Capítulo 7

 

Enzo se despertó al sentir que la claridad invadía la habitación. No se oían ruidos en la casa y se asomó de puntillas al salón. Siena yacía vestida, desparramada en el sofá, con una pierna en alto y la otra arrastrando por el suelo. No quiso despertarla, sabía que estaba cansada como él y la dejó dormir un poco más. El chichón de su cabeza había menguado y el incapacitante dolor de cabeza se había esfumado.

Antes de vestirse, decidió darse una ducha rápida para despejarse, introduciéndose a hurtadillas en el cuarto de baño. No había pestillo en la puerta, pero no creyó hacerle falta; Siena dormía tan profundamente que nada la hubiera despertado. Cuando empezó a caer caliente, se metió bajo el chorro de agua y pronto una espesa nube de vapor empezó a cubrirlo todo. Mientras se enjabonaba, pensó en lo puñetero que a veces resulta el destino. Quién le iba a decir que esa mañana, precisamente él, estaría “en bolas” tomando una ducha en el apartamento de una mujer. Solamente esbozó una sonrisa mientras daba rienda suelta a sus pensamientos.

Siena, al oír el ruido, comenzó a desperezarse lentamente mientras iba adquiriendo la verticalidad a duras penas. Se rascó la cabeza como si tuviera la tiña y se dirigió como una autómata al baño como hacía todas las mañanas, con los ojos a medio despegar. Todavía estaba en el duermevela y no se percató de que, aquella mañana, estaba acompañada.

Al abrir la puerta, se encontró de golpe con Enzo desnudo y se quedó tan epatada que despertó de golpe.

–¡Uy, lo siento! –atinó a decir, aunque no pudo apartar la vista de su amigo; no estaba acostumbrada a ver hombres desnudos y menos si eran colegas.

Hasta aquel momento, tan solo había reparado en la cara y en su singular nariz, como si el resto simplemente no existiera. Ahora que había descubierto que tenía cuerpo, no se sintió decepcionada. Bajo su extensísimo currículo de doctor, se hallaba un escultural adonis con un abdomen perfectamente tableado. La vista era traicionera y, a pesar de lo incómodo de la situación, todavía le dio tiempo a comprobar la correlación que existía entre el apéndice nasal y su virilidad. Enzo bastante tuvo con intentar encontrar algo con que cubrirse.

–Un momento –dijo Siena mientras cerraba la puerta–. Ahora mismo te acerco una toalla limpia.

Después de deslizarle la toalla por la puerta entreabierta y esgrimir una pícara sonrisa, se dirigió a la cocina para preparar una cafetera mientras le daba tiempo a su amigo para que saliese. Enzo tardó bastante, más por vergüenza que por otra cosa, y cuando asomó tímidamente la cabeza, convenientemente tapado con el paño en la cintura, Siena le estaba observando desde el salón.

–Anda, no seas vergonzoso. Total, ya he visto cómo eres en realidad, así que ahora no habrá más tabús entre nosotros… ¿Te apetece un café? –le preguntó, quitándole importancia al asunto.

–Sí, gracias… Mientras, voy a vestirme… –dijo avergonzado, indicando el dormitorio con la mano.

Cuando salió, ya más presentable, intentó darle toda clase de explicaciones para justificar su deshabillé.

–Verás, cuando me desperté, estabas tan a gusto durmiendo que no quise despertarte y entonces yo…

Excusatio non petita, acusatio manifesta… –le espetó con toda solemnidad, divertida ante la situación–. No te preocupes. La culpa es mía por abrir la puerta sin pensar que estabas en casa… Por las mañanas voy como una zombi y lo hago todo sin darme cuenta, pero no le demos demasiada importancia al asunto. Es algo normal entre amigos, ¿no te parece? –dijo esbozando otra vez la pícara sonrisa que no conseguía borrar de su cara.

–Sí, me imagino que sí –le contestó mientras intentaba sorber el café excesivamente caliente de su taza.

–Me hubiera gustado trabajar sobre el tema ayer por la noche, pero nos quedamos dormidos… Bien, ahora tenemos muchas cosas que hacer –dijo Siena mientras recogía los restos del desayuno.

–¿Todavía sigues pensando que podemos encontrar el escondrijo de tu famoso secreto? –preguntó Enzo mientras continuaba luchando por sorber su café a punto de ebullición.

–Lo importante es que lo crean los secuestradores, y ya hemos consumido unas preciosas horas de las setenta y dos que nos dieron.

–Estoy un poco perdido con todo esto pero, antes de quedarme dormido, estuve dándole vueltas a un asunto…

–¿Sí? –preguntó Siena poniendo cara de interés.

–Verás, creo que todo gira en torno a la hija mayor de los Guidonia.

–¿Fulvia?

–Sí. Lo que dijeron los criados me hizo reflexionar. Era muy común en aquella época que las jovencitas escribieran un diario con las cosas que les pasaban, y no sería de extrañar que el suyo estuviera aguardado a ser descubierto. ¿Habéis encontrado algo así entre todos los papeles que estabais clasificando?

–No. Frati hizo una primera selección de aquellos documentos que más interés podían tener para la ciencia, como el libro de La órbita de los planetas, pero hay otros muchos que duermen el sueño de los justos en el interior de aquella enorme cómoda que utilizaba el cardenal para guardar sus documentos más preciados. Si ese diario existiese, Su Eminencia lo tendría en gran estima. Solo tenemos que ir y comprobar si estás en lo cierto.

–De todas formas, no debemos hacernos demasiadas ilusiones. De existir, tal vez se haya perdido para siempre.

–Es posible, pero tenemos que intentarlo… Bien, tomo una ducha rápida y nos vamos en seguida. ¡Ah! y no se te ocurra abrir la puerta, mi reputación podría verse en peligro –le dijo bromeando.

No eran más de las diez de la mañana cuando emprendieron el camino al centro de la ciudad. Cuando alcanzaron el palacio, descubrieron que esa mañana tendrían que lidiar con algún problema más; varios coches de policía estaban aparcados en la puerta, y aquello era un mal presagio. Todos sus planes podrían venirse abajo o simplemente retrasarse, poniendo en peligro la vida de Frati.

