Chicago, 1992

Sabía que sería duro, pero ha sido mucho más duro de lo que esperaba.

 

David Halberstam creía que la historia de la NBA se dividía en dos partes, antes del Dream Team y después. No le faltaba razón, porque 1992 fue el año que David Stern logró su sueño de ver a su liga unirse en igualdad de condiciones con los otros tres grandes deportes profesionales en EE.UU. (béisbol, hockey y fútbol americano). Además, era el único de ellos con proyección internacional y su imagen promocional era Michael Jordan. Un campo de juego reducido y unos uniformes que resaltan más que cubren hacen al baloncesto un deporte muy atractivo visualmente, que permitía incluir a jugador, balón y aro en cualquier fotografía o encuadre televisivo. Las propias características físicas y técnicas de Jordan lucían esplendorosas en la pantalla o el papel satinado de los pósters, mostrando en detalle su exquisito control muscular, el dramatismo de la situación y la tensión concentrada en su rostro. Su propia fisonomía y estatura hace especialmente reconocibles a los jugadores profesionales de baloncesto, y esa exposición íntima y próxima de sus rostros y extremidades hacía aún más fácil convertirlos en iconos. Una generación de aficionados había crecido frotándose la suela de las zapatillas porque era un gesto propio de Bird, y ahora otra generación mucho mayor creció adoptando el hosco “rostro de partido” (game face) de Jordan como la manera mejor y casi única de jugar.

Michael Jordan había disfrutado de ese desembarco publicitario en un mundo casi virgen, y también del asombro en los ojos de los demás miembros del Dream Team después de convivir con él. Chuck Daly creía conocerlo después de tantos enfrentamientos en playoffs, pero incluso él quedó sorprendido por su patente superioridad sobre esas otras estrellas de la NBA en cada entrenamiento. Sin embargo, en retrospectiva Jordan terminó por creer que su presencia en la selección olímpica había tenido un precio: había mostrado sus cartas. Charles Barkley por fin consiguió el traspaso que quería, de Philadelphia a Phoenix, y formar parte de un equipo competitivo pareció darle nuevas alas y convertir a los Suns en claros aspirantes al anillo. Pero Jordan creía que parte de ello se debía a las semanas compartiendo vestuario con el equipo nacional. Barkley pensaba que durante su carrera había dado el 100% en pos de la victoria, pero al ver a Jordan se dio cuenta de lo que le faltaba, y de que ganar exigía un compromiso mayor de lo que él creía.

Los Bulls no estaban en la mejor situación para afrontar ese desafío. Jordan y Pippen sufrieron molestias físicas durante toda la temporada que se achacaron al cansancio de los Juegos Olímpicos, mientras que John Paxson y Bill Cartwright habían vuelto a pasar por el quirófano y no recuperaron su nivel de juego anterior. El banquillo seguía sin ser la solución, porque al pasar B.J. Armstrong a titular en sustitución de Paxson quedaba compuesto casi exclusivamente por especialistas como Trent Tucker, un triplista llegado para sustituir a Craig Hodges. Phil Jackson se estaba ganando una reputación de entrenador capaz de sacar rendimiento a ese tipo de jugadores, alternando por ejemplo a Stacey King, Scott Williams y Will Perdue en el puesto de cinco según buscara anotación, defensa o intimidación; pero se trataba de recursos puntuales para un momento de partido y no servían para descargar de minutos a los jugadores fundamentales. Los Bulls habían fichado al veterano alero Rodney McCray buscando esa aportación, pero fracasó, igual que antes había fracasado Dennis Hopson. “Jordan destruyó su confianza en sí mismo”, comentaba un miembro de la franquicia, “y para el final de la temporada no era capaz de meter ni una bandeja”.

