Palacio Guidonia, Roma. En la actualidad
La puerta del palacio estaba entreabierta y eso solo significaba una cosa, que otra vez llegaba tarde. Uno de los criados le indicó con la mano que ya estaban todos arriba y no le dio tiempo ni a contestarle; no quería ni pensar cómo se lo tomaría el profesor Frati. Corrió a través del patio como si le fuera la vida en ello, tropezando con el empedrado del suelo hasta alcanzar las escaleras de mármol de Candoglia que conducían a la zona noble. Luego tuvo que sortear las esculturas romanas que salpicaban los vanos de la larga logia, decorada con fastuosos frescos, que daba paso a la biblioteca. Una vez allí, la recibió la intimidante voz de Frati, que ni siquiera se giró para recriminarle su tardanza.
–Señorita Albani, llega otra vez tarde.
–Lo siento profesor, es que…
–No necesito escuchar sus absurdas excusas. ¿Qué ha sido esta vez? ¿El autobús? ¿O tal vez su abuela que ha enfermado de repente…? –dijo, contrariado, con su tono paternalista y condescendiente de siempre–. Sabe que odio la impuntualidad, y espero que no vuelva a repetirse –concluyó, rematando la reprimenda.
Siena no osó replicarle, conocía perfectamente al profesor Frati y sabía que con aquellas insignificancias solo podía poner en peligro su tesis doctoral, así que guardó silencio y esperó paciente a que la reclamara a su lado.
–Pero no se quede ahí en la puerta –le apremió con la mano–, tengo que presentarle a alguien… Doctor Bianco, ella es mi ayudante, la señorita Albani.
Siena se giró hacia su derecha para, acto seguido, quedarse boquiabierta. Cuando el profesor le insinuó que llegaría un colega para ayudarles en las labores de catalogación de la biblioteca Guidonia, dio por supuesto que este sería de una edad similar a la de su mentor, y no pudo reprimir su satisfacción cuando un joven alto, de pelo rubio perfectamente recortado y unos penetrantes ojos azules, le dedicó una discreta pero maravillosa sonrisa.
–Encantada, señor Bianco –dijo Siena alargando con satisfacción su mano para saludarlo.
–Puede llamarme Enzo y el placer es todo mío –dijo él devolviéndole el saludo.
–El profesor Bianco ha llegado esta mañana de Bolonia –añadió Frati–. A pesar de su juventud, es toda una eminencia en lo referente al estudio de los padres de la astronomía en nuestro país. Él nos ayudará en la catalogación de toda la documentación que al respecto se halla en esta biblioteca. Bien, y ahora que ya han sido presentados, si tienen la bondad de acercarse…
Frati había dispuesto sobre la mesa varios manuscritos que, por su aspecto, tenían una antigüedad considerable. Estaban colocados en orden, separados entre ellos con precisión milimétrica, como si algún neurótico compulsivo los hubiera ordenado. Siena le acercó un par de guantes de algodón para que se los pusiera, pero el profesor los rechazó, haciendo aspavientos.
–Eso son paparruchadas de bibliotecario de pueblo. Todo el mundo debería saber que los guantes de algodón solo consiguen llenar de grasa el papel y que acaban por estropearlo más que si se tocan con las manos desnudas… ¿No es así, profesor Bianco?
–La verdad es que no le falta razón, aunque siempre hay que seguir las instrucciones del dueño del manuscrito –puntualizó.
–Cierto, cierto, pero no es el caso. Muerto el último de los Guidonia, esta biblioteca ha pasado a manos del Estado Vaticano, lo que significa que ahora es cosa mía, así que, manos a la obra –apremió a su colega, que observaba los libros con los ojos bien abiertos y casi babeando.
Cuando tomó entre sus manos uno de los manuscritos, lo cogió de tal forma que parecía más un niño de pañales que un libro. Se lo mostró a su compañero, que se agachó para comprobar la autenticidad de aquella joya que se revelaba, por primera vez, a la luz de la ciencia. Siena, con su pequeño bloc entre las manos, intentó anotar todo lo que se decía; el profesor Frati raramente volvía a repetir un comentario, y tenía que estar listar para poder recordar el mínimo detalle de lo que se dijera.
