Roma, 20 de abril de 1849
Aquella no era una mañana normal. El palacio bullía de actividad cuando los príncipes debían asistir a algún evento, en especial cuando se trataba de alguna ceremonia relacionada con el Papa, pero esta vez algo la hacía diferente. Fulvia observó paciente cómo, durante todo el día, no pararon de llegar mensajes procedentes de distintas embajadas y el nerviosismo se hacía patente entre sus progenitores. Sin duda, era tal cual lo había descrito su fiel sirvienta Bella; algo se cocía en las altas esferas de la política y se imponía la discreción para no levantar suspicacias. El gobierno republicano que, en aquellas horas, ya había establecido una potente red de espionaje para saber qué se tramaba en las legaciones diplomáticas, se veía condenado a abstenerse de intervenir, so pena de provocar un conflicto internacional que hubiera sentenciado su todavía débil poder.
A primera hora de la tarde, partió el carruaje de los príncipes hacia la embajada francesa. Con la excusa de celebrar el cumpleaños del presidente Napoleón Bonaparte, se había organizado un conciliábulo en el que estaban presentes las principales legaciones católicas europeas: Francia, España, Portugal, Austria y el Reino de las Dos Sicilias. En él se dirimirían las principales acciones y contribuciones para un pronto regreso de Su Santidad al trono de San Pedro. Aquel era el momento para entrar en acción. Si perdía aquella oportunidad, tal como le había dicho su doncella, nunca más podría oponerse a los planes que sus padres habían ideado para ella.
Bella no tardó en entrar en los aposentos de las princesas.
–Es la hora, madame… –le dijo asomando la cabeza por la puerta.
–¿Qué sucede? –preguntó Pía, entretenida mientras le cambiaba el vestido a su muñeca favorita–. ¿Vais a jugar? Yo también quiero ir con vosotras.
–Silencio –le dijo su hermana–. Ahora no puedes venir con nosotras. Si te portas bien, luego jugaremos las tres juntas. ¿De acuerdo?
No muy conforme, Pía asintió con la cabeza mientras continuó con sus juegos. Fulvia salió tras la doncella con una mezcla de emoción y miedo al saber que estaba a punto de cometer el peor pecado de su vida, pero que este le reportaría la mayor felicidad. Entre risas traviesas, atravesaron varias estancias hasta llegar a la gran galería, rodeada de bustos romanos que las observaban con miradas graves y que parecían adivinar, desde aquel hieratismo marmóreo, sus aviesas intenciones.
Cuando entraron en la biblioteca, Fulvia se colocó en el centro, mirando a un lado y a otro, como si buscara algo que le indicara por dónde comenzar la búsqueda. Bella, situada a su espalda como si fuera la voz de su conciencia, espoleaba el espíritu de la princesa.
–Vamos, madame, intente recordar dónde se encuentra el documento.
–En realidad, no lo sé. Mi padre nos mantuvo a mi hermana y a mí al margen de las obras. Nunca quiso que nos enteráramos de lo que hacía, pero sí recuerdo cómo estaba la biblioteca antes de la reforma.
Fulvia se dirigió hacia la derecha de la entrada, donde el tono de la madera era levemente más claro que la del resto y se encaramó sobre la banqueta para auparse a las estanterías. Empezó a revolver entre los libros, pero todo le sonaba que estaba en su lugar; no había nada que indicara que allí había algún elemento extraño.
–No sé, no parece haber nada raro… Aquí solo hay libros y más libros. Si colocó ese documento entre alguno, podríamos pasar media vida para encontrarlo –dijo Fulvia dirigiéndose a su fiel doncella.
–Por favor, princesa, no tenemos demasiado tiempo. En cualquier momento podría entrar alguien y descubrirnos… Piense, tiene que haber algo, quizá algún mecanismo que abra un cajón secreto.
Fulvia, nerviosa, comenzó a recorrer con la mano los recovecos de las molduras de la estantería, pero nada le parecía extraño.
–Creo que tendremos que darnos por vencidas. –Suspiró la princesa, que veía cómo se esfumaban las oportunidades de recuperar su amor.
–Madame, sin ese documento, jamás tendrá el beneplácito para ver a Paolo… Salgamos, cualquiera del servicio podría vernos y entonces sus padres se enterarían de lo que estábamos haciendo.
–Aguarda un momento –dijo Fulvia mientras miraba fijamente el contenido de los estantes–. Aquí hay algo que no cuadra… ¿Ves esa Biblia? No debería estar aquí.
