II

Un extraño paseo

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Soy Margaret Hills y vivo en Tower House, en medio de la campiña inglesa. Doy comienzo este diario el día 13 de mayo de 1889.

Hace un día radiante y…

Margaret descorrió las cortinas de cretona floreada y abrió las ventanas del dormitorio. Hasta ella llegaban sonidos de podaderas y rastrillos, señal de que la estación primaveral estaba en su apogeo. Se acodó en el alfeizar de piedra y contempló el parque. El césped brillaba como si hubieran extendido sobre él las cuentas de un collar. Los rayos de sol se reflejaban en las húmedas frondas de los árboles del parque trazando diminutos arcos iris. Las clemátides se enroscaban en torno a la arcada que conformaba la rosaleda. Algunos jardineros recortaban los setos de tejo, otros se afanaban en recoger las hojas que la tormenta había arrancado de los robles y álamos que sombreaban parte del jardín que rodeaba el viejo palacete. La casa era de estilo tudor y el escudo de armas de la familia, esculpido en piedra sobre la fachada principal, velaba las existencias de los habitantes. Había sido ganado, junto con el título nobiliario, por la familia de su madre que prestó importantes favores y lealtades a la dinastía Plantagenet en el campo de batalla durante la Edad Media. La casa fue levantada siglos más tarde. Su último propietario fue un tío de lady Jane, madre de Margaret, que murió sin descendencia. El caballero se la legó al considerar que la muchacha había quedado en una situación precaria, ya que la herencia familiar había sido repartida entre los hermanos varones. A pesar de haber sido remozada más de una vez en los últimos doscientos años, resultaba fría y poco cómoda debido a los suelos de piedra, entre cuyos intersticios afloraba el musgo en invierno, y a los estrechos ventanales mal ajustados que permitían la entrada del helado viento invernal. Sin embargo, el parque constituía un auténtico solaz para los sentidos. El tío de lady Jane había añadido una rosaleda, famosa en la comarca por la variedad de especies que albergaba, y un invernadero en donde el anciano barón pasaba la mayor parte de los días sentado en un sillón de mimbre, rodeado de cojines y sin más compañía que una tetera colocada sobre el samovar, The Times y varios ejemplares de gatos persas tan orondos y apacibles como él. Allí, en aquella reproducción miniaturizada de una selva lo sorprendió la muerte una gélida mañana de enero.

Más allá de los límites de la propiedad, los campos de cereal se extendían como un inmenso tapiz lavado por la lluvia que las gruesas nubes alimentadas con la humedad del océano habían descargado con furia durante la noche. Al fondo, se vislumbraba la mancha oscura del hayedo de Darkwood, una jungla densa en la que se alternaban los pinos de ramas retorcidas con hayas esbeltas cuyas hojas mostraban su fogosa coloración en otoño. Apenas crecía especie vegetal alguna en el sotobosque oscuro, sólo donde algún árbol muerto dejaba el hueco para que penetrase la luz del sol asomaban masas de helechos plumosos y evanescentes. A pesar de la prohibición de transitarlo, Margaret lo había recorrido, aunque solamente la parte menos intrincada, cuando era niña. Muchas veces se había refugiado entre la floresta cuando una disputa con sus padres sembraba en su espíritu la necesidad de huir. Su carácter rebelde toleraba con dificultad las normas que le imponían para hacer de ella una señorita. Le atraía aquel lugar porque era un sitio vedado y, más aun, por la cantidad de leyendas que circulaban entre los campesinos de los alrededores que lo convertían en el escenario de crímenes y misterios sin resolver.

El Blackriver lo rodeaba y en algún tramo hundía sus sinuosidades en las entrañas del bosque. Debía su nombre al lecho pizarroso por el que discurría y que prestaba a sus aguas el fúnebre color. Los viejos habitantes del pueblo de Durlot, perteneciente al condado de Westshire, contaban que, hacía más de cien años, una muchacha campesina del lugar partió para vender una cesta de huevos al pueblo cercano. Nunca se supo la razón que la indujo a abandonar el camino principal y adentrarse en el bosque. Algunos rumores afirmaban que tal vez alguien la llevara allí contra su voluntad, otros decían que era una moza de moral relajada que buscaba en la soledad del lugar el escenario adecuado para sus encuentros carnales con un novio que no era del agrado de la familia. La muchacha no regresó, tampoco llegó al mercado. Se la buscó por todos sitios, incluso en el bosque. Días después la búsqueda fue abandonada. Todos creyeron que se había fugado con su amante. Pero se equivocaron pues un mendigo que rastreaba ratas de agua encontró el cuerpo de la moza flotando, retenido en un meandro por los juncos y los cañaverales. Como si el río se hubiese enamorado de ella y quisiese poseerla para siempre. Los que la vieron contaban que sus ojos abiertos, llenos de cielo, y sus cabellos, escapados de la trenza a los que la flora acuática enmarañaba, flotaban como si fuesen algas. Además, el tono lívido de su piel la asemejaba a una náyade. No encontraron en ella señales de violencia. Nunca se supo la verdadera razón de aquella muerte. Las gentes que vivían de lo que el río proporcionaba –leñadores, cazadores de ratas y tramperos– afirmaban haber oído al atardecer lamentos de mujer. El hecho, verdadero o no, contribuyó a que el bosque adquiriese fama de lugar nefasto y que la gente huyese de sus proximidades.

A Margaret esta leyenda, que le repetía con frecuencia la cocinera de la casa, no le afectaba lo más mínimo. En cuanto la ocasión se presentaba, huía al bosque atraída como una polilla lo es por la luz de una vela, ignorantes ambas del mal que las acecha y que puede esconderse tanto en las tinieblas como en la claridad.

Se despojó de la camisa de dormir y se enfundó en unas polainas de su padre que la doncella le había adaptado a su anatomía de estrecha cintura modelada desde el comienzo de la adolescencia por un corsé entretejido con barbas de ballena, al que odiaba con todas sus fuerzas. Se abrochó una blusa sencilla y se cubrió con una chaquetilla de tweed. Intentó domeñar con peinetas y horquillas su crespa melena rojiza pero pronto abandonó una tarea casi imposible. La dejó que colgase por sus hombros y espalda sólo apresada por una cinta de raso atada alrededor de su cabeza para que no le estorbase. Descartó el sombrero.

No pasó por el comedor a tomar su desayuno para evitar las reconvenciones de su madre sobre su heterodoxa vestimenta. Bajó hasta el sótano, donde se ubicaban las dependencias del servicio, con las botas de montar en la mano y de puntillas. Aquella mañana, reinaba en ellas un ajetreo mayor del habitual. Los pinches y las criadas bruñían las cuberterías de plata; fregaban las vajillas de porcelana y las cristalerías que formarían el servicio de mesa del banquete, al que seguiría un baile con el que celebrarían el cumpleaños de la muchacha y que serviría como su primera presentación en sociedad.

