Saber perder ganándose, o sin perderse a uno mismo, es otro gran reto que nos obliga a viajes heroicos para renacer de nuestras cenizas, idealmente más libres y robustecidos. Nos obliga a reconocer límites y heridas, conduciéndonos a la operatoria interior de la rendición ante lo que fue difícil. Nos lleva a asumir nuestra condición humana frágil y expuesta, porque, en algún nivel, todos somos corazones heridos, y seguro que algunas ramas de nuestro árbol se quebraron o se quebrarán, mostrando dignamente la belleza del árbol en su imperfección. Veamos algunas indicaciones breves para este viaje:
1. Conviene evitar la atribución de pérdidas y contrariedades en exclusiva a las acciones o concurrencias personales, y no aprovecharlas para culparnos, denigrarnos o vapulear nuestra estima.
Del mismo modo que es aconsejable resistir la excesiva autoatribución de méritos, ganancias y logros, también conviene atribuir algunas pérdidas o fracasos a la estricta voluntad de la vida y no a uno mismo, y evitar entrar en el contrajuego del engrandecimiento, que es el empequeñecimiento, el cual se nutre de críticas en lugar de halagos, de culpa en lugar de humildad.
No conviene vestir de autodenigración nuestras pérdidas. En algunas pérdidas o fracasos —separaciones, ruinas, problemas relacionales, etcétera— nos preguntaremos qué necesitamos aprender y mejorar para que no se repitan. Y no dejaremos de interrogarnos, como decía unas líneas más arriba, sobre si en su trasfondo actúan lealtades invisibles que nos llevan a repetir destinos familiares o a pagar culpas ajenas para, de esta forma, desactivarlas, si cabe.
No dejaremos de responsabilizarnos y asumir nuestra participación en lo que nos ocurre, de declararnos cocreadores de nuestros resultados, de sobrellevar lo hecho con pecho, de interrogarnos sobre la manera de mejorar nuestra situación y nuestra vida y, sobre todo, de reconocer lo que está en nuestras manos cambiar, pensar, hacer, dejar de hacer. Ahora bien, un fracaso y un menoscabo sólo serán curativos y purificadores cuando, a pesar de los lamentos, las culpas y las penas, lleguemos a inclinarnos, humildes, ante la voluntad de la vida. Esto es especialmente cierto cuando se producen muertes de personas muy queridas o tragedias, inclemencias fortuitas, devastaciones, etcétera, que nos obligan a intensos tránsitos y procesos emocionales que culminan con suerte en una alegría reencontrada y un sentimiento de mayor humanidad y rendición.
2. Conviene no instalarse en la queja ni el sufrimiento, que no nos otorgan derechos especiales y, mucho menos, el derecho a causar más sufrimiento a nuestro alrededor.
Cuando las pérdidas y el sufrimiento nos tocan y nos obligan, como decía, a intensos procesos emocionales, podemos tener la tentación de edificar sobre ellos más sufrimiento o incluso de justificar una vida amarga. Esto siempre es posible. Se pierde una pareja, un hijo, un statu quo, un trabajo, una propiedad o una función o miembro del cuerpo, y uno, en lugar de realizar el proceso de duelo con sus complejidades emocionales, se queda enquistado en su desgracia, eludiendo el viaje interior que lleva a la orilla de la total comprensión y culmina en la aceptación plena. El asentimiento de corazón es el pasaporte que franquea nuevas puertas de futuro y siempre es preferible a un pasado sobre el cual construir y argumentar más sufrimiento y justificar más desdichas.
En realidad, nada tiene el poder de hacernos desdichados, salvo nuestra propia actitud. Y, sobre todo, nada es pasaporte legítimo para la infelicidad. Cualquier pérdida es una oportunidad —una puerta— que podemos aprovechar para aligerarnos, para soltar apegos e identificaciones y falsas ideas. Ya que nada nos ha pertenecido en sentido estricto, y sólo nuestra mente lo creía propio y para siempre, cuando lo perdemos podemos aprovechar también para liberar ataduras, para soltar ideas e identidades que ya no se ajustan a nuestra actualidad. En el teatro de la mente podemos soltar algunos roles viejos, caducos ropajes, temores, apegos, viejas personalidades, etcétera. En eso consiste perder ganándose a uno mismo, o recuperándose a uno mismo.
