Capítulo 26

La mesa de ébano volvía a reunir a los hombres alrededor. No les había convocado desde la muerte de Schneider. Greenwich había sido uno de los asistentes por aquel entonces. Aquella tarde de martes destacaba su ausencia. Sin embargo, eran uno más que la última vez.

Scorpio ocupaba el lugar de costumbre, presidiendo la mesa en uno de los extremos. El Lobo se sentaba a su derecha. Había llegado antes de la hora citada, tal y como habían acordado, para tratar una serie de asuntos. La izquierda, antaño de Hans, ahora pertenecía a Biaggi. Eran, junto con Harrison y Coleman, los originales que quedaban. Luego, dos caras nuevas.

—Hay noticias

El jefe comenzó así con la orden del día. Los diálogos cesaron, acaparó toda la atención. Hacía muchos años que el hombre había dejado atrás el miedo escénico. Se fijó en todos los componentes que rodeaban el gran tablero oscuro brillante. Dedicó unos segundos más a los noveles.

—El asunto de los ataques ha rebasado los límites y hay cosas que tenéis que saber. —Pausó. No buscaba expectación, pero la consiguió. Como siempre, sería directo—. Larry Greenwich fue asesinado la semana pasada. El viernes.

Harrison se llevó la mano a la frente. Coleman negó con la cabeza y miró hacia abajo. Los dos hombres situados a ambos lados de Annibal, los únicos que lo sabían de antemano, se quedaron en silencio.

No hubo palabras malsonantes que simbolizaran el impacto.

Los nuevos intuían el alcance del suceso. Las habladurías habían comenzado junto con los primeros ataques. Conocían a la víctima, aunque no tanto como para sufrir por su muerte. Aun así, no pudieron evitar contagiarse de aquel ambiente sombrío. Tenían muy poca información acerca de ese peligro que parecía acecharles a todos.

—Disparo en el pecho, estrella en la cabeza —puntualizó el dirigente. Los presentes en la última reunión recordaron el artefacto con el que habían atacado al Lobo. Pudieron verlo de cerca entonces—. No hace falta que os diga quién fue el autor.

—Espero que ese hijo de puta disfrute lo poco que le queda, porque cuando le pillemos no le va a reconocer ni su madre —escupió Ryan Coleman entre dientes. El destino del pobre Larry le había llenado de rabia.

—¿Pero se sabe ya quién está haciendo esto? —preguntó uno de los que asistía por primera vez. Era rubio. El hermetismo que se ordenaba desde arriba hacía que le faltaran muchos detalles.

—Por desgracia, aún no lo sabemos —se lamentó Harrison. Le ponía furioso que alguien que actuaba desde la penumbra fuese capaz de tenerles en vilo. Y lo que más le enfadaba era la incapacidad de poner remedio.

—Sí lo sé —le corrigió Annibal, imperturbable—. Coleman, te aseguro que al cabrón no le reconocerá ni su madre.

Tanto Rafael como Sandro se enfrentaron a la escena de ese hombre cubierto por la sangre de Nelson, alicates en mano. El de raíces italianas, pálido, vetó el recuerdo para evitarle un mal trago a su estómago. La lengua arrancada suponía tan solo el broche del deplorable estado final en el que quedó el cuerpo. La brutal paliza había transformado aquella cara en una masa sanguinolenta.

—¿Y por qué no nos avisaste el viernes, joder? ¿Quién era? —se indignó Harrison. Enseguida se dio cuenta de que debería haber moderado el tono.

—Porque no eres tan importante como para ser de los primeros en entrar en mis planes —le acalló Scorpio, glacial. Volvió a centrar su atención en el resto de presentes—. Larry tenía que reunirse con Nelson Austen, un hombre que trabaja para O’Quinn. —El apellido del viejo le despertó un suave murmullo—. Habían quedado en un motel a las afueras de la ciudad. Fue donde le mataron. Fui a visitar a Nelson personalmente, con Lobo y Sandro. —Estos acapararon las miradas durante breves instantes—. Cuando le vi supe que era él. Le maté. Fin de la historia.

