Pensilvania, 1863
1
Semanas atrás, el general Lee militar dirigente de los confederados obtuvo el triunfo en la batalla de Chancellorsville. Había atacado al ejército de Potomac liderado por Hooke, quien solicitó un mando para volver al ejército. El presidente Lincoln le dio una oportunidad más; pero la vergüenza lo derrotó cuando el ingenio de Lee, le tomó por sorpresa. Ambos ejércitos se encontraron en Chancellorsville, pero la distinción entre ambos no solo lo marcaban sus bandos opuestos, sino el número de soldados. Siendo el ejército de Lee la mitad del de Hooker.
El general a cargo del ejército de Virginia, ordenó a sus hombres dividirse en dos, donde unos flanquearan el lado derecho de las fuerzas de Hooke con un ataque sorpresa; haciendo que el general del Potomac se acobardara, ordenando a sus hombres retroceder.
Atravesaron el río Rappahannock como ovejas descarriadas, todos con el fin de proteger al estado de Washington y al de Baltimore. Con aquella actitud, la reputación del general Hooker se vino al suelo, pero para evitar sentirse más humillado, inventó que tras la batalla en Chancellorsville uno de sus pies había sufrido una grave lesión, presentando así su renuncia ante el presidente Lincoln.
Cinco días más tarde, el general George Meade fue nombrado como dirigente mayor del ejército de Potomac; sustituyendo la cobardía de Hooker.
—Adelante, ¿Qué están esperando?— ordenó Meade a sus hombres —No hay tiempo que perder, hay que dar con el ejército de Lee y ponerle fin a todo esto de una vez.
—Como usted ordene señor.
—Formen líneas… Hay que detenerlo para que no avance al norte, camino a Gettysburg y unan las fuerzas de la caballería de Buford. Ahora marchen.
Con el triunfo de Lee en la batalla de Chancellorsville, el general se animó a conquistar de nuevo el norte, pero esta vez en los campos de Pensilvania y de ahí llegar a Washington, avanzando en territorio norte para forzarlos a llegar a un acuerdo de paz con el sur.
Una vez que llegaron a Gettysburg, Lee ordenó a un grupo de hombres ir por abastecimientos, pero su sorpresa fue tal que uno de los soldados corrió a oídos del general Lee, para alertarlo de que las tropas de Meade habían llegado el día anterior, y de que se estaba librando una batalla que no había sido ordenada.
—Es inaudito, yo no he ordenado ninguna batalla. Apresúrese y forme a mis hombres de una vez.
—Como usted ordene señor.
Ninguno de los dos ejércitos deseaba librar batalla en aquel terreno inhóspito, por lo que Meade no llegó al campo sino hasta la tarde del segundo día. Y Lee tampoco se atrevió a moverse de su campamento sino hasta que llegaran las fuerzas de Longstreet.
Al amanecer, Lee ordenó a sus hombres flanquear el costado norte y oeste, haciendo que el ejército del norte retrocediera con los soldados que habían logrado escapar, y sobrevivir al asalto de balas y cañones.
En aquel astuto movimiento, las tropas del general Lee lograron desalojar a los soldados de la Unión fuera del poblado de Gettysburg. Pero el general Meade reacio a adoptar una conducta pendeja como la de Hooker, optó por establecer nuevas líneas de defensa en las afueras de la ciudad, escogiendo las colinas de Cemetery Hill, Cemetery Ridge y Culp’s Hill para atacar al bando contrario.
Desde las alturas, los soldados tenían toda la facilidad para divisar los movimientos de los confederados, razones más que suficientes por las que esperaron señales para atacar.
—¡Ordénense!— declaró el general Lee —El XII Cuerpo bloquee Cemetery Hill y el II Cuerpo irá a Cemetery Ridge, apoyando al III Cuerpo.
Los soldados confederados se concentraron en su ataque, haciendo justo lo que el general les había ordenado. Pero su acción no fue exitosa, viéndose obligados a dirigirse hasta Little Round Top; donde la batalla empezó a sopesar grandes beneficios, destruyendo gran parte del ejército opuesto.
—Maine…— gritó el coronel Chamberlain —Nos están dando de baja. Reunid a los hombres de nuevo y atacad rápido con bayonetas.
Aquel movimiento sorprendió a los soldados sureños, haciéndolos retroceder momentáneamente. El general Lee ideaba nuevas líneas de ataque, comprobando que su adversario no era ningún ignorante en temas bélicos.
