Capítulo 18

La oscuridad era densa, afilada. Todo cuanto alcanzaba a ver se difuminaba en sombras. El tiempo sufría una distorsión extraña. Aunque no miró el reloj digital que descansaba en su mesita de noche, parecía como si los números se hubieran detenido. Congelados en verano. Era complicado averiguar cuánto quedaba para el amanecer sin mirarlos. Quizá ya hubiese amanecido.

Le dolía la cabeza. Annibal primero se llevó una mano a la frente y luego se revolvió el pelo. Las dos copas vacías de vodka permanecían juntas, silenciosas. Sintió frío. Se levantó de la cama y fue a cerrar la ventana del dormitorio. No recordaba en qué momento la había abierto, tenía que haber sido ante la necesidad de disipar el calor húmedo acumulado.

Cuando se asomó a la calle a través del cristal, vio que clareaba. Las estrellas empezaban a desaparecer, preparadas para cubrirse con el manto del cielo diurno. Tampoco es que se vislumbraran muy bien durante la noche a causa de la contaminación lumínica de la ciudad. ¿Qué le importaban a él las estrellas? Tan solo quería seguir durmiendo. Le ponía de mal humor despertarse sin razón aparente. A lo mejor había sido el dolor de cabeza, que le aporreaba las sienes. Cerró la ventana, corrió las cortinas. No necesitaba un exceso de luz. Tampoco importaba la hora a la que se levantase más tarde.

Entonces rememoró el motivo por el que había trasnochado. Miró la cama, al extremo que normalmente permanecía vacío. No esa noche. Ella se escondía bajo las sábanas oscuras.

Regresó a su hueco, aún caliente, y se arropó. Tardó un rato en desprenderse de los restos de frío. Al cabo de unos minutos, molesto por no poder conciliar el sueño, se giró hacia Angela. Quería acercarse. Agarró la parte superior de las sábanas para colocarlas. No pudo resistirse a la tentación de mirarla.

Se quedó paralizado.

El color huyó de su rostro, blanco como el papel. El corazón le golpeaba el pecho con violencia extrema, intimidándole. Las costillas parecían frágiles frente a aquella agresión indómita. Le faltaba el aire, se le secó la boca. No podía moverse. No se atrevía. Mantenía los ojos fijos contra su voluntad, contemplando el terror en estado puro. Un zumbido agudo penetraba sus oídos. Era, junto con los latidos dolorosos, lo único que podía escuchar. El pánico anquilosaba sus miembros, le impedía reaccionar. Su retina grababa la imagen al rojo vivo en su cerebro. Luchaba por mirar hacia otro lado. Las náuseas ascendían por su garganta como el contenido de un géiser. Pudo controlarlas a duras penas. El mareo le golpeó con un puño invisible.

Miles de recuerdos, uno tras otro, se agolpaban ante la espantosa escena.

No era la silueta tersa de Angela la que yacía en su cama. Era otra persona, un cuerpo sin vida.

El cadáver de Sylvia.

Su hermana mantenía los ojos fijos en el techo, a medio abrir. Los párpados casi escondían el iris marrón. El blanco de los ojos estaba cubierto por una niebla pastosa. Monstruosas salpicaduras de sangre invadían la piel lechosa. Un pequeño agujero estropeaba el centro de la frente lisa. Otro rompía la armonía de la mejilla derecha. Sus pantalones vaqueros estaban manchados de tierra, el abrigo azul oscuro con capucha absorbía la sangre. La sudadera rosa pálido asomaba por debajo. Tenía el largo cabello negro enredado y sucio, polvoriento.

Annibal, rígido por el pánico, localizó manchas húmedas de textura viscosa alrededor de la niña. Impregnaba su cama. Le impregnaba a él.

No podía huir, los barrotes de terror le tenían prisionero. Violentos temblores se adueñaron de su cuerpo. Los arrugados ojos de Sylvia se giraron. Le miraron. Su estómago entró en caída libre.

Scorpio empezó a gritar.

