5.

Primero fue la caza de esclavos, su tráfico: a partir del siglo xv ciertos árabes y ciertos europeos acabaron con una buena parte de la población de África Negra: la mitad, dicen algunos historiadores. Después, la invasión europea de fines del siglo xix desarmó lo que quedaba de las economías africanas. Sus industrias locales destruidas, su comercio arruinado, sus tierras ocupadas, sus cultivos alimenticios reemplazados por productos que precisaban las metrópolis.

Cuando la independencia, los europeos se llevaron todo lo que pudieron. En la mayoría de los países la situación era difícil: infraestructuras pobres, técnicos muy escasos, falta de capital acumulado para invertir en todo eso —y, por supuesto, conflictos sociales y políticos. Pero todo empeoró a partir de los años ochentas, cuando empezó a imponerse el Consenso de Washington y el Banco Mundial y el FMI «convencieron» —a fuerza de amenazas sobre sus deudas externas— a la mayoría de los gobiernos africanos de que redujeran la injerencia de sus Estados en diversos aspectos. Uno de ellos era la agricultura, que seguía siendo la actividad económica principal en buena parte del continente —y daba de comer a la gran mayoría de sus habitantes.

«El mercado se encargará de mejorar sus condiciones», repetían los mandados del Banco y el Fondo. Mientras, el Estado debía dejar de subsidiar a los campesinos y de garantizarles una compra mínima de sus productos y regular sus precios —so pretexto de integrarlos en un «sistema global de libre comercio».

En muchos países, los gobernantes aceptaron esa política sin grandes resistencias: los campesinos no tenían la fuerza necesaria para influir en sus decisiones. Y, de todos modos, la agricultura era una actividad arcaica que no valía la pena fomentar: era, decían los expertos occidentales, la causa de la pobreza de tantos africanos.

Más tarde, el propio Banco Mundial diría que los subsidios a la agricultura sirven cuatro veces más que cualquier otro para reducir el hambre. Pero entre 1980 y 2010 la proporción de la ayuda internacional a África destinada a la agricultura pasó del 17 al 3 por ciento. Estados Unidos y Europa, mientras tanto, subsidiaban a sus granjeros con unos 300.000 millones de dólares anuales.

El Fondo también presionó para que se abandonaran las explotaciones familiares de productos de consumo local y se dedicaran esas tierras a producir para el mercado global —café, té, algodón, soja, maní. Con las divisas que ingresaban por esas exportaciones los países podían pagar sus deudas externas —o los servicios de sus deudas externas. Y quedaban cautivos de los mercados internacionales —manejados por los países y empresas más potentes.

En esos años, en muchos países, la apertura de los mercados hizo que alimentos importados, más baratos, subvencionados por sus gobiernos de origen, reemplazaran a los locales. Fue una de las grandes violencias del mercado mundial: sin salida para sus productos, millones de campesinos de los países más pobres perdieron hasta la camisa que nunca habían tenido. Y sus países abandonaron toda esperanza de producir su propia comida y, con ella, la de no depender de los precios, caprichos, imposiciones del «mercado».

Los alimentos importados también ahondan las diferencias regionales: la mayoría se queda en las grandes ciudades, mayormente costeras, donde se concentra la riqueza nacional. De los 50 países más pobres del mundo, 46 importan —desde los países más ricos— más comida que la que exportan. Durante más de un siglo África había sido exportador neto de alimentos; a partir de 1990 pasó a importar más que lo que exporta.

En esos días el secretario de Agricultura de Reagan, John Block, había dicho que «la idea de que los países en vías de desarrollo deberían alimentarse a sí mismos es un anacronismo de una era pasada. Más bien deben garantizar su seguridad alimentaria confiando en los productos agrícolas estadounidenses, que se pueden conseguir, en la mayoría de los casos, a un costo menor».

Estaba claro: Estados Unidos y Europa cultivaban mejor y más barato, así que los africanos —y otros pobres— debían dejar de hacerlo y ponerse a trabajar para pagar con sus ingresos los alimentos importados. Aunque no estaba claro en qué trabajarían. En algunos casos se instalaron fábricas rudimentarias o maquillas que usaban esa mano de obra barata; en la mayoría no había nada. Así, los alrededores de las grandes ciudades se fueron llenando de desocupados —y los campos, de campesinos ya sin tierra o medios para cultivarla.

Dos de cada tres africanos siguen siendo campesinos. Los que todavía viven en una economía de subsistencia se comen lo que cultivan —que nunca es suficiente porque sus tierras y sus herramientas y sus insumos producen poco— y, por eso, tampoco les quedan excedentes que puedan invertir en mejorar sus capacidades agrarias.

En 1970 se calculaban unos 90 millones de desnutridos en todo África. En 2010, más de 400 millones.

—No puede, no va a poder.

Hoy, en el hospital, entre docenas de madres hay un padre, un hombre —y llora. Es un señor mayor, cincuenta y tantos años —en un país donde la esperanza de vida anda por los cincuenta. Ya se le han muerto hijos, varios hijos, y ahora tiene a Ashiru, su penúltimo, internado por desnutrición. Ashiru tiene tres años; sus tres hermanos mayores se murieron más o menos a su edad.

El padre llora. Se llama Iusuf y trata, tenaz, de mantenerse digno. No se inclina para llorar, no esconde la cara entre las manos, no se restriega los ojos con los dedos; llora la cara erguida, las lágrimas cayendo por las mejillas agrietadas. Iusuf me dice que su primera mujer no se quedaba embarazada; la segunda sí se embaraza pero hace hijos que no duran. O quizá sea él. No lo dice pero sospecho que lo piensa —y no me animo a preguntárselo.

—Yo pensaba que lo iba a mandar a la escuela para que estudie, que consiga un buen trabajo, que complete mi sueño. Yo no puedo ser nada, pero él quizá sí pueda.

Iusuf tiene la camisa blanca manchada por los días que ya lleva acá, los pies cuarteados por los años, las lágrimas que siguen cayendo lentas, silenciosas.

—No puede, no va a poder.

Iusuf llora por su hijo pero también llora por él: qué voy a hacer, pregunta, qué voy a hacer cuando sea viejo, qué voy a hacer tan solo.

El futuro, en general, una amenaza.

Las bolsitas negras que vuelan sobre el campo. Las bolsitas de plástico negro que vuelan sobre el campo. Las bolsitas de plástico negro de mercado que revolotean por todos los rincones de Níger, escapadas de la modernidad, residuos de la modernidad que aquí solo llega hecha residuos.

El futuro, en general.

Níger tiene un millón de kilómetros cuadrados pero solo 40.000 son cultivables. En todo el resto viven pastores nómades, que cuidan unos 20 millones de cabezas de ganado: cabras, ovejas, burros, camellos, cebúes. El precio de los remedios para esos animales —antiparásitos, vacunas, vitaminas— se multiplicó desde que el Fondo Monetario obligó al gobierno a cerrar su Oficina Nacional Veterinaria, abriendo el mercado a las multinacionales. Desde entonces, cada vez más pastores perdieron sus rebaños y tuvieron que escapar a los suburbios de Niamey —o de las capitales circundantes: Abiyán, Cotonú. Fue también el Fondo Monetario el que obligó al gobierno nigerino a cerrar sus depósitos de grano —unos 40.000 toneladas de cereales, sobre todo mijo— que servían para intervenir cuando las sequías tan frecuentes o la plaga de langostas o la soudure anual llevaban el hambre a los poblados. El Fondo consideró que esas intervenciones distorsionaban el mercado; el gobierno, acogotado por su deuda externa, tuvo que aceptarlo.

Níger es el segundo productor mundial de uranio: sus reservas, en medio del desierto, son enormes —y el uranio es un mineral de los más codiciados. Pero el país no saca demasiados beneficios; una sociedad estatal francesa, Areva, tuvo desde siempre el monopolio de la explotación, y el canon que le pagaba al Estado nigerino era minúsculo. Hasta que, en 2007, aparecieron nuevos yacimientos en Azelik y el presidente Mamadou Tanja decidió abrir el juego: una sociedad mixta chino-nigerina se encargaría de explotarlos. Areva protestó pero no consiguió nada. Dos años más tarde apareció otro yacimiento en Imourarene; Francia quería ese uranio. Es el país más «nuclearizado» del mundo: tres cuartos de su electricidad salen de centrales atómicas alimentadas con ese mineral, que el país no produce; casi la mitad viene de Níger.

