BLANCA Y JOSÉ

 

 

Blanca y José se habían conocido en un concesionario de coches. Ella había acudido para elegir el coche que le iba a regalar su padre para celebrar que después de un largo periplo por ciudades de provincias había podido, por fin, obtener una plaza de jueza en la capital. Él trabajaba como vendedor en el concesionario. Ambos llevaban avanzada ya la treintena y, en el caso de José, muy cerca de los cuarenta. José era un hombre atractivo y embaucador, sabía hablar y convencer; no sabría decirse si su carácter había determinado su profesión o al contrario, y aunque su palabrería no pasaba de lo insustancial, cabría definirlo en terminología sexista como un hombre encantador. Después de haber colocado a Blanca el último modelo de deportivo de la casa, ésta quedó deslumbrada cuando él le preguntó si había alguna posibilidad de tomar una copa juntos cualquier otro día. Ella dijo que sí.

Blanca había nacido en el seno de una conocida familia de la capital de un territorio foral que nunca había perdido sus privilegios frente al resto del Estado, ni siquiera en periodos de dictaduras centralizadoras. Entre sus parientes abundaban los  que habían pertenecido o todavía pertenecían a la judicatura. Su padre, no obstante, había seguido pasos diferentes a los de alguno de sus hermanos o de su propio padre y, disponiendo de una vocación más tecnológica, se hizo ingeniero y logró crear un entramado empresarial de cierta envergadura al amparo de la etapa de desarrollismo industrial de mediados del siglo veinte. La madre de Blanca provenía de una familia acomodada de terratenientes. Su matrimonio, por tanto, no había supuesto contradicción alguna en lo cultural ni en lo económico; ambos contaban con apellidos compuestos y sus respectivas posiciones no hacían sino fortalecer el pedigrí. Habían tenido cuatro hijos de los cuales Blanca era la única chica. Después de estudiar Derecho, Blanca, siguiendo la tradición, decidió opositar para jueza. En un principio, recibió todo el apoyo familiar, aunque éste se vio someramente contrariado cuando pasaron varias convocatorias sin resultado satisfactorio. Blanca, no obstante, disponía de dos armas fundamentales para no cejar en su objetivo: su tesón y, sobre todo, su orgullo. Cercanos los treinta años aprobó la oposición aunque dejando tras de sí como rastro de su batalla alguna que otra baja. Su absoluta dedicación al estudio le había hecho perder los preciosos años de la primera juventud en lo referido a las relaciones personales y si bien tenía pensado desquitarse, su falta de aprendizaje en ese terreno junto a su apenas agraciada imagen le habían hecho sentirse insegura. Nuevamente, el orgullo había tenido que salir en su defensa para contrarrestar sus decepciones. La estancia en diferentes ciudades como jueza le sirvió para fortalecer el carácter y asumir su realidad. Una vez alcanzado su propósito profesional, sus planes pasaban por tener una pareja que, en el mundo en que ella se movía, supusiera el reconocimiento, también en esta faceta, de su triunfo vital. Pronto se dio cuenta, no obstante, que el príncipe que buscaba podría ser azul pero no de oro. Los príncipes de oro también querían princesas azules y ella no lo era. Después de algunos devaneos esporádicos vio, pues, en la figura de José la posible concreción de sus aspiraciones.

José, por su parte, era un hombre forjado en mil aventuras sexuales. Desde su consolidada posición de falta de compromiso, había llegado a una edad en que quizás fuera conveniente, pensaba, establecer una relación permanente. La persona elegida debería contar, a estas alturas del camino, con una situación acomodada  que le permitiera vivir holgadamente y sin sobresaltos. Con ese fin, utilizaba el concesionario como atalaya desde la que atisbar la codiciada presa, pues la compra de determinados modelos suponía un buen indicio de su capacidad económica. Después de varios intentos infructuosos, vislumbró en Blanca la posibilidad de ver cumplidos sus deseos.

