El despertador sonó sin descanso hasta que Gene decidió apagarlo de un manotazo. Aquella noche casi no había dormido. Sarah y Janice la obligaron a ver tres películas que abordaban el tema de conquistar a un hombre para luego dejarlo. A Gene seguía sin convencerle el plan, pero igual mostrarse coqueta y dispuesta a hacer las paces con Lewis calmarían un poco a la bestia.
—Gene, es tu padre, está al teléfono —gritó Sarah desde el salón.
—Dile que no estoy —respondió ella de la misma manera.
—Ya le he dicho que estás.
Gene hundió la cara en la almohada antes de salir del cuarto, estaba enfadada con su padre. Él debía ser conocedor de que Lewis Maddox era socio del bufete y la había echado a los perros sin contemplaciones. Cogió el auricular sin ganas y contestó de igual modo.
—¿Diga?
—Como que diga, ya sabías que era yo. Te parecerá bonito no decir un «hola, papá».
—Hola, papá —dijo esta vez con voz queda.
—Cuéntame cómo te va en tu nuevo trabajo.
—No tengo ningún trabajo, soy becaria.
—Es un trabajo, Gene. Nadie consigue puestos de directivo a la primera de cambio. Hay que sacrificarse. Cuando termines el máster de Director de Proyectos será un incentivo para tu currículum haber trabajado en el bufete. Tienen mucho prestigio.
—¿Y cómo se supone que voy a pagar el apartamento y el resto de mis gastos sin un sueldo digno?
—Por eso no debes preocuparte, seguiré ayudándote como hasta ahora. Tómatelo como parte de tus estudios.
—Además, ¿tú sabías que Lewis Maddox es el mismo Lewis Maddox que conocí en la isla de Skye?
—No, no tenía la menor idea de que habías conocido a ese chico en la isla de Skye. Pero es un gran muchacho. Me trata de maravilla cada vez que voy al bufete. Supongo que habrá sido una sorpresa muy agradable encontrarte allí con alguien conocido.
—Ha sido una gran sorpresa, pero poco agradable, papá.
—A los jóvenes de hoy en día no hay quien os entienda.
—Bueno, papá, tengo que dejarte o llegaré tarde.
—Sé buena y haz muchos amigos.
—Papá, no estoy en secundaria.
—Qué poco humor tienes, hija. Tu madre te manda un beso.
—Chao.
—Adiós, mi niña.
Cuando colgó el teléfono y maldijo por dentro que su padre la hubiera metido en ese bufete a traición, Janice y Sarah la miraban fijamente portando una bolsa de maquillaje y una plancha del pelo.
—¿Qué hacéis?
—Ponerte divina de la muerte, necesitas que a ese Lewis Maddox se le desencaje la mandíbula nada más verte —dijo Sarah alzando la bolsa y moviéndola en el aire.
—Hoy empieza tu plan de ataque, así que siéntate ya —dijo Janice tendiéndole una silla—, que no tenemos mucho tiempo.
Las chicas empezaron a arreglarla sin permitirle participar en ninguna decisión. Ni siquiera le dejaron un espejo para mirarse.
—¡Ya estás! —anunció Sarah dando palmaditas.
—Estás impresionante, Gene, pareces una artista de las revistas.
—¿Qué me habéis hecho?
—Mejorarte, eres muy guapa, pero con un poco de polvos compactos eres una diosa.
En cuanto Gene vio su reflejo en el espejo no daba crédito a lo que veían sus ojos. Podía reconocerse, era ella, pero, como decían sus amigas, en su mejor versión. Sus ojos destacaban y el cabello le lucía liso y brillante, los matices rubios de su pelo castaño eran como pequeños rayos de sol.
—Habéis hecho un gran trabajo, ¿pero creéis que con solo esto bastará para conquistar a un hombre que levanta pasiones a cada paso que da?
—Tranquila, Janice te trae ahora la guinda del pastel —dijo Sarah mientras Janice iba a su habitación a por dicha guinda.
—Aquí lo tienes —anunció al volver, portando un vestido rojo de corte recto, escote de pico y media manga.
—Eso es un vestido para fin de año o para asistir a una gala benéfica. No pienso ponerme eso —protestó Gene.
—Es un vestido precioso y atemporal. En Zara no venden vestidos para galas benéficas. Es un vestido para mujeres emprendedoras y atrevidas —aseguró Janice ofendida, pues el vestido era suyo.
—No quería ofenderte.
—No me ofendes, no tienes buen gusto.
—Venga, Gene, póntelo —la animó Sarah.
Lewis tampoco había descansado bien esa noche, los nervios por volver a ver a Gene en pocas horas estaban haciendo estragos en su cuerpo. No pensaba que le fuera a afectar tanto verla de nuevo, pero así había sido, ni siquiera había podido borrar su imagen de su cabeza mientras se follaba a Miranda, y eso no era algo que pudiera permitirse.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvieron juntos, cuando la dejó hecha un mar de lágrimas traicioneras en el muelle de Portree y desde entonces decenas de mujeres habían circulado por su alcoba y en todo ese tiempo apenas había dedicado unos vagos pensamientos hacia ella, siempre bañados en el rencor más absoluto. No podía evitarlo, pero eso era lo que sentía hacia Gene, que en su momento había significado mucho para él: había sido su primer amor verdadero y también la primera que le había roto el corazón con sus mentiras. Aquel verano en la isla de Skye le había marcado mucho aunque pretendiera que no fuera así y llevaba el recuerdo de Genevieve Johnson grabado a fuego en la mente, y eso era algo que no podía evitar a pesar del tiempo.
