4.
Hay historias que pesan: el hambre es casi una costumbre en Bangladesh. Su primera causa —su causa tradicional— era la insuficiencia de la tierra: muchos millones de campesinos no tienen ninguna, muchos millones tienen muy poquita. Solo el uno por ciento de las granjas bengalíes tiene más de tres hectáreas; el 86 por ciento tiene menos de una —que no alcanza para alimentar a una familia. Las personas llevan miles de años viviendo en lugares difíciles, pero en los últimos cien la explosión demográfica hizo que ocuparan hasta los más ingratos.
Estas tierras, además, dependen demasiado de un clima caprichoso: la inundación que traen las lluvias y los grandes ríos es básica para los cultivos, pero sus excesos repetidos son fatales. También lo son los ciclones, tornados, marejadas, la erosión de las tierras, incluso las sequías. Y el deterioro de las tierras y las napas por la presión de la revolución verde: la producción agrícola se triplicó en cuatro décadas pero el suelo parece estar exhausto. Y los lagos y ríos, cuyos pescados daban trabajo a otros diez millones, se están vaciando por exceso de uso.
Por eso los campesinos, que todavía son dos de cada tres bengalíes, huyen hacia Daca. Y la tierra cultivable disminuye —uno por ciento cada año— porque la ocupan las ciudades. Y los nuevos ciudadanos pasan a ser más dependientes todavía del precio de los alimentos; aunque Bangladesh produce más del 90 por ciento de la comida que consume, esos precios están ligados al mercado global —y suben suben suben.
Por eso —y por el crecimiento demográfico—, aunque el porcentaje de pobres baja uno por ciento por año desde hace más de veinte, la cantidad total de pobres no decrece, ni los chicos con hambre, ni los chicos que mueren.
Una de las líneas divisorias más claras entre clases sociales consiste en calcular qué parte de sus ingresos gasta en comida una familia: cuanto más pobre, más alto el porcentaje. En Inglaterra a principios del siglo xix, cuando empezaba la Revolución Industrial, la mayoría de la población gastaba el 90 por ciento de sus ingresos en comida. En 1850 ya solo usaban dos tercios. Ahora gastan entre 10 y 15 por ciento. Uno de los criterios de los organismos internacionales para definir la clase media es que gastan menos de un tercio de sus ingresos en comida.
Aquí, donde los pobres gastan más de tres cuartos de su poca plata en sus comidas, cualquier aumento es un golpe durísimo, que cambia radicalmente la situación de millones de familia: pasan de comer a no comer.
O a comer como quien se pasea por el borde.
Alguna vez pensé —¿escribí?— que una medida perra del grado de «humanización» de una persona es la cantidad de tiempo que dedica a conseguir comida. Los animales casi todo, las familias noruegas una semana al año.
Pero no conseguirlo te saca de la escala, te pone en otra liga.
Bangladesh, dice el Banco Mundial, es el país con mayor proporción de chicos desnutridos: 46 por ciento. En Bangladesh ocho millones de chicos de menos de cinco años —casi la mitad del total— tienen bajo peso porque no comen suficiente.
En los últimos veinte años la mortalidad infantil bajó mucho: de 117 chicos muertos por mil nacidos vivos en 1990 a 47 por mil en 2013. Pero, de esos 47 por mil, dos tercios —unos 31 por mil— se mueren por efecto de la malnutrición. Va de nuevo: de cada cien chicos que nacen en Bangladesh, tres se mueren por hambre. Hijos de madres malnutridas, cada año 110.000 bebés se mueren cuando nacen: uno cada cinco minutos. Cada cinco minutos, muere un recién nacido en Bangladesh.
Taslima dice que es empleada doméstica, pero al final resulta que es mentira. Taslima tiene como 30 años, dice, pero no está segura porque no sabe cuándo habrá nacido; su mamá sí tenía un día de cumpleaños, dice, pero que ella nunca quiso tener uno:
—¿Para qué, qué voy a hacer con eso?
Taslima podría ser una vieja: la piel tirante sobre cada hueso, la mirada tan triste. Taslima nació en un pueblo cerca de Birmania pero lleva en Daca mucho tiempo. En el pueblo su padre trabajaba tierras de otros, su madre lo intentaba: tenían cinco hijos y no siempre conseguían darles de comer. Los chicos sabían que era mejor no pedirles: si pedían cuando no había les pegaban.
—Pobres, tus padres debían sufrir mucho.
Digo, y Taslima me mira sin entender; solo el rencor.
Taslima nunca fue a la escuela y, de todos modos, todavía era una nena cuando su hermana mayor la trajo a Daca para que la ayudara con los trabajos de la casa. La hermana limpiaba más casas ajenas y tenían un cuarto en un inquilinato y se las arreglaban: las dos comían a menudo. Cuando Taslima cumplió catorce su hermana le buscó un marido: ya era hora. El muchacho trabajaba de changarín en la terminal de ómnibus, porque su sordera, decía, no le abría otras opciones. Se les hizo costumbre comer poco.
—Yo que creía que lo bueno de estar casada era que iba a tener comida todos los días. Al final fue al revés.
Al cabo de un par de años, Taslima ya tenía dos hijas y muy poco para alimentarlas. Trató de conseguir trabajo limpiando casas, pero cuando era chica se había roto el brazo izquierdo y había soldado mal: no tenía fuerza. La echaron de dos o tres empleos y terminó pidiendo en la calle.
—¿Y por qué dijiste que trabajás limpiando casas?
Taslima había hablado fuerte y claro; ahora se calla, baja la mirada. Al final dice que le daba vergüenza:
—Es feo tener que andar pidiendo. No sabe cómo me gustaría poder limpiar alguna casa. Aunque pedir tampoco es fácil, es un trabajo duro, usted no sabe. Hay veces que la gente te da, otras que no. Hay lugares donde se puede ir, otros que te corre la policía. Lugares donde se saca plata y otros nada. O quizás un puñadito de arroz: todo ayuda.
