17
Excusas
Caitlin no quería ni pensar en lo enfurecido que debía estar el señor Mallory por la caída. Estaba segura de que el caballero la culparía a ella por lo sucedido.
Decidida a no demorar lo inevitable, reunió el coraje necesario para acompañar a la señora Herrington a la habitación del herido.
—Derek, querido —saludó la anciana, entrando del brazo de su protegida—. Mira quién ha venido a verte hoy.
Por su tono, diríase que la anciana se estaba dirigiendo a un niño pequeño.
Caitlin entró con el miedo metido en el cuerpo. Daba por sentado que el caballero la atravesaría con la mirada nada más entrar, pero se equivocó. Con aquel mohín en los labios, cruzado de brazos y con la vista clavada en la ventana, Derek Mallory parecía un rey infantil. La venda alrededor de su frente y los rizos rubios creaban la ilusión de una corona.
Viéndole de tal guisa, Caitlin se arrepintió de no haber venido antes. Incluso reprimió una sonrisa.
—Estoy desolada —dijo la anciana, con auténtico pesar en su voz—. No sabes cuánto lo siento, querido Derek. Pensar que te hemos desatendido de tal manera que tuviste que levantarte a por algo que no habíamos previsto con antelación.
—Por favor, olvídelo —dijo el caballero, y parecía sincero. Sincero y abochornado. Sus ojos azules se desviaron fugazmente hacia Caitlin. En ellos, la joven creyó detectar un brillo acusador—. Tengo todo lo que podría necesitar —añadió de mala gana—. No ha sido culpa de nadie.
La señora Herrington sacudió la cabeza, inconsolable.
—Quizás fue un error el que me empeñase en traerte aquí. Tal vez, hubieras estado mejor atendido en tu casa de Londres, con tus criados.
Aquella insinuación lanzó una sombra de congoja sobre las facciones de Derek. Nada más lejos de su intención que causar pena y vergüenza a los familiares que tantas atenciones le habían dedicado. Pero había algo más. Una emoción que subyacía a las anteriores.
Temiendo una acusación, Caitlin bajó la mirada hacia sus manos, apoyadas en su regazo. Estaba segura de que el caballero le echaría en cara el haber instigado ese pensamiento en la señora Herrington: el de enviarle a él de vuelta a su hogar en Londres.
En contra de lo esperado, Derek Mallory tragó saliva y se humedeció los labios. Guardó silencio mientras sus ojos se movían de un lado a otro sin mirar a nadie en particular.
—Si alguien tiene la culpa de todo esto, ese soy…
Llevada por un impulso irracional, Caitlin decidió salir en ayuda del caballero. Aun a sabiendas de que se arrepentiría por ello.
—¡Quizás el señor Mallory camina en sueños! —dijo, interrumpiendo a Derek.
Aquello sí que no se lo esperaba ninguno de los dos. Tía y sobrino miraron a Caitlin con perplejidad.
La joven no tenía la menor idea de si aquello era cierto o no. Había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza.
—¡Claro! —exclamó la señora Herrington, esperanzada. A la anciana le faltó tiempo para hacerse sus propias ideas, a pesar de que no tenía el más mínimo conocimiento sobre medicina—. ¡El láudano! Al principio, Derek no se movía por los calmantes que le administraba el doctor. Pero al ir reduciendo la dosis… ¿Cómo no se me pasó antes por la cabeza, sobrino? Una forma de evitar que te movieses sería atarte a la cama durante la noche. No sé me ocurre otra solución.
El caballero palideció. Caitlin se llevó una mano a la boca, ocultando una sonrisa irreprimible. Por alguna razón, la visión del señor Mallory maniatado de pies y manos a la cama le parecía extrañamente gratificante.
—Yo no… —La cabeza del caballero rebotó contra los almohadones. Un gruñido escapó de entre sus labios—. Está bien.
—¡Asunto resuelto! —La anciana dio palmas de contento—. No te preocupes, querido. Seremos muy discretas. Ven conmigo, Caitlin. Saldremos a comprar cuerda ahora mismo.
