Chuletas, chuminos y galletas de canela

 

 

 

 

 

Domingo, 13:42 h.

 

 

 

—Pero entonces, ¿quieres poner una denuncia por lo de la bandolera? ¿Por unas bragas y una camiseta?

 

Geppo me puso una enorme chuleta de cerdo en el plato. La miré espantada. ¿Es que ahora vendían brontosaurio en el súper o qué?

 

—No, hombre —dije, haciendo malabarismos con el plato y el botellín de cerveza—. Solo te lo contaba.

 

—Pero es que todavía no entiendo lo de la Osa Mayor —dijo, dándole la vuelta a lo que parecía el costillar de un diplodocus.

 

Vale, eso era culpa mía. Le había contado la peripecia de mi perdida bandolera, pero había omitido cierta información vital y el pobre Geppo había acabado haciéndose un lío entre los cangrejos carnívoros, las mulas con escamas y los chichis llenos de arena.

 

Normal.

 

—Una larga historia —dije, quitándole importancia.

 

Y la era, tan larga como dolorosa. Pero no quería ahondar en el asunto. No quería porque no podía permitírmelo. Bastantes pedazos de corazón me había dejado ya en el camino y cada uno dolía como mil. Había ido allí a comer como una cerda, no a revolcarme como una ídem en mi particular fango emocional. Solo había sacado el tema por dar algo de conversación, contándole mi reciente peripecia por encima, sin entrar en detalles. Mi asistencia a la barbacoa estaba confirmada desde hacía días y aunque el alba me había pillado todavía con los ojos abiertos, había decidido ir. A veces, el alimento del cuerpo le viene bien al alma y si algo no faltaba nunca en casa de Geppo era comida, casi siempre en cantidades industriales. Mantener en marcha los organismos de tres seres en pleno crecimiento debía de suponer una ingente y continua inversión alimentaria y el hogar Trull era de los que aplicaban la máxima de donde comían diez, comían cien. Me vendría bien eso, atiborrarme de grasas y cerveza después de una noche en blanco. Tras volver del Sappho no pude conciliar el sueño, asaltada, exaltada y aplastada por los recuerdos, y comerme un brontosaurio me parecía el mejor de los planes después de los días de mierda que llevaba a la espalda. Con un poco de suerte, el colapso en mis venas llegaría a mi corazón, distrayéndolo de otras cuitas más emocionales.

 

De la Osa Mayor, por ejemplo. Eso que no le había explicado a Geppo. No le había contado que esa noche de jueves desperté enredada entre los brazos de Brenda, bastante desubicada por el alcohol, y que lo primero que había visto al abrir los ojos, tumbada boca arriba, había sido la constelación de estrellas. La noche parecía haberse despejado de los nubarrones que la habían cubierto al inicio, y brillando en el negro firmamento, como lo llevaba haciendo desde hacía millones de años, como seguiría haciéndolo cuando esta breve vida de apenas unas décadas llegara a su fin, ahí estaba ella: la puta Osa Mayor.

 

Fue cuando empecé a llorar. Cuando las lágrimas se deslizaron desde mis párpados, cayendo sobre la arena. Cuando ese llanto silencioso, arrítmico, que provocaba pequeños espasmos en mi pecho, me sacudió mientras me cubría la cara con los antebrazos en un intento de cegar, estúpidamente, el recuerdo.  

 

No, no podía contarle eso a Geppo. De haberlo hecho, tendría que explicarle la razón, y no quería. Como tampoco quise esa noche tener que dar ninguna explicación a mi ocasional compañera de lecho de arena si acaso despertaba y me encontraba llorando como una magdalena.

 

Así que lo que hice fue levantarme, recoger de forma apresurada la ropa, entre la que incluí la chaqueta, y echar a andar, con la mirada borrosa por las lágrimas y tambaleándome. No sé por cuánto tiempo lo hice, ni si pretendía algún destino. Solo recordaba que al final de una larga y errática caminata me dejé caer, agotada, y que el llanto que no me había abandonado durante todo el camino redobló entonces sus espasmos, quemando mi pecho y mi garganta, de la cual ya no acertaban a salir más que roncos gemidos.