El paso por el Dream Team también aumentó las tensiones en el vestuario, especialmente con un Horace Grant que en pretemporada montó en cólera al saber que Pippen y Jordan quedaban excusados de algunos de los ejercicios más fatigosos. Pippen había demostrado en Barcelona ser una auténtica estrella, y eso terminó de convencerle de que seguir el camino de Jordan había sido un acierto. Eso no significaba que dejara de criticarlo cuando pensaba que se equivocaba, como el partido contra los Orlando Magic en el que Jordan anotó 64 puntos pero los Bulls perdieron en la prórroga. Era evidente que Michael Jordan estaba decidido a demostrar su superioridad sobre la nueva generación de jóvenes estrellas, yendo a taponar a Shaquille O’Neal o a robarle el balón a Billy Owens en sus primeros enfrentamientos, y Pippen declaró públicamente que centrarse en ese tipo de desafíos individuales no era productivo para el equipo. Pero esas declaraciones no cambiaban el hecho de que Jordan y Pippen se encontraban cada vez más cómodos jugando juntos y que habían establecido una especie de reparto de roles en el vestuario: Jordan era el “poli malo” que abroncaba a quienes jugaban mal, mientras que Pippen era el “poli bueno” que les daba ánimos y les sugería cómo mejorar. Mientras, Horace Grant se dejaba los pulmones en defensa, donde constantemente tenía que salir a la ayuda en el perímetro y luego recuperar al interior, sin obtener recompensa. Casi nunca se hacía jugada para que anotara, los medios apenas le prestaban atención y Jordan no escondía su desdén. A pesar de que se había convertido en un jugador fundamental (sobre todo en defensa y rebote), no se había ganado el respeto de la estrella del equipo como sí lo había logrado Pippen. Jordan parecía disfrutar humillándolo en público, como en una ocasión en el avión de los Bulls cuando agarró la bandeja con la cena de Grant y la arrojó al suelo, gritando que tal y como había jugado en el partido no se merecía comer.

La publicación de The Jordan Rules había empeorado las cosas. Para Michael Jordan había sido especialmente doloroso que las críticas procedieran de “la familia”, es decir, del interior del equipo, que había proporcionado a Sam Smith los datos para escribir su libro. Phil Jackson había intentado hablar con Horace Grant sobre su ingenuidad ante los medios, que intentaban poner palabras en su boca y hacerle preguntas-trampa cuyas respuestas pudieran sacar de contexto. Grant se defendía alegando que nunca había dicho nada que fuera mentira, pero Jackson pensaba que estaba eludiendo afrontar el tema central de que los temas del equipo se debían resolver en la intimidad del vestuario. Después de la publicación del libro y de los escándalos sobre sus apuestas con miembros del hampa, Michael Jordan se había recluído aún más y era difícil verlo fuera de su habitación de hotel. Los Bulls no habían renovado a Cliff Levingston (meses más tarde Jerry Krause acudió a la Final Four de la Euroliga, donde se enfrentaron Levingston y Toni Kukoc con victoria de éste último), pero Jordan había encontrado un nuevo amigo en Darrell Walker, un veterano base contratado a mitad de temporada. Walker era un especialista defensivo (durante su etapa en los Knicks se decía que su mecánica de tiro había hecho prorrumpir en llanto a los entrenadores) apodado “leopardo” por los arañazos que dejaba en los rivales, y se unió al reducido grupo de jugadores que fueron capaces de defender a Jordan en los entrenamientos. Así se ganó sus simpatías, y era prácticamente el único miembro de la plantilla con el que tenía contacto fuera de la pista.

