Merino notó como se le aceleraban los latidos de su corazón. Parecía que, al contrario que el refrán, después de la calma venía la tempestad y, siguió opinando: alguien tiene interés en que el caso no se cierre, …y de paso joderme mi tranquilidad. Antes de abrir la carta pensaba tomar un vaso de leche y acostarse a leer, ahora no podía evitar elucubrar sobre el autor del mensaje. Las posibilidades eran las siguientes: Una: alguien del instituto forense que estaba en desacuerdo con el informe de dicho instituto y con la conciencia inquieta. Dos: el propio padre de Ana, que podía haber lanzado esa piedra como último recurso para que el caso no se cerrara, aunque no tuviera ningún elemento nuevo de juicio. Tres: alguien que sabía o aparentaba saber algo más que lo manifestado por la versión oficial y que a su vez tenía interés en perjudicar a alguien o el ánimo de que prevaleciera la verdad, ¿un posible testigo quizás? Se podía intentar aclarar las opciones uno y dos. La tercera supondría partir de cero otra vez y eso si el juez instructor accedía. En cuanto a la posibilidad de un testigo, el hecho de no haberse presentado voluntariamente y utilizar el anonimato tampoco favorecía una fácil identificación. Merino no estaba dispuesto a calentarse más la cabeza y terminar de forma tan desasosegante un fin de semana hasta ese momento redondo así que procuró obviar el asunto, se fue a la cocina, se preparó el vaso de leche fría con las consabidas galletas rancias, tenía que tirar el paquete y comprar otras, se dijo, y después de tomárselo se retiró a su dormitorio. Mañana sería otro día. Retomó la lectura de una historia de sagas familiares chinas que, con su densidad y lejanía cultural, le ayudó en su intención de olvidar el caso. Cuando estaba comenzando a enterarse de las vicisitudes de la segunda generación en la revolución cultural maoísta un dulce sueño se apoderó de sus sentidos.

Al día siguiente se despertó temprano. El nuevo cariz que había tomado la muerte de Ana le tenía en vilo. Se aseó y después de tomar un café largo salió hacia el despacho. Todavía era de noche casi cerrada así que para hacer algo de tiempo fue caminando y disfrutando del olor de la mañana hasta la estación siguiente a la que normalmente tomaba. El ambiente limpio de las calles le había reconfortado y llenado de energía. Cuando llegó a su puesto lo primero que hizo fue verificar el estado en que se encontraba el procedimiento. El juez había dictado la providencia de cierre aunque ésta todavía no había dado tiempo de ser notificada formalmente. Ello podía dificultar retomar las investigaciones por la normal falta de predisposición a rectificar las decisiones una vez tomadas.  Aunque todo dependía de si las circunstancias podían vencer esa inercia. Se preguntó a quien llamaría antes, si al padre de Ana o al forense encargado de la autopsia. Hablar con el forense se le antojaba más difícil y con más formalidades. Por otra parte tenía que evitar que el cadáver de Ana fuera incinerado si esa iba a ser la intención de su padre. Así que llamaría a Pablo.

 

- Buenos días señor Almazán, soy el inspector Merino.

- Hola, buenos días, dígame.

- Quería saber si le han avisado del juzgado para recoger del cuerpo de Ana.

- Sí, el jueves me avisaron que hoy podría hacerlo después de darme la resolución del juez. Tengo que ponerme de acuerdo con la funeraria y a lo largo de la mañana me acercaré.

- Me gustaría estar en su entierro, si no le molesta.

- No, no me molesta –contestó Pablo-. Pero no va a haber entierro. La voy a incinerar.

 

En ese momento, Merino supo que Pablo no había sido el autor de la nota anónima.

 

- Señor Almazán, tengo que hablar con usted antes de que recoja el cuerpo.

- ¿No lo está haciendo ya?

- Convendría que fuera en persona. Pase por mi despacho. Si puede ser ahora, mejor.

- Iré ahora mismo, pero, ¿qué ocurre?

- Se lo contaré después. Hasta luego.

 

A continuación, Merino se puso en contacto con el instituto forense y preguntó por el doctor que había realizado la autopsia. Éste podría recibirle sobre las once de la mañana. Allí estaría, le confirmó.