El gran riesgo en las pérdidas, en realidad, estriba en instalarse en posiciones existenciales que nutren la galería del sufrimiento humano: la queja, el victimismo, el resentimiento, la venganza, el orgullo, la rigidez, el perfeccionismo y un largo etcétera, posiciones que cumplen a rajatabla la función de hacer sufrir a los demás porque se basan en una premisa absolutamente discutible: la de que el sufrimiento concede derechos en la vida. Así lo cree al menos mucha gente: que su sufrimiento les otorga el derecho de ser cuidados, compensados y atendidos; de saber; de dirigir; de expiar; de dictar justicia..., con lo cual, en sus relaciones, llenas de juegos psicológicos tóxicos y desdichados, hacen sufrir a los demás. Pero el sufrimiento no concede derechos; en todo caso, el dolor, puro y duro, quizá otorgue algo: aunque tampoco concede derechos, sí despierta un impulso biológico en los demás de empatía, ayuda y solidaridad. Expliqué en un libro anterior, Vivir en el alma, la diferencia entre dolor y sufrimiento: dolor es lo que experimentamos cuando perdemos algo que amamos y se evapora lentamente, cuando nos exponemos a él por todos los costados hasta que somos llevados de nuevo a la soleada orilla de la alegría y de la vida; sufrimiento, en cambio, es todo lo que hacemos para evitar que el dolor nos tome en brazos, para eludir caer en las lágrimas y la rendición, peleando contra lo que ya fue, lo cual nos mantiene en la sombría orilla de la muerte.
Evitemos, pues, el juego de la deflación también, de la autoderrota (muchas veces repleta de increíble empecinamiento), de la culpa y el castigo, de la insolencia de situarnos en medio del sentido de una vida que en alguna ocasión se expresa y se impone a través de lo que duele.
3. Conviene mesurar las pérdidas e identificar qué parte de ellas expresa una lealtad a otros en el menos.
Aunque pueda parecer extraño, he visto a menudo un desconcertante rictus de alivio en personas que recibieron malas noticias sobre su salud, su riqueza o su vida, o que vivieron experiencias de infortunio o dolor. Si bien parece ajeno al sentido común, en las profundidades de algunas personas se arremolinan voces invisibles que, ante la presencia de la desgracia, dicen algo así como: «Lo merezco porque tengo que pagar por...» (un presente que recibieron, una culpa que experimentan...). O bien: «Es natural, ¿qué puedo esperar? Estas cosas ocurren en mi familia». Etcétera.
Es impresionante observar cómo, detrás de los aspavientos de dolor y de las aflicciones extremas se agolpa a veces una sensación de que «es lo que corresponde», e incluso un inquietante alivio que nos hace sentir más inocentes y más pertenecientes a nuestros seres queridos. Así se manifiestan las curiosas lealtades en el menos.
Cuando la pérdida o el infortunio o la contrariedad nos visitan, debemos trabajar para convertirlos en nutrientes para nuestra vida, pero, sobre todo, debemos preguntarnos si alguna parte más o menos inconsciente en nuestro interior los desea, examinar si no estábamos anhelándolos en cierto sentido, si no hay en nuestro interior alguna subpersonalidad tiránica y arrogante que pretende restablecer delicados equilibrios y afectos familiares y que, con este fin, nos obliga a sentarnos en el banquillo de los acusados e imponernos penas.
Resumiendo: que nuestras lealtades se expresen en el más y no en el menos, en la alegría y no en las lágrimas, en la expansión y no en la contracción. Que logremos militar en el impulso de vida y no en el de no vida, que Eros triunfe sobre Tánatos, a pesar de los pesares.