Así que la trama de este cuento es el ganar y el perder. Y nos relata que la vida nos coloca a todos ante muchas puertas y que tenemos que atravesarlas, incluso aunque nos resulte doloroso hacerlo; tanto si son las puertas del ganar como si son las del perder, tanto si las hemos elegido en libertad como si nos son impuestas por imperativos existenciales. En ocasiones ganaremos algo, y deberemos tomarlo, digerirlo y agradecerlo; en otras, perderemos algo, y nos zarandearán el malestar y la aflicción. Parece como si hubiera una voluntad mayor que tiene su propia lógica indescifrable y opera más allá de nuestros deseos y nuestra voluntad personal. El secreto de una vida feliz, de una buena vida, de una vida real, consiste, en una nada desdeñable medida, en aceptar esa voluntad más grande que nosotros, en rendirse heroicamente a ella, en entregarse, con dignidad y confianza, a sus grandes brazos.
Las puertas del ganar nos hacen sonreír. Qué bello es, por ejemplo, recibir un hijo. O casarse, o unirse a otra persona. Hechos como éstos nos llenan de amor, de dulzura, pues recibir un hijo o materializar una pareja significa una gran expansión. Sin embargo, ¿cómo se logra la paz cuando se pierde a un hijo? ¿Cómo se obtiene fuerza y serenidad cuando uno se separa o sobreviene un divorcio? En la vida, cuanto más nos abrimos a las ganancias, más riesgos asumimos y más nos hacemos candidatos al dolor de las pérdidas. Quien más intensamente vive, más se abre al morir; quien más tiene y acaudala, de más se desprenderá; quien más sonrisas genuinas es capaz de albergar en sí, más lágrimas sinceras es capaz de derramar.
Es obvio que en la vida a veces nos toca lo alegre y a veces nos toca lo tormentoso, y en muchas ocasiones no podemos elegir. Me parece errónea y demasiado grandiosa la idea de que escogemos siempre nuestro destino y las cartas que nos caen en suerte; a lo sumo, tal vez elegimos nuestra actitud ante el reparto, o bien cómo jugarlas. En la actualidad, algunos movimientos populares en la cultura del desarrollo personal hacen pivotar sobre el yo y su forma de pensar la clave del bienestar. Dicen que tenemos la capacidad de atraer con nuestros pensamientos (conscientes e inconscientes) la realidad que queremos vivir. Le conceden una relevancia crucial al poder del pensamiento como generador de las realidades que viviremos. Se dice con gran sonoridad que atraemos lo que nos sucede, que somos los forjadores de nuestro destino a través de nuestra mente. Es la conocida y ensalzada «ley de la atracción». Muchas personas tratan de ponerla en práctica, y un gran número de ellas se sienten frustradas al ver que algo no va bien. ¿Por qué no se hacen ricas si lo desean por activa y por pasiva? ¿Por qué no aparece la pareja que han imaginado día tras día durante mucho tiempo, concentradas y anhelantes, si además ya removieron en terapia sus obstáculos inconscientes? ¿Por qué se muere gente a la que quieren mucho si era tan necesario que siguieran vivos o sanos? ¿Por qué continúan con sobrepeso o enfermos si se visualizan esbeltos, saludables, ligeros y radiantes? No diré que se trata de una ley falsa, pero sí afirmo que no es toda la verdad; a lo sumo, representa tan sólo una parte en un todo mayor. Y agregaré que no conviene abusar de ella. Me parece que, en algunos casos, prolonga nuestra fantasía de control de la realidad. Repito: únicamente nuestra fantasía. Es cierto que la buena gestión de nuestros pensamientos determina una parte de lo que vivimos, pero tan sólo una parte. La ley de la atracción, aunque envuelta en ropajes de espiritualidad, sigue poniendo al yo como centro y núcleo de la existencia, y le otorga la presidencia, alejando de esa forma a la persona de la genuina espiritualidad, que consiste en la conexión verdadera con una inteligencia o misterio mayor, que la trasciende.
