Capítulo 15

Saber lo que se iba a encontrar no bastó. Su primera reacción al situarse delante había sido de quietud absoluta. Parálisis. La mano derecha de Annibal descansaba apoyada en su cadera con los nudillos mientras que la izquierda, en un puño, le tapaba la boca. La gravedad de su expresión era extrema. Aquel espectáculo macabro había atrapado su atención, como si no pudiera dejar de mirarlo.

Como si de pronto fuese de piedra.

Su mente había caído víctima del estancamiento. La única diferencia entre él y una estatua radicaba en la respiración. La lógica no le permitía comprender cómo era posible que tuviese que enfrentarse a eso una vez más. La conmoción impedía que emociones tales como la indignación, la ira, la rabia o la impotencia acudieran a él. Todavía. La engañosa calma que precede a las tormentas.

—Iba a meterme a la habitación con Beverly. Llamé a la puerta y nadie contestaba, supuse que estaba vacía. Le dije que esperase en la puerta hasta que le confirmase que se podía pasar, no fuera a ser que estuviese ocupada y…

Larry Greenwich hablaba con voz trémula, inseguro y asustado. Él había sido el autor del hallazgo. No solo tenía el estómago encogido, sino que desconfiaba de su jefe. No sabía hasta qué punto podía pagarlo con él. Tragó saliva. El recorrido de su nuez fue visible.

—¿Le vio? —le interrumpió Annibal. Su rostro era gélido. Su tono desprendía agujas de hielo.

—¿Quién? —preguntó Larry, precavido. Lo que veía en Scorpio hizo que sus nervios zozobraran.

—La chica. Dime, ¿le vio?

—No, jefe. Beverly se quedó fuera y me preguntó cuando salí. Yo le dije que había dos montándoselo en el baño de la habitación.

El sudor empapaba el cuello de la camisa rosa pálido de Greenwich. Se alegraba mucho de que aquella fuese la versión real. No quería ni imaginarse qué habría ocurrido si su amante le hubiese seguido al interior del ese dormitorio. Le habrían ordenado quitarla de en medio. Larry recordó la reunión que había tenido lugar hacía una semana. El jefe, y todos en general, mantenían una actitud tajante ante las irregularidades de las últimas semanas.

—Bien. Greenwich, sal fuera. Ponte en la puerta y no dejes que nadie entre aquí bajo ningún concepto, ¿de acuerdo? Si alguien te pregunta, estoy yo dentro. Debería bastar. Echaremos el cerrojo de todas formas. No quiero que te muevas de la puerta, ¿entendido? Repito, bajo ningún concepto —ordenó Scorpio en voz baja—. Tampoco le comentes nada a nadie. Como te vayas de la lengua, el siguiente serás tú.

Annibal no era muy partidario de amenazar a sus hombres. En circunstancias normales le provocaba cierto rechazo. Sin embargo, y una vez más, no había nada de normalidad allí. No podía dejar que se corriera la voz y cundiese el pánico. Las consecuencias del miedo colectivo podrían ser catastróficas. Y no solo eso. Su reputación se vería dañada, sus negocios resentidos. No. Debía mantener la situación bajo control.

Larry obedeció, aliviado. Todavía le temblaban las piernas. Salió y se apoyó en la pared, a un lado de la puerta. Escuchó el golpe brusco del cerrojo desde dentro. Teniendo en cuenta lo que esa habitación escondía en su interior, le pareció un sonido macabro. La piel de los brazos se le erizó con violencia bajo las mangas de la camisa rosada.

El mutismo era denso. Scorpio no había cambiado de posición en ningún momento. Fue el Lobo quien se encargó de atrancar la puerta. Aquello era lo último que habían esperado que sucediera aquella noche.

Annibal repasó una vez más la escena de arriba a abajo.

