IV
Landlord

1

Tal y como Kalahan le había dicho, nada más llegar al campo abierto, varios de los esclavos estaban en el suelo retorciéndose del dolor. Unos se empujaban el estómago, simulando el agobio de sus vísceras, y otros más caían desplomados al suelo. Jonathan corrió tan rápido como le dieron las piernas y se acercó a los que parecían más enfermos. Trató de levantarlos del suelo y pedirle a los que estaban bien, que trajeran baldes con agua fresca para socorrerlos. 

Massa Pembroke, no podemos dejar el campo. No una vez que ya estamos aquí laborando.

Jonathan soltó a la mujer que estuvo sosteniendo en brazos, y corrió hasta la casa de Robards para pedirle su colaboración. Ignorando lo que le había alertado la noche anterior, fue igualmente a pedirle frazadas y agua limpia. Estaba seguro de que esos negros estaban enfermos de verdad.

—Señor Robards, los esclavos…— habló con la voz cortada  y jadeante —Están enfermos—Kalahan no se sorprendió sino más bien se echó a reír. Le puso el brazo sobre los hombros y salió hasta el campo abierto, caminando con lentitud.

—¿Se lo advertí o no ayer por la noche?

—Sí, pero no es como usted cree señor. Estoy seguro que están enfermos. ¿Y si se mueren? —¡Qué demonios se van a morir! Aprenda a relajarse usted y a ser desconsiderado con ellos. Parecen tontos, pero créame que son más inteligentes de lo que usted piensa.

Al llegar a la plantación, Kalahan encontró a gran parte de los esclavos tirados a lo ancho y largo del camino, unos con los ojos vueltos al cielo y otros más con la espalda rígida. Caminó hasta el cuerpo inerte de una mujer joven, le dio varios traspiés con la bota y siguió examinando de igual manera e indiferencia a todo el resto de esclavos —Tiene razón Jonathan, hay unos que ya se murieron, ¡Qué se puede hacer!— comentó con tono de ligero lamento —Acompáñeme a ver a los demás, le apuesto que se están haciendo los enfermos.

Cuando llegaron a las otras inmediaciones del campo, más allá de lo que la vista daba, encontraron a otros esclavos más llorando y suplicando misericordia. Unos gemían de cansancio  y otros porque se sentían realmente enfermos.

—Usted preste atención Jonathan y haga lo que yo con los demás. ¿Me ha oído?

Kalahan tomó el látigo en su mano y comenzó a darle azotes a un mulato de edad avanzada. Quizás era de los primeros esclavos que laboraron para él en años anteriores. —Usted, levántese— le ordenó Kalahan —Ponga las manos en el suelo, espalda erguida. Así aprenderá a ganarse el sustento diario.

El brazo de Kalahan subía y bajaba con tal fuerza, soltando azotes contra la delgada espalda del nigger, que Jonathan no pudo hacer nada más que aparatar la mirada a momentos, y otros más mirar de reojo. Sentía que el estómago le saltaría por la boca en cualquier momento, tras aquella atrocidad —Ahora mismo, le toca a usted educar a los restantes Jonathan. No pienso moverme de aquí hasta que no lo haga.

Jonathan tomó el látigo con manos temblorosas, y soltó un azote suave contra una mujer. Sintió que el alma le saltaba en miles de pedazos, como si fuera de cristal.

—Así no Pembroke— Kalahan le arrebató el látigo y soltó el primer azote contra la mujer. El cuerpo de la mulata, se dejó caer al suelo como un saco de patatas —Duro, como si estuviera picando leña. Que sé muy bien que usted tiene práctica en esa labor.

Jonathan cerró los ojos, pidió perdón al cielo por lo que iba a hacer y comenzó con los azotes. Impidiendo que su mente le traicionara al enviarle imágenes recientes de aquella calamidad. Los pies curtidos y llenos de llagas, las espaldas desgarradas y los cuerpos llenos de moscas insistentes, tratando de comerse los huesos donde una vez hubo algo de carne por devorar.

