Una semana desde la fiesta y el recuerdo de la misma había adquirido un cariz amargo. Nada que celebrar. Era curioso, pues no había sucedido nada desde entonces. Annibal estaba a la defensiva, no podía evitarlo. Había pasado la mayor parte del tiempo esperando a que sonara el teléfono en cualquier momento, pero no le había llegado ninguna noticia trágica.
La mañana del martes siguiente al asesinato de Hans, Scorpio había convocado una reunión. Los asistentes habían sido los mismos que la otra vez. El líder de la organización había irradiado seriedad tanto en su forma de hablar como en el lenguaje no verbal. Explicó por qué Schneider no estaba ocupando su silla habitual. La revelación había generado un lúgubre estupor. Greenwich se había mostrado cabizbajo en todo momento. La alarma se había disparado entre los participantes. Scorpio había tenido que apaciguar los ánimos. Estaba de acuerdo con ellos, pero no podía permitir que la inseguridad y el miedo reinara entre los suyos. Se había propuesto erradicar los asesinatos. No tenía ni idea de cómo iba a hacerlo, estaba perdido.
También había aprovechado ese martes para informarles de lo que hubo tratado con Orlando en Colombia. Necesitaban una dosis de buenas noticias. Les habló sobre la manera innovadora con la que probarían a introducir cocaína en pequeñas proporciones, de forma que siempre tuviesen un fondo seguro. Dejó claro que seguirían moviendo grandes cantidades, como hasta entonces. Acogieron la primicia con cierto entusiasmo. No fue suficiente para evaporar el golpe reciente. Scorpio tuvo que pedirles que continuaran actuando con normalidad. No debían mostrar debilidad, cualquier punto flaco podría suponer una nueva oportunidad para el homicida invisible.
Aquel mismo día por la tarde se había visto con Leicester para acabar de finiquitar los papeleos.
Ese sábado, dieciséis de junio, Annibal tenía planes. El hecho de quedarse en casa le había tentado al principio, pero si quería que sus hombres actuaran con naturalidad, debía predicar con el ejemplo. No era una estúpida marioneta. Había empezado a fantasear incluso con encontrarse de frente con ese miserable. Deseaba agarrarle del cuello y arrancarle la cabeza. Mientras tanto, continuaría con su vida. Esa misma noche se encontraría con Harrison, Biaggi, Greenwich, Coleman y el Lobo. Lo había propuesto al terminar la reunión del martes y todos se habían apuntado.
Montó en su Ford Mustang negro a las once menos cuarto de la noche. Lo condujo en dirección al aparcamiento privado situado al lado del Hot Fire, el local que constituía su punto de encuentro. Normalmente frecuentaba, entre otros, el Black Manor. Era un pub nocturno donde se movía gente que manejaba dinero. Haría una excepción. Había sido Coleman quien había propuesto el lugar. A veces era bueno cambiar de aires.
Scorpio volvía a vestir de traje. Negro, liso. Contrastaba con la inmaculada corbata blanca. No se había molestado en afeitarse en un par de días, luciendo la consecuente barba incipiente. El peinado ascendía en pequeñas puntas. En ese momento, con la espalda apoyada en el asiento del coche, le acompañaba una de sus fieles Desert Eagle entre la piel y el pantalón. No le hacía daño. Sabía que llevar un arma por la calle podría acarrearle complicaciones si le descubría quien no debía. Estaba seguro de que no ocurriría, lo llevaba haciendo demasiado tiempo. El arma de fuego intensificaba su confianza.
El parking era subterráneo. Prefirió pagar más por dejar el coche en el sector más exclusivo, donde la vigilancia era mayor. No concebía el descubrimiento ni del más mínimo rasguño en la carrocería. No necesitó una segunda maniobra para aparcarlo. Su Mustang constituía casi una extensión de sí mismo. Comprobó por rutina que el coche quedaba bien cerrado y caminó hacia el ascensor. Una vez arriba, comprobó que había salido muy cerca de la puerta del local, al otro lado de la esquina más próxima. Conforme se iba acercando a la entrada, se fijó en que la cola le haría esperar al menos veinte minutos. La velocidad de avance era irrisoria. No estaba dispuesto.
Ignorando por completo al resto de la gente, se acercó sin prisa a la puerta. Con tono neutral avisó de que tenía una mesa reservada dentro, lo cual no era mentira. El portero era un hombre corpulento de indumentaria oscura y cabello negro engominado hacia atrás, cuya altura sobrepasaba la de Annibal por varios centímetros. Parecía un armario empotrado. El chico calculó que rondaría los cuarenta años. Los ojos claros del portero le miraban con desdén. Lo más seco que pudo, le replicó que le importaba una mierda. Que debía guardar cola, como el resto de los presentes. Scorpio se obligó a encontrar el temple que le permitió no saltar. Atrajeron buena parte de las miradas. Sonrió.
—Yo que tú sería más amable. —Annibal condujo la mano derecha al bolsillo interior izquierdo de su chaqueta.
El portero se tensó de inmediato. Tal vez fue el tono sosegado, el aspecto que presentaba o el esbozo de sonrisa. Tal vez la mezcla de todo. Sus músculos se endurecieron y la pistola comenzó a pesarle dentro de la funda. La sensación de peligro se diluyó al ver cómo el hombre sacaba unos cuantos de billetes para entregárselos después. Con el número cien impreso, contó quinientos dólares. Fue un gesto discreto, aunque no pudo pasar desapercibido para el resto de espectadores. El guardián de la puerta vaciló. Aceptó el dinero. Abrió el cordón y le facilitó la entrada sin más preámbulos.
Una vez dentro, Annibal trató de localizar a sus colegas. Nunca había estado allí, no era un lugar que le resultara familiar. Dedicó unos segundos al reconocimiento. Les encontró enseguida. Vio una mano levantada desde una mesa, pertenecía a Biaggi. Estaban sentados alrededor de una amplia mesa redonda, cerca de un escenario.
—Podríais haberme esperado —comentó Annibal, despreocupado. Se sentó en la silla que habían dejado libre de cara a la plataforma. La mesa contenía vasos medio vacíos.
—Llegas media hora tarde —le recordó el Lobo.
Annibal levantó las palmas de las manos para seguir con la broma. Risas. Era grato encontrarse un ambiente distendido.
El recién llegado hizo un gesto con la mano para llamar a una de las camareras. Esta no tardó en atender la petición. Cuando la muchacha estuvo a la altura de la mesa, le pidió una copa de ron, bien cargada a ser posible. Aquella era una noche para disfrutar. La chica sonrió a la vez que asentía con la cabeza.
Luego de que ella se marchara, Annibal sondeó el local. Había oído hablar de él y al fin tenía el gusto de conocerlo. Se respiraba una atmósfera atractiva, le gustaba. La tenue iluminación suavizaba unas paredes rojo apagado con diversos espejos alargados. Estos se envolvían por un marco dorado. El suelo era oscuro y elegante. Contenía múltiples mesas negras y redondas. Alrededor, sillas a juego. En el centro de cada mesa descansaba una vela dentro de coquetos recipientes redondos. La barra estaba situada en uno de los laterales, alumbrada en toda su longitud por luces poco potentes a los bordes. Detrás, reposaba una amplia colección de botellas ordenadas por tipo de licor. En la zona opuesta de la sala se veía el pasillo que conducía a los cuartos de baño. Y, de frente, el escenario.
—¿Hay algún espectáculo? —le preguntó Annibal a la camarera, que había regresado para servirle la mezcla de ron.
—A las doce.
La joven se estaba colocando el cabello pelirrojo detrás de la oreja, rizado hasta los hombros. Los ojos castaños sonreían a la par que sus labios. Tenía un rostro bonito. Al igual que su trasero, escondido bajo la falda corta del uniforme. Al volver a retirarse, llamó la atención de varios de los hombres con los que compartía mesa. La siguieron con la vista hasta que se reunió con sus compañeras detrás de la barra. Él no fue una excepción.
El Hot Fire no tardó en llenarse con toda esa gente que había estado aguardando en la cola de la entrada.
—¿Un espectáculo? A ver si tenemos suerte y salen unas cuantas nenas a hacernos un striptease —comentó Harrison tras darle un buen trago a su copa casi vacía.
—Algunas noches salen tías medio desnudas. Para eso están las tarimas individuales de ahí —informó Greenwich, divertido. Él ya lo había visto y siempre que volvía tenía la esperanza de presenciarlo de nuevo.
—Recemos, entonces —dijo Coleman. Hubo risas generales.