En febrero de 2010 el presidente Tanja inició negociaciones con los chinos para explotar el nuevo yacimiento. Pocos días más tarde, un coronel Djibo encabezó el golpe de Estado que lo echó del gobierno. En cuanto asumió, el coronel rompió las negociaciones con China y reafirmó la «gratitud y lealtad» de su país hacia Francia y Areva. Al año siguiente, unas elecciones llevaron al poder a Mahmadou Issoufou, un ingeniero de minas que trabajaba para Areva.

A principios de este siglo el Banco Mundial preparó un plan para llevar adelante un sistema de irrigación que permitiría explotar más de 400.000 hectáreas: la superficie cultivada se multiplicaría por diez, todos los habitantes del país tendrían garantizado el alimento. Pero el segundo productor mundial de uranio no tenía un centavo para encarar las obras.

En el Imperio Romano una hectárea producía 300 kilos de cereal y un campesino podía trabajar en promedio tres hectáreas: cada campesino producía casi una tonelada de grano.

En la edad media europea una hectárea producía 600 kilos de cereal y cada campesino podía trabajar una media de cuatro hectáreas: producía dos toneladas y media de grano.

En Inglaterra en el siglo xviii cada hectárea producía una tonelada de grano y cada campesino podía trabajar en promedio cinco hectáreas: producía cinco toneladas.

En Estados Unidos a mediados del siglo xx una hectárea producía dos toneladas de grano y cada campesino podía trabajar en promedio unas 25: producía 50 toneladas.

En Estados Unidos a principios del siglo xxi una hectárea mejorada e irrigada produce diez toneladas de grano y cada campesino puede trabajar en promedio unas 200: produce 2.000 toneladas.

En el Sahel a principios del siglo xxi una hectárea produce unos 700 kilos de grano y cada campesino trabaja en promedio una hectárea: produce 700 kilos. Un poco menos que un campesino del Imperio Romano de hace dos mil años; dos mil veces menos que un granjero americano actual.

En pocos terrenos la desigualdad es tan visible, tan grosera, como en la agricultura: la industria básica de darnos de comer.

Son tierras secas: el cuatro por ciento de la superficie cultivable de África tiene algún tipo de irrigación —comparado con casi todas las tierras europeas y norteamericanas, y la mitad de las asiáticas. En el norte de Brasil, la Organización Meteorológica Mundial comparó la productividad de dos hectáreas contiguas plantadas con frijoles, una con irrigación y la otra sin: la que dependía del agua de lluvia dio 50 kilos, la otra 1.500. Solo 30 veces más.

Son tierras desposeídas: en todo el mundo hay 30 millones de tractores, pero los 700 millones de campesinos africanos disponen de menos de 100.000 —y 250.000 animales de tiro para tareas agrarias. La inmensa mayoría trabaja, todavía, sin más instrumentos que sus manos, sus piernas y una azada. Dicen los expertos que cuando la fuerza de tracción se duplica, se duplica la cantidad de tierra que se puede cultivar.

Entre esos 700 millones de campesinos, 500 no tienen semillas seleccionadas ni abonos minerales. Y la gran mayoría no puede vender lo que cosecha fuera de sus lugares: no hay suficientes caminos y camiones. Por eso, muchas veces, cuando tienen suerte y les sobra algún grano, se les pudre en depósitos mal acondicionados. Según la FAO, el 25 por ciento de las cosechas del mundo son destruidas por los roedores o el mal almacenamiento: la mayoría, por supuesto, en estos países, donde los silos son pobres o no existen.

—Yo me indigno cuando dicen que el Sahel no puede alimentarse. Claro que puede; solo se necesitan políticas y políticos que lo tengan como su prioridad. Los grandes donantes internacionales hablan mucho de corrupción, y tienen razón. Pero la culpa también es suya. Si yo te doy diez francos para que te compres una lapicera y después nunca consigo que me muestres la lapicera, no te voy a seguir dando todos los años los mismos diez francos para que te compres la misma lapicera. Ellos hacen eso: dan y dan y dan, sabiendo que su dinero se queda en los peores bolsillos, porque les conviene para mantener sus políticas y sus negocios en la zona.

Me dice, en su oficina de Niamey, el director de una oenegé que me pide que no diga su nombre.

—Es una relación de beneficio mutuo. No solo económico: no es solo que les conviene que haya un gobierno corrupto que va a ceder fácil cuando una empresa americana o europea venga buscando algún negocio; también hay algo más estructural. Les sirve mantener a los gobiernos locales dependientes de su ayuda «humanitaria». Y a los gobiernos les pasa lo mismo: les conviene mantener a sus poblaciones dependientes de esa ayuda —y, al mismo tiempo, distraídos: es difícil que personas que están siempre amenazadas por el hambre puedan ponerse a mirar con detalle lo que hacen sus gobernantes. Cuanto más difícil es la situación de una población, menos pueden ponerse a mirar. Y al mismo tiempo esas personas se acostumbran a vivir con la mano tendida, en lugar de pensar cómo van a producir su comida esperan que algún oficial o algún blanco se la traiga. No digo que sea siempre así, pero…

Una enfermera del hospital de Madaua me cuenta de una madre —una entre muchas, dice— que lleva meses manteniendo a su hijo un poco por debajo del peso mínimo para que le sigan dando suplementos alimentarios para él y un poco de comida —una bolsa de mijo, un par de litros de aceite— para ella y los demás de su familia. Al día siguiente me la muestra:

—Me dicen que su hijo no se cura, que siempre está por debajo del peso.

—Sí, no se cura, pobrecito.

—¿Y no será que no se come toda la comida?

—No, yo le doy todo, doctor, todo. Para mí que tiene algún embrujo. Un embrujo debe ser, doctor.

Hay, también, mujeres que averiguan dónde y cuándo reparten suplementos las diferentes oenegés, y caminan horas para ir a recibirlos. Algunas los necesitan para sus hijos; otras los necesitan para venderlos y comprar algo de comer: un sachet de Plumpy’Nut está a 150 francos —un cuarto de dólar— en el mercado de Madaua.

El hambre en Níger —y donde dice Níger podría decir muchos otros países africanos, asiáticos, americanos— no es «estructural»; lo es, si acaso, porque nadie construyó las estructuras que harían que no hubiera hambre. Aquí —sin ir más lejos— la tierra no es buena, pero con abonos, herbicidas, tractores y riego todo sería distinto.

El hambre en Níger es —como en tantos otros países— una consecuencia del saqueo: si, durante los cien años anteriores a la independencia, algo de lo producido se hubiera acumulado; si, después, algo del uranio de Areva se hubiera usado para poner en marcha una agricultura productiva, habría algunos tractores, algún riego, algunas carreteras, quizás incluso una pequeña industria. Formas de mejorar —levemente— las vidas: de comer más a menudo.

En su libro Enough, el periodista americano —ex Wall Street Journal— Roger Thurow cuenta el drama increíble de un gran éxito. En 2002 Etiopía llevaba varios años levantando cosechas cada vez mayores: las mejoras en las semillas, la aparición de algún abono y algún tractor y mínima irrigación lo estaban consiguiendo. Aquel año, Etiopía se había convertido en el segundo productor de granos del continente, detrás de Sudáfrica. Solo que nadie había pensado qué hacer con tanto. Las cantidades sobrepasaban la demanda local; las rutas hacia los puertos estaban arruinadas o cortadas por la guerra de Eritrea; nadie —ni el gobierno ni el sector privado— tenía dinero para comprar y almacenar los granos; no había siquiera silos para guardarlos; en ciertas zonas del país millones pasaban hambre pero las rutas hacia ellos estaban intransitables y solo llegaban los aviones de la ayuda internacional: de mayoría americana, traían alimentos americanos, como mandan sus leyes. El país estaba lleno de granos que nadie podía usar y los americanos llegaban con su propio cereal: toneladas y toneladas de cereales pagados carísimos a los productores estadounidenses.

