XX

El legado de Hunter

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Un olor intenso a alcanfor emergió del interior del mueble, mezclándose con el acre aroma que exhalan los objetos antiguos, el olor del tiempo encapsulado. Dentro encontramos un rollo cuidadosamente envuelto en tela de arpillera, con un sobre cosido a la superficie, una fotografía protegida por un cristal y rodeada por un marco de plata tallada que los años habían ennegrecido. Una carpeta de cartón de color rojo provista de dos bandas elásticas custodiaba unos papeles; supusimos que eran documentos importantes. Además, hallamos un fajo de cartas atadas con una cinta de raso ancha en la que figuraba caligrafiado a pincel el nombre de Margaret. Depositamos todos los objetos sobre la gastada alfombra que cubría parte del entarimado del suelo y nos dispusimos a examinar nuestro recién hallado tesoro. Comenzamos por lo más evidente, por la fotografía.

Era una foto de estudio como evidenciaba la teatral puesta en escena: una tela pintada con un paisaje muy difuminado de palmeras y arcos morunos, servía de fondo a dos figuras femeninas y recreaba una modesta ilusión de perspectiva. La mujer iba ataviada con un traje sencillo, cerrado hasta el cuello con botones negros (supuse que tallados en azabache) y mangas abombadas que en la época denominaban «jamón». La falda, ligeramente acampanada, rozaba el suelo, sólo dejaba asomar la punta del zapato. Llevaba el cabello recogido en un moño flojo del que escapaban algunos mechones. Una expresión de tristeza velaba sus pupilas, que contradecía el forzado gesto de la sonrisa. Uno de sus brazos descansaba sobre una media columna de fuste estriado, el otro colgaba y de su mano se asía una niña que iba vestida con ropas lujosas. Un trajecito, tal vez de seda o raso, le llegaba hasta las rodillas y permitía que se asomasen las puntillas de la enagua. Los botines que calzaban sus pequeños pies eran blancos. Se apreciaba que estaban fabricados con el más fino cordobán. Un artístico sombrerito de paja adornado con flores y cerezas ocultaba su pelo, del que se adivinaban dos trenzas que se deslizaban por su espalda. La niña sonreía. Su expresión inocente y relajada contrastaba con la tensión de la mujer que la sujetaba y que se apreciaba en la crispación de su mano.

Ambos adivinamos la identidad de la dama de ojos tristes y sonrisa forzada. El crespo cabello, rebelde a la prisión del moño, que intuíamos rojizo, y el ovalado rostro eran pistas suficientes. Desmontamos el marco y exhumamos la fotografía de su urna de plata y cristal buscando alguna fecha, algún dato que nos ayudase a situarlas en el espacio y en el tiempo. No nos equivocamos. En el reverso figuraba una fecha: junio de 1909, una firma: Margaret Hills y el sello casi ilegible correspondiente al estudio fotográfico. Pudimos descifrar: Hermanos Balaguer. Barcelona.

Nos quedamos perplejos. No acertábamos a imaginar qué razón condujo a Margaret a Barcelona. Mientras examinábamos la foto elucubrábamos con la identidad de la niña. Podría ser Esperanza. Pero, ¿por qué se fotografiaron juntas? ¿Por qué se la envió a Hunter? Durante un buen rato la cartulina reposó en mis manos. Intenté comparar los rasgos que recordaba de mi abuela con los de la niña que miraba hacia la eternidad. Pero no encontré semejanzas. Me percaté, con dolor, que la imagen de mi antepasada se me había difuminado borrada por los avatares de mi existencia. Era lo peor que les puede suceder a los muertos: que su recuerdo desaparezca de las mentes de sus descendientes. Es como si volviesen a sufrir una segunda muerte, más dolorosa si cabe que la primera: el olvido. Ante el remordimiento por haberla desterrado de mi memoria me impuse el deber de recuperarla a través de los recuerdos de mi madre y del álbum de fotos familiar. En vista de que mi ejercicio mental resultaba infructuoso, decidimos continuar, como los niños en el día de Reyes, desenvolviendo los regalos que el azar o mi porfía habían conducido hasta nosotros. Retiramos, con el mismo cuidado que hubiese puesto un arqueólogo al exhumar un sarcófago antiguo, las gomas de la carpeta. Dentro había un legajo de papeles. Estaban escritos en griego y mecanografiados. Los apartamos para dedicarnos a ellos más tarde. Estaban fechados en 1930. Dedujimos que se trataba de un documento oficial. Un examen más atento nos desveló que se trataba de una escritura de propiedad que fijaba como usufructuarias de la finca a María y a Anastasia. Empleamos nuestros esfuerzos en rescatar de su sudario de arpillera lo que parecía un cilindro de tela. Dentro del sobre cosido al envoltorio extrajimos una carta:

