7
Convaleciente
La enfermedad postró a Caitlin en cama durante varias semanas. Infección de garganta, ese fue el diagnóstico del doctor Thomson. Un pronóstico que no debería haberse agravado en una persona de la edad del paciente.
No solo se le resintió a Caitlin el cuerpo, también el alma, como a menudo pasa cuando se portan cargas de espíritu. Los disgustos que siguieron al baile en casa de los Herrington mellaron su ánimo más allá de la capacidad de cualquier medicina o remedio. Primero la declaración de Derek Mallory, seguido del equívoco con las cartas y la promesa de no publicar más libros bajo el seudónimo, y luego la noticia de la fuga de Linda.
De aquel periodo, Caitlin guardaría recuerdos nebulosos. La fiebre desaparecía y regresaba de forma caprichosa.
—Tendrá suerte si no le quedan secuelas —dijo el doctor durante la tercera semana de la enfermedad.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el señor Bailey—. ¿Qué secuelas?
Sentado en el borde la cama, el médico meneó la cabeza. Sus manos recogían sus útiles, guardándolos dentro del maletín, pero sus ojos no se apartaban de la joven.
—Podría perder la voz —dijo—. Deberían estar preparados para esa posibilidad.
La mejoría llegó con la cuarta semana. La enfermedad fue derrotada, pero a un alto precio. Caitlin perdió peso y el poco color que tenía. Su piel se volvió casi translúcida, haciendo que sus ojos oscuros pareciesen más grandes y profundos.
El primer recuerdo consciente de Caitlin fue el canto de un gallo. La joven abrió los ojos y se incorporó un poco, mirando a su alrededor. Su padre dormitaba en un sillón junto a la ventana. El señor Bailey tenía la barbilla apoyada en el pecho, y un periódico abierto sobre el regazo. Su vista paseó por la habitación, sintiendo un impulso natural de escribir cuando sus ojos recayeron sobre el escritorio.
Entonces se acordó de la promesa que le había arrancado Derek Mallory, y las lágrimas llenaron sus ojos. Estuvo a punto de dejarse vencer por la debilidad, pero se limpió el rostro con el dorso de la mano e inspiró hondo.
En cuestión de minutos, tomó una decisión: encontraría la forma de volver a escribir. Sus novelas eran uno de los pilares de su vida, junto con su familia. Cumpliría lo pactado con Derek Mallory hasta la boda de su hermana, y luego empezaría de nuevo. Tendría que cambiar de seudónimo, y de editorial, dando al traste con la modesta reputación que había cosechado hasta la fecha, pero al final merecería la pena. Tenía que creer en ello o no reuniría el ánimo para salir de la cama.
—Hasta la boda de Judith—susurró, pues necesitaba oírlo de sus propios labios—. Solo hasta...
Un pensamiento llenó a Caitlin de angustia. ¿Cuánto tiempo había estado enferma?
Se estiró y, con mucho cuidado, tomó el periódico que su padre tenía en el regazo. Al ver la fecha inscrita en la primera página, la joven rompió a sollozar, tapándose la boca con una mano.
El señor Bailey se agitó y abrió los párpados.
—Caitlin, querida…
La joven siguió llorando desconsoladamente. No sabiendo cómo reaccionar, el señor Bailey se levantó y avisó a su esposa y a su hija mayor para que subieran a la habitación.
La familia al completo se reunió alrededor de la cama, mirando a Caitlin con mal disimulada ansiedad. Lo dicho por el médico no se les había olvidado: la posibilidad de que la joven pudiese perder la voz.
—Hija, di algo —imploró la señora Bailey.
Caitlin se cubrió el rostro con las manos, sollozando.
—Me he perdido la boda —dijo con voz ronca.
El señor y la señora Bailey suspiraron de alivio. Judith se lanzó a los brazos de su hermana.
—Tonta —dijo, riendo y llorando al mismo tiempo—. La aplazamos por ti.
—¿Qué? ¡No!
—Basta. —Judith la estrechó con más fuerza, sacándole todo el aire de los pulmones a su hermana—. Aunque pensándolo mejor, no te calles. ¡No dejes de hablar!
Entre todos la ayudaron a bajar al comedor. Una vez se hubo sentado a la mesa, la señora Bailey y Judith fueron a ayudar a preparar un desayuno suculento con el que tentar a la convaleciente. Caitlin se quedó a solas con su padre, que se hallaba sentado a su lado y no había soltado la mano de su hija ni por un instante desde que abandonase el cuarto.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el señor Bailey.
—Estoy bien, papá. —El mero hecho de hilar tres palabras seguidas le supuso un esfuerzo. Le había quedado una voz ronca y débil—. No tengo mucha hambre.
