Terminó el capítulo en la página trescientos setenta y cuatro. Luego pasó la hoja para empezar con el siguiente.
Rafael Espinosa estaba tumbado en la cama, sentado y con la colcha cubriéndole hasta la cintura. Se había colocado un par de cojines detrás de la espalda para facilitarle la postura. A su lado dormía Amy Forbes, su esposa, quien le daba la espalda.
El olor a mojado se filtraba por la minúscula rendija que habían dejado en la ventana. Había empezado a llover hacía poco. Ya eran más de las dos de la mañana. No le importaba. Solía dormirse tarde, sobre todo si tenía una excusa. Disfrutar de una buena lectura, por ejemplo. Anne Rice se encargaba de proporcionársela esta vez.
La vibración de su smartphone sobre la mesita de noche le arrancó de la historia. Parecía rugir como una fiera. Miró el nombre en la pantalla. No podía ignorar la llamada. Colocó el marcapáginas con cuidado, cerró el libro y lo dejó en el mueble.
Descolgó.
—Dime.
—Me acaba de llamar Carlo. No me ha dicho absolutamente nada. He escuchado un tiroteo y luego se ha cortado.
—¿Carlo? Tenía entendido que hoy se encargaba de la taberna de Charlie. ¿Un tiroteo, dices? Tal vez se le hayan complicado las cosas. Habrá guardado el teléfono sin bloquear y habrá marcado solo —argumentó Rafael.
—No creo que el idiota de Charlie haya tenido huevos para enfrentarse a ellos. Veo más probable que Carlo haya sido tan estúpido como para que le hayan asaltado —contestó el jefe. Estaba de mal humor. Aquella extraña llamada le había despertado—. Se le habrá perdido el teléfono o se lo habrán quitado.
—No es normal.
—Entérate. A ver si puedes contactar con alguien que sepa lo que ha pasado. O incluso con Carlo. Llama a Ronald, que estará con él. No quiero que sus tonterías nos salpiquen. Mañana me cuentas.
Se cortó la comunicación.
Rafael estaba acostumbrado a ese tipo de órdenes. Sabía que eran escuetas, sobre todo cuando las daba por teléfono o estaba enfadado. Se había encontrado con una mezcla de ambas. Pasó la mano derecha por su largo pelo castaño, recogido en una coleta baja.
Lo primero que hizo fue llamar a Ronald. No obtuvo ninguna respuesta las dos veces que marcó. Probó con Carlo después. La voz de una teleoperadora le informó de que ese teléfono estaba “apagado o fuera de cobertura”. Le pareció extraño. Si habían estado involucrados en un tiroteo y no contestaban, algo no andaba bien.
Se sentó en la cama despacio. Decidió que se vestiría y se acercaría a la taberna de Charlie. Si ese tipo aún seguía con el local abierto, tendría que darle explicaciones. Si no, debía encontrarlas por él mismo. Antes de salir de entre las sábanas, su teléfono vibró de nuevo.
—Lobo, ¿te he despertado? —preguntó con cautela la nueva voz al otro lado de la línea.
—No, Jake. ¿Qué quieres?
—¿No tenía que pasarse Carlo esta noche por la taberna de Charlie? —El tono denotaba alarma.
—Sí. ¿Por qué? ¿Sabes algo de él? No iba solo.
—No. Uno de mis camellos me acaba de comentar que está por allí y que se ha escuchado un tiroteo cerca del lugar. No sé si Carlo está involucrado o no, pero creí conveniente que lo supieras.
—Sí, algo había oído. Tenía pensado acercarme yo mismo para ver qué ha ocurrido.
—No vengas. Según me ha dicho, se ha oído bastante. Puede que la policía vaya para allá —le recomendó Jake.
—Bueno, vamos a hacer una cosa. ¿Estás en la calle?
—No, estoy en mi casa.
—Sal y quédate por los alrededores de la taberna de Charlie esta noche. No callejees mucho, ya sabes la mierda que hay en ese barrio. Y más después de esto, sin saber lo que ha pasado. Si ves a Carlo o a Ronald, un chaval pelirrojo que iba con él, llámame. Si ves cualquier cosa que pueda estar relacionada con el tiroteo, llámame. Si ves a la policía, no te muestres mucho y llámame. ¿Entendido?
—Sí, Lobo.
Cuando colgó, Rafael suspiró y volvió a meterse en la cama. Era probable que estuviesen armando ese jaleo para nada. No era ni de lejos la primera vez, ni sería la última, que alguien de los suyos participaba en un tiroteo. Si es que habían participado. Estaba tranquilo. Sus hombres tenían la experiencia necesaria como para salir airosos de lo que pudiese surgir. Y nadie tenía motivos ni agallas para atacarles directamente. Tenía que tratarse de un malentendido.
Rafael, conocido como “el Lobo” por su origen español, no cogió el libro de nuevo. Apagó la pequeña lámpara de su lado de la cama e intentó dormirse.
