Purgatorio, 1993-95

Están diciendo algo sobre su padre en televisión.

 

Especular sobre los motivos que llevaron a Michael Jordan a retirarse intempestivamente en otoño de 1993 es recorrer un camino en el que después de cada paso la meta queda más lejos. Uno de los principales argumentos era que ya no le quedaba nada por demostrar después de su tercer campeonato consecutivo, superando así a “Magic”, Larry e Isiah; pero según el propio Jordan sus intenciones cristalizaron durante la temporada, y ha llegado a afirmar que tomó la decisión antes de la final. Muy probablemente debido a sus propias dudas y confusiones en unos momentos de gran tensión emocional, las diferentes explicaciones que ha ofrecido resultan contradictorias y hacen difícil estar seguro de nada.

Michael Jordan había fantaseado sobre la retirada, algo habitual en las estrellas de la NBA que a menudo hablan de marcharse jóvenes antes de que su nivel de juego se deteriore, aunque lo habitual es que esas declaraciones de intenciones se queden en nada y sigan en activo hasta superar los 35 años. Probablemente esa sea la razón por la cual ninguno de sus compañeros prestó atención a los comentarios de Michael Jordan, que quizás no fueran más que un desahogo de la presión de los medios y la competición. Era innegable que la temporada 92-93 había supuesto para Jordan un desgaste mayor que las anteriores en todos los aspectos. Su estado físico y el del equipo se habían deteriorado, exigiendo un esfuerzo para superar las bajas médicas y las molestias de quienes aún estaban en activo, y además los Bulls habían empezado a mostrar los síntomas de lo que Pat Riley denominaba “the disease of more”: los miembros del equipo sublimaban sus deseos individuales para perseguir el éxito colectivo, pero una vez alcanzado éste desaparecía la motivación para el sacrificio y empezaban las exigencias. Pippen quería más dinero, Grant más tiros, Armstrong más minutos, siempre más. Incluso Scott Williams y Will Perdue dejaban de estar satisfechos con su papel secundario. Entre los problemas físicos y las quejas de sus compañeros, el vestuario había dejado de ser un refugio. “La mayor lección de tener éxito es que tú no cambias, cambia la gente a tu alrededor”, declaró. “Los entrenamientos empezaron a parecerme aburridos. Cuando eso sucedió, supe que se acercaba el momento de irme. Los entrenamientos siempre habían sido la parte más divertida para mí. Me levantaba con ganas de ir porque de esa competición surgía el desafío. No eran algo que tenía que hacer.” Jordan comprendía que los problemas físicos habían hecho imposible mantener el ritmo de trabajo de otros años, pero eso no cambiaba sus conclusiones. “Nadie más parecía tomarse los entrenamientos como yo, dejó de ser divertido y por tanto me quedé sin nada que hacer.”

Había que añadir la creciente presión de la prensa, que desde que dejó de ser un simpático perdedor había tomado un giro negativo. Algunos miembros de su entorno ya habían avisado de que Jordan estaba cansado de que cada uno de sus actos fuera analizado y criticado, y de que existía el riesgo de que terminara haciéndole huir del baloncesto. Lo había soportado para alcanzar la victoria, pero una vez conquistado el anillo se planteaba si realmente valía la pena. En cierto sentido era una variante de “la enfermedad de más” que mencionaba Riley: Jordan se había sacrificado para ganar, pero después surgía con más fuerza el deseo de más tiempo, más descanso, más intimidad. No fue por casualidad que esa temporada su antiguo entrenador Dean Smoth acudiese a Chicago por primera vez a ver un partido de Jordan en los Bulls; sospechaba que el fin podía estar cerca, y no era el único. “Siempre pensé que seguiría jugando hasta que cambiáramos de pabellón”, recordaba Reinsdorf. “Me cogió de sorpresa. Debí reconocer las señales, la tensión del campeonato después de la Olimpiada, cuando no tuvo descanso ese verano, los rumores sobre apuestas. Pero recuerdo cómo estaba en el avión volviendo de Phoenix después del tercer anillo, fumando un puro y diciendo que íbamos a ganar seis o siete campeonatos.”

La muerte de su padre precipitó la crisis. En la madrugada del 23 de julio de 1993 James Jordan desapareció mientras viajaba desde Wilmington, donde había asistido al funeral de un amigo, al aeropuerto de Charlotte. En principio su ausencia no provocó excesiva preocupación, ya que le gustaba viajar solo y cambiar de planes sobre la marcha, y ni siquiera se alarmaron cuando pasó la fecha de su cumpleaños, el 31 de julio, sin noticias. Pero el 11 de agosto apareció desmantelado el coche de James Jordan, un lujoso Lexus Coupe SC- 400 rojo matrícula UNC0023 que le había regalado su hijo, y Michael supo que había pasado algo grave. En realidad, ya habían encontrado el cuerpo en un pantano de Carolina del Sur dos días antes, pero hasta el 13 de agosto no pudo ser identificado. Poco después el rastro de llamadas realizadas desde el teléfono móvil de la víctima condujo a la policía hasta Daniel Green y Larry Martin Demery, dos jóvenes con un amplio historial delictivo a quienes se les encontró un reloj y dos anillos del All Star que Michael Jordan le había regalado a su padre (incluso habían grabado un vídeo casero en el que Green aparecía con esas joyas cantando un rap sobre el asesinato que acababan de cometer). Demery declaró en el juicio que buscaban posibles víctimas a las que robar cuando vieron el coche aparcado en la entrada de una tienda, y Green realizó un disparo con una pistola calibre 38 que seccionó la aorta de James Jordan. Ambos fueron condenados a cadena perpetua.

