XIII
Burning flames

1

Una semana más tarde, el chico recuperó fuerzas y por fin pudo entablar una conversación más fluida y animada. No me agradaba tener un forajido en mi casa, y más estando yo sola. Por más soldado que fuera y por más joven que pareciera, nada me aseguraba que fuera de buen corazón.

—Me alegra verle despierto— Fue mi saludo, aunque a decir verdad parecía más una bienvenida con tono defensivo —Hace unos diez días más o menos lo encontré en la cerca de mi casa, con una herida de bala y en condiciones deplorables— el joven asintió preocupado. Me sostuvo la mirada un momento y luego la apartó con nerviosismo —Sería tan amable de darme una explicación. Creo que la merezco, más aún si usted se quedará conmigo por tiempo indefinido— guardé silencio momentáneamente, hasta que me animé a aclararme mejor —Esa herida aun no sana y los pueblos son ahora ciudades fantasmas— hablé tanto y con tono tan poco amigable, que en lugar de darle confianza y apertura al chiquillo, casi lo espanté de inmediato —Perdón… no merece usted que yo sea tan grosera. Pero sabe, me he quedado viuda y con todo esto de la guerra, lo he pasado muy mal.

Sentí cómo las lágrimas se amontonaban en mis ojos. Tenía la cabeza hecha un enjambre de avispas, no sabía lo que realmente sentía. Pero si estaba segura que estaba confundida.

—Descuide— fue lo único que se limitó a expresar el jovenzuelo. Se animó a ponerme una mano en el regazo y me dedicó una sonrisa sincera —Sé lo duro que ha sido para usted perder a su esposo y tener que cuidar de un desconocido. Le prometo que no seré un estorbo, pero no me eche fuera de su casa por favor.

Sus ojos brillantes con la luz de la chispa jovial y divina, junto a sus palabras suplicantes, me llenaron de compasión. ¡Cómo echarlo fuera! Si yo me sentía sola también y lo que más buscaba en esos momentos, era cercanía y calidez humana. 

—Disculpe, ¿Arthur?— Corroboré, recordando su nombre, a lo que él asintió. —No era mi intensión hacerle sentir como un estorbo. Agradezco que haya aparecido esa mañana, porque de no haber cuidado de usted, seguramente me hubiera dejado morir.

—Usted es una gran mujer, sería una lástima que muriera.

Se animó a expresar con una ternura tal, que me sacudió un manojo de lágrimas atoradas en el pecho.

—Hábleme de su vida Arthur.

Le pedí mientras disponía la mesa para el desayuno; esperaba que el chico dejara la cama pronto y empezara a caminar de nuevo, para que no se convirtiera en un inválido.

Arthur corrió las cobijas y salió de la cama con prontitud. Al ver que estaba desnudo buscó algo con que tapar sus vergüenzas, a lo que dejé escapar una sonrisa pícara y simpática.

—Descuide, lo he estado limpiando todo este tiempo. Además usted no tiene nada que yo no haya visto ya.

Expresé con u resuello de aire palpitante y con el corazón inquieto. Apartando la mirada ligeramente para recobrar el aliento.

Esa mañana Arthur lucía distinto, sus raspones y suciedad ya habían desaparecido, mostrando la belleza de su piel tersa como de ángel celestial y su atractivo de hombre ya incipiente. Era como admirar un dios griego en sus años mozos, de fresca perfección; de vitalidad vigorosa y deliciosa.

Aquel comentario pareció relajarlo y se cubrió con una funda de almohada que encontró colgando a los pies de la cama. Se sentó en la mesa conmigo y comenzó a devorar el sencillo desayuno. Cuando hubo acabado, me miró fijamente dispuesto a contarme de su vida, y cómo le había sucedido aquella herida en la pierna.

Comenzó primero contándome que venía de buena familia, y que su padre le obligo a estudiar para ser militar. Luego que lo inscribió en la guerra civil y que pensaban hacer de él un avaricioso político sucesor de Lincoln. También relató de sus dos hermanas, cómo una era envidiosa y la otra más animosa, y que estaba ya pronta a casarse. Pero que de ellas no supo nada más, porque nunca recibió noticia alguna por parte de sus padres.