—No sé por qué no me sorprende —intervino el Lobo. Se acercó el vaso a los labios. Esbozó una sonrisa discreta.
—¡Eh, que no a todos nos espera alguien en casa para echar un polvo! —le reprochó Harrison, bromeando. Esperaba que el show prometido les enseñara carne y, si esta se ponía a su alcance, mejor. Alcohol y mujeres. Para él, un plan casi perfecto.
—Macho, eso es tu culpa. ¡Espabila! —le apremió Biaggi. Le dio con el puño en el hombro. Rieron otra vez.
Necesitaban esas risas. Las necesitaban de verdad. Un descanso en la continua tensión era igual de revitalizante que una bocanada de oxígeno cuando los pulmones arden por falta de aire. Y, por qué no, alegrarse la vista con un puñado de mujeres no venía nada, nada mal. Annibal se vio asaltado por un recuerdo, aquel que hacía referencia a su última compañía femenina. El momento caldeado habría alcanzado la temperatura del infierno si Schneider...
No.
Cada vez que revivía la experiencia incompleta del cuarto de luz azul, la imagen del cadáver de Hans irrumpía en la evocación. Era un maldito bucle.
—… colombianos, ¿no, Annibal?
—¿Eh? —El sonido de su nombre le arrastró al presente.
—Los hombres de Orlando. Por lo visto, la policía tiene vigilada la entrada y salida de barcos por Cartagena de Indias —prosiguió el Lobo. Ninguno mostraba signos de haberse dado cuenta de la breve desconexión del jefe.
—Sí, eso parece. Entre otras cosas, por eso elegimos la ruta del Pacífico para los pequeños envíos. Pero ya se las apañará para los encargos grandes, siempre lo hace. —Scorpio se sentía algo ridículo por haberse dejado apabullar por los pensamientos.
—José Antonio contactó conmigo ayer. Dijo que necesitaba unos cien kilos para el mes que viene —informó Sandro. Él solía gestionar el trato con España.
—¿El de Galicia? —preguntó Annibal. Mero formalismo, conocía la respuesta.
—Sí —afirmó Biaggi.
—¿Dónde? —preguntó Harrison. Estaba pendiente de que la camarera se acercase para pedir otra copa de whisky.
—España —le aclaró el Lobo.
—¿Tanto? —se asombró Scorpio.
Eso suponía bastante dinero. Cobraba los intereses más altos cuando se trataba de Europa. La posibilidad de que interceptaran el barco en aguas internacionales era mayor, aun con las medidas de seguridad que tomaban para evitarlo.
—Normalmente no pasan de treinta o cuarenta en el mismo envío desde la redada del año pasado —prosiguió.
—Parece ser que más de la mitad irá para Madrid —contestó Biaggi—. De todas maneras, quedó en volver a contactar en un par de semanas.
—Para el mes que viene lo tendrá.
Después de su última intervención, Annibal se quedó en silencio. Ahora sí prestaba atención. Sin contar lo evidente, el resto le seguía yendo bien. Era gratificante. Eso no tenía por qué cambiar. Continuó escuchando lo que sus colegas decían. El tema de conversación pronto se desvió de los negocios de oscura moralidad. El chico apenas participaba. Harrison reía en voz alta.
Sin previo aviso, la luz que había estado bañando el Hot Fire fue degradando su intensidad. Al final, las simpáticas velas de las mesas eran los únicos focos de luz. Murmullos. Eran las doce en punto de la noche. La función inminente levantó expectación.
Al igual que los demás, Scorpio tenía curiosidad. Miró a sus hombres. La cara de Harrison mostraba una ilusión digna de un niño. Solo que un niño jamás tendría una mente tan calenturienta. El resto también estaría esperando un espectáculo erótico, sin duda. Annibal se sorprendió al darse cuenta de que le daba igual. De hecho, pensaba que se trataría de algún mago de poca monta, de esos que no sabían esconder el truco. Algo así. En cualquier caso, si le daban a elegir, sin duda escogería la opción de las mujeres.
Los primeros minutos buscaron alimentar la expectativa sin caer en la impaciencia. El escenario vacío era el centro de todas las miradas. Los cuchicheos pronto se hicieron notar. De pronto, las primeras notas de una melodía. El murmullo se cortó de inmediato. Los acordes dieron paso a una voz. Las ganas del público se tradujeron en silbidos y algunos vítores, aunque la dueña permanecía entre tinieblas. Y esa potente voz inundó el local. Entonces un haz luminoso nació de alguna parte del techo. Fue ascendiendo desde el suelo del escenario.
Aplausos.
Unas botas negras de tacón alto abandonaron las sombras. La luz acariciaba despacio esa figura. Ascendente, siempre ascendente. La voz se estaba metiendo a la audiencia en el bolsillo. Las cañas de las botas terminaban cerca de las rodillas. A continuación, unas piernas desnudas hasta los pantalones de cuero negro demasiado cortos. Estaba de espaldas. El trasero funcionaba igual que un imán. La cantante estaba de pie frente a una silla. La luz se detuvo. Balanceaba las caderas al son de la música. La tela negra se ceñía a unos glúteos tersos. Así era imposible detener los cuchicheos, pero el sonido de los altavoces siempre era más alto. El haz luminoso volvió a ascender, enfocando la espalda descubierta y blanca. No hubo más prenda hasta llegar al pecho, cubierto por un top oscuro y ajustado. Y, al final, la cabeza. Sin darse la vuelta, ella bailaba con la elegancia de una sirena bajo el agua. Mientras cantaba, la coleta alta y brillante oscilaba de un lado a otro. El cabello dorado emitía destellos. Pero no era el pelo lo que la gente miraba.
El foco se alejó, ahora resaltaba la imagen entera.
Más aplausos.
La mujer apoyó ambas manos en el respaldo de la silla y se inclinó hacia delante. Quedó en una postura muy sugerente. Fred Harrison se llevó los dedos a la boca para emitir un silbido. No fue el primero. La canción entonces se acercó al momento previo al estribillo. Y, cuando estas estrofas llegaron, la artista se giró.
Una fuerza demoledora centelleó en sus ojos oscuros.
Annibal se quedó atrapado dentro de aquella visión. Su ritmo cardíaco alcanzó la velocidad de los meteoritos. Se le secó la garganta.
Angela.
Había pensado en esa mujer más de lo que reconocería y ahora aparecía ante él con esa energía cautivadora. Fijó la mirada en su rostro. El maquillaje se asemejaba al que había lucido cuando la conoció: rojo oscuro en los labios y el color de la noche sobre sus párpados. Las sombras almendraban más sus ojos, la coleta alta concedía desafío a esos iris bañados en chocolate puro. Y si miraba más abajo... Si miraba más abajo encontraba el top anudado al cuello, insuficiente para cubrir unos deseables atributos femeninos.
El narcotraficante por fin halló el modo de llevarse la copa a la boca. El trago fue tan largo que la terminó. Desde la distancia peinaba el cuerpo de Angela, cada centímetro de piel nívea, perfecta. Parecía cubierta de una delicada capa de nieve recién caída. Se detenía en sus curvas, en el vaivén de su danza. Sobre aquel vientre plano se delineaban unos trazos firmes producto de actividad física. Pero no era lo único que le hipnotizaba. Esa voz. Su voz. No habría podido adivinarlo jamás. En definitiva, no sabía nada de ella.
Transmitía seguridad sobre la tarima.
El Lobo se percató de que su amigo no perdía detalle del escenario. A diferencia del resto de los integrantes de la mesa, él sí la había reconocido. No en vano les había interrumpido en una actitud más que cariñosa.
Annibal de repente se acordó de que compartía espacio con decenas de personas dentro de aquel pub. No tenía el control sobre la situación. Experimentó una estocada invisible dentro del pecho.
Los movimientos de Angela frente a la silla, junto con las notas que abandonaban su garganta, hicieron que el chico empezara a sentir calor. Se originó en el cuello y se trasladó a su rostro sin haber pedido permiso. La corbata blanca le impedía desabrocharse los primeros botones de la camisa. A los pocos segundos, el exceso de temperatura se fue acumulando en otra zona de su cuerpo menos apropiada. Se dejaba llevar por cada paso de la rubia, cada contoneo, cada gesto. Y le habría gustado centrarse solo en el sonido de la impresionante actuación, pero captó ciertos comentarios que se producían a su alrededor. Incluso en su misma mesa. Tuvo que inhibir sus impulsos. Mandarles callar supondría tener que dar explicaciones. No iba a hacerlo. Tensó la mandíbula. Se forzó a centrarse en Angela. Solo en Angela.