La cocinera inventariaba los alimentos de la despensa anotando todos los ingredientes precisos para la preparación de la cena; interrumpió su tarea y la saludó efusivamente. Después, le preparó su desayuno favorito: un tazón de leche y un gran pedazo de tarta de moras guardadas en conserva desde el verano anterior. Quería mucho a Margaret pues la conocía desde su nacimiento y se permitía con ella ciertas licencias que no eran habituales entre amos y señores.

—Sarah, si preguntan por mí, di que no me has visto. Me voy a pasear a caballo. No puedo sufrir todo este ajetreo. La casa está patas arriba y mi madre, supongo, de un humor infernal. Prepárame algo para comer. Un trozo de tu excelente pastel de carne y algún bote de fruta en conserva será suficiente. Volveré pasado el mediodía.

—Pero, niña, esta tarde tienes la última prueba de tu vestido. Dentro de tres días es la fiesta y debe estar listo. No te olvides que a las cuatro estará aquí la costurera.

—Ya lo sé y cumpliré. No podría sufrir la ira de mi madre una vez más. Todo este asunto de mi presentación social la tiene desquiciada.

—Margaret, no llevas sombrero. El sol calienta muy fuerte hoy y puede mancharte la piel. Cuando el sol caldea la tierra con tanta fuerza en mayo es anuncio de tormenta. Me lo advierte mi rodilla. Hoy me duele más de la cuenta. Coge este –dijo, tendiéndole un sombrero de paja que alguien había dejado olvidado en la cocina.

Margaret se lo colocó y ató la cinta bajo su barbilla. Se calzó las botas, agarró la cesta y se dirigió hacia las cuadras donde su yegua negra entretenía su impaciencia coceando la puerta del cubil. Al oír la voz de la muchacha, que saludaba a los mozos atareados en la limpieza de los establos, irguió sus orejas y relinchó. El mal tiempo de los días anteriores había impedido su salida al campo. A la fogosidad del joven animal le perjudicaba, como a Margaret, la inactividad.

Aseguró el morral a la silla y montó sobre la yegua. Recorrió a paso lento el camino de gravilla que conducía a la puerta principal de la propiedad; un portón de hierro en cuya parte superior el herrero había forjado el nombre de la residencia: Tower House. Un mozo la abrió para franquearle la salida. Emprendió una galopada a través del camino que conducía hacia las colinas que la distancia azuleaba. Al oeste quedaba la mancha tenebrosa del bosque. Cuando el animal había calmado su ímpetu y Margaret sus nervios, tiró de las riendas y continuó el paseo lentamente. Decidió dirigirse a Big Crevice, el complejo minero perteneciente a la Hills Mining Company Limited, de la que el mayor accionista era su padre. La explotación de los minerales de carbón y hierro y su aprovechamiento en la industria siderúrgica estaba en el origen de la fortuna familiar que alimentaba, al igual que a los hornos y fundiciones, con crecientes ingresos. Los espectaculares beneficios obtenidos en la extracción del mineral sustentaban un lujoso estilo de vida, que su padre no habría podido soñar cuando se embarcó en la aventura de excavar los montes para extraerles sus negras entrañas.

El sendero bordeaba verdes campos cercados donde crecía la cebada mostrando sus altivas espigas que aún no habían entrado en sazón. El viento empujaba los tallos creando un movimiento ondulante que los asemejaba a mares verdes. Conforme el hatajo ascendía hacia las colinas, su trayectoria se volvía más serpenteante y los cultivos desaparecían cediendo espacio a los pastos donde rumiaban gordas ovejas que pronto estarían listas para esquilar. El camino se estrechó aún más y atravesó un angosto desfiladero de rojizas paredes. De nuevo, comenzó a ascender. Margaret desmontó para no fatigar al animal. A sus oídos llegaban los sonidos de la actividad minera que se desarrollaba en la meseta en los que se mezclaban los silbidos de las máquinas de vapor con el traqueteo de las vagonetas tiradas por caballerías o empujadas por obreros, en los tramos más llanos, para que descendiesen el mineral por la ladera norte; un camino mucho menos abrupto y más apto para el tránsito de los animales. El contenido de las vagonetas era descargado en los depósitos de las fundiciones levantadas al pie de la planicie o en grandes contenedores que el ferrocarril trasladaría a la costa para ser embarcados con destino a cualquier país de la Europa continental.

Cuando llegó al altozano el paisaje la sobrecogió. La ganga rojiza se agrupaba en montones formando terreras. La montaña estaba horadada en numerosos lugares. Gran parte de los árboles habían sido talados y sus muertos troncos se apilaban en montones a la espera de ser bajados para entibar las galerías.

Cada uno de los pozos estaba rematado por las oscuras estructuras de los castilletes que sustentaban las jaulas por las que descendían los mineros al interior de la montaña. Las chimeneas de las máquinas de vapor arrojaban nubes blanquecinas. Grupos de obreros tiznados, muchos de ellos niños, cargaban el mineral. Un capataz daba órdenes o reconvenía a un trabajador, que sumiso agachaba la cabeza. La superficie del suelo que rodeaba las instalaciones mineras estaba enlodada a consecuencia de la utilización del agua usada como alimento de las máquinas cuyos silbidos resultaban ensordecedores. Una tubería la conducía desde el depósito en que se almacenaba. Supuso que la extraerían de alguno de los riachuelos que corrían por la ladera de las colinas circundantes.

Se dirigió a las oficinas, deseaba saludar a su padre.

—Querría hablar con el señor Hills –preguntó a un oficinista que trazaba cruces sobre unas listas con nombres–. Soy su hija.

El trabajador se levantó para saludarla mediante un reverencial movimiento de cabeza.

—Lamento decepcionarla, señorita, su padre ha partido hoy hacia la costa. Problemas con uno de los barcos que realizan el transporte hasta el continente han requerido su presencia. ¿Puedo servirla en alguna otra cosa?

—No, gracias. Ha sido una decisión no meditada. Debía haber avisado.

Cuando abandonaba el edificio de ladrillo rojo contempló un bulto cubierto con una vieja manta. Tuvo un presentimiento.

—¿Qué oculta la manta? –preguntó con la voz temblorosa.

No esperó la respuesta y levantó la cobertura. Sus sospechas se confirmaron.

—Es un niño que ha muerto. Estamos esperando a que suban a su padre del interior del pozo para entregarle el cuerpo.

Ante la cara de consternación de Margaret, el hombre continuó:

—No se asuste señorita, todos los días ocurren accidentes. Es cosa normal. No ha sido dentro de la mina. Su padre es buen patrón y no quiere niños en el interior. Causan más perjuicio que beneficio, suele decir. El capataz Morton recibe órdenes muy estrictas del señor Hills a este respecto. El chaval se ha descuidado y se le ha desplomado encima un montón del mineral que cargaba en la vagoneta.

