III

César

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Media hora antes de la cita me senté junto a un velador que quedaba apartado del resto, encajado entre la pared y una columna que le prestaban el suficiente aislamiento. Pedí una copa de mosto al camarero. Las ventanas que resguardaban la terraza del acoso de los vientos marinos estaban abiertas. Los marcos que las formaban eran de madera pintados en un brillante tono turquesa. Me gustaba aquel bar porque su decoración apenas había sido modificada desde que lo inauguraron a mediados de los años sesenta. Las mesas y las sillas continuaban siendo de madera. El plástico no las había desterrado, al menos por el momento. Tablas ensambladas sobre una estructura de tijera y esmaltadas en tonos vibrantes: granate, verde hierba y azul ultramar. En el interior la misma barra de antaño, alta y rematada en mármol sobre el que incidía la luz de unas bombillas encerradas en lámparas de mimbre con forma de pez. En la pared lateral aún lucía el mismo mural representando un fondo marino habitado por rascacios, algas, corales, anémonas y diminutos pececillos de colores. El mismo con el que entretenía mi infantil aburrimiento cuando acudía con mis padres a degustar el aperitivo dominical. Este establecimiento y el cine de verano eran los dos únicos edificios que la piqueta del progreso había respetado y que me transportaban al tiempo de mi infancia. Entretuve la espera mirando a través de las ventanas al mar terso como la piel de un delfín, animado por las coloridas velas de una regata, los flotadores y las colchonetas de los bañistas cuya algarabía competía con las de las gaviotas que se zambullían graznando a la búsqueda de los peces que nadaban en las transparentes aguas ignorantes del peligro. Una motora cruzó la línea visual a toda velocidad dejando tras de sí una estela blanca. Al fondo, la mole siempre imponente de la Isla, que parecía la soberana de aquellos acuáticos dominios.

La voz de Pérez de Castro me sacó de mi abstracción.

—Buenas tardes, Elena –me saludó tendiéndome la mano.

—Buenas tardes, profesor.

Se sentó en la silla frente a la mía. Encendió un cigarrillo. Mientras, extraje el diario de la bolsa de papel y lo deposité sobre la mesa.

—Aquí está –comenté– en el documento aparecen datos de su biografía y sobre todo de una relación, aún no sé de qué tipo, con la niñera de mi abuela. Pero antes de entrar en materia, ¿le apetecería tomar algo? –pregunté.

No le dio tiempo a contestar; el camarero se acercaba a nuestra mesa y a él le dirigió la respuesta:

—Un Pernod con agua helada, por favor.

—Otro para mí –añadí. Hacía tiempo que no disfrutaba de una bebida que era bastante habitual en mi casa.

Dio un par de caladas al cigarrillo y se abstrajo unos segundos. Su pregunta me sorprendió.

—¿Te parece bien que apeemos los formalismos y nos tuteemos? No estamos en la facultad y el curso ha terminado.

—De acuerdo –añadí con una sonrisa. El muro comenzaba a derrumbarse.

Cuando se disponía a abrir el diario apareció el camarero con el Pernod. Interrumpió la tarea, relajó su postura en el asiento, desabrochó los botones de los puños de la camisa de rayitas azules, que conjuntaba a la perfección con el pantalón azul marino, se aflojó el nudo de la corbata y bebió un trago de la aromática bebida. Yo lo imité.

El silencio resultaba cómodo. Me concentré en la observación de sus manos, creo que dicen mucho acerca de las personas. Eran unas manos delicadas, de dedos largos desprovistos de anillos. Con la derecha golpeaba suavemente un encendedor plateado, que imaginé de marca, contra la mesa.

—Elena, explíqueme –se corrigió inmediatamente–, explícame el hallazgo.

—Tal como te dije por teléfono, he encontrado a Hunter aquí mismo, en mi propia casa. Digamos que ha sido una casualidad. Mi madre, que sabe de mi predilección por los objetos y papeles antiguos, me había reservado una caja con el resultado de una limpieza en el trastero de nuestra vivienda. En ella había varios cuadernos. Están escritos en inglés y una tal Margaret Hills narra episodios de su vida. En uno de ellos aparece el nombre del pintor.

—¿Estás segura de que se trata del artista que buscamos?

—No me cabe la menor duda. Incluso describe cuadros como: Paseo otoñal, Una mañana de primavera, Abelardo y Eloísa

—Efectivamente, esos títulos aparecen recogidos en los escasos datos que conocemos sobre el artista. Seguro que se trata de…

—Él –lo interrumpí–. Pero hay más –marqué una pausa para resaltar lo que intuía que podría ser una especie de bomba informativa–: creo que Margaret Hills fue la musa del pintor.

—¡Esto es insólito! ¿Quién era esa mujer?

—Por lo que he podido deducir, fue la niñera de mi abuela. Aunque he leído muy pocas páginas de los diarios.

César guardó silencio. Intentaba digerir la noticia y sobre todo su alcance. El tamborileo del encendedor sobre la mesa aumentó de ritmo. Encendió otro cigarrillo. El otro se había consumido en el cenicero.

—Hay más información aunque ignoro su relevancia. No he acabado de traducir el contenido de los diarios, pues la transcripción de los mismos es una tarea difícil para mí. No soy escritora y el lenguaje se me resiste. No obstante, según leo voy grabando, en español, el contenido. Comencé a hacerlo en primera persona, tal como están escritos, claro, pero me resultaba tan raro, que lo estoy haciendo en tercera persona.

—¿Por qué afirmas eso?

—Pues, quizá sea una tontería, pero me parecía que Margaret Hills había regresado del otro mundo. En todo caso, una sensación extraña y totalmente irracional. Prefiero tomar distancia y transcribirlos así. Para mí resulta más impersonal. No sé qué me voy a encontrar en ellos, que oscuros secretos de mi familia contendrán –añadí sonriendo para quitar importancia al asunto.

—Como prefieras.

Volvió a coger el diario, acarició la desvaída encuadernación y lo abrió por la señal que yo, deliberadamente, había marcado en la página en que aparecía la primera visita a Oaks Cottage. Estuvo leyendo durante unos minutos.

—Mi dominio del inglés no es lo suficientemente bueno, me defiendo, pero necesito de la ayuda del diccionario. El asunto está claro: se trata de nuestro Hunter. ¿Qué piensas hacer con esta información? –me preguntó con los ojos brillantes.

—Creo que lo mejor sería difundirla. Sólo que para mis modestas habilidades resulta una tarea ingente. ¿Podríamos colaborar?

—En eso mismo estaba pensando. Tú podrías traducir el contenido y yo, a partir de las grabaciones, redactar correctamente la información. Sería una ponencia muy interesante para un congreso.

—Yo voy un poco más allá. Podríamos novelar la vida de Hunter. Cuando escuches las cintas comprenderás de qué te hablo. El aspecto humano es tan potente que puede eclipsar el artístico. Creo que sería una forma de revalorizar no sólo la figura del pintor, sino también la de su musa.

—Empiezo a comprenderte. Los pintores prerrafaelitas trataron a las mujeres en sus lienzos con una dignidad ausente en la sociedad victoriana. Sobre todo a las de baja clase social. Alguno de mis colegas, yo mismo también, sostiene que la plasmación de estas en sus lienzos es una metáfora que lo que realmente pretende es extrapolar la explotación que sufría la clase trabajadora. Millais recogió esta idea en su célebre cuadro Isabela, basado a su vez en un poema de Keats y que narra los desgraciados amores entre dos jóvenes de clases sociales muy dispares y que acaba en la muerte del muchacho a manos de los hermanos de ella. Indudablemente, Millais se dejó influir por la literatura cartista.

—Me parece que me he perdido, César.

—El cartismo fue un movimiento nacido a mediados del siglo XIX y que pretendía la reforma de la ley electoral para facilitar el voto de los obreros. La literatura inspirada en esta corriente mantenía la tesis de que la moral sexual opresiva de la era victoriana era paralela a la injusta opresión que sufría la clase trabajadora. Si tenemos en cuenta el contexto social y literario, la representación femenina en el arte prerrafaelita constituye el símbolo de la injusticia social de la época y una forma de reivindicación del papel y la importancia de la mujer que comenzaba a hacer valer sus derechos, aunque fuese tímidamente, a través del movimiento sufragista. Además, las relaciones que mantuvieron con sus musas dejan traslucir que les ofrecieron una forma de mejorar su situación social, aunque fuese a través del matrimonio que por el hecho de ser modelos les estaba vedado.

—No es este el caso de Margaret Hills. Ella era una mujer perteneciente a las altas esferas de la sociedad. Lo podrás comprobar cuando escuches las grabaciones.

El magnífico día de verano se frustró. Se levantó viento del nordeste que empujó unos nubarrones grises que cubrieron el cielo en poco tiempo. El mar ya no centelleaba acariciado por la luz del sol; se transformó en una masa crespa de color azul prusia en la que los barcos anclados cabeceaban como negando que un día veraniego pudiera transformarse en una jornada otoñal. La arena quedó desierta, desprovista de sombrillas, hamacas y niños jugando a construir castillos. En unos instantes, gran parte de la algarabía playera se trasladó al interior del local. La terraza se atestó con la gente que huía del chaparrón que había comenzado a descargar. La conversación resultaba casi imposible.

—¿Nos marchamos? –propuso César.

—Sí, es muy tarde. Es hora de comer.

—¿Te apetecería que almorzásemos en algún sitio? Conozco un restaurante en un pueblecito tierra adentro. Es un sitio sencillo; en verano apenas hay gente y podríamos continuar nuestra charla con tranquilidad. No tengo planes para esta tarde y, si tú tampoco, podría escuchar las cintas que has grabado. Siento una gran curiosidad por conocer el contenido.

—Por mí, de acuerdo. Pero antes debo pasar por mi casa a recoger algunas cosas, entre ellas el material y la grabadora. Vivo cerca. No me entretendré mucho.

Tomé él diario que aún reposaba sobre la mesa y lo introduje en la bolsa, él se levantó, colocó la silla en su lugar y se dirigió hacia mí para sujetármela mientras yo me colgaba el bolso en el hombro. Al situarme junto a él pude apreciar su elevada estatura. Debería medir más de metro ochenta. De nuevo una ráfaga de su colonia cítrica y amaderada llegó hasta mi nariz. La aspiré con disimulo. Se acercó a la barra y extrajo el dinero de una cartera de piel marrón de excelente factura. A pesar de mis protestas, no me permitió abonar las consumiciones. El aguacero descargaba con fuerza y a la carrera llegamos hasta la plaza, situada frente al bar, en cuyo lateral había aparcado el coche. Me ofreció su pañuelo para que me limpiase el agua que resbalaba por mis mejillas. Él aprovechó para peinarse el revuelto cabello frente al espejo del salpicadero.

Me esperó frente a la casa mientras sustituía el empapado vestido veraniego por unos vaqueros y una camisa de algodón. Me sujeté el pelo en una cola de caballo y me maquillé fugazmente. Traspasé el contenido de mi bolso a una mochila de piel y deposité en el bolsillo exterior la grabadora y las cintas. Coloqué cuidadosamente los diarios bien envueltos en un pañuelo de seda, un cuaderno y material de escribir en su interior. Me sentía como una colegiala que acudiese a una cita. Era la primera desde mi separación.

En la radio sonaba música pop. Como si fuese una señal escuché las notas de la balada Recomencemos interpretada por Adriano Papalardo. A pesar de que la letra incitaba a retomar una antigua relación interrumpida –algo que yo no deseaba hacer en forma alguna–, el título me trasmitía un mensaje más poderoso: la necesidad de proseguir, de levantarse y continuar el camino.

