En cuanto se levantó leyó la prensa matutina. No aparecía ninguna reseña referida a la exposición de Hunter. Se quedó muy extrañada. Estaba segura que no se había confundido en la fecha. Solicitó permiso a su madre para dar un paseo en coche y dio al cochero la dirección de la galería de arte. Sobre la puerta del establecimiento, figuraba un cartel: «Clausurada». Se estremeció ante esta circunstancia. ¿Qué habría sucedido? Regresó a casa y pidió a Mary que la acompañase al estudio del pintor.
—Te espero paseando. Sube. Si está en casa, me haces una señal y te llevas a la portera. Toma dinero para que la invites a una pinta.
En cuanto Hunter le abrió la puerta se arrojó en sus brazos.
—¿Qué ha sucedido, querido? ¿Por qué han clausurado la exposición?
—Mi marchante me lo ha explicado esta mañana cuando nos hemos entrevistado. Me extrañó no encontrar ninguna reseña en la prensa a pesar de que todos los periódicos habían enviado reporteros. Yo mismo pude comprobar el éxito de la misma. El público asistente fue numeroso y escuché muchas alabanzas a mi obra. En principio la exposición parecía un éxito. Muchos de los caballeros presentes, la mayor parte de ellos marchantes de arte, mostraron gran interés en la adquisición de alguno de los lienzos.
—¿Entonces?
—El asunto sucedió como sigue: un hombre bien trajeado se presentó cuando ya estaba a punto de cerrar la sala. Observó todos los cuadros con mucha atención. Después le preguntó al galerista si conocía la identidad de la modelo de los lienzos. El dueño del establecimiento no le proporcionó ningún dato. Tampoco sabía nada. Mi marchante entró en aquel momento y pergeñó una explicación que no debió convencerlo pues el caballero, antes de marcharse, exclamó airadamente: «Estos cuadros no pueden ver la luz. No pueden ser vendidos, me traerían la desgracia. Además, dudo de su historia». A continuación le ofreció una cantidad sustancial de dinero al galerista y lo amenazó con la ruina si se atrevía a reabrirla. Añadió que nos lo repartiéramos como gustásemos. Después exigió la lista de los periódicos cuyos representantes habían asistido y se marchó, probablemente a visitar las diferentes sedes de los medios de comunicación y sobornar a los redactores en un intento de evitar que se publicasen las reseñas correspondientes.
—¿Tu marchante no ha podido impedirlo?
—No depende de él, sino del galerista. No sé atreve a desafiar a ese hombre. Podría significar su ruina definitiva.
—¿Qué vas a hacer ahora, James?
—Sólo me queda un camino: marcharme. He comenzado a empaquetar los cuadros, unos los enviaré a Oaks Cottage, otros permanecerán en el almacén de la galería. Mientras, acabaré el encargo. Con el dinero que he percibido (mi representante sólo se ha quedado con una comisión, y al galerista le hemos pagado lo acordado más una suma adicional para compensarle) no dispongo de los fondos suficientes para intentar exponer en el continente. Me estableceré en algún pueblecito del sur de Francia o Italia, la vida allí es más barata. Probaré suerte.
—¿Qué va a ser de nosotros?
—Si quieres esperarme, continuaremos con lo previsto. No sé cómo comunicarme contigo pues de momento no voy a disponer de una residencia fija. Deberemos ser pacientes. En el plazo de un año acudiré a buscarte, triunfe o fracase. No puedo concebir la vida sin ti.
Margaret comenzó a llorar. No podía contener la tristeza que se había alojado en su alma. Era un llanto suave, sin estridencias.
—No te derrumbes ahora, mi amor, has de ser fuerte para soportar las pruebas que nos esperan.
Margaret se limpió las lágrimas; intentaba mostrar una fortaleza que estaba muy lejos de sentir.
—Voy a pagar el último mes del alquiler del estudio y lo cerraré. Viviré con mis tíos hasta que me vaya. Están desolados. No comprenden lo que ha sucedido, sobre todo el interés del misterioso caballero en clausurar la exposición. Despidámonos ahora. En adelante va a resultar imposible.
Se abrazaron en el sofá, después continuaron en el lecho. Se besaron con intensidad como nunca antes lo hicieran, ni siquiera la primera vez que se amaron. El deseo, espoleado por la inminencia de la separación, creció, los envolvió y los tornó audaces. Se olieron, lamieron y mordieron con el irracional propósito de que el olfato, el gusto y el tacto imprimieran una huella indeleble del cuerpo amado en sus mentes, como si la vista y el oído no bastasen para construir un recuerdo capaz de resistir la ferocidad del transcurso del tiempo y la distancia.
