V

Una visita inesperada

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Margaret se dirigió a su gabinete a escribir una carta a su tía Violet. Necesitaba consejo. Violet era la oveja negra de la familia materna. Hermana mayor de su madre, no se parecía nada a ella. Contaba más de sesenta años y era viuda desde los veinticinco. Su marido, médico, murió víctima de la epidemia de cólera que asoló Londres a mitad de siglo. Le dejó un pequeño capital. El matrimonio no tuvo hijos y Violet no se volvió a casar. Libre de ataduras familiares, empleó las rentas del dinero heredado en recorrer África. Desafió todos los prejuicios sociales que negaban a las mujeres la capacidad física y mental suficientes para viajar y sobre todo para mantener contacto con los nativos que podrían contaminar la pureza de sus almas. Acompañada por su criada recorrió gran parte de las selvas de las tierras aledañas al Golfo de Guinea, adentrándose en territorios inexplorados. En una de aquellas incursiones sufrió un accidente. Nada importante, una fractura de tobillo que no fue atendida a su debido tiempo y que unió mal dejándole como secuelas una cojera permanente y fuertes dolores que le impidieron continuar con las expediciones. Pero aquellos cinco años en contacto con África la marcaron para siempre. Durante aquella etapa, que ella calificaba como la más satisfactoria de su vida, nada la arredró: ni los mordaces comentarios de lord Curzon, que arremetía en la prensa contra las mujeres que no se dedicaban a las labores propias de su sexo, ni la oposición familiar, ni tan siquiera la humillante caricatura que apareció en una revista satírica de la época. Violet pudo con todo. La rigidez en la que había sido educada no constituyó un obstáculo que la arredrara en el cumplimiento de sus propósitos; sin embargo, le impidió cambiar su vestimenta por otra más acorde para sus expediciones. Sin despojarse de sus incómodas ropas femeninas, provista de su bañera de caucho portátil y de su inseparable sombrilla, tomó contacto con unas sociedades diametralmente opuestas a la suya. Espoleada por el ejemplo de Mary Kinsley que había alcanzado una gran popularidad a través de su libro: Viajes por el África Occidental, acariciaba la idea de publicar también un libro en el que narrar las maravillosas experiencias vividas en aquellos años. Margaret sabía que podía contar con la ayuda, o al menos con la comprensión, de su tía.