Ante esta conjunción de circunstancias propicias, la relación entre Blanca y José fue consolidándose. La argamasa era sólida pues ambos daban solución a las pretensiones del otro. Con el tiempo, además, en el ánimo de Blanca fue surgiendo algo parecido al cariño aunque con alguna nota de obsesiva posesión hacia José. No tardaron en casarse, oficializando así, por parte de Blanca, su unión con un hombre bello y elocuente al que mostrar entre sus conocidos, y por parte de José, su acceso al círculo de la clase influyente. Cuando ocurrió lo de Ana, llevaban casados tres años, vivían en un amplio piso, regalo de boda del padre de Blanca, situado en pleno centro de la capital. Ella estaba enzarzada en sus aspiraciones a magistrada de la audiencia nacional y él hacía ya dos años que no trabajaba. Su despido de la empresa concesionaria, coincidente con una de las recurrentes crisis del sector, había sido la escusa perfecta para ejercer de buen vividor, rechazando cualquier trabajo que fruto de las recomendaciones se le ofrecía, al no estar a la altura de sus expectativas, por lo demás, exageradas para su auténtica valía. La vida de su relación transcurría sin sobresaltos, entre las cenas con amigos o reuniones de sociedad. El paso del tiempo había modulado las atenciones y dedicación que José prestaba a su mujer, aunque ésta lo consideraba razonablemente lógico y no le preocupaba en exceso, siempre y cuando la imagen exterior de la pareja se ajustara al objetivo primigenio de su constitución.

Una vez producidos los interrogatorios y la detención de su marido, Blanca contactó de inmediato con un conocido despacho de abogados cuyos socios eran amigos de la familia. La primera sugerencia que le hicieron fue la de asignar abogados distintos para ella y para José, porque, vista su declaración, podrían ponerse de manifiesto en cualquier momento intereses contrapuestos. No obstante, siempre procurarían, le dijeron, no abandonar una visión de la defensa desde una óptica global, intentando que ambos  salieran lo mejor parados. Blanca estuvo de acuerdo.

A los dos días de su encarcelamiento, José recibió la visita de su abogado. Éste se encargó de ponerle en claro su posición partiendo de lo declarado por Blanca. En consecuencia, su defensa estaría encaminada a argumentar que su actuación había estado condicionada por la legítima defensa ante las amenazas de Ana. Era a lo más que se podía aspirar. José percibió cómo la versión que habían mantenido tanto él como su mujer en un primer momento se había venido abajo, de igual manera que su estado de ánimo, ya de por sí en mínimos. Comprendió que su posición había cambiado radicalmente y que, en buena medida, era absolutamente distinta a la de Blanca. A pesar de su abatimiento logró tomar una decisión inmediata. No quería que el abogado buscado por su mujer le defendiera. Buscaría otro y así se lo manifestó al letrado, el cual le estrechó la mano y se despidió cortésmente. José se encontró en esos instantes completamente solo y sin ningún apoyo. No tenía dinero para contratar un abogado mínimamente solvente, por lo que tendría que acudir a los de oficio y esperar que el de turno se implicara en su defensa. Estaba deshecho, pero no podía permitir que aunque el abogado fuera distinto al de su mujer, aquél formara parte de una estrategia común en la que él se llevaría la peor parte.

El abogado de oficio, aunque con otras palabras, le volvió a poner frente a la misma realidad que ya le había manifestado el anterior. Incluso le recomendó seguir la misma línea de la legítima defensa. José, que enmudecido escuchaba el relato de su abogado, rumiaba al mismo tiempo la réplica a su difícil situación.

 

- Quiero hacer una declaración ante el juez –le dijo al abogado.

- Sobre qué, si me permites la pregunta.

- Yo tengo otra versión sobre los hechos.

- Y ¿cuál es?

- La verdadera.

- Bueno, es ya la tercera versión. Y me imagino que es diferente a la primera y a la de tu mujer.

- Sí, pero es la verdadera.

- José, todas versiones son las verdaderas desde la postura del que las cuenta. Pero no es más verdadera que la de tu mujer, salvo que lo demuestres.

- Voy a contar todo tal como pasó. ¿Puedo contar contigo?

- Está bien. ¿Me la puedes relatar a mí?

- Perdona. Debes de comprender mi desconfianza. No quiero que nada llegue a oídos de mi mujer  antes que al juez. Te pido perdón otra vez.

- Lo comprendo, no te preocupes, pero estarás de acuerdo conmigo en que así poco puedo hacer.

