ALEXANDER MARCOMBE miró a través de los barrotes de la ventana y pensó con nostalgia en el mar. Era un día bochornoso, de mucho calor, y podía sentir pequeños regueros de sudor cayendo por su espalda. En ese momento, un refrescante chapuzón en el Atlántico hubiera sido lo ideal, pero se hubiera conformado con un poco de brisa fresca. Suspiró. La estrecha celda estaba muy mal ventilada.
Estar en la cárcel no era ningún lecho de rosas, aunque tampoco se suponía que tenía que serlo, pensó con tristeza. A pesar de todo, por alguna extraña razón, estaba agradecido por su larga estancia como invitado de Su Majestad. Aquello había conseguido que por fin madurara y reflexionara —había tenido un montón de tiempo durante los últimos tres años—; así que, sí, definitivamente estar en prisión era lo mejor que le podía haber pasado. Conseguir que su compañero de celda lo entendiera, sin embargo, era algo bien distinto.
—Marcombe, eres un hijo de perra muy raro. —Foster, un hombre musculoso de veintitantos, negó con la cabeza con expresión de no haber entendido ni una sola palabra—. ¿Cómo coño puedes decir que has disfrutado estando encerrado? Estás como una cabra. —Se rascó la cabeza. Hacía un mes que se había rapado su mata de pelo negro y ahora parecía un erizo.
—Seguramente lo esté, pero no he usado la palabra «disfrutar». He dicho que estar aquí me ha hecho madurar, ver la vida desde otra perspectiva. Aquí he aprendido lecciones muy valiosas y no tengo la intención de olvidarlas en mucho tiempo. Por supuesto que no quiero volver. Jamás. —Apretó la boca. Había pasado momentos bastante duros durante los que lo único que le apetecía era dormir y no volver a despertarse nunca, pero algo le ayudó a seguir adelante. ¿Orgullo quizá? O pura y simple terquedad.
—Sí, sí, eso es lo que dicen todos. Sin embargo, cuando sales y nadie quiere contratarte por miedo a que le robes, terminas haciendo lo de siempre. ¿Qué otra opción te queda? Y antes de que te des cuenta, estás de vuelta en la cárcel.
—Supongo que tienes razón, pero eso no me va a pasar. —Sabía que Foster se había pasado la mitad de su vida en distintas instituciones y conocía la visión cínica que su compañero tenía de todo el sistema. Era difícil convencerle de lo contrario ya que parecía estar atrapado en uno de esos círculos viciosos.
—Es cierto, me olvidaba de que vosotros, los ricachones, sois como una piña. Seguro que encuentras un trabajo con solo hacer esto… —Foster chasqueó ambos dedos para dar mayor énfasis a la frase.
—Eso no es del todo cierto, aunque sí que funciona para algunas personas. En cualquier caso, no creo que ninguno de mis antiguos amigos quiera contratarme, pero sí que tengo la suerte de tener un hermano mayor mucho más tolerante de lo que me merezco, que ha tenido una paciencia infinita conmigo a lo largo de los años y ha prometido ofrecerme un techo bajo el que vivir hasta que pueda volver a valerme por mí mismo.
—¿No es ningún delincuente? —preguntó Foster con recelo.
Alex se echó a reír.
—No podría serlo ni aunque lo intentara. No, es abogado y no me lo imagino haciendo nada que no sea lo correcto o que pueda infringir la ley en lo más mínimo.
—Eso suena muy aburrido —gruñó su compañero.
—Te equivocas. Puede que tuvieras razón si solo se tratara de una persona seria y trabajadora, pero tiene un gran sentido del humor y tardarías en encontrar a un marinero o deportista mejor que él. Y también tiene su punto canalla.
—Ajá. —Su compañero se tumbó en su colchón y se quedó mirando a la pared. Después añadió con un tono de nostalgia en la voz—: Lo único que mi hermano mayor ha hecho por mí fue convencerme para que me uniera a él en un atraco a un banco que terminó mal y que me trajo de vuelta a la cárcel antes de que me diera tiempo a parpadear. Rob es un malnacido.
