Cada vez que haces eso

 

 

 

 

 

Jueves, 21:23 h.

 

 

 

—Cada vez que haces eso, Dios estrangula un gatito. ¿Lo sabías, imbécil?

 

Levanté la cabeza ante el sonido de la voz de Caroline y mi boca se curvó en un arco desdeñoso, al tiempo que emitía un bufido.

 

—Teniendo en cuenta lo poco que me importan ambos, Dios y gato —dije, sosteniendo el chupito que se había quedado a medio camino a la altura de mis labios—, si acaso lo que acabas de decirme es un extraño intento de regañarme, te pediría, por favor, que concretaras. Hoy tengo un ligero dolor de cabeza.

 

—¿Y cuándo Catherine Simone Maynes no lo tiene? —replicó ella, alzando una ceja.

 

Volví a bufar. Lo consideré esfuerzo suficiente para que Carol dedujera la respuesta, como así fue, porque la adorada voz de mi conciencia adoptó enseguida la postura del jarrón. Esa figura le sale de maravilla a esta mujer: una perfecta ejecución simétrica de brazos en arco, ceño fruncido y expresión «Madre putativa en modo regañina» ejecutándose en su rostro.

 

Que no tardó en llegar.

 

—Beber no te lo quitará, ¿no crees?

 

—¿Cómo que no? —repliqué—. Si lo hago hasta perder el conocimiento verás tú como sí.

 

Ahora fue ella la que bufó exasperada.

 

—¿Tú crees que esto es normal?

 

Moví la cabeza con un movimiento exagerado (en fin, todo lo que me lo permitía mi dolor de ídem) y vocalicé igualmente de desmedido cuando dije:

 

—No. Increíble, ¿verdad? La propietaria de un local en el que se sirven bebidas, sermoneando contra el consumo de las mismas. Alucina.

 

Caroline torció la boca en un gesto de contrariedad, sus ojos convertidos en dos rendijitas. Hala, allí iban mis próximas doscientas raciones de mayonesa.

 

Mierda.

 

—Como en todo, el secreto está en la moderación —dijo.

 

—Como en todo, exacto —repliqué yo—. ¿Lo aplicamos también a las reprimendas? De verdad que me duele la cabeza.

 

—Y, claro, en algún sitio has leído que empinar el codo es el mejor remedio, ¿no?

 

¿De veras había dicho eso? ¿Empinar el codo? 

 

Se lo dije:

 

—¿De veras has dicho eso? ¿Empinar el codo?

 

—Pues sí, ¿qué pasa?

 

—Eso digo yo, qué pasa hoy. ¿Te has levantado con el pie cambiado o qué, Carol?

 

—Pues mira, no. Levantarme, lo que se dice levantarme, lo he hecho estupendamente. He pasado una mañana muy normalita también. He ido al mercado y he comprado uva. ¿Te gusta la uva? A mí, sí; la blanca. Me pirra. Así que me he comprado un racimo y la he tomado de postre al mediodía. Después me he tumbado un ratito. Siempre me acuesto un rato después de comer, deberías probarlo, es muy sano. —Pequeña pausa y tono más intenso para añadir—: Ayuda a regenerar neuronas.

 

Tampoco habría hecho falta que se molestara en levantar las dos cejas para reforzar el mensaje no-tan-subliminal.

 

Pero qué queréis que os diga, a mí la uva, si no va mezclada con etanol, ni plim.

 

—Y he venido aquí —continuó—. Y todo iba la mar de bien, pero solo hasta que ha entrado por la puerta una chica tan maja como imbécil. Y mira, sí, ahí se me torció el día ya.

 

¡Bueno!, pensé con resignación. Estaba claro que hoy no iba a ser El Día de Chupitos Sin Límite Para Cate en el Powanda.

 

—Vale ya, ¿eh? —refunfuñé—. Que de verdad no me encuentro bien.

 

Iba a beberme el chupito, pero no sé si fue lo de la coacción por el estrangulamiento de mininos o el gesto ceñudo de Caroline lo que me detuvo.

 

Lo segundo, está claro.

 

—Oye, deja de mirarme así —protesté—. Emites mensajes contradictorios, ¿sabes? Eres como una señal de prohibido el paso haciendo el gesto de «Pasen, pasen». ¡Joder, Carol, que estás detrás de la barra de un bar, con una legión de botellas a tu espalda!

 

—¡Marie, un combinado de salmón! —fue toda su respuesta, vociferada sin girarse.