- Ya lo harás después de mi declaración.

- Bien, de acuerdo, pediré la reunión al juez.

- Adiós.

 

La declaración de José se produjo a los pocos días de ser solicitada por el abogado de oficio. Rodeada de la más estricta formalidad, a ella acudieron también el abogado defensor de Blanca y el letrado de la acusación en representación de Pablo Almazán. Todos, incluido el juez instructor, mantenían un ánimo expectante.

 

- Bien señor Cifuentes, su abogado ha solicitado esta reunión a petición de usted, para efectuar el relato de lo ocurrido –comenzó el juez-.

- Así es –confirmó José.

- Le informo que se ha producido un examen científico de su vivienda, por lo que le advierto que su exposición deberá coincidir con los resultados obtenidos, ya que de lo contrario no permitiré divagaciones que entorpezcan el proceso. Por otra parte, se le podrán formular preguntas a las que, como sabe, puede no contestar si ese es su deseo.

- Señor juez –contestó José-. No voy a caer en ninguna contradicción con las pruebas que ustedes puedan tener porque voy a contar los hechos tal y como ocurrieron.

- Adelante, señaló el juez.

 

José comenzó a exponer su versión:

 

- Aquella tarde me encontraba en casa esperando a mi mujer, como una tarde cualquiera. A eso de las siete sonó el telefonillo del portal y escuché a una mujer que preguntó si estaba Blanca, así, tal como lo digo, por su propio nombre. Decía ser la sobrina de nuestra vecina de planta, Adela, y que aunque a mí no me conocía sí que conocía a Blanca y Blanca a ella. Me dijo que había sufrido un accidente con el coche y que necesitaba algo de dinero para volver a su casa, en una alejada urbanización de una localidad del extrarradio. El coche lo habían retirado al taller y en ese momento no llevaba nada de dinero encima. Bueno, desde la distancia temporal, puede parecer una actitud ingenua pero le abrí la puerta. Su forma de hablar denotaba una gran ansiedad que se ajustaba a los pormenores de su historia: el accidente, su imagen desvalida aunque bien vestida, en fin, ….la creí. Una vez que accedió al piso y ya en el salón, cuando me disponía a preguntarle por su estado, de repente, sacó una pistola y apuntándome con ella me conminó a que le llevara a la caja fuerte. Bueno, no me avergüenza decir que la valentía no es mi punto fuerte. Les aseguro que no habría hecho falta mucho más que un abrelatas para que yo cumpliera sus requerimientos. Y de verdad que de forma autómata, pensé en una caja fuerte para abrirla inmediatamente. No me dio tiempo a reflexionar ni siquiera que nosotros no tenemos caja fuerte, cuando de forma absolutamente inopinada vi a mi mujer que se acercaba por detrás de la…… fallecida con un objeto en la mano alzada y con el que seguidamente le golpeó en la cabeza. El golpe fue seco y fuerte. La chica se desplomó como un pesado fardo. El momento fue de una gran confusión. Realmente yo no entendía nada. Aturdido y perplejo, no sabía cómo reaccionar. Blanca tomó los mandos de la situación. Miró el pulso de la muchacha y me dijo que estaba muerta. Me indicó que teníamos que hacer algo. Que toda nuestra vida podía cambiar, nuestra posición, su carrera, la cárcel. Que teníamos que desprendernos del cadáver. A partir de ahí, tomamos, o más bien, tomó la decisión de arrojar el cuerpo por la ventana del patio ya que otra forma de hacerlo desaparecer sería dificultosa y con muchas posibilidades de no pasar desapercibidos. La muerte no tenía remedio, me dijo, y al fin y al cabo había intentado robar en la casa por lo que no resultaría difícil argumentar que se había matado al ser descubierta por nosotros e intentar huir por el patio. En aquel momento hubiera hecho cualquier cosa que mi mujer me hubiera sugerido pues el raciocinio había desaparecido de mi cabeza. Entre los dos llevamos el cuerpo al tendedero y desde la ventana y previamente colocado con la cabeza hacia abajo y sujetado por los pies lo dejamos caer al vacío.

