XVIII

Grecia

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Nos reunimos en mi apartamento una tarde de la primavera de 1993. César apareció con una pila de folios en los que había vertido todo el material que yo le había proporcionado hasta el momento. Pulsé el botón de la grabadora y ambos escuchamos en mi voz las últimas hojas de los diarios. El relato de la vida de Margaret estaba incompleto. Las palabras que recogía la cinta habían sido escritas por ella el doce de marzo de 1909. El resto del cuaderno estaba en blanco. Nos había llevado todo el invierno traducirlo y reescribirlo. El resultado lejos de proporcionarnos certezas nos creaba nuevas dudas. El camino, hasta ahora tan diáfano, se cortaba abruptamente por un alto muro de silencio e incertidumbre. Lo peor era que ignorábamos cómo concluir la historia, cómo recuperar el hilo cortado. Todos los protagonistas habían muerto. No podíamos preguntar a nadie.

—Tal vez tu madre sepa algo, Elena –sugirió César tan confuso como me quedé yo cuando realicé la traducción–. Los secretos de familia se ocultan bajo espesas capas de silencio para evitar que afloren y descoloquen toda la estructura, a veces falsa, sobre la que se sustenta el equilibrio familiar.

—Carecemos de nuevas pistas. Ya hablé con ella al respecto. Renée se llevó a la tumba su secreto. Mi abuela Esperanza sospechaba que había algo oculto que la afectaba. Lo intuyó por comentarios que escuchó en boca de su padre el tiempo en el que estuvo trabajando como dependienta en el comercio.

—¿Qué tipo de comentarios?

—Alusiones veladas, palabras que se le escapaban a mi abuelo sin querer. Ella llegó a creer que era bastarda, hija de algún marinero de los muchos que recalaban en Mirabilia en aquella época. Recelaba que su madre se casó embarazada y no de Fulgencio precisamente. Siempre calló sus sospechas hasta que yo nací. Entonces se las confesó a mi madre. El color de mi pelo la indujo a pensar que su progenitor fue un marino bretón. Apoyaba sus afirmaciones en el hecho de que, por aquella época, existía un importante tráfico de mercancías entre el puerto de La Rochelle y el de Mirabilia. Quizás fueran estas aprensiones el motivo que agrió la relación con su madre. Nunca se llevaron bien, por lo que yo sé.

—¿La tuya no sabe nada de Margaret?

—Nada, salvo lo que ya te he contado: que mi abuela la quería mucho y que desapareció sin dejar rastro cuando ella contaba nueve años.

—Lo que no me explico es cómo nadie había leído los diarios.

—Aparecieron hace poco. Mi madre realizó una limpieza en el trastero de su casa y los descubrió por casualidad, escondidos bajo una tabla del suelo.

—¿Y el gabinete galante, nadie conocía su existencia?

—Bueno, eso es comprensible. La francesa debió cerrarlo a cal y canto, no desearía que los niños lo descubriesen y penetrasen en un lugar tan poco recomendable. Por ello escondería la llave. Mi madre ignoraba que en la casa hubiese semejante habitación.

—¿Y tu bisabuelo Fulgencio, qué fue de él?

—Cuando la minería se hundió, alrededor de 1918, dejó de vivir en la mansión. Aunque, a tenor de lo que conocemos, quizás fuese una excusa para alejarse de mi bisabuela a la que ya no amaba. Tal vez ella lo echara. Ya no necesitaban el piso superior como almacén y lo habilitó de nuevo como domicilio. Mi abuela Esperanza marchó con él con la difícil misión de ayudarle a salvar el negocio con sus conocimientos del idioma inglés. La ruinosa situación financiera de la tienda obligó a Fulgencio a despedir a todos los dependientes. Ambos consiguieron mantener la actividad comercial sin demasiados gastos.

—¿Consiguieron remontar la crisis?

—Ella trabajó durante algunos años hasta que el matrimonio la apartó definitivamente de las telas. A pesar del tesón que invirtieron en el negocio, el comercio languidecía por falta de clientela.

Me callé durante unos instantes para ordenar mis pensamientos. César aprovechó la pausa y encendió un cigarrillo. Después continué el relato.

—Mi abuelo Raimundo llegó a Mirabilia como flamante oficial de la base en 1925. Necesitaba ropa de paisano y le indicaron el establecimiento donde mi abuela trabajaba. Siempre sostuvo que se enamoró de ella en cuanto la vio. Le llamaron la atención los ojos color caramelo, la tez clara y sobre todo el pelo: una madeja castaña trenzada y enrollada sobre la nuca que parecía carbón al contraste con la textura casi translúcida de la piel. Además era alta, más de lo que lo eran las mujeres españolas de aquella época y sus huesos eran esbeltos como bambúes. Esperanza era el paradigma de los efectos del mestizaje. En su anatomía se reflejaba la mezcla de razas, de culturas, de estirpes, que habían venido a recalar a las costas surestinas desde tiempos inmemoriales y lejos de degenerarla, como sostenían los fascistas, la habían enriquecido con la variedad de los caracteres escritos en el código genético.

—Así es. Sostener la pureza de la raza es absurdo. Para mí sólo existe una: la humana.

—Cuando llegó su turno, todo su aplomo de militar, su valentía de aguerrido marino se tornaron humo. Tuvo que tragar saliva y fue consciente de que su rubicunda faz adquirió un tono rojo escarlata que lo delataba. Sus piernas se le volvieron de arena y las manos de tierna manteca. Cuando mi abuela se dirigió a él para atenderlo, oyó su voz muy lejana, a pesar del escaso medio metro que los separaba, como si se hubiese levantado una niebla de nata que envolviese los sonidos en algodón y resultasen casi inaudibles. Tras unos instantes de vacilación, que a él se le antojaron interminables, se recuperó de los vértigos del amor y balbuceó que deseaba paño para un traje. Mi abuela extendió sobre el mostrador una pieza de un azul muy oscuro y le instó para que apreciara la textura del tejido. Durante un breve instante los dedos de ambos se encontraron en el mar del paño catalán. Fue un toque leve y fugaz pero suficiente para que ella sintiera un escalofrío que recorrió su columna vertebral. En ese momento decidió que aquel marino rubio y apuesto sería suyo. No sabía cómo, pero su instinto femenino y la intuición heredada de generaciones de mujeres le aseguraron que así sería, pues las cartas que le echaba su madre cada vez que acudía a Villa Mercurio, siempre mostraban un joven rubio venido del norte para desposarla.

—Como un príncipe azul –comentó César con ironía.

—Más o menos. Cuando él salió del establecimiento, con la compra envuelta en un papel de estraza y atada con un cordel de cáñamo, ya había decidido que la joven dependienta de ojos de caramelo y tez de nata sería su esposa. En su estómago anidaron mariposas que revoloteaban como pajaritos asustados. Caminaba como en una nube. Era la primera vez que sentía la fiebre del amor. Como no estaba inmunizado contra ella se apropió de él como una virulenta enfermedad que le asentaba ardor en el alma y un frío que le provocaba temblor en los miembros.

»Al llegar a la residencia de oficiales ya estaba decidido a indagar quién era la dependienta de tejidos, a cortejarla como mandaban los cánones y a pedirla en matrimonio a su padre. Ni por un momento pasó por su mente la duda de que ella no pudiera quererlo. Era militar y estaba acostumbrado a que obedecieran sus órdenes. Se casaron a los tres años. Inmediatamente, llegaron los hijos casi a razón de uno por año. La última fue mi madre que nació en 1934. Poco después de casarse mandaron construir la casa de la playa donde residían en verano. A finales de 1935 se marcharon a El Ferrol. Mi abuelo ascendió y lo destinaron a esa base naval. Allí lo sorprendió la sublevación. Combatió con el ejército de Franco.

—¿Por convicción o por las circunstancias?

—Creo que por ambas razones.

—¿Y qué fue de Fulgencio?

—Mi bisabuelo continuó atendiendo solo el negocio. Cuando acabó la guerra, traspasó la tienda. Ni aún así quiso regresar a Villa Mercurio, en donde continuaba viviendo mi bisabuela como adivinadora y curandera reputada. Sólo la enfermedad lo obligó a vivir en la mansión pues un ataque cerebral lo imposibilitó, como a su padre.

—Entonces, ¿el anciano se quedó solo?

—Contrataron a alguien para cuidarlo, creo. Pero al poco, mi abuelo Raimundo regresó a Mirabilia con los vencedores. Precisaban un militar de prestigio y de sólida filiación franquista para proceder a la purga de la Armada por la vía de los consejos de guerra sumarísimos. Él no pudo negarse ante tan ingrata labor y tuvo que participar en los juicios que condenaban a los marinos, muchos de los cuales habían estado bajo sus órdenes cuando estuvo destinado en Mirabilia. Sin embargo, el cambio de destino fue providencial para mi abuela pues pudo atender a su padre que murió a los pocos meses. Mi abuelo nunca regresó a Galicia, salvo en vacaciones. Falleció cuando yo contaba ocho años, al poco lo acompañó mi abuela Esperanza. La que más duró fue Renée, que vivió hasta los ciento un años.

