Capítulo 13

—VOY a ir a Dartmouth esta mañana, pero estaré de vuelta a la hora de comer.

Maddie le miró a través de la mesa como diciendo «sé cuidar de mí misma». ¿De verdad, podía? Alex no estaba tan seguro.

Puede que estuviera a salvo en el anonimato que daba estar entre una multitud, pero si realmente había alguien acechándola, esa persona todavía podía estar allí. Y si Maddie se quedaba sola en algún momento, él o ella podrían volver a intentarlo… Mejor no pensarlo.

Dios, aquello era algo muy serio. Quienquiera que la golpeara y la metiera en ese pozo tenía toda la intención de matarla. O al menos de hacerla sufrir, dejándola allí sin comida ni agua. Habría sido incapaz de salir de allí, incluso sin un esguince en la muñeca. Fue pura suerte que él y Foster decidieran buscarla por esa zona. Estaba claro que su atacante había dejado el material de pintura en un lugar más alejado para hacer creer que Maddie se había ido por otro lado. Fue simple casualidad que él decidiera volver a casa por ese otro camino por si acaso encontraba algo.

Agachó la cabeza para que ella no viera la preocupación en sus ojos. Maldición. No podía encerrarla en casa, eso sería una estupidez.

«Vi peligro. El mal la está acechando», le había dicho Romar. Reprimió un escalofrío de aprensión al recordar las palabras de la gitana. Quizá solo se refería a que alguien la golpearía en la cabeza y punto. ¿Pero y si aquello solo era el principio? ¿Debería ir con ella? Podría inventarse alguna excusa para ir también a Dartmouth, aunque estaba seguro de que Maddie se daría cuenta al instante.

No, lo único que podía hacer era pedirle a Foster que tuviera especial cuidado para que ella no se diera cuenta. Debía confiar en su amigo. No le quedaba otra.

* * *

Maddie se puso en marcha con una mezcla de emoción y miedo en su interior. Jane la había llamado y quería que se vieran. Se pusieron de acuerdo para que, como siempre, la recogiera y la llevara a las afueras del pueblo. Estaba deseando saber qué era lo que tenía que decirle. ¿Por fin habría encontrado algo?

Jane estaba esperándola pacientemente, casi oculta a primera vista, en una parada de autobús que había al lado de la carretera. Detuvo el vehículo para que se subiera a él y en cuanto pudo salió a toda prisa de allí. Jane escudriñó la carretera detrás de ellas; al darse cuenta de que no había ningún vehículo o persona por allí dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias a Dios, no creo que nadie me haya visto. Le dije a mi madre que había quedado con una amiga. Gracias por venir tan rápido.

—No me lo hubiera perdido por nada del mundo. Por teléfono me diste la impresión de que habías averiguado algo.

—Sí, o eso creo. Busca algún sitio donde aparcar y te lo contaré todo.

Tomaron una carretera secundaria y tardaron muy poco en encontrar un lugar tranquilo donde detenerse a hablar. Maddie apagó el motor y se volvió hacia Jane sin poder disimular la ansiedad que sentía.

—¿Y bien? ¿Qué fue lo que encontraste?

—Bueno, como te dije, ayer fui a ver a la señora Graham. Tiene setenta y pico años y no para de hablar. Creo que es la peor chismosa de todo el pueblo. Casi siempre me cuenta cosas de personas de las que nunca he oído hablar y yo me limito a asentir o soltar un «ajá» de vez en cuando. Pero ayer decidí hacer una prueba y le dije que aunque los cotilleos existen, y mucho, no siempre son ciertos. «Uno puede llegar a escuchar las cosas más extrañas; por ejemplo el otro día me llegó un rumor de lo más hilarante sobre mi madre, que lógicamente es imposible que sea verdad», comenté.

—Continúa.