Bajó las escaleras muy despacio, no tanto por el temor a que la portera la descubriese como por el dolor que le causaba la separación que le colocaba plomo en los pies. Regresó a su casa y se encerró en la habitación. Se excusó con un repentino dolor de cabeza. Unos golpes en la puerta la sacaron de sus lúgubres pensamientos.
—Se puede, señorita.
Su doncella la llamaba.
—Pasa. ¿Qué se te ofrece?
—Lady Jane le avisa para que se vista para la cena. Su padre ha regresado y quiere comer en familia.
—No puedo, Mary, me siento incapaz de disimular mi tristeza.
—Debe ser fuerte. Empólvese la cara para borrar las huellas del llanto. Aunque no le apetezca, debe acompañarles.
Mantuvieron una conversación banal sobre los acontecimientos de la temporada y los progresos de Margaret en su vida social. La muchacha apenas probó los platos que le ofrecieron. Mientras degustaban el postre, el padre imprimió un nuevo giro a la charla.
—Mis negocios van viento en popa. He pensado invertir parte de los beneficios en obras de arte realizadas por pintores jóvenes, muertos de hambre que se cotizan poco, que en un futuro, según dicten los caprichos de las modas o las críticas de los entendidos, pueden valer un capital. Se trata de una inversión a largo plazo y con poco riesgo. Me han hablado de un tal Hunter. El caso es que su nombre me es familiar aunque no consigo recordar de qué lo conozco.
—¿Tú lo conoces, Maggie?
La muchacha lo miró de soslayo, vislumbraba los métodos de su padre para enterarse de los hechos que le interesaban. Era implacable cuando quería llegar al final de un asunto. El temblor de su ceja izquierda y el tamborileo nervioso del tenedor sobre la mesa delataba su tensión interior. Sin embargo, no cedió ante la presión. Tragó la cucharada de compota que llevaba en la mano sin que esta le temblara. Sabía que él observaba con ojos de rapaz el menor gesto que pudiera delatarla.
—Claro, padre, usted también lo conoce. ¿No se acuerda que estuvo presente junto con sus tíos en el funeral de tía Violet? ¿Por qué me lo pregunta?
La madre interrumpió la conversación.
—A Maggie se lo presentaron en una merienda a la que fue invitada por los barones el verano pasado. Creo que te lo referimos.
—Una sospecha me ronda la cabeza y cuando esto sucede, es como cuando preveo un buen negocio, nunca me equivoco.
—Querido, si no te explicas mejor, no vamos a entender tu sospecha.
—Margaret, ¿me juras que sólo conoces a ese pintor de forma fugaz?
La muchacha intentó conservar la calma. Sentía el bombeo de la sangre en sus sienes, pero no permitió que el miedo y la repugnancia que le producía la mentira que iba a pronunciar fueran visibles para sus padres.
—Se lo juro, padre. Sólo lo he visto en dos ocasiones, en la merienda que mi madre ha citado y en el funeral de la tía. Ni antes ni después he visto a ese hombre.
—Bueno, pues será una extraña coincidencia que he descubierto, gracias a Dios, a tiempo.
—Stephen, siento una gran curiosidad por todo esto. ¿Quieres contarnos de una vez a qué viene esa historia del pintor y su relación con nuestra hija?
—Pues, me avisaron de la inauguración de su exposición. Pensaba comprar alguno de sus cuadros, pero al contemplarlos, la sangre se me heló en las venas. La pintura no era gran cosa, pero la modelo que aparecía obsesivamente en casi todos los lienzos, en muchos de ellos ligera de ropa, se parecía mucho a ti, la misma cara, el mismo cabello –escupió las últimas palabras de la frase con la intención de comprobar el efecto sobre la muchacha–. Inmediatamente pensé que habías posado para él sin mi permiso.
Margaret logró imprimir a sus facciones un gesto de sorpresa e inocencia. Las lágrimas, provocadas por el temor a la autoridad paterna, se deslizaron por sus mejillas. Stephen pensó que las provocaba la injusticia de la acusación y enmudeció.
—¿Y qué hiciste? –interrogó lady Jane.
