1.
Todavía son 1.400 millones de pobres, entendidos como personas que gastan menos de 1,25 dólares cada día. Mil cuatrocientos millones de pobres, entendidos como personas que no tienen ninguna de esas cosas que nos parecen tan comunes, casi naturales: casa comida ropa luz agua perspectivas esperanzas un futuro —un presente.
Mil cuatrocientos millones de pobres, entendidos como personas que, en general, comen menos que lo que deberían. Mil cuatrocientos millones de pobres, entendidos como personas que no son necesarias: desechables, hombres y mujeres que el sistema globalizado no precisa, que debe tolerar porque los genocidios rápidos quedan mal en la tele y, además, pueden dar pesadillas a los débiles.
Y frente a ellos la frase más clásica del liberalismo triunfante en su mejor medio, The Economist: «Pese a dos siglos de crecimiento económico, más de mil millones de personas siguen en la pobreza extrema».
Donde todo el peso está en el pese: para insistir en que la economía de esos dos siglos no es la causa de esa pobreza extrema.
«Ésta es la pobreza absoluta: una condición de vida tan limitada que impide la realización del potencial de los genes con los que uno nació; una condición de vida tan degradante que insulta la dignidad humana —y aún así una condición de vida tan común que constituye la suerte del 40 por ciento de los pueblos de los países en desarrollo. ¿Y no somos nosotros los que toleramos esta pobreza, aunque está en nuestro poder reducir el número de los afectados por ella, negándonos a cumplir con las obligaciones fundamentales aceptadas por los hombres civilizados desde el principio de los tiempos?»
Quien lo dijo no tenía la menor posibilidad de ser tomado por un izquierdista. Robert McNamara, entonces, era el presidente del Banco Mundial. Antes había dirigido la Ford Motors y, como ministro de Defensa de Lyndon B. Johnson, la escalada militar americana en Vietnam. Fue en Nairobi, Kenia, hace 40 años.
El doctor Pedro Grullo ataca de nuevo: éste es el mundo americano. Los Estados Unidos de América llevan cien años como la potencia política, económica, cultural y militar decisiva del mundo, con un grado de hegemonía que no se había visto nunca antes.
Hasta hace un cuarto de siglo tuvo cierta oposición en el bloque soviético; desde entonces ya no. En el año 2000 el gasto militar americano fue igual al de todos los demás países sumados; con la vigésima parte de la población mundial acumulaban un quinto de sus riquezas; siete de cada diez páginas de internet estaban escritas en su lengua; sus científicos concentraban la mitad de los premios Nobel de física, química y medicina; y su poder político era tan indiscutido que se hablaba de un «mundo unipolar».
Por lo cual, sin posibilidad de exagerar: éste es el mundo que el capitalismo y la democracia americanos produjeron. La pobreza y el hambre de esos millones es el resultado de este mundo —no un error de este mundo.
Que —cuando no pensamos— pensemos lo contrario es uno de sus grandes logros.
Y toda su estrategia consiste en tratarlo como un error pasajero y corregible.
«Si usted quiere saber lo que los hombres y mujeres realmente creen no mire lo que dicen, mire lo que hacen», dice Terry Eagleton que decía Karl Marx.
La ayuda humanitaria es, antes que nada, la puesta en acto de una idea convencional: no es tan bueno que haya gente que se muera de hambre. No debería suceder, este sistema no debería permitirlo —dicen «permitirlo»—; si sucede es porque hay rincones adonde no llega, situaciones que se le escapan. La ayuda humanitaria es un gesto de miopía y optimismo.
—Ay, pero cómo puede ser que en pleno siglo xxi todavía haya gente que pase hambre.
—Sí, con lo mal que les hace, pobrecitos.
—Y a nosotros.
—¿A nosotros? Ah, sí, a nosotros también.
La ayuda humanitaria es, en el mejor de los casos, la acción de dedicarse, con la mejor de las intenciones, a corregir ciertos errores y excesos del sistema: a apuntalarlo. Aunque también —como todo— acepta descripciones diferentes.
«La existencia del hambre en un mundo caracterizado por la abundancia no sólo es una vergüenza moral; es también una torpeza desde el punto de vista económico. Las personas hambrientas no son trabajadores productivos, tienen dificultades para aprender —si es que van a la escuela—, son propensos a la enfermedad y mueren jóvenes. El hambre se transmite también de una generación a otra, ya que las madres mal alimentadas tienen hijos con peso insuficiente, con mermada capacidad para la actividad mental y física. La productividad de los individuos y el crecimiento de las naciones se ven gravemente comprometidos por esta lacra. El hambre genera desesperación, y las personas hambrientas son presa fácil de quienes tratan de conseguir poder e influencia mediante el delito, la fuerza o el terror, lo que pone en peligro la estabilidad nacional y mundial. Por ello, la lucha contra el hambre responde a los intereses de todos, tanto ricos como pobres».
Dice la FAO en su Programa de Lucha contra el Hambre, lanzado en 2003 y recuperado periódicamente —porque nadie termina de hacerle mucho caso.
Siempre hubo instituciones que ayudaron a gentes. De hecho, una de las actividades principales de muchas iglesias consiste precisamente en eso: la caridad, la forma unidireccional de los socorros mutuos. De su ejercicio por la Iglesia de Roma sale el concepto de «beneficencia» —bene facere, hacer el bien— que fue durante siglos la manera más difundida de la ayuda humanitaria en nuestros países: señoras —solían ser señoras— de los grandes y poderosos se preocupaban por la suerte de los pequeños e impotentes que sus esposos explotaban, y les llevaban sus limosnas. Les daban, digamos, graciosamente aquello que los salarios que sus maridos les pagaban no les permitían conseguir por sí mismos. El don contra el derecho.
Y, de tanto en tanto, Estados ayudaron a ciudadanos de otros Estados en situaciones de catástrofe. Pero la historia de la ayuda humanitaria moderna empezó con el fin de la Segunda Guerra. El Plan Marshall, desplegado por Estados Unidos entre 1947 y 1951, significó el envío de enormes cantidades de comida —entre otras cosas— a los países europeos arrasados pero no soviéticos. El Plan Marshall fue clave para facilitar la recuperación económica de Europa —y para configurarla según el interés americano.
Todos los manuales dicen, de un modo u otro, que la «ayuda humanitaria es una acción tendiente a salvar vidas, aliviar el sufrimiento y proteger la dignidad humana en casos de emergencia», y que se la reconoce porque debe ser regida por «los principios de humanidad, neutralidad, imparcialidad e independencia».
Es lo que dicen los manuales.
En julio de 1954 el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Public Law 480 —Food for Peace Law—, que autorizaba la venta de alimentos a los países «en vías de desarrollo»a precios casi simbólicos.
Corrían, como siempre, tiempos raros. La Guerra Fría batía el parche y muchos países del Tercer Mundo se tentaban con la opción de sumarse al Segundo. Los americanos no escatimaban medios para impedirlo. La guerra caliente era uno —su ejército acababa de pelear en Corea—; el mantenimiento de bases militares en todos los lugares posibles era otro —desde Alemania a Japón pasando por Sudáfrica, Turquía, Panamá—; la instalación de dictaduras amigas era habitual —Jacobo Arbenz, presidente de Guatemala, había sido derrocado por sus muchachos unas semanas antes—; y el envío de ayuda alimentaria pareció una excelente idea para seguir la lucha contra el demonio rojo.
