POR FIN
1.
Y mientras tanto el mundo sigue ahí, tan bruto, tan grosero, tan espantoso como de costumbre. A veces pienso que todo esto es, antes que nada, feo. Repugna a cualquiera de las formas de la percepción la grosería de personas poseyendo, desperdiciando sin vergüenza lo que otras necesitan a los gritos. Ya no es cuestión de justicia o de ética; es pura estética. Digo: intentar que el mundo no nos siga saliendo tan horrible. La humanidad debería tener por lo que hizo con sí misma esa desazón que tiene el creador cuando da el paso atrás, mira su obra, y ve una porquería. La conozco.
Éste es un libro sobre la fealdad, la más extrema que puedo concebir. Éste es un libro sobre el asco —que deberíamos tener por lo que hicimos y que, al no tenerlo, deberíamos tener por no tenerlo.
Callado, el asco se acumula.
Somos nada, tan poquita cosa: suspiros en la corta vida de un peñasco perdido en un sistema solar ínfimo en una galaxia igual a miles de millones. Cuando lo sabemos —cuando nos descuidamos y pensamos— quizá la respuesta más razonable a esa comprobación sea aceptar nuestro destino y concentrarnos en lo más pequeño: nosotros mismos, nuestras vidas, lo poco con que elegimos o aceptamos rodearlas. Es una posibilidad y parece incluso lógica. Pero quizá la mejor respuesta a tanta pequeñez sea hacerse el tonto e ignorarla —y pensar lo más grande que nuestra ínfima escala nos permita.
Sabiendo que puede ser inútil.
Y que, en general, no hay nada más inútil que lo útil.
Queda dicho: hay cientos de millones de personas que no comen lo que necesitan.
Más que dicho: hace unos años, Ban Ki Moon, secretario general de las Naciones Unidas, puso una cifra que quedó repetida y arrumbada: cada menos de cuatro segundos una persona se muere de hambre, desnutrición y sus enfermedades. Diecisiete cada minuto, cada día 25.000, más de nueve millones por año. Un Holocausto y medio cada año.
¿Entonces qué? ¿Apagar todo e irnos? ¿Sumirnos en esa oscuridad, declarar guerras? ¿Declarar culpables a los que comen más que una ración razonable? ¿Declararnos culpables? ¿Condenarnos? Suena hasta lógico. ¿Y después?
Cuando deben enunciar las causas del hambre, los gobiernos y los grandes expertos y los políticos sonrientes y los organismos internacionales y las fundaciones millonarias suelen repetir cinco o seis mantras:
Que hay desastres naturales —inundaciones, tormentas, plagas. Y sobre todo la sequía: «La sequía es la mayor causa individual de falta de alimentos», dice un folleto del Programa Mundial de Alimentos.
Que el medio ambiente está sobreexplotado por prácticas agrarias abusivas, exceso de cosechas y de fertilización, deforestación, erosión, salinización y desertificación.
Que el cambio climático está «exacerbando condiciones naturales que ya eran adversas» y va a empeorar todo en las próximas décadas.
Que los conflictos de origen humano —guerras, grandes desplazamientos— se han duplicado en los últimos 20 años y que provocan crisis alimentarias graves, por la imposibilidad de cultivar y pastorear en ese contexto o, más directamente, porque alguno de los bandos usa la destrucción de cultivos, rebaños y mercados como un arma.
Que la infraestrucura agraria no alcanza: que faltan máquinas, semillas, riego, almacenes, carreteras. Y que muchos gobiernos prefieren ocuparse de las ciudades porque es donde hay poder, dinero, votos.
Que los gobiernos de los países pobres son tan corruptos que se tragan buena parte de la ayuda que los bienintencionados del Primer Mundo les ofrecen una y otra vez.
(Los más osados hablan incluso de la especulación financiera que disparó los precios de los alimentos y produjo penurias y revueltas.)
Y después hay algo que llaman «trampa de la pobreza». Textos del WFP la describen someros: «En los países en vías de desarrollo, con frecuencia los campesinos no pueden comprar las semillas para plantar lo que daría de comer a sus familias. Los artesanos no pueden pagar las herramientas que necesitan para sus oficios. Otros no tienen tierra o agua o educación para sentar las bases de un futuro seguro. Los que están golpeados por la pobreza no tienen suficiente dinero para producir comida para ellos y sus familias. Así, tienden a ser más débiles y no pueden producir suficiente para comprar más comida. En síntesis: los pobres tienen hambre y su hambre los atrapa en la pobreza».
En este relato —en estos relatos oficiales— únicamente el hambre tiene causas. La pobreza solo tiene efectos.
Y, al mismo tiempo, todos los organismos, estudiosos, gobiernos que se interesan por el asunto están de acuerdo en un hecho: la Tierra produce comida más que suficiente para alimentar a todos sus habitantes —y cuatro o cinco mil millones más.
El fracaso de una civilización.
El fracaso insistente, brutal, desvergonzado de una civilización.
Desnutridos, desechables, desperdicios.
Decíamos: la máquina capitalista no sabe qué hacer con cientos de millones de personas. Le sobran.
Y su exclusión no se aminora, como suele decir el Banco Mundial, con el desarrrollo. En este contexto el desarrollo técnico deja a más gente sin trabajo, a los costados del camino. Lo cual no alcanza para condenar esas técnicas, sino para cuestionar la forma en que las usan los que las controlan.
Con esas mismas técnicas se pueden hacer distintas cosas: ganar mucho más es la primera opción del mecanismo actual. Y, eventualmente, aumentar un poco la limosna que reciben los desechables. Pero también se podría funcionar con un propósito económico distinto, donde no se produzca para el consumo desaforado de una parte sino para proveer lo necesario a todos. El problema, otra vez, no es el desarrollo sino quién lo controla.
El problema es político.
Por ahora, la tecnificación concentrada de la agricultura ha dejado el mundo lleno de personas que el negocio global no necesita. No solo los campesinos desplazados por —la concentración producida por— el uso de máquinas más potentes en los campos de Argentina, Brasil, Ucrania. También los que se desesperan en los campos de Costa de Marfil, la India o Etiopía porque sus productos ya no pueden competir con los de aquellas zonas.
Muchos de ellos sobreviven malplantando sus tierras, consiguiendo rendimientos dignos de la época de Cristo. Difícil negar que hay mejores formas de aprovecharlas. Entre 1700 y 1960 la población mundial se quintuplicó y las superficies cultivadas también. Pero en los 30 años siguientes —durante la Revolución Verde— la población aumentó un 80 por ciento y la tierra cultivada solo un 8 por ciento: la cantidad de alimento disponible creció porque las mismas tierras produjeron tanto más.
Pero ahora los países ricos llegaron —o están llegando— a su límite y buscan nuevos espacios más allá de sus fronteras. El problema es que esos espacios —como siempre sucedió— están ocupados. Esa población es una molestia: les sobra, los fastidia; intentan deshacerse de ellos para usar sus tierras en su propio beneficio. Para que el mundo produzca más comida —la comida cuyos restos podrían alimentarlos— los desechables deben desaparecer: no tienen lugar en este esquema de desarrollo concentrado.
