8
Un admirador secreto
Caitlin paseó media hora por la casa en compañía de su hermana. Lo justo para que Judith consintiese en dejarla ir a su cuarto. No le hacía ninguna gracia el regresar a la cama, pero estaba intrigada por el tema de las cartas.
¿Se habría atrevido Derek Mallory a enviar cartas bajo un seudónimo, solo para burlarse de ella?
Cerró la puerta de su dormitorio y abrió el escritorio. Las cartas estaban en un cajón: cuatro en total. Una de ellas era muy gruesa, y Judith las había reunido y atado con un cordel.
A Caitlin le faltó tiempo para pelearse con el nudo. Se lanzó al ataque con uñas y dientes, pero nada; podría haberse tratado del célebre Nudo Gordiano.
La razón era mucho más sencilla: aún estaba lejos de haber recuperado fuerzas. Sus muñecas estaban más delgadas que nunca. Obstinada, Caitlin sacó el estilete que usaba para afilar las plumas.
Un par de cortes y el misterio quedaría resuelto, o eso llegó a creer.
El remitente de las cartas era Dylan Hemstock, un nombre que no había oído en su vida. La dirección escrita en el sobre tampoco le ofreció ninguna pista. No habría sabido ubicar aquel pueblo en un mapa, y el nombre se le olvidó en cuanto abrió la primera carta, fechada cuatro semanas atrás.
Sus ojos devoraron una línea tras otra. Sin aclarar la relación que les unía, el autor de la carta expresaba sus deseos para que la señorita Bailey se encontrase “bien y en buen estado de salud”.
Caitlin sonrió con amargura; cuan interesado estaba el caballero que no tenía ni la más mínima idea del calvario por el que había pasado. Las noticias volaban, sobre todo entre Fenimore Hill y Bath. Cualquier persona en varias millas a la redonda habría oído hablar de la infección de garganta sufrida por la hija de los Bailey.
Caitlin cada vez estaba más convencida de que se trataba de una broma de mal gusto. Sin duda, Derek Mallory era el autor detrás del seudónimo.
El tal Dylan Hemstock también demostraba tener conocimientos sólidos sobre los gustos de Caitlin, en lo referente a autores y obras. La joven no se dejó impresionar por esa parte. El señor Mallory tendría acceso a esa información, y a más, con solo preguntar a los Herrington. No dejaba de ser curioso que el caballero se hallase ahora en tan buena relación con sus tíos tras la desaparición de la hija de estos. Antes de la desaparición de Linda, Derek Mallory siempre había tratado a los Herrington con la condescendencia habitual de las gentes que vivían en la capital.
A modo de despedida, Dylan Hemstock le pedía que le enviase una contestación lo antes posible.
—Encima exigente —murmuró Caitlin.
El tono de la segunda carta era muy similar al de la primera: cortés pero distendido. Confiando en todo momento en que Caitlin se encontrase con buenos ánimos y en mejor estado de salud. Y no obstante, el caballero dejaba translucir su desilusión por no haber recibido respuesta.
Más cínica a cada momento que pasaba, Caitlin abrió la tercera carta, la más gruesa de todas. Tal y como había adivinado, contenía un libro, Emilio, o De la educación, de Jean-Jacques Rousseau, un escritor al que se le llenaba la boca—o las novelas—, hablando de la bondad natural del ser humano en una sociedad corrupta.
—Qué apropiado —ironizó Caitlin—. ¿Acaso quiere instruirme, señor Mallory?
Caitlin había leído el libro en casa de los Herrington, o mejor dicho, se lo habían leído cuando era niña. Lástima que las ideas de Rousseau sobre la necesidad de educar a la sociedad excluyesen a las mujeres. Estas, en la opinión del escritor, habían de ser criadas para el disfrute del hombre.
