El viejo, el pez y la imbécil

 

 

 

 

 

Viernes, 06:47 h.

 

 

 

Eso es un puto cangrejo y el puto cangrejo se está paseando delante de tus putas narices. Ese fue mi primer pensamiento nada más abrir los ojos. Y Lo que masticas es arena, el segundo.

 

Vale, veréis, seré quizás imbécil (esto no lo digo yo, sino Caroline. Empezó a llamarme así al poco de conocernos y ya como que me he acostumbrado. Además, no es un imbécil cualquiera, no. Lo pronuncia de un modo muy peculiar: alarga la eme, intensifica la be y acaba con una ele muy líquida. Yo la dejo. Soy imbécil. Pero su immmmBécil. Puede parecer que no, pero es bonito. De verdad). Pues bien, seré esa imbécil, pero a ciertas cosas básicas llego. Y si había arena y cangrejos… (si tras los puntos suspensivos habéis pensado «Playa», ¡enhorabuena! Tanto vosotros como yo conservamos intacta nuestra capacidad deductiva).

 

De acuerdo, estaba en una playa. Pero saber eso tampoco me servía de mucho, todo lo contrario. ¿En una playa? pensé. ¡¿Se puede saber qué coño hago yo en una playa?! Está bien, reconozco que circula por ahí cierta leyenda urbana que sostiene que Cate Chochito Loco Maynes ha amanecido en los lugares más peculiares y en las situaciones más extravagantes que la Historia haya podido datar. Pero eso no es así, de ninguna manera. Yo, amanecer, lo que se dice amanecer, puedo haberlo hecho en mil camas distintas, vale. Si la chica de turno reclutada en el Sappho me dice que cuarto oscuro no, casa, por mí bien. Servidora se enreda entre sábanas ajenas. Para follar no me importa hacer entregas a domicilio.

 

Pero no sé si os lo he dicho, que yo para mis borracheras soy muy casera, y que siempre procuro volver a casa para la fase guiñapo, por aquello de mantener una mínima dignidad (salvo casos de fuerza mayor, claro).

 

Pues bien, hoy parecía haberse dado uno de esos casos. Porque había despertado así, tal cual, tirada en una playa y resacosa. Y descubrí que no solo tenía arena en la boca. También en el pelo. Y en media cara. Y (un momentito, que lo mire) sí, también en las bragas. Porque estaba en bragas. Con la camiseta puesta, pero sin pantalón. La cosa mejoraba. Estaba sola, resacosa, tirada en una playa y en bragas. Toma ya.

 

A saber qué has hecho para acabar así, me recriminé, mientras, parpadeando con fuerza, trataba de incorporarme. La nueva perspectiva no mejoró la situación. Ya de pie, tras echar una ojeada a mi alrededor, comprobé que, efectivamente, el binomio cangrejo más arena era igual a playa. Una larga, solitaria playa.

 

Pero… ¿cómo coño había llegado hasta allí, si podía saberse?

 

Froté mi cara con fuerza, pero de mis mejillas no brotó ningún genio maravilloso que me ofreciera una explicación. Océano no tenía litoral, este distaba unos trece kilómetros de la ciudad y, en fin, si servidora había conducido con la borrachera que delataba mi cochambroso y matutino estado, joder con servidora, ¿sabéis?

 

Volví a echar un vistazo a mi alrededor. Me fijé en que había un bulto sepultado en arena que, al parecer, me había servido de almohada. Mira qué bien, acababa de encontrar mi pantalón. Oh, y había también una chaqueta. Pero esa chaqueta no era mía.

 

Vale, recapitulemos: estaba sola, tirada en una playa, resacosa, en bragas y con una chaqueta desconocida que me había servido de abrigo (el cangrejo no era relevante, solo pasaba por allí). No recordaba cómo había llegado a aquel lugar y mucho menos cómo había acabado de esa guisa. Desconcertada, volví a fijarme en el entorno. El mar estaba a mi izquierda y había dunas coronadas por carrizales y pino carrasco a mi derecha. Por donde mirase solo había kilómetros y kilómetros de litoral desierto. No se veía ni un alma. Ni una (es que, claro, amanecía. Los cangrejos iban al súper a comprar un poco de detritus marino para el desayuno y poco más).

 

Bien, era detective, ¿no? De algo me había de servir, por muy de segunda división que fuese. Para cuando amaneciera desubicada y desconcertada, masticando arena y con el coño lleno de ídem. Así que, ¿cómo había llegado Catherine S. Maynes a esa playa, damas y caballeros?

