A pesar de que se habían trastocado los planes de trabajo, o quizá por eso mismo, aquella mañana Siena llegó puntual a su cita con la biblioteca Guidonia. Se encontraba inquieta por saber noticias del profesor. Tal vez, sus captores se pusieran en contacto con ellos para revelar exactamente sus pretensiones pero, más allá de su lógica inquietud, le preocupaba la reacción que había tenido Enzo la noche anterior cuando salió de su casa de forma apresurada. No lo conocía y, por tanto, no quería sacar ninguna conclusión precipitada ni mucho menos pedirle explicaciones, simplemente se disculparía por si algo de lo que dijo o hizo pudiera haberle incomodado.
No tuvo que andar demasiado para encontrarlo. Enzo la esperaba en la misma puerta. Se le notaba nervioso, tal vez avergonzado, por la manera con que la miraba.
–Buenos días, Enzo… Como verás, esta vez he sido más puntual.
–Siena, yo… –dijo con voz entrecortada–. Quisiera disculparme por mi comportamiento de ayer. No debí haberme marchado tan de improviso. No sé qué me paso…
–No te preocupes, ayer fue un día extraño. Lo del secuestro de Frati nos trastornó a los dos. No tienes por qué sentirte incómodo –dijo restándole importancia al asunto, visto el sincero arrepentimiento que mostraba.
–Gracias por ser tan comprensiva… –le habló mientras soltaba un imperceptible suspiro de alivio.
–Bueno, ya que lo hemos aclarado todo, ¿qué vamos a hacer hoy? La verdad es que tenemos mucho trabajo y no quisiera que, cuando volviera el profesor, estuviera todo por hacer. No creo que nos perdonara que abandonáramos nuestras obligaciones, ni siquiera por él.
–Tienes razón, subamos a la biblioteca. Ayer me quedé con ganas de averiguar qué significaban esos guarismos de la portada del manuscrito de Novara.
Hacía frío, así que Siena aprovechó la circunstancia para engancharse del brazo de Enzo para entrar. Quiso que, con aquella acción, tuviera presente que nada había cambiado entre ellos.
Los documentos estaban desperdigados por encima de la mesa, tal como los habían dejado el día anterior. Cada uno se sentó frente a los suyos sin intercambiar palabra, atentos a sus comprobaciones, anotando con precisión cada detalle para una posterior catalogación. Así transcurrió toda la mañana hasta que, al mediodía, alguien llamó a la puerta. Siena se sobresaltó, quizá esperando una nueva misiva o a la policía con alguna noticia de Frati.
Enzo se levantó a abrir, apareciendo ante ellos alguien vestido con una sotana y una gran cruz de plata colgada al cuello. Él se quedó atónito y Siena pegada a la silla; no esperaban una visita, y menos de aquel calibre.
–Por favor, pase… –se atrevió a decir Enzo mientras miraba boquiabierto a Siena en busca de respuestas.
–Buenos días, me presentaré… Soy monseñor Wozniak, secretario del Consejo Pontificio de Cultura y gran amigo del profesor Angelo Frati, además de compañero suyo en el Patronato Guidonia.
Al momento de presentarse, Siena comprendió de quién se trataba; Frati le había hablado de él en alguna ocasión y se levantó rápidamente para besarle el anillo. Aunque no lo conocía en persona, sabía que, por el cargo, era un pez gordo en lo tocante a los aspectos culturales de la Santa Sede y sonaba muy fuerte, dentro de los círculos vaticanos, como futuro cardenal. Sin duda debía tenerlo de cara si quería seguir contando con el beneplácito del profesor Frati para consultar ciertos archivos de difícil acceso.
–Tan pronto como nos hemos enterado de la noticia de su desaparición, he querido venir para ofrecerme por si podía serles de ayuda… –dijo el monseñor–. Usted debe ser la señorita Albani, ¿no es así? Y usted, el doctor Bianco, de la Universidad de Bolonia. Angelo me ha hablado mucho de ustedes y del magnífico trabajo que desarrollan para catalogar la biblioteca Guidonia.
–Es un honor conocerle –dijo Enzo–. Aunque sea en estas terribles circunstancias.
–Cierto, cierto… Pero, por favor, díganme, ¿se sabe algo más de la desaparición de mí querido amigo? La policía fue tan escueta que nos dejó muy preocupados cuando vinieron a hacernos preguntas –dijo con afectación.
