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Tres familias

 

 

Derek y Caitlin tomaron la decisión de ocultar su compromiso durante un tiempo. El justo y suficiente para que sanase la herida aún abierta de Judith.

El caballero, no obstante, le advirtió a su prometida que quería leer una nueva novela de la Condesa de Clare antes de la boda. Algo a lo que ella accedió, pero solo a condición de que Richard Brooks comenzase a escribir una nueva historia.

Después de hacer el equipaje para regresar a Somerset, paseando por los jardines de Mallory Hall, Derek le confesó a Caitlin que, en secreto, había sido un asiduo seguidor de sus novelas. Por eso conocía de memoria algunas partes de las historias que había escrito ella.

—¿Sabes que es lo más irónico? —dijo Derek—. Que yo ni siquiera me gustaba a mí mismo. Después de trasladarme a Londres, huyendo del desengaño que me había supuesto la boda de Louise, me convertí en otra persona por despecho. Me convencí de que la pasión era un veneno para el alma.

—Y fue entonces cuando dejaste de escribir como Richard Brooks —dijo Caitlin.

—En efecto. Años más tarde, mientras escribía libros sobre la austeridad moral, cayó en mis manos una novela de la Condesa de Clare. Su forma de escribir y de ver el mundo me recordaron a los de Richard Brooks. Hasta ese momento, creo que no era consciente de cuanto había cambiado. Después de eso me volví intratable, debido a esa lucha interior.  Leí más libros de esa autora, y luego la conocí a usted, o creía conocerla. —Derek hizo una pausa, sonriendo al recordar.

Caitlin le miró con curiosidad.

—¿Qué?

El caballero rio entre dientes.

—He recordado algo que dijiste en aquella carta, la que me enviaste por error. Fue algo así como «si llegase a descubrir la verdad, la expresión de su rostro sería algo digno de ver».

Las mejillas de Caitlin se encendieron.

—Debería quemar esa carta —murmuró, y Derek se adelantó para cerrarle el paso.

—No lo hagas. —Su mirada era intensa—. Una vez me olvidé de quién había sido, y me convertí en una persona horrible. Me gusta pensar en esa carta como en un boceto de nuestra historia. A veces, es interesante releer cosas antiguas para darnos cuenta de lo mucho que hemos aprendido por el camino.

La joven sonrió, pues también a ella le embargaban los recuerdos.

—Yo no me he olvidado de lo que te gustaba sacarme de mis casillas. Lo hacías una y otra vez, obligándome a salir del mutismo que me impedía enfrentar los obstáculos. —Caitlin, entrelazó los dedos a la espalda mientras caminaba, mirando al caballero de reojo—. ¿Fue esa tu intención desde el principio?

Ahora fue Derek el que enrojeció.

—Me gustaría decir que sí; pero no sería verdad. Me habías rechazado, y mi orgullo, mi exacerbado orgullo, pedía una compensación. Más tarde me di cuenta de que solo bajo presión te mostrabas como realmente eras en tu interior, y yo deseaba conocerte. Alguien que ponía tanto ímpetu y pasión en sus novelas no podía ser tan frío e introvertido.

—¿Sabes qué? Linda se expresó de forma parecida en una de las cartas que me envío. Tengo muchas ganas de hablar con ella.

—Yo solo te proporcioné una vía de escape —dijo Derek—. El resto lo hiciste tú; estaba todo dentro de ti. Con respecto a Linda, yo también tengo ganas de verla. También a ella he de pedirle disculpas por tantos malos ratos que le hice pasar.

Cuando los prometidos regresaron al interior de la casa, todos los demás ya habían terminado de preparar sus equipajes. A la mañana siguiente partirían de regreso a Somerset.

Parecía que el día había terminado, pero una visita más estaba al caer.

—El coronel Tutton está aquí —anunció el ama de llaves, entrando en el salón.

Se levantaron todos para recibir al viejo oficial.

—Coronel —dijo Derek, adelantándose para recibir al recién llegado—. Qué sorpresa.

—¿Debería poner un cubierto más, señor Mallory? —preguntó la señora Dixon.

El coronel sacudió la cabeza. Su expresión era grave, pero no parecía molesto tras haber descubierto la estratagema de Derek para introducir a las Bailey en el baile de la pasada noche.

Tras efectuar los saludos de rigor, el viejo oficial formuló su petición.

—Me gustaría hablar con la señorita Judith. Por supuesto, no tengo ningún inconveniente para que la señora Bailey esté presente.

Nadie se opuso. Caitlin, Derek y la señora Herrington abandonaron el salón.

