1
Al momento de ir a la cama, observé el cuerpo yaciente de Jonathan, pensando en lo que nos separaba y en lo que nuestro matrimonio se convertía. Entré con cuidado, evitando agitar el colchón y despertarlo. Acomodé bien las sábanas y mantas sobre mi cuerpo, y permanecí estática a su lado. Fijando la mirada en el cielo raso, siendo abrazada por la calidez de aquel personaje que llevaba el título de “esposo” a la vez que trataba de ser arrullada por su respiración. Aquella que muchos años atrás me hacía sonreír como si estuviera verdaderamente enamorada, pero esa noche y las anteriores, me provocaba más zozobra que placer.
Traté de dormitar, pero lo que aquella tarde había conversado con Jonathan, me dejó más alarmada, de lo que fue pensar en su posible infidelidad. No era una mujer débil, tenía un fuerte espíritu a como Jonathan había dicho, pero aquello no era importante. Lo que ocupaba mis pensamientos y me llenaba de verdadera congoja, era pensar en la situación del sur y qué pasaría si perdíamos el enfrentamiento.
Esa noche, Jonathan habló durante la cena con minuciosidad, relatando la situación del país como si presintiera que algo le podría llegar a suceder y eso también me llenó de una ligera angustia.
En el norte la modernidad comenzaba a hacer acto de presencia. Los ferrocarriles y el telégrafo con código Morse, eran los principales artefactos de una acomodada sociedad. Los ciudadanos se trasladaban de las áreas rurales a las más centrales, donde la urbanización y el mercado más amplio, les dotaba de mejores oportunidades. Las influencias de París y Londres arremetían en moda y en otros detalles, lo que hacía más apetecible formar parte del norte para las chicas de familias adineradas, con el fin de situarse en estratos sociales más adaptables y así captar pretendientes de igual o mejor estatus socioeconómico. Lo que antes era un estado unido al sur, y donde todos eran iguales, preocupándose por cultivar un espíritu moral y limpio; o por compartir en familia cada tarde de domingo, empezaba a ser reemplazado por las apariencias y por la agitación desenfrenada que solo la modernidad traía consigo. La calma en las calles y la natural belleza de las mujeres, dejó de ser. Ahora todo era ambición, despilfarro y elegancia sobreactuada.
Mientras tanto el sur no crecía, permanecía resegado en aquella época antigua. Se debilitaba cada vez más, primero por la emigración de los ciudadanos hacia áreas más comerciales y segundo, por la gran presión social que ejercía ahora el estado del norte. La situación del sur era cada vez más precaria, y a pesar de que se contrataba mano de obra esclava proveniente de África, para aumentar la producción de tabaco y algodón, ya no era suficiente. Muchos esclavos comenzaban a exigir sus propios derechos, siendo influenciados ahora por las ideas abolicionistas del norte.
—Pero además de todo lo que ya sabes querida mía, hay algo que me carcome por dentro con una interminable sensación de culpa— nunca había visto a mi esposo tan mal, tan sumido en la depresión y la angustia. ¿Qué podría ser más terrible que estar a las puertas de una guerra civil? —No imaginas Francesca lo agobiante que es lidiar en un ambiente de tanta tensión. Es como si de esa unión que tan bien nos caracterizaba, todos estuvieran contra todos. Ya no existe la colaboración, ahora todos son egoístas y luchan por los beneficios de sus propias familias. Los negros se han vuelto cada vez más revoltosos. Son insoportables—
¿Insoportables? Pregunté para mis adentros, abriendo mucho los ojos, y suponiendo por donde quería dirigir la conversación. Jonathan comentó todo aquello con sofoco, tratando de poner fin a aquella conversación, pero entonces supe que deseaba continuar en un afán por liberarse de todo ese gran peso.
—Ya sabes que nunca he tenido mano de hierro ni estoy vacío de alma o entrañas, pero estar en ese medio tan despiadado, me ha obligado a ser igual que los demás. Estoy volviéndome un fiel reflejo de Kalahan—Sentí cómo aquella declaración me paralizaba por completo, llenándome con piel de gallina cada milímetro de mi cuerpo. Su voz se quebraba a momentos, conmoviéndome hasta el alma. Deseaba tomarlo en brazos y arrullarlo como a un niño, contener sus lágrimas en mis manos y decirle que todo estaría bien. Que quizás aquello era una situación temporal y que pronto volvería a la normalidad, pero algo me decía que no, que apenas era el inicio de una situación mucho más seria de lo que él y yo pensábamos.
