I

Elena

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Me despertó el ulular salvaje del viento enredado entre las ramas del pino del patio. El viento del sur se había alzado como una bestia que hubiera estado apresada mucho tiempo, rugiese al recuperar la libertad y aullase de contento al sentir en su piel el olor de la noche, la luz de la luna y la textura de la tierra.

La puerta trasera del cobertizo de las barcas chirriaba movida por el vendaval y prisionera de sus goznes. El reloj marcaba las tres de la mañana. Ya no dormí ni un instante más. Siempre ocurre así. Agradecí que el viento me hubiese desvelado, pues interrumpió una pesadilla: me bañaba en un mar en calma. De repente, el viento comenzó a soplar y me arrastró aguas adentro. Braceé en un intento de alcanzar la orilla. Fue imposible. Una sensación de angustia me oprimía el pecho. El aire me faltaba. No tardaría en ser arrastrada a las profundidades. Contemplé mi cuerpo flotando a la deriva mientras las gaviotas me sobrevolaban. Estaba muerta. Por fortuna, el viento me rescató del ominoso sueño y me desperté.

Me gusta esta casa de Los Arenales en la que me refugié cuando mi vida se resquebrajó; la paz que desprende. Cuando a los treinta y dos años decidí retomar mis estudios de Historia del Arte creí que este sería el lugar idóneo para hacerlo. Cierto es que mi decisión no estaba exenta de inconvenientes; uno de los principales era la lejanía de la facultad, que me obligaba a realizar frecuentes viajes a su biblioteca en busca de material de consulta especializado, pero todas las molestias fueron superadas por la tranquilidad y el aislamiento del que disfrutaba. La vivienda y su entorno me proporcionaban la calma y la dosis de silencio necesaria para el estudio. En los momentos de descanso de la fatigosa tarea, solía refugiarme en mis recuerdos dispersos por todos los rincones de la casa que me devolvían el tiempo feliz de la infancia; cuando el mundo era un lugar amable, no contaminado por dudas o preocupaciones. Un tiempo de libertad compartida con mis primos y mis hermanos, protegida por unos muros que comenzaban a agrietarse amenazados por la decrepitud y la muerte.

La puerta del cobertizo continuaba golpeando. El pino parecía bañado en una luz espectral. Sus ramas se agitaban y siseaban como si hubiera anidado sobre ellas una legión de serpientes. Unos retales de nubes negras, empujadas por el pertinaz viento, ocultaron la luz de luna. Un mochuelo ululaba sobre una de las ramas de la conífera. Afirman las viejas supersticiones que anuncia la muerte, pero sólo era un animal a la caza de ratones, lagartijas o culebras; la pequeña vida paralela que convive con nosotros silenciosamente y que convierte a la noche en su reino preferido. El rebaño de nubes se dispersó y la luna asomó de nuevo su hipócrita faz. La bella reina nocturna, como la llamaba el abuelo, me observó desde su alto trono celeste. Me estremecí a pesar de que la temperatura era cálida. Tal vez fuera por el efecto del viento que aguzaba mis nervios, de la pesadilla o de la inquietante luna llena. Cerré el candado del viejo trastero y entré en la casa. Me apresuré a revisar las puertas y ventanas para cerrar aquellas que no lo estuviesen antes de que una ráfaga, con su furor renovado, provocase un nuevo golpeteo enloquecedor.

Hacía tan sólo unos meses que residía en la casa de veraneo de mi familia. La vivienda es espaciosa, de altos techos nervados con colañas de pino de Canadá. Sus paredes están encaladas y su blancor es tan resplandeciente que al compararlo con el de las sábanas aclaradas con agua de lejía, que aún mi madre sumerge en agua teñida con azulete según la forma antigua de realizar la colada, parecen de tonalidad marfileña. La mandó levantar mi abuelo materno, Raimundo, a principios de los años treinta. Hasta entonces habían espantado el calor surestino en Villa Mercurio, la mansión que mi familia posee en el campo.

La razón que lo movió a ello fue la destemplanza de los nervios de su esposa, mi abuela Esperanza, causada por los sucesivos partos que el médico que la atendía pretendía paliar con tonificantes baños de mar. La proyectó teniendo en cuenta las necesidades domésticas de una familia con cinco hijos, una niñera y dos muchachas encargadas de las tareas del hogar más los amigos que con frecuencia los visitaban en cumplimiento de la higiénica prescripción médica de tomar un novenario de baños. Con este propósito ordenó que el caserón tuviese nueve dormitorios, una cocina de venta castellana y un comedor de refectorio de convento. En la parte trasera de la casa, mi abuela organizó un jardín que poco a poco evolucionó sujeto a la autoridad inexorable de las condiciones climáticas. Los macizos de dalias, hortensias y fucsias se secaron abatidos por los suelos calizos y pobres mientras que las adelfas, dondiegos y espliego crecieron desaforadamente, espoleados por la inmisericorde climatología local a la que estaban adaptados. Tras sucesivos trasplantes, mi abuela desistió y se resignó a que el jardín siguiese el curso natural. En unos pocos años, el patio se convirtió en una suerte de espacio verde desmañado y agreste que resistía el acoso de la sal, incrustada por el viento de levante en los estomas de la maltrecha vegetación, con la tenacidad propia de las plantas mediterráneas. Lánguidas mimosas hervían de flores en primavera con el color hiriente del sol surestino; acacias exuberantes de aceradas púas nos brindaban el aroma de su inmaculada floración; varios ejemplares de altivas palmeras abanicaban el aire caluroso de las siestas y un pino doncel –que el alto nivel freático y la fosa séptica de la vivienda convirtieron en un hermoso ejemplar de un verde lujurioso–, fueron los únicos supervivientes del jardín original. Entre todos los árboles, este era mi preferido. Cuando éramos pequeños nos colgaban cuerdas para que jugásemos a ser intrépidos exploradores de alguna perdida e intrincada selva. En la rama más gruesa de la conífera, Pedro, el mozo que ayudaba en las faenas de mantenimiento de la propiedad, ató una maroma que sustentaba un columpio. En él se balancearon mi madre y mis tíos, después mis primos y yo. Era una delicia mecerse con levedad mientras aspirábamos el aroma de la tierra recién regada con el que se mezclaban el olor dulzón de las flores de las adelfas y el elegante perfume del jazmín enredado en los paneles de celosías pintadas de verde oscuro que proporcionaba al patio un aire morisco. Trasteros, el cuarto de lavar y el cobertizo de las barcas servían de parideros a los gatos. Un aljibe estrecho de brocal prismático y tejadillo piramidal recogía las aguas pluviales vertidas por los canalones que recorrían el perímetro de los tejados. Un pozo cilíndrico, de arenoso fondo, dejaba fluir agua salobre sólo apta para las tareas de limpieza. Ambos se complementaban para satisfacer las necesidades domésticas de mi familia.

La fachada principal de la vivienda estaba orientada al mar. Estaba construida con un ladrillo rojizo que formaba unos artísticos recercados en los dinteles y jambas de las ventanas y la puerta. Estas eran esbeltas y se asemejaban a ojos asombrados que contemplasen el agua transparente de la laguna. Una terraza apergolada, también pintada de verde oscuro, permitía disfrutar de la brisa apacible que la laguna esparcía como un perfume y sobre todo que los adultos vigilasen los baños infantiles. Tres escalones la separaban de la delgada línea de arena que conformaba la playita lamida por el agua salada.

A mi abuelo Raimundo, gallego y marino, y por tanto acostumbrado a la fiereza del Atlántico, aquel mar doméstico y manso lo enervaba. Le parecía una especie de charco grande. Los temporales de levante, que esmerilaban los cristales de las ventanas con una pátina de salitre, se le antojaban un juego de niños aburridos que movían las aguas con una vara. Sin embargo, disfrutó viendo primero a sus hijos, después a sus nietos, morenos y semidesnudos corretear al sol, bucear en las aguas verdosas de acetábulas y ovas en busca de berberechos o atrapar incautos pececillos con un ladrillo hueco a modo de trampa. Aquellos eran buenos momentos para que la vida fluyese como las nubes lentas del verano mientras la existencia flotaba suspendida de las redes de un tiempo amable en el que todo quedaba ordenado: el sol brillaba en el cielo, mis hermanos y primos jugaban a piratas en el viejo chinchorro semipodrido que algún pescador varó sobre la arena manchada de mar que reposaba delante de la casa, mientras yo descansaba en las frescas sábanas, que olían a almidón de arroz, refugiada en un mundo mágico construido a mi medida cuya puerta secreta se franqueaba con la lectura de los cuentos de hadas.

La noche y el insomnio abren las puertas de la memoria y acuden los recuerdos nítidos y precisos desde algún lugar remoto del cerebro a instalarse en la parte consciente. El sueño se mantuvo ausente. Yo me sentía extrañamente nerviosa. Fui a la cocina y me preparé una infusión relajante que me llevé hasta el comedor. Ya que no podía dormir, decidí que lo mejor era aprovechar el tiempo empleándolo en estudiar. Me faltaba sólo un examen para acabar el curso. Deposité sobre la mesa el material necesario; bebí a sorbitos la infusión mientras revisaba los textos.

No había nada nuevo que aportar a mi trabajo. Abrí el libro prestado aquella tarde: Epígonos del movimiento prerrafaelista europeo. Aunque el tema quedaba fuera del programa de estudio, me gustaba ampliar conocimientos, no limitarme a una consulta rutinaria de la bibliografía recomendada por los profesores. En la última clase del curso, un alumno había planteado el tema de las derivaciones del movimiento prerrafaelista que desembocaron en el simbolismo. El debate resultó tan interesante que busqué libros que me aproximasen a él. Así fue como me encontré por primera vez con James Philipe Hunter, no sería la última.

Me sedujo la descripción del lienzo Flower passion que me recordó inmediatamente un cuadro de Waterhouse: My sweet Rose. Tal vez el pintor lo realizase como una especie de homenaje a su maestro. Los elementos simbólicos atraparon mi cerebro hipersensible por el insomnio. ¿Por qué habría elegido Hunter una flor tan poco convencional como la pasionaria como el elemento natural clave en la composición de la obra? Además, la descripción del lugar me resultaba vagamente familiar. Percibía en ella algo próximo. Una sensación de déjà vu me atrapó instalándose en mi mente con persistencia. ¿Dónde había contemplado esa galería rematada por tejas árabes, esos cipreses afilados y amenazantes como sables enhiestos? No era el parecido con el cuadro de Waterhouse, ni con ningún otro. Yo había avistado antes ese jardín. ¿Tal vez en sueños?

De pronto comencé a sudar. El viento se había calmado por completo y el aire en el interior de la casa estaba estancado y caliente. Recogí mi melena enmarañada, según mis hermanos del color de la paja vieja, en un moño que sujeté con un lápiz. Nadie en mi familia posee esa coloración capilar; todos son de tez morena y de cabellos que oscilan entre el castaño claro y el negro azabache. De pequeña hubiera deseado ser morena para pasar desapercibida, sobre todo en el colegio. Mi elevada estatura y mi figura fusiforme se añadían al color de mi pelo impidiéndome un adecuado camuflaje con el entorno. La maraña pajiza que coronaba mi cabeza convertía mi presencia en evidente allá donde estuviera. Según mi madre era consecuencia de mi herencia celta. Mi abuelo Raimundo afirmaba que en su familia casi todos tenían el color del pelo similar al del trigo maduro; él no recordaba a nadie de su familia con un color de pelo tan azafranado. Así que el misterio no se resolvió hasta que una hecatombe derrumbó los pilares de mi existencia, pero eso ocurrió algún tiempo después. Cuando traspasé el umbral de la juventud, dejó de importarme; es más, se convirtió en una seña de identidad que me singularizaba del resto, y eso, dado mi temperamento poco proclive a los convencionalismos, me complació. Ya no era la «pelo estropajo», me había convertido en la pelirroja, la única de la pandilla.

Mi nuca estaba empapada y gotas de sudor me corrían por la espalda, mojaban mi camisón y me causaban gran incomodidad. Estaba claro que aquella noche no podría dormir ni tampoco reanudar mi trabajo. Esperaba que la infusión relajante cumpliese su cometido para adentrarme en las sábanas y descansar.

Abrí la ventana del dormitorio que se orientaba hacia la laguna. La brisa de poniente que cada madrugada se encargaba de desterrar otros vientos se había levantado. El ambiente se refrescó. Me llegó el olor pastoso del mar, una mezcla de yodo y algas pudriéndose como lánguidos cadáveres en la playita. Las débiles olas que la brisa izaba comenzaron a cloquear sobre las conchas de la orilla en un vaivén narcótico. A lo lejos oí el tintineo de los cables que chocaban con los mástiles de los veleros anclados en el puerto deportivo. Las noches de junio son cortas. Pronto amanecería. Acompasé mi respiración y me concentré en una mancha en el enfoscado de la pared; intentaba despojar mi cerebro de los recuerdos que lo acosaban y sobre todo de la imagen que tanto me torturaba: el jardín descrito en el libro, que no conseguía ubicar. Al cabo de un rato, el sueño acudió a salvarme y dormí hasta bien entrada la mañana.

