Lo que acabas de leer es un cuento sobre el ganar y el perder, sobre avanzar y retroceder, sobre acertar y errar, extraviarse y encontrarse, expandirse y contraerse; sobre nacer y morir, sobre llegar y partir... Es decir, sobre la danza de la vida de todas las personas, animada por los ritmos de su propio compás existencial.

Le tengo un especial aprecio a una frase de san Agustín, repleta de extrema sabiduría, que me gusta citar en charlas y talleres y que impregna de alguna manera todo el relato que acabas de leer: «La felicidad consiste en tomar con alegría lo que la vida nos da y en soltar con la misma alegría lo que la vida nos quita». De hecho, el cuento, y el libro en su conjunto, se podrían resumir en esa frase. O en esta otra, muy parecida, aunque un poco más sofisticada: el secreto de la buena vida consiste en saber ganar sin perderse a uno mismo y en saber perder ganándose a uno mismo. Es decir, en saber ganar y saber perder manteniendo de alguna manera la quietud y el equilibrio interior; en saber tomar y saber soltar con buen ánimo, preservando la serenidad, el sentido y la esperanza.

Si soltar con alegría puede parecer un reto excesivamente acrobático para los comunes mortales que somos, al menos conviene afanarse en lograr soltar con respeto, humildad y reverencia hacia la Gran Voluntad (la de Dios, la del Universo, o como deseemos llamarla). Ésa es, en definitiva, la gran lección que los padres del cuento tratan de transmitir a su hijo, y que muchos padres intentamos transmitir, inmersos, no obstante, en un aprendizaje continuo, a nuestros hijos.

No hay mayor didáctica para los hijos que la del ejemplo, esto es, la forma en que los padres acogen y transitan por sus propias alegrías y penas y logran mantenerse en sintonía con su alma, ahuyentando tanto vanidades insulsas como vanas depresiones. Ciertamente, los padres cuentan, y mucho, como modelos para sus hijos. Por eso es tan importante que traten de ser sólidos y felices. No vale predicar con buenas palabras, que los hijos aborrecen si no se acompañan de la respectiva congruencia en los actos. Las palabras palidecen ante la reluciente verdad de las vivencias; las teorías se adelgazan ante la amplitud de los hechos.

Reza el Libro del Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo bajo el sol, su tiempo el nacer y su tiempo el morir, su tiempo el plantar y su tiempo el arrancar lo plantado, su tiempo el amar y su tiempo el aborrecer, su tiempo el edificar y su tiempo el destruir». Nuestro deseo de estabilidad compite con la naturaleza polarizada y cambiante de las cosas, a la que debemos confiarnos para crecer. Nuestro deseo de control sobre la realidad rivaliza con la naturaleza a menudo azarosa y caprichosa de la vida, a la que nos corresponde abrirnos para ser más amplios y maduros. Pero no es fácil llegar a ese punto de apertura. A veces resulta difícil recibir con agradecimiento lo que la vida nos da, y otras veces es dificilísimo soltar aquello (o a aquellos) que la vida nos quita. El trasfondo de los problemas que enfrentamos en terapia tiene siempre una de estas dos variantes: o bien ocurre algo que no quiero que ocurra (la vida me da lo que no deseo), o bien no ocurre algo que quisiera que ocurriese (la vida no me da lo que sí deseo), y esta discrepancia entre deseo y realidad es fuente de sufrimiento.

En su trasfondo, todo problema conlleva un déficit de aceptación de alguna cosa, suceso o persona, y un plus apasionado de oposición a lo que sucede. Estar lejos de lo que uno quiere o cerca de lo que uno aborrece equivale a sufrimiento, nos enseñó Buda. Por eso, vivir practicando el consejo que nos da san Agustín suena más bien a gran reto espiritual, a recompensa por haber desarrollado sabiduría en vida, por haber limado el ímpetu desbocado de los deseos y los miedos, de las querencias y los rechazos; además, requiere a menudo de largos y valerosos procesos emocionales, así como adentrarse en una mente contemplativa, menos volitiva y evaluativa, que lo abrace todo; podemos y debemos intentarlo. El premio vale la pena: si lo logramos, estaremos muy cerca de una clase de felicidad poco común, una felicidad consciente, serena y duradera. En ella, el ritmo que imprime el tambor de la vida es el del espíritu, y no el del ego, al que habremos logrado adelgazar poco a poco.

