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Treinta años atrás un libro —firmado por el economista Amartya Sen— anunciaba el descubrimiento del agua tibia.

Sen fue un producto del Imperio todavía, un indio que pasó la mayor parte de su vida en las mejores universidades en inglés. Había nacido en 1933 cerca de Calcuta, pero vivía en Daca diez años después, cuando estalló una de las peores hambrunas del siglo, que mató a más de tres millones de personas. El hambre bengalí fue consecuencia del envío de miles de toneladas de grano a la metrópolis colonial, Inglaterra, para suplir lo que la guerra le impedía cosechar. Aún así quedó comida, pero los precios habían aumentado tanto que los pobres no alcanzaban a pagarla —y morían como ratas. Aunque Winston Churchill, primer ministro británico, no estaba preocupado: dijo, en una reunión de Gabinete, que no era grave porque «los indios se reproducen como conejos».

Sen después contaría que esa experiencia lo marcó y que fue por eso que en 1981, ya profesor prestigioso de Cambridge y de Harvard, escribió Pobreza y hambruna: Un ensayo sobre el derecho y la privación, que empieza por esas líneas que tantos citarían: «El hambre es la consecuencia de que determinadas personas no tengan suficiente comida. No es la consecuencia de que no haya suficiente comida». Y más adelante: «Se ha estado discutiendo mucho sobre la perspectiva de que la provisión de alimentos se retrase frente al crecimiento demográfico. Hay, sin embargo, poco sustrato empírico para este diagnóstico. En verdad, en muchas regiones del mundo —exceptuando África— el incremento de la provisión de alimentos ha sido igual o mayor que la expansión de la población. Pero esto no indica que las hambrunas sean sistemáticamente eliminadas ya que el hambre es una función del derecho a la comida, no de su disponibilidad. Más aún: muchas de las peores hambrunas tuvieron lugar en situaciones en que no había una disminución significativa de la disponibilidad de comida por cabeza.

«Decir que el hambre no depende simplemente de la provisión de comida sino también de su distribución sería correcto pero no muy útil. La pregunta importante entonces sería: ¿Qué determina la distribución de comida entre diferentes secciones de una comunidad? La cuestión del derecho nos lleva al tema de la propiedad y sus esquemas…».

Y a mí me lleva inconteniblemente a una frase que ya no significa, una que lleva décadas en desuso pero tuvo su momento de gloria cuando yo empezaba a prestar atención a semejantes frases: chocolate por la noticia. O sea que pasan hambre los que no tienen plata. Chocolate, mucho chocolate.

Nada de esto tendría ningún interés particular —y se podría saludar como otro tributo al doctor Grullo— si no fuera porque estos textos de Sen se citan sin cesar para mostrar la revelación, el momento en que entendimos el misterio: que no comen los que no pueden pagarse la comida. El asunto me intrigaba: ¿por qué tanto entusiasmo en la obviedad? Hasta que creí entender que, para el establishment internacional, no lo era.

(Las anteojeras son un instrumento curioso: uno ha aprendido determinadas cosas y le parecen tan claras que supone que todos las suponen, y es difícil y a veces brutal entender que no es así. Más: uno puede no entenderlo jamás, vivir convencido de que todos están convencidos de lo que uno cree. A mí nunca se me ocurrió pensar que el acceso a los alimentos —como a cualquier otro bien— dependiera de otra cosa que las formas de la propiedad dentro de cada sociedad. Sin embargo, millones y poderes pensaban otras cosas.)

Pero, como suele pasar: quienquiera quisiera saberlo lo sabía. No lo sabían los que, por distintas razones, no querían. Para muchos millones de ciudadanos satisfechos era mucho mejor no pensar el acceso a la comida en términos de distribución; para las almasbellas era más fácil imaginar que el problema era la carencia y no la rapiña. Que si los etíopes o los indios o los irlandeses se morían de hambre era porque no había qué comer: porque ciertos azares de los climas o las guerras o los cataclismos o quién sabe se conjugaban para producir «esa tragedia». Y no tener que aceptar que si algunos no tenían era porque otros tenían de más —porque, en última instancia, eso pondría en discusión su propio papel en el asunto y los devolvería a ese problema que quizá no sea: ¿cómo hago para vivir con esa idea?

Para los que gobiernan a esos millones de ciudadanos la pregunta es otra: ¿cómo hago para que vivan con esa idea? La forma más fácil: lograr que no la tengan.

