lo que le falta.
Ante mi desconsuelo me tomó las manos y me miró a los ojos.
—Escucha bien. No sé si te amo o no. Estoy confuso. Tú te mereces un compañero que te pertenezca por completo, no alguien mutilado como yo. Sé que es difícil asumir una decisión como la mía, pero no puedo darte aquello de lo que carezco. Concédeme el tiempo que te pido. Nos vendrá bien a los dos. Tal vez tú te encuentres obnubilada por las experiencias que hemos compartido y confundas la camaradería, la amistad, con otra cosa.
Asentí con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra más sin que las lágrimas afloraran. Pagó la cuenta en la barra y salimos del local.
—Aún me queda un mes de trabajo. Antes de marcharme, me gustaría despedirme de ti. ¿Cuáles son tus planes para el verano?
—Me quedaré en la casa de la playa y ayudaré a mi madre a seleccionar los objetos de la mansión que nos interesen. A finales de mes deberemos entregar las llaves. Cuando acabe estas tareas, me dedicaré a leer, a descansar. Si he aprobado, planificaré mis actividades para el próximo curso. Tal vez me mude de ciudad –le espeté lo último para observar si reaccionaba ante una separación definitiva. Pero su rostro no mostró ningún cambio–. Prefiero que nos despidamos ahora.
—Si es tu deseo, que así sea.
Rechacé la mano que me tendió y deposité un par de besos en sus mejillas. La fragancia de su colonia mezclado con el aroma a tabaco y su olor corporal –que yo había almacenado en mi memoria olfativa– llegó hasta mi nariz, adherido a ellos hallé el recuerdo de días felices. Sentí mis piernas blandas como la arcilla y en el corazón el peso de una losa. Lo vi alejarse, sin mirar atrás, en dirección al edificio de la facultad. Yo me quedé en medio de la plaza, como un barco perdido en medio de la niebla, con los ojos llenos de lágrimas. Tras unos instantes de confusión, realicé varias inspiraciones profundas y repetí las rutinas aprendidas en la terapia. Después me dirigí al aparcamiento, me subí a mi destartalado utilitario y me dirigí a Mirabilia, necesitaba la compañía de mis padres.
Mi madre me esperaba con noticias frescas.
—Elena, llegas en el momento oportuno. Si no hubieras aparecido me hubiera presentado mañana en la playa. Mis hermanos vienen dentro de diez días. Ha sido complicado que todos coincidieran, pero finalmente lo hemos logrado. Me ha llamado la empresa compradora; tienen prisa en comenzar las obras de remodelación pues han recibido subvenciones oficiales sujetas a unos plazos de ejecución muy estrictos. ¿Has acabado ya los exámenes?
—Sí, mamá. Estoy libre hasta octubre.
—Eso significa –intervino mi padre– que te han salido bien.
—Bueno, unos mejor que otros, pero estoy contenta. Creo que ya soy licenciada.
—Esto se merece una comida especial. Iremos a un buen restaurante del puerto a comer pescado y marisco.
Mi madre intentaba animarme, yo era transparente para ella, y vislumbró al instante mi decaimiento.
—Aunque la verdadera celebración será después, con toda la familia. Eso lo pospondremos para cuando conozcas todas las calificaciones. Anda, arréglate un poco mientras tu padre telefonea para reservar mesa.
Me siguió hasta mi cuarto, me interrogó sobre la razón de mi estado anímico. La noté preocupada, temía una recaída. Pero la tranquilicé de inmediato. Achaqué mi aspecto a la tensión de los últimos días, al cansancio y al calor. Creo que no la convencí, aunque no insistió más.
Cuando tomábamos el café, mi madre reanudó la conversación, que hasta ese momento había girado en torno a la calidad del pescado de la bahía, a la originalidad de la ensalada que lo acompañaba y a las excelencias del postre: una crema de arroz con leche que se deshacía en la boca y te trasladaba al territorio feliz de la infancia. Lo que dio pie a un diálogo sobre el poder de evocación del gusto y el olfato. Mi madre afirmaba que eran las llaves mágicas que abrían las puertas de habitaciones cerradas en las que se encerraban los tesoros de nuestra existencia. Mientras mi padre leía el periódico nos enfrascamos en repasar nuestros recuerdos compartidos.