Durante unos meses hurgó en la basura y le iba mejor: al final del día había conseguido 50, 100 takas —más de un dólar—, y un kilo del arroz más barato cuesta 35. Pero le duró poco: llegó una familia que quiso trabajar ese lugar, a la orilla del río, donde ella trabajaba y la sacó a patadas. En estas calles destruidas o a medio construir, forradas de basura, malolientes, hay hombres y mujeres que caminan ávidos, con bolsas en la espalda, para llevarse el desperdicio antes que nadie.
—A veces una se cree que puede. Pero no, no puede.
Solemos despreciar a los animales que se alimentan de la basura: ratas, cuervos, cucarachas, moscas, otras larvas. Pero son animales.
Taslima tiene la cara flaca marcada por arrugas y un arito de oro en la narina izquierda para decir que está casada. También tiene tres hijas y dos hijos —la mayor tiene unos doce, el más chico no cumplió un año todavía— y un marido baldado.
—Mi pelea es conseguir la comida. Todo el día me la paso pensando cómo voy a hacer, de dónde voy a sacarla. Todo el día. No puedo pensar en otra cosa.
En su casa solo comen si ella lleva con qué; algunas veces lleva.
—Cuando no como me duele la panza, la cabeza, pero sobre todo me irrita mucho, no puedo encontrar ninguna paz. Pienso en toda la gente que sí tiene y me irrita demasiado. Es como si tuviera cien mil mosquitos zumbándome en la oreja.
El hambre es cien mil mosquitos en la oreja, dice, la voz baja. Y que cuando tiene hambre y consigue comida no le importa nada lo que sea:
—Cuando tengo hambre y consigo algo para comer no me importa nada lo que sea: que sea comida, aunque no tenga gusto a nada, aunque tenga gusto feo, cualquier comida, lo que sea.
A veces Taslima consigue tan poco que solo le alcanza para sus hijos. Entonces los mira comer y espera que algún día ellos la salven: que cuando empiecen a trabajar traerán plata a la casa y ella descansará. Sus hijos no fueron a la escuela y tendrán que trabajar en lo más bajo de la escala pero, aún así, dice, será mejor que ahora.
—¿Cuál es tu plato favorito?
Taslima sonríe tímida, se retoca el sari como si le hubiera preguntado algo muy íntimo. Al fin baja la voz para decir que su plato favorito es el pescado que aquí llaman hilsha.
—¿Y cuándo fue la última vez que lo comiste?
—No sé…
Dice, y realmente no sabe y se pone a pensar. Historias pasan por su cara: un rastro de sonrisa, ceño fruncido, labios apretados. Entonces dice que cree que fue antes de que naciera su hija mayor, seguramente: 13 años.
—¿Y cómo te acordás del gusto?
—Es que cuando era chica, en mi pueblo, se pescaban fácil, había muchos, o los comprabas y costaban casi nada. Así que comí tantos que nunca me olvidaría de ese gusto. De ese gusto nunca me olvidaría.
Comer es actuar la pertenencia a una cultura: cada pueblo tiene sus reglas sobre qué come y cómo lo come. El grillo que será delicia en China será anatema en mi barrio y alivio en la necesidad en este barrio. El BigMac que será comida de marginales y pobres en Nueva York será privilegio de chicos ricos en Managua o Kishinau. El cerdo que volverá y será jamón en Jabugo puede unir a musulmanes y judíos en un repudio absoluto —y así de seguido. Pero no es solo qué se come; es también, por supuesto, cómo se lo come: cada cultura llega a ver como natural la manera en que come. Nos parece lo más lógico —insisto: natural— tomar cada mañana una infusión caliente azucarada, si acaso un jugo de fruta, quizá algún pan o galleta untados con grasa animal y tal vez dulce de frutas, incluso un par de huevos de gallina cocinados en grasa. Nos parece natural cuando llega el mediodía comer uno o dos platos salados —quizás uno frío y otro caliente— compuestos de proteínas animales, hidratos de carbono y alguna fibra vegetal, acompañados con una bebida fría que puede ser alcohólica y terminados con algo dulce y otra vez una infusión caliente azucarada. Y así de seguido. Nos parece pertinente comer una carne fría tratada con conservantes y cortada muy fina en el desayuno pero no una carne fresca cortada gorda y recién cocinada, que corresponde al almuerzo o la cena. Nos parece lógico acompañar ese trozo de carne caliente —de ciertos animales, básicamente tres o cuatro— con ciertas verduras crudas o cocinadas pero no estamos dispuestos a completarlo con un buen tazón de frutillas con crema o un filete de merluza. Nos parece normal sumarle al trigo candeal convertido en fideos alguna grasa animal o vegetal y ciertas verduras y carnes y queso en trozos muy pequeños, pero nos sorprendería si alguien les agregara dulce de leche o miel. Nos pasamos toda la comida adjuntando harinas de trigo cocinadas bajo forma de pan a lo que consumimos pero nos parece impropio seguir haciéndolo cuando llegamos, al final, a los sabores dulces.
A veces se incorporan, epocales, elementos nuevos: hasta hace unos años, Occidente casi no comía pescados crudos, por ejemplo, y ahora, vía el sushi, lo hace mucho. Pero los grandes rasgos —la división desayuno almuerzo cena, por ejemplo— son bien resistentes y se imponen con la fuerza de lo que no parece impuesto. No solemos pensar que el esquema podría ser muy distinto y, de hecho, lo ha sido en tantas épocas, lo es en tantos lugares.
Comer es escribirse, estructurarse: cada pueblo escribe su relato de sí mismo cada día con las comidas que come, con la forma en que las come, el modo en que las piensa, las recuerda, las desea. Una de las características menos pensadas del hambre es que te hace comer siempre lo mismo. La variedad alimentaria es un mito moderno, un mito de países ricos. A lo largo de la historia, la mayor parte de las personas comieron más o menos lo mismo casi todos los días de sus vidas. La gastronomía —el arte de variar lo que se come— es una disciplina que, durante milenios, fue tan difundida como la joyería del nácar o la pesca con mosca.