—Francesca perdóname, pero me he convertido en una bestia. Golpear, gritar y latiguear a hombres trabajadores y a mujeres dedicadas como si fueran animales, ¿Todo para qué? Para que trabajen más y produzcan mejor— Jonathan dejó escapar un profundo suspiro, luego me clavó su mirada oscurecida y profunda como un lago turbulento y volvió a hablar, esta vez reflejando toda vulnerabilidad presente —No sé qué sucederá una vez que todo vuelva a normalidad; pero pase lo que pase Francesca, mantente fuerte y firme. Eres una mujer valiente, no lo olvides.
Me besó las manos con ternura, dilatando el tiempo, aspirando mi aroma y dejándose embriagar por él como si ellas fueran un buque de rosas. Yo tan solo podía contemplarlo con ansío y con infinito amor. Ignorar todo resentimiento que en ese momento, había comenzado a atormentarme, fue un verdadero desafío.
Un nudo en la garganta me impidió hablar, era inevitable lo que un gesto hacía, pero aquellas palabras acompañadas de tanta emoción, se habían imprimido en mi alma destrozándola en miles de pedazos diminutos. Tan diminutos como filosos fragmentos de vidrio que al astillarse, cortaban las fibras de mi corazón ahora inquieto. Fue entonces cuando recordé que hacía unos minutos atrás había dejado de respirar; cerré los ojos y aspiré una profunda bocanada de aire. Nada más liberarme de sus manos, tomé su rostro en las mías y lo besé en los labios con todo lo que una vez sentí por él, y con lo que esa tarde me hizo revivir. Primero un rose suave, sintiendo la rugosidad de ese pequeño espacio de piel. Luego un encuentro apasionado tomó lugar, como si en un largo tiempo no lo volviera a ver más. Aquello pareció romper las cadenas que le mantenían atado; marcando una injusta distancia entre ambos. Jonathan me tomó de las manos para guiarme hasta el viejo camastro y me hizo el amor como si no hubiera tiempo ni espacio, deleitándose él y deleitándome yo en un silencio pernicioso. “¡Cuanto deseaba aquel momento!” susurré para mis adentros; aun con el alma agitada y con el cuerpo empañado en vapor y otros exquisitos fluidos.
Cerré los ojos por un estímulo intermitente y recordé lo que me trajo aquí, directo al Sur. Era una chica de clase alta, nacida en Boston y obligada a vivir aquí, algo más que solo los horrores de la guerra, para entonces descubrir por mi propia carne lo que la vida real era y no lo que en mi ideal utópico pensaba que no era.
Estiré mi mano y rocé el perfil sudoroso de Jonathan. Sentí culpa por no poder amarlo como él lo merecía. Tan solo podía serle fiel y estar a su lado con total dedicación, pero no me sentía parte de él, nunca lo había sentido. Tampoco me sentía bajo su dominio. Simplemente Jonathan era un personaje que acompañaba la odisea de mis largos días. Una sombra que se volvió una tenue luz, en la tremenda oscuridad de mi alma.
2
Aunque mi presente refleje lo opuesto y aunque parezca imposible de creer, esta no era mi verdadera suerte. Tampoco era la clase de vida que soñé una vez tener. No puedo quejarme y ser desgraciada. A pesar de todo he llevado una vida tranquila y ventajosa con cierta modestia, pero cuando se llega a una edad avanzada, en mi caso la madurez, ha hecho cuestionarme el fin de mi vida y la existencia de mis días.
Era descendiente de buena cuna. Hija de uno de los agricultores de algodón más poderosos y dueño de un gran número de esclavos bajo su mando. En aquel entonces, cerca del año 1820 no había competencia ni disputas entre los estados. Cada quien llevaba la vida como mejor le sonriera la suerte.
