Charles Emerson estaba terminando de preparar su taberna para el cierre. Eran casi las dos y media de la madrugada y El Cervecero todavía tenía parte de las luces encendidas. Hacía apenas un cuarto de hora que había echado al último cliente, quien se había alejado protestando. Para ese tipo ninguna copa era la definitiva.
A Charlie no le gustaba irse a casa más tarde de lo normal. Sus dos empleados solían marcharse, como mínimo, una hora antes. Prefería cuadrar la caja solo, así como el resto de tareas. De este modo, al día siguiente se encontraría las cosas como él las había dejado. En ese momento estaba restregando un trapo húmedo por encima de la barra. Frotaba más fuerte sobre las manchas de cerveza reseca. El orondo tabernero se encontraba especialmente cansado. La noche anterior no había dormido bien.
Un ruido en la puerta alertó a Charlie. Clavó los ojos en esa dirección de inmediato. Molesto, vio cómo alguien entraba al local. Ya no admitía a nadie, ¿tan difícil era de entender? Tenía preparadas las palabras malsonantes. No llegó a pronunciarlas.
El que cruzó el umbral fue un hombre joven ataviado con un traje negro que, con calma, echó un vistazo al interior de la taberna. Luego miró al exterior e hizo un gesto para que alguien entrara. A Charlie se le hizo un nudo en el estómago cuando vio que conocía al hombre que aparecía después.
El Lobo.
Despreocupado, pasó al interior. Lo primero que hizo fue mirarle. El tabernero sintió miedo, no esperaba que las represalias por no haber pagado fuesen a suceder tan pronto. El otro acompañante cerró la puerta. Sin embargo, el tipo orondo solo tenía ojos para el hombre del cabello sujeto en una coleta baja.
—Buenas noches, Charlie. ¿Te pillo en mal momento? —preguntó Rafael, tranquilo. Se sentó en uno de los taburetes situados al lado de la barra y apoyó el codo derecho sobre la misma. El otro chico se quedó de pie, algunos pasos más atrás. Permanecía serio, erguido, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y las manos juntas por delante de la cadera.
—No. Bueno, iba a cerrar —contestó el hombre. Estaba nervioso. No podía ni necesitaba ocultarlo.
—Entonces supongo que no te importará dedicarme un poco de tu tiempo. ¿Cómo te va el negocio?
—A ratos. No tan bien como me gustaría —reconoció Charlie. Agarró el trapo con ambas manos. Estas quedaron humedecidas.
—Las cosas parecían irte bien. ¿Qué ha pasado?
—Hace menos de una semana entraron de madrugada y me robaron, Lobo. Se llevaron mi dinero. Ya se lo dije a tus hombres, a Carlo y a Ronald, pero no me escuchaban. ¡Siempre he pagado y lo sabes! ¿Crees que sería tan estúpido como para no hacerlo? —se excusó el tabernero, anticipándose. Pensó que, si ese hombre se había molestado en acercarse en persona, la cosa pintaba mal.
—Me estás dando unas explicaciones que no te he pedido. ¿Así que no tienes el dinero? Interesante. Pero no estoy aquí por eso.
—Ah, ¿no? —Charles tragó saliva.
—No. ¿Te sorprende? —preguntó el Lobo. Como siempre, calmado—. Más me sorprende a mí que finjas no saber de lo que estamos hablando.
—Pensé que venías a recoger el dinero.
—No tenía noticia de tu irresponsabilidad hasta hace un momento. Pero todo a su tiempo. Tranquilízate y sírvenos unas cervezas.
La desconfianza de Charlie iba creciendo por momentos. Asintió con la cabeza. Sin perderle el ojo a ese hombre, el tabernero se dispuso a coger dos botellines. Los guardaba en un arcón frigorífico debajo de la barra. Fue a abrirlo cuando encima vislumbró la escopeta. La había colocado allí esa misma mañana por seguridad. Sin darse cuenta, se quedó mirándola. Se preguntó si sería una locura usarla y quitar a esos dos de en medio. Después solo tendría que huir lejos y…
—Yo que tú no tocaría la escopeta —le aconsejó el Lobo.
Charlie se sobresaltó. Rafael había adivinado sus intenciones gracias a un espejo situado detrás del hombre rollizo. La falta de botellas hizo que hubiese más hueco y se reflejara lo que se escondía tras la barra. Pero Charlie no podía hacerse una idea en ese momento de cómo el gánster lo había sabido. Tuvo miedo.
—No iba a tocarla. Quería coger las cervezas y está en medio. Iba a apartarla —se excusó Charles, torpe. Un par de gotas de sudor resbalaban por la piel grasienta de sus sienes.
