Capítulo 2

 

Roma. Noviembre de 1848

 

A primera hora de la tarde de un quince de noviembre, ya corría por toda la ciudad la noticia del asesinato del ministro Pellegrino Rossi a manos de un joven radical. Parecía que los sucesos que estaban conmoviendo a media Europa habían llegado a una Roma que esperaba, con el ánimo contenido, el desastre que iba a estallar.

Un correo, procedente del Quirinal, llamó con insistencia a las puertas del Palacio Guidonia. El mensajero del Santo Padre tenía prioridad absoluta y, sin más dilación, se le hizo pasar directamente al despacho. Un revuelo corrió por toda la casa, presagio de malas noticias. El príncipe Lorenzo mandó llamar a su esposa nada más salir el mensajero.

–¿Qué ha sucedido? –preguntó la princesa con desazón.

–No lo sé. El Santo Padre me ha mandado llamar y debo partir de inmediato al Quirinal. Supongo que tendrá que ver con la muerte de Rossi.

Domitila se santiguó, para luego cruzar sus manos en actitud de plegaria. Desde que los criados habían traído la noticia se temía lo peor, pero no quiso angustiar a su marido con absurdos chismes que a esas horas corrían por todas las calles de Roma; era bastante consciente de los tiempos convulsos que se cernían sobre los Estados de la Iglesia.

Lorenzo se colocó el abrigo y apremió al servicio para llamar al cochero. Era una tarde fría. Las gotas de lluvia, atizadas por el viento, impactaban sobre el cristal del carruaje, como si pequeños dedos repicaran en él reclamando su atención. El príncipe se acomodó sobre su lado izquierdo y pensó que aquella estación era el epítome del tiempo que le esperaba a su mundo; una sociedad que se marchaba arrastrada por los vientos de cambio que barrían a una Europa aletargada y caduca.

Cuando llegó al Palacio Apostólico, el mismo secretario del Papa le aguardaba a pie de escalera, llevándole casi en volandas por todo el palacio. Entonces, imaginó la gravedad de los hechos para requerir su presencia de aquella manera tan urgente. Al abrirse la puerta del despacho privado de Su Santidad, se hincó de rodillas, como era costumbre ante la presencia del pontífice pero, pronto, el Papa le apeó del protocolo para que se acercara ante él. Lorenzo besó su anillo y permaneció de pie a su lado.

–Querido Lorenzo… ¿Hace cuánto nos conocemos? –le preguntó de forma enigmática, intentando encontrar las palabras adecuadas para desvelar por qué lo había mandado llamar.

–Desde mucho antes de su elección, Santidad. Mi casa siempre ha estado al servicio de la Iglesia y del Vicario de Cristo –dijo en tono pomposo y solemne.

–Nos consta, nos consta… Siempre habéis mostrado una lealtad fuera de toda duda, por ello os requerimos para una alta misión, cuya confidencialidad y discreción os rogamos encarecidamente.

–Santidad, sabe que puede contar con ello. Cumpliré con lealtad todo lo que Su Santidad tenga a bien encomendarme.

–Los tiempos son convulsos, y a pesar de que hayamos tratado de aliviar la sed de libertad de nuestro pueblo, para ciertos sectores nunca será suficiente. Masones y liberales confabulan contra Nos, en connivencia con ciertas potencias extranjeras. Nos tenemos el deber insoslayable de velar por los bienes materiales e inmateriales de la Iglesia; somos su custodio ante Dios y ante la Historia y es nuestro deber, como juramos el día de nuestra elección, legarlo a nuestro sucesor como en la parábola de los Talentos.

–Santidad, si me permitís, vos contáis con fieles devotos dentro y fuera de la Iglesia. Cualquiera de ellos está obligado a su auxilio…

–Me temo, querido Lorenzo, que el mal ya haya hecho mella en el corazón de la Iglesia. No podemos confiar en nadie más para la empresa que vamos a encargaros… Como sabrá, la Iglesia es custodia de innumerables secretos que, por el bien de los hombres, no deben ser revelados por el momento. En manos inadecuadas, podrían convertirse en potentísimas armas que harían resquebrajar los muros de la fe y de la Santa Madre Iglesia. Es precisamente, en nombre de la fe en Nuestro Señor Jesucristo, por lo que vamos a haceros depositario de ciertos documentos que deberéis defender con vuestra propia vida si fuera preciso.