–No, Ilustrísima, no se han vuelto a poner en contacto con nosotros. Supongo que tendrá que pasar cierto tiempo hasta que los supuestos secuestradores se vuelvan a poner en contacto con nosotros –comentó Enzo.
–¿Supuestos? –preguntó Wozniak–. ¿Es que tienen dudas al respecto?
–La policía sospecha que pueda tratarse de gente que solo busque un rápido y pingüe beneficio económico… En un primer momento sospechó de los mismos criados del palacio.
–¡Eso es ridículo! Conozco a ese matrimonio desde hace mucho tiempo, cuando todavía estaban al servicio del difunto Cardenal Montecelio. Durante algún tiempo, yo mismo trabajé para él en la Congregación para las Causas de los Santos, de la que era prefecto, así que conozco perfectamente los entresijos de esta casa… Nunca pondría en duda su lealtad.
–En fin –dijo Enzo–. Creo que no tenemos más remedio que esperar acontecimientos.
–Bien, y díganme, ¿en qué estaban trabajando ahora? No quisiera ser entrometido; es simple curiosidad. El profesor me dijo, durante una de las reuniones del patronato, que había hecho un hallazgo sorprendente, un manuscrito de Domenico da Novara sobre las teorías heliocéntricas.
–Sí, es cierto, y espero confirmar este hallazgo en breve… Supondrá un giro copernicano en la historia de la ciencia.
–Nunca mejor dicho, doctor Bianco, nunca mejor dicho… –dijo esbozando una sonrisa ante aquella respuesta tan ocurrente.
–¿Y usted, señorita Albani? ¿Ha encontrado por fin lo que buscaba? –preguntó arrastrando la frase sin disimular un cierto mohín de fastidio.
–Todavía estamos en ello. Los fondos de la biblioteca son extensísimos, y no tenemos ni la cuarta parte catalogada. Hay mucho trabajo por delante.
–Lo sé bien, porque mi querido amigo, el cardenal Montecelio, se encargó de agrandar unos más que notables fondos. Era un verdadero apasionado de los libros antiguos, en especial de los de astronomía… Pero, el profesor Frati me habló concretamente de su interés por los sucesos de La Salette. Por lo visto, cree que puedan serles de utilidad para comprender la época de nuestro venerable Papa Pío IX, que en gloria esté…
–Así es, Ilustrísima. Es el argumento sobre el que pretendo basar mi futura tesis doctoral.
–Sabe que, en los archivos vaticanos, guardamos las misivas originales de Melanie y Maximin dirigidas a Pío IX… ¿O acaso continúa con su peregrina idea de encontrarlas en algún recoveco de este palacio? Si lo hace, me gustaría ser el primero en admirar dicho prodigio –contestó con ironía.
–Yo… –Siena intentó esbozar infructuosamente una respuesta al sentirse descubierta.
–Siento ser tan duro con usted, señorita Albani pero, de haber existido esos documentos, que con tanto ahínco busca, ya los hubiera sacado a la luz el difunto cardenal, ¿no le parece?
–Seguramente, Ilustrísima… –respondió para no contrariarlo.
–Bien. Les dejo con su trabajo. Estaremos en contacto por si aparece felizmente mi querido amigo Angelo… Ah, señorita Albani –dijo girándose una vez más antes de abandonar la estancia–. En lo sucesivo, le recomiendo que no deje volar tan alegremente su imaginación. Las teorías conspiratorias sobre supuestos sedevacantistas debería dejarlas para las novelas de misterio… Hágame caso, no está bien que empañe su brillante reputación con temas tan espurios. Entre los círculos académicos no están bien vistos cierto tipo de comentarios… Que pasen un buen día.
Wozniak se marchó con su porte altanero, dejándoles un amargo sabor de boca. Siena intentaba disimular infructuosamente su enfado mordiéndose los labios y comenzó a resoplar cuando Enzo cerró la puerta tras el prelado.
–¡Menudo presuntuoso! –atinó a decir, guardándose los insultos groseros para sus adentros–. Pero la verdad es que no le falta razón. Me he embarcado en una historia ciertamente peculiar y lo peor de todo es que no puedo demostrar nada. Ni siquiera sé si esos documentos podrían estar aquí. No tengo ninguna pista de por dónde empezar.