—Eso pensaba.
Cuando Charlie colocó los dos botellines de cristal sobre la barra, Rafael se giró para mirar al otro hombre que se encontraba detrás. Este interpretó bien y caminó hasta su altura, sentándose en el taburete contiguo. Bebió de su cerveza antes que el Lobo.
—¿Es cierto entonces que Carlo y Ronald se pasaron por aquí anoche? —inquirió Rafael. Después bebió él también.
—Sí, como los últimos viernes de cada mes. Y les dije que me habían robado, que no tenía el diner…
—Te he dicho que dejes el tema del dinero por el momento. ¿Saliste tú o viste a alguien salir detrás de ellos?
—No. Quedaba poco para cerrar. De hecho, algunos clientes se marcharon cuando llegaron ellos. ¿Qué es lo que pasa?
—Pasa que esta mañana se los encontraron muertos cerca de aquí —respondió el Lobo sin miramientos. Se llevó la boca del botellín a los labios.
—¿Muertos? —repitió el tabernero, incrédulo. Sus ojos de cerdito se abrieron de par en par.
—Sí, muertos.
—Bueno, anoche justo al cerrar escuché un tiroteo. Pero jamás pensé que fueran ellos —admitió Charlie. Volvía a estrujar el trapo húmedo entre las manos.
—Yo no he dicho que muriesen en un tiroteo —dijo Rafael. Quería evaluar las reacciones del tipo. Hasta ahora le estaba mostrando poco, solo que estaba nervioso. Eso no era nada fuera de lo común. Pausó unos segundos antes de continuar—. Pero no te pongas así, no te he acusado de nada. ¿O hay algo de lo que acusarte?
—Yo no los maté, si es lo que quieres decir. ¿Por qué iba a matarles?
—Se me ocurren un par de motivos. ¿No querías que nos avisaran de que no tenías el dinero? No querías que el jefe se enterara, ¿me equivoco?
—¡No! ¿Cómo puedes pensar eso, Lobo? ¿Acaso me crees tan tonto como para hacerlo y suponer que no vendríais a por mí después? —se defendió Charlie. El sudor de las sienes ahora ocupaba toda la cara. Había utilizado un volumen de voz más alto de lo normal.
—No te estoy acusando de nada. No me grites, yo no estoy gritando —le advirtió el Lobo. Sostenía la fría cerveza entre los dedos.
—Perdona. No quería gritarte. Estoy nervioso.
—No te he dado razones para estarlo. Tan solo quiero saber qué paso con mis hombres. En condiciones normales habría tenido que creerte y me habría marchado, dejando que cerraras tranquilo. Pero acabas de contarme que ayer Carlo y Ronald se fueron sin el dinero. ¿Qué pasa, Charlie? ¿No puedes darle salida a la cocaína?
—Ya te he dicho antes que me han robado. Hace menos de una semana. Se llevaron todo el dinero de la caja.
—Te he escuchado perfectamente. No me repitas las cosas, no soy idiota. Que te hayan robado, como comprenderás, no es mi problema. Pero podemos hacer una cosa. Devuélveme el kilo íntegro de cocaína y nos olvidamos del dinero —propuso Rafael. Sabía de antemano lo que iba a escuchar.
—No puedo. Ya lo he vendido.
—Entonces dame el dinero.
—¡No lo tengo! —La inquietud del tabernero crecía como la espuma de la cerveza de barril. El semblante sereno que veía en el Lobo le hacía sentir peor.
Rafael analizaba el aspecto de Charlie, quien desprendía un sudor acorde a su olor corporal. Le dio dos tragos más al botellín, tomándose su tiempo. Mientras que el hombre rechoncho se mostraba cada vez más ansioso, el Lobo permanecía impasible.
—¿Y ahora qué hacemos, Charlie?
—Voy a pagarte, te lo juro. Tan solo déjame juntar el dinero, por favor —le rogó el pobre diablo. No sabía qué hacer para salir del apuro—. ¡Una semana más! ¡Solo una semana!
—Esto no funciona así y lo sabes. Tenemos el detalle de darte la coca por adelantado y cobrarte a final de mes porque siempre nos has respondido bien, pero eso no es excusa para dejar de hacerlo. Lamento que te hayan robado, pero te repito una vez más que no es asunto mío. Y mucho menos del jefe. Si te han dejado sin dinero, sácalo de otro sitio —explicó el Lobo. Se encogió de hombros. Volvió a beber con calma. Él no tenía prisa.
—¿Y de dónde lo saco?
