El rugido de alguna tripa la sobresaltó. No supo si era la suya, la de sus colegas o las tres al unísono. La claridad había vuelto a asomar con timidez por el tragaluz y despertó con pereza. Se acercó con delicadeza para no sobresaltar a Enzo pero, al exhalar encima de su cara, este abrió los ojos y con voz débil le preguntó:
–¿Dónde estamos? –dijo, para, acto seguido, exclamar un leve quejido cuando intentó incorporarse.
–Tranquilízate y quédate quieto… –le dijo Siena susurrándole mientras volvía a recostarlo.
–¿Qué ha sucedido? –volvió a preguntar aturdido por la fiebre.
–¿No recuerda nada, fray Damiano? –Le salió del alma, aunque luego se arrepintió de haber destapado el engaño antes de que se hubiera recuperado.
–Fray Damiano… Entonces, ¿lo sabes?
–Shhh… –le mandó callar–. Wozniak te disparó, ¿recuerdas? Te pusiste delante para que no me matara, luego nos encerró en esta bodega y resulta que aquí había estado retenido al profesor Frati todo este tiempo. Él me lo ha contado todo.
–Entonces… –susurró.
–Tienes algo de fiebre y debes descansar hasta que podamos llevarte a un médico. De lo demás, ya tendremos tiempo de hablar… Ahora te echaré un poco de vino en la herida. No tenemos otra cosa para desinfectarla. Quizá te duela, pero es lo único que hay.
Enzo intentó aguantar el dolor cuando Siena vertió a borbotones aquel caldo carísimo y presionó con fuerza para que penetrara dentro. Frati se incorporó al oírlos y se dirigió a su colega.
–¿Se encuentra mejor?
–He tenido momentos mejores, gracias –intentó ironizar para evitar el dramatismo de la situación.
Siena estaba desesperada viendo que su parsimonia no les llevaba a nada, más que aguardar a que Wozniak o sus malditos criados entraran por esa puerta para acabar con sus vidas cuando ya no los necesitara. Se levantó y, soltando un bufido, se puso en jarras.
–Profesor, usted conoce muy bien este palacio, ¿cree que pueda haber alguna otra salida?
–¡Qué sé yo! –contestó Frati desesperado–. Jamás estuve en este sitio horrible. Yo siempre me he movido por las estancias nobles.
–Venga, intente recordar. Después de los Guidonia, es el único que conoce todos los recovecos de esta casa. Le he visto cientos de veces consultar sus planos y, a estas alturas, seguro que la conoce mejor que la palma de su mano…
–Está bien, déjeme pensar… –contestó Frati mientras comenzó a deambular por la estancia en busca de respuestas que se hallaban en el interior de su privilegiada cabeza–. Sí… Aunque no estoy del todo seguro, es posible que la bodega pueda tener una conexión con otra zona del palacio.
–Vamos, profesor, diga cuál –le instó Siena.
–La capilla. Aquí también debía guardarse el vino de consagrar y creo recordar que, en los planos, había un pequeño túnel que la conectaba con la bodega. Aunque es posible que, con los años y las últimas reformas que realizó el cardenal Tarsicio, esté completamente cegado… Es posible que no tengamos salida.
–No perdamos la calma. Podemos intentar localizarlo. En estos caserones siempre hay pasadizos secretos, ¿no?
–¡Me sorprende usted, señorita Albani! Eso es más propio de las novelas de misterio.
Siena se puso a recorrer a media luz la totalidad de la bodega. Había tantos trastos acumulados que parecía imposible reconocer algo más allá de los mismos. Frati no paraba de dar vueltas en el mismo sitio, quejándose de su situación.
–¡Profesor!, deje de lamentarse y ayúdeme a quitar estos cachivaches. Necesitamos saber si, detrás de todo esto, hay algo más que la pared.
Con gran estrépito, se pusieron a quitar muebles y enseres que habían sido acumulados desde tiempos inmemoriales, justo cuando la bodega dejó de ejercer su función. Fueron despejando el camino hasta que Siena intuyó que, detrás de una desvencijada estantería, se divisaba una pequeña puerta de apenas metro y medio de altura.
–¡Rápido, profesor! Creo que he encontrado algo… Aquí hay una puerta.
–Espero que tenga usted razón y sea la entrada a su pasadizo secreto –dijo Frati mientras intentaba recobrar el resuello apartando el último mueble.
