Capítulo 3

 

Cuando, al día siguiente, Siena entró en el Palacio Guidonia, se encaminó apresuradamente hacia la biblioteca. Lo había vuelto a hacer; llegaba tarde y ya retronaba en su cerebro la bronca que preveía de boca del profesor. Su sorpresa fue toparse con la espalda de Enzo, que permanecía sentado frente al volumen de Novara, escrutando su enrevesada caligrafía con una lupa.

–Lo siento, lo siento mucho. Ya sé que no tengo disculpa pero… –miró a su alrededor intentando pregonar sus excusas por si el profesor estaba apostado en cualquier rincón de la estancia.

–No te esfuerces, estás de suerte –dijo Enzo sin alzar la vista–. Frati todavía no ha llegado pero, tranquila, no pienso decirle nada. Ven, acércate, quiero mostrarte algo…

Siena colgó el abrigó en la percha de la entrada y dejó su voluminosa carpeta encima de la mesa. Tomó una silla y la acercó al lado de la suya.

–Veo que ya has empezado a estudiar el libro de Novara… ¿Hay algo interesante? –susurró mientras agachaba la cabeza para seguir las indicaciones de Enzo.

–¿Ves esas inscripciones de ahí? Es curioso pero, aparte de Domenico da Novara, alguien más utilizó estas hojas para hacer sus anotaciones.

–¿Estás seguro? Tal vez sean apuntes suyos al margen.

–Lo he repasado varias veces y la tinta no parece corresponderse con la utilizada en el siglo XV. Esta era una mezcla tosca a base de hollín, vitriolo y otros compuestos disueltos en agua. En el siglo XIX empezaron a utilizarse elementos volátiles, como las anilinas, para la disolución del pigmento, que secaban más rápido y tenían una intensidad más permanente… ¿Ves aquí cómo cambian los trazos? Además, la caligrafía es distinta, aunque intenta imitarla.

–Parecen números… ¿Has podido descifrarlos?

–Al principio pensé que serían anotaciones sobre observaciones astronómicas realizadas a posteriori de escribir el tratado, pero enseguida me di cuenta de que no tenían una correspondencia temporal.

–Quizá alguna mano irrespetuosa reutilizó el papel sin darse cuenta de dónde colocaba sus apostillas. Debieron imaginar que era un manuscrito sin importancia…

–Eso mismo pienso yo, aunque no sé qué sentido tendría garabatear en un documento tan antiguo. En esta casa no creo que faltara papel para escribir, y un criado jamás se hubiera atrevido a hacer algo así.

–Entonces, ¿piensas que se hizo a propósito? –preguntó Siena, atónita ante aquella revelación.

–No lo sé… Por cierto, ¿dónde encontrasteis este libro? Me imagino que no estaría muy a la vista.

–El cardenal era muy voluntarioso, pero con pocos conocimientos en materia de archivo. Todo este material estaba recogido sin orden en una especie de cómoda donde iba almacenando escritos y volúmenes que para él eran de especial relevancia. Debió de ir cogiéndolos de las estanterías para estudiarlos, pero jamás regresaron a ellas.

–Entonces, ¿no se sabe cómo llegó a manos de la familia?

–No creo que esté documentado, pero puedes preguntarle al profesor Frati. Quizá él pueda darte alguna pista. Es curioso pero, en el tiempo que lo conozco, jamás le he oído pronunciar la frase “no lo sé”… Bien, Enzo, todavía no me has dicho de qué trata el libro de Domenico da Novara. ¿Qué lo hace tan especial?

–Como le oíste decir ayer al profesor Frati, se trataría del precursor de las teorías copernicanas. No obstante, La órbita de los planetas va más allá del simple planteamiento del modelo heliocéntrico y utiliza la descripción de las órbitas planetarias para hacer un símil filosófico que establecería el orden de las cosas. En él, Jesucristo sería el Sol dador de vida y cada uno de los planetas que giran a su alrededor representarían los distintos estamentos que componen nuestra sociedad: eclesiásticos, militares, nobles, pueblo llano y las huestes angélicas.

