CUALQUIERA que viera a la preciosa novia caminando por el pasillo del brazo de su padre hubiera dicho que estaba radiante. Por no mencionar que el gigante pelirrojo era la viva imagen del orgullo mientras conducía a su hija hacia el altar.
Un orgullo que se incrementó aún más cuando, momentos más tarde, el cura preguntó:
—Y tú, Madeline Sorcha Browne Ruthven, ¿aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?
Aunque más de uno juraría que vio cómo las lágrimas se deslizaban por las mejillas del hombretón, nadie podía asegurarlo a ciencia cierta.
Lo que sí estuvo claro es que la frágil señora que había a su lado lloró de pura felicidad mientras jugueteaba con la brillante alianza de su propia y reciente boda. A la mujer se la veía dichosa por completo al ver casarse a la mayor de sus hijas, con la menor ejerciendo de dama y que lucía casi tan hermosa como la novia. Seguía a ambas la sobrina del novio, corriendo y dando saltitos por el pasillo con un vestido azul cielo de seda y tul que parecía recién sacado de un cuento de hadas.
Ninguno de los invitados hizo comentario alguno sobre los extraordinarios acontecimientos que precedieron a la boda. Simplemente deseaban lo mejor para Alex y Maddie y después de la ceremonia se dirigieron encantados a Marcombe Hall para celebrar el acontecimiento por todo lo alto.
En la galería de la primera planta, donde se celebró el banquete de bodas, todas las miradas iban dirigidas a los recién casados. Si alguien se hubiera molestado en darse la vuelta, habría sido testigo de una extraña visión: cómo los protagonistas de dos de los enormes retratos de la galería se miraban sonriendo el uno al otro. El hombre, Jago Kerswell, le susurró al amor de su vida, lady Eliza Marcombe:
—Y aquí tenemos otro final feliz, exactamente lo que esta casa necesita. Parece que están siguiendo nuestros pasos.
—Sí, espero que estén juntos toda la eternidad. Igual que nosotros, mi amor.
Y aquello era lo que la feliz pareja tenía intención de hacer.