1.
Me miran y se ríen y me miran. Y se ríen de nuevo y dicen cosas: quince periodistas, sentados a los lados de unas mesas de fórmica ordenadas en U en un salón desangelado, se ríen y dicen cosas y me miran. Yo compongo la cara, sonrío, alzo los hombros. Entonces mi intérprete me explica que Ain les está diciendo que miren si será importante el tema de la apropiación de tierras que hasta vienen periodistas de Europa para verlo. El periodista de Europa soy yo, el extraño que viene de tan lejos, y ellos se ríen porque los malgaches, cuando no saben bien qué hacer, se ríen.
Los malgaches son un pueblo raro: viven en una isla que distintos pueblos ocuparon, una isla que pertenece a África pero no es muy África. En esa silueta clásica de África que se usa como una marca, como un logo en la mitad de los carteles de la mitad de las empresas y gobiernos de todas las ciudades africanas, Madagascar no está. Está el continente gordo, su punta casi sudamericana, su cabeza morruda, pero nunca la gran isla a la derecha abajo. Para África, Madagascar no forma parte —pero forma. Para Madagascar, también, la duda. Porque es, en muchas cosas, diferente de África o, por lo menos, del lugar común África. Antananarivo, su capital, sin ir más lejos, es una ciudad con frío —diez grados, estos días de agosto—, una ciudad sin ropas tradicionales, una ciudad sin construcciones diferentes ni estilo diferente, una ciudad con mayoría de personas de rasgos polinesios —y también personas de rasgos africanos, chinos, indios, europeos— vestidos con los restos de la modernidad, sin nada que los inscriba en un pasado propio. En Antananarivo —que, por suerte, ellos llaman Taná— no están esos colores, esas telas, esos vuelos de la diferencia que forman lo que solemos llamar África. Por algo las guías que venden Madagascar hablan de los baobabs, de los lemures, de los bosques: de la naturaleza pese a todo virgen, de aquello que sus hombres —por ahora— no consiguieron deshacer.
Madagascar se hizo famoso con una película que ya son tres y todos parecen conocer. La miro. En Madagascar The Movie los animales ex salvajes muy newyorkers del zoológico del Central Park naufragan en las costas de un paraíso tropical con paisajes de ensueño ecololó que también se llama Madagascar. Es, dicen los animales ciudadanos, la versión real de lo que siempre vieron en postales: la postal al cuadrado. Allí, multitudes de locales con acento —los lemures— los cuidan, los miman, los atienden para lograr que los protejan de los malos que los quieren comer. Entonces el león del zoológico —que hasta entonces era solo un farsante norteamericano— descubre que es un león y que, por lo tanto, todos los demás son para él lo que tenían que ser: cachos de bife. Para el rey de la selva, los otros son comida.
Pero como Madagascar es un dibujo para chicos el rey de la selva termina comiendo sushi y ahora los blanquitos vienen aquí para ver lo que ya vieron en Disney o National Geographic o pasar ocho días en esas playas que no tienen patria porque tienen, todas, las mismas palmeras cabañas reposeras mojitos margaritas speed-drinks fast-fucking slow-burning arenas blancas mar turquesa como en esas postales.
La postal como meca moderna, deber ser, sanción del éxito.
La postal como destino manifiesto.
Mientras, Taná es una sucesión de avenidas anchas y sucias que encierran bloques de chozas de madera o material, pasillos más que angostos, basurales y aguas estancadas. Taná es pobre bien urbano, sin ninguna concesión al folclorismo. Una ciudad sin árboles: puro cemento, asfalto, lata y mugre. Una ciudad tan pobre que ni siquiera tiene lustrabotas. Acá el salario mínimo —que buena parte de la población no alcanza— son 90.000 ariary, 40 dólares. Una bolsa de 50 kilos de arroz cuesta unos 50.000; una bolsa de arroz puede alcanzar para que una familia coma un mes —si la familia no es muy grande.
Esta mañana el frío arrecia, las personas se tapan como pueden —una manta, una bata gastada, una toalla de colores, todo tipo de gorros— y muchos van descalzos. Por la calle que lleva al mercado pasa una nena arreando doce gansos, un viejo al trote tirando un carro muy cargado, dos chicos con bolsas de basura sobre las cabezas, seis mujeres que venden buñuelitos. El mercado está en ebullición: gallinas, tomates, zapallos, frutillas, guayabas, remolachas, lechugas, más lechugas, té, pan francés, vainilla en rama, mandioca, papa, ristras de salchichas, diarios, ostras, bolsas de arroz indio, soga hecha a mano, maní —montañas de maní—, baldes de plástico, cargas de celulares, llamadas a celulares, desbloqueo de celulares, bolsitas de carbón, bananas negras verdes amarillas, dividís truchos, lápices y cuadernos, globos terráqueos con casi todos los países, larguísimas costillas de cebú, su carne oscura. La carne del cebú es roja casi negra pero las moscas no tienen nada que objetar. Yo camino, me empujan, los empujo, compro en un puesto de la calle unas galletas a la vainilla, no me gustan, se las doy a un chico sentado en la vereda. Cuando entiende que se las estoy dando se le ilumina la sonrisa. Mi gusto ante esa sonrisa, mi disgusto ante yo comprándome un momento generoso con mis sobras: vuelvo a ser una basura rara.
Y, por todos lados, esas pilas, esos montones, esas montañas de trajes y polleras y pantalones y blusas y pulóveres de octava mano arrugados hasta la extenuación: las ropas de los muertos, los restos que el Occidente rico manda al África.
—¿Me quiere comprar algo, patrón?
—No, gracias.
—Sí, yo sé que usted me quiere comprar algo.
Taná es un trastero o basurero o cementerio de objetos: destino de los objetos muertos de Occidente. Los renault 4 y los citroën 2CV, por ejemplo, que desaparecieron hace décadas del mundo, están en estas calles, pintados de cremita, trabajando de taxis. Suponíamos que se habían perdido en el tiempo; solo cambiaron de espacio, terminaron aquí. Y las viejas computadoras y los televisores gordos cuadrados y las pilas de zapatos, la ropa por supuesto. Taná sería —si es que existe semejante cosa— pobreza en estado puro, sin el amparo de una tradición o un porte o un espacio distintivos: miles y miles de personas usando una ciudad occidental muy degradada, objetos muertos, las ropas viejas que dejaron sin trabajo a los sastres y modistas del mercado que hacían la ropa de casi todo el mundo.
La civilización de la basura y sus problemas.
—Yo sé, patrón, usted sí quiere. Los blancos siempre quieren comprar algo.
Un chico pide limosna con una gorra rota; pienso que se le van a caer todas las monedas —o que no le importan las monedas que le den sino estar ahí, ver que le dan algo, o que. Pero nadie entiende hasta que entiende: en Madagascar no hay monedas. El billete más chico vale 100 ariary, unos cuatro centavos de dólar. El chico de la gorra tiene ocho o nueve años, el pelo duro en pelopincho, los pies descalzos en el frío y está parado al lado de la puerta de una escuela: lado de afuera de la escuela.
Del lado de adentro de la escuela, del otro lado de la puerta, pared descascarada, chicos llegan; maestra los recibe, les acaricia la cabeza, los saluda con nombres. Después me dice que parece mentira:
—Parece mentira, pero no nos habíamos dado cuenta de lo grave que era.
Me dice la maestra de primer grado Sylviane, veintitantos, bajita, boca gruesa, pulóver grueso azul oscuro, agujeros en los codos.