—Resulta una historia interesante. Seguro que ha dejado huella en vosotros.

—A veces me pregunto si en verdad nuestro destino está escrito antes de nuestro nacimiento. Pero no es así. Ninguna de las circunstancias con las que nacemos adheridas a nosotros como una segunda e invisible piel es categórica. La información que contiene nuestro ADN, nuestra clase social, el lugar del planeta en el que hemos nacido no son determinantes. Nada lo es. Cada individuo es el protagonista de su propia vida. Además, del guionista y del director. El azar sólo es una mínima circunstancia –concluyó César.

—Así lo percibo yo. El ambiente en el que vivimos pesa tanto o más que nuestra genética.

—Mi madre solía afirmar que la existencia es como una colcha –comentó César–. La cosemos con retales heredados contenidos en algún viejo baúl, encontrados en el borde de una cuneta, en el que alguien los ha arrojado, o abandonados en el puesto de algún chamarilero. Los materiales en sí no son importantes, tampoco su textura o su color. Unos son preciosos: telas hermosas facturadas en la seda más delicada, en el brocado más perfecto o en el más suave satén. Otros son trozos de basta arpillera, toscos pedazos de burdo algodón. Sin embargo, nosotros, los artífices, podemos crear con ellos una labor de deslumbrante belleza; porque eso es lo que importa: el conjunto. Nuestra colcha nos abrigará. Es nuestra, por tanto, es única y bella.

César calló un momento antes de proseguir, una intensa emoción se asomaba a sus ojos: el dolor por la ausencia de su madre. Se rehízo y prosiguió:

—Lo maravilloso es que disfrutemos con la labor, aunque, a veces, como Penélope, debamos descoser algunos retales. No importa, no es tiempo perdido, sino ganado. En otras ocasiones necesitamos la ayuda de los demás para que nos sujeten la tela. Nunca debemos desdeñar los tejidos regalados, que suelen ser hermosos, tampoco despreciar un consejo acerca de cómo proseguir la labor. Sin embargo, no debemos olvidar que los únicos que podemos coserla somos nosotros. Nadie puede sustituirnos.

—Según tu teoría, existen infinitas posibilidades no exentas de fallos pero que te permiten que el resultado sea diferente.

—En efecto. Eso es. El destino no existe, es puro aire. El real se lo construye uno mismo con sus errores y aciertos. Lo único importante eres tú y tu colcha, solía afirmar mi madre. Es cierto que para acabarla se precisa coraje y esfuerzo, una disposición correcta de los materiales y unas acertadas puntadas. Es necesaria una gran aplicación y sobre todo el disfrute de la tarea. De cuando en cuando hay que orearla, sacarla al sol para contemplarla con amor y orgullo, sin mirar los retales individualmente sino el conjunto. Hay que admirar la labor tal como se contemplan los cuadros impresionistas, a distancia. Si no, sólo se ve una veladura emborronada de color y carente de sentido. También es conveniente desechar algún trozo porque sea débil o comprometa el resultado final, arrojarlo fuera, sin miedo, sin remordimientos.

Me quedé en silencio durante un rato, intentaba asimilar la profundidad de la metáfora y la relación que ésta poseía con la realidad. De pronto, una idea me asaltó. Agarré el último de los cuadernos y lo examiné a conciencia. La encuadernación estaba intacta, no aparecía ninguna señal de que alguien hubiese arrancado hojas. La idea, lejos de desvanecerse persistió con más fuerza.

—No lo entiendo, César, ¿por qué dejaría de escribir? Creo que deberíamos regresar a Villa Mercurio. Me parece que olvidamos un detalle que acabo de recordar y que estimo importante. Llevaré el cuadro. El sábado, si te parece, realizaremos una nueva inspección. Después, si lo crees conveniente, podemos comer con mis padres. Mi madre está deseando conocerte.

—No te entiendo, Elena. ¿Podrías ser más explícita?

—Lo sabrás a su debido tiempo. Tal vez sólo se trate de una intuición.

El día fijado aparcamos el coche frente a la cancela de entrada a la propiedad. Yo transportaba el cuadro enrollado bajo mi brazo. Entramos en la casa. Olía a humedad y a polvo con más intensidad que la última vez. Subimos al piso superior. Registramos con meticulosidad todos los muebles. Palpábamos los interiores buscando algún doble fondo en el que pudiese estar el cuadro de mi bisabuela. Cuando ya estábamos a punto de desistir lo encontramos en uno de los armarios del desván, que la vez anterior no había revisado, oculto en el altillo. Parecía formar parte de la estructura del mueble. Lo bajamos con mucho cuidado. Lo habían envuelto con una sábana de algodón. La retiramos y la figura de Renée emergió de su encierro. Sus ojos nos miraban desde más allá del tiempo. Sobre su pecho brillaba la turquesa que adornaba el guardapelo. Parecía una pupila misteriosa, un tercer ojo, con una extraña localización: la garganta. La joya y los ojos formaban un triángulo invertido que aludía a encarnación de la espiritualidad en el mundo humano, a la vez que simbolizaba lo femenino. César extrajo la lupa que previsoramente había guardado en la mochila y se concentró en la observación de los símbolos que aparecían en el retrato. Me los fue explicando. La bola de cristal sobre la mesa mostraba una superficie borrosa, metáfora de las incertidumbres del futuro. El mazo de las cartas del tarot estaba boca arriba. Sin la ayuda de la lente no se podía precisar qué figura mostraba. La acercó, los trazos eran difusos, apenas una mancha de color, pero se distinguía la guadaña de la muerte. Ambos objetos enlazaban sus significados creando un mensaje estremecedor. El lienzo resultaba inquietante. No reconocí en aquella dama a la viejecita amable que cuidó de mí, a mi bisabuela. Lo depositamos sobre la cama para después llevárnoslo y continuamos la inspección. No encontramos nada interesante. Sin embargo, una vaga idea continuaba acuciando mi mente. El inconsciente me enviaba un mensaje que yo no conseguía descifrar. Buscaba algo que ya había contemplado, pero no sabía en qué consistía. Un detalle que observé en la anterior visita y que me pasó desapercibido a nivel consciente. Regresamos al piso inferior y penetramos en la biblioteca. Deslicé el panel que cubría la puerta del gabinete galante y entramos en él.

—No sé lo que buscas, Elena.

Recorrí de un vistazo la habitación que César iluminaba con la linterna. Allí estaba el objeto que no concordaba en aquel lugar y cuya discordancia había forjado una idea en mi cerebro que se había quedado agazapada a la espera de un rescate que la condujese a las capas superiores de la corteza cerebral.

—Esto –comenté señalando un reclinatorio–. ¿No te parece extraño encontrar un objeto de iglesia en un lugar destinado al amor?

—Sí, es raro, pero no encuentro la explicación.

Enfoqué el potente haz de luz de la linterna por las paredes de la sala. Una de ellas aparecía con agujeros, como si hubiesen clavado algo encima.

—Ayúdame a desenvolver Flower passion –le ordené, presa de una intensa emoción.

Acerqué una silla a la pared y me subí a ella. El cuadro encajaba con la marca más tenue que se observaba en el muro.

—¡Ha estado colgado aquí! –afirmamos los dos al unísono.

Deposité el lienzo sobre una mesita y empujé el reclinatorio. El reposabrazos se abrió. En el interior apareció una cuerda de cáñamo anudada con restos de una sustancia oscura que parecía sangre seca.

— ¡Se fustigaba ante el cuadro como si se tratase de una santa! –exclamó César.

—Sí, como si fuese La Magdalena Penitente. Me imagino el pecado que pretendía expiar con la mortificación de la carne.

—Su pasión prohibida.

—Efectivamente. Hasta que no hayamos armado este rompecabezas, no le contaré nada a mi madre.

Cerramos la mansión y nos dirigimos a Mirabilia. Era casi la hora de comer. Aparcamos el coche en las inmediaciones del puerto. La ciudad se preparaba para las fiestas con las que finalizaba la cuaresma. De los balcones colgaban pendones morados, rojos, blancos y negros que identificaban a los seguidores de las distintas cofradías. Las terrazas de los bares estaban llenas. Las ocupaban algunos ancianos conversando, turistas ataviados con calcetines y sandalias y señoras de altos peinados. La ciudad intentaba superar el marasmo económico causado por el desmantelamiento de la industria. Nos detuvimos ante el escaparate de la librería mirabiliense por antonomasia, Orfeo. Sólo ofrecía libros relacionados con la Semana Santa: Odas a la Virgen de los siete dolores, Poemas desde mi balcón, Mirabilia y sus tradiciones. Un título nos llamó la atención: Las vírgenes morenas del Mediterráneo. La adoración a Astarté y Tanit. César lo compró.

