Si hoy es sábado, Leng está con un par de mulatos (si es domingo, también)

 

 

 

 

 

Sábado, 18:05 h.

 

 

 

—Hola, preciosa, ¿qué haces?

 

Aquí, chupándole la minga a un mulato, pensé que respondería Leng. La pregunta de cortesía era ya algo así como retórica con ella. Siempre, siempre que la llamaba, o estaba chupándole la minga a un mulato o se la estaban chupando a ella (o cualquier otra cosa que suelan hacerse entre ellos los seres humanos cuando se les pone una próstata a tiro).

 

—Estudiando la medición de las economías de escala en el sector bancario a través de la función translogarítmica —dijo—. ¿Sabías que realiza una aproximación de segundo orden de las series de Taylor de una función arbitraria en un punto?

 

Ehm… No sé. ¿Lo sé?

 

—Deberías, chochito mío —me llegó su réplica a través del teléfono—. Esa función es fundamental para el cálculo de las economías de escala en costes y beneficios.

 

—Ah.

 

—E incluye una función cuadrática del cambio técnico que relaciona la variable tiempo, el output i-ésimo y los precios de los inputs.

 

—Dios mío, no sé cómo he podido vivir hasta ahora sin saber todo eso.

 

—He ahí la razón de que la banca domine el mundo —se ufanó.

 

—Ya —suspiré—. Bueno, pues nada, te dejo con tu función hijoputésima para seguir esclavizando al planeta.

 

Mi réplica fue recibida con una tortuosa carcajada, mezcla de sonidos sibilantes y ahogos.

 

—Ay, pero qué tontina, chochito mío. ¿Qué piensas que voy a estar haciendo, criatura?

 

—¿Practicando sexo oral con un mozo de alquiler? —aventuré.

 

Esa, por si no lo sabéis, es la forma fina de decir: «¿Chupándole la polla a un chapero?».

 

—A dos —puntualizó.

 

—Mira qué bien. ¿Molesto?

 

Pues claro que molestas, pensaréis que diría Leng. Pero no. La señorita Maldecap era muy capaz de correrse y mantener una conversación al mismo tiempo, qué os creéis. Buena era ella para esas cosas.

 

 Pero, por si acaso, preguntaba. Por si tenía la boca ocupada, ya sabéis.

 

—Por supuestísimo que no, querida. A ver, cuéntame. ¿Alguna cuita que quieras compartir con la vieja Lengüecita?

 

—Llevo dos días comiendo pescado —gemí.

 

—Pero mujer, ¿eso no lo llevas haciendo toda la vida?

 

—Peces muertos, Leng, no almejas. De los que llevan escamas, no labios mayores. ¡E incluso tuve que limpiar uno!

 

—Válgame el amor hermoso. ¿Y por qué haces esas cosas, niña?

 

—Porque hay gente que se empeña en quererme o tratarme bien. ¡Hasta los desconocidos lo hacen ya, joder!

 

—Si es que hay cada gentuza por ahí…

 

—No te burles. Esto es grave. ¡Llevo dos comidas sanas seguidas!

 

—Cielos, habrá que dar aviso a las fuerzas de seguridad. Aconsejo nivel de alerta máximo.

 

—¿Tú no me quieres, verdad? —me lamenté.

 

—¿Cómo que no? Hay un caballero de ojos como el color de la hierba en primavera con mi polla entre sus aterciopelados labios, y he cogido tu llamada. Si eso no es querer a alguien…

 

La ene que cerraba su frase se deslizó a través de la línea telefónica como lo haría la onda de un diapasón, sonido que se prolongó con un suave gemido. Eso podía deberse a que, a) se solidarizaba conmigo, o b) se estaba corriendo. Y como ya la conocía, la respuesta correcta era b, porque en cuanto a lo primero, lo que hacía, obviamente, era tomarme el pelo.

 

Desde luego, yo de mayor quiero ser como ella: vieja, lista y cachonda.