Además del asesinato, las circunstancias parecían elegidas para exacerbar el sufrimiento de la familia. Resultaba inexplicable, por ejemplo, que tardaran seis días en identificar el Lexus solamente porque le habían arrancado la matrícula, a pesar de la abundancia de objetos personales en su interior. Aún más doloroso era que hubiera sucedido lo mismo con el cadáver de James Jordan, encontrado el 3 de agosto por un pescador local. El condado de Marlboro carecía de medios para conservar el cuerpo, así que realizaron la autopsia y tres días después efectuaron la cremación (más barato que un entierro) guardando solamente la mandíbula y las manos para una posible identificación futura. Este aspecto fue objeto de polémica cuando se insinuó que quizás no se habrían dado tanta prisa si se hubiera tratado de una víctima de raza blanca, pero en cualquier caso supuso que Michael Jordan ni siquiera tuvo ocasión de despedirse de su padre a la manera habitual. El ataúd que cargaron durante el funeral era poco más que una pieza de atrezzo.

Lo que desató la ira de Jordan fue la reacción de parte de la prensa, que aprovechó para especular con una posible participación del crimen organizado y la mafia de las apuestas a raíz de la controversia que había rodeado al jugador durante las temporadas anteriores. La aparición del coche abandonado hizo que la policía tratara el caso como un posible asesinato o secuestro, y la declaración por parte del FBI de que no descartaban ninguna posibilidad fue explotada por medios poco rigurosos que le atribuyeron una falsa ambigüedad. “Cuando James Jordan fue asesinado, perdí a mi padre y a mi mejor amigo”, declaró en un comunicado de prensa. “No puedo comprender que otros hayan puesto intencionadamente sal en una herida abierta al insinuar que los fallos y errores de mi vida pudieran estar relacionados con la muerte de mi padre.” Este espectáculo sensacionalista terminó de agriar su relación con los medios de comunicación, a pesar de que ese mismo comunicado reconocía que las críticas se dirigían a una minoría poco representativa. La mayor parte de los medios adoptaron una posición decididamente protectora y prefirieron pasar por encima de algunos aspectos turbios del caso. Apenas se mencionó la antigua condena por estafa de James Jordan, ni los rumores sobre la contabilidad en las tiendas de ropa deportiva que gestionaba, ni siquiera las razones de que decidiera dormir en la cuneta a poca distancia de su casa familiar. James y Deloris Jordan parecían vivir por separado desde hacía tiempo, y eso explicaría por qué el padre de Jordan dormía en su coche cuando lo asesinaron, y por qué su mujer declaró inicialmente que había recibido una llamada suya el 26 de julio, tres días después del crimen. Esa discreción por parte de la mayor parte de los medios no sirvió para aliviar la irritación de Jordan, convencido de que el buen nombre de su padre había sido ensuciado sin motivo y de que a la injusticia de haberlo perdido antes de tiempo se añadía tener que soportar para los restos las groseras especulaciones de cualquier plumilla con ansias de notoriedad.

Michael Jordan ha afirmado que la muerte de su padre no influyó en su decisión de abandonar la práctica del baloncesto, aunque es difícil de creer. En momentos distintos ha declarado que el tercer campeonato fue uno de sus motivos, que desde los JJ.OO. de 1992 ya estaba convencido y que durante el verano de 1993 no sabía qué camino tomar. En unas entrevistas dijo que la decisión de hacer un intento en el béisbol fue posterior a su retirada, mientras que en otras aclaró que ya durante su última temporada en el baloncesto le pidió a Tim Grover un programa de entrenamientos específico para cambiar de deporte. Ese torbellino de contradicciones sugiere un momento de crisis personal, probablemente interna, pero agravada por el asesinato de James Jordan. El baloncesto había sido el vínculo entre ellos, ya que antes Michael Jordan no había mostrado ninguno de los rasgos que James admiraba en los varones de su familia. Con el baloncesto había pasado de ser el hijo que no sabía hacer nada útil al centro de la vida de su padre, que viajaba frecuentemente con los Bulls sirviendo de portavoz y apoyo para la estrella. Michael mantenía una relación muy estrecha con su padre, y su muerte pareció provocar una especie de retorno a la infancia o primera adolescencia. La única pega que le ponía James Jordan al éxito de su hijo era que no hubiese tenido lugar en el béisbol, y con frecuencia reiteraba su convencimiento de que sus triunfos en el baloncesto demostraban que poseía la capacidad física para destacar en otros deportes de élite. Cuando Michael Jordan decidió finalmente retirarse de la práctica activa del baloncesto, lo hizo con la idea de intentar dar el salto al béisbol.

