Lo habitual es que durante la primera parte de la vida trates de construir, de conseguir, y vayas en ascenso. Y construyes identidades, sean las que sean (exitoso, sufridor, justo, sacrificado, recto, correcto, obediente, amistoso, reformador, rebelde, agresivo, tímido, etcétera), y las haces fuertes, defendiéndolas con orgullo, incluso con sudor y sangre. Piensas que no debería ser menos: son los robustos nervios de tu ego y operan como tus columnas vitales; por tanto, debes defenderlas contra viento y marea.

En una segunda parte, empiezan a despuntar las pérdidas, y tienes que soltar y deshacerte poco a poco de todo lo que has ido construyendo y consiguiendo. Con fortuna, te desapegas de identidades, te vuelves más flexible y ligero. Sin ella, te vuelves bilioso y amargo. En el cuento de la llave de la buena vida, ese momento de declive se sitúa simbólicamente en los cuarenta años (aunque, a medida que vaya aumentando la esperanza de vida, tendremos que retrasar esa frontera). Es a esa edad, que simboliza la mitad de la existencia humana, cuando el hijo de nuestro cuento, como muchas personas, decide parar y mirar atrás, observar los traspiés y analizar qué está yendo mal y qué bien, para finalmente tratar de retomar la vida con una nueva perspectiva. Una suerte de parada y fonda en la que extendemos los mapas de la geografía de nuestra propia vida; evaluamos coordenadas, latitudes y longitudes, y luego decidimos seguir de la mejor manera posible, sacudiéndonos el polvo de los viejos caminos, enfrentándonos al fin a algunas de nuestras debilidades y dibujando nuevos horizontes de futuro.

A menudo cuento en mis talleres que la vida se parece al ascenso y al descenso de una montaña (esto tiene que ver también con los Órdenes de la Existencia). La primera parte consiste en ascender, y eso es la conquista, la afirmación, es el trabajo del yo, es hacer lo que queremos hacer en la vida y llevar nuestros pasos y nuestra voluntad por un norte propio. Voceamos quiénes somos y qué queremos con gran ímpetu. Y así debe ser: conviene lanzarle a la vida nuestras propuestas con sonoridad y tesón. Tal vez un día lleguemos a lo alto de la montaña, plenos de nuestras realizaciones, y entonces el yo queda ratificado (homologado, también podríamos decir). Se hace grande y musculoso, es su momento de gloria, y grita a los cuatro vientos: «Yo estoy aquí, yo lo he logrado, y ha sido —eso cree al menos— por mi voluntad». Pero entonces, justo en ese momento crucial de la vida, alguien más grande replica: «Lo que crees que es tu voluntad es mi voluntad. Y ahora vas a descubrirlo indefectiblemente. Porque ahora ya no hay más montaña que subir, ahora empieza el inevitable descenso».

Se trata de una metáfora, claro, porque siempre hay montañas que subir y montañas que bajar, porque siempre hay ganancias, incluso en la ancianidad, que puede rezumar sabiduría y sentido, o incluso más pasión genuina cuando queda liberada de tormentas emocionales inútiles y se tonifica con más libertad y ligereza; también, al revés, puede haber pérdidas muy tempranas. Pero es cierto que, simbólicamente, la segunda mitad de la vida tiene que ver más con el descenso, pues descendemos en aspectos como el vigor físico, que decae, o perdemos a los padres, o a amigos, o a otras personas. Vamos perdiendo novedad y cierto tono energético y envejecemos. O empezamos a percibir que nuestro ego es una diminuta hormiga ante el colosal universo de la Consciencia y la inteligencia cósmica, por así decir. Algunos órganos de nuestro cuerpo quizá ya no tengan la fortaleza que poseían en la primera mitad de la vida, de manera que hay cierto declinar y nuestra soberbia u omnipotencia resultan limadas. Podemos pasar a ser exfutbolistas o exciclistas o excampeones o expareja o exniño o experfeccionista o exvíctima, etcétera. Acumulamos pasado y ex. Y será más fácil si, como decíamos, vamos en bicicleta sin definirnos por nuestro maillot de ciclistas. Podemos preguntarnos: «¿Qué maillots llevo?». Y a continuación: «¿Soy ellos?». Será más dulce si abrazamos el absoluto en lugar de las formas, si en vez de buscar el mero amparo en las columnatas de nuestro ego y de nuestros logros, reconocemos el Eterno en nosotros.

El Talmud sugiere, precisamente, que las personas alcanzan la madurez, la comprensión, a los cuarenta años, más o menos. A esa edad empiezan a preocuparse por desvelos extraños a los jóvenes, como la ancianidad y la muerte. Asoman los primeros tiempos de balance y reflexión en los que comienzan a sentir el aroma —cuando no la sacudida— de que la vida es más grande que ellos. Comprenden que la vida a menudo impone su voluntad estricta y agrieta el corazón sin pedir permiso.

Descendemos, declinamos inevitablemente, y en la retracción, en la pérdida, en el achicamiento, en la bajada, a veces hay dolor, pero también un regalo inesperado: la bendición de poder estar más libres de nosotros mismos. Y esto significa soltar nuestras imágenes y nuestros pensamientos acerca de quiénes somos y de cómo tienen que ser las cosas, imágenes muy fijas, muy estereotipadas que nos esclavizan como gastadas identidades que comprimen nuestros días. Y una contrariedad nos indica a menudo que debemos crecer y flexibilizarnos. Al hacernos más libres de nosotros mismos y menos prefabricados, la vida puede volver a latir como una tierra prometida luminosa que nos recuerda a viejos paraísos perdidos y olvidados. Con suerte, nos volvemos más abiertos y presentes; con suerte, de nuestro pecho brota de nuevo la alegría espontánea.

En el perder a veces se puede abrir una libertad y una luz desconocidas. Parecería que la vida nos cuida no sólo a través de la expansión, sino también a través de la retracción. Quizá lo que nos espera sea más interesante que lo que hemos planeado o temido. En verdad no se sabe si avanzamos más cuando progresamos, en las ganancias y cuando la vida nos sonríe, o cuando nos retraemos, en las pérdidas y cuando afloran las lágrimas, es decir, si avanzamos más espiritualmente y en nuestro viaje existencial cuando estamos en expansión o cuando estamos en retracción. La duda es razonable, pues a veces, cuando la vida nos quita algo, también nos libera de algo y nos otorga cierta libertad y desnudez, y un mayor contacto con el espíritu, con el abrazo silencioso de lo eterno, desconocido hasta ese momento.