–¿Una Biblia? ¿Y qué más da donde esté?
–No, las Biblias están todas en el mismo sitio, ¿las ves allí? –dijo indicando el librero que estaba enfrente–. Ese es un detalle que cualquiera pasaría por alto, a no ser que fuera de esta familia.
–¿Y eso qué significa? Quizá lo pusieron aquí por error.
–Mi padre es muy meticuloso y no soporta el desorden. Si está ahí, es por algo… Quizá sea el resorte que buscamos –dijo poniendo una mueca de satisfacción.
Fulvia abrió la portezuela de cristal y se aupó para intentar coger aquel volumen de la Biblia. En cuanto lo movió del sitio, se oyó un ruido justo debajo de donde se encontraba.
–Madame, mire… Se ha abierto una especie de puerta en el panel de abajo.
–¡Por fin, Bella! ¡Era lo que buscábamos! –exclamó satisfecha–. Ahora solo hay que entrar y averiguar si está lo que buscamos.
–Yo soy demasiado grande y no quepo por ese agujero –dijo Bella–. Quizá usted, madame, pueda arrastrarse por ahí.
–No soy tan pequeña, pero quizá Pía, mi hermana, pueda hacerlo sin dificultad. ¿Por qué no la traes? Le diremos que se trata de un juego.
Bella marchó corriendo, tomando todas las precauciones para que el resto de personal no observara sus idas y venidas de la biblioteca, un lugar vedado para el servicio. No tardó mucho en regresar con Pía de la mano, encantada de participar en un nuevo juego que prometía ser excitante.
–Fulvia, ¿de qué se trata el nuevo juego del que me ha hablado Bella? ¿Hay que encontrar un tesoro? –dijo Pía mientras corría a abrazar a su hermana.
–Claro, hermanita, pero para encontrarlo hay que meterse por esa puerta.
–¿Y qué hay allí dentro? ¿Joyas y monedas de oro?
–No, mucho mejor, allí se encuentra el plano del tesoro… –la engatusó para que el juego le pareciera mucho más interesante–. Tendrás que ser muy valiente y decirnos qué hay ahí dentro, ¿de acuerdo?
Pía se agachó y cruzó arrodillada el umbral de la estantería.
–¡Está muy oscuro!… ¡No veo nada! –Se oyó su voz ahogada desde el interior de aquel pasadizo.
–¡Aguarde un momento! –dijo Bella–. Le alcanzaré una palmatoria para que se alumbre.
La doncella introdujo la bujía encendida por el agujero y la manita de Pía la arrastró hacia el interior.
–¿Qué ves? –le preguntó Fulvia.
–Es una estancia cerrada y sin salida. –Se oyó débilmente al otro lado.
–¿Qué más? ¿Qué más? –preguntó su hermana impaciente.
–Hay una vieja cómoda llena de polvo… ¿No habrán arañas?
–No te preocupes, Pía, ahí dentro no hay arañas… Ábrela y mira lo que hay dentro.
Pía, complaciente, hizo lo que le dijo su hermana y, con cuidado de no encontrar ningún bicho, abrió uno de los cajones de la cómoda.
–¡Hay un cofre de madera! –exclamó–. ¿Es eso lo que buscamos?
–Sí, creo que sí. Tráelo, por favor –insistió Fulvia.
La princesita se arrastró nuevamente por la portezuela, trayendo el voluminoso cofre que había encontrado.
–¿Aquí están las monedas de oro? –preguntó inocente.
–Ya te he dicho que aquí solo está el mapa del tesoro –dijo Fulvia mientras le arrancaba de las manos la arqueta y la depositaba sobre la mesa de la biblioteca.
Cuando la abrió, se encontró con un sobre lacrado con el sello personal del Papa, que reconoció por los leones rampantes de sus cuarteles.
–Esto debe ser, seguro… –dijo mientras mantenía en su mano el sobre sin atreverse a abrirlo.
–¡Ábralo, madame, ábralo! –insistió Bella.
–Pero si lo abro, se romperá el lacre y sabrán que alguien lo ha manipulado…
–De eso se trata, madame. Necesitamos saber si es lo que buscamos… Piense en Paolo.
Aquello fue suficiente para que Fulvia se decidiera a abrirlo. Estaba convencida de que aquella acción la acercaba mucho más a su fiel amado y no dudó en romper el sello y extraer el documento para leerlo.