El mismo vaciamiento sucede en la industria: más allá de unas pocas que todavía requieren mucha mano de obra, la mayoría usa cada vez menos. Entonces esos campesinos despojados o desalentados llegan a las ciudades y se suman a los que llegaron antes —y no tienen espacio en el aparato productivo.
En una sociedad donde los individuos se definen por su lugar en la producción —por su trabajo— no tener empleo es una de las formas más inmediatas de no tener una identidad funcional. O, si acaso, de tener una identidad que se define por la falta: son los que no tienen lugar/función/necesidad. En los países más elegantes los llaman los ninis: ni estudian ni trabajan. En el OtroMundo no los llaman.
Otro criterio: son OtroMundo los países donde un cuarto o más de la población es desechable.
No son proletarios —engranajes necesarios para el funcionamiento de la máquina—; son basura.
Son basura con la que nadie sabe bien qué hacer.
O saben, pero no se animan.
La perfección de la máquina consiste en tener usos para todos, no desperdiciar, no derrochar recursos en inútiles. No siempre lo consiguió, a lo largo de la historia; entonces tenía sus mecanismos de corrección, sus válvulas de escape que compensaban el desequilibrio: guerras, pestes, sequías, hambrunas varias servían como regulador de los excesos de población. No era preciso —no era «quirúrgico»— pero funcionaba: grosso modo, recomponía las sociedades de forma tal que los que quedaban encontraban un sitio. Ahora es más difícil. El progreso de ciertas técnicas —medicinas, transportes, comunicaciones— ha hecho que el efecto de esos reguladores pueda aminorarse. Y la muy opinable «opinión pública mundial» tiende a presionar para que, dentro de un orden, se aminoren.
Los desechables, entonces, no terminan de ser desechados: mantenidos en un limbo penoso. Y al mismo tiempo meten miedo. Un poquito de miedo: son demasiados millones y se mueven, se remueven. ¿Terminarán por volverse una amenaza? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuánto pasará, qué dificultades tendrán que sufrir los más ricos, cuántos más problemas financieros soportarán hasta que empiecen a pensar en serio que no pueden darse el lujo de mantener a toda esa población inútil? Ya recortaron mucho el dinero que gastan en «ayudas» y «cooperación»: es un principio de respuesta. Y, si avanza, si se extiende, ¿cuánto pesará la «opinión pública humanitaria»? ¿Cuán complicado será transformar a los desechables en terrorismo, en amenaza para las almasbellas
y empezar a cargárselos?
Digo: empezar a cargárselos deliberada, sistemáticamente. No como ahora, una tarea desordenada.
Los hambrientos son los sobrantes más marcados y la eliminación de los sobrantes es la consecuencia lógica de este modelo de desarrollo. Lo cual no significa que tenga que suceder obligatoriamente. Solo si no sabemos detenerlo.
El rebrote malthusiano de estos tiempos es una preparación para esa eventualidad. Vuelve —a través del fantasma ecololó— la amenaza del hambre para todos y su argumentación del reverendo: somos demasiados y maltratamos al planeta, lo agotamos. Hay incluso una organización inglesa —Population Matters— que ofrece una página web donde los interesados pueden compensar su huella de carbón dándoles plata para ayudarlos a disminuir la cantidad de bebés pobres. Menos chicos implican menos emisiones de CO2, te explican.
(Pero nadie dice que la mejor forma de reducir la natalidad es garantizar la vida y el bienestar de los que nacen: que ya no sea necesario tener tantos hijos para que algunos vivan.)
Los profetas malthusianos esperan que la población baje, y algunos lo aclaran: que se mueran suficientes porque —insisten— la Tierra no podrá dar de comer a 9.000 millones de personas en 2050. Lo que están diciendo es que quizá no podrá dar de comer tan alegremente a los que ahora comen todo lo que quieren —y tiran la mitad. El problema no es que seamos muchos; es que haya tantos que viven como si fueran pocos.
Proudhon era optimista: «Hay un solo hombre de más sobre la Tierra: el reverendo Malthus». Ahora los hombres y las mujeres de más son mil millones.
(O quizá no: alguien tendría que calcular qué pasaría, en términos de nutrición y uso de la Tierra, si desapareciéramos. Si desapareciera nuestro 10 por ciento, los 700 millones que concentramos el 80 por ciento de la riqueza del mundo, los demás comerían muy bien. O quizá sería más económico desaparecer al famoso 1 por ciento, los 70 millones que concentran el 40 por ciento de la riqueza. En cualquier caso, a los que queden les sobraría mucho y podrían empezar a pelearse por esas sobras —y recrear un grupo de privilegiados que, a mediano plazo, se quedaría con lo suficiente como para que hubiera de nuevo un sector que no comiera lo preciso. No alcanza con que desaparezcamos.)
Mientras, la consolidación de esa legión de desechables fue, en parte, consecuencia de la debilidad de esos gobiernos que ya no gobiernan, que representan cada vez menos el verdadero poder en el mundo globalizado: cuando las grandes corporaciones occidentales impusieron el Consenso de Washington se cargaron, entre otras cosas, las redes de contención que los Estados de los países pobres ofrecían a sus más pobres.
Los negocios están globalizados, los gobiernos no; los negocios se saltan las reglas nacionales, las pequeños gobiernos no tienen cómo controlarlos. El sistema alimentario mundial es un producto y un reflejo de este mundo nuevo donde las empresas son globales y hacen lo que les conviene en cada lugar mientras que los países son locales y están limitados por sus fronteras y demás impotencias. Cosa que —faltaba más— los nacionalismos contribuyen a mantener, a perfeccionar.
Pero, junto con la aparición de esa masa desechable, se va deshilachando esa noción llamada «nación» que, con muchos problemas, funcionó durante un par de siglos. El capitalismo globalizado no ha producido todavía su forma política; las naciones siguen estando ahí, pero deciden poco. Aunque sí sirven, por ejemplo, para permitirnos pensar que los malos siempre son los extranjeros —para descargar culpas de los ricos nacionales. Y sirven, también —inverso complementario—, para permitirnos pensar que el hambre de los ghaneses es culpa del gobierno de Ghana, un suponer.
El hambre sería, entonces, la metáfora más extrema de esta civilización con desechables. Pero las metáforas tienen un modo propio de la vida propia: pueden variar sin que varíe lo que representan. Digo: que se podría acabar con el hambre sin acabar con la pobreza, con la explotación, con la injusticia extrema: con los millones y millones de sobrantes.
La idea de que los países más pobres van a dejar de tener hambre como dejaron de tenerlo los pobres de los países ricos es el último resto operativo de la teoría del despegue —que tanto supo confundir en los años sesentas. Aunque ya nadie cree que los ciudadanos de Níger llegarán alguna vez a vivir como suecos; todavía muchos desprevenidos creen que algún día los nigerinos comerán todo lo que precisan.
