1.
Había hablado con ella un rato antes: cinco, seis horas antes, cuando su bebé estaba vivo, dormido, tan flaquito, lloroso aunque dormido:
—Un doctor me dijo que tengo que tener paciencia, que puede ser que se me cure.
Me dijo, y dudé antes de hacerle la pregunta evidente. En general, no hay por qué hacer esas preguntas.
—¿Y puede ser que no?
—No sé, no sé qué puede ser.
Kadi tiene unos veinte años —«no sé, unos veinte», dijo— y Seydou era su único hijo. Kadi, me dijo, se había casado tarde, como a los 16.
—¿Por qué tarde?
—Bueno, tarde. Las demás chicas del pueblo se casan a los 12, a los 10, a los 13.
Me dijo Kadi, y que la casaron con un vecino que no tenía casi nada, porque parece que nadie más se quería casar con ella.
—No sé por qué. Como soy flaquita, quizá pensaban que no era buena para tener hijos.
Y que Yussuf, su marido, es un buen muchacho pero les cuesta mucho conseguir comida porque no tienen tierra entonces él tiene que trabajar en lo que puede y que también les costó que ella se quedara embarazada pero por fin se quedó y no sabe la alegría que nos dio, me dijo, y el miedo porque cómo iban a hacer para criarlo pero si todos crían ellos también podrían y la alegría también de que fuera un varón y le pusieron Seydou y creció bien, me dijo Kadi: que cuando era chiquitito les creció muy bien, estaban tan contentos.
—Pero después hace unos días le dio esta diarrea, no sabe qué tremenda la diarrea, no paraba, no podía parar. Entonces lo llevé a que lo viera el marabú.
Níger —como todo país— es el resultado de una suma de azares. Los azares africanos son más recientes, más visibles: el error de un cartógrafo, el encuentro de un canciller francés con uno inglés en, digamos, Versailles 1887 para repartirse tal región, la ambición o apatía de un explorador con problemas de próstata. Pero también fue un azar que el tonto de Napoleón III quisiera sacarle plata a Baviera y la obligara a unirse a Prusia y formar Alemania o que los gobernantes de Buenos Aires ya fueran tan ineptos que no pudieran mantener a la Banda Oriental dentro de su territorio —y así de seguido. Gobernar es aprovechar la ignorancia común para explotar al máximo la propia.
En cualquier caso: un azar sin suerte. Por ese azar, ahora Níger está hecho de tres cuartos de tierra estéril y subsuelo casi. Unos cuantos kilómetros al sur el petróleo rebosa, pero eso ya es Nigeria —así que los habitantes de este lado no tienen ningún derecho a aprovecharlo y pasan hambre. Suele haber algo cruel en estos azares que llamamos países y que —nos dicen— son lo más nuestro, lo que deberíamos amar con nuestras almas, cuidar con nuestras vidas.
Níger es, quizá, el país más representativo del Sahel, y el Sahel es una franja de más de cinco mil kilómetros de largo —y unos mil de ancho— que atraviesa el África desde el Atlántico hasta el mar Rojo, justo debajo del Sahara. De hecho, Sahel significa orilla —del Sahara. Es una zona árida, medio desierta, chata donde prosperaron algunos de los reinos más poderosos de África: el Imperio Mandingo —o Imperio de Mali—, por ejemplo, en el siglo xiv, cuando los señores de Tombuctú construyeron una de las mayores ciudades de su tiempo cambiando sal que llegaba del desierto del norte por esclavos que llegaban de las selvas del sur. Ahora también cubre parte de Senegal, Mauritania, Argelia, Burkina Faso, Mali, Chad, Sudán, Etiopía, Somalía y Eritrea. Son más de cinco millones de kilómetros cuadrados, cincuenta millones de personas, ganado flaco, cultivos sufridos, poca industria, poca infraestructura; cada vez más minerales explotables.
El Sahel es, también, la región que le dio otro sentido a la palabra emergencia —que solía usarse para los eventos extraordinarios, inesperados. En el Sahel, cada mes de junio, millones de personas entran en emergencia: se quedan sin comida, amenazan hambruna.
Y al año vuelve a pasar lo mismo.
Y al año, y otra vez al año —pero cada vez es diferente.
El Sahel es, entre otras cosas, la víctima de un lugar común: el que pretende que sus habitantes no comen porque no hay modo de que coman, el que supone que allí el hambre es un problema estructural, irreversible, casi ontológico. Que pasan hambre porque no hay forma de que no, pobres almas de dios.
En el Sahel el hambre está siempre presente, pero se hace brutal cuando empieza el período que los francos llaman soudure, los anglos hunger gap y nosotros los hispanos nada, porque igual para qué. Son esos meses en que el grano de la cosecha anterior ya se acabó y el de la próxima pugna por asomar del suelo. Entonces el gobierno pide o no pide ayuda, las agencias internacionales alertan sobre el peligro y movilizan o no movilizan sus recursos, y esos millones comen o no comen y aquí, en el hospital distrital de Madaua, a 500 kilómetros de Niamey, Médicos Sin Fronteras está montando un carpón nuevo cada dos o tres días porque llegan más y más chicos desnutridos. En su centro de tratamiento de desnutridos —Creni o Centre de réhabilitation et d’éducation nutritionnelle intensive—, previsto para internar a unos 100 chicos ya hay más de 300, y el torrente no para. Nada extraño: más o menos lo mismo que todos los años. El año pasado, sobre unos 90.000 chicos menores de cinco años que viven en el distrito de Madaua, 21.000 fueron atendidos por malnutrición en este centro y sus satélites: casi un cuarto de los chicos de la zona.
De acá, hace un rato, salió caminando Kadi, la madre con su bebé a la espalda.
Acá, la última semana, murieron 59 chicos del hambre y sus enfermedades.
Entonces, cuando se enfermó, el marabú les dio unos ungüentos para que le frotaran la espalda, me dijo Kadi, y unas hojas para que le prepararan infusiones. El marabú no solo es el sabio musulmán de cada pueblo; también es, con frecuencia, el curandero —que ahora la corrección política llama médico tradicional: un personaje decisivo. Kadi lo hizo; la diarrea no paraba. Una vecina le habló del hospital y que por qué no lo traía. Kadi vino, hace más de seis días —dijo: más de seis días— y los atendieron, a ella y su bebé, pero lo que no entiende es por qué le dijeron que él se había enfermado porque no había comido suficiente.
—Yo siempre le di comida, le di la teta, después empecé a darle su comida. Siempre le dimos su comida. A veces mi marido y yo no comíamos, comíamos muy poquito, pero a él siempre le dimos su comida: nunca se quedaba llorando, siempre tenía su comida.
Me dijo Kadi, recelosa, dolida.
—Mi hijo come. Si se enfermó será por otra cosa. Será algún mago, una bruja. Quizá sea que tragó mucho polvo el otro día cuando pasó ese rebaño muy grande por el pueblo. O la envidia de Amina, que se le murió su hijito que había nacido al mismo tiempo. Yo no sé qué es, pero por comida no puede ser, él come.
—¿Y qué le dan de comer?
—¿Cómo que qué? La woura.
Dijo, tan natural: yo no le dije que la woura, esa especie de bola de polenta sólida de harina de mijo y agua que los campesinos de Níger comen casi todos los días de su vida, no alcanza para alimentar a un chico de año y medio, que le falta casi todo lo que el chico necesita. Kadi estaba molesta, resentida:
—Acá me dicen que está así porque yo no le di su comida. Se ve que acá no entienden. Cuando lo escucho me da miedo, me dan ganas de irme.
Me dijo Kadi. Y se fue, horas más tarde, con su bebé muerto a la espalda.
Para decirlo más o menos claro: comer la bola de mijo todos los días es vivir a pan y agua.
Pasar hambre.
Hambre es una palabra rara. Ha sido dicha tantas veces, de tantos modos diferentes; significa tantas cosas distintas. Conocemos el hambre y no tenemos ni idea de lo que es el hambre. Decimos hambre y hemos oído decir hambre tanto que se gastó, que se volvió cliché.
Hambre es una palabra rara. Del famen latino los italianos hicieron fame, los portugueses fome, los franceses faim; los castellanos hambre, con esa br que también se mezcló en hombre, en hembra, en nombre: palabras muy pesadas. No hay palabra, quizá, más cargada que hambre —y, sin embargo, es fácil deshacerse de su carga.
Hambre es una palabra deplorable. Poetas de cuarta, políticos de octava y todo tipo de plumíferos fáciles la han usado tanto y tan barato que debería estar prohibida. En lugar de prohibida está neutralizada. «El hambre en el mundo» —como en «¿y qué quieren, terminar con el hambre en el mundo?»— es una frase hecha, un lugar común, una expresión casi sarcástica usada para sintetizar lo risible de ciertas intenciones. El problema con esos conceptos viejos y gastados, limados por el uso fácil, es que de pronto un día algo te hace volver a verlos como si fueran nuevos, y ahí explotan.
