Richmond, 1861
1
Hacía meses que veía a mi esposo más distraído, cansado y agobiado de lo que a mí, y a cualquier mujer de hogar le parecerían signos de vejez prematura. No solo el sol del sur le ponía la piel oscura, sino que aquel trabajo ya comenzaba a endurecer también su espíritu. Me preocupaba su salud y longevidad, pero sobretodo el silencio en el que se vio sumergido a las pocas semanas de aceptar el puesto como capataz.
Jonathan era un simple campesino que se dedicaba a las labores artesanales. Conocía diversos oficios y si la herrería dejaba de producirle ganancias, se volvía carpintero y sino entonces ganadero. Siempre buscaba la manera de salir bien librado día con día. Nuestro matrimonio funcionaba bien. Entre nosotros había algo más que simples conversaciones banales. Éramos buenos amigos más que amantes, hasta que el dueño de una hacienda cercana, el señor Robards le contrató y recalcó que sería más que un simple peón. Le ordenó sin derecho a la negación, hacerse cargo de sus tierras y manejar a sus esclavos como era debido. Porque él era un hombre de mucho poder, con otros asuntos más importantes que atender entre manos. Incluso llegó a jurar bajo su palabra, que de obtener buenos resultados, tendría su benevolencia en todo momento. Jonathan quien tenía un espíritu rebelde y dinámico, aceptó pensando que de todos los oficios antes trabajados, aquel sería el que mejor ganancias le dejaría. Su sueño siempre había sido convertirse en un arrendado con más de doscientas hectáreas de tierra a su favor. Además de tener una gran familia a quien dejar un suculento legado después de morir, pero nada de eso se cumplió en sus años de vida.
Me habían casado con un mendigo de buen corazón, y nulas capacidades de ofrecerme en algún momento, una vida decente.
Esa noche, podía asegurar que Jonathan se adentraba en un mutismo difícil de evitar. Se consumía entre la culpa tormentosa y el cansancio más impertinente. Pero más allá de eso, daba la impresión de que algo tramaba en mente y era justo eso, lo que marcaba una división muy poco sutil entre ambos. Ya nada parecía que ser igual. Pero, ¿Cuándo lo fue en realidad?
Cuando me casé con Jonathan me atrajo su calidez armoniosa y la dedicada lentitud con la que hacía cada tarea. Parecía disfrutar como un niño cada cosa que hacía. Tardaba horas en realizar algo sin que la impaciencia le aburriera. La satisfacción por hacer y crear, podían más que el simple hecho de acabarlo pronto.
A veces me perdía en la cercanía de su cuerpo y el mío, separados tan solo por el vidrio de la cocina. Mi mano sobre el frío cristal, empañaba ese traslucido material con el vapor de mi cuerpo. Sonreía conforme sabiendo que en él, tenía a alguien más que a un simple compañero. Cerraba los ojos y suspiraba agradecida, porque en esa época desconocía la necesidad apremiante de ser realmente envuelta por la magia del amor. Nadie puede desear aquello que jamás ha tenido o conocido, pero cuando los años pasan, ese instinto poco satisfecho va creando conciencia donde antes solo permanecía adormecido.
Me quedaba largas horas observándolo trabajar, picando la leña para cocinar o reparando alguna herramienta. Tenía manos privilegiadas; más que de un simple obrero, eran manos de artista. Uno que nunca aceptó su talento escondido, pero una vez que aceptó el trabajo de supervisor en la plantación de tabaco, una bestia hambrienta y sombría comenzó a aferrarse sobre su armoniosa figura. Jonathan poco a poco fue perdiendo ese brillo en su rostro y la magia de su mirada, fue opacándose hasta parecer muerto en vida. La privilegiada habilidad en sus manos y dedos, también desapareció volviéndose tosco, torpe y huraño. Ese no era el esposo que me habían presentado, ni el que años después había acompañado mi corazón. Sus movimientos dejaron de ser armoniosos y comenzaron a ser aspavientos urgidos. Nunca me levantó la mano para golpearme, pero sí gritaba furioso y tiraba las puertas como un jovencito malcriado. Su cambio de humor fluctuante y repentino, me llevó a cuestionarme muchas cosas. Pensaba en infinidad de razones por las cuales ya no era como le recordaba, entonces solo una opción inundó mi mente, y con ella mi corazón se sumergió en la más basta oscuridad.
