1.
Diógenes de Sínope, el filósofo cínico, se masturbaba una tarde en medio del ágora de Atenas, y alguien se lo reprochó.
—¿Ah, le parece mal? ¿Y qué le parecería si se pudiese saciar el hambre frotándose la panza con la mano?
Contestó, para que terminaran de entenderle. No se puede; buscar las formas de saciarlo fue la causa de tantas guerras, tantos cambios: una de las pocas razones de la historia.
Nunca terminaremos de saber cómo empezamos, pero corren hipótesis. Faustino Cordón, en su libro Cocinar hizo al hombre, supone que fue porque no supimos hacer lo que otros sí: que cuando nuestros ancestros eran aquellos monos que andaban por los árboles buscando brotes, hojas y algún insecto perdido, hubo algunos que aprendieron a colgarse más y mejor de las ramas. Esos originaron a los grandes simios: animales que fueron desarrollando brazos y torsos poderosos para viajar de rama en rama, que se apoderaron de ese territorio apetecido y expulsaron a los otros: nuestros ancestros, incapaces, impotentes, tuvieron que bajarse de esos árboles y buscarse la vida en el suelo.
Con aquella derrota, se dice, empezó el hombre.
Hay quienes dicen que ahora —superpoblación, cambios de clima, agotamiento de los suelos y del agua— viene «la guerra por los alimentos». La guerra por los alimentos existe desde siempre, y siempre sigue. Solo que hay, entre batallas, momentos de calma relativa en que los ganadores son tan ganadores que no precisan pelear para seguir disfrutando del triunfo.
Los homínidos, ya en el suelo, tuvieron que hacer de la necesidad virtud: aprendieron a caminar mejor, desarrollaron patas más potentes y afinaron esos brazos y manos que ya no necesitaban para colgarse: pudieron usarlos para manejar aquellas herramientas primitivas, una piedra, un hueso, un palo. Esta oración —este proceso— duraría millones de años. Y produciría un par de efectos decisivos: la postura erecta, consecuencia del nuevo hábitat, que les permitió transportar herramientas que no tenían que tirar, como antes, para treparse al árbol. Y un mayor grado de comunidad porque, asustados en un hábitat nuevo, aquellos monos deberían cuidarse y apoyarse unos a otros. De dónde, también, una evolución progresiva de sus formas de comunicación: los primeros intentos de un lenguaje.
Con esos útiles, que suplantarían la evidente incapacidad del cuerpo humano para tantas cosas —no somos especialmente fuertes, no saltamos ni corremos como otros, no tenemos muy buena vista ni muy buen olfato ni muy buen oído, no tenemos garras ni dientes poderosos—, aquellos ancestros empezaron a variar su alimentación: con ciertos palos podían matar a ciertos animales, con otros palos cavar para buscar raíces y tubérculos, con piedras romper los huesos que encontraban para sacar la médula; sus cuerpos se fueron acostumbrando a otras comidas —que, a su vez, los fueron transformando.
Una horda: animales saltando y gruñendo alrededor de un animal más chico o más débil o más muerto, disputándoselo, desgarrándolo, comiéndole los trozos: las primeras imágenes del hambre.
La sociabilidad aumentó cuando a aquellos cazadores torpes se les ocurrió hacer lo mismo que ahora hace cualquier corredor de bolsa: diversificar los riesgos. Los mediomonos no tenían acciones variadas que comprar pero podían aliarse con otros mediohombres, sus primos o vecinos, y repartirse cada día lo que consiguieran. Entonces, cuando uno no obtenía suficiente, igual comía porque los otros sí. Por ese miedo a quedarse sin comer se iban armando sociedades; los vínculos se fueron estrechando. Y el principio de reciprocidad, una forma de la igualdad: te doy, te doy, pero espero que me des algo más o menos parecido. Confiando y desconfiando.
El hambre era su condición. Hace tres o cuatro millones de años, aquellos homínidos vivían a salto de mata, sufrían privaciones y peligros, pasaban su tiempo buscando comida. Y comían sobre todo vegetales diversos y carnes de animales muertos: eran, más que nada, carroñeros. Pero esas proteínas y grasas animales que consumían más y más aumentaron poco a poco el tamaño de sus cabezas y cerebros, y esos cerebros más desarrollados les permitieron conseguir mejor comida que aumentó su capacidad cerebral y así de seguido. La proporción entre cuerpo y cerebro que solían tener los demás animales se desbocó en los homínidos, y aquellos cuerpos necesitaron cada vez más alimento para sus cerebros desmedidos.
Pero el cuerpo humano es un arcaísmo: está formado para tiempos y vidas muy distintas. La comida podía estar o no estar: las hojas o el animal que debían alimentar a nuestros ancestros eran difíciles de obtener, azarosos: a veces había, a veces no.
La fisiología de nuestros cuerpos se organizó en aquellos tiempos. Por eso armó un sistema en que la saciedad nos dura muy poco, en que ciertas hormonas piden comida sin cesar: esa ansiedad permanente, esa intención permanente de comer era la forma de prevenir los momentos en que la comida no aparecía. Es lo que solemos llamar hambre: el conjunto de signos físicos que demandan comida.
