XIV
Building a town

1

Esa mañana, sentí que el corazón me daría un vuelco. Llevando calendario hacía diez meses que Jonathan no estaba aquí, y mi alma se envolvía en un tumulto de emociones incongruentes. La ausencia de mi esposo junto a su poca provocación; la ternura humanitaria por Arthur que para esos días, ya había mutado en un deseo incestuoso, fue más que suficiente para hacerme sentir desahuciada. Sacudí la cabeza en un intento vago por desligarme de esos pensamientos que mezclaban el remordimiento con el desesperado deseo, y por aligerarme un poco para elegir sin egoísmo. Era estúpido idealizar y recordar viejos momentos. Y peor aún sentir que me enamoraba de un niño, porque así veía a Arthur a pesar de que mi cuerpo lo percibiese como un hombre que podía darme todo lo que mi alma ansiaba con desesperación.

Tomé el chal y lo puse en mis hombros. Era muy temprano, tanto que hasta hacia una hora el gallo había cacareado el amanecer. Miré de nuevo al jovencito y supe que no despertaría sino hasta pasadas las diez.

Abrí la puerta y caminé un poco por el pueblo lleno de escombros, carretas volcadas, caballos tirados y muertos en la vía. A pesar de que ya la reconstrucción había tomado lugar, el pueblo estaba muy dañado. Tenía mis dudas de si encontraría provisiones o si el norte nos enviaría algo para los sobrevivientes de aquella batalla.

A casi medio año de comenzada la guerra, los alrededores de Virginia parecían estarse recuperando con pronta rapidez. Sin embargo había heridas que con los años tal vez se volverían cicatrices, quizás permanecerían abiertas aun cuando la reconstrucción del pueblo jamás reconstruiría ni recobraría las vidas perdidas.

—¡Buenos días Eugine! ¿Habrá llegado la milicia?— pregunté dudosa, viendo cómo los frascos antes sobre el mostrador, habían desparecido junto a gran parte de los estantes con mercadería —Necesito varias cosas.

—Recién ayer por la tarde llegaron tres coches del puerto, ¿Qué necesita Francesca?

—Me he quedado sin jabón…—Expresé con distracción y las pupilas dilatadas. Eugine me miró llena de consideración y colocó su mano en la mía, y hablando con suavidad comentó:

—Debe ser muy duro llevar la viudez sola; pero no es bueno que tolere la ausencia de Jonathan lavando y refregando su ropa día con día. Ya él no volverá.

Dejé escapar un resoplido, pensando que quizás era mucho el jabón que compraba;  o porque tomaba aquella única excusa, para dejar mi casa unas cuantas horas al día para alejar el deseo insistente que sentía por Arthur. Luego pensé que en realidad sí gastaba una barra de jabón en menos de una semana. Y que era una insensatez ir de compras solo por jabón, teniendo en cuenta que ahora éramos dos bocas en mi casa que debían comer. El pueblo no estaba en condiciones para estar recibiendo cada cierto tiempo provisiones del norte. Lo poco que se lograba conseguir, había que adquirirlo y saberlo administrar.

—Tiene razón Eugine, pero no vengo solo por… jabón— agregué dubitativa —El gobierno me envía dinero por ser viuda de un soldado. Agradezco tener esa pequeña entrada— Eugine me sonrió con melancolía, a lo cual le devolví un gesto con la cabeza —Necesito velas y canfín, también levadura de pan, café en grano y alimento para animales.

—¿Está segura que puede con todo eso? No quiere que le acompañe Lucille.

—Estoy bien así, yo sola puedo apañármelas— argumenté con la voz fría y tajante —Tengo que acostumbrarme a mi viudez—Añadí hablando en un susurro, y riendo a la vez con ironía pues aquella afirmación ni yo misma me la podía creer.

Tomé las bolsas de tela y las cargué hasta casa, pensando que debía comprar más cosas para disimular, pero mejor esperaría hasta unos cuantos días más para volver a salir de casa con una mejor excusa.

Al volver, Arthur me esperaba en la entrada de la puerta con el cabello húmedo y despeinado. Los rayos de luz iluminaban su rostro con un prisma dorado. Al ver que me dirigía a sus brazos con paso lento, le regalé una sonrisa amigable y a la vez llena de culpa. ¡Qué difícil era para una mujer en sus medianos cuarenta años, enamorarse de un crío que apenas alcanzaba los veinte! Bien podría ser su madre, pero mi soledad se vio aplacada desde que llegó a mi vida y mi deseo por ser amada, esperaba utópicamente que también fuera calmado, desde la entrega inexplicable de aquel beso curioso y apasionado.

—Disculpe por hacerme de un conjunto de ropa de su marido. Pero ya me estoy cansando de estar en reposo tanto tiempo— me encogí de hombros, ignorando sus disculpas —Ya no me sangra la pierna—Agregó con una media sonrisa, girándose de espaldas para recorrerme con la mirada y mantener un diálogo más fluido, que el de la primera vez.