Además, los cereales sobraban: en Estados Unidos, la tecnificación del campo había mejorado mucho los rendimientos y la mecanización de los transportes había reducido al mínimo la demanda de alimento para bestias de carga; los países beneficiarios del Plan Marshall ya estaban recuperados y cultivaban sus propios. Los granjeros —y sobre todo las grandes cerealeras— no sabían qué hacer con sus granos. Sus lobbies presionaron todo lo que pudieron para que la ley de Comida para la Paz los beneficiara.
Lo hizo de varias maneras. Para empezar, el Estado les compraría caros los alimentos que mandaría a los países pobres a precios muy subsidiados. Para seguir, según dijo entonces el presidente Eisenhower, la ley permitiría «sentar las bases para una expansión permanente de nuestras exportaciones de productos agrícolas con beneficios duraderos para nosotros y para los demás pueblos». O sea: desarrollar nuevos mercados. O, dicho más bruto: volverlos dependientes de los alimentos que les mandaban.
Por un lado porque los productores locales no podían competir con esos granos baratos y quedaban fuera de juego: millones de campesinos se arruinaron, millones emigraron hacia las ciudades. Y por otro porque esos envíos les cambiarían los hábitos alimentarios. Yo conocí un ejemplo extremo, dramático en las islas Marshall, en el puto medio del Pacífico: atolones coralíferos mínimos donde solo crece el árbol de pan y pululan los peces, sus habitantes vivieron durante siglos de esos recursos propios. Pero, anexados por los Estados Unidos tras la guerra, se acostumbraron a la pasta, la pizza, las hamburguesas, las salchichas. Todavía gastan la mayor parte de sus brevísimos ingresos en importarlos.
En las islas Marshall es casi caricatura; en muchos otros países es una de las razones por las que tantos pasan hambre.
Se puede pensar la ayuda humanitaria como la mecánica de un sistema clientelar global. Así, por lo menos, parece haberlo pensado Estados Unidos en la segunda mitad del siglo xx: un modo extremo de establecer dependencias entre un patrón y sus clientes —en el sentido más romano. Te doy si me das. Yo, comida; vos, sumisión y algún servicio.
Cuando se discutía la ley, el entonces senador —y después vicepresidente— demócrata Hubert Humphrey dijo famosamente que «antes de que la gente pueda hacer nada tiene que comer. Y si de verdad estamos buscando una manera de que la gente se apoye en nosotros, dependa de nosotros, en términos de cooperación con nosotros, me parece que la dependencia alimentaria debe ser lo mejor».
Fue una primicia: los imperios siempre importaron comida de sus países dependientes. El americano fue el primero en exportársela.
(O, mejor: el Imperio Romano entendía que sus clientes eran los vecinos de su capital, el americano lo extendió a casi todo el mundo. Son, en última instancia, diferencias de escala —y formas de control.)
Pero la ayuda no solo debía servir a su poder político sobre el planeta. Para que sus bases locales la apoyaran debía ofrecerles beneficios. Por eso, la ley estadounidense ordena que el 75 por ciento de su ayuda alimentaria se entregue bajo forma de alimentos producidos, procesados y empacados en su país. Las grandes cerealeras —Cargill, Bunge y compañía limitada— que dominan el negocio son las que más se favorecen: se quedan con la mitad de las comandas —y, según un estudio clásico de Barrett y Maxwell, las cobran entre 10 y 70 por ciento por encima del precio de mercado.
La ley estadounidense también ordena que el 75 por ciento de su ayuda sea transportada en barcos americanos. La flota mercante americana es un negocio vacilante: otros países con menos impuestos y menos regulaciones laborales transportan mucho más barato: solo el tres por ciento del comercio internacional desde y hacia Usa viaja en barcos Usa. Por eso, el trasiego de esos alimentos es uno de sus salvavidas principales. En un estudio reciente se calculaba que el transporte se lleva el 40 por ciento del gasto americano en ayuda alimentaria. O sea: en ayuda a sus propias navieras.
La ley estadounidense también permite que las oenegés estadounidenses que reciben alimentos estadounidenses del gobierno estadounidense puedan venderlos en los mercados de los países ayudados para pagar su funcionamiento y sus proyectos: lo llaman monetization o, en buen criollo, hacerlo guita. Barrett y Maxwell revisaron los números de las ocho mayores y calcularon que vendían alrededor de la mitad de los alimentos que recibían y de allí sacaban un tercio de sus ingresos. Lo cual no solo suena un poco perverso; toda esa comida, que desembarca con precios subsidiados a los mercados de los países más pobres, no llega a quienes más la necesitan sino a quienes pueden pagarla, baja los precios de la producción local, arruina a los agricultores, reproduce el ciclo del hambre: consigue el efecto exactamente contrario al que postula.
Por eso ciertos americanos llevan años proponiendo que —por lo menos una parte de— la ayuda alimentaria se compre en los mercados locales o cercanos. Comprar local tiene ventajas obvias —y casi todos los demás lo hacen. Por un lado, acelera muchísimo la llegada de los alimentos: no es lo mismo traerlos desde Iowa que del pueblo de al lado. Por otro, es mucho más barato: no hay que pagar transportes largos y sobrecotizados, procesamientos, burocracias. Y, sobre todo: no solo se alivia la situación de los hambrientos de un país, sino que al mismo tiempo se promueve a sus campesinos productores.
Pero cuando alguien, con las mejores intenciones, propone cambios, siempre hay alguien que, con las mejores intenciones, le dice que mejor no lo haga: que si consiguiera modificar estas condiciones perdería el apoyo de los productores agrarios y de los empresarios navieros y de aquellas oenegés —el llamado Triángulo de Hierro— y que es improbable que los Estados Unidos mantengan su nivel de ayuda alimentaria sin la presión de esos grupos, o sea: que, al tratar de mejorar las cosas, las empeoraría. Un argumento tan contemporáneo.
Así, las propuestas de incluir aunque más no fuera un 25 por ciento de dinero en efectivo en las ayudas fracasaron en el Congreso cada vez que fueron presentadas. Como cuando las impulsó la administración del presidente George W. Bush. El administrador de su Agency for International Development, Andrew Natsios, dijo entonces al Congreso que por lo menos un cuarto de los 1.200 millones destinados a comprar ayuda alimentaria se gastaran in situ todo mejoraría: que comprando local se conseguiría el doble de comida en cuatro veces menos tiempo.
No hubo caso.
Barrett y Maxwell revisaron, entre otras, la gran intervención americana en Etiopía hambreada en 2003: les mandaron 500 millones de dólares en granos —producidos en Estados Unidos, transportados por barcos de Estados Unidos, distribuidos por oenegés de Estados Unidos— y solo cinco millones de dólares en ayudas al desarrollo agrario para evitar que volvieran a suceder hambrunas como aquélla.
Hablar es fácil, y les gusta a todos. En 2002 el ex presidente Bill Clinton se lamentaba ante el Council on Foreign Relations de Washington de que el entonces presidente Bush había bajado el presupuesto de ayuda humanitaria. «Ha habido muchas encuestas que muestran que los americanos creen que gastamos entre dos y quince por ciento de nuestro presupuesto en ayuda exterior, y que eso es demasiado, que deberíamos gastar entre tres y cinco por ciento. Yo estoy de acuerdo en que deberíamos gastar eso. Por supuesto, gastamos menos de uno por ciento, y somos los últimos de todos los países desarrollados del mundo en ese rubro», dijo Clinton. Cuando él asumió, en 1993, Estados Unidos gastaba el 0,16 por ciento de su producto bruto en ayuda exterior; cuando se fue, en 2001, había bajado al 0,11 por ciento.