Las lesiones de algunos titulares y el bajo rendimiento del banquillo obligó a Michael Jordan a realizar un esfuerzo suplementario y a moverse en números olvidados desde los tiempos de Doug Collins, algo que en su opinión la prensa no le reconocía: cuando a final de temporada algunos periodistas comentaron que había superado los 2.000 tiros a canasta, él respondió irritado que nadie mencionaba que también había liderado la NBA en balones robados. Sobre todo porque esas marcas se lograron superando más lesiones y molestias de lo que se supo entonces, ya que Jordan consideraba que admitir en público cualquier tipo de limitación era ofrecer una posible ventaja al rival. Así, durante mucho tiempo no se supo que había sufrido una fractura de pómulo, ya que ponerse la máscara protectora de rigor hubiera sido como colocarse el cartel de “vulnerable”. En cambio, la prensa celebraba hasta el delirio su superación de molestias extradeportivas, tales como resfriados o diarreas. El extremo llegó en marzo de 1993, cuando la victoria sobre los Sonics se presentó como un triunfo sobre una infección que había llegado a provocar su hospitalización y a poner en peligro su vida (se trataba de un caso de pie de atleta). Más allá de exageraciones periodísticas, la capacidad de Jordan para ignorar el dolor era muy real, como pudo comprobar el propio Jerry Krause en diciembre de 1986, cuando Michael Jordan anotó 43 puntos frente a los Spurs a pesar de una infección en un dedo del pie que le había sajado el médico la noche anterior. “La sangre salpicó toda la habitación, fue lo más asqueroso que he visto”, recordaba Krause. Jordan ignoró los tres días de descanso necesarios, y se hizo frecuente verle salir de un partido con muletas y seguir jugando. En diciembre de 1992 fue una fascitis plantar que no le impidió realizar una de las jugadas más espectaculares de su carrera, su clásico mate al rebote de un tiro libre cuando el defensor se distraía. En febrero un esguince de tobillo contra los Bucks le obligó a coger las muletas, y dos días después estaba jugando en Orlando. En primera ronda de playoffs contra los Hawks sufrió el peor susto cuando resbaló en una mancha de sudor: “Oí que algo se rompió y pensé que era el tendón”. Afortunadamente sólo era el esparadrapo del tobillo, pero no tuvo la misma suerte contra los Cavs, cuando la inflamación de la muñeca derecha le obligó a lanzar varios tiros libres con la mano izquierda. Para Jordan nada de eso era digno de admiración, sino un simple ejercicio de profesionalidad, algo que el equipo podía exigirle en virtud de su contrato. Quizás fuera por eso que a veces mostraba poca paciencia con las molestias de sus compañeros, como cuando Horace Grant insinuó que no estaba en disposición de jugar debido a un dolor de cabeza. “Tómate una aspirina”, le cortó.

Esa interminable serie de problemas físicos impidió a los Bulls establecer un ritmo de juego como habían hecho la temporada anterior, y su balance de victorias se resintió. Además, Phil Jackson se vio obligado a renunciar a la defensa presionante que había sido su mejor arma debido a que suponía un desgaste excesivo para los titulares, pero el equipo estaba hecho para defender y correr, así que el cambio a un juego más lento supuso renunciar a un gran número de canastas fáciles. Ese juego más trabajoso se combinaba con cierta sensación de rutina después de ganar dos campeonatos, y producía un ambiente de hastío en el vestuario; no es casual que Jordan prefiriera relacionarse con Walker y Tucker, quienes vivían la temporada con la ilusión de ganar su primer anillo, a pesar de que él mismo comentaba cada vez con mayor frecuencia que el baloncesto había dejado de ser un refugio y una diversión. En esas circunstancias adversas fue cuando se empezó a percibir un mayor liderazgo de Michael Jordan sobre sus compañeros. En el pasado, Jordan se había señalado por su torpeza a la hora de tomar el pulso del vestuario y encontrar las palabras adecuadas para obtener la reacción que deseaba, pero justamente en esta temporada mostró una notable precisión para tocar las teclas adecuadas con una sola frase. Así, un día estaba en el vestuario escuchando las quejas de Grant y Armstrong por tener que entrenar al día siguiente de volver de una larga gira por el Oeste, y al pasar por delante de ellos dijo solamente: “Vamos, millonarios”. Del mismo modo, sus declaraciones a la prensa sobre el dilema táctico que afrontaba Phil Jackson resultaban sorprendentemente elaboradas comparadas con las que había hecho en el pasado. “Nos arriesgamos a quedarnos sin piernas”, declaró. “Aun así, creo que no es el momento de ser conservadores. Cuando intentamos jugar más lento, nos volvemos demasiado deliberados.” Jordan no estaba de acuerdo con el sistema de contraataque por cuatro calles instaurado por Jackson, pero comprendía sus razones y reconocía que estaba ejecutando demasiados tiros. “Muchos son tiros tontos. No hay otra palabra, son tontos. La cuestión es por qué.”

