18
La verdad sale a la luz
—Tarda mucho el doctor —se extrañó la señora Herrington, mirando escaleras arriba—. Espero que Derek no se lastimase mucho con la caída de anoche.
Los minutos pasaron mientras el señor Herrington le hablaba a su esposa sobre las pesquisas que había hecho tratando de encontrar a su hija.
Entre tanto, Caitlin se mordía las uñas. Ardía en deseos de hablarle a los Herrington sobre las cartas que había recibido mientras estaba enferma. Si no era el señor Mallory quién se las había enviado, entonces tenía que tratarse de Linda.
—Ah, ¡ahí baja! —exclamó el señor Herrington, levantándose del sillón.
Caitlin también se incorporó, estrujándose las manos. La señora Herrington, que nada sabía de las sospechas de su protegida, interpretó favorablemente el nerviosismo de la joven.
—No tienen de que preocuparse —dijo el médico, refiriéndose a la caída de la noche anterior—. Salvo un pequeño corte en la frente, todo marcha perfectamente. La pierna se está curando bien. Mejor incluso de lo que esperaba. Si está de ánimos, debería probar a andar con muletas. Nada de paseos largos, no queremos que sobrecargue la articulación, pero hay que fortalecer esos músculos.
—¿Cuándo podría empezar? —preguntó el señor Herrington.
—Mañana mismo, si él quiere.
—Gracias por haber venido con tan poca antelación, doctor.
Cuando se fue el médico, Caitlin contempló la casa con nuevos ojos. Si el señor Mallory empezaba a caminar, ¿dónde podría esconderse de él? ¿Cómo le evitaría a partir de ahora?
Sacudiendo la cabeza, Caitlin apartó aquellos pensamientos. Era imperativo que resolviese el tema de las cartas. Si sus temores resultaban ser ciertos, podría darse la posibilidad de que tuviese una pista crucial sobre el paradero de Linda. Pero si Derek Mallory era el autor tras el seudónimo, despertar falsas esperanzas en los Herrington podría ser muy doloroso para ellos.
Caitlin pidió permiso para abandonar el salón con la excusa de tomar un libro que había dejado en su dormitorio.
Dos criadas, una joven y una anciana, estaban limpiando la habitación del herido. Derek Mallory se sorprendió al ver a la joven en su puerta.
—Señor, ¿le dice algo el nombre de Dylan Hemstock?
Derek Mallory frunció el ceño.
—¿Quién es ese Hemstock, y por qué no me has hablado de él?
Caitlin alzó las cejas, perpleja. Parecía imposible, pero el caballero había sonado como si estuviese celoso.
Por suerte o por desgracia, no tenía tiempo para entretenerse con tales consideraciones. Mirando de reojo a las criadas, Caitlin murmuró:
—Es muy importante. El destino de Linda podría estar en juego.
Derek Mallory torció el gesto. Parecía molesto, pero la preocupación también era patente en su rostro. Al final, se pasó la mano por el pelo, echándoselo hacia atrás.
—Es la primera vez que oigo ese nombre —respondió—. ¿Quién es él y que significa para usted?
Caitlin sonrió de oreja a oreja.
—Gracias, señor. ¡Muchas gracias!
La joven se marchó rauda, dejando al caballero con la palabra en la boca.
Ahora estaba segura: las cartas se las había enviado Linda para saber cómo estaba y que sentía con respecto a su decisión de fugarse. El libro que le había regalado, el que leyeron juntas de niñas, era la clave que Caitlin no había sabido desentrañar.
Antes de hablar con los Herrington, se recordó la necesidad de revisar las cartas cuando se las enviasen desde Fenimore Hill y antes de ponerlas en manos de los desconsolados padres. Que ella pudiera recordar, su identidad como la autora detrás del seudónimo de la Condesa de Clare se menciona de una forma muy sutil. Linda había sido muy cuidadosa al hacer alusión a ello.
—Señor Herrington, señora Herrington, creo que les debo una disculpa.
Los ancianos se miraron entre sí, atónitos.
—¿Por qué dices eso? —inquirió el señor Herrington.
Caitlin tomó asiento y procedió a desgranar todo el asunto de las cartas. Cuando terminó, la emoción que embargaba a los ancianos no se podía describir con palabras. Tan grande era su agitación, que la joven llegó a asustarse, temiendo que le llovieran reproches y acusaciones por su falta de visión.
—Mi querida Caitlin —exclamó la anciana, extendiendo sus brazos—. ¡Mi queridísima niña!
Aquella pista les había devuelto a los Herrington un rayo de esperanza.