Cuando acabó de escribir la misiva, la rompió. El tono empleado era demasiado lastimero. Quería aparecer resuelta, no una niña enfurruñada. No se sentía con ánimo para comenzar otra carta y decidió posponerla. El sol comenzaba a declinar. Subió hasta la torre por las empinadas escaleras y abrió el ventanal orientado a poniente. La tarde de mayo se resistía a morir. En el cielo parecía librarse un feroz combate entre la luz y las sombras. Las primeras mostraban toda su fuerza en una gama cromática que abarcaba desde el amarillo pálido al púrpura. Pero los ardientes colores de aquel cielo flamígero lejos de infundir alegría en su espíritu la llenaron de tristeza. Pronto irían perdiendo vitalidad. El violeta, el gris y el negro los derrotarían dejando el cielo sumido en las pérfidas tinieblas. Aquella hora del día siempre le provocaba tristeza, le parecía estar asistiendo al suicido del sol y el mundo huérfano de su luz se cubría con un sudario que ocultaba sus formas: los árboles se convertían en oscuros monstruos amenazantes, las montañas en negros gigantes agazapados, la alberca del jardín, que al mediodía rielaba ahíta de una luz que iluminaba las sucesivas capas de agua permitiendo vislumbrar el fondo, ahora era un pozo de agua tenebrosa en cuya profundidad podía estar oculta cualquier siniestra presencia. Intentó conjurar la sensación de angustia que dominaba su mente para concentrarse en la belleza del celaje. Recordó al pintor y sobre todo la turbación que le produjo la contemplación de sus cuadros, más que por el intenso erotismo que impregnaba las actitudes de los personajes, por la sensación de que Tánatos andaba cerca, acechando a la muchacha que paseaba por el jardín otoñal, a la vegetación, a Abelardo, a aquella Eloísa sin rostro, incluso a ella misma. Eros no era más que un muchachito caprichoso que tomaba a Psique cada vez que quería exigiéndole duras pruebas. Al final, Tánatos siempre cobraba su tributo. Permaneció acodada sobre el alfeizar del gótico ventanal hasta que la agonía terminó y la luz, vencida ya, permitió que sobre la tierra danzasen las sombras triunfantes. A lo lejos, los árboles de Darkwood parecían un ejército fantasmal. Encendió una vela y bajó hasta el comedor. Su madre ya estaba sentada a la mesa. Cenaron en silencio. Siempre las había separado una muralla que su progenitora había construido con los indelebles materiales de la rigidez, los prejuicios de una clase social que se resistía a perder sus rancios privilegios de sangre derrotados por el inmenso poder del dinero encarnado en la pujante burguesía y las estrictas normas de comportamiento que como un férreo corsé habían pretendido moldear la personalidad de Margaret. La observó mientras comía. Apenas se llevaba una porción generosa a la boca, se limitaba a picotear en el plato. A pesar de ser una mujer joven, acababa de cumplir cuarenta años, la vio prematuramente envejecida: los ojos azules carecían de brillo y la piel mate comenzaba a mostrar signos de flacidez en las mejillas. Pero sobre todo, lo que más contribuía a mostrar una imagen de decrepitud era el amargo rictus de su boca curvada siempre hacia abajo. Pensó que tal vez no fuera vejez sino infelicidad. Lady Jane era una víctima más de las convenciones sociales, se había sometido. Los surcos que comenzaban a marcar la fina epidermis de su frente denotaban que había habido lucha, pero que finalmente había sucumbido. ¡Cuántas ilusiones habría asesinado por no abandonar el camino que otros habían trazado por ella! ¡Cuántos sueños rotos habría enterrados en algún rincón de su alma! No quería acabar como ella, amargada a los cuarenta años, permanentemente sola, cumpliendo el rol impuesto y reproduciendo en su hija su propio destino. El viejo resentimiento de Margaret hacia la madre severa que le imponía a base de castigos su rígido código de comportamiento se transformó en compasión. Ella ya era una mujer y comenzaba a entrever cual era el abrupto camino que debía recorrer. Buscó en su mente las palabras adecuadas para abrir una tronera en aquel alto muro. No las encontró. Había sido educada para no mostrar sus sentimientos. Se levantó y dirigiéndose a su madre la abrazó. La mujer dio un respingo, sobresaltada ante lo inesperado de la caricia, pero no la rechazó. De sus claros ojos brotaron dos lágrimas, de su garganta ni una sola palabra. La muralla seguía ahí, sólida, indestructible. Margaret abandonó el comedor sintiéndose, también ella, derrotada.

Mayo tocaba a su fin, los largos días resultaban monótonos aderezados por el tedio de una existencia plana de la que sólo la salvaba la lectura y los largos paseos a caballo. La escritura en el diario se convirtió en una actividad casi frenética. Intentaba mediante el catártico ejercicio comprender los nuevos aspectos que ofrecía para su mente adulta la realidad cotidiana en la que vivía y en la que no encontraba ninguna satisfacción.

—Señorita, un caballero desea saber si lo puede recibir –anunció la doméstica mientras le tendía la tarjeta en la que reposaba una tarjeta de visita.

Margaret la leyó.

—Hazle pasar a la biblioteca y ofrécele una copa de jerez mientras me arreglo un poco. Bajo enseguida.

La muchacha recogió su desordenado cabello, se empolvó la cara para borrar las huellas de las lágrimas –últimamente se entregaba a la autocompasión con demasiada frecuencia– y pellizcó sus mejillas para contrarrestar la palidez.

—Buenas tardes, señor Hunter, no esperaba su visita. Creía que estaría usted alejado del mundo e inmerso en la labor creativa.

—Hace ya unos días que quería devolverle esto –comentó mientras le alcanzaba el sombrero de paja que Margaret dejó olvidado en Oaks Cottage.

—La verdad es que lo había echado en falta. Creí que lo había perdido en alguno de mis paseos.

—Hoy debía recoger un envío de lienzos y pinceles que llegaban de Londres en el tren y he violado mi voluntario aislamiento para llegar hasta la estación de Durlot. Como su domicilio está cerca he aprovechado para devolvérselo.

—¿La doncella le ha servido el jerez?

—Sí, realmente exquisito. Yo venía a proponerle algo, sé que rompo todas las normas del protocolo, pero, ya sabe cómo somos los artistas –James dijo esto último sonriendo para excusar la ruptura de las convenciones.

—¿Y cómo son ustedes los artistas?