(Aunque, para sobrellevar los ayunos forzosos, también organizó un sistema de reservas: los hombres podemos conservar energía en forma de grasas.)
Y entonces, hace menos de un millón de años, vaya a saber cómo —las hipótesis abundan— aquellos animales descubrieron el poder del fuego.
(Muchos milenios después, cuando aquellos animales empezarían a creerse tan astutos, celebrarían ese descubrimiento como el principio de sí mismos. El fuego —contaban sus mitos, Prometeo— los había hecho hombres, los había separado de las bestias.)
Es probable que los primeros usos del fuego no hayan sido culinarios: que los mediomonos lo usaran primero para protegerse del frío y de otros animales. Y que fue la casualidad la que les enseñó que algunos alimentos mejoraban mucho si caían en la hoguera. Y que, al cocinar, establecieron una diferencia fundamental: se convirtieron en los primeros animales que no comían lo que conseguían sino algo que transformaban para mejorarlo. Que introdujeron la cultura —una de las primeras formas de la cultura— entre la carne de ese bicho y sus estómagos: que cocinar nos hizo hombres.
Aquellos machos y hembras aprendieron a cazar y cocinar juntos, a tener más tiempo para pensar en cosas que no fueran cazar y comer, a ayudarse los unos a los otros, a cuidar largamente a sus chicos —que, cabezones como eran, debían nacer muy prematuros para poder pasar por la pelvis de sus madres—, a desarrollar esos lenguajes que terminaron por convertirlos en hombres y mujeres.
El hambre, para algunos de ellos, empezó a ser algo que no siempre sucedía.
Pensar esos tiempos se puede volver vertiginoso: tomarse el trabajo de imaginar esas vidas de señoras y señores semidesnudos, vagando por bosques y llanuras detrás de unos bocados, saltando, saltándose, sin la menor idea de pasado o de futuro es recordar, por contraste, todo lo que inventamos.
Cocinar, entre otras cosas, amplió muchísimo los límites de lo comestible: cantidad de plantas y animales que los hombres no podían digerir crudos se hicieron comestibles una vez cocidos. Los ancestros, entonces, se volvieron realmente omnívoros.
Fue un proceso de miles de años. La adquisición de nuevos alimentos fue un trabajo de apropiación del mundo: cuanto más me lo como, más lo hago mío —y entonces, así, más me lo como. Empezamos a convertirnos en esta máquina de comer todo que ahora somos. Comemos animales, vegetales, minerales: raíces, cortezas, tallos, hojas, frutos, flores, granos, hongos, algas, moluscos, peces, aves, embriones de aves, reptiles, insectos y, de nuestros congéneres mamíferos, la carne, la sangre, el cuero, la médula e incluso esas secreciones glandulares que llamamos leche o queso —y grandes cantidades de una piedra molida que llamamos sal.
Esa capacidad —esa habilidad para combatir el hambre— es una de las razones principales para que, en cien mil años, los humanos hayan pasado de ser unos cientos de miles a ser, por ahora, 7.000 millones: una explosión que es la mejor prueba de que la especie —como especie— funcionó.
No hay nada más tramposo que ser —pensarse como— especie.
Ese aumento fue un proceso largo, sinuoso. Suponemos que subieron las temperaturas, cambiaron los ecosistemas, los animales escasearon y aquellos cazadores se volvieron más recolectores. Los cazadores-recolectores tenían sistemas estrictos de control de la natalidad —que incluían, por supuesto, el infanticidio— para mantener el equilibrio delicado entre personas y comida. Todavía se discute si de algún modo perdieron el control y por eso se vieron forzados a pensar nuevas maneras de alimentarse o si esas nuevas maneras les permitieron abandonar aquel control: otro caso de huevos y gallinas.
En todo caso, la explosión se hizo bruta cuando empezó la agricultura. Fue uno de los grandes momentos —y de los grandes misterios— de la historia del hombre, aunque hay historiadores que dicen que fue, sobre todo, uno de los grandes momentos de la historia de la mujer. Hace diez o doce mil años, distintas personas en distintos lugares —Medio Oriente, América Central, China, Nueva Guinea, África tropical— descubrieron más o menos simultáneos cómo hacer para que esas plantas que solían buscar en sus andanzas crecieran donde ellos decidiesen: podían sacarles sus granos, enterrarlos, esperar —y, ya que estaban, inventar dioses para pedirles que lloviera. Lo de los dioses, por supuesto, no vino solo: aparecieron unos señores que decían que sabían hablar con ellos y que podían explicar sus balbuceos y sus contradicciones. Los sacerdotes y las religiones fueron, de algún modo, un parásito de aquellos granos primitivos.
Al mismo tiempo, esos hombres descubrieron que podían hacer lo mismo con los animales: domesticarlos y cultivarlos para disponer de sus carnes y su leche o sus huevos —además de su fuerza de trabajo, que les servía para hacer más comida.
Es difícil, ahora, cuando no hay nada más tradicional que cultivar la tierra, pensar una época en que la agricultura era la cumbre de la modernidad, el invento reciente que estaba cambiando tantas vidas. Les daba, por supuesto, miedo: siempre lo nuevo fue temible para la mayoría. Muchos pensaban que ararla era violencia bruta que se le hacía a la Madre Tierra: revuelta, herida, sometida por sus hijos, terminaría por vengarse. Muchos relatos mitológicos lamentan esta violencia intolerable: formas primarias de ecologismo militante.
