1
Aquel jovencito de cabellos dorados como el trigo y de rostro pálido como el de un niño, parecía un desconocido en medio de aquel mar turbulento. Cualquier otro soldado se sentiría orgulloso de portar un uniforme y de servir valeroso a su nación, pero no él. No Arthur quien llegó al campo de batalla, armado con el uniforme que apoyaba el bando opuesto y con el corazón pendiendo de un hilo. Lo que sus ojos miraban parecía ser el peor de los enfrentamientos; pero tan solo reflejaban una pequeña parte de lo que se vivía en los estados vecinos. Su mirada bajó hasta sus manos y las sacudió con urgencia. Él no era capaz de asesinar, no podría vivir con el peso de la culpa, si lograba sobrevivir la batalla.
Un flash back le hizo recordar el campo vecino lleno de hombres heridos y muertos. Era un cobarde; siempre lo había sido. Y si se había graduado de la academia militar había sido solo por darle gusto a su padre, no porque significara honor para él.
Mientras Arthur se debatía entre elevar el fusil y marchar al mismo ritmo que sus compañeros, los demás soldados impacientes, comenzaron a empujarle y a gritar por estar estorbando en su camino y con el equipo de artillería aun sin cargar.
—Muévete soldado, que los rebeldes casi nos alcanzan—Gritó uno de los soldados.
Arthur se apartó y miró el lejano horizonte. Entornó los ojos, mirando cómo el bando al que su corazón pertenecía, agitaba la bandera en la colina más alejada. Suspiró sabiendo lo que debía hacer, pero aquella elección podría costarle la vida. Si los cadetes daban con él antes de poder librarse a sus anchas, podrían fusilarlo en el mejor de los casos y en el peor, llevarlo a ejecución. Sabía que cualquiera de las dos le provocaría una terrible desazón a su padre. Kalahan había puesto todo su orgullo en su hijo, pero ¿Realmente amaba tanto a su padre, como para sacrificar su vida, muriendo en un bando contrario y en un pueblo lejano al suyo?
Cuando las fuerzas armadas del sur comenzaron los ataques, Arthur aprovechó la cortina de humo que se había formado en el campo, junto a la distracción de todo el cuartel para salir huyendo camino a las montañas. No sabía hacia donde se dirigía, pero lo que más necesitaba era irse de aquel lugar y no poner un pie donde pudieran atraparlo si le reconocían.
Caminó tres horas por campo abierto, bajo un sol que cegaba sus retinas y achicharraba su piel. Cuando divisó un río, se quitó la camisa del uniforme para no ser descubierto, y prosiguió su camino.
Una vez que llegó a la estación de tren en Gettysburg, analizó el movimiento de oficiales y soldados montando guardia. Era un plan arriesgado, pero era la única forma de salir pronto de aquel lugar.
En un matorral, Arthur esperó hasta el anochecer y se escurrió entre las cajas con armamento, colándose en un vagón con la agilidad de un crío pequeño. El corazón le latía fuerte y su cuerpo transpiraba a borbotones. Pero por vez primera y después de siete largas horas de caminata, pudo sentirse en paz.
Se acogió en la calidez de unos viejos sacos llenos de uniformes y zapatos destrozados, quedándose dormido y sin tener idea alguna, de qué haría al amanecer ¿Hacia dónde iría? pero sobre todo, ¿Qué hacer si le encontraban merodeando por ahí, y él siendo un soldado fugado? Solo un plan bien trazado lo podría sacar con vida; entonces en medio de sus sueños, Arthur recordó el mapa de los Estados Unidos. Parecía un presagio, un deja vú. De algo le sirvió estudiar en West Point y ser siempre curioso con la geografía. El chico sabía que el tren en el que estaba, iba con destino a Virginia donde todo para esos momentos, debía de estar ahogado en escombros y cadáveres. Pero estando en tierra conocida, podría trazarse un nuevo rumbo y hacer de su vida lo que siempre soñó.
Emancipado, su padre ya no tendría control sobre su vida y elecciones. Sería médico y se casaría con la mujer que él llegase a amar. No con una escogida por su padre. Entonces por fin podría abrazarse a la felicidad y descubrir la verdadera libertad.
2
Llevaba más de dos semanas preocupada siendo eso desde la última milicia y sin tener noticias de Jonathan. Parecía que la distancia entre ambos había ayudado a aclararme y a darme cuenta de que quizás, en lo más profundo de mi alma sí lo amaba; sino ¿por qué preocuparme tanto por su vida y bienestar? Aunque bien podría sentir cariño, costumbre y compasión, pero no amor.
Para esos días, varios estados del sur celebraban sus triunfos. Como había dicho Jonathan, el general Lee era un hombre capaz de liderar su ejército con mando de triunfo. Pero no me alegraba saber que a ese paso, la esclavitud jamás sería abolida. Sabía que de ser así, las desventajas serían mayores para el sur, pero confiaba que ante dichas desventuras, Lincoln tuviera inteligencia suficiente para no dejarnos desamparados.
Los bombardeos de guerra, de fusiles y cañones se oían en la lejanía como ataques industriales. Podía imaginar aquellas calles de piedras y tierra, inundadas de cadáveres ahogados en un lago de su propia sangre. El cielo azul encapotado por una nebulosa espesa, por una cortina de pólvora y sueños muertos. Entonces tras visualizar todo aquello, pensaba en mi esposo y la piel se me erizaba como si una mano helada me rozara con poco tacto.