 

Pues qué bien, cómo mejoraba el día, coño. No me dejaba beber, pero me daba de comer. Menuda mierda. No quería comer. Y menos comida sana. Y menos una que incluyera un pez. ¡Comida sana con un pez, por favor!

 

Comerse un pez muerto con la mayonesa restringida es una perspectiva terrible. ¡Terrible!

 

—Carol… —le advertí.

 

—Cate… —me imitó ella.

 

Y ahí estábamos de nuevo, señoras y señores, metidas en la dinámica habitual: duelo de cabezonas. Ocurría desde que esta mujer me tomó confianza (y a su maternal cargo) en una ocasión que me pasé con la bebida y la lengua se me fue tras las cuitas de mi desconchado corazón (bonito tópico, en efecto: borrachuza le cuenta las penas a la barwoman). Hasta ese momento todo iba bien: yo estaba hecha una mierda, bebía hasta perder el conocimiento, follaba como una descosida con todo dios (en fin, diosa) y no sabía qué hacer con mi vida. ¡Era una mierda de vida perfecta!

 

Pero… un día me dio por entrar en un local llamado Powanda, con una dueña llamada Caroline, y ahí se acabó mi asquerosa buena racha. La susodicha propietaria se hartó del espectro cochambroso que hacía feo con la decoración (yo, por si no lo habéis pillado) y se acercó a hablar conmigo.

 

¡Para qué más! Tú dale a una borracha con la vida hecha mistos una oreja receptiva y ya puedes echarle horas. Ese día lloré mares y le conté a la pobre mujer todo lo que llevaba arrastrando desde que había abandonado Illica con el corazón en una maleta. Un relato que hablaba de amor desesperado, zorras pomposas, sangre canalla, la mujer de mi vida y un desafortunado disparo.

 

Eso, miseria arriba, miseria abajo, era un buen resumen de lo que me había hecho recalar en Océano. De cómo había pasado de ser una policía bien considerada a prácticamente una apestada, cambio de perspectiva producto de la campaña de desprestigio y hostigamiento que los De Sants habían emprendido contra mí. Total, por dejar en estado vegetativo al capullo de su hijo, un hideputa cuya cabeza acabó tropezando con una de las balas de mi pistola reglamentaria, cierto día de mierda que todo saltó por los aires (parte de su corteza cerebral incluida).

 

Helena, por ejemplo. Helena fue una de esas cosas que saltó por los aires. Tan lejos que ya no pude alcanzarla, tan dolorosamente que me incapacitó para sentir cualquier otra cosa. El amor que se me volvió desesperado. Hija de los De Sants, hermana del capullo descerebrado. La mujer de mi vida.

 

Pero mujer, pensaréis. ¿Cómo no iba a dejarte? ¡Le volaste la cabeza a su hermano!

 

Pues sí, pero no. A ver, ¿por qué? ¿Por qué? Que sí, coño, de acuerdo, le volé la cabeza, lo admito. ¡Pero joder, esas cosas pasan! Sobre todo, si una de las partes implicadas es policía y la otra un cabrón sinvergüenza que se empeña en buscarle las cosquillas a la ley. La hostia casi que la tienes asegurada.

 

Y yo lo veía. Oh, vaya si veía al hermanísimo como un candidato perfecto a hostión. Y Helena también, claro que ella también lo veía. Porque Helena sabía cómo era su hermano. De qué pasta estaba hecho. Tenía claro que era un renglón, más que torcido, retorcido. Una línea punto y aparte que unos padres excesivamente protectores, equivocadamente indulgentes, habían dejado malcrecer mientras miraban hacia otro lado. Y así, Romus fue la mala hierba mimada, protegida y exculpada, crecida en un jardín en el que debía primar, por encima de todo, la belleza, por muy vacua que fuera, por muy aparente, por mucho veneno que ocultara su rutilante fachada. Un niño bien al que siempre se le había consentido todo. Un mocoso que creció y, con él, sus toleradas escaramuzas.

 

Pero llegó un momento en que ya no fueron pequeñas putadas o jodiendas propias de un capullo malcriado. Ya no fue emborracharse y estampar el Lamborghini contra la terraza del pub del que te acaban de expulsar. No fue trapichear con pequeñas cantidades, o enviar a todos tus contactos de WhatsApp la foto desnuda de uno de tus ligues de fin de semana. No fue desentenderte del embarazo de la ex siguiente a la siguiente ex, o liarte a puñetazos a la salida de una discoteca.

