Lady Jane regresó de Tower House a principios de abril. El período de luto por la muerte de su hermana expiraba en menos de un mes y en mayo Margaret cumplía los dieciocho años. El tiempo apremiaba y debía aprovecharlo. Había escrito a Stephen solicitándole fondos. Necesitaba abonar las cuantiosas facturas ocasionadas por la renovación del vestuario de la muchacha. Además, resultaba imprescindible que adquiriesen un coche tirado por caballos. Una dama no podía relacionarse utilizando siempre un vehículo de alquiler ya que el estado de limpieza y conservación de estos resultaba lamentable. Antes de regresar a la capital se aseguró de que enviasen en un tren de mercancías tanto a Gipsy como a Belle, las yeguas en las que pasearían por los señoriales parques londinenses. El presupuesto asignado al mantenimiento de la residencia se estaba agotando. Stephen transfirió los fondos a la cuenta particular de lady Jane sin chistar. De esta forma se aseguraba la paz doméstica que le permitiría continuar con su vida.
Dejó el bolsito y el equipaje en el recibidor, se sentó en el sofá del salón azul y tiró del cordón para avisar al servicio. Al momento se presentó una doncella.
—Por favor, Rose –lady Jane conocía a cada miembro del numeroso servicio a sus órdenes por nombre y apellidos–, traiga té para dos y avise a mi hija. Dígale que no se demore, necesito hablar con ella.
La muchacha se asustó ante la urgencia de la llamada materna. Temía que sus encuentros clandestinos con Hunter hubiesen sido descubiertos. Inspiró aire y se dirigió al saloncito. Escrutó el rostro de lady Jane buscando signos que evidenciaran la catástrofe que intuía. Pero la dama permanecía tranquila mientras se despojaba de los guantes y del sombrero.
—Maggie, espero que hayas aprovechado mi ausencia para finalizar tu formación en la academia pues a partir de ahora mostrarás una mayor aplicación en el cumplimiento de tus deberes, que estarán dictados por tu asistencia inexcusable a los actos de la temporada. Te he preparado un calendario con los eventos más representativos. Unos son públicos y otros los organizaremos en casa. Los repasaremos juntas para que no haya ninguna duda.
»En primer lugar asistirás a la presentación en la Corte. Estoy a la espera de recibir la carta del lord Chambelán en la que se autoriza tu presencia. No creo que tarde pues el primer turno de debutantes comparecerá ante la reina dentro de tres semanas. Yo te presentaré. Después asistirás al Gran Nacional en Aintree, ya sabes que esta carrera de caballos marca el inicio de la temporada. Tendrás ocasión de conocer a mucha gente. También te dejarás ver en las carreras del Derby de Epson y, por supuesto, es imprescindible que acudas al acontecimiento deportivo clave para una debutante: las carreras de Ascott.
»En cuanto a las representaciones musicales, te comunico que he reservado un palco para que puedas asistir a la ópera en el Covent Garden. Además, estoy organizando algunos desayunos en el jardín, tés y meriendas; por supuesto una cena baile y paseos por Hyde Park. Por cierto, hay una sorpresa para ti. Dentro de unos días llegará tu yegua y también la mía.
—¿Gipsy aquí, en Londres? –expresó con alegría la muchacha–. ¿Dónde la alojaremos?
—En las caballerizas. Hasta ahora estaban vacías pues no había podido ocuparme de estos detalles; pronto las ocuparán varios animales. Tu padre ha comprado una calesa para que podamos pasearnos por Rotten Row. Los caballos de tiro también llegarán con Gipsy y Belle desde Tower House.
—Pero… necesitaré mucha ropa para asistir a tantas fiestas.
—Está todo arreglado. Ya lo había previsto y encargado. Sólo falta que te los pruebes para que las modistas acometan las últimas composturas. Mi querida hija deberá presentarse vestida como corresponde a cada ocasión.
—Madre, es asombrosa su capacidad de organización.
—Eso no es todo. Te he preparado una lista con los posibles candidatos, su familia y el título que ostentan. Están ordenados jerárquicamente. Deberás estudiarla y retenerla para saber el lugar que ocupa el pretendiente que te presenten en la relación que te he facilitado. Después, le añadirás los nuevos datos de los que dispongas y la reordenarás, si lo deseas, según tus preferencias. Si conoces a otros caballeros que no estén incluidos, los anotarás al dorso. Periódicamente la revisaremos juntas para ampliar o eliminar aquellos que no resulten apropiados. Dispones de un año para realizar tu elección. En tu favor cuentas con varias bazas: tu espectacular belleza, la fortuna de tu padre, que no deja de crecer, y tu pertenencia por línea materna a la aristocracia.
Margaret decidió preguntar a lady Jane la duda que le rondaba por la mente desde que comenzó a gestarse su presentación social.
—Madre, ¿por qué tiene tanto interés en que me despose con un noble si usted no lo hizo?
—Mi caso era muy diferente. Yo, en realidad, he perdido el tratamiento de lady al casarme con tu padre. Sin embargo, por la costumbre o por cortesía, algunas personas, entre ellos los criados, me lo respetan. No así mis amistades de rango superior. Como sabes, mi padre era conde. Ya te he contado cómo se perdió la fortuna familiar. Toda aquella dolorosa historia sucedió al poco de haber sido presentada en sociedad. El escándalo marcó mi futuro. Transcurrieron dos años y nadie pidió mi mano, dejé de ser invitada a actos sociales, tampoco podía pagármelos. Fue terrible, hasta perdí mis vales de Almack´s. Mi cotización social bajó muchos enteros y quedé desplazada.
