4.

Son gibas, ancas, cuernos, lomos húmedos, el yugo de madera, la bosta que les resbala por las patas, las moscas que los siguen, el polvo que levantan; la imagen es exótica y monótona, dos cualidades que no suelen juntarse. La carreta de bueyes avanza lenta por la pista de tierra despareja, me sacude entero a cada paso.

Nyatanasoa está en el distrito de Marovoay, al norte de la isla, a más de 500 kilómetros de Antananarivo, cerca de un puerto grande que se llama Majunga. Cerca es una forma de decir: son treinta kilómetros de carretera asfaltada, sin exceso de pozos, y, después, una pista que empieza entre malezas, pajonales, árboles, y al rato se tranforma en una huella de carretas que va entre pasto seco, pequeñas plantaciones de mandioca y de arroz, mucha tierra quemada, unas palmeras.

Acá la carreta es el único transporte posible —o caminar horas y horas. Estamos acostumbrados a pensar el viaje moderno —tren, ómnibus, avión— como un tiempo en el que uno se desentiende del movimiento e intenta distraerse para que todo pase lo más rápido. En la carreta no hay distracción posible. Hay que atender a cada salto, cada sacudida: ser parte del transporte, moverse para llegar a alguna parte. Son horas: los bueyes lentos, sol a plomo. De pronto, en el medio de la nada, un cartel oxidado que dice Tonga Soa, Bienvenue, Welcome Fuelstock. Y, un par de kilómetros más allá, Nyatanasoa.

Ninguno de estos pueblos sale en googlemaps: no forman parte de la imagen global.

A lo lejos el proyecto Fuelstock es un ejemplo de cómo forasteros ricos están quedándose con esas tierras que los locales necesitan para comer un poco más. De lejos pero menos lejos, es la historia de cómo un banquero irlandés consiguió 30.000 hectáreas de tierra malgache para hacer sus negocios. De cerca son avances, retrocesos, contradicciones, muchas historias: de cerca cualquier historia son muchas más historias. Más complicadas, más apasionantes, más difíciles de entender e interpretar.

Todo empezó hace cuatro años en un encuentro sobre agrocarburantes organizado en Sudáfrica, donde un banquero irlandés cincuentón que empezaba a inquietarse se encontró con un malgache rico que le habló de las tierras de su isla: que había muchas que nadie explotaba, que pertenecían al Estado, que él conocía a los funcionarios que había que conocer para conseguir una buena cantidad a un precio comodísimo. El irlandés y el malgache empezaron a hacer planes, cálculos, castillos en el aire: instalarían una explotación agrícola en el norte de Madagascar, plantarían yatrofa —la nueva planta milagrosa, la sensación de los últimos años— para hacer agrocombustible, ganarían fortunas.

—El patrón es muy bueno para encontrar plata, pero la verdad que sobre agricultura sabe más bien poco. Y cuando uno le quiere explicar le da dolor de cabeza.

Dice ahora Simon Nambena, el ingeniero agrónomo local que Fuelstock contrató para que dirigiera su proyecto. Nambena también es un producto de estos tiempos: cincuentón, trabajó durante años en proyectos de reforestación de la cooperación alemana; cuando la crisis política causó la retirada de buena parte de los programas de desarrollo, se quedó sin empleo. Así que aceptó encantado cuando le ofrecieron dirigir las plantaciones de Fuelstock.

—Una de las cosas que el patrón no sabía es que la yatrofa necesita muchos cuidados hasta que empieza a dar buenos rendimientos, mucha mano de obra, mucho abono: o sea, que necesita mucha más plata que la que habían calculado. Ni sabía que en esta zona el suelo era tan duro, que rompe todas las herramientas, que es casi imposible trabajarlo con tractores, que necesita horas y horas de preparación antes de poder plantar nada, que tiene 30 por ciento de laderas inaccesibles, 30 por ciento de cimas donde el suelo es pura arena incultivable: eso no lo había pensado nadie.