No había pasado media hora cuando Pablo accedió al despacho de Merino. El sudor de su cara delataba la ansiedad de su estado ya que presentía que el curso de los acontecimientos iba a cambiar. Después de saludarse mutuamente, el inspector Merino comenzó a mostrarle sus inquietudes.

 

- Señor Almazán, le he llamado urgentemente porque creo conveniente sugerirle que no incinere el cuerpo de su hija sino que proceda a su entierro.

- Y ¿cuál es la razón? –pregunto Pablo-

- Verá, he recibido en mi domicilio particular una nota anónima que señala que Ana estaba muerta antes de caer al patio –Pablo sintió como le sobrevenía una náusea que invadía su cuerpo-. Usted podrá comprender que eso puede tener, y subrayo lo de “puede”, un gran significado, aunque no sepamos adonde nos puede llevar. Pero imaginándonos que hubiera algo de cierto en esa nota, para su eventual demostración haría falta que el cuerpo de Ana estuviera disponible a los efectos de un segundo examen.

- Está clarísimo –apostilló Pablo-.

- Llegados a este punto, –prosiguió Merino- le recomiendo que se busque un abogado y formule una acusación. Yo, por mi parte, pediré al juez instructor que reabra el caso. Y, si me lo permite, le diré que, en caso contrario, usted está dispuesto a acudir a la prensa con el tema de la nota anónima.

- Inspector, no se imagina lo que le agradezco sus palabras. La esperanza de encontrar un culpable y condenarlo haría que mi vida, aunque rota, no estuviera acabada.

- No quiero generar falsas expectativas. Usted sabe que, aún con todo, eso será difícil.

- Gracias, de todas formas.

- Yo le avisaré en cuanto el instructor decida algo. Nada más. Buenos días, señor Almazán.

 

Pablo salió del despacho un poco más ligero que como había entrado. Ahora debería cambiar los planes con la funeraria, pero merecía la pena. La memoria de su hija era lo poco que le quedaba y deseaba que estuviera limpia.

Merino se dirigió al instituto forense, parando por el camino para desayunar y así hacer tiempo para su entrevista. A las once en punto pasó al despacho del doctor Cernuda.

 

- Hola inspector, -le saludó el doctor-. ¿Qué se le ofrece?

- Buenos días doctor –saludó Merino-. Se trata del caso de la chica que cayó al patio en el domicilio de la jueza Fernández de Ayala.

- Usted dirá.

- No sé si sabe que el caso ha sido cerrado. Del conjunto de los informes, incluyendo el suyo, no cabía otra cosa ya que todo era compatible con la declaración de los propietarios. Pero he recibido esta nota en mi casa que podría cambiar las cosas–Merino le tendió el papel al doctor y esperó a ver su reacción-. Me gustaría saber su opinión.

 

La tez del forense se tornó cerúlea y las manos denotaban un ligero temblor. Lo que Merino no podía adivinar era si esos síntomas surgían porque era él quien había enviado la nota o porque el informe forense no decía todo lo que hubiera tenido que decir. A pesar de la cortedad del mensaje, el doctor no levantaba la cabeza, lo que indicaba que estaba preparando alguna contestación. Al cabo de unos segundos eternos, comenzó a hablar.

 

- Le aseguro que yo no he enviado el escrito. No suelo tirar piedras a mi tejado. En la autopsia estuvo un ayudante, pero por su comportamiento no cabría deducir, ni siquiera con una mínima probabilidad, que él haya sido el autor pues no manifestó discrepancia alguna en las conclusiones.

- Perdone, pero al darle la nota he notado un cambio radical en su semblante, si la autoría no parte de este instituto, ¿hay alguna otra cosa que le preocupa?

- Verá inspector, este mundo de la actividad forense es bastante complejo. Nuestros conocimientos no pueden, en muchos casos, alcanzar verdades absolutas.

- ¿Y?

- Pues que en este caso y en otros muchos podría ser que el informe no contemplara todas y cada una de las posibilidades –respondió el doctor Cernuda.

- Pero, ¿eso quiere decir que lo que señala esta nota es posible? Debe usted saber que el caso se va a reabrir –el color blanquecino de la cara del doctor se vio surcado por algunos puntos de sudor.

