MERINO
El inspector Merino era un hombre de mediana edad. Llevaba más de veinte años en la policía. Ese tiempo era proporcional a su desencanto. Sus ansias justicieras se habían modulado y había constatado a lo largo de su experiencia que los elementos accesorios a los casos podían llegar a ser determinantes, al margen de la esencia de los mismos. La burocracia, la política, los prejuicios, los corporativismos, la pereza, incluso, podían condicionar los resultados. A pesar de ello, él se consideraba medianamente ilusionado, casi íntegro, y al menos intentaba no engañarse a sí mismo. Había pasado por varios departamentos y al recalar en la policía judicial había aprendido y asumido, quizás con gusto, el aspecto liberador del poder de dirección del juez instructor. También él se había vuelto perezoso.
La tarde del lunes recibió la llamada de su superior sobre la muerte de Ana.
- ¿Merino?
- Sí
- Tienes que pasarte por el número cuatro de la calle Puente, quinto piso, derecha. Se ha producido una muerte. Parece que una chica se ha caído por una ventana del patio cuando la sorprendieron los dueños del piso en su interior. No parece que sea muy complicado si no fuera por un detalle.
- ¿Cuál?
- Que se trata del domicilio de la jueza Fernández de Ayala, del juzgado número 2 de instrucción.
- ¡Joder!
- Ya. Bueno. Trabaja con tacto.
A las ocho menos cuarto Merino accedía al edificio, e iba directamente al patio a través del local del bajo, único punto de entrada. Los agentes de la científica estaban realizando su cometido. Les interrumpió para acercarse al cadáver y registrar sus bolsillos. Un móvil, un juego de llaves más otra llave suelta, un paquete de tabaco, un mechero y una pequeña cartera con cinco euros, un documento de identidad y una tarjeta de transporte. Dejó continuar a sus compañeros y a continuación subió al quinto piso. En el salón, sentados cada uno en sendos sofás, aparecían las figuras de la jueza y de su marido, completamente demacrados y con evidentes muestras de nerviosismo.
- Buenas noches, señora, señor. Soy el inspector Merino. ¿Cómo se encuentran?...... ¿Me podrían explicar aunque fuera a grandes rasgos qué ha ocurrido?
- Llegamos a casa –comenzó a balbucear la jueza-, mi marido y yo, y al entrar escuchamos unos ligeros ruidos de pasos alejados, en el pasillo que da a la cocina y al tendedero. Nos acercamos con precaución y de repente escuchamos un gran estruendo procedente del patio. Nos asomamos y ….- la voz de la jueza se fue apagando-.
- …llamaron a la policía –le ayudó el inspector-.
- Efectivamente.
- Parece que la entrada no ha sido forzada.
- Nosotros abrimos la puerta normalmente.
- ¿Han echado en falta alguna llave?
- En principio, no. –Contestó la jueza-. Aunque yo tengo un juego siempre en mi despacho por si me hicieran falta en algún momento.
El marido parecía ausente. Sus manos temblaban y la mirada huidiza y el sudor de su frente dejaban entrever una gran preocupación y malestar. Merino mandó subir las llaves encontradas en la parka de Ana. Una vez en su poder les pidió a los propietarios que le enseñaran sus respectivas llaves. Ambos le facilitaron sus llaves y comprobó que la llave suelta recogida en el patio coincidía con la de la entrada.
- Parece que ya sabemos cómo entró ¿no? –comentó distraídamente el inspector- ¿Puede tener alguna explicación? ¿Cuántos juegos tienen, aparte de los suyos y el del despacho?
- Solamente nuestra asistenta cuenta con otro juego –señaló la jueza-. Podría llamarle para preguntar.
- No se preocupe, uno de los agentes lo hará.
Después de confirmar que la asistenta tenía su juego de llaves, el inspector recapacitó si seguir preguntando o dejarlo. El marido estaba desaparecido, mudo, y la jueza contestaba como si fuera el temario de la oposición. Si había algo que dilucidar sería mejor preguntarles por separado más adelante si ello resultaba factible.
- Bien, creo que no les voy a molestar más. Solamente si fuera tan amable de acompañarnos en un momento a su despacho para comprobar si el juego de llaves sigue allí.
- No hace falta, ustedes mismos lo pueden comprobar, la mesa está abierta y para el despacho pueden pedir que les abran en el juzgado. ¿Necesita algo más inspector? Posiblemente vayamos a dormir a casa de mis padres esta noche.
- Nada más. Muchas gracias. Siento que se hayan visto en esta situación. Ya les avisaremos más adelante.