—La herida de bala es algo muy personal…— dudó en seguir relatando, la voz se le entrecortaba al mirar la mancha de sangre traspasando el algodón y la tela —Me la hice yo; no quería morir en campo abierto— abrí los ojos como platos tras oír que se había lastimado, ¿cómo era posible que él mismo se autolesionara? —Quería huir para cumplir mis sueños una vez que la guerra acabara. Pensaba hacerme un raspón nada más, algo que me impidiera luchar, pero la herida resultó ser de un grado mucho mayor.

Me levanté de la mesa con el plato vacío y fui por algo de agua con jabón para limpiarle la herida que ya comenzaba a supurarle de nuevo. 

Esa mañana le había mirado de distinta manera, ya no con esa ternura maternal, tampoco con esa angustia humana. Me sentí ligeramente renovada y a la vez atraída por esa frescura juvenil, mezclada con ternura infantil.

Limpié su cuerpo como de costumbre, pero mis manos comenzaron a agitarse como las alas de una mariposa moribunda. Mis ojos se volvieron chispeantes y mi cuerpo comenzó a sudar a borbotones. Nunca había sentido aquel derroche de pasión, aun cuando ni siquiera estaba siendo tocada, mucho menos admirada.

Arthur colocó sus dedos en mi mentón y elevó mi rostro, clavando su mirada en la mía, provocando que el poco aire que a duras penas entraba y salía de mis pulmones, desapareciera por completo. Me tomó de ambas mejillas con sus manos, y sus pulgares acariciaron mis pómulos en movimientos concéntricos. La textura de sus dedos en mi piel, era como si limpiara mi rostro con dos pétalos de rosa. Luego acercó su rostro al mío y rozó mis labios con los suyos. Sentí que mis piernas pronto me traicionarían, aun cuando mis rodillas estaban hincadas sobre el suelo. Traté de mantener la calma y dejar mis manos quietas, pero las coloqué sobre sus hombros menudos, sintiendo cómo la humedad de mis palmas, resbalaba sobre su cálida piel. El beso se volvió más profundo, a medida que mis labios hambrientos danzaban sobre los suyos y mi lengua inquieta se abría paso dentro de su boca. Deseaba explorar su cueva oscura, tan cálida y húmeda como mis entrañas hambrientas de pasión.

—¡Dios mío!— reaccioné un poco tarde, luego pensé que disculparme era mejor que mostrarme preocupada —Lo siento mucho Arthur.

Me aparté de sus labios y di varios pasos hacia atrás, buscando el resguardo de la mesa del comedor. Mis ojos de pupilas dilatadas, admiraban su cuerpo desnudo, tan solo cubierto por una diminuta sábana. Parecía un modelo veneciano sobre el cual mis ojos pintaban una acuarela de deseo, y mi corazón daba textura a sus relieves ingenuos. El deseo comenzaba a hacerse en cada poro de mi piel y yo sin poderlo evitar. Tan solo podía mantenerme lo más alejada de él posible. 

—¡Francesca… No huya por favor!

Le oí gritar a mis espaldas, pero lo ignoré tanto como pude.

Abrí la puerta y caminé hasta la huerta. Necesitaba aire fresco, distancia y sobretodo calmar aquella pasión.

La tierra estaba vacía y reseca, pero entre aquella desertad un retoño verde y diminuto, comenzaba a resurgir después de aquella mortandad. Levanté la mirada hacia el cielo, y dejé que el sol calentara mi frente. Sonreí con ironía, ignorando lo que sucedería el resto de mis días.

2

Después de aquel beso robado, el deseo no abandonó mi cuerpo. Hacía más de dos meses que había perdido a Jonathan y poco más de uno que cuidaba de Arthur. Mi cuerpo extrañaba las caricias de un par de manos, deleitándose con mi piel. Sentía el aroma de la pasión ausente, colarse por cada resquicio de mi cuerpo y salir al exterior en alaridos de pasión resurgente.

