Envolviendo los Órdenes del Amor resuena una bella sabiduría existencial que abarca no sólo el buen amar, sino también, y sobre todo, el buen vivir. Podríamos decir que hay unos Órdenes de la Existencia implícitos en los Órdenes del Amor: de ellos hablaré en estas líneas, pero lo haré cediendo de nuevo a mi impulso fabulador, de manera que la historia que voy a contar sirva a la vez de texto y de pretexto...

Los protagonistas de esta historia se llaman Juvenal y Gerontal. Nacieron el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, bajo idéntica temperatura ambiental. Hijos de los mismos padres y nietos de los mismos abuelos, ocurría, sin embargo, la rareza de que no eran hermanos. El enigma se explica por el hecho de que compartían el mismo cuerpo, sin otro remedio que residir en él durante el tiempo que durara su vida. Juvenal nació nuevo, con cero horas, cero minutos y cero segundos, y empezó como todos tomando su primera y tierna bocanada de aire. Gerontal nació exactamente en el mismo momento, pero el azar había dinamitado previamente el espejismo del dios Cronos y, en alianza con las modernas teorías que dicen que el tiempo no existe, nació anciano, quedándole apenas la última bocanada de aire. Juvenal empezaba su vida, Gerontal la terminaba. Juvenal era una criatura llena de futuro; Gerontal, un ser lleno de pasado y ya muy cercano a abandonar el juego del mundo para regresar de nuevo, desnudo, a su verdadera identidad: la de Eternal, el eterno, el no nacido, el no fallecido, el eternamente presente, el consciente. Porque en verdad eran tres: Juvenal, Gerontal y Eternal. Y es que en cada vida singular somos muchos, sin duda, y como mínimo tres. En este caso estaba Juvenal, con una vida por vivir, con unos logros por realizar, con unos errores por cometer y con un futuro por dibujar. Y Gerontal, con una vida vivida, con satisfacciones, bálsamos y cicatrices, lleno de sabiduría acumulada, como la del viejo timonel que no se arredra en las tempestades porque ya sobrevivió a muchas y conoce la paciencia y lo cambiante de las buenas rutas, y además está dispuesto a entregar su vida con generosidad a la inmensa tejedora. Y Eternal, como el tambor del misterio que en momentos cruciales de la vida nos obliga a seguir su música imperiosa en lugar de nuestra melodía personal.

Gerontal, antes de expirar, entregó un bello regalo a Juvenal: una carta en forma de sueño para que a Juvenal se le hiciera legible al llegar a la mayoría de edad. En ella le transmitía los conocimientos esenciales sobre los Órdenes que gobiernan la existencia. La carta decía así:

Querido Juvenal:

Yo soy el anciano en quien te convertirás dentro de muchos años y vengo desde tu futuro para hacerte un regalo: un conocimiento ancestral llamado los Órdenes de la Existencia que he ido adquiriendo a lo largo de la vida que está por venirte (y que para mí ya pasó). Esos Órdenes son principalmente tres y se pueden resumir así:

La vida es más grande que uno mismo.

La vida se encuentra en el futuro.

El sentido de la vida es servirla.

Sobre el primero, es bueno que sepas, Juvenal, que la vida nos sonríe y nos complace a veces, y otras nos frustra y nos hace llorar. Y ambas cosas son correctas, y en verdad cuesta determinar si la vida cuida mejor de nosotros cuando nos complace o cuando nos despedaza. Nunca se sabe si avanzamos en los momentos expansivos o en los momentos de retracción, cuando ganamos o cuando perdemos. Si puedes, mantén siempre la confianza a pesar de las inclemencias que te visiten. Tu voluntad, tus deseos, tus miedos, todo lo que conforma tu identidad, es pequeño frente a la voluntad de la vida. A veces te sentirás como un barquito en medio de un gran océano. En ocasiones seguirás tu propio rumbo, en otras serás llevado. La vida es más grande, Juvenal, así que debes aprender a sintonizarte con sus propósitos (a menudo incomprensibles), incluso cuando no encajen con tus deseos personales.

Con el tiempo aprenderás a pensar en la felicidad como una ecuación que combina dos factores complementarios. El primero consiste en invertirnos con todas nuestras fuerzas en la dirección de lo que nos mueve y nos conmueve. El segundo, en entrar en sintonía con los propósitos de la vida, aunque no encajen con nuestros anhelos internos, y permitir que nos lleve en sus brazos. La vida hace que ocurran infinidad de hechos que no queremos, que son difíciles o dolorosos; cuando alguien muere, por ejemplo, o cuando alguien mata, o enfermamos, o aquel al que amamos ya no nos ama, o no tenemos los hijos que deseamos, o los padres o los hijos son como son, y no como quisiéramos.

