1.

—Si usted me asegura que no va a decir nada yo le digo cuál es mi secreto.

Dice Amena y habla más bajito y mira alrededor como quien quiere asegurarse. Yo le digo que claro, que a quién le voy a contar qué, y ella me dice que a veces pone a hervir agua y le agrega algo, una piedra, una rama, cuando los chicos no la ven.

—Entonces los chicos ven que estoy cocinando algo y yo les digo que va a tardar, que se duerman un ratito, que después los despierto. Y entonces sí se duermen más tranquilos.

Yo escucho; no le pregunto qué le dicen al día siguiente, cómo hace para que funcione más de una vez: me parece que no quiero saber.

Cuando lo conoció, Amena pensó que su vida por fin empezaba. Hakim era simpático, tan buen mozo, muy amable con ella: hasta entonces, nadie había sido muy amable con ella. En el inquilinato donde creció los chicos se peleaban mucho, y Amena no solía ganar las peleas; cuando algunos empezaron a ir a la escuela, estuvo entre los que se quedaron. Solo consiguió que una tía muy mayor le enseñara un poco de árabe: temía que, sin esa lengua, no podría contestar las preguntas de Dios cuando, ya muerta, Él la interrogara.

Pero todo eso parecía muy viejo, muy menor cuando encontró a Hakim. Amena tenía 14 años, era bonita, esbelta, el pelo negro largo y, al cabo de dos visitas, él le dijo que quería casarse. Ella sabía que él estaba casado; él le dijo que ya no veía a su mujer y que de todas formas la iba a dejar por ella. Amena tuvo miedo porque no entendía bien lo que él hacía, pero se dijo que esa mujer debía ser mala y que con ella no lo haría. No sabía que muchos hombres dejan a sus esposas porque no pueden mantenerlas; se escapan, buscan otra, imaginan que si empiezan de nuevo algo va a ser distinto. Entonces le dijo que sí, que ella también quería pero que sus padres no los iban a dejar, que le tenían preparado un marido y no querrían ningún cambio. Él le dijo que huyeran juntos y ella se murió de nervios y de amor y de emoción: decididamente su vida había cambiado para siempre.

Amena y Hakim se fueron a la casa de una hermana de él en un pueblito de las afueras de Daca, la capital de Bangladesh; ya allí, el sacerdote que llamaron para oficiar la boda se negó a hacerlo sin el consentimiento de los padres; tuvieron que buscar otro, que por fin aceptó. Amena estaba tan feliz.

Esos días en el pueblo fueron los mejores de su vida. Amena quedó embarazada; ella y su esposo se vinieron a vivir a un cuarto en un inquilinato de Kamrangirchar, la isla villamiseria en un borde de Daca, y él empezó a trabajar aquí y allá, ladrillos, ricsha, cargas varias. Les faltaba el perdón de sus padres; Hakim le insistía mucho para que lo consiguiera, le decía que lo necesitaban para ser felices. Amena los fue a ver, con dos tíos y un hermano; no le abrieron la puerta. Amena pasó días y días sentada en la puerta del inquilinato donde vivían sus padres, esperando. Cuando por fin la perdonaron, Hakim le dijo que qué bueno, que entonces ya iba a poder pedirles su dote.

—¿Su dote?

—Sí, claro. Una mujer cuando se casa tiene que llevar su dote. Como nosotros nos habíamos escapado no hubo dote y Hakim decía que no le importaba, que lo único que le importaba era que estábamos juntos, pero después empezó a pedírmela. Yo le decía que mis padres no tenían nada para darnos y él empezó a pegarme. Me pegaba. Me pegaba mucho.

Amena no recuerda demasiados detalles: le parece que su vida desde entonces fue una sucesión de semejanzas. Más chicos, más golpes, más tristezas, el fantasma del hambre todo el tiempo, el hambre muchas veces. Le pregunto si le parece lógico que sus hijos no tengan comida suficiente y ella me mira y me dice que eso les pasa a muchos. Le pregunto si le parece lógico que les pase a muchos y me doy cuenta de que no entiende la palabra lógico —o lo que sea que el intérprete le esté diciendo en su lugar— y ella me dice que si es así es porque Dios lo quiere, que para eso Dios es todopoderoso y qué le va a hacer ella y yo le pregunto que por qué Dios podría querer que ella sufra y ella me dice que vaya a saber:

—Vaya a saber. Eso lo sabe Él, no yo. Para eso es Dios.

Maneras de la lógica.

—Yo soñaba con crecer como una persona buena y racional y tener un buen matrimonio y una vida próspera y unos hijos que pudiera criar como personas buenas y racionales. Pero ninguno de mis sueños se cumplió, porque me casé con Hakim y encima se murió…

—¿Cómo que se murió?