–Pero esto no es muy científico que digamos…

–Naturalmente, presenta mediciones y cita a ciertos autores para apoyar su modelo, pero lo camufla todo de una manera sutil para que, en caso de que su manuscrito llegara a manos de la Inquisición, la similitud de su cosmovisión no se apartara demasiado de los postulados de la Iglesia. Además, Domenico da Novara tuvo correspondencia epistolar con célebres humanistas y pensadores de su tiempo, como Pico della Mirandola, Marsilio Ficino o Nicolás de Cusa, a los que encomendó a un jovencísimo Copérnico cuando se trasladó de Bolonia a la Universidad de Padua. Ellos tenían una visión de las cosas más holística e integradora, en especial Mirandola, y esta se ve claramente reflejada en este libro.

–Qué interesante, y eso que no has hecho nada más que empezar su estudio… Y, hablando de todo un poco, ¿no te resulta extraño que Frati todavía no se haya dignado a venir?

–Dijo que estaría muy ocupado con lo del patronato, pero la verdad es que tienes razón. No ha hecho ni siquiera una llamada por teléfono, y eso que tiene fama de controlarlo todo.

–Sí, y no creo que tenga reuniones a todas horas… En fin, tenemos mucho que hacer y no quiero que cuando vuelva me riña por tener el trabajo desatendido. Así que, manos a la obra.

–Sí. Creo que será lo mejor –asintió Enzo.

Cada uno se colocó en una punta de la enorme mesa que ocupaba el centro de la biblioteca, donde fueron apilando volúmenes y hojas manuscritas para su examen y catalogación. Durante varias horas, solo se oyó el crujir de la madera de estanterías y sillas cada vez que se levantaban a por algún volumen. Siena, de vez en cuando, se frotaba las manos entumecidas por el frío glacial que reinaba en la estancia o intentaba estirar las piernas, que se le quedaban agarrotadas de estar en la misma posición. Cada cierto tiempo, echaba una mirada a la estupenda chimenea que presidía el salón. Era espectacular a la par que poco práctica, al tener que estar permanentemente apagada. Las esculturas de las jambas representaban a la diosa Diana sustentado un friso con increíbles figuras que enmarcaban en su centro el escudo familiar: en campo de azur, un cuervo de sable posado sobre tres montes de sinople. Encima de la repisa, un grandioso tímpano partido guardaba en su interior una lápida negra con una larga inscripción en latín, que jamás se había parado a traducir. ¡Qué bonita!, pensó, si en aquella chimenea crepitaran unos buenos leños que hicieran la estancia más confortable. Siena se resignó simplemente a imaginarlo, y volvió a concentrarse en su trabajo.

Sería cerca de la una de la tarde cuando, al alzar la cabeza, vio cómo se deslizaba un sobre por debajo de la puerta de la biblioteca, que permanecía cerrada para que no los molestasen.

–¡Enzo! Acaban de echar un sobre por debajo de la puerta –exclamó sorprendida.

–No te levantes, ya lo cojo yo. Quizá sean los criados que nos apremian para que nos marchemos a comer.

Enzo abrió el sobre y desplegó el papel que había en su interior. Lo leyó detenidamente y, de repente, se le cambió la expresión.

–¿Qué sucede? –preguntó Siena preocupada.

–Se trata del profesor Frati… Lo han secuestrado.

–No es posible… ¿Qué dice la carta? ¡Déjame ver! –dijo mientras se acercaba a Enzo.

–No dice mucho más. Simplemente que se encuentra retenido por un grupo denominado Syllabus y que, si queremos verlo con vida, debemos esperar instrucciones.

–¿Y ahora qué hacemos? –exclamó preocupada–. Tendríamos que avisar a la policía.

–Sí, será lo mejor. Aunque tal vez se trate de una estúpida broma.

–¿Quién bromearía con algo así? –preguntó estupefacta mientras leía una y otra vez la carta tratando de entender algo–. Ahora mismo voy a llamarlo, aunque quizá no conteste. No he visto hombre que deteste más los teléfonos móviles que él. Siempre dice que, con su agenda, tiene más que suficiente.

Siena hizo varios intentos, esperando a que el teléfono se desconectara después de agotar los tonos de establecimiento de llamada.

–Es inútil. No lo coge.

–¿Sabes si el profesor tiene enemigos? –preguntó Enzo.

–Su mal genio es proverbial, pero no creo que eso le granjeara enemistades de importancia. Es más, está muy bien relacionado y cuenta con la admiración de todo el mundo académico; es una reputada autoridad en su campo.

