Siempre no es siempre siempre

 

 

 

 

 

Varios meses atrás

 

 

 

Sus manos cubren mis ojos. Qué bien huelen. Qué suaves. Qué bonitas.

 

Las manos suaves y bonitas descienden hacia mi cuello y la voz de su dueña, igualmente bonita y suave, me susurra, entre risas, que no se me ocurra abrir los ojos.

 

—No hagas trampa, ¿eh?

 

No pienso hacerla. Si ella me dice que no haga algo, no lo hago, claro que no. Me tengo por una chica medianamente lista y si el amor de mi vida me dice cosas como «Ven aquí», yo voy. Si es «Bésame», la beso. Si «Date la vuelta», me la doy.

 

Hoy cumplo veintiséis años y, aunque no fuese mi cumpleaños, si Helena me dice «Ven, bésame, date la vuelta», yo voy, la beso y me giro.

 

Y con eso ya sería un gran día.

 

Pero es mi cumpleaños y creo que Helena tiene algo más para mí que besos y caricias. Así que, obediente, me quedo con los ojos cerrados mientras sus manos continúan sin prisa su camino explorador, que solo se detiene cuando llega al nacimiento de mi garganta.

 

Ahí es cuando doy vía libre a mis escalofríos, que echan a correr sobre mi piel como tortuguitas recién nacidas en busca del mar. Me estremezco de anticipación cuando pregunto:

 

—¿Este es mi regalo?

 

La primera vez que Helena me tocó, pensé: Joder. Una mierda de pensamiento, lo sé, pero es que fue lo único que pudo procesar mi cerebro, sobrepasado por la avalancha de sensuales descargas que le llegaban de todas partes: de la piel, del cuero cabelludo, del estómago, la nuca, el pecho.

 

De ese punto específico, ese, de mi vientre.

 

Y eso que solo tocó el dorso de mi mano. Con la punta de los dedos. Helena rozó apenas mi piel con las yemas de sus dedos y yo pensé «Joder», mientras me deshacía por dentro y me electrizaba por fuera.

 

—¿Qué regalo sería ese? —replica ella en un susurro, acariciando el hueco de mi garganta.

 

—Pues tú —digo, y me sale un tono que señala descaradamente: «¡Esta chica se está poniendo a cien, amigas y amigos!».

 

Es lo que pasa cuando te toca el amor de tu vida. Te fundes. Mueres. Renaces. Vives.

 

Eres.

 

Porque si ella fuera el regalo, si lo fueran sus besos, sus manos sobre mi piel, sería un gran, gran regalo; el mejor. Y aunque los tengo todos los días, sus labios, las yemas de sus dedos, nunca es suficiente. Jamás. Soy helenoadicta desde hace años, la drogodependiente más feliz sobre la Tierra, con la camello más generosa del planeta. Nunca me falta mi dosis diaria.

 

Mi narcotraficante particular se ríe. Sus manos también lo hacen cuando acarician la piel sobre el nacimiento de mi pecho.

 

—No, no soy yo, tonta —dice—. A mí me puedes tener cuando quieras —añade, deslizando un dedo en el canal entre mis senos.

 

—Prométemelo —suspiro, arqueándome ante su tacto—. Prométeme que será así.

 

Yo conocí a Helena con veinte años y tardé uno en convencerla de que tal vez estaría bien que pasara los siguientes sesenta o setenta conmigo. U ochenta, ya que nos poníamos. Aceptó. Desde entonces, besos, caricias, éxtasis, paseos, mañanas de cafés compartidos, alguna que otra pelea y reconciliaciones en las que estaban implicados gran parte de esos besos, caricias y éxtasis, es con lo que hemos estado ocupando los días.

 

Aún no lo sé, porque todavía no me lo ha dado, pero mi regalo para mi vigésimo sexto cumpleaños será una bandolera de piel con correa ajustable, cierre magnético de solapa y bolsillo interior. La misma bandolera de la que yo me había quedado prendada durante un viaje a Terracota un par de meses atrás. Esa que habíamos visto en un mercadillo de segunda mano y que tenía un arañazo en la solapa que reproducía con exactitud el trazo de la línea imaginaria entre Alioth, Alcor y Mizar y Alkaid, las estrellas que forman la cola de la constelación de la Osa Mayor.

 

La misma disposición, calcadita, que forman tres lunares en el brazo izquierdo de Helena.

 

—Alioth. Alcor y Mizar. Alkaid.

 

Le chifla que le recite los nombres de las estrellas cuando recorro con mis dedos las marcas en su piel. Que me incline sobre ella, toque el primer lunar, susurre «Alioth», y la bese. Que toque el segundo, «Alcor y Mizar», y vuelva a besarla.

 

Cuando llego a Alkaid, es ella la que me besa a mí.

 

Yo me emocionaré ese día, cuando me dé mi regalo envuelto en papel de celulosa azul. Se me llenarán los ojos de lágrimas, a mí, la poli, la chica supuestamente dura. Se anegarán, y no tendrá nada que ver con el valor económico del objeto, en absoluto.

 

Lloraré porque Helena no solo se escabulló durante aquel viaje para volver al mercadillo y hacerse con la bandolera. No solo porque se las apañara para mantenerla oculta hasta el día de mi cumpleaños. No lloraré solo por eso. Lo haré, sobre todo, porque ese día de mis recién inaugurados veintiséis había algo más en su bolsillo interior.

 

Una nota de su puño y letra, que decía: «Sí, quiero».

 

—Pero si todavía no te he hecho la pregunta —le diré yo, entre lágrimas y risas.

 

Y ella sonreirá y dirá:

 

—Sea cual sea esa pregunta, sea cuando sea que me la hagas, esa será mi respuesta.

 

—¿Sea cual sea?

 

—Sea cual sea.

 

Y entonces yo la besaré, me lanzaré a su cuello y rodaremos por el suelo, y la bandolera quedará aplastada bajo nuestros cuerpos y habrá más besos, más caricias y más éxtasis.

 

Pero eso será después de que ella me dé su regalo.

 

—¿Que te prometa que será así, el qué? —pregunta, la premura en su respiración ya adivinándose tras las sílabas arrastradas.

 

Oh, sí. Mi Helena será mi droga, pero tal vez yo también tengo algún que otro efecto devastador sobre ella.

 

—Que siempre te tendré —digo, ahogando un gemido cuando la curva de su palma se llena con uno de mis pechos.

 

Noto la sonrisa en sus labios rozando mi nuca, al tiempo que lleva las manos alrededor de mi cintura y me cobija entre sus brazos.

 

—Claro que siempre me tendrás, Cat —susurra la chica de la Osa Mayor, estrechándome con fuerza entre sus brazos—. Siempre, siempre, siempre.

 

Pero no será así.

 

Y yo nunca llegaré a hacerle esa pregunta