Sonaba la tercera canción cuando la cantante reparó en él. Fue por casualidad, no se detenía mucho en el público. Annibal sintió una extraña corriente que le aflojó los dedos de la mano. Sostenía su segunda consumición. No pudo darse cuenta de que ella se sobresaltó, puesto que nada varió en su aspecto ni en su voz. Pero supo que le reconoció. También se percató de que, a partir de ahí, evitaba encontrarse con él. Y cuando lo hacía... Cuando lo hacía sus ojos transmitían algo potente, algo eléctrico, a lo que él respondía con su sonrisa característica, apenas proyectada en los labios. Y ella sonreía también, rompiendo el contacto de inmediato. Scorpio se preguntó si alguien se había dado cuenta de ese juego. ¿Acaso importaba? Los insólitos nervios traicioneros que le habían atacado se fueron convirtiendo en excitación.
El público irrumpió en aplausos y gritos cuando el show llegó a lo que parecía ser un descanso. Annibal no hizo ni lo uno ni lo otro. No le hacía falta. Se removió en la silla. Angela desapareció del escenario tras saludar a toda esa gente que reconocía su talento.
—¡Madre mía, cómo se mueve la tía! —comentó Greenwich. Empezó a sonar una música de fondo. Esta duraría hasta la reanudación.
—Vaya culo. Vaya tetas. A esa la metía yo en la cama y no la dejaba salir en dos o tres días —parloteó Harrison. Buscó la complicidad del resto.
La primera reacción de Scorpio fue mirarle como si acabase de blasfemar en territorio sagrado. Si Fred esperaba que esa gilipollez le hiciera gracia, es que era idiota. Aparte de eso, el jefe no dejó entrever ninguna reacción. Incluso tuvo que hacer su expresión más neutral. Estaba empezando a ser consciente del motivo que le generaba ese rechazo.
—¿Y habéis visto? Me ha mirado, me ha guiñado el ojo —continuó Harrison. No podía atribuir al whisky sus intervenciones. Solía ser bocazas siempre.
El Lobo puso los ojos en blanco y negó con la cabeza. Annibal bebió, ignorándole por completo. No sería él quien le sacara de su ridículo error.
—Sigue soñando —rio Biaggi.
—Vaya que no —insistió Fred.
—Pues me suena de algo —intervino Coleman—. Creo que la he visto antes, pero no sé dónde.
—Habrá salido en alguna revista —opinó Greenwich. También se la había comido con los ojos.
—Estáis muy salidos.
El Lobo sabía que no harían todos aquellos comentarios si supieran la identidad de la muchacha. Pero él no era quién para revelar nada si el interesado no lo había hecho aún.
—Como si tú no quisieras tirártela —contraatacó Greenwich, divertido.
—Pues no, no quiero —negó Rafael. No le pareció de muy buen gusto. Larry, al igual que el resto, conocía a Amy.
—Pues serás el único —carcajeó Harrison. Luego se dirigió a Scorpio—. ¿Y tú qué?
—¿Yo qué? —repitió él. Tenía cara de nada.
—¿A ti no te gusta o qué?
—Sí, bueno. Está bien la chica.
El verdadero pensamiento de Annibal era muy diferente, pero no veía por qué tenía que compartirlo. Entonces se preguntó qué clase de problema tenía en la cabeza como para que le molestara que otros se fijaran en ella. Ni que fuera suya. No debía considerarla como tal. ¿En que se basaba, en un par de besos? Joder, ni que fuera la primera vez.
—Por favor —protestó Harrison. Ya estaba creando un plan perfecto para hacerse con esa mujer. Se frotó las manos, convencido de su futuro éxito. Sonrió mientras bebía. La camarera había traído otra ronda.
La música entonces cesó. El escenario consiguió que se fuese haciendo el silencio una vez más. Incluso las mujeres del local voltearon la mirada.
Annibal volvió a experimentar un impulso hipnótico que le atrapaba y le hacía fijar los sentidos a unos metros por delante de él. No acostumbraba a verse tan influenciado, una pequeña lucha estaba teniendo lugar en su interior. Luego salió Angela y esa diminuta belicosidad se borró de un plumazo. Vio que la joven había sustituido la coleta por un sombrero, y el pelo suelto caía en toda su longitud. La nueva prenda era del mismo color que el resto de su indumentaria. Se fijó en su sonrisa, que le dulcificaba los rasgos. Daba la sensación de que los dientes blancos resplandecían bajo el foco. Entonces Scorpio empuñó el cristal de su vaso recién servido y bebió. Era ridículamente fácil sucumbir a la sed cuando la veía. Reparó en que el ron comenzaba a asomarse a su cuerpo con timidez.
La música regresó. La voz cautivadora estaba amplificada por los altavoces repartidos a lo largo del Hot Fire. Si alguno había creído que el show no podía volverse más sensual, se equivocaba. Annibal, con discreción, miró de reojo a los laterales. Fue muy simple leer las caras de la gente: se estaban divirtiendo. Casi podía escuchar los pensamientos de todos ellos. No tenía que haber cedido a la tentación. Se centró en el escenario. Al hacerlo, vio cómo aparecía una segunda figura.
Un hombre.
Angela había sustituido el micrófono fino sujeto a la cabeza por uno convencional. Se sentó en la silla. El tipo que ahora la acompañaba, vestido tan solo con unos pantalones largos negros, se acercó a ella. La cantante no detuvo la melodía. El nuevo se arrodilló en frente y la chica dejó caer la cabeza hacia atrás con suavidad. Mantuvo el micrófono a la altura de su boca. Empezó a tocarla, a acariciarla con sus manos desde los hombros hasta la cintura. Al notar el tacto del compañero, ella arqueó la espalda. Todo formaba parte de una coreografía intencionada. Arrancaron una ovación.
Scorpio, lejos de verse arrastrado por la fogosidad, sintió la ya conocida punción en el pecho. Esta vez la magnitud fue mayor. Cambió de posición en su asiento, incómodo. Apoyó el codo izquierdo en el reposabrazos y se acercó la mano a los labios, consiguiendo un frágil contacto. No se trataba únicamente de una sospecha. Era real.
Estaba celoso.
Era una emoción escondida al fondo de su inventario, cubierta por las telarañas del desuso. Le quemaba por dentro. Cada vez que veía a ese individuo ahí subido, tocándola o, como en ese momento, de pie y muy pegado a ella, le daban ganas de levantarse y apartarle a base de hostias. Tuvo la necesidad entonces de tenerla cerca. Se trataba de un arranque posesivo bastante curioso. Podría ser que ese idiota fuera su pareja. O quizá tuviese a un marido imbécil esperándola en alguna parte. Junto al ron, bajó por su garganta el veneno que rezumaban sus pensamientos.
El traficante estuvo el resto del espectáculo esperando a que se acabase cuanto antes. Si lo hubiese expresado en voz alta, le habrían tomado por loco. Le asaltaban ideas peregrinas acerca de tomar su pistola y dejar al tipo del escenario en fuera de juego. Imposible, por otra parte. Las manillas del reloj parecían retroceder dentro de la esfera de su muñeca.
Hasta que terminó.
Finalmente terminó.
Molesto, bufó sin emitir sonido alguno.
Antes de retirarse del escenario, Angela se besó la palma de la mano, sopló y emuló lanzar el beso al público. Luego guiñó un ojo. Aplausos, aplausos, más aplausos.
La luz poco a poco volvía a la gradación que había mantenido antes de las doce en punto de la noche. La música ambiente sonó como si nunca se hubiese marchado. El local regresó a la normalidad. Annibal bebió antes de levantarse.
—Ahora vengo.
No tenía por qué haber avisado, pero lo hizo. Costumbre, tal vez. Ellos asintieron y continuaron a lo suyo, inmersos en la continuación de tan magnífica velada.
Puso rumbo a la barra, pidió otra copa. Sería la cuarta. Igual debía ir pensando en beber más despacio. Si bien era cierto que tenía un aguante notable para la bebida, no quería sobrepasar la línea. La camarera, esta vez una morena de ojos oscuros, ya estaba mezclando el ron para él. Scorpio apoyó los codos sobre la limpia superficie lisa y se inclinó hacia delante.
—¿Dónde está la chica? —se interesó Annibal. Aun con la barra por medio, había recortado bastante distancia con la camarera, quien eligió no apartarse.
—¿Qué chica? —preguntó. Recorrió con sus ojos azabaches la cicatriz. Le habría mirado de cuerpo entero si la longitud entre ellos hubiera sido la adecuada. Cuando él alzó las cejas, supo que era evidente a quién se refería—. Ah. Se está cambiando. Ahora sale.