—De buena gana hubiera destruido todos los cuadros. Interrogué al galerista acerca de la modelo, pero el pobre diablo no sabía nada y farfullaba respuestas sin sentido. Pregunté por el autor; casualmente se había ausentado. Ante lo infructuoso de mis pesquisas, decidí solventar la situación de forma tajante. Le ofrecí una buena cantidad de dinero a cambio de que clausurase la exposición. Apareció el marchante del pintor y me explicó que la muchacha que había posado era una prostituta del West End. Su explicación, aunque coherente, no me convenció. ¡La retratada era igual que Maggie!
—Podíamos preguntarle a la modelo. Algún mozo puede buscarla, seguro que hará la calle por Whitechapel.
—Es imposible. El representante del pintor me comunicó que se había marchado a un pueblo del norte, del que era originaria, para montar con el dinero percibido una mercería.
—Pues fin de la historia, querido. Maggie está llorando. La has ofendido con tus sospechas.
—Solicito su permiso para retirarme, padre. Hoy no me encuentro muy bien.
—Ve a tu habitación, si ese es tu deseo.
En cuanto llegó a su cuarto, la ira que había contenido se esparció por sus facciones como un sarpullido. Tiró del cordón y llamó a Mary.
—Mary, toma dinero y alquila un coche de punto. Si alguien te pregunta, responde que vas a la botica a comprar esta medicina. Pasa por el estudio de Hunter. Si ves luz en la ventana, sube y le das esta nota. Se muy discreta. Necesito verlo esta noche. Ruego al cielo que se encuentre en su domicilio. Si él está, no despidas el coche y que me espere en la calle de atrás. Subes por la escalera de servicio y pasa sin llamar. Estaré vestida dentro de la cama esperándote. No te retrases.
Mary cumplió el encargo con prontitud y Margaret llegó al estudio del pintor. Aún no había cerrado la puerta tras ella cuando explotó:
—¡Ha sido mi padre, James, mi padre!
—Cálmate, Maggie. ¿A qué te refieres?
—Mi padre es el misterioso caballero que ha clausurado tu exposición. ¿Pusisteis carteles en las sala de baile en la que lo vi aquella noche?
—Creo que sí. Es el centro de reunión de muchos artistas y quería que todos asistieran al evento.
—Pues él debió ver el cartel y por eso comenzó a preguntar. Es un perfecto canalla, un hipócrita redomado. ¡Lo odio!
—¿Tú reputación está comprometida?
—No. Tu marchante fue muy listo, le dijo que la modelo era una prostituta que con el dinero que tú le habías pagado por posar había abierto una mercería en su pueblo.
La tensión se relajó y ambos sonrieron ante la astucia del hombre.
—¿Ha quedado convencido?
—Creo que sí. Pasé un rato horrible tratando de mantener a raya mis nervios, pero creo que mis lágrimas y mi expresión inocente contribuyeron a que creyera en la veracidad de la historia.
James respiró a fondo, visiblemente aliviado.
—Por favor, James, llévame contigo. No puedo seguir viviendo con él. Lo aborrezco desde lo más profundo de mi corazón, más por el mal que te ha causado a ti. ¡Ha destrozado tu futuro! Soy mayor de edad, puedo disponer de mi dinero y además empeñaré las joyas de tía Violet. No creo que le importara, es más se sentiría satisfecha de que unos trozos de metal y unas piedras contribuyesen a mi felicidad.
—Lo siento, querida. No puede ser. Ante todo soy un caballero y no puedo vivir a costa tuya. Me sentiría indigno. No puedo condenarte a una vida de penurias. Supón que acepto tu propuesta y nos casamos. Al principio todo iría bien, pero después, cuando las dificultades económicas llamaran a nuestra puerta comenzarían las discusiones, las peleas. No podemos comenzar una vida juntos con semejante lastre.
—Quiero casarme contigo.
—Tu padre nunca permitiría que unieses tu destino a un artista pobre como yo, por no hablar de la opinión de tu madre.
—Mi padre es un farsante. Se jacta de que la familia es el pilar fundamental de la sociedad y mancilla la suya acostándose con una mujerzuela. Hablaré con él, lo desenmascararé en privado y lo amenazaré con contarle a mi madre su infidelidad. Seguro que entonces no se opondrá a nuestra boda.
—Querida, pecas de ingenua. Tu madre seguro que conoce o intuye las aventuras extraconyugales de su marido. Esas cosas no escapan a la perspicacia de una mujer. Pero ella no permitirá un escándalo. Fingirá no creerte pues sabe muy bien que aunque el adúltero sea tu padre, la que quedaría fuera de la sociedad sería ella, perdería su estatus, no podría ver a tu hermano y sería apartada de la sociedad como una leprosa.
