BLANCA

 

Blanca se acercó a la cafetería donde había visto entrar a Ana. Sentada a una de las mesas se la encontró tomando un vaso de leche. Su esquiva mirada y su atención, ensimismada en la nada,  se vieron sobresaltadas cuando se le acercó Blanca.

 

- Hola, perdona que te moleste, ¿eres Ana Almazán?

- ¿Tú quién eres? –replicó contrariada Ana.

- Alguien que te puede ayudar.

- Pues tú dirás.

- Déjame que me presente. Soy la jueza que va a instruir tu caso. -Le enseñó, a continuación, su tarjeta identificativa con su fotografía, pero cubriendo con su dedo pulgar el nombre.

- Y ¿qué quieres?

- Quiero proponerte algo que puede resultar beneficioso para las dos. –Después del tácito asentimiento de Ana para que continuara, Blanca prosiguió-. Como imagino que sabes, la acusación que han formulado contra ti lleva aparejada una condena de al menos tres años, y digo al menos         –Blanca hizo una pausa para que Ana fuera interiorizando su mensaje-. ¿Eres consciente de eso, no?

- Sí –contestó Ana, asumiendo abiertamente su desventajosa posición.

- Eso se puede arreglar. Depende de mí. Podría quedar en una simple falta sancionable con algún trabajo social, nada más. ¿Qué te parece?

- Depende de qué tengo que hacer a cambio.

- Es sencillo para ti. Se trata de entrar en un domicilio.

- Y ¿cómo entro?

- Preguntando por la mujer de la casa, que no estará, y soltando el rollo del accidente con el coche, ya sabes ….

- ¿Ya sé el qué?

- No te hagas la tonta, Ana. Conozco todo tu historial

 

Blanca observó cómo Ana bajaba la mirada, completamente entregada.

 

- Pero, y luego ¿qué más?

- En la casa estará el marido. Una vez dentro, lo único que tienes que hacer es exigirle que te lleve a la caja fuerte y te entregue un dossier azul que hay dentro

- Joder, tía, pero ¿cómo me lo va a dar así, sin más?

- No será así sin más, llevarás una pistola, pero descargada.

- Hostia, pero ¿qué me estás pidiendo? Yo nunca he manejado un arma.

- Y seguirás sin utilizarla, sólo tienes que empuñarla. Tú misma comprobarás que no lleva ninguna bala. Serán cinco minutos. Te vas con el sobre y yo te estaré esperando en el coche abajo, me das el sobre y adiós. Yo tengo el sobre y tú la libertad.

- Y el tío, ¿qué pasa? ¿que se deja hacer cualquier cosa?

- Te aseguro que no hará nada.  Mira, Ana, el sobre es importante para mí. Si he preparado este plan es porque sé que él no va a reaccionar, le conozco perfectamente. Incluso podrías amenazarlo con cualquier arma blanca, una pequeña navaja, por ejemplo, pero creo que con ella, aunque fuera muy poco probable, podrías lastimarte. Con un arma descargada es imposible que te pase nada

- Joder, no sé. Yo nunca he hecho nada parecido. Si entraba en las casas les pedía dinero, normalmente me lo daban, pero si no lo hacían, me largaba y punto.

- Piénsalo bien. Cinco minutos por tres o cuatro años de libertad. Está todo dicho. Mañana a esta hora pasaré por aquí. Tú decides. Si no apareces, esta es la última vez que nos vemos…..fuera del juzgado, claro.

 

Blanca recordaba esta conversación el último día del juicio.

