IX
Time of war

Virginia, 1862

1

Un año más tarde, seguía rememorando aquella noche en la que después de ser partícipe de la vulnerabilidad de Jonathan, la noche también había terminado con unas pinceladas de pasión. Y era justamente aquel encuentro casual, lo que me seguía haciendo anhelar a mi esposo dentro de mi cuerpo; aun cuando aquello era un tremendo deseo carnal sin la más mínima pizca de amor. Sentir la calidez de su piel en la mía, me otorgaba cierto consuelo. Ver su sombra al lado de mí sobre la cama, aspirar su olor cuando venía del trabajo, me llenaba de una ligera alegría. Sabía que aunque no le amaba como el merecía, no estaba sola. 

Desconocía la situación actual del país. Después de un año era muy poco lo que Jonathan se remontaba en decirme. Cuestión que me hacía pensar que las cosas estaban cada vez peor. Tan solo sabía que nuestro país estaba dividido en dos; unos a favor y otros en contra de la esclavitud. Me preguntaba, ¿Qué elegiría mi esposo? Si haber trabajado con mano dura ante los negros, le hacía estar a favor de aquellos malos tratos o si prefería un trato libre y más humano. Tenía muy claro mi lugar como mujer y a pesar de que cuando joven me negaba a vivir bajo un mando de desigualdad, pronto logré comprender que yo era solo una simple ama de casa. Poco me interesaba saber qué podía estar sucediendo más allá de los límites de mi hogar y del mundo circundante. Quizás Jonathan exageraba, y su estado de tensión le volvía no solo vulnerable sino cada vez más dramático.

—Lo siento tanto Francesca…—  fue lo primero que le oí decir tras dar un golpe a la puerta y sentarse en la mesa del comedor, como si fuera un despojo de desperdicios. Le vi el rostro sumergido en sus manos como cada noche tras su regreso. Aunque su rostro ahora lucía peor, curtido por el sol, más envejecido y empañado en el sudor de ala marga angustia —No hay nada más que hacer.

Gimió desesperado, clavándome una mirada inyectada en miseria y agonía. Como si él fuese quien lideraba una tremenda batalla. O peor aún como si él fuese el culpable de nuestras desgracias.

—¿Qué sucede Jonathan? No te entiendo.

—Virginia Francesca, se ha dividido— fruncí el entre cejo sin comprender aquello. No era capaz de visualizar la magnitud de esa división —El CSS Virginia atacó a los barcos de bloqueo en las costas pero el barco de la Unión, el USS Monitoe lo destruyó. El norte ha bloqueado todas las bahías y ahora la economía se quiebra más cada vez. Virginia está partida en dos bandos… la confederada y la occidental federal. 

Jonathan habló con urgencia, como si aquello supusiera el peor de los fracasos para el mundo.

—¿Y eso qué tiene que ver? Es decir, ¿En qué nos afecta?

—¿Es que no lo entiendes?—Gritó histérico; como si yo fuera culpable de mi ignorancia. Luego respiró profundamente recobrando la calma para aclararse suficiente, y ponerme al tanto de todo, utilizando palabras básicas para que yo fuera capaz de comprenderle.

—Abraham Lincoln quiere restaurar la unión de los estados, pero eso es imposible. Todos sabemos que es imposible… El sur se ha separado y lo sigue haciendo. No está dispuesto a aceptar las propuestas de Lincoln, por más que ello suponga una igualdad forzada.

Sentí cómo un escalofrío me rodaba por la espalda.  Las manos se me entumieron igual que mis pies. La palabra igualdad hacía eco resonante en mi interior. Había pasado tantos años para que aquello que yo previa en mi escaza juventud tuviera lugar, que no sabía si alegrarme por la situación que corría en aquellos momentos o si alarmarme como Jonathan.

—¿Qué diferencia hay entre aceptar o no la propuesta? ¿No es positivo que se omita la esclavitud?