—Debió de ser terrible para usted.
—Sí. Sentirse una paria, invisible para todos resulta duro. Entonces murió mi tío y heredé Tower House. Al poco, apareció tu padre y pidió mi mano a mi hermano mayor, el tío Arthur, que mandó la autorización por carta. Mi madre, que vivía en el cottage que le legó su hermano, no objetó nada en contra y así me casé con tu padre. Era mi única y última oportunidad. Me faltaba poco para ingresar en el club de las solteronas. Me juré que si Dios me concedía una hija no iba a transitar por el penoso camino que yo recorrí. Tú serás lady por matrimonio y ostentarás el título que por derecho y nacimiento te corresponde.
—¿De verdad cree que ser lady es importante para mí?
—Aunque tú no lo creas, lo es. El mundo está organizado según los intereses varoniles, por ello resulta un lugar inhóspito y hasta peligroso para una mujer. El lugar más seguro para una dama es el domicilio conyugal. Debes asegurarte de que tu elección sea la correcta y responda a este propósito: lograr el matrimonio con un marido con dinero y nobleza. Esto te permitirá una vida más holgada a ti y a tus futuros hijos y no te ajarás antes de tiempo consumida por el trabajo en una fábrica. ¿No has observado qué rápido envejecen las obreras?
—Sí, pero ellas han podido elegir al hombre con el que casarse.
—¿Y de qué les sirve? Nacen pobres, viven pobres y mueren en la indigencia a temprana edad.
Margaret decidió desviar la conversación, no quería quedar atrapada en la sutil telaraña dialéctica tejida por los argumentos maternos que le parecían de una ruindad absoluta.
—Madre, ¿usted ha sido feliz con padre? –Margaret no podía olvidar la escena acontecida en la sala de baile.
—¿Felicidad? ¿Crees que ese el destino que el cielo le reserva a una mujer? He tenido cuatro hijos, dos de los cuales la enfermedad me arrebató. Tu padre ha provisto bien el sustento para toda la familia y vosotros habéis recibido una selecta educación. He cumplido mis deberes de esposa y madre como está previsto que lo haga. Soy una buena cristiana y realizo obras de caridad con los pobres. Creo, que cuando el Señor me llame a su lado, no tendrá nada que reprocharme. He asumido y cumplido su voluntad.
—¿Y el amor?
—El amor está bien para los plebeyos que pueden elegir con quien se casan. Además, sólo está presente en las novelas románticas. No creo que tan siquiera exista. ¿Crees que hay tiempo para el amor en esas familias de los suburbios donde las mujeres paren como conejas a razón de una criatura por año? Demasiado trabajo representa para los padres que no se les mueran de hambre o de enfermedades. No creo que les quede mucho tiempo para romanticismos. El amor se esfuma rápidamente, las adversidades se encargan de apagarlo. La pasión dura lo que una vela expuesta a la intemperie. El primer soplo de aire la apaga, el calor del sol derrite la cera y nunca más vuelve a arder. Así es, ha sido y será. Es de las pocas cosas que las sucesivas modas no han podido alterar.
—¿Usted ha estado enamorada de padre?
—Hija, la pregunta raya en la impertinencia, pero te voy a contestar pues espero que mi experiencia despeje las dudas que nublan tu entendimiento. Aunque desconfío de que lleves a la práctica mis consejos. La juventud es díscola por naturaleza y poco proclive a aceptar la sabiduría de sus mayores. Cuando me casé con él apenas lo conocía. En el primer encuentro me decepcionó ya que no se parecía al príncipe de mis sueños. Como puedes apreciar, yo no era tan diferente a ti. Pero me ofrecía aquello que yo necesitaba: un puesto en la sociedad y seguridad. Aprendí a respetarlo y a quererlo, pues el cariño se construye con la convivencia. Ambos conocemos cuál es nuestro papel y lo cumplimos. No podemos quejarnos el uno del otro.
—Entonces, ¿no nos es lícito buscar la felicidad mediante el amor? Supongamos que una pareja se casa por intereses económicos, de casta o cualquier otro y descubren con el paso del tiempo que la convivencia se convierte en un infierno, que no se aman ¿no se pueden divorciar o buscar a otra persona?
—El divorcio, a pesar de que existe en nuestras leyes, es una lacra social y convierte en parias a los divorciados, sobre todo a las mujeres, que se quedan sin sustento y se ven obligadas a buscarlo. Los amantes, si es eso a lo que te refieres, están tolerados siempre y cuando la relación se lleve discretamente. Muchas de mis amigas los han tenido. Pero estos amores clandestinos suelen ser fugaces y peligrosos para las mujeres, ya sabes a lo que me refiero. Los hombres son más proclives a las pasiones pasajeras, pero siempre vuelven al redil familiar. Son sus válvulas de escape. Nosotras, sabiendo esto, debemos ser tolerantes y mirar hacia otro lado; nuestra supervivencia depende de la capacidad de resignación que atesoremos. Yo también podría haberlos tenido, ocasiones no me han faltado. Mas soy una dama y me debo a mi alcurnia. Nunca descendería hasta esos abismos. Mi dignidad está por encima de cualquier consideración. Yo sé frenar mis pasiones. Mis sólidas creencias me ayudan a ello.
—Y los sentimientos, ¿qué ocurre con ellos?