Al principio no le pareció tan revelador como para provocar tan gran revuelo. Parecía simplemente una misiva de cortesía del arzobispo de Grenoble dirigida al Santo Padre pero, al llegar al meollo del mensaje, las revelaciones que allí se explicitaban hicieron estremecer hasta un ser tan poco ducho en teología como ella.
–Pero, esto… Esto no debería ser revelado. Son cosas muy graves las que dijo la Virgen a esos pastorcillos… –dijo Fulvia asustada.
–Madame, ahora no puede titubear –le presionó Bella–. Quizá, si me entregara ese documento, yo podría hacérselo llegar a Paolo; él sabrá qué hacer.
–¿Le vas a dar a Bella el mapa del tesoro? –preguntó la inocente Pía.
–No, hermanita. Lo guardaré yo. No queremos que nadie se quede sin el tesoro, ¿verdad?
–Claro, pero ¿de qué tesoro se trata? ¿Es de unos piratas?
–No, Pía. Se trata de mi pasaporte a la felicidad. Gracias a este papel, voy a ser la mujer más dichosa de Roma.
–¡Bah! ¡Menudo chasco!… Si lo sé no juego –dijo la princesita decepcionada–. Me voy a mi cuarto con las muñecas, son mucho más divertidas que esto…
–Está bien, hermana –le advirtió Fulvia–, pero no debes decir nada de esto, ¿de acuerdo? Si padre se entera de que hemos estado jugando en la biblioteca se enfadará mucho.
–Valeee… –dijo suspirando mientras abandonaba la sala camino de su habitación.
Bella se relamía por dentro. Por fin se sabía lo que era un rumor a voces, pero del que no se tenía constancia. El secreto de La Salette existía, y eso suponía que no todo estaba perdido para la causa republicana. Ahora, solo había que convencer a Fulvia para que le hiciera entrega del documento y hacérselo llegar a Paolo.
–Madame, ahora debemos dejarlo todo como estaba. Debemos colocar todo en su sitio. Si quiere, yo misma puedo guardar ese papel para que su padre no lo encuentre.
–No. Lo haré yo –dijo con determinación–. Y hablaré con mis padres para pedirles que me dejen ver a Paolo.
–No sea insensata, princesa. Aguarde a mejor ocasión –dijo Bella pensando que la testarudez de Fulvia, daría al traste con sus planes.
Cuando se oyó un ruido procedente del patio de carruajes del palacio, Fulvia comprendió que sus padres habían regresado. Sin duda algo importante había sucedido para que volvieran tan temprano. Había que dejarlo todo en su sitio y corrieron a cerrar la portezuela de la estantería. Bella salió por el pasillo hasta las habitaciones de las princesas, pero Fulvia se entretuvo en la galería, viendo cómo sus padres subían con parsimonia la gran escalera. Su corazón latía con tanta fuerza que pensó que se le saldría por la boca; había puesto la carta en el interior de su corpiño y parecía quemarle el pecho.
–Hija… ¿Nos estabas esperando? –dijo su madre con sorpresa al verla allí parada entre los bustos romanos que adornaban la logia.
–Sí… –dudó unos instantes si debía lanzar a bocajarro lo que durante tanto tiempo había estado preparando.
–Anda, sube a tu habitación. Ya es muy tarde para que estés correteando por el palacio –le dijo su padre con voz tan grave que no se atrevió a contradecirle; siempre le había guardado respeto, y más sabiendo la tormenta que se avecinaba.
Fulvia, temerosa, desfiló escalera arriba hasta su alcoba. Pensó que, al día siguiente, la ocasión sería mejor para plantear sus planes con respecto a Paolo.
El príncipe Lorenzo, inquieto por los acontecimientos desvelados en la embajada, no se sentía con ánimos de retirarse a sus aposentos, y decidió tomarse un brandy en la biblioteca mientras elegía algún libro que leer antes de acostarse; necesitaba despejar la mente con algo.
Cuando entró en la sala, se percató de un cierto olor a cera, como si alguien hubiera apagado hacía poco las velas que iluminaban la estancia. Cuando encendió el candelabro, vio encima de la mesa la arqueta y recordó que era la misma que le habían entregado en el Quirinal, poco antes de la huida del Papa, y su corazón dio un vuelco. Alguien había estado husmeando entre sus papeles secretos. Abrió el cofre y comprobó que estaba vacío. Aquello era una catástrofe, y se echó las manos a la cabeza intentando comprender quién era el causante de aquel robo. Entonces recordó a su hija, nerviosa, esperándoles arriba de la escalera y un mal pálpito le recorrió la espalda mezclado con un sudor frío. No, no podía ser, su hija no.