Bruselas, 19 de mayo de 1910

Estimado, señor Hunter:

Le comunico que todos los cuadros que usted legó como depósito a nuestra galería han sido vendidos. El importe de la venta de los mismos, una vez descontados nuestros honorarios, ha sido depositado en la cuenta y banco que usted nos indicó. Sólo uno, que le remito, ha quedado sin comprador. Por alguna razón que no alcanzamos a comprender, a pesar de ser el más original y el de mejor factura de toda la colección, no ha sido del gusto del público visitante, casi todo él compuesto por familias de comerciantes hebreos, que han sido mayoritariamente los que han adquirido sus lienzos.

Dado que el plazo que formalizamos en el contrato ha expirado, me veo en la obligación de que vuelva a su poder.

Quedamos a su entera disposición para cuantas exposiciones desee realizar en nuestra firma.

Atentamente,

Roger Deprés

Desliamos el cuadro sobre una de las camas, sin precipitarnos. Repetimos el mismo ritual usado con Flower passion. Se trataba de Abelardo y Eloísa pues respondía a la descripción que Margaret Hills había anotado en sus diarios. Ahora que conocíamos gran parte de la historia, el lienzo adquirió un nuevo y más importante valor simbólico pues mostraba una historia de amor con final desgraciado. Parecía que Hunter había conjurado al destino al pintarlo, condenando su amor a un desenlace similar, aunque tal vez menos cruento que el de los dos míticos amantes. Nos emocionó contemplar la conocida escena, sobre todo porque los rostros de los protagonistas eran los de Margaret y James. César exclamó:

—¡Este cuadro vale una fortuna! ¡Cuánto daría Carrieri por estar aquí! Que un cuadro del pintor haya sido encontrado después de tanto tiempo ha sido una gran suerte, pero dos, bueno tres, si tenemos en cuenta el de Renée, ya es un milagro.

— Lo que nos crea una serie de problemas. ¿A quién pertenece? –comenté.

—Debería ser para Anastasia, su familia lo ha custodiado, aunque sin saberlo, durante casi noventa años. Aunque, por otra parte, Hunter deseaba que su legado perteneciera a las personas que vinieran a buscarlo. El asunto es un poco complicado, la verdad.

—A tenor de los hechos, César, Hunter no dejó descendientes. Ateniéndonos a su voluntad, el cuadro es nuestro. No ocurre lo mismo que los otros que aparecieron en la casa de mi familia. En este caso los herederos deciden.

—Será mejor no preocuparnos ahora por estos problemas. A su debido tiempo consultaremos con un abogado que nos indique las acciones que debamos emprender.

—Me parece sensato. Continuemos, por favor.

Desatamos la cinta de raso, el paquete contenía una docena de cartas fechadas entre 1908 y 1909. Los meses estaban anotados en los sobres, ordenados cronológicamente.

Las primeras, escritas entre noviembre y febrero, eran cartas en las que Margaret volcaba en palabras toda su pasión insatisfecha por la espera, acuciada por la promesa del reencuentro. Hablaba de sus sentimientos sin subterfugios moralistas, utilizando el lenguaje secreto que habían inventado cuando el vocabulario que conocían resultó incapaz para expresar el amor que los unía. En largos párrafos rememoraba los pasados encuentros con su amante con todo lujo de detalles, sin ningún tipo de eufemismo. Cartas ardientes que hubieran hecho enrojecer al mismo Casanova, destinadas a que el deseo de Hunter permaneciese vivo para que el escollo de la distancia no lo apagase. También le narraba la añoranza que sentía, y el lento transcurrir del tiempo invernal que convertía los días en losas y las noches, pasadas en vela en la habitación de la torre ocupada en contar las estrellas y pronunciar su nombre hasta la extenuación, en eternas. Se interesaba por la reconstrucción del que iba a ser su nuevo y definitivo hogar. Inquiría detalles sobre el mobiliario de la casa, sobre los criados, sobre las plantaciones de vides. Le contaba los progresos de los niños en el conocimiento del idioma, anécdotas de la vida en Villa Mercurio o del Salón Tetuán para provocar la sonrisa del pintor y espantarle la nostalgia que, como a ella, lo debía atenazar. Antes de despedirse de Hunter con expresiones apasionadas, terminaba las cartas con un número. Correspondía a los días que restaban hasta la primavera, fecha en la que ella debía emprender el viaje.