—Pues, de alguna forma enemigos de lo que se considera normal, habitual. La palabra más adecuada para definirnos sería como transgresores. El arte verdadero, del que yo sólo soy un humilde servidor, está seriamente amenazado por los seguidores de la corrección espiritual. Sólo se puede ser un auténtico artista proclamando la libertad, huyendo de la hipocresía social, del envaramiento de las costumbres. Es preciso volver a lo natural. La sociedad, o mejor dicho, las normas que emanan de ella, encorsetan al individuo y le impiden desarrollarse como persona. No se puede servir a dos amos al mismo tiempo. En este caso no se trata, como afirma el evangelio, de elegir entre Dios y el dinero, sino entre la libertad y la esclavitud. Me temo que la estoy aburriendo con mis elucubraciones. Olvídelas, carecen de importancia, sólo son pensamientos de un pintor, quizá errado.

Margaret no respondió a Hunter, carecía de los argumentos precisos, pero sentía que él estaba en lo cierto. Era preciso optar y como toda elección requería una lucha en la que ella también estaba inmersa.

—Aún no me ha explicado el objeto de su visita, señor Hunter.

—Cierto, perdóneme, a veces me ocurre que me quedo enredado en mis disquisiciones y pierdo el hilo de la conversación. Yo he acudido a usted para proponerle un paseo hasta las ruinas de la abadía. ¿Las conoce?

—Sí, desde luego, pero apenas las recuerdo pues fui una única vez, hace ya algún tiempo. Había olvidado su existencia. ¿No están muy lejos de aquí, verdad?

—No, apenas cinco millas en dirección nordeste. El camino es hermoso aunque un tanto agreste. Podremos estar de vuelta antes de oscurecer. Me gustaría tomar algunos apuntes para una idea que me ronda la cabeza y sobre la que girará mi próximo lienzo.

—Pero, en ese caso no podrá regresar a su casa antes de que caiga la noche.

—No sé preocupe, hay luna llena y el camino estará iluminado. Además, siempre me puedo alojar en la posada de Durlot.

—De ninguna manera, habiendo habitaciones disponibles en la casa. Ordenaré que le preparen un cuarto. A mamá no le importará –añadió adelantándose a la pregunta del pintor–. Estoy segura que le placerá que un invitado se siente a nuestra mesa esta noche. Mi padre está de viaje de inspección en sus minas del norte y mi hermano en su colegio finalizando sus estudios por este curso. Cualquier visita que rompa nuestra soledad es bien recibida. Podemos llevar un pequeño refrigerio. Encargaré que nos preparen una cesta con todo lo necesario para la excursión. Algo ligero: creo que quedó pastel de riñones del desayuno, unos emparedados de carne, fruta y queso. Añadiré una botella de vino de la bodega de mi padre. Mientras, me cambiaré de ropa.

—No me gustaría causar ninguna molestia. Yo había pensado, si usted aceptaba mi propuesta, comprar algunos víveres en la posada del pueblo.

—No es preciso. Discúlpeme, voy a avisar a mi madre, se la presentaré y podrán charlar mientras me preparo.

Margaret regresó a la biblioteca ataviada con las polainas y la chaqueta. Se disculpó con el pintor:

—Lo siento. Me informa su doncella que ha marchado esta mañana a Londres. Debía resolver algún asunto relativo a nuestra nueva residencia en la capital.

Al poco rato, Margaret y James cabalgaban por el camino que se dirigía a Durlot y que, rodeándolo, desembocaba en un cruce del que partían otros que comunicaban la villa con las aldeas próximas. Cabalgaron por un estrecho sendero que viraba hacia el Norte. Pronto dejaron atrás los campos cercados en los que crecía el lúpulo. El camino se fue estrechando, apenas era una senda para acémilas. Los setos de zarzamoras abandonaban los bordes e invadían el espacio destinado al tránsito. En pocos años no quedaría rastro de la antigua vía, trazada por los monjes en el Medioevo, y hollada por miles de peregrinos que acudieron durante siglos en busca de la curación de sus males a través del contacto con la reliquia de San Etelberto. El trayecto ascendía suavemente en algunos trechos mientras se internaba en un espacio boscoso que bordeaba las suaves colinas tan distintas de las Purple Mountains. El sol se filtraba entre las tiernas hojas de las hayas que lo escoltaban creando un curioso juego de luces y de sombras que el pintor observó y mostró a Margaret. Anduvieron un buen rato en completo silencio pues cabalgaban uno detrás de otro ya que la estrechez del camino les impedía hacerlo en paralelo. Hunter se giró en la silla en varias ocasiones para intercambiar impresiones con la muchacha. Ella se sentía intimidada por la penetrante mirada castaña del hombre y sobre todo por su sonrisa sardónica, que le recordó a la de un fauno, asomando tras el bigote y la cuidada perilla.

