El otro símbolo crucial dentro del cuento son las puertas. Las puertas son las oportunidades que nos ofrece la vida para avanzar, crecer y dar frutos, para interpretar la melodía de nuestra alma y plasmar nuestro potencial, para insertar nuestros minúsculos hilos de seda en el gigantesco lienzo de la existencia. Una puerta, por tanto, es una oportunidad. De hecho, «oportunidad» significa, etimológicamente hablando, «estar delante de un puerto», y un puerto, como es obvio, es un portal de entrada (a un lugar, a una cultura, a unas personas, a unas vivencias, a unos desarrollos, a unas formas, a unas identidades, etcétera).
En el cuento de la llave de la buena vida, los padres impulsan hacia la vida al hijo y le entregan la llave con la que, dicen, podrá abrir todas las puertas. En ese punto, el hijo se siente confundido, pues ya adivina que a lo largo de su vida se encontrará en numerosas ocasiones ante dos puertas y tendrá que elegir una. O ante tres, cuatro o cien puertas distintas. Encrucijadas, laberintos, barullos mentales, jaleos, dudas, conflictos entre partes internas, etcétera, nos envolverán una y otra vez en nuestro camino, obligándonos a tomar una posición y una decisión, incluso, en algunos momentos, la de no decidir. Serán verdaderas pruebas para sintonizar con lo que nos mueve en lo profundo, para encarar nuestras confusiones, para integrar tendencias dispares y opuestas dentro de cada uno. Deberemos aprender. Será perentorio tomar decisiones.
Corre una gracia argentina que dice así:
—¿Tomás algo para ser feliz?
—Sí. Tomo decisiones.
Detrás del chiste hay una gran verdad, crucial e inevitable: ante cada disyuntiva de la vida hay que tomar una decisión inexcusable. Ahora bien, no siempre es fácil. Y, por otra parte, todo tiene su tiempo. Hay un tiempo para escuchar la respuesta que nos llega del corazón, que puede tardar más de lo que quisiéramos, para nuestra inquietud y desconcierto.
«Elige siempre la puerta de la izquierda», dicen los padres al protagonista del cuento, pues la puerta de la izquierda es la del ganar, la del crecer, la del expandirse, y los padres amorosos siempre quieren eso para sus hijos. Pero también le advierten de que, en ocasiones, deberá atravesar inevitablemente la puerta de la derecha, pues la vida tiene una dimensión exacta y equilibrada de las cosas.
Los padres deseamos que nuestros hijos atraviesen siempre las puertas del gozo y de la dicha, pero en algún momento tendrán que atravesar también las puertas de la congoja y el desconsuelo. Y no podremos evitárselo: forma parte del juego de la vida. El hijo acaba aprendiendo que es cierto que ambas puertas, al final, conducen a la vida, como le dijeron los padres. Ambas llevan a la vida y ésta tiene su particular manera de equilibrarse y enseñarnos. El ganar conduce a la vida expansiva, mientras que el perder lleva a la vida que parece contraerse, pero ambas son igualmente vida, ambas requieren un exigente procesamiento interior y estimulan por igual la sabiduría y el arte del buen vivir. Esto confunde tanto al hijo que, en un primer momento, sale corriendo y no toma el resto de su «regalo» hasta al cabo de muchos años. Sucede así porque en ese instante todavía no está preparado para entender algo tan profundo como lo que quieren transmitirle sus padres: que en el ganar de la puerta de la izquierda puede perderse a sí mismo, y en el perder de la puerta de la derecha puede encontrarse a sí mismo. Y, sobre todo, le resulta difícil comprender y asumir que existen el dolor, las heridas y la frustración, y que éstos pueden, en el viaje heroico de su vida y de su alma, llevarlo tan lejos, o más, como la alegría y la prosperidad. Admitamos la dificultad que entraña en la juventud entender el lenguaje de las pérdidas y el dolor, por lo cual resulta legítima y disculpable la actitud del hijo.
Éste es un punto importante del cuento, y es un poco arduo de explicar si no es desde una perspectiva espiritual. Para tratar de hacerlo utilizaré un poema de Leonard Cohen que forma parte también de la letra de una canción titulada Anthem. El poema está incluido en un libro de Marc Hendrickx titulado Un buscador de la verdad, que me regalaron hace un tiempo y que desde entonces resuena en mi mente y en mi alma. Dice así:
Los pájaros cantaron
al hacerse de día.
Empieza de nuevo,
oí que decían.
No pierdas el tiempo
pensando en lo que ya pasó,
o en lo que aún no ha pasado.
