Durante el resto de semana, intercambiaron llamadas y mensajes, y Lewis se había comportado como un verdadero caballero todo el tiempo con Gene. Cada mañana, al llegar a su despacho, una rosa y una nota aguardaban sobre el teclado del ordenador y, cuando menos lo esperaba, Lewis aparecía con una taza de café en las manos. Eran gestos pequeños, pero estaban consiguiendo despertar de nuevo en ella sentimientos que no creía que volverían a aflorar.
El fin de semana, Lewis le propuso salir a algún lado y ella accedió a ir al cine. El domingo apareció vestido de manera informal, casi tanto como lo recodaba en la isla de Skye, y fueron a ver una película y compartieron unas palomitas. Cada vez que sus manos se rozaban intentando coger un puñado, a Gene le recorría una electricidad por el cuerpo que la hacía sentirse viva, como si el amor le diera una segunda oportunidad devolviéndole a Lewis en estado puro, aquel Lewis que casi no reconocía días atrás. Cuando la película terminó, Lewis la acompañó a casa y le pidió permiso para besarla y Gene accedió a ello. Fue un beso tierno, de esos que duran poco, pero evocan muchas cosas, llenando su corazón y calmando su alma. Sabía que lo quería, que deseaba con todas sus fuerzas declararle que no podía vivir sin él, que quería compartir su vida con él, despertar cada mañana a su lado y no dejarlo marchar jamás. Había sido el amor de su vida y seguía siéndolo a pesar de todo. Pero contuvo las ganas, debía ser cautelosa y no precipitarse, aquello estaba siendo demasiado bonito y las prisas eran malas consejeras.
—Lo he pasado muy bien esta tarde —dijo ella.
—Yo también, hacía tiempo que no iba al cine con una chica.
—Cuando creces perdemos la inocencia de ciertas cosas, de las citas de verdad. Supongo que has sido más de aquí te pillo, aquí te mato.
—Así es, y me apena, pero por otro lado me alegra que seas tú quien me devuelva esa capacidad de disfrutar de un bol de palomitas —dijo él sonriendo.
—Ha sido fantástico y deseo poder seguir construyendo esto.
—He de confesarte algo. —Aquello puso en alerta a Gene—. Estoy aguantando mucho las ganas de poseerte, te deseo, Gene. No veo el día que me dejes hacerte el amor, tocar tu cuerpo, besar tu pecho, hundirme en ti y hacernos uno.
—Créeme que yo también tengo ganas de que llegue ese día, pero todavía no puedo. No sería real.
—Esperaré lo que haga falta, te lo prometo.
—Te lo agradezco. —Gene besó su mejilla—. He de subir a casa, mañana nos vemos en la oficina.
—No olvidaré tu rosa.
—Estoy deseando leer tu nota —dijo Gene esbozando una sonrisa—. Hasta mañana.
Aquella mañana de lunes, Gene se levantó con energías renovadas, su vida había cambiado gracias a su padre, al que le había recriminado en su momento que la metiera a traición en el bufete. Se hizo un café y decidió llamarlo, su padre era un hombre madrugador y seguro que ya estaría en su oficina organizándose la semana.
—Mi preciosa Gene, ¿cómo estás? Nos dejaste muy preocupados cuando te marchaste de casa tras pasar esos días desestresantes.
—Estoy bien, papá. Solo quería darte las gracias por todo.
—¿Por todo? Eres mi hija, no tienes que agradecerme nada.
—Sí, debo hacerlo. No te traté demasiado bien cuando me conseguiste el puesto de becaria en el bufete de Jack. Tu iniciativa me ha cambiado la vida, ahora trabajo para ellos como asesora de marketing y tengo clientes propios y un cargo en el bufete.
—Tú vales mucho, hija mía, sabía que te iría bien con los Lefkowitz.
—Gracias, papá.
—No se merecen.
Aquella conversación puso aún más en calma a Gene, debía cerrar cualquier capítulo de su vida para empezar a afrontar los nuevos retos con la conciencia tranquila.
Cuando llegó al despacho encontró sobre la mesa la rosa roja a la que Lewis ya la tenía acostumbrada sobre un gran paquete. Era una enorme caja envuelta con papel de regalo y no había ninguna nota a la vista. Dejó su bolso en la silla y cogió el paquete con cierto nerviosismo. No solía recibir regalos si no era su cumpleaños o Navidad y aquello le hacía especial ilusión. Cuando descubrió lo que había en su interior se emocionó el doble. Eran unas botas Hunter negras y en la pernera de una de ellas había una nota.
