Transcurridos más de tres años desde la entrada de José en la cárcel surgió la posibilidad de pensar en que el transcurso del tiempo ofrecería la oportunidad de algún permiso ocasional. Para él, lograrlo, se había convertido en un firme propósito y su ejemplar comportamiento carcelario daba buena muestra de ello. Yo le había convencido de que había que intentar entrevistarse con su mujer para que ésta le diera las razones de su inexplicable comportamiento, y él pensaba utilizar los futuros permisos para tal pretensión. En el cuarto año de encierro, por fin, llegó la primera salida. Esa mañana, según me contó después, estuvo compuesta de una mezcla de aturdimiento y alegría, o más bien de fascinación. Nunca había pensado, me dijo, que pasear al aire libre y fresco sería una experiencia tan conmovedora.  Lloró, lloró en soledad y a cada paso que daba por su antiguo barrio la emoción le atenazaba la garganta. Cuando le pregunté si se había acordado en algún momento de Ana fue sincero, me dijo que no. No se dejó caer por ningún sitio conocido pues pretendía que nadie supiera de su salida. Aunque no disponía de mucho dinero, sus trabajos en la cárcel le habían proporcionado algunas retribuciones; ello le permitió disfrutar primero de un buen vermut y luego comer en una pizzería del centro. Después se pasó a comprar un teléfono móvil. Yo le había advertido de su necesidad para tener algún soporte de contacto ante la eventual entrevista con la jueza. La verdad es que José no me cuestionaba ninguna sugerencia que yo le hacía. Entre sus pocas virtudes había que resaltar la de su docilidad, si es que ésta cupiera calificarla de virtud.

Hacía tiempo que yo me había ofrecido a intentar hablar con su ex-mujer para conseguir el encuentro. Cuando a los tres meses de la primera salida me informó de que había conseguido otro permiso, José decidió que ese permiso debía servir para reunirse con Blanca, la jueza, e intentar obtener una explicación. No sé si por la fuerte necesidad  de conocer las razones de su destino o por su ingenuidad rayana en la estupidez, o por ambas cosas a la vez, la verdad es que me creyó cuando le dije que había logrado contactar con Blanca y que había accedido a hablar con él. Ella le llamaría por teléfono el día de su permiso para concertar su encuentro. La fecha del permiso y el número de móvil se los habría dado yo. Yo, no solo no había contactado con ella sino que ni siquiera lo había intentado. Mis intenciones eran otras. Habíamos hablado de que cualquier ayuda por mi parte debía quedar entre nosotros y condicioné mi amistosa colaboración a que no me viera involucrado de ninguna manera en cualquier eventualidad que pudiera surgir. José lo encontró razonable y me juró que mi nombre nunca saldría a relucir en ningún momento. Por eso, le pedí que, para que nadie cuestionara de dónde había obtenido Blanca su número de teléfono, unos días antes del permiso le hiciera una llamada desde su móvil al teléfono de casa de la jueza y se quedara en silencio cuando ella le contestara. Ello le permitiría decir, si alguien le preguntaba, que su ex-mujer sabía el número de su teléfono porque él mismo se lo había facilitado. También le dije que era indispensable que la espera de la llamada de su ex-mujer fuera en algún sitio en el que alguien pudiera dar fe de la hora a la que la había recibido. Fui, así, uniendo poco a poco todos los cabos para la reunión entre ambos.

En realidad, aparte de cubrir mis necesidades vitales, todo este tiempo lo he dedicado a planificar y actuar con el único fin de vengar la muerte de mi hija. O quizá lo haya empleado en alcanzar el acto heroico de un hombre corriente. Sé que he iniciado un camino de no retorno pero tengo que reconocer que su recorrido es intenso y apasionante. Me robaron no solo la esperanza, la posibilidad de reconciliarme con mi hija; sino también la ocasión, aunque efímera, de volver a disponer de un ámbito de emoción. La venganza por el asesinato de mi hija no deja de ser un acto de salvación. De mi salvación. Cuando escribo estas notas apenas quedan cuarenta y ocho horas para que todo acabe. Me siento inquieto, nervioso, sin sosiego. Llevo varios días tomando doble dosis de bromazepam, el nombre tiene su gracia, y aún así no logro tranquilizarme del todo. Mejor así, de lo contrario podría desistir ahora, al final.