Suele pasar: cuando empiezan a intentarlo, los ocupantes de tierras se encuentran con que tienen más dificultades —y menos caminos, menos electricidad, menos máquinas, menos mecánicos— que las que imaginaron, y que eso convierte su dinero fácil en problemas. Y, a menudo, tampoco habían pensado que esas tierras que parecían medio vacías estaban medio llenas. Los planos iniciales de las 30.000 hectáreas incluían los arrozales de los habitantes de los pueblos de la zona, que se quedarían sin su fuente de comida. El alcalde protestó, los vecinos se pintaron la cara.

—De todas formas para la yatrofa no nos sirven las tierras arroceras, las tierras bajas entre las colinas, donde se junta todo el agua. Fue un error, algo que no pensaron.

La compañía reparó su «error». Y se les ocurrió, para ganarse a los locales, aliarse con ellos contra sus enemigos tradicionales: hacer la Gran Cortés.

Es un recurso clásico. Cuando Hernán Cortés desembarcó en Veracruz con 660 hombres, 10 cañones, 16 caballos y ninguna mujer, sus fuerzas eran ínfimas frente al imperio azteca. Rápido, Cortés entendió que solo podría derrotarlo si conseguía el apoyo de otros pueblos que ya no soportaban su dominio.

Aquí, modestamente, los hombres de Fuelstock se reunieron con el alcalde de Marovoay y los jefes campesinos; les dijeron que su presencia y sus nuevos cultivos servirían para impedir que los cebúes de los pastores sakalava siguieran invadiendo, como siempre habían hecho, sus arrozales.

Pajaritos, gallinas, algún perro, gritos de chicos, llantos de chicos, conversaciones de mujeres, un silbido a lo lejos, el bajo continuo de los palos moliendo grano en los morteros, el viento casi siempre, el cacareo de un gallo, el trabajo de un gargajo bien lanzado, unos mugidos, dos hombres que hablan fuerte. No hay sonidos mecánicos, eléctricos; todos son naturales, un estruendo.

Nyatanasoa son unos 400 o 500 habitantes desperdigados en sus chozas de adobe, techos de cañas a dos aguas, las calles los espacios entre ellas, gallinas chicos algún cebú poquitas cabras, mujeres sentadas a las puertas de las chozas, hombres sentados en una especie de vacío entre tres chozas que podría ser algo así como una plaza.

—La primera vez, cuando el alcalde de la región nos reunió para decirnos que venía una gran empresa que se iba a instalar acá, estábamos tan contentos. El alcalde nos dijo que iban a hacer escuelas, sala de atención médica, caminos, que iban a traer la electricidad, que nos iban a dar trabajo, que nos iban a proteger de los sakalava. Casi nos daba vergüenza: yo pensaba que por qué teníamos esa suerte, que no la merecíamos.

Dice, en la plaza o como si, Funrasa, un señor con una camiseta blanca vieja, una bermuda de colores varios y un sombrero de paja con una cinta que fue roja, muy descalzo. En la plaza —o como si— hay dos señores, cuatro muchachos, una mujer pintada con su polvo dorado, siete u ocho chicos. Los muchachos tienen camisetas de fútbol bien gastadas: una del Madrid, una de Messi en Barcelona, dos diferentes de Brasil, y se sientan en el suelo de tierra; a mí me han dejado el mejor tronco, uno que se retuerce de tal forma que parece una silla. Charlamos a la sombra del árbol de mango.

—¿Y la escuela funciona?

—Bueno, la escuela que hay ya estaba de antes. Pero sí, funciona.

—¿Ahora hay clases?

—No, ahora no.

—¿Por qué?

—Porque los maestros están de huelga. Llevan cinco meses de huelga, a ver si les aumentan.

