ANA Y PABLO

 

Sabía que ese momento podía llegar. Ahora, sobre el frío y húmedo suelo de un pequeño patio, contemplaba el cuerpo sin vida de Ana. Su cabello ensangrentado y la distorsión de sus miembros le llenaban de tristeza pero, al mismo tiempo, sugerían una realidad ajena a la persona de su hija, como si ella ya no estuviera ahí, y aunque intentaba apartar de su mente un sentimiento de alivio, éste era tan fuerte, que la mezcla con otras sensaciones contrapuestas le hacían situarse en un estado próximo a la nada.

Pablo había preferido acudir al lugar de los hechos en vez de esperar en el instituto anatómico forense. A medianoche había recibido la llamada de la policía judicial para informarle de la muerte de Ana y de la necesidad de confirmar su identidad. Todo muy frío y aséptico. Muy de trámite. Al fin y al cabo se trataba de una cocainómana traficante de poca monta en libertad con cargos. Para encontrar su posición en el escalafón social sería mejor empezar por el final. En el tiempo de espera ante los despachos del juzgado, Pablo intentó rememorar tiempos pasados. Recordó el nacimiento de su hija, sus primeros pasos, sus brillantes ojos, su ingenua alegría de niña; revivió cómo había satisfecho su necesidad de amar. Ana fue una niña feliz o al menos eso creía él. Tenían lo suficiente para vivir y su trabajo de profesor de matemáticas en un instituto del extrarradio le permitía atender los pequeños deseos de cualquier niña y los requerimientos sociales y de educación en su etapa de pubertad y adolescencia. El fallecimiento de su mujer cuando Ana contaba seis años había sido una tremenda debacle pero los dos habían intentado y conseguido reponerse a lo largo del tiempo. Él, entonces, tenía a su hija, pero ahora se preguntaba si para ella tenerle a él había sido suficiente. En aquellos momentos se trataba de no pensar sino de volver a vivir. Rememoró los veranos en la casa de los abuelos maternos, cuando marchaban al viejo pueblo castellano y su estancia se resolvía en buena parte en enfrentarse al clima extremo que todo lo condicionaba. Todavía sentía sobre su cabeza el peso del calor de las cinco de la tarde en sus salidas para tomar café, la luz cegadora reflejada por el encalado reciente de las casas, los breves momentos de tregua cuando se refugiaba en la sombra de algún polvoriento árbol. Todo era de color blanco sofocante. A Ana, sin embargo, no le importaba; a sus catorce años todo lo ajeno a la relación con sus amigas le resultaba inadvertido. Sus correrías, sus nuevas vivencias, sus primeros escarceos amorosos asomaban a su cara de forma refulgente, casi todo era genial. La salida en familia tenía que esperar hasta prácticamente la medianoche cuando una pequeñísima brisa parecía hacer retroceder la asfixia del día. En ese momento las risas llegaban con facilidad y los helados sabían a gloria, bendita diría la abuela. Tenía la sensación, no obstante, de que ese tiempo había durado muy poco; a medida que Ana se hizo mayor su carácter se tornó independiente y el contacto con su padre era cada vez más de tipo administrativo, burocrático, de intendencia, y menos de confianza. Simplemente normal. Pablo, como profesor que era, no adivinaba ni presentía comportamientos diferentes al del resto de sus alumnos, en los que contemplaba que el paso por el aula no dejaba de ser sino una mera formalidad en muchos casos. Dejémonos llevar, todo tiene su momento, pensaba.  En realidad, no estaba equivocado, porque las posibilidades de formar parte de una realidad común con su hija eran nulas por definición. ¿Acaso él no se acordaba de cuál era la relación con sus padres, de los dieciséis a los veintitantos años? Ciertamente no se acordaba, es más, creía que en esa época había estado en otro mundo, o mejor dicho, los que habían estado en otro mundo eran sus padres.

El paso de Ana a la universidad, supuso, si cabe, un mayor enfriamiento de sus relaciones. Su comunicación se limitó al mínimo imprescindible y cualquier intento de aproximación a ella se saldaba frecuentemente con accesos de ira. Él, por su parte, comenzó y terminó alguna que otra relación sentimental, con peor y mejor suerte, aunque el paso del tiempo le estaba conformando como un lobo estepario. Era más cómodo y no exigía riesgo alguno ni dar explicaciones a nadie, ni siquiera a sí mismo. Su vida no tenía grandes alicientes pero tampoco grandes problemas. En resumen, las horas pasaban lentas pero los años deprisa. Ana, cada vez más, ni siquiera aparecía por casa. Se mantenía con algunos trabajos esporádicos y en alguna ocasión le pedía ayuda a su padre. A los veinte años abandonó la Universidad aunque Pablo ni llegó a enterarse. Todo eso se rompió el día en que después de varios meses sin noticias de ella, Ana apareció completamente desvalida ante su puerta.

 

- Hola, papá.

- Hola, cariño.

- Perdóname.

- ¿Cómo estás? Pasa, por favor.

- Gracias. He pensado si debía venir así sin más después de tanto tiempo. Pero, bueno, …

- No te preocupes. Los padres siempre olvidan. Cuéntame, ¿cómo te va?

- Ya ves. Apenas he empezado a vivir y estoy en las últimas. No me encuentro bien.

 

La imagen de Ana que él guardaba había desaparecido. El cabello liso azabache casi azul refulgente a la luz. La tez blanca y sin accidentes que pedía ser acariciada y sus grandes ojos negros que brillaban con su sonrisa.