«Sé que el miércoles tienes que ir a la granja O’Toole. No quisiera que estropearas otro par de zapatos ni que te caigas en una zanja. Disfrútalas, sé que te gustan. Te amo, Lewis.»
Eran unas botas preciosas, las mismas botas que la realeza británica usaba para sus paseos por la campiña inglesa y que ahora todo el mundo usaba no solo para el campo, también de forma sofisticada. Le encantaban esas botas y ya tenía unas rojas, pero le vendría bien tener otro par y no iba a despreciarle el gesto a Lewis.
—¿Te gustan? —preguntó él, irrumpiendo en su despacho, sobresaltando a Gene.
—Me encantan. ¿Cómo has sabido que me gustan estas botas?
Lewis sonrió con orgullo y respondió:
—Me lo dijiste en la isla de Skye.
—Y te has acordado —dijo ella mirándolo fijamente con una sonrisa.
—Nunca he olvidado nada de ti.
—Muchas gracias, me encantan de verdad.
—Disfrútalas mucho.
—Las disfrutaré contigo, pasearé orgullosa con mis Hunters de tu mano.
—Eso espero —dijo él con confianza.
—¿Quién te ha chivado mi número?
—Tu amiga Janice. Me costó, esa chica me odia —respondió riendo.
—Se le pasará, estoy en ello. —Rio ella también.
Ambos volvieron a sus tareas hasta la hora de comer, en la cual habían quedado para hacerlo juntos. La gente en la oficina ya se había hecho eco de que entre los dos había algo y ellos optaron por no seguir ocultándolo, no tenían nada de lo que avergonzarse. Pero a Lewis le dolía en cierta manera que ella siguiera guardando ciertas distancias, estaba demostrándole que realmente quería arreglar las cosas y que la quería. Pero la entendía y era paciente, sabía que acabaría conquistándola, que Gene terminaría por confiar en él y serían felices recuperando el tiempo perdido desde el desafortunado malentendido en la isla de Skye.
A la una menos cinco, Gene decidió ir a buscar a Lewis a su despacho. Era la primera vez que se atrevía a ello, pero el gesto que había tenido con ella regalándole las botas, que tanto quería, se merecía que ella empezara a dar muestras de afecto hacia él.
Pero antes de llegar alguien la cogió del codo arrastrándola a la otra parte del pasillo.
—¡¿Estás loca?! Menudo susto me has dado —le dijo a Miranda que la sostenía del brazo con un mal gesto en la cara.
—No estoy loca, estoy sorprendida de lo zorra que puedes ser.
—Retira eso ahora mismo —dijo Gene zafándose de su atrevimiento al cogerla del brazo.
—No voy a retirar nada, ya has conseguido todo lo que querías. Tienes a Lewis a tus pies como un perrito faldero y a Jack maravillado con tu trabajo, pero a mí no me la cuelas. Sé que eres muy amiguita de Mark McGillis.
—Sí, somos amigos, pero no entiendo a qué te refieres.
—Me refiero a que eso no beneficia al bufete. A saber qué eres capaz de hacer para ganar notoriedad en el mundo laboral. AD Lawyers jodió la reputación de este bufete y tú te codeas con su hijo. A saber qué más cosas escondes.
Aquello dejó con la boca abierta a Gene que, con ganas de decirle que ella sabía que la única que tenía contactos pocos decorosos con el señor McGillis y todo su equipo era ella, tuvo que morderse la lengua para no tirar por tierra el plan de Lewis.
—¿Insinúas que yo pueda tener algo que ver con eso? —le preguntó Gene.
—Es posible, y lo que tengo claro es que voy a destruirte, Gene Johnson.
—Creo que vas a destruirte tú solita primero, Miranda —le replicó dignamente antes de marcharse y dar por terminado aquel atropello a su persona.
Tan solo quedaba un día para que se celebrara la vista del caso Grant y Lewis le había contado cuáles eran las pruebas falsas que iban a presentar los abogados de AD Lawyers, poniendo en preaviso al juez designado, y que los dejarían en muy mala posición durante el juicio. En esos casos los jueces pedían a los letrados que expusieran el nombre de la persona que había facilitado la información y el nombre de Miranda Prescott saldría a la luz, desenmascarándola y poniéndola en un serio problema con la justicia. Gene estaba tranquila y a la vez muy ansiosa por que a esa señorita le dieran su merecido.