Dice uno de los muchachos y que es cierto que la compañía los ayudó a mantener la escuela —el año pasado la pintaron por afuera—, y que no hicieron el centro de salud pero los dejan visitar al médico de la compañía, que viene un par de veces por semana. Y que no trajeron la electricidad, y que hicieron un pozo acuífero dentro de las tierras de la compañía, que antes eran sus tierras, y les cobraban 500 ariarys —20 centavos de dólar— cada vez que iban a sacar agua.

—¿Les venden su propia agua?

—Bueno, no nos la venden porque no la compramos. Fuimos dos, tres veces y no fuimos más. Si tenemos que pagarles cada vez que necesitamos un barril de agua…

Así que las mujeres del pueblo, después de ilusionarse, retomaron su rutina antigua: volvieron a bajar hasta el estanque, medio kilómetro allá abajo, con sus bidones de plástico amarillo.

—¿Y ustedes les reclaman por lo que dijeron que iban a hacer?

—No, todavía no. El jefe de ellos nos dijo que todavía no habían podido hacer las cosas porque los materiales no llegaron al país.

—Pero pasaron tres años.

—Bueno, dos y medio.

—¿No tienen miedo de que no hagan nada?

—No, alguna vez lo van a hacer. Si lo dijeron, lo van a hacer.

Dice Albert, el otro señor: un personaje tipo Corto Maltés, los ojos como tajos, la boca enorme, la nariz achatada, su pantalón de traje viejo arremangado, su saco de otro traje viejo, su sombrero digamos borsalino, muy descalzo.

—¿Qué van a hacer?

Pregunta la mujer: qué van a hacer si nunca hicieron nada que no fuera para ellos, dice. Ellos tienen su generador, su pozo, dice; para ellos sí que hicieron, dice la mujer, y los demás la miran raro, como incómodos.

—Ya es hora de que dejemos de engañarnos.

Insiste la mujer: se llama Rina, su tela verde y roja que le envuelve el cuerpo. Debe tener veintitantos, treinta años, los brazos gordos, la cara cubierta por un polvo dorado, cuarteado: la cara tierra seca.

—Éstos quieren quedarse con todo, y nosotros parece que no queremos darnos cuenta.

Dice, y los demás —los hombres, los muchachos— la miran como si quisieran callarla con los ojos.

La vida de Nyatanasoa cambió con la llegada de Fuelstock y sus cultivos. Algunas docenas de pobladores consiguieron empleos en la compañía: les pagan 3.500 ariary —dólar y medio— por jornada de bastantes horas. Pero los locales no alcanzaban para cubrir todos los puestos, así que la compañía trajo a docenas de hombres y mujeres de otros pueblos: algunos se instalaron en los alrededores de éste, otros van y vienen de los suyos. Hay épocas en que son pocos; cuando llega el momento de la siembra o la cosecha pueden ser más de cien. Entonces mujeres del pueblo se pusieron a cocinar buñuelos o arroz para venderles: se creó un pequeño mercado en un lugar donde no había intercambios comerciales. Y, sobre todo, los nyatanasoanos consiguieron la masa crítica para instalar por fin una sala de video. Siendo más, pudieron comprar una televisión viejísima y un reproductor de videos y alquilar un generador: ahora pasan películas bajo un techo de paja. La sala de video funciona día por medio, poco más o menos; la armaron hace un año y cambió la vida del pueblo.

—Ahora salgo de mi casa a la noche. Antes nunca salía, para qué. Pero ahora salgo para ir a ver los videos.

—¿Cuántas veces por semana?

—Siempre que hay. Y que tengo plata, claro.

Dice Funrasa, ojitos pícaros. La función cuesta 200 ariarys, y a veces dura cuatro, cinco horas: películas de acción, de amor, de la vida, dice: de la vida. Ésas son las que le gustan más. Insiste, pero no consigo que me explique cuáles son las películas de la vida.

—¿Y se pasan cinco horas día por medio mirando las películas?

Les pregunto y todos se ríen y contestan a coro, que sí, que claro: chicos con su juguete nuevo. Hablan un rato largo: visiblemente la sala de video es un cambio importante, el descubrimiento de un vicio que no habían siquiera imaginado. La idea de ocio, de recreación, es una novedad en sus vidas.

