XIV

Mirabilia

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El burdel más elegante de Mirabilia se llamaba Tetuán, aunque popularmente era conocido como La casa de la Mora. No estaba situado en el barrio del Castillo, un conjunto de casuchas blanqueadas con cal que se arracimaban en torno al Cerro del Ocaso. En Mirabilia, al contrario de otras urbes, la zona alta no estaba habitada por las familias pudientes; la ocupaban las capas más bajas de la sociedad. Burdeles y tabernas cochambrosas se repartían los pedregosos solares rodeados de maleza y chumberas. De la antigua torre vigía que avisaba del peligro proveniente del mar, los piratas berberiscos, y que prestaba su nombre al barrio sólo permanecían las ruinas de los muros que soportaban los restos de la techumbre. Durante la mañana, la zona se asemejaba a un cementerio en el que ningún ruido turbaba la quietud del descanso, este duraba hasta el mediodía. A medida que avanzaba la jornada, el lugar parecía despertarse de su letargo: las mujeres tendían la ropa al sol, algunos niños mugrientos jugaban en la plazuela en la que crecían un par de árboles raquíticos y los chulos se acercaban hasta las tascas a comprar un cuartillo de vino para el almuerzo. Por la noche, en cambio, el lugar bullía de actividad. Las tabernas se animaban con el concurso de los marineros que recalaban en el puerto y que acudían a ellas para apagar la sed que el viento marino depositaba en sus estragadas gargantas. Más tarde, se encendían las luces de los burdeles, antros inmundos poblados por una fauna parásita de pulgas y chinches, última estación de las prostitutas más gastadas. Las calles se convertían en el escenario idóneo de reyertas a navaja y hurtos a los incautos que se adentraban en aquel laberinto que serpenteaba de local en local recorriendo el perímetro del monte para acabar desembocando, como las ramblas, en el mar en el que siempre había algún cayuco anclado por si era preciso huir de las redadas policiales. Así era el barrio del placer cuando Fátima Cervantes Adjaoui llegó a la ciudad.

Fátima, la Mora, había nacido en Tetuán. Hija natural de un militar y de una rifeña, de la que había heredado el color de la tez y la calidad del cabello, rizado y negro como las endrinas. Una epidemia de tifus que asoló la ciudad la privó de su padre, que sólo pudo legarle como herencia el apellido y el tono verde mar de los ojos. La pensión de orfandad la cobraron los hijos españoles del oficial que vivían en una ciudad castellana. La madre se ganaba el sustento y el de su hija trabajando como criada por horas en las casas de la oligarquía española. Este era el destino que la vida había dispuesto para Fátima. Sin embargo, ella se rebeló. El único capital del que disponía era su belleza y una inteligencia que le había permitido aprender a hablar dos lenguas, además de la materna. A escribirlas lo hizo en la escuela, en el corto tiempo en el que asistió. Era muy observadora y cuando acompañaba a su madre a recoger la ropa que debía lavar se fijaba en las costumbres de los blancos, en sus ropas, en sus gestos. Sabía que todo conocimiento es poco y que incluso el más insignificante puede resultar útil en cualquier momento. Poseía gracia, postín y elegancia natural. Todo ello la convirtió en una mujer diferente a las de su entorno. Al cumplir catorce años, como cualquier mujer del sur, su belleza había alcanzado el punto más alto. La escuela se acabó para ella y debía buscar un trabajo. Abandonó su casa, estaba dispuesta a todo con tal de huir de aquella suerte que la condenaba de por vida a ser una criada de los blancos. Tánger fue su primer destino. Allí aprendió a bailar las danzas orientales con las que encandilaba a los hombres que asistían al cabaré en el que actuaba diariamente. Una noche la invitó a su mesa la dueña del burdel más famoso de la ciudad, al que se trasladó ante la ventajosa proposición que aquella le ofreció. Durante su estancia en el prostíbulo, añadió a sus cualidades las enseñanzas que le proporcionó el arte del amor y cultivó la amistad de los influyentes caballeros que lo frecuentaban. Al poco tiempo, Tánger se le quedó pequeño. Decidió trasladarse a Marruecos. Después a El Cairo y finalmente a Estambul. De esta ciudad tuvo que huir al verse mezclada con un escándalo que protagonizó el hermano del Sultán. Su fama como bailarina y hetaira se extendió por todo el mediterráneo y su vida y sus andanzas se tiñeron con la leyenda que tejieron todos los hombres que contaron con el privilegio y el dinero suficiente para compartir su lecho. A lo largo de los años, y gracias a sus acaudalados amantes, acumuló un pequeño capital. A pesar de que muchos la pidieron en matrimonio, nunca se casó. Ella huía de las relaciones legales. Solía afirmar que tras los diamantes y el champán, el bien que más apreciaba era su libertad. De vuelta en Tánger se convirtió en la amante oficial de un acaudalado hombre de negocios con el que mantuvo una relación estable de casi una década. Cuando su protector murió, Fátima contaba con treinta y cinco años, una cantidad sustancial de dinero y una espléndida residencia en el Monte. Podía haberse retirado, pero no había nacido para la inactividad. Decidió que era ya demasiado mayor para continuar ejerciendo su oficio. Dieciocho años de profesión eran más que suficientes y no poseía ya ni la paciencia ni la necesidad de continuar soportando los caprichos masculinos. Tomó el dinero, sus efectos personales, liquidó la casa heredada y compró un pasaje en el primer barco que zarpó en dirección a la península. Nunca había estado en la tierra de su padre y había llegado la hora de conocerla.

Desembarcó en Algeciras y tras permanecer unos días en la ciudad decidió marcharse. No le gustó aquella geografía permanentemente barrida por el viento que azotaba los árboles, encrespaba la mar y le provocaba una jaqueca insoportable. Alquiló carruaje y cochero para emprender un viaje hacia el este, costeando el Mediterráneo. La carretera era estrecha y avanzaba serpenteante, escoltada por las montañas pobladas de pinos y de una vegetación cada vez más escasa y agreste. Al otro lado del camino, el mar se extendía liso y brillante como la piel de una foca. Atravesó tierras estériles impregnadas de la soledad de los desiertos, llanuras quemadas por el sol inmisericorde del sur, poblados miserables en los que los niños morían de hambre o de disentería, campamentos en que hombres de ojos afiebrados como sonámbulos se peleaban con la tierra tratando de robarle los ricos tesoros que sus entrañas escondían con la única fuerza de sus manos. Al fin, tras muchas jornadas de viaje, deteniéndose en las paradas de postas para cambiar los caballos y dormir, arribó a Mirabilia. Buscó alojamiento en el mejor hotel de la ciudad, pagó y despidió al cochero. Se vistió con sus galas más ostentosas y salió a la calle a tomar el pulso de la ciudad, que la sorprendió, más que por su incipiente opulencia, por la fiebre que parecía haberse adueñado, como una plaga bíblica, de sus habitantes. Por todas partes se levantaban edificios en construcción: suntuosas mansiones que jalonaban la calle Mayor de la ciudad, palacetes de tejados inclinados como si hubiesen sido diseñados para soportar las lluvias norteñas y no aquel sol justiciero. Gentes de toda condición circulaban por las calles mezclándose con las calesas y los carros que venidos del campo abastecían el comercio ciudadano. Mujeres vestidas de negro cargaban cestas y cántaros, operarios ataviados con pardos blusones y tocados con gorras regresaban a sus casas tras la jornada laboral; caballeros de traje y sombrero departían en las terrazas de los bares. Continuó paseando mientras observaba la pujanza de la vida ciudadana. La calle acabó frente al mar y en el amplio espacio aledaño se alzaba el esqueleto de lo que, a juzgar por las dimensiones, se trataba de un edificio público. Las construcciones portuarias jalonaban una bahía en forma de media luna. La naturaleza había hecho el trabajo más duro ofreciendo al hombre el regalo de un puerto natural. Tal vez ese fuera el motivo que habría llevado a los antiguos pobladores a elegir la península como asentamiento, protegida como estaba de casi todos los vientos e invisible desde el mar. Se giró y contempló los castillos que se alzaban sobre las colinas encerradas en el perímetro urbano. Ignoraba la época en que habían sido construidos, pero indudablemente poseían un carácter militar, tal vez defensivo. A pesar de la distancia, no se sintió extranjera. El mar que divisaba era el mismo que contemplaba desde la azotea de su casa y la ciudad sombreada por palmeras que contrastaban con el azul del cielo le recordaba a su tierra natal.