La mañana del último día del juicio, después del veredicto del jurado, Blanca salió del edificio del tribunal cabizbaja, pero ya en la calle su semblante se tornó relajado, descubriendo, al tiempo, una mínima mueca de altanería. Se la veía contenta aunque pretendiera disimularlo. Caminaba en medio de su padre y su tío, el magistrado; Merino, que no había dejado de observarla, definió acertadamente su figura como la de un general victorioso después de la batalla, junto con su Estado Mayor. Suspendida en el ejercicio de sus funciones mientras duró su imputación, la sentencia le había permitido volver a sus tareas jurisdiccionales. Retomó su vida sin más sobresaltos que los derivados de haberse visto envuelta en un asunto tan abrupto. Los comentarios, noticias y opiniones, no obstante, apenas hicieron mella en su espíritu. Todavía era joven, pensaba, para reconducir su carrera profesional y en lo personal había aprendido muchas cosas, la principal, que la determinación es la herramienta más útil para cualquier empeño.

El día de la sentencia comió con sus familiares y, después de despedirse de ellos, se dirigió a su casa. Ya dentro de ella, se sirvió un buen vaso de bourbon acompañado por un relajante muscular. Recostándose en el suave sofá de piel canela no pudo evitar rememorar lo acontecido.

Lo acontecido había comenzado unos meses antes de la entrada de Ana en su domicilio. Recordaba, como si lo estuviera viviendo en ese momento, el día en que una terrible jaqueca le había hecho abandonar el juzgado a media mañana e irse a su casa para tomar algún analgésico y descansar. Cuando entró en la vivienda se extrañó de no ver a la asistenta en sus tareas. De repente escuchó cierto murmullo procedente del dormitorio. No era una conversación sino algo parecido a un jadeo entrecortado y lejano. Con sigilo se acercó a la habitación. La puerta estaba entreabierta y desde fuera se podían ver, reflejados en el espejo de la pared contraria a la cama, dos cuerpos desnudos entrelazados. Uno era el de su marido, el otro el de la asistenta. Un repentino fuego le golpeó su cara y en un acto de puro instinto volvió sobre sus pasos y salió apresuradamente del piso sin hacer apenas ruido. Ya en la calle, pensó, ¡qué horror! ¡Qué vergüenza! ¡Qué hijo de la gran puta! ¡En mi propia casa! ¡En mi propia cama! Pero ¿cómo se atreve el mierda éste? Desconcertada y fuera de sí, con la cabeza a punto de estallar, buscó una farmacia y allí mismo se tomó dos analgésicos. -¿Le pasa algo, señora? –Le preguntó el dependiente. -No, no, perdone, es que me duele mucho la cabeza. Si me pudiera dar un vaso de agua, por favor. El auxiliar le dio el vaso de agua un poco azorado. Blanca salió a continuación de la farmacia y deambuló sin destino por las calles. Se sintió herida en lo más profundo de su ser.  Un ser no repleto precisamente de cariño sino de orgullo. Ella intuía desde hace tiempo que José podía haber tenido alguna otra aventura. Nunca se lo había planteado abiertamente a él. Mientras la nota dominante fuera la discreción y su imagen no se viera salpicada, se trataba de un tema relativamente menor para ella. No le apetecía hacer más indagaciones que en último término la forzaran a tomar una decisión que pondría en evidencia, precisamente, la imagen que quería evitar. Pero esto se había pasado de la raya. Con la asistenta, y en su propia casa. Su imagen no estaba maltrecha, no, estaba absolutamente destrozada. Desde ese mismo momento sabía que le iba a joder la vida a ese hijo de puta. Ya pensaría cómo. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!.

Ese día, a la hora prevista de su llegada procedente del trabajo Blanca apareció, como cualquier otra ocasión, en su vivienda. Su actitud con José no translucía ningún cambio respecto a otro día cualquiera. Tenía que ser fría, actuar con calma, con tesón y eficacia. Desde ese mismo momento empezó a fraguar su venganza, comenzando por definirla. Tenía que suponer para José un sufrimiento que no se agotara en un solo acto, sino que fuera duradero, agotador, de desgaste hasta lograr su aniquilación personal aunque no su completa desaparición física. En relación con los demás, debía de lograr la destrucción de su imagen. Para consigo mismo, tenía que conseguir eliminar lo más esencial de la naturaleza humana: la libertad.  La cárcel, pensó, sería una solución perfecta. Su relación con el entramado judicial podía, además, resultar de gran ayuda. El plan tendría sus riesgos, pero actuando con inteligencia sería factible. Todas sus fuerzas iban a estar destinadas a ese empeño. El capullo se iba a enterar quien era Blanca Fernández de Ayala.