2
Como mujer no me era permitido hacer preguntas que pudieran parecer intromisorias o peor aún llegar a ser ofensivas para un marido como él. Uno que cumplía con los únicos dos requisitos necesarios: ser fiel y mantener el hogar. Mientras que mis únicos motivos para estar a su lado, eran servirle como ama y señora, pero eso ya ni siquiera le importaba. La complacencia estaba siempre en mis manos y corazón, como toda esposa que honraba a su marido. Sin embargo sus intereses habían cambiado y sus placeres, habían caído en una perpetua ensoñación.
—Esposo mío…— me animé a mirarle a los ojos con prontitud, pero él evadió mi rostro y todo lo que pudiera movilizarle —Me gustaría saber ¿Qué te incomoda? Hace varias semanas que me siento preocupada.
—No es nada Francesca.
Respondió con tono cortante y la mirada clavada en sus regazos inquietos. A momentos buscaba mis manos para tomarlas entre las suyas y besarlas con remordimiento. Como si al hundir su nariz y labios en mi piel, pudiese encontrar la calma que había perdido sin razón aparente.
Luego se dirigió al comedor con aire pensativo y se sentó en la silla para que le sirviera de cenar. Desde la cocina le miraba la espalda encorvada, recostando el pecho sobre la mesa y perdiendo su mirada en la nada. Apoyando su mentón en medio de sus dedos cruzados. Aquella posición reflejaba rendimiento ante la vida, luego se erguía con esfuerzo, a la vez evitaba que su espalda ancha tocara el espaldar de la silla; impidiendo todo roce que disparara en segundos, la tensión que acumulaban sus gruesos hombros y frágiles vértebras.
El aseo y la comida ya le parecían casi innecesarios. Me acongojaba ver cómo se dejaba envolver por aquella fiera que hacía de sombra y otras veces, se convertía en su propia esencia. ¿Quién era Jonathan? Llegue a pensar en más de una ocasión. ¿Corría peligro estando a su lado?
Antes de acercarme a la mesa, permanecí un rato más observándolo ahí quieto. Ansiosa de estar entre sus brazos y sentirme deseada una vez más. Realmente admirada, pero sobretodo amada. Amada como pocos años después de casada, desee serlo. Esa necesidad apremiante de toda mujer sumida en el abandono emocional, surgió como una ninfa olvidada bajo las profundidades del mar.
La luz de la estancia se opacaba por la oscuridad de la noche, y por la llama de la lámpara que ya comenzaba a extinguirse. Estiré mi mano al aire, como gesticulando un intento por acariciarle con nostalgia, pero no pude. Mi mano cayó desmayada al lado de mis caderas; rendida al igual que su cuerpo abatido. Con la poca inspiración que tenía, tomé la bandeja en ambas manos y caminé hasta su asiento arrastrando los pies. Dispuse dos platos en la mesa como de costumbre y los llené con avena caliente. La situación económica del condado se había comenzado a resquebrajar, y las despensas de muchos ya no eran tan sustanciales como antes. Desconocía la causa certera, pero cuando iba al centro por abarrotes básicos, escuchaba los chismes casuales de siempre. Que las tarifas del antiguo presidente beneficiaban al norte y que el sur estaba empezando a decaer. Que habría escasez de granos por una larga temporada, pero sobretodo que la mano de obra esclava era punto clave en el aumento del poder agronómico del sur, por lo cual había que luchar por mantenerlo vigente. Sabía que los impuestos eran cada vez mayores, que a veces el queroseno se agotaba en el pueblo y había que pasar las noches en completa oscuridad, esperando a que llegara la misiva con nuevos productos. Otras veces había que racionar alimentos porque por más siembras que tuviéramos en el jardín, la sombra de escasez se agitaba como ave de mal agüero con disimulo. “Hijos e hijas” decía el párroco los domingos, “estos signos son el preámbulo del apocalipsis. La venida de nuestro señor está muy cerca. Cerrad los ojos al pecado, y mantened la calma rezando cada día”.
