Epílogo

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Los trámites legales no fueron demasiado complicados. La policía escuchó nuestras explicaciones, valoró nuestras pruebas y las aceptó. Todos los protagonistas de los hechos habían muerto. «No se puede imputar de asesinato a los difuntos», fue la conclusión del comisario responsable de la investigación.

Valoramos la posibilidad de que un forense especializado realizase la autopsia pero, tras una consulta familiar, la rechazamos. Nunca supimos cuál fue la causa de su muerte. Sin embargo, yo la imaginaba, aún la imagino, tal vez por la influencia del cuadro de Millais, flotando en el agua de la alberca, rodeada por su roja cabellera como algas, a su alrededor. Durante mucho tiempo esta visión pobló mis sueños llenándome de angustia.

Enterramos el cadáver de mi antepasada en el panteón familiar. Elegimos un nicho alejado de los que ocupaban Renée y Fulgencio, contiguo al que guarda los restos de mi abuela Esperanza. Una lápida de mármol rosa vela para siempre su eterno reposo. En ella mandé grabar la siguiente inscripción:

Margaret Hills. 1882-1909

Murió amando y siendo amada.

Vivirás para siempre en nuestro recuerdo.

Finalmente, pude sacudirme una parte de la tristeza, sin embargo, no sentía el alivio que hubiera sido lógico tras el hallazgo de mi bisabuela. Sentía que el tapiz no estaba acabado, que aún faltaba la última puntada.

Cuando el asunto quedó zanjado, mis padres emprendieron el viaje que habían pospuesto, y yo marché a la playa a empaquetar mis cosas para trasladarme a mi apartamento. Me sentía vacía, carente de planes y la soledad no era buena compañera. Necesitaba el bullicio de la ciudad que pronto despertaría del letargo estival para animarme. Abrí todas las cartas de César, remitidas desde diversas ciudades europeas, y que acompañaba con postales, imágenes tópicas de paraísos imposibles. Una vista del Sena con Notre Dame al fondo, la serenidad de un canal veneciano en cuyas muertas aguas se mecía una góndola o campos de lavanda en la Provenza. Yo leía sus palabras con la esperanza de atisbar algún cambio que alimentase la llama de la ilusión que comenzaba a extinguirse, pero se limitaba a describir los lugares o a relatar anécdotas intrascendentes de las que les suceden a los viajeros. Sus sentimientos, lo único que me interesaba, permanecían ocultos, enterrados en lo más profundo de su atormentado interior. Fiel a mi promesa, respeté su necesidad de alejamiento.

No obstante, demoré mi regreso pues los veraneantes se marcharon y la playa estaba tranquila. Aún hacía calor y aproveché los estertores del verano, que se resistía a marcharse, para bañarme y pasear. A mediados de septiembre, una tormenta inauguró oficialmente el otoño. La rambla descendió impetuosa, vomitó sobre el mar todas las inmundicias que habían arrojado en su cauce y que las aguas depositaron sobre la arena de la playa. Carecía de sentido permanecer más tiempo allí, así que emprendí el regreso a mi apartamento. En el buzón me aguardaba un aviso de correos para recoger una carta certificada. El matasellos era de Grecia y estaba remitida por Stavros Nikolakis. Estaba fechada cinco días atrás:

Señorita, Elena:

Lamento informarle de una mala noticia: Anastasia Rangusi ha muerto. Ha sido un golpe inesperado para todos nosotros. Llegó de Nueva York a principios de septiembre. Parecía muy recuperada de su operación, hasta bromeó con mi abuelo. No ha estado sola en sus últimos momentos pues contrató a una viuda necesitada, una prima lejana que la ha atendido hasta su fallecimiento. Creo que presentía que su final se aproximaba pues dejó un sobre con dinero e instrucciones para atender su sepelio. Su muerte ha sido dulce, no ha sufrido nada. Se fue con sus antepasados durante el sueño.

Todos aquí sabemos lo que usted ha hecho por ella. La consideramos una persona generosa, digna sucesora del señor Hunter. Cuando desee venir, será bien recibida.