 

—Cariño —dijo, cuando recuperó un ritmo normal de respiración—, déjate de lamentos y dime qué piensas hacer ahora. ¿Dejar de beber?

 

—No te pases.

 

—Vale, pues ¿qué haces comiendo peces de los que se comen y no almejas de las que se chupan? Pensaba que estas te iban más.

 

—No, si eso también lo he hecho. Y una de ellas, con un lunar, me ha robado, por cierto.

 

—¿Una almeja con un lunar te ha robado?

 

—Una mujer con un lunar, Leng.

 

—¿Una mujer te ha robado con un lunar? —inquirió extrañada—. ¿Y de qué modo, criatura mía, es posible amenazar a alguien con una mancha cutánea?  

 

Dios mío, esta mujer, pensé, poniendo los ojos metafóricamente en blanco. La succión del líquido prostático le debilitaba las meninges, estaba claro.

 

—No, Leng. Que la que me robó tenía un lunar en el coño, coño. Y valga la redundancia.

 

—Ah. ¿Y qué pasó? ¿No se lo comiste bien?

 

—Pues no sé, la verdad. Yo diría que sí, pero vete tú a saber.

 

—Si es que… Beberías antes y mira.

 

—Siempre bebo antes, Leng. Y después. Y a veces, durante. ¡Y a ninguna se le había ocurrido robarme hasta ahora, joder!

 

—Siempre hay una primera vez.

 

—Ya, pero es que además me dejó tirada en la playa.

 

—Definitivamente, eso es que no se lo comiste bien.

 

—¡Pues que me lo hubiera dicho, joder, ya me habría aplicado! No hacía falta robarme y dejarme tirada a merced de una horda de cangrejos asesinos.

 

—¿Te ha atacado una horda de cangrejos asesinos?

 

–Casi. Uno, en realidad, que pasaba por allí. Y puede que no me atacara, exactamente… ¡Pero me miró mal!

 

—Malditos crustáceos decápodos. Son la pura encarnación del mal.

 

—Lo sé.

 

—Pues suena todo muy terrible, chochito.

 

—¿Verdad? ¡Y es que después de eso volví a comer sano cuando apenas habían pasado veinticuatro horas desde la última vez!

 

—Entiendo tu preocupación. Terrible, ciertamente terrible.

 

—Joder, Leng, ¿hoy no me mimas o qué? —me lamenté.

 

Normalmente era lo que hacía. Más o menos. A su manera. Bueno, en realidad, no. No, yo diría que lo que hacía Leng no era, exactamente, mimarme.

 

Pero estaba ahí, y era lo que importaba.

 

—Lo siento, chochito mío —se rio, y su carcajada sonó a tubo de escape de moto prehistórica—. Mami está hoy algo traviesa.

 

A continuación dijo «¡Ah, oh, uf!» y, una de dos, o volvía a correrse de nuevo, o esta vez sí se solidarizaba conmigo.

 

O puede que me la estuvieran descuartizando los mulatos de turno, no sé.

 

—¿Estás bien? —le pregunté, por si acaso. Como siempre se estaba muriendo…

 

—Perfectamente, gracias.

 

Sí, Leng siempre estaba «perfectamente», pese a tener los pulmones en fase de derribo, una cadera rota, cierta tendencia a la hipocondría y setenta y cuatro años bien cumplidos. Lo de los pulmones le venía producto de medio siglo de aplicado tabaquismo, lo de la cadera de un percance que sufrió durante una de sus actuaciones en su época de transformista, lo de la hipocondría porque si no, no sería Leng, y lo de los setenta y cuatro años por haber nacido hace, exactamente, setenta y cuatro años.