En marzo de 1909, el tono intrascendente y ligero de las misivas se quebró.

Amado, James:

Mi amor por ti es infinito, no me alcanzaría la vida para gastarlo; sin embargo parece que hubiese fuerzas superiores a nosotros empeñadas en estorbarlo. Lamento comunicarte una mala noticia que trunca, de momento, nuestros planes. Esperanza ha caído muy enferma. Ha contraído el sarampión. Está grave. Permanece en la cama aquejada de una fiebre muy alta que se resiste a remitir a pesar de los remedios que le ha recetado el médico que acude a la casa dos veces al día. Apenas puede comer pues tiene la boca llena de llagas, yace en la cama con los ojos cerrados ya que no soporta ni la débil luz de una vela. Su delgado cuerpecito se consume con el paso de las horas. Tememos lo peor. Fulgencio ha avisado al sacerdote del pueblo por si fuese necesaria su presencia. Los mellizos han sido llevados al pueblo. Residen en casa de unos parientes lejanos de su padre. Recelamos que también ellos contraigan la enfermedad. La casa, sin la algarabía de los niños, parece un panteón. Un funesto velo de silencio y muerte parece haberse adueñado de ella. Renée no se separa de la niña en todo el día. Permanece sentada a su lado arrullándola con nanas infantiles que le canta en su lengua natal. Sólo se separa de ella por las noches, pero no para descansar de la fatiga diaria, sino para sumergirse en sus artes nigrománticas. En su desesperación intenta encontrar alivio en el tarot y en la lectura de los posos del café y la bola de cristal. Entonces la sustituyo. Le tomo la manita y se la aprieto con fuerza con la ilusión de anclar su espíritu a la vida. Recuerdo entonces a nuestro hijo, nuestro pequeño querubín, muerto antes de vivir y mis ojos se llenan de lágrimas. Lloro por él, por la pequeña Esperanza, por ti, por mí y por nuestro amor.

Te ruego un poco de paciencia ya que no abandonaré a la niña hasta que haya vencido a la enfermedad. La pobrecita me llama con un hilo de voz pidiéndome que le narre el cuento de la princesa y el caballero errante, un trasunto de nuestra propia historia que inventé un día para justificarle mi tristeza.

Tuya siempre.

Te recuerda rememorando nuestro apasionado amor,

Margaret

La siguiente estaba fechada en abril de aquel mismo año.

Amadísimo, James:

Perdona mi tardanza en escribirte. Espero que mi involuntario silencio no te haya hundido en la desesperación. A veces creo que nuestro amor está maldito. Nuestra pasión es tan intensa que debe convocar fuerzas opuestas que la contrarresten porque es una ofensa a la voluntad divina. Disculpa el tono trágico de mis palabras pero es el único que trasluce el dolor de mi corazón dislocado por esas fuerzas: el deber y el amor.

Esperanza se está recuperando, gracias a la voluntad divina. En la terrible madrugada en la que esperábamos lo peor, yo velaba junto a su cama. Fulgencio, sentado en un sillón, rezaba en voz alta las letanías del rosario. La puerta de la alcoba estaba entreabierta y los criados acompañaban en el rezo desde el otro lado. Aquella salmodia unida a los débiles lamentos de la niña aterraba.

De repente, Renée irrumpió en la habitación, ordenó callar a su marido y le arrancó el rosario de un manotazo. «Basta ya de rezos y de llantos que sólo convocan la desgracia. Durante estos días he consultado más de cien veces las cartas. En ninguna de las ocasiones apareció la de la muerte. Las he echado en mi nombre, en el tuyo, y en el de la niña. Esperanza no sucumbirá a la enfermedad. Esta sólo es una prueba, aún no sé bien de qué. Tal vez los hijos deban purgar los pecados de los padres. La bola de cristal me la muestra jugando y rodeada de niños».