Sonreí conmovida por su ingenua sinceridad. Le tomé de la mano y lo entré al comedor.

—Es muy buena noticia que ya estés mejor. Y sobre la ropa, está bien Arthur, no te preocupes. Por eso me disponía a lavar y planchar su ropa día con día. Sabía que llegaría el día en que la usarías.

—Es muy amable señora…

—Francesca—Agregué sonriéndole coqueta como una jovencita de su edad. Lo que me llevó a sentir un ligero rubor en mis mejillas.

Arthur me devolvió el gesto con una sonrisa radiante, una que comenzaba en sus ojos y se reflejaba en sus labios. Evadí por todo lo posible su mirada, aparté mi rostro hacia un lado, ignorando su belleza apasionante. Se miraba tan fresco y tan niño, pero a la vez tan adulto, que en mi imaginación visualicé mi mano extendida, dispuesta a rozarle su rostro y acariciarle su cabello. Para luego dejar que él me hiciera su mujer.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted?— su pregunta se devolvió al presente de forma automática —Me refiero a que si fue al mercado, es porque ya todo está bien. Me refiero al pueblo y a la guerra— asentí en señal positiva, no queriendo darle muchos detalles —He visto que la huerta necesita de una mano masculina, igual que el techo de casa y del granero. Yo puedo trabajar para pagarle por sus cuidados y también por mi comida y estancia con usted.

—No hace falta—  expresé molesta —Me refiero a que todo está bien así Arthur. Una viuda no necesita más que unas cuantas cosas compradas, para sobrevivir a su cercana vejez.

Arthur me quitó las bolsas de las manos con sumo cuidado. Sentí el roce de sus dedos contra los míos. Su piel joven, que ante el tacto contra los pocos callos de mis manos y nudillos, fue una sensación deliciosa. Rodeó mi cintura con sensualidad, abrazándome con su brazo y atrayéndome hasta su cuerpo. Podía sentir su respiración tibia contra mi rostro y cuello. A la vez que escuchaba la orquesta que formaba mi corazón agitado junto al suyo. Me apartó unos mechones de pelo dulcemente y sin esperar más, me besó en los labios con la desatada pasión de un joven de su edad. Nuestros labios se movían como dos barcas apresuradas en un lago, manteniendo al inicio un torpe recorrido pero luego nivelándose como si desde antes se conocieran.

Mientras me besaba con pasión y profundidad, sus manos buscaron el lazo de mi vestido a mis espaldas, y sin dejar de besarme el cuello y las orejas, respirando cerca de mi mandíbula, fue imposible seguir controlando lo que sentía. Arthur había despertado en mí el deseo que traté de aplacar una y mil veces primero con mis desesperadas caricias; luego con el simple acto reflejo de la represión.

2

Me sacó el vestido con suaves caricias, besando mi piel donde sus dedos ya le habían rosado. Riendo al notar el efecto de sus besos sobre mí. Sus ojos brillaban con una chispa que jamás antes había visto en nadie más, ni siquiera en los ojos de Jonathan cuando me conoció.

—Eres tan hermosa y sensual Francesca— expresó Arthur susurrando dentro de mis labios, llenando de su aliento tibio, mi boca insaciable —Deseo amarte y complacerte como tú lo mereces Francesca.

Tomó mi rostro en sus manos y me observó con profundidad, ahogándose en el verde de mis ojos y yo en el azul grisáceo de los suyos. Nuestras miradas sostenidas, pedían permiso para avanzar más allá y nuestros labios, entablaban más de un vals como si juntos danzaran por los salones del amor.

Arthur admiraba mis facciones como si fuera un artista presto a pintarme en un lienzo. Se maravillaba al observar mi naturaleza, pero sobre todo al percibirme tan ligera y tan viva. Acarició mi nariz con el dedo índice y con un par de besos, cerró mis párpados con sutileza. Deslizó un dedo más por el contorno de mis labios, robándome así la poca respiración. Ante aquella traviesa caricia, mi cuerpo se estremeció y mis manos se aferraron con fuerza a sus hombros.

—Te amo tanto Francesca. Eres como el vino fermentado. Vigoroso y suave a la vez, que es delirante y soñador.

Me elevó en sus brazos y me llevó hasta la cama.

Con extraña maestría, Arthur definió mis labios con los tuyos, saboreando el dulce almíbar que de ellos se desbordaba. Besó mi cuello, jugando con el romance y el amor más precoz. Perfumándome con la pasión que afloraba como agua viva de su latiente corazón.

Enterró su nariz en mí cabello, deleitándose en cada uno de mis suspiros. Explorando nuevos horizontes, mientras que con cada caricia, descifraba el código secreto del éxtasis femenino.  

Se apartó un momento de mi cuerpo para recorrer mi figura con su mirada, besando de nuevo mis labios y cuello.