Formas de relatarse: frente a la retórica barroquísima de las ciudades ricas, donde el comensal puede supuestamente elegir en todo momento entre una variedad que parece inagotable —desde el sándwich de mortadela hasta la espuma de foie gras pasando por la pizza la ensalada el chop suey el curry la hamburguesa la tortilla el taco la sopa el asado los arroces la tradición local—, el habitante del OtroMundo se enfrenta con un lenguaje reducido a dos o tres frases. Aquí, en Daca, por ejemplo, la gramática alimenticia se puede escribir arroz solo tantas veces, con algún trocito de verdura cuando da, un trozo de pescado en una fiesta, hambre. Es otro tipo de relato: insistente, contundente, obsesivo, brutal.
Maneras del realismo sucio.
Taslima debe dos o tres meses —no se acuerda, dice que no se acuerda— de alquiler. Su pieza tiene el suelo de maderas desparejas, las paredes de latas agujereadas, el techo de otra lata; su pieza está construida encima de un pantano pestilente —negro, lleno de mierda, lleno de basura— sostenida por esas cañas de bambú. Son varias: un archipiélago de cuartos cochambrosos en el aire, sobre el agua podrida, unidos por puentecitos de bambúes, tan poca cosa. Cuando el viento está fuerte, dice, cuando llega el monzón, todo se mueve.
—A veces me paso un rato, a la noche, escuchando crujir las cañas. No me puedo dormir, las escucho…
Son lugares que empiezan por ser frágiles, muy pronto decadentes, poco después ruinosos. Las diez piezas, los dos fogones, los puentecitos temblorosos están construidos en un terreno —en un pantano— que pertenece a un señor que se lo alquila a una señora Marfot, que llegó a Kamrangirchar hace 30, 40 años y se instaló sobre este basural, fue construyendo el laberinto. La señora Marfot y su familia ocupan tres de las diez piezas, tan pobres como las demás; la señora está vieja, se queja de que está vieja y pobre y viuda y de que siempre tuvo y tiene miedo de que el dueño la eche, que quiera vender el terreno, que quiera construir para alquilar él las piezas. La señora Marfot dice que no tendría adónde ir.
—No sabe lo que es esto de pasar tantos años pensando que en cualquier momento me podían echar. Y al final no pasó nada. Si hubiera sabido no lo pensaba. Pero una no sabe, ¿no?
—¿No sabía?
—Bueno, no entendía. Ahora entendí: este lugar está tan podrido que nadie más lo va a querer. Eso es lo que nos salva. Si fuera un poco mejor nos habrían sacado hace tiempo.
La señora es pobre; el dueño también, un poco menos. El dueño es uno de los esos que vivía en Kamrangirchar antes de que vinieran los demás; cuando vieron que llegaban tantos, los primitivos habitantes —que siempre habían sido marginales, traperos, pescadores— se lanzaron sobre la oportunidad y ocuparon espacios, construyeron taperas o ni siquiera construyeron, los alquilaron caro: pobres que vieron la ocasión de explotar a otros más pobres.
Supongamos que la solidaridad es algo que se va armando con el tiempo.
Supongamos que es más difícil en sociedades migratorias, nuevas.
Supongamos que en algún momento aparece, que por ciertas razones aparece: que hay situaciones por las cuales personas creen que les conviene más, les interesa más aliarse a otras personas parecidas que joderlas.
Supongamos que, a partir de ese punto, se construyen relatos que confirman que uno tiene que ser amable y generoso con los que viven como uno: solidario —se dice solidario— con los que viven como uno.
Supongamos que ese vivir como uno se constituye a partir de ciertos parámetros sociales y económicos —en lugar de religiosos, raciales, familiares. Ése fue el presupuesto más decisivo de la política moderna: que cada sector social tiene intereses comunes que hacen que le convenga defenderlos. Se supone que para eso servían los grandes relatos políticos, el trabajo de los partidos que los sostenían.
¿Ahora?
5.
Kamrangirchar es un espacio atiborrado: tres kilómetros cuadrados rebosantes de gente. Es también un territorio confuso, que la ciudad de Daca no quiere anexar porque sus cifras de salud educación pobreza son tan malas que le bajarían los promedios. Hace veinte años, una automotriz alemana contrató a un ingeniero de sonido para que diseñara el sonido sólido, confiable de una puerta al cerrarse —que solía ser el signo de un coche bien hecho. Ya creado el ruido, los diseñadores armaron la puerta capaz de producirlo. A veces, los parámetros sociales funcionan como aquella puerta: no son la traducción de un hecho sino un hecho en sí, un signo significándose a sí mismo, una herramienta de esa campaña permanente que son los gobiernos de los gobiernos que, más que gobernar, preservan: su poder, dentro de lo posible, y los sistemas.
«I don’t know where I’m going but I’m on my way», dicen las letras blancas sobre la camiseta verde olivo de un muchacho de bonete y barba mahometanos que pasa caminando de la mano de otro. El otro no tiene inscripción, solo bonete.
Acá las calles tampoco tienen nombre. Una calle con nombre también es parte de ese otro lujo que llamamos historia.
Distraído, sentado en un banco de piedra, miro pasar botes sobre el río Buriganga. Palanganas de plásticos multicolores, lo más craso de la modernidad, transportadas en un bote de madera por un botero con remo de bambú. Son las siete y media, ocho de la mañana; el sol todavía tímido. Las dos nenas llevan un momento mirándome, me dicen que quieren una foto, les saco una foto. Una debe tener diez años, la otra siete; una, su sari negro con lunares blancos, el pelo corto, mirada desconfiada; la otra, un vestidito amarillo un poco roto, la sonrisa brillante. Entonces una señora vieja se me acerca con una mueca rara; tiene los dientes muy rojos de betel, el sari verde no tan arruinado, uñas mugrientas. Empieza a hablar, catarata de palabras bengalíes; yo hago lo posible para que entienda que no le entiendo un pomo. En un punto me parece que intenta venderme las dos nenas. Hace gestos, aspavientos, las señala, hace que dos y uno con los dedos y algo que baja con la mano; yo entiendo que me va a dar las dos al precio de una, un precio bajo. Yo no sé si creer lo que creo, pero no encuentro otra cosa que creer. Las nenas miran para abajo.