Me desperté empapada, con la boca pastosa y la mente tan espesa como un plato de nata, efectos secundarios de la dosis doble de somníferos con la que intentaba noche tras noche deslizarme por el placentero tobogán de un sueño profundo y oscuro en el que las pesadillas estuviesen ausentes.

Las agujas del reloj despertador de la mesilla de noche marcaban las once y cuarto. Era sábado, el día en que mis padres acudían desde la residencia familiar de la ciudad a comer conmigo, a reponer las provisiones de mi despensa y a comprobar mi estado anímico. Disponía de tres cuartos de hora hasta que llegasen. Me coloqué el biquini, las zapatillas y agarré la toalla. Esperaba que un baño refrescara mi cuerpo y colocara mis neuronas en su sitio. Abrí la puerta de la cocina, atravesé el jardín y me dirigí hasta la laguna que, como una sábana tensa, brillaba a la luz hiriente del solsticio estival. Del viejo pino colgaba la cuerda deshilachada y podrida del columpio. Las adelfas estaban en plena floración. El jazminero y la madreselva enredaban sus frondas en torno a las celosías descascarilladas. La sensación de abandono me impresionó por la similitud con mi propio espíritu: un lugar enmarañado donde nada estaba en su sitio y del que colgaba, podrida y deshilachada, la cuerda rota de una antigua relación.

Nadé durante un buen rato. A lo lejos destacaba la raya azul. El lugar donde la profundidad del lago aumentaba intensificando la coloración del agua; el lugar prohibido en la infancia. Me dejé flotar boca arriba, el pelo se extendía a mí alrededor como una masa de algas rojizas. El agua salobre y fresca era muy agradable. En el cielo bogaban lentas nubes de aspecto algodonoso punteadas por el alto vuelo de las gaviotas. Cerré los ojos y dejé que me meciese. Me sentí como la Ofelia del cuadro de Millais. Deseé permanecer a la deriva, a merced del capricho de las corrientes, arrastrada por ellas hacia algún lugar ignoto y perfecto donde no hubiese sapos con apariencia de príncipes, donde el amor y sus heridas no existiesen. Recordé a Arturo, mi amor de juventud, mi marido hasta que unos meses antes decidió que yo no era la mujer de su vida y puso fin a una década de ilusiones y deseos compartidos. Las lágrimas se asomaron a mis ojos, resbalaban hacía abajo como minúsculos ríos buscando el mar sobre el que me deslizaba como una barca desarbolada vagando sin rumbo hacia el país de ninguna parte.

Una de mis manos rozó la boya que delimitaba la zona de baño. Me desperté de aquella ensoñación y percibí que el lebeche había comenzado a soplar con levedad. Me arrastraba delicadamente hacia dentro. La Isla, cuyo torreón se alzaba sobre una de sus elevaciones como un dedo acusador, se hallaba cada vez más cerca. Intenté guardar la calma. Era una buena nadadora y conocía la naturaleza falaz del viento del suroeste que apenas riza el mar pero que empuja aguas adentro sin que apenas te des cuenta; cuando quieres regresar resulta imposible nadar contracorriente, pues intensifica su fuerza y te ahogas agotada en una lucha insensata donde la derrota es segura desde el primer momento. Me zambullí para despejarme y comencé a bracear acompasadamente hasta que llegué a la zona menos profunda. Salí del agua, me envolví en la toalla y regresé a la vivienda. El viento comenzó a soplar racheado.

Me desprendí de la sal y de las algas enredadas a mi pelo con una ducha, me coloqué un vestido de algodón blanco y me calcé unas sandalias romanas de cuero marrón. El espejo del armario ropero reflejaba a una mujer pálida y ojerosa. Debía remediarlo si no quería verme envuelta por las recriminaciones de mi madre, la amenaza de mi regreso a la residencia de Mirabilia o la posibilidad de que ella residiese conmigo para vigilar mi caótico régimen de comidas; gran parte de las provisiones que ella depositaba en la despensa acababan alimentando a los gatos callejeros que pululaban por el vecindario. Con la precisión de un pintor del Renacimiento, me dispuse a reparar el estropicio. Una capa de maquillaje, corrector de ojeras y brillo de labios me devolvieron una apariencia saludable. Abrí la puerta que comunicaba con la terraza delantera, me senté en una de las mecedoras de lona con un vaso de horchata y me dispuse a esperarlos.

Al poco rato oí el claxon del coche de mi padre, un Peugeot 505 que había pasado de ser un vehículo de lujo –la seña de identidad de un obrero que había conseguido a fuerza de privaciones vivir una vida acomodada y como manifestación externa de su triunfo se compra un automóvil aparente– a ser un cacharro viejo, pues contaba con más de diez años. Él lo cuidaba como si fuera un apéndice de sí mismo. Siempre estaba impoluto, sin arañazos ni abolladuras, con los elementos niquelados de la carrocería relucientes como espejos. Al oír el insistente pitido me levanté para abrir el portón trasero. La vieja puerta de pino tachonada con gruesos clavos fue roída por la intemperie y la carcoma. La sustituía una horrible persiana metálica que producía un ruido espantoso al enrollarse sobre su eje. Una milésima de segundo después de detenerse el motor, salió mi madre dando órdenes a todo aquel que estuviese bajo su área de influencia. No pronunciaba las frases, las escupía como una ametralladora. Su energía contrastaba con la calma seráfica de mi padre.

—Manuel, abre el maletero, saca la cesta y las cajas. Con este calor seguro que se ha estropeado algún alimento. Ten cuidado no vuelques la capaza, lleva un puchero con caldo que se puede derramar. No dejes nada al sol, pásalo todo inmediatamente a la casa. Ahora iré a colocarlo en la nevera. Hija, te veo más delgada, ¿es qué no comes? Aunque estás muy guapa. Se ve que el aire del mar te prueba, como a todo el mundo. Ahora veremos si te has comido las viandas que te dejé la semana pasada.

Mientras hablaba atropelladamente, se acercó a mí y me espetó dos besos en las mejillas.

—¡Madre mía! –continuó–. ¡Qué descuidado está el jardín, parece una selva! Manuel, tenemos que avisar a alguien para que arregle este estropicio. Las plantas están muy descuidadas y hay demasiada hojarasca. Esto es terreno adecuado para que se críen ratas grandes como conejos. No te olvides, que te conozco. Que tú muy buenos propósitos pero luego…

Mi padre la interrumpió para distraer su atención y parar aquel torrente de órdenes, consejos y recomendaciones que había vomitado en apenas cinco minutos.

—Mira, querida, lo que te traemos esta semana.

Mi madre sabía cuánto odiaba comer carne, sobre todo animales de cría. Era un asunto que venía de largo, desde la infancia. Un día, mis hermanos me explicaron que las sabrosas chuletas, que servía la doméstica el domingo de gloria, se las arrancaban a los chivitos y a los corderos. Esto último me lo soltaron entre risotadas una mañana en que el cabrero paró frente a esta casa para vendernos la leche recién ordeñada.

Con presteza abrió un puchero bien cerrado y que aún guardaba el calor del fuego en que había sido cocinado su contenido. En él había un potaje que olía a comino y a hierbabuena. En una fiambrera metálica se ocultaban unas albóndigas de bacalao que al comerlas impregnaban el paladar con todo el aroma y sabor del océano. Entre dos platos asomó su faz de luna llena una tortilla de patatas y en una fuente de loza blanca, restos del ajuar de mi madre, en cuyo reverso aparecía pintada un ancla acompañada de un nombre, Pickman, reposaban unas torrijas. Este postre me recordaba a mi padre: el interior tierno, el exterior moreno y rasposo. Más que por el sabor, me gustaban por el aroma que flotaba durante mucho tiempo en las habitaciones, atrapado entre las cortinas y las ropas; el delicioso y sugestivo olor de la canela. Cuando contemplé todos los manjares, se me llenaron los ojos de lágrimas; no me interesaba para nada la comida, pero aquellas delicias que ahora preparaba mi madre (en mi infancia lo hacía la cocinera que prestaba servicio en la casa de mis abuelos y que nos acompañaba en las vacaciones estivales) me recordaban un tiempo pasado, feliz. Un tiempo querido que como los difuntos ya nunca habría de volver.

Traté de ocultar las lágrimas a mis padres, para ello me afané en colocar los alimentos en sus lugares correspondientes. A continuación me atareé en la preparación de la mesa.

—Elena, coloca los platos y las copas del aparador. Hoy es una ocasión importante. Tenemos algo que comentarte –expresó mi madre con un sospechoso brillo en los ojos y una sonrisa que estiraba sus labios, pintados de un rosa discreto, y convertía en invisibles las arrugas que circundaban su boca.

Los platos a los que se refería pertenecían a una vajilla que compró mi abuela en la década de los años treinta. Sólo se usaba en las festividades solemnes o cuando recibían visitas de importancia, costumbre que mi madre continuó. Los platos, fuentes y sopera habían sobrevivido al uso. A pesar de los años estaba prácticamente intacta. Las piezas eran muy bellas porque estaban manufacturadas en una porcelana finísima y decoradas con motivos de rosas en los bordes. Le di la vuelta a un plato, aunque ya conocía el sello de la fábrica: San Claudio. Las copas eran de cristal tallado y fueron un regalo de boda de un pariente gallego a mis abuelos. Eran de Bohemia.

Mi madre dispuso con esmero el pastel de carne y la ensalada sobre las fuentes octogonales mientras mi padre destapaba una botella de vino blanco para acompañar las viandas.

—Bueno, ¿y esa fabulosa noticia? –pregunté, espoleada por la curiosidad.

—No seas impaciente, con los postres la conocerás.

Mientras charlaban, ella sirvió unos cuencos con arroz con leche untuoso al paladar. Olía y sabía a limón, a canela. Inspiró profundamente, depositó la cuchara sobre la mesa y comentó:

—Estamos en tratos para vender Villa Mercurio. Si todo sale según lo previsto, en menos de un mes formalizaremos el contrato. El precio fijado es alto y aunque somos muchos a repartir, te aseguro que nos corresponde a cada uno un buen pellizco. Lo he hablado con tu padre. Como nuestra situación económica es holgada, pensamos repartir la mitad del dinero que me corresponde entre José y tú. La cantidad que recibiréis cada uno corresponde al valor aproximado del negocio familiar que tu hermano Raimundo regenta. Así pasará a su entera propiedad. Alégrate. Podrás terminar tus estudios sin apuros económicos e incluso comprarte un apartamento para cumplir tu sueño de independencia.

Durante unos segundos, la comida permaneció en mi boca. No podía masticar ni tragar. Estaba tratando de asimilar la noticia. Aunque no me había sentido especialmente ligada a la mansión, guardaba gratos recuerdos de aquel verano en que la varicela me obligó a permanecer con mi bisabuela.

—Pero, ¿no estaba ocupada por esa pareja de alemanes un tanto extravagantes que realizaban esculturas con materiales de desecho?

—No exactamente. Ellos vivían en la casita de los guardeses pero cuidaban de la propiedad y alguna vez me pidieron las llaves para que algún amigo pernoctase en la casa o para organizar alguna fiesta. Por eso el alquiler que pagaban era ridículo. La madre de ella se ha puesto muy enferma, un ataque cerebral la ha dejado paralítica. Han debido regresar para hacerse cargo de la anciana.

Mi madre prosiguió su discurso.

—Ahora bien, hay una parte un poco engorrosa. El nuevo propietario quiere reconvertir la casa en un hotel rural, para ello remodelará toda la vivienda. Desea algunos muebles, pero hay cantidad de objetos que pretende tirar a la basura. Ya sabes que no disponemos de espacio para guardar muchas cosas, pero podríamos almacenar en el cobertizo todos los enseres que escojamos. Espero que me ayudes en la tarea, es imposible contar con tu cuñada. Ya sabes que detesta los trastos viejos. Seguro que encuentras algo que despierta tu interés. Espero que hayan respetado el mobiliario; por la pinta que llevaban, sobre todo ella, no parecían muy amigos de la limpieza y el orden.

—Renata –la interrumpió mi padre– eran artistas y es normal que vistieran un poco raro, pero parecían buenas personas. Ya sabemos que tú llevas el orden y la limpieza hasta sus últimas consecuencias.

—Me hubiera gustado que Villa Mercurio hubiese continuado en la familia –añadí con un tono de tristeza empañando mi voz.