Antes de iniciar el descenso hacia las antiguas tierras de aluvión en las que se asentaba la abadía, tuvieron que desmontar porque grandes piedras graníticas se habían desprendido dificultando el paso a los animales. Las sortearon con extremo cuidado para evitar que los caballos se lastimasen. A poco más de doscientas yardas, sobre una pradera a la que la primavera había cubierto de flores, se encontraba la abadía. Ataron los caballos a las argollas empotradas en uno de los muros que quedaban en pie del edificio que antaño ocupara la fragua y se dispusieron a recorrer las instalaciones abaciales.

—¿Cuánto tiempo llevará abandonada? –preguntó Margaret.

—Unos trescientos años, aproximadamente. Cuando Enrique VIII disolvió los monasterios y se incautó de los bienes de la iglesia, los monjes cistercienses se vieron obligados a abandonarla.

A pesar del deterioro que el transcurso del tiempo y las inclemencias habían causado en el edificio, todavía ofrecía un majestuoso aspecto. La bóveda de cañón se había derrumbado en la nave central. Los arcos de medio punto que la sustentaban quedaron al descubierto. El edificio se asemejaba a una descomunal nave volteada que algún cataclismo marino hubiese arrojado lejos de la costa. Los capiteles yacían en el suelo asediados por una flora parásita que amenazaba con engullirlos. Sobre los fustes decapitados se paseaban las lagartijas buscando el calor de la piedra que el sol calentaba. El viento silbaba perdido entre los vericuetos de las capillas laterales de cuyos retablos sólo quedaban algunos trozos de madera descompuesta bajo el ataque del moho y la carcoma. Una pareja de cuervos, que había anidado sobre los restos del cimborrio sustentante de la desaparecida cúpula, emprendió el vuelo. Las aves graznaban asustadas por el retumbar de las botas de los invasores sobre las piedras que cubrían el suelo entre cuyos intersticios crecía una hierba larga y brillante como una floración marítima. El lugar destilaba paz a pesar de estar en ruinas. Aún se sostenía en pie alguno de los muros sostenidos por el juego de fuerzas entre las arquerías de la construcción. En ellos, grabados a cincel sobre la piedra, se podían apreciar las marcas de los canteros. De las celdas monacales nada quedaba alzado, sólo el pequeño claustro porticado, que había perdido toda la techumbre, mostraba el asombro de su galería de arcos levemente apuntados. Los colonizaban la hiedra y el muérdago que colgaban de las dovelas como la cabellera de una sílfide. De la fuente central sólo restaba una base tapizada de liquen. El minúsculo cementerio adosado a la iglesia languidecía olvidado de Dios y de los hombres. Mostraba sus torcidas lápidas a las que la lluvia y la nieve habían borrado las inscripciones. Un montón de tumbas anónimas de monjes que ahora sólo eran polvo. De nuevo Tánatos mostraba su turbadora presencia a Margaret.

Pasearon en silencio mientras contemplaban el resultado del abandono y el triunfo de la naturaleza que intentaba recuperar, lenta pero tenaz, el espacio que los hombres y sus obras levantadas en nombre de Dios le habían hurtado. El sonido del viento que se colaba entre las ruinas, enredado entre el laberinto que formaban las bóvedas y los capiteles, los acompañó durante un buen rato. De repente la voz de Hunter lo quebró. Las palabras, a pesar de hablar quedamente, resonaron con estruendo en aquel severo silencio. Parecía que hablase para sí desgranando unas amargas reflexiones impregnadas de melancolía.

—Cada vez queda menos de la antigua Inglaterra, la que construyó su gloria, su esplendor, en la Edad Media. Esta abadía es el símbolo del deterioro de aquellos valores, si no de su completa desaparición. Las viejas piedras nos transmiten un poderoso mensaje de desolación. Inglaterra se ha convertido en un gran imperio, sus territorios abarcan un vasto espacio en el que el comercio y el dinero circulan libremente mientras enriquecen a unos pocos a costa de otros muchos que son arrojados a la pobreza en la que viven y morirán.

»La Reforma fue el primer paso hacia la disolución del antiguo orden. La incautación de los bienes monacales catapultó a la miseria a los más pobres, pues los monasterios ejercían la labor de mitigar mediante la esperanza la miseria de los desheredados. Se ha pasado de una sociedad paternalista a otra rapaz e inhumana alumbrada por el mercantilismo.