El ocaso se acercaba, y los últimos rayos de sol se estrellaban contra los cristales de las viviendas, y espejeaban sobre las piedras calcáreas de los montes mientras una suave brisa mecía con languidez las hojas de las palmeras. Una bruma refrescó el ambiente y envolvió la ciudad en un halo de misterio puesto que difuminó los contornos de las casas y el paisaje circundante. Entonces asistió a un espectáculo que la maravilló: las fortalezas construidas sobre las colinas se iluminaron, parecían flotar entre la bruma. En ese momento comprendió que el nombre con el que la habían llamado los romanos le hacía justicia: la ciudad de las maravillas. Decidió que aquel lugar que acababa de conocer y cuya magia la había cautivado sería el sitio en el que viviría, deseaba que fuese para siempre.

Las semanas siguientes a aquel 7 de septiembre de 1896 las empleó en conocer más a fondo la villa. Buscaba el sitio propicio en el que instalar el negocio que había proyectado. No sabía por dónde empezar, así que entró al azar en un establecimiento de tejidos cuyo escaparate mostraba vistosas telas artísticamente colocadas. La atendió el dueño. Abandonó el local con un corte de raso color berenjena, el nombre de una modista escrito en un trozo de papel crema, y las señas de una muchacha que podría servirle de doncella, además de las indicaciones precisas sobre los barrios de la ciudad entre las que se encontraban la prohibición expresa de visitar sola el de El Castillo. El comerciante ignoraba que aquella desconocida resoluta y audaz iba a proporcionar un inesperado giro a su vida.

El primer lugar que visitó, sin obedecer las recomendaciones del vendedor de tejidos, fue el barrio prohibido. No le gustó el emplazamiento para su local. Cierto que todos los burdeles se ubicaban allí cumpliendo la ordenanza municipal, pero sus pretensiones eran más elevadas. Debería inventar algún tipo de argucia que le permitiese el cumplimiento de sus planes sin erosionar la ley. No aspiraba a contar entre sus clientes a los marineros que recalaban en el puerto con el único capital de la paga de la semana. Ella pretendía atraer a la burguesía local, a los funcionarios de los consulados, a los mineros enriquecidos por el hallazgo de un filón de galena o manganeso, a los comerciantes acomodados que la fiebre de la plata había elevado hasta las cumbres de la prosperidad. Con olfato de comerciante rifeña había intuido que en la ciudad sobraban los lupanares de mala muerte y faltaba un prostíbulo elegante. Desde que, para huir de la pobreza, tuviera que dedicarse a la prostitución, lo hizo con mentalidad de negociante. Lo que había visto refrendaba los relatos de los oficiales que prestaban el servicio militar en las guarniciones del protectorado español. Mirabilia era el lugar idóneo para emprender negocios. Finalmente, adquirió la última planta de un edificio de tres pisos cuya construcción estaba muy avanzada y que se alzaba suficientemente cerca de la calle principal de la ciudad, lo que le permitió atraer el tipo de clientela que necesitaba y a la vez le proporcionaba la discreción que evitaba rumores que podrían perjudicarla. Sólo tuvo que ordenar la modificación de los tabiques interiores para compartimentar el espacio en cuatro partes, comunicadas entre sí. Para cada una de ellas pensó un uso diferente; una la destinó a su domicilio, otra el de sus futuras pupilas, la tercera serviría para los encuentros carnales con los clientes y la cuarta funcionaría como sala de esparcimiento y recreo para caballeros. Las dos últimas estaban comunicadas por una puerta disimulada tras un mueble que se desplazaba por unos rieles. Serviría para ocultar el negocio si se producía alguna redada de la que pretendía prevenirse comprando las voluntades de los próceres de la ciudad.

Se accedía al edificio por un portón de madera de pino de Canadá tallado. En el vestíbulo, una escalera de mármol majestuosa ascendía hasta los pisos superiores. Los dos primeros iban a ser destinados a oficinas de consignatarias marítimas, una notaría, y varios despachos de abogados, además de la consulta de un médico dermatólogo. El destino comercial de las plantas inferiores favorecía los planes de Fátima pues durante la noche ambas estaban deshabitadas.

No escatimó en gastos para decorar la sala de esparcimiento con cortinajes de raso, canapés de terciopelo, lámparas de estilo moruno, alfombras turcas y mesitas taraceadas con incrustaciones de nácar. Adquirió varios servicios de té de alpaca plateada y una cristalería del más fino vidrio centroeuropeo. Mandó cubrir de escayola los techos y alguna pared que fueron pintados con una profusión de motivos vegetales entrelazados entre sí en forma de recargadas guirnaldas florales inspiradas en el arte árabe. Sustituyó puertas por arcos de herradura. Todos estos alardes decorativos los reprodujeron casi inmediatamente los arquitectos locales, a petición de sus clientes, en las imponentes mansiones que se estaban construyendo. Acristaló los miradores para dotar de una mayor opacidad a su negocio y los amuebló con sillones y mesas de mimbre de estilo colonial. El conjunto exhalaba un aire de misterio y exotismo. Empleó todos sus conocimientos sobre las apetencias eróticas masculinas para amueblar los dormitorios: camas de dosel del que colgaban tules que evocaban el misterio del continente africano, paredes enteladas en rojo, cuadros de odaliscas, reproducciones de desnudos famosos del arte clásico y espejos de cuerpo entero. Adquirió metros de satén en todos los colores para confeccionar las ropas de cama. Pero sobre todo les buscó el emplazamiento adecuado: desde cuatro de los tálamos se divisaba el mar porque, según Fátima, este propiciaba el amor, volvía a los hombres lánguidos y les ablandaba el corazón y el bolsillo. El local contaba con reservados para que los clientes pudiesen jugar interminables partidas de cartas en las que se apostaban auténticas fortunas, para firmar pactos comerciales y para que los políticos locales pudiesen conspirar a sus anchas contra sus contrincantes ideológicos.

Cuando el salón estuvo listo, remitió cartas a seis de sus antiguas compañeras. Todas aceptaron. A los tres meses organizó una fiesta de inauguración. Mandó invitaciones a las autoridades locales, a los altos funcionarios de las legaciones diplomáticas y a los comerciantes, mineros y banqueros más prominentes de la ciudad. Ninguno faltó a la cita. El día fijado se atavió con sus mejores galas y sus joyas más vistosas, vistió a las chicas con discreción, con vestidos abotonados hasta más arriba del nacimiento del pecho, delantales y cofias blancas. Las presentó como miembros del servicio e impartió órdenes de que sedujeran con discreción. No deseaba que su local naciera con el sello de la vulgaridad. Ellas sirvieron las bandejas de exquisitos canapés y el mejor caviar, todo ello acompañado por champán francés servido en rutilantes copas de cristal de Bohemia. Un cuarteto de cuerda instalado en uno de los miradores interpretaba música que ella misma seleccionó y que no entorpecía las conversaciones. Se aseguró de invitar a los dos diarios locales que enviaron reporteros para cubrir la crónica de sociedad. Para dotar de un carácter oficial a la inauguración cubrió el letrero dorado con una cortinilla de terciopelo rojo que descorrió un orondo político local. Había mandado grabaren él con letras góticas:

«Tetuán. Salón de esparcimiento y recreo para caballeros».