En ciertas zonas el grano sobraba; los mercados locales se inundaron de trigo barato y, en unos días, su precio bajó de diez a dos dólares los 100 kilos. La mayoría de los granjeros perdió tanto que al año siguiente no tenía plata para comprar semillas, abonos o —los privilegiados— combustibles para sus bombas de agua: buena parte de sus tierras quedó sin plantar. La cosecha de 2003 fue una de las más bajas de las últimas décadas y el hambre se generalizó en todo el país. «Yo sé que cuando bajo el tamaño de mis cultivos estoy contribuyendo a la escasez de alimentos», le dijo a Thurow un productor llamado Bulula Tulle, que había pasado de 1.000 hectáreas a 200. «Es horrible. Pero por lo menos no estoy perdiendo plata».

Momo, el director de MSF en Níger, tiene años de experiencia en la zona: nació y creció en Mali, se formó en distintas organizaciones, es un experto en el Sahel. Momo habla tranquilo pero firme, convencido:

—Es cierto que hay elementos más o menos naturales y demográficos que nos complican la vida. Siempre está la amenaza de las plagas, los grillos, los gorriones, que pueden llegar una noche, una mañana muy temprano cuando el campo ya está a punto y quedarse con todo. Y hay cuestiones que tienen que ver con las últimas décadas de historia. Parte de los nómades que recorrían la región con sus rebaños se asentaron y agregaron presión demográfica, y al asentarse redujeron el espacio para los nómades restantes que se asentaron y así de seguido. Como hay menos ganado hay menos abono y los abonos químicos que lo reemplazan son muy caros y entonces se produce menos. El suelo se degradó, las lluvias se hicieron más escasas, la población creció. Con lo cual las tierras que alcanzaban para dar de comer ya no alcanzan…

En los últimos veinte años la producción agrícola nigerina creció 2 por ciento por año; la población, más de 3,5 por ciento: la cantidad de gente aumenta mucho más rápido que la cantidad de grano. Como hay más gente, las tierras se dividen cada vez más.

Antes el sistema funcionaba porque los campesinos iban incorporando nuevas tierras un poco más alejadas del pueblo, un poco más secas, un poco menos fértiles. Pero ya no se puede: todo está ocupado. Eso les impide, además, dejar reposar las tierras demasiado exigidas. Entonces cada tierra produce menos y entonces cada tierra puede descansar menos y entonces cada una produce menos a su vez y así. Hasta que el nivel de producción baja tanto que el campesino no puede vivir de su trabajo. Durante siglos, la tierra solo podía venderse a familiares o, en el peor de los casos, a vecinos del pueblo. Hace 40 años ese mecanismo de regulación se rompió y la tierra llegó al famoso mercado: los ricos de las ciudades —comerciantes, funcionarios— la fueron acaparando. Y muchos campesinos se encontraron con que tenían un bien que no producía suficiente pero valía: en su desesperación, los tentó la posibilidad de vender —primero una hectárea, después otra, después la última. Y quedarse sin nada, y tener que vivir, paria, con algún familiar o, por fin, emigrar a una villamiseria de Niamey o Abiyán.

Sí, dice Momo, es así. Pero esto viene pasando hace 40 años. Ya habría que haber encontrado soluciones.

Hussena y Salou tienen hijos grandes, de más de 25 años, que siguen viviendo con ellos. Casarse es caro y todavía no pudieron conseguir la plata para la dote, la fiesta, los regalos. Hussena dice que está pensando en hablar con un pariente para pedirle un préstamo para el mayor, que está cada vez más impaciente; si este año la cosecha no es muy mala, dice Hussena, lo van a intentar.

Si no, dice Hussena, se va a ir y no va a volver más.

—¿Adónde se va a ir?

—Él dice que quiere irse a Niamey, pero no sabe cómo ir, no tiene a nadie…

—¿Usted conoce Niamey?

—No, no conozco a nadie ahí. ¿Adónde voy a ir?

—¿Qué se imagina?

—No sé, un lugar muy grande.

—¿Donde la gente vive mejor o peor?

—No, ahí es muy distinto. Están mucho mejor. Tienen electricidad, tienen agua, tienen más comida. En la ciudad siempre hay comida, viven mucho mejor. En la ciudad todos viven mejor.

Dice, hablando de una ciudad atestada de chozas, basurales, mendigos, tullidos, marginados.

—¿Y no querría ir a vivir ahí?

—Yo iría, pero para ir a vivir a Niamey hace falta tener algo.

Dice Hussena, y me explica con paciencia: imaginemos que ella y su marido y sus hijos —o incluso sin los hijos, que al principio los podría dejar en el pueblo, dice— se fueran a buscar la vida a Niamey: tendrían que tener algún dinero para pagar el traslado, y después cuando llegaran tendrían que tener algo para comer los primeros días hasta que consiguieran un trabajo, si consiguieran un trabajo, y de todas formas dónde podrían dormir, dice, porque ya le contaron que en la ciudad uno no puede ir y dormir en cualquier lado. Y que ellos no tienen esos dineros, dice, así que no pueden: que ir buscarse la vida a la ciudad es para los que sí tienen algo. Por eso, dice, le parece que su hijo debería quedarse con ellos. Y además, dice, despacito, como si no fuera a decirlo, hay otra cosa:

—Hay otra cosa. Los hijos que se van se olvidan de sus padres.

6.

Ayer llovió y hoy los campos están llenos de hombres y mujeres con azadas que van abriendo la tierra para plantarle sus semillas. La tierra se resiste, aunque mojada menos. Me habría gustado verlos ayer, cuando empezó la lluvia.

—No sabe la alegría cuando cayeron las primeras gotas y vimos que eran buenas.

Me dice Ahmad, la sonrisa triunfante.

—Parecía que no iba a llegar nunca. Cada año parece que no va a llegar nunca, y al final llega, pero después al otro año parece que no va a llegar nunca.

—¿Y siempre llega?

—No. Hay veces que no llega.

O, por decirlo de otro modo: la extrema fragilidad de todo. Una lluvia que cae o no cae, unas langostas que pasan en manada, un comerciante que acapara y aumenta son la diferencia entre la vida y la muerte de docenas, miles. La riqueza es tener opciones, un cierto respaldo: no vivir siempre a punto del desastre. Moverse en un terreno ancho, donde hay incluso lugar para caerse, donde incluso caído estás en algún lado; la miseria es vivir en un filo: cualquier caída es despeñarse.

Llevaba días sin ver a nadie con un reloj en la muñeca. Ahmad tiene uno grande, digital, cuadrado, pesado, metálico, estridente en la derecha: lo mira de tanto en tanto de reojo, como para estar seguro de que sigue allí, como para que yo vea que lo mira, que lo tiene: que es hombre con reloj. Que la hora —no el tiempo sino ese modo de medirlo en horas— importe es un cambio fuerte en una cultura: campesinos que llevan siglos midiendo sus tiempos sin relojes de pronto tienen que enfrentarse a nuevas situaciones —donde la hora es un dato. Y les gusta, por supuesto, mostrarlo: presumir.

Ahmad tiene 28 años y la primaria completa: lee, escribe, hace cuentas. También tiene una mujer, tres hijos, un padre, una madre, tres hermanos, cuatro hermanas, multitud de sobrinos; entre todos tienen tres terrenos de una hectárea, dos de una hectárea y media, uno de dos: ocho hectáreas —entre cuatro varones— que lo hacen más rico que casi todos sus vecinos.

—Pero no se crea, jefe. A mí nadie me regala nada. Yo me parto el lomo.