 

Intentemos reconstruir los hechos. ¿Qué era lo último que recordaba? Hum, salmón con verduras. Patatas fritas infiltradas. Besos en la coronilla. Ok, había estado en el Powanda (solo de allí podría proceder semejante combinación). Y Powanda significaba Caroline. Caroline regañándome y dándome de comer salmón con guarnición. Hasta ahí, correcto. Pero era imposible que hubiera pillado la borrachera en el Powanda. Im. Po. Si. Ble. Servidora tenía el suficiente miramiento como para acabar la parte dura de la cogorza lejos del alcance del radar de Carol (y, además, ella no me lo habría permitido. Básicamente, porque antes me metería el salmón vivo por salva sea la parte que permitir que me intoxicara como una perra delante de sus narices. Y, ojo, el salmón con la guarnición. Tela, ¿sabéis?).

 

Ah, no, pero ahora recordaba, más allá del Powanda y los brazos en jarra de Caroline. No, en efecto, no me había emborrachado delante de la adorada voz de mi conciencia. Me había comido el salmón (sepultado en mayonesa, eso sí) y después había hecho mutis por el foro, largándome de forma apresurada, sin despedirme, casi a hurtadillas.

 

Sí, así hacía yo las cosas: pagando con desconsideración el desvelo de quienes me querían. Pero no fue tanto ingratitud lo que indujo mi grosera fuga como un resto de cobarde pudor. Veréis, tanto Marie y Caroline, como yo, sabíamos perfectamente que al salir del Powanda servidora iba a iniciar la preceptiva ruta por el puñado de locales adscritos a la oferta del 2x1, itinerario que, sin necesidad de hacer gala de grandes dotes deductivas, cualquiera deduciría su meta: una señora, espléndida borrachera. Y sí, está bien, soy un desastre, soy un horror, soy lo peor; soy débil y nada para enfrentarme a mis demonios interiores y opto por dejar en manos de la apatía y la irresponsabilidad las decisiones que han de guiar mis días. De acuerdo. Tengo los pedazos de mi vida en el cuenco de mis manos y lo único que se me ocurre es lanzarlos al aire en vez de tratar de reconstruirlos.

 

Lo sé, sé todo eso.

 

Lo malo es que soy tan consciente de ello como en la misma medida desconozco, por ahora, el modo de encauzar esos días que voy dejando caer detrás de mí como haría un niño con sus cosas, corriendo con la mochila abierta colgada a la espalda.

 

Pero no se trata de que yo sea consciente de la mierda de vida que llevo y de lo poco, nada, cero que haga para enderezarla. La cuestión no es verme reflejada en un espejo. La verdadera cuestión, la más dolorosa, es la presencia de otros en ese reflejo, de las personas que me han acogido en mi nueva vida en Océano. Gente como Marie y Caroline.

 

Yo solo quise ahorrarme la decepción agazapada en su mirada. El destello muriendo en sus pupilas. Y lo más seguro es que tal vez nunca lo viese reflejado, ese desencanto, porque he llegado a la conclusión, en el tiempo que llevo en esta ciudad, de que Océano debe de tener el porcentaje más alto de altruistas por metro cuadrado: es pasmosa la facilidad con la que acogen a sus nuevos habitantes, por muy escacharrados que estén, por muy defectuosos que sean. No, probablemente no llegara a ver el reproche en sus miradas, tan solo una indulgente comprensión cargada de infinita paciencia (bueno, en el caso de Caroline, acompañada del binomio sermón/pescozón).

 

Pero no quería arriesgarme. No podía. La certeza de saberme desarmada ante mis debilidades, de optar por la peor opción, la más cobarde, agudizaba en mí tanto el sentido del pundonor (todavía no lo suficiente como para hacerme reaccionar, lamentablemente) como un pueril temor a provocar el rechazo definitivo en mis nuevos amigos.

 

Y es que no quería quedarme sola. No otra vez. De acuerdo, podría dar la impresión de que a Cate Maynes le importaba todo un pimiento; que le bastaban su copa y su barra de bar para llenar su vida. Que era tan autosuficiente, en definitiva, como proclamaban su aversión a cualquier compromiso y su indolente modo de vivir.

 

Pero, en el fondo, sentía terror a la soledad. Absoluto pavor. Ya había perdido todo lo que conocía, todo lo que tenía, mi vida en Illica, y puede que mi nuevo yo de Océano fuese por ahí pavoneándose de tener una maravillosa mierda de vida, desdeñando el desvelo ajeno. Pero no era así. De ningún modo lo era.

 

Aunque jamás lo reconocería en voz alta.

 

Y así era mi vida, una perenne contradicción. Rehuía cobardemente los efectos colaterales de tener a gente en ella, pero no podía pasar sin su presencia. Por eso volvía al Powanda. Porque habría pescozones, sí, y peces muertos, vale. Pero también besos en la coronilla.