Curiosamente, la noticia de la posible retirada de Michael Jordan se hizo pública el miércoles 6 de octubre de 1993, cuando él y otros miembros de los Bulls estaban en el Comiskey Park viendo un partido de playoffs de los White Sox, el equipo de béisbol de Jerry Reinsdorf. Se lo había insinuado a Scottie Pippen el día anterior pero no terminaba de creérselo, mientras que Scott Williams corrió al palco donde estaba Jordan y a punto estuvo de echarse a llorar. David Falk había solicitado una reunión con Reinsdorf el domingo día 3 en Washington, y lo primero que dijo Michael Jordan fue “no se trata de una cuestión de dinero”. Reinsdorf llamó inmediatamente a Jerry Krause: “Si estás de pie será mejor que te sientes porque no te lo vas a creer. Michael se va a retirar”. El propietario de los Bulls creía que aún existía una posibilidad de hacerle cambiar de opinión, y había conseguido que Jordan se comprometiera a reunirse con Krause y Phil Jackson antes de anunciar oficialmente su marcha. “Jerry quería que hablara con él antes de tomar una decisión, y conociendo a Phil y su título de psicólogo intentaría leerme la mente para ver mi postura.”

Michael Jordan respetaba la capacidad de Phil Jackson para argumentar convincentemente, pero esta vez estaba seguro de que no lograría hacerle cambiar de opinión. El principal razonamiento de Jackson era que su juego era un don de dios y no debía privar al público de su disfrute, pero desde el punto de vista de Jordan era el público quien había recibido el don de poder disfrutar de su juego. Además, era ley de vida que ese don se acabara, y el asesinato de su padre le había hecho comprender que se podía perder en cualquier momento. De manera un tanto inmadura, Jordan pensaba que el público se había acomodado y quizás apreciaran más su juego cuando lo hubieran perdido. Phil Jackson intentó ofrecerle alternativas, como tomarse un año sabático o permanecer de baja durante la temporada y volver para los playoffs, pero ambos sabían que no era viable. Jordan no quería dejar cabos sueltos y la prensa, los aficionados y los compañeros no hubieran aceptado el espectáculo de verlo llegar a salvar la temporada como si fuera el séptimo de caballería. Sorprendentemente, esa conversación reforzó la relación entre ambos, ya que en lugar de intentar convencerle de cambiar de opinión, Phil Jackson se limitó a exponer su postura y a asegurarle que respaldaría la decisión que tomara. Jordan se había sentido manipulado muchas veces durante su carrera, y apreció que su entrenador analizara la situación sin mostrar dudas o debilidad ante la perspectiva de perder a la estrella de su equipo. “Supe que se iba a marchar en cuanto salió de la oficina de Phil”, declaró Krause. “Miré a Phil a los ojos y supe que había usado su mejor argumento, así que yo ni lo intenté. Si Phil no había logrado convencerle, yo no lo iba a conseguir.” Jerry Krause se reunió con Jordan para intentar aclarar los malentendidos y enfrentamientos que habían marcado su relación desde el principio, queriendo al menos que no quedaran como enemigos. Sin embargo, el despliegue de emotividad por parte de Krause dejó frío a Jordan, que no veía sentido a intentar cambiar una relación que durante años había sido exclusivamente profesional.

En la rueda de prensa, Michael Jordan explicó que su decisión se debía a la pérdida de su ansia competitiva, de seguir demostrando que era el mejor. Tuvo un recuerdo emocionado para su padre, de quien dijo que le alegraba pensar que había visto todos sus partidos, y anunció su intención de pasar más tiempo con su familia. Lo que más llamó la atención fue su actitud hostil hacia la prensa, a quienes se refirió varias veces con las palabras you guys en una especie de desafío. “Siempre he dicho que no me echaríais del baloncesto, así que no penséis que lo habéis conseguido.” Esas palabras resultaron hirientes para los periodistas locales que habían seguido su carrera día a día desde el principio, y con quienes había confraternizado en infinidad de partidas de cartas y golf. Algunos de ellos no pudieron evitar sentirse culpables al recordar al joven abierto y sociable que llegó a Chicago en 1984, y al que habían visto irse encerrando en sí mismo ante la presión de los medios.