—De ellos no se come. Además, los hijos son el lugar adecuado para depositarlos. No ignoro que tu padre me es o me ha sido infiel. Pero no me importa mientras yo siga manteniendo mi estatus de esposa. La amante será siempre una advenediza que recibirá atenciones y regalos valiosos pero que jamás alcanzará el último peldaño. Es más, será sustituida por otra en cuanto su belleza se aje o el interés del varón desaparezca eclipsado por otra más joven o más bella. Las amantes pasan, pero la esposa permanece, como debe ser, pues es ella el pilar sobre el que se sustenta la familia y también la sociedad. Nunca olvides esto, Maggie: tú estás destinada a ser una esposa, no una amante.
—Los tiempos cambian, madre, ahora cualquier mujer puede ganar su sustento sin depender de la aportación del marido. La señorita Williams así lo hace.
—La secretaria de la empresa de tu padre se ha visto forzada por las circunstancias, pero si de ella dependiera habría elegido casarse, no te quepa la menor duda. El común de los mortales piensa que las mujeres no trabajamos. Te aseguro que cuando tengas que administrar tu propia casa comprenderás lo que te digo. Cuidar de los hijos y del marido suele ser agotador. Además, hay que sumar la ardua tarea de la distribución adecuada de los ingresos, el control de gastos y la organización del servicio doméstico. Lidiar con las doncellas, amas de llaves, mayordomos, criadas, niñeras e institutrices supone una dura prueba, incluso para los temperamentos más templados. Hay momentos en los que anhelo que el día acabe para descansar.
Margaret deseó preguntarle por el comportamiento de su padre en la intimidad. Sentía curiosidad tras haberlo visto tan amartelado con la cocotte. Sin embargo calló. Sabía que hablar sobre estos temas causaría un gran embarazo a su madre. Pero intuía su gran insatisfacción, que se materializaba en sus frecuentes jaquecas aliviadas con la medicina del doctor Tackerman, y en su carácter agrio. Los argumentos maternos le provocaban una gran tristeza. Se apiadó de ella. Le parecía que la rígida dignidad en la que envolvía sus frustraciones y la religión con la que acallaba, o lo pretendía, sus instintos eran torpes refugios que no conseguían ocultar el velo de tristeza que empañaba las azules pupilas maternas. El plan, que con tanto cuidado había trazado su madre, no le gustaba. La observó con disimulo mientras saboreaba su té. Le pareció, vestida aún con las ropas de luto o tal vez a causa de ellas, una gigantesca araña afanada en tejer su mortífera red en la que ella era el cebo. La compasión cedió el paso a la repugnancia.
Una semana después llegó la esperada carta del lord Chambelán. Lady Jane mandó llamar a su hija.
—Maggie, ¡has sido invitada a la recepción de las debutantes! Gracias al cielo las negociaciones de tu padre han dado su fruto. No podía ser de otra forma ya que cumples las tres condiciones para ello: nuestro status social es alto. Papá se ha convertido en un industrial importante, pues sus minas proveen de hierro y carbón al Imperio y mi familia, aunque arruinada, es de rancia alcurnia, eso es algo que siempre permanece. Tampoco te falta la persona que ha de presentarte y que en su momento fue recibida por la reina, ¿quién mejor que tu madre? Y, sobre todo, lo que más gusta a Su Majestad es la reputación social de las debutantes. Sólo recibe a aquellas muchachas que demuestren una conducta recatada y discreta y la tuya es irreprochable.
Margaret agachó la cabeza para que su madre no percibiera el rubor que cubrió sus mejillas cuando oyó la última condición. Sin embargo, lady Jane, con la perspicacia de las madres, la observó.
—¿Qué te ocurre, querida? Te encuentro sofocada.
—Es la emoción madre, y el sentido del deber. No sé si voy a ser capaz de cumplir mi cometido tal como se espera que lo haga.
—Por supuesto que saldrás airosa del trance. Me he permitido marcarte las páginas pertinentes del libro sobre modales para damas. Léelas con detenimiento; en ellas figuran todos los detalles de la vestimenta y accesorios que lucirás. El libro es un regalo. Yo lo recibí de mi madre y tú deberás guardarlo para entregarlo a tu hija en un futuro. –Al pronunciar las últimas palabras, los ojos de la dama se humedecieron por la emoción–. Al otorgártelo cumplo con el sagrado deber de mantener el orden social transmitiendo las tradiciones inculcadas por mis mayores.
»En lo que más se fija la reina, al margen de la reputación de la debutante, es en la prestancia. Es muy importante que andes con gracia y corrección en presencia de su majestad. Ese día llevarás un vestido con cola. No puedes arriesgarte a enredar tus zapatos en ella y tropezar. Aprenderás, además, a realizar la reverencia y el besamanos adecuadamente. Lo practicaremos juntas a partir de mañana. A pesar del tiempo transcurrido, creo que no he olvidado ninguno de los detalles ni de la preparación ni del acto en sí.
—Yo nunca he vestido un traje con semejante longitud de cola, ¿cómo voy a practicar?
—Utilizaremos la misma argucia que empleó mi madre conmigo. Guardo un trozo de brocado que prenderemos al escote trasero de tu vestido ordinario. La tela está cortada con las medidas exactas de la cola del traje de gala: tres yardas y media desde los hombros con un ancho al final de cincuenta y cuatro pulgadas.
La muchacha marchó a su habitación para comenzar a leer el libro prestado. Al poco, se aburrió y se quedó dormida con la impresión de que las semanas que se avecinaban iban a resultar extenuantes.
