9
Unos padres desesperados
Los Herrington llegaron a Fenimore Hill un día después de recibir el mensaje sobre la mejoría de Caitlin.
El matrimonio, ya de por si otoñal, parecía haber envejecido. Sin Linda, la ilusión de la juventud se había desvanecido de Queen Square y de todos sus moradores.
La joven quizá no había iluminado el hogar con su belleza, pero sí con su carácter animoso y su buena disposición para hacer felices a sus padres. Sus hermanos estaban casados y vivían en Bristol, circunstancia que privaba a los abuelos de un trato frecuente con sus nietos.
Al fin se daban cuenta los Herrington de lo que habían perdido.
—Mi pequeña —gimoteaba la anciana cada vez que se mencionaba el nombre de su hija—. Linda, ¿dónde estás?
Su marido le apretó la mano, mirando a los Bailey con una expresión de disculpa.
—Todavía estamos tratando de asimilar lo sucedido —dijo—. ¿Cómo te encuentras tú, Caitlin?
—Un poco mejor, gracias —contestó la joven con voz ronca—. Pero estoy preocupada por Linda.
La señora Bailey intervino de manera espontánea:
—Si hay algo que podamos hacer para ayudar —dijo, buscando los ojos de su marido en busca de apoyo—. Lo que sea.
El señor Bailey asintió con premura, igual de predispuesto a ayudar a sus viejos amigos. El señor Herrington se lo agradeció con un cabeceo. Del matrimonio, era el más repuesto de los dos. No podía ser de otro modo, dado el estado depresivo en el que se había sumido su esposa.
Movía a compasión ver el mutismo en que se había encerrado la señora Herrington. Antes de la desaparición de su hija, no había nada que gustase más a la anciana que pasar las horas muertas conversando. Con frecuencia, había sido su marido el que la moderaba para que dejase hablar a los demás.
El señor Herrington carraspeó, atrayendo la atención general.
—Caitlin, hay algo que nos gustaría preguntarte. Por favor, no te sientas obligada a contestar si no quieres. Aún te estás recuperando.
Azorada, Caitlin miró a sus padres, pero ellos la animaron a tomar la voz cantante. Ya no era una niña, después de todo. Saltaba a la vista que los Herrington estaban en gran necesidad de cualquier cosa que pudiera ponerles tras la pista de su hija.
—Por favor, pregunte lo que sea.
—Gracias, querida —dijo el anciano caballero, soltando el aire que había contenido en los pulmones—. Durante la noche del baile, una de las criadas te vio en compañía de Linda y del señor Mallory. Tú y mi sobrino fuisteis los últimos en estar con ella.
Caitlin asintió, animando al anciano a continuar.
—Más tarde, otro de los criados recuerda haber visto a Linda seguirte a tu cuarto. Daba la impresión de que habíais discutido, porque tú te negaste a abrirle la puerta. Me preguntaba, la señora Herrington y yo nos preguntábamos —corrigió—, si fuera posible que de algún modo Linda te hubiese hablado de sus intenciones.
La joven sacudió la cabeza.
—En ningún momento, señor. Ni una palabra.
—Entonces, ¿no habíais discutido por eso? Porque nos extrañó mucho que te fueras temprano a la mañana siguiente, sin despedirte.
—Nunca hubo tal discusión, señor. Linda solo trataba de consolarme —se le escapó.
—¿Consolarte?
Caitlin bajó la cabeza, mirando de reojo a sus padres y a su hermana.
—A causa de una declaración no correspondida.
El silencio se adueñó del salón, congelando la escena como en una pintura. Las miradas volaron entre los adultos. Judith observaba a su hermana con ojos como platos.
—¿Y por qué no has dicho nada hasta ahora? —inquirió el señor Bailey.
Caitlin se revolvió en su asiento.
—Pues… porque fue rechazada —balbució. Derek Mallory no le había dicho nada sobre guardar silencio a ese respecto. Aun así, estaba segura de que desvelar su identidad no sería lo más prudente en esos momentos. Lo último que quería era predisponer al caballero aún más contra ella—. Lo siento. No creí que tuviese importancia.
El señor Bailey abrió la boca para replicar, pero su mujer se le adelantó.
—Caitlin, una declaración tiene la importancia que una desee darle. En el futuro, quiero que sepas que puedes contar con nosotros para hablar sobre cualquier cosa.
—Yo no… Por favor, ahora no querría forzar la voz. Quizá en otro momento…
—Lo que sea —repitió la señora Bailey—, cuando sea. Y ahora dime, ¿crees tú que esa declaración pudo tener algo que ver con la desaparición de Linda?
Caitlin meneó la cabeza.
—Entonces no hay más que hablar sobre este asunto.