Por fin quedó despejada la entrada, cerrada por un grueso pestillo. Siena lo removió varias veces hasta que un ruido de hierros oxidados le indicó que el mecanismo iba cediendo y la puerta se abrió.
–¡Eureka! –exclamó Siena, satisfecha por haberlo conseguido.
Frati resopló de satisfacción y se asomó al pasadizo que se abría ante él. Una mezcla de humedad y aire viciado se coló por su nariz, haciendo que tuviera que taparse con su pañuelo para no ponerse a toser.
–¿Va a entrar usted primero? –preguntó Siena ante su falta de iniciativa–. Si no le importa, yo soy menos aprensiva, así que, si me permite… –le dijo mientras lo apartaba y se introducía en el corredor.
–Un momento, señorita. No sabemos lo profundo que pueda ser el túnel y seguramente necesitaremos algo que nos ilumine… Si me da un minuto, puedo improvisar una especie de tea; por ahí he visto una botella de trementina que…
–¿Y cómo piensa encenderla?
–Con mi encendedor, naturalmente…
–¿Todo este tiempo ha tenido un encendedor? ¡Hombre de Dios, haberlo dicho antes y hubiéramos quemado algo para alumbrarnos! –gritó Siena mientras movía negativamente la cabeza.
–Discúlpeme, no caí en ese detalle pero, no se preocupe, todo está saliendo a las mil maravillas.
–Permítame que lo dude… –dijo con voz baja para no contradecirle mientras el profesor se entretenía confeccionando la antorcha con un palo y unos cuantos trapos empapados en trementina.
–¿Qué hacemos con fray…? –preguntó Siena sin saber cómo debía referirse a su amigo.
–No se preocupe, ahora duerme otra vez. Parece estabilizado y tan apenas tiene fiebre… En cuanto averigüemos adónde nos conduce el pasadizo, volveremos a por él.
Se decidieron a entrar tan pronto como prendió la tea y Siena se abrió paso entre las telarañas que pendían de techo y paredes. Anduvieron unos cuantos metros por aquel corredor hasta que llegaron a una especie de antesala que desembocaba en otra puerta que daba fin al pasillo.
–¿Adónde dará esa puerta, profesor?
–Si mis cálculos no me fallan, es la capilla, pero tendremos que abrirla si queremos averiguarlo… Ilumínela mejor, tal vez no esté cerrada.
Siena acercó la tea a punto de consumir y pudo comprobar que solo la mantenía cerrada otro grueso pestillo oxidado que no pudo abrir con una sola mano.
–¡Por favor, profesor, ayúdeme! Si los dos tiramos a la vez, quizá podamos abrirlo.
Juntos forcejearon hasta que por fin cedió la resistencia del pestillo y quedó abierta la puerta. Al punto de atravesar el umbral se apagó la antorcha, pero la sala que se abría ante ellos estaba lo suficientemente iluminada; era la capilla privada de los Guidonia.
–Fíjese, profesor, tenía usted razón, hemos dado con el oratorio…
–Sí, la capilla de san Aniceto, a la que el viejo cardenal le devolvió el lustre que tuvo en tiempos de sus antepasados… Lo ve, querida, al fin hemos podido escapar de aquel cuchitril. Ahora tan solo nos queda salir del palacio.
–Yo no estaría tan segura; todavía tenemos que escapar indemnes de aquí y Enzo necesita que le atiendan urgentemente. No creo que Wozniak sea tan tonto para no haber previsto todas estas circunstancias. Además, están los criados; ellos todavía pueden merodear por la casa.
–Está bien, volvamos a por fray Damiano. Por lo menos, aquí se sentirá más confortable que en la bodega…
Con gran dificultad, arrastraron su cuerpo por el túnel hasta que consiguieron depositarlo sobre el frío mármol de la pequeña iglesia.
–Por favor, profesor, ¿podría prestarme su chaqueta? En este suelo puede coger frío. Si no muere del disparo, tal vez caiga enfermo de pulmonía…
Frati se desprendió de su blazer, cubriendo el pecho de Enzo que, después del trajín, seguía en un sopor por su extrema debilidad. Ahora volvían a estar como antes, aunque el entorno resultaba más suntuoso que la oscura bodega donde habían sido recluidos. Dos soberbias columnas de jaspe enmarcaban el fantástico altar que presidía el ábside. Debajo de un cuadro de san Aniceto, papa y mártir, se guardaba su cuerpo y un poco más abajo, casi tocando el suelo, una pequeña lápida de mármol blanco con unas extrañas iniciales se escondía debajo del altar, lo que pronto llamó poderosamente la atención de Frati.