El momento emotivo para Michael Jordan había llegado antes, en la reunión con el resto de la plantilla. Estaba preparado para ver a Scott Williams llorar como un niño o a Scottie Pippen dolido, pero la reacción de los compañeros con los que había mantenido una relación más turbulenta, como Stacey King o B.J. Armstrong, le sorprendió. “Horace fue el único que no habló conmigo, ni me llamó ni acudió a la conferencia de prensa.” Si el abrazo de Bill Cartwright le conmovió, nada le sorprendió tanto como las lágrimas de Toni Kukoc, a quien apenas conocía. “Lo sentí por él, ya que tomó la decisión de venir en parte pensando que yo formaría parte del equipo.” Sentía que había engañado a los recién llegados como Steve Kerr o Bill Wennington, que habían aceptado cobrar el salario mínimo pensando que iban a competir por el campeonato. De modo similar pensaba que les estaba fallando a Cartwright y Paxson, que después de una temporada de sufrimiento habían decidido no retirarse sin saber que las perspectivas del equipo iban a cambiar de un día para otro. Michael Jordan se excusaba en que peor habría sido retirarse en medio de la temporada como Laimbeer, pero al retrasar su decisión hasta octubre había dejado a los Bulls sin margen de maniobra. No sólo tenían el problema de que su salario seguía contando para el tope, es que además todos los agentes libres interesantes habían encontrado acomodo y los posibles traspasos se habían completado. Krause se vio obligado a ofrecerle inmediatamente una extensión de contrato a B.J. Armstrong, a quien en origen pretendían dejar marchar, y fichó al especialista defensivo Pete Myers, un escolta drafteado en 1986 por los Bulls que había desarrollado la mayor parte de su carrera en Europa (por ejemplo en el CAI).

Nada de eso preocupaba a Jordan, que en diciembre empezó a entrenarse en el Comiskey Park para incorporarse a la pretemporada de los Chicago White Sox en Sarasota. “Poned el estadio a su entera disposición”, ordenó Reinsdorf, “pero no le prometáis nada”. El primer día Walt Hriniak, el entrenador de bateo, le hizo una pregunta directa: “¿Te lo vas a tomar en serio o es un truco?”. Jordan acudió puntualmente cada día a las 7:30 para entrenar y en febrero de 1994 recibió la invitación para formar parte de la plantilla, pero no consiguió un nivel que le permitiera soñar con un puesto en las ligas mayores. Pasaron varios partidos de pretemporada hasta que conectó su primer golpe, y el “día de pruebas” (una especie de entrenamiento con público que sirve de presentación del equipo) cometió la clase de error que no se ve en un profesional, cuando midió mal una bola bombeada y se le escapó del guante. Un puesto en la primera plantilla era impensable, y los White Sox lo asignaron a uno de sus equipos vinculados en las ligas menores, los Birmingham Barons de la Clase Doble A20. Se estaban cumpliendo los peores pronósticos de las voces que se habían levantado dentro del béisbol para criticar lo que parecía un capricho de un deportista endiosado. Incluso en los White Sox molestaba que la pretemporada se viera atestada de un público al que sólo interesaba la participación de Michael Jordan, y el 14 de marzo la revista Sports Illustrated lanzó una portada que se haría famosa, “Bag it, Michael!”, con el subtítulo “Jordan y los White Sox avergüenzan el deporte del béisbol”. Michael Jordan no perdonó a la revista por ese artículo, en parte porque consideraba que durante años habían ganado dinero a su costa mediante promociones tales como la portada holográfica o un vídeo de sus mejores jugadas, y ahora aprovechaban para atacarle. No volvió a concender ninguna entrevista a Sports Illustrated, y cuando su viejo amigo Jack McCallum hizo un intento años después para un especial por su cuarenta cumpleaños lo dejó bien claro: “A ti te tengo cariño, pero a la revista para la que trabajas no. Nunca perdono una ofensa”.

Para entonces, nadie en el entorno de Michael Jordan y los White Sox seguía pensando que fuera una vergüenza o un capricho. Muchos entrenadores y jugadores estaban deseando verle fracasar aunque sólo fuera porque confirmaría que el béisbol era un deporte muy exigente, pero la actitud de Jordan hizo cambiar de opinión incluso a los críticos más recalcitrantes. En cierto sentido la gente del béisbol había caído en el mismo error que criticaban, dando por supuesto que Michael Jordan había llegado a lo más alto en la NBA sin disciplina y voluntad de mejora, sólo a base de talento innato. En realidad, Jordan ofrecía su mejor cara en los entrenamientos, donde Phil Jackson lo echaba de menos más aún que en la pista. Rodeado de jugadores como Perdue, que siempre tenía una explicación de por qué en realidad no había sido fallo suyo, o Armstrong, que se enfadaba ante cualquier crítica, añoraba la actitud de un Michael Jordan siempre dispuesto a admitir un error y a intentar corregirlo. Eso sucedía en el baloncesto, un deporte que creía tener tan dominado que normalmente no se molestaba en prestar atención a los comentarios tácticos antes de los partidos, así que mucho más en el béisbol, en el que era consciente de ser probablemente el peor jugador del equipo. Sus horas en la jaula de bateo, su obediencia ciega a Hriniak y el interés con el que pedía consejo a los demás jugadores le hicieron ganarse el respeto de sus compañeros. Podían dudar de su capacidad, pero no de su compromiso.