–Menuda pieza, ese tal monseñor… –añadió Enzo, corroborando la impresión de su amiga–. Sin decirlo claramente, esa advertencia ha sonado a amenaza. Solo faltaba que te hubiera lanzado una bula de excomunión. De todos modos, no hagas ni caso. Si tú crees en tu tesis, debes luchar por ella. Mírame a mí, toda la vida investigando escritos de astrónomos medievales y, de pronto, te encuentras con un hallazgo que no esperabas y que pone patas arriba lo que se sabía de ellos.
–En fin, supongo que tienes razón, pero estoy rabiosa… Será mejor que salga a tomar el aire antes de que suelte algún improperio del cual me tenga que arrepentir.
Siena cogió el bolso y su abrigo y se lanzó a la calle. Dejó solo a Enzo, sin que este pudiera reaccionar para intentar calmarla; necesitaba estar sola para pensar. No era la primera vez que le pasaba algo así. Aquel mundo machista en el que había decidido hacerse un hueco podía perdonar la idea más peregrina si esta partía de un hombre, pero si era de una mujer, entonces todos se creían con el derecho a presionarla hasta extremos en que lo más suave era un apercibimiento como el que había recibido de Wozniak.
Empezó a dar zancadas por las estrechas calles del barrio, hasta que encontró una discreta terraza donde sentarse. Pidió un vermú y se encendió un cigarrillo, que fumó compulsivamente entre resoplidos, aliviando su malhumor. En aquel momento le daba igual lo que pensaría Enzo de su reacción y decidió relajarse. De ningún modo quería que aquello pudiera interferir en su relación y, conociéndose, era mejor calmarse antes de volver al palacio. Cuando terminó el aperitivo, regresó de inmediato. Su ofuscación no era óbice para descuidar el trabajo.
Mientras subía por las escaleras, fue ideando qué excusa le pondría a Enzo para justificar su arrebato pero, al intentar abrir la puerta de la biblioteca, se dio cuenta de que esta estaba cerrada a cal y canto.
–¡Enzo, soy yo! –golpeo varias veces la puerta–. ¡Por favor, abre! –gritó con insistencia, pero nadie parecía oírla.
Aquello no era normal y Siena bajó corriendo hasta las estancias del servicio, pronunciando el nombre del mayordomo hasta que dio con él.
–Cosimo, por fin te encuentro… –le dijo mientras soltaba un suspiro de alivio.
–¿Qué sucede, señorita?
–Es la puerta de la biblioteca. Me he ausentado un momento y cuando he vuelto la puerta estaba cerrada. ¿Sabe si el doctor Bianco se ha marchado?
–No. Si se fue, no me dijo nada… ¿Y sus llaves? Usted tiene un juego.
–Sí, pero lo dejé dentro cuando me marché –dijo mientras se encogía de hombros al darse cuenta de lo absurdo de su descuido–. ¿Sería tan amable de subir a abrirme?
–Cómo no, señorita Albani. Venga conmigo y le abriré la puerta.
El mayordomo abrió con su juego de llaves y, al entrar, descubrieron que todos los papeles se encontraban esparcidos por el suelo, junto al cuerpo desvanecido de Enzo.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Siena mientras se abalanzaba sobre Enzo–. Por favor, Cosimo, ayúdeme a levantarlo.
Enzo tenía un hematoma en la cabeza del que salía un hilillo de sangre. Al intentar incorporarlo, emitió un imperceptible quejido y con dificultad comenzó a entornar los ojos.
–¿Qué ha sucedido? –preguntó todavía aturdido.
–No lo sabemos. Cuando hemos entrado, estabas tendido en el suelo y los papeles estaban revueltos.
–¡Ay! –se quejó, llevándose las manos al chichón–. Estaba trabajando en el libro cuando oí un ruido. Pensaba que eras tú que habías vuelto, cuando sentí un golpe en la cabeza y ya no recuerdo más…
–Entonces, ¿no viste a quien te atacó?
–Estaba de espaldas a la puerta y no me enteré de nada.
–Está bien. Siéntate mientras Cosimo trae algo con que curarte, pero ahora mismo vamos al médico. Los golpes en la cabeza traen malas consecuencias y…
–No, déjalo estar, ya me encuentro mejor –insistió mientras se sentaba en su silla y, apoyándose en la mesa, se llevaba la mano a la zona contusa.
–Ni hablar. Cosimo, llama a un médico. Será mejor que no lo movamos de aquí, por si acaso. Luego traes unas gasas y algo de desinfectante. Yo misma lo curaré.
–Como mande la señorita –dijo Cosimo mientras se apresuraba con el encargo.
