Capítulo 10

 

Roma, 3 de julio de 1849

 

Los primeros cañonazos se oyeron a lo lejos, como si los truenos anunciaran el inicio de una tormenta pero, en aquel día de principios de julio, el sol se prodigaba con todo el esplendor de la canícula.

Para cuando las tropas francesas tomaron el puerto de Civitavecchia, tan apenas unos días antes, todo el gobierno en pleno había abandonado la ciudad sin haberle dado tiempo a poner en marcha su efímera revolución. Cercada la república por españoles, napolitanos y las tropas austríacas, que ya habían invadido los territorios romanos, poco más se pudo hacer. El exiguo destacamento que cubrió su retirada no fue impedimento para que el ejército francés entrara triunfal por las calles de Roma, siendo vitoreado por los mismos que, no hacía mucho, festejaban con algarabía la huida del Papa.

Pero en la casa Guidonia, las cosas no estaban precisamente para preocuparse por el devenir de los acontecimientos. No hubo tiempo para celebrar la inminente liberación; la pequeña Pía agonizaba en su lecho, víctima de unas extrañas fiebres. Debido a la guerra, fueron movilizados todos los médicos en activo de la ciudad y el príncipe Lorenzo usó toda su influencia para que por fin pudiera acercarse el propio médico de Su Santidad que, para entonces, poco pudo hacer por la pequeña, salvo recomendar que rezaran con fervor por su salvación.

A primera hora de la tarde, el cardenal Guerreri le administró los últimos sacramentos y pareció mejorar milagrosamente. Cuando abrió los ojos pidió un poco de agua y, sonriendo a su madre, le dijo:

–Madre, ¿por qué hay tanta gente en mi habitación?

–No es nada, mi niña, solo han venido para ver cómo estabas… Has estado muy malita, pero ahora te podrás bien –dijo entre pucheros.

–¿Y Fulvia? ¿Dónde está mi hermana? ¿Todavía estás enfadada con ella?

–Está rezando por ti, para que te pongas buena.

Domitila no quiso abundar en su desasosiego. Sabía el cariño que le profesaba a su hermana y se guardó que todavía estaba castigada; encerrada en una lóbrega habitación para expiar sus pecados hasta que pidiera perdón y devolviera el documento que el Santo Padre le había confiado a la familia.

–Madre, me gustaría tanto verla… Me la traerás, ¿verdad?

–Claro que sí, mi vida… Ahora mismo mandaré llamarla –dijo mientras se levantaba del lecho con el llanto que afloraba sin consuelo de sus ojos.

El mismo príncipe Lorenzo fue en su búsqueda. No hubiera deseado levantarle el castigo, pero quería ahorrarle a su pequeño ángel la pena de no poder despedirse de su hermana.

Cuando se abrió la puerta de aquel cuartucho, la claridad cegó a Fulvia, que se hallaba tendida en el suelo, sucia y con su vestido hecho jirones.

–¡Levántate! –le dijo su padre sin contemplaciones.

–Padre, ¿me habéis perdonado? –preguntó con miedo, intentando habituarse a la luz cegadora.

–No creas que he venido a sacarte de aquí… Tu hermana está muy enferma y ha preguntado por ti.

–Pía… ¿Qué le sucede?

–¡Óyeme bien, insensata! –le dijo agarrándola fuerte por el brazo–. Tu hermana agoniza allá arriba y si te he dejado salir es única y exclusivamente porque ella lo ha pedido. Ahora mismo subirás a tu habitación, te asearás, cambiarás de ropa y te presentarás ante ella.

–Yo… yo… –dijo gimiendo.

–No debes incomodarla, ni decir nada que la perturbe… Tiene que morir en paz, ¿me oyes?

–Sí, padre… –musitó, aceptando la situación.

–Tú has traído la desgracia a esta casa y el Señor nos está castigando por tus gravísimos pecados. ¡Que te quede claro!

Fulvia agachó la cabeza y se dirigió a su cuarto entre sollozos contenidos. La culpa había hecho mella en su corazón y aceptó de buen grado que había sido ella la que había provocado la desdicha familiar.

Cuando por fin entró en la habitación de su hermana, le pareció que todos se fijaban en ella, posando sus hirientes miradas proclamando su culpabilidad. En cambio, Pía la recibió con una sonrisa; la sonrisa de un ser cándido, casi angelical, que no la juzgaba y que emanaba amor con su dulce mirada.