Un saludo,

Stavros Nikolakis

Lamenté profundamente el fallecimiento de la anciana. Debía marchar. El destino me conducía de nuevo a Grecia. Una casa cargada de recuerdos esperaba que me hiciese cargo de ella. Liquidé el alquiler del apartamento y deposité en el domicilio de mis padres unas cajas con mis escasas pertenencias, que no iba a necesitar. Lo demás lo empaqueté para remitirlo a mi nueva dirección. Les telefoneé a Bruselas para informarles de mis planes. Guardé en un par de maletas mis enseres personales, alguno de mis libros más queridos, los diarios con su transcripción y el lienzo debidamente embalado.

En Atenas visité al notario que inició los trámites para el traspaso de la titularidad de la finca que se demorarían algún tiempo. Después acudí al banco en el que estaban depositados los fondos que donamos a Anastasia. Aún restaba una cantidad importante de dinero que me permitiría vivir sin preocupaciones durante varios años. Liquidé la cuenta y transferí los fondos a una entidad bancaria con sucursal en Chora. Después embarqué en el transbordador que me conduciría hasta Sikinos. Intenté que los recuerdos no me asaltaran pero resultó imposible. No podía quitarme a César de la mente.

Aquel período de mi existencia resultó muy extraño, visto con la perspectiva que el tiempo proporciona. Sentía que debía hacer algo, que debía plantearme un objetivo vital para sentir que mi tiempo no era materia muerta, que estaba dotado de sentido. Durante un par de meses me ocupe de la ardua tarea de renovar la vetusta vivienda ayudada por una brigada de operarios con los que apenas me entendía por señas. Sólo abandoné Sikinos en Navidad, acuciada por mi madre. A la vuelta reanudamos las tareas de la reconstrucción que volvieron a emplear todo mi tiempo. Una vez a la semana me acercaba a Allopronia para comprar víveres y recibir clases de griego que Stavros me impartía armado de paciencia. Conversábamos mucho, sobre todo en inglés. Le conté a grandes rasgos la historia de mi bisabuela Margaret. Por las tardes, siempre que el tiempo me lo permitía, solía leer en la terraza sentada en el banco de piedra adosado al muro delantero disfrutando de la calidez del sol invernal. A veces interrumpía la lectura y mis ojos vagaban por el mar que se extendía a lo lejos liso y perfecto como la piel de un delfín. Imaginaba la nave de Ulises que regresaba de su viaje, el viento en las velas, a los brazos de Penélope. Puerilmente me identificaba con ella. Había vuelto a leer la Odisea y por mi mente circulaban las aventuras del mítico héroe. Pero en la azul extensión del Egeo sólo se divisaban los modernos barcos que comunicaban las Cícladas entre sí y con la península.

Las obras acabaron cuando el verano se acercaba. Ya no quedó nada por hacer. Me tentaba continuar el negocio del vino, pero no me atrevía. Era un mundo desconocido en el que en aquel momento no deseaba sumergirme. Tampoco me apetecía convertir la casa en un alojamiento turístico; la paz de la que disfrutaba constituía mi tesoro más preciado. Sin embargo, algo en mí se había despertado, el proceso de sanación mental llegaba a su fin y necesitaba una actividad que orientase mi vida. La idea me la proporcionó Stavros.

—Podrías escribir la historia de tu antepasada. Es tan maravillosa, tan fuera de lo común que atraparía a cualquier lector.

—La verdad es que César ya la transcribió de forma novelada.

—Pero Margaret no era su bisabuela. Tú podrías narrarla desde otra perspectiva más cercana, desde el corazón. Además tu sensibilidad femenina, en mi opinión, te capacitaría para afrontar ciertos aspectos emocionales del relato. Creo que sería una buena ocupación

—Pero yo jamás he escrito nada, ni tan siquiera he llevado un diario.

—¿Qué importa eso? Alguna vez ha de ser la primera. Además, si el resultado no es bueno, lo rehaces y ya está. Posees todo el tiempo del mundo. Siempre puedes contar con la ayuda de un corrector de estilo de los que trabajan en las editoriales.

De nuevo, me imaginé como Penélope, haciendo y deshaciendo. La idea me gustó. En el fondo continuaba esperando a mi Ulises.

—Además, es una historia tan hermosa y tan triste a la vez. Dos amantes condenados a no encontrarse para siempre, como Píramo y Tisbe o Romeo y Julieta.