Ahmad trabaja con su padre y dos de sus hermanos. Es un proceso largo: en abril, antes de plantar, queman el campo para remover los yuyos y preparar la tierra, ya tan exhausta por años y años de exigencias. Después viene lo más laborioso: abrir los surcos con esos palos largos con una pequeña cuchilla en la punta que son el instrumento de labranza más difundido por aquí: un palo, un hombre abriendo la corteza de la tierra. En mayo, antes de que llueva, echan las semillas: es lo que se llama plantar en seco. Entonces no abonan porque no saben si va a llover o no, si las plantas van a prender o no, y no pueden desperdiciar abono en esperanzas. Dos o tres semanas después, si llovió, empiezan a salir los brotes; es el momento de sacar las hierbas malas con el palo o la azada y abonar. El abono está muy caro: solía ser bosta del ganado, pero ya no quedan tantas vacas porque cada vez hay menos tierra desocupada para que pastoreen los transhumantes. Así que ahora hay que comprarlo: tienen que cuidar mucho cómo lo reparten. Y un mes después vuelven a desmalezar y poner más abono, si quedó, y esperar un mes y medio o dos y rezar por que llueva cuando tiene que llover y que no lleguen los gorriones o los grillos a comerse todo. Y entonces, por fin, cosechar, ir armando los hatos. Y así en cada campito, con sus distancias, sus peleas, sus cabras que algún pastor lleva a pastar, sus calores tremendos, sus sequías. Son muchas horas cada día, ocho, diez horas al rayo del sol con la única pausa del mediodía para rezar y comerse la bola que la mujer les lleva.

—¿Cansa mucho?

—Cansa.

—Y te deja mucho tiempo para pensar…

—Sí, mucho. Podés pensar todo muchas veces.

—¿En qué pensás?

—Lo que más pienso, lo que pienso todo el tiempo es ay cuándo voy a terminar, cuánto me falta. Y muchas veces pienso que alguna vez tengo que conseguir la plata para comprarme un arado y una yunta de vacas o un camello para que tiren del arado. Entonces mi trabajo va a ser mucho más fácil…

Una rueda de arado hecha por el herrero del pueblo puede costar unos 35.000 francos, casi 70 dólares; no es muy sólida, dice Ahmad, pero si la cuida le puede durar, aunque la verdad, dice, casi siempre se rompen. Y que si quiere una buena puede costarle 60, 80.000 francos, y las dos vacas para tirar del arado, de todos modos, no bajan de 150.000. Quizá con 200, 250.000 podría tenerlo, dice: 400, 500 dólares.

—Es una cantidad.

Dice, y suspira.

La pequeña agricultura cumple con el viejo precepto de ser hereditaria: es muy difícil, a menos que vaya muy mal, que el hijo de un agricultor abandone la tierra paterna. La retoma, sigue una vida parecida a la de su padre, recupera, conserva.

Es un destino, pienso: es un destino.

Y entiendo, de pronto, que destino es una idea de otros tiempos, una noción agropecuaria.

Ahmad dice que cuando está muy harto con su palo en el campo a veces se entretiene calculando cómo hacer para comprarse el famoso arado, dibujando futuros: que con el arado podría producir un poco más y trabajar más rápido y en el tiempo libre ofrecerse para plantar en otros campos, o conseguir algún otro campito —porque haría todo más rápido, mejor—, y que eso le da fuerzas para sus expediciones o, como dicen aquí, sus éxodos: cada año, una o dos veces, Ahmad se va un par de meses a Nigeria a traer plata para su familia. Nigeria está muy cerca, a menos de 20 kilómetros, y las fronteras son permeables: dicen que los grupos sahelianos de Al Qaeda las usan bastante.

Níger se pasó muchos años fuera de las peleas regionales: ya no. Ahora el famoso terrorismo lo ha puesto en el mapa militar del mundo. En febrero de 2013 se supo que Estados Unidos había instalado en las afueras de Niamey una base para operar drones, el arma que está cambiando decisivamente la manera de pelear la guerra: que marca diferencias militares extremas entre ricos y pobres —porque los pobres pelean con sus cuerpos, los ricos con máquinas manejadas desde lejos.

Entonces un portavoz americano dijo que no podía decir cuántos drones Predator había, que su despliegue era temporario, que los querían para controlar a los fundamentalistas islámicos en Malí y que, «por ahora son para vigilancia». Pero la movida comprometió a Níger en esa guerra y puso a su gobierno en una posición incómoda: «Nosotros les damos la bienvenida a los drones», dijo en ese momento el presidente Mahamadou. «Necesitamos prever los movimientos guerrilleros en el Sahara y el Sahel, pero nuestros países son como un ciego conduciendo a otro ciego. Tenemos que confiar en países como Francia y Estados Unidos. Necesitamos cooperación para mantener nuestra seguridad».

No solo para eso: el cuarenta por ciento del presupuesto estatal de Níger viene de ayudas y cooperaciones del Primer Mundo —y eso, como todo, tiene un precio.

Cuando llega la época de la cosecha del maíz o del arroz en Nigeria, Ahmad y otros muchachos del pueblo cruzan la frontera. Aquí se mantiene, como en muchos otros países pobres, el viejo mecanismo por el cual los hombres se van, se mueven, viajan, mientras que las mujeres quedan atadas a la tierra. O hacen, en realidad, un solo gran viaje: cuando se casan y dejan su lugar para vivir en el pueblo de su marido. Y después, si no hay catástrofes, más nada.

En Níger el jornal de un campesino son 2.000 francos —4 dólares— por día; en Nigeria puede llegar a los 4.500. Con una parte de lo que gana, Ahmad le compra calcetines o linternas a un mayorista chino en Kano y trata de venderlos por los pueblos. Y cada diez o quince días manda un poco de plata a su mujer para que la familia coma: a veces con un conocido que vuelve, a veces por el banco —que le saca más del 10 por ciento.

—Si no fuera porque quiero a mi tierra trabajaría todo el tiempo en Nigeria. Pero no puedo, no quiero abandonarla: es la tierra de mi padre, de mi abuelo…

No quiere y no lo dejan: el año pasado, el patrón de un campo nigeriano le ofreció un empleo permanente. Y no era para sudar con la azada en la mano: debía llevarle la contabilidad. Ahmad estaba entusiasmado pero, por supuesto, lo primero que hizo fue pedir el permiso de su padre, que le recordó la historia de un tío que, años antes, se había ido a trabajar a Nigeria y nunca más volvió, nunca más mandó nada —y le dijo que no quería que él también desapareciera de sus vidas.

Las remesas de los migrantes son una forma salvaje de redistribución de la riqueza, mezclada con explotación un poco más salvaje: pobres hacen en países más ricos los trabajos que los locales no quieren hacer y, a cambio, mandan dinero a sus países. Se calcula que, en 2013, muchos de los 200 millones de migrantes mandaron 400.000 millones de dólares a sus países de origen. En Níger uno de cada treinta hombres trabaja en Nigeria o Ghana o Benin o Costa de Marfil: mandan a casa unos 100 millones de dólares al año. Muchos se quedan; muchos van y vuelven.

Son, también, una forma pobre de globalización: la implosión de Libia, por ejemplo, tras la caída de Gadafi, no solo dispersó yihadistas por toda la región; también impidió que un cuarto de millón de nigerinos que se habían ido a trabajar allí siguieran mandando plata a sus hogares: más miseria con causas bien remotas.

Ahmad no se resigna: dice que va a salir adelante. Que él sabe que con esfuerzo, con muchos sacrificios, va a salir adelante. Y que no tiene miedo de los esfuerzos y los sacrificios. Tiene, sí, los dientes desparejos, los ojos achinados, una barba de días, una camisa blanca y amarilla de grandes flores hippies marchitas por el uso y un pantalón muy agujereado —y el reloj.

Ahmad se las arregla. Pero, aunque cultivan todas sus tierras, y a veces le agregan una cosecha de cebollas en diciembre y el gombo que cuidan las mujeres y los trabajos en Nigeria, no siempre les alcanza.

—Casi siempre comemos, ahora. Pero siempre no. Los chicos comen siempre. Casi siempre.

Ossama, su hijo menor, acaba de salir del hospital de Madaua, donde estuvo internado por desnutrición aguda. Ahmad dice que le parece que no, que no debe haber sido eso, que algún médico se debe haber equivocado, que ellos le dan sus pedazos de bola todos los días, que qué se creen que es. Cuando llegó, Ossama, casi dos años, pesaba siete kilos.