—Ve a decirle que la estoy esperando. —El hábito hizo que la orden saliera de forma natural.
—No puedo, tengo mucho trabajo —respondió la camarera tras unos instantes de duda.
—Ve a decirle que la estoy esperando. Por tres minutos no te van a despedir.
La chica volvió a vacilar. Al final terminó accediendo. Eso no formaba parte de las funciones de su puesto de trabajo, pero salió de detrás de la barra y fue hacia una puerta situada en la pared izquierda. La abrió y desapareció. Él la siguió con la mirada. La tranquilidad que ahora reposaba en su interior contrastaba con todas esas sensaciones generadas durante el espectáculo. Se mojó los labios con la nueva bebida y cayó en la cuenta de que no le había dicho su nombre a la camarera. No creía que tuviese importancia, estaba seguro de que la empleada encontraría alguna manera de describirle.
La portadora del recado no tardó en aparecer. Venía sola.
—Cinco minutos —le comunicó cuando se hubo situado en su lugar habitual. Acompañó la información con una sonrisa amable. La luz de la barra le iluminó la cara. Era menos agraciada que su compañera pelirroja.
—Gracias. —Él sacó el dinero de la cartera para pagar la consumición y le señaló que se quedara con las vueltas—. Por las molestias.
A Scorpio le dio la sensación de que la espera guardaba muchas similitudes con la eternidad. Desde allí, apoyado con el codo izquierdo en la barra, podía observar a sus hombres en la mesa. Reían con ganas, charlaban animados. Su círculo de confianza concentrado en el mismo lugar. Notó la ausencia de Hans. Su estómago se resintió. No debía pensar en eso. No esa noche. Dio un pequeño sorbo.
Le tocaron el brazo. Se giró hacia la izquierda. Ahí estaba. Sonreía. Su belleza etérea se acentuó.
—Hola, Annibal. —Su mano delicada descansaba sobre la manga de la chaqueta.
—Hola.
El hombre la miró de arriba a abajo. Se había puesto unos pantalones vaqueros con aspecto desgastado y una ceñida camiseta de tirantes roja. El escote enseñaba menos que el top de la función, pero más de lo que era sano contemplar. Destacaban los estilizados tacones de sus zapatos negros. La melena larga, lisa y dorada le otorgaba un halo casi angelical que pugnaba con lo bravío de su maquillaje.
—¿Qué tomas?
—¿Ya no te acuerdas? —Angela arqueó una ceja, pícara.
—Un vodka con limón. —Le pidió el chico a la camarera morena. ¿Qué iba a hacer sino sonreír al escucharla? Se giró hacia la rubia—. No me habías dicho que cantabas.
—Bueno, el otro día no hablamos de muchas cosas. —Su semblante era difícil de interpretar—. Tampoco surgió el tema. Además… —Cogió el vaso que le dio su compañera. Esta rechazó el dinero que él puso sobre la barra, pues para ella era gratis al trabajar allí—. Bueno, me da algo de vergüenza. —Confesó tras probar el líquido amarillo pálido debido al limón.
—¿Vergüenza? —repitió Annibal, incrédulo. La imagen de esa mujer sobre el escenario estaba lejos de coincidir con su definición de vergüenza—. Pues nadie lo diría.
—Intento no pensar en ello una vez arriba, ni mirar mucho a la gente. Luego se me va pasando —explicó ella. Sus recuerdos también se activaron y le mostraron el instante en que le descubrió entre los espectadores—. Vengo dos sábados por la noche al mes.
—Me alegro de haber coincidido —A la una y diez de la noche era más fácil hablar, sobre todo si tenía la cuarta copa en la mano y su estado no se acercaba a la ridícula embriaguez—. No sé por qué te avergüenzas. Seguramente eres mejor que mucha de la mierda que se vende ahora.
—¡No te burles de mí! —le recriminó Angela. Bromeaba.
—No me estoy burlando. Puedes preguntárselo a cualquiera de los que te han visto. No te quitaban el ojo de encima. Algunos necesitaban un bozal.
—Daños colaterales —rio ella. Probó del vaso otra vez y después se pasó la lengua por los labios—. Muchas veces es así. No te imaginas las cosas que he llegado a escuchar desde el escenario. —Se tocaba el pelo con la mano libre—. ¿De verdad todos estaban pendientes de mí?
La verdadera intención de esa pregunta no coincidía con la apariencia inocente de la misma. Scorpio la supo interpretar. Le pilló fuera de combate. ¿Qué tenía que decir a eso? Si respondía que sí, se incluía a él. Si respondía que no, sería todavía más absurdo. Esa mentira no tendría consistencia alguna. No importaba lo que contestara, no sabría lidiar muy bien con la incomodidad. Se resistía a reconocer que esa mujer le causaba un efecto casi desconocido.
La miraba a los ojos y Angela no rompía el hilo visual, desafiante. Ella elevó sus cejas finas y rubias, esperándole.
—¿Vienes? —preguntó entonces Annibal. Señaló con la cabeza la dirección de su mesa.
Ella echó un vistazo al lugar indicado. Ya sabía dónde estaban, desde el escenario había tenido el placer de encontrarles. El hombre se dio la vuelta y comenzó a alejarse. La chica le seguía sin poder reprimir una sonrisa.
Cuando llegaron al destino, los ocupantes de la mesa no se dieron cuenta de inmediato. Debían de haber hecho algún chiste hacía poco, porque Harrison reía a mandíbula batiente. El escándalo se amortiguaba gracias a la música ambiente. La situación, sin embargo, cambió en cuanto se percataron de que la chica que tanto les había impresionado acompañaba al jefe. Casi todos se quedaron petrificados. Fred el primero.
—Pues ya estamos todos —comentó el Lobo. No se había inmutado.
Mientras los demás guardaban silencio, Scorpio acercó una silla vacía y la colocó junto a la suya tras hacer hueco. Habían bebido, pero no tanto como para que alguno profiriese una estupidez de la que luego pudiese lamentarse. Se sentían cohibidos. Qué menos después de ciertos comportamientos.
—¿Os ha comido la lengua el gato? ¿Ahora que la tenéis aquí ya no queréis decirle nada? —Annibal metió baza. Se escuchó la risa discreta del Lobo de fondo. Miró a Angela y encontró una expresión animada en su rostro.
—Es igual, si ya les he escuchado. —Ella le siguió el juego.
—Eh... Bueno, es que lo estabas haciendo muy bien —admitió Coleman, el primero en reaccionar. Sonaba a disculpa. Tenía rojas hasta las orejas.
Angela y Annibal se miraron de reojo después de observar sus caras. Se salvaban Biaggi y Rafael. Entonces ella no pudo contenerse más y rompió a reír. Algo estrujó a Scorpio por dentro al escucharla. La tensión que en realidad nunca existió se disipó. Algunos se unieron a las carcajadas. Annibal tan solo mostró una sonrisa de medio lado.
Al principio, Angela se dedicaba a escuchar. No sabía hasta qué punto podía intervenir en sus conversaciones. Se sentía una extraña allí. Pero los hombres la hicieron partícipe en diversas ocasiones. Para el resto, el jefe solo había conseguido que se uniera a ellos. El Lobo era el único que sabía lo que podía haber detrás. La chica no iba a engañarse: se lo estaba pasando mejor de lo que había creído en un primer momento.
—Sí, estuve en la fiesta el sábado pasado —explicó tras que Coleman le preguntara.
—Pues qué calladito se lo tenía. No nos había dicho que te conocía —añadió Harrison.
La chica no supo cómo tomarse esa revelación. Así que, para no meter la pata, optó por sonreír, encogerse de hombros y beber vodka. Evitó mirar al hombre que se sentaba a su lado, el de la corbata blanca.
—No pensé que fuese importante —se escudó Annibal. Por supuesto, esa no era la verdadera razón.
—Joder —se sorprendió Greenwich.
—¿Que no es importante? Estuvimos al lado de una estrella y no nos dimos ni cuenta —prosiguió Harrison. De vez en cuando echaba vistazos fugaces al escote de la única chica de la mesa.
—¡Qué exagerado! —exclamó ella. Aún sentía la extraña sensación.
—Sigo sin acordarme —admitió Biaggi.
—Tampoco estuve mucho a la vista —comentó la rubia. Bebió.