Fue un cambio radical: nunca nadie antes había podido estar seguro de que tendría comida unos meses más tarde. Con esa certeza apareció la necesidad de quedarse en un territorio determinado hasta que esas semillas dieran sus frutos. Aparecieron las primeras aldeas donde instalarse y esperar —en vez de corretear tras plantas y animales. Apareció la idea del futuro como un tiempo en que pasarían cosas que se podían prever. Apareció la posibilidad de pensar esas cosas y hacer planes.
Y apareció la necesidad de organizar maneras de conservar esos granos de cereal. Uno de los grandes cambios olvidados de la historia llegó cuando los hombres aprendieron a almacenar comida. También huevo y gallina: quizás empezaron por descubrir cómo producir más y entonces se enfrentaron con el problema de guardarla, pero es más probable que empezaran por descubrir cómo guardarla y entonces buscaran formas de conseguir más que la necesaria para hoy y mañana. Y entonces produjeron más y ampliaron el almacenamiento y descubrieron nuevas formas y también otras maneras de producir más y así de seguido: nuestras sociedades.
Empezamos a ser —para bien y para mal, para nada de nada— lo que somos.
Aquellos hombres pasaron a comer a ciertas horas ya previstas: fue un salto extraordinario, y solo pudieron darlo porque creían que tenían garantizado el acceso a comida suficiente para permitirse no comer cada vez que podían —como siempre habían hecho, como hacen todavía los demás animales.
El hambre constante es la condición original de los hombres. Y el alivio de saber que no será necesario buscar por unas horas es una conquista cultural decisiva. Somos más humanos cuanto más saciados. Y somos más humanos cuanto menos tiempo debemos dedicar a saciarnos. El proceso de civilización es el recorrido que va desde pasar todo el tiempo dedicados a conseguir comida hasta pasar lo menos posible dedicados a conseguir comida. Cuanta más hambre, más animales somos; cuanta menos, más humanos.
La cuenta sigue vigente en nuestros días.
2.
Por pereza, ignorancia o quién sabe qué otra gran virtud solemos pensar que la historia del mundo solo podía haber sido lo que fue. Es el truco más sólido de los que prefieren que aceptemos el mundo tal cual es: lo que fue es lo que debió ser —y lo que es también es lo que debe o, si acaso: la única opción. ¿Cómo sería el mundo si a una sarta de pitecantropos no se les hubiera ocurrido —un suponer— que lo que usaban y consumían era suyo, su propiedad, su posesión, sino de todos porque todos lo querían y necesitaban? ¿Cómo, si hubieran preferido evitar el esfuerzo de trabajar y hubiesen seguido con sus vidas de haraganes nómades? ¿Cómo, si nadie hubiera tenido el miedo o la imaginación o la ambición o la inteligencia suficientes como para decir a sus compañeros —convencer a sus compañeros— de que ese árbol tan grande y tan añoso era un ser superior, un «dios» al que podrían pedirle cosas?
Son ejemplos: la mariposa que aletea en China enseña, más que nada, que cualquier aleteo es importante, que nada es tan seguro.
En aquellas aldeas —las primeras ciudades—, la posibilidad de conservar los alimentos produjo otra novedad extraordinaria: el tiempo libre, el ocio como idea manifiesta. Los hombres ya no tenían que pasar todo su tiempo dedicados a conseguir comida porque sabían que su comida estaba ahí, creciendo en los campos, engordando en los corrales. Esos hombres y mujeres pudieron dedicar mucho tiempo a otras cosas: tejer, curtir, alfarear, transportar, combatir, conversar, dormir la siesta, conspirar, amarse, traicionarse. Aparecieron oficios, diferencias.
Y la existencia de reservas hizo que otros pudieran quererlas. Había que protegerlas y, poco a poco, hubo quienes se especializaron en hacerlo: los más hábiles, los más fuertes, los más ambiciosos. La comunidad aceptó darles lo necesario para que pudieran defenderla, y acumularon poder.
Fue un proceso largo: los excedentes de comida hicieron que algunos se desentendieran del todo de su producción, se instalaran en sus casas más grandes —que alguna vez llamaríamos palacios—, atesoraran, concentraran, y los pueblerinos se distinguieron de los campesinos, los ricos de los pobres. Y las riquezas se apiñaron en esos lugares nuevos, las primeras ciudades. Quien controla un granero controla a los que quieren comer esos granos. Quien los controla quiere controlar más: inventar estructuras que le aseguren que su control va a mantenerse. Empezaron a aparecer, aquí y allá, los primeros Estados.
Y el aumento de su poder gracias a su poder: los nuevos Estados mesopotámicos ya tenían la fuerza suficiente como para construir diques y canales en una escala nunca vista, que a su vez les permitían plantar y cosechar en una escala nunca vista: conseguir más alimento, más poder.
Y se formaron clases, las diferencias, las desigualdades: fue una gran novedad que algunos comieran y otros no. La tradición del hambre había sido que la penuria y la satisfacción fuesen —más o menos— iguales para toda la horda; ya no eran. Y quienes producían la comida —quienes se ensuciaban las manos en la tierra, quienes se partían la espalda partiendo los surcos— solían ser los que menos conseguían comerla.