—Hace un año una oenegé empezó a traernos desayunos. No sabe cómo mejoraron el rendimiento en clase. Antes estábamos tan acostumbradas a que les fuera mal que no nos dimos cuenta de que el problema era que no podían ni pensar del hambre que tenían.
Y, después: que le explicaron que no es que todos ellos fueran bajitos porque nosotros los malgaches somos así bajitos sino porque comen menos que lo que necesitan. Dice que se lo dijo una mujer de esa oenegé: que los mismos chicos, bien alimentados, serían diez, quince centímetros más altos.
—Y no sabés lo triste que me puso eso.
Me dice Sylviane, y que las madres bajitas tienen hijos antes de los 15 o 16, cuando todavía no crecieron del todo, y que también por eso los hijos les salen más bajitos y que ellas mismas dejan de crecer, porque cuando una chica pare ya no crece, me dice Sylviane que le explicaron:
—Ya no crecen, se quedan así, bajitas para siempre.
En Taná, como en el resto del país, la mitad de los chicos están desnutridos; la mayoría, porque no come lo suficiente para saciar el hambre; muchos, porque comen solo arroz y eso no alcanza para cubrir sus necesidades alimenticias, para crecer sanos y desarrollar sus potenciales. Perrine Burnod, investigadora del muy francés, muy oficial Cirad —Centre de Coopération Internationale en Recherche Agronomique pour le Développement—, me explica que el 80 por ciento de la población vive de arroz y que hubo tiempos en que Madagascar producía todo el arroz que consumía pero que ya no.
—Ahora importan una buena proporción, y no hay ninguna discusión política y económica más decisiva cada año que las cuotas y los precios del arroz importado. Si los importadores traen demasiado arroz y le bajan el precio arruinan a los productores locales, que no pueden vender su producción a un precio que compense su trabajo; pero si traen menos ganan menos dinero y el país corre el riesgo de no tener suficiente.
Me explica Perrine. Y que, además, los grandes importadores se han situado en el centro del poder político malgache y desde allí controlan el negocio. Que este año, por ejemplo, con la bolsa de 50 kilos a 50.000 ariary se han puesto al límite: que ya hay una buena parte de la población que no llega a pagarla.
—Tan triste. Y yo que creía que éramos así porque éramos así.
Madagascar tiene 22 millones de habitantes: tres de cada cuatro viven bajo la línea de pobreza, colocada muy modestamente en 470.000 ariarys o 234 dólares o nueve bolsas y media de 50 kilos de arroz al año. Así que el promedio de los malgaches gasta más de tres cuartos de su plata en conseguir comida. La situación había mejorado en los primeros años del siglo; a partir de 2008 volvió a empeorar.
«El 35 por ciento de la población tiene hambre, una cifra que se eleva a 47 por ciento entre los campesinos», escribió en el informe de su Misión a Madagascar, 2011, el relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación, Olivier de Schutter.
—Ahora que sé que no, me agarra el odio.
Desde la crisis política de 2009 los programas de ayuda humanitaria y desarrollo —sobre todo— cayeron muchísimo: las potencias occidentales decidieron retirarlos para presionar por la vuelta de la democracia. Esas ayudas eran la mitad del presupuesto del Estado malgache: se esfumaron. El presupuesto de salud se redujo un 45 por ciento, el de educación apenas menos. Y Estados Unidos eliminó un tratado de comercio que había favorecido la instalación de pequeñas fábricas textiles que podían mandar sus productos sin tasas a América; las fábricas cerraron, hubo miles de trabajadores despedidos. Cantidad de empleados del Estado —maestros, médicos, paramédicos— perdieron parte de sus salarios por la baja de la ayuda externa y hacen huelgas. Hay —digamos— paradojas: miles y miles de personas, de pobres, de trabajadores, que sufren porque las democracias occidentales decidieron defender en su lugar su democracia.
En los cafés de Taná la gente fuma. Blancos, sobre todo, fuman. Una de las ventajas de la vida en el OtroMundo es que no hay tantas reglas que cumplir y encima, si uno es blanco, no tiene que cumplir todas las reglas. En un café de Taná, tan francés como ya no hay en Francia, Sophie Cazade, representante de Acción contra el Hambre en Madagascar, me cuenta cómo están afinando un proyecto de desarrrollo en una zona árida del sur: el tiempo que se pasaron estudiando a la población de la región para ver cómo podían intervenir mejor.
Quieren, me dice, intervenir sobre varias cuestiones. Quieren mejorar el acceso de la población al agua potable —porque no tenerla es una de las grandes fuentes de esas enfermedades evitables que matan a millones. Pero, se preguntan: una vez que los ayudan a cavar un pozo o unos canales, ¿cómo, quién administra esa agua? La tendencia natural de una oenegé como ésta sería crear alguna instancia democrática y participativa para que la maneje, me dice, pero los locales no funcionan así. Entonces, ¿no deberían adaptarse a sus formas para garantizar que el agua llegue adonde debe? Y, en tal caso, ¿está bien aceptar y respaldar esas formas tradicionales, autoritarias? ¿O es mejor actuar en contra, aun a riesgo de que no los entiendan y que, además, se pierda el agua?
También quieren mejorar el rendimiento agrícola dándoles técnicas —y eventualmente herramientas— nuevas. Sería muy importante que pudieran producir más, que diversificaran los cultivos; Sophie dice que quieren insistir en que planten más frutas y verduras para que mejoren su dieta y puedan vender el excedente en el mercado. Pero ¿cómo asegurarse de que, en lugar de usar ese dinero suplementario para mejorar su alimentación y su salud, que es la meta de la oenegé, el jefe del hogar no lo usará para comprar cebúes? Sophie me explica el papel de los cebúes en esta cultura: no los usan para trabajar sus campos porque nunca lo hicieron, solo toman su leche unos meses porque en la larga estación seca no dan leche, no usan su bosta para fuego o abono porque los cebúes son la medida de su riqueza y su producción también lo es, entonces acumulan en sus establos medio metro de mierda para mostrar poder. Que los cebúes son, más que una fuente de trabajo y alimentación, una forma de establecer el status social de su dueño y su reserva de riqueza; algo que se puede vender en momentos de crisis, entregar a cambio de una esposa o de los materiales necesarios para la tumba familiar, sacrificar en esa boda o ese funeral. Entonces, ¿cómo hacer para que los esfuerzos que hacemos para que ganen más plata y más alimentos no terminen produciendo más cebúes, que no mejoran en nada su alimentación?, se pregunta Sophie y dice que la opción sería conseguir que las mujeres, que están excluidas del manejo de los cebúes, manejaran esos ingresos extra —y que están estudiando cómo podrían conseguirlo, quizás incentivando sus actividades propias como vender la fruta sobrante en el mercado o tejer cestas de mimbre para que ese dinero no termine comprando más cebúes sino que se use para mejorar «objetivamente» sus vidas.
—¿Y si para ellos la mejor mejora es tener más cebúes?
—No sé. Es siempre el mismo problema. Pero nosotros no nos llamamos Acción por el Cebú, sino Acción contra el Hambre.
Dice Sophie —y una rara sonrisa— y que también quieren extender el período de amamantamiento, que sirve para mejorar la situación de los menores de dos años porque más de la mitad de esos chicos tiene malnutrición crónica. Pero que creen que va a ser muy difícil convencerlos porque es una población muy resistente al cambio, que teme cualquier cambio porque podría disgustar a los ancestros —que esperan que sus descendientes hagan lo mismo que ellos hicieron y que, si no, podrían vengarse— y, también, porque viven tan al borde, dice, que piensan que cualquier cambio puede empujarlos al abismo.
