En busca del lunar en el coño perdido

 

 

 

 

 

Madrugada del sábado al domingo, 04:01 h.

 

 

 

—Olivia, nena, me llamo Olivia.

 

Saqué enseguida la cara de su coño, mirándola desconcertada.

 

—¿Olivia? —pregunté—. ¿Te llamas Olivia?

 

—Liv para ti —gimió, arqueándose. Su mano presionó con suavidad mi cabeza, invitándome a que volviera a enterrarla entre sus muslos—. Liv, Oli, Vi, como te dé la gana, pero dale de una vez, nena, dale.

 

Gimió, elevando la pelvis para restregar su pubis contra mi cara, y entiendo que la confusión fuera pertinente, pero es que no le andaba trasteando el coño para comérselo.

 

A ver cómo se lo explicaba yo.

 

—Ah —dije—, es que estoy buscando a una Brenda que tiene un…

 

—Nena, llámame como quieras —me interrumpió, jadeando y retorciéndose como un áspid, mientras sujetaba por las muñecas las dos manos anónimas que, desde otro lado, masajeaban sus pechos—. Pero chupa, tía, chupa.

 

La tal Olivia tenía razón en su demanda, yo había estado hurgando por salva sea su parte, tanto como me había acercado a la misma a tiro de lametón. Pero no llevaba ninguna intención gastronómica. Tan solo buscaba cierto lunar del que la creía propietaria.

 

Como así era. No sabría decir a ciencia cierta si el que estaba viendo era el que buscaba, pero a la vista de la réplica de su dueña, no parecía haber acertado.

 

—¿No te llamas Brenda, entonces?

 

—Que no, pero que me da igual, joder —suspiró impaciente—. Para ti lo seré, si es lo que te pone.

 

—Pero tienes un lunar en el coño.

 

¿Es que al Excel de Mimí le faltaba información o qué? Aunque, bueno, el error tampoco sería culpa suya, entraba dentro de la probabilidad estadística. Era imposible que pudiera llevar una relación exhaustiva de todo el mundo (y sus respectivos coños).

 

—Puedes chuparlo si eso te pone, y hasta hablarle como si tuviera vida —gimió Olivia/Liv/Oli/Vi, más con frustración que con placer—. Pero dale de una vez, joder. Que con la charla se me baja todo.

 

Suspiré contrariada. El método de ensayo y error que había escogido para llevar a cabo mi particular búsqueda de coño con lunar pintaba agotador, y no precisamente porque implicara largas vigilias ni maratonianos seguimientos a pie. ¡Que si hacía caso a su petición sería la segunda mujer que me follaba esa noche!

 

Tras hablar con Mimí me había ido a dar una vuelta. Las únicas características físicas que tenía para identificar a la tal Brenda eran, en efecto y como pude comprobar, demasiado genéricas. Castañas con los ojos marrones las había por decenas, y después de un buen rato abordando a toda con la que me cruzaba con esos rasgos con la frase «Hola, perdona, ¿Brenda?» estaba empezando a cansarme.

 

Sobre todo cuando una de ellas, sin darme tiempo a reaccionar, me contestó con una comida de boca en toda regla. Así, tal cual. Yo apenas dije «Hola, perdona, ¿Br…?» y entonces ella se me echó al cuello, cubriendo mis labios con los suyos con un apetito tal que pensé que la pobre criatura, o bien acababa de llegar de una expedición planetaria de varios meses, o bien de abrir la lata de su lesbianismo. Porque ¡más que besarme me succionaba!

 

Y, claro, ahí me despisté un poquito, qué os voy a decir. Me despisté por el beso y, básicamente, porque me estaba metiendo mano de un modo espectacular.

 

—Vale, oye, espera… —balbuceé.

 

Mirad, una cosa os voy a decir y espero que me creáis: que te coman la boca e intentar hablar a la vez puede ser algo muy, pero que muy complicado. Sobre todo si también hay una mano metida en la cinturilla de tu pantalón enfilando la directa hacia tus bragas.

 

Por si no lo sabíais, vamos.

 

Juro que intenté detenerla. Lo juro. Con su boca sobre la mía y su mano sobre mi monte de Venus, me resistí. Y os digo yo que ni los doce trabajos de Hércules habrían precisado de mayor fuerza que a la que tuve que apelar para no dejarme llevar por el frenesí de la invasora lengua y la extrema pericia de los exploradores dedos de mi impetuosa atacante. ¡Si hasta se ganó a mis pezones, que se pusieron en mi contra irguiéndose con majestuosa rapidez!