La vida es una especie de diálogo existencial, con suerte creativo, entre nuestros deseos y los suyos, pero siempre es soberana y a menudo no pregunta ni consulta, sólo actúa, y navegamos a la deriva de su azar. Los más felices son los buenos navegantes, que saben ponerle buena cara al mal tiempo y construir vida sobre la contrariedad. Los más desgraciados se agarran a la contrariedad para justificar que viven menos. Los más felices son los que logran la aceptación, el gran sí a la existencia. En realidad, si hubiera que reducir lo que ayuda a una sola comprensión, ésta podría resumirse en un inquebrantable «sí» a la vida. Cada vez que tengas una dificultad o un ser querido tenga un problema, puedes preguntarte a qué o a quién se dice no, a qué o a quién no se logra integrar y amar. Decir no es un intento legítimo de escapar del dolor, la culpa, la vergüenza o la indignidad, pero has de saber que la huida teje sombras alargadas. El destino que aceptamos nos toma en sus brazos y nos conduce a la vida; en cambio, aquel del que tratamos de escapar nos persigue reclamando su derecho imperioso a ser.

Querido Juvenal: Elige siempre lo real frente a lo ideal; elige el amor a todo lo existente frente a tus creencias, a tu ideología, a la pequeñez de tus ideas de justicia infantil que aplacan tu mala conciencia. Trata de seguir la máxima de san Agustín: toma con alegría lo que la vida te trae y suelta con la misma alegría lo que la vida te quita. Y añadiría yo, quizá para calmar a los que confunden grandeza con conformidad: trata de cambiar las cosas que sí puedas y no ceses en tu empeño de contribuir a crear un mundo mejor. En la juventud, uno se cree muy grande, muy «yo», y lo grita a los cuatro vientos, pero luego, con el tiempo y con fortuna, se adelgaza a sí mismo y se vuelve más y más «tú», y luego más y más «todos». Avanzar, crecer, significa extender el corazón en todas las direcciones: hacia todo, hacia todos, sin exclusión. Y crecemos agrandando más y más los movimientos expansivos del corazón, hasta que no hay un solo gramo de lo que llamamos «otros» que no sea parte nuestra. Crecemos cuando somos más lo ajeno y la alteridad que cuando somos más yo. El corazón se mantiene vivo mientras desafía a esa pequeña conciencia repleta de argumentos del yo y sigue expandiéndose, entregado a la vida.

El segundo Orden de la Existencia, como te decía al principio de este sueño, es: «La vida se encuentra en el futuro». Hazte la siguiente pregunta, Juvenal: ¿Dónde vivirás el resto de tu vida? La respuesta certera es: en el futuro. Esto tal vez te parezca extraño, pues es muy fuerte nuestro amor y nuestra conexión con el pasado, con nuestra familia, padres, infancia, raíces y todo aquello que nos ha hecho llegar al lugar en el que estamos. Es obvio que el pasado nos sostiene y nos bendice, pero la buena vida se halla en el futuro. Mantente siempre a la escucha: el futuro no cesará de convocarte con su canto ineludible. Los horizontes de mañanas que parecen lejanos pondrán tus pies firmes sobre las huellas del camino que harás al andar.

Mirar al futuro y quererlo nos sostiene en igual medida que nos sostuvieron nuestros padres y nuestros anteriores. Mira a lo lejos y me descubrirás como Gerontal, ya mayor, feliz por la vida vivida, conforme, fértil, calmo al entregarla; y verás a nuestros hijos y nietos, y cómo la vida se extiende en nuestros posteriores y aún más allá, llenándote el corazón de futuro. Lo que más agradece el pasado es un futuro bello; lo que más agradecen nuestros anteriores es el progreso, la luz y la dicha de sus posteriores. No dejes de orientarte hacia el mañana.

Los budistas dicen sabiamente que el pasado es un cementerio: de él sólo nos quedan imágenes y recuerdos. También dicen que del futuro sólo tenemos promesas, que únicamente existe el presente. Es cierto: la vida se vuelve sólida, serena y refulgente en el presente silencioso. Es su refugio natural, su morada. Eternal, nuestra verdadera esencia sólo conoce el ahora y su dicha. Él vive en nosotros el presente eterno. Pero el presente es tan fugaz para la mente que sólo la domarás mirando hacia delante. Nada puede haber más triste y sombrío que una mente atrapada en las heridas del pasado. Nunca te excuses en el pasado como para detener tu vida. Nunca digas: mis heridas son tan grandes que ya no me quedan fuerzas. Quizá te sirvan estos versos del poeta Mario Benedetti:

No te rindas, aún estás a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo,
aceptar tus sombras,

enterrar tus miedos,
liberar el lastre,
retomar el vuelo.

El tercer Orden de la Existencia trata del sentido de la vida, Juvenal. Lo importante es servirla, amarla. Desde mi vejez te digo que lo que me colma es todo aquello que pude darle a la vida, y también todo aquello que ésta me dio y supe recibir con gozo, y lo que decora mi espíritu es todo el amor amado.