Los Chicago Bulls dieron la sensación de no intentar siquiera luchar por el mejor récord de la NBA y terminaron con 57 victorias, diez menos que la temporada anterior y por detrás no sólo de los Phoenix Suns de Charles Barkley sino también de los New York Knicks de Pat Riley. Pero cuando empezaron los playoffs volvió el fuego a los ojos de un Michael Jordan que parecía poder cambiar de marcha a voluntad. Ya lo había anunciado cuando perdieron el factor cancha en el penúltimo partido de la fase regular: “Estaremos mejor cuando sintamos el desafío de los playoffs. Sabemos que lo más duro son estos 82 partidos, y después nos rejuveneceremos”. Tenía razón. La primera ronda contra los Atlanta Hawks se intentó vender como el enfrentamiento entre Jordan y Dominique Wilkins, pero los Hawks ya no estaban en disposición de plantar cara a los Bulls. El único momento de intriga vino por una fea caída de Michael Jordan, afortunadamente sin consecuencias, y en segunda ronda se volvieron a encontrar con sus viejos amigos, los Cleveland Cavaliers. Al igual que los Hawks, los Cavs estaban llegando al final de una etapa, en su caso la de Mark Price y Brad Daugherty, y soñaban con dar la sorpresa de superar por fin a su archienemigo Michael Jordan gracias al fichaje de Gerald Wilkins. Curiosamente, ese fichaje se lo debían agradecer a David Falk, que había convencido a Wilkins de rechazar la oferta de renovación de los Knicks y salir al mercado como agente libre en lo que resultó un grave error de cálculo. Las ofertas no cuajaron, y al final Gerald Wilkins tuvo que fichar por una miseria en el único equipo que aún tenía hueco. Para los Cavs supuso conseguir al alero atlético que habían estado buscando desde la marcha de Ron Harper, y Wilkins declaró públicamente que se iba a convertir en la clave para derrotar a los Bulls, apodándose a sí mismo como Jordan stopper en referencia a su defensa el año anterior con los Knicks.

El resultado fue ligeramente decepcionante, a pesar de que Jordan volvió a eliminar a los Cavs con una canasta en el último segundo por encima de Wilkins (apodada The Shot II). Pero esa eliminación se produjo por un contundente 4-0, así que carecía de dramatismo. Michael Jordan sufría una lesión de muñeca que según sus declaraciones le hacía difícil coger el ritmo del partido, pero cuando llegaban los momentos importantes en la segunda parte tomaba el control con total dominio. Aficionados y periodistas estaban un tanto desconcertados con el rendimiento de los Bulls: al comienzo de la temporada eran los favoritos para llegar a la final, pero su irregularidad había hecho que los pronósticos apostaran por los Knicks. Sin embargo, una vez en playoffs volvían a recordar a los Bulls intratables de las dos temporadas anteriores; nadie esperaba que Hawks o Cavs les pusieran en dificultades, pero la autoridad con la que los habían despachado por la vía ejecutiva proyectaba una sombra de duda sobre las posibilidades de los Knicks.

Durante mucho tiempo se especuló sobre los rumores poco creíbles que afirmaban que Michael Jordan había encargado a David Falk que debilitara a unos Knicks que les habían puesto en serios aprietos la temporada anterior. Al fin y al cabo era el agente de Gerald Wilkins y Xavier McDaniel, dos titulares fundamentales de ese equipo que habían rechazado las ofertas de renovación que les presentó la franquicia, y sin ellos el potencial de la plantilla se veía sensiblemente reducido. Sin embargo, Pat Riley había creado un equipo orientado exclusivamente para derrotar a los Bulls, y confiaba en que esta vez tendría éxito. Para ello había fichado al veterano Rolando Blackman, un escolta que en Dallas había destacado como defensor de Jordan, y había puesto como objetivo conseguir la ventaja del factor cancha, ya que el año anterior había resultado decisivo en el séptimo partido. Pero el auténtico corazón de los Knicks era John Starks, un escolta surgido del extrarradio marginal de la CBA para convertirse en el favorito de la grada del Madison. Era un jugador irregular con unas carencias evidentes, pero las compensaba sobradamente con el tipo de agresividad y juego atlético que adoran los neoyorquinos, y en los dos primeros partidos salió a morder con una intensidad que contagió a sus compañeros. Michael Jordan no fue capaz de superar su defensa y completó dos actuaciones muy mediocres, con lo que los Bulls se encontraron abajo 0-2 antes de darse cuenta de lo que estaba pasando. Además de la agresividad y el juego de contactos, los Knicks estaban consiguiendo cerrar la zona a las penetraciones de Jordan o Pippen a la vez que punteaban los tiros exteriores, y la historia se resumía en el espectacular mate de John Starks en el segundo partido. “Cuando remonté la línea de fondo, tuve un segundo para pensar en lo que iba a hacer”, recordaba. “Me dejaron un hueco, y estaba tan cargado de energía que simplemente despegué”. Mientras, Jordan se veía obligado a disculparse ante sus compañeros por su bajísimo rendimiento.