—¿Y no tienen miedo de que los nuevos terminen por sacarles el pueblo?

—No nos pueden sacar nada. Ellos son de otros pueblos, vienen cuando hay trabajo y después se van.

Dice Albert y los demás asienten. Rina los mira desconfiada y está por decir algo pero no.

—¿Te gustaría vivir en Taná?

—Sí, pero me daría miedo.

—¿Por qué?

—Porque hay muchos bandidos.

—¿Y acá no hay?

—Acá es distinto, los conocemos más.

Rina me dice que la acompañe y me lleva hasta una casa unos metros más allá: en la puerta hay dos mujeres sentadas en el suelo, amamantando; diez o doce chicos juegan alrededor. Se los ve contentos, casi gorditos, descalzos, pasablemente sucios. Una de las mujeres tiene, como Rina, la cara cubierta de ese polvo dorado. Le pregunto, me dice que es la corteza de un árbol: que la ralla, la mezcla con agua, se la aplica.

—¿Para qué?

—Para protegerme de los rayos de sol.

—¿Y si no lo usa qué le pasa?

—Me pongo toda negra.

Dice Shena, renegra, treintitantos, el bebé que la chupa. El bebé es una nena, me dice, poco menos de un año; otra, apenas más grande, se le sube a los brazos: la que mama, me dice, es hija suya, la otra es nieta —hija de una hija que ya debe tener 15, me dice, o 16. Que la cuida, me dice, muchos días y más hoy porque su hija fue al mercado. Salió temprano, a pie; Shena dice que tarda como cinco horas de ida, cinco de vuelta. Un hombre tarda cuatro, pero los hombres no quieren ir al mercado, dicen que no saben, que no tienen tiempo: mandan a las mujeres.

—¿Acá quién trabaja más, los hombres o las mujeres?

—Los hombres, porque en el campo son los que manejan la azada. Las mujeres riegan, ponen el abono…

—¿Y en la casa los hombres qué hacen?

—Nada, no hacen nada. A veces van a buscar el cebú, pero no hacen más nada. Nosotras hacemos todo en la casa, la casa es nuestra, los chicos, la comida, la limpieza, la ropa, todo eso.

—¿Y entonces, quién trabaja más?

—Los hombres.

Dice Shena, cansada de explicarme todo. La otra mujer, también con bebé encima, se llama Soasara y dice que tiene que irse a cocinar. Yo le pregunto qué y me mira con un poco de pena.

—Arroz, qué va a ser.

Entonces yo le pregunto cuándo comen y Soasara me dice que tres veces al día: a la mañana, al mediodía, a la noche.

—¿Y qué comen a la mañana, qué comen al mediodía, qué comen a la noche?

—Arroz.

Dice, como quien dice lo más obvio.

—¿Y lo preparan distinto cada vez, o es siempre igual?

—No, qué quiere que le hagamos. Lo cocinamos.

—¿Lo comen con algo?

—A veces, cuando hay. Un poco de verdura. Un pescado. Pero no mucho.

—¿Cuánto?

—Y, una vez cada mes, cada dos meses.

Salvo, me dicen, en la soudure. Entonces, entre noviembre y marzo, cuando nueve de cada diez familias pasan hambre porque no tienen ni maíz ni arroz, cuando la mitad de las familias se pasa días enteros sin comer, su —escasa— alimentación es más variada. Se comen lo que encuentran en el campo: ñame, una papa salvaje que se llama moky, tamarindo mezclado con cenizas, ciertas frutas silvestres, grillos y otros insectos, pajaritos. No les gusta; les pregunto si no prefieren comer cosas distintas.

—No. ¡El arroz es la comida del pueblo malgache!

Dice Soasara, declarativa, rimbombante.

—¿Pero le gusta?

—Claro, me gusta, me gusta más que nada.