Hambre, en castellano, es un sustativo femenino que significa —según esos que dicen qué significan las palabras— tres cosas: «Gana y necesidad de comer; Escasez de alimentos básicos, que causa carestía y miseria generalizada; Apetito o deseo ardiente de algo». Un estado físico individual, una realidad compartida por muchos, una sensación íntima: es difícil pensar en tres sentidos más distintos.
Y hambre, por supuesto, significa mucho más que eso. Pero la palabra hambre es una que los técnicos y burócratas pertinentes suelen evitar. Es probable que les parezca demasiado brutal, demasiado rústica, demasiado gráfica. O —supongamos, amables— que no les parezca suficientemente precisa. Los términos técnicos suelen tener una ventaja: no producen efectos emotivos. Hay palabras que sí; hay muchas que no. Ellos —y los organismos para los que trabajan— suelen preferir las que no. Entonces hablan de subalimentación, de desnutrición, de malnutrición, de inseguridad alimentaria —y los términos terminan por confundirse y confundir a quien los lee.
Yo quiero definir, antes que nada, qué digo cuando digo hambre. O, por lo menos, qué trato de decir.
Comemos sol.
Sol, algunos
tanto más que otros.
Comer es ensolarse. Comer —ingerir alimentos— es hacerse de energía solar. Fotones diversamente cargados caen incesantes sobre la superficie del planeta: por ese proceso sorprendente que llamamos fotosíntesis, las plantas los atrapan y los transforman en materia digerible. El diez por ciento de la superficie terrestre del mundo, unos 15 millones de kilómetros cuadrados, un cuarto de hectárea por cada ser humano, se dedica a eso: a criar plantas que hacen la clorofila que sabe transformar la energía electromagnética del sol en energía química que produce las reacciones que transforman el dióxido de carbono de la atmósfera y el agua de las plantas en oxígeno que respiramos e hidratos de carbono que comemos. Todo lo que comemos, en última instancia, directa o indirectamente —a través de la carne de los animales que las comen—, son esas fibras vegetales cargadas por el sol.
Esa energía es lo que necesitamos para recuperar y reconstituir nuestras propias fuerzas. Esa energía entra al cuerpo bajo diversas formas: grasas, proteínas, carbohidratos —líquidos y sólidos. Para saber cuánta energía consigue cada cuerpo hay una medida: la caloría.
La física define a una caloría como la cantidad de energía necesaria para aumentar un grado centígrado la temperatura de un gramo de agua. Para funcionar, un cuerpo necesita grandes cantidades de energía: por eso se usan, para medir su consumo, unidades de mil calorías —las kilocalorías. Las necesidades calóricas de cada persona varían según su edad y situación. Pero, grosso modo, se calcula que un bebé de menos de un año necesita comerse unas 700 kilocalorías por día, 1.000 hasta los dos años, 1.600 hacia los cinco. Y un adulto necesita entre 2.000 y 2.700 según su físico, el clima donde vive, el trabajo que hace. La Organización Mundial de la Salud considera que un adulto que no come un mínimo de 2.200 kilocalorías diarias no consigue recuperar su gasto de energía: alimentarse. Es un promedio —una convención— pero sirve para entender el cuadro general.
Un adulto que no consigue ingerir 2.200 calorías de comida por día pasa hambre. Un chico que no consigue sus 700 o sus 1.000, según su edad, pasa hambre.
El hambre es un proceso, una lucha del cuerpo
contra el cuerpo.
Cuando una persona no consigue comer sus 2.200 calorías por día, pasa hambre: se come. Un cuerpo hambriento es un cuerpo que se está comiendo a sí mismo —y ya no encuentra mucho más.
Cuando un cuerpo come menos que lo que necesita empieza por comerse sus reservas de azúcar; después las de grasa. Cada vez se mueve menos: se pone letárgico. Pierde peso y pierde defensas: su sistema inmunitario se debilita por momentos. Lo atacan virus que le causan diarreas que lo van vaciando. Parásitos que el cuerpo ya no sabe rechazar se le instalan en la boca, duelen mucho; infecciones bronquiales le complican la respiración y duelen mucho. Al fin empieza a perder su escasa masa muscular: ya no puede pararse, y pronto no podrá moverse; duele. Se acurruca, se arruga: la piel se le pliega y se le quiebra; duele. Llora despacio; quieto, espera que se acabe.
Poca gente —demasiada gente— se muere directamente de hambre; muchísima se muere de enfermedades o infecciones que son mortales porque sus cuerpos debilitados por la poca comida no pueden combatir; enfermedades o infecciones que una persona normalmente alimentada ni siquiera notaría.
Poca gente —demasiada gente— se muere directamente de hambre. La mitad de los chicos que se mueren antes de los cinco años en un país como Níger se mueren por causas relacionadas con el hambre.
La palabra que nadie quiere usar.
O, si acaso, usarla como quien dice cantilena, verdoso, maragato.
Ayer, esta mañana, el hijito de Kadi.
2.
Son muertes que no salen en los diarios. No podrían: colapsarían los diarios. En los diarios sale lo inhabitual, lo extraordinario.
—No, yo no fui a la escuela. Como era nena y tampoco tenía papá…
Cuando era chica, Aï solía preguntarse para qué eran los papás: cómo era tener uno, cómo eran las vidas de los chicos con papás, para qué servían. Aï no veía mucha diferencia: ella y sus primos vivían todos juntos en el patio de la casa de los abuelos y los otros tenían un papá y ella, que no, vivía igual que ellos. Después, mucho después, le contaron que su papá se había muerto cuando ella nació, dos o tres días después, que se había muerto asi nomás, de nada, de su muerte, y que si hubiera tenido un papá quizás habría ido a la escuela. Entonces pensó que no tener papá era una ventaja.
—Yo no quería ir a la escuela.
Decía, y que de todos modos sus primas que tenían papá tampoco iban. Pero quizá, piensa ahora, si hubiese tenido papá no la habrían casado tan chiquita. O quizá sí.
Cuando le dijeron que se iba a casar, Aï era una nena que se escapaba a jugar con sus amigas: las noches de luna llena se juntaba con las otras nenas del pueblo a cantar y bailar canciones viejas, con algún tambor y con sus palmas; los otros días modelaban muñequitas y ollas y platos y una vaca y camellos y casas con arcilla y jugaban a las mamás: empezaban a ser lo que serían. El resto del tiempo jugaban a las mamás sin juego ni juguetes: limpiaban, buscaban agua, cuidaban a sus hermanos, cocinaban.
—¿Cómo imaginabas tu vida cuando fueras grande?
—Nada, no me imaginaba nada. Que quería casarme. Lo único que me imaginaba era casarme, qué otra cosa va a hacer una nena. Pero no tan pronto…
Cuando cumplió diez años, su familia la casó con un primo hermano; su tío pagó los 50.000 francos —100 dólares— de la dote, los 100.000 para la ropa y el ajuar y todos juntos organizaron una fiesta. Aï la pasó bien pero cuando llegó el momento de irse a la casa de su primo-marido se moría del susto.
—Él era un hombre, una persona grande.
Níger es uno de los países con más casamientos infantiles del mundo: aunque es ilegal, una de cada dos chicas ya está casada antes de cumplir los 15 años. El casamiento de una hija es, entre otras cosas, una fuente de ingresos para la familia: cuanta más necesidad —cuanto más hambre— mayor es la tentación de casar a la nena para cobrar la dote y comer unos días más y sacarse una boca de encima.
—Yo lo miraba y tenía un miedo espantoso. Y él no solo me miraba.
Aï trató de escaparse muchas veces. Al principio volvía a la casa de su madre y su abuela pero la devolvían y, cada vez, su tío y suegro y su marido y primo le pegaban para que aprendiera. Aï empezó a escaparse al campo, a algún paraje recoleto; siempre la encontraban. La última vez, su tío y suegro le dijo muy tranquilo que si volvía a escaparse él mismo le cortaría el cuello, y Aï le creyó. A veces, cuando su tío dormía, Aï pasaba el dedo por el filo de su machete de mango de madera; dos años más tarde tuvo su primera hija. Después vendrían tres varones.
—¿Y seguís viviendo con tu marido?
—Sí, vivo con él, claro.
—¿Se llevan bien?
—No hay problema.
Dice, para zanjar el tema. Aï dice que debe tener 25 años pero parece menos; tiene un pañuelo celeste y verde con pintas blancas enrollado en la cabeza, los ojos grandes, los labios gruesos, su cicatriz tribal en forma de flor en la mejilla izquierda, aros en las orejas y la nariz, un collar de cuentas de colores: su cara es una construcción muy complicada, cargada de matices.
—Es muy trabajador, trabaja mucho. Y cambió, ahora no me pega.
