Un buen día, un hombre y una mujer se miraron a los ojos y percibieron un destello especial. Se dieron cuenta de que habían hecho un largo recorrido juntos, de que tenían una dilatada historia en común. Recordaron la primera vez que se vieron y se sintieron intensamente movidos el uno por el otro, y cómo a partir de aquel movimiento fueron dibujando en el horizonte un destino común. Recordaron también cómo se unieron en el amor y en la sexualidad, cómo iniciaron luego su proyecto de convivencia y cómo se convirtieron en padres. Con aquella mirada tomaron conciencia del largo camino que habían hecho juntos y se sintieron afortunados.
Entonces la mujer le dijo al hombre:
—Ya hemos pasado un largo tiempo el uno junto al otro. Y nuestro hijo está a punto de cumplir dieciocho años.
—Sí, así es.
Cayeron en la cuenta de cuán rápido había transcurrido el tiempo y cuán intensa había sido su vida, y de cómo la fuerza de esa vida empujaba ahora al hijo a recorrer su propio camino. Y se sintieron felices. La vida los había unido y les había entregado a aquel hijo, al que habían acompañado hasta casi convertirse en un adulto.
Entonces el hombre le dijo a la mujer:
—Tenemos que celebrarlo. Cumplir dieciocho años es algo muy especial. Creo que es el momento adecuado para una celebración y un ritual para mostrarle nuestra alegría de ser sus padres y para entregarlo a su propia vida con todas las consecuencias. Tendrá que saber que le llega la vida adulta y que, le guste o no le guste, le cueste o no le cueste, no podrá sino estar al timón de su propio destino.
La mujer lo miró y asintió. Y se pusieron a pensar de qué forma celebrarían aquel hito tan importante en la vida de la familia.
Cuando el hijo regresó a casa, los padres, aún conmovidos, salieron a su encuentro. Lo miraron y le dijeron:
—Como sabes, pronto vas a cumplir dieciocho años y queremos que tengas una celebración especial, una ceremonia ritual de paso a tu mayoría de edad.
El hijo se extrañó de aquel tono solemne y pensó: «Pero ¿qué les ocurre a éstos? ¿Una celebración especial? ¿No habrán tomado algo o se habrán emocionado más de la cuenta?». Pero enseguida vio que en el rostro de sus padres había serenidad, y que su tono era trascendente pero cercano. Entonces el hijo sintió por todo su cuerpo el leve temblor que anuncia la proximidad de los momentos cruciales en la vida. Sintió, más en concreto, que estaba acercándose el momento en que dejaría de ser niño para convertirse en adulto.
—El día de tu cumpleaños —le dijeron los padres— te esperaremos a las ocho de la tarde en casa. Lo celebraremos y recibirás de nosotros un regalo para el resto de tu vida.
El hijo sintió un nuevo escalofrío, pues comprendió que se enfrentaba a algo incierto, misterioso y sorprendente. Le gustaban las sorpresas, pero en ésta adivinaba cierto sabor agridulce. Por un lado, veía el rostro amoroso y alegre de sus padres, y eso le transmitía dulzura y confianza; pero, por otro, la solemnidad y ceremonia con que le hablaban lo inquietaban, pues le hacían sospechar que estaba a punto de dar un gran salto en el camino de su vida en el que habría que dejar cosas atrás.
Así que llegó el día y la hora señalados. El hijo acudió a la cita puntualmente y encontró a sus padres en el salón. No estaban solos: también habían acudido sus hermanos, sus abuelos, otros familiares cercanos y sus mejores amigos. Los padres habían preparado una mesa especial, con un mantel muy elegante, una vajilla nueva y un centro con flores frescas. Sobre la mesa había también un cofre cerrado, y el hijo enseguida intuyó que aquel cofre debía de contener el regalo que le habían prometido, aquel que debía servirle, según le habían dicho, para el resto de su vida.
