30
Anticipación
Las horas previas al baile fueron frenéticas. En Mallory Hall estaban todos muy nerviosos, y cada cual a su manera.
Las mujeres iban de aquí para allá, coordinándose para ayudarse las unas a las otras. Eso hasta bien entrada la tarde.
Derek Mallory permaneció casi todo el día sentado en su sillón, tenso y con los ojos fijos en las llamas de la chimenea. Rígido e impasible como una roca en mitad de un vendaval. Mirándole, Caitlin se percató de que el caballero había cambiado. No se trataba de nada físico, o fácilmente detectable. Aún era orgulloso, pero la vanidad tras la que solía escudarse parecía haberse transformado. La seguridad que ahora le vestía podría provenir de otra fuente muy distinta: la confianza en sí mismo. Lucía menos dominante, pero más dueño de sus impulsos.
Y al mismo tiempo parecía secretamente asustado.
Caitlin habría dado cualquier cosa con tal de averiguar lo que pasaba por la mente del caballero, Por desgracia, estaba demasiado ocupada tratando de calmar a su hermana.
Aquel día, Caitlin se lamentó por lo poco atenta que había sido con su hermana durante la semana previa al baile. Debería haber estado más encima de ella y de sus necesidades, pero se había encerrado en sí misma y en sus preocupaciones sobre Derek Mallory y la señora Kensington.
Cuando era presa de la ansiedad, Judith tenía una vena locuaz, pero solo si se le daba conversación. En caso contrario, toda aquella energía acumulada ejercía sobre ella un efecto debilitador.
Juiciosa, la señora Bailey tomó la determinación de ayudar en primer lugar a su hija mayor y luego a la señora Herrington. Cuando ambas estuvieron preparadas, las dejaron juntas en el salón para que se diesen conversación mutuamente. Hacía ya un rato que el señor Mallory había subido a prepararse.
—No puedo creerlo —dijo Caitlin, observando la escena desde lo alto de la escalera. Su hermana y la anciana parecían capaces de hablar sobre dos y tres temas al mismo tiempo.
—Estate quieta —dijo la señora Bailey, que llevaba persiguiendo a Caitlin durante una hora. El sol se había puesto y aún no había terminado de arreglarle el cabello a su hija—. Deberíais haber empezado una hora antes. Siempre digo lo mismo, pero nadie me hace caso.
Derek cruzó el pasillo de los dormitorios, engalanado y listo para el baile. Al pasar junto a Caitlin, le lanzó una mirada apreciativa que no le pasó desapercibida ni a la madre, ni a la hija. Caitlin llevaba el vestido que él le había regalado.
—Señor. —El ama de llaves interceptó al caballero, que se encontraba al pie de la escalera—. ¿Doy orden para que preparen el coche?
—Por favor, pero que no lo saquen aún.
—¿No?
Derek meneó la cabeza.
—Esperaremos un poco más. —El caballero se giró hacia lo alto de la escalera y sonrió—. Así tendremos un poco más de tiempo para prepararnos. Además, es mejor que no estemos entre los primeros en llegar. Esperaremos a que haya un buen número de invitados, y de esa forma será más sencillo que la señorita Judith y la señorita Caitlin pasen desapercibidas.
Una hora más tarde, el coche abandonó Mallory Hall. En él iban la señora Herrington, Derek Mallory y las hermanas Bailey. La señora Bailey y la señora Dixon se despidieron de ellos en la entrada y les desearon buena suerte.
Caitlin estaba aterrorizada y ansiosa al mismo tiempo. El trayecto hasta Bournemouth se le antojo eterno. El viento soplaba con fuerza, haciendo que el vehículo se bambolease de un lado a otro.
Judith y la señora Herrington no pararon de hablar ni por un instante. Derek lucía una expresión grave y no apartaba la vista del paisaje nocturno. Su actitud enervaba a Caitlin, que estaba sentada frente al caballero.
Sin pararse a analizar las causas, la joven se descubrió añorando lo que nunca esperó echar de menos.
¿Cuánto días habían pasado desde la última vez en la que aquel hombre estúpido y caprichoso intentó robarle unos minutos de su compañía? En secreto había esperado alguno de los ardides que tan bien tramaba; cualquier artimaña para que se sentasen uno al lado del otro, y no enfrente.
«Pero ¿por qué echo de menos algo así?», se reprendió Caitlin mentalmente.
Rodearon Bournemouth y llegaron a la mansión alquilada por el coronel, que estaba a las afueras.
—Por fin —dijo Derek con brusquedad.
El caballero abrió la puerta y bajó del vehículo de forma precipitada. Cuando se había alejado un par de pasos, se acordó de sus modales y regresó junto al coche. En el rostro traía una expresión contrita.
—Tía —dijo, ofreciendo su mano a la anciana.
Tras la señora Herrington, Judith fue la siguiente en aceptar la ayuda del caballero para bajar del coche. El viento azotaba ahora desde todas direcciones.