Cosimo estaba esperándoles, atento a su llegada, y al momento les informó de que habían llegado a primera hora de la mañana para realizar algunas pesquisas y ante su insistencia no había tenido más remedio que contarles la verdad de lo sucedido el día anterior. Aquello contrarió a Siena, pero no tuvo tiempo de reñir al mayordomo; había que enfrentarse a aquel sabueso, y mejor hacerlo cuanto antes.

El comisario Tedeschi les esperaba en la biblioteca y ambos subieron con parsimonia la escalera que llevaba a la galería del primer piso; necesitaban elaborar con rapidez un argumento del porqué no llamaron de inmediato a la policía, aunque no había tiempo material para pergeñar algo razonable, así que decidieron decir la verdad, aunque esta fuera a interferir en sus planes.

–Buenos días –dijo Tedeschi nada más verlos aparecer por la puerta mientras se frotaba las manos–. Creo que esta mañana vamos a tener una estupenda charla los tres juntos…

–Está bien –dijo Siena–. ¿Qué quiere saber exactamente?

–Simplemente, lo que ocurrió ayer. No quiero que me mientan, de lo contrario, les acusaré de obstrucción a la justicia… Señor Bianco, ¿qué le sucedió?

–Alguien entró subrepticiamente mientras estaba trabajando y me golpeó en la cabeza… Ya no recuerdo nada más.

–¿Y usted, señorita Albani? ¿Dónde estaba en ese momento?

–Fui a dar una vuelta. Estaba cansada y salí a tomar algo a una cafetería cercana.

–¿Por qué creen que atacarían al señor Bianco? ¿Quizá se llevaron algún documento de la biblioteca?

–Sí –dijo Siena sin preámbulos–. Ya que lo pregunta, hemos echado en falta un libro importante en el que estaba trabajando el doctor Bianco. Se trata de La órbita de los planetas, un manuscrito de Domenico da Novara.

–¿Es muy valioso ese libro? –preguntó con extrañeza, explicitando su nulo conocimiento del tema.

–Se trata del primer documento italiano en el que se desarrolla la teoría heliocentrista, muy anterior a la de Copérnico.

–Comprendo… –dijo mientras anotaba algo en su cuadernillo–. ¿Saben quién podría estar interesado en sustraerlo?

–No es algo que tenga una excesiva relevancia a nivel popular, en cambio, a nivel científico es una bomba –intervino Enzo–. El problema es que su hallazgo todavía no había sido difundido. Lo conocíamos nosotros, el profesor Frati y supongo que alguno más de sus colegas.

–¿Quién podría estar al tanto de tal descubrimiento? –preguntó el comisario.

–Ayer, antes de que atacaran al doctor Bianco, nos visitó monseñor Wozniak –intervino Siena–. Es el secretario del Consejo Pontificio de Cultura y miembro del Patronato Guidonia.

–Ah, ya recuerdo… –afirmó Tedeschi–. Ese obispo polaco que parecía controlar aquel cotarro de viejas cacatúas… Es curioso, le hice varias preguntas pero, que yo recuerde, no contestó a ninguna, aunque no paró de hablar. Simplemente se limitó a manifestar obviedades muy rimbombantes para acabar no diciendo nada de interés.

–Sí, él es así –interrumpió Siena–. Es muy típico de los “funcionarios” vaticanos eludir las preguntas con una verborrea tan docta que parece que hayan contestado sinceramente.

–Y dicen que estuvo aquí…

–Sí. Supuestamente vino a interesarse por Frati, pero a lo que realmente vino fue a reñirme por haberle anticipado mis sospechas. Parece que no fueron de su agrado las referencias a los sedevacantistas de ese supuesto grupo llamado Syllabus. Amenazó con desprestigiarme públicamente si seguía difundiendo rumores. Así que, en mi caso, se olvidó de la tan cacareada diplomacia vaticana.

–Vaya, vaya, con el monseñor polaco… –dijo el comisario moviendo la cabeza–. ¿Dejaron algo los atacantes? Ya saben, alguna nota o aviso.

Enzo miró a Siena, que parecía llevar la voz cantante en este asunto. Cuando ella asintió, él confesó el hallazgo al comisario.

–Sí. Entre los papeles revueltos, encontramos esta nota. –Enzo sacó la carta que guardaba en el bolsillo interior de su abrigo y se la entregó.

Tedeschi leyó el papel y luego se dirigió a los dos mientras golpeaba la carta sobre su otra mano.

–¿Por qué no lo han mencionado nada más llegar? Esto es de vital importancia para la investigación –dijo esgrimiendo el papel que no paró de mover en el aire con enfado.

–No queríamos poner en peligro la vida del profesor –se disculpó Siena–. Teníamos miedo de que, si acudíamos a ustedes, pudieran hacerle algo.

–Lo comprendo, pero su prevención no les disculpa. La policía sabe perfectamente cómo actuar en estos casos… ¿Y qué hay de lo que piden? Es lo mismo que usted me intentó explicar la primera vez que la interrogué, ¿no es así?

–Cierto, pero no sé cómo vamos a encontrarlo. El palacio es grande y lleno de recovecos. Podríamos tardar días, tal vez meses…

–No puedo ayudarles en esto; ustedes son los especialistas… –dijo mientras intentaba rumiar alguna solución–. Vamos a hacer algo, intenten encontrar ese documento que buscan los secuestradores y yo, por mi parte, intentaré averiguar algo más sobre ese tal Wozniak. ¿Podrían describirme cómo era el libro que falta?

–Sí, cómo no –dijo Enzo–. Precisamente le hice unas fotos con mi teléfono. Si quiere, puedo mandárselas al suyo.

–¡Perfecto! Hágalo. Espero que, de ahora en adelante, me mantengan informado de todos sus movimientos; lo que sea. Les aseguro que la policía no es ningún obstáculo y que, juntos, atraparemos a los captores del profesor Frati. ¿Me han entendido?

No hubo respuesta, aunque tampoco lo pretendiera el policía, convencido de que, al menos ella, seguiría intentándolo por su cuenta. Tan pronto el comisario sacó los pies del edificio, Siena se puso manos a la obra.