—Mamá, ¿te acuerdas de la película de Rebeca, cuando Joan Fontaine y Laurence Olivier pasean en un descapotable por Montecarlo? No logro precisar si ella está conversando con Max De Winter o si una voz en off traduce sus pensamientos. Pero hablaba de la posibilidad de inventar algo para embotellar los recuerdos, como los perfumes, para que nunca se desvaneciesen y que aflorasen a voluntad cuando se destapase la botella.
—Claro que la recuerdo. Es una de mis películas favoritas. Aunque algunos frascos sería mejor no destaparlos nunca –rio con una carcajada franca–. Algunas fragancias resisten mal el paso del tiempo y se degradan. Cuando abres el tarro, el aroma que se expande no se parece en nada al original pues se ha convertido en una sustancia pestilente.
Me quedé callada. La puntualización de mi madre resultaba del todo cierta. Yo ya había arrojado a la basura muchos frascos con perfumes estropeados. Esperaba que César consiguiera desprenderse de los suyos.
—Elena, ¿cuándo comenzamos a desalojar la mansión? He contratado una empresa que nos ayudará en el embalaje y traslado de lo que deseemos conservar. El gerente de la sociedad compradora elegirá aquellos muebles que le convengan para las nuevas instalaciones. Un anticuario se hará cargo del resto.
Durante una semana estuvimos ocupadas en la tarea. Resultó muy difícil decidir cuáles iban a ser los objetos indultados, pues todos ellos eran hermosos, testigos de otros tiempos, de otras vidas. En sus superficies pulidas se conservaban las huellas invisibles de las manos que los usaron, la memoria del pasado reciente; los últimos vestigios de nuestros antepasados, supervivientes del naufragio de unas vidas ya convertidas en materia del recuerdo. Establecimos como primer criterio de selección el tamaño: fotografías enmarcadas, cajitas de porcelana, jarrones y quinqués de opalina, el despacho de Fulgencio con su escribanía de cuero repujado, el tocador de Renée, maceteros, mesitas de té de patas isabelinas, las cunas de los niños, dos cornucopias, un perchero de pie, la consola de la entrada y los cabezales de un par de camas manufacturados en madera de pino de Canadá. En el último momento añadimos la vajilla de porcelana bávara, y una cristalería de Bohemia. En el desván encontramos un arcón con ropas de mujer que decidí conservar por puro sentimentalismo, pues estaba el vestido con el que Hunter retrató a Margaret. El resto de los enseres se los repartieron entre el gerente y el anticuario que nos pagó, tras el regateo de mi madre, una cantidad de dinero que sirvió para sufragar los gastos del desalojo y aún alcanzó para repartir entre los herederos.
Me sentí muy triste ante el expolio de la mansión. Sentía que una parte muy importante de mí quedaba tras aquellos muros.
Cuando me disponía a despedirme de la casa recordé el gabinete galante. Volví sobre mis pasos, descorrí el panel de la biblioteca, cuyos ejemplares en mejor estado había empaquetado mi madre, y abrí la puerta. La sorpresa de todos fue mayúscula. Ella rompió a reír cuando contempló los frescos en los que mostraban sus desnudeces orondas señoras, los desvencijados canapés cuya seda estaba apolillada y los títulos de novelas eróticas que reposaban en el anaquel del rincón. No precisó explicación. El lugar era demasiado explícito. El más entusiasmado fue el gerente de la empresa compradora que juró conservarlo, tras su restauración, como curiosidad turística e incluso apuntó la posibilidad de la continuación de su uso primitivo. Al igual que me sucediera a mí, mi madre se fijó en el reclinatorio. Ante su insistencia y la del resto de los acompañantes narré el uso que Fulgencio le había destinado. El gerente se interesó por el mueble pero no permití que se lo apropiase y lo elegí para conservarlo en nuestro poder, a pesar sus siniestras connotaciones.