Su vida, en cambio, es siempre igual. Cada mañana, Aï se levanta a eso de las seis, se lava, reza y empieza a moler el mijo para hacer la bola. Para pelar y deshacer el grano con el mortero de madera se necesita una hora y media, dos horas de pegarle; después debe ir a buscar agua hasta el pozo, a unos trescientos metros de su casa: un balde de diez litros sobre la cabeza —e intentar que con eso le alcance para no tener que volver. Aunque, últimamente, su nena puede hacerlo.
—¿No va a la escuela?
—No, no tenemos con qué. Y eso que ella sí tiene papá.
Dice, y no estoy seguro de que sea una ironía. El fuego es otro problema: ella o alguno de los chicos tienen que ir a buscar unas ramas para poner a hervir el agua en la que amasará la harina de mijo y un chorrito, si hay, de leche, para hacer la bola. A eso de las once, cuando el calor ya se vuelve insoportable, Aï se la lleva, con una tinaja de agua, a Mahmouda, su marido, hasta el campo donde está trabajando. Tienen tres pedacitos, menos de un cuarto de hectárea cada uno, y Mahmouda los trabaja solo porque el más grande de los chicos todavía no cumplió siete años. Aunque esta vez, dice Aï, los dos chicos mayores sí fueron a ayudarlo con la siembra. Pero solamente la siembra, dice.
—Todavía no sirven para hacer más nada, pobrecitos.
Casi la mitad de los chicos nigerinos menores de cinco años creció menos que lo que debería por falta de alimento. Si superan la infancia van a tener más enfermedades, menos posibilidades de trabajar y disfrutar la vida y, en síntesis, una vida más corta y más pobre que si hubieran comido bien en sus primeros años. Es así de bobo.
La casa de Aï es un cuadrado de tierra de quince metros de lado encerrado por una pared de adobe de menos de dos metros de alto, rugosa, irregular. Dentro de ese recinto, dos cubos de adobe de tres por tres son las habitaciones; una construcción circular —adobe con su cúpula en punta hecha de paja— es el granero. Pero la vida transcurre al aire libre, en ese patio un poco sucio donde una cabra amamanta a su cabrito, donde la hija de Aï muele grano en un mortero tan alto como ella, donde los chicos de Aï corren y corren, donde ella y yo charlamos sentados en el suelo, su alfombrita de mimbres.
Desgranar la espiga, limpiar el grano, pisarlo en el mortero: son trabajos que los habitantes de los países ricos —y los habitantes ricos de los demás países— ya no hacemos: que compramos hechos.
Estamos en Kumassa, uno de tantos pueblos alrededor de Madaua. El pueblo son 20 o 30 casas como ésta; sus calles, los vacíos entre ellas. Hay uno de estos pueblos cada dos, tres kilómetros, en medio de las tierras que sus habitantes cultivan; después, cada 10 o 20 kilómetros, un pueblo más grande con el centro administrativo y el mercado. Es la estructura clásica, el tejido del mundo agrario cuando todo el transporte consistía en caminar.
Cuando veo estos pueblos me cuesta imaginar qué podría haber sido distinto hace mil años: «Sus calles son los espacios que quedan entre casas donde revolotean chicos cabras gallinas hueso y pluma; un chico pasa rodando una cubierta vieja, otros dos hacen esgrima con sus palos, varios corren sin sentido aparente. Alguien, alguna vez, va a descifrar el sentido de la dirección de las carreras de los chicos de un pueblo cualquiera en un país cualquiera y va a entender el mundo. Mientras tanto, seguimos ignorando; la mezquita en el medio del pueblo es una habitación de tres por tres con su pequeña torre pintada de verde o de celeste, ya hace mucho. Mujeres muelen grano en sus morteros de madera, otras pasan con chicos atados a la espalda; una nena de doce lleva un hijo a la espalda. Otras se juntan alrededor del pozo con cantidad de bidones de colores a lavar o conversar o solo buscar agua y los hombres se sientan a charlar junto a la carretera sobre un tronco —gastado, pulido por el roce de sus nalgas y de las nalgas de sus mayores y de siglos de nalgas— y al lado está el negocio, otra choza de adobe pero con tres paredes en lugar de cuatro donde uno de ellos vende huevos, té, unas latas o bidones usados, cigarrillos. Un hombre joven pasa en un carro con leña tirado por un burro y la mujer arriba de la leña, el hombre sobre el burro y el carro, eso sí, tiene ruedas de goma; un pastor peul con su sombrero de paja redondo puntiagudo y su bastón muy largo llega trayendo sus cabras y unas vacas flaquísimas con cuernos largos y finitos; una pick-up avanza lenta con quince o veinte personas amontonadas en la caja, las patas colgando para afuera, los cuerpos en contacto tan estrecho, algunos sentados en unas tablas que sobresalen para poner más cuerpos.»
Cuando Mahmouda termina de comer, en el campo, a la sombra del árbol, Aï vuelve a su casa, la limpia, se ocupa de los chicos. Si está todo bien, a la una o dos se puede ir a dormir un rato: el calor, de todos modos, no la deja hacer más. Hasta la tarde, cuando se ponga a cocinar la pasta de mijo —una especie de polenta— que, en los días buenos, se mezcla con una salsa de cebolla rehogada, quizá tomate, si acaso unas hojitas de gombo o de baobab.
—Entonces nos sentamos a comer, antes de que baje el sol, acá en el patio. A mí no me importa, pero mi marido dice que no le gusta comer cuando está todo oscuro, que le gusta mirar. Pero este año muchos días no tuvimos para hacer la comida de la noche.
Fue, cuenta Aï, porque Mahmouda quiso mejorar su situación: entonces vendió una parte del mijo que había cosechado en octubre para poder sembrar cebolla en diciembre, y el abono y las semillas que hubo que comprar estaban caros pero después la cosecha estuvo bien, se ilusionaron.
—Pero cuando fuimos a vender las cebollas nos pagaron muy poco. Decían que había demasiado, que quién la iba a querer comprar, que vendiéramos a ese precio o nos la comiéramos, y al final no nos quedó casi nada. Y después cuando tenemos que comprar el mijo para comer los precios están cada vez más altos.
—¿Y entonces?
—Y entonces nos quedamos con una deuda.
—¿Una deuda?
—Mi marido le había pedido un préstamo a un amigo suyo.
Fueron 50.000 francos, y como no sacaron ni la mitad Aï no sabe cómo van a hacer para pagarlo.
—¿Cómo van a hacer?
—No sé. Esperemos que el año próximo la cosecha sea mejor.
Aï está preocupada. Dice que el amigo de su marido es una buena persona, pero que si no le pueden pagar va a quedarse con su tierra, o por lo menos una parte de su tierra. Y que entonces sí que nunca más tendrían comida suficiente.
—Pero lo peor es que este año mi marido no pudo cultivar. Cuando llegó la estación ya nos habíamos comido todo el grano, no teníamos para semillas. Ni para comer teníamos. Así que ahora está trabajando la tierra de un rico para que nos dé algo para comer, no pudo plantar nuestra tierrita.
—¿Y entonces cómo van a comer el año que viene?
—Uy, para eso falta mucho.
En 2012, las oenegés y agencias que trabajan en Níger atendieron a unos 400.000 chicos —pero suponen que más de un millón habrían necesitado sus servicios. Aunque tampoco están seguros: esas agencias y oenegés cubren una parte del territorio. En el resto nadie sabe muy bien: no hay una red eficaz de salud, no hay datos, hay cantidad —¿qué cantidad?— de chicos que nacen sin registro y se mueren y son enterrados y nunca existieron.
Su hijo menor, Ismail, tiene un año y dos meses y estuvo 15 días internado en el hospital: llegó con menos de cuatro kilos, desnutrido severo. Está mejor, pero Aï tiene miedo de que vuelva a pasarle.
—Ahora tengo que ir todas las semanas a controlarlo y a buscar mi bolsita de alimentos. Yo lo hago, pero tampoco lo puedo hacer para siempre. Yo no quiero ir siempre a buscar la bolsita de los alimentos. Si el chico tiene que comer, quiero que coma bien en casa.
Ismail lleva un gorrito de lana azul y blanco, porque no hace más de 35 grados, y chupetea un paquete de suplemento alimenticio como si le gustara.
—¿Por qué hay gente que tiene y gente que no tiene?
—Bueno, a algunos los pueden ayudar sus padres y a otros no.
—No, digo: hay gente mucho más rica, que tiene casas, coches, y otros que no tienen nada. ¿Por qué es eso?
—No sé.
Aï se ríe, incómoda; mira a Béa, mi intérprete local, para pedirle ayuda. Béa no dice nada.
—No sé, yo cómo voy a saber.
Dice Aï; después recapacita:
—Acá en el pueblo la diferencia son las tierras; los que tienen las tierras más grandes pueden hacer todo lo que quieren.