Otty era un hombre de carácter tosco que no apoyaba mi espíritu libre, y mucho menos mis ideas revolucionarias. Al principio pensó que era solo un juego de niña mimada y rebelde, pero cuando cumplí los diecisiete años mi carácter defensivo y liberal, hizo que mi propio padre llegara a percibirme como su peor enemiga. Una vil amenaza. No solo para su trabajo sino incluso para la sociedad misma. Leer libros abolicionistas y tener en alta estima a Frederick Douglass con sus ideas reformadoras, junto a los derechos de todo esclavo libre, ya me hacían una mujer temeraria ante cualquiera que buscara marcar territorio en los negocios de exportación. Mis padres sabían que de seguir así, jamás encontraría un marido con el cual casarme. Ningún hombre deseaba una mujer con tanto poder e independencia propia, sino un apéndice a quien llamar “esposa” y a quien dominar a su beneficioso gusto.
Mi madre lloraba cada noche, avergonzada por el monstruo que había creado, pues a pesar de su educación moral y esperada para cualquier señorita, yo cumplía sus propios anhelos en apariencia y hacía a hurtadillas lo que me placía en realidad. Pronto comencé a escaparme de casa para descubrir placeres prohibidos y condenados. Era lo que muchos podrían tildar de “oveja negra” pero a pesar de todo, era feliz y libre. Juntándome bajo el puente del río unas millas más allá de casa, para intercambiar ideas revolucionarias con varios hombres blancos y otros de color quienes pagaron su libertad. En una de aquellas travesías, conocí a Hamilton un joven mayor que yo, y de quien me enamoré perdidamente. Pensábamos casarnos en dos semanas, huyendo de casa como lo venía haciendo desde mis doce años. Hasta que mi padre puso guardias en los jardines, y centinelas que le contaron todo sobre mis andanzas.
"Una buena hija es gobernada por su padre, pero tú eres incontrolable" fueron las últimas palabras de mi padre después de la cena. Se apartó de la mesa con indignación y se encerró en su despacho hasta altas horas de la noche. Mi madre se quedó un rato en la sala tejiendo, luego se fue a la recámara para llorar como ya era su costumbre.
Nunca pensé de lo que mi padre sería capaz de hacer, hasta que a los pocos días me presentó a un hombre de barba tupida, melena desordenada y ropa haraposa.
—Francesca— llamó mi padre con simpatía fingida y conocido dominio —Este es su esposo— afirmó con seguridad. No usó el futuro supuesto, simplemente lo demandó en presente indicativo–La boda será mañana mismo en Ground Chapel Hill. Será una unión familiar, sin invitados y sin fiesta alguna; salvo una celebración modesta con vuestra familia.
Me quedé largo rato mirando el rostro de aquel joven que a simple vista, daba la clara señal de ser un obrero industrial. Se notaba el cansancio en su rostro, pero en su mirada había un brillo renovador. Por la mugre acumulada en su piel, me era difícil decir si su tez era oscura o tan pálida como la mía. Tampoco podía asegurar qué tan atractivo podría ser, con un corte de cabello y una buena afeitada. En todo caso, me casaría con un hombre al que no amaba y eso no tenía perdón de Dios.
Al mirarme fijamente, su agobio cambió y pareció encontrar cierta esperanza en la vida. Me dedicó una sonrisa cómplice, tratando de aquietar mi furia e indignación. Extendió su mano hacia mí, pero mi padre se la apartó de un solo empujón. Tomó en su lugar mi mano y la unió a la de él.
—Señor Jonathan Pembroke, le presento a su esposa Francesca Warren Ellis.
Como una dama educada, le ofrecí una venia y le apreté la mano en señal de saludo. Jonathan dudó tomarla y besarla, mucho menos después de aquel acto grotesco de mi padre. Mantuvo su mirada fija en la mía, dudando si tomaba mis manos para besarlas castamente. De seguro temía ensuciar mis guantes blancos con el hollín de sus manos, o ser reprendido por aquel hombre bestial.
—Encantada señor Pembroke— me animé a expresar, tendiéndole mi mano con decidida seguridad; aun sin comprender qué había llevado a mi padre a desposarme con un humilde obrero.