En un comercio cercano adquirimos una botella de vino y una caja de bombones para mis padres. La comida fue todo un éxito. Mi madre estaba encantada de lucir sus habilidades culinarias ante mi amigo. Ambos contestamos con evasivas a las preguntas sobre el tema que estábamos investigando.

Con la excusa de que le ayudara a servir el postre, mamá me condujo a la cocina.

—Te encuentro muy bien, hija. Has ganado peso, tu cabello ha recuperado el brillo. Se te ve mejor. ¿Continúas con el tratamiento que te recetó el psiquiatra?

—No, mamá. Ya no lo necesito. Me ha ayudado más un terapeuta que el médico me aconsejó, un psicólogo clínico. Mis emociones y mis nervios están sometidos al absoluto control de mi voluntad.

—No me engañas, Elena. Estás radiante y eso sólo obedece a una razón. ¿Estás enamorada del profesor, verdad?

—¡Qué imaginación tienes, mamá! César es un buen amigo y nuestra relación es meramente profesional. Él vive en su casa y yo en mi apartamento. Compartimos muchos momentos, pero entre nosotros no hay absolutamente nada. Ambos estamos sanando anteriores heridas amorosas. Ninguno de los dos, creo, deseamos complicarnos la vida.

La conversación quedó interrumpida por la presencia de mi padre que acudió a la cocina en busca de la segunda botella de vino. De nuevo en la mesa, mi madre anunció:

—Elena, la operación de la venta de la casa está ultimada. Antes de ayer firmé el contrato de compraventa. Tus tíos me han otorgado poderes notariales. Este verano, si nada lo impide, cerraremos la operación. Durante este tiempo recogeremos los objetos que deseemos conservar. Mis hermanos no quieren ninguno, por lo tanto nos toca a nosotras decidir lo que nos vamos a quedar.

—Mamá, ahora estoy muy ocupada, ya lo sabes; me resulta imposible emplear mi escaso tiempo en esa tarea.

—No te preocupes. En julio podemos acometer la empresa.

Nos marchamos temprano con la excusa de mis estudios y del trabajo de César. Mi madre deslizó en mi mano un sobre con dinero.

—Toma, Elena, es un adelanto sobre el total de la herencia. Nos han ingresado una generosa cantidad en concepto de anticipo por la reserva de la finca. Sé que andas escasa de fondos, date un capricho. Te lo mereces.

Cuando circulábamos por la autovía rumbo a la capital de la provincia, en la que ambos residíamos, se me ocurrió una idea:

—Carrieri no da señales de vida. Yo no puedo continuar con esta incertidumbre. Podríamos emprender nosotros el viaje. Las vacaciones están cerca. Dos semanas es suficiente para encontrar alguna pista que nos encamine hacia el final del misterio.

—Es muy precipitado. La solicitud de fondos al decano conlleva trámites y un tiempo del que no disponemos.

—No importa. Lo haremos de forma privada, sin el patrocinio de La Universidad. Siempre podremos acabar el trabajo posteriormente, cuando dispongamos de todos los datos. La historia podría publicarse como una novela, pues posee los suficientes elementos para interesar al lector medio, no sólo a los entendidos en Arte, lo que no excluye una ponencia para un congreso.

—No sé, yo no soy novelista. Mis publicaciones son ensayos aunque te confieso que realicé mis «pinitos narrativos», pero era demasiado joven y lo que escribía tan sumamente malo que abandone esa senda; me centré en el estudio de la pintura.

—La reescritura de los diarios está bastante lograda… Se nota que has añadido elementos de tu cosecha, opiniones que no estaban en los originales.

—Confieso mi pecado. No he podido sustraerme a la tentación. Deformación profesional, siempre que leo emerge el docente y acabo aportando mi visión personal, pero he intentado no desfigurar el sentido original de la narración de Margaret. A ti también te habrá costado un gran esfuerzo la traducción, el lenguaje y los giros que emplea no deben ser los que se aprenden en el inglés académico.

—Los diccionarios me han sido de gran utilidad, también la ayuda de una amiga, licenciada en traducción e interpretación. Trabaja para la embajada española en Londres pero estaba de baja maternal por lo que residía en la ciudad.

—Entonces, ¿emprendemos el viaje? Ahora dispongo de dinero, ¿qué mejor medio de emplearlo que este? Resulta hasta lógico. El capital que me proporciona la mansión empleado en resolver sus misterios.

Subimos al avión una fría mañana de primavera. El aire parecía tallado en cristal, Madrid resplandecía; una tormenta había descargado durante la noche y la había despojado de polvo y de contaminación. Desde la sierra de Guadarrama soplaba un viento gélido que cortaba la piel. Tras tres horas y media de viaje aterrizamos en el aeropuerto de Hellinikon. Cuando descendimos de la aeronave nos sorprendió el excesivo calor, impropio del mes de abril. Alquilamos un taxi y nos introdujimos en el caótico tráfico de la achaparrada ciudad que se extendía como la falda de un derviche danzante en torno a la colina de la Acrópolis. Era la primera vez que visitaba el país. Una guía turística, abierta sobre mis rodillas, me informaba sobre los detalles de la capital helena. César la cerró, él la conocía. Durante el breve trayecto hasta el puerto del Pireo, me fue señalando los elementos más destacados: los montes Licabeto, Acrópolis, Filopappos y Tourkovounia. Me habló del Partenón, del barrio antiguo con sus empinadas y blancas calles cuyos nombres aludían al esplendoroso pasado de la ciudad. La descripción y el paisaje que se asomaba por las ventanillas del automóvil, salvando las distancias, me recordó a Mirabilia: las colinas intramuros, las callejuelas con escaleras y sobre todo el aspecto radiante que le prestaba el sol reflejado en las fachadas blancas de las casas. Sin embargo, debimos posponer la visita a la ciudad que nos seducía con su desolada grandeza. En aquel momento no disponíamos de tiempo. Lo haríamos a la vuelta. Lamenté no poder perderme en el dédalo de su intrincada geografía urbana para sumergirnos en su pasado e impregnarnos de historia, de filosofía… Yo deseaba experimentar el espejismo del tiempo detenido, engañado, entre las volutas y las hojas de acanto de los capiteles, seducido por la esbeltez de las estatuas y encandilado por la blancura de los frisos tallados por las expertas manos de los antiguos escultores que alcanzaron, gracias a aquellas ruinas que contemplábamos en la lejanía, el sueño más querido de los seres humanos: la inmortalidad.

El vehículo se detuvo en el puerto situado a orillas del golfo de Egina. César me explicó que sobre el rocoso promontorio se abrían tres puertos naturales. Nos dirigimos hacia el noroeste, de donde partía la mayor parte de los transbordadores que comunicaban el continente con la zona insular del país heleno. La fortuna nos había sido propicia pues aquella mañana partía un ferri con destino a Sikinos. El próximo partiría tres días después. La comunicación con la isla en la que se estableció Hunter era limitada y nosotros no podíamos esperar. Mientras esperábamos que la nave zarpara, César encendió un cigarrillo. Lo observé sin que se percatara. Su mirada se perdía en el infinito y una veladura de tristeza empañó sus pupilas. Imaginé que él evocaba un viaje anterior acompañado de su bella esposa. No es bueno sentir celos retrospectivos y menos de los muertos. Así que lo dejé absorto en sus pensamientos mientras yo paseaba por la cubierta.

Al poco rato zarpamos. El mar de Ulises era de un azul oscuro, como los cielos de los cuadros de Leonardo, sólo la estela de espuma que el barco araba en el agua rompía la superficie marina que recordaba al lapislázuli. Contemplamos grupos de delfines ocupados en sus circenses juegos, o tal vez en el cortejo amoroso. Los animales saltaban y se zambullían en un estrépito de nácar. De cuando en cuando, bandadas de peces voladores trazaban fantásticas parábolas sobre las olas. Emergían de las profundidades marinas como flechas disparadas por los arcos de algún ejército de tritones perteneciente a las huestes de Poseidón. Nos internamos en el rocoso cinturón de las islas Cícladas que parecían haberse desprendido de la península huyendo de la tierra, fieles a su vocación de navegantes, para que quedase más palpable la filiación talásica de los griegos y su espíritu aventurero. Mientras miraba la fotografía del mapa de Grecia que figuraba en mi guía de viaje, se me antojó que este país era como el chal de Europa que adentraba sus flecos en el Mediterráneo e impulsados por el viento de levante se dirigían hacia oriente. César estuvo de acuerdo conmigo, pues el país siempre había estado basculando entre oriente y occidente.

