1.

Lo llamamos desigualdad.

Paul McMahon aprovechó una investigación de la FAO sobre la producción y consumo de calorías en más de 170 países para dividirlos en cinco grupos según su disponibilidad de alimentos. Es un esquema, pero sirve para intentar una mirada global: un mapa de las desigualdades.

Los poderes alimentarios establecidos son los 14 países industrializados que funcionan como exportadores netos de calorías: Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y varios europeos. Son países con condiciones naturales muy favorables y economías muy sólidas que siempre controlaron los mercados internacionales y recibieron antes que nadie los beneficios de las mejoras técnicas.

Los exportadores alimentarios emergentes son países con grandes territorios que se suman a la explotación agraria: Brasil, Uruguay, Paraguay, Argentina, Tailandia, Vietnam, Myanmar, Rusia, Ucrania, Kazajistán. En los últimos años viraron hacia una forma intensiva y tecnificada, cada vez más concentrada, de producción con menos fuerza de trabajo. Sus exportaciones de granos se multiplicaron. Suelen aceptar los mecanismos del libre comercio global.

Los (apenas) autosuficientes son países donde la población creció muchísimo pero todavía mantienen la capacidad de abastecerse de sus propios alimentos: Costa de Marfil, Malawi, Turquía están entre ellos, pero los más importantes son China, India, Pakistán, Bangladesh, Indonesia. Solo estos cinco Estados asiáticos contienen más de 3.000 millones de personas: su situación alimentaria condiciona la alimentación del mundo. Aprovecharon la Revolución Verde en los sesentas y setentas, pero siguen utilizando mucha fuerza de trabajo: la mitad de su población activa está en el campo. Su desarrollo industrial y social —y su urbanización— está cambiando las cosas. Siguen teniendo cientos de millones de hambrientos.

Los importadores de alimentos ricos son países con poca tierra cultivable y/o poca agua y/o mucha población que ingresan fortunas con sus exportaciones de otras commodities —petróleo, minerales— o sus industrias: Japón, Corea del Sur, Suiza, Gran Bretaña, los reinos del Golfo Arábigo. Producen una proporción muy baja de sus alimentos pero tienen mucho dinero para comprarlos: esto los hace particularmente vulnerables a las oscilaciones del mercado y la geopolítica mundiales.

Los pobres y alimentariamente inseguros son la mayoría de los países de América Central, Asia Central, norte de África y, más que nada, África negra: el OtroMundo. Aunque la mayoría de sus poblaciones vive en el campo, las tierras infértiles, los azares climáticos, la competencia desleal de otros países y, sobre todo, la falta de capital e infraestructura los condena a una productividad muy baja que no alcanza a cubrir sus necesidades. Tampoco tienen los recursos suficientes para importar lo que precisan. Muchos de sus habitantes pasan hambre.

Ahora, desigualdad.

Vivimos bajo el imperio de la cifra: nunca los números tuvieron tanto peso en nuestra visión del mundo. Todo parece mensurable; instituciones, gobiernos, universidades, empresas gastan fortunas en computar las variables más recónditas y las más visibles: poblaciones, enfermedades, producciones, mercados, audiencias, geografías, miserias, perspectivas. Todo tiene un número. Es difícil, es nuevo: los Estados y los patrones llevan siglos intentando censar cuanto más mejor; recién ahora tienen las herramientas para hacerlo a su gusto. Y lo hacen: para saber cómo somos, hay que medir; para saber qué sirve y qué no sirve, hay que medir; para saber qué hacer, medir; para saber si lo hecho estuvo bien o mal, medir medir medir. Nunca el mundo estuvo tan medido, comedido. Durante siglos, alguien atento podía notar que los chicos indios eran muy flacos y comían muy poco; ahora puede leer en los informes más detallados que el 47,2 sufre de bajo peso —y suponer que entendió lo que pasaba.

La apariencia de la mensurabilidad hace que creamos que tenemos todos los datos necesarios. Los números dan una apariencia de solidez a cualquier iniciativa, a cualquier política, a cualquier negocio, a cualquier protesta. Pero son, antes que nada, una herencia torcida, el reflejo de ese universo donde lo decisivo es si la empresa ganó 34.480.415 o 34.480.475. Una adaptación de la mirada a esa mirada.