Dejó el vaso en la mesa, encima del cerco húmedo. Se había quedado algo fría ante la imperturbabilidad de Annibal. No se atrevía a dar ningún paso. Le desconcertaba que pareciese tener una actitud diferente a la que había creído ver en la barra, tras que mandara a buscarla. En cierto modo, se sentía tonta. Se acomodó en el respaldo y los reposabrazos de la silla recibieron su piel blanca. No había buscado el contacto con la mano masculina, pero este se produjo. Tragó. Él no retiró los dedos. Durante un breve instante la miró, pero la vista de Angela estaba fija al frente.
Scorpio experimentaba sensaciones difusas, sin saber dónde terminaba una y empezaba la siguiente. Le resultaba difícil estar sentado al lado de esa mujer y fingir indiferencia, mostrarse impasible. Porque no lo estaba. Joder, no lo estaba. Cuando notó que le tocaba, deseó intimidad con tanta fuerza que le abrumó. ¿Qué le separaba de hacerle saber que quería volver a tenerla tan cerca como hacía una semana? Él y su estúpida manía de querer que no se dieran cuenta de… ¿De qué? Eran incontables las veces que se había mostrado acompañado de una mujer. ¿Por qué era diferente ahora? Porque él lo estaba haciendo diferente. Reprimía sus deseos sin conocer muy bien el motivo.
Después de beber ron, pasó el brazo derecho por detrás de la espalda de la chica y la atrajo hacia él unos centímetros.
Un escalofrío nació en el cuello de Angela y se extendió por su cuerpo como el fuego sobre gasolina. La sensación chispeante consiguió ponerle la piel de gallina. Sus mejillas se tiñeron de un leve rubor. Confió en que las luces suaves no la delataran. No podía decir que no lo había estado esperando. Apenas hacía dos minutos que había dejado el vaso encima de la mesa y ya lo volvía a coger. Lo necesitaba. Cerró los ojos un instante e inspiró en silencio. Estar tan cerca de él hacía que pudiese respirarle. Su atracción se disparó. Cayó en la cuenta de que sería capaz de abandonarse otra vez, tal y como había hecho una semana atrás. Se apoyó contra el costado masculino, cubierto por el traje. No le miraría, se dijo. No le miraría.
Le miró.
Annibal le guiñó un ojo.
—Deja un poco para los demás, ¿no? —reclamó Harrison. Así, había interrumpido la conversación amena que se estaba manteniendo. En su ignorancia, no podía evitar estar decepcionado.
—Suponiendo que yo quisiera estar con los demás —le contestó Angela, anticipándose. No toleraba muy bien los comentarios que la dejaban en un lugar donde no tenía ni voz ni voto.
Esas últimas palabras arrancaron risas generales. Scorpio ya había preparado una respuesta nada más escuchar a Fred, pero la que ella había lanzado le parecía, con diferencia, mejor. Lo único que pudo hacer fue mirar a Harrison y sonreír. Era indiscutible que el otro había recibido lo que se merecía.
La anécdota se quedó allí. El autor de la interrupción fue el mismo que cambió de tema. Y, aunque Harrison no le daba mayor importancia, tampoco le había sentado demasiado bien haber sido el centro del chiste.
—¿Sabes? Me alegro de que las casualidades sean a veces tan caprichosas —susurró Angela al oído de Annibal. Los demás seguían charlando.
—¿Casualidades? —Él inclinó un poco más la cabeza para mantener la confidencialidad.
—Sí. Que vinieras aquí esta noche.
La joven enroscó sus dedos atrevidos en torno a la corbata blanca. Se acomodó mejor, más cerca. Era muy fácil volver a decirse que aquella velada estaba transcurriendo de un modo muy positivo. El azar podía llegar a ser muy afortunado. La evasión de su mente, provocada en gran parte por el vodka, le traía de vuelta las ganas irrefrenables, esas que creía que no volvería a sentir. Era su segunda consumición, pues la primera la había repartido entre el comienzo de su actuación y el descanso. Especialmente en el descanso.
De vez en cuando intervenía en el incesante coloquio. Era curioso cómo se hilaban temas de forma que el último apenas tenía nada que ver con el primero. Para nada había previsto esa situación, pero eso no significaba que no pudiera disfrutarla. Sus ideas tendían a evadirse, alejarse de esa mesa, pero de lo único de lo que no podía escapar era de saberse tan cerca de él. Podía percibir los músculos del brazo bajo la tela oscura y elegante de la manga. Podía notar la mano del hombre en su costado. Era una locura. Se sorprendió rememorando el contacto de sus labios.
Sin previo aviso, Annibal sintió cómo los dedos Angela se adentraban entre los botones de su camisa, bajo la corbata, y se encontraban con la piel del pecho. Ese contacto discreto le sorprendió. Volvió a girar la cabeza para mirarla, pero ella no hacía lo mismo, pues contemplaba un horizonte imaginario. Estaba seria. Le acariciaba muy despacio. El movimiento de las yemas de los dedos le estaba provocando un hormigueo placentero. Todavía la miraba cuando Angela levantó los ojos. La expresión indescifrable de Scorpio se veía rota por su boca entreabierta al mínimo.
Un terremoto a pequeña escala sacudió a la cantante. Fue en ese preciso momento en el que se dio cuenta. Ya está. Había terminado de caer en su red. Una brizna de vértigo le hizo preguntarse si no había alcanzado un punto irreversible.
—Annibal, nosotros nos vamos a ir yendo.
Sandro Biaggi rompió el hechizo. Scorpio levantó el brazo izquierdo y miró el reloj. Las tres y media. ¿Las tres y media? ¿Cómo demonios había pasado el tiempo tan rápido? Si parecía que solo había transcurrido escasa media hora desde que había vuelto de la barra. Decidió que él también se marcharía. Su instinto le llamaba a quedarse así, tal y como estaban, pero alguna vez había que irse. Prefería hacerlo cuando él eligiera y no cuando el local les obligara. Se incorporó en el asiento, muy parecido a un sillón. La arrastró con él, aún permanecía apoyada.
—¿Te vas tú también? —preguntó Angela. La desgana empapó su voz. Despacio, retiró los dedos.
—Sí, esto está ya medio vacío.
Quedaba más gente de la que había sugerido. Se irguió del todo. No fue una buena idea hacerlo tan deprisa, pues su cabeza afectada por el alcohol no lo recibió bien. La sensación pasó a los pocos segundos. Se puso de pie. Le tentaba mucho, muchísimo, seguir disfrutando de su compañía. Ni siquiera sabía por qué no lo hacía, era un buen momento.
—Aquí no queda mucho que hacer.
—Entonces yo también me marcho. No me voy a quedar aquí sola —Angela se encogió de hombros. Se levantó también. Se esforzó por ocultar la decepción.
—No te preocupes por eso, seguro que hay miles de tíos que estarían dispuestos a hacerte compañía. —Sus palabras funcionaron como un veneno autoinoculado. Aparentó indiferencia.
—Pero el tío con el que yo quiero estar esta noche se marcha —respondió tajante—. Voy a buscar mi chaqueta, no tardo nada.
—Te espero fuera —le avisó Annibal.
Angela se alejó en la penumbra mientras que él caminó hacia la puerta del Hot Fire y salió. Allí ya estaban los demás. El gánster se fijó en que el portero se mantenía en su puesto de trabajo. Justo cuando el tipo fue a saludarle, Scorpio miró a otro lado.
—… vine aquí, fue en viernes. Así que debe de ser los viernes cuando las chicas bailan en la tarima. O no sé —Oyó a Greenwich a medida que iba acercándose a sus colegas.
—Vaya mierda. Me apetecía ver tetas —bromeó Harrison.
—Vámonos —sugirió Coleman, una vez vio al jefe.
—Estoy esperando a Angela —dijo Annibal.
—No sabía que estabais juntos —se disculpó Greenwich. No le habían escuchado afirmarlo, pero la actitud tan cercana entre ellos les había dado qué pensar.
—No estamos juntos. —El hombre metió las manos en los bolsillos del pantalón, incómodo.
—Pues qué bien te lo montas —carcajeó Harrison.
—Sí —asintió Annibal. Miraba con insistencia a la puerta.
Si le decían eso, dedujo, tal vez desde fuera se veía que estaba más pendiente de ella de lo que lo que pretendía mostrar. Fred abrió la boca para soltar algo más, pero la poca receptividad por parte del aludido hizo que se retractara.
Pese a que estaban a mitades de junio, esa noche no era calurosa. Hacía viento y la temperatura era más baja de lo normal. Tal vez fuese porque las nubes habían cubierto el cielo durante buena parte del día.
Angela salió. Se acercó a ellos. Se frotaba los brazos por encima de las mangas. El fresco se acusaba al abandonar el ambiente del local.