 

Y que cuando, arrodillada sobre la arena, levanté una mirada desvanecida por las lágrimas, la Osa Mayor seguía allí.

 

Qué absurdo pretender huir de lo que llevas dentro.

 

—Tú y tus historias, cortas o largas —dijo Geppo, mirándome con gesto crítico—. No deberías beber tanto, mira que te lo digo siempre —añadió, supongo que concluyendo que mis excesos con la bebida eran los causantes del extravío de mi relato.

 

Que también, claro.

 

—Sí, páter —suspiré.

 

Él me devolvió una mirada ceñuda.

 

—¿Cuántas veces te he dicho que no me llames así? Me haces parecer más viejo.

 

—¿Y acercarse a los cuarenta no es envejecer?

 

—Y a los treinta decaer, no te jode —gruñó.

 

—No sé dónde he leído que los treinta son la mejor etapa —di-je.

 

—Para destrozarse el hígado, desde luego.

 

—Déjate de sermones, ¿quieres? La parte voz de la conciencia ya la tengo cubierta, gracias. A ti te toca la de coleguita.

 

—Pues mal colega sería si no velara por ti, ¿no crees?

 

—Puedes hacerlo, pero no darme la tabarra.

 

—Puedo, pero ¿dónde está la diversión?

 

—Tienes tres hijos preadolescentes, ¿te parece poca?

 

—Eso, tú da donde más duele.

 

—Ah, haber elegido muerte.

 

—Que te zurzan —masculló, pinchando con saña el diplodocus que terminaba de asarse sobre la parrilla.

 

—Desde luego, cada día estoy más contenta de haberte salvado la vida, coño —rezongué.

 

—¡Eh! Nada de palabrotas delante de los niños.

 

Arqueé una ceja.

 

—¿Niños? ¿A esos larguiruchos protobarbudos los llamas niños? Joder, que los «niños» ya son algo mayorcitos, ¿no crees? Te apuesto lo que quieras a que son capaces de recitar de corrido toda clase de guarradas. Y para tu información —añadí—, coño no es ninguna palabrota. Bien bonita que es. La palabra y el susodicho.

 

—Si no te digo que no, pero ¿no podrías usar un sinónimo?

 

—¿Un sinónimo? Oh, sí, quedaría de maravilla. Imagínate qué tajante en un atraco: «¡Todo el mundo al suelo, chumino!».

 

—Yo solo digo…

 

—Oh, oh, espera, este es mejor: «Me suda la parte pudenda femenina lo que me digas».

 

—Vale, lo pillo. ¿Has terminado?

 

—No. Vulva, conejo, panocha, almeja, chirri…

 

—Vale ya.

 

—Chucha, chirla, concha, papo, cuca, seta, papaya…

 

—Oye, stop, ¿vale? Lo digo por tu bien, te estás jugando el postre. A Alice no le gusta que los chicos escuchen según qué expresiones.

 

Ay, pobres reproductores, la vida era una carrera de obstáculos infinita para ellos. Si yo no pudiera decir la palabra coño, reventaría.

 

Y no digo ya si no pudiera comérmelo.

 

—O sea, que tu Ali tiene ahí abajo una dulce e inocente galletita de canela, ¿no?

 

—Toma y calla —gruñó, bajando el tono de voz para añadir—: Hostiaputacoñoya.

 

A continuación añadió a mi plato media patata asada, dos salchichas, un filete de lomo y varias rodajas de algo que parecía berenjena o calabacín, no sabría especificar cuál de las dos porquerías.

 

La muñeca casi se me dobló por el peso.

 

—Eh, oye —dije, mirando con desconfianza las intrusas rodajas de verdura—, sabes que solo estoy yo aquí, ¿no? Quiero decir, que no va a venir mi gemela tragaldabas a acabar con esta montaña.