—Búscate la vida. Pero hazlo. No querrás quedar en deuda con nosotros, ¿verdad?
—No.
—En menos de veinticuatro horas tendrás aquí a dos hombres. Vendrán a buscar los treinta y seis mil dólares que…
—¿Treinta y seis? ¡Eran treinta y cinco mil! —se quejó Charlie.
—Mil más por los intereses. Y no creo que estés en posición de protestar. Mañana mis hombres podrían no ser tan comprensivos como yo. Ya sabes que prefiero dialogar antes que darle una paliza a alguien o prenderle fuego a su local. Eres un hombre afortunado. Pero sabes también que puedo pasar de hablar tranquilamente a pegarte un tiro en la cabeza. Y, aunque no me gusta mancharme las manos, tengo hombres a quienes no les importa.
—¿Por qué me amenazas con esos tipos, Lobo? —se aventuró el tabernero. Pese a todo intentaba no perder el orgullo, ni tampoco algo más—. ¿Acaso no doy la suficiente confianza de que cuando tenga el dinero os pagaré?
—No, no la das. Y no cuando tengas el dinero. Mañana.
—¡Treinta y seis mil! ¡Para mí es mucho! —exclamó el gordo. Se estaba desesperando. El olor a sudor era cada vez más intenso.
—No es mi problema —repitió Rafael.
—¡Joder!
—Si quieres puedes concertar una reunión con el jefe y explicarle a él personalmente el motivo por el cual no le das lo que es suyo.
—Pues no estaría mal, amigo.
—¿Cómo dices? —preguntó el Lobo, sorprendido. Hasta el momento, ese hombre se había estado mostrando dócil. No habría apostado a que tuviese el valor necesario para replicarle.
—No te lo tomes a mal, pero estoy harto de intermediarios. Os cuento por qué no puedo dar el dinero, que no es porque no quiera, y ninguno parece escucharme. Tal vez hablando con el jefe en persona se me tome más en serio —argumentó Charlie. Ni él mismo podía creer sus palabras. Tragó. Se propuso no bajar la mirada.
—Vaya. Le echas huevos, Charlie. El jefe no tiene ni la mitad de paciencia que yo con la gente que se retrasa en sus pagos. Tampoco le gusta perder el tiempo. Y, desde luego, su mala hostia no te lo pondrá fácil. ¿Estás seguro? —casi se burló el Lobo. Si la respuesta era afirmativa, comprobaría que ese tipo tenía menos luces de las que aparentaba. Y aparentaba pocas.
Charlie no sabía qué responder. Pese a que nunca le había visto, conocía la reputación del hombre que se situaba por encima del Lobo en la jerarquía. Era normal para alguien de tal rango no dejarse ver, por lo menos muy a menudo y en lugares que le pudieran acarrear problemas. Pero solo tenía dos opciones: permitir que al día siguiente volvieran a exigirle un dinero que no tenía o intentar llegar a un acuerdo. Pensaba que a lo mejor servía de algo hablar con el que llevaba el mando de aquella red de narcotráfico, de la cual él mismo tan solo era un peón.
—Sí. Me gustaría hablar con él.
—Como quieras.
El Lobo levantó las cejas. Podría haberle respondido que hablar directamente con el jefe estaba fuera de su alcance, que se movía en círculos a los que él jamás podría acceder. Pero no lo haría. Estaría bien que su superior se encargara de decidir lo que era mejor en ese caso. Al fin y al cabo, era quien manejaba las cuentas. Algo tendría que opinar al respecto.
Miró su botellín: ya no quedaba mucha cerveza en el interior. Bebió, pero no de golpe. No quería acabarla aún.
—Quiere hablar con el jefe. Habrá que avisarle —le dijo Rafael al hombre joven que tenía al lado. Él tampoco había acabado su consumición. El gesto que este tenía era de asombro también.
El chico se quedó mirando al Lobo. No era habitual que se requiriese la intervención directa de quien se encontraba más arriba para cosas así. Pero si su compañero había dado el visto bueno, significaba que las intenciones de Charlie eran serias.
—¡Eh, tú! ¿No le has escuchado? ¡Mueve el culo! —le gritó el tabernero de malas maneras. Estaba terriblemente cansado y tenía ganas de zanjar el asunto para marcharse a dormir. Miró el reloj. Ya le habían retrasado veinte minutos. Se había atrevido a tratar así a ese chico porque tendría la oportunidad de hablar con un pez todavía más grande que el de la coleta. Se sentía importante.