(...)
Tañe las campanas que aún pueden repicar,
olvídate de tu ofrecimiento perfecto;
todo tiene una grieta,
así es como entra la luz.
Es importante saber que, tanto si cruzamos las puertas de la izquierda como las de la derecha, tanto si nos expandimos como si nos contraemos, los pájaros siguen cantando y su sencillo y preciso mensaje es: «Empieza de nuevo». Siempre empieza un nuevo día, constantemente hay un nuevo ahora. Vivimos ahora, siempre ahora, en exclusiva el ahora. E importa lo nuevo, el ahora sorprendente y creativo que nos llena a cada momento. Importa siempre lo posible, y lo posible es el presente. Como afirma Virginia Satir: «Eres libre de saber que todo lo que ha pasado permanece en el pasado».
Dice la letra también: «No pierdas el tiempo pensando en lo que ya fue o en lo que aún está por venir». Conocemos el pasado o el futuro sólo a través del filtro limitado de nuestras imágenes mentales, y sólo porque en este momento pensamos en ello, no porque exista más allá de nuestra mente. Las puertas, las oportunidades, sólo existen en el presente. El presente siempre es creativo y siempre está vivo, y lo que se opone a ese vivir presencial es lo que se opone a la vida real: nuestras imágenes interiores, nuestra mente agitada. Nuestras imágenes interiores miran al pasado o miran al futuro. Miran al pasado y dicen: «¡Ay, qué bien que me ocurrió esto!» o «¡qué mal que me ocurrió aquello!». O miran al futuro y dicen: «¡Ay, si el futuro me trajera eso, qué bueno sería!» o «Ay, si el futuro me trae eso otro, ¡qué malo será!». Con todo ello, interpretamos quejosas o fantasiosas letanías.
Funcionamos, pues, con nuestras imágenes, pero lo que nos ayuda es saber que estas imágenes y pensamientos no son la realidad; son sólo maquinaciones que erigimos para intentar dirigir o digerir la vida. Tratamos de explicarla, comprenderla, integrarla, canalizarla, gestionarla, en especial cuando se muestra hiriente. Por desgracia, demasiado a menudo la mente nos aparta del ahora y con ello de la vida, o incluso nos destierra del presente durante largas y desdichadas épocas.
Conviene pararse a menudo en nuestro sentir cotidiano y decirse: «Sólo respira. Detén el tiempo. Abre los sentidos. Inúndate de ahora. Aquiétate. Reconoce tu esencia».
La canción-poema continúa: «Tañe las campanas que aún pueden repicar». Este verso me parece maravilloso y me recuerda la historia de Milton Erickson, que con diecisiete años tuvo una grave polio y un día, mientras estaba en la habitación del hospital, escuchó que el médico le decía a la madre:
—Su hijo tal vez no llegue a mañana.
Cuando la madre volvió junto a él, el joven Milton, usando el movimiento de sus ojos, que prácticamente era lo único que podía mover, logró que captara el siguiente mensaje:
—Si no voy a llegar a mañana, acerca mi cama a la ventana, por favor, porque quiero ver mi última puesta de sol.
Milton Erickson se repuso y se hizo fuerte, y fue un ejemplo personal y profesional de cómo reconocer y poner en movimiento los vastos recursos que atesora nuestro inconsciente.
Me viene a la mente asimismo la historia de una persona que con noventa y seis años estaba plantando un ciruelo. Alguien se acercó y le dijo:
—¿Por qué planta usted un árbol del que no alcanzará a comer sus frutos?
A lo que el anciano respondió:
—¡Quién sabe! En cualquier caso, si no los como yo, otro lo hará y será exactamente lo mismo.
Esto es justo lo que significa el verso: hay que abrirse a las posibilidades que nos son dadas en cada momento de la vida. A veces, la vida nos ofrece la posibilidad de experimentar la conquista, y en otros momentos la posibilidad de reconocer la derrota y los límites y enfrentarnos a ellos. Todos somos seres capacitados en muchos aspectos y discapacitados en otros. En ocasiones, nuestro espacio se restringe, y en otras se amplía, pero siempre empieza un nuevo día y siempre, como dice el verso, hay campanas que pueden repicar. Tañe las que sí repican. En ellas tenemos que centrarnos; no en las que no regalan ni sonido ni música. Algunas personas se ponen tercas y se empecinan en seguir golpeando puertas que no se abren, mientras las que sí abren y están disponibles bostezan frustradas y aburridas.