—Estoy de acuerdo contigo, pero no es posible. Tus tíos viven lejos y no sienten apego por la propiedad ni pueden ocuparse de ella. Además, hay una cuestión legal: el ayuntamiento va a incoar expediente para declarar el palacete bien de interés cultural o artístico. Esto significa que debemos arreglarlo nosotros. En caso de que no lo hagamos, pasa a ser propiedad pública. El precio de la restauración excede mucho lo que entre todos podemos pagar, sin embargo la sociedad adquirente puede afrontar todos los gastos, teniendo en cuenta que va a contar con fondos públicos. He hablado con mis hermanos y todos estamos de acuerdo. Se vende.

—Aunque mi opinión no cuente –añadió mi padre–, me parece una solución perfecta. Aquella casa siempre me ha provocado temblores. Hay algo en ella que nunca me ha gustado. Recuerdo una noche en que tu bisabuela enfermó y tuvimos que cuidarla. Creíamos que se moría, aunque luego se recuperó. Menuda nochecita, entre los truenos de la tormenta, el silbar del viento entre los pinos y unos ruidos rarísimos, como pasos diminutos que se escuchaban en la planta alta, no pegué ojo. A mí la casa me da grima.

—Circulan muchas leyendas sobre ella. Supersticiones de los campesinos –añadió mi madre.

—Cuenta, mamá. ¿Qué dicen de la casa?

—Pues, que vive en ella un fantasma. Una dama de largos cabellos y muy alta que se pasea las noches de luna llena por los alrededores de la propiedad. Algunos afirman haberla visto asomada a una ventana de la buhardilla. Otros, que la noche de Todos los Santos se oyen lamentos y llantos de mujer.

—Y tú, ¿qué opinas?

—Pues que son cuentos de viejos. La casa es inquietante, como todas las viviendas antiguas. Yo, la verdad, no he estado mucho en ella porque siempre hemos veraneado aquí. Recuerdo haber jugado al escondite con mis hermanos por aquellas habitaciones y habernos disfrazado con trajes pasados de moda guardados en un baúl del desván. Una vez encontramos un ropero muy alto lleno de trajes de mujer. Mis primos se disfrazaron con los fraques y yo me coloqué una túnica que me arrastraba por el suelo.

—¿Y la abuela Esperanza nunca te contó nada sobre la casa, sus leyendas y sus fantasmas?

—Pues no. Mi madre no era muy comunicativa. Además, pasó la mayor parte de su vida ocupada en la crianza de su prole, bregando con las niñeras o preparando maletas para seguir a mi padre en sus destinos de militar.

—¿Tomamos el café en la terraza? –sugirió mi padre.

Cuando acabamos, mi madre se enfrascó en fregar platos y limpiar la cocina. Aproveché el silencio para abrir el libro prestado por la biblioteca de la Facultad de Arte.

Anoté en la agenda: buscar más datos sobre Hunter.

En mi mente se abrió el resorte de la curiosidad. Un pintor casi desconocido, ajeno al programa de la asignatura, se convirtió, más que en objeto de estudio, en una obsesión. Siempre he creído que la casualidad no existe, que las cosas ocurren por alguna razón. La vida no consiste en recorrer un camino recto y claro inundado de sol que nos conduce a una meta segura y predecible. En nuestra trayectoria vital aparecen sendas intrincadas. Unas nos trasladan hasta terrenos inexplorados, tal vez peligrosos, otras acaban en punto muerto, en páramos solitarios o en desiertos calcinados por el sol ardiente. No importa a dónde conduzcan. Hay que ser valiente, apartarse del ancho camino y adentrarse en lo desconocido, pues tal vez encontremos un lago de inmensa belleza o un bosque húmedo y sombrío. La exploración habrá valido la pena y siempre podremos volver al camino principal. Durante treinta años había deambulado por la senda real ignorando los cruces, las bifurcaciones, los atajos laterales. Había enterrado mis sueños, había sepultado mis anhelos en vez de llevarlos como compañeros de viaje. Con una actitud cobarde había silenciado la vocecita de la intuición. Había vivido una vida prestada, una existencia que otros (mis padres y las convenciones sociales) habían elegido por mí. Fue un error y ahora lo pagaba. Con treinta años me sentía engañada. El camino claro y lleno de sol que me aconsejaron me había conducido al pantano en el que ahora me hundía. La materia vegetal, que se pudría en el fondo, tiraba de mí con una falsa ilusión de paz y de descanso. No había que luchar sino dejarse ir, fluir a la deriva en el agua cálida y espesa que me envolvía como una crisálida. Algo dentro de mí me aconsejaba: lucha, huye, sal de este pantano, lame tus heridas al sol y toma cualquier senda; la que recorres no sigue más allá, no te conducirá a ningún palacio habitado por un príncipe que te hará feliz para siempre. Ya has comprobado que los caballeros andantes que viven para su dama sólo existen en los cuentos. Tú no eres una princesa, eres un ser humano que ha de tomar las riendas de su vida. Elige cualquier otra ruta, no importa si es la de la derecha o la de la izquierda. Escapa y camina, sin mirar atrás. Sé libre, permite que te crezcan unas nuevas extremidades, unas alas nuevas, fuertes y poderosas y vuela hacia donde el destino y tu voluntad te lleven.

Sin saber por qué intuía un misterio poderoso oculto en la trayectoria vital de Hunter. Lo achaqué a mi tendencia a fabular, espoleada, desde la infancia, por la lectura de novelas y cuentos. No podía racionalizar mis intuiciones, pero sabía que debía recorrer esa senda que se abría ante mí. Deposité el libro sobre mi regazo. Me sentía tranquila; los miembros me pesaban como si fueran de arena y los ojos se me cerraban como si el viejo Conciliasueños hubiese soplado sobre ellos. Mientras dormitaba, en ese momento en el que la consciencia se desprende de la realidad, una sensación familiar me invadió: mi madre, afanada en los quehaceres domésticos, canturreaba recordándome los días de mi infancia, cuando aquejada de alguna enfermedad pueril, las amígdalas inflamadas o un resfriado, permanecía en la cama ajena al mundo; inmersa en mis cuentos; mis ensoñaciones y en la laxitud que la fiebre me provocaba; sintiéndome segura por la presencia amable de mi progenitora.

La tarde declinaba cuando sentí una caricia en el brazo.

—¡Despierta, dormilona!

Estiré mis miembros y abrí los ojos. Mi padre preparaba los aparejos de pesca; colocaba el cebo, una mezcla de pan duro con restos de pescado, en un balde.

—¿Te animas a acompañarme? He preparado dos cañas. Anda, sacúdete la pereza y vamos.

Cuando era pequeña solíamos pescar en el viejo embarcadero de madera que se alzaba sobre el agua, enfrente de la casa, pero a finales de los setenta todos fueron eliminados por una ordenanza municipal. Me encantaba acompañarlo, ambos sentados sobre las ásperas maderas con los pies colgando sobre el agua mientras esperábamos que los peces picaran. Nos envolvíamos en el silencio o en una conversación en susurros que me provocaba una agradable sensación de intimidad.

Las sucesivas remodelaciones de la playa habían levantado espigones de piedra y mortero para retener la arena que no se dejaba embaucar por ningún artificio y acababa arrastrada por el agua aflorando las piedras que componían el fondo de la laguna. Cerca de nuestra casa se levantaba uno de aquellos diques hacia el que nos dirigimos.

—Elena, ahora que tu madre no nos oye, ¿te parece buena idea la venta de la mansión?

—La verdad, papá, es que estoy algo confusa, mis sensaciones son encontradas. Por un lado la posibilidad que me brindáis de disponer de un dinero que me permitiría cumplir viejos proyectos resulta seductora, pero perder la mansión para siempre…

—Quizá sea lo mejor. Me asusta esa casa. Algo se oculta en ella. Secretos de familia que es mejor que pertenezcan enterrados para siempre.

—¿A qué te refieres, papá?

—Bueno, no sabría decirte nada concreto. Trozos de conversaciones pilladas al vuelo entre tu abuela y su madre. Palabras que se escapan. El lío que se originó cuando tú naciste.

—¿Qué sucedió entonces?

—Quizá sean tonterías, pero escuché a las dos discutir sobre de tu apariencia. Hacía calor. Yo fumaba un cigarrillo en el patio. Tu bisabuela, la Francesa, había estado enferma y consistió en abandonar Villa Mercurio y pasar unos días con nosotros para reponerse. Hablaban en voz baja. Sólo pude entender una frase: «La sangre es más espesa que la mantequilla y como ella es capaz de preservar la naturaleza de las cosas hasta que un día esta aparece ante la luz». Lo recuerdo muy bien porque no pude comprender el significado. Le dediqué mucho tiempo a pensarla y se me quedó grabada. Incluso la comenté con tu madre. Mamá afirmó que su abuela era una bruja y que su madre nunca se había llevado bien con ella. Me aconsejó que no les hiciese caso. Debieron ver la brasa del pitillo y cerraron la contraventana; a pesar de eso, escuché el llanto de tu abuela Esperanza.

—Pero, ¿qué había de raro en mí?

—El color de tu pelo y la blancura de tu piel. Mira a tu alrededor. Todos somos morenos y de pelo castaño. Aunque tu madre afirma que se debe a la herencia gallega de tu abuelo Raimundo o de algún antepasado bretón de tu bisabuela Renée. Yo creo que tal vez, Fulgencio no fue tu bisabuelo. En fin, es agua pasada.

Aquella confidencia me turbó. No me gustaba sentirme protagonista, aunque fuese involuntaria, de una desavenencia familiar.

Miré el recipiente donde habíamos depositado el pescado. Los peces boqueaban en un intento desesperado de extraer oxígeno del aire. Me sentí como ellos, fuera de lugar; prisionera en un medio que no era el mío; atrapada entre las estrechas paredes de un viejo pozal de cinc, grisalla a mí alrededor. Una oleada de ansiedad me hizo abrir la boca e inhalar aire. Entonces, arrojé las pequeñas doradas al mar.

—¿Qué haces con nuestra cena? –exclamó mi padre.

—Nada, papá, enviarlas a donde pertenecen. Esto lo afirmé con voz la temblorosa a punto de romperse por un llanto que ya se asomaba a mis ojos.

Él se percató de mi estado de ánimo y no me recriminó.

—No te preocupes, Elena, he comido demasiado y no tengo hambre. Regresemos a casa.

Un atardecer sereno, empastado en rosa y malva, dejó paso a la cálida noche veraniega. Contemplé el orto lunar desde el espigón. El satélite, inmenso y rojo como una granada, parecía emerger de las aguas. Aquella luna, un gigantesco ojo inyectado en sangre, me provocaba escalofríos. La gente asocia a la luna llena con lo oculto, con lo sobrenatural. Yo hasta aquel momento no había creído en esas patrañas irracionales, pero entonces mis nervios alterados cambiaron mi percepción de las cosas. Pensé que tal vez presagiara alguna desgracia. Intuía que algún misterio encerraban las palabras de mi abuela Esperanza, pero no sabía dónde podría estar la punta que lo desenmarañase.

Tres días después de la visita de mis padres, acudí a la Facultad para realizar el último examen del curso. Pospuse la entrega del documento con el propósito de hablar con el profesor sin interferencias. Extraje de mi mochila el libro Epígonos del movimiento prerrafaelita. Le mostré la página que mencionaba a Hunter, previamente delimitada con una marca.

—Profesor, querría que me proporcionara algunos datos más sobre este pintor y su obra. Ya sé que no es importante para el conocimiento del programa de la asignatura, pero me ha intrigado mucho lo que he leído y me gustaría profundizar; podría ser un tema adecuado para mi proyecto de fin de carrera.

—Apenas sé poco más que lo mencionado en el texto; el jefe del departamento realizó hace años un estudio sobre la influencia del prerrafaelismo en las corrientes estéticas de la Europa mediterránea. Incluso se celebró un congreso en Italia sobre la materia. Seguro que él podrá facilitarte más datos. Esta tarde se encuentra en su despacho cumplimentando las actas de los exámenes. Acércate, estará encantado de proporcionarte la información que precisas.

Bajé a la primera planta donde se ubicaban los despachos de los profesores. Recorrí el largo pasillo mientras leía los nombres de los destinatarios de aquellos cubículos en los que se especulaba con el futuro de muchos de nosotros. Me detuve ante una chapa metálica en la que se leía: Doctor César Pérez de Castro.

—Adelante, fue la respuesta que escuché al suave golpe sobre la puerta con el que solicitaba mi entrada en el despacho del catedrático.

—¿Qué se le ofrece, señorita? –me interpeló, mientras me miraba por encima de las gafas con la expresión adusta del que siente que su trabajo ha sido interrumpido–. ¿Alguna reclamación? –continuó sin darme tiempo a hablar–. Le advierto que debe seguir los cauces normales presentando el escrito correspondiente.

