Capítulo 6

 

Roma, primavera de 1849

 

Pía y Fulvia, a las ocho en punto de la mañana, como si de un acuartelamiento militar se tratase, asistían en una sala habilitada para ello a su sesión de estudio con madame Courtois, una institutriz francesa que debía instruirlas en las más refinadas artes que unas jóvenes herederas debían dominar para desenvolverse en una sociedad clasista al más alto nivel: francés, por supuesto, leído y escrito; literatura, los clásicos, por descontado, y muy especialmente los poetas románticos del momento, como Lamartine, Vigny o Deschamps; música, la cual se le resistía a la pequeña Pía cuando debía tocar a Chopin o Listz y, cómo no, latín, muy útil en el mundo en el que se desenvolvía la familia, pero un hueso cuando había que traducir a Cicerón.

Aquella mañana transcurría como de costumbre. Pía siempre atenta, con su infinita hambre por aprender; y Fulvia, distraída, dibujando corazones en su cuaderno, mientras madame recitaba a su autor favorito, Lamartine.

 

¡Salve, bosques que ciñen los verdores postreros!

Amarillos follajes en la hierba esparcidos;

¡Salve breve hermosura! La natura enlutada

Se acomoda al dolor y me es grata a los ojos…

 

El pensamiento de Fulvia se transportaba a otro lugar, donde las furtivas miradas entrecruzadas con su idílico cariño de juventud no tenían más connotaciones que un amor puro y desinteresado. La rima en la voz cadenciosa de madame Courtois la guiaba hasta la esquina de la iglesia donde siempre aguardaba, puntual como un reloj, su amado Paolo, con el que, con la connivencia de Bella, su fiel sirvienta siempre presta a saciar su felicidad, había podido intercambiar unas palabras y alguna nota con promesas de amor que siempre destruía para que no fuera interceptada. Pero aquella mañana no iba a ser como de costumbre. En mitad del poema, cuando madame imprimía su más hondo lirismo en la recitación, interrumpió la princesa Domitila y Fulvia supo que su madre no traía buenas noticias.

–Buenos días, madame Courtois –saludó impertérrita en la misma puerta–. Si es tan amable de dejarnos un momento a solas con mis hijas…

–Cómo no, Excelencia… –contestó haciendo una leve reverencia–. Niñas, continuaremos dentro de un momento con la clase de poesía –dijo mientras se retiraba, volviendo a inclinarse con delicadeza para dejar paso a la princesa.

–¿Qué sucede, madre? –preguntó Pía, ajena a cualquier problema.

–Tengo algo que deciros… He estado hablando con vuestro padre y hemos pensado que lo mejor es que no acudáis a la iglesia como es vuestra costumbre.

–Pero madre… –replicó Pía mientras Fulvia guardaba silencio, sabedora del porqué de aquella decisión–. Siempre hemos ido a misa a las doce en San Apolinar. Además, sabes que estoy preparándome para tomar la comunión y…

–Hemos hablado con el sacerdote y no va a tener inconveniente en que sigáis con vuestras costumbres en la capilla del palacio –dijo interrumpiendo a su hija más pequeña, remarcando que aquella decisión no tenía opción de ser revocada.

–¿Y eso por qué? –preguntó Fulvia con desdén en su mirada.

–Hemos considerado que, dado el ambiente revolucionario que se respira en estos tiempos y hasta que el Santo Padre regrese a Roma, no es conveniente que dos jóvenes salgan por las calles… Es por vuestra seguridad –enfatizó mientras clavaba la mirada en su hija mayor.

–Yo… –intentó gritar Fulvia al mismo tiempo que ahogaba el resto de la frase ante la cara de enfado que Domitila, que sabía la reacción que iban a causar sus palabras.

Fulvia se levantó airada del pupitre que ocupaba, lanzando al suelo la pluma y el cuaderno con el vuelo de su vestido.

–¿Adónde crees que vas? –le dijo su madre agarrándola por el brazo–. La clase todavía no ha terminado.

Fulvia se paró en seco, desafió a su madre con la mirada y soltó un bufido para tragarse toda la rabia que sentía sin decir ninguna palabra que hubiera supuesto un mayor castigo para ella y su hermana.

