11

Con un suave suspiro, Mark le envolvió la nuca con las manos y presionó la boca contra la suya con avidez. Aquel beso se extendió en el tiempo más de lo que Gene hubiera querido, pero había que reconocer que Mark besaba bien, aunque solo se tratara de un amigo.

—Eres deliciosa —dijo él apartándose al cabo de un rato.

—No me digas eso —dijo Gene sintiéndose culpable. No debería haberle pedido a Mark que la besara. Era evidente que ella le gustaba y besarse con él no había estado bien, pese a que había sido un beso estupendo.

—¿Por qué no? Lo eres —le repuso él, pasándole el dedo por la mejilla.

—Porque tú y yo no estamos juntos.

Mark sin poder evitar lo que su cuerpo le pedía, volvió a besar a Gene con pasión, una pasión que ella no podía permitirle, porque traspasaba los límites que debían poner en aquella falsa relación. Empujándole el pecho consiguió apartarlo y él la miró dolido.

—Mark, solo somos amigos —afirmó soportándole la mirada.

—Lo sé, pero no estar juntos no implica que no podamos disfrutar.

—Yo no soy así.

—Pero me has pedido que te besara —replicó él con acritud.

—Lo sé, pero solo por molestar a Lewis y ya lo hemos hecho. No es necesario que nos vea montárnoslo en plena calle. Siento si te he dado lugar a confusión, y si crees que no vas a poder mantener los límites es mejor que no sigamos con el plan.

Mark bajó la mirada y la apartó a un lado, avergonzado. Había pensado que en medio de esa falsa relación podría terminar enamorándola, pero Gene se negaba, por lo visto seguía enamorada de su jefe y antiguo novio.

 

Lewis los estuvo observando desde la ventana de su salón con el ceño fruncido. Ver a Gene en brazos de otro hombre lo llenaba de una furia inexplicable, pero que ese hombre fuera además Mark McGillis, el hijo de Elliot McGillis, socio mayoritario de DA Lawyers, le terminaba de hervir la sangre. Por culpa del padre de ese hombre, el novio de Gene, su bufete se había quedado sin clientes y estaba a un paso de la quiebra.

Miró a su alrededor, contemplando los muebles y las obras de arte que había ido adquiriendo desde que compró la casa, todo ello fruto de su perseverante trabajo y su buen hacer en los casos que había llevado desde que se incorporó al bufete del padre de Jack, y la idea de perderlo en breve lo inundó de tristeza. Pero aquello podía suceder de un modo casi irremediable si él y su socio no daban con la fórmula que levantara de nuevo el despacho. Necesitaban nuevos clientes y los necesitaban ya.

Cuando volvió a mirar al exterior, la pareja había desaparecido en la oscuridad de la calle y pensó en Gene, en lo cerca que habían estado esa noche. En su cuerpo caliente pegado al suyo. En su embriagador aroma. En lo mucho que la deseaba. Y por primera vez desde aquel verano se preguntó si la había echado de menos. Si en el fondo seguía albergando sentimientos hacia ella, más allá del rencor que visiblemente le guardaba. Si sería capaz de perdonarle su traición. Si podría darle una segunda oportunidad o si podría dársela a sí mismo. Lewis, a pesar de la juventud de ambos, la había querido muchísimo, de un modo que había sido incluso incapaz de canalizar cuando se enteró por boca de su amigo Strike que Gene se la estaba pegando con Matthew Anderson, un paleto de Portree. Al principio no quiso creérselo, pero luego los vio juntos, y supo que sus ojos no podían engañarle. Gene estaba jugando a dos bandas. No le dio ni ocasión de explicarse, ¡¿qué milonga iba a contarle?! Era obvio que mientras le hacía creer que era el primer chico con el que hacía el amor, se abría de piernas con cualquier hijo de vecino. Simplemente se reunió con ella en el muelle y le dijo que no quería volverla a ver nunca más y ella se puso a llorar, pero él sabía que sus lágrimas eran mentirosas. La había visto con Mathew Anderson dándose el lote en el parque la tarde anterior, y no estaba solo: su hermana Cora también lo había presenciado y le había prometido allí mismo que no volvería a relacionarse con Gene en la vida.

 

Al día siguiente al ver que ella no estaba en su puesto de trabajo, la cólera volvió a apoderarse de Lewis. ¿Pero quién se creía que era para incumplir su horario y funciones? Le había ordenado que fuera a pasear a George antes de ir al despacho y él había retrasado su salida para propiciar un nuevo encuentro en la privacidad de su casa, pero Gene no se había presentado, y había tenido que pasear él mismo a su perro, y tras eso había ido al bufete esperando encontrársela allí y soltarle una bronca de tres pares de narices que la pusiera de nuevo en su lugar.

Se acercó a Carol, la mujer estaba concentrada en su pantalla, haciendo a saber qué. Había tan poco trabajo esos días que presumía que la recepcionista pasaba la mayor parte del tiempo navegando en internet.

—¡Carol! —le gritó con la intención de sobresaltarla. Lo consiguió, la mujer dio un respingo en la silla y se le quedó mirando con los ojos abiertos de par en par y la mano sujetándose el pecho.