No habíamos probado bocado desde el insulso tentempié que nos ofrecieron en el avión. Estábamos hambrientos y la travesía era larga. Nos dirigimos al interior de la nave, que contaba con servicio de bar. Nada destacable: la misma comida que se podía deglutir en cualquier lugar del mundo, otro de los indeseables efectos de la globalización. Hamburguesas, bocadillos de pan de molde y los típicos refrescos americanos. Para acallar el hambre, pedimos un sándwich de jamón y queso acompañado de una botella de agua mineral. Nos disponíamos a alimentarnos con aquella escueta colación, cuando un hombre se dirigió a nosotros en un inglés con fuerte acento griego. Mi aspecto tan poco meridional convertía en frecuentes estas confusiones.

—No coman ustedes eso, enfermarán del estómago –nos espetó.

Le calculé más de setenta años. Su rostro estaba curtido por el sol y los vientos del mediterráneo. Con unos ademanes ya pasados de moda se despojó de la gorra que cubría sus blancos cabellos cortados a cepillo, y se presentó:

—Me llamo Alexis Stanopoulos. ¿Tendrían la bondad de compartir mi comida?

Alexis extrajo de su mochila un trozo de queso de cabra con un fuerte sabor a hierbas, a monte, a naturaleza en estado puro, un pan achaparrado pero exquisito y una botella de un vino de un intenso rojo, oscuro como la sangre que concentraba en su esencia todo el aroma de los frutos rojos: ciruelas, grosellas… Los repelentes bocadillos acabaron como alimento para los peces. El amable griego era un campesino que vivía en una isla cercana a Sikinos, Folegandros. Ocupaba su tiempo de jubilado con el cultivo del olivo y la vid. Durante su juventud había sido emigrante en Londres, «¿qué griego no lo ha sido alguna vez?» –comentó, jocoso–. Después de ganarse a pulso su pensión desempeñando múltiples oficios, había regresado a envejecer y morir a su tierra. Se entretenía con su pequeño olivar, su viñedo y el cultivo de algunas verduras de huerta que cuidaba con esmero protegiéndolas del acoso de los salvajes vientos marinos y de la amenaza permanente de la sequía. Había acudido a la península a una revisión médica rutinaria.

Alabamos la excelente calidad de su vino. Él se explayó contándonos la célebre leyenda de Dionisos cuando hizo surgir del casco de la nave, en la que lo transportaban para venderlo como esclavo, una viña cuyos zarcillos se enredaron en las velas del barco hasta inmovilizarlo, la transformación en serpientes de sus captores y la suya en león. Todo ello ocurrió muy cerca, en Náxos.

El hombre se interesó por el objetivo de nuestro viaje, muy contento de que fuésemos españoles y de mi filiación mediterránea. Conocía Mirabilia de oídas, por antiguas leyendas de mercaderes que arribaron a sus costas en tiempos pretéritos seducidos por el brillo de la plata de sus minas. Miraba con insistencia mi pelo, algo a lo que yo, acostumbrada, no prestaba la menor importancia. Cuando no pudo resistir más la curiosidad exclamó:

—Señorita, el color de su cabello no es habitual entre la gente nacida a la orillas del mar que Ulises recorrió. Por sus venas debe correr sangre sajona o tal vez turca. Algún comerciante inglés debió mantener un amor con alguna antepasada suya. O quizá, cuando los piratas otomanos –escupió al mar con desprecio– practicaban su innoble comercio con seres humanos por todo el mediterráneo, alguno dejó su semilla en el vientre de una de sus predecesoras. ¡Perros infieles, sicarios del mismísimo Barbarroja!

Reímos ante la locuacidad de Alexis expresada en sus fantásticas teorías. Le expliqué que mi abuelo había nacido en una región del Norte de España, poblada en la antigüedad por gentes de origen celta y por tanto era frecuente que muchos de ellos fuesen rubios o pelirrojos. Pareció quedarse convencido con la respuesta y calló durante un rato, ocupado en fumarse un cigarrillo que César le ofreció. Cuando lo acabó, continuó preguntando.

—¿Qué les trae a esta lejana región del mundo? ¿Turismo, tal vez? Aunque ustedes no se parecen en nada a los visitantes que acuden a disfrutar del esplendoroso pasado de nuestro pueblo.

En respuesta a su curiosidad le ofrecimos una vaga explicación acerca de un pariente inglés que había vivido a principios de siglo en la isla de Sikinos dedicado al comercio del vino y cuyas andanzas pretendíamos conocer.

—Poco puedo ayudarles en ese tema. Nací en 1925, pero marché a Europa con tan sólo catorce años, poco antes de que empezara la segunda guerra mundial. Pero, les daré un nombre, el del tipo más anciano de toda la isla. Seguro que él les podrá proporcionar alguna información. Su cabeza contiene tantos datos como esas máquinas modernas que llaman computadoras. Su hijo regenta una taberna del puerto, en ella pueden pernoctar. Es modesta pero muy limpia. No abundan los hoteles en la isla, los turistas no se dejan ver por Sikinos. Santorini o Mikonos son destinos más apetecibles para las hordas del norte. Los escasos alojamientos turísticos aún no han abierto sus puertas para la temporada. Se llama El Cíclope. La identificarán enseguida por el cartel que figura sobre la puerta de entrada. ¿Conocen nuestro alfabeto?

—Por supuesto, aunque no hablo su idioma natal. El que se aprende con los planes de estudios va más encaminado a la traducción de los textos clásicos.

—Yo no lo hablo –respondió César– pero sí puedo leerlo y comprenderlo. El griego moderno, afortunadamente, se asemeja bastante al clásico.

Nos garabateó con caracteres occidentales el nombre del «archivo viviente» de Sikinos, como él lo denominaba. Yorgos Nikolakis iba a ser nuestro contacto en la isla. El tiempo transcurrió rápido amenizado por la conversación con el locuaz griego. Tanto que sin darnos cuenta arribamos a Folegandros.

La silueta de la isla se divisaba frente a nosotros. Hasta ese momento la cubierta había estado casi vacía. Sin embargo, comenzó a llenarse de gente. Pronto entendí el porqué. Me giré hacia el oeste. Un espectáculo de una belleza cromática inigualable se nos ofreció: el sol como una bola de fuego pareció sumergirse en el mar tiñéndolo de púrpura y de azafrán. El cielo recordaba el interior de una concha. Poco a poco el dorado, el suave rosa, los tonos hoja seca fueron desapareciendo hasta que el firmamento fue una mancha violeta que viró hacia el azul profundo confundiéndose con el mar.

El silencio, que había reinado hasta ese momento en la cubierta de la nave y que sólo interrumpían los disparos de las máquinas fotográficas, fue sustituido por una salva de aplausos. Yo parecía haber despertado de un sueño, de un hermosísimo sueño del que emergí con los ojos llenos de luz y humedecidos por la intensa emoción que me procuraba más que la contemplación del espectáculo que nos había ofrecido la naturaleza, el brazo de César, que de forma inconsciente me había enlazado por la cintura. Mientras intentaba disimular, sorprendí al anciano campesino sonriéndome con un gesto cómplice. El barco se aproximaba a la isla. Alexis tomó su bolsa de viaje y se despidió de nosotros con un fuerte apretón de manos. Enseguida llegamos a nuestro destino, habíamos recorrido ciento trece millas náuticas y estábamos agotados; en poco más de veinticuatro horas habíamos viajado seis en automóvil hasta Madrid, tres en avión hasta Atenas y casi siete en barco hasta Sikinos. No me importó pues sabía que encontraríamos la respuesta a las dudas que nos planteaba el diario de Margaret. Desembarcamos en Alopronia. Éramos los únicos viajeros que habíamos elegido como destino la pequeña isla.

Nos recibió una algarabía de gaviotas disputándose los restos de los peces que los pescadores, recién llegados de su faena diaria, arrojaban al mar. No nos costó trabajo encontrar la taberna indicada por Alexis ya que no había demasiados establecimientos turísticos en el pueblo. Se trataba de un modesto edificio de forma cúbica, de dos plantas y encalado cuyas puertas y ventanas habían pintado de un azul luminoso. La terraza estaba ocupada por varias mesas de madera del mismo color rodeadas por sillas de tijera. En el interior, las mesas estaban preparadas para la cena. Detrás del mostrador, un hombre de unos cuarenta años, se afanaba en servir a los parroquianos, todos pescadores, copas de ouzo mezclado con agua. Al comprobar que éramos extranjeros, se dirigió a la trastienda del local. Poco después regresó acompañado de un adolescente, por su belleza digno de una película de Visconti. Se parecía muchísimo a Alain Delon, el actor que encarnaba al personaje de Tancredi en el El gatopardo. El muchacho era moreno de piel, alto y esbelto. Su cabeza, de factura clásica, estaba coronada por una mata de pelo negro y crespo. Sorprendían sus ojos de un verde intenso y rodeados de largas pestañas. Era el prototipo del griego que el cine y la literatura se han encargado de difundir. Nos habló en un inglés académico, perfecto. Le mostramos la nota caligrafiada por Alexis, que enseñó a su padre. Después respondió:

—Mi abuelo se encuentra cenando, ha estado un poco delicado de salud por lo que está retirado en su habitación. Normalmente suele permanecer, y más a esta ahora, en el local. Le encanta compartir los chismes de los parroquianos. Enseguida le aviso. Seguro que estará encantado de hablar con ustedes y salir de su encierro.