El trayecto fue breve. La tormenta cesó y el sol se asomó a un paisaje recién lavado en el que el asfalto brillaba y las azules montañas fulguraban en la lejanía.

El local estaba casi vacío. César pidió una ensalada y un lenguado a la meuniere. Prescindió del postre. Yo me sumé a su propuesta. Él café lo tomamos en un jardín interior debajo de una glicinia cuyos racimos de flores malvas colgaban de una pérgola de madera. Encendió un cigarrillo y se colocó los auriculares que yo había conectado a la grabadora. Mientras él escuchaba el relato, me entretuve observando la vegetación y a los escasos comensales que compartían bebidas y confidencias sentados en los sillones de mimbre y caña que conformaban el mobiliario de la terraza del restaurante. Los altavoces disimulados entre el follaje desgranaban música de jazz. Al cabo de un rato, cuando ya había acabado mi infusión y la copa de un licor de hierbas con la que nos habían obsequiado, César habló. Le brillaban los ojos.

—¡Esto es magnífico! Un auténtico milagro, un maravilloso descubrimiento. Mi colega se frotará las manos ante el hallazgo.

»Por supuesto que se puede reconstruir la biografía de Hunter con gran precisión. Además, las referencias a los cuadros son tan precisas que tal vez nos permitan rastrear sus paraderos por colecciones privadas.

Me apretó la mano de forma instintiva.

—Conseguiré que la universidad te asigne a algún programa. Propondré, mejor dicho exigiré, al decano que te nombre alumna interna.

—Pero –interrumpí–, mis méritos son escasos. Habrá otros estudiantes más cualificados o con expedientes más brillantes.

—No los necesitas. Esto –añadió levantando uno de los diarios– es suficiente aval. Vamos a levantar una gran polvareda en el mundo del arte. Prepararemos un proyecto para que lo pueda presentar al decanato. Una colaboración conjunta entre dos universidades, la nuestra y la italiana, en la que trabaja Carrieri, resulta un buen señuelo.

—¿Y si se niega? –argüí, temiendo el fracaso del proyecto.

—No lo hará. Aspira a ser rector. Esto sería el combustible que propulsaría su ambición y le permitiría coronar las altas cumbres universitarias. Necesitaré fotografiar un par de páginas para que se trague con más facilidad el anzuelo y el proyecto no permanezca varado en el arenal cenagoso de alguno de los cajones de su mesa.

—Me parece una buena idea. Esto implicará que mantengamos un contacto más cercano.

—Por supuesto. Durante el verano resultará fácil por la proximidad de nuestros domicilios, aunque los últimos quince días de mi descanso estival los dedico a acompañar a mi madre. Yo los llamo mis vacaciones penitenciales, no porque me suponga un martirio la estancia con mamá. Ella es una anciana apacible y no interfiere para nada en mi vida. Bueno, está obsesionada con que vuelva a casarme, ya sabes cómo son las madres, siempre pensando en que la estabilidad de sus hijos depende del matrimonio.

—Sí. Es la obsesión de todas, también de la mía. No te preocupes por la estancia de tu madre, durante esos días podemos interrumpir el trabajo.

—Creo que sería lo mejor. Como te iba diciendo, durante dos semanas expío el sentimiento de culpa que me provoca no poder cumplir con mis obligaciones filiales. Vive en un pequeño pueblo de Toledo, en la vieja casa familiar que se niega a abandonar, salvo durante los quince últimos días del mes de agosto que comparte conmigo en el apartamento de la playa desde que mi padre murió hace más de una década.

—César, creo que hay tiempo suficiente para realizar el trabajo. El verano es tiempo de descanso.

—Tienes razón, pero el problema aparecerá cuando comience el curso. Sesenta kilómetros de distancia son demasiados para facilitar nuestro trabajo que deberá realizarse al finalizar mis clases y las tuyas.

—Eso no constituirá ningún obstáculo. Mi situación personal ha cambiado. Me acabo de divorciar y la pensión alimenticia que recibo, aunque escasa, me permitirá alquilar un apartamento cerca de la facultad.

—Entonces, el plan puede ser factible. Aunque no me gustaría que te causara problemas económicos.

—En absoluto. Además, pronto recibiré una herencia. La vieja casa en la que aparecieron los diarios va a ser vendida.

—Sería interesante que pudiera visitarla –se corrigió: que pudiéramos visitarla–. Tal vez encontremos nuevas pistas: documentos, fotografías. Algo más que nos ayude a documentarnos. ¿Sería posible?

—Sí. Mis padres estarán ausentes casi todo el verano, pero yo puedo conseguir las llaves de la mansión, están en la casa de la ciudad.

—¿Podríamos ir pasado mañana?

—Por mí no hay inconveniente. Como ya sabes donde vivo puedes recogerme, digamos, a las seis de la tarde.

—Perfecto. ¿Nos marchamos?

El sol había emprendido su camino hacia el ocaso y proyectaba nuestras sombras muy alargadas sobre el camino que conducía al aparcamiento. La luz de la tarde era poderosa, como una promesa, como la ilusión de un adolescente. Como la que yo sentía en aquellos momentos. Intuía que una misión me aguardaba. Ahora no estaba sola y sabía que podría cumplirla, que la vida de Hunter saldría a la luz; aunque entonces ignoraba el terrible secreto que me sería revelado.

Esperaba con impaciencia la hora convenida para realizar la visita proyectada a Villa Mercurio. El día anterior había recogido las llaves de la mansión en el domicilio de mis padres. Justo a las seis de la tarde el coche de César se detuvo frente al portón trasero de la casa, que yo había dejado abierto, y emprendimos el corto viaje. Durante el mismo fui contándole el origen de la mansión a mi compañero.

—El palacete responde a la estética modernista. Mi tatarabuelo lo compró inacabado a un minero que se había arruinado en las mesas de juego. Contrató a un arquitecto, creo que discípulo de Pedro Cerdán. Mi antepasado había amasado una fortuna con el comercio textil. Deseaba reflejarlo en una vivienda suntuosa al igual que los industriales de la época. El edificio estaba ya terminado cuando conoció a mi bisabuela Renée. No así la decoración interior ni los jardines que fueron obra de ella. Ya verás, la vivienda parece sacada de un cuento de los hermanos Grimm. A mí me gustaba mucho cuando era niña. Todos aquellos cuartos, los cortinajes, los muebles con patas en forma de garras de león, los empapelados de las paredes. Aquellos escenarios estimulaban mi imaginación y me sentía como la protagonista de un cuento. Aquel mes en que por contraer la varicela no pude acompañar a mi familia a conocer Galicia, la tierra de mi abuelo Raimundo, fue delicioso y especial. Mi bisabuela fue todo un personaje. Ya te contaré. Su historia es digna de novelarse.

—Estoy deseando conocer la casa. ¿Está muy remodelada?

—Nada en absoluto. Bueno, se le hicieron algunas reformas como instalarle luz eléctrica y rodear con una alambrada el estanque de los nenúfares. De esto último ignoro la razón. Mi madre no sabe tampoco el porqué. Creo que fue cosa de mi bisabuelo Fulgencio.

Cuando llegamos al pueblo tomamos la carretera que conducía a la estación de ferrocarril para después girar a la derecha. En la planicie, agostada por el calor y rodeada de campos de melones y otros productos hortícolas fruto de la agricultura intensiva, fueron apareciendo las mansiones. Algunas de ellas eran tan sólo esqueletos, testigos de esplendores pretéritos. Casonas de las que sólo quedaban en pie las paredes maestras y trozos de los tejados por cuyos huecos se colaban los vencejos que habían construido sus nidos al amparo de las colañas que mantenían su horizontalidad a despecho del paso del tiempo. Los jardines que las rodeaban se habían convertido en espacios agrestes en los que reinaban los hinojos plagados de caracoles que los asemejaban a rústicos collares y los cardos cenicientos que arrojaban sus vilanos al aire. Otras se mantenían en pie, pero mostraban los signos del abandono, de la decrepitud en las desconchadas paredes por las que asomaba la piedra calcarenita con la que habían sido construidas cuando el siglo XX era tan sólo una promesa de un futuro que se preveía esplendoroso y que después mostró la crudeza de la barbarie que alojaba en su seno.

César no despegaba los labios ocupado en conducir el automóvil y en asimilar la belleza que desprende la desolación. Al poco, le indiqué que detuviese el vehículo. Habíamos llegado a Villa Mercurio. Abrí la enorme verja de hierro que cerraba la propiedad con la oxidada llave que guardaba en el bolso. La puerta chirrió. El agudo sonido me recordó a un lamento, o a una advertencia para que no penetrásemos en aquel espacio vedado en el que tal vez se paseaban los espíritus de mis antepasados. La llave tembló en mis manos y me volví hacia César que extraía del maletero una mochila. Aprovechando que me daba la espalda, lo observé. Había abandonado su académico atuendo y se vestía con unos vaqueros y un polo turquesa. Parecía un muchacho en un día de excursión.

Voilà –dije realizando un teatral gesto con mi mano–. Aquí está Villa Mercurio.

La edificación era estrecha y esbelta, tanto que competía con las palmeras que prestaban sombra a la fachada achicharrada por el sofocante calor. Constaba de dos plantas y para dotarla de movimiento, el arquitecto había proyectado hacia delante un cuerpo frontal en el que se ubicaba el acceso principal a la vivienda rematado por una marquesina de hierro forjado similar a la que coronaba la entrada a la estación de ferrocarril de Mirabilia. Una cenefa de mosaicos azules y amarillos cumplía la misión de frontera, separaba el último piso del tejado. Este había sido construido con la extrema inclinación utilizada en las latitudes boreales para permitir el deslizamiento del agua y la nieve.

César disparaba una y otra vez la cámara que había extraído del interior de la mochila.

—¡Qué tejado más inclinado! –observó–. Bello pero inapropiado en esta región en que las lluvias son tan raras como deseadas y las nieves sólo son espejismos invernales que a veces se atisban en la lejanía cubriendo las cumbres de las sierras que delimitan la llanura. Muy típico de las construcciones modernistas influidas por la estética austríaca.

—Mi abuela contaba que su abuelo mandó a los tejadores que se ataran como perros para evitar que se abriesen la cabeza contra el suelo. Incluso mantuvo una discusión algo subida de tono con el arquitecto que se había empeñado en cubrir la estructura de madera con placas de pizarra a la manera europea. Argüía que cuando el calor se abatiera contra el tejado la casa se iba a convertir en un horno moruno en el que se cocerían como panes. Sustituyó la pizarra por teja alicantina roja, como siempre se había hecho. La única concesión que le permitió al arquitecto fueron aquellos pináculos rematados en bolas, de los que ya sólo queda el que ves, para culminar los vértices de las cubiertas.

—El conjunto resulta muy bello –continuó César–. Me recuerda a un galeón que una tempestad hubiese arrojado tierra adentro dejándolo varado en mitad de la planicie. El torreón circular es precioso, cubierto con tejas vidriadas de color añil tan intenso que refulge al sol.

—Mi bisabuela Renée afirmaba que había sido uno de los absurdos caprichos de su suegro, del que después se arrepintió. Comentaba que el intenso azul de las tejas engañaba a las aves que se estrellaban contra él y caían muertas al estanque y a la fuente central, ensuciando el agua con sus angélicos cadáveres desflecados.

—¡Qué expresión más original! –comentó mi acompañante.

—Sí. Muy propia de mi antepasada. Era una mujer poco convencional tanto en su vida como en sus palabras. Aún me parece verla recorriendo el sendero para tomarme de la mano mientras me contaba historias de aparecidos. Era un poco bruja. Hubo un tiempo en que se dedicó a la videncia. Mi abuelo, su yerno, no la aguantaba. Afirmaba que cuando lo miraba con sus ojos azules de mirada penetrante, era como si le diese un calambre. Le descomponía los nervios y eso que mi abuelo era un militar de carácter templado y racional.