—Es que acá todo depende de tantas cosas. A veces me parece que no puedo pensar en tantas cosas. Que si la lluvia, las semillas, el abono, Nigeria, mis hermanos, que si esto, lo otro. Un hombre no puede pensar en tantas cosas.

—¿Cuál es tu plato favorito, el que más te gusta comer?

—La bola de mijo.

—¿Sí? ¿Es mejor que el pollo?

—¿Pollo? Pollo no puedo comer nunca. ¿Para qué quiero que me guste?

Es, digamos, primavera. Los viejos troncos renacen con hojas, los arbustos verdecen, el mijo aparece en los campos; nunca había estado en Níger en la estación de lluvias, y el paisaje rematadamente seco se suaviza, se vuelve más vivible. Pero es, también, la soudure: es cruel que, mientras la naturaleza vive su módica abundancia, los hombres sufran la escasez más extrema.

Pasa un amigo de Ahmad, se quedan charlando: que le dijeron que en los pueblos del otro lado de Madaua el mijo está creciendo bien, que ya está alto y fuerte, que todo está muy verde, dice el amigo, y menea la cabeza. Yo acabo de pasar por esos pueblos: tierras recién plantadas, los brotes muy escasos; se lo digo.

—No, señor, usted debe estar equivocado. Nosotros sabemos que por allá sí van a tener buena cosecha.

No se puede discutir con el que sabe. Sí pensar, si acaso, en la necesidad del mito: un poco más allá, siempre más lejos, hay algo (mejor), algo que uno merecería tener pero no tiene. De eso está hecha, entre otras cosas, la modernidad; de eso, también, las religiones. De eso, la historia.

Cuando quiere darse un gusto —cuando puede darse un gusto—, Ahmad se va un día o dos a la casa de unos parientes en Madaua y descansa y mira la televisión.

—Miro las noticias, el fútbol. Soy hincha del Real Madrid. ¿Lo conoce? Real Madrid.

Repite, despacio, como para explicarme. Y que alguna vez va a ser independiente, tener su propia tierra, tener su televisión, tener sus dos bueyes para arar el campo. Y que hace poco casi lo consigue —los bueyes, dice, que casi los consigue— porque había trabajado mucho y vendido muchas linternas en Nigeria y tenía un poco de plata y podía pensar en comprárselos, pero que se tentó.

—¿Cómo que te tentaste?

Le pregunto, para hacerle el juego, y él se sonríe con los dientes confusos, y mantiene el misterio:

—Me tenté. ¿Sabés que hice?

Me pregunto cuándo habrá empezado a circular esa idea tan contemporánea de que hay que «hacer algo» con su vida: que hay que «darle un sentido», usarla para algo. Algo distinto de comer, trabajar, procrear, creer, olvidarse, morirse. Durante milenios muy pocos lo pensaron: para una mayoría abrumadora, vivir era más que suficiente. Pero ahora se supone que no alcanza: que hay que hacer algo más.

Parece una idea urbana. Mi prejuicio: que para un campesino enganchado a su tierra es más fácil imaginar una continuidad, más difícil imaginar cambios radicales. O más difícil desearlos, porque siempre hubo guerras, migraciones, cataclismos: el cambio, la amenaza.

—No sabés. Claro que no sabés.

Dice Ahmad y mantiene el silencio misterioso por un momento todavía. Después dice, como quien tira una bomba: me casé.

—Me casé. Ya tengo mi segunda esposa.

Ahmad está tan orgulloso, tan inflado: la sonrisa se le escapa por las comisuras. Me cuenta que se casó, hace siete meses, con una prima hermana suya, 17 años, y que la boda fue muy linda, la fiesta con el cordero y los cantos y los bailes y que ahora tiene que trabajar mucho más porque no es tan fácil mantener a dos mujeres pero que él va a poder, que él puede.

—¿Por qué te casaste de nuevo?

—Porque tenía ganas.

—¿Tu mujer ya no te gustaba?

Le digo y él se ríe y se decide a explicármelo: que su grupo de amigos son nueve muchachos del pueblo que hacen todo juntos, que se conocen desde siempre, los juegos, la escuela, los trabajos, que muchos se van juntos a buscar vidas a Nigeria, que son amigos de verdad. Y que de los nueve había seis que ya tenían su segunda mujer, y que él no quería ser menos.

—Me hacían bromas, se reían. Me miraban como si ellos fueran mejores.

Sería más fácil —más simple— poder escribir que Ahmad no consigue comprar su arado tan deseado porque la situación socioeconómica y las desigualdades globales y la injusticia suma —y es cierto, pero también es cierto que tuvo su oportunidad y prefirió no aprovecharla. O, en realidad: que prefirió aprovecharla de otro modo.

—Lo bien que la pasamos en la boda. Casi dos días de fiesta, estaban todos, los parientes, los amigos.

Entre dote y regalos, la boda le costó casi 200.000 francos: lo que tenía para gastarse en el arado.

—Pero ahora se llevan bien, las dos, no hay problema. Y mis amigos saben que tienen que tomarme en serio.

—¿Y no es demasiado trabajo, dos esposas?

Ahmad me mira con una sonrisa: otra vez le dije lo que estaba esperando, le di su espacio para el lucimiento.

—Mientras Dios me dé salud no va a haber ningún problema.

Dice, y mira la hora: tiene que irse, está ocupado.

7.

Aquella vez, una vez más, la cosecha se había complicado. En 2004 la sequía y una plaga de langostas habían reducido la producción de mijo pero lo que finalmente consiguió que miles y miles de nigerinos no tuvieran qué comer fue un aumento de los precios al doble. La cotización internacional había subido por efecto de la especulación en la Bolsa de Chicago —y mucho grano se fue para Nigeria, donde la demanda crecía sin parar. Pero los precios internos aumentaron sobre todo por las maniobras de los veinte o treinta grandes comerciantes que controlaban el negocio en Níger. Eran los que habían aprovechado el retiro del Estado para manejar el mercado: subieron los precios del mijo, se guardaron toneladas para cuando subieran más, subieron más. No tenían por qué preocuparse por el bienestar general: les importaba, con toda la lógica de su lógica, ganar más y más plata.

A fines de 2004 más y más gente se quedó sin comida ni dinero para comprarla. Las vacas y cabras morían por miles: para muchos nigerinos que se les mueran sus animales es el principio del desastre final. Pero el presidente Mamadou Tandja estaba en campaña para su reelección, que consiguió a fin de año: la crisis asomaba pero su gobierno se cuidó de decirlo porque le habría hecho perder votos. Por las mismas razones la malnutrición y la mortalidad infantil no eran un tema central de la agenda política nacional. El Departamento de Nutrición del Ministerio de Salud del país llevaba más de un año acéfalo.

«La etiqueta de “hambruna” no es neutral. Cómo se interpreta una crisis determina cómo se actuará ante ella. Si una situación es o no caracterizada como hambruna define cuánta plata se gastará, dónde y cómo se usará, y quién debe administrar los fondos y las operaciones», escribió Benedetta Rossi en La paradoja de la ayuda crónica.

El gobierno de Tandja decidió hacerse el tonto para que no lo tomaran por tonto o por inútil. Por eso negaron lo evidente; por eso no pidieron la ayuda que necesitaban. Es un clásico que vuelve cada tanto. Etiopía 1984-85, por ejemplo, medio millón de muertos.

Así como las hambrunas de Corea del Norte deberían ser historias ejemplares sobre lo que hace un estado dictatorial cuando solo le importa mantenerse en el poder, la nigerina de 2005 debería servir para ilustrar sobre lo que hace el mercado cuando opera a sus anchas. Pero sirvió para otras cosas.

Níger tenía entonces unos 14 millones de habitantes, de los que casi tres millones eran chicos menores de cinco años. Cada año 200.000 de esos chicos se morían, y la mitad de esas muertes estaba asociada con la desnutrición. Pero en 2005 los menores de cinco se estaban muriendo en una proporción mayor que en cualquier guerra: cinco de cada 10.000 cada día.

Médicos Sin Fronteras estaba allí casi de casualidad. Tres años antes habían llegado para hacer una campaña de vacunación contra la rubeola en el distrito de Maradí, uno de los más fértiles y productivos del país, y habían descubierto que la cantidad de chicos desnutridos rebasaba cualquier cálculo previo. Entonces decidieron tratar de intervenir.

—Nosotros no hicimos ningún análisis: estábamos trabajando en la zona y vimos que había tantos chicos desnutridos. Era una enfermedad a la que nadie le hacía caso. Le hacían caso cuando había una catástrofe climática o bélica; si no, no.

La situación no hacía más que empeorar. En abril de 2005 ya sabían que el 20 por ciento de los chicos menores de cinco en Maradí sufría desnutrición severa aguda. (Del hambre de los adultos en general se sabe poco: como no se mueren rápido de eso —sino que tardan unos años, se van deteriorando, se mueren de otras cosas— no se los estudia ni trata. Pero ese año otro organismo calculó que las madres de esos chicos tenían una proporción de desnutrición muy parecida.)

Y, sin embargo, el gobierno seguía negándose a intervenir, a presionar a los mayoristas de grano, a pedir ayuda.

En Building the case for emergency, Xavier Crombé, un experto francés de MSF, explicó que lo primero que tuvieron que hacer para sustentar una intervención eficaz en aquella hambruna fue «constituir la malnutrición infantil como un objeto prioritario de preocupación»: convertirlo en un tema central. Y cuenta los pasos que dieron para hacerlo: conseguir datos, cruzarlos, entenderlos, difundirlos, proponer soluciones posibles. Algo así pasa en el mundo: hay temas que son aceptados como prioridades, otros que no. Construir la preocupación es solo un primer paso, pero un paso fundamental: «darle existencia social a la enfermedad», dicen los que lo hacen. Convertirla en una emergencia ineludible.

Tardaron pero lo consiguieron. Ya era agosto y los chicos se morían por millares cuando el presidente Tandja se resignó a pedir ayuda —y a distribuir el poco mijo que guardaba. Empezaba el baile de los donantes: necesito tanto, bueno te doy la mitad, no por favor la situación es muy difícil, pero ya estamos a mitad de año tengo todo el presupuesto asignado, no ves que los chicos se me mueren, no pero si te doy más se lo quedan los corruptos, no me podés negar este dinero ahora, lo hubieran pensado antes, bueno qué quieren a cambio, ya te vamos a hacer llegar un proyecto, sí lo que quieran pero rápido.

Es pura dádiva: como quien se sienta a la puerta de una iglesia y ruega que se apiaden de él: no hay derecho.

Hay beneficencia —de quienes se llevan los bienes del mendigo. Uranio, un suponer. Y una situación que nunca deja de recordar a sus víctimas quién tiene el poder. Un gobierno africano pide «al mundo» que lo socorra en una emergencia. Entonces «el mundo» pone en marcha sus mecanismos que implican discusiones, tironeos, regateos, y al fin termina por mandar comida y remedios y quizás unas clínicas: el mundo va a «salvar vidas» —que, se sobreentiende, el propio país no puede salvar. Pero debe, faltaba más, agradecer al patroncito bueno que aceptó salvarlo —después de haberse llevado todo lo que le interesaba.

Aquel año 2005 solo Médicos Sin Fronteras trató, en el departamento de Maradí, a más de 60.000 desnutridos agudos. Pero seguramente no lo recordaríamos si no fuera porque aquella fue la primera intervención masiva llevada a cabo con un producto y un método que cambiarían, de ahí en más, la pelea contra el hambre infantil.

Siguen los problemas de vocabulario. Unos hablan de malnutrición, otros de desnutrición, pero todos están más o menos de acuerdo en que existe algo que llaman Desnutrición —o Malnutrición— Aguda. La desnutrición aguda es lo que le pasa a una persona que no come suficiente: el resultado físico del hambre.

Decíamos: un cuerpo que se come a sí mismo.

Un cuerpo que se consume: por eso la enfermedad más visible de los desnutridos se llama consunción. Cuanto más avanzado está ese proceso, cuanta más masa ha perdido una persona, menor es su chance de sobrevivir. El cuerpo se debilita, la absorción intestinal se reduce, fallan los riñones, disminuye la capacidad del sistema inmunológico. En ese momento crítico de la enfermedad —¿enfermedad?— suele aparecer el kwashiorkor, caracterizado por edemas en piernas, brazos, cara, y el marasmo nutricional, que produce una emaciación —un adelgazamiento— muy brutal.

La mayoría de las personas tratadas por desnutrición aguda son chicos de menos de cinco años, chicos que están en el período más crítico, más frágil. Cuando la desnutrición no ha llegado todavía al marasmo o al kwashiorkor, se la reconoce por otros síntomas. La más clásica es la disminución del índice del peso en relación a la talla: se compara el peso del chico con el de un promedio de chicos bien alimentados de su misma talla.

Pero la que más se usa últimamente, porque es fácil y precisa, es la medición de la circunferencia braquial o MUAC —Middle-Upper Arm Circumference—: si el perímetro del brazo de un chico mide menos de 125 milímetros se considera que el chico tiene desnutrición aguda moderada; si mide menos de 115 la desnutrición será severa.

Durante décadas, el tratamiento de los chicos con desnutrición aguda severa —los que estaban literalmente muriéndose de hambre— consistió en internarlos y tratar de alimentarlos por boca o por vena. Era una solución costosa —en recursos, en infraestructura, en personal— pero bastante ineficiente: según los casos y lugares, entre un tercio y la mitad de los chicos se morían. No hace más de 25 años que científicos intentaron revisar el proceso: al fin entendieron que el tipo de alimentación que les daban no solo no los curaba sino que a veces, al exigir sus cuerpos debilitados, los mataba.

En 1986 un estudiante francés de 22 años terminaba su formación como ingeniero agrícola con un trabajo sobre «la factibilidad de una galleta que funcionara como suplemento nutricional para poblaciones de países pobres». Michel Lescanne era el hijo de un industrial lechero de Normandía y se convenció de que tenía una misión: pronto empezó a trabajar en la empresa familiar, donde ayudó a crear unas tabletas proteínicas llamadas Novofood, que se usaron en varias emergencias africanas.

Lescanne fundó su propia empresa: Nutriset debía «consagrarse a la investigación en nutrición humanitaria, desarrollando soluciones innovadoras…». En 1993 empezó la producción industrial de una leche en polvo energizada, la F100, diseñada específicamente para alimentar chicos hambrientos, que ofrecía 100 calorías cada 100 centilitros. La leche se usó en cantidad de emergencias alimentarias, pero tenía varios problemas.

Para empezar, era necesario internar a los chicos, que seguían una dieta muy estricta de F100 cada cuatro horas, en dosis que dependían de su estado. La leche se arruinaba enseguida, así que había que prepararla hasta ocho veces por día. Los chicos caían víctimas de enfermedades intrahospitalarias, las infecciones, la mugre de cientos de madres acampando entre bebés con diarrea. Los hospitales no daban abasto para guardar tres o cuatro semanas a todos esos chicos hambrientos y las madres no podían pasarse un mes alejadas de su casa, sus otros hijos, su marido, su trabajo. Así que muchas de ellas aguantaban unos días y se iban en cuanto sus hijos parecían mejorar. Algunas se llevaban incluso unas dosis de F100 que, preparada con agua turbia, bajo calores africanos, los enfermaba más. Muchos chicos volvían a los pocos días, peor que antes —o se morían en sus casas.

En 1994 Michel Lescanne propuso a André Briend, un médico nutricionista del Instituto de Investigaciones para el Desarrollo de París, que trabajaran juntos para buscar un producto mejor. Durante dos años experimentaron con todo tipo de materias pero ninguna conseguía suficiente durabilidad, buen sabor o facilidad de manejo. Hasta que, cuenta la leyenda, una mañana, mientras desayunaba, Briend se extasió frente a un frasco de Nutella. La leyenda no dice que haya gritado eureka, pero sí que de ahí le vino la idea de producir una pasta —de maníes— que, enriquecida con leche, azúcar, grasas, vitaminas y minerales, no necesitaba ningún agregado, se podía comer sin más preparación, sabía bien, soportaba grandes calores y podía durar dos años en su sachet de aluminio. Lo llamaron Plumpy’Nut —nuez regordeta— y cambiaría la forma de tratar la malnutrición infantil.

Steve Collins, un nutricionista irlandés, hizo los primeros experimentos en Malawi y Etiopía en 2002 y 2003. Pero la campaña de Médicos Sin Fronteras en Níger 2005 fue la gran rampa de lanzamiento del Plumpy’Nut —el más conocido de los RUTF, Ready to Use Therapeutical Food.

Al principio los trabajadores de MSF tenían dudas. Algunos médicos se sentían muy incómodos. El nuevo protocolo indicaba que debían internar a los chicos durante unos días y, en cuanto recuperaban cierto tono, mandarlos a sus casas con sus dosis de Plumpy: les molestaba despedir a un paciente en ese estado, decían que estaban ofreciendo un tratamiento demasiado incompleto.

Pero los resultados, queda dicho, eran extraordinarios: no solo pudieron tratar a una cantidad mucho mayor de desnutridos; además consiguieron la recuperación de nueve de cada diez. Dicen que, hasta entonces, nunca se habían tratado tantas personas en tan poco tiempo con tal nivel de recuperación.

Y pudieron tratar a una población que antes no: los desnutridos agudos moderados. Los moderados no se internaban: los hospitales no alcanzan y, de todos modos, su situación no requiere una intervención médica constante. Pero, como son muchos más que los severos, son el grupo donde más chicos mueren.

La campaña de MSF de aquel año fue el principio de un principio que ahora se aplica en miles de centros: el tratamiento ambulatorio de chicos con malnutrición aguda moderada con el famoso Plumpy.

Dos años después, en 2007, la Organización Mundial de la Salud, Unicef y el Programa Mundial de Alimentos lo definieron, en una declaración conjunta, como la mejor opción para el tratamiento de la desnutrición infantil.

El éxito siempre tiene consecuencias inesperadas. Los expertos de MSF, imbuidos de su papel de buscadores de nuevos métodos, empezaron a pensar que no alcanzaba con suministrar el Plumpy’Nut a los desnutridos agudos —severos o moderados—: que, frente a una población general siempre al borde de la desnutrición, buscarlos y ofrecerles un suplemento alimentario podría evitar que su estado se agravara y que, entonces, no solo salvarían muchas vidas sino que además ahorarrían muchísimo dinero en médicos, infraestructura hospitalaria, internaciones —que podría usarse para distribuir más suplementos.

—Dárselo a todos es, de algún modo, más barato que elegir a quién: los gastos de personal bajan bastante porque no hay que llevar adelante elecciones complicadas. Y porque hay muchos menos chicos que llegan a los hospitales con complicaciones más difíciles y caras de tratar. Entonces las tasas de mortalidad bajan muchísimo porque los agarraste antes de que sus organismos estuvieran tan comprometidos.

Me dirá mucho después Stéphane Doyon, médico MSF, experto reconocido en la cuestión: que los que corren más peligro son los chicos recién destetados, que dejan de recibir los nutrientes que necesitaban para desarrollarse y, a cambio, les llenan la panza con harina y agua. Que hay que darles sobre todo proteínas animales, frutas y verduras, que es lo que no reciben.

Médicos Sin Fronteras se contactó con Lescanne y le pidió que diseñara un Plumpy para ese uso: en 2007, el Plumpy’Doz, un suplemento más diluido, que viene en envases semanales y se toma tres veces por día, estaba listo para empezar las pruebas. Las hicieron en varios pueblos de la región de Maradí; al cabo de unos meses vieron que los que no lo habían tomado se habían enfermado —y muerto— el doble que los otros.

—Además, esto nos permite mejorar otros aspectos de la atención médica de los chicos. Por ejemplo: no es fácil que una madre camine diez kilómetros con su bebé para ir a hacerlo vacunar, pero si tiene que ir a buscar el suplemento alimentario sí va, y una vez ahí le parece muy bien que lo vacunen. O cualquier otra actividad preventiva.

Dirá Doyon.

Los suplementos alimentarios preparados no solo eran un avance importante en la pelea contra la desnutrición; también se estaban transformando en un negocio gigantesco.

Un economista americano nacido en la India, C. K. Prahalad, acuñó a fines de los noventas un concepto que funcionaría: que las grandes empresas deberían ocuparse de una inmensa masa de consumidores que nadie atiende. Los llamó los BoP, the Bottom of the Pyramid —lo más bajo de la pirámide—: son los 4.000 millones de personas que viven con menos de 2,50 dólares por día.

Prahalad, que había estudiado en Harvard y enseñaba en Michigan, insistió en que ocuparse de ellos podía ser muy buen negocio: que las empresas, gobiernos y organismos internacionales debían dejar de verlos como víctimas y considerarlos consumidores exigentes —y que eso les reportaría beneficios más que pingües.

Es lo que ya hacen muchas multinacionales, desde Ericsson o Sony, que proyectan celulares con comandos dibujados para africanos analfabetos hasta Unilever, que vende en la India un champú que lava mejor con agua fría —para los que no la tienen caliente.

La industria de los suplementos alimentarios podría entrar en esta categoría —aunque, en principio, la mayoría de los compradores no serían sus consumidores sino los gobiernos y organizaciones que los asisten. Pero ellos podrían presionarlos para obligarlos a comprar y repartir esos productos.

En 2012, Nutriset fabricó casi 15.000 toneladas de Plumpy’Nut, diez veces más que diez años antes. La familia Lescanne, dueña de la compañía, obtiene beneficios millonarios: ellos dicen que reinvierten la mayor parte en investigación y desarrollo. En 2008, frente a las críticas por esos beneficios y por el celo con que retenía la patente de sus inventos, Nutriset empezó a ofrecer un sistema de franquicias: el productor local —siempre que sea de un país pobre— puede usar la marca y el know how y el soporte técnico, a cambio, se compromete a comprar las máquinas, los envoltorios y ciertas componentes —minerales, vitaminas— a la casa central. Así se instalaron pequeñas fábricas de Plumpy en una docena de países africanos. Aunque la ecuación no funciona del todo: aquí en la Société de Transformation Alimentaire de Níger, sin ir más lejos, producen la pasta con maníes locales pero aceite de palma de Malasia, azúcar argentina, cacao de Costa de Marfil comprado en Europa —y, por una cuestión de escala, la pasta local termina costando más cara que una francesa. En cualquier caso, el tratamiento sigue siendo costoso: seis meses de suplemento Plumpy’Doz cuestan unos 50 dólares por chico —en un país donde todos los que podrían necesitarlo viven con menos de un dólar por día.

Con vergüenza, como escondido, lo probé una tarde en el hospital de Madaua: el plumpy es pastoso, untuoso, muy comible, leve gusto a turrón de maní; bastante salado para ser algo dulce.

Y Abdoul, un nene de dos, cara ancha, cuerpito muy flaco, corrió a pedírmelo. Se lo di, se reía tanto mientras se llenaba la cara de esa pasta marrón, se relamía.

Hay quienes dicen que el plumpy es un típico producto de la época del sucedáneo: dulzura sin azúcar, café sin cafeína, manteca sin colesterol, bicicletas sin desplazamiento, cigarrillos sin humo, sexo sin contacto, alimentación sin comida: un modo de simular que esos chicos que no comen comen, que esos millones de paupérrimos van a seguir viviendo.

Su éxito provocó debates. Están, sobre todo, los que cuestionan la idea de intervenir con un remedio paliativo en una situación estructural, «una respuesta médica a un problema social»: las famosas curitas en la hemorragia femoral.

Los Médicos Sin Fronteras dicen que lo saben pero que también saben que su tarea —su chance— no es reducir la malnutrición sino evitar todo lo posible las muertes que vienen con ella: que es duro pero eso es lo que pueden. Ser médicos, aceptar esa frontera.