El baloncesto pasó a segundo plano cuando el New York Times publicó que Jordan había sido visto en un casino de Atlantic City a las 2:30 de la madrugada del día del segundo partido. Esta noticia venía a coincidir con la distribución a la prensa de un libro escrito por Richard Esquinas, otro personaje de dudosa catadura, que afirmaba que Michael Jordan había perdido más de un millón de dólares apostando contra él al golf en septiembre de 1991. Inmediatamente se desató la especulación sobre una posible ludopatía o adicción al juego por parte del jugador, que según algunos periodistas demostraba haber perdido el control sobre esa afición si había llegado al punto de permitir que la falta de descanso afectara a su rendimiento en la cancha. Una emisora de televisión local de Chicago aprovechó una rueda de prensa para hacerle una serie de preguntas que vinculaban estos incidentes con los sucedidos el año anterior, y Jordan estalló. Abandonó la rueda de prensa visiblemente enfadado y anunció que no haría ninguna declaración ni respondería ninguna pregunta en lo que quedaba de playoffs. Es James Jordan, su padre, quien acudió al quite declarando repetidamente que la idea de la excursión a Atlantic City fue suya y que convenció a su hijo de que así se despejaría después de su mala actuación en el primer partido. Nadie lo cree, igual que nadie creyó a Michael Jordan cuando afirmó que había vuelto al hotel antes de medianoche, o que sus deudas con Richard Esquinas eran menos de la mitad de lo declarado por éste; después de la serie de mentiras sobre su relación con James Bouler y el dinero que le había entregado, la palabra de Jordan sobre estos temas no tiene apenas credibilidad. La tormenta mediática no amainaba, y se produjo la extraña circunstancia de que en el descanso de uno de los partidos Bob Costas entrevistó a David Stern en relación con este tema mientras por el pinganillo un ejecutivo de la NB (que poseía los derechos televisivos y no deseaba enturbiar su imagen) le abroncaba por el tono incisivo de sus preguntas. Michael Jordan lo consideraba una intolerable intromisión en su vida privada, y no comprendía que era inevitable pensar en la ludopatía cuando no le bastaba la emoción de una final de conferencia y necesitaba una noche en el casino. Finalmente tuvo que ceder, y concedió una entrevista algunas semanas más tarde a su amigo Ahmad Rashad, que tuvo buen cuidado de evitar cualquier pregunta crítica o comprometida. Jordan negó que el juego fuera un problema de cualquier tipo e insinuó la posibilidad de abandonar la práctica profesional del baloncesto en un futuro no lejano. En ese momento, sin embargo, el mayor impacto lo produjo la propia imagen del jugador, delante de un fondo negro y escondido tras unas gafas oscuras que le daban un aspecto hosco de apostador profesional o gánster.

Como refugio cada vez más reducido, el baloncesto. Michael Jordan volvió a tener otra noche aciaga en el tiro con 3 de 18 en el tercer partido (“ahora sé lo que siente Darrell Walker”, declaró), pero esta vez estaba preparado. En lugar de obcecarse con seguir tirando para desmentir los rumores sobre su bajo rendimiento atribuido a sus noches de juego, Jordan se dedicó a asistir a Pippen y Paxson, que desarbolaron a los Knicks. Los Bulls aplicaron una defensa férrea, y en ataque se confiaron a un Scottie Pippen que buscaba su reivindicación. Los Knicks creían, como los Pistons, que Pippen podía ser intimidado mediante el juego físico, pero éste deseaba demostrar que esos días quedaban ya muy lejos. Sus diez canastas de doce tiros lideraron a los Bulls en una aplastante victoria por 103-83, y la eliminatoria quedó sentenciada a pesar de que quedaba mucho por jugar. En la rueda de prensa posterior al partido Ewing intentó quitar hierro a la derrota, afirmando que con la ventaja de campo a favor los Knicks no necesitaban ganar ninguno de los tres partidos en Chicago, y los Bulls vieron el miedo en sus ojos. Pat Ewing se estaba preparando para perder los tres partidos, y esa renuncia revelaba una debilidad que iban a explotar.

