La Semana Santa de ese año había transcurrido plácidamente. Las lluvias habían, por fin, cesado, y los recientes fríos habían dado paso a un ambiente templado, sobre todo en los lugares del sur. El inspector Merino y Elisa, su compañera, se habían acercado a la punta más meridional del país, con el ánimo, incluso, de probar suerte con el agua del Atlántico. Todavía estaba fría y desecharon la temeridad de un chapuzón, pero nada evitó los interminables paseos por la arena de playas infinitas. Al mediodía, su aperitivo de tortilla de camarones con manzanilla era el bálsamo preliminar para enfrentarse después a los ricos pescados de la zona. Las tardes las dedicaron a visitar algunos de los cercanos pueblos blancos del interior y, ya de vuelta al hotel, se entregaban al más dulce de los aburrimientos.
El inspector Merino hacía dos años que estaba destinado en la unidad de delitos contra el patrimonio artístico y cultural. A raíz del caso de Ana Montalbán se decidió a abandonar su puesto en homicidios vinculado al juzgado de instrucción. Quería dedicarse a algo menos comprometido, que no le llevara a una lucha interior en algo tan definitivo como las vidas humanas. En la primera ocasión que surgió un puesto en su actual unidad solicitó el traslado. Un cambio de aires no le sentaría mal y los temas relacionados con el arte y la cultura eran de su agrado. Podría cumplir con un buen fin y evitarse, de paso, dilemas y conflictos de envergadura moral. Tuvo que acudir a varios cursos de especialización, pero para él no suponían ningún esfuerzo, por el contrario, eran un factor de enriquecimiento intelectual y de disfrute. A los pocos meses se había convertido en todo un experto, participando con mérito en investigaciones de expolios y falsificaciones. Casualidades de la vida, uno de los casos en los que participó fue el de la falsificación de unas piezas escultóricas del autor de la que sirvió de arma para asesinar a Ana Montalbán. Un artesano de la forja, natural del pueblo donde había nacido el escultor, acuciado por la crisis económica y las deudas, había decidido obtener algún rédito de sus habilidades al margen de los escasos beneficios que proporcionaba su habitual actividad. La idea le vino a la cabeza cuando se enteró de una exposición monográfica del artista en Nueva York. Sólo serían tres o cuatro piezas y con ello saldaría deudas y podría aguantar un par de años más. Contactó con un sobrino del escultor, amigo de la infancia, con cierta fama de tarambana, al que tanteó en una noche de charla y copas. Coincidiendo con las secuelas de la ya ultimada y exitosa exposición, viajó a la ciudad estadounidense. Se entrevistó con el galerista. Decía conocer a un familiar directo del escultor, concretamente a un sobrino. El familiar, le relató, después de una frívola vida de marginalidad no estaba plenamente en sus cabales y estaba arruinado y viviendo prácticamente de la caridad. Lo cierto es que esto último no se alejaba mucho de la realidad. El de la forja siguió diciendo que el sobrino tenía cuatro esculturas regaladas por el tío hacía tiempo. Relegadas a un viejo almacén, el propietario sabía que tenían bastante valor porque conocía la fama del escultor, pero no sospechaba ni por asomo el precio que podían llegar a alcanzar ahora. Ello, unido a la devoción que de joven había profesado a su tío, le había llevado a no plantearse nunca su venta, ni siquiera en su actual situación de penuria. Al galerista enseguida se le encendieron los ojos aunque también las alarmas. Le preguntó al forjador cual era su interés y porqué había realizado ese viaje tan caro solo para informarle. Estaba claro –le contestó- qué él se encargaría de hablar con el sobrino y ponerle en contacto. Eso sí, a cambio de un quince por ciento de la cantidad que pagara por las esculturas. La galería podría venderlas por un precio, al menos, tres veces superior, aunque no convenía tampoco ajustar en demasía el precio de compra, porque el sobrino podía estar un poco descolocado pero no era tonto, le dijo. Para reafirmar la voluntad del neoyorquino le enseñó un catálogo modificado en el que figuraban entremezcladas las falsas esculturas. Le sugirió, asimismo, que para confirmar la identidad del sobrino podía ponerse en contacto con el ayuntamiento del lugar de nacimiento del artista y que si al final se convencía y decidía hacer la operación que le llamara. A él no le debería pagar hasta que no tuviera la mercancía en su poder, lo que alejaba toda pretensión de estafa. A las dos semanas del viaje, recibió la llamada del galerista. Estaba conforme. El precio sería treinta mil por cada escultura. Al final llegaron al acuerdo de cuarenta mil cada una. Para evitar problemas de autorización del Ministerio de Cultura lo mejor era camuflar el precio y la identidad del material, aduciendo que se trataba de una serie de trabajos en forja. El dinero legalmente recibido sería el relativo a dichos envíos y se correspondería con