—Sí, ya sé –lo interrumpió–. El divorcio no está bien visto y menos si es una mujer quien lo solicita.
—Además –continuó él–, tu madre quedaría en una situación económica muy precaria y no digamos emocionalmente. Las mujeres de su generación han sido educadas en la convicción de que el matrimonio es un deber sagrado e ineludible. Aunque tú la presiones, aunque le presentes pruebas, lo ignorará todo. Argumentará que son bulos, infundios. Cualquier subterfugio será bueno para que se escude tras él y evitarse no sólo la vergüenza del fracaso, sino la posibilidad de convertirse en la dueña de su propio futuro, eventualidad para la que no ha sido preparada.
Margaret lo contempló mientras se ocupaba en empaquetar los útiles de pintura. Siempre asociaría el amor con el aroma a pigmentos. Ella lo amaba pero sabía que la razón estaba de parte de él. Ella no podía interponerse en su camino pues él amaba tanto su pintura como la amaba a ella. No sería capaz de renunciar a ninguna de las dos.
El hombre abandonó la tarea, se dirigió a la muchacha y la tomó con suavidad de la barbilla. Sus miradas convergieron. El olor a trementina se intensificó. Margaret lo aspiró como un perfume.
—Escúchame bien, mi amor. Continuaremos con los planes previstos. Pero añadiré una esperanza nueva. Si no consigo triunfar en el plazo fijado, aceptaré la proposición de mi tío y me convertiré en el administrador de sus negocios. Lo está deseando. Entonces nos casaremos pese a quien pese. Sólo te ruego, como ya te expliqué en el invernadero, que me esperes. Serás mi Penélope y tu misión será mantener a raya a los pretendientes. Yo, como Ulises, volveré a Ítaca.
—Tienes razón, un año transcurre rápido. Intentaré ser fuerte.
—He encontrado este poema de Cristina Rossetti, era una escritora excelente. Tuve la suerte de frecuentar su amistad. Murió hace cinco años. Era mi poema favorito. Ella lo caligrafió en una hoja y me lo dedicó. A partir de ahora, tú lo guardarás. Yo me reservo una copia. Cada vez que lo lea pensaré en ti.
Extrajo una hoja amarillenta de una carpeta, la dobló y se la ofreció a Margaret. La tomó de las manos y sin leerlo se lo recitó:
Recuérdame cuando hayas marchado
lejos de la tierra silenciosa.
Cuando mi mano ya no puedas sostener,
ni yo dudando en partir, queriendo permanecer.
Recuérdame cuando se acabe lo cotidiano,
donde revelabas nuestro futuro pensado.
Sólo recuérdame, bien lo sabes,
cuando sea tarde para plegarias o consuelos
y aunque debas olvidarme por un momento
para luego evocarme, no lo lamentes
pues la oscuridad y la pena dejan
un vestigio de los pensamientos que tuve.
Es mejor el olvido en tu sonrisa
que la tristeza ahogada en tu recuerdo.
Margaret intuía el desgarro de su amado, tan similar al suyo. Pero el sentido del deber, en el que habían sido educados, se impuso. Ambos amordazaron sus emociones. Las enseñanzas en las que se había cimentado la educación recibida fructificaron y la razón se impuso a la pasión.
En los días que siguieron a la marcha de Hunter la salud de Margaret se resintió. Perdió el apetito y las náuseas la asediaban continuamente. Una profunda tristeza se apoderó de su ánimo. Intentaba disimular la causa de su aflicción, pero la tarea era cada vez más penosa. Cumplía con desgana todas sus obligaciones. Mantenía la farsa y evitaba incomodas preguntas ante las que se derrumbaría y confesaría la verdad. Por las mañanas, después de los paseos por Hyde Park, empleaba, si no había ningún almuerzo programado, su tiempo en repasar la agenda organizada por lady Jane.
Un día de comienzos de junio mientras se ocupaba de esta labor consultó el calendario. Una premonición terrible la asaltó: había algo que faltaba, algo que era previsible y puntual y que llevaba tiempo sin suceder. Sintió pánico. Tiró del cordón para avisar a Mary.
—Mary, consígueme una cita con un médico. Es urgente. Creo que hay una consulta de medicina en Berkeley Street. Recuerdo haber visto un cartel anunciándolo. Si es posible que sea para hoy mismo.
—¿Se siente usted mal, señorita Margaret?
—No preguntes, Mary, y cumple rápido mi orden. Si alguien te pregunta inventa cualquier excusa, quisiera mantener este asunto en secreto.