Dice, y me acuerdo de otra nigerina que, hace años, en un pueblo como éste, me explicaba la diferencia básica entre un rico y un pobre:
—Es fácil: los pobres trabajan con sus manos, los ricos trabajan con su plata.
Me dijo.
—¿Cómo que trabajan con su plata?
—Sí, en lugar de trabajar con sus manos pagan a otros para que hagan su trabajo, les cultiven el campo.
Aquella vez, yo había ido a escribir una historia sobre los bancos cerealeros que proliferaban en la región. Parecía una gran idea: una oenegé alentaba a las mujeres del pueblito —de cientos de pueblitos— para que se organizaran y construyeran un granero; cuando lo hacían, les daba varias toneladas de mijo para constituir el capital inicial del banco cereralero. Cuya función consistía en prestarle mijo a sus socias durante la soudure —y ayudarlas a sobrevivir. Las socias debían devolver el préstamo en semillas, con un ligero interés, cuando sus maridos cosecharan.
La iniciativa tenía dos ventajas evidentes: la más obvia, que ayudaba a miles de familias a sobrevivir al período más duro; la menos, que daba a las mujeres un poder que nunca habían tenido en sus comunidades. Pero ahora Aï me dice que en su pueblo y en otros pueblos los bancos tuvieron problemas porque demasiadas mujeres no devolvían los préstamos —no querían, no podían devolver los préstamos— y se fueron quedando sin capital en granos. Entonces la mayoría dejó de prestar y empezó a vender; aún así eran útiles: mantenían un precio 30 o 40 por ciento por debajo del mercado y, al hacerlo, obligaban a los comerciantes a contener los suyos. Pero, me dicen, también eso se arruinó en muchos casos: los comerciantes, a través de testaferros locales y pequeñas corruptelas, compraban el stock de granos para revenderlo cuando les conviniera y, de paso, controlar los precios del mercado.
La crisis económica de los países donantes ayudó al descalabro: de pronto, hubo mucha menos reposición de granos cuando un banco se quedaba sin ellos: se terminaron los rescates. Así que muchos tuvieron que cerrar. El de su pueblo, me dice Aï, hace unos meses. El grupo de las mujeres de su pueblo, me dice Aï, sigue reuniéndose, pero ahora, ya sin el banco, los hombres no les hacen caso.
—¿Tenés miedo de no tener suficiente comida o no pensás en eso?
—Sí, claro que pienso. Las noches que no les puedo dar nada a mis hijos pienso mucho.
—¿Qué pensás?
—No sé, nada. Pienso.
Aï piensa, piensa mucho. Aï nunca tuvo comida suficiente, nunca fue a una ciudad, nunca tuvo luz eléctrica ni agua corriente ni un fuego de gas ni un inodoro, nunca parió en un hospital, nunca vio un programa de televisión, nunca se puso pantalones, nunca tuvo un reloj nunca una cama, nunca leyó un libro, nunca leyó un diario, nunca pagó una cuota, nunca tomó una cocacola, nunca comió una pizza, nunca eligió un futuro, nunca pensó que su vida pudiera ser distinta de lo que es.
Nunca pensó que quizá podría vivir sin preguntarse si va a comer mañana.
3.
Uno de los primeros trucos del manual es hablar —si acaso, cuando no queda más remedio— de un hambre impersonal, casi abstracto, un sujeto en sí mismo: el hambre. Luchar contra el hambre. Reducir el hambre. El flagelo del hambre.
Pero el hambre no existe fuera de las personas que lo sufren. El tema no es el hambre; son esas personas.
Quizá si una persona —si una sola persona, con nombre, historia, cara— se muriera de hambre sería un escándalo. Aparecería en todos los diarios, los noticieros de televisión, las redes sociales. El mundo hablaría de ella, la lloraría con tristeza sincera. Gobernantes dirían que es intolerable, algo que no puede repetirse de ninguna manera, prometerían medidas urgentes categóricas. El Papa saldría a su balcón y se haría cruces —o incluso alguna raya. Sería un rayo en una tarde de verano —no en la tormenta acostumbrada.
Los términos técnicos evitan la emoción. Supongamos que lo hacen por conciencia profesional, para definir más precisos sus objetos de estudio. O que lo hacen por corrección política, para evitar la ofensa de llamar perro a un perro. Supongamos que lo hacen de onda, para cumplir mejor con su trabajo; el resultado, en cualquier caso, es que los problemas de miles de millones se transforman en un texto que solo entienden unos pocos, mientras la mayoría se queda sin saber de qué va la cuestión. En síntesis: el burocratés funciona como una barrera contra el conocimiento generalizado —la forma más fecunda del conocimiento.
En cualquier caso, en general, los grandes burócratas prefieren no decir —no escribir— la palabra hambre. Por no decir prefieren no hablar tampoco de malnutrición, desnutrición, esas cosas y, para hacer como que hablan cuando preferirían callar, cuando se están callando, han inventado el modismo «inseguridad alimentaria» —o, en inglés, food insecurity.
En realidad lo que inventaron fue el concepto contrario: la «seguridad alimentaria». La Cumbre Mundial sobre la Alimentación, organizada en 1996 en Roma por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura —FAO, sí, FAO— definió que «la seguridad alimentaria existe cuando todas las personas tienen, en todo momento, acceso físico, social y económico a alimentos suficientes, inocuos y nutritivos que satisfacen sus necesidades energéticas diarias y preferencias alimentarias para llevar una vida activa y sana».
Es otro de esos prodigios del idioma burocratés: un concepto que no importa sino por lo que niega. Ninguna persona que tenga regularmente ese acceso piensa en su seguridad alimentaria; solo lo hacen, cuando pueden, los que no lo tienen. De ahí que la idea operativa no es la «seguridad alimentaria» sino su opuesto. Inseguridad alimentaria es uno de los eufemismos más tristes en un tiempo de eufemismos tristes.
(Fue un buen intento. En un mundo donde la seguridad es un valor supremo, uno que sirve para justificar tanto atropello, uno cuya invocación corta cualquier debate, incluir la comida como una forma de la seguridad es un esfuerzo encomiable.
Se supone que todos estamos amenazados por la inseguridad —algunos, por la alimentaria, pobres. La seguridad es los derechos humanos —el discurso hegemónico— de estos años. Si en 1948 —y sobre todo en los setentas y ochentas— correspondía decir que la comida era un derecho humano, en estos días hay que decir que es una condición de la seguridad.
Después habrá que hablar de un mundo que ha cambiado derechos humanos por seguridad: bien usado, aplicado en la dosis conveniente, el terrorismo de los malos sirvió para eso y mucho más.)
En sus manuales, el grado más agudo de la «inseguridad alimentaria» es la «malnutrición coyuntural aguda» —que podemos llamar, para entendernos, hambruna. La hambruna es eso que pensamos si —alguna vez— pensamos en el hambre. Lo pensamos porque aparece en los diarios o la televisión cuando algo pasa —o, más bien, días más tarde—: un terremoto, una inundación, una sequía, una plaga de langostas, una batalla irrumpen y dejan a millones de personas sin comer —porque los alimentos desaparecen o porque la población huye o porque la cadena de aprovisionamiento se interrumpe.
Son situaciones en las que no se puede plantar o cosechar, los caminos están intransitables u ocupados, el Estado no funciona. Los hambrientos se convierten en refugiados, clientes, mendigos del asistencialismo mundial. Se acurrucan en campos o en los alrededores de los centros de distribución de alimentos y esperan que les den. No tienen recursos propios, no tienen la menor autonomía: dependen de lo que hagan otros. Si esos otros dejaran de darles se morirían en unos días. A veces pasa.
Cada año, de distintas formas, las hambrunas afectan a unos 50 millones de personas. Parece mucho, es mucho; no es nada comparado con los que sufren la «malnutrición estructural».
«Malnutrición estructural» es un concepto frío, tan de época, para describir una situación que no impresiona. No es el drama, la catástrofe, la irrupción espectacular del desastre sino la normalidad insidiosa de vidas en que no comer lo necesario es lo más habitual.
En la sociedad del espectáculo, la malnutrición no tiene cómo ponerse en escena. Solo los números. Pero los números no tienen el sex-reppeal de una foto de un chico raquítico.
La hambruna es más fácil de justificar: la furia de la naturaleza, la crueldad de un tirano, desastres de una guerra. En cambio la malnutrición es pura burocracia, banalidad del mal. Y es la enorme mayoría.
La «malnutrición estructural» es crónica, estirada en el tiempo. No es un acontecimiento; es la normalidad de tantos. No se la ve pero está siempre ahí, pasa de madres a hijos, se mantiene a lo largo de décadas en los países más pobres. De un modo u otro afecta a unos 2.000 millones de personas: casi un tercio de los hombres y mujeres del planeta.
