16
Por el placer de discutir
Las sesiones de literatura continuaron, cada vez más largas a medida que la voz de Caitlin iba ganando fuerza. La joven leía, el señor Mallory hacía observaciones y la señora Herrington dormitaba en su butaca.
Las discusiones no se hicieron de esperar; disputas de lo más peculiares porque se producían en distancias cortas y a media voz.
Al principio, y acorde con su forma de ser, Caitlin hacía todo lo posible por evadir cualquier conflicto. Se guardaba sus opiniones para sí misma y solo en caso de tener que contestar, por insistencia del señor Mallory, respondía con monosílabos.
Después, la cosa fue a peor. Aunque quizá no fuese esa la palabra más adecuada.
Derek Mallory parecía deleitarse obligando a la joven a leer obras que se oponían a la concepción que ella tenía del mundo y la sociedad. A Caitlin cada vez le costaba más ocultar la indignación o el desagrado que le provocaban aquellas lecciones encubiertas. Por si fuera poco, el señor Mallory estaba muy pendiente de las expresiones que se translucían en el rostro de ella a medida que leía. De continuo le cuestionaba cada vez que la joven hacía una mueca o sonreía de forma irónica en mitad o al final de una frase.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó el caballero, durante una de esas sesiones—. No, no sigáis leyendo. Por favor, decidme lo que opináis de esa idea. ¿Rechazáis la forma en que ha sido expresado, o solo el contenido?
Caitlin bufó por lo bajo. La mayoría de los libros que le obligaba a leer habían sido escritos por él, Derek Mallory. Como todos los escritores, el caballero era picajoso a la hora de encajar críticas. No obstante, Caitlin tenía la impresión de que no era esa la razón por la que él le cuestionaba cada dos por tres.
—Ya habéis expuesto ese razonamiento en varias novelas —dijo Caitlin—. Al principio, como una hipótesis. Pero aquí os referís a ello como a una verdad universal.
Derek Mallory se incorporó un poco y se apoyó sobre un codo.
—¿Acaso no estáis de acuerdo?
—¿Cómo podría, señor? —contratacó, con un matiz de sarcasmo en su voz.
—El romanticismo actual se basa en el ideal del amor cortés, un concepto que se originó en la Provenza durante el siglo once con ciertos toques místicos y platónicos. ¿Me seguís?
—Le escucho —corrigió Caitlin—. Pero estoy muy lejos de seguirle.
—El amor cortés solía darse entre la aristocracia y tenía un origen secreto. La aristocracia simboliza al pueblo o la comunidad elegida. Y el secreto se refiere a la persecución religiosa de que fueron objeto los cristianos desde la Roma de Nerón. La simbología es muy simple, pero os diré más. En la pareja, la Dama siempre pertenecía a una elite. Ella es el ser superior, un compendio de virtudes físicas y morales, pero distante.
—Creo que ya entiendo —ironizó Caitlin—. Debió ser ese concepto del amor el que os empujo a declararos en la forma que lo hicisteis. Sin apenas haber cruzado palabra conmigo con anterioridad, y habiéndome atribuido virtudes que ni siquiera yo sabía que tenía. ¿Qué diréis a eso, señor Mallory?
Ahora fue ella la que sacó de sus casillas al caballero. Derek Mallory abrió la boca para contestar, pero Caitlin alzó las cejas, una expresión de reto en sus bellos ojos que pareció divertir y deleitar al caballero.
—En el amor cortes, este sentimiento es visto como un estado de gracia que ennoblece a quién lo practica.
—Así que no es un acto desinteresado y espontáneo —contraatacó Caitlin—. Es un medio para alcanzar ese estado sublime.
—¿No estaréis insinuando que el amor es un fin en sí mismo? Vamos, señorita Bailey. Sea sincera. Es como si un marino se enamorase de su propia embarcación, el vehículo que le transporta de un lado a otro.
—Y no obstante, el amor transporta a las personas a lugares donde nunca han estado.
Derek Mallory lanzó un bufido, echándose el cabello hacia atrás con los dedos de una mano. No era la primera vez que Caitlin veía ese gesto tan característico. Algo de lo que había dicho había tocado una fibra sensible en el caballero.
—¡Confunde usted amor y pasión! El amor es algo puro y hermoso, mientras que la pasión embrutece los sentidos y la perspectiva. Forma parte de nosotros, eso lo admito, pero como una materia prima que debe ser moldeada hacia algo más profundo y sensato.
—La sensatez es anatema de la pasión, señor. Nada de lo que me diga conseguirá hacerme cambiar de parecer.
—¡Por el amor de Dios! Las pasiones, en sí, no son condenables; únicamente es preciso dominarlas[1]. ¿Qué sentido tiene sacarse el corazón y lanzarlo a la hoguera de una pasión desmedida? ¿Qué sentido tiene querer pasar el resto de tu vida con un espíritu afín, un cómplice en el crimen de amar sin reservas, cuando la llama que arde más intensamente es la que antes se consume?