Ayer, por fin, llegó el momento esperado. Ya temprano por la mañana hice todos los preparativos, entre ellos cargar el revólver que hace ya algún tiempo me agencié no sin dificultad. Para familiarizarme con él anduve disparando en recónditos parajes; parece que ya no me daba el miedo que sentí el primer día. Recogí las dos tarjetas donde tenía apuntados  sendos teléfonos y junto a ellas coloqué la llave del domicilio de la jueza. Parecerá mentira, pero resulta que la llave que encontraron en el bolsillo de mi hija me la dieron con todas sus pertenencias cuando acabó el juicio. Todavía es más increíble que la jueza no hubiera cambiado la cerradura; aunque pensándolo bien tampoco es tan raro, dada la seguridad y soberbia de esta gente. No conciben que algo pueda suceder al margen de su voluntad. Estuve en su casa una sola vez para probar la llave. En cualquier caso, no dejan de ser circunstancias aprovechables pero no imprescindibles, pues de no existir la llave hubiera usado otra argucia para entrar en la vivienda. Realmente la gente, en general, tiene la mano bien dispuesta para abrir sus puertas a personas ajenas con cualquier pretexto más o menos razonable. Todavía recuerdo cómo entró mi hija en el lugar que se convertiría en su cadalso. Hacía ya algún tiempo que no había vuelto a ver a José. Nos habíamos despedido para siempre con un abrazo, deseándole por mi parte que su deseo de conocer la razón de su destino se viera cumplido. Él, lo único que tenía que hacer era esperar la llamada de su ex-mujer el día de su permiso. Si esta le llamaba, bien, y si no, tendría que empezar de nuevo a intentar el contacto, esta vez sin mi ayuda. Normalmente ella llegaba todos los días a su casa alrededor de las cuatro y media después de salir del juzgado y comer. Esperaba que todo fuera como reiteradamente día tras día yo había comprobado con anterioridad. A las tres en punto de la tarde me introduje en el domicilio de Blanca. Allí estaba, en el mueble de la entrada, como testigo mudo, la escultura que había servido para matar a mi hija. Después de ponerme unas calzas y guantes de plástico recorrí el pasillo que daba al tendedero por cuya ventana la habían arrojado. Fue para mí un auténtico vía crucis. Sentí un paulatino ahogo que iba creciendo dentro de mi pecho. Tomé dos tranquilizantes. Pensé que no iba a ser capaz de seguir con mi plan y estuve a punto de darme la vuelta y salir despavorido. Al cabo de diez minutos logré tranquilizarme y retomar el control. Aguardé sentado en una butaca del salón. Poco antes de lo esperado escuché el trasiego en la cerradura de la puerta. Blanca entró en el recibidor, depositó las llaves en el mueble de la entrada y se dirigió a su dormitorio para cambiarse de ropa. Después fue a la cocina, se oyó el correr del agua en un grifo, y al instante apareció en la entrada del salón con un vaso de agua en la mano.

 

- ¡¡¡Qué pasa!!! –se sobresaltó al verme sentado en la butaca. El vaso de agua cayó estrepitosamente al suelo- ¿Quién eres tú? –preguntó asustada.

- Eso no importa. –yo intentaba hablar pausadamente, quería evitar cualquier connotación violenta en la escena. Aunque levanté de forma ostensible el arma para mostrar quien era el dueño del escenario.

- ¿Qué quieres? –Me preguntó en tono exigente. La marca de su altanería no desaparecía ni en los momentos más desfavorables para ella, como también lo demostraba el hecho de tutearme a pesar de mi edad.

- Trabajo por encargo –Le repliqué, al tiempo que me levantaba y avanzaba hacia ella con el revólver apuntando a medio metro de su cabeza. Parece que la visión del arma le hizo recapacitar sobre su situación y borrar la altivez de su rostro.

- Como le digo, trabajo por encargo. Por encargo de alguien interesado en saber la verdad de la muerte de Ana Montalbán –El rostro de Blanca demudó.

- ¿Cómo?

- Debemos aclarar quién mató a Ana.