Un par de horas después, ambas caminaban hacia la consulta en la que Mary había conseguido una cita. Margaret se colocó un anillo en el dedo anular de su mano izquierda. Después se las enfundó en unos guantes. Las recibió una enfermera que le tomó los datos a la muchacha. Ella se inscribió como señora Jones. También inventó el nombre del esposo y la dirección de la residencia familiar. Al poco rato, fue recibida por el médico. Este, tras realizarle una serie de rutinarias preguntas, la invitó a despojarse de la ropa y la reconoció en un gabinete contiguo. Una vez vestida, acudió al despacho del doctor que estaba atareado escribiendo. Margaret esperó en silencio con el corazón latiendo desaforado a que el galeno terminase su tarea y le confirmase el diagnóstico que ella ya intuía.
—Bien, señora Jones. Su salud es perfecta. No encuentro en su organismo nada anormal. Lo que le ocurre es lo corriente en una mujer joven y sana como usted. Va a tener un niño. Con la información que usted me ha proporcionado, nacerá en diciembre. ¿Se trata del primogénito, verdad?
Margaret no pudo aguantar el peso de la noticia y comenzó a llorar causando la alarma en el médico.
—¿Qué le ocurre? ¿No le agrada la noticia?
—Por supuesto que sí –contestó mientras enjugaba sus lágrimas e intentaba recuperar la compostura–. Lo que sucede es que mi marido está muy lejos. Nos casamos en marzo, durante uno de sus permisos; es teniente del ejército de su majestad destacado en la India. Yo debía emprender el viaje el mes próximo y tal vez ahora no pueda. ¡Es una contrariedad!
—De ninguna manera. Espere un poco más a que el niño esté firmemente agarrado a su útero y continúe con sus planes. Mi experiencia me dice que es más pernicioso para una joven madre vivir un embarazo, sobre todo si este es el primero, en soledad que emprender un viaje por mar. Lo que debe de tener muy en cuenta es no mezclarse demasiado con la población local, ya sabe, por las infecciones. En el papel que estaba escribiendo le hago una serie de recomendaciones para que todo llegue a buen término. Sobre todo descanso, paseos al aire libre y una alimentación variada y abundante. En cuanto a las náuseas y demás síntomas, no debe preocuparse, son normales. El organismo femenino es muy delicado y acusa todos estos cambios, a veces, de forma un tanto brusca. En el segundo trimestre se encontrará mejor.
Pagó los honorarios del médico, hizo una señal a la doncella y emprendieron el camino de regreso.
—Mary, es terrible. No sé lo que voy a hacer. ¡Estoy embarazada!
—Ya lo sabía yo, señorita Margaret. Ya le dije que no se fiase de las «interrupciones» de los hombres. Pero, como diría mi madre, el agua derramada no se puede recoger.
—Cuando se sepa va a ser un escándalo mayúsculo. No sé si voy a poder callar el nombre del padre. ¡Seré la vergüenza de mi familia! Si pudiera volver atrás, sería más cauta. No sé cómo salir de este atolladero.
—No se apure, hay una solución. Mi prima Lucy sufrió un percance parecido, sólo que a ella le iba la vida. Su padre siempre había jurado que si una hija suya se quedaba preñá antes de estar casada la molía a palos. Entonces se fue a una mujer de esas.
—¿A qué te refieres? No te comprendo.
—Pues, a esas mujeres que arreglan los «percances». Son comadronas o algo así. El caso es que libran a las muchachas de los embarazos que no desean.
—¡Ah, un aborto!
—Eso, no me salía la palabra.
—Podría ser una solución. ¿Dónde se hace? ¿Conoces a alguna mujer que lo practique?
—Más despacio, que aún no he terminado. La cosa no es tan fácil pues la mujer puede morir desangrada. Mi prima estuvo a un tanto así –ilustró su explicación aproximando los dedos índice y pulgar de la mano derecha– de palmarla. Se iba en sangre. Aunque a ella le daba igual, según decía, porque de una forma u otra iba a morir, bien a manos de la partera o de su padre. Prefería que la muerte la sorprendiese con la primera. Su padre le causaba terror. Al final se salvó y un año después se casó con su novio. A pesar de estar casados más de cinco años, no ha conseguido ningún bebé. Yo creo que la curandera le debió romper algo por dentro.
Margaret se arrepintió por haber pensado en deshacerse del niño; era el hijo de Hunter, un nexo de unión entre los dos.