Margaret se acercó con resolución al rincón en el que yacía el cuerpo infantil, lo destapó y contempló la carita ennegrecida en la que destacaban los ojos azules vidriados por la muerte y que nadie se había ocupado de cerrar. De la raída gorrita se escapaba un mechón de cabello impregnado por el polvo del carbón. Una de las zapatillas colgaba de su pie. Lo volvió a cubrir con cuidado. La pena que sentía era incapaz de ocultar la indignación que bullía en su interior.

— ¡Pero si no tendría más allá de diez años!

—Bueno, este empezó hace unos meses, pero hemos tenido algunos de seis y siete años. La mayoría huérfanos de padre. Sus madres vienen a suplicar que los empleemos. El señor Hills es muy generoso y los contrata a todos. No puede sufrir las lágrimas de una viuda o que en una casa pasen hambre sin que él no haga nada al respecto. Lo dicho, señorita, su padre es un buen patrón, un buen cristiano.

Margaret abandonó la oficina confundida. Intuía que la vida acomodada de la que disfrutaba estaba relacionada con la pobreza de los trabajadores. Descendió por el camino de la ladera norte, mucho más suave. Decidió regresar a su casa dando un rodeo. Tras dejar atrás las fundiciones y hornos de chimeneas humeantes en los que se fundía el mineral de hierro se dirigió al grupo de casas que había levantado la empresa para los trabajadores: Redtown. Debía su nombre a las colinas rojizas a cuyas faldas se situaba. Era un conjunto de casitas bajas construidas en piedra y techadas con pizarra. Se distribuían en torno a tres calles: la norte, el este y la que se dirigía a una pequeña capilla cuya campana tocaba a difuntos. Consultó la hora en el reloj de la torre y abandonó el pueblo. Disponía del tiempo justo para volver antes de las cuatro.

Después del largo paseo por las montañas, agradeció cabalgar por la llanura. Paralelo a la senda corría un arroyuelo que nutría las raíces de unos sauces jóvenes. Margaret desmontó y ató la yegua a uno de ellos asegurándose de que había alrededor del animal la suficiente hierba para que repusiese fuerzas. Mientras, se dispuso a tomar su colación con cierta prisa, pues no quería exponerse a la ira de su madre llegando con retraso. El hermoso día primaveral comenzó a oscurecerse a pesar de lo temprano de la hora. Se levantó un viento racheado que venía aullando desde el mar y azotaba feroz los árboles que jalonaban el regato. El vendaval empujaba unas nubes plomizas y densas que entrechocaban sus bordes superponiéndolos. El cielo azul, que había brillado durante toda la mañana, se cubrió con un sayal gris. No había terminado de desatar a Gipsy cuando el cielo se iluminó con la luz espectral de un relámpago. El estruendo del trueno que siguió parecía desgarrar la grisalla que cubría la bóveda celeste. Empezaron a caer las primeras gotas, gruesas como monedas, que se convirtieron rápidamente en un feroz aguacero que el viento racheaba calando a Margaret hasta los huesos. Resultaba imposible continuar el regreso. Necesitaba encontrar un lugar donde refugiarse y esperar a que la tormenta descargase su furia. Miró a su alrededor y encontró un sendero tapizado con los guijarros del lecho del río. Decidió seguirlo. Cuando había recorrido cuatro o cinco yardas, una cerca baja de madera le cortó el paso. Un letrero clavado en ella indicaba: Oaks Cottage. Descorrió la aldaba que cerraba la propiedad y continuó su penosa marcha a través de la lluvia cuya intensidad aumentaba impidiéndole la visión. Desmontó y prosiguió con Gipsy sujeta del ramal. Al poco rato, se encontró con una casita de piedra de dos plantas y empinado tejado en el que se abría la ventana de una buhardilla. Los muros estaban casi cubiertos por la hiedra. Tres escalones, también de piedra, la elevaban sobre el terreno circundante en el que se alzaban dos majestuosos robles situados a ambos lados de la vivienda y que le prestaban el nombre a la propiedad.

Golpeó el llamador con forma de serpiente e inmediatamente la puerta se abrió. En el umbral apareció un hombre joven vestido con una camisa blanca en la que aparecían numerosas manchas de pintura. Se frotaba las manos con un paño que olía fuertemente a esencia de trementina.

Sin esperar la pregunta de rigor, Margaret lanzó la suya:

—Buenas tardes, disculpe mi intromisión. Me ha sorprendido la tormenta y no puedo regresar a casa hasta que escampe. ¿Tendría la amabilidad de permitirme esperar a cubierto hasta que cese la lluvia?

—Por supuesto, señorita. Pase. Está usted empapada. ¡Ah! Observo que ha atado su montura al tronco del roble. Así no se espantará ante los relámpagos. Le proporcionaré ropa seca. Espero que alguna de las de mi tía le sirvan, aunque la estatura de ella es menor que la suya.

Al poco rato apareció con un brazado de ropa femenina y una toalla. Acompañó a Margaret hasta el umbral del cuarto de invitados para que se cambiase. Mientras, atizaba el fuego que ardía en la chimenea del estudio.

Ambos se rieron al ver a Margaret vestida con una ropa que le quedaba corta.

—Respecto a los zapatos no puedo hacer nada salvo acercar sus botas a la chimenea para que se sequen. Me he tomado la libertad de prepararle una copa de coñac para que entre en calor. También puedo ofrecerle una taza de té. Me disponía a tomarlo.

—Gracias, señor…

—Disculpe mis modales, he olvidado presentarme: James Philippe Hunter, para servirla.

—Encantada de conocerlo, señor Hunter. Soy Margaret Hills –añadió tendiéndole la mano.

Mientras Hunter trasvasaba el té de una tetera de plata dispuesta sobre un samovar a unas delicadas tazas de porcelana crema decoradas con un motivo de rosas diminutas, Margaret observaba la habitación.

La estancia que ocupaban era un estudio, pues las paredes estaban cubiertas hasta el techo por estanterías cerradas con puertas repletas de libros con brillantes encuadernaciones. Una mesa de madera rojiza ocupaba el espacio central y estaba atestada de hojas de papel. Margaret no lograba descifrar el contenido pues estaba muy alejada de ella. Tres grandes ventanas, que llegaban hasta el techo artesonado con madera, se unían formando un semihexágono. Las cortinas de terciopelo de color oro viejo estaban atadas a los lados mediante gruesos alzapaños. El jardín de cuidado césped y los robles se asomaban tras ellas. El aguacero se había transformado en una llovizna que punteaba los cristales con gotitas que se unían engordando y transformando la pulida superficie en una caprichosa cuenca fluvial. Frente al mirador se alzaba un caballete con un lienzo apenas esbozado. En una mesita baja de torneadas patas reposaban pinceles, una paleta y numerosos frascos de arcilla. Unos cómodos sillones tapizados en cuero marrón permitían contemplar la danza de las llamas que ardían en la chimenea. La luz comenzaba a declinar por efecto de la neblina que se extendía por el paisaje. La lluvia cesó.