Después ordenó a los criados que encendiesen luces por toda la casa. En todas las habitaciones se prendió una vela o un quinqué. Ordenó que una gran hoguera ardiese en el jardín y que la alimentaran con toda la leña disponible aunque para ello tuviesen que quemar hasta el último mueble de la casa. Abrió todas las puertas y ventanas, incluso la de la habitación de la niña. Antes le había tapado los ojos sensibles a la luz con un pañuelo. A Fulgencio y a mí nos mandó al jardín junto con los criados. En el interior sólo quedaron la enferma y ella. Exclamaba enloquecida: «luz, más luz para espantar las tinieblas de la muerte». El espectáculo de la mansión iluminada aterrorizaba. Debió de verse desde varios kilómetros pues acudieron vecinos de otras haciendas alarmados por lo que creían signos de un incendio. No puedo contarte más. Ignoro qué conjuros utilizó Renée, si los remedios del doctor cumplieron su cometido o si la naturaleza de Esperanza consiguió vencer la enfermedad. La niña despertó a la mañana siguiente con menos fiebre y pidió comida. A cucharaditas consiguió tragar una taza de un caldo nutritivo que la cocinera había preparado con la carne de dos pichones de paloma.

Sin embargo, aún está débil. No me atrevo a abandonarla para siempre hasta que no esté definitivamente restablecida. Te ruego un poco de paciencia. Nuestro definitivo reencuentro está cerca.

Amándote desesperadamente en la distancia,

Margaret

Sólo quedaban tres cartas por leer, una estaba remitida por Margaret, las otras eran de Fátima. La noche avanzaba. César intentó aplacar su inquietud encendiendo un cigarrillo que fumó acodado en la ventana. Lo acompañé. La lluvia había lavado el cielo que lucía en todo su esplendor equinoccial.

—Creo que deberíamos dormir. Mañana estaremos agotados –comenté.

—Descansa un rato. Yo no puedo. Hasta ahora no hemos descubierto nada interesante. Tal vez hayamos perseguido una quimera. Parece como si un muro cerrase nuestro camino. Por más que repasamos su compacta superficie no encontramos la puerta que nos franquee el acceso al otro lado.

—No estoy de acuerdo contigo. Sé que en estas cartas está la respuesta. Lo que hemos encontrado en el baúl forma parte de un todo del que sólo nos falta la última pieza. ¿Si no qué sentido tendría el interés de Hunter por preservar para el futuro estos objetos?

—Tal vez tengas razón. Duerme. Leeré la próxima. Si encuentro algo importante te llamaré de inmediato.

Se lo agradecí porque los párpados me pesaban, también el desaliento. El pesimismo de César se me había contagiado y unido al cansancio me provocaron una tensión que me llevó a las orillas del llanto. Me despojé de los zapatos, aflojé el botón del vaquero, me tendí en una de las camas y me dormí al instante. Mi sueño estuvo poblado de pesadillas. Personajes sin cara emergían de una casa desconocida cerrando puertas y apagando luces. Después, la casa quedaba en tinieblas. Su alta silueta iluminada por la luz de la luna llena proyectaba duras sombras en el suelo. Aquella multitud formaba una larga hilera que se avanzaba por un camino cubierto por las ramas de los árboles que se anudaban formando una tenebrosa bóveda vegetal. Portaban maletas en sus manos. Caminaban con las cabezas gachas, sin mirar atrás, como si una fuerza colosal los impeliera a abandonar el pasado y los condenase a un futuro incierto. Gentes sin tiempo, apátridas, fugitivos de sí mismos. En el sueño, yo observaba la escena pero no podía intervenir pues había perdido la voz. Aquella triste caravana desapareció en el interior del bosque. De repente, la casa crujió, se derrumbó por completo, el suelo se abrió y se la tragó, como en el relato de Poe. Sólo quedó una extensión yerma barrida por el viento. Me sentí atraída hacia el lugar por una fuerza irresistible. Cuando me dirigía al solar que antes ocupara la vivienda, descubrí un agujero inmenso, la boca negra de un pozo que se hundía en las entrañas de la tierra. Me asomé y un remolino de viento me recibió con la amenaza de empujarme hacia el interior. Intenté retroceder pero aquella fuerza misteriosa me atraía como un imán al hierro impidiéndome la huida. Cuando comenzaba a ser arrastrada hacia la negrura, sentí que alguien tiraba de mí para sustraerme a su fatídico embrujo.

—Elena, despierta –me decía César mientras me sacudía los brazos con energía–. Tienes que leer esto.

Abrí los ojos y encontré las pupilas de mi compañero brillando junto a las mías.

—¿Qué sucede? ¿Qué es lo que tengo que leer?

—¡Una de las cartas de Margaret!

La adrenalina esfumó el sopor, aunque la opresiva sensación que la pesadilla había impreso en mi cerebro persistía. Precisé de unos instantes para aterrizar en el luminoso mundo de la realidad. Mi corazón no conseguía frenar el apresurado galope. Cogí el papel en mis manos y me dispuse a encontrarme con lo que nunca hubiese esperado.