—De ninguna manera. Se trata de una consulta relacionada con la asignatura –le espeté mientras extraía el libro del fondo de mi mochila.

Al verlo su actitud se relajó y permaneció en silencio a la espera de mis explicaciones.

—He encontrado, al ampliar mis conocimientos sobre el arte contemporáneo, este libro y en él a un pintor escasamente conocido. Me gustaría saber más sobre este artista y su obra. El profesor de la asignatura me ha aconsejado que hable con usted. Tal vez enfoque mi tesina sobre algún aspecto relacionado con el movimiento prerrafaelista o su influencia en el arte actual.

El tono del profesor cambió drásticamente; incluso me preguntó mi nombre.

—Está usted en lo cierto, Elena. Hunter es el gran desconocido del simbolismo en la pintura. Hubo una época en la que me interesó e indagué sobre él, aunque abandoné el trabajo, pues llegó un momento en que la investigación no progresaba. Después me embarqué en otros proyectos y este no lo he vuelto a retomar. La mayor parte de los datos que sobre él se conservan aparecen dispersos en revistas artísticas de la época y en los archivos de la Royal Academy, donde cursó sus estudios. Por lo tanto están en inglés. ¿Conoce usted la lengua de Shakespeare? –añadió utilizando el manido tópico, que no esperaba hallar en el discurso de un profesor universitario.

—Lo leo y lo hablo con bastante fluidez. Me lo enseñó mi abuela que lo aprendió a su vez de su institutriz, una señorita inglesa que la cuidó durante su infancia. Además he cursado estudios oficiales de esta lengua. Poseo un título que lo acredita –añadí para refrendar mi experiencia con el idioma y sobre todo para salvar mi honor, que creí en entredicho.

—Creo que ha escogido usted un camino cortado. Apenas se encuentran referencias bibliográficas de James Philippe Hunter. Fue un pintor poco prolífico. De todas formas, el artículo está desfasado. Un colega italiano descubrió la inexactitud del dato que sitúa los últimos años del pintor en una remota región montañosa de Sicilia. El doctor Carrieri es experto en los movimientos artísticos del siglo XIX y cree que Hunter residió en una isla griega. Si su vida es desconocida, no digamos su obra. Lo único que se conserva es alguna fotografía de un par de sus cuadros, de escasa calidad dados los medios técnicos de la época, y descripciones de la misma narradas por él en las cartas que dirigió a su protector. Se sospecha que sus cuadros estaban dispersos en palacetes y mansiones. Desgraciadamente, la mayoría de esas residencias desaparecieron.

»La burguesía, sobre todo la española, decayó mucho tras la Primera Guerra Mundial. Las grandes fortunas amasadas con la industria, la minería y el comercio se volatilizaron rápidamente.

»En Europa, el asunto fue diferente, pues fueron los bombardeos de las dos guerras mundiales los que destruyeron gran parte de estos palacios. Los pocos que consiguieron salvarse acabaron bajo la piqueta que levantaron las sucesivas especulaciones inmobiliarias. Si queda algún cuadro puede que los propietarios desconozcan su valor e incluso puede estar en cualquier almoneda de Londres, París o Roma. Ya conoce cómo es este asunto de la globalización; ha afectado hasta el mercado del arte.

—Estoy de acuerdo con usted, mi familia cuenta con una residencia de ese tipo. Estamos a punto de venderla por no poder acometer el coste de las obras de remodelación. La van a transformar en un hotel rural.

—Siéntese, por favor. Disculpe que no se lo haya ofrecido antes, pero es que los estudiantes acuden a mí con las consultas más insospechadas y estoy siempre en guardia. Si no fuese así apenas me quedaría tiempo para realizar mi trabajo. En este caso la suya está justificada.

—¿Quiere un cigarrillo?

—Gracias. Dejé de fumar hace un tiempo.

Se dispuso a guardar el suyo en la pitillera.

—No me molesta que fumen en mi presencia —comenté abortando su gesto.

Durante un rato reinó el silencio. El profesor se levantó para dirigirse a la estantería que se adosaba al muro lateral de la sala. Extrajo un grueso archivador, lo abrió con parsimonia y se enfrascó en su consulta. Me dediqué a observarlo. Era un hombre alto y enjuto, su cabello castaño oscuro comenzaba a ralear en las sienes, por lo que deduje que rondaría los cuarenta años; las manos que pasaban las hojas de los documentos eran finas, de largos dedos, en los que no aparecía ningún anillo, acabados en unas uñas muy cuidadas. Vestía de manera formal, acorde con su cargo: una camisa de tono celeste, pantalón azul marino de pinzas con la raya perfectamente delineada en el tejido y una corbata severa estampada en líneas diagonales de diversos tonos de azul. En un perchero de pie descansaba una americana azul marino con botones dorados. El conjunto destilaba una estética excesivamente academicista y evidenciaba una rígida personalidad prisionera de los convencionalismos sociales, al menos esa fue la impresión que me produjo.

Cogió una estilográfica con plumín de oro que reposaba sobre la mesa y comenzó a garabatear una serie de notas sobre un folio. Tras él, la ventana dejaba penetrar la claridad estival. Una brisa suave mecía los macizos de hibiscos cargados de rojas y obscenas flores que mostraban, impúdicas, los abultados y amarillos estambres cargados de polen a las abejas que los sobrevolaban. El aire de la habitación era fresco, gracias al aparato de aire acondicionado que ronroneaba bajo la ventana, y fragante: una mezcla de tabaco rubio con un sutil aroma al agua de colonia que usaba el catedrático en la que predominaban las notas cítricas y amaderadas, un olor masculino que yo conocía pues era el mismo que había aspirado durante una década: el olor de Arturo. Sentí una especie de vahído, una laxitud en los miembros que se me volvieron de mantequilla. Para ocultar mi turbación me dediqué a juguetear con el largo collar que pendía de mi cuello.

—Bueno, Elena, aquí tiene lo único que de momento puedo ofrecerle.

El «hombre» había desaparecido desterrado a las capas más profundas de la personalidad y lo sustituía el docente, el rígido catedrático. La distensión que había asomado fugazmente como un rayo de sol en un día nublado se esfumó tras la grisalla de su enciclopédico saber.

Eché una ojeada al folio: una docena de títulos, de referencias a libros y a revistas especializadas garabateadas con una letra angulosa, varonil, constituía una enigmática maraña para comenzar una búsqueda. La sensación de agobio que me produjo la magnitud de la tarea debió de traslucirse en mi cara porque añadió:

—Rómpalo. No encontrará nada de valor en esa bibliografía. Escribiré a mi colega italiano para que me envíe una información más detallada sobre Hunter. Lamento no poder brindársela en este momento, pero no dispongo de los datos exactos. El asunto surgió en una conversación informal mantenida tras la última comunicación de una jornada de trabajo especialmente densa de contenidos. Varios congresistas tomábamos unas copas en el recibidor del hotel en el que nos hospedábamos –de nuevo apareció el ser humano hundiendo en las tinieblas al profesor. Me recordó a Jeckyll y Hyde–. Un hecho baladí desencadenó la conversación: una camarera acudió a retirar los vasos vacíos. Era una muchacha muy joven, el tono oscuro del uniforme resaltaba la blancura lechosa de su piel y el tono rojizo de una cabellera crespa que llevaba recogida en una gruesa trenza. Mi colega comentó el parecido con la modelo que de forma obsesiva retrataba Hunter en sus cuadros. Entonces fue cuando habló del pintor y de lo que había descubierto en un viaje a Grecia.

—Pero –aproveché una pausa en su discurso–, ¿el libro no sitúa el final de Hunter en Italia?

—Eso se creía, pero mi colega, descubrió que la estancia de Hunter en Sicilia fue coyuntural, su periplo continuó por las tierras del Sur de Europa. Algo ocurrió en torno a 1909 que le impidió seguir viajando. Carrieri afirmó que murió en una isla griega en la década de los treinta.

—Pero –argumenté yo–, ¿tal vez no desee divulgar sus averiguaciones, las quiera para publicar algún libro sobre el pintor?

—Es un tipo cercano y muy simpático aunque poco amigo de enviar datos por carta. Quizá quiera conocerla personalmente. No crea –pareció leerme el pensamiento–, no es ningún sátiro. Su admiración por el género femenino es meramente estética, deformación profesional, podríamos decir.

El tono neutro con que pronunció las últimas palabras no me dejó traslucir si el crítico de arte era ya tan mayor que las veleidades carnales estaban fuera de su alcance o que sus inclinaciones sexuales iban por otro camino.

—¡Uf! va a ser difícil que pueda viajar a Italia, mi situación económica es poco boyante.

—No se preocupe, siempre hay soluciones. El departamento cuenta con un presupuesto destinado a la investigación. Además, piense la posibilidad de solicitar una beca. La universidad las concede a los alumnos de los últimos cursos. Esto posibilitaría nuestras pesquisas y nos permitiría realizar «trabajo de campo».

Tomé nota mental del nos que se había deslizado en su conversación. Las barreras comenzaban a derrumbarse, hacía rato que Mr. Hyde no aparecía. No obedecí su consejo, doblé el folio cuidadosamente y lo guardé en un bolsillo interior de la mochila. Cuando me levantaba para despedirme, me dijo:

—Elena, anóteme sus señas para estar en contacto con usted y remitirle la respuesta de mi colega –comentó mientras me alargaba una cartulina del tamaño de una tarjeta de visita.

Escribí la dirección de la casa de Los Arenales y el teléfono del domicilio de mis padres en Mirabilia.

—La primera que aparece corresponde a mi residencia actual, en ella voy a permanecer todo el verano. El teléfono es el de mis padres que viven en Mirabilia. Si la información es urgente, no dude en llamar. Ellos me la transmitirán. Suelen visitarme con frecuencia. Aún no disponemos de teléfono en la vivienda de Los Arenales. Hace unos pocos meses que la habito. Mi vida ha cambiado drásticamente en el último año –aclaré.

Cuando alcé la cabeza de la mesa del escritorio, observé que me miraba con una mal disimulada atención. Fue una mirada rápida, furtiva, cuya intención apenas pude descubrir.

—Tome –dijo mientras me proporcionaba una tarjeta con su dirección institucional–: No dude en llamarme ante cualquier duda que le surja. Durante el mes de julio permaneceré en la ciudad. Acudo todos los días a recoger el correo y a revisar los mensajes en el contestador telefónico.

Le estreché la mano. La piel de la palma era cálida, suave y seca. Manos de intelectual.

—Muchas gracias, profesor.

—Estaremos en contacto. –Fue su respuesta.

Cuando traspasé el umbral de la habitación, me giré para cerrar la puerta y de nuevo sorprendí su mirada fija en mí. Entonces agachó la cabeza y se sumergió en la documentación oficial que estaba revisando antes de mi interrupción.

Mientras recorría aquel pasillo infinito me llevé maquinalmente la mano derecha a la cara para apartarme un mechón de cabello rebelde que estorbaba mi visión, hasta mi nariz llegó la presencia sutil, aunque persistente, de un aroma a limón y maderas, la fragancia de su agua de colonia.

Al salir al exterior me recibió el calor de la ciudad. El asfalto despedía fuego. Atravesé con paso rápido el jardín. Ni el más leve soplo de aire movía las frondas de las palmeras. La canícula estival convertía la ciudad en un espacio inhóspito, una sopa en la que cocerse. Retiré el pelo de mi nuca sudorosa y me encaminé al aparcamiento donde se achicharraba mi destartalado utilitario. El automóvil caro, el Mercedes, se lo había quedado mi exmarido. Utilizó el manido argumento de que el vehículo pertenecía a la empresa, que no se trataba de un bien ganancial. No sólo se apropió del piso, el coche y los muebles, sino que me despojó de mis ilusiones y de una fracción importante de mi autoestima. Mis pensamientos se dirigieron hacia él. Lo imaginé paseando a su nuevo amor por una playa de moda, luciendo su bronceada cara y su musculosa figura, adquirida a fuerza de machacarse en el gimnasio, mientras mostraba el poder de su cartera repleta con el dinero ganado en turbios manejos bursátiles.

Abrí la puerta del vehículo, una vaharada de calor salió de él, parecía que hubiese franqueado la puerta de un horno para introducir un alimento. Pronto sería yo la que se cocinase pues no contaba con el auxilio del aire acondicionado. A pesar de la vetustez de mi utilitario, sentía por él un inmenso afecto. Fue el regalo de boda de mis padres. Con él habíamos recorrido Arturo y yo media España en la época en que fuimos felices porque mi exmarido aún no había sido seducido por el espejismo del dinero fácil y mantenía una dosis importante de idealismo.