Durante el ágape que siguió al evento, desplegó su mejor sonrisa y todos sus encantos con los asistentes, a los que les demostraba un trato personal acompañándolos a recorrer las instalaciones. Todos los presentes fueron unánimes en sus opiniones: el establecimiento era exquisito y rivalizaría con el vetusto casino que se asemejaba más a un panteón que a una sala para divertirse. Aquella misma noche, cuando la mayor parte de los invitados se había marchado, Fátima comenzó a resarcirse de los cuantiosos gastos que habían pulverizado su capital.

Fulgencio Conesa frecuentaba el salón Tetuán. Había conocido a Fátima cuando apareció una tarde de septiembre recabando información sobre la ciudad y salió de su local con sus objetivos cumplidos además de un corte de raso morado que consiguió sacarle a un buen precio. Fue el comienzo, más que de una relación comercial, de una gran amistad que marcaría el destino del próspero industrial. Tejidos Conesa se convirtió en el almacén suministrador del negocio de Fátima Cervantes, y esta en una amiga y confidente. Pero la primera vez que la vio no le sorprendió ni su porte, ni sus ojos, por otra parte muy habituales en las mujeres mirabilienses, sino la resolución y la iniciativa de la mujer, así como su sibilina habilidad demostrada en el arte del regateo. Educado en el comercio, valoraba mucho un adversario que estuviese a su altura. Sin pretenderlo se convirtió en su valedor, pues le proporcionó los informes que la mujer necesitaba para abrirse paso en el duro mundo de los negocios monopolizado por los hombres.

El comerciante atravesaba una situación personal muy difícil cuando Fátima llegó a Mirabilia pues acababa de enviudar. Cuatro años antes se había desposado con Caridad Riquelme, una mujer de constitución frágil, salud quebradiza y escasas aptitudes para el parto determinadas por la estrechez de su pelvis. El alumbramiento del hijo mayor fue tan difícil y largo que el niño nació muerto. Quince meses después nació una niña que se escurrió de la matriz de Caridad sin más problemas porque parecía una lagartija morena. A los dos meses murió de meningitis. Sin embargo, el último parto consumó la tragedia de la mujer. Caridad Riquelme, según repetía el atribulado esposo, no pudo resistir el parto de dos varones con la reciedumbre de los Conesa, que literalmente la abrieron en canal al venir al mundo. Murió cuarenta días después estragada por la hemorragia y los delirios provocados por unas fiebres que desembocaron en una septicemia que se la llevó a la fosa a los veinticuatro años. Del paso de Caridad por esta tierra quedaron los hijos, Lorenzo y Laureano, y la fotografía de bodas en la que se asomaba una tímida sonrisa a sus trémulos labios, que contrastaba con la expresión asustada de sus ojos, y el recuerdo en el corazón de su atribulado esposo.

La crianza de los mellizos estaba resultando difícil, pues añadía más preocupaciones a las que le ocasionaba su negocio. Fulgencio, además de solucionar los problemas de los pedidos que no llegaban a tiempo, los tejidos desteñidos que no satisfacían sus expectativas o los sombreros encargados a París que luego no gustaban a las parroquianas, debía ocuparse de la casa y de los recién nacidos. Contrató a dos amas de cría para que los amamantasen y a una niñera que se ocupaba de ellos las veinticuatro horas del día. Aun así, la paz doméstica, que tanto necesitaba no conseguía aparecer pues cuando llegaba a su casa, situada encima del comercio, debía lidiar con las mujeres que mantenían en pie su hogar pero que lo confundían con los problemas que él no estaba preparado para resolver. Alguna noche conseguía escabullirse hasta el Casino para tomar una copa de coñac, leer alguno de los periódicos locales o intercambiar impresiones con otros comerciantes. Poco a poco sustituyó estas visitas por otras al Salón Tetuán. Encontraba en la conversación con Fátima el sosiego necesario para enfrentarse a los problemas domésticos, además de los acertados consejos que le proporcionaba. Alguna vez, aún a regañadientes de Fulgencio, llamó a una de las chicas, una morena de constitución delicada que se parecía a la descripción que el hombre le hiciese de su difunta esposa, para que lo acompañase a alguno de los dormitorios. Cuando el comerciante protestaba, Fátima siempre esgrimía el mismo argumento: «Son encuentros higiénicos, necesitas dar cauce a los humores masculinos. Si no lo haces, tus nervios se alterarán y una apoplejía podría fulminarte». El hombre obedecía, pues después del encuentro carnal, el rato de conversación y un par de copas de coñac, regresaba a su casa menos tenso y dormía toda la noche de un tirón sin que su sueño fuere turbado por la presencia de Caridad deambulando por la casa con los ojos espantados y la falda empapada en sangre.

Poco a poco la rutina fue derrotando al caos y la vida de Fulgencio se apaciguó. Los mellizos crecían sanos y fuertes. En el verano de 1897 acababan de cumplir un año y él los envió al campo para evitarles las incomodidades del calor en la ciudad. Al abuelo, Leandro Conesa, le encantaba la compañía de sus nietos en los que no veía ninguno de los rasgos de su melindrosa nuera. Estaba previsto que regresaran a principios de octubre, cuando el tiempo refrescara. Sin embargo, por una u otra razón, la vuelta a Mirabilia se pospuso y se instalaron definitivamente en la mansión. El domicilio conyugal quedó abandonado. La ausencia de los pequeños, a los que visitaba los domingos, y sobre todo el carecer de la obligación de lidiar con la tropa siempre díscola de aquellas expertas mujeres que no atendían lo que ellas consideraban estúpidas órdenes masculinas, constituyeron un bálsamo para Fulgencio. A pesar de la tranquilidad de la que disfrutaba cuando cerraba el negocio, su vivienda le parecía triste, cubiertos los muebles con telas blancas y adormecida en el silencio. Habilitó un cuarto en la trastienda del comercio con una cama y un ropero al que trasladó la vestimenta veraniega. Apenas subía al piso que compartiera con su esposa, sólo si era imprescindible. Aunque no lo confesara, le imponía la soledad que reinaba en la casa en la que parecía que la muerte aún no se había marchado. Comía en el Casino o en una bodega cercana. Por las tardes, tras cerrar el comercio solía acudir al salón Tetuán vestido con el traje de lino crudo que contrastaba con su tez morena, que junto con el crespo cabello y la cuidada barba lo dotaban de un aspecto atractivo. Fátima y él subían a la terraza a disfrutar de la fresca brisa marina. Allí, entre las macetas de geranios y el aroma del jazmín que crecía dentro de una tinaja de barro, las horas discurrían plácidamente. Tomaban un té fuerte aromatizado con menta y pastas de almendra cubiertas de sésamo cuya receta Fátima había enseñado a la cocinera. Otras veces, cuando el calor de agosto prolongaba la canícula hasta la madrugada, encargaban unos deliciosos sorbetes de limón elaborados en un local próximo gracias a la nieve que durante el invierno había caído en la sierra cercana y que había sido conservada en los neveros construidos en las cumbres. La conversación entre ellos era fluida como entre dos viejos camaradas.