Margaret bebió a sorbitos pequeños la fuerte infusión que la hizo entrar en calor.

—Dígame, señorita Hills, ¿qué dríada o elfo ha guiado sus pasos hasta la soledad de mi residencia? No es frecuente que reciba visitas, salvo la de algún vagabundo que pide limosna o las de los vendedores ambulantes que suministran los víveres a mis tíos.

—La verdad es mucho más prosaica, señor Hunter. Esta mañana salí a pasear con mi yegua y ascendí hasta la meseta de Devil´s Table por el desfiladero que atraviesa las Purple Mountains. Allí, como sabrá, se sitúan las instalaciones mineras de la Hills Mining, la compañía que dirige mi padre. Pensaba saludarlo, pero había marchado a la costa, a Oldport, para resolver asuntos relacionados con el transporte del mineral. Emprendí el regreso por Redtown, pues apenas dista cinco millas de mi residencia. Escogí el camino real que lleva hasta Durlot, el pueblo cercano a mi casa. Cuando apenas llevaba recorrida una milla, me sorprendió la tormenta. No voy a llegar a tiempo a la cita con la costurera y esto va a irritar a mi madre, le había dado mi palabra.

—Considere usted la posibilidad de que la tormenta también haya impedido la visita de la modista. ¿No le preocupa más la inquietud de su familia?

—No demasiado. Mi padre está de viaje, mi hermano Edward está interno en Eton. En casa sólo residimos de forma habitual mi madre y yo, además del servicio, naturalmente. Ella ya no se inquieta por mis andanzas. Me ha dejado por imposible. Suelo vagar por los campos y más de una vez la noche o la niebla me ha sorprendido fuera de casa y he debido pernoctar en alguna granja. Sé cuidar de mí misma.

»Por lo que veo, señor Hunter, es usted pintor. Me encanta la pintura, aunque no entiendo demasiado. Ya sabe, la educación de una señorita es bastante limitada. Podría hablarle en francés, tocar una balada romántica al piano o recitarle hermosos poemas. También sé cómo se elabora un buen pudin o tejer un precioso tapiz. Cosas todas ellas de gran importancia para una futura ama de casa, pero inútiles como temas de conversación –añadió con un marcado matiz de ironía en la voz.

»Mi padre adora a Constable y sobre todo a Reynolds. Del primero poseemos un gran cuadro en el salón que muestra un bello paisaje con un cielo encapotado. Una idílica imagen de la campiña inglesa. Creo que mi progenitor aspira a poseer un Reynolds. Le he oído comentar que es un pintor extremadamente elegante y exquisito.

Margaret calló. Esperaba la respuesta de su interlocutor ante la exposición de sus limitadas ideas sobre los gustos pictóricos familiares. En vista de que Hunter permanecía en silencio preguntó:

—¿Qué opina usted de Constable y de Reynolds?

—Lamento no compartir los gustos de su progenitor. La pintura de Sir Joshua Reynolds me parece excesivamente rígida. Apenas expresa nada, sólo una rebuscada elegancia falta de sinceridad. Yo sigo a mis maestros: Millais, Rossetti, Hunt y Waterhouse, integrantes de la Hermandad Prerrafaelita. Salvo los dos últimos, los demás han fallecido ya. No obstante, sus cuadros permanecen. Para mí son una fuente constante de inspiración que se alimenta de los lienzos de los grandes pintores italianos del treccento y el quattrocento. A mi juicio, las pinturas de estos últimos son mucho más auténticas. Constable me parece un artista correcto, un artesano de los pinceles, pero no un genio. Disculpe, pero creo que la estoy aburriendo con mi verborrea de pintor.

—De ninguna manera. Sus observaciones resultan interesantes, pero no termino de hacerme a la idea de su estilo pictórico. ¿Podría contemplar alguno de sus cuadros?

—Por supuesto, están todos en la buhardilla, que es mi estudio. Esta habitación es el despacho de mi tío. Sólo que la escasez de luz de esta tarde y la soledad me han llevado a trasladar mis útiles hasta aquí. Estaba esbozando alguna idea cuando ha aparecido usted.

Las botas habían perdido algo de humedad. Margaret se las calzó y se dispuso a acompañar a Hunter hasta la buhardilla. Media docena de lienzos se apoyaban contra las paredes. El hombre se los fue mostrando: Caronte cruzando el río Leteo, Una mañana de primavera, Paseo otoñal, La hechicera, El dios Pan con las ninfas y Abelardo y Eloísa. No le proporcionó ninguna explicación. Dejó que la pintura se comunicase directamente con la sensibilidad de la muchacha.

Margaret quedó muy impresionada ante la poesía que traslucía cada una de las historias que Hunter había plasmado sobre las telas: el paisaje oscuro y tenebroso que rodeaba al río Leteo, surcado por un espectral barquero que hundía su pértiga en las muertas aguas flanqueadas por altos árboles puntiagudos que identificó como cipreses. El lienzo traslucía una profunda tristeza, una melancolía malsana que se adhería al alma como la lepra a la piel. Al fondo del cuadro, aparecían los borrosos contornos de la tierra firme: el Hades. El tono sombrío era sustituido, en el segundo de los lienzos, por una alegre y colorida representación de las flores de la campiña inglesa que una adolescente de pelo moreno recogía en un ramo. La luz solar iluminaba suavemente los contornos de la muchacha tocada por un sombrero de paja que, más que adornarla, ocultaba los rasgos de su cara. A pesar de la claridad que emanaba del uso del color y del tema escogido, el conjunto resultaba triste. La soledad de la mujer sin rostro provocaba inquietud.

Le gustó, aunque no comentó nada, la sensualidad que emanaba Paseo Otoñal. El viento azotaba las ramas de unos árboles a los que la estación había convertido en una hoguera reflejada en las hojas muertas que cubrían el suelo del parque por el que paseaba la dama. Los cálidos colores contrastaban con la blanca vestidura de la mujer que se sujetaba el ropaje con ambas manos intentando ocultar al espectador su cuerpo insinuado a través del leve tejido que el viento adhería a sus formas corporales. Una atenta contemplación de la narrativa pictórica le desveló que lo allí reflejado era una lucha entre los instintos y la razón. El eterno combate entre los contrarios. La crispación en las manos de la dama intentando sustraer su vestido a la llamada feroz del viento reflejaba el conflicto interior de la mujer que se resistía a ceder ante las tentaciones carnales. Tampoco se veía su rostro oculto por sus largos cabellos azotados por el vendaval. El blanco del vestido insinuaba la pureza de la joven que contrastaba con las tonalidades cálidas del resto de los elementos. Sin embargo, el borde de la túnica de la dama aparecía manchado de barro. Hunter le explicó el símbolo ante la pregunta de Margaret. Se refería a que la dama finalmente sucumbiría ante los embates de la pasión. Este erotismo, apenas esbozado, se intensificaba en El dios Pan con las ninfas y emanaba, más que de los cuerpos semidesnudos de las jóvenes nadando en el estanque de espaldas al espectador, de la actitud con las que se ofrecían y tentaban al sátiro que, indiferente, interpretaba alguna misteriosa melodía cuyas notas las atraía. Incitaba a imaginar qué ocurriría después. Margaret se ruborizó.