La novedad: que unos comieran y otros no.
Las sociedades organizadas a partir de la producción agraria redujeron la dieta rica y compleja de los primeros hombres a un régimen de staple food —alimento principal— como el que todavía predomina en muchas sociedades pobres. Un cereal o un tubérculo determinado se convirtieron en la comida acostumbrada, repetida, diaria de buena parte de una población —con algún complemento de salsas hechas con las verduras disponibles o un trocito de carne de caza o pastoreo muy de tanto en tanto.
Es cierto que muchos más comieron, pero comieron mal. Fue curioso: la gran revolución neolítica, el gran avance de la técnica que cambiaría como ninguno la historia de los hombres, hizo a aquellos hombres tanto más civilizados mucho más chicos y más frágiles. Y, además, los puso a trabajar de sol a sol para un patrón.
Sus ancestros cazadores y recolectores tenían una dieta rica en vegetales y alguna carne magra; los primeros agricultores pasaron a comer más hidratos de carbono y más azúcares —y, para colmo se movían mucho menos. Sus cuerpos lo sintieron: en unos pocos siglos, aquellos campesinos perdieron unos veinte centímetros de altura y unos cinco años de vida —o de esperanza. Y, gracias al endulzamiento de su dieta, descubrieron las caries, otro invento de nuestra cultura, y la artritis gracias a los trabajos de la tierra, y otras enfermedades. Empezaron las primeras epidemias.
Aquellos hombres y mujeres eran mucho más inteligentes, vivían en sociedades infinitamente más complejas, tenían reyes y dioses y putas y soldados, tenían ideas sobre el mundo, se multiplicaban con denuedo —pero se habían vuelto bajitos y vivían bastante menos. Son las raras paradojas del «progreso». Ya no tenían hambre —no siempre tenían hambre—, pero empezaban a estar mal alimentados.
Podría ser una forma de la discusión contemporánea: el progreso técnico del Neolítico —el descubrimiento de la agricultura— empeoró la calidad de la alimentación de aquellas personas. Pero permitió que, en cuarenta siglos, hubiera cuarenta veces más. ¿Entonces?
O, también: ¿mejora la especie si sus individuos empeoran?
Y, al mismo tiempo, la comida de los jefes y generales y sacerdotes y reyes emperadores dioses que gobernaron esos pueblos nuevos se fue haciendo cada vez más especial. Fue en esos años, hace unos diez mil, cuando apareció la diferencia entre la alta y la baja comida: entre la mesa del jefe adornada con productos varios, preparaciones complicadas —a veces, ya, producidas por los primeros especialistas— y la escudilla del campesino o el artesano o el soldado, donde esa comida única, preparada por las mujeres de la casa, se repetía cada tarde. Gracias a esas comidas los poderosos se volvieron gordos —y la gordura fue un signo de poder. Los pobres, flacos —y la flacura uno de impotencia.
Y el hambre sobrevivió, por supuesto, en tantos puntos.
El régimen de un alimento principal no solo empeoró su nutrición; trajo, además, un peligro grave: cada vez que ese alimento —casi— único fallaba, por una sequía, una guerra, una inundación, unas heladas, la hambruna se instalaba incontenible. El primer registro conocido sobre el hambre es una inscripción en la tumba del egipcio Anjtifi, gobernador de una provincia del Sur hace cuatro mil años, que dice que «el Alto Egipto estaba muriendo de hambre, a tal punto que todos estaban comiéndose a sus hijos».
Inventaron el pan. Hacer pan —hacer pan— es un logro que supone miles de años de búsquedas, un viaje extraordinario. Plantar semillas, cosechar sus plantas, moler los granos, convertirlos en masa, darle forma, hornearla: cuatro o cinco tecnologías complejísimas —cuatro o cinco descubrimientos deslumbrantes— puestas en juego para que los hombres mediterráneos produjeran su alimento más emblemático. Tanto que, en la Ilíada y la Odisea, alias Homero suele decir «comedores de pan» cuando quiere decir hombres.
Hubo dioses. Los hombres, asustados, necesitados, se habían hecho de dioses. Una de las funciones de esos dioses —una de las más importantes— era garantizar que crecieran las cosechas. Y si no, en el peor de los casos, cuando no había más remedio, darles de comer:
«Y les decían los hijos de Israel, en medio del desierto: ¡Ojalá Jehová nos hubiera hecho morir en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud.
»Y Jehová dijo a Moisés: Yo os haré llover pan del cielo; y el pueblo saldrá, y recogerá diariamente la porción de cada día».
Las mejoras de las técnicas agrarias hicieron crecer la población, y más y más personas debieron buscar nuevas tierras para sostenerse. Algunas no eran tan fértiles como las iniciales y había que rebuscárselas, inventar nuevas formas: un campesino talaba y quemaba un campo y esas cenizas servían como abono que permitía cultivarlo un año o dos; cuando la tierra se agotaba el campesino hacía lo mismo en un terreno vecino, y así de seguido. Al cabo de unos años podía volver al primer lote y empezar el círculo de nuevo. Pero, aún así, el mecanismo solo funcionaba si había mucha tierra disponible: si no había mucha gente. Había cada vez más, y ése fue el principio de grandes migraciones —y de la ocupación de más y más territorios.