—¿Por dónde empezamos la visita, por la casa o por los edificios aledaños?

—No sé. Por donde tú quieras, Elena. Yo sólo soy Dante y tú como mi guía, como Virgilio, me conducirás en este viaje –comentó con sorna– que, espero, no nos conduzca a los infiernos.

—Vamos a la capilla. En ella recibí mi primera comunión.

—¿Quieres rezar? –afirmó con una sonrisa que me pareció irónica.

—No. Es algo que no hago desde hace mucho. Es cuestión más que de creencias religiosas, de nostalgia.

César calló, tal vez consciente de su impertinencia. Yo proseguí con mis explicaciones.

—Del jardín que yo conocí no queda nada –expresé con melancolía–. Mi bisabuela era una experta en rosales. Poseía unos bellísimos ejemplares de Graham, Richard y Molineux que rivalizaban con la floración de intenso aroma de los Gertrude Jekyll. Todos se han secado. El césped ha desaparecido. Era su capricho; lo cuidaba con esmero mientras impartía órdenes en su español con acento francés al jardinero para que lo regase o le añadiese estiércol. A pesar de su empeño no consiguió jamás que alcanzase la altura y el vigor previsto. En realidad, siempre fue poco más que una pelusa verdosa que los rigores del estío mediterráneo convertían en una costra pajiza presta a agonizar en una sinfonía de ocres y sienas que hubiera encantado a cualquier pintor impresionista.

»Tampoco queda rastro de los macizos de mirto recortados con exquisita pulcritud y que albergaban rincones recoletos tras los que se ocultaban fuentes con peces dorados que no conseguían vivir más de una semana. Los gatos o las ratas se los comían. El afortunado que sobrevivía acababa muriendo en la sopa espesa en que se convertían las aguas de las fuentes en el verano.

Continuamos el recorrido hasta la pared sur en la que se alzaba la capilla, un espacio pequeño y sereno al que se accedía por una puerta rematada en un arco ojival y custodiado por dos torrecitas rematadas en gabletes a la manera del arte gótico. Estaba construido con piedra tabaire que comenzaba a mostrar los signos de su escasa resistencia a la intemperie.

Abrí la puerta y penetramos en el recinto iluminado por la luz teñida de color que se filtraba a través de unos vanos, también ojivales, cubiertos con vidrieras en las que estaban representados los santos protectores de la ciudad. Cerré la puerta. Recordé el velatorio de mi bisabuela y el viejo dolor por la pérdida me turbó.

—Sígueme. Te voy a enseñar el teatro.

Regresamos a la mansión por el sendero de gravilla en el que crecían silvestres matojos, giramos hacia la izquierda y abrí una puerta lateral. Busqué a tientas la llave de la luz y giré el interruptor, pero la sala permaneció a oscuras.

—¡Vaya, he olvidado conectar el automático que está en la entrada principal!

—No te preocupes, he traído una linterna –expresó mientras rebuscaba en la mochila.

Su mortecina luz me permitió orientarme y abrir las fallebas de las ventanas. A través de los polvorientos cristales penetró la luz de la tarde, que se quedó prendida en los cortinajes de raído terciopelo rojo que yo había descorrido y en los tapizados de los asientos de la sala que mostraban zonas roídas, tal vez por las ratas, por las que asomaba el guateado que los acolchaba. El aforo se limitaba a unos cien asientos. Al fondo, sobre el escenario, colgaba el telón pintado con una escena bucólica cuyos detalles apenas se notaban desvaídos por la humedad y el transcurso inmisericorde del tiempo. Nos acercamos al viejo piano de cola cubierto por una capa de polvo espesa, levanté la tapa y acaricié sus teclas. Un sonido desafinado se escapó del instrumento al que siguió un ruido de pasitos en su interior que me heló la sangre. El ruido de una colonia de ratones. Maquinalmente me agarré al brazo de César.

—Lo llamábamos la sala roja –comenté, mientras me soltaba, intentando ocultar la vergüenza que sentía ante mi irracional reacción–. La última vez que se utilizó fue para mi primera comunión. Mi bisabuela contrató a un grupo de cómicos que representaron cuentos infantiles. Creo, que en sus mejores tiempos, pasaron por aquí desde cupletistas de medio pelo, generosas con su cuerpo y sus encantos, hasta grandes divas como La Chelito.

—Este tipo de salas eran frecuentes en las mansiones de los nuevos ricos nacidos al amparo del comercio o de la industria de fines del siglo pasado. En ellas solían celebrarse el último acto de las fiestas que servían para sellar pactos comerciales. Además de para estos fines cumplían uno, digamos higiénico.

—No sé muy bien a qué te refieres.

—Pues que las vedettes pasaban de la escena a la cama sin demasiados remilgos a cambio de generosos estipendios. Ello servía como forma de iniciación sexual a los varones de la familia y a los amigos más próximos. Una forma sofisticada de evitar las preñeces en las jóvenes integrantes del servicio doméstico y sobre todo en la manutención de los bastardos de los señoritos de la oligarquía urbana. La moral entonces era de una hipocresía atroz.

Después, entramos en la casa. Aproveché para conectar el interruptor que permitía el paso de la electricidad. Atravesamos el espacioso comedor forrado en madera en cuyo centro reposaba una mesa prevista para más de treinta comensales. Una puerta corredera lo comunicaba con un salón de baile A la luz de la enorme lámpara de cristal adornada por los filamentos que las arañas habían tejido con tenacidad en los últimos años apreciamos los techos de escayola pintados en una torpe imitación de Tiépolo o Gainsborugh. Abundaban las escenas mitológicas, en las que señoras orondas representaban a las diosas en una provocativa semidesnudez y efebos lánguidos mostraban actitudes equívocas con barbudos personajes.

—Fíjate –me hizo notar César–, aquí hay para todos los gustos, para todas las tendencias sexuales.

Recorrimos el caserón. Atravesamos cuartos polvorientos amueblados con altas camas de artísticos cabeceros en los que hacía décadas que nadie dormía. Abrimos armarios altos y estrechos como catafalcos en los que se apolillaban vestidos que en otra época vistieron a mis antepasadas. Ellas eran ya polvo pero sus ropas vacías continuaban existiendo quietas y mudas a la espera imposible de que alguien las rescatara de aquel olvido, peor que la misma muerte, para volver a prestar su magnificencia añadiendo suntuosidad a la carne con la belleza de sus colores; para exhibir la suavidad de sus tejidos en salones que ya no existían porque aquella época dorada de lujo y champán era ya materia muerta.

Me sentí como Angélica Sedara acompañada de Tancredi correteando por los cuartos olvidados de Donnafugata rodeados del polvo de una época que cambiaba para que todo permaneciese igual. Sólo que nosotros no nos entregábamos al amor, nuestra pasión era otra: la búsqueda de las huellas de un pintor que tal vez hubiese deseado que su identidad y su paso por el mundo hubiesen permanecido ocultos por el olvido.

Registramos a conciencia el cuarto de los niños y la habitación contigua que debió ser la que ocupase Margaret Hills. El escritorio, la cómoda y los armarios estaban completamente vacíos. Una vez explorada la primera planta, continuamos por las buhardillas. En ellas, los muebles eran sencillos: camas de hierro y mesillas de contrachapado de madera. El mobiliario modesto de las habitaciones de la servidumbre. Bajamos de nuevo a la planta baja por la suntuosa escalera central. Nos había quedado un cuarto por explorar: la biblioteca. Abrí las ventanas, pues las lámparas estaban desprovistas de bombillas. La habitación era amplia y estaba forrada en madera rojiza. En todas las paredes se alineaban las estanterías cerradas con puertas de cristales que llegaban hasta el techo. Aún se conservaban en ella gran parte de los libros que probablemente compuso la biblioteca original de mi tatarabuelo. Ojeé los títulos, se trataba de clásicos españoles encuadernados en cuero y una colección de novela francesa del siglo XIX escrita en este idioma: Dumas, Balzac, Zola y Verne. En un estante interior algunos ejemplares en inglés de las hermanas Brontë, George Eliot, Jane Austen y Tomas Hardy.

—Mira. Tal vez fueran los libros de Margaret –comenté a mi acompañante.

Abrimos todos los ejemplares por si encontrábamos en ellos alguna nota, alguna carta que nos ayudara en aquella búsqueda que estaba resultando tan poco fructífera. Los sacudimos sujetos por los lomos, pero no había en ellos absolutamente nada.

En uno de los estantes había un libro que a César le llamó la atención por su bellísima encuadernación: Viaje por España del Barón Davillier. Tiró de él y entonces el panel se descorrió deslizándose por un carril. Apareció una puerta cerrada.

—Elena, ven a ver esto.

—Desconocía la existencia de este espacio. ¿Qué habrá detrás?

—No hay más manera de saberlo que abrirla. Prueba con las llaves.

—Ninguna sirve –comenté mientras probaba en la cerradura una tras otra–. ¡Qué fastidio! ¿Ahora qué hacemos?

—Voy al coche por la caja de herramientas. Quizás haya suerte y el mecanismo ceda.

—Te acompaño –afirmé con rapidez.

No deseaba permanecer sola en aquella casa. Estaba empezando a sentir una emoción que se asemejaba demasiado al miedo.

César comenzó a manipular la cerradura con un destornillador. Cuando ya desistía, escuchamos un chasquido. Empujé y la puerta se abrió. El olor a humedad era muy intenso. César enfocó las paredes con la linterna buscando el interruptor de la luz. No lo había. Deduje que la habitación no se había abierto en muchos años. Tampoco había ventana alguna. César conectó la linterna pero no se encendió. Las baterías se habían agotado.

—Así no podemos encontrar nada –comentó mientras consultaba su reloj–. Me voy al pueblo. Buscaré una ferretería y compraré unos cuantos metros de cable, unos enchufes y una bombilla. En poco rato estaré aquí.

—Voy contigo —dije en un último intento para no quedarme sola.

—No, tardaríamos mucho tiempo en cerrar esto. Si no te apetece quedarte aquí, baja al jardín y me esperas.

—De acuerdo –afirmé escasamente convencida de la bondad de la idea.

—Por cierto, ¿la electricidad es a 125 o a 220?

—A 220. Hubo un cortocircuito hará unos años y mi bisabuela, que no deseaba morir achicharrada, hizo cambiar todo el cableado antiguo.

Entretuve la espera paseando. Me dirigí al estanque de los nenúfares. La verja estaba clausurada con un candado en cuya cerradura no encajaba ninguna de las llaves del mazo. Habría que utilizar unas cizallas para cortarlo. Permanecí un buen rato asomada tras el entramado de alambre. Los sauces habían crecido espectacularmente y sus colgantes ramas rozaban el agua con languidez. Su frondosidad dificultaba la evaporación. A pesar de ello, el nivel había bajado. Los nenúfares habían desaparecido hacía tiempo. Un soplo de brisa meció el ramaje que parecía susurrar. Giré la vista hacia la casa y a la luz difusa del atardecer me pareció que una sombra se deslizaba por la porticada galería que rodeaba el piso superior al que se abocaban las habitaciones. Fue una visión breve pero intensa que provocó que el vello de mi piel se erizara. Abandoné con paso rápido el lugar y me dirigí a la entrada con la esperanza de que César hubiese llegado. A los pocos minutos oí el motor de un coche que se acercaba.

—Ya lo traigo, Elena. Un dependiente muy amable ha montado el enchufe y el portalámparas. Vamos dentro.

