–¡Auuu…! –se quejó Enzo cuando, al despertar, sintió el escozor de los arañazos en su espalda.
Siena todavía dormía plácidamente en su lado de la cama, medio tapada con el edredón hecho un gurruño sobre su cuerpo. Seguramente era tarde, pero no se atrevió a despertarla para no tener que decirle nada; simplemente no estaba preparado para tener una conversación sobre lo que había pasado. Se levantó corriendo al baño, necesitaba saber si el espejo le daría la respuesta que esperaba cuando el sueño le venció por el cansancio y allí estaba, como suponía. La mueca de felicidad no se le había borrado del rostro, pero su cara no era la misma. No se reconoció en aquella superficie. ¿Qué había cambiado? Empezó a gesticular como hacía antes de afeitarse, pero no había manera de engañar al espejo. Sí, era feliz y aquello significaba que todo su mundo se había desmoronado en una simple noche, pero seguía sin importarle. Se miró la entrepierna, como para reñir al hermano calvo que, hasta ahora, jamás le había dado problemas, pero lo miró con gusto y este pareció reaccionar con una leve erección. Había conseguido durante años que no despertase; jamás le dio muestras de estar ahí nada más que para mear y ahora estaba contento, reclamando un espacio para el cual estaba diseñado, diciendo con júbilo que no estaba muerto, que necesitaba ser libre.
Cuando levantó el rostro, el cerebro, consciente, le dijo que había entrado en modo conflicto y que, tarde o temprano, tendría que tomar una decisión. Cuando aquellos pensamientos empezaban a turbarlo, se introdujo en la ducha, dispuesto a que el agua caliente lo reconfortara y que aquellas ideas se desparramasen a través de su piel. No quería dar opciones a la razón.
Después de la ducha intentó hacer tiempo colocando la cafetera en el fuego; necesitaba un chute de algo que lo devolviese a la realidad. Había más razones que las de la entrepierna para preocuparse, y ahora estaba en medio de algo que importaba más que el sexo, y era la vida de Frati, algo sin duda mucho más valioso que la satisfacción de una pulsión.
Enzo necesitó varios zarandeos para que Siena se levantara y ni siquiera el aroma a café recién hecho parecía surtir efecto.
–Vamos, dormilona. ¿No tenías tanta prisa por encontrar tu maravilloso secreto? –le dijo en un intento vano de que reaccionara.
–Mmm… –emitió una onomatopeya que pretendía ser una contestación, mientras ponía los pies sobre la alfombra e intentaba apartarse el pelo de la cara.
Se levantó como una autómata sin despegar los ojos y se dirigió al baño como hacía todas las mañanas, mientras se rascaba distintas partes del cuerpo. Enzo, todavía desnudo, se dirigió a la habitación para vestirse y empezó a emitir quejidos de dolor cuando la camisa le rozó la espalda.
–¿Qué te pasa? –preguntó Siena desde el baño al oírlo gruñir.
–Asómate y verás lo que me hiciste ayer noche… –dijo mientras descorría las cortinas y le enseñaba la espalda.
–¿Eso te hice? Vaya, debimos pasarlo muy bien –contestó de manera inexpresiva.
–¿Es que no te acuerdas?
–Hay que ver cómo sois los tíos. Cuando os acostáis con una mujer, siempre pensáis que recordaremos ese episodio como si fuera algo maravilloso… No estuvo mal. Anda, acércate y te pondré un poco de yodo para que no se te infecte, quejica.
Después de hacerle una cura superficial, Siena volvió a la cocina para servir el café. Enzo la siguió mientras se acababa de poner los pantalones.
–¿Ya estás vestido? –preguntó Siena, que todavía andaba un poco aturdida por el sueño.
–Ya veo que a ti te encanta pasearte sin nada encima pero, si te molesta, voy corriendo y me desnudo otra vez.
–No, no importa. Supongo que es muy tarde y tenemos que irnos ya, pero la verdad es que ganas bastante desnudo. No tienes mal cuerpo y…
–Vaya, gracias. Intento cuidarme un poco pero, ¡venga!, apura el café que tenemos muchas cosas que hacer.
–Tranquilo, hombre. No creo que nadie se haya anticipado a desvelar el lugar donde se encuentra lo que buscamos. Además, afortunadamente, no eres Frati riñéndome cada mañana por llegar tarde.
