El timbre había graznado unos segundos atrás. El sonido era el característico de la verja exterior. Se dirigió hacia la sala donde guardaba las pantallas que mostraban las imágenes de las cámaras exteriores e interiores. Por regla general, no activaba las instaladas dentro de la casa. Consideraba que su intimidad tan solo le pertenecía a él. No las encendía salvo que hubiese una gran afluencia de gente. Los objetivos exteriores funcionaban de manera continua. Miró al monitor que correspondía a la oscura valla metálica.
Ninguna cámara osaba resistirse al rostro coqueto de Deborah. Sus ojos verdes enmarcados en largas y espesas pestañas escudriñaban la lente.
Annibal vaciló antes de revelar su posición, deliberando si era adecuado dejarla entrar o no, por cómo estaban las cosas. Al final ganó la primera opción. Tenía que distraer su mente, le beneficiaba. Si no lo conseguía, acabaría por obsesionarse con aquellos ataques. Esperaba que sus hombres hubiesen avanzado en la calle.
Con respecto a Deborah, no habían terminado muy bien la semana anterior. El altercado contra Jay y el Lobo había borrado de un plumazo cualquier importancia que hubiera dado a aquel encuentro con ella. El comportamiento pueril de la mujer tampoco había ayudado.
Él siempre había tenido claro que no sentía por la morena nada más allá de atracción física, e incluso había ocasiones en las que ni eso. Se había convertido en costumbre acostarse con ella por el mero hecho de que sabía proporcionarle placer. Sabía que podía contar con ella siempre que él tuviese la necesidad de hacerlo. Ya eran varios años con los mismos hábitos. Y, aunque de vez en cuando otro cuerpo femenino se colaba entre sus sábanas, habitualmente era Deborah quien se encargaba de satisfacerle en el plano sexual. Annibal era consciente de que ella podía sentir algo más, aunque varias veces le había advertido que tuviera cuidado. Una vez avisada, el chico se desentendía. No lo consideraba de su incumbencia.
Tras haber cruzado la distancia desde verja exterior hasta la pesada puerta blanca, Deborah llamó con los nudillos. Él fue hasta allí con calma. La costumbre le hizo asomarse por la mirilla. Como era de esperar, tan solo era ella. El hombre resopló. No podía dejar que los acontecimientos le hicieran convertirse en un obseso de la seguridad. Abrió. La mujer parecía estar a punto de volver a llamar.
Deborah penetró en la casa después de recibir el permiso y lo hizo con una sonrisa. Sus dientes no se alineaban a la perfección y le otorgaban un aspecto más dulce del que le correspondía. Cerró la puerta tras de sí. Le besó en los labios, cerrando los ojos. Aquel saludo llenaba de vitalidad su cuerpo. Él no se apartó. Después le siguió hasta el amplio salón. Ambos se sentaron en el sofá de cuero blanco. Ella dejó a un lado su bolso.
Annibal la miró e intuyó que fuera debía de hacer calor, pues el pronunciado escote se veía algo húmedo. El top que Deborah llevaba era de color blanco y con un dibujo impreso que simulaba unos tirantes. La prenda dejaba al descubierto su vientre plano. Los pantalones negros y demasiado cortos realzaban su trasero. Apenas lograban cubrirlo, pero eso nunca había sido motivo de preocupación para la mujer. Unas sandalias blancas completaban el conjunto.
Ella, a su vez, clavaba sus ojos en el hombre. Unos ojos de tigresa que no se molestaban en esconder la lascivia. Aunque él en ocasiones, en muchas ocasiones, no la tratara como desearía, le hacía sentirse bien. Estar a su lado le hacía saberse exclusiva. Podía pasar por alto que no estuviera enamorado. Siempre lo había sabido y, aunque no había sido explícito, era demasiado evidente. Soñaba con que llegara el día en el que consiguiera rendirle a sus pies. Mientras tanto, se conformaba con poder sentir el calor de su cuerpo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Annibal. Trató de parecer lo más despreocupado posible. Encendió un cigarro.
—Me apetecía verte. ¿Es que ahora lo tengo prohibido? —Su voz de falsa inocencia causó el efecto que quería—. Perdóname por lo del otro día. No tenía que haberte hablado así, no tenía que haberte tratado así.
—Deberías estar acostumbrada a controlarte. No eres una cría y yo tengo obligaciones. Sabes lo que hago y que no tengo horarios —le reprochó él. No le molestó que se sentara tan cerca. La piel del brazo de la chica rozaba el suyo. No contemplaba contarle a Deborah los últimos acontecimientos. Sabía que era discreta y nunca le había dado problemas en ese sentido, pero consideraba que no le concernía.