Creo necesario complementar la ley de la atracción con lo que me gusta llamar la «ley de la Gran Voluntad». Las personas podemos y debemos organizar bien nuestros pensamientos y nuestras intenciones, con fuerza, con claridad, con congruencia; podemos y debemos definir bien nuestros objetivos y deseos; y podemos y debemos encontrar creencias beneficiosas, trazar estrategias mentales y definir rieles neuronales precisos que puedan extenderse e impactar en el mundo para que las cosas sean como queremos (siempre en sintonía con el valor de la vida y el bienestar compartido). Nada enseña mejor estos caminos que la programación neurolingüística o PNL, que muestra lo bien que funcionan para las personas que toman plena responsabilidad de sí mismas y trazan con claridad sus objetivos y su futuro. Sin embargo, tras ello resulta preciso desarrollar la humildad suficiente como para soportar que Dios haga y deshaga según su voluntad y que, en ocasiones, se ría de nuestros planes, de nuestras intenciones y de nuestros acariciados deseos. Y aquí Dios significa la vida tal como es a cada momento.
Leonard Cohen escribió: «A los treinta o treinta y cinco años comprendemos finalmente que el universo no va a someterse a nuestras órdenes». Cuando la vida nos complazca y nos bendiga, ojalá tomemos con alegría esa bendición, pues la vida, en definitiva, tiene la costumbre de ser como le da la gana a cada momento, y a veces actúa como si no fuera una bendición, aun siéndolo.
Del cuento de la llave de la buena vida se pueden extraer varios mensajes que iremos analizando a lo largo de esta breve reflexión. Por ejemplo, que uno de los secretos de la buena vida consiste en aprovechar las pérdidas para ganarnos a nosotros mismos. Esto supone ir desprendiéndose de lo viejo y caduco, dejando ir, por ejemplo, viejas identidades o identificaciones que en su momento nos definieron y nos dieron alas pero que ahora nos encarcelan, nos oprimen —como viejas pieles que se nos han quedado pegadas al cuerpo— y nos producen sufrimiento. Sufrimos cuando nos mantenemos atados a añejos papeles que fueron funcionales en su momento, de manera que seguimos arrastrándolos cuando ya perdieron su vigencia, y de este modo acaban volviéndonos más pétreos que porosos, más pesados que ligeros. Uno de los mayores obstáculos para asumir las pérdidas es identificarnos con un rol y aferrarnos rígidamente a él. Para decirlo de una forma sencilla: si te gusta ir en bicicleta, ve en bicicleta, pero no hace falta que te inventes una identidad de ciclista. En el plano relativo de tu identidad mundana, ten cuidado con todo aquello que determinas con «yo soy esto o aquello», porque siempre estás en movimiento, fluctuando, sujeto a metamorfosis, muriendo y renaciendo... «Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río», proclamó Heráclito.
Si uno se identifica con el rol de profesional exitoso, lo pasa mal cuando su apogeo laboral declina. Si uno está identificado con un rol de rebelde e insatisfecho, tendrá dificultades para abrirse a lo sólido, bueno y fácil que le toque vivir. Si uno basa su reconocimiento en ser joven, le costará abrirse a la ancianidad y sufrirá por ello. Y éstos son meros ejemplos de miles de roles y personajes e identidades que nos toca encarnar y que con suerte logramos disolver para abrirnos a un después que siempre está esperando, deseoso de concretarse. Y es que el futuro vibrante tiene la increíble virtud y función de acogernos en todo momento con su creatividad.
Sufren menos las personas que no crean identidades demasiado rígidas y se mantienen ligeras y flexibles, o que toman las identidades como herramientas útiles que las llevan de aquí para allá, y no como cualidades de su ser; que saben, llegado el momento, liberarse sin esfuerzo de ellas. Personas que verdaderamente están cada vez más fondeadas en el ser y menos en su ego, es decir, que no se identifican en exceso con sus roles y funciones, ni los convierten en columnas vertebrales de nada. Afortunadamente, muchas personas sí aceptan las pérdidas y aprenden a desidentificarse, a «morir», a atravesar la puerta del quebranto y la sustracción como una oportunidad para liberarse y soltar el lastre de su identidad, para entrar en otro lugar, en otra vida más auténtica, donde vivir regidas por su esencia más que por su papel.