Cuando la operación de limpieza hubo terminado, antes de que mi madre cerrase la cancela de hierro, me dirigí a la alberca. Me extrañó que estuviese vacía. El fondo se había fracturado y entre las grietas crecía una vegetación silvestre y enmarañada que se mezclaba con los restos de la hojarasca marchita que el viento desprendía de los dos esbeltos cipreses que crecían a pocos metros de ella. La pasionaria había desaparecido del muro. El lugar emanaba una desolación, una tristeza indescriptibles. Tal vez era mi mente la que proyectaba mis atribulados pensamientos sobre aquel rincón. Recordé pasajes de los diarios. Margaret emergiendo desnuda del agua verdinosa contemplada por la mirada concupiscente de Fulgencio o arrobada, con los ojos entrecerrados, mientras besaba la delicada flor y Hunter la inmortalizaba en el lienzo. La voz de mi madre que me apremiaba interrumpió mi ensoñación. Le pregunté por el vaciado de la alberca; siempre la había conocido llena de agua y con nenúfares flotando en su superficie.
—Ha sido un requisito impuesto por la sociedad compradora. La van a derribar y para ello era preciso desecarla. Hace unos meses que cortaron la tubería que la unía al pozo.
Me despedí mentalmente del lugar. Entonces creí que para siempre. Pero, una vez más, el azar, el destino, o la divina providencia, me condujeron de nuevo hasta aquí.
Tres días después comenzaron a llegar los hermanos de mamá. Apenas pude asociar a aquellos ancianos con las imágenes mentales que conservaba de ellos. A algunos no los había visto desde mi adolescencia. El tío Luis había perdido los bigotazos de bucanero que tantas cosquillas me provocaban cuando me besaba. Sin embargo, aún se mantenía tieso como un sable. El tío Carlos, al que recordaba alto y rubio, como su padre, había encanecido y parecía haber disminuido de tamaño, encorvado en torno a un bastón. Estaba muy afectado por la artrosis que había pulverizado sus articulaciones. María había ganado varios kilos de peso, pero le sentaban bien pues le daban un aire de matrona romana que se acentuaba con su pelo teñido de rubio ceniza, cardado muy alto sobre su cabeza. Fulgencio, al que yo recordaba entrado en carnes, había perdido mucho peso, la piel le colgaba sobre el esqueleto formando pliegues y bolsas. Parecía un globo desinflado. Después supe que estaba muy enfermo. Dos de ellos vivían en El Ferrol, pues habían continuado la profesión de mi abuelo Raimundo. La tía María residía en Barcelona, ya que se casó con el propietario de una fábrica textil y el tío Fulgencio estaba domiciliado en Asturias, donde regentó una mina de carbón hasta que se jubiló. Acudieron solos, sin sus cónyuges. Se alojaron en un hotel de la ciudad. Deseaban acabar cuanto antes con los trámites de la venta. El calor de Mirabilia los agobiaba, acostumbrados, salvo María, a los frescos climas norteños.
Tras escuchar el relato de los hechos acaecidos un siglo antes tras los muros de la mansión, les mostré los cuadros, las fotografías y la escritura de propiedad de la finca griega a nombre de Esperanza Conesa Duroy. Quedaron anonadados por el descubrimiento de la cruda verdad. Luis, el mayor y el más dicharachero, rompió el tenso silencio que siguió a mi narración, con la ironía que lo caracterizaba:
—Así que somos de ascendencia inglesa. Nietos ilegítimos de un pintor aristócrata y de una señorita de la burguesía. La sangre francesa de nuestras venas se ha transformado de la noche a la mañana en británica.
Refrendó sus palabras con una sonora carcajada.
Carlos realizó un comentario sobre mi parecido con su abuela y se abstrajo en sus pensamientos. Fulgencio consolaba a María que lloraba apoyada sobre su hombro. Luis tomó de nuevo la palabra:
—De todas formas, ¿qué importa ya quienes fueran nuestros abuelos? Todos están muertos y nosotros estamos con un pie en la tumba. –Se mordió los labios ante la inconveniencia de su comentario–. Disculpa Fulgencio, pero es cuestión de tiempo. Ahora lo que verdaderamente importa es que solucionemos todo este embrollo lo antes posible.
Después añadió con sarcasmo:
—¡Ay, sobrina, las consecuencias que trae abrir la caja de los truenos!
