Roma. Policlínico Gemelli
Siena y el profesor Frati hacían guardia en la habitación esperando que, en cualquier momento, trajeran a Enzo de regreso de la operación. Sabían que su vida no corría peligro, pero en sus rostros se notaba la preocupación y el cansancio que había hecho mella en ellos durante aquellos días. Ahora que todo había terminado, una duda todavía la corroía por dentro. ¿Por qué había tenido que ser la última en enterarse de todo aquel engaño? Era cierto que no le gustaban demasiado los religiosos, acaso más por desconocimiento que por el daño irreparable que le había causado su hermana, pero eso no justificaba que le hubieran ocultado la verdadera identidad de su colega. ¿Un fraile? Cada vez que intentaba pensar en él, no podía asociar su persona a un hábito y al rezo de vísperas y maitines. Después del Concilio, muchos religiosos habían abandonado los signos externos de su vocación, haciendo más difícil reconocerlos. Excepto en sus votos y reglas, en nada se distinguían de los demás, incluso muchos de ellos ejercían profesiones universitarias en una aparente normalidad, como era el caso.
Estaba enfadada, pero en realidad no sabía muy bien por qué. La ofensa no era tan grave y, ciertamente, no le había dado palabra de amor para que ahora ella se sintiera despechada. Era más bien la sensación de haber hecho el ridículo lo que la incomodaba. Tanta carrera, másteres y horas de investigación, para no haberse dado cuenta de lo evidente… ¡Alto, alto, alto! ¿Eso significaba que sentía algo por él?… La atracción era evidente, pero hubiera podido sobrevivir sin echar un “polvo” con un hombre aunque le gustara a rabiar. No, era algo más, algo que en aquel momento no se atrevía ni a imaginar cuando entraron a Enzo en la habitación. Ella se abalanzó sobre él para ver su cara; parecía sereno bajo el efecto de la anestesia y soltó un soplido de alivio cuando el médico le dijo que era cuestión de pocos minutos que fuera saliendo de ella.
–Vamos, vamos, señorita Albani, deje respirar al enfermo… –dijo Frati–. Ya ha oído al médico. Será mejor que nos marchemos a tomar un café y volvamos más tarde.
–Lo siento, profesor. Me gustaría estar a su lado cuando despierte, quizá esté desorientado y…
–Está bien, está bien, veo que tiene alma de samaritana. Yo, si me lo permite, voy a estirar las piernas y a tomar algo. Si quiere, puedo traerle un refresco…
–Vaya, vaya. Estaré bien. Además, no creo que Enzo… perdón, fray Damiano, tarde mucho en despertar.
Frati se marchó sin decir nada mientras meneaba la cabeza en tono condescendiente, como si hubiera podido leer los pensamientos de Siena. Ella colocó una silla al lado de la cama y se sentó mientras tomaba una de sus manos y comenzó a acariciarla para transmitirle todo su afecto. Así estuvo durante un buen rato, hasta que el cansancio la venció, obligándola a cerrar los ojos. No despertó hasta que notó cómo se agitaba la mano de Enzo, asida entre las suyas. Rápidamente se levantó sobresaltada, como si le hubieran pinchado en el culo, y se asomó nuevamente a la cabecera de la cama; él acababa de entreabrir un ojo, mientras murmuraba unas palabras entre carraspeos.
–Siena… Estás aquí.
–Sí, Enzo, sí. No me he movido de tu lado desde que te han sacado del quirófano… Tranquilo, todo ha ido bien.
–¿Y Frati?
–Ha estado aquí todo el tiempo. Ahora mismo acaba de bajar a la cafetería. Si quieres, voy a avisarle…
–No, no. En realidad, yo… quería decirte algo que…
–No te esfuerces, descansa. Ya tendremos tiempo para hablar cuando te recuperes.
Siena intuyó que Enzo quería darle la explicación que ella necesitaba como el aire para respirar, pero no podía permitírselo en aquellas circunstancias, no era justo. Si quería descargar su conciencia, debía hacerlo en igualdad de condiciones; quizá ella tuviera cosas que recriminarle. Se sentó y aguardó hasta que una de las enfermeras, una religiosa de edad avanzada, entró para regular su gotero.