 

—Eso díselo a la de la dulce galletita —replicó, agitando la pinza de acero cromado en dirección a Alice, que en esos momentos dirigía a los trillizos, Jarpo, Grousho y Theppo, en la tarea de preparar la mesa—. Si quieres llegar al postre, antes tienes que pasar por el resto de la pirámide nutricional.

 

—Pero es que aquí hay comida para un regimiento —me quejé.

 

Me miró con atención.

 

—Eres como un palillito. Y tienes ojeras. Y estás pálida. Seguro que ayer te pegaste una buena juerga y más seguro aún que no has desayunado.

 

—Pero estoy aquí —dije.

 

Ahí tenía que reconocerme el mérito. Me encantaban las barbacoas trullinianas, pero su horario a veces no casaba bien con los hábitos de una desbaratada de la vida como yo.

 

—Punto para el palillo con patas —aceptó—. Pero el de Alice te lo vas a tener que ganar con un poquito más de esfuerzo.

 

—Es que voy a reventar —susurré espantada, mirando el plato—. ¿Por qué coñ… pototo no tenéis perro, joder?

 

—Tenemos tres preadolescentes. ¿Te parece poco?

 

—¿Y se comerán mi comida si se la lanzo por debajo de la mesa?

 

—Grousho seguramente sí. Se comería lo que le lanzaras, aunque fuese una zapatilla apestosa —dijo riéndose.

 

Por favor, qué poca empatía con su propia prole demostraba este hombre, hay que ver. Pero sí, no andaba desencaminado. Grousho seguro que sería más que capaz, aunque le lanzara un currusquillo de los pies. El chaval, ¡ay!, parecía haberse enamoriscado de mí.

 

Pues lo llevaba claro la criatura…

 

—Joder, Geppo, échame un cable —pedí—. Quítame las cosas verdes, al menos.

 

—Si Alice ve que tu ración no incluye verdura, tampoco habrá galletas.

 

—¡Pero si voy a comerme la patata!

 

—Joder, Cate, que eso no es verdura.

 

—Pues bien que sale de la tierra —gruñí—. ¿No sirve igual?

 

—No, no sirve. Y si tienes alguna queja, a Ali. Yo me limito al abastecimiento.

 

—Lo que yo diga, joder —mascullé—. Contentísima de haberte salvado, oye. 

 

—Que te quedas sin galletas para los restos, cabeza de chorlito —me advirtió.

 

Mierda, no podía arriesgarme. Con lo que me gustaban las galletas de esa mujer. Desde que las probé concluí que haber sido madre de trillizos debía de ser compensado de algún modo por la vida, y en su caso parecía haberlo sido otorgándole una mano divina para la repostería. Siempre que visitaba el hogar Trull volvía a casa con un buen cargamento y no me importaba haber alcanzado tal privilegio por recibir una bala en el culo en lugar de Geppo.

 

Pero lo de comer verdura… ¡Joder, lo de comer verdura era excesivo! ¡Peces muertos y verdura! ¿Cuándo, Señor, cuándo se acabará esta semana horribilis?

 

—Ponte a mi lado y te voy pasando algo —supliqué en un susurro.

 

—¿Estás loca? —replicó él en el mismo tono—. Alice tiene visión periférica. Una cosa es que tú te quedes sin galletas y otra muy distinta que yo sin mojar esta noche.

 

—Pues pienso morirme del atracón y os pesará sobre la conciencia.

 

—Pues vale.

 

Geppo pareció dar por zanjada la cuestión y yo me resigné a la perspectiva de un empacho dominical. Sabía que Alice me tenía cariño y que se preocupaba por mi bienestar (la pobre aspiraba a verme emparejada y estable), pero a veces preferiría que sus desvelos no llegaran hasta mi estómago. No, al menos, en otra forma que no fuese una masa horneada de harina, mantequilla, azúcar, leche y canela.

 

—Pero oye, cuéntame al menos cómo terminó lo de la tía del lunar —pidió Geppo, volviendo a sus tareas de chef prehistórico.

 

—Esta tarde he quedado para devolverle la chaqueta.

 

—¿Y ya está?

 

—Pues sí, ¿qué más quieres? ¿Que le ponga un lacito?