- Fue mi ex-marido. ¿Qué quiere usted?

- ¿Usted cree que si pensara que fue su ex-marido estaría yo aquí? –Blanca se quedó seria y pensativa, como un animal enjaulado-. Mire –continué-, yo no tengo ninguna duda de que fue usted quien mató a Ana. Quiero que me diga porqué. Luego tendrá que hacer un par de llamadas.

- ¿A quién? –replicó Blanca.

- Paso a paso. Primero explíqueme porqué mató a Ana.

- No voy a explicarle a usted nada –contestó la jueza. Su mirada denotaba su deseo por saber hasta dónde estaba yo dispuesto a llegar. Comprendí esa mirada y reaccioné inmediatamente. No podía correr el riesgo de perder el control de la situación.

- Está bien –le dije, quitando el seguro del revólver de forma ostentosa-. Arrodíllese –aproximé el arma a centímetros de su frente. Ella, asustada, obedeció-. Ahora, dese la vuelta. Mire, no tenemos mucho tiempo. He pensado que será mejor que se lo explique usted misma al juez instructor del caso. Verá, para que se haga una idea de lo va esto le diré que soy el padre de Ana. Yo ya lo he perdido todo, ¿entiende la situación? Como no haga lo que le digo le meteré una bala en la cabeza. En el mismo sitio donde usted golpeó a mi hija. ¿Está claro?

- Sí –contestó escuetamente Blanca. Esta vez había cambiado su tono hasta volverse ciertamente sumiso.

- Va a llamar a este número –le entregué la tarjeta donde había apuntado el teléfono del juez instructor-. Le dirá que tiene que venir aquí inmediatamente por un asunto de suma importancia. Indíquele que se trata del caso de Ana Montalbán. Si duda, le amenazará usted con acudir al Consejo del Poder Judicial para denunciar las irregularidades de su instrucción: el cierre en falso, las presiones al inspector Merino, ….la falta de práctica de pruebas tan elementales como un careo. En fin, usted tiene recursos suficientes y le conoce bien. ¿no es así? No se olvide de preguntar cuánto tardará en venir. ¿Está claro?

- Sí –contestó Blanca-. Lo intentaré.

- No. No lo va a intentar. Lo va a conseguir. Su vida depende de eso.

- Está bien, está bien, no se ponga nervioso.

- No estoy nervioso. Llame ahora mismo -zanjé.

 

Blanca cogió el móvil de su bolsillo y marcó el número de teléfono del juez instructor. La conversación fue, más o menos, por los derroteros previstos, aunque parece que el juez era algo remiso porque tuvo que recordarle además antiguos favores. Hay que reconocer las dotes de convicción de Blanca.

 

- ¿Conforme? –me preguntó la jueza.

- Conforme -repliqué- ¿cuánto tardará?

- Me ha dicho que veinte minutos. Lo que tarde el taxi

- Bien. –le acerqué un cojín del sofá-. Tome, para sus rodillas –le dije, y continué-. Ya que usted no me quiere decir las razones de su asesinato, se las diré yo. Todo fue por venganza hacia su marido. Me imagino que por hacerle pasar por la vergüenza de traicionarle con su propia asistenta. Lo que no logro entender es cómo se le ocurrió meter a mi hija en su plan, cómo fue usted capaz de la muerte de una persona absolutamente inocente para ver cumplidos sus deseos, ¡qué desproporción! ¿tan poco vale para usted la vida de otra persona? ¿fue porque era drogadicta? No lo entiendo.

- Estaba fuera de mí –respondió tenuemente Blanca, después de un silencio eterno.

- ¿Enajenada, acaso? –continué yo-. Enajenación mental transitoria ¿no es así?

- Eso es –asintió Blanca.

- ¿Durante semanas?

- Es posible.

- La enajenación quizá sea una explicación. Pero no creo que sea transitoria ni tan siquiera de semanas. En su caso, es posible que su forma de pensar, de ver a los que no sean de su ámbito social o a los que se aparten de sus cánones de comportamiento, sea una muestra de locura, pero no de semanas sino desde que usted alcanzó el uso de la razón. Pero eso no se llama locura. Es otra cosa.