Michael Jordan decidió cambiar de estrategia. Los Knicks habían pagado la escalada de tensión en su defensa con expulsiones, Greg Anthony en el segundo partido y John Starks en el tercero, pero a cambio habían logrado descentrarle hasta el extremo de amenazar a Anthony (con el que ya había tenido un choque el año anterior): “Si me lo encuentro fuera, saldaremos cuentas”. Jordan se pasaba más tiempo intercambiando codazos y encarándose con sus defensores que anotando canastas, y decidió que el cuarto partido iba a ser diferente. En lugar de seguir intentando penetrar en la zona, Michael Jordan optó por el lanzamiento exterior, ya que así evitaba enredarse con los defensores. El resultado fueron 54 puntos con 5/6 en triples, y una nueva victoria de los Bulls para empatar la serie. A pesar de la exhibición de Jordan, Chicago seguía mostrando problemas para atacar en estático, pero la vuelta a una defensa más presionante causaba muchos problemas a los Knicks y permitía que los Bulls robaran balones que se convertían en fáciles contraataques.

De vuelta en Nueva York, Jordan repitió la táctica del tercer partido renunciando a su anotación personal para buscar a sus compañeros, especialmente a un Scottie Pippen que hizo una primera parte espectacular. Fue al final del tercer cuarto cuando Michael Jordan tomó el control con 17 puntos consecutivos, que no fueron suficientes para despegarse de unos Knicks que seguían pisándoles los talones en el marcador hasta el triple final de Armstrong desde la esquina a pase de Jordan. El partido se decidió en el último ataque de los locales, una secuencia hipnótica en la que el alero Charles Smith intentó hasta cuatro veces levantarse desde debajo del aro para ver cómo Jordan, Pippen y Grant taponaban sus cuatro intentos y aseguraban la victoria de Chicago por 97-94. Smith había intentado imitar la pose de duro de Anthony Mason, encarándose con los rivales y negándose a estrecharles la mano en la presentación, pero su imagen de impotencia y falta de contundencia en el momento decisivo terminó convirtiéndose en el retrato de unos Knicks correosos a los que terminó faltándoles serenidad y voluntad de imponerse. Enfrente, Michael Jordan firmó un triple doble con 29 puntos, 14 asistencias y 10 rebotes para devolver la serie a Chicago para el sexto y definitivo encuentro.

Estaba claro que los Bulls no iban a desaprovechar la oportunidad, y tomaron una ventaja desde el principio que ya no cedieron. Michael Jordan fue de más a menos, con un comienzo muy efectivo que se fue diluyendo a base de protestas y peleas contra los rivales, especialmente un “Doc” Rivers que le hizo un gran marcaje y permitió que New York llegara con opciones al último cuarto. Ahí surgió Scottie Pippen, que se había convertido en la auténtica estrella de los Bulls durante la eliminatoria y anotó dos tiros exteriores para asegurar la victoria. Los Chicago Bulls jugarían su tercera final consecutiva, pero por primera vez el factor cancha correspondería a su rival, los Phoenix Suns. Antes de viajar a Arizona, Phil Jackson insistió en la importancia de ganar al menos uno de los partidos para recuperar la ventaja de campo lo antes posible. “¿Sólo uno?”, respondió Jordan. “No te preocupes, entrenador, ganaremos los dos.”