Conectó el cable a un enchufe de la biblioteca y la potente bombilla iluminó la estancia. Nos dirigimos al interior de la habitación secreta.

El espacio no era excesivamente grande. Las paredes se hallaban decoradas con daguerrotipos y fotografías en sepia y blanco y negro. Representaban escenas eróticas. Junto a las paredes se adosaban divanes capitoné en piel color tabaco. Esparcidas por la habitación aparecían mesitas bajas en madera taraceada. En un ángulo, un mueble librería acristalado mostraba una colección de novela erótica: los cuentos del Decamerón, los de Canterbury, la poesía de este género que escribió Samaniego y las obritas de un tal Álvaro de Retama, autor que yo desconocía.

—¡Vaya con tu bisabuelo! ¡Menudo gabinete galante se montó! Probablemente lo utilizara para sellar pactos comerciales. Los negocios se concluían, la mayor parte de las veces, en los burdeles o en saloncitos como este. En algunos se fumaba opio. La burguesía deseaba probarlo todo.

—Yo desconocía la existencia de este lugar.

—Tal vez ni siquiera tu bisabuela supiese de su existencia. En las reuniones de negocios no intervenían las mujeres. Busquemos por aquí, tal vez encontremos algo.

Colgó la bombilla en un perchero de pie del que pendía un bastón con empuñadura de nácar. Palpamos las paredes en busca de algún lugar secreto en el que pudiese esconderse algún objeto. Tras un polvoriento tapiz que representaba a Dánae recibiendo la lluvia de oro hallamos, muy bien disimulada, una puerta que afortunadamente no estaba cerrada con llave. Se trataba de un armario empotrado. La abrimos y en su interior encontramos un cilindro de plata repujada que el tiempo había ennegrecido. Debía abrirse en sentido longitudinal pues estaba provisto de bisagras y una cerradura. César se dispuso a manipularla con un destornillador cuando la luz se apagó.

—¡Qué contrariedad, la vieja instalación no ha podido soportar la potencia de la bombilla! –exclamó, visiblemente frustrado–. De todas formas, no creo que haya nada más por aquí. Marchémonos, se está haciendo tarde.

Cerramos la casa cuidadosamente. Mientras él depositaba la mochila y el cilindro en el asiento trasero del coche, giré la vista hacia la casa. Me pareció que una cortina del primer piso se movía.

—Creo –comenté con un hilo de voz– que hay alguien en la casa. Me ha parecido ver una sombra deslizarse por la galería y una cortina descorrerse.

—Tonterías. Eso es efecto de tus nervios. Una excursión al pasado siempre es un ejercicio que despierta la imaginación y altera los sentidos. Estoy deseando que lleguemos a tu casa para comprobar el contenido del cilindro. Mi intuición me dice que tal vez hayamos encontrado una pista que nos conduzca hasta Hunter.

Entonces yo no sabía que aquel hallazgo iba a trastocar para siempre mis esquemas con una terrible revelación.

—Te noto ensimismada, Elena. ¿Tanto te ha afectado la visita?

—Un poco. De alguna forma, el frasco de la memoria se ha abierto y se han escapado los recuerdos, libres y poderosos.

—Puedes contármelos, si quieres, claro. No pretendo que el ejercicio de evocación te hiera.

—Cuando era pequeña, la mansión, como la llamábamos en la familia, me turbaba mucho. Había en ella algo malsano que se ocultaba tras los papeles pintados de los grandiosos cuartos; algo horrendo y antiguo agazapado tras los labrados artesonados de roble que crujían en las horas nocturnas como si seres desconocidos y diminutos transitasen por las galerías y recovecos que dejaban libres las maderas. Lo que más me aterraba era el estanque de los nenúfares. Ya lo has visto. En otros tiempos, según creo, fue una piscina, pero por alguna razón que desconozco la convirtieron en un estanque en el que flotaban nenúfares de mórbidas flores, papiros semejantes a monstruosas arañas y un fárrago de algas verdinosas formando una pútrida masa que no permitía ver el fondo. Lo peor era el olor, un aroma a putrefacción semejante al que dejaban las flores olvidadas durante semanas en los jarrones. Aquel espacio vedado me atraía. La prohibición se reforzaba con una valla metálica que impedía el acceso. Yo la burlé cuando descubrí un agujero en la misma. Me pasaba las horas muertas fascinada por aquel espacio sombrío protegido de la ardiente luz solar por un par de sauces gigantescos. Tal vez esperaba la aparición de algún trasgo escapado de los cuentos que leía con extremada fruición.

—Todo eso es muy natural, propio de los niños imaginativos.

—Tal vez. La primera estancia que recuerdo en Villa Mercurio fue durante el verano de 1969. Contaba con siete años. Las vacaciones estivales de aquella temporada fueron diferentes. Mis padres organizaron un veraneo distinto a los que yo había conocido. Íbamos a conocer Galicia, la tierra de mi abuelo Raimundo. El anciano intuía que su final se aproximaba y quería despedirse de ella, de su pasado y sus ancestros –solía expresar con la nostalgia asomada a sus ojos claros–.Tras postergar el viaje durante años, mi madre accedió. Dos días antes de la fecha prevista para la salida, surgió un contratiempo: una enfermedad infantil, la varicela, se adueñó de mi cuerpo.

—Pues sí que fue mala suerte. ¿No pudieron aplazar el viaje?

—Creo que ya todos sabían que el abuelo estaba muy enfermo de cáncer.

—A pesar de que multitud de vesículas rojizas me motearon la epidermis provocándome un prurito difícil de soportar, la fiebre no fue excesiva y mis padres optaron, por enviarme a Villa Mercurio junto con la niñera, una buena provisión de polvos de talco para el picor, mi libro de cuentos y mi muñeca. Iba a estar bajo la tutela de mi bisabuela Renée.

—Pues tampoco el plan era tan descabellado.

—No, pero yo andaba prevenida contra ella. Mi abuelo Raimundo, su yerno, no la soportaba, sobre todo por su afición a la ouija. A fuerza de oír que era una bruja, la imaginaba como las de los cuentos: un ser malvado capaz de desatar sobre mí cualquier hechizo.

—¿Y lo era? –comentó riendo, Cesar.

—Bueno, su aspecto era poco convencional. No se parecía nada a las abuelas de mis amigas. Era pequeña y redondita como una manzana. Se conservaba muy bien a pesar de su avanzada edad, sólo sus piernas le fallaban a veces y por ello se apoyaba en su bastón con empuñadura en forma de cabeza de perro. Vestía un traje pasado de moda estampado con flores grandes y alegres, peonías o dalias, creo recordar. El cutis de mi bisabuela poseía la apariencia de la porcelana, apenas lo surcaban arrugas finas como un tul a pesar de aproximarse a los noventa años.

—Por la descripción se parecía más a una de las hadas protectoras de La bella durmiente.

—A mí también me lo pareció. Pero sus ojos, con aquella mirada tan clara, eran inquietantes, como si pudieran ver a través de ti. Luego la impresión se desvaneció. Se portó muy bien conmigo y me contó numerosos cuentos y leyendas con su voz nasal. Solía mezclar el francés, su lengua natal, con el castellano degradado que se habla en el campo.

—Entonces, ¿por qué asocias su recuerdo a algo tenebroso?

—No es su recuerdo. Me daba la impresión de que ocultaba algo. Cuando me prohibió acercarme al estanque de los nenúfares, su tono de voz era amable, su cara lucía una sonrisa como la del gato de Cheshire, pero sus ojos, su mirada era profunda, amenazante.

Anochecía cuando tomamos el carril de aceleración que desembocaba en la autovía que nos llevaría hasta mi domicilio. Yo especulaba sobre el misterioso contenido del cilindro que reposaba como un animalito dormido sobre el asiento trasero que César había cubierto con una toalla playera, tratando de evitar que el polvo acumulado en el metal ensuciase la tapicería.

—¿Qué crees que contendrá? ¿Documentos tal vez? –apunté nerviosa.

—Por el tamaño y el grosor del envoltorio estoy seguro de que se trata de un lienzo.

—A lo mejor no es nada de valor y estamos persiguiendo una pista falsa.

—No lo creo. Mi intuición me dice que no es así. ¿Por qué otra razón iba a estar escondido en un lugar oculto del que ni siquiera guardabais la llave y encima encerrado en un cilindro de plata?

—La verdad es que no consigo imaginar un solo motivo lógico por el que alguien escondiera un cuadro y que haya permanecido allí durante tanto tiempo. Si hubiesen sido joyas, la explicación sería más plausible, pero… ¡Un cuadro! No tiene mucho sentido.

—¿Sabes si la casa fue ocupada por gente ajena a la familia en algún momento? Esta podría ser la finalidad del ocultamiento, preservar algo de valor de las miradas o la rapacidad ajenas. Después se olvidarían de él.

—No lo sé. Podría comentarlo con mi madre. Tal vez ella sepa algo.

—Hablando de madres, ¿te importaría que parásemos en la plaza? Debo llamar a la mía. Había olvidado que hoy recogía unas pruebas del hospital. Nada importante, pura rutina, pero ya sabes cómo son las personas mayores, se sienten mal cuando creen que los hijos nos olvidamos de ellas. Podría telefonearla luego, pero cuando llegue a mi casa será ya tarde. Ella se acuesta muy temprano y no me apetece hablar con la señora que la acompaña durante la noche. A pesar de que es una buena mujer sus interpretaciones de los diagnósticos suelen ser un tanto peregrinas, pues se pierde en el fárrago de la terminología médica y al final acaba hablándome de cualquier cosa menos de lo que yo le pregunto.

—En absoluto. Aprovecharé para comprar algo de beber, mi nevera está vacía. Podíamos tomar una copa mientras abrimos el paquete.

Me dirigí a una tienda de comestibles situada en una de las esquinas de la plaza que en verano cerraba muy tarde. Adquirí una botella de vino, unas lonchas de jamón, queso manchego, pan y unos tomates para improvisar una cena ligera en el jardín. Deseaba agradecer las atenciones de César ejerciendo de anfitriona. Lo esperé junto al vehículo.

Regresó al coche a los pocos minutos, abrió la puerta en silencio. Las manos le temblaban y a la luz de la farola su rostro parecía tallado en mármol.

—¿Qué ocurre? –pregunté.

No me contestó de inmediato. Extrajo de la guantera el paquete de cigarrillos, prendió uno y tras exhalar dos bocanadas de humo, se dirigió a mí.

—No tengo buenas noticias. A mi madre le han detectado un tumor. Mañana deberá acudir de nuevo al centro hospitalario para repetir pruebas.

—Pero, ¿es maligno?

—Es probable. Ella me ha leído el diagnóstico. Tumor posiblemente compatible con carcinoma pancreático.

—¿Cómo está? De ánimo, me refiero.

—Aparentemente tranquila. Es su estrategia, no quiere preocuparme. Pero yo sé que está asustada. Lo siento, Elena. Debo partir para Toledo inmediatamente. Quiero estar a su lado en estos críticos momentos.

—¿Vas a conducir toda la noche?

—Por supuesto. En cuanto llegue realizaré unas llamadas a un colega para que presente la documentación de final de curso al decano. No sé cuánto tiempo me ausentaré.

Dio la última calada al cigarrillo, lo arrojó al suelo y aplastó la colilla mientras introducía la llave en la cerradura del vehículo.

—Te acercaré a tu casa.

—Gracias. Antes de emprender el viaje deberías comer algo y beber un café bien cargado.

—Acepto tu propuesta. Dispongo de tiempo, no he de pasar por casa ya que me disponía a ocupar mi apartamento de verano. Las maletas están en el coche.