 

Y era suficiente.

 

La cuestión es que recordaba que, tras escabullirme del Powanda y calentar motores en un par de locales, había recalado, ya entrada la madrugada, en el Sappho. Ah, el Sappho. ¿Os he hablado alguna vez de él? Bendito lugar. Una discoteca de ambiente solo para chicas. Bendita exclusividad. Con cabida para casi millar y medio de seres. Bendita capacidad. El sitio donde A+B alcanza su mayor expresión matemática. Bendita álgebra.

 

Y maldita tía del lunar en el coño. ¡Acababa de recordar! ¡La chica del lunar en el coño, esa era! La culpable de mi actual situación. A la que me había tirado en el cuarto oscuro y después en su coche. ¡Con ella era con la que había ido a la playa! Joder con la del lunar. ¡Dejarme tirada como un trapo! Qué detalle tan feo.

 

No obstante, qué chica más maja. Cómo follaba la criatura (una cosa no quitaba la otra). Se corría en si bemol. Lo juro. Como el sonido de una flauta tocada por un principiante. Pero vamos, que follar follaba muy bien, dotes musicales aparte. Y eso, que tenía un lunar en el coño. Y coche. Acababa de recordarlo también. Recordaba perfectamente la caja de cambios incrustada en mi coxis (joder con las palancas de mano de los coches, qué contubernio contra la libido humana).

 

Vale. Lunar, coño, palanca. Lo tenía. Esa fue la segunda… No, un momento, la tercera. Sí, la tercera vez que nos lo montábamos. Dos en el Sappho y esa en el aparcamiento, en su coche, al que me invitó a subir para llevarme a la playa, «donde te follaré bajo la luz de la luna».

 

Eso fue lo que dijo.

 

Pero qué coño, si estaba nublado. Que tampoco es que me importara, en fin, porque no es que estuviera yo como para prestar mucha atención a los detalles (consecuencias de mi esforzada aplicación en el seguimiento del Método A. Las borrachuzas, en el fondo, somos el verdadero sostén del romanticismo. «Mira, cariño, qué luna más bonita y qué sitio más idílico». Y resulta que te están follando en un parking, con el parabrisas lleno de mierda, que tú confundes con rutilantes estrellas, y los asientos pringosos de mugre y pelusilla, que a ti te parece un bucólico lecho de verde pasto. En fin).

 

Pero bueno, que al menos ya sabía cómo había llegado hasta allí. Una tía que tenía un lunar en el coño y cuya palanca de cambios se me había clavado en el culo mientras follábamos era la que me había llevado a esa playa. Vale, ¿qué más? Porque recordar, lo que se dice recordar (al menos, con claridad) solo lo hacía hasta la propuesta del polvo playero. ¿Lo haríamos? Sí, claro, qué pregunta más tonta. Estaba en bragas y con el coño lleno de arena. Blanco y en botella. O no. A lo mejor no follamos, no sé. Me lo he montado con tantas y tantas veces, que recordar una sesión de sexo es como intentar hacerlo con dónde has dejado aparcado el coche en un día entre semana.

 

Pero en fin, follada o no, la cuestión es que estaba dónde y cómo estaba. Tirada y en bragas.

 

Ole, sí señora. Que alguien añadiera esta línea a la leyenda, que hasta la firmaba. ¡Será desconsiderada la Si Bemol! (tampoco recordaba su nombre, claro). «Te follaré bajo la luz de la luna y después te dejaré, sola y borracha, y que te coman los cangrejos». No te jode. No me hacía ninguna gracia amanecer tirada por ahí con un resacón de espanto, pero se ve que la de hoy iba a ser una de esas situaciones excepcionales: «Cate Maynes no amanece tirada en los callejones, excepto cuando lo hace en la playa». Punto nosecuántos de la Regla Catemaynesiana Relacional Pos-Illica.

 

En fin, la cuestión era que estaba allí, resacosa a más no poder, masticando arena y tirada como una colilla. Aunque tampoco es que me resultara angustiosa en extremo la situación, he de confesar. De hecho, me habría quedado a dormir un par de horas más, pero amanecía y como que me daba cosa que alguien me viera así. Imaginaos, por ejemplo, que a algún padre le diera por traer precisamente hoy a su retoño a pasear. Y es que, si ya es difícil para los esforzados progenitores explicarles a los niños los cadáveres de pececitos varados en la orilla, imaginad de qué modo el de un despojo humano. Y como no quería ser la causa del fin de la inocencia de ningún infante, hice de tripas corazón y decidí ponerme en marcha.