 

A mí, al principio, Leng me confundía un poquito, lo confieso. Un poquito bastante. La conocí en el Sappho, y esto es muy gracioso, veréis, porque resulta que en el Sappho solo entran mujeres, y Leng, oficial y orgánicamente, no lo es. Sí, se dirige a sí misma en femenino (y aprecia que tú lo hagas a su vez. En realidad, no es tanto apreciarlo como ignorarte descaradamente si no es así) y sí, es una preciosidad de señora con traje de lamé dorado, tacones de seis centímetros y larga, sedosa y luminosa melena (en tonos castaño fundente, rubio platino, negro azabache, mechas neón, rubio fresa o rojo clásico con toques de cobre, dependiendo del día y la situación), pero, a fin de cuentas, ahí abajo sigue teniendo lo que sigue teniendo.

 

Pero Leng, al parecer, es la excepción a la regla en el Sappho, y ya os digo yo que es una regla bastante, pero bastante estricta. No pasa minga que se precie de la puerta, os lo aseguro. Me contaron que en cierta ocasión un insensato (debía de serlo, la discoteca tiene una capacidad para mil trescientas almas. Y mil trescientas almas cabreadas puede ser muchas almas) se coló durante la celebración de La Noche. La Noche es una fiesta que se celebra en el local cada día veintitrés que caiga en sábado y es una ocasión muy esperada por toda la fauna bolleril, porque la gerencia echa la casa por la ventana. Te invitan a las dos primeras copas y a un suministro ilimitado de cuadrantes de látex, dediles y lubricante, e incluye la posibilidad de hacerse con una serie de juguetes sexuales a través de un sorteo.

 

Os están entrando unas ganas locas de apuntaros a  la próxima, ¿a que sí?

 

Bien, pues, aparte de todo eso, La Noche tiene una peculiaridad y es que hay que ir disfrazada. Y he aquí que un listillo pensó que era una ocasión ideal para colarse. Pobrecito. Él y su adorado cilindrín. Ambos salieron bastante perjudicados. No sé qué sobre unos polvos picapica o algo así.

 

La cuestión es que hay que acostumbrarse a Leng, pero cuando le coges el tranquillo es un amor de mujer (con cilindrín). Sí, vale, se la pasa follando con chaperos (mulatos, por más señas), esnifando coca (esta tercera edad, qué mal va) y, básicamente, muriéndose de gusto, pero es una amiga. Una buena amiga. La conocí, como he dicho, en el Sappho, al poco de llegar a Océano. Yo estaba más perdida que… En fin, buscad la definición de perdida en el diccionario y donde ponga «Adjetivo. Que no tiene o no lleva destino determinado», ahí estaré yo.

 

Imaginaos el panorama: se me acababa de escurrir el corazón por las cloacas del desamor más sangrante, era nueva en la ciudad y mi único horizonte era un vaso lleno de cualquier alcohol con la suficiente graduación para hacerme perder de vista el desamor, la cloaca y la mierda flotando en ella. Un asco, vamos. Pero llegó Leng esa noche y se sentó a mi lado en la barra, donde servidora llevaba un par de horas ya atornillada y, al verme pedir mi quinto chupito en menos de diez minutos, me dijo, con esa peculiar voz suya que con el tiempo se me haría tan familiar, entre sibilante y cascada:

 

—Cariño, si lo que tratas es de hacerte una limpieza interior, una de dos, o no te lo han explicado bien o has malinterpretado las instrucciones. —Tocó con delicadeza el borde de mi vaso con un fino dedo rematado por una uña de perfecta manicura, color rojo chillón—. Para eso, fruta y verdura, que son los mejores desintoxicantes, querida.

 

La miré, sé que con toda la apatía del mundo, y le dije:

 

—Para el próximo pediré que me pongan una rodajita de limón.

 

Y ese fue nuestro principio. Con el tiempo, ya instalada como detective privada, continuamos nuestro trato, y Leng había acabado siendo para mí algo así como el teléfono de la esperanza: siempre podía contar con ella al otro lado del aparato (no la visitaba muy a menudo porque, en fin, como tres de cada cuatro veces la pillaba follando, me daba un poco de cosa estar ahí de mirona. Es que una cosa era la escucha periférica a través del teléfono y otra muy distinta la observación directa).