Y más: para cada solución hay un problema. Pero son problemas fascinantes: el intento, modesto y desmesurado al mismo tiempo, de producir un cambio importante en la forma de vida de los habitantes de una pequeña zona de una pequeña provincia de un país pequeño. El orgullo de pensar que pueden hacerlo y que esas cien mil personas van a vivir mejor por eso; la resignación de saber que son cien mil entre veintipico de millones.
Nuro está recostado contra un paredón celeste roto, la nariz ancha, las motas, la sonrisa, la camiseta sucia: 15 años en la cara y el torso y, por debajo, dos piernitas de nada, ramas secas. Nuro, cuando camina, camina con las manos. Nuro dice que tuvo una enfermedad cuando era chico y que después su mamá se volvió al pueblo, que lo dejó con otros chicos, que su mamá ya tenía varios hijos y seguramente no podía cuidarlos a todos y también a él pero que le da igual, que él no la necesita, que él vive con sus amigos de la calle y no la necesita.
Nuro tiene los ojos vivos, la sonrisa fácil, los pies sucios con costras, las palmas de las manos como caparazones, y yo quiero preguntarle cómo es vivir con esas piernas, vivir sin piernas, vivir con esas piernas, vivir sin piernas y en la calle pero no me atrevo: me da pena.
—¿Y cómo comés?
Poco, dice Nuro, que entendió mal o bien: que come poco, lo que le da algún vecino, lo que le buscan sus amigos, que él pide y que a veces le dan y a veces no. Y que a sus amigos él les cuenta historias:
—Yo les cuento historias, yo sé historias.
Que les cuenta qué pasa en esta calle, quién vino cuándo, quién tiene qué, quién trajo qué, que puede ver todo lo que pasa porque a él no lo ven, como si no estuviera. Y que se lo cuenta a sus amigos de la calle y que si ellos consiguen algo le dan algo y así come. Y después, al final, que lo que siempre quiso tener es una bicicleta: que su vida sería tan distinta con una bicicleta.
2.
Los periodistas todavía se ríen: me miran y se ríen.
El salón donde se ríen los periodistas está en una institución que se llama Tokovato. Tokovato es un edificio grande, un poco despintado, propiedad de una orden de monjas, donde quince periodistas de todo el país están haciendo un curso de dos días para aprender a trabajar mejor el tema de la apropiación de tierras por parte de empresas extranjeras.
Y Ain, el que ahora les habla, es Hieriniaina Rakotomalamala, encargado de estudios y comunicaciones de la SIF —Solidarité des Intervenants sur le Foncier—, el socio malgache de la International Land Coalition. Ain les habla con entusiasmo contagioso: es un ingeniero agrónomo joven —barbita, anteojos, zapatillas, dientes muy brillantes— convencido de que está haciendo lo que debe aunque siempre sea poco, nunca alcance. Sentados a las mesas en U, nombrados por carteles escritos a mano, los quince periodistas son doce hombres y tres mujeres, alrededor de treinta años; todos salvo un señor casi viejo, muy flaco, con una gorra con visera blanca sucia y una mujer gorda, uñas pintadas despintadas, la cara de haber sufrido suficiente. Hace frío, los periodistas se cierran sus camperas; Ain habla y habla y transpira.
—…esas cosas tienen que averiguar: cuáles son las condiciones en cada caso. Como éste en que la empresa india Varun le entrega a sus trabajadores, que antes eran los dueños de esa tierra, el 30 por ciento de la cosecha, pero de ese 30 por ciento ellos están obligados a venderle el 70 por ciento a la empresa a los precios que la empresa decide.
Los periodistas se sonríen, se miran cómplices: es bueno cuando el mal está tan claro. Ain les dice que muchas veces es más difícil encontrarlo, que es importante que averigüen, que se informen, que aprendan; que «los hechos solo te hablan cuando te has preparado para entenderles», les dice, y que lo dijo Louis Pasteur —y les pregunta si saben quién era Louis Pasteur. Les explica: un químico que encontró cosas increíbles con su microscopio porque sabía qué buscaba.
—Lo importante es entender cómo funcionan las apropiaciones, para poder reconocer los datos que nos traen, los que podemos conseguir.
Les dice, y que el fin del encuentro es poner en marcha un sistema de información sobre las tierras, armar una gran red para saber qué está pasando. Que es algo que beneficiaría a todos, dice: Madagascar no perdería sus tierras a manos extranjeras, los periodistas —ustedes los periodistas, dice— conseguirían temas nuevos y calientes, la SIF —nosotros en la SIF, les dice— podría seguir haciendo su trabajo de registro y denuncia. Pero uno, manos cuidadas, rapado, camperón azul francia con hombreras dice que quizás esto les cree problemas con sus patrones:
—En mi región hay una sociedad china que explota las maderas preciosas, se llevan todos los días camiones y camiones de maderas, y yo sé que le dan plata al dueño de mi diario para que no hable de eso. ¿Entonces yo qué hago?
Otros lo miran, hacen gestos de a mí también me pasa. Una mujer —muy joven, pelo planchado, bisutería en los dedos— se para y le dice que si quiere llamarse periodista sea periodista. Hay risitas, personas que se mueven en sus sillas. El camperón dice que se nota que ella no tiene que mantener a una familia.
—Ya voy a tener.
—Lo que vas a tener es un marido.
Le contesta, y la chica respira hondo. Se diría que trata de no mandarlo a la puta madre que lo parió. Ain sale al rescate:
—Después lo discutimos. Es un tema importante, vamos a verlo con cuidado.
Pero la chica no se deja:
—Justamente por eso vale la pena hablar en nuestros diarios, donde sea. Si no hablamos, va a haber cada vez más chinos que compren nuestro silencio.
—Y no solo chinos.
Dice el de la gorra con visera, y está por decir algo más pero se calla. Ain trata de evitar más peleas: les dice que su trabajo es fundamental, que una buena red de información puede hacer mucho para salvar a miles de campesinos de la pobreza, el hambre, y que lo más importante es averiguar las cosas antes de que sea demasiado tarde: que muchas veces nos enteramos cuando ya es muy tarde, dice. Y que ellos lo saben, por eso tratan de que nosotros no sepamos. Yo me pregunto quiénes somos nosotros; un periodista flaco, a mi derecha, quiénes ellos:
—¿Quiénes son ellos?
Pregunta, muy serio, y se sirve agua en un vaso. Sobre la mesa hay botellas de agua mineral de litro y medio y vasos de vidrio. El periodista flaco —un treintañero en jogging, su bigotito ralo, sus dientes desparejos— se sirve cada diez o quince minutos un fondito de agua: justo lo que va a tomar, y se lo toma. Se ve que no le sobra, no derrocha.
—Ellos son muchos: los que compran las tierras, los empresarios o los políticos que se las venden, los burócratas que reciben comisiones, los periodistas que reciben plata.
Dice Ain, y hay quince periodistas que se ríen, incómodos, nerviosos, muy malgaches.
—Pero también hay mucha gente que quiere saber, porque saber nos permite hacer cosas. ¿O ustedes se creen que, si el pueblo no se hubiera enterado, ahora Daewoo no estaría explotando nuestras tierras?
Dijo, por fin, Daewoo.
Daewoo es la palabra.
Durante todo aquel año 2008 había habido rumores, sospechas, trocitos de certezas: había gente que sabía que el gobierno del presidente Marc Ravalomanana estaba entregando cantidad de tierras a empresas extranjeras, pero nadie tenía precisiones.