 

Pero ¿hacia dónde? ¿En qué punto, exactamente, estaba? Sabía que en la costa había un pueblecito, pero no había ni rastro de casas en el horizonte, mirase hacia donde mirase (y es que, claro, cuando planeas follar, lo lógico es buscar un sitio lo más solitario posible, ¿no? ¡Y vaya si la del lunar parecía haberlo encontrado!).

 

Resoplé con fastidio. A ver qué hacía yo ahora. Cogí la chaqueta y rebusqué en los bolsillos, pero allí no había nada, salvo un sobre rasgado con el logotipo del Sappho, uno de esos que solían repartir para concienciar a las parroquianas de practicar sexo seguro. Este en concreto había contenido un par de barreras de látex, algo que me hizo mucha ilusión descubrir, por cierto, porque significaba que Lunar En El Coño Que Se Corría En Si Bemol, si bien una abandonadora de seres desmantelados y borrachuzos, no lo era en el ejercicio de unas prácticas sexuales sanas.

 

Feliz mi coño, a salvo él de coger una bonita candidiasis o unas adorables verrugas genitales.

 

Pero aparte de saber que mi ocasional compañera de cama (y arena) no era una atolondrada guarrilla, no había ningún indicio más en los bolsillos. Ni tarjetas ni carnets ni ningún modo de identificarla. Frustrada, decidí coronar las dunas, tal vez todavía estuviese por allí. Puede que yo no fuese la única con resaca y puede también que, con un poco de suerte, Doña Flauta estuviera durmiendo la mona en el coche.

 

Mis ganas. Allí no había nada ni nadie, más allá de kilómetros y kilómetros de paisaje marítimo. Había un camino, sí, invadido por la arena y marcado por huellas de neumáticos, que transcurría paralelo a la línea del mar, pero ni un triste vehículo o casa en lontananza.

 

Con un gruñido de frustración me dejé caer sobre la arena. Joder con los polvos románticos. La próxima vez que alguien quisiera follarme a la luz de la luna le diría que se conformara con abrir la ventana, no te jode. Total, el coño lo tenía igual, iluminado o no, así que ya le podía valer a la próxima candidata.

 

Enterré la cabeza entre las manos. Me dolía de un modo horrible. Recordaba que ya me dolía antes de ir al Sappho, malestar producto, a su vez, de la resaca del día anterior. Lo mío era pulverizar récords, lo tenía claro. Ya ostentaba, por ejemplo, el de holocausto vegetal, en una ocasión que mustié un cactus (¡un cactus, por favor!), y el de La Resaca Infinita me lo llevaba todas las semanas.

 

Un paracetamol, eso necesitaba. O tres. Y si fuesen cuatro…

 

—¡Joder! —exclamé, cayendo en la cuenta en ese instante—. ¡La bandolera!

 

No la tenía conmigo. Frenética, hice recuento. Llevaba puestas las bragas, la camiseta, el pantalón, las zapatillas, una chaqueta ajena, pero ni rastro de la bandolera. ¡Vaya con la Si Bemol! «Te follaré bajo la luz de la luna y después te dejaré, sola y borracha, para que te coman los cangrejos. Ah, pero antes de todo eso, ricura, te robaré».

 

¡Joder, eso no se hacía! Mira que follarme y dejarme tirada, vale. Está muy feo eso, pero es a lo que te arriesgas cuando te vas con desconocidas. ¡Pero robarme! ¡Y la bandolera! Eso no, coño, que la bandolera… En fin, era algo especial para mí.

 

¡Mierda, ahora estaba resacosa, con arena en las bragas y cabreada! Muy cabreada. Pero más conmigo que con la ladrona, no creáis. ¡Dios, qué puto desastre era! Hala, era ponerme un coño (con lunar) delante y a la mierda la prudencia. Si es que no se puede tener la vida rota, joder, no se puede. Se te va todo por el sumidero, sensatez a la cabeza. Claro, como de eso no te advierten… Te dicen: «Mira bien al cruzar la calle». Insisten: «No aceptes caramelos de desconocidos». Te remarcan: «No, no se come algo que has encontrado en el suelo». Pero claro, ¿y lo de «Cuando vayas a follar con desconocidas no pierdas de vista el bolso», eh? ¡Eso no te lo dicen! Y así andamos las generaciones de hoy en día, perdidas.

 

¿Y ahora qué? Tampoco es que llevara mucho de valor en ella. Cuando estoy trabajando, sí, llevo mi documentación y mi arma. Pero en mi tiempo de ocio (léase, A+B) solo llevo lo imprescindible: una muda limpia básica (bragas y camiseta) y un botiquín, donde destacan las tiritas, el yodo y paracetamol suficiente como para satisfacer las necesidades de una manada de elefantes tras una noche de farra en Las Vegas. De todo ello, lo que más echaba en falta en esos momentos era lo último. ¡Ay, mi reino por una pastillita! (bueno, tal vez las bragas también me vendrían bien. Ya sabéis, es muy incómodo para una señorita tener el coño lleno de arena).