De repente, una idea cruzó mi mente, una hermosa estrella fugaz en el limpio cielo veraniego.

—¿Quieres que te acompañe? Podríamos turnarnos al volante.

—No me atrevía a pedírtelo, me parece abusar de una incipiente amistad, pero mis amigos, o están fuera, de veraneo o en congresos. La verdad es que no tengo a quien recurrir. Pero ya que te has ofrecido, lo agradezco.

—No es preciso que te sientas en deuda conmigo pues no he organizado ningún plan para el resto del verano. Mis padres están de viaje y no regresarán hasta septiembre. Pensaba ocupar mi tiempo en descansar. Ya sabes, ocupaciones rutinarias: bañarme, leer y ver pasar la vida. En fin, un magnífico y divertido plan estival –exclamé con ironía, intentando relajar la tensión–. Aprovecharé la ocasión para recorrer de nuevo las calles de la vieja ciudad imperial.

—Lo más probable es que no pueda acompañarte. Me temo lo peor, que mi madre ingrese en el hospital.

—Afronta el porvenir con esperanza, tal vez la sometan a tratamiento ambulatorio y no precise cuidados clínicos permanentes –intenté animarlo–. Además, si tu estancia en Toledo se prolonga, puedo regresar en tren. La combinación con Madrid es estupenda.

Resolvimos los preparatorios con rapidez. Decidí colocar en mi maleta la grabadora y los diarios; me servirían para entretener la espera, que intuía larga y dolorosa. No olvidé la medicación, aunque ya sólo la ingería en días alternos, pues estaba en proceso de abandonar la sustancia. La bestia parecía estar bajo control y le bastaba con una dosis mínima de esta droga para que no manifestase su destructiva presencia, pero sus apariciones eran imprevisibles y no quería brindar otro motivo de preocupación a César.

Cenamos frugalmente, el vino quedó sin abrir, a la espera de mejor ocasión. Después, intentamos abrir el cilindro, pero la cerradura se resistía, precisábamos de otras herramientas más delgadas, una ganzúa tal vez. Lo deposité dentro del armario ropero al abrigo de miradas indiscretas. Si su contenido había estado oculto tanto tiempo aún podría estarlo un poco más hasta que pudiéramos descubrirlo. Antes de cerrar con llave la puerta del mueble lo contemplé una fracción de segundo. Me pareció un diminuto cadáver reposando en un sarcófago.

A la una de la madrugada emprendimos el viaje hacia la ciudad manchega. La luna menguante nos acompañó durante gran parte del trayecto, fría, lejana y altiva como un fúnebre presagio. La carretera nacional estaba bastante despejada aunque tuvimos que adelantar algunos camiones que se dirigían a la meseta cargados de mercancías para abastecer los mercados locales del interior. Al principio, el silencio y la música sinfónica que César había sintonizado en una emisora de radio fueron nuestros compañeros. El automóvil, un vehículo de gama alta, se deslizaba con suavidad por el asfalto a velocidad moderada. Los faros de los camiones que circulaban en sentido opuesto iluminaban fugazmente la calzada. La planicie estaba sumida en una negrura de tinta que a ratos despejaban las luces de neón de los clubes nocturnos que aliviaban la soledad de los camioneros cuyos vehículos aparecían aparcados en sus proximidades, también las de algunas ventas que abrían sus puertas durante toda la noche. Una vida diferente, un poco canalla tal vez, pero ausente de hipocresía. Una vida que discurría paralela a la diurna y que conformaba el especial ecosistema que rodea la red viaria. Cada dos horas deteníamos el motor para estirar las piernas y consumir la dosis de cafeína precisa que evitase al conductor el asedio del sueño.

El silencio se convirtió en una pesada losa que comenzaba a inquietarme. Intenté destruirla.

—No te preocupes, César, quizá no sea tan grave como parece. Tal vez aún se pueda hacer algo, cuando se actúa en los estadios iniciales de la enfermedad suele haber un buen pronóstico –intentaba animarlo con el débil consuelo de un tópico que hasta a mí me resultaba hueco e inútil.

—Eso me dijeron la otra vez. A los ocho meses Irene había muerto. Parece que la historia se repite. No sé si tendré fuerzas suficientes para vivir de nuevo un episodio de destrucción, de la aniquilación de un ser querido al que ves cómo el cáncer lo devora sin que nada de lo que hagas pueda impedirlo. Pero lo más terrible son los sentimientos antagónicos que te embargan la mente. Unos te impulsan a anhelar su curación para no experimentar el inmenso dolor por su ausencia, otros te empujan a desear que muera para evitarle el sufrimiento de abandonar la vida de una forma tan atroz, para evitarte la contemplación de su dolor que se enlaza como una cuerda engrasada al tuyo confundiéndose ambos en un tormento indescriptible.

No encontré argumentos para contradecirlo. Tragué saliva y pregunté:

—¿Quién era Irene? –inmediatamente me arrepentí de haber formulado una pregunta tan directa que suponía una burda intromisión en la intimidad de un hombre al que apenas conocía–. Perdona, no creo que sea de mi incumbencia. Si no quieres contestar no lo interpretaré como una descortesía.

—Irene era mi mujer. Murió hace ocho años.

—Debiste quererla mucho, pues por tus palabras deduzco que el tiempo transcurrido no ha difuminado su recuerdo.

—Sí, la verdad es que su pérdida provocó que cerrase la puerta de un habitáculo de mi espíritu: el destinado al amor. Desde entonces me he refugiado en mi profesión y en los viajes. Cuando murió rompí con mi vida anterior: amigos, lugar de trabajo, abandoné todo con la esperanza de que nada me recordase su ausencia. Creo que hasta ahora lo he conseguido.

—Pero instalarse en un duelo perpetuo no es bueno para nadie. Mi madre afirma que no hay que dejar que los muertos se apropien de los vivos. Estos deben ocupar su lugar: el cuerpo en el cementerio y su espíritu en nuestro recuerdo. Cuando este se convierte en una presencia obsesiva que invade los espacios que no le han sido destinados hay que emprender la dura tarea de conducirlo hasta el lugar adecuado para que repose en paz y permita la continuación de nuestra existencia. Durante el período de duelo debemos ir cortando las ataduras que nos unieron a la persona fallecida. Es un proceso lento y doloroso pero necesario que finaliza cuando evocamos al ausente con calma, incluso con alegría. Entonces, la aflicción desaparece y su sitio es ocupado por la paz, el perdón y el recuerdo amable. Entonces es cuando el círculo se cierra, y en el caso de los viudos, están preparados para entablar una nueva relación que de ninguna manera significa una sustitución de la antigua.

—Nunca lo había contemplado desde esa perspectiva. Tu madre debe ser una mujer muy sabia.

—Digamos que es pragmática. Si te parece, hagamos una prueba: intenta hablar de Irene, evócala. Si te causa dolor, para o cambia de tema. Si consigues vencer el reto significará que has logrado que ella ocupe el lugar correspondiente en tu recuerdo.

La noche comenzaba a retirarse, los primeros claros diurnos asomaban su fulgor, aún pálido, por oriente. Yo contemplaba el lento avanzar del día por la ventanilla del automóvil. Entonces, conocí a Irene. La conocí en las palabras de César que narró su historia mientras conducía suavemente en el alborear de un día caluroso que quedaría grabado en mi mente para siempre. Habló lentamente, parecía que meditase cada palabra. Me pareció que intentaba librarse de un pesado fardo como se arroja al mar una carga esperando que la marea la arrastre lejos para sentirse liberado de un objeto cuyo insoportable peso no había advertido hasta ese momento. Intentó que la emoción no lo traicionase, pero a lo largo de su relato lo observé de soslayo. La débil claridad matutina iluminó algunas lágrimas furtivas que recorrían la geografía de su rostro para engancharse en los vericuetos de la barba que comenzaba a azulearle las mejillas. Durante el largo soliloquio permanecí callada. El relato era tan terrible que no me atreví a interrumpirlo. Cualquier comentario hubiera resultado una banalidad. Le sugerí que nos alternásemos de nuevo al volante.

—Nos conocíamos desde niños. Su padre era el juez del partido judicial del que dependía mi pueblo. El mío, al igual que mi abuelo, trabajaba como notario. Era inevitable que formaran parte del mismo círculo de amistades con lo cual frecuentábamos idénticos ambientes. Cuando nos casamos sé que hubo gente que pensó que nuestro matrimonio había sido concertado, pero no fue así. De niños no nos podíamos soportar. Yo era un crío taciturno, siempre enfrascado en la lectura, mis intereses no eran los de los niños de mi edad. No me gustaba la pesca en el río. Aquellos pobres peces boqueando mientras intentaban extraer un poco de aire de un medio que les era ajeno me provocaban compasión. También detestaba la búsqueda de nidos para robar los huevos de las aves, se me antojaba de una crueldad insoportable y las excursiones en bicicleta hasta el pueblo cercano para asistir a las fiestas patronales me parecían un pasatiempo inútil, pues me apartaban de mi verdadera vocación: la lectura. Prefería pasar el tiempo en la contemplación de las ruinas de una ermita o escuchando la narración de las viejas leyendas que contaban los ancianos del lugar en la plaza del pueblo o los mozos que segaban en la finca familiar. Ella, en cambio, nació para el movimiento, para la acción. Era la que más rápido nadaba en el río, la que escalaba el árbol más alto o la que pedaleaba incansable durante horas.

»Cuando llegamos a la adolescencia nuestros caminos ya se habían bifurcado. Ambos cursamos nuestros estudios de bachillerato en sendos colegios religiosos en régimen interno. A veces coincidíamos en cenas organizadas por alguna asociación de juristas a las que asistíamos acompañando a nuestros respectivos padres. Nos tratábamos con cortesía y poco más. Sin embargo, todo cambió cuando comenzamos nuestros estudios universitarios. Yo, a pesar de la oposición paterna, me matriculé en la especialidad de Historia del Arte. No quise cursar la carrera de Derecho. Alquilé un apartamento cercano a la Universidad Complutense. El primer día de clase giré la vista atrás y en el fondo del aula magna estaba sentada Irene. Apenas la reconocí. Las trenzas habían desaparecido, su pelo se derramaba lacio y oscuro en torno a su cara. Lo sujetaba en su frente una cinta ancha estampada en vivos colores. Iba maquillada en exceso para mi gusto y fumaba un cigarrillo. Me saludó con una sonrisa.

»Al acabar las clases pude apreciar el cambio que se había obrado en ella: continuaba siendo alta, sólo que en aquel momento estaba mucho más delgada que durante la adolescencia. El maquillaje no conseguía ocultar la belleza de sus grandes ojos oscuros, ni la altura de sus pómulos. Me recordaba a una madonna de Andrea del Sarto. Me contó que aquel verano había estado en Londres perfeccionando el inglés, que había visto mundo, y que España era un país de paletos, incluido su señor padre, con el que había roto las relaciones. Residía con una tía en Madrid y se había decidido por Historia del Arte en el último momento; por fastidiar a su progenitor, empeñado, como el mío, en que se matriculase en Derecho. Comenzamos a salir, y ella decidió socializarme, utilizando sus propias reglas. El proceso incluía la asistencia a fiestas, de la que ella era el alma indiscutible. Era divertida, locuaz, descarada y sobre todo vital, muy vital. Sus amigos realizaron un gran esfuerzo por acoger a un ser tan soso y aburrido como yo. Apenas sabía bailar, no tocaba ningún instrumento y mis conversaciones eran demasiado filosóficas para aquellos ambientes tan desenfadados.