Más difícil era aceptar la constante atención del público, que acudía en masa a los partidos de una liga menor que normalmente se jugaba casi en familia. Esos espectadores no prestaban atención a los jugadores importantes ni al marcador final, sino que se pasaban todo el tiempo aclamando a Michael Jordan, sacándole fotos y pidiéndole autógrafos. El símbolo de esa aventura era el “JordanCruiser”, el nuevo autobús del equipo decorado con una enorme firma de Jordan en la carrocería. A su llegada a cada estado, los aficionados rodeaban al vehículo intentando ver si respondía a los rumores que decían que en su interior había una barra de bar, una cama o una mesa de billar. La realidad era mucho más prosaica, y los lujos se limitaban a un mayor espacio para sus pasajeros, seis pantallas de televisión y un sistema de sonido estéreo. Eso no impedía que la prensa le prestara una atención desorbitada, entrevistando varias veces al conductor del “JordanCruiser” y preguntando a los jugadores si provocaba la envidia de los rivales por ridículo que parezca. La auténtica noticia la encontró el periodista Jim Patton, quien descubrió que a diferencia de lo que se había dado a entender, Jordan no había pagado el autobús. A través de David Falk había solicitado que cumpliera ciertos requisitos, pero el vehículo era propiedad de una empresa de transportes local y el club se hacía cargo del alquiler.

Las horas de trabajo con Walt Hriniak dieron sus frutos, y el promedio de bateo de Michael Jordan durante sus primera semanas en la Southern League (la liga regional en la que competían los Birmingham Barons) estuvo por encima del 30%, una cifra más que notable. Los rivales lo trataban como a un novato y buscaban dejarlo en evidencia con bolas rápidas, pero Jordan estaba preparado para ello y conectaba con regularidad. Cuando le visitaban amigos o conocidos, lo primero que les llamaba la atención era la calma que parecían embargarle después de tantos años de tensión. “Ojalá fueras un cabrón”, le dijo abiertamente un periodista, “así sería más fácil criticarte.” Cuando se retiró había dicho que pensaba dedicarle más tiempo a su familia, y aunque intentó convencerse de que el calendario del béisbol era menos exigente, de nuevo se encontraba lejos de su esposa y de sus hijos. A pesar de ello, Jordan se encontraba a gusto con los Barons, recorriendo el Sur en autobús, jugando bajo el sol y compartiendo vestuario con jugadores diez años más jóvenes. “Tengo que agradecerle al béisbol haber podido revivir cosas que hice con mi padre”, diría en referencia a sus pinitos en el deporte cuando era niño. Mientras aún estaba en los Bulls, Jordan le había confesado a Bob Greene que no soñaba con el baloncesto, sino con un estadio de béisbol aclamándole. Nadie acudía al estadio esperando ver al mejor bateador de la historia, y si eso hacía que le avergonzaran los flashes también suponían un descanso. La presión de los aficionados y el seguimiento de la prensa eran desproporcionados para un jugador marginal de las ligas menores, pero estaban muy lejos de lo que había sufrido en la NBA. “Lo único raro de Michael es que siempre que estamos juntos tenemos que quedarnos en la habitación del hotel porque no puede salir”, había declarado Charles Barkley.

“Ya puedo darle a las bolas rápidas, pero todos me dicen que eso no significa nada, que cuando se corra la voz por la liga dejarán de tirármelas”, había declarado. “Me estoy divirtiendo mucho más que el año pasado.” Efectivamente, una vez que se supo que podía batear una bola rápida, los lanzadores rivales empezaron a lanzarle bolas curvas. Con su estatura era un blanco imposible de fallar, y le faltaba coordinación para conectar con los lanzamientos. Michael Jordan empezó un declive que pronto se convirtió en una sima, encadenando partidos sin conseguir golpear la bola hasta ponerse por debajo de la temida Mendoza Line. La línea Mendoza se refiere al promedio de bateos del 20%, por debajo del cual se considera que un jugador no es válido por muchas cualidades que muestre en otros aspectos del juego. Jordan no sólo había caído más allá de la línea Mendoza, sino que fue incapaz de recuperarse. Era fácil despreciar las cualidades atléticas de los jugadores de béisbol, con su 1,60 de estatura y su 20% de grasa corporal, pero esos hombrecitos rechonchos poseían unos reflejos cegadores y una potencia de bateo inalcanzable para unos músculos hechos para volar. El número de espectadores también fue descendiendo, aún por encima de la media en las ligas menores pero lejos de las cifras de las primeras semanas, conforme el público se hacía a la idea de que ver a Michael Jordan jugar poco y mal al béisbol no era tan emocionante como verlo brillar en una cancha de baloncesto.

Después de varias semanas atascado, Jordan fue a hablar con el entrenador jefe, Terry Francona, y le pidió una opinión sincera. No temía al fracaso en el béisbol porque consideraba que no repercutía en sus éxitos en el baloncesto, pero empezaba a preguntarse si Sports Illustrated tenía razón y le estaba robando el puesto a algún joven más capacitado. “Si Terry me hubiera dicho que no tenía ninguna posibilidad, me habría marchado esa misma noche.” Pero Francona le animó diciéndole que su progreso era real y que era pronto para darse por vencido. Jordan remontó con un porcentaje de bateo de casi el 26% en el último mes, y tres home runs que dedicó a su padre señalando al cielo. En el último partido estaba justo por encima de la línea Mendoza y el entrenador le ofreció no jugar para asegurarse de que no terminaba por debajo, pero Michael Jordan prefirió jugar y consiguió golpear la bola. Terminó con un 20,2%, muy lejos de lo que necesitaría para dar el salto a las ligas mayores, y su única estadística positiva eran 30 bases robadas, entre los mejores del equipo. Para continuar trabajando, Michael Jordan solicitó a los White Sox que lo inscribieran en la Liga de Otoño de Arizona, donde Terry Francona iba a entrenar a los Scottsdale Scorpions. Pero antes de eso tenía un partido de baloncesto que jugar.

