Hay, por tanto, tres virtudes a cultivar, pero también tres pecados a los que estamos expuestos y que debemos eludir (o, por lo menos, dejar de persistir en ellos) para vivir una vida valiosa. Conviene saber que, en sus orígenes, el término «pecar» no tenía una acepción moral, y mucho menos religiosa. El término proviene del arte del tiro con arco y significa «errar el tiro», no dar en el centro de la diana, equivocarse, desviarse del objetivo. Traducido al asunto que nos concierne —el de vivir una buena vida—, supone una desviación del centro de la diana existencial que tenemos asignada, es decir, errar en nuestras puertas y caminos, no dar en el clavo de nuestra motivación e inspiración y, de este modo, echar a perder el obvio potencial de plenitud, realización y felicidad que todos poseemos. Nuestra brújula interior necesitará una mayor magnetización de su norte natural.

El primer pecado o error es la cobardía: consiste en no atrevernos a ser lo que somos y no dar a la vida, por temor, recelo o sospecha, lo que tenemos para darle. No hemos sido creados a la medida de nuestros deseos e imágenes, de lo que nos gustaría o hubiera gustado ser. Somos como somos. Somos lo que somos a cada momento y somos muy reales de esta manera, pero a menudo esto no coincide con lo que nos gustaría ser, sentir, vivir... En gran medida, no hemos elegido lo que somos ni lo que tenemos, ni nuestros padres, ni nuestro cuerpo, ni el color de la piel o la altura, ni tampoco ciertos dones o talentos o predisposiciones o desvelos o enfermedades, ni ciertos límites o déficits, ni ciertos sentimientos o impulsos que en ocasiones se nos imponen con fuerza, si no con insolencia. No estamos autodiseñados ni autofabricados.

Es cierto, también, que tenemos margen de maniobra y libertad, que a lo largo de la vida continuamente nos vamos creando, perfilando, cambiando, modulando y enriqueciendo. De igual modo, es innegable que nuestras creencias y nuestra forma de conducirnos mental y emocionalmente van abriéndonos a nuevas posibilidades y cambios cada día. Ojalá trabajemos con nosotros mismos (esto es, agucemos el oído y le demos al martillo noche y día, para completar la expresión de Rilke) y aprendamos a reconocer a nuestros ángeles y en igual medida a nuestros demonios. Ojalá avistemos la sanguínea cara de nuestro dragón interior y, con intrepidez y paciencia, cabalguemos sobre sus movedizos lomos. Pero el asunto es: ¿tenemos el valor, la audacia, la confianza necesarios para ser lo que somos en todo momento, mantenernos en ello y relacionarnos y abrirnos al mundo desde ahí? ¿Tenemos el coraje suficiente para darle a la vida lo que tenemos para darle a cada momento, sea lo que sea, y correr el riesgo de que sea recibido con agrado o con desagrado, con aplauso o con desdén, y en cualquier caso aceptar esa respuesta?

A veces no somos lo que somos y no damos lo que tenemos porque sentimos miedo y desconfiamos. Preferimos no arriesgar. Optamos por no exponernos y nos retraemos. Pero debemos saber que es un pecado contra la vida no dar lo que tenemos, y un pecado contra nosotros mismos no ser lo que somos. Todos poseemos algo distinto: algunos tienen un destino anónimo y simple; otros, un camino notable y complejo; algunas son madres, otras no; algunos son campesinos, otros obreros, médicos, artistas o alfareros. Algunos permanecen solteros, otros, los más, toman pareja, fecundan la vida, etcétera. Hiperactivos algunos, sencillos, pasivos, contemplativos otros. Cada uno con su carácter, su predisposición y su equipaje siempre cambiante, cada uno decorado con su atuendo, cada quien tocado por sus propios movimientos vitales. Todos cuidados, eso sí, por la gran inteligencia, el gran inconsciente de sabiduría que nos sostiene y nos necesita a todos en la forma singular y exacta en que a cada uno nos toca experimentar la vida.