 

No, fueron más. Más peligrosas, con peores consecuencias, cruzando la línea de las faltas para entrar de lleno en el delito. Y yo lo veía, sí, vaya si lo veía. Observaba el saco engordando y engordando, con las costuras a punto de reventar. Y Helena también, por supuesto que ella también lo veía. Pero era su hermano. Y le asqueaba. Pero era su hermano. Y yo era yo. Pero él era él, era su hermano.

 

Y estaba escrito que en algún momento el saco reventaría y la brillante carrera del heredero De Sants como hideputa sobreprotegido tendría su primer tropiezo serio. Y lo tuvo, y fue muy, pero que muy serio. Mucho.

 

Que fue mi bala y quedó en coma y Helena me dejó.

 

Y es que, por muy canalla, hideputa y capullo malcriado que fuese, era su hermano.

 

 

 

 

 

Todo eso le conté aquel día a Caroline, entre mocos e hipidos. Mi mierda de vida. El asquito que daba. Lo horrible que era levantarse cada mañana. Y pasar el día. Y acostarse cada noche. Y volverse a levantar. Y no dormir. Y recordar. Y llorar.

 

La lástima que debí de darle estoy segura de que alcanzaría el nivel Gatito Con Ojos Enormes Y Húmedos en la escala de «Cosas adorables que te tocan la fibra (Sección Almas en Pena)», porque desde ese día Caroline me acogió como a una especie de hija putativa. Claro, siendo madre de hijo muerto... Creo que vine a ser para ella como una especie de sustitutivo filial. Y no es que me queje, a ver, solo que a veces eso supone un impedimento para mi borrachera de los jueves. Y eso jode. Un poco. Un poquito. Jode un poco poquito. ¡Que es la de los jueves, coño! (para vuestra información, el jueves es el día del 2x1 en decenas de bares de la ciudad).

 

Pero en fin, pese a eso, la cuestión es que Caroline fue una de mis primeras amigas en Océano, y en su putativa maternidad de acogida estaba empeñada en hacerme mantener unos hábitos mínimamente saludables (la amenaza del combinado de salmón era una muestra). Sí, cierto, también me servía alcohol, pero después de que yo desapareciera tiempo atrás durante varias semanas tras una acalorada discusión por el tema (no sé yo esta mujer qué pensaba que podría hacer en su bar sino bebérmelo de la A a la Z), Caroline procuró limitar el ámbito de su preocupación. Supongo que se dio cuenta de que si zapateaba con demasiada fuerza la bicha huiría espantada, así que echó el freno y se dejó de sermones apocalípticos (como podéis comprobar, los de menor entidad todavía los ejercía, para mi desgracia) y pasó a la táctica de los bufidos, los brazos en jarra y los peces muertos con guarnición de verdura. Probablemente llegó a la conclusión de que al menos, anclada a la barra del Powanda, por muy feo que hiciera con la decoración, podía mantenerme bajo el alcance de su radar. Creo que la pobre tenía la idea de que, lejos de ella, servidora se trasmutaba en algo así como una borrachuza de manual, una suerte de engendro de cara abotargada, párpados hinchados y vozarrón cazallero que iba dando tumbos de bar en bar y traspiés por oscuros callejones donde devolver a la madre Tierra el fruto de su destilación.

 

Y no, realmente. Podría parecerlo pero no, en absoluto: yo era una beoda muy de mi casa. De las de acabar la noche con la cabeza metida en inodoro propio y privado y no en ajeno y público. A mí, la pérdida de todo lo que tenía, de todo lo que era, de la vida que llevaba y del amor de mi vida, me dio para bebedora decente, discreta, de muy a lo suyo, con su vasito y sus circunstancias, ahí calladita, acodada sobre la barra del bar de turno, sin dar guerra ni la murga con mis penas (excepción hecha, claro, de Caroline). Beber y callar, eso era lo que yo hacía.

 

Borracha, sí, pero toda una señora desecho, ojo.

 

Una endeble dignidad, lo reconozco, con la que quería revestir mi Método Escapista A (que, como podréis adivinar, consiste, básicamente, en beber hasta caer inconsciente) y que procuraba extender a mi Método Escapista B (que consiste, igual de básicamente, en follar hasta que me escueza el coño), desarrollados ambos con el único objetivo de espantar los recuerdos de mi desmantelada vida. Y, oye, que me costó lo mío encontrar la fórmula mágica para olvidarme de mis penas, ¿eh? Pero cuando la hallé… oh, cuando la encontré. Mano de santa. Porque esa combinación de elementos formaban la ecuación que, en mi querida cabecita carente de toda lógica y en mi despachurrado corazón aplastado como un gusano en una autopista, hacía que todo estuviera bien. Porque beber + follar = olvidar.

