JOSÉ

 

La cárcel adonde trasladaron a José para cumplir los quince años de condena estaba a unos veinte kilómetros de la ciudad. Rodeada de secos páramos donde apenas crecían algunas especies de matorrales y arbustos de monte bajo, se divisaba desde la distancia como si se tratara de algún tipo de fortaleza de otros tiempos abandonada por sus moradores. Sólo los aparatos de alta tecnología que descollaban sobre sus altas fachadas, rematadas por varías líneas de espino, hacían vislumbrar la existencia de personas dentro del recinto. El color gris del edificio se mimetizaba con el paisaje, formando una unidad apenas diferenciable. Estaba claro que en su construcción había pesado la idea del camuflaje. Su única vía de acceso en vehículo rodado era una pequeña carretera que salía directamente de la autovía y que llegaba a la prisión serpenteando los montículos, de tal forma que solo era perceptible si el punto de observación se encontraba a cierta altura del terreno. José llegó al día siguiente del juicio. Los primeros días se mantuvo en estado de ofuscación: la realidad no podía sino estar equivocada; él no estaba en la cárcel; todo era un mal sueño.  Al principio no probó la comida. Su obstinación fue, con el paso del tiempo, diluyéndose en  la rutina y, también, con la ayuda de sus visitas a la psicóloga del centro. Su ánimo era cambiante, atravesando a menudo por crisis depresivas y alternando con momentos de resignación. Los primeros seis meses estuvo acompañado por un preso de confianza. Éste le iba introduciendo en los pormenores de la vida carcelaria, ayudándole a relativizar su fracaso vital e intentando que la realidad llegara a formar parte de  su pensamiento, pero sobre todo tenía asignada la función de evitar el suicidio de José. La psicóloga había sido clara al respecto: José no aceptaba su posición. Repetía una y mil veces su inocencia. Ella, había llegado a dudar sobre ello, pero sabía, no obstante, que su misión no era cuestionar sentencias sino velar por la salud mental de los internos. Difícil tarea cuando el reo se consideraba no culpable. ¿Cómo aceptar la expiación de la culpa alguien que no la admite? Su labor se dirigió a buscar actividades alternativas para José que fueran forjando poco a poco un entramado vital que arrinconara su obsesión sobre, según él, la injusticia producida. Al principio esas actividades estuvieron claramente marcadas por la actividad física. Deporte hasta la extenuación. Era importante que al llegar la noche el cansancio indujera a un profundo sueño que evitara infinitas divagaciones sobre su condena. De manera paulatina, fue asignándole otras actividades de corte intelectual, como lecturas recomendadas o terapias de grupo. A finales de verano le propuso iniciar el bachillerato. José dudó sobre la decisión. Se veía mayor para empezar nada, aunque por otro lado qué otra cosa mejor podría hacer que aprovechar el tiempo con el estudio, eso le supondría un esfuerzo que le haría olvidar sus obsesiones y, por qué no, incluso si se animaba podía continuar con una carrera. De lo que estaba seguro es que no sería la de Derecho. Ya había tenido bastante en su relación con ese mundo. Por el contrario, la economía y la empresa le resultaban atractivas. Al fin y al cabo él había sido un buen vendedor y el marketing no le resultaba tan ajeno. Escogió el bachillerato de ciencias sociales aunque reconocía que las matemáticas serían un obstáculo de cierta dificultad pues su base de la educación general básica era claramente mejorable. No importaba, mejor si tenía que fijarse metas de cierta envergadura. La psicóloga le felicitó por su entusiasmo y cuando empezó el curso habló en su favor con cada una de las profesoras y de los profesores. Se trataba personas que trabajaban en institutos, normalmente de la capital, que se ofrecían voluntariamente para realizar esa actividad suplementaria de marcado carácter social.