De pronto cambia el tono. La señora me grita, da vueltas a mi alrededor, me señala con el famoso dedo acusador; se empieza a juntar gente alrededor. Ella los mira, me vuelve a señalar, las muecas de desprecio. Me parece que, para vengarse de mi desdén, me está acusando de algo horrible: quizá, de querer comprarle las dos nenas. Se junta más y más gente, se me acercan. Me parece que tengo que tratar de irme antes de averiguar qué está pasando.
Escapar con la duda, no saber nunca qué. Saber —suele pasar— se había vuelto demasiado caro.
Digamos: la calma con la que aquí los perros saben dormir rodeados de mil moscas.
La calma es provinciana. O chicha, o pertinaz. Cuarenta grados, sol; ni un amago de viento mueve las hojas de los árboles —flacos, los árboles son flacos. Por la calle poceada pasan ricshas, alguna moto, un carro con ladrillos tirado por personas, personas cargando pirámides de baldes de plástico o cazos de aluminio sobre sus cabezas, personas caminando, chicos. Muchos chicos. Chicos corren, saltan, gritan: revoloteo de chicos es parte de la calma. De un lado de la calle hay chozas, alguna casa, galpones que son fábricas precarias de esos baldes, esos cazos, globos de colores: en las fábricas trabajan otros chicos.
—¡Vamos, no se duerman! Vamos, Abdel, trabaje.
Abdel y sus compañeros trabajan doce horas por día sacando cestas de plástico de una máquina que no parece demasiado vieja, en un galpón de piso de tierra con otras tres máquinas, otros diez chicos y un patrón joven que cuenta un rosario de plata y huele a recién desodorado, gel en el pelo, la sonrisa dudosa. Abdel dice que tiene suerte de haber conseguido este trabajo, que no le pagan mucho pero que ya era hora de que él también empezara a llevar comida a su casa, que su papá no da abasto. Y que se cansa pero todavía le queda tiempo para jugar con sus amigos cuando sale, que juega bastante bien al cricket, que ojalá alguna vez pudiera jugar en la televisión —no dice en un gran equipo, dice en la televisión— y que sí, que es cierto que preferiría hacer el otro trabajo, el de cortar rebarbas en lugar de estar sacando las cestas de la máquina pero que acaba de empezar, que solo lleva unos meses, que ojalá más adelante. El otro trabajo es el de Mohammed: sentado en la puerta del galpón con una pila de las cestas que sacan de la máquina, con una navajita en una mano, Mohammed les saca esa rebarba de plástico que les queda.
—Es mejor, sí, es bastante mejor.
—¿Por qué, les pagan más?
—No, ¿no ves dónde está sentado? Puede ver pasar gente, la calle, el sol.
De los 35 millones de chicos bengalíes entre cinco y catorce años, casi cinco millones trabajan. Aquí en Kamrangirchar la mitad de los chicos trabajan. Sus familias no tienen dinero para darse el lujo de que ellos no lo ganen; menos, para mandarlos a la escuela. Aquí en Kamrangirchar va a la escuela uno de cada diez.
—De todos modos, lo que tienen que aprender lo van a aprender mejor en el taller que en la escuela.
Me dice, cuando le pregunto, el patrón dudoso. Pocas cosas indignan más a la buena conciencia occidental que chicos trabajando. Me gustaría entender por qué. Dicho de otra manera: averiguar cuándo, dónde, cómo empezó la idea de que los chicos tienen derechos que sus padres no tienen. Cómo fue que les adjudicamos a los chicos el derecho al ocio productivo, a la educación, a la asistencia social, a la pereza que sus padres no tienen. El derecho, incluso, a la potencia: los chicos entendidos como una persona que todavía no es lo que va a ser y que guarda, por lo tanto, mientras tanto, la posibilidad de ser algo distinto. Los chicos y su derecho ilusorio a ser distintos mientras sus padres ya viven sus condenas —y ellos también pero esa parte nos repugna. A mí me parece horrible que los chicos trabajen como burros y que los grandes trabajen como burros, y me alegro que una de esas reprobaciones sea un lugar común, pero no entiendo por qué solo una. ¿Solo por la ilusión de la inocencia original de los infantes? ¿Por la ilusión de la indefensión particular de los infantes, que nos obligaría a defenderlos? ¿Por la ilusión de su debilidad?
¿Por qué razón —qué mezcla de razones— aceptamos que ser chico es una postergación de la condena?
Chicos y grandes, atareados: las pequeñas fábricas de fuentes de plástico donde las rebarbas de colores se van juntando en el suelo como una montañita de mierda moderna; las taperas donde seis mujeres vestidas con las telas más clásicas clasifican tapitas de gaseosas según los colores; los patios donde tres o cuatro chicos separan trapos de los montones de basura, serios, concentrados, convencidos de que no deben cometer errores; la calle junto al río donde docenas y docenas de conductores de ricshas esperan sus clientes mientras unos metros más abajo, en la ribera, docenas y docenas de boteros, más viejos, más afortunados, esperan los suyos en la popa de sus botes de madera; los kioskos kioskitos puestos y puestitos donde señoras y señores venden —tratan de vender— golosinas bebidas pescados buñuelos fritos picantísimos frutas cortadas para el deleite de las moscas; los baldíos donde dos chicos de ocho llevan y traen unos raros bambúes erizados de puntas que tienen, cada una, una especie de forro de colores vivos: globos recién fabricados que se secan al sol; y los albañiles que levantan casas ladrillo por ladrillo con armazones de miles de bambúes, los porteadores que cargan sobre sus cabezas bolsas de cincuenta kilos de arroz o una docena de calderos de latón o un tronco o una montaña de ladrillos, los fabricantes de calderos, las mujeres que lavan en el río de aguas negras, los hombres y mujeres que se lavan en el río de aguas negras, los chicos que no trabajan todavía, los peluqueros encerrados en sus cuevitas de lata con paredes puro espejo barato, los amasadores y freidores de naan con sus calderos de aceite siempre hirviendo y el olor, el olor sobre todo: el olor brutal de mugre antigua que los porteños conocemos como Riachuelo —pero mucho más bestia, siempre ahí, siempre untándote la vida para que no te olvides.