 

Aun así, lo intenté. Y no fue fácil. Tenía a una chica con billete directo a mi coño comiéndome la boca; estaban los atolondrados de mis pezones votando a mano alzada para sumarse a la alegría general, y a mi libido dando saltitos, más que alborozada. ¡Era demasiado! Y no es que me pareciera mal, no, a ver: si hay que ir, se va, claro. ¡Pero tenía que encontrar a la chica del lunar, joder! En otro momento tal vez habría aprovechado la circunstancia, pero debía centrarme en mi objetivo. Para follar, si eso, ya habría otra ocasión.

 

La pena, ay, es que me había dejado al yo centrado en Illica, y mi resistencia ya no obedecía tanto a la Catherine S. Maynes de entonces como a la Cate desarticulada, loser y rota de aquí y ahora. Y sí, yo solo quería saber de mi bandolera, pero claro, dadas las circunstancias era comprensible que a mi cuerpo le resultara más prioritario saludar personalmente al orgasmo que estaba empezando a formarse en mi vientre que a un pedazo de cuero con solapa y correa ajustable.

 

No, si tonto no es.

 

—Oye… —Traté de detener la avanzadilla de los dedos corazón e índice, pero se ve que la chica había enviado a sus mejores soldaditos, porque se defendieron con fiereza, escabulléndose de mi agarre—. ¡Oye!

 

Y ya está, hasta ahí llegó toda mi resistencia. No me dio para una siguiente palabra (al menos, coherente), porque si ya su lengua sometía a placer la mía, sus dedos parlamentaban con mi sexo y los cobardicas de mis pezones se habían entregado a las primeras de cambio, en ese momento rindieron plaza también mis piernas, exánimes ante la fuga del riego sanguíneo necesario para su sostén, derivado con urgencia hacia otras partes del cuerpo (y no digo yo que los pezones no se llevaran una buena parte). Para rematar, mi ávida asaltante me empujó contra la pared, cortando toda capacidad de maniobra, y entonces ya fue como: ¿para qué, no?

 

Nada, si había que follar, pues se follaba y ya está.

 

Y es que, la verdad, creo que no había sido una idea muy acertada lo de subir al piso superior para extender mi búsqueda.

 

—Vale, guapa, esto ha sido estupendo —jadeé, cuando por fin Comebocas me soltó tras hacer que me corriera—. Pero ¿qué tal si ahora charlamos de lo de la playa y mi bandolera? —dije, invitándola con amabilidad a que sacara su mano de mis bragas.

 

Ella me miró con unos ojos en el límite entre el arrobamiento y la lujuria.

 

—¿Eh?

 

—Playa. Bandolera. Abandono.

 

Puso cara de total ignorancia.

 

—No sé de qué me hablas.

 

La miré con atención. Vale, su cara no me sonaba de nada, lo reconozco. Pero también me había ocurrido acostarme con alguna a la que creía conocer de nuevas en ese momento, para después resultar que no solo no era la primera vez que me lo montaba con ella, sino tampoco la segunda (ay).

 

Así que, para esta ocasión, lo mejor sería hacer la prueba del zapato. Si encajaba…

 

—¿Tú tienes un lunar en el coño? —pregunté.

 

Coño, zapatito de cristal, lo mismo era.

 

—Huy, no, ¿quieres que lo tenga? —replicó divertida.

 

—¿No te llamas Brenda?

 

—Pues no.

 

—¿Y por qué te has abalanzado sobre mí cuando te he preguntado?

 

—Es que en eso consiste el juego.

 

—¿Qué juego? —pregunté desconcertada.

 

—¿Cuál va a ser? ¡El del saludo caliente, mujer!

 

—¿El saludo caliente? ¿Qué saludo caliente?

 

Este saludo caliente —dijo exultante, sacando una tarjetita del bolsillo delantero de su falda, junto con un lápiz de pequeño tamaño con el que hizo una cruz en una casilla. Me la mostró, ufana—. ¡Ya llevo tres!

 

—¿Tres, qué? —inquirí, cogiendo la cartulina rectangular. En ella, junto al logo del Sappho, había un cuadrado dividido en casillas, con la leyenda «Saludo caliente» impresa junto a la fecha de hoy. Tres de los cuadritos estaban marcados—. ¿Qué es esto?