La mañana anterior se había estado preparando mentalmente para el encuentro, pero, en cuanto la vio de pie en su despacho, el suelo tembló bajo sus pies y el corazón le dio un salto mortal igual que le pasaba cada vez que la veía a sus diecinueve años. Se sintió enfadado consigo mismo por ser tan vulnerable a la mujer preciosa en que se había convertido Gene en los años que habían trascurrido sin verla. Si la idea de tener a una becaria con la que perder el tiempo le desagradaba, que la becaria en cuestión fuera Gene lo embargaba de furia. Se había hecho el propósito de hacerle la vida imposible para perderla de vista cuanto antes. Necesitaba recuperar la seguridad que ella le había robado.
Cuando llegó al despacho vio a Carol en su mostrador hablando con una mujer de preciosas piernas metida en un vestido rojo que enmarcaba su perfecto cuerpo de sirena, y sonriendo se acercó a ellas.
—Buenos días, Carol —saludó a la recepcionista y luego volvió los ojos hacia la mujer. La mandíbula casi le tocó el suelo. Era Gene y estaba todavía más guapa que el día anterior. Se había hecho algo en el pelo e iba maquillada de una forma muy favorecedora.
Gene lo miró con sus bonitos ojos grises y sacudió la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Qué le pasaba? ¿Se alegraba de verlo?
—Buenos días, señor Maddox —dijo con un tono cantarín como si de verdad se sintiera feliz.
Lewis la miró de arriba abajo forzando una sonrisa de desprecio, como si verla fuera una incomodidad, en lugar de un regalo para los ojos.
—¿Por qué te has maquillado tanto? —le espetó obviando el saludo.
—No creo que vaya tan maquillada. ¿Te molesta?
Él la miró con el ceño fruncido y tomándola por el codo se la llevó hacia la puerta de su despacho.
—Claro que no, nada de lo que hagas me molesta. Me da igual.
—¿Entonces?
—Entonces nada, no creo que sea lo correcto para venir a trabajar.
—Bueno, ayer vi que Miranda, la secretaria de Jack, se arregla mucho para venir al despacho y no quería ser menos. Quiero encajar en este sitio.
—¿Es que no tienes personalidad?
—Claro que la tengo, por eso mismo. Este es mi estilo habitual, solo que ayer no pensé que era el adecuado para venir, pero tras ver que sí, he decidido usarlo. Así soy yo. —Pestañeó repetidas veces, con la barbilla alta, de un modo desquiciante. Desquiciante al menos para Lewis, que la encontraba apabullante.
Bajó la vista hasta sus zapatos, comprobando que llevaba unos de tacón fino, y resolvió que si con lo de ayer no había tenido bastante, hoy sería mucho peor.
—A mi despacho.
—¿Cojo papel y boli para tomar notas? —preguntó Gene, mordiéndose el labio inferior, y él no pudo evitar pensar que tenía una boca muy apetecible y que le gustaría ser él quien se la mordiera mientras empujaba dentro de ella.
—Haz lo que quieras —dijo de malos modos, abriendo la puerta del despacho y entrando en este mientras pensaba qué clase de encargos podría pedirle para fastidiarle el día.
Gene lo siguió y se sentó en una de las sillas ante su escritorio. Se quedó mirándolo fijamente a la espera de instrucciones. Lewis se tomó su tiempo, necesitaba pensar, idear un plan de tortura. Se puso a mirar la ciudad desde el gran ventanal de su despacho. Tenía unas buenas vistas desde allí: el castillo de Edimburgo se alzaba imponente sobre la colina de Castle Hill, pero él procuraba no acercarse demasiado pues ver la altura hasta la calle le daba un pánico atroz. Sería una verdadera pena perder aquello, pero el bufete no iba bien y, si no conseguía pronto buenos clientes, todo por lo que había trabajado los últimos cinco años se iría al garete a la velocidad de la luz.
—¿Ocurre algo, señor Maddox? —La voz de Gene le interrumpió los pensamientos y él la miró molesto, a pesar de que su tono irradiaba preocupación. Pero debía ser una preocupación más falsa que una moneda de cinco libras.
—No me moleste, estoy pensando.
Gene se encogió ligeramente de hombros y se reclinó sobre el respaldo, haciendo que sus pechos quedaran alzados al cielo. No recordaba que tuviera esos melones, pero tampoco que tuviera esas piernas infinitas. Eran perfectas, los muslos torneados y firmes. Su mirada se quedó fija en sus rodillas mientras la veía cruzar las piernas y luego descendió hasta sus tobillos. ¿Qué se sentiría con esos tobillos rodeando su cuello mientras se hacía camino para entrar en ella hasta el fondo?
—¿Le queda mucho? —volvió a hablar ella incordiándole—. Lo digo porque si va para rato, podría ir a por un café largo. Ayer no me dijo lo que le gusta desayunar, pero le pregunté a Carter, y estaría encantada de traerle uno mientras sigue pensando.
Lewis ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. ¿Qué le pasaba a Gene? ¿Por qué era tan amable con él?
—¿Está bien, señor Maddox? Lo noto distraído esta mañana —insistió ella usando ese tono de falsa preocupación.
—Me encuentro perfectamente —respondió exasperado—. Vaya a por ese café y tráigase otro para usted. Tengo que dictarle varios memorándums antes del almuerzo.
Gene se levantó de la silla con los ojos fijos en los de Lewis, que le mantuvo la mirada sin pestañear. Cuando ella se mordió el labio inferior sintió unos profundos deseos de recorrer los cinco pasos que los separaban, apretarla fuerte contra su pecho y besarla hasta que le pidiera que la follara sobre la mesa.
—No tarde mucho, señorita Johnson, no me gusta tomarme el café frío.
—Iré volando si hace falta. —Pestañeó coqueta antes de salir de su despacho moviendo el trasero.