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El obstinado señor Mallory

 

 

Caitlin y Linda cruzaron varias habitaciones buscando un poco de intimidad. En cada esquina y en cada corredor, las jóvenes sorteaban a caballeros y damas en distintos grados de somnolencia o embriaguez.

—Los zapatos me están matando —dijo Linda, tirando de la mano de su amiga para que se sentase a su lado en el diván—. Aquí estaremos bien.

Caitlin asintió, mirando con aprehensión las cabezas de los animales que adornaban la pared. El saloncito de caza no era uno de sus lugares favoritos. Aborrecía todo lo relacionado con las armas de fuego. De la misma opinión era la señora Herrington, que había conseguido aislar en aquella estancia apartada todos los trofeos de su marido que antes se hallaban repartidos por la casa.

Los únicos que pasaban por allí eran los criados que llevaban las bandejas. Un pasillo daba a las cocinas, y el otro al salón de pintura, que era por donde habían llegado las dos jóvenes.

—Aquí estaremos tranquilas —dijo Linda, masajeándose los tobillos—. Al menos durante un rato. No deberíamos ausentarnos demasiado.

—Yo nunca pedí este baile —dijo Caitlin.

—Ni falta que hace, ya conoces a mis padres. El silencio les pone nerviosos. Cualquier excusa es buena para invitar a sus amistades. Cielos, debo ser la única joven de mi edad que echa de menos el estar a solas un rato con sus padres. Además…

—¿Qué?

Linda sacudió la cabeza, riéndose entre dientes de ella misma, o de algo que solo ella sabía.

Caitlin observó a su amiga con detenimiento. Esa noche no era la misma de siempre. Algo le sucedía, podía intuirlo, pero nunca antes había necesitado preguntarle por su estado de ánimo. Jamás habían tenido secretos la una con la otra.

Al final, Caitlin achacó su estado de ánimo a la inminente separación. Ella misma empezaba a acusarlo: la sensación agridulce que precede a las despedidas.

—Volviendo al tema de Thomas Fairchild —bromeó Linda.

—Oh, no. Por favor…

—No me digas que vas a ignorarle —rio Linda—. ¿Tú, la Condesa de Clare? —dijo, haciendo alusión al seudónimo empleado por su amiga.

Dos lágrimas rodaron por las mejillas de Caitlin. Tras cuatro novelas, el ardid del seudónimo seguía avergonzándola. Sus conocimientos sobre la alta sociedad eran como vestidos prestados. Le gustase o no, ella no pertenecía a ese mundo de grandes bailes y más grandes fortunas. Los únicos que conocían el secreto eran su familia y su mejor amiga.

Linda rodeó a Caitlin con los brazos.

—Era una broma, una broma. No sabes lo mucho que voy a echarte de menos cuando te vayas.

—Ya sabes que no soporto las despedidas —protestó Caitlin.

—Chitón. —A su amiga le había cambiado la cara—. Mira quién viene por ahí: el diablo en persona.

Caitlin se giró hacia el pasillo que daba al salón de pintura. Se le cayó el alma a los pies, pues se trataba de Derek Mallory, un primo de Linda que vivía en Londres. Sus visitas siempre eran motivo de gran disgusto para ellas dos.

Derek Mallory era alto y apuesto, y se daba un aire a los ángeles justicieros que a menudo aparecían en frescos y cuadros. Además de engreído era moralista, y un hombre enamorado del sonido de su voz.

—¡Señor Mallory! —exclamó una voz masculina.

Alguien interceptó al caballero en el salón de pintura, saliéndole al paso.

Las dos amigas se levantaron y buscaron una salida. Era lo que siempre hacían cada vez que Derek visitaba la casa: huir y esconderse. El caballero no solo leía sermones, también los escribía, y a menudo empleaba su ingenio para ridiculizar a su prima por su falta de atractivo. Pero Derek Mallory también era el peor y más ferviente enemigo de Caitlin, aunque él no lo sabía.

El caballero censuraba las novelas de corte ligero y romántico escritas por la Condesa de Clare. Herejías sociales, así las denominaba él; obras insidiosas que inducían a la confusión entre las mujeres al tratar con demasiada ligereza temas como la diferencia de clases en el matrimonio o el papel de la mujer en la sociedad y la familia.

—Huyamos de aquí —cuchicheó Linda, tirando de su amiga para que se levantase.

—¿Huir? ¿Dónde?

—Por las cocinas —susurró Linda—. Es nuestra única salida. Mi primo no nos seguirá allí, su orgullo no lo soportaría. No te separes de mí en ningún momento.

Convencidas del éxito de su plan, las jóvenes se lanzaron a la fuga tan rápido como les permitían sus vestidos.

—¡Esperen! —Oyeron a sus espaldas. Derek Mallory se había librado al fin del lisonjero que le importunaba.

Linda y Caitlin siguieron adelante, avanzando con pasitos cortos y presurosos. El pasillo que daba a las cocinas era estrecho y alargado, y quiso la mala suerte que les saliese al paso una criada con una bandeja repleta de copas.

Derek Mallory las alcanzó por la espalda, produciéndose una situación cómica. Parecían tres coches que se hubiesen encontrado en una callejuela angosta. La criada no podía dar media vuelta con la bandeja, pero Derek tampoco podía rodear a las jóvenes y encararlas.

—Ejem. —El caballero carraspeó con fuerza.

Linda dio media vuelta, colocándose entre su primo y su mejor amiga. La criada, por su parte, empezó a recular con mucho cuidado.

—¿Qué se te ofrece? —preguntó Linda, escudando a su amiga—. ¿Estás divirtiéndote?

Derek Mallory apretó los labios.

—Desearía hablar con la señorita Bailey —dijo.

Linda miró a su primo con suspicacia. Caitlin palideció, e incluso la criada pegó el oído con disimulo.

—¿Conmigo? —balbució Caitlin.

—Se lo ruego —dijo el caballero, tres palabras que nunca antes habían salido de sus labios—. Tengo algo muy importante que comunicarle.

—Habla pues —dijo Linda—. Te escuchamos.

Derek Mallory apretó los puños.

—Hablaré con ella a solas —dijo—. He hablado con mis tíos. Tengo su consentimiento.

Linda miró a su amiga con impotencia, pero luego adoptó una expresión suspicaz.

—Eso ya lo veremos —replicó—. Veremos que dice mi padre.

Linda avanzó un paso y tiró de Caitlin con la intención de rodear a Derek. Pero la dama de compañía parecía haber echado raíces. Aprovechando el descuido, y que Caitlin se había quedado atrás, el caballero se situó entre ambas jóvenes.

Las tornas habían cambiado.

—Te esperamos pues. —Derek Mallory sonrió con inocencia. No había hablado con sus tíos, aunque aquella minucia carecería de sentido en cuanto obtuviese el corazón de la señorita Bailey—. Pero qué sepas que tu desconfianza me hiere, prima.

Linda apretó los puños. Antes de marcharse, le lanzó a su amiga una mirada de aliento. «Volveré, pero tienes que darme tiempo», parecían decir sus ojos.

Caitlin se echó a temblar en cuanto se quedó a solas con el caballero.