–Observe esto, señorita Albani… No estoy seguro, pero juraría que esta losa es de factura moderna. Hacía tanto tiempo que no había entrado aquí, que no me había percatado de ella. Sin duda se trata de una tumba y juraría que…
–Por favor, profesor… Tenemos problemas mucho más acuciantes que admirar la decoración de la iglesia.
–En serio, acérquese. Esto no nos llevará demasiado tiempo y necesito que usted corrobore si estoy en lo cierto.
A regañadientes, Siena se acercó hasta el altar intentando complacer a su mentor, aunque por dentro estuviera más pendiente de cómo encontrar la manera de salir de allí sin ser vistos.
–Veamos, ¿qué le ha llamado tanto la atención?
–Aquí, aquí, mire lo que está escrito sobre la lápida: F.M.P.G.
–¿Y…? ¿Qué puede importarnos una losa con ese escueto epitafio? En cualquier momento podría entrar alguien y descubrirnos.
–Por favor, no me sea tan simple, usted no… ¿Qué le sugieren esas iniciales?
–¿Qué se yo? Dígamelo usted. ¿Qué se supone que debería poner ahí?
–Fulvia de Montecelio, princesa Guidonia… El cardenal Tarsicio debió encontrar su cuerpo y le dio la sepultura que merecía. Quizá encontró algo más que eso…
Ella se quedó perpleja cuando el profesor pronunció el nombre de Fulvia. Sin duda era la clave sobre la que pivotaban sus vidas, pero intentar averiguar qué se escondía debajo de la losa les apartaría de su principal misión, que no era otra que escapar con vida, intentando salvar la de Enzo que, en esos momentos, necesitaba urgente atención médica. El hallazgo era sin duda muy goloso, pero el riesgo era extremadamente peligroso.
El espíritu práctico de Siena hizo que no dudara en decidirse. Ante la estupefacción de Frati, que todavía permanecía frente a la lápida, tomó uno de los candelabros de plata que adornaban el sencillo altar y se encaminó hacia la puerta, abriendo la capilla para ver si el camino estaba despejado.
–Profesor… Intente cargar con Enzo. Haga un esfuerzo mientras veo si el camino está despejado.
–Pero, pero… –respondió Frati estupefacto–. Está bien.
Siena le lanzó una mirada de esas que perdonan la vida y Frati, sin rechistar, intentó despertar a su colega moviéndolo del suelo entre grandes dificultades, que volvieron a arrancarle débiles quejidos que no ofrecían resistencia. Enzo, entre escasos momentos de lucidez, intentó facilitar su titánico esfuerzo procurando ponerse en pie, dando torpes pasos hasta llegar al pasillo que se abría tras la puerta de la capilla.
–Parece que el camino está despejado… –dijo Siena en voz baja mientras urgía al profesor con la mano para que se acercaran–. ¡Rápido, rápido…!
Siena tomó por un brazo a Enzo para ayudar a Frati a bajar la escalera hasta llegar al patio empedrado que daba acceso a la calle.
Cuando estaban a punto de llegar al portalón principal, Cosimo, el mayordomo, se interpuso entre ellos y la salida.
–¿Adónde creen que van? No sé cómo han podido salir de la bodega, pero no irán mucho más lejos –dijo mientras esgrimía una pistola contra ellos.
–Por caridad, Cosimo –le imploró Frati–. Por el cariño que siempre os he tenido a ti y a tu esposa, no impidas que salgamos… El doctor Bianco necesita ayuda urgente.
–Si les dejo salir, pronto vendrán con la policía… No, no puedo permitirlo. Además, Wozniak nos mataría si les ayudo a escapar.
–No tiene por qué enterarse… –dijo Siena–. Le juro que no acudiremos a la policía.
–No puedo permitirlo.
–Ayúdenos al menos a curar al doctor Bianco. Está muy débil –insistió Frati.
–No sé… –dudó Cosimo–. Está bien. La señorita puede acercarse hasta la cocina. Allí hay medicinas y vendas… Es lo único que puedo hacer por ustedes. Ahora voy a avisar a monseñor, él dispondrá lo que crea oportuno.
Mientras Siena iba a por los medicamentos, Frati intentó razonar con el criado para ver si podía hacerle cambiar de actitud.