Hace casi 45 años, en 1970, en la Asamblea General de las Naciones Unidas, los países desarrollados se comprometieron a gastar un mínimo de 0,7 por ciento de sus productos brutos en ayudar a los países pobres. Para ayudar en general, no solo en cuestión alimentaria.
El 0,7 por ciento no parece mucho; sus entregas nunca consiguieron, en conjunto, superar el 0,4 por ciento. En 2005 volvieron a proclamar el mismo compromiso: estos últimos años, la cifra gira alrededor del 0,3 —menos de la mitad.
En 2012 los 23 países de la OCDE entregaron 125.000 millones de dólares en ayuda a los países del OtroMundo. Suena importante. Dos datos la disminuyen: es un 7 por ciento menos que en 2010; es el 0,29 por ciento de la suma de sus productos brutos.
Estados Unidos sigue siendo el principal donante: con 30.500 millones ahora entrega el 0,19 por ciento de su PBI. Lo curioso es que sus ciudadanos están convencidos —como decía Clinton— de que su país gasta mucho más en ayuda exterior que en sus propios programas asistenciales, Medicaid y Medicare. Entre los dos, en 2011, el Estado Usa gastó 992.000 millones de dólares: más de treinta veces más. El Center for Global Development, un think tank del establishment de Washington, calcula que menos del 40 por ciento de las ayudas llega efectivamente a sus supuestos beneficiarios: que el resto se pierde en las diversas burocracias intermedias. O sea que el monto real de las ayudas no pasaría del 0,12 por ciento. Como ejemplo, la oenegé Action Aid calcula que el costo de los 740 «consultores humanitarios» internacionales que trabajaban en Camboya en 2009 estaba entre 50 y 60 millones de dólares; lo mismo que toda la administración del país, que empleaba a 140.000 personas.
Es una minucia pero es cierto: los ayudantes humanitarios cuestan caros.
Segundo tras Estados Unidos, Gran Bretaña, con 14.600 millones, da el 0,56 por ciento de su producto bruto interno. Por encima del 0,80 por ciento solo están los tres países escandinavos y Luxemburgo; por debajo del 0,15 por ciento tres países en crisis —Grecia, Italia, España— y Corea del Sur. Corea salió de la pobreza en los años sesentas gracias a ayudas internacionales multimillonarias, pero había un detalle: era una de las fronteras más calientes de la Guerra Fría, un punto estratégico donde al Occidente rico le convenía gastar. No es, obviamente, el caso de gran parte de África.
Porque hay una diferencia importante entre las ayudas de los últimos 20 años y las anteriores. Hasta los noventas, el destino de las ayudas americanas, distribuidas mayormente por sus propias agencias, armaba un cuadro de sus intereses geopolíticos. En los cincuentas la mayoría iba a Europa y el extremo Oriente; en los sesentas, a la India y el sudeste asiático; en los setentas, al cercano y medio Oriente. En los noventas África tomó el relevo y todavía no lo soltó.
En estos años África negra se lleva más de la mitad de la ayuda alimentaria mundial. Un 80 por ciento de esa ayuda se dedica a emergencias —y no a proyectos de mediano y largo plazo. La ayuda prolongada en planes preventivos no tiene mucha prensa: nadie se entera, no gana aplausos fáciles ni votos despistados. En cambio, cuando hay una sequía, queda muy bonito despedir aviones cargados de granos y un par de cajas de antibióticos para que se mueran algunos chicos menos.
Hasta los noventas, entonces, mientras había Segundo y Tercer Mundos, la variable geopolítica decidía; ahora decide menos. La distribución de alimentos ya se usa no tanto para recompensar amigos y castigar enemigos o rebeldes.
Sí sirve para reproducir este sistema clientelar que divide el mundo —que confirma la división del mundo— entre países ricos que dan y pobres los reciben. Otro criterio posible para delinear el OtroMundo: todos los países que reciben ayuda alimentaria están en él.
Los alimentos que se entregan como ayuda son un 0,015 por ciento de los que el mundo consume: un gran avance en el camino hacia la nada.
Hay una cuenta boba y engañosa pero —¿por eso?— tan elocuente: Estados Unidos gasta 1.760 millones de dólares diarios en sus fuerzas armadas. Ese dinero alcanza y sobra para darle cada día a cada uno de los 840 millones de hambrientos del mundo los dos dólares que necesitan para comer: para que nadie más se quede sin comida. Por supuesto que no tiene sentido pensar la alimentación en términos de limosna y, además, ese mundo sería otro mundo, pero.
2.
Fue una propuesta casi concreta: con su Programa de Lucha contra el Hambre de 2003, la FAO quiso ofrecer una opción para tratar de cumplir el Primer Objetivo del Milenio: la reducción a la mitad, para 2015, de los desnutridos de 1990, poco más de 800 millones. Para eso prepararon un plan meticuloso que prometía que todo se solucionaría gastando 24.000 millones de dólares anuales durante ese lapso.
«Las medidas de inversión incluyen, entre otras cosas, una inyección de capital inicial, con un promedio de 500 dólares por familia, para inversiones en las explotaciones agrícolas con el fin de aumentar cada año la productividad y la producción de cuatro a cinco millones de hogares en las comunidades pobres. Comprenden también programas de asistencia alimentaria directa —con un costo de 30 a 40 dólares por persona y año— para un núcleo básico de hasta 200 millones de personas, muchas de las cuales son niños en edad escolar. Otros componentes corresponden al desarrollo de sistemas de riego y caminos rurales que enlacen a los agricultores con los mercados; la conservación y ordenación sostenible de suelos, bosques, pesquerías y recursos genéticos, y la investigación agrícola, el aprendizaje y los sistemas de información», decía el documento, y que la plata debía venir de los donantes internacionales y los gobiernos interesados.
Nunca llegó; nunca se supo si el plan habría funcionado. Jacques Diouf, director de la FAO, lo relanzó en medio de la crisis de 2008; para entonces la cantidad de hambrientos se acercaba a los mil millones y la cantidad requerida había aumentado a 30.000 millones de dólares anuales.
Tampoco se la dieron. Pero, por esas magias de la reproducción mecánica, los 30.000 millones se convirtieron en un slogan que tantos repitieron: era —decían— la inversión que, según la FAO, podía acabar con el hambre en el mundo.
En medio de la peor emergencia alimentaria de las últimas décadas, Jean Ziegler, el ex relator especial de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación, se quejaba de que el presupuesto del Programa Mundial de Alimentos había pasado de 6.000 millones de dólares en 2008 a 3.200 en 2011. La crisis financiera, claro.
El Programa Mundial de Alimentos de la ONU —que suele atender por WFP, World Food Program— fue fundado en 1961 para suplir las deficiencias de la FAO en su misión de paliar el hambre. Ahora, su web en castellano la define como «la organización de ayuda humanitaria más grande del mundo que lucha contra el hambre mundialmente».