Se detuvo ante Abelardo y Eloísa. El cuadro representaba la escena narrada en Historia calamitatum y que recogía las sesiones de estudio compartido entre ambos jóvenes en la casa del tío de la muchacha, Fulberto. Los libros permanecían abiertos sobre la mesa, en ella brillaba la hoja de un cuchillo, símbolo y anticipo de la posterior tragedia que destrozaría a los amantes. Abelardo se inclinaba sobre Eloísa con la intención de acariciar los senos cuyo nacimiento mostraba la joven. El rostro del protagonista, a pesar de estar representado de perfil, era el de Hunter: los mismos grandes ojos color castaño dotados de una perspicaz mirada, el crespo cabello oscuro enmarcando un rostro triangular acabado en una perilla cuidadosamente recortada. La boca, de labios gruesos, se asomaba bajo el bigote e insinuaba la forma de un beso. Las manos finas, de largos dedos, eran las del pintor. Sin embargo, el rostro de Eloísa era un manchón sin definir. Adelantándose a la pregunta que iba a formular Margaret, le explicó:

—La cara de ella está sin acabar; no encuentro un modelo que se adecue a lo que quiero expresar: el particular carácter de una muchacha ajena a las convenciones de su tiempo que se entrega a la pasión sin más normas que las que le dicta su deseo. Estaba intentando plasmar esta idea en un boceto cuando la tormenta la ha traído hasta aquí. Me ocurre con todos los cuadros en los que aparece una mujer. Hasta ahora he podido utilizar algún que otro artificio, que usted habrá, sin duda, descubierto. Pero en este era imprescindible que Eloísa fuera representada en posición frontal.

Margaret estaba turbada. En todos los lienzos se reflejaba de una u otra forma una fuerte sensualidad. Deseó preguntarle al pintor sobre esto, pero no se atrevió. No encontraba las palabras adecuadas. Sus conocimientos sobre la sexualidad humana eran mucho más precisos que los de la mayoría de las muchachas de su edad. Los comentarios de las compañeras de internado, una colección de láminas de su hermano Edward escondidas bajo el colchón de su cama, encontradas el verano anterior, y sobre todo las conversaciones con su tía Violet los habían modelado. Pero la rígida moral en la que había sido educada le impidió realizar observaciones que rozasen el tema. Apenas expresó con algunas palabras corteses sus impresiones sobre las pinturas.

—Creo que es hora de que me marche. La noche se avecina y tengo que regresar a mi casa. No sería apropiado que pernoctase aquí.

Bajó al salón y recogió sus ropas que el calor del fuego había secado. Una vez cambiada se despidió de su anfitrión:

—Señor Hunter, ha sido una tarde agradable. Me alegro de haberlo conocido. Si alguna vez pasa por Durlot, no dude en desviarse hacia Tower House. Estaré encantada de responder a su hospitalidad. Sus pinturas son extrañas y hermosas a la vez. Nunca había visto nada igual. Sinceramente me han impresionado. Le deseo suerte en su búsqueda del rostro de Eloísa.

Desató a Gipsy y montó sobre ella. La luz del atardecer inundaba el cielo de tonos rojizos. La tormenta se había marchado llevándose las nubes con ella. El pelo de Margaret se contagió de la luz circundante, se asemejaba a un poderoso fuego. Hunter apreció el resplandor que aureolaba la cabeza de la muchacha. La despidió con la mano y cerró la puerta. Sobre una silla reposaba el deformado sombrero de paja olvidado por la joven.

Espoleó a Gipsy y galopó durante un par de millas. El sol se había ocultado ya cuando divisó las casitas de Durlot arracimadas en torno a la vieja iglesia cuya escalinata desembocaba en una plaza porticada que los días de mercado alojaba los puestos con productos locales. Frenó a la yegua y a paso ligero enfiló el camino que partía de la entrada del pueblo y que conducía hasta su residencia. A lo lejos divisó la mancha oscura de Darkwood. La luz era cada vez más tenue. Una luna delgada menguante como una guadaña se asomaba por el horizonte tras la mole imponente de Tower House.

*

Interrumpí la lectura. El hallazgo me turbaba profundamente y necesitaba asimilar la aparente casualidad, o más bien la jugarreta del destino. Respiré hondo.

En poco más de una semana había encontrado a James Philippe Hunter dos veces. Los encuentros parecían casuales: un libro en un estante de una biblioteca que ni siquiera figuraba como referencia bibliográfica y otra en el relato de una persona que convivió con mi familia mucho tiempo atrás. Sentía a Hunter tan cerca de mí, de mi vida, que la cercanía me provocaba miedo. Me parecía que una voz antigua y poderosa, la voz del pasado, había estado vagando perdida en el laberinto del tiempo y que había encontrado el camino de salida gracias a alguna acción que yo había realizado para orientarla en su búsqueda de la luz. La voz apenas era un murmullo. No conseguía descifrar la totalidad del mensaje, aunque su núcleo lo percibía con nitidez: «busca al pintor», escuchaba una y otra vez con una claridad que me espantaba.

Estuve rumiando el asunto durante largo rato. No comprendía el objetivo de la búsqueda, ni la relación que podría enlazarlo a mi existencia. Intuía que algo oscuro, tan tenebroso como la esencia misma de las tinieblas, se agazapaba tras aquella aparente coincidencia. Debería vencer el temor y la apatía. Era preciso que captase el mensaje y que lo obedeciese. Una misión me estaba destinada, sólo que no me sentía con las fuerzas suficientes para emprenderla en solitario. Entonces la imagen de César Pérez de Castro surgió ante mis ojos como una revelación, como una visión producto de una droga alucinógena o de un estado de trance. Mis nervios estaban tan alterados que llegué a pensar que Hunter tal vez fuese un espíritu errático como los que aparecían en los viejos cuentos y que precisaba de alguien que cerrase la historia que dejó inconclusa durante su existencia terrenal para descansar por fin bajo el amparo de la tierra.