De pronto, calló y de nuevo se sumergió en sus pensamientos. Margaret aprovechó para preguntarle sobre la duda que habían sembrado en ella las palabras del pintor.

—¿Es usted miembro de la Iglesia católica? –preguntó Margaret, con la sospecha de que aquella defensa de la iglesia prerreformista obedeciese a la pertenencia de Hunter al catolicismo.

—No. He sido educado en el anglicanismo, pero hace ya mucho que no asisto a los oficios, tampoco leo la Biblia. Dudo que Dios more en ningún templo ni católico ni metodista. Demasiadas iglesias, demasiadas visiones sesgadas de un mismo Dios. Prefiero buscar la divinidad en la naturaleza o en la belleza. Ambas se unen con frecuencia.

—No alcanzo a comprender sus puntos de vista, pero algo similar he llegado a sentir. He podido contemplar demasiado cerca cómo la riqueza que sustenta nuestro civilizado mundo se asienta sobre la destrucción.

—¿Qué quiere decir exactamente? Es una opinión un tanto categórica.

—Tal vez, pero surge de una experiencia personal. La explotación minera que dirige mi padre en las Purple Mountains ha sometido al paisaje a una destrucción terrible. Donde antes se extendían suaves bosques ahora aparecen montones de escombros negros o rojizos. La belleza está ausente de aquel terrible lugar que me pareció la antesala del infierno: el humo oscuro que arrojaban las chimeneas de las fundiciones y el ensordecedor ruido de las máquinas contribuyeron a que mi mente realizase esta comparación.

—Desgraciadamente, es el precio del progreso.

—Pero hay más: lo más espantoso de aquel lugar es que trabajan niños. Vi el cadáver de uno que había sido aplastado por el desplazamiento de un depósito de mineral. A veces pienso que nuestro esplendor, me refiero al de nuestra amada patria y al de mi clase social, se fundamenta sobre la explotación y la muerte.

—Estoy completamente de acuerdo, pero señorita, su forma de…

—Sí, ya sé –lo interrumpió Margaret–, los vestidos que poseo, las joyas que me adornan, mi forma de vida despreocupada, cómoda y feliz son posibles gracias a que otros se rompen el espinazo trabajando para mi padre a cambio de un mísero salario.

—¿Y qué podría hacer usted al respecto?

—Me lo pregunto desde entonces. ¿Sublevarme? ¿Abandonarlo todo? ¿Abominar de mi familia? No sé si poseo el valor suficiente para realizar tan magna empresa. No he sido preparada ni para ganarme el pan que me como.

—Lamento haber sido tan inoportuno expresando en voz alta lo que sólo son los pensamientos de un pintor que puede desempeñar su oficio gracias a la protección de un aristócrata rico. En cierta forma, yo también soy un maintenu. Tampoco soy capaz, al menos hasta ahora, de ganarme el sustento, aunque espero que el futuro me sea propicio y pueda abandonar la dependencia económica de mis tíos.

—Nos hemos puesto demasiado solemnes. Creo que es el momento de abandonar esta conversación –expresó con una sonrisa–. Disfrutemos de esta hermosa jornada. Bástele a cada día su afán –sentenció.

Junto a las instalaciones de la abadía corrían varios regatos que unían sus cauces al río que transitaba más abajo. Decidieron tomar su colación bajo un haya solitaria que crecía en las proximidades en medio de un prado cubierto de prímulas, anémonas y campanillas. El sol había superado ya la línea del mediodía. Hunter aún debía tomar los apuntes del lugar. Mientras se afanaba con el papel y los carboncillos, Margaret se tumbó sobre la hierba; pronto se quedó dormida. El pintor aprovechó para plasmar en el papel el rostro de la muchacha. Cuando se despertó halló los ojos del hombre observando su cara. A pesar de que la mirada de Hunter era profesional, se sintió extrañamente turbada y enrojeció.

—¿Podría ver sus dibujos? –dijo para ocultar su nerviosismo.

James titubeó unos instantes.

—Me he tomado la libertad de bosquejar su rostro, pero si le molesta los puedo destruir.

Margaret cogió las hojas de papel grueso en las que Hunter había realizado su trabajo. Había algunos apuntes de las ruinas abaciales pero lo que más abundaba eran las representaciones de su cara. El pintor había conseguido captar todos sus rasgos con exactitud.

—¡Son maravillosos! Me gustaría conservar alguno.

—No, aún necesitan muchos retoques, sólo son bocetos. ¿Le importaría que utilizase su rostro en mis cuadros?