–Venga, Enzo, todavía tenemos que buscar ese diario… Hemos perdido mucho tiempo de cháchara por culpa de ese polizziotto… Acompáñame –le requirió sin más explicaciones.

Enzo la siguió hasta una antecámara que servía de transición a los aposentos del viejo cardenal. Aquella habitación, desprovista por completo de cualquier decoración, se asemejaba a una mazmorra sin apenas ventilación. Por las trazas de las paredes, de un color parduzco con restos de hollín y la contigüidad de la biblioteca, posiblemente estuvo tapiada durante bastante tiempo, antes de que el cardenal la habilitara como una especie de despacho al que solo él tenía acceso desde su habitación.

–En esta sala encontramos todos los documentos de Tarsicio de Montecelio –le indicó Siena–. Las habitaciones más ostentosas están en la segunda planta, pero él quiso estar más cerca de su biblioteca. La alcoba era lo más parecido a una celda cartujana, sin ningún tipo de adorno u ostentación, en cambio, tenía acceso inmediato a los papeles y libros. Todo lo que sacamos lo fuimos poniendo en aquellas cajas que ves allí. Tan solo hemos abierto un par de ellas; imagina lo que queda por clasificar… Anda, coge una y yo otra.

–¿Cómo se supone que es un diario personal del siglo XIX? –preguntó Enzo como si no hubiera visto jamás uno de ellos.

–Por lo general, tenían las tapas de cuero, algunas veces repujado y adornado con letras de pan de oro. Posiblemente tuviera algún pequeño cierre. Aunque es posible que si se lo requisaran, improvisara escribiendo sobre cualquier otra cosa… Ve buscando y cuando encuentres algo que te llame la atención me avisas.

Así estuvieron toda la mañana, sacando papeles y amontonado cosas que harían palidecer al más versado investigador. Para cualquiera de aquellos documentos, valía la pena dedicarle unas cuantas horas de estudio y clasificación, pero allí estaban, buscando un imposible. Cuando ya la espalda estaba a punto de rebelarse de tan infructuosa inclinación, Enzo tropezó con algo que le pareció un cuaderno mal cosido.

–Siena, ven un momento… ¿Habías visto alguna vez algo así? –le dijo mientras le enseñaba aquel librito.

–Déjame ver… No son más que hojas cosidas con un simple hilo de bordar… –dijo Siena mientras leía retazos de lo escrito en el cuaderno–. Creo que esto podría ser… ¡Sí, este es el diario improvisado de Fulvia! –exclamó exultante.

Siena salió de la habitación como si estuviera poseída, seguida por Enzo, que tuvo que dejar abandonados el resto de documentos sobre el frío suelo de la antecámara. Juntos se dirigieron a la biblioteca para reconocer más cómodamente el diario.

–¿Por qué no lees algo de lo que pone? –dijo Enzo mientras se recostaba sobre la mesa y contemplaba obnubilado como Siena abría la primera página.

–La caligrafía es confusa y los trazos son tan apenas visibles. Se nota que tuvo que rebajar la tinta con agua para que le cundiera más y al final cosió las cuartillas para que se pareciera a un cuaderno… Además, el final se corta abruptamente, como si alguien la hubiera descubierto –dijo mientras hacía un recorrido hasta el final del manuscrito.

–O se hubiera muerto…

–¡No seas animal! Además, ese no es el caso. Del diario solo me interesa si pone algo del secreto de La Salette, si no, todo será en vano.

–Siena, te propongo una cosa –dijo Enzo–. Ayer no puede disfrutar de tu maravillosa cena y hoy solo llevamos en el cuerpo un mísero café. Estoy desfallecido y con la espalda rota de tanto rebuscar. ¿Te parece que hagamos un break y salgamos a comer? Más tarde puedes ojear el diario todo lo que quieras. No tenemos nada mejor que hacer en toda la tarde.

–Bien, pero me lo llevaré en el bolso; no quiero más sorpresas.

A regañadientes, interrumpió la investigación de su hallazgo. Estaba tan cerca de alcanzar su propósito, que el hecho de comer le pareció una pérdida de tiempo, pero Enzo tenía razón, era mejor parar ahora que habían dado con lo que buscaban que tener que hacerlo más tarde, cuando la cosa se pusiera más interesante.

Buscaron una trattoria lo suficientemente cercana y pequeña para que nadie les pudiera molestar. Enzo mostraba más predisposición a rebuscar en la carta de platos que averiguar lo que ponía en el diario, pero ella continuaba absorta sin hacer caso a su amigo.

–Siena, ¿quieres pedir algo? Yo me muero de hambre –le insistió ante su falta de interés por la comida.

–Pide tú lo que quieras y lo mismo para mí –dijo sin apartar la vista del diario, que había abierto sin recato para darle una ojeada preliminar.

Enzo ordenó la comida y llenó las copas con un excelente vino blanco toscano. Empezó a repizcar de los entrantes, mientras ella, ausente por completo, solo tenía ojos para su librito.

–Fíjate, aquí pone que los príncipes la llegaron a encerrar en el saloncito contiguo a la biblioteca, el mismo donde se acomodó el cardenal, al cual se accedía mediante una puerta secreta en las estanterías.

–Parece como de película –comentó Enzo mientras atacaba el primer plato.

–Cosimo estaba en lo cierto, no la dejaban tener visitas, ni siquiera la de su propia hermana, y el servicio tampoco se acercaba para atenderla. ¿Te imaginas lo que pudo sufrir esa niña, acostumbrada como estaba a tener todas las atenciones?

–No debió portarse muy bien cuando la castigaron… –dijo Enzo con la boca llena intentando llevarle la contra.

–Su único entretenimiento, por lo visto, eran los libros y un pequeño juego de costura para que pasara las horas de reclusión. Con él y unas cuantas hojas que le pasó una criada de tapadillo, debió confeccionar este librito.

–¡Deja ya ese condenado diario y come! –dijo Enzo enfadado–. Te vas a obsesionar, si no lo has hecho ya.

–¿Cómo puedes preocuparte por la comida cuando la vida de Frati está en peligro? –le recriminó.