el porcentaje del quince por ciento exigido. El resto debería entregarse en mano cuando le hicieran entrega de la mercancía en el puerto de salida. La realidad es que cuando la entrega se realizó, la galería ya tenía vendidas las obras a coleccionistas por una sustancial suma que hacían el negocio absolutamente seguro. El diseño de las esculturas era prácticamente calcado al de algunas preexistentes del artista, con algunas variaciones, suficientes para visualizar su distinción pero sin que pudieran llegar a cuestionar su homogeneidad con la obra original. Hasta pasado un buen tiempo no surgieron problemas. Pero ocurrió que una de las esculturas fue destinada por su comprador a un lugar de su mansión que estaba parcialmente al aire libre. El resultado fue que la superficie de la base de la escultura se oxidó. El forjador había realizado una imprimación de zinc a las piezas para evitar su oxidación, pero había pasado por alto la base de las mismas. Las esculturas situadas en los interiores no sufrieron de momento el efecto de la humedad y el aire, pero sí la situada en una zona semiabierta. Este error, impensable en el artista, llevó a cuestionarse el origen real de las piezas. Las investigaciones concluyeron que efectivamente las obras no eran auténticas. Sin embargo, la denuncia por estafa no prosperó. El forjador se defendió manifestando que habían sido un encargo de la galería, sin ningún ánimo de engaño por su parte, ni pretendiendo ser de otro autor. Mostró la factura por el precio recibido, exactamente veinticuatro mil euros. Si el galerista las había vendido como obras del conocido artista y por un importe que superaba el medio millón no era asunto suyo. El estafador era el galerista y él no tenía nada que ver. El sobrino dijo no saber de qué le hablaban. En fin, una historia curiosa. A Merino le asombraba que no pasaran más episodios del mismo cariz. Cuando acudía a las exposiciones observaba cómo, más que estar ante un conjunto de obras, parecía encontrarse con una sola pieza repetida varias veces. En realidad no había varias obras-ideas sino que la idea era única y se manifestaba en el conjunto. Desde un punto de vista del proceso artístico y expositivo tenía todo el sentido, pero, el papanatismo de muchos compradores podía hacer fáciles estos episodios de estafa o, más bien, de aprovechamiento de la estupidez humana.
El lunes de Pascua, 22 de abril, aunque no era festivo, Merino y Elisa iniciaron su vuelta ya que habían pedido permiso para que su retorno no coincidiera con un masivo movimiento en las carreteras. El martes, el inspector acudió a su trabajo y en el desayuno alguien le comentó lo ocurrido a la jueza Fernández de Ayala. Un escalofrío recorrió sus venas. En un principio pensó en personarse en el juzgado para interesarse por lo ocurrido, pero al fin pensó que sería mejor mantenerse al margen hasta que, en su caso, fuera requerido para algo. Era indudable que le llamarían más tarde o más temprano. Salió temprano con el ánimo de almorzar y después irse a su casa. La noticia le había dejado mal cuerpo y apenas sí comió un pincho de tortilla con una caña de cerveza en su sitio habitual. Ya en su portal abrió descuidadamente el buzón y se encontró con un sobre sin franqueo dirigido a su nombre. Un calambre recorrió su estómago. Subió a su apartamento y sin quitarse el gabán abrió, nervioso, el sobre y comenzó a leer: “Mi nombre es Pablo Almazán. Hace ya algunos años mi hija Ana apareció muerta en el patio de una casa. La primera lectura que se hizo de tal hecho…………….”
La inmediata reacción de Merino fue exclamar en voz alta: -¡pero qué hijo de puta!-. A partir de ahí empezó a reflexionar: -¿por qué me tiene que meter a mí en esto? Yo hice lo que pude. ¿O no? Creo que hice lo que pude, dentro de lo razonable. Desde luego, no era mi hija. Bien, ahora debo decidir qué hago-.
Llamó a Elisa y le preguntó si podían tomar un café. Elisa le preguntó si pasaba algo. –Nada especial- le contestó él. Ella estaba con su hijo en casa. –Mejor- replicó Merino, -que nos acompañe si puede-. Pensó que una visión fresca, sin demasiados convencionalismos ni vicios interiorizados podría resultar conveniente. Quedaron en una hora en una cafetería. Cuando se vieron, Elisa le preguntó:
- ¿Qué es tan urgente?
Se acomodaron en una mesa en un discreto rincón la cafetería
- Quiero plantearos una cuestión –comenzó a hablar Merino-, pero no haré referencia a ningún caso concreto ni vosotros plantearéis preguntas al respecto
- De acuerdo –dijo Elisa.
- Vale –dijo su hijo.
- Se trata de lo siguiente: imaginaros que vosotros, policías, sabéis que alguien ha cometido un crimen. Un asesinato. Pero, se trata de un acto de venganza, en principio, proporcionado. La víctima, que había sido absuelta en juicio, había matado previamente a otra persona inocente y muy querida de ese alguien. La pregunta es la siguiente: ¿Debéis ir a denunciar al asesino? O, por el contrario, ¿guardaríais silencio?