Merino les estrechó la mano y volvió al patio. Una vez ultimadas in situ las actuaciones de la científica y consultados los archivos de la policía llamó al padre de Ana y esperó su llegada. Desde luego, comenzó a elucubrar, alguien había facilitado la llave a Ana o ésta la había sustraído, pero ¿quién o a quién? ¿Para qué? Del juzgado número dos le informaron que en la mesa de la jueza estaba el juego de llaves que ella había indicado. Lo poco que había indagado le estaba dejando un regusto amargo; en su cerebro rápidamente se instaló un desasosiego del que ni él mismo acertaba a comprender la causa. Aparte del asunto de la llave en el bolsillo de Ana, el cual habría de ser investigado, había percibido algo que parecía no encajar. Mientras las llaves de Ana y la jueza presentaban signos de haber sido usadas desde hacía tiempo, la del propietario tenía un brillo que denotaba una reciente fabricación. Fueron sólo unos segundos los que había empleado en mirar las llaves pero le había extrañado. Con todo, su inquietud no podía partir de tales pesquisas, por lo demás normales en cualquier otro caso. Pronto llegó a la conclusión de que lo verdaderamente especial era la presencia de la jueza Fernández de Ayala en la trama. Fernández de Ayala era jueza y además no una jueza cualquiera. Procedente de una saga de juristas, su más próximo ascendiente en ese mundo era su tío, magistrado del Tribunal Supremo. Se le antojaba que la investigación, si había algo que investigar, no iba a ser fácil.
Pasada la medianoche había recibido al padre de la fallecida. Un mal trago. La desolación se plasmaba en su cara y su aturdimiento era mayúsculo. Se le veía completamente perdido. No había podido sustraerse a un sentimiento de solidaridad. En cualquier caso era ya muy tarde y estaba cansado. Mañana organizaría la información recopilada y quizás pudiera trabajar con relativa normalidad. Salió a la calle y caminó un trecho hasta la parada de taxis. El otoño estaba bien entrado y, aunque no llovía, podía aspirar un ligero olor a tierra mojada mezclado con los suaves efluvios de algunos pinos que jalonaban el bulevar. La temperatura era templada para la época del año y una tenue brisa del sur le acariciaba el rostro y sólo por eso se sintió afortunado.
A la mañana siguiente acudió pronto al juzgado. El juez instructor le estaba esperando.
- Buenos días, Merino. ¿Qué tal anoche? ¿Tiene ya alguna opinión?
- De momento, nada.
- Pero, las explicaciones de los propietarios ¿son plausibles?
- En este caso hablar de propietarios parece un eufemismo, estando por medio una jueza.
- ¿Qué quiere decir? –En la cara del instructor surgió una mueca de insolencia-.
- Cosas mías, perdone. Lo único que parece enturbiar el caso es que la entrada en el domicilio no fue violenta. Todo parece indicar que la fallecida disponía de la llave del piso.
- Bien, habrá que investigar eso. Pero, por lo demás, teniendo en cuenta el historial de la víctima me imagino que no habrá que buscar tres pies al gato ¿no?
- Yo también me lo imagino. -cómo no lo iba a imaginar, pensó para sus adentros Merino-.
- Pues manos a la obra. Teniendo en cuenta los resultados de la autopsia, en una semana, o como mucho dos, tendría que estar cerrado el asunto. –El instructor desvió su atención al montón de expedientes que tenía sobre su mesa-.
Merino, entendió el gesto y salió del despacho. Acudió de inmediato a las dependencias de la policía científica, saludó a algún conocido y fue a preguntar al equipo asignado si habían detectado algo en los objetos de Ana. Les pidió que analizaran con urgencia las huellas que pudiera haber en la llave del piso. Se decepcionó cuando el jefe del equipo le comentó que ya lo habían hecho y no había aparecido ninguna, ni siquiera parcial. Merino se preguntó cómo era posible que no tuviera ni las propias de Ana. ¿Tan concienzuda había sido, que había utilizado la llave protegiéndose la mano? No le parecía un comportamiento lógico en alguien que pensara que después iba a salir del piso por su pie y desaparecer. En fin, hablaría con el marido de la jueza por si le podía aclarar algo. Consultó su agenda y le llamó por teléfono.
- ¿Sí?
- ¿José Cifuentes?
- Sí, ¿quién llama?
- Buenos días, soy el inspector Merino… Me gustaría hacerle una par de preguntas. Nada formal. ¿Podríamos tomar un café donde a usted le venga bien?
- Por supuesto, enfrente de mi casa, Cafetería Dólar, ¿dentro de media hora?
- De acuerdo.
La conversación en la cafetería no arrojó ninguna luz. Él no había cambiado la llave desde hacía tiempo; ni siquiera sabía si lo había hecho alguna vez. El inspector aprovechó la ausencia de su mujer para preguntarle si tenía alguna opinión sobre el tema de la llave. No, no tenía ninguna. ¿Dónde habían estado su mujer y él antes de volver a su domicilio? José cambió de tono inmediatamente y le contestó que tenía la impresión de que la entrevista no era tan informal como le había sugerido por teléfono. Que solo contestaría con su abogado y de acuerdo con el procedimiento legal. Habían acabado. ¡Joder con el mudo! pensó Merino. Le pidió disculpas, se había dejado llevar, le dijo. No volvería a ocurrir.
