Roma. Pontificia Universidad Gregoriana
Un impresionante corrillo se formó en los aledaños del Aula Magna. Decenas de catedráticos y algún cardenal rodeaban a Siena Albani tras haber leído su tesis, felicitándola y alabando su brillante exposición. Sin duda era un gran día para ella. Había conseguido hacerse un hueco entre los más prestigiosos investigadores y el profesor Frati filtraba orgulloso las presentaciones de todos aquellos que querían acercarse a felicitar a la nueva doctora en Historia y Bienes de la Iglesia.
–Magnífica su lectura, doctora Albani. Ha sabido darle un nuevo enfoque a lo que se sabía sobre las relaciones internaciones durante el reinado de Pío IX –le felicitó un octogenario cardenal versado en la materia.
–Muchas gracias, Eminencia –le dijo al intentar besar su anillo mientras el cardenal le retiraba la mano modestamente–. Sin duda, no hubiera podido hacerlo sin la inestimable ayuda de mi mentor, el profesor Frati.
–Claro, claro… El bueno de Frati. También hay que agradecer a la Providencia que, entre los restos del Palacio Guidonia, lograran encontrar la misiva original del secreto de La Salette, que al menos ha conseguido poner algo de orden entre las distintas versiones que corrían sobre el mismo.
–Cierto, fue todo un golpe de fortuna, aunque la pericia del profesor tuviera mucho que ver en ello. Al final, lo encontramos en el interior de la tumba de la princesa Fulvia de Montecelio, en la misma capilla Guidonia.
–Y, dígame, doctora, ¿cómo es que no la vimos durante el congreso de presentación de la obra de Domenico da Novara? Fue todo un acontecimiento internacional. Suponía que, siendo colega de Frati, no iba a faltar. Él y ese joven catedrático de la Universidad de Bolonia… Un tal…
–Doctor Bianco.
–Eso es, Bianco, Enzo Bianco. Nos dejaron sorprendidísimos con semejante descubrimiento, La órbita de los planetas. Algo que sin duda revolucionará la historia de la ciencia. Es curioso, pero ese título me hizo reflexionar… Todos, en cierta manera, somos planetas que seguimos órbitas alrededor de distintos soles, ¿no le parece? Nosotros, los cardenales, orbitamos alrededor de nuestro querido Papa… ¿Y usted, ha encontrado ya la suya?
Siena sintió que un nudo atenazaba su garganta y comenzó a sudar intentando urdir una excusa convincente para abandonar aquella incómoda conversación.
–Yo… La verdad es que jamás me lo he planteado, aunque supongo que tiene razón; todos tenemos un astro que nos mantiene atados mientras no paramos de dar vueltas a su alrededor.
En aquel momento, Frati se acercó y Siena vio la ocasión de salir de aquel atolladero.
–Profesor, el cardenal Monti estaría encantado de que usted le explicara los entresijos del libro de Novara… Si me lo permiten, me gustaría saludar a unos amigos que se encuentran por allí –dijo señalando a un grupo numeroso de gente que se arremolinaba alrededor de una bandeja de canapés y otras tantas de vino.
–Vaya, vaya, hija… Hoy es su día, disfrútelo.
Siena tomó una copa de vino e intentó perderse entre la multitud, que no paraba de felicitarla. En realidad, le agobiaba toda aquella parafernalia, pero sabía que era inevitable relacionarse con aquellos vejestorios para hacerse un hueco en un terreno casi vedado para una mujer; no obstante, estaba satisfecha. Al final había podido salirse con la suya y su trabajo no se había perdido en aquel terrible incendio, aunque la sensación era ciertamente agridulce. Sentía que había llegado a la meta pero, entre aquella gente, no tenía a nadie con quien verdaderamente compartir su triunfo.
–Enhorabuena, doctora Albani. –Sonó una voz a su espalda, que inmediatamente reconoció.
Era él, Enzo, y cuando se giró para verle no pudo por menos que sorprenderse, como si fuera la primera vez que lo vio en la biblioteca del Palacio Guidonia.
–¡Enzo, qué sorpresa!… –atinó a decir boquiabierta.
–Te eché de menos en la presentación del libro de Novara y…
–Tuve… Tuve que preparar mi tesis, ya sabes. –Buscó una excusa para justificar su ausencia.
–Claro, la tesis… Por cierto, has estado brillante. Te felicito. Nunca dudé de que lo hicieras magníficamente bien. Veo que por fin conseguiste dar con ese documento que buscabas con tanto ahínco.