Las expectativas de José se vieron confirmadas por la realidad. Aunque tuvo que enfrentarse a los fundamentos del Derecho, del jodido Derecho, el resto de asignaturas le resultaban agradables. La historia económica y de los movimientos sociales llenaba sus neuronas de las dialécticas más variadas; pensaba, discutía, llegaba a acuerdos en los debates, en fin, casi vivía las revoluciones que en el mundo habían sido. La asignatura de lengua le parecía un mal necesario aunque la literatura cada vez le parecía más atractiva. Con todo, y para su sorpresa, las matemáticas fueron todo un hallazgo; al igual que la historia, provocaban el debate interno, pero a diferencia de aquélla, el contraste con el exterior no resultaba necesario; eran la introspección y el recogimiento el terreno donde se llegaba a la comprensión de los dilemas. El estudio de las matemáticas era un acto íntimo y de reencuentro consigo mismo. Las formulaciones que de jovencito le parecían inalcanzables ahora las percibía ingeniosas como si fueran los utensilios de un divertido juego. Sus obligaciones escolares junto con otras actividades del centro comenzaron a llenar sus huecos vitales de tal forma que al fin del primer año de bachillerato había logrado alcanzar un alto grado de equilibrio conductual, apenas alterado por los trámites del divorcio que Blanca había planteado y al que él no había puesto ninguna objeción. Su contacto, de nuevo, con el mundo de Blanca le había supuesto un claro desasosiego aunque la levedad del procedimiento había ayudado a su relativamente temprana vuelta a la normalidad. Una única vez vio a Blanca, acompañados ambos de sus abogados. Él solo le preguntó a ella un simple porqué y ella, sosteniéndole la mirada, le replicó con un silencio duro y pendenciero. Ese fue su único trato con ella en los casi dos años que llevaba encerrado. Los exámenes finales le ayudaron a no volver a obsesionarse con el origen de su situación. Las notas no habían podido ser mejores. Aparte de aprobar el resto de las asignaturas, en historia y matemáticas había obtenido un sobresaliente. Había alcanzado su meta, o mejor dicho su etapa, de forma más que honrosa y ello le ayudaba a continuar en sus esfuerzos. Sus relaciones con los reclusos eran más bien escasas, a excepción de los compañeros que, como él, se dedicaban al estudio, con los que mantenía un contacto más fluido con base en su identidad de objetivos. Los estudiantes eran, no obstante, pocos y no pocas veces la relación se extendía, en la medida que el tiempo lo permitía, a los propios profesores. Así  ocurrió, sobre todo, con la profesora de historia y con el de matemáticas. La profesora de historia era una mujer más joven que él. Alegre y envolvente, a su lado el tiempo volaba. Nunca les alcanzaba el tiempo para dar por zanjado un debate. Aunque, es cierto que cada vez se fijaba menos en los cambios históricos y más en los centelleantes ojos de ella. Las miradas iban supliendo a las palabras. En su interior iba surgiendo una sensación de nostalgia de lo no vivido. ¿Por qué no habría valorado antes en las mujeres la sencillez de la envoltura y lo profundo del interior? Pero ahora, ¿merecía la pena arrastrar a nadie a una situación sin salida como la suya? El tiempo lo diría, pero sí que estaba seguro de que no quería ser ninguna carga para nadie ni mantener una relación que tuviera más sinsabores que alegrías. A veces, a sus conversaciones se unía el profesor de matemáticas. Eso le ayudaba a enfocar sus pensamientos en aspectos menos íntimos y sensuales que si la conversación fuera exclusivamente con Paula, la profesora de historia. El profesor era muy afable. Realmente su presencia suponía un fuerte pilar para apuntalar sus deseos de perseverar en sus conocimientos y obtener los formales reconocimientos educativos. A veces creía que los halagos que le profería eran algo exagerados pero a nadie le amarga un dulce, pensaba. Las charlas con ambos se repetían casi todas las semanas y, aparte de las clases, José esperaba esos momentos con entusiasmo y los vivía como una auténtica liberación. A finales del curso, las conversaciones con Paula fueron declinando. Él, inconscientemente, disminuyó el tono de sus acercamientos, dirigiéndolos menos al sentir que al pensar. Intuitivamente había decidido no embarcarla en misiones de dudoso alcance. Aunque una fina tristeza se filtró en su vida, la renuncia al egoísmo le proporcionó, por su lado, un gran bienestar fundado en lo correcto de su decisión. Al inicio del nuevo curso Paula ya no figuraba como profesora en el Centro. La relación con el profesor de matemáticas, por el contrario, fue afianzándose. El “profe”, como le llamaba, le había ido a visitar varias ocasiones durante el verano y eso le había ayudado a sobrellevar la impresión de soledad que el vacío de las clases le había dejado. Paula, en cambio, no había acudido ninguna vez. Mejor así, se decía José para sus adentros, las situaciones que acompañan a una decisión deben ser tajantes para que sean eficaces. A diferencia que con Paula, en los contactos con el “profe” perdieron valor los aspectos educacionales para dar paso a una relación de amistad. Con el tiempo, el profesor se convirtió en su único confidente. El nuevo curso estaba en marcha y José se había incorporado con renovado entusiasmo. Las clases fluían incluso con un mejor aprovechamiento, como indicaban las notas parciales. Las charlas con el profesor eran sistemáticas y  ayudaban a José a mantener el necesario equilibrio vital al impedir perder por completo su conexión con el exterior. Aunque entre sus planes figuraba el olvido de lo acontecido en el piso y el posterior proceso judicial, le era imposible disociar tales hechos de su actual existencia. Quisiera o no, era lo que marcaría su vida para siempre. Avanzado ya el curso y acrecentada su confianza en el profesor, en una de sus periódicas charlas con él comenzó por decirle:

 

- Ya sé que nunca me lo has preguntado ni sé si te interesa, pero quiero que sepas que yo no soy culpable.

- ¿Culpable de qué?

- De qué va a ser. Por lo que me condenaron.

- ¡Ah!. Bueno, yo……

- Ya sé, ya sé que es un asunto mío. Pero, a pesar de que intento cerrar ese baúl, no lo consigo. Siempre está ahí, a mi pesar. Además, salvo al principio, con la psicóloga, no he vuelto a hablar con nadie del asunto. Lógicamente la psicóloga no me hizo ni puto caso, supongo que es lo que le cuentan todos los reclusos.

- Pero en tu caso no es así.

- Pues no. O al menos no del todo.

- ¿Quieres hablar?

- Sabrás que estoy aquí por asesinato.

- Algo había oído. La verdad es que no te veo en esa tarea.

- Todo empezó un buen día en que una chica llamó a mi puerta diciendo que conocía a mi mujer y que necesitaba ayuda porque había tenido un percance con el coche. Una vez dentro de casa me sacó una pistola y me ordenó que abriera la caja fuerte. Yo alucinaba porque, como comprenderás, nunca me había pasado nada parecido. Pero es que además nosotros no teníamos caja fuerte. Sin que hubiera pasado un minuto, apareció mi mujer en el salón con una escultura y acercándose por detrás de la chica le dio tal golpe en la cabeza que cayó fulminada. A partir de ahí yo no era dueño de mí mismo y seguí todas indicaciones de mi mujer. Arrojamos el cuerpo por la ventana del patio y luego hicimos el paripé de que habíamos llegado a casa, habíamos escuchado ruidos y por fin habíamos descubierto el cadáver en el patio. Se suponía que la víctima se había caído al huir.

- La policía no se tragó el cuento.

- Al principio, sí. Bueno más que la policía, el juez instructor. El policía asignado al caso se olía algo porque no paraba de hacer inquietantes preguntas. Pero, al final, se cerró el caso dando por buena nuestra versión. Creo que algo ayudó el hecho de que mi mujer fuera jueza.

- Por lo que me cuentas, parece que las pesquisas fueron mínimas. Pero ¿cómo se reabrió la cuestión?

- El policía recibió un anónimo que decía más o menos que la chica ya estaba muerta cuando cayó al patio.

- Joder, que mala pata ¿no? ¿Y se supo quien fue el del anónimo?

- No, pero, a raíz de ese momento las cosas cambiaron radicalmente. Mi mujer, motu propio, dio una versión que la exculpaba, diciendo que cuando llegó a casa estábamos yo y la chica, ésta en el suelo, ya muerta. Su única participación, según ella, fue la de ayudarme a arrojar el cuerpo. Por amor a mí, figúrate.

- ¿Y qué dijiste tú?

- Yo estaba absolutamente descolocado. Me sentí acorralado, sin ninguna salida. Ya no me fiaba de nada ni nadie, y menos de mi mujer. Narré al juez como había sido todo, con pelos y señales. Pero no me creyeron. Mi mujer había confesado  antes, me dijeron. Y además, la pistola nunca apareció, aunque yo se la había dado a mi mujer. Total, que me cargaron a mí el muerto, nunca mejor dicho.