Cuando terminaron de desayunar, Siena se vistió y entonces parece que le entraron las prisas, increpando a Enzo para bajar y mover el coche. Era una mañana plomiza, de las que anticipaba una lluvia que hacía resbalar por el adoquinado romano. La excitación de ambos iba en aumento a medida que llegaba al Palacio Guidonia, espoleada por la insaciable Siena.
–¿Qué piensas hacer cuando encontremos ese supuesto secreto de La Salette? ¿Se lo entregarás a los secuestradores? –le preguntó Enzo.
–Si es real, me costará mucho desprenderme de él, pero vale más la vida de Frati que mi investigación. Supongo que tendré que enfocar mi tesis por otros derroteros, pero así es la vida… Espero que ese viejo cascarrabias sepa agradecer lo que estamos haciendo por él aunque, conociéndolo, todavía tendrá arrestos para regañarnos al desprendernos de algo así.
En aquel momento, al cruzarse por un quiosco de prensa, se percataron de los titulares que llevaban en portada los principales diarios matutinos. La noticia del día era la renuncia del Papa Benedicto XVI.
–¿Has visto eso? –dijo Siena mientras adquiría un ejemplar de Il Messaggero y comenzaba a leerlo con atención.
–Sí… Ha sucedido tal cual dijiste que pasaría –exclamó Enzo sorprendido.
–Y eso solo pude significar una cosa.
–¿El qué?
–Que ahora, más que nunca, estamos en verdadero peligro. Si son ciertas mis sospechas y todo parece indicarlo así, los Syllabus tiene una oportunidad de oro para hacer prevalecer sus opciones en el próximo cónclave, y lo malo es que nosotros contribuiremos sin quererlo a que triunfen sus postulados.
–Ahora no tenemos tiempo de ocuparnos de eso, allá la Iglesia con sus cosas. Ya es bastante con encontrar ese documento para salvar a Frati.
–Sí, tal vez tengas razón.
Cuando entraron en la mansión Guidonia, ni siquiera atendieron las advertencias de Cosimo, que luchaba brazo en alto para que le prestaran atención mientras subían corriendo la escalera hacia la galería. Siena, a diferencia de otras veces, pasó de largo de la biblioteca, que ni se molestó en abrir. Se dirigió hacia el salón de baile, que compartía, en el ala oeste, las estancias de la planta noble.
–Veamos… –dijo recordando de memoria las coordenadas que había descifrado Enzo–. A la izquierda, aproximadamente diez metros.
Siena fue dando varias zancadas, hasta que se situó frente al cuadro de las pequeñas princesas Fulvia y Pía. Lo contempló como si fuera la primera vez que lo veía. En él, las niñas se representaban en actitud lúdica, vestidas con unos vaporosos vestidos blancos con un fajín de raso verde. Jugaban, una con un perrito, mientras la otra intentaba coger una guirnalda de flores que colgaba del arco de un jardín. Siena sonrió, por fin sabía dónde se hallaba el fruto de sus desvelos. Tan solo necesitaba hurgar detrás de aquel cuadro para obtener tan preciado botín.
Parecía complicado encontrar un resquicio entre el marco y las volutas que lo envolvían. El cuadro, perfectamente encajado en la decoración, se resistía a ser despegado de la pared, como si estuviera pegado a ella.
–¿Cómo coño hizo esa niña del demonio para meter algo detrás? –susurró mientras maldecía su poco tino al levantarlo–. Enzo, échame una mano –le suplicó mientras intentaba hacer palanca con sus pequeños dedos.
–Espera, voy a pedir ayuda a los criados… Tal vez necesitemos una escalera y alguna herramienta para descolgarlo.
Siena intentaba, sin mayor fortuna, levantar como podía el cuadro e introducía sus manos, palpando la trasera para ver si colgaba algo que pareciera un sobre. Al final se rindió ante lo pesado del retrato. Enzo parecía tardar más de la cuenta y se puso en jarras esperándolo en la entrada del salón.
–Menos mal, ya era hora –dijo al oír unos pasos que se acercaban–. Espero que al menos hayas traído una escalera para…
Su rostro se quedó lívido al ver aparecer a Enzo junto a monseñor Wozniak y el mayordomo.
–Pero… ¿cómo es posible? Si… –atinó a decir Siena.