A mediodía localizó a la asistenta del piso, la citó en su despacho y le pidió que le enseñara su juego de llaves. Nada especial. Le preguntó si sabía de algún otro juego que estuviera en la casa. Ella se extrañó de que le hiciera esa pregunta a ella y no a los dueños. -Verá, en estas situaciones tan desagradables intentamos molestar lo menos posible a los directamente afectados. -Ya, pues…., -dudó la asistenta- quizás haya visto algún otro juego en el mueble de entrada, pero no sabría decir si siempre está allí, la verdad, no lo sé. Le preguntó por la relación entre la jueza y su marido. ¿Era buena, mala, regular?. -Mire -le contestó-, yo apenas tengo más relación con ellos que la estrictamente profesional; normalmente nunca he estado con ellos a la vez y al único que veo cuando llego por las mañanas es al marido, que se levanta de la cama, se asea y sale a la calle. -¿No trabaja?- Por las mañanas, desde luego, no. El inspector Merino la acompañó a la puerta y le dio las gracias. A continuación resumió mentalmente la situación. La llave, o había sido sustraída por Ana en algún sitio, o se la había facilitado alguien, o alguien se la había colocado en el bolsillo después de haber entrado en el piso. Cualquiera de las tres posibilidades abría un amplio camino independiente de investigación. De las dos últimas opciones se desprendía la existencia de, al menos, otro implicado, y parece que el marido podría tener algo que ver, dado que su llave parecía muy nueva. Empezaba a estar harto de la dichosa llave. Lo mejor sería esperar los resultados de la científica y el informe forense, por si le dieran alguna pista sobre el camino a seguir.
Se acercó al bar que solía frecuentar para desayunar y comer. Se sentó en una mesa y pidió el menú del día. Mientras deglutía las lentejas caseras y el filete de pollo, se puso a leer el periódico. Apenas echó un vistazo a las primeras páginas y por higiene mental pasó directamente a los fichajes del deporte rey. En realidad hacía verdaderos esfuerzos para que le llegara a gustar el fútbol, pero por lo menos leyendo eso, pensaba, no le sentaría mal la comida. La comida le iba a sentar mal, de todas maneras. Cuando estaba comiendo el yogur desnatado sonó su teléfono.
- Hola, soy la jueza Fernández de Ayala.
- Buenas tardes, dígame.
- El que me tiene que decir es usted.
- Perdone, no la entiendo.
- ¿Cómo se le ocurre montarle un interrogatorio a mi marido en un bar? Mire, no voy a discutir con usted, la próxima vez que se extralimite en el procedimiento conocerá las consecuencias directamente, sin aviso alguno. ¿Está claro?
- Clarísimo, señora.
Después de acordarse de la titular del segundo apellido de la jueza, que por cierto no conocía porque el primero era compuesto, pidió una copa de Torres 10. De perdidos al río, dijo, total, el estómago ya se le había revuelto. Desde luego, esa vehemencia por parte de la jueza significaba algo más que un mero acto de soberbia.
Volvió al despacho, consultó en los registros informáticos los datos de Ana. Estaba acusada de tráfico de cocaína. La pena podía suponer varios años de cárcel, aunque el proceso estaba todavía en fase de instrucción y cualquier desenlace era posible. Este debía ser el problema que le había mencionado a su padre en la última llamada que le hizo y del que esperaba una solución. De momento no podía avanzar, así que resolvió algunos asuntos de trámite y se fue hacia casa.
Merino vivía normalmente solo. Los fines de semana, sin embargo, se reunía con su pareja, Elisa, con la que llevaba ya casi cinco años. Cuanto más pasaba el tiempo más se iba consolidando la relación y la situación. Ambos eran independientes, y no pretendían ir más allá, no tendría sentido. Elisa tenía un hijo de diecinueve años fruto de una anterior relación, que era su auténtica familia; trabajaba en una sociedad de valores y bolsa, como asesora de inversiones y entre su hijo, su trabajo y Merino veía colmadas sus necesidades afectivas y materiales. No pedía más y era razonablemente feliz. Merino, por su parte, entre semana era tal el desorden de horarios que se traía con las investigaciones que hacía tiempo que había desechado imponerse un cierto grado de organización. Su tiempo libre lo utilizaba en acudir algunas veces al gimnasio para mantener cierta forma física. Aunque cada vez le aburría más y le resultaba más costoso, se obligaba a no dejarlo porque iban apareciendo poco a poco los síntomas de la edad, una pizca de más de colesterol, un poquito de hipertensión arterial, algo alto el azúcar, un poquito de.....; pero también liberaba adrenalina y al terminar las sesiones se sentía con un deber cumplido y con menos barrenos en la cabeza. También acudía de vez en cuando al cine, aunque últimamente espaciaba bastante su asistencia porque le molestaba su carácter de merenderos de frutos secos, chocolatinas, caramelos, refrescos, palomitas y demás acompañantes del séptimo arte. Lo venía sustituyendo por algunas exposiciones de pintura, de fotografía o de escultura, aunque en ocasiones también aquí coincidía con algún ágape de inauguración. Parecía que la gastronomía y el arte se llevaban bien. El resto del tiempo lo completaba con las compras y en tener la casa mínimamente acogedora; y por la noche, algo de lectura. Los viernes por la tarde quedaba con Elisa y pasaban juntos las horas hasta el domingo por la tarde. Eran las horas, por otro lado, en las que el hijo de Elisa no aparecía por casa o solo lo hacía en calidad de durmiente. Viajaban, se relajaban, se sentían acompañados. Elisa y Merino habían completado su puzle, para qué buscar otro de más piezas.