 

Pero bueno, las cosas estaban así y poco podía hacer. Ahora, eso sí, en cuanto me volviera a topar con la del lunar le iba yo a cantar las cuarenta, vamos que si se las iba a cantar. Si es que la reconocía, claro, porque la verdad es que si no recordaba su nombre, mucho menos su cara. Entre la cantidad de mujeres con las que me he acostado en los últimos tiempos y que tres de cada tres veces lo he hecho con más de una copa encima, huelga decir que mi cerebro solo funciona con la memoria a corto plazo. ¡Ay, que ya me veía haciendo una rueda de reconocimiento para encontrar el lunar!

 

Lo que iba a sufrir, Dios mío, lo que iba a sufrir...

 

Eché a andar. No me quedaba otra. Decidí si hacerlo hacia la izquierda o la derecha lanzando un guijarro al aire. Cayó sobre la cara que había decidido fuese la ruta a mi siniestra. Así, con el rumbo científicamente escogido, zapatillas en mano, anduve bordeando la orilla, dejando que el agua mojara mis pies. No llevaba tanto una intención bucólica como la de despejarme la pesadez de la resaca. Y es que, más que andar, me tambaleaba. Menudo cuadro debía de ser: la sirenita beoda. Desgreñada, errática, pringada de arena. Estaba segura de que, de encontrarme con alguien, no habría ni princesa azul ni final adobado con perdices para esta cochambrosa Cenicienta. En vez de ofrecerme su corazón y su reino, lo más seguro es que su espantada alteza me enviara de regreso al fondo del mar de una soberana patada.

 

Dios, no me encontraba bien. Ni por fuera ni por dentro. Helena. Coño, eso era todo. Helena, Helena, Helena. Siempre ella, siempre en todo. Ayer, en el Powanda, se me volvió a meter como si me hubieran abierto las carnes con las manos desnudas y grabado su nombre en cada órgano. Helena, Helena, Helena. Una y otra vez. En mi cabeza, mis huesos, en mis sueños, mis pesadillas. La echaba de menos, muchísimo y pese a todo. Pese a que me hubiera dejado ella, a que su mano fuese la que clavara el puñal. Pese a haberme fallado, roto el corazón; hundido, finalmente, la vida. Pero cómo la quería, joder. Cómo y cuánto, cuantísimo la quería todavía. Es que eso no se puede evitar. De verdad. Te podrán decir: «Olvídala. Olvida y sigue adelante». Y la frase está muy bien, sí, no digo yo que no. Breve, contundente, acertada. Pero se olvidan del tatuaje en el corazón. De los surcos, y las huellas, y los besos, y las caricias, y los susurros, y los amaneceres, y…

 

Las marcas que ya llevas de forma indeleble en tu alma. ¿Qué hacía con ellas? No las podía borrar. Vale, no las quería borrar. Es que eran mías. Es que fueron mi vida. Y sí, esta se me había roto, pero ellas seguían ahí, conmigo. Creo que tan desconcertadas y dolidas como yo, porque parecían mirarme y decirme: «¿Qué hacemos, nos vamos?». Y yo no sabía qué responderles. Un día les decía, llena de rabia y dolor: «¡Sí, joder, idos! ¡Apartaos de mí! ¡Desapareced!». Y otro, gimiendo: «Quedaos, por favor, por favor. Porque sois lo único que tengo, lo único que me queda».

 

Y así no había forma de aclararse. De volver a ser persona. De reconstruirse. Tal vez es que tampoco quería. O podía. ¿O quería, finalmente? No lo sé. Estaba hecha un lío. Y rota. Y perdida. Y bebía y follaba y volvía a beber y a follar, y así casi todos los días. Y lo hacía porque no era como los tatuajes perfilados con aguja, que se te quedan grabados para siempre, sino como los temporales trazados con henna. Eran, pero no tanto. La piel viva, caliente, que te toca para hacerte olvidar el dolor. Pero solo por un tiempo. El sopor del alcohol, que alivia las noches en blanco pensando en mujeres cuyos nombres empiezan por hache. Pero solo hasta que despiertas.

 

Menuda mierda, ¿verdad? Esta era yo hoy, penando por la que fui ayer. En ese tiempo fui otra cosa. Lo tuve todo. Y quería un mañana. Muchos mañanas, cientos de ellos, miles. Junto a Helena.