Por la noche, varios soldados de Lee rondaron el campamento de los federales, analizando sus puntos de entrada más débiles y se los hicieron saber al general.
Al día siguiente, Lee llegó a la conclusión de que debían ocupar las alturas del sur de la ciudad; mientras que otros de sus hombres flanqueaban el lado derecho e izquierdo de la Unión.
—Si concentramos parte de la artillería en el centro de la línea defensiva, es posible que logremos debilitar lo más posible a las fuerzas de la unión y así proceder a un ataque de infantería.
—Lo siento general, pero no coincido con usted. Lo mejor sería esperar a que los unionistas atacaran, para poder causarles un número considerable de bajas.
Argumentó Longstreet.
Lee sopesó lo que su cadete argumentaba, dándole ventaja al general Meade quien analizó los movimientos del bando contrario, por lo que optó por mantenerse quieto; y sin responder a los ataques artilleros. Aquello dio una señal errónea al general Lee, quien comprendió no solo que el bando opuesto estaba debilitado, sino que se habían rendido.
Los sureños iniciaron una marcha triunfal por todo el campo abierto, dando ventaja a los federales de atacarlos con artillería y fusilería.
Ante aquel fracaso, el general Lee reconoció su derrota y se retiró de la zona de regreso al sur con menos de cuarta parte de sus hombres vivos.
2
Esa mañana, por alguna razón desconocida me sentía tranquila, una calma me había comenzado a inundar los días anteriores y ese día no era la excepción. El cese de los cañones y fusiles en la lejanía, me hacía pensar que la guerra en Virginia ya había terminado, moviéndose hasta el norte tal y como mi esposo me había dicho en una de sus cartas.
A su paso las batallas libradas se habían cobrado muchas vidas, y también habían dejado en escombros varios pueblos cercanos. Los rumores decían que varias granjas, las que tenían más comodidades alojaban a los soldados, pero a medida que las tropas del norte invadían el sur, los soldados comenzaron a tomar posesión de las granjas vecinas, instalándose no solo para vivir ahí, sino para usarlas como fuertes de batalla.
Había gran escasez de alimentos, así como de productos de uso diario. Muchos de los sobrevivientes militares y pueblerinos, intentaban saquear casas incluso habitadas, todo con el fin de suplir sus necesidades más básicas.
Los habitantes de mi pueblo y de los vecinos, habían dejado su hospitalidad y alegría, para contagiarse con el salvajismo más vil. A las pocas calles se oían alaridos de mujeres peleando por un pedazo de pan, niños gritando tras el arrebato de una manta. Piedras golpeando los cristales ya destrozados en las ventanas de viviendas abandonadas o partiéndole la cabeza a más de uno por atolondrado.
De aquella paz sureña que se respiraba años atrás, solo quedaba agitación. Y de aquellos campos de tierra fértil, donde las hierbas se mezclaban con suaves motas blancas, ahora solo había espacios vacíos llenos de cenizas. No quedaba el más mínimo gramo de supervivencia, capaz de demostrar que ahí una vez hubo retoños de algodón. Los plantíos de duraznos tampoco existían; todo estaba quemado, hundido y destruido.
Después de dejar planchada toda la ropa de Jonathan y de preparar un almuerzo especial para honrar su regreso; no importaba que la batalla la hubiera ganado el norte y que el sur se viese en total desventaja. Sabía que mi esposo volvería esa misma tarde, con la piel quizás más morena y el vello del rostro más largo. Con una mirada cansada por las horas de lucha y con un ligero sentimiento de abatimiento por la batalla perdida. Pero a pesar de todo, estaba segura que al volverme a ver, toda esa conmoción y tristeza se disiparían.
Me encontraba colgando las camisas limpias en el closet de Jonathan, cuando alguien llamó a mi puerta. Corrí hasta la entrada para recibir al forajido que llamaba con tanta insistencia, y tal fue mi sorpresa al encontrarme ante mis ojos a un oficial, que la sonrisa de alegría se me borró en segundos.
—¿Señora Pembroke?—Preguntó con cortesía.
—Sí, soy yo. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Siento mucho su pérdida.
Dijo simplemente, sacándose el sombrero y dándome un telegrama.
Tomé el papel con temor, dudando si lo abría o no.
Al tomar la pequeña pieza de papel, el soldado hizo una reverencia y se colocó de nuevo el sombrero en la cabeza.