Esa noche, llovía fuera y la cocina encendida hacía de chimenea improvisada. La casa olía a madera enmohecida y a leños quemados. Todo el calor que producían dos cuerpos junto a la calidez provista por la cocina, elevaba la calidez de la estancia. Me encontraba en el comedor, mientras divisé el cuerpo de Arthur, dormir plácidamente sobre mi cama. Desde que él había llegado, no me había acostado en ella. Había estado durmiendo en una silla cobijada por una manta, mirándolo de reojo a cada momento. Deseándolo sin saber lo que sentía en realidad, perdiendo mis noches en una manía de fantasías que no tenían cordura. Pero algo en él me succionaba con poderío, sin que yo pudiera evitarlo, aun cuando estaba consciente de que muchos años nos separaban. Entonces apartaba mi rostro y cubría mis labios con el reverso de mi mano, evitando que mis gemidos de culpa, le despertaran.

Abrí mis ojos para ver si aquello que imaginaba era verdad o solo un sueño imposible, entonces mis pupilas se dilataron ante su cabello dorado, brillando con la luz lunar y su pálida piel, tornándose a veces azulada por las noches, como efecto del misterioso cristal. Era extraño responder aquella inquietud ¿Como él, podía despertar en mí sentimientos de ternura y a la vez una pasión tan fuerte? No sabía si era lo correcto, pero cuando el deseo invade las entrañas femeninas, es imposible silenciarlo. Es como negarle el agua al centro vivo de la madre tierra.

Calenté agua suficiente para un té de hierba buena, que pronto endulzaría con miel. Lo tomaría después del baño, pero tras recordar el beso con Arthur, mi cuerpo sufrió un despertar que no esperaba jamás volver a sentir.

Llevé el tazón con agua tibia a la mesa del comedor, junto a la barra de jabón envuelta en un pañuelo de seda. Sumergí mis dedos en el agua, haciéndolos danzar ahí como las patas de un cisne nadando bajo las estrellas. Abrí los primeros botones de mi vestido, y dejé al descubierto el par de cerezas a la altura de mi vientre, para que el calor de las llamas y los leños, les acariciara con lenta pasión. Cerré los ojos mientras ahí, a los pocos metros del jovencillo, mis manos comenzaron a recorrer todo mi cuerpo con lentitud. Rozando mi erizada piel, perdiéndose en mi larga cabellera que al poco tiempo solté. Sombré mis senos con mis palmas extendidas, envolviendo su redondez y haciéndome despertar un tironeó impaciente, que me suplicaba no parar. Luego tomé un poco del agua tibia y la recorrí sobre mis senos con la calidez de quien humedece una vasija de barro, provocándoles una sensación diferente. El calor del agua se unía con el de mi cuerpo y mi corazón latía como un tambor de guerra ante una marcha emotiva. Con los ojos cerrados, me embarqué en esa travesía de urgencia humana y placebo inútil para una viuda como yo.

Subieron mis palmas llenas de sudor hasta mis hombros, y mis dedos rozaron la delgada piel de mi cuello, como rascando una pared descascarada. Bajé con el paño enjabonado por mi vientre, mientras un dedo jugueteaba con el ombligo y mi otra mano tironeaba a la vez que acariciaba en círculos mis senos. Un par de lágrimas rodó cuesta bajo mis pómulos, despertando un ciclón de emociones incontrolables. La pasión se mezclaba con la melancolía de su ausencia. Y la culpa intentaba aplacar mi deseo.

Cuando el baño terminó, bebí lentamente el té y me envolví en el camisón para irme a dormir sobre aquella escuadra de madera incómoda.

Poco fue lo que logré dormir aquella noche, teniendo un hombre joven al cual poder amar, a la vez que a escondidas me acariciaba, deseando en pecado que mis manos fueran las suyas.