Sin esperar a que se disipase del todo la elevada temperatura del habitáculo, arranqué el motor y me dirigí a la salida que enlazaba con la autovía que me alejaba de la ciudad. Decidí visitar a mis padres, seguro de que les alegraría que compartiésemos la comida. Necesitaban compañía ya que mis hermanos apenas los visitaban. José residía en México, donde dirigía una central nuclear y Raimundo estaba demasiado ocupado con el taller de carpintería metálica que le traspasó mi padre.

Pensé en ellos con admiración. Llevaban casi cuarenta años juntos. Durante este tiempo habían sorteado problemas, vencido apuros económicos, en definitiva, habían trabajado al unísono para que los tres estudiásemos. La rutina conyugal, ese cáncer que acaba devorando el más apasionado amor, no había fagocitado el suyo. No acertaba a descubrir qué mecanismos, qué artimañas habían empleado para conjurarla y convertir cada día en único y cada dificultad en un acicate para continuar unidos. Me maravillaba contemplar sus manifestaciones amorosas: mi padre pellizcándole el trasero a mamá en un descuido o ella acariciando el dorso de su mano mientras él dormitaba en el sillón. Constituía casi un milagro que dos seres de caracteres y temperamentos tan dispares hubieran llegado a un grado de entendimiento y comunicación tan perfecto. Mi madre es una mujer extrovertida, con aficiones culturales. Adora la música clásica, el teatro y la poesía y sobre todo conversar. Mantiene unas opiniones poco convencionales sobre la mayor parte de los asuntos, aunque para todo lo referente a sus hijos, guarde las formas de antaño. Mi padre es un hombre callado. Su formación académica es escasa, apenas le llega para comprender las noticias de la prensa pero ha poseído el valor suficiente para aprender un oficio y levantar un próspero negocio con el que ha sustentado las necesidades de la familia. Tal vez la clave secreta de una unión tan duradera se encuentre en la disparidad de sus personalidades. Algo así como la conjunción entre los contrarios, el ying y el yang.

Abandoné la autovía por la salida correspondiente y giré hacia la ronda de acceso a la ciudad. La estación y la hora me permitieron encontrar con facilidad un aparcamiento cercano a la vivienda. Estacioné el coche y anduve los escasos trescientos metros que me separaban de ella a través de la arteria principal. El viento del suroeste penetraba por la bocana del puerto y atenuaba el calor estival. Los comercios habían cerrado y los turistas ocupaban las terrazas de los bares. Eché una ojeada al escaparate de una librería en el que estaban expuestos con ordenada pulcritud las últimas novedades editoriales y una serie de títulos sobre temas locales: Leyendas de antaño, La identidad de un mito, Sindicalismo y luchas obreras en el primer tercio del siglo XX, Fiestas y tradiciones populares… Consulté mi reloj y aceleré el paso. Mis padres ya habrían comenzado a comer.

El domicilio familiar ocupaba toda la primera planta de un edificio decimonónico que adquirió mi tatarabuelo en 1875 para modernizar el tenducho con el que malvivía. La finca estaba construida en tres niveles, dada la escasez de metros en la fachada, aunque contaba con un amplio fondo. En la planta baja estaba situado el comercio de textiles con el que mi antepasado levantó su fortuna. En 1900 falleció mi tatarabuelo y pasó a regentarlo mi bisabuelo Fulgencio. También trabajó en él, como dependienta y cajera, mi abuela Esperanza, su hija, hasta que se casó. Como mis tíos abuelos, Lorenzo y Laureano, murieron en la guerra contra Marruecos y mi abuela se había marchado a vivir al norte con su marido, mi bisabuelo no disponía de ningún sucesor que regentase el negocio, lo traspasó a comienzos de la década de los cuarenta. Un año después murió en Villa Mercurio.

La tienda languidecía atendida por tres dependientes decrépitos que despachaban retales al peso mientras contaban, a fuerza de no disponer de otra ocupación mejor, los días que les restaban hasta el momento feliz en que colgasen el cartel definitivo rotulado con letras de imprenta de cerrado por jubilación. El escaparate traslucía una sensación de abandono, de desidia que espantaría hasta un náufrago que necesitase comprar un trozo de tela con el que cubrir su desnudez. A través de la enrejada persiana metálica se vislumbraban los mostradores de madera, modelo postguerra, los estantes huérfanos de telas semejantes a nichos despojados de los féretros que acogieron, ausentes de funcionalidad. Cerca del escaparate una pareja de maniquíes mostraban impúdicamente sus cerúleos cuerpos desprovistos de sexo. Sus yertas caras respondían a la estética de finales de los cincuenta. Sólo la caja registradora colocaba un punto de modernidad a aquel negocio que evidenciaba ruina. Pensé en mi bisabuelo Fulgencio, en los relatos que me contara mi madre de cuando Textiles Conesa suministraba de telas a toda la burguesía de Mirabilia y recordé la historia del comercio.

Mi tatarabuelo, Leandro Conesa, malvivía con los magros ingresos que le proporcionaba una tiendecita estrecha, sombría y húmeda donde los únicos clientes eran las criadas de casa modesta que compraban un retal para remendar sus delantales y las mujeres de vida alegre que buscaban algún resto de satén barato, rojo o negro con el que confeccionar la vestimenta precisa para el ejercicio de la profesión. Pronto intuyó que aquella riada de gente atraída por el espejismo de la minería necesitaría tela con la que vestirse. Asistió al nacimiento de una prosperidad que nutría las filas de la oligarquía urbana y supo que esta necesitaba alardear de su riqueza para perpetuarse en el poder, puesto que una de las primeras manifestaciones de la ostentación la ofrece el vestido, otra la vivienda. Alentado por el incipiente desarrollo económico, reformó su negocio para adaptarlo a la nueva clientela que pronto habría de llegar. No estaba atado por demasiadas obligaciones familiares. La única era su hijo Fulgencio, mi bisabuelo, que quedó huérfano de madre muy pequeño. Mi tatarabuela había muerto víctima de las fiebres tercianas, que periódicamente estragaban la población de la ciudad. Por fortuna, al niño le bastaba con los cuidados que le proporcionaba la vieja criada. El comerciante empleó sus energías en la mejora de sus condiciones de vida. Con astucia de fenicio vendió su proyecto a un banco de la ciudad y consiguió una hipoteca en condiciones favorables que le permitió la adquisición de un inmueble situado al final de la arteria principal, en el nuevo barrio que se estaba levantando.

Aquellos años, coincidentes con la niñez y adolescencia de mi bisabuelo, fueron de inmensa prosperidad. Vendían el dril azul marino por centenares de metros. No había mes en el que no tuvieran que realizar un nuevo pedido de este género a la fábrica Pi y Montaner, situada en Barcelona. Con este tejido se confeccionaba la ropa de faena que utilizaban los obreros. Tan grande fue la demanda que la modista que colaboraba con él no daba abasto a cumplir los encargos. Leandro Conesa contrató a todas las costureras que pudo encontrar tanto en la ciudad como en las poblaciones cercanas. Les mandó dibujar patrones con medidas estandarizadas según las diferentes tallas y les ordenó que cortasen y cosiesen pantalones en larguísimas jornadas. Por supuesto que la paga era pequeña, las condiciones de trabajo pésimas y la comida que les proporcionaba escasa; sin embargo ellas estaban contentas porque el trabajo fijo les aseguraba que sus hijos no pasasen hambre.

Además de pantalones y blusones para la clase obrera, que vendía a precios módicos, mi tatarabuelo Leandro importaba las más ricas telas de Londres, Lyon o París: sedas, brocados, terciopelos, satén, crepé… que se convertían en hermosos y carísimos vestidos que compraban las esposas de los mineros enriquecidos por la suerte de haber encontrado un filón de plata, pirita o manganeso. No eran los únicos clientes, porque las mujeres de los comerciantes locales, cuyos negocios crecían como la espuma al amparo de la riqueza minera, deseaban emularlas en la manifestación externa de los caudales recién adquiridos. Unas y otras, vestidas por textiles Conesa, brillaban en las interminables y numerosas fiestas en las que el champán corría como un río dorado mientras que los esposos se deleitaban con la compañía de las más bellas prostitutas en cuartos secretos decorados al estilo de los serrallos turcos en los que el humo del opio creaba un ambiente de irrealidad.

La primera planta del inmueble la destinó a vivienda familiar y a almacén. Arrendó la segunda a uno de los muchos notarios establecidos en la ciudad a los que atraía la rentable tarea de registrar los títulos de propiedad de las minas y las nuevas viviendas que con profusión se edificaban.

Mi antepasado no sólo consiguió pagar la hipoteca sino acumular un capital que lo indujo a igualar el ostentoso modo de vida de la mayoría de los comerciantes locales. Para lograr su objetivo precisaba una residencia mayor. Más tarde la ofrecería como regalo de bodas a su hijo que se aproximaba a la edad en la que era preciso formar familia. Mi tatarabuelo acariciaba la idea de que algún nieto suyo se dedicase a la política, aunque fuese la local. Fulgencio pasó a engrosar la plantilla del negocio en cuanto cumplió dieciséis años y había asimilado las enseñanzas precisas para el desarrollo de la actividad comercial. Cuando esto ocurrió, Leandro, orgulloso de la continuidad de su proyecto, sustituyó el cartel que coronaba el acceso a la tienda por otro en el que se leía: «Textiles Conesa e hijo». Además de esta razón, otra, más poderosa, lo convenció de la necesidad de proveerse de una nueva casa: el espacio que ocupaba la vivienda familiar se precisaba como almacén de tejidos. El original resultaba insuficiente para contener todas las piezas de género que demandaba la numerosa clientela.

Supo que un minero arruinado por deudas de juego vendía una finca en el campo, no muy lejos de la ciudad. Se podía realizar el trayecto en calesa a diario. Aquel lugar, a pesar de ser un descampado, un terreno yermo calcinado por el sol, poseía una gran ventaja: su cercanía a la estación del ferrocarril inaugurada tan sólo una década antes. Esta circunstancia lo había convertido en el lugar de moda para la enriquecida clase media mirabiliense. En su desolada geografía se alzaban los esqueletos de las estructuras de palacetes y mansiones en construcción. Mi tatarabuelo la compró y acometió las obras de cerramiento de la vivienda, que estaba a medio construir. Cuando, años después, mi bisabuelo Fulgencio se casó con su primera esposa, Caridad Riquelme, se la ofreció como regalo de bodas. La pareja no llegó a ocuparla porque ella no quiso trasladarse a vivir al campo. Nunca había residido fuera de la ciudad y no deseaba cambiar de vida. No hubo argumento que la convenciese, así que establecieron como domicilio la vivienda situada sobre el comercio. Mi tatarabuelo se negó a vivir con ellos, alquiló un piso modesto en el que se alojó mientras remataban la soñada villa, a la que llamó Mercurio en honor al dios del comercio, y cuya terminación celebró con una sonada fiesta. Después se mudó a la casona. Todos los días acudía a la tienda en una calesa que él mismo conducía hasta que un ataque cerebral lo redujo a un estado vegetativo. Murió poco antes de que naciese mi abuela, hija del segundo matrimonio de su hijo.

El piso, al igual que los bienes restantes, lo heredó mi abuela Esperanza, única depositaria de los bienes familiares, pues los mellizos que nacieron de la unión entre Fulgencio y Caridad murieron en África luchando por defender los últimos restos del maltrecho imperio español. Ella lo rehabilitó de nuevo como domicilio familiar (había estado deshabitado desde el segundo matrimonio de mi bisabuelo Fulgencio. Su segunda mujer, Renée, por el contrario, deseó vivir en el campo, por ello eligió Villa Mercurio). Cuando mis abuelos murieron, mi madre pagó las partes correspondientes a sus hermanos y cambió la titularidad de la escritura haciendo partícipe de ella a mi padre. La casa de Los Arenales, en cambio, era propiedad de todos los hermanos, aunque quienes más la utilizaban eran mis padres ya que todos mis tíos residen en otros lugares de España.

Abrí con mi juego de llaves el portón de la vivienda y subí la escalera de mármol blanco de Macael, con barandilla de forja, adornada con profusión de motivos vegetales y rematada por un pasamanos de madera desgastado, hasta el primer piso. Miré hacia arriba. La escalera giraba armoniosamente en dirección a la segunda planta alquilada, fieles a la tradición familiar, a un bufete de abogados y a la terraza en la que estaban los trasteros y que gozaba de una maravillosa vista sobre los tejados de la ciudad. En mi infancia era mi lugar favorito. Hubo una temporada en la que a mi madre le dio por cultivar macetas y jardineras con rosales. Este hecho me permitía identificarme con la pequeña protagonista del cuento de Andersen La reina de las nieves, la inocente Gerda. Como ella, pasaba horas y horas sentada leyendo un libro mientras miraba hacia la terraza contigua a la espera de que se materializase mi sueño: que apareciese un muchacho moreno con el que compartir mis juegos y mis libros. Un Kay que sólo en mi mente existía.