Mientras le miraba comer cada bocado con parsimonia fingida, en sus ojos se reflejaba una angustia irrefrenable. Jonathan se abatía entre quien ha de saber qué congojas y males. Dudaba que el moralismo impuesto por el párroco cada domingo, fuera la verdadera causa de su angustia. Atando cabos entre lo que oía por ahí y lo que mi esposo se empeñaba en ocultarme, podía hacerme una vaga idea de la situación. Más de poco me serviría tanto análisis, si lo que verdaderamente quería y buscaba eran detalles certeros. Deseaba una seguridad ausente e impasible, ajena a mi territorio y posiblemente al de mis vecinos.
Cuando la cena terminó, me acerqué con tranquilidad a su lugar para retirar el plato y llevarlo a lavar como siempre lo había hecho. Aunque esa noche, las ansias por presionarlo y dar con la información necesaria ya se hacían presentes.
Levante la mirada del plato vacío que sostenía en las manos, y le miré escudriñando las arrugas pintadas a los costados de sus ojos, y otras más profundas cinceladas en su frente.
Antes de apartarme de la mesa y dirigirme a la cocina con los trastos sucios, sus manos rodearon las mías y sus dedos callosos, se enroscaron en mis menudas muñecas. Sentí la agitación de su respiración húmeda y caliente contra mi piel. Esa que ante su contacto provocó en mí cierto placer reprimido. Era el primer roce sensual que sentía sobre mi cuerpo, después de cuatro largos años sin tener intimidad.
El deseo de amarlo como mujer me asaltaba con urgencia, pero no era a mí a quien le tocaba insinuar un momento de pasión. La gran mayoría de mujeres eran criadas por su familia, para ser siervas de sus maridos y sobretodo no tenían derecho alguno, de gozar su intimidad femenina por juicios morales que a nadie le atañían en realidad. Eso de expresar deseos insatisfechos de forma abierta, era inaceptable más cuando se trataba de temas tan pecaminosos.
Jonathan volvió a suspirar, rodeó mis caderas con sus manos toscas, acariciando mi silueta como si fuera un instrumento musical. Deleitando sus dedos gruesos sobre la madera de mi piel. De diversas texturas, como un celo rústico que no era tocado en largo tiempo.
Me acercó más a su cuerpo, infundiéndome seguridad y confianza con aquel deseo resurgente, acomodándome sobre sus regazos con tal ternura, que mis piernas se debilitaron al contacto con su miembro en aumento. Dejé escapar un suspiro de satisfacción creciente. Giré mi rostro y rocé mis labios con los carnosos de él.
Mis ojos se perdieron en los suyos, buscando la chispa de la pasión que comenzaba a surgir. Un destello que no veía hacía mucho tiempo, y una que a los pocos segundos de aparecer, se esfumó sin motivo aparente. El deseo y la excitación duró lo que un pestañeo le lleva a un par de ojos abrirse y cerrarse. Quise reanudar ese mágico momento, despertar y recobrar su masculinidad, pero no pude. Había algo ausente. Había hambre y sed, pero también había mortificación y esclavitud. Quizás todas ellas eran ajenas a él y pertenecían solo a mí. A una mujer con deseos reprimidos y con la insistente necesidad de ser tocada una y otra vez… Una mujer que en el peor de los casos, ya había sido reemplazada por alguna mulata exótica de caderas anchas, cintura cincelada a golpes de martillo. Con senos grandes y redondeados; de aureolas oscuras y puntiagudas, ante el deseo del éxtasis libre en ella. Una joven de piel dorada por el sol embrionario, y de ojos chispeantes por la magia de África. Entonces los vi, los dos desnudándose en un prohibido encuentro. Gozando él, como si yo no fuera suficiente, riendo ella como si Jonathan fuera su primer y único amante.