Amado, Hunter:

Mi corazón está feliz. Las invisibles fuerzas hostiles, de las que te hablé en otras cartas han sido derrotadas por mi perseverancia. Espero que sea para siempre. El amor es la energía que mueve el mundo. No sólo hablo de nuestro amor, sino de otro mucho más fuerte, más profundo, pues está regido por las leyes de la sangre. Su poder no puede ser vencido ni siquiera por la muerte, te hablo del amor de madre.

Con la enfermedad de Esperanza parecía que mis relaciones con Renée habían recuperado la armonía de antaño. Pero no puedes imaginar el odio que esa mujer atesora en su alma. Sin pretenderlo, había escuchado una conversación entre los esposos, más bien una discusión, antes de que la niña enfermase. Las últimas palabras de la frase de Renée no las percibí con claridad. Sin embargo una sospecha terrible había anidado en mi corazón. No pude averiguar nada al respecto pues estuve ocupada tratando de hurtarle la pequeña Esperanza a la muerte. Ocurrió la noche en que Fulgencio celebró su elección como candidato a Cortes. Habían organizado una fiesta privada en el gabinete secreto. Sé que acabó en una orgía, pues sorprendí a las empleadas del salón Tetuán mientras abandonaban la casa en silencio. Mientras me preparaba para acostarme, Fulgencio penetró en mi habitación, estaba borracho y excitado e intentó forzarme. Acudieron Fátima y Renée en mi ayuda. La primera me preparó una infusión calmante y la segunda se llevó al marido al jardín para que el aire de la noche lo despejara. A pesar de la bebida, no conseguía dormir. Las horas transcurrían lentas. Escuchaba el rítmico tictac del reloj de péndulo del recibidor. Abrí la ventana de mi habitación y me asomé a la noche. Una luna de plata colgaba en el cielo bañando el jardín con una luz espectral. Me encontraba confusa. Intentaba encontrar los argumentos para obligar a Fulgencio a que retirase las barreras que habían impedido que la documentación que precisaba para emprender el viaje obrase en mí poder. Él acusó a su mujer de ser una ramera. Dudaba de su paternidad respecto a Esperanza. No pude escuchar la respuesta de la francesa, se levantó viento que movió las frondas de las palmeras y se llevó las palabras. Intuí algo terrible, pues Fátima, que había acudido a ayudar a Renée, regresó a la casa apresuradamente. No pude verle el rostro, sólo aprecié que se llevaba las manos a la cara en un gesto de consternación. Esperé la ocasión para preguntarle, pero se marchó muy temprano. Días después, la niña enfermó del sarampión. Cuando acabó la convalecencia traté de encontrar una ocasión para conversar a solas con mi amiga, pero no hizo falta. La confirmación de la terrible verdad llegó sola. Una tarde de domingo me dirigía al salón con una taza de té. Ellos estaban sentados frente al ventanal, de espaldas a la puerta de entrada. Iba a poner un pie en el umbral pero me detuve pues escuché a Fulgencio que comentaba: «Creo que deberíamos darle algún tipo de gratificación a Margaret. Su comportamiento durante la enfermedad de la niña ha sido de una abnegación total». Lo que escuché a continuación me heló la sangre: «Fulgencio, sólo ha hecho lo que la naturaleza le ha dictado, se ha portado como lo que es, como su madre». A duras penas pude depositar la bandeja sobre la consola de la entrada. Me quedé pegada a la pared con el espanto en los ojos y en el alma. Él prosiguió: «No entiendo por qué lo hiciste, ¿qué necesidad tenías de engañarme? Yo hubiera comprendido». Ella desató el último nudo del envoltorio de aquella ignominia. «Tú fuiste el culpable de todo, tú y la belleza de Margaret. Antes de que me lo confesaras, yo sabía que la pasión por ella te dominaba. Pero no me importaba, yo te iba a dar un hijo. Ese era suficiente nexo para que no me abandonaras, para que mi sitio en tu corazón y en tu casa no fuera ocupado por otra. He sido pobre durante toda mi vida. A los doce años mis padres, acuciados por las deudas, me vendieron como criada. Sé lo que es el hambre, las jornadas agotadoras de trabajo, la soledad y el desprecio. Por ello cuando conocí a aquel tahúr sinvergüenza que me prometió una vida de princesa me marché con él. Era guapo, seductor y aventurero. Yo era joven e insignificante. Me halagó que alguien como él se hubiese fijado en mí. Me enamoré y lo hubiera seguido hasta el infierno pues era la única forma de escapar a la funesta estrella que dominaba mi destino desde mi nacimiento. Después ocurrió lo que ya conoces, me apostó en una partida de cartas que perdió y llegué al burdel. Mi vida está construida con mentiras. La mayor de todas es fingir un placer que no sentía para ganarme el sustento. ¿Crees que una más me iba a importar? Nunca estuve enamorada de ti como lo estuve de él. Era imposible, mi inocencia se había quebrado para siempre. Me juré no volver a albergar este tipo de sentimientos por ningún hombre, pero te respetaba y te quería. Representabas lo que nunca había tenido: una casa, una posición económica y una respetabilidad. No iba a perderlas porque tú te hubieses encandilado por la belleza acuática de la inglesa. No encontraba la solución. Mis cartas, por primera vez, enmudecieron. Pero la fortuna que siempre me había sido esquiva se alió conmigo. La noche en que nacieron los niños, Margaret se desmayó tras alumbrar a Esperanza. Nuestro hijo nació a los pocos minutos. Su llanto de gatito apenas duró unos instantes. Le ofrecí una suculenta cantidad de dinero a la partera a cambio de su silencio. Ella aceptó, colocó a la niña (afortunadamente no había heredado el rojizo cabello de su madre, con lo que la sustitución resultó fácil) en mis brazos y el desgraciado bebé en los de Margaret que continuaba exangüe».