El 9 de septiembre de 1994 se iba a jugar en el Chicago Stadium el partido anual de exhibición organizado por Scottie Pippen a beneficio de Operation PUSH/Excel. Los Bulls habían construido un complejo deportivo de última generación donde pasarían a jugar sus encuentros de liga, así que este partido se iba a convertir en una especie de despedida antes de que el viejo Stadium fuera demolido para dejar sitio a un aparcamiento. Al igual que muchas estrellas de la NBA, como Horace Grant, Ron Harper, Jason Kidd o Penny Hardaway, Michael Jordan estaba invitado, pero su participación no era segura. Jordan había declinado asistir debido a sus compromisos en el béisbol, y parecía haber molestado a un Pippen que respondía a cualquier pregunta sobre este tema dando las gracias a los muchos amigos que sí habían aceptado jugar. Sin embargo, o bien Jordan cambió de opinión o bien fue todo un montaje, ya que durante la rueda de prensa en la que se iban a anunciar los equipos, Scottie Pippen recibió una llamada de su antiguo compañero (en un móvil con el logotipo del patrocinador bien visible) que en el último momento confirmaba su asistencia. Grant ya había firmado con los Orlando Magic y se rumoreaba que Pippen tenía un pie fuera de los Bulls, así que este amistoso podía ser la última oportunidad de ver juntos en Chicago a los tres jugadores más importantes de la franquicia durante sus tres campeonatos.

Iba a ser un acontecimiento casi íntimo, sin televisión, sólo para los aficionados locales. Habían desmontado ya buena parte de los accesorios, como el marcador electrónico o las banderas conmemorativas, y el Chicago Stadium tenía un aspecto casi desolado. Michael Jordan sentía un cariño muy especial por ese edificio medio en ruinas, por sus vestuarios minúsculos y sus cañerías con personalidad propia. Era hostil para los rivales, a quienes atacaba con escalones ocultos y salientes traicioneros, pero él conocía hasta el último de sus rincones. Jordan pertenecía a ese tipo de estrella que sabe tratar a quienes trabajan a su alrededor, y era capaz de llamar por su nombre a cualquier miembro del servicio de limpieza, mantenimiento o atención al público. Los chaquetas amarillas (el personal de seguridad, en su mayoría policías fuera de servicio) se comportaban como una auténtica guardia pretoriana, y recordaban su fracaso la noche maldita que alguien logró robar los patucos del hijo de Jordan que éste había colgado en el retrovisor de su coche. El veterano locutor Ray Clay se negó a usar la presentación que habían sugerido los Bulls (“procedente de los Birmingham Barons, y parece que no se le da mal el baloncesto…”) porque sabía lo que el público quería escuchar: “From North Carolina…”. Era lo apropiado para un día de nostalgia y reconocimiento. Michael Jordan había acudido a los entrenamientos de los Bulls durante la semana anterior para prepararse, y desde el salto inicial quiso demostrar que sus capacidades no habían menguado durante su ausencia. Anotó 52 puntos con 24 de 46 tiros de campo, siete mates y una media vuelta final sobre Pippen que selló la victoria de su equipo por 187-150. Jordan dio la mano a su antiguo compañero, saludó al público y a continuación se arrodilló en el centro de la cancha y besó el toro pintado en el parqué. “Estaba pensando en lo que ese edificio ha significado para mí, y comprendí que es más que un edificio, es un amigo”, explicó. “Así que pensé en lo que uno hace cuando se despide de un buen amigo, y supe que las palabras no son suficiente. Pensé en cómo se lo transmitiría a un amigo que significara tanto para mí, y comprendí que lo haría con un beso.” Fue una imagen ridícula, artificial y terriblemente emotiva.