–¿Sorprendida, señorita Albani? –dijo el prelado nada más presentarse ante la joven–. Vamos, ¿acaso me tomó por un ingenuo? Reconozco que su pequeña representación de ayer fue brillante, digna de una comedianta como usted, pero jamás imaginé que su colega, el profesor Bianco, se prestara a sus delirios teatrales. La próxima vez, cuando decida disfrazarse de monja, le recomiendo que ponga su ropa a buen recaudo. No fue difícil atar cabos una vez que descubrí el robo del libro de Domenico da Novara. Algo me comentó el profesor sobre una serie de números que aparecían sin ton ni son en su primera página, pero reconozco que me faltaban conocimientos suficientes como para interpretar su significado. Por suerte, Frati siempre supo rodearse de los colaboradores más eficientes.
–Vaya, entonces reconoce que usted mismo sustrajo el libro de la biblioteca. Ya sabe lo que dicen, quien roba a un ladrón…
–Siento defraudarla pero, esta vez, no encajo en el perfil. Ya sabe que formo parte del Patronato Guidonia y que tengo acceso a todo lo concerniente a él, como es el caso del libro. En cierta forma me pertenece.
–¿Aunque para ello tuviera que golpear al profesor Bianco? Venga, Ilustrísima, déjese de florituras florentinas y pongamos las cartas sobre la mesa; el juego ha terminado. Por fin, usted y sus Syllabus han conseguido lo que pretendían. Ya tienen la renuncia del Papa y con ello se abren nuevas posibilidades para ustedes, ¿no es así? –dijo Siena incidiendo en el meollo de la cuestión.
–Está bien, pasaré por alto su tosco vocabulario pero, sí, tiene razón. El juego ha terminado. Reconozco su valía y que gracias a sus investigaciones hemos podido llegar más rápidamente hacia el desenlace que pretendíamos pero, lamentablemente, vamos a tener que prescindir de sus servicios. Una verdadera lástima… Cosimo, por favor, descuelgue el cuadro de las niñas.
–Un momento –intervino Enzo–. ¿Qué hay del profesor Frati?
–Ah, sí, el bueno de Frati… Será una pérdida irreparable para el mundo que desaparezca un hombre tan culto y singular. No andamos sobrados de gente de su valía, ¿no creen? –dijo con sorna.
–¡Es usted una rata! No crea que esto le saldrá gratis… –le insultó Siena mientras se abalanzaba sobre él.
–Yo de usted no lo haría –dijo Wozniak mientras sacaba una pistola de pequeño tamaño de su sotana.
–¿Sabe? No le tengo miedo –le dijo a pesar de su sorpresa, mientras se detenía a escasos centímetros del prelado.
–Tal vez, señorita Albani, tal vez… pero, aunque no le tenga apego a la vida, es imposible que se sustraiga a la resolución del asunto. Antes de librarme de ustedes, dejaré que vean el documento que con tanto ahínco han buscado –dijo apuntándola con la pistola–. ¡Cosimo! –Se volvió enfadado hacia el criado–. ¿A qué esperas para subirte a la escalera? ¡Necesito que bajes el cuadro ya!
Cosimo, intimidado, obedeció sin rechistar. Desde una altura considerable, intentó remover el cuadro que había permanecido décadas en su sitio y que se resistía a abandonar el hueco en el que había sido colgado. El retrato estaba bien sujeto gracias a varias alcayatas que lo mantenían firmemente pegado a la pared y que le habían impedido a Siena removerlo para encontrar lo que escondía. Por fin, con un leve tirón, lo desencajó, deslizándolo hacia abajo con sumo cuidado.
–¡Dale la vuelta! –le ordenó.
Efectivamente, detrás del voluminoso lienzo, se hallaba, sujeto entre los bastidores de la tela, un sobre al que el tiempo había dado una pátina ocre. Sin que llegara a pedirlo, Cosimo puso el documento en las manos de Wozniak, que se apresuró a abrirlo. Las manos le temblaban preso de la emoción, rompiendo el envoltorio con dificultad. Mientras, Siena maldecía no haber podido ser ella quien lo hiciera.
Empezó a leerlo como si aquello fuera una revelación de la mismísima Virgen pero, enfrascado en su lectura, se olvidó de los demás, vigilantes ante cualquier movimiento del hombre de sotana. Siena vio la ocasión idónea para reducir al prelado y no dudó en realizar un movimiento arriesgado que, no obstante, puso a monseñor en alerta. Enzo, previendo lo que iba a ocurrir, se interpuso, y Wozniak, sin tiempo para pensar, le descerrajó un tiro, haciéndole caer.
–¡Dios mío! ¡Enzo! –gritó Siena presa del pánico mientras se arrodillaba para socorrerlo.