Desencajado, subió volando por los escalones hasta las estancias de sus hijas. Cuando abrió la puerta de la alcoba de Fulvia, vio en su rostro la cara de culpabilidad y gritó con todas sus fuerzas.
–¡Dime que no has sido tú! ¡Dime que no has cogido el documento del Santo Padre!
–Yo, yo… –balbuceó sin saber qué decir ante la cara furibunda de su padre–. Sí, yo la cogí –se atrevió a decir al fin.
–¡Maldita! ¿Sabes lo que has hecho, insensata? ¡Devuelve ahora mismo lo que has robado!
–¡No, padre! –le plantó cara–. Si queréis ese documento, debéis prometerme que dejaréis que vea a Paolo; que permitiréis mi amor.
–¿Así que es eso? ¿Vas a traicionar a tu familia para entregarte como una vulgar ramera a ese maldito anarquista?
–¡No soy ninguna ramera! ¡Yo le quiero!
–¿Es que no te das cuenta de que te está utilizando? ¡Te ordeno que me des ese papel inmediatamente, o de lo contrario…!
Al oírse los gritos, acudieron la princesa Domitila y Pía, a la cual estaba arropando antes de darle las buenas noches.
–¿Qué sucede? ¿Qué son esos gritos? –dijo sorprendida ante la ira de su esposo.
–¡Tu hija! ¡Esta maldita niña ha robado los documentos que me entregó el Papa! Pretende que la dejemos ir con ese descastado periodista republicano.
Domitila se santiguó varias veces. No daba crédito a lo que estaba oyendo. Todos sus desvelos por dar a las princesas una educación esmerada habían acabado en la mayor traición que podría esperar de ellas.
–Tranquila, madre –dijo Pía–. Solo buscábamos un tesoro. Hicimos mal en entrar en la biblioteca para jugar, pero no rompimos nada…
Al ver que Fulvia también había enredado a su hermana, la furia del príncipe fue en aumento. Domitila, consciente de la tormenta que se avecinaba, se llevó en volandas a Pía hasta su habitación, dejando que su esposo resolviera la situación con su hija mayor.
–¿Te das cuenta de lo que has hecho? Si hasta has obligado a tu propia hermana a participar en este pecado monstruoso… –le dijo mientras la zarandeaba por los hombros.
Fulvia no contestó, devolviendo su mirada fija y llena de odio para desafiar a su padre. Este comprendió que su hija estaba determinada a llegar hasta el final y le cruzó la cara con una sonora bofetada. Sin darle tiempo a reaccionar, la tomó por su brazo para arrastrarla fuera de la habitación y llevarla en volandas, escaleras abajo, hasta la misma capilla del palacio.
–¿Por qué me ha traído aquí, padre? –preguntó Fulvia, aunque supiera que la respuesta que le diera no fuera a gustarle.
–Quiero que reces mirando cara a cara a Nuestro Señor –dijo mientras señalaba el crucifijo que estaba sobre el altar–. No es a mí a quien has traicionado, si no a Él.
El príncipe permitió durante unos instantes que Fulvia recobrara el resuello, mientras jadeaba presa del pánico observando al Cristo en la penumbra de la capilla, tan solo iluminada por unas velas que crepitaban a ambos lados del sagrario. Cuando comprendió que el tiempo del arrepentimiento había concluido, la levanto del suelo y, abriendo una portezuela detrás del altar, la introdujo en un oscuro pasillo que no presagiaba nada bueno.
Los metros de aquel lúgubre túnel se le hicieron interminables hasta llegar a la bodega, inconfundible por su aroma a vino rancio y la falta de aire. Tan apenas se dio cuenta, cuando la empujó hacia el interior de un cuartucho, que aquella sería su celda de castigo. Por más que imploró, tan solo pudo oír su llanto ahogado tras el portazo y los pasos de su padre alejándose cuando se cercioró de que la dejaba bien encerrada al pasar el pestillo de la puerta.
Sin nada que la alumbrara, el pánico atenazó su corazón y el horror de su culpa hizo que se desmayara cuando un suspiro ahogado pareció quitarle el aire. El silencio se apoderó de aquel sótano funesto y un fantasma sobrevoló los muros del Palacio Guidonia; la muerte con su guadaña estaba presta a segar la vida de su primera víctima.