Intenté pergeñar una disculpa, pero me interrumpió.
—No me hagas mucho caso, ya me conoces. Has actuado como debieras, apruebo tu curiosidad y tu perseverancia.
Estaban sentados en torno a la mesa del salón. Mi padre se había marchado con la excusa de comprar vino para la comida. Yo hice ademán de levantarme, pero esta vez, mi tío Carlos abortó mi gesto.
—Quédate, niña. Después de todo, tú tienes mucho que ver en este asunto.
No tardaron demasiado tiempo en llegar a un acuerdo. Luis, en su calidad de hermano mayor, actuó como portavoz.
—Hemos decidido que los cuadros sean para las dos hermanas. El de Renée para María, ya que ha mostrado interés por conservarlo como recuerdo familiar, el de Flower passion para Renata. Aunque imaginamos que te lo donará a ti, Elena. Sería lo justo. Ambos con la condición de que siempre permanezcan en poder de la familia.
»En cuanto a la casa griega, es más complicado, en primer lugar, el usufructo pertenece a la anciana que la habita, en segundo lugar no creo que la propiedad posea un gran valor. El lugar carece de interés turístico, por lo que me cuentas. Además, en el hipotético caso de que lográramos venderla, la cantidad de dinero que nos correspondería a cada uno sería ridícula. Nuestros hijos están bien situados, tus hermanos también. Elena, tú eres la que más lo necesita. Como se da la circunstancia de que has resuelto este embrollo familiar, del que ninguno éramos conscientes, la casa será para ti. El mismo notario con el que firmaremos la venta nos asesorará sobre la mejor forma de ponerla a tu nombre. Podrás destinarla al fin que desees: a cultivar viñedos como el abuelo, a criar cabras, como establecimiento turístico o venderla. Para que no se produzcan malos entendidos ni agravios comparativos, el valor de tasación de la misma será descontado de la parte que corresponda a tu madre por la venta de la mansión.
Todos estuvieron de acuerdo con que el importe de la venta del cuadro de Abelardo y Eloísa se hubiese destinado a los gastos médicos de Anastasia. Les parecía, a pesar de la desorbitada cantidad que se había obtenido por él, el justo pago a una familia que con tanto celo había cuidado a nuestro abuelo y había conservado el patrimonio familiar. Me admiró la solución tan sensata a la que habían llegado en poco menos de una hora. Todos respiramos aliviados.
Al día siguiente se concluyeron los trámites de la transacción comercial. En el mismo despacho del notario repartieron el dinero obtenido. Firmaron los documentos de cesión de los derechos de los hermanos sobre la casa de Sikinos a mi madre y ella me la traspasó mediante un contrato privado. El notario se comprometió a contactar con un colega suyo en Atenas para legalizar todos los trámites, que se demorarían un tiempo.
Renunciaron a visitar Villa Mercurio antes de partir. Sin embargo, no pudieron negarse ante la insistencia de mi madre a pasar un día en la casa de Los Arenales. Comimos en la terraza que se asomaba al mar. Fue una reunión entrañable en la que los hermanos compartieron viejos recuerdos, anécdotas antiguas y sentimientos comunes. Todos eran conscientes de que la vida les ofrecería pocas oportunidades para encontrarse de nuevo. La muerte comenzaba a planear sobre sus cabezas. Mi padre y yo los dejamos solos para que se despidieran en la más absoluta intimidad.
Iniciamos un paseo por la playa, atestada dado lo avanzado de la estación veraniega. Pronto dejamos atrás las casas y nos aproximamos al solitario lugar en el que la rambla desembocaba. El sol se ocultaba. La hora y el silencio que sólo turbaba el viento enredado entre las hojas del cañaveral, incitaba a las confidencias, a la conversación íntima. Mi padre se sentó sobre una piedra. Me pidió que lo acompañase.
—¿Estás contenta, hija? Pronto serás una rica hacendada. Aunque veo en tus ojos una sombra de tristeza. ¿Algún amor contrariado?
Le narré a mi padre mis sentimientos y mi desesperanza ante el futuro. Meditó durante unos instantes antes de regalarme uno de sus sabios consejos.