El suelo iba llenándose con el reguero de sangre que salía del cuerpo de su compañero. Ella intentó taponar la herida con su mano, pero Enzo se desmayó del dolor, haciéndole temer lo peor.
–¡Cosimo, llame a un médico, corra! –gritó al criado, que no paraba de mirar atónito la escena esperando el beneplácito del obispo.
–¡Ni hablar! ¡De aquí no se mueve nadie! –gritó Wozniak nervioso pero con rotundidad–. Parece un tiro limpio en el costado –dijo mientras se agachaba para observar la herida–. No le he dado en ningún órgano vital, así que no hay de qué preocuparse… Ahora, ¡muévanse! –les dijo mientras los seguía apuntando con la pistola.
–Pero¿ dónde quiere que vayamos? –preguntó Siena desesperada–. ¿No ve que se está desangrando?
–Cosimo, ayúdela a levantarlo y bájelo hasta el patio.
Entre Siena y el criado alzaron con cuidado a Enzo, que lanzaba imperceptibles quejidos en mitad de su estado de aturdimiento. Antes de bajar se les desplomó, pero la fortaleza de Cosimo hizo que, pasándole el brazo por debajo del hombro, pudiera cargárselo con la ayuda de Siena. A duras penas pudieron arrastrar su cuerpo vencido por la escalera, cuyo mármol se manchó con el reguero de sangre que iba perdiendo. Detrás, los seguía impasible el obispo, aferrado a los documentos que mantenía agarrados con la mano izquierda mientras los apuntaba con la otra.
–Tranquilo, Enzo, tranquilo… –le susurraba Siena mientras él luchaba por volver a la consciencia entre quejidos lastimeros.
–¡Silencio! –les gritó el religioso al llegar al patio–. No hace falta que susurre, de nada le valdrá… Ahora, dirigíos a la bodega.
Cosimo los llevó a las cocinas, a las que se accedía desde la planta baja; allí se encontraban las dependencias de varios servicios del palacio, entre ellos, las bodegas, que hacía tiempo no servían más que como trastero de objetos olvidados y sin uso. El criado abrió un grueso portón de madera que descubría una escalera que daba al subsuelo. Siena se hizo cargo de Enzo y trató de sujetarlo fuerte mientras intentaba, sin caerse, bajar hacia aquellas lúgubres estancias, donde el frío y las escasas trazas de aire fresco hacían el ambiente irrespirable. Cuando bajaron unos cuantos escalones, Wozniak le pidió la llave a Cosimo para asegurar que los dejaba bien encerrados en aquel cuchitril.
Al oír el portazo que los dejaba presos, la oscuridad se apoderó de los ojos de Siena, que tuvo que esperar unos minutos hasta que la vista se aclimató al pequeño resquicio de luz que asomaba por una minúscula claraboya en lo alto de la pared. Acabaron de descender las escaleras y depositó en el suelo el cuerpo maltrecho de Enzo, que acababa de desmayarse de nuevo.
–¿Qué vamos a hacer ahora? –se preguntó Siena mientras seguía taponando con fuerza la herida de Enzo. –Si no salimos pronto de aquí, puede que empeore… –siguió diciendo como si su amigo fuera a contestarle.
Siena rompió a llorar. No era de lágrima fácil, pero se sentía aturdida y sobrepasada por los acontecimientos. De pronto, entre el llanto que se empeñaba en dominar, oyó un ruido que tan apenas se hacía presente. Intentó silenciar sus pucheros para oír mejor, al percibir unos sonidos acompasados que venían de algún lugar de la bodega. Casi de puntillas, para no hacer ruido, intentó guiarse entre los múltiples objetos que abarrotaban la sala, hasta llegar a lo que, por el tacto, identificó como una puerta de madera. Los golpes se hicieron más evidentes al colocar su oído sobre ella y entonces gritó, segura de que alguien estaba al otro lado.
–¿Hay alguien ahí? ¡Por favor, necesitamos ayuda! –gritó golpeando también aquella superficie para que supieran que estaba ahí.
