Tic–tac. Tic–tac. Tic–tac.
Los ruidos de la comisaría se filtraban atenuados a través de las paredes. En el despacho de Wolfgang Sawyer el silencio era espeso, igual que en el trayecto de regreso el día anterior.
Roger sabía para lo que estaba ahí, no hacía falta ser muy listo. Ya se lo había adelantado al salir de aquella casa. Había intentado excusarse, pero Sawyer no le había permitido decir ni una sola palabra. Le había dicho que lo tratarían al día siguiente.
Eran las ocho de la mañana. Tanto el detective como su compañera habían llegado con escrupulosa puntualidad.
Antes de prestarles atención, Wolfgang terminó de consultar unos correos electrónicos. La atmósfera era más bien incómoda.
—¿Sabe lo que podía haber organizado ayer, Rickman? —comenzó el sargento. Su seriedad habitual se acentuaba. Con las manos cruzadas sobre la mesa, miraba fijamente a los ojos marrón claro del detective.
—Lo siento —se disculpó Roger. Se arrepentía únicamente por haber propiciado una situación que podría calificarse de peligrosa.
—¿Lo siente? Lo siente ahora, pero la tontería que se le metió en la cabeza pudo haber hecho que los tres nos metiésemos en un aprieto serio. Usted no puede participar en una investigación y meter la pata como lo hizo. ¿Cree que va a algún lado con esa actitud?
—Creí que era conveniente marcar territorio.
—¿Es usted un perro?
—No.
—Pues la próxima vez no piense en marcar territorio, como usted dice. No es lo más sensato. —Sawyer miró a Jones, quien escuchaba prudente—. Si no recuerdo mal, hace un par de días le dijo a su compañera que, y cito textualmente, para ellos no valemos más que la mierda. Lo que me dificulta entender qué es lo que le movió a comportarse de una manera tan poco profesional. Y no me hable de territorios.
—Si para él no valemos nada, supuse que recordarle lo contrario no le vendría mal —expuso Roger. No podía ganar, pero defendería su postura.
—¿Y no se imaginó que podían sacar las pistolas y matarnos? —le reprochó Wolfgang.
—Puede que no nos tengan en alta estima, pero todo el mundo sabe lo que ocurre si matas a un policía.
—¿De verdad cree que somos intocables, sobre todo para tipos como ellos? Bájese de la nube. Si sigue mi consejo, tal vez logre pasar de los treinta años. ¿Por qué piensa usted que esa gente aún no está en la cárcel a pesar de que todos sabemos a lo que se dedican? Ellos, ustedes, yo, el juez. Porque hacen tan bien su trabajo que nunca podemos conseguir pruebas definitivas de sus actividades criminales. Así que dígame una cosa. Si Scorpio y el Lobo hubiesen decidido contestar a sus provocaciones como cabría esperar, ¿cree que alguien habría podido ayudarnos, si nadie aquí sabía que estábamos allí? ¿Se paró a pensar en ello en algún momento?
—No —admitió Roger. Estaba empezando a ver que a lo mejor se había equivocado.
—No pongo en duda su capacidad de manejar la situación en el caso de que esta se hubiese torcido, ni la de ninguno de nosotros, pero allí estábamos en desventaja. Esos dos hombres no habrían tenido problema alguno en deshacerse de nosotros y nadie podría relacionarles con las desapariciones. Así que un poco de cabeza.
—En definitiva, ¿nunca vamos a poder acercarnos a ese tío sin pensar que estamos por debajo? —se quejó Roger. Se negaba a aceptarlo.
—Hay situaciones y situaciones. Y la de ayer no era la más propicia para intentar demostrar quién es el más gallito del corral. Fuimos a hablar, a intentar avanzar, y lo que hicimos gracias a su actitud fue retroceder. Cuando tengamos que intervenir de forma menos amistosa, será otro cantar. Pero hasta entonces las cosas deben transcurrir con normalidad. ¿Me ha entendido? —Vio cómo el detective asentía con la cabeza—. No tengo intención de prescindir de usted, es un buen policía. Así que confío en que para las próximas veces sepa medir sus palabras. Ya sabe cómo es Scorpio. Sea más inteligente que él. —Sawyer dejó unos segundos en el aire—. En fin. ¿Hay algo que quieran comentar acerca de lo que vimos ayer?
—¿Además de su actitud defensiva? —recalcó Roger.
—¿Acaso esperaba otra cosa? —dijo Wolfgang.
—¿Podría ser verdad que no supiera quién les está atacando? —preguntó Catherine.
—Sí. Tengo la sensación de que, si supiera algo, se habría mostrado más relajado. Seguramente habría sentido satisfacción al ver que somos nosotros los que damos palos de ciego. Pero no fue así como le vi —razonó el sargento. Sacó una pequeña libreta del segundo cajón de su mesa. Hizo unas cuantas anotaciones.
—También es una tontería pensar que el Lobo fue quien se cargó a Taylor. Admitió que estaba herido, no se esforzó en ocultarlo. Sabía que tenemos información. Así que yo descarto que tenga que ver también con el resto de las muertes —opinó Rickman.