Estos —digamos— 2.000 millones de personas sufren de lo que el burocratés llama inseguridad alimentaria en sentido estricto: a veces comen lo suficiente pero nunca están seguros de lograrlo —y a veces no lo logran. Son muchos, son variables: por definición, para ellos comer o no comer es un vaivén; alcanza un cambio menor en las condiciones de vida, la pérdida de un trabajo, un conflicto, una eventualidad climática para que una persona —o millones de personas— ya no sepan si van a comer al día siguiente.
Estos —digamos— 2.000 millones de mujeres y hombres están malnutridos. Los más pobres, en general, no comen la cantidad suficiente de alimentos ricos en nutrientes —carne, huevos, pescado, leche, legumbres, frutas y vegetales— y sufren las consecuencias. Los técnicos llaman malnutrición en sentido estricto a la falta de ciertos alimentos decisivos para un crecimiento completo. Son esos minerales y vitaminas que hacen que el cuerpo, aunque reciba suficientes calorías, no se desarrolle como debería: entonces aparece eso que Jean Ziegler llamó el «hambre invisible».
Uno de sus efectos más frecuentes es la anemia, producida por la falta de hierro: la mitad de las personas que no consumen suficiente hierro sufren de anemia. Son, dicen, unos 1.800 millones de personas que lo sufren de las formas más diversas. Las madres, sobre todo: una de cada cinco muertes maternas se debe a la anemia.
Pero también está la falta de vitamina A: hay cálculos que dicen que medio millón de chicos quedan ciegos cada año en el mundo por esa carencia, que hace que muchos más sean presa fácil de la malaria o la rubeola y que causa, en última instancia, la muerte de más de 600.000 menores de cinco años cada año.
La falta de yodo en el organismo de sus madres hace que cada año 20 millones de chicos pobres nazcan con cerebros que no han podido desarrollarse como deberían: sus coeficientes de inteligencia caen en picada.
La falta de zinc produce deficiencias motoras y predisposición a las infecciones: las diarreas, tan mortíferas, son mucho más violentas en los cuerpos sin suficiente zinc. La Organización Mundial de la Salud la culpa por la muerte de 800.000 chicos cada año.
Y así de seguido.
Y está, por fin, el núcleo duro de la malnutrición, los más condenados de esta tierra. Cuando también faltan las proteínas y calorías necesarias para reproducir la energía que se gasta, la malnutrición se transforma en desnutrición.
El hambre en todo su esplendor: los 800, 900 millones de la frase de siempre.
Pero también entre ellos hay clases, diferencias: el hambre afecta especialmente a los más chicos. Uno de cada cinco hambrientos es un nene menor de cinco años. No es solo que los niños no sean los únicos privilegiados: es que son los que más pierden. Hay una diferencia central entre el hambre de un chico y el hambre de un adulto: un adulto desnutrido puede recuperarse sin sufrir grandes consecuencias —siempre y cuando, faltaba más, consiga la comida necesaria—; un chico de menos de cinco años que no come suficiente habrá perdido su oportunidad para formar las neuronas necesarias y nunca será lo que podría haber sido.
El hambre de los más chicos suele ser un efecto del hambre de sus madres. Las mujeres, la mitad de la población mundial, representan el 60 por ciento de los hambrientos: hay muchas culturas donde la poca comida se reparte de forma tal que los hombres reciben más que las mujeres: hambre de género. Cada día, 300 mujeres se mueren en el parto a causa de la anemia. Y mil parturientas más se mueren cada día por otras deficiencias nutricionales.
Por eso, cada año nacen esos 20 millones de chicos que no se han formado plenamente y empiezan su vida con un peso menor del que debieran y vivirán así, porque los cuerpos mal alimentados de sus madres no producen la leche necesaria. Es el más vicioso de los círculos: madres mal alimentadas criando hijos subdesarrollados. Por su nacimiento, por sus primeros meses, muchos de esos chicos nunca crecerán como debieran. Sus cerebros no terminarán de desarrollarse, sus cuerpos serán débiles, fáciles para cualquier enfermedad. El hambre de los primeros mil días de vida no termina nunca.
O se termina, brutal, antes de tiempo. Cada año, más de tres millones de chicos se mueren a causa del hambre y las enfermedades —tos, diarreas, rubeolas, malarias— que el hambre favorece, que serían solo anécdotas en la vida de un chico bien nutrido.
Tres millones de chicos son más de 8.000 chicos muertos cada día, más de 300 cada hora, más de cinco en un solo minuto.
4.
Madaua son cinco calles de tierra que se inundan cada vez que llueve, con sus chivos, sus chicos, su agitación ingenua de pueblo de mercado. Madaua era, hasta hace poco, tediosa de tan calma. Ahora, en cambio, los blanquitos no podemos salir solos. La guerra de Malí desbordó para acá, y nos dicen que el pueblo está lleno de yihadistas que vienen del norte o de Nigeria, no se sabe; sí que, en los últimos meses, ha habido atentados, secuestros, enfrentamientos varios. Lo sorprendente era que antes no hubiera. Pero no: aquí la pobreza era perfectamente resignada.
—¿Y si un día viniera un mago y te dijera que le podés pedir cualquier cosa que quieras, qué le pedirías?
—Yo no creo en magos, señor. Yo solo creo en Dios, el único Dios, y Mahoma su profeta.
El hospital de Madaua son varias salas de material pintadas de azul, de ocre, de verde en un terreno grande y ralo a la salida del pueblo; alrededor de las salas hay carpones para atender más pacientes porque todo rebosa de pacientes. A la entrada del hospital de Madaua, la tormenta de arena amenazando, los gritos de los pájaros revoloteando en el baobab, Mariama, sentada bajo el árbol, espera que algo pase. O, mejor dicho, que algo termine de pasar: su nieto Abdelaziz se murió hace una hora y ella no tiene modo de decírselo a los padres. El padre, su hijo, vino ayer con ella y el chico y los dejó: tenía que volverse al pueblo para poder ir, pasado mañana, al mercado y vender su única cabra para volver el viernes con algo de plata para comer mientras el chico siguiera en el hospital. El chico estaba muy flaquito, comía tan poco, había tenido fiebre dos semanas. La madre se quedó en el pueblo: habría querido venir, pero tiene otros hijos y tenía que cuidarlos. Ahora la abuela Mariama no tiene nada más que hacer, no tiene plata para comer, no tiene forma de avisar que el chico se murió, y el cuerpito espera sobre una camilla, tapado con una tela amarilla, que alguien haga algo.
—Dios me mandó este destino, así que seguro lo merezco. Para que haya gente feliz, algunos tenemos que ser infelices. Así es la vida, sabe.
Lo saben. Níger gasta cinco dólares por habitante por año en salud. Estados Unidos, por ejemplo, gasta 8.600; Francia 4.950, la Argentina 890, Colombia 432. En 2009 había en todo Níger 538 médicos, uno cada 28.000 habitantes —cuando la media en un país medio, como Ecuador o Filipinas o Sudáfrica es uno cada 1.000. El número está en una publicación oficial del gobierno —que dice que al año siguiente, 2010, solo quedaban 349: un médico cada 43.000 personas. La migración de los que saben o pueden y quieren escapar a la miseria y las enfermedades produce enfermedades, más miseria. Los países ricos —que ponen trabas muros lanchas ametralladoras para parar migrantes en vías de desesperación— se llevan con gusto a los pocos profesionales que consiguen formarse en estos yermos.
El hospital de Madaua también necesita más médicos: hay —y es su privilegio porque paga MSF— ocho para cubrir tres turnos con 400 chicos internados. Dos médicos por turno, 400 chicos.
Abdelaziz dormía con la abuela Mariama. Le gustaba jugar con los otros chicos, dice ella, pero se cansaba siempre pronto. Y comía poco; incluso cuando había, no comía bastante. Era el segundo hijo de su hija; el primero se murió de pocos días: había nacido muy flaquito. Fue un año difícil, no habían tenido mucho que comer y parece que él lo sintió, dice Mariama. Después nació Abdelaziz, hace unos cuatro años, y después hace dos una nena y ahora, hace unos meses, otra nena que parece enferma.
—Por eso mi hija se quedó, para cuidarla.
Ella, en cambio, la abuela Mariama, tuvo once hijos, dice, y ahora los cuenta con los dedos y los nudillos de las manos, repite nombres, hace caras:
—Ahora me quedan cuatro, dos hombres, dos mujeres.
Los demás, tres mujeres, cuatro hombres, se murieron chicos: tres cuando tenían entre año y medio y dos, después de dejar la leche materna: otro, más grandecito, por una epidemia de rubeola. Pero hubo una, dice, que se murió grande, ya casada.
—Yo estaba triste, pero como es la voluntad de Dios, qué podemos hacer…
Dice, y se ríe de los nervios.