—Dios santo, señor Maddox, qué susto me ha dado.

—Si estuviera más pendiente de la recepción que de fisgar en la Red me hubiera visto venir —la regañó de malos modos y la mujer se encogió en su silla.

—Perdone, señor Maddox. ¿En qué puedo ayudarle?

—Estoy buscando a la señorita Johnson.

—Todavía no ha llegado —respondió ella con la voz trémula. La que le iba a caer a Gene iba ser buena, el señor Maddox no parecía gozar de buen humor esta mañana, pensó Carol, viendo su gesto contrariado.

—¿Cómo que todavía no ha llegado? Son las nueve, debería estar aquí.

La recepcionista se encogió de hombros levemente.

—No puedo decirle más.

—¿Y no ha tenido el detalle de llamar al despacho para avisar de su ausencia?

—Lo siento, señor Maddox, pero me temo que no.

—No me lo puedo creer —gruñó, apretando los puños hasta dejárselos blancos—. Necesito que averigüe su dirección.

—¿Y qué hago con ella?

—¡¿Pues qué va a hacer?!, ¡decírmela! —dijo, pensando que esa mujer era tonta.

Después se marchó dejando a la mujer inquieta. Gene había puesto al señor Maddox fuera de sus casillas y Carol temía por ella. Llamó a Carter, ahora a disposición del señor Paterson, el asesor del despacho y encargado de las contrataciones, y le pidió la dirección de la becaria. Luego llamó al señor Maddox y se la dictó. Al poco lo vio salir de su despacho como alma perseguida por el diablo y se temió lo peor. Por unos segundos pensó si sería apropiado llamar a Gene y advertirla de que el jefe había salido del despacho con la clara intención de presentarse en su apartamento, y lo hizo, pero ella no respondió a la llamada y la mujer se quedó pensando que no volvería a verla por allí. Una lástima. Parecía una buena chica, pero el señor Maddox era muy estricto y seguro que la iba a poner de patitas en la calle.

 

Janice fue a abrir la puerta. Quien quiera que fuese iba fundir el timbre. No se molestó en preguntar, entreabrió y se encontró con un atractivo rubio que irradiaba fuego por los ojos.

—¿Qué quiere? —le preguntó sin terminar de abrir la puerta y tapando el paso con el cuerpo.

—¿Vive aquí Genevieve Johnson?

—Sí.

—¿Está en casa?

Janice le escrutó el rostro al atractivo visitante, imaginándose ya quién podría ser. Pensó en mentir por unos instantes, pero en el último segundo optó por decir la verdad.

—Sí, pero está durmiendo.

—¡¿Cómo que durmiendo?! —gritó Lewis cabreadísimo. ¿Se podía ser más holgazana?

—No grite, la va a despertar —dijo Janice y el atractivo rubio la fulminó con los ojos.

—Aparte.

—De eso nada.

—Soy su jefe y hoy no se ha presentado a trabajar. Es una completa irresponsable.

—Verá, señ… —Janice comenzó a hablar, pero Lewis no dejó que continuara, empujó la puerta y se metió dentro del apartamento—. ¿Pero dónde demonios se cree que va? Voy a llamar a la policía —le gritó pegada a su espalda, mientras él recorría el recibidor y se metía en el salón.

Al no ver allí a Gene, Lewis se dirigió al pasillo que llevaba a las habitaciones. Aquello era un completo desastre, además de minúsculo. De un vistazo visualizó cuatro puertas, solo una de ellas estaba cerrada y fue directo a abrirla. El dormitorio estaba sumido en la oscuridad y, sin darle siquiera un par de vueltas, encendió la lámpara.

En la cama, cubierta con la colcha, había una persona durmiendo a pierna suelta. Se dirigió a ella y de un tirón apartó la colcha mientras le espetaba:

—¿Qué haces todavía durmiendo?

Unos ojos verdes lo miraron asustados.

—¿Quién es usted? Janice, ¿quién es este hombre? —preguntó Sarah con la voz temblorosa a su amiga que se encontraba detrás de Lewis y que no había podido detenerlo. Aquel hombre era como un huracán de fuerza doce.

—Perdone, señorita, pensaba que… —Lewis comenzó a excusarse mientras trataba de cubrir, muerto de la vergüenza, el cuerpo semidesnudo de aquella chica.

—¿Qué pensabas, Lewis? —La voz de Gene a sus espaldas lo sobresaltó.

Se dio la vuelta abochornado. Ella lo miraba con la boca abierta y los ojos encendidos. De nuevo se había portado como un energúmeno, entrando en esa casa a la fuerza y despertando a la compañera de piso de Gene de aquel modo. ¿Pero qué le pasaba? Era por esa maldita mujer. Sacaba lo peor de sí mismo, pero nada podía explicar aquel comportamiento de loco. Se había pasado. Se cubrió los ojos con las manos y se los restregó mientras se batía en retirada.

—¿Dónde te crees que vas? ¿Quién te crees que eres para entrar en mi casa hecho un loco y atacar a mis amigas? —inquirió ella bloqueándole el paso en la puerta.