—De hecho, dudo que Annibal o sus hombres tengan algo que ver —añadió Jones.
—Hay que estar atentos. Ya dejó caer que se encargaría él si encontraba alguna evidencia de la identidad del asesino —advirtió Sawyer. Para no variar, le irritaba que diera afirmaciones tan explícitas pero que carecían de validez como prueba. Era así como se movía, como se escabullía siempre.
—¿Por eso no le habló de la pintada de la pared? —dijo Roger.
—No lo creí conveniente —admitió el sargento—. Nosotros somos quienes debemos ir por delante, no ellos.
—A lo mejor ya lo sabían —dijo Catherine.
—O no —dijo Rickman.
De pronto, golpes. Alguien solicitaba permiso para entrar al despacho. La puerta se abrió antes de que Sawyer tuviera la oportunidad de darlo.
—Sargento, preguntan por usted —le informó Brian Farrell respetando la distancia. Pertenecía a su brigada.
—¿Quién? —se interesó Sawyer.
—Cindy Carter, periodista.
—¿Periodista?
Wolfgang no tenía noticia alguna de que la prensa ya se hubiese puesto al tanto de lo ocurrido. ¿Cómo era posible que se hubiesen filtrado las muertes? Qué tontería. La calle era un hervidero de rumores. Segundos después se planteó que podría tratarse de otra cosa. En fin. Había más mundo más allá de aquellos asesinatos.
Necesitaba un respiro.
—Dígale que espere. Enseguida la atiendo.
Brian asintió. Después se marchó sin más dilación.
La prensa.
Sawyer no podía evitar sentirse inquieto. Si se confirmaba que los periodistas tenían conocimiento del caso, supondría más bien un perjuicio. Si el asesino llegaba a enterarse de que se encontraba bajo un amplio foco de atención, tal vez pusiera tierra de por medio un tiempo. Podría alejarse aún más de ellos. No podía dejar que la tal Carter indagara demasiado. Si era necesario, recurriría a lo más sencillo: el secreto profesional. A decir verdad, no tenía ganas de atenderla. Pero, si no lo hacía, su evasiva podría desembocar en especulaciones no deseadas.
Cumpliría con lo que se esperaba de él.
—Vayan a atender sus asuntos, ya continuaremos la charla —les propuso Sawyer. Precipitó así un final que aún no debería haber llegado. En cualquier caso, necesitaban una nueva línea de investigación que les ayudara a salir de aquel atolladero.
Pronto, el sargento se quedó solo. Se pasó ambas manos por encima del traje con pretensión de estirarlo, aunque en su impecable vestimenta gris oscura no se apreciaba ninguna arruga. Su imagen era intachable siempre, pero el hombre tenía demasiado apego por la perfección.
Wolfgang abandonó el despacho. Esperaba que la señorita Carter no le quisiera entretener demasiado. No tardó en presentarse en la sala de espera. Había varias personas. No podía perder tiempo, emplearía el modo más rápido y convencional.
—Cindy Carter —llamó en voz alta.
Una chica colocó un marcador en la página de su libro, abierto por la mitad. El sargento vio que se trataba de una de las novelas de Stephen King. No logró leer el título, pues Cindy ya lo había guardado en su mochila rosa y negra. Cerró la cremallera. Sawyer empatizó con ella durante un breve instante, tenía cierta afición por ese autor. La muchacha se levantó con torpeza y se aproximó a él.
—Acompáñeme —le indicó Wolfgang.
Le daría la oportunidad de expresarse. E incluso le explicaría un par de cosas siempre que no comprometiera ninguna de las investigaciones en curso. En especial si se trataba del caso. De verdad esperaba que no fuese ese el que la había conducido hasta allí.
Anduvieron por la comisaría. Atravesaron varios pasillos hasta llegar a una sala. Era una estancia sin nombre, pequeña, utilizada algunas veces para reuniones más bien informales. Tenía una pequeña mesa blanca en el centro. Era sobria, plana y limpia, con lugar para cuatro sillas. Estas, blancas también, tenían las patas de metal y un antideslizante negro en las puntas. Sawyer tomó asiento e invitó a su acompañante a que hiciera lo mismo.
—¿En qué puedo ayudarle, señorita Carter? —Cruzó las manos sobre la superficie impoluta.
—Buenos días, sargento Sawyer.
La joven periodista sonrió. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta alta. Algunos cabellos sueltos hacían su imagen menos seria, al igual que ciertas irregularidades justo antes de llegar al coletero rosa. Tenía el flequillo sujeto hacia atrás con unas horquillas del mismo color. Llevaba unas gafas negras de montura de pasta, grandes. Detrás de los cristales delgados, se escondían unos ojos de un color que el sargento calificó como azul. Su único maquillaje era una suave capa de brillo de labios transparente. Una camisa morada de manga corta, unos pantalones vaqueros y unas deportivas blancas de una marca de difícil identificación eran su indumentaria. No parecía tener más de veinticinco años.
