XVI

Un suceso extraordinario

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La noche en que nació Esperanza Conesa, el mundo parecía acabarse. Una violenta tormenta descargó su furia sobre la tierra. Las últimas nubes del otoño soltaron ríos de agua que el viento estrellaba contra los cristales. Los relámpagos iluminaban el cielo con una luz espectral y los truenos interpretaban una macabra sinfonía que aterraba a personas y animales. El mes de diciembre había traído con él un prematuro invierno de largas noches despejadas y frías. Renée se quejaba de lo heladora que era la casa, sin embargo, Margaret estaba en su elemento. La gata cesó en sus incursiones veraniegas en busca de ratones y topos. Se refugió en la habitación de Margaret y dormía ovillada a sus pies. La muchacha sufría de insomnio por el embarazo y vagaba por la casa a pasos cortos a causa de la hinchazón de sus piernas, presa de una extraña inquietud. Se palpaba continuamente el vientre para notar al niño. Si no percibía el movimiento del feto, se encerraba en su habitación y abrazada a la gata lloraba sin cesar. Se sentía muy sola, la relación con Renée había cambiado. La encontraba distante y no lograba hallar la razón del cambio. Extrañaba a Hunter, no sabía nada de él y las cartas que le dirigió a su antigua doncella, le fueron devueltas. Debía prepararse para afrontar la maternidad en solitario.

Había subido hasta el torreón el día anterior. Era un recurso que utilizaba con frecuencia, cuando la nostalgia la roía por dentro, mirar el paisaje a través de la ventana. Pero no eran campos yermos lo que veía, ni palmeras. Ella contemplaba la masa verdosa de Darkwood y escuchaba el familiar sonido del discurso del Blackriver. Se acodó en el alféizar de la ventana y dirigió su vista hacia arriba. La luna había entrado en su fase de plenitud. El satélite lucía como una gigantesca moneda de plata en el cielo claro y estrellado próximo al solsticio. Le pareció un ojo siniestro que la observaba desde el firmamento. Sintió miedo. Un terror infinito ante el incierto porvenir. La inminencia de la maternidad le recordó a su familia. ¿Qué sería de ellos? ¿Llorarían su pérdida? ¿La añorarían como ella los añoraba? Necesitaba unos brazos que la acogiesen, un cuerpo en el que refugiarse. La necesidad de afecto, de contacto físico, le dolía como una llaga abierta en lo más profundo de su espíritu. Cerró los ojos e imaginó a Hunter con ella, hablándole suavemente, acariciando su cuerpo y su pelo. Respiró hondo y se sintió mejor. Unas nubes oscuras ocultaron la luna. El niño se agitó en su interior. Sintió que la cuerda de la vida que unía a ambos no sólo transportaba alimento y oxígeno, sino sus propias emociones, sus alegrías y sus pesadumbres. No deseaba que el niño sintiese su tristeza y su infinita melancolía pues nacería con un carácter débil y antojadizo. Se reprimió como le habían enseñado, tomó la lámpara de parafina y bajó hasta su habitación. Permaneció acostada hasta el mediodía. Al atardecer el tiempo cambió y comenzó la tormenta. Poco después, Margaret rompió aguas. Las dos mujeres estaban solas porque Fulgencio no pudo regresar a casa por causa de la lluvia. El mozo que cuidaba el jardín y los animales se atrevió a tomar un caballo. Partió hacia el pueblo en busca de la partera en medio del aguacero y los truenos, pero regresó al poco rato, cubierto de barro, el caballo se había asustado y lo había arrojado al suelo. Renée reunió al servicio.

—Margaret está de parto. La comadrona no va a venir. ¿Alguna de vosotras posee la experiencia suficiente para ayudarnos?

—Señora, yo he tenido cuatro hijos. Algo sé. Cuando todo va bien no se necesita a nadie. El niño viene al mundo siguiendo su instinto, pero si algo se tuerce, yo no podré enderezarlo.

—¿Al menos, sabes cómo se corta el cordón umbilical?

—Eso es fácil.

—Pues a la tarea. Preparad agua caliente y toallas en abundancia.

Margaret, estaba tendida en su cama, jadeante, sudorosa y sacudida por los espasmos de las contracciones. Renée le tomó la mano y en ese instante ella también rompió aguas.

Sacré Bleu! –exclamó–. Aún me falta casi un mes para concluir el embarazo. ¡Rápido! Preparen una cama en esta habitación, pariré aquí. Que el mozo parta de inmediato y se traiga a la comadrona como sea. Mi hijo va a nacer.

La partera llegó justo en el momento en que parió Margaret, que, agotada, se desmayó. Momentos después, lo hizo Renée.

La tormenta cesó al amanecer y el mozo partió a la ciudad para avisar a Fulgencio. El sol estaba alto cuando el hombre irrumpió en la habitación marital. Renée le informó que había sido padre de una niña, que en aquel momento reposaba en su cuna.

—Ha sido un parto difícil, la partera afirma que algo se me ha quebrado por dentro, quizás no podamos tener más hijos, pero la niña ha sobrevivido.

—¿Y Margaret? El mozo me ha dicho que también ha dado a luz.

—Sí. Ella no ha tenido tanta suerte, o quizás sí. Ha alumbrado un niño. El parto ha sido fácil, pero el bebé no era normal. Un niño liso como piel de foca, con ojos y pelo de chino. Ha muerto al poco de nacer. Era muy pequeño y muy débil. Mandé al mozo que lo enterrase en el jardín, pero ella se opuso. Afirmaba que su hijo no era un perro.

—Entonces, ¿qué hiciste?

—Hemos abierto un hueco en el suelo de la capilla. Así está enterrado en sagrado. Aunque también es un sacrilegio pues el niño no ha sido bautizado. Era la solución mejor para todos.

—¿Y el certificado de defunción? ¿Y los trámites?

—Los hemos obviado. Margaret no existe para las autoridades españolas. La situación era demasiado complicada. Ella ha estado de acuerdo con este subterfugio.

—¿Cómo está?

—Destrozada. Deseaba tanto al niño. Pero en su situación es lo mejor. Es muy difícil criar a un hijo sola.

—Tal vez ahora se marche a Inglaterra.

—No lo creo. Sus padres no la aceptarían y la sociedad en la que se ha educado menos aún. Ahora, más que nunca, necesita todo nuestro apoyo, toda nuestra ayuda. Debemos trazar un plan para encontrar a su pintor. Se repondrá y podrá tener más hijos.

Fulgencio se acercó a la cuna en la que dormía la niña y la tomó en brazos observándola con detenimiento. Antes de que su marido le preguntara, ella se adelantó:

—Es igualita a mi padre, en el tono claro de la piel. El pelo castaño, es como el tuyo. ¿Verdad que ha nacido grande a pesar de faltarle un mes para completar su crecimiento en mi vientre?

—Puede ser, yo no entiendo mucho de esas cosas. Pero yo no te he pedido ninguna explicación. No ignoraba nada de tu pasado y aun así me casé contigo. Me pregunto si has sido sincera del todo conmigo.

Antes de que pudiera responderle, se acercó a ella, la besó en la frente y puso un dedo en sus labios.

—Duerme, descansa, querida, te lo has ganado. –Cuando Fulgencio salió de la estancia, encontró a Margaret junto a la puerta del dormitorio, desmayada sobre un charco de sangre.

Fátima Adjaoui aplazó sus planes pues la crisis económica así lo aconsejaba. Partió con destino a Europa el verano de 1901. Se demoró cuatro años en regresar. Cuando nadie la esperaba, apareció de improviso cargada de regalos y de nuevas ideas para los cafés-cantantes que pensaba instalar tanto en Mirabilia como en Concordia. Sabía por las cartas que le remitía Fulgencio, que esta última había pasado de ser poco más que un campamento de cíngaros a una ciudad transitada por mineros de ojos alucinados, encandilados por la fiebre de la plata que espantaban la presencia de la muerte, permanentemente adherida a sus personas, gastando en tabernas y burdeles los beneficios que extraían de las entrañas de la tierra. Llegó acompañada de una pléyade de bailarinas reclutadas en los cabarés de París y en las salas de fiestas de Berlín y San Petersburgo; pretendía revolucionar el ambiente nocturno de la zona. Pensaba dotarlo de un aire más cosmopolita, más glamuroso. Fulgencio participó en el negocio a la vez que abría una sucursal de su comercio de tejidos en la ciudad minera. Cuando entregó su regalo a Margaret, un precioso chal de cachemira, le preguntó por su situación.

—Querida, ¿has conseguido encontrar a tu pintor?

—No. Esperaba que él se pusiese en contacto conmigo a través de mi antigua doncella, pero todas las cartas que le envío me son devueltas.

—Te ayudaré a encontrarlo. Los hombres huérfanos de amor buscan consuelo en mujeres como mis chicas. Escribiré a los burdeles de Italia, Grecia y Turquía. Si ha entrado en alguno de ellos, le encontraremos la pista. Será fácil hallarlo. Los hombres, en la cama, no sólo desnudan sus cuerpos, también sus almas, sobre todo si están llagadas por penas de amor. Después de los curas, las prostitutas somos las que más secretos escuchamos. Descríbeme otra vez su aspecto y los detalles de sus gustos amatorios que recuerdes. En cuanto acabe de instalarme, escribiré todas las cartas y las enviaré.

El plan no surtió los efectos deseados porque a pesar de recibir varias respuestas positivas, ninguna de la meretrices que lo habían conocido sabía el destino del pintor. Parecía que a Hunter se lo hubiese tragado la tierra. Margaret se resignó a su suerte y se dedicó en cuerpo y alma a la educación de los hijos de Fulgencio. Hablaba en inglés con los mellizos, que le prestaban escasa atención, más ocupados en fabricarse espadas de madera y luchar entre ellos que en aprender aquella jerigonza que les obligaba a hablar como si tuviesen la boca llena de gachas. Sin embargo lo aprendieron cuando le encontraron una utilidad: usar el idioma como jerga secreta para comunicarse entre ellos. La pequeña Esperanza, por la que sentía auténtica devoción, era diferente y se aplicó a la tarea del aprendizaje del inglés sobre todo para leer los libros de cuentos y fábulas que Margaret había encargado a una librería londinense.