 

Pero, juergas aparte, Leng siempre estaba encantadoramente disponible. Era lenguaraz, incorrectísima y se conocía al dedillo todos los cotilleos y trapos sucios de la ciudad. A mí eso me venía muy bien, por mi nuevo oficio, y en ocasiones no solo recurría a ella por mis cuitas erótico-sentimentales o mis problemas con la comida sana, sino para obtener algo de información bajo mano, de la que no sale en las páginas de papel cuché o en las notas de sociedad de la parroquia.

 

Aunque hoy más bien la llamaba por todo y por nada. Tal vez porque Helena se me había vuelto a meter muy adentro (aunque, en realidad, nunca había llegado a salir de mí). Tal vez porque me sentía sola. Tal vez porque la vida era una mierda.

 

O tal vez porque escuchar una voz amiga siempre era una alternativa aceptable al vaso de whisky o el sexo anónimo, cuando de lo uno y de lo otro ya te habías hartado.

 

Tal vez.

 

—Y tú, ¿cómo estás? —me preguntó ella, devolviéndome la cortesía—. Aparte de ladronas de exóticos lunares y dietas saludables, ¿hay algo más en tu agitada vida?

 

Mirad, Leng coño tal vez no tendría, pero os aseguro que sí un cerebro bastante femenino, con todo lo que ello comportaba. Me refiero, sobre todo, a la función intuitivo-empática, que la tenía, y bastante desarrollada, sobre todo conmigo. La pobre estaba acostumbrada a que le fuera lloriqueando con mis penurias, y aunque yo no le había contado nada sobre Helena específicamente, sí sabía lo básico: que estaba hecha una mierda por una ruptura sentimental y que bebía y follaba como una energúmena en un patético intento por superarla.

 

Y hoy no es que hubiera nada concreto, como he dicho, aparte de peces muertos y ladronas con lunares vaginales, pero la Cuestión H era tan transversal, tan absoluta, que atravesaba toda mi vida, provocando efectos colaterales día sí, día también. Cuando esos efectos eran tan dolorosos, tan ásperos e insistentes en su permanencia, que solo parpadear me dolía, recurría a los métodos A y B. Y funcionaba, al menos durante su tiempo de ejecución y desarrollo (que abarcaba desde los iniciales «Ponme una copa» y «¿Qué, follamos?» al crepuscular y resacoso «Maldito Johnny Walker» y el enjuague bucal del día siguiente).

 

Pero había ocasiones en que beber y follar no parecían ser verbos suficientes para rellenar los baches del áspero camino que había iniciado desde que dejé Illica atrás, así que me iba al manual de Lengua Avanzada, buscaba uno de emergencia (por ejemplo, por la ce, «conversar: del latín conversare, hablar con otra u otras personas») y, a ser posible, lo aplicaba con alguien que quisiera escucharme.

 

Así, cogía el teléfono en vez de una botella y una chica, y a veces me servía igual.

 

—Pues que lo que se llevó la del lunar era mi bandolera —dije—. Y me jode, ¿sabes?

 

—Vaya, chochito, qué disgusto. ¿Llevabas algo de valor? ¿Dinero, tarjetas…?

 

—No, la cartera la suelo llevar siempre a mano, en el bolsillo del pantalón. Por ese lado no hay problema. En la bandolera solo había unas bragas limpias y poco más.

 

—Así me gusta, que seas una chica tan aseada como precavida.

 

—No tanto, al parecer —dije disgustada—. Me han dejado tirada y me han robado. Menuda precaución la mía.

 

—Mujer, es que bebiendo como bebes y socializando como lo haces…

 

—Ya, ya. No te pongas en modo regañina, por favor, que esa parte ya me la tragué el jueves.

 

—De acuerdo, no lo haré. Los de fresa, por favor.

 

—¿Qué?

 

—No era a ti, perdona. Preservativos de fresa. Me chiflan. Venga, dime cómo puedo ayudarte. ¿Quieres que ponga a mi legión de confidentes a buscar tu bandolera? Te garantizo objeto y perra ladrona en el mismo pack.