 

Se vio a José profundamente aliviado después de terminar su alocución al tiempo que un profundo silencio se alzaba alrededor de la maciza mesa alargada a la que se habían sentado los asistentes.

El primero en reaccionar fue el fiscal.

 

- ¿Y recuerda qué pasó con la pistola?

- La pistola estaba en el suelo. Blanca la recogió con un pañuelo y la introdujo en el bolsillo del abrigo de la chica.

- ¿Cómo era? ¿pequeña, grande, tipo revólver o más compacta? ¿nos puede decir algo?

- La verdad es que estaba ofuscado. Sinceramente, no me fijé en detalle. Creo que era de color oscuro.

- ¿Sólo lo cree?

- Sí, era de color gris oscuro o negra.

- Y ¿cómo explica que Ana llevara encima unas llaves de su casa?

- Blanca pensó que debíamos colocárselas para justificar la entrada en casa sin estar nosotros.

- ¿Qué tal se lleva usted con su mujer? Terció, de repente, el fiscal.

 

La extrañeza apareció en la cara de José. ¿A qué venía esa pregunta? ¿Qué tenía que ver con el asunto? Intentó no dar la impresión de su inquietud contestando al fiscal.

 

- Bien. ¿Por qué lo pregunta?

- Parece que usted no se cuestiona ninguna decisión de su mujer –prosiguió el fiscal-. Eso parece indicar que tiene una gran confianza en ella …….–el fiscal dejó la frase abierta por si José quería continuar.

- Pues sí. He tenido gran confianza en ella.

- ¿Ha tenido?

- Sí. Ahora ya no la tengo.

- ¿Y eso?

- Está claro que mi mujer ha intentado colgarme el muerto, nunca mejor dicho.

 

El juez instructor, que hasta el momento había mantenido una actitud expectante, se dirigió a José.

 

- Señor Cifuentes. Tenemos tres grandes problemas con su declaración. El primero es que no concuerda en absoluto con la versión de su mujer, aunque esto usted ya lo sabe por su abogado. El segundo es que su mujer relató su versión antes que usted la suya y, además, de forma voluntaria y no como mecanismo de respuesta, que es lo que usted está haciendo hoy. Con todo, el problema más importante es el tercero: la víctima no tenía ninguna pistola en su abrigo.

- ¿Cómo? –saltó de su silla José- ¡Pero si me apuntó con ella!

- Usted es el único que ha visto esa pistola, señor Cifuentes, aunque no parece que se acuerde mucho de sus detalles.

- Debí imaginármelo –pensó en voz alta José.

- ¿A qué se refiere? –inquirió el juez.

- Blanca es de los suyos. ¿Por qué me van a creer a mí antes que a ella?

- Le pido que medite sus palabras y no complique más su situación acusándonos. ¿Quiere continuar, por favor?

- Está todo dicho –José, cabizbajo, aún tuvo la lucidez para adivinar que, ahora, ni siquiera conservaba la opción de argumentar una legítima defensa.

- Bien, si nadie quiere preguntar nada más se da por terminada su declaración. Señor Cifuentes, mantengo su imputación por el homicidio de Ana Almazán.

 

Los asistentes, cual convidados de piedra, no dijeron esta boca es mía. Tanto las declaraciones de los implicados como los elementos materiales del caso no dejaban apenas resquicios para el debate. La instrucción contaba con suficientes pruebas para ser ultimada. Aparte de algún otro procedimiento adicional, como pudiera ser un careo, el fiscal tendría fácil demostrar la culpabilidad de José ante un jurado. El abogado de José, una vez dilapidada la alternativa de la legítima defensa, a lo máximo que podía aspirar era a modular la condena. La acusación particular asistía con agrado a la configuración de un culpable. Es cierto que nadie tenía la menor certeza de lo ocurrido. Tampoco nadie acertaba a hacerse una idea sobre otros motivos de lo acontecido diferentes al robo. Pero, ¿qué importaba el camino si la meta se alcanzaba?