Los hombres necesitaron un breve espacio de tiempo para asimilar la última novedad.

—Lobo, ¿le reconociste como el que te atacó? —Coleman rompió el silencio. No se sorprendió de la presencia de Rafael en la operación. Ninguno lo hizo.

—Esa noche no se veía bien. Solo vi que tenía el pelo largo, como ya os dije. Nelson tenía el pelo largo. Y, después de lo de Greenwich, ya no había dudas.

—Hijo de la grandísima puta —murmuró Harrison. Sus puños eran visibles sobre la mesa.

—¿Trabajaba solo? —quiso saber el nuevo restante. Era más rechoncho que el otro. Lo que estaba escuchando esa tarde le permitía ir atando cabos.

—No sabemos si O’Quinn y sus hombres estaban al tanto de lo que Austen había estado haciendo, pero puede ser que sí. Ese desgraciado, que sepamos, no tenía motivos. No se puede decir lo mismo de su jefe. Si se confirma, habría que seguir tomando cartas en el asunto —declaró el Lobo. Sonaba más grave de lo habitual.

—Dijiste que O’Quinn no podía estar detrás —le recordó Harrison a Scorpio. Se preguntó qué hubiera pasado si no le hubiesen descartado desde un principio. Tal vez su colega seguiría vivo.

—No es del todo seguro —se apresuró a contestar Rafael, adelantándose al hombre de su izquierda.

—Pero estaba a las órdenes de O’Quinn.

—Tú estás a las mías y no soy responsable de todas las gilipolleces que haces —le atacó Annibal. Estaba cansado del afán de Fred por superar a todo el mundo en opinión—. Quiero pensar que el viejo no tiene nada que ver. —Le avergonzaría que así fuera debido a su pasado con ese hombre—. Desde que le jodimos la estructura y le perdoné la vida porque Orlando me lo pidió, se ha mantenido al margen con lo que a nosotros respecta. Sigue pagándome su porcentaje mensual. ¿Por qué mataría a los nuestros?

—A lo mejor se ha hartado y quiere dejar de pagar —opinó el nuevo de cara rolliza.

—¿Qué gana matando a gente que trabaja para Annibal si fuera por ese motivo? Lo suyo sería matarle a él y así ya no le debe nada —planteó Biaggi.

—Tuvo la oportunidad en la fiesta y eligió a otro —recalcó el Lobo. No necesitaba nombrar al que cayó esa noche.

—Pero Nelson no estuvo allí. Alguien le habría visto, joder —dedujo Coleman.

El jefe asintió, dándole la razón. No le había localizado en la grabación. Pero ¿cómo iba a verle? Antes del sábado pasado no había tenido ni idea de su aspecto.

—No si no le interesaba que le vieras. Se lo montaba muy bien —apuntó Sandro.

—Eso ya da igual. No se puede cambiar lo que ocurrió —zanjó Annibal—. No quiero conjeturas ridículas. La última vez que lo hicimos no nos sirvió de nada. —Trató de mantenerse objetivo, pero su animadversión por O’Quinn se lo ponía bastante cuesta arriba.

—Tú le quitaste lo que era suyo. Puede que esté haciendo lo mismo —se obcecó Harrison.

—¿Y por qué ahora? —le cuestionó Biaggi.

—¿Y por qué no? —continuó Frederick—. ¿O es que tiene que pedir la vez para jodernos?

—En su día no encajó nada bien el asesinato de Kreamer. No creo que le hiciera mucha gracia que mandaras a tomar por culo la reputación que se había creado. —El Lobo centró los ojos en Annibal—. ¿Podría ser esta su venganza? —Pronunciadas por él, las palabras adquirían más lógica.

—¿Cuatro años después?

Scorpio estaba confundido. Por mucho que le pesara, debía otorgarle a ese inútil el beneficio de la duda. De otra manera, sin asegurarse de que era realmente culpable, podría iniciar una guerra cuyo alcance era imprevisible. Y además podría truncar su buena relación con Orlando. Debía andarse con pies de plomo.