–Necesitamos recobrar fuerzas. No sabemos cuándo volveremos a probar bocado. Además, podríamos cambiar de tema. Empieza a aburrirme tanto misterio. ¿Quién sabe si la clave estará entre los garabatos de una niña malcriada? –contestó, perdiendo la paciencia.

–Está bien… Vamos a cambiar de tema –dijo a regañadientes mientras tomaba un tenedor y pinchaba un tomatito de la ensalada–. Cuéntame algo de tu vida en Bolonia. ¿A qué te dedicas cuando no estás dando clase o investigando?

Enzo se quedó sorprendido y por poco se atraganta al oír a Siena. Últimamente, sus preguntas eran de lo más directas. Estaba claro que pretendía averiguar todo lo concerniente a su vida, pero él sabía que, por el momento, revelárselas no era lo más conveniente, así que, sin lanzar balones fuera, le relató un retazo sin importancia de sus aspectos más íntimos.

–Bueno, mis padres tienen una pequeña granja en las afueras de Ferrara, donde elaboran un exquisito queso Grana Padano. Voy siempre que puedo para echarles una mano y…

–Entonces, ¡eres quesero! –dijo sorprendida.

–Podría decirse que sí. De hecho, si no me dedicara a lo que me dedico, hubiera acabado haciendo esas delicias. A lo mejor has comido algún queso que haya pasado por mis manos.

–No te imagino con el mono azul, dando de comer a las vacas para luego ordeñarlas y hacer el queso con su leche –dijo mientras soltaba una carcajada.

–Ahora ya no se hace así; está todo mecanizado pero, ¿sabes? no se me daba nada mal hacerlo a mano.

–Me gustaría visitar esa granja para ver si es tan idílica como me la imagino.

–Cuando todo termine, podríamos ir juntos… Mis padres estarían encantados de conocerte.

–¿Tal vez porque no les llevas ninguna chica a menudo?

Él carraspeó antes de contestar, viendo hacia dónde se encaminaba la conversación.

–Sí. –Sonrió–. Al principio, mi madre insistía mucho en el tema. Ya sabes, la típica mamma que necesita ver casado a su hijo y lleno de críos para que pudieran corretear por su cocina pero, por fortuna, eso ya ha dejado de preocuparles.

–¿No les habrás salido finocchio?

–¿A qué te refieres?

–Ya me entiendes… –dijo poniendo una pose amanerada.

Enzo se puso colorado enseguida; le ruborizaba hablar de su sexualidad y, en general, de su vida privada.

–No, y no es que tenga nada en contra de los homosexuales, pero ya empiezo a estar un poco harto de que me confundan cuando digo que no tengo novia o esposa. Parece que si a los treinta y ocho años no te has casado, ya eres del gremio del arcoíris… –dijo un poco molesto.

Siena no paraba de reír. Enzo le resultaba divertido y estaba muy alejado del estereotipo de profesor universitario, circunspecto y con toda su vida resuelta, de esos que saben qué decir en todo momento y miran a los demás por encima del hombro.

–Está bien –continuó Enzo–. Sabes casi todo de mí, incluso me has visto desnudo esta mañana; poco tengo que ocultarte ya. En cambio, yo no sé nada de tu vida –le espetó buscando revancha.

–Antes de que te cuente, todavía me queda una duda sobre ti, y quiero que seas sincero… ¿Por qué saliste el otro día de mi casa como alma que lleva el diablo? Y no me digas que fue por el vino. Bebiste tanto como yo, y a mí no se me subió a la cabeza.

–A esa pregunta, si me lo permites, preferiría no contestarte. Tal vez, cuando nos conozcamos algo mejor, te lo pueda decir.

–O sea, que guardas un gran secreto… Vaya, vaya con el doctor… Bueno, pues, yo soy como soy, ya me ves. Soy la chica impulsiva y casi siempre incorrecta que has conocido. Aparte de intentar hacerme un hueco en este mundillo, tampoco he tenido mejor fortuna en el amor, como te dije. Será porque no he conocido a nadie que me haga reír lo suficiente… –dijo mirándole directamente a los ojos–. Paso demasiado tiempo entre libros y con viejos carcamales que me triplican la edad. Por lo demás, no tengo tanta suerte como tú de tener una familia… Mis padres murieron hace tiempo y solo me queda una hermana a la que apenas veo.

–¿Vive en el extranjero?

–Prácticamente; es monja.

Enzo se volvió a atragantar mientras intentaba tomar un sorbo de vino. Puso cara de asombro, pero se contuvo sin atreverse a expresar por completo la sorpresa que aquello le provocaba.

–¿En serio? –se atrevió a decir–. Y, por lo que veo, parece que eso a ti no te hace mucha gracia.

–He aprendido a aceptarlo, pero es muy duro soportar a solas lo de la muerte de mis padres. Ella ni siquiera salió del convento para atenderlos o acudir al funeral. Tal vez sea por eso que no les tengo mucho apego a los religiosos.

–Ya me di cuenta cuando tratamos con aquel monseñor polaco. En cambio, todas tus investigaciones van por ese camino, es decir, que tienen que ver con el estamento religioso. Parece un contrasentido.

–Sí, querido Enzo, lo que pasa es que esto es Roma y aquí no puedes dar ni un paso sin darte de bruces con el clero.

–Todo puede cambiar…

–¿La Iglesia?

–No. Me refería a tu vida. Eres muy joven y todavía puede aparecer ese chico que te haga feliz –dijo esbozando una sonrisa.

Siena chocó su copa repleta de vino con la de Enzo y brindaron por aquel augurio. Sus ojos comenzaron a chisporrotear mientras lo miraba y empezó a mover su pierna compulsivamente. Siempre que estaba nerviosa, tenía aquel tic, y enseguida supo que algo había cambiado durante aquella conversación.

–Será mejor que volvamos al palacio –dijo Enzo mirando el reloj. Aquel silencio revelador le estaba poniendo nervioso, y todavía más la insistente manera de mirarlo que tenía Siena–. Todavía nos queda mucho por hacer, y tenemos que descifrar ese enigma que, hasta hace poco, te tenía el seso sorbido.