Pulsé el timbre y su chirrido –que alteraba los nervios de mi madre pero que nunca se decidía a cambiar por otro más melodioso– retumbó en el interior de la vivienda. Al poco, oí los pasos de mi padre cruzando el pasillo. Se abrió la mirilla y escuché el sonido del cerrojo al descorrerse.

—¡Qué alegría, nena! Renata, pon un plato más en la mesa. Elena ha venido.

Mi madre, sin escuchar la recomendación de mi padre, se acercó a paso ligero hasta el recibidor en el que yo dejaba mi mochila colgada del perchero. Me espetó un beso en cada mejilla mientras me abrazaba.

—¿Tú por aquí? ¡Dichosos los ojos! ¡Por fin has decidido burlar la voluntaria clausura! Podrías haber telefoneado y habría preparado una comida más acorde con la ocasión. Hoy tenemos gazpacho y unas croquetas que he preparado con las sobras de la carne del cocido.

—No importa, mamá, he pasado mucho calor en el viaje de regreso y apenas tengo hambre, aunque un tazón de gazpacho frío suena seductor. Aquí se está muy fresco.

En el piso reinaba la umbría porque las persianas estaban bajadas. Un par de ventanas de dos habitaciones enfrentadas estaban abiertas creando una corriente de aire muy agradable.

—Pasa al aseo y refréscate un poco –aún me trataba como a una niña–, voy a servir la comida.

Cuando salí del aseo me sentía mejor, el agua fría me había calmado el dolor de cabeza. La sensación de vacío en el estómago me recordó que no había ingerido alimentos desde el desayuno. Sorprendí a mi madre afanada en abrir latas de fruta conservada en almíbar para preparar un postre con el que agasajarme.

—Mamá, no te molestes, con una manzana ya tengo suficiente.

—De ninguna manera, hija, estás demasiado flaca y un poco de azúcar no te vendrá mal. Además, ¿no dicen que la glucosa es el alimento del cerebro?

No contesté, era inútil disuadir a mi madre cuando ejercía como tal. Mi padre permanecía callado descorchando una botella de vino blanco.

En una emisora de radio que sólo programaba música clásica sonaba el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, el compositor favorito de mi madre. Afirmaba que sus melodías la serenaban.

Mi padre se sentó a la mesa ocupando su sitio de costumbre. Tamborileaba con los dedos sobre el mantel, señal inequívoca de que estaba nervioso o contrariado.

—¿Podríamos apagar la radio? Son casi las tres y va a empezar el telediario.

—Claro –contestó mi madre–, aunque no veo la necesidad de escuchar por enésima vez la relación de desgracias que ocurren en el mundo, pero como sé que si rompemos la rutina tu universo se puede descolocar, hazlo –afirmó con ironía mientras le revolvía el cabello afectuosamente–. Siempre hay tiempo para escuchar a Debussy.

Comimos con lentitud saboreando los alimentos, que alabé no sólo por cumplir con un elemental sentido de la amabilidad filial sino por ser justa con las habilidades culinarias de mamá.

Cuando sirvió el café, el noticiero había acabado, y pudimos conversar apaciblemente sin la interrupción molesta del televisor.

—¿Qué tal los exámenes? –preguntó mi padre.

—Bien. Hoy he realizado el último de este curso. Si he aprobado todo, el próximo me matricularé de las cinco asignaturas restantes y ya habré acabado mis estudios universitarios.

—¿Y después? –inquirió mi madre.

—Después, no sé. Me prepararé el trabajo de fin de carrera, bueno ya estoy empezando a recopilar datos. Cuando haya obtenido el título tal vez haga algún curso de especialización sobre museos o algo así o me prepare las oposiciones para profesora de enseñanza secundaria.

—Por cierto, ahora que hablamos de museos. He hecho limpieza en los trasteros de la terraza y he tirado a la basura varias cajas con montones de cosas inservibles. Sin embargo he dejado tres con objetos que te pueden interesar. Si quieres vamos al salón y revisas lo que hay por si te apetece conservar algo. En caso contrario, lo arrojaré al contenedor. No podemos acumular tantos chismes.

Mi madre abrió una caja de cartón con mucho cuidado, como el prestidigitador que espolea la expectación del público antes de ofrecerle un truco de magia del que se siente muy orgulloso.

Mis ojos se iluminaron con el contenido: eran mis libros de cuentos. Creí haberlos perdido. Allí estaban los cuentos de Andersen, los de los hermanos Grimm, los de Perrault, las historias de Celia y mi favorito: Cuentos de hadas de la Condesa de Segur.

—Mamá, ¡qué alegría! –exclamé sinceramente emocionada.

Junto a ellos había un plumier de madera de dos pisos decorado con una calcomanía colorida, una caja de cartón con lápices de colores de la marca Alpino y una caja de hojalata que inmediatamente reconocí como la que acogía mis cromos. La abrí y allí estaban. Cromos de angelitos, de cabecitas de damas antiguas, de frutas, de animalitos…

Aún no me había repuesto de la sorpresa cuando mi madre abrió la segunda.

—El contenido de esta, la verdad es que no sé qué hacer con él. Decídelo tú, Elena.

Abrí la segunda caja, en ella había una bola de cristal, varias barajas de tarot y otros objetos como ramilletes de hierbas que se deshicieron al tocarlas y un atado con cartulinas que representaban las letras del abecedario.

—¿Qué es todo esto?

—Las artes de mi abuela Renée. Ya sabes que era vidente, adivinadora, ¡qué sé yo! Una especie de bruja. Mi madre contaba que ocupaba la mayor parte del tiempo en asuntos de ultratumba.

—¿No os daba miedo?

—Estábamos acostumbrados a sus excentricidades. No hacía mal a nadie. La verdad es que intuía ciertas cosas. Mi padre, ejerciendo de militar y de yerno, debió intervenirle el material que empleaba en sus artes adivinatorias para evitar más problemas, lo trajo aquí y lo guardó. ¿Quieres que tiremos todo esto?

—No, mamá, consérvalo como recuerdo de una antepasada poco convencional.

Cogí la tercera, destapé la caja y encontré algunos objetos en los que se notaba el paso del tiempo: unos carboncillos, difuminos, un abanico de seda pintado a mano –se podía apreciar la rugosidad de la pintura al pasar los dedos– con motivos de rosas rojas y dos cuadernos, uno de ellos forrado en una tela gruesa estampada con motivos florales, cuyos colores el transcurso del tiempo había desvanecido adquiriendo unas preciosas tonalidades pastel. Unas letras doradas impresas en la cubierta me indicaron que se trataba de un objeto caro. Caligrafiaban la palabra Diary. En otro tiempo debió de estar dotado de algún tipo de mecanismo que custodiaba el interior y que había desaparecido. El otro era más sencillo: tapas forradas en moleskine negro, hojas amarillas pautadas y una banda elástica para cerrarlo.

—¿Esto a quién perteneció? –interrogué a mi madre.

—Pues… lo ignoro. ¡A saber el tiempo que lleva en el trastero! No estaba en un lugar visible. Alguien había puesto un doble suelo y entre ambos se encontraba la caja de lata que los contenía envuelta en un trozo de hule. Como la madera se estaba pudriendo, al levantar una tabla, apareció. Me extrañó el hallazgo. Al principio, creí que se trataría de documentos importantes o de papeles comprometedores. Ya sabes los tejemanejes que llevaban los viejos. Tal vez mi abuelo Fulgencio lo trajese cuando abandonó Villa Mercurio.

Abrí el primer cuaderno. Estaba escrito en inglés, las hojas eran de color sepia, fruto del paso del tiempo, la letra aún era legible, la tinta debía de ser de una calidad excelente pues no se veía desvaída. Los cerré.

—Mamá, están escritos en inglés, ¿quién será su autor? Desde luego son diarios.

—¿En inglés? Pues como no sea la niñera de mi madre, su querida nanny, no se me ocurre otro origen.

—¿Por qué cuidó a la abuela una niñera inglesa? –la interrumpí.

—Mi madre contaba la historia que le contó la suya: que su nanny la había criado desde que era un bebé. Había llegado desde Inglaterra el mismo año en que ella nació huyendo de su familia. Estaba enamorada de un muchacho sin posibles. Este la pidió en matrimonio, pero no fue aceptado por los padres, que pertenecían a una clase social superior. Ella, en un acto de rebeldía, se acostó con el novio. El asunto fue descubierto por su padre que trató de evitar el escándalo que mancillaría el honor de la familia. El pretendiente, se vio obligado a marcharse del país, amenazado por el progenitor de la muchacha. Ella quedó en una situación muy difícil. Le quedaban pocas opciones, por supuesto la de una boda con alguien de su clase resultaba imposible. Quienes violaban esta norma eran desheredadas. La soltería la condenaba a la miseria. En aquellos tiempos, las mujeres pertenecientes a familias ricas no habían sido preparadas para ganarse la vida. Así que el camino que debía recorrer desembocaba en la prostitución o en el suicidio. El caso es que recaló aquí. Mi abuelo Fulgencio se apiadó de ella y la admitió como niñera e institutriz pues vio en la contratación de sus servicios la oportunidad de que alguien de la familia hablase y escribiese en inglés. Una perspectiva interesante que mejoraría las relaciones comerciales con las islas británicas. A tenor de los hechos, fue una decisión afortunada. Mi madre la quería mucho.

—¿Qué sucedió con ella? ¿Se casó con su novio?

—La verdad es que no lo sé con exactitud. Mi madre afirmaba que un buen día desapareció. Parece ser que se marchó sin despedirse. Tal vez consiguiera ponerse en contacto con el novio, o quizás regresase a Inglaterra. O tal vez se cansara de servir como criada siendo una señorita de buena familia.

—¿Tu abuela Esperanza no supo más de ella?

—No. Como si se la hubiese tragado la tierra. Nunca se puso en contacto ni con ella ni con mi madre.

—Bueno, ábrelos a ver si hay algo que nos permita identificarlos.

Abrí la primera página y leí:

—Tower House, 1899. May. ¿Te suena de algo?

—De nada.

Al depositarlo de nuevo en la caja, algo cayó al suelo, parecía una flor, que se deshizo convirtiéndose en un puñadito de polvo. Durante una fracción de segundo me pareció que era una estrella lo que había caído, es decir, una flor con forma estrellada.

Aquella percepción momentánea se instaló en mi mente de forma obsesiva. La asocié a Villa Mercurio y a su inquietante jardín. Sentía una gran curiosidad por conocer la historia de la niñera de mi abuela. Las viejas historias siempre me habían fascinado. El tiempo se encargaría de mostrarme lo que ocultaban aquellas hojas amarillentas.

Regresé a casa al atardecer. El calor del día se había amortiguado. Por la ventanilla abierta penetraba una brisa agradable. El día había sido propicio, uno de esos magníficos días que no debían acabar. Perspectivas novedosas se me ofrecían: la posibilidad de trabajar como alumna interna para la Universidad resultaba interesante, la investigación sobre Hunter parecía un reto atractivo y la recuperación de un trocito de mi infancia (mis libros y mis cromos, tan queridos ambos), me llenaba de alegría, de confianza en el porvenir. Hacía mucho tiempo que no experimentaba esa sensación de plenitud cálida y envolvente que me ayudaba a salir a la superficie y a abandonar el oscuro pantano en el que estaba inmersa desde hacía años. Conecté la radio, una canción pop me acompañó durante un tramo del trayecto: The year of de cat. ¡Cuántas veces la bailé en aquella discoteca de nombre brasileño que a finales de los setenta abrieron en Los Arenales!

Los días perfectos son escasos, siempre ocurre alguna circunstancia que los estropea: un viento frío que se levanta, nubes negras que amenazan la luz del sol y la claridad del cielo o una mala noticia que interrumpe una agradable comida veraniega. La perfección, como la felicidad, es un espejismo, una impresión fugaz que por su fragilidad apenas basta para conjurar el tedio cotidiano que impregna la existencia. Pero, entonces, mientras conducía canturreando y realizando planes para cumplir cuando llegase a la casa, la culminación de una jornada perfecta, no sabía que no habrían de llevarse a cabo.

Aparqué el coche en el patio. Agarré las dos cajas y me introduje en la vivienda. El interior estaba fresco, como las entrañas de una cueva. Corrí a colocarme el traje de baño para sumergirme en la laguna antes de cenar. Quería leer cuanto antes los diarios. Bajo el umbral de la entrada principal brillaba un rectángulo blanco, un aviso de carta certificada que el cartero había introducido por debajo de la puerta. Sentí una cierta aprensión al cogerla. Provenía de Madrid, del despacho de abogados en el que prestaba sus servicios mi letrado. El documento me devolvió a las profundidades del pantano: Arturo volvía a aparecer en mi vida.