–Pero Santidad… ¿Quién osaría profanar la Santa Madre Iglesia?

–No sabemos por cuánto tiempo podremos resistir el envite de los piamonteses y de las fuerzas que luchan a su favor, dentro y fuera de nuestros Estados. La Francia del presidente Bonaparte es garante de nuestra independencia y otras potencias han ofrecido su ayuda pero, de igual modo que lo han hecho, en cualquier momento pueden retirarla. La coyuntura es delicada en toda Europa, plagada de revoluciones que hacen que se tambalee el poder establecido… Es nuestro deseo que deis cumplimiento cuanto antes a este mandato. Nuestro secretario personal os hará entrega, hoy mismo, de los documentos.

–Como guste Su Santidad…

–Antes de que os marchéis, quiero haceros hincapié en uno de ellos. ¿Sabéis de los sucesos acaecidos en La Salette?

–Sí, Santidad. Se trata de las apariciones de la Santísima Virgen a unos pastorcillos de un pueblo de Francia; todo el mundo ha oído hablar de ellas. Al parecer, durante las mismas, la Virgen les descubrió una serie de profecías.

–No puedo revelaros más pero, de todos los secretos que os confío, es especialmente el de La Salette el que con más ahínco debéis preservar. Es el mismo futuro de la Iglesia el que ponemos en vuestras manos.

–Juro, Santidad, defenderlo con mi vida y la de los míos si fuera preciso. Podéis confiar en mí.

–Recibid mi bendición más preciada. Que el Espíritu Santo os guíe y os ilumine… Marchad en paz.

Cuando abandonó el despacho del Papa, su secretario le hizo pasar a una antesala donde le entregó una modesta arqueta de madera que contenía, supuestamente, aquellos tremendos secretos que podían hacer peligrar a la Iglesia; una institución que había sorteado los vaivenes de la historia durante casi dos mil años. Era una pesada y grave carga la que se ponía en sus manos pero, como siempre, Lorenzo la aceptó sin más explicaciones.

Durante su vuelta, la arqueta parecía quemarle entre las manos. Aquella caja de Pandora prometía contener las mayores desdichas o las mayores satisfacciones para los enemigos de la tradición. De pronto, su casa se le antojó como si fuera de cristal y tuvo miedo de que alguien, quizá del servicio, revelara ante todos que él era su custodio. Había que pensar rápido una solución para ello.

Una vez en palacio, el príncipe colocó la caja sobre el escritorio de su despacho. Se sentó para mirarla sin osar si quiera abrirla, como si fueran a escapar de ella las más terribles desgracias. Debía encontrar un lugar seguro, un sitio donde ni la más cruel de las revoluciones, ni el más sanguinario de los criminales pudieran violar el secreto. No podía entretenerse, el tiempo se le echaba encima y dio instrucciones a sus criados para que, a primera hora de la mañana, un carpintero de confianza se presentase en palacio para iniciar una urgente reforma de la biblioteca familiar. ¿Qué mejor forma de camuflar un documento que entre miles de ellos?

Al día siguiente, una tropa de albañiles y carpinteros tomaron la sala. El príncipe dio orden de que nadie de la casa osara asomarse durante las obras y, durante una semana, el polvo y el ruido de martillos se adueñaron de las estancias ante la sorpresa de las jovencitas Fulvia y Pía, que correteaban entre los obreros, expectantes ante la primera vez que veían el palacio patas arriba.

–Madre, ¿por qué hay tanta gente trabajando? –preguntó la pequeña Pía a su madre.

–No deberíais ser tan curiosas… –dijo la princesa con rotundidad–. Vuestro padre ha creído conveniente realizar tareas para adecuar la biblioteca. Ahora, volved a vuestras habitaciones. Unas jóvenes como vosotras, no deberían corretear entre los obreros, podríais lastimaros.