No es probable. Sabemos que el mundo ya produce comida suficiente para todos pero hay un tercio cuyo ritmo de consumo hace que no haya para los demás. Y todos los analistas suponen que, ahora que el precio de los alimentos sigue subiendo, ahora que las materias primas han vuelto a tener un papel decisivo en la economía global, ahora que los grandes cultivos son carne de la especulación financiera, las diferencias de abastecimiento van a aumentar también: que los países que tengan comida la van a vender cada vez más cara y los que puedan pagarla van a conseguirla y los otros no.
Así que no es probable. Pero si se llegara —nunca se llegó, pero si se llegara— a un mundo donde nadie tiene hambre pero algunos tienen fortunas y otros justo lo justo para subsistir, ¿estaríamos satisfechos?
Habría maneras de conseguirlo. Supongamos, por ejemplo, que la tasa Tobin. La tasa Tobin es un invento viejo: en 1971 un economista de Princeton, James Tobin, propuso un impuesto mínimo —alrededor del 0,1 por ciento— a las transacciones financieras de divisas como forma de frenar la especulación que deformaba las cotizaciones de las monedas. En su momento le hicieron poco caso; a fines de los noventas el movimiento antiglobalización recuperó la idea y volvió a proponerla como un modo de recaudar plata para ayudar a los más pobres. El señor Tobin, pobre, salió a decir que él no tenía nada que ver con eso, que era un economista serio que apoyaba al Banco Mundial y al Fondo Monetario. Pero las campañas no pararon: ahora, con el aumento de las transacciones especulativas —con los millones de transacciones que hacen ahora esas computadoras— la tasa Tobin recaudaría fortunas.
Hay otras posibilidades. En 2013 se vendieron 330 millones de computadoras personales, 200 millones de tabletas, 980 millones de smartphones: unos 1.510 millones de aparatos que cuestan un mínimo de 200 dólares cada uno. Nadie compra uno de esos aparatos si no tiene bien resueltas sus necesidades: sería perfectamente justo aplicar una tasa única de 5 dólares a la venta de cada aparato para un fondo de alimentación. Eso supondría 7.600 millones de dólares por año.
En 2013 se vendieron, también, 83,5 millones de autos nuevos que cuestan una media de 31.200 dólares. Si cada comprador aportara a ese fondo una tasa del 1 por ciento recaudarían 26.000 millones de dólares. Entre coches y computadoras, sin gran quebranto para nadie, ya se juntaron los 30.000 millones anuales de la FAO —y sobran unos cuantos miles.
Pero, para empezar, el planteo es ilusorio: cuando se dice que la tasa Tobin, por ejemplo, bien cobrada y bien administrada, podría acabar con el hambre en el mundo, no se dice que la tasa Tobin —o cualquier otra tasa semejante— no se aplica porque no hay poder político que consiga imponerla. Y, si lo hubiera, debería ser capaz de imponer, también, la obligación de usar ese dinero contra el hambre.
Para seguir, el planteo es tan pequeño: no es siquiera redistribución; es pura beneficencia compulsiva.
Llegar al hambre cero, a un mundo sin desnutridos sería un gran salto civilizatorio: nunca sucedió. Pero importa, sobre todo, de qué forma se da, quién lo consigue: qué grado de igualdad supone.
Una cosa es que nadie tenga hambre. Otra, muy otra, que cada cual tenga lo que le corresponde: que nadie se lo dé, que lo tenga por derecho propio.
No que los hambrientos reciban su limosna: que no haya quienes tengan tanto que puedan darla, quienes tan poco que la necesiten. Que todos tengan —más o menos— lo mismo. Suena casi trasnochado y es, al mismo tiempo, la única meta que parece valer la pena de pelear en serio.
Una idea demasiado simple, me dirán.
Ciertos discursos simples, directos, básicos, cayeron junto con el Muro. Pensemos en la palabra básico: debería ser un encomio y es un insulto. Algo así pasa con la idea de una sociedad de iguales: la aspiración más ambiciosa de la humanidad parece una tontería trasnochada, un arcaísmo.
Por eso tantas peroratas políticas —tantas supuestas propuestas— se condensan con esa fórmula idiota de que buscamos «un mundo mejor», «una sociedad mejor», como si alguien —un político, un intelectual, mi tía Porota— fuera a anunciar alguna vez que quiere uno peor. La fórmula es una de las cumbres de la ñoñería contemporánea, síntesis de una época que no sabe qué decir y lo dice todo el tiempo.
Ahora, en general, la «lucha contra el hambre» consiste en mejorar la eficacia de la beneficencia. O, en el mejor de los casos, en pensar cómo se puede ayudar a esos pobres campesinos a cultivar sus trocitos de tierra a ver si sobreviven.
Es lo que sintetiza Fred Pearce, el inglés que escribió The Landgrabbers: «No se trata de ideología. Se trata de ver qué funciona. Qué podrá alimentar al mundo y qué podrá alimentar a los pobres del mundo».
Para mí sí se trata de ideología: de saber cómo se hace para que no haya más pobres del mundo —no para darles unas migas más, las migas suficientes. Y eso es una ideología, sin ninguna duda. Por eso la enorme campaña de desprestigio de las ideologías: porque para conseguir cambios hay que quererlos, tener ideas —una «ideología».
Entre otras cosas, porque la única razón por la cual hay hambre en un mundo que produce suficiente comida es otra ideología. Ésa que dice que no es una, que se presenta como la naturaleza misma: la que sostiene que lo mío es mío —y lo tuyo ya veremos.
Para un chico de los sesentas —para un adulto de los dieces— es extraño que tantos crean que ésa es la única opción. Aún si lo fuera convendría considerar que no, para ponerla a prueba.
El problema es que vivimos un tiempo sin futuro.
(O, peor: donde el futuro es amenaza).
2.
Leo unos textos sobre biología y, como cada vez, corro el riesgo de ponerme místico: ¿no es inverosímil que tanta complejidad, tal perfección sirvan para engendrar vidas tan incompletas, tan banales? ¿Que la sofisticación con que millones de células producen infinidad de reacciones que se coordinan para que un hombre abra la boca no debería corresponderse con manjares espléndidos entrando entre esos labios? ¿Que el refinamiento que supone que un tímpano perciba vibraciones del aire y las transmita a los huesitos del oído medio para que las hagan llegar a las células pilosas de la cóclea que las convierten en electricidad para que unos nervios las lleven al cerebro que los recompondrá para informarnos no merecería que las palabras escuchadas fueran siempre música? El grado de evolución de los mecanismos naturales —aquí la mística—, ¿no debería llevarnos a confiar en un grado semejante de evolución social? O, dicho de una manera menos lírica: ¿tiene sentido que organismos tan complejos hagamos vidas tan de mierda? A menos que estemos en el momento trilobites de la historia. Seguro que el trilobites se creía gran cosa: que estaba —de un modo irracional que no siempre entendemos— muy satisfecho de sí mismo.
