Si al empezar esta reflexión citábamos a san Agustín («La felicidad consiste en tomar con alegría lo que la vida nos da y en soltar con la misma alegría lo que la vida nos quita»), ahora que estamos acabando quiero citar a santo Tomás de Aquino: «Ultima finis vitae humanae beatitutde est»: «El fin último de la vida humana es la felicidad», expresada aquí como beatitud. Porque ése es, en definitiva, el anhelo último de cualquier ser humano y de cualquier acción humana: la dicha.
Todos deseamos tener una vida buena, digna, amorosa, feliz, con sentido, alegría y en concordancia con nuestros deseos y movimientos esenciales. El asunto de cómo vivir una buena vida o del bien vivir ha ocupado, como tema central, a brillantes filósofos y pensadores. Algunos de ellos, como Séneca, Epícteto, Marco Antonio y Montesquieu, entre muchos otros, han escalado al ideario que sostiene algunas de las actuales vías y metodologías terapéuticas, de coaching y de ayuda o autoayuda. Y es que la vida, entendida como un viaje heroico o periplo del alma, anhelante de reconocerse y despertar a sí misma, no deja de confrontarnos, de sacudirnos, de aportarnos fricciones a través de los grandes temas de la existencia: el nacimiento, la sexualidad, el amor, la soledad, la muerte, los vínculos, la enfermedad, el destino clemente o inclemente, la responsabilidad y la culpa personal, la alegría de vivir, el misterio, el reconocimiento del espíritu, los aliados y las sombras interiores, etcétera. Para el viaje existencial, para una buena vida, contará inevitablemente cómo hemos resuelto o integrado estos temas y cuánto hemos amado y estamos amando. Importará que hayamos sabido tomar nuestros dones y, a continuación, haberlos entregado al torrente de la vida, evitando envanecimientos personales. Contará que sepamos escuchar el canto auspicioso de nuestros ancestros. Contará que hayamos sabido reconocer nuestras heridas, las propias y las de nuestros anteriores, y curarlas, construyendo sobre ellas alegría y vida. Y, sobre todo, será crucial que sepamos escuchar y aprovechar las llamadas que, vestidas con ropajes adversos —enfermedad, traición, sufrimiento, desamor, dolor, confusión, pérdidas, etcétera—, golpean a la puerta de nuestro crecimiento para desestructurarnos y obligarnos a cambiar, acercándonos poco a poco a la dulzura del alma desnuda como recordatorio de lo esencial de una vida.
Por tanto, una vida buena se reconoce porque la persona ha hecho lo que tenía que hacer, ha dado lo que tenía para dar, ha recibido lo que tenía que recibir y ha amado generosamente, dejando de lado una y otra vez las oportunidades y motivos para cerrar el corazón (las puertas dolorosas, los quiebres y heridas desestructurantes, los rasguños irremediables).
Una buena vida se reconoce porque, a pesar de los pesares, nos mantenemos fuertes en los rieles de la misma y nos sentimos comprometidos a vivirla a cada momento con honestidad, coraje y verdad, expulsando los demonios del sinsentido que nos invaden ante la visita de las contrariedades y las tragedias.
Una buena vida se reconoce en la alegría por la siembra y por la cosecha, y en la paciencia cuando atravesamos los yermos.
Una buena vida es una vida real que escapa de las tentaciones del artificio y el simulacro, que cruza las puertas adecuadas para el florecimiento de su alma, tanto si son puertas del ganar como del perder.
Una buena vida es aquella en la que acabamos sabiendo que, en verdad, ganancias y pérdidas son decisiones de la mente y de la cultura, pero que no existen para la hermosa e inapelable inteligencia del universo.
Una buena vida es aquella que estamos dispuestos a abandonar porque ha llegado la hora de hacerlo porque ya pasó nuestro momento, porque ya imprimimos nuestra huella y ya cumplimos nuestra tarea, y podemos partir con gratitud y cierto júbilo.