 

—Trozo de corcho, me refiero a que si anoche aprovechaste la coyuntura.

 

Anda, mira, que ahora a follar se le llamaba así.

 

—No, no aproveché ni coyunturas ni nada. Me fui a casa, me dolía la cabeza.

 

—Tú y tus resacas…

 

—No era resaca; no exactamente aún. No estaba de humor, ya está.

 

Me miró con curiosidad.

 

—Te ha afectado lo de tu bandolera, ¿verdad? ¿Llevabas algo de valor?

 

Joder, esa parecía la pregunta del año.

 

—No.

 

—¿Entonces?

 

Me encogí de hombros.

 

—Era un recuerdo —dije con vaguedad.

 

—¿Le tenías mucho cariño?

 

Muchísimo, pensé. Pese a todo. Pero no se lo dije, como tampoco el porqué del protagonismo de la Osa Mayor en el asunto.

 

Tal vez había sido lo mejor. Perderla. No había sido capaz de dejarla en Illica, pero ahora el destino parecía haber decidido por mí. De acuerdo, aceptaba azar. Era evidente que no necesitaba un recordatorio perenne colgado del hombro, ya tenía que cargar con el estropeado de mi corazón y era toda una suerte que mediara una capa de piel, sangre, carne y toda una cavidad torácica entre él y yo, porque si tuviera que vérmelo todos los días acabaría arrancándomelo y no podía ni imaginar el disgusto que se llevaría el resto de mi soporte orgánico vital de ocurrir algo así.

 

Así que, a partir de ahora, la bandolera pasaba de mi hombro a mi hipocampo cerebral. Solo un recuerdo. Punto. Era domingo, tenía que comerme un bicharraco enorme para conseguir mis galletas y esquivar al mismo tiempo los ojos de cordero degollado de un púber enamorado.

 

Suficiente tarea para alguien como yo, que aspiraba a simple organismo unicelular.

 

—No —dije—. Solo era una bandolera. Ya me compraré otra.

 

Y otro corazón, añadí para mí. Y otra vida. Y, de paso, otros recuerdos. Los recuerdos eran lo que más trabajo les daba a mis enzimas hepáticas (malditas conexiones sinápticas neuronales de las narices).

 

—Ah, entonces ya sé qué regalarte en Navidad —dijo Geppo, ajeno a mis tribulaciones internas—. Un bolsito para la señora.

 

—No hace falta, gracias. Ya compraré cualquier cosa con asas donde quepan unas bragas, varias cajas de paracetamol y una Glock.

 

—Desde luego, eres el ideal de feminidad.

 

—El ideal de feminidad me lo paso yo por el felpudo —dije. Él me miró con un gesto de duda pintado en su rostro—. Sí, otro sinónimo de coñ…

 

—¡Hey, enano! —me cortó, haciendo un gesto hacia mi espalda.

 

Me giré. Grousho, con la cara tan colorada como las brasas de la barbacoa, se acercaba, vacilante. Su huidiza mirada parecía hacer un intrincado recorrido, intuía que tratando de evitar fijarla en mí. Suelo, barbacoa, saco de carbón, su padre, las (húmedas) palmas de sus propias manos y vuelta al suelo de nuevo.

 

Criaturita, qué mala es la adolescencia.

 

—¿Qué hay, Grou? —lo saludé, sonriendo con generosidad.

 

Vale, eso era puro ensañamiento. El pobre ya tenía bastante con lidiar con sus revolucionadas hormonas como para que su particular diosa del amor se aviniera a azuzarlas con su obsequiosa actitud.

 

Pero es que no podía resistirme. ¡Se ponía tan adorablemente bobito!

 

—¿Qué, ya está preparada la mesa? —le preguntó Geppo.

 

El frenético balanceo de su cabeza dijo «Sí», pero de sus labios no salió ni un solo sonido. Creo que si en ese momento yo dijera «¡Plas!», el trillizo número dos (sus padres los etiquetaron por orden de llegada: Jarpo era el número uno y Theppo el tres) dejaría caer a plomo sus cuartos traseros, agitando con entusiasmo el culo mientras una mirada bovina se adueñaba de sus ojos.