Inspiré profundamente varias veces. Necesitaba serenarme. Permití que la historia, que prometía resultar apasionante, me atrapara como cuando abría un viejo álbum de fotos y el añejo perfume del pasado me invadía con su poderosa fragancia. En algún momento de la lectura me asaltó la idea de estar violando la intimidad de la autora. Pero ella estaba muerta y las palabras con las que narró una parte de su existencia estaban delante de mis ojos. Me mostraban sus ilusiones, su miedo, sus frustraciones; todas las piezas que componen la existencia de cualquier persona. Tiempo después, descubrí que el destino, por alguno de sus misteriosos mecanismos, había depositado en mis manos aquellos diarios, escritos casi un siglo antes, con un claro propósito que en aquel momento no alcancé a comprender. Llegué a pensar que alguna poderosa fuerza mental había convocado a los espíritus de los muertos enterrados en tumbas olvidadas y privados del descanso eterno. De nuevo caí en la tentación de pensar de forma irracional. Al percatarme, intenté descartar aquellas absurdas creencias míticas inculcadas por mi bisabuela Renée. Ella afirmaba que los cuerpos de los fallecidos permanecen en la tierra hasta fundirse con su materia, pero que sus energías permanecían activas mucho tiempo y era posible contactar, si conocías los métodos adecuados, con ellas. La francesa era una adicta al tarot y a la ouija; también a los conjuros y a la santería. Incluso colaboró con la policía científica ayudándola a esclarecer un extraño caso de asesinato que conmovió a la ciudad a mediados de los años sesenta. Fue capaz de señalar la zona en que se encontraba el pozo minero en el que había sido arrojado el cadáver de un empresario local apuñalado por su efebo, un muchacho de los bajos fondos que se cansó del acoso al que estaba siendo sometido. Mi bisabuela pidió que su nombre no se divulgase pero alguien lo filtró y su fama de vidente y médium se expandió por los pueblos aledaños. La vieja mansión se convirtió en un centro de peregrinación para seres atormentados que intentaban sanar sus heridas a través de la intervención de mi antepasada. Aquel despropósito alcanzó peligrosas proporciones. A Renée se la empezó a conocer como la «bruja francesa». Un grupo de muchachos envalentonados por el alcohol se acercaron una noche de luna a insultarla y a apedrear la mansión. La alta valla impidió que accedieran a ella. No fueron los únicos. El cura, ante la pérdida de feligreses, movilizó a los elementos más fanáticos de su parroquia. Una tarde de sábado, acudieron en procesión precedidos de cánticos sagrados. El ministro iba acompañado por dos monaguillos ataviados con los trajes clásicos y que portaban sendas cruces. Mientras el preste asperjaba agua bendita conjurando al demonio, mi bisabuela contemplaba la escena oculta tras los visillos de una habitación de la planta alta. Entonces estalló una tormenta que en vez de prestar dramatismo a la escena convirtió aquella procesión en una escena de comedia. La luz de los relámpagos rasgaba el cielo, las nubes se deshacían en gruesos goterones que calaban a los asistentes. Estos emprendieron una veloz carrera a través del camino, incluso alguno utilizó como vía de escape los bancales aledaños, aquel año en barbecho. Renée, cada vez que relataba la anécdota, resaltaba la risa que le produjo ver al cura y a los monaguillos recogiéndose los bordes de sus talares atavíos para poder correr a mayor velocidad por el sendero que comenzaba a encharcarse. Mi abuelo Raimundo, espoleado por los ruegos de mi abuela Esperanza, preocupada por la seguridad de su madre, puso fin a aquellos disparates. A pesar de que entonces residía lejos de la ciudad se las arregló para contratar a dos robustos ganapanes de los bajos fondos mirabilienses que durante una temporada ejercieron sus funciones disuasorias a las puertas de Villa Mercurio. También prohibió a su suegra el uso del cualquier medio adivinatorio. Esto último nunca se cumplió, pues la contumaz francesa continuó su extraña relación con el Más Allá aunque ejerciéndola de una forma más discreta. Jamás volvió a colaborar con la policía a pesar de los muchos requerimientos que recibió. Siempre alegó haber perdido sus poderes por la intervención del cura, anulados por la poderosa fuerza de la cruz. Esto último lo afirmaba con una chispa de malicia en los ojos y con un rictus de sus labios, que los que la conocíamos identificábamos como la muestra más sublime de su aguda ironía.

Su axioma favorito: «quien busca, encuentra», se convirtió en certeza. Aunque entonces lo que yo buscaba era a mí misma, aunque lo ignorase. El interés sobre el desconocido pintor, a tenor de los diarios, cada vez menos, era un subterfugio anclado en alguna ignota región de mi cerebro. El hilo de Ariadna que me conduciría, como a Teseo, al final del laberinto. Cuando leí el nombre de Hunter en las primeras páginas del diario de la niñera de mi abuela, supe que aquello no era una simple coincidencia sino una pista que me conduciría a algún lugar. Era la segunda vez, en pocos días, que su fantasma se me aparecía. Durante las dos semanas siguientes apenas me aparté del cuaderno. Me concentré en el documento intentando descubrir la identidad de aquel espectro que me acosaba con su vívida presencia. Ignoraba que iniciaba una extraña expedición al pasado en la que rompería la crisálida que me envolvía para transformarme en otro ser completamente diferente al que había emprendido el viaje.

Leía en voz alta traduciendo directamente. Ante mis escasos progresos como escritora abandoné la tarea de la transcripción. Mis palabras las recogía una grabadora. Lo único que me importaba era comprender qué viento trajo a la niñera de mi abuela hasta estas tierras y su relación con el pintor.

El verano se arrojó sobre la tierra con su furia de pirómano. Agostó los campos y llenó el pueblo de veraneantes expulsados por el recalentado asfalto de las ciudades. Mis padres emprendieron un viaje al Norte para visitar a los parientes gallegos. Deseaban cambiar los ocres de esta tierra olvidada por la lluvia en el verde frondoso de la campiña gallega. No regresaban hasta septiembre. Ya apenas quedaba en el pueblo ninguno de los amigos con los que compartí mis vacaciones estivales. Era la soledad que precisaba para ordenar mi vida.

Pocos días después, embarqué en el tren vespertino hacia Madrid. Estaba citada en un despacho del juzgado alrededor de mediodía. Por fin iba a romper el último fleco que me ataba a una relación que había pulverizado tantas ilusiones, tantas certezas y sobre todo mi confianza en el ser humano. Sabía que la herida se cerraría aunque una cicatriz de bordes gruesos y púrpura coloración, como las que dejan cirujanos poco hábiles en los vientres femeninos, permanecería durante mucho tiempo en mi espíritu. Pero el tiempo, ese perverso aliado, se encargaría de envejecerla. Yo me acostumbraría a ella y un buen día ni siquiera notaría su presencia.