El inspector Merino había dirigido la investigación acerca de las pruebas del piso, después de la confesión de Blanca. La escultura mantenía impregnados elementos del cuero cabelludo de Ana, una vez  contrastados con el análisis de su ADN. Se trataba de una característica obra de un conocido escultor del norte, ya fallecido. Pertenecía a la etapa en que sus esculturas eran espacios vacíos delimitados por superficies planas de hierro. Lo esencial era el espacio, observable desde distintas perspectivas, y la materia solo servía para configurarlo. Como ya era costumbre en las cosas de valor de Blanca, se trataba de una donación de su padre. Fue precisamente una superficie plana de la escultura la que impactó contra la cabeza de Ana. Jamás el artista, cuyas invectivas verbales eran famosas, hubiera pensado que su dialéctica geométrica hubiera llegado a crear una pieza tan apropiada para estampar una de sus caras contra la cabeza de alguien, con la ventaja añadida de no llegar a provocar una herida incisiva. Cosas de la vida.

Merino tenía la sensación de que tanto él como el juez o el fiscal iban siempre a remolque de los acontecimientos, como si una mano oculta dirigiera la partida, como si ésta obedeciera a un plan diseñado previamente. No olvidaba que todo había cambiado a raíz del anónimo recibido en su domicilio. Resumiendo la situación, había muy pocas cosas demostradas: básicamente, que Ana había sido arrojada por la ventana del patio después de haber sido golpeada por una escultura que no había producido herida sangrante alguna. El resto eran declaraciones de los implicados que, en ambos casos, eran verosímiles y acordes con las pruebas, a excepción de la ausencia de la pistola a la que se había referido José. Había, sin embargo, varios puntos débiles. ¿Cómo se explicaba que Ana, según la versión de José, hubiera preguntado desde la calle por Blanca? Podía tratarse simplemente de una mentira o bien responder a la verdad. Merino recordaba varias denuncias de casos similares a lo narrado por José en los que el estafador o estafadora miraba los buzones del edificio para conocer los nombres de los moradores de las viviendas. Una vez conocidos, se montaba la historia del accidente para sacar algunos euros. Eran pequeñas triquiñuelas para obtener algún dinero abusando de la buena fe de las personas. Quizás lo más perturbador de esos casos era que una persona desconocida había penetrado en tu vivienda con aviesas intenciones, aunque eso se supiera posteriormente. Otro elemento de distorsión era la zona del cráneo en que Ana había recibido el golpe. Según las impresiones que el forense le había manifestado, la posible lesión previa a la caída estaba en la parte trasera de la cabeza. Ello quería decir que la persona que había golpeado a Ana se encontraba detrás de ella. Esa posición no parecía resultar muy acorde con que dicha persona fuera José, pues no era razonable que apuntándole con una pistola, Ana se diera la vuelta y José aprovechara para golpearle. Pero claro, la pistola solo aparecía en la versión de José. En la versión de Blanca solo se hacía referencia a la pistola como parte de la narración que José le había efectuado a ella. En conclusión, si hubiera habido pistola, la versión de José sería más ajustada, pero si no existía pistola el golpe se podía haber ejecutado por cualquiera de los dos, aunque instintivamente todo apuntaba a José. El hecho es que de momento no había aparecido ninguna pistola. Una tercera consideración, que ya había salido a colación en la confesión de Blanca, era porqué José iba a argumentar su inocencia con base en la amenaza de la pistola si sabía que dicha pistola no iba a aparecer. Era como ponerse la soga al cuello. En su supuesto relato a Blanca ese argumento ya no tenía mucho sentido, pero volver sobre lo mismo en su declaración judicial suponía colocarse la etiqueta de culpable. Merino concluyó, o lo de la pistola era verdad o José era idiota.

Después de la metedura de pata del juez instructor al haber dado por buena la versión del robo, huida y caída de Ana, tenía cierta prisa en resolver el asunto con la culpabilidad solvente de alguien. Practicó con diligencia todas las pruebas adicionales para fundamentar el caso. Ordenó la exhumación del cadáver de Ana, lo que permitió verificar la lesión craneal producida por la escultura. Efectuó un careo entre José y Blanca sin ningún resultado destacable. Ambos se ratificaron en sus declaraciones, aunque vista la postura de José, Blanca en esta ocasión no mantuvo el tono de disculpa hacia su marido que había expresado la primera vez, aunque bien es cierto, tampoco cargó las tintas contra él, sino que mantuvo una postura aséptica. Por su parte, el rencor era la nota definitoria de la posición de José hacia su mujer. Respecto a la pistola, la única actuación que se realizó, porque era la única posible, fue el registro del despacho de Blanca sin resultado alguno.