 

 Desde luego, pasar un embarazo de mierda, ser abierta en canal, tragarte varios años de cacas, mocos y llantos, y todo para que uno de tus hijos acabe desembocando en un flan de hormonas con la capacidad intelectual de una hormiga obrera.

 

Putada.

 

Ojalá se le pasara pronto, ya no solo por mí, sino porque no me gusta ver sufrir a los animalitos. Aunque me venía muy bien, por otra parte, toda esa irracional adoración. ¡Al menos había alguien para quien era una top ten! Solo esperaba que cuando sus hormonas dejaran de hacerle jugarretas me reservara cierto cariño. Es una enorme responsabilidad formar parte de la memoria sentimental de alguien, sobre todo en una fase vital tan delicada. Y yo podría ser un desastre en mi día a día, pero mi intención, como mínimo, era quedar como una tía postiza decente.

 

Ya que otra cosa no iba a ser. O, al menos, no lo sería con quien había soñado serlo. Porque había soñado con ello. Con ser madre. De mis hijos, de los de Helena.

 

Lo teníamos todo planeado. Tres, cinco o diez. Esos serían los que tendríamos. O tres, o cinco, o diez. Que fuesen más o menos dependía de nuestro presupuesto y de las opciones de las clínicas de fertilidad. Por supuesto, escogeríamos de premios Nobel para arriba. A un donante con el color exacto de los ojos de Helena si me tocaba gestar a mí. A uno que tuviera entre sus aficiones hacer senderismo, cuando le tocara a ella. Si la cosa nos alcanzaba para tres, las votaciones nunca acabarían en empate técnico. Eso era bueno. Si cinco, confiábamos en que el más pequeño saliera astuto y marrullero. La supervivencia estaba garantizada. Si llegábamos a diez, entonces cerraríamos los ojos y confiaríamos en la selección natural. Cuidar de unas ancianas madres requería de los genes más capacitados.

 

Cerrar los pactos había sido lo más divertido de la planificación.

 

Yo sería la madre divertida y enrollada y ella la que les reñiría. Pero también al revés. Puede que los martes me tocara a mí y a ella los jueves. El resto de días, según nos pillara el cuerpo (los domingos, tal vez y solo tal vez, se los daríamos libres. Territorio libre de regañinas. Aunque todo dependería del grado de salvajismo que desarrollaran).

 

Al principio acordamos que yo sería la que les contaría cuentos antes de dormir y ella la que les arrullaría con nanas, actividades que, como en las reprimendas, alternaríamos. Pero después nos dimos cuenta de que no sería una buena idea. Queríamos que los niños durmieran de un tirón y sin pesadillas, así que yo quedé descartada para el sector de actuaciones a capela en una segunda votación. Ya tendría otras ocasiones de provocarles traumas, si eso.

 

Los embarazos, por supuesto, serían alternos. Uno ella, uno yo, uno ella, uno yo (el impar lo echaríamos a suertes).

 

Nunca faltaría el zumo de naranja en el desayuno, y nos las apañaríamos para que ninguno nos saliera con intolerancia a la lactosa. A los niños les educaríamos en el respeto y a las niñas a hacerse respetar. Y viceversa. Y a unas y a otros, a ser las mejores personas posible.

 

Todos los sábados escogeríamos una película, haríamos palomitas y nos sentaríamos en el sofá a disfrutar de una y otras (pero ni muertas les daríamos refrescos). Haríamos excursiones los domingos. Los días libres. En vacaciones. Las tardes de verano, las de primavera y las de invierno indulgentes. Iríamos al monte, al lago, a la playa. Por la ciudad, por toda ella, nos la patearíamos entera: sus barrios, sus calles, sus edificios, plazas y rincones. Estudiaríamos las leyendas urbanas y crearíamos las nuestras. Probaríamos restaurantes, chocolaterías, librerías, y todos, sin excepción, tendrían carnet de biblioteca. A los tres años. A los dos. ¡En cuanto supieran distinguir una letra de un trozo de patata!