—Sí, se tuvo que operar de una especie de absceso en una pierna y lo operaron mal y le dio tétanos y se murió a los pocos días, pobrecito.

Dice, sin pestañear, como quien repite una historia que ya se ha vuelto pura prosa, como quien no recuerda lo que acaba de decir sobre ese señor que convirtió su vida en un desastre.

—Pobrecito. Si él estuviera vivo todo sería distinto. Pero no está, y yo nunca pude ser una persona racional porque mis padres no pudieron pagarme la educación que necesitaba para eso…

—¿Y ahora qué puede hacer para mejorar?

—No sé qué puedo hacer, porque para cumplir los sueños hay que tener plata y yo no tengo nada. Así que no tengo ninguna posibilidad. Lo único que me queda es tratar de criar a mis chicos como personas buenas y racionales, con los pocos medios que tengo. No es fácil, pero me gustaría poder, que no se vuelvan gente mala, drogadictos, y así cuando Dios me pregunte le puedo decir que por lo menos hice eso: que crié los chicos que Él quiso darme y recé todo lo que pude.

—¿Y eso le va a gustar a Dios?

—No creo que le guste, porque si le gustara no me daría tanto sufrimiento.

—¿Y qué lo haría más feliz?

—No sé, no consigo saberlo. Y no se crea que no me lo pregunto.

Lógicas complicadas, ligeramente opacas.

—El problema es el agua.

Dice Amena, como si yo tuviera que saber de qué está hablando. Yo no sé, se lo digo.

—Los días en que no puedo comprar agua. Yo les daba el agua que encontraba, pero se me enfermaban demasiado. Los doctores me dijeron que era por el agua, que tenía que darles agua comprada. Está bien, es verdad. El problema es que muchos días yo no tengo para comprarles agua.

En Daca, como en tantas ciudades, el agua que los pobres deben comprarle al aguatero que pasa con un carro cuesta mucho más —cuatro, cinco veces más— que el agua corriente de los que tienen agua corriente.

—O si les compro agua no les doy de comer. ¿Entonces qué hago? Dígame, señor: ¿qué hago?

A primera vista uno diría —yo diría— que ser pobre es tener menos opciones: no poder elegir. Y en cambio ser pobre es elegir todo el tiempo: si comer o beber, si una ropa o un techo, si malvivir o malvivir. Ser pobre es, también, esa sensación de incompletud perpetua: que uno solo puede conseguir una pequeñísima parte de lo que cree que debería, de lo que necesita. Todo el esfuerzo de los publicitarios, de los marketineros, de los grandes vendedores de los países ricos consiste en reproducir entre sus consumidores esa sensación: que el mundo está lleno de cosas que uno quiere y todavía no tiene. Transformar a los ricos en pobres a los que siempre les falta algo más.

—Cuando no como me siento mal, de verdad mal. Tengo como un dolor en el pecho y me mareo. No puedo quedarme parada, así que me recuesto con mis chicos, trato de que no lloren. Pero no tengo nada que hacer, mi destino es éste. Así que tengo que aceptarlo, pero no sé cuánto voy a poder sobrevivir así.

—¿Y qué querría?

—Tener comida, bastante comida. Me siento muy mal cuando veo personas que tienen mucha comida y la desperdician. A ésos sí los odio. Alguien tendría que rebelarse contra los que desperdician comida, pero para rebelarse hay que tener fuerza. Yo creo que si tuviera plata tendría más fuerza y podría rebelarme. Y de verdad me rebelaría contra esa gente que desperdicia comida, la castigaría.

—Pero si tuviera dinero y esa fuerza sería una de ellos, no una rebelde.

—No, yo nunca sería como ellos, aunque fuera rica, porque siempre me voy a acordar de cómo es quedarse con hambre, no tener comida.

—¿Está segura?

—Sí, creo que sí, que estoy segura. Creo.

«La pobreza urbana —un mundo triste, tan apartado de la solidaridad de subsistencia del campo como de la vida política y cultural de la ciudad tradicional— es la nueva cara de la inequidad. El borde de las ciudades es una zona de exilio, una nueva Babilonia. Pero, frente a esa calle sin salida, ¿se rebelarán los pobres? ¿Son los grandes arrabales, como temía Disraeli en 1887 o Kennedy en 1961, volcanes a punto de erupción? ¿O una despiadada competencia darwiniana —cada vez más pobres peleando por las mismas migajas informales— generará, en cambio, una violencia comunal autoinfligida, la forma más terrible de “involución urbana”? ¿En qué medida el proletariado informal posee el más potente de los talismanes marxistas: la capacidad de cambiar la historia?

