La mujer nos ofreció una taza de té que sirvió en unas tacitas de porcelana desportilladas extraídas de una alacena situada en un rincón de la cocina apartado de los fogones. Les limpió el polvo con unción mientras nos explicaba que sólo las utilizaba en ocasiones especiales que se presentaban rara vez. Habían pertenecido a James. La mujer cuidaba los enseres del pintor como si se tratasen de objetos sagrados. Calentó agua en una anticuada cocina alimentada con leña. Su actitud hospitalaria y el cuidado con el que atendía los pequeños detalles me sedujeron de inmediato. Extrajo con delicadeza las briznas de té de una caja de hojalata y las depositó en la tetera. Anastasia era pequeña y delgada como un pajarito. Su traje grisáceo y sus pasos menudos me recordaron a una aguzanieves. Acercó la humeante vasija a la mesa y nos sonrió. Pude apreciar la belleza de sus ojos, grandes, oscuros y luminosos, rodeados por una red de finas arrugas. Miraba directamente a la cara de su interlocutor. Sus manos, a las que la artritis había curvado los dedos, mostraban los signos de la vejez; unas manos curtidas en las faenas domésticas y en la huerta. No llevaba anillos ni pendientes pero de su cuello colgaba una especie de camafeo con el retrato de una mujer, tal vez su madre. Mientras degustábamos la azucarada infusión, ella nos contó a grandes rasgos su historia:
—La primera vez que el señor Hunter vivió en la isla fue en 1903. Al principio residió como inquilino en la casa. Le gustaba la tranquilidad del lugar y las atenciones de los propietarios. Mi abuelo Dionisos trabajaba como capataz en la explotación vitícola. Entre los privilegios que contaba por razón del cargo se encontraba el de disponer de una vivienda en la propiedad. La casa era diminuta pero confortable. Estaba adosada al pabellón de las bodegas. En ella se instaló junto con mi abuela y mi madre, María. Ella era la única superviviente de los cinco hijos del matrimonio. Tres de ellos habían perecido víctimas de la desnutrición y las enfermedades. El mar arrastró al mayor a las profundidades cuando faenaba en un barquichuelo que no soportó el embate del temporal.
»Mamá contaba con siete años cuando apareció el pintor. Era una chiquilla con ansias de aprender. Apenas sabía leer pero le fascinaban los libros que el señor trajo consigo. Se las arregló para caerle en gracia. Pululaba por los alrededores de la vivienda con el deseo de que la invitara a entrar. Él, a pesar de sus muchas ocupaciones, siempre encontraba un momento para atenderla. Le enseñó a hablar en inglés y le prestaba los libros para que ella disfrutara del placer de pasar las páginas mientras que inventaba el contenido a través de las ilustraciones. Cuando comprobó que las historias que narraba nada tenían en común con los textos, decidió enseñarle a leer en inglés y le regaló algunos libros con los que mamá alimentaba sus fantasías infantiles.
»El señor James acariciaba la idea de participar en el negocio del vino pero carecía de los fondos suficientes. En 1905 regresó al continente no sin antes prometer a mi madre, que lloraba en la despedida del que consideraba su amigo, que volvería. Cumplió su promesa y regresó en el otoño de 1908. Debió irle bien porque compró estas tierras y la casa a su antiguo propietario que se había arruinado. El hombre marchó a ultramar a emprender una nueva vida.
»La vivienda estaba muy deteriorada y las tierras no servían ni para que pastaran las cabras. Inmediatamente contrató a braceros que le ayudaron a transformarla por completo. Fue como una bendición en aquellos años de miseria en los que muchísimos isleños huían de sus pueblos acuciados por el hambre y las penurias. Durante el tiempo en que duraron las obras vivió en una cabaña armada con cuatro palos y una lona encerada. Él mismo ayudó a trasladar las piedras desde la montaña. Decidió cambiar el aspecto de la casa para lo que encargó tejas de barro a la península. Afirmaba que mantenían mejor la temperatura del interior. A la vez que vigilaba las tareas de reconstrucción de la vivienda, plantó nuevas cepas que compró a otros viticultores que no habían sufrido los acosos de la plaga. Leyó libros y más libros que hablaban de viñedos y que le traían en el barco de los miércoles. Adquirió cepas de otras variedades y las injertó para que resistiesen mejor los ataques del mildiu, el oídio y la filoxera. Se asoció con el padre de Yorgos, Dimitri. Esto ya se lo habrá contado el viejo cascarrabias. Entre los dos pusieron en marcha el negocio. Volvieron a contratar a los antiguos trabajadores de la finca y mi abuelo pudo conservar su empleo. Mamá reanudó su relación de amistad con el señor. Él, en los escasos ratos que le quedaban libres, continuó enseñándole inglés. Sin embargo, andaba como ausente. Sus empleados lo atribuyeron al exceso de preocupaciones que conllevaba la puesta en marcha del negocio y la reconstrucción de la vivienda. Después supimos que su estado lo causaba la ausencia de la que hubiera debido ser la señora de la casa. Mi familia sabía que se llamaba Margaret. Su ansiada llegada se retrasaba una y otra vez por diversos motivos que hundían al hombre en la desesperación.
»Aquel invierno llegaron noticias de ella con regularidad, pero la primavera se acercaba y la señora continuaba sin aparecer. Él confesó a mi madre que le inquietaba la tardanza de Margaret, para quien había reconstruido la casa. Poco después llegó otra carta de tierras lejanas. El mensaje debió ser terrible porque el señor se hundió. Mi madre contaba que andaba perdido en el pantano de la desesperación. Aquel verano debió de ser muy duro para el pobre señor James. A comienzos del otoño recibió una nueva misiva procedente también de tierras lejanas, creo que del país de ustedes. No la remitía la novia del señor. Eran manos extrañas las que escribieron una noticia atroz. Nunca supimos en qué consistió pero si que afectó tanto al amo que se extravió definitivamente. Fue la época del whisky y del aislamiento. Apenas salía de la casa, deambulaba por ella como un animal enjaulado. Dejó todos los asuntos económicos en manos de su socio y se hundió en las brumas del alcohol. En los escasos momentos en que estaba lúcido, salía a montar a caballo. Llegaba a casa sudoroso y extenuado para sumergirse de nuevo en la balsámica paz del licor. Nunca contó a nadie los motivos que lo llevaron a adoptar una vida de demente. Aún no dominaba lo suficientemente el griego y la única persona con la que podía hablar, mi madre, era tan sólo una niña.
