A todos nos gusta ganar y sentirnos exitosos y valiosos, claro, y todos los padres deseamos que nuestros hijos atraviesen las puertas del ganar. Pero es una apuesta de vida muy arriesgada hacer depender todo nuestro bienestar y felicidad de que las cosas nos vayan como deseamos, de que estemos siempre ganando, siempre en expansión, siempre en el brillo y el éxito.
Por otra parte, las personas a las que les va demasiado bien corren el nada desdeñable peligro de envanecerse y endiosarse. Caen fácilmente en la versión malsana del abultado orgullo de sí mismas. A veces me encuentro con personas que han tenido éxito muy rápido y muy jóvenes, y pienso: «¡Pobres! ¿Sabrán surfearlo y sobrevivir a ello? ¿Logrará su alma permanecer a salvo de sus logros?». Porque corren el riesgo de confundirse, creyendo en demasía que son personas especiales y que su éxito es por méritos propios, en lugar de saber que son sólo instrumentos de una voluntad más alta que los toma a su servicio o que se trata de un regalo o un préstamo, si no de un azar de la vida. Tal vez no consigan darse cuenta de que el genuino éxito no es ganar, sino servir, esto es, poner a disposición de la vida nuestros talentos y capacidades. Quizá no comprendan que somos instrumentos y no metas, y que aquel al que llamamos «yo» y consideramos nuestra identidad resulta insignificante en la gigantesca circunferencia de las cosas. Pueden identificarse tanto con el ganar y con una idea tan hinchada de sí mismos que pierdan el contacto con el juego real de la vida y con la idea fundamental de que todo es perecedero.
Todas las cosas están sujetas a cambio, son impermanentes, como afirman los budistas. También el éxito, las victorias y las ganancias. Por eso, conviene caer y fracasar de vez en cuando, desarrollar el músculo de la frustración alguna vez, es importante saber resbalar dignamente hacia la impotencia y la humildad, y sentir los límites y la tristeza, el aroma húmedo de lo humano. Los inevitables obstáculos del camino nos hacen fuertes y más reales; de vez en cuando necesitamos lágrimas para mantener lubricadas las bisagras de nuestra fragilidad y apertura emocional y de nuestra cercanía con los demás.
Por tanto, me parece una apuesta demasiado arriesgada hacer depender el propio gozo de que las cosas sean de una determinada manera, una manera que para la mayoría de las personas tiene que ver con el ganar. Considero mejor apuesta prepararse, y preparar también a los hijos para disponer de los recursos que nos permitan afrontar los sinsabores, las adversidades, las inclemencias, las pérdidas y los retos, y saber luchar y esforzarse cuando sea necesario para desarrollar la excelencia (la virtud, también podríamos decir) en aquello que hagamos y vivamos, y la verdadera humanidad cuando atravesemos las puertas de la retracción. En mi experiencia profesional y vital he visto que algunas personas encuentran y muestran su lado más coloreado, conmovedor, genuino y vital justo cuando viven momentos de contracción y de pérdidas que las hacen sufrir con intensidad. En tiempos en los que el viejo statu quo se rompe y lo antiguo se derrumba y ya no sirve, exactamente cuando parece que no logran gobernar su nave como siempre habían hecho, surge otra humanidad, otra necesidad de los demás y otra medida de la existencia y de lo que resulta valioso.
Algunas crisis operan como si llevaran un regalo implícito, liberando a las personas de sus caducas imágenes interiores acerca de quiénes son y de sus imágenes de que las cosas deberían ser de una determinada manera. Conllevan y exigen el desarrollo de una actitud de permiso, aceptación y concordancia con lo que es. Algunas pérdidas nos regalan mayor libertad y humanidad, e incluso alegría, pues, como dijo William Blake: «Detrás de toda pena y añoranza discurre una tierna alegría envuelta en seda». Por tanto, no sirve de mucho acumular medallas, distinciones y riquezas, pues ante la puerta final todos tendremos que soltarlo todo. Dice una frase de Kabir, poeta místico de la India: «Eres como un viajero que va y viene. Acumulas riquezas y te enorgulleces de ellas. Pero cuando te marches no te llevarás nada contigo. Viniste a este mundo con los puños apretados, pero, cuando te vayas, tus manos estarán abiertas». Podemos, y probablemente debemos, tomar todo lo que la vida nos da, pero con humildad, sabiendo que algún día tendremos que desprendernos de ello. Porque parece fácil ganar, pero, si no aprendemos a sortear bien sus peligros, podemos perdernos a nosotros mismos por el camino. Sabemos que no estamos perdidos cuando seguimos siendo capaces de vivir el presente, de vibrar con cada ahora; cuando nos mantenemos humildes y conectados a lo simple.