Poco a poco, el WFP fue haciéndose cargo de las intervenciones urgentes —y menos urgentes— en situaciones de hambrunas y catástrofes varias que necesitaban alimentos. Los oficiales del WFP a menudo se llaman a sí mismos hunger fighters —según el modelo de los fire fighters, los bomberos: como si fueran voluntarios apagando fuegos aquí y allá, enfrentándose a una serie de desdichados accidentes. Las chozas se incendian demasiado.
Las hambrunas tenían una función pedagógica importante: eran muy buenas para hacernos creer que el hambre es lo extraordinario, la emergencia —y que, fuera de eso, nada de lo que pasa es tan grave. Organizaciones que llevaban —y llevan— alivio para hambrunas: una idea del mundo, actuar sobre lo inhabitual, corregir los errores y excesos.
Pero ya quedan pocas hambrunas clásicas. En África, donde podría haberlas, el gobierno americano organizó en los años ochentas un mecanismo de prevención llamado FEWS —Famine Early Warning System— manejado por la FAO y la USAid —US Agency for International Development—, que analiza datos para prevenir las penurias causadas por sequías. Cuando la amenaza se concreta, el WFP y otras agencias intervienen y entonces no se mueren cientos de miles o millones de golpe. Solo los de siempre, día tras día, incesantes.
Son, de todos modos, cuidados paliativos, reacción contra las emergencias: prevenir supondría invertir en agricultura, dar a los locales los medios para sobrevivir por sí mismos. Y a veces los organismos internacionales tampoco pueden intervenir: Corea del Norte o Mozambique hace unos años, por ejemplo, Darfur o Somalía hace unos menos.
En 2007, por ejemplo, los programas escolares del WFP alimentaban a unos 10 millones de chicos africanos. Sus expertos calculaban que otros 10 millones eran alimentados por otras agencias o gobiernos. Esos 20 millones de chicos comían 720.000 toneladas de granos. Pero esos mismos expertos calculan que quedan unos 23 millones de chicos menores de 12 años en África que van a la escuela con hambre y no reciben ningún alimento. Y 38 millones que no van a la escuela.
Ahora más de la mitad de las ayudas de los países ricos se canalizan a través de las estructuras del WFP. Se supone que esto las hace más imparciales: que evita —o aminora— su uso político. Y que esto no habría podido suceder cuando las ayudas servían como premios o castigos.
La ayuda vía WFP es mucho más cómoda para quienes la reciben: no trae condiciones, compromisos políticos o militares demasiado evidentes. Por lo cual los gobiernos la aceptan más gustosos y no tienen apuro en autonomizarse: se acostumbran, se clientelizan más y más.
La ayuda vía WFP también sucede porque las Naciones Unidas —sus naciones— enunciaron como primero y más pomposo de sus famosos Objetivos del Milenio «erradicar la pobreza extrema y el hambre» —aunque la meta, explicada, era «reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, el porcentaje de personas cuyos ingresos sean inferiores a 1 dólar por día». Los objetivos fueron enunciados en Nueva York el 8 de septiembre de 2000: se propusieron empezar su reducción de la «pobreza extrema» comparándola con cifras de diez años antes.
(Hablamos de «pobreza extrema». Hubo tiempos en que se decía «miseria». Pero la palabra miseria se tiñó de ideas y sentimientos y políticas y el burocratés la descartó; ahora se dice «pobreza extrema», que es lo mismo pero más limpito y parece mensurable: hasta un dólar por día —ahora aumentado a 1,25— es pobre, menos es pobre extremo. Al burocratés le gusta que las medidas estén claras.)
Los Objetivos de Desarrollo del Milenio se convirtieron en el faro de la actuación «humanitaria». Entre tanto, dieron lugar a bosques de informes y folletos, una documentación curiosa que dice cosas tan atinadas como ésta: «En algunas regiones, la preponderancia de niños que pesan menos de lo normal es mucho mayor entre los pobres». Si no fuera porque lo escriben con su cara más seria personas que le dedican muchas horas y cobran mucha plata, sería un chiste mediocre. El mundo de las grandes organizaciones internacionales suele ser un ecosistema perfecto para la obviedad, poblado como está por esa mayoría de señores y señoras aferrados a sus privilegios, aterrados ante la sola posibilidad de desentonar —que, por lo tanto, se solazan como nadie en el lugar común. A veces deberían disimular un poco.
La reducción a la mitad fue el objetivo. Queda por discutir si una meta que consiste en conseguir que queden solo unos cuantos cientos de millones de desnutridos es digna de enunciarse —o habría que encararla si acaso en silencio, vergonzante.
Pero, mientras, anuncian que la consiguieron o casi y te muestran las cuentas. Que, sin embargo, no hablan de desnutridos sino de pobres extremos; muy a menudo son los mismos, algunas veces no. Dicen, de todos modos:
que en 1990 el 43 por ciento de «la población de los países en vías de desarrollo vivía en extrema pobreza». Eran 1.900 millones de personas.
Que en 2010, en cambio, «la población de los países en vías de desarrollo que vive en extrema pobreza» es el 21 por ciento, o sea: menos de la mitad. Y que son, ahora, dicen, 1.200 millones de personas. Los cálculos del Banco Mundial siguen diciendo que son 1.400 millones —pero no nos vamos a pelear por solo 200 millones de personas. Aceptemos que fueran 1.200 millones.
O sea: 700 millones de personas menos.
En ese período, unos 600 millones de chinos salieron del umbral de extrema pobreza por el desarrollo económico de su país. O sea:
que una gran mayoría de la población que dejó de ser extremadamente pobre en esos veinte años son esos chinos que el desarrollo económico de su país integró en un sistema cada vez más desigual pero mucho más rico.
O sea: que casi toda la reducción de la pobreza sucedió en el país donde los organismos internacionales no tuvieron la menor influencia, donde no los dejaron aplicar sus políticas.
Lo cual no impide que sean esos organismos los que ahora se jactan de sus logros: la reducción de la pobreza extrema.
(En un mundo globalizado, el famoso aleteo de la mariposa causa terremotos. El descenso de la pobreza china es un ejemplo: las mismas razones que hicieron que la cantidad de malnutridos bajara en la China —el acceso de millones de ellos al mercado a través de trabajos y salarios que les permiten comprar más y mejores alimentos—, son las que contribuyeron a los aumentos de precios que hicieron que muchos pobres africanos e indios comieran menos —y muchos ricos argentinos y brasileños ganaran mucho más, y tantas otras cosas.
Y, por supuesto: que el país que más redujo su pobreza sea una dictadura férrea, capitalismo brutalmente autoritario, dominación ilimitada, es molesto en más de una manera.)
Mientras tanto: para la FAO, en 1990, cuando se dio por empezadas las cuentas del Objetivo del Milenio, había 823 millones de desnutridos. En 2010, cuando los objetivos «estaban muy cerca de alcanzarse» había, según la misma FAO, 870 millones.
Y China sigue siendo, pese a todo, el segundo país con más hambrientos del mundo.
3.
El «humanitarismo» es una de las últimas encarnaciones de la idea de humanidad.
La humanidad es un concepto relativamente reciente. Supone, en principio, pensar el mundo como unidad: saber, primero, que existe un planeta redondo que es nuestra posibilidad y nuestro límite.