Como siempre he sentido pasión por la fábula y la metáfora, a menudo me encuentro en mis talleres expresando mensajes y exponiendo conceptos nada simples a través de cuentos e historias que van creciendo a medida que los narro, historias que encontraron su semilla fundacional en algo que leí o escuché aquí o allá. Me asombra comprobar, una y otra vez, cómo una historia aparentemente sencilla conduce a reflexiones profundas y a grandes enseñanzas, y facilita la sutil obtención de aprendizajes útiles para la vida. El primer libro que escribí se tituló ¿Dónde están las monedas?: las claves del vínculo logrado entre hijos y padres y es un cuento con un breve ensayo agregado que habla también de padres e hijos. Aquel libro se centra en la importancia de evitar posiciones existenciales de sufrimiento edificadas en el rechazo a lo recibido de nuestros padres o nuestros mayores —las monedas— durante la infancia y la adolescencia. Habla de la importancia de curar y superar las heridas infantiles, y desprende un mensaje de honra, aceptación y puesta en paz con los padres y con el pasado como clave para ser felices.

Si en ¿Dónde están las monedas? se abordan los problemas para tomar lo que la vida nos da, en La llave de la buena vida la mirada se dirige hacia los recursos para manejar tanto lo que la vida nos da como lo que la vida nos quita. Este cuento trata, además, sobre la orientación hacia el futuro, la realización personal, con sus extravíos, y la grandeza de nuestra vida adulta, con sus retos y vértigos existenciales, como el ser y el tener, el amar, la soledad, el sinsentido y la muerte. Es una historia quizá un poco menos terapéutica y un poco más espiritual, y tiene algo de balance vital y de legado para los que vienen, especialmente para mis hijos.

Entregar a los hijos a su propia vida, algo que resultaba y resulta del todo natural en sociedades más tradicionales, es un reto difícil para muchas familias en las generaciones presentes debido a múltiples razones. Algunas son de orden socioeconómico, puesto que para muchos jóvenes no es sencillo obtener autonomía económica y laboral en esta sociedad supuestamente del bienestar. Otras son de orden afectivo y emocional: son numerosos los hijos que atienden las necesidades y huecos afectivos inconscientes de sus padres, permaneciendo mucho tiempo a su lado y postergando su propia vida, o satisfaciendo el anhelo de los padres de persistir en su rol protector —lo cual puede debilitar a sus hijos— o de permanecer en un excesivo nexo afectivo en lo cotidiano con ellos. Esto se conoce como el «síndrome del nido vacío», lo experimentan los padres y la pareja de los padres cuando los hijos emprenden su propio vuelo. Sin embargo, pocas cosas hacen sentir tan bien y tan honrados a los padres como el hecho de que su hijo se oriente a su propio camino, su propia grandeza, su propia obra y su propia felicidad. Los desarrollos de los hijos engrandecen a los padres.

A través de mi trabajo como terapeuta, he comprobado que una parte enorme de nuestro sufrimiento proviene de no saber soltar. A menudo me llegan personas que han sufrido una pérdida y no la han integrado bien a través del correspondiente proceso emocional que culmina en la aceptación amorosa de lo que dolió, por lo cual se mantienen mucho tiempo vinculadas a esa pérdida y su energía permanece paralizada. No realizan el proceso de liberar, de soltar algo de sí mismas y volver con fuerza al carril de la vida y de la alegría. La vida las coloca ante puertas que se resisten a atravesar, de modo que se quedan demasiado tiempo paradas bajo el dintel, estancadas y sufriendo. «Soltar con alegría lo que la vida te quita», postula san Agustín. No siempre es posible hacerlo con alegría, pero al menos es necesario hacerlo para volver a sentir esa alegría. Al soltar algo que perdimos, sentimos que se nos arranca una parte de nuestra identidad o de nuestra narrativa vital, de lo que parece que somos, lo cual genera zozobra y resistencia, pero también oportunidades de libertad, de madurez y de futuro.