Esa capacidad para combinar lo comercial y lo auténtico, los sentimientos y la publicidad, era uno de los rasgos más visibles de Michael Jordan. Algunos críticos lo consideraban una falta de sinceridad, pero en realidad se trataba de una virtud muy infrecuente, como se pudo apreciar en la ceremonia del 1 de noviembre de 1994, cuando los Chicago Bulls retiraron su número 23 y presentaron The Spirit. Se trataba de una estatua de cuatro metros de altura que representaba a Michael Jordan volando hacia el aro por encima de un torbellino de rivales21, con la inscripción “El mejor que ha habido, el mejor que nunca habrá”. Jordan detestaba el monumento, instalado a la entrada del United Center para vincular su imagen a la de un pabellón en el que nunca había jugado, y no comprendía cómo se pudo convertir en una atracción turística. No entendía qué podía pasar por la cabeza de la gente para depositar al pie de la estatua flores, monedas o mensajes como si se tratara de un incono religioso. El resto de la ceremonia fue aún peor, un desfile de famosos con nula vinculación con un Michael Jordan que sólo aguantó en su asiento porque los beneficios del acto se iban a destinar a una fundación benéfica que llevaba el nombre de su padre. Los Bulls no eran el paradigma del buen gusto y la elegancia a la hora de organizar celebraciones, pero al menos tenían el convencimiento de que el baloncesto debía ser el centro de la velada. Pero al final la NBA se había hecho cargo de la celebración y la había convertido en un espectáculo televisivo en el que figuras como Phil Jackson o “Magic” Johnson estaban ausentes o como mucho aparecían en una pantalla con un mensaje grabado, mientras que el peso de la ceremonia lo llevaban el periodista Larry King o el actor Kelsey Grammer. La principal intervención de Michael Jordan se produjo cuando tuvo que pedir al público que dejara de abuchear a Reinsdorf y Krause, algo habitual pero que en esa situación hizo llorar a la esposa de Jerry Krause. Jordan no quería ni pensar qué estarían diciendo sus compañeros en el equipo de béisbol si estaban viendo semejante espectáculo.

Las cosas no fueron bien en Arizona. Añadió veinte kilos de músculo y su promedio de bateo subió a un respetable 25,2% aprovechando el menor nivel de la competición, pero no consiguió ningún home run y él mismo admitía que era el peor jugador del equipo. Había mejorado lo suficiente como para no destacar negativamente durante los partidos, y la revista Sports Illustrated publicó una disculpa por haber sugerido que era una vergüenza, pero el tiempo avanzaba más rápidamente que él. Un jugador de 18 años que ofreciera ese nivel sería un proyecto de buen jugador, e incluso con 25 años tendría casi la seguridad de llegar a las ligas mayores; pero con 31 años costaba creer que pudiera mantener su ritmo de mejora o que consiguiera llegar al primer equipo antes de que la edad le empezara a pasar factura. Mientras, las ligas menores parecían un lujo asiático comparadas con Arizona, donde no había vestuarios para los equipos visitantes y era normal ver a menos de cien espectadores en las gradas. Gracias a su presencia, los Scorpions acumularon el 87% del público total de la liga (la plantilla rotaba constantemente para que fueran jugando todos, y los taquilleros tenían instrucciones de avisar a los posibles compradores si Jordan no iba a jugar ese partido), pero aun así los números ni se acercaban a los de los Barons. Su familia y sus amigos lo veían cansado, como si le pasaran factura tantos viajes en autobús y tantos partidos en estadios desconocidos sin conseguir acercarse a su meta. En cada entrevista repetía que no tenía intención de volver al baloncesto, incluso con metáforas de béisbol: “No pretendo lanzarle una bola curva a los aficionados”. Sin embargo, durante ese invierno se le pudo ver con frecuencia en Chicago, paseando con su familia o comiendo en su restaurante, algo que apenas había hecho en verano.

Michael Jordan se había distanciado de los Bulls porque creía que su presencia haría más difícil que la plantilla aceptara su ausencia y siguiera adelante. Por eso había dejado de acudir a los entrenamientos, y declaraba públicamente que apenas veía partidos de la NBA por televisión, pero la realidad era otra. Jordan seguía la temporada de los Bulls; por ejemplo, mejoró su opinión de Toni Kukoc y hablaba periódicamente con B.J. Armstrong. Su relación como compañeros no había sido fluida, pero durante su etapa en el béisbol establecieron una amistad sincera mientras Jordan le hacía preguntas sobre las interioridades del equipo y de la liga. En el invierno de 1994 Armstrong empezó a notar que sus preguntas eran más concretas y se centraban en la nueva generación de escoltas y aleros, como si Jordan estuviera interesado en posibles rivales. También Phil Jackson había percibido ese cambio después de una conversación con Jordan en la que medio en broma le sugirió volver para los tres últimos meses de competición. “Eso sería demasiado tiempo”, respondió Jordan, pero no rechazó la idea. Jackson estaba convencido de que Michael Jordan se estaba acercando al momento en el que estaría preparado para volver.