Los números son el idioma en que creemos que nos entendemos —pretendemos que nos entendemos, tratamos de entendernos. Los números son la forma contemporánea de aprehender el mundo: aproximada, inexacta, soberbia. Este libro también está lleno de números —y me avergüenza levemente, como me avergüenza pronunciar la ce y la zeta cuando estoy en España: hablar en un idioma que no es del todo mío para creer que me aseguro que me entiendan.

La desigualdad se define con números.

La desigualdad es cada vez más nombrada por los que la producen. La tendencia a nivelar ingresos que había predominado en Estados Unidos y Europa desde los años treintas fue detenida por el contraataque neoliberal de los años ochentas —y sus efectos se repartieron en el resto del mundo. Incluso —sobre todo— en los países nuevorricos que se sumaron a las listas en este período. En estos 30 años la economía del globo cambió mucho: aparecieron nuevos actores, los famosos Brics y compañía limitada. El crecimiento de esos países produjo una clase mucho más rica que sus conciudadanos —que se sumó a los ricos de siempre, americanos y europeos. Ricos globales, que viven en varios lugares al mismo tiempo, que lucran en muchos lugares al mismo tiempo, que mueven su riqueza en la economía cyberglobal, que forman ese sector que escapa cada vez más al control de instituciones políticas y jurídicas pensadas para unidades económicas nacionales.

El famoso coeficiente Gini —que mide el nivel de desigualdad de los sociedades según una escala que da 0 si todos tenemos lo mismo y 1 si uno tiene todo— también muestra que en los últimos 30 años las diferencias aumentaron en casi todos los países. China sigue siendo un buen ejemplo: de un Gini de 0,27 en los ochentas pasó a un Gini de 0,48 en estos días. Y en Brasil se mantiene alrededor de 0,50. Pero también en Suecia el coeficiente pasó de 0,20 a 0,25 y en Alemania de 0,24 a 0,32 y en Estados Unidos de 0,30 a 0,38 y en Gran Bretaña de 0,26 a 0,40.

El coeficiente Gini de la desigualdad del mundo —si se comparan los ingresos de todos los habitantes del mundo— es 0,70. Tanto más brutal que el índice de cualquier país individual.

Un informe reciente de Oxfam dice que casi la mitad —el 46 por ciento— de la riqueza del mundo está en manos del 1 por ciento de sus habitantes. El resto queda para el resto.

O, dicho de otra manera: 70 millones de personas acumulan la misma riqueza que los otros 7.000 millones.

O, también, según el mismo informe: los 85 ricos más ricos del mundo —78 hombres, siete mujeres— tienen más plata que los 3.500 millones más pobres.

Eso es, digamos, lo que llaman desigualdad.

Y a veces les preocupa.

Con la desenvoltura que la caracteriza, la revista del establishment económico mundial, The Economist, lo sintetizó en un número especial de fines de 2012: «Ahora muchos economistas temen que las crecientes disparidades en los ingresos puedan tener efectos laterales dañinos. En teoría, la desigualdad tiene una relación ambigua con la prosperidad. Puede impulsar el crecimiento, porque las personas más ricas ahorran e invierten más y porque la gente trabaja más duro respondiendo a los incentivos. Pero grandes diferencias en el ingreso también pueden ser ineficientes, porque pueden cerrar el acceso a la educación de personas pobres talentosas o crear resentimientos que resultan en políticas populistas destructoras del crecimiento.

«Durante mucho tiempo el consenso general fue que una economía en crecimiento era una marea que hacía subir todos los barcos, con mucho mejores efectos que una redistribución que desdibuja los incentivos. Robert Lucas, un Premio Nobel, sintetizó la ortodoxia cuando escribió en 2003 que “de todas las tendencias dañinas para una economía eficaz, la más seductora y venenosa consiste en hacer foco en cuestiones de distribución”.

»Pero ahora el establishment económico se preocupa. Investigaciones de economistas del FMI sugieren que la desigualdad económica retrasa el crecimiento, causa crisis financieras y debilita la demanda. En un informe reciente, el Banco de Desarrollo Asiático argumenta que si la distribución del ingreso en los países asiáticos emergentes no hubiera empeorado en los últimos veinte años, el rápido crecimiento de la región hubiera sacado a otros 240 millones de personas de la pobreza extrema. Estudios más controvertidos intentan vincular las diferencias crecientes en el ingreso con todo tipo de enfermedades, desde la obesidad hasta el suicidio.