–Juro que me las pagarás… –musitó entre dientes cuando volvió a sentarse en el pupitre mientras regresaba la institutriz.

Cuando madame Courtois prosiguió con la lectura del poema, aquellas rimas le parecieron la antesala del infierno, en el que ardía el amor que jamás se vería colmado de dichas.

Toda la tarde se la pasó llorando en su cuarto. Ni siquiera los mimos de Pía lograron distraerla de su pena, ajena a las cuitas que atenazaban el corazón de su hermana. Bella, su doncella, la única que entendía por lo que estaba pasando, tampoco era capaz de dulcificar el dolor que sentía.

–No se apene, mi pequeña –le decía mientras mesaba su lacia y larga cabellera de un castaño claro brillante–. Todo se arreglará. Tal vez cuando esto pase y sus padres la dejen volver a la iglesia.

–No lo entiendes… –le dijo Fulvia entre sollozos–. Ellos jamás permitirán que Paolo se acerque a mí. Él, él… –volvió a estallar en un llanto–. Solo quieren casarme con alguno de esos petimetres de rancio abolengo. Paolo es, es… tan distinto. Me habla de cosas diferentes, de un mundo donde todos somos iguales, donde…

–Mi niña… –musitó Bella–. No tenéis que preocuparos por eso, son cosas que aún no comprendéis. La política no se ha hecho para las mujeres y no debéis hacer caso a todo lo que os diga ese joven pero, en una cosa sí tenéis razón… Es tan guapo, que ya, por eso mismo, vale la pena haberle entregado vuestro corazón. Si queréis… –le dijo mientras enjugaba su llanto con la yema de los dedos– yo misma hablaré con él y le explicaré lo que os sucede. Os haré llegar sus cartas y las vuestras a él.

–¿De verdad harías eso por mí? –dijo mientras se le iluminaba la cara.

–Claro, mi niña. Solo deseo lo mejor para vos y no me será difícil hacerlo. En los temas del amor, no hay nada que se me resista –dijo dibujando una sonrisa en el rostro de Fulvia que, por fin, atisbaba un rayo de esperanza.

La primera carta no tardó ni dos días en llegar. Aprovechaban el momento del aseo de la joven princesa para intercambiar las misivas, mientras Bella añadía aclaraciones y postdatas que no figuraban en las cartas, algunas de su propia invención, pero que siempre arrancaban un “¿y qué más?” por parte de Fulvia. Deseosa de saber, iba agrandando aquel amor platónico que la iba esclavizando en su reclusión involuntaria.

Después de las primeras notas, cargadas las tintas con frases edulcoradas, Paolo fue haciendo más evidente su desesperación, filtrando noticias del ambiente que se respiraba en la calle. Corría por Roma la idea de que Pío IX, con el apoyo de las tropas francesas, más pronto que tarde, recuperaría el trono de la Ciudad Eterna y con ello se esfumarían las últimas esperanzas de retomar su amor. El Santo Padre no permanecería impasible y quizá el mismo Paolo tendría que sufrir las consecuencias de la más que probable represión que se desataría con su retorno. Ni que decir tiene que, con la ocasión, sus padres podrían fijar una pronta boda para ella para hacerle olvidar sus veleidades románticas. Había que hacer algo, y Paolo no dudó en presionarla.

La última comunicación no fue a través de aquel sufrido papel de prensa sin imprimir. Bella fue la encargada de comunicarle, de viva voz, el mensaje que Paolo quería hacer llegar a la joven princesa.

–¿Has traído su carta? –le preguntó mientras su doncella le enjabonaba la espalda.

–Esta vez no… –le dijo, mientras el rostro de Fulvia esgrimía una mueca de decepción–. Hoy no ha querido darme ningún papel. Me ha dicho que su mensaje era demasiado importante como para que cayera en malas manos.

–Entonces… ¿qué te ha dicho? Por favor, no me tengas en vilo –le contestó impaciente.

–Está bien. No entendí muy bien el intríngulis del asunto, pero me dijo que era de vital importancia que vos interceptarais algo que vuestro padre custodia con sumo secreto.