En el cuarto de juegos habilitaron un lugar para las clases que los niños recibían por partida doble: dos horas de enseñanza en el idioma de Margaret y tres horas en español, impartidas por un tutor que Fulgencio contrató.

A pesar, de que la niña era cuatro años menor que los mellizos, no lo parecía, pues era madura y reflexiva y casi los alcanzaba en estatura. Era espigada, de piel clara y huesos largos, el pelo castaño siempre lo llevaba recogido en una o dos trenzas adornadas con lacitos a juego con el vestido. No era guapa, pues para ello hubiera debido poseer una melena rizada y rubia, los ojos azules y el cuerpo más redondeado, según los cánones de belleza vigentes. Sin embargo, había algo en su mirada que atraía. Sus ojos color almendra poseían profundidad y traslucían una gran inteligencia. Al criarse con dos niños prefería los juegos masculinos a las muñecas. Se pasaba el día tras sus hermanos intentando subir a los árboles o compitiendo con ellos en el lanzamiento de piedras. Al igual que a Lorenzo y Laureano le encantaban los animales, sobre todo la gata de su institutriz, con la que congenió desde el principio. Adoraba los caballos, animales que atemorizaban a su madre. Consiguió que su padre le regalase un pony para su cuarto cumpleaños. Margaret la enseñó a montar.

Su niñera se convirtió en el ser más importante de su vida afectiva pues la francesa andaba siempre perdida entre el tarot, las cartas astrales y la mesa de comunicarse con los muertos. Era Margaret quien acudía a consolarla en mitad de la noche cuando la chiquilla se despertaba acosada por las pesadillas llamando a gritos a su madre, que en aquellos momentos mantenía una conversación con los habitantes del reino de ultratumba, acompañada por gentes que deseaban comunicarse con sus espíritus familiares. Esperanza se acostumbró a recurrir a su niñera cuando cualquier emoción la asaltaba. Muchas mañanas, al ir a darle los buenos días, Renée encontraba a Margaret y Esperanza abrazadas. Entonces se enfurecía y prohibía que durmiesen juntas alegando que la niña debía vencer sola sus terrores nocturnos y que ella se bastaba para consolarla. La pequeña cambió de estrategia para burlar la prohibición materna. Cuando algún sueño aterrador alteraba su descanso, acudía a la habitación de su niñera, se metía en la cama y se agarraba a su cuerpo, pero antes dejaba abiertas las contraventanas para que el primer rayo de sol la despertase y pudiese regresar a la cama antes de que su madre la descubriese en el lecho de la institutriz. La costumbre se convirtió en un hábito. Se despertaba invariablemente al amanecer, aunque después continuase su sueño. Por lo demás, era una niña dócil y tranquila que se entretenía con los libros y dibujando con lápices de colores paisajes imposibles de soles verdes y montañas rosas sobre la que se izaban castillos color caramelo o princesas de rojos cabellos y sonrisa triste. Así percibía Esperanza a Margaret, como un hada o una princesa a la que a veces sorprendía mirando al infinito a través de la ventana del torreón con una lágrima corriendo por sus pálidas mejillas. Cuando esto ocurría, y era con frecuencia, la niña se abrazaba a ella muy fuerte o le tomaba la mano en un intento de que la sonrisa volviese a los labios de la mujer a la que tanto amaba.

—¿Por qué lloras, princesa nanny? ¿Por qué estás triste?

—Pues porque mi príncipe está perdido en un reino lejano y no encuentra el camino de regreso –contestaba Margaret utilizando el lenguaje infantil.

—Seguro que mañana viene, ahora mismo está montado en su caballo blanco y cabalga hasta aquí todo lo rápido que puede. El viento, que es su amigo, empuja al caballo para que corra más, los árboles se apartan para que pase y la luna ilumina su camino por la noche.

Margaret la abrazaba mientras besaba su frente con dulzura y una sonrisa disipaba por un momento su tristeza.

Esperanza progresaba en sus estudios. Había aprendido a leer y se comunicaba en un inglés rudimentario con su niñera, pero apenas se relacionaba con niñas de su edad.

Un día, mientras Margaret paseaba por el jardín, se encontró con Fulgencio. Este la evitaba desde hacía tiempo, pero ella se había resignado a la exclusión. El hombre no la miraba a los ojos cuando conversaba con ella. Aún utilizaban el tratamiento formal del «usted» en sus escasas charlas.

—Fulgencio, debo comentarle algo respecto a Esperanza.

—La educación de la niña es cosa de Renée.

—Cierto, pero su esposa anda siempre ocupada con sus sortilegios, sus adivinaciones y sus entrevistas con el más allá. Es imposible intercambiar media docena de palabras con ella.

—Está bien, dígame, ¿de qué se trata?

—Creo que Esperanza debería frecuentar el trato con niñas inglesas, le ayudaría no sólo a dominar la lengua, sino también a mejorar aspectos de su socialización que se hayan un tanto descuidados. A veces no sé si me entiende por lo que digo o porque, gracias a la buena sintonía que hay entre nosotras, intuye mi pensamiento. Además, podría practicar deportes de equipo que le ayudarían a relacionarse con los demás.

—Me parece una buena idea –afirmó mientras se afanaba en arrancarse una brizna de hierba que se había enganchado en la pernera de su pantalón–. No sé si será posible, ya sabes que la comunidad británica es muy cerrada. Tampoco me apetece dejarla sola con extraños.

—Yo la acompañaría y cuidaría de ella.

—Eso constituiría un gran sacrificio para usted, ya sabe que el personal subalterno, y una institutriz lo es, no es aceptado como miembro de pleno derecho en la sociedad británica. ¿Podría soportarlo?

—Por supuesto, pero existe otra posibilidad: no me presente como la niñera de Esperanza, sino como un miembro de su familia, una prima lejana de su esposa, que vive con ustedes porque perdió a su familia en el naufragio de un barco.

—Veré lo que se puede hacer. Hablaré con Fátima, ella está muy bien relacionada con sus compatriotas. Seguro que se le ocurre alguna idea.

Al cabo de una semana, Fátima había concertado unas cuantas reuniones a las que comenzaron a acudir. Esperanza congenió bien con las niñas británicas. Aprendió a jugar al croquet y al bádminton, los modales precisos para comportarse en la visitas y a tomar el té cogiendo el asa de la taza con dos dedos y el meñique levantado. Pronto fue invitada a las fiestas infantiles. A veces, Margaret sorprendía un gesto de aburrimiento en su carita, o un disimulado bostezo. Sospechaba que la niña se esforzaba en integrarse impulsada por el cariño que sentía por su niñera, pues Margaret era feliz entre sus compatriotas, no tanto por nostalgia de su pasado sino por la esperanza de que en medio de una conversación se deslizase alguna palabra que la pudiese conducir hasta Hunter. Con la excusa de enseñar a los niños el idioma, solicitaba a sus anfitriones que le cediesen los ejemplares atrasados de The Times. Leía a conciencia los periódicos en busca de noticias sobre alguna exposición pictórica. Pero su búsqueda no obtuvo ningún resultado. Sin embargo, la clientela inglesa de Fulgencio aumentó, también su prestigio social dentro de la comunidad británica.

Coincidiendo con el inicio de la temporada social, que comenzaba nada más acabar las representaciones cuaresmales, Fulgencio y Renée recibieron una invitación para una merienda en la residencia del cónsul, un palacete con ínfulas de castillo que se levantaba en las proximidades de la ciudad, pero lo suficientemente alejado de ella para soslayar los efluvios malsanos de la laguna. Junto a los nombres del matrimonio aparecía caligrafiado con tinta azul el de Margaret Jones. Renée se opuso con todo tipo de argumentos a que la muchacha los acompañara, pero Fulgencio no los tuvo en cuenta. Ambos estaban en la sala; el hombre leía el periódico que contenía los sabrosos cotilleos de la vida política y social de Mirabilia, la mujer preparaba sus cartas y amuletos para la sesión de espiritismo de la noche. Hacía calor y las ventanas estaban abiertas. Esperanza se mecía en el columpio bajo la atenta mirada de Margaret. Lorenzo y Laureano jugaban a guerras con las espadas de madera.

—Querida, Margaret asistirá a la recepción. Ha sido invitada y sería un desaire por su parte no acudir.

—Fulgencio, tú no has perdido el interés por la inglesa. No soy tonta, veo las miradas que le diriges. Ahora mismo te sientes como un sultán que va a lucir a su mujer y a su concubina

—Piensa lo que quieras, Renée, pero yo me libré de su embrujo, la saqué fuera de mí con cada vómito, con la diarrea. Su poder se diluyó con mis humores en el hospital de coléricos.

—No es eso lo que me dicen las cartas, lo que me comunica tu aura. No es brillante sino opaca y teñida de un sucio color verdoso, del color de los poseídos por un deseo imposible.

—Todo eso son infamias tejidas por tus celos. Carecen de base real. Lo único cierto es que esa mujer ha cumplido con su pacto. Los niños hablan inglés y se ocupa de Esperanza mucho más que tú. La niña la adora. Además, me ha abierto las puertas de la comunidad británica. Me estoy planteando ampliar el negocio. Creo que ha pagado con creces nuestra caridad.

Margaret, sin querer, escuchó la conversación entre los esposos. Una nueva pesadumbre le oprimió el corazón.