Una voz ininteligible pareció responderle. No sabía qué decía, pero estaba segura de que alguien estaba allí, contestando a sus gritos. Entonces, recorrió con sus manos la puerta, intentando averiguar la manera de abrirla, hasta que tropezó con lo que le pareció la superficie fría y metálica de un candado. “Había que abrir aquello como fuera”, pensó, y se dispuso, entre penumbras, a encontrar algún objeto contundente con el que destrozar la cerradura. Comenzó a tropezar entre cientos de trastos que entorpecían su paso, hasta que algo, como una barra metálica de suficiente grosor, se interpuso entre ella y el suelo. La asió con rabia y volvió al lugar donde no paraban de sonar los golpes, ahora más fuertes que antes, intentando llamar su atención. Se aseguró de coger con fuerza la barra y asestó con fuerza un primer golpe que levantó unas pequeñas chispas al chocar contra el candado. No era suficiente, así que insistió, a veces sin demasiado tino, hasta que su orientación le permitió seguir con constancia. De pronto sintió que, a uno de sus golpes, cedió la resistencia y oyó el ruido metálico de un objeto al caer. Ya estaba, había roto el candado, pero la puerta se obstinaba en permanecer cerrada, quizá la humedad que lo envolvía todo la había hinchado, dificultando su apertura. Con ayuda del otro lado, por fin consiguió vencerla de un tirón que casi la deja desencajada y, tomando aliento, preguntó sin poder ver quién había en el interior de la habitación contigua.
–¿Hola? ¿Quién es? –dijo titubeante–. Yo me llamo Siena, Siena Albani.
–¡Siena! –Se oyó una voz temblorosa que luchaba por salir de las tinieblas.
–¡Profesor Frati! –gritó al reconocer aquella voz.
El profesor salió como una exhalación, abrazándose con alegría a su desconcertada ayudante, que cerró sus brazos acogiendo el cuerpo menudo del viejo.
–¡Por fin! –gritó tímidamente Frati–. Ya había perdido la esperanza de que alguien viniera para rescatarme. Jamás pensé que me alegrara tanto de verla, a pesar de la escasa luz que reina en este sótano. Venga, sáqueme de aquí. Llevo mucho tiempo encerrado y tenemos que actuar rápido; antes de que sea demasiado tarde…
–Verá, profesor… Siento aguarle la fiesta, pero creo que su situación no ha mejorado demasiado –dijo con resignación–. Monseñor Wozniak nos ha encerrado a nosotros también y creo que, de momento, no hay posibilidad de escapar.
–¡Miserable! –exclamó con rabia.
–También está aquí el doctor Bianco, aunque él se encuentra malherido. Por mi culpa, Wozniak le pegó un tiro y aunque no parece grave, está perdiendo mucha sangre.
–¿Cómo? ¡Santo Cielo! Lléveme con él.
Con la vista acostumbrada a la oscuridad, les fue fácil llegar hasta Enzo, que permanecía acostado al borde mismo de la escalera. Ya no se quejaba, lo cual les indicó que había perdido la consciencia. Frati se arrodilló a su lado y comprobó que todavía mantenía sus constantes vitales, luego se agachó para hablarle, intentando que recobrara el sentido.
–Fray Damiano, fray Damiano… Por favor, vuelva en sí –le susurró al oído mientras le palmeaba suavemente las mejillas.
–¿Fray Damiano? –exclamó Siena al observar como Frati se dirigía a Enzo–. ¿Ha perdido el juicio? ¿Por qué lo llama así?
–Ahora no es momento de explicaciones –le espetó–. Ande, intente encontrar algo, no sé… Un poco de agua, lo que sea…
Ella permanecía boquiabierta ante el comportamiento del profesor. No consiguió moverse a pesar de los aspavientos de Frati para que cumpliera el encargo. Todavía estaba conmocionada por aquella revelación, que envolvía de mayor misterio todo el asunto. Necesitó que el profesor le volviera hablar, esta vez con mayor insistencia, para poder reaccionar.
–¡No se quede ahí como un pasmarote! –le apremió, pero en vista de que no reaccionaba, intentó dulcificar su tono–. Querida, siendo una bodega, no le será difícil encontrar alguna botella de vino. Da igual que esté pasado, si conserva algo de alcohol, bastará para desinfectar la herida… No se preocupe, la sangre es muy escandalosa y mi querido colega muy aprensivo, por eso se ha desmayado… –dijo intentando quitarle hierro al asunto–. Solo se trata de una bajada de tensión por la pérdida de sangre y por el shock del disparo.
Siena empezó a buscar entre aquel desorden, hasta que su olfato empezó a guiarla hacia un rincón donde se apilaban distintas ampollas de vino que acumulaban polvo de siglos. Tomó una botella y regresó donde estaban ellos. Frati la tomó y sobre el borde del escalón rompió el cuello, vertiendo su contenido sobre la herida de Enzo, para provocarle un quejido que le hizo encorvar la espalda de dolor.