–Me consta, por eso encuentro todo esto muy extraño.

–Por favor, déjame ver otra vez ese papel –dijo Siena volviendo a coger la carta que cambiaba alternativamente de manos–. Syllabus… –susurró mientras revisaba el texto–. No estoy segura, pero esto parece tener relación con el famoso documento de Pío IX publicado en 1864 titulado Syllabus errorum os nostrae aetatis.

–Lo conozco pero, ¿qué puede significar?

–Aunque la palabra «syllabus» es en realidad una mala traducción del griego, venía a ser un índice que contenía lo que la Iglesia consideraba los principales errores de su tiempo, como la libertad de pensamiento, la separación de Iglesia y Estado, amén de otros como el racionalismo, el panteísmo o el naturalismo, tan en boga a mediados del siglo XIX. Quien quiera que esté detrás de esto, seguramente comulga con esos planteamientos.

–¿Y quién crees que pueda ser?

–No sé, por el nombre, quizá sea un grupo de sedevacantistas. Lo digo también por este pequeño logotipo que aparece al final de la carta y que representa un conopeo con las llaves de San Pedro.

–¿Sedevacantistas…? Jamás oí hablar de ellos –dijo Enzo encogiéndose de hombros y frunciendo el ceño.

–No es un grupo excesivamente numeroso ni conocido y, como tal, no se prodigan en los medios de comunicación. Están vinculados a movimientos tradicionalistas dentro de la Iglesia, como el que encabezaba monseñor Lefebvre y su Hermandad de San Pío X.

–He oído hablar de él pero, lo siento Siena, estoy un poco pez en estos temas…

–Lo comprendo, pero seguro que sabes de ciertos sectores que reivindican las misas en latín y de cara al altar, tal como se hacían antes del Concilio Vaticano II.

–Bien, pero, ¿por qué querrían secuestrar a Frati? Que yo sepa, su vinculación al clero tan solo llega al terreno cultural. No tiene sentido, a no ser que quieran algo a lo que él tuviera acceso.

–Si fuera así, ha de ser algún tipo de documento que venga a reforzar sus tesis, pero esto no son más que conjeturas –dijo Siena–. Quizá los Syllabus no sean más que extorsionadores en busca de dinero y hayan aprovechado todo esto para despistar.

–¿Dinero? Pero si no tenemos un céntimo. ¿De dónde íbamos a sacarlo?

–La biblioteca. Hay volúmenes de gran valor, y últimamente se ha dado gran notoriedad al legado Guidonia a raíz de lo del patronato.

–En ese caso, no nos queda más remedio que llamar a la policía –sugirió él.

Después de echarlo a suertes, Enzo realizó la llamada desde un teléfono que descansaba sobre una sencilla consola al lado de la chimenea. En poco más de media hora, se presentó en el palacio un destacamento de la policía que empezó a desperdigarse por el patio central. Allí, asomados a uno de los vanos de la logia, Enzo y Siena vieron cómo uno de ellos, el único que no vestía de uniforme, se dirigía con paso firme hacia la escalera después de preguntar a los atónitos criados que no sabían el motivo de su irrupción allí.

–Buenas tardes, soy el comisario Tedeschi. ¿Son ustedes los que nos han llamado? –se presentó un hombre de aspecto hosco: ojos saltones, con unas pobladas cejas circunflejas y negro mostacho que tan apenas dejaba ver sus labios.

–En efecto. Yo soy Enzo Bianco, y ella es la señorita Siena Albani.

–Dígame, señor Bianco, ¿qué ha sucedido exactamente?

–Este mediodía, mientras estábamos trabajando en la biblioteca, alguien echó por debajo de la puerta esta misiva –le dijo mientras le entregaba la carta–. Hemos intentado ponernos en contacto con el profesor Frati, pero ha sido del todo imposible.

El comisario la leyó con detenimiento, para luego preguntar.

–¿Quiénes se supone que son esos Syllabus? No tenemos constancia de que alguien con ese nombre opere en nuestra jurisdicción.

–No lo sabemos con certeza, pero la señorita Albani sospecha que pueda ser un grupo de sedevacantistas.

–¿Sedevacantistas? ¿Qué son los sedevacantistas, señorita Albani?