Te miro y veo tu vida, Juvenal: sé exactamente cómo será, y vengo a susurrarte que hay tres grandes pecados que debes evitar. El primero es dar lo que no tienes y no eres; el segundo es no dar lo que tienes y eres, y el tercero es no tomarte el trabajo interior de distinguir lo que tienes y eres de lo que no tienes ni eres. El primero es un pecado que rinde pleitesía al demonio de la falsedad y la impostación; el segundo, al de la cobardía, y el tercero, a la acedia o pereza de conciencia para escuchar los propios movimientos profundos. Ten siempre el coraje de respetar lo que tienes y darlo a la vida, sea lo que sea: escribe poemas, toca el arpa, cásate, sé jardinero... Entrega aquello que te mueve, que es tu don, tu talento y tu regalo. No quieras impostarte, no quieras ser quien no eres, no quieras aparentar que tienes la gracia del verso si la musa no pretendió dártela. Sé real, verdadero, no un personaje fabricado para interpretar en el mundo. Aprende a escuchar tu cuerpo y tu verdad interior en las horas más calladas de la noche: en ellas descubrirás lo que debes hacer irremediablemente. Apunta, pues, tus flechas al futuro, que construyan vida. En ello y en el amor que hayas vivido encontrarás sentido.

A cada persona la orientan proezas, amores y valores distintos. Cuando tengas cuarenta y siete años leerás a Bertrand Russell y descubrirás maravillado lo que escribe en el frontispicio de su autobiografía (que luego usarás en dos de tus libros, éste entre ellos): «Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento humano. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación». Y concluye: «Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivir, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad».

Ahora, Juvenal, yo también termino la vida que avanza en ti: la he hallado bella y digna de vivir, y hoy me despido con tanto amor y con tantos hermanos que no los puedo contar. Tú, vive.

Y Juvenal creció, como la mayoría de los hijos, bendecido por su pasado —sus padres y su familia y ancestros— y sobre todo por la presencia de Eternal —el que nos mantiene despiertos y conectados con el Ser sin forma en todo momento—, pero también, especialmente, por la presencia y la sabiduría de Gerontal, emisario del futuro...

Esta breve historia nos dice, en definitiva, que hay un orden existencial que subyace al amor y lo amplifica, que interesa recordar y respetar, y que consiste básicamente en saber reconocer lo que parece una obviedad: que la vida es más grande que el yo o que el yo se hace pequeño frente a la vida. En el juego de la vida nos enfrentamos de forma constante a ese diálogo entre nuestros deseos (y nuestros temores) y los deseos de la vida. Un diálogo en el que es la vida quien tiene la primera y la última palabra, porque en cierto modo somos vividos por el vivir; es decir, no es únicamente que vivamos nuestra vida, sino que la vida se vive a sí misma a través de nosotros. Somos su maravilloso experimento. En un nivel, la vida nos pertenece y estamos invitados y obligados a vivirla con responsabilidad y sentido; pero, en otro nivel, somos siervos de su misterio y de su potestad. Asentados en esta comprensión, quizá sea más posible sentir el aroma de cierta felicidad que tiene un tono espiritual y existencial, que destila quietud y centramiento, rebelándose un poco independiente de cómo nos van las cosas y de lo que experimentamos a cada momento con su vaivén inexorable.

Dicho esto, también conviene añadir que la mayoría de las personas, como mamíferos que somos, estamos mejor y más felices cuando disfrutamos de vínculos ricos y profundos, tenemos relaciones gozosas y estimulantes y pasamos nuestros días en convivencias bien condimentadas y nutritivas. Lo que nutre, lo que gratifica, lo que calienta el corazón, como mamíferos y seres vinculares que somos, son nuestras relaciones. Y está demostrado que las personas que viven en campos relacionales más ricos, que tienen buenos amigos y un confiable tejido afectivo y social, están mejor sujetas a la vida y tienen más ganas de vivir. Por tanto, vivimos más y más gozosamente a través del calor que desprende el colectivo en el que estamos insertados, y en el que somos capaces de recibir y disfrutar, y también muy especialmente a través del calor que somos capaces de dar a los que nos rodean.

En resumen, si bien la vida es más grande que nosotros y escribe con su sumo poder lo que es, permite asimismo que cada uno de nosotros trate de ser el mejor amanuense posible para ensayar un relato bello y satisfactorio de su vida. Se trata de una dialéctica permanente: debemos hacer lo que queramos hacer, sí, pero después aceptar que la vida hará según su capricho y voluntad.

Hace un tiempo escribí: «El Yo tiene que arriesgarse con todas sus fuerzas en la dirección de lo que desea. No nos quedemos en casa. No disminuyamos nuestros sueños. No dejemos de querer aquello que anhelamos profundamente. Invirtámonos. Arriesguémonos en la dirección de lo que nos mueva: me mueve el amor, una pareja, me mueve tener hijos, me mueve escribir poesía, me mueve cocinar para los demás, me mueve ser carpintero, me mueve contemplar el mar. Entonces nos arriesgamos en la dirección de lo que se anhela en profundidad y esto nos acerca un poquito hacia la felicidad; y estamos en paz con nosotros porque damos los pasos adecuados para ir al lugar al que queremos ir. Luego la vida dirá. Y la vida tiene la última palabra. Y cuando la vida habla, entonces nosotros escuchamos. Y cuando logramos escucharla, entonces estamos también en una mayor sintonía con nuestra felicidad».