Algunas de esas comidas de ocasión les resultan temibles, e inventaron tabúes. Por ejemplo: que si le dan un huevo a un chico que todavía no aprendió a hablar se queda mudo.

—Pero si pudieran elegir cualquier plato, el plato que quieran, ¿qué eligirían?

—Arroz.

Dice Shena, y Soasara asiente. Y Rina me explica que el pan no llena, no sirve para comer: que lo que saca el hambre es el arroz.

—El problema es cuando no tenemos. El problema es que cada vez nos quedan menos tierras para plantarlo, y ahora con la compañía…

—¿Qué pasa con la compañía?

—¿No escuchó? Se van a quedar con todo el agua y nadie dice nada.

La Organización Mundial de la Salud dice que la principal causa de muerte por razones medioambientales es «cocinar con fogones primitivos». En la mayoría de las casas del OtroMundo, mujeres cocinan lo poco que cocinan en fogones de leña o carbón o bosta dentro de sus chozas. El humo las invade, las tizna, las enferma: la OMS dice que un millón y medio de personas se mueren cada año de enfermedades respiratorias —bronquitis, asma, cáncer de pulmón— producidas por esta quemazón: mujeres, más que nada, y chicos chicos.

Los campesinos de Nyatanasoa —los campesinos de toda esta región de Marovoay— viven de sus pequeñas plantaciones de arroz, que completan con un poco de mandioca y, a veces, algún trabajo de jornaleros en un campo ajeno.

—Cuando cosechamos el arroz tenemos que vender bastante para comprar la sal, el azúcar, el aceite, el jabón. Y tenemos que guardar un poco para hacer semilla. Entonces después no nos alcanza, y cuando llega diciembre o enero se nos acabó y tenemos que comprar en el mercado.

Me dice Soló, un señor de 51 años. Soló y su mujer, Blondine, tienen dos hectáreas de arroz y tres cebúes. Cada hectárea produce casi dos toneladas con cáscara, pero cuando lo pelan les quedan unos 500 kilos. Soló y Blondine no saben que la productividad media de una hectárea de arrozal en China o en Vietnam está en seis o siete toneladas.

—¿Y no les conviene guardarse todo el arroz, así no tienen que comprar más tarde?

—Claro. Pero si lo guardamos todo no tenemos plata para comprar nada. Guardamos la mitad, para comer y para sembrar, y el resto hay que venderlo.

—Pero después en la soudure tienen que comprar arroz.

—Y sí. Y te lo cobran mucho más caro.

—Por eso digo, ¿no les conviene guardarlo?

—¿No entiende? No podemos guardarlo, necesitamos esa plata para comprarnos nuestras cosas. Para ir viviendo, para poder comer.

Soló me cuenta lo que es pasarse todo el día con los pies en el agua, en el barro de las arroceras. Después me muestra: sus pies son como el cuello de una tortuga vieja, esa piel que ya no es piel sino un mapa de arrugas. Soló me dice que de vez en cuando se quedan sin comida, se pasan un día o dos sin comer pero que hambre, eso que llaman hambre, nunca tuvo.

—¿Y entonces cómo sería pasar hambre?

—No sé, no comer nada.

Soló tiene un bluyín cortado a la rodilla y una camiseta blanca rota y limpia; Blondine está envuelta en una tela lila. Están sentados en el umbral de su casa: tierra apisonada, paredes de adobe pintado de rosita, cantidad de chicos que van y vienen y juegan alrededor.

—¿Son todos hijos suyos?

—No, son sobrinos, vecinos. Nosotros teníamos dos hijos, nada más. Teníamos una nena de doce años y un nene de seis que vivía con nosotros pero el mes pasado se fue a vivir con los ancestros.

Dice Soló y yo no entiendo. Tatá, mi intérprete, me explica: que se fue a vivir con sus ancestros quiere decir que se murió.

—Fidy no estaba bien, se lo veía muy flaquito. Le dábamos todo el arroz que podíamos pero no mejoraba, estaba cansado, sin ganas de nada.