Me quedé quieta; no podía asimilar aquella terrible verdad. Las últimas palabras que escuché fueron las de Fulgencio que afirmaba: «A pesar de todo, me alegro de que así sea, no me importa que no sea mi hija, siempre será la de Margaret y cuando la contemple y la bese será como si se lo hiciese a ella. No pudiste regalarme nada mejor, querida».

No necesitaba escuchar más, sofoqué el grito que me desgarraba las entrañas y huí a refugiarme en mi habitación. Nunca había sospechado este ardid. En más de una ocasión me pregunté a quién se parecía la niña pero no di mayor importancia a la ausencia de similitud con sus supuestos progenitores. Ahora he notado las semejanzas de sus rasgos con los tuyos: el pelo castaño, los ojos de intensa mirada. De mí nada tiene, salvo la transparencia de la piel, aunque es algo más morena que yo. Me sentía feliz por el descubrimiento porque otro lazo más nos unía. Sin embargo esta felicidad estaba empañada por la certeza de que nunca conseguiría conciliar mis dos amores. Jamás estaríamos los tres juntos. No sé a qué acuerdos llegaron Fulgencio y Renée, pero a los dos días de estos hechos, él puso en mis manos los documentos que tanto había anhelado. «Ya puedes marcharte cuando lo desees. Has cumplido tu promesa con creces. Creo que es lo mejor para todos».

Pero no podía irme, no sin llevarme conmigo a la niña, sobre todo ahora que sabía que era mi hija. Rápidamente fragüé un plan. Preparé una maleta con ropa para ambas, saqué de su escondite el dinero de mi herencia y una semana después desperté a Esperanza de madrugada. Abandonamos la casa en silencio y caminamos por el campo desierto hasta la estación del tren que dista apenas una milla de la mansión. Para acallar las preguntas de la niña le iba narrando un cuento de dos mujeres que iban a emprender un largo viaje a un país maravilloso en el que encontrarían al príncipe junto a un gran tesoro. Compré dos billetes con destino a Barcelona. La pequeña durmió gran parte del viaje abrazada a su muñeca de trapo. Yo permanecí vigilante, con el corazón en vilo cada vez que el tren se detenía en una estación y la guardia civil subía al vagón solicitando los documentos a los viajeros. No me los requirieron. Fingí no entender el español para evitar preguntas. Cuando despertó la entretuve con cuentos que le narré en inglés, y con galletas que le acallaron el hambre. Conseguimos llegar a nuestro destino sin ningún problema. Encontré una modesta pensión cerca de las Ramblas y allí estamos alojadas desde hace una semana. Apenas salimos a la calle, sólo hemos abandonado nuestra reclusión para obtener los documentos que permitan a la niña abandonar el país de una forma legal. He pergeñado una historia de pérdida de los mismos. Ha debido de resultar verosímil pues en el consulado inglés han emitido una provisional a nombre de Hope Hunter (he fingido que era mi sobrina). No he podido resistirme a la tentación de acudir a un estudio fotográfico para que nos hicieran un retrato de ambas. Te lo envío junto con esta carta. Espero que alegren tu atribulado corazón con la esperanza de nuestro reencuentro definitivo y con la alegría por tu paternidad.