»En su locura fue incapaz de apreciar los intentos de ella para aliviar su sufrimiento, también que se aproximaba al peligroso territorio de la pubertad. La veneración que sentía por Hunter, su maestro y amigo, se estaba transformando en algo muy distinto que se parecía al amor, si es que acaso no lo era. Mamá me confesó que estuvo encandilada por el señor pero que evitó que sus sentimientos fueran visibles, sobre todo para sus padres, aunque mis abuelos andaban demasiado ocupados para percatarse de la lumbre que le ardía en los ojos. Ellos la consideraban una mocosa soñadora con ínfulas de señorita.
»Todos en la finca intuían que una desgracia había infectado el espíritu del amo. Sabían, pues estaban acostumbrados a perder hijos, mujer y cosechas, que era cuestión de tiempo que el alma cicatrizase. Respetaron su ausencia y se entregaron al trabajo con un ahínco aún mayor. Era la primera vez que contaban con una oportunidad para escapar de la miseria sin abandonar la tierra en la que nacieron, la primera vez que se deslomaban a cambio de algo más que una raquítica cosecha que no les alcanzaba ni para comprar el pan y no iban a permitir que la suerte se malograra porque el inglés tuviese el corazón agusanado por penas de amor. El resultado fue una excelente cosecha. No hubo plagas, tormentas, ni vientos que turbaran la paz que la uva precisa para concentrar en su carne todos los efluvios minerales que obtiene de la tierra y que el sol convierte en azúcar. El fruto rojo oscuro fue recogido a su debido tiempo y tras dormir el tiempo preciso los azúcares se transformaron en alcohol. El resultado fue excelente. El vino se embotelló, ya estaba listo para ser enviado fuera de la isla a que recorriese su camino por las selectas mesas europeas, y para ello se necesitaba a Hunter, pues era el único que conocía los intrincados vericuetos del comercio, el único que poseía los conocimientos suficientes para no perderse en aquel laberinto de impuestos, intermediarios y rutas; sólo que él también andaba extraviado en el laberinto de la pena por la que transitaba en círculos intentando salir por una puerta equivocada.
»Los trabajadores comenzaron a impacientarse, a pesar de que cobraban puntualmente, pues Dimitri Nikolakis se encargaba de solicitarle los fondos al señor en los escasos momentos en los que lo encontraba lúcido. Intuían que el negocio, como un barquito en medio de la tempestad, podía naufragar. El asunto se complicó cuando lo encontraron inconsciente al pie de un cantil que se asomaba a varios metros de altura sobre las aguas del mar. Los hombres improvisaron unas parihuelas que ataron a una mula, pues era la única forma de evacuación para trasladarlo a casa por aquel camino de cabras. Mi abuelo y Dimitri tomaron el mando de la situación. Lo acostaron en la cama y lo ataron con correas improvisadas con los ronzales de las caballerías. Dos hombres se apostaron en la puerta de la habitación en turnos de guardia de ocho horas. Otros partieron a las montañas cercanas en busca de una vieja curandera que conocía los ancestrales remedios para sanar los males del cuerpo y del espíritu. La mujer extrajo de la bolsa que portaba con ella unas hierbas con las que preparó unos brebajes que provocaron el vómito en el intoxicado. Mi madre, a pesar de su corta edad, se empeñó en ayudar a la mujeruca llevando y trayendo jofainas, ropa limpia y agua caliente desde la cocina. Lo desnudaron por completo y le refregaron el cuerpo hasta casi arrancarle la piel, pusieron compresas de alcohol, en el que habían macerado bayas silvestres, sobre su frente. Era la primera vez que mamá contemplaba a un hombre en cueros. Debió poner cara de susto porque la curandera le dijo que no se asustara ante la virilidad dormida pues no causa problemas, estos llegan cuando se despierta. Mi madre nunca olvidó este consejo y cuando hablábamos de los viejos tiempos de su infancia siempre las repetía con la risa asomándosele a los labios.
»El señor James estuvo vomitando durante tres días en los que no sólo expulsó el alcohol que había ingerido y el escaso contenido de su estómago, sino también los malos humores del cuerpo que le habían envenado el alma. Mientras, Dimitri y mi abuelo recogieron todas las botellas de whisky que encontraron por la casa, apilaron un montón de leña y lo rociaron con aquel líquido pestilente que, según ellos, poseía la apariencia de orines de burro. Al cabo de una semana, el señor despertó del etílico sueño. Con voz débil pidió agua. Le suministraron un caldo en el que había hervido durante muchas horas una gallina, remedio que ancestralmente servía para devolver las fuerzas a las mujeres estragadas tras el parto. Mi madre no se separó de la cabecera de su cama mientras duró la convalecencia. Le daba de beber la sopa y el agua a pequeñas cucharadas, como si se tratara de un recién nacido, le espantaba las pesadillas que lo hacían temblar durante la noche con rezos interminables. Sólo aceptó que la sustituyera una criada cuando el enfermo comenzó a levantarse y pasear por la habitación. Al cabo de quince días, aunque flaco como un espectro, se hallaba en condiciones de incorporarse a la vida.