–Querido amigo, le presento a De Orbitae Planetarum, una de las obras inéditas de Domenico da Novara… Ha sido un hallazgo increíble –comentó satisfecho de sí mismo.
–Sin duda es un hito difícilmente repetible –indicó Enzo Bianco–. No todos los días se descubre algo de lo que no se tenían indicios de su existencia… Y dígame, ¿ha tenido ocasión de examinarlo ya?
–Solo levemente, por eso le he mandado llamar. Usted sabe, mejor que nadie, que no se conserva nada del gran Domenico da Novara, más allá de algunos almanaques astrológicos, pero por lo que siempre se le recordará es por haber sido el maestro de Copérnico durante su estancia en la Universidad de Bolonia. Esto demostraría que, antes que él, ya existían no solo refutaciones de la teoría ptolemaica sino verdaderos tratados sobre heliocentrismo.
–Sin duda este hallazgo puede revolucionar la historia. Le felicito, profesor.
–El volumen no se encuentra en muy buen estado; ni siquiera llegó a ser editado como un verdadero libro. Me imagino que no se atrevió a causa de su temor a la Inquisición, por eso me resulta complicado descifrar su contenido. Está lleno de anotaciones al margen y la caligrafía se me resiste, pero estoy seguro de que, con su ayuda, avanzaremos muchísimo en su comprensión.
–Estaré encantado de trabajar con usted, profesor. Si quiere, podemos empezar ahora mismo. Ardo en deseos de conocer lo que esconde este pequeño tesoro.
–Lamentablemente, doctor Bianco, hoy no va a ser posible. Esta misma tarde tengo una reunión inexcusable del patronato que tengo el honor de presidir. Hay que decidir no solo el destino de esta biblioteca, si no del mismo Palacio Guidonia y todos los bienes que atesora. Hay muchos intereses encontrados, y me temo que el tema burocrático me va a robar excesivo tiempo. Me gustaría que usted se ocupara personalmente de lo concerniente a la biblioteca… No se preocupe, le ayudará mi asistente, la señorita Albani –le dijo, dándole unos golpecitos en el hombro al ver su cara de preocupación–. A pesar de su impuntualidad, es una investigadora brillante y muy eficiente como colaboradora. Ella conoce a la perfección la historia de la casa y los entresijos del descubrimiento de este y otros libros… Ahora, si me disculpan, tengo que marcharme.
Siena, solícita, le ayudó a ponerse su pesado abrigo de pata de gallo y le entregó la cartera. Frati se marchó, rumiando entre dientes lo mucho que le contrariaba dejar su verdadera pasión para tener que ocuparse de temas administrativos.
Enzo Bianco, después de cancelar múltiples compromisos para poder colaborar con Frati, se encontraba solo ante aquella vorágine y se encogió de hombros mientras veía desaparecer por el patio la figura de su colega. Entonces se volvió hacia Siena y le lanzó una sonrisa para hacerle comprender que aquella contrariedad no era culpa suya. Se colocó las manos en los bolsillos y aupando su cuerpo sobre la punta de los pies, le dijo:
–Está bien, señorita Albani, soy todo suyo… ¿Por dónde quiere que empecemos?
Ella lo miró con alivio. Por primera vez podía llevar la iniciativa sin tener que esperar una orden de Frati, y su nuevo colega prometía que el trabajo no iba a ser precisamente aburrido. Así que decidió tener con él un trato mucho más cercano.
–Por ejemplo, podíamos apearnos del tratamiento, estaría bien que me llamara Siena.
–Como gustes, Siena… ¿Quieres que comencemos por el libro de Novara o prefieres hacer otra cosa?
–La biblioteca, como podrás ver, es muy extensa, y necesitaremos bastantes semanas para su estudio. Si te parece, podemos echarle un vistazo al palacio, para que te vayas familiarizando con él, así te cuento un poco de la historia de los príncipes de Guidonia.
–Perfecto. Será un honor conocerla de la mano de tan bella cicerone –le contestó, esbozando una amable sonrisa.
Siena lo llevó hasta la logia del primer piso, desde la que podía observarse el fantástico patio renacentista que vertebraba el palacio.
–El edificio data del siglo XV y todavía conserva sus magníficos frescos originales, algunos de los cuales son de Melozzo da Forlì. Su último propietario, el cardenal Tarsicio de Montecelio, lo donó al Estado Vaticano al morir y…
–Disculpa, pensaba que el palacio pertenecía a la familia Guidonia.