«El futuro de la solidaridad humana depende del rechazo militante de los nuevos pobres urbanos a aceptar su marginalidad terminal en el capitalismo globalizado. Este rechazo puede tomar formas atávicas o vanguardistas: el repudio de la modernidad o la tentativa de recuperar sus promesas reprimidas. No debería sorprender que algunos jóvenes en los márgenes de Estambul, El Cairo, Casablanca o París abracen el nihilismo religioso de la yihad salafista y gocen con la destrucción de los mayores símbolos de la modernidad ajena. O que otros millones se vuelvan hacia las economías urbanas de subsistencia operadas por bandas callejeras, narcotraficantes, milicias. La retórica demonizadora de las diversas “guerras” internacionales contra el terrorismo, las drogas y el crimen son una forma de apartheid semántico: construyen muros epistemológicos alrededor de slums, favelas y chawls que impiden cualquier debate honesto sobre la violencia cotidiana de la exclusión económica. Y, como en tiempos victorianos, la categórica criminalización de los pobres urbanos es una profecía autocumplida, que garantiza un futuro de interminables guerras callejeras».

Escribió Mike Davis hace menos de diez años.

2.

—Acá todo se hace difícil. Bangladesh está entre los tres países con más desnutrición del mundo y parece que no se dieran cuenta. Se dan cuenta, por supuesto, en el campo, cuando se quedan sin comida, pero acá en Daca es como si no.

Dice Vikki, un holandés grandote, rubio, desaliñado —y la silla en la que estoy se mueve raro. Todo se mueve raro, como si el suelo se hubiera sacudido; como eso no es posible busco una explicación razonable a mi sensación equivocada: problemas de equilibrio, tengo que dormir más, debo estar muy cansado. Vikki sigue hablando, se apasiona, me distraigo. Después, en el almuerzo, todos comentan excitados el temblor. El miedo no puede ser zonzo: precisa que sepas qué temer. La falta de miedo ante ese terremoto me demuestra una vez más que el miedo es la forma más incómoda del conocimiento.

Cada vez envidio más la serenidad del animal: del ignorante.

Bangladesh es un país muy nuevo, «de mis tiempos»: dejó de ser colonia inglesa diez años antes de que yo naciera, pero fue Pakistán Oriental hasta que yo tuve catorce. Entonces —1971— hubo una guerra breve, festejos, discursos, un país. Yo desconfío —estúpidamente desconfío— de las naciones nuevas: las veo como si fueran casi falsas, imposturas. Una patria no puede ser más joven que mi padre.

Pero son, y persisten: la última gran horneada de países recién cumplió 50 años. La República Popular de Bangladesh, en todo caso, es uno de los más sufridos: 148.000 kilómetros cuadrados —no mucho menos que la República Oriental del Uruguay— para unos 160, 170 millones de habitantes, 40 veces más. Por población, Bangladesh es el séptimo país del mundo; por superficie, el 95. Es, con 1.140 habitantes por kilómetro cuadrado, el país más denso —más denso— del planeta. Está en la desembocadura de los grandes ríos indios, Ganges y Brahmaputra, y es bajito. Casi nada levanta más de diez metros sobre el nivel del mar: el país se inunda sin parar, y se supone que si el calentamiento alza los mares va a recibirse de pileta. Por ahora es solo un hormiguero —un hormiguero— de personas que intentan cultivar arroz en una tierra que no alcanza. Bangladesh, en tan poquito espacio, es el cuarto productor mundial de arroz, pero no alcanza.

—No se dan cuenta de que están muy enfermos.

Insiste. Vikki, el holandés enérgico, es el responsable de Médicos Sin Fronteras en Bangladesh, y sigue hablando de algo que ya escuché, que es una clave: la capacidad de acostumbrarse a lo más duro o, mejor dicho, peor: de suponer que así es la vida.

Daca es una ciudad modelo: la que sintetiza cómo y por qué la forma ciudad ha fracasado. Hace sesenta años, Daca era una pequeña capital de provincias con medio millón de habitantes; ahora es 30 o 40 veces más grande, amontona muchos millones sin casas ni calles ni transportes ni espacios ni cloacas suficientes. Y siguen llegando: todos los días aparecen en Daca miles de personas que creen que acá van a vivir mejor que en sus aldeas —o que un día se despertaron para ver que su aldea había quedado bajo el agua, o que su media hectárea de tierra era del prestamista, o que ya no les alcanzaba para dar de comer a sus seis hijos.

Decir muchos millones —de habitantes— parece un descuido; no es mío. Nadie sabe cuántos habitantes tiene la ciudad, pero no es nada personal: tampoco saben cuántos tiene el país. En Daca pueden ser, dicen, 16, 18 millones. O quizá 22.