–Genéricamente hablando, son grupos dentro de la Iglesia que defienden la misa tridentina y están en contra del Concilio Vaticano II. Consideran que todos los Papas elegidos con posterioridad a Pío XII no se ajustan a derecho canónico y, por tanto, los consideran antipapas, es decir, que según ellos, la Santa Sede se encuentra vacante de un titular legítimo, de ahí el nombre. Además, si se fija en el logotipo de los Syllabus, es la representación de la sede vacante, con el conopeo abierto y las llaves de San Pedro.

–¿Conopeo?

–Sí, esa especie de sombrilla a franjas rojas y amarillas –puntualizó Siena.

–¿Y cómo ha llegado a esa conclusión?

–Ha sido una intuición. El nombre Syllabus hace referencia a un documento firmado por Pío IX, donde se incluyen los errores condenados por la Iglesia de aquel tiempo y que, generalmente, esgrimen estos grupos para justificarse.

–Entonces, según usted, todo esto que me está contando no es más que una intuición… Díganme exactamente, ¿qué hacen ustedes aquí?

–Trabajamos junto al profesor Frati en la catalogación de la biblioteca Guidonia –contestó Siena–. Precisamente, esta mañana lo habíamos echado en falta. No suele ser habitual que el profesor se vaya sin habernos dicho adónde.

–¿Cuándo fue la última vez que lo vieron?

–Ayer por la tarde –dijo Enzo–. Tuvo que ausentarse para asistir a una reunión del Patronato Guidonia, del cual era presidente.

–Muy bien –dijo el comisario mientras lo anotaba todo en una libretita–. ¿Hay alguien al servicio del palacio? Quizá vieran u oyeran algo.

–Sí, se trata de un matrimonio mayor. Son los guardeses. Pertenecían al servicio del cardenal Montecelio y, después de su muerte, fueron contratados por el patronato para que siguiera cuidando de la casa.

–Hablaré con ellos, tal vez sepan más del asunto. No me extrañaría que estuvieran detrás de esta broma pesada.

–¿Usted cree que podría tratarse de una broma? –preguntó Siena extrañada ante aquella posibilidad.

–No sería la primera vez que, viendo peligrar su puesto de trabajo, después de toda una vida, el servicio intentara acciones arriesgadas de este tipo.

Mientras el comisario interrogaba a los criados, Enzo y Siena se quedaron en la biblioteca dando toda clase de datos a los agentes, que empezaron a husmear entre los papeles que se desperdigaban sobre la mesa.

–No tenía que haber dicho nada de los sedevacantistas –dijo Siena en voz baja para que los policías no la oyeran.

–¿Por qué? Cualquier pista puede ser buena para dar con el paradero de Frati.

–Ya has visto con qué cara me ha mirado ese comisario… Solo faltaba que se echara a reír. Ha debido tomarme por tonta, aunque estoy acostumbrada a que tipos como él me miren por encima del hombro.

–Vamos, mujer, seguro que no lo ha hecho con malicia. Aunque no te falte razón, el argumento es digno de una novela de misterio.

–¿Lo ves? Tú también me tomas a broma.

–Cálmate, Siena. En cuanto vuelva el comisario, saldremos de dudas.

Al cabo de veinte minutos, volvió a aparecer Tedeschi moviendo su cabeza en tono de desaprobación y resoplando después de haber subido de nuevo las escaleras.

–¿Qué tal, comisario? ¿Ha averiguado algo? –preguntó Enzo.

–Nada. Los criados aseguran no haber visto ni oído nada. A esa hora, la mujer había salido a hacer unas compras y Cosimo, el mayordomo, estaba reparando una fuga de agua en las cocinas, eso es lo que ha dicho.

–¿Cree que dicen la verdad? –preguntó Siena.

–No tengo motivos para no creerles; parecen sinceros. En fin, me temo que tendremos que esperar acontecimientos… La nota decía que se pondrían en contacto con ustedes, ¿no es así?

–Sí –contestó Enzo–. Pero, ¿qué se supone que debemos hacer mientras?

–Sigan con lo que estaban. Me imagino que, de ser cierto, los secuestradores revelarán sus intenciones más pronto que tarde.

–¿Y eso es todo? –interrumpió Siena.

