XIII

La huida

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La recibió un intenso olor a mar, y un cielo azul celeste desprovisto de nubes. Emprendió el camino hasta las oficinas de su padre, que afortunadamente estaba ocupado en sus negocios londinenses.

—Buenos días, señorita Williams.

—¡Qué alegría, señorita Margaret! ¿Cómo usted por aquí? ¿No me diga que viene a cumplimentar su formación como secretaria? Yo estaría encantada. El verano anterior me resultó muy entretenido. Siempre es agradable contar con una compañera de trabajo.

—No, querida Louise. El motivo de mi visita es otro. Querría pedirle la dirección de Richard Thompson.

—¿Es qué ya hay boda a la vista?

—No, de ningún modo. Aunque no le negaré que tengo un pretendiente. Pero le prometí escribirle para contarle cómo había ido mi debut social. Cuando se marchó aún no disponía de dirección fija, prometió remitírsela. ¿Lo ha hecho?

—Sí. De cuando en cuando nos escribimos. La verdad es que me rogó que se la enviase, pero su padre ha estado poco por aquí y la salud de mi madre empeoró. De hecho murió a fines del invierno y no me he podido ocupar de estos asuntos. Ahora mismo se la proporciono.

Le caligrafió la dirección del ingeniero en una hoja de papel timbrado de la empresa y la introdujo en un sobre.

Le dio las gracias a la secretaria y se disponía a marchar cuando se giró para comentarle:

—Louise, le rogaría que no le comentara nada a mi padre.

A la mujer le extrañó todo el misterio que emanaba la visita y los débiles argumentos justificativos de la muchacha, pero su discreción le impidió seguir indagando. Como conocía muy bien las inclinaciones del ingeniero poseía la certeza de que su silencio no encubriría una relación clandestina entre ellos.

—Señorita Margaret, el tren no regresa hasta las tres, ¿le gustaría acompañarme a almorzar a mi casa?

—Estaré encantada, es más, se lo agradezco.

—Mientras llega la hora del cierre, puede usted pasear por los alrededores. Este año parece que tendremos un verano menos lluvioso. El anterior fue horrible. Ya lo pudo comprobar usted.

La mayoría de las tiendas estaban cerradas pues hasta agosto no comenzaría la temporada. Algunos comerciantes realizaban tareas de mantenimiento en las fachadas repintando los marcos de las ventanas y las puertas, que la humedad marina había desconchado, o reparando los letreros que el viento había arrancado de sus goznes. Entre el paseo y el agradable almuerzo compartido con la secretaria el tiempo transcurrió rápido. Por la tarde estaba ya de vuelta en Tower House dispuesta a escribir a Richard Thompson. Encontró a Mary departiendo con la vieja Sarah mientras compartían té y una bandeja de deliciosas galletas que la cocinera había horneado en honor de la muchacha. Las acompañó pues el aire del mar le había abierto el apetito y después solicitó la ayuda de la doncella para desvestirse.

—Señorita Margaret, se le comienza a notar un poco el embarazo.

—Pues mañana me aprietas un poco más el corsé. No quiero levantar sospechas.

Abrió la ventana, los últimos rayos de sol doraban las copas de los árboles de Darkwood. La luz atrapada contrastaba con las sombras que comenzaban a adueñarse de los robles y abedules del parque que rodeaba la mansión. La cuerda del viejo columpio colgaba deshilachada movida por la suave brisa vespertina, se le antojó el mejor símbolo de su infancia muerta. Se sintió invadida por la tristeza pues sabía que estaba contemplando por última vez el amado paisaje. No se permitió que el desánimo la invadiera; necesitaba fortaleza para cumplir el destino que ella misma había trazado la tarde en que la lluvia la condujo hasta Hunter. Cerró la ventana y corrió las cortinas para evitar la malsana tentación de la nostalgia y se dispuso a escribir a Thompson.

Querido, Richard:

El verano pasado me ofreciste tu desinteresada ayuda. No imaginaba yo entonces que la había de precisar de manera tan perentoria. Mi profunda convicción en la fortaleza de nuestra amistad así como en tu condición de caballero me lleva a apelar a tu socorro.

Tú, que has vivido parecidas circunstancias, conoces la inmensa fuerza de los sentimientos y también los obstáculos que el destino o la sociedad colocan en nuestro camino para que aquellos no puedan encontrar su cauce adecuado. Me enamoré de Hunter, me comprometí con él aún a sabiendas de que mis padres nunca aceptarían que mi esposo fuese un artista de escasos recursos. Como consecuencia de estos amores me hallo embarazada. Lo descubrí poco después de que él emprendiese un viaje por Europa con la pretensión de que su obra sea expuesta y conocida ya que unos hechos lamentables, protagonizados por mi padre, han impedido que sus anhelos se cumpliesen. Si existiese alguna manera de comunicarme con él, el problema estaría resuelto pues nos casaríamos en secreto; mas durante un año no va a ser posible. No desconoces el oprobio y la vergüenza que la sociedad arroja sobre la muchacha que no ha sido capaz de conservar su virtud hasta el matrimonio. No me importa cargar con la consecuencia de mi acto del que no me siento enteramente responsable. Si hubiese gozado de la libertad que cualquier ser humano debe poseer para elegir como pareja a la persona que ama no me hubiera entregado a un amor ilícito, pero las absurdas normas inventadas por los hombres me han obligado. Lo que me apesadumbra profundamente es que la maledicencia se cebe con mi familia y el deshonor caiga sobre ellos. Por todo ello, querido amigo, te pido que me ayudes. He pensado huir de Inglaterra hasta que pueda reunirme con Hunter, entonces me casaré con él e intentaré que mi familia perdone mi acto de rebeldía. Dispongo de una pequeña cantidad de dinero heredada de mi difunta tía Violet. También estaría dispuesta a trabajar en lo que fuese para sufragar mi subsistencia y la del niño. He pensado que podría ser tu criada a cambio de un techo para mi hijo y para mí.

El problema es que no conozco a nadie, salvo a ti, que resida fuera de nuestro país y que me ayude en las primeras gestiones. También desconozco todo el procedimiento para abandonar Inglaterra y temo la comisión de cualquier desliz que desbarate mi plan.

Te ruego que me escribas con la mayor brevedad, ya te puedes imaginar lo importante que es el tiempo en mi estado.

Es posible que yo no pueda regresar a Oldport, por ello, indícale a Señorita Williams que introduzca tu carta en un sobre y me la envíe, con su nombre en el remite, a mi residencia londinense. Creo que es mucho más discreto que si recibo una misiva directamente de ti.

Esperando el auxilio que tanto preciso, con mi sincero afecto.

Margaret Hills

Cerró la carta y caligrafió la dirección. Decidió no mandar a ningún criado a que la depositase en la oficina de correos local; no deseaba diseminar pistas tras ella. A la mañana siguiente, ante la cara de estupefacción de Mary, solicitó un caballo para pasear. En ausencia de Gipsy montó la vieja yegua ruana, la favorita de su tía Violet por la docilidad del animal.

Tras dejar la carta en la oficina de Durlot, se dirigió hacia Darkwood. Cabalgó un rato a paso lento, rodeó la propiedad y se acercó hasta el bosque. El animal mostraba signos de cansancio y se detuvo a la orilla del Blackriver para que saciara su sed. Descabalgó y descendió hasta el cauce por una estrecha senda casi cubierta por la vegetación ribereña. Ató al animal al tronco de un abedul joven y lo dejó que ramonease la hierba a su antojo. El río remansaba su trayecto en aquel punto y formaba una poza honda en la que el agua se aquietaba. El lecho pizarroso le prestaba una negrura inquietante. Se sentó al pie de un viejo sauce que extendía sus lánguidas ramas hasta acariciar la pulida superficie. El sol primaveral filtraba sus rayos a través de las frondas produciendo una atmósfera tan sutil que incitaba a la ensoñación. Margaret se sometió a ella. Sus ojos contemplaban el agua mansa, las estelas de polvo que el sol iluminaba y la vegetación que crecía exuberante formando una colorida sinfonía en torno al río: matorrales de flores blancas o moradas, la gracia de Odín, crecían con profusión entremezclándose con blancos pelitres de amarillos centros que contrastaban con el púrpura de las espigadas arroyuelas que eclipsaban a las pálidas nomeolvides. En la orilla del agua, un macizo de ortigas estaba en plena floración y sobre el verde intenso de la hierba destacaba el dorado de las diminutas prímulas. De repente, un tronco de árbol se desprendió de su cárcel vegetal y flotó ante sus ojos; estaba cubierto de musgo y maleza. Sin poder evitarlo recordó un cuadro que había contemplado con Hunter. Lo había pintado uno de sus maestros, Millais, y representaba a Ofelia. La belleza de aquel lugar, que tanto se asemejaba al escenario del cuadro, se lo había recordado. Evocó a Lizzie Siddal y su trágica vida, que Hunter le narró mientras admiraban el lienzo. Nunca podría apartar de su mente la expresión de la muchacha muerta, sus brazos extendidos a la espera de un amante que nunca llegaría mientras el río oscuro, como su amado Blackriver, la mecía con suavidad. Recordó el pasaje de Hamlet que relataba el suicidio de Ofelia y también el poema que Hunter le leyó cuando llegaron al estudio. Lo había escrito un poeta francés que residió en Londres a mediados de siglo: Arthur Rimbaud. Las palabras que iniciaban el poema resonaron en su cerebro poderosas y sublimes, como una oración: «Sur l’onde calme et noire oú dorment les étoiles / La blanche Ophélie flotte comme un grand lys…».

La descripción que de la bella muchacha muerta arrastrada por el río realizaba el poeta simbolista la sumió en una extraña melancolía. No sabía por qué, pero se identificaba con ella a pesar de que las circunstancias personales de ambas fueran tan diferentes. Durante un instante deseó flotar a la deriva escoltada por la lacustre vegetación y con el cielo purísimo como único techo, libre ya de las contingencias del vivir, fundida con el agua, con el líquido primigenio, preservada para siempre del sufrimiento causado por un amor imposible. Empujada por una invisible fuerza se dirigió hacia la orilla de la poza. El siseo de la brisa en los alisos y en los sauces parecía invitarla a entrar en ella para purificarse eternamente. Ya había introducido un pie en el agua; comenzaba a avanzar hacia el tronco que flotaba en el centro. La yegua relinchó y espantó a un petirrojo que voló sobre la cabeza de la muchacha, ambos la despertaron de su ensueño. Asustada, salió del agua, desató al animal y tomando el ronzal ascendió por la empinada trocha para regresar al camino principal que la llevaría de regreso a Tower House.

Se reincorporó a su vida social y su existencia se convirtió en un fingimiento constante: apretaba el corsé para que no se le notase el abultamiento de sus caderas y el engrosamiento de la cintura, disimulaba el cansancio gracias a los afeites, las náuseas merced a las infusiones que Mary le preparaba. Sin embargo le resultaba muy difícil disimular la repulsión que le inspiraba su padre que, tras conceder el permiso a Robert Lindsay para que la cortejase, aumentó la frecuencia de sus estancias en la residencia londinense. No obstante, lo conseguía gracias a la educación recibida que había conseguido desarrollar en ella el dominio suficiente de sus emociones.

Margaret permitió al joven que la pretendiese según las normas. Sabía que cuando ella desapareciese no le iba a romper el corazón. La obsequiosidad con la que la trataba era forzosa, inspirada por la cuantiosa dote que los condes suponían que Margaret aportaría al enlace. Alguna que otra vez, las dos familias coincidieron en algún acto social y departieron amigablemente. Stephen Hills estaba presto a culminar su meteórica ascensión. Sabía que su futuro consuegro apadrinaría su entrada en el Parlamento. Margaret se reía para sus adentros cuando observaba los esfuerzos de su progenitor. Imaginaba la expresión que se le grabaría en su cara cuando tanta adulación, trabajo y dinero no dieran los frutos deseados.

El tiempo transcurría con lentitud, las noticias de España no llegaban y comenzó a alarmarse. Pronto iba a ser imposible disimular la barriga. Temía que llegase ese momento. Sus preocupaciones se disiparon una tarde. Mary le llevó la ansiada carta en una bandeja. Margaret rasgó el sobre con premura, dentro estaba el mensaje de Thompson. Lo leyó con rapidez saltándose las expresiones de cortesía. Además de la misiva, contenía un pliego de instrucciones meticulosamente diseñado.

Querida, Margaret:

Me ha sorprendido lo que me narras en tu carta. Debes de amar mucho a Hunter para hipotecar tu futuro por él. Pero yo no soy quien para juzgar tu comportamiento puesto que también cometí una locura por amor, de la que no me arrepiento pues soy muy feliz. Vivimos juntos en una casa espaciosa en la que, por supuesto, cabéis los dos. Aún no le he contado nada ni a él ni a la gobernanta. Ya habrá tiempo para ello cuando estés aquí. Te voy a dotar de una nueva identidad: serás una prima que ha enviudado y cuyos escasos recursos la han llevado a ampararse en mi magnanimidad. Creo que esta farsa será lo suficientemente convincente para ocultarte a ti y a tu hijo durante el tiempo que precises.

Respecto a tu viaje a España, no lo puedes realizar por los cauces habituales, dejarías tras de ti demasiadas pistas. Además el viaje sería largo: el barco hasta Francia, después cruzarla en tren hasta la frontera española y de nuevo uno o dos trasbordos más en ferrocarril hasta arribar a la ciudad. Demasiado largo y pesado para una mujer sola y embarazada. He pensado lo siguiente: a comienzos de mes partirá de Oldport un mercante cargado de carbón para las fundiciones de esta ciudad. He escrito al capitán, un viejo amigo, para que acepte que embarques. No se opondrá a mis planes pues el marino me debe favores importantes. No será muy cómodo, pero el trayecto es corto. El barco va impulsado por hélices y la velocidad que alcanza es considerable. Lleva contigo poco equipaje, una bolsa de mano con lo imprescindible.

Respecto a tu familia, escríbeles una carta para que no te busquen. No les proporciones ninguna pista.

Memoriza el contenido del pliego de instrucciones en el que te detallo todos los pasos que has de dar, después o lo escondes muy bien, o lo destruyes. Nadie debe encontrarlo ni relacionarte conmigo ni con la persona que te trasladará a España, pues por esta vía podrían encontrarte, además se originarían graves perjuicios tanto para el enlace como para mí.

Ten mucho valor. Recuerda que te estaré esperando y mientras tanto rezaré por ti.

Tuyo afectuoso,

R. T.

—Señorita, ¿son buenas noticias?

—Mary, me marcho a España. Dispongo de muy poco tiempo y necesitaré tu ayuda.

Margaret percibió la cara de desolación de la doncella, y trató de tranquilizarla.

—No te preocupes, mujer, no te dejo abandonada. Te concederé una generosa cantidad de dinero que obtendré vendiendo mis joyas. No las voy a necesitar. También escribiré una carta exculpándote de cualquier responsabilidad y rogaré a mi madre que te proporcione buenas referencias para que encuentres pronto un buen trabajo. En este papel está la dirección de Thompson por si necesitas comunicarte conmigo.

—¿Cómo la encontrará su novio?

—Seguro que te buscará a través de la agencia de colocación. Si en un año no se ha puesto en contacto conmigo, escribiré directamente a sus tíos. Ahora te pido que me dejes sola, tengo que pensar muy bien la manera de cumplir las instrucciones de Richard. Además, cuanto menos sepas, mejor.

Mary abandonó la habitación con lágrimas en los ojos; sentía un gran cariño por la muchacha que tan bien la había tratado.

Margaret releyó cuidadosamente las instrucciones redactadas por el ingeniero. Miró el calendario: faltaban cinco días para que el barco zarpara de Oldport. Una duda le asaltaba el pensamiento: ¿Qué barco sería el que estaba pronto a partir con destino a España?

Al día siguiente, muy temprano, acudió al banco. Sacó todo el dinero del que disponía. A última hora cambió de opinión, dividió su pequeño capital en cuatro partes, una sería para Mary. El resto lo distribuyó en bolsitas que cosió a su ropa interior. Dejó en su bolso de mano sólo el necesario para los gastos del viaje. Afortunadamente, Richard le comentaba que no era preciso que abonase el pasaje. Después acudió junto con la doncella a una casa de empeño para cambiar sus joyas por dinero. Tomó la cantidad que le ofreció el prestamista y la guardó. La necesitaría para el ajuar del niño. Sólo se reservó una cadenita de oro con un guardapelos que contenía un mechón de tía Violet.

El 2 de julio, tal como le había indicado Thompson, partió en el tren de la mañana con destino a Oldport. Salió de la casa muy temprano, acompañada por la doncella que no se resignaba a verla partir sin despedirse de ella. Un coche de punto la esperaba un poco alejado de la residencia familiar. Cuando cerró la puerta cancela tras ella sintió que dejaba atrás no sólo a su familia sino también un trozo importante de sí misma. Sabía que no había marcha atrás. El futuro se extendía ante ella como un territorio misterioso lleno de incertidumbre y peligros. A pesar de la confianza que se desprendía de las palabras del ingeniero, nada iba a resultar fácil. Sintió miedo ante el incierto futuro que la aguardaba al otro lado del mar y el impulso de abrir la puerta para acudir a la habitación de su madre y confesárselo todo mientras imploraba el perdón materno. Pero ello no era posible. Aunque la perdonaran, nunca olvidarían la infamia que había cometido y le quitarían al niño que ingresaría en un orfanato o lo darían en adopción. Imaginó a su pequeño víctima de mil calamidades como en las historias de Dickens. Sacudió la cabeza para que las lágrimas se desprendieran de sus pestañas; para adquirir la fuerza que tanto precisaba se aferró al brazo de Mary. Al poco rato llegaban a la estación.

—Mary, querida, toma esta carta, es para mis padres. Deposítala en cualquier buzón de correos dentro de dos días. Toma también este sobre, contiene el dinero suficiente para que puedas iniciar una nueva vida, si te place. Recuerda que debes regresar a casa y aparentar normalidad. Te preguntarán si conocías mis planes. Tú finge un desconocimiento total aunque en la carta te eximo de cualquier responsabilidad. Le he rogado a mi madre que proporcione buenas referencias sobre tu trabajo, con ellas podrás encontrar un buen empleo y el día que te cases dispondrás de una pequeña dote que te será de gran ayuda. No puedo hacer nada más por ti.

La doncella se retorcía las manos, como era su costumbre, mientras lloraba. Margaret la abrazó para calmar su llanto.

—Señorita Margaret, es usted muy generosa y se lo agradeceré siempre. Le deseo toda la felicidad del mundo y que pueda encontrarse pronto con el señor James.

—Así lo espero yo también. Debemos despedirnos ahora; el tren va a partir.

La última imagen que guardó en su mente del país en el que nació fue la de su doncella en el andén con las lágrimas corriendo por sus mejillas y agitando su mano para despedirla.

El vagón estaba casi vacío. Algunas mujeres con cestos y hombres tocados con gorra. Gente humilde que regresaba de la ciudad, tal vez de vender algo de lo que producían. Había comprado un billete para el vagón de tercera clase. Deseaba pasar desapercibida. Su vestido era oscuro y sencillo, sus cabellos estaban ocultos tras una sencilla cofia. Se asemejaba más a una doncella que a una señorita de la alta sociedad. Poco después del mediodía, el tren se detuvo en Oldport. Se echó sobre la cabeza la capucha de su capa de viaje. No era preciso pues la estación estaba desierta. Agradeció el cobijo que le brindaba la prenda pues el tiempo había cambiado y una brisa seca y fría que soplaba del norte la hizo estremecerse. El cielo, desprovisto de nubes, mostraba un azul intenso. Se sintió cansada y triste. No tenía a dónde ir y aún faltaba algunas horas para la cita con el misterioso hombre del astillero. Decidió no entrar en el pueblo, no quería que la reconocieran y menos exponerse a que la señorita Williams la viese y su presencia pudiera comprometer en un futuro a la secretaria de su padre. Se encaminó hacia Moonface, a aquella hora la senda estaba poco transitada y los árboles que la rodeaban le ofrecerían el escondite que precisaba. Se sentó junto a uno de ellos y se dispuso a comer la colación que previsoramente había traído consigo. Abrió el termo y bebió un trago de té que la reconfortó. Sentía mucho sueño pero no podía arriesgarse a faltar a la cita convenida. De la bolsa de viaje extrajo su diario, un cuaderno forrado con una tela de flores, y la pluma estilográfica que su padre le había regalado, la cargó con cuidado y se dispuso a relatar los acontecimientos de los últimos días con la minuciosidad que la caracterizaba. Frecuentemente interrumpía la escritura para consultar el reloj que colgaba de su cuello. A lo lejos se oían las esquilas del ganado que pastaba tranquilo la suave hierba primaveral.

A las cuatro, interrumpió la tarea y se dirigió hacia el astillero del pueblo, donde tendría lugar la cita. El lugar estaba desierto. No había ningún barco a medio construir ni signos de actividad humana. Le extrañó, pues el año anterior era un lugar que bullía inmerso en el ajetreo de trabajadores y máquinas. Las puertas de los talleres estaban cerradas. El viento arreció ululando lúgubremente entre las tejas de las instalaciones. Se sentó sobre un tronco de madera y contempló la ensenada que, protegida de los embates del océano, mostraba su superficie apenas rizada. Al poco rato se levantó y comenzó a pasear rodeando los talleres. Había transcurrido un buen rato desde que las campanas de la capilla habían anunciado las cinco. Comenzaba a sospechar que el amigo de Thompson no era tal amigo y que se había quedado con el dinero del ingeniero. De nuevo se sentó intentando serenarse para decidir cuál sería su siguiente paso. Entonces vio a un hombre que salía de uno de los habitáculos y que se dirigía hacia ella. Su corazón se apaciguó.

— ¿Es usted la señora Jones, la prima de Señor Thompson?

—Si, por supuesto. ¿Usted debe ser el capitán Harrys?

—Sí, Thomas Harrys, para servirla. Ya me ha puesto el señor Thompson en antecedentes de su caso.

Margaret recordó las instrucciones de la carta: era una pariente en apuros que huía de su familia a causa de un tropiezo amoroso. Harrys era un hombre de unos cincuenta años de mirada franca y directa. Parecía de fiar.

—Señora, si he aceptado el encargo de mi amigo Richard, no ha sido por el dinero, que he empleado en asegurarme el silencio de parte de la tripulación, sino por la amistad que nos une cimentada en el hecho de que un día, ya lejano, él salvó mi vida en una reyerta callejera. Debo mi regeneración y mi honradez presente a sus buenos oficios.

—Comprendo, señor, que esta es una misión arriesgada y que su empleo depende de mi discreción.

—Así es, por ello, le ruego que emplee el máximo cuidado en cumplir mis instrucciones. Cuando se oculte el sol, acudirá uno de mis hombres con una carreta cargada de provisiones para el barco. Usted se subirá en ella y se camuflará dentro de una gran caja vacía. De esta forma llegará a la nave sin levantar las sospechas de las autoridades portuarias. Una vez en ella, la acompañaré al lugar en el que permanecerá hasta que desembarquemos. Mientras tanto, la esconderé en el cuarto de las herramientas. No se preocupe, le dejaré una llave por cualquier eventualidad que ocurriese, si no es así, no debe abandonar la habitación. No tardará en llegar el ocaso. Yo debo marcharme, he de dirigir las últimas operaciones antes de zarpar. Esta noche nos veremos a bordo.

A la hora convenida escuchó el sonido de la llave en la cerradura. Una voz masculina pronunció su nombre. Subió a la carreta y se tendió en la caja que habían dispuesto para ella. Las tablas no encajaban a la perfección, el aire y los sonidos exteriores llegaban hasta ella reconfortándola. Al poco, sintió que la izaban, después el golpe seco de la caja contra el suelo de la nave que amortiguó la manta que habían colocado bajo su cuerpo. Esperó pacientemente hasta que alguien rompió las cuerdas que sujetaban la tapa de la caja y una luz procedente de una linterna la deslumbró.

—Señora Jones, ya puede usted salir. Espere, la ayudaré, seguro que se encuentra usted un tanto entumecida por la inmovilidad. Acompáñeme.

El capitán la condujo hasta un habitáculo que habían improvisado mediante unos cajones de madera. El reducido espacio interior lo ocupaba un jergón cubierto por dos mantas. Una batea hacía las veces de mesa y sobre ella había una linterna de queroseno semejante a las de los ferroviarios, un plato, un vaso y una cuchara de peltre. En un rincón habían depositado un balde de cinc cubierto con una tapa del mismo metal. A Margaret se le antojó la celda de un presidiario.

Harrys, leyéndole el pensamiento, añadió:

—Lamento la incomodidad de su alojamiento; no puedo ofrecerle nada mejor pues los camarotes son para varios hombres y el único individual, el mío, no puedo ni ofrecérselo, ni mucho menos compartirlo pues despertaría los maliciosos comentarios de la tripulación que podrían llegar a oídos del patrón. Un marinero de mi confianza le traerá la comida a las horas previstas. No es demasiado bueno el rancho de un barco, pero la alimentará. Se llevará el cubo y se lo sustituirá por uno limpio. Cualquier cosa que precise no dude en comunicársela al marino. Yo intentaré proporcionársela.

—El albergue es precario, pero bastara para cubrir mis necesidades. En mi situación no puedo exigir nada, es más, le agradezco su ayuda y valoro mucho que arriesgue su puesto de trabajo. De todas formas, la travesía no será muy larga ¿Verdad?

—No, en una semana arribaremos a puerto. Estos modernos barcos de hélice navegan muy rápido. Espero que no la moleste demasiado el ruido de la maquinaria, la he colocado lo más alejada posible del cuarto de máquinas. No estará completamente sola; por aquí pulula Bessy, es una gata que mantiene a raya a los roedores. Es un animal muy manso; busca la compañía humana. No le extrañe que se le acerque y solicite su atención. ¿No le causarán miedo los gatos, verdad?

—No. Me gustan los animales y seguro que Bessy me ayudará a entretenerme. De todas formas, he traído un libro y mi diario. Ocuparé el tiempo en estos menesteres.

Apenas pudo cumplir su propósito, pues los balanceos del barco al atravesar el Canal de La Mancha le provocaron un insoportable mareo que la postró. Cuando acudió el marinero con el almuerzo, la encontró casi desvanecida, manchada por su propio vómito. Alarmado por el lamentable estado de la joven, avisó al capitán que se presentó en la bodega. El estado de la muchacha lo asustó.

—¡Señora, abra los ojos, por Dios!

Débilmente, Margaret obedeció la perentoria orden del marino, pero inmediatamente los volvió a cerrar.

Harrys ordenó preparar una tisana contra el mareo. Temía que la mujer enfermase gravemente o incluso que falleciese, más por las explicaciones que debería ofrecer a Thompson que por la investigación que abrirían las autoridades portuarias. En aquel momento, como después le confesó a Margaret, maldijo la aceptación del encargo del ingeniero. Entre él y el marinero se la dieron a beber. Cuando cesaron los vómitos, la lavaron cuidadosamente. Ambos tuvieron que vencer la prevención que les producía desnudar a una mujer dormida, pero las circunstancias mandaban y armados de valor desabrocharon los botones de la blusa, el cierre de la falda y aflojaron los cordones del corsé. El marinero lavó las prendas en cuando se hizo de noche y las colgó cerca de la sala de máquinas para que el calor que desprendían los motores las secasen.

Durante veinte horas, fue relevado de sus tareas para que velase junto a la semiinconsciente Margaret. El capitán le ordenó que lo avisase si los vómitos o la postración arreciaban. El hombre permaneció junto a la muchacha toda la noche obligándola a beber la amarga infusión.

Cuando ya amanecía, Margaret despertó de su letargo. Había dejado de vomitar.

—¿Dónde estoy? –pronunció con voz débil.

—Señora, aquí en el barco, ¿no lo recuerda?

—¡Ah, sí! ¿Qué me ha sucedido? ¿Quién es usted?

—El marinero Smith, para servirla. Cumplo órdenes del capitán. Se debió usted de marear y ha vomitado mucho. Temíamos por su vida y he estado cuidándola. ¿Qué tal se encuentra?

—Ya no me da vueltas la cabeza y el estómago parece estar tranquilo. ¡Ha sido horrible!

—Sí. Nos ha dado un buen susto.

—¿Qué le ha sucedido a mi ropa?

—No se asuste señora. Se las quitamos entre el capitán y yo. No hubo otro remedio ya que estaba usted en un estado lamentable. Si no ha traído usted otras de repuesto puedo dejarle unas prendas mías hasta que las suyas se sequen, están junto a la sala de máquinas.

—Está bien, señor Smith, en cuando pueda levantarme me colocaré otras que llevo en la bolsa de viaje.

Intentó levantarse pero la debilidad la tumbó de nuevo.

—No haga esfuerzos. Mañana podrá vestirse y pasear un poco por la bodega. Cuando oscurezca, el capitán la acompañará a cubierta para que pueda tomar un poco el aire. Debe comer algo sólido, lo estará necesitando. Le he traído un poco de pan.

Margaret comió el trozo de pan con sumo cuidado. Al poco rato se sentía mucho mejor.

—¿Cuánto tiempo he estado desmayada?

—Sólo un día. El mar en el Canal siempre anda alterado y las personas que no están acostumbradas a navegar suelen marearse.

Oyeron un maullido y apareció Bessy que solicitaba los mimos de Margaret. El marinero quiso espantarla de una patada, pero ella se lo impidió.

—Deje al animal, me hará compañía. Creo que ya le he causado bastantes molestias. Me siento bien. Si lo desea puede retirarse.

—No, de ninguna manera. El capitán es muy estricto y no puedo desobedecer sus órdenes. La disciplina del mar es muy rígida, como debe ser, aunque no estemos en la Marina Real. Estaré con usted hasta que él me releve.

—Lleva usted muchas horas en vela, trate de dormir un poco. Yo ya no necesito de una atención extrema. Si el jefe lo acusa de incumplimiento de su responsabilidad, yo asumiré toda la culpa.

El marinero se retiró a un rincón, fuera del cubículo, y envuelto en una manta se dispuso a dormir. Margaret aprovechó para palparse el vientre. Durante un instante deseó que los vómitos hubiesen matado al ser que llevaba dentro. Inmediatamente se arrepintió. Era, junto con el poema y sus recuerdos, el nexo de unión con Hunter. Alargó el brazo y abrió la bolsa de viaje. Se colocó una blusa que se abrochaba en la parte delantera. No deseaba mostrar sus brazos ni su torso, las enaguas cubrían sus piernas. Con esto bastaría. Se deshizo el moño, se cepilló el pelo y lo ató en una trenza lateral. Se sintió un poco mejor tras el improvisado aseo. La debilidad y los recuerdos la hundieron en un llanto silencioso. La gata saltó hasta la cama y lamió sus mejillas, ella la rodeó con su brazo y las dos se durmieron.

Los días que restaban de navegación no supusieron un suplicio para Margaret. Ocupaba su tiempo en leer y en acariciar a la gata que se pasaba la mayor parte del tiempo enroscada a su lado. El animal sólo abandonaba la cama cuando oía la voz de Harrys o de Smith, entonces corría por allí o se escondía en cualquier rincón a la espera de que se marcharan para volver de nuevo al regazo de la muchacha que la alimentaba con su propia comida.

La última noche de la travesía el capitán acudió a charlar con ella.

—Señora Jones, mañana arribaremos a la ciudad. ¿Ha fijado algún lugar para encontrarse con su primo? Mis obligaciones con usted y mi pacto con él acabarán en el momento en que usted desembarque.

—Sí. Richard me estará esperando fuera de la zona comercial. Incluso me dibujó un pequeño plano con el lugar en el que me aguardará. ¿Cómo voy a desembarcar sin ser vista?

—Está vez la introduciremos en un tonel vacío. Dos marineros lo transportarán hasta el almacén en que se guardan los depósitos de agua para repostar. Procuraremos realizar la maniobra cuando no haya nadie. La dejarán dentro, cuando oiga la campana del barco significará que puede salir. Entonces levante la tapa del tonel, apenas estará encajada. Con sólo empujarla, cederá y usted quedará libre.

—¿No me detendrán?

—No creo, yo entretendré al vigilante con cualquier excusa. Es frecuente que la población local se acerque hasta el puerto pues recogen los restos de carbón que se caen de los sacos para utilizarlos como calefacción. Lleve el pelo lo más oculto posible dentro de la cofia. Allí no podrá utilizar su capote de viaje, podría levantar sospechas pues resultaría inapropiado en esta estación, dado lo cálido del clima del lugar. Le proporcionaré un saco con unos trozos de carbón como coartada. Deberá cambiar su bolsa de viaje por un cesto como el que usan las mujeres de Mirabilia. Probablemente yo no tenga ocasión de verla más. Despidámonos ahora.

—Le agradezco todo lo que ha hecho por mí, señor Harrys, y lamento las incomodidades que le he causado –le tendió la mano derecha–. Le deseó un buen viaje de vuelta.

—Yo rezaré a Dios para que la iluminé en su nueva vida, señora Jones. Transmítale un afectuoso saludo a su primo –comentó mientras estrechaba con cordialidad la mano tendida.

Cuando el hombre se alejaba camino de la cubierta para cumplir con sus tareas lo detuvo la voz de Margaret.

—Señor Harrys.

Él se giró hacia ella, interrogándola con la mirada.

—He deseado preguntarle algo desde que zarpamos: ¿quién es el armador de esta nave?

—¿No se lo ha dicho su primo? Es Stephen Hills. Este ha sido el último barco que se ha construido en los astilleros de Oldport. A partir de ahora, el tamaño de los navíos exigirá unas instalaciones mayores. Se construirán en Cardiff o en Liverpool.

Margaret contuvo su deseo de gritar ante el estupor que le produjo la revelación: ¡Huía de su familia en un barco propiedad de su padre! No tuvo demasiado tiempo para entregarse a cavilaciones inútiles pues pronto apareció Smith con una cesta de mimbre provista de doble tapadera y un saco con unos trozos de carbón. Se despidió de ella con amabilidad y se reincorporó a sus tareas.

Su ánimo estaba tan alterado como el mar en el Canal de La Mancha. No consiguió conciliar el sueño y la última noche que transcurría en territorio inglés la ocupó en escribir sus impresiones en el diario.

Muy temprano, acudió de nuevo Smith que arrastraba un tonel. Lo depositó en un lugar visible para Margaret. Sobre él pusieron una tetera caliente y un trozo de pan untado con mantequilla. Margaret se obligó a tomar toda la colación que le había proporcionado y se dispuso a cumplir con las últimas tareas antes de desembarcar. Colocó lo mejor que pudo la ropa dentro de la cesta junto con el diario y otros efectos personales; el espacio era insuficiente para el volumen de las prendas, sobre todo para la gruesa capa. Decidió desprenderse de esta, aun así la operación resultó insuficiente. Entonces decidió conservar la bolsa de viaje con todos sus enseres, envolvió en papel de periódico usado los trozos de carbón y los metió en la cesta. Ya estaba lista para introducirse en el tonel ayudada por una caja de madera vacía que pretendía usar a modo de escabel, cuando apareció Bessy. El animal la miró con sus redondos ojos dorados, se frotó contra su falda e intentó trepar por ella. Margaret la espantó varías veces sin obtener resultado. Ante la insistencia del animal, abrió una de las tapas de la cesta y la gata, como si comprendiese, se metió dentro y se ovilló. Decidió que la llevaría con ella. Ató las dos tapaderas y se deslizó junto con el resto de los enseres dentro del barril. Momentos después, los marineros lo alzaron. Sintió que su ritmo cardíaco se aceleraba pues para ella comenzaba una nueva vida.