–Fulvia… Has venido.

–Sí, hermanita.

–Entonces, padre ya te ha perdonado, ¿verdad?

–Claro… Padre es muy bueno y sabes que pronto se le pasan los enfados –mintió para arrancarle otra sonrisa de satisfacción.

Cuando le tomó la mano, se dio cuenta de que su piel se había vuelto casi translúcida. Estaba fría como el mármol, pero en su rostro lucía una luz que le pareció un reflejo del cielo; estaba tan guapa, con su pelo suelto sobre la almohada, que le pareció un querubín.

–Cuando te pongas buena –prosiguió Fulvia–, te llevaré a dar un paseo por los jardines de Villa Borghese… ¿Te acuerdas de la última vez que fuimos a jugar allí?

–Sí… pero… estoy tan cansada… ¿Me darías un beso de buenas noches?

Solo eran las tres de la tarde y una claridad inundaba la estancia, pero Fulvia se acercó hasta su cara para depositarle un beso. Una lágrima se le escurrió, cayendo por la mejilla de su hermana, entonces, al intentar enjugarla, se dio cuenta de que Pía había expirado tan dulcemente que parecía dormida.

La habitación entera se llenó de llantos tan apenas imperceptibles; penas ahogadas, contenidas por el decoro mientras, puestos de rodillas, se oyeron las primeras oraciones y letanías. Fulvia, al girarse hacia sus padres, notó las miradas de rencor. En los ojos del príncipe se podía leer la palabra culpable. Entonces, ella supo el verdadero alcance de lo que había hecho. Se había dejado seducir por la lujuria y la maldad anidaba ahora en su alma. Por mucho que le perdonaran sus faltas, sabía que estaba condenada; por su culpa, la más inocente de la familia había sido entregada en sacrificio para expiar sus culpas, y aquella tortura empezó a corroer su mente.

Esperó paciente a que su padre la condujera de nuevo a su celda de castigo; no opuso resistencia, ni tan siquiera tuvo que empujarla para salir de la habitación donde su presencia resultaba incómoda. Caminó a unos metros de él, con la cabeza gacha, sin decir una palabra, hasta llegar a la capilla. Detrás del altar se abría una pequeña portezuela que conducía, a través de un largo corredor a las bodegas del palacio. Allí, privada de las más mínimas necesidades, redimiría sus pecados hasta que sus padres decidieran que era digna de volver al seno familiar.

Antes de cerrar la puerta de su improvisada celda, el príncipe Lorenzo le lanzó la última advertencia, como si de una bula de excomunión se tratase.

–Espero que ahora tengas tiempo suficiente para arrepentirte.

–Padre, yo… Siento mucho lo que ha sucedido… Pía, mi hermana… –no pudo continuar cuando afloró un llanto sin consuelo.

–Quiero que te des cuenta de que esto es lo que sucede cuando se desafía a la Santa Madre Iglesia, al dejar entrar a Satanás en esta casa. Lo que has hecho no tiene perdón, has puesto en entredicho la palabra de la casa Guidonia, dejándote arrastrar por tu perversión. No pienses, ni por un momento, que voy a rebajarme a suplicarte para que me digas lo que has hecho con el documento que me entregó el Santo Padre. Además, ahora carece ya de importancia; a estas horas, las tropas francesas están entrando en Roma y pronto regresará el Papa para ocupar su lugar al frente de sus Estados.

Ni siquiera el silencio de Fulvia le impidió seguir fustigando la conciencia de su hija, abundando más en el reproche.

–Todos estos años de desvelos no han servido para nada. Te has comportado como una vulgar mujerzuela, pero quiero que sepas que ese sinvergüenza por el que has jugado con nuestro honor, ya debe estar corriendo como una rata para no ser arrestado y conducido al patíbulo… Y pensar que has cometido una locura por ese malnacido.

–Por favor, no siga, padre… Enciérreme si es su deseo, pero no me torture más con su desdén. Tiene razón, no merezco su perdón pero, por si sirve de algo, le diré dónde se encuentra ese documento. No quiero que, por mi culpa, la familia pueda caer en desgracia.

