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Un error imperdonable

 

 

El desastre llegó a casa de los Bailey en lo que tardaba el correo en ir y volver de Bath. Ese día, la familia al completo estaba reunida en el salón. La señora Bailey acababa de servir el té cuando sonó la puerta.

—¿Quién será? —preguntó el señor Bailey, levantándose del sillón—. ¿Esperas a alguien, querida?

La señora Bailey meneó la cabeza.

—¿Judith?

La mayor de las hermanas estaba escribiendo una carta para su prometido.

—No, mamá. Y no es Oswyn, si es eso lo que te preguntas. Él nunca vendría sin avisar.

Caitlin alzó la mirada del libro que estaba leyendo. ¿Quién sería?

El señor Bailey se desperezó y fue a abrir la puerta. La señora Bailey y las niñas aguzaron el oído, creyendo escuchar una voz masculina.

Al cabo de unos segundos, el señor Bailey regresó al salón.

—El señor Mallory —anunció.

Caitlin sintió que le daba un vuelco el corazón. Derek Mallory entró con una sonrisa encantadora. Era la viva estampa del perfecto visitante inesperado: puntual a la hora del té y relacionado con sus anfitriones lo justo y necesario para que le hicieran pasar de inmediato. A fin de cuentas, se trataba del sobrino de los Herrington, parentesco que él mismo había mencionado al presentarse.

La familia al completo se levantó para recibir al caballero.

—¿A qué debemos este honor? —preguntó la señora Bailey.

Judith fue mucho más directa

—¿Ha venido a ver a Caitlin?

El señor Mallory asintió con la cabeza.

—En efecto. Tengo una noticia que comunicarle.

No hizo falta decir más. Entusiasmados, los Bailey abandonaron el salón en un abrir y cerrar de ojos. Ellos mismos construyeron un romance en su cabeza.

Caitlin reprimió un escalofrío cuanto se quedó a solas con Derek Mallory. Nada en la actitud del caballero daba a entender que su excusa sobre una enfermedad incurable hubiese dado resultado. Si acaso, la sonrisa del señor Mallory se tornó más aviesa al percibir la desazón que dominaba a la joven.

—¿Le importa que nos sentemos?

—No —contestó Caitlin con un hilo de voz.

El caballero se sentó en el sillón que antes ocupase el señor Bailey.

—Recibí su carta —dijo, sacándose los guantes con parsimonia, dedo a dedo.

Caitlin tragó saliva, rehuyendo sus ojos azules.

—Míreme —dijo el caballero con frialdad.

La joven se agarró a los brazos del sillón, convencida de que se desmayaría de un momento a otro. Derek Mallory se levantó y le mostró una hoja, pero Caitlin desvió la mirada hacia el otro lado.

«Sabía que no funcionaría la excusa de la enfermedad incurable», se lamentó para sus adentros.

—Estimado señor Mallory —leyó el caballero, paseando a su alrededor—. Detestado señor Mallory. Egocéntrico señor Mallory.

Los ojos de Caitlin se desorbitaron. No podía ser verdad lo que estaba escuchando.

—Cretino. Mojigato. Escritor de media tinta. —Derek Mallory rio entre dientes—. Sin duda, está carta llegó a mis manos por un terrible error. Pero un error revelador, ¿no opina lo mismo, señorita Bailey? ¿O debería llamarla Condesa de Clare?

Caitlin se encogió, rogando para que se la tragase la tierra.

—¿A qué ha venido?

Derek Mallory se plantó ante ella.

—Míreme cuando le hablo, si es tan amable.

Caitlin alzó la vista, parpadeando para reprimir las lágrimas. Aquella muestra de debilidad pareció enfurecer al caballero. Lanzó un bufido y se alejó de ella, pasándose las manos por el cabello.

—No puedo creerlo —farfullaba, deambulando por el salón. El caballero parecía más molesto consigo mismo que con ella—. Es inaudito. Estaba tan seguro sobre vuestro carácter.

Sin sospechar nada, Derek Mallory había puesto su corazón a los pies de quién más odiaba. El hecho de que ella le hubiese rechazado le aliviaba y le enfurecía a partes iguales. ¿Acaso no tenía todo lo que una mujer podía desear, aun tratándose de una que le despreciase de antemano?

—Dejaréis de escribir esas cosas —dijo malhumorado—. Se lo advierto: si sale otra novela firmada por la Condesa de Clare, revelaré su identidad.

Caitlin cerró los párpados, sintiendo que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Escribir era su pasión, su auténtica vocación.