 

Qué ingenua.

 

Porque sí, vale, cuando a veces me dolía un poquito de más la astilla, esta vida mía perdida y despellejada que arrumbé en la maleta junto a mi cuarteado corazón, bebía, mucho. Y follaba, más. Pero una barbaridad. Hacía mucho lo primero y con muchas lo segundo.

 

Pero ni de coña se me iba la pena. No se diluía en el fondo de una botella, no se evaporaba entre los brazos de una mujer. No me levantaba nueva, limpia, sin memoria doliente ni pasado maltrecho. Ni fórmula mágica ni ecuación milagrosa ni hostias. Porque cuando se pasaba el efecto del alcohol, y del perfume de la última mujer no quedaba más que un leve rastro sobre mi piel, Helena, dolor y amor despanzurrado regresaban con toda la fuerza, diría que intacta, diría que con mayor intensidad, y me dejaban la única verdad: yo solo era una pobre idiota que no sabía qué hacer con su vida, ni con la presente ni con la que cargaba sobre sus hombros. Que bebía y follaba, y ya está.

 

Y no es que eso estuviera exactamente bien, vaya, pero tampoco estrictamente mal. Si a mi yo pasado de Illica se le hubiera aparecido mi yo presente de Océano, mostrándole el futuro lleno de chupitos y coños que le aguardaba, estoy más que segura de que mi reacción habría sido pegarle un tiro. Así, sin preguntar. ¡Bang! A ese espectro roñoso y devastado, pegado a una botella, soldado a un recuerdo; una bala y se acabó. Y si a ese yo futuro le diese tiempo de explicarle al del pasado el porqué de semejante ruina; si por fortuna eso ocurriera y esta que ahora soy pudiera decirle a esa que antes fui por qué acabé anclada a la barra de un bar lloriqueando ante putativas desconocidas, ¿sabéis qué haría? Esto haría: antes de que el eco de la última palabra dejara de resonar en mis oídos, antes de dar tiempo al siguiente parpadeo, de tragar saliva o de hacer siquiera mi siguiente aspiración, antes de nada de eso, echaría a correr. Lo haría. Como una loca, como alma que lleva el diablo, como si me fuese la vida en ello. Correría, correría y correría y no pararía hasta llegar a Helena, y entonces la abrazaría, sin perder el tiempo en recuperar el aliento, qué fuerte la abrazaría. La cercaría entre mis brazos, me haría barrera contra el destino, muro, fortín, para que ese negro futuro que yo misma activé presionando el gatillo de mi arma no me la quitara. Y así, abrazada, le diría al oído: «Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, no me dejes nunca, por favor, nunca me dejes, nunca, por favor. Que te quiero», y lo haría tantas veces y con tanta intensidad, que no dejaría ni un solo te quiero ni un mísero por favor para el resto de los habitantes del planeta.

 

Eso haría.

 

 

 

 

 

Pero no ocurrirá. No habrá espectros del futuro que adviertan a imbéciles del pasado, y el cráneo de Romus acudirá puntual a su cita con la bala de mi arma y saltará por los aires y los De Sants me crucificarán y todo se irá a la mierda. Perderé mi trabajo, perderé mi equilibrio, perderé a Helena.

 

Y seré esto que ahora soy. La mujer desmantelada, la mujer perdida.

 

Quiero pensar que así no le hago daño a nadie. Es decir, si no computamos mi hígado, mis riñones y mi coño como sujetos con entidad propia. Si no fuera así, como mujer rota, como desecho humano, como imbécil, ¿a quién hago daño yo? Porque beber, me lo bebo todo yo, y follar, lo que se tercie, pero siempre con acuse de recibo. Para lo primero me basto yo sola, para lo segundo lo dejo bien claro: aquí se viene a follar y solo follar. No hay nada después de eso. Y vale que no hay que ser una salvaje, que sí a las caricias, sí a los mimos, sí a todo lo que haga falta, pero… No hay vida después del polvo. No hay «Llámame», no hay «Nos vemos y nos tomamos unas cañas», no hay citas, cine, copas ni cenas. Hay sexo, y punto. Ellas se llevan un entregado polvo y yo un poquito de sentimiento, por muy primario que sea y tan escaso que se quede a ras de piel. Pero me sirve. Hoy por hoy, siendo quien soy, en lo que me he convertido, me sirve.