- Está bien inspector. El día que redacté el informe me visitó el juez instructor para ver si había algún resultado. Mi primera intención era referirme además a la existencia de algunos traumatismos que podrían no deberse exactamente a la caída, por presentar en el cráneo planos distintos al de la lesión principal. Concretamente en la parte trasera de la cabeza. No obstante también era mi intención señalar el carácter no concluyente de tal consideración, pues la caída fue tan brutal que era muy difícil discernir si todo había sido producido por dicha caída o podía haber algún otro traumatismo ajeno a la misma. Le trasladé al juez esas impresiones. El juez me habló de que tenía cientos de expedientes y que si se trataba de elucubraciones en absoluto concluyentes no veía el sentido de incluirlas en el informe. Me comentó que si lo ponía, lo único que conseguiría sería enmarañar el asunto. En cualquier caso le puedo asegurar que el traumatismo habido por la caída produce la muerte casi instantánea y eso unido al hecho cierto de no encontrar dentro de la cabeza elementos extraños ni señales de incisión aguda, me afirmó en la idea que plasmé en el informe. Actué en conciencia. –Ya estamos con la conciencia otra vez, se dijo Merino.

- Gracias, doctor. No le entretengo más. Sus palabras serán de gran ayuda para alcanzar la verdad.

 

Merino pensó en los múltiples aspectos de la falta de independencia y objetividad y en el ejemplo que de ello constituían los corporativismos. También en su estamento existía. Y en la medicina. Y en la universidad. Y entre el funcionariado. En los automovilistas. En los viandantes. En los ciclistas. ¿Es que acaso era consustancial al ser humano? ¿Se trataba de defender a la tribu a la que se pertenece, sin ningún atisbo de racionalidad? ¿Es esto nazismo? Quizás me esté pasando –concluyó-. De lo que estaba seguro es que el caso se iba a reabrir, sí o sí.

Se acercó al despacho del juez instructor. Comenzó por ponerle en conocimiento la nota que había recibido. Al instructor no pareció afectarle demasiado si no fuera por una ligera mueca de contrariedad que acudió a su boca. No le comentó nada de su conversación con el forense para evitar controversias innecesarias, pero sí que le relató su conversación con Pablo. En principio sólo se refirió a que éste iba a presentar una demanda.

 

- Pero, ¿cómo se le ocurre informarle al padre de los pormenores del caso? -le advirtió el juez.

- Bueno, el caso estaba cerrado cuando hablé con él -le contestó Merino.

 

El juez recapacitó, dudando durante unos instantes. Merino le ayudó a reaccionar.

 

- El padre me comentó que si no se reabrían las investigaciones acudiría a la prensa –le señaló.

- Ya veo que lo tiene usted todo bien atado, Merino –adujo el juez.

 

Sin inmutarse, Merino continuó:

 

- Parece que lo más razonable será reabrir el caso, ¿no le parece?

- Está bien –contestó el juez.

- Habría que comenzar por interrogar al matrimonio de propietarios si está usted de acuerdo –apunto Merino-.

- Comience usted por donde le salga de los cojones, inspector! –Exclamó el instructor-, lo único que le pido es que sea rápido, concluyente y discreto; además tendrá que contar con el fiscal, obviamente.

- Así se hará –contestó Merino, pensando no obstante que sólo era un inspector y no un superhombre.

 

Después de tan agradable conversación, Merino pensó en los siguientes pasos. ¿Debería empezar con la jueza o con su marido? Gestionaría la cita de forma conjunta. Pero recomendaría interrogarlos de forma separada y antes al marido que a la jueza.  Llamó a Pablo y le avisó de la reapertura del caso. Por su parte, Pablo ya estaba preparando la demanda con su abogado, le explicó. Cuando Merino marchó a su casa le embargó una cierta sensación de victoria aunque mezclada con la inquietud de que realmente no tenía nada más que una puerta entreabierta para continuar buscando una explicación de la muerte de Ana.