Apenas nos dio tiempo a agradecerle su amabilidad, cuando nos preguntó:

—¿Desean cenar?

—Desde luego –respondió César–. También queremos alquilar un par de habitaciones.

—Siento decepcionarlos, pero sólo nos queda una. La posada es reducida y las tres restantes han sido ocupadas por un grupo de profesores de La Universidad de Atenas. Tendrán que compartirla.

—No hay ningún problema –me adelanté a responder–, nos hacemos cargo de la situación.

—Denme un minuto para que coja la llave, luego subiremos para que puedan instalarse. Después pueden bajar para la cena.

El adolescente abandonó la barra del bar y nos acompañó a la salida. Una escalera de madera conducía al piso superior. Abrió la puerta y pulsó el interruptor. La habitación recordaba a una celda monacal: las paredes habían sido encaladas hacía poco pues relucían como una perla en el interior de su concha. Una cama doble de madera de pino, dos mesillas, un armario ropero, testigo de otras épocas, una cómoda de cajones sobre la que reposaba un espejo y un par de sillas de anea, también pintadas de color azul, componían el modesto mobiliario. Abrió la ventana y el mar se coló en la estancia con su aroma salobre e intenso.

—El baño es comunitario, está al fondo del pasillo. Es humilde pero nunca falta agua caliente. Tomen la llave. ¡Ah, lo olvidaba! No olviden cerrar las contraventanas cuando vayan a dormir, sino el sol y los chillidos de los pájaros marinos los despertarán demasiado temprano. A partir de las ocho pueden bajar a desayunar. Si necesitan cualquier cosa estaré encantado de ayudarles. Soy de los pocos que en esta isla habla algo de inglés. Me llamo Stavros. La cena estará lista en media hora.

César no sabía cómo afrontar la situación, miraba a todos lados del cuarto con la esperanza de encontrar un lugar donde dormir. Me divertía contemplar su embarazo.

—No te preocupes. Creo que somos lo bastante adultos para compartir una cama. Si te encuentras más cómodo, podemos colocar las maletas entre los dos o pedirle otra almohada a Stravros, que situaríamos entre ambos a modo de barrera.

Nos echamos a reír, la broma había conseguido que se relajase.

—No será necesario. Cuando ambos caigamos en la cama sólo nos van a quedar ganas de dormir. Estoy agotado.

Aproveché que el baño estaba libre para ducharme y cambiarme de ropa. Había refrescado. Me coloqué un pantalón vaquero, una camiseta y una cazadora. Mientras que él tomaba su ducha, aproveché para deshacer mi equipaje. Me sentía nerviosa. Era la primera vez, después de mi divorcio, que iba a compartir la habitación, y la cama, con un hombre al que no me unía ninguna relación ¿o tal vez sí?

Nos sirvieron la cena en el interior, cerca de la ventana. Fuera del local se extendía la noche inmensa cuajada de estrellas. Los únicos comensales éramos los seis profesores universitarios y nosotros. El menú fue sencillo pero delicioso: un excelente pescado fresco cocinado a la brasa, acompañado de una ensalada con verduras del huerto de los Nikolakis. De postre nos ofreció unos pastelillos de sésamo y miel. Todo ello lo acompañamos con vino, que Stravros nos sirvió en una jarra de barro mientras nos explicaba las cualidades del caldo. Se trataba de un Amorgiano elaborado en la propia isla. No le comentamos que ya lo habíamos probado en compañía de Alexis para no empañar la ilusión con la que el muchacho alababa el producto local. Se apreciaba en sus palabras el amor que sentía por su isla.

Cuando ya habíamos acabado de cenar, apareció el abuelo, el señor Yorgos Nikolakis. Se apoyaba en un bastón, en la otra mano portaba una botella. Pidió unas copas e indicó con un gesto a su nieto que se sentase a la mesa.

Mientras bebíamos ouzo, le relatamos despacio, para dar tiempo a que el muchacho tradujese, el objeto de nuestra visita a la isla.

—Sí. Llegó a la isla a principios de siglo y aquí vivió hasta su muerte, a comienzos de los años treinta. Lo recuerdo muy bien. Se dedicaba al cultivo y a la comercialización del vino. Mi padre fue su socio. A pesar de la pésima situación económica del país que condujo al Estado a la bancarrota, consiguió salir a flote. La casi totalidad de la producción la exportaban a Europa. Habían injertado las cepas locales con otras variedades foráneas y el resultado fue un vino de excelente calidad. Ello permitió que mi padre no se viese abocado, como una gran parte de sus compatriotas, a la emigración. El capital que acumuló durante aquellos años prósperos lo invirtió en comprar esta propiedad, en la que levantó la casa familiar, además de la taberna.

Yorgos interrumpió la narración para servirse otra copita del anisado licor mientras parecía ordenar sus pensamientos.

—Los buenos sueños duran poco y toda aquella abundancia se disipó en el aire. La culpable como siempre, la violencia. La Gran Guerra arrasó el continente. La neutralidad de Grecia fue un sueño pues debajo de la paz latía la violencia nacida de los intereses de unos pocos. Y duró lo que una hoja marchita en la rama de un árbol. El enemigo moraba dentro de las murallas. Nuestro rey era partidario de los alemanes, su sangre mandaba más que su sentido del deber. Se enfrentaron las dos facciones, la germanófila que lideraba el monarca y la proaliada, encabezada por el primer ministro. Las disensiones fueron aprovechadas por las potencias europeas para invadir el suelo heleno; si las ovejas se dispersan los lobos las atacan –apostilló para reforzar el hecho que narraba–. Mi padre fue movilizado, como tantos otros y marchó al continente. Yo tan sólo contaba con siete años. Cuando el conflicto terminó, el inglés y mi padre intentaron reflotar la sociedad; inicialmente lo consiguieron, pero los años de entreguerras no trajeron la paz. La estabilidad política que necesitaba el país para acometer unas reformas profundas que nos sacasen de La Edad Media no se produjo. La crisis internacional agravó la situación. La empresa quebró definitivamente. Esto es lo que recuerdo. Si desean saber todos los detalles de la vida del pintor deberían visitar a Anastasia. Ella se los relatará, no tanto porque los viviera sino porque su madre se los comunicaría.

»La mujer de la que les hablo nació algunos años después de que el inglés recalara en la isla, pero su madre y sus abuelos fueron empleados del pintor. Dionisos, el padre de la mujer, fue el capataz de la finca. En realidad, ellos fueron la única familia que él tuvo, al menos el tiempo en que vivió aquí. Hay una imagen que no se me olvida: la del inglés, ¿Hunter se llamaba, no?, recorriendo las aldeas, cambiando su pintura por comida. Era muy orgulloso y no aceptaba limosnas. Los lugareños admitían los cuadros en pago por los alimentos que le regalaban: pescado, sobre todo. Le estaban agradecidos por haber conjurado durante una época el espectro de la emigración al emplear a gran parte de la población isleña en el negocio de la producción de vino.

—¿Dónde están esos cuadros? –interrumpió César.

—Los tiraban a la basura o los utilizaban como combustible en los hogares. Pintaba escenas mitológicas en las que las diosas eran mujeres de rojos cabellos, siempre con la misma cara, o paisajes locales: el monasterio, los pinos doblados por el viento, las montañas peladas quemadas por el sol y el mar embravecido. Nadie quería colgar en su casa esas pinturas. Las mujeres nos recordaban a la dominación turca. En cuanto a los paisajes, para ver lo que ya tenemos basta con abrir la ventana. En fin, creo que no estaba muy bien de la cabeza. Los ingleses son un tanto extraños. Sólo basta con observar a los que vienen por aquí, no entiendo por qué. Mi nieto me dice que buscan el sol porque en su país llueve casi todo el tiempo y añoran los días secos y las aguas cálidas. Yo, desde luego, no escogería como lugar de vacaciones un sitio como este, no señor.