Continúa el poema con el siguiente verso: «Olvídate de tu ofrecimiento perfecto». He comprobado que hay gente a la que la enoja esta idea; por lo general, personas muy perfeccionistas que ocupan su mente en luchar y sufrir porque las cosas nunca encajan con la pureza y el ideal con que su mente las piensa. Creo que se trata de una invitación a reconocer que también podemos amar y apreciar lo imperfecto de la vida, lo aparentemente defectuoso de las cosas. Que quizá todo sea perfecto tal como es «ahora» porque así es. Añadiré a esto una advertencia: que, mientras tratamos de que se hagan realidad nuestras imágenes perfectas de las cosas, corremos el riesgo de olvidarnos del reconocimiento de lo real, o sea, del reconocimiento de lo que es. Por ejemplo, mientras esperamos o soñamos la pareja perfecta, corremos el riesgo de olvidarnos de la pareja real que tenemos al lado, o mientras anhelamos los padres perfectos, dejamos de tomar a los padres reales, que nos dan (o nos dieron) lo que tienen para darnos, y no lo que no tienen (o no tenían). O mientras dibujamos en nuestra mente a los hijos perfectos que queremos, nos olvidamos de que nuestros hijos son reales y muchas veces no son los genios que quisiéramos, ni tienen por qué serlo; son sencillamente como son. Perfectos en sí mismos.
Fritz Perls, el creador de la terapia Gestalt, llamaba «la maldición del perfeccionismo» al hecho de estar tomado por una actitud implacablemente correctiva de la realidad con el fin, casi siempre malogrado, de que se adapte a nuestros esquemas ejemplares imaginados, lo cual conlleva una notable pérdida de energía para la vida. Es mejor suscribir y practicar lo que dice Eduardo Galeano: «Seremos imperfectos porque la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses». Y seguramente lo único que sea posible amar y tenga sentido amar sea lo imperfecto.
A lo largo de la vida encontraremos puertas de la izquierda que nos proporcionarán un gozo expansivo y puertas de la derecha que nos contraerán, pero ambas serán reales y ambas deberán ser aceptadas, de ahí la pertinencia de ese verso: olvida tu ofrecimiento perfecto. Y de los que siguen, que expresan la misma idea: todo tiene grietas, pero, si estamos atentos y nos fijamos, veremos que a menudo es justamente por ellas por donde entra la luz. Ése es el reconocimiento que hace Leonard Cohen a la vida quebrada, pero bella, de los seres humanos. Porque todos estamos quebrados de algún modo, todos tenemos el corazón roto por las pérdidas que nos sobrevinieron en algún momento. Se nos rompió cuando tuvimos que cruzar algunas puertas de la derecha, por ejemplo, cuando dejamos la casa de los padres, o cuando tuvimos una separación afectiva, o se produjo la muerte de un ser querido, o una enfermedad, o mil etcéteras.
Si uno mira atrás, ve cómo el corazón se expandió en numerosas ocasiones, pero también se retrajo en otras. Divisa una historia en la que hay movimientos de expansión y de retracción, movimientos de construcción y de ruptura. No importa tanto que seamos corazones rotos; lo penoso es que nos olvidemos de reconocer la luz que entra por las grietas de nuestro roto corazón. Porque en cada pérdida, en cada ruptura, en cada contracción del corazón, la luz llega también como una nueva invitación a desnudarnos de nuestros deseos y temores, a ponernos en sintonía con la Gran Voluntad. Estamos invitados a deponer el control y entregarnos al flujo caprichoso de la existencia, y con suerte encontrar la dicha de vaciarnos de nosotros mismos para llenarnos en otro manantial y en otra plenitud. Ése es el gran arte de cabalgar con la luz oculta que traen como regalos indeseados las inclemencias y las tragedias.
Quiero acabar este capítulo sobre las puertas con otro poema de Leonard Cohen, en el que expresa una gran compasión hacia todos los que llegan, hacia todas las puertas, ventanas, caminos, puentes y personas que nos toca transitar o atravesar. Es un verdadero ejercicio de apertura del corazón, de inclusión, de bienvenida a la realidad, a lo roto y a lo afable, a lo imperfecto, a lo cojo y a lo tuerto y a lo arrugado, a lo real, a lo que es. Se titula The Guest («Los invitados») y dice así:
Uno a uno van llegando los invitados;
los invitados están ahí.
Muchos con el corazón afable;
algunos con el corazón roto.
Uno a uno van llegando los invitados;
los invitados están ahí.
Algunos con el corazón roto;
muchos con el corazón afable.