—Perdona, Gene… lo siento, señorita —balbuceó dirigiéndose a Sarah, que seguía en la cama con ojos de susto y cubierta con la colcha hasta el cuello como una damisela en apuros.

—¿Perdona? ¿Lo siento? —ironizó ella—. Tú estás loco. —Gene avanzó hacia él, saltando a la pata coja, y él cayó en la cuenta entonces de la lesión de su tobillo. Sintió la vergüenza apoderándose de todo su cuerpo. El ridículo no podía ser más espantoso.

—No has llamado para avisar —se excusó.

—Me acabo de levantar. Ayer fui al hospital tras salir de tu casa y me dieron unos sedantes muy fuertes.

—¿Está bien tu tobillo? —preguntó él bajando la vista por la torneada pierna, que el corto pijama dejaba a la vista, hasta la parte vendada.

—No, no está bien. Me han dado reposo para una semana. Por suerte, no se ha roto. Iba a llamar ahora al despacho para avisar de mi ausencia, pero te me has adelantado. ¿Qué haces aquí? ¿Para qué has venido? ¿No podías haber llamado como hacen todos los jefes?

Tantas preguntas de golpe estaban aturrullando a Lewis que, acobardado, solo pudo negar con la cabeza.

—Te pido disculpas de nuevo. Me marcho —dijo recuperando la compostura y salió del dormitorio de Sarah.

—¿Te vas, así, sin ninguna explicación? Muy típico de ti, Lewis. Muy típico de ti —le soltó Gene con toda la rabia que pudo imprimir a sus palabras, pero la espalda de Lewis ya se había perdido de su vista y al poco escuchó un portazo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Janice a su lado. Había presenciado toda la escena sin dar crédito. Aquello superaba las expectativas del plan.

—Eso es mi jefe en su versión más imbécil. ¿Cómo se atreve a presentarse aquí dando esos gritos de salvaje? No me lo puedo creer.

Janice sonrió de lado y dijo:

—Te lo dije, le gustas.

Gene se cubrió los ojos con las manos y se dejó caer en el sofá, apoyando el pie vendado sobre la mesa de centro.

—Pero está loco, ¿quién hace algo así? Se ha personado aquí pidiendo explicaciones de mi ausencia.

—Alguien que está loco de amor. Vas por buen camino, Gene. Ese tipo está cayendo en tus redes como un tonto —dijo Janice partiéndose de risa—. En una semana lo tendrás a tus pies llorando como una nenaza.

Gene se miró el pie vendado y sonrió mientras lo movía de un lado al otro sin ningún problema. Al final solo había sido una torcedura de nada.

—Lo del esguince ha sido una gran idea —le dijo a su amiga riendo—. Se lo ha tragado a piñón fijo.

—Ni siquiera te ha pedido ver el justificante médico.

—Estaba tan avergonzado por haber dejado a Sarah en pelotas que ni se le ha pasado por la cabeza. ¿Has visto su cara? —Gene soltó una carcajada—. Su cara era un poema.

—Creo que se le han puesto los huevos a la altura de los ojos —añadió Janice llevándose las manos a los ojos y apretando los puños.

—Dios, ha sido increíble —dijo Sarah entrando en el salón ya vestida y sentándose con ellas en el sofá—. Creo que está claro: Gene, uno; el señor Maddox, cero. ¿Cuál es el siguiente paso?

Gene y Sarah se quedaron expectantes mirando a Janice. Era la más astuta de las tres y seguro que se le ocurría alguna genialidad para volver del todo loco a Lewis.

 

Lewis salió del piso a toda prisa. Lo consumía la vergüenza y la cólera. ¿En qué momento le había parecido una buena idea ir al apartamento de Gene para pedirle cuentas? ¡En ninguno! Ni se le había pasado por la cabeza ni un solo segundo, tan enfadado como estaba con ella por no haber ido a trabajar. Ni siquiera se había parado a pensar que tuviera una buena excusa, como estar enferma o el tobillo lesionado. Cosa que aún le jodía más, pues lo tenía lesionado por su maldita culpa, por su brillante idea de llevarla a la granja O’Toole, solo por ver sus bonitos zapatos de tacón embarrados. Se lo tenía merecido.

Se subió en el coche todavía sumido en el enfado y arrancó. Sin mirar por el retrovisor se incorporó y se empotró de lleno contra un coche que circulaba por el carril. Maldita sea. ¿Se podía ser más imbécil? ¿Pero qué le sucedía? No daba pie con bola y todo por culpa de Gene.

 

El estruendo en la calle llamó la atención de las tres amigas que todavía se estaban riendo a costa de Lewis mientras urdían planes malévolos. Corrieron a la ventana para mirar qué había ocurrido y se encontraron con la visión del morro del BMW negro de Lewis hundido en el lateral de un Nexus rojo. El propietario del vehículo se había apeado e inspeccionaba los daños, mientras Lewis se daba cabezazos contra el volante.

—Loco, pero loco, loco —rio Janice dando palmaditas.