Su parte más visceral le sugería todo lo contrario. No se le olvidaba que, cuatro años atrás, le habían secuestrado y torturado en nombre de O’Quinn. El viejo siempre había jurado que no había tenido nada que ver.

—Estas cosas se sirven en un plato frío —le recordó Rafael.

—Ahora en serio, ¿de verdad estamos hablando de O’Quinn como potencial sospechoso? —Ryan quería estar seguro de que tenían un motivo de peso para dejar de subestimar a aquel tipo.

—¿Es que no has estado escuchando? —le reprendió el hombre de la cicatriz—. A mí también me parecía imposible hasta que supe lo de Austen. ¿Tienes algo mejor? Porque si tienes algo mejor, me encantaría escucharlo.

—Maldito cabrón —dijo Coleman. Le había convencido.

—La otra vez acabaron muy mal. Si piensan que ahora va a ser diferente, están muy equivocados. —Annibal habló en plural porque, visto lo visto, sabía que ese idiota no podía trabajar solo.

—Si no recuerdo mal, hace cuatro años fue a por ti después de que te cargaras a Kreamer… —empezó diciendo Biaggi.

—¿Pero no quedó claro que lo hicieron a sus espaldas? —se asombró Harrison.

—No estoy tan seguro —le corrigió el Lobo. Recordaba a la perfección ese momento exacto del pasado. Annibal había estado un par de días sin dar señales de vida por aquel entonces. Nunca había terminado de creer la versión del viejo.

—Después de que te cargaras a Kreamer —reanudó Sandro—, lo pagó contigo. ¿Podría estar haciendo lo que le hicimos nosotros después? ¿Desmantelar el grupo?

—¿Y hacerlo por la espalda? —preguntó el rubio nuevo.

—Típico de O’Quinn —bufó Coleman.

—Al menos nosotros fuimos de frente —añadió Harrison.

—Es un puto rastrero —señaló Sandro.

—Si se confirma, tendré que volver a encargarme de él. Y esta vez tendrá el mismo destino que el hijo de puta de Austen.

El aire flotaba tenso.

Tenían que pensar como si de verdad el viejo pudiera encontrarse detrás de todo aquello.

Scorpio, que procuraba mantener la serenidad, no podía ocultar el enorme rencor que le perforaba por dentro. Era consciente de que, si O’Quinn había sabido llegar por medio de un solo hombre, bien podría atacar de nuevo en cualquier momento. Cualquier otro podría sustituir al muerto. No era descabellado pensar que, a raíz del descubrimiento, el siguiente atentado fuese directamente contra él. Empezó a preocuparse por su propia seguridad, más que en todo ese tiempo atrás.

Quizá fuese más vulnerable de lo que quería aceptar.

—De todas formas, en el hipotético caso de que sea cierto que O’Quinn no sabe nada, tendrá que dar la cara por lo que ha hecho un hombre que trabajaba a su cargo —dijo el Lobo.

—Intentaría lavarse las manos —comentó Coleman.

—Está de mierda hasta el cuello —añadió Fred Harrison.

—No quiero que dejéis de estar atentos a vuestro alrededor. Puede que Nelson tan solo fuese uno de los asesinos. O puede que el viejo se haya enterado y envíe a otros. Esto no ha terminado todavía —avisó Annibal. Le habría gustado poder tranquilizarles con lo contrario.

—Pero no hay que olvidar que a lo mejor Nelson actuaba por su cuenta —recordó el novel grueso.

—Es mejor prevenir. En este negocio, uno suele caer pronto si es confiado —le contestó Rafael.

—Os habéis fijado en que el siguiente en morir fue Greenwich? —saltó Biaggi de pronto.

—¿Y? —dijo Harrison.

—¿No era quien se había quedado en la puerta mientras vosotros estabais dentro de la habitación con el cadáver de Hans? —Sandro miró al Lobo y a Scorpio.

—Sí, fue él —reconoció el jefe. Frunció el ceño. No había caído en ese detalle.

—¿Creéis que le eligió por eso? —Ryan Coleman no salía de su asombro.

