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El acuerdo

 

 

La petición de Derek Mallory para ver a Caitlin no molestó a la señora Herrington. Le pareció una idea estupenda.

¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿Cómo no lo había visto el señor Herrington? Caitlin acababa de pasar por algo parecido. Una enfermedad la había obligado a permanecer en cama tal y como ahora lo estaba Derek.

Además, si el destino era propicio, cabía la posibilidad de que su protegida pasase a formar parte de la familia con todas las de la ley. ¿Y no sería esa una forma estupenda de reparar la mala decisión de la madre de Caitlin al casarse con un hombre cariñoso pero pobre? ¿Por qué tenían que pagar los hijos por los pecados de sus padres?

—Serás algo así como una intérprete —dijo la señora Herrington, y se sintió muy orgullosa de la metáfora—. Alguien capaz de entender el lenguaje de su dolor. Cuando mi George fue atacado por un sabueso, siendo un niño, le ayudó mucho pasar tiempo con el hijo de los Holford, que había sufrido una experiencia similar.

Caitlin no le escuchaba. No podía creer lo que estaba sucediendo. En un abrir y cerrar de ojos, estaba siendo arrastrada escaleras arriba entre su hermana y la anciana. Apenas si acertaba a poner un pie delante del otro para no irse de bruces.

—Espera aquí —dijo la anciana cuando llegaron al pasillo, soltándole la mano a Caitlin—. Me aseguraré de que Derek esté visible.

Caitlin asintió con la cabeza, sintiendo que se le iba a salir el corazón por la boca. Se aferró con fuerza a su hermana, que le devolvió el apretón. Estaba oscuro, pero le pareció detectar una sonrisa en los labios de Judith.

¿Cómo se podía tener tan mala suerte? Caitlin se sentía como un reo camino del patíbulo. Lo más probable es que Derek Mallory descargase contra ella todo el dolor y la vergüenza que le había ocasionado el accidente. Bastante esfuerzo le había costado tratar de olvidar los detalles de su último encuentro; el recuerdo de sus palabras hirientes y su mirada cruel no se habían desvanecido por completo de su mente.

—Pasa, querida. —El rostro de la señora Herrington se asomó por la puerta.

Caitlin se separó de su hermana y entró en la habitación. Las cortinas estaban echadas y una única vela iluminaba la estancia.

Tumbado bocarriba, el caballero tenía el rostro ladeado hacia la pared del fondo, hacia la mesilla. La llama arrancaba destellos dorados en su pelo. Un juego de luces y sombras bailaba en su rostro.

—Derek, cielo. —La señora Herrington se sentó en una de las dos sillas junto a la cama, la que estaba más próxima al cabecero. Caitlin ocupó la otra, lanzando miradas esquivas al hombre que se hallaba tendido en la cama y excesivamente arropado—. ¿Cómo te encuentras?

Derek siguió inmóvil y en silencio. La intimidad de la escena espoleó la imaginación de Caitlin, eso y la aparente docilidad del caballero.

¿Y si Derek Mallory no tenía intención de torturarla de nuevo? ¿Y si había cambiado de parecer con respecto a ella antes o después del accidente?

Caitlin se descubrió pensando en las cartas que había recibido mientras estaba enferma. Cartas escritas tras un seudónimo, tal y como ella hacía con sus novelas. Aún recordaba el último mensaje, una frase críptica cuanto menos:

«Lamento lo que hice. Le ruego disculpe mi intromisión en sus asuntos».

Derek Mallory se aclaró la garganta. No volvió el rostro, pero su voz estaba cargada de emoción y vergüenza. Sus primeras palabras fueron de agradecimiento, para con sus tíos, y luego se disculpó por añadir otra carga a los pesares de la familia.

—¿Se sabe algo de mi prima?

—Aún nada —dijo la señora Herrington—. Pero no dejes que eso te aflija. Tu tío partió hacia Londres esta misma mañana. Tenemos otra pista sobre el paradero de Linda.

Derek asintió con lentitud. Su pecho se alzó bajo las sábanas cuando tomó aire.

—Tengo una petición, y sé qué puede sonar inusual, así que lo entenderé si es desestimada.

—¡Bobadas! —exclamó la anciana con ligereza—. Pide lo que quieras.

—Me gustaría hablar un momento a solas con la señorita Caitlin. Este accidente me ha hecho plantearme muchas cosas, pensamientos que me turban mientras me veo obligado a guardar cama bajo la amenaza de unas posibles secuelas. El doctor dijo que mi movilidad podría verse mermada.