Un río negro como la pez, el Buriganga. Nos soprendemos de que puedan vivir peces en él. Personas no: la ecología no se les aplica. Personas lavan, se lavan, se bañan en el Buriganga. El Buriganga corre lento y sobre el Buriganga corren botes de madera con proas levantadas orgullosas, de negro como el río, y corren barcazas y lanchas arruinadas y pedazos de plástico y mierda en abundancia. El Buriganga es negro como ningún otro río que haya conocido; el Buriganga huele a mierda.
—¿Si comés arroz solo te alimentás?
—No. Bueno, usted dice que no.
El Buriganga, enfrente; de este lado, ante uno de los pocos edificios de tres pisos de la isla, cien mujeres chiquitas hacen cola con chicos en los brazos.
—¿Y tu hijo se alimenta?
—No, no. Pero ¿qué quiere que haga, si no tengo otra cosa?
Las mujeres tienen saris de colores, cuerpitos flacos, caras de paciencia; los chicos tienen una verruga pintada negra gorda a la izquierda de la frente para protegerlos de los malos espíritus que, si los ven lindos, querrían atacarlos. Los espíritus, se sabe, son vanos y son fatuos, fashionistas. Así, afeados por la mancha, los chicos esquivarán los peligros de la belleza, innúmeros. Los chicos camuflados de feos lloran despacito, sus madres los consuelan; son las ocho de la mañana: en la puerta del edificio de tres pisos frente al Buriganga, mujeres esperan para que los profesionales de Médicos Sin Fronteras las atiendan.
—Tenés que darle leche, toda la leche que puedas.
—¿Está segura, doctora?
—Sí, claro.
—¿Pero segura? ¿Cómo puede ser que solamente con la leche que me sale el bebé ya tenga lo que necesita?
Que el hambre formaba parte de sus vidas. Que alguna vez por día no comían, que algunas veces no comían nada en todo el día, que alguna se pasaban dos. Ya lo sabían; saber que es una enfermedad es una pena adicional, mientras no puedan remediarla.
—Ahora cada vez que no como pienso qué me estará haciendo por adentro.
Dice Shahalla. Pero, todavía más que el hambre, es costumbre la malnutrición: cómo decirles que esos alimentos repetidos, pobres —el arroz, la salsita si acaso de lentejas, muy cada tanto algún resto de carne o medio huevo— que ellos y sus padres y sus hijos han comido siempre no alcanzan para nada, no sirven para hacer hombres y mujeres fuertes, capaces de vivir vidas en serio.
—Si por lo menos tuviera algún trabajo.
—¿En una fábrica?
—Sí, claro, donde sea.
—¿Y por qué no lo tiene?
—Porque no puedo, no tengo con quién dejar a mis hijos, no puedo, por ahora no puedo. Ojalá pueda pronto.
El truco en todo su esplendor: esperar —para salvarte— que te exploten.
Shahalla dice que está atrapada: que no puede salir a trabajar porque no tiene con quién dejar a sus hijos porque en Daca no tiene familia porque se vinieron del pueblo después de aquella inundación para ver si en Daca les iba mejor pero no pasó nada y que entonces a veces tienen para comer y a veces no, y esos días en que sus hijos la miran con hambre calladitos. Shahalla tiene más o menos 23 años, una nena de siete, un nene de uno, y el nene no camina, no crece, no hace dientes, no hace nada de lo que un nene de un año debería. Y últimamente ya no come.
—Siempre comió el arroz que le daba, pero ahora no quiere.
Para muchos, aquí, comida y arroz es la misma palabra. Shahalla tiene rasgos tirantes, los huesos muy marcados, y se siente atrapada, dice: que cayó en una trampa.
—Y yo que hice tantos sacrificios para darle su arroz. Si ahora resulta que no sirve…
A Shahalla sus hijos le importan más que nada, y ahora está preocupada: ella sabía que si no comían la pasaban mal pero creía que si al final comían no pasaba más nada, y una médica sin fronteras le acaba de decir que no es así, que si sus hijos siguen comiendo mal van a tener muchos problemas cuando crezcan porque van a crecer menos y a aprender menos, dice, y que eso le dolió porque ella tendría que haber hecho otra cosa, dice, ser capaz de darles lo que necesitan, dice, una lágrima sola.
Y hubo muchas: mujeres que se ofendían o se aterraban o se deprimían cuando la enfermera les decía que no estaban alimentando bien a sus chicos, que sus hijos estaban malnutridos, que eso era una enfermedad, que tendría que darles un alimento que es algo así como un remedio. Que se ofendían o aterraban o deprimían porque les estaban diciendo que no sabían de ser madres.
—Yo siempre les digo a las enfermeras que tengan mucho cuidado en cómo se lo dicen.
Me dirá, una mañana, Astrid, la noruega coordinadora de enfermeras.
—Sobre todo, que no parezca que les estamos reprochando nada. Pobres mujeres, encima de todo que no parezca que les decimos que ellas tienen la culpa.
Entonces se podría establecer otro criterio para diferenciar el hambre más bruto y la malnutrición: que el hambre bruto tiene conciencia de sí, la malnutrición no. Y, en tal caso, grupos como MSF serían, en la caricatura, vanguardias esclarecidas que tienen que empezar por convencer a los malnutridos de que lo son, así pueden empezar a tratar de curarse. Es, de algún modo, el mismo problema de cualquier grupo político de izquierda: necesita convencer a los explotados y oprimidos de que lo son como condición previa para cualquier intento de cambiarlo. Como quien dice: bajar línea.
6.
Pienso que debería pensar en otras cosas. Pienso que no sé qué y que, además, ahora no podría. Después, que todo esto —la miseria, la incertidumbre, las insistencia del hambre siempre ahí— sirve para que Fatema trabaje sus doce horas por día: para que quiera trabajar sus doce horas por día.