Al día siguiente comenzó todo el ajetreo. La modista acudió a la residencia de los Hills para las últimas composturas del vestido. Le siguió una hora diaria de ensayos del protocolo del acto que incluía treinta minutos de desfile por el salón de baile con el retal de brocado prendido a su vestido. También tuvo que someterse a las diferentes pruebas para la elección del peinado que más le favorecía, la selección de las joyas entre las de su madre y las suyas; visitas a la sombrerería para que le confeccionasen el tocado de encaje y plumas en color blanco, tal como mandaba la tradición. Entre tantas tareas apenas tuvo tiempo para sus citas clandestinas con Hunter, también muy atareado con los últimos preparativos para la exposición fijada para mediados de mayo. Sin embargo, con la excusa de que Gipsy hiciese ejercicio y se acostumbrara al nuevo entorno, mantuvo los paseos matinales por Hyde Park. A través de su doncella informaba a Hunter de sus salidas. Solía arreglárselas para zafarse de la vigilancia materna y entrevistarse fugazmente con el pintor que la esperaba escondido entre el ramaje de algún recóndito rincón del parque. En aquellos escasos momentos, propiciados a base de artimañas, intercambiaban media docena de palabras pues preferían entregarse al sensual goce de los abrazos y los besos, ocultos tras la protección de los árboles. El carácter furtivo de las citas avivaba el deseo de ambos, que añoraban el tiempo en que se amaban en el estudio del pintor.
El resto de las actividades: las meriendas, tés, desayunos en el jardín y visitas le parecían tediosas. Estaba hastiada de contemplar las mismas o parecidas caras y títulos ostentados por muchachos anodinos que pugnaban por captar su atención y de los que su madre llevaba cumplida cuenta en una libretita de tapas marrones en la que, con meticulosidad de contable, anotaba todo lo relativo al éxito o fracaso de las actividades y en el que calificaba con el símbolo de una estrella la hidalguía de los posibles pretendientes. Tres estrellas era la nota más alta.
A pesar de aquel trasiego, consiguió zafarse en dos ocasiones de sus compromisos y tareas. La primera, con la excusa de llevar el tocado de plumas a arreglar pues el encaje estaba defectuoso y la segunda para mandar que le ajustasen los zapatos que se le deslizaban de los pies cuando caminaba. En ambas acudió al estudio de Hunter. Siempre la acompañaba la fiel Mary, que aunque la mataran no delataría a su ama. La perspectiva de la fábrica o del ingreso en una casa de trabajo pesaba en su ánimo más que el temor a la muerte. Además, le había tomado cariño a la muchacha y disfrutaba sirviéndola, aunque fuera en la peligrosa tarea de encubridora de amores.
Margaret se sentía tranquila en el reducido piso del pintor; alejada de aquella febril actividad que estaba envenenando su existencia. La media hora que conseguía robarle a su agenda social, la empleaban en amarse. Estos encuentros secretos les dejaban un poso amargo. No sólo a consecuencia de los riesgos que corrían, sino por la escasez del tiempo en que se dedicaban al amor. Ambos se reían de la incongruencia y la transgresión que suponía que la reina iba a recibir a una doncella de inmaculada reputación que se acostaba clandestinamente con su amante.
El día de la presentación en la corte amaneció azul y despejado. Margaret se alegró pues no sentiría frío. El protocolo prohibía el uso de capas o chales aunque una tempestad de nieve se abatiese sobre la ciudad.
La peluquera la peinó temprano. Tomó un almuerzo ligero sobre las doce. Sólo pudo probar la sopa, el resto del contenido de la bandeja quedó intacto. Apenas terminó la ligera colación cuando sintió la náusea atravesada en la garganta. Cuando lady Jane y su madre, ya completamente preparada para el evento, entraron en la alcoba, Margaret acababa de arrojar el caldo.
—Estás muy pálida, hija.
—Acabo de vomitar, madre. Espero que no se repita, sino no podré asistir.
—Ni lo pienses. Son los nervios. Te vas a beber una infusión. Verás como enseguida te recuperas.
Al poco rato subieron de la cocina una tisana de hierbas que Margaret consumió a sorbitos pequeños. Su estómago pareció entonarse y la sensación de nausea desapareció.
Mary comenzó a ayudarla a vestirse. Estiraba los cordones del corsé para estrechar aún más la cintura de la muchacha. Las náuseas volvieron y tuvo que desistir de la tarea.
—Margaret, estás bellísima –observó lady Jane–. Se diría que has florecido en los últimos tiempos. Tus caderas se han ensanchado y tus pechos han adquirido volumen. Afortunadamente no has perdido peso en las últimas semanas. Yo sí lo hice y en el último momento la costurera tuvo que estrechar mi traje de presentación. A las jóvenes de ahora no os impresiona ni la reina.