Hasta hace muy poco tiempo nadie sabía qué era el mundo —y casi nadie pensaba siquiera en preguntárselo. La inmensa mayoría de los hombres y mujeres que han vivido solo conocieron los paisajes que rodeaban su casa, su aldea, su pueblito: 20 o 30 kilómetros a la redonda. Para ellos la idea de que hubiera algo más allá era confusa o incluso inverosímil. Cruzarse con un extranjero era rarísimo y, si sucedía, peligroso. El mundo no era una abstracción: era lo impensable —que tampoco necesitaba ser pensado.
Y, entonces, la preocupación por el otro era la preocupación por un vecino, un conocido, un compatriota: por alguien más o menos conocido, imaginable, relacionado por vínculos precisos. Hasta que irrumpió el mundo y transformó —también— esa noción.
El mundo empezó a existir, grosso modo, hace 500 años, y con él la idea de lo mundial, lo que nos incluye a todos. Entonces, poco a poco, se fue abriendo paso la idea de que ese «todos» —la totalidad de los hombres y mujeres, la especie— formábamos un conjunto llamado humanidad. Parece obvio: no lo era. Las culturas y religiones se dedicaron durante milenios a separar: a convencer a sus cultores de que los otros no eran iguales —y, por lo tanto, merecían todo lo que les infligieran. Los reinos y sus reyes, otro tanto.
El cristianismo fue uno de los grandes impulsores de la noción de humanidad: necesitaba establecer que todos éramos parte de lo mismo —criaturas del mismo dios— para justificar su impulso misionero: su pretensión de someter a todos los habitantes del mundo a su doctrina. Las revoluciones modernas —la francesa, para empezar— recuperaron esa idea: la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, París 1789, es una especie de piedra angular para postular que la humanidad era una confraternidad de personas con iguales privilegios —mientras no fueran los esclavos negros de sus plantaciones caribeñas.
El último avatar activo, por ahora, de la noción de humanidad fue el internacionalismo revolucionario del siglo XIX —destruido cuando algunos de sus cultores accedieron al poder, en Rusia, a principios del XX.
Desde entonces, la idea fue perdiendo fuerza. El siglo xx fue el apogeo de los nacionalismos: si hubo tres o cuatro proyectos globales, todos fueron pensados como un Reich que dominaría el mundo. Hasta que, hacia finales, un conjunto de cambios políticos y técnicos produjo el planeta más integrado que hemos conocido: la «globalización», un mundo donde el dinero circula sin trabas —y las personas tratan de saltárselas. Y que, tras medio siglo de poderes claros, está en un momento de transición en que los pesos parecen más repartidos que lo que nos acostumbramos a ver —con lo cual el efecto globalizador se acentúa: si la cabeza se ve ya menos clara parece que el cuerpo fuera más confuso, más equivalente.
Ocuparse del hambre necesita cierta idea —débil— de internacionalismo o, mejor, de humanidad: postular que todos los hombres deberíamos ocuparnos de que todos los hombres tengan comida suficiente. Si no fuera así, ¿en nombre de qué nos preocuparíamos por la desgracia de abisinios, kazajos, bengalíes?
Es un concepto extraordinario, un gran avance conceptual que no se concretó todavía en la práctica social. Puede que se extienda, que vuelva a crecer. Por ahora el grado de «humanidad» existente alcanza para lo que hay: declaraciones, lagrimitas, lágrimas de cocodrilo, ayudas, salvatajes. La humanidad como manera de la culpa. Alcanza para mandar bolsas de granos; no para privarse de ganar mucha plata. No para buscar el fin real del problema.
No para ponerlo en el mismo plano que las dificultades de los más cercanos: de los compatriotas.
Los países no son solo una tontería; son una canallada. Son el mecanismo por el cual unas estructuras que llamamos Estados consiguen que sus súbditos tengan, en general, más que los de otras estructuras semejantes. Y consiguen, por supuesto, al mismo tiempo, que algunos de sus súbditos tengan mucho más que los demás.
No hay nada más resignado que pensar el mundo en términos de países —y pensar, por lo tanto, en el propio país más que en el resto. No hay ninguna razón para pensar que los países, esos inventos recientes, que en algunos casos tienen 200 años, en otros 500, en otros 50, son la forma en que el mundo «debe» organizarse.
La nacionalidad es una reducción de la humanidad: una legitimación de cierto egoísmo. Si se acepta que tengo que ser más solidario con el grupo de los que tienen el mismo documento que yo, el principio de exclusión ya está sentado. Quien excluye a los de otro país puede, por el mismo procedimiento, excluir sin mucha dificultad a los de otra provincia, otra religión, otra elección sexual, otra raza, otras nociones sobre el consumo de gaseosas en el desayuno.
El humanitarismo, entonces: forma pobre de la noción de humanidad.
El WFP está presente en 80 países y hace un trabajo notable complementando la nutrición de millones de personas. Tiene miles de empleados que llegan hasta los lugares más recónditos, que se arriesgan para cumplir con su misión. Cuando puede también compra comida en los países donde está o en los vecinos. Y también usa muchos recursos para lanzar campañas de concientización:
«Cada noche, casi mil millones de personas se van a la cama con hambre», empieza diciendo un video institucional adornado con dibujos naïfs, simpaticón. Y sigue explicando con leyendas —cada leyenda, un dibujito nuevo:
«¡Uno de cada siete!»
«Es razón suficiente para empezar a solucionar el hambre.»
«Pero hay más.»
«Las mujeres bien alimentadas tienen bebés más sanos que son más fuertes toda la vida.»
«Al reducir la malnutrición de los chicos, los países pueden incrementar su producto bruto.»
«Resolver el hambre construye un mundo más seguro.»
«Ahora escuchen: nosotros sabemos cómo solucionar el hambre.«
«Proveyendo comida en emergencias.»
«Apoyando a los pequeños campesinos.»
«Alimentando a los niños.»
«Empoderando a las mujeres y a las niñas.»
«Apoyando a los mercados locales de alimentos.»
«Trabajando juntos —ciudadanos, empresas y gobiernos— podemos hacerlo.»
«Hambre: el mayor problema solucionable del mundo».
Ganancia, género, seguridad, mercados: una síntesis de sus preocupaciones. Regalar, empoderar mujeres, apoyar los mercados: una síntesis de sus soluciones.
«Hambre: el mayor problema solucionable del mundo», dicen y repiten —es su slogan favorito. Y en ningún momento hacen ninguna referencia a sus causas, al orden que lo produce, a lo que debería cambiar para que no fuera necesario llevar grano de urgencia en sus aviones a 100 millones de personas. El hambre, para el Programa Mundial de Alimentos, no es un problema político.
«Capitalismo: el mayor problema solucionable del mundo»
—decía el otro.
La tentación humanitaria consiste en dejar de pensar qué se puede hacer con el prójimo para preguntarse qué se puede hacer por el prójimo.
El hambre, en esa visión, no es un problema político pero puede producir problemas políticos. Hace unos años, cuando empecé a preparar este libro, un alto funcionario del WFP me dijo en Roma que para «solucionar el hambre» debían dar entrada en el asunto de la ayuda humanitaria a las grandes empresas capitalistas, convencerlas de que podían hacer buenos negocios que al mismo tiempo ayudaran a comer a millones de personas: una win-win situation, dijo, y sonrió.
—Lo estamos haciendo por ejemplo en Bangladesh.
Me dijo entonces, y me explicó los modos. Y que su trabajo era fundamental porque traería más seguridad al mundo. Que muchas veces los ciudadanos de los países ricos no entendían que el hambre amenazaba su tranquilidad, que creaba terroristas, que obligaba a millones a emigrar y recalar en sus países y producir situaciones complicadas, y que nada los ayudaría más a vivir tranquilos que moderarlo o acabar con él.