Para saber ganar, para cruzar a menudo las puertas de la expansión y mantenerse centrado y feliz, conviene tener en cuenta y aprender a gestionar algunas tramoyas delicadas, unos cuantos temas espinosos con ciertos riesgos agazapados. He aquí algunos de ellos:
1. La dificultad (o incluso la imposibilidad para algunos) de tomar con alegría lo ganado, lo que nos expande y nos hace felices.
Aunque, en el nivel de la mente racional, la mayoría afirmamos desear lo bueno —tener buena salud, relaciones hermosas, sentido y orientación, abundancia y seguridad económica y material—, no siempre esas buenas intenciones van acompañadas por la mente emocional y relacional. En mi trabajo como terapeuta veo a personas a las que les resulta difícil tomar con alegría lo bueno que la vida les da y celebrarlo con gratitud, porque en sus cuerdas emocionales profundas lo viven con culpa y como deslealtad hacia aquellas personas con las que están o estuvieron vinculadas por lazos de amor, personas que quizá no lograron mucho bienestar en sus vidas o en algunos aspectos de ellas, o que simplemente fueron desdichadas e infelices.
Cuando cruzamos puertas significativas que nos impulsan con fuerza a la vida, puede surgir en lo sutil e invisible de nuestras vivencias el recuerdo de aquellos seres amados que no lo lograron, y, en lugar de honrarlos y glorificarlos con nuestros avances, a veces nos boicoteamos o disminuimos, en una suerte de extraña lealtad en el menos y en la sustracción. Hay que saber que la lealtad buena, como trata de transmitir el cuento, está en el más, no en el menos; como dicen los padres, hay que cruzar, siempre que se pueda, la puerta de la izquierda, que es «la puerta del ganar, del ampliar, del expandir, del enriquecer, del yuxtaponer, del fertilizar». Ser leales a nuestros seres queridos y a nuestros antepasados en general, en el más, significa permitir que sus buenos deseos de expansión nos guíen, que las sonrisas se impongan a las lágrimas.
Recuerdo el caso de una mujer que se boicoteaba la puerta de la pareja y del dar vida, pues se había provocado varios abortos de hijos de distintos hombres. En su trasfondo actuaba, tal como pudo comprender, una dinámica de lealtad hacia una de sus abuelas, que permaneció mucho tiempo enojada con su marido porque tenía otra mujer con la que también concibió hijos. La abuela jamás pudo vivir su rabia, que quedó larvada en ella. En lugar de vivir el enfado y separarse, como hubiera deseado, se deprimió. Una de las frases recurrentes que dirigía a la nieta durante su infancia era: «¡Ay, chiquita! El mejor hombre, muerto», reflejando de este modo la magnitud del enojo que experimentaba. La abuela, ya fallecida, no habría deseado que la nieta sufriera por no disfrutar de lo que quería, un marido e hijos. Sin embargo, la nieta tenía dificultades para la pareja y la maternidad, en una especie de fatal lealtad a la abuela en el menos y en la desdicha, como si quisiera vengarse de los hombres en nombre de su abuela, aunque esta función no le correspondiera. Lógicamente, debía liberarse de la lealtad a la abuela en el menos para poder tener su propia y genuina vida y su propio y genuino movimiento.
También recuerdo el caso de un amigo querido al que un día pregunté, entre jocoso y sarcástico: «¿Soportarías ser rico, tener una bonita casa, despreocuparte un poco en este plano, disfrutar de más medios, etcétera? ¿Habría mayor desgracia para ti —le decía irónicamente— que el hecho de que te tocaran de un día para otro tres millones de euros en alguna lotería?». Entonces me miró sorprendido y un poco lívido, pues justo la noche anterior había soñado que le tocaban tres millones en la lotería, y en del sueño se interrogaba sobre qué hacer con el dinero, y al fin lo repartía, para su alivio, entre familiares y obras sociales. Esto resulta, sin duda, alto de miras, solidario y muy encomiable; sin embargo, en su caso también encubre la falta de permiso para su propio bienestar, para elegir lo que le conviene y facilita su vida, ya que la sola idea de vivir rica y holgadamente lo hace sentirse culpable, como si traicionara a sus hermanos (algunos de ellos, muy desfavorecidos en muchos sentidos) o a sus orígenes humildes y precarios. Experimenta una intensa incomodidad en su cuerpo si transgrede la imperiosa regla de vivir en la carencia. No creo estar diciendo más que una obviedad que cualquiera que se interrogue a fondo puede descubrir: que el bienestar y la prosperidad llegan a ser un tabú para muchas personas porque contradice sus señas de identidad y reconocimiento original, sus valores y códigos de pertenencia.