»La cosecha fue vendida con gran éxito. Los trabajadores recibieron una gratificación y el inglés se curó para siempre del vicio de la bebida. El señor, agradecido, encargó un hermoso vestido a la última moda a una tienda de París, con botines y sombrero a juego. Se los entregó a mi madre como regalo por sus desvelos. Ella se lo colocaba en contadas ocasiones y siempre dentro de la casa pues los tacones le hacían tropezar en el pedregoso suelo, el sombrero le cocía los sesos y el traje se le enganchaba en los matojos del patio. Cuando se vestía con aquellas galas se sentía como una dama. Andaba como sonámbula por la casa, perdida en un sueño imposible. Intentaba escapar de su triste destino de criada que la ataba para siempre a la isla imaginándose como una de aquellas señoras que transitaban por la elegante vida europea, protagonistas de las ilustraciones de las revistas que el pintor recibía y que, una vez leídas, le ofrecía para que se entretuviese.
»A la primera exitosa cosecha siguieron otras muchas. Año tras año, aumentaban los pedidos. El vino obtuvo premios importantes en ferias y exposiciones. El señor parecía haber olvidado el antiguo dolor, pero sólo en apariencia, pues permanecía en vela hasta altas horas de la noche. Mi madre, asomada a la ventana de su cuarto, contemplaba la luz que se apagaba cuando ya las estrellas habían dejado de brillar.
»La vida nos fue bien a todos durante cuatro años. Las cosechas se vendían y había riqueza en la isla. Bueno, a todos no. El señor continuaba varado en la playa de la tristeza, aunque parecía haberse resignado. Tras el vino, mi madre era su único entretenimiento. Le gustaba leer y conversar con ella. A pesar de la diferencia de edades, se entendían. En 1912, mi madre cumplió dieciséis años. Mi abuela le prohibió que frecuentara al pintor porque estaba en edad de concebir y nunca se sabía qué podía intentar un hombre solo. Los juegos se acabaron para ella y tuvo que dedicarse a coser su ajuar. Como mi madre inició un atisbo de protesta, mi abuela la amenazó diciéndole que la muchacha que se relaciona con un hombre soltero pierde su reputación, único bien que las chicas pobres poseían. Mamá rompió a llorar y mi abuela se ablandó. Entonces la abrazó mientras que le comentaba que ya se había dado cuenta de que estaba encandilada con el amo. Su palidez y la mirada perdida la habían delatado. Comprendió que mi madre anduviese enamoriscada del señor que resultaba atractivo e interesante en su madurez. Su aspecto de hombre atormentado se correspondía con el ideal romántico de las jóvenes de entonces.
»Mi abuela intentaba que mamá se olvidara del señor con el argumento de que ella no era de su clase y que por tanto no podía aspirar a ser su esposa. Lo único que le quedaba era convertirse en su amante, en la querida de un inglés, con lo cual habría quedado mancillada para siempre y habría condenado a su descendencia a la triste situación de la bastardía. Como mi madre no mostraba señales de acatar las palabras de mi abuela, ella utilizó los últimos argumentos para convencerla. Le dijo que cualquier día el señor James podía encontrar una mujer de su clase social y casarse con ella y esto le partiría el corazón. Incluso aludió a que el amor en su fase pasional acaba pronto dejando sólo la costumbre. La conminó a que encontrase un buen hombre como mi abuelo, un hombre honrado, trabajador y que la respetase. Pues esto era lo mejor a lo que mamá podía aspirar. Ella se tragó las lágrimas y aceptó. Dejó de frecuentar la casa del pintor y lo evitaba siempre que podía. Él se había habituado a la presencia de la chica, la quería de un modo diferente a lo que ella hubiera deseado. Le extrañó su ausencia y habló con mis abuelos. Estos le explicaron con circunloquios sus temores. No querían que la maledicencia de la gente empañara el honor de su hija. El señor les aseguró que sus intenciones eran honestas. Deseaba contratarla como gobernanta, pues la casa andaba manga por hombro ya que él era incapaz de entenderse con la servidumbre. Mis abuelos impusieron una condición, que mamá contrajese matrimonio y que fuese su marido quien decidiese sobre su empleo en la casa.
»Comenzaron a llegar los pretendientes, mi madre se había convertido en una joven atractiva de ojos castaños y esbelta figura. Como no había trabajado en las labores del campo, lucía una piel de porcelana que junto a los ademanes de condesa que había adoptado, copiados de las imágenes de las revistas, aumentaban su poder de seducción. Recibió proposiciones de pescadores de Allopronia y jornaleros de las aldeas. Se difundió por todas las islas cercanas el rumor de su belleza de diosa antigua, y acudieron ricos comerciantes a comprobar la certeza de la noticia y arreglar el casamiento con alguno de sus hijos. Rechazó a todos pues significaba abandonar la finca para siempre.
»El tiempo transcurría, debía casarse para poder volver a estar cerca del señor. Entonces se fijó en uno de los braceros de la finca, Petros Rangusi, mi padre. Él era un hombrecillo enclenque que a fuerza de ser discreto resultaba invisible. No se relacionaba con el resto de los trabajadores por miedo a que lo rechazaran o lo insultaran, pues no disponía del arrojo ni de la energía para enfrentarse en una pelea sin perderla aunque en ella le fuese el honor; comía el rancho en un rincón y ocupaba la última cama en el pabellón de los jornaleros. Era tan pobre que ni siquiera poseía la almohada sobre la que reposaba su cabeza. Mamá se las arregló para seducirlo con suspiros intencionados y miradas tentadoras cada vez que aparecía en las inmediaciones de la propiedad. Pero a mi padre no le cabía en la cabeza que pudiera despertar el interés de una mujer como mamá e interpretaba las señales como signos de debilidad nerviosa. Un día lo abordó directamente. Le preguntó si le resultaba atractiva y si se casaría con ella. Papá, tartamudeando, contestó afirmativamente. Mamá le impuso una condición: que le permitiera trabajar como gobernanta en la casa del amo. Nadie se explicó, salvo mi abuela, la elección de mi madre.