–Tienes razón. A veces, suelen confundirse el nombre familiar con el título que ostentaban. Efectivamente, durante mucho tiempo fue la sede de la familia Montecelio, Príncipes de Guidonia, hasta que esta se extinguió con Tarsicio que, por su dignidad cardenalicia, tuvo que renunciar al principado.
–¿A qué clase de nobleza pertenecían?
–A la Pontificia… Después de la Unificación, siguieron ostentando sus títulos, siempre vinculados directamente al Papado. Eran príncipes asistentes al Solio Pontificio, como lo son ahora los Torlonia o los Colonna pero, desde que se instaló en Roma el rey de Italia, fueron comúnmente conocidos como la Nobleza Negra.
–Que interesante. Y ¿por qué se les llamaba así? Suena algo siniestro.
–Sin otra cosa que poder hacer, pretendieron desairar al nuevo rey vistiendo de luto y cerrando sus salones a la corte mientras durara el “cautiverio” de Pío IX y del resto de los pontífices, cosa que no se solucionó hasta mucho más tarde, en 1929, con la firma de los Pactos Lateranenses que daban carta de soberanía al Estado Vaticano.
–¿Existen retratos de la familia? Me gustaría saber cómo eran esos Guidonia.
–Sí. En el salón de baile hay unos cuantos cuadros de sus últimos representantes. La verdad es que me dan escalofríos con solo mirarlos. Hay ciertas historias que circulan sobre ellos y la desgracia que se abatió sobre la familia.
–O sea, que también hay una historia espeluznante que rodea este palacio… ¿No estará encantado? –sugirió Bianco en tono de burla.
–Tienes razón. Encantada o no, esta casa pone los pelos de punta. Parece que todo esté tal cual lo dejaron: sus cortinas, cuadros y hasta el polvo de los muebles –dijo Siena resoplando–. A veces pienso que los Guidonia van a bajar de sus cuadros y me los voy a encontrar de bruces en cualquier rincón. Si no fuera porque necesito que el profesor Frati firme mi tesis, a buenas horas me hubiera embarcado en este trabajo.
–¿Hace mucho tiempo que trabajas para él?
–Desde hace un par de años. Comencé siendo su asistente en el departamento de archivística y ahora él dirige mi doctorado.
–¿Sobre qué versa tu tesis?
–Sería muy tedioso de explicar pero, resumiendo, estoy realizando un estudio sobre los archivos secretos del reinado de Pío IX.
–Ardua tarea, sin duda…
–Para una mujer, te ha faltado decir –contestó Siena con suspicacia.
–Lejos de mí pensar algo así, pero no es un tema al que se tenga fácil acceso.
–El profesor Frati está muy bien relacionado con las altas esferas vaticanas y sin sus influencias me hubiera sido imposible.
–De todas maneras, es un tema muy extenso. Tardarías siglos en recopilar esa información, y mucho más en establecer una tesis.
–Tienes razón. Mi investigación es mucho más modesta. Tiene que ver con los sucesos de La Salette, las apariciones marianas que se dieron a mitad del siglo XIX y que, según mi hipótesis, influenciaron los acontecimientos posteriores, como la desaparición de los Estados Pontificios.
–Nunca oí hablar de ellas –dijo Enzo con extrañeza.
–Hoy en día se conocen poco, sobre todo después de las de Lourdes y Fátima, que se han llevado fama y notoriedad pero, en su tiempo, las apariciones de La Salette tuvieron tanta o más repercusión que pueda tener el tercer secreto de Fátima hoy en día.
–Entonces, estás ayudando al profesor Frati a cambio de que él pueda facilitarte el acceso a ciertos archivos vaticanos, ¿no es así?
–No exactamente. Tenemos la sospecha, corroborada por ciertos documentos, de que, antes de su huida al reino de Nápoles en 1848, Pío IX le confió al príncipe de Guidonia, a la sazón, Lorenzo de Montecelio, ciertos papeles comprometedores que no quería que cayeran en manos de republicanos y, sobre todo, de masones. Si no me falla la intuición, todavía estarían ocultos en algún lugar de esta casa. El problema es que no hemos tenido la oportunidad de catalogar e inventariar todo lo que se ha encontrado y no sabemos si, entre lo que ha salido a la luz, estarán los documentos que busco.