Angela se sobresaltó de tal manera que acabó sentada en la cama. Su pulso galopaba tan rápido como un bólido de carreras. Adoptó una posición defensiva. Trató de adecuar su visión a la oscuridad, desorientada. Miró a su izquierda. Encontró a Annibal en la punta opuesta de la cama. Estaba sentado, dándole la espalda. Tenía el cuerpo crispado de tensión. Escuchaba la respiración agitada, visible en sus hombros.

—Annibal —le llamó. No recibió respuesta. No sabía si acercarse. Esperó unos segundos. Nada—. Annibal, ¿qué pasa?

Silencio. Dudó. Al final avanzó hacia él por la cama. Insegura, posó la mano sobre su hombro. Estaba sudando. Tiritaba.

—Nada.

Ambos sabían que era mentira. Ella no insistió.

Aquella sobrecogedora pesadilla hostigaba la mente de Scorpio. Despierto, casi podía percibir el hedor del cuerpo de su hermana. Le temblaban las manos. Las cerró con fuerza. Se había despertado con su propio grito y agradecía profundamente que hubiera sido así. Sabía muy bien que los sueños en los que aparecía Sylvia solían arrancarle lágrimas.

El nudo de la garganta le dificultaba la respiración. No vivía imágenes mentales tan aterradoras desde hacía mucho tiempo. Todavía tenía que contener las náuseas. La angustia desbarataba cualquier intento de recobrar la serenidad. Se revolvió el pelo con una mano otra vez. Le hacía daño en algunas partes de la cabeza como consecuencia del gel fijador que había utilizado la noche anterior. Notó los dedos de Angela deslizarse con timidez desde el hombro hacia la espalda. Fue el único movimiento que tuvo lugar en varios minutos.

Annibal se levantó de la cama. El reloj marcaba las siete y media de la mañana. Había transcurrido una hora escasa desde que se habían dormido. Se encaminó al baño del dormitorio, callado, y cerró la puerta. Abrió el grifo, buscó el agua caliente. Acostumbrado a utilizarla fría para apaciguar sus ánimos, lo que ahora necesitaba era algo que calmase la escarcha que le cubría por dentro. Apoyó ambas manos en los bordes blancos de la pila del lavabo y se miró al espejo. Las gotas transparentes resbalaban por su cara. El recuerdo desempolvado, deformado en su nivel más grotesco, latía detrás de los ojos. Dolía.

Volvió a la cama cuando se secó el rostro con una toalla.

—¿Qué ha pasado antes? —Angela era prudente, alertada por la intuición.

—No te preocupes —contestó él. No consiguió una voz firme. Se tumbó y se tapó hasta arriba. Parecía mentira que fuese junio.

—¿Seguro?

El hombre no respondió. Angela volvió a desistir. Nada le indicaba que quisiera confiarle lo que le había alterado tanto. No se conocían. La intimidad que habían compartido no incluía ese ámbito. La chica se acomodó también. Lejos de apartarse, se arrimó a él. En un acto de valentía, apoyó la mano sobre su pecho. Si Annibal agradeció o no ese contacto, no se lo mostró. Pero sí rodeó su fina cintura con el brazo derecho. Acurrucada en su piel, no tardó en volver a dormirse.

Scorpio quería dejarse vencer por el sueño, pero su mente activa le castigaba repitiendo una y otra vez la horrible imagen. No tenía muchas armas con las que combatirla, así que decidió usar el raciocinio. Necesitaba averiguar la razón por la que había soñado con el cadáver de su hermana. La frecuencia de ese tipo de pesadillas había descendido mucho desde que el suceso real ocurriera diez años atrás.

Temía dormirse y revivirlo de nuevo. No quería verla más.

Recordó el asunto que le envolvía desde hacía unas semanas. Recordó la obsesión del loco que había decidido atacar su sistema. Atacarle a él sin llegar a rozarle. Todavía. Era posible que las muertes de sus hombres hubieran desempolvado el rincón más oscuro de su mente, aquel que guardaba la pérdida que le había marcado de por vida.

Se negaba a evocarlo otra vez. No quería pensar en su hermana. No quería pensar en nada. Quería dormir sin soñar.

Se movió con cuidado en el sitio. Acomodó la almohada con la mano que tenía libre. Se forzó a cerrar los ojos. Unos agónicos minutos bastaron para que consiguiera escapar del estado de vigilia.