—Fulgencio, hace tiempo que te observo, andas triste, desanimado, creo que necesitarías una mujer en tu cama y en tu casa. El período del luto ya ha concluido. Debes casarte. Ya sabes aquello que dice la Biblia –añadía con sonrisa pícara.

—Sí, ya sé que no es bueno que el hombre esté solo. Pero este no es mi caso. Está mi padre, los niños y…

—¿Alguna muchacha de esas que acuden a tu comercio a comprar la tela para confeccionarse el ajuar? ¿Alguna hija de una acaudalada familia cristiana te ha encandilado con el brillo de sus ojos?

—Fátima –le pidió Fulgencio–, ¿te casarías conmigo?

La mujer abrió la boca para contestar, pero él se lo impidió.

—Sí, ya sé que no soy lo que se dice un buen partido, pero me gustas mucho; desde que entraste en la tienda me fijé en ti. Y no consigo apartarte de mi pensamiento. Las otras mujeres no me interesan. No puedes figurarte el esfuerzo que me supone cuando me obligas a mantener lo que tú llamas «encuentros higiénicos».

—Fulgencio, no estropees nuestra amistad con una petición imposible. No he nacido para bregar con niños, mantener una casa y convertirme en la propiedad de un hombre. Te extrañarán mis palabras viniendo de alguien como yo, de una meretriz. Pero yo siempre he sido la electora; no me he acostado con nadie que no hubiese escogido antes. Tengo en gran estima mi libertad. No eres el primero que me pide en matrimonio. Una vez, incluso, rechacé a alguien muy importante, lo que me ocasionó graves consecuencias. Perdona por lo que voy a decirte. Considero a los hombres como parte de una transacción comercial. Nunca he puesto mi corazón en esos asuntos, aunque te confieso que a alguno llegué a profesarle auténtico cariño, pero jamás me he permitido enamorarme. Dedicándome a lo que yo me dedicaba, hubiera cometido un error fatal. Además, tampoco lo necesito. Gano mi dinero, no rindo cuentas a nadie y no tengo que soportar la merma de libertad que supone un matrimonio. Creo haberlo dejado claro desde el principio. No puedo ni debo ser para ti más que una amiga.

—Pero, ¿y la soledad? Envejecer solo es muy triste. No tienes hijos, no tienes familia. ¿Qué será de ti cuando seas vieja?

—No es algo que me preocupe. Tengo a mis muchachas. Ellas son mi auténtica familia. De todas formas, el ser humano siempre muere solo aunque esté rodeado de gente. Es nuestro destino. El amor es cosa de dos, pero la muerte es un acto solitario.

Interrumpió la conversación para servir un poco más de té a Fulgencio, que se había encendido un cigarro habano y que acodado en la barandilla contemplaba la luna que rielaba en el mar y el parpadeo de los faros custodios del puerto.

—No te lo tomes a mal –prosiguió–. No tengo nada contra ti, es más, me pareces un hombre atractivo, muy atractivo, pero el matrimonio no entra en mis planes.

Fulgencio aceptó el fracaso de sus pretensiones y le dirigió una sonrisa.

—Está bien, continuemos siendo amigos.

Ella la correspondió y trató de acabar con un silencio que la incomodaba.

—Creo que te conozco lo suficiente, y tú mismo me lo has confirmado con tus palabras, para afirmar que los desahogos que practicas con mis chicas van a resultar dentro de poco insuficientes. Tú no eres de esa clase de hombre. Deberías casarte. Seguro que en la ciudad hay muy buenos partidos para ti. Aún eres joven, tu posición es acomodada…

No la dejó proseguir.

—Todo eso es cierto, pero olvidas que voy con «paquete incluido».

—Pero eso no es ningún obstáculo, seguro que hay montones de muchachas preciosas locas por casarse, pero como practicas esa vida de ermitaño, pues va a ser difícil que encuentres esposa.

—Cambiemos de tema, Fátima. Creo que es lo mejor.

—¿De política o de toros? –añadió con sorna–. Son las conversaciones a las que siempre recurrís los caballeros.

—Estoy preocupado. Llevamos ya dos años de guerra contra los insurrectos cubanos y nuestros militares no consiguen detenerla. Esta mañana leí en La Voz de Mirabilia que desde los Estados Unidos se está apoyando la independencia. Mala cosa sería si los filibusteros entran en el conflicto. Dudo que esta vez España pueda aplastar la sublevación colonial.

—Sabes que en este tema no puedo ser imparcial, Fulgencio, creo que cada pueblo posee el derecho a gobernarse por sí mismo.

—Pero España ha dado a sus colonias muchas cosas: la lengua, la cultura, la religión. ¿Qué sería de ellos sin nosotros?

—Seguro que sobrevivirán. Llega un momento en que los hijos alcanzan la mayoría de edad y deben valerse por sí mismos por más que a los padres les duela. Las metrópolis no siempre se han comportado como padres amantísimos, las más de las veces se han dedicado a expoliar a las colonias de sus riquezas a cambio de arrojarles algunas migajas.

—¿Pones en duda la contribución de España en el desarrollo económico de sus posesiones de ultramar?

—Por supuesto. Tú conoces la verdad que el gobierno quiere que creas, pero está muy alejada de la realidad. Lo cierto es que en las colonias, y te recuerdo que yo he nacido y vivido en una de ellas, la vida es muy dura para los nativos pues somos ciudadanos de segunda categoría; nos vemos obligados a desempeñar los peores trabajos, los más duros, los que el blanco desprecia. La vida económica y social gira en torno a los intereses de la metrópoli, incluso las fiestas oficiales son impuestas. En cierta forma, comprendo el deseo de los cubanos de conseguir la libertad. El resto de los países que formaron parte del imperio americano español hace décadas que lo lograron.

—Pero España no es la única potencia colonial, y hemos mezclado nuestra sangre con la nativa.

—Este es un aspecto intrascendente porque la dominación de un pueblo sobre otro siempre es detestable. No hay nada más duro para un ser humano que saber que, en cierta forma, pertenece a otro. Al final, sea ahora o más tarde, acabarán por conseguir su libertad.

—Me temo que los insurrectos están consiguiendo ayuda de los Estados Unidos y en ese caso la resolución del conflicto puede convertirse en un desastre para España.

—Sí, y también para los cubanos que cambiarían un amo por otro. ¿Por qué razón habría de interesar a los americanos del norte apoyar la independencia de una pequeña isla si no la quisieran para ellos? Creo que lo mejor sería pactar con los propios interesados y evitar que una guerra local se convierta en internacional.

—Quizás tengas razón. El estado español está falto de recursos. Se están organizando colectas para la recogida de fondos que ayuden a la repatriación de los heridos y a su atención. El periódico publica la lista de los colaboradores y sus aportaciones. Aparecen donativos de las empresas mineras de la sierra, de comerciantes locales, incluso de jornaleros que han cedido un día de paga. El próximo mes hay programada una verbena benéfica que tendrá lugar en la explanada del puerto. Pienso colaborar económicamente. Muchos de los combatientes son hijos de esta ciudad y proceden de familias pobres que no pueden sufragar los gastos. Todo es poco por la patria.

—Ya, lo de siempre. La patria defendida por los pobres cuyas familias no poseen las mil quinientas pesetas necesarias para librarse de la guerra.

—Esto es lo que más me preocupa, la sangría de nuestra juventud. Los barcos cargados de mutilados, de enfermos de paludismo y de malaria no paran de arribar. Por cierto, Fátima, ¿te veo muy informada de los aspectos de la política? Resulta raro en una mujer.