 

Les dejaríamos expresarse con total libertad, aunque ello significara pasarse toda una mañana limpiando los garabatos de la pared del pasillo (probablemente, también de varias habitaciones).

 

Les enseñaríamos a ser consecuentes con sus acciones y decisiones (y a manejarse con un estropajo).

 

Si alguno viniese con una herida en la rodilla, yo me pondría cardíaca, pero Helena aguantaría el tipo (como una buena profesional) y se encargaría de las tiritas y el yodo. Servidora se encargaría de la parte apoyo moral, soplido de heridas y sostenimiento de manos. Después, ya fuera de la vista de los niños, haría lo mismo con Helena, porque su fachada ya se habría derrumbado.

 

La cláusula más peliaguda de pactar fue la del apartado de los nombres. Yo quería ponérselos en orden alfabético, empezando por una letra escogida al azar. Helena no estaba muy por la labor. Estaba de acuerdo, sí, con el factor azar, pero no sobre el alfabeto. Su propuesta de método fue la de coger un libro a ciegas e inspirarnos en sus páginas. El ejemplo no estuvo muy acertado: a sus manos fue a parar un tratado de filosofía presocrática. Yo le dije que si les hacíamos esa putada a los niños, el día de mañana, o Filolao, o Heraclito, o Demócrito, Anaxímenes, Empédocles, Critias, Parménides o Jenófanes mismo (o todos a la vez, que era lo más probable) nos lo iban a hacer pagar. Y con creces. Además, había que pensar en el sector niñas y no parecía haber muchas pensadoras femeninas entre los presocráticos. Para rematar, lo íbamos a tener crudo en el barrio cuando los llamáramos para que fuesen a merendar. Por todo ello, al final convinimos que aplicaríamos la máxima de «nosotras parimos, nosotras decidimos»: la candidata a desgarro vaginal escogería nombre en su turno correspondiente.

 

Pero teníamos aún algunos años por delante para terminar de tomar decisiones. Éramos muy jóvenes y estaban nuestras respectivas profesiones, que nos absorbían. La carretilla de niños estaba programada para iniciarse más adelante, e íbamos a ser la mejor familia del mundo. La más cuca, la más feliz, perfecta. Helena, los niños, yo.

 

Y fui y le reventé la cabeza al puto tito Romus. ¡Bang!, y adiós al zumo de naranja, los paseos hasta el lago, el cuento del conejito Bam Bam y las fotos para el carnet de la biblioteca.

 

Menuda mierda.

 

—Ni se te ocurra crecer, ¿de acuerdo? —le dije abruptamente a Grousho, señalándolo con el dedo —. Y si lo haces, procura al menos que no se te quede el corazón como un higo, maldita sea.

 

Pobre crío. Como no tuvo oportunidad de estar al tanto del atormentado periplo interior por mis ilusiones rotas, su consecuencia le provocó un patatús terrible y un sobresalto tal, que a punto estuvo de descacharrarse en pedacitos allí mismo. No era mi intención abrumarlo, pero era el proyecto de ser humano que tenía más a mano y en alguien debía verter toda esta sabiduría que arrastraba, ¿no? Dejar de crecer me parecía en ese momento la mejor de las soluciones para no joderse la vida. Quedarse en la eterna edad del amor, la curiosidad y las dudas, aunque acabaras metiéndote una dosis de Prozac. Mejor eso que alcohol de cuarenta y cinco grados. Que descubrir la cara amarga del amor. Que tu curiosidad te acabe arrastrando a una vida rota, y las dudas a no desear abrir los ojos a un nuevo día.

 

Quizás exageraba, lo sé. Todos teníamos derecho a nuestra oportunidad. A mí me había salido mal, puede que a Número Dos le fuese mejor. Que este ahora atolondrado preadolescente que temblaba como un flan ante el objeto de su adoración tuviera una vida plena, un corazón palpitante de amor correspondido y una vejez con mecedora doble en el porche.