Siempre pensé que mi familia quería lo mejor para su única hija. Aquella que se lució como un milagro de vida, entre tantos abortos espontáneos y que fue la primera alegría por unos cuantos años. Al menos antes de que empezara a volverme su más despiadada amenaza y vergüenza.
—El gusto es mío señorita Warren.
Saludó Jonathan tomando las puntas de mis dedos entre su mano. Me propinó una ligera caricia en la palma, muestra que tomé como un simpático coqueteo. Luego se apartó al ver mi reacción ante aquel travieso contacto.
Mi padre organizó un matrimonio que ante los ojos de la sociedad aristocrática, no ejercía conveniencia económica y mucho menos prometedora. Tampoco fue una unión basada en el amor; tan solo en el egoísmo déspota de mi padre.
Por supuesto que para evitar malas lenguas, Otty anunció que yo era una fulana y que estaba esperando un hijo bastardo. Y que como todo buen padre que ama a su hija, la hace escarmentar su error.
"¡Tu querías libertad! Pensabas que la vida de mis esclavos era mal trecha, ahora sabrás lo que realmente es padecer…"
Mi padre me casó con Jonathan Pembroke una mañana de otoño. Un hombre de clase pobre al que no amaba y al que no amé jamás, pero a quien aprendí a valorar y estimar.
Incluso hoy me es difícil creer que en aquella unión, Otty buscara darme una simple lección de padre, un escarmiento.
Acepté su "castigo" con humildad, aunque en realidad me sentía profundamente herida en el ego. No podía creer que mi propio padre me lanzara al vacío como si fuera una esclava blanca, y que mi madre no hiciera nada por evitarlo.
Meses después del matrimonio, descubrí la verdad circundante. Esa era la mejor manera de mantenerme lejos de su familia y de sus negocios. Casándome con un joven de clase baja, y obligándolo a llevarme a vivir muy lejos. Esa era la única forma de alejarme de sus tierras y de sus esclavos, para dejar de ser su más odioso estorbo.
Siempre deseé tener derechos y cuando joven luchaba por que los demás los tuvieran también; fueran esclavos o mujeres de cualquier tipo. Estaba en contra de la esclavitud, no soportaba los malos tratos y bofetadas que mis padres daban a los sirvientes cuando se equivocaban en alguno de sus pedidos. Pero lo que más rabia me provocaba, eran las humillaciones que le hacían pasar a Argelia, mi dama de compañía. Una mujer regordeta, de color carbón y a la que siempre consideré mi verdadera madre. Cuestión que ofendía sobremanera a mis padres. Un punto más para delimitar la línea entre el amor y la aberración hacia su hija.
—Quiero irme a vivir con mi niña—Demandó Argelia, noches antes de mi boda.
—De ninguna manera, ¿Quién se cree usted para pedir y expresar sus deseos?
—Soy más que una simple esclava y sirvienta, soy la…
Mi madre no soportó aquella ofensa y le propinó un golpe en la mandíbula, como si la dama que la caracterizaba, se hubiera escondido por unos minutos.
—Francesca no necesita consideraciones. Ella merece una vida dura y tendrá que aprender a llevar un matrimonio campesino. Ahora vuelva al puesto que le he designado o sino la despido.
Con los años, mi carácter dócil y testarudo se fue amansando. No porque Jonathan cumpliera las demandas que mi padre le exigía en sus cartas, sino porque terminé por acostumbrarme a esa clase de vida que mi madre tachaba de “campesina”.
El dinero jamás supuso un rigor importante para mí, como tampoco lo era el estatus social. Simplemente anhelaba expresar mi libertad y convertirme en una heroína de mi propia vida. Era una mujer con deseos y ambiciones, que por estar casada con un hombre que no me hacía feliz y al que nunca amé, jamás logré ver cumplidos.
Me fue imposible gozar de la vida a manos llenas, conformándome con lo que me había tocado vivir y aunque me sentía profundamente agradecida porque otras mujeres no corrían con la misma suerte que la mía, siempre estaba latente esa yaga abierta. Esa duda de saber ¿Qué hubiera sido de mí, si Jonathan no fuera mi esposo?
Después de todo, no me falta nada… excepto conocer el verdadero amor.