Le colocaron el blanco vestido de corpiño bajo y mangas cortas. La cola se arrastraba tras ella como marcaba el protocolo. Sobre su cabeza colocaron el tocado de encaje con las dos plumas blancas. Su pelo rojo y sus verdes pupilas resaltaban ante la blancura de su atavío. Era imposible que pasase desapercibida –pensó su madre–. Ella misma le ayudó a que se colocase el aderezo, el mismo que ella luciera en idéntica ocasión veintidós años atrás: una sarta de perlas con un colgante en forma de lágrima que conjuntaba con los pendientes. Por último, enfundó sus finas manos en los largos guantes, asió el abanico y, acompañada por sus padres, bajó la escalera. En la puerta principal la esperaba el coche. Dentro aguardaba Edward. Partieron de la residencia con tiempo suficiente para llegar a Buckingham Palace, situado a escasa distancia, pues les habían informado de los atascos que se producían en las calles de Londres, provocados por los asistentes a la recepción y a los espectadores que jalonaban las calles deseosos de no perderse el desfile de carruajes engalanados. A pesar de que tuvieron que esperar más de media hora a que los coches que les precedían desembarcaran a sus ocupantes, llegaron antes de lo previsto a los jardines de palacio. Ningún error empañó la presentación de Margaret, que desfiló lentamente hasta llegar al lugar en el que la esperaba la princesa de Gales, pues aquel año el acto no había podido ser presidido por la reina que se encontraba enferma. Lady Jane escuchó los murmullos de admiración que levantó entre los asistentes la prestancia de su hija. La muchacha se inclinó ante la princesa, esta realizó una observación convencional sobre la belleza de la chica que se retiró de inmediato para ceder su puesto a la siguiente debutante.
A media tarde ya habían regresado a la residencia de Mayfair. Lady Jane estaba exultante. Todo había salido según lo previsto y ningún tropiezo había empañado su tarea. Margaret ya era conocida oficialmente. Esperaba que alguno de los caballeros asistentes hubiese reparado en su hija.
La muchacha se sentía agotada, se retiró a su habitación con la excusa de sustituir el traje de gala por uno más cómodo. En cuanto penetró en la estancia y antes de que acudiera la doncella a ayudarla a desvestirse, se tumbó sobre la cama. Sus pensamientos volaron hasta Hunter. Se sentía muy desgraciada. Además, sospechaba que algo no iba bien en su organismo. De nuevo se quedó dormida. La doncella acudió a desvestirla y cambió su traje por uno de diario. Ya compuesta, acudió a tomar el té con sus padres.
Tras la presentación en la Corte, lady Jane decidió organizar una cena con baile coincidiendo con el cumpleaños de la muchacha, el siete de mayo. El margen de casi un mes le permitiría comprobar, por las invitaciones que recibiese o por los cotilleos de su círculo de amigas, si su hija había causado la impresión deseada en los posibles pretendientes. Pensó que lo más conveniente era espaciar las apariciones de la chica: pocas pero importantes. La presentación social estaría escalonada. El evento culminante lo constituiría el baile. Hasta que este se produjese, un par de veladas musicales, los paseos por Hyde Park, la asistencia a los acontecimientos deportivos de la temporada y una o dos meriendas en el jardín bastarían. Después del baile, si aún no había recibido ninguna petición de compromiso, aumentaría el ritmo de asistencia a los actos públicos: las carreras de caballos, regatas, la ópera y todo lo que fuese preciso. Esperaba que antes del doce de agosto, cuando el cierre de la Cámara de los Comunes convirtiese Londres en un lugar desierto y aburrido, el asunto del casamiento de Margaret estuviese resuelto. No creía disponer de las fuerzas precisas para continuar tan ardua tarea durante el otoño con invitaciones a Tower House.
Evaluó el estado del jardín: los macizos de tulipanes, margaritas y azaleas habían florecido. Los rosales también, pero eran demasiado jóvenes y la primera floración siempre es exigua. Lo peor eran los árboles. Estaban poco crecidos y la sombra que prestaban resultaba escasa. Decidió encargar unos entoldados que protegiesen a los invitados de las inclemencias del tiempo. Dibujó en su agenda de trabajo unas carpas de aspecto exótico que además de su función protectora disimularían la reciente factura del jardín y le prestarían un aire oriental Después anotó: contratar dos cuartetos de cuerda y elección de Margaret de las baladas para interpretar al piano. A continuación llamó al mayordomo y al ama de llaves.
—Señor Walter, señora Flanders, el día siete de mayo, coincidiendo con el cumpleaños de mi hija, organizaremos una cena baile. Tomen nota de los aspectos que competan a cada uno. La mesa será dispuesta a la francesa. No tengo que recordarle, señora Flanders, que ordene a la servidumbre que bruñan el bronce y limpien cuidadosamente la porcelana. La mesa debe brillar. Saquen también los paños de bayeta para colocar bajo los manteles, que serán los de damasco crema. No quiero estridencias sino una sinfonía de color. Por ello, encargarán flores: rosas en tonos pálidos, nada de rojo ni fucsia. También margaritas. Que las compongan de modo que en la parte central de la mesa figuren las rosas y en los extremos, estas últimas.
—Lady Jane, ¿qué número de comensales asistirá?
—Alrededor de cincuenta. Deberán disponer de dos mesas auxiliares en el comedor así como la tabla de trinchar, los calentadores y todo el utillaje preciso. Dentro de un par de días les proporcionaré la lista con los platos que integrarán cada servicio, ustedes velarán para que quede expuesta en lugar visible, accesible a los criados que sirvan la mesa; no debe producirse ninguna confusión.
—¿Qué vajilla hemos de preparar? –preguntó el ama de llaves.
—La de porcelana decorada con la guirnalda de flores; dispone de los servicios suficientes. Pueden contratar el personal accesorio que precisen. He depositado en una carpeta sobre la mesa de la biblioteca la tarjeta de una agencia de contratación de personal de servicio que cuenta con toda mi confianza.
—Señora, la despensa aún no dispone de la suficiente cantidad de conservas y encurtidos para aprovisionar una cena para ese número de comensales.