El mundo es un despropósito, las vidas: se nos pasan comiendo, cogiendo, consumiendo, usando el tiempo para usar el tiempo. Pero aún así la diferencia entre una calle de una ciudad cualquiera y un bosque o un campito es tan extraordinaria que no puedo creer que no lo hayamos hecho para algo. Inventamos demasiado como para no aspirar a algo más: a un sentido, a una belleza intrínseca, a cierta ¿perfección? que termine por justificar tantos esfuerzos.
Aunque tenemos razones para la satisfacción:
para nosotros, habitantes —más o menos— ricos de los países —más o menos— ricos, la vida nunca fue tan buena. Por mucho que se esfuerce el viejo mito de la edad de oro, está claro que nuestras vidas son tanto mejores que las de nuestros choznos.
Hay medidas rotundas: que vivamos, en promedio, 30 años más —30 años más— que un siglo atrás es una prueba indiscutible. Que tantas enfermedades que nos mataban entonces no nos maten ahora. Que tantos lugares que nos eran inaccesibles, tantas cosas que desonocíamos, ya no. Que no haya más hambre por carencia; solo por codicia.
También lo es, para la especie, que hayamos conseguido llegar a ser 7.000 millones de individuos. Se lo suele leer como algo horrible: la suma de todos los peligros.
(Pero los que lo critican lo critican desde la suposición más que optimista de que si hubiera menos personas, ellos serían de esos que sí son, no de los que no. Certezas: para los que no serían si no fuéramos tantos, es bastante mejor que lo seamos. A menos que debatamos si ser puede ser peor que no ser y esas cuestiones siempre tan interesantes.)
En términos de especie: que haya más individuos y que vivan más años es un signo indudable de mejora. Si siempre hubo menos no era por un furioso bucolismo que prefería no sobrecargar los escenarios naturales; era porque cuando empezaba a haber más se morían de epidemias, de hambres —o de las guerras que la pelea por los recursos provocaban.
Ahora bastante menos —y es un signo claro de progreso.
Decir progreso es casi una osadía.
Casi una tontería.
Incluso: a primera vista suena raro, pero quien decida revisar la historia comprobará que vivimos uno de los momentos más libres y pacíficos de la historia humana —si no el más. Hace 70 años que no hay una guerra a gran escala. No hay grandes campos de concentración o maniobras de exterminio masivo, racial, político. No hay poblaciones enteras sometidas a algún tipo de esclavitud directa. El grado de discriminación legal contra los menos poderosos de cada sociedad —negros, mujeres, homosexuales, desempleados, pobres diversos, castas— es menor que nunca. Hay, por supuesto, desigualdad extrema, explotación, miseria; tanto menos que cien años atrás.
(Por todo esto —y mucho más— volví a creer en el progreso: por eso no soy progresista. Los progresistas creen que la sociedad va a seguir siendo más o menos igual por mucho tiempo, entonces intentan mejorar sus detalles. Yo no soy progresista porque creo en un progreso general —más y mejor vida, más igualdad, menos poder, menos estupidez— pero no creo que se consiga, como suponen los progresistas, por una especie de evolución casi natural, suave. Creo —por lo que veo en la historia— que ese progreso general es el resultado de luchas, rupturas, restauraciones, más rupturas.)
Y entonces, en medio del módico optimismo, el hambre —el hambre de cientos de millones— como la forma de decir que lo mejor no siempre es bueno: un toque de atención, la mancha que.
Como quien dice —con cierta brutalidad, casi simpleza— que un mundo está mejor pero no puede estar bien si cientos de millones pasan hambre.
De nuevo: su fuerza de metáfora —para los que lo miramos desde afuera.
(Hay, también, para armar esta comparación, una decisión decisiva: si comparamos con lo que fue o con lo que podría ser.)
Nunca vivimos mejor: se podría pensar que ese bienestar empuja a querer más, porque muestra que es posible conseguirlo.
Pero no suele suceder. Para muchos, la evidencia de esas mejoras desalienta la búsqueda de mejoras: les permite pensar que el mundo ha mejorado tanto que va a ser más o menos así. Es el auténtico fin de la historia: por una rara torsión, ideología tronante, las lecturas de la historia como un largo proceso de cambios ya no nos sirven para confirmar que todo cambia siempre; nos llevan a creer que todo cambió para volverse tal como es ahora.
Como ahora: miserable, hambreado, miserable, tan corto de esperanzas, miserable, tan corto de justicia, miserable
—en el programa: escribir miserable varias veces y que cada vez signifique algo distinto.
Miserable.
Tanto mejor y sin embargo
miserable.
Yo recuerdo cuando los hombres no nos besábamos. Recuerdo cuando la televisión tenía cuatro canales en riguroso blanco y negro. Recuerdo cuando un porro era una novedad aterradora. Recuerdo cuando una computadora era un delirio de las películas de ciencia ficción. Recuerdo cuando el mundo iba a ser mucho mejor. Recuerdo cuando las villamiserias estaban llenas de trabajadores. Recuerdo cuando las mujeres no usaban pantalones. Recuerdo cuando un bluyín era una muestra de rebeldía casi intolerable. Recuerdo cuando nadie sabía qué coño era la soja. Recuerdo cuando los coches tenían la palanca en el volante. Recuerdo cuando la Unión Soviética mandaba en medio mundo y mandaba perros al espacio. Recuerdo cuando te iban a despedir al aeropuerto. Recuerdo cuando los viejos usaban sombrero. Recuerdo cuando muchas etiquetas decían industria argentina. Recuerdo cuando los curas decían misa en latín. Recuerdo cuando había mujeres vírgenes. Recuerdo cuando los chicos debutaban con putas. Recuerdo cuando Perón era un general derrotado en Madrid y Guevara un guerrillero que iba a ganar una revolución en algún lado. Recuerdo cuando los diarios y las revistas estaban escritos en castellano. Recuerdo cuando el pelo largo —por encima del cuello de la camisa— era causa de suspensión en el colegio. Recuerdo cuando viajaba en tren a Mendoza, a Zapala, a Jujuy. Recuerdo cuando gay se decía maricón y se escondía. Recuerdo cuando los equipos de fútbol no podían hacer cambios. Recuerdo cuando era más fácil ver un caballo en la calle que una teta en el cine. Recuerdo cuando la palabra pedorro no existía, ni la palabra cedé ni devedé ni digital, ni la palabra shopping ni la palabra sushi, ni maxikiosco ni tetra ni rockero, ni celu ni huskie ni bolú y mouse era el apellido de un tal Mickey. Recuerdo cuando las hamburguesas eran un exotismo cool y la palabra cool tampoco existía. Recuerdo cuando el pasado era un desastre.
Decir recuerdo es decir, por supuesto, estoy grande, pero también es decir que el mundo no siempre fue como es. Es decir que las cosas —los objetos, las conductas, las sociedades— suceden en la historia, son dinámicas, cambian, siempre cambian: que nada dura para siempre.
Parece una tontería, pero el mito más fuerte de esta época de cambios incesantes es que no hay cambios posibles en lo básico, en el orden que ordena nuestras vidas. Tampoco es nuevo: ya ha pasado muchas otras veces. Muchas doctrinas, religiones, sistemas de gobierno se formaron a partir de la idea de que nada cambia —e intentan confirmarlo.