La joven se levantó, ofreciéndole el brazo a la anciana. Ni siquiera se despidieron del caballero.
Ya se cerraba la puerta cuando oyeron la voz del señor Mallory a sus espaldas.
—Señorita Bailey, ¿sería tan amable de devolver este libro a la biblioteca?
Caitlin se volvió con curiosidad. Recordaba haberse llevado el libro que le había leído la última vez.
Derek Mallory miró a la joven a los ojos mientras esta volvía sobre sus pasos. Cuando ella trató de tomar el libro, lo retuvo entre sus dedos un segundo.
—Todo esto es culpa suya —susurró.
Una vez más, Caitlin hizo un esfuerzo para no sonreír.
—Sí, señor Mallory —dijo.
—Pero lo sabes, ¿verdad?
—Por supuesto, señor Mallory.
«¿Y ya está?», pensó Caitlin. «¿No más amenazas ni condiciones?»
—¡Querida! —llamó la señora Herrington desde el pasillo—. ¿Vienes o no?
La joven giró sobre sus talones y salió apresuradamente.
Tras bajar las escaleras, Caitlin se separó de la señora Herrington y fue a dejar el libro en la biblioteca. La cabeza le daba vueltas, así que no se percató de la novela que estaba devolviendo a la estantería: una de las que ella había escrito. Derek había estado leyendo una de las novelas de la Condesa de Clare.
De vuelta al salón, Caitlin vio al señor Herrington entrando desde el vestíbulo. Como era de esperar, la anciana se lanzó a los brazos de su marido. No hizo falta que fluyesen las palabras entre ellos; se conocían y se querían desde hacía muchos años. La anciana miró a los ojos de su marido, esperanzada, pero este meneó la cabeza.
La búsqueda de Linda no había dado resultado.
Una vez más, el señor Herrington volvía a casa sin noticias sobre el paradero de su hija. Enternecida, Caitlin también abrazó a aquel padre derrotado.
—Parece que se la hubiera tragado la tierra —dijo el anciano, dejándose conducir al sillón por las dos mujeres—. ¿Qué tal ha ido todo por aquí? ¿Cómo está mi sobrino?
La señora Herrington estuvo encantada de describirle a su marido los progresos que estaba haciendo Derek. A medida que desgranaba la narración de los hechos, destacó en varias ocasiones la ayuda que le estaba prestando su protegida.
—A Derek le encanta que le lea Caitlin —dijo la anciana—. Por supuesto, conmigo siempre presente en la habitación.
El señor Herrington sonrió con aprobación. No le importaba que los jóvenes trabasen amistad, pero ignoraba que la anciana se dedicaba a dormitar durante la mayor parte del tiempo.
—También yo recuerdo con cariño cuando ella y Linda nos leían a nosotros —dijo el anciano—. Solo eran unas niñas, pero cómo recitaban.
La señora Herrington apretó el brazo de su marido.
—¿Cuál era el título del libro? —preguntó—. Llevo toda la semana tratando de acordarme
—Emilio, O de la Educación —contestó el señor Herrington—. Fue el primer libro que compramos como un regalo conjunto para las dos niñas. Así fue como conseguimos que Linda se interesase por la lectura.
Caitlin frunció el ceño al escuchar el título de la novela. Se acordaba del libro. Es más, tenía la sensación de haberlo tenido entre sus manos recientemente, pero no recordaba cuándo ni dónde.
Un criado anunció la llegada del doctor Stevenson. El médico había recibido una nota aquella misma mañana en la que le informaban sobre la caída de Derek Mallory.
Caitlin siguió dándole vueltas al tema de la novela mencionada por el señor Herrington.
Entonces cayó en la cuenta: se trataba del libro que había recibido junto con las cartas que le había escrito Derek Mallory haciéndose pasar por un tal Dylan Hemstock.
¿Cómo era posible que el caballero supiese que Linda y ella solían leer el libro cuando eran niñas?
—Linda —murmuró de improviso, abriendo mucho los ojos.
Caitlin se cubrió la boca, ahogando una exclamación.
Linda. Dylan. Dylan… Linda.