—Ya contaba con ello. He ordenado a la gobernanta de Tower House que nos envíe suficientes provisiones de todos esos alimentos, así como vinos de Burdeos, Jerez y Madeira. Los traerá un mozo en los próximos días. El champán lo adquirirá en los comercios locales; les proporcionaré dinero para que acometan las compras. Deberán guardar las facturas. Si alguna se extravía me veré obligada a descontar el importe de sus salarios.
Los días siguientes fueron de una actividad frenética. Los criados, cocineros y pinches se afanaban en que todo estuviese según las normas y el gusto de lady Jane. Esta actividad no afectó a Margaret que continuó con el plan diseñado por su madre, que estaba ocupada revisando que sus órdenes se cumpliesen; esta circunstancia facilitó a Margaret sus escapadas al estudio de Hunter. La exposición se inauguraba en tres días.
—James, te encuentro triste, ¿sucede algo que yo deba saber?
—Maggie, hay algo que me preocupa.
—La exposición, imagino.
—No, es otra cosa. Hace unos días que vino un hombre, según la portera, con aspecto de detective o policía. Le preguntó aspectos relacionados con mi vida personal e insistió mucho sobre si me visitaban señoras o alguna chica pelirroja. La portera le contestó que la única mujer que frecuentaba el estudio era mi modelo y que ella lo sabía porque yo se lo había comentado, pero que jamás la vio ni subir ni bajar. ¿Crees que miente?
—No. Mary siempre se ha preocupado de llevarse a la portera e invitarla en la taberna. Sólo cuando el portal estaba vacío me atrevía a subir. He sido muy precavida y siempre he llevado cubierto tanto el cabello como la cara. Puedes estar tranquilo, mi reputación está a salvo. No perdamos nuestro precioso tiempo en esas cosas. Tengo que regresar en seguida. No podré asistir a la inauguración, ya lo sabes, pero pediré permiso a mi madre para presentarme otro día. A ella no le gusta nada el arte moderno. Seguro que me permitirá visitarla en compañía de Mary.
—Maggie, evita por todos los medios que te acompañe algún miembro de tu familia o amigos. Podrían descubrir que has posado para mí. Eso podría causarte terribles consecuencias. Tu reputación estaría hundida para siempre.
—No te preocupes. Ya lo he pensado. ¿Esperas vender muchos cuadros?
—Mi marchante es optimista; me ha informado que ha invitado no sólo a los críticos más importantes, sino también a algunos hombres de negocios. Se está poniendo de moda la inversión en obras de arte. Hemos colocado algunos carteles en lugares importantes. En uno de ellos aparece impreso un fragmento de uno de mis cuadros: La hechicera.
—Espero que todos los futuros compradores no sean como mi padre. Él sería incapaz de adquirir un cuadro tuyo, no entendería el simbolismo. A él sólo le gustan los almibarados paisajes de Reynolds.
—Mejor para ambos, así no podrá descubrir la relación que nos une.
—Debo marcharme. En los próximos días no sé si podré visitarte. Estoy deseando que todo esto acabe y que llegue agosto. Volveremos al campo. Allí recuperaré mi libertad y si tú veraneas en Oaks Cottage podremos vernos con más asiduidad.
—Eso será si no te has comprometido ya con algún conde o marqués –comentó con ironía.
—Espero que no. Voy a comportarme desagradablemente con mis pretendientes. Seguro que desistirán.
—¿Crees que podrás resistir la presión de tus padres?
Margaret asintió mientras le tomaba las manos. Sabía que sería una tarea dura, pero aguantaría lo que fuese preciso.
—Es la hora. Querido, asómate al rellano y di si escuchas las risas de la portera y Mary.
El pintor abrió la puerta con sumo cuidado. Hasta el rellano de la escalera llegaban los ecos de la conversación entre las dos mujeres.
—Baja con cuidado, están ocupadas.
A los cinco minutos, la doncella, que escuchó los pasos de la muchacha, se reunió con ella.
—Señorita Margaret, puedo hablar con toda libertad con usted.
—Claro, Mary, ya sabes que la tienes.
—No soy yo quien para dar consejos y menos a una dama, pero lo que hace no está bien. Puede ocasionarle problemas, pues sus padres podrían enterarse. Un caballero estuvo preguntando el otro día a la portera. Pero lo peor no es eso, es que usted se quede embarazada. Fue lo que le pasó a una de mis amigas. Empezó a salir con un muchacho y lo dejó llegar hasta el final. Se quedó encinta y sus padres la echaron a la calle. El muy canalla ya estaba casado así que no pudo cumplirle. Ella se ahorcó en un almacén abandonado del West End.
—Tranquila, Mary, él me ha dicho que toma precauciones.
—¿Precauciones? Los hombres no saben tomarlas. ¿Se refiere a que él se «interrumpe» antes de acabar?
—Sí. Eso, Mary. Nunca…
—¡Madre de Dios! De mis seis hermanos, cinco fueron concebidos así. Mi padre siempre juró que se había «interrumpido».
—¿Cómo sabes eso?
—Mi casa es muy pequeña y sólo una cortina separa el rincón en el que dormía con mis hermanos del de mis padres. Oía todo lo que ellos hacían. Cada vez que mi madre se quedaba embarazada había una pelea a cuenta de las «interrupciones» de mi padre. Le pido que tenga cuidado y no confíe nunca en un hombre, al menos en lo que se refiere a eso.
Margaret se quedó pensativa pero no se atrevió a consultarle la duda que le rondaba por su mente desde hacía unos días.