–No sé de dónde ha sacado este vino pero, a jurar por su olor, hemos debido de desperdiciar algo valioso. El condenado cardenal jamás me sirvió un caldo tan exquisito aunque, claro, él era abstemio. Tan solo bebía el vino de misa y porque no tenía más remedio…
–¡Déjese de tonterías! –le gritó Siena nerviosa. Era la primera vez que le levantaba la voz a su mentor, y si hubiera podido verle la cara, ella misma se hubiera sorprendido del impacto que su tono había provocado en él.
–¡Cálmese! Ya le he dicho que no creo que corra peligro. Por lo poco que he podido observar, la bala no le ha tocado ningún órgano, si no ya estaría muerto. Ha sido un tiro limpio con entrada y salida, por lo empapado que está el dorso de su camisa. Tranquila, se recuperará.
–No es eso, profesor, ahora lo que me inquieta es lo que le he oído decir antes…
–No sé, querida… ¿Qué he dicho? –dijo titubeando, como cuando soltaba alguna mentirijilla o una media verdad. Sabía perfectamente que se había delatado, aunque quería seguir despistando a su ayudante en un intento vano de postergar las explicaciones que, sin duda, le tendría que dar.
–Le he oído perfectamente llamarle Fray Damiano… ¿Qué tiene que ver el doctor Bianco con la Iglesia? ¿Me lo puede explicar? –le preguntó con tono rotundo, lo que quería decir que no iba a tolerar que se fuera por la tangente.
–Está bien, señorita Albani. Llegados a este punto, creo del todo innecesario seguir con la farsa.
–¿Farsa? ¿Qué farsa?
–Verá, en realidad, jamás le he mentido. Mi querido colega es, para el siglo, el doctor Enzo Bianco, profesor de la Universidad de Bolonia, aunque, hay un leve matiz… Para la Iglesia es fray Damiano, un monje dominico.
–¿Dominico? –preguntó incrédula–. ¿Y por qué coño no lleva hábitos? No, no puede ser. Yo lo hubiera sabido… Además, si ayer… –Siena estuvo a punto de desvelar lo que había pasado en su casa, pero algo en su interior tiró de ella para que se callara. En ese momento, empezó a comprender y pronto vinieron a su cabeza todas sus reticencias para estar con ella en los momentos más íntimos.
–Siena, por favor, no me sea antigua –le replicó Frati–. Hoy en día solo los que se dedican a la vida contemplativa siguen vistiendo hábitos, aunque más por protección que por otra cosa. Por lo demás, aparte de vivir en su convento de Bolonia, hace una vida normal para un reputado académico… ¿Quizá me he perdido algo? –preguntó, reconsiderando su explicación, ante la cara atónita que mostraba Siena a pesar de la penumbra.
–No, no… –contestó Siena pausando el tono–. ¿Por qué no me dijeron nada? –repuso para intentar desviar el tema.
–Pensamos que era lo más conveniente. Ya conocía sus reticencias al respecto, habida cuenta de la experiencia personal con su hermana y…
–¡Eso no es suficiente excusa! Jamás le he demostrado incomodidad para tratar con religiosos. Es más, casi toda mi investigación se base en documentos de la Iglesia; hubiera sido lo natural.
–Tiene razón, pero hay algo más… Y ese es el motivo de que me halle aquí encerrado.
–Tenemos todo el tiempo del mundo, al menos hasta que alguien venga a rescatarnos, así que ya puede empezar a explicarse.
–Comprendo su enfado y le pido disculpas… Todo empezó con la primera reunión del patronato. Ya sabe, entre colegas, es habitual comentar nuestras investigaciones, y yo no fui una excepción. Tal vez tendría que haberme mordido la lengua y no haber hablado más de la cuenta pero, quién se iba a imaginar que monseñor Wozniak que, como sabe, es el secretario de la Comisión Pontificia de Cultura, mostrara un excesivo interés por nuestro trabajo, en especial por la tesis que usted llevaba a cabo. Eso me extrañó; no es un tema que suscite especial atracción entre las altas esferas, ya me entiende, más preocupados en su propia promoción. Y entonces empecé a sospechar de él.
–¿No lo conocía de antes?