Margaret se sintió halagada y asintió.

—Cuando lleve estos apuntes al lienzo, le regalaré un cuadro.

—No, prefiero algo en papel, no podría explicar a mis padres la procedencia del lienzo. No lo entenderían. Un papel es más fácil de ocultar.

El tiempo avanzaba con rapidez y antes de regresar decidieron pasear río arriba hasta un desnivel del terreno en el que el agua caía con fuerza formando una pequeña cascada que los monjes habían utilizado para instalar un molino destinado a la molturación de cereal. De la antigua edificación sólo quedaba un montón de piedras. El estruendo era ensordecedor y decidieron retroceder hasta un remanso. Los juncos y las eneas reflejaban su esbelta languidez en la tranquila poza de la que levantaron el vuelo unos ánades asustados.

—Me gustaría ser como ellos –pensó en voz alta, Margaret– para volar en invierno hacia otros lugares, hacia el sur. Debe ser maravilloso viajar y recorrer esos paisajes de palmeras en los que el sol brilla siempre entibiando con su calidez a todas las criaturas. ¿Ha viajado usted por Europa?

—No, aún no. No dispongo del capital necesario para ello. Pero si la exposición es un éxito y consigo vender los cuadros, tengo previsto viajar, como esos ánsares, al sur. España, Grecia y sobre todo Italia.

—Sería muy interesante para usted recorrer los museos de Madrid, Siena, Florencia o Roma, creo que en ellos se guardan hermosos cuadros.

—Sería mucho más que eso. Contemplar los frescos de Giotto, los lienzos de Giorgione, de Botticelli… eso permitiría que mis ojos se empapasen de la luz y del color mediterráneo, que las viejas y nobles piedras me contasen sus antiguos secretos de héroes que cumplían los misteriosos designios de los dioses.

—La realidad es demasiado prosaica, lo admito.

—En efecto, es como esos manjares a los que se los ha condimentado con mezquindad y no resultan agradables al paladar, no excitan el sentido del gusto. Sólo los símbolos permiten que la realidad resulte apetitosa y no sólo nos alimente, sino que nos solace y nos consienta trascenderla para soñar.

—Entiendo que ese es el propósito de su obra y me parece hermoso. Traspasar la realidad y volar sobre ella para soñar gracias a los símbolos. ¿Tanta importancia tienen para usted?

—El símbolo es la llave que abre la puerta secreta de la estancia en la que se encuentran los sueños que la razón ha encarcelado y que pugnan por librarse del encierro para expandirse como un volátil aroma por todo nuestro espíritu, perfumándolo.

—Intuyo lo que quiere decir, aunque no alcanzo a comprenderlo del todo. ¿Entonces esa «llave» puede estar en un poema, en una melodía o en un paisaje?

—Cierto, incluso en el amor. Sobre todo en el amor. No se preocupe, aún es muy joven para captar estas extravagantes ideas mías.

Margaret no respondió. Sintió una oleada de admiración por el pintor. Lo contempló mientras se alejaba un poco. Le pareció dotado de un inmenso atractivo que brotaba de su interior como una luz mágica que embellecía todo lo que iluminaba.

El pintor desmontó y se dirigió a un arbusto que crecía al borde de la sinuosa senda que discurría paralela al cauce del río, arrancó una flor y se la mostró a la muchacha.

—He aquí un claro ejemplo. A cualquiera que le mostrase esta flor vería en ella sólo su naturaleza botánica: el órgano reproductor de un arbusto espinoso: una rosa silvestre.

—Efectivamente. Así la veo yo.

—Es lo normal. La mente se detiene en el análisis de los aspectos más directamente perceptibles de la realidad. Sin embargo, es mucho más que eso, posee una naturaleza multisensorial, pues sus colores, su delicado perfume y la suavidad de sus pétalos ya nos predisponen a la ensoñación.

—Nunca la hubiera visto así, la verdad.

—La grandeza de la rosa no estriba en sus aspectos perceptibles. La rosa es el símbolo más evidente del amor femenino. Es compleja, como una mujer y cada uno de sus pétalos representa los diferentes tipos de amor, que los griegos expresaban con diferentes vocablos: eros, el amor pasional, arrebatado y sensual; phília conexión emocional entre dos almas gemelas que lleva a los amantes a sentir idéntica emoción ante la contemplación de un paisaje o la lectura de un poema y por último agape, el amor abnegado que conduce al amante a anteponer la vida del ser amado a la suya propia.

