Jack la acompañó hasta otra puerta similar al otro lado del vestíbulo y la informó de que aquel era el despacho del hombre para el que iba a trabajar, gratis. Aquello le seguía martilleando la cabeza, ¿cómo se suponía que iba a pagar el alquiler y los demás gastos? Aquello era algo que su padre había pasado por alto cuando le dijo que le había conseguido trabajo, podría haber sido más específico y ella quizá se lo hubiera pensado dos veces.
Al igual que con el despacho de Jack, la mesa apostada al lado de la puerta se hallaba desocupada en aquel momento y de nuevo se decidió a llamar con los nudillos en cuanto Jack se despidió de Gene con la clara intención de no presentarla él mismo a su socio.
Una voz masculina la invitó a pasar. Al fondo observó tras una amplia mesa de caoba a un hombre mirando absorto por la ventana, con las manos metidas dentro de los bolsillos del pantalón y con una actitud poco profesional para recibir a alguien. Pero los hombres poderosos, o los que creían serlo, solían ser así y Gene no iba a dejarse intimidar por él ni por nadie, y mucho menos si iba a regalar su tiempo a tiempo parcial durante seis meses.
—Tome asiento —le dijo aún mirando por el ventanal y Gene se sentó a la espera de ver el rostro de aquel enigmático abogado.
Durante unos segundos de incómodo silencio, el hombre decidió recibir de frente y de manera formal a su nueva secretaria. En cuanto lo hizo, ambos se miraron cara a cara. A Gene le dio un vuelco el corazón al reconocer el rostro que había ocupado sus sueños hacía diez años. No había cambiado mucho. Su pelo castaño seguía brillando igual y sus facciones habían adoptado un aire más maduro que lo convertían en un hombre muy atractivo y guapo, más aún que en aquel verano en la isla de Skye cuando le había hecho creer que estaba enamorado de ella para después desecharla como un pañuelo de papel usado. Se obligó a mantener el tipo, diciéndose a sí misma que era una mujer fuerte y que podía sobrellevar con madurez esa incómoda situación y mucho más
—Siento llegar tarde —se excusó Gene y él sonrió levemente sin apartar sus ojos azules de los grises de ella, que se había quedado con la boca abierta sin poder evitarlo. No podía ser. Maldita casualidad. Con todos los Lewis que debía haber en Escocia y tenía que ser precisamente él—. ¿Eres Lewis Maddox? —preguntó con poca seguridad, algo que la hizo sentirse tonta. Esa no era la imagen que quería mostrarle de sí misma.
—Y tú, Genevieve Johnson —dijo al fin él, antes de sentarse en su silla con los brazos cruzados sobre el pecho, observándola detenidamente antes de volver a abrir la boca—. Así que le has suplicado a tu padre para que te consiguiera este trabajo.
—Yo no he suplicado a nadie jamás, y dudo mucho que esto sea un trabajo, puesto que voy a trabajar gratis —respondió ella recuperando la entereza.
—Perdóname que discrepe, pero me suplicaste que te besara en el embarcadero, ¿lo recuerdas, Vivi?
Gene no pudo evitar una mueca de disgusto, nadie la llamaba con aquel diminutivo tan estúpido desde aquel verano en Portree.
—Era una cría y había hecho una apuesta, y me parece una falta de respeto que te dirijas a mí por ese mote. Veo que tu cuerpo se ha desarrollado a la perfección, pero tu cerebro no, Lewis.
—Lo siento, supongo que no es lo correcto y te pido disculpas. Me alegra saber que aún conservas el carácter, te vendrá bien si vas a trabajar para mí —le repuso sin poder evitar reírse.
—Ya me han informado de ello, un tal Carter me puso sobre aviso nada más poner un pie en la moqueta de estas oficinas.
—No le hagas caso, está celoso. He tenido que cederlo parcialmente a Charles Paterson hasta que terminen tus prácticas. Espero no arrepentirme de ello, Carter es muy eficiente.
—¿Celoso, acaso es tu novio? —Gene se rio suavemente.
—No, eso le gustaría a él —contestó Lewis entre risas—, pero yo no soy gay.
—Me alegro, no por nada en particular, pero me alegro de que tengas clara tu orientación sexual —dijo ella, pensando que en el fondo sí se alegraba de que le siguieran gustando las mujeres—. Y ahora si me explicas un poco en qué consiste mi trabajo te estaría muy agradecida.
Lewis entrecerró los ojos.
—¿Tu trabajo? —respiró resignado—. Serás mi ayudante, o mi secretaria, como quieras llamarlo.
—Bien, ¿y qué necesitas que haga por ti ahora?
—Podrías pasear con George.
—¿Quién es George y por qué tengo que pasear con él?
—George es un amigo mío, de hecho, el más leal que tengo.
—¿Quieres que haga de escort? —preguntó incrédula.
—¿De dónde sacas esas ideas, Vivi? George es mi perro.