»Esta es la tierra en que nací, en la que están enterrados mis ancestros, y le debo un respeto, pero la vida aquí es muy dura: el sol abrasador quema lo poco que producimos, el agua del cielo sólo la vemos tres o cuatro meses al año. Hay que deslomarse para sacar algún provecho al campo. Los montes, ya los verán mañana, están pelados, sólo sirven para que las cabras ramoneen la escasa vegetación. El mar nos proporciona alimento pero ¡a qué precio! Las articulaciones se deforman por la humedad y convierte a los pescadores en ganchos si es que consiguen sobrevivir a los temporales que agitan estas aguas y arrastran a las profundidades a las frágiles embarcaciones pesqueras.

—Abuelo –interrumpió el muchacho–, ya has hablado demasiado. Estos señores estarán agotados por el viaje; desearán retirarse.

—Sí, mi gran defecto es que hablo mucho. Insisto, acudan a ver a Anastasia. La mujer habita la casa de Hunter. Ella les proporcionará toda la información que precisen.

—¿Cómo podemos llegar hasta allí? –pregunté con entusiasmo.

—Pueden ir en bicicleta de montaña o en burro. Ambos se alquilan. El autobús sólo recorre el trayecto entre la capital y el puerto. Es complicado construir carreteras en esta tierra montañosa. En línea recta son seis kilómetros de trayecto. Siempre en dirección Norte, aunque pueden ir bordeando la costa. La ruta vira en dirección oeste antes de llegar a las ruinas de Paleokastro. El trayecto es un poco más largo, pero merece la pena. La costa este es muy bella pues es recta y arenosa. Hay un letrero de madera que indica la dirección a un kilómetro escaso de la finca. No se perderán.

Stavros matizó la información aportada por su abuelo.

—Algunos turistas que recorren esa parte de la isla llegan hasta Chora; allí pueden dejar los burros y regresar a Allopronia en el autobús. Es frecuente en el verano pues el calor de la tarde es terrible en estos parajes provistos de escasa sombra. En primavera la excursión resulta agradable. Les proporcionaré un mapa de la isla y les marcaré la ruta.

Agradecimos al viejo Yorgos la información y nos retiramos a descansar. Nos esperaba una jornada dura.

—¿Quieren que los llame a alguna hora? –preguntó el muchacho–. Aunque los despertarán los profesores. Parten muy temprano en el vehículo todo terreno que han traído. Su ruta los conduce al sur, a las ruinas de Episcopi.

—Si a las ocho no estamos en el comedor, nos despiertas –le indiqué al muchacho.

Antes de subir la escalera que nos conducía hasta nuestro alojamiento, César expresó su deseo de pasear por la playa para que el aire marino disipase los vapores del ouzo. Yo sospeché que trataba de dilatar el máximo posible la hora de introducirse en el lecho. A pesar de mi agotamiento, lo acompañé.

La noche estaba en calma. La aldea dormía. Las luces de las tabernas estaban apagadas. Las calles sólo estaban ocupadas por los gatos que rebuscaban en las basuras su pitanza nocturna. La brisa que nos había acompañado durante todo el trayecto se había calmado. El mar parecía una joya tallada en obsidiana en la que la Luna creciente se mecía. Recordé la estrofa de un poema que había leído hacía mucho tiempo y cuyo autor no recordaba: «Con espuma lunar tejimos nuestros sueños». Así sentía yo que estaba tejiendo los míos, con la sutil y evanescente materia de la luz de la luna.

César encendió un cigarrillo mientras contemplaba en silencio el alto cielo nocturno en el que brillaban como diamantes de una regia corona las constelaciones. Distinguí Aldebarán, Sirio y Betelgeuse. Me pareció que las constelaciones navegaban por el cielo impasibles, ignorando el raudo discurrir de la existencia caduca de los hombres. Experimenté una extraña emoción: estaba en Grecia, en la cuna de la civilización contemplando las estrellas a los que los antiguos dieron nombres asociados a un mito, a una leyenda. Absorta miraba el firmamento, el mismo que contemplaran antes que yo otros seres humanos, de cuyas existencias no quedaba ni el polvo de sus huesos. Me sentí minúscula, una hebra de hilo formando parte de la cuerda de la vida, una infinitesimal partícula del cosmos con fecha de caducidad. «Quise rasgar el discurso del tiempo / que la tierra su giro suspendiese / y beberme aquel instante a bocanadas». Proseguí el recitado mental del poema. Una estrella fugaz rasgó con su efímero brillo la negrura de la noche. Me deje llevar por las viejas supersticiones y pensé un deseo: que el misterio que nos había empujado hasta estas lejanas tierras se resolviese. Tan absorta estaba en mis pensamientos, que me sobresalté cuando César me cogió del brazo para que nos dirigiésemos a descansar.

El alojamiento estaba en completo silencio; a lo lejos se escuchaban los sonidos de la noche: el ladrido de un perro en la lejanía, el canto de un pájaro nocturno y el crujir de las viejas maderas con las que el padre de Yorgos había construido a principios de siglo la casa. Me cambié en el cuarto de baño, después me deslicé entre las tersas sábanas que olían a lavanda. César se había acostado ya y parecía dormir. Le deseé buenas noches en voz baja. Él no contestó.

Se levantó viento. Escuché el sonido de las leves olas que acariciaban la arena a pesar de que los postigos de las contraventanas estaban cerrados. Me sentía nerviosa. A escasos centímetros de mi cuerpo reposaba el hombre del que me estaba enamorando muy a mi pesar. Con sólo alargar mi brazo hubiera podido rozar su pelo, la piel de su cuello que asomaba por la abertura del pijama. Deseé apretarme contra su espalda, abrazarme a él, sumergirme en su olor que me llegaba a vaharadas, fundirme con él. No era la abstinencia la que provocaba mi deseo sino algo mucho más intenso, más profundo y salvaje a la vez que no se parecía en nada a lo que en otro tiempo sentí por Arturo. Una atracción que iba mucho más allá de lo físico, que conectaba todas las fibras de mi espíritu con el suyo. Sin embargo, no me atreví. Apenas había descubierto en su comportamiento algún gesto que me condujese a pensar que mis sentimientos eran correspondidos. En aquel momento me acusé de cobarde. Sin embargo, los acontecimientos que ocurrieron después me demostraron que actué correctamente. Unas lágrimas silenciosas corrieron por mis mejillas. Me giré en la cama para que él no se percatase. Respiré hondo con la intención de someter la intensa emoción que me embargaba. Conseguí a duras mi objetivo. Tras horas de dar vueltas en la cama, el sueño llegó en mi auxilio gracias al monótono ruido de las olas como en la casa de Los Arenales. Arrullada por él me dormí exhausta.

La mañana amaneció fresca. El cielo despejado del día anterior aparecía surcado por grandes nubes blancas, que a ratos ocultaban el sol. En esos momentos el mar se oscurecía con un aspecto amenazante. El viento dispersaba la arena que se clavaba en la piel como cristalinas agujas. Nos vestimos con ropa cómoda: pantalones y camisetas de algodón, zapatos deportivos y cazadoras ligeras. En mi cara se reflejaban las escasas horas dormidas y demasiadas emociones que yo quería ocultar. Una vez más, el maquillaje fue mi aliado.

En una mochila introdujimos la cámara fotográfica, la grabadora y material de escribir. No nos olvidamos de los chubasqueros ni de las gorras porque el tiempo en primavera resultaba imprevisible.

El desayuno nos esperaba en la mesa: una jarra con leche de cabra humeante, café recién hecho, pan tostado, miel, pasas, almendras y un queso fresco que sabía a hierbas de monte, casi el único alimento del ganado caprino. Cuando ya habíamos terminado, apareció Stravros.

—¿Han montado alguna vez en burro?

—No –contestamos los dos al unísono.

—Es fácil. Los animales conocen los caminos de la isla. Les enseñaré cómo impartirles las órdenes principales. A pesar de su fama de tozudos, son más fáciles de manejar que las mulas. Estas son díscolas por naturaleza.

El padre le comentó algo al muchacho, que este nos tradujo.

—Probablemente el tiempo cambie; aunque el parte meteorológico anuncia lluvia a partir de mañana. No estaría de más que llevasen impermeables por si acaso. Papá me comenta que si estalla la tormenta intenten encontrar alojamiento en cualquier casa campesina. Si no la encuentran, cobíjense en alguno de los refugios de pastores levantados en el campo. Son construcciones rústicas construidas con piedras. Apenas cabe una persona, pero es mejor que nada. No es conveniente cabalgar por la isla, sobre todo si no se conoce; puede ser peligroso pues si la lluvia cae torrencialmente, cosa frecuente en esta estación, los torrentes bajan de las colinas desbocados, llenos de piedras, restos de árboles y lodo, se convierten en trampas mortales para el caminante, que ajeno a su poder destructivo los transita. Mi madre les ha preparado un paquete con víveres para que puedan soportar cualquier contingencia. Llevan queso, una hogaza de pan, encurtidos, pasas, un bote de miel y un par de botellas con vino y agua. También ha añadido un termo con café y unos pastelillos de almendras.