En la carta que acompañaba el regalo, Dylan Hemstock le confiaba abiertamente sus esperanzas para que aquel presente «despertase en ella buenos sentimientos». El tono jovial había desaparecido, sustituido por amargura y desilusión. En palabras textuales, el caballero no alcanzaba a entender la razón de que Caitlin fuese «tan insensible a las atenciones que le dedicaba». Y añadía más: «¿Cómo podía ser tan fría quién antes vertiese tanta pasión a través de su pluma?».
A Caitlin ya no le cabía duda de que se trataba de Derek Mallory. Aquel comentario velado era la confirmación de sus sospechas.
La cuarta carta era la de menor extensión. «Lamento lo que hice. Le ruego disculpe mi intromisión en sus asuntos». Dos frases y nada más.
Caitlin releyó el último mensaje, intrigada. ¿Significaba aquello que Derek Mallory había cambiado de parecer sobre el acuerdo que le había exigido? Esperanzada, se derrumbó en la cama, clavando la mirada en el techo. El recuerdo de lo dicho por Derek Mallory revivió en su memoria:
Ya conocéis las condiciones de nuestro acuerdo, que se mantendrán hasta que yo diga lo contrario.
¿Pudiera ser que el caballero hubiera tenido noticia de su enfermedad, fruto del desánimo, y le hubiera liberado de su promesa? ¿Era realmente posible?
Se frotó la cara con la palma de las manos. ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil últimamente?
—¿Y bien? —preguntó la voz de su hermana Judith.
Caitlin dio un respingo. No había oído como se abría la puerta.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó.
Su hermana cerró la puerta y corrió a tumbarse a su lado. El mueble protestó bajo el peso de las dos jóvenes.
Caitlin sonrió; no podía enojarse con Judith. Además, ya no estaba en la casa de Queen Square. Normas de cortesía tan elementales como llamar a la puerta antes de entrar significaban muy poco en el pequeño hogar de los Bailey. Allí solo vivían los cuatro; tres la mayor parte del año, y casi nunca recibían visitas.
—No me tengas en ascuas. —Judith hizo un puchero de niña pequeña—. Primero el señor Mallory, y ahora ese tal Dylan Hemstock. Y yo que pensaba que mi hermanita llevaba una vida aburrida.
Caitlin reprimió una mueca de ironía y le pasó a su hermana las cartas.
—Lee por ti misma —dijo Caitlin.
—¿Puedo?
—Te lo ruego —respondió, y se aclaró la garganta—. Cuanto menos me hagas hablar, mejor.
Judith no cabía en sí de gozo. Caitlin se abrazó las rodillas, mirando a su hermana mientras devoraba una carta tras otra.
—Pobre señor Hemstock. —Judith se burlaba a su costa—. Él bebiendo los vientos por ti, y tú sin dignarte a contestarte.
—Qué desconsiderada he sido —replico Caitlin—. Al no levantarme de la cama en todo este tiempo.
—¿Me das tu palabra de que no sabes quién es este caballero? —inquirió Judith.
—Te doy mi palabra.
—¿Sabes qué? Creo que deberías preguntar a los Herrington. Estoy segura de que el señor Hemstock es un visitante de la casa de Queen Square que se ha prendado de ti. ¿No me digas que no te pica la curiosidad?
Caitlin puso los ojos en blanco.
—Pues no, la verdad. Mañana hablaré con los Herrington, pero espero decir lo justo y necesario.
—¿Crees que vendrán tan pronto?
—Puedes apostar a que sí. —Caitlin bajó el tono—. Papá dijo que estaban desesperados.
Se hizo un silencio incómodo en la habitación. Caitlin miró de reojo las cartas del supuesto Dylan Hemstock. Por mucho que le doliese admitirlo, la desaparición de Linda era el menor de sus problemas; poco era lo que podía hacer por su amiga en estos momentos.
La principal preocupación de Caitlin era volverse a encontrar con Derek Mallory.
Pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si sus suposiciones sobre las cartas resultaban ser ciertas, y el caballero había cambiado de parecer sobre el juramento?
Intrigada a su pesar, Caitlin se descubrió temiendo y deseando el siguiente encuentro con él.