El hijo de Elisa, respondió inmediatamente: -Yo, guardaría silencio.
Elisa, después de un tiempo de reflexión, habló pausadamente:
- Hay que resolver varias cuestiones. La primera: ¿La policía debe defender la ley, con independencia del juicio moral que le merezca el hecho en sí? La segunda: ¿es moral quitar la vida a otra persona, aunque ésta haya matado antes? A la primera cuestión te responderé que si el hecho es delictivo de acuerdo a la ley, la policía debería denunciarlo, porque precisamente ésa es la razón de su existencia: defender la ley. A la segunda cuestión no puedo responder. La moral subjetiva no permite ser evaluada por alguien distinto al que la posee. La moral colectiva es, precisamente, la ley, y estaríamos en la primera pregunta. La tercera cuestión es que el propio hecho de no denunciarlo sería un delito. En ese caso, habría una contradicción entre el silencio y la denuncia, que el propio agente debería resolver de acuerdo a su conciencia, es decir, su moral, y valorando sus consecuencias.
- Joder, mamá, vaya rollo –saltó el hijo de Elisa-. El que la hace la paga y ya está. Si la persona había matado a alguien y no había sido castigada por el propio sistema legal se trataría de enmendar un error judicial. Tú defiendes la inmunidad legal frente a la justicia ilegal.
- Tiene sentido lo que dices. Pero la propia ley fija el cauce para subsanar esos errores judiciales –replicó Elisa.
- ¿Y si se vuelve a repetir el error? –respondió su hijo.
Merino, intermedió, pues no quería que la discusión fuera más allá. Por otro lado, las claves para tomar su decisión ya estaban planteadas. Dirigiéndose a ambos, les dijo:
- Creo que ya me habéis contestado. Es posible que lo más adecuado sea que el policía o la policía, si no quiere denunciarlo, deba abandonar la institución. Tiene razón tu madre –miró en ese momento al hijo de Elisa- cuando dice que nadie puede valorar la moral de cada uno salvo la ley. El o la agente que decida mantener su moral sobre la ley debe dimitir y si esa preponderancia de su conciencia, que en este caso tiene como resultado el guardar silencio, constituye, a su vez, un delito, habrá que enfrentarse también a la ley, pero ya como persona ajena a la institución policial y si le descubren.
Tomaron los cafés y la coca-cola en silencio como si cada uno estuviera rumiando las opiniones que acababan de lanzar. Después salieron a la calle y Merino les acompañó hasta su casa, después cogió el metro y volvió a la suya. Ya en soledad empezó a analizar las consecuencias de abandonar la policía. Era, sin duda, una decisión dolorosa. Llevaba más de veinte años en el negocio. Volvió en numerosas ocasiones sobre sus razonamientos. ¿Era proporcionado tirar por la borda toda una vida profesional por una cuestión ética, pero que a nadie dañaba? En realidad, no denunciar a Pablo no perjudicaba directamente a nadie que no lo mereciera. Se preguntó eso muchas veces pero siempre se daba la misma respuesta: -si no lo denuncio, nunca podré actuar como policía en libertad; en todos y cada uno de los casos en los que pueda compartir con el delincuente una justificación para el crimen me asaltarán las dudas de si yo tengo derecho a detenerlo-. Por otra parte, estaba determinado a no denunciar a Pablo. Desde el primer momento en que leyó su escrito. Y no era tanto por librarle de una pena, que a Pablo ni le asustaba ni parecía importarle demasiado. Como él decía, no tenía nada que perder, ya no le quedaba nada. Era, sobre todo, por colocar al sistema en una situación sin salida, de la que el sistema era el propio culpable.
Tenía buenos amigos en la empresa privada, donde se habían integrado en puestos relevantes dentro del área de seguridad. Les pediría ayuda –se dijo-. Quizá no fuera mala idea volver a empezar. Pensó que, al igual que Pablo, su determinación suponía el acto de coraje de un hombre corriente, aunque, con una triste sonrisa en su cara, meditó que sería un acto anónimo, sin espectadores. Bueno, eso no era del todo cierto. Lo sabría la persona que más le importaba en el mundo, Elisa. Y sobre todo, lo sabría él mismo.
El verano llegó sin avisar. Otra vez, en la ciudad, volvía a ser agobiante el calor en las calles. Merino agradecía su rutinaria actividad dentro de las cómodas y frescas instalaciones de su nueva empresa. Para el fin de semana preparó una huida, con Elisa, hacia la sierra próxima. Sentirían la fortuna de tener que ponerse alguna prenda de abrigo y pasearían entre el granito y los ralos arbustos, casi siempre en silencio. Porque ellos no necesitaban hablarse para saber que estaban juntos.