Sus manos masajearon mis hombros en caricias circulares, y se deleitaron en la estrechez de mi espalda, definiendo la escultura de mi cuerpo cual alfarero.  Sus dedos transitaron mis brazos con tiernas caricias, tomando mis manos en las tuyas para besarlas, y soltar dentro de ellas “te amo”

Mirándome con aquellos ojos profundos de tupidas pestañas, Arthur arropó mis pechos en sus manos juveniles, como si ellos fueran dos esferas de cristal. Acarició su contorno en suaves movimientos circulares, a la vez que sonría complacido al presenciar mí más sublime deleite.

A medida que me besaba, soplando su cálido aliento en mi cuello, mis ojos se abrían y cerraban ante aquel éxtasis que jamás había descubierto. Era como estar siendo amada de verdad, siendo deseada con viva pasión. Por un momento pensé que esa mañana sería mi último día de vida, no queriendo que aquello terminara, me abracé más a su cuerpo, pero Arthur se alejó con ligereza.

Posó sus palmas en mi vientre y rozó mi tibia piel, aquella que palpitaba sonante ante sus caricias. Dibujó el contorno de su centro, jugando con el hoyuelo que muestra un abdomen sonriente. Besando y otras veces soplando sobre él, mientras sus labios me demostraban amor en cada caricia y rincón de mi piel.

Su cuerpo se desplomó al lado del mío, mientras su respiración se regulaba y yo trataba de recomponer mi cuerpo, después de aquellas caricias suaves, besos dulces y palabras llenas de amor. Palabras que nunca recibí de mi esposo, aun cuando Jonathan me amaba sobre todas las cosas, pero yo no le amaba a él.  

Viré mi rostro radiante hacia el suyo para decirle que también le amaba, pero le encontré dormido como un ángel guardián. Arthur dormía como lo que era, un niño. ¿Cuántos años podría tener? Me pregunté una vez que mi cuerpo encontró el balance normal. ¿Dieciocho, veinte y tantos? En todo caso no sobre pasaba los veinte y yo con mis cuarenta años a la vuelta de la esquina. Me sentí culpable por aquella abismal diferencia de edad, por sentir lo que sentía, pero el delicioso sabor que sus labios y cuerpo dejó en mi piel, era capaz de borrar todo sentimiento moral. Luego pensé que era mejor no haberle correspondido él te amo, de haber sido así, Arthur se hubiera ilusionado de más y yo no quería arruinar su vida.

Un par de lágrimas bajaron por mis pómulos y una sonrisa satisfecha, se formó después de mucho tiempo en mis labios. “te amo” repetí para mis adentros, al recordar cómo me hizo sentir con sus caricias y su amor. Te amo, volví a decir. Pero así sería aquel sentimiento. Mi preciado secreto, guardado en el silencio más inhóspito de mi alma femenina.

—Sobre lo de ayer, me quería disculpar— escuché su voz acercarse lentamente hasta donde mi cuerpo yacía en un sueño a medias —Pienso que fue rudo de mi parte hacerle el amor, sin pensar cómo podría sentirse usted— Arthur bajó la mirada y dudó en continuar, pero yo le animé a seguir —Me refiero a la ausencia de su esposo.

Agregó por fin disculpándose y trayéndome una flor hasta mi cama.

—Está bien Arthur, no te preocupes— le tuteé. Después de haber tenido intimidad, el formalismo del usted quedaba ya muy mal colocado —Es una larga historia, pero ayer sentí algo que siempre había soñado experimentar y vivir en mi cuerpo. Te doy las gracias por haberme amado así.

—Agradezco sus palabras Francesca. Me llena de honor y alago, haberle amado como usted se merece— se acercó más y me besó en los labios. Un beso corto, pero lleno de sentimiento —Sea lo que sea de su historia, puede estar tranquila que siempre tendrá mi amor. Usted es una mujer excepcional. Además de sensual y si me permite decirlo, por sobre todo es preciosa.

Añadió rozando mi mejilla con el reverso de sus dedos. Mis ojos se cerraron y mi corazón empezó a latir de nuevo. Era la agitación que siente quien está vivo, quien ha resucitado y quien ha despertado, después de un largo sueño. Me preguntaba por cuánto tiempo más podría gozar de aquello, sin que la culpa pesara más en mi corazón.

—Es muy dulce de tu parte Arthur— sonreí acariciándole el cabello. Lo miré desde otro ángulo, pensando ¿qué era lo correcto? hasta que de mi boca una pregunta incluyente se escapó sin poderlo evitar —¿Deseas quedarte conmigo?

No tuvo que pensarlo mucho, dio vuelta a la cama y se subió en ella para arroparme en su pecho, y tras rodearme los hombros con su cálida ternura. Me besó los labios, el mentón y el pecho.

—Estoy y estaré con usted siempre. Yo le amo Francesca, como siempre soñé poder hacerlo— tomé sus manos en las mías y le miré a los ojos, buscando un aire certero —Quiero conocer su historia y convertirme en un nuevo lienzo para que usted pinte la vida que desea vivir.

—Algún día sabrás mi historia Arthur, por ahora solo quiero amarte.