Una religión —cualquier religión— es una forma de tranquilizarse y pensar que lo que es ahora siempre será: que todo está diseñado y controlado desde aquí hasta el fin de los tiempos, y que el poder —un dios, los dioses— ha sido y será el mismo. Si un fiel creyera que los poderes universales cambian, ¿quién podría prometerle una vida eterna? Y los poderosos —reyes, emperadores— se colgaron de esta idea: nuestro poder no debe cambiar porque está basado en el Gran Poder que nunca cambia: el derecho divino.
Una religión necesita lo inmutable; por eso, por ejemplo, las reacciones violentísimas de la Iglesia católica cuando ciertos fulanos de hace un par de siglos empezaron a hurgar rastros geológicos, cuevas, huesos, y demostraron que el mundo era mucho más viejo que lo que contaba la Biblia, y que no siempre había sido como es: que había habido animales extraños, que las vacas y las pulgas no habían sido creadas por el Señor sino por la evolución de las especies, que los hombres éramos monos bien tuneados. Nada podía ser más subversivo —y subvirtió.
¿Es una casualidad si entre las docenas y docenas de personas que entrevisté no había prácticamente ateos? ¿Si —casi— todos creían alguna religión, algún dios que explicaba y justificaba la vida de mierda que llevaban?
Creíamos que nos habíamos librado de las religiones. Su retorno es uno de los golpes más duros de estos años. Si no hay más futuros venturosos en la tierra, que regrese el del cielo. Volvimos al futuro más antiguo: el que no cambia.
(En julio de 1936 una banda de generales medio fascistas se levantó en España al grito de Viva la Muerte y/o Cristo Rey. Desde muchos países del mundo —mayormente occidental— llegaron voluntarios para pelear contra aquellos generales fundamentalistas católicos.
Ahora la única situación lejanamente comparable es la yihad musulmana: los fundamentalistas religiosos son los que despiertan algún entusiasmo parecido y convocan a jóvenes que dejan todo para ir de voluntarios a la muerte. Y los enfrentan los ejércitos de la mayor potencia, la que dice en su símbolo fundamental In Dog We Trust.)
No hay —casi no hay— hambrientos ateos.
¿Qué pasaría si los hubiera?
Digo: una torsión rara.
El presente siempre es, de algún modo, una decepción. Por eso, a lo largo del tiempo, siempre hemos encontrado formas de vivir en otros tiempos: en el confort del pasado editado, en la esperanza de un futuro mejor.
Durante siglos, la tradición monoteísta ofreció un futuro posible, tranquilizador: el reino de los cielos —bajo cualquiera de sus formas— era la compensación por estas vidas. Nosotros los modernos pudimos matar a dios porque teníamos un reemplazo: ese futuro fulgurante que nos prometíamos so pretexto de la historia y la ciencia.
El racionalismo moderno supo ocupar esa función de gran promesa. Solo que el futuro que ofrecía estaba en este mundo y llegaría gracias a la acción combinada de las fuerzas sociales y los avances técnicos —que a su vez potenciaban esas fuerzas sociales que a su vez producían más avances técnicos.
Los futuros de la modernidad tenían formas políticas: fue, en algún momento, la libertad igualdad fraternidad y, más tarde, cuando las revoluciones burguesas ya habían hecho su trabajo, la sociedad sin clases. Durante estos dos siglos subvertidos, la idea de cambio fue central: la sociedad no funcionaba, sus mecanismos debían ser reemplazados. Se inventaron sistemas de reemplazo que, en general, no funcionaron. En las últimas décadas la derrota de la opción «socialista» se llevó puesta, en gran medida, la idea de que hay otras opciones. Ahora, para la mayoría de los ciudadanos de Occidente —para nosotros, lectores de estos libros—, el futuro es un presente perpetuo con ligeros retoques tecnoecololós: una computadora más astuta, un bosque menos amenazado, un buen trabajo una familia un coche nuevo cada dos o tres años, dos o tres vacaciones al año, cien años en lugar de ochenta, la placidez asegurada —gracias a la potencia del mercado.
Nada que, en realidad, pueda llamarse realmente futuro.
Nada que funcione, digo, como ese fin al que hay que llegar por todos los medios.
Nada que guíe pasos, arme recorridos, condicione vidas, justifique muertes o su riesgo.
Nada que justifique inversiones más allá de lo pequeñamente personal: el futuro como algo personal
o una amenaza.
El mito dominante: que nuestras sociedades nunca van a ser demasiado distintas porque no hay otras posibilidades, que el capitalismo de mercado con gobierno elegido y delegado es la única forma de organización posible y va a quedarse para siempre.
Para creerse eso, antes que nada, había que aprender a no pensarnos en términos históricos: a olvidar que este momento es un momento.
«Estamos en uno de esos momentos aburridos de la historia en que nadie tiene una buena idea sobre qué esperar del futuro, y entonces nos dedicamos a temerlo. Amenazas como la del cambio climático se inscriben en el espíritu de la época y lo perfeccionan», escribió un autor casi contemporáneo. «Por eso es lógico que la ecología aparezca como un signo tan fuerte de este tiempo: un tiempo sin proyecto de futuro. Vivimos en una época blanda que, espantada ante los desastres que produjo la versión más reciente de un futuro distinto —el programa de la revolución marxista-leninista—, ha decidido no pensar en futuros diferentes e imaginar que nuestras sociedades van a seguir siendo más o menos lo mismo per secula seculorum amen. (…) El presente siempre es insatisfacción garantizada; me gustaría saber por qué, entonces, ciertos presentes producen futuros de esperanza y otros, futuros de terrores. Alguien podría pensar que —ya no el mundo sino— la historia del mundo puede leerse a partir de esa dicotomía: las épocas que desean su futuro, las que lo miran con espanto.»
Se vengó el dios: quedamos a la intemperie, a solas con el presente, sin refugio.
El futuro como presente continuo o como amenaza —el futuro sin promesa, el futuro indistinto— es uno de los ejes: la versión rica del mundo sin futuro.
La versión pobre es la carencia: en general, los habitantes del OtroMundo no se piensan futuros porque no tienen las herramientas para hacerlo.
Aisha y sus dos vacas.
que la pobreza más extrema de la pobreza extrema es esa pobreza de futuro:
que no hay mayor despojo,
miserables.
¿Qué es un presente sin futuros? ¿De qué está hecho un presente sin futuros? ¿Cómo se puede vivir en un presente sin futuros? ¿En un presente donde las cosas horribles que pasan todo el tiempo no están contrapesadas por la confianza de que no pasarán?
Aisha quería dos vacas: cuando le ofrecí el mundo me pidió dos vacas. Ya sé que no parezco calificado para ofrecer mundos —pero era un juego y ni así: ni siquiera tres o cuatro vacas.