»Las diferencias crecientes en muchos países están empezando a preocupar incluso a los plutócratas. Una investigación del Foro Económico Mundial de Davos señalaba la desigualdad como el problema más urgente de la década —junto con los desbalanceos fiscales. Todos los sectores de la sociedad están cada vez más de acuerdo en que el mundo se está volviendo más desigual y que las disparidades actuales y su evolución posible son peligrosas. La inestable historia de América Latina, durante mucho tiempo el continente con la mayor desigualdad de ingresos, sugiere que los países dirigidos por élites ricas y recalcitrantes no funcionan demasiado bien».

El informe decía que, pese a todo, algunos de los más ricos siguen siendo escépticos en cuanto a que la desigualdad sea un problema en sí mismo. «Pero incluso ellos tienen interés en mitigarla porque, si sigue creciendo, puede producir fuerzas de cambio que lleven a una salida política que no le interesa a nadie. El comunismo puede estar bien muerto pero hay muchas otras malas ideas dando vueltas por ahí».

Les preocupa, pero tampoco tanto.

En los hechos, digo.

El negocio de la hotelería de lujo —por hablar de algo cuya inexistencia no produciría ningún daño— movió, según Bain & Co., 165.000 millones de dólares en 2012: un tercio más que en 2009. Son hoteles que cobran una media de 700 dólares la noche y tienen un solo secreto: más personal por cada huésped —más sirvientes.

Es un mercado en alza. Knight Franck, una empresa que les vende casas, dice que dentro de diez años va a haber 4.000 billonarios, contra 2.200 actuales. Que también tienen necesidades insatisfechas —solo que no terminan de ser básicas. Ahora mismo, por ejemplo, pueden reservar por seis millones de dólares un G-650 de Gulfstream, el jet privado más cool de la temporada otoño-invierno, pero solo recibirán su vehículo si ponen 60 millones más y esperan unos cinco años. El propio presidente de Gulfstream, parte de una corporación que hace tanques y submarinos, dice que «nunca había visto a tantos poderosos en problemas». Hay otros servicios, claro, que no sufren esos contratiempos: el mercado de puertas de acero y vidrios a prueba de bazucas, por ejemplo, sigue creciendo incontenible.

Gastar en lujo y seguridad de lujo y consumos de lujo es el capitalismo en todo su esplendor. O, a veces, el capitalismo en toda su estupidez: los Estados Unidos prodigaron, en 2012, 170.000 millones de dólares en «marketing directo» o sea: cartas de papel o de bytes para tratar de vender algo. Dicen sus expertos que el tres por ciento de las cartas físicas y el 0,1 por ciento de las digitales lograron alguna compra. «O sea que 164.000 millones de dólares solo sirvieron para molestar personas, rellenar suelo y tapar filtros de spam» —dice otro artículo de The Economist, obviando su utilidad más evidente: dar trabajo inútil a miles de personas, reproducirse a sí mismo, enriquecer a unos pocos patrones.

(Hay planteos difíciles de rebatir. Por ejemplo: el mundo alberga unos 800 millones de perros y gatos hogareños. Solo los norteamericanos se gastan cada año 30.000 millones de dólares en darles de comer a sus mascotas. Entonces, a quien dice que hay que prohibir las mascotas mientras haya personas que no coman, ¿cómo decirle que no tiene razón? ¿Cómo justificar que un perro coma lo que no comen hombres? Entre razón y razón a veces hay abismos.)

Warren Buffett, el cuarto hombre más rico del mundo, dijo en 2011 que en su país había una guerra de clases: «Hay una guerra de clases desde hace 20 años, y mi clase la ha ganado. Somos los únicos a los que se les redujeron dramáticamente las tasas impositivas. En 1992, las 400 personas que más impuestos pagaron en Estados Unidos tenían un ingreso promedio de 40 millones de dólares. El año pasado el ingreso promedio de las 400 que más pagaron fue de 227 millones, cinco veces más. Durante ese período, la proporción de lo que pagaron sobre sus ingresos bajó del 29 al 21 por ciento. Con estos impuestos mi clase ganó esa guerra: fue una carnicería».

(Que el capitalismo es como los aviones: si se para se cae, debe seguir su interminable fuga hacia adelante —y simula que no puede aterrizar. Que el verdadero milagro del avión no es volar: es convertir el movimiento más veloz que sabemos alcanzar en apariencia de inmovilidad, de quietud entre nubes, una quietud que hace todavía más inexplicable inverosímil que sigamos colgados en el aire. Que el verdadero milagro del capitalismo es convertir la inmovilidad por excelencia en apariencia de movimiento furibundo.)