—Mira la rambla, ahora está seca, pero cuando las lluvias la llenan corre rápida a llevar su tributo de agua al mar. Ambos se unen en un abrazo perfecto. Es su fin, su destino. No puede hacer otra cosa. Debes ser paciente, él llegará hasta ti cuando deje de estar seco, cuando su cauce este limpio, nada interfiera su camino y las lluvias lo llenen. Entonces ocurrirá el milagro. Espera, dale tiempo. Parece un hombre cabal. Su mirada es limpia y honesta.
Le agradecí sus palabras. Permanecimos en silencio, yo recostada sobre sus rodillas hasta que las primeras luces brillaron en el cielo sereno del solsticio de verano. Entonces regresamos.
Al día siguiente, acompañamos a mis tíos a la estación de tren. Nos abrazamos emocionados y aproveché para darles las gracias por su generosidad. Después regresé a la playa. Mis padres se quedaron unos días en Mirabilia preparando las maletas para su viaje estival que emprenderían a mitad de agosto.
Aquellos días me sirvieron para desconectar mi cerebro de tantas emociones. Me gusta el ritmo lento del verano con sus días eternos y sus noches cortas. Me sentía invadida por una dulce sensación de pereza, de laxitud. Liberada de obligaciones y horarios empleaba el tiempo a mi antojo. Leía muchísimo, pero nada que tuviese relación con mis estudios. Relatos y poemas alimentaban mi espíritu sobre todo en las tórridas horas de la siesta. Para contrarrestar el sedentarismo y desentumecer los músculos solía pasear a la caída de la tarde y nadar en el agua tibia de la laguna. Me aficioné a la jardinería que desarrolló grandes virtudes en mí, entre ellas la de la paciencia, un hábito nuevo que incorporé a mi conducta. Necesité utilizar con frecuencia y contundencia las podaderas para ordenar aquella profusión de maleza enmarañada y montaraz. Así entendí que la mente también necesita una operación de podado. Con la misma energía que empleé en el jardín, eliminé de mi mente toda la materia vieja, inútil o dañina. De esta forma nuevas ideas brotaron en mi cerebro ya que la luz no encontraba obstáculos que le impidiesen penetrar en él. Mis pensamientos se ajustaron a la realidad. Y una especie de estoicismo sanador presidió mis actos. Había conseguido estar en paz y contemplaba el paso de la vida como las nubes por el cielo sin que nada alterase mi calma interior. Comencé a escribir. Eran textos inconexos en los que vertía mis impresiones. Meros ejercicios catárticos que después, mucho más tarde, darían sus frutos.
Una tarde de finales de julio, mientras leía en la terraza recostada sobre un sillón de mimbre, apareció César. A pesar de que el corazón me dio un vuelco, traté de disimular.
—Vengo a despedirme. La fugacidad de mis estancias y la carencia de teléfono de esta casa van a dificultar nuestro contacto. He previsto esta eventualidad y grabaré un mensaje en el contestador telefónico de tus padres con las señas del lugar en que me encuentre. Me gustaría que me informases del resultado de la operación de Anastasia.
—Gracias, César, aunque no creo que lo utilice. Tú necesitas un tiempo de silencio y yo no voy a interrumpirlo.
—¿Piensas regresar en octubre a tu apartamento?
—Sí. El invierno aquí es muy aburrido. Aún no he hecho planes, pero algo se me ocurrirá.
Le conté el resultado de la visita de mis tíos. Se alegró de que la casa de Sikinos fuese a ser mía y también de que el cuadro pasase a mi propiedad.
Nos despedimos con dos besos en las mejillas. Le deseé toda la suerte del mundo en la búsqueda de sí mismo. Lo acompañé hasta el automóvil mientras contemplaba cómo se alejaba de mi vida. Allí plantada en medio de la calle con el corazón si no roto al menos agrietado, caí en la cuenta de que en los últimos meses todo habían sido despedidas: Anastasia, Stavros, mis tíos, y ahora, mi amor perdido, el mejor candidato para convertirse en mi amante y compañero. Pero, así era la existencia, un conjunto de pérdidas que era preciso asumir. Personas que en un momento te acompañaron en una parte del trayecto y que después quedaron atrás o giraron en cruces para continuar por otras sendas totalmente divergentes o simplemente desaparecieron. La vida estaba tejida con hilos de dolor y despedida. Debíamos estar preparados para ello, pero nadie nos lo enseñaba. El aprendizaje de esta verdad resultaba duro y accedías a él subiendo por la empinada escalera del sufrimiento. Mi terapeuta ejemplificaba su trabajo con metáforas extraídas del reino vegetal.