En el mundo mediterráneo romano, donde ya no sobraba espacio, campesinos descubrieron que todo mejoraba mucho si integraban la ganadería con la agricultura: los animales servían para completar la dieta, fertilizar las tierras con su bosta y ayudar con su fuerza a trabajarlas. Aunque tuvieron una competencia cada vez mayor: los esclavos solían ser más baratos y, a veces, más eficaces.
En Asia, mientras tanto, se difundía el arroz. En ciertas zonas del sudeste, en el sur de China, en partes de la India, en Corea, en Japón, se podían conseguir dos y hasta tres cosechas por año: el sistema producía mucha comida pero necesitaba mucha gente trabajando pero podía alimentarla. El Extremo Oriente se convirtió en la zona más poblada del planeta.
La idea de alta y baja comida llegó a una cumbre en Roma. Ciertos banquetes imperiales simbolizan —todavía, dos mil años después— la quintaesencia de esa gastronomía manirrota de los ricos: la cena de Trimalción en el Satyricón, con sus ubres de liebre, sus ocas rellenas de ostras, sus lenguas de flamenco y sus pájaros hechos de carne de cerdo siguen siendo los ejemplos más coloridos de esa diferencia. Si el valor de cocinar consiste en transformar un alimento natural en algo procesado por la cultura, esas aves de chancho son una cumbre posible: no se cambia el bocado, se cambia el animal, se crea una bestia falsa. Se cocina —se procesa— la naturaleza.
Pero Roma también consagró un modelo alimentario que todavía funciona en nuestras sociedades: el asistencialismo. Todos sus ciudadanos, primero, y al fin todos sus habitantes tenían derecho a la distribución gratuita o muy subsidiada, según los momentos, de grano, pan, aceite: los alimentos básicos, la protección estatal contra el hambre —que a veces no funcionaba, pero a menudo sí.
«Solo en Roma el Estado alimenta a los pobres. En el Oriente en cambio los pobres son considerados una molestia, y si no pueden comprar su pan los dejan morirse de hambre», decía, en una carta de los años 30 antes de Cristo, Marco Antonio. Para eso organizaron, por primera vez a esa escala, un sistema alimentario global, integrado: los granos que los jefes de Roma distribuían a sus pobres eran traídos desde Sicilia o Egipto, el aceite desde Hispania o Siria. Y tenían claro —y lo decían— que lo hacían para comprar la paz: esos alimentos eran como un tributo de guerra que se paga a un enemigo agazapado, quieto pero nunca dormido: el pueblo de la ciudad de Roma.
Allí, también, entonces, apareció una palabra que sigue relacionada con esa práctica de módica distribución: cada romano con poder tenía cientos o miles de personas más humildes que lo seguían y obedecían y recibían, a cambio, sus favores: los clientes.
El sistema los sobreviviría.
3.
Desde el principio de la civilización, el hambre fue una de las armas más potentes, una forma extrema de ejercer poder. Para rendir una ciudad cortando su suministro de alimentos hasta que el hambre la derrote; para ganarse el aprecio o la tolerancia de una población evitando su hambre con aquellos repartos de comida —y tantas otras.
El hambre era amenaza porque nunca dejó de estar presente. El hambre —la posibilidad del hambre— fue, durante milenios, la situación habitual de todas las culturas.
Existe la sospecha —y muchas comprobaciones— de que llega un punto en que el hambre puede disolver cualquier sociedad, cualquier solidaridad, todos los vínculos. La historia de los Ik se hizo tan famosa que terminó como una obra de teatro que imaginó, hace unas décadas, el maestro Peter Brook. Antes de eso, los Ik eran un pueblo de cazadores-recolectores del norte de Uganda a los que un gobierno expulsó de sus tierras de caza y condenó al hambre más extremo. Su historia fue, entonces, una puesta en escena de lo peor que el hambre puede hace a un pueblo: una especie de metáfora excesiva.
Los Ik casi no tenían comida —y decidieron que no podían darse el lujo de compartirla. Su forma de luchar contra el hambre extremo era el extremo individualismo: literalmente, que cada cual se salvara como pudiera. Por eso los chicos eran abandonados por sus padres cuando cumplían tres años y se unían en bandas de infantes que se buscaban la vida y el alimento robándoselo a quien fuera —sobre todo a los más viejos y a los más indefensos, debilitados por la desnutrición.
Los que sobrevivían hasta los ocho años se integraban a otra banda, más violenta todavía, de menores de trece. Donde rapiñaban juntos hasta que, llegados a la pubertad, cada cual seguía su búsqueda en soledad perfecta. Y en esa soledad muchos morían —porque los que no conseguían su comida no la recibían de nadie. Por no recibir —escribía Collin Turnbull, el antropólogo inglés que los contó— no recibían siquiera la simpatía de los otros: la visión de un vecino o un pariente muriéndose de hambre bajo un árbol no les merecía una segunda mirada. A menos que pensaran que podrían sacarle algo.
