I
Letters to build a story

Charleston,
Otoño. 1910

1

Varios meses atrás, mi madre había muerto por causas naturales, dejando con su partida muy pocas almas sufrientes. Exceptuando la mía y la de mi familia, que todavía seguíamos llorando su fallecimiento. 

Roger, mi esposo era un hombre excepcional, siempre me acogió en sus brazos cuando las emociones me volcaban de un lado para el otro, como un navío en el océano turbulento. A diferencia de mi madre, yo no era una guerrera en potencia. Más bien era una fatal influencia para cualquier hombre cercano. En caso de haber tenido un heredero varón.

—¿A dónde vas?

Preguntó Roger esa mañana, acomodándose el nudo de la ancha corbata.

Su cabello empapado, caía en una cascada alocada por toda su amplia frente. No pude evitar sonreír al observarlo tan lleno de vida. Y al captar su alma radiante, reflejarse en su mirada y sonrisa siempre tentadora.

—He recibido la carta del notario— respondí, acercándome a él para ayudarle a prepararse para ir a la oficina  —Debo viajar a Virginia. A la que un día fue la casa de mí…— guardé silencio, sintiendo cómo las palabras se atoraban en mi garganta. Me era tan difícil expresarme libremente, cuando de la memoria de mi madre se trataba —Mi antigua casa.

Añadí por fin, con un dejo de nostalgia. Roger asintió con pena, luego me rodeó con sus brazos y halando mi cabeza cuidadosamente, la colocó sobre su pecho. Besó mi frente cálidamente, respirando despacio sobre mis cabellos nítidamente cepillados. Permanecí en aquella reconfortante posición más de lo debido. Tanto, que las horas avanzaban y no me preocupaba el retraso de Roger a su trabajo. Luego me apartó suavemente de su pecho, y me miró a los ojos llenos de tristeza. En sus pupilas dilatas, encontré cierta culpa. Como disculpándose por querer acompañarme, aunque sabía que era imposible para él. Para esos días Roger debía estar más que atento al más mínimo detalle de las entradas y salidas de los buques de exportación. Después de la guerra de secesión, todo el estado del sur al igual que Charleston, sufrió de las ruinas propias de todo enfrentamiento. Las pocas fábricas del Sur, se dedicaron a la producción de armamento de guerra. Una vez que todo terminó cerca del año1865, las fábricas quedaron destruidas junto a los ferrocarriles y puentes, que igualmente fueron destrozados por ambos ejércitos para prevenir que el estado enemigo, hiciera uso de ambos medios para transportar soldados y suministros. 

A los pocos años de finalizada la guerra y tras el esfuerzo por reconstruir el estado del sur, un terremoto terminó por destruir lo que quedaba del pueblo de Charleston, pero este logró recuperarse gracias al apoyo de los ciudadanos, y a la re-unión del estado al país nuevamente.

—¿Cuándo regresas?—Preguntó con la mirada melancólica. Deseoso de acariciar mis mejillas pálidas por la tristeza.

—No lo sé Roger, espero que sea pronto— evadí su mirada por un momento, luego de un suspiro agregué —Quizás una semana, a lo mucho dos— respondí forzando una sonrisa animada —Pero no quiero adelantar acontecimientos; te mantendré informado al igual que a las chicas.

—Está bien Madeleine.  Pídele a Beatriz que te acompañe por favor, ya sabes que no es bueno que una mujer ande sola en un pueblo desconocido.

—Descuida, lo haré—Reí para mis adentros al oír “pueblo desconocido”

Subí al coche acompañada de mi doncella Beatriz, y esperamos impacientes hasta que Gregory nos llevara directo a la estación del tren.

El viaje sería muy largo, casi siete horas por lo que podría dormir durante todo el trayecto. Tenía tanto en que pensar y las preguntas se arremolinaban en mi cerebro, como un enjambre de abejas, que leer no me serviría de nada. ¿Cómo luciría mi casa? ¿Estaría todavía el aroma de mi madre? Pero sobretodo ¿Qué sentiría al entrar en ella? Cerré los ojos en un intento por dormitar un rato, y no pensar en tantas cosas a la vez. Siendo que lo que menos quería, era que la melancolía se apoderase de mí. Debía estar tranquila y sobretodo, ser fuerte como mi madre lo fue tantos años durante mi crianza.