De camino hacia su apartamento le vino a la mente la imagen del padre de Ana. ¿Cómo habría concebido Pablo su vida y la de su hija? ¿Cómo la habría proyectado? Seguro que no preveía este resultado, pero, ya se sabe, como dijo el famoso músico poeta, la vida es lo que te ocurre mientras la planificas. Decidió hacerle una llamada aunque no tuviera nada que contarle porque seguro que la estaba esperando y al menos sentiría que a otra persona también le concernía lo que había ocurrido.
- Buenas noches, Pablo. Soy Merino, el inspector.
- Ah, hola. ¿Qué tal? ¿Me puede decir algo?
- No, estamos esperando las conclusiones del forense y otros análisis científicos. Le llamaba para que sepa que no me he olvidado de usted, pero las cosas llevan su tiempo. Cuando haya avances le avisaré.
- Se lo agradezco.
Merino llegó a su guarida, se aseó, se preparó un bocadillo y encendió el televisor. Intentó ver las noticias del día. Dentro del país, la corrupción era el deporte nacional. Fuera, las guerras, las hambrunas, los desplazados… copaban los titulares. Dentro, se anunciaban leyes de transparencia. Fuera, se preveían reuniones de los organismos internacionales al más alto nivel. ¿Acaso, en esencia, no eran las mismas razones las que provocaban los acontecimientos en uno y otro ámbito? Esperaba poco, en general, de la condición humana. Sobre todo de los que manejaban el poder de cualquier tipo. ¿El poder los reconvertía, o precisamente, llegaban al poder porque eran así? La soberbia y la codicia estaban en buena medida en el fondo del asunto, aparte de otras dialécticas más sublimes. En lo cercano, la corrupción se le antojaba un grave problema que además se enraizaba cada vez más profundamente en las decisiones políticas de todos los estratos del sector público. En el sector privado, por su parte, estaba tan asimilada que ya ni siquiera se le denominaba corrupción. Se le solía llamar economía de mercado. Cuando terminó el bocadillo tuvo uno de sus frecuentes accesos de pereza que hicieron desaparecer de su mente cualquier atisbo de crítica intelectual. ¿Acaso iba él a arreglar algo? ¿No era él también una pieza del engranaje? ¿Tenía que hacer algo? La verdad es que, además de no tener la respuesta, no le apetecía nada colocarse en ninguna encrucijada. Sinceramente, lo mejor sería irse a dormir y desechar esas divagaciones.
La mañana siguiente se levantó de buen humor, se preparó una gran taza de café con leche evaporada acompañada de varias galletas algo rancias y después de intuir por la ventana el tiempo que hacía, salió a la calle, caminó varios minutos hasta la boca del metro y, allí, se sumergió en el río de almas que en aquel momento fluía hacia los distintos andenes.
En medio de la mesa de su despacho había un sobre con el sello de la científica. Lo abrió y empezó a desmenuzar la información que contenía, que no era mucha. No se habían encontrado signos de violencia en el escenario del piso. No se habían localizado huellas de Ana en el mobiliario y enseres, ni siquiera en el marco de la ventana que daba al patio. Merino pensó que de no ser por las declaraciones de los propietarios, habría sido casi imposible saber cómo y de dónde había llegado el cuerpo de la víctima al suelo, salvo por la existencia de la llave en el abrigo de Ana, de la que se confirmaba la ausencia de huellas. Si se trataba de un simple intento de robo parece que no había dado tiempo ni a abrir un solo cajón. Ahora bien, en ese caso se tenía que haber producido una total coincidencia entre la llegada de los propietarios y la entrada de la víctima, lo cual no parecía probable. En consecuencia, si se desechaba el robo genérico, es decir el que perseguía obtener cualquier cosa de valor, otra opción era que se había ido en busca de algo concreto que además se sabía dónde podía estar. En el supuesto de no tratarse de algo material la alternativa no podía ser otra que alguna razón basada en las relaciones de tipo personal. Y estas solo podían estar referidas a la jueza Fernández de Ayala o a su marido. En resumen, o Ana había entrado para obtener algún objeto específico del que conocía el lugar donde se encontraba o la causa estaba en conexión con las personas que habitaban la casa, y en este caso si alguien tenía en principio algún punto de contacto con el caso era el marido de la jueza, José. Merino era consciente de que los elementos con los que contaba no le permitían ni tan siquiera esbozar una hipótesis mínimamente sólida. Sólo podría avanzar en alguna dirección si le permitían interrogar a los moradores de la vivienda, aunque esta posibilidad se le antojaba harto difícil, dados los condicionantes personales. La única luz que cabía vislumbrar era la que arrojara la autopsia del cadáver, cuyos resultados no podían tardar demasiado. Llamó al instituto forense para interesarse y le dijeron que a lo largo de la mañana se completaría el informe; preguntó por el responsable de la autopsia por si le podía anticipar alguna cosa pero estaba en plena sesión de trabajo y no se podía poner. A última hora de la mañana recibió su copia del informe. La muerte se había producido por traumatismo cerebral provocado por una lesión de cabeza donde no se apreciaba la penetración de ningún objeto. Todo era perfectamente compatible con la caída al patio desde una considerable altura. Tampoco se observaban en el cadáver muestras de autodefensa en uñas, manos, brazos, piernas o cualquier otra parte del cuerpo, sino que todos los demás traumatismos se correspondían con los de una caída. A los pocos minutos recibió la llamada del juez instructor.