Los chicos —y sus padres— siguen sin tener comida. El hambre sigue ahí pero los mata menos.

Steve Collins, el pionero, también se preocupa: «No querría ver un nuevo orden mundial donde los pobres dependieran de un suplemento alimentario que les mandan de Europa o Estados Unidos».

El plumpy es, al fin y al cabo, solo un remedio parcial para una enfermedad que no tendría por qué existir: la más evitable, la más curable de todas las enfermedades conocidas.

El hambre mata más personas cada año —cada día— que el sida, la tuberculosis y la malaria juntos, y no existe. El hambre no participa del misterio, las sombras insondables, lo inmanejable de la enfermedad: la impotencia frente a lo incomprensible. El hambre se entiende demasiado, aunque no existe: es un invento del hombre, nuestro invento.

Y podría ser, tan fácil, nuestro pasado inverosímil.

8.

Fue entonces cuando me enfermé: una semana en sombras. Con una cama, con electricidad, con agua corriente, con inodoro, con un ventilador, con mosquitero, con remedios, con un médico andaluz, con alguna confianza en los remedios y la ciencia, estos días de vómitos y diarrea y fiebre y pesadillas fueron duros. Intento —y no consigo— imaginar cómo serán cuando los sufre cualquiera de estos señores y señoras y nenas y nenes en un pueblo de acá, sin cama ni electricidad ni agua corriente ni inodoro ni ventilador ni mosquitero ni remedios ni médico y, sobre todo, sin la menor certeza: aquí, muchas veces, las personas se mueren de esto.

Yo sé que no —yo supongo que no— pero igual no mejoro. Llevo días en que mi vida es yacer, dolorido como si me hubieran molido a palos, y solo levantarme para expulsar de todo. Expulso, expulso, tomo sorbitos de agua y sueño pesadillas donde recorro una ciudad demasiado simétrica que nunca se termina, expulso: sudo, cago, vomito. Sudo más, me revuelco en el colchón mojado —y tengo mucha hambre. Tengo hambre, esa exigencia en la boca del estómago, esa constancia insistente de un vacío que, de tanto insistir, se te vuelve dolor. Llevo seis días sin comer porque estoy nauseabundo y cago y vomito todo lo que como: mi cuerpo no asimila nada. Afuera pasan cosas, que yo ignoro cada vez mejor. Una y otra vez imagino, libidinoso, la posibilidad de tomar un buen trago de agua fría: un trago interminable de agua fría —que no puedo, porque también la expulso. Y sigo imaginándolo —por fin tengo un deseo. Y tengo hambre: el libro se venga, se hace carne —y pienso confuso que quiero entender, registrar lo que me pasa, que debería aprovechar la enfermedad para observar mi hambre, pero no lo consigo. Mi cuerpo se ha convertido en enemigo: soy rehén de mi cuerpo.

(La sensación de que me estoy perdiendo algo. Que debería poder registrar mejor lo que siento, que eso me ayudaría a entender la situación del hambre, me ayudaría a contarla. La sensación de que no puedo. La enfermedad: la sensación de que me estoy perdiendo.

Algo.)

Las sociedades avanzadas cambiaron la aventura del cuerpo social por la del cuerpo propio. Ahora, para los hombres y mujeres de los países prósperos, el límite, lo inexplorado ya no es la terra incognita por descubrir o los mañanas venturosos por construir sino el cuerpo: el cuerpo —propio— es ese desconocido que, en sus misterios, puede darnos o quitarnos todo. Sus amenazas son las enfermedades, los límites del cuerpo. Mi hambre, hoy, es el hambre que corresponde a un occidental acomodado: no es que la sociedad me impida conseguir comida, es que mi cuerpo me impide hacerme con ella.

De a ratos pienso en la ironía; de a ratos, de nuevo en que debería concentrarme para tratar de registrar lo que me pasa: cómo vive mi cuerpo con hambre. El hambre es, más que nada, una extrema conciencia del cuerpo, neblina de la mente. No entiendo mucho: estoy débil, incapaz de pensar nada, aletargado, enfurruñado, adolorido. Siento cada pequeño movimiento, cada amenaza de mi estómago, de mis intestinos, los distintos zumbidos en la cabeza, los grititos atontados del cuerpo. Tengo momentos de rabia, de cabreo; tengo otros de desesperación. Tengo muchos en que todo cada vez me importa menos.

—Ya perdí más de seis kilos.

Le digo a una enfermera.

—Tu mujer va a llorar.

Me dice, como quien dice llueve.

Aquí, ahora, no llueve. Aquí todo está detenido y, al mismo tiempo, se me escapa. Es Ramadán: durante un mes lunar, todos los habitantes de Madaua —todos los musulmanes que quieren hacerse dignos de ese nombre— no pueden comer ni beber ni fumar ni besar ni nada que les dé gustito desde que sale el sol hasta que se pone. Doce horas por día sin comer, días de 40 grados a la sombra sin una gota de agua. No conozco expresión más brutal del poder de un jefe, un dios, un dictador: mirá cómo te hago hacer lo más extremo, lo menos natural. Mirá cómo te obligo: creé, obedeceme, sometete a mi ley más caprichosa.

La expresión del sometimiento a ese poder: mirá cómo te obedezco, por vos puedo controlar incluso mis impulsos más primarios, pasar hambre sin necesidad. Pero también, como toda relación de poder, es un negocio: ayunar es entregar a un dios algo preciado —renunciar a lo que uno querría— para conseguir de él algo a cambio. Se paga con placer o satisfacción —entregándolos, privándose de ellos— algo que nos importa mucho: el bienestar de un familiar, el éxito de una cosecha o una guerra, la garantía de que vamos a comer, la salvación de un alma que nos suponemos.

Dios se divierte con los suyos —y con los ajenos. Sigo enfermo y sigo, enfermo, enajenado, los ruidos de las fiestas de cada noche que entran por la ventana. En el hospital, mientras tanto, entran 60 o 70 chicos por día con malarias, anemias severísimas, convulsiones, neumonías, diarreas poderosas, todas las consecuencias del hambre de los chicos. Pascual, el médico andaluz, me dice que esta semana han tenido otra vez cincuenta y tantos muertos, y que está destrozado.

Otra tarde Manuela, la enfermera madrileña, me dice que están desbordados y no pueden ocuparse de todos y deben elegir: que es monstruoso pero con frecuencia deben elegir, que hay chicos que tienen pocas posibilidades y que entonces tienes que concentrarte en los que tienen más.

—Para soportarlo tienes que pensar en los que se salvan. Si piensas todo el tiempo en los que se mueren no puedes seguir. Pero si no piensas en ellos también serías un extraño, una máquina. Cuando llegas a casa, muchas veces, recién ahí te cae todo por la cabeza, te das cuenta de lo fuerte que te ha dado. Aquí no hay tiempo para eso, ni espacio, vives como si esto que estás viviendo fuera lo normal. Y después un día llegas a tu casa.

Empiezo a mejorar, vuelvo a la calle. Me da —casi sin darme cuenta— la extraña sensación de que he aprendido cosas —que debería saber, haber sabido. La sensación de que he palpado la miseria verdadera. No la miseria de los que viven en el margen de los ricos; la de los que viven donde no hay, que llevan siglos comiendo —cuando pueden— esa bola de mijo, que le rezan a su dios cada noche para poder comer mañana —inshallah— esa bola de mijo.

Una pelea constante por lo más inmediato, por lo básico: si pudiera tener todo lo que quisiera, le pregunté, y me dijo dos vacas. Esta miseria que también consiste en no creer ni haber aprendido ni sospechar que existen otras vidas y que las otras vidas no son siempre solo de los otros. No es solo un recorte de las fronteras materiales; también de las mentales, la reducción del campo de lo imaginable.

Y, entonces, el sentido más estricto de la palabra supervivencia: miles y miles de personas que se levantan cada día para ver si consiguen qué comer. El sentido más breve de la palabra supervivencia: no es fácil, con esa idea del mundo, en esas condiciones, pensar en nada a largo plazo —un mes, tres meses, año y medio, un siglo. El futuro es el lujo de los que se alimentan.