Una buena vida es aquella en la que aprendemos más y más a ser otra cosa distinta de nuestro cuerpo, de nuestros pensamientos, de nuestros personajes y roles, y de las historias que nos contamos, para reconocer otro aroma y otra libertad cuando, con valor, miramos en nuestro interior para indagar quiénes somos en verdad y nos vemos desnudos, despojados del que creemos que somos y de nuestra mente conceptual. Con alegría dejamos de ser «alguien» para reconocernos «nadie». Y, de este modo, nos recogemos un poco más cerca de nuestro ser, de nuestra quietud y nuestro silencio insondable.
La buena vida es sólo para personas reales, que son las que se atreven a vivir su propia realidad y su propia verdad, sin concesiones a lo conveniente, sin servidumbres a lo cómodo, aceptando el conflicto y la tensión natural del arco de la vida y de las relaciones humanas. La buena vida es para personas que se respetan a sí mismas al menos tanto como respetan a los demás.
Una persona real es aquella que tiene el coraje de asentarse no sólo en su propia realidad, sino en la Realidad con mayúscula. Así lo expresó Nietzsche en su biografía Ecce Homo: «Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati (amor al destino): el no querer que nada sea distinto, ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aún menos disimularlo —todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario—, sino amarlo». Dicho de forma sencilla: la persona real es la que ama los hechos, la que ama la vida tal como es y tal como resuelve ser a cada momento. Lo que nos dice Nietzsche es que, sea cual sea la realidad, el fatum, el destino, lo que importa es que al fin podamos abrazarla tal como se manifiesta, que podamos encontrar el camino para valorarla y apreciarla tal como se ofrece. Es a través del amor a la realidad y a nuestra realidad (de nuestras vivencias, sentimientos, experiencias) como nos convertimos en personas reales. El amor fati es el arco y el carcaj del viaje del héroe.
Lo que se opone al amor a los hechos, a lo real, son los idealismos, es decir, nuestras ideas (en griego, idea significa «imagen en la mente»), nuestras imágenes acerca de cómo deberían ser las cosas, de cómo deberíamos ser nosotros. Tratamos de imponer a la vida una perspectiva y le decimos: «Esto no debería haber ocurrido», o bien: «Esto que ha ocurrido no es exactamente eso, sino otra cosa», o: «Yo debería ser distinto de como soy aquí y ahora» (lo cual, además de fútil, es un imposible).
O enmarañamos la realidad con teorías a través de las cuales obtenemos un consuelo, un desahogo para que lo incisivo de los hechos resulte más manejable y menos inquietante. Algunas teorías operan como barrotes carcelarios que edifican nuestra triste prisión interior mientras pretenden amortiguar el peso de los hechos. Otras, más favorables, son flexibles y abren caminos. Pero, si por un lado es posible fabricar teorías balsámicas que nos provean de narrativas propicias de nuestra historia, por otro ayuda tener la fuerza de mirar cara a cara la realidad, incluyendo su rostro inquietante, y poder asentir a ella y poder sentirnos parte de la realidad y del propósito de toda la vida, tal como se manifiesta, más allá de nosotros y nuestra pequeña voluntad.
Así que una buena vida es una vida real, y una vida real es aquella que está conforme con uno tal como es, con los demás tal como son y con las cosas tal como son. De paso, vale la pena aclarar, para evitar malentendidos, que no se trata de resignación ante lo que no nos agrada, y mucho menos de sumisión; todo lo contrario: al mirar de frente lo que es, con plena apertura de corazón, actuamos ante aquello que podemos cambiar, sin zafarnos un milímetro, siendo adultos y mostrándonos comprometidos. Luchamos cuando se requiere. Nos relacionamos creativamente con nuestro entorno. Actuamos. No es resignación ni conformismo: es el ser humano más real que se pueda concebir, que no disipa sus energías en vanos idealismos, en refugios mentales que niegan que la vida es exactamente como es. Además, tenemos la grandeza de inclinarnos ante lo que no se puede modificar (como algunas pérdidas, por ejemplo) para que se aloje asimismo y de pleno derecho en nuestro corazón.