—Me imagino que el tipo mató y se fue, no se quedaría observando lo que ocurría por allí. ¿Cómo iba a ver que fue Larry el que se quedó fuera? ¿Y qué importancia tiene eso a la hora de elegir a la víctima? —repuso, escéptico, el Lobo.

—¿Y si Larry le vio? ¿Y si vio al asesino? —se le ocurrió a Harrison.

—No. Me lo habría dicho —negó Annibal, tajante. Se estaba saturando. Se llevó la mano izquierda a la frente. Con la derecha sostenía un cigarrillo recién empezado.

—Creo que es solo casualidad —concluyó Rafael.

—Ese tío era un puto loco —soltó Coleman.

—Loco o no, sabía por dónde colarse para sortear las cámaras de vigilancia —siguió el hombre de la coleta. Todavía no habían logrado descifrar cómo lo había conseguido aquella noche.

—Tendría que tener alguna idea de cómo es la casa —añadió el rubio nuevo. Tanto a él como al otro que se encontraba en sus mismas condiciones les había impresionado enterarse del asesinato en la fiesta. Para ellos había sido una gran noche.

—Tiene razón —afirmó Fred.

—No lo sé. Joder, no lo sé —se quejó Scorpio. Notaba las ideas más espesas—. Espero que no. —Vaciló—. Si él lo sabía y O’Quinn está detrás, le habría hablado de nuestros movimientos. Si es que no lo hizo ya con el resto de asesinatos.

—Si saben cómo acceder aquí… —dijo Rafael.

—No voy a irme de mi casa. Es lo que me faltaba.

—Pero es que desde Schneider pudo entrar otra vez y no lo ha hecho. Fue a por Larry —recordó Biaggi, apoyando al jefe.

—No vamos a darle más vueltas a eso —atajó Annibal—. Si alguien más viene a mi casa a matarme, le estaré esperando.

—Habrá que darle a Larry algún tipo de despedida —propuso Harrison. Sonó más apagado.

—¿Conocéis a algún familiar que pueda reclamar el cuerpo? —inquirió el Lobo.

—Tenía una amante. Beverly. —Fred se encogió de hombros.

—No creo que sepa nada de su muerte —dijo Coleman.

—La policía habrá ordenado una autopsia y todas esas mierdas. Me pasaré yo a preguntar cuándo estará disponible para recogerle y organizarle un entierro como se merece —se ofreció Harrison.

Todos se mostraron de acuerdo. La muerte de su amigo había hecho que Frederick presentara un aspecto más serio de lo habitual. Tenía los ojos algo enrojecidos. De los allí presentes, era el que había mantenido una relación de amistad más estrecha con el último hombre asesinado.

—Cambiando de tema —prosiguió Scorpio. Un mutismo alicaído había invadido la sala—. Antes de terminar, quería hablaros de las sustituciones. Alguien tiene que ocupar el puesto de los que ya no están. Me imagino que os lo habréis imaginado, pero lo harán estos dos hombres. —Les miró—. Para quienes no les conozcáis, son Benjamin Paul y Henry Baker.

Benjamin Paul era un hombre corpulento, tal vez con algo de sobrepeso. Sus afables facciones estaban enmarcadas por un pelo cobrizo que se peinaba con la raya en medio. El color azul de sus ojos era claro. A sus treinta y cuatro años, no destacaba por su atractivo. No lo necesitaba para pertenecer a ese grupo de élite. A ojos de su superior, se trataba de un tipo bastante bueno en su trabajo. Ya era hora de darle la recompensa que merecía. Lideraría la sección que había pertenecido a Schneider.

Henry Baker, un año mayor que el anterior, no era ni ancho ni escuchimizado. Tenía la mirada marrón claro y un cabello rubio en el que se podían adivinar tímidas entradas. Su altura se acercaba al metro ochenta, pero se quedaba corto por un par de centímetros. Su rostro se veía más astuto que el del otro ascendido. Contaba con un amplio conocimiento en armas. Sería un buen sustituto para Greenwich.