Cuando el ama de llaves cerró la puerta, el coronel se sentó en el sillón. Judith y la señora Bailey le imitaron, ocupando el diván.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dijo la joven, retorciéndose las manos.

El coronel no contestó inmediatamente. Sus ojos, duros y calculadores, parecían evaluar cada gesto y cada palabra de la joven.

—Espero que Oswyn se encuentre bien —aventuró Judith ante el silencio de su interlocutor.

—¿Es cierto que mi nieto le ofreció fugarse con él?

Judith enrojeció.

—Por favor. No sea demasiado duro con él.

El ceño del coronel se frunció.

—¿Qué no sea duro con él? —farfulló—. ¿Es lo único que le preocupa?

Judith apretó los labios, no sabiendo muy bien qué decir o qué hacer. El coronel Tutton estaba perdiendo la compostura rápidamente.

—¿Por qué? —preguntó el anciano—. No lo entiendo. ¿Por qué no escapó con él?

Judith parpadeó, reprimiendo las lágrimas.

—Oswyn estaba seguro de que usted no daría su brazo a torcer.

—Entonces ¿era la posición que le ofrecía mi nieto lo que perseguía?

Judith se levantó, apretando los puños. La señora Bailey pareció ir a intervenir, pero su hija se acordó de la educación que había recibido.

—Yo quiero que sea feliz, señor —dijo Judith con mesura—. Usted ha sido como un padre para él. Oswyn puede encontrar otras esposas, pero no encontrará otra familia.

El coronel abrió mucho los ojos.

—Es todo —gruñó, levantándose.

El viejo oficial abandonó el salón sin despedirse. Cuando llegó al vestíbulo, se disculpó con el señor Mallory por haber aparecido sin avisar.

—Puede venir siempre que quiera —dijo Derek, conciliador. En un día como aquel, sentía que podía mostrarse magnánimo incluso con aquel anciano tiránico e insoportable.

Aquella misma noche, durante la cena, todos especularon acerca de los motivos que habían impulsado al coronel a dejarse caer por allí. Lo más probable, decidieron, era que le preocupase la reputación de su familia. El episodio durante el baile daría para hablar largo y tendido, desde Bournemouth hasta Bath, e incluso en Fenimore Hill, donde rara vez llegaban los rumores.

A la mañana siguiente, Derek, la señora Herrington y las Bailey se despidieron de la señora Dixon. Antes de subir al coche, el señor de la casa se acercó al ama de llaves y susurró algo en su oído.

Ni que decir tiene que la señora Dixon se mostró perpleja, en primer lugar, y luego dichosa. Sus ojos buscaron a Caitlin, y la joven le sonrió con cortedad desde el interior del coche.

El señor Mallory había decidido que vendería la casa de Londres y compraría otra en Bath. De esa manera, el matrimonio dividiría su tiempo entre Somerset y Dorset.

Cuando las Bailey llegaron a Fenimore Hill, el reencuentro de la familia al completo fue muy emotivo. El señor y la señora Bailey no sabían lo que les depararía el futuro a partir de ese momento en adelante, pero lo afrontarían juntos. En cierto modo, todos habían salido fortalecidos tras los sucesos que habían tenido lugar a caballo entre Bath y Bournemouth.

Cuál no sería sorpresa de la familia cuando, una semana después, se presentó en casa de los Bailey el señor Oswyn Tutton en compañía de su abuelo.

 En contra de lo que todos esperaban, el coronel se hallaba más que dispuesto a aceptar a Judith como su futura yerna otra vez y para siempre.

Afirmaba el viejo soldado que nunca antes había visto a su nieto tan firme a la hora de hacer cumplir sus intenciones. Por un lado, eso era lo que le había obligado a replantearse la opinión que tenía acerca de los sentimientos de Oswyn por la señorita Bailey. Pero fue el rechazo de Judith a fugarse lo que había acabado por convencerle.

Dos semanas después, se celebró el enlace entre Oswyn y Judith. Al fin. Durante ese día jubiloso, la felicidad de Caitlin Bailey fue casi completa.

En primer lugar, porque vio a su hermana casada y dichosa, con un gozoso futuro por delante. En segundo lugar, porque se reunió con su mejor amiga, Linda, a la que no veía desde hacía meses. La joven estaba muy arrepentida, y confesó haberlo fraguado todo para llamar la atención de sus padres. Ni que decir tiene que el señor y la señora Herrington la perdonaron, y aprendieron a valorar a su hija en la medida que esta se merecía, con todos sus defectos y todas sus virtudes.

Al final de la boda, cuando las tres familias creían que no podían ser más felices, Derek y Caitlin hicieron público su compromiso. ¿Qué más se podía pedir?