Cuando se acercó, sus padres lo abrazaron y le dijeron:
—Nos sentimos muy felices de que hayas venido a nuestra vida, de quererte y de tenerte como hijo. Y nos sentimos extraordinariamente afortunados por el privilegio que ha supuesto acompañarte desde el momento de tu nacimiento hasta hoy, hasta el día en que llegas a la mayoría de edad.
Después de una pausa, el padre continuó:
—Queremos decirte, para que no te quepa ninguna duda, que a partir de hoy seguirás teniéndonos siempre a tu lado como padres, que podrás contar con nosotros en todo momento, que te respaldamos y bendecimos. Sin embargo, ha llegado el momento de que te entreguemos a tu propia vida con todas las consecuencias. Eres adulto y te toca jugar las cartas que te corresponden a tu manera. Por eso, a partir de hoy tu vida queda en tus manos y te pertenece por completo. Te entregamos a ella, y al mismo tiempo te damos un regalo que te servirá para el resto de tus días. Está dentro de ese cofre que ves sobre la mesa. Puedes abrirlo.
El hijo volvió a experimentar la misma sensación ambivalente y agridulce de unos días atrás. Veía alegría en los padres, pero también cierta pena por dejarlo ir.
Se acercó a la mesa, tomó el cofre en las manos y lo abrió. Enseguida descubrió cuál era el regalo que sus padres le entregaban para el resto de su vida: una llave. Una llave de oro con tres dientes.
Entonces los padres dijeron:
—Esta llave es nuestro regalo. Con ella podrás caminar el resto de tu vida y vivir una buena vida. De hecho, es la llave de la buena vida.
El hijo sacó la llave del cofre y la observó. La tomó en sus manos y experimentó una deliciosa sensación de luminosidad y fuerza. Y preguntó a sus padres:
—¿Esta llave abrirá todas las puertas que encuentre en el camino de mi vida?
—Puedes estar seguro de que así será —contestaron ellos.
El hijo se sintió satisfecho, pero al cabo de unos segundos surgió una nueva pregunta en su mente. Y dijo:
—Pero, si un día me encuentro ante dos puertas, ¿cómo sabré cuál debo abrir?
—Cuando te encuentres en esa situación —respondieron—, elige siempre la puerta de la izquierda.
—¿Y por qué la de la izquierda?
—Porque la puerta de la izquierda conduce a la vida —le dijeron.
—¿Y la de la derecha?
—Bueno, la de la derecha también conduce a la vida, pero, si puedes, escoge siempre la de la izquierda.
El hijo mostró su desconcierto por esta respuesta.
—No lo entiendo —dijo—. Si ambas conducen a la vida, ¿por qué debo escoger la de la izquierda?
—Porque la puerta de la izquierda es la puerta del ganar, del ampliar, del sumar, del expandir, del enriquecer, del yuxtaponer, del acrecentar, del fertilizar. Y nosotros, como padres, deseamos que tengas una vida plena, variada, rica y fértil. Deseamos que cruces muchas veces la puerta del ganar y que cada vez sumes algo bueno que te haga sonreír: un conocimiento, un amigo, un amor, una experiencia, una comprensión, una propiedad, un hijo, un aprendizaje, una creación, un emprendimiento, una entrega... O bien más recursos internos, o más salud y vitalidad, o que actives nuevas y variadas identidades y fortalezas. Deseamos que tu vida sea muy muy rica, plena de los retos y logros que necesites para ello; deseamos que esté colmada de pasos bienaventurados.