–Ah, y tráete unos analgésicos. Si no le duele ahora, le dolerá la cabeza más tarde.
–Parece que estás hecha a las emergencias… Tienes dotes de mando –dijo Enzo intentando bromear mientras sostenía su cabeza con la mano.
–Veo que todavía no has perdido el sentido del humor. Eso es buena señal… Mientras Cosimo trae las medicinas, yo arreglaré este desorden.
Siena se puso a recoger los papeles que tapizaban el suelo y los fue colocando sobre la mesa, intentando recomponerlos. De pronto, se paró a mirar algo que le sonaba fuera de lugar y se percató de que, entre los documentos, había un sobre extraño.
–¿Sabes qué es esto? –le preguntó a Enzo mientras se lo mostraba.
–No sé, parece un sobre… Ábrelo.
Siena lo abrió con cuidado, como si sospechara lo que se iba a encontrar dentro. Era otra carta de los supuestos raptores, y en ella les emplazaban a satisfacer su demanda.
Si quieren volver a ver con vida al profesor Frati, tienen un plazo de 72 horas para entregarnos un escrito que se oculta entre los archivos Guidonia. El documento en cuestión trata sobre el secreto de La Salette, que le fue entregado a Su Santidad Pío IX extraoficialmente y que, según hemos podido saber, se custodia en dicho palacio.
No traten de acudir a la policía, su vida está en juego.
Syllabus
–¡Dios mío! Los que te atacaron han dejado una nota con sus exigencias –dijo Siena gritando ante la sorpresa.
–Déjame ver… –le pidió Enzo tomando la carta entre sus manos.
–¿Qué hacemos ahora? –preguntó Siena desesperada y al borde de un ataque de nervios.
–Por lo que veo, tus sospechas eran ciertas, a pesar de lo que dijo el monseñor ese de marras.
–No me importa tener razón, lo fundamental es que no tenemos tiempo suficiente para encontrar lo que nos piden. El Palacio Guidonia es muy grande y no sabría por dónde empezar. Podría estar en cualquier sitio e imagino que el príncipe lo pondría a buen recaudo.
En aquel momento entró Cosimo con las vendas y Siena embistió contra él presa de la ira. Perdiendo los nervios, lo zarandeó cogiéndolo de la pechera y haciendo que todo el botiquín se le cayera de las manos.
–¡Estúpido! ¡Se supone que estáis para guardar el palacio, no para que se cuele alguien que pueda darnos un susto de muerte!
–Yo, señorita… Le ruego que me perdone –contestó avergonzado–. Solo quedamos mi mujer y yo para cuidar de la casa. Desde que despidieron a todo el personal, después de la muerte del cardenal, no damos abasto para tanto trabajo.
–Y por supuesto, no sabrás nada de esto… –le dijo mostrándole la carta de los extorsionadores.
–Le juro que yo no sé nada… Es la primera vez que veo ese papel –replicó Cosimo con cara de susto–. Solo sé lo que dijo la policía cuando nos interrogó acerca del rapto del profesor.
–Por favor, Siena, cálmate –intervino Enzo para apaciguar los ánimos–. Estoy convencido de que Cosimo y su mujer serían incapaces de cometer una fechoría como esta… ¿No es así, Cosimo?
–Desde luego, profesor Bianco. Les juro que ni mi mujer ni yo tenemos nada que ver… ¿Cómo podría demostrárselo?
Ella se quedó pensativa, mientras Cosimo recogía las medicinas y las colocaba convenientemente encima de la mesa.
–Está bien, ya sé que no hay forma de averiguar si estáis compinchados o no con los captores, pero quizá podríais hacer algo por nosotros. ¿Estás dispuesto? –insinuó dándole un ultimátum.
–Haríamos lo que fuera para ayudar a rescatar al profesor Frati, pueden contar con nosotros. Él siempre ha sido nuestro valedor y le profesamos una enorme gratitud.
–Se me ocurre una idea… –dijo llevándose las manos a la cara–. Llama a tu mujer. Apresúrate.
Cosimo volvió a correr, escalera abajo, para ir en busca de su esposa que, a esas horas, debía estar haciendo la comida. Enzo, perplejo, le preguntó a Siena mientras él mismo tomaba el yodo y las gasas para curarse, ante la indiferencia de su compañera más atenta a sus propias maquinaciones.
–¿Qué se te ha ocurrido? Me siento como un convidado de piedra en este asunto.