¿De qué manera somos leales? ¿Cómo nos limitamos por lealtad? Son preguntas que conviene plantearse y aclarar para dar cabida a más de lo que nos nutre y nos hace bella y fácil la vida. Lo que ayuda en estos casos son las lealtades en el más, que nos incitan a ir aún más lejos de lo que fue posible para nuestros anteriores queridos y a tener una vida más rica y plena. «¡Larga vida!», exclamamos muchas veces cuando brindamos, extendiendo así nuestros buenos deseos a los novios, a los socios, a las empresas, a las personas en sus aniversarios, a los proyectos y en general a todo lo que empieza o celebra su continuidad. Deseamos que tengan futuro y muchas puertas para transitar. Podemos imaginar que de las cuerdas vocales de los que nos quieren brota hacia nosotros una exclamación, una bendición como: «¡Larga y feliz vida!». Incluso de los que ya murieron, que en su alma no desean en absoluto que a sus posteriores les vaya mal. Ayuda, y mucho, extender los brazos del amor en una de sus principales dimensiones, que es el respeto: el respeto claro y profundo a la vida de cada cual tal como es y tal como fue, sin pretender llevar cargas en lugar de otro, ni seguirlo en su desdicha, enfermedad, precariedad o muerte, ni pretender reparar algo en su lugar. ¿Cómo honramos a los anteriores? ¿Cómo los amamos a todos? En el más, no en el menos.
Así que para algunas personas será necesario desactivar sus mecanismos de boicot para lo bueno y lo expansivo y abrir su corazón a todo lo hermoso que desean y la vida les regala.
2. Otro riesgo consiste en atribuir las ganancias y logros exclusivamente a méritos personales, aprovechándolos para envanecernos, agrandarnos e inflamar nuestro ego.
Es cierto que la mayoría de las personas necesitamos sentirnos reconocidas e importantes, potentes y valiosas, pero no lo es menos que el exceso de importancia personal fragua una patética limitación y es un peligro en nuestra vida, ya que nos aleja de nuestra naturaleza esencial y perfila una sombra caricaturesca de nosotros mismos. Muchas personas se pierden a sí mismas al identificarse con sus logros y su posición, y enseguida enarbolan sus tarjetas de presentación social —presidente de tal, miembro de tal, directora de tal, autor de tal, padre de dos hijos maravillosos, marido feliz, méritos de tal y tal, y un largo y absurdo etcétera—, confundiéndose a sí mismas con sus logros, confundiendo su ser con su tener, su corazón con su representación. No entienden que también en sus logros y realizaciones han sido instrumentos de la vida, anhelante de realizarse a sí misma. Evitan darse cuenta de que son herramientas de la vida, que los ha tomado para esta función como un regalo y un honor y que les deben gratitud, y no envanecimiento o vanagloria. Recordemos el cuento de Hakuin: hay que resistir tanto el halago como la crítica, adoptando cierta distancia. Y cuando llegue el halago, que siempre es agradable, hay que sonreír y disfrutarlo a fondo, pero con un relativo desapego, sin permitirle ocupar el trono de nuestra alma. Pues, aunque los reconocimientos son muy bellos y estrechan lazos, en un sentido amplio no son tan trascendentales, y en última instancia la diosa Eternidad lo fagocita todo con su cósmica escoba. Y, claro, lo mismo sirve para los vituperios.
Creo que no está de más decir que algunas personas sufren de un exceso de autoestima, y que, en ocasiones, también la estima y el amor a uno mismo, que habrían de resultar espontáneos y naturales, se exceden y se pervierten. Lo habitual en las consultas de los terapeutas es encontrar a personas convencidas de su baja autoestima, resultado de infancias hirientes, enredos familiares o fracasos afectivos o profesionales, y sólo ocasionalmente aparece alguien que percibe sus dificultades para gestionar y asumir sus logros y lo que la vida le da sin perderse en la autocomplacencia, el poder y la inflación de su ego (que lo apartan del encuentro verdadero consigo mismo y con los demás).
Las personas que logran mucho y no se pierden son las que se mantienen humildes y señalan a algo más grande, y no a sí mismas, como responsable de sus éxitos y contribuciones, sin dejar de reconocer todos los esfuerzos, sacrificios y proezas que supuso lo que obtuvieron, así como los merecimientos consecuentes. Se sienten vehículos o instrumentos de propósitos más altos, a los que sirven. Experimentan gratitud.