—Uno, cuatro… diez… veinte— la voz de Kalahan en su oído contaba con placer cada uno de los azotes —treinta y seis. ¡Muy bien Pembroke! Así es como se hace.

Jonathan abrió los ojos, y se encontró con la espalda de la pobre mujer, hecha un amasijo de carne desgarrada y sangre a borbotones. Sintió náuseas y asco, repulsión por lo que acababa de hacer. Maldijo el día en que había aceptado aquel puesto, y se culpó por ser tan ingenuo. Pero era ya tarde para renunciar, hacía dos años que trabajaba en aquel puesto y con él era capaz de pagar la hipoteca de su casa, mantener a su esposa y pasar dinero a su madre viuda.

Al llegar a casa, le esperaba Francesca con una cena sencilla, pero hecha siempre con amor. Un plato de lentejas con puerco. Al ver el plato y las piezas de carne flotando en el caldo verdoso, Jonathan se sintió enfermo tras recordar los azotes y los gemidos de la inocente mujer. Se levantó de la mesa y caminó con rapidez hasta el dormitorio. Llenó el plato con el agua de la vasija y se perdió unos instantes en el espejo que colgaba de la pared de pino. Miró en sus ojos una luz que se apagaba, para ser sustituida por una sombra impertérrita. Apretó los puños y cerró los ojos, recordando otra vez los azotes que había dado primero con temor, y luego entre más golpeaba a la mujer, y entre más contaba Kalahan los azotes, se le despertó cierto placer en aquella brutal agresión. La había golpeado con saña, con furia como si él fuera su propio dueño. Quiso sonreír irónico, al ver cómo aquel trabajo lo comenzaba a cambiar de la noche a la mañana, pero en su lugar una arcada tomó lugar. Jonathan vacío todo lo que había en su estómago nulo de alimento, y se fue a sentar en el borde de la cama a la espera de su mujer. ¿Qué diría Francesca si supiera que las manos de su esposo, las mismas que le acariciaban con amor a ella, habían lastimado a una mulata indefensa?

—¿Sucede algo esposo?—Jonathan levantó su rostro hundido en sus manos, y la miró con los ojos vacíos. Una mirada nula, perdida en vida.

—No pasa nada querida—Respondió a la vez que para sus adentros susurraba “no… yo no soy ni seré una bestia como él. No seré jamás como Kalahan”

2

El joven Arthur, provenía de una familia acaudalada y poderosa; siendo él el único miembro sensible de aquella futura dinastía. Su padre Kalahan era un hombre rudo y sin escrúpulos, capaz de crear un nuevo estado a partir de sus propias cenizas. Para él nada jamás era suficiente y tampoco ninguna causa estaba perdida. Como lo eran las dos jovencitas quienes desde muy corta edad, ya sabían hacer valer sus sueños como únicos derechos; casarse con un hombre de poder, era lo que ellas más soñaban.

—Mamá, dinos que nos casaremos con hombres guapos y adinerados. Con hombres que nos lleven de paseo, a bailes y cenas.

Comentó Megan, una tarde durante el té.

—Sí y que nos compren zapatos, listones, vestidos y sombreros.

Agregó Anne su hermana.

—Sí queridas mías, todo eso lo tendrán. Ambas gozarán de una vida a la altura. Jamás les va a faltar nada; que si vuestro padre ha trabajado tanto durante estos años, es para dejarles una buena dote con la cual enganchar a un buen partido.

—Muchas gracias mamá, aunque siento pesar por nuestro hermano, ya sabemos que él no contará con el favor de nuestro padre. Aun así se enliste en la guerra.

—Anne tiene razón mamá, Arthur jamás admiró a papá y eso él nunca se lo ha de perdonar.

—Queridas mías, ¿Porque no dejan a su pobre hermano en paz y se concentran en sus sueños? 