Cerré los ojos aturdida por aquella imagen desfigurada por mi insensata imaginación, y volví de nuevo al presente. Concentrándome en lo que era mío. En ese basto momento que podría convertirse en algo más que una fantasía en blanco y negro. En un simple sueño saciado a medias.
Rocé sus espesos cabellos con las puntas de mis dedos y examiné su rostro para averiguar si había dejado de amarme. Luego pensé que podría estar preocupado por el país, y me animé a observarlo con las hormonas frías, para luego preguntarle: ¿Qué era lo que le incomodaba de tal manera? pero no fue necesario. Jonathan habló con suavidad, como si de aquellas palabras dependiera nuestro futuro.
—¡Francesca, estoy preocupado! verdaderamente atormentado—Comentó con los ojos entrecerrados. La habitación estaba iluminada por un par de candelas de cebo y el calor de la estufa, apenas abrigaba nuestros cuerpos.
Tras su ligero contacto, había empezado a percibir el calor abrazador de mi piel. Este iba más allá de un simple sonrojo. Era una calidez envolvente que gritaba por mí, ese loco deseo reprimido. Pero una vez oí su voz temblorosa en angustia y no en deseo, la pasión efusiva abandonó mi complicado ser.
—Como mujer sé que no te corresponde saber lo que ocurre en el mundo y menos en el país. Pero tú eres distinta… más que una simple mujer, eres una guerrera en potencia— sonreí ante aquel alago tan propio de él y más aún al comprobar que en todos esos años de matrimonio, Jonathan me conocía realmente bien —Como no sé qué pueda suceder, quiero que estés preparada.
Dijo por fin tomando mis manos entre las suyas, y mirándome con profunda tristeza. Una tristeza que nunca antes le había captado, sino hasta pocos años atrás.
—Lo estaré Jonathan, pero ¿Qué puede llegar a suceder? ¿Qué puede ser tan terrible que te tiene consumido en tremenda angustia?
Jonathan guardó silencio, meditando antes de hablar. Su cuerpo se tensó aún más y el deseo que había sentido por él minutos atrás, abandonó mi cuerpo por completo. Siendo sustituido por el pánico desconcertante.
—Más que temer Francesca, me preocupa no actuar bien— suspiró, dejando escapar todo el aire acumulado como si sus pulmones se desinflaran. Seguía sin comprender su monólogo de agitación, pero traté de mantenerme quieta —Somos el caldo que cuece lentamente una cena de muerte— metaforizó. El corazón comenzó a latirme acaloradamente y aunque no era capaz de comprender qué intentaba decirme con aquel juego de palabras, fruncí el entrecejo y le suplique con la mirada que fuera más explícito. Me tomó de los hombros y me guio de regreso a la estancia —Siéntate querida, y déjame aclararlo todo como mejor me sea posible.
Jonathan caminó delante de mí hasta la pequeña salita, tomé asiento en el sillón cerca de la estufa y presté la atención necesaria. Aunque algo me decía que no llegaría a comprender gran parte de su tormento.