–Estaría encantado de poder ayudarte a…
–Oh, no. No me gustaría que tuvieras problemas con el profesor por mi culpa. Además, tienes una ingente cantidad de trabajo por delante. El Cardenal Montecelio era un apasionado de la astronomía y hay cientos de volúmenes que te mantendrán ocupado, como has podido ver.
–La verdad es que sí. No obstante, ya que vamos a trabajar juntos, si puedo serte útil…
–Te lo agradezco… Y ahora, si quieres que te enseñe el resto del palacio, sígueme.
Siena lo llevó, a través de varias estancias, al que era el verdadero corazón de la mansión. El palacio, sorprendentemente, todavía conservaba sus trazas antiguas, muy alejadas de las reformas barrocas que habían sufrido la mayoría de casas solariegas romanas. Los suelos antiguos, de barro cocido, estaban camuflados bajo espléndidas alfombras; las paredes sin frescos aliviaban su desnudez con fastuosos arazzi de cálida factura y los techos lucían primorosos artesonados polícromos. La única sala que había sufrido un cambio sustancial era la de baile, aunque, por lo que sabía, no se habían dado muchas ocasiones para lucirla.
Siena, como si fuera la anfitriona, hizo pasar a Enzo con una leve reverencia. Los suelos de madera estaban perfectamente pulidos y sin apenas deterioros, de tal manera que se distinguían perfectamente sus siluetas reflejadas sobre la superficie. Los techos, decorados con voluptuosas figuras que se debatían entre esponjosas nubes, algunas guirnaldas y simpáticos amorcillos, daban una sensación de espacio abierto que aliviaba una estancia sobrecargada. Y allí, en las paredes, entre una fina yesería sobredorada, lucían hieráticos los cuadros de los últimos Guidonia, siguiendo con sus miradas furtivas a los intrusos que se atrevían a desafiar la intimidad del que fue su hogar.
–¿Quiénes eran? –preguntó Enzo sobrecogido.
–Aquel de allá era el príncipe Lorenzo, vestido con el uniforme de asistente al trono papal.
–Es gracioso verlo repleto de condecoraciones, con capa corta y espada –dijo sonriendo.
–Así era como se presentaba ante su santidad en los grandes actos oficiales. Después de los cardenales, el príncipe era de los de más rango.
–¿Y aquella dama?
–Su excelencia donna Domitila de Montecelio, nacida marquesa de Trevi, su esposa –dijo en tono rimbombante–. Y sí, su aspecto me aterroriza. Aunque debo de reconocer que, a pesar del mohín de enfado que muestra en la pintura, no deja de transmitir su innata belleza.
–Tienes razón, se le nota una altivez mayor que la de su marido. Además, si te mueves, es como si te siguiera con la mirada… ¿Y aquellas niñas de ahí? –dijo señalando el cuadro que enfrentaba al de los príncipes.
–Esas son sus hijas: las princesas Fulvia y Pía.
–Son las únicas que parecen alegres, ¿no crees? –puntualizó mientras las observaba con detenimiento.
–La verdad es que fueron las más desgraciadas…
–¿A eso te referías con lo del infortunio familiar?
–Sí. Ambas murieron en extrañas circunstancias. La pequeña Pía, se dice que falleció de unas fiebres malignas.
–¿Y la mayor? ¿Qué fue de ella?
–Desapareció sin más. De hecho, es la única que no está enterrada en el panteón familiar, ni siquiera tiene un epitafio o un recordatorio. Al menos eso tengo entendido, porque al profesor no le gusta nada que se saquen a relucir los aspectos más truculentos de los Guidonia. Siente un respeto reverencial hacia los miembros de esta casa, quizá porque conoció bien a Monseñor Tarsicio, el último de la saga.
–Puede que sus fantasmas sigan habitando entre estas paredes –sugirió Enzo riéndose.
–Quién sabe, pero lo cierto es que se está haciendo tarde y no me gustaría permanecer aquí más tiempo del necesario, no sea que se les vaya a ocurrir bajar de los cuadros y aparecer mientras deambulamos por aquí.