Sentí un galopar frenético en el pecho, la boca como papel de lija y las cervicales tensas como las cuerdas de un arpa. Arrojé el papel sobre la mesa, como se arroja un insecto ponzoñoso. Intentaba apartarlo de mi ángulo de visión para que no me hiciese daño. De ningún modo deseaba que el pasado me empujase hacia el abismo obligándome a descender las capas de agua sucia que había conseguido atravesar a la búsqueda de la luz fulgurante del sol. Busqué en la mesilla de noche la caja del ansiolítico que me acompañaba desde hacía años. Me coloqué una pastilla bajo la lengua. Temblorosa y ovillada en el sillón de mimbre esperé su efecto benéfico. No podía tolerar una nueva crisis que atorase mi cerebro y mi voluntad, en aquel preciso momento en el que comenzaba a flotar sobre la superficie clara y ahíta de luz. No podía consentir que mi espíritu se convirtiese en una almoneda repleta de deshechos de otro tiempo, caducos e inservibles. No podía permitirme que la furia, el miedo o el odio agitasen las ya turbulentas aguas de mi cerebro.

Comencé a frenar mi respiración, que se había vuelto rápida y superficial. Inhalé aire profundamente, tal como me había recomendado mi terapeuta. Traté de relajar mis crispados miembros. Todas las medidas estaban en marcha. Decidí no dejarme vencer por otra crisis de pánico. La última, tras la traumática ruptura con Arturo, me había conducido hasta la consulta de un afamado psicólogo madrileño que experimentaba con una terapia nueva, importada de Estados Unidos. En su despacho descubrí que mi patológica inseguridad me había conducido a un callejón tapiado. Mi estabilidad emocional había sucumbido víctima de la irracional necesidad de ser amada, lo que me había convertido en un patito triste y asustado a la búsqueda desesperada de seguridad y cobijo.

Mi vida había sido dichosa, o al menos eso creía hasta entonces. Nací después de dos hermanos. Fui la niñita adorada de papá. La princesita a la que visten de rosa y peinan su cabello con lazos. También acumulé las preferencias de mis abuelos maternos, tanto del abuelo Raimundo (era la única nieta) como de mi abuela Esperanza, que me mimaba en exceso. Pasaba horas y horas peinando mi pelo –que yo odiaba por su extravagante color–, me compraba vestidos adornados con profusión de jaretas y de lazos; consentía mis pataletas y caprichos. Nada había que yo deseara y no me fuese dado. Mi madre pretendía educarme de forma más realista: imponía límites a mis caprichos y frenaba mis rabietas infantiles con reprimendas y castigos. Pronto sucumbió a la presión familiar. Se dedicó también a protegerme sobre todo porque pasé gran parte de la infancia aquejada por múltiples enfermedades infantiles por las que debía guardar cama con demasiada frecuencia. Los libros de cuentos fueron mis únicos referentes en la construcción de la imagen de las relaciones amorosas. El colegio religioso al que asistí no favoreció mi educación emocional y la rígida moralidad imperante en una ciudad de provincias en la España franquista de los años sesenta y setenta, menos aún. Me instalé con una comodidad absoluta en la más absurda ignorancia relativa a las relaciones afectivas.

En la adolescencia tampoco pude, o quise, romper la cuerda que me unía a mi mundo de referencia para volar libre a la búsqueda de otros paisajes, de otros lugares en los que crecer. Los tímidos intentos de deshilachar la gruesa maroma que me mantenía prisionera, los abandoné apenas empezados. La tarea era monumental y me habían educado en la sumisión. Sublimé todos los impulsos sexuales propios del despertar hormonal. Afloraron en mi pensamiento unas tendencias místicas, aupadas por las monjas del colegio en el que estudiaba, que me llevaron a plantearme la posibilidad de ingresar en un convento. Cuando acabé el bachillerato, decidí cursar Historia del Arte. En mi ciudad sólo había entonces escuelas técnicas superiores, pero no existía facultad que impartiese alguna rama de estudios universitarios humanísticos. Cuando expuse la idea de alquilar un piso compartido con otras compañeras en la capital de la provincia, mis padres se opusieron con todos los argumentos posibles. Deseaban que estudiase. Arte les pareció una opción correcta para que una señorita se entretuviese hasta que encontrase el novio adecuado. Sin embargo, no cedieron ni un ápice ante la idea de que abandonase el domicilio familiar. Según mi padre, me marcharía del nido vestida de blanco con dirección a la iglesia. Mi madre, más liberal y conciliadora, apuntó la posibilidad de una residencia universitaria femenina. La orden religiosa, en cuyo colegio estudié, regentaba una muy afamada entre la burguesía provincial por el férreo control que ejercían sobre la moralidad de las residentes. No me rebelé, a pesar de haber cumplido la mayoría de edad. La educación recibida había dado sus frutos.

Acepté ir a la Facultad utilizando el autobús de línea regular. Al llegar a tercero de carrera, el cansancio se apreciaba en mi aspecto. Los madrugones y las dos horas que duraba el trayecto de ida y vuelta y que me obligaban a robarle tiempo al sueño para no quitárselo al estudio me estaban agotando. Además, arrastraba una apatía dolorosa. Me sentía como el pájaro enjaulado que se destroza las alas en un intento desesperado de alcanzar la libertad vislumbrada a través de los barrotes de la angosta prisión y que se le ofrece en todo su esplendor. El médico, un chico joven que sustituía al viejo doctor en el consultorio del barrio, comprendió la situación y aconsejó a mis padres un cambio de aires. Me recetó unas vitaminas y me aconsejó que no me rindiese. Ante la perspectiva de que enfermase, me permitieron compartir un piso con otras chicas. Yo me comprometí a regresar al domicilio familiar todos los viernes.

En los meses que siguieron a mi independencia, animada por mis compañeras, me lancé a explorar el mundo que me había sido vedado: el fabuloso país del amor. Todos los escarceos amorosos acabaron en rotundos fracasos ya que carecía de la más mínima experiencia. No obstante, descubrí la dulce sensación de flotar, de sentir mariposas revoloteando en el estómago cada vez que me enamoraba. Me sentía una auténtica princesa pues había príncipes que me deseaban.

Con cada relación experimentaba la sensación semejante a la que afecta al drogadicto que se inyecta una dosis de estupefacientes en la vena. Me convertí en una adicta al amor. No podía vivir sin mi chute. Después supe que mi cerebro necesitaba de la subida de los neurotransmisores dopantes que el organismo segrega en las fases primeras del enamoramiento. Por mi sistema neuronal debían circular cantidades ingentes de serotonina, porque nunca me había sentido mejor, más feliz, más creativa, más hábil socialmente, más desinhibida. Pasé de ser un escuerzo, al alma de las fiestas. Pero la euforia acababa con el fin de la relación y para prolongarla debía encontrar un nuevo novio. En el escaso tiempo que mediaba entre mis aventuras amorosas sufría estados depresivos. La tristeza, la desesperación o la ira minaban mi estabilidad emocional. Sufría el síndrome de abstinencia y precisaba de una nueva dosis para recuperarme. Entonces conocí a Arturo.

Arturo era primo de Lina, una amiga con la que compartía desde la infancia los veraneos. Lina era madrileña y sus padres poseían una casa a finales del pueblo, donde la playa se ensancha cubierta con una fina capa de arena dorada para interrumpirse unos pocos metros después por la desembocadura de la rambla. Habíamos compartido libros, juegos y secretos desde la niñez y a pesar de que sólo coincidíamos un par de meses al año, nuestra amistad ligada al ocio y al tiempo blando del verano se mantenía sin fracturas.

El estío, como propagaban las canciones veraniegas, era tiempo para amoríos. Mi inquietud se serenó ante esta perspectiva, que no tardó en cumplirse.

Me lo presentó una tarde de 1983. El levante soplaba fuerte arrastrando la arena que hería en la piel como diminutos cuchillos y esmerilaba los cristales con su vaho de salitre. El vendaval nos obligaba a permanecer en el interior de la casa para protegernos de sus molestos efectos. Enclaustradas en el saloncito ojeábamos unas revistas de moda que Lina había traído de Madrid. Repantigadas en las hamacas de lona compartíamos chismes y confidencias cuando una vaharada de colonia anunció su presencia.

—Elena, este es mi primo Arturo. Su padre se ha marchado al extranjero por asuntos de negocios y él nos va a acompañar estas vacaciones.

De la madre no comentó nada. Después supe que estaban divorciados. En aquellos años aún se percibía el divorcio como un estigma.

Me saludó con dos corteses besos en las mejillas, que yo respondí. Intercambiamos unas pocas palabras triviales y en vista de que ni Lina ni yo le prestábamos atención se marchó.

Arturo era un muchacho moreno, de pelo oscuro cortado al uno. Vestía siempre de forma impecable y formal. Los pantalones vaqueros y los polos que conjuntaba con ellos eran de marcas americanas, todas ellas carísimas. Pude comprobar que poseía una gran provisión de ellos en todos los colores. Habitualmente calzaba mocasines facturados en una excelente piel y adornados con unos estribos plateados sobre el empeine o unas bolitas de flecos. Su estética correspondía a la de un pijo, sus maneras también. Esto no fue obstáculo para que se convirtiese en el objetivo amoroso de todas las muchachas sin compromiso de la pandilla, en la que se integró sin problemas, pues a sus encantos, el pelo tan negro y la tez morena en la que brillaban unos ojos verdes de largas pestañas, añadía la posesión de un coche. Un utilitario impecable (después supe que no le pertenecía, se lo había prestado su padre para impresionar a las chicas) con el que realizaba varios viajes para trasladarnos a todos hasta las discotecas de moda de una playa cercana. Yo me sumé a la competencia por conseguir atraerlo. Contaba con una ventaja, la complicidad de su prima, mi mejor amiga.

Una noche, mediaba ya el mes de agosto, preparamos una fiesta playera. En realidad, una excusa para llevar al terreno práctico las recién comenzadas relaciones amorosas. La hoguera que prendimos con madera de deriva, el alcohol de las bebidas y la música romántica y cursi que emitía un radiocasete a pilas propiciaban el encuentro sexual. Me invitó a pasear por la playa con la excusa de contemplar las estrellas. Nos alejamos del resto del grupo hacia el cañaveral que flanqueaba la rambla. Como era previsible, vertió en mis crédulos oídos todas aquellas palabras que una muchacha espera oír en su primera cita y que forman parte del aderezo del mito del amor romántico. Me besó. Las mariposas, como las oscuras golondrinas, volvieron a colgarse de mi estómago. Creo que hasta oí la música de la película La colina del adiós. Tal vez la estuviese interpretando alguno de los guitarristas aficionados de la pandilla. No faltaba ningún ingrediente para que aquel tópico encuentro resultase un éxito. Recibí un chute directamente en vena. Estaba casi limpia y había vuelto a reincidir.

El resto de las vacaciones fue maravilloso. Arturo, que disponía de un poder adquisitivo que ninguno de la pandilla poseíamos, me colmaba de atenciones, de pequeños obsequios y de mimos. Comenzamos a separarnos del grupo buscando un aislamiento que nos permitiera amarnos. Contábamos con la ayuda de Lina que actuó como una verdadera alcahueta pues ocultaba mis ausencias con unos argumentos tan creíbles que convencían a mis padres. Todo a cambio de que la cubriese en su recién estrenada relación con un chico de la pandilla.

A los veinte años yo era aún virgen. Mis breves romances nunca habían acabado en el coito. No era fácil obtener los medios anticonceptivos necesarios y además los preceptos morales en los que me había educado me aconsejaban reservar la virginidad para mi esposo. Con Arturo fue diferente, por fin había encontrado mi príncipe. Mi sueño se había convertido en realidad. La última noche de las vacaciones hicimos el amor en el interior de su coche. Antes me prometió solemnemente que nos casaríamos. Yo esperaba un concierto de jadeos, la explosión de fuegos de artificio, es decir, que se cumpliesen cualquiera de las fantásticas descripciones que sobre el orgasmo aparecían en las revistas eróticas que comprábamos y leíamos a escondidas. Lo único agradable que recuerdo fue que aquello acabó pronto. Pensé que no importaba, que yo lo quería. Él debió gozar mucho más que yo porque al instante se quedó dormido. Permanecí en silencio, fumando un cigarrillo, hasta que se despertó. Por supuesto que le mentí. Afirmé que todo había sido maravilloso. Él me dijo que me quería, que era la mujer de su vida. A los tres meses abandoné los estudios y la casa familiar vestida de blanco y del brazo de mi padre. La película finalizaba como debía ser, con el beso de los protagonistas que el reportaje de video mostraba en un fundido en negro que se convirtió en una premonición pues ese fue el color que definiría mi matrimonio.