–Sí, fue una suerte. Ya sabes que el profesor lo encontró en la tumba de Fulvia, bajo el altar de la capilla del palacio. ¿Y a ti? ¿Cómo te va todo?
–Bien, bien, como siempre. Después de los trabajos del congreso, he de regresar a mis quehaceres. El Patronato Guidonia ha tenido a bien ceder el libro a la Universidad de Bolonia, y allí será celebrado como todo un acontecimiento.
–Lo supongo… Así que, te marchas…
–Sí, mañana mismo.
–Lástima. Me hubiera gustado tanto poder celebrarlo contigo, pero si tienes tanta prisa… lo comprendo.
Siena se moría de ganas de hacerle la pregunta del millón. Cuando preguntó por su vida, ya sabía de sobra la repercusión que había tenido el congreso sobre el libro de Novara. Durante todo aquel largo año, intentó obviar su interés, evitando preguntarle a Frati por su colega, con el que había preparado la presentación del libro, codo a codo. El profesor tampoco intentó interferir en los asuntos de ambos, pero ahora que habían cumplido con sus obligaciones académicas, se habían acabado las excusas para ignorarse mutuamente.
–Siena…
–¿Si?
–¿Te gustaría cenar conmigo esta noche? Tal vez podríamos ir a esa osteria de la plaza Navona donde cenamos la primera vez.
–Yo… Claro, me encantaría, pero hoy me es imposible –le dijo mientras se arrepentía de sus palabras al momento de pronunciarlas.
–Sabes que todavía tenemos una conversación pendiente y que…
–Lo siento mucho yo…
–No importa, lo comprendo –dijo Enzo resignado–. Bien, espero que tengas mucho éxito en tu nueva etapa.
Enzo la besó en la mejilla y se despidió de ella. Mientras se marchaba, una infinidad de mariposas empezaron a revolotear en su estómago. Ni siquiera recordaba haber sentido esa sensación antes, cuando estuvieron trabajando juntos en el palacio, pero intentó desechar aquel sentimiento cuando volvió a imaginarlo vestido con hábitos y rezando con un misal entre las manos. No, simplemente no podía ser y tenía que asumirlo, para eso se había distanciado de él durante todo un año. Tan solo cabía hablar del tema como personas civilizadas, para dejarlo meridianamente claro y dar carpetazo a aquella etapa de sus vidas.
–Siena… ¿Qué te sucede? Pareces absorta… –le preguntó Frati al verla pensativa con la copa de vino en la mano.
–No, nada.
–¿Has hablado con Enzo? Os vi juntos hace un momento.
–Sí, ha venido a felicitarme y desearme suerte.
–¿Y bien?
–¿Y bien qué?
–Vamos, no me haga preguntarle qué ha pasado…
–No ha pasado nada, se lo aseguro.
–Entonces, ¿no han aclarado nada entre ustedes?
–No había nada que decir, está todo meridianamente claro.
–Permítame que le diga una cosa, ahora que es toda una doctora… se ha comportado como una perfecta estúpida.
–¡Profesor!
–Sí, sé lo que me digo. Pensaba que sería un poco más inteligente, pero veo que, en lo personal, es usted todo un desastre. No quise decirle nada porque no quería entrometerme en sus cosas pero, durante todo este tiempo, he tenido charlas de lo más reveladoras con su querido amigo Enzo. Él se sinceró conmigo y me confesó que todo lo sucedido le había hecho reflexionar; que estaba pensando seriamente dejar la vida religiosa desde el mismo momento en que la conoció a usted… En realidad, no sé qué sucedió durante mi secuestro, pero puedo imaginarlo. El caso es que, Enzo está colado por sus huesos e imaginé que, una oportunidad como esta, haría que se aclararan todos los malentendidos entre ustedes, pero veo que me equivocaba.
–Yo… No tenía ni idea de que…
–Le prometí a Enzo que dejaría que fuera él el que le diera la sorpresa, pero veo que ni siquiera le ha dado opción. ¡Qué desastre de juventud! Tenía que pillarme a mí con cuarenta años menos… No hubiera dejado escapar una oportunidad como esta.
–Ahora ya no hay remedio. Se ha marchado.
–¿Pero qué dice? ¡Corra, corra! Todavía puede alcanzarle… No lo deje escapar.