—Ya, ya lo sé. Perdóname —repitió. Echó la cabeza hacia atrás para apoyarse en el hombro masculino y buscar sus labios. Le besó una vez más. Adoraba saborear el tabaco en él. Por alguna razón, lo asociaba a la virilidad—. ¿Estás solo ahora?
—Sí.
—Mejor.
Scorpio podía intuir el motivo de la visita y no opondría resistencia. Tenía que descargar la tensión acumulada. Deborah se colocó mejor para poder quedar frente a él. Acercó su rostro al de Annibal y le besó despacio, notando en sus manos la incipiente barba. El cigarro que él sujetaba iba consumiéndose solo mientras la morena acaparaba su boca. Después, ella se dirigió a su mejilla izquierda y la cubrió de besos en descenso hacia el cuello. Le encantaba mimarle, aunque no hubiera la reciprocidad que esperaba. Él casi siempre estaba receptivo a sus caricias.
Annibal cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. Se llevó el cigarrillo a la boca. Le dio la última calada y lo apagó sin mirar en el cenicero de la mesita próxima al sofá. La chica notó que, de vez en cuando, él se estremecía. Condujo la mano izquierda al segundo botón de la camisa oscura, desabrochándolo. Introdujo los dedos por el hueco que se abrió. Ella le acariciaba, le besaba, y él apenas se movía.
Estaba tranquilo.
Al cabo de un rato, la mujer se separó despacio. Scorpio notó que aquellos intentos femeninos de animarle estaban siendo eficaces. Su cuerpo estaba reaccionando como cabría esperar.
—Ahora vengo.
Deborah se puso en pie con elegante sensualidad. Le guiñó el ojo y le sonrió con picardía, de esa forma que a ella se le daba tan bien. Se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección al pasillo, asegurándose de menear las caderas más de lo que habría sido necesario.
Todo por agradarle.
Una sonrisa sutil apareció en los labios de Scorpio a la vez que negaba con la cabeza. Esa chica nunca cambiaría, se dijo. No sabía qué era lo que se traía entre manos, pero pensó que tal vez intentara sorprenderle. No sería la primera vez.
Miró a su derecha y vio la colilla arrugada dentro del cenicero. De pronto acudieron a su mente todos los ataques que habían sufrido sus hombres. Le repulsaba que esos pensamientos le abordaran así, sin que pudiese hacer mucho para controlarlos.
Cabía la posibilidad de que esos hijos de puta no volvieran a matar, por lo menos a los suyos. La cosa podría quedar ahí, recordarse en el futuro como una sombría anécdota. Difícil de creer. Ni siquiera había encontrado una conexión que no fuese la pertenencia a su banda. Tampoco entendía el ataque al Lobo. Sin embargo, tenía la sensación de que estaban jugando con él. Si era verdad que conocían la identidad de los que asesinaban, aquello le parecía un maldito juego. Un rompecabezas siniestro. ¿Pero a qué estaban jugando? ¿Qué podría conseguir alguien con dos dedos de frente asesinando a hombres de su organización? Se habían labrado un buen nombre dentro del tráfico de cocaína. Dos dedos de frente, se repitió. Pensó que los culpables no debían tener ni uno. Lo más inquietante, no obstante, era que quizás tuviesen tres.
Piensa en otra cosa.
Buscó a su alrededor, con suerte encontraría algo en lo que centrar la atención. No era sencillo. Su humor amenazaba con oscurecerse. Se preguntó por qué Deborah tardaba tanto. Chasqueó la lengua mientras se incorporaba en el sofá. Entonces su mirada se topó inconsciente con una foto enmarcada al lado de la gran televisión.
Su madre.
Hacía mucho que no la visitaba. Ya iba siendo hora. Había heredado ciertos rasgos faciales de ella. Le observaba desde el cristal con una expresión risueña, dulcificada por la media melena rubia y voluminosa. Sus ojos azules destilaban ternura. Justo el gesto contrario al que él mostraba en ese momento.
No. No podía ir a verla.
Temía que, si llegaban a intentar algo contra él, el ataque se extendiera hacia la pobre mujer. El chico se empezaba a sentir vulnerable, algo que no sucedía desde hacía mucho tiempo.
La fotografía recogía muy bien la amabilidad que caracterizaba a Heather. Mostraba una sonrisa perenne. Era una de las mejores personas que él conocía, aun después de todo lo que había tenido que superar.