 

Porque meterme con una mujer en uno de los cuartos oscuros del Sappho, tocar una carne viva, caliente, que me toque a mí a su vez, hace que, al menos por un corto espacio de tiempo, me olvide del dolor y las noches insomnes, de los nombres de mujer que empiezan por hache, del pasado que acecha incansable por encima de mi hombro. Aunque lo sepa. Aunque sepa que esos polvos con desconocidas, en realidad, no son más que un pobrísimo sustituto del éxtasis de la piel amada. Como conocer el mar a través del agua vertida en un cubo. Es mar, sí. Pero no lo es.

 

Pero no hago daño yo con eso a nadie. Espero que no. Solo a mí, lo sé. Ved si no por qué me pluriempleo como antiestético elemento decorativo en los bares de Océano. En el Powanda, sobre todo, pese a la amenaza de sermones, salmones y mayonesa embargada. Porque, aunque de cuando en cuando Caroline me dé la charla, sea sermón apocalíptico o de menor entidad, es algo que ambas podemos sobrellevar sin que los brazos en jarra lleguen cual sangre al río. Como ya le he contado todas mis mierdas, Caroline me comprende lo suficiente como para no cabrearse seriamente conmigo, con un (no tan) secreto anhelo, supongo, de encarrilarme. Eso no es óbice para que haya días como hoy, en los que se muestra un poco más tajante con mis pasatiempos de barra (levantamiento de chupito, flexión de brazo y descenso de decilitros de alcohol garganta abajo), pero normalmente lo podemos solucionar con platos combinados (de los que llevan verdura como acompañamiento, diosmío¿porquémehacesesto?) y mucha buena voluntad.

 

Y en ese punto nos encontrábamos, en ese concreto de nuestro particular duelo entre gilipollas descarriada y dama guapa, cabal y de gran corazón. Yo había ido al Powanda, me había sentado en la barra, había pedido un chupito, y otro y otro, y otro y otro, y entonces la deidad matamininos y tal, y ya la teníamos montada con la dama cabal de brazos en jarra. Habíamos llegado, con esos admonitorios «Carol…» y «Cate…» que nos habíamos lanzado, al punto en el que, o ella cedía, o yo me levantaba del taburete y me largaba a seguir practicando hobbies lejos de su escrutinio y sus peces muertos con verdura.

 

De verdad, qué difícil es ser una ruina humana con gente que se preocupa por ti, joder.

 

Pero, ah, como he dicho, Caroline es mujer cabal, y mucho. Y como me lo ve en los ojos, el resorte que me va a catapultar del taburete y, por ende, del alcance de su radar, decide dar un paso atrás. Abrir la mano. Así, expulsando con fuerza el aire por la nariz, los brazos en jarra pasan a ser cruzados sobre el pecho, y su mirada, aguileña. Y así se queda, en silencio, monitorizándome como si fuese una prematura en una incubadora, hasta que Marie, la guapa Marie del lunar en la mejilla, melena oscura y sonrisa deslumbrante, corta con su aparición, plato combinado en mano, la salsa de guisantes en la que se ha convertido nuestro silencioso desafío.

 

Ya ni se inmuta, la guapa Marie. Está más que acostumbrada a nuestros rifirrafes putativos, así que se limita a mirarnos de forma rápida y alterna, enarcando las cejas al reconocer el habitual patrón, y a colocar el plato frente a mí, obsequiándome con una de sus deslumbrantes sonrisas acompañada de un cómplice guiño, que pronto decodifico con gran alivio y alegría por mi parte, pues detecto, camuflados entre aterradores tallos de brócoli y una montaña de malencarados guisantes, pequeños tacos de patata frita.

 

Bendita Marie. Qué detalle el suyo, qué maja ella, qué bien folla. Porque lo hace, follar. Conmigo. Ayer mismo, sin ir más lejos, lo hizo. La detallista Marie y la estropeada Cate follaron (anteayer y el miércoles de la semana pasada, también). Pero cuidado, que no es que menosprecie a tan gentil criatura usando tal verbo para calificar nuestra actividad sexual y no, por ejemplo, el más delicado «hacer el amor». Que no es eso. Porque follar con Marie no es como hacerlo con las desconocidas que pillo en el Sappho (o me pillan a mí). Que sí, que puede que a lo nuestro lo llame follar también, pero va más allá.