–Sí, madre, pero es tan divertido verlo… –repuso Pía antes de desfilar hacia su cuarto.

–Tú también, Fulvia –dijo la princesa dirigiéndose a su hija mayor, que se hacía la remolona mientras observaba el trajín desde la ventana de la galería.

–A mí no puedes engañarme, madre. ¿Qué sucede?

–No es de tu incumbencia. Los asuntos de tu padre no son cosa que deba preocuparte –le espetó con desagrado. Fulvia no era tan inocente como su hermana y, por tanto, más difícil de contentar con una simple explicación.

–¿Acaso el Papa le ha mandado reformar la biblioteca a padre? –replicó como si estuviera al cabo de todo.

–¡No seas impertinente!… –contestó la princesa con un mohín de reprobación–. ¿Acaso has estado espiando?

–No, madre. Son cosas que se escuchan… Los criados hablan.

–Te prohíbo que des pábulo a las murmuraciones… Deberías estar más atenta a tus estudios. Ya no eres una niña. ¿Qué pensará de ti la gente si te pasas el día chismorreando como una vulgar mucama? Dentro de poco, jóvenes de las mejores familias romanas se interesarán por ti, por eso debes comportarte como una mujer digna y piadosa.

–No pienso casarme con ninguno de ellos –contestó enfadada y sin pensar–. Todos son unos engreídos y, sobre todo, muy aburridos.

–¡Silencio! Retírate inmediatamente a tu cuarto. Ya hablaremos de esto más tarde.

En aquel momento subía a toda prisa una de las doncellas al borde de la extenuación, agarrándose a la barandilla de la gran escalera de mármol para coger resuello.

–¡Excelencia, excelencia!… –dijo casi sin voz–. ¡El Papa ha huido! Dicen que ha salido de Roma vestido de monje rumbo a Gaeta y…

–¿Qué dices, insensata? –le cortó inmediatamente ante aquella sarta de noticias incongruentes.

–La gente lo va gritando por las calles, Excelencia… ¡Es la revolución! Dicen no sé qué de una república… Madame, ¿qué va a ser de nosotros? –dijo entre gritos y sollozos.

–¡Calla, Lucilla! ¿Acaso has perdido el juicio? No está bien propagar infundios. El Santo Padre jamás dejaría Roma.

–Pero eso dicen todos y…

–¡Basta! –gritó la princesa enfadada–. Puedes retirarte y procura no hablar de esto con el resto del servicio, ¿me comprendes?

–Sí, Excelencia… –dijo la sirvienta retirándose con una leve reverencia.

Domitila se acercó hasta el despacho de su esposo que, a través de los visillos de la ventana, observaba al populacho festejar la huida del Pontífice, ondeando banderas tricolores entre muestras de júbilo.

–¿Es eso cierto? ¿Nos ha abandonado el Papa? –preguntó incrédula.

–No lo sé, pero parece probable… Ya me advirtió Su Santidad de que esto podría ocurrir. Esta misma tarde saldremos de dudas. Dios quiera que solo sea una algarada callejera…

–¿Qué puede sucedernos? –susurró la princesa mientras bajaba la vista con temor.

–No creo que se atrevan a pasarnos a cuchillo pero, por si acaso, nadie debe abandonar el palacio bajo ningún concepto. Mantén a las niñas encerradas en su cuarto y que los criados atranquen las puertas. Es preferible pasar hambre antes que exponerse en las calles. No sabemos el tiempo que durará esta situación.

–Entonces, voy a dar instrucciones al servicio…

–Un momento, Domitila, quiero pedirte una cosa… Pase lo que pase, el secreto que queda guardado en esta biblioteca, jamás deberá ser revelado. Nunca, repito, nunca deberá saberse. ¿Me has comprendido?

–Sí, querido –contestó, consciente de aquellas graves palabras.

–Se lo he jurado al Santo Padre. En ello he empeñado mi palabra y la de toda la familia, hasta el punto de morir si hiciera falta por cumplir la misión que me ha sido encomendada.

Cuando la princesa abandonó el despacho, una pesada carga, como si de una losa funeraria se tratase, se cargó sobre las espaldas de la familia.