Mi primo Sebastián, científico con espadín, insiste en que es urgente un movimiento internacional para la redistribución del espacio: que tan injusto como la distribución injusta de la riqueza, de la comida, de los recursos naturales, es que algunos países tengan tanto espacio y otros tan poco: cuestión de densidad.

Es una selva de carnes y de latas. En Daca caminar es saltar entre cuerpos movedizos —personas, bicis, ricshas, motos, coches, buses— que se te tiran encima, y es difícil dejar de lado una de las reglas básicas del que camina en las ciudades: que los demás —los que manejan algo— preferirían no matarte. No está claro qué prefieren éstos; sí que, por elección o religión o comodidad, no se detienen ante nada.

Pero un hombre que pasa en una moto no muy vieja con dos nenas de seis o siete, una detrás y otra delante de él, pegadas a él, abrazadas a él, vestiditas de escuela, trenzas a los costados, y la cara de felicidad de la de atrás, la cara pegada a la espalda enorme de su padre, al calor de su padre, al poder imbatible de su padre. Y ni siquiera sabe que la vida no es así. O quizá sabe algo.

Daca o el fracaso: en Daca no hay luz pública ni cuidado del espacio público ni un orden público visible. Ir de un lugar a otro puede tardar horas o volverse, de pronto, impracticable. Las bocinas, los ruidos, el calor, el polvo, las calles destruidas, los coches que te atacan, los edificios al borde del colapso, los ríos y arroyos repodridos, los olores, los olores terribles, las cordilleras de basura. Cuanto más pobre es una sociedad, más cerrado el acceso a ciertos usos: facilidades que todos tienen en Noruega son privilegio de muy pocos en el OtroMundo. El cuidado del espacio público —la idea de que es un territorio de todos, que debe ser cuidado para todos— también es propio de los países ricos: aquí, los ricos tienen sus espacios, los mantienen —cerrados.

Daca es un fracaso perfecto y es, al mismo tiempo, gran ejemplo del éxito de las ciudades: un imán que atrae más y más personas y, al hacerlo, cae en el desastre. El éxito de las ciudades del OtroMundo conlleva su hecatombe: viven en una constante crisis de superproducción —de deseo, de atracción, de esperanza—: el mecanismo de las crisis del capitalismo.

Aquí también, la mayoría de los que llegan terminan en los inmensos slums —villamiserias, poblaciones, chabolas, favelas, callampas, cantegriles— que la completan. Kamrangirchar, el más grande de todos, es una isla en el río Buriganga.

Mohamed Masum llegó de su pueblo hace tres meses, lleno de ilusiones. Mohamed tenía un trozo de tierra que plantaba —arroz, algún banano, mangos— pero tuvo que dejarlo: desde que se casó, sus hermanos lo acosaban.

—No sé, no les gustaba Asma, me decían que era pobre, que no tenía dote.

Mohamed la conocía del pueblo, le gustaba, le dijeron que era trabajadora y buena y decidió casarse; al final sus hermanos la aceptaron y todo se tranquilizó. O eso parecía; con la enfermedad de su padre —todos saben, dice, que su padre se va a morir muy pronto— las peleas por la herencia se pusieron tan brutas que él prefirió vender su parte e irse.

—¿Es una herencia grande?

—Y, sí. Son tres trozos de tierra de cuarenta o cincuenta metros cada uno.

A Mohamed no le importó: hacía tiempo que quería venir a Daca. Siempre le habían dicho que en la ciudad la vida era otra cosa.

—Yo sabía que la gente que vive acá tiene vidas cómodas, tranquilas, felices, que puede ganar bastante plata.

—¿De dónde lo sacaste?

—Gente que me lo había contado. Y alguna vez lo vi en la televisión, en mi pueblo, en la plaza. Ahí se ve que la gente de Daca vive bien.

—¿Y seguís pensando lo mismo?

—Claro. Mi vida está mejorando, así que me voy a quedar acá.

Acá es su pieza de dos por tres —chapas y palmas— sin ningún mueble: nada. Mohamed es flaco, fibroso, la cara de guerrero bengalí: un tigrecillo de Sandokán en el lugar equivocado. Asma lo mira con su sonrisa amable, plácida, y alrededor revolotean sus tres chicos, todos en la pieza. Las piezas de este inquilinato —de esta villamiseria— se suceden a los dos lados de un pasillo angosto; en cada uno vive una familia y todas comparten la cocina, la canilla, el baño —un agujero en el suelo. Para pagarla, Mohamed trabaja pedaleando un ricsha.

—¿Qué es lo peor de tu trabajo?

—Lo peor es que es muy muy cansador. Es lo más cansador que hice en mi vida.

—¿Cuánto ganás por día?

—Y, según los días. Puede ser 200, puede ser hasta 400 takas.