Me he pasado —paso— mucho tiempo en espacios muy pobres, con personas muy pobres. Lo que más me sorprende, cada vez, muchas veces, es que no reaccionen: que cada uno de ellos, que tantos millones se dejen hambrear o forrear o mentir o maltratar de las formas más diversas, sin reaccionar como —yo creo, algunos creemos que— deberían. O bien: como podrían.
Para eso sirven los mundos sin futuro, sin más horizontes que sí mismos: las dos vacas.
Solía llamarse ideología. La ideología son las dos vacas de Aisha: las formas del deseo, límites del deseo. A fines del siglo xviii ese gran ideólogo de la modernidad que se llamó Emanuel Kant firmó un pequeño texto: Sapere aude!, decía, atrévete a saber. Saber es poco —o se ha vuelto lo contrario: el lastre de la realidad entendida como única verdad, la que impide soñar o desear.
Somniare aude.
Desiderare aude.
Crecí creyendo que todo estaba por cambiar muy pronto. O, mejor: que la forma del tiempo era el cambio continuo. Llegué —casi sin aliento— a colgarme de los últimos vagones de una generación que pensaba que después de nosotros nada sería igual. Ni siquiera importaban tanto las maneras: las maneras se sucedían, variaban, se buscaban en la convicción de que eran accidentes: que de un modo u otro la nueva sociedad —nueva cultura, nuevas máquinas, nueva sexualidad, nuevos lenguajes, nuevas relaciones de poder, política completamente nueva— estaba a la vuelta de la esquina. Y todo el tiempo pasaban cosas nuevas.
Es cierto que mucho de lo que hicimos terminó en desastre: no solo la obviedad de la lucha armada; también la idea de las drogas como acceso a otra percepción dio en narcotráfico, la vuelta a la naturaleza en conservadurismo ecololó, el sexo libre en sida y soledades, la sociedad perfecta en esto.
Pero, aún así, reivindico la confianza: la idea delirante de que el mundo puede ser cambiado si existe la voluntad suficiente.
(Y que, de todos modos, siempre cambia.)
El resto de mi vida fue el aprendizaje de que una sociedad puede pensarse a sí misma como inmutable, permanente. Ahora no existe —ya no esa voluntad: siquiera la confianza. No nos creemos capaces: un resbalón cultural fuerte. La raza humana bajó mucho: hace 50 años nos suponíamos aptos —con razón o sin— para grandes proezas. Ahora no, y es triste.
Las pavadas definen mucho más que lo que solemos aceptar, y pocas pavadas fueron más eficientes: nos convencieron de que ser de izquierda —querer cambiar el mundo— era un anacronismo, un arcaísmo. En un globo regido por la idea moderna de la moda, la idea más fuerte de la modernidad estaba radicalmente fuera de moda. Ya no se trata solo de enfrentarse a ciertos poderes, a ciertas tozudeces; hay que encarar también las miradas condescendientes, apenadas incluso de amigos y parientes que se preocupan por este tonto que dice que piensa lo que no se piensa, que hace lo que ya no se hace.
Todavía no aprendo. Me cuesta vivir con esta vida como todo recurso. Aprendí a vivir en el futuro venturoso: el presente era la certeza de ese futuro venturoso, estaba teñido de él, percutido de él. Vivir en este puro presente continuo me parece una estafa, admiro y desprecio y envidio y desprecio a tantos que pueden hacerlo.
Porque, más allá de la generosidad que se atribuye a los que luchan, refulge el egoísmo. Hay un secreto obvio: inscribirse en algún objetivo más o menos grandioso es uno de los pocos antídotos conocidos contra la banalidad de la vida.
Es probable que la postura que cada cual tome ante lo gigantesco, ante lo que parece inalterable, no defina mucho. Pero sí, por lo menos, una cuestión menor: quién carajo soy.
¿Quién soy, quién habré sido cuando cuente? ¿Ese que nació aprendió trabajó se divirtió amó se reprodujo envejeció y se murió como millones cada día? ¿O habré sido, además, el que hizo lo poquito que pudo para que el mundo fuera otro? ¿No es más fácil vivir —morir, sea eso lo que sea— con el alivio del intento?
Quizá no puedo esperar tanto, pero no pasa día sin que me pregunte cuándo volverá el futuro.
Y volver a querer, volver a fracasar —mejor.
A veces querría saber algo como se sabe —como sabía— a los doce, cuando se aprende o entiende algo sobre algo por primera vez, con el deslumbramiento de la comprensión, sin saber que podría saber tantas otras cosas que lo contradicen, sin el lastre de que eso mismo te haya pasado tantas otras veces —y se te haya pasado al enfrentarte con todo lo que lo desmiente.
Es casi un lugar común que la juventud es el tiempo de las utopías, que con la adultez se van abandonando, y suele creerse que sucede porque las personas se serenan, se instalan, toman obligaciones. Yo creo que uno tiende a perder esas esperanzas cuando empieza a entender la brevedad, la finitud. Jóvenes, pensamos un tiempo sin final, donde todo tiene tiempo de pasar. Viejos, suponemos que veinte años se pasan muy rápido sin que pase nada y todo pase o, mejor: que todo pase igual que siempre. Contra esa suposición, todas las tentativas.
Envejecer —¿debo decir envejecer?— es saber que hay cosas que uno no va a saber. Digo: olvidar la esperanza de que alguna vez, que todo llega.
Yo querría saber: por supuesto querría. Ahora sé que es probable que no —y no es eso lo que me va a apartar de la pregunta. Es duro hacerse preguntas cuyas respuestas uno imagina inalcanzables; no hacérselas es triste.
Y volver a querer, volver
a equivocarse.
Creo que estoy enojado con este tiempo y que el hambre es la síntesis de todo lo que me enoja.
Creo que el enojo es la única relación interesante que uno puede tener con su tiempo.
3.
¿Y si no hubiera más hambre? ¿Si nadie más tuviera hambre? El hambre es una hipérbole. El hambre, queda dicho, es la forma más torpe, más extrema: un grito para sordos, metáfora para desentendidos.
Dijimos: una elección, la ideología. Si Aisha consigue su bola de mijo cada día, incluso su leche, su pedacito de carne cada tanto, ¿nos deja satisfechos?
¿Bien comidos?
Somos otros. Es improbable —muy improbable— que ningún lector de este libro forme parte de los millones que no comen suficiente y, al mismo tiempo, que ninguno de los millones lea este libro.
Está claro que el mundo se mueve a velocidades diferentes. Siempre lo hizo. En las últimas décadas la aceleración económica y técnica aceleró también la diferencia de metas y necesidades. Sociedades de países ricos —o sectores ricos de países más o menos— tenían solucionada su supervivencia y se ocuparon de ahondar sus derechos civiles —y por eso la distinción entre lo que llaman izquierda y lo que llaman derecha, en estas sociedades, consiste sobre todo en apoyar o no el aborto, el matrimonio gay, la tolerancia, libertades diversas.