2

Cuando llegué a Richmond, ya estaba anocheciendo. Hacía fresco y el cielo lucía un delicioso tono pastel con pocas nubes regadas en desorden. Sentí nostalgia tras caer en la cuenta de que aquel pueblo sureño, fue el lugar donde crecí y me convertí en más que una simple mujer. Un cúmulo de recuerdos me tocó en el alma, haciéndome sonreír y llorar a la vez. Sabía que la impresión sería grande, pero jamás pensé que me saltarían las lágrimas con semejante efusividad. Tantas emociones encontradas, tantos recuerdos.

Lo primero que imaginé, tras bajarme del tren fue que mi madre me esperaba de brazos abiertos, como si presintiera mi regreso después de tantos años en mi ausencia. Observé su cabello blanco como una mota del algodón que antes se cosechaba. Sus ojos verdes ya opacos por la vejez. Y su cálida piel, tan lúcida y blanca; dibujada con líneas profundas, de esas que deja solo el tiempo y que muchos le llaman arrugas.

Abrí los ojos empañados por aquella imagen fugaz, y di con la realidad del momento. Una realidad que parecía ajena a mí, como si hubiera hecho un viaje en el tiempo. Entonces comencé a recordar los viejos periódicos que leí muchos años después de la guerra, para entender no solo de los labios de mi madre, quien hablaba tan poco del tema, sino también por mi propia cuenta, la razón más sencilla capaz de generar tremendo enfrentamiento.

Los estados del sur se dedicaban a la esclavitud, otros más trabajaban como aparceros de granjas. Pero una vez que el presidente Lincoln ganó las elecciones en el año 1860, aquello provocó la secesión del estado de Carolina del Sur. Es decir, que al sentir la presión de terminar con la esclavitud, decidió separarse del norte y ser un estado independiente. Al año siguiente otros estados más hicieron lo mismo. Tras el ataque a Fort Sumter,  los gobernadores de Massachusetts, Nueva York y Pensilvania comenzaron a comprar armas y a entrenar unidades de soldados para la milicia. Todo aquello fue lo que sentó las bases para el inicio de una de las más sangrientas guerras de la historia.

—Señora, ¿Desea que busque transporte para ir a casa de su madre?

La voz de Beatriz me sacó de mis cavilaciones, para hacerme entrar en razón. Estaba ahí no para hacer comparaciones históricas, sino para recobrar lo que me pertenecía.

—Sí, por favor. Debe haber alguno cerca de aquí.

Hablé con aire distraído. Evitando que las emociones del momento, me consumieran. Beatriz se alejó de mi lado por unos minutos, mientras yo me quedaba mirando la estación del tren. Pensando que hacía varias décadas, tanto esposas como familias despedían a los hombres de su casa, para que lucharan por nuestra nación. Pensé de nuevo en mi madre, y en lo que para ella fue perder a mi padre. No imagino lo que sería para mí, estar en esa posición y ver partir a Roger, para quedarme sola y dejar a mis hijas sin su padre.

En la distante lejanía que separaba mi mente distraída de aquella actualidad, la voz de Beatriz llamaba insistente mi nombre. A mis espaldas el coche esperaba mi orden, para subir nuestras pertenencias y emprender camino hasta aquel lugar.

Al bajar del coche, di con un bosque frondoso y tupido. Al fondo una cabaña descolorida, parecía difuminada como si un manto de niebla la cubriera. A medida que avanzaba a paso lento, la sombra de Beatriz permanecía quieta y sorprendida, de ver el lugar en el que yo había nacido y crecido. Quizás acostumbrada a trabajar para mi familia, en una casa de estilo victoriana con todos los lujos necesarios, para estar ahora frente a una cabaña destartalada que ni yo misma reconocía. 

Mis pies pisaban el trillo adoquinado, empolvado por la tierra rojiza que una vez fue barrida por los vientos húmedos y agrietada por el sol del verano intenso.

Entré a la casa que me acogió por tantos años, y la conmoción de verla tan deteriorada me afecto bastante. Sabía que antes de su muerte, mi madre estaba muy enferma y que el gobierno estaba haciendo todo lo posible por desterrarla de su hogar, mucho antes que su alma exhalara el último respiro.