Cuando se levantaron, Enzo intentó colocarle el abrigo pero, cuando ella se giró, sus caras quedaron a escasos milímetros y ella no pudo refrenarse, besándolo apasionadamente. Él, sin saber qué hacer con las manos, intentó durante aquellos escasos segundos no pensar en lo que estaba sucediendo, pero algo en el interior de su cabeza se despertó. Una vez girada la espita del deseo, este comenzó a fluir por todo su cuerpo como un mal veneno, hasta llegar a la entrepierna. Entonces ya no pudo dominar la razón y la enganchó por la cintura para que no pudiera despegarse, quedando irremediablemente unidos por aquella pasión que no podían controlar. Se besaron, posando tímidamente sus manos en la espalda del otro, hasta que un camarero tosió a sus espaldas, indicándoles que el espectáculo estaba siendo seguido por todos los parroquianos del restaurante.

Se marcharon avergonzados, como dos niños que acaban de cometer una travesura pero, al llegar a la calle, con la claridad del día, Enzo se dio cuenta de que habían traspasado el límite y tuvo miedo. Se le mudó la cara y Siena se dio cuenta de que algo no andaba bien.

–Lo siento –se atrevió a decir al verlo desencajado–. No lo pensé. Simplemente me dejé llevar y…

–No pasa nada –contestó seco y sin apartar la vista del suelo–. No tienes la culpa… Esas cosas pasan pero…

–¿Pero…? –dijo para que él acabara la frase, pero viendo que ya no continuaría con su explicación, intentó serenarlo–. Tranquilo, Enzo, si no quieres, no volverá a suceder. Lo sé, soy muy impulsiva y esto solo puede entorpecer una bonita relación de camaradería… –No paraba de hablar intentando aplacar sus nervios.

Cuando llegaron a las puertas del Palacio Guidonia, Siena soltó un hondo suspiro e intentó atusarse el pelo, como si se hubiera dado un revolcón en un pajar y se le notara el desaliño. No era consciente de haber hecho nada malo, aunque no podía dejar de sentirse culpable por algo que, visto el poco entusiasmo de Enzo, podía haber sido maravilloso. Sabía que él había despertado algo en su interior que llevaba mucho tiempo dormido y que difícilmente podría aplacar por las buenas. Le gustaba, y no por lo que había visto aquella mañana, que también. Era ese halo de misterio que rodeaba su vida la que la mantenía en vilo, deseando traspasar el umbral de lo prohibido en busca de la fruta más apetecible que siempre crece en huerto ajeno. Ahora, visto lo visto, debería cambiar su estrategia con él; le respetaba demasiado y no por su currículo, sino por su simpatía. De puertas para dentro, seguirían siendo colegas y, ahora más que nunca, tenían una responsabilidad que iba más allá de lo académico.

Intentó facilitar las cosas haciendo ver que realmente no había sucedido nada irreparable y rápidamente se pusieron manos a la obra extendiendo el diario sobre la mesa para leer conjuntamente aquellos pasajes salidos de la pluma de aquella jovencita rebelde y contestataria que tenía en sus manos la clave del enigma.

–Mira. Aquí está lo que buscamos… ¿Ves lo que pone aquí? –dijo después de haber leído con detenimiento las primeras hojas.

–Apenas puedo distinguirlo. Léemelo tú, que pareces más familiarizado con esta escritura.

 

Al fin encontré lo que con tanto ahínco mis padres se habían esforzado por esconder. No ha sido fácil, ya que se tomaron muchas molestias. Recordé que, antes de llegar los albañiles y carpinteros, en ese lugar había una pequeña antecámara que solo servía para pasar a otra estancia mucho mayor y que ahora estaba cegada por una voluminosa estantería que acababa de ser rellenada con cientos de libros. Con la excusa de mis estudios, estuve toda la mañana revolviendo allí, buscando algún escondrijo o cajón oculto donde guardaran los secretos que el Santo Padre les confió y por fin hallé el resorte que conducía al Sancta Sanctorum.

Solo es una carta, de una pastorcilla francesa llamada Melanie, pero lleva el sello del obispo de Grenoble con un texto referido a Su Santidad Pío IX. Mi francés no es muy bueno, pero he podido entender las graves profecías para los tiempos venideros que se ciernen sobre la Iglesia y en especial sobre los cardenales y obispos. Con esto en mi poder, no podrán negarme nada…

 

–¿Pone algo más? –preguntó Siena con impaciencia.

–Tranquilízate. Ya ves que la tinta parece borrarse en ciertos renglones y hasta a mí me cuesta seguir el hilo. Tengo que adivinar las palabras que no aparecen claras.

–Pasa de lo personal. Lo que más me interesa es dónde escondió el dichoso documento –dijo rayando casi en el histerismo. Estaban tan cerca que los minutos se le hacían eternos.

–Vamos a ver… –dijo Enzo mientras intentaba seguir el relato con la punta del dedo índice saltando entre líneas–. Aquí… Aquí parece que dice algo interesante.

 

He conseguido poner la carta en un sitio donde jamás lo encontrarán. Me ha costado mucho disimular entre el servicio para que no me vieran encaramarme, pero estoy segura de que no me han descubierto. Por si acaso, he anotado la clave de dónde se encuentra en un viejo libro. Estaba escrito a mano y creo que, por su título, versaba sobre astronomía. Me pareció que así pasarían desapercibidas mis anotaciones. No voy a referir su título por si se descubre este diario…

 

–¿Ya está? ¿Eso es todo? –dijo Siena decepcionada.

–Me parece que sí. Intuyo que, con su acción, no pretendía perjudicar a sus padres, únicamente quería hacerles chantaje para conseguir algo. Por lo visto, Fulvia intentó tomar todas las precauciones posibles para que nadie encontrara el secreto pero, por suerte para nosotros, creo que sé a qué libro se refiere.

–No querrás decir que es…

–Sí, La órbita de los planetas. ¿Recuerdas que te mostré unas anotaciones que no concordaban con el texto original?

–Sí. Además, dijiste que, seguramente, serían del siglo XIX por el tipo de tinta, aunque estaba demasiado rebajada y por eso te hizo dudar.