»Irene poseía todo lo que a mí me había sido negado: gracia, ingenio, chispa; talento para las relaciones sociales. Debe ser cierto la vieja máxima de que los extremos se tocan. El caso es que, para asombro de todos los amigos, nos enamoramos. Ella conseguía espantar los fantasmas familiares que siempre me habían acompañado: el pesimismo y la melancolía. Yo aportaba, a aquel torbellino, la calma precisa para que ella no se extraviase en aquel fárrago de amigos, protestas, manifestaciones y todo tipo de actos reivindicativos influenciados por el mayo francés y por la opresión del franquismo. Dos años después de aquel encuentro anunciamos el noviazgo a nuestras familias, que estaban encantadas con el suceso. Yo acabé la carrera con excelentes calificaciones, ella consiguió aprobar las asignaturas pendientes en septiembre. Conseguí una plaza de adjunto en la misma Facultad en la que había estudiado. El sueldo era escaso, pero nuestros padres nos ayudaban. El suyo nos regaló un piso en Madrid y mi familia nos lo amuebló. Nos casamos en el setenta y siete. Ella se resignó, al principio, con su papel de ama de casa, pero pronto se aburrió. Se le quedó pequeño. Los hijos nunca llegaron así que decidió buscar un empleo. Lo encontró en una galería de arte. Organizaba exposiciones. Se la veía radiante rodeada de belleza. Viajaba, conocía a artistas con los que alternaba, comenzó a pintar y anhelaba exponer sus cuadros. Me parecía increíble que aquella muchacha que había cursado Historia del Arte por rebeldía hubiera descubierto su verdadera vocación.

»Mi ritmo de trabajo era frenético: las clases, los trabajos de investigación, la preparación del doctorado primero, después las oposiciones a una plaza fija convocada por la Universidad. A pesar de que ambos estábamos dedicados a nuestras respectivas carreras profesionales siempre encontrábamos un momento para intercambiar una opinión sobre un pintor, para asistir a un concierto o para pasear un domingo bajo los árboles de cualquier bosque de la sierra madrileña y extasiarnos ante una puesta de sol.

»Transcurrieron siete hermosos años en los que fuimos muy felices: asistíamos a fiestas, en las que ella brillaba con su belleza y su especial talento para desenvolverse en sociedad. Viajamos por el extranjero, ya que la libertad de su horario de trabajo le permitía acompañarme a la mayor parte de los congresos en los que participé. Recorrimos las pinacotecas más importantes de Europa de las que ella volvía cargada de ideas que plasmaba en bocetos para su soñada exposición.

»Entonces, de improviso, recibimos el mazazo. Un día me la encontré en la cama aquejada de un difuso malestar acompañado de una fiebre alta. Acudimos al médico. Le practicaron análisis y pruebas; el diagnóstico fue demoledor: leucemia. La juventud de su organismo alimentó el cáncer y su fin se aceleró.

»Apenas pudimos hacer nada por ella. Su familia gastó una auténtica fortuna en tratamientos en Estados Unidos. De allí fue desahuciada para morir en Madrid. Lo peor no fue la muerte, que todos deseábamos, fue el proceso galopante de destrucción provocado por la enfermedad y ayudado por los feroces tratamientos de quimioterapia que la dejaban exhausta. Su belleza se marchitó. Primero fue su melena negra. El pelo se le desprendía del cuero cabelludo a mechones; tuvo que raparse la cabeza. Le compré una peluca y bromeábamos sobre su parecido con una reina egipcia. Después ya no hubo lugar para las bromas y el disimulo. Su hermosa tez morena adquirió el tono opaco de la terracota. Llegaron las náuseas, los dolores y finalmente la morfina para acallarlos. Sólo quedaba resignarse y esperar que la muerte la liberase de aquella carcasa en la que se había convertido su cuerpo que adelgazó hasta límites que nunca hubiera podido sospechar. Solicité una excedencia que me concedieron y permanecí con ella hasta el último minuto de su frágil existencia.

»Una tarde del mes de marzo, cuando la primavera era ya una promesa visible en las nacientes frondas de los castaños de indias que se avistaban tras la ventana de su habitación en la clínica, en ese momento crítico en el que el día se marcha, ella también se fue. Hacía días que estaba inconsciente gracias al cóctel de drogas calmantes que penetraba en sus venas a través del suero al que estaba enganchada. Durante un segundo abrió sus ojos, que ya las sombras habían oscurecido, apretó mi mano y voló hacia un lugar que no sé ni siquiera si existe, pero en el que deseaba desesperadamente creer para que el dolor no me condujese a la locura. Sólo había vivido treinta y dos años.

»Después nada. El vacío. Agoté el tiempo que me restaba de excedencia viajando. No me dediqué a calmar el dolor, que hubiera sido lo lógico, sino a regodearme en él. Era lo único que me proporcionaba la sensación de estar vivo. Volví a recorrer todos los lugares que juntos habíamos visitado, pero no encontré consuelo. Sólo hallé paisajes deslavazados, ciudades muertas en las que no quedaba ni la huella de su recuerdo. Fue un proyecto estéril: Irene ya no estaba. Si escuchaba una risa femenina me giraba creyendo que era ella quien reía, la sombra de una mujer al girar una esquina me parecía la de ella. Vivía para su recordarla. Los paisajes que contemplaba no me alegraban, se me antojaban viejas postales en tonos sepia roídas por la intemperie, las pinacotecas, los monumentos, las catedrales eran sólo montones de piedras de los que la belleza había desaparecido. Me negué a que el bálsamo del olvido cicatrizase la herida de su dolorosa ausencia.

»París, Praga, Viena, Roma. Todas las ciudades que ella embelleció me parecieron lugares inhóspitos y fríos. No conseguía recuperarla. La última etapa de aquel descenso a los infiernos ocurrió en Venecia. Llovía con mansedumbre aquella tarde de fines de febrero. Los carnavales habían acabado y la ciudad estaba extrañamente tranquila, casi desprovista de turistas. Las góndolas se mecían atadas a los muelles semejantes a ataúdes flotantes. Había acudido a la Galería de la Academia para contemplar una vez más los cuadros de Giorgone, el Veronés y Tintoretto. Ella era una enamorada de los pintores de la escuela veneciana. Cuando había recorrido un par de salas abandoné el lugar. Mis lágrimas se confundían con la lluvia que goteaba desde los aleros de las casas y me empapaba. Caminaba como en un sueño, envuelto por la neblina que agrisaba los hermosos tonos ocres y terracota de los palacios. Perdí el rumbo abstraído en un único pensamiento: Irene. Comenzó a anochecer, oscureciendo más aún las fúnebres aguas de la laguna que me llamaban con un mensaje esperanzador de paz eterna. Aunque te pueda parecer pedante, me sentía como Aschembach, el personaje creado por Thomas Mann para Muerte en Venecia, huía de mi vida y mi corazón se convirtió en un río de cenizas. No encuentro otra manera de expresarlo. Siempre acudo a la literatura para explicar mis emociones. Es ridículo, lo sé; pero necesito las palabras de otro para definir mis sentimientos.

Se interrumpió durante un rato. Parecía estar buscando las fuerzas para continuar el relato de su dolor.

—Deambulé durante horas por las desiertas calles envuelto en aquella atmósfera opresiva en la que flotaba un ligero olor a flores muertas, perdido en mis fúnebres pensamientos. Entonces, como si el destino me jugase una broma macabra escuché los acordes del adagietto de la quinta sinfonía de Mahler, una de nuestras composiciones favoritas. No sé si partían de mi lacerada mente o era interpretada por alguna orquestina de los templetes de la plaza de San Marcos. Venecia puede ser la ciudad más hermosa y más triste del mundo. No recuerdo más. Sólo que unas manos asieron mis piernas cuando iba a saltar desde el pretil de un puente a un canal. Entonces regresé al mundo. Di las gracias, lo mejor que supe, al viandante que me había salvado, regresé al hotel y empaqueté mis cosas. A los pocos días estaba de vuelta en Madrid. Escribí a varias universidades solicitando una plaza de profesor. En septiembre me incorporé a mi nuevo destino. Cerraba así una etapa de mi vida.

»Comprenderás, ahora, mi estado de ánimo ante unas circunstancias que me hacen revivir aquellas terribles jornadas previas a la muerte de mi mujer. Las horas vacías en los hospitales contemplando cómo la última vela de su vida se apagaba, las esperanzas en la efectividad de nuevos tratamientos truncadas, la sensación de impotencia y frustración royéndome el alma.

Tragué saliva y sólo acerté a decir:

—Te comprendo, César.

Después el silencio que sólo alteraba el sonido de las ruedas sobre el asfalto nos acompañó durante un rato.

Amanecía cuando circunvalamos Toledo. Entre el amasijo de casas que se arracimaban en sentido circular, destacaba la torre de la catedral y la mole imponente del Alcázar. Media hora después aparcábamos frente a su casa.

—Está todo cerrado. No quiero despertar a mi madre ni a su cuidadora. Si te apetece, podemos acercarnos a algún bar a desayunar. Necesito un café bien cargado y algo sólido para acompañarlo –expresó con un tono de voz empañado por la tristeza y el cansancio.

—De acuerdo. ¿Te encuentras más tranquilo?

—Sí. La conversación me ha relajado. Creo que me ha hecho mucho bien. Nunca había compartido mi experiencia de la muerte de Irene con nadie. Tal vez hubiera debido «confesarme» antes, pero nunca encontré la ocasión ni el interlocutor adecuado. Te lo agradezco inmensamente.

Esbocé una sonrisa a modo de respuesta. No me atreví a cogerle la mano y apretarla para infundirle valor, para transmitirle mi simpatía. Anduvimos por las desiertas callejas hasta encontrar un establecimiento abierto. Me estremecí. Había olvidado el frío mañanero de Castilla, que pronto se disipó al entrar en el local.

La tasca era estrecha, poco más que una barra de madera y un par de mesas donde desayunaban media docena de trabajadores del campo vestidos con monos azules o verdosos. Ocupamos la única que permanecía libre. Mientras nos preparaban el café y las tostadas, César se dirigió al servicio. Durante aquel breve lapso de tiempo, caí en la cuenta de las ironías del destino que había volteado mi situación. Había pasado de necesitar consuelo a ofrecerlo; todo en el modesto plazo de unos días. El ser humano es así: complejo, incongruente a veces. Un poliedro con múltiples facetas que según el ángulo de visión ofrece una imagen distinta al espectador.

Cuando acabamos el desayuno nos dirigimos a la casa de César. Era una vivienda antigua, típica de un pueblo castellano: una fachada de piedra irregular sobre la que se abrían las estrechas ventanas enrejadas, recercadas por bloques de roca berroqueña. Gruesos muros celaban el espacio interior al que se accedía por una puerta en madera labrada provista de un grueso llamador en forma de argolla que mi acompañante batió sobre la áspera superficie. Al poco, nos abrió una mujer de unos cincuenta años ataviada con un delantal que saludó afectuosamente César.

—¿Cómo está mi madre? –preguntó él.

—Bien. Aún está dormida, aunque no tardará en levantarse. Ya sabes lo madrugadora que es. ¿Han desayunado? Acabo de preparar café de puchero, como a doña Juana le gusta.

—Gracias, Felisa, pero ya lo hemos tomado. Llegamos temprano y nos acercamos por la tasca de Julián. Lo que si te pediría es que arregles uno de los dormitorios de invitados para Elena. Es una amiga que me ha acompañado para turnarse al volante conmigo. De paso arregla un poco el mío.

—No es necesario, don César, como esperábamos su visita, lo limpié anteayer. Pueden dejar en él los equipajes.

—Elena, si te apetece puedes ducharte. En la planta superior hay un baño. Felisa te proporcionará toallas limpias.

