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El paseo con George fue agradable. El perro estaba bien adiestrado y se podía andar tranquilamente junto a él con la correa. Caminaron mucho hasta que Gene encontró un parque en el que otras personas disfrutaban jugando con sus animales. Pensó que sería una buena idea soltarlo un poco y que se divirtiera con otros perros.

—¿Quieres correr un poco? —George respondió con saltitos y emoción mientras Gene le liberaba el arnés de la correa—. Corre, ve a jugar.

El perro salió disparado, como si alguien hubiera activado un botón de propulsión, y Gene empezó a preocuparse por seguirle el ritmo.

—¡¡No te alejes!! —le gritó, pero George no atendía a nadie, corría sin rumbo fijo, poseído por la libertad de sus patas.

Gene vio que la silueta del perro se desvanecía a lo lejos y el miedo se apoderó de ella. ¿Dónde estaba? Si perdía el perro de su jefe el primer día la iba a matar a golpe de grapadora. Veía muy capaz a Lewis de algo así. No parecía gozar de buena reputación en cuanto a su carácter, y, bueno, ella ya había podido probarlo en su propio pellejo.

—George, ¿dónde narices estás? —gritaba dando vueltas para vislumbrar panorámicamente toda la extensión del parque.

Gene estuvo unos quince minutos dando vueltas sin rumbo fijo buscando a George sin éxito. Las lágrimas se habían amontonado en sus ojos y una gran bola de desesperación le oprimía la garganta. Decidió sentarse en un banco y dar rienda suelta a sus emociones, llorando desconsoladamente y sorbiéndose los mocos como una niña pequeña.

—¿Buscas esto? —escuchó decir a una voz masculina.

—George, oh, George. Eres un perrito malo, me has dado un susto de muerte —dijo, abrazándose al cuello del perro mientras él intentaba alcanzarle los carrillos para lamerlos—. Muchas gracias, no sé cómo agradecértelo. Es el perro de mi jefe, si le llega a pasar algo soy chica muerta.

—¿Para quién trabajas, para Jack el destripador? —preguntó aquel chico divertido.

—Más o menos, me llamo Genevieve.

—Encantado. Yo soy Mark. Hacía tiempo que no escuchaba ese nombre.

—No sé si eso es bueno o malo.

—Es bueno, creo que es un nombre muy bonito, como la chica que lo tiene.

Gene abrió los ojos gratamente impresionada y dijo:

—Vaya, ¿estás intentando ligar conmigo?

—Podría decirse que sí —respondió mesándose el pelo sin quitarle los ojos de encima—. No todos los días uno rescata el perro de una damisela en apuros.

—Te recuerdo que no es mi perro, pero no te negaré que sí estaba en apuros. Gracias.

Siguieron conversando animadamente mientras paseaban tranquilamente en dirección a la casa de Lewis. Al llegar, Gene se detuvo y le indicó que ese era su destino y Mark le comentó que él vivía dos calles más arriba.

—¿Sería demasiado atrevido que te pida una cita esta noche? —preguntó él sin perder la sonrisa, mientras ella sacaba las llaves del bolso.

—Eso depende.

—¿De qué depende?

—De la hora a la que salga de trabajar, hoy es mi primer día y no conozco mi horario.

—Bueno, eso tiene fácil solución. Te doy mi número de teléfono, cuando lo sepas me avisas y me pasas la ubicación. Pasaré a recogerte cuando te liberes.

—Me parece un buen plan, pareces un buen chico. —Gene le dedicó una cálida sonrisa. Mark le había caído muy bien.

—Y lo soy, lo comprobarás por ti misma.

—Gracias de nuevo —dijo, levantando la correa de George ante los ojos de aquel simpático chico.

—Ha sido un placer muy agradable —le contestó Mark, marchándose no sin antes dedicarle otra bonita sonrisa.

Gene dejó a George sano y salvo en casa de Lewis, con las patas limpias de barro, y se aseguró de que tuviera agua y comida, luego decidió coger el bus para volver a las oficinas de Lefkowitz y Maddox Asociados.

Un fuerte dolor de cabeza amenazaba con estallar de pronto dentro de su cráneo. De siempre las emociones fuertes y los nervios le provocaban jaquecas, y ese día había estado colmado de todo eso.

En cuanto entró de nuevo en el edificio y cogió el ascensor a la séptima planta, su cabeza se reveló contra ella, provocándole incluso alguna arcada.

—Querida, ¿estás bien? Tienes mala cara —le dijo la señora sin nombre de la recepción, acercándose a ella y obligándola a sentarse en una de aquellas sillas grises.