—Entonces vi cómo se le iluminaba la cara. Siempre le ha gustado estar a la última en lo que a chismes se refiere. Me preguntó qué era lo que había oído y le dije que una anciana que no andaba muy bien de la cabeza iba diciendo que mi madre había tenido otro hijo antes de mí. Le dije que estaba claro que se trataba de una broma y me eché a reír, pero ella se quedó muy quieta. «¿Qué sucede?», quise saber. Durante un momento pensé que no me lo diría. Pero la necesidad de meterse de lleno en un asunto tan jugoso pudo con ella y me comentó que creía que era cierto.

—No, ¿en serio?

—Sí. Por supuesto fingí horrorizarme y la cara de satisfacción que puso fue impagable. Le encanta que la gente se entere de las cosas por su boca y si encima los deja conmocionados, mejor que mejor. Entonces me dijo que hace años se rumoreó que mi madre tuvo una aventura con otro hombre y que se quedó embarazada. Por supuesto mi padre intentó acallar cualquier chisme, pero el caso es que mi madre se marchó del pueblo durante una buena temporada, por lo visto para visitar a unos parientes. Cuando regresó era una mujer completamente diferente y los sermones de mi padre se volvieron más duros con el tiempo. Más «incendiarios», según ella.

—¿Y cuándo se supone que pasó todo aquello?

—La señora Graham dijo que hace veintisiete años. Estaba muy segura porque fue el mismo año en que nació su nieto el mayor y cumplirá veintisiete el mes que viene.

Se miraron la una a la otra.

—Oh, Jane —consiguió decir al fin Maddie—. Supongo que el que no tengamos el mismo padre explica muchas cosas. Pero, ¿por qué demonios no dejó al tuyo y se quedó con el mío?

—Me he hecho la misma pregunta y creo saber la respuesta.

—¿Sí?

—Sí. Mi padre la habría matado antes que dejarla ir.

***

Las palabras de Jane resonaron en la cabeza de Maddie de regreso a Dartmouth. Cuando llegó allí, dejó a Jane en la parada de autobús y fue directamente a la zona donde solía aparcar el vehículo. No necesitaba comprar nada, pero sí que tenía que hacer algo. Cualquier cosa que la distrajera de las recientes revelaciones y acontecimientos. Echar un vistazo a los escaparates, en ausencia de otra cosa, serviría.

Caminó despacio a lo largo de la fila de tiendas y boutiques que había en la calle, deteniéndose de vez en cuando para admirar algún artículo o prenda de ropa. Una hora más tarde, el intenso calor la llevó hasta un quiosco de prensa y refrescos, donde pidió una bebida bien fría que le supo a gloria.

Bebió con avidez, después dejó la botella y se dirigió a la puerta de salida. A mitad de camino, sin embargo, se quedó paralizada al ver al reverendo Saul Blake-Jones, el hombre que se parecía tanto al extraño de sus sueños. Él también se percató de su presencia y se quedó inmóvil durante unos segundos. Al principio se mostró sorprendido, pero inmediatamente después su rostro se transformó en una máscara de ira y le lanzó la mirada más siniestra que jamás hubiera visto. Estaba cargada de puro odio e iba dirigida directamente a su persona.

Aquellos ojos negros la miraron durante unos segundos como dos llamas incandescentes, abrasando su alma. Después, la miró con un intenso desagrado una última vez y se marchó sin comprar nada.

En ese momento Maddie se dio cuenta de que le estaban temblando las piernas y debió de ponerse pálida porque alguien le preguntó si estaba bien.

—Sí, sí, gracias. Es solo el calor. —Se tambaleó hacia la puerta y salió a que le diera el aire. Una vez fuera, se apoyó contra la pared y respiró hondo varias veces, tratando de detener la creciente ola de pánico que amenazaba con apoderarse de ella. Era como si su pesadilla se hubiera vuelto real y viniera a por ella. Estaba convencida de que se trataba del mismo hombre. El reverendo Blake-Jones. El hombre que la odiaba. ¿Le habría conocido de niña? Seguro que sí. No le cabía la menor duda. Una mirada como aquella hubiera marcado a cualquier criatura. No le extrañaba que la aterrorizada en sus sueños.