Ravalomanana había llegado al poder con peripecias: en 2001, cuando era el alcalde de Antananarivo, disputó elecciones nacionales con el entonces presidente, el capitán de navío Didier Ratsiraka. Los dos reclamaron el triunfo; Ravalomanana se hizo fuerte en la capital, Ratsiraka en la ciudad costera de Toamasina. El enfrentamiento parecía inevitable hasta que se evitó: Estados Unidos, buena parte de Europa, el Banco Mundial y el Fondo Monetario intervinieron a favor de Ravalomanana y lo hicieron presidente; después colaboraron con subsidios e inversiones durante su gobierno. Que se estiró tranquilo siete años, hasta que su sucesor en la alcaldía, un empresario de medios en sus treintas, Andry Rajoelina, inició una rebelión más o menos popular contra él. El descontento empezó a incubar con el aumento del arroz y otros alimentos básicos, pero las primeras grandes manifestaciones repudiaron el cierre de una radio —muy escuchada— propiedad de Rajoelina y el desvío de un préstamo del Banco Mundial para comprar un segundo avión presidencial; el golpe final fue un proyecto de entrega de tierras a la empresa coreana Daewoo.
—Todo empezó cuando un ingeniero agrónomo que trabaja en la capital pero también es el jefe de su pueblo en el este de la isla se enteró por unos amigos de que había, en oficinas del gobierno, un trámite abierto para otorgarle a una sociedad extranjera más de un millón de hectáreas de tierras malgaches. Y se enteró porque las tierras estaban repartidas por todo el país, pero muchos miles estaban en su zona.
Me dice ahora, en el distrito XI de París, en el caserón donde se reúnen tantos grupos de exiliados, ecologistas, altermondialistas y otros istas contemporáneos, Mamy Rakotondrainibe, la presidenta del Collectif pour la Défense des Terres Malgaches (Tany).
El ingeniero, entonces, se interesó en la cuestión, se enteró de lo que pudo y, al cabo de un par de semanas —corría 2008— convocó a una conferencia de prensa para denunciar la operación. No tenía detalles, pero podía asegurar que la entrega era de una magnitud inusitada. En la conferencia hubo muchos periodistas; muy pocos medios publicaron algo. El ingeniero jefe y algunos amigos no se dieron por vencidos: se pusieron a buscar más información, a hablar con todos los que se les cruzaban, a distribuir fotocopias de los papeles que conseguían, hasta que la policía les hizo entender con bastante labia que si no terminaban con esas actividades terminarían muy mal. El ingeniero, entonces, buscó ayuda exterior: viajó a Alemania y, sobre todo, a Francia, la ex metrópolis, donde la colonia de malgaches es lógicamente grande, para contarles lo que estaba pasando y pedirles su colaboración. Fue entonces cuando conoció a Mamy.
—Nosotros ya hacíamos todo lo que podíamos por nuestro país, recolectábamos y mandábamos comida, remedios, artículos de primera necesidad, esas cosas, pero cuando nos contaron esto pensamos que era necesario intervenir. Entonces formamos este Colectivo.
Mamy es una mujer de unos 60 años, sonrisa suave, voz muy dulce, palabras implacables.
—Lo que pasa es que en Madagascar mucha gente tenía miedo de hablar de esas cosas. Sobre todo después de lo que había pasado en Ankorondrano.
Ankorondrano es un pueblito a 90 kilómetros al oeste de la capital, donde un propietario rico consiguió que la policía interviniera para echar a varias docenas de familias campesinas que vivían desde hacía décadas en una tierra que él reclamaba como suya.
Cuando Francia ocupó Madagascar en 1883, una ley declaró que la gran mayoría de las tierras pertenecía al Estado colonial —que, así, podía adjudicarlas a quien le pareciera. Lo mismo sucedió en muchas otras colonias africanas. En muchas, también, el sistema se mantuvo tras la independencia: las tierras apropiadas por el poder colonial quedaron en manos del nuevo Estado, que permitía que sus campesinos las usaran.
De a poco, fueron apareciendo formas de registrar la propiedad de las tierras ancestrales, pero eran complicadas y costosas y nada parecía requerirlo: buena parte de sus ocupantes siguieron viviendo en ellas como siempre, sin pensar en papeles. Todavía, la mitad de los campesinos de Madagascar vive y labora en tierras que ellos y sus mayores ocuparon por siglos, tierras que forman parte de la propiedad comunal de sus aldeas, pero que no les pertenecen legalmente.
(Además, desde la Independencia, una ley prohibió la venta de tierras malgaches a empresas o ciudadanos extranjeros. En 2003 la presión del Fondo Monetario y el Banco Mundial —en nombre, por supuesto, del desarrollo económico— dio resultado: la venta se liberó para cualquiera que tuviera el dinero. Entonces sí que el título de propiedad pasó a ser importante.)
Ahora, para muchos, no tener título es causa de una zozobra extrema: la conciencia de que en cualquier momento algún abogadito, algún político, pueden echarte de tu casa para quedarse con tu tierra, para dársela a quién sabe qué vazaha.
O, también, menos: la conciencia de que las formas diferentes —comunales, colectivas— de propiedad o de usufructo no tienen validez, caen ante la hegemonía del mercado y el monopolio de la propiedad privada.
En agosto de 2006, en Ankorondrano, cientos de campesinos se resistieron a dejarle las tierras al propietario rico; la policía insistió y en la pelea mató a una señora mayor. Más rabia, más enfrentamientos: dos policías cayeron muertos. Un año después, un tribunal juzgó a 93 campesinos acusados de esa rebelión y de esas muertes. Seis de ellos fueron condenados a doce años de trabajos forzados; trece, a muerte. En Madagascar la pena capital no suele cumplirse —se conmuta por prisión perpetua— pero el fallo sirvió para disciplinar a los insatisfechos: muy pocos se atrevían, en 2008, a discutir cuestiones de tierras. Muchos ricos locales aprovecharon para hacerse con más y más; muchos de ellos eran, además, testaferros de empresas extranjeras.
Desde la relativa seguridad de París, Mamy y los suyos, indignados por el proyecto Daewoo, insistían. Hicieron circular por internet una petición para detener la entrega, que recogió muchos miles de firmas —en Europa. En Madagascar, cuenta Mamy, mucha gente les contestaba en privado, los alentaba a seguir agitando, pero les decía que firmar les daba miedo. En cambio, se ofrecía a seguir difundiendo el asunto, hablar con sus amigos, sus vecinos.
Fue entonces cuando apareció el artículo que terminó de dar al affaire Daewoo difusión mundial: lo publicó, curiosamente, el más rancio diario de negocios europeo, el Financial Times, un medio que nunca se destacó por su defensa de los pobres del mundo. La nota se titulaba «Daewoo va a cultivar gratis tierra malgache» y empezaba diciendo que «la empresa surcoreana Daewoo Logistics dijo que no esperaba pagar nada para cultivar maíz y aceite de palma en un área de Madagascar del tamaño de media Bélgica, aumentando las preocupaciones sobre la mayor inversión de este tipo». Después daba la palabra a fuentes de la compañía que decían que el contrato de locación de 1.300.000 hectáreas de tierra malgache se firmaría por 99 años. «“Queremos plantar maíz acá para aumentar nuestra seguridad alimentaria. Los alimentos pueden ser armas en este mundo”, dijo Hong Jong-wan, un gerente de Daewoo. “Podemos exportar las cosechas a otros países o enviarlos a Corea en caso de una crisis alimentaria”.» El artículo decía, por fin, que el contrato ya estaba firmado, que Daewoo no pagaría nada pero crearía empleos y construiría infraestructura que beneficiarían al país y que las 1.300.000 hectáreas representaban la mitad de la superficie cultivable de la isla. Más adelante, en un raro alarde, el artículo explicaba que el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas decía que más del 70 por ciento de la población de Madagascar vivía bajo la línea de pobreza, y que «alrededor de la mitad de los chicos menores de tres años sufren retrasos debidos a una dieta crónicamente insuficiente».