Fatema hizo una apuesta a todo o nada. Fatema tiene 21 años, un hijo de tres, una hija de siete y un marido que acaba de dejarla. Fatema tiene, también, la cara ancha y gordota, la inteligencia viva y una buena sonrisa: triste pero cálida. Sus padres la trajeron a Daca cuando tenía cinco años, corridos por una inundación que los dejó sin casa. La casaron cuando tenía 13; no quería, pero tampoco le resultó tan raro: había empezado a trabajar a los siete, doce horas por día en una fábrica textil, y casarse no debía ser, después de todo, muy distinto. Otra cosa habría sido poder ir a la escuela: cuando era chica, Fatema miraba a las nenas que sí iban y le parecían princesas encantadas, dice: princesas encantadas.
—Las miraba y me daban tanta envidia. Eran como princesas encantadas.
Lo que no esperaba era que su marido fuera tan vago: a veces trabajaba con un ricsha, o vendía algo por la calle, o se quedaba en casa una semana entera sin traer ni un taka. Y la trataba mal y le pegaba si la plata que ella sí traía no le parecía suficiente.
—¿Y lo echaste o se fue?
—Se fue.
—¿Querrías que volviera?
Fatema vacila. Piensa mucho para decir que al fin y al cabo no le cambia nada que esté o no esté: que igual ella tiene que ganar la plata para dar de comer a sus dos hijos. Su hija tiene fiebre: duerme sobre su falda, las dos en el suelo de tablas de su cuarto.
—¿Pero no te molesta vivir así, quedarte sola?
—No, prefiero. Casi siempre prefiero. Un hombre tiene que ocuparse de su familia; si no, no es un hombre.
Dice, y se calla, los ojos entornados; después vuelve a la carga: un hombre que no se ocupa es un inútil, un parásito. Le pregunto si tiene buenos recuerdos de su vida con él y dice que sí, que al principio, pero muy pronto no. Y que no quiere buscar otro hombre: para qué. Que tiene que ocuparse de sus hijos.
Son paradojas raras: que una mujer como Fatema trabaje como un perro —la hiperexplotación de estas mujeres— le permite no depender de un hombre, no tener que soportar sus agresiones.
Hace cuatro días un obrero textil, Aminul Islam, apareció muerto, torturado, al costado de una ruta en las afueras de Daca. Islam tenía 40 años, dos hijos, una hija, y había sido uno de los líderes de las manifestaciones de 2010 que consiguieron llevar el salario mínimo del sector de 1.600 a 3.000 takas por mes. 3.000 takas son 35 dólares.
—Sí, me acuerdo de los líos, y del aumento. Pero no había escuchado nada de esa muerte.
Dice Fatema. Islam había intentado organizar a sus compañeros de trabajo de Shasha Denim, una de tantas fábricas que hacen ropas que después se llamarán Nike, Tommy Hilfilger y otros nombres muy cool. Pero uno de los requisitos para que las condiciones de trabajo sigan siendo lo que son es que sus víctimas no puedan rebelarse: el hambre de los sueldos ínfimos se defiende con las armas parapoliciales. Los distintos gobiernos bengalíes coinciden en reprimir sin pudor cualquier oposición obrera —y la famosa «comunidad internacional» mira para otro lado. Que existan países como Bangladesh, que existan millones de obreros que trabajan por 40 dólares al mes es condición necesaria para el orden mundial: no solo porque producen las mercancías baratas que miles de millones consumen; también porque ordenan el mapa de la industria —que pasa de los países más prósperos, donde nadie trabajaría por esas cantidades, a estos donde sí. «Necesitamos llevar cierto tipo de producción a los países donde vamos a tener más rentabilidad, así podemos mantener un nivel de ganancias que nos permita invertir en investigación e innovación», decía un gran empresario americano en el New York Times. Otra función del progreso técnico: justificar el capitalismo más violento. Si no fabricáramos esto con trabajadores superexplotados no ganaríamos lo suficiente como para seguir «innovando», dicen, y ponen cara seria, capitanes del mañana hecho mercado.
—Qué vergüenza, ¿no? Él nos defendió, dio su vida por defendernos y yo ni siquiera sé quién era.
Aminul Islam era un hombre bajito, barbado, musulmán muy devoto; hace tres años, poco después de aquellas huelgas, fue secuestrado por un grupo de sicarios del servicio de inteligencia bengalí. Le pegaron, lo torturaron, quisieron obligarlo a firmar documentos que denunciaban a sus compañeros; al fin, Islam consiguió huir; durante unos meses se mantuvo apartado, pero no pudo con su genio.
Hace un mes los obreros de su fábrica volvieron a salir a la calle. El conflicto empezó cuando pidieron la tarde libre para ver un partido del campeonato asiático de cricket que, estos días, es la obsesión de la ciudad. Los patrones se la negaron y el conflicto escaló: horas más tarde, miles de obreros se pusieron en huelga: protestaban por sus salarios, sus condiciones laborales, el acoso sexual a las mujeres. Un grupo de parapoliciales secuestró a Islam; lo soltó al otro día pero, menos de dos semanas después, volvieron a llevárselo.
—No, qué vergüenza. Pobre hombre.
Insiste Fatema, la voz en un murmullo, la cara oscurecida. En los últimos veinte años, Bangladesh se convirtió en el segundo exportador mundial de ropa, después de China. Ahora la ropa representa tres cuartos de sus exportaciones: 20.000 millones de dólares en ropa cada año. De los cuatro millones de obreros del sector el 90 por ciento son mujeres. Fatema trabaja todavía en la misma fábrica textil: le pagan esos 3.000 takas por mes por operar una máquina doce, trece, catorce horas por día, seis días por semana. Pero su trabajo cuenta poco: en cada jean que se vende a 60 dólares en Nueva York, el costo de la mano de obra bengalí —lo que le queda a Fatema— está entre los 25 y los 30 centavos. Y nosotros, occidentales progresistas democráticos tan preocupados por los derechos humanos, usamos esa ropa.