Los árboles necesitan un espacio alrededor de ellos para desarrollarse libres. Si plantas dos ejemplares demasiado cerca las raíces de ambos se enganchan y se enmarañan. Ambos se estorban mutuamente; sus desarrollos quedan comprometidos. Al final mueren raquíticos y enfermos. Las personas también precisan de un espacio vital y cuando dos de ellas se unen tan estrechamente se produce la muerte psicológica de una o de las dos.
En aquel momento recordé dos árboles que crecían en una ronda de Mirabilia que discurre paralela al puerto. Junto a un ficus centenario, cuyas ramas son más gruesas que el cuerpo de un hombre, plantaron una palmera. El árbol la abrazó con sus voluminosos apéndices. A una determinada altura, el recto tronco de la segunda se tuerce como intentando zafarse del abrazo. Parece buscar la luz que su amoroso compañero le hurta. A pesar del dolor que sentía por la marcha de César, entendí que formaba parte de un amplio proceso de sanación espiritual que nos afectaba a ambos.
Dos días después acudí a la ciudad a comprobar mis calificaciones. Había aprobado todas las asignaturas, incluso con buenas notas. Me sentí aliviada, sin embargo, presentí que una etapa de mi vida se cerraba. No conseguía vislumbrar el trayecto que debía recorrer. Una niebla espesa me lo impedía. Decidí no preocuparme. El excesivo control sólo produce sufrimiento. Hay que dejar que todo fluya.
En mi apartamento me esperaba una buena noticia: una carta de Anastasia. Estaba remitida desde Atenas. En ella me informaba de su traslado a la ciudad, que realizó nada más recibir mi misiva. El cardiólogo que la atendía había remitido su historial a su homólogo en el hospital Monte Sinaí. Le habían reservado una habitación con vistas al Central Park, cuyo número me facilitó. Estaba todo dispuesto para la operación. Su vuelo partía al día siguiente. Me envió unos documentos para que yo los firmara y remitiera por correo certificado a la sede ateniense del banco americano a la que había trasladado el dinero que le doné. Mediante esta operación quedaba habilitada para utilizar los fondos en caso de que a ella le sucediese cualquier contingencia. Le contesté con una carta en la que le daba ánimos para que afrontase la dura circunstancia a la que se enfrentaba. La remití a la dirección del hospital. Acudí a la oficina de correos y las certifiqué. Después huí de aquel calor asfixiante que había cercado la ciudad, como siempre.
Los días de aquel verano transcurrieron en calma, nada parecía presagiar lo que ocurrió después. La estación había comenzado a declinar, agosto estaba mediado. El otoño se anunciaba en la cortedad de los días, y en las ardientes puestas de sol que iluminaban el cielo vespertino con su extraordinario fulgor. Mis padres tuvieron que retrasar, una vez más su ansiado viaje a Bélgica, invitados por unos parientes lejanos, ya que mi madre contrajo un resfriado que se demoró en desaparecer. Parecía que algo o alguien no deseaba que permaneciesen a la espera de lo que vino después. Yo los trasladaría una semana después de aquella fatídica fecha al aeropuerto en mi coche.
Los cambios de estación siempre me han trastocado. En aquellos días yo andaba nerviosa sin razón aparente. Dormía mal y mis sueños se poblaron de pesadillas amenazantes que luego no conseguía recordar. Era una sensación de inquietud como si presintiese que algo iba a ocurrir. Repasé las circunstancias que me rodeaban. Todo estaba en su sitio. Había recibido una postal desde Nueva York en la que Anastasia me informaba del éxito de su operación y de los avatares de la convalecencia.
Una mañana me despertó la voz de mi madre. Me extrañó verla allí pues no estaba prevista su visita. Pensé, entre las brumas del sueño, que había ocurrido una desgracia.