 

Y la misma mano que me lo dio todo, me lo quitó. Se fue. Y ya no hay mañanas para mí, solo hoy, hoy, hoy, hoy; uno detrás de otro. Hoy me levanto y dejo que el día pase, como sea. Y me acuesto. Y hoy me levanto y dejo que el día pase, como sea. Y me acuesto. Y hoy me…

 

Supongo que ahora comprenderéis que amanecer tirada en una playa con el coño lleno de arena no es tan extraño para alguien como yo. Alguien a quien no le importa nada demasiado, ni ella misma. Que bebe y folla y olvida, pero no puede, realmente. No puede.

 

Qué asco todo, de verdad.

 

 

 

 

 

Pero ese día el aborrecimiento disminuyó un grado, restó un ápice, menguó un tantito. Y es que ese día que empezó con un cangrejo paseándose por delante de mi resacosa nariz me reportó una sorpresa. De las agradables (más o menos).

 

Porque ese día conocí a Dolimon.

 

Veréis, yo a todo el mundo le cuento que conocí al viejo cascarrabias en uno de mis paseos por la playa. Que iba paseando por la orilla y, ¡ops!, allí estaba él, caña en mano, dedicándose al relajado arte de la pesca. El mar y el cielo por horizonte, el graznido de las gaviotas, el susurro de las olas acariciando la orilla…

 

Y un copón de vaca. Ahora es cuando vais a descubrir que todo eso no es más que una indulgente (y cochina) mentira, oropel para recuerdos que queden bien sobre la repisa de la chimenea. Pero sed comprensivos conmigo, que una tiene su dignidad, por muy desvalorizada y vapuleada que cotizara al corriente, y siempre es mejor decir que conocí a Dolimon dando un bucólico paseo que haberlo hecho con una resaca de espanto y con las bragas llenas de arena.

 

Así que sí, ahora ya sabéis cómo conocí realmente a Dolimon: el día que una tía con un lunar en el coño me dejó tirada en la playa tras follarme/robarme.

 

Qué le vamos a hacer, hay cosas peores, ¿no? (decidme que sí, por Dios).

 

Como sea, así fue: yo estaba hecha un asco, deambulando por una playa que creía desierta cuando, a lo lejos, en mi camino, distinguí un bulto borroso. En realidad, eran dos. Más cerca de ese había un Bulto Borroso Nº 1 que, joder, o bien era un árbol arrancado de raíz, varado en la orilla, o bien el esqueleto de un velociraptor. Tampoco es que me importara, fuese una u otra cosa, porque ni como tronco de árbol desgajado ni como esqueleto antediluviano podían ser una amenaza. A ver, tampoco parecía serlo Bulto Borroso Nº 2, porque conforme me acercaba a él pude distinguir a un hombre de avanzada edad, seco y tieso como un palo, bregando con una caña de pescar inmensa, tensa como la cuerda de un arco. Dios mío, que no tenga a Dory al final del anzuelo, pensé angustiada. Detesto el pescado, no sé si lo he dicho ya. Comerlo, olerlo, vivo, muerto, crudo, cocinado, lo que sea. Puede hacerme gracia en películas de animación de peces desmemoriados y gaviotas ansiosas de manjares marítimos, pero no iba mucho más allá. Tal vez, echarles una indolente mirada en los acuarios (si es que alguna vez me daba por visitar alguno), pero poco más.

 

El hecho es que me dirigía hacia un pescador. Y el pescador en cuestión podría ayudarme. Llevaría un móvil, que me prestaría amablemente para hacer una llamada (porque tal vez fuese un depredador de pececitos, vale, pero las sirenitas beodas le podrían caer bien, ¿no?). Y así, el buen samaritano me dejaría un teléfono, y yo llamaría a un taxi, que me devolvería a la ciudad, a mi casa y a mi, en esos momentos, añorada, apreciadísima ducha, que…

 

—¡Eh, tú, flaca, ayúdame!

 

La imperativa demanda del pescador, del que ahora me separaban apenas unos metros, interrumpió bruscamente el curso de mis idílicos pensamientos. El hombre me reclamaba con voz y mirada impacientes, como si mi tardanza en obedecer fuese lo insólito, y no que un extraño te pegara cuatro gritos en una playa desierta.

 

Moi?, pensé desconcertada. ¿Yo, ayudarle? ¿Y cómo quería ese buen hombre que lo hiciera, si podía saberse? Estaba hecha polvo, me dolían la cabeza y el amor propio, y no estaba yo muy por la labor de ayudar a nadie.

 

El móvil, pensé. Catherine Simone, me dije. No te conviene caerle mal al aniquilador de pececitos. Piensa en la ducha… Y por ese paraíso de agua y jabón fue por el que plegué velas y carácter y me acerqué. Cuando estaba a punto de preguntarle de qué modo podría ayudar, él volvió a vociferar, mientras se resistía al tirón de la caña, que se doblaba hasta lo imposible:

 

—¡Agárrame! Por la cintura. ¡Agárrame!