La nueva calesa, que Fulgencio había adquirido recientemente porque la antigua se desmoronaba de vieja, los depositó en las puertas de la residencia consular. La tarde primaveral era radiante y los sirvientes habían colocado algunas mesas bajo los añosos árboles del cuidado jardín, otras bajo entoldados que las protegían del sol. Margaret resplandecía en su vestido de satén crema que adornaba con el chal de cachemira que le regaló Fátima. Esta asistía también a la recepción. Deambularon entre los grupos de invitados degustando los selectos manjares que componían el ágape. Renée fue requerida por un grupo de señoras que deseaban que les leyera el mensaje del aura o que les echara las cartas para saber si iban a enfermar, si sus esposos iban a ser trasladados a Inglaterra o si sus hijas casaderas iban a encontrar un buen partido. Fulgencio departía sobre política. Las elecciones estaban próximas y discutían sobre la valía del candidato a Cortes por el partido liberal, un petimetre de origen mirabiliense educado y residente en Madrid y que sólo se ocupaba de su ciudad natal cuando se acercaban los comicios.

Margaret se alejó del ajetreo de la fiesta. Sus servicios como traductora no eran necesarios. Una voz a sus espaldas la llamó:

—Señora Jones, venga un instante, deseo presentarle a un invitado que acaba de llegar de Londres.

—Lord Rivelaux, la señora Margaret Jones.

Margaret alargó la mano estupefacta al comprobar que el caballero era Hunter. Presentaba un aspecto estupendo: estaba más moreno que de costumbre y sobre todo más delgado, pero el brillo de sus ojos no se había apagado. A duras penas pudo controlar el temblor que la poseía. Un criado se acercó a la mujer del cónsul requiriendo su presencia.

—Discúlpenme, asuntos de índole doméstica requieren mi atención. Los dejo solos para que conversen a sus anchas.

—Maggie, no esperaba encontrarte aquí, tan lejos de Inglaterra. No puedes imaginar lo que te he buscado. Llegas de nuevo a mi vida en un momento crucial. Paseemos lejos de miradas indiscretas. ¡Tengo tanto que contarte!

Se alejaron por el jardín. Hunter se quedó en silencio como si la emoción hubiera conseguido enmudecerlo. Margaret le instó a hablar.

—Me tienes en ascuas, querido. Cuenta.

—Cuando emprendí el viaje buscaba el triunfo que me permitiese ofrecerte la vida a la que estás acostumbrada y que me abriese la puerta de la aceptación de tus padres, pero no he pintado nada que valiese la pena en estos cinco años. Recorrí Italia, pero ni sus paisajes, ni sus ruinas, ni sus pinacotecas me inspiraron. Después marché a Grecia, recorrí la mayor parte de las islas del Peloponeso pero ni la blancura de sus pueblos, ni el azul intenso del Egeo, ni el cromatismo de sus montes salpicados de olivos relucientes a la luz de la luna, ni tan siquiera la riqueza de sus tradiciones consiguió que volviese a pintar un cuadro.

—¿Tanta era tu nostalgia por mí?

—No sabes cómo te añoraba. Cuando me sentaba delante del lienzo sólo aparecía tu imagen, las manos me temblaban, los colores se emborronaban en la paleta y lo único que pintaba eran paisajes muertos dominados por un gris ceniciento, como el que se había adueñado de mi espíritu. A mí alrededor fluía la belleza pero yo nada veía porque tú no estabas. Mi mirada estaba huérfana de ti. Fui presa de la más profunda melancolía, de la más turbadora aflicción. Iba de un lugar a otro sin arraigar. El viaje era para mí una droga, que lejos de acallar mi añoranza de ti, la incrementaba. Intenté olvidarte en brazos de otras mujeres, desde condesas sicilianas ávidas de nuevos placeres, a humildes prostitutas de burdeles venecianos.

—¿O sea, que me has sido infiel?

—Mi cuerpo sí, pero no mi alma. Elegía a las mujeres de cabellos cobrizos, buscaba en sus cuerpos el tuyo. Después me sentía vacío, sucio y miserable. Eran sólo intercambios sexuales que únicamente me proporcionaban dolor porque ninguna eras tú, porque eran amores mercenarios o hipócritas.

—Me resulta difícil comprenderte. No puedo entender cómo me buscabas en los brazos de otras.

—Deseaba olvidarte a cualquier precio, ya que no podía encontrarte. No puedo borrar el pasado.

—Es duro aceptar lo que me cuentas. Yo he sufrido múltiples penurias, pero siempre guardé la esperanza de encontrarte y no te he sido infiel ni con el pensamiento.

—Te ruego que me perdones. En mi descargo sólo puedo decirte que eran meros desahogos del cuerpo estragado en los que mi espíritu no participaba porque se hallaba ausente, prendido al tuyo.

—Sólo puedo entenderlo como un acto de enajenación.

Hunter continuó la narración de sus cuitas.

—Así fue. Me convertí en un autómata. Probé a olvidarte con el alcohol, bebí hasta la embriaguez en tabernas portuarias, fumé opio en astrosos locales turcos, pero nada lograba que el misericordioso olvido borrase tu recuerdo. Mi corazón me ordenaba: vuelve, búscala, tráela contigo, pero mi mente me impelía a continuar buscando la fuente de inspiración que me permitiese triunfar. Cuando más desfondado me encontraba, llegué a una islita perdida en medio del Egeo. Apenas veinte casas encaladas con las puertas pintadas de un azul vibrante, levantadas sobre unas calles empinadas que olían a romero y a lavanda. Me hospedé en una casa en el interior de la isla. Todas las tardes paseaba por aquellos cantiles abruptos mirando hacia occidente, mirando hacia ti. Bebía el vino griego cada vez con mayor asiduidad. Más de una vez pensé en arrojarme desde una de aquellas peñas para sustraerme del dolor que me provocaba tu ausencia.

Hunter interrumpió el discurso, como si las fuerzas le fallasen. Margaret le apretó la mano instándole a continuar.

—Una tarde, el barco que aprovisionaba de víveres y noticias a la isla, me trajo un cable. Mis tíos habían muerto en un accidente de automóvil. El conductor perdió el control y el vehículo se estrelló contra un árbol de camino a su residencia campestre. Permanecí una temporada en Londres arreglando los asuntos de la herencia. Con pesar descubrí que habían perdido mucho dinero en la bolsa, incluso habían contraído deudas considerables. Me quedó un pequeño capital y la casa del campo. Durante ese tiempo intenté buscarte. Fui a la dirección que me proporcionaste como el domicilio de tu doncella. Pero se habían mudado y nadie me proporcionó noticias de ella. A través de amigos comunes me enteré de que habías huido. Aunque la versión oficial es que estabas residiendo en la India con unos parientes de tu padre.

—Es decir, que en nuestra patria, ya no existo. Como si nunca lo hubiese hecho.

—Ya sabes cómo son las cosas. Para mí fue muy doloroso, una especie de despedida de tu recuerdo. Durante mi estadía en Inglaterra, volví a Oaks Cottage. Los cuadros continuaban en el estudio. Resultaba doloroso contemplarlos. Los empaqueté y remití a una galería belga. Recorrí los paisajes que tu presencia había iluminado. Volví a la abadía, a Tower House, a Durlot, pero nada había allí que me condujese hasta ti. Llegue a pensar que te marchaste con otro y los celos me corroían como el más feroz de los ácidos. Después, me resigné porque te imaginaba feliz, casada y con niños. Había conseguido que formaras parte de mí de forma tranquila, sin que me hicieras daño. Estaba en condiciones si no de amar, sí de retomar la pintura.

—¿Y cómo llegaste hasta aquí?

—He heredado los restos de una fortuna y el título de barón por el que ahora se me conoce. Regresaba a Grecia para emprender un negocio que me alejase de Inglaterra para siempre, aunque antes quería conocer España para después continuar por el norte de África: Túnez, Egipto. Esperaba encontrar la inspiración perdida. Pero, gracias al cielo, has aparecido en mi vida como esas hadas que pueblan nuestros bosques y que te muestran el camino en mitad de la noche, o guían tus pasos en medio de la tormenta.

Hunter la estrechó entre sus brazos y la besó aprovechando la sombra protectora de un pino, mientras murmuraba:

—Mi hada, mi espíritu benefactor, mi amada Margaret, por fin te he recuperado. ¿Podrás perdonar mi traición, mi cobardía?

Margaret, lloraba sin cesar. Un llanto suave y lento, sin estridencias. No sabía por dónde empezar el relato de sus cuitas. Sólo dijo:

—Me marché de casa porque esperaba un hijo tuyo, al que me habrían obligado a dar en adopción para evitar la vergüenza de ser madre soltera. Un buen amigo, Thompson, me ayudó a llegar hasta aquí. Cuando llegué, el ingeniero había muerto. Una familia mirabiliense me acogió. Di a luz una criatura anormal que murió nada más nacer. Ahora pago mi sustento trabajando como institutriz de los hijos de mis acogedores.

Hunter sólo acertó a decir:

—Tu sufrimiento ha eclipsado al mío.

Ambos tuvieron que callar porque la anfitriona acompañada por otra dama se acercaba hasta ellos.

—Margaret, lamento interrumpir tan amena conversación, pero necesitamos sus servicios como traductora. Ya veo que ha congeniado con el barón.

—Le estaba mostrando algunos ejemplares de la flora local, el caballero es aficionado a la botánica.

Apenas tuvieron ocasión de encontrarse a solas aquella tarde. Pero cuando Hunter se despidió de Margaret, antes de que subiese a la calesa, deslizó un papel en su mano.

—Margaret, te he visto muy animada charlando con lord Rivelaux. ¿Acaso lo conocías? –la interrogó Renée.

—No, pero poseemos amigos comunes y me ha comunicado noticias de mi familia.

—Espero que buenas –comentó Fulgencio.

—Sí. Está todo bien, pero ya es hora de que arregle mi situación legal en el país. Le quería pedir unos días libres para hablar con la oficina consular a este respecto. Necesito una solución. No puedo estar indefinidamente sin identidad en un país extranjero.