—Con su permiso señora Pembroke. Y de nuevo, siento mucho su pérdida.
Cerré la puerta a las espaldas del soldado casi de forma mecánica. Me parecía imposible que fuera verdad lo que aquel soldado decía.
Con las manos temblorosas, abrí el telegrama y los ojos se me llenaron de lágrimas. Todo mi cuerpo comenzó a convulsionar al leer: “El soldado Jonathan Pembroke murió en el frente con dignidad. Su uniforme junto al resto de su cuerpo, le será enviado en los próximos días”
Aun sin poderlo creer, abrí la puerta de un tirón y salí corriendo tras el oficial, tropezándome con la hierba fresca y cayendo al suelo en más de una ocasión.
El largo vestido se enredaba con mi torpe caminar. Dirigí una mirada acuosa hacia la intersección que había a los pocos metros de mi casa, y ahí el oficial presto a subirse al coche se giró por acto voluntario. Al ver que yo yacía en el suelo y sin dar motivos para levantarme, corrió hacia mí y me tendió su mano.
—¿Se encuentra bien señora?— levanté el rostro empolvado del suelo y le quedé mirando fijamente. Sus ojos de un profundo café chocolate, parecían dos chispas de cacao en aquella pálida piel. Pude ver cómo el rostro antes relajado del oficial, comenzaba a tensarse —Permítame ayudarla señora Pembroke—Sus manos tomaron mis brazos para levantarme del suelo, seguidamente con una me rodeó la espalda y me llevó con paso lento, hasta la hamaca que colgaba del robusto abedo.
Parecía un soldado herido en batalla, al que sacan del campo para asistir sin saber si sobrevivirá aquel atentado.
—¿Estará bien si la dejo sola aquí?—Asentí aún sin poder mediar palabra. Luego la curiosidad en un intento por darme paz, me hizo hablar casi en un murmullo, y solté las palabras con aparente valentía.
—Estaré bien, no se preocupe. Solo antes de que se vaya, dígame una última cosa—El oficial tomó una postura militar, de pecho expuesto y espalda recta, como presagiando lo que le preguntaría. Quizás no era la única esposa que suplicaba por más detalles.
—¿Cómo murió?
Otra vez, el oficial se sacó el sombrero y lo colocó con solemnidad sobre su pecho —No creo que desee saberlo señora Pembroke. A veces es mejor dejar las cosas como están, sabiendo que su marido murió con valentía.
Le clavé una mirada inyectada en rencor, y luego las lágrimas de dolor y rabia comenzaron a mojar mis mejillas.
—Dígamelo por favor.
Terminé por suplicarle con mis cejas arqueadas en abatimiento, y los ojos aguados por la nebulosa del dolor.
El oficial se aclaró la garganta, se colocó el sombrero y con un ademán de todo militar que acata una orden expresó:
—El señor Jonathan Pembroke murió calcinado por una herida de cañón, mientras estaba en el frente. Fue en las afueras de Gettysburg mientras esperaba las provisiones y entre esas un par de zapatos.
Asentí con aparente calma, luego caí de rodillas al suelo y grité enfadada. Maldije el cielo y el infierno, mientras liberaba un río de lágrimas amargas. Golpee el suelo con mis puños y terminé por arrancar el fresco césped a tirones bruscos. Cuando terminé mi ataque de ira, me senté en el suelo y comencé a llorar de forma desconsolada.
El oficial miró a sus espaldas e hizo algo que su código prohibía. Se puso a la misma altura que la mía, me tomó de las manos y me infundió valor. Yo en un acto reflejo, me arropé en su pecho buscando calidez humana. Buscando apoyo y comprensión.
Lloré sin tiempo ni medida, hasta que desperté en mi propia cama, pensando que aquello había sido un mal sueño. Pero al ver que en mi puño cerrado, apretaba con urgencia un trozo de papel arrugado y sucio, supe que era verdad. Jonathan había muerto y jamás regresaría.
Me sentía sumida en la miseria. Sin familia a la cual dirigirme y sin esposo al cual amar, ya no había nada más que hacer en la vida. Era una mujer madura y sin hijos. Nunca conocí el amor, pero siempre soñé con experimentarlo; jamás perdí las esperanzas hasta que me desposé con Jonathan. Entonces supe que la vida me prohibía lo único valioso que podemos guardar y gozar los seres humanos. El verdadero amor…