El día de la cita judicial la jueza Blanca Fernández de Ayala y José Cifuentes García, su marido, acudieron temprano al juzgado. Extrañamente habían venido sin abogado. En el rostro de Blanca había desaparecido el rasgo de altivez que Merino había entrevisto cuando la conoció. Si alguna palabra podía resumir su imagen era la de resignación. La cabeza cabizbaja y su rostro apesadumbrado parecían haberle despojado de su dignidad de jueza. José se mostraba más acorde con la apariencia de la primera vez. Nervioso, preocupado y serio. El interrogatorio, como él había propuesto, comenzó con José. El instructor le aclaró su posición de testigo y le advirtió sobre la necesidad de que contestara con la verdad a sus preguntas. Le anunció que nuevos elementos en la investigación habían hecho recomendable reabrir el caso y le requirió para que narrara con exactitud los acontecimientos. José volvió a relatar  los hechos sin desviarse un ápice de la primitiva declaración. Su mujer y él habían llegado a casa. En el momento de abrir la puerta escucharon un ruido de cierta intensidad y al entrar fueron al pasillo, de donde parecía haber venido el ruido, y se encontraron la puerta del tendedero abierta así como la ventana del mismo. Luego miraron hacia el patio con el resultado ya conocido. El juez le preguntó si podía explicar cómo es que Ana llevaba una llave de la casa.

 

- Mire, -respondió José- ya le dije al inspector que no tengo ni idea de cómo llegó a su poder. Y respecto a si yo había cambiado la llave, que yo recuerde nunca he hecho una llave nueva.

- ¿De dónde venían su mujer y usted? –le interpeló el fiscal.

- Habíamos estado dando un paseo por la manzana, después de venir mi mujer del trabajo –respondió José.

- ¿A qué hora, más o menos, salieron de casa? –continuó el fiscal.

- Fue una vuelta corta así que serían sobre las ocho de la tarde –afirmó José.

- ¿Se cruzaron con alguien que les pudiera reconocer?

- Pues la verdad, no lo sé, ya le digo que fue una vuelta corta. Lo que sí le puedo decir es que no hablamos con nadie.

- ¿Qué pensaría usted si yo le dijera que Ana estaba muerta antes de caer al patio? –le espoleó el fiscal.

- ¿Cómo? –se sobresaltó José.

- Lo que he dicho –afirmó el fiscal.

 

El rostro de José se desencajó. No acertó a pronunciar ninguna palabra hasta pasados unos segundos. Habían dado en el clavo –dedujo el fiscal al observar su cara.

 

- Eso es imposible –continuó José- Porque yo la hubiera visto muerta en la casa y no en el patio, obviamente.

- Obviamente –zanjó el fiscal.

 

El juez creyó oportuno dar un respiro a José y contrastar su declaración con la de Blanca, la jueza, y mirando al fiscal señaló:

 

- Bien señor Cifuentes, vamos a hacer un receso en su interrogatorio. Hablaremos ahora con su mujer. Muchas gracias por su colaboración.

 

José salió del despacho demudado y cruzó una mirada de petición de auxilio a su mujer cuando la vio sentada en la butaca de enfrente del despacho. Ésta, al ver la expresión de su marido, comprendió que el interrogatorio había dado un vuelco a la situación.

Según refirió a continuación el fiscal, a puerta cerrada, era bastante evidente que algo había pasado en la casa y que la nota anónima iba tomando cada vez más dosis de verosimilitud.  Otra cosa era si lograrían recabar pruebas de lo sucedido. El juez, por su parte, mantenía una postura sin adjetivos, como si no tuviera opinión. No cabría adivinar si ello se debía a su perplejidad o a su cinismo. A continuación, mandó llamar a Blanca.

 

- Hola Blanca –saludó el juez cuando entró en el despacho- ¿Qué tal estás? Perdona por los inconvenientes pero tú mejor que nadie comprenderás nuestras obligaciones. No hace falta decir que estás aquí en calidad de testigo.

- No te preocupes. Me hago cargo. Pero ¿Qué ha sucedido para tener que reabrir el caso?

 

Cuando el juez se disponía a contestarle, el fiscal se le adelantó.

 

- Han ocurrido cosas que pueden cambiar radicalmente la situación y que conviene investigar, por eso estás aquí, para ver si nos echas una mano con tu declaración.