–No crea, Cosimo, que esto les va a salir gratis. Tarde o temprano se descubrirá todo y lo pagarán muy caro. En cambio, si nos ayudan, yo abogaré por ustedes. Jamás diré que ayudaron a Wozniak y…
–¡Cállese! –gritó Cosimo nervioso mientras no paraba de apuntarles con la pistola.
Cuando llegó Siena, descolgó su teléfono y marcó el número de Wozniak. Durante unos breves segundos, recibió órdenes precisas de lo que debía hacer, mientras asentía en silencio, para colgar, acto seguido, indicándoles que le siguieran.
–¡Vamos! ¡Acompáñenme a la biblioteca!
–¿A la biblioteca? –preguntó Siena extrañada.
–Sí. Monseñor quiere tener allí una última entrevista con ustedes.
–¿Una última entrevista? ¿Es que piensa matarnos? –dijo Frati asustado.
–No lo sé. Es lo que me ha dicho… ¡Venga, andando! –les indicó con la punta de la pistola.
Cargados nuevamente con Enzo, volvieron a subir la escalera de mármol hasta la estancia que mejor conocían de todo el palacio. Allí, Siena pudo realizar las primeras curas en condiciones a un Enzo que tan apenas podía mantener la consciencia.
No tuvieron que esperar demasiado hasta que apareció Wozniak acompañado del comisario Tedeschi.
–Bien, bien, bien. Al fin todo el equipo reunido. Tengo que decir que les subestimé, nunca hubiera podido imaginar que escaparan de la bodega. Reconozco que no hice las cosas bien, tenía que haberlos matado en el momento; hubiera sido mucho más fácil pero, a pesar de lo que pueda parecer, todavía tengo ciertos escrúpulos, sobre todo en lo referente al quinto mandamiento…
–¡Déjese ya de ironías, canalla! –exclamó Frati–. Sé todo lo que se trae entre manos.
–¿Canalla yo? Es curioso viniendo de un gran tramposo como usted, Frati. Nunca hubiera sospechado que, de su ingenio, hubiera salido semejante embuste, aunque no dejo de reconocer que llegó a engañarme por completo.
–¿No sé qué quiere decir?
–No se haga el mojigato conmigo, profesor. Precisamente acabo de venir de una reunión con ciertos cardenales y todavía puedo oír sus carcajadas cuando les mostré el supuesto secreto de La Salette. Le felicito, si intentó desacreditarme, tal vez lo haya conseguido aunque, en estos momentos, todo carece de importancia.
–¿A qué se refiere?
–A que ahora, después de la renuncia del Papa, es inminente el inicio de un nuevo cónclave. Técnicamente nos encontramos en situación de sede vacante.
–Sí, esa que usted defiende con tanto ahínco… Aunque me temo que sus planes para que cambie el sentido de las votaciones han saltado por los aires.
–En realidad, ya no me preocupa tanto como usted piensa. Llevamos tanto tiempo esperando, que no viene de una elección más o menos. Al final, el resultado es indiferente mientras continuemos detentando el verdadero poder.
–Claro, claro, debí suponerlo… –dijo Frati esbozando una irónica sonrisa–. Todo eso de la tradición y las misas tridentinas no son más que paparruchadas. Lo único que de verdad les interesa es lo mismo que entusiasmaba al pueblo elegido, el Becerro de Oro. Tengo un somero conocimiento de a qué tipo de actividades se dedican: blanqueo, tráfico ilegal de capitales y quién sabe cuántos delitos más.
–¡Exacto, Frati! Veo que lo ha captado. Lo que sucede es que, por desgracia, todas estas cosas están mal vistas cuando somos los sacerdotes los que las llevamos a cabo. Antiguamente, los creyentes no necesitaban cuestionarse este tipo de cosas, ni opinar de cosas de fe, ¡ni que fueran teólogos! ¿Lo ve? Estamos cayendo en la apostasía generalizada, la que vienen prediciendo todos los profetas. Nosotros lo único que queremos es que todo continúe como siempre; el orden establecido que jamás debieron romper todos esos obispos que corrompieron la Iglesia con esas teorías sobre el aggiornamento.
–Está bien, usted gana –confesó Frati–. Pero antes, dígame una cosa. ¿Qué pinta el Patronato Guidonia en toda esta trama? ¿Qué podía importarles una simple fundación cultural, de tantas como hay en Roma?