Después de una mínima lucha con su propia conciencia, Blanca pensó que el delito que debía atribuirse a José sería el de asesinato. Cualquier otro, supondría una pena, a su juicio, insuficiente. La primera tarea que debía acometer era buscar una víctima propicia. Tenía que ser una persona con escasos vínculos personales o familiares, para evitar en lo posible las complicaciones derivadas del interés que hacia la víctima pudieran tener otras personas.

Al día siguiente, comenzó a indagar en las bases de datos judiciales. Después de varios análisis sobre un conjunto de expedientes localizó a Ana Almazán. Estaba en libertad con cargos, lo que le permitiría contactar con ella fuera del ámbito judicial. Según los datos no tenía relación con familiares, de los que solo se conocía la existencia del padre, aunque no mantenía contacto alguno con él; la drogodependencia llevaba aparejada muchas veces la absoluta soledad fuera del mundillo del tráfico y el menudeo. Su probable pena era lo suficiente importante como para que el chantaje fuera efectivo. Tenía un historial de entradas en domicilios aunque nunca con violencia sino a través de engaños y trucos para conseguir algo de dinero. Por último, no había estado nunca en la cárcel, lo que hacía pensar que el desasosiego ante su posible primera entrada la haría más vulnerable y receptiva a su propuesta. En fin, resolvió, recopilaba muchas de las características  que andaba buscando. –Guapa, te ha tocado- se dijo. En ningún momento sintió estar ante la presencia de una persona, con su vida, más o menos difícil; con sus proyectos y sentimientos, más o menos mediatizados; con sus derechos. Sólo era un expediente, un nombre, un utensilio. Para Blanca, la igualdad de derechos de todas las personas era un concepto que no encajaba en la idea  que ella tenía  de la estructura social. Por supuesto que no era lo mismo una jueza de alcurnia que una drogodependiente de baja estofa, faltaría más. En definitiva, un desecho social le iba a servir para masacrar a un inútil social. Las pérdidas eran mínimas.

Buscó el calendario de citas de Ana en el juzgado que entendía del caso, para poder seguirla a la salida y lograr el contacto.

El día previsto, se apareció ante Ana y le planteó claramente el chantaje, quedando al día siguiente para recibir la conformidad. Como ella esperaba, al día siguiente Ana apareció por el mismo bar para decir sí. Ana estaba inmersa en una dinámica apenas controlable y su situación le impedía pensar con claridad. Ni siquiera quiso preguntar el contenido del sobre. ¿Qué más daba? Aparte de que la jueza no se lo iba a decir, lo importante era acabar cuanto antes y empezar una nueva vida, esta vez sí. Se dejaría llevar por la jueza, al fin y al cabo lo máximo que podía pasar era que el individuo se negara a obedecerle pero en ese caso no tenía más que escapar del piso y huir corriendo, lo había hecho varias veces. La contrapartida era tentadora: eludir la cárcel, a la que le tenía auténtico pánico, reconciliarse con su padre y abandonar el oscuro paisaje de la droga. Blanca le comentó que el día en cuestión le señalaría la ubicación de la vivienda y que luego la esperaría en la esquina siguiente con el coche en marcha, se irían, le recogería el sobre y de lo demás se encargaría ella; no tenía que volver a preocuparse.