—Me parece bien. Emplee el tiempo que precise.

—Había pensado hospedarme en casa de Fátima, ella podrá guiarme en el laberinto burocrático. Debo organizar mi futuro. Esperanza y los niños crecen; llegará un momento en que mis servicios no serán necesarios. Entonces regresaré a mi patria.

—Querida –afirmó Renée– nosotros te queremos y nuestros hijos te adoran; no nos prives de tu presencia, aunque entiendo que desees formar tu propia familia.

Al llegar a su habitación, abrió el billete cuidadosamente doblado.

Mañana, alrededor de las once, estaré paseando por las cercanías del puerto. Te espero.

Con amor,

James

Fátima escuchó entusiasmada la súplica de Margaret y decidió ayudarla porque, según ella, su oficio de alcahueta la facultaba para unir hembra con varón. Si ejercía el celestinazgo por negocio ¿Cómo no ejercerlo por amistad?

La muchacha partió hacia el puerto con el alma cantarina y los pies ligeros bajo la sombrilla de encaje, más que para protegerse de un sol que la nubes velaban aquella mañana, para ocultarse de la maledicencia ajena que siempre espera agazapada en cualquier esquina con el propósito de atrapar en su sutil telaraña a los incautos que apresa con sus invisibles hilos tejidos con la saliva de la infamia.

Mientras tanto, la mujer había mandado arreglar la habitación de los espejos. Antes de abrirles, en un gesto teatral, la puerta les ofreció los medios de protección contra los embarazos que usaban sus muchachas y que a tenor de los resultados se habían demostrado infalibles. En ella, los amantes dieron rienda suelta a un amor que había estado empantanado durante demasiado tiempo. En cuanto estuvieron solos se arrancaron la ropa a zarpazos espoleados por la urgencia del deseo demorado. Las múltiples imágenes de ellos mismos, que los espejos anclados en el techo de la estancia les devolvían, los envolvieron en una atmósfera de sensualidad. No salieron del cuarto hasta mediada la tarde, cuando el hambre y la sed los derrotaron con más contundencia que el ejercicio de un amor que los arrastraba como las riadas de septiembre hasta una playa de doradas arenas en la que ambos yacían acariciados por el sol y la espuma marina, como dos náufragos solitarios en la inmensidad del cosmos.

Fátima les había preparado en el saloncito un sencillo ágape. Una tetera en la que el samovar mantenía caliente la infusión azucarada y estimulante que ella solía beber y una bandeja de pastelitos amasados con miel, almendra y canela, que eran el mejor remedio no sólo para reponer los estragos de la pasión sino para que esta floreciese de nuevo.

Durante una semana vivieron ajenos al mundo, entregados al mutuo conocimiento de sus cuerpos que ya casi habían olvidado. Se olieron, mordisquearon. Lamieron, acariciaron y abrazaron. Exploraron mutuamente todos los declives, simas, promontorios y mesetas de sus respectivos paisajes corporales, extasiados y sorprendidos ante el descubrimiento de una pasión que crecía sobre sí misma como un tornado, arrastrándolos con ella. Él le susurraba al oído las obscenidades aprendidas en los burdeles turcos que estimulaban la respuesta de Margaret, porque el amor posee extraños códigos para penetrar en el espíritu de sus servidores. Le prodigó las más exquisitas caricias enseñadas por las condesas sicilianas. Ella lo sedujo con las artes de ramera y los vestidos que le proporcionaron las pupilas de Fátima.

Hunter palpaba con manos de ciego el tupido bosque otoñal de su pubis, las colinas de sus senos, la depresión de su espalda; mientras, ella le acariciaba con sus dedos de mariposa la delicada curva de las orejas y los poderosos músculos del tórax para acabar jugueteando con el sexo de su amante. Comprobaba una y otra vez el misterioso mecanismo que se activaba en cuanto ella posaba las yemas de sus dedos sobre la piel expectante del pintor. Tal poder le parecía algo maravilloso, semejante al que la Luna provoca sobre las aguas del mar. En los momentos en que la pasión retrocedía, se narraron sus cuitas. Margaret le habló del miedo que sintió en el interior del barco, del peso de la soledad en el puerto de Mirabilia hasta que Renée la encontró, del dolor del parto, del espanto que sintió al ver a su hijo liso como un pez y con cara asiática; del desgarro que le partió el alma cuando el débil llanto del niño cesó a los pocos minutos de nacer. Mientras, él le tomaba la mano en un intento de aliviar el sufrimiento retrospectivo del que se sentía responsable. Con voz muy baja, le relató los celos de la que antes fuese su protectora y su amiga, las miradas furtivas de Fulgencio atrapado en una pasión imposible; las noches en vela acodada en la ventana del torreón de Villa Mercurio, buscando en la contemplación de las estrellas el bálsamo que suavizase el dolor por aquella ausencia que llegó a considerar definitiva y que alivió, en parte, la presencia de la pequeña Esperanza, en la que había depositado todo el amor maternal destinado a su hijo muerto.

Él le habló de la nostalgia del apátrida, del escaso poder de las drogas, que no habían podido difuminar la impronta de su recuerdo, de su peregrinaje en vano por otros cuerpos que le habían dejado un poso de amargura en el alma; de su imposibilidad de pintar, pues al igual que los navegantes en medio de la tempestad, percibía que la luz de su estrella se había apagado y se sentía perdido y desconcertado en un mundo hostil.

Ambos se vaciaron, arrojaron fuera de ellos los malos recuerdos, la tristeza, el dolor, la angustia y la melancolía. El amor consumado y correspondido los lavó por dentro. Los dejó tan relucientes como las montañas tras la lluvia. Las cicatrices del ama se borraron con el bálsamo de las caricias. Los ojos y la piel les brillaban en la oscuridad como si se hubiesen frotado con una sustancia fosforescente.

Fátima, encantada, aunque ella era inmune a los asedios de Eros, aconsejaba, jocosa, a los amantes:

—Seguid así, el amor es enfermedad contagiosa para la que no existe medicina. Si es auténtico corre como la peste infectando a todo aquel que se cruza en su camino. Me imagino que ahora partiréis juntos a tu paraíso griego.

—Mi capital es insuficiente para mantener a Margaret. El dinero de que dispongo está casi todo comprometido en un negocio que voy a emprender, el cultivo de un viñedo para la fabricación de vino que exportaré a Europa.

—James, podría prestarte los fondos necesarios para que comenzases. Después habrá tiempo para que me lo devuelvas. Aunque, hay otra cosa que puedes hacer.

Antes de que el pintor la interrogase, Fátima prosiguió:

—Puedes dedicarte a la pintura, aquí en Mirabilia. Puedes pintar retratos o paisajes. Yo te puedo introducir en la alta sociedad mirabiliense. No te faltarán clientes.

—Pero –arguyó Hunter–, eso sería como prostituir mi arte. Nunca he pintado por encargo; me niego a seguir la estela de Reynolds e inflar la vanidad humana mediante su glorificación para la posteridad. Ejerciendo mi oficio me siento libre, no obedezco los dictados de ningún amo, de ningún dios. Sólo mi arte, mi propia visión estética guía mis pinceles. El dios soy yo, y el cuadro mi criatura.

—Eres demasiado idealista, James. Cuando se trata de la supervivencia, ciertos medios, que no impliquen, por supuesto, ni el dolor ni la muerte, son válidos. Fíjate en mis chicas, ellas sí que inflan la vanidad humana, mejor dicho, la masculina. ¿Qué tiene de malo pintar lo que otros desean? Seguro que antes que tú otros pintores lo han hecho.

—Por supuesto. Leonardo, Tiziano, Goya. Los museos están llenos de estas obras, que alguien en el pasado pagó para que su imagen quedase impresa para la posteridad. Eran otros tiempos. La fotografía cumple con creces este afán humano de sobrevivir a su propia muerte. Además, dedicarse al retrato posee un alto riesgo inherente. No siempre el cliente queda satisfecho con el resultado. La sombra del fracaso siempre planea sobre el retratista. Hay numerosos ejemplos en la historia del arte. El retrato que Jacques Louis David realizó de Madame Récamier no fue del gusto de la modelo; más recientemente, mi colega Singer Sargent fracasó en su intento de halagar a Madame X.

—Todo eso son escrúpulos inútiles, James. Si lo que temes es contaminar tu nombre, la cosa es sencilla. Fírmalos como James de Rivelaux. Constrúyete una nueva identidad que te permita ganar dinero y deje la anterior a salvo. Si te interesa siempre podrás descubrir tu juego.

—Lo pensaré.

—Acepta, James, por favor. Esta solución que nos ofrece Fátima nos permitirá ganar tiempo hasta que yo pueda arreglar mi situación legal y que Esperanza no me necesite. Le rompería el corazón si me marchase ahora.

—Podrías dedicarte a retratar a las damas y damitas de la alta sociedad. No te puedes imaginar la cantidad de comerciantes, industriales y mineros ricos que pueblan la ciudad. Basta con pasear por las calles principales para comprobarlo. Han levantado mansiones como pasteles de nata; dignas de cuentos de hadas. La plata circula por esta ciudad como un río subterráneo que a veces emerge al exterior.

—De acuerdo. Lo haré.

—Te ayudaré a que busques una vivienda. Un ático con mucha luz sería lo idóneo. Podrías vivir allí y terminar tus cuadros, aunque te aconsejo que evites los posados en tu estudio. La sociedad mirabiliense está siempre presta a la murmuración. Aquí hay pocos asuntos que sirvan de entretenimiento y la gente ha convertido las habladurías mendaces en deporte local. Recuerda que los que pagan son los esposos y los padres. No te interesa que ningún escándalo de faldas te salpique. Las visitas a las mansiones de los poderosos te permitirán que te incluyan en sus saraos y esto te facilitará la consecución de posibles clientes.