—No te preocupes por eso. Lo importante es que estás bien y puedes hablar. No sabes cómo nos asustaba la posibilidad de no poder volverte a oír nunca más. Lo que necesitas ahora es pasear y salir a que te dé el sol. Has estado demasiado tiempo en ese cuarto.
La señora Bailey regresó de la cocina.
—Querido, recuerda lo que dice el refrán: no rompas el ayuno con un festín. Caitlin debe andar y ejercitar los músculos, pero sin salir de casa. Si quieres hablar de caminatas, date tú una —dijo sin acritud—. Me he enterado de que el señor Clemens viajará a Bath esta tarde para buscar un abogado por no sé qué asunto de sus tierras. ¿Por qué no te pasas a verle y le das una nota para los Herrington, diciéndoles que Caitlin ya se encuentra bien?
—Es cierto. —Azorado, el señor Bailey fue al salón y regresó con un libro—. Los Herrington se han interesado mucho por ti, Caitlin. Con las cartas enviaron este regalo: Shamela, de Oswyn Fielding.
Caitlin habría botado de la alegría, pero la mención de los Herrington arrojó una sombra sobre su rostro.
—¿Se sabe algo de Linda?
Se hizo el silencio en el comedor. Caitlin miró a su alrededor, pero solo vio rostros consternados
—Todavía nada —dijo la señora Bailey—. Pero ya hace una semana desde la última carta. Los Herrington dejaron caer la posibilidad de venir a hacerte una visita para cuando te encontrases con fuerzas…
Caitlin miró a su padre, preocupada.
—¿Con fuerzas para qué?
—Los Herrington están desesperados, pequeña. Parece que Linda se hubiese esfumado en el aire. Cualquier pista sobre su paradero sería de agradecer, y tú eres su mejor amiga. ¿Lo entiendes, verdad?
—Por supuesto. Pero es que Linda no me contó nada acerca de sus planes... Vosotros me creéis, ¿verdad?
Sus padres calmaron sus recelos; la palabra de su hija era lo único que necesitaban.
—La intención es lo que cuenta —dijo el señor Bailey, levantándose—. Escribiré esa nota e iré a dársela al señor Clemens ahora mismo. Los Herrington se sentirán mejor después de hablar contigo, aunque solo sea por descartar opciones. No quiero ni pensar en lo que tienen que estar pasando esos padres.
Judith regresó de la cocina con el desayuno.
—¿No comerás algo primero? —le preguntó a su padre.
El señor Bailey meneó la cabeza, levantándose.
—Lo primero es lo primero —dijo, y fue al salón en busca de papel y tinta.
—Suerte que el señor Mallory está ayudando a los Herrington —dijo Judith, tomando asiento junto a su hermana—. Fue muy amable al venir a comunicarnos la desaparición de su prima ¿no crees, Caitlin? Y que tacto tuvo al hablar contigo en primer lugar. Todos en Bath saben que eres la mejor amiga de Linda.
Caitlin frunció el ceño. Le costaba creer que Derek estuviese apoyando a sus tíos desinteresadamente.
Si los Herrington venían a Fenimore Hill, ¿acudiría también su sobrino? Caitlin todavía no se sentía con fuerzas para enfrentarse a él.
—No dejes que el asunto de Linda te deprima —dijo la señora Bailey, creyendo que era eso lo que turbaba a su hija—. Seguro que pronto darán con ella, y entonces se arreglaran las cosas. Ahora tienes que pensar en tu salud.
Caitlin comió un par de bocados para contentar a su madre. Luego se giró hacia a su hermana.
—Siento lo de la boda —dijo—. No tenías por qué haberla atrasado.
—Pues yo creo que sí —replicó Judith, bromeando—. Oswyn y yo lo hablamos y estuvimos de acuerdo en aplazar la fecha. La celebraremos a finales del mes que viene. El coronel Tutton también se mostró conforme.
—Incluso a mí me sorprendió que ese viejo cascarrabias no pusiese pegas —admitió la señora Bailey mientras recogía el plato de Caitlin y se lo llevaba a la cocina.
—Porque en el fondo tiene buen corazón —replicó Judith, girándose hacia la puerta. Cuando su madre salió, se giró hacia su hermana—. Por cierto, ¿cómo no me habías dicho que tenías un admirador?
—¿Perdón?
—Mientras estabas enferma llegaron varias cartas de un caballero. Las guardé en tu escritorio, pero no me preguntes quién es. Nunca antes había oído ese nombre.
Caitlin frunció el ceño. ¿Habría sido Derek Mallory tan hipócrita como para escribirle bajo un seudónimo?
—No tan deprisa. —Judith detuvo a su hermana cuando esta intentó levantarse—. Primero caminemos un poco, sin salir de casa.
—Pero...
—No hay peros que valgan. Sea quien sea, tendrá que esperar un poco más.