El hombre situado a la izquierda del Lobo hizo una mueca. No le había gustado ni un pelo que ese gordo de tres al cuarto se dirigiera a él de ese modo. Por lo pronto, el traje que llevaba costaba más de tres meses de sueldo de ese inútil. Nadie de fuera le tenía que dar órdenes, mucho menos aquel desgraciado. Pero no dijo nada. Rafael mostraba un gesto muy poco amigable. A él también le había parecido fuera de lugar. Muy fuera de lugar. El chico del traje asió el botellín con la diestra. Le pegó un buen trago a la cerveza, acabándola. Le había sentado bien.
De pronto, levantó la pequeña botella de cristal con rapidez. La estampó en la cabeza medio calva Charlie. El vidrio estalló en mil pedazos.
El agredido chilló y se llevó las manos al lugar del impacto. De inmediato se impregnaron de la sangre. El dolor hizo que las rodillas de Charlie cedieran y no sostuvieran su cuerpo. Cayó hacia atrás, chocando contra los estantes. Las pocas botellas alcohólicas que allí quedaban se tambalearon. Algunas se precipitaron al suelo, rompiéndose y derramando su contenido. Sin embargo, el tabernero no terminó de resbalar. Se sujetó como pudo a los estantes con los codos, puesto que con las manos aún se cubría la herida. Gimoteó una vez más. Notó cómo latía el corte, mareado. Por un momento, el tipo se sintió desorientado.
Se fue levantando poco a poco, a la velocidad que la reciente contusión le permitía. Despacio, alzó la mirada desde algún punto de alguna baldosa. Se encontró con la de su agresor. Los ojos de ese hombre joven se clavaban en él con gran dureza. Charlie no necesitaba pensar mucho para saber que el ataque se había debido a lo que le había dicho. No entendía cómo el Lobo no había reprendido a ese chico.
Miró a Rafael y después regresó al otro. Se fijó mejor en él. El color de su corbata y camisa era el mismo que el del traje: negro. La piel de su rostro se veía bien afeitada. Lucía un corto cabello oscuro peinado en pequeñas puntas. La luz se reflejaba en las mismas a causa del producto empleado para conseguir tal efecto fijador. Aquella suma le daba un aspecto elegante. Debajo de aquella indumentaria se podía adivinar que se escondía un físico atlético. Impertérrito, le miraba desde el otro lado de la barra. Sus ojos marrones eran penetrantes, autores de una expresión que revolvía el estómago del magullado tabernero.
Mierda.
No tendría que haberse olvidado de la clase de personas con las que estaba tratando.
Le dolía la cabeza, todavía se tocaba la herida abierta. Entonces contó con la suficiente lucidez como para fijarse en que ese chico tenía una peculiaridad. Desde la mitad de la frente y adentrándose en la mejilla de ese mismo lado, una cicatriz vertical cruzaba su ojo izquierdo.
Tendría que haber reparado antes en ella.
Charlie se quedó aterrado.
—Aquí le tienes. Te presento a Annibal Scorpio —intervino el Lobo. Consideró que, lo que ocurriese a partir de ese momento, se lo había buscado.
—Yo… Yo… —farfulló el sudoroso Charles. Jamás habría vaticinado que ese hombre joven pudiese ser el líder de la organización criminal. Parecía no llegar a los treinta años. La gente que le había visto comentaba que tenía una marca en la cara y él lo había escuchado, pero... Joder, había metido la pata hasta el fondo.
—¿Tú qué? —dijo por primera vez Scorpio. Sonó grave.
—Yo no…
—Repite eso que has dicho antes.
—Ha sido un malentendido, señor. Yo no sabía… Si llego a saber que…
—¿Qué? ¿Si llegas a saber que hablabas conmigo te hubieses callado como una puta? Pero a mis hombres no te importa hablarles con desprecio —le interrumpió el jefe. Más que disfrutar con la actitud del tabernero, le estaba sacando de quicio. No se percibió desde fuera.
—Me he equivocado. Perdóneme.
—Te has equivocado en muchas cosas. ¿Dónde coño está mi dinero?
—Ya se lo he dicho a él. Bueno, usted lo ha escuchado también. No lo tengo. ¡Me robaron!
—¿Querías hablar conmigo para contarme la misma mierda? ¿Acaso cuestionas la autoridad de sus decisiones?
—Nunca haría eso, señor. Solamente quería hablar con… usted para llegar a algún tipo de acuerdo. Con mi situación, ya sabe, es muy difícil. —Pero toda la convicción que Charlie quería transmitir se perdía por el camino. Había demasiado miedo en sus palabras.