El rumor se había convertido en información precisa, con cifras y letras, pero seguía sin tener grandes efectos en Madagascar. Donde, a mediados de diciembre 2008, la rebelión empezó por efectos de los aumentos de los alimentos, el cierre de la radio y la compra del avión; recién en enero el reclamo por la tierra de sus mayores se hizo más clamoroso. En Madagascar, la tierra es la síntesis de la nacionalidad; la palabra que se usa como «patria» —tanindrazana— significó, primero, «tierra de los ancestros», vaterland. El himno, de una sola estrofa, insiste con unción: «Oh, amada tierra de nuestros ancestros,/ oh, buen Madagascar,/ nuestro amor por ti no cesará jamás».
Fue el gran balde de nafta sobre la hoguera: en un par de semanas, tras enfrentamientos entre manifestantes y militares que dejaron más de cien muertos, el gobierno de Ravalomanana había caído. Pocos días después, ante la presión popular, el nuevo presidente Rajoelina declaró que el contrato con Daewoo había sido anulado.
La idea de usar tierras malgaches para solucionar problemas de otras tierras tiene varios precedentes. El más brutal es el Madagaskar Projekt de la Reichssicherheitshauptamt u Oficina Principal de Seguridad del Reich, encabezada por Reinhard Heydrich. El proyecto, diseñado por Adolf Eichmann en 1940, proponía «reubicar» a los judíos europeos, a razón de un millón por año, en esta isla.
El plan era complejo: Francia recién ocupada entregaría Madagascar, que quedaría bajo el control de las SS; los fondos requisados a los judíos de toda Europa pagarían la operación; los judíos serían transportados en barcos mercantes ingleses una vez completada la Operación León Marino, la ocupación de Inglaterra.
El plan no funcionó porque la defensa aérea británica impidió que los alemanes lanzaran su invasión. Como siempre, el triunfo de unos fue el desastre de otros: ante la imposibilidad de mandarlos a Madagascar, el gobierno alemán decidió eliminar a los judíos europeos. Empezaba la Solución Final.
Por el caso Daewoo, Madagascar quedó inscripto en la memoria de los pocos que tienen memoria de esas cosas como el ejemplo más claro de la apropiación de tierras —y de la posibilidad de combatirla.
3.
«Compre tierra. Ya dejaron de hacerla», escribió, cuando todavía la hacían, el maestro Mark Twain.
Durante décadas, la agricultura no tuvo peso en la economía global. Era un mal necesario: había que comer. Pero no producía grandes fortunas, no daba prestigio, no permitía innovaciones ni inventos fulgurantes, no parecía moderna; se veía, en verdad, como una supervivencia molesta de tiempos ya pasados. Hasta que el precio de las commodities alimentarias empezó a aumentar y creció el miedo a la escasez y los países que producen mucho pasaron a ganar muchísimo y los que poco a preocuparse más que un poco. Y las potencias se dieron cuenta de que la tierra y el agua, que solían sobrar y que ellos despreciaban, que representaban el pasado frente al futuro de sus máquinas y sus tecnologías, se estaban volviendo escasas y, por lo tanto, cada vez más valiosas.
Ése fue el cambio: tras décadas de desprecio, la agricultura volvió a ser una de las actividades económicas definitorias. Es, sin duda, otro tipo de agricultura. Pero, con todo lo que se ha avanzado en esas técnicas, la tierra no se estira y el agua no siempre sale de las piedras.
La apropiación de tierras —que en inglés llaman land grab— es una forma módicamente nueva de hacer algo muy viejo. Solo que antes se lo solía llamar colonialismo y las potencias ocupantes plantaban sus banderas; ahora lo hacen bajo el estandarte de la globalización y el libre comercio —y la ayuda a los pobres.
La primera vez colonizaron en nombre del evangelio y la civilización: había que educar y cristianar a esos salvajes. Ahora van en nombre del capitalismo humanitario: tenemos que enseñarles a producir más en serio así pueden integrarse al mercado y comprar más cosas e incluso comer más a menudo, pobrecitos.
«La apropiación de tierras consiste en la sustracción de tierras rurales por parte de inversores internacionales para darles un uso comercial y expulsar a la gente que tradicionalmente las usaba para ganarse la vida», resume el keniata Michael Ochieng Odhiambo en el informe Presiones comerciales sobre la tierra en África de la Coalición Internacional de Tierras. «Se llama apropiación precisamente porque no se consulta a la gente que normalmente usaba esa tierra y sus intereses no se tienen en cuenta».
Y, sobre todo: porque, en general, lo que producen se exporta a los lugares de origen de las empresas que se apropiaron de esas tierras o a otros países ricos y, así, se sacan de la circulación local. Es, de una manera muy directa, muy visible, comida que los habitantes de un país, de una región ya no tendrán porque unos señores más ricos se la llevan para venderla en sus propios mercados. O, dicho en bruto: les sacan la comida de la boca. El grado de metáfora es escaso.
(En castellano muchos traducen land grab como «acaparamiento de tierras». Yo creo que acaparar incluye un matiz de monopolizar que no corresponde; aquí no se acapara, no se monopoliza; aquí lo que sucede es que quienes no tienen derecho a un bien —digamos, tierras— usan su poder, económico y político, para apropiarse de él. Por eso prefiero escribir «apropiación de tierras».)
Países que pueden —países ricos con poca tierra, países avanzados con industrias de punta, países afortunados con subsuelos encharcados de petróleo— mandan exploradores a recorrer el OtroMundo buscando qué comprar. Grandes corporaciones o aventureros con capital también buscan —y encuentran.
Dentro de la lógica del capitalismo global tienen derecho: no hay leyes que impidan que un señor con la plata o los contactos o la labia o la fuerza suficientes se quede con las tierras que pueda y envíe su cosecha a la casa de su prima —aunque los campesinos que vivían en esas tierras, los habitantes de los pueblos y ciudades circundantes se queden sin comer. Contra eso no hay ninguna ley.
Países, grandes corporaciones se apropian de tierras porque no quieren depender del comercio internacional para conseguir los alimentos que precisan. Buscan vías más directas porque no confían en los mecanismos del mercado: los mayores jugadores descreen de su propio juego. Otros lo intentan porque es un buen negocio:
—Los que producimos decimos que el único remedio para los precios altos son los precios altos. La única manera de que los granos valgan menos es que, eventualmente, la frontera agrícola de Brasil alcance su final y empecemos la expansión en África. Esa expansión demanda mucha guita. Y para que esa guita pague el retorno que tiene que pagar, los granos tienen que valer mucho. Si cada año 20 millones de chinitos se van del campo a la ciudad, son chinitos que no vuelven al campo y necesitan comprar sus alimentos. Esa demanda ya no vuelve atrás. Entonces, o el mundo se acostumbra a producir más alimentos, o los alimentos van a salir más caros todavía.
Me había dicho, meses antes, en un bar del centro de Buenos Aires —martinis muy secos, unas tapas— Iván Ordóñez, entonces economista del mayor sojero argentino.