–Creo que yo también voy a tomarme un café, estoy que me caigo de puro sueño… No tardaré.
–Vaya tranquila, hija –dijo la enfermera–. Yo todavía tengo trabajo con fray Damiano. No se preocupe, aquí lo cuidaremos bien.
Estaba cansada y confusa; verdaderamente necesitaba un reconstituyente que le levantara la moral. Cuando entró en la cafetería, Frati, que departía agradablemente con uno de los médicos del centro, le hizo una seña para que se acercara.
–¿Qué le pasa hija? –Era la primera vez que la llamaba así, con un tono tan cariñoso–. Parece algo abatida, pero no creo que se trate por el estado de nuestro querido amigo, ¿me equivoco?
Siena no dijo nada, solo puso el café sobre la mesa mientras se sentaba al lado del profesor.
–Nos conocemos desde hace algunos años y sé que algo la atormenta. Tengo un carácter ciertamente difícil pero, a pesar de lo que pueda parecer, siempre he estado pendiente de usted y de su prometedora carrera, así que no puede engañarme, no a un viejo cascarrabias como yo… Venga, Siena, sincérese conmigo y libérese de sus problemas.
–La verdad es que no sabría por dónde empezar. Lo de los últimos días: su secuestro, Wozniak, la catástrofe del Palacio Guidonia, Enzo… Todo ha sido tan intenso que no he tenido tiempo para asimilarlo, por no decir que todo mi trabajo, mi tesis, mis estudios, se han ido al garete.
–¿Está segura de que es eso lo que realmente le preocupa?
–No le entiendo, profesor…
–Me ha entendido perfectamente, querida Siena. Si algo me han enseñado mis años, no es precisamente cosas referentes a la historia, sino a comprender más a fondo el alma humana. ¿Para qué si no sirve todo nuestro trabajo? Detrás de este viejo, también hay un hombre que se da cuenta de lo que pasa a su alrededor, y créame si le digo que no es su trabajo lo que más la inquieta. No sé qué pasó entre ustedes durante mi forzada ausencia, pero sé reconocer cuando existe una atracción tan evidente como la que usted siente por fray… ¡Ah! Por si le sirve de consuelo, no es preciso que continúe llamándole así. En el mundo académico es más conocido como Enzo Bianco, el otro apelativo solo afecta a su vida como fraile. Es curioso, pero una vez me dijo que se cambió el nombre porque no le parecía adecuado para vestir hábito; no sonaba lo suficientemente religioso, así que utiliza indistintamente los dos según el caso.
–Enzo… –Siena repitió su nombre soltando un largo y hondo suspiro.
–Así que es eso… –aseveró Frati–. Lo siento, querida. Siento que se llevara a engaño y que se hiciera falsas ilusiones. No se lo reprocho, el muchacho es bien parecido, agradable y con una inteligencia fuera de lo común pero, por el momento, es una fruta prohibida para usted.
–¿Por el momento? –preguntó Siena, ante la posibilidad que abrían aquellas palabras.
–No se equivoque. Aunque es cierto que no hay nada inmutable y que no sería el primer religioso que colgara los hábitos, esa decisión solo le compete a él, ¿no cree?
Siena volvió a darse de bruces contra una realidad que Frati se empeñaba en hacerle evidente para que reaccionara.
–¡Venga, anímese! No es el fin de mundo. Le sobra encanto, belleza y capacidad como para encontrar algún muchacho a la altura de sus cualidades. Por lo de la tesis, no se preocupe. Son tantos los temas que tenemos tratados, que no le será difícil reconducir su trabajo. Cuente con una nota excelente para su doctorado y yo mismo me encargaré de que pueda trabajar en la universidad que elija con las mejores referencias.
–Se lo agradezco. Debe pensar de mí que soy una tonta.
–Tonta no, querida, tan solo una mujer enamorada, aunque su amor no sea correspondido… Sé que no es mucho consuelo pero, si le sirve, céntrese en su trabajo; le reportará grandes satisfacciones. Ahora, si me lo permite, voy a ir con nuestro amigo.