Fueron unas finales extrañas, en las que, como sucediera durante todos los playoffs, el baloncesto pareció quedar en segunda fila. Era el precio del éxito del Dream Team, que había disparado la atención por el baloncesto, incluyendo aspectos más propios de la prensa rosa. Por un lado estaba Charles Barkley, con sus declaraciones inapropiadas y sus citas con Madonna; por el otro estaba Michael Jordan, con su boicot a la prensa y los rumores sobre sus apuestas (fue durante el intermedio del primer partido de la final cuando se emitió la entrevista grabada con Ahmad Rashad); y luego estaba la amistad entre ambos, que Scottie Pippen describió como que “Barkley le besa el culo a Michael”. Durante toda la final se especuló con el impacto que esa amistad podría estar teniendo en el rendimiento de Barkley (nunca en el de Jordan, cuya actitud seguía siendo la de no tomar prisioneros), que reconocía sorprendentemente sentirse inferior a su rival y amigo. Buena parte de las dudas sobre la concentración de Barkley procedían del primer partido, en el que Horace Grant lo defendió brillantemente para dejarlo en 9/25 tiros de campo. Mientras, Johnny Bach había diseñado una defensa para anular a la otra estrella de Phoenix, el base Kevin Johnson, a quien B.J. Armstrong conducía hacia un bosque de brazos cuando intentaba penetrar a canasta. Johnson se quedó en cuatro canastas de trece intentos, y mientras los dos mejores jugadores de los Suns naufragaban lastimosamente, Jordan y Pippen se exhibían en la otra canasta en una cómoda victoria por 100-92 que zanjaba el tema de la ventaja de campo.

La situación se volvió desesperada para los Suns en el segundo partido. Charles Barkley se recuperó de su mala actuación anterior y se fue a los 42 puntos para liderar la remontada, pero Michael Jordan le respondió canasta a canasta en una final que se presentaba como el enfrentamiento en la cumbre entre esos dos jugadores. Sin embargo, con ese empate fueron sus compañeros quienes marcaron la diferencia, especialmente la defensa de perímetro de los Bulls que secó casi totalmente a Kevin Johnson y Dan Majerle. El último cuarto fue humillante para “KJ”, abucheado por su propio público y sustituido por un jornalero como Frank Johnson ante su incapacidad para conducir el balón. Los Phoenix Suns se convertían en el primer equipo en la historia de la NBA que perdía los dos primeros partidos de una final en casa, y viajaban a Chicago con la expectativa de una barrida brutal. Sin embargo, el tercer partido se convirtió en un maratón interminable en el que los Suns impusieron su mayor profundidad de banquillo para lograr la victoria después de tres prórrogas. El partido cambió la dinámica de la serie y sirvió para redimir a Kevin Johnson, que dirigió a su equipo con brillantez y defendió a Jordan con eficacia. La decisión de su entrenador de poner a marcar a la estrella rival al jugador en peor situación anímica parecía una locura, pero resultó todo un acierto: aunque Jordan anotó 44 puntos sus porcentajes fueron malos, y en el momento decisivo durante el último cuarto y las prórrogas falló casi todos sus tiros para convertirse en una de las claves de la derrota de los Bulls.

Esa noche, Michael Jordan fue incapaz de acostarse, y permaneció jugando a las cartas hasta la madrugada con Adolph Shiver, Quinn Buckner, Ahmad Rashad y “Magic” Johnson. Éste se dedicó a pincharle, alabando la defensa de Kevin Johnson y burlándose de las dificultades que le había causado hasta que Jordan saltó. “OK, MJ. Cree que me ha frenado”, respondió con agitación. “Bueno, pues ya veremos si me frena el próximo partido.” Durante la temporada había sido evidente que Jordan usaba desafíos reales o imaginados para motivarse cada noche superando la rutina y el cansancio: taponar a Shaquille O’Neal, robarle el balón a Billy Owens, anotar en la primera parte tantos puntos como le metiera LaBradford Smith (un escolta de los Bullets de poco renombre que tuvo la mala suerte de hacer un buen partido contra los Bulls) en su enfrentamiento anterior. Michael Jordan se sentía insultado al leer que su defensor había logrado frenarle cuando había anotado 44 puntos, ignorando deliberadamente las circunstancias reales del partido, y respondió con una actuación que recordaba tiempos pasados. Michael Jordan ignoró a sus compañeros y se convirtió en la imparable máquina de anotar en individual que había sido años atrás, con 55 puntos que suponían la segunda anotación más alta en una final de la NBA. Especialmente en el segundo cuarto, en el que atacó la defensa de Majerle y Johnson para anotar 22 puntos en una serie de penetraciones y tiros exteriores que los Suns no pudieron parar en ningún momento. Charles Barkley (a quien habían tenido que extraer líquido sinovial del codo antes del tercer partido) mantuvo a su equipo hasta el final con un triple doble espectacular, pero Jordan remató su actuación con una canasta final forzando la falta de un Barkley que quedó de rodillas sobre la cancha. En un gesto revelador, Jordan apartó a B.J. Armstrong para celebrar la canasta decisiva a solas delante de su público, y luego abandonó el pabellón a toda velocidad para jugar 18 hoyos de golf y quedarse hasta las tantas en otra partida de cartas con “Magic”, Buckner y Rashad.