–Tranquilícese, señorita Albani, la policía nunca descansa. Yo, por mi parte, investigaré a los miembros de ese patronato. Tal vez averigüe algo más… Bien, ahora tengo que marcharme. Les dejo mi teléfono por si lo necesitan –dijo alargándoles su tarjeta–. Mañana volveremos a vernos aquí… Doctor Bianco… Señorita Albani –saludó al despedirse.

La policía abandonó el palacio mientras ellos, atónitos, se quedaban en la biblioteca sin saber qué hacer.

–No podemos quedarnos aquí de brazos cruzados… –dijo Siena haciendo aspavientos con las manos sin parar de moverse de un lado a otro.

–Ya has oído al comisario, no podemos hacer nada más… ¿Qué tal si salimos a dar una vuelta?

–Sería mejor quedarse aquí. Es posible que los secuestradores llamen y…

–Vamos, nos vendrá bien tomar un poco el aire, y quizá se nos ocurra algo.

–Está bien… –dijo soltando un suspiro de conformidad–. Tienes razón, ahora no tengo cuerpo para seguir trabajando, y creo que ya se nos ha pasado hasta la hora de comer.

Enzo la ayudó a ponerse el abrigo y salieron sin rumbo fijo. Callejearon durante un largo rato hasta alcanzar la orilla del Tíber, justo enfrente del Castillo de Sant’Angelo. Apoyados en el pretil del puente, se les cruzó por encima una bandada de estorninos que los ensordeció con sus chillidos, como si fueran una plaga bíblica. Mientras, Siena aprovechó para encenderse un cigarrillo que aplacara sus nervios.

–¿Fumas? –preguntó Enzo sorprendido.

–Casi nada, solo cuando estoy preocupada. Me siento tan impotente… –dijo resignada mientras exhalaba el humo con la vista puesta en el río.

–Tienes razón. Si al menos supiéramos lo que quieren esos tipos…

–Dinero seguro que no. El profesor, a pesar de su relevancia, no tiene ni una lira; lo sé de buena tinta. Conozco pocas personas tan desprendidas como él, y no es cicatero a la hora de pagar los emolumentos.

–Entonces, ¿qué puede ser?

–Seguramente, como dije, algún tipo de documento al que no tienen acceso y que jamás se les facilitaría si no es por extorsión. ¿Qué si no? Nosotros solo trabajamos con papeles, algunos de ellos muy comprometedores, por cierto.

–Sería imposible averiguarlo con una biblioteca repleta de ellos.

–Tengo un pálpito, pero no me atrevo a decirlo… Ya has visto cómo me ha tratado el comisario.

–Visto que no podemos hacer otra cosa, no perdemos nada con especular, ¿no crees?

–Verás, yo creo que todo tiene que ver con la biblioteca Guidonia –dijo Siena entusiasmada mientras sus ojos chisporroteaban como cuando tenía una idea brillante–. Quien tenga retenido a Frati sabe que estamos trabajando allí. Ellos no saben el alcance de lo descubierto, pero tal vez imaginan que hemos dado con algo sustancioso.

–Como ¿qué?

–¿Recuerdas que te hablé del motivo de mi investigación? ¿Lo del secreto de La Salette…? No me extrañaría que fuera eso lo que buscaran.

–Eso sería mucho aventurar. Me dijiste que todavía no lo habías encontrado… Además, entre tantos documentos, ¿qué te hace sospechar que sea eso lo que buscan? A lo mejor te estás dejando llevar por tus deseos.

–Es cierto, pero nadie sabe que no he encontrado lo que busco, excepto el profesor y tú, aunque es posible que Frati se haya ido de la lengua con nuestro trabajo. Ya sabes lo entusiasta que puede ser cuando algo le apasiona, y si no hubiera creído que sería factible encontrar los secretos de La Salette en la biblioteca Guidonia, jamás me hubiera animado a seguir con mi investigación.

–Háblame más de ese secreto, no alcanzo a comprender su importancia.

–Por lo que sabemos, Pío IX le hizo entrega de ese documento, entre otros muchos, al príncipe Lorenzo. Lo sabemos por la costumbre de llevar un registro de todos los documentos que entraban y salían de los Palacios Apostólicos. En eso, la Iglesia siempre ha sido, afortunadamente para nosotros, muy metódica. El problema es que, oficialmente, el secreto no se recibió hasta el 18 de julio de 1851, mucho después de la fecha que nos ocupa.

–La verdad es que no entiendo nada.