Si se aceptara esta estrategia discursiva, habría que reconocer que nada hizo más por la alimentación de los pobres africanos que los atentados del 11 de septiembre —que puso la amenaza en primer plano. Y que, en tal caso, atentados como ésos son útiles y que habría que seguir haciéndolos. Se diría que les conviene buscar otros discursos.
Pero lo sostenían. Me pareció cinismo; era una política:
«Todos los líderes políticos saben que el hambre puede llevar a conflictos y enfrentamientos civiles. La vieja frase que dice que “un hombre hambriento es un hombre iracundo” —a hungry man is an angry man— ha sido demostrada una y otra vez.
»Uno de los ejemplos más famosos de la historia es el estallido de las revueltas de hambre que dispararon la Revolución Francesa. Pero hay muchos más ejemplos. El derrocamiento del gobierno haitiano en 2008 fue consecuencia de protestas callejeras por los altos precios de los alimentos.
»De hecho, entre 2007 y 2009 el Departamento de Estado de los Estados Unidos estima que hubo más de sesenta levantamientos en el mundo relacionados con la carestía de alimentos y la inseguridad alimentaria. Los altos precios de la comida también fueron una de las fuentes del descontento que produjo la “Primavera Árabe” de 2011.
»El reverso de la ecuación “hambre-inestabilidad” es que, en tiempos problemáticos, la ayuda alimentaria promueve la paz y la estabilidad. Frente a la volatilidad, la satisfacción de esa necesidad humana fundamental trae la calma», decía, con toda claridad, un documento del WFP, Roma, 2012.
O, en la síntesis de un ex canciller socialdemócrata español y estudioso del tema, Miguel Ángel Moratinos: «Hay que entender que si se resolviera el tema del hambre y el de la seguridad alimenticia existirían muchos menos terroristas porque podrían dedicarse a estar con su familia y cultivar sus campos…».
Se trata, está claro, de que se queden quietos, no se vayan, no se encrespen, que puedan seguir siendo lo que son en sus lugares: pobres, sí, pero no tan pobres como para lanzarse a lo desesperado.
Lo que se juega no es el interés de un país, de un imperio; son intereses políticos generales —o incluso aquello que solíamos llamar ideología.
Por eso el WFP lanza programas como el P4P —Purchase for Progress, Compras para el Progreso— que trata de «llevar los beneficios del mercado a los pequeños productores», integrarlos al circuito mundial de la especulación con alimentos. Y eso, con la participación de las fundaciones de Bill Gates, Warren Buffett, Rockefeller: los capitalistas más potentes. Que últimamente han decidido que pueden entregar unos cuantos miles de millones de dólares, producto de su dominio del mercado mundial, de sus especulaciones, para aliviar la pobreza que ese mercado crea.
Durante buena parte de los siglos xix y xx los ricos se convirtieron en personajes de caricatura tiro al blanco, temblad plutócratas temblad, el codicioso que se queda con todo, un viejo verde que gasta su dinero emborrachando a Lulú con su champán hoy le negó el aumento a un pobre obrero que le pidió un pedazo más de pan. Ahora son reyes magos —reyes, magos—, donan, salvan al mundo. Siguen decidiendo de los bienes: me cago en todo para quedarme con la plata de millones; les tiro un hueso a tales y a cuales porque me importan, me preocupo por ellos. Y deciden, ahora, también, qué males conviene curar, qué miserias socorrer —y cuáles no.
El truco consiste en presentar la enfermedad como el remedio.
(Es una postura que está brillando mucho —y muchos la retoman. En 1985, Etiopía sufrió una de las últimas hambrunas modernas —y su causa fue, una vez más, perfectamente política. Su presidente, Mengistu Haile Mariam, supuso que la sequía del norte del país le serviría para debilitar a los rebeldes que peleaban en la zona; además, la información sobre el hambre de sus súbditos dañaría su imagen. Así que no dijo nada —y rechazó la ayuda que le ofrecían oenegés y organismos, diciendo que no era necesaria. Cuando no tuvo más remedio que reconocer lo que pasaba, un millón de personas ya había muerto. Hubo campañas, festivales, colectas por Etiopía. Un nuevo personaje se incorporó entonces a esas campañas: con Bob Geldoff, Bono y el Live Aid, el rockero consciente fue un invento de esos tiempos. La versión actual del intelectual volteriano: un hombre que aprovecha la fama que le da una actividad cultural para pedir por ciertos desfavorecidos. Y, en este caso: un hombre que no se plantea cambiar el sistema global sino usar sus accesos a él, un hombre que se codea con los poderosos amables de este mundo para impulsar su causa —porque su causa no cuestiona a esos poderes.
Y una de las manifestaciones más visibles de esa conciencia global que se preocupa durante un rato por un problema que, por ese rato, le parece intolerable —pero no pone en duda el resto de su vida.
Y consigue que hablar del hambre sea hablar del hambre. Es lo que hacen Bill Gates, Warren Buffett, el WFP y tantos otros representantes del negocio: horrorizarse ante algo demasiado bruto, demasiado gritón —y que, por otro lado, podría ser peligroso, provocar reacciones. Entonces garantizan que los que no tienen nada tengan qué comer —y no jodan. ¿De qué hablamos cuando hablamos de hambre?)
Hay una posición que Oscar Wilde sintetizó con su brillo habitual en El alma del hombre bajo el socialismo, 1891: «Se encuentran rodeados por una pobreza espantosa, fealdad espantosa, hambre espantosa. Es inevitable que se emocionen ante esto. Las emociones del hombre funcionan más rápido que la inteligencia del hombre. Y es mucho más fácil sentir simpatía por los que sufren que sentir simpatía por una idea. Así, con admirables aunque erradas intenciones, se lanzan muy seria y sentimentalmente a la tarea de remediar los males que ven. Pero sus remedios no curan la enfermedad: no hacen sino prolongarla. Más: sus remedios son parte de la enfermedad.
»Tratan de solucionar el problema de la pobreza, por ejemplo, manteniendo vivos a los pobres. O, en el caso de ciertas escuelas muy avanzadas, divirtiéndolos.
»Pero ésta no es una solución: es un agravamiento de la dificultad. La verdadera meta es intentar reconstruir la sociedad sobre unas bases que hagan imposible la pobreza. Y las virtudes altruistas han impedido llevarlo adelante. Así como los peores esclavistas son aquellos que eran amables con sus esclavos, e impedían que los horrores del sistema fueran sentidos por los que lo sufrían y entendidos por los que lo contemplaban, así, en el presente estado de cosas en Inglaterra, la gente que hace más daño es la que trata de hacer el bien».
—Pero si no intervinieran miles y miles se morirían ahí nomás.
—Es cierto.
—¿Y entonces?
—No sé, habría que pensarlo.
«Es inmoral usar la propiedad privada para aliviar los horribles males que resultan de la institución de la propiedad privada. Es inmoral e injusto», insistía Wilde.
La verdadera «ayuda» —o transferencia de recursos— de los países ricos hacia los países pobres son los envíos de dinero de los migrantes. Queda dicho: el Banco Mundial calcula que en 2013, solo por canales institucionales —bancos, agencias varias—, se transfirieron más de 400.000 millones de dólares. Pero muchos migrantes mandan su plata por canales informales: se supone que la cifra es por lo menos un 50 por ciento mayor. Entre los países que más recibieron están la India y China y, más allá, Filipinas, México, Nigeria.