—Esto no es ningún puto acuerdo, ninguna puta negociación. Yo vendo y tú compras. Y ya te has deshecho de la mercancía, pero yo no tengo mi dinero. Así que considero que has perdido mi mercancía. Me importa una puta mierda tu situación. Yo no te cuento mis problemas y cada mes tienes tu cocaína puntualmente. Y para negociar conmigo, para cambiar las condiciones que yo pongo, necesitas ser alguien. Y no eres nadie, Charlie, solo un gordo de mierda que aspira a tener algo más para follar sin tener que pagar.
A pesar de las duras palabras, Annibal no estaba alterado en absoluto. No necesitaba gritar para imponerse.
El intimidado no se atrevía a replicar. Tampoco quiso moverse cuando el jefe comenzó a andar mientras encendía un cigarro con un Zippo plateado. Se dirigía a un lateral de la barra. Como si conociera el local y lo hubiese hecho otras muchas veces, la rodeó y se situó detrás. Atenazado por el miedo que le infundía ese hombre, Charlie parecía un pasmarote. Apenas podía prestarle atención al Lobo. Temblaba. Scorpio le miraba sin expresión.
—El Lobo dice que no le gusta mancharse las manos. A mí no me importa. Así que habría sido mejor que te hubieses guardado tus estúpidos aires de grandeza. ¿Sigues queriendo que “mueva el culo”? —continuó Annibal, serio. Estaba de pie a unos metros del dueño de “El Cervecero”.
—No, señor —contestó el tipo. Lo único que quería era marcharse a casa y echar todos los cerrojos posibles. Temía que eso no llegara a suceder nunca.
—Deberías aprender lo que significa el respeto. Es fundamental tener respeto.
El gánster dio un paso hacia delante. Se fijó en cómo Charlie lo dio hacia atrás. Despacio, el jefe subió la mano izquierda. Con un dedo empujó una botella de whisky por el cuello hasta que cayó al vacío. Estalló. El licor ambarino se esparció y salpicó sus impecables zapatos.
—No pongas esa cara, era una marca barata. Mira, te voy a decir la verdad. —Dio otro paso. Tiró otra botella, ron esta vez. Sucedió lo mismo—. El Lobo y yo habíamos venido a intentar averiguar algo sobre por qué mis hombres están muertos. Desde el primer momento estaba descartado que hayas podido ser tú, aunque creo que tienes razones para hacerlo. Sería sobrevalorarte. —Scorpio derribó otra botella de whisky. No despegaba los ojos del tabernero—. También es posible que hubieses tenido alguna relación. Pero cuanto más lo pienso, más creo que eso también es una idea estúpida. —Desperdició otra botella—. Nos habríamos ido sin más tras tu patética intervención, ya lo sabes. No te habrías enterado de que he tenido la decencia de presentarme aquí en persona. —Utilizando los mismos dedos, arrojó otra. Todo se estaba empapado y la suela de los zapatos de Annibal estaba quedando pegajosa. Incluso los bajos de sus pantalones acusaban el vandalismo—. Pero luego has reconocido que no me quieres dar mi dinero…
—Quiero, pero no tengo…
—¡No me interrumpas! —alzó la voz Scorpio. Barrió varios licores de golpe con el brazo. El ruido de los cristales ocultó el grito de Charles, amedrentado—. ¡No quieres darme mi dinero desde que no te planteas conseguirlo por otro medio! Así que ahora vas a tener trabajo doble. Vas a tener que pagar todo lo que yo te joda esta noche. Y no quiero treinta y seis mil. Vas a darme cuarenta y cinco mil. Por la tardanza y por tus constantes faltas de respeto. La próxima vez te lo pensarás dos veces.
—Pero Annibal…
—Para ti, Scorpio —le cortó el chico. Dio dos pasos más. Casi estaba a la altura de Charlie, cuyo miedo le aconsejaba no moverse.
—Scorpio, no volverá a ocurrir. Le prometo que no volveré a fallarle.
—Yo no vivo de promesas, Charlie.
Annibal de pronto estiró el brazo, puso la mano en la nuca del tabernero y le estampó la cabeza contra la chapa metálica y roñosa que componía la barra. Charles gritó. Con los ojos cerrados, creyó ver puntos blancos en la negrura de su campo de visión. Le empezó a sangrar la comisura derecha de la boca. Lloriqueó. En cuando el jefe le soltó la cabeza, el hombre resbaló y esta vez sí terminó en el suelo. La mezcla de licores le empapó la ropa.