El discurso de «lucha contra el hambre» de los gobiernos y organismos internacionales en tiempos de la Guerra Fría se basaba en la idea de la carencia. Y, por eso, la FAO y sus miembros insistían en que la solución era incrementar la producción. Lo hicieron —y, por supuesto, no terminaron de solucionar nada.

Para ellos, el discurso Amartya Grullo fue un problema. O fue, quizá, la forma de legitimar lo que ya no podían seguir negando. Suele pasar que un concepto se difunde cuando el poder hace una versión light de lo que otros decían en versión heavy: cuando lo doman, cuando le liman sus contenidos más críticos, más amenazadores. En el discurso Grullo Sen la solución del hambre queda ligada a cierta distribución de la riqueza, sin más que una crítica moral del hecho de que un exceso de concentración mata —pero un mínimo de distribución lo soluciona: el mínimo necesario para que casi todos coman. Digo: no cuestiona la idea de la propiedad; quiere limar sus errores y excesos.

Y, de yapa, presenta el ejercicio de la democracia tipo occidental como una condición para resolver el problema: «Nunca hubo hambrunas en países con prensa libre y elecciones regulares», escribió más tarde, porque supuestamente la prensa alertaría sobre el fenómeno cuando todavía se puede intervenir y los votantes podrían castigar después las fallas de esa intervención. Se ve que no tomaba en cuenta que, en su país, sin ir más lejos, lo que mata no es la hambruna sino el hambre silencioso, sedicente, sostenido —el que no aparece en los 13.520 periódicos registrados que se publican cada día en la mayor democracia del mundo.

(Fui, para armar este libro, a buscar formas del hambre y sus efectos en una decena de países en tres continentes. En todos menos Madagascar funcionaba eso que llaman democracia: en todos menos Madagascar había habido elecciones en los tres años anteriores.)

Amartya Sen es otro de los innúmeros fenómenos cuya comprensión me escapa. Tan tarde como 1999 podía escribir cosas como ésta —y estudiosos entusiastas las citaban:

«El hambre no solo se relaciona con la producción de alimentos y la expansión agrícola, sino también con el funcionamiento del conjunto de la economía y —más ampliamente aún— con la operación de los mecanismos políticos y sociales que pueden, directa o indirectamente, influir en la capacidad de la gente para adquirir comida y conseguir salud y alimentación»: más pavas de agua tibia en su libro Development as Freedom.

Acababan de darle el Premio Nobel y muchos medios lo llamaron «la madre Teresa de la economía»; eso explicaría casi todo.

Hace unos años yo tenía un amigo político y un plan. El plan me pareció tan bueno que lo supuse obvio: convocar a un gran movimiento nacional para acabar con el hambre en la Argentina. En un país disperso, levemente extraviado, el intento nos daría una meta precisa; frente a tantas promesas vaporosas, un objetivo claro; ante tanta frustración, uno que sí podríamos cumplir.

Sería un camino por etapas: para empezar, miles de voluntarios harían una gran encuesta nacional en serio para determinar la realidad de la situación —y empezar a moverse: meses de argentinos hablando con argentinos, encontrándose, contándose. Una vez reunidos los datos necesarios se harían encuentros y asambleas y programas en medios para pensar, entre muchos, qué hacer. Expertos presentarían sus planes, políticos los suyos, personas —muchas personas— los debatirían. Y, por fin, tras las decisiones comunes, miles y miles se pondrían en marcha para acabar de una vez por todas con el hambre en el sojero del mundo. Era la forma de darnos una meta y era, al mismo tiempo, la posibilidad de crear algún poder en acto, compartido, que podría ir ampliándose. Era la posibilidad de fijarnos un objetivo que sí podríamos cumplir: recuperar la confianza en nuestras fuerzas.

Repasaba detalles: todos caían en su lugar, se completaban, se potenciaban entre sí. Entusiasmado, se lo conté a mi amigo: él, popular, prestigioso, debía encabezarlo. Sería, además, su gran bandera, la que lo llevaría hasta quién sabe dónde.

Mi amigo me escuchó, se interesó, lo pensó y al fin me dijo que era un eje «demasiado generoso», que millones de argentinos no tenían ni tendrían hambre nunca ni veían al hambre como algo que tuviera nada que ver con ellos; que lo sentirían ajeno. Que, lamentablemente, no le parecía que pudiera funcionar.

El hambre —para nosotros, lectores occidentales clase media— es una entelequia. El hambre es una realidad para Aisha, Hussena, Kadi, Mohamed. Para nosotros es la expresión menos opinable, más fácilmente visible —y tan invisible— del modo en que funciona el mundo.