—¿Dónde has dejado el coche? —le preguntó el Lobo a Scorpio. Se protegía las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta marrón oscuro.
—En el parking. —No tuvo que especificar cuál, por allí cerca solo había uno.
—Vale. Nosotros nos vamos, tenemos los nuestros a unas dos calles —dijo Rafael. Los demás levantaron una mano para despedirse.
—Ojo —les previno Annibal.
No hacían falta las explicaciones, captaron el mensaje.
Los cinco hombres comenzaron a alejarse y les dejaron solos. Angela se puso en frente, aproximándose a él. Apoyó las manos pálidas y frías en la chaqueta del traje del chico y luego agarró las solapas frontales. Eran suaves bajo sus dedos.
—¿Cómo has venido? —preguntó Scorpio. No tenía muy claro si quería que jugueteara con su chaqueta. No podía clasificar lo que le hacía sentir. Le inquietaba.
—Andando. No vivo muy lejos de aquí.
—Ven conmigo. Te acerco yo.
—No hace falta, pue...
—No era una pregunta.
No iba a dejar que se fuera sola a casa con toda la mierda que había por la calle. Él lo sabía muy bien. Desconocía cómo se las había apañado otras veces, pero ahora que estaba en su mano su seguridad, iba a proporcionársela. La chica decidió no decir nada. Le siguió. Primero caminaba un par de pasos por detrás, luego se colocó a su altura. Se sentía mal porque se tomara tales molestias. Pero esas dudas no tuvieron la fuerza necesaria como para que se diera media vuelta.
El frescor de la ciudad nocturna les ayudaba a despejar la mente, pintando sus ideas con más claridad. El silencio entre ellos acentuaba el eco de los pasos. Llegaron al aparcamiento. Bajaron en ascensor al nivel correspondiente. No había pérdida.
—¡Vaya coche! —exclamó ella en voz no muy alta, impresionada. Acarició el capó del Ford Mustang con una mano. La negrura del mismo brillaba bajo la luz del techo.
Annibal sonrió. No quiso comentar que en casa le esperaban dos maravillas más. Pulsó el botón de la llave y desbloqueó el cierre centralizado. Se escuchó el sonido sutil de los seguros al desactivarse. Abrió la puerta del conductor, no sin antes hacerle un gesto para que hiciera lo mismo por el otro lado. Una vez estuvieron acomodados y con las puertas cerradas, se abrocharon los cinturones.
Angela le miró de reojo. Luchaba consigo misma.
—¿Cuál es tu calle?
El hombre estaba poniendo en marcha el GPS del ordenador de a bordo. No recibió respuesta. Con los brazos cruzados, ella miraba a través de la luna delantera. Parecía que atendía a algo muy interesante al otro lado. Pero no había nada. Annibal no sabía si le había escuchado. Dejó pasar unos segundos.
—¿Angela?
—Llévame a tu casa.
No se inmutó. Había reunido el valor suficiente como para que la petición se materializase en voz. Se estremeció al escucharle pronunciar su nombre.
Scorpio se quedó quieto. No lo había esperado. Quería haberlo sugerido un par de veces, pero algo le había impedido hacerlo. Y, sin embargo, a diferencia de él, ella no había dudado. Ni siquiera había sido una pregunta, se trataba de una orden.
Hizo contacto con la llave y el motor les recibió con un rugido suave. Desactivó el freno de mano. Dio marcha atrás. Cuando hubo abandonado la plaza del aparcamiento, metió primera y pisó el acelerador. No iría muy rápido, sentía el alcohol por sus venas.
Una vez en la calle, el narcotraficante encendió la radio. La música techno les acompañó en el silencioso viaje. Subió el volumen. La vibración del sonido podía palparse en la estructura interna del vehículo. Guiando el volante con suavidad, trataba de no pensar. No quería anticiparse a lo que pudiese ocurrir en su casa.
Las ganas que Angela tenía de llegar le impedían preguntarse si no se habría precipitado. Como ya venía siendo costumbre desde que dio el paso en aquella fiesta, dejaba la razón a un lado. Ese hombre la había seducido sin que apenas pudiera darse cuenta. A lo mejor no había querido darse cuenta. Entendía la fama de la que le habían hablado con respecto a las mujeres. ¿Qué hacía entonces con ella?
La ausencia de tráfico a esas horas de la noche consiguió que el trayecto transcurriese en menos tiempo del empleado en la ida. Scorpio accionó el botón que abrió la parte de la verja habilitada para los coches. Esta se cerró a sus espaldas. Entraron al garaje. Impulsada por un sensor de movimiento, la luz se encendió. Una vez aparcado, se bajaron. El dueño comprobó que el Mustang había quedado bien cerrado. Sintió satisfacción al descubrir grata sorpresa en ella tras contemplar la pequeña colección de vehículos.
Cruzaron puerta del pasillo que conectaba con el resto de la casa. Divisaron el salón. Angela recordaba muy bien esas paredes. Ordenada y sin gente, parecía aún más grande. Se quedó mirando al tramo del pasillo que conducía al cuarto donde el sábado anterior...
—¿Quieres beber un poco más? —le ofreció él mientras se desabrochaba los botones de la chaqueta.
—Vale.
Annibal desapareció unos minutos y regresó con una botella de vodka, refresco de limón que aún conservaba de la fiesta y dos copas largas de cristal. Las sirvió. Al mirarla para entregarle la suya, le guiñó un ojo por segunda vez aquella noche. Angela necesitaba saber cómo un simple gesto podía ocasionarle tal seísmo. Los tacones la condujeron a su lado. Subieron las escaleras. Una vez arriba, giraron a la izquierda y caminaron hasta el fondo. En el lateral izquierdo del corredor se emplazaba la habitación. Cada uno llevaba su copa. Con la mano libre, el chico abrió la puerta. Entró primero.
La mujer supo que ya no había vuelta atrás. Al ver el dormitorio, se impresionó una vez más ante el tamaño. El color negro predominaba en la estancia. Le gustaba, era elegante.
Colocaron las nuevas consumiciones encima de la mesita de noche más cercana a la puerta. Angela no se percató del momento en el que él se despojó de la pistola y la dejó en uno de los cajones. Después, Scorpio se sentó en la cama, cerca del pequeño mueble coqueto. Ella vaciló. De nuevo, vértigo. Pero se dejó caer junto a él. El perfume masculino volvió a abrazarla.
El reloj digital marcaba las cuatro y diez de la mañana.
Después de dejar la chaqueta sobre la colcha, le facilitó una de las copas y ella la asió con cuidado. No tenía sed, pero Angela se dijo que lo necesitaba. Estaba nerviosa y debía ocultarlo. Para empezar, dejando de hacer tanta presión con los dedos sobre el tallo de cristal.
—Seguro que esto es mejor de lo que nos hemos tomado allí —dijo el hombre. Si era verdad o no, poco le importaba. El hielo no se rompería solo.
—No lo dudo —coincidió la mujer con una sonrisa—. ¿Vas a mezclar?
—¿Por qué no?
Annibal se llevó el vodka con limón a los labios. Llevaba bastante más refresco que alcohol; después de los que habían tomado en el Hot Fire, abusar podría arruinar lo que quedaba de noche. Ella le imitó. A medida que tragaba el líquido, Angela notaba cómo los nervios se aplacaban. Cerró los ojos y, cuando los abrió, vio cómo él se aflojaba la corbata. La franja blanca continuaba destacando sobre el resto de prendas negras.
La única iluminación que incidía en aquella habitación era la que se filtraba por la ventana, procedente de las farolas de la calle.
—¿Y bien? —preguntó el chico. Había apoyado la corbata en los hombros, de manera que los extremos caían hacia el pecho.
—¿Qué?
Angela miraba sus labios. Buscaba algo que decirle, pero no encontraba nada que fuese mejor que el silencio. Se sentía como una imbécil. Ahora que se encontraba allí sentada con él en aquella cama, no se atrevía a manifestar lo que el cuerpo le pedía.
Scorpio tampoco entendía muy bien la situación. Lo único en lo que podía pensar era en aquellos segundos valiosos que se escurrían entre sus dedos. Se acercó a ella sin pensárselo dos veces. Le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí. Los centímetros se convirtieron en enemigos. El corazón de la joven comenzó a latir con violencia.
Entonces Angela no pudo soportarlo más y le besó.