—Pero… ¿Quién va querer encargar ningún cuadro a un pintor desconocido?

—Todos somos desconocidos hasta que alguien nos conoce, ¿no es cierto? Yo me encargaré de que pronto no se hable de otra cosa en los círculos elegantes de la ciudad. Por el momento yo seré la primera modelo. Hablaré con Renée, seguro que estará encantada. Podrías, también, ofrecer tus servicios a la corporación local. Siempre es más prestigioso un lienzo que una foto. Hasta ahora, los alcaldes y personajes ilustres se retrataban en la capital, con las molestias y viajes que esto supone.

A los dos meses, Hunter ocupaba su estudio y empleaba su tiempo en representar a Fátima. La pintó embutida en un traje gris perla de finos tirantes que contrastaba con su tez morena y atrapaba la atención del espectador. El pelo azabache de la modelo estaba recogido en un moño alto adornado con una cinta de terciopelo plateado a la que habían cosido una pluma de pavo real. Los hombros y brazos al descubierto daban al retrato un aire de sensualidad. Una de las manos recogía un pliegue del vestido a la altura del pubis, la otra se apoyaba en una mesita de té sobre la que refulgía un búcaro de opalina blanco que contenía un único gladiolo de encendido color. Su rostro, menos iluminado que el cuerpo, miraba al espectador, parecía clavar en él sus verdes pupilas. La luz parecía provenir de una ventana situada fuera del lienzo. El fondo era completamente neutro, un degradado de tonos oscuros. Los tres puntos de color que formaban un triángulo luminoso los constituían las pupilas, el cuerpo y el gladiolo. A la mujer le encantó el retrato, sobre todo cuando el pintor le explicó el simbolismo de los elementos utilizados en la narrativa pictórica. En cuanto estuvo seco, pidió permiso a Fulgencio y organizaron una fiesta en los salones de Villa Mercurio. El lienzo reposaba en un caballete cubierto con una tela negra. A los postres, lord Rivelaux, a instancias de Fátima, lo descubrió. Los asistentes quedaron atrapados en el laberinto simbólico del cuadro, a las damas se les aceleró el corazón, pues ya se veían representadas con la misma belleza que la protagonista; los caballeros quedaron deslumbrados por la fuerza expresiva y la sensualidad de lo narrado. Cuando Fátima rompió el hechizo con un aplauso, los asistentes la siguieron. Todos deseaban colgar un Rivelaux en los salones de sus respectivas viviendas. El primer encargó partió de Fulgencio. Hunter anotó muchos más, tantos que le ocuparía varios años pintarlos. Margaret, en segundo plano, sonreía ante la esperanza de conservar a Hunter cerca de sí dando tiempo a que Esperanza creciese y no precisase de sus cuidados.

Durante tres años, Hunter se dedicó a pintar para los mirabilienses. Representó retratos en los que los protagonistas posaban en el interior de sus viviendas, mostrando los suntuosos muebles y los exquisitos adornos decorativos que reflejaban un modo de vida en el que la riqueza y la ostentación eran los valores predominantes. Tampoco faltaron lienzos en los que los representados posaban en el exterior rodeados de fuentes y jardines. Lánguidas muchachas con cestos de flores entre las manos, niñas balanceándose en columpios (al más puro estilo de Gainsborough). Grupos familiares, parejas de recién casados y hasta un grupo de cofrades solicitó un monumental lienzo en el que fueron inmortalizados portando al santo titular de la Hermandad: un Cristo doloroso y sufriente rodeado de cirios y flores. En todos ellos, el pintor fue capaz de plasmar algo más que la apariencia externa del sujeto o sus atributos de poder. Hunter era un fiel seguidor de Aristóteles, que concebía la pintura como la recreación de la esencia interna de las cosas, su auténtica naturaleza, ya que lo externo era anecdótico y sujeto a mutabilidad. Para expresar el carácter y las cualidades morales se inspiraba en los grandes maestros del Renacimiento. Conjuró el excesivo tributo que rendía al academicismo, que tanto odiaba, mediante la introducción de pequeños detalles en todos los lienzos. Estos parecían, a primera vista, anecdóticos, pero contenían una gran carga simbólica que sólo el iniciado percibía: una mariposa muerta a los pies de un comerciante, indicando que era un ser sin alma, un reloj de pared detrás de una bella jovencita o una flor marchita en un violetero para expresar la fugacidad de la belleza. Pero era en los ojos de los retratados donde Hunter colocaba toda su atención; para él eran los espejos donde el alma se reflejaba. Se convirtió sin pretenderlo en un especialista en las expresiones humanas. Llegó a aventurar el carácter de una persona por su mirada o el rictus de sus labios.

Su tipo de torero y sus ojos de pirata, tanto o más que sus dotes de pintor, le abrieron todas las puertas de las mansiones mirabilienses pues encandilaba por igual a las damitas en edad de merecer como a sus madres. Todas le suponían la posesión de altas habilidades amatorias y suspiraban por ser el centro de la atención del pintor al que le dirigían lánguidas miradas cargadas de intención, que él reprimía con un contundente: «Abra los ojos o va a salir en el retrato como si estuviera dormida». A Margaret la devoraban los celos cuando James le narraba todas estas anécdotas que contribuían a encender más la pasión de ambos.

El encargo de Fulgencio para que pintase a Renée tuvo que posponerse durante más de un año. De la alcaldía recibió una misiva para que realizase un proyecto épico. El encargo consistía en la representación de un episodio histórico relevante: la toma de la ciudad por los ejércitos de la Roma imperial. La encomienda era tan sólo una excusa para que la corporación municipal quedase inmortalizada para la posteridad. En el pliego de condiciones figuraba expresamente que en los rostros de los soldados vencedores aparecieran los de los prohombres de la ciudad y en el personaje de Publio Cornelio Escipión figurase la cara del alcalde, por supuesto despojado de la barba y las patillas. En un alarde de rigor histórico, el funcionario responsable de la redacción de la misiva, anotaba entre paréntesis: «ya se sabe que los antiguos romanos eran enemigos de los aditamentos capilares en el rostro». El cuadro, de un tamaño monumental, sería expuesto en el salón de plenos del Ayuntamiento que acababa de inaugurarse.

Hunter aceptó porque las condiciones económicas del proyecto resultaban muy favorables para sus planes. No le impusieron plazos puesto que el consistorio le iría abonando los emolumentos correspondientes conforme los presupuestos municipales lo permitiesen. Como en su reducido estudio no cabía un lienzo de proporciones tan monumentales, le habilitaron un local en el que se guardaban ropas y objetos utilizados en las representaciones cuaresmales a los que la ciudad era muy aficionada. Pelucas, túnicas, barbas postizas, cruces de cartón, cascos y escudos dotaban aquel espacio de un aura de irrealidad que le facilitaba la tarea, no así la escasa iluminación, por lo que el pintor sólo trabajaba por las mañanas. Las tardes las empleaba en acudir a las viviendas tanto de los mirabilienses acomodados, como de la selectiva comunidad británica. Margaret solía acompañarlo, unas veces como traductora, cuando los demandantes eran familias españolas, otras con la excusa de que la niña frecuentase los ambientes ingleses que la ayudasen a convertirse en una señorita distinguida.

La tarde de los miércoles la habían reservado para sus encuentros amorosos. La clandestinidad en la que saciaban su deseo se convirtió en antídoto contra el tedio. Esperanza la acompañaba siempre, sin ella saberlo se convirtió en la coartada de los amoríos de su nanny. Mientras duraban los encuentros carnales, la niña quedaba al cargo de las pupilas de Fátima que la atiborraban con chocolate caliente y suizos mientras jugaban con ella interminables partidas de cartas. Era una niña discreta, pero jamás tuvo que mentir a su madre porque a esta nunca le preguntaba sobre sus visitas a la ciudad; le bastaba con que la niña creciese sana, feliz y frecuentase las relaciones sociales tan útiles para abrirse camino en la vida.

Cuando ya casi había pintado a todas las damas y señoritas tanto españolas como británicas, se dispuso a concluir el trabajo encomendado por la alcaldía, pero por los misterios insondables que ocultan los gastos con cargo al erario público, la asignación del pintor se suspendió. Él, fiel al contrato suscrito, paralizó la ejecución del proyecto. Recordó el pospuesto encargo de Fulgencio y decidió acometerlo. Como la ciudad estaba un tanto alejada de Villa Mercurio, Renée lo invitó a hospedarse en la mansión mientras duró el trabajo del posado. El artista vio en el torreón el lugar idóneo para establecer su estudio, pues estaba bien iluminado y lejos del tránsito de los habitantes de la casa. Rechazó la habitación de invitados que le ofrecieron y solicitó que le colocasen una cama turca porque a veces trabajaba de noche.