La tarde de otoño era limpia y apacible, contrastaba con el estado de ánimo de ambas, pero sobre todo con el de Ana. Había llegado el momento. Se habían reunido en un lugar relativamente alejado de la vivienda. Blanca le dio la dirección y la pistola, le señaló que ahí se separaban, Ana tenía que coger un taxi y ella el coche. A las veinte horas en punto, es decir, después de veinte minutos, ni un minuto más ni menos, debía de iniciar la ejecución del plan. Blanca, a las veinte horas comprobó desde cierta distancia como Ana entraba en el portal del edificio, lo que indicaba que José había tragado el anzuelo y había abierto la puerta. Acto seguido y a toda prisa se dirigió al portal, abrió y subió en  ascensor hasta el cuarto piso, haciendo a pie el último tramo de escaleras; escuchó en sigilo la conversación de Ana con José cuando entraba en la vivienda, dejó pasar unos segundos y a continuación abrió la puerta del piso, silenciosamente tomó una escultura que previamente había colocado en la mesita del recibidor y acudió al salón, desde donde se oía la voz entrecortada e inquisitiva de Ana. La escena era tal como la había imaginado. Sin pensárselo dos veces y por la espalda, blandió la escultura golpeando a Ana secamente y con fuerza en la cabeza. Ana cayó fulminada en el acto. A continuación formuló a José los ensayados argumentos sobre la conveniencia de desprenderse del cadáver: su carrera judicial, sus vidas tranquilas absolutamente trastocadas, incluso la cárcel. Había que arrojarla por la ventana del patio. A los investigadores les contarían la historia de que la habían sorprendido al entrar ellos en casa y que al intentar huir por la ventana se había caído al vacío. José, como ella había pensado, se dejó convencer sin apenas rechistar, anonadado como estaba y fuera de la realidad. Previamente, colocó en el abrigo de Ana la llave del piso que siempre tenían a la entrada, para justificar cómo se había introducido en el piso, y recogiendo la pistola del suelo la metió también en el bolsillo de Ana. Envió a José a abrir la ventana del patio, momento que aprovechó Blanca para volver a coger la pistola y guardarla en su bolso.  Recogió la escultura y la lavó con abundante agua, la secó y la colocó en la mesa del salón, su lugar habitual. El golpe había sido certero y mejor incluso de lo que podría haber esperado: no había provocado salida de flujo sanguíneo al exterior, al menos aparentemente. Eso redujo de forma considerable las tareas de limpieza, que fueron mínimas. Al día siguiente volvió a dejar el arma en el cajón de pruebas de un caso que ella estaba instruyendo, de donde la había retirado el día anterior.

Blanca había contemplado varias fases en el plan, que harían más verosímil su última versión sobre lo sucedido.  Era conveniente entretejer un devenir del proceso que no tuviera un perfil plano y simple. En un primer momento formularían una versión que les exculparía a ella y a su marido. No obstante, debía de introducir algún elemento, aunque fuera, o, mejor aún, que necesariamente fuera, débil y controvertido, pero que dirigiera alguna sospecha sobre José. A ese empeño respondía el hecho de haber realizado varios días antes una llave nueva del piso e intercambiarla por la que utilizaba habitualmente José. Esa llave nueva no podía llevar a ninguna conclusión lógica, pero sí que haría fijar la atención sobre él. En una segunda etapa, resultaba absolutamente conveniente efectuar una defensa cerrada de su marido, si es que había logrado que las sospechas recayeran sobre él. Aquí jugaría un papel importante su posición de jueza. Intentaría obstaculizar el proceso poniendo así de manifiesto el auxilio y apoyo a su marido. Esperaba que el corporativismo judicial ayudara a dilatar los plazos permitiendo así realzar su figura de escudo frente a los que intentaran inculpar a José. Confiaba, no obstante, que dicho corporativismo no fuera tan fuerte como para impedir de forma definitiva la práctica de pruebas o interrogatorios, que en última instancia hiciera imposible formular su versión final, es decir, la de que, en realidad, era José quien había matado a Ana.