—A ver: vos decís que para que empiece el aprovechamiento de las tierras de África los precios de los granos deben aumentar. Si sucede, esas tierras se van a aprovechar mejor todavía porque va a haber menos gente, porque con el aumento de los precios se van a ir muriendo de hambre…
—Sí, puede ser. Yo no digo que mi ecuación sea el ideal; digo que es lo que pasa. Es capitalismo, es así. Vos serás moderno, yo soy posmoderno. Ya hay fondos de inversión que están operando en África, porque entre otras cosas la tierra ahí no vale un mango. Pero bueno, todavía tienen que demostrar que son útiles para el inversor.
El círculo es más que vicioso: los pequeños campesinos africanos sobreviven apenas con sus tierras porque no tienen herramientas ni capital ni infraestructura para producir más pero el aumento de los precios globales de los alimentos hace más rentable y más urgente para grandes capitales explotar esas tierras, para lo cual expulsan a esos campesinos, que terminan en ciudades donde deben comprar alimentos mucho más caros porque los que los producen pretenden rentabilizar sus inversiones o porque, más brutalmente, los exportan y sacan del mercado.
Y, en definitiva, para variar un poco:
comen menos.
El movimiento de apropiación de tierras del OtroMundo empezó a tomar envión a principios de siglo, pero el aumento de los precios de los alimentos a partir de 2007 le dio un empujón definitivo.
En estos quince años, distintas corporaciones estatales y privadas compraron o alquilaron o consiguieron enormes extensiones. Sería bueno poder escribir «enormes extensiones» y no tener que precisar: es muy difícil saber las cantidades. Muchas operaciones no se reportan, otras se reportan y no terminan de concretarse, otras se concretan por cantidades diferentes de las anunciadas —y, en muchos casos, los territorios entregados no tienen medidas o registros muy precisos.
En cualquier caso, las cifras varían demasiado. Un informe emitido en 2010 por el Banco Mundial, que no suele caracterizarse por su agresividad anticapitalista, decía que hasta entonces se habían apropiado unos 56 millones de hectáreas, más que toda la superficie de España. Pero que hay «una sorprendente falta de conciencia y conocimiento de lo que está sucediendo, incluso por parte de las instituciones públicas que deberían controlar el fenómeno», que se da sobre todo en países donde «la capacidad del Estado es frágil, el derecho a la propiedad no está bien definido y las instituciones reguladoras carecen de recursos».
En cambio un estudio de la National Academy of Sciences norteamericana dice que las apropiaciones ya alcanzan los 100 millones de hectáreas. Cien millones de hectáreas es un millón de kilómetros cuadrados: la suma de Francia y Alemania, por ejemplo, o de Italia, Japón y Gran Bretaña.
—Pero, en definitiva, ¿qué cantidad de tierra fue apropiada?
Le preguntaron hace meses a Fred Pearce, inglés, autor de The Landgrabbers, el libro más completo sobre el tema.
—Nadie lo sabe realmente. Muchos negocios que fueron informados nunca sucedieron y muchos de los mayores se hacen en secreto. Oxfam dice que se apropiaron más de dos millones de kilómetros cuadrados, unos 200 millones de hectáreas. Pero por el momento no podemos saberlo exactamente.
Sí sabemos que la mayoría, más de dos tercios de esas tierras, están en África negra, en países donde la propiedad es muy barata o se consigue casi gratis, y donde hay muchas personas que no comen suficiente. La LandMatrix Database decía —en julio de 2013— que, tomando solo la información comprobada, los diez países donde extranjeros se apropiaron de más tierra son:
Sudán del Sur (4.100.000 de hectáreas cultivables), Papúa Nueva Guinea (3.900.000), Indonesia (2.700.000), Congo (2.600.000), Mozambique (2.000.000), Sudán (2.000.000), Etiopía (1.400.000), Sierra Leona (1.400.000), Liberia (1.100.000) y Madagascar, que bajó hasta 1.000.000 de hectáreas por las presiones que hicieron que varias apropiaciones no pudieran completarse.
Poco después los siguen Benín, Tanzania, Liberia, Kenia, Mali; casi todos están entre los países más pobres del mundo, con mayor cantidad de desnutridos. La cantidad de campesinos desplazados es más confusa todavía —y no suele salir en los informes.
Un tercio —grosso modo— de esas tierras se usa para cultivar alimentos, otro tercio para agrocombustibles. Aunque no siempre hay diferencias claras: muchas de estas tierras están dedicadas a lo que ahora se llaman flex crops —cultivos flexibles—, los que tienen usos múltiples, los que pueden servir como alimento humano, animal, materia prima industrial o combustible. Los que dan más opciones son la soja, la caña de azúcar, el maíz, el aceite de palma.
El tercio que queda se reparte entre maderas, flores y, en buena medida, esa rara perversión contemporánea que consiste en conservar bosques más o menos vírgenes para generar bonos de carbono, o sea: para compensar con esas manchas verdes de espacios inutilizados las emisiones de gases de efecto invernadero que producen las fábricas de los países ricos. Zonas que quedan perfectamente pobres, improdutivas, inútiles para sus habitantes, para pagar el gasto ambiental de los que ganan más y más dinero.
«Las tierras africanas aparecen como una solución barata para los problemas de otros. África se convierte en el lugar en el que otras partes del mundo pueden producir sin tanto costo lo que necesitan», escribió hace poco David Anderson, profesor en Oxford.
El resto de las tierras apropiadas se reparte entre el sudeste asiático —Camboya, Laos, Filipinas— y América Latina.
Pero ahora la región más deseada es la Sabana Guineana, un territorio de cuatro millones de kilómetros cuadrados o 400 millones de hectáreas —casi el doble que la Argentina—, que se extiende desde el Atlántico hasta el Índico, justo por debajo del Sahel, a través de más de 20 países: desde Guinea, Senegal y Sierra Leona hasta Malawi, Tanzania y Mozambique, pasando por Mali, Burkina Faso, República Centroafricana, Kenia, Uganda, Zambia, Angola —entre otros. El Banco Mundial llamó a esta región «la última gran reserva mundial de tierra subempleada». Es lo que solían decir los colonos que ocuparon África en el siglo xix o los militares que tomaron la Pampa y la Patagonia argentinas en esa misma época: campañas al desierto. En la Sabana Guineana viven y trabajan más de 600 millones de africanos —casi un décimo de la población mundial— entre los más pobres y desnutridos del planeta.
Esta ola de apropiación de tierras parece el último paso del capitalismo de origen occidental para completar su ocupación de la Tierra. El movimiento que empezó con Colón y los demás navegantes, que se aceleró en la segunda mitad del siglo xix, está por terminar. El intento siguiente va a tener lugar, seguramente, en otro espacio.
El modelo que muchas de estas nuevas explotaciones africanas querrían reproducir son las fazendas del cerrado brasileño. El cerrado es un área de dos millones de kilómetros cuadrados, casi todo el territorio de Brasil menos la Amazonia, la costa y el sur gaúcho. El cerrado son grandes sabanas fértiles, bien irrigadas, con un problema: la tierra es demasiado ácida para la mayoría de los cultivos. Así que durante muchos años se usó para ganadería hasta que, a mediados de los setentas, científicos comisionados por el gobierno encontraron la solución: tratándolo con grandes cantidades de lima el suelo se volvía productivo —y empezó la invasión.
