Los padres del cuento, como la mayoría de los padres, se regocijan en la entrega de su legado a su hijo, en haberle dado con generosidad y sentido lo que tenían para darle, en sentir la dignidad de haberlo cuidado y hecho crecer. Llega un día en que el hijo se hace mayor. Es un día feliz, pero en parte también triste, ya que escenifica una metamorfosis y cierta pérdida que los padres deben encarar y aceptar (culmina el ciclo de vida de la crianza de los hijos, del que tienen que despedirse). Entonces no acaba la relación, por supuesto, pero sí cambia: ahora el hijo asume plenamente la responsabilidad y la brújula de su vida, y los padres asumen que entregan el hijo a la vida «con todas las consecuencias».

La llave, claro, simboliza el legado, lo que los padres dan a los hijos para que puedan tener, en lo posible, una vida satisfactoria y con sentido. Ahora bien, no todas las llaves que los padres entregan a sus hijos son iguales. Cada llave es un modelo único e incorpora en su diseño la forma en que han vivido los padres. Con la llave, los padres entregan también una manera de vivir la vida, la suya, la que ellos han elegido: su modelo. Si un padre o una madre se han atrevido en su vida a hacer lo que realmente deseaban, el hijo lo recibirá (por tanto, cuidado con no atreverse). Si los padres han procurado ser conscientes, auténticos y estar despiertos, el hijo lo recibirá también. Por eso, la llave simboliza lo que los padres dan de sí mismos a sus hijos: cómo viven y han vivido sus ganancias y sus pérdidas, cómo han encarado sus aciertos y sus errores, sus conflictos y sus alegrías... Es decir, aquello que los padres transmiten a los hijos por el simple hecho de vivir como viven, de hacer como hacen, de ser como son, de sentir como sienten, de pensar como piensan, de confiar o no en la solidez de la montaña cuando la devastan el rayo y la tormenta, de seguir sintiendo o no el refugio del arpa interior cuando todo chirría, de su capacidad de gozar y alegrarse, o no, con lo que la vida les impone y regala a cada momento.

Los padres son felices cuando hacen lo que está en sus manos y se sienten dignos cuando logran dar lo mejor a sus hijos y hacerlos crecer como personas de buen corazón. Cuando no pueden sostener y criar a un hijo, se produce una herida profunda en las familias y los padres se enfrentan a una severa indignidad (sucede, por ejemplo, cuando se entrega un hijo en adopción o cuando los servicios sociales tienen que intervenir para apartar a un hijo de sus padres para proteger su vida). Aunque sean padres con graves conflictos psiquiátricos o adictos a sustancias demoledoras, en algún lugar muy hondo se sienten lastimados por no haber podido sostener a sus hijos.

No obstante, incluso los mejores padres, los más amorosos, son personas reales y, por tanto, imperfectas (afortunadamente), y es bueno que encuentren conformidad y paz con lo que pudieron hacer y con lo que no, incluyendo el pellizco de sus culpas y molestias por aquello que, en su momento, pudo herir a sus hijos. Es importante que estén conformes con sus culpas y que se anclen más en el amor y el cuidado que dieron que en aquello que en algún momento pudo herir o fallar. La mejor manera de llevar culpas, cuando son reales, es asumiéndolas y compensándolas, es decir, haciendo algo bueno siempre que sea posible (algo que equilibre y aporte algo a los dañados, en este caso, los hijos), y no expiándolas —dañándose a uno mismo— o sacrificándose. Es muy común que muchos padres experimenten la sensación, pasado el tiempo, de que les hubiera gustado hacer o vivir algo distinto con sus hijos, pero es mejor no poner demasiada energía en los lamentos (aunque, cuando se trata de heridas graves, puede ser necesario hablar y decir, por ejemplo, «lo siento» o «lamento que tuvieras que vivir esto o aquello» o «qué pena por esto o aquello»), y sí, en cambio, en lo que todavía es posible. Muchos hijos se alegran y reconfortan cuando los padres, ya más mayores, se transforman y en su declinar se suavizan, resquebrajando sus torreones de pétreas creencias y abriéndose a un encuentro más límpido, real y sereno.

La misión y el anhelo de la vida es que los padres den la vida y luego la cuiden, que sean siempre la fuente que da a los hijos para que éstos den a los suyos y así sucesivamente, como el flujo de un río que va de arriba abajo, de atrás hacia delante, en plena convergencia de pasado, futuro y eterna llama de la vida que se traspasa; en pleno ejercicio de la propiedad transitiva de las relaciones humanas, que consiste en tomar lo que nos dan y entregarlo a los que siguen para que a su vez lo entreguen a sus posteriores. Así de maravilloso lo expresa Miguel Hernández en su poema Hijos de la luz y de la sombra:

No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia

y en cuanto de tu vientre descenderá mañana.