Siena corrió todo lo que sus tacones le permitieron, bajando la escalera de la vieja universidad como si le fuera la vida en ello. Sus prejuicios la habían hecho desistir de algo que ahora tenía claro que era la oportunidad de su vida, y mientras el corazón le iba a doscientos por hora, se quitó los zapatos para poder correr más.
Al llegar a la altura de Piazza della Pilotta, todavía le dio tiempo de ver cómo arrancaba un Fiat saliendo como si lo persiguiera el mismísimo diablo. Siena, desesperada, se sentó en el bordillo de la acera y rompió a llorar; había llegado demasiado tarde. Había dejado escapar al hombre de su vida sin darle la opción de explicarse. Frati tenía razón, se había comportado como una perfecta estúpida y ahora la había cagado del todo. Si Enzo había tenido la tentación de colgar los hábitos, ahora ella le había dado alas para volver a replanteárselo. ¡Mierda, mierda, mierda! No paraba de repetirse una y otra vez sentada en el suelo, mientras intentaba enjugarse las lágrimas.
Al ponerse los zapatos para regresar a la fiesta, alguien le tendió la mano para ayudar a levantarse. Siena levantó la vista para agradecerle la atención a aquel gentil desconocido y por poco le da un síncope al reconocer a Enzo sujetándola del brazo.
–Pero, yo… Pensé que…
–¿Que ya me había marchado?
–Sí. Vi salir un coche como el tuyo.
–Estuve tentado de hacerlo, pero ya me he hartado de jugar contigo al gato y al ratón. Hoy no he venido solo a felicitarte por tu doctorado. Necesito hablar contigo de lo que pasó y no me iré hasta que lo haga.
–Está bien, tienes razón. Creo que te lo debo… –dijo esgrimiendo una tímida sonrisa–. ¿Dónde quieres ir?
–Todavía sigue en pie la invitación que te he hecho antes.
Siena miró hacia la fachada de la universidad y, soltando un suspiro, se dirigió a Enzo.
–¡Qué demonios! Creo que podrán pasar sin mí. Llévame antes de que pueda arrepentirme.
Enzo la acompañó hasta el coche que tenía aparcado en un lateral de la plaza y al llegar a su altura, Siena se quedó todavía más boquiabierta.
–¿Este es tu coche? –gritó sorprendida al ver un estupendo Maserati.
–Sí. Siempre me han gustado los buenos coches. Además, ahora ya no tengo voto de pobreza y…
–Pero es mucho para tu sueldo, aunque seas un catedrático universitario.
–Cierto, pero esto ha sido un regalo.
–¿Un regalo? ¿De quién, si puede saberse? –le preguntó intrigada al montarse en sus mullidos asientos.
–De mis padres… Las cosas han ido muy bien durante estos años en la fábrica de quesos y ellos siempre pensaron que, tarde o temprano, acabaría por colgar los hábitos; nunca confiaron demasiado en mi vocación religiosa, así que estuvieron apartándome un porcentaje de las ganancias por si acababa por hacer lo que he hecho o lo hubieran donado a obras benéficas si hubiera persistido en mi idea.
–Y claro, te pudo tu lado mundano.
–Eso no es del todo cierto, pero ya que está hecho… ¿A quién no le gusta conducir uno de estos cacharros?
Todavía no habían empezado a hablar, pero Siena esbozó una leve sonrisa pensando que ella podía ser la causante de la perdida vocación y se alegró de aquella faceta un poco más trivial que todavía realzaba más el atractivo de su amigo. Pero no, no debía llevarse a engaño, sus pensamientos eran demasiado superficiales y todavía tenía que escuchar a Enzo para que le hablara sobre sus verdaderos sentimientos.
Cuando llegaron a las inmediaciones de plaza Navona, antes de acudir a la osteria y sin que los dos lo hubieran hablado, sus pasos se dirigieron a las ruinas del Palacio Guidonia. Cuando vieron sus muros ennegrecidos se les heló la sangre. Los recuerdos se agolparon de repente: todavía podían reconocer los pasos de Siena corriendo hacia la biblioteca cuando llegaba tarde; los ratos de estudio alrededor de libros fascinantes y, sobre todo, los momentos de angustia cuando todo estaba confuso y sus vidas pendían de un hilo. Entonces comprendieron que aquello ya formaba parte de su pasado, pero que, si no conseguían dejarlo atrás, este jamás los abandonaría.