Las plantaciones suelen ser enormes —decenas, cientos de miles de hectáreas— y muy tecnificadas: semillas genéticamente modificadas, mucha máquina, poca mano de obra —si acaso un trabajador cada 200 hectáreas. Los gobiernos locales —operados por los grandes sojeros, maiceros y algodoneros— construyeron las rutas necesarias para llevar sus productos a los puertos. Muchas tierras fueron ocupadas a punta de escopeta; en muchas, los empleados locales trabajan como perros por muy poco.
Gracias al cerrado, Brasil se convirtió en el primer exportador mundial de soja, carne, pollo, tabaco, azúcar, jugo de naranja. El cerrado atrajo a grandes inversores mundiales: Soros, Rothschild, Cargill, Bunge, Mitsui, Chongqing, el emirato de Qatar. Por lo menos un cuarto de sus tierras está en manos de extranjeros —y un porcentaje mucho mayor de sus productos termina fuera de Brasil. La pobreza de la mayoría de sus habitantes sigue siendo extrema. El cerrado es, de algún modo apenas más civilizado, el primer ejemplo de esa forma de apropiación de tierras que ahora recorre el mundo.
—O quizá solo el más reciente.
Le decía a Fred Pearce un productor agrario brasileño. En su región hay estancias que se llaman Bonanza, Chaparral.
—¿O ya nadie se acuerda de cómo ocuparon los cowboys el oeste americano?
Los gobiernos nacionales de muchos países pobres suelen estar más que dispuestos a colaborar con estas apropiaciones. En general ganan más que réditos políticos —y algunos, quizá, incluso esperan mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos. El régimen etíope del ex guerrillero comunista Meles Zenawi —muerto en 2012— y su sucesor Hailemariam Desalegn, por ejemplo, tiene políticas muy agresivas de captación de «inversores», oficinas de promoción, campañas para ofrecer sus tierras por unos alquileres casi simbólicos a extranjeros que las quieran explotar. Puede hacerlo sin mayores problemas legales porque en los setentas, cuando era socialista, nacionalizó toda la tierra cultivable del país.
Es una diferencia radical: a quienes se dicen revolucionarios se suele criticar que no hacen lo que dicen. A los capitalistas convencidos, en general, que sí lo hacen.
Si la apropiación de tierras es una forma de colonialismo, es una que, como todas, se aprovecha de la debilidad de los estados donde coloniza. Ninguna corporación, pública o privada, podría quedarse con miles de hectáreas en un país cuyo gobierno tuviera los medios y la voluntad de guardarlos para sus ciudadanos. La apropiación de tierras es, en este sentido, otro efecto de este mundo raro, donde las personas son representadas por instituciones nacionales —los gobiernos— cuyo poder es mucho menor que el de instituciones supranacionales —esas corporaciones— que sí definen nuestras vidas.
O sea: que toleran que elijamos a unos señores que mandan mucho menos que los que nadie elige —pero nos venden que eso se llama democracia o libertad o autodeterminación.
Es cierto: tantos extranjeros apropiándose de las tierras de países del OtroMundo despiertan —entre los que se enteran— la indignación correspondiente. Son las delicias del nacionalismo —manifiesto o latente—: los ricos nacionales también concentran cantidades importantes pero eso no indigna a nadie, parece formar parte de las reglas del juego. Lo que sí suena intolerable es que una compañía o un estado lejanos se queden con las tierras; que un señor de la misma nacionalidad haga lo mismo entra dentro de la lógica que se supone que aceptamos.
Y ni siquiera solemos preguntarnos por qué, cómo lo conseguimos.
(Yo no estoy a favor de mantener a ultranza las tierras en manos de sus antiguos habitantes. Para empezar, la idea de que haber pasado siglos en un lugar te da derecho a pasar más siglos en ese lugar es muy discutible: según esa misma idea, el rey de Arabia tiene derecho a serlo porque sus mayores lo fueron durante mucho tiempo. O así: es una idea conservadora, históricamente ecololó que vale la pena discutir.
Tampoco creo en el argumento que dice que hay que preservar a toda costa sus culturas. Las culturas evolucionan, cambian. Hemos hecho esfuerzos ímprobos para dejar atrás la cultura occidental y cristiana que decía que coger era pecado y disfrutar milagro y quien decía mecagoendiós se quemaba para siempre en llamas sempiternas; tampoco quedaría bien que lamentáramos la irreparable pérdida del esclavismo en nuestros países en los últimos doscientos años. Y sin embargo nos ponemos paternalistas y declamamos que hay que «preservar» culturas que funcionaron en otros tiempos, otras condiciones.
«¿Por qué nos empeñamos en suponer que hay sociedades “tradicionales” que deberían conservar para siempre su forma de vida, y que lo “progresista” consiste en ayudarlos a que sigan viviendo como sus ancestros? ¿Será porque nosotros los modernos seguimos usando miriñaques y polainas, casándonos con vírgenes o vírgenes, viajando a caballo con el sable en la mano, escribiendo palabras como éstas con la pluma de un ganso, reverenciando a nuestro rey, iluminándonos con el quinqué que porta, temeroso, aquel negrito?
»La tradición, la pureza, la autenticidad. Es esa idea conservadora de congelar la evolución en un punto pasado: esa idea que la izquierda comparte tan bien con la derecha, aunque la apliquen a objetos diferentes», escribió, hace unos años, un autor argentino casi contemporáneo. Y que el tema no son las tradiciones; que el tema es el derecho a vivir dignos.
Y que, para eso, a veces se hará necesario dejar de usar viejas técnicas de subsistencia —recolección, ganadería extensiva, rotación lenta de tierras— que requieren mucho espacio: se puede postular que no es justo que una cantidad relativamente pequeña de personas ocupe el espacio que tantas necesitan. Y, entonces, sería legítimo utilizar esas tierras para producir más —y reubicar o reconvertir a sus antiguos habitantes. Pero eso requeriría que el producto fuera repartido entre los que lo necesitan; toda la legitimidad de esa movida se pierde si los que van a cultivar esas tierras lo hacen para que sus patrones o inversores ganen más.)
Las diferencias entre apropiación y adquisición de tierras no siempre son precisas. Pero, en síntesis: una cosa es comprarle a una persona o una empresa una finca que poseían y que usaban —o no— para hacer su negocio; otra es apropiarse, con la complicidad de funcionarios estatales, de unas tierras que una comunidad o ciertas personas usaban para sembrar, pastorear, proveerse de madera o animales.
Todo lo cual les resultaría mucho más difícil si no fuera por este desfasaje de culturas: el capitalismo avanzado y su idea de la propiedad enfrentándose con otras formas de pensar el uso de los recursos. Alrededor del 90 por ciento de la tierra africana no tiene registros legales de posesión: los modos de considerar y registrar la propiedad siempre fueron otros. Ahora funcionarios nacionales y compradores extranjeros invocan el derecho occidental para irrumpir violentos, se aprovechan de ese desfasaje para pretender que esas tierras no son de nadie y están, por lo tanto, a su disposición.
Y entonces los gobiernos se encargan de vaciar los territorios que entregan a sus nuevos beneficiarios. Para eso desplazan poblaciones enteras; a veces incluso dicen que lo hacen para mejorar sus condiciones de vida. Pero —por citar solo un ejemplo— el contrato que firmó el Estado etíope con un multimillonario indio, Sai Ramakhrishna Karuturi, al que le prometió 300.000 hectáreas a un dólar por hectárea y por año durante 50 años en el sur del país, dice muy claro que la tierra «debe ser entregada vacía» y que el gobierno «debe asegurar que el arrendatario disfrutará de una posesión pacífica y sin dificultades y proveerle sin costo una adecuada seguridad contra revueltas, disturbios o cualquier otra turbulencia cómo y cuándo el arrendatario lo requiera».