Con un 3-1 a su favor, el quinto partido se afrontaba en Chicago con la ciudad tomada por la policía en previsión de incidentes durante la celebración de lo que se anticipaba como el triunfo definitivo. Los Suns tenían otra idea, y por primera vez en la serie salieron a ganar desde el primer minuto, tomando ventaja en el arranque y no cediéndola hasta el final. Michael Jordan se fue a los 41 puntos, pero ninguno de sus compañeros acudió en su apoyo. En el vestuario durante el descanso, Jordan lloró y maldijo como en los negros días contra los Pistons: “No quiero volver a Phoenix, si perdemos este partido tendréis que ir solos”. Nadie más dio un paso adelante, y Jordan abandonó precipitadamente el estadio sin querer hablar con nadie en cuanto terminó el partido con el marcador de 98-108. La derrota cayó como un jarro de agua fría en el vestuario de Chicago. Perder dos de tres partidos en casa para devolver la ventaja de cancha al rival no era algo que sucediera a los Bulls, era algo que los Bulls hacían a los demás. Las circunstancias de la derrota, además, hacían temer la reacción de Jordan después de su evidente enfado por el bajo rendimiento de sus compañeros en el quinto partido. Sin embargo, su respuesta los cogió a todos por sorpresa, y demostró cuánto había progresado en la comprensión de su papel como líder del equipo. Entró en el avión de los Bulls con un enorme puro en la boca y saludando a sus compañeros sin el menor atisbo de enfado. “Buenos días, campeones. Ahora vayamos a Phoenix a patear unos cuantos culos y ganar un anillo.”

Barkley intentó calentar el partido declarando que el destino de los Suns era ganar el campeonato, pero Jordan respondió con tres de cuatro triples para poner a los Bulls por delante en el partido. Chicago mantuvo la ventaja hasta el último cuarto, pero 7 minutos sin anotar debido a una defensa numantina de los Suns permitió que los locales tomaran la delantera en el marcador. Con los Bulls 4 puntos abajo y posesión para Suns a falta de 50 segundos se vislumbraba la derrota, pero Michael Jordan capturó el rebote defensivo y anotó un relampagueante costa-a-costa para poner el 96-98 en el marcador. Una gran defensa de los Bulls les permitió recuperar el balón, y una vez más Jordan se encontró ante la jugada decisiva con 14 segundos por jugar. Kevin Johnson lo obligó a soltar el balón, y Pippen finalizó su penetración con un pase a Horace Grant en la línea de fondo. No era una buena elección, ya que Grant había fallado todos sus lanzamientos en el partido, pero en lugar de forzar el tiro devolvió el balón a John Paxson, totalmente solo en la línea de tres y que con su triple dio la victoria a los Bulls después de que Grant rematara su momento de gloria con un contundente tapón sobre el intento final de los Suns.

Durante la temporada, Michael Jordan había mencionado varias veces que su motivación era un tercer campeonato consecutivo, el “triplete” que no habían conseguido ni “Magic”, ni Bird, ni Isiah. En la entrevista con Ahmad Rashad había especulado con la dificultad de encontrar más desafíos, y un periódico de Chicago llegó a publicar una lista con sugerencias de tareas imposibles para Jordan si lograba el anillo, como por ejemplo lograr explicar la diferencia entre Carolina del Norte y Carolina del Sur o encestar el tiro final de su legendario anuncio con Larry Bird para McDonalds. No fue necesario.

Ese verano dos delincuentes se encargarían de resolver el tema.