Que son casi cinco dólares —pero, me dirá más tarde, casi nunca llega: suelen ser 200 takas, dos dólares y medio, por diez o doce horas. La ciudad está llena de ricshas, conductores de ricshas. Nadie sabe cuántos son: entre 200.000 y 500.000, te dicen, que es decir ni idea. Y que cada uno recorre unos 50 kilómetros por día en este infierno de polución y tráfico. Le pregunto qué le parece bien de su trabajo.

—Nada. Pero no tengo plata ni conozco a nadie; por ahora es lo único que puedo hacer. Igual yo siempre quise estar en Daca, así que ahora estar acá me hace sentir feliz. Pero es verdad que en mi pueblo casi siempre tenía algo para comer.

Y que en la ciudad si no ganás dinero no comés, me explica, no como en el pueblo que siempre podías conseguir unos mangos o hacer un trabajito o pedir un puñado de arroz a algún pariente.

—Acá en la ciudad todo es como si fuera de otros.

Dice, y se queda pensando lo que dijo como quien mira un juguete nuevo, le da vueltas: sí, acá todo es de otros.

—Acá el día que no puedo trabajar no como.

Dice y me mira y se corrige: no comemos.

—Ahora hace dos días que no me siento bien y no puedo salir: ya nos quedamos sin comida. Eso no es tan agradable. Esta tarde voy a tener que salir esté como esté: las enfermedades son para los ricos.

La zozobra de ganarse la vida cada día. La ecuación es muy simple: no hay reservas. Si hoy consigue plata, su familia y él comen; si no, no. Vivir al día: saber que si hoy no gana lo suficiente, hoy no come. Y mañana, y pasado. Hay que salir y ver, y puede ser y puede no ser. La idea de reserva, de ahorro, de garantía —que fundó culturas, que constituye la nuestra— no existe: hay que salir y ver y puede ser y puede no ser.

—Pero ahora estoy mejor que antes.

Que ahora está mejor que antes, dice: que tiene una cama —está sentado en esa cama, un entablado sin colchón donde cada noche tienen que dormir cinco— y un ventilador. El ventilador gira en el techo, alivia este bochorno, los olores.

En 1980 la isla de Kamrangirchar tenía 2.800 habitantes; la primera conexión de electricidad se instaló en 1990 —en una escuela religiosa. Ahora son medio millón, y todos son migrantes: personas que lo intentan. Kamrangirchar es una de tantas ciudades de aluvión, pobres del OtroMundo ocupando espacios. La densidad, una vez más, la ocupación exasperada. Buenos Aires, una ciudad grande, tiene unos 15.000 habitantes por kilómetro cuadrado; Kamrangirchar tiene 150.000, sin edificios altos. En la isla seis de cada diez adultos no saben leer y escribir; en la isla hay 98 mezquitas, 69 madrasas —que enseñan el Corán— y 7 escuelas primarias.

Son sociedades que se van haciendo con retazos. Y la sobredeterminación de unas metas precisas: importa entender qué lleva a esas personas hasta ahí. La esperanza de comer todos los días; la ilusión de que sus hijos vivan vidas distintas; la aceptación de que lo que tenían no es viable; la convicción de que cambiar es necesario y la resignación de que el cambio posible es esta migración, estos hacinamientos. No hay historia; la historia es lo que dejaron, porque los condenaba. Debería haber futuro, porque para eso vinieron; lo hay, pero muy lejos, ilusorio: no es una construcción, un recorrido. Y, mientras, un presente continuo, hecho de seguir sobreviviendo. Tener más tiempos que un tiempo suele ser un lujo.

—Si tuviera un poco de plata podría empezar un business, comprar algo y tratar de venderlo por la calle, algo. Pero para eso necesito algo de plata y por ahora no pude ahorrar nada porque tengo que pagar el alquiler y la comida. Pero ya voy a conseguirlo.

—¿Y pensaste en la posibilidad de volver al pueblo?

—No, ya no podemos porque la tierra que tenía la vendí para venir acá. No, ahora la vida que tenemos es ésta. Ésta es mi vida.

Se lo ve decidido: como quien ya saltó, una vida en el aire. Le pregunto cuál es su momento más feliz.

—Mi felicidad es cuando no tengo hambre. Si tengo comida soy feliz; si no, no soy.

—¿Quién tiene la culpa de que a veces no tengas comida?

—Cuando me quedo con hambre no me enojo con nadie. Creo que Dios me mandó lo que tengo y que se va a ocupar de mí, de lo que pase con mi vida. Lo bueno y lo malo. Y si ahora estoy en esta situación es porque debo haber cometido algún pecado para que Él me mande estas cosas.

—¿Es justo que haya gente tan rica y gente tan pobre?

—No, yo creo que Dios no tendría que hacer eso.

—Pero lo hace.