—¿Tú compras esta mierda de alcohol con promesas? ¿Aceptas que tus clientes te paguen con promesas? ¿Pagas a las putas con promesas? —continuó Scorpio. Se había vuelto a serenar. Le dio la última calada al cigarro casi muerto y después lo arrojó sobre el hombre. No se molestó en que dejase de estar incandescente primero. Por suerte para Charlie y el local, rebotó y fue a parar a una parte de suelo que el alcohol no había alcanzado.
—Claro que no, señor. Por favor… Por favor… —imploró a duras penas Charlie. Estaba muy cerca de caer en un temor irracional.
—Para de hacer eso. Todo acto tiene sus consecuencias. Afróntalas como el hombre que se supone que eres —escupió Annibal. No se molestó en disimular el desprecio. No sentía ningún tipo de lástima por ese desgraciado. No había sido la lástima la que le había llevado a ese lugar en la jerarquía—. Lobo, ve a la cocina. Enciende la plancha.
—¡No, no, no! ¡Por favor!
—¡Cállate, joder! ¡Métete tú también en la puta cocina!
Charles esperaba que tan solo fuese una amenaza, pero Scorpio empezó a caminar. El hombre obeso reculó hacia atrás todavía en el suelo, apoyando los codos para ayudarse. No sirvió de nada. Annibal utilizó las dos manos para levantarle y guiarle a la fuerza. Notó el peso que el tabernero guardaba entre sus carnes. Charlie entonces vio cómo el Lobo terminaba de preparar la plancha, separándose de los botones de encendido. Sus niveles de miedo estaban alcanzando un punto crítico.
—Lobo, sujétale. Que no se mueva —ordenó Annibal. Buscó un nuevo cigarrillo en el bolsillo interior de la chaqueta del traje. Lo encendió y expulsó el humo despacio. Entornó los ojos.
—¡Estate quieto! —le exigió el Lobo mientras intentaba inmovilizarle los brazos detrás de la espalda. Recibía una gran resistencia. Pero, pese a la corpulencia de Charlie, Rafael pudo hacerse con el control.
—¡Por favor! —rogó el hombre una vez más. Estaba a punto de echarse a llorar.
—¡Deja de decir eso! —gritó Scorpio.
—Conserva la poca dignidad que te queda —añadió el Lobo.
—¡No me matéis!
—No vamos a matarte, imbécil —respondió el de mayor rango. Regresó a su tono habitual. Recordó que hacía mucho que no se encargaba personalmente de un muerto de hambre de barrio. Se movía en ambientes más selectos. Pero aquello, se dijo, era como montar en bicicleta: nunca se olvidaba—. Me tienes que pagar y matarte sería ponértelo demasiado fácil. Así que no me hagas perder el tiempo y dime dónde tienes más dinero. Porque sé que tienes más, no eres tan gilipollas como para dejarlo todo en el mismo sitio. Y menos moviendo lo que mueves. Gracias a mí, por cierto.
—P–pero… señor… Tengo que comer…
—Y yo tengo que cobrar. ¿Dónde guardas el dinero? ¿Lo guardas en este antro, Charlie? —preguntó Annibal como si se dirigiera a un niño.
—Yo no…
—Acércale —le dijo al Lobo. Señaló la plancha con la cabeza. No necesitó repetirlo dos veces.
—¡No! ¡No! ¡No! —vociferó Charlie.
—Lo he intentado por las buenas y no quieres cooperar. La culpa de lo que te pase es tuya.
—Pero Scorpio, no puedo…
—¡Ni Scorpio ni hostias!
Annibal le agarró de la nuca una vez más y presionó su rechoncha cabeza contra la plancha. El grito de Charlie hirió sus tímpanos. El crepitar de la carne chamuscándose era apenas perceptible a causa de los alaridos. Scorpio continuaba haciendo fuerza. El cigarro descansaba en un lateral de su boca. La ceniza se desprendió sola.
—Deja de chillar, joder. Pareces una niña. ¿Dónde está mi dinero? —prosiguió el hombre con calma. Sentía el calor que achicharraba a Charlie muy cerca de su propia mano. Se obligó a mantenerse.
—¡¡POR FAVOR!! —aulló el herido, desesperado. Habría erizado la piel de cualquiera. No la de ellos.
—Te freirás como uno de tus asquerosos filetes. Tú verás.
—¡¡Está bien!! ¡¡ESTÁ BIEN!!
Scorpio tiró hacia atrás del cuello de la camisa desaseada de Charles, separándole de la plancha. En la superficie habían quedado restos de piel quemada. Un torrente de lágrimas resbalaba por la cara dolorida del quemado. Su mejilla derecha presentaba un aspecto horrible. Annibal le miraba a los ojos, arrugando la nariz a causa del olor desagradable.