Mientras unos quieren casarse con quien quieran, otros quieren comer todos los días. ¿Dónde se encuentran o intersectan búsquedas tan distantes? Cuando había una teoría general del cambio se podía pensar que ese cambio, que esa sociedad radicalmente distinta le daría a cada cual lo que cada cual necesitaba. Ahora no hay.
Somos otros. Durante un par de décadas los grandes objetivos nos parecieron demasiado grandes —y entonces aceptamos los pequeños: vivir decente, mejorar nuestro barrio, cuidar el medio ambiente, respetar minorías, ayudar buenas causas. Todo muy lindo, muy válido; nos pareció bien vivir una época pequeña. Quizás eso la hacía más razonable, más realista; la hacía, sin duda, más pequeña.
Hasta que, en 2008, un corte: la crisis, los empleos perdidos, las garantías perdiéndose, las ayudas a los bancos, la barbarie del capitalismo cuando tiene que defenderse panza arriba crearon, en los países más cómodos, suerte de repeluz: no podía ser que los Estados más ricos se gastaran esas fortunas en salvar a los más ricos.
La reacción llevaba a la cabeza una palabra que define la época: la indignación, los indignados.
«Es cierto que las razones para indignarse pueden parecer hoy menos claras, o el mundo demasiado complicado. ¿Quién manda, quién decide? (…) Pero hay, en este mundo, cosas insoportables. Para verlas hay que mirar, buscar. Yo digo a los jóvenes: busquen un poco, van a encontrar. La peor de las actitudes es la indiferencia, decir “no puedo hacer nada, me las arreglo con lo que hay”. Así, pierden una de las componentes esenciales de lo humano: la facultad de indignación, y su consecuencia, el compromiso», decía Indignez-vous, el panfleto de Stéphane Hessel que dio su nombre a la movida. Y definía sus razones para la indignación: la diferencia entre ricos y pobres, el maltrato a los inmigrantes, el deterioro del medio ambiente.
No me gusta la idea de «indignación». Me parece, de algún modo, un sentimiento elegante, controlado, de quien maneja otras opciones: ah, pero esto es indignante, mi estimado. Desesperación es lo que hay donde hay algo que no puede esperar. Creo en el cabreo. Suelo creer que las cuestiones que se pueden discutir en calma, sin pasión, sin cabreo, son las que no importan. Que solo significan las que te llevan a detestar —aunque más no sea por un rato— al que te dice lo contrario.
El problema es qué hacer con la rabia. Te dirán: si no tiene opciones, mejor evitarla. La ¿ideología? no es tonta: nos impulsa a hacer lo que hacemos y nos provee discursos para justificarlo. Que la rabia es una tontería porque no puede llevar a cambios efectivos y que poco a poco todo irá mejorando y que debemos preocuparnos por lo que sí podemos modificar.
O, si no, indignarse. El movimiento de los indignados es la quintaesencia de la forma más actual de la participación política bienintencionada: la reacción defensiva.
Nos indignamos porque la desigualdad es más bruta que nunca, porque matan personas en Siria o en Sudán o en la frontera mexicana, porque se cargan la naturaleza, porque las corporaciones globalizadas manejan —la riqueza de— el mundo, porque los Estados se desentienden de su deber de ofrecer salud o educación, porque los ejércitos más ricos mandan robots voladores teledirigidos, porque cientos de millones de hombres y mujeres y chicos pasan hambre.
Reaccionamos: nos defendemos —tratamos de defendernos— contra eso. Pero no tenemos alternativas que oponerle.
¿Cuánto hace que no hay una gran causa por?
¿Cuánto que no hay un movimiento con un nombre propio? Digo propio, uno que no remita a los de enfrente: que no sea antiglobalización o globalifóbico, que no resista a tal o cual dictador, que no vaya contra esto o aquello, que no esté indignado por lo que hacen otros, que no se niegue y denuncie y sobrelleve.
Uno que proponga: que tenga algo que proponer y lo proponga.
(Estamos —decimos que estamos— hablando del hambre. El problema del hambre suele ser una síntesis de la postura defensiva: no puede ser que cientos de millones no coman suficiente, es indignante que cientos de millones no coman suficiente, tratemos de que esos cientos de millones sí coman suficiente. Que reciban algo de comida, que tengan un arado o sus dos vacas, que no sufran tanto.
¿Cómo transformar una defensa en un ataque?)
El hambre fue muchas veces el punto de partida de revoluciones: demostraba más allá de toda duda que el estado de cosas no servía, no cumplía con las necesidades mínimas. Y, además, ponía la vida en un valor muy relativo: ya que no tengo comida y me voy a morir, que sea peleando, que sea con alguna esperanza. Por eso el hambre mete miedo; por eso mandan las bolsas de granos.
Pero eso no quiere decir que el hambre siga siendo un punto de partida. Más que la desesperación, lo indispensable de un cambio en serio —¿una revolución?— es una idea.
Todos son, en algún momento, movimientos defensivos: maneras del hartazgo. Fuera ese rey que nos hambrea, basta de zares que nos mantienen en la pobreza, ya no soportamos a este dictador. Esos hartazgos siguen existiendo. Pero, últimamente, son movimientos sin salida, sin propuesta: defensores. Tiran a un gobierno, no ponen al siguiente: del Muro a Putin, de Tahrir a Al-Sisi.
Lo que hace la diferencia es un proyecto.
Una cosa es diseñar políticas; otra muy distinta diseñar deseos. Pero si las políticas no se imaginan como forma de concretar esos deseos, son pura administración de la tristeza, de la mediocridad.
Quiero decir: que no creo que el hambre pueda acabar dentro de este modelo social. Que acabar con el hambre es cambiar este modelo. Que no sabemos cómo.
Sobre todo: que no sabemos qué proponer. Durante siglo y medio, los movimientos revolucionarios tuvieron demasiado claro lo que proponían. Pecaron —pecamos— de suponer que lo sabíamos todo: de creer.
Porque intentar una revolución, cualquier revolución, solía ser jugarse la vida y —escribí hace más de treinta años— «nadie se juega la vida gritando tal vez. Para eso, para soportar la presión y la amenaza, los hombres siempre necesitaron la garantía de un futuro asegurado: una verdad innegable. Necesitaban creer que lo que querían estaba garantizado por alguna instancia exterior: la palabra de dios, la marcha ineluctable de la historia».
Y, entonces, todos los perjuicios de la creencia —y el peor de todos ellos, la concentración de poder en manos de unos pocos sacerdotes. Las convicciones férreas, las verdades absolutas sirvieron para construir aparatos siniestros de poder carnívoro: los del marxismo leninismo estalinismo maoísmo castrismo —y siguen ismos. Entonces, digo, ahora: encontrar una forma de proponer —de dejar atrás la pura defensa y proponer— que esquive las certezas, que acepte la falibilidad, que sea capaz de decir esto es lo que quiero, no lo que creo; por esto vale la pena jugársela, aunque quizá no lo consiga.
Organizar proyectos sin creencia.
No sabemos cómo. Está claro que no sabemos cómo. Para empezar, todo proyecto revolucionario está teñido de sospecha: fueron la raíz de esos procesos desastrosos.