- Hola Merino, buenos días. Me imagino que ha leído ya el informe de la autopsia de Ana Almazán.
- Sí, sí. Lo acabo de leer ahora mismo.
- ¿Y qué opina?
- Bueno, parece que no hay mucho que opinar. Todo concuerda con el hecho de la caída –respondió Merino-.
- ¿Ha averiguado alguna otra cosa?
- Pues no. Hasta el momento nada que usted no conozca.
- ¿Qué le parece si mañana nos reunimos y hacemos un resumen de la situación?
- Perfecto. Hasta mañana.
Merino veía cada vez más cerca el cierre de la investigación. Confirmado por la autopsia que la muerte se había producido por la caída, solo cabía apreciar si en la caída habían intervenido otra u otras personas o solo Ana. Ahora bien, teniendo en cuenta la ausencia de indicios de lucha o forcejeos tanto en el cadáver como en el piso, todo ayudaba a fijar una conclusión: Ana se había caído sin el concurso de otra persona. A él no le cuadraba este final, o más que el final lo que le dejaba insatisfecho era no poder determinar la causa de la estancia de Ana en el domicilio de la jueza y su marido. Solo le quedaban dos elementos para seguir indagando, por un lado, hablar otra vez con el padre de Ana por si pudiera aportarle alguna información adicional, y por otro, abrir un interrogatorio a los propietarios del piso. Lo primero lo haría esa tarde sin falta y lo segundo lo discutiría con el instructor mañana. O más bien lo decidiría el instructor mañana. A continuación llamó a Pablo Almazán para concertar la entrevista de la tarde. Después se fue a tomar el menú del día donde lo hacía habitualmente.
A las cuatro y media Pablo llamó a la puerta de Merino.
- ¿Se puede, inspector?
- Pase, pase, señor Almazán -por Dios, pensó Merino, ¿qué le ha pasado a este hombre? La cara de Pablo estaba absolutamente demacrada, había adelgazado varios quilos y mostraba una imagen avejentada, como si hubieran pasado diez años desde la última vez que se habían visto-.
- Buenas tardes. Usted dirá.
- Siento decirle que después de las investigaciones y de los informes científicos no puedo ofrecerle ninguna respuesta sobre lo ocurrido más que lo sabido en un primer momento. Su hija se cayó por la ventana del patio con el resultado que usted conoce. No obstante, sería muy importante si usted recordara o supiera algún pormenor sobre las actividades de su hija. Por ejemplo, ¿tiene alguna idea del tema importante que su hija iba a solucionar cuando le llamó? ¿Podría, el asunto, estar conectado con su presunto tráfico de cocaína? ¿Es posible que su hija estuviera relacionada, directa o indirectamente, de alguna manera, con los propietarios del piso?
-¿Esta última pregunta tiene algo que ver con la forma de entrar en el piso de Ana? –Repreguntó a su vez Pablo-.
- Verá, su hija llevaba encima una llave de entrada y la puerta no estaba forzada –respondió Merino, que a su vez, opinó para su interior que Pablo las cazaba al vuelo-.
- Como usted conoce yo no sabía nada desde hacía tiempo de Ana, hasta su llamada. He repasado los detalles y, la verdad, no puedo añadir nada a lo que le comenté. Sí que puedo decirle, ahora que conocemos el desenlace, que he intentado adjetivar el tono y la forma de expresarse de Ana en su llamada. Estaba preocupada pero, al mismo tiempo, con determinación. Por otra parte, su intención de venir a vivir otra vez conmigo implica que pensaba que sus problemas con la justicia iban a resolverse. Ahora, el hecho de llevar la llave del piso es un elemento importante ¿no le parece?
- Me parece –replicó Merino-. Pero no puedo darle una explicación plausible de cómo llegó a su poder.
- Entonces, inspector, las puertas están a punto de cerrarse ¿no es eso? ¿A usted se le ocurre que alguien en su sano juicio va a huir por la ventana de un quinto piso?
- Perdone, señor Almazán, de verdad que siento por usted mi mayor respeto, pero se asombraría al conocer por donde acceden y por donde huyen los que desvalijan viviendas, y más teniendo en cuenta el estado desesperado de los que son consumidores de droga.
-¿Cuándo podré llevarme a mi hija?
- Mañana hablaré con el juez instructor. Depende de lo que él decida. En cuanto sepa algo le llamaré.
Pablo salió del despacho; su semblante no había mejorado a lo largo de la conversación con el inspector, al contrario, su negativo bagaje se había acrecentado con una nota de ira. Merino dejó por unos instantes fija su mirada en la puerta por donde acababa de salir Pablo a la vez que sentía una leve punzada en su estómago.
A la mañana siguiente se reunió con el instructor. Su mesa, como siempre, aparecía plagada de papeles, expedientes, faxes, comunicados, informes. Siempre se preguntaba cómo podía atender tantos procedimientos, algunos en verdad de carácter intrincado. El juez sacó una fina carpeta de los entresijos de un montón situado a su izquierda y la abrió, dirigiendo la mirada hacia Merino.