Hunter, consciente de su suerte por compartir tanto tiempo con Margaret (que alegó un cólico intestinal para suspender todas las visitas) se demoró todo lo que pudo. Durante una semana, Renée desfiló ante él con diferentes ropajes: en traje de noche, con ropa de diario, con traje de amazona (a pesar de que odiaba los caballos) o ataviada con teja y mantilla. El pintor contaba como asesoras a Margaret y a Esperanza, que negaban con la cabeza cada vez que la francesa aparecía con un nuevo vestido. Finalmente tuvieron que decidirse porque la mujer amenazaba con estallar en un ataque de furia y acabar con el proyecto. Escogieron un traje de fiesta manufacturado en satén azul marino que resaltaba el celeste color de los ojos de Renée y la belleza de sus hombros desnudos. Fulgencio le aconsejó que se colocara el collar de zafiros que le había regalado para su cumpleaños. Ella se negó, rara vez se quitaba del cuello el guardapelos de plata sobredorada con forma de lágrima y en cuya tapa había engarzada una turquesa, pues en él atesoraba uno de sus recuerdos más queridos: un mechón del cabello de su hermano muerto. La doncella le apretó el corsé para afinar su cintura ensanchada con la maternidad y destacar la redondez de sus caderas. Hunter realizó toda una batería de bocetos al carboncillo que sometía a la opinión tanto de la modelo como de Fulgencio. Cuando, tras mucho discutir, ambos se ponían de acuerdo en la elección del más conveniente, Hunter la boicoteaba con argumentos que ponían en duda su habilidad pictórica. Los justificaba mediante el halago: nunca había encontrado unos ojos con una forma o color semejante, las manos eran tan finas y delicadas que le resultaba difícil plasmarlas. La francesa se pavoneaba con su dosis diaria de lisonjas sin sospechar la estratagema del pintor. Cuando ya el boceto definitivo estaba decidido y ojos, manos, cuerpo y vestido habían quedado debidamente plasmados en opinión de Hunter, cayó enferma. Unas inoportunas jaquecas, que ella achacaba al infernal calor del campo mirabiliense, la mantuvieron acostada en una habitación completamente a oscuras durante una semana. La doncella la aliviaba con paños mojados en alcohol de romero que colocaba en sus sienes y tisanas calmantes que apenas la mejoraban.

Hunter decidió acometer su cuadro más importante. Decidió volver a pintar a Margaret. Esa sería la señal de que aún conservaba intactas sus facultades, pues todos los trabajos que había realizado no eran para él más que ejercicios de estudiante, piruetas académicas con las que proveerse de fondos para acometer su proyecto más querido, la boda con su amada. Ella se opuso ante el temor de que Fulgencio o Renée no lo aprobasen. El pintor acalló los escrúpulos de la muchacha con el sólido argumento de que era un regalo para sus protectores por haberle ayudado abriéndole las puertas de la sociedad de Mirabilia.

Buscó un lugar adecuado en la propiedad y lo halló. Fulgencio había mandado construir un muro en torno a la alberca para evitar que los niños sufriesen un accidente. El jardinero había plantado un esqueje de pasionaria para que cubriese la obra. El ejemplar había crecido con profusión cubriendo la pared casi en su totalidad. La enredadera había florecido. El simbolismo de sus brotes le fascinó, era una analogía de sus amores, plenos de placer pero también de sufrimiento. El pathos griego en toda su extensión. Al otro lado del muro se alzaban dos cipreses, alegoría de la muerte que acecha a la pasión. Mandó a Margaret que se recogiese el cabello en un moño alto que permitiese la visión de su esbelto cuello. Encontraron en un baúl guardado en el torreón numerosos vestidos de otras épocas; trajes de disfraces que Renée había utilizado en pasados carnavales. Entre los dos escogieron una túnica de seda cruda que se ceñía bajo el pecho con un cordón dorado. Resultó corta para la muchacha pero Hunter se comprometió a arreglar el asunto en el lienzo. Cuando estuvo vestida, le ordenó que cerrase los ojos y que se llevase a los labios una de aquellas flores. Debía besarla con arrobo, como lo besaba a él cada vez que se encontraban en la intimidad del lecho. Mientras, él esbozaba la composición a toda velocidad. Eligió una hora de la tarde, en que la luz se difuminaba. Las sombras que proyectaba eran menos duras, más íntimas, además arrancaba destellos al broncíneo cabello de la muchacha que se reflejaban en su carne tiñéndola de rosa. «Fresas sobre nata», le comentó a Margaret. En un par de sesiones el bosquejo estuvo listo. Después, ya en el estudio, y antes de que él se entregara febrilmente a la tarea de convertir en un cuadro lo esbozado, se amaron sobre la estrecha cama turca con una pasión silenciosa, sosegada. No eran ya los cuerpos los que se unían sino sus espíritus, liberados de las urgencias de la carne, los que entraban en una comunión perfecta e indisoluble. Permanecieron abrazados, acompañados por los latidos de sus corazones y el piar de las golondrinas en el jardín hasta que la noche se cernió sobre ellos y comenzaron a titilar las primeras estrellas en el cielo purísimo del estío. El pintor se levantó y se acodó en el ventanal del torreón. Margaret lo acompañó.

—La luna representa la vertiente femenina del ser humano. Es la diosa blanca, el alma mater de la poesía que debe presidir cualquier forma del arte. Ella es la fuente de inspiración primigenia. Su luz ilumina las tinieblas nocturnas. Es la representante de los antiguos cultos en los que los dioses eran femeninos. Como satélite está íntimamente ligada a la madre tierra. Es la gema principal de la tiara que luce el firmamento. Cuando era muy joven, pertenecí a una hermandad: los adoradores de la luna. Solíamos reunirnos con el plenilunio, vestíamos túnicas blancas como tributo a la diosa y a nuestra inocencia. Nos tomábamos de las manos, formábamos un círculo y recitábamos un poema de iniciación. ¡Era todo tan puro, tan puerilmente hermoso! El tiempo lo cambia todo, deposita una pátina oscura sobre la belleza enturbiándola. Entonces, los sueños se derrumban.

—¿Te acuerdas del poema, querido?

—Por supuesto.

¡Oh luna, sé presencia que me guíe,

arroyo que me sacie.

Sea cáliz mi espíritu,

que contenga tu mágica hermosura,

mi corazón espejo,

que irradie tu fervor.

Mi carne, diosa blanca,

propagará los gozos de la vida

que propicias, manantial que palpita

y fecunda mi sangre.

Despierte mi oración

todos los secretos que la noche guarda

pues hay un beso que late

oculto a tu mirada

y un voraz deseo de comulgarte

en mi alma que hacia tus espumas vuela

y es, ya de amor rendido, amante luna

como a tu fértil presencia me someto.

El eco de las palabras del poema los acompañó durante largo rato. Continuaron tomados de la mano como si la presencia de la luna sacralizase el amor que sentían. El canto de un búho los despertó de su ensoñación. Cerraron la ventana ante el funesto presagio y volvieron al lecho.

Renée se recuperó antes de lo previsto y Hunter se aplicó en el cuadro. Mientras ella posaba, un tanto rígida, en el salón, Hunter le narraba cotilleos intrascendentes que había escuchado en las casas de la ciudad, los adornaba con detalles pícaros para que a la mujer se le ablandara el corazón y se relajasen sus músculos. Poco a poco consiguió que Renée adoptase un posado más natural mientras a pinceladas gruesas componía la masa de color azul que formaría el vestido. No eligió colores neutros para el fondo sino que reprodujo con exactitud los paneles de rubia madera de haya que cubrían las paredes del salón, aunque se permitió la licencia de colocar un anaquel con libros cuyos lomos coloreó en tonos oscuros: rojo inglés, verde carruaje, marrón tabaco. En dorado y con un pincel finísimo escribió los títulos que la francesa le dictó, todos relacionados con el esoterismo y el culto al Más Allá. La mano derecha de la mujer reposaba sobre una mesa camilla cubierta con un mantel de damasco que reproducía motivos orientales. Sobre ella, un mazo de cartas del tarot y una bola de cristal. A pesar de que el retrato estaba bien conseguido, pues había captado la expresión inquisitiva de Renée concentrada en sus azules pupilas que miraban de frente al espectador y que reafirmaban la impresión de que la mujer se comunicaba con el mundo de los espíritus, no le gustó el resultado, quedaba demasiado teatral, muy rebuscado. Se alegró de firmar la obra con su nuevo nombre. Con la excusa de acabar los detalles y vigilar el proceso de secado del lienzo, permaneció una semana más en la mansión. Pidió permiso a Fulgencio para montar uno de los caballos de tiro de las cuadras. Deseaba conocer los alrededores de Mirabilia. Solicitó a Renée que lo acompañara como guía. Esta, que temía los caballos, se negó. Por no parecer impertinente, sugirió que la sustituyera Margaret. Salían muy temprano, con las primeras luces del día y regresaban antes de que el sol comenzara a incendiar la reseca tierra. Aquellos paseos les proporcionaron nuevos escenarios para su amor y en un ejercicio de imaginación retrocedieron al tiempo feliz en el que se conocieron, al paseo entre las ruinas de la antigua abadía. Se amaron en los cauces escondidos de las secas ramblas donde las adelfas colocaban una nota de color en el maltrecho paisaje, en la solitaria pinada que crecía en las faldas de una colina arrullados por la brisa que mecía las acículas de los pinos. El susurrante sonido creaba una atmósfera de ensoñación que los tornaba blandos como arena y por ello más propensos a entregarse a una pasión silenciosa y profunda. Volvían a la casa con los ojos alucinados y los cuerpos estragados por el ejercicio del amor. Pero nadie los descubrió, pues Renée se levantaba cerca del mediodía tras haber pasado las noches navegando por el misterioso reino de Hades o perdida en los vericuetos de las cartas astrales.