–Sí, a mí también se me ha hecho tarde –contestó Enzo resignado–. Será mejor que mañana vengamos a primera hora de la mañana para empezar a trabajar en serio.
–Sí, será lo más conveniente.
–¿Quieres que te acerque a tu casa? –le preguntó Enzo.
–Te lo agradezco, pero vivo bastante lejos, en el barrio de la Exposición… No conoces Roma y podrías perderte.
–Tonterías. Además, me vendrá bien hablar contigo. No conozco a nadie aquí y lo último que me apetece es volver solo al hotel.
–Eres muy amable. Los autobuses siempre llegan tarde; ya has visto el rapapolvo que me ha soltado Frati por su culpa, y ni te figuras lo atestados que están a estas horas, así que te tomo la palabra.
Antes de marcharse, regresaron a la biblioteca. Siena cerró la puerta, se guardó la llave en el bolsillo y avisó a los criados, que les acompañaron hasta la salida dando un sonoro golpe al cerrar el portalón.
–Tengo el coche muy cerca de plaza Navona –dijo Enzo–. ¿Te apetece tomar algo antes de irnos?
–Es muy tarde y… –insinuó Siena buscando algún pretexto.
–¿Te espera alguien?
–La verdad es que no. Vivo sola, pero me gustaría pasar antes por el supermercado. Además, tengo que repasar algunos apuntes antes de…
–Te invito a cenar –dijo sin dejar que Siena intentara una nueva excusa.
–Está bien. Veo que eres insistente, pero solo a cenar. Mañana tengo que madrugar y no quiero que el profesor vuelva a reñirme por llegar tarde.
Se fueron andando hasta las inmediaciones de plaza Navona, a unas manzanas del palacio. A pesar de no aparentarlo, Siena estaba encantada con la suerte que había tenido al aparecer Enzo para ayudarles en la investigación. El trabajo, arduo de por sí, se convertía en una tortura con el tiquismiquis de Frati observándola por encima del hombro, recordándole todo lo que hacía mal o no hacía a su gusto. Además, aquel joven catedrático no estaba nada mal. Era alto, cosa que le encantaba, rubio de pelo cuidado y nariz prominente, aunque un poco clásico en el vestir. Si el coche acompañaba, sería la pera.
Mientras deambulaban, ella no se atrevió a mirarlo a la cara, prefirió fijarse en los adoquines del suelo, que lucían brillantes por la humedad que se había apoderado de las calles. Por un instante, dejó volar su imaginación y pensó en la casualidad del momento. Instintivamente, hizo un repaso de su propia ropa y cayó en la cuenta de que había calculado mal su indumentaria. Pensaba que iba a encontrarse con un colega del estilo de Frati y no puso demasiado interés en vestirse para la ocasión. Solo esperaba que el lugar que eligiera Enzo para cenar no la hiciera desentonar. Luego sintió rabia de sí misma. ¿Por qué las mujeres siempre acababan por sucumbir a los mismos pensamientos? Aunque ella se sabía agraciada, todo pasaba por parecer siempre atractiva. En cambio, ellos no dedicaban ni un ápice de su tiempo a esos menesteres, sobre todo si les asistía un doctorado; tenían bula para el desaliño, aunque no parecía ser este el caso.
–¿En qué piensas? –le preguntó Enzo al verla excesivamente ensimismada.
No dijo nada, solo sonrió, quería aparentar discreción. Le había costado demasiado hacerse un hueco en aquel mundo donde, más que hombres, había bibliotecas andantes y donde la frivolidad se penaba con el anatema. Cuando él le sugirió entrar en una pequeña osteria, de las muchas que llenaban los callejones que daban a plaza Navona, respiró tranquila. Enzo le ayudó a acomodarse, pidió una botella de frascatti y rellenó con abundancia las copas. Mientras traían la cena, brindaron por el encuentro.
–¿Eres romana? –le preguntó Enzo a bocajarro para romper el hielo.
–¿Qué? –preguntó Siena, distraída mientras le miraba la nariz–. Sí, sí… Nací en el Trastevere –atinó a decir volviendo a la conversación.
–Estabas… Estabas mirándome la nariz –dijo sorprendido, pero frunciendo el ceño para parecer contrariado.
Siena se echó a reír sin poder evitarlo, pero al notar su indiscreción, se tapó la boca.