- Bien, inspector. Aquí están todos los informes. O casi todos. Sólo falta el suyo. ¿Me puede resumir su posición?
- Sí, verá. Según interpreto, el piso no fue escogido por la víctima al azar. La víctima podría estar relacionada de alguna forma con los propietarios, ya sea porque pretendía obtener algo conocido de antemano en el piso, ya sea porque esa relación era de tipo más personal. Sólo eso podría explicar la presencia de una llave de entrada en el abrigo de la víctima y la ausencia de signos de violencia en el mobiliario y, en general, en el escenario. Ya he hecho las averiguaciones que cabían efectuar, sin ningún resultado. He preguntado a la asistenta, he hablado detenidamente con el padre, además intenté hacer alguna pregunta al marido de la jueza, pero él no fue nada proclive y, además, recibí por ello una amonestación de la jueza Fernández de Ayala. Llegados a este punto, no veo ninguna otra línea de investigación que no sea proceder al interrogatorio formal y por separado de la jueza y su marido.
- Tranquilo Merino. Nada le debería de extrañar por el hecho de que el matrimonio quiera defender su nula conexión con el asunto y que por el contrario pongan de manifiesto su, también y en cierta medida, papel de víctimas. Eso es lo lógico y ello nos llevaría, precisamente, a desechar las pesquisas acerca de los propietarios. Bien es cierto que está el tema de la llave. Pero, según me explica, me temo que es un callejón sin salida. Podría haberla robado, se la podría haber proporcionado una tercera persona y encargarle el robo del piso, o como usted dice el robo de algo determinado en el piso. Pero la muerte de Ana Almazán se ha llevado consigo la respuesta. Por otro lado, deberíamos fijarnos en el perfil de Ana. Como usted sabrá por las bases de datos la entrada en edificios no era algo ajeno a ella, aunque nunca se derivó violencia contra las personas. Parece que eso era una línea roja que no quería traspasar, lo que a su vez explicaría por qué al entrar los propietarios en el piso eligió intentar huir por la ventana del patio en lugar de enfrentarse a ellos. Los informes de la científica y del forense presentan unos resultados que concuerdan con las declaraciones de los propietarios y no suscitan la apertura de nuevas líneas de investigación. A mi entender, Merino, este caso está cerrado. La chica tuvo mala suerte. Esperaré su informe para unirlo al expediente y en cuanto lo reciba dictaré el auto.
- De acuerdo. Prepararé el informe y se lo haré llegar. ¿Algo más?
- Nada, inspector, muchas gracias.
Merino volvió a su despacho, bajó a desayunar un café con porras y a la vuelta, después de haber tomado algo de distancia respecto a la conversación con el juez instructor se puso a redactar el informe. El relato fue exhaustivo e incluyó todos los detalles de las averiguaciones, entrevistas y reflexiones. No quería dejar absolutamente nada en el tintero, incluida la amonestación de la jueza. Lo único que se quedó para sí fue el hecho de la llave nueva y reluciente del propietario del piso. Al final concluía con la falta de argumentos y pruebas para obtener una solución distinta a la muerte accidental de la víctima al verse sorprendida en el piso por sus propietarios e intentar huir. A continuación hizo enviar el informe al juez y marco el teléfono de Pablo.
- Hola señor Almazán, soy el inspector. Le llamo para avisarle –tragó saliva y continuó- que el juez ha decidido cerrar las investigaciones y el caso.
- Ya me lo imaginaba. ¿Cuándo puedo recoger el cuerpo?
- Hay que esperar a la resolución formal del juez. Entonces le llamarán del juzgado para recogerlo. Me imagino que será el próximo lunes. En cualquier caso, usted tiene mi teléfono, para cualquier cosa que necesite no dude en llamarme, de verdad que no me molestará.
- Se lo agradezco inspector. Me gustaría hacerle una última pregunta. ¿Está usted conforme en cómo ha concluido todo?
- Pablo, le diré una cosa. A estas alturas de mi andadura profesional, le diré que me preocupa menos cómo terminan los casos que si he cumplido con mi deber. Le puedo asegurar que en este caso he actuado en conciencia.
- Referirse a la conciencia no es garantía de nada, inspector. Me imagino que el juez instructor también tiene la suya y se siente cómodo con ella. De todas formas, gracias por su interés, que creo que es sincero.
Era jueves por la tarde. Se avecinaba un fin de semana largo con viernes festivo y necesitaba separarse del caso. Quizás una escapada de la ciudad sería el escenario propicio para olvidarse del asunto y apartar de sí esa molesta impresión de que se había cerrado en falso. Dicho y hecho, llamó a Elisa y le propuso el plan. Irían a las montañas del nordeste. El viaje era un poco largo, lo reconocía, pero eran tres días de fiesta y con cinco horas de ida y otras cinco de vuelta todavía podían disfrutar de muchas horas de asueto. A Elisa se le antojó un poco desproporcionado pero accedió porque apenas conocía la zona y creía que merecía la pena. Merino reservó a través de internet en una casa rural situada en uno de los majestuosos valles de la cordillera, se preparó una maleta con suficiente ropa de abrigo y después de tomar dos yogures y una manzana se fue a acostar con la ilusión del viaje y la promesa de buena compañía.