Cuando oí aquella alusión a historias de amores desgraciados, una lucecita se encendió en mi mente.

—Lo haré, Stavros. Pero no por ocupar mi tiempo, tampoco por vanidad o por aportar mi granito de arena a la historia del arte contemporáneo. Lo haré por justicia.

—¿Por justicia? ¿No acabo de entenderte, Elena?

—Sí, para que su historia permanezca, para que la «segunda muerte», el olvido, no se apropie de ellos para siempre.

—Es una buena motivación –añadió, pensativo.

—Además, haré otra cosa más. La más importante. Sé que es difícil, pero espero conseguir mi propósito.

—¿De qué se trata? Deduzco por tu expresión que es algo importante.

—No puedo adelantarte nada. Tal vez persiga un imposible. Mañana marcho al continente. Tengo que realizar un asunto urgente y de paso compraré una máquina de escribir.

*

Ocupé todo el verano en la redacción de la novela. Rompí muchos de los textos que escribía pues me parecía que no reflejaban la realidad. A veces me sentía desfallecer ante la dificultad de la tarea de plasmar en palabras mis sentimientos y mis emociones pues suponía la apertura de viejas heridas que, aunque ya no dolían, sí que provocaban un leve escozor. Constituyó la parte más dura pues rememoré muchos momentos felices: nuestras excursiones, la visita a la mansión, el viaje a Grecia y sobre todo la camaradería que nos unió en aquellos días, que a pesar del escaso tiempo transcurrido, se me antojaron muy lejanos. En numerosas ocasiones hube de interrumpir la escritura, impedida por las lágrimas, para adquirir las fuerzas necesarias que me permitiesen continuar. Había prohibido a mi madre que me remitiese noticias suyas. Necesitaba extirpar de mi cerebro el amor que sentía por él porque sabía que lo único que me iba a proporcionar era aflicción. El relato de la vida de mi antepasada me resultó más fácil pues César había realizado el trabajo más arduo.

Conforme iba avanzando en la labor, esta me iba atrapando como una droga. Había días en los que apenas probaba bocado y sólo me retiraba de la máquina de escribir cuando el cansancio me agotaba. Con la llegada del otoño no reanudé las clases de griego, que habíamos interrumpido durante el verano por el aumento del trabajo en la taberna que privaba a Stavros de tiempo para impartirlas. La redacción del texto ocupaba todas mis energías. De repente no pude seguir. Me estanqué. Me encontraba perdida, desolada.

Mis ausencias debieron alarmar a la familia Nikolakis, pues una tarde de principios de septiembre se presentó el muchacho en mi casa. Llevaba una carta en la mano remitida por un gabinete de abogados de Atenas. Mi aspecto debía ser terrible, pues me creyó enferma. Lo convencí de mi perfecto estado de salud y accedí a su petición de contratar a una isleña como doméstica para que se ocupase de mi alimentación. Me agarró de una mano y me sacó hasta el exterior.

—Daremos un paseo.

—Espera un momento. He de leer la carta.

En ella me informaban de que mi petición había sido aceptada. Se autorizaba la exhumación del cadáver de Hunter y la realización de las pruebas de ADN para cotejarlo con el mío.

Le expliqué el asunto a Stavros. Quería trasladar los restos de mi bisabuelo al panteón familiar para que reposara junto con los de su amada Margaret.

—Así que este era el asunto que te traías entre manos.

—Sí. Perdona que no te lo contase antes, no sabía si iba a ser factible. Es lo único que puedo hacer por ellos, la única justicia que puedo ofrecerles.

Stavros me abrazó emocionado. Salimos al exterior a la hermosa luz del atardecer que en ese momento me pareció más bella, más auténtica.

—¿Tardarán mucho los trámites?

—Espero que no, un par de meses, tres a lo sumo.

—Para entonces yo ya no estaré en la isla. He acabado mi bachillerato a distancia. Pronto partiré para Atenas a comenzar una carrera universitaria. Vendré de vez en cuando, una vez al mes, y en vacaciones. Te echaré de menos. Pero ya no me necesitas, tu dominio de mi lengua es suficiente. Te manejas a la perfección.

No pude evitar que se me saltaran las lágrimas.

—Yo si que te extrañaré. Eres mi único amigo aquí.

—Me había olvidado del verdadero propósito de mi visita. ¿Qué te parece si organizamos una fiesta para conmemorar el segundo aniversario de tu llegada a la isla y mi próxima marcha? Podríamos fijarla para dentro de un par de días. La celebraríamos en la taberna. No te preocupes, sólo asistiría mi familia y unos pocos amigos. Aunque, al final casi todos los vecinos de Allopronia acudirán. Es lo que suele suceder dada la escasez de diversiones que ofrece la isla.

No me apetecía demasiado, pero accedí, por no defraudarlo. Nos despedimos con un abrazo. Lo vi alejarse pedaleando en su bicicleta hasta perderse en un recodo del camino.

La fiesta fue un éxito. Tal como Stravros aventuró, acudieron casi todos los vecinos del pueblo. Acabamos todos bailando sirtaki y bebiendo hasta la madrugada. Por la mañana me despedí del muchacho y partí hacia Atenas.

Permanecí en la capital hasta que todos los trámites se cumplieron: la exhumación del cadáver y los análisis de ADN, precisos para demostrar mi relación con el pintor y poder proceder a su traslado a España. El dinero procedente de la venta del cuadro despejó el camino y aceleró los trámites. Después volví a la isla.

Aquel mes y medio de espera resultó terrible. No podía escribir, apenas comía. Me consumía aquel tiempo muerto. Tres veces a la semana llegaba hasta Allopronia esperando la carta que marcase el inicio del retorno de Hunter a su hogar definitivo. Al fin llegó y confirmó lo que ya sabía: la compatibilidad genética era casi total. El juez autorizaba el traslado de los restos del pintor a España.

Marché de nuevo al continente a finalizar las diligencias precisas para ultimar mi plan. Cuando todo estuvo concluido llamé a mis padres para informarlos. Afortunadamente, el gabinete de abogados fue muy eficiente e incluso consiguieron los permisos oportunos para la circulación del coche funerario por el territorio español. La colaboración de la embajada española fue fundamental. Ellos sólo debían estar allí cuando el avión aterrizase para recogerme y seguir el coche hasta Mirabilia.

Una fría mañana de fines de noviembre el avión de las aerolíneas españolas aterrizaba en Barajas. En su bodega, encerrados en dos ataúdes, uno de ellos de cinc, viajaban los restos mortales de mi bisabuelo.

Depositamos el féretro en un nicho junto al de su amada. A la ceremonia asistimos mis padres, mi hermano y yo. Mamá no quiso comprometer a sus hermanos pues eran mayores y el viaje era largo. Un ramo de margaritas blancas fue la ofrenda de mis padres. Yo conseguí encontrar una maceta con una planta de pasionaria que planté a la entrada del panteón con la esperanza de que creciese y se adhiriese al muro, sería un símbolo más de que su estancia en la tierra no fue un espejismo. Entre ambos coloqué una placa de bronce en la que había mandado grabar:

Su cuerpo dejará, no su cuidado.

Serán ceniza, mas tendrá sentido;

Polvo serán, mas polvo enamorado.

Los últimos versos del célebre poema de Quevedo. Me pareció que el título podía ser el mejor epitafio para ambos: amor constante más allá de la muerte.

Permanecí unos días en el domicilio de mis padres pero me negué a acompañar a mi familia a Estados Unidos para celebrar las fiestas navideñas con mi hermano. No me encontraba con fuerzas para cruzar medio mundo, tampoco para encontrar las excusas que justificasen mi tristeza. Mi madre no insistió y respetó mi negativa, algo que me extrañó, pues no formaba parte de su comportamiento. Después comprendí la razón de su actitud. No quise preguntarle por César. Ella, con la intuición que la caracterizaba, comprendió y tampoco me refirió el tema.

Dos semanas después estaba de nuevo en Sikinos. Stavros había regresado y charlamos un rato. Era demasiado tarde para regresar en bicicleta al que ahora era mi hogar.

—¿Estarás satisfecha? –dijo sonriendo–. Has cumplido tus propósitos.

—Sí, lo que no impide que me sienta un poco triste.

—¿Es el temor a la soledad lo que te apena o es otra cosa?