–Por supuesto, aunque nunca tuve un trato cercano. Siempre se le encuadró entre los obispos de la vieja guardia, que entraron de la mano de Juan Pablo II, y era muy cercano al Papa actual…
–Pero siga, profesor. Me estaba explicando las sospechas que despertó en usted el polaco.
–Ah, sí… Investigué un poco y mis temores pronto se vieron confirmados. Averigüé que, en su juventud, tonteó con ciertos movimientos integristas, aunque luego tuvo que recular ante el apercibimiento del Papa. Descubrí su vinculación con corrientes sedevacantistas y decidí tomar cartas en el asunto, aunque no es lo único que descubrí de él.
–¿Y qué fue?
–Si solo hubieran sido sus conexiones integristas, no me hubiera tomado tantas molestias, a fin de cuentas, hay muchos de ellos entre la curia vaticana. Lo que más llamó mi atención fue descubrir que, detrás de todo, se encontraba el mayor entramado financiero que ha conocido la Iglesia.
–No le entiendo, ¿a qué se refiere?
–Wozniak está detrás de distintas sociedades interpuestas con sede en varios paraísos fiscales, que operan bajo el amparo del Instituto para las Obras Religiosas. Cuando me enteré de que el propio Patronato Guidonia formaba parte de ese entramado, tuve que idear algo para desenmascararlo y terminar con esas prácticas.
–¿Y no pudo acudir a instancias más altas?
–¿Sin pruebas? No, nadie me habría creído. Además, Wozniak tiene importantes valedores.
–Por cierto, profesor, supongo que no estará al tanto de las últimas noticias… Resulta que Benedicto XVI ha presentado su renuncia. Lo han anunciado esta misma mañana…
–¡Dios Santo! ¿Una renuncia? Muy grave ha tenido que ser para que se haya decidido por esa solución… –gritó sorprendido–. Esto lo complica todo –dijo llevándose las manos a la cabeza–. Parece que esa gente se ha salido con la suya, y nosotros aquí, sin poder hacer nada…
–Eso parece que ya no tiene solución pero ¿y usted? ¿Qué hizo al respecto cuando se enteró de los tejemanejes de Wozniak?
–Pergeñé un plan un tanto rocambolesco para poder desenmascararlo. Si hubiera surtido su efecto, hubiera sido el hazmerreír de toda la curia y pronto hubiera perdido el poder del que ahora goza.
–¿Qué plan era ese?
–Muy sencillo, hice correr el bulo de que estábamos tras la pista de los secretos de La Salette y que estos estaban escondidos en el Palacio Guidonia. Sabía que no podría resistirse a tenerlos en su poder. Hubiera sido el arma definitiva para decantar de su lado a los cardenales más reticentes.
–Pues ha resultado cierto…
–Me temo que no, hija… No se trata más que de una añagaza. Todo, absolutamente todo, fue un engaño.
–Pero si hoy mismo hemos encontrado el documento… El doctor Bianco… Bueno, Enzo… ¡Cielos! Ya no sé cómo diablos llamarlo… Él puede corroborárselo.
–Ahí es donde entraba mi querido amigo… Yo, por mí mismo, no podía urdir un plan como este. Le pedí ayuda a fray Damiano, una persona intachable, para dar mayor verosimilitud al fraude, y juntos falsificamos los documentos. Al principio se mostró reticente a colaborar en una cosa tan turbia pero, afortunadamente, pude engatusarlo con el tema del libro de Domenico da Novara, prometiéndole que podría investigarlo sin cortapisas y que, dada su relevancia, el patronato, con toda seguridad, lo cedería a la Universidad de Bolonia.
–Entonces, el libro, ¿no será falso también?
–No, el libro de Novara es auténtico; es lo único real de toda esta historia. Aunque para hacerlo creíble tuviéramos que garabatear en su portada… Algo imperdonable, aunque mi colega me aseguró de que, con el tiempo, la tinta que preparó acabaría por desaparecer… Es todo un entendido en la materia.
–Ya, ya me percaté de ello… Entonces, ¿el diario y el secreto?
–Más falsos que el beso de Judas…
–¿Y yo? ¿Qué se supone que pintaba en todo esto? De verdad, no lo entiendo –decía Siena mientras movía compulsivamente sus brazos en el aire–. ¿Puede aclararme una duda? ¿No me dijeron nada por mí o por el hecho de ser mujer?
–Por favor, no sea tan susceptible, señorita Albani… No le dijimos nada porque era mejor que lo supiese el menor número de gente posible; también por su seguridad.