Enzo tomó a Siena de la mano y tiró de ella para que no siguiera contemplando aquella desolación, aunque hubiera sido el mudo testigo del nacimiento de su amor. Sonrió y Siena le devolvió la sonrisa, se enganchó de su brazo y se dirigieron sin decir nada a la osteria. Al entrar, un cálido ambiente cargado de aromas de queso gratinado y especias los recibió con una confortable bienvenida. Todavía no había nadie y escogieron el mismo rincón de la primera vez. Enzo pidió una frasca de vino blanco y sin dar tiempo a que nadie rompiera el hielo con alguna frase hecha, se lanzó a bocajarro.
–Bien, Siena, creo que poco más hay que añadir a lo que ya sabes, aunque me hubiera gustado ser yo quien te hubiera revelado la verdad sobre mi identidad y del fraude que nos vimos obligados a hacer Frati y yo para poder desenmascarar a ese indeseable de Wozniak.
–Sí, la verdad es que fue algo sorprendente cuando me enteré. Me enfadé mucho, sobre todo por el engaño pero, ahora, visto con otra perspectiva, creo que no fue para tanto.
–Sí, sí lo fue, sobre todo porque jugué con tus sentimientos y tú no te merecías eso. La verdad es que Frati lo ideó todo y yo me dejé llevar, pero eso no me exime de mi responsabilidad. En teoría todo tenía que ser fácil, pero se fue complicando desde la desaparición del profesor.
–Me hago cargo, pero te faltó valentía.
–Estuve tentado de contarte todo lo del falso secreto de La Salette, pero pensé que quizá lo echaras todo a perder.
–Vaya, gracias por tu confianza.
–Frati me advirtió de que eras terca como una mula… Perdón.
–Sí, no le falta razón –dijo mientras soltaba una carcajada–. Si me llego a enterar, os hubiera dejado tirados y me hubiera largado, pero lo que no comprendo es por qué no dijiste nada de que eras fraile y dejaste que todo fuera tan lejos.
–Cuando dijiste lo de tu hermana monja, tuve miedo. Pensé que si decía que era religioso, no hubieras confiado en mí.
–Pero, al final hicimos el amor, aunque comprendí que aquello no te resultaba fácil. Temí por algún tiempo que fueses… ya sabes, homosexual.
–Sí –dijo sonriendo–. La verdad es que me gustaste desde que te vi en la biblioteca. No era la primera vez que tenía dudas y ya el superior de mi convento me sugirió que debía replantearme mi vocación, aunque yo también soy tozudo como tú e intenté por todos los medios convencerme de que aquello solo era una tentación pasajera y que verdaderamente no me sentía atraído por ti.
–¿Y bien? ¿A qué conclusión llegaste?
–Mírame, creo que es evidente.
–No has contestado a mi pregunta. Lo que me interesa saber es si has colgado los hábitos porque realmente no era eso lo que querías o si soy yo el verdadero motivo. Lo demás carece ya de importancia.
–Pensaba que lo había dejado claro, pero veo que no. ¿Cómo quieres que te conteste?
–Es muy sencillo, bésame y sabré si dices la verdad.
Enzo se levantó de la mesa y, tomando la mano de Siena, la aupó de su silla para estrecharla entre sus brazos, la miró durante unos segundos con sus ojos azules, que brillaban con la palpitante luz de las velas, y la besó hasta cortarle la respiración. Ella entornó los ojos y dejó que él explorara su boca con su cálida lengua mientras se enganchaba de su espalda para no caer.
Para cuando trajeron los platos de lasaña, las toses del camarero para reclamar su presencia no sirvieron de nada, el plato se quedó frío, mientras sus corazones se caldeaban con el fuego de la pasión.
Agradecimientos
A la Editorial HarperCollins Ibérica y a los miembros del jurado del V Premio Internacional de Novela Romántica HQÑ, por haberme elegido como finalista, haciendo posible que esta obra salga a la luz.
Gracias al pueblo de Almenara (Castellón), donde cada día van creciendo mis lectores; y en especial al cuerpo docente del CEIP Juan Carlos I y del IES Almenara.
Mi agradecimiento a mi fiel lector, Vicent Aleixandre, profesor de valenciano del IES Almenara, por compartir conmigo la lectura de mis libros y el entusiasmo con que los vive.
A todos los restauradores de libros, bibliotecarios y archiveros que, con su labor silenciosa, rescatan para todos nosotros el legado de la historia que encierran los libros.
Y, por último, gracias a la ciudad de Roma, que ha servido como marco incomparable para esta historia (Palacio Altemps, Palacio del Quirinal, plaza Navona, etc.).