Ana comenzó a contarle, a retazos, sus últimos dos años. Su primer año de Universidad absolutamente desbocado, sus salidas nocturnas cada vez más frecuentes, sus relaciones con chicos en locales donde las pastillas y la cocaína corrían como el alcohol. Cómo, poco a poco, se fue habituando a su consumo. Cómo, para poder adquirir sus dosis, empezó a trabajar de camarera en la barra de uno de los locales y, al ser insuficiente, tener que dedicarse también a trapichear. Cómo había dejado de estudiar y más tarde de matricularse. Le ahorró, no obstante, otros pormenores más escabrosos. Pero había dicho basta. Y solo tenía una persona a la que pedir ayuda. Su padre. Estaba dispuesta a dejarse guiar por profesionales y mantenerse firme en su decisión.

Pablo asimilaba con torpeza toda la información y mientras escuchaba no podía dejar de pensar en los motivos por los que le había llegado a suceder esto. Hubiera deseado que al igual que con las ecuaciones que él enseñaba, determinados comportamientos por su parte dieran un resultado fijo y determinado. Pero hacía tiempo que sabía que no era así. Que idénticas conductas llevaban a muy diferentes finales.   Que las personas no eran números, para bien y para mal. No merecía la pena repasar actitudes, porque no llegaría a ninguna conclusión y porque, además, ya eran tiempo pasado. Pensó que había que ponerse manos a la obra y buscar una solución. Recorrieron despachos y consultas, psiquiatras y psicólogos, asociaciones contra la droga. Al cabo de algún tiempo, parecía que las aguas podían volver a su cauce. La relación con Ana, aunque tortuosa, mejoraba o por lo menos tenía contenido. Paciencia y tesón. Este periodo de esperanza había alcanzado algunos meses, pero al cabo de ellos, poco a poco, se iba alzando otra vez la muralla del silencio por parte de Ana.  Sus visitas al psiquiatra se fueron espaciando con el pretexto de que ya habían alcanzado los objetivos. Aunque Pablo sabía que algo iba mal, poco podía hacer. Una tarde, a la vuelta del instituto, se encontró la casa desmantelada de todos los objetos de algún valor: equipo de música, televisor, algún reloj,……. En su desolación, observó que al menos también se había llevado el robot de cocina, el cual dejó de utilizar cuando comprobó que no preparaba la comida sino que solamente la calentaba de forma diferente a la tradicional. El abatimiento se apoderó de él en ese momento pero también empezó a surgir en su interior un sentimiento de conformismo, de impotencia, en definitiva.

Las últimas noticias que tuvo de ella fueron una semana antes de la llamada de la policía. Le llamó por teléfono, le pidió perdón por enésima vez y le dijo que le quería. Le contó que estaba metida en algo serio pero que lo iba a solucionar sola y una vez resuelto lo intentarían de nuevo, esta vez sin trampas. No te preocupes, le dijo ella.

Todo en la antesala del despacho de la policía era de color gris, las paredes, el suelo, incluso los muebles y las fotografías decorativas. Las luces blancas mortecinas agrandaban ese efecto y Pablo tenía la percepción de que se trataba de un escenario preparado y acorde con su estado de ánimo.

 

- ¡Don Pablo Almazán! Pase, por favor.

……………………

- Buenas noches, perdone por la espera. ¿Cómo se encuentra? Siento mucho lo de su hija………-el inspector Merino esperó unos instantes mirando de soslayo a Pablo-.  Mire, en poco tiempo le llamaremos para completar con detalle el expediente. Tiene que hacerse la autopsia y esperar los resultados. De momento nos gustaría saber qué relación tenía con su hija y cuando fue la última vez que estuvo con ella.

- Mis contactos con ella eran inexistentes desde hace tiempo pero la semana pasada me llamó para decirme que iba a volver a casa después de solucionar algún asunto importante. Pero, por favor, ¿qué es lo que ha ocurrido?

- ¿Sabía usted que su hija estaba en libertad con cargos?

- No, ¿por qué delito?

- Tráfico de cocaína. Verá, todo indica que su hija entró en el piso que ya conoce y que al intentar huir por el patio de luces se cayó al vacío. ¿Qué día le llamó a usted?

- ¿Cómo entró en el piso?

- No le podemos informar de momento. Hay que aclarar las circunstancias y esperar, como ya le he dicho antes. Yo, que usted, intentaría descansar. Dentro de pocos días le avisaremos para hablar con más calma.  Me había dicho que le llamó el día….

- No, no se lo he dicho, fue el martes pasado.

- Bien, gracias. ¿Necesita alguna cosa?….., puedo llamar al servicio de ayuda psicológica. –El inspector le dio tiempo para responder. Al percibir su silencio continuó-   ¿Un taxi, quizás?

- No, no, sólo necesito respuestas. Pero le quiero pedir una cosa: que no trivialice el caso porque era una drogadicta.

- Le prometo que seré franco con usted en todo momento.

 

Se despidieron con un apretón de manos. Pablo salió a la calle y después de vomitar en la primera esquina, anduvo una hora hasta su casa. Las luces de la ciudad y su soledad extrema formaban un paisaje onírico. Llegó a casa flotando. De inmediato salió de nuevo a la calle, no podía encerrarse, y deambuló hasta el amanecer hasta que encontró un bar que estaba abriendo.

- Un descafeinado con leche, por favor. Cargado de café.