—Te equivocas. Yo de lo único que estoy bien informada es del oscuro contenido del alma humana. Son cosas que se aprenden observando y escuchando. El lecho es uno de los lugares en los que el hombre no sólo desnuda su cuerpo, sino también su espíritu. Basta con prestar un poco de atención. Quizás esta sea la enseñanza más provechosa que he obtenido ejerciendo mi oficio.

—No te falta razón, pero también me preocupa el marasmo económico que la guerra ocasionará.

—Los comerciantes siempre quejándoos de lo mismo. A mis chicas no les falta trabajo, aunque pronto expirarán sus contratos y deberán marcharse. Los firmaron por tres años. No quiero ver siempre las mismas caras en mi negocio. Los hombres os cansáis de todo, precisáis novedad, sobre todo en la cama.

Fátima extrajo de la larga boquilla el cigarrillo turco que fumaba y lo apagó sobre un cenicero de cristal verde.

—Intentaré resarcirte por mi negativa a contraer matrimonio contigo. Haré de casamentera y te buscaré una mujer adecuada. Anda, bajemos al salón. Es ya muy tarde. Debo vigilar el negocio y cerrar. Esta noche hay partida en uno de los reservados y si no le pongo fin pueden estar enredados en las cartas hasta el mediodía de mañana.

—Me marcho. Mañana iré al campo para visitar a mis hijos. Tal vez permanezca allí algunos días, necesito un descanso y agosto en Mirabilia puede ser agotador.

Tres días después apareció por el salón Tetuán Renée Duroy.

—Señora, un caballero acompañado de una señorita desea verla –anunció la doncella.

—Hazlos pasar al salón del mirador.

El caballero en cuestión más parecía un truhán que lo primero. Era achaparrado y moreno, vestía un traje deslucido y pasado de moda. Fátima le echó un vistazo rápido con el que valoró la situación. El hombre se despojó del sombrero que comenzó a estrujar entre sus manos. La mujer lo intimidaba con su aplomo y su prestancia.

—Señora Fátima, usted me conoce pues hace unos días jugamos en esta su casa una partida de póquer. Yo fui el ganador. Sin embargo, uno de los jugadores apostó en falso pues carecía del dinero preciso para sostener su apuesta. Cuando llegó el momento de cobrar la deuda, confesó que carecía de los fondos precisos. Su único capital era cincuenta pesetas, un reloj de oro y esta mujer –expresó de un tirón mientras señalaba a la chica que esperaba sentada en una de las butacas, como si con ella no fuera la cosa–. Me lo entregó todo. Y, ¿qué hago yo con una muchacha? Inmediatamente pensé en usted.

—¿En qué sentido?

—Pues, si pudiera emplearla en su negocio, el dinero que ganase serviría para cancelar la deuda.

—Señor, usted me ofende. No suelo tratar con proxenetas. Mis chicas están empleadas como lo estaría un dependiente de comercio. Las relaciones entre ellas y yo son claras.

El hombre enrojeció y se disponía a marcharse con la muchacha cuando comentó:

—Está bien, hay otros burdeles en la ciudad y seguro que sus propietarios serán menos melindrosos que usted. Lo siento por ella, pues en los locales a los que me refiero los clientes no son demasiado selectos –remachó la última palabra en un intento de conmover el corazón de Fátima y librarse así del problema.

Esta se aproximó a la butaca y pidió a la chica que se levantase. Le preguntó su nombre. Esta, lejos de estar llorando por su situación, mostraba un brillo altanero en sus pupilas. Sostuvo la mirada escrutadora de la mujer con orgullo y contestó. A Fátima le gustó la expresión resuelta de la muchacha, la dignidad con la que afrontaba su desgracia y sobre todo su aspecto de levedad. Era pequeña, de huesos ligeros que le prestaban un aire de fragilidad que le recordaba a un pajarito. En aquel momento estaba decidiendo el destino de la francesa.

—Hagamos una cosa, pase usted a uno de los saloncitos, la doncella le servirá una copa, mientras tanto hablaré con la muchacha. Después decidiré si acepto su plan.

Renée, en aquella media hora, le relató su historia. Había cumplido dieciséis años y hacía ya dos que había huido, provista de una documentación falsificada, en compañía de su amante de su Francia natal. El sujeto resultó ser un tahúr pendenciero y borrachín que lejos de casarse con ella la sometía a una vida en permanente estado de fuga tanto para eludir la acción de la justicia como los deseos de venganza de sus contrincantes de juego que casi nunca cobraban las deudas contraídas con el marsellés. Ambos recalaron en Mirabilia una mañana de febrero de 1897. Acudían deslumbrados por la leyenda que envolvía la ciudad y que hablaba de mineros que habían conseguido amasar fabulosas fortunas gracias a la plata que parecía fluir de las entrañas de la tierra como los ríos de leche en la tierra prometida. Sin embargo, no consiguió sus propósitos, los mineros eran hombres curtidos y no se dejaban desplumar con la facilidad que el tahúr imaginaba. Poco a poco perdió todo el capital que había obtenido en las partidas que jugó en el barco que lo trasladó desde el puerto de Toulon. Malvivían en una pensión de mala muerte y ya no les quedaba nada por vender, salvo el traje que llevaba puesto Renée y otro de gala que guardaba para las ocasiones importantes. Aquella noche, el truhán apostó fuerte contra el mequetrefe que ahora era su dueño. Al primer envite fue vencido por aquel canalla de apenas metro y medio.

Ambas decidieron que el mejor destino para ella era quedarse en el salón Tetuán.

—Señor, ¿a cuánto asciende la cantidad adeudada por el amante de la muchacha?

—A mil duros, señora.

—Bien. Se los pagaré en efectivo y en este instante, pero con la condición de que le comunique al marsellés que salga inmediatamente de la ciudad. Dígale que cultivo la amistad de funcionarios judiciales que estarían encantados de echarle el guante. En cuanto a usted, sírvase también de no volver a poner sus sucias botas en mi local. Las personas de su calaña le restan lustre y respetabilidad a mi salón.

Cuando se quedaron solas, Fátima le espetó a bocajarro:

—¿Tienes algún problema para ejercer el oficio o prefieres ser miembro del servicio doméstico? Necesito una lavandera. La que tenía se ha marchado.

—Absolutamente ninguno, señora, no es la primera vez que he tenido que vender mi cuerpo para pagar las deudas del desgraciado de mi amante, y encima no veía ni un céntimo. Todo se lo quedaba él. No quiero destrozarme las manos lavando prendas ajenas.

—Está bien, te quedarás. Te confeccionaremos la ropa adecuada. Mi modista se encargará de ello y en cuanto estés lista, las chicas te pondrán al corriente y comenzarás a trabajar.

Renée era lista, muy lista. Conocía a los hombres y sus debilidades nada más verlos levantar la cortina del reservado en el que prestaba su cuerpo y sus caricias. Llevaba casi dos años en el burdel cuando Fátima le presentó a Fulgencio. Al momento intuyó que el caballero de rostro serio que le tendía la mano era la única esperanza de recuperar su respetabilidad.

Durante ocho meses mitigó la soledad del viudo. Al principio usó sus artes de ramera: le alababa su hombría, se compadecía de su soledad, le susurraba ternuras de madre al oído mientras él la penetraba. Pero poco a poco fue experimentando un sentimiento parecido al amor por aquel hombre, alto, delgado y moreno, vestido con traje, sombrero y cuello duro, que comparaba sus encantos con los tejidos con que comerciaba. «Tu espalda es turgente como damasco, tienes el vientre como la seda de china y tus manos son como el satén». Así supo que su fiel amante de los viernes por la noche (este día, salvo imprevistos determinados por enfermedad o menstruación, lo dedicaba a Fulgencio) era comerciante en telas. A pesar de haberse jurado no volver a enamorarse nunca, consideró que podría llegar a respetarlo y a amarlo, a poco que se lo propusiera. Aquella vida construida con cariños mercenarios duraría lo que su juventud.