El aumento de la desigualdad en los últimos 30 años fue un cambio brutal con respecto a la tendencia general del siglo xx. En los países más ricos pocos parecieron interesarse por la cuestión mientras había consumo para todos, y siguieron desinteresados hasta que la crisis los atacó de frente. En el año de gracia de 2008 los Estados ricos gastaron fortunas enormes para salvar a sus bancos y sus más ricos, mientras condenaban a vidas peores —sin ahorros, sin casas, sin trabajo— a muchos de sus pobres. Por no hablar de los pobres ajenos.

En junio de 2008, cuando millones de personas pedían comida en las calles de docenas de países, cuando los desnutridos del mundo llegaban por primera vez en la historia a la cifra tan publicitaria de mil millones, los participantes de una cumbre de la FAO proclamaron una vez más que 30.000 millones de dólares por año durante seis años —180.000 millones en total— solucionarían lo más urgente del hambre mundial. Alguien recordó, en ese momento, que solo el mercado de tratamientos para adelgazar movía en Estados Unidos unos 33.000 millones anuales.

Entonces los países ricos prometieron 12.000 millones de dólares en ayudas. Era casi heroico: más de un tercio de lo que les pedían. Y llegaron a entregar 1.000; en noviembre cayeron sus bolsas y sus bancos, y sus gobiernos se olvidaron de los hambrientos. En unos meses destinaron tres millones de millones —3.000.000.000.000— de dólares para salvar sus bancos.

Aunque es curioso que —me— sorprenda tanto que los gobiernos se gasten fortunas en el rescate de los grandes bancos y no se gasten cantidades tanto más modestas en el rescate de los hambrientos: las finanzas son indispensables para que su sistema funcione; los hambrientos no. Son, más bien, un palo en esas ruedas.

Aun así, para muchos el rescate de los bancos fue un quiebre: el momento en que empezaron a pensar algunas cosas.

Es curioso cómo, de pronto, inesperadamente, algo que parecía evidente pero nadie veía se hace evidente para muchos: es «revelado» por algún hecho, dicho, trecho. O quizás habría que decir: cristaliza en ese hecho y se convierte, recién entonces, en un concepto común, compartido. El rescate de los grandes bancos occidentales por sus gobiernos fue una de esas revelaciones. De pronto, generaciones o sectores que se habían pasado muchos años contentos con sus niveles de vida, de libertad, de consumo, comprobaron que estaban a la intemperie: en manos de unos ricos superpoderosos que podían usar los aparatos del Estado en su beneficio —y se cabrearon.

(De algún modo los rescates del verano 2008 fueron la contracara —¿el cierre?— del ciclo que había empezado en el verano 2001, siete años antes. Si los atentados islámico-americanos sirvieron para convencer a millones de ciudadanos de los países centrales de que debían confiar en el Estado que los defendería —aunque eso supusiera renunciar a ciertas libertades—, los rescates financieros los convencieron de que, al contrario, no podían confiar en esos Estados cuando realmente los necesitaban porque estaban copados por los ricos. Fue un cambio cuyos efectos siguen activos, buscando un resultado.)

La expresión más conocida —mejor vendida— de ese proceso fue precisamente una expresión: «99 por ciento».

Todo empezó con un artículo que publicó, mayo de 2011, el economista liberal y Premio Nobel Joseph Stiglitz en Vanity Fair. Stiglitz empezaba recordando cuánto se había concentrado la riqueza —«el uno por ciento más rico de los americanos se está llevando casi un cuarto de los ingresos de la nación cada año»—, cómo la cantidad de dinero que circula en el circuito financiero atrae a los mejores talentos —distrayéndolos de actividades más productivas para la sociedad—, cómo esa concentración hace que los ricos se desentiendan de lo público —escuelas, hospitales, parques— porque no los necesitan, y cómo acaba con la cohesión de una sociedad.

Y terminaba diciendo que «ese uno por ciento tiene las mejores casas, las mejores educaciones, los mejores médicos y los mejores niveles de vida pero hay una cosa que su dinero no parece haber comprado: la comprensión de que su destino está ligado al modo en que vive el otro 99 por ciento. A través de la historia, esto es algo que el uno por ciento eventualmente llega a aprender. Demasiado tarde».

El slogan se difundió enseguida. En pocos días, muchos hablaban del 99 y el 1: políticos, periodistas, publicitarios, personas. «Somos el 99 por ciento» se convirtió en un canto de batalla.