»Se casaron en 1914. La boda la celebraron con un banquete y con un baile bajo unos toldos improvisados en el patio de la casa. El señor les adjudicó una casita en las dependencias de los trabajadores como regalo de bodas. Ellos la arreglaron con primor. Resultó que el «hombrecillo» sí que fue un buen partido. Trabajaba de sol a sol, jamás se emborrachaba, ni jugaba como hacían los sábados por la noche las mayoría de los hombres que se gastaban parte del salario en juergas y vino en las tabernas de Allopronia. Amaba a mi madre con veneración. Jamás le puso la mano encima en el corto tiempo que duró su matrimonio. A ella se le pasó el capricho platónico por el señor, al que comenzó a ver, como realmente era: un hombre atormentado, preso de una antigua pasión e incapacitado para amar a una mujer. Los excesos con el alcohol le provocaron una impotencia definitiva que no pudo curar ninguna moza de burdel, le confesó a mi madre para inmunizarla contra el deseo que, ajeno a sus intenciones, despertaba en ella. A mi padre el matrimonio lo transformó por completo. Por primera vez en su vida tomaba tres comidas diarias, los huesos se le cubrieron y ya no parecía un mequetrefe. Pero el cambio mayor lo experimentó gracias a la fuerza que le transmitía el amor de su esposa. Percibía que había sido tocado por la fortuna con la concesión de un tesoro inmenso. Este sentimiento lo convirtió en un hombre nuevo, dejó de ser invisible y se enfrentaba al mundo con la mentalidad del triunfador. Gracias a sus cualidades como marido, a los dos meses se convirtió en el centro de la vida afectiva de mi madre. Los sentimientos que el señor había provocado en ella mudaron y lo amó como a un padre hasta que murió.
»Pocos meses después de la boda vientos de guerra se abatieron sobre el continente. Al principio nada cambió. El rey Constantino declaró la neutralidad del país. El comercio continuó. Las potencias del Eje, dadas las veleidades germanófilas del rey, se convirtieron en los mayores compradores de los productos griegos. El señor se encontraba en una posición difícil, pues su nacionalidad inglesa le creaba problemas de conciencia, ya que estaba comerciando con el enemigo. Envió una instancia al ministerio de defensa británico en la que solicitaba ingresar en el ejército como voluntario. Fue rechazado a causa de su edad. Nikolakis lo convenció de que debían aprovecharse de la neutralidad para aumentar la producción. Países tradicionalmente competidores como Francia e Italia estaban ocupados regando con la sangre de sus soldados el suelo europeo. El mercado, prácticamente, se lo repartían con España, que tampoco había entrado en la contienda. Los banquetes seguían celebrándose. Políticos, altos dignatarios y generales se reunían en torno a la mesa en un intento de dirigir aquella jaula de locos en que se había convertido el mundo; lo único que lograban era embarullar más aquel conflicto porque todos ellos defendían sus propios intereses. El vino resultaba imprescindible como aditamento de cualquier celebración. Su socio le propuso que si quería acallar su conciencia donase parte de sus beneficios a Inglaterra como contribución para la guerra.
»El señor aceptó, aunque al final sus donaciones fueron destinadas a una organización que realizaba una importante labor atendiendo a los soldados que luchaban en las trincheras excavadas por el odio en el suelo de la vieja Europa y que eran diezmados por las balas, la disentería, el frío y el barro, la Cruz Roja Internacional.
»La neutralidad griega duró poco, el país también fue arrastrado por el sangriento río de la guerra. En septiembre de 1915, Bulgaria declaró la guerra a Serbia. La nación helena estaba atada a esta última por un tratado defensivo. Las potencias de la Entente consideraron a Grecia un país enemigo. El ejército anglo-francés bombardeó Salónica. El país se rompió en dos facciones pues el depuesto primer ministro, Venizelos, creó un gobierno alternativo en Creta. En junio de 1917 los griegos fueron llamados a filas, engrosando los ejércitos de las potencias del occidente europeo. Papá partió con ellos. Mamá contempló aterrada la columna de hombres que se iba engrosando hasta llegar al puerto, en donde los esperaba el barco que los conduciría a la muerte.
»Las mujeres sustituyeron a los hombres en las labores del campo. Había que recoger las uvas antes de que se pudrieran en las vides para salvar la cosecha. Los ancianos dirigieron las labores de recolección. El trabajo era duro bajo el sol otoñal pero nadie se quejaba. Cuando los cestos llenos con los dulces y oscuros frutos llegaban hasta el lagar eran pisados por las mujeres, los viejos y los niños hasta convertirlos en mosto. La producción del año anterior estaba a punto de embarcar aunque esta vez marchaba íntegramente para Europa occidental. Alemania y sus aliados habían anulado todos los pedidos. Un año después se firmó el armisticio y el ejército fue desmovilizado. Mi padre regresó flaco como un galgo. El cabello se le caía a puñados y en sus ojos alucinados se podía contemplar la crueldad de la guerra. Había recuperado el mismo aspecto de alfeñique con el que lo conoció mamá. Aparentemente había regresado ileso, pero el alma se le había quebrado en mil fragmentos al comprobar el alcance de la maldad de los hombres.
Un trueno interrumpió el relato de Anastasia. El cielo se había cubierto por negras nubes y la cocina estaba a oscuras. César apagó la grabadora.
—Perdónenme, debo comprobar que todas las ventanas estén cerradas y que los animales se hayan refugiado. La tormenta no tardará en descargar. Era previsible. El calor de estos días no se correspondía con la estación. Antes encenderé una luz. ¿No les importa que prenda la vieja lámpara de parafina, verdad? Hasta aquí no llega el tendido eléctrico y el alternador sólo lo utilizo para que la nevera funcione y para la bomba del pozo. El gasoil es demasiado caro para mi presupuesto.
—Anastasia posee una memoria prodigiosa, no me explico como a su edad puede recordar tantos detalles de unos hechos que ella no vivió –comentó César.
—Quizás su madre le contara de niña la historia. Tal vez sea la repetición de su pasado un nexo que la ata a la vida. ¡Quién sabe! Lo cierto es que nos está aportando datos muy interesantes sobre el pintor. Aunque sospecho que esto sólo ha sido para abrir boca, que lo mejor está por llegar.