Como cada mañana, sin contar el par de días que libraba entre semana, Samuel Locke se había levantado a las cinco para comenzar con su jornada laboral. La noche anterior se había acostado un poco más tarde de lo habitual. Se le había echado el tiempo encima viendo una película malísima y ahora acusaba el cansancio. Había desayunado sin ganas. Su uniforme de barrendero estaba colgado impecable de una percha, como de costumbre, gracias a la desinteresada labor de su mujer. Se tomó su tiempo para vestirse. Luego se marchó a la calle.
Hacía frío. Unas horas atrás había tenido lugar una tormenta que pudo escuchar desde el calor de su sofá. Ya entonces se había imaginado que a la mañana siguiente tendría más tarea. Cuando llovía tanto tenía que esmerarse más en su trabajo, aunque muchas veces lo prefería así. Le mantenía más ocupado y las horas se le pasaban más rápido. Se acercó al pequeño almacén donde guardaba los utensilios de limpieza. No tardó más de diez minutos, ese sitio quedaba muy cerca de su casa.
Eran las seis menos cuarto. Esa mañana se había adelantado. En lugar de hacer tiempo hasta las seis en punto, decidió comenzar ya. Cuanto antes empezara, antes podría marcharse. Cumpliría estrictamente su jornada. Aunque un cuarto de hora no daba para mucho.
Samuel se colocó los auriculares del mp3, asió el usual cepillo y comenzó con la tarea. La música le ayudaba a combatir el aburrimiento. No era muy exigente con las canciones, descargaba cualquiera que fuese un éxito en las emisoras de radio más escuchadas. Se sabía de memoria todas las que había en el reproductor. Mientras adecentaba un poco aquella parte de la ciudad, las cantaba solo moviendo los labios.
No solía fijarse en el nombre de las calles, pero las conocía al dedillo. No en vano pasaba por allí casi todos los días. En ese momento se encontraba en la Calle Trece. Era una de esas travesías curiosas cruzada por un estrecho callejón que la conectaba con otra. Aunque su trabajo también incluía limpiar ese pequeño conducto, no solía poner el mismo empeño que utilizaba para las calles principales. Él pensaba que, al ser menos transitado, la suciedad pasaba más desapercibida. Con todo, siempre le daba un repaso rápido. Empujó el carro que contenía la gran bolsa de basura negra y demás utensilios, y con desgana lo condujo a la entrada del callejón. Sin mirar, volvió a agarrar el cepillo por el mango. Quería cambiar de canción, así que se dispuso a apoyarlo un momento en la pared de ladrillo. Antes echó un vistazo para hacerse una idea de lo que tendría que limpiar.
El cepillo se le cayó de las manos.
El teléfono del Lobo vibró. Él se despertó enseguida. Esa noche tenía el sueño ligero, a la espera de noticias. Jake estaba intentando contactar otra vez. Eran casi las seis y media de la mañana.
—Siento despertarte.
—Dime.
—Estoy cerca de la taberna de Charlie, como me dijiste. Llevo aquí toda la noche, como me dijiste también…
—Al grano —le cortó Rafael. Cerró los ojos y se pinzó los lagrimales con los dedos índice y pulgar de la mano derecha.
—Puedes pasarte cuando quieras. Estoy en la Calle Trece, hay bastante gente por aquí. Han llegado los primeros policías. Han acordonado la zona. Pasarás desapercibido
—Pero ¿qué ha pasado? —Recién despierto, lo que menos necesitaba el Lobo eran rodeos.
—Hay dos cadáveres en el callejón. Son de los nuestros. —Jake bajó el tono.
—¿Estás seguro? —se alarmó Rafael. Procuró no hablar muy alto. Se incorporó.
—El cordón policial no está muy lejos de los cuerpos. He reconocido a Carlo. El otro era pelirrojo, creo. Es Ronald, ¿no? El que me dijiste.
—Joder. Joder —repitió el hombre. Se levantó de la cama. Mientras con una mano sujetaba el teléfono, colocó la otra en el lateral de su cadera—. ¿Sabes algo más?
—No. Nada. Algunos saben para quién trabajaban. Comentan. Por este barrio se mueve mucha mierda. Pero no he escuchado nada importante —prosiguió Jake. Continuaba hablando casi en susurros.
—Bien, no te muevas de allí. Voy a acercarme. No llames mucho la atención, no quiero que se fijen en mí cuando me junte contigo.
—De acuerdo. Hasta ahora.
El Lobo miró hacia un lado después de colgar. No sabía qué era lo que estaba ocurriendo. Pero no podía juzgar antes de conocer, al menos, las condiciones en las que había ocurrido el percance. Aquellos segundos allí quieto le bastaron para recordar que muy poca gente se atrevía a encararse con los hombres importantes de esa banda. Su banda. Al menos en el territorio que era suyo. Sin embargo, esa noche alguien había ignorado la norma. O quizá fuese un incidente que no estaba relacionado con sus identidades.
Haciendo el menor ruido posible, Rafael comenzó a vestirse.