Fatema se pasa la mitad —la mitad— de su vida en su trabajo. Le pregunto qué piensa cuando está sentada frente a su máquina, en esas horas largas, y me dice que piensa en sus hijos, en la plata que necesita, en cómo va a hacer para criarlos como debe criarlos.
—Pienso en esas cosas, en los problemas, en todo lo que tengo por delante.
—¿Y algún pensamiento que te guste?
—Bueno, a veces me acuerdo de los momentos felices que tuvimos con mi marido.
Dice, tímida, casi culpable, y que lo mejor de la fábrica es que a veces puede charlar con sus amigas, contarles sus problemas, escuchar los suyos, y que ahí sí se siente acompañada. Pero que no se queda mucho rato porque tiene que volver pronto a su casa a cocinar para sus hijos. Su cuarto está muy limpio, muy ordenado; esterillas sobre el suelo de tablas; dos estantes en un rincón con ollas una toalla un termo.
—¿Qué música te gusta escuchar?
Y ella otra vez como quien se disculpa:
—Bueno, lo que pasa es que no puedo escuchar música porque no tengo con qué, una radio, esas cosas.
Karl Marx pensaba en una sociedad de iguales donde los trabajos necesarios para subsistir, al no tener que producir plusvalía para unos pocos, serían mucho más livianos para todos y donde, por lo tanto, los hombres y mujeres tendrían mucho más tiempo para dedicarse a lo que les interesara. Acá, la idea de ocio —o, mejor, de actividad no directamente productiva de necesidades básicas— casi no existe.
Fatema paga 2.000 takas por mes por esta pieza de diez metros cuadrados; le quedan 1.000 para todo lo demás: ropa, transportes, la comida. Tres personas que tienen que vivir vestirse alimentarse con 13 dólares al mes: arroz, con suerte, dos veces al día. Se suele pensar el hambre como un problema de los que no tienen trabajo, los marginales, los perdidos; no de quienes se pasan media vida frente a una máquina produciendo mercancías apreciadas.
—Cuando no hay comida suficiente yo no como pero mis hijos sí. Ellos son toda mi esperanza.
Dice Fatema, y le pregunto por su plato favorito.
—Como pobre que soy no puedo pensar en nada especial, yo lo que quiero es un plato de arroz y el caldo de lentejas. Eso es lo que puedo comer, y lo que quiero.
—Pero si pudieras comer cualquier cosa…
—A mí me gustan las masitas, los dulces de las panaderías.
—¿Y cuándo los comés?
Aquí una de esas masitas cuesta cuatro o cinco takas: cinco centavos de dólar.
—Uy, hace mucho que no me compro una…
Estos días como en fondas bengalíes comidas donde siempre hay arroz, siempre el dal de lentejas, a veces medio trozo de pollo, y a veces termino la cena sin llorar por el ataque del picante. Pero como, cuando pido de todo, por dos dólares. Las dos fondas donde suelo ir están muy limpias, siempre repletas de empleados. La pobreza es —para los menos pobres— comprar personas muy baratas; comprar muchas.
Son sociedades de la servidumbre. Si una mujer que te limpie la casa puede costarte 500 takas por mes para qué limpiar, y si un señor que te maneje el coche puede costarte 5.000 para qué manejar, y si un muchacho que te carge las compras va a saltar feliz con 50, para qué cargar nada. Para eso sirven, en la vida cotidiana, estos abismos.
Karl Marx, hace ya tanto, definió a un sector de la sociedad como los proletarios: los que no tienen más posesión que su prole: Fatena mira a su hija con fiebre, la acaricia.
—Lo peor es que ahora me da miedo ir a trabajar.
Dice Fatema. Le pregunto de qué y me mira extrañada: del fuego, me dice, como quien dice una obviedad. Su taller, atestado, mal ventilado, lleno de telas y productos químicos, está en el quinto piso de un edificio de ocho donde cada piso es una pequeña fábrica con un centenar de obreras amontonadas en sus máquinas, sin ventilación, con escaleras angostas y oscuras; la construcción suele ser muy berreta y además, como la luz se corta todo el tiempo, las terrazas están llenas de generadores que agregan peso que esas estructuras soportan apenas —o no soportan. Los incendios, los derrumbes son frecuentes. En los cinco últimos años, más de mil obreros murieron calcinados.
—Pero tampoco puedo faltar. Cada día que no voy me descuentan dos. Y si llego tarde tengo que trabajar pero no me pagan la jornada.
A veces me parece que no queremos contestarnos las preguntas fáciles: ¿Por qué son tan pobres y pasan tanto hambre en Bengala, alumno Mopi? Porque les pagan muy poco por su trabajo, señorita, los explotan. ¿Y por qué aceptan trabajar por tan poca plata, alumno Mopi? Porque no tienen otra opción, es eso o el hambre puro y duro, señorita. ¿Y quién se beneficia de esa explotación, alumno Mopi? Muchos, señorita, muchos. Sí, ya sé que muchos pero dígame alguno, alumno. Bueno, yo, por ejemplo, que me compro esta ropa que ellos hacen.
El hombre más rico de España, Amancio Ortega, aumentó en 2012 su fortuna en casi 20.000 millones de dólares porque su principal empresa, Inditex —Zara— «está optimizando los costes del grupo con una política de compras centrada en economías emergentes». O sea: que fabrica cada vez más en India, China y Bangladesh. Solo aquí usa el trabajo de un cuarto de millón de personas.
Cargamos contra el cuerpo trozos de piel ajena: unos trozos muy raros, quemados, sucios, pegoteados.
Hablamos del futuro —sin pronunciar esa palabra rara. Le pregunto cómo se ve dentro de veinte años.
—Y también tengo miedo porque ahora puedo trabajar, pero dentro de veinte años voy a estar más vieja y quién sabe si voy a poder trabajar todavía, si mi patrón va a querer que me quede en su fábrica. Todo depende de cómo críe a mis hijos. Si consigo criarlos como se debe van a tener trabajo y van a poder encargarse de mí dentro de veinte o treinta años, cuando ya esté vieja. Pero si no lo consigo no voy a tener nada de nada.