Una fría mañana de invierno, pasadas ya las fiestas navideñas, comenzó el juicio contra José Cifuentes por el asesinato de Ana Montalbán. Blanca Fernández de Ayala también estaba acusada por ocultación de pruebas y obstrucción a la justicia. El jurado asistió a las sesiones con interés pues se trataba de un caso que había trascendido a la opinión pública dado el cargo de la esposa del presunto culpable. Blanca se situó en su papel de esposa enamorada, cuya actuación de colaboración con José tenía la útil coartada del amor sin condiciones. José mantenía un estado de ánimo que fluctuaba desde el abatimiento por la consciencia de su situación hasta la exasperación que le provocaban las contestaciones de Blanca. Él mantenía una y otra vez su versión de los hechos hasta el exabrupto. Aunque poco cabía esperar que no se supiera por el sumario, en el juicio se produjo una novedad significativa. En la fase final del juicio el abogado defensor de Blanca preguntó a José si alguna vez le había sido infiel a su mujer. Éste, absolutamente contrariado, contestó que no. A continuación el abogado llamó a declarar a una nueva testigo, la asistenta del piso del matrimonio. Se trataba de la chica joven a la que Merino había visitado para preguntarle por los juegos de llaves. Con signos de temor en su mirada huidiza, María, que así se llamaba, subió a colocarse en su sillón. El abogado de Blanca no esperó ni un segundo cuando le espetó:

 

- ¿Se ha acostado usted alguna vez con José Cifuentes? –Un murmullo se hizo notar en la sala. María sufrió un acaloramiento apenas disimulable, apareciendo en su cara un rubor próximo al carmín.

- ¿Cómo dice? –musitó apenas María.

- Que si usted ha practicado el sexo con José Cifuentes alguna vez.

- Sí –un hilillo de voz apenas audible salió de la boca de María. Sin duda hubiera preferido que se la hubiera tragado la tierra.

- ¿Eran frecuentes sus contactos?

- Alguna que otra vez –contestó.

- ¿Y cuando se producían?

- Alguna mañana, cuando iba a trabajar.

- ¿En el propio domicilio del acusado?

- Sí.

- Nada más, muchas gracias.

 

El letrado de la defensa protestó por el hecho de no conocer nada del asunto. A continuación llamó a declarar a Blanca, que cabizbaja había asistido sin moverse a la declaración de María.

 

- Señora, ¿sabía usted de las infidelidades de su marido con la asistenta?

- Sí –ella mantenía su figura retraída con los ojos hacia el suelo.

- ¿Desde cuándo lo sabe?

- Lo supe una semana después de lo acaecido en nuestra vivienda. Me lo confesó José.

- ¿Y cuando se lo manifestó a su abogado?

- Ayer.

- ¿Por qué ha esperado hasta ahora para sacarlo a la luz?

 

Blanca se irguió y carraspeando para hacerse escuchar con claridad, contestó:

 

- Mire señor letrado. Todas mis declaraciones hasta este momento no han tenido más objetivo que minimizar el perverso acto de asesinato de mi marido. A ello respondía mi petición al juez instructor para que lo considerara un acto de legítima defensa, porque además yo también lo creía así; o mi ofuscación al ayudarle a arrojar el cuerpo por la ventana y ofrecer la versión de la huida, aun sabiendo que eso solo me podía perjudicar. Cuando se quiere a una persona se cometen muchas estupideces –adujo como disculpa. También mi silencio, hasta ahora, buscaba no provocar más animadversión hacia mi marido. Todo eso lo he hecho para no añadir leña al fuego. Pero estos días de juicio las actitudes de mi marido me han demostrado que yo le importo un bledo. Es duro pero hay que reconocerlo. Nada le ha detenido en su intento de intentar salvarse e incriminarme con todas consecuencias. Por eso he decidido defenderme, porque no quiero que nadie piense que si callo otorgo, porque me siento traicionada, y porque es posible que esta confesión aclare en alguna medida el porqué del comportamiento de mi marido.