El conflicto laboral en el béisbol impidió que la marcha de Michael Jordan fuera tan natural como esperaba Phil Jackson. Jordan acudió al entrenamiento de primavera de los White Sox en febrero de 1995, donde el plan era asignarlo al equipo vinculado de los Nashville Sound de Clase Triple A, lo cual suponía el ascenso a la segunda categoría del béisbol profesional. Eso significaba que en teoría no le afectaba el conflicto entre los propietarios y los jugadores de las ligas mayores, pero en la práctica el nombre de Michael Jordan era un recurso demasiado valioso para no aprovecharlo. Don Fehr, el representante de los jugadores, emitió un comunicado estableciendo que cualquier jugador de las ligas menores que participara en un partido en el que se cobrara por las entradas sería considerado automáticamente un esquirol. Era tan evidente que ese comunicado pretendía colocar a Jordan en la disyuntiva de ser un traidor o negarse a jugar que la norma fue conocida como Jordan Rule. El general manager de los White Sox, Ron Schueler, respondió anunciando que cualquier jugador de las ligas menores que se negara a jugar sería expulsado del vestuario y del primer equipo, otro intento igualmente transparente de presionar a Jordan. Eso supuso su ruptura total con Schueler, y por extensión con el béisbol: “Una vez que pierdo la confianza que he tenido con alguien, para mí no hay marcha atrás. No volveré a confiar en esa persona”. Jordan había acordado con Jerry Reinsdorf que no le presionarían para que jugara, y además la orden de Schueler parecía calculada para golpear sus puntos más vulnerables. No sólo atentaba contra su orgullo, desterrándolo al vestuario de los jugadores de ligas menores, sino que pretendía que aparcara su coche en plena calle y entrara a pie, algo inviable cuando cada día docenas de aficionados y periodistas sitiaban la entrada del estadio cada mañana.

Jerry Reinsdorf se reunió inmediatamente con Michael Jordan para explicarle que Schueler se había equivocado y que se haría una excepción atendiendo a su situación, por lo que no se le exigiría que jugara y no se le sancionaría por no hacerlo. Sin embargo, Jordan le sorprendió cuando contestó que el problema iba más allá de eso, ya que el conflicto laboral le hacía imposible jugar los partidos de exhibición y esos partidos suponían su única oportunidad de ganarse una plaza en la primera plantilla de los White Sox. Reinsdorf quedó estupefacto, ya que su rendimiento apenas justificaba su ascenso a la Triple A y en ningún caso existía una posibilidad real de que diera ya el salto a las ligas mayores (según Francona aún faltaban por lo menos dos temporadas antes de poder tomar una decisión). O bien Jordan estaba sobreestimando su nivel más allá de lo razonable o bien estaba buscando una excusa para dar por finalizado su paso por el béisbol. Cada vez se parecía menos a la aventura infantil que había imaginado, y volvía a verse rodeado de gente intentando aprovecharse de su nombre y su imagen. Los White Sox lo habían puesto en la portada de su guía de prensa a pesar de que no había debutado con ellos en partido oficial, y es posible que su reunión con Reinsdorf fuera un órdago planteado para ver si creían en sus habilidades o sólo pretendían aprovecharlo publicitariamente. De ser así, la reacción del propietario le aclaró cualquier duda al respecto.

La locura se desató el 2 de marzo de 1995, cuando Michael Jordan abandonó la concentración de los White Sox en Sarasota para no volver. Según las normas de la NBA, al haber transcurrido más de un año desde su retirada podía retornar en cualquier momento, pero la falta de confirmación oficial dio pie a la especulación. Los medios de comunicación iniciaron un seguimiento de la noticia las 24 horas del día, intentando bloquear el acceso de los jugadores al pabellón para ver si venía Jordan y dando pábulo a los rumores más descabellados que lo situaban en el hotel del equipo o en las oficinas de la franquicia. El comunicado de prensa de David Falk anunciando la retirada de Jordan del béisbol el 10 de marzo hizo creer a los aficionados que podría jugar esa misma noche contra los Cavs, y aunque no fue así, el partido dejó la imagen más recordada de esos días frenéticos: sentado en el banquillo, Scottie Pippen levantó su pie calzado con unas Air Jordan X y ante la cámara señaló el logo que representaba a Michael Jordan e hizo el gesto de invitarlo a venir. Fue el acabóse. Con su vuelta prácticamente segura, la prensa empezó a pronosticar posibles fechas para su primer partido y a comentar supuestas reuniones con diferentes estamentos de los Bulls hasta el extremo de llegar a asustar al propio Michael Jordan, a pesar de su larga experiencia en el trato con los medios. Se anunciaban ruedas de prensa que no se producían o se informaba de reuniones de la plantilla que ningún jugador recordaba haber celebrado. El mismísimo presidente de los EE.UU., Bill Clinton, hizo referencia a la situación durante su discurso sobre el estado de la nación cuando afirmó que se habían creado seis millones de puestos de trabajo “y si Michael Jordan vuelve a jugar, entonces serán 6.000.001.”

Finalmente, el jueves 16 de marzo Michael Jordan y Jerry Krause acordaron que su debut oficial se produciría ese domingo en Indiana. La NBA fue informada al día siguiente, y el sábado David Falk publicó el breve anuncio en nombre de su representado: “He vuelto”. El periodista Bob Greene le preguntó a B.J. Armstrong cuándo supo con seguridad que Jordan iba a volver a jugar. “Siempre lo supe.” ¿Incluso cuando insistía en que no lo iba a hacer?, comentó, ¿Por qué? “Porque uno no puede evitar ser lo que es”, sentenció Armstrong.


20 El tercer nivel profesional, por debajo de las ligas mayores y de la Triple A.

21 A pesar de la ausencia de rasgos identificativos, hay quien sugiere que uno de ellos es Bill Laimbeer.