—Tampoco era tan difícil. Complicas demasiado las cosas, Charlie. ¿Dónde está el dinero?
—Tengo… algo… ahorrado… —admitió el tabernero. El angustioso dolor era un infierno. Tenía mucho miedo.
—Ya nos vamos entendiendo. ¿Dónde?
—Aquí…
—Me estás empezando a aburrir. No te voy a preguntar por cada mierda que me digas. No te conviene aburrirme.
—No me matarás, ¿verdad? —repitió Charlie, lastimero. Le resultaba casi imposible continuar sosteniendo esos ojos oscuros. Intentó retroceder cuando el gánster dio un paso hacia él. Por un momento había olvidado que el Lobo le sujetaba.
—No te mataré si me dices donde está el puto dinero. Pero no cooperas. Me estás tentando demasiado a sacar la pistola. O a dejar que te quemes en la plancha —contestó Annibal. Dio una calada al cigarro, consumido hasta la mitad.
—Quiero pagarte…
—Lobo, ponle la otra mejilla.
—¡¡No!! ¡¡Bajo la barra, detrás de un frigorífico pequeño al lado del arcón!! —confesó Charlie, gritando. Lloraba de nuevo.
—Ve a comprobarlo —le indicó a su compañero, luego miró al gordo—. Te quedarás sentado en el suelo. Muévete lo más mínimo y te rompo los dientes. El traje es negro, no se notará la sangre.
Charlie no podía ni plantearse la posibilidad de desobedecerle. Tenía que haberle hecho caso al Lobo y aceptar que viniesen otros tipos a pedirle el dinero al día siguiente. Deseó no haberlo hecho, deseó no haber pedido hablar con él. Lo que fuera menos ese hombre. Pero ya no podía cambiar las consecuencias: un corte en la cabeza y media cara quemada, además de la moral destrozada. Se sentía abrumado. Estaba aterrado. Y perdería más dinero. Tenía que haber cerrado el local cuando sus empleados se hubieron marchado. Se echó a llorar otra vez en silencio.
—¿Lo encuentras? —preguntó Scorpio.
—Un momento —se escuchó desde fuera de la cocina—. Sí, aquí hay dinero.
—¿Cuánto?
—Lo suficiente.
—Cógelo.
Annibal todavía miraba al desdichado tabernero. Entendía que ese hombre tuviera sus gastos, pero si le habían robado lo que era suyo, el tipo debía responder con lo propio. Y le había ocultado que podía hacerlo.
—Tendría que acabar contigo aquí y ahora. Tenías dinero suficiente para pagar y has intentado fingir lo contrario. Podría incluso pensar que me estabas robando. Ladrón y mentiroso —dijo Scorpio entre dientes. Avanzó. Charlie volvió a recular en el suelo. Su espalda se topó con la pared—. Y reza todo lo que sepas para que no consiga indicios que me hagan creer que tuviste algo que ver con la muerte de mis hombres. Si llega a ser así, me encargaré de que quedes tan irreconocible que no se sepa quién eres ni por los dientes.
Charles gimió. No podía controlar el temblor de su cuerpo. El olor a sudor que desprendía era demasiado fuerte. No podía distinguir si las lágrimas eran a causa del dolor o de puro terror. Se veía como le veían ellos: patético.
—Annibal, lo tengo todo —anunció el Lobo desde fuera.
—Scorpio, le juro por lo más sagrado que no volverá a pasar —se arrastró Charlie. Apenas se le había escuchado, poco a poco iba perdiendo la voz. Solo quería que aquello terminara cuanto antes.
—Por supuesto que no va a volver a pasar, imbécil. Se te acabaron los negocios conmigo. Desde ahora no vas a volver a vender cocaína. Si me entero de que le compras a otros, te mataré. Si cuentas que hemos estado aquí esta noche, te mataré. Si vuelves a tocarme los cojones, te mataré. ¿Me he explicado bien?
—Pero necesito venderla, tengo gastos… —suplicó el otro. Su dignidad carecía de valor en ese momento.
—¿Me he explicado bien?
—S–sí, señor.
El jefe terminó de acercarse al tabernero, quien se refugió debajo de uno de los estantes metálicos de la cocina. Una vez se encontró a su altura, se agachó para quedarse frente al hombre acobardado.
—¿Crees que te ha dolido lo de hoy? —preguntó Annibal. No esperaba respuesta. Miró la carne chamuscada—. No será nada en comparación con lo que te ocurrirá si incumples algo de lo que te acabo de decir.