Fátima propiciaba aquellos encuentros pues intuía que esta era la mujer que su amigo necesitaba. Desde que sospechó que entre Renée y Fulgencio había algo más que una relación higiénica, prohibió a la muchacha que recibiese a otros hombres.

El viudo, por el contrario, se enamoró. Decidió que ya estaba bien de buscar el recuerdo de Caridad en los espejos cubiertos con raso negro, en las fotografías del salón o en el ropero de matrimonio que aún guardaba el intenso aroma a madreselva que exhalaban las ropas de la difunta. En su decisión pesó también la urgencia de colocar una mujer al frente de los asuntos domésticos que ya empezaban a atosigarlo con sus contingencias. Los mellizos habían cumplido tres años y requerían algo más que los cuidados que le proporcionaban las niñeras o los mimos del abuelo; precisaban una mano firme para evitar que creciesen melindrosos y tiránicos.

Renée no sólo había conseguido aprender el español, sino también los rudimentos de otros idiomas como el inglés, el ruso y el italiano merced al intercambio de palabras amorosas y fluidos corporales con los marineros de variadas procedencias que recalaban en el puerto.

Los encuentros con el comerciante fueron adquiriendo un cariz semejante a un noviazgo. Solían pasear cogidos del brazo por la avenida sombreada por los plátanos o se sentaban en un banco de la plaza a contemplar el mar recogido entre los dos brazos de tierra. En uno de aquellos paseos Fulgencio le propuso matrimonio.

—Estoy encantada con tu proposición, me halaga que hayas pensado en mí como tu futura esposa teniendo en cuenta mi oficio, pero no sé si podré aceptar tu petición pues hay circunstancias de mi vida que tú desconoces.

—No creo que haya nada tan terrible que te impida desposarte conmigo, salvo que estés casada.

—No lo estoy. El marsellés siempre postergó el cumplimiento de su promesa de matrimonio, afortunadamente. Se trata de otros asuntos. Aún debo dinero a Fátima y soy de las que siempre cumplen sus compromisos.

—Pero, yo puedo…

—De ninguna manera –lo interrumpió Renée–, no aceptaré que tú te hagas cargo de mis deudas. Quiero empezar mi nueva vida completamente limpia de las manchas del pasado. Pero, hay algo más. Quizás esto último te haga cambiar de opinión y lo entendería. Estoy embarazada de dos meses. El niño es tuyo. No te quepa la menor duda. Puedes preguntar a Fátima. Hace ya algún tiempo, creo que seis meses, ella me prohibió recibir a otros hombres.

Fulgencio guardó silencio mientras intentaba digerir la noticia.

—De todas formas no quiero que te sientas obligado. En última instancia, yo soy la única responsable del niño que gesto en mi vientre. Sólo quería que lo supieras. Si quieres retirar tu proposición, lo entenderé. No te lo he dicho antes para que no te sintieses utilizado. Ni siquiera yo comprendo lo que ha sucedido. Después de vivir más de un año con mi novio llegué a pensar que era estéril así que no adopté ninguna precaución. No quiero engañarte, al principio creí que me ibas a sacar del Tetuán, que me ibas a poner un piso, en fin, que iba a ser tu querida oficial. Jamás imaginé que querrías desposarte con alguien con un pasado tan oscuro y poco edificante como el mío.

El hombre se aflojó el nudo de la corbata y depositó el sombrero sobre el banco.

—Creo que el hecho de que estés embarazada no cambia en nada mi proposición. Has sido sincera y esto me basta. El pasado es materia muerta y tú ya has purgado tus errores. Creo que ambos podemos ser felices juntos. Mi propuesta de matrimonio sigue en pie.

Fulgencio le tomó la mano enguantada y la besó en la muñeca con delicadeza. Los ojos de Renée se humedecieron.

—Pero… ¿Qué pensará tu padre, tu círculo de amistades? Tu reputación se resentirá y te convertirás en la comidilla de Mirabilia. ¿Podrás soportarlo?

—Ya pensaré algo al respecto. En cuanto a la deuda, si quieres, puedes ayudarme en la tienda como dependienta y así liquidarla. No creo que a Fátima le importe. ¿Cuál es tu respuesta?

—Acepto encantada.

Regresaron al salón Tetuán. Fátima contemplaba el trajín callejero desde el mirador mientras tomaba un vaso de su apreciado té con hierbabuena.

—Tengo que comunicarte –se corrigió–, tenemos que darte una buena noticia: Fulgencio y yo nos vamos a casar. Pero antes debemos hablar contigo.

—No es necesario. No es preciso que acabes de saldar la deuda, con lo que he ido percibiendo con tu trabajo es suficiente. En cuanto te vi entrar acompañada por aquel truhán, supe que podrías ser la esposa de Fulgencio, mi mejor amigo aquí en Mirabilia. Pero era preciso que él cerrase la herida causada por la muerte de su mujer. Por ello me demoré en presentaros. Me gustaría ser la madrina del niño puesto que ha sido concebido en mi casa.

—Pero, Fátima, ¿cómo sabes que estoy embarazada? –exclamó Renée sorprendida.

—Me menosprecias, Renée, hay cosas que para una mujer no pasan desapercibidas. Tu inapetencia, los vómitos y ese aire de matrona que flota en tu cara como la aureola de una santa. Era algo previsible.

—Gracias. Me siento muy aliviada.

—Cuenta con ello. Es una forma de agradecerte lo que has hecho por mí –comentó Fulgencio.

Fátima continuó la conversación:

—¿Para cuándo es la boda?

Renée se encogió de hombros y el comerciante tomó la palabra.

—En cuánto tengamos arreglado el papeleo. Espero que no se demore demasiado. El asunto no admite espera.

—Ejerceré mis influencias con el vicecónsul francés, es un cliente asiduo de la casa.

Una semana después, el hombre condujo a su prometida hasta el piso situado sobre su negocio.

—Renée, esta es mi casa y dentro de poco también la tuya. Pero creo que necesita un cambio. Toma esta libreta y anota todo aquello que desees modificar. Tú vas a ser ahora la dueña y debe estar a tu gusto. Te dejo a solas para no interferir en tus decisiones. Si me necesitas estaré abajo atendiendo el negocio.

Cuando se quedó sola lo primero que hizo fue exclamar: ¡Sacré Bleu!