(En los Estados Unidos el 10 por ciento de la población concentra la mitad de la riqueza nacional —pero lo que contaba era ese uno.)

Se instalaron certezas. De pronto el tema de la desigualdad se había convertido en un lugar común: lugar de encuentro fácil. Porque la desi­gualdad se establecía con respecto a los que habían acumulado demasiado. No era una diferencia cualitativa: era cuantitativa. No correspondía al lugar que cada quien ocupa en la sociedad, en la producción, en las distintas instancias de un país. En ese esquema, un patrón de una fabriquita de solo 200 obreros —el explotador del trabajo de 200 obreros— podía estar en la misma bolsa que cualquiera de sus 200 obreros: uno y otros formaban parte de ese 99 por ciento que no tenía decenas de millones.

Es el mismo mecanismo que tanto sirve a la mascarada nacionalista. El nacionalismo consigue convertir al patrón y al obrero, al abogado y a la mucama, a la estanciera y al peoncito en parte de lo mismo: la Nación, la Patria que los une y reúne —contra las demás. Los grupos necesitan un enemigo para creer que existen: el enemigo de las naciones son las demás naciones —algunas más que otras—; el enemigo de esa nueva cohesión inverosímil entre ricos y pobres, marginales e integradísimos, represores y reprimidos que este slogan del 99 por ciento propone es ese uno, los desmesurados. Son tan brutos, tan excesivos que se puede postular que todos los demás tienen algo en común: que no son ellos.

Y aún así.

(¿Piensan los americanos que cantan que son «el 99 por ciento contra el uno», que ellos son, en conjunto, algo así como el uno por ciento del mundo?)

El slogan del 99 por ciento pone en discusión el tema de la riqueza extrema —pero no el tema de la riqueza, de la propiedad, de las formas de apropiación de la riqueza.

(Parece como si últimamente todos los debates se pararan en la puerta de la propiedad privada: es el nec plus ultra de estos tiempos, el umbral que no se puede atravesar. Lasciate ogni speranza voi ch’entrate.

Básicamente, supongo, porque no hay ninguna idea alternativa que ofrecer. Aparecieron formas distintas de propiedad para la producción cultural: desde siempre, el que quisiera compartir un sándwich debía resignar la mitad de ese sándwich, el que un libro debía entregar el libro. Ahora se puede compartir una canción, una película, un libro electrónico, una bicicleta en ciertas ciudades cool sin perder nada de ellos: es un cambio radical pero pequeño todavía, una ventana a formas de propiedad distintas. Pero cuando volvemos a la torpe materialidad del sándwich todo sigue igual: tan disputado como siempre.

Y más: se presenta como lo ineludible, lo «natural». El capitalismo y su concepto de la propiedad privada se presentan como la forma natural. Y, por lo tanto, aceptarlo es realista. Hay respuestas y son, por supuesto, políticas: asumir que aceptarlo es una elección. No aceptarlo es otra, contraria: no garantiza que vaya a cambiar; solo que uno querría que cambiara.)

En el discurso hegemónico actual lo contrario de la desigualdad no es la igualdad. Lo que buscan los que critican esa «desigualdad» no es la igualdad sino la mesura. Que no haya extremos. Lo que les molesta no es que haya un mecanismo por el cual algunos se apropian de lo que otros producen, sino que se apropien demasiado.

De dónde 99 y 1: ellos son los que se quedan con demasiado; nosotros somos los que nos quedamos con un poco. Porque el capitalismo está bien pero no hay que exagerar. Como dice una declaración contra la desigualdad de Oxfam, una de las oenegés más comprometidas en su pelea por erradicar la miseria: «La desigualdad ha sido vinculada a diferentes problemas sociales, incluyendo la violencia, la enfermedad mental, el crimen y la obesidad. Es más: se ha mostrado que la desigualdad no solo es mala para los pobres sino también para los ricos. Las personas más ricas viven más saludables y más felices si viven en sociedades más igualitarias».