—Sí, ya me lo contaste. —Alex no sabía que más decir así que volvió a mirar por la ventana—. Estoy deseando que llegue mañana y salir de aquí —comentó por último.
—Bien, buena suerte. No te ofendas, pero espero no volver a verte por aquí. —Foster se volvió para quedar de cara a él y Alex se alegró de ver que volvía a tener esa expresión relajada y sonriente tan habitual en él.
—Imposible. Al menos no aquí. —Esbozó una sonrisa llena de confianza—. ¿Por qué no vienes a verme cuando salgas en vez de ir a buscar a tu hermano? Tal vez pueda ayudarte a encontrar el buen camino. —Se dio cuenta de que Foster alzaba ambas cejas con escepticismo—. Solo si eso es lo que quieres, por supuesto.
—¿Y cómo se supone que vas a lograrlo?
—Bueno, te encontraré un trabajo.
—¡Ja! Buena suerte con eso, compañero.
—No, hablo en serio. ¿O acaso quieres pasarte el resto de tu vida entrando y saliendo de instituciones como esta?
—Puedo imaginarme en mejores lugares que este.
—Ahí lo tienes. Saldrás en un par de semanas, ¿verdad? Para entonces ya debería haber empezado a tomar las riendas de mi vida y quizá pueda echarte una mano.
—No creo que funcione. —Foster negó con la cabeza—. Además, ¿por qué quieres ayudarme? Somos diferentes.
—¿Y qué? Al menos piénsatelo. No hay mucho más que hacer en este agujero infernal.
—Mira, ahí te doy la razón. De acuerdo, me lo pensaré.
—Bien. Sabes dónde encontrarme, ¿no? En Marcombe Hall, cerca de Kingsbrigde. —Foster asintió y ahora fue Alex el que se acostó en su litera con las manos detrás de la cabeza. Estaba contento. Si al menos pudiera salvar a una sola persona de ese tipo de vida, entonces quizá conseguiría expiar los pecados del pasado. «Y Dios sabe lo mucho que quiero hacerlo.»
***
A la mañana siguiente, con el sol calentando su rostro y la brisa alborotando su largo cabello, Alex salió por las puertas de la prisión e inhaló una profunda bocanada de aire que le supo a libertad. Miró a su alrededor recreándose en cada detalle. Por fin estaba en el mundo exterior. Abrió los brazos y soltó una enorme carcajada.
—¡Eh, Alex, aquí! —Tal y como prometió, Wes había ido a recogerlo. En cuanto su hermano mayor le dio un abrazo de oso tuvo la impresión de haber vuelto a casa. A pesar de ser el más alto de los dos, se sentía tan seguro y protegido como un niño pequeño y no como el hombre de veintiocho años que era—. ¡Felicidades! —Wes le dio una palmada en la espalda y se dirigió hacia el conocido Range Rover verde musgo—. Nunca pensé que superarías este asunto tan bien, pero lo has conseguido. Estoy muy orgulloso de ti, Alex.
Alex entendía lo que quería decir su hermano, pero la emoción le produjo un nudo en la garganta que le impidió expresar sus sentimientos, así que decidió bromear.
—Eso es lo más raro que le puedes soltar a un hermano que acaba de pasar tres años en prisión por tráfico de drogas.
—Tan solo eras joven y estúpido. —A pesar de su profesión, Wes descartó los graves cargos con un gesto de la mano.
—Gracias, hermano. —Alex sonrió para demostrar que no se sentía ofendido por sus palabras.
—No, en serio, dejaste que te llevaran por el mal camino. Ni siquiera creo que te lo pensaras dos veces antes de actuar. No tienes madera de delincuente, Alex. Además, eres un mentiroso pésimo.
