10
Los Tutton
Antes de viajar a Bath, las hermanas Bailey hicieron una visita a Tutton Lodge. Llegaron pasada la hora del té, bajo una luz plomiza que no sacaba lo mejor de la vieja mansión. La propiedad, situada a las afueras de Fenimore Hill, se asomaba al pueblo desde un altozano situado en el linde del bosque.
Oswyn Tutton era el prometido de Judith, un caballero tan tímido e inseguro como lo era Caitlin. La cosa cambiaba en presencia de su amada; se le iluminaba la mirada con solo verla. También sus gestos, por lo habitual torpes y desmañados, adquirían esa desenvoltura que solo otorga el amor verdadero y correspondido.
—¡Señorita Judith! —exclamó Rose mientras les abría la puerta principal—. ¡Y la señorita Caitlin también!
Rose Green, el ama de llaves, adoraba a las hermanas. Sobre todo a la mayor. Estaba deseando verla convertida en la señora de Tutton Lodge. Judith tuvo unas palabras amables con ella, y con otros criados con los que se cruzó. Rose se adelantó para anunciar a las recién llegadas.
—Señor Tutton —dijo mientras entraba al salón—, la señorita Judith ha venido a verle.
El coronel compartía mesa con su nieto, que estaba acabando de tomar el té. Al escuchar a la criada, enarcó una ceja. No hizo falta que dijese nada, pero Rose tragó saliva. El ama de llaves había dado por sentado que el coronel estaría llevando a cabo su segundo paseo. Era la hora acostumbrada, pero el viejo soldado llevaba toda la mañana mirando el cielo con suspicacia.
—Lo siento. —Rose se aclaró la garganta—. Las señoritas Bailey acaban de llegar.
Ambos caballeros se levantaron, pero solo Oswyn se acercó para saludarlas. Antes de que abriese la boca, Caitlin ya sabía de antemano las palabras de amor y entrega incondicional que le dedicaría a su hermana. Siempre eran las mismas, con poca o ninguna variación, pero a Judith no parecía importarle.
Tras el saludo inicial, las Bailey se disculparon por haber llegado sin avisar. Siguiendo su dinámica habitual, los enamorados se sentaron en el diván y dejaron que el resto del mundo se desvaneciese a su alrededor.
Indulgente, Caitlin se esforzó por ignorar a los prometidos. Ahora que el noviazgo tocaba a su fin, se conocía de memoria el fresco de ángeles y ninfas que decoraba la bóveda del techo.
El coronel también hizo caso omiso de los enamorados. Tras el saludo inicial, se instaló en su sillón junto a la ventana y siguió contemplando el cielo.
—Vamos a pasar unos días en Bath —dijo Judith, revelando al fin el motivo de la visita—. ¿Recuerdas que te hablé de los Herrington, los amigos de mis padres?
Las palabras de la joven arrojaron una sombra de preocupación sobre su prometido.
—¿De verdad tienes que ir? —preguntó Oswyn, mirando de reojo a su abuelo—. Ya no queda mucho para la boda.
—Serán solo dos semanas —replicó Judith, arreglándole el nudo del pañuelo—. Antes de que te des cuenta, estaré de vuelta y seremos marido y mujer. Pero por el momento, tengo que cuidar de Caitlin. Soy su única hermana, ¿sabes?
Caitlin sonrió, sin apartar la mirada del techo. El alegato de Judith había sido desenfadado, sin otro objeto que arrancar una sonrisa a su prometido. Oswyn Tutton frunció el ceño, meditó lo dicho por la joven y se sintió más enamorado que nunca de Judith Bailey.
—Caitlin tiene mucha suerte al tenerte como hermana —declaró con solemnidad—. Oh, disculpadme. Olvidé mis modales como anfitrión. ¿Cómo se encuentra, señorita Bailey? Me habría gustado ir a visitarla, pero mi abuelo no lo permitió por miedo a un contagio.
—Estoy mejor, gracias —dijo con voz ronca.
—Siento no haber preguntado antes.
Caitlin parpadeó, bajando la vista.
—Por favor, no se preocupe.
—¿Está segura?
—Sí. ¿No?
Judith meneó la cabeza, sonriendo.
—¡Vaya par! No se os puede dejar solos —dijo—. Lo más probable es que acabaseis disculpándoos mutuamente por el silencio a vuestro alrededor.
Caitlin y Oswyn enrojecieron, pero acabaron riendo y dándole la razón a Judith. Caitlin ya quería al joven como a un hermano.
La puerta del salón se abrió, dando paso al ama de llaves, que traía una bandeja con más té y pastas. Judith tironeó de la manga de su prometido.
—¡Mira lo que nos ha preparado Rose! Eres maravillosa, querida. Sencillamente maravillosa.
El ama de llaves hizo una inclinación y se retiró.
—¿Qué os parece si salimos a dar un paseo? —preguntó Judith—. Después del té y las pastas, por supuesto.
—Me parece una idea excelente —dijo Oswyn. Caitlin también se mostró conforme.
Pasada una media hora, salieron de la mansión.
Los jardines de Tutton Lodge eran conocidos por su belleza y extensión. Tras retirarse del servicio activo, al coronel le quedaban muy pocos placeres en la vida. Controlar y supervisar el crecimiento de las flores y árboles era uno de ellos.
—No me canso de repetirle lo maravillosos que me parecen los jardines de Tutton Lodge, coronel —dijo Caitlin con sinceridad. Cuando su hermana fuese la señora de la casa, le pediría permiso para leer bajo las copas de aquellos enormes arces de hojas rojas.
—Sí, es lo que dicen todos —replicó el anciano.
Oswyn y Judith marcaban el ritmo del paseo, a un brazo de distancia el uno del otro.