—Despierta, Elena, vístete rápido. Me ha telefoneado el gerente de la empresa que compró Villa Mercurio. Me ha pedido que acuda inmediatamente.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé. Creo que han encontrado algo, no me ha proporcionado los detalles. Pero el tono de su voz no presagia nada bueno. Tu padre nos espera en el coche.
Me vestí a la carrera, tomé mi bolso y me introduje en el vehículo. Durante el trayecto sujeté mi pelo con una goma elástica y limpié mi adormilado rostro con una toallita húmeda. A los veinte minutos avistamos la puerta de la mansión. Me sorprendió ver aparcado un coche de la policía y una ambulancia. La máquina excavadora estaba detenida con sus fauces abiertas apuntando al aire. Nos recibió el gerente. El hombre mostraba un gran nerviosismo cuya causa no pude, en aquel momento, imaginar. Tomó a mi madre del brazo y con pasos largos se dirigió hacia el lugar donde antes se levantaba la alberca, convertida en un montón de cascotes. Habían acordonado un hueco que la máquina había escarbado recientemente, tal vez pocos minutos antes. Los agentes nos permitieron el paso.
—Es la antigua dueña de la casa –afirmó el hombre.
Me asomé al hoyo, de poco más de un metro de profundidad. Contemplé horrorizada lo que la tierra había ocultado: en el interior de aquella zanja yacía un esqueleto. Los trabajadores habían limpiado el hallazgo. Las ropas habían desaparecido casi por completo, sólo algunos jirones colgaban como algas de los huesos. Del mondo cráneo, cuyas cuencas vacías parecían contemplarnos desde más allá del tiempo, colgaba una espesa cabellera que ni el polvo había conseguido ocultar su flamígero color. Cuando aún no había conseguido recuperar el ritmo cardiaco y estabilizar mis temblorosos miembros, apareció el juez que ordenó el levantamiento de los restos. Al izarlos hasta la superficie, un objeto se desprendió del pelo y cayó al interior de la fosa. Un obrero lo recogió y se lo entregó al funcionario. Dispuse del tiempo suficiente para reconocerlo: una joya antigua en forma oval adornada por una turquesa. ¡El guardapelos de Renée!
El hallazgo nos cayó como un mazazo a pesar de que yo intuía algo así. ¿Cómo va a desaparecer sin dejar rastro una mujer que sacrifica su amor a cambio de no abandonar a su hija? La que peor lo llevaba era mi madre, pues el descubrimiento del cuerpo de la infortunada Margaret sólo podía suponer que los que hasta ahora había considerado sus abuelos eran unos asesinos, al menos uno de ellos. Estuvimos dándole vueltas al asunto muchos días. ¿Cómo había ido a parar hasta Margaret la joya que la francesa nunca se quitaba? Nunca lo sabríamos y las preguntas surgían en nuestras conversaciones sólo para embrollar más el asunto. ¿Sería Renée la asesina y Margaret se la arrancó de su cuello en el forcejeo previo a la muerte? ¿O tal vez fue Fulgencio quien la mató, Renée sólo colaboró con él para enterrarla y el guardapelos se le cayó?
Todo se había resuelto pero yo volvía a tener pesadillas. Me sentía triste, vacía y frustrada. Había empleado muchos esfuerzos, mucha energía, muchas ilusiones en encontrar el paradero de Margaret sólo para descubrir su trágico final. Miraba una y otra vez la fotografía rememorando su historia, su sacrificio y lo desventurado de su existencia.
Fueron días amargos para toda mi familia. Para mí fue como añadir sal a una herida, la que me había infligido el desamor. Me parecía una tremenda injusticia, una terrible jugarreta del destino que había condenado a mi bisabuela a renunciar a su amor para, después, arrojarla a una muerte prematura. Pensé mucho en ello. Sabía que debía reparar aquella iniquidad pero no sabía cómo. La solución llegaría más tarde, de forma fortuita, como ocurren las cosas más auténticas.
Tanto me preocupé que la angustia comenzó a roerme el alma. Necesitaba un cambio de rumbo en mi vida pues andaba perdida en una densa niebla, tenebrosa como la noche, como la muerte.