Unos ojos cuyo azul se asemejaba a las aguas caribeñas se clavaban vidriosos en el techo. Un corto e impecable cabello excesivamente rubio contrastaba con la colcha de color gris oscuro de la cama. La boca entreabierta jamás volvería cerrarse por voluntad propia. La piel siempre había sido blanca, demasiado, pero ahora la palidez se acentuaba por el inconfundible rastro de la muerte. Las ropas impecables no presentaban ninguna arruga, los zapatos pulcros no dejaban adivinar suciedad. Pero no había elegancia en aquella demostración de la maldad humana. La posición del cuerpo sobre el colchón, si bien no llegaba a resultar grotesca, era forzada, antinatural. La cabeza descansaba recta en la almohada mullida. Un disparo rompía la armonía de la frente nívea. Ríos de sangre oscura surcaban la tez inanimada.

Hans Schneider había sido asesinado.

Scorpio necesitó varios segundos para despertar del estado de incredulidad en el que se había sumido. Caminó hasta el cuerpo de Hans. Era la primera vez que veía el cadáver de uno de los suyos en lo que se refería a esa siniestra cadena de asesinatos. No hacía falta debatir siquiera si el autor era el mismo que en los casos anteriores. Era obvio que sí. Pero no era el muerto en sí lo que le dejaba esa sensación desagradable. Al menos en parte.

Cuando se hubo aproximado lo suficiente, se detuvo para examinar con detalle la herida de bala. A simple vista parecía obvio que había sido la causa de la muerte. La piel que rodeaba el agujero se apreciaba chamuscada. Le habían atacado a quemarropa. Y, además de Greenwich, nadie parecía haberse percatado de nada. No se había dado ningún revuelo. Tal vez la música hubiese influido pero la hipótesis que tuvo más fuerza para Scorpio fue la del uso de un silenciador. Premeditación.

El crimen había tenido lugar allí, en su fiesta. En su terreno. Mientras Schneider perdía la vida, en la planta baja la gente había estado bebiendo, charlando, ligando. Divirtiéndose.

Maldito hijo de puta.

Afloraron los primeros signos de pérdida de consistencia en la calma de Scorpio. Control, necesitaba control. Uno, dos, tres... Diez... Quince... Veinte... Todavía contemplaba el cuerpo. Entonces reparó en el rictus de Hans. Sintió un picotazo en el estómago al distinguir una mezcla de sorpresa y miedo en la mueca. Colocó, sin ningún pudor, la mano sobre la del hombre desafortunado. Aún no había perdido el calor. No hacía mucho que Schneider todavía respiraba.

—En mi casa. En mi propia casa —masculló junto a Hans.

Rabia. Rabia contenida que no podía permitirse liberar. Scorpio solía levantar la voz cuando se enfadaba, empleando palabras malsonantes en la mayoría de los casos. Si no era así, significaba que se encontraba cerca del límite. Las comisuras de los labios del chico se inclinaron hacia abajo. El rostro muerto hacía que no pudiera mirar hacia otro lado.

—No lo entiendo. No puedo entenderlo. —El Lobo estaba tan desorientado como él.

—No sé para qué coño pago a esos cabrones de seguridad —soltó Scorpio. Se puso de pie y avanzó hasta Rafael. Sentía el fuego de la ira avivarse en sus entrañas. Despediría a esos tipos a base de golpes si era necesario. No se podían cometer tales errores de vigilancia, y menos si trabajaban para alguien con su categoría.

—Las cámaras han tenido que recoger algún movimiento, por pequeño que sea. Hay que comprobarlas.

—Las cámaras nos mostrarán algo siempre y cuando el hijo de puta haya pasado por los lugares de la casa donde están instaladas y operativas. No hay cámaras en las habitaciones.

Annibal estaba empezando a enfurecerse. Tenía que haber puesto cámaras por todas partes. ¿Cómo no se le había ocurrido que podía pasar algo así? ¡A la mierda la privacidad! Le había costado la vida a uno de sus hombres. A uno de sus amigos. Tuvo que pegar las manos a su cuerpo para evitar que temblaran de rabia.

—Alguna habrá grabado imágenes de las escaleras. No hay otra manera de subir aquí —insistió el Lobo.