–Tal vez, gracias a la ayuda de los criados, podamos averiguar algo más que nos ponga sobre la pista del documento que buscamos.
–¿Qué te hace sospechar eso? Hace un rato, tú misma los estabas acusando de ser cómplices de los raptores.
–Tonterías… –dijo cambiando de asunto–. Verás, hace mucho tiempo que trabajaban para Tarsicio de Montecelio. Ya sabes que la gente habla, murmura y es posible que llegara a sus oídos alguna de las historias de la familia Guidonia. También podrían haber descubierto al cardenal en actitudes sospechosas, como abrir alguna puerta falsa o algo por el estilo.
–Creo que has visto demasiadas películas… Anda, alcánzame uno de esos analgésicos. Has conseguido que se me ponga un fuerte dolor de cabeza.
–No seas ridículo, el dolor es por el golpe que te han propinado… Si no es que te lo has hecho tú mismo.
–¡Será posible! ¿Ahora vas a dudar de mí también? –dijo Enzo con resignación.
En un instante, ya se oían los pasos acelerados de los guardeses por la galería del primer piso.
–Ya estamos aquí, señorita Albani. Me he permitido explicarle a mi mujer las sospechas que tiene usted al respecto de lo sucedido.
–Gracias, y quisiera pedirles perdón a los dos por ello. Me consta que son ustedes unos trabajadores ejemplares, aunque, con lo sucedido, me temo que ya no nos podemos fiar de nadie.
–Díganmelo a mí –terció Enzo–. Antes de que vinieran, también ha dudado de que no estuviera metido en el ajo, a pesar del golpe que me he llevado.
–Bien –volvió a tomar la palabra–, la colaboración que espero de ustedes ha de ser total. Según la nota que han dejado los secuestradores, no debemos acudir a la policía, ni siquiera podemos mencionar nada del asunto. Ellos esperan poder recuperar un documento que, supuestamente, se encuentra escondido en este palacio. Ni el doctor Bianco ni yo sabemos dónde se oculta, por eso necesitamos conocer todo, por peregrino que sea, sobre la familia Guidonia. De ello depende la integridad del profesor Frati.
–Como ¿qué? –preguntó Bettina, la mujer de Cosimo.
–No sé. Tal vez vieron alguna vez al cardenal hacer algo extraño, usar algún tipo de escondrijo donde guardara algo de valor.
–Que nosotros sepamos, no. No pasaba mucho tiempo aquí. Él casi siempre estaba en el Vaticano. Era un hombre muy ocupado, ya se figuran.
–Comprendo –dijo Siena–. A lo mejor podrían empezar por contarnos algo de la familia. Sobre todo, del intervalo que va desde el príncipe Lorenzo hasta el cardenal. Esa parte de la historia Guidonia no la tengo demasiado clara.
–Verá, señorita –tomó la palabra Cosimo–. Según tengo entendido, la familia del príncipe Lorenzo tuvo un final trágico, y al quedar sin descendencia, lo heredó todo un primo suyo llamado Baldassare, del que no sé mucho. Pero el que llevó el apellido a extremos insospechados fue su hijo Alessandro que, aparte de otros bienes, también heredó el innoble título de “príncipe Cinzano”, por su querencia innata al vermú y, en general, hacia todos los espirituosos, cosa que le llevó a la tumba. Precisamente, Fellini se inspiró en su vida disoluta de playboy para hacer su famosa película La Dolce Vita. Al morir sin hijos, a pesar de sus infinitos amoríos, su hermano pequeño, Tarsicio, tuvo que renunciar al título al ser creado cardenal y el principado Guidonia se extinguió con él.
–Por lo que se ve, hay una clara ruptura familiar a partir de que fallecen los príncipes Lorenzo y Domitila… –apostilló Enzo–. Por cierto, ¿qué fue de sus hijas?
–No lo sabemos con certeza pero, cuando entramos a servir en esta casa, algo nos dijeron los criados que llevaban más tiempo trabajando aquí… –intervino Bettina–. Al parecer, la pequeña de los Guidonia, Pía, murió a causa de una extraña maldición, aunque la verdad es que enfermó de unas fiebres que la llevaron a la tumba con tan solo nueve años.
–¿Y la mayor?… Fulvia, creo que se llamaba.
–Ese fue un caso más insólito que el de su hermana. Según se contaba, fue como si se la hubiera tragado la tierra. Desapareció sin más, aunque…
–Diga, Bettina, no se calle.