 

¿Que qué? ¿Que le agarrara por la qué? Pero ¿ese hombre estaba en sus cabales? ¿Le pedía a una desconocida que lo abrazara? Vamos, anda…

 

—¡Que me cojas, flaca! ¡Ahora!

 

Lo hice. Ea, no sé. No fuese a quebrar una ley no escrita que decía que si deambulabas por la playa y te topabas con un pescador en apuros debías ayudarle y, si no, te caían encima las siete plagas y doce más de propina.

 

Y para plagas estaba yo, ¿sabéis?

 

Así que, resignada, tiré las zapatillas y lo rodeé con mis brazos (no era muy difícil, porque el flaco, en realidad, lo era él). Al principio, con algo de recato, apenas apoyé las palmas sobre su estómago, pero con su gruñón «¡Aprieta, flaca, diantres, aprieta!» se me fue toda la cautela y pasé a asirlo con fuerza.

 

Que menos mal, porque al poco un nuevo tirón de la caña nos arrastró a ambos hasta meter los pies en el agua, más arriba de los tobillos.

 

—Pero hombre de Dios —le dije, alarmada por los brutales tirones—. ¿Se puede saber qué ha pescado usted?

 

—Un pez, hija, un pez. ¿Qué va a ser, si no? —rezongó.

 

Me alegré de no poder verle la cara, porque una cosa era ser catalogada como una superimbécil por alguien que más o menos me quería, y otra muy distinta leerlo en la expresión de un desconocido. Concluí que mejor me limitaba a sujetarle y cerraba la boca. No fuese que hubiera otra ley no escrita que dictaminara que a las zoquetas se las echaba al mar abiertas en canal si osaban molestar al aguerrido pescador.

 

Y ahí estábamos: el viejo, el pez y la imbécil. Él agarrando la caña como si le fuera la vida en ello y yo agarrándole a él como si se me fuera la posibilidad de hacer una llamada que me devolviera a la civilización (y sus maravillosas duchas). Por un momento pensé que acabaríamos ambos en el mar, porque los tirones eran tremendos. ¡Pues no sería que no tendría a Dory en el sedal sino a la ballena de Pinocho, coño!

 

Pero lo conseguimos, sacar a ese pez, y tal vez no os lo creáis, pero os aseguro que fue una de las experiencias más delirantes, surrealistas, agotadoras… y felices de mi vida. Extrañamente dichosa. En cuanto el enorme bicho estuvo fuera (más que un pez aquello parecía una mula con escamas), aquel hombre y yo intercambiamos una mirada que, muy lentamente, fue contagiándose de la cansada sonrisa que empezó a perfilar nuestros labios. Y fue bajo ese gesto cuando algo en mi pecho se desgajó, como si se desprendiera la postilla de una herida pequeña pero molesta. No sé qué fue, pero me hizo bien. Lo hizo aquello, pescar un pez junto un desconocido; estando así, empapada, exhausta; allí, frente al mar. Me sentí estúpida e irracionalmente bien.

 

Quizás creamos que el equilibrio de la balanza, cuando en uno de los platillos hay una pesada carga, solo podemos restablecerlo con algo de igual peso, pero tal vez no necesitemos más que simplicidad para contrarrestarlo o, al menos, para que nos otorgue una tregua, por muy breve que sea. No lo sé. Lo único cierto es que allí estaba yo, junto a un completo extraño, vapuleada como un saco de boxeo pero sintiéndome en paz por primera vez desde que me había despertado masticando arena.

 

Y supongo que fue esa sensación la que me impulsó a aceptar la invitación de ese extraño cuando la formuló, y que no fuera solo a comer, sino a pasar la tarde y, finalmente, la noche. ¿Por qué no? Suele pasar. Esas ocasiones que te levantas tirada, resacosa, robada y perdida, y te encuentras con un desconocido al que ayudas a sacar un bicharraco enorme del mar y te invita a su casa y tú dices: «Pues vale». ¿No os ha pasado nunca? Pues quizás deberíais probar a tener la vida hecha un asco, os aseguro que es como esa maldición china que te desea que tengas una vida interesante.

 

La tienes, os lo aseguro.