Muy de vez en cuando el viento traía en su cálida brisa el olor de la guerra; de esa peste penetrante de mortandad injusta. Solo podía juntar mis manos y rezar… Rezar por mi esposo y por los demás soldados, que arriesgaban su vida por sacar el sur a flote.
Después de acomodar los leños en la cocina; un mensajero llamó a mi puerta. Corrí con una sonrisa en el rostro, segura de que por fin eran buenas noticias de que mi esposo regresaría a casa. Hacía mucho tiempo que la guerra comenzó, y ya era momento de que alguien pusiera punto final a tal atrocidad.
Salí al aire fresco, aunque esa mañana el calor era húmedo y la atmosfera pesada. Olía a leños quemados y a sangre tostada por el sol.
—¡Buenos días señora!—Saludó el oficial.
Tomé el sobre en mis manos y lo rasgué con desesperación. El corazón agitado, me saltaba como un caballo sobre los obstáculos ante sus ojos. Mis labios en una garateada sonrisa y mis dedos encorvados, agitándose sobre la manila y la pequeña hoja de papel que miré sin verdaderamente mirar.
Los ojos se me humedecieron al tener por fin contacto con aquella letra desordenada y tosca. No cabía duda que era de Jonathan.
Querida Francesca:
No quisiera contarte lo que está sucediendo a mis espaldas y ante mis ojos, pero tengo la apremiante urgencia de hacerlo. Siento que las letras son una exquisita liberación y que al depositarlas en tus ojos, me será dada una merecida paz.
Al momento de montar el campamento, vi cómo las tropas desfilaban con la bandera en alto, agitándola como si previeran el ansiado triunfo.
Días más tarde la batalla inicio bajo una tormenta que impidió a muchos de los caballos, sortear los obstáculos de infinitos cuerpos, previamente mutilados.
Te escribo esta carta bajo la protección de un árbol. El agua forma suampos en el suelo enlodado, donde los charcos son más oscuros de lo normal. La sangre que destilan los cuerpos, y los olores penetrantes de la putrefacción junto al de la carne humana quemada, se impregna en la ropa con facilidad. Es una pestilencia imposible de quitar. Eso sin contar que aquellos que no mueren en campo abierto, mueren lejos de batalla por disentería o tuberculosis. No hay agua potable, aun cuando una vez por semana los coches traen botes con agua relativamente fresca. Si quieres conocer el infierno, no te acerques por aquí. Si quieres ver los rasgos de un moribundo, no me mires a mí.
La pólvora posee un olor agrio que me recuerda el temor de una nación, pero la tierra mojada me inunda de armonía… aun en medio de un mar de cuerpos hinchados, partidos a la mitad y llenos de gusanos; sé que más allá me espera un bello paraíso a tu lado.
Por las noches los gritos de dolor de los sobrevivientes que agonizan a pocos metros de los vivos, se unen junto a los sollozos lastimeros de padres y esposos, convertidos ahora en valientes soldados; pero ¿Qué diferencia hace eso? siguen siendo personas que extrañan a su familia, tanto como yo a ti.
Siento mucho haberte dejado así… pero el honor a veces puede más que el amor.
No hay día que no piense en ti. Cada noche duermo con el reflejo de tu rostro en mi memoria y eso me inunda de entrañable calma.
Siempre tuyo;
Jonathan Pembroke
Cuando terminé de leer la carta, mi rostro era un mar de lágrimas y mis manos se agitaban como las hojas de un rosal, bajo la tormenta. Acerqué la carta a mi pecho y la abracé con desesperación. Sintiendo en esas letras el amor de Jonathan, pero a la vez impregnando el papel con ese consuelo que él tanto me suplicaba. Si tan solo pudiera estar ahí, para darle lo que necesitaba, entonces esta pesada culpa que me carcomía, no sería una diaria penitencia.
Nos separaban miles de kilómetros, pero nos unía un mismo sentir.
La lluvia caía pronta en el jardín trasero y las siembras se enlodaban con el barro que las salpicaba. La lluvia rodaba bajo el cristal ante mis ojos, como las gotas de agua que recorren un cuerpo desnudo. Acariciando la superficie tersa y enfriando su calidez. Así era como yo sentía mi alma. Helada ante el contacto de las tibias lágrimas.
Aparté la carta de mi pecho y la miré por última vez, antes de guardarla en la gaveta de mi mesa de noche. Sentada en el borde de la cama, me dejé llevar por cada momento vivido entre sus brazos, y me asaltó una apresurada nostalgia. Recordé entonces la promesa que días atrás le había hecho; debía ser fuerte. Mantenerme fuerte. Lo más valioso para mi esposo era mi propia vida. Curioso que él se preocupara tanto por ella, como si tuviera la obligación de hacerlo, y no como si fuese el reflejo que demuestra un amante enamorado.
Guardé la carta doblada en varias partes y tras cerrar la gaveta, murmuré un te amo lleno de sentimiento. Me levanté de la cama y me sequé el rostro, barriendo las lágrimas con mis palmas endurecidas por el trabajo. Me juré ser fuerte y seguir mi vida como de costumbre. Sabía que Jonathan volvería; y cuando lo hiciera quería que me encontrara mejor de cómo me recordaba. Entonces podría darle ese hijo que él tanto anhelaba.