Me asalta, de pronto, una idea incómoda: que aquí cada adulto —cada uno de estos hombres y mujeres que esperan que sus hijos se curen del hambre, cada uno de los que caminan por la calle de tierra que bordea el hospital, cada uno de los vendedores de tarjetas para el móvil, cada una de las vendedoras de buñuelos, cada enfermero, cada enfermo— es un sobreviviente, alguien que vive de prestado. Una especie de azar afortunado, el albur de que un chiquito viva para crecer y hacerse adulto. Lo cual, de algún modo, elimina cualquier idea de derecho adquirido: la idea de que las personas, aquí, son muertos escapados, deudores muy morosos, okupas de su vida.
Por lo cual los blanquitos, a veces, queremos creer que para ellos no es tan grave: bueno, están acostumbrados, las muertes no les duelen lo mismo que a nosotros. Debe ser una forma de aliviarse, de aligerar las culpas. Aquella mañana, mirando la procesión silenciosa, digna de madre tía y abuela con bebé recién muerto caí por enésima vez en esa trampa. Y en el truco de pensar que hay un marco cultural —que debió existir también en Europa hasta hace un siglo o dos— por el cual un matrimonio sabe que para asegurar una cantidad suficiente de hijos debe producir algunos más, prever sus muertes —y que las personas lo aceptan con cierta naturalidad.
Y ahora, hablando con Mariama, le daba vueltas y no sabía cómo preguntárselo. Al final encontré una fórmula que me pareció tolerable:
—Cuando empezó a tener hijos, ¿ya sabía que algunos se iban a morir, ya se lo esperaba?
—No, yo no pensaba eso.
Dijo y me miró raro, como quien sospecha.
—Una no tiene hijos para que se mueran. Eso sería insultar a Dios.
En Níger cada mujer tiene, en promedio, siete hijos —la mayor tasa de fertilidad del mundo—; en Níger un chico de cada siete muere antes de cumplir cinco años. Si la estadística fuera una ciencia exacta, se podría asegurar que cada mujer nigerina tendría que sufrir la pérdida de un hijo. No es así: en las ciudades mueren un poco menos, en estos pueblos más.
Uno de cada siete chicos nigerinos se muere antes de cumplir cinco años; en los países ricos se muere uno cada 150.
Hussena dice que le parece que debería dejar de tener hijos.
—Ya tuve muchos. Y cada vez me cuesta más. Con la edad…
Hussena está en el hospital de Madaua porque sus mellizas se enfermaron: ardían, vomitaban, ni siquiera lloraban. El marabú les dio unas hierbas pero nada; cuando llegaron al hospital respiraban despacio y estaban muy flaquitas. Una de las mellizas se murió ayer a la mañana; ahora Hussena reza para que la otra sobreviva. Hussena tiene a su melliza —su única melliza— en brazos. La nena no llora; parpadea, aprieta los labios, amaga gestos que no llega a hacer. Los nenes desnutridos tienen cara de viejito triste: como si la muerte quisiera asentar sus derechos imponiéndoles las marcas de un tiempo que no fue.
Tristeza, abulia, una resignación con todo el cuerpo.
Las mellizas Hassana y Hussina habían nacido hace diez meses; eran la decimosegunda, la decimotercera. Hussena ya tiene como 45 años, y dice que nunca pensó que su vida sería así.
—Cuando era chica jugaba con esas muñecas de barro y les daba de comer, siempre les daba de comer. Yo creía que iba a vivir así, en buenas condiciones, pero lo que pasó fue esto y ahora lo tengo que aceptar.
—¿Cuáles serían buenas condiciones?
—Tener comida, un poco de ropa, un poco de plata para los gastos.
—¿Y por qué fue así?
—No sé. Mi marido trabaja y trabaja pero nunca llegamos a eso…
—¿Por qué?
—No sé. Me lo pregunto muchas veces, pero nunca sé.
Hablan de la sequía. Cuando hablan del hambre en Níger, en el Sahel en general, siempre hablan de la sequía. Es cierto, el clima influye: la sequía del año pasado, por ejemplo, el famoso cambio climático, esas cosas.
Por milenios, desde que empezaron a cultivar comida, los hombres vivieron pendientes del clima, temerosos del clima. Para creer que podían controlarlo —o, al menos, atenuar sus efectos— se inventaron dioses, les entregaron bienes y vidas y destinos. Hace poco más de un siglo aprendieron a preverlo: a veces, incluso, con cierta precisión. Pero seguía habiendo fenómenos que escapaban al pronóstico: huracanes, sequías, heladas y otros caprichos repentinos cuyas causas nos seguían eludiendo.
En tiempos de la Ciencia era difícil inventar más dioses, así que recurrimos a la Razón: la idea del cambio climático permite suponer que todas esas perturbaciones —el ascenso de la temperatura, el descenso de la temperatura, la reducción del casquete polar ártico, el crecimiento del casquete polar antártico, los calorones, los terribles fríos, los tornados ciclones maremotos— tienen una causa común que conocemos y que, más aún: somos nosotros, dioses pobres.
La idea del cambio climático introdujo un principio de orden donde nunca lo hubo: ahora sabemos —creemos saber— a qué se deben, por qué suceden esas cosas de las que nunca supimos el porqué. Todos los griegos sabían que era Zeus el que lanzaba rayos; ahora todos saben que es el cambio climático. Quizás hasta sea cierto. En todo caso, es un alivio sin la menor duda.
La civilización son los intentos del hombre de depender menos del clima —construir un techo para no mojarse, un aire acondicionado para no torrarse, un sistema de riego para no quedarse sin cosecha. Hay, por supuesto, grados. La sequía de este año en los Estados Unidos va a impedir que muchos granjeros cambien las máquinas o el coche o que paguen la universidad de sus muchachos —y, aún así, van a seguir recibiendo sus subsidios— y, gracias a esa sequía, argentinos ricos se van a hacer más ricos. La sequía del año pasado en la región de Madaua acaba de matar de hambre a Seydou, a Abdelaziz, a Hassana, a cuántos otros. Pero lo que mata no es el clima: es la falta de recursos, de resto para soportar sus variaciones —nada más constante.
—¿Y de quién es la culpa?
—De mi marido y yo. Nosotros tendríamos que conseguir comida.
—¿Por qué? ¿Hay algo que tendrían que haber hecho y que no hicieron?
—Bueno, si pudiéramos salir a vender alguna cosa tendríamos más plata.
—¿Y por qué no lo hacen?
—Porque no tenemos la plata para empezar.
—¿Por qué?
Hussena me mira en silencio, con tanta pena que me calla.
Suele creerse que en África hay muchas enfermedades mortales dando vueltas. La realidad es que hay tantas enfermedades como en cualquier otro lado, solo que aquí son mortales las que en otros lugares no lo son. Un norteamericano que se contagia VIH sabe que tendrá que pasarse la vida tomando retrovirales, y sufrirá las consecuencias de una larga enfermedad crónica; un africano que se contagia de VIH sabe que lo más probable es que no pueda pagarse los remedios y se muera en pocos años. La malaria mata a un millón de africanos por año; para matar necesita atacar un cuerpo mal alimentado y, además, sin posibilidades de tratamiento. Hace unos años yo tuve malaria; pasé dos días en un hospital y me olvidé del tema. Lo mismo con la tifoidea, la diarrea, la tuberculosis, tantos otros males.
El peligro de las enfermedades siempre fue, en alguna medida, una cuestión de clase. Siempre fue, pero nunca tanto como ahora: con el desarrollo de la medicina y la industria farmacéutica, tener o no tener dinero es el dato mayor para saber si uno se va a curar o no se va a curar.
Hussena también tenía una hermana melliza; a los seis, siete años empezaron a ir a la madrasa, la escuela coránica donde el marabú les enseñaba a recitar de memoria los suras del Corán. Cuando el marabú dijo que las mellizas eran buenas, su padre decidió que mandaría a una de ellas a la escuela pública, y le pidió que la eligiera. El marabú le dijo que no podía; que si él quería, que lo hiciera. El padre tampoco pudo e hizo un esfuerzo para mandar a las dos. Hussena terminó la primaria; cuando quiso seguir, su padre le dijo que no podía más.
—Me dijo que no podía y me pidió disculpas. Fue la única vez que lo vi hacer algo así. Estaba triste.
Hussena se casó grande, a los 17 años, con un muchacho que conoció en la boda de una prima: él se pasó la tarde mirándola y al final se le acercó y le dijo que quería casarse con ella. Ella le dijo que hablara con su padre; él habló. Hussena dice que es mejor casarse así, por elección y no tan chica, que ella sabe. Y que está contenta de haberse casado con ese hombre, pese a todo.