Los padres se detuvieron un momento y se miraron amorosamente. Luego siguieron con su explicación:
—Por tanto, te deseamos que cruces a menudo la puerta de la izquierda. Pero has de saber que la vida tiene una medida exacta de las cosas e impone un perfecto balance existencial de resultado cero, por lo que inevitablemente también tendrás que atravesar la puerta de la derecha tantas veces como la de la izquierda. Nosotros no te deseamos la puerta de la derecha, pues es la puerta del perder, del retraer, del soltar, del limitar, del caer y del decrecer, y como padres queremos que crezcas y ganes todo el tiempo, pero también queremos que estés preparado y sepas perder y menguar cuando lleguen momentos de descenso, sequía y aflicción. Debes saber que todo lo que ganes lo perderás algún día, y todo lo que eres dejarás de serlo, y tienes que ser tan fuerte como humilde para cruzar también las puertas del perder. Porque en la vida a veces te visitarán los menoscabos y despedirás, por ejemplo, a un amigo, o parte de tu salud, o un amor, o una pareja, o una vieja identidad que te había sido útil, o un recuerdo, e incluso hay personas a las que les toca vivir el tránsito doloroso de que su hijo pase por una enfermedad grave, o incluso de asistir a su muerte.
Aquellas palabras incomodaron todavía más al hijo, que se volvió y miró instintivamente hacia la puerta del salón.
—O perderás una casa, un objeto que apreciabas mucho u otra propiedad —siguieron los padres—. Y algún día también nos despedirás a nosotros, por supuesto. Y cuando cruces esas puertas menguantes, el dolor llegará hasta ti y te obligará a hacerle frente. Después de las sonrisas del ganar, tendrás que exponerte a las lágrimas del encoger y liberar.
El hijo, cada vez más incómodo, asintió nervioso a la explicación.
—Entiendo —dijo—. Estáis diciéndome que la misma llave me permitirá abrir y atravesar tanto la puerta del ganar como la del perder, ¿verdad?
—Así es.
—Y que debo escoger, siempre que pueda, la del ganar, o sea, la izquierda, pero sabiendo que en ocasiones la vida me obligará a pasar por la de la derecha, que es la del perder. ¿No es así?
Ambos progenitores asintieron a la vez. Se disponían a seguir con su explicación, pero el hijo los interrumpió y dijo:
—Os agradezco mucho vuestro regalo y prometo llevarlo siempre conmigo, pero ahora debo dejaros. Siento no poder quedarme a terminar de celebrar mi cumpleaños con todos, pero me esperan muchas puertas que cruzar.
Y dio media vuelta y se fue, en parte impelido por el impulso impaciente de vivir, experimentar y conquistar, y en parte por la incomodidad que le generaba oír hablar de pérdidas y dolor. Los padres, que deseaban explicarle más cosas sobre la llave, se sintieron un poco tristes al ver salir al hijo del salón, pero pensaron que algún día, si lo deseaba, volvería para escuchar lo que faltaba de la explicación y recoger, así, el resto de su regalo.
A partir de aquel día, el hijo empezó a caminar por el sendero de su propia vida. De vez en cuando llevaba la llave de oro colgada sobre su pecho, pero la mayor parte del tiempo la tenía guardada en su casa, aunque, simbólicamente, la albergaba en su corazón. Deseaba corresponder a sus padres por todo lo recibido, de modo que atravesó muchas veces la puerta de la izquierda. Empezó así a tener una vida próspera. Estudió y adquirió conocimientos y habilidades que le permitieron buenos desarrollos profesionales y una buena posición económica y social. También se casó, estableció un hogar y tuvo hijos. Cruzó abundantes puertas del ganar, conoció a fondo el éxito y el orgullo de lo logrado. Todo parecía sonreírle.
Sin embargo, poco a poco empezó a engordar y perder ligereza. Se identificaba cada día más con sus logros y reconocimientos, de modo que, sin darse cuenta, comenzó a perder humanidad y a desarrollar brusquedad y rudeza. Enfrascado en las preocupaciones de quien tiene y no quiere perder, aminoró su capacidad de vivir y de gozar: dedicaba poco tiempo a sus hijos o lo hacía de manera puramente formal y operativa, y la relación con su pareja se volvió más y más acartonada, como si hubieran sustituido la vieja vivacidad y alegría de estar juntos por una bella puesta en escena de roles perfectos. Casi imperceptiblemente, se le fue endureciendo la piel, y protegió su corazón tras los muros de un castillo artificial donde ya no reinaba la alegría.