Cuando llegó a casa, encontró a su madre en el gabinete abriendo las respuestas a las invitaciones cursadas.
—Querida, ¿me ayudas con la lista? Díctame las respuestas afirmativas al baile para que las marque. Después dispondré a los invitados de la forma más adecuada.
—De acuerdo. Comencemos.
Sobre la mesa había extendido un croquis a escala de las mesas de invitados. Lady Jane fue señalando con la inicial los asistentes.
—Maggie, te he colocado en medio de dos jóvenes caballeros muy distinguidos: el hijo primogénito del conde de Vermont y el del duque de Brownshire. Espero que la velada sea provechosa.
El cumpleaños de Margaret fue un éxito para todos menos para la protagonista. La muchacha estaba espectacular con su vestido de gasa malva complementado con un aderezo de amatistas. A las nueve de la noche, acompañó a su familia al salón de baile en el que recibieron a los invitados que durante veinte minutos ofrecieron sus respetos a la anfitriona y la felicitaron. Le presentaron a varios caballeros, entre ellos a sus compañeros de mesa. Dos jóvenes agradables pero de conversación insulsa; sólo sabían charlar de sus hazañas deportivas y de los eventos de la temporada. Margaret se aburría y apenas podía disimular los bostezos ocultándolos tras su abanico. A los veinte minutos, el mayordomo anunció que la cena estaba servida. Se escucharon algunas exclamaciones de asombro ante el espectáculo que ofrecía la mesa. El bronce bruñido recibía la luz de las lámparas de cristal y brillaba con esplendor. La disposición de las flores, la vajilla y la cristalería eran del mejor gusto, la herencia de la que lady Jane se sentía tan orgullosa. Los criados no cometieron ningún error y los numerosos platos incluidos en cada servicio fueron servidos como mandaba el protocolo. Sus compañeros de mesa rivalizaron en atraer su atención.
La muchacha se sentía abrumada por tantas lisonjas. En más de una ocasión, descubrió las miradas escrutadoras de las damas de mayor edad que estudiaban sus más mínimos gestos intentando ver en ellos signos de una educación deficiente. Ella no les desveló ninguno de sus defectos. Sus modales, su sonrisa y su comportamiento fueron impecables. Odiaba que murmurasen de ella. Su madre la había prevenido contra esta posibilidad. Detestaba seguir las normas del juego, pero su orgullo era más poderoso y no iba a permitir que un desliz en el cumplimiento del protocolo empañase su imagen.
Después del café, las infusiones para las damas y los licores, pasaron al salón de baile. Una orquesta estaba situada sobre el entarimado lista para divertir a los invitados. Margaret bailó con casi todos los jóvenes casaderos. Le dolían los pies y se sentía mareada. Se disculpó un instante con la excusa de arreglar su atavío y salió al jardín. La noche era espléndida; el cielo despejado permitía observar la luna creciente. A lo lejos se oía música. En otras mansiones estaban celebrando bailes. La ciudad brillaba iluminada por las luces de las farolas; la vida bullía. Se acordó de las historias que le contara Mary a cerca de su familia y se sintió presa en una campana de cristal, viviendo una vida irreal que se reducía a Mayfair, Belgravia y otros barrios elegantes de la ciudad. En Bermondsey, en Whitechapel, en el West End, la vida transcurría por otros cauces muy diferentes. Se acordó de Hunter, ¿estaría en su estudio o tal vez en algún local del Soho hablando de poesía o de pintura mientras bebía con sus amigos? Deseó que él estuviese a su lado. Acababa de cumplir dieciocho años, era mayor de edad. El mundo feliz de la infancia quedaba definitivamente atrás y debía incorporarse a uno nuevo cargado de responsabilidades y de incertidumbres. Dudaba de sus energías para afrontarlas. En aquel momento, necesitaba, más que nunca, la presencia estimulante y protectora de James. Él le daba alas, con él se sentía fuerte, segura y capaz de afrontarlo todo. La relación con el pintor era vivificante pues él no la lastraba, sino que la elevaba, permitiéndole ser ella misma. Pensó que no era el atractivo físico de Hunter, o el placer que le despertaba, sino esta rara cualidad del comportamiento de su amante lo que le atrajo desde el primer momento.
Se dirigió al invernadero, le pareció haber visto luz. Se detuvo de golpe. Dos de las invitadas charlaban en voz baja. No oyeron sus pasos pues había abandonado el sendero de gravilla y se había despojado de los zapatos para caminar sobre el césped mullido. A la débil luz de las farolas identificó a lady Victoria y lady Abigail, madres de los dos comensales entre los que había estado sentada. La primera comentaba:
—La muchacha es preciosa, elegante y muy educada. Creo que sería capaz de hacer feliz a mi Robert, ¿no crees, Abby?
—Sí, Vicky, no te niego la razón. Pero, ¿te has fijado en su boca? Es demasiado sensual y esos ojos verdes parecen los de un gato.
—Comparto tus observaciones –la interrumpió lady Abigail–. Puede hacer con un hombre lo que desee. Espera que pasen algunos años y verás.
—Pero no demuestra un comportamiento coqueto; parece muy discreta.