En un libro excelente, Hunger, Sherman Apt Russell sintetiza las tres fases que se suceden cuando aparece la amenaza de la hambruna. «Primero hay una alarma general. La gente está excitada y puede volverse más gregaria. Pueden compartir más, instalando por ejemplo cocinas comunitarias. Pueden emigrar. Aumentan las emociones, las tensiones. Hay irritabilidad y enojo, inquietud política, revueltas y saqueos. Puede haber más rituales religiosos, más devoción, actos místicos.
»En la segunda fase la resistencia se dirige al hambre en sí mismo, no a sus causas. La gente no gasta su energía; la conserva. Son menos sociables y sus actos se concentran en conseguir comida. Pequeños grupos cerrados, como la unidad familiar, se vuelven la mejor manera de sobrevivir. Los amigos y la familia extendida pueden ser excluidos. Los robos se hacen habituales. El trabajo político organizado disminuye, aunque puede haber actos sueltos de agresión y violencia. En medio de este desorden social, la gente busca más a la autoridad.
»La última fase está marcada por el colapso de cualquier esfuerzo de cooperación, incluso dentro de la familia. Esto puede suceder gradualmente. Los más viejos son los primeros sacrificados, y después los chicos más chicos. Las personas están física y emocionalmente exhaustas, se pasan muchas horas sentadas con la mirada perdida, sin hablar.
»La hambruna muestra lo mejor y lo peor de cada cual: exagera lo que ya estaba allí.»
El hambre era
lo que ya estaba allí.
«También aquel año hubo un hambre intensa en casi toda la Galia. Muchos hombres hicieron pan con semillas de uva, con bellotas de encina, incluso con raíces de helecho: las ponían a secar y las molían, y luego las mezclaban con la poca harina que tuvieran. Otros muchos lo hacían con la maleza de los campos. Algunos, que no tenían nada de harina, se comían las hierbas que encontraban y, a menudo, se hinchaban y se morían», escribió Grégoire de Tours —que después se hizo santo— en su Historia de los Francos, siglo vi de su era.
El hambre formaba parte de sus vidas igual que el sueño, el fornicio, la muerte, la familia: con la insistencia de lo natural, con la fuerza de lo que existe sin la menor duda. El Occidente medieval fue un mundo cercado por el hambre. La caída de las estructuras administrativas romanas y el comercio, la caída de población, la pérdida de técnicas agrarias se confabularon para reducir la producción y circulación de alimentos a niveles bajísimos.
En un mundo donde cada comarca debía sustentarse a sí misma, donde las comunicaciones y los transportes eran un lujo infrecuente, alcanzaba con que la cosecha de una región fallara —por plagas, sequías, guerras, la rapiña de un señor inescrupuloso— para que sus habitantes —miles, decenas de miles de habitantes— se murieran de hambre.
No había estados que distribuyeran nada; la iglesia católica lo hacía muy de vez en cuando. Pero era mucho más eficaz estableciendo la razón y la lógica, la justificación del hambre. En un mundo regido por un dios tan todopoderoso, cualquiera habría podido preguntarse por qué no había comida suficiente, por qué ese dios no proveía. La respuesta cristiana fue que el hambre era el justo castigo de los que lo habían ofendido de algún modo.
—¿Y por qué el Señor me condena, padre?
—Eso lo sabes tú, hijo, mejor que nadie.
A veces, ese dios era tan generoso que sus sacerdotes se ocupaban de esas ovejas perdidas necesitadas flacas. Pero en la iconografía medieval los hambrientos eran mostrados como una advertencia para los creyentes: esto es lo que te espera si no aceptas Mi mando, Mis reglas, Mi poder, si no cumples Mis órdenes. Así que no eran objeto de piedad o simpatía sino de desprecio, de horror: ejemplos de lo que produce la amoralidad, la pereza, la debilidad ante el pecado.
Avisos, advertencias.
Hay máquinas mejores que otras; no hay ideología que haya funcionado sin convencer a los hambrientos de que lo son por su culpa, su culpa, su grandísima culpa.
En esos años, en espacios más prósperos, los reinos islámicos se difundieron y ocuparon buena parte del norte de África, sur de Europa, el Medio Oriente, el centro de Asia. Mejoraron la producción agraria con nuevas técnicas de rotación, grandes obras de irrigación, molinos, la incorporación de cultivos que trajeron desde todos sus rincones: caña de azúcar, arroz, bananas, cítricos, berenjenas, cocoteros, melones se juntaron y fueron capaces de alimentar a las mayores ciudades de su tiempo: Bagdad, Córdoba —que llegaban al millón de habitantes cuando Londres, por ejemplo, tenía 10.000 y comía tan poquito.
«Cuando ya no hubo más animales para comer, los hombres, atacados por el hambre, se nutrieron de carroña y otras cosas inmundas. Hubo quien trató de matar el hambre comiendo raíces silvestres y plantas acuáticas, pero en vano: la ira vengadora de Dios no daba tregua. (…) Durante tres años la tierra estuvo tan empapada por las lluvias continuas que no se podía labrar un solo surco; durante tres años la hambruna azotó la tierra.