–En realidad no mucho, profesor. Simplemente nos pareció muy adecuada como tapadera para futuras actividades. Ya sabe lo controlados que están los paraísos fiscales y las transacciones económicas.
–No comprendo.
–Vamos, profesor, échele un poco de imaginación… Congresos internacionales, exposiciones, préstamos de obras artísticas y literarias, y todo bajo el amparo de actividades académicas sin ánimo de lucro. ¿Quién sospecharía de un instituto cultural como el Guidonia, cuyos directores viajan con pasaporte vaticano e inmunidad diplomática? ¿A que es un plan brillante?
–Más bien siniestro, diría yo. Le juro que…
–No haga juramentos, Frati, no sería de buen cristiano. Además, no creo que le dé tiempo a nada más. Mi querido amigo, el comisario Tedeschi, tiene planes respecto a ustedes… Yo, sintiéndolo mucho, debo marcharme ya. Comprenderán que soy una persona muy ocupada, y más ahora, con los preparativos del cónclave.
Cuando monseñor Wozniak estaba a punto de abandonar la biblioteca, se oyó un extraño crujido al otro lado de la puerta. De pronto, empezó a olerse un tufillo a chamusquina que, en un primer momento, parecía confundirse con el típico aroma a incienso.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó Wozniak, como si alguien hubiera podido contestarle–. Huele, huele… Parece que…
Cosimo se anticipó al prelado abriendo la puerta, cuando una monstruosa llamarada en forma de lengua se coló en la biblioteca devorando el rostro del criado, que empezó a retorcerse entre angustiosos gritos que helaron la sangre de los allí presentes. En pocos segundos, su cuerpo se convirtió en una tea humana y poco se pudo hacer por él, salvo cerrar la gruesa puerta de la biblioteca para evitar que las llamas se adueñaran de la estancia.
–¡Dios mío! –gritó Wozniak–. ¡El palacio está en llamas! ¡Oh, Dios mío!
–Veo que, después de todo, todavía confía en que Dios le saque de esta –le contestó Frati.
–Eso no tiene gracia, profesor. Hay que hacer algo, si no vamos a morir…
–Es gracioso pero, hace un rato, usted ya nos había sentenciado. ¿Qué más nos puede importar morir así o a manos de su esbirro? –le espetó el profesor.
–¡Tedeschi, haga algo! Llame a la policía, los bomberos, al ejército si es preciso…
El comisario intentó teclear su teléfono con toda la rapidez que su nerviosismo le permitía. Tal vez, el incendio interfería las señales, o quizá fuese el miedo que atenazaba sus dedos, pero todo fue infructuoso hasta que, desesperado, se resbaló su móvil, cayendo al suelo y rompiéndose en mil pedazos.
–¡Estúpido! ¡Mira lo que has hecho! ¡Solo tenías que marcar un número, un puto número! –gritó Wozniak.
El calor se hizo patente; el suelo quemaba. El humo empezaba a colarse a borbotones por debajo de la puerta, mientras el olor a la carne carbonizada de Cosimo lo invadía todo. Siena intentó arrastrar el cuerpo de Enzo hacia la chimenea entre el caos generalizado, que hacía moverse de un lado a otro a Wozniak y a su secuaz.
–¡La ventana! ¡Abre la ventana y pide auxilio! –le pidió al Comisario.
–¡No, la ventana no! –gritó Frati.
Cuando Tedeschi abrió la ventana, se creó una fuerte corriente de aire, que hizo estallar la puerta de la biblioteca en mil pedazos y con ella salieron despedidos al vacío los dos miserables.
El calor se hizo sofocante cuando las primeras llamas comenzaron a lamer las estanterías, arrancando pavesas a los cientos de documentos que descansaban sobre ellas. Pronto, el fuego también se adueñó sin piedad de los libros, que jamás volverían a revelar sus secretos a las generaciones venideras. Frati, desde el suelo, contemplaba sin poder hacer nada aquel infierno que le dolía más que perder la vida.
–¡Profesor, profesor…! ¡Venga hacia aquí! –le gritó Siena desde la profundidad de la chimenea.
Como pudo se arrastró hacia ella, mientras sentía cómo el poco pelo de su cabeza se chamuscaba entre las llamas cruzadas que hacían explosionar los cristales. Juntos, abrazados en el interior de la chimenea, protegiendo el cuerpo de Enzo, cerraron los ojos aceptando el doloroso destino que les aguardaba. Era el fin de su trabajo; el fin de sus vidas.