—Así, en su opinión, la rosa en su conjunto representa el amor en la que todas sus versiones se entretejen formando uno solo: el perfecto.

—Eso es. Además, como puede suponer, hallarlo no es fácil. Las dificultades son inmensas; hay quien dedica toda su vida a buscarlo y no lo encuentra. Otras veces, cuando creer alcanzarlo se ha marchitado irremisiblemente. Las espinas están siempre ahí, para horadar nuestra piel y que la sangre brote. Es el tributo que hay que satisfacer, dolor y sangre, para alcanzar el amor.

—¿Nuestro objetivo en la vida sería la búsqueda del amor?

—Así es. Nuestro breve paso por el mundo debe estar guiado por la búsqueda de la belleza, y como forma suprema de esta, del amor. El arte y la vida misma deben encaminarse a la sensualidad. Al menos, yo lo percibo así.

—Es tan distinto de lo que me han enseñado que me desconcierta.

—Otro ejemplo más: ¿de qué les sirvió a los monjes que levantaron esta abadía refugiarse entre los pétreos muros que el tiempo está convirtiendo en ruinas para dedicarse a alabar a Dios? Convirtieron el amor carnal en amor espiritual, mortificaron sus cuerpos para erradicar la sensualidad. Creían que así alcanzaban el reino de los cielos, pero andaban errados; desperdiciaron sus vidas y ahora son un montón de polvo que yace bajo las lápidas del cementerio. Si Dios existiera sólo se llegaría hasta él a través de la belleza y del amor en toda su plenitud: eros, philia y agape.

—¿Y usted, ha encontrado ese amor perfecto? –inquirió Margaret.

—Me temo que no, hasta ahora sólo he hallado impresiones difusas, espejismos brevísimos. Una vez, no hace mucho, creí encontrarlo, pero las espinas me causaron tanto dolor que fui incapaz de alargar la mano y prender aquella flor que tan tiernamente se me ofrecía. Tal vez no estuviera preparado para ello. Es preciso poseer el arrojo necesario y yo carecía de él en aquellos momentos. Por su juventud, Margaret, deduzco que usted tampoco lo ha encontrado, ¿o tal vez me haya precipitado en establecer un juicio tan categórico conociéndola tan poco? Su juventud y su belleza permitirán que pronto sea usted objeto de un amor como el que le he descrito.

—Eso queda para ustedes, para los caballeros. A las damas se nos ha privado de la posibilidad de la elección. Muchas veces he deseado ser una sencilla aldeana. Aunque tuviese que trabajar me permitiría elegir a mi futuro esposo. En mi caso no es posible. Cuando acabe el verano abandonaremos Tower House para mudarnos a nuestra residencia londinense. Entonces comenzará la función. La conozco perfectamente, mi prima Clare la interpretó hace menos de un año; en septiembre contraerá matrimonio.

—Yo pensaba –la interrumpió Hunter– que a las damas les encantaba sentirse cortejadas y que disfrutaban con todo ese ajetreo de las fiestas, tés, bailes, meriendas, cacerías, en las que gozaban de las atenciones y agasajos de los caballeros.

—Mírelo usted desde otra perspectiva. Durante un período de tiempo variable seré mostrada, expuesta, como una mercancía de alto valor. Mi valía depende de la riqueza de mi familia, pues carecemos de título nobiliario, el de la familia lo heredó mi tío. No influye en ella ni mis gustos, mi educación o mi carácter. Es más, mi educación ha sido guiada desde mi nacimiento a formarme para ser una adecuada esposa, el complemento de mi marido. Además, deberé gestar y parir a los hijos que él engendre en mi vientre, ser el vehículo de la perpetuación de su estirpe.

—Creo –afirmó con ironía– que no se está usted comportando conforme a la educación recibida. Estos temas son un tanto escabrosos para que los refiera una señorita.