 

Habían transcurrido diez minutos desde la llamada al juez instructor. Tomé la segunda tarjeta donde había apuntado el teléfono de José y se la entregué.

 

- ¿Y este teléfono de quién es?

- Es de José. Le va a llamar ahora y le dirá que venga a casa. No se preocupe, él no le va a pedir explicaciones, está esperando su llamada. Le dirá que acuda dentro de quince minutos, ni uno más ni uno menos. ¿Está claro?

- Sí.

 

A continuación hizo la llamada. No duró más de treinta segundos. Obviamente, José ni rechistó.

 

- ¿Tengo que esperar de rodillas? –preguntó Blanca-

- Sí, pero vamos a hacer un poco de ejercicio. Avance, de rodillas, hacia el pasillo –respondí.

- Pero, ahora ¿qué quiere? –inquirió ella.

 

Yo no le contesté. En cambio, le hice sentir el cañón del revólver en su nuca.

 

- Está bien, está bien. Ya voy –se apresuró a decir Blanca.

 

Cuando estaba en el pasillo, a la altura del mueble de la entrada, cogí la escultura sin que ella lo notara. Ella siguió avanzando, de espaldas a mí. Cada decímetro era una eternidad.

 

- Tengo miedo –exclamó la jueza.

- Lo sé –le repliqué.

- Perdóneme –imploró Blanca.

- Tendría que perdonar a demasiadas personas –contesté mecánicamente.

A esas alturas, mi comportamiento era el resultado de un guión aprendido y no podía apartarme ni un ápice de ese guión. No podía ni siquiera pararme a pensar en sus palabras. Todo estaba decidido.

 

- ¿Adónde vamos? –preguntó sollozando.

 

En ese momento decidí no prolongar la agonía. Metí el revólver en mi bolsillo y levanté con ambas manos la escultura. Le asesté un gran golpe en la parte posterior de la cabeza. Su cuerpo cayó como un fardo pesado contra la madera del suelo. Inmediatamente, restituí la escultura al mueble de la entrada. Volví sobre mis pasos, abrí la puerta del tendedero y desplegué enteramente la ventana del patio. Con gran esfuerzo recogí a Blanca del entarimado y una vez en la ventana fui descolgando su cuerpo hacia el exterior hasta que sólo la tenía sujeta por los pies. Lancé una efímera mirada al patio y la arrojé al vacío.

Salí a toda prisa del piso, tornando la puerta pero sin llegar a cerrarla, lo mismo hice con la de acceso al portal, colocando una goma adhesiva en el pestillo que impidiera su cierre; una vez alcanzada la calle, tomé una bocanada de aire fresco. Estaba a punto de vomitar pero logré contenerme. Con paso lento pero firme me alejé del portal, crucé la avenida que lo separaba de la acera de enfrente y aguardé la llegada del juez instructor y su entrada en el edificio. Acudí, después, apresuradamente, a retirar la goma del pestillo del portal y volví a esperar en la acera opuesta. A los tres minutos, acudió José. Mi papel había terminado.

 

                            Martes, 23 de abril, desde mi cobijo

 

Postdata: Esta declaración está dirigida al inspector Merino, de la policía judicial. Cuando esto escribo ya he abandonado mi domicilio. Estoy en un lugar no enteramente seguro pero, al menos, de enrevesada localización. Ello me permitirá hacer seguimiento de las actuaciones policiales. En última instancia sé que lograrían descubrir mi paradero. Pero si eso ocurre, y su intención es la de detenerme, no me encontrarán vivo. Soy el dueño de mi vida, porque no tengo nada que perder.

En cualquier caso, todo depende de la decisión que el inspector Merino tome sobre este escrito. Tiene dos opciones: una, destruirlo, otra, sacarlo a la luz. El conoce mis razones. Sé que le sitúo en una encrucijada de su conciencia. Pero a veces los hombres corrientes han de decidir. Yo lo he hecho. He decidido castigar a los culpables y cooperadores en la muerte de mi hija, a las personas que han pasado por encima de su pobre vida, a las que no les ha importado nada, a los que han callado. Ahora le toca el turno al inspector Merino. A las buenas personas que no se comprometen, pero que en ciertos momentos no les queda otra salida que hacerlo. Espero que me perdone.