Anthony, el marido de Heather, había muerto hacía muchos años. En concreto, cuando Annibal tenía dieciséis. No pudo superar el cáncer de pulmón. A raíz del fallecimiento de su padre, el chico tuvo que encargarse de continuar con el taller mecánico que el hombre había regentado hasta entonces. En consecuencia, había tenido que abandonar los estudios a esa edad. Dos años después, Heather perdió a su hija menor, Sylvia, de forma espantosa. Y la mujer creía que él, su primogénito, era un empresario emprendedor que había conseguido amasar una fortuna. No podía imaginarse que era en realidad el jefe de una organización criminal. Tal era la ceguera, que incluso después de que Annibal pasara dos años en prisión, su madre no sospechaba nada. Siempre había atribuido ese período a un error judicial, siempre había mantenido que era inocente. Al fin y al cabo, eso había sucedido hacía mucho tiempo. Scorpio aún no se había hecho con su actual puesto por aquel entonces.
Heather amaba a su hijo más que a nada.
Él haría lo que fuera, cualquier cosa, por su madre.
Ante todo, quería que fuera feliz. Pero ella no era plenamente feliz. Perdió el boleto de la felicidad completa el día de la muerte de Sylvia.
Annibal procuraba no pensar en su hermana. El dolor se había enquistado y, pese que había puesto de su parte para superarlo, no lo había conseguido. Nunca terminaría de hacerlo. Era un ámbito de su vida privada que se esforzaba mucho en ocultar, una historia cuyos detalles nadie conocía. Nadie excepto el Lobo, quien le acompañó al velatorio y al funeral. Por aquel entonces, Annibal tenía dieciocho años y Rafael uno más. Pensar en ella, en esa cara de niña que jamás abandonaría sus recuerdos, le atormentaba. Y huía de ese dolor. Todas las fotografías que guardaba de Sylvia estaban confinadas en uno de los cajones del gran armario de su habitación, seguras. Si no estaban a la vista, nadie le preguntaría nunca quién era.
Diez años después de su muerte, hablar de ella continuaba siendo una tortura.
Piensa en otra cosa.
Un ruido externo al salón le empujó de vuelta a la realidad. Se sobresaltó. Había buscado distraerse y había conseguido lo contrario. Diez minutos habían bastado para retroceder diez años.
El sonido inconfundible de unos tacones llegó hasta el umbral de la puerta del salón. Scorpio desterró la opaca expresión de su rostro, adoptando neutralidad cuando ella se dejó ver.
—Hola, Anni… —dijo Deborah, sugerente. El tono estaba muy entrenado. Era muy buena en lo suyo.
A Scorpio no le gustaba ese apelativo, ya se lo había dicho en varias ocasiones. Ella no parecía escucharle, como en otras tantas cosas. Era un diminutivo que solo la morena empleaba.
La chica se apoyó en el marco de la puerta. Tan solo vestía ropa interior roja, casi transparente. Apenas dejaba espacio a la imaginación. Típico de ella. El minúsculo tanga dejaba entrever la suavidad de la piel que había debajo. El sostén realzaba sus pechos grandes y firmes. Ambas prendas estaban decoradas con volantes rojos muy pequeños, cuyos bordes eran negros. Sujetos al tanga, se apreciaban unos ligueros unidos a las medias de rejilla gruesa, también rojas. Los zapatos negros finalizaban sus piernas esbeltas. Tacones de vértigo. Scorpio la miró a la cara. El pelo negro, liso y brillante era apenas más largo que la barbilla. La claridad de sus ojos verdes buscaba provocarle. Él sonrió de medio lado.
Deborah se fue acercando con pasos sensuales y pausados. Posaba la mano derecha sobre la cadera, desenfadada. El chico se acomodó en el sofá, colocando los brazos estirados sobre el respaldo. La miraba. De pronto, le invadió el deseo de tenerla entre sus brazos y olvidar. Al llegar a él, la mujer se sentó encima de sus piernas. Continuó con su camisa a medio abrir. Despacio. Con cuidado. Con tacto. Le dejó el torso al descubierto. Deslizó los dedos de largas uñas rojas por el cuerpo del hombre, empezando desde su cuello y bajando. Se detuvo en las marcas de su abdomen, encendida al sentir su piel.
Annibal había empezado a relajarse. Ella siempre volvería a él, se lo demostraba una y otra vez.
Pronto fueron dos las manos que le recorrían. Notó los labios carnosos deslizarse por su cuello, por su rostro, por su boca. Entonces la chica decidió bajar al suelo. Arrodillada, le desabrochó los botones de los vaqueros. Se situó entre sus piernas. Estaba deseosa de quitarle los pantalones. Le miró a los ojos. Con una sonrisa libertina, se humedeció los labios rojo cereza con la punta de la lengua.
Los pensamientos recurrentes de Scorpio le dieron una tregua durante la hora siguiente.