»Oh, desdicha: la rabia del hambre hizo que los hombres comieran carne humana. Viajeros eran atacados por hombres más fuertes que les cortaban los miembros, los asaban y los devoraban. Muchas personas que escapaban de la hambruna y pedían hospitalidad para pasar la noche eran degolladas por sus anfitriones para comérselos. Muchos, mostrando una fruta o un huevo a un chico, lo atraían hasta algún lugar apartado, lo mataban y lo devoraban. Los cuerpos de los muertos fueron, en muchos lugares, desenterrados para aplacar el hambre. Esta rabia insensata tomó tales proporciones que los animales sueltos corrían menos peligro que los hombres. Como se había vuelto costumbre comer carne humana, apresaron a uno que la vendía cocida en el mercado de Tournus, como si fuera una carne animal. Lo detuvieron y no negó su crimen vergonzoso; lo ataron a un poste y lo quemaron. Entonces esa noche otro fue a desenterrar esa carne, se la comió y también terminó en la hoguera», cuenta, en su crónica famosa de las hambrunas de Europa Occidental entre 1031 y 1033, el monje franco Raúl el Calvo.
El canibalismo era —módicamente— extraordinario; el hambre no. En los mil años que siguieron a la caída del Imperio Romano no solían pasar diez sin que alguna región de Europa —o varias— sufriera hambrunas terribles.
Pero la hambruna era, aun, lo extraordinario: lo habitual seguía siendo el hambre como amenaza constante, permanente, como horizonte de la vida cotidiana.
No era lineal, por supuesto, no era siempre igual; era, más bien, una carrera confusa entre variables: mejoraban los instrumentos y técnicas de labranza, se ocupaban nuevas tierras, se producían más alimentos y entonces crecía la población, hasta que ese mismo crecimiento hacía que la comida volviera a ser insuficiente —o una guerra o una plaga rompían el equilibrio siempre tan precario. En esos años y en Europa es evidente; algo así ha pasado casi siempre, en casi todas partes.
(Uno de esos ciclos de pauperización y hambruna empezó a principios del siglo xiv y culminó, en 1348, con la aparición de una enfermedad que encontró a la población muy debilitada: la Peste Negra mató a un cuarto de los europeos).
En esas sociedades donde tantos tenían hambre, algunos que no tenían se lo imponían cada tanto: el hambre siempre fue una forma de purificación. Las religiones monoteístas mantienen relaciones intensas con el hambre: todas pretenden forzar ciertos ayunos, formas controladas de pasar hambre para demostrar que un dios —y sus esbirros— pueden hacernos hacer lo que no haríamos. Formas de violentarse en homenaje al poder más absoluto.
La religión necesita imponerse contrariando lo natural. Es la cultura en un sentido extremo: una cultura que no traduce este mundo sino creando otros. Ayunar es un triunfo de la cultura, un monumento al orgullo de la cultura. Para el pensamiento religioso —el pensamiento que imagina que hay algo mejor que los hombres o sea: que los hombres somos una raza inferior— comer es una debilidad. Seríamos mejores si no debiéramos comer. Comer siempre fue pensado como una obligación pesada, baja; los seres superiores están exentos de ella. En la tradición cristiana nunca se dijo que Dios comiera nada; en la grecorromana, por ejemplo, aquellos dioses tan antropomórficos comían néctar y ambrosía. Ayunar es de ángeles —decían los cristianos—: está más allá de la naturaleza.
Ayunar es aceptar una interrupción en el orden natural: que un orden cultural se le impone —pero ese orden cultural, religioso, se presenta como sobrenatural o, mejor, prenatural: anterior a toda naturaleza, creador de toda naturaleza. La naturaleza es decadencia —la carne es decadente, alimentarla es decadente—; lo sobrenatural lo mejora y corrige.
No hay nada más vulgar que comer para matar el hambre.
Pero para la mayoría de esa población la gula no era pecado, era milagro. Unos pocos comían mucho; muchos seguían comiendo mal y poco. Las carnes eran privilegio casi exclusivo de los nobles, que se reservaban el derecho de cazarlas; durante más de mil años, la alimentación de la mayoría de los europeos fue tan somera, tan monótona que quedaban a la merced de cualquier inclemencia.
Por siglos, su hambre fue pura falta de comida: técnicas primitivas, cosechas perdidas por el tiempo y las guerras. Pero fue también, en gran medida, comida sin alimento suficiente: malnutrición crónica, constante. En el Hôtel-Dieu, el gran hospital de París medieval, cantidades de enfermos se curaban sin más remedios que una internación: algunos hablaban de milagro. Muchos años después se sabría que mejoraban porque, allí internados, los enfermos comían un pan de trigo más nutritivo que el pan negro —de cáscaras de cebada o centeno— que podían pagarse en sus casas, sus calles.
Comidas de ricos, comidas de pobres: durante buena parte de la Edad Media, las comidas de clase rebosaban de especias —pimientas, clavo, canela, jengibre, azafrán— porque casi nadie podía pagarlas. A partir del siglo xvi, cuando el tráfico mundial las abarató, surgió una nueva cocina rica a base de manteca, verduras frescas y otros productos que, en las ciudades, estaban al alcance de unos pocos. Eran reproducciones a escala, referencias a la diferencia básica: tener o no tener, comer o no.