–Sí. Creo que es el mismo tipo de escritura y la tinta similar.

–Lástima que lo robaran –dijo desanimada–. Ahora ya no podremos saber nunca las coordenadas del escondrijo.

–No del todo –dijo Enzo–. Al menos tuve la precaución de anotarlas antes de que lo sustrajesen. Deben estar en mi portafolio.

–¡Estupendo! Hay que descifrarlo de inmediato.

–¿No sería mejor comunicárselo a la policía? –comentó Enzo–. Quizá ellos sepan cómo hacerlo. Están acostumbrados a este tipo de cosas y…

–¿Estás loco? Ni se te ocurra. No me fío ni de ellos, ni de nadie. No sabemos si el grupo al que nos enfrentamos tiene ramificaciones en todos los sitios.

–Pero está en juego la vida de Frati… Además, me parece que ahora solo te interesan esos documentos para tu investigación. Es la prueba que siempre estuviste esperando.

–No soy tan desalmada, confía en mí. Es mejor que seamos nosotros los primeros en encontrarlo. Si damos con ellos, haremos una copia para que, en caso de que sean utilizados con fines espurios, no se salgan con la suya.

–¿Qué harían esos sedevacantistas con un documento así? No parece probable que la Iglesia se tambalee por una profecía apocalíptica de las muchas que circulan por ahí. Llevan prediciendo el fin del mundo desde que yo era pequeño, y mira, todavía estamos aquí.

–Querido Enzo, qué poco sigues las últimas noticias al respecto –dijo haciéndose la interesante.

–No soy ningún experto, ya te lo dije… Además, los tejemanejes vaticanos no me interesan demasiado.

–En cualquiera de las versiones que circulan sobre La Salette, la única figura que prevalece es la del Papa. Mucho me temo que en esta otra, más antigua, no sea así. Cada vez hay más rumores sobre la inestabilidad del papado de Benedicto XVI. Hay incluso especialistas que auguran el final súbito de su pontificado por disensiones internas. Sería la mayor crisis del catolicismo desde la Reforma luterana.

–¿No sé adónde quieres llegar? –preguntó perturbado.

–El descubrimiento de un documento así podría decantar hacia su causa a los cardenales más reacios con sus postulados. Los tradicionalistas han conseguido muchas cosas con este Papa. Solo tienes que fijarte en su manera de vestir y en lo permisivo que se ha vuelto con las misas tridentinas pero, por lo visto, con esto no tienen bastante. Me temo que, durante mucho tiempo, han intentado pasar desapercibidos ocupando puestos claves que incluirían los resortes financieros vaticanos. Ahora, con un golpe de gracia, caerían todas las cartas como si fueran un castillo de naipes, al menos entre los más proclives a escuchar sus cantos de sirena que, entre la curia italiana, son legión.

Ante aquellas explicaciones, Enzo se apresuró a sacar los folios donde tenía las anotaciones que había tomado del original.

–A ver… Aquí están. Menos mal que hice un pequeño croquis. Estos son los números y la posición que tenían en la portada del libro:

 

15512 31248046 1023

2478

667223510 1788

 

–¿Qué crees que pueden significar? –preguntó Siena intrigada.

–No lo sé, pero podría afirmar que se trata de algún tipo de código… ¿Quién no ha jugado alguna de vez de pequeño a encriptar mensajes? –dijo esbozando una leve sonrisa.

–Yo, sin ir más lejos… Ni siquiera sabría cómo hacerlo –contestó atónita.

–Si es como imagino, debe ser tan sencillo como sustituir letras por coordenadas de un libro.

–Explícate mejor.

–Verás, la palabra que quieres sustituir está contenida en una página, una línea y, en ella, una posición determinada. Solo hay que saber de qué libro extrajo la clave y conoceremos el mensaje.

–Ya comprendo… Y si las anotaciones están en el libro de Novara, es fácil que haya extraído las palabras de allí mismo, ¿no?

–El problema es que no tenemos el libro –dijo Enzo.

–Pues el que se lo haya llevado tampoco tiene las claves de lo que significan esas anotaciones. Le haría falta el diario de Fulvia para saberlo, o al menos tu perspicacia… En fin, estamos como al principio –dijo Siena soltando un suspiro de resignación.

–No del todo… Si lo hacemos público, tal vez consigamos que esos tipos muevan ficha, pero esta vez estaremos preparados.

–¿Qué feliz idea te ronda la cabeza? No te conozco demasiado, pero esa sonrisa maliciosa debe significar algo, ¿no es así?

–Se me ocurre que podríamos llamar al comisario Tedeschi. No sé si estará involucrado o no en este asunto, pero es fácil que los secuestradores lo controlen y llegue a sus oídos el descubrimiento. De todas maneras, sin el libro estamos igual de atados. Es la clave para conocer el paradero del secreto.

–¿Y cómo sabremos lo que sucede?

–Esta vez seremos nosotros quienes sigamos al comisario. Veremos si acude a la Questura o se desvía primero para hacer partícipe del hallazgo a otra persona. En todo caso, cuando se difunda lo que sabemos, no tardarán en mover ficha.

Siena rebuscó en su bolso la tarjeta que les había entregado el policía y lo llamó rápidamente. En cosa de media hora, ya se había presentado en el Palacio Guidonia en busca del botín.

Enzo trató de explicarle la importancia que tenía el hallazgo del diario de Fulvia para poder descifrar el enigma que encerraba el libro y recalcó que, sin él, era del todo imposible averiguar dónde se encontraba escondido el documento que reclamaban los secuestradores.

–Lo siento –dijo Tedeschi–, pero yo no tengo mejores noticias. Si no les importa, me llevaré el diario para que lo analicen, por si pudiéramos encontrar algún tipo de pista que se les hubiera pasado por alto.

–Está bien, comisario –dijo Enzo al entregárselo–. Confiamos en que pueda atrapar a esos desalmados y rescatar con vida al profesor Frati.

–Es nuestra obligación… Bien, si no me necesitan, debo marcharme ya. Y gracias por haber confiado en nosotros.