En realidad, nadie sabe bien de qué habla cuando habla de igualdad. La égalité que impuso la Revolución Francesa era la igualdad jurídica en tiempos en que no existía: en que haber nacido en tal o cual cuna cambiaba todos tus derechos. Ahora, cuando se supone que la mayoría de los países ofrece esa igualdad jurídica, la igualdad se ha convertido, para muchos, en «igualdad de oportunidades»: la idea de que la vida es una carrera de obstáculos y que lo que hay que asegurar es que todos puedan llegar a la largada y empezar a correr —y después, en la pista, los más fuertes se quedarán con los triunfos y el resto habrá perdido su oportunidad. Otros, por fin, estarán hablando de cierta igualdad material. Pero también es probable que, de nuevo, quiera decir «cierta mesura en la desigualdad»: que no haya diferencias caricaturescas, que los que menos tienen tengan suficiente, que los que más no humillen al resto. Porque no sobreviven, actualmente, muchas doctrinas que planteen la igualdad material como un fin.

¿O sí?

Para impulsar esa «mesura en la desigualdad», esa «desigualdad razonable», la mayoría de los gobiernos y organizaciones internacionales sostuvieron, durante las últimas décadas, que la solución era alguna variante del trickle down, del derrame por el cual el aumento de la riqueza de los más ricos beneficiaría también a los más pobres.

Últimamente lo dicen en voz más baja, con vergüencita, como para que no se entienda bien, disimulando.

Es difícil pensar baremos de igualdad material en una sociedad basada en la desigualdad material —que, al mismo tiempo, la condena un poco. Se ha dicho siempre que la muerte es la gran igualadora: «…allegados son iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos», dice uno de los mayores poemas del idioma.

El 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, casi 3.000 personas —2.973, dicen los archivos, aunque nunca se sabrá preciso— murieron a causa de dos ataques aéreos de nuevo tipo. Ese mismo día, en el resto del mundo, unas 25.000 personas murieron por causas relacionadas con el hambre. Y al otro día otras tantas, y al otro, y al otro.

Las muertes de Nueva York sucedieron en Nueva York, la capital del mundo; las otras en sus márgenes más lejanos, arrabales del Otro. Las muertes de Nueva York tuvieron responsables, y a todos los que tienen poder mediático les convenía ponerlo muy en evidencia; las otras parecen no tener responsables y la mayoría de los medios prefiere mantener esa ilusión. Las muertes de Nueva York sirvieron para que los grandes poderes políticos del mundo justificaran un aumento exponencial del control social y la represión; las otras no les sirven, aparentemente, para nada. O, por lo menos, para nada que puedan proclamar.

La desigualdad no está solo en el relato de la muerte; también —sobre todo— está en la muerte misma.

Durante la mayor parte de la historia las personas se morían de enfermedades que nadie sabía curar. Por supuesto los pobres se morían más porque su alimentación, sus condiciones sanitarias, sus formas de vida eran peores, pero nadie tenía un remedio eficaz contra la gota o la sífilis o el cáncer de mama: en última instancia, reyes y esclavos se morían de lo mismo.

Ya no. El avance de la medicina básica en las últimas décadas hizo que, en África, la población se triplicara entre 1950 y 2000. Ya no se mueren tantas madres en el parto, tantos hijos en los primeros años, tantos enfermos de malaria o de tuberculosis. Y, sin embargo, se mueren muchísimos. Uno de cada diez chicos africanos se muere antes de cumplir cinco años: quince veces más que en los países ricos.

La diferencia es que ahora no se mueren porque no hay remedios para sus enfermedades; se mueren porque no pueden comprarlos. En Uganda, por ejemplo, el gobierno no tiene suficiente dinero para mandar las dosis de malarone —hidrocloruro de proguanil y atovacuona— que se necesitan para prevenir la malaria, y manda menos; en los hospitales las dividen y reparten y cada cual toma menos que lo que necesita. Esas dosis reducidas son como una vacuna: a mediano plazo, las personas se vuelven inmunes al malarone; cuando se enferman, no tienen tratamiento posible y se mueren. Lo que los mata no es siquiera la enfermedad; es tener menos remedios que los necesarios.

Quizás ésa sería, provisoriamente, una medida de la igualdad urgente, irrenunciable: que nadie se muera de males para los que tenemos soluciones. Una mínima igualdad ante la gran igualadora.

Es tan modesta.

La igualdad de comer todos los días es más modesta todavía. Decíamos: en un mundo donde nada legitima más que ser víctima, el hambre produce víctimas —muchísimas víctimas— sin victimario aparente. ¿Qué es una víctima sin victimario? Un acto sin agente, un hecho que nadie ha hecho, la confusión de no poder completar una historia. Y, por lo tanto, una historia molesta, que tantos dejan pasar.

Y hablan, si es que algo dicen, de la desigualdad.