–Es que tan solo se trata de rumores. No sé si debo hacer comentarios así. No estaría bien que…
–¡Hable, por Dios! No nos tenga en ascuas –insistió nuevamente Enzo.
–Verá, los criados decían que se trataba de una muchachita un tanto rebelde y por eso fue castigada por sus padres.
–¿Qué clase de castigo?
–La encerraron entre estos muros sin poder salir a la calle ni recibir visitas, como enterrada en vida. La hacían culpable de las desgracias familiares que sobrevinieron más tarde.
–¿Qué pudo hacer esa joven para recibir un castigo tan cruel? –preguntó Siena.
–Se rebeló contra los planes de sus padres para casarla con algún noble heredero y utilizó ciertos secretos para salirse con la suya. Por lo visto, escudriñó entre los documentos privados de su padre hasta que dio con algo que pudo utilizar para salirse con la suya.
–¿Mencionaron alguna vez de qué papeles se trataba?
–No. Eso nunca llegó a saberse. Lo único que trascendió fue la causa de aquel desmán. Al parecer, estaba enamorada en secreto de un joven revolucionario y amenazó con hacer públicos esos papeles si no permitían su amor. El caso es que se borró su pista mucho antes de que fallecieran su hermana y sus padres.
–¿Mencionó alguna vez el cardenal a sus parientes?
–No. Él era muy discreto –comentó Cosimo–. Bien es verdad que, al poco de entrar a su servicio, me hizo descolgar los retratos de su padre y hermano.
–¿Por qué cree que lo haría? –preguntó Enzo.
–Decía que no merecían lo que les tocó en suerte. Recuerdo que me extrañaron sus palabras, máxime cuando él también era un Guidonia. A partir de entonces, se dedicó en cuerpo y alma a los archivos familiares, para devolverles la importancia que alguna vez habían tenido. Pasaba muchas horas encerrado consultando papeles.
–¿Vieron si hacía algo extraño, como mover muebles o frecuentar distintas habitaciones?
–No –contestó Cosimo–. Su vida en palacio se circunscribía a su alcoba, la biblioteca y esa pequeña antecámara que permanecía cegada desde tiempos de sus antepasados y que él mandó descubrir; de allí salieron la mayoría de los documentos a los que tanto tiempo dedicaba. Aunque, bien es verdad, también pasaba largas horas contemplando los cuadros de la sala de baile. Los del príncipe Lorenzo, su esposa y las niñas…
–Curioso, muy curioso. Parece que tenía más querencia por sus parientes lejanos que por su propia familia… Bien. Muchas gracias por vuestra colaboración –les dijo a los guardeses–. El señor Bianco y yo nos marcharemos ahora.
–Pero si ya he avisado al médico… –dijo Cosimo–. Estará a punto de llegar.
–No sé, invente cualquier excusa. Parece que ya se encuentra mucho mejor, ¿no es así, Enzo?
–Si tú lo dices… Está bien, creo que me retiraré a mi hotel. Ya no me sangra la herida y necesito descansar.
Cosimo y Bettina se marcharon de la biblioteca y Siena se apresuró a cerrar la puerta tras ellos.
–¿Qué te pasa? ¿Por qué no has querido que me viera un médico? –preguntó Enzo extrañado–. ¿No decías que los golpes en la cabeza pueden ser peligrosos?
–No me fío ni de mi sombra… –dijo en voz baja–. Cuantas menos personas estén al tanto de lo que ha pasado, mejor.
–Pues parecías muy locuaz con los sirvientes. Hasta me pareció que les habías pedido disculpas.
–Lo hice para que no sospecharan, pero prefiero que nos marchemos de aquí. Me gustaría comentarte algo en privado y aquí me temo que hasta las paredes oyen.
–Alguna cosa te ronda por la cabeza, se te nota en la mirada… Ahora mismo me lo cuentas de camino a mi hotel.
–Ni hablar, tú no te vas a quedar solo.
–¿Y dónde quieres que vaya?
–A mi casa, por supuesto.
–¿A dormir también? –dijo sorprendido, levantando las manos en actitud de no entender nada.
–Bueno –dijo Siena ruborizada–. Sobre eso, ya veremos cómo nos organizamos…
–No sé, no estaría bien… De todas maneras, me temo que vas a tener que conducir tú. Yo todavía me siento un poco mareado y no creo que pudiera llegar a tu casa. Por cierto, podrías coger el libro de Domenico da Novara. Estaba leyendo un capítulo muy interesante cuando…
–Sí, claro, cuantas menos cosas dejemos a la vista, mejor, y menos un volumen tan valioso. Aunque no creo que estés en condiciones de leer nada esta noche.