—Ya estoy de nuevo con ustedes. Me he permitido encerrar a los burros en el establo. No creo que puedan emprender el camino de regreso. La tormenta va a descargar de un momento a otro. Estamos en la ladera de una montaña y los torrentes bajan tan cargados que el camino se vuelve intransitable. No sé preocupen, pueden pasar la noche aquí. Mañana podrán continuar. Estas tormentas primaverales duran poco y la reseca tierra se traga el agua de inmediato. Siempre dispongo de un par de habitaciones disponibles para turistas extraviados. A pesar de los inconvenientes que causa la lluvia, agradezco al cielo que descargue su furia pues me permitirá que el aljibe se llene con el agua. Aquí es un bien precioso y aunque la gasto con mucha discreción, mis reservas estaban próximas a agotarse. Además, su compañía me procura un gran solaz. La soledad no es buena compañera para una anciana.
Un relámpago rasgó la oscuridad, su luz penetró por la ventana. De repente gruesas gotas se estrellaron contra los cristales y la lluvia comenzó a caer con fuerza. Nos sirvió otra taza de té y prosiguió su relato. César pulsó la grabadora:
—El comercio se paralizó por completo, el vino de la última cosecha dormía en la bodega. Europa debía de restañar las heridas de la conflagración, que habían convertido su suelo en un paisaje desolado de ciudades arrasadas y campos abandonados. Los muertos se contaban por millones. Había cientos de miles de personas que no tenían donde ir. Se acostaron con una nacionalidad y despertaron con otra. Parecía que un mítico gigante hubiese estado jugando con el mapa de Europa y hubiese dislocado las fronteras. El odio hacia el extranjero, hacia el diferente, lejos de apagarse se había avivado. Había que construir un mundo nuevo sobre las cenizas del antiguo y para ello se necesitaba dinero, mucho dinero, que tributarían los perdedores. Mis padres vivían del magro sueldo que le pagaba el señor a mi madre, que continuaba a cargo de la casa, de la cría de unas cuantas gallinas y unas cabras. Mamá se quedó embarazada en febrero. Papá luchaba contra el mal que le devoraba el alma sin encontrar en su interior la fuerza precisa que lo sacase de aquella paralizante abulia. La halló cuando supo que yo andaba en camino. Decidió que era tiempo de sacudirse la indolencia. Unos pescadores lo enrolaron en su barco de pesca. Pero de nuevo fue movilizado. La guerra contra el destrozado imperio otomano estalló. Los políticos griegos aprovecharon la debacle de Turquía para tratar de reconstruir el antiguo imperio bizantino. Constantinopla era la gema de la corona robada por los turcos hacía más de cinco siglos. Era preciso recuperarla. Una vez más las esperanzas de paz se volatilizaron. Abandonó la isla a comienzos de mayo con la pena pesándole en el corazón. Nunca regresó. Su cuerpo quedó para siempre en alguna fosa común de la meseta de Anatolia.
»En noviembre, nací yo. Mi abuela decía que fui una criatura morena y flaca como un gobio que se escurrió del vientre de mi madre sin provocarle apenas dolor. El parecido con mi padre era tan grande que acalló definitivamente los rumores que atribuían mi paternidad al señor. Aunque ya poco importaba. Me impusieron un nombre de reina: Anastasia. Fue capricho del señor Hunter, mi padrino.
»La crisis económica se agudizó. La moneda perdió el cincuenta por ciento de su valor. Los escasos recursos griegos se utilizaban para engrasar aquella maquinaria de guerra que estaba sembrando el Cáucaso con miles de cadáveres.
»La uva dejó de recogerse, se pudría en las vides o se permitía a las cabras que se la comieran. En las bodegas, el vino dormía un sueño que amenazaba con convertirse en eterno. El hambre, como un viejo y conocido espectro, reapareció. Mamá y la abuela iniciaron una artesanal industria del queso con la esperanza de conjurarla. Las islas se llenaron de refugiados, compatriotas que habían sido expulsados de suelo turco. Se hacinaban por miles en campamentos improvisados con troncos de árboles, madera de deriva y velas de barcos. Otros ocuparon cualquier oquedad de las montañas para protegerse del sol y de los vientos. Algunos habían conseguido salvar sus ahorros en la desesperada huida, pero los más de ellos eran pobres como ratas. El señor, al enterarse de esta circunstancia, alquiló un falucho de pesca y acompañado por mi abuelo recorría las islas cercanas vendiendo las botellas de vino a los refugiados más pudientes y a las tabernas a precios irrisorios. Aprovechaba el dinero obtenido para comprar harina, patatas y azúcar. El café y el té se convirtieron en artículos de lujo cuya carencia suplían con ingenio. El primero tostando y moliendo los granos de cebada que hurtaban a la comida de los animales. El polvo obtenido lo hervían lentamente con el resultado de una infusión oscura que añadida a la leche y acompañada de imaginación engañaba al paladar. El segundo lo sustituyeron por una hierba que crecía en los roquedales: el té de roca. No se parecía en nada a la aromática infusión, pero al menos calentaba el estómago. A la casa llegó un contingente de los más míseros. Varias familias con un montón de niños harapientos y comidos de piojos que contagiaron a todos los habitantes y que mi abuela atajó restregando las cabezas con parafina. Al principio compartíamos los escasos víveres, pronto lo único que pudimos compartir fue el hambre. Cuando esto sucedió, o tal vez por algún acuerdo de intercambio de población, se marcharon.
»La guerra con los turcos acabó, pero el hambre y la carestía no. Los habitantes de la isla pusieron en marcha los ancestrales recursos para sobrevivir en ausencia de dinero: la economía del trueque. Todo servía, nada se desaprovechaba. Un tornillo podía ser canjeado por un huevo, la leche por aceite, el jabón por patatas.