Desde muy niño Arthur tenía que sobrellevar ofensas y sortear esfuerzos para que su padre, se sintiera orgulloso de él. Kalahan lo obligaba a cargar los pesados sacos previamente recogidos por los mismos esclavos de las siembras. Para luego subirlos a los coches de madera y ser llevados a puerto. Así era como Kalahan exportaba sus productos y cómo con ese dinero, no solo su familia gozaba de una vida muy bien acomodada, sino que también labraba el futuro fulminante de sus hijos.

Dorothy apoyaba los sueños de Arthur como una mujer débil e insensata; si el niño quería ser médico y dedicarse al cuidado humanitario de su gente, ella le apoyaba. Pero Kalahan no hacía más que inmutarse y ofenderse ante la ignorancia de su esposa. Su único hijo varón tenía que hacer algo valeroso y eso era justamente, librar batallas como un verdadero hombre. Todo el mundo sabía que las ganancias mayores, estaban primero en el ejército y segundo en los negocios. Y para ser un buen señor feudal, había que templar carácter, aprender a valerse por sí mismo y sobretodo, ser muy egoísta y frívolo para no tambalearse ante los esclavos o ante la competencia.

Años antes de que Arthur cumpliera los veinte años, su padre ya comenzaba a ver signos de alarma. Temía que su hijo fuera un insensato igual que su madre, y peor aún que nunca se arriesgara a salir de sus faldas. Ya los malos comentarios se hacían ver en la taberna del pueblo, donde amigos y compatriotas, hablaban de su hijo como si fuese un ignorante. Todos alagaban a sus propios vástagos diciendo lo valerosos que eran. Muchos otros más, anegaban que sus hijos harían del norte una nación poderosa, y del sur una nación libre. No fue mucho lo que Kalahan tuvo que pensar. Esa noche tras beber unos tragos en la taberna y escuchar las conversaciones ofensivas a sus espaldas,  desde la barra Kalahan tomó una decisión de la que jamás se arrepentiría. Enviaría a su hijo a pelear y una vez ganadas las batallas, regresaría a casa hecho un hombre de verdad. Luego hablaría con el mayor, el más cercano a Lincoln y le pediría que le abriera un espacio en las siguientes elecciones. Él sabría cómo compensarlo por aquel gran favor.

Al amanecer y durante el desayuno, Kalahan llamó a su hijo con la voz grave entonando cada sílaba con poder. Puso sus manos pesadas en los delgados hombros del muchacho, y lo hizo sentarse en la silla de un solo golpe. Lo miró fijamente, respirando agitado y furibundo. Haciendo que cada exhalación moviera sus bigotes, como el viento agitaba los campos de trigo y maíz.

—Ya viene siendo hora de que haga algo bueno de su vida Arthur. O ¿Acaso cree que esta casa, el dinero y la posición social que tenemos, es por suerte del destino? Desde que nació he ido construyendo sus propios sueños. A diferencia de Dorothy, quiero un hombre y no un niño débil con delantal como una enfermera. Tampoco quiero aceptar un compromiso matrimonial con la primera jovencita que le provoque una erección. Quiero que se case con una mujer de convicciones, pero sin que eso le impida ser sumisa. ¿Entiende lo que te digo?— Arthur movió la cabeza asintiendo con respeto a su padre. Sus ojos profundos escondían con premura, el temor que torturaba siempre su interior —Así que, viendo cómo están las cosas, se va a enlistar como militar para defender al estado del norte.

—Pero… yo…—El joven no tuvo tiempo para terminar de hablar, cuando la mano de su padre ya le había golpeado en los labios y abofeteado el rostro tres veces seguidas, por respondón.

—No se atreva a llevarme la contraria, ¿Me ha oído?

—Sí señor. 

—¿Acaso cree que pagué su carrera militar en West Point por gusto?— Arthur negó con la cabeza, manteniendo los ojos muy abiertos y las cejas elevadas. No quería recordar lo que había sido de aquellos años, estudiando algo que él odiaba —Ya puede ir alistando las maletas jovencito, que pasado mañana le llevo a puerto, con destino a Gettysburg.  ¡Ah! Y también puede irse olvidando de todos esos sueños inútiles, que solo las doncellas se pueden costear.  “casarse por amor” balbuceó enojado.