El plan iba cumpliendo sus objetivos de forma razonable. La investigación, aparte de la dirección del juez instructor, al que conocía y con el que compartía cierta lejana amistad por haber coincidido en varios cursos de especialización, la llevaba un tal inspector Merino. El tal Merino no dejaba de entrar en su terreno e ir cumpliendo sus expectativas. Así ocurrió cuando intentó preguntar a su marido sobre el tema de las llaves y sobre qué habían hecho él y ella antes de entrar en el piso. Pero el inspector era perro viejo y junto a la previsible actitud sobre José denotaba por sus comportamientos que en su pensamiento rondaban otras alternativas de esclarecimiento de los hechos. De ello se enteró Blanca, por los comentarios que al respecto le hacía el juez instructor, los cuales constituían una inestimable ayuda para ella. Conocía todos los pasos que se estaban dando en la investigación y la postura de todos los intervinientes, incluido, por supuesto, Merino. Así conoció los resultados de la autopsia y el informe forense. Los acontecimientos se iban desarrollando incluso demasiado bien. Todo se ajustaba a las declaraciones de  ella y José a la policía. Pero llegó un momento en que vio peligrar su estrategia. ¿Cómo era posible que el corporativismo del juez instructor fuera tal que se llegara a cerrar el caso sin realizar más pruebas e investigaciones? Sus temores se vieron confirmados cuando supo de la negativa del juez a ordenar un careo entre ella y su marido. Veía cómo sus previsiones se alejaban cada vez más de la realidad y que la oportunidad de inculpar a su marido se tornaba remota. Cuando el propio juez le dijo que iba a cerrar el caso, dando por buena la versión de la huida de Ana y su caída al patio, Blanca sintió que se le acababa el tiempo y que tenía que buscar una salida rápidamente. Veía cómo sus esfuerzos iban a resultar baldíos. La salida tenía que estar en la única persona que, a su juicio,  tenía dudas sobre la versión ofrecida y que había dado muestras de desconfianza hacia el entramado judicial: el inspector Merino. Decidió enviar un anónimo a su domicilio indicando que Ana estaba muerta antes de caer. De momento, pensó, eso bastaría para continuar el caso. Lo que tenía que hacer era no perder la primera oportunidad que se le ofreciera, para presentar el relato inculpatorio contra su marido. Todo volvió a empezar. A los pocos días del envío del anónimo recibió la citación del juez para ir a declarar. Por fin lo había conseguido. Su declaración no pudo tener otro resultado que la detención de José. A partir de ese momento cortó todo contacto personal con él. Tenía que verse perdido, desorientado, sin respuestas. Aunque él ofreciera ahora la verdad de lo ocurrido, tendría muy difícil que alguien lo creyera. La ausencia de la pistola ayudaría a hacer todavía más inverosímil su versión. Aún quedaba el juicio, como elemento definitivo, pero se daba por satisfecha por cómo se estaban desarrollando las cosas. En el juicio habría que dar otro empujón adicional de cara al jurado. Ya pensaría en qué consistiría y el momento más adecuado. Por ahora le convenía mantener la imagen de defensora de su marido.

En la vista oral tenía que ofrecer algún elemento novedoso que ayudara a comprender el porqué de su cambio de versión. Las primeras declaraciones obedecerían al estado de enamoramiento. Las segundas, al arrepentimiento provocado por su mala conciencia, y las últimas y definitivas del juicio, al desengaño sufrido y al sentimiento de traición. Para ello, ya en los momentos finales ante el tribunal, resolvió contar  lo de la asistenta y proponer a ésta como testigo de las relaciones extraconyugales de José. La jugada fue perfecta. No había más que mirar la cara de los componentes del jurado. La sentencia, por último, cumplió sus expectativas. Quince años de cárcel para su marido y la absolución para ella. La venganza estaba servida. A partir de ahora no tendría más relación con José ni le daría ninguna explicación del porqué de sus actos. Con ello añadiría un punto más de sufrimiento a su situación. Se vería encerrado, sin futuro, y además, aunque presumiera las razones, nunca obtendría de su parte una confirmación de las mismas. Estaría en el infierno sin la certeza de la causa.

Blanca retomó su vida volviendo a sus quehaceres profesionales y, con el apoyo de su familia, reinició sus contactos sociales. Sus relaciones con el otro sexo fueron poco a poco recuperándose, aunque esta vez desde la atalaya del control y la frialdad. Nadie, nunca, la volvería a herir como lo habían hecho.