—No abortaré. He de ser valiente. Aceptaré mi error y sus consecuencias. Lo más probable es que mi padre me interne en algún lugar en el que no me conozcan mientras transcurre el embarazo y cuando nazca el niño lo entreguen en adopción o a algún asilo. Esto no lo admitiré de ningún modo, mi hijo no irá a un orfanato –en su mente pesaban los relatos de Oliver Twist y Jane Eyre–. En esos establecimientos tratan muy mal a los niños. Por cierto, Mary, ¿cuántas primas tienes tú?
—¡Uy, muchas!
Margaret dudaba de que todas aquellas historias hubieran ocurrido dentro de una misma familia, más bien las habría oído en la taberna o las habría inventado.
—Si estuviera James todo sería más fácil. Tengo que adoptar alguna decisión. Aquí en Londres no dispongo de amigas tan íntimas, aunque creo que tampoco me podrían socorrer. Si viviera mi tía Violet no tendría de que preocuparme. No voy a renunciar al niño a pesar de las dificultades y de la vergüenza teniendo en cuenta que James regresará en un año.
—Pues yo no puedo hacerme cargo del crío. Mi madre tiene bastante con mis hermanos.
—No va a ser preciso, acabo de acordarme de que hay una persona que estaría dispuesta a asistirme. Pero está muy lejos, pues vive en España.
—Señorita Margaret, eso está muy lejos, ¿verdad?
—Sí, Mary, más allá de Francia. No tengo tiempo que perder, he de marcharme antes de que se me note. Necesitaré tu ayuda más que nunca.
—Estoy dispuesta a ayudarla, pero no me pida que me vaya a España. Yo nunca he salido de Londres y no podría vivir en un lugar tan lejano en el que no entendería ni una palabra y usted sabe lo mucho que a mí me gusta hablar.
—No, no voy a pedirte tanto. Sólo pretendo que colabores conmigo para que pueda poner en marcha el plan que estoy trazando. Yo sabré recompensarte.
Margaret recordó las palabras de Thompson: «Si en algún momento necesitas algo, la señorita Williams conoce mi dirección. Escríbeme y te ayudaré».
Esperó que llegase el momento oportuno para comenzar la puesta en práctica del plan que acaba de idear. Este se presentó a la hora de cenar.
—Maggie, tienes mala cara y últimamente te noto desganada con tus obligaciones.
—Es cierto, madre. La verdad es que todo el ajetreo de la recepción y el baile me han agotado. No me encuentro con fuerzas para continuar.
—Quizá deberías visitar al doctor Tackerman para que te recetase algún reconstituyente.
—No creo que sea preciso, si pudiera irme unos días a Tower House, el aire del campo y la tranquilidad lograrían que me repusiese, pero no creo que esto sea posible.
—La verdad es que desertar ahora de tus obligaciones cuando la temporada está en su apogeo no me parece conveniente.
Stephen intervino en la conversación:
—Querida, no creo que la cosa sea tan grave. Además tengo una noticia que comunicaros: hoy he recibido una carta de Robert Lindsay, a su debido tiempo heredará el condado de su padre. Solicita mi permiso para visitarte. Creo que tenemos al primer pretendiente. Un conde no está nada mal. He realizado algunas averiguaciones y están, digamos, necesitados de fondos, pero el padre del muchacho es un político influyente, pues es asesor del primer ministro. Creo que emparentar con ellos sería el aldabonazo que preciso para emprender mi carrera política. No le he contestado hasta consultarlo con vosotras, sobre todo contigo, Maggie. ¿Qué te parece el muchacho?
A Margaret, Robert Lindsay le parecía un buen muchacho. Era guapo aunque demasiado pretencioso y de modales frívolos pero intuyó que aceptar la visita del pretendiente le permitiría ganar un tiempo que por su escasez precisaba.
—Está bien, padre, concédale el permiso. Es un muchacho agradable. Pero antes de ello, insisto en mi demanda. Creo que una vez que me reponga, estaré en mejores condiciones para entablar una relación. Ahora no estoy en mi mejor momento.
—Estoy de acuerdo. Te concedo una semana. Ni un día más.
—Maggie, no podré acompañarte pues he contraído algunos compromisos ineludibles.
—No es problema, madre, Mary vendrá conmigo. En siete días estaré de vuelta. Mañana tomaré el tren de la tarde.
—Cablegrafiaré a Sarah para que envíe el cabriolé a la estación y os recoja.
Margaret y Mary pernoctaron en Tower House. A la mañana siguiente, la muchacha subió de nuevo al tren con destino a Oldport, esta vez sin Mary.