Cuando comenté a Roger lo que pensaban hacer con mi madre y nuestro hogar, él sugirió traerla hasta Carolina del Sur y dejar que la casa fuera solo eso, un hogar lleno de recuerdos. Pero me negué a darle un centavo al gobierno, y a seguir la sugerencia de mi esposo. Además mi madre estaba muy aferrada a su cama, agonizando pero siempre consciente de lo que pasaba a su alrededor. La única vez que la enfermera trató de moverla fuera, mi madre se negó con tanta insistencia, que parecía morirse ante aquel fatídico esfuerzo por hablar de sus inquietudes. La enfermera pidió al comité que dejara a la señora  sola y así lo hicieron.

Después de aquel cruel atentado, mi madre vivió una larga temporada más, impidiendo que la sacaran de su casa, como si fuera un trasto inservible. Mientras tanto, yo hacía lo posible porque mi hogar no pasara a otras manos, siendo esta mi única herencia materna. Aquella casa era patrimonio nacional, dado que a los pocos kilómetros de ella, había tomado lugar las batallas más grandes de mi país.  Por esas calles desfilaron los soldados confederados y ahora que mi madre estaba muerta, los derechos de propiedad estaban a solo unas pocas firmas de hacer mi casa, propiedad del presidente Theodore Roosevelt.  Simplemente no podía permitirlo, era lo único que me quedaba de mi pasado. 

Haciendo lo imposible y hasta lo indebido para una mujer, a escondidas de la familia de Roger y siendo apoyada por mi esposo, contacté a varios notarios junto a otros contactos de interés, quienes confirmaron para tranquilidad de todos, que al haber un documento póstumo firmado por mi madre, las cosas se complicaban más para el gobierno haciendo el beneficio todo mío. Así fue como terminé haciendo de aquella casa mi hogar de nuevo, para dejarlo como dote extra, a alguna de mis hijas en caso que llegaran a enviudar.

—Anda Beatriz, ¡Qué esperas para entrar!

La joven mi miró con pocos deseos y hasta desconfianza, pero se tomó muy enserio las palabras de mi esposo y sin importar lo que sintiera en su cuerpo, se animó a asistirme.

—¿Qué desea que haga por usted señora Wauters?

—Empieza primero barriendo los escombros de la que fue un día la cocina.

Demandé distraída, pasando la mirada por todos los aposentos.

Mientras hacíamos una limpieza exhaustiva, caminé hasta el dormitorio de mi madre y sentí su aroma. No era el olor hediondo de la penetrante muerte, sino su esencia única y viva. Un olor a lirios y lavanda. Supe que su espíritu estaba ahí tan vivo como ella lo estuvo por años. Cerré los ojos y me dejé abrazar por aquel recuerdo y al abrirlos, encontré los muebles provenzales de aquella época colonial, quizás tallados por mi propio padre. Caminé con rapidez y me abalancé sobre el viejo boticario en busca de algún recuerdo interesante. Quizás un peine o un espejo tocado por mi madre, pero al abrir la gaveta encontré un libro que parecía ser su diario personal. Limpié la superficie áspera por el polvo acumulado. Dudé en abrirlo pues no quería que aquel acto, fuese ofensivo ante la memoria de mi madre. Sin embargo, pudo más la curiosidad que la deshonra y comencé a ojearlo con desesperación. Pasaba las hojas extasiada una a una, pero con mucho cuidado. Luego al girar hoja por hoja con mayor rapidez, a mis pies cayó la fotografía de un hombre mayor. Quizás tendría unos cuarenta y tantos años en aquel momento. Giré la fotografía amarillenta y atrás escrito con pluma de tinta ya desteñida, rezaba Jonathan Pembroke, para el amor de mi vida… guárdala por si no regreso” seguí buscando dentro de la gaveta y encontré un manojo de cartas antiguas. Todas firmadas por mi madre y por un tal Arthur Robards. ¿Robards? al ver su apellido supe que era mi padre, pero entonces: ¿Quién era Jonathan Pembroke?

Tomé todo el material encontrado, y lo llevé directo a la cocina, muy lejos de Beatriz quien se afanaba en sacudir y poner todo en orden. Preparé una tetera, abrí la lata de galletas danesas que saqué de mi baúl, y me fui directo al porche para leer una a una, las hojas que en mis manos comenzaban a tomar vida como las hojas marchitas, que se renuevan en primavera. Tejiendo así, letra a letra lo que parecía ser una verdadera historia de amor.