Annibal cerró la mano en torno a la camiseta roja, sobre la espalda. La lengua de la muchacha se encontró con la suya. El ritmo acompasado inicial se transformó en un torbellino. Lo salvaje encubrió cualquier rastro de romanticismo. La liberación de los sentimientos reprimidos se llevó por delante la voz de la razón. Angela le robó la corbata y se deshizo de ella. Le desabrochó los botones de la camisa negra tan rápido como la exaltación le permitía. La abrió. Se la arrancó. Y contempló la desnudez de su torso, esculpido como recordaba. Entonces Scorpio le quitó la camiseta ceñida. Se notó arder al ver el sostén negro de encaje. Las manos de Angela cedieron a sus deseos y acariciaron la piel tersa que encontraba a su paso. Primero recorrió el pecho, después el abdomen. Ambos constituían una vorágine de formas perfectas que la hicieron vibrar. Caminaba sobre fuego, el mismo que ambos compartían.
Se tumbaron en la cama, despacio, paralelos a la almohada. Los labios de la joven descendieron hasta su cuello, rozándole, probándole. Al igual que durante aquel instante en la fiesta, ese contacto le detuvo y se dejó hacer sin resistencia. Le arañó suavemente con los dientes. La piel de su nuca se erizó. Una vez tendidos del todo, la joven se apoyó encima mientras todavía le besaba. Con los dedos recorría buena parte del cuerpo descubierto. Las uñas rasgaban la superficie de su piel, delicadas, provocándole un amplio abanico de sensaciones. Scorpio se estremecía. Angela había tomado las riendas y la excitación se alzaba como las llamas de un incendio. Subió hacia sus labios y en ellos se detuvo todo cuanto quiso. Le agarraba el pelo oscuro y corto con la mano. Y le miró. Le vio con los ojos cerrados y la mandíbula en tensión. Sonrió al besarle otra vez.
De pronto, Annibal hizo un movimiento tan rápido que apenas dejó tiempo para que ella reaccionara. La colocó boca arriba. Le atrapó las muñecas entre sus manos y la cama, a ambos lados y a la altura de los hombros. Angela perdió el aliento. La luz blanquecina del exterior iluminó el rostro del hombre y ella vio cómo el juego de sombras acentuaba la cicatriz del ojo izquierdo. Sin liberarla, Scorpio se inclinó y la besó en el cuello. Lo hacía con suavidad, como si temiera que se fuese a romper si empleaba más fuerza.
Se volvía loco y la volvía loca a ella.
Condujo los besos hacia su pecho, deteniéndose. Angela sentía cómo la barba incipiente le raspaba la piel. Él la escuchó suspirar. Continuó su recorrido e hizo que curvara la espalda. Bajó hasta aquel vientre femenino que era tan suave como parecía a simple vista. Lo cubrió de besos. Un escalofrío arrollador golpeó cada célula de la chica.
El calor les mantenía prisioneros de la pasión.
Regresó a sus labios entreabiertos y los recorrió con la punta de la lengua. Probó el sabor del vodka. Y, despacio, le liberó las muñecas. Ella tardó unos segundos en reaccionar. Cuando lo hizo, le rodeo la ancha espalda con los brazos. Clavó allí sus manos y volvió a atraerle hacia abajo. Sintió la piel de su pecho en contacto con los suyos.
Era como si no pudieran separarse, como si una fuerza mayor entrelazara las fibras de sus cuerpos. Parecía que, si deshacían el contacto, jamás podrían volver a recuperarlo. Eran llamaradas de delirio.
La mano derecha de Angela resbaló por la espalda de Annibal. Cruzó el costado, el abdomen y acabó en sus pantalones. Desabrochó el botón y bajó la cremallera. Un potente chispazo atravesó la columna vertebral del hombre, quien aún permanecía con los marcados brazos estirados y apoyados en la cama. La rubia introdujo los dedos por debajo del pantalón, encontrándose con la textura de unos boxers. Él hizo lo mismo con sus vaqueros, tirando hasta quitárselos. Ella se deshizo de los zapatos usando los pies. Un tanga negro de encaje quedó expuesto. Era la pareja del sujetador y ambos constituían una explosión de sensualidad. A Scorpio también le sobraban los pantalones, que arrojó al suelo tras deshacerse de sendos zapatos y calcetines. Incorporó a la mujer y le desabrochó el sostén con destreza. Los tirantes resbalaron por sus brazos sedosos. La prenda cayó sobre la cama. Aquella visión provocó una combustión que se extendió hacia el rostro de Annibal, abrasándole. Los pechos de Angela azuzaron el motor masculino.
Les cubría una única prenda.
La tensión sexual era inaguantable.
Annibal volvió a inclinarse hacia delante, obligándola a que se tumbara. Ella le agarró del pelo otra vez y le llevó hacia su terreno, besándole de nuevo con furia. Tan cerca, el hombre sintió su cuerpo casi desnudo contra él. Los efectos del alcohol hacían ese momento más desinhibido, más pasional. Más sexual. Él se liberó del beso y bajó hacia el pecho desprovisto de barreras. Angela dejó escapar un sonido casi inapreciable que no hizo sino avivar el incendio. Se movía bajo sus besos. Y aquella zona se hizo poco para Annibal.
Descendió más.
Llegó al ombligo y dibujó círculos con los dedos alrededor. Después completó el mismo recorrido con los labios. La chica dejó escapar el aire entre los suyos. Annibal buscó a tientas la única pieza de ropa interior que ella vestía. Comenzó a bajar el tanga. Despacio, muy despacio. Lo dejó caer al suelo. Angela no se resistió.
Y ahí la tenía.
Su cuerpo entero para él. Lo contempló en toda su perfección. Le excitaba demasiado. No más que aquellos ojos mirándole, peligrosa. El color se arremolinaba rosado en las mejillas femeninas y su cabello rubio le caía sobre los hombros como aguas bravas. La mujer se mordió el labio inferior, todavía pintado de rojo oscuro, y se incorporó. Se sentó sobre la cama. Él se había puesto de pie en el suelo. El montón de ropa le rozaba los pies. Entonces ella le liberó de los boxers. Empezó a tocarle. Él echó la cabeza hacia atrás y los músculos de su cuello se marcaron. Le ocurrió lo mismo en la espalda cuando comenzó a recibir otro tipo de caricias, más cálidas, más húmedas.
Scorpio espiró más fuerte de lo normal cuando notó su lengua. Poco a poco se fue dando cuenta de que su capacidad de reacción estaba estancada a causa del placer. Las sensaciones le arrollaban con la fuerza de un tsunami. Sin detenerse, ella apoyó las manos firmes en la parte de atrás de las piernas masculinas. Él había cerrado los ojos y tenía los labios entreabiertos. Respiraba por la boca, en silencio.
Tras unos largos minutos, demasiado cortos, notó cómo la chica rodeaba su muñeca con la mano y le guiaba hacia la cama. Le tumbó. Y continuó.
Angela comprobó de reojo cómo se aferraba fuerte a las sábanas. Verle así le provocó una sensación que la recorrió entera. Empezó a arañar con suavidad las zonas de los costados a las que podía acceder por su posición. Creyó escuchar su voz durante una milésima de segundo. El pecho de Annibal bajaba y subía con más continuidad que antes. Pequeñas gotas de sudor reflejaban la escasa luz que atravesaba la ventana.
Solo entonces ella decidió detenerse.
Annibal necesitó un instante para ser capaz de abrir los ojos. La miró fijamente.
Ahora jugarían con sus reglas.
Serio, había inclinado la cabeza unos centímetros hacia atrás. Apoyó la punta de la lengua sobre el labio superior. Se acercó a ella. La expresión de Angela era demasiado provocativa. No podía soportarla sin intervenir. Volvió a besar las curvas de su cuerpo, ávido de avanzar por su piel. Bajó. Bajó.
Primero la acarició con la mano. Después con la lengua. Ella se abandonó. Angela estiró aún más su cuerpo sobre la cama. Aquel placer rozaba lo prohibido. Resopló. Scorpio solo se detendría cuando se lo pidiera. O tal vez las súplicas no serían suficiente. Los jadeos crecientes de la dueña de ese cuerpo alimentaban su ego. Se hicieron más audibles.
Paró.
La dejó a las puertas. Le dio lo que había recibido. Annibal sonrió. Se colocó a su altura. Le encantó encontrar su rostro teñido de lujuria, agitada. La besó en los labios.
—¿Quieres más? —le susurró en el oído. Un escalofrío sacudió la piel de la chica. Ella abrió la boca para contestar, pero la cortó antes—. No, espera. No respondas. No hace falta. —Volvió a buscar su cuello.