 

—El juego de este sábado. —Giró la tarjeta para que leyera el texto de la parte trasera—. Si saludas diciendo esa frase, te follan.

 

Abrí los ojos, estupefacta. En efecto, había unas instrucciones que consistían, básicamente, en que las participantes follaban o eran folladas, según su apetencia. Si querían lo primero debían esperar a que alguien las abordara con una frase clave; si lo segundo, ser la que se acercara y pronunciarla.

 

—Pero aquí dice que la frase es «Hola, perdona, ¿te hace un número Pi elevado al cuadrado?» —objeté.

 

Ella se mordió el labio en un gesto de contrición.

 

—Ay, ya, lo sé. Pero es que estoy a mil y cuando voy así me pongo toda burra y ya, como que no controlo, ¿sabes? Y estás tan buena y como empezaste a decirla…

 

—¡Joder, pero supongo que por eso han puesto una frase tan rara, para evitar confusiones!

 

—Hija, yo qué sé. ¡Como estás en el cuarto oscuro!

 

Bueno, eso era verdad. Quien evita la ocasión…

 

—Bueno, no pasa nada —mascullé, devolviéndole la tarjeta.

 

Aquí polvo y después gloria, ya está. A lo hecho, pecho (y pezones).

 

Intenté irme, pero ella me lo impidió bloqueándome el paso.

 

—¿Qué? —pregunté ante su intenso y silencioso escrutinio.

 

—Hola, perdona, ¿te hace un número Pi elevado al cuadrado? —dijo, pasándose la lengua por los labios y sonriendo.

 

¡Oh, venga! Si me ponía a follar no iba a terminar en toda la noche, joder.

 

—Pero es que yo, técnicamente, no participo en el juego… —intenté excusarme.

 

Su cara se contrajo de pura desilusión.

 

—Jo, ¿ni un poquito? Un minutito, ¿vale? Yo me corro rápido, te lo aseguro. Y ni siquiera hace falta que me metas la mano. Por encima de la falda, ¿te hace? —suspiró—. Es que eres tan guapa…

 

Ay, mira que me pierden a mí las buenas causas, ¿eh?

 

—Vale, venga —cedí.

 

«Fornicadoras Sin Fronteras», esa era la otra ONG que iba a fundar. «Desmanteladas y Fornicadoras Sin Fronteras».

 

Todo sea por la causa.

 

Y por la causa me la follé y después ella, agradecida, me dio una información valiosísima:

 

—Si estás buscando a una tía con un lunar en el coño —dijo—, en la cama redonda hay una. —Señaló el inmenso lecho que presidía el cuarto oscuro—. O al menos la había hace diez minutos. —Sonrió con satisfacción—. Fue el segundo cuadrito.

 

—Ah, estupendo. Gracias. ¿Sabes si era castaña con ojos marrones?

 

Se encogió de hombros.

 

—Ni idea, solo le vi el chocho. Aproveché que se había quedado libre. Es que hay una melé hoy que no veas...

 

—Ya. Gracias de todos modos.

 

—Jo, a ti, maja —dijo, con tanta gratitud como entusiasmo—. Ya nos vemos por aquí, ¿vale?

 

Eso seguro, pensé, girándome hacia la cama, donde había una buen número de mujeres, sobre y alrededor. Parecía haber tantas mironas como participantes. Esperaba que Si Bemol (si es que era ella, claro) todavía anduviese por ahí.

 

Me acerqué al tumulto, intentando ver por encima de la línea de voyeurs, pero estaba claro que iba a tener que hacer uso de mis dotes persuasivas (en algún manual lo denominan «codazos») para acceder a la cama, en la que un número de mujeres que oscilaba entre ¿ocho?, ¿once? se lo estaban pasando pipa.

 

Veréis, esto no es lo habitual. Lo de las melés orgiásticas lésbicas. Eso, lo del sexo anónimo, casual y de cuarto de hora, es más propio de los hombres gais (y de los heteros, vaya, que parece que aquí solo los de la acera de enfrente seamos las alegres comadre de Windsor. Daos si no una vuelta por aseos de discotecas, pubs y similares, o por aparcamientos y descampados, y veremos quién folla más. Y con qué nivel de compromiso. Lo que pasa es que los gais fueron más listos e inventaron los cuartos oscuros. A cubierto, a mano y con total disponibilidad, ¿qué más se puede pedir?).