—No…— respondió tajante, sintiéndose amenazado en su puesto de capataz. Luego rectificó tras recordar mi posición respecto a la esclavitud —La diferencia está en que muchos hombres como Robards,  perderían no solo el valor de sus tierras, sino que todos nos veríamos afectados. Me refiero a hombres como yo, que perderíamos el sustento diario— le miré con ojos inexpresivos. Sabía que mi esposo había cambiado mucho en esos años tras las influencias de Robards, pero no sabía de lo que era capaz —Francesca, si se abole la esclavitud, el sur dejaría de producir agricultura y nosotros. Todos, nos moriríamos de hambre.

—Entiendo.

Jonathan se enfrascó de nuevo en sus pensamientos, como si todo lo que me explicase no tuviera verdadero significado para mí. Como si yo fuera una ignorante y por otro lado, pareciera ser la sombra de una vigorosa guerrera.

A veces me sentía como una mujer sin identidad; como un personaje inventado. En mí se mezclaban ideas ajenas, obligaciones impuestas y complejos propios que a saber, no eran más que fantasías femeninas mal tachadas por el filo del doble moralismo.

—El sur ha entrado en guerra y el norte quiere destruirnos, es una bipolaridad de masas y economía. Nuestra producción agrícola está encabezada por los esclavos y es una economía a veces poco viable, pero el norte ve nuestros tratos como si fueran inhumanos. Por eso quieren abolir la esclavitud y robarnos lo único seguro que tenemos.

—Ya conoces mi posición respecto la esclavitud, así que para mí sería lo mejor que el norte puede hacer— me animé a expresar; luego comprendí el peso de aquel comentario mal referido. Seguí la misma línea, intentando mejorar lo que había dicho sin arruinar más las cosas —Jonathan, muchas veces te quejaste por tu trabajo, y hasta me dijiste que los esclavos trabajaban en situaciones inhumanas. ¿Dime dónde ha ido a parar la culpa que te corroía cuando les maltratabas? ¿No es eso lo que el norte también defiende?

Jonathan me miró con furia, como si odiara lo que decía por ir en su contra. Todo su cuerpo se tensó, incluso sus puños se cerraron como si fueran a golpear la mesa.

Por un momento vi en sus pupilas la energía misma de mi padre, cuando le planteaba mis disputas sobre justicia social.

Sus ojos inyectados en locura me observaron con urgencia, como si tuviera en sus manos la sentencia de muerte y en su cuello, el yugo del castigo por sus malos tratos.

—Eso era antes Francesca, si tan solo se tratara de eso— Jonathan habló con la voz gruesa y la mandíbula temblorosa —Las cosas están peor de lo que te imaginas— dejó la mesa de un solo empujón y comenzó a dar vueltas como loco. Su estado ya había comenzado a ponerme histérica y nerviosa —He tratado de evadirlo todo. Incluso de ser fuerte e indiferente, pero es imposible.

—¿Qué es imposible Jonathan? Por Dios explícate mejor.

Noté que mi esposo me había contagiado con su enojo y frustración. Sintiendo temor al ver cómo la tensión entre ambos era tan grande, que nos llevó al maltrato verbal. En los veinte años que llevábamos casados, nunca nos habíamos levantado la voz, sino hasta aquella noche.

—Estoy enlistado Francesca. Me voy a la guerra como un confederado.

En aquel momento, sentí que el mundo se me vino abajo. Mi esposo iría a luchar cuando no tenía el más ligero conocimiento militar, y cuando su espíritu era poco menos vigoroso.

2

Una vez preparada la bolsa con las pertenencias de Jonathan, le acompañé hasta la estación del tren y lo despedí con la valentía de una mujer guerrera. Como esa que él había bautizado varias noches atrás.

Mi rostro firme, mis gestos simpáticos. Disimulando la tristeza tras una máscara de fortaleza fingida.

—Prométeme que serás fuerte Francesca.

—Lo seré— Respondí con lágrimas en los ojos a la vez que sonreía —Prométeme que vas a escribirme.

Le supliqué, aferrándome a sus manos.

—Haré todo lo posible. Una carta por mes bastará—Le oí susurrar con el corazón apesadumbrado.

Antes de subir al ferrocarril, Jonathan se sacó una fotografía del bolsillo interior de la chaqueta; la apoyó sobre el frío hierro del tren y escribió su nombre al reverso. La besó y me la entregó con la mirada turbada.