He comprado dos billetes en un trasatlántico cuyo destino final es Roma. Desde allí, me han informado en la naviera, surten buques para Grecia. Cuando estemos juntos y a salvo ya le explicaremos a Esperanza todo este embrollo.

Tu amada Margaret

Permanecí muda durante un buen rato. Intentaba asimilar la noticia. De pronto, el velo se había desgarrado mostrando una verdad resplandeciente aunque dolorosa. Se había despejado una incógnita pero otras nuevas se abrían como en esos laberintos de espejos en los que cuando crees haber encontrado la salida sólo hallas tu propia imagen reflejada en el helado cristal.

Había emprendido este viaje persiguiendo fantasmas: la peripecia de Margaret Hills y James Philippe Hunter, dos personas ajenas, y terminé encontrándome a mi misma en el legado del pintor. Allí, en la casa que él levantó para mi bisabuela y que nunca llegó a ocupar, a miles de kilómetros de mi tierra, en una remota isla de las Cícladas, descubrí mis orígenes.

—Me siento como si un seísmo hubiese trastocado mi cerebro. Estoy alegre por el descubrimiento, pero a la vez furiosa con mi madre, con mi abuela y sobre todo con Renée. No poseían ningún derecho a ocultarme la verdad.

—Tal vez tu abuela y tu madre nunca la supieran. De todas formas, los secretos familiares, y más en aquellos tiempos, se cubrían con una espesa capa de silencio para que nunca emergieran a la luz del día, la que convierte a los muertos, por bien conservados que estén, en un puñadito de polvo inofensivo. No les guardes rencor, no merece la pena.

—Quizás tengas razón. Aunque mi padre me contó que cuando nací se formó un buen lío a costa del color de mi pelo. Mi abuela Esperanza sostuvo que era el resultado de la unión de los genes gallegos de su esposo y de los bretones que había heredado de su madre. No sé si su afirmación era veraz, o sólo una maniobra distractora. ¡Ay, César, estoy tan confusa! Es como si el pasado hubiera salido en mi busca, como si esas fuerzas invisibles de las que hablaba Margaret en la carta me hubieran guiado a través de un bosque inhóspito plagado de sombras y de amenazas hasta aquí. ¡Me siento un títere del destino, como en las tragedias griegas!

—Elena, el destino no existe, es sólo una fabulación de los hombres inventada para explicar lo que no entendían. Lo que ha sucedido es consecuencia de tu curiosidad intelectual y tu perseverancia. El resto, sólo un montón de casualidades.

—Me gustaría ser tan pragmática, tan racional como tú. Pero no puedo, César. Todo esto es tan extraño que mi escaso positivismo se ha fragmentado.

No me pude contener y la emoción, como los torrentes unas horas antes, se desbordó. Comencé a llorar, un llanto silencioso, liberador. César me tendió en la cama, acarició mi pelo con ternura, se acostó a mi lado. Noté sus brazos enlazando mi cintura hasta que el sueño se apoderó de mi cerebro con sus balsámicos efectos.

Desperté cuando el sol ya estaba alto en el cielo. César había recogido todas las cosas. El baúl estaba vacío y el contenido del mismo empaquetado. A través de la bruma que todavía enmarañaba mis ojos y mi mente lo contemplé afanado en la tarea de recoger nuestros objetos personales. Fingí que dormía para prolongar un poco más el placer de sentir que alguien se ocupaba de mí. Lo observé sin que él se percatase. Un mechón de pelo húmedo le caía sobre la cara prestándole un atractivo especial. Aspiré el olor de su agua de colonia. De nuevo me asaltó el deseo que César despertaba en mi interior. De nuevo tuve que aplastar los sentimientos que me provocaba. Otra vez la contención, la cobardía. Mi terapeuta había hecho un buen trabajo. Me levanté de un salto y me duché. Cuando ya estaba preparada para afrontar la jornada, bajamos hasta la cocina. Anastasia había preparado el desayuno. El fragante café que había servido de un puchero de barro terminó por despejarme. El pan con aceite me devolvió parte de mis mermadas fuerzas.

—¿Han descubierto lo que andaban buscando en el legado del señor James? –inquirió la mujer mientras nos servía una segunda taza.

—Mucho más que eso. He descubierto que soy la biznieta de Hunter.

La anciana se emocionó y me abrazó.

—Ya puedo morir en paz –expresó mientras se secaba las lágrimas–. Esta casa volverá a sus legítimos herederos. Mis pasos por este mundo se acaban. Una lesión cardiaca acabará con mis días. La operación es complicada, sólo la realiza un doctor americano, pero mis ingresos no me permiten acceder a esa cirugía, al viaje y a la larga convalecencia.

César y yo nos miramos durante un instante, ambos pensamos la misma solución.

—No se preocupe. Se operará usted y vivirá muchos años más. En el legado de Hunter hay un cuadro. Lo venderemos. El importe bastará para los gastos e incluso le permitirá contratar a alguien que la cuide.

— ¿Tan buen pintor era el señor?

—De los mejores, aunque sus coetáneos no apreciaran su arte. Actualmente su obra despierta un gran interés No nos será difícil vender el cuadro. Se cotizará alto, se lo aseguro –intentó convencerla César.

—Pero no puedo aceptarlo. Él deseó que su legado correspondiese a las personas que acudiesen a buscarlo.

—Creo que Hunter hubiese actuado igual que nosotros. El arte sin humanidad no es nada –continuó arguyendo mi acompañante.

—Anastasia, debemos regresar a nuestra patria. Nuestra misión aquí ha terminado. Estaremos en contacto con usted. Le ruego que nos proporcione un número de cuenta para depositar en ella el importe de la venta. Si esta se demorase mucho, le ingresaríamos el dinero preciso para que viaje a los Estados Unidos. El cuadro es un aval lo suficientemente importante para que cualquier banco nos conceda un crédito –le dije mientras tomaba sus manos entre las mías.

Nos despedimos de ella con un caluroso abrazo. Antes nos indicó el camino que habríamos de tomar para dirigirnos a Chora. Me sentía tan dolorida por la cabalgata del día anterior que elegí la segunda opción de Stavros: depositar los burros en la capital de la isla y regresar en autobús. Al conocer nuestras intenciones puso un billete en nuestras manos para que comprásemos unas flores para la tumba del pintor. Nos recomendó que visitásemos el monasterio de Panagia Chrysopighi y prendiésemos una vela en su nombre. Nos negamos a aceptar el donativo, era un agradecimiento mínimo por su hospitalidad.

Abandonamos la propiedad y enfilamos por el camino indicado, que una vez más discurría paralelo a la costa. A pesar de la cercanía, las colinas sólo nos permitían intuir el mar a través del viento que soplaba húmedo y fresco. Cuando llegamos a Chora, nos dispusimos a cumplir los encargos de nuestra anfitriona. No nos costó esfuerzo encontrar el recoleto cementerio. La mayor parte de las tumbas estaban cubiertas con lápidas de mármol y ornadas con cruces de brazos iguales. El hombre a cuyo cuidado estaba el camposanto no hablaba inglés. César rebuscó en su mente alguna palabra del mundo del arte que aludiese a tumba. Garabateó en un papel las palabras: τάφος (tafos, ‘tumba’) Hunter. El sepulturero nos condujo hasta un apartado rincón del camposanto. Junto a la valla norte se hallaba la fosa en la que inhumaron al pintor. En la lápida además de su nombre acotado entre dos fechas (1875-1932) había grabada una inscripción en griego que copiamos para luego traducirla. Depositamos el ramo que habíamos adquirido y nos marchamos en silencio en dirección al monasterio que se alzaba en un promontorio rocoso. Parecía una blanca nave presta a partir del terreno oscuro, que millones de años antes emergiera de las profundidades del Egeo, sobre el que se asentaba. El folleto que nos habían proporcionado en la oficina turística de la ciudad afirmaba que había sido construido en el siglo XVII a modo de fortaleza o torre vigía para proteger la isla del acoso de los piratas. El interior estaba en penumbra, conservada en la decoración la impronta bizantina. Las velas votivas ancladas sobre arena refulgían arrancando destellos a los iconos decorados con profusión de pan de oro. Nos detuvimos frente al de la Virgen, que parecía absorta en su hieratismo oriental, ajena a las miserias de los hombres. Prendimos la vela y nos dirigimos a buscar el autobús que partía para Allopronia. A pesar del corto trayecto, el vehículo empleó más de media hora en recorrerlo pues numerosas paradas jalonaban la ruta para permitir a las gentes de las aldeas acudir al puerto a realizar sus actividades cotidianas.