 

Esperaba que sí. Por ahora me bastaba con lograr que no estallara de pura turbación. El pobre no tenía la culpa de mi zozobra emocional, así que, más calmada, le alargué mi plato, que él, como buen esclavo de amor, cogió sin rechistar.

 

—Pero mientras tanto, ¿puedes llevar esto a la mesa, por favor? —le pedí, suavizando mi tono y acompañando mi petición con un casto besito en su frente.

 

Jamás he visto un tono carmesí tan rabioso en un ser humano, ni a una piel lograr ese color con tanta celeridad. Estoy segura de que su temperatura alcanzaría los 451 grados Fahrenheit en menos de cero coma dos segundos, así como que esa frente no vería una pastilla de jabón en mucho, mucho tiempo.

 

Qué poco cuesta hacer reventar de amor a alguien. Seguramente, Grousho no entendía nada. Pero el amor no necesita de la razón para someterse. Lo hace con tanta entrega y fervor como falta de cuestionamiento. ¿Que tu adorado amor te decía que no crecieras? Pues a frenar las hormonas del crecimiento, qué coño. ¿Ahora, que le llevaras el plato a la mesa? Pues se lo llevabas, sin problema. Detengo mi ciclo vital, cargo con un plato de brontosaurio asado, lo que tercie.

 

Cuando nos quedamos a solas, la mirada de Geppo era tan interrogante como perpleja.

 

—¿A qué ha venido eso, cabeza de chorlito?

 

Me encogí de hombros.

 

—No sé. Un poquito de sabiduría vital antes de comer.

 

—¿Sabiduría? —bufó, agachándose un momento para soplar las brasas—. Haz el favor de no volvérmelo más tarumba de lo que ya está, ¿vale? ¡Y no le digas que no crezca, joder! Sueño con el día que se larguen de casa desde que nacieron, no me fastidies el plan.

 

—Sí, triple páter.

 

Su gruñido fue escuchado varios metros más allá, donde el resto de la familia nos esperaba para acabar con la pantagruélica comida.

 

Al final, no fue un mal domingo. Quiero decir, no para ser el día que cerraba una semana asquerosa. Pese a las borracheras, los dolores de cabeza, los coños llenos de arena, los recuerdos que te arrancaban el aliento y la pérdida de la bandolera, tuvo un final más o menos decente: volví a casa con una buena remesa de galletas de canela. Hay que saber encontrar la felicidad en las pequeñas cosas. Y tampoco lo son tanto, pequeñas, al menos en significado. Porque las galletas de Alice iban más allá de un mero detalle de cortesía. Significaban que me tenía presente hasta el punto de dedicar parte de su, estoy segura, valiosísimo tiempo en hacerlas para mí. No sé si me las gané por flacucha, por decir chumino en vez de coño o por aguantar toda la comida sin estampar mi ojerosa cara contra la chuleta de brontosaurio (la pobre Alice, ¡una vez más!, creyó la versión de la noche de vigilia por trabajo), pero la cuestión es que esos, en apariencia, simples dulces lograron darle a la semana un broche más cordial que áspero, y cuánto lo agradecí.

 

Sentaba bien saberse querida. Aunque en ese amor se mezclasen las regañinas, los peces muertos, la guarnición de verdura, la censura dialéctica y los púberes enamoriscados.

 

La vida, más o menos, también podía ser eso.

 

Pero esa vida me tenía reservada aún una sorpresa, la verdadera guinda a la semana. No hay paz para las desintegradas, ¿sabéis?

 

Al poco de regresar a casa recibí un mensaje de Caroline, las letras perfilándose con nitidez sobre el fondo de la pantalla del móvil. Un puñado de frases que me devolvieron de golpe al abismo emocional que había logrado encubrir bajo una montaña de chuletas descomunales y un puñado de canela azucarada:

 

 

 

Imbécil de mis entretelas, ¿cuándo te vas a pasar a recoger tu bandolera? Te la dejaste aquí el jueves.

 

Dime que no llevas desde entonces sin cambiarte de bragas, POR FAVOR.

 

 

 

Y entonces me eché a llorar.