- ¿Necesito un abogado? –preguntó Blanca-

- Por Dios, Blanca, que cosas tienes, –exclamó el juez- solo pedimos tu ayuda.

 

En ese momento, Blanca comenzó a sollozar. Su cuerpo se fue recogiendo en su propio regazo como si empequeñeciera.

 

- Blanca, ¿qué te pasa? Por favor, no es nuestra intención acosarte ni ponerte en un brete. Si quieres lo dejamos hasta que te calmes.

- Perdonad, estoy muy nerviosa. Pero es que no puedo más. -Sus sollozos se habían convertido progresivamente en un desconsolado llanto.

- Explícate, Blanca -le animó el fiscal.

- Fue una locura –balbuceó Blanca.

- ¿El qué? –prosiguió el fiscal.

- Aquel día no llegamos juntos a casa. Iba yo sola. Cuando entré en la casa y fui al salón vi a José mirando el cuerpo de la joven, que yacía en el suelo. Después del sobresalto, la desesperación y la angustia se apoderaron de mí. Le pregunté a José qué había pasado. Pero él estaba descontrolado. A duras penas, logró explicarme que la joven había llamado al portal, diciendo que era una sobrina de la vecina de enfrente y la había dejado entrar. Que una vez dentro del piso le amenazó con una pistola y le exigió abrir la caja fuerte. Nosotros no tenemos caja fuerte –mencionó Blanca en un aparte-. Y eso fue, precisamente, lo que le dijo mi marido. Parece ser que ella se puso furiosa, pero en un descuido mi marido logró coger de una mesita una escultura de hierro que tenemos en casa y le golpeó la cabeza. Eso había ocurrido momentos antes de llegar yo.

- ¿Y tú qué hiciste? –preguntó el juez instructor esta vez.

- Una locura. Una locura. Dios mío. Al constatar que estaba muerta, por mi cabeza pasaron a gran velocidad múltiples preguntas y situaciones. El enjuiciamiento de mi marido, su posible encarcelamiento, mi separación de él….. Los dos decidimos que dado que estaba muerta y el daño ya estaba hecho, haríamos caer el cadáver por el patio. Eso hicimos. Lo siento, me volví loca. ¿Cómo pude hacer tal cosa? Desde entonces no duermo. Mi marido y yo apenas hablamos. No sé si la separación de José hubiera sido mayor castigo que el que ahora sufro.

- Está bien, está bien, ¿quieres algo, un café…? –intentó tranquilizarla el instructor.

- No, gracias –Blanca parecía haberse liberado de un gran peso y había dejado de sollozar. Ahora la tristeza invadía su rostro.

- Ya sabrá que la víctima llevaba encima una llave de su casa.

- Sí, se la pusimos nosotros porque de alguna manera tenía que parecer que había entrado en la casa sin estar nosotros y sin forzar la puerta.

 

Merino, que estaba asistiendo al interrogatorio como si de una distante estatua se tratase, pensó: mira tú, por donde viene a resolverse lo de la puta llave. Ninguna explicación hubiera sido más sencilla.

 

- Tenemos un pequeño problema –matizó el fiscal-. Es la primera vez que sale a colación la existencia de una pistola, pero entre las pertenencias de la víctima no había ningún arma.

- ¿No? –contestó contrariada Blanca-. Bueno, la verdad es que yo no vi ninguna pistola. Pero, en ese momento de enajenación ni me lo planteé, ¿por qué iba a dudar de lo que me había dicho mi marido? Las cosas ocurrieron muy deprisa, aunque después de tirar el cadáver por la ventana pensé en ello y le pregunté a mi marido por la pistola y me dijo que la había vuelto a poner en el abrigo de la víctima. Pero, si no es así, ¿por qué iba a mentirme mi marido si sabía que eso saldría a la luz más tarde o más temprano?

- Bueno, a lo mejor nunca salía a la luz. Recuerda, Blanca, que el caso se llegó a cerrar –hizo notar el fiscal.

- Tu declaración no te deja en muy buen lugar, Blanca. –afirmó el juez instructor- Pero desde luego tu marido lo tiene verdaderamente difícil. Le vamos a acusar como mínimo de homicidio ¿Eres consciente, no?