Fulvia puso cara de incredulidad ante sus palabras. Hasta ahora solo se había limitado a frases más o menos románticas o a su desespero por la incertidumbre política, pero jamás le había pedido que hiciese algo de aquel calado, y menos que pudiese perjudicar a su padre. Si algo tenía claro Fulvia y así se lo habían inculcado desde pequeña, era que la labor de su padre era casi sagrada. Su familia había servido al Pontífice y la discreción era un lema que se llevaba a gala en esa casa.

–¿Qué te ha pedido? Habla, por favor –le insistió tirando de la manga de su vestido.

–Me ha dicho que es un secreto que le confió el mismo Papa a vuestro padre.

–¿Qué sé yo de esas cosas? Mi padre guarda muchos documentos.

En aquel momento recordó todo el revuelo que se montó en palacio poco antes de que el Santo Padre tuviera que huir precipitadamente de Roma: las obras en la biblioteca, los corrillos entre sus progenitores y el secretismo con el que llevaron todo el asunto. Creyó recordar ciertas conversaciones escuchadas a hurtadillas mientras ella y su hermana espiaban a los obreros; algo de un secreto referente a unos pastorcillos de un pueblo perdido de Francia. Recordó también que le preguntó a madame Courtois dónde estaba aquel lugar, La Salette, y que tuvieron que consultar en un atlas para poder ubicarlo cerca de los Alpes franceses. “Así que era eso”, pensó, pero ¿qué importancia tenía aquello para que Paolo se preocupara por ese tema? ¿Qué tenía que ver con ellos?

–Y di, ¿por qué quiere que consiga ese secreto?

–Me habló de un tal Armellini…

–Sí, es un ministro de la República. Por cierto, mi padre no tiene muy buen concepto de él, precisamente le escuché ciertos comentarios que…

–No sé… –le interrumpió Bella–. Pero Paolo parece tener ciertos contactos con ese hombre. Según me dijo, el secreto que el Santo Padre le confió al príncipe era de tal envergadura que haría que toda la Iglesia se revolviera en sus cimientos. Por lo visto, se incautaron de unos archivos donde constaba la entrega de ciertos papeles a vuestro padre antes de la huida del Papa. Si vos pudierais haceros con ellos, ya nada podría negaros vuestro padre –insinuó la doncella, segura de que aquellas palabras no caerían en saco roto–. A cambio de que no saliesen a la luz pública, consentiría en dejaros vivir vuestro amor y ya nada os impediría estar con él.

Aquella revelación se abrió paso en su corazón como un caballo desbocado sin reparar en las consecuencias. El discurso preparado por Paolo y convenientemente dosificado con las dulces palabras de la doncella había causado el efecto pretendido. Sí, ahora Fulvia estaba convencida de que aquella traición hacia su familia, por muy dura que fuese, le daría el pasaporte a la felicidad que tanto ansiaba. Bella, consciente de los escrúpulos de la joven princesa, no le dio un minuto de tregua que le permitiera arrepentirse. Debía acelerar el proceso para que, más pronto que tarde, el partido de la república pudiera hacerse con aquel secreto que desterraría para siempre las ansias del Papa por recuperar su trono. Una revelación de aquel calibre, convenientemente filtrada a todas las cancillerías de Europa, haría dudar al más proclive a la causa del papado cuando, hasta la misma Virgen ponía en duda la legitimidad de los príncipes de la Iglesia.

–Vamos, mi niña. No hay tiempo que perder. Cada minuto que pasa es una eternidad para que os reunáis con vuestro amado –le urgió Bella–. No os preocupéis, yo os ayudaré a encontrar lo que buscamos. Mañana, vuestros padres están invitados a la recepción que ofrece la embajada francesa con motivo del cumpleaños de su presidente.

–¿Y qué? Mis padres acuden a muchas recepciones.

–No como esta.

–No entiendo…

–Verá, según tengo entendido, en la embajada se estará fraguando el retorno del Santo Padre, con contactos al más alto nivel. Por eso es tan importante la asistencia de vuestros padres y un evento como ese les retrasará más de lo habitual. Tendremos prácticamente todo el día para poder revolver la biblioteca sin levantar sospechas.

En aquel momento, Fulvia no atisbaba las repercusiones que para la familia tendría la decisión que acababa de tomar pero, muy pronto, las experimentaría en carne propia.