Una de tantas caricaturas posibles de la «lucha contra el hambre» —o, mejor, la «inseguridad alimentaria»— liderada por los dueños del mundo fue la designación del futbolista Cristiano Ronaldo como «Embajador Global de Save the Children para combatir el hambre y la obesidad infantil». Ronaldo le dijo entonces a El País que «cuando supe que uno de cada siete niños en el mundo se va a la cama con hambre todas las noches no dudé en involucrarme» —y se lo permitieron, festejaron.
Y conseguimos que nos parezca razonable —e incluso loable— que un señor que gana bastante más de cien mil —100.000— dólares por día se preocupe por los hambrientos. Como si no hubiera ninguna relación, como si el hecho de que el señor se quede cada día con la plata que daría de comer a cincuenta mil —50.000— personas no tuviera ninguna relación con el hecho de que ellos no la tienen —y se quedan con hambre.
Hay ricos así. Seguramente lo hacen porque son buenas personas, auténticamente preocupadas por los pobres, dispuestos a entregarles migajitas. Pero también hay que escucharlos cuando dicen cuánto los beneficia. Roger Thurow cita en Enough a un Peter Bakker, presidente de una gran compañía de transportes holandesa, TNT, que explicaba en el Foro Económico Mundial de Davos, frente a sus colegas, cómo lo favoreció colaborar con el World Food Program: «Los escépticos quieren saber cuánto subió el valor de la acción, o cuánto aumentaron los beneficios de mi empresa. En 2001 estábamos 26 en el ranking de las empresas con mejor reputación en Holanda; ahora estamos cuartos». El período corresponde al inicio de sus actividades humanitarias. Que aceitaron también su fuerza de trabajo: Bakker decía que el 78 por ciento de sus 160.000 empleados dijo estar orgulloso de ayudar al WFP, y que eso los hace sentir más cómodos en la empresa y trabajar mejor. «Hemos visto mejorar nuestro orgullo corporativo y nuestra reputación como resultado de nuestro compromiso con el WFP. En el sector de servicios, donde estamos, una fuerza de trabajo más motivada puede dar una ventaja competitiva importante», dijo Bakker.
Se llama: responsabilidad social de las empresas.
Peter Bakker dirige una compañía de transportes, abonando esta hipótesis pre-Sen de que el problema es que los alimentos no están donde deberían. Por eso después incorporaron al equipo a Vodafone —para poder comunicarse mejor entre los distintos puntos de la red— y así de seguido. Todo consiste en canalizar la dádiva con mayor eficacia. Y mejorar la imagen de la compañía e irse a dormir más tranquilo esa noche y tener, por lo menos, una respuesta para la estúpida pregunta: ¿Cómo soporto vivir en un mundo en que tantos millones de personas pasan hambre —y quedarme con millones de dólares cada día?
Mandándoles limosna.
—Hasta ahora, yo nunca había salvado una vida. Ahora sé cómo se siente y no quiero dejar de hacerlo.
Explicó hace unos años David Novak, patrón de Yum, la gran corporación mundial del fast-food, que incluye a KFC, Taco Bell, Pizza Hut y varios más, dueña de 35.000 comederos en 112 países del mundo. Es el gusto de pensar que están solucionando cosas —porque lo que quieren solucionar es solucionable sin cambiar los mecanismos que los ponen en la posición de creer que ellos, con sus millones, pueden solucionar cosas.
«Cuando le doy de comer a la gente me dicen santo. Cuando pregunto por qué no tienen comida me dicen comunista», escribió, hace ya medio siglo, el obispo brasileño Helder Cámara.
A veces me pregunto por la diferencia entre caridad y clientelismo, si es que existe. Supongamos que el clientelismo tiene un componente político —esperar, a cambio de las donaciones, cierta sumisión a quien las da— que la caridad no debería tener, o que, en la caridad, está mediada por la ideología: religión, humanitarismo. Pero en última instancia cuando una dama de la caridad o un mando de WFP intervienen también esperan algo —puede que menos inmediato— a cambio. En principio, mantener un estado de cosas: porque crean vínculos de gratitud, porque impiden la rebelión del desesperado.
«Según las leyes del mercado libre, los hambrientos deberían asumir su propia responsabilidad. Si no pueden subvenir a sus necesidades, es su conducta la que debe cambiar, no el modo en que la sociedad distribuye la comida. A menudo, la acción pública nacional e internacional puede ser descrita como la propuesta de un cambio de conducta —tener menos hijos, cambiar las costumbres alimentarias— más que la oferta de ayuda. La distribución gratuita de alimentos está reservada para los pobres de los países ricos», escribió Jean-Hervé Bradol, entonces presidente de MSF.
No son solo los más ricos. Cuando una oenegé te ataca con imágenes horribles de chicos esqueléticos y sollozos de madre, también te ofrece la solución —te ataca para ofrecerte la solución que le interesa— al problema de qué hacer con eso: doná, comprometete, da. La culpa se amengua y el problema de qué hacer queda por el momento superado —relegado, guardado en el cajón correspondiente.
Son pequeños esfuerzos individuales surgidos de la culpa. Pero, al mismo tiempo, salvan chicos. ¿Entonces? Si uno hace solo eso permite que el sistema siga funcionando. Si uno no lo hace le niega a alguien la chance de comer. ¿Hacerlo y denunciarlo al mismo tiempo?
Siempre recuerdo el día en que caí en la trampa.
Fue hace unos años: Saratou me contaba su vida; yo la escuchaba y miraba la tabla. En su choza no había mucho más: un tapiz de cáñamo teñido, las paredes de barro, fogón al fondo, dos ollas renegridas. Ella hablaba y hablaba; yo le hacía de vez en cuando una pregunta, con esa cadencia lánguida de las entrevistas con intérprete: mucho tiempo para no entender nada, para esperar la traducción, para hacer fotos, para pensar en cosas. Yo pensaba, sobre todo, en esa tabla y Saratou contaba, en hamsa, su segundo parto. La habían casado poco antes de cumplir los doce, su primer hijo había nacido muerto; un año después llegó el segundo:
—Cuando sentí que ya llegaba me encerré en un cuartito, me puse en cuclillas, me agarré a la pata de una cama, recé, rezaba mucho, y al final el bebé cayó sobre una esterilla que había puesto en el suelo.
Saratou, después, tuvo otros once hijos y, por fin, una fístula obstétrica, una de las enfermedades más terribles, más clasistas en un continente donde mucho es clasista y terrible. Estábamos en Dakwari, otra aldea como cientos de aldeas nigerinas: casas de adobe, ni luz ni agua corriente, vidas que no han cambiado nada en siglos. Yo entrevistaba a Saratou para un proyecto del Fondo de Población de Naciones Unidas; su historia era conmovedora y yo no podía dejar de mirar esa tabla. Me sentía, por momentos, un canalla.
—Entonces llegó la partera, cortó el cordón y puso la cabecita del bebé sobre una escoba para que no se ensuciara en la arena, y después me senté mirando hacia La Meca y la partera me dio al chiquito envuelto en un paño…
La tabla era lo que los musulmanes llaman alluha, una madera donde los alumnos de la madrasa escriben con un cálamo los suras del Corán para memorizarlos. Después la lavan, escriben otro sura: una libreta con una sola hoja. Y yo me preguntaba qué era lo que me fascinaba en ella: si su olor de un tiempo muy pasado, si ese dibujo de las letras, si la madera como papel antiguo, el palimpsesto.