»El señor volvió a pintar. Desempolvó los trastos que llevaban más de una década en un arcón del desván. Representaba marinas, paisajes de almendros y olivos torturados por el sol y sobre todo mujeres de rojos cabellos que unas veces eran ninfas y otras diosas. No conseguía venderlos pero los campesinos se los cambiaban por comida: un saquito de arroz por un paisaje de barcos con las velas henchidas de sol y luz. Unos kilos de patatas por una escena en la que hombres y mujeres se deslomaban sobre los bancales mientras recogían uvas. Lentejas por un cuadro en el que el dios Pan tocaba la flauta apoyado en un árbol mientras que unas ninfas atraídas por la melodía emergían de las aguas de una fuente. Mi madre o mi abuelo lo acompañaban en estas transacciones. Nunca le tradujeron los comentarios de los campesinos que se prestaban al intercambio por agradecimiento o por lástima. No les gustaba contemplar aquello que tenían frente a sus ojos ni tampoco las viejas historias de los dioses que conocían de corrido. Tanto mamá como el abuelo apreciaban mucho al señor y pretendían evitar que su orgullo sufriera.
»Como la situación no mejoraba, él decidió emprender un viaje a Inglaterra para intentar encontrar los ingresos que le permitiesen reflotar la producción vinícola. Los periódicos hablaban de la euforia económica europea y estadounidense. El champán fluía como ríos dorados en interminables fiestas en que las señoras, desprovistas del corsé, con las piernas al aire y fumando, bailaban como locas los nuevos ritmos de moda. Las ciudades se levantaban más altas, más poderosas que antes. Las heridas de la guerra parecían haberse cerrado. Llevó con él varias cajas repletas de botellas de vino con las que pensaba conquistar nuevos clientes o posibles inversores. Regresó a los tres meses. El viaje había sido un éxito. Llevaba en la cartera un gran número de pedidos, además del crédito que había obtenido de un banco inglés hipotecando la única propiedad que le quedaba: una casa en el campo.
»Aquel invierno, la vida comenzó a fluir en la finca. Las bodegas se vaciaron de la producción estancada, contrató trabajadores que podaron las viñas, las cavaron y las dejaron listas para que después del sueño invernal florecieran esplendorosas. La casa fue remozada de arriba abajo y nuestros víveres eran comprados directamente a Inglaterra y pagados en libras. Resultaba más barato que adquirirlos con la devaluada moneda griega. Yo abandoné las faenas domésticas. Todas las mañanas, como antaño hiciera mi madre, acudía a la Casa Grande, a recibir clases de inglés del señor. Él me instaba a que aprendiese con rapidez. Deseaba que yo me pusiese al frente del negocio cuando él muriese. Después amplió mi formación con lecciones de matemáticas para que no me extraviara en el fárrago de los números, de historia para que conociese la estulticia del género humano y de geografía para que ubicase aquella isla minúscula situada en el culo del mundo. Mandó traer de Inglaterra un gramófono y una colección de discos que lograron que me aficionase a la música sinfónica. Me entusiasmaban las óperas porque las encontraba diferentes a los cantos populares a los que estaba acostumbrada. Me suscribió a una serie de revistas femeninas para que me convirtiera en una señorita y conociese las costumbres mundanas. Con la buena comida, la ausencia de trabajo físico, y los mimos del señor cambié por completo. Me convertí en una muchacha espigada. Como antes le ocurriera a mi padre, perdí el aire de perro apaleado y me transformé en una damita. Él acariciaba la idea de enviarme a Inglaterra a un pensionado de señoritas para que completase mi formación y de paso encontrase un buen marido que aceptase compartir su vida conmigo en esta isla y me ayudase en la dirección del negocio. Sabía que era la única forma de burlar un destino que estaba sellado de antemano: trabajo en el campo, alumbramiento de numerosos hijos y la conversión en una anciana prematuramente. Bastaba con fijarse en mi madre envejecida por el trabajo y las penalidades. En el sur las mujeres, como las flores, se agostaban rápido. Pero, por desgracia, el señor no llegó a culminar su plan. A finales de 1929 un terremoto sacudió el mundo. Comenzó en Estados Unidos. La bolsa se hundió. Las acciones no valían nada, el dinero se convirtió en papel mojado. Pronto se extendió a Europa. País tras país, todos caían como naipes de un castillo levantado por un tahúr. La prosperidad europea había sido un espejismo levantado sobre arenas movedizas que ahora amenazaban con tragársela. El espectro del hambre, el fantasma familiar, volvió a aparecer por los caminos. Antes llegaron sus heraldos: la inflación y el paro.
»El negocio quebró de nuevo. Los trabajadores fueron despedidos. El señor había conseguido liquidar el crédito y acumular un pequeño capital, cuyo valor había disminuido por la devaluación monetaria. Afortunadamente no había deudas que saldar. Agobiado por el nuevo revés económico, envejeció de pronto. Parecía que el tiempo, que hasta ese momento se había olvidado de él, recordase que apenas lo había rozado con sus dedos malditos. Su cabello comenzó a ralear, adelgazó y la piel se le arrugaba como la tierra tras un terremoto. Se cansaba con cualquier mínimo esfuerzo. Dejó de montar a caballo. Entonces llamó a mi madre. La acompañó hasta el desván. Consiguió llegar hasta el último piso realizando un titánico esfuerzo para que el aire entrara en sus pulmones y el corazón no se le escapara del pecho en un galope desenfrenado. Abrió el viejo baúl de marinero y le mostró un atado de cartas que los años habían vuelto de color hoja seca y una tela enrollada. Le hizo jurar por la memoria de sus antepasados que guardaría todo porque estaba convencido que alguien acudiría buscando respuestas. Mi madre no preguntó por el contenido de aquellos papeles; él tampoco se lo explicó. El descenso hasta la planta baja fue penoso. Cuando llegaron al salón, él se dejó caer exhausto sobre su sillón de cuero y se desmayó. Los remedios tradicionales poco pudieron hacer para aliviar el mal que lo aquejaba. Mejoró un poco y al mes siguiente, a pesar de su estado, decidió emprender un nuevo viaje a Inglaterra. Nadie confiaba en su regreso, pensaban que se marchaba a morir a la tierra en que nació. Sorprendentemente volvió. Su aspecto no había mejorado a pesar de los medicamentos que le había recetado un doctor inglés.