—Consérvala como si fuera parte de mi corazón.

Lo miré subirse al vagón y esperé que se girara para despedirse de mí con un beso al aire, pero su figura se perdió en el mar de soldados.

Caminé hasta la salida de la estación y esperé por un coche que me regresara de vuelta a casa.

El cielo estaba encapotado en nubes grises y a lo lejos las centellas de rayos en tono plata, anunciaba la proximidad de una tormenta. Amarré el chal descolorido en mi cabeza y me abrigué todo lo posible, mientras el coche se estacionaba a mis pies.

Antes de subir, me giré en mis talones pensando que quizás Jonathan se había arrepentido y corría entre la multitud, para alcanzarme y volver a estar a mi lado. Pero nada de eso sucedió, simplemente su decisión ya había sido reafirmada.

El cochero hizo un saludo cortés con el sombrero y su acompañante me tendió la mano para ayudarme a subir. El carruaje se encaminó directo al trayecto ordenado, mientras yo me dejaba arrullar por el vacío de mi corazón, unido al sonido de los cascos de caballos, galopando con insistencia contra la tierra reseca.

Las ruedas de madera traqueteaban sobre las piedras del suelo, levantando humaredas de polvo a su paso. A mis espaldas el sonido del tren anunciaba su partida al exilio, mientras un par de lágrimas, rodaron por mis mejillas. Quería llorar, pero me limité a reprimir el dolor que ya hacía meya.

Al regresar a casa todo estaba como lo había dejado por la mañana. Salvo que el vacío de mi corazón, se proyectaba en cada esquina y estancia de la casa. Podía sentir el aroma del sudor de Jonathan, junto al jabón que había usado aquel día para limpiarse. Me había acostumbrado a su compañía, a su presencia. ¿Qué haría ahora sin él?

Intenté ponerme a tejer un rato, pero mis dedos estaban rígidos. La angustia y la tristeza les impedían moverse con gracilidad. Traté de ponerme a cocinar conservas para el invierno, pero no había suficientes motivos para hacerlo. Cualquier cosa me parecía vana.

En mi mente tan solo estaba palpitante, la presencia de mi esposo y su último adiós.

A la semana siguiente, recibí su primera carta. Parecía que siete días no eran nada, pero para él y para mi eran una eternidad.

Había esperado con ansias noticias suyas,  y cuando tuve el sobre en mis manos, rasgué el papel con suavidad como si fuera parte esencial de Jonathan. Mis manos se agitaban con el papel, temiendo lo peor. Más al ver el encabezado y su grafía, supe que realmente había sido redactada por él y que aún seguía con vida.

Querida esposa mía

Sé que prometí escribir una milicia por mes, pero estando aquí en el exilio, un día se vuelve un año. No podría imaginar lo que será estando meses lejos de ti y de mi tierra. Lo único que me complace es saber que estoy sirviendo a mi nación, y eso me llena de grato placer.  Es curioso cómo estando en medio de todo y a la vez de nada, la nostalgia me ha invadido sin poderlo evitar.

He llegado a preguntarme cosas que nunca antes había concebido como importantes. ¿Por qué nunca tuvimos hijos? Hubiera sido gratificante saber que tras mi regreso del ejército, me espera un vástago con ansias y honor. Pero ya es tarde para lamentos…

He de deciros que soy el más viejo de los soldados, en medio de un montón de críos. A excepción de los coroneles y generales, que ya sobrepasan los cuarenta años. Ha de ser por eso que me consumió la nostalgia de ser padre.

Hasta el momento todo está bien, el general Lee es un gran dirigente y hemos ganado la batalla de Chancellorsville. He oído que su plan es dirigirnos al norte y atacar la ciudad de Washington, solo así podremos bloquear el flujo de soldados y poner fin a esta despiadada guerra.

Siempre tuyo;

Jonathan Pembroke

Guardé la carta bajo la biblia en mi mesa de noche y me arropé en el camastro, a la espera de la noche o mejor dicho, hasta el próximo amanecer.