–Le acompaño…
–No, no. Tiene que descansar. Tómese un buen rato, váyase a dar una vuelta o mejor, márchese a su casa y relájese, le vendrá bien.
Frati dejó a Siena dando vueltas a la taza de café que todavía no había tocado y se dirigió a la habitación. Debía mantener una conversación con su colega si su estado se lo permitía. Era necesario aclarar cuanto antes ciertos temas, amén de ponerle al día de lo que había acontecido mientras estuvo herido.
Cuando llegó, dio un pequeño golpecito en la puerta al ver que Enzo estaba incorporado en la cama, tomando un poco de agua con una pajita.
–¿Se puede?
–Adelante, profesor.
–Veo que está bastante recuperado y me gustaría charlar un rato con usted.
–¿Acaso tiene algo que contarme?
–Veo que es usted muy perspicaz. Aunque, si quiere, podemos aplazar la conversación hasta que se encuentre mejor.
–No, no, ahora es buen momento. Además, no tengo nada mejor que hacer.
Frati se sentó en la silla que estaba al lado de la cama y le dio unos golpecitos en la mano mientras se acomodaba. Enzo, tras aclararse la garganta, le espetó la primera pregunta.
–Profesor, aunque tengo vagos recuerdos, me gustaría saber qué sucedió en el palacio después de que… Ya sabe, de que me hirieran.
–Eso fue una acción arriesgada por su parte, aunque le moviera el afán por salvar a Siena.
–Siena… –repitió su nombre entre suspiros.
–Sí, sí –carraspeó Frati para cambiar de tema–. Después de aquello, los llevaron a las bodegas, donde casualmente me encontraba yo retenido. Gracias a la pericia de Siena y mis conocimientos del palacio, pudimos salir de allí. Estuvimos a punto de lograrlo pero, en el último momento, ese desalmado de Wozniak y sus esbirros volvieron a capturarnos.
–¿Y cómo conseguimos escapar?
–Bueno, eso fue un poco más complicado. Nos llevaron a la biblioteca con la intención de acabar con nosotros pero, por desgracia, algo les impidió llevar a cabo sus fines.
–¿Por desgracia, dice? No le comprendo, profesor.
–Un incendio coartó sus planes. El palacio entero ardió y ellos acabaron siendo víctimas del mismo.
–¿Un incendio? ¿Qué sucedió?
–Todavía no tenemos los informes de los bomberos, pero todo parece indicar que el incendio se declaró en las inmediaciones de la capilla…
–¿Qué pudo causarlo? ¿Tal vez fueron ellos los que lo provocaron?
–No, pero, por favor, guárdeme el secreto. Creo que fuimos la señorita Albani y yo los causantes –dijo en voz baja ocultando la boca tras su mano.
–¿Qué? ¿Cómo iban ustedes a producir un incendio en el palacio?
–Fue del todo involuntario. Tuve que improvisar una antorcha que nos alumbrara para poder salir de la bodega. Por lo visto, no quedó bien apagada y con la cantidad de objetos inflamables acumulados, todo se quemó muy rápidamente. A lo que nos dimos cuenta, la casa ardió por los cuatro costados. La pérdida es incalculable, pero prefiero no pensar en ello, si no me volvería loco.
–Le comprendo…
–No, ni siquiera podría imaginárselo. Todo se ha perdido, incluso el libro de Novara, La órbita de los planetas. Estoy desolado.
–Tal vez, querido profesor, la pérdida no haya sido total.
–¿Qué quiere decirme?
–Lo que oye. Al menos, ese manuscrito no pereció en el incendio. Lo tengo yo o, mejor dicho, está en casa de la señorita Albani.
Frati se levantó emocionado e intentó abrazar a su colega, hasta que se dio cuenta de que no estaba para demasiados achuchones.
–Lo siento, lo siento… Ha sido fruto de la emoción. Esto lo cambia todo. Además, tal como le prometí, se cederá a su universidad una vez que hayamos tenido la ocasión de estudiarlo y presentarlo en sociedad, claro está.