Porque la especie humana me han dado por herencia,

la familia del hijo será la especie humana.

Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,

seguiremos besándonos en el hijo profundo.

Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos,

se besan los primeros pobladores del mundo.

La vida ansía, para su propio crecimiento, que los padres ejecuten al menos cuatro movimientos básicos: dar la vida, cuidarla para hacerla crecer, entregarla a su propia autonomía y perseverar en el vínculo, sintiéndose, más y más, como raíces de un árbol que sigue dando frutos. Por tanto, tienen que entregar en algún momento al hijo a sí mismo, a su autonomía. A veces éste es un movimiento difícil y algunos padres se resisten a afrontarlo por temor a perder a su hijo, o porque quieren seguir protegiéndolo, o porque tratan de mantener al hijo muy cerca de ellos, como si no confiaran lo suficiente en que éste, tras ser entregado a su propia vida, se mantendrá igualmente hijo y cercano para siempre. Pero, por el bien de todos, deben darle el permiso para que vaya hacia su propia vida. Y, junto con ese permiso, otorgarle la confianza para que lo haga con el máximo bienestar posible, y hacerle sentir también que tiene los recursos necesarios para lograrlo.

En realidad, esos recursos, esos tres dientes de la llave de los que hablaba en capítulos anteriores, son semillas que los padres plantan a lo largo de la vida del hijo, no algo que se pueda «dar» justo cuando éste cumple dieciocho años. Son simientes que plantaron cuando educaron a su hijo para que confiara en sí mismo, en la bondad de su propia naturaleza, en sus propios pensamientos y sentimientos, por ejemplo, y no tuviera que ocultarlos detrás de una identidad ficticia y defensiva. O cuando le transmitieron que podía hacer cualquier cosa aunque fracasase, porque fracasar no es tan importante como experimentar y aprender, especialmente si es el movimiento interior —genuino, auténtico— el que lleva a la acción. Lo valioso por ejemplo, no es llegar a ser un virtuoso del piano, sino tocar el piano cuando uno se siente movido a hacerlo y disfrutar con ello. El éxito es seguir el propio movimiento, no necesariamente ser un virtuoso o el mejor en algún ámbito. La excelencia o virtud sería tan sólo el resultado de ejercitar nuestros dones. En realidad, el virtuosismo como grial o zanahoria perseguida esconde, a menudo, un intento de forzar las cosas para dar a la vida lo que no tenemos. Uno puede disciplinarse, sacrificarse y esforzarse para conseguir el mayor desarrollo de los propios dones y de las propias tendencias naturales, claro, pero tristemente también sucede que algunos hijos tratan de lograr algo que quizá no forma parte de su repertorio espontáneo, sólo para satisfacer las expectativas de los padres o de otras personas.

El trabajo terapéutico muchas veces va en la línea de aceptar a los padres, pero los padres también tienen que aceptar a los hijos como son y entregarlos a su propia vida. Por eso, el cuento tiene asimismo el sentido de animar a los padres a que se liberen de sus hijos. Y al revés: a que los hijos se liberen de sus padres, lo cual no siempre se consigue con facilidad. Y la acción de liberar conlleva como principal ingrediente la acción de amar y respetar. En mi trabajo diario como terapeuta encuentro a muchos hijos que están enganchados a sus padres y los debilitan con sus reclamos y ataduras o con su dependencia, y a padres que también los sobreprotegen o esperan mucho de ellos y los atan, sin apenas empujarlos hacia su propio camino. Hay que aceptar que los hijos cometerán errores y a veces sufrirán, y que no siempre podremos estar allí, ni debemos. Conviene entregar a los hijos a sus recursos y a sus dificultades, a sus aciertos y a sus errores; permitirles que se enfrenten a sus propios problemas y confiar en que sabrán encararlos.

Por tanto, uno de mis propósitos es animar a los padres a que empujen a sus hijos a la vida para que crezcan y se espabilen, para que cometan sus propios errores y aprendan. Ojalá los padres permitieran que los hijos tuvieran que enfrentarse a pequeñas dificultades a menudo, porque de este modo se probarían a sí mismos y se fortalecerían. Cuando los padres dan al hijo la llave y lo entregan a la vida «con todas sus consecuencias», el hijo gana algo nuevo: seriedad y responsabilidad. Y también pierde algo: la antigua dependencia, que lo hacía pequeño e inocente. En parte está asustado, pero también excitado y pletórico.