—Creo que he extraviado mi existencia. Me siento insegura, como si estuviese navegando y de pronto la niebla se abatiese sobre el mar impidiéndome continuar el rumbo emprendido con el temor de perderme, estrellarme contra los escollos y naufragar.

—Existen sirenas que te alertan del peligro y cuyo sonido te orienta o al menos impide que tu nave zozobre.

—Tal vez tengas razón, sólo que yo no escucho ese sonido que preciso para no perderme.

—No te preocupes, echa el ancla y espera.

—Tal vez tengas razón –contesté sin demasiado convencimiento.

Sin darnos cuenta, la tarde declinaba. Pasé la noche en casa de los Nikolakis y al día siguiente me marché a mi casa. El equipaje me lo traerían más tarde.

Continué escribiendo hasta que la historia estuvo acabada. Ya no me quedaba nada por hacer, mi misión había concluido. Entonces los días comenzaron a pesarme como losas, despedí a la doméstica que me había proporcionado el muchacho y me quedé en completa soledad, que sólo quebraba las visitas de los campesinos que se acercaban hasta la casa para venderme algún producto de sus huertos, pan que cocían en los antiguos hornos de leña, o pasteles amasados con miel y almendras que yo compraba más que por necesidad, por contribuir a aliviar sus precarias economías. Recorrían los polvorientos y pedregosos caminos a lomos de burros o de mulas practicando, las más de las veces, un comercio basado en el trueque, que contrastaba con la actividad comercial de Chora y Allopronia. Mi conocimiento del idioma me permitía entender sus bromas y sus chistes. Los escuchaba con paciencia cuando me contaban los pormenores de gentes que yo no conocía: nacimientos, bodas o muertes de personas que me eran ajenas, pero que yo celebraba con alegría o tristeza, según el caso, para que se sintieran importantes. Me llamaba la atención sus formas de vida ancladas en el pasado, a pesar de que nos hallábamos a finales de 1994.

A pesar de no haber recibido noticias de César desde hacía mucho, su recuerdo continuaba asaltando mis pensamientos. Cuando esto ocurría, lo apartaba de inmediato, para que no me hiriera. La evocación de un amor imposible es un ejercicio, además de estéril, doloroso.

Sin nada que hacer, me encontraba atorada, perdida. Había seguido los consejos de Stavros y había echado el ancla, pero no me bastaba. Ningún viento acudía a disipar la niebla que me envolvía. Me encontraba muy decaída porque no conseguía imaginar el rumbo que podía impartir a mi existencia. Las festividades navideñas se acercaban aunque en la isla se regían por el rito ortodoxo y nos las celebraban. Lo agradecí pues así no me invadiría la nostalgia añadiendo un eslabón más a la cadena de mi tristeza.

Una tarde de principios de 1995, que recordaré sie mpre, salí a pasear. Me sentía tan abatida que albergué la esperanza de que la contemplación de la naturaleza calmase mi atribulado espíritu.

Una niebla espesa como nata se aproximaba desde el mar y pronto envolvió los contornos del paisaje con una gasa grisácea. No sé si fue el efecto opresivo de aquellas nubes bajas o por mi decaído estado de ánimo, el caso es que se me saltaron las lágrimas. Escuché el ulular de la sirena que sonaba desde el viejo faro del promontorio alertando a los navegantes. Recordé las palabras del joven Nikolakis y me deshice en llanto. Cuando iba a entrar de nuevo en la casa para protegerme de aquella pegajosa humedad, divisé una silueta que se aproximaba por la estrecha senda que unía la propiedad con el camino principal. La ausencia de luz me impedía conocer la identidad del caminante. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y me apresuré a penetrar en la vivienda en busca de un vaso de vino con el que obsequiarle, según las tradicionales normas de la hospitalidad isleña. Extraje unas monedas de la caja en la que guardaba el dinero dispuesta a comprar cualquier mercancía que el mercader, a pie y llevando del ronzal una mula en la que supuse que transportaba su carga, me ofreciese.

Pronto comprendí mi gran error, avanzando con lentitud, una silueta familiar se aproximaba. En su cara se dibujaba una sonrisa. Entonces supe que ya podía levar el ancla y reanudar el rumbo pues una sirena orientaba mi navegación en medio de la niebla. Quizá, con un poco de suerte, mi nave no volviese a zozobrar.