Con los años se obsesionó con el ganar. Y, en su afán por acumular, empezó a autoengañarse creyendo ser el personaje exitoso y orgulloso que había construido. Se olvidó de los amigos y descuidó a su propia familia, a la que sólo veía algunos breves momentos los fines de semana. Cuando estaba próximo a cumplir los cuarenta, su mujer se marchó y se llevó a los hijos de ambos, dejándolo solo. Se dio cuenta entonces de que había acumulado muchas cosas, pero era infeliz. Es más, ahora que su mujer lo había dejado, se sentía terriblemente desgraciado. También con pavor se atrevió a pensar por primera vez que su puesto de socio en el importante bufete de abogados que había creado lo oprimía.
Entonces, una noche de soledad y desesperación, sacó la llave de un cajón y recordó la conversación con sus padres. Y pensó que debía de haber algún problema con la llave, que tal vez no funcionaba del todo bien. Se preguntó por qué, si aquélla era la llave de la buena vida, estaba padeciendo tanto dolor y mal vivir. De modo que, el mismo día que cumplía cuarenta años, fue a visitar a sus padres, que como siempre lo recibieron afectuosamente. Les explicó la situación que estaba viviendo y lo desgraciado que se sentía, y les dijo:
—He hecho siempre lo que me aconsejasteis: he escogido siempre la puerta de la izquierda. Sin embargo, no soy feliz. ¿Acaso no funciona bien la llave que me regalasteis? ¿O es que yo no entendí cómo debía utilizarla?
A lo que sus padres respondieron:
—Lo cierto, querido hijo, es que aquel día tenías tanta prisa por salir a la vida y empezar a abrir puertas que no nos diste la oportunidad de explicarte algo importante: por qué la llave tiene tres dientes y qué simboliza cada uno de ellos.
El hijo sacó la llave de un bolsillo y la miró con sorpresa, como si reparara por primera vez en aquel detalle.
—Es cierto, tiene tres dientes. Pero nunca pensé que esto fuera importante. ¿Podéis decirme por qué son tres dientes y no dos ni cuatro?
—Porque tres son los recursos esenciales que necesita reunir cualquier persona para avanzar y tener una buena vida. Son los tres invitados que, como asistentes interiores, debes convocar cada vez que atravieses una puerta.
—Vaya, veo que no debí salir corriendo aquel día.
Los padres sonrieron, felices de poder entregar al hijo el resto de su regalo de cumpleaños, aunque fuera con retraso.
—¿Y cuáles son esos tres invitados? —preguntó el hijo.
—Se trata de la verdad, la valentía y la conciencia. Es muy importante que en la vida te mantengas siempre y a cada momento cerca de tu verdad interior y tu experiencia real, sea la que sea, y la respetes. Éste es el recurso de la transparencia, el de estar en la vida siendo quien eres y no otra cosa. Porque, si no permaneces en tu verdad, en tu ser real, caes en la impostura, en la falsedad, en la construcción de un personaje. Y quien vive la vida desde un personaje se aleja de sí mismo y sufre inevitablemente.
—Sí —dijo el hijo—. Sé de lo que habláis. Eso es lo que me ha sucedido a mí. Me he convertido en un conjunto de roles que debía representar, impostándome aquí y allá, incluso mintiéndome a mí mismo. Ahora lo veo y me duele, y me avergüenzo de mi falta de autenticidad.
Los padres se miraron y sonrieron, contentos de comprobar que su hijo había abierto los ojos a su verdad interior.
—¿Y en qué consisten los otros dos recursos, la valentía y la conciencia?