 

Y en fin, así fue. Lo que empezó siendo un día de mierda resultó terminar menos borrascoso de lo que auguraba. Cuando Dolimon, después de las presentaciones formales, me llevó a su casa, descubrí que su peculiar idiosincrasia no se quedaba en exigir ayuda pesquera a flacuchas desconocidas, sino que también se extendía no solo a la personalidad que con el tiempo se me desvelaría (una huraña mezcla de misantropía y austeridad monacal, unidas a una capacidad de respuesta conversadora al nivel de un felino con mala leche), sino al entorno en el que vivía y en cómo se ganaba la vida. Y esto es lo más gracioso de todo, veréis, porque con semejante código genético lo que una podría esperar de un espécimen así es que se dedicara, principalmente, a la exterminación de sus semejantes o, en menor medida, a evitar su compañía. Pero he aquí que descubrí que la vieja construcción de madera de dos pisos enclavada en primera línea de mar que me presentó como su casa, hacía también las veces de posada.

 

Y no, no era un remedo del negocio familiar de los Bates, ni Dolimon un psicótico Norman. El viejales cascarrabias era, realmente, hostelero. Cierto que no de un negocio con un volumen masivo, porque la fonda solo contaba con tres habitaciones para huéspedes en la parte superior y apenas abría unos meses al año, pero que regentaba un lugar de alojamiento, lo regentaba, vaya que sí. Fuera de temporada vacacional, que iba de abril a septiembre, Dolimon vivía solo o con la compañía de ocasionales visitas (como, por ejemplo, flacuchas desarrapadas que le ayudaban a pescar mulas con escamas).

 

Dolimon no era muy parlanchín (cuando traté de indagar sobre el origen del extraño nombre de la fonda, Cuchillo de Palo, solo recibí un gruñido por respuesta, algo que con el tiempo se convertiría en la dinámica de nuestra relación), pero descubrí que eso no era un impedimento para ser un buen anfitrión (siempre que no mostraras una excesiva curiosidad con su vida personal, claro, porque en ese caso tenía una forma muy particular de dejar patente su desacuerdo: sirviéndote el trozo de pollo más crudo, el filete de pescado con más espinas u «olvidándose» del azúcar en tu café. Pero una vez captabas la pauta, todo iba como la seda). Con el tiempo, la posada se convertiría en mi quinto mejor sitio del mundo, después de casa, despacho, local donde hacer feo con la decoración y discoteca de ambiente. A cobijo, trabajo, comida decente, bebida y sexo se añadía uno para desconectar o simplemente descansar.

 

No está mal para una imbécil de cuádruple eme, ¿eh?

 

Ese día, Don Cascarrabias y servidora acabamos charlando como si nos conociésemos de toda la vida, aunque él escuchaba más que hablaba (excepción hecha de sus ocasionales gruñidos, claro). La única pega fue que me hizo limpiar la mula marina, algo que hice pese a mis reticencias (y no por el interés de obtener algo a cambio, llámese móvil, porque descubrí que no tenía, solo un desvencijado teléfono de pared que unas veces iba y otras no). Pero al final no hice ninguna llamada que me devolviera a la civilización. No lo hice porque fue cuando Dolimon me dijo: «Te quedas a comer, flaca (gruñido)». Y después: «Te tomas un té (gruñido)». Y más tarde: «Ayer sobraron pechugas de pollo al vino. Te quedas a cenar (gruñido, gruñido)».

 

Y acepté. Lo hice porque, decidme, ¿cómo podría una mujer negarse a tan elocuente verbigracia? Estoy segura de que vosotros tampoco habríais podido. Y vale que tuve que limpiar la bestia marina y ayudarle a cocinarla (Dolimon nunca pescaba por deporte, me dijo. Siempre que lo hacía era para alimentarse y yo debía honrar al pez haciendo lo mismo. ¡Y cualquiera le decía que ya iba servida de cadáveres de peces, gracias, porque esas cosas del equilibrio universal parecía tomárselas muy en serio!), pero fue pequeño pago para lo que obtuve a cambio.

 

Así que me comí el pez (sin mayonesa esta vez, ay), me bebí el agua sucia y caliente (comúnmente llamada «té») y cené las pechugas al vino (que seguramente debía de ser el único modo de que entrara alcohol en esa casa, con una condena de evaporación colgada del cuello, ya que Dolimon era abstemio). Y no me negué a ninguno de sus amables (y gruñones) ofrecimientos porque, la verdad, ¿por qué no? El hombre parecía algo quisquilloso, pero no un asesino en serie (excepto de peces) y tampoco es que yo tuviera mucho qué hacer en Océano, salvo darme una ducha y recuperar mi bandolera. Y ducha ya tenía la posada y la bandolera… En fin, prefería no pensar en ella ni en los recuerdos que implicaba, por ahora.

 

Y es que acabé encontrando un pedacito de paz allí, en aquella vieja casa de madera, viendo caer la noche desde el porche, arrullada por el mar, envuelta por el silencio. Un cachito de paz en un día que, por una vez, lamenté gastar.

 

Allí, sentada frente al mar, con una taza de té en mis manos y un manto de estrellas por horizonte.