–Supuestamente, la Virgen hizo la revelación a los pastorcillos Melanie y Maximin en 1846, con la indicación de cuándo debía ser entregada al Santo Padre. El obispo de Grenoble, a la sazón monseñor Filibert de Bruillard, nombró una comisión con el encargo de examinar los hechos y ver si se trataba efectivamente de un acontecimiento sobrenatural. Nosotros creemos que fue él el encargado de hacerle llegar el mensaje a Pío IX mucho antes de que el cardenal de Bonald, arzobispo de Lyon, le mandara el sobre lacrado por vía oficial. Seguramente debió pensar que revestía una especial gravedad como para callárselo.

–¿Y qué dice ese secreto?

–Hay mucha controversia al respecto, no en balde circulan varias versiones del mismo. En definitiva, el mandato de la Virgen, o la interpretación que de él hicieron los pastorcillos, fue que la Iglesia estaba corrompida y que el Santo Padre sufriría persecución, teniendo que huir de una Roma devastada. Como ves, en aquel tiempo tan convulso, ese mensaje tenía una profunda carga política. En su segunda versión, la de 1879, que hizo la propia Melanie, se reforzaba más ese carácter político, arremetiendo contra republicanos y masones. A pesar de un primer visto bueno, la última versión acabó incluyéndose en el índice de libros y documentos prohibidos. Para mayor confusión, también circulaba, fuera de los cauces oficiales, otra versión, la del pastor Maximin. Pero la parte fundamental del secreto, o al menos la que nos atañe, por ser la que esgrimen los Sedevacantistas, es que, entre las revelaciones de la Virgen, estaría que Roma perdería la fe y se convertiría en la sede del anticristo. Por eso este documento es tan importante para ellos. Sería el que definitivamente pondría orden en este caos de versiones contradictorias, para dar definitivamente la razón a unos y quitársela a otros.

–Hay algo que no entiendo de todo esto –dijo Enzo confundido–. En casi todas las apariciones marianas, siempre se difunden mensajes apocalípticos. ¿Qué hace a estos diferentes de los demás?

–La originalidad y la oportunidad. Fueron los primeros de este tipo que se difundieron en una Europa al borde del colapso y la revolución. Fíjate que, casi siempre, este tipo de secretos son revelados a pastorcillos, gente sin demasiada cultura, angustiada por sucesos políticos que les sobrepasan y muy influenciada por los sermones de párrocos integristas que predican el inminente fin del mundo.

–¡Uf!, creo que ya he tenido suficiente por hoy –exclamó Enzo llevándose las manos a la cara. Además, no sabemos, a ciencia cierta, si eso es lo que están buscando… Creo que me tomaría una copa en algún sitio tranquilo, si no, me va a estallar la cabeza de tanto pensar.

–Está bien, conozco un sitio que no está lejos, donde seguro que encontraremos alguna terraza acogedora.

Enzo le prestó su brazo y Siena se enganchó de él mientras continuaban con su paseo al otro lado del Tíber. Cuando llegaron al Trastevere, escogieron una pequeña plaza donde recogerse mientras tomaban un vino. Siena no quiso fijar su vista en Enzo, no quería incomodarlo como la noche anterior, por eso intentó distraerlo con otra cosa.

–¿Ves esta plaza? –dijo Siena–. Muy cerca de aquí nací yo. Todos mis recuerdos de la niñez transcurren en este sitio.

–No hará tanto tiempo de eso… –dijo Enzo mientras se acercaba la copa de vino a los labios.

–Gracias, eres un encanto, aunque ha pasado más de lo que yo quisiera.

–¿Añoras tu infancia?

–En realidad no, aunque pienso con nostalgia en aquel tiempo. La vida era sencilla, sin más complicaciones que estudiar y jugar. Y por entonces, yo solo pensaba en esto último. Ahora, aunque todo resulta apasionante, demasiadas veces tengo que toparme con cosas que, en aquellos días, jamás hubiera imaginado.

–Como ¿qué?

–Es lógico que lo preguntes, puesto que, para vosotros, los hombres, no existe ningún tipo de limitaciones.

–¿A qué te refieres? Sé más concreta.