—La valentía tiene que ver también con la verdad, pues es el valor de mantenerte en tu camino, en tu autenticidad, a pesar de los contratiempos, las presiones sociales o los vaivenes de la vida. Es decir, atreverte a vivir arriesgándote a ser lo que eres a cada momento y a dar lo que tienes, superando el miedo al fracaso o a la crítica de los demás. Es la fuerza para sostenerte en tus propios pies y confiar en tus valores, la capacidad de volver a tu dirección cada vez que algo o alguien te desvía de ella. La fuerza guarda mucha relación con la confianza, pues la fuerza se alimenta cuando sentimos la certidumbre de que el mundo es y puede ser un lugar bueno y aceptable, un lugar en el que tienes la posibilidad de avanzar desde tus propios impulsos, desde lo que mueve el deseo esencial de tu corazón y de tu cuerpo.
Al oír esto, el hijo empezó a sentir que surgía de su interior una fuerza nueva, la de aceptar su propia verdad y su impulso, y la voluntad de mantenerse en ella. Y sintió la necesidad de salir corriendo para ir al encuentro de su mujer y sus hijos y explicarles que, ahora sí, podía reconocer el movimiento de su corazón y eludir la seductora voz de su poderoso y aparentemente exitoso personaje. Sin embargo, se frenó un instante para acabar de escuchar la explicación sobre el tercero de los dientes de la llave de la buena vida.
—El tercer recurso —le dijeron— es la conciencia, la atención, el darse cuenta, lo cual significa que tienes que estar siempre despierto y atento a lo que te está pasando, a lo que estás viviendo, a tu propia experiencia, a tu cuerpo, a tu corazón, a tus emociones, a tu alma, a tus deseos, a tus temores, a tus anhelos... Es decir, a tu movimiento interior. Sólo así reconocerás en todo momento y con claridad quién eres y qué te pasa, y podrás decidir qué hacer con ello y cómo vivirlo o expresarlo.
—Sí, ya lo entiendo, es estar presente y atento para escucharse a uno mismo, y de este modo no desviarse mucho del propio camino.
—Así es.
El hijo se levantó y dijo:
—El ansia de ganar me ha hecho olvidar lo esencial. Y me he traicionado.
—No es necesario que seas tan duro contigo mismo —replicaron sus padres, levantándose asimismo—. Errar y perderse también forma parte del juego de la vida, aunque conviene no perseverar mucho tiempo en los errores sólo porque se convirtieron en un camino acostumbrado.
»Será más útil para ti que recuerdes que estos tres recursos llevan asociados tres grandes pecados: la falsedad, la cobardía y la inconsciencia. Son errores o extravíos acerca de nuestra flecha existencial, pues hacen que se desvíe del blanco al que tiene que dirigirse. Caer en el pecado de la falsedad o impostura significa pretender ser lo que no eres y tratar de darle a la vida lo que no tienes, es decir, funcionar con lo que tu personaje ideal cree que es conveniente y adecuado. La cobardía, por su parte, es no ser lo que eres o no darle a la vida lo que sí tienes para dar, por miedo al rechazo o al ridículo. Por eso, su reverso es el coraje, la confianza y el valor. Y, por último, la inconsciencia es no perseverar en la actitud natural y espontánea de prestar atención a tu interior para descubrir quién eres a cada momento y qué es lo que realmente tienes para darle a la vida.
Tras escuchar esto, el hijo los abrazó, les dio las gracias efusivamente y se dirigió corriendo a la puerta. Tenía prisa por ir en busca de sus amados hijos con estos destellos de humanidad recobrada, y tratar de hablar con su mujer para compartir su parte de responsabilidad en su separación o intentar reencauzar o revitalizar el amor que seguía vivo entre ellos, tanto para retomar la relación como para soltarse con gratitud. Los padres hubieran deseado explicarle una cosa más, pero pensaron que la vida tiene sus propios designios, que cada persona aprende a su ritmo y que tal vez, algún día, su hijo volvería a buscar el resto de su regalo de cumpleaños.