 

Nosotras, no. O mayoritariamente no, vamos. Las bolleras somos más del tándem «Hola, ¿estudias o trabajas?» y camión de mudanzas en la puerta a los dos días. Pero mira, se ve que Océano tiene cierto aire inspirador que iluminó a la dirección del local en el afán de añadir un apéndice al Manual De Cosas De Lesbianas (capítulo 23): «Sí, nosotras también tenemos sexo anónimo y casual» (que va justito después del 22: «No somos amigas, nos comemos el coño»), y de ahí surgió la maravilla del Sappho.

 

La cuestión es que el cuarto oscuro no era solo algo inédito en el costumbrismo lésbico, sino también en su aplicación práctica. De estructura elíptica, ocupaba prácticamente toda la planta superior, teniendo como núcleo una amplia estancia donde se ubicaba el lecho que había mencionado doña Comebocas, la Cama Redonda Más Grande Del Mundo (lo era, lo juro). A su alrededor, circundando la elipse, se distribuían una serie de habitaciones decoradas con distintos ambientes, que iban desde salas grandes y espaciosas aptas para fanáticas de las multitudes, a pequeños cuartitos personales para las que gustaban de intimidad.

 

Pero a mí el ambiente que me interesaba en ese momento era el de la cama. Gracias a mis persuasivos codos pude colocarme en primera fila. En el enorme lecho comprobé que había cerca de una docena de mujeres, distribuidas en parejas, tríos y algo que parecía un intento de sexteto (aunque no tenía muy clara la interrelación de las participantes). Las había vestidas, semidesnudas y prácticamente desnudas, y si bien la oscuridad no era total (para eso estaban los cuartos número 1 y 2), no me iba a resultar nada fácil dar con Brenda, al menos a simple vista (y como las participantes se hallaban inmersas en un lubricado frenesí, lo de preguntar a voz en grito me parecía tarea poco menos que inútil).

 

O sea, que tocaba plan B: practicar la inmersión cultural.

 

Ahorraré los detalles, pero solo sabed que el refrán que reza aquello de «más difícil de encontrar que una aguja en un pajar» era de lo más acertado. Pero la encontré, la aguja (en mi caso, lunar). O creía haberlo hecho, porque cuando, tras inspeccionar un par de coños y encontrar en el tercero el bendito lunar, su propietaria, ante mi interpelación de «Hey, Brenda», había replicado:

 

—Olivia, nena, me llamo Olivia.

 

Y se empecinaba en que servidora culminara lo que ella había creído deseo sexual y que, en realidad, no había sido más que un concienzudo escrutinio por mi parte. Con el chasco que me llevé, la cuestión es que no me apetecía nada comérselo y como me sabía mal que se le bajara el calentón, le pedí a una chica que había justo al lado que se encargase ella, algo que hizo con notable rapidez y entusiasmo.

 

A Olivia, ni le importó.

 

Frustrada, salí del cuarto oscuro y me dispuse a bajar al piso inferior. Empezaba a dolerme la cabeza (again), así que ya daba por perdida la noche (y mi bandolera), pero últimamente estoy cada vez más convencida de que debe de haber alguna diosecita por ahí que vela por las imbéciles, porque cuando ya enfilaba las escaleras para bajar, alguien las subía directa hacia mí.

 

—¡Joder, menos mal! —me saludó una chica con mucho entusiasmo, interceptándome—. ¡Qué bien que te haya encontrado!

 

—¿Ah, sí?  ¿Y para qué me buscabas… ehm…?

 

Dejé la frase en el aire para que ella la completara, a ser posible identificándose, porque la verdad es que no tenía ni pajolera idea de quién se trataba.

 

—Brenda —explicó—. No te apures, Mimí también ha tenido que recordarme tu nombre.

 

¿Brenda? ¿Mi Brenda? ¿La del lunar a un coño pegado? La miré bien: castaña, ojos marrones. Vale, dos de tres, nombre y aspecto. Pero ya me había llevado un par de chascos y, desde luego, yo follar no follaba más, que me dolía la cabeza, joder.

 

—¿Tienes un lunar en el coño? —inquirí con desconfianza.

 

¿Os acordáis de lo que os había dicho acerca de ciertas preguntas pertinentes en ciertos lugares pertinentes? Bueno, pues ahí iba otro ejemplo (no lo intentéis con las chicas del Club de Ganchillo).