El trámite fue rápido, pues no deseaba pleitear. Como yo no desempeñaba ningún trabajo remunerado, me fue asignada una pensión. No era gran cosa pero al menos contaba algunos ingresos con los que empezar mi vida. Aún habría de transcurrir un año más para que el divorcio se consumase. Pensé que me iba a afectar encontrarme con Arturo –aumenté, previsoramente, la dosis de ansiolíticos– por ello intenté no mirar al hombre del que una vez estuve enamorada, o más bien, con el que mantuve una destructiva relación de dependencia. El síndrome de abstinencia había desaparecido por completo. Mi sangre no alteró su lento e inducido discurrir. Dañinos neurotransmisores no alteraron mis sinapsis neuronales. Todo en mi fisiología funcionaba a la perfección. Mientras leía el documento que certificaba el fin de mi matrimonio intenté encontrar alguna sensación en mi mente hacia el impresentable con el que había compartido mi cama. Sólo encontré una: la náusea.

Al salir, en la antesala del despacho, descubrí a mi sustituta: una muchachita espigada de lacio pelo moreno que se mordía las uñas desbordada por la situación. La pobre trataba de ocultar su identidad tras unas gafas modelo aviador que estaban fuera de lugar en la penumbra de aquel pasillo. Al pasar, levanté la cabeza y vi mi reflejo en los verdes cristales. Dentro de una década, tal vez ella estaría abandonando la sala de un juzgado tras aceptar las condiciones económicas de un inminente divorcio. Le deseé suerte. La iba a necesitar.

Emergí a la clara luz de la mañana madrileña. A pesar de que aún el sol no había rebasado su cenit, el sol extraía fuego del asfalto. Aún disponía del tiempo preciso para realizar algunas compras. Por la mañana había abandonado el modesto hotel cercano a la estación de Atocha. Mi exiguo equipaje estaba depositado en una taquilla de la consigna. Disponía de varias horas de completa libertad. Decliné visitar a ninguna de mis antiguas amigas. No deseaba ofrecer explicaciones a nadie. Finalmente tomé el metro para encaminarme a la Cuesta Moyano. Me entretuve hojeando algunos libros de bellísimas láminas, ediciones facsímiles de códices miniados. La adquisición de alguno de aquellos ejemplares estaba muy alejada de mis modestas posibilidades, pero me sentía feliz sintiendo la suavidad del papel entre mis dedos, el olor a tinta fresca y el colorido vibrante de las viejas imágenes sagradas. La tentación pudo más; siempre es poderosa cuando me seduce mediante los libros. Caí como un amante inflamado por el deseo. Los libros son para mí algo más que el alimento que nutre mi intelecto. Mantengo con ellos una relación sensual, casi erótica; por ello me gusta tanto leer en la cama o tendida bajo un pino cuyas acículas movidas por el viento sisean creando la música precisa para que el íntimo acto de leer se convierta en todo un rito placentero. También, cerca del mar siento idéntica sensación, en este caso es la sinfonía interpretada por el oleaje la que la provoca. Mis primeras vivencias sensuales estuvieron ligadas a la lectura. En las tardes invernales en las que el viento azotaba los cristales del mirador o la lluvia se deslizaba por ellos como un llanto inconsolable, las ocupaba en leer acurrucada en el sillón orejero y tapada por una suave mantita de lana de angora. Mi madre me preparaba un chocolate caliente como merienda, mientras yo me deslizaba feliz por las hojas de mis libros de cuentos. Me sumergía en ellos porque en las verdades que se escondían, como animalitos tímidos o fieras al acecho tras la hojarasca de las palabras, encontraba el bálsamo preciso para aliviar las heridas que me provocaba hacerme mayor. Trataba de hallar en aquellas viejas historias cargadas de simbolismo mi propio camino en la vida y las respuestas a todas las cuestiones que me angustiaban por la dificultad que entrañaba su comprensión. Además, en ellas todo se resolvía satisfactoriamente y el mundo quedaba ordenado. La sensación de seguridad y de plenitud se ligaron a los placeres sensoriales: la suavidad de la manta, el calor que me rodeaba frente a la amenaza del frío exterior y la dulzura del chocolate que inundaba mi boca (mucho después conocí la propiedad del cacao como liberador de las endorfinas). Esta ligazón fue tan poderosa que se instaló para siempre en mi psique. El amor, en su faceta más carnal, me provocó las mismas sensaciones. Tal vez por ello me convertí en una dependiente afectiva.

A pesar de que no disponía de mucho dinero me permití el lujo de comprar varios libros de arte que estaban dentro de la bibliografía recomendada por los profesores. Eran de segunda mano, pero aun así resultaban caros. Mi presupuesto voló en un instante dejándome unas pocas pesetas en el monedero. Me disponía a abandonar el puesto cuando en uno de los expositores un libro me tentó: Poesías completas de Arthur Rimbaud. Lo adquirí. Pensaba comenzar su lectura en el tren de regreso.

El librero mostró su generosidad ante mi abultada compra y me señaló un montón de libros muy usados para que eligiese uno como regalo. Casi todos eran infantiles, lo que para mí no es ningún impedimento. Pienso, como Rilke, que la verdadera patria del hombre es la infancia, el territorio al que antes o después regresa. Aquel que lo ignora, que nunca retorna a esa maravillosa geografía de la que partió, está irremisiblemente muerto. Me entretuve revolviendo un buen rato. La búsqueda resultó exitosa: una edición de El viento en los sauces, en inglés, además ilustrada por Paul Bransom, apareció ante mis ojos. La portada era bellísima, a pesar de que el paso del tiempo había deslucido los colores. Representaba a la rata de agua y al topo extasiado ante la melodía que interpretaba el dios Pan. No podía creer en mi buena suerte. Miré la fecha de edición: 1926. Conocía la historia por haberla leído siendo niña, pero mi libro –ya desaparecido– no era tan bello como el ejemplar que reposaba entre mis manos. Creo que el librero desconocía su valor. Lo tomé y lo guardé rápidamente en la bolsa. La mañana me había sido propicia. Cierto que no me quedaba dinero ni para comer. Pero aquel día, por lo especial, se merecía una celebración. Pensé utilizar mi tarjeta de crédito. Sabía que no disponía de saldo y que debería pagar altos intereses por el descubierto. Consulté mi reloj. La oficina de la sucursal bancaria con la que operaban mis padres, y aún antes mis abuelos, continuaba abierta. Desde una cabina cercana marqué el número y solicité hablar con el director, un viejo amigo de la familia. No tuvo ningún inconveniente en traspasar una módica cantidad de la saneada cuenta de ahorros de mis padres a la mía, tan maltrecha que era incapaz de sustentar mi tarjeta. Ya habría tiempo después para explicarlo y devolver el préstamo.

Me apeé del metro en la estación de La Latina pero decidí dar un rodeo para visitar la Plaza Mayor. Los comerciantes cerraban las tiendas. Los numerosos turistas cargados con bolsas que contendrían recuerdos de dudoso gusto se desperdigaban por las cervecerías y restaurantes de la zona huyendo de la canícula estival que convertía a la ciudad en un horno. El tiempo apremiaba, así que me dirigí al restaurante. No era mi favorito pero consideré que debía cerrar el círculo. Fue el primer lugar en el que comí con Arturo la mañana en que arribamos a la capital para empezar nuestra vida en común. Justo era que fuese el último, sobre todo ahora que la abandonaba, esperaba que para siempre. No había sido feliz en aquel gigantesco espacio tan lleno de gente pero a la vez tan inhóspito como el desierto del Sahara. Las ciudades resultan una suma de soledades compartidas.