—Ahora ocupan las dos vacantes que han quedado libres. Os dirigiréis a ellos en igualdad de condiciones —les habló Scorpio al resto—. Todo tiene que funcionar con normalidad, como siempre. El Lobo ya os informará de vuestras competencias. —Volvió a centrarse en los protagonistas improvisados—. Vuestros nuevos cargos tienen el listón muy alto, pero confío en que os adaptaréis rápido.

Antes de dar por concluida la reunión, Coleman preguntó sobre qué iba a pasar con O’Quinn ahora que estaba en el punto de mira. Scorpio no tenía ganas de volver a hablar de ese desgraciado, así que simplemente respondió que ya se encargaría él. Era lo que tenía pensado desde un principio. Todo a su tiempo.

Pronto llegaron las seis y media de la tarde. Los asistentes comenzaron a levantarse de las sillas. Ryan Coleman se acercó a Paul y a Baker para estrecharles la mano, felicitándoles. El siguiente turno fue para Harrison. Después, Annibal. Se mostró tranquilo. Ellos le dedicaron unas palabras cordiales, incluso le trataron de “usted”. De inmediato, el chico se encargó de recordarles que no hacía falta tanta formalidad. Ahora eran parte de su círculo más cercano.

Henry Baker se sintió cómodo con aquella conversación. La imagen que siempre había tenido de Scorpio era la de un hombre blindado e inaccesible en cuanto a negocios se refería, además de con un carácter difícil. Le gustó saber que con ellos no solía ser así.

Mientras todos fueron abandonando la casa, el jefe les comentó a Rafael y a Sandro que no se marcharan. Quería hablar con ellos. Biaggi era el único de los dos que no estaba acostumbrado a que contara con él de un modo tan exclusivo. Se sintió complacido. Los tres se reunieron en el salón una vez que ya no quedó nadie más. Annibal buscaba un ambiente más informal.

—Podrían habérselo tomado peor —comentó el Lobo cuando se sentó en el sofá. Biaggi había hecho lo propio a su lado.

—La verdad es que todo ha ido bastante bien. —Scorpio se había sentado en una silla de cara a ellos. Se colocó en la boca la parte anaranjada de un nuevo cigarro. Lo prendió con el Zippo—. Aunque Fred ha estado un poco gilipollas hoy.

—No se lo tengas en cuenta. Se ha quedado jodido por lo de Larry —intercedió el italoamericano.

—Tampoco era agradable para el resto —protestó Annibal. Posiblemente estuviese en lo cierto. A fin de cuentas, Harrison y Larry habían sido muy amigos.

—Es una lástima que hayan tenido que morir para poder encontrar al culpable —se lamentó Rafael.

—Me jode mucho no haber sido capaz de dar con ese hijo de puta antes —confesó Annibal.

—No lo supimos hasta el viernes pasado. Tampoco te martirices —le aconsejó su mano derecha.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Sandro.

—Le haremos una visita a O’Quinn.

La respuesta era obvia. En el fondo ya la sabían.

Annibal había tomado la decisión hacía un rato, aunque en la pequeña asamblea no hubiese hablado de fechas. Abordaba los contratiempos de frente. Biaggi admiraba esa determinación, incluso cuando a veces pudiera confundirse con temeridad. Entre otras cosas, tal actitud había hecho que Scorpio ocupase el lugar que mantenía desde hacía cuatro años.

—Me parece bien —dijo el Lobo.

—Es mejor no dejarlo para más tarde. Esto hay que aclararlo ya —puntualizó Annibal—. Id armados.

—¿Vamos a matarle? —preguntó Biaggi.

—No lo sé. Si después de la explicación creemos que miente, nos lo cargaremos —contestó el jefe.

—Si no nos espera, no podrá preparar nada —comentó Rafael.

—En eso también jugamos con ventaja —dijo Biaggi.

—No si se ha enterado de la muerte de Nelson y sabe que fui yo —rebatió Annibal—. De cualquier forma, en su casa estamos en su terreno. Tal vez sea la oportunidad que estaba buscando si él está detrás de las muertes.

—¿No se lo pondremos demasiado fácil entonces yendo allí? —se preocupó Sandro.

—Tendrá que enseñarnos de lo que es capaz.