Son condiciones que el inversor exige: «Los riesgos potenciales asociados con estas operaciones incluyen una población local muy desprovista de dinero perdiendo no solo sus casas sino también su fuente de alimentos y futuros ingresos, en la medida en que los inversores ejercen su pleno derecho a cosechas y tierras», dice el informe de dos directores —Jacques Taylor y Karin Ireton— del Standard Bank sudafricano. Y que por eso es habitual que el inversor obtenga en los contratos con cualquier gobierno la seguridad de que va a tener «la capacidad de operar sus inversiones según sus necesidades».
En abril de 2012 las autoridades saudíes anunciaron que el gobierno de Sudán les había entregado una extensión de 800.000 hectáreas de tierras cultivables, donde no regirán impuestos y leyes sudaneses, para que la administrasen a su gusto —con el propósito de producir alimentos para sus ciudadanos.
Aquí, la palabra colonia es literal.
Los nuevos colonos suelen llegar con los brazos llenos de promesas y justificaciones: que van a construir infraestructura —caminos, canales, escuelas, hospitales—, que van a dar trabajo a los locales, que van a ayudar a alimentar al mundo, que las tierras que quieren explotar están vacías o subutilizadas, que van a multiplicar su rendimiento.
No dicen que ese aumento, en principio, solo va a favorecer a sus accionistas, que las obras de infraestructura son, salvo excepciones, las que necesitan para extraer y transportar sus productos, que sus empleos no suelen cubrir la cantidad de campesinos que su llegada obliga a desplazar, que pagan sueldos tristes y que, en última instancia, hay una lógica rara en que haya que agradecer a grandes capitalistas que se han quedado durante siglos con el producto del trabajo de millones que ahora sean los únicos que pueden poner algún dinero para seguir quedándose con él.
Ya lo decía el señor Hong, gerente de Daewoo, para justificar su millón y pico de hectáreas: «Madagascar es un país totalmente subdesarrrollado que está intacto. Nosotros vamos a proveerles empleos haciéndolos cultivar la tierra, y eso es bueno para Madagascar».
Otra vez: se jactan de que crean empleo como si eso los convirtiera en benefactores de la humanidad —o por lo menos de ese trocito de la humanidad que trabaja en sus campos. Otra vez, sin cesar: la plusvalía. Si emplean gente es porque sabrán quedarse con una parte importante del valor producido por el trabajo de esa gente; si emplean a esa gente —a los habitantes de ese lugar determinado— es porque pueden pagarles infinitamente más barato que lo que deberían en sus sitios de origen. Pero suponen —y no son los únicos— que sus obreros deberían agradecer que los exploten.
(No solo en esos campos, no solo en ese mundo que es y que no es Otro: el agradecimiento a los que «crean empleo» —a los que ganan plata con el trabajo ajeno— es uno de los rasgos más tristes de estos tiempos. Gracias, señor, por tener la gentileza de azotarme con ese látigo tan bonito, cuyas heridas me enseñan tantas cosas. Y hasta puedo lamérmelas y esos jugos me van saciando el hambre.)
El otro argumento más utilizado por quienes se apropian de esas tierras es que la introducción de técnicas modernas va a aumentar su rendimiento y, por lo tanto, van a alimentar a mucha más gente. Una vez más, la excusa de la «civilización»: a fines del siglo xix, cuando los europeos se repartieron África, la justificación ya era que venían a beneficiarla con el uso de las últimas técnicas —a civilizarla.
Ahora dicen que los países africanos no tienen los recursos ni los saberes suficientes como para explotar a fondo sus posibilidades —sus materias primas. Entonces el negocio está claro: yo pongo la plata para que tu país vaya creciendo y, a cambio, me llevo el producto de ese crecimiento. Como se lo llevaron antes, durante siglo y medio, en los tiempos que sí se llamaban coloniales. Por eso, porque no pudieron acumular los frutos de sus riquezas que terminaban en París o en Londres, estos países están como están. La solución que les proponen es hacer lo mismo.
África tiene 750 millones de hectáreas de tierra cultivable que podrían explotarse más —me resisto a decir inexplotadas: explotadas de otro modo. 750 millones de hectáreas equivale a la mitad de las tierras que se cultivan en el mundo ahora.
La cuestión es, como siempre, política: quiénes van a usar esas tierras, cómo, para qué. Parece cierto que si se las mantiene en pequeñas unidades poco productivas el hambre va a aumentar en una región cuyos habitantes deberían pasar de sus mil millones actuales a dos mil millones en 2050. Todo el asunto consiste en saber si el cambio técnico que parece necesario va a ser hecho por los apropiadores que quieren «integrarlas al mercado mundial» o por sociedades que consigan los medios políticos para garantizar la vida de sus miembros. ¿Cuál es esa forma política? Ahí está la cuestión.
El argumento de la eficacia retoma la línea Monsanto, que se presenta como un benefactor de la humanidad cuando dice en su página web que «para alimentar a la creciente población mundial los agricultores deben producir, en los próximos 50 años, más comida que toda la que produjeron en los últimos 10.000. Estamos trabajando para duplicar las cosechas de nuestros cultivos principales antes de 2030».
Lo que no dicen —ni Monsanto ni los demás apropiadores de tierras del OtroMundo— es que el planeta ya produce comida suficiente para alimentar a 12.000 millones de personas y que, aún así, mil millones no comen suficiente. Que con solo los granos que se producen actualmente en el mundo —sin contar verduras, legumbres, raíces, frutas, carnes, pescados— alcanzaría para que cada hombre o mujer o chico comieran 3.200 calorías por día: 50 por ciento más que lo que necesitan. Que siempre es mejor producir más comida —será más fácil, más barata, más accesible— pero que el problema, en síntesis, no está en que no haya comida sino en que algunos se la llevan toda. Y que estas explotaciones no solucionan sino, al contrario, agudizan ese reparto injusto.
El movimiento colonial que llamamos apropiación de tierras es la puesta en escena más grosera, más brutal, de la desigualdad entre países: unos usan las tierras de otros para producir los alimentos que todos necesitan; unos se los llevan, otros se quedan sin.
Dos tercios de esas tierras están en regiones donde muchas personas pasan hambre. Las tierras están, sus productos están, solo que quienes tienen poder y dinero se los llevan adonde pueden sacarles más dinero. O, incluso, mantienen tierra improductiva para especular con el aumento de su precio —porque, al fin y al cabo, cuanto menos alimento se produzca más demanda habrá, y será más caro.
La cuestión, por una vez, no es demasiado complicada.
Mientras tanto, una proporción importante de las apropiaciones de tierras fracasa: la inexperiencia de los inversores, su desconocimiento de las condiciones locales, la oposición de los pobladores, los cambios del mercado global se conjugan para que sus proyectos no funcionen —o funcionen muy poco. Entonces las tierras quedan en un extraño limbo: entregadas a extranjeros más o menos fugitivos, los locales no pueden usarlas y los extranjeros ya no quieren. «A veces, lo único peor que una apropiación de tierras es una apropiación de tierras fallida», escribió Paul McMahon en Feeding Frenzy.
Desde el affaire Daewoo, Madagascar se convirtió en el leading case, el ejemplo más bruto de las apropiaciones —y cómo pueden, si acaso, fracasar cuando muchos se oponen.
Y cómo pueden, también, seguir adelante.