Que, además, estaban sostenidas por doctores de entonces: numerosos tratados muy sesudos —como el Régime de santé pour les pauvres, facile à tenir de Jacques Dubois, París, 1545— explicaban que los pobres tenían que ceñirse a las comidas que les correspondían —sobre todo pan negro, y cebollas, ajos, puerros, garbanzos, gachas, algún tocino, sopas— y dejar los manjares delicados a los señores que sí sabían comerlos. Era, decían, por su bien: sus estómagos no estaban acostumbrados a esas aves, esos pescados, esos dulces, esas frutas frescas, esos sabores refinados, y no sabrían procesarlos y se enfermarían, se morirían por querer comerlos. Por suerte, la ciencia los cuidaba tanto como ahora.
«Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una dellas peligrara Narciso más que en la fuente», se reía el maestro Quevedo todavía.
Contra el hambre, los que lo sufrían se habían inventado lugares imaginarios, países de la felicidad donde las casas estaban hechas de jamones, sus techos de salmones y lubinas y «por las calles se asan grandes ocas y ellas mismas se dan vuelta y son seguidas de cerca por una blanca salsa de ajo y se acomodan ellas solas en esas mesas con sus blancos manteles, junto a las fuentes que rebosan vino». Lo llamaban, según los países, Cocagne, Cuccagna o incluso Jauja y siempre estaba lejos, allende algún mar. Lo curioso fue que un día unos navegantes más o menos españoles creyeron encontrarlo. América no era para tanto, pero los productos que de allí salieron cambiaron las comidas del mundo para siempre. La papa, el tomate, el maíz, el pimiento y tantos otros hicieron que los pobres tuvieran algunos consuelos, pero ninguna jauja: el hambre seguía y su dieta se deterioraba.
Pasó más o menos lo mismo que cuando apareció la agricultura: la mejora de las técnicas agropecuarias y la explosión demográfica hicieron que más personas comieran menos variedad, se alimentaran menos.
Eran los tiempos en que Jonathan Swift componía su Modesta proposición (1729), una de las grandes sátiras de la historia, como un proyecto para aminorar el hambre en Irlanda —comiéndose a los hambrientos:
«Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres nacidos anualmente: la cuestión es entonces cómo se educará y sostendrá a esta cantidad, lo cual, como ya he dicho, es completamente imposible, en el actual estado de cosas, mediante los métodos hasta ahora propuestos. Porque no podemos emplearlos ni en la artesanía ni en la agricultura: ni construimos casas ni cultivamos la tierra. Raramente pueden ganarse la vida mediante el robo antes de los seis años, excepto cuando están precozmente dotados, aunque confieso que aprenden los rudimentos mucho antes, época durante la cual sólo pueden considerarse aficionados, según me ha informado un caballero del condado de Cavan, quien me aseguró que nunca supo de más de uno o dos casos bajo la edad de seis, ni siquiera en una parte del reino tan renombrada por la más pronta competencia en ese arte.
»Me aseguran nuestros comerciantes que un muchacho o muchacha no es mercancía vendible antes de los doce años, e incluso cuando llegan a esta edad no producirán más de tres libras o tres libras y media corona como máximo en la transacción, lo que ni siquiera puede compensar a los padres o al reino el gasto en nutrición y harapos, que habrá sido al menos de cuatro veces ese valor.
»Propondré ahora por lo tanto humildemente mis propias reflexiones, que espero no se prestarán a la menor objeción. Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido, y no dudo que servirá igualmente en fricasé o ragout.
»Ofrezco por lo tanto humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil niños ya calculados, veinte mil se reserven para la reproducción, de los cuales sólo una cuarta parte serán machos, lo que es más de lo que permitimos a las ovejas, las vacas y los puercos. Y mi razón es que esos niños raramente son frutos del matrimonio, una circunstancia no muy estimada por nuestros salvajes, en consecuencia un macho será suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino, aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes en una comida para los amigos, y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta o de sal después de hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.»
No hay constancia de que el proyecto de Swift se haya llevado a cabo. Tampoco hay garantías en contrario. Su paisano el reverendo Malthus, por ejemplo, parece haberlo tomado casi en serio.
«Mientras tanto, el pueblo de París moría literalmente de hambre. Cada día, desde el fondo de esos negros barrios que la inquietud amenaza y habita la palidez, se veía salir, en grupos, desde las cuatro de la mañana, mujeres, niños, ancianos que imploraban a grandes gritos que querían vivir. Un pan era una victoria. ¡Y qué pan! Una masa cuyo color negruzco, cuyo sabor terroso, cuyo olor fétido anunciaban la harina viciada por mezclas asesinas. ¿Quién contará la desesperación de una madre cuando reposa en sus rodillas la cabeza de su hijo muerto de hambre?», escribía, en su Historia de la Revolución Francesa, Louis Blanc.
El hambre también estuvo en el principio de ese principio. Un jornalero de París ganaba menos de 20 sous por día; el pan de cuatro libras —casi dos kilos—, que era casi toda su alimentación cotidiana, llegó a costar más de 15. Por eso aquellas revueltas empezaron con miles de parisinos pobres pidiendo pan —que recibieron como respuesta una de las boutades menos apreciadas de la historia: «Si no tienen pan que coman brioches».
Empezaba una revolución que, de algún modo, dura todavía.