Cuando no damos lo que tenemos para dar, cuando no somos lo que somos a cada momento, y en su lugar nos retenemos y reservamos, estamos rindiendo servidumbre al monstruo del miedo en lugar de desarrollar valor y fuerza, en vez de ejercitarnos en la virtud de la confianza. Y, por el contrario, cuando nos escuchamos y, sin miedo, regalamos naturalmente lo que tenemos, nos sentimos hábiles y fecundos y retroalimentamos la vida, la embellecemos.

Muchos movimientos y motivaciones significativas en nuestra vida hunden sus raíces primigenias en programas familiares, en atmósferas antiguas con nuestros seres queridos, en dinámicas de lealtades con los anteriores, en intentos acrobáticos de complacer deseos ajenos (con mucha frecuencia, los paternos), en asuntos problemáticos o inconclusos de nuestra infancia, etcétera. Seguramente, también heredamos talentos, aficiones, anhelos, alegrías, retos, dones, temores, costumbres, singularidades... En la actualidad, está en auge una rama del conocimiento denominada epigenética, que va revelando cómo la huella de traumas y logros de nuestros anteriores se traslada, cual información cifrada, hacia el futuro, haciéndose presente en nuestra dotación fisiológica y nuestro fuste corporal. De igual modo, se sabe también que lo biológico y la dotación genética propia se reelaboran sin parar (no es un circuito cerrado), reestructurando creencias e inyectando movimientos de creación a nuestros actos que confronten las ataduras y repeticiones de lo anterior. A menudo logramos girar el curso de nuestros movimientos vitales cuando corresponden claramente a destinos ajenos a nosotros; comprendemos que no nos benefician y los cambiamos. Otras veces no. En cualquier caso, debemos respetar y permitir lo que nos mueve y nos conmueve, sabiendo, eso sí, que tenemos tres importantes derechos, tal como se lo escuché decir en una ocasión a Humberto Maturana: el derecho a equivocarnos, el derecho a cambiar de opinión y el derecho a irnos si lo decidimos. Conviene ejercerlos sin vacilar cuando sea necesario.

A algunas personas les cuesta orientarse en momentos clave de la vida, les cuesta permanecer en el no saber, esperar, saber no saber, aguardar la señal que indica el norte; y, cuando saben, no siempre les resulta fácil poner toda la carne en el asador, tomar la determinación debida, arriesgar y tensar el arco. En el ámbito de la profesión y la vocación, hallamos que algunas personas tienen una clara propensión hacia lo que las mueve, y lo reconocen claramente; no pueden hacer otra cosa, a riesgo de sufrir. Están tocadas por una misión y un talento: la música, la biología, el arte, la medicina, la construcción, la jardinería... Tales personas cuentan con la ventaja de que no pueden hacer más que lo que constituye su vocación, y si no lo hacen pagan un alto precio en frustración y amargura. Otras, en cambio, no tienen una vocación definida ni una misión fija, lo cual conlleva desventajas, pero también ventajas, como la de que pueden hacer muchas cosas distintas, en un abanico flexible y plural, y no se sentirán tan fácilmente frustradas (sólo perdidas o desorientadas a ratos). Sin embargo, nunca sentirán con fuerza la bendición de ser arrastradas por ese movimiento irresistible en el que parece que la vida toma las riendas hacia una inapelable vía, y no queda otra que rendirse a ella y aceptarla. Quienes viven su vocación y dejan de resistirse y se entregan a ella, lo viven como una bendición y un servicio. Se sienten guiados. Y quienes no experimentan una vocación y una misión definida pero asienten a ello, quizá no se sientan tan guiados, pero se experimentan favorecidos, libres y ligeros.