Un Mercedes CLS 500 plateado se detuvo a pocos metros de la escena del crimen. El conductor aparcó con precisión. Estaba nublado y el aire frío todavía castigaba a los más madrugadores. Miró su reloj de muñeca: las siete menos diez. Le había sido imposible llegar antes.
Wolfgang Sawyer, sargento de la Brigada contra el Crimen Organizado en la ciudad, se bajó del coche. Llevaba una gabardina gris que le protegía de la temperatura rebelde. Sentía el aire suave mecer su cabello corto y rubio. Con las manos en los bolsillos, caminaba rápido. No era de su agrado comprobar cómo los curiosos se habían arremolinado alrededor de la escena del crimen. Algo difícil de evitar, por otra parte. Le costaba comprender el morbo que la gente sentía ante esa clase de espectáculos. Con paso decidido, cruzó el cordón policial.
—Buenos días —le saludó una mujer morena. Lucía el pelo corto y oscuro, moldeado a capas hasta los hombros. Sus ojos verdosos miraban a los azules de su superior. Se trataba de la detective Catherine Jones, perteneciente a su misma brigada. Le había estado esperando.
—Buenos días. ¿Qué es lo que tenemos con tanta urgencia? —preguntó Sawyer. Caminaba junto a ella hacia los dos cuerpos.
—Un barrendero les ha encontrado sobre las seis.
—¿Están identificados?
—A uno no le conocemos a simple vista. El otro es…
—Carlo Saunders —le cortó el sargento.
Wolfgang llevaba demasiado tiempo persiguiendo el crimen organizado. Conocía a bastantes de esos tipos con solo verles la cara. Ese en concreto era uno perteneciente a un grupo criminal importante. Dentro del mundillo era conocido, entre otras cosas, por atraco a mano armada, extorsiones, sobornos y demás temas relacionados con drogas. Saunders tenía treinta y un años, habiendo permanecido tres y pico de ellos en la cárcel. Sawyer pensó que no había aprendido la lección. Ahora lo estaba pagando de la peor manera posible. Se fijó en que tenía una herida de bala en la frente. Le miraba desde el suelo con ojos entreabiertos. Seguramente había muerto al instante.
Se acercó al otro cadáver. Era pelirrojo. Tampoco él pudo reconocerle. Se le veía más joven. Tendría veintitantos. Su ropa estaba manchada de sangre por la zona del pecho y, si se fijaba un poco más, podía apreciar la marca del disparo. Pero no era eso lo que llamaba la atención del sargento. El cadáver tenía algo clavado en la frente. Parecía ser una estrella arrojadiza. Era la primera vez en su carrera que se encontraba con una de esas. No era común. Se agachó junto al cuerpo para, sin tocarla, examinarla mejor. Parecía que la habían usado muy pocas veces. O ninguna antes que esa. El hombre se percató entonces de un grabado en el centro del metal. Era un número. Trece.
El sargento frunció el ceño. Su experiencia le decía que el arma no estaba ahí por casualidad. menos aún con esa marca distintiva. El asesino podría haberla recogido y habérsela llevado consigo para no dejar pruebas. Sería demasiado estúpido no darse cuenta de ese detalle. A no ser que, tal y como creía, permaneciera ahí a propósito. ¿Ajuste de cuentas, tal vez? ¿Acaso habían intentado una de sus fechorías y les había salido mal? Esos eran dos gánsteres cuya organización era tan temida como respetada. No le encajaba que alguien quisiera atentar contra ellos sin más.
Todos estos pensamientos cruzaron la mente de Sawyer en apenas un par de minutos. Los que se tomó en examinar por encima los cuerpos. El resto sería trabajo del equipo forense.
—¿Qué piensa sobre esto? —le preguntó Jones. Había esperado a que el hombre se levantara.
—Pienso que quien haya hecho esto merece una medalla al valor. O que es terriblemente necio.
Ataviado con una chaqueta de cuero marrón sobre un jersey gris, unos pantalones vaqueros oscuros casi negros, una bufanda parda a cuadros y unos zapatos marrones, Rafael se acercó al lugar. Paseaba tranquilamente, acercándose a los curiosos que merodeaban alrededor del cordón policial. A pesar del cielo nublado, llevaba unas gafas de sol negras. Se había recogido el pelo largo y castaño en una coleta baja, como de costumbre. Nadie reparó en él. A ojos del resto, era otro entrometido más. Escuchaba teorías de la gente acerca de aquellos asesinatos, la mayoría sin fundamento. Le dio la sensación de que pugnaban por ver quién ofrecía la explicación más original. Pero al Lobo solo le interesaba la verdadera.
Se movía con cautela, quería tener una mejor visión de los muertos. La presencia policial no iba a ponérselo fácil. Lo máximo que alcanzó a ver fue la posición de los hombres. Sus hombres. Nada más.
Se dio la vuelta en el momento en el que reparó en la presencia del sargento Sawyer.
Comenzó a alejarse tan tranquilo como había llegado.