- La escultura, supongo que la teníais en casa.

- Sí, claro, en el salón. ¿Por qué lo preguntas?

- No, por nada. En fin, comprenderás que mi postura sobre lo que me cuentas resulta intrascendente. Pero, desde fuera, lo que dices no deja de ser una versión de los hechos que puede creerse o no.

- Como bien dices, tu postura es intrascendente. Por eso has de creerme. Porque lo que te estoy contando no sirve para nada. Solo pretendo aliviarme sacando al exterior mis obsesiones.

- Parece razonable. Y ¿qué opinión te merece la actitud de tu mujer?

- Resulta obvio que ante la posibilidad de ser ella la acusada decidió dirigir hacia mí todas las sospechas

- Pero también podía haber mantenido la primera versión ¿no?

- Pues sí. Al principio llegué a pensar que el hecho de querer salvarse a mi costa era la única razón de peso. Pero, con el tiempo y después de analizar algunas de sus conductas se  me han creado grandes dudas.

- ¿A qué te refieres?

- En el juicio salieron a relucir algunas cosas. Algunas infidelidades mías. Lo curioso es que mi mujer sostuvo que yo mismo se las había confesado. Pero no era así. Yo, es cierto me había acostado con otras mujeres, pero jamás se lo hubiera contado. A partir de ese momento, mi instinto me decía que mi mujer no solo pretendía salvarse ella sino que buscaba hundirme a mí, en resumen, creo que me odiaba.

- ¿Volviste a hablar con ella?

- Sólo la vi cuando firmamos los papeles del divorcio

- ¿Y no te gustaría aclarar con ella esas dudas?

- Supongo que sí. Me gustaría conocer la auténtica causa de por qué estoy aquí. Aunque ya no tenga solución.

- El qué ¿lo de la muerte de la chica?

- Bueno, eso también. Pero sobre todo me refería a la cárcel.

- Ya. No sé qué decirte José. Me gustaría ayudarte pero no sabría decir cómo.

- Me ayudas mucho escuchándome. Es lo único que pretendo y te lo agradezco. Quizá el tiempo vaya difuminando las dudas, los hechos, el pasado.

 

La conversación terminó en ese momento. José había revivido los acontecimientos y se le habían vuelto a abrir las heridas. Había vuelto el miedo, el desconocimiento, el saberse perdido y sin esperanza. Se sentía mal, pero al mismo tiempo, la charla al menos había supuesto un acto de control sobre su realidad, por muy dolorosa que fuera.  Intentar matar los recuerdos podía ser peor que asumirlos y vivir con ellos.

Después de la conversación José no acudió a la cena; intuyó que iba a ser difícil conciliar el sueño aquella noche y al menos quería que su cabeza y su cuerpo estuvieran ligeros. Así fue. Rememorar lo acaecido había arrastrado hasta el presente sus pasadas vivencias, con una dosis de autenticidad incluso superior a la percibida cuando ocurrieron. En aquel momento, pensaba ahora, su situación anímica de rabia y desconcierto le había impedido tener una visión objetiva y distante de los hechos. Quizá, se dijo para sí, debería recapacitar con calma sobre algunos detalles que parecían aguardar en algún rincón perdido sin que se hubiera fijado en ellos. Lo primero que le vino a la mente fue preguntarse por qué Blanca sabía que él se había acostado con la asistenta. Nadie más lo podía saber. ¿Se lo habría contado la propia asistenta? Lo normal es que si lo hubiera hecho la hubiera despedido en ese mismo momento. Por lo tanto, o se enteró poco antes del juicio o bien lo sabía pero dejó pasar las cosas como si nada. Pensándolo bien, ése, a su vez, podía ser un buen motivo que justificara el odio que él pudo entrever en la actitud de Blanca. Ahora bien, pensó, ese odio no pudo surgir después de lo de la pobre chica muerta, puesto que él había hecho todo lo que Blanca le había pedido a partir de ese momento. Y lo que es más importante, había accedido a defender la versión por ella inventada y que la liberaba absolutamente de su actuación. En consecuencia, si su animadversión venía de antes quería decir que ya sabía lo de la asistenta cuando ocurrió el desastre del piso. Pero, entonces, se preguntó José, ¿utilizó la muerte de Ana como ocasión para vengarse de mí? o, ¡madre mía! ¿Había planeado ella la ocasión? José apartó la primera opción porque  no creía en las casualidades pero, al mismo tiempo, se negaba a dejarse convencer de la segunda alternativa. ¿Cómo era posible que alguien llegara tan lejos por celos? Al llegar a esta encrucijada no avanzó más en sus razonamientos, lo que no impidió que siguiera casi toda la noche dándole vueltas al asunto, hasta que ya casi en el amanecer el agotamiento lo llevó a un  aliviador sueño.