Muchas vidas se amargan por no seguir el ritmo del tambor que suena en su interior (en el ámbito que sea: afectivo, profesional, social, espiritual, etcétera), se malogran por no seguir la verdad de los propios movimientos interiores, por no arriesgar, por querer permanecer a salvo en la orilla de la aparente seguridad, por temor a la crítica, al desamparo, a la pobreza, a la soledad, a cualquiera de los cuatro temibles jinetes que se proyectan en el futuro. Sin embargo, no he conocido a nadie que, habiendo seguido los verdaderos latidos de su tambor interior tras reconocerlos con claridad (y a veces integrando voces contrapuestas), se sienta realmente perdido.

Las personas que tienen miedo, que están en el pecado del miedo y la retracción que conlleva, y no dan a la vida lo que tienen para darle, en el fondo sufren una falta de amor a la realidad externa. Viven la realidad de la vida como amenazante y peligrosa, les falta amar al mundo tal como es, y a los demás tal como son. De hecho, no es posible tener miedo sin albergar pensamientos críticos o agresivos sobre los demás o sobre el mundo. Cuando tenemos miedo de alguien es que ya hemos dejado de mirarlo bien, y nuestra mala mirada, nuestra atribución de defectos y malas intenciones, como déficit de amor, fabrica al enemigo al que luego tememos. Y si convertimos el mundo exterior en un lugar peligroso, si convertimos a los demás en nuestros enemigos, teñimos la vida con un colorante paranoico y persecutor; a manos del conocido mecanismo psicológico de la proyección, les conferimos a los demás nuestra propia violencia, y entonces no nos arriesgamos a dar lo que tenemos, ni a ser lo que somos, nos enquistamos en el miedo y la autodisolución, en la autodefensa crónica, o nos refugiamos en un torreón de invisibilidad o de puros pensamientos sin acción, en lugar de desarrollar la valentía. Falta amar al mundo tal como es, y a los demás tal como son. Se necesita desarrollar la perspectiva de que el mundo es un lugar bueno y acogedor, y no amenazante y cruel. Ambas miradas pueden ser igualmente ciertas e igualmente erróneas, según los elementos de la realidad en la que pongamos la atención. Sin embargo, logran un salto existencial de mayor envergadura aquellos que extienden el amor incluso hacia el lado oscuro de la realidad y de sí mismos.

El segundo pecado es el de la impostura, el de la falsedad y el simulacro, muy extendido en un mundo tan desconectado de lo natural y lo instintivo, que nos hipnotiza con su marketing vano, grosero y pusilánime, con sus valores superficiales de usar y tirar. Tiene que ver con el hecho de no confiar en que uno, siendo como es, va a estar bien; en que uno, estando en su propia verdad, va a recibir y dar el amor y la seguridad que necesita. Falta la que debería ser natural autoestima. Se incurre así en una falta al debido amor y al merecido respeto hacia uno mismo. Se desconfía de lo espontáneo y natural que hay en uno mismo y se piensa que el amor y el reconocimiento únicamente se obtendrán con el tener y el desempeñar un rol, más que con el ser y el fluir. De ahí deviene el camuflaje que, por desgracia, acaba siendo autoengaño.

Las personas que se impostan creen que pueden compensar el amor que no sienten hacia sí mismas logrando que otros las amen gracias a su camuflaje. Se inventan un personaje con la esperanza de que serán más reconocidas y de que con el amor del otro les irá mejor. Pero, en el fondo, el problema persiste, y ese problema es la falta de amor a sí mismas.

Ojalá la educación familiar y social incorporara una aceptación más grande del ser genuino y espontáneo de cada uno; ojalá no exigiera que el alma de los niños tuviera que adaptarse a modelos culturales sin corazón o de mercado sin fraternidad; ojalá no sedujera a muchos con el tentador anzuelo de ser lo que no son, hasta tal punto que a menudo se falsean no sólo ante el mundo, sino también ante sí mismos. Como expresaba Pessoa: «El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente». En el intrincado teatro de nuestra personalidad, corremos el riesgo de tomarlo todo como ficción, de encerrarnos en un complejo laberinto de rostros superficiales y perder de vista nuestra honda autenticidad.