—Sí, porque nosotros no somos tan buenos como Él quiere. Lo decepcionamos, y Él nos lo muestra así. Si queremos vivir mejor, vamos a tener que merecerlo.

Y su mujer asiente y después tiene que salir para llevar a un hijo a hacer pis afuera y entonces, en voz baja, como para que ella no lo oiga, Mohamed dice que a veces se le hace muy pesado, que la responsabilidad es muy pesada, que saber que si él no trae plata ninguno de los suyos come es muy pesado, que a veces sabés qué.

—No, no sé.

—A veces creo que sería mejor ser una mujer.

Dice y alza las cejas, como si se asustara de lo que está diciendo. Nos miramos, yo no sé qué decirle. Asma vuelve con el nene y dice que si estamos hablando de no tener comida deberíamos callarnos, si no nos da vergüenza.

—De esas cosas no se habla. ¿Para qué vamos a hablar? Ya bastante tenemos con lo que nos pasa.

Hay docenas de villas como ésta en la ciudad de Daca. Kamrangirchar no es la más pobre, la más insalubre; es solo la más grande y una de las más desguarnecidas. Kamrangirchar es un amontonamiento de casas a medio hacer, calles caprichosas, calles desvencijadas, mercados, negocitos, puentes, basurales, cables y más cables, motos, ricshas, mercados olorosos, carpinteros que sierran, herreros que martillan, carniceros que cortan a lo bestia, jornaleros que amasan ladrillos, boteros que esperan un cliente, chicos que desbastan los rebordes de plástico de quinientos baldes amarillos. Otros venden frutas, chucherías, morfina o heroína: Kamrangirchar es, también, el centro de distribución de drogas más conocido del país.

Todo parece haber estado siempre aquí, pero tiene a lo sumo 30 años. Hace 40 esto era un rosario de islitas separadas por aguas y pantanos, un basurero gigante hasta que empezaron a llegar, del interior, personas, más personas. Era un basurero y se llenó de gente; aquí las metáforas también son de segunda selección.

Con los migrantes, Kamrangirchar se fue poblando de esas viviendas provisorias —donde las vidas pasan. Unas son chozas de paredes de lata, techo de palma, suelo de tablones desparejos, sostenidas apenas por unas cañas de bambú muy largas enterradas en el pantano tres metros más abajo. Sus habitantes viven, más allá de metáforas malas, en equilibrio tan precario: para salir de sus casillas, para cocinar, para lavarse, caminan por puentecitos hechos de tres o cuatro bambúes —y abajo el agua negra, hedionda: el olor de sus vidas.

Otras son como conventillos, solares, vecindades, inquilinatos degradados: en tierra firme, veinte o treinta cuartos precarios amontonados alrededor de un par de patios, unas hornallas y una letrina y una bomba de agua. En cada cuarto hay una cama que lo ocupa todo, sin colchón —a veces una tela sobre tablas—, las paredes de chapa con agujeros grandes como gallinas, trapos colgando, alguna cacerola, un par de ropas rotas. Es difícil tener —haber, poseer, ser propietario de— menos que esto.

Los cuartos casi nunca tienen puerta; una cortina, como mucho.

La privacidad es otro lujo en el que no pensamos.

Más tarde, ya en la calle: el modo en que Mohamed arranca su ricsha atiborrado con una madre un padre tres chiquitos: cargando todo el peso de su cuerpo en la pierna izquierda y después, con un raro paso de baile, pasando todo el peso a la derecha —dos o tres veces, hasta que el bicho rueda, y las gotas de sudor como diamantes o naftalinas viejas.

3.

Momtaz está indignada porque ayer tuvo que llevar a un hospital a su hijo de dos años que se había cortado un dedo con un cuchillo y sangraba sin parar y ella, dice, tenía miedo de que se le muriera, y le pusieron ocho puntos pero cuando se quiso ir no la dejaron porque no tenía con qué pagar el tratamiento. Eran 1.000 takas —poco más de diez dólares— y la retuvieron varias horas, dice, con una mezcla de horror y vergüenza en la cara todavía. No la dejaban salir, estaba como presa, dice, y sus hijos en la casa solos, sin nadie que los cuidara y les cocinara algo, y el arroz a punto de acabarse y esos señores que la tenían como presa. Fueron horas horribles; al fin una tía consiguió la plata y fue a buscarla. Ahora Momtaz no sabe cómo va a devolverla:

—Con esa plata nosotros comemos diez, quince días. Yo no puedo dejar de comer todo ese tiempo para pagarla.

Dice, y lo dice en un tono monocorde, como sin emoción, que es la emoción más bruta.

—No sé qué hacer, estoy desesperada.