–Le acompaño –dijo Enzo–. Yo también tengo que marcharme ya. Creo que ya no podemos hacer mucho más aquí. ¿Quiere que le lleve a su casa, señorita Albani?

–Sí, gracias. Es usted muy amable –dijo Siena disimulando–. Si les parece, voy cerrando ya.

En la puerta se despidieron, y mientras el comisario tomaba un coche patrulla, Enzo y Siena se apresuraron a coger su vehículo para tratar de seguirle. A una distancia prudencial, encararon Via Vittorio Emanuelle con intención de llegar a la Questura pero, antes de llegar a Piazza Venezia, el vehículo policial dio un giro sorprendente para introducirse en una calle estrecha que desembocaba en una plazuela recoleta.

Para no ser vistos, Siena bajo del coche y siguió a Tedeschi hasta que se introdujo en un edificio anexo a la iglesia de San Estanislao, mientras Enzo intentaba aparcar. Cuando se reunieron, ella le puso al corriente del lugar donde había ido el comisario.

–Acaba de entrar ahí –le dijo Siena señalándole el lugar.

–Tal vez haya ido a atender otro caso.

–No lo creo, esa es la residencia de monseñor Wozniak.

–¿Cómo lo sabes?

–Una vez estuve allí acompañando al profesor y sé perfectamente cómo es ese sitio por dentro. Muchos de sus contactos son polacos, que desembarcaron con el anterior Papa. Esta es la residencia donde se alojan prelados y estudiantes que provienen de ese país; funciona como una pequeña embajada asistida por las siervas del Sagrado Corazón de Jesús.

–Entonces, ¿sugieres que el policía pueda estar compinchado con Wozniak?

–No solo eso. Sospecho que el libro sustraído pueda encontrarse en las manos de ese monseñor del diablo.

–En fin, eso es como no decir nada. No sé cómo nos introduciremos ahí sin levantar sospechas. Esa gente nos conoce y no tenemos excusa para presentarnos ahí sin más.

–Se me ocurre una idea descabellada pero, para ello, necesito de tu colaboración –dijo Siena en un arrebato de ingenio.

–Oh, no… Sea lo que sea que hayas pensado, no cuentes conmigo. A mí se me da fatal fingir.

–No me seas pusilánime. Te creía más decidido.

–Desde lo del golpe en la cabeza, creo que me he vuelto más cauto –dijo, llevándose la mano a la cabeza.

Siena lo hizo callar cuando vieron salir al comisario Tedeschi del Colegio Polaco. Allí, agazapados tras un coche, ella empezó a desgranarle su delirante plan.

–Verás, ahora deberías entrar en el colegio y entrevistarte con Wozniak.

–¿Con Wozniak…? ¿Con qué pretexto? ¿Y si no me recibe?

–No dudes que lo hará. Tu visita será para él como maná caído del cielo. Inventa algo. Muéstrale que no te caigo demasiado bien, haciéndole partícipe de lo que ya sabemos. Indícale que puede contar con tu colaboración y, sobre todo, mantenle entretenido el mayor tiempo posible.

–¿Y tú qué piensas hacer?

–Ya te he dicho que he estado ahí dentro con Frati, así que sé dónde se alojan las monjas. No me será difícil conseguir algún hábito para camuflarme. En el primer piso están las habitaciones privadas de los prelados de mayor rango. Si encuentro la de Wozniak, intentaré conseguir el libro.

–¿Pero sabes cuál es la suya?

–No, pero tenemos que arriesgarnos… No te preocupes, no me será difícil encontrarla, confía en mí, tengo una gran intuición.

–Si tiene el libro, tal vez lo haya puesto a buen recaudo y no sea tan fácil como dices.

–Me da a mí que no. Si es como Frati, es de los que prefiere tener a mano sus pequeños caprichos; son muy fetichistas.

Enzo se armó de valor y se dirigió a la residencia. En la puerta, preguntó a una de las hermanas, que amablemente le acompañó al interior. Entonces, Siena aprovechó para colarse hasta el hogar de las religiosas y tomó de la lavandería un hábito recién planchado y colocado en su percha. Con él puesto, le fue más sencillo pasar desapercibida entre las idas y venidas de decenas de residentes que, en aquellas horas, pululaban por el edificio. Subrepticiamente, se coló en el pasillo que daba a los aposentos de la planta noble, mientras su compañero entretenía a Wozniak, adornando el relato de los hechos con pinceladas de su propia cosecha. Fue un poco complicado retener al prelado, que ya resoplaba mirando el reloj y que ya le sonaban a viejo aquellos argumentos gracias al comisario, pero no quiso desairar a un significativo catedrático que le brindaba una segura colaboración.

Mientras, Siena empezó a escudriñar la alcoba de Wozniak que, afortunadamente, consiguió encontrar a la primera. Estaba segura de que hallaría el libro de Novara entre los magníficos tomos que adornaban su pequeña biblioteca. Después de revolver entre ellos, por fin halló el manuscrito que apenas habría tenido tiempo de revisar. Cuando lo colocó debajo del escapulario monacal, se apresuró a salir, dejándolo todo como lo había encontrado. La fatalidad hizo que, al bajar, coincidiera con Enzo y el prelado, que se empeñó en acompañarlo hasta la puerta. Siena bajó la vista como si estuviera en actitud orante y desfiló como pudo delante de ellos. Solo una de las hermanas la detuvo al salir, preguntándole adónde se dirigía.

–A comprar unos analgésicos para monseñor –le dijo mientras salía apresuradamente a la calle.

Afortunadamente, nadie se percató de aquella suplantación y esperó paciente lo más cerca del coche la vuelta de Enzo, el cual, al llegar y verla de aquella guisa, por poco se echa a reír, estropeándolo todo.

–Menuda facha… El caso es que te favorece ese hábito. Deberías replantearte tu vocación –le dijo mientras seguía desternillándose al verla.

–¡Pon en marcha el coche y calla! –le gritó entre resoplidos–. Todavía no estamos a salvo… Podrían reconocernos.

Siena se subió de un brinco justo cuando Enzo arrancaba el automóvil.

–¿Adónde vamos, hermana? –preguntó Enzo bromeando.

–A mi casa, ¡rápido! Tengo que cambiarme.

