Las fábulas se hallan cargadas de simbolismos. Está claro que, en el cuento que nos ocupa, el símbolo más importante es la llave, que representa el legado que los padres entregan a los hijos en forma de aprendizaje útil para el viaje de la vida. La llave, además de abrir todas las puertas, tiene tres dientes, que como explican los padres simbolizan los tres dones, actitudes o recursos más importantes que un ser humano necesita para tener una buena vida. Y que, en buena lógica, también nos hacen evocar su reverso, su cara opuesta, las tres amenazas que se ciernen sobre la buena vida, los tres grandes pecados en que podemos incurrir (y no hablo aquí de pecado en un sentido judeocristiano, sino como falta de respeto y amor hacia la vida o hacia uno mismo).
No es casualidad que sean tres, pues el tres es un número extraordinario: introduce la síntesis en el enfrentamiento dialéctico, ofrece la reconciliación para las colisiones polares y encarna el fruto en las colaboraciones duales. Inserta el principio creativo que surge de la unión de los opuestos. La tríada fundamental y fundacional es padre, madre e hijo. Tres es la Sagrada Familia. Tres es, en definitiva, el número de la vida, de la fuente de la vida. Todos somos el número tres respecto a nuestra madre y nuestro padre, es decir, su obra. El tres rompe la abulia de la paridad y permite que la vida avance creando, desordenándose para volver a ordenarse y conservarse, como en un gran mecanismo interminable de caos y orden, de creación y destrucción. Los dientes, con su don y su amenaza, son tres porque es el número mínimo que simboliza el movimiento.
Los tres dientes representan los grandes aliados que a modo de recursos necesarios deben acompañarnos en el camino de la vida. Cada vez que crucemos puertas relevantes tendremos que invocarlos y aunarlos a nuestro favor. Estos tres grandes aliados, a modo de virtudes, son la verdad, la valentía y la conciencia, con sus concomitantes distorsiones o pecados, que a modo de polaridades los acechan y los completan: la falsedad, la cobardía y la inconsciencia.
Éste es el regalo que los padres entregamos a nuestros hijos. Y al hacerlo les decimos: «Ahora tú tienes los tres recursos y las tres posibilidades de error, y está en tus manos decidir qué haces con ellos». Y luego agregamos: «También debes saber que hay una voluntad más grande, que es la presencia divina en ti y en todas las cosas. Y esa presencia, ese espíritu, es algo así como el metal del que está hecha la llave: el oro. Hagas lo que hagas con ella, hay una fuerza mayor, un Alma Grande, que está en todos tus actos y tiene su propia inspiración y sus propios designios, y ojalá la sientas y te apoyes en ella, pues siempre es confiable. Es algo así como la vida viviéndote».
Decía que son tres las virtudes y tres los pecados. Unas se definen en contraposición a los otros: la verdad versus la falsedad, la valentía versus la cobardía y la conciencia versus la inconsciencia. Las primeras son necesarias porque existen los segundos, y vivimos siempre en el filo de los recursos y de los errores. A menudo nos extraviamos y no tenemos —o perdemos— los recursos, de modo que hay que recuperarlos y reencauzarse. Vivimos en la tensión de la naturaleza polarizada de nuestra experiencia, lo que por otro lado nos obliga a ser creativos y singulares.
Así, la verdad es la capacidad de ser uno mismo a cada momento, evitando la impostura y el simulacro; la valentía es la capacidad de atreverse a dar lo que se tiene para dar, superando los miedos que puedan paralizarnos, y la conciencia es estar atento siempre a las señales —«aguzar el oído», en expresión de Rilke; «darse cuenta», en jerga gestáltica— y vencer la pereza de poner atención y ahondar en uno mismo y en los mensajes que nos llegan de nuestras profundidades: del cuerpo, de lo sutil, de lo intuitivo, de lo onírico, de los sentimientos, de los campos relacionales, de los hechos azarosos, de la conexión inspirada con lo trascendente, etcétera.