Caitlin se quedó boquiabierta. Ni en un millar de años habría creído que Derek Mallory fuese capaz de poner tanto ardor en un alegato que tenía al amor como pieza angular. Malinterpretando su silencio, el caballero extendió el codo sobre el que se apoyaba y se dejó caer sobre los almohadones.
—No sé por qué me molesto —gruñó—. Las personas de baja extracción a menudo caen en la indulgencia de entender el amor como un medio para evadirse de una realidad que no pueden cambiar porque son demasiado ingenuos o incultos.
Caitlin se encogió, lastimada y enfurecida a partes iguales. El temor a esa clase de rechazo era lo que le había impulsado a ocultarse tras un seudónimo. Sintió dolor en la yema de los dedos. Los estaba clavando en la cubierta del libro que tenía entre manos. Al darse cuenta de esto, Derek Mallory intentó dar un paso atrás.
—Yo no…
La joven cerró el libro de golpe, haciendo que la señora Herrington se agitase en sueños. Alzó la mirada hacia el reloj de pared. La visita debería haber terminado hacía ya más de diez minutos. Caitlin no sabía que le enfurecía más: las insinuaciones hirientes del caballero o el hecho de que se hubiese entretenido hablando con él.
—Señorita Bailey.
Ignorándole, Caitlin extendió un brazo hacia la anciana, que dormitaba con la mejilla apoyada en la palma de la mano.
—Señora Herrington —murmuró.
—¡No! —siseó Derek—. Aún no hemos terminado esta discusión. Se lo advierto…
Caitlin estuvo a punto de amedrentarse. Pero el eco de las palabras del caballero resonaba en su cabeza.
—Señora —repitió, zarandeando a la anciana con suavidad. No quería pasar un minuto más en compañía de aquel hombre odioso.
—¡Oh, querida! —La señora Herrington abrió los ojos y parpadeó un par de veces—. Otra vez he dado una cabezadita. No sé cómo ha podido suceder de nuevo. Quizá debería mandar que revisasen la chimenea. Tú no tendrás mucho sueño últimamente, ¿verdad, sobrino?
Derek Mallory apretó los labios, mordiéndose la lengua.
—¡Pero qué cosas digo! —exclamó la señora Herrington—. Si el doctor Stevenson te ha estado dando el láudano. ¿Y tú, querida? ¿Te sientes somnolienta?
La joven sacudió la cabeza, apretando el libro contra su pecho. Estaba tan alterada que salió del cuarto sin ofrecer su brazo a la anciana.
Caitlin apenas podría creer lo que había hecho. Una parte de ella se sentía exultante; realmente había desafiado al caballero.
Aquella noche, cuando se apagó el calor de la rebeldía, sintió miedo.
¿Y si Derek Mallory tomaba represalias de la peor forma? ¿Y si le arruinaba la boda a su hermana sacando a la luz el tema del seudónimo en un momento tan delicado?
A la mañana siguiente, Caitlin estaba tan atemorizada que cometió una locura: se saltó la sesión diaria de lectura. Cercana la hora acostumbrada, a pocos minutos de que sonase el reloj, sufrió un ataque de pánico y salió de casa.
Por espacio de una hora estuvo dando vueltas por las calles aledañas a Queen Square. Cuando regresó, la señora Herrington estaba tomando el té en el salón.
—¿Dónde estabas, querida? —preguntó la anciana—. Te busqué por todas las habitaciones, pero no hubo forma de dar contigo.
—Tenía ganas de pasear —balbució Caitlin, sujetando su taza con ambas manos. Había salido de casa sin el abrigo. Tenía tanto frío que apenas sentía la punta de los dedos.
—Oh, entiendo. Solo quería que supieses que te hemos echado de menos. Los dos.
Al día siguiente, a la misma hora, Caitlin sufrió otro ataque de pánico.
Había caído en un círculo vicioso sin darse cuenta. Con cada visita que se saltaba, se sentía con menos valor para afrontar la siguiente. No quería ni imaginar lo enfurecido que debía de estar Derek Mallory a aquellas alturas.
¿Qué voy a hacer?, se preguntaba una y otra vez. Su hermana Judith se había ido hacía ya una semana, y seguían sin recibir noticia de ella. Caitlin llegó a pensar en la posibilidad de que Derek Mallory hubiese enviado ya una carta al coronel Tutton.
La siguiente noche fue incluso peor que las dos anteriores. El temor causado por la incertidumbre dio origen a horribles pesadillas que acosaron a Caitlin.
Lo peor fue cuando soñó que se levantaba, bajaba al salón de la casa de Queen Square y se encontraba reunidos a los miembros de las tres familias: los Bailey, los Tutton y los Herrington. Y todos la miraban con decepción.
Un golpe despertó a la joven en su cama. Solo quedaban dos horas para el amanecer. Asustada, Caitlin se levantó y abrió la puerta de su dormitorio.
Una criada pasaba por el pasillo en ese momento.
—¿Qué sucede? —preguntó Caitlin.
—Es el sobrino de la señora —cuchicheó la joven—. Intentó levantarse sin ayuda y ha sufrido otra caída. Dicen que está más intratable que nunca.
Caitlin cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, temblando de la cabeza a los pies.