Siena se puso a revolver entre los papeles intentando encontrar el libro, pero no había ni rastro de él. Nerviosa, recorrió toda la estancia por si, en el asalto, se hubiera quedado debajo de algún mueble. No podía creerlo. ¿Y si todo lo que había pasado fuera un simple robo? Pero, ¿qué tenía que ver La órbita de los planetas con los Syllabus y el secreto de La Salette? Todo parecía embrollarse.
–No está… No está el manuscrito –dijo desde el centro de la biblioteca poniéndose en jarras y moviendo la cabeza en un ataque de incredulidad.
Enzo también se puso a mirar por todos los rincones, pero el resultado fue el mismo.
–Es cierto. Debieron llevárselo cuando me golpearon –dijo Enzo al fin–. No es de extrañar, para cualquier entendido en la materia, esta pequeña joya no pasaría desapercibida. Menos mal que anoté muchas cosas mientras lo leía. Me llevaré esos papeles, es lo único que demuestra que estuve trabajando en él. Quizá me sean de utilidad cuando denunciemos su desaparición.
Siena ayudó a Enzo a ponerse el abrigo y lo tomó del brazo para salir juntos de la biblioteca. Esta vez, ella se aseguró de darle dos vueltas de llave a la cerradura antes de irse aunque, si aquellos tipos querían, no habría puerta que se les resistiera.
Anduvieron unos metros hasta el coche y la joven ayudó a su compañero a sentarse en él. No era muy ducha en conducir pero, a trancas y barrancas, se puso camino a casa entre fenomenales atascos para salir del centro de Roma. Siena era decidida y, a pesar de su carácter, no se intimidó cuando tuvo que oír interminables retahílas de improperios que, de cuando en cuando, le lanzaban otros conductores. Enzo se colocó sus gafas de sol para ocultar la cara desencajada de vergüenza ante aquella temeridad de la conducción, pero no osó abrir la boca, no fuera a pagar los platos rotos después de haberse llevado un formidable golpe en la cabeza.
Por fin llegaron al apartamento de Siena. Para entonces, el tormento del chichón había dado paso a un fenomenal dolor de cabeza que le hizo acostarse para descansar.
–¿No quieres que te ponga hielo o algo así? Tal vez prefieras otro analgésico para…
–No necesito nada, de verdad, solo quiero descansar. Dentro de un rato estaré como nuevo, ya lo verás.
Cuando le hizo pasar a la habitación, Enzo se percató de que en el apartamento solo había un dormitorio.
–Pero, si solo hay una cama… –exclamó con incomodidad.
–Sí. Eso intentaba decir antes pero, no te preocupes, también hay un sofá. Yo dormiré allí; lo hago muchas veces, cuando me quedo dormida viendo la televisión.
–No me gustaría molestar. Me podía haber quedado tan ricamente en mi hotel y…
–No creo que fuera una buena opción. Quien te atacó, seguramente sabrá dónde te alojas, y no conviene correr riesgos.
–También sabrá dónde vives tú… –replicó Enzo.
–Es cierto, pero me siento más segura si estás aquí conmigo.
–Así que resulta que me has traído aquí para que cuide de ti, ¿no es así? Espero que no seas una mujer miedosa, porque de poco puedo servirte en mi estado.
–Bueno, ahora, acuéstate. Cuando te repongas, te haré una cena que te animará.
–¿No serán otra vez spaghetti?
–Vaya con el sibarita… Tranquilo, mi madre me enseñó a cocinar muy bien. Te haré un delicioso guiso al estilo Trastévere.
–Está bien, confío en tus dotes culinarias. Ahora, si me lo permites, me acostaré. Espero encontrarme mejor para cuando me despierte.
Mientras Enzo tomaba posesión de aquella cama, Siena se echó un rato en el sofá para descansar. Hubiera querido despertar para prepararle aquella suculenta cena, pero cayó tan rendida como él. Habían sido muchas emociones para un solo día, y los nervios empezaban a hacer mella en ellos, por eso sus cuerpos no pudieron sustraerse al cansancio y durmieron de un tirón toda la noche, hasta que los primeros rayos de sol se colaron por la ventana de la habitación.