—Mis tíos mencionaron lo de la boda de vuestra hermana con el nieto del coronel Tutton. Sí, incluso en Bath hemos oído hablar del coronel. —Derek Mallory sonrió con crueldad—. No quiero ni pensar en lo que le ocurriría a ese compromiso si todo esto saliera a la luz.

Caitlin asintió con la cabeza, dejando caer las primeras lágrimas.

—¿Tengo vuestra palabra de que no volveréis a escribir?

Volvió a asentir, sintiendo como caía una losa sobre su corazón. Todo por la felicidad de su hermana y de su familia, que tenían todas sus esperanzas puestas en aquel compromiso. Nunca volverían a tener otra ocasión semejante para escapar de una vida llena de estrecheces. ¿Qué sería de ellas una vez que falleciese su padre?

Derek Mallory se giró, turbado quizás por el rostro demudado de su enemiga. Todavía sentía algo por ella, aunque se negase a admitirlo. Caitlin no vio esta transformación, pues mantenía la barbilla apretada contra el pecho y los párpados cerrados.

—Esta conversación nunca ha tenido lugar —sentención el caballero, a modo de despedida—. Confío en que mantendréis vuestra palabra en todo momento. Ya conocéis las condiciones de nuestro acuerdo, que se mantendrán hasta que yo diga lo contrario.

—¿Qué le diré a mis padres? —musitó Caitlin, como si hablase consigo misma—. Querrán saber el motivo de esta visita.

Derek Mallory apretó los labios.

—No os preocupéis —replicó desapasionadamente—. No contaba con vuestra entereza para afrontar las consecuencias de lo que habéis hecho. Si os preguntan, decidles que vine a traer la noticia de lo que ha sucedido en casa de Queen Square.

—¿Qué noticia?

—Mi prima Linda ha desaparecido —contestó—. Se fugó con un caballero después del baile.

Caitlin se cubrió el rostro, sollozando con fuerza.

—Ya suponía yo que no sabría nada al respecto —añadió el caballero.

Derek Mallory abandonó el salón y se despidió de los Bailey rápidamente, dejándole a Caitlin la penosa tarea de informar a su familia.

Con palabras entrecortadas, la joven puso a sus padres y a su hermana al corriente de lo sucedido con Linda.

—Voy a escribir una carta para los Herrington —dijo el señor Bailey—. Nos pondremos a su disposición para lo que necesiten.

Con voz ronca por el llanto, Caitlin pidió permiso para salir a que le diese el aire. Sus padres accedieron, pero solo a condición de que Judith fuese con ella.

—No —dijo Caitlin—. Necesito estar sola. No me alejaré mucho.

El señor y la señora Bailey consintieron a regañadientes.

Caitlin abandonó la casa y vagó sin rumbo, carcomida por el dolor y la culpabilidad. Dolor por el destino de su amiga, que había echado a perder su futuro. Dolor por ella misma, atada de manos y amordazada por el acuerdo secreto con Derek Mallory. Pero sin duda, lo peor era la culpabilidad. Los remordimientos de no haber accedido a hablar con Linda después de la declaración del primo de esta.

¿Qué razones podía haber tenido su amiga para dilapidar su buena posición y la reputación de su familia?

Los jardines de la propiedad terminaban en una zanja. Al otro lado se extendía una tierra de labranza, salpicada aquí y allá por unos pocos árboles. Caitlin aceleró el paso, fustigada por una y mil preguntas para las que no tenía respuesta.

¿Por qué Linda no le había hablado sobre sus planes? ¿Es que no confiaba en ella? ¿No le había dado suficiente muestras de amistad y lealtad?

—¿Por qué? —murmuraba una y otra vez—. ¿Por qué?

El cielo tronó sobre Fenimore Hill. La lluvia cayó inmisericorde, y solo entonces reaccionó Caitlin, emprendiendo el camino de regreso. Pero ya era demasiado tarde.

Llegó a casa empapada y con los labios azules. Sus padres se asustaron al verla, y con razón. Judith la había estado buscando, después de redactar la carta para los Herrington, pero no había podido dar con ella. Todo este tiempo la habían creído oculta en alguno de los cobertizos que rodeaban la propiedad.

Caitlin tiritaba cuando la metieron en la cama. En vano frotaron sus miembros y la cubrieron con mantas, después de obligarla a tomar un baño caliente. Los temblores que sufría eran fruto de la fiebre.

Tantos disgustos habían hecho mella no solo en su ánimo, sino en su estado de salud, y ahora tendría que pagar las consecuencias.