Con aquella crisis, el hijo supo lo que era transitar por la puerta de la derecha y abrirse al dolor, permitiéndolo y aprendiendo que un poco de tristeza riega el alma con una humanidad renovada. Aunque trató de rehacer su matrimonio, finalmente lo perdió y tuvo que aprender a despedirse y soltar. También cedió la dirección de su bufete, con lo cual tuvo que ejercitarse en dejar ir el control y desarrollar la confianza, y en consecuencia potenciar a los demás. Y pudo hacer todo esto gracias a la maravillosa llave de oro y sus tres recursos. Su corazón fue suavizándose. Su ánimo fue volviéndose de nuevo más ligero y alegre. Su cuerpo perdió los kilos que antes necesitaba para sostener su falsa imagen y se tornó más vibrante y tonificado.
Pasaron los años y el hijo volvió a menudo a atravesar la puerta del ganar, esta vez acumulando nuevas experiencias y afectos, en lugar de sólo seguridades y medallas. Los hijos del hijo crecieron sintiéndose amados y también abandonaron el hogar cuando llegó su momento, llevando consigo su propia llave. Hasta que un día la felicidad del hijo se truncó ante una dolorosa y difícil puerta de la derecha. Recibió una llamada de su madre: su padre acababa de morir.
El hijo regresó a la casa de los padres y ayudó a la madre con el funeral y el entierro. Después de que todos se marcharan, se quedó a solas con ella.
—Siento un enorme dolor por la pérdida —le dijo—. Pero, gracias a la llave que me regalasteis, me siento con fuerza para atravesar también esta puerta.
La madre sonrió, pues, a pesar de su profunda tristeza, se sentía orgullosa de su hijo.
—Sin embargo —apuntó de forma inesperada—, también siento una pesada sombra sobre mi alma.
—Dime, hijo, ¿de qué se trata?
—Cuesta mucho aceptar que algún día perderemos todo lo que somos, tenemos y apreciamos.
La madre lo miró con dulzura, como si fuera todavía su pequeño.
—Ha llegado el momento de que recibas el resto de tu regalo de cumpleaños —le dijo—. Has de saber que al final de un largo camino ya no encontramos dos puertas, sino una sola, la última y definitiva. Es la puerta del morir, del deponer y perder todo, y, al mismo tiempo, del ganar todo. Porque, cuando llegamos al final, a la última puerta, y lo perdemos todo, nos hacemos completamente libres. Nos desnudamos por completo. Todo lo que fue y tomó forma deja de ser; todo lo que un día tuvimos pertenece a otro lugar. Todo lo que fuimos y encarnamos se desvanece. Entonces nos desnudamos de nosotros mismos y de todas nuestras identidades y lo entregamos todo, lo diluimos en un vasto océano, pero también entonces, paradójicamente, lo ganamos todo. Y reencontramos ese lugar de ligereza y pura consciencia, de libertad, de latido silencioso, de esencialidad, del que salimos tiempo atrás. Es el oro de la llave: lo que somos. La luz inagotable y eterna. El vasto océano bañado en consciencia pura. Ésta es, querido hijo, la trama de la vida. Por eso, cuando tu padre y yo te trajimos a la vida, y luego te entregamos a ella aquel día de tu dieciocho cumpleaños, lo hicimos con todas las consecuencias, es decir, sabiendo que la llave de la vida algún día te llevará hasta la puerta última y la abrirá, estabilizando pérdida y ganancia en un balance perfecto.
Dicho esto, lo abrazó y le dijo:
—Viviendo una buena vida, hijo mío, tendrás una buena muerte.
Y cuentan que el hijo, que por fin había podido recibir completo su regalo de cumpleaños, vivió el resto de sus días aceptando con una sonrisa de agradecimiento el balance de ganancias y pérdidas que la vida le deparaba a cada momento. Y transmitió a sus hijos y nietos la sabiduría contenida en la llave de la buena vida. Así, comprendió al fin que las ganancias y las pérdidas no dejan de ser un inevitable juego de la mente y no una estricta realidad del universo. Y llegó a discernir claramente que conviene saber deponer viejas identidades, ropajes que ya nos quedan estrechos, para abrirnos a nuevos futuros que tratan de alcanzarnos y, al fin, a la paradójica plenitud de la nada. De la nada radiante y dorada.