Momtaz estaba sola: su esposo se fue al pueblo porque se sentía enfermo; le dejó quince kilos de arroz y la promesa de que volvía en unos días, pero el arroz ya se está terminando. Momtaz no se acuerda cuándo fue que se casó ni cuándo vino —con su marido— de su pueblo: Momtaz se acuerda de muy poco, sigue hablando del desastre de ayer, de la deuda, del arroz que se acaba. En su cuartito del inquilinato hay una cama tarima que lo ocupa todo, las paredes de lata con agujeros gallinas, trapos colgando, las tablas sueltas en el piso, más agujeros en el techo de palma. Momtaz no deja que sus hijos salgan: se pasan todo el día encerrados en esos seis metros oscuros, olorosos.

—No, tengo miedo de que me los secuestren.

—¿Quién los podría secuestrar?

—No sé, me dijeron que hay personas que los secuestran.

—¿Y para qué los secuestrarían?

—No sé, quién sabe.

Dice; sus hijos gritan o lloran o tosen o dan saltos. Momtaz dice que ella querría comer todos los días, darles comida a sus hijos todos los días, no tener que pensar en comer todos los días. Y dice que ya está acostumbrada, que no comer no le hace mal al cuerpo pero que a veces se pone tan nerviosa. Tan nerviosa, dice, bajito, como quien se disculpa. Momtaz tiene la cara redonda, los ojos azorados, el cuerpo chiquito de una nena.

—¿Le parece que su vida va a mejorar?

—No sé. Ya veremos más adelante.

—¿Usted qué podría hacer para mejorarla?

—No sé, ahora yo no puedo hacer nada para mejorarla. Pero cuando mis hijos sean mayores voy a poder trabajar y ganar un poco más de plata.

—¿Alguien podría ayudarla?

—No. ¿Quién va a ayudarme?

—¿Y el gobierno?

—No sé, yo no entiendo de esas cosas.

Que sus chicos la mantengan cuando crezcan, que ojalá pudieran ir a la escuela, que si consiguieran la plata para los libros podrían mandarlos a la escuela: lo de siempre. Los chicos parecen todos parejamente chicos; tienen problemas serios de desarrollo por falta de alimentación. Son de esos chicos que no tienen chances: crecerán poco, entenderán seguramente poco —y serán, con suerte, mano de obra bruta y muy barata, a menos que.

—Pero lo que quiero para ellos es que tengan una vida tranquila, que tengan un futuro.

—¿Usted tiene una vida tranquila?

—No.

—¿Por qué?

—Porque está llena de miserias, siempre hay algo…

Le pregunto por qué tiene que vivir así, de quién es la culpa; Momtaz me mira como si la pregunta fuera demasiado difícil o brutal o superflua, vaya a saber, y se calla la boca. Un hijo le manotea la cara; Momtaz le aparta la mano, casi violenta. Después habla:

—La culpa es mía.

La culpa es suya, dice, porque tuvo demasiados hijos. Que tendría que haberse controlado, que si hubiera tenido solo dos hijos todo sería distinto; que todo sería distinto, dice, compungida. Que la culpa es suya, dice, insiste.

Hay discursos que son, por decirlo de una manera fina, un gran tarro de mierda.

A veces parece como si el hambre fuera cosa de mujeres. Si yo fuera un etimólogo o etimologista o entomólogo querría saber si hay raíces comunes entre esas dos palabras tan comunes, tan cercanas: hambre y hembra. O faim y femme, o fame y femina. Y entonces quizá descubriría que es solo una cuestión de consonancia. Y me diría que, sin embargo, no.

Porque, entre otras cosas, éste es un libro hecho de mujeres como un cuerpo está hecho de agua. El 90 por ciento de un cuerpo de mamífero —personas, vacas, comadrejas— es agua, y el agua es lo que no se ve. Un cuerpo está hecho de agua como el tiempo de futuro, escribió alguien. Y parece como si el hambre fuera sobre todo cosa de mujeres: lo tienen más cerca, lo sufren cuando cocinan, lo sufren en sus hijos, lo sufren cuando los llevan al hospital y sus hombres no, lo sufren cuando sus hombres sí comen y ellas no, lo sufren, queda dicho: el 60 por ciento de los hambrientos del mundo son mujeres.

(Ahora, hoy, la primera ministra bengalí es Sheik Hassina Wazed, la hija del Sheik Mujib, fundador del país. Asia —tan llena de antiguos países nuevos— supo estar gobernada, no hace mucho, por las hijas de los padres de las patrias: Indira Gandhi en la India, Benazir Bhutto en Pakistán, Chandrika Bandaranaike en Sri Lanka, Megawati Sukarno en Indonesia y siguen firmas; algunas se murieron, algunas las mataron, otras se retiraron y Aung San Suu Kyi sigue en la cola. Alguien debe haber elaborado sesudas teorías sobre estas herederas de repúblicas.