–¿Qué has hecho con tu ropa?

–La tuve que dejar allí. Hubiera sido muy evidente si me llego a poner esto encima… Ah, y deja ya esas risitas, me haces sentir incómoda.

–Vamos a ver, Siena. A fin de cuentas, la idea del disfraz ha sido tuya. Al menos tendrás el libro, ¿no?

–Claro. Estaba segura de que ese pájaro de mal agüero tendría el manuscrito –dijo mientras lo sacaba del escapulario–. Ahora podremos encontrar el lugar exacto donde está el secreto de La Salette.

Cuando llegaron a su casa, Siena tomó precauciones para que ningún vecino pudiera reconocerla de esa guisa y entraron al apartamento como una exhalación.

–Abre el libro y averigüemos cuanto antes lo que pone. Yo me iré cambiando –le dijo quitándose retazos del hábito que iba lanzando al aire mientras corría hacia la habitación.

–¿Ni siquiera me ofreces un café?

–Después de hoy, creo que ya tienes la suficiente confianza como para poner tú mismo la cafetera, ¿no te parece? –le dijo asomando la cabeza desde la habitación con el hábito a medio quitar–. Abre el libro y date prisa… Porque también querrás cenar, ¿no?

Enzo carraspeó mientras abría el manuscrito e intentaba descifrar las frases. Al principio le costó bastante pero, en la segunda clave ya le cogió el truquillo y pronto aparecieron las coordenadas bajo la atenta mirada de Siena, que no se perdía ningún movimiento de su amigo.

–Ya está –dijo de pronto Enzo–. La frase es:

 

Primera Planta Ala Oeste

Baile

Izquierda 33 pies

 

–¡Pues claro! –exclamó Siena como si hubiera descubierto el “Principio de Arquímedes”–. Esa endiablada niña lo escondió en las mismas narices de sus padres. Era el único sitio donde jamás se les hubiera ocurrido mirar… ¿Y esos 33 pies, a qué se refieren?

–Imagino que serán pies romanos… Ya sabes que el sistema métrico decimal se introdujo en Italia mucho más tarde que en el resto de Europa, y aunque hay varios patrones, estos difieren muy poco entre sí. Aproximadamente son unos 10 metros.

–¿Y si volviéramos al palacio?

–Ni hablar –dijo Enzo rotundamente–. Creo que ya hemos tenido demasiadas emociones por hoy, ¿no te parece? Ahora quiero relajarme, si no te importa.

–Creo que tienes razón. Todavía tenemos algo de margen para resolver el enigma y mañana volveremos a primera hora… Bien, ¿qué te apetece tomar?

–Vaya, ¿ahora me ofreces algo…? Un vino, si no te importa.

Siena abrió una botella de vino blanco y rellenó dos copas. Se recostó en el sofá junto a Enzo y desplegó sus piernas kilométricas sobre las de Enzo, intentando ponerse cómoda, aunque había una intención que iba mucho más allá del simple relax. La actitud huidiza de su colega no había hecho sino aumentar su deseo, o mejor dicho, tozudez, provocando que todas las reservas de Enzo saltaran por los aires. Algo había en su vida que lo mantenía constreñido a mantener una mera relación de amistad o de compañerismo. Ella quería romper esa barrera, aun cuando percibía que lo que iba a encontrarse cuando lo hiciera tal vez no fuera de su gusto.

–Chinchín –dijo Siena al chocar las copas–. Por los mejores investigadores de misterios de Italia.

–Bien… –añadió Enzo–. Y hasta la cena, ¿qué te apetece hacer? Parece que hemos resuelto el enigma demasiado rápido.

–Podemos retomar lo que habíamos dejado a medias al salir del restaurante… –dijo con voz insinuante.

Enzo carraspeó de nuevo, intentando recolocarse en el sofá.

–No te entiendo, Siena. Eso significa que…

–Eso significa que sobran las palabras.

Siena tiró de él, derramando sobre el suelo el contenido de las copas y obligándole a que se fundiera en un beso con ella. Enzo intentó luchar contra aquel impulso lo que, en su caso, equivalía a no hacer nada, ni siquiera a tocarla, pero algo en su interior cambió y el cerebro que anida en la entrepierna de cualquier hombre tomó el mando y en aquel momento dejó de pensar racionalmente. De nada valían las prevenciones cuando algo que no podía dominar crecía con voluntad propia. No pudo reprimir quitarle el albornoz en el que estaba envuelta, como si sus manos hubieran cobrado vida propia. Los pechos de Siena gritaban que alguien los acariciara y, de pronto, unas grandes y suaves manos comenzaron a estimular sus pezones, haciéndola revolverse de excitación. Húmeda de placer, Enzo la tomó entre sus brazos sin dejar de besarla. La colocó desnuda sobre la cama y también se quitó la ropa. Fue recorriendo cada milímetro de aquel cuerpo con sus labios carnosos. Unas sensuales cosquillas de gusto sacudieron la pelvis de Siena, haciendo que se revolviera sobre las sábanas, que arrugó al agarrarse a ellas para no romperse a cada espasmo.

Ahora, Enzo no quería reprimir sus deseos y dejó volar su cuerpo en vez de la imaginación. Cuando entró en ella, encontró la cálida suavidad del amor acompasándose a sus embestidas. La amó profundamente, acallando sus jadeos al ritmo de los gritos desgarrados de Siena, que susurraba palabras procaces mientras le mordisqueaba las orejas.

Cuando se tendieron exhaustos sobre la cama, vacíos de placer, la espalda de Enzo estaba lacerada por surcos de uñas que se habían asido a su piel para impedir que se despegara pero, sorprendentemente, no se sentía culpable. Tenía una nube de confusión en su cabeza que le impedía pensar, y lo agradeció con toda su alma. En aquel momento no quería saber; solo necesitaba sentir, y una imperceptible sonrisa se le cruzó en la boca. ¿Tal vez significaba que era feliz? ¿Que había conseguido por fin aclarar las dudas que siempre le habían atormentado?

A la mañana siguiente, si todavía conservaba aquella expresión en el rostro, sabría si había valido la pena dejarse llevar.