—Con semejantes provisiones creo que podríamos resistir hasta una semana. Dale las gracias, Stravros –contesté sorprendida por la previsión de la mujer.

En ese momento abandonó la cocina. En cuanto la vi supe quien había legado aquel bellísimo color de ojos al muchacho. La mujer rondaba los cuarenta años, pero, al contrario que a la mayoría de las mujeres campesinas griegas, el transcurso del tiempo no la había maltratado demasiado. Aún conservaba una espléndida figura y su cabello rizado era negro, ni una sola cana alteraba su color. Nos saludamos formalmente. Aproveché la ocasión para alabarle sus cualidades como cocinera.

La casa de los Nikolakis se alzaba en la parte posterior de la taberna. Ambos edificios se comunicaban por un patio en el que crecía una buganvilla que comenzaba a mostrar los botones púrpuras de las futuras flores y una parra cuyos brotes apuntaban. En verano treparían sobre las vigas que cubrían el recinto para protegerlo de la canícula con una bóveda de frescor. Las paredes, blanquísimas, reflejaban la luz del sol. Llegamos a las cuadras. Dos pollinos y una mula arrancaban grandes trozos de unas balas de paja con la que se alimentaban. Una cabra recién parida amamantaba a su cría en un rincón. Las gallinas habían abandonado el nido nocturno, entraban y salían mientras picoteaban el suelo.

Stavros nos explicó las instrucciones precisas para que condujésemos a los burros, dos mansos animales de grandes ojos serenos y orejas aterciopeladas. Sus pelajes grises no resultaban demasiado ásperos al tacto. Les habían cubierto los lomos con gruesas mantas de alegres colores. Estaban dispuestos para la marcha. Cabalgamos un rato, bajo la atenta mirada del muchacho, hasta que conseguimos conducirlos aceptablemente. La familia Nikolakis salió a desearnos suerte. Reímos juntos ya que ofrecíamos una estampa un tanto ridícula. Los asnos eran de corta alzada y las piernas, sobre todo las de César, colgaban hasta casi rozar el suelo.

—No olviden descabalgar de cuando en cuando para desentumecer los músculos y permitir que los burros descansen. Sus posaderas van a quedar tan lastimadas que no podrán sentarse en varios días –nos advirtió el padre a través del muchacho.

Nos colgamos a la espalda nuestras mochilas y nos despedimos de la familia. Intentábamos cabalgar en paralelo pero mi montura se negaba, empeñada en colocarse tras la de César. No conseguía que me obedeciese. Llegué a la conclusión, dado mi escaso conocimiento del mundo asnal, que por alguna extraña razón preferían caminar en filas, como las hormigas.

Atravesamos la aldea, de laberíntico trazado. Las callejuelas se estrechaban, se retorcían, como serpientes, o desembocaban en recoletas plazuelas. Las paredes de las viviendas espejeaban. La luz que devolvían hería las pupilas. Las puertas y ventanas estaban pintadas de color añil o rojo, al igual que los zócalos de algunas viviendas. De los muros colgaban macetas con flores que quebraban la monotonía del blanco. Los rincones eran aprovechados para plantar buganvillas, glicinias o parras. Entre todo aquel dédalo de viviendas cúbicas de planos tejados, destacaba la cúpula semiesférica que cubría el techo de la capilla ortodoxa. El suelo de las calles estaba revestido de grandes lajas de piedra sobre las que resonaban los cascos de los borricos. Nos encontramos pocas personas por las calles. Algunas mujeres ocupadas en encalar las fachadas de sus viviendas y ancianos sentados al sol, pues la mañana era fresca. Todos saludaban nuestro paso con la mano mientras esbozaban una sonrisa. Al poco rato Allopronia quedó atrás. Una mancha blanca sobre el pardo paisaje de montes desolados.

La senda corría paralela al mar. Durante poco más de un kilómetro nos acompañó el azul luminoso del Egeo, punteado por algunas barcas de pesca que faenaban en sus aguas. Yo disfrutaba del paisaje mientras César permanecía atento al mapa y a la brújula. El sendero giró bruscamente hacia el Norte. Nos internamos en una zona más abrupta. Comenzamos a ver olivos añosos de retorcidos troncos alternándose con almendros, únicos árboles que podían sobrevivir en aquel suelo tan pedregoso. De cuando en cuando, alguna casa de campesinos rompía con su verticalidad aquel plano paisaje. En torno a ellas podíamos contemplar algo de verdor en forma de pequeños huertos regados con agua de pozo. El camino comenzó a empinarse, los animales andaban con lentitud. Decidimos descabalgar con la intención de que descansasen. Nos apartamos del sendero principal para internarnos a través de una estrecha vereda en uno de aquellos bancales pedregosos. Buscábamos la sombra de un olivo sobre la que apoyar nuestras maltrechas espaldas. Descabalgamos con sumo cuidado; nuestros traseros mostraban signos de dolor. Atamos las caballerías al tronco del árbol y nos dejamos caer sobre las mantas de las que previamente las habíamos despojado.

Extrajimos de la abultada mochila de las provisiones la botella de vino, el pan y el queso. Cortamos unas gruesas porciones. Era un queso diferente, más maduro, menos cremoso. Estaba delicioso acompañado de las cebollas, alcaparras y pepinillos encurtidos. César encendió el primer cigarrillo de la jornada mientras leía en el folleto turístico que nos había proporcionado Stavros.

—Antiguamente, esta isla era conocida como Oinoi, un derivado de la palabra oinós, que en griego denomina al vino.

—¿Por qué cambió su nombre?

—Es una antigua historia, una leyenda de las miles que conforman el pasado de esta tierra habitada por tantos pueblos.

—¿En qué consiste?

—Cuando llegaron los Argonautas a Lemnos, en su largo periplo a la búsqueda del vellocino de oro, encontraron que la isla sólo estaba habitada por mujeres. Estas habían dado muerte a sus maridos uno por uno por haberles sido infieles con mujeres tracias. Se habían emborrachado y en un festival retozaron con estas. Después las asesinaron así como los hijos engendrados en ellas. Sólo Thoas consiguió huir escondido en un barril que el mar llevó hasta las costas de esta isla. Aquí conoció a una ninfa.

—La mitología helena siempre seduciendo a los «pobres hombres solitarios». Acuérdate de Calipso que intentó, sin éxito, que Ulises olvidara a Penélope.

—Exacto. Pues bien, Thoas tuvo un hijo con esta, al que llamó Sikinos.

—Curiosa leyenda. Las mujeres asesinando a sus esposos y amantes. ¿Cómo se arreglarían después? Lemnos no es Lesbos –comenté divertida.

El juego de palabras resultaba demasiado fácil, pero provocó la sonrisa de César.

—Siempre había navegantes que recalaban en la isla. De hecho, Homero recoge que los argonautas junto con las mujeres de Lemnos originaron una nueva raza: los minias. Las leyendas esconden algunas verdades.

—¿A qué te refieres?

—A luchas tribales, rebeliones femeninas cuyas sociedades matriarcales estaban siendo sustituidas por las de los pueblos aqueos, pastores, guerreros y deidades por dioses masculinos.

—Igual que el episodio bíblico de Caín y Abel.

—Cierto. Caín cultiva la tierra; representa, por tanto, a las mujeres. Siente la amenaza de los nuevos pueblos invasores: los pastores que tratan de imponer un nuevo orden basado en la masculinidad, en el uso de las armas. Probablemente la nueva sociedad no se impusiera por las buenas. Pero las rebeliones no sirvieron para nada. Fíjate que mata a Abel con la quijada de un burro.

—No comprendo muy bien dónde quieres ir a parar.

—Esto indica que no estaba acostumbrado a la lucha, que carecía de armas. Un punto más a favor de mi teoría. Finalmente, Dios lo castiga con un estigma, una señal sobre su frente para que el que lo reconociera no lo hiriera, para que purgara eternamente. Otra vuelta de tuerca más al mito del Edén que culpabiliza a la mujer del destierro: parirás con dolor.

—La leyenda está teñida de propaganda.

—Claro. El bueno es el pastor, y el malo, el envidioso y asesino, el agricultor; en definitiva se trataba de erradicar las sociedades matriarcales en las que la tierra era propiedad femenina y se trasmitía de madre a hija.