Al día siguiente a las ocho de la mañana pasó a recoger a Elisa y después de tomar una taza de café en su casa, tomaron el camino por la autovía. Superada la primera hora de viaje comenzaron a fluir, todavía escarchados, los campos en barbecho de suave color pardo. Las encinas y chaparros punteaban el paisaje, contrastando su color ocre grisáceo con los amarillos rojizos de las ya diezmadas hojas de los chopos y castaños que acompañaban el discurso de algún río menor. A lo lejos, en las lomas sin pretensiones, la negra frondosidad de los pinos encaramados encuadraba la visión, bajo un cielo límpido y azul. A la altura de la zona coincidente con la difuminada frontera entre dos antiguos reinos medievales abandonaron la autovía para adentrarse en la vieja carretera nacional. El paisaje cambiaba de materia y color a la vez que los accidentes del terreno, con abundantes y sinuosas curvas, marcaban claramente la singularidad del nuevo territorio. La tierra arcillosa se convertía en protagonista y su semblante granate anaranjado servía de fondo esta vez a los abundantes árboles frutales asentados en las continuas franjas de vega que abrazaban los entramados de acequias procedentes de algún afluente del que, ya en el valle, sería el río que dio nombre a toda la gran península y sus primeros pobladores. La arcilla no solo era un elemento primordial de la naturaleza sino que también aparecía en las ya ruinosas construcciones de los pueblos entre las que destacaban las cuadradas torres mudéjares como vestigio del paso de la cultura árabe. A eso de las once decidieron parar a desayunar y estirar las piernas en una ciudad cuyo nombre se debía a un antiguo recinto fortificado de un gobernador musulmán. En ella sobresalían las siluetas de varias torres mudéjares esta vez de base octogonal y con bellas labores características del estilo realizadas con los propios ladrillos. Su primera intención fue tomar un frugal refrigerio pero, una vez acomodados en la barra del bar, el apetecible aspecto de los pinchos, banderillas les llamaban, esparcidos por el mostrador hizo cambiar sus preferencias. Un surtido de las de bonito en escabeche, anchoas en salmuera, longaniza y bacalao rebozado, acompañadas de una copa de recio vino les reconfortó el cuerpo y alivió el espíritu. Después dieron un pequeño paseo y al mediodía continuaron su marcha. A medida que se aproximaban a la hondura del valle los cercanos cerros habían cambiado de aspecto y ofrecían ahora a la vista el tono blanquecino del yeso, del que brotaban el tomillo y el romero y alguna plantación de almendros, que en esa época semejaban espigados tridentes dirigidos al cielo. Ya en el llano, los extensos campos todavía infecundos envueltos por los polígonos industriales y algo difuminados por la tenue niebla que ya levantaba formaban un conjunto visual algo desolador. Circunvalaron la capital de la región atravesando el gran río, para al poco tiempo comenzar la suave ascensión hacia las estribaciones de las altas montañas del norte. Como se avecinaba la hora de comer pararon en una pequeña población antaño capital de un condado que había sido sede episcopal y conservaba una espléndida catedral románica. Se acercaron a visitarla pero estaba cerrada hasta la tarde. Allí, al lado del propio claustro de la catedral, en lo que había sido el antiguo refectorio, había servicio de restaurante, por lo que decidieron esperar la apertura de la catedral aprovechando para comer. El menú fue una agradable sorpresa. Él eligió jabalí estofado y ella un guiso de perdiz, precedidos ambos de unos manojos de espárragos silvestres y otras verduras. Acompañados de un soberbio vino de la zona y de una celestial música barroca, llegaron a los postres y los cafés. Dobles, por favor. Reiniciaron seguidamente el viaje, hasta que a la media hora se dieron cuenta que se habían olvidado de ver la catedral, lo que venía a demostrar que a veces el estómago pleno no es el mejor compañero de la inquietud cultural. La tarde ya se estaba desplegando y el frío se hacía notar. La creciente soledad del coche en la calzada y la oscuridad sobrevenida les hizo pensar en ellos como si de dos intrépidos viajeros se trataran.