—Aquí tiene mi acreditación. —Cindy sacó del bolsillo pequeño de la mochila la tarjeta que la identificaba como periodista—. Trabajo en el periódico Sun Street. ¿Le suena? —Recibió una respuesta afirmativa—. Me gustaría saber si podría robarle unos minutos de su tiempo.
—Desde luego. Pero sea breve, por favor. Tengo que volver al trabajo —contestó Wolfgang, amable. Le gustaban los modales de la chica, le facilitaban una actitud abierta.
—Muchas gracias, no le entretendré.
Cindy había temido que el policía no pudiera o quisiera colaborar con su pequeño proyecto. No siempre había suerte de que alguien tan ocupado como él concediese una entrevista. Tomó de la mochila unas hojas en blanco unidas entre sí mediante un clip plateado, así como un bolígrafo. Antes de empezar con las cuestiones previstas, probó la tinta en la esquina superior derecha del primer folio. El color negro no se hizo de rogar.
—A principios de la semana pasada se encontraron dos cadáveres en la calle, al parecer por un barrendero. ¿Se sabe algo acerca de las identidades? ¿Se ha encontrado al culpable? Hubo bastante gente que se acercó al lugar del crimen, hay rumores. En el periódico decidimos que lo mejor era venir a preguntarles a ustedes.
—Bueno...
Sawyer no pudo evitar suspirar. Demasiado previsible. Las famosas muertes. Al menos solo había hecho referencia a las dos primeras. Las suposiciones y las preguntas eran inherentes a la naturaleza humana. Aquella periodista se limitaba a hacer su trabajo y le dio la impresión de que no quería enturbiar más el asunto. En cierto modo, eso le aliviaba. Se centraría solo en la información que ella mencionara, no saldría de él hablar del resto. ¿De verdad la prensa desconocía los demás sucesos? No había que adelantar acontecimientos.
—Todavía no hemos detenido al autor. Estamos investigando con las pruebas encontradas, pero es un caso difícil. Necesitamos más tiempo. En cuanto a la identidad de los cadáveres, sabemos que son narcotraficantes.
No era mentira, más bien una verdad a medias. No veía por qué debía esconder a qué se dedicaban, pero no iba a revelar que tenían relación con Annibal Scorpio. Al menos de momento. Aún no les interesaba que ese nombre decorase los titulares de los panfletos. Ya habría tiempo de que se publicara cuando por fin consiguiesen encerrarle definitivamente. O eso esperaba. Observó cómo Cindy apuntaba los datos en los folios, vírgenes hasta entonces.
—¿Narcotraficantes? ¿Diría usted que se trata de alguna pelea entre bandas?
—Podría ser. Peleas por el territorio, ajustes de cuentas, robo de mercancías... No sería raro. Barajamos varias teorías.
Las respuestas de Sawyer eran breves y poco concretas. En realidad, no pensaban en tantas posibilidades como aseguraba, pero sí existía una gran incógnita que les estaba dificultando el trabajo.
—¿Hay algún sospechoso?
—Todavía es muy pronto para señalar a nadie. Tampoco sería correcto divulgar nuestras suposiciones cuando todavía no son más que eso. —Wolfgang sintió de pronto la necesidad de que la conversación llegara a su fin. Nunca debía subestimar la capacidad de improvisación de los reporteros. Pensó que, con la información que le había proporcionado, podría elaborar un artículo. Aunque fuese pequeño—. ¿Tiene alguna pregunta más?
—No, sargento. Muchas gracias por su atención. Ha sido muy amable. —Ella comenzó a guardar sus breves apuntes en la mochila, así como la acreditación que había dejado encima de la mesa. Intuía que no superaría la voluntad hermética de su entrevistado. No le sorprendía. Había aprendido a captar cuándo su presencia dejaba de ser adecuada.
—Un placer.
Ambos se levantaron a la vez, colocaron en silencio las sillas y salieron del austero cuarto. Sawyer, el último, apagó la luz y cerró la puerta. Se despidieron con cordialidad mientras se estrechaban las manos. Después ella se colgó la mochila al hombro y se fue. Mirando cómo lo hacía, el sargento tenía que reconocer que le picaba la curiosidad por leer ese artículo. ¿Se trataría de un texto objetivo o más bien orientado al morbo?
Regresó a su despacho. Solo, se sentó en su silla negra y acolchada, cómoda por la cantidad de horas que tenía que pasar allí. Sacó de un cajón un sobre grande que contenía algunas hojas escritas a ordenador y otras garabateadas a mano. Eran esquemas y datos sueltos. Sus ojos azules se clavaron en un nombre rodeado a bolígrafo rojo varias veces: Annibal Scorpio.
No quería reconocer que aquel caso le absorbía.
Hacía poco, el capitán Bruce Smith le había preguntado por sus avances y él le había confesado la lentitud de los progresos. Smith era un hombre comprensivo, pero le había pedido que continuaran con lo que fuera que tuviesen a mano. Lo que menos necesitaba el sargento era que, desde arriba, decidiesen archivar el expediente. Sawyer había llegado incluso a desear que apareciese una estrella serigrafiada en un nuevo cadáver.
Aquello era de locos.