 

—Esa soy yo —confirmó con entusiasmo—. He hablado con Mimí y sé que me estabas buscando. Pero en realidad yo te estaba buscando a ti. Te quedaste con mi chaqueta.

 

¡Anda, esta sí que era buena! Me robaba y era ella la que me reclamaba a mí.

 

—Pues tú con mi bandolera —contraataqué—. Y tu chaqueta no es que me la quedara. Te la dejaste tú.

 

—¿Yo te dejé la chaqueta? ¿Y dónde, si puede saberse?

 

—¿Dónde va a ser? En la playa en la que me dejaste tirada.

 

—¿Cómo que yo te dejé tirada? ¡Tú me dejaste tirada a mí!

 

—¡¿Yo a ti?! No, guapa. Fui yo la que amaneció con el chichi lleno de arena, más sola que la una y rodeada de cangrejos carnívoros.

 

—Ay, ¿pero qué dices? ¿Y de qué cangrejos carnívoros me hablas?

 

—Eso no viene al caso. La cuestión es que me dejaste a tirada en una playa y, de paso, te llevaste mi bandolera. —Punteé cada posesivo y pronombre señalando con un dedo índice de lo más pasivo-agresivo.

 

—Ah, no, nada de eso —replicó ella, desenfundando a su vez su índice—. a . Mi chaqueta.

 

—¡Pero que no!

 

—¡Pero que sí!

 

—Espera, que así no llegamos a ninguna parte —resoplé. Mi dolor de cabeza no necesitaba demasiados estímulos para dispararse a cotas insoportables y no era una perspectiva que me resultara especialmente deseable, no sin una buena dosis de paracetamol a mano—. A ver si nos aclaramos. Tú y yo nos vimos aquí el jueves por la noche, ¿cierto? —Ella asintió—. Y, bueno, tuvimos un par de encuentros muy interesantes y después me llevaste a la playa para seguir encontrándonos del mismo modo interesante. —Ella frunció el ceño en un gesto de incomprensión—. Que follamos, Brenda, coño, que follamos —aclaré.

 

—Ah, sí. Recuerdo follar aquí con alguien. —Sonrió encantada—. ¿Fue contigo, entonces?

 

Puse los ojos en blanco. Dios mío, ¡había alguien peor que yo en el universo!

 

—¿No lo recuerdas? Aquí y en el aparcamiento, en tu coche. Y después dijiste eso de ir a la playa «para follar bajo la luz de la luna».

 

—¿Eso dije?

 

—Pues sí.

 

—¿Y a ti te pareció bien?

 

—Pues mal, lo que se dice mal, no, a ver.

 

—¡Lo digo porque cómo se te ocurrió dejarme conducir estando borracha, mujer! —me reprochó.

 

—¡Y a mí qué me cuentas, si yo lo estaba más que tú! —repliqué en el mismo tono.

 

Mala idea. Me lo hizo saber el punzante dolor que abarcaba ya parte de mi cráneo y amenazaba con expandirse por el resto de mi cabeza.

 

—Vamos a calmarnos, ¿vale? —pedí.

 

—Sí, será lo mejor —convino ella.

 

—A ver, ¿tú qué recuerdas? ¿Por qué dices que te dejé tirada yo?

 

—Pues porque me desperté sola, hostias. Y haciendo un esfuerzo recordé que estaba con alguien, pero ese alguien no aparecía por ninguna parte.

 

—¿No estaba contigo cuando despertaste?

 

—Pues no, y no veas qué cabreo pillé.

 

—No mucho mayor que el mío cuando vi que me habías deja-do tirada.

 

—¡Me habías dejado sola!

 

—¡Tú me dejaste sola a mí!

 

Alcé la mano, pidiendo una nueva tregua. Un elevación de tono más y ya podía ir despidiéndome de la parte superior de mi cuerpo.

 

—Pero es que no fue así —dijo ella, más calmada—. Tía, yo qué sé. Me desperté y no vi a nadie por ningún lado, así que pensé que te habías largado y me fui yo a mi vez.

 

—Joder, ya podías haberme buscado un poquito, ¿no? ¡Podría haberme ahogado!

 

—¿Y tú por qué te bañaste, mujer?

 

Resoplé con impaciencia.

 

—No lo hice, te lo comentaba como una posibilidad.

 

—Coño, no me líes. Oye, mira, lo siento, pero son cosas que pasan, ¿vale? Las dos bebimos y a las dos se nos fue la cabeza. No le demos más vueltas.