Hablamos —yo la escuchaba, hacía preguntas— dos, tres horas. En algún momento, Saratou notó que yo miraba su tabla demasiado, y me preguntó —a través de la intérprete— por qué. Se sonreía: hacerme una pregunta era invertir los roles, un gesto de audacia que la puso nerviosa. Yo intenté ser amable: le dije que me parecía tan bella, que la felicitaba. Ahí estuvo mi error: después me explicaron que un elogio así, en su cultura, es un pedido que no se puede rechazar.
—Se la quiero regalar. Por favor, llévesela.
Me dijo Saratou, por interpósita persona, y yo por interpósita le dije que no, que muchas gracias, y ella que sí, que por favor, y yo que no le agradezco muchísimo y ella, la cara cada vez más seria, que si no la llevaba la ofendía. La intérprete me explicó que mi rechazo resultaba violento: como decirle que su tabla no estaba a mi altura, que ella no estaba a mi altura, que las despreciaba como solo los blancos saben despreciar. Estaba en un problema —y sonreí.
Sonreír, cuando no se puede hablar, te compra tiempo. Nos sonreímos, con Saratou, un momento, mientras pensaba mi propuesta. Ella me había contado que cuando se enfermó no pudo cuidar su rebaño y solo le habían quedado dos cabritas que, sin macho, no se podían reproducir: que ahora, sin su rebaño, ya no podía hacer buñuelos para vender en la plaza del pueblo y que entonces había días en que no tenía para comer: que el hambre era más duro que la fístula. Entonces yo le dije que le quería regalar un chivo, y que me sentiría muy mal si me lo rechazaba.
Saratou sonrió de otra manera: con una especie de alegría. No era fácil conseguir el animal: había que comprarlo en un pueblo a diez kilómetros que tenía un mercado de los jueves —y era martes. Convinimos en que yo le daría la plata y ella lo compraría; fue entonces cuando se me ocurrió la tontería. Le daría, además, dinero para alimentarlo por un año con una condición: que lo llamara Martín. Saratou soltó la carcajada. Después me dijo que ese chivo le iba a cambiar la vida y que me recordaría para siempre. Yo estaba contento por la tabla y tan contento por haberla ayudado: satisfecho, probo.
—Si puedo volver a tener mi rebaño otra vez voy a poder comer todos los días.
Me dijo, cuando nos despedimos. No fue fácil pasar con mi alluha por los aeropuertos: sobresalía del bolso y era visiblemente árabe. Por unos días fui un terrorista descarado, uno que no se resignaba a la clandestinidad. Llegué, por fin, a París una mañana muy temprano; antes de subir a casa de mi primo Sebastián compré unos croissants en la panadería. Mientras desayunábamos les conté la historia de mi alluha y el chivo Martín; nos reímos y Laurence, su mujer, me preguntó cuánto me había costado el animal. Recién entonces hice la cuenta y descubrí, con horror, que igual que esos croissants.
O la ilusión, de tanto en tanto, de que uno entiende algo.
Y el alivio —sordo, inconfesable— que da sufrir por otros.
La buena conciencia se compra por unos dólares o euros: moneditas. Pero se vende cantidad. La mala conciencia es la base de grandes negocios en los países ricos. Como dice el esloveno Zizek: en los comercios más contemporáneos, más coolificados, el propio acto egoísta de consumir ya incluye en su precio su opuesto, la satisfacción de la necesidad de sentirse generoso, de sentir que uno está haciendo algo por la Madre Tierra o por los desharrapados de Somalía o por los niños hambrientos de Guatemala.
Comprar orgánico, fair trade, ecoconsciente y demás etiquetas es comprar unos céntimos de buena conciencia —tan barata que nunca está de más. Aunque es curioso que una sociedad tan organizada sobre mecanismos muy poco respetuosos de esa conciencia haya tenido que negociar consigo misma e incluir esas homeopatías de la redención en el marketing de sus productos. La forma actual, progre, moderna de la religiosidad redentora clásica: te pasan el cepillo, ponés la monedita.
(O, si no, escribís este libro.)
Aunque, por supuesto, produce resultados. Los ricos obtienen cierta tranquilidad de conciencia y cierta tranquilidad geopolítica —pero no mucha de ninguna de las dos. Los pobres obtienen comida para el día siguiente —y una dependencia cada vez mayor de esa comida. La ayuda alimentaria de los países más ricos, los organismos internacionales, las grandes fundaciones mantiene, consolida —apenas por encima del nivel del agua— este orden en el que mil millones sobran.
La beneficencia contra el hambre es un resultado de la idea de que todos tenemos derecho a (sobre)vivir. Es una idea moderna, innovadora, que nadie habría enunciado hace dos siglos —y que todavía muchos enuncian solo por la presión del medio.
Pero ya forma parte del paquete cultural. Uno de sus efectos es esta ayuda, y tantos tan variados la practican porque no pone en cuestión la desigualdad y sus mecanismos: solamente la carencia extrema. Mejor: permite postular que el problema de estas sociedades no es la desigualdad ante la propiedad sino esa forma extrema de la desigualdad que puede producir hambre. Que la desigualdad está bien, la dinamiza, y es capaz de corregir sus errores. El problema no es que el famoso uno por ciento tenga tanto; el problema es que a veces algunos no lleguen a comer. Si se les puede dar, todo mejora. Y si se lo da el uno por ciento, mejor aún: ¿viste que eran buenos, que producen riqueza para todos?
Contra la idea de seguridad alimentaria entendida como la garantía de que todos van a recibir —recibir es la palabra clave— alimentos suficientes, una organización internacional, la Vía Campesina, acuñó la idea de soberanía alimentaria.
En su Declaración de Nyeleni, Mali 2007, la definió como «el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Esto pone a aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias, por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas. Defiende los intereses de, e incluye a, las futuras generaciones. Nos ofrece una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y corporativo y el régimen alimentario actual, y para encauzar los sistemas alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca para que pasen a estar gestionados por los productores y productoras locales. La soberanía alimentaria da prioridad a las economías locales y a los mercados locales y nacionales, y otorga el poder a los campesinos y a la agricultura familiar, la pesca artesanal y el pastoreo tradicional, y coloca la producción alimentaria, la distribución y el consumo sobre la base de la sostenibilidad medioambiental, social y económica. La soberanía alimentaria promueve el comercio transparente, que garantiza ingresos dignos para todos los pueblos, y los derechos de los consumidores para controlar su propia alimentación y nutrición. Garantiza que los derechos de acceso y gestión de nuestra tierra, de nuestros territorios, nuestras aguas, nuestras semillas, nuestro ganado y la biodiversidad, estén en manos de aquellos que producimos los alimentos. La soberanía alimentaria supone nuevas relaciones sociales libres de opresión y desigualdades entre los hombres y mujeres, pueblos, grupos raciales, clases sociales y generaciones».
¿Qué pasaría si todos comiéramos, si nadie se muriera de hambre? ¿Sería justo que algunos tuvieran miles de millones y otros lo suficiente para comer? No va a suceder pronto, pero si un día se acaba el hambre deberemos pensar algunas cosas.