Dice Soló, y que un día oyeron en la radio a un señor que decía que si a un chico le pasaba algo así lo llevaran al hospital. Fueron hasta Antanambazaha en un carro de bueyes; el pobre Fidy casi no hablaba, se quejaba muy bajito. En el hospital lo tuvieron dos días; se murió el tercero. Blondine dice que a veces cree que la culpa la tuvieron los del hospital: le dijeron que el chico estaba mal alimentado y que por eso no había podido curarse de su enfermedad —una palabra que no consigue recordar— pero ella no les cree: Fidy comía su arroz todos los días, casi nunca le faltaba su arroz. Soló tiene dos o tres dientes muy atravesados y la mira intentando que se calle; Blondine sigue:

—Yo creo que lo mataron ellos.

—¿Y para qué podrían querer matarlo?

—No sé. Si yo supiera esas cosas no sería así de pobre.

Soló y Blondine pidieron plata prestada para comprar el cebú que debían matar para el funeral, pero no pudieron enterrarlo acá:

—Nosotros llevamos cincuenta años viviendo acá, y antes que eso mi padre y mi abuelo también vivieron acá, pero ésta no es nuestra tierra, sabe. Nuestra tierra está en el sur, bastante lejos, ésa es la tierra de nuestros mayores, así que fuimos a enterrarlo allá, en nuestra tierra. Eso también costó muy caro.

—¿Lo enterraron allá porque querían o porque acá no los dejaban?

Soló me mira y se sonríe; de repente está muy ocupado armando su cigarro, tabaco de una bolsita de plástico azul y papel de una libreta usada, hojas gruesas escritas que va cortando cuidadoso, delicado. Después dice que son los sakalavas, que los sakalavas siempre les dicen que ellos siguen siendo forasteros. Y que ahora los blancos lo protegen, que con sus sembrados impiden que los cebúes de los sakalavas le arruinen su cultivo pero que él sabe cómo son los blancos, van a terminar quedándose con todo y él va a ser más forastero que nunca y que ojalá para entonces él ya esté descansando con sus ancestros, en su tierra.

—¿A usted le parece que la compañía se va a quedar con nuestra tierra?

Me pregunta, con la esperanza de que le diga que no, que cómo se le ocurre. Yo no puedo.

Los sakalavas fueron, por siglos, los dueños de estas tierras: pastores que llevan sus cebúes de aquí para allá en busca de las mejores hierbas; patrones de grandes territorios, su fama de violentos, dominadores, señores implacables.

Y casi todos los agricultores del área de Marovoay son «forasteros»: sus mayores llegaron hace dos o tres generaciones y consiguieron el permiso de los sakalavas para cultivar siempre y cuando no molestaran sus rebaños. Y siempre y cuando soportaran que, con frecuencia, esos rebaños se metieran en sus arrozales, los pisotearan, los comieran. Eran las condiciones que imponían los amos.

Por eso los dueños de Fuelstock imaginaron que su mejor jugada sería aliarse con los agricultores contra los pastores. Instalaron sus sembrados y sus alambrados entre las tierras de pastoreo más usadas por los sakalavas y los sembrados de los «forasteros». Fue —o pareció, al principio— una buena forma de ganarse las voluntades de los campesinos; fue, también, el mejor modo de empezar las hostilidades con los sakalavas.

—¿Le parece que los campesinos están contentos de que ustedes estén aquí?

—Es difícil decirlo. Yo no sé, pero dicen que toda esa plata que le damos a la comuna como impuesto nunca aparece en sus cajas, aunque nosotros tenemos todos los recibos firmados por el intendente. Y por supuesto hay gente que se enoja porque dice que Madagascar no debería dar tierra a los vazaha, los blancos. Pero los que tienen trabajo con nosotros me parece que están contentos de que estemos.

Me dice Nambena, el agrónomo de Fuelstock, con su voz de tabaