Un mensajero trajo dos cartas, que una doncella les acercó sobre una bandeja de plata. Una de ellas la remitía Violet, la otra procedía de un despacho de abogados de Londres. Ambas iban dirigidas a lady Jane Hills. A la mujer le extrañó que un gabinete de letrados le escribiese, dado que era Stephen el que se ocupaba de los asuntos legales. Pidió a Margaret que se quedase junto a ella. Al no encontrar los lentes, rogó a la muchacha que se las leyera. La mujer esperaba que su hermana le narrase detalles de su vida en la India.
Margaret cogió el abrecartas y rasgó la misiva.
Querida, hermana:
Si recibes esta carta es señal de que ya no estaré en este mundo. No te he engañado. Este verano había proyectado, tal como te comuniqué, un cambio de rumbo en mi vida. Pero todo se torció. Antes de casarme con Charles, acudí a realizarme un reconocimiento médico. Había perdido peso y estaba muy cansada. Yo lo achaqué a los numerosos asuntos que hay que preparar antes de iniciar una nueva trayectoria vital. Sin embargo, el motivo de mi adelgazamiento y mi cansancio era otro: el médico detectó en el examen un tumor en el cerebro. El pronóstico no era bueno. Así que suspendí la boda. Como ya había vendido la casa, no tuve otra alternativa que ingresar en un hospital. Charles está conmigo en todo momento. De hecho, esta carta se la estoy dictando antes que los heraldos de la muerte lleguen hasta mí y nublen mi entendimiento.
Te preguntarás, os preguntaréis, no sin razón, por qué no he recurrido a vosotros, a mi única familia puesto que nuestro querido hermano está tan lejos. El motivo ya lo podréis intuir: detesto apenar a aquellos que me aman. Insistí, incluso, para que Charles se marchara, pero con su tozudez habitual se negó. Permanece junto a mi cabecera, inaccesible al desaliento, fuerte ante la adversidad, tal como corresponde a un militar del glorioso ejército de su Majestad. Además, poco podríais hacer por mí. El dolor no retrocede ante el amor. Es así. Siempre ha sido así. Yo necesito, cada vez con mayor celeridad, un aumento de la cantidad de opio que mantiene a raya la indómita fiera del sufrimiento.
Si, Jane, sé lo que estás pensando: que soy una egoísta redomada. ¡Me lo has dicho tantas veces! Tal vez tengas razón. Confieso que no deseo añadir una contingencia más a mi lamentable estado. No puedo, a dos pasos de la sepultura, permitirme la preocupación que me causaría que mi cuidado alterase la plácida rutina de vuestras vidas. Por lo tanto, no debéis sentir remordimiento alguno. La ignorancia exime de culpabilidad.
Aquí recibo todos los cuidados que mi enfermedad requiere. Cuando el dolor me respeta salgo a pasear por el jardín o tomo el sol tras los cristales del pabellón. Sí el sufrimiento se agudiza, Charles me toma de la mano hasta que el opio me conduce a un balsámico sueño.
Esta mañana nos hemos casado, era la única forma de corresponder a los sentimientos y atenciones de Charles que se ha desvelado como un romántico empedernido.
No estéis tristes por mí. He vivido como he querido y he gozado de la inmensa fortuna de haber sido amada por dos grandes hombres. Esto es mucho más de lo que muchas mujeres han conseguido. La única sombra en mi vida ha sido la ausencia de hijos, pero esta ha sido disipada por el cariño que siempre me ha profesado mi querida sobrina, mi amada Maggie. Ella ha suplido con creces esta contrariedad de mi naturaleza. Para ella son las últimas líneas de esta carta:
Querida sobrina, ya conoces de sobra el cariño que a ti me une. En aras de éste, he de comunicarte que tanto mis joyas (salvo un camafeo con mi foto que lego a Charles) como el capital procedente de la venta de mi casa, una vez satisfechas las deudas, te los cedo como herencia y dote. De ellos, sólo tú dispondrás, ni tan siquiera podrá hacerlo tu futuro marido. Sabes que la ley cambió hace diecisiete años y que los bienes que heredes son privativos tuyos. Las instrucciones precisas os serán remitidas por el bufete de abogados a quienes he encargado la gestión legal de mis asuntos. Charles es mi albacea.
Lamento no poder continuar escribiendo. El dolor me apresa de nuevo con sus nudosas garras.
Me despido de todos vosotros con un fuerte abrazo esperando que nos reencontremos, un día muy lejano, en la eternidad que cantan los profetas.
Vuestra hermana y tía que os quiere,
Violet Lawson
P. D. Violet ha muerto a las dieciocho horas veinticinco minutos de hoy: 25 de octubre de 1899. Como ella no ha dejado ninguna instrucción relativa a sus exequias, he dispuesto, si les parece oportuno, que se celebren dentro de tres días en la capilla metodista contigua al hospital cuya dirección figura al dorso de esta carta.
Fdo.: Mayor Charles Lawson
Margaret depositó la carta sobre el sofá desde el que leía y rompió a llorar. A pesar de que la habían educado en la contención, no conseguía dominar sus emociones. El dolor por la pérdida de su tía la desgarraba. En un arranque inesperado se asió a su madre buscando consuelo en el abrazo. Lady Jane la acarició largo rato mientras unas lágrimas silenciosas brotaban de sus aceradas pupilas y caían como una fina lluvia sobre el pelo de su hija. Cuando esta se calmó, accionó la campanilla y llamó al mayordomo:
—Walter. Mi hermana ha muerto. Llame usted a uno de los mozos para que esté preparado. En cuanto redacte las notas para el señor y para mi hijo, las llevará para que sean cablegrafiadas a primera hora de la mañana. Avise también a la señora Flanders. Debe activar el protocolo del luto. Mande a uno de los criados a que contrate un coche de punto.
—Pero, señora –la interrumpió el mayordomo–, ya sabe usted…
—Sí, ya sé. Que mi doncella esté lista para acompañarme. Evitaré la maledicencia. He de acudir de inmediato al hospital en el que yace el cuerpo de mi difunta hermana. No puedo tolerar que sus exequias se realicen en un lugar tan poco acorde a su posición social. Hablaré con el mayor y será velada en esta casa.
Alrededor de medianoche el cuerpo de Violet fue depositado en el salón de baile. Los espejos, el piano y las cortinas fueron cubiertos con telas negras. Los relojes detenidos a la hora del fallecimiento. La modista fue avisada para que preparase las ropas del luto que iba a durar seis meses. Madre e hija, ayudadas por algunas sirvientas, emplearon gran parte de la noche en escribir las cartas del duelo, ribeteadas en negro y lacradas con cera del mismo color. En los días posteriores, fueron llegando a la mansión los familiares y amigos. La casa estaba sumida en un ajetreo constante de criados que cambiaban las flores del salón, reponían las velas o llevaban té a los invitados que se reunían en el comedor. Sólo Margaret y Charles insistieron en permanecer junto al cadáver. Jane interpretó a la perfección su papel de anfitriona perfecta. Su aspecto era magnífico pues el negro le sentaba bien ya que añadía prestancia a su figura fibrosa y destacaba la palidez de su tez y sus cabellos. Sin embargo, a Margaret le infundía un gran temor la contemplación de su madre ataviada con las ropas del luto pues le parecía la viva imagen de la muerte.
La jornada del funeral amaneció gris y fría. Los días luminosos de aquel atípico otoño acabaron. La temperatura había bajado bruscamente durante la noche. Densas nubes traídas desde el océano por un viento helado y amenazante que las depositaba sobre el valle se mezclaron con el humo de las chimeneas creando una espesa niebla que diluía los contornos de las casas y amortiguaba el sonido de los cascos de las caballerías sobre el pavimento de las calles. Margaret no pudo dedicar mucho tiempo a la contemplación del paisaje que se asomaba tras los cristales de su cuarto; la ropa para la ceremonia estaba dispuesta en el gabinete contiguo: un traje negro de mangas abombadas en los antebrazos y adornado con encajes. Mary no había acudido aún a vestirla. Probablemente estaría ocupada en otras tareas. Se sentía cansada por las noches en vela, sólo se había permitido retirarse a su cuarto la noche anterior cuando ya los claros del día se insinuaban. A pesar de la fatiga se sentía satisfecha, pues había podido despedirse de la querida tía Violet. Se acercó de nuevo a la ventana y la abrió. La niebla penetró en la estancia y le rozó la cara con sus dedos viscosos y fríos. Se estremeció y la cerró de golpe Se sentó en el tocador. El espejo le devolvió su rostro más pálido de lo habitual con cercos morados en torno a sus claras pupilas. Tocaron a la puerta.
—¿Puedo pasar, señorita Margaret? –preguntó Mary.
—Entra, estoy levantada.
—Le traigo una taza de té y unas tostadas. En cuanto se termine el desayuno la ayudaré a vestirse.
Mary la ayudó con el corsé, tiraba de los cordones de la prenda sin demasiada destreza. Margaret lo notó:
—¿Es tu primer trabajo como doncella, verdad?
—Sí, señorita, ¿tanto se me nota?
—Bueno, un poco –respondió Margaret con benevolencia–. Lo que no me explico es cómo te ha contratado mi madre, suele ser muy estricta en cuanto a las referencias del servicio doméstico.
Mary enrojeció, se retorcía las manos y farfulló al contestar.
—Fue cosa de mi prima, trabaja como secretaria. Ella falsificó las referencias. Pero… ¡Por favor, no me delate! Necesito este empleo. He intentado desempeñar todo tipo de oficios. A pesar de mi tesón, en todos he sido despedida. Es por mi naturaleza. Míreme, soy enclenque y no puedo trabajar diez o doce horas en una fábrica o limpiando. Carezco de la formación suficiente para ejercer de institutriz o secretaria. Un empleo de doncella era la única opción que me quedaba. Mi prima leyó el anuncio en The Times y urdió el engaño. Señorita, como le he dicho, necesito esta colocación. No quiero volver a mi casa de Bermondsey. Haré lo que usted desee, la serviré con abnegación, pero no me despida. Por una vez en mi vida dispongo de comida caliente y de una cama seca tan distinta del jergón de paja maloliente que compartía con mis hermanos. En aquel antro se cuela la humedad del río que cubre con una costra mohosa las ropas y las paredes. Casi todos mis hermanos tosen, sus pulmones están podridos. El río lo pudre todo. Parte del dinero que gano sirve para comprarles comida y medicinas a los pequeños. Mi padre está en la cárcel y el sueldo de lavandera de mi madre no alcanza para mantenerlos…
—No te preocupes, Mary, no voy a decir nada. Pero tú debes esforzarte por aprender rápido si no mi madre acabará por notar tu inexperiencia, te despedirá y yo no podré hacer nada para impedirlo.
A Margaret no le desagradó la situación, para cumplir sus planes necesitaba una aliada. A cambio de su silencio Mary le regalaría el suyo y este era imprescindible.
La doncella acabó de vestirla, con el velo sobre la cabeza cayendo sobre su cara sintió que el día era aún más gris, más funesto.
En el piso inferior la esperaban sus padres y Edward. Subieron al carruaje de punto que siguió a la carroza fúnebre tirada por empenachados caballos negros. Detrás, otros coches completaban el cortejo que enfiló Burton y Conduit Street para desembocar en Regent Street donde colapsaron el tráfico. Avanzaban con lentitud. Al llegar a Piccadilly Circus, Margaret descorrió la cortina que velaba la ventanilla del coche de punto y echó hacia atrás el velo que cubría sus rasgos. Esbozó una sonrisa, la primera tras la muerte de su tía, cuando contempló la fuente memorial, el monumento dedicado a Shaftesbury, que a pesar de su reciente construcción comenzaba a ser popular. La fuente representaba una figura desnuda en actitud de emprender el vuelo. Portaba un arco en la mano y de su dorso emergían unas alas de mariposa. Preguntó a su padre por el nombre de la escultura: El ángel de la esperanza cristiana. Aquella figura era demasiado sensual para representar un ángel y desde luego un arco no era un símbolo adecuado para representar la Esperanza. A ella, salvo por las alas de coleóptero, le recordaba a Eros y por tanto evocó a Hunter. No había podido ponerse en contacto con él, aunque imaginaba que conocería los acontecimientos por los ecos de sociedad. El cortejo se detuvo y entraron en la iglesia de Saint James; un macizo edificio de ladrillo rojizo que el hollín de la ciudad convertía en gris. El féretro fue llevado al interior del templo y depositado bajo la cúpula cubierta por una bóveda de cañón sostenida por columnas clásicas.
Concluidas las exequias, el cortejo prosiguió hasta el norte, hasta Hamstead. Se detuvieron a la entrada del cementerio de Highgate. Los asistentes bajaron de los coches de punto y siguieron a pie al coche fúnebre que transitaba a paso lento por la hermosa avenida de inspiración egipcia que conducía hacia el ala oeste. Una llovizna fina comenzó a caer sembrando de diminutas gotas de agua los helechos que crecían allí donde las sepulturas habían sido olvidadas. Abrieron los paraguas para resguardarse de la pertinaz lluvia. A la luz mortecina de la mañana otoñal, los ángeles de piedra que coronaban los túmulos funerarios parecían llorar. Margaret pensó en su tía: tal vez ella fuera ya un ángel celeste y estaría sentada a la diestra de Dios, definitivamente a salvo del dolor y el sufrimiento. Le habían enseñado a creer en un mundo ultra terrenal y en aquellos terribles momentos se aferraba a las creencias aprendidas en la infancia para no caer en el abismo de la desesperación, pues su tía ocupaba en su corazón el lugar que debía haber habitado su madre. El carro funerario se detuvo ante la imposibilidad de continuar por una de las calles perpendiculares a la avenida principal que era bastante estrecha. Varios empleados del cementerio trasladaron el ataúd hasta una sepultura cercana. Se trataba del mausoleo que Violet había mandado erigir sobre la tumba de su esposo muerto en la epidemia de cólera que asoló la ciudad a mediados de siglo. La lápida de mármol blanco que cubría la fosa había sido retirada. En su superficie además de las fechas del nacimiento y muerte de su tío, un hábil cantero había esculpido una cruz celta que recordaba los orígenes irlandeses del doctor Radcliffe. Lo más llamativo era la escultura que coronaba el túmulo. Era de tamaño natural y representaba a Esculapio sujetando el bastón al que se enrollaba una serpiente en alusión al oficio del difunto. El pastor leyó el salmo veintitrés y la fosa fue cubierta por la lápida en la que acababan de grabar los datos de Violet.
La ceremonia fue breve ya que la lluvia comenzaba arreciar. Los asistentes se marcharon a paso rápido en busca de los coches que esperaban a la entrada del camposanto. El viento agitaba con vehemencia las copas de los árboles produciendo un ulular que a Margaret, con los nervios aguzados por los tres días de vigilia, se le antojaron los tristes lamentos de los difuntos presos en las sepulturas y panteones. Apenas habían alcanzado los coches cuando la tormenta comenzó a descargar con gran fuerza. Los relámpagos trazaban sus espectrales dibujos en el cielo gris oscuro y los truenos retumbaban en los mármoles del cementerio. Se dirigieron a la residencia de Mayfair en la que habían previsto un sencillo ágape de agradecimiento a los asistentes al funeral.
Se reunieron en el comedor donde los criados habían dispuesto un bufé. Margaret se despojó del velo y se abstrajo contemplando la lluvia que trazaba extraños mapas en los cristales. Las gotas, minúsculas al principio, emprendían un viaje descendente a través de la pulida superficie. En su camino devoraban a otras gotas situadas en estratos inferiores mientras engordaban y crecían. «Como la vida misma –pensó Margaret– los de arriba siempre aprovechándose de los de abajo».
—Este tiempo despierta la melancolía ¿verdad?
La muchacha se sobresaltó y dio un respingo. Se giró y contempló la cara de Hunter que la miraba divertido a causa de la extrañeza de la joven.
—¿Qué haces aquí? –comentó en un susurro.
—Convencí a mis tíos de la conveniencia de acompañarlos a cumplir con su deber social de buenos vecinos. Residen muy cerca, en Berkeley Street. Pero la verdad es que estaba desesperado por saber de ti. Me imaginó que no habrás podido resolver nada respecto a los planes que trazamos.
—Creo que sí –continuaron hablando en susurros, de cara a la ventana, sin mirarse–. Pero sería un poco largo de explicar y menos aquí. Me voy a escabullir hasta el invernadero. Está detrás de la casa, como a unos treinta metros. Se ve su acristalada estructura desde cualquier lado de la propiedad. Te espero allí dentro de media hora. Intenta acudir y te explicaré.
Durante un buen rato no pudo zafarse de sus obligaciones; siguió recibiendo las condolencias de los parientes y amigos. Por el rabillo del ojo, contemplaba a Hunter que charlaba con algunos invitados. Se sintió nerviosa y vulnerable sobre todo cuando éste se dirigió hacia ella y su familia para expresarles el pésame. No podía permitirse que los nervios la delataran. Le resultaba difícil aparentar indiferencia ante la presencia del hombre al que amaba. Sin embargo, debía fingir. Respiró todo lo hondo que su corsé le permitió e improvisó con rapidez una máscara de indiferencia que conservó mientras Hunter avanzaba hacia ella.
El pintor le estrechó la mano de forma protocolaria mientras le comunicaba sus condolencias por el fallecimiento de Violet.
—Lamento, señorita Hills, que nos volvamos a encontrar bajo tan lamentables circunstancias.
Ella le devolvió el saludo agradeciéndole su presencia. Miró de reojo a su madre que mantuvo su expresión solemne. Los tíos de Hunter departían con el mayor Lawson, al que parecían conocer. No se percataron del saludo de su sobrino que dejaba a las claras que conocía a la muchacha.
Cuando las formalidades acabaron, los invitados se distribuyeron en grupos mientras degustaban el ágape dispuesto en el bufé. Margaret se deslizó hacia la puerta. Al poco, se encontraron en el invernadero a salvo de miradas inoportunas. Se derrumbó en sus brazos presa de un llanto desconsolado que había reprimido durante demasiado tiempo, el llanto por su tía Violet. Él la abrazó y le acarició el cabello hasta que ella se calmó.
La muchacha le informó de los planes que había trazado, aunque dudaba que durante el período de luto, que duraba tres meses para ella, pudiera llevarlos a cabo.