–¿Sí?, pues ya ve dónde nos encontramos…
Con resignación, Frati se volvió a sentar al lado de Enzo, que ahora descansaba con una respiración acompasada, y siguió con el relato.
–Reconozco que nos equivocamos, pero el plan era brillante. Sabíamos que Wozniak necesitaba algún argumento para ir propagando sus ideas, especialmente entre los cardenales electores y el secreto de La Salette le sonó a música celestial. Sabía, por sus estudios, señorita Albani, que tal vez se guardara aquí el mensaje original de la pastora Melanie, aunque jamás se encontró, y eso que el Cardenal Montecelio lo buscó denodadamente; a ello dedicó sus últimos años… Había que fabricar uno y rodearlo de cierto misterio para que Wozniak picara el anzuelo.
–Claro está que, ni usted ni el… fraile, previeron que fuera la moneda de cambio de su secuestro.
–Así es, y es que cada uno vale para lo que vale… Solo hubiéramos necesitado hallarlo y él, como miembro del patronato, hubiera tenido acceso al mismo, pero nunca imaginé que el polaco tuviera ese instinto criminal y el arrojo suficiente para semejantes desmanes. No obstante, creo que no me equivoqué con usted, señorita. No sé qué ha sucedido exactamente, pero si está aquí, es porque resolvió con brillantez el acertijo. Aunque Fray Damiano estaba al cabo de todo, no hubiera podido conseguirlo sin usted; todo el plan se hubiera venido abajo. Por el resultado, Wozniak se tragó todo el embuste.
–No sé si debo tomármelo como un cumplido… Pero, ¿qué pensaban conseguir exactamente? No acabo de comprender adónde lleva todo esto.
–Al descrédito de Wozniak y a su desenmascaramiento. Una vez fuera de juego, hubiera sido cuestión de tiempo que se descubrieran sus vinculaciones con las sociedades pantalla y el Patronato Guidonia se hubiera visto fuera de esos juegos criminales. Ya me encargué de poner sobre aviso a ciertos cardenales de sus pretensiones. Lo que pone en ese documento no es más que una barbaridad delirante que hará que se mueran de la risa –dijo sonriendo para sus adentros.
–Eso si salimos con bien de esta –dijo Siena–. Creo que la policía también está conchabada con ese monseñor…
–¿Usted cree?
–No le quepa la menor duda. Un tal Tedeschi se encargaba del caso y como sospechábamos, le seguimos, y adivine a quién fue a ver con el cuento.
–¿A Wozniak?
–El mismo… Así que, poco podemos hacer.
Siena se acomodó al lado de los dos y se quedó en silencio. Aquella cháchara no hacía si no confundirla todavía más y no aportaba ni un ápice de optimismo. No sabía cuánto tiempo más permanecerían allí, y en ese momento puso sus ojos en el cuerpo yacente de Enzo. Ya no sangraba y parecía tranquilo. Pasó las manos por su cabeza y le acarició el pelo. Era extraño, pero no se sentía dolida por la mentira, quizá porque estaba allí callado, tranquilo y sin poder defenderse. Intentó mirarlo bien, como si fuera la primera vez que lo hacía, pero no consiguió ver en él al fraile que el profesor se obstinaba en recordarle. Pensaba en cada segundo pasado con él, en el momento en que hicieron el amor y aquello solo le confirmaba que, por encima de todo, seguía siendo un hombre. Ya tendría tiempo de aclarar aquella situación si valía la pena deshacer el embrollo y, sobre todo, si salían con bien de esta.
Pasaron las horas, aunque era un decir. Allí, encerrados, el tiempo transcurría caprichoso, sin más sobresalto que algún leve gruñido de Enzo por el dolor y los pies de Frati deambulando sin sentido por aquel sótano, quizá mientras ideaba su siguiente idea descabellada. La tenue luz que se colaba por la imposible claraboya, hacía tiempo que había desaparecido, y con ella la posibilidad de hacer nada provechoso más que permanecer donde estaban, intentando proteger al que ya no sabía cómo calificar, si de compañero, amante, doctor Bianco o fray Damiano; todo un lío.
Intentó dejar su mente en blanco para no sumirse en la desesperación; sabía que, tarde o temprano, llegaría el desenlace. Ya no se oía al profesor, agotado quizá de pensar; Enzo parecía calmado y ella se dejó vencer por un profundo sopor hasta que le llegó el sueño recostada sobre el cuerpo de su amigo.