Alex se echó a reír.
—Te sorprendería la de cosas que se pueden aprender en la cárcel. He perfeccionado mi destreza para mentir hasta puntos insospechados, además de otras cuantas cosas.
Wes echó un vistazo a la complexión musculosa de su hermano y enarcó ambas cejas.
—¿Haciendo pesas o luchando?
—Un poco de todo. —Alex sonrió de oreja a oreja.
—Mmm… Siempre se te dio bien el combate cuerpo a cuerpo. Si mal no recuerdo, me has dejado la nariz sangrando y los ojos morados en más de una ocasión.
—Te lo merecías. Ya sabes, eras el dichoso hermano mayor y todo ese rollo.
—¡Ja! Eso te creías tú. Me merecía una medalla por tener que lidiar contigo. Los hermanos pequeños sois como un grano en el trasero.
Dio un ligero puñetazo a Wes en el brazo.
—Venga ya, casi siempre nos divertíamos un montón.
—Sí, hasta que te hiciste mayor antes de tiempo. —Ambos se quedaron pensando unos segundos en la época en la que su madre se fugó con otro hombre, abandonando a su padre con el corazón roto e incapaz de seguir adelante. Wes negó con la cabeza y cambió de asunto—. Bueno, sea lo que sea lo que hayas aprendido te ha venido bien. Por extraño que parezca, por primera vez en mucho tiempo tengo la sensación de que puedo hablar contigo de igual a igual; como si ya no tuviera que seguir desempeñando el papel de «padre severo».
—¡Gracias a Dios!
—Por lo menos no en lo que a ti respecta. —Wes sonrió.
—Estoy convencido de que te ha supuesto un alivio enorme. Seguro que tus tres hijos te mantienen bastante ocupado. —Además de una hija de once años de su anterior matrimonio, Wes tenía dos hijos varones, de dos años y seis meses respectivamente, con su segunda esposa, Kayla. Aunque no conocía a los dos más pequeños, sabía que no dejaban que su hermano bajara la guardia lo más mínimo ya que Wes le había ido contando todas sus andanzas durante las visitas semanales que le hizo mientras estuvo en prisión—. ¿De verdad que no te importa que pase una temporada en tu casa con tantos como sois?
—¡Qué va! Si hasta puedes echarme una mano. Kayla siempre les permite que se salgan con la suya y encima ahora ha venido a pasar unos días con nosotros su amiga Maddie, así que las dos han hecho piña en contra mía. Tenerte allí equilibrará la balanza.
—Haré todo lo que pueda, aunque no esperes mucho. Si mal no recuerdo, una sola sonrisa de Nell bastaba para tenerme comiendo de la palma de su mano.
—¡Qué bien! —Wes hizo una mueca y suspiró—. Y yo que pensaba que por fin iba a tener un aliado… Da igual, antes de que te des cuenta te estarán volviendo loco. Entonces me entenderás mejor.
***
La zona de juegos de Marcombe Hall se había creado a partir de tres habitaciones contiguas del segundo piso y era lo bastante grande para albergar toda una tienda de juguetes. Para Alex, que nunca había visto algo así, eso era precisamente lo que parecía, pero Wes le aseguró que no estaban malcriando a los niños.
—Por supuesto que no —murmuró Alex en tono irónico mientras miraba la tienda de campaña de tamaño infantil y las toneladas de vehículos de policía, camiones de bomberos y cajas de juguetes, por no hablar de los rompecabezas y libros de todo tipo y tamaño.
—Esto es solo una pequeña muestra de lo que en este momento está disponible en el mercado. Ni te imaginas la de cosas que se pueden comprar hoy en día.
—Si tú lo dices —replicó Alex con recelo—. A mí me parece que con todo lo que hay aquí podrías montar una guardería sin ningún problema.