—Mira, Abby, no me negarás que lo mejor de esa muchacha es la generosa dote que aportará al matrimonio. Mis fuentes de información me han comunicado que su padre es un hombre bastante rico y que su fortuna no deja de crecer. Fíjate en la casa. Es ostentosa como la de cualquier parvenu pero demuestra que poseen dinero, aunque no clase. Lo peor de todo es la actitud de Jane, que aún se cree miembro de la aristocracia. Resulta ridícula. Yo creo que nunca asimiló la pérdida de la fortuna, el suicidio de su padre y sobre todo aquel turbio asunto que llevó a su hermano a marcharse al Brasil.
—Sí. Lo recuerdo. Un muchacho con una prometedora carrera política arruinada por aquella maldita crisis y por el asunto de la prostituta que apareció muerta en las cercanías de la mansión familiar. El difunto conde movió todas sus influencias para que se echase tierra sobre el asunto. Todos lo ayudamos. Ya sabes, la solidaridad entre nuestra clase. Por cierto, Abby, ¿no has encontrado algo estropeada a Jane?
—Ahora que lo comentas, sí. Será a causa de todo el ajetreo del debut de la hija. Debe ser extenuante. Dentro de dos años será mi hija la que debute y la fatigada entonces seré yo. Tú tienes suerte, ya has conseguido casar a todas las tuyas, y muy bien por cierto. Sólo te queda Robert. Además, la pobre no ha conseguido asimilar que ahora ya no es lady, a pesar de que sus criados le dispensen este tratamiento.
—Abigail, no seas tan cruel. Es una costumbre. Lo único que le queda a la pobre de los tiempos felices. Aunque, si te soy sincera, ya quisiera yo poseer la fortuna que tienen los Hills. Dejémonos de circunloquios, ¿Estás decidida a que Charles presente una proposición de matrimonio?
—Me parece una buena idea; la dote debe ser suculenta, pero mi Charles tiene ahora otras ocupaciones. Es joven, ya sabes: vivir la vida alegre de la juventud. ¡Es tan corta!
—Pues, si abandonas, mi Robert la presentará. Nuestros fondos están muy mermados tras los cuantiosos gastos que nos supusieron las dotes de nuestras tres hijas. Le guste o no, mi hijo deberá casarse lo más rápido posible. Margaret me parece la candidata ideal. Iniciaremos los trámites antes de que acabe la temporada. Con lo que nos resta de nuestra fortuna no podemos continuar durante mucho tiempo manteniendo el tren de vida de nuestro hijo
—Bueno, querida, pasemos dentro antes de que nos echen en falta y piensen que estamos organizando alguna conspiración.
Ambas se tomaron del brazo y penetraron en el salón de baile por la puerta ventana lateral. Margaret, vomitó sobre un macizo de hortensias y se dirigió al invernadero. Antes de abrir la puerta del caldeado habitáculo, sintió que alguien la tomaba por la cintura y le tapaba la boca con la mano mientras susurraba:
— ¡No te asustes! Soy yo.
El hombre retiró la mano y su brazo de la cintura de Margaret. Ella se giró. No había necesitado escuchar la voz para reconocerlo, la textura de su mano y su aroma a pigmentos y a esencia de trementina, que ningún jabón podía borrar, le desvelaron su identidad.
—¡James, ahora mismo estaba pensando en ti! ¿Cómo has entrado?
—Llevó varias horas paseando por los alrededores. En cuanto apareció un mozo con una caja de vino, le di una propina y lo suplanté. Le compré su blusón y su gorra. Le dije que era una sorpresa para mi novia, una doncella de la casa. Así la mentira fue menor. No podía soportar la idea de no verte el día de tu cumpleaños.
—Pero, te arriesgaste a que te descubrieran y te echaran sin que pudieras verme.
—Maggie, te conozco demasiado. Sabía que no tardarías en salir al jardín, que no soportarías el ambiente rígido y viciado de las fiestas de la alta sociedad. Y, también he asistido a unas cuantas y lo detesto. Intuía que acudirías aquí porque este lugar te recordaría a mí.
—¡Esto es tan triste, James! ¡Detesto vernos a escondidas! ¡Marchémonos juntos, fuguémonos! Acabo de cumplir dieciocho años. Nos podemos casar legalmente.
—Ya lo hemos hablado. No es esa la vida que quiero para ti. Pero te ofrezco una esperanza. Aguardaremos un año. Si en este tiempo no dispongo de un capital suficiente, entonces nos fugaremos. Te he traído un regalo.
Margaret abrió un estuche de terciopelo, a la luz del fósforo que James prendió, contempló un anillo de compromiso con un pequeño diamante engarzado. Las lágrimas se asomaron a sus ojos.
—¡Te habrá costado una fortuna! Además no podré lucirlo. Ya sé, lo prenderé a mi corsé hasta que llegue el día en que pueda llevarlo en mi dedo.
—No es nada del otro mundo. Hoy he recibido un encargo: un retrato de dos niños hijos de un rico comerciante londinense. Me los pagarán bien. Me han dado dinero por adelantado y con él he dejado un depósito en la joyería. El resto lo abonaré cuando acabe el retrato.
—Ven –le susurró Margaret–. Ámame aquí, sobre el sillón de mimbre. Quiero que este día se convierta en el mejor de mi existencia.
Se amaron en silencio, en total oscuridad, devorándose el uno al otro como si ambos intuyeran que tal vez esta fuera la última en que sus cuerpos pudieran encontrarse. Margaret le lanzó un beso con la punta de los dedos mientras se dirigía al interior de la vivienda. Los músicos interpretaban una animada polca. Dedicó el resto de la velada a bailar confortada por la alegría que Hunter había prendido en ella.
La vida social de Margaret continuó su curso.