—Tras las elecciones y el mando de Lincoln en el poder, la historia de este país empieza a redactarse. No hace muchos días, varios estados del sur se han desligado de Estados Unidos, proclamando su propia independencia y haciéndose llamar los Confederados de América. Un tal general Scott, ideó el Plan Anaconda para ganar así la guerra con el menor derramamiento de sangre posible. Su idea era bloquear los puertos de anclaje para arruinar la economía del sur, capturando el río Mississippi. Mientras tanto Lincoln pensaba exprimir hasta la muerte la economía confederada, así que hace poco anunció el bloqueo de todos los puertos del sur. Los barcos comerciales ya no podrán traficar. Nuestro "Rey Algodón" está en decadencia, no se puede exportar menos del 10%— masculló angustiado —Robards está preocupado y de muy mal temperamento. Ver cómo la producción crece y la economía del algodón baja, es simplemente una pesadilla— Jonathan me miró con sus penetrantes ojos azules, aquellos que bajo las llamas, se tornaron en un par de sombras agitadas. Unió las cejas en una sola línea y continúo–Ahora que han declarado a Richmond como la capital de la confederación, con suerte pueda beneficiarnos un poco— dejó escapar un suspiro, se levantó del asiento y caminó unos pasos hasta la ventana húmeda por el vapor. Con uno de sus dedos, dibujó círculos concéntricos como quien traza líneas vagas en un mapa. Luego se giró hacia mí y continúo conversando con esa mezcla de congoja y distracción —He oído en la taberna que hay un arsenal de armas con más de 7253 toneladas de acero, pero eso no es todo. El sur ha tomado represalias y ha tratado de recuperar el fuerte de Fort Sumter en la bahía de Charleston. Eso ha sido detonante suficiente para el inicio de una pronta guerra civil— Mis labios se abrieron lentamente, dejando que una bocanada de aire refrescara mi boca seca. Ahora comprendía la preocupación de mi esposo, quien con su discurso en lugar de tranquilizarse, parecía más bien estar a punto de explotar en un río de fobia y turbación. Traté de expresarme, pero Jonathan me lo impidió —Tras el primer ataque, nuestro bando sobreviviente se refugió en Henry House Hill y ahí se encontraron con las tropas de Jackson, quien demandó a sus soldados luchar contra los supervivientes del norte. Muchos de sus hombres huyeron, otros murieron pero la gran mayoría cayó prisionera del sur. Ganando nosotros la victoria.
—Al menos hemos ganado— respondí con aire de animado, luego la duda me inundó al ver que el rostro de mi esposo, no daba muestra alguna de alegría —¿No es así?—Pregunté dudosa, con un hilo de voz y con ganas de abrazarme a su cuerpo.
Jonathan se restregó el rostro preocupado y balbuceó con cuidado.
—Sí, ganamos una batalla. Pero el norte es muy poderoso Francesca, y las cosas no se van a quedar así. Lincoln es un hombre muy inteligente y está rodeado de hombres verdaderamente sabios.
Asentí en estado de shock, tratando no solo de seguir el hilo de su conversación, sino también de analizar la realidad que ya comenzaba a sopesar. Era demasiada información para digerirla internamente yo sola. Información que solo un hombre culto, era capaz de comprender sin esfuerzo alguno. Y yo, tan solo distaba entre una vaga diferencia de paje ilustre y campesino resurgente.
Busqué sus manos para darles un apretón que le infundiera confianza, pero eso quizás sería también en vano.
—Te he puesto al tanto de todo porque lo más preciado para mi Francesca, es tu vida. No permitas que la guerra se apodere de tu alma, cuídala…
Suplicó, mirándome directo a los ojos. Un gesto de pupilas sostenidas, sin dilatarse ni achicarse. Tan solo estaban ahí quietas, inertes. Como si esa noche quisiera grabar mi recuerdo centímetro a centímetro, para luego rememorarme en la distante lejanía.
Sonreí con toda la confianza y fortaleza capaz de albergar en mi interior, y le animé a encontrar la paz. Dibujé una cruz en su frente, invocando la misericordia divina. Bendiciendo su presente y guardando su próximo futuro.
—Lo haré.
Balbuceé casi para mí.
No sabía cómo, pero lo haría. “eres una guerrera…” repetí de nuevo para mis adentros, como si aquel cumplido fuera capaz de infundirme valor suficiente, para enfrentarme ante cualquier adversidad.
Era como si mi esposo me cediera el poder de protección, como si él no fuera ya capaz de sobrellevar por más tiempo aquella brutal carga. Como si por vez primera, yo pudiera tener un lugar privilegiado no solo en el hogar, sino en la sociedad misma. Entonces mientras me dirigía al dormitorio, me sentí verdaderamente tomada en cuenta. Poderosa e importante. Luego la culpa me llamó la atención, como si aquello fuera un pecado mal cometido. Sabía que el poder pertenecía solo a los hombres, pero yo quería recuperar el mío. Aunque fuera solo por esa noche.