Ahí fue cuando llegó a la conclusión de que la vieja señora Graham debía de tener razón y el motivo por el que el reverendo la detestaba era por la infidelidad de su esposa. Como hombre de Dios, era obvio que tenía un punto de vista más férreo sobre el asunto que la mayoría de la gente, ¿pero tanto como para matarla?

«¿De verdad me quiere muerta?»

En un primer momento había temido que su atacante del bosque hubiera sido Ruth, su madre. Por eso se había mostrado reacia a hablar con la policía. Pero cuando Alex le comentó que quienquiera que le hubiera hecho aquello era alguien lo suficientemente fuerte como para llevarla hasta el pozo, se dio cuenta de que no podía tratarse de una mujer. Ahora estaba segura de que el culpable era el marido de Ruth. Tenía que serlo. Su sorpresa al verla con vida había sido genuina. Ahora entendía por qué se había encolerizado al segundo siguiente, porque debía de creer que estaba muerta o que todavía seguía en ese pozo y su presencia allí le hizo ver que había fracasado.

—¡Dios mío! ¿Y ahora qué hago? —masculló. No tenía ninguna prueba, solo su intuición. Tampoco podía demostrar que era la hija de la señora Blake-Jones, ya que su madre biológica se aterrorizaba solo con verla. Aunque la policía podía ordenar un análisis de ADN. ¿Pero de verdad quería arruinar la vida de su madre? Porque estaba segura de que si algo de aquello salía a la luz, Ruth Blake-Jones sufriría consecuencias muy severas. Su marido podría divorciarse de ella, o peor aún, hacer de su vida un infierno. Su congregación podría repudiarla por pecadora y el propio Blake-Jones podría salir impune, puesto que sin duda alegaría que él no había hecho nada malo.

No le quedaba otro remedio que estar atenta y vigilar su espalda hasta que Kayla regresara. Después haría sus maletas y se marcharía de Devon para siempre. Tal vez hasta de Inglaterra. No podía quedarse. Tenía que haber algún lugar en el mundo en el que estuviera a salvo del reverendo Blake-Jones.

Y tenía toda la intención de encontrarlo cuanto antes.

***

La puerta de entrada a la casa parroquial se cerró de golpe con un ruido sordo que reverberó en todas las habitaciones. Jane y su madre estaban sentadas en la mesa de la cocina, disfrutando de una taza de té, pero en cuanto le oyeron ambas levantaron la vista para mirarse horrorizadas.

—Oh, no. Dios, por favor, no… —susurró Ruth. Jane fue plenamente consciente del temblor en la voz de su madre y sintió cómo el pánico se iba apoderando de ella. No obstante, tomó una profunda bocanada de aire e intentó mantener la calma. Solo lo consiguió de cara al exterior; por dentro estaba aterrorizada.

—Shh —dijo en voz baja—. Tranquila…

Pero sabía que no serviría de nada. Cuando su padre tenía uno de sus ataques de furia necesitaba un chivo expiatorio y siempre era una de las dos.

Entró en tromba en la cocina, con la expresión de un tigre enfurecido y agarró a una petrificada Ruth de los hombros, que todavía seguía sentada en su silla. Antes de que tuviera tiempo de pronunciar una sola palabra empezó a zarandearla sin ningún miramiento.

—¡No salió bien! —tronó—. La descendiente de Satanás sigue viva. —Sus ojos despidieron un brillo extraño, parecía estar al borde a la locura.

Jane contuvo un jadeo y volvió la cara hacia otro lado. Sabía a lo que se refería su padre y sintió una mezcla de tristeza e ira por haber tenido razón en sus suposiciones. Dio las gracias a Dios porque su hermana estuviera bien.

—D.. De qu… qué estás ha.. hablando? —consiguió decir Ruth entre balbuceos. Su marido seguía zarandeándola, hasta que se cansó y la tiró contra el aparador más cercano.

—De tus pecados, ramera —escupió él—. Han regresado para perseguirnos, como supe que pasaría. Nunca debí escuchar tus ruegos. Debí terminar lo que empecé, tal y como prometí. Entonces nada de esto habría pasado. ¡Jezabel! —Abofeteó con el dorso de la mano la mejilla de su mujer, que cayó al suelo con un gemido. Jane supo que tenía que intervenir y se armó de valor.