Caitlin fue la última en salir, pero perdió el equilibrio cuando una ráfaga embistió el vehículo.
—¡Señorita Bailey! —exclamó Derek.
Caitlin agitó los brazos, creyendo que se iría de bruces contra él.
Un instante después, flotaba. Las manos del caballero atenazaban su cintura con suavidad. Los pies de la joven colgaban a un palmo del suelo, y un palmo era también la distancia que separaba sus respectivos rostros.
Derek Mallory carraspeó, apartando la mirada. Sus brazos se relajaron, y Caitlin fue posada en el suelo. Al tocar tierra, la joven pareció tomar conciencia de la situación.
—Gracias —murmuró, enrojeciendo. Su pecho subía y bajaba como un fuelle. Su corazón bombeaba a marchas forzadas.
El caballero farfulló algo ininteligible, retrocediendo un paso. Estaba tan alterado que dio media vuelta y se dirigió con grandes zancadas hacia la escalinata de la propiedad.
Durante todo ese tiempo, Judith y la señora Herrington habían seguido a lo suyo. Las frases saltaban entre ellas a una velocidad vertiginosa. Tan entusiasmada estaba la una, y tan aterrada la otra, que ninguna de las dos se percató de lo absurdo de la conversación que mantenían. La anciana hablaba de su marido, explicando lo mucho que lo echaba de menos, y Judith hacía conjeturas sobre el estilo arquitectónico de la casa.
—¿Sabes cuantos años llevamos casados?
—¿Desde el Barroco?
—En efecto, y todavía me parece que fue ayer.
—Pero la fachada parece reformada.
—La fachada no lo es todo, querida. A veces hay que escarbar un poco para descubrir las virtudes de un hombre. Tras casarme, no me llevó ni dos días el sospechar que mi George tenía la cabeza muy bien amueblada.
—No puedo estar más de acuerdo. Sin duda el coronel alquiló la casa por sus interiores.
Suspirando, Caitlin se adelantó y enlazó el brazo de su hermana con el de la señora Herrington. Esa noche, Judith haría de dama de compañía de la anciana. Con un empujoncito puso a la pareja en movimiento, hacia la escalinata.
Acordándose del papel que le tocaba representar, Caitlin volvió sobre sus pasos y sacó del coche las muletas que habían traído. A punto había estado de olvidárselas. Derek ya no las necesitaba, y prueba de ello era que había subido los escalones sin ayuda.
Caitlin se puso las muletas bajo un brazo. Con la mano que tenía libre, se recogió la falda lo justo para subir los escalones con comodidad. Sin prisas.
—¿Qué sucede? —preguntó Derek con impaciencia. Judith y la señora Herrington acababan de entrar en la casa—. ¿A qué esperas? Ya llegamos tarde.
Caitlin miró al caballero con mal disimulada acritud. Antes de hablar se aseguró de que no hubiera nadie que pudiese oírles.
—Se me invitó a este baile en calidad de enfermera, señor Mallory. Pero parece que la lesión que os aquejaba se ha esfumado ante el deseo de reencontraros con un amor de la juventud.
—¿Qué? —inquirió él, perplejo.
—Louise Kensington —dijo Caitlin—. Negadlo.
Derek apretó los labios, echándose hacia atrás el pelo.
—No es lo que piensas —replicó.
—¿No?
Caitlin dio un paso en dirección a la puerta, pero un tirón detuvo su avance. El caballero sujetaba una de las muletas que la joven tenía bajo el brazo.
Cojeando de forma ostensible, Derek avanzó con pasos pequeños hasta situarse a la altura de Caitlin.
—¿Satisfecha? —rezongó entre dientes.
Caitlin enrojeció, pero una sonrisa acabó por abrirse paso en su rostro.
—Indemnizada —respondió, y trató de avanzar, pero el caballero volvió a detenerla por la muleta.
—¿Estás celosa? —Ahora era Derek el que sonreía de medio lado.
—Suelte la muleta, por favor. Estoy aquí por mi hermana, y por nadie más.
El señor Mallory la liberó de su presa. Segundos después, y sin dejar de cojear, dio alcance a la joven.
—Deberíamos hablar, en algún momento de la noche.
—¿Sabe qué? —Caitlin le encaró, sintiendo que la indignación volvía a apoderarse de ella—. Yo también lo creo. Podría explicarme muchas cosas. Su afición por Richard Brooks, por ejemplo.
El giro de la conversación dejo a Derek estupefacto.
—¿Richard Brooks?
—Eso he dicho.
Una voz femenina interrumpió en la conversación.
—¡Derek!
Caitlin y el señor Mallory se giraron, mirando en dirección al pasillo que se alargaba más allá del hall de entrada. Por allí se acercaba una mujer muy hermosa y con grandes ojos grises que enfiló hacia Derek como si no hubiese nadie más en la casa.
Era Louise Kensington.