 

—Ya, claro, pero la que se quedó tirada fui yo. Fuimos en tu coche, ¿recuerdas? No tenía otro modo de volver.

 

—Ay, joder, lo siento. ¡Si no hubieras desaparecido!

 

—Y dale. Que yo no desaparecí, fuiste tú la que…

 

Pero no terminé la frase. Mierda, pensé. Mi-er-da. Cerré los ojos. No, no fue ella, Catherine Simone, dijo una vocecita dentro de mi cabeza. No fue ella la que se largó dejándote sola.

 

Acababa de recordarlo todo.

 

—La Osa… —musité, abriendo los ojos.

 

—¿Osa? —inquirió ella con un gesto de extrañeza.

 

La miré, esbozando un gesto de disculpa.

 

—Joder, lo siento. Acabo de acordarme de algo y…

 

—Y fuiste tú la que me dejó tirada a mí, ¿no?

 

—Algo así —admití.

 

—¿Te fuiste con una úrsula[1]? —preguntó extrañada—. ¿Me estás diciendo que te encontraste una osa en la puta playa?

 

—No, no ese tipo de osa —dije—. La Mayor. La Osa Mayor.

 

Ella sacudió la cabeza, desconcertada.

 

—No entiendo nada, tía.

 

Hice un gesto vago con la mano.

 

—Cosas mías. —Tomé aire y lo expulsé con lentitud, presionando mi frente con cuidado—. Oye, lo siento mucho. Me desperté, me fui a dar un paseo y después me quedé frita.

 

—Con mi chaqueta.

 

—Con tu chaqueta, sí. La cogí porque tenía frío. Lo siento.

 

Ella chasqueó los labios.

 

—No pasa nada. Es comprensible. Se ve que eres de las mías. A mí es que el alcohol me sienta fatal, ¿sabes? Y después tengo cada laguna…

 

—A quién se lo dices.

 

—Bueno, pues nada, aclarado. Tú solo dame la chaqueta y ya está.

 

—La tengo en casa. ¿Quedamos mañana y te la doy?

 

—¿Por la mañana? —Hizo una mueca, no muy convencida.

 

Sonreí, señalando mi reloj.

 

Ya es por la mañana. No, mejor por la tarde. ¿Podrías llevarme la bandolera, por favor?

 

—¿Qué bandolera?

 

—Mi bandolera.

 

—No había ninguna donde me desperté.

 

—No jodas. ¿Y en el coche?

 

—Tampoco.

 

Fruncí el ceño, contrariada.

 

—¿Estás segura?

 

—Sí. Lo registré para ver si encontraba la chaqueta. —Se encogió de hombros—. Quizás te la dejaste en la playa.

 

—¿Tú recuerdas si la llevaba al subir al coche?

 

Sus cejas se elevaron en un gesto que parecía decir: «Por favor, si ni recordaba que te había follado…».

 

—Vale —me limité a decir.

 

—Quizás te la dejaste aquí.

 

—No. Le he preguntado a Mimí. O, al menos, si la dejé aquí, nadie la ha devuelto.

 

—¿Crees que alguien te la mangó?

 

—A saber.

 

—Qué putada. ¿Llevabas algo de valor?

 

No, no tenía nada de valor, como ya le había dicho a Leng. No se trataba del contenido, sino del continente, y ni todo el contenido del mundo podría superar el valor sentimental de la propia bandolera.

 

Pero quizás su pérdida era una señal.

 

Otra cosa más que dejaba atrás.

 

Mi casa, mi corazón, mi futuro.

 

Se había acabado. Todo. Mi búsqueda, la bandolera, la puta Osa Mayor.

 

Abatida, me despedí de Brenda después de concretar la cita. Ya no tenía nada que hacer allí. Solo quería irme a casa, enterrarme bajo las sábanas, diluirme, convertirme en una ínfima partícula; ser nada. En la nada no hay corazón, ni memoria, pérdidas o dolor. Un malestar sordo estaba empezando a expandirse por todo mi cuerpo, como lo haría la infección de un virus conquistando la sangre de mis venas, y no tenía nada que ver con el malestar de mi cabeza. El recuerdo me había procurado un nuevo zarpazo, y la desazón estaba empezando a extenderse sobre mí como lo haría un vertido de petróleo en el mar.

 

Densa, oscura, dolorosa.