Hussena ya parió trece veces. Sus tres primeros fueron varones y crecieron bien; los cinco siguientes se murieron. Nacían muy débiles, dice, muy chiquitos: no resistían vivir. Cuando murió el tercero las viejas del pueblo le dijeron que era por los partos muy seguidos, porque se quedaba embarazada dos o tres meses después del parto y dejaba de amamantar y su bebé tenía que comer otra cosa y se enfermaba y se moría, y porque además con tanto parto Hussena estaba tan débil y tan flaca que cada bebé le salía muy chiquito, muy frágil. Hussena lo entendía, pero seguía quedando embarazada.
—¿Qué pensabas cuando tus bebés se morían uno tras otro?
—No sé, me pregunté por qué dios no quería que mis hijos vivieran, empecé a tratar de no embarazarme. Fui a ver al marabú; me dio un grigrí para que no me embarazara.
Un grigrí es una cuerda que alguien se ata, generalmente a la cintura, con un trocito de piel de animal o un amuleto de piedra o arcilla, para curar una enfermedad o alejar otros males.
—¿Y eso te impidió embarazarte?
—Sí, impidió.
—¿Por qué?
—Es así. Es nuestra tradición.
Dice, y se ríe. De vez en cuando, Hussena me dedica una sonrisa dulce, leve, con esa compasión con que se mira a los que no terminan de entender las cosas fáciles.
En los doce años siguientes Hussena tuvo seis hijos más, que vivieron. Hasta ayer, cuando murió la sexta, la melliza.
—Con lo difícil que fue ese parto.
Dice, y le pregunto si son más fáciles ahora o al principio.
—No, antes era más fácil, yo tenía más fuerza. Con la edad todo se hace más difícil… Ahora cuando estoy embarazada todo el trabajo me cuesta mucho más.
Dice, y que los partos anteriores habían sido tranquilos, en su casa, pero que cuando estaba embarazada de las mellizas, hace dos años, tenía muy poca comida y estaba muy débil y que cuando empezó el trabajo de parto se desvaneció y la trajeron hasta el hospital de Madaua desmayada en una moto y que por eso se hizo esto, dice, y me muestra bruta quemadura en una pantorrilla:
—Con el caño de escape, me la hice. Eso me pasa por andar en esas cosas.
Los médicos le dijeron que el problema era que había comido demasiado poco —no le dijeron poco, dice; le dijeron demasiado poco— y que por eso las mellizas le salieron tan débiles, y que tenía que alimentarlas bien. Ella decía sí claro sí claro; el día que se iba se animó a preguntarles cómo iba a poder alimentarlas bien y le dijeron que tenía que amamantarlas pero que para eso tenía que comer bien, para que la leche le saliera fuerte y mucha.
—Imagínese.
Me dice: dice que me imagine. Que me imagine su zozobra, sus dudas: que ella muchas veces comía menos para que sus chicos no se quedaran sin comer, pero que ahora le decían que si ella comía menos las mellizas se iban a enfermar y que entonces qué hacía.
—Si no como, mi leche no sirve. Pero si como, mis hijos no comen. Así que si como para tener leche buena estoy salvando a los más chiquitos y dejando a los demás. ¿Y para qué? ¿Para que cuando los chiquitos sean más grandes les pase lo mismo?
—¿Qué hizo?
—No sé, no sabía qué hacer, a veces comía, a veces no. Para lo que sirvió…
Dice, y mira al suelo. En sus brazos, Hussina llora muy bajito.
—A veces odio tener hijos.
Dice, y yo dudo en preguntarle más: me da pudor, vergüenza. Pero ella quiere decírmelo:
—Lo odio, porque tengo miedo de que ellos me odien a mí por hacerlos vivir vidas así.
Aquí, en peladales como éstos, nació el hombre. Es fácil, aquí, reflexionar sobre las ventajas de alejarse del lugar de origen: emigrar, cambiar, volar. Es fácil; dicen que nació aquí y dicen —ahora dicen— que nació de la sequía: que hace varios millones de años —la cifra se discute y se revisa, nada es más variable que el pasado— unos monitos que vivían en los árboles tuvieron que bajarse porque la seca los privaba de sus alimentos habituales. Tuvieron que erguirse sobre sus dos piernas, caminar, correr, buscarse la vida en una llanura medio seca. Los que supieron hacerlo mejor fueron sobreviviendo; con los millones de años, su habilidad para mantenerse erguidos les permitió cargar un cerebro más pesado y, con el tiempo, incluso usarlo. De ahí aquellas hachas de piedra, seis millones de dioses, la milanesa con puré, estos bichitos que llamamos letras. De aquella sequía venimos; nada en ésta nos dice adónde vamos.
—¿Sos religiosa?
—Bueno, soy musulmana.
—¿Y por qué creés que Dios hizo un mundo donde hay tantas personas que no tienen suficiente comida?
—Yo no sé, no puedo saber. Pero cada vez que no tengo le pido a Dios que me dé comida.
—¿Y Dios no te escucha?
—Sí, él escucha. Y a veces me da y a veces no me da.
—¿Dios no podría haber creado directamente un mundo donde todos tuvieran comida sin tantos problemas?
—Dios lo creó así: con unos que son ricos y otros que son pobres, y los pobres tienen que rezarle para tener algo de comer.
—O sea que si no hubiera tantos pobres habría menos gente que le rezaría a Dios…
—No sé, yo no puedo entender esas cosas.
—Quizá Dios creó los pobres para que haya gente que lo necesite más.
—Quizá.
Dice, y se ríe. Me parece que nunca lo había pensado pero que la idea le resulta interesante. Mi error es insistir:
—¿No es egoísta de su parte?
—Dios no es egoísta. A veces cuando le pido él me da. Y cuando no me da, estoy segura de que él sabe por qué.
Dice, atrincherada de nuevo en sus certezas.
Las familias de campesinos nigerinos funcionan, muy precisas, como unidades de producción de vida: el marido va al campo, cultiva laboriosamente su pedazo de tierra, provee el grano; la mujer procrea, no va al campo, cuida la casa y los hijos, prepara la comida; si acaso, puede ocuparse de unos metros de tierra casi arena donde cultiva plantas comestibles accesorias, como el gombo para hacer la salsa. Hay, a veces, trabajos complementarios: el hombre puede laborar un campo ajeno cuando el propio no alcanza o, incluso, emigrar por un tiempo limitado; la mujer puede intentar algún modo de petit commerce que, si consigue el capital inicial, seguramente consistirá en amasar y freír y vender buñuelos.
La familia debe producir hijos suficientes para asegurar la continuidad: las hijas mujeres se entregan a otras familias a cambio del pago de un dinero —la dote— y se enajenan; los hijos varones garantizan la supervivencia de sus padres cuando ya no pueden trabajar. A cambio, la madre convertida en abuela cuida chicos y casa y el padre, convertido en anciano, mantiene un supuesto saber que le da un poder simbólico que lo mantiene vivo.
Es otra de esas elecciones económicas difíciles: en un país donde la mortalidad infantil está entre las tres más altas del mundo, si una familia no tiene muchos hijos corre el riesgo de que no queden suficientes varones para trabajar cuando el padre ya no pueda. Pero si los tiene, quizá sobrevivan más que los que puede alimentar. Es un equilibrio complicado: no tener tantos hijos como para no poder mantenerlos en su infancia, tener suficientes como para que te puedan mantener en tu vejez.
En el mundo rico, donde se supone que las estructuras del Estado y otros fondos se hacen cargo de nuestra decadencia, tener hijos se ha convertido en una búsqueda de realización personal y afectiva, una forma de continuidad simbólica; en el mundo pobre es, también, todavía, la primera estrategia de supervivencia.
Todo esto, por supuesto, es un esquema, pero uno que se verifica en casi todas las familias, tan lejos de la complicación y confusión de las funciones de las familias occidentales contemporáneas.
Frente a esas innovaciones, llenas de funciones tan recientes que ni siquiera tienen nombre —¿cómo se llama la relación del hijo de un cónyuge con el hijo del otro? ¿cómo la de ese cónyuge con los hijos de los hijos de su cónyuge? ¿cómo cada uno de los integrantes de una pareja monosexual en relación con sus hijos?—, las estructuras de estas familias parecen simples e inmutables.
La tentación: pensar que es lógico que lo sean, ancladas como están en una sociedad que sigue viviendo formas de producción, ritmos, problemas tan semejantes a los que vivieron sus tatarabuelos.
La vida agraria, tan ligada a lo que nunca cambia.
El primer objetivo de cualquier hombre, de cualquier grupo de hombres, es comer. Hace diez mil años todos trabajaban para conseguirlo. Las sociedades se fueron especializando. Ahora, en las más ricas, solo el dos o tres por ciento de la población trabaja la tierra para producir comida. En muchos países de África los campesinos siguen siendo entre dos tercios y tres cuartos de la población. La proporción de agricultores es una medida cruel de la riqueza —el «desarrollo»— de una sociedad.