Aquí, de vez en cuando, hay un golpe de Estado; en los últimos años, el poder se debatió entre la hija del padre de la patria y la viuda del que lo derrocó y se quedó con ella. Que mujeres los gobiernen no hace que estos países sean menos machistas: ni un poquito.)

En 1971, cuando empezó Bangladesh, el país tenía una tasa de fertilidad de 6,4, o sea: que cada mujer bengalí paría —en promedio— más de seis hijos. La explosión demográfica era impetuosa, y las autoridades nacionales y los organismos internacionales se lanzaron a frenarla. Las campañas y las propagandistas llegaron hasta los últimos rincones del país; veinte años más tarde, la tasa había bajado a poco más de la mitad, y ahora está alrededor de 2,5. Esas campañas instalaron la idea de que parir mucho era la causa principal de la pobreza.

—Eso me dijo mi madre cuando me casé: que no repitiera su error, que no tuviera tantos hijos.

Me dijo Rokeya. Hace unos años vine a Bangladesh a entrevistar mujeres para una publicación de Naciones Unidas sobre salud reproductiva. Rokeya me contó su vida: que gracias a su matrimonio pudo dejar de trabajar como sirvienta, que entonces empezó a hacer las mismas tareas pero para la familia del marido, que todo era distinto, que ya no era una esclava:

—Me sentí tan bien, tan bien.

Todo parecía funcionar pero Rokeya no se quedaba embarazada. Al principio, sus suegros suponían que era demasiado joven, pero pasaron tres, cuatro años, y su presión fue aumentando. Su marido, Quddus, le sonreía cada vez menos y Rokeya tenía miedo de que la repudiaran.

—¿Y fuiste a ver a un médico?

—No, en mi pueblito no había médico. La verdad, en esa época yo no sabía que existían los médicos.

Un día su suegra le dijo que debía estar perseguida por un espíritu malo y la mandó a ver al kabiraj: digamos «médico tradicional», digamos «brujo». El kabiraj se lo confirmó: un espíritu le comía los óvulos y había que espantarlo. Para eso le dio un tubito de lata con una cita del Corán y algunas hierbas. El remedio no tuvo efectos inmediatos; Rokeya tardó casi un año en quedarse embarazada. Fue un gran alivio, y el parto fue sencillo: en su casa, con la partera del pueblo. Era una niña, pero ni Rokeya ni su familia se quejaron.

Rokeya ya tenía su primer bebé y recordaba siempre las palabras de su madre. Así que, cuando un agente de planificación familiar la fue a ver, ella le pidio pastillas anticonceptivas. Era el momento más arduo de la campaña contra la natalidad; Rokeya las tomó durante más de dos años sin decirle nada a su marido —ni ver nunca a un médico. Un día él las encontró y le preguntó qué eran; ella primero se asustó, porque lo había engañado; después juntó valor y le explicó que no quería volver a embarazarse, así podían tener una familia pequeña y criar mejor a su hija. Él la escuchó, discutieron; al fin, él le dijo que estaba de acuerdo, pero que tuvieran uno más, un varón. Sin un varón, dirá ahora Rokeya, una familia no puede estar completa. Ella le dijo que bueno, pero que esperaran un tiempo a que Sharim creciera.

—Mi marido nunca me pega, es una buena persona. Y siempre me apoya en lo que pienso, y sabe que no podemos pagar por tantos hijos.

Una cosa es bajar la tasa de natalidad de un país repleto; otra muy distinta es convencer a sus más pobres de que la responsabilidad de su pobreza es suya —porque tienen demasiados hijos.

Malthus, en bengalí, se dice Malthus.

El segundo fue un varón, Milon. Con el tiempo, el padre de Quddus se murió, Quddus heredó una tierra que no les alcanzaba; emigraron a Daca, consiguieron trabajos: él cuidaba un establo, ella limpiaba una escuela. Rokeya estaba satisfecha, pero seguía preocupada por la posibilidad de un nuevo embarazo: tenía miedo de desequilibrar su economía. Finalmente un agente de planificación familiar le ofreció la ligadura de trompas: era, le dijo, una solución definitiva. Rokeya pensó que vivir en Daca era una suerte: en el pueblo nunca habría podido. Rokeya y Quddus se pusieron de acuerdo, pero ella siguió teniendo dudas:

—Algunos religiosos te dicen que si una mujer se hace la ligadura no la van a poder enterrar según la religión y la tierra va a rechazar su cuerpo y Dios la va a castigar. Yo tenía miedo. Lo discutí con una mujer en la clínica, que me dijo que no era cierto, así que decidí hacerlo. Ahora sé que si soy pobre no va a ser mi culpa.