- ¿A qué se refiere?

- Pues me refiero a que ya no sé cuál era la vida de mi marido. No sé si se acostaba con una o con veintiuna. Y no sé si alguna mujer despechada no le habría chantajeado con contármelo, provocando la pérdida del nivel de vida que lleva a mi costa.

- ¿Y esa persona podría haber sido Ana?

- Eso lo dice usted. Yo no lo sé.

 

El jurado asistía conmocionado a la proclama de Blanca. Ahora no solo las pruebas acusaban a José. Ahora también había un motivo para el asesinato.

Las deliberaciones del jurado fueron rápidas y en apenas dos horas habían tomado su decisión.

El veredicto fue el siguiente: José Cifuentes, culpable de asesinato. Blanca Fernández de Ayala, inocente en los cargos de ocultación de pruebas y obstrucción a la justicia. Blanca, cabizbaja, y sin mirar a nadie salió inmediatamente de la sala. José, exasperado, golpeó con fuerza varias veces la mesa a la que estaba sentado, clamando con fuerza -¡Yo no la maté! ¡Yo no la maté! ¡Yo no la mate!

El inspector Merino, que había acudido al juicio y había mantenido en todo momento su expectación acerca de las declaraciones en él producidas, resumió al concluir: ¡esto estaba cantado! No se le escapaba que el final del caso era coherente con sus premisas, pero había varios aspectos incomprensibles: ¿Quién había mandado el anónimo? ¿Cuál era el motivo de que Ana hubiera acudido a la vivienda? Respecto a esta cuestión todo eran especulaciones: robo en una caja fuerte que no existía, chantaje o venganza respecto a José por una relación sentimental; en fin, nada consistente. Por otra parte, ¿había habido o no pistola amenazadora? Desde luego José no parecía pertenecer al colectivo de los superdotados, pero tampoco aparentaba tener tan pocas luces como para argumentar la existencia del arma si ésta solo estaba en su imaginación. La alternativa entonces no podía ser otra que la culpabilidad de la jueza Fernández de Ayala. En este caso, y dando por ciertas las declaraciones de ambos cónyuges en la parte en que ambas resultaban coincidentes, la actuación de Blanca narrada por José, en la que ya no coincidían las versiones, explicaba la culpabilidad de Blanca en la muerte de Ana, pero seguía sin aclarar por qué había acudido Ana al piso del matrimonio ¿a robar una caja fuerte que no existía? Por último, Merino no podía zanjar la sensación de que el discurso de los acontecimientos estaba previamente pergeñado de antemano. Todas las conclusiones y actuaciones del juez instructor, del fiscal, de la defensa, de la acusación particular y las suyas propias, habían ido a remolque de lo que alguien había dicho o hecho antes: a remolque de la nota anónima, a remolque de las declaraciones del matrimonio, a remolque de lo manifestado en el juicio por la asistenta, ….. Era evidente que José se merecía un castigo, pero ¿sólo él?

A la salida del juicio llamó a Pablo Almazán para comentar la sentencia. Pablo había preferido no acudir al juicio. Quedaron en verse en un bar cercano. Después de preguntarle por la opinión que le merecía el resultado, observó en la cara de Pablo una mezcla de conformidad y desencanto. Estaba de acuerdo con el castigo a José, pero según él no estaban fijadas todas culpabilidades. ¿Por qué la jueza no iba a ser reprendida si su actuación dejaba mucho que desear? Y eso suponiendo que lo descrito en el juicio fuera toda la realidad de lo sucedido. Merino se dio cuenta de que sus dudas eran las mismas que él tenía. No obstante, confirmárselo e incidir sobre los detalles anómalos, consideraba que no haría sino generar más sufrimiento en Pablo. Con todo, pensaba que ya era hora de que descansara aunque solo fuera con una parcial satisfacción. Merino y Pablo se despidieron cordialmente, recibiendo de éste el agradecimiento por su interés. Quién sabe, le dijo Pablo, a lo mejor nos volvemos a ver para continuar el asunto. Merino no supo que contestar. No parecía que el descanso fuera a entrar a formar parte de la vida de Pablo.