»Una tarde llamó a mamá. Le comunicó que había vendido la única propiedad que le quedaba en su país: una casa en el campo. El dinero recibido lo depositó en una cuenta a nombre de mi madre y mío. Deseaba que fuese empleado en completar mi educación. También cambió la titularidad de la finca, aunque nos nombró usufructuarias mientras viviésemos. Mi madre le reconvino su generosidad. El señor acalló los escrúpulos de mamá aduciendo que era lo menos que podía hacer por sus seres más queridos.
»Pocos días después, acudí junto con mi madre a llevarle el desayuno, lo encontramos muerto en la cama. Había abandonado el mundo mientras dormía. Mi abuela, muy anciana, nos hizo vestir a todos de luto riguroso pues más que un amo había sido para nosotros, especialmente para mí, un padre.
»Siete años después, nuevos vientos de guerra, sacudieron la piel de la atormentada Europa. Al poco de acabar la contienda mis abuelos murieron. Mi madre y yo nos enfrentamos solas a la dura tarea de la supervivencia. La herencia del señor se fue gastando poco a poco y no pudo ser empleada para el objetivo que él deseaba, sobre todo porque me negué a abandonar el terruño dejando a mi madre embargada por la soledad. Tampoco me casé. Esperé inútilmente a un caballero que llegase del norte, como el señor, a desposarme. El príncipe azul de mis sueños infantiles, tan diferente a los toscos pescadores y campesinos de la isla, nunca apareció. Así se me fue la juventud. Resistíamos con los rendimientos de los restos de la herencia recibida. Ajustamos los gastos todo lo que pudimos. Yo aproveché mi formación para dar clases a algunos niños a cambio de unas pocas monedas o de pagos en especie. En la locura de los años setenta alquilamos la casa a una comuna de hippies que espantaban a las cabras, acostumbradas al silencio que sólo quebraba el viento y la lluvia, con sus cánticos de amor fraterno. Cuando se les pasó el capricho de nadar contracorriente y se cansaron de que las plantas de marihuana perecieran por la escasez de agua y el calor de horno, se marcharon por donde habían venido. Los insólitos comuneros pagaron hasta el último dracma del alquiler durante los casi diez años en que se mantuvo la comuna en la isla pues a pesar de que no realizaban labor productiva alguna, recibían periódicamente dinero de sus acaudalados padres, contentos de librarse de sus vástagos ociosos y a la espera de que la fiebre contestataria remitiese y los díscolos muchachos regresasen para ocupar los puestos que les aguardaban en los consejos de administración de las empresas familiares.
»A mi madre y a mí nos costó más de un mes desprender la mugre de los muebles y fregar las pintadas de las paredes con citas de Buda, Gandhi y letras de Joan Báez. La peste a marihuana y hachís no se disolvió del todo, a pesar de que sumergimos las cortinas en agua hervida con romero y lavanda, permaneció flotando como un fantasma por la casa durante mucho tiempo. El baúl con el legado del señor se salvó del estropicio gracias a que lo trasladamos a la vivienda de mis padres. El dinero del alquiler se gastó y cuando ya estábamos a punto de emigrar a Europa, conseguí un contrato como traductora de inglés en una empresa editorial. Al principio eran textos de poco monta: revistas, folletos y poco más. Paralelamente seguí un curso por correspondencia de inglés avanzado que me permitió traducir libros al griego. Mi madre envejecía y yo acariciaba la idea de que cuando ya no me necesitase y mis obligaciones filiales concluyesen me marcharía a ver mundo. Nunca cumplí mi plan. Mamá murió hace seis años. Mi tiempo ya había pasado. Me imaginaba con mi maleta recorriendo esos mundos de Dios, a mi edad, y la imagen me resultaba tan patética que prescindí de mis sueños. Al poco me retiré. La pensión que me correspondió es bastante exigua pero me basta para satisfacer mis necesidades.
La tormenta cesó con la misma rapidez con la que se había iniciado. Era ya noche cerrada. En el cielo recién lavado brillaban las estrellas. El aire era limpio y olía a hierbas, a tierra mojada, a naturaleza salvaje.
—Este es el final de la historia, o casi –concluyó la mujer–. Antes de morir mi madre le juré que continuaría con la promesa que ella efectuara al señor en el pasado. Comenzaba a desesperar cuando milagrosamente han aparecido ustedes. Creo que es el momento de que me libere de un compromiso que ya empezaba a agobiarme.
—Es una historia muy dura, pero nos ayuda mucho a comprender. ¿Podríamos ver los papeles del señor? –preguntó César.
—Si me lo permiten, se los entregaré después. Ha llegado el momento de que repongamos fuerzas. He hablado demasiado.
—De ninguna manera –añadí–. Ha sido una conversación muy esclarecedora.
—Ustedes han sido muy pacientes escuchando las viejas historias de una anciana que tiene ya un pie en la sepultura, como se suele decir. No dispongo de muchos lujos, pero una tortilla de hierbas, un poco de queso y unos higos secos bastarán.
—No se preocupe por nosotros. La familia Nikolakis nos ha preparado un tentempié que apenas hemos probado. Llevamos dulces, queso y vino. Si quiere podemos compartirlo –ofrecí, solícita.
—Acepto los pasteles, pero el queso, de ninguna manera. El mío es mucho mejor que el de ese viejo parlanchín de Yorgos Nikolakis. Mis cabras pacen en las zonas altas, donde el aire es más limpio y puro. Tampoco probaré el vino, salvo que sea estrictamente imprescindible. En la bodega aún quedan algunas botellas, reliquias de otros tiempos. Quizás no se puedan beber. Hace más de cuarenta años que no se elabora vino aquí, desde que murió mi abuelo. Él continuó con la actividad, a pesar de la muerte del señor, durante dos décadas, aunque con una producción mucho más reducida y vinculada exclusivamente al mercado nacional. Lo hacía por pura nostalgia porque, después de pagar los salarios a los trabajadores y descontar el resto de los gastos, apenas nos proporcionaba unos magros ingresos.