–¿Crees que así conseguirás ablandarme? –dijo endureciendo más su tono–. Ahora debo ocuparme del sepelio de tu hermana; será mejor que medites esta noche. Reza todo lo que puedas para que el Señor pueda perdonarte y tal vez mañana regrese para oír lo que tengas que decirme.

Aquellas palabras y el subsiguiente portazo, que la sumió en la más cruel oscuridad, solo sirvieron para que su ánimo cayera en un pozo sin fondo. Se sentía la más vil de las criaturas y sabía que, hiciera lo que hiciera, su condena era ya firme.

Al día siguiente, mientras se oían por las calles los vítores a las tropas francesas, en el Palacio Guidonia ultimaban los preparativos para el entierro de la pequeña Pía. Se cubrieron los espejos y colocaron crespones negros en puertas y ventanas, para indicar el duelo al que se sometía la familia. Una vez que quedó instalada la capilla ardiente, la princesa Domitila solicitó a su marido que permitiera a Fulvia asistir al entierro.

–Querido, no soy quién para cuestionar tus castigos, pero creo que deberíamos ser indulgentes con nuestra hija, al menos hoy, para que nadie se pregunte por qué no está en un momento tan terrible. No conviene esparcir esta ignominia entre la gente.

–Tienes razón. Además, creo que fui contundente cuando hablé con ella y tal vez el castigo que le impuse haya surtido efecto. Ayer la vi sinceramente arrepentida.

El príncipe Lorenzo sacó de su bolsillo la llave que abría el pasadizo y se introdujo por él hacia las bodegas. A pesar de aquella muestra de compasión, no quería que su hija malinterpretase aquel gesto. Si era preciso, volvería a mostrarse duro para que conociera el alcance de lo que había hecho.

Cuando abrió la portezuela del cuartucho donde estaba confinada, el horror se adueñó de su rostro. No se atrevió a levantar la vista cuando vio los pies del cuerpo que colgaba del techo. Su hija se había quitado la vida y, en aquel momento, comprendió cuán lejos habían llegado las palabras que había dirigido a su hija. Cayendo de rodillas, lloró amargamente. Estaba seguro de que lo que había hecho había sido lo mejor; lo que hubiera hecho cualquier padre en su lugar, pero eso no alivió su conciencia. En el plazo de un día había perdido a sus dos hijas; su bien más preciado, el único tesoro que de verdad le pertenecía, y todo por la palabra dada al único ser en la Tierra al que le debía lealtad absoluta. Sabía que se debía a su obligación, pero el dolor se hacía insoportable.

Como pudo, bajó a la niña de la cuerda que había roto su cuello. Así, entre sus brazos, no pudo más que apiadarse de ella. Aquella torpeza inconsciente la había llevado a cometer el acto más atroz para un cristiano; quitarse la vida, la condenación eterna. Ahora ya no la sentía tan pérfida como había creído hasta entonces. Allí, inerte, solo le pareció un ser débil, desvalido. Era su hija, la única que le quedaba, y ahora estaba muerta por no poder soportar su desprecio.

Cuando llegó a la capilla con ella en brazos, se repitió la misma escena, esta vez interpretada por la princesa. El rictus de espanto fue demasiada emoción para resistirla; cayó desmayada al pie del féretro blanco de la pequeña Pía. Había que hacer algo y rápido. Los primeros allegados no tardarían en llegar al funeral y aquella situación se hacía insostenible. Preguntas y sospechas. ¿Cómo explicar el porqué de aquella desgracia? ¿Cómo aclarar que Fulvia, la hija de una familia tan cristiana, tuviese motivos para quitarse la vida? No, no podían sumar a su tristeza el oprobio que aquello supondría. El mismo Papa, cuando regresara de su exilio, tendría que tomar cartas en el asunto; supondría el fin de los Guidonia y su caída en desgracia.

Sin tiempo para consultar con su esposa, que todavía permanecía inconsciente en el suelo de la capilla, tuvo que tomar una decisión, y volvió a llevarse el cuerpo de Fulvia al interior de aquel pasadizo para ocultar un delito que ahora compartían todos; era el fracaso de la familia entera. Los Guidonia, que había servido con abnegación a la Iglesia, no habían podido culminar un simple encargo que tan solo requería discreción; no solo no habían conseguido un poco de la santidad que emanaba del pontificado, si no que se habían condenado por toda la eternidad.