Angela, presa de unas sensaciones que rozaban lo sobrenatural, ardía en deseos de que volviera a explorar su cuerpo. Estaba tan solo a un paso de perder la cabeza. Pero no tuvo tiempo de pensar más, las manos del hombre ya se movían por su pecho.
Scorpio entonces sacó un preservativo de una de las mesitas auxiliares. Mientras lo abría, observaba cómo la hermosa mujer permanecía tumbada con los ojos cerrados. Hizo que los abriera cuando traspasó el límite.
Encima de ella, y con los cuerpos entrelazados, se besaban. La voluntad del hombre marcaba el ritmo. Era su prisionera. Llamas, un infierno de placer casi insoportable. Al principio, Angela no articulaba sonido. Pronto fue incapaz de controlar la voz. Annibal no podía recordar otras sensaciones con una carga tan intensa.
Los dedos de la rubia se deslizaban por la espalda de Scorpio como si fueran agua. Las altas temperaturas bañaban la habitación. Los constantes movimientos consiguieron que Angela perdiese el control. Estiró los brazos, desplegó su cuerpo. Él no se detuvo. Y entonces, desde abajo, su voz inundó el cuarto. Para él fue un aliciente y empujó más fuerte, arrancándole gemidos. Annibal no podía dominarse, no podía parar, cautivo de una pasión devastadora. Hasta que sintió la explosión ardiente dentro de él. Le arrebató la poca cordura que le quedaba.
Fue perdiendo fuerza. Se vio obligado a tumbarse en la cama, junto a ella. Su acompañante todavía se esforzaba por domar la respiración. La chica se colocó de lado. Le miraba. Sus cuerpos perlados refulgían bajo la suave luz exterior. Alargó la mano y se adentró por el pecho de Annibal. El itinerario que seguía no ayudaba al hombre a calmarse. Ella no podía recuperar la razón si le veía temblar bajo sus dedos.
—¿Cómo estás? —preguntó Angela. Sus palabras zozobraron. Le acarició la nuca. Él se encogió de hombros—. No, espera. No respondas. No hace falta.
Annibal le mostró la que fue su sonrisa más abierta hasta entonces. Desde luego, era una chica con recursos. Abrió los ojos y giró la cabeza hacia ella. Vio su cuerpo desnudo de lado, rociado de humedad. La curva que descendía desde la cadera hasta la cintura trazaba una pronunciación perfecta.
Sabía que debía levantarse para ir al cuarto de baño, pero no quería moverse. La visión femenina le ataba a la cama. Tuvo que reunir fuerza de voluntad para incorporarse. Y cuando se estaba levantando, ella le tumbó otra vez con un pequeño empujón en el pecho. Mientras él caía, Angela le buscó.
—¿Vas a dejarme aquí sola? —Cada letra exudaba sensualidad. Jugueteaba con los dedos sobre sus músculos abdominales. Deslizó la punta de la lengua por el lóbulo de su oreja.
—No voy a irme muy lejos, tranquila.
Volvió a tumbarla boca arriba sin que ella pudiera anticiparlo. Le sujetó las muñecas del mismo modo que justo antes de dar rienda suelta a la pasión. Ella jadeó, temiendo que todo volviese a empezar. Deseándolo. Lo único que él hacía era mirarla con una intensidad apabullante.
Scorpio se levantó torpe a causa de la transitoria debilidad derivada del éxtasis. Se adentró en el lavabo una vez hubo encendido la luz del mismo. No se molestó en cerrar la puerta, no tenía sentido. Lo que había por ver ya se había visto.
Angela, aún de lado, se lo comía con los ojos. Observaba su pelo negro, ahora más revuelto. Comenzó en la nuca y descendió por la espalda, por cada uno de los relieves. Repasó la línea marcada de la columna vertebral. Al llegar al trasero, se detuvo cuanto quiso. A continuación, las piernas. Jamás había tenido entre sus brazos un cuerpo como aquel. Hasta esa noche. Se dejó caer boca arriba y su mente cayó en una dulce espiral. Saboreó el recuerdo de haberle tenido dentro.
Desde la habitación se escuchó el agua de la cisterna y después el chorro sobre la pila del lavabo. Annibal no tardó mucho en salir. Se vistió con una nueva prenda de ropa interior. Fue hacia la cama, abrió un hueco entre las sábanas y se introdujo dentro. Miró el reloj digital. Había transcurrido una hora y media. Para ellos, quince minutos.
—Puedes venir, no muerdo —la incitó Annibal.
—Eso habría que verlo.
Scorpio se rio por lo bajo mientras Angela reptaba por la colcha. Se metió con él bajo las sábanas negras. Descubrió que se encontraba muy cómoda, sobre todo si volvía a contactar con su piel caliente. Él estaba tumbado boca arriba con ambas manos detrás de la cabeza. La chica se apoyó en su pecho. Ya que había decidido actuar sin pensar, lo haría bien. Y es que seguía sin poder resistirse. Sintió cómo el chico le acariciaba el pelo, sedoso al tacto. Ella volvió a cubrir de caricias su abdomen. Le encantaba hacerlo.
—Yo… no suelo hacer esto. —Por alguna razón, Angela tuvo la necesidad repentina de aclararlo.
—¿El qué? ¿Follar? —Annibal notaba las formas desnudas contra su cuerpo.
—No, no me refería a eso. —Angela soltó una risotada suave—. No me meto en la cama con el primero que pasa.
Esa era una pequeña confesión que Scorpio no habría hecho, así que le extrañó. Pero la aceptó de buena gana. Tampoco admitiría que le hizo sentir halagado.
—¿Así que soy el primero que pasa? —bromeó, levantando un poco la cabeza para mirarla.
—No seas tonto —rio Angela. Le dio un golpecito en la tripa con la mano. Le resultaba tan fácil dejarse llevar que le daba miedo.
—No te he pedido explicaciones.
—Ya lo sé —contestó ella. Dejó una pausa—. ¿Te tiras a Deborah?
—¿A qué viene eso?
—Curiosidad. —Angela pudo notar el descenso de temperatura. Prefirió no darle importancia—. De algún sitio tuvo que sacar que estabais saliendo.
—Sí, me la tiro —reconoció Annibal sin tapujos. No veía por qué no debía ser claro—. Y lo sacó de su obsesión conmigo.
—¿Debería sentirme celosa? —preguntó Angela, sonriendo. Quería saber la respuesta. Le interesaba.
—¿Deberías?
Scorpio volvió a utilizar ese tono de voz que, en secreto, tanto atraía a su acompañante. La chica se acercó y le dio un fugaz beso en los labios. La presencia del alcohol no se había evaporado todavía.
—No siento nada por Deborah y se lo he dicho millones de veces, pero es muy pesada —concluyó—. Además, ¿qué coño importa? No voy a ponerme a hablar de ella ahora. Me corta el rollo.
—Ah, ¿sí? —Traviesa, arañó el surco central de su abdomen. No pudo evitar volver a encenderse al ver la característica sonrisa de Annibal en la penumbra. Era una locura.
—¿Tú qué crees?
Él sacó las manos de detrás de la nuca y con ellas buscó el cuerpo de Angela. Rastreaba su geografía. La piel suave amenazaba con volver a estimular sus sentidos. Los labios de la cantante buscaban ávidos los de Annibal, como si no hubiese tenido suficiente. No sabía encontrar el límite de lo que consideraba suficiente.
Se tumbó encima de él, ambos cubiertos por las sábanas de seda negra. Los dedos masculinos abandonaron su espalda para buscar a tientas una zona más cálida. Angela sabía que volverían a caer.
Scorpio notaba una poderosa sensación eléctrica que, con origen en sus dedos ágiles, se extendía por cada una de sus células. Su prioridad ahora era hacer suspirar a ese ángel carnal. Lo volvía a conseguir. Ver cómo ella cerraba los ojos con fuerza hacía que los suyos echaran chispas. La joven se aferraba a los brazos del narcotraficante. Buscaba liberar tensión, una vía de escape. Pero no quería escapar.
Al hombre le había gustado haberla dejado al borde del clímax al principio y ahora lo repitió. Supo que ella se acercaba porque notaba cómo le clavaba las uñas. La rubia redujo la fuerza. Abrió los ojos. No encontró la sonrisa que esperaba. Vio cómo las sombras acentuaban la cicatriz que le cruzaba el ojo izquierdo.
Manteniendo el contacto visual, Angela se fue deslizando hacia abajo. Lenta, como un río de lava. Quedó cubierta en su totalidad por las sábanas. Scorpio dejó caer los párpados cuando recibió su boca húmeda y caliente otra vez.