—¿Por qué tengo que pasear a tu perro? —le repuso contrariada. Aquello era absurdo.
—Porque eres mi ayudante y Carter lo hacía. También me recoge los trajes del tinte y me pide cita en la peluquería si yo se lo pido.
—¿Y eso es todo?
—De momento sí. Aquí tienes las llaves de mi casa —dijo tendiéndole un juego de llaves que sacó de un cajón—. No le hagas correr mucho, es un perro viejo y no tiene demasiada energía.
—Seguramente te la has quedado toda tú.
—¿A qué te refieres? —preguntó Lewis con el ceño fruncido.
—A la energía, Lewis, a la energía.
—Por cierto, creo que no te he dado permiso para que me llames Lewis.
—¿Y cómo quieres que te llame: mi amo, mi señor? —preguntó ella en tono burlón.
Lewis sacudió la cabeza emitiendo una fuerte carcajada, luego respondió:
—No, con señor Maddox será suficiente.
Gene abrió los ojos de par en par y, tratando de calmarse, apretó los puños y respiró hondo.
—Está bien, señor Maddox —dijo su nombre con acritud—, ¿me puede dar la dirección de su casa para que vaya a pasear a su perro?
—Pregúntale a Carter, él te dirá todo lo que necesitas saber. Ahora si no te importa, tengo una reunión importante —dijo secamente.
—De acuerdo, señor Maddox, que tenga usted un buen día —contestó ella más seca aún antes de salir de aquel despacho.
¿Qué había sucedido ahí dentro? Gene no daba crédito, lo que antes eran nervios por empezar un nuevo trabajo, ahora se había convertido en rabia e impotencia. El tiempo que debía pasar a las órdenes del odioso Lewis Maddox iba a ser un infierno.
Gene se acercó al mostrador de la recepción y no encontró a nadie. ¿Dónde iba a encontrar al tal Carter?
—¿Te has perdido? —escuchó decir a sus espaldas.
—Oh, Carter, te estaba buscando —dijo al comprobar que era el mismo chico que le había advertido antes del agrio carácter del señor Maddox.
—¿A mí? ¿Con que fin?
—Lewis, bueno, el señor Maddox me ha pedido que saque a pasear a George —dijo poniendo los ojos en blanco— y me ha dicho que tú me darías la dirección de su casa.
—¿Ya te ha dado esas confianzas? —le preguntó molesto.
—Me ha dado órdenes, que no es lo mismo.
—Ya… —contestó mirándola de arriba abajo.
—¿Me das la dirección o no? Tengo prisa.
—Aquí la tienes —dijo, escribiendo algo en un papel.
—Gracias.
—No me las des, ese perro es una bestia y, pensándolo bien, las gracias te las debo de dar yo a ti por librarme de ese chucho baboso —comentó Carter con un ademán de manos y marchándose por el pasillo con largos pasos.
Gene salió a la calle sin saber muy bien qué hacer, tenía que coger el bus o llamar a un taxi y, en cualquier caso, pagarlo de su bolsillo, algo que debía comentar con el estúpido señor Maddox, pues no estaba dispuesta a gastar en transporte un dinero que no ganaría trabajando para él. Tras pensarlo unos minutos decidió coger un taxi, la próxima vez podría echar mano del bono transporte ya que conocería la ubicación exacta de su casa, y eso solo si había una próxima vez, que no estaba nada claro: la idea de pasear al perro de su jefe no la llenaba de emoción ni tampoco veía cómo podía mejorar su currículo.
Cuando el taxi se detuvo en la puerta de la casa de Lewis Maddox a Gene se le quedó la boca abierta. Era una casa de corte clásico, el porche contaba con una estética colonial poco corriente en Edimburgo. Unas columnas blancas con ornamentos se apoyaban a los lados, dando una cálida bienvenida a los visitantes, y las ventanas estaban adornadas con flores blancas de temporada. Era la casa más bonita que había en la calle, destacaba entre todas las demás.
Sacó las llaves de su bolso y abrió despacio la puerta. El recibidor era lo que se esperaba de una casa como aquella: amplio, limpio y decorado con buen gusto.
—¿George? —preguntó como si el perro fuera un huésped de la casa capaz de recibirla como tal.
Al poco tiempo, un San Bernardo de unas ciento cincuenta libras de peso corrió hacia ella con una energía impropia para un perro viejo, claramente Lewis la había engañado y su perro gozaba de una vitalidad extrema.
—No me mates, por favor —le pidió, cubriéndose la cara con los brazos mientras George la miraba sentado a unos pocos pies de distancia con la cabeza ladeada.
Gene miró al perro a través del hueco que sus brazos no lograban cubrir y comprobó que George no tenía intención de devorarla. Movía el rabo jovialmente y los ojos le brillaban emocionados por conocerla.
—¿Crees que seremos amigos? —le preguntó al can mientras le acariciaba la cabeza con recelo—. Tu dueño es un hombre muy malo, no se merece un perrito tan bueno como tú.