»Pero aún hay más. Era preciso convertir la agricultura en una actividad menor ante la cría de ganado. Pero no bastaba con ese cambio, había que retirar a la mujer del contacto con las divinidades, también femeninas, que representaban a la fértil tierra o la mutable luna. Después, sustituir estas por dioses masculinos, poderosos, justicieros y crueles. Al menos, yo interpreto la leyenda en esta clave.

Me seducía la erudición de César. No era el suyo un saber repetitivo, sino filtrado y reelaborado en su prodigiosa mente. Sus ideas siempre resultaban originales. Me resultaba muy grato compartir mi tiempo con él. No había lugar para el aburrimiento, incluso sus largos silencios estaban cargados de intención. Pausas que aprovechaba para deglutir el mundo que antes había absorbido y transformarlo en materia propia. Una razón más para amarlo.

Montamos en nuestros asnos y proseguimos el viaje. La senda enfilaba hacia las montañas del Noroeste, que según el mapa, descendían abruptamente sobre el mar. Tras casi una hora de marcha en pendiente, avistamos la bifurcación del sendero que se dirigía hacia el oeste. A lo lejos, divisamos una construcción de piedra. Los animales, cansados por el esfuerzo de la ascensión por el empinado camino, no apretaron el paso. Los montes protegían el terreno de los embates de los vientos marinos y creaban un microclima adecuado para las plantaciones de viñedos que surgían por doquier. Las oscuras cepas cubiertas por las nacientes frondas parecían emerger del pedregoso suelo como por encanto. El silencio envolvía el paisaje. Ni un soplo de viento, ni el canto de ningún pájaro rompían la quietud. Un parapeto, construido con piedras amontonadas sin argamasa, delimitaba la propiedad. Media docena de gallinas picoteaban el duro suelo en una búsqueda titánica de caracoles y gusanos. Un par de perros famélicos, de pelaje rojizo, estaban tendidos debajo de una higuera al amparo del calor. Indolentes, levantaron las cabezas y nos miraron durante un instante. Después se sumergieron de nuevo en el sueño mientras se espantaban las moscas con las colas. La casa evidenciaba un gran abandono pues las ventanas de la planta baja colgaban inermes de los postigos, mostrando los cristales rotos que habían sido sustituidos por trozos de cartón. Las vigas de la pérgola se habían desprendido de los postes y yacían en el suelo como cadáveres. El resto de las instalaciones: cuadras, almacenes y cuartos trasteros no presentaban mejor aspecto. De un tonel de vino medio carcomido salió una gata acompañada de sus cachorros. Fue la única visión amable en aquel lugar desolado, sometido a la ruina impuesta por el paso del tiempo.

La vivienda no se parecía a las construcciones habituales en la isla puesto que contaba con dos cuerpos rematados por una techumbre inclinada a dos aguas y recubierta por tejas de barro. En la parte superior se abrían unos ventanucos estrechos como arpilleras. No estaba pintada de blanco, aunque quizás, alguna vez lo estuvo, pues observamos restos de cal en la parte inferior de las paredes. Estaba construida con piedra del terreno circundante. El aspecto, a pesar del deterioro, era de solidez.

Alertamos con nuestras voces a los habitantes de la casa de la que emergió una mujer que me recordaba a una vieja hada. Iba ataviada con un vestido gris y con la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Se secaba las manos en el faldón del delantal. Le calculé unos setenta años. Se dirigió a nosotros en griego. Le contestamos en inglés. Sorprendentemente nos respondió en esta lengua. Nos invitó a pasar al interior, lo que realizamos de inmediato tras haber atado los burros en unas argollas empotradas en el muro trasero de la construcción.

—¿Qué les trae por aquí? –preguntó mientras nos servía un vaso de agua a la que añadió un buen chorro de ouzo–. ¿Tal vez son excursionistas que se han perdido en esta isla maldita?

—Buscamos las huellas de un pintor inglés que vivió en esta tierra a comienzos de siglo. El señor Yorgos Nikolakis nos ha informado que tal vez usted podría ayudarnos. Su nombre era James Philippe Hunter, también era conocido como lord Rivelaux.

—Han llegado al lugar correcto. Ya puedo morir en paz. Mi madre falleció con la esperanza de que alguien recogiese el legado del señor Hunter, pero nadie lo hizo. Ha transcurrido mucho tiempo. He rezado a Dios para que llegase este momento. Soy demasiado vieja para continuar esperando y no tengo herederos a quienes transmitir mi misión, la promesa que mi madre realizó al señor en su lecho de muerte. ¿Son ustedes familiares de él?

—No, señora…

—Les ruego que me perdonen, con la emoción del momento he olvidado presentarme. Mi nombre es Anastasia Rangusi.

—César Pérez de Castro.

—Elena Guillén.

—¡Ah! ¿Pero no son ustedes ingleses?

—No señora Anastasia. Somos españoles.

—¿Qué relación les unía con el señor Hunter?

—Familiar, ninguna –contesté–. Creemos que fue el amante de la niñera de mi abuela, Margaret Hills. Descubrimos sus diarios hace poco y estos nos han conducido hasta aquí.

—Dios es misericordioso, ha escuchado mis ruegos. Estoy en el inicio de una grave enfermedad que mermará mis fuerzas poco a poco. Resulta un milagro que unas personas que no son de la familia del señor se interesen por su vida y acudan desde tan lejos a recoger el legado. Pero antes de mostrárselo, deberé ponerlos en antecedentes. ¿Poseen alguna prueba de su relación con él? Disculpen que desconfíe, pero no puedo entregar sus cosas a desconocidos, faltaría a mi promesa.

—Por supuesto. Su actitud es la correcta.

Le mostramos algunas páginas del diario de Margaret en la que se mencionaba su nombre. Esto bastó para romper las reticencias de la mujer.

—Les ruego que me acompañen al interior. Estaremos más cómodos para proseguir esta interesante charla. Esperen un momento, voy por la llave.

Anastasia nos condujo hasta la entrada principal de la vivienda. Una puerta de madera descascarillada cerraba el arco de medio punto por el que se accedía a la casa. Escogió una enorme llave del mazo que portaba en su delantal y abrió. Un chirrido metálico acompañó la operación. El interior era fresco y oscuro. La mujer se apresuró a descorrer la pesada cortina que velaba una de las ventanas. La luz penetró en el recinto iluminando el rustico mobiliario de pino: un arcón sobre el que reposaba un gran espejo al que los años habían deteriorado el azogue. A la derecha de la estancia una estrecha puerta de dos hojas con cuarterones tallados en su oscura superficie velaba una habitación. Supuse que sería algún salón o biblioteca. Continuamos por un breve pasillo que conducía a un distribuidor cuadrado sobre el que se abrían más puertas. Una escalera de madera partía de un rincón y se perdía en la oscuridad con destino al piso superior, deduje. La anciana empujó una puerta y nos encontramos en la cocina. Nos invitó a sentarnos mientras se afanaba en cambiarse el delantal, apagar el fuego y colgar las llaves en un clavo embutido en la pared. Me dediqué a observar la estancia. Las paredes eran de piedra sin revocar. El elevado techo estaba surcado por gruesas vigas de madera sin desbastar que el humo y el tiempo habían oscurecido. Había vasares adosados a las paredes en los que reposaban ollas de barro, platos de porcelana blanca con ribete azul, tazas y enseres diversos. Una mesa enorme de pino con patas torneadas ocupaba gran parte de la amplia estancia. La cubría un mantel de hule blanco con un borde pintado con motivos de hojas de acanto. En torno a ella se agrupaban diez sillas de altos respaldos y asientos trenzados en una fibra vegetal que no identifiqué. Los postigos de las ventanas, estrechas y altas, se encontraban abiertos. A través de ellos penetraban los rayos de sol que iluminaban las motas de polvo semejantes a diminutas constelaciones errantes en el cosmos de la cocina. Manojos de hierbas secas pendían de las paredes: salvia, romero, tomillo y otras, cuyos nombres desconocía, esparcían sus aromas por el recinto. Todo estaba impoluto. Los calderos de cobre brillaban como si fueran de oro y el suelo, enlosado con baldosas de barro, mostraba su rojiza coloración con total nitidez. El lugar resultaba acogedor, envolvente, como una vieja toquilla de lana. Imaginé la cantidad de platos que se habrían preparado en aquellos fogones, las conversaciones que se habrían compartido en torno a aquella mesa, las filigranas que habrían realizado las mujeres de la casa en los tiempos de escasez para saciar el hambre de los moradores con los magros recursos disponibles, las risas esparcidas por la alegría de una buena cosecha, las lágrimas derramadas ante una pérdida o un desastre natural que comprometía la supervivencia. Las cocinas son el corazón de las casas donde se teje toda la red emocional que luego se esparce como una invisible tela por el resto de la vivienda. En ellas no sólo se preparan alimentos, sino que se cuece, se adereza y se aliña la vida.