Bajé a la media hora, ya con mejor aspecto. Doña Juana estaba levantada. Era una anciana enjuta y alta de rasgos amables en los que se advertía el parecido con su hijo. Interrumpieron la conversación para presentarme. La mujer me besó con afabilidad. César había debido de contarle mi ofrecimiento y expresaba así su gratitud.

Decidí acompañarlos al hospital. No me seducía la idea de permanecer sola, pues la doméstica se marchaba alrededor del mediodía para regresar al anochecer, en una casa ajena, me parecía inapropiado; una intromisión en la intimidad de una persona que acababa de conocer.

El asunto se complicó, pues doña Juana fue ingresada de urgencia al comprobarse la corrección del diagnóstico y sobre todo su gravedad. Los médicos no recomendaron ningún tratamiento, sólo cuidados paliativos. César alquiló un par de habitaciones en un hotel de la ciudad y regresamos a la casa del pueblo a recoger nuestros equipajes y el de su madre. Él pasaba el mayor tiempo posible con la mujer cuyo tiempo irremisiblemente se agotaba. Yo ocupaba mi soledad en pasear por las calles del viejo Toledo y en la trascripción de los diarios. Algunas mañanas, cuando la enferma descansaba por efecto de los calmantes, César acudía al hotel a cambiarse de ropa y aprovechábamos para conversar. Incluso compartimos algún almuerzo en el comedor del establecimiento, atestado de turistas atraídos por el encanto de la ciudad, sus monumentos, sus iglesias y su sinagoga.

Una tarde decidimos pasear. Él había contratado a una enfermera para que lo relevase en la ardua tarea del cuidado de la enferma. Su hermano Javier volaba ya desde Nueva York para acompañarlo en aquellos durísimos momentos, pues según los médicos, el fallecimiento de doña Juana era cuestión de días. Su organismo se debilitaba; la metástasis ya se había apropiado de los pulmones de la enferma.

—Elena, sabes casi todo de mí. Sin embargo, yo sólo sé que eres una estudiante recién separada y una excelente amiga. Tu ayuda está siendo un alivio a mi sufrimiento. Me reconforta mucho que compartas mi dolor y me ofrezcas el consuelo de tu compañía. Es un acto de generosidad. Seguro que tú también has sufrido.

—En mi vida no hay nada grandioso, nada que se parezca a la hermosa historia que tuviste la suerte de protagonizar. Fuiste afortunado por amar y ser amado con esa intensidad. El amor es la plasmación más absoluta de la belleza. No puede haber amor auténtico donde hay vulgaridad, fealdad y miseria.

—Exacto –continuó él–. La música, la pintura, el arte en general son manifestaciones sublimes del ideal y ¿qué es de este si no transporta en su esencia el germen de la belleza? Un paisaje, un lienzo, un poema o una sinfonía son mucho más hermosos si permiten que dos espíritus afines vibren al unísono a través de su contemplación.

—Claro. Esta es la base de este singular sentimiento y no la compartición de las rutinas cotidianas. Poseíste, aún posees, porque nadie podrá arrebatártelo nunca, un inmenso capital afectivo. Nada borrará la huella que plasmó en tu alma los años que compartiste con Irene. Deja de atormentarte y cuando el dolor del recuerdo te acose, aléjalo de ti y piensa lo inmensamente afortunado que fuiste. Evócala desde esta perspectiva. La muerte, a pesar de la carga de sufrimiento que provoca, no siempre es la extinción definitiva de un sentimiento, sino su transformación.

—Tal vez sea así. No lo dudo. Pero el dolor permanece.

—Aléjalo de ti. La muerte encapsuló vuestra relación en un estado idóneo. Como esas flores que se disecan y permanecen conservando su belleza para siempre aunque estén desprovistas del aroma. Tu amor permanece a salvo del acoso del tiempo y de su inmenso poder de desgaste. Tal vez, si ella no hubiese muerto, si hubieseis permanecido más tiempo juntos, vuestra relación se hubiera deformado como ocurre en la mayor parte de las parejas.

—Es una hermosa definición y además verdadera, pero no has contestado a mi pregunta. No estás obligada, por supuesto. No tengo ningún derecho a entrometerme en tu pasado, en tus recuerdos.

—Mi vida es tópica, vulgar incluso, pues está marcada por los efectos de una educación errónea en la que los símbolos que contienen los cuentos de hadas se consideraban poco menos que verdades de fe.

Entonces le conté mi historia. Le narré las ilusiones rotas de una muchachita ingenua, las esperanzas fallidas, el cuento con final desgraciado en que se convirtió una historia de amor adolescente. Él escuchaba absorto, como si quisiera construir una sucesión de imágenes a través de mis palabras. Supo de mis visitas a los psiquiatras, de mi intento de suicidio, de mi estancia en el sanatorio mental, de mi debilidad, de mi fracaso; pero sobre todo de la patológica dependencia afectiva que me había llevado hasta la autodestrucción. No culpé a Arturo. La responsable de aquel cataclismo que arrasó mi vida fui yo y mi inconsciente vulnerabilidad. Me empeñé en ser «la otra mitad» de mi esposo y en ese empeño fui abandonando sueños, ilusiones y deseos hasta que quedé desposeída de todo valor; hasta que no fui nada más que la sombra de otro, de mi marido.

También le narré el inicio del duro camino de ascenso desde las oscuras sombras abisales hasta la promesa del mundo de la luz del que ahora comenzaba a vislumbrar un punto minúsculo cuya promesa de alcanzarlo algún día convertía en más fácil la dura ascensión.

Me tomó la mano y la apretó. Fue una caricia amistosa, cálida y confortable. Tuve la sensación de que la coraza con la que protegía su vulnerabilidad había saltado por los aires. Mister Hyde había muerto y ya nunca asomaría su feo hocico a través de los rasgos amables del doctor Jeckyll.

Regresamos al hospital. Entré un momento en la habitación de doña Juana, que dormía. Dos rosetones rojos resaltaban en sus pálidas mejillas. A pesar de ello su aspecto no resultaba saludable. Me evocaron la literatura sobre los tuberculosos. Parecía llevar escrita en sus facciones la inminente visita de la Muerte.

A los pocos minutos llamaron a la puerta, era Javier, el hermano de César. Los dejé solos y volví al hotel. El sol se había puesto, el calor había remitido y un concierto de pájaros que buscaban un lugar para pernoctar me acompañó durante el breve trayecto. Me sentía en paz. Decidí reanudar la tarea de trascripción de los diarios.

A la una de la madrugada sonó el teléfono, la voz atribulada de César me informaba de que su madre había entrado en la agonía. Me vestí con rapidez y regresé al hospital. Tres días después, doña Juana, derrotada por la dura lucha contra el cáncer, expiraba.

Aún permanecimos en Toledo una semana más para que César resolviese los trámites más urgentes. Aproveché para recorrer las tiendas de antigüedades y curiosear entre los trastos viejos. En una de ellas encontré una caja de herramientas que había pertenecido a un cerrajero. La adquirí a un precio irrisorio, casi como chatarra. En su interior había un juego de ganzúas que nos serviría para nuestro propósito.

Cuando César hubo cerrado la casa, impartido las órdenes precisas a su abogado, al notario y despedido de su hermano Javier, que regresaba a los Estados Unidos, emprendimos el viaje de retorno. El mes de agosto comenzaba su recta final.

Llegamos a Los Arenales avanzada la noche. Un pinchazo en la rueda delantera del vehículo nos retrasó. Invité a César a entrar. Había comprado algunos víveres en una venta de carretera, suficientes para improvisar una cena a la que acompañaría la botella de vino que aguardaba en el frigorífico desde la noche en que nos marchamos.

Abrí las ventanas y las puertas para que la brisa marina disipase el calor que se había concentrado en la vivienda durante mi ausencia. Después, me dispuse a preparar el sencillo refrigerio: queso manchego cortado en finas lonchas, jamón, una ensalada de tomate y aceitunas negras a la que añadí alcaparras y cebollitas encurtidas. Mientras, César colocaba un par de platos y unas copas sobre la mesa. Cenamos en el jardín, sobre la vieja mesa de piedra, amparados por la parra que se enlazaba sobre las celosías. Apenas intercambiamos palabra. Ambos mostrábamos síntomas de agotamiento. César comió frugalmente. Lo dejé un momento solo para preparar un café con hielo y entonces me llegó el sonido de unos sollozos, un llanto leve, casi silencioso; el que más me conmueve. Se me formó un nudo en la garganta y mis ojos también se nublaron por las lágrimas. Dejé que llorase, lo necesitaba pues había refrenado sus emociones durante el funeral y necesitaba aliviar aquella insoportable tensión. Decidí sustituir el café por una tila y puse a calentar agua sobre la cocina. No quería interrumpir aquel momento de desahogo violando su llanto y provocando su incomodidad. Cuando el silencio sustituyó al quedo sonido de su dolor, acudí al jardín cargada con la bandeja, las tazas y el azucarero. A la luz difusa de la bombilla que alumbraba la pérgola, su tez parecía de la textura y el color de la cera y unos cercos violetas rodeaban sus ojos castaños.

—Toma –dije mientras le alargaba la taza–. Creo que lo mejor es que ambos bebamos una tila. Las hojas son de un viejo árbol que crece en el jardín de Villa Mercurio. Le he añadido unas del arbusto del patio; es hierba luisa. Mi madre ha heredado la pasión de su abuela por las hierbas. Afirma que la mezcla que te he preparado alivia los dolores del espíritu. Espera un poco a que transmitan sus esencias al agua.

—Gracias de nuevo, Elena. No tengo palabras para expresarte mi gratitud por tu infinita paciencia, tu compañía y el consuelo que me has ofrecido, y me ofreces, en estos duros momentos. Apenas nos conocemos y tengo la impresión de que fuésemos amigos desde hace mucho tiempo. Es la primera vez que esto me ocurre. Tu gesto, dadas tus circunstancias personales, es aún más valioso. Te has olvidado de tus penas para ocuparte de las mías.

—No tiene la menor importancia –lo interrumpí–. Cuando las cosas ocurren lo menos que se pude hacer es actuar como se debe.

Encendió un cigarrillo hasta que la infusión estuvo en su punto, la bebimos a sorbos pequeños para que el efecto calmante se potenciara. Él se recostó sobre el respaldo del sillón de mimbre y cerró los ojos intentando contener las lágrimas.

Respeté su dolor y giré la cabeza concentrándome en la contemplación del callado vuelo de una polilla. Entonces él se giró hacia mí y fijó sus ojos en los míos con la mirada más triste y agradecida del mundo. Yo respondí a su gesto con una sonrisa. De nuevo añadió:

—Gracias, querida amiga.

Para ocultar el nerviosismo y también la emoción que me habían provocado su gesto, me levanté con la excusa de retirar los restos de la cena. Él hizo el amago de ayudarme pero no se lo permití. En la soledad de la cocina enjugué mis lágrimas. Cuando regresé al jardín, se había dormido con la cabeza apoyada sobre el reposabrazos del sillón. Lo sacudí con suavidad.

—César, despierta. Te voy a preparar uno de los cuartos, no estás en condiciones de conducir hasta tu casa.

No se negó ante mi ofrecimiento. Se dirigió hasta el automóvil y extrajo su equipaje del maletero, después lo acompañé a la habitación que yo había preparado con rapidez colocando un juego de sábanas de algodón, que olían a lavanda, en la cama y unas toallas sobre el respaldo de una silla. Le expliqué que el baño estaba en el patio y deposité sobre la mesilla de noche un vaso con agua.

—Hasta mañana –me despedí.