–Lo siento –le dijo.
–Ya sé que es horrorosa. Desde pequeño tengo complejo de narizotas, pero creo que ya me he acostumbrado. No me importa si te hace gracia. Además, tienes una sonrisa muy bonita y me gusta verte reír.
–Pues yo pienso que tienes una nariz preciosa. Cierto, es grande, pero llena de personalidad. Me recuerda a esos bustos de los generales romanos que abarrotan las galerías del palacio.
–Sí, el recurso a la personalidad es lo más socorrido cuando no se quiere decir la verdad. Es curioso, pero nunca pensé que vendría a Roma para hablar de mi nariz –dejó caer con resignación.
–Eso es lo que tiene Roma, que es impredecible… –contestó ella–. Voy a revelarte un secreto que, por supuesto, negaré delante de todo el mundo: tu nariz me parece mucho más interesante que el manuscrito ese de Novara que os tiene hechizados a Frati y a ti.
–Pues yo voy a revelarte otro que también negaré: me gustas mucho más que Frati. Tu sonrisa y tus ojos no pueden compararse a los suyos –dijo entre risas.
La llegada de los platos, repletos de pasta, vino a salvarles de que la conversación fuera derivando hacia otros derroteros mucho más agradables para los oídos. Entre miradas furtivas, spaghetti escurriéndose del tenedor y brindis a destiempo, cayó la cena y con ella el tiempo que se habían dado. Siena miró el reloj, esbozando una fingida preocupación, y Enzo comprendió que era hora de retirarse.
–¿Te apetece que nos marchemos ya? –preguntó.
–Sí. Ha sido una cena estupenda. Si nos lo permite el trabajo y el maniático del profesor, podríamos repetirlo, ¿no te parece? –dijo Siena para evitar la crudeza de su impaciencia.
–Estaría encantado.
Cuando llegaron al coche, Siena descubrió con decepción que no era un Ferrari o un Maserati el vehículo que la llevaría a casa. No importaba, un Fiat estaba bien, si lo conducía aquel tipo.
Una fina lluvia empezó a caer cuando salieron del centro de Roma, reflejando sus luces sobre una pátina brillante en los interminables adoquines de la ciudad. Cuando llegaron a las inmediaciones del barrio de Exposición, Siena intentó camuflar con su mano un inoportuno bostezo.
–Te aburres conmigo, ¿verdad?
–No, no es eso. Solo estoy cansada.
–Entonces, de tomar la última ni hablamos… –dijo bromeando mientras levantaba las cejas.
Siena le echó una mirada de desaprobación. No tuvo que replicar para dar por sentado que aquella sugerencia estaba fuera de lugar.
–Bueno, pues ya hemos llegado –dijo Enzo cuando alcanzaron el bloque de apartamentos que le había indicado Siena.
–Gracias por traerme… Y por la cena. Mañana nos vemos.
–Hasta mañana.
Él se quedó un rato hasta que comprobó que Siena entraba en el edificio sin ningún contratiempo. Luego regresó a su hotel, en pleno centro. Por el camino, se le esbozó sin querer una mueca de alegría en la comisura de los labios, recordando la risa sincera y fresca de Siena cuando hablaban de su nariz. Por una vez en la vida, pensó, aquel apéndice había cobrado el protagonismo que jamás hubiera creído que tendría. Se sintió contento y apretó el acelerador, bajó la ventanilla y dejó que el aire fresco de la noche romana se colara en el interior del coche. Estaba seguro de que aquel viaje a Roma, que aceptó a regañadientes ante la insistencia de Frati, no iba a ser como lo había planeado y que, después de todo, no se iba a aburrir tanto como suponía.
Siena se colocó el pijama y se dispuso a “ensobrarse” en la cama, debajo de su mullido edredón, pero no podía dormir a pesar de estar agotada. El profesor Frati la mantenía en tensión constante y su trabajo era de continua concentración pero, en aquel momento, lo que más le excitaba era pensar en el singular profesor Bianco. Hacía tiempo que alguien no despertaba en ella una atracción tan evidente. No era una mojigata, pero era prudente. Se hubiera tomado esa última copa y quizá algo más, pero prefería descubrir si lo adornaban mejores virtudes antes de acabar devorado, como su mentor, por los ácaros del papel viejo.