El señor Bailey se inclinó hacia delante.
—Pero…
—Quizá en otro momento, querido —sugirió la señora Bailey—. Lo que ahora nos preocupa es la desaparición de Linda, ¿verdad?
El señor Bailey se cruzó de brazos, farfullando algo ininteligible.
—Disculpe la interrupción —dijo la señora Bailey, volviéndose hacia sus amigos.
—Somos nosotros quienes tenemos que disculparnos —dijo el señor Herrington, azorado—. Nada más lejos de nuestra intención que alterar a Caitlin. No debí preguntar.
La señora Herrington intervino en ese momento, intrigada por el giro de la conversación.
—¿Supongo que no podrías revelarnos la identidad de ese caballero? —Su marido le dedicó una mirada fulgurante, ante lo cual ella añadió—. Solo para descartarle de entre los hombres que pudieran haberse fugado con Linda.
Caitlin enrojeció.
—Responderé si ustedes insisten, pero creo que a ese caballero no le gustaría que se hiciese público el hecho de que su proposición fuese rechazada.
—Eso no será necesario —dijo el señor Herrington, categórico.
Caitlin suspiró por lo bajo, agradecida, pero luego se acordó de algo.
—Señor, me consta que había un caballero con Linda cuando vino a buscarme al cuarto por primera vez. Oí una voz masculina discutiendo con ella, pero nada más.
El señor Herrington se acarició la barbilla.
—Es como decía mi sobrino: se trataba de alguien que ya estaba dentro de la casa. Derek también recuerda haber visto a Linda en compañía de un caballero hacia el final del baile, pero no pudo reconocerle ni tuvo ocasión de hablar con él. Gracias por confirmarnos esto, querida.
—No tienes por qué darlas, señor. Linda es mi mejor amiga. Haría cualquier cosa por ayudarles a recuperarla.
Los ancianos le agradecieron a Caitlin sus palabras. Llevada por un impulso, la señora Herrington hizo una proposición espontánea.
—¿Por qué no viene la niña a Bath para recuperarse? Los baños podrían ser muy beneficiosos para ella. Hay tanto silencio en la casa —insinuó.
El señor Herrington frunció el ceño.
—Caitlin salió ayer de la cama. Acaba de regresar con su familia. Lo más natural es que quiera estar con sus padres y con su hermana.
—Pues entonces, que vengan las dos —replicó la señora Herrington—. ¿Qué problema hay?
Para qué decir más. Judith se giró hacia sus padres con una expresión suplicante.
—¡Por favor! ¡Me gustaría tanto!
El señor Herrington no sabía a dónde mirar, abochornado por el comportamiento de su esposa y la situación que se había desencadenado. Los Bailey tampoco sabían qué decir ni qué pensar.
Al final, todas las miradas convergieron en Caitlin.
—Pero yo creía que el señor Mallory se había trasladado a Queen Square para ayudarles —tartamudeó—. Sin duda, la casa no puede estar tan silenciosa.
La anciana sacó un pañuelo, fingiendo sonarse la nariz. Tenía los ojos brillantes.
—Es cierto que mi sobrino nos ha estado haciendo compañía. Desde que desapareció Linda, ha sido nuestro principal consuelo y aliado, pero se marchó a Londres ayer mismo para solucionar un tema de una herencia. Se trata de mi cuñado, el tío de Derek, un hombre antipático donde los haya. Nos enteramos hace unos días de que su estado de salud había empeorado.
—Querida…
—Es cierto. No digo que no sea un caballero; son los aires de esa ciudad, que le han agravado su enfermedad y avinagrado el carácter. En estos momentos se encuentra muy delicado. Derek se resistía a dejarnos, pero nosotros insistimos al enterarnos de que mi cuñado pretende nombrarle su heredero.
La noticia le quitó a Caitlin un peso de encima. Aun así, sentía que no era correcto marcharse ahora. Y luego estaba el tema de la boda de su hermana.
—Pero Judith va a casarse al mes que viene —dijo a la desesperada.
Todos los ojos se desplazaron a la mayor de las hermanas.
—¡Por favor! —repitió Judith—. Aunque solo sea por dos semanas.
—Querida. —Incluso la señora Bailey parecía angustiada—. Hay que organizar mil cosas.
Judith hizo un mohín.
—El coronel Tutton es quién se está ocupando de todo. Ni siquiera me dejó elegir el color de las flores. Por favor, papá. Por favor.
El señor Bailey miró a su esposa con resignación.
—¿A ti que te parece?
—Misericordia —suspiró la mujer, dando su brazo a torcer—. Dos semanas para Judith. Caitlin puede venir en día antes de la boda, pero eso es todo.
Judith lanzó un grito de alegría, estrechando a sus padres con un gran abrazo.