–Al famoso techo de cristal. ¿Has oído hablar de él?… Imagino que no. Se trata de un techo invisible para todo el mundo, excepto para nosotras. En teoría, no tenemos más limitaciones que nuestra propia capacidad, pero cada día tenemos que lidiar con innumerables cortapisas que van cercenando nuestras aspiraciones. La principal es que no nos tomen en serio por el simple hecho de ser mujeres.

–Veo que tienes inquietudes feministas. Eso está bien.

–Créeme si te digo que preferiría no tenerlas. Me aburre sobremanera esa verborrea y el constante litigio, pero no tengo más remedio que enfrentarme a la realidad e intentar hacerme un hueco en un mundo dominado por los hombres y no resulta fácil tener que desplazar de la poltrona a viejos y sesudos catedráticos que siempre te miran por encima de sus antiparras.

–¿Como Frati? –preguntó Enzo dejando ver su blanca dentadura mientras emitía unas carcajadas que pronto se le contagiaron a Siena.

–Sí… Aunque, por otro lado, y a pesar de ser como los demás, rechazó a muchos ayudantes masculinos, cuya testosterona se interponía con demasiada frecuencia en las labores de sumiso ayudante de departamento y me eligió a mí… En fin, no quiero atosigarte con mis problemas. Además, hemos venido a relajarnos un poco, ¿no te parece?

Enzo comenzó a mirar a su alrededor con cara de satisfacción. Se sentía a gusto. Contemplaba las viejas casas de colores terrosos llenas de desconchones; las atractivas parejas que paseaban a su alrededor cogidas por la cintura; las terrazas cuidadas al mínimo detalle y, de pronto, lanzó un suspiro de satisfacción.

–Te gusta esto, ¿verdad? –le preguntó Siena, encantada de haberle acercado al que ella siempre consideró el barrio romano con más encanto.

–Sí. Es perfecto. No sé, Roma apabulla bastante, sobre todo a alguien tan provinciano como yo. Creo que me saturan sus espectaculares monumentos. En cambio, aquí, me siento como en mi casa. No es demasiado diferente de las calles de Bolonia. Además, no podía haber encontrado mejor compañía para disfrutar del momento.

No sabía si era el efecto del vino pero, llegados a ese punto, ella se moría de ganas de conocer algo más de su colega. Estuvo tentada de morderse la lengua pero, ¡qué caray!, necesitaba formularle la pregunta del millón y se lanzó a bocajarro.

–Enzo, ¿estás casado?

–¿Yo? No, que va –dijo mientras sintió que el rubor se adueñaba de sus mejillas ante aquella pregunta tan directa–. La verdad es que es algo que no me preocupa… Tengo todas mis necesidades cubiertas –contestó con tono de suficiencia, intentando zanjar cuanto antes la cuestión.

–No será porque te falte atractivo… –insistió Siena.

–Vaya, gracias –dijo Enzo mientras notaba que sus orejas se ponían cada vez más coloradas–. Ya sabes que, los que nos dedicamos a la investigación, perdemos la noción del tiempo y las mujeres lo que más odian de un hombre es no ser las primeras en su orden de prioridades.

–A mí me pasa algo por el estilo. De todas formas, reconozco que tampoco le dedico tiempo a las relaciones. Además, casi siempre me encuentro con la incomprensión de la gente. Piensan que, por ser mujer, tengo que poner cara de sorprendida cuando un hombre cuenta lo que hace, aunque no tenga la mínima importancia. En cambio, si abres la boca para decir a qué te dedicas, enseguida cambian de conversación.

–No lo dirás por mí…

–No. Eres el único que, hasta ahora, se ha dignado a escucharme. Aunque, de cuando en cuando, tienes algún ramalazo que te sale sin darte cuenta.

–Lo siento. Si es así, ha sido del todo involuntario. El profesor Frati se quedaba corto cuando me explicó lo inteligente y capaz que eres.

Siena le guiñó un ojo y chocaron sus copas, celebrando su admiración mutua. Estaban a gusto, pero ninguno se atrevía a cortar la magia después de la segunda copa, hasta que Enzo, mirando el reloj, despertó de aquel momento idílico.

–Ya no vamos a volver al palacio, ¿no es así? ¿Quieres que te lleve a casa o prefieres hacer otra cosa?

–La verdad es que no lo sé –dijo resignada–. ¿Qué te parece si vamos a mi casa y preparo una cena para los dos? Ya que no hemos comido y ayer me invitaste tú, es lo menos que puedo hacer por ti, ¿no te parece?