No podía soportarlo más, así que dijo en voz alta:

—Padre, por el amor de Dios…

Él se volvió para mirarla, como Jane sabía que haría. Con los años había aprendido a desviar su ira hacia sí misma para poder ahorrar un poco de sufrimiento a su madre.

—¿Te atreves a pronunciar el nombre de Dios en vano en esta casa? —Llegó hasta ella en dos zancadas y fue su turno de recibir una bofetada. Apretó los dientes, le miró con ojos desafiantes y le ofreció la otra mejilla.

En un buen día, ese gesto a veces le recordaba su posición como ministro del Señor. En un mal día, sin embargo, solo avivaba su cólera. Hoy era un día malo. Muy malo.

Durante los siguientes diez minutos en la cocina de la casa parroquial se libró una batalla nunca antes vista. Al principio Jane se enfrentó a su padre, presa de una furia casi equiparable a la de él.

—Voy a poner fin a todo esto de una vez por todas, ¿me oyes? —dijo entre dientes—. Es la última vez. Voy a ir a la policía. Voy a meterte en la cárcel o al manicomio en el que deberías estar. ¡Desgraciado! Madre, por el amor de Dios, rebélate. Juntas podemos lograrlo —gritó.

Cuando las palabras penetraron en el conmocionado cerebro de su madre, Ruth se acercó hacia ellos para ayudarla. Jane siempre había tenido la sensación de que, si unían fuerzas, podían vencer a su padre, pero se había olvidado de la fragilidad de su madre, que fue noqueada en apenas un instante con un par de puñetazos en el sitio apropiado, dejándola de nuevo sola frente a su progenitor. Aquella era una pelea que no podía ganar y al final no le quedó más remedio que admitir su derrota. Para detener la paliza que estaba recibiendo, fingió un desmayo y se derrumbó en el suelo a los pies de su padre. La sangre manaba por su nariz, manchando el suelo de la cocina.

Él se detuvo unos segundos y la miró mientras respiraba con dificultad por el esfuerzo realizado. Jane permaneció inmóvil, rezando porque se fuera de allí y la dejara en paz. Cuando estaba punto de gritar si no se iba pronto, su padre finalmente abandonó la estancia con un juramento. En cuanto volvió a oír el portazo de la puerta principal dejó escapar un suspiro de alivio.

Después solo hubo silencio; un bendito silencio.

No supo cuánto tiempo permaneció allí tumbada, pero en cuanto se percató de que su madre no se movía se obligó a espabilarse lo suficiente para llamar a una ambulancia. Llegó rápido y ambas estuvieron pronto en las urgencias del hospital. A Jane la metieron en un pequeño cubículo donde fue atendida de inmediato por un médico joven que la miró con aire resuelto.

—¿Puede contarme qué ha pasado, señorita Blake-Jones? ¿Quién les ha hecho esto a usted y a su madre?

—Mi padre —susurró con los labios rotos—. ¿Se… se pondrá bien mi madre?

—Sí, creo que ha sufrido una conmoción cerebral pero no tiene nada roto, excepto un diente o dos. Y dígame, ¿desde cuándo lleva sucediendo?

—Oh, años. —Se encogió de hombros—. En realidad no lo sé, creo que desde antes de nacer yo.

—¡Por Dios! ¿Por qué nunca han dicho nada? Deberían haber acudido a la policía o a los servicios sociales.

—No podía. Mi madre no me dejaba. Tenía miedo de que él la matara. —Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas—. Creo que estaba en lo cierto.

El doctor la miró muy serio.

—Este tipo de cosas me saca de mis casillas —masculló—. Vamos a echarle un vistazo.

Jane tenía dos costillas y un dedo roto, así como innumerables cortes y contusiones, pero mientras yacía en la cama del hospital esa misma tarde juró que sería la última vez. Jamás dejaría que aquello volviera a ocurrirle a ella o a su madre. Había llegado la hora de escapar.