—No hay ninguna cámara que apunte directamente a las escaleras. Sí al salón. Pero hay demasiada gente. Teniendo en cuenta que por donde acaba la visión de la cámara se puede acceder a otros sitios además de a las escaleras, podría haber sido cualquiera. Suponiendo que se distinga algo. —Los objetivos grababan en alta resolución, pero temía que no fuese suficiente—. O tal vez entró por la ventana, qué cojones sé. Tenía que haberlo previsto. Con todo lo que está pasando, tenía que haberlo previsto. Joder. Pensé que con los putos seguratas y algunas cámaras sería más que suficiente. Pero soy gilipollas. Es que soy gilipollas. —Annibal hablaba más para él mismo que para su oyente. Sin darse cuenta, levantó el volumen de las últimas frases.

—Podrías haber sido tú el muerto esta noche —afirmó Rafael, sombrío.

—No, Lobo. Ha entrado en esta casa sabiendo que es mía. Si me hubiese querido matar, yo no estaría hablando contigo ahora.

Le recorrió un sudor frío. ¿Por qué ese malnacido no había acabado con él? No sabía quién era ni qué pretendía con todo aquello. Si había sabido sortear las medidas de seguridad, bien podría haberle matado. Pero había elegido a Hans. ¿Por qué a Hans? La burla parecía muy clara. ¿Qué clase de mensaje era ese? No podía interpretarlo si desconocía al autor.

Cerró los párpados. Inspiró despacio. Preso de una gran impotencia, la notó ascender por la garganta. Quería romper, destrozar, gritar. Quería coger al desgraciado y matarlo a golpes con sus propias manos. Los nervios se abrían paso a pisotones a través de la templanza. Si no los conseguía dominar, serían más fuertes que él. No se lo podía permitir. Buscó al Lobo de nuevo. No dejaría que su mente actuara con independencia de la racionalidad. No le haría ningún bien.

—¿Pero cómo coño ibas a saber lo que ocurriría? ¿Cómo ibas a pensar que el tío se iba a meter en tu casa e iba a matar a Hans? ¿Cómo íbamos nadie a saberlo, joder? —inquirió el Lobo. Le conocía desde hacía muchos años e intuía lo que podría estar pasando por su cabeza, incluso cuando apenas lo manifestaba.

—¿Te das cuenta de lo que ha ocurrido? ¿Que han matado a Hans delante de nuestras propias narices? —repitió. Solo retuvo una parte de lo que había escuchado—. Nadie puede enterarse de esto y muchísimo menos la policía. Como se sepa, nuestra imagen va a perder fuerza. Mi imagen. —En ese momento no podía hacer caso a la ética con respecto a Schneider; a fin de cuentas, el que seguía vivo era él—. En los demás asesinatos yo no estaba presente. Este ha ocurrido en mi puta cara. —Se llevó la mano derecha a la frente, masajeándola mientras volvía a cerrar los ojos—. Me preocupa que Greenwich se vaya de la lengua.

—No lo hará.

—Más le vale.

Ambos hombres enumeraron después las posibles hipótesis acerca de la nueva y maldita muerte. Otra vez hipótesis. Scorpio estaba hasta los cojones de hipótesis.

Fingir que la pérdida no les afectaba era una tontería absoluta. Claro que les dolía. No solo habían estado unidos a Schneider por temas profesionales. Había sido, con un año menos que Annibal, el más joven de los hombres que constituían su círculo más cercano. Pero no era el momento de dejarse llevar por los sentimientos. Tan solo entorpecerían. Hablaron del silenciador y del disparo a tan corta distancia, de la temperatura del cuerpo, de la postura en la cama, de toda la sangre derramada. No importaba. No era suficiente. Les resultaba imposible averiguar algo acerca de la identidad del culpable, no lograban unir detalles con las muertes anteriores.

Era desesperante. La gran concurrencia en la casa no ayudaba.

—Hay algo que no me cuadra —dijo de pronto Scorpio. Frunció el ceño. Se dio la vuelta para quedar de espaldas al Lobo y de frente al triste ocupante de la cama. Anduvo despacio en dirección al cadáver, entornando los ojos—. Sé que el autor es el mismo, pero este no es el procedimiento habitual. Solo ha matado a uno. —Hablaba tan bajo que su compañero tuvo que esforzarse en escucharle.

—También mató a uno en el caso de Jay —le recordó Rafael.

—Pero iba a por vosotros dos. No estaba planeado que escaparas.

—La estrella —susurró el Lobo. La herida de su brazo izquierdo parecía llamarle a gritos.