Los intentos igualitarios terminaron produciendo una concentración y abuso de poder como pocas veces antes. ¿Y entonces? ¿Dejamos de intentarlo? ¿Olvidamos aquella vieja estupidez de que el mundo no valía la pena si no éramos iguales? ¿Nos acomodamos a la injusticia más o menos módica de los países ricos, brutal de los más pobres? ¿Nos conformamos con la nueva revolución francesa y seguimos gritando seguridad, sexualidad, longevidad?
Estamos en uno de esos momentos sin proyecto. Uno de esos períodos en que el paradigma anterior se quebró y todavía no aparece el siguiente; los hay, son más frecuentes y más largos que lo que alguien nacido a mediados del siglo xx, en pleno esplendor de un paradigma, podía suponer.
Son épocas difíciles, ligeramente huérfanas. Era más fácil saber sin dudar. Pero también son épocas fascinantes: pura búsqueda. No hay nada más excitante y más angustioso que la búsqueda.
Nadie sabe —tampoco— cómo se arma un nuevo paradigma. El último gran ejemplo fue el de un señor con barba encerrado en la mejor biblioteca de su tiempo, leyendo, escribiendo, pensando solo, saliendo de su encierro muy de tanto en tanto: la potencia de una mente extraordinaria. Ahora, en plena época wiki, es probable que el modelo sea otro: la colaboración, los choques, las reformulaciones, la búsqueda de miles —que, de algún modo, embrionario todavía, vacilante todavía, está pasando.
(Hay que pensar, entre otras cosas, ese viejo mecanismo de la vanguardia: los que suponen que entienden lo que otros necesitan —un mecanismo que sirvió sobre todo para crear los poderes más brutales, más autócratas de los últimos tiempos.
Vanguardia es, por definición, un grupo que hace o piensa lo que los demás no —y termina por asumir que eso le da derechos. Estamos de acuerdo en que son nocivos, las historias lo muestran. Pero, sin ellos, ¿cómo cambiaría el pensamiento? ¿Quién va a pensar lo que nadie pensó, si todo el aparato cultural —la ideología— está pensado para que todos pensemos lo que ya fue pensado?
Lo distinto es resultado de la molestia, la ira, la inadaptación de unos pocos, los que no se conforman. Pero, si aceptamos que siempre serán algunos los que imaginen lo distinto: ¿cómo se hace para que no asuman que ese saber les da derechos? ¿Cómo se construye una vanguardia no autoritaria? ¿Cómo, una dubitativa?)
Lo difícil no es conseguir algo que parece imposible; lo difícil es definir ese algo. En Francia unos filósofos empezaron a pensar la posibilidad impensada de un gobierno sin rey; en América unos comerciantes y abogados empezaron a pensar que podían gobernarse a sí mismos; en Inglaterra unas señoras imaginaron que eran personas como sus maridos y podrían, como ellos, decidir gobernantes; en la India unos muchachos bien educados en inglés empezaron a pensar que no necesitaban armas para vencer a un gran ejército —y así de seguido. En cada caso, lo imposible estaba muy claro: no tener rey, gobernarse, ser ciudadana, combatir sin matar. Y aún así, en cada caso, fueron procesos que duraron décadas y choques y retrocesos y dudas y más décadas.
Estoy a favor de lo impensable porque se ha realizado tantas veces. Solo se trata de pensar qué impensable uno querría, y apostarle del modo que uno pueda.
Un nuevo paradigma es lo impensable. Es lo que constituye su dificultad y su atracción y su dificultad. Es lo que vale la pena de ser pensado.
Maneras, en síntesis, de forzar el reparto: que los bienes estén equitativamente repartidos, que el poder esté equitativamente repartido. Buscar la forma política que corresponda a una idea moral de la economía —y no la forma de la economía que corresponda a una idea moralista de la política. Así dicho parece una simpleza —y no sabemos.
No está claro quién puede pensarlo: menos, quién puede hacerlo. Una de las grandes astucias del marxismo consistió en definir a un sector social como portador de la legitimidad revolucionaria: los proletarios del mundo uníos eran los designados para llevar adelante el cambio decisivo. Eran los desposeídos, los que no tenían nada más para perder —y, por lo tanto, todo por ganar.
Y, sin embargo, los que lo imaginaron no eran ellos. Quizás ése haya sido un origen del desastre; quizá no.
Digo, una vez más, los hambrientos como síntesis de los más desposeídos: los que son desposeídos cada día de la posibilidad de comer lo suficiente. Los ni siquiera proletarios de este mundo: los desechables, los que sobran.
Me pasé años escuchándolos. Creo que esperaba encontrar un saber intrínseco, íntimo, y que me equivoqué: haber vivido ciertas cosas no supone saber por qué sino —si acaso— cómo. Pueden contar, por supuesto, qué es tener hambre; no tienen ideas sobre por qué lo tienen. La mayoría habla de dios, de una injusticia, de dios, de algún traspié o azar, de dios.
Digo, y me repugna un poco: la mayoría de las personas que cuento en este libro se sorprenderían con la mayoría de los datos y mecanismos que este libro cuenta. Y la pregunta, obvia pero insistente: ¿cuán distinto sería si supieran? ¿Qué cambiaría si supieran?
Es duro de decir, es feo de decir: no parecen tener muchas posibilidades de influir sobre los mecanismos que los hambrean. Están en los márgenes, no tienen fuerza para.
¿Entonces quién?
¿Entonces cómo?
Hay, en cualquier caso, una tradición del «pensamiento para el otro»: efecto de la preocupación por el otro —que empieza siendo preocupación por uno mismo: a mí personalmente quien les habla en lo que me concierne yo me siento disgustado perturbado por un mundo donde los cientos de millones. Yo mismo en lo que a mí respecta un mundo así me parece una máquina espantosa, que ofende a todos los que lo conformamos y nos conformamos.
—¿Cómo soportás vivir sabiendo que?
—Bueno, yo te voy a explicar.
Frente a un mundo así de feo, la única estética posible es la rebeldía —en cualquiera, en alguna de sus formas.
He andado por el mundo y cada vez me desespera más. Pero cada vez creo más en la desesperación o la desesperanza.
Y creo que sería bueno separar la acción de los resultados de la acción. No hacer lo que quiero hacer por la posibilidad del resultado sino por la necesidad de la acción: porque no me soporto si no hago.
Y creo que nada es completamente cierto si no lo hago por alguna forma de egoísmo. Y que los grandes momentos de la cultura se producen cuando el egoísmo de miles consiste en decidir que deben hacer algo por los otros: que ésa es su forma de hacer algo por ellos mismos, su egoísmo.
Entonces: pensar cómo sería un mundo que no nos diera vergüenza o culpa o desaliento —y empezar a imaginar cómo buscarlo.
Es una frase de dos líneas: pueden ser años, décadas, errores y desastres y quién sabe.
Es una frase de dos líneas, una historia de vidas
y más vidas.
La vuelta de la historia.
Barcelona, 30 de mayo de 2014