—Ojalá pudiese hacer más —dijo Caitlin, avergonzada—. Ojalá no sea demasiado tarde y se haya enfriado el rastro. Ahora mismo voy a escribirles a mis padres para que nos manden esas cartas cuanto antes.
Emocionado, pero más racional que su esposa, el señor Herrington abordó una cuestión importante, algo que a Caitlin no se le había pasado por la cabeza.
—Pequeña, es cierto que podría tratarse de Linda. Todo parece apuntarlo, pero ¿y si no lo fuese?
—¡Tiene que ser Linda! —exclamó la señora Herrington—. Dylan… Linda, ¿Es que no lo ves, querido?
El señor Herrington tomó la mano de su esposa.
—Déjame hablar, por favor. Podría darse la casualidad de que existiese un caballero con ese nombre interesado en la felicidad de Caitlin. De ser así ¿no crees que podría sentirse molesto por el hecho de que una correspondencia tan delicada se hiciese pública? Dios sabe que me agarraría a un clavo ardiendo con tal de encontrar a nuestra hija. Aun así, me gustaría que estuvieses segura antes de dar este paso.
Caitlin consideró la cuestión planteada por el señor Herrington. Entendía perfectamente a qué se refería. Una joven en su situación económica no recibía muestras de interés todos los días.
—Linda ha sido como una hermana para mí —afirmó Caitlin—. Si existe la posibilidad de encontrarla, haré todo lo que esté en mi mano.
El señor Herrington se aclaró la garganta, conmovido.
—No se hable más. Esperaremos a que lleguen esas cartas y me pondré en camino.
Un movimiento atrajo la mirada de Caitlin hacia lo alto de la escalera. Allí estaba el señor Mallory, apoyado pesadamente contra el pasamano.
El señor Herrington subió a ayudar a su sobrino. Derek Mallory se había vestido e insistió en que le ayudasen a bajar al salón.
—Estoy cansado de estar tumbado día y noche —dijo, entre avergonzado y desafiante.
El señor y la señora Herrington le acomodaron en uno de los sillones.
Feliz de tener un nuevo oyente, y una nueva historia que contar, la señora Herrington le habló a su sobrino sobre el asunto de las cartas. Durante la narración, Derek Mallory miró a Caitlin de reojo en un par de ocasiones. La joven mantuvo la vista baja en todo momento, abochornada por los continuos agradecimientos que le dedicaba la anciana.
En esas estaban, cuando se abrió la puerta y el criado anunció una visita. Eran los Evans, que venían a interesarse por la salud del sobrino de los Herrington.
El señor Evans, un hombre delgado y de avanzada calvicie, era párroco. Y un asiduo seguidor de las novelas escritas por el señor Mallory. Solo había otra cosa a la que el sacerdote fuese más devoto: las generosas donaciones de los Herrington. Por eso acudían con frecuencia a la casa de Queen Square.
—Es una pena que se encuentre lesionado en estos momentos —dijo la señora Evans, una mujer alta y estirada en todos los sentidos—. A final de la semana que viene, nuestro hijo mayor celebra un baile para presentar en sociedad a su hermana. Nos pareció mucho más adecuado que se celebrase allí, y no en la casa rectoral. Será algo más íntimo que ostentoso, pero nos habría encantado tenerles presentes.
—Y yo estaré encantado de asistir —dijo el señor Mallory, decidido.
Caitlin miró al caballero con incredulidad. Era obvio, al menos para ella, que la mención del evento había sido una mera cortesía.
Edward Evans, el hijo mayor de los Evans, era un simple capitán de la Armada. Cierto era que estaba bien relacionado, gracias a un matrimonio ventajoso, pero su casa era pequeña y su servicio reducido; al menos, para lo que los Herrington estaban acostumbrados.
Si la mujer del párroco lo había mencionado, había sido solo en la confianza de que la herida del señor Mallory obligaría a la familia a declinar el ofrecimiento.
El señor Herrington también se dio cuenta. Abrió la boca para romper el tenso silencio, pero su mujer fue más rápida.
—Estaremos más que encantados de ir —declaró, y todos los esfuerzos de su marido y su protegida para que cambiase de idea cayeron en saco roto. No en vano, la señora Herrington no había asistido a ningún baile desde la desaparición de su hija, y lo echaba de menos.
Entre tanto, Derek Mallory miraba a Caitlin y sonreía disimuladamente. Lo había decidido: en el transcurso de una semana y media sería capaz de caminar y bailar con un mínimo de decencia. Quizá no lo haría con la soltura ni la confianza como para sacar a una desconocida a bailar.
Pero la señorita Bailey no era una desconocida para él.