Ya cerrada la noche y después de utilizar alguna carretera secundaria llegaron a la casa rural. Situada en uno de los muchos valles que nacían de las estribaciones de los altos picos, se encontraba distante casi un kilómetro del núcleo vecinal. Su aspecto era acogedor y seguía el canon de las casas del lugar: fachada en blanco con algunos espacios sin lucir donde se veía la piedra natural. Destacaba la chimenea con forma de cilindro y rematada por una especie de cono, del que salía en ese momento una abundante humarada hacia el estrellado cielo. Hechas las presentaciones con la anfitriona, subieron a su habitación. Perfectamente decorada, el único elemento distorsionador con el ambiente era el dulce calor que brotaba del propio suelo. Distorsión no solo perdonable sino digna de agradecimiento. Colocaron sus escasas pertenencias y sin darse un respiro para no caer en la vagancia salieron bien abrigados y dando un paseo hacia el pueblo para tomar algún refrigerio. El pueblo estaba prácticamente vacío, sólo una par de almas, incluida la del dueño, estaban acodadas en la barra del bar, una enfrente de la otra pero sin cruzarse las miradas, que estaban dirigidas a la televisión. Merino y Elisa saludaron y después de escuchar como contestación un murmullo sin interés preguntaron al de detrás de la barra si les podía preparar algo que echarse a la boca. Consiguieron una par de tortillas con queso y ensalada. El buen apetito y la cercanía del rescoldo todavía vivo del viejo hogar les hizo disfrutar como en el mejor de los restaurantes mientras una discreta alegría se asentaba en su ánimo. Hicieron el camino de vuelta abrazados, en parte debido al áspero frío que crecía con cada segundo. Una vez en la habitación abordaron, aunque sin mucho detalle, el plan del día siguiente y seguidamente se acostaron. Elisa le preguntó a Merino por el trabajo. Éste le explicó someramente el caso recién cerrado; le dijo también que a veces echaba en falta no haber tenido descendencia pero otras se sentía fortalecido en su decisión; después le preguntó por su hijo. Ambos coincidieron en la inevitable fragilidad del ser humano, en la vanidad de casi todo lo que le motiva y en la mentirosa sensación de control de la que cree disponer. Acurrucados entre las sábanas pensaron, no obstante, que a pesar de su pequeñez existían otros aspectos que hacían que la vida mereciera la pena. También aquí coincidieron, aunque no lo expresaran, en que el sexo era uno de esos aspectos. Merino comenzó a acariciar con su mano la suave piel templada de Elisa; se entretuvo con deleite en recorrer lentamente todos sus planos, curvas y rincones, acudiendo a su tacto la sensación del terso nácar. Ambos percibieron exaltarse sus sentidos con desbordada pasión; sus abrazos parecían pretender convertirse en un solo cuerpo cuando él penetró en el de Elisa y después de alcanzar la cima de la sensualidad apreciaron que, efectivamente, la vida merecía la pena.
A la mañana siguiente, después de un copioso desayuno, salieron a la calle. El ambiente recordaba a los cristales de cuarzo, por el frío penetrante que imperaba, pero también por la luminosidad que envolvía el espacio, proveniente del reflejo del sol, ya sobre las cumbres parcialmente nevadas, ya sobre el gris pelado de las zonas graníticas de las laderas. Ocuparon el día en visitar varios pueblos del valle, cada uno con su correspondiente iglesia románica y sus bien cuidadas casas todavía adornadas en sus balcones con las tardías flores del otoño. Ya por la tarde tuvieron la osadía de adentrarse por una de las sendas para caminantes y montañeros del parque natural que daba nombre al valle. Anduvieron una hora disfrutando del paisaje y la grandiosidad del entorno hasta que la cercanía de abundantes nubes de color nada halagüeño les hicieron volver sobre sus pasos. La tormenta se desplegó con toda su fuerza justo en el momento que alcanzaban el coche. Se refugiaron dentro a toda prisa y, aunque con bastante miedo en el cuerpo, fueron testigos privilegiados de la furia desatada del cielo, que les hizo estremecer por su poder y su belleza. Cuando la lluvia amainó tomaron el camino de regreso a la casa rural. Ya con la oscuridad del atardecer se refugiaron junto a la chimenea de la casa que la dueña había recién encendido. El crepitar de las aliagas y el posterior olor de la madera de castaño y las piñas fueron un bálsamo para sus entumecidos cuerpos. Había sido un bonito día.
El domingo fueron a visitar la capital que daba nombre a la comarca. La comarca había sido el germen de lo que luego sería uno de los reinos de cuya unión nacería el actual Estado. Estaban contemplando no solo auténticas joyas de la arquitectura sino también un pedazo de la historia. Después de visitar la catedral, ya era mediodía, decidieron iniciar la vuelta a su ciudad; comerían por el camino y llegarían tranquilamente antes de anochecer para así disponer todavía de un tiempo para desconectar del viaje.
El regreso se antojaba más rápido pero menos ilusionante pues la escapada ya era nostalgia. Aún así, la conversación entre ellos sirvió para aposentar la experiencia y volver, aunque solo fuera en su mente, a los lugares que acababan de visitar. Sin abandonar la región, pararon para el almuerzo en un local de carretera donde pudieron degustar como plato principal una variedad de cordero cuya nota más característica era su alimentación a base de hierba y leche materna, lo que le hacía adquirir un gran sabor al tiempo que la carne conservaba la ternura de su todavía relación filial. Al atardecer llegaron a casa de Elisa; después de deshacer su maleta, salieron a darse una vuelta por las manzanas aledañas para estirar las piernas y disfrutar de la templada y agradable temperatura, todavía más reseñable si se comparaba con la del lugar del que venían. Después de un cómplice beso de despedida, Merino se dirigió a su piso. Más por costumbre que por otra cosa, cuando llegó al portal abrió su buzón, donde extrañamente se encontró con un sobre blanco a su nombre y sin matasellos. Ya en su vivienda abrió con curiosidad el sobre y leyó, con gran sobresalto, la nota que contenía: