Epílogo:

Iba de regreso a Charleston con el corazón convulsionado y la mirada llena de nostalgia. Eran tantos los secretos que descubrí en el diario de mi madre, pero sobretodo en esas tres cartas. Me preguntaba: ¿Qué más habría en las siguientes? Pensaba ¿Qué había sido de la familia de Arthur y de sus hermanas?

Entonces recordé aquellos años, cuando mi madre me llevó a un baile en New York, recordé aquel hombre apuesto de unos treinta y tantos años, que a pesar de su porte atractivo, parecía mucho mayor. Dentro de sus ojos se agitaba con esfuerzo una llama, y sus labios inexpresivos se formaron en una cálida sonrisa tras observarme caminar de la mano de mi madre. El salón era muy amplio, y lleno de importantes figuras. Pero para Francis y para mí, solo existía aquel hombre al que mi madre saludó con cierta distancia fingida. Y luego lo presentó como un viejo amigo.

Ansiaba llegar pronto a casa, no solo para descansar y leer el resto de las cartas, sino para conversar con mi esposo sobre mi pasado resuelto. Mi vida y la de mis padres, se resumía apretada en unas cuantas letras.

Me pregunté entonces: ¿Será posible algún día contar esta historia y enviarla a la imprenta, para que así se conozca en toda nación el poder de lo que significa, cargar a cuestas con un preciado secreto?

Entonces al entrar en casa y recibir su aroma tan característico; al mirar a mis dos hijas corriendo por el jardín, volví a recordar aquella frase: “para el verdadero amor, no hay edad… para los placeres de la vida no hay tiempo. Y para ser madre, solo basta con tener un corazón capaz de cargar con un hijo por el resto de su vida” entonces supe lo que debía hacer.