Las personas de edad avanzada desean mirar atrás y, al hacerlo, ver que valió la pena lo vivido. Necesitan ponerse en paz con lo que pudieron vivir y realizar, pero también con lo que no pudo ser y con las puertas que les fueron vedadas. En este diálogo constante entre los deseos propios y los de la vida, la vida se impone, soberana, y a menudo nos abraza con su inteligencia misteriosa, incluso cuando nos niega lo que parece que deseamos. Sin embargo, la paz nos alcanza cuando hemos hecho lo que estaba en nuestras manos con todas nuestras fuerzas, y nos hemos arriesgado y nos hemos invertido siguiendo los impulsos de nuestro corazón y la verdad de nuestro cuerpo.
En el libro La revolución de la fraternidad, de Paloma Rosado, encontramos el testimonio de Bronnie Ware, enfermera australiana que trabajó con personas en la fase terminal de su vida, que en su libro Los cinco mandamientos para tener una vida plena escribió que los principales lamentos y arrepentimientos (cuando los hay) de las personas que terminan su vida son:
• No haber buscado más su felicidad. Suena extraña esta constricción en un mundo en el que la felicidad parece tan valorada y un grial tan respetable y publicitado. Demasiadas personas se olvidan de dirigirle su atención y se mienten o posponen a sí mismas, postrándose ante altares diversos que se caracterizan por la alienación de uno mismo ante valores ajenos. Tal vez vivamos tiempos en los que se pregona la felicidad como valor y, al mismo tiempo, se educa en la alienación irremediable que la dificulta y la niega. Propaganda favorable y educación alienante desfilan en direcciones opuestas.
• No haberse atrevido a hacer lo que deseaban. O sea, lo que las movía en su profundidad, sucumbiendo a voluntades y requerimientos ajenos, como decíamos.
• No haber expresado sus sentimientos más a menudo. Lo cual implica no haber reconocido lo suficiente sus emociones y sus afectos, o no haber tenido el coraje de vivirlos y ponerlos en circulación para una vida más real y una comunicación más verdadera y transparente con los demás. Cuántos «te quiero» no fueron pronunciados, cuántos «lo siento», cuántos «gracias», cuántos «me duele», cuántos «me enoja», cuántos «me da miedo». Cuántas veces deberíamos haber expuesto nuestro lado más frágil a otro ser tan frágil como nosotros, haber tenido ese tipo de fortaleza. Cuántas veces apartamos nuestro latir intuitivo y sensitivo aplicando políticas de autogestión racionalista a nuestra vida y a nuestros afectos, de modo que acaban alejándonos de nosotros mismos y de nuestro centro. Afortunadamente, cada vez son más y más sonoras las voces que claman por una educación en lo emocional y en el valor de lo intuitivo y sutil, a sabiendas, como pone de manifiesto la neurociencia, de que pilotan el motor de nuestras decisiones.
• No haber recuperado viejos amigos. ¿Será que la amistad es un tipo de amor y fraternidad especial que nos endulza y vuelve más llevaderos y penetrantes nuestros pasos? ¿Cuántos amigos dejamos en el camino por la inercia de nuestras rutinas o por la desidia indolente de no poner en claro pequeños desencuentros?
• Haber dedicado demasiadas horas a trabajar. Sin comentarios. O sí: vivimos en un mundo en el que parece que debamos trabajar todo el tiempo si queremos ser alguien. Aunque quién sabe lo que será eso de ser alguien; o si es preferible su contrario.