La amenaza tuvo un mayor impacto debido al tono suave que el chico había empleado. Este se puso en pie otra vez y le dio la espalda al hombre del suelo. Podría pensar que era una temeridad perderle de vista, no dejaba de estar atento ante un ataque a traición.
El quemado casi no se atrevía a respirar. Se limitaba a mirar con alivio cómo el criminal se marchaba, rezando para que no se diera la vuelta y arremetiera de nuevo contra él. No quería pensar en el dinero. No quería pensar en nada. En cuanto cerraron la puerta de El Cervecero, Charlie rompió a llorar como un niño.
Sentado al volante de un Mercedes CLS 350, el Lobo se abrochaba el cinturón de seguridad. Scorpio hacía lo mismo en el asiento del copiloto. Ninguno había hablado todavía.
—¿Cuánto dinero había? —Annibal miró al hombre de su izquierda.
—He cogido los cuarenta y cinco mil —contestó el Lobo. Aún no había encendido el motor.
—¿Y cuánto había?
—Cuarenta y cinco mil.
—Venga, Lobo, que te conozco —dijo Scorpio. Arqueó las cejas.
Serio, el copiloto no apartaba la mirada. Rafael, sin embargo, se mantenía hacia el frente con el ceño fruncido. Se escuchaban los sonidos de la ciudad nocturna fuera del coche. Entonces el que manejaría el volante miró hacia abajo mientras comenzaba a sonreír.
—Ahí dentro había cincuenta y tres mil ochocientos dólares —respondió finalmente el Lobo.
—Joder.
—Ese tipo no es nadie dentro del negocio, solo un estúpido con pretensiones demasiado altas. Y acabas de dejarle claro que está fuera. Me he limitado a coger lo que es nuestro.
—Bueno, tampoco te he pedido explicaciones.
—Veremos cómo se las apaña a partir de ahora.
—Me importa una mierda —apuntó Scorpio—. De vez en cuando enviaré a alguien para que controle si vuelve a vender. Más le vale no hacerlo. —Inconscientemente se tocó la mano que había mantenido tan cerca del calor de la plancha.
Rafael giró la llave del contacto y el coche pareció saludar al despertar. Era un sonido elegante.
—Venir aquí no nos ha solucionado nada. La próxima vez tendríamos que asegurarnos de que va a merecer la pena acercarse en persona. No puedo dejarme ver por lugares como este, ni tú tampoco. Ya tenemos gente para eso. No podemos perder el tiempo así.
—¿Crees que Charlie ha tenido algo que ver con los asesinatos? —dijo el Lobo. Pisó el acelerador.
—No. Es un mentiroso, pero no creo que sea un asesino. Aunque sigo pensando que tiene motivos para haberlo hecho, es bastante improbable. Tenía miedo, pero no por las muertes, sino por haberse ido de la lengua con lo de la coca.
—Si hubiera sido él o hubiese participado de alguna manera, habría sabido guardarse las espaldas. No habría sido tan bocazas. Quiero pensar que no fue así, sería demasiado patético —opinó Rafael. Estaba más pendiente del exterior de lo habitual. Apenas hacía veinticuatro horas de los crímenes y no tenían ni una pista acerca de los autores ni de las circunstancias. Era pronto. Había que tener cuidado.
—Lo patético es que les hayan matado.
—Tal vez les pillaron desprevenidos.
—¿Sabes si alguno de los dos tenía problemas serios con alguien? —preguntó Scorpio.
—Que yo sepa no. Pero quién sabe.
—¿Llegaste a ver los cadáveres?
—Había bastante gente. Les vi a lo lejos, pero no lo suficientemente bien como para apreciar ningún indicio de nada.
—Quiero que hagas llegar el dinero que hemos recaudado hoy a la mujer de Carlo. Averigua si Ronald tenía alguna. Si es así, pondremos la misma cantidad para su familia también —comentó el jefe. Ya tenía otro cigarro en la mano. Nunca era agradable que un hombre que trabajaba para él muriese. Y habían sido dos.
Scorpio estaba pensativo. No sabía qué era lo que había pasado por la mente de alguien para que decidiese y se atreviese a asaltarles. Podía ser que el motivo de esas muertes fuese ajeno a la organización. No importaba. No permitiría que el asesino quedase impune. Tenía que saber más. Relajado, Annibal expulsó el humo de sus pulmones. Miró la cajetilla de tabaco que sostenía en la mano derecha. Lucky Strike. Encendió la radio y subió el volumen. Ninguno de los dos se molestó en cambiar de emisora.