El piso estaba en penumbra pues los pesados cortinajes de damasco estaban echados. Un rayo de sol que había conseguido burlar la oscuridad iluminaba las motas de polvo que flotaban en el aire. Le pareció estar en un mausoleo. El olor a rancio lo impregnaba todo. A pesar de que el período de luto había transcurrido hacía tiempo, nadie se había preocupado en retirar los lazos negros de los retratos ni en dar vuelta a los espejos. Los relojes continuaban parados en la misma hora en que ocurrió la muerte de Caridad. Sintió frío. Abrió las cortinas del salón pero el sol no conseguía animar el fúnebre aspecto de la estancia. Entró en el dormitorio de los niños, le pareció antihigiénico con aquellas oscuras camas que le recordaban pequeños féretros. Hasta allí no llegaba la luz del sol puesto que la única iluminación que recibía provenía de un patio interior estrecho y húmedo. Decidió que no era lugar para los críos. El dormitorio conyugal producía la misma impresión. El perfume a madreselva de Caridad aún flotaba en el aire estancado de la vivienda, escasamente ventilada, se adhería al papel pintado de las paredes y a los polvorientos cortinajes de terciopelo que hurtaban la habitación al sol mediterráneo. La alta cama, a cuya cabecera había un crucifijo con un Cristo desgarrado y sangriento, ocupaba casi toda la estancia. Pasó la mano por el tocador en el que todavía reposaban el perfumero y el cepillo con mango de plata que usara la difunta. Una fina capa de polvo lo cubría todo. Levantó la cabeza y en el espejo empañado que colgaba sobre el mueble, le pareció divisar la imagen de una mujer. La mecedora que había en un rincón del cuarto se movió como si alguien la hubiese accionado; un soplo de aire frío inundó la estancia, no le hubiese extrañado contemplar a la difunta deambulando por la alcoba. Hacía mucho tiempo que no percibía este tipo de visiones pues la presencia de su hermano muerto, ahogado en el Ródano, había quedado conjurada antes de abandonar su tierra natal. No se asustó, sólo sintió extrañeza. En aquel momento, decidió que aquella vivienda no era el lugar apropiado para instalarse tras su boda con Fulgencio. No deseaba competir con la difunta en el mismo escenario en el que transcurrió su vida. Aquella casa siempre sería el territorio de Caridad Riquelme. Ella necesitaba un espacio nuevo, neutro, aséptico, desprovisto de recuerdos y de fantasmas que turbaran su vida y la relación con sus hijastros. Con sumo cuidado, echó las cortinas y cerró la puerta. Bajó hasta la tienda y se despidió de su novio con la excusa de un inoportuno dolor de cabeza. Pero el incidente no acabó allí. Aquella noche, fuera porque tenía los nervios alterados por el embarazo o por la emoción de su próxima boda, soñó con Caridad Riquelme. Al instante supo que se trataba de ella por la tersura de cera de la piel, el talle delicado, las caderas infantiles y porque la falda que la cubría estaba manchada de sangre a la altura del pubis. La mujer estaba sentada en la mecedora que Renée contemplara moverse en el cuarto. En el sueño, Caridad Riquelme le dio el mensaje que traía para ella. Le encargó el cuidado de sus hijos y aprobó la unión con su marido. Le aseguró que ahora estaba en paz, que había rezado mucho para que Fulgencio encontrara una nueva esposa que condujera la navegación del barco escorado en el que se había convertido su hogar. La mujer le contó algunos secretos de alcoba antes de despedirse, aficiones amatorias de su marido que ella había practicado con él a pesar de la repugnancia que le inspiraban, para retenerlo entre sus faldas y que no se enredase en las ajenas. Renée le agradeció el consejo, pero se abstuvo de decirle a su antecesora en el cargo que ya las conocía, pues era moza de prostíbulo y formaba parte de su oficio el conocimiento de todas las posturas y variantes de los encuentros carnales. La presencia de Caridad se desvaneció y Renée se despertó.

Al día siguiente habló con Fulgencio, pero no le contó el sueño. Utilizó otros argumentos más prácticos para convencerlo, aludió a las necesidades de los niños. La ciudad era asolada periódicamente por brotes de fiebres palúdicas que se habían convertido en una pandemia. La parte nordeste de Mirabilia estaba ocupada por una zona pantanosa. Unas marismas alimentadas por las lluvias otoñales ocupaban una depresión del terreno. Las aguas estancadas favorecían la proliferación de juncos y cañas en las que anidaban los pájaros marinos. El lugar era hermoso, pero también era un foco de infecciones que transferían los mosquitos que actuaban de trasmisores de las fiebres tercianas que periódicamente se abatían sobre la ciudad sembrándola de enfermos y colmando las alforjas de la Parca. Renée arguyó que resultaba más sano para los pequeños que creciesen fuera de la ciudad, alejados de las maléficas influencias de las aguas corrompidas. En el campo respirarían aire puro, el sol les fortalecería los huesos y estarían más sanos que en Mirabilia. También le comentó que no pretendía que sus hijos olvidaran a la madre muerta. Ella se encargaría de que siempre guardaran su recuerdo, pero no era bueno, y lo sabía por experiencia, que los muertos se adueñaran de los vivos. Cada uno debía ocupar su lugar. Fulgencio no objetó nada y quedó decidida la nueva residencia de la pareja: Villa Mercurio.

Se casaron en la primavera de 1900. Aún no se habían apagado los ecos del desastre colonial, a pesar de haber transcurrido un año de la entrada triunfal en La Habana del Generalísimo Máximo Gómez al frente de su ejército. España había perdido los últimos restos de su imperio reducido a cenizas por uno nuevo que empezaba a despuntar. Lo que más había temido Fulgencio ocurrió: la internacionalización del conflicto iniciada por el hundimiento del Maine, tras la explosión de las calderas. El gobierno estadounidense achacó el incidente a un sabotaje español y entraron en guerra apoyando a los insurrectos. La ciudad, al igual que el país, estaba sumida en el marasmo y en el pesimismo existencial que se había adueñado de las conciencias de los ciudadanos. La población aún no había terminado de digerir que España ya no tocaba ningún instrumento en la gran orquesta mundial.

La ceremonia fue sencilla pues los ánimos no estaban para celebraciones. Se ofició en una iglesia de extramuros. Apenas fueron acompañados por una veintena de invitados: don Leandro que actuó de padrino, Fátima, la madrina, que estaba espléndida envuelta en un traje morado con adornos de azabache, y algunos contertulios del casino. Renée iba ataviada con un traje de satén negro y tocada con teja y mantilla españolas. Cuando acabó el oficio religioso, los invitados se trasladaron a Villa Mercurio donde celebraron un ágape en el comedor de la residencia del matrimonio.

Desde el primer momento le fascinó la vivienda que le recordaba las de los cuentos infantiles, aunque desentonaba un poco en mitad del campo mirabiliense. Como la casa estaba terminada se limitó a organizar el jardín. Plantó rosales, césped y distribuyó macizos de mirto para crear recoletos espacios. Arregló el dormitorio de los mellizos con camitas de pino que ordenó pintar en color blanco. Los ventanales de estilo neogótico permitían que la luz del sol entrase a raudales. Sobre ellas colocó unos visillos ligeros y unas cortinas estampadas y alegres. También mandó comprar un par de cabras para suministrar leche a los gemelos. Ordenaba a la cocinera que la hirviese hasta tres veces antes de que los niños la bebiesen.

Cuando acabó la labor de convertir la mansión en un hogar, decidió ayudar a Fulgencio en la tienda. El embarazo apenas se le notaba gracias a su delgada constitución y se aburría en la ociosidad del campo. Sin embargo, no conseguía realizar una labor útil. Se perdía entre aquel laberinto de telas. Las piezas de tejido reposando sobre los estantes que cubrían las paredes hasta el techo le recordaban a muertos yaciendo en ataúdes. Colocó carteles rotulados con los nombres de las telas. Organdí, bombasí, vichí, dril, cretona, damasco… El método no produjo los resultados requeridos y en una semana los dependientes andaban como sonámbulos entre aquel caos de tejidos, puntillas, picolinas y entredoses. Fulgencio, alarmado, intentó apartarla del mostrador. Le rogó que recogiese los enseres que resultasen útiles del primer domicilio conyugal y que los empaquetase para trasladarlos a Villa Mercurio porque necesitaba espacio libre para alojar un pedido que llegaba desde Barcelona y el almacén estaba atestado. Renée tomó la llave que colgaba de un gancho bajo el mostrador y subió al piso, al tenebroso territorio de Caridad Riquelme. El olor a moho era tan intenso que el aroma a madreselva de la difunta flotaba débil en el ambiente que cada vez más recordaba a un húmedo panteón. Abrió una cómoda y extrajo sábanas de Holanda, manteles y toallas de damasco, todo bordado a punto de festón con una C y una R enlazadas. Las apartó como si se tratase de la piel olvidada de una serpiente. Decidió que las desecharía. No deseaba que el infortunio de Caridad se trasmitiese a su vida a través de los objetos que le habían pertenecido. Un mueble crujió, tal vez herido por la carcoma. De nuevo le pareció ver una sombra en el espejo. Sintió frío y se desmayó. Fulgencio se alarmó ante la tardanza de Renée. Subió a su antiguo domicilio y encontró a su esposa tendida en el suelo. La levantó y la tendió en el sofá. Después llamó a un médico que ejercía su profesión en una calle aledaña. El doctor achacó el desvanecimiento a una bajada de tensión provocada por el embarazo. Le recetó unas píldoras reconstituyentes y mucho descanso. Renée no quiso permanecer ni un instante más en aquel tétrico espacio y bajó hasta el establecimiento. Se recostó en la cama de la trastienda. Cuando se recuperó, Fulgencio la trasladó en la calesa a la mansión.