Yo pensaba que había adquirido la seguridad afectiva que necesitaba, la material estaba asegurada con creces pues mi flamante marido utilizaba muy bien sus conocimientos como economista y los contactos de su padre para labrarse una reputación de broker agresivo que le proporcionaba clientes importantes y pingües beneficios. Yo me dediqué a la vida ociosa. Disfrutaba de todo: viajes carísimos al extranjero, joyas, vestidos… pero cada vez sentía que no me había leído la letra pequeña del contrato, que tras el The End había una segunda parte que nunca me habían contado. En definitiva, pronto apareció un gran vacío en mi vida, que la ausencia de hijos agrandaba. No me planteaba objetivos y sin ellos mi existencia era como un barco a la deriva. Era una yonqui romántica sentenciada a la ruina. Había caído en una trampa que yo misma había construido. Estaba atrapada en un matrimonio que no se ajustaba a mi sueño, que fue tan breve como un soplo de aire fresco en medio de un tórrido verano. Mi marido comenzó a fraguarse otra existencia paralela en la que yo no estaba incluida. Los viajes, cenas de negocios y compromisos comerciales se convirtieron en pretextos habituales que lo apartaban de mi cama y de mi vida. A veces me asaltaban las dudas y creía que no estaba cumpliendo mi parte del contrato, que había perdido mi encanto sexual y que Arturo no me había querido nunca. No sabía a quién culpar, a mí, a él o a la sacrosanta institución del matrimonio. Mucho más tarde encontré la respuesta: no me había casado por amor sino que había vendido mi atractivo sexual a cambio de seguridad afectiva.

Antes de que comenzara el cataclismo que me arrolló convirtiéndome en un despojo, creí que estábamos viviendo una crisis de las muchas que afectan a los matrimonios, al menos eso afirmaban mis amigas del club, que transitaban, o ya habían transitado, aquella áspera senda. Una década de vida en común construida con tan endebles cimientos puede generar un frágil edificio que cualquier contingencia puede arruinar. Yo carecía de vida propia. Mis amigas eran las mujeres de sus amigos, sus clientes o sus socios. Vegetaba en el lujoso piso de la calle Serrano al que nos trasladamos tres años después de nuestra boda. Nunca, como en mi caso, se cumplió tan a rajatabla el tópico de cárcel dorada. Sólo que prisionero y carcelero eran la misma persona: yo.

En varias ocasiones intenté retomar mis estudios de Arte, pero siempre encontraba excusas para convertir la decisión en acción. Unas veces me lo impedía la ajetreada agenda social de Arturo, que requería de mi presencia para causar buena impresión en clientes muy conservadores, otras, las temporadas de reposo motivadas por mis embarazos que siempre acababan en abortos sin causa médica que los justificase. Mi cuerpo parecía rebelarse ante la maternidad para la que mi mente no estaba preparada. El último se prolongó algo más que los otros. Me sentía plena y feliz. No me importaba permanecer en la cama acostada gran parte del día, ni tampoco la soledad, Arturo apenas disminuyó sus compromisos. Por fin poseía algo auténticamente mío. Imaginaba al feto crecer dentro de mi útero y aferrarse con sus diminutas manos a mi vientre, pugnando por crecer, pugnando por vivir. Ni los cuidados del ginecólogo –uno de los mejores de Madrid– ni mi resolución por que aquel embarazo llegase a término sirvieron para el propósito. A los cuatro meses perdí al niño. La experiencia me dejó un gran vacío, un montón de ilusiones rotas y una depresión aguda, que los médicos achacaron a los cambios hormonales. Decidimos posponer la paternidad y volvimos a los anticonceptivos, como en los primeros años de nuestro matrimonio, aunque poca falta nos hizo porque mi marido abandonó poco a poco el lecho marital. Su lejanía me hirió profundamente, apenas hablaba conmigo, ni me acunaba entre sus brazos. Me abandonó como a un fardo demasiado pesado, como a un juguete demasiado usado carente ya de todo interés.

Ante la falta de mi dosis de amor, sufrí el síndrome de abstinencia: vagaba por la casa nerviosa e irritada y descargaba mi ira con el servicio. Abandoné mi aseó personal, mi pelo adquirió la consistencia del estropajo de cáñamo y unos cercos morados se instalaron debajo de mis ojos. Me negué a proseguir con aquella existencia frívola y vacua amueblada con tardes de compras en las tiendas que jalonaban la calle en que vivía, fines de semana en la sierra y ratos en el club compartiendo copas y charlas intrascendente con otras mujeres tan aburridas y ociosas como yo.

Mi lamentable estado y las continuas quejas del personal de servicio, que amenazaban seriamente la paz doméstica que tanto gustaba a Arturo, lo indujeron a adoptar una determinación: me aconsejó la visita a un afamado psiquiatra. Fue el primero de una larga lista. Ninguno consiguió aliviar la inmensa desgana que sentía, la inmensa tristeza que se enroscaba en mi mente, con sus viscosos tentáculos, dominándola, poseyéndola. Ante la inutilidad de la farmacopea al uso intenté mi curación mediante las psicoterapias. Me alabaron las virtudes de un psicoanalista recién llegado de Alemania que gozaba de un gran predicamento entre los ejecutivos estresados que requerían su experta intervención.

Esperanzada, acudí a su consulta situada en un piso de un elitista barrio madrileño. Durante tres meses exprimió mi subconsciente buscando algún mísero complejo edípico, conflictos parentales no resueltos o represiones sexuales. La terapia no alcanzaba ningún resultado. Yo me sentía cada vez más triste y reacia a acudir a las sesiones. Un día en que escudriñaba con precisión de cirujano mi mente, cometí la estupidez de hablarle del alejamiento afectivo de mi marido. Fue la excusa perfecta para que aquel farsante –después supe que había sido detenido y procesado por ejercer la psiquiatría sin poseer la titulación requerida– etiquetase la causa de mi depresión como: «Insatisfacción sexual primaria». Me recetó unas píldoras estimulantes, me retiró toda la medicación antidepresiva y me aconsejó que sedujese a mi marido con tácticas de ramera de burdel asiático, que me explico prolijamente. Pagué su abultada minuta y abandoné la consulta.

De aquella experiencia extraje una consecuencia positiva: el daño que puede ocasionar el contenido del Ello. Los mitos culturales, las tradiciones, todo aquello que engullimos desde la infancia de forma inconsciente van modelando nuestro carácter y la percepción tanto del mundo exterior como la de nosotros mismos. Nuestra mente se amuebla con estanterías rígidas en cuyas baldas rotuladas clasificamos los nuevos conocimientos y experiencias. Así, cuando llegamos a la edad adulta, sabemos cómo debe ser el marido, la familia, la religión… ¡Toda nuestra vida interior ordenada! Todo aquello que la vida nos ofrece lo desechamos si no encaja en ninguno de los compartimentos mentales que hemos construido con el material del prejuicio. Nuestras decisiones están dictadas por la máxima nefasta de «como toda la vida de Dios se ha hecho». Nadie nos enseña a filtrar los mitos que impregnan los cuentos que leemos desde la infancia, las películas y las canciones que adoramos en nuestra adolescencia y cuyas idealizaciones falaces creemos como verdades indiscutibles, con una fe ciega y absurda. Así descubrí que mi matrimonio era ya una vasija de barro que expuesta a las inclemencias del tiempo se había resquebrajado por completo.

Al mes y medio, Arturo acudió solo a una cena de negocios, y a su regreso me encontró inconsciente y acompañada de los envases vacíos correspondientes a media caja de tranquilizantes. Me desperté en el hospital. Una sonda gastronasal me impedía hablar. Mis padres estaban sentados a mi lado. Mi marido no apareció por la habitación durante el tiempo que permanecí hospitalizada. Eso sí, pagó la factura de aquella clínica privada y la de la residencia en la que me internaron durante los cuatro meses siguientes para someterme a una novedosa terapia que me permitió hacerme cargo de mi vida.

Cuando recibí el alta médica, regresé a mi domicilio. En mi ausencia habían cambiado la cerradura. No pude acceder. Llamé un taxi y me dirigí a su oficina. Irrumpí en su despacho y allí me explicó la triste realidad. Nada de lo que poseíamos era propiedad ganancial. Todo pertenecía a un grupo de empresas, de las que él era el administrador o el gerente por lo tanto no podía exigir nada. Había tenido la amabilidad de depositar mis enseres personales: mi ajuar, ropas, joyas y libros en un guardamuebles. Me explicó que el piso le había sido requerido por la dirección de la empresa para una transacción inmobiliaria y había debido abandonarlo para residir en un hotel mientras le adjudicaban otro.

—Te puedo enviar tus cosas de vuelta a casa de tus padres, si quieres –me sugirió con una frialdad que helaba la sangre.

—No quiero nada tuyo. Mi ropa, mis libros y mi ajuar me los mandas en una o dos semanas a la dirección de la playa. El resto, quédatelo tú. No podría usar ninguna de esas joyas, –comenté intentando que la indignación y el dolor que me laceraba no alterasen ni mis nervios ni el tono de mi voz.

—Quiero el divorcio. He conocido a otra persona. Podemos hacerlo de forma amistosa o pleiteando. No te aconsejo esto último, resultaría muy costoso, sobre todo para ti, y no obtendrías grandes ingresos. No hay ningún bien registrado a mi nombre, ya te he dicho que sólo soy el administrador de un grupo de empresas. Me he puesto en contacto con un abogado. Toma su tarjeta. Se la puedes dar a tu letrado para que redacten el acuerdo.

Me extendió una cartulina en la que figuraba el nombre y dirección del letrado. La cogí, me colgué el bolso al hombro. Salía de su moderno y funcional despacho cuando me detuvo su voz:

—He depositado en la cuenta adscrita a tu tarjeta de débito una cantidad de dinero suficiente para cubrir los gastos de un hotel y para el viaje de regreso a tu ciudad. Supongo que es lo que vas a hacer, ¿verdad?

No le contesté. No merecía la pena. Continuó su discurso con frialdad.

—No uses las tarjetas de crédito, las he anulado.

Así, hablando de dinero, terminé diez años de matrimonio. Una semana después estaba en casa de mis padres. Dos meses más tarde había conseguido vencer todas las trabas burocráticas y había reanudado mis estudios de Arte. La excusa perfecta, la soledad que necesitaba para concentrarme en el estudio, para abandonar el piso familiar y comenzar a vivir sola. Rebasados los treinta años, inicié el duro camino de la desintoxicación afectiva y comencé a hacerme cargo de mi propia existencia. Era el único camino, lo comprendí en las sesiones con el psicoterapeuta de la residencia, que me conduciría a encontrar la paz y la felicidad.

El ansiolítico consiguió apaciguar mis atribulados miembros, me levanté del sillón y sin fuerzas para desnudarme me tumbé en la cama. Me sumergí en un nirvana inducido, en un sueño profundo del que me desperté doce horas después como si me hubiesen apaleado. A pesar del entumecimiento, me vestí para acercarme hasta la plaza del pueblo donde cada día acudía la estafeta móvil de correos. Presenté el aviso y recogí la carta: una citación de mi abogado relacionada con mi divorcio fijado para veinte días después. Regresé paseando por la orilla del mar. El aire marino me despejó. Decidí aparcar por unas horas los preparativos del viaje a Madrid y ya en casa abrí la caja que contenía los diarios. Me enfrasqué en su lectura con avidez. No resultaba fácil comprender aquel inglés de estilo ampuloso. Pero conseguí entender el sentido de lo narrado. La perfecta caligrafía me facilitaba la tarea. Para evitar interrupciones innecesarias coloqué a mi alcance el diccionario y una grabadora para ir registrando el texto.

El momento de inicio de una lectura, fuese del tipo que fuese, era mágico para mí. Desencadenaba todos los pasos de un ritual: la elección del asiento, acariciar la portada, aspirar el olor acre de la tinta, la textura del papel rozándome las yemas de los dedos. Todos mis sentidos se aguzaban y repetía en mi mente: «Había una vez…». El rito cumplía su cometido, me aislaba de todo y se abrían, como si hubiese pronunciado un hechizo, las puertas de mi imaginación.

Lo consumé y me sumergí en la lectura del primer cuaderno. Registré el contenido de las primeras páginas en las cintas de casete. Pulsé el play. Sentí un escalofrío al oír las aventuras de Margaret contadas en primera persona. Experimenté una sensación extraña, como si mi personalidad se desdoblase. Borré todo lo grabado y comencé de nuevo, esta vez en tercera persona. Escuché la grabación desde el principio. Me gustó, me sentí cómoda traduciendo y grabando pues podía tomar distancia. Después escribí el resultado, parecía el comienzo de un cuento, de un hermoso cuento antiguo. Pronto me atasqué. Me faltaban recursos y el resultado quedaba un tanto acartonado. Necesitaba la ayuda de alguien más experimentado, César.