Un ejemplo chocante y ejemplar fue el de Jonas Edward Salk, el inventor de la vacuna de la polio, enfermedad que azotaba, implacable, a miles de personas cada año hasta hace relativamente poco tiempo: rechazó sus merecidos royalties argumentando que el sol no cobra derechos de autor por calentarnos. Nunca la patentó ni se enriqueció, favoreciendo así que fuera gratuita y, por tanto, posible para muchas personas en el mundo.
3. No concebir lo ganado y lo realizado como servicio a la vida y a la comunidad.
No siempre es fácil, pero debemos tratar de entender que todas las puertas que nos expanden a nosotros expanden al mismo tiempo la vida. Una vez le preguntaron a Bert Hellinger: «¿Qué es para usted la felicidad?». Él se recogió, pensó, sintió la pregunta y a continuación contestó de una manera maravillosa: «La felicidad es el éxito en servir a la vida. La mayor felicidad es una criatura».
Esta idea del servicio a la vida ahonda en una dimensión que trata de trascender el yo en un mundo en el que este yo se ha enseñoreado y convertido en el centro de todo. Un yo céntrico lucha, compite, destruye, se falsifica, enarbola la mente como principal bandera, se aleja de los cantos de su corazón, se agranda, deja de ser cooperativo y colaborador, deja de pensar en términos de nosotros, de comunidad y de servicio. Pretende sustituir al Ser.
Claudio Naranjo ha señalado la mente patriarcal como el fundamento de los males de un mundo egoísta, asustado y competitivo, pues en lo esencial la mente patriarcal se asienta en la construcción de un yo que se levanta por encima de la naturaleza, en una especie de dialéctica entre mente y natura, entre el yo con su mente y el corazón espontáneo, amoroso y fraterno, dialéctica en la que el yo trata de salir victorioso. Un antídoto natural que inmuniza de la enfermedad de la grandeza del yo es el sentido de servicio a la vida, de cooperación, de entrega, de superación del egoísmo. Es la comprensión de la grandeza y de lo sagrado también fuera de uno mismo. Como afirma Claudio Naranjo: «El sentido de la vida es dar fruto». Fructifiquemos, pues.
Una gran lección al respecto nos la enseña Mozart, al que se atribuye, si no de manera literal, al menos parecida, la frase siguiente: «Siento una extraordinaria gratitud a los dioses, porque cuando ellos me dictan la música da la casualidad y tengo la suerte de que lo hacen al estilo mozartiano». He aquí una soberana expresión de humildad: no soy yo, son ellos, los dioses, los que me revelan la música, los que la crean y la hacen llegar a través de mí, y yo soy sólo un instrumento de intermediación. Y he aquí una majestuosa expresión de gratitud y servicio: qué suerte que lo hacen al estilo que a mí me toca encarnar y se sirven de mí, de mi historia concreta y personal, para embellecer la vida.
Una buena forma de salir del yo y sus vanidades es el agradecimiento: tomar y alegrarse cada día de lo que trae la vida. La gratitud, la conjugación del verbo agradecer, es un fertilizador y una escalera que nos acerca más y más al bienestar y a una vida real y gozosa. Esta gratitud tiene que ver con la conformidad, que no significa resignación ni conformismo burdo, sino aceptación trabajada de lo que es. O, si se quiere, de lo que ya ha sido y ya no puede ser cambiado. Así, las personas más felices son las más agradecidas, y las más agradecidas son las más capaces de tomar lo que la vida les da a cada momento y agradecerlo. Y cuando agradecen, aumenta su tomar, y cuando aumenta su tomar, aumenta su agradecimiento, con lo cual se produce un bucle de gozo, un más y más en alegría. Byron Katie, en su libro Mil nombres para el gozo, lo explica diciendo que su fórmula es la «adhesión incondicional a la realidad», porque, según cuenta, cuando se pone en contra de la realidad simplemente sufre. Y aquí también hay que entender la realidad como lo que ya ha sido.
Tomemos y agradezcamos, por tanto, en especial nuestros dones, y entreguémoslos con igual agradecimiento a la vida.
Adherirse incondicionalmente a la realidad no es tan fácil, ya que, como decíamos, siempre están presentes nuestras imágenes interiores, que pelean contra la misma e impiden que nos sostenga y nos entreguemos a ella. Si logramos apartar (poner entre paréntesis, retirarles el cuadro de mandos) un poco esas imágenes interiores, la realidad nos entra todo el tiempo tal como es. Y, tomándola, la agradecemos; y, agradeciéndola, la tomamos. Y estamos profundamente de acuerdo en ser quienes somos tal como somos, a cada momento. Y, por ende, nos entregamos y nos expandimos más y más, y con ello servimos y nos sentimos sostenidos.