Ocho de cada diez nigerinos vive en el campo, del campo. Nos resulta difícil pensar, a esta altura, una sociedad tan basada en la agricultura de subsistencia. No una sociedad donde ciertas personas que poseen tierras y máquinas producen cantidades de plantas para vender a otras personas; una donde personas que no poseen casi nada producen plantas para ver hasta cuándo se las comen.
—¿Y si un día viniera un mago y y te dijera que le podés pedir cualquier cosa que quieras, qué le pedirías?
—Comida. Comida todos los días. Eso le pediría.
Hussena tiene un paño negro atado a la cabeza, un aro de oro en la oreja derecha, la mirada atenta inteligente, las cicatrices paralelas de su tribu en las mejillas, un collar de semillas en el cuello, el cuerpo flaco consumido, las manos pedregosas y un callo prominente, casi blanco, en la base de los dedos pulgares, donde la mano agarra el pilón del mortero: son cuarenta años de mortero, todos los días, dos horas por día. Treinta mil horas de golpear con el tronco del mortero las semillas de mijo, deshacerlas, convertirlas en el único alimento.
—¿Y cuando eras chica había más o menos comida que ahora?
Mi pregunta intentaba ser general, si las cosas están mejor o peor que antes; su respuesta no:
—No, había más, había más porque no teníamos tantos hijos. Teníamos, pero más se morían. Ahora, con todos los hijos que tenemos, hay mucha menos.
Pensamos la agricultura como una actividad antigua. En los países más ricos de Europa la agricultura es una artesanía, un anacronismo que el Estado se empeña en mantener y subsidiar para no perder sus tradiciones: una cultura. En los países más o menos ricos del Nuevo Mundo cerealero —Canadá, Australia, Ucrania, Rusia, Brasil, Argentina— es el negocio de unos pocos. En Estados Unidos, donde los lobbies agrarios tienen cierto poder, su sector pesa solo el 4 por ciento del producto bruto.
En general, justo antes de pensarlo, la agricultura nos aparece como algo levemente despreciable, el área más anticuada, menos dinámica y contemporánea del trabajo humano. Nos olvidamos de un detalle: todavía no descubrimos otras formas de producir alimentos —de transformar la energía solar en combustible para animales.
Décadas de esfuerzos en laboratorios sofisticados, miles de ideas y de patentes, cantidades de colorantes saborizantes aromatizantes endulzantes y tantos otros antes no cambiaron el hecho de que lo que comemos siguen siendo los frutos de la tierra o lo que otros animales hicieron con esos frutos de la tierra.
Y la agricultura todavía consiste en cinco procesos básicos: seleccionar plantas utilizables, manejar el agua, renovar y enriquecer los suelos, proteger los cultivos de las pestes, usar fuerza de trabajo para recogerlos. Y tampoco las plantas son tantas. Existen unas 250.000 especies vegetales, de las cuales unas 50.000 son comestibles y comemos unas 250: cereales, raíces, tubérculos, frutas, verduras, hierbas, nueces, especias.
En nuestros días —y en promedio, porque las proporciones cambian mucho según los lugares— carnes y leches —de animales alimentados gracias a los cultivos— proveen un cuarto de las proteínas que consumimos, y los pescados un cinco por ciento más. El resto son vegetales, producto directo de la agricultura. El 90 por ciento de nuestras calorías vienen de 15 especies vegetales; dos tercios son producidos por tres plantas: el arroz, el maíz, el trigo.
El negocio de la comida —agricultura, manufactura alimenticia— supone solo el seis por ciento de la economía mundial: una minucia, diez veces menos que el sector de servicios. Lo curioso es que esa minucia define todo el resto; sin la minucia, nada de lo demás existiría. Y el 43 por ciento de la población económicamente activa del mundo —unos 1.400 millones de personas— son agricultores. Demografía, peso económico y necesidad real están extrañamente lejos.
La agricultura —la agricultura de los países pobres, azadón y pala— es una actividad muy física, donde los hombres pueden asentar ventajas: las mujeres hacen sus esfuerzos, intentan cosas, pero está claro que son los hombres los que deben alimentar a la familia, y eso produce una idea de la vida. La sumisión femenina tenía su contrapartida muy precisa: a cambio —dialéctica del amo y el esclavo— el hombre le daba de comer. En sociedades opulentas romper con esa idea puede ser más simple, más factible; en mundos como éste se complica. Pero aquí tampoco debe ser fácil ser un hombre: tener que proveer y no tener, fallar constantemente.
Salou, el marido de Hussena, no está entre los más pobres: tiene dos campitos, de media hectárea cada uno, donde cultiva mijo. Cada uno le da, si la sequía no es extrema, si la langosta no lo arrasa, unos sesenta hatos de mijo. Los mejores años, un hato puede contener quince kilos de grano; un año malo, en cambio, hasta uno o dos.
—¿Puede variar tanto?
—Sí, uno nunca sabe. Nunca sabe.
Hussena y yo nos ponemos a hacer cuentas. Un año muy muy bueno cada campito les puede dar unos 900 kilos de mijo; 1.800 en total. Una familia grande como la suya necesita por lo menos dos tias —cada tia son dos kilos y medio— de mijo por día: cinco kilos diarios de grano sin pelar. Cinco por 365 son 1.825: ni siquiera en un año excepcional les alcanza para comer todos los días. Y eso sin contar todos los demás gastos: sal, azúcar, té, algún tomate, ropa, zapatos, transportes, kerosén para la lámpara, herramientas, remedios.
—Mi trabajo es hacer que el mijo dure. Mi marido lo planta, lo cuida, lo cosecha, me lo da. Entonces yo tengo que cuidarlo. A veces nos peleamos, él me pide que le dé más comida. Pero nunca me pega, casi nunca. Yo le digo: ¿vos querés seguir comiendo cuando tengas que salir a plantar? Entonces ahora tenemos que comer un poco menos, que nos dure hasta entonces. Y al final él entiende. Pero también tengo miedo de equivocarme, claro. Tengo miedo de calcular mal y que no dure lo que tiene que durar, que se acabe antes: algunas veces me pasó.
—¿Y alguna vez te pasó que te equivocaste al revés, que te sobró?
Hussena se ríe, me mira con esa mezcla de extrañeza y compasión.
En cualquier año que no sea perfecto la comida se acaba al cabo de seis o siete meses. Para no hablar de años como el pasado, cuando muchos hatos no llegaron a juntar un kilo de grano. Entonces, para completar, muchos intentan plantar cebollas en diciembre —pero no siempre pueden, porque necesitan dinero para semillas, para abono y, sobre todo, porque no siempre queda agua suficiente. El resto del tiempo, Salou se busca trabajitos —que a veces encuentra, a veces no.
—Entonces a veces comemos, a veces no. A veces un vecino me regala la cáscara del mijo y con eso hago un potaje para darles algo a mis hijos. A veces podemos sacar las hojas de algunos árboles. A veces ni eso consigo …
Dice Hussena, y se vuelve a reír de mi sorpresa. Este señor, debe pensar, no entiende nada de la vida.
—¿Y alguna vez comen alguna otra cosa que no sea el mijo?
—A veces los sábados, que es el día del mercado, podemos comprar sí, alguna cosa.
—¿Qué cosa?
—Unas papas, unas mandiocas para cocinar.
—¿Y qué es lo que más te gusta comer?
—Yo lo que prefiero es el arroz. Pero casi nunca lo puedo comprar. Cuando hay en el mercado una tia cuesta 1.500. En cambio el mijo cuesta 800. Igual es una barbaridad.
Ochocientos francos una tia, más de 300 el kilo. Hace unos meses, cuando la cosecha, el kilo de mijo se vendía a 70. Es el momento en que los comerciantes aprovechan: les compran a los campesinos endeudados, la guardan, esperan. Especulan. Después, año sí, año no, el hambre llega.
—Pero este año sí comí carne de vaca.
Que hubo una boda, me dice, de un pariente rico y que comió un pedacito de carne: que era de vaca, dice, una carne de vaca.
En mis papeles de trabajo, el capítulo sobre Níger siempre llevó el título «el hambre estructural»: el hambre que responde a condiciones profundas, casi una ontología. Un país donde el hambre sería, de algún modo, el producto de una fatalidad geográfica, climática: un espacio árido con una producción tan limitada que no alcanza para alimentar a sus pobladores. Es, en general, la imagen que se ofrece del Sahel en general, de Níger en particular, y yo tardé en darme cuenta de que estaba rindiéndome a cierta ideología. No hay tal cosa como el hambre estructural, inevitable. Siempre hay causas, razones, decisiones.
Cuando dicen estructural te están diciendo fatal, inalterable.
Más trampas del burocratés.
—¿Y cuando la pasás bien, estás contenta?
—Cuando tengo para comer y para darles de comer a mis chicos estoy contenta. Esos son los mejores momentos.