Si en el pecado de cobardía no entregamos a la vida lo que tenemos para entregar, en la falsedad y en la impostura pretendemos darle a la vida lo que no tenemos. Esto implica una identificación con un rol o personaje, y por ende forzar y violentar la verdadera esencia, una desconexión de los susurros de la verdad interior y de los sentimientos genuinos.

Querer dar lo que no tienes para dar significa cabalgar a lomos de caballos ajenos. Si tu vibración se produce en el contacto con la naturaleza, no desperdicies tu tiempo en los bares de moda de la urbe; si tu talento es para las cosas manuales, no te disfraces de intelectual; si te sientes frágil y necesitado en tus vínculos amorosos, no pretendas mostrarte sobrado y campeón. Respétate: sé real, sé verdadero. A cada momento. Te irá mejor. Y quizá con el tiempo harás depender tu estima y tu ser de la cercanía contigo, no de los demás. Y te amarás a ti mismo porque sí o por nada, y no por algo en concreto. Debes tener el valor de ser lo que eres y dar a la vida lo que tienes para dar, y no pretender ser lo que no eres (para contentar a los padres, a la sociedad, a la religión, a la pareja o quién sabe ya a quién) ni darle a la vida lo que no tienes.

Hay un tercer pecado, quizá el más profundo: el de la inconsciencia. En términos budistas encajaría con el veneno de la ignorancia. Significa que no practicamos la atención, la escucha profunda, el arte de aguzar el oído y de sentir el cuerpo o las emociones, entre otras cosas, para distinguir bien lo que sí somos y tenemos, momento a momento, de lo que no somos y no tenemos. Es, por tanto, un error de insensibilización, de adormecimiento, de no querer enterarnos. Las personas que se adormecen en lugar de cultivar la atención plena hacia sus propios movimientos interiores, ya sean corporales, emocionales o volitivos, desconfían de la bondad de su propia naturaleza y temen la entrega a lo espontáneo de las profundidades de su cuerpo y de su alma. Desoyen los cantos hondos de su naturaleza instintiva, a la que sustituyen por un letargo defensivo que les dificulta el reconocimiento de lo que son y de lo que no, de su verdad interior, de lo que sienten y de lo que no, de lo que tienen para dar y de lo que no. Les falta, por tanto, amor a lo biológico de la vida, al latido espontáneo y sincero de su naturaleza. Las personas que no se prestan atención, que se adormecen, que se anestesian, pierden el amor y el respeto hacia sus propios impulsos y hacia la inteligencia natural de su cuerpo, que aloja sus sentimientos, sus deseos y su realidad. En lugar de cavar en sí mismas, se convierten en ideólogas (sustituyen verdad por ideología) y viven guiadas por sus propias invenciones, cada vez más alejadas de la escritura instintiva de su alma.

Mientras que en el pecado de la cobardía hay una falta de amor hacia los demás y hacia el mundo, que es vivido como amenazante, y en el de la falsedad se busca el amor en los demás porque falta el amor a uno mismo, en el pecado de la inconsciencia —o de la pereza de la conciencia— hay una falta de amor a la naturaleza, a lo biológico, a lo orgánico e instintivo, y a los impulsos naturales y espontáneos, considerados indignos de ser tomados en consideración o poco confiables.

Los tres pecados descritos son en realidad tres faltas de amor. Si es cierto que el amor nos hace libres y riega de alegría y serenidad nuestro estado interior, no lo experimentamos así cuando incurrimos en estos pecados. Por eso, dirigir la flecha al centro de la diana existencial que nos es asignada nos obliga a sintonizar con el amor a uno mismo, con el amor a los demás, con el amor al mundo y, por ende, con la sabiduría orgánica e invisible de la vida.