En conclusión, parece que para construir una buena vida es importante experimentar nuestro poder personal, que nos sintamos capaces, que sintamos que podemos, que sintamos que somos y estamos vivos. Cuenta, y mucho, que sepamos que, pase lo que pase, tenemos la llave que nos permitirá abrir todas las puertas, que sin duda nos franqueará los desfiladeros estrechos para seguir avanzando. También cuenta que nos sintamos arraigados en la esperanza, no porque esperemos esto o aquello, sino porque estemos seguros de que el futuro, que está llegando a cada momento y nos abraza con sus inciertas señales, nos enseñará una vez más que podemos con él, que no incurriremos en excesos vanidosos por nuestros logros, que no nos perderemos en las ganancias y que no nos caeremos del todo por nuestros fracasos, pérdidas y culpas. Y que trataremos de obtener ganancias incluso de nuestras pérdidas y que invariablemente nos volveremos más fuertes, más verdaderos y más libres. Retomando a Nietzsche: «Lo que no te mata, te fortalece».
La llave de la buena vida nos hace humanos porque es igual para todos, porque iguales somos como hermanos y porque la inteligencia divina es igual para todos y en todos. Pero también nos hace humanos porque es distinta para cada uno, singular, porque somos hijos de diversos padres y tenemos genes diferentes, formamos parte de familias distintas, hemos crecido en diferentes lugares, idiomas, culturas, etcétera. Distintas caras, cuerpos, historias, ecos. Es única para cada uno porque tenemos historias personales, pasiones y creencias singulares que nos pertenecen, nos acompañan y nos colorean de modo desigual. Porque tenemos rostros individuales en los que late lo común.
La llave de la buena vida es la llave que abre todas las puertas y nos pone en contacto con nuestra naturaleza profunda. Abre las puertas del ganar y las puertas del perder, sin olvidar, como hemos visto, que a menudo perder es ganar y, desgraciadamente, ganar es perder. ¿Cuántos, por ejemplo, se perdieron a sí mismos con sus logros, sus éxitos, sus identidades, que les creaban el espejismo de ser alguien en el mundo? ¿Y cuántos se ganaron de nuevo a sí mismos cuando algo crucial les fue arrebatado y se vieron quebrados, pulidos inevitablemente en su statu quo y en sus egoicas pretensiones, obligados a buscar refugio interior en un lugar distinto de sus roles sociales, sus funciones, sus creencias, sus sentimientos y afectos? Es extraño y bello a la vez el hecho de que, para algunos, cuando todo se derrumba, refulge de nuevo, como una gran oportunidad, el tesoro interior que había quedado velado y dormido. Es extraño y bello a la vez el hecho de que, cuando el dolor emocional real de las pérdidas quema al plañidero ego y atormenta al cuerpo físico, como regalo lo vacía y lo libera, haciéndolo siervo de otra voluntad.
La llave de la buena vida es, en suma, la llave de los siglos, la llave de los tiempos, la llave mágica que siempre soñamos poseer, sin saber, ciegos e insensatos, que colgaba de nuestro cuello en todo momento. Es el legado de muchas personas anteriores a nosotros, como nuestros padres, que pudieron, que tuvieron la llave en sus manos, que se plantaron ante infinidad de puertas que, como grandes oportunidades, les brindaron el acceso a una vida con sentido. Transitaron por sus aciertos y también por sus errores, sus ensoñaciones y sus despertares, sus luces y sus sombras, y nos legaron la llave cual brújula que sigue diciéndonos a todos y cada uno: vive, y hazlo con belleza, y para ello sé tú, y alégrate por ello, en cada momento de tu vida. Y jamás permitas que se duerma en ti el recuerdo del Ser desnudo, de la gran presencia, del Tao, del Atman, de Dios. Y es que la vida como es, latiendo en cada uno como es, resulta ser la llave misma. No su forma ni su material, sino su esencia. No su diseño ni sus dientes, sino su oro constituyente. La llave es el Ser. Y, con ella, todas las puertas te serán franqueadas.