—Sí, tranquila.

—No te lo he dicho antes, a veces pienso que todo el mundo me conoce aquí, mi nombre es Carol Kelles.

—Encantada, Carol. ¿Sería mucho pedir un vaso de agua y algún analgésico?

—Enseguida te lo traigo —dijo amablemente dejándola allí sola.

Gene se preguntó por qué aquellas oficinas parecían tan vacías. La música del hilo musical era prácticamente lo único que se escuchaba. Cuando uno piensa en un bufete de abogados, imagina que los pasillos estarían rebosantes de gente corriendo con papeles de aquí para allá, corrillos en la máquina de café, empleados saliendo y entrando de los despachos, pero todo eso era muy diferente en Lefkowitz y Maddox Asociados. Su padre siempre había hablado del éxito de su amigo Jack. Era el primero que recomendaba a todos sus conocidos que contrataran los servicios del bufete de abogados, pero aquello distaba mucho de tener éxito.

Carol volvió con una pastilla y un vaso de agua y se lo ofreció a Gene.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Claro, pregunta lo que quieras —dijo Carol sentándose a su lado expectante.

—¿Por qué está esto tan vacío?

—No está vacío, estamos tú y yo, Carter, el señor Maddox, el señor Lefkowitz y su secretaria Miranda, el señor Paterson, la señorita Brown, que se encuentra en Londres por asuntos familiares, y su secretaria Leslie, que está ahora mismo disfrutando de sus vacaciones en Ibiza.

—¿La señorita Brown?

—Sí, Liza Brown, es una eminencia en su campo. Es abogada matrimonial, aunque aún no ha conseguido que nadie le ponga el anillo en el dedo. Deben tenerle miedo —comentó Carol entre risas.

—Entiendo, pero por el estado de estas oficinas —dijo Gene mirando a su alrededor—, diría que no tiene apenas clientes.

—Eso es otro cantar, querida. Aquí pasaron unas cosas que arruinaron un poco la reputación del bufete, pero el señor Lefkowitz está arreglando esos asuntos, no debes preocuparte.

—No es preocupación, soy una recién llegada, es pura curiosidad.

—¿Qué es lo que te provoca curiosidad? —dijo Lewis alertando a las dos mujeres de su presencia a escasa distancia.

—Nada, estábamos hablando de cotilleos de revista —respondió Gene con rapidez.

—¿Acaso pagamos aquí a los empleados para estar de cháchara?

—No, señor Maddox, disculpe —contestó Carol retirándose con rapidez a su espacio laboral tras el mostrador.

—Pues precisamente de pagar me gustaría hablar contigo, Lewis.

—Señor Maddox. Esos modales, Vivi —dijo con un aire todavía más antipático, si es que eso era posible.

Lewis todavía no había tenido un solo gesto amable hacia ella y Gene no entendía el porqué. Era ella la que debía estar resentida y no él. ¿Por qué se comportaba de aquel modo tan horrible? Tal vez era así con todo el mundo, pero Gene suponía que no, que, a pesar de su fama de déspota, no era exactamente así con todos y sacaba su peor versión para ella. Gene no pensaba amilanarse, no tenía intención de doblegarse y, por supuesto, no pensaba consentirle que le faltara el respeto. Y si quería guerra, pues la iba a tener.

—En ese caso le tengo que pedir a usted que deje de llamarme Vivi y se dirija a mí como señorita Johnson —dijo ella desafiante, irguiéndose con soberbia frente a Lewis, que no pudo evitar fijarse en lo turgentes que se adivinaban sus pechos bajo ese suéter endiabladamente ceñido.

—Aquí el jefe soy yo, creo que puedo llamarte como me plazca.

—Está usted muy confundido, cuando uno exige respeto lo menos que puede hacer es ofrecerlo.

—En ese caso, señorita Johnson, le pido por favor que vaya a mi despacho para asignarle unas tareas. Ha tardado demasiado con la última que le ordené y me temo que hoy no saldrá a su hora.

—No tenía hora de salida, se olvidó usted de comentarme el horario y darme el contrato de becaria —dijo Gene imprimiendo una gran efusividad en la última palabra.

—Por favor, usted primero —dijo Lewis con falsa amabilidad, cediéndole el paso.

Mientras se dirigían a su despacho, aprovechó para observarla con detenimiento. Los años que llevaba sin verla no habían hecho otra cosa más que embellecerla. Se había convertido en una mujer preciosa y sus curvas invitaban a perderse en ellas.