La señora Herrington se levantó, lanzándole a su protegida una sonrisa de triunfo. Su teoría sobre la utilidad de Caitlin en calidad de «intérprete» acababa de verse confirmada.

—Entonces, os dejaré a solas unos minutos. —La anciana retrocedió sin dejar de sonreír—. Solo unos minutos. Estaré justo al otro lado, en el pasillo.

La puerta se cerró, antojándosele a Caitlin como el chasquido de un candado. Como si le hubiesen encerrado con un animal salvaje. Derek Mallory estaba herido y debilitado, pero la joven sintió que se le aceleraba el pulso.

Aquello nunca habría sucedido de haberse encontrado en casa el señor Herrington. Caitlin se habría negado a quedarse a solas con aquel hombre de no verse comprometido el secreto de su seudónimo.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó el caballero.

Caitlin alzó la mirada, entre horrorizada e incrédula. El tono en que había sido formulada la pregunta fue un anticipo de la transformación. El hombre dócil y compasivo que había creído entrever jamás había existido.

La realización llegó como el rayo: todo había sido una pantomima. Derek Mallory no iba a disculparse, porque no estaba arrepentido en absoluto. El hombre que tenía delante era muy parecido al que la había chantajeado sin piedad. La estratagema de las cartas con seudónimo no había sido más que otra forma de castigarla por el despecho que sentía el caballero a causa de la negativa de Caitlin a aceptar su proposición.

—Apuesto a que soñaba con esto. —Derek Mallory se apretó contra el colchón, buscando una postura más cómoda. Su voz destilaba amargura en estado puro—. ¿Se alegró cuando oyó la noticia de mi desgracia? Conteste, señorita Bailey. ¿Cuando escuchó la noticia de mi accidente, le faltó tiempo para venir a Bath a compadecerse de mí?

Caitlin se estremeció, sintiendo que algo le abrasaba por dentro. Era más que indignación. Dolía y embriagaba al mismo tiempo. Algo dentro de ella se proyectó hacia fuera y chocó contra el muro que constituía su propio carácter, apocado y retraído por naturaleza.

—Vine para recuperarme de mi enfermedad —murmuró—. Llevó aquí más de una semana, en compañía de mi hermana. Después de que usted se marchase a Londres, sus tíos vinieron a verme en busca de noticias y consuelo. Se sentían solos después de su marcha. Fueron ellos los que me ofrecieron la posibilidad de venir para descansar y acudir a los baños.

Derek Mallory rio entre dientes, desviando la mirada al techo.

—¿Por qué habría de creerla? Toda su persona y sus escritos están rodeados de mentiras.

—Porque ni el placer de verlo sufrir me haría querer estar bajo el mismo techo que usted.

La llama de la vela se agitó, como sacudida por una corriente invisible.

Caitlin se arrepintió de sus palabras. Era horrible lo que había dicho. Habría querido retractarse, pero lo que vio causó en ella una honda impresión.

Una expresión de dolor cruzó el rostro del caballero. Un ramalazo intenso y fugaz. Caitlin jamás habría creído posible que sus palabras pudieran tener ese efecto sobre una persona; mucho menos sobre Derek Mallory.

—Ya veo —dijo el caballero, hablando con dificultad. Todo el color había abandonado su rostro—. ¿Y cuándo tenía pensado marcharse?

—Hoy —contestó Caitlin con un hilo de voz—, cuando usted llegase. Señor, le prometo que nunca pretendí…

—Cancélelo.

Un presentimiento hizo encogerse a Caitlin.

«No será capaz», pensó. Pero se equivocaba.

—¿De qué está hablando?

—Las condiciones de nuestro acuerdo han cambiado, señorita Bailey. Permanecerá aquí hasta que me haya recuperado. De lo contrario, revelaré su secreto.

Caitlin sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Un pensamiento como una oración acudió en su ayuda:

«Solo hasta la boda de Judith. Hasta la boda de Judith, ni un día más».

—¿Puedo marcharme ya, señor?

Las manos del caballero se transformaron en puños sobre el cobertor. El mero hecho de contestar pareció suponerle un esfuerzo titánico.

—Váyase, pero está advertida. Las condiciones han cambiado.

Caitlin abandonó el cuarto con el corazón encogido. ¿Hasta dónde llegaría Derek Mallory con tal de seguir castigándola? La incógnita espoleó su imaginación, sus peores temores, pero otra pregunta más acuciante y perturbadora yacía bajo la primera.

¿Hasta dónde estaría dispuesta a llegar ella con tal de preservar su secreto?