A la mañana siguiente se levantó a duras penas con el aviso del personal de prisiones. Después del aseo y ya en el desayuno, recapacitó en la noche pasada. Una acuciante necesidad de compartir sus sospechas se apoderó de él. Con desasosiego, descubrió que sólo había una persona a la que podía hacer partícipe de sus  especulaciones. El “profe”, además, le ayudaría a enfocar el asunto de una forma organizada, no en balde era matemático.

Pasaron tres días hasta que llegó la clase de matemáticas. Esos tres días José estuvo nervioso e impaciente. Se apuntó a todos los servicios del centro para minimizar los tiempos en los que temía quedarse solo con sus especulaciones. Por fin llegó el sábado. Después de la clase se acercó al profesor como cualquier otra ocasión, pero éste ya había adivinado en el desarrollo de la clase que algo inquietaba a José.

 

- Que ocurre José, te he notado distraído.

- Tengo que comentarte una cosa.

- Tú dirás.

- El último día, cuando te conté porqué estaba aquí, estuve pensando y dándole vueltas al asunto.

 

José le explicó sus reflexiones; concluyendo con la posibilidad de que todo lo ocurrido hubiera estado planificado de antemano por Blanca.

 

- ¿Qué puedo hacer ahora? –preguntó José-

- Me dijiste que no habías vuelto a hablar con ella de esto.

- En efecto, desde el juicio solo nos hemos visto una vez para el tema del divorcio. He intentado hablar por teléfono con ella pero nunca me ha respondido. Sabrá que es el número de la cárcel, supongo.

- No es normal que no haya intentado contactar contigo.

- ¿Por qué?

- Me imagino que si alguien actúa por venganza siempre querrá que la persona contra la que actúa conozca el motivo de esa venganza. No es razonable que quede satisfecho solo con la acción sino que es preciso además que el otro sepa por qué se ha actuado así.

- Entonces ¿no me crees?

- Creo en lo que me has contado sobre lo que aconteció. Pero lo que tú deduces sobre la planificación de tu mujer es sólo una posibilidad. Ahora bien, si es cierto tu razonamiento, habría que explotar esa falta de culminación de la venganza, e intentar que ella te lo contara todo. Es posible que aunque ha pasado tanto tiempo no haya tenido la oportunidad. No habrá querido arriesgarse con visitas a la cárcel en las que, aunque con una remota posibilidad, pudieran grabar las conversaciones. Si es como me cuentas, tu ex-mujer debe ser muy calculadora y, por ende, precavida. En fin, José, no sé qué más puedo decirte. Ella no creo que aparezca por aquí aunque tú se lo pidas. A lo mejor, fuera del recinto…..

- Llevo aquí encerrado más de dos años. No he dado ningún problema, al contrario. Me imagino que podré solicitar algún permiso, aunque solo sea de horas ¿no?

- No sé. Ni idea.

- Lo voy a intentar. Pero alguien tendrá que hablar primero con Blanca para concertar una cita.

- ¿Quién es Blanca?

- Perdona, se trata de mi ex-mujer. No te había dicho todavía como se llamaba.

- Bueno, yo podría intentarlo, lo de la cita. Espero que no me metas en ningún lío.

- Tranquilo, profe. Muchas gracias por ofrecerte.

 

Una vez que se hubieron despedido, José volvió a su rutina diaria, pero ahora tenía un claro objetivo. Lograr que le concedieran un permiso sería, de ahora en adelante, su único propósito.

La luz, en esa época del año, duraba prácticamente hasta la hora de acostarse. Esa noche, vislumbrando los paulatinos cambios de color del cielo, José, tumbado sobre su catre, soñó despierto sobre su nuevo empeño. Quizá algún día se supiera la verdad.