Era la primera vez que me atrevía a comer sola en un restaurante. Me sentí feliz por el progreso. Quizás por ello, el gazpacho y el lenguado me supieron especialmente deliciosos. Culminé el almuerzo con un trozo de tarta de chocolate y un café muy corto, la cafeína espoleaba demasiado mi maltrecho sistema nervioso. Deseaba mantenerme despierta y aprovechar el viaje de retorno para sumergirme en la lectura del libro recién adquirido.

Para que el día fuese completo me pedí un benjamín de cava. Alcé mi copa. Mentalmente brindé por mí y por mi futuro. Los comensales cercanos observaron con curiosidad mi gesto. No me importó.

Un taxi me dejó a la entrada de Atocha con media hora de antelación. Rescaté mi equipaje de mano de la consigna, me compré un paquete de chicles y me coloqué en la cola para embarcar en el tren con destino a Mirabilia. Cuando el vehículo arrancó, dejando atrás las plazas, los edificios y por fin los últimos vestigios de la hermosa ciudad en donde no había conseguido materializar mis sueños, sentí que cerraba una página importante de mi vida; algo viejo moría y algo nuevo estaba a punto de nacer para que el ciclo de la existencia (la espiritual también se rige por el mismo código) prosiguiese su curso.

Extraje de mi bolso el reproductor de casetes portátil, me coloqué los auriculares y pulsé el botón de puesta en marcha. Las notas de la Sonata n.º 2 de Chopin me atraparon en una red de malsana tristeza. El tren atravesaba los páramos castellanos que el sol había abrasado convirtiéndolos en un mar amarillo, desolado e inmenso. El día entonaría pronto su agónico canto. A través de la ventanilla vislumbraba los colores del ocaso. La tristeza iba in crescendo, como la música. Las estaciones se sucedían como las etapas de la vida, con idéntica previsibilidad. Imaginaba los raíles por los que el ferrocarril circulaba prolongándose hasta el infinito en aquella árida geografía. Mi existencia se me antojó similar a la de uno de aquellos vagones en los que yo viajaba. Alguien trazó unas vías y me enganchó a una locomotora que me propulsaba. Ciega e ignorante la seguí sin poder zafarme del movimiento que me impelía. Deteniéndome o moviéndome según sus dictámenes, por pura inercia. El enganche falló en algún momento del trayecto y quedé atrapada en una vía muerta mientras esperaba que un milagro me hiciese moverme según mis propios impulsos.

El traqueteo de la máquina me sumió en un balsámico sopor del que desperté cuando ya era noche cerrada y sólo vislumbraba luces lejanas a través de la ventanilla del vehículo. Desistí de leer los poemas de Rimbaud, mi estado anímico no era el apropiado. Intenté desprenderme de la melancolía como la serpiente de su vieja piel. Las aventuras del topo y la rata de agua protagonistas de El viento en los sauces sirvieron para este fin. Los paisajes y personajes descritos en el libro de Grahame me devolvieron a los diarios de Margaret Hills. El descubrimiento de que el pintor hubiese mantenido una relación con la niñera de mi abuela me pareció una señal que me incitaba a continuar la búsqueda. Tal vez se tratara de una coincidencia o fuese una jugarreta del destino indicadora de que la casualidad no existe, que todo ocurre por alguna razón. Intenté encontrarla pero mi mente se resistía a hallar una explicación lógica a aquel hallazgo. Decidí que debía comentarlo con Pérez de Castro. No había tiempo para andar con misivas; el mes de julio se acababa y la Universidad cerraba hasta septiembre. Sólo contaba con la dirección institucional del catedrático. Lo llamaría por teléfono al día siguiente. Con un poco de suerte aún podía encontrarlo en su despacho. Esperaba su ayuda, pues me sentía incapaz de emprender el viaje hacia los pantanosos terrenos del pasado de Hunter sin ayuda. Intuía que me hundiría en la ciénaga y alguien debería estar allí para arrojarme la cuerda salvadora.

Me acosté nada más llegar, apenas conseguí hilvanar dos horas de sueño seguidas en toda la noche. Al clarear el alba había contado todas las ovejas del mundo y practicado todas las técnicas de relajación que conocía sin conseguir resultados satisfactorios. Las sábanas parecían estar confeccionadas con fibra de cáñamo en vez de algodón por el prurito que desataban en mi cuerpo. Ya no pude aguantar más y me levanté. Mi estómago se encogió; se negaba a ser invadido por ningún tipo de alimento; me dediqué a ordenar compulsivamente la casa: mi habitación, la cocina, el saloncito. Ninguna estancia escapó a mi furia limpiadora. Después le tocó el turno al jardín. Corté hojas y ramas, barrí la hojarasca acumulada bajo la buganvilla y sometí a la agreste vegetación a un generoso riego. Ocupada en las anodinas tareas conseguí contrarrestar la lentitud con la que parecía transcurrir la mañana. De cuando en cuando consultaba el reloj de pulsera. Por fin sus agujas marcaron las nueve y media. Me duché y mordisqueando una manzana me dirigí a la cabina telefónica de la plaza. El reloj marcaba las diez en punto cuando pulsé los dígitos del número de teléfono del catedrático. Mentalmente rogaba que estuviese en su despacho. Cuando estaba a punto de colgar el auricular (ya había sonado el quinto zumbido) la voz de César me llegó desde el otro lado del aparato. Respiré hondo, tragué saliva y le espeté rápidamente mi mensaje:

—He encontrado una pista sobre Hunter. Creo que nos conducirá al descubrimiento de datos muy interesantes sobre su vida.

—¿Dónde los ha encontrado? ¿En un libro tal vez?

—No. En unos viejos papeles. Pero es mejor que los vea y juzgue por sí mismo. –Me detuve un momento para darle tiempo a calibrar si su interés en el pintor era auténtico.

—Parece muy interesante lo que me cuenta. Una verdadera suerte. Por supuesto que me gustaría ver esos documentos. Mi trabajo ha terminado y dispongo de tiempo libre. ¿Dónde podríamos vernos?

—En la ciudad hace demasiado calor. Si le parece podríamos hablar con tranquilidad en mi pueblo. Me imagino que conoce Los Arenales.

—Por supuesto. Está muy cerca de mi residencia veraniega. Podríamos vernos alrededor de la una. Elija usted el sitio.

—En el centro del pueblo, junto a la plaza, hay un bar cuya terraza trasera se orienta hacia la playa. Podríamos vernos allí –respondí, intentando no aturullarme.

—De acuerdo, entonces. Nos vemos a la una.