- Lo sé, lo sé. Pero fue en legítima defensa ¿estáis de acuerdo?

 

El silencio se escuchó hasta en el pasillo. Todos miraron a la jueza enmudecidos.

 

- Voy a decretar tu libertad con cargos, Blanca, por obstrucción a la justicia al colaborar en la manipulación de la escena del crimen. Lo siento. Espero que tu posición de cónyuge te ayude –le explicó el juez.

- ¿Y mi marido? –preguntó Blanca.

- Vamos a volver a interrogarle ahora, pero te lo puedes imaginar –replicó el juez.

 

Blanca salió cabizbaja del despacho del juez. Ocupó el mismo asiento que había dejado al entrar y con una mirada de desconsuelo hacia su marido vio como éste entraba de nuevo a declarar

El juez instructor informó a José de su nueva situación como imputado por la muerte de Ana. Le recomendó la asistencia de un abogado y le explicó la posibilidad de no contestar a las preguntas. José pasó de la preocupación al desconcierto. ¿Qué había pasado? –se preguntó- ¿qué había declarado Blanca? Ante la más absoluta de las incertidumbres decidió callar hasta que no estuviera asistido por un letrado y así se lo manifestó al instructor. Pasó a estar preocupado y desconcertado a la vez, aunque todavía no era consciente del cariz que estaban tomando los acontecimientos. De aclarar eso se encargó el juez al decirle que lo iban a detener sin posibilidad de fianza y que además le prohibía hablar con su mujer. José se sintió desfallecer y tuvo que ser sujetado por el fiscal para no caer desde su silla. A duras penas se rehízo aunque su aspecto era el de una marioneta sin hilos.

 

- ¿Quiere que avisemos a algún abogado en particular? –le preguntó el juez.

- ¿Cómo? –replicó José.

- Que si conoce a algún abogado que le pueda defender.

- No, no. Esto…. Mi mujer sabrá de alguno, digo yo.

- Está bien, hablaremos con su mujer. En cuanto tengamos el nombre procederemos a una nueva declaración. Ahora dos agentes le conducirán al calabozo y posteriormente a prisión.

 

A los pocos minutos acudieron al lugar dos agentes de policía que lo esposaron. Una vez fuera del despacho cruzó una mirada de desesperación con Blanca a la que ésta solo respondió rozándole la mano y diciéndole: -No te preocupes, todo se arreglará. Antes de desaparecer por el largo pasillo flanqueado de despachos, José tuvo tiempo de pensar que Blanca había dicho algo que no solo variaba la versión que ellos habían mantenido hasta el momento sino que, además, le había incriminado directamente a él, porque de lo contrario también la hubieran detenido a ella. ¡Joder, estoy perdido! llegó a pensar en voz alta. Los policías le miraron con extrañeza y continuaron con su cometido sin decir palabra.

Merino, después de apreciar para sus adentros el vuelco que había dado el asunto, intentó hacer un repaso a la situación. De momento se habían resuelto algunas cuestiones: Una. El tema de la llave. Dos. Una explicación a las salvedades verbales del forense sobre las causas de la muerte. Tres. El objeto homicida, que habría que confirmar con el análisis científico de la escultura pero que, en principio, no parecía que resultara problemático. Y cuatro y más importante. Al margen de tener que aclarar lo sucedido en el piso, era definitivo que Ana no se había caído al patio sino que la habían tirado. Las incógnitas, no obstante eran tantas, que no las enumeró. Habría que escuchar la versión de José si es que tenía alguna diferente de la de su mujer. El problema de la llave ahora se había sustituido por el problema de la pistola. ¿Qué objetivo real pretendía Ana al entrar en el piso? ¿Por qué, si ese era el caso, José le había abierto la puerta de casa a Ana? ¿Abre cualquiera una puerta de su casa con el solo argumento de que alguien dice ser sobrina de la vecina? ¿Era real o ficticio el desconcierto que había mostrado José?........ En fin, todo empezaba de nuevo.

Merino llamó a Pablo para informarle de la detención de José Cifuentes. Envuelto en una perceptible actitud de alegre liberación, Pablo le comentó a su vez que ya tenía abogado y que en cuestión de horas se presentarían como acusación.