O, dicho de otra manera: el hambre es —para nosotros— una metáfora —que a veces puede ser— eficaz.

Y es, al mismo tiempo, una metáfora difícil.

Para empezar, está gastada: nada más huevón, más almabella trasnochada que escuchar a un señor o una señora dolerse por el hambre en el mundo mientras toma el té —o incluso sin tomarlo.

Para volver a empezar, es peligrosa de contar: siempre al borde de la lágrima fácil, de la sensiblería. Siempre cerca del sensacionalimo baratito.

Para seguir, es complicada de contar: son situaciones lentas y complejas. No hay un evento: hay un Estado. Nos acostumbramos a pensar, si acaso, el hambre como crisis. Pero vivimos en un mundo mucho más controlado, donde el hambre no es un acontecimiento sino una persistencia sorda, la forma de vida de una persona sobre siete —siempre otros.

Y, para terminar, sus causas son variadas, mezcladas, duras de de­senredar. Porque en general aparecen dos niveles de explicación: uno, el complejo, sutil, lleno de interrelaciones, en el que los precios tururú los subsidios tirirí la infraestructura tarará y tal y casi cual. Otro, el básico, el brutal, donde una parte del mundo decide que, para vivir mejor, puede o debe o le conviene mantener en la miseria a otra parte —y hace que todos aquellos mecanismos existan, funcionen, resulten en lo que resultan.

Para terminar, está el riesgo siempre renovado del moralismo.

El problema es ponerse moralista.

El problema es no ponerse moralista.

¿Cómo hablar de algo que todos condenamos y todos condonamos? Linda palabra, condonar. Barata, condenar.

(Propuesta: llamamos hambre no solo a la imposibilidad de comer lo necesario, sino también a la imposibilidad de defenderse de quienes tienen más de algo —plata, despachos, armas.)

Más de una vez, a lo largo de los dos o tres últimos años, pensé que hacer un libro sobre el hambre era una tontería: ceder a la metáfora.

Se podría decir que el hambre es una metáfora porque no es un tema de debate: no produce reflexión porque no tiene contra. Hablar contra el hambre es una tontería porque nadie está a favor: nadie se manifiesta a favor, por más que haga su parte para mantenerlo —víctimas sin victimarios. El hambre produce la ilusión de que las causas comunes son posibles, que seremos unánimes, que todos juntos adelante: todos contra el hambre.

Metáfora de una ilusión: todos deplorarán el hambre, pero en la discusión sobre qué hacer para atacarlo se verán las diferencias insalvables. Cobremos la tasa Tobin a las transferencias financieras; démosles más mercado; prohibamos la especulación con alimentos; enviemos expertos a explicarles cómo se siembra tal semilla; juntemos bolsones de comida; tomemos el poder; mantengamos el poder; mandémosles bolsones.

Se podría decir, entonces, que el hambre es la metáfora última de la pobreza: su expresión más indiscutible. La pobreza —lo hemos visto— es relativa. Para algunos es pobreza lo que para otros sería alivio y para otros miseria absoluta. El hambre, en cambio, no es opinable. El hambre es la expresión más indiscutible de la pobreza, el punto en que cualquier debate se detiene. Se puede discutir si tal o cual; nadie discute que comer menos de 2.100 calorías por día te destruye; nadie discute que pasar hambre es lo peor que te puede pasar.

El hambre es la pobreza que no admite opiniones, no admite dilaciones.

Se podría decir que el hambre es una metáfora de la división: una barrera tajante entre ellos y nosotros, los que tienen y los que no tienen, los que tienen y por eso otros no tienen, los que no entonces sí. Si la ecología prospera porque siempre dio la sensación de que nos incumbe a todos por igual, que cuando suban las temperaturas todos nos vamos a freír parecido —aunque sea falso—; si la ecología es la más igualitaria de las amenazas —y por eso ha concitado tanto apoyo—, el hambre es lo contrario: la más clasista de las amenazas. Somos muchos los que sabemos que no es nuestro problema. Entonces, ¿por qué sería nuestro problema?

¿Moral, culpa, vergüenza?

Alguien decía que hay dos tipos de culturas: las que se basan en la culpa —judeocristiana, por ejemplo— y las que en la vergüenza —japoneses—. ¿Somos, frente al hambre de tantos, cristianos o nipones? ¿Lo que duele es la propia conciencia o la mirada ajena?