—Esta es una magnífica ocasión para abrirlas y brindar por el señor James y los viejos tiempos –añadí.
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.
—Perdónenme. No es bueno destapar la caja de los recuerdos, puede suceder que se escapen y luego resulte imposible guardarlos a buen recaudo. El señor fue como el padre que nunca conocí. Lo quise mucho y lamenté su muerte como si hubiese sido un miembro de mi familia. Por cierto, no les he contado que tuvo un entierro magnífico. Su cuerpo yace en el cementerio de Chora. A pesar de que no era de nuestra religión, el sacerdote aceptó que fuese inhumado en tierra sagrada. Había hecho mucho bien en esta isla. Todos lo querían. De vez en cuando le llevo flores. Si me disculpan, voy a la bodega.
Tomó una linterna y salió de la cocina. Aproveché para retirar el servicio de té de la mesa.
Anastasia apareció con dos polvorientas botellas que limpió afanosa. Las descorchó con sumo cuidado y trasladó el vino a dos decantadores. Los acercó a la luz para comprobar su coloración, después se sirvió un poco en una copa abombada.
—Está perfecto. Es algo milagroso. El tiempo no ha afectado a sus cualidades. Esperaremos a que se oxigene. Ha estado demasiado tiempo encerrado, como un genio benéfico. Ahora seguro que nos concederá los deseos que le solicitemos.
Dispusimos los alimentos sobre la mesa. Anastasia sirvió el vino en unas copas talladas, muy antiguas, que tal vez pertenecieran al ajuar de Hunter. Me interesé por las botellas. Las etiquetas estaban muy deterioradas. En una de ellas apenas se vislumbraba el borroso dibujo de una mujer de larga cabellera que saboreaba una copa de vino. No se podía leer el nombre.
—Château Margot –interrumpió mis esfuerzos por descifrarlo, la anciana.
—¿Por qué un nombre en francés? –inquirí.
—En aquella época, los mejores vinos eran franceses. Un nombre galo resultaba más elegante. No sé si me explico. Era más fácil introducirlo en el mercado.
La segunda botella mostraba una etiqueta, que originariamente debió estar impresa en blanco, pero que ahora ostentaba un color crema tostada. Un filo dorado recorría todo el perímetro del rectángulo y en el centro, recorriendo el espacio acotado y escrito en diagonal, un nombre en griego: Ελπίδα.
—Esperanza –tradujo César–. Es un nombre extraño para un vino.
—En absoluto. El nombre procede de la segunda o tercera etapa de la explotación. Representaba las expectativas del señor James respecto a la buena marcha del negocio. Una manera de atraer a la suerte.
Ambos callamos a pesar de no estar convencidos con la explicación de Anastasia.
El vino que emergió de la botella ofrecía un sabor más discreto, más elegante y suave. Con el postre nos ofreció una copa de un licor de hierbas que elaboraba con las matas que crecían en las colinas. Resultaba más dulce que el ouzo, cuyo sabor anisado comenzaba a empalagarme.
La anciana comenzó a bostezar.
—Discúlpenme. Me levanto al amanecer. A esta hora ya suelo estar dormida. Les mostraré su dormitorio y enseguida subiremos al desván. Ustedes son jóvenes. Tienen toda la noche por delante para revisar los papeles del señor.
Subimos a la primera planta. Nos mostró nuestro dormitorio, un amplio cuarto provisto de dos camas de pino. Los cabezales estaban artísticamente torneados. El artesano había dejado un espacio plano, una especie de medallones, en los que Hunter había pintado dos angelitos. Un perchero de pie, un ropero estrecho y oscuro como un catafalco completaban el mobiliario. Las cortinas de la ventana estaban descorridas y la noche se colaba en el cuarto.
—Era la habitación que el señor pensaba haber destinado a los hijos que nunca tuvo. Yo ocupé una de estas camas muchas veces. Si abren la puerta lateral encontraran el cuarto de baño. Es todo un poco diminuto, tamaño infantil, pero les bastará. Pueden conectar la luz eléctrica pues el generador está, como les dije, en marcha. Si van a inspeccionar los papeles es más seguro que la vieja lámpara de parafina. Acompáñenme, por favor.
Subimos una estrecha escalera que conducía hasta las buhardillas de la vivienda. La mujer extrajo una llave del bolsillo del delantal mientras yo sujetaba la lámpara. El olor a polvo y a humedad impregnaba aquel espacio destartalado en el que se acumulaban muebles y objetos variopintos, que la escasa iluminación me impidió apreciar. La oscilante llama del quinqué proyectaba sombras que danzaban sobre la pared. El piso de madera crujía con nuestros pasos. En otro momento me hubieran parecido que se trataba de mensajes amenazantes para que desistiéramos de hurgar en un tiempo que no nos pertenecía, que no era el nuestro. Pero mi intuición me transmitía otra percepción completamente diferente: había que proseguir la búsqueda pues las sombras del pasado se espantan con la luz.
—Aquí no instalamos electricidad. Apenas subo. Sólo de cuando en cuando a cambiar las bolsitas de sal del baúl o a reponer las bolas de alcanfor. No quiero que ni la humedad ni los insectos destruyan el legado. Aquí está. Denme la lámpara. Ustedes que son jóvenes pueden cargarlo hasta la habitación. Les precedo alumbrándoles el camino. Pongan cuidado al bajar por la escalera.
El baúl, a pesar de su tamaño, pesaba poco. Lo dejamos sobre el suelo del que iba a ser nuestro cuarto. Anastasia se despidió.
—Duermo al fondo del pasillo. Ya saben dónde está todo, pero si me necesitan, llámenme. Estaré encantada en ayudarles. Tomen la llave. Les deseo suerte en sus pesquisas.
—Es hora de que descanse, señora Anastasia, ha sido usted muy amable. Creo que nos las podremos apañar solos –le rogó César.
—Hasta mañana. Buenas noches.
Cerramos la puerta de la habitación, apagamos la lámpara de parafina y con los dedos temblando a causa de la emoción, me dispuse a abrir el mueble.