 

Lo que quiero decir es que yo le importo a Marie, ella me importa a mí y así es como follamos, importándonos mutuamente. En fin, no es que yo me comporte como una energúmena con mis ocasionales compañeras de cama, ni ellas conmigo, pero se nota a nivel detalle. A nivel detenerse y mirarse a los ojos cuando estás a punto de correrte; a asegurarse de que la otra va bien; a ponerla por delante y aguantarse las ganas hasta que culmine (lo que acaba a veces en aplicadas incursiones para asegurarse la cima ajena). A, en definitiva, estar por la otra… aunque sea en sesiones de media a una hora de duración.

 

La cuestión es que Marie es algo así como la excepción a la Regla Catemaynesiana Relacional Pos-Illica, que dice (cito textualmente): «Cate Maynes se lo folla todo sin mirar atrás, exceptuando la guapa Marie». Tampoco, a ver, llamemos a confusión ahora con esto que he dicho. Que detallitos, sí; que miramiento extra, también. Pero, básica y finalmente, lo que Marie y yo hacemos es eso, follar. Tal cual. Ella me come el coño, yo se lo como a ella, le damos un repaso al abecedario, hacemos un par de carreras y nos ponemos el gemido como meta. Y ya. Que no es malo, follar. Se ha hecho toda la vida eso. Nerón follaba. Y Cleopatra. Y hasta Charlot, si me apuráis. Las hormigas follan (creo) y los patos. Los conejos, ni te cuento. Pero en definitiva: que me follo a la guapa Marie y ella a mí. Somos amigas. Nos tenemos cariño. Nos respetamos. Y follamos como todo eso.

 

Hoy vamos a muerte con los resúmenes exprés.

 

A lo que quiero llegar es que, por mucho cuidado mutuo, por mucha patata infiltrada, pese a todo lo demás, lo que tengo con Marie no es, ni de lejos, ni de lejísimos, suficiente como para apaciguar mi enquistada llaga emocional. Que Helena sigue etiquetando mi corazón. Que lo ocupa todo. Y a todas horas. Y en profundidad. Que puedo correrme derramando nombres de otras desde la linde de mis labios, pero no es lo mismo, en absoluto lo es. No es tocar el agua con la punta de los dedos viajando en una barca. No es meterte en una niebla espesa y notar las gotitas humedeciendo tu cara. No es Helena en cada caricia, en cada aliento, en cada átomo. Helena en todas partes.

 

Solo es lo que es, puro escapismo, puro funcionamiento mecánico recubierto de una pátina de empatía y consideración, pero sin llegar a tocar siquiera las capas más altas de las franjas más apartadas de los estratos más lejanos de mi corazón.

 

Porque nada, sin Helena, tiene sentido.

 

 

 

 

 

—Nada, absolutamente nada.

 

Tardé unos segundos en darme cuenta de que lo había dicho en voz alta. De que aquel camino interior que había recorrido hasta el recuerdo de Helena me había llevado a dejar salir un trocito de mi pena, probablemente de forma incoherente e incomprensible para espectadores ajenos.

 

Pero, como he dicho, Caroline era una dama tan cabal como de buen corazón, y tan intuitiva como veterana en despojos humanos. No le hizo falta nada más. Descruzó los brazos, emitiendo un leve suspiro y, acercándose a Marie, metió la mano en el bolsillo de su delantal, el que solía llevar repleto de sobres de salsas y aderezos. Sacando de él un puñado de sobrecitos de mayonesa, los colocó junto a mi plato. A continuación se aupó por encima de la barra, me cogió del cogote con suavidad para acercar mi cabeza a sus labios y depositó en ella un ligero beso.

 

—Come, imbécil —dijo muy bajito.

 

Y se fue, llevándose a la guapa Marie con ella, que antes de alejarse trazó el dorso de mi mano con la yema de sus dedos.

 

Y, vaya, se me llenaron los ojos de lágrimas, ¿sabéis? Y tuve que esperar unos minutos a que se me deshiciera el nudo de la garganta para poder comerme aquel puto salmón que representaba, en su ofrecimiento y unos furtivos tacos de patata y un puñado de sobres de mayonesa, un pedacito de mundo para una renegada de su lugar en él como lo era yo en esos momentos.

 

No, sin Helena nada parecía tener sentido.

 

Hasta que lo tenía.