¿Ninguna, nada?

(Propuesta: llamamos hambre no solo a la imposibilidad de comer lo necesario, sino también a la impotencia de quienes deben aceptar trabajos que, por agotadores, por asquerosos, por denigrantes, los más de nosotros rechazaríamos sin pensarlo; vidas que nos harían pedazos si fueran las nuestras.)

Max Weber definía que, para los protestantes, la riqueza era un signo de la gracia de su dios —y, por lo tanto, la pobreza era la falta de esa gracia. Eran pobres los que lo merecían de alguna forma: porque no habían hecho lo suficiente, porque no se habían ganado con su dedicación y su trabajo el favor divino necesario para no serlo. Esos medio salvajes indios o africanos lo merecen: están así porque son brutos, violentos, perezosos. Si trabajaran no les pasaría.

De todos los relatos creados por el capitalismo para justificarse, ninguno es mejor y más eficaz que el que postula que los que más ganan son los que lo merecen: los más inteligentes, los más trabajadores, los más tesoneros. Ganar plata es producto del mérito —y la meritocracia justifica toda diferencia. ¿Por qué criticar a alguien solo porque hace mejor que todos lo que todos hacen? ¿Por qué responsabilizarse de que otros lo hacen tan mal, tan poco?

Una metáfora: la más brutal, más inmediatamente comprensible del desprecio que algunos tienen por los otros, del desdén por su suerte, de la desgracia y la injusticia de no poder hacer lo más primario. Para nosotros, lectores, occidentales saciaditos, el hambre es una metáfora de los demás me importan tres carajos. O dos carajos con cuarenta y ocho carajitos porque no se vaya a creer, yo aporto para esos que van y los ayudan. Lo cual es una posición válida con apoyos teóricos de lo más sólidos; solo hay que atreverse a pronunciarla.

Y, así mismo, es una metáfora brutal para algunos de los que lo sufren: no les importo una mierda, si me muero les da igual, no existo —para ellos. Ojalá ellos no existieran para mí.

(Propuesta: llamamos hambre no solo a la imposibilidad de comer lo necesario, sino también a la posibilidad de vivir en casas que los más de nosotros no llamaríamos casas.)

En los países ricos el hambre siempre fue una bandera de las fuerzas de izquierda, que lo usaba como argumento para legitimar su pretensión de cambiar el orden social. Ahora suena más como un reclamo de bienintencionados, de grupos que rechazan una definición o representación política: organismos internacionales, oenegés, iglesias varias.

En los países ricos pelear por el pan es un gesto arcaico: luchas de los ancestros. Ahora sus objetos de reclamo son muchos, muy variados. Quizá también por eso en ellos el hambre perdió su peso político y se convirtió en un cliché, palabra medio muerta, imagen de postal para otro tipo de turismo.

Por eso, en esos países, el hambre no es solo una metáfora de la pobreza —ajena—; también dice pasado.

O amenaza de caída: el hambre vuelve, nos desbarrancamos.

España por ejemplo ahora.

El hambre también cumple otra función social inestimable. Los hambrientos del mundo sirven para demostrarnos cuánto mejor estamos nosotros, occidentales integrados, que esos brutos que no tienen nuestra historia, nuestra cultura, nuestras instituciones.

Son el Otro absoluto: el que nos recuerda, con su continuo sufrimiento, lo bien que hacemos en ser como nosotros —y los peligros de ser de otra manera.

(Propuesta: llamamos hambre no solo a la imposibilidad de comer lo necesario, sino también a la posibilidad de morirse por enfermedades que se curan con 20 pesos de remedios tomados a tiempo.)

Entonces sería posible decir que el hambre es la forma más extrema de decir pobreza —que dice tantas otras cosas: enfermedades, tristezas varias, pérdidas, ilusiones, ilusiones rotas, ilusiones logradas, agua imbebible, mañanas de zozobra, un golpe otro golpe otro golpe, doce horas de trabajo, quince horas de trabajo, hijos como alegrías, la enfermedad de un hijo, encuentros desencuentros, violencias esperanzas otro

(Propuesta: llamamos hambre no solo a la imposibilidad de comer lo necesario, sino también a la imposibilidad de imaginar cursos de acción, mejoras en la vida, algún futuro.)

golpe

y más golpes

Y, al mismo tiempo: qué fuerte decir que el hambre es una metáfora.

Me dirían en el barrio: andá a decirles a esos negros que están así de flacos por una metáfora.