LA DECISIÓN

 

No podía creérselo. Sobre el frío y húmedo suelo de un pequeño patio, contemplaba el cuerpo sin vida de Blanca. Su cabello ensangrentado y la distorsión de sus miembros le llenaban de tristeza y dolor, pero sobre todo, observando el final de su hija,  sintió una gran perturbación y desconcierto.

Al poco, llegó su hermano, el magistrado del tribunal supremo. Se estrecharon en un fuerte abrazo.

 

- Lo siento mucho, …mucho, …..Lo siento. Encontraremos a los que han hecho esto –balbuceó el magistrado.

 

El padre de Blanca no le contestó. Sólo repitió en voz baja, para sí: ¿Por qué? ¿por qué?

La policía había recibido el aviso pasadas las cinco de la tarde. Cuando acudió al lugar se encontraron dentro de la vivienda al juez Freire, instructor del caso de Ana Montalbán y al ex-marido de Blanca. Ambos estaban sentados en el sofá del salón; José, apoyado en un reposabrazos mientras el juez sujetaba su cabeza entre las manos con los codos sobre las rodillas. El juez Freire parecía absolutamente desconsolado, su cara parecía una continuación del blanco de su camisa; sin corbata y vestimenta informal, parecía descabalgado de su habitual dignidad profesional. José, a pesar de su seriedad, no tenía aspecto de estar especialmente preocupado. La policía les sometió a un primer interrogatorio. El juez Freire, desolado, declaró que sobre la cinco menos cuarto había recibido una llamada de Blanca requiriéndole para que se acercara a su domicilio por un asunto de extrema importancia. A él no le venía nada bien, pero ante la insistencia de Blanca, -llegó a implorarme- adujo el juez, decidió venir. Al llegar, llamó al portero automático, aunque nadie contestó. Se percató, no obstante, de que el portal estaba abierto al presionar suavemente la puerta de acceso. Penetró en el edificio y cuando subió al piso se encontró la puerta someramente sujeta por el marco, pero abierta. Entró y no encontró a nadie, pero observó un rastro de sangre en el pasillo que iba hacia el tendedero. Continuó hasta asomarse a la ventana del patio y vio a Blanca en el enlosado y llena de sangre. Al poco tiempo, no recordaba exactamente cuánto, pero fue muy poco, llamaron desde el portal. Era el ex-marido de la jueza. Él, le dijo, también había recibido una llamada para que acudiera. Como no sabía qué hacer, siguió relatando el juez Freire, le dijo que esperara y llamó inmediatamente a la policía; luego le abrió el portal. Pensaba que el ex-marido, si ese era el caso, no intentaría nada porque la policía estaba a punto de llegar. En los escasos segundos que estuvieron solos el ex-marido solo tuvo tiempo de decirle que acababa de recibir una llamada de Blanca para que fuera a su casa. Eso era todo.

El relato de José coincidió sustancialmente con el del juez Freire. En un principio, la policía pensó de forma inmediata que José había acudido a casa de Blanca y la había asesinado. Pero su forma de comportarse no delataba precisamente ninguna inquietud, al contrario, se mostraba firme y seguro en sus contestaciones y sin signos de duda ni de excitación. Le preguntaron cómo era posible que Blanca supiera su número de teléfono. Les contestó que el mismo se lo había facilitado para poder hablar con ella. Eso reafirmó a la policía en sus primeras impresiones. Pero, posteriormente, todo se desmoronó cuando comprobaron que, según les había relatado José, en el único lapso de tiempo  posible para el asesinato, es decir, los diez minutos transcurridos desde la última llamada de Blanca al teléfono de José hasta poco antes de la llegada del juez Freire a la vivienda, él estaba en un bar cercano esperando la llamada de Blanca. Varios camareros lo habían confirmado. Las cosas se ponían feas para el juez Freire y para la policía. Únicamente cabía pensar que algo había pasado entre Blanca y el juez instructor del caso de Ana Montalbán cuando éste acudió al domicilio, que había acabado de la peor manera posible. Pero eso era, sencilla y absolutamente, imposible de demostrar.

José, gradualmente, se fue encontrando fuera del foco de las pesquisas de la policía hasta que no volvió a ser requerido por ésta. Tenía muy poco clara una cosa: que el juez instructor podía tener algo que ver con el homicidio. Tenía, a su vez, una cosa muy clara: salvo circunstancias excepcionales en su contra, jamás hablaría de su profesor de matemáticas. En esencia, no le parecía mal el resultado final. Él estaba en la cárcel, pero algún día saldría, lo ocurrido en nada empeoraba su situación; en cambio, Blanca no volvería a ver la luz del día. No es que estuviera contento, pero se dejaba llevar por la dulce impresión de que al final las culpas y los castigos se habían equilibrado.

La policía y el juzgado recabaron la opinión del inspector que había llevado el caso de la muerte de Ana Montalbán. Éste no les prestó el mínimo caso. No se le ocurría ninguna nueva línea de investigación que las ya emprendidas por sus compañeros, les dijo. Estaba de acuerdo con todo lo concluido hasta el momento. Sólo cuando le preguntaron si pensaba que José había matado a Ana Montalbán contestó: nunca lo pensé. Y cuando le sugirieron que aportara su criterio sobre la muerte de Ana solo replicó: pregúntenle al juez Freire.

El padre y el tío, por su parte, no estaban dispuestos a permitir que el crimen de Blanca quedara impune. Fijaron sus colmillos sobre el juez Freire. Si bien eran conscientes de la dificultad insalvable de acusarlo de homicidio, sí pensaban que su actuación en el antiguo caso de asesinato no había sido adecuada y que, quizá, con otra forma de dirigir aquel proceso, el actual desenlace no habría tenido lugar. Requirieron la intervención del Consejo del Poder Judicial. Se revisaron los pormenores del caso de Ana Montalbán, los informes periciales, las declaraciones, los resúmenes policiales, las diligencias llevadas a cabo. Se habló con el forense, el cual, asustado, detalló las sutiles presiones del juez Freire. Se llamó a informar al inspector de la policía judicial que había hecho las investigaciones. Como resultado del expediente instruido, el juez Freire fue expulsado de la carrera judicial. El caso de la muerte de Blanca quedó archivado y sin aclarar. Pablo Montalbán fue requerido una sola vez para ser interrogado, pero dentro de una actuación de mero trámite. Hacía tiempo que había abandonado la docencia y se había jubilado anticipadamente. No se acordaba lo que hizo la tarde del suceso –supongo que estaría en casa, como casi todos los días a esas horas-, les explicó. Nunca relacionaron al padre de Ana con el profesor de la cárcel. Él, por si acaso, había tenido en su día la precaución de inscribirse en el programa carcelario con otro nombre y ahora se había afeitado la poblada barba teñida que llevó durante todo el tiempo que estuvo dando clases en la cárcel. También se había quitado las contundentes gafas que se ponía todos los sábados para acudir al centro penitenciario.