–Todavía no me ha dicho cómo conseguimos salvarnos. Si como usted dice, el incendio fue tan voraz…
–Verá, después de la deflagración que se causó en la biblioteca, cuando Wozniak y ese policía abrieron la ventana, todo empezó a arder. Ellos salieron despedidos por la explosión y debieron morir en el acto. La señorita Albani tuvo la ocurrencia de refugiarse en la chimenea. No era garantía de nada, pero era lo suficiente profunda como para guarecernos de las llamas. Qué incongruencia, ¿verdad?, una chimenea para no quemarse… Alguien debió avisar a los bomberos y nos salvamos por los pelos. Poco después de rescatarnos, la estructura se vino abajo.
–Entonces, el palacio…
–Una ruina. Tan solo quedan un par de muros en pie –dijo Frati tragándose un suspiro–. Ni siquiera el seguro podrá cubrir una pequeña parte de los tesoros que se han perdido para siempre… Bien, ¿y usted? ¿Qué piensa hacer cuando se recupere del todo? –le preguntó para obviar el tema del incendio, que tantos recuerdos amargos le reportaba.
–¿Yo? La verdad es que no he pensado nada. Me imagino que volveré al convento y a mi trabajo en la universidad.
–¿No desea continuar con su estudio de la obra de Novara?
–Tal vez, pero…
–Estaríamos los tres: usted, yo y… Siena.
Al oír pronunciar su nombre, Enzo apartó la vista de Frati. En la cabeza, un millón de ideas se entrecruzaban para tirar de su conciencia en múltiples direcciones. Hasta el momento, su vida tenía un único trazado que debía seguir con naturalidad y sin complicaciones pero, ahora, desde que conoció a Siena, todo había cambiado. No era el simple hecho de haber roto su voto de castidad lo que más le preocupaba. Si el arrepentimiento fuera sincero, tenía una fácil solución, pero la realidad es que se arrepentía de todo menos de aquello. Se sentía culpable por haber mentido, falsificado y por poner su vida y la de otros en riesgo, pero no de haber hecho el amor con Siena. Todavía recordaba el dulce tacto de su cuerpo y se estremecía con solo evocarla. Su miembro lo tenía claro y luchaba por hacerse sentir hasta en aquel momento, cuando acababa de salir de una operación. Ella, sin embargo, aún debía estar dolida; todavía no le había dado una oportunidad para explicarse y él necesitaba tanto descargar su conciencia como el aire para respirar.
Aquella noche, Siena no volvió a la habitación donde Enzo seguía convaleciente; regresó a casa. Necesitaba un lugar donde sentirse segura, donde recapacitar ahora que la salud de su amigo no corría peligro. Estaba rabiosa consigo misma por permitir que aquel desliz, que en el fondo no significaba nada, le preocupara mucho más que la destrucción de todo el trabajo por el que tanto había luchado. Era cierto que podría retomar sus investigaciones y que el mundo no se acababa entre aquellos muros chamuscados del Palacio Guidonia, pero le había costado tanto llegar hasta allí, mucho más que a cualquiera de sus compañeros masculinos, que era inevitable sentirse derrotada por el hecho de ser mujer; de haber sucumbido al deseo por un hombre que, seguramente, no tendría que cambiar nada en su vida. Aquello sería un punto y aparte, un borrón en su intachable vida de santidad y estudio. Después de unos cuantos padrenuestros y alguna penitencia, todo volvería a la normalidad, pero ella debería empezar de nuevo.
Por un lado, necesitaba aclarar cuanto antes todo lo que había pasado pero, por otro, detestaba tener que pasar por aquel trance. Quería huir, aunque no supiera muy bien de qué. Tal vez, lo mejor sería desaparecer de escena hasta tener las ideas claras.
Cuando le vencía el sueño, se dio cuenta de que, entre ese maremágnum de ideas tormentosas que la habían dejado agotada, todavía no se había atrevido a dar una oportunidad a la palabra amor, esa sensación que, por descabellada, no le había parecido prudente ni siquiera nombrarla. Pero, por mucho que lo obviara, su semilla había enraizado en el corazón, emponzoñándole el alma. Amor, amor, amor… eso es lo que sentía cuando, pensando en Enzo Bianco, le dolía hasta respirar.
Apagó la luz, cerró los ojos y, en la oscuridad, solo se oyó un hondo suspiro que la dejó en paz hasta el día siguiente.