 

—No, gracias, no te preocupes. No sé ya si a estas alturas podré recuperarla, pero voy a ver si de algo me sirve mi flamante oficio de detective. Me pasaré por el Sappho, allí fue donde conocí a la del lunar.

 

—Ah, pues pregúntale a Mimí.

 

—¿Mimí?

 

—La camarera bajita con el pelo naranja, mi queridísima Catherine Simone. Es inconfundible.

 

—Ah, sí. Una de las que me sirven mi pócima mágica todas las semanas.

 

—Bien, pues pregúntale a ella. Te juro que esa chica tiene una plantilla Excel en la cabeza con datos de todas las parroquianas.

 

Noté como aguantaba la respiración y después la dejaba ir de forma prolongada y suave.

 

—Venga, ahora sí te dejo que sigas —dije—. Gracias por atenderme, como siempre.

 

—En realidad, las gracias te las doy yo a ti, querida. Eres una personita con un fondo inagotable de entretenimiento, ¿sabes?

 

—Ah, mira, y yo quejándome de tener una vida de mierda.

 

—No hay mal que por bien no venga.

 

—Pues nada —rezongué—, fundaré «Desmanteladas Sin Fronteras».

 

—No gruñas, que sabes que te quiero.

 

—¿Seguro?

 

—No lo dudes. Y, para demostrártelo, si no tienes suerte con la búsqueda de tu bandolera tengo unas braguitas preciosas para prestarte.

 

—¿Prestarme o darme, Leng?

 

—Agua a sesenta grados y una tacita de peróxido de hidrógeno de tres por ciento obra milagros con la ropa interior delicada.

 

—Dios mío, voy a olvidar que hemos tenido esta conversación —gemí—. Te lo agradezco, pero no será necesario. De bragas voy sobrada. En fin, como no siempre vuelvo a casa con ellas...

 

—Ay, Señor, de verdad, me encantas, Catherine Simone.

 

—Bueno, no todo el mundo compartiría esa valoración positiva, de conocerme.

 

—¿Y nosotras queremos ser como todo el mundo?

 

—¿No?

 

—No —dijo con rotundidad—. Hay más de siete mil millones de seres en el planeta que hacen siete mil millones de cosas del mismo modo. ¡Seamos nosotras los marcianos en la propia Tierra!

 

—A los marcianos, por norma general, se los cargan en cuanto asoman los tentáculos por aquí, Leng.

 

—Pero eso solo es porque se les ocurre plantar el platillo de buenas a primeras en EE.UU., y ya sabes cómo de belicosos se ponen esos cuando les tocas la patria. Si los extraterrestres empezaran a invadirnos por Océano, te aseguro que un par de mamadas y unas cervezas y habría hermanamiento interplanetario en menos que canta un gallo.

 

—Si tú lo dices…

 

—Lo digo y lo afirmo.

 

—Vale.

 

—Y yo te conozco —añadió—. Y me encantas.

 

Sonreí al teléfono. ¿Veis? No eran mimos de manual, pero tenían el mismo efecto.

 

—Y tú a mí, Leng —dije—. Venga, te dejo para que disfrutes.

 

—Oh, pienso hacerlo, te lo puedo asegurar. Procura hacer tú lo mismo, querida.

 

Y cortó la comunicación, no sin antes escucharse de fondo sus últimas palabras: «Tú y tú, adentro».

 

 Me quedé mirando el móvil, sintiendo un leve pellizco de envidia. No por la disponibilidad aparentemente infinita que parecía tener Leng de mulatos (esos, la verdad, no me harían mucho apaño), sino por su capacidad de ponerse la vida por montera, de disfrutar cada instante. Vale, tal vez una perspectiva de maratones diarios de coca y chaperos no fuese precisamente lo que una pediría de pequeña para cuando fuese mayor, pero no me parecía una mala forma de ir despidiéndose de este asqueroso valle de lágrimas.

 

¿No creéis?