La apuesta: todo o casi nada —aunque todo sea poco. Le pregunto de quién es la culpa de que ella tenga que vivir así y me dice que no sabe, que le da lo mismo. Se oye una charla en el cuarto de un lado, los gritos de un bebé del otro. La única luz entra por el agujero de la puerta —y alguno en la pared. El aire, por ninguna parte.
—Si consiguiera algo echando culpas las echaría, pero da lo mismo. Creo que es mi destino, lo que Dios decidió para mí. Me puso acá sin nada de nada para que tenga que valerme sola. Él sabrá por qué.
—¿Y por qué no hizo el mundo para que cada uno tuviera todo lo que necesita?
—Yo no tengo el conocimiento ni el saber para explicar por qué es así. Me gustaría poder decir lo que siento por toda esta injusticia. Pero no sé, nunca fui a la escuela.
—¿Pero te parece culpa de Dios, del gobierno, de las personas?
—Con Dios no tengo ninguna queja, Él hace lo que tiene que hacer, lo que quiere. Pero sí tengo que decir que el gobierno solo le sirve a la gente rica; para nosotros nunca hace nada, nunca nos cuida, nunca nada.
«Siempre habrá pobres en la Tierra»,
dice el Deuteronomio, 15.11.
Las ciudades son, también, la forma más eficiente de explotar esa mano de obra bien barata. Así empezó la famosa Revolución Industrial: atrayendo a las ciudades inglesas a campesinos pobres que veían que, ya migrados, tendrían un trabajo abominable —pero un trabajo al fin, comida.
Detesto la costumbre —la pereza— de pensar que el OtroMundo hace lo mismo que el Primero solo que mucho después, pero a veces —y solo a veces— parece verdad: ahora, dos siglos más tarde, muchas ciudades pobres siguen el mismo mecanismo. En Asia, en África, en América Latina crecen ciudades que permiten explotar mejor esa mano de obra casi regalada. Con un nivel de miseria que obliga a esa mano de obra —esos millones de personas— a venderse tan fácil. Y ésos son los afortunados que hacen que miles vengan detrás y ni siquiera lo consigan.
¿Qué hacemos, nos desnudamos para no llevar sobre la piel la piel de estas mujeres hecha tiras? ¿Espléndido love-in, todos en bolas en aras de la justicia universal? ¿Nos condolemos veintidós segundos y tres quintos? ¿Nos decimos que gracias a nosotros tienen trabajo, comen? ¿Nos callamos, olímpica, culposa, aburridamente nos callamos?
Alguien dice que a los pobres de Kamrangirchar no les interesa tanto lo que pasa con el país, la política, esas cosas. Están demasiado ocupados buscando qué comer: ése, me dicen, es el auténtico karma de los pobres.
La auténtica condena de los pobres.
En el lobby del hotel más caro de Daca, un periodista amigo me presenta a N., intermediario. Son los que aprovechan el negocio: los que consiguen las comandas de las marcas occidentales y las derivan a los fabricantes locales. N. tiene treintaytantos, la sonrisa radiante, su camisa impecable, su reloj como un tazón de sopa. N. sorbe un capuccino y me dice que las grandes galerías, supermercados y marcas se rasgan las vestiduras —dice «se rasgan las vestiduras»— en público, pero no renuncian a sus márgenes de ganancia: que cobran por lo menos seis veces el precio que pagan. Y tratan de aumentarlo todo lo que pueden, pagando lo menos posible —y que ellos se las arreglen como puedan, dice N. y se distrae: en las pantallas planas del lobby del hotel más caro están pasando un partido del campeonato asiático de cricket, Bangladesh contra India.
—El cricket es mi verdadera pasión. Ahí sí que se necesita tener huevos. El cricket es la auténtica pelea por la vida.
En el lobby del hotel más caro, uno de esos monstruos de vidrio opaco con decorado de aeropuerto mármol rosa, una empleada regordeta se pasea con una raqueta iluminada. La empleada tiene modales de pantera: acecha, ataca. Cuando lanza un smash, un revés, la raqueta crepita de ruido y lucecitas: otra mosca muerta. Quizá trabaja de limpiar el aire que los clientes respiran; quizá, de poner en escena la lucha por la supervivencia: para que nadie se descuide y la olvide, la olvide y se descuide. Y su sonrisa afilada, satisfecha: quién pudiera encontrar alguna vez en un par de palabras el regodeo que esta señora encuentra en moscas muertas.
(Y ahora, mientras armo estas páginas, otro derrumbe en Daca: más de 1.100 víctimas. Dicen que el día anterior habían aparecido grietas que los hicieron evacuar el edificio de ocho pisos donde trabajaban 3.000 obreras, pero que ese 24 de abril los patrones dijeron que la que no entrara a trabajar perdía el sueldo del mes. Dicen que entraron todas y dos horas más tarde el edificio se derrumbó en segundos. Dicen que el dueño es un cacique del partido gobernante. Dicen que en Bangladesh uno de cada cinco diputados nacionales es empresario textil y que los que no lo son invierten en la industria o cobran sus sobornos: que nadie tiene el menor interés en cambiar nada. La política como instrumento de un sector económico no suele mostrarse tan visible.)
Es duro pensar que Fatema o Abdel son privilegiados: que tienen un empleo, un patrón que los explota a fondo. Taslima —o Momtaz o Mohamed— no lo tienen: no tienen a quién reclamar nada, no tienen compañeros con los que unirse para conseguir mejores condiciones, no tienen la —relativa— seguridad de que también mañana, no tienen red: trabajan como pueden —como su medio les impone— y si no pueden trabajar se joden sin remedio.
Que es decir: comen todavía menos —y querrían tener el privilegio de Abdel o de Fatema.
Que es decir: en ciertos tiempos y lugares —aquí, en Daca, ahora, en tantos más— el hambre sirve para eso.