–No se hable más, acepto encantado.

Cuando llegaron al apartamento de Siena, empezaba a caer la tarde. Hacía frío y ella encendió la calefacción.

–Ponte cómodo –le dijo–. Mientras, yo prepararé algo de cenar. No esperes nada refinado. En la casa de una ayudante de departamento no suele haber grandes lujos.

–Me conformaré con cualquier cosa. Tampoco un historiador puede permitirse ciertas alegrías… Si no te importa, prefiero mirarte cómo cocinas. Me recuerdas mucho a mi abuela cuando trabajaba en el pastificio familiar.

–Desde luego, si querías impresionar a una chica, lo acabas de estropear todo comparándome con tu abuela. No me extraña que todavía no estés casado.

–No quería decir eso… Hace tanto tiempo que no veo una escena familiar, que me recordaba a cuando era pequeño. En el fondo, soy muy hogareño y me encanta el olor que sale de las ollas. Si me pones un vino, creo que la escena será perfecta del todo.

–O sea que, todo este rollo que me has soltado es para que te pusiera una copa… Haber empezado por ahí –dijo Siena riéndose.

No había tiempo para florituras, así que Siena improvisó unos spaghetti al aglio, olio e pepperoncino. Cuando depositó la fuente sobre la mesa de la cocina y ralló un poco de parmigiano por encima, las tripas de ambos empezaron a rugir para, sin mayores preámbulos, abalanzarse sobre la fuente de pasta. Aquella noche no necesitaban andarse con delicadezas, y estuvieron riéndose mientras uno sorbía la punta de los spaghetti y a la otra se le caían después de unos minutos enrollándolos con cuidado.

–¿Hay postre? –preguntó Enzo cuando terminaron.

–Depende de lo que entiendas por postre… –contestó Siena insinuante.

Estaba claro que ella estaba intentando provocarle, pero Enzo no sabía aún hasta dónde podía llegar. Era de naturaleza prudente y detestaba los momentos embarazosos.

–¿Tienes algún licor? –volvió a preguntar para intentar desviar la atención.

–¿No has tenido bastante con el vino? –preguntó extrañada–. Aunque, espera, creo que guardo en el congelador una botella de limoncello.

Cuando Siena se agachó para llenarle una copita, a Enzo se le nubló el entendimiento. Imaginó que le robaba un beso al tener a tiro su boca. El limoncello se desparramaba sobre la mesa mientras ella soltaba la botella sin despegar sus labios y, sentada a horcajadas sobre sus piernas, le rodeaba el cuello con los brazos.

–Enzo, Enzo… ¿Qué te pasa? –dijo Siena chascando los dedos. Parece como si te hubieras quedado in albis.

–No sé, se me ha ido el santo al cielo. Será el efecto del limoncello

–Pero si ni siquiera te lo has tomado. Te lo acabo de poner.

–Será mejor que me marche al hotel. Seguramente se me habrá subido el vino a la cabeza… –balbuceó tembloroso mientras su cara brillaba colorada por el rubor.

–En tu estado, sería mejor que no condujeras. Toma un taxi y mañana te acerco el coche al palacio –dijo Siena preocupada, sin entender nada.

–No, de verdad, estoy bien. El fresco de la noche me despejará. Ha sido un día repleto de emociones y…

–¿Seguro que estás bien?

–Sí, sí. No te preocupes. Ahora, debo irme –dijo poniéndose en pie.

Como alma que llevaba el diablo, Enzo dejó a Siena estupefacta y con la botella de limoncello en la mano. ¿Qué le había pasado? No paraba de repetirse mientras acababa de recoger los restos de la cena. Su compañero había pasado de la euforia a un estado taciturno sin ninguna explicación aparente.

Enzo abrió las ventanillas de su coche y, con el aire cortante que entraba por ellas, se le aclararon las ideas. Se sentía estúpido. Esa manía que tenía de anticiparse a los acontecimientos, viviéndolos como algo real, lo habían puesto más de una vez en el brete de tener que salir huyendo para que no acabara sucediendo, y eso le incomodaba. Tal vez, algún día debería llevar aquella inclinación a la práctica para saber si, en realidad, era eso lo que quería pero, igual que ella, tenía una reputación que debía salvaguardar.