—No crea que lo ignoro. He sufrido, y sufro esa educación, como soporto la incomodidad de mi corsé, la jaula del alma. Yo he decidido simular que acepto las imposiciones de buen grado. Esta fingida resignación impide que me convierta en el centro de la atención de mis progenitores y me otorga un margen de maniobra que no obtendría rebelándome abiertamente. ¡Al diablo con los convencionalismos sociales! Este verano será el último en el que disfrute de mi libertad. Pronto comenzará la función: me envolverán en carísimos vestidos y me adornarán con costosas joyas, todo ello para que «la mercancía» resulte apetecible. Después me exhibirán por todos los escaparates de la gran ciudad en un intento de captar la atención de un posible comprador. Yo deberé desplegar todos los conocimientos que me han sido inculcados de forma muy sutil para seducir, sin que se note demasiado, a los futuros candidatos. Si hay alguno que me guste no deberé mostrar demasiado interés por él, no vaya a pensar que soy una Belle. Seré aleccionada, en todo momento y en todas las fases, por mis parientes femeninas mayores, que me llenarán la cabeza de consejos sobre lo que debo o no debo hacer. Mis padres descartarán a todos los candidatos inapropiados según los criterios de la nobleza y la riqueza. Cuando, finalmente, alguno de los pretendientes haya conseguido franquear todos los obstáculos y logre la aceptación de mis progenitores, me veré comprometida y en poco tiempo, casada. A nadie le importará si mi futuro marido me gusta o no, si yo me he enamorado o si su temperamento o carácter es acorde con el mío. El noviazgo es un período absurdo entretejido de hipocresía y ocultación.

—Me sorprende usted. Resulta extraño que una dama tan joven posea un conocimiento tan preciso de las relaciones humanas.

—Sé escuchar. Desde pequeña he desarrollado el arte de la invisibilidad. Cuando las amigas de mi madre se reunían en el saloncito a tomar el té y a hacerse confidencias, yo permanecía absorta leyendo en un rincón, o escondida tras las cortinas. Así he obtenido una idea bastante aproximada, a mi juicio, de lo que es la vida de una mujer. Baste con observar a mamá. Siempre está sola. Mi padre casi nunca está en casa. Sus negocios le ocupan la mayor parte de su tiempo. Yo sospecho que tiene una amante. Un día oí a mi madre reprochárselo; él no lo negó. Pero ella no se puede divorciar, constituiría un gran escándalo.

—Cierto. La doble moral puede ser destructiva.

—¡Desde luego! Una prima lejana de mi madre abandonó a su marido tras enterarse que él había cometido adulterio. Los niños se quedaron con el padre, ella de la noche a la mañana dejó de existir para la sociedad en la que se había desarrollado su existencia. Enfermó de tristeza y dos años después, privada de recursos, se dedicó a la prostitución. La encontraron ahogada en el Támesis. Se había suicidado. Lo publicó The Times. El marido consiguió, gracias a sus influyentes amigos, que no apareciese impreso su verdadero nombre. Antes que casarme por conveniencia desearía la soltería.

—¿No le importaría acabar como Mariana sollozando por la hermosura perdida y durmiendo sola y olvidada?

—No. Conozco el poema de Tennyson. Es hermoso pero pasado de moda. Estamos a punto de culminar el siglo XIX y las costumbres cambiarán. Ya hay mujeres que comienzan a trabajar como secretarias o enfermeras. Por supuesto no me quedaría como una solterona rezando y lamentándome por un amor perdido. Mariana era una romántica hija de su época: ¡Llorar por un hombre que la abandona cuando ella pierde su dote!

Hunter rió ante la agudeza y el desparpajo de la muchacha.

—Ese amor perfecto, que usted tanto alaba, y cuya evocación resulta maravillosa, nos está vedado a las mujeres, que debemos aguardar ocupadas en nuestras labores femeninas a que uno de ustedes nos considere la «rosa perfecta» por la que merece la pena afrontar todo el dolor causado por las espinas.

El sol proyectaba largas sombras de los jinetes sobre el sendero. De nuevo estaban junto a los muros de la abadía.

—Creo que deberíamos regresar. No quiero que por mi culpa tenga usted problemas con su madre.

—¡Oh, no lo creo! Ella se va ausentar durante algunos días y mi padre rara vez aparece por casa. El servicio no va a irles con el cuento. Pero, de todas formas, debemos regresar. Usted aún debe de cabalgar algunas millas más hasta Oaks Cottage.

Se entretuvieron por el camino en actividades intrascendentes. Pararon en una posada a comer unos emparedados acompañados de una cerveza ligera. Después, el pintor se detuvo en un prado a tomar unos apuntes y le ofreció un ramillete de florecillas silvestres. Margaret no protestó por lo tardío de la hora. Ninguno de los dos deseaba que aquella excursión acabase.

La luna llena estaba en su cenit cuando avistaron la entrada de Tower House. Hunter se despidió con un apretón de manos y una sonrisa. Margaret, apeada de su cabalgadura, permaneció contemplando la silueta que se alejaba. La argéntea luz se reflejaba sobre el pintor y su caballo; le pareció un caballero medieval cubierto con una brillante armadura.