Cuando cerraba la puerta, él se acercó hasta mí y me abrazó. Fue una caricia espontánea, limpia. No había en ella nada de lúbrico. Durante los breves instantes en que estuvimos enlazados noté el palpitar de su corazón. Entonces fui consciente del tiempo que había transcurrido desde la última vez que me había sentido así: enlazada por unos brazos masculinos, sintiendo el pálpito de una vida ajena a la mía, su calor y su consuelo. Me retiré a mi habitación sumida en el más absoluto desconcierto, no tanto por la actitud de César, completamente normal en aquellas circunstancias, sino por mi reacción. Había sufrido demasiado cuando estaba enganchada a la droga del amor y me encontraba en una fase muy delicada: la de la desintoxicación. No quería recaer de nuevo. Deseaba quedar limpia para siempre. No podía sucumbir otra vez a la trampa siniestra de la dependencia afectiva. Lo que había sentido en los brazos de César se parecía sospechosamente al primer estadio del enamoramiento.

El sueño se evaporó. A través de los postigos de la ventana escuchaba el fragor del verano: niños jugando en la calle, grupos de adolescentes hablando a gritos, bicicletas que rodaban por el paseo y las notas de canciones cursis que interpretaba un grupo musical en el club náutico y que el viento de levante traía hasta mi casa. En otro momento, aquellas letras cargadas de tópicos sobre el amor –«no puedo vivir sin ti, eres la única, eres mi luz y mi guía»– me hubieran afectado porque hubieran desatado la autocompasión y las lágrimas. Pero no me soliviantaron lo más mínimo. Esto constituía un buen síntoma de que mi desapego afectivo era una realidad, que comenzaba a estar en condiciones de emprender una relación madura. Además, durante más de un mes no había experimentado los síntomas de la ansiedad. Había permanecido pendiente de las heridas de otros y las mías habían cicatrizado, esperaba que de forma profunda. Sin embargo, no me fiaba del todo de estas recuperaciones espontáneas. El psiquiatra me había prevenido contra ellas. Después de estas fases de remisión, la enfermedad solía reaparecer con mayor virulencia. Mi mente elaboró diversos argumentos, estrategias para resistir el acoso de la dependencia si se presentaba. Mis nervios se alteraron y desde la mesilla la caja de los somníferos me tentaba con su promesa de un rápido sueño inducido. No sucumbí a la tentación y permití que los acontecimientos fluyeran por sí mismos, no dejaría que me vencieran, pero tampoco izaría muros infranqueables detrás de los que protegerme. Esto último me parecía desleal y síntoma de cobardía puesto que los seres humanos, en realidad, no controlamos nada. Consentiría aceptar lo que el porvenir me deparase permaneciendo alerta para no resultar víctima de mis propias contradicciones.

Finalmente, la música cesó y el sueño cerró mis párpados.

Me desperté sobre las nueve de la mañana, me acerqué a la puerta del dormitorio de César. A través de la madera escuché su respiración que indicaba que aún dormía. Me sentía feliz, fresca, liberada y plena de energía. Barrí el patio de las hojas que el viento había arremolinado, regué las plantas y el enlosado. Después preparé el desayuno y dispuse un cuenco con los pétalos fucsia de la buganvilla que destacaban sobre el mantel de lino crudo con el que vestí la mesa del jardín. Finalmente, me duché, me coloqué un vestido blanco de algodón que me llegaba hasta los tobillos y me sujeté el pelo, que precisaba de un buen corte, en una coleta. Tomé el cilindro que aguardaba aún su apertura y lo deposité sobre una silla mientras grababa un trozo de los diarios de Margaret Hills. Cerca de las doce del mediodía, apareció César con los útiles de aseo en la mano camino del baño. Su aspecto era relajado y los cercos violetas habían desaparecido de su rostro. Me saludó con cortesía. Al poco rato regresó vestido con un pantalón de loneta de algodón crema y una camisa azul celeste. Se sentó a la mesa. Mientras untaba mantequilla sobre el pan dijo:

—Siento lo de anoche.

—¿A qué te refieres? –inquirí con el corazón brincado en el pecho.

—A mi llanto, a las molestias que te he causado. No fui capaz de contener mis emociones y tal vez te solivianté.

—De ningún modo –respiré aliviada, pues no se había referido en ningún momento al cálido abrazo, del que esperaba que no se sintiese arrepentido–. Tu reacción fue la normal después de las jornadas anteriores –pensé en lo pudoroso de su comportamiento, que resultaba casi patológico.

Aproveché que bebía un sorbo de café para trasladar la conversación a otros derroteros.

—¿Te apetece que te enseñe la vivienda? Aunque lo más bonito, que es el jardín, ya lo conoces, después, si te parece, hay algo que nos espera –comenté mientras señalaba el cilindro que reposaba sobre uno de los sillones y en el que él no había reparado.

—Creo que la casa puede esperar; el contenido del rollo ya lo ha hecho demasiado. Abrámoslo.

Lo depositamos sobre la mesa que yo había despejado de los restos del desayuno y con un cuidado exquisito procedimos a la apertura del misterio. Ante la sorpresa de César, saqué el juego de ganzúas. Tras varios intentos y cuando ya empezábamos a desesperar, escuchamos un clic. El mecanismo cedió. Dentro encontramos un rollo envuelto en una tela de arpillera, precisamos de una navaja para cortar el hilo que lo mantenía oculto. Yo estaba expectante y no cesaba de hablar especulando:

—¿Te imaginas que contenga alguna mantelería o algo así? ¿O tal vez material pornográfico, dado el lugar donde lo encontramos?

—No, Elena. Estoy seguro de que es algo importante para nosotros y para quien lo ocultó. No nos va a defraudar.

La última atadura quedó cortada, retiramos la tela de arpillera y extendimos el cilindro que quedó plano sobre la superficie de la mesa. Aún había que retirar una capa de tejido de gasa que el tiempo había amarilleado, lo desprendimos con cuidado intentando no dañar el material que cubría. Debía ser importante para que alguien se hubiese tomado tantas molestias en preservarlo. Ignorábamos la sorpresa que el contenido tan celosamente guardado nos deparaba.

Cuando terminamos de desenvolverlo, nos encontramos con una tela rugosa, color gamuza con los bordes manchados de pintura. Nos quedamos estupefactos. Pero entonces César lo desenrolló y ante nuestras asombradas pupilas apareció la bellísima imagen de una mujer que con los ojos entrecerrados llevaba a sus labios una flor estrellada.

Al unísono exclamamos: «¡Flower passion!».

No podíamos creer que el cuadro del que hablaba la reseña del libro y del que sólo se conservaba la descripción epistolar de Hunter a Waterhouse estuviese delante de nosotros.

El lienzo estaba firmado y fechado. Faltaba comprobar la autenticidad de la firma. Pero, ¿quién querría falsificar un cuadro de un pintor tan desconocido, tan escasamente cotizado en aquella época?

Permanecimos en silencio, contemplando la imagen de Margaret Hills, la musa de Hunter, la niñera de mi abuela.

—Fíjate, Elena –comentó César, con los ojos brillantes y la voz temblorosa–, en la riqueza simbólica de la narrativa: todos los elementos del reino vegetal reflejados en el lienzo están dotados de un alto poder de evocación ligado a la muerte o al sexo. El eterno conflicto entre Eros y Tánatos. El ciprés, relacionado con el más allá, situado frente a la dama le indica la amenaza de la muerte. La flor besada con sus elementos reproductores parecidos a los símbolos de la pasión de Cristo aluden al doble sentido que encierra la etimología griega de la palabra pasión; el pathos. Dolor y placer contenidos en un concepto, expresados en una única palabra. Aunque, para mí, más que la simbología del ciprés y de la pasiflora o el lánguido abandono de la mujer, que recuerda al momento del éxtasis amoroso, lo que más me inquieta es esa arquería ciega semicircular que carece de todo sentido constructivo y parece limitarse a adornar el muro superior situado en segundo plano.

—En mi opinión, creo que representa la ceguera de las gentes vulgares que se limitan a observar para criticar, para maldecir una pasión prohibida, según los cánones morales de la época.

—Es una explicación congruente con las premisas del prerrafaelismo.

—Es maravilloso. El lirismo que emana toda la representación y el dolor que se encierra en ella me conmueven profundamente. Me pregunto cuál es la razón de que este cuadro haya estado escondido precisamente en la casa de mi familia durante más de ochenta años sin que nadie supiese de su existencia y, sobre todo, la forma tan extraña en que llegó el nombre de Hunter hasta mí y los diarios de su musa. Parece como si obedeciese a un plan preconcebido por alguien para que la historia de unas personas que se amaron emergiese hasta la luz.

—Alguien creyente afirmaría sin dudar que forma parte del designio de un ser superior, sin embargo, yo no creo en nada. Ese ser superior no acudió en mi auxilio cuando invocaba su nombre sumido en la desesperación y en el dolor. Tampoco me prestó ningún consuelo cuando la angustia atenazaba mi alma. Así que el Dios de mis padres perdió su sentido para mí y mi fe se esfumó cediendo paso al agnosticismo. ¿Tú crees en algo?

—No lo sé. Hace mucho tiempo que abandoné la práctica de los ritos en los que me eduqué. Tal vez una formación tan anclada en los preceptos religiosos como la que recibí de las monjas surtió el efecto contrario. Tampoco he sentido nunca excesiva preocupación por este tema aunque experimenté una fase mística en la que quise ser monja, pero pasó. De niña creía más en las hadas que en Dios. Al menos ellas estaban representadas con un aspecto bello. El ojo que todo lo ve dentro del triángulo me causaba terror. Aunque la historia sagrada sí me gustaba. Todos aquellas parábolas: las historias de Adán y Eva, de Jacob, de Isaac… me parecían muy entretenidas. En mi casa no vivíamos la religión. Para mis padres era cosa de curas; sólo se valoraba su aspecto tradicional.

—En fin, lo que sí constituye es una extraña casualidad, de las que, a veces, ocurren en la vida.

—¿Qué hacemos ahora? –pregunté confusa.

—Continuaremos con el plan previsto, con la transcripción de los diarios. Cuando nos entrevistemos con mi colega debemos poseer todas las pistas. La historia debe de estar completada. El cuadro lo envolveremos nuevamente y lo guardarás a salvo de miradas indiscretas. De momento no comentaremos nada con nadie. ¿Has traducido más páginas?

—Sí. Hay suficiente material para que tú escribas mientras yo continúo mi labor. Si quieres, para facilitar nuestra tarea, podemos convertir alguna de las habitaciones vacías en lugar de trabajo. Por lo menos hasta que comience el curso académico y yo traslade mi domicilio a la ciudad.

—Es una buena idea. Me siento incapaz, por el momento, de volver a mi residencia veraniega. Está impregnada de recuerdos de mi madre.

Nos dispusimos a la realización de la tarea con celeridad. Desmontamos las camas de estilo art decó del cuarto interior, el más fresco y silencioso de la vivienda, y las trasladamos al cobertizo de las barcas. Bajo la ventana que recibía la luz del jardín, improvisamos una mesa de trabajo con una vieja puerta, que cubrimos con un mantel de hule, y dos caballetes. Sobre ella, instalamos mi máquina de escribir, lápices y una pila de folios. En un rincón del cuarto situamos dos sillones de mimbre, que andaban perdidos por otros cuartos, en torno a la mesita de té que acarreé desde el recibidor. Eliminé los cortinajes de cretona de la ventana que oscurecían en exceso la habitación y limpiamos a fondo las paredes y el suelo de loseta hidráulica del polvo acumulado por la ausencia de uso. Después, nos marcamos un plan de trabajo. Aquella misma tarde comenzamos a cumplirlo.