—Joder.

—Además del disparo, Hans no tiene heridas que le hayan causado la muerte. A juzgar por toda esa sangre, probablemente estaba vivo cuando le dispararon. Fue lo que le mató. ¿Qué necesidad habría entonces de clavarle eso una vez muerto? Y de haber sido así, estaría en un lugar visible para que la encontráramos. Pero no hay nada.

El razonamiento del Lobo parecía tan obvio que escocía no haberse dado cuenta antes. La experiencia era su guía. Con todo, no conseguía deshacerse de la impresión de que se les escapaba algo. Para empezar, la localización de la estrella metálica. A simple vista, no había ni rastro del siniestro ritual del asesino. ¿No era eso, un ritual? Rafael dudó. ¿Y si no fuese el mismo autor? Era algo que no habían contemplado. Lo único de lo que disponían era de un tiro en la cabeza. Nada más.

Scorpio resopló. Se estaba agobiando. No era capaz de entender nada acerca de esa oleada de crímenes.

¿Qué pasó, Hans?

Jamás le respondería. Se fijó en sus ojos, cada vez más espesos. El proceso de corrupción era implacable, incluso habiendo transcurrido tan poco desde la muerte. No era temor lo que experimentaba ante aquella mirada muerta. Había visto demasiados cadáveres a lo largo de su vida como para que otro más le acobardase. Esa era una meta demasiado ambiciosa para el atacante fantasma. Annibal apretó los dientes. Se dijo que jamás nadie iba a someterle. Ni su orgullo ni todo lo que había conseguido se lo permitirían.

Quedarse allí era absurdo. No encontrarían nada más. Y, si pudieran hacerlo, sus intelectos ahora densos no podrían trabajar demasiado. Lo que menos necesitaban era que alguien les echara en falta y se dedicara a hacer preguntas, a buscarles. No querían atraer la atención hacia esa habitación. Aquella casa, su casa, había dejado de resultar segura esa noche. ¿Seguiría el asesino entre toda aquella gente? La sola posibilidad hacía que su autocontrol tambalease.

Pensó en darse media vuelta, bajar las escaleras e ir anunciando el final de la fiesta. Una cosa era aparentar normalidad y otra muy distinta seguir la celebración con el cuerpo de Hans todavía presente.

Le dedicó una última mirada. Era inevitable fijarse en la cantidad de sangre que cubría al pobre hombre. Recorrió el rastro con los ojos. Y se detuvo en un punto. La camisa azul marino de Schneider. En concreto, en la piel que escondía debajo. Algo casi imperceptible había absorbido su atención. Bajo la mirada vigilante del Lobo, Annibal regresó al cuerpo. Alargó los brazos y empezó a desabrocharle los botones de la camisa. Si no tenía cuidado, impregnaría sus dedos de sangre. Estaba tan concentrado que al final no pudo evitarlo. Poco a poco iba dejando al descubierto el pecho cadavérico del hombre rubio. Con una punzada de negra satisfacción, confirmó que no habían terminado. No se habían dado cuenta antes, la sangre había logrado un espléndido trabajo de camuflaje. Tras el último botón, separó los dos extremos de la tela. La parte superior del cuerpo de Hans quedó al descubierto.

Demasiada imaginación. No para el asesino. Aquella obra ponía de manifiesto la mente fría, congelada hasta lo patológico, de su autor. Era inteligente. Original. Tenía recursos. Había continuado con su trabajo y había salido victorioso. Un mórbido calculador. Por supuesto, no podía faltar su firma. Era su creación y debía ser reconocida como tal. El arma arrojadiza habría sido absurda. Les había regalado algo más acorde a las circunstancias.

La música vaga que les llegaba a través de las paredes conformaba la banda sonora. Siniestro. Ambos hombres observaban en silencio lo que se asemejaba a unos caminos trazados sobre terreno nevado. Cortes a base de cuchilla que habían sido tallados a conciencia. Líneas hundidas y oscuras. El lienzo, carne muerta. El pigmento, sangre. Dos rectas y dos curvas bosquejaban la composición perfecta.

Voilà.

Ahí estaba, observándoles desde las tinieblas de la muerte.

Trece.