Fulgencio intuía la relación entre el pintor y la niñera y se sentía celoso. Cuando por la noche cenaban en la terraza, escrutaba con disimulo los rostros de ambos y sus gestos. El roce sutil de los dedos de Margaret cuando Hunter le acercaba el cestillo con el pan o la solicitud del pintor para llenarle la copa de vino. A pesar de las tretas con las que se envolvían, a veces bajaban la guardia y el comerciante detectaba miradas cómplices entre ellos y apretones de manos bajo la mesa. La confirmación definitiva de que eran amantes la encontró en los ojos de ambos. En los del pintor se apreciaba una serenidad de animal satisfecho que le recordó a la suya en los primeros meses de su matrimonio con Caridad, primero, y después con Renée. Las pupilas verdes de la muchacha brillaban en la oscuridad, como los de la gata Bessy. A pesar del dominio que ejercía sobre sus instintos, nunca había podido erradicar del todo la pasión que sentía por Margaret. Ella ya había notado sus inflamadas miradas, la rigidez que atenazaba su cuerpo cuando se acercaba a él con algún propósito inocente, la tirantez de la tela del pantalón, que él escondía cruzando los faldones de la chaqueta, cuando se cruzaba con la muchacha que regresaba envuelta en el albornoz de su baño matinal en la alberca. El cólera apagó la hoguera, pero quedaron rescoldos que el menor soplo de brisa avivaba. El hombre se refugió en la religión ante la certeza de que nunca podría sofocar el fuego devorador que lo consumía. Además impuso un sórdido velo de oscurantismo sobre la casa y sus habitantes. Los domingos debían cumplir los preceptos eclesiásticos en la parroquia del pueblo cercano. Los niños acudían encantados, Esperanza porque le gustaba aquel olor a incienso y el frescor del templo, pero sobre todo los santos de ojos de cristal, vestidos con túnicas de terciopelo y tocados con pelucones polvorientos que le recordaban a sus muñecas. Pronto comenzó a repetir los latines que oía en el sacerdote en sus juegos infantiles. Los mellizos se extasiaban ante el retablo de Santiago Matamoros, patrón de la localidad. El tiempo que duraba el oficio religioso lo entretenían contando los moros, acérrimos enemigos de la cristiandad, asesinados por el santo o reproduciendo sus muecas de dolor y espanto en el más absoluto silencio. El lienzo de San Jorge ensartando al dragón, regalo de un comerciante catalán agradecido por la curación de su heredero afectado por las fiebres tercianas, los confundía, pues la princesa a la que el aguerrido soldado debía salvar no aparecía por ninguna parte. Eso no era lo que la nanny les había narrado. Se lo preguntaron a la salida, ella escapó del trance alegando que permanecía encerrada en un castillo lejano.

Renée aprovechaba el ritual católico tridentino para sumergirse en sus viajes astrales. El incienso y la salmodia del cura favorecían que entrase en una especie de trance, en un estado de conciencia alterado. La misa dominical se convirtió en un camino más para acceder al inframundo y comunicarse con sus seres queridos. La comunicación espiritual y carnal con Fulgencio hacía tiempo que se había roto. Sin embargo, a Margaret, educada en la fe luterana, la iglesia papista le producía pavor. Los Cristos lacerados y sangrantes, las vírgenes angustiadas con el corazón traspasado por siete espadas y el San Sebastián atravesado por flechas, le espantaban y se convirtieron en personajes amenazantes de sus pesadillas.

Fulgencio se confesaba todos los domingos. Cuando la misa acababa, permanecía un rato más en el interior del templo rezando. Margaret lo sorprendió más de una vez de rodillas contemplando arrobado la imagen de una Magdalena penitente de cobrizos cabellos. Después supo que había ingresado en una cofradía cuaresmal bajo la advocación de la santa pecadora. El viernes santo seguía a la procesión vestido de morado, con los pies descalzos y la cabeza tapada con un capuchón mientras se flagelaba la espalda con una cuerda de cáñamo endurecido provista de varios nudos. Fátima le curaba las heridas con tintura de genciana antes de que eligiera a una bretona de rojos cabellos como compañera de lecho.

En otoño, Hunter realizó su último trabajo: un desnudo de Fátima.

—Querido, quiero que me pintes tal cual vine al mundo, antes que el tiempo estrague este cuerpo y lo convierta en una ruina. Ya comienzo a encontrar signos de decrepitud en él. Cuando el estropicio se consuma, me consolaré contemplando lo que fui. Sé que es un pobre bálsamo, pero cada persona establece sus mecanismos para sobrevivir a la vejez y a la muerte.

—¿No sería mejor una fotografía? La ciudad cuenta con excelentes profesionales que con su ojo mágico captarán mejor que mis pinceles el esplendor de tu belleza.

—No, quiero que seas tú quien me pinte. No me gusta esa sinfonía de grises de la fotografía, además, siempre te puedo convencer para que tu arte borre alguna arruga inconveniente, algún pliegue de la piel que se descuelga, alguna mancha que afee mi epidermis. No me fío de los fotógrafos. Seguro que el elegido, por más honorable que parezca, se iría de la lengua o, espoleado por el espejismo de un negocio seguro, convertiría los negativos en tarjetas postales obscenas que tal vez acabarían en manos de algún depravado que las utilizaría para practicar sus vicios solitarios. No quiero terminar así.

—¿Qué tipo de composición prefieres? ¿Frontal, dorsal, desnudo integral? Si lo prefieres puedo convertirte en una diosa de la mitología griega o romana.

—No, no deseo subterfugios. Píntame tal como soy, como una prostituta. No tengo nada de lo que arrepentirme. Elegí este oficio para ejercer mi libertad. Mi motivación fundamental no fue salir de la miseria, sino optar. Una mujer que desea ser la dueña de su destino, sin rendir cuentas, sin ser un objeto que a alguien pertenece. En una sociedad dominada por los hombres sólo se me ofrecían dos caminos: el monasterio o el burdel. Yo preferí el segundo. El mundo monacal es demasiado oscuro, demasiado siniestro. Yo amo la luz, los placeres. La vida es corta y el tiempo huye tan rápido como una estrella fugaz en el cielo del verano. Una vez que tu luz se ha consumido te conviertes en polvo.

—Es tan cierto como inevitable. Nunca había pensado en la prostitución femenina como una forma de libertad.

—Es más que eso. Aunque suene sacrílego no difieren tanto un convento de mi burdel en el que ejerzo de abadesa. Mis chicas y yo vivimos como en un monacato, bajo unas normas y en comunión con nosotras mismas. Ellas trabajan aquí por voluntad propia, no las exploto, las cuido, las protejo y pueden marcharse cuando deseen. Incluso, si no les gusta un cliente pueden rechazarlo. Son bellas, disfrutan de su cuerpo y los placeres que les proporciona.

—¿No se avergüenzan o se sienten pecadoras por ejercer el comercio de la carne?

—No hay sentimientos de culpa, ni arrepentimientos, ni penitencia. Somos más libres que esas pobres mujeres a las que les han inculcado que el matrimonio y la maternidad son las únicas metas para una mujer aunque vivan maltratadas, engañadas, explotadas y no gocen de consideración alguna. El matrimonio no es una opción muy ventajosa para las mujeres. Aunque quizá las cosas cambien en el futuro. La transformación tal vez comience con la exigencia de la igualdad en el voto.

Hunter quedó pensativo, anonadado por los argumentos de Fátima. Cambió de tema y comentó:

—Contemplé un cuadro en París que tal vez nos podría servir de modelo, aunque mi técnica difiere mucho de la de Manet. Se titula Olympia. La protagonista que se esconde bajo ese nombre era una pintora francesa muy conocida, incluso en el sentido bíblico del término; Victorine Meurent. La modelo sólo lleva puestos una cinta de terciopelo al cuello, una pulsera, una orquídea en el cabello y una chinela de tacón en un pie. Todos símbolos relacionados con el erotismo, con la sensualidad y con el sexo, o como tú afirmas, con su libertad. A sus pies, un gato negro con la cola enhiesta, añade más morbo, más carga metafórica a la escena. Cuando se expuso en 1865 causó un gran escándalo por su realismo y por su función provocativa. Manet, si se había propuesto este objetivo, lo consiguió plenamente. Por lo demás, la composición es de lo más clásica. Se nota la inspiración de Tiziano y su Venus de Urbino. Creo que el cuadro representa la idea que me has comunicado.

—Sí. Ya me imagino la imagen de frente al espectador, con mirada provocadora. La ropa de cama ha de ser blanca, inmaculada. El fondo oscuro y neutro. Sólo yo sobre las albas sábanas, desafiante.

—Deberías colocarte un largo collar de jade que te llegara hasta el pubis. Según los orientales, esta piedra atrae el amor. Además conjuntaría con el color de tus pupilas. En el brazo podrías ponerte un brazalete de oro en forma de serpiente, pues este animal, como ya sabes, es un símbolo del pecado, a la vez que del miembro viril. En uno de los tobillos te colocarás una ajorca, a la manera de las odaliscas turcas o las danzarinas moras. Este detalle añadiría un elemento sexual más a la narrativa pictórica a la vez que alude a tu origen. En vez de un gato, en segundo plano, colocaremos un aro en el que se apoye un animal exótico: un guacamayo rojo.

—¿Por qué ese pájaro?

—Por múltiples razones: porque el rojo es el color del pecado. En épocas pasadas, el encarnado era privativo de las prostitutas. Además su capacidad de hablar sugiere comunicación y vosotras lo hacéis mediante vuestro cuerpo. La circunstancia de que vuele alude a la libertad que tanto amas. Su belleza simbolizará la tuya. Es también atributo del dios hindú del amor, Kama. El cabello lo llevarás suelto, como la imagen de la pecadora por excelencia: María de Magdala. La narrativa quedará resuelta con estos detalles. ¿Es de tu agrado?

—Eres un pintor excelente. Un hombre culto e inteligente. Has captado mi idea a la perfección. Margaret será muy feliz contigo.

Fátima y Hunter estrecharon su naciente amistad durante las largas sesiones de posado. Cuando acabó de pintar el retrato ambos quedaron sorprendidos por el resultado. Fue la única vez en la que el hombre lamentó firmarlo con seudónimo.

A finales de octubre, Hunter también terminó el lienzo encomendado por las autoridades municipales. El objetivo propagandístico lo había logrado a la perfección. El alcalde y los concejales quedaron tan satisfechos que organizaron un evento para la presentación del cuadro. La gala tuvo lugar en el palacio consistorial, un grandioso edificio porticado, realizado en piedra y mármol y cubierto con cúpulas que recordaban las escamas de un pez, en clara alusión a la vocación marítima de la ciudad. El sarao fue memorable. En primavera se convocarían elecciones y el partido conservador no deseaba ceder su puesto al liberal.