—¿También se ocupa usted de seleccionar las mejores semillas? —preguntó Caitlin.
—No dejaría que fuese de otro modo.
Caitlin suspiró, decidida a mostrarse amable con el viejo soldado. Sin previo aviso, empezó a soplar un viento helado desde el norte, trayéndoles retazos de la conversación entre los enamorados.
—¿Estás segura? —Oswyn tenía una expresión entre divertida y nerviosa—. ¿No te enamorarás de otro caballero más alto y con más arrojo?
El coronel lanzó un bufido, pero la risa cantarina de Judith lo eclipsó. Caitlin vio a su hermana inclinarse hacia su prometido para susurrarle algo al oído, y debió ser algo muy dulce por la sonrisa de oreja a oreja que asomó en los labios de Oswyn.
—Deberíamos regresar —anunció el coronel, alzando la voz.
Los prometidos hicieron un alto y dieron media vuelta.
—¿Por qué, señor? —preguntó Oswyn, que siempre se dirigía a él de aquel modo. Hasta tal punto le intimidaba su abuelo, aun siendo su único familiar desde la prematura muerte de sus padres.
—Se acerca una tormenta —dijo el coronel, mirando al cielo con el ceño fruncido—. Daremos la vuelta ahora.
Caitlin y Judith también alzaron la vista con curiosidad. El viento era cada vez más frío, pero las nubes parecían tan lejanas que no resultaban amenazadoras.
—Es una orden —dijo el viejo oficial, girando sobre sus talones.
Caitlin se quedó atrás con la joven pareja. Ni se planteó dar alcance al coronel, que se alejaba con zancadas largas y regulares.
Oswyn suspiró, lanzándole una mirada de disculpa a Caitlin.
—Ya le habéis oído —dijo—. No os preocupéis, nos entretendremos de algún otro modo.
—Podríamos jugar a las cartas —dijo Judith, y su prometido la secundó de inmediato, como siempre hacía.
Contra todo pronóstico, el tiempo empeoró rápidamente. El viento ululaba, agitando las ramas de los árboles y doblando los troncos más jóvenes. El cielo se cerró con nubarrones que se llevaron la poca luz que le restaba a la tarde.
Oswyn y las hermanas Bailey entraron en el vestíbulo de la casa segundos antes de que se descargase el granizo. Cuando los jóvenes llegaron al salón, encontraron al coronel aleccionando a los criados.
—Quiero los postigos cerrados y los animales bien atados. Y enciendan la chimenea de esta ala y de la otra.
—Quizá deberíamos irnos —murmuró Caitlin, mirando a su hermana—. Todavía tenemos que preparar el equipaje.
—No se marcharán, señorita Bailey —sentenció el coronel, que tenía un oído muy fino. En el exterior, el viento aullaba y el granizo azotaba muros y ventanas—. Pasarán aquí la noche y regresarán a casa mañana por la mañana. ¡Rose, ocúpese de que preparen dos cuartos de invitados!
El ama de llaves se frotó las manos con nerviosismo.
—¿Cuáles, señor?
—Los del ala oeste, por supuesto. ¿No pretenderás que mi nieto y su prometida duerman en la misma ala a un mes de la boda?
—Sí, señor. Quiero decir, no, señor.
El coronel hizo un gesto desabrido, despidiendo a la mujer de su presencia.
Oswyn y las hermanas Bailey formaron una mesa para jugar a las cartas. Mientras, el coronel fue a cerrar las cortinas del salón.
—¿Está seguro de su predicción, señor? —preguntó Oswyn, que en ese momento estaba repartiendo las cartas—. Judith y Caitlin tenían planeado partir hacia Bath a primera hora.
—Lo estoy —gruñó el coronel, dejándose caer en su sillón—. Si regresan ahora, tendrán un percance, o enfermaran, y entonces tendrán que quedarse más días.
Judith miró a su hermana por encima de su mano de cartas.
—¿Lo ves? —cuchicheó—. Te dije que tenía buen corazón.
Caitlin no estaba muy segura. Su impresión era que el coronel no deseaba tenerlas bajo su techo más tiempo del estrictamente necesario. Aquellos y otros pensamientos se los guardó para ella, no queriendo predisponer a Judith contra su futuro suegro.
En pocos minutos, la chimenea chisporroteaba y crujía, amortiguando el martilleo del granizo. El coronel, repantigado en su sillón, tenía la mirada perdida en el baile de las llamas.
—No se irán —murmuró, como si estuviese hablando consigo mismo—. Ya he visto antes esta clase de tormentas.
Las palabras del anciano llegaron hasta la mesa de cartas. Oswyn, que era quien mejor le conocía, se dirigió a las Bailey en voz baja.
—Se refiere a la tormenta en la que murieron mis padres. —dijo, con más nostalgia que tristeza. Era muy joven cuando eso había sucedido, y apenas guardaba recuerdos de aquella época—. El barco en el que iban se hundió. Nunca pudieron recuperar sus cuerpos. Mi abuelo rara vez lo admite, pero se culpa por ello. Cree que debería haber anticipado aquella desgracia, siendo como era un marino consumado
—Es absurdo —cuchicheó Judith—. Nadie debería culparse por algo así.
Oswyn hizo una mueca, abatido. Por su parte, Caitlin estaba dándole vueltas a algo que había escuchado hacía poco: algo sobre una persona que estaba viajando en aquel preciso momento, mientras el temporal se descargaba con dureza sobre buena parte de Inglaterra.
Esa persona era Derek Mallory, en su viaje hacia Londres, y la tormenta pronosticada por el coronel cambiaría el destino de las tres familias: los Tutton, los Bailey y los Mallory.