Renée decidió ponerle fin a aquel asunto que ya empezaba a incomodarla. Extendió el tablero para comunicarse con el más allá e invocó el espíritu de Caridad Riquelme. Necesitaba saber qué pretendía la difunta pues creía firmemente que existía una conexión emocional entre vivos y muertos que tardaba mucho en romperse. Sin embargo, el único mensaje que el vaso trazó sobre la mesa resultó desconcertante, pues hablaba de que una gran desgracia la acechaba, pero que se solucionaría a través de la intervención de una persona que venía de lejanas tierras.

Al día siguiente se encontraba recuperada y rogó a su marido que la llevase con él a Mirabilia. Ante la negativa del hombre, le aseguró que pasaría el día descansando en casa de su amiga Fátima. Fulgencio accedió.

Fátima estaba sentada en un sillón de mimbre de respaldo alto en el mirador de su cuarto. Sobre el velador reposaba un narguile cuya boquilla se llevaba a los labios de cuando en cuando. El tabaco le ayudaba a pensar y el burbujeo del agua en la vasija le procuraba una agradable sensación hipnótica. Los ventanales estaban abiertos y el trajín callejero se colaba en la habitación inundando el silencio con los ecos de la vida ciudadana. La brisa marina mecía las hojas de la kentia y las evanescentes frondas de los helechos que colgaban del techo envueltos en artísticos maceteros. Aquellos momentos de paz posteriores al desayuno eran sus favoritos. Se sentía fresca envuelta por la túnica ligera bordada en oro y calzada con las babuchas de piel. Odiaba las ropas occidentales de faldas ajustadas en la cintura y estrechas blusas abotonadas que se le pegaban a la piel que el molesto corsé dejaba al descubierto. Aprovechaba la tranquilidad matutina para escribir en su diario. Acariciaba la idea de convertir todas sus aventuras en un libro de memorias. Cuando acababa con la tarea, planificaba los trabajos cotidianos: las visitas, las labores del servicio doméstico y la agenda de sus pupilas. En un cuaderno de tapas color avellana anotaba los ingresos y los gastos. Se sentía feliz pues la inversión inicial estaría amortizada en muy poco tiempo. Entonces, podría nombrar una gobernanta al frente del negocio. Dispondría de tiempo libre para disfrutar de unas largas vacaciones. Acariciaba la idea de recorrer Francia e Italia. Demasiado tiempo en el mismo lugar la aburría.

La puerta de la habitación se abrió de golpe e irrumpió en ella Renée.

—¿Qué te sucede querida? Estás muy pálida.

—Casi nada, Caridad Riquelme se ha comunicado conmigo por segunda vez.

—¡Qué dices, Renée! Caridad murió hace cuatro años. Si no conociera tu sentido común, diría que estás loca. Así que explícame todo con detenimiento.

Renée le contó los dos episodios sin omitir ningún detalle, Fátima se quedó pensativa y calló durante un buen rato.

—Creo que lo que has visto es producto de tu imaginación. Tal vez todos los cambios tan bruscos que has vivido en los últimos tiempos te han alterado los nervios. ¿No le habrás contado nada a tu marido?

—¡Por supuesto que no!

—Mejor así. Los hombres se alarman mucho con estas cosas y no comprendería que tus visiones son producto de una situación concreta y no son reales.

—No es la primera vez que ocurre, mi hermano muerto me ha visitado muchas veces, aunque nunca me había sucedido con alguien desconocido. Lo que más me inquieta es el mensaje que me ha comunicado a través del tablero. Por más vueltas que le doy al asunto no le encuentro ningún sentido a esa desgracia que me acecha y el remedio que viene hasta mí desde lejanas tierras. Si pudiera realizar una sesión de espiritismo en toda regla, con más asistentes, quizás se pondría en contacto conmigo. Yo sola no dispongo de la fuerza suficiente. Es lo que hice para conjurar el espíritu de Jacques.

—¿Y funcionó?

—Sí. En mi pueblo había una mujer que se comunicaba con el más allá. Gracias a ella contacté con mi hermano. Él fue conminado por la médium para que ocupase su lugar. Desde entonces nunca más se me ha aparecido. Pero en esta ciudad tan católica va a resultar difícil encontrar personas que quieran participar en una sesión espiritista.

—No lo creas, la comunidad inglesa es muy aficionada a estas cosas. Sé que lo practican en un palacete cerca de la ciudad. Alguna vez me han invitado a participar, pero ya me conoces, a mí sólo me interesa el mundo que piso. Lo sobrenatural no es asunto mío. Bastante complicado resulta transitar por la vida como para iniciar otro camino por un territorio tan misterioso.

—¿Podrías ayudarme a organizar alguna?

—No lo creo oportuno en tu estado. Espera a que nazca el niño y si aún te quedan tiempo y ganas de ocuparte de asuntos de ultratumba, te ayudaré. Mientras tanto, olvídate de la tienda. Dedícate a organizar fiestas en esa hermosa mansión en la que vives, prepara el ajuar del niño y ocúpate de tus hijastros.

—Me siento sin fuerzas para tanta tarea, además no conozco a nadie aquí. Eres mi única amiga.

—Tengo una idea, el verano se acerca y este año pienso tomarme unas vacaciones. Si me invitas una temporada, organizaremos el mejor baile que puedas soñar. Mandaremos tarjetas a todas las personas influyentes de la ciudad. A Fulgencio le vendrá muy bien para el negocio. Aún no ha conseguido atraer a la clientela extranjera. Ya sabes, los vicecónsules y sus señoras, los ingenieros navales, en fin, gentes que gastan mucho en vestimenta. Entre las dos lo conseguiremos. La situación económica es pésima. Los gastos de guerra y la pérdida de las colonias han supuesto un duro golpe para las finanzas estatales. Los únicos que ahora pueden gastar son los extranjeros.

Fátima consultó la hora en el reloj de la sala.

—Lamento concluir la conversación, pero espero a un caballero. Negocios. Haz caso al doctor y pasea un poco por el puerto, el aire del mar te tonificará. ¿Quieres que te acompañe mi doncella?

—No es necesario. Hoy me encuentro estupendamente. Seguiré tu consejo. Muchas gracias, querida, siempre serás mi ángel protector.

Se alejó taconeando por el pasillo en dirección a la puerta.

Fátima le relató estos hechos a Margaret cuando el infortunio se cebó, una vez más, con la existencia de la muchacha, dislocando sus esperanzas y quebrando sus sueños. Ella intentó comprenderlos de la única forma que conocía: escribiéndolos en su diario.