Hunter recibió junto con el resto de sus emolumentos la distinción de Hijo Predilecto de Mirabilia. Le solicitaron que estampase su firma en el libro de oro de la ciudad. Echó cuentas y se percató de que sus ingresos se habían acrecentado notablemente en los tres años que llevaba residiendo en ella.

El día de la presentación del cuadro logró nuevos encargos pues las damas asistentes a la fiesta estaban entusiasmadas más que por la fama, por la apostura de galán del pintor que se acrecentaba con el brillo de sus pupilas de pirata y la coloración tostada que su piel había adquirido en contacto con el aire marino y el benéfico sol mirabiliense. Las mujeres deseaban que les pintase paisajes de bosques norteños surcados por ríos tranquilos en los que bebían beatíficos cervatillos, marinas en las que la furia oceánica se desataba en olas que se estrellaban contra los acantilados en un jolgorio de espuma; escenas de caza, bodegones y naturalezas muertas. Hunter intentó soslayarlos con elegancia pero la oligarquía de la ciudad no aceptó las negativas del pintor. Fátima lo previno para que depusiese su actitud.

—Lo siento, Fátima, no pienso ceder ni un ápice. Yo no soy el palanganero de una sociedad decadente y caduca. Me niego a convertirme en un mercenario de la pintura.

—Eres demasiado puntilloso. ¿Qué más te da, James? Esos encargos sólo son un medio para procurarte el dinero que precisas para cumplir tus sueños.

—Me niego a reproducir esas tópicas imágenes que me solicitan. El fin no siempre justifica los medios, al menos no en mi opinión.

Hunter caminaba a zancadas por el saloncito de Fátima, en el que la conversación tenía lugar. Margaret nunca lo había visto tan furioso. Aunque comprendía sus razones no compartía su cerrazón. Intuía que la negativa del pintor les ocasionaría desgracias. Se acercó al mirador e incapaz de contenerse rompió a llorar. Él se percató de su llanto y se aproximó a ella.

—No llores, querida –intentó calmarla mientras le enjugaba las lágrimas con su pañuelo–. Mis días en la ciudad deben acabar. Me marcharé antes de caer en desgracia. El invierno se acerca y las inclemencias meteorológicas dificultan los viajes. He de prepararme para el viaje. Además, dispongo del capital suficiente para comenzar nuestra vida juntos. Debes preparar tu partida. No podemos esperar más.

—De acuerdo, James. Aunque Esperanza aún es pequeña.

—No puedes ligar tu vida a la de una niña que ni siquiera es de tu familia. Es mejor que la abandones ahora, los niños olvidan pronto.

La muchacha se aprestó, con la ayuda de Fátima, a obtener en el consulado británico la documentación precisa para el viaje. Ya no le importaba dejar pistas tras ella. Iba a comenzar una nueva etapa de su existencia.

Antes de la partida, Hunter le pidió matrimonio. Deseaba que emprendiera una nueva vida como su esposa, no como su amante.

Los trámites se complicaron más de lo previsto. A pesar de los buenos oficios de Fátima la partida de nacimiento de Margaret no llegaba de Inglaterra, cuando apareció, el funcionario encargado del asunto contrajo una enfermedad que lo apartó de sus obligaciones durante una semana. Entonces estalló el escándalo. La hija de un funcionario agregado al consulado se suicidó. Era una muchacha delgada y pálida imbuida por ideales románticos de amores imposibles. Había solicitado en numerosas ocasiones que Hunter la retratara. El pintor no había podido atender su petición por falta de tiempo. Se arrojó al pozo que suministraba de agua a la propiedad en que vivía con sus padres. Antes dejó una nota en la que afirmaba que lord Rivelaux la había seducido para después negarse a cumplir el compromiso de matrimonio. Ella lo perdonaba, pero al no poder vivir con semejante estigma y sobre todo privada de su amor, decidía abandonar el mundo. El infundio corrió como una epidemia de fiebre infectando la comunidad británica primero, después a toda la alta sociedad ciudadana. No había testigos que afirmasen lo contrario de lo que la misiva aseveraba con tanta contundencia y lujo de detalles. Fátima le aconsejó que emprendiese el viaje con la mayor celeridad posible. El asunto era complicado y pronto acudiría la policía a detenerlo. Ella ya había realizado averiguaciones. Era cuestión de horas. Un mercante partía del puerto rumbo a Génova al rayar el día. La mujer consiguió que el capitán lo admitiese a bordo a cambio de una generosa recompensa.

Fátima mandó razón a Margaret con la excusa de precisar sus servicios como traductora. La muchacha estalló en un llanto desconsolado. Por segunda vez, sus esperanzas de compartir la vida con Hunter se esfumaban.

—No puedes acompañarme ahora, querida –intentaba consolarla Hunter–, tu documentación aún no está en regla. Si te encuentran serás detenida y enviada a la cárcel. No creo que el capitán del mercante se jugase el puesto por admitir a una mujer. Yo, en el supuesto de una inspección, puedo fingir que soy un miembro de la tripulación, pero en tu caso esto no es posible. Deberás esperar hasta la primavera. Mientras tanto me instalaré, buscaré una casa adecuada para formar una familia, empezaré los trámites del negocio y enviaré a alguien de mi confianza para que te escolte en el viaje, ya que yo no puedo regresar a Mirabilia hasta que este desgraciado asunto se aclare, si es que alguna vez se despejan las dudas sobre mi honorabilidad. ¡Ni siquiera recuerdo a la muchacha! ¡Pobre inocente y romántica!

—No sé si podré soportar por segunda vez el dolor de tu ausencia.

—Esta vez será diferente. Estaremos en contacto a través de Fátima. Te escribiré todas las semanas. ¿No estarás embarazada?

—No, James, esta vez no. Pero el tiempo de la espera me va a resultar insoportable.

Aquella noche, Margaret no regresó a casa. Se amaron con la urgencia de la separación. Sus cuerpos se unieron una y otra vez en un desesperado intento de que la imagen del otro, su olor y su textura quedasen impresos, como indelebles tatuajes en sus respectivas pieles. Trataban de conjurar el dolor de la ausencia inmediata para permanecer unidos más allá del tiempo, más allá de la distancia. Cuando apenas faltaban unas horas para el amanecer, Margaret se durmió abrazada a Hunter. Él no pudo cerrar los ojos, se limitó a acariciarle el cabello mientras las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas hasta empapar su barba. Fátima, a su pesar, rompió la preciosa intimidad de los amantes, y como un mensajero portador de terribles noticias, llamó al pintor para que se levantase.

Aún era de noche cuando los tres se encaminaron hacia el muelle comercial. Un criado que servía en la casa de Fátima portaba el equipaje de Hunter. Soplaba un viento fresco que provocó que las dos mujeres se arrebujasen en los mantos oscuros que habían elegido para confundirse con las lugareñas y evitar ser reconocidas. El pintor se ajustó la levita y subió las solapas. En el cielo brillaban las últimas estrellas. Pronto amanecería un día nuevo, un radiante día idóneo para emprender un viaje. Caminaban en silencio con los corazones encogidos por la pena de la despedida. Margaret se colgó al brazo del pintor. Hubiera dado su vida por ser la maleta del artista y viajar con él. No encontraron a nadie durante el breve paseo. Antes de llegar, Fátima se apartó para permitir a la pareja un poco de intimidad. Se besaron. Él le secó las lágrimas con la yema de los dedos. Ella se agarró a su cuello desesperada. Intentaba, en vano, prolongar la presencia de Hunter un poco más, pero el tiempo apremiaba. Se despidieron allí, bajo una palmera. Las mujeres no lo acompañaron hasta el navío para no levantar sospechas. Margaret se negó a abandonar el escondite hasta que la nave inició la maniobra de salida. Clareaba el día cuando el vapor se alejó con rumbo norte. Aquel 6 de noviembre de 1908 el corazón de la muchacha se partió por segunda vez.

Pasó todo el día en casa de Fátima. Intentaba reponerse antes de regresar a Villa Mercurio. No quería responder a las preguntas, no quería que nadie indagase sobre su dolor. La mujer ideó una estratagema para que Margaret pudiese llorar la despedida de su amante.

—Les dirás que te llamé porque había recibido una terrible noticia: el cónsul al solicitar a Inglaterra tus documentos identificativos había descubierto la muerte de tu madre.

—Pero, Fátima, eso es una mentira espantosa.

—¿Y qué? ¿Acaso quieres que relacionen tu tristeza con la marcha de Hunter? ¿Crees que si Fulgencio descubre que eres su amante y que pretendes marcharte con él te dejará partir? La pasión que siente por ti, es evidente. Ha adelgazado, está siempre ensimismado. No es el hombre que yo conocí. Aguanta hasta la primavera como puedas. Evita encontrarte a solas con él. Está desesperado y puede intentar cualquier cosa. Hasta ahora, la religión le sirve para mantener a raya sus instintos, pero no sé cuánto tiempo sus creencias actuarán como dique de contención. Por lo pronto, alquilaremos un coche y te acompañaré a la mansión. No debes esperar a que Fulgencio cierre la tienda para regresar con él a la casa.

—Tienes razón, como siempre. El dolor me nubla el entendimiento.

—Empieza a preparar el terreno para que tu partida no levante sospechas. Menciona a tu padre, alude a tu sentimiento de culpa por la soledad en que se encuentra. Sé inteligente. Un futuro se extiende ante ti, como esos frutos, que aún verdes, nos seducen con la esperanza de la dulce sazón, pero que requieren nuestra paciencia. Gánate a Renée. Asiste a sus sesiones de espiritismo, ahora posees un motivo. Todos los aliados son pocos, aunque sospecho que ella no pondrá ningún impedimento a tu marcha, pero es mejor que sea tu amiga. Es astuta y está celosa. Cuídate de ella, es un potencial peligro.

—Seguiré tus consejos. Así lo haré.