En ese momento vio cómo su cuñada se acercaba a él con una sonrisa en los labios y con Edmund, el pequeño de seis meses, apoyado en la cadera. El niño enterró la cara en el hombro de su madre y se metió el pulgar en la boca en cuanto vio a ese inmenso hombre. Kayla, sin embargo, no pareció tener ningún reparo. Todo lo contrario, le dio el abrazo más grande que podía haberle dado con un solo brazo libre.
—Bienvenido a casa, Alex. Espero que Wes te haya preparado para el caos que últimamente reina por aquí.
—Te aseguro que va a ser un cambio de lo más bienvenido. —De pronto encontró difícil tragar por el nudo que se le había vuelto a formar en la garganta. Kayla estaba actuando como si los tres años pasados no hubieran existido, como si no hubiera hecho todas las cosas terribles que hizo; algo que no se merecía en absoluto. Pero estaba agradecido por aquello. Y se encargaría de recompensárselo a todos ellos.
—Alex, ven a conocer a Maddie y a Jago. —La voz de Wes le sacó de ese momento tan emotivo. Recorrió con la vista la estancia hasta dar con una mujer alta y pelirroja que estaba a cuatro patas llevando en la espalda a su sobrino mayor. Alex sabía que habían llamado al pequeño como uno de sus antepasados, así que no hizo ningún comentario sobre lo atípico del nombre.
—Maddie es mi caballo —explicó Jago entusiasmado mientras se agarraba con los puños al pelo rizado de la mujer. La pobre hizo una mueca de dolor, pero no se quejó. Se limitó a ladear la cabeza todo lo que las circunstancias le permitieron y sonrió.
—Encantada de conocerte Alex —consiguió decir antes de que su jinete la azuzara sobre la alfombra—. Lo siento, ya hablaré contigo más tarde.
Alex se rio.
—Wes, deberías enseñar a tus hijos a tratar mejor a las mujeres —señaló antes de ponerse él mismo a cuatro patas—. ¿Quieres subirte a un caballo más grande, Jago? —preguntó al pequeño.
—¡Oh, sí! —El niño se bajó a toda prisa de la espalda de Maddie y se tropezó en la alfombra, aunque aquello no le hizo desistir en su propósito lo más mínimo. Simplemente se puso de pie, se sacudió las rodillas y corrió hacia Alex.
—Gracias. —Maddie le lanzó una mirada cargada de gratitud y se dejó caer de espaldas sobre el suelo en un intento de enderezar su columna vertebral—. Los niños de dos años pesan más de lo que te imaginas.
Alex no contestó. Estaba demasiado ocupado observando la sensualidad con la que ella se estaba moviendo de forma inconsciente. Cuando estiró los brazos sobre la cabeza, la camiseta se le subió unos centímetros, mostrando un trozo de la bronceada piel de su estómago. Se le secó la boca. Continuó mirándola un poco más arriba y no pudo evitar fijarse en cómo se le marcarba el pecho bajo la tela; si bien no podía decirse que fuera una mujer voluptuosa, para él tenía unos senos del tamaño perfecto. En cuanto se dio cuenta de que no llevaba sujetador apartó la vista. Tres años sin estar con una mujer eran demasiado, pero no creía que esa fuera la razón por la que su cuerpo respondía de esa forma ante la visión de la amiga de Kayla. Sin ninguna duda, ella tenía algo especial.
Cuando volvió a fijar la vista en ella, se dio cuenta de que la joven le estaba mirando. Tenía los ojos verdes, ligeramente rasgados, como los de un gato. Se abrieron como si en ese momento le estuviera leyendo el pensamiento. De pronto se ruborizó por completo y se puso de pie de inmediato, dirigiéndose a su amiga:
—¿A qué hora comemos? Me muero de hambre.
Alex la miró fijamente hasta que Jago reclamó su atención. Más tarde, pensó que su vuelta a casa había sido más fácil y a la vez más difícil de lo que se imaginó. Lo que si tenía claro era que nunca volvería a dar por sentada su libertad.