Como explica el cuento, es bueno tener presente que al llegar ante la última puerta no habrá más remedio que dejar partir todo, pues cuando mueres te desembarazas de todas tus alforjas e identificaciones. Cada religión o cultura llama y define esta última puerta a su manera; lo común a todas ellas es que cruzarla es visto como una experiencia de vacío y a la vez de paradójico éxtasis, producida por la vivencia del progresivo ser nada. ¿Qué importan ahí nuestras creencias, nuestros roles, nuestros afectos, nuestras ataduras, nuestras condecoraciones, nuestras amarguras, nuestros laureles, nuestras desdichas? Se desvanecen ante el vasto océano de la consciencia. Al menos así lo refieren personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte: un vacío que a la vez es plenitud y bienaventuranza, de modo que vuelves a estar en casa, en sintonía con lo esencial. Por tanto, la muerte es también una ganancia de ti mismo, de lo que eres en un sentido primordial.
Durante la vida olvidamos esto: que venimos del vacío y finalmente resbalaremos de nuevo hacia él, queramos o no. Volver a tenerlo presente es uno de los requisitos de una buena vida. Julio César lo expresó de esta forma tan bella: «Ahora puedo reconocer con una mirada a aquellos que aún no han previsto su muerte. Sé que son unos niños. Piensan que evitando su contemplación aumentan el sabor de la vida. Lo contrario es la verdad: sólo aquellos que han contemplado su no ser son capaces de ensalzar la luz del sol... Cada año digo adiós a la primavera con pasión más intensa y cada día estoy más inclinado a enjaezar la carrera del Tíber...».
En una ocasión escuché en un vídeo, a través de las redes sociales, a Hugo Dopaso, médico argentino y terapeuta gestáltico, especializado en el acompañamiento de enfermos terminales. Este médico recordó en su charla lo que le dijo un paciente joven que estaba muriéndose: «Doctor, es extraño, porque por un lado sé perfectamente que voy a morir pronto, pero por otro lado tengo la sensación de que no voy a morir». El doctor agregaba, con gran sabiduría, que su respuesta al joven enfermo había sido que ambas cosas eran seguramente ciertas: muere nuestro cuerpo, mueren nuestras identidades, roles, nombres, atributos, historia, afectos, etcétera, pero no muere el eterno que reside en todas partes y en todos y cada uno de nosotros, ni desfallece la consciencia que todo lo penetra, abarca y trasciende.
También es un reto difícil ganar sin perderse a uno mismo. Y ello consiste en no atribuirse como méritos personales hechos que en realidad son regalos de la vida. Lo veremos luego con más detalle, pero adelanto que se trata principalmente de liberarse de la idea de éxito, de la vanagloria, del ego excesivo. A este respecto, el maestro zen Hakuin nos legó un hermoso cuento que dice así:
El maestro zen Hakuin era conocido entre sus vecinos como aquel que llevaba una vida pura. Cerca de su casa vivía una jovencita japonesa muy atractiva cuyos padres regentaban una tienda de comidas. Una mañana, repentinamente, los padres descubrieron con espanto que la muchacha estaba embarazada. Esto puso a los tenderos fuera de sí. La joven, al principio, se negó a delatar al padre de la criatura, pero después de que la hostigaran y amenazaran acabó dando el nombre de Hakuin.
Muy irritados, los padres fueron en busca del maestro y lo increparon. Le dijeron que estaban ofendidos y que había actuado mal. Él se limitó a decir:
—¿Ah, sí?
Cuando el niño nació, lo llevaron a casa de Hakuin para que éste se hiciera cargo de criarlo. Por entonces había perdido ya toda su reputación, pero no faltaron atenciones en la crianza del niño. Los vecinos daban a Hakuin leche y cualquier cosa que el pequeño necesitara.
Transcurrió un año, al cabo del cual la joven madre no pudo persistir en la mentira y confesó que el auténtico padre del niño era un hombre joven que trabajaba en la pescadería del pueblo.
La madre y el padre de la chica fueron enseguida a casa de Hakuin para pedirle perdón. Después de deshacerse en disculpas, le rogaron que les devolviese al niño.
Hakuin no puso ninguna objeción. Al entregarles al pequeño, se limitó a decir:
—¿Ah, sí?
Al igual que Hakuin, para llevar una buena vida debemos resistir las acometidas del halago y de la crítica, los cantos de sirena de la bonanza y las nubes sombrías de la destemplanza, y mantenernos en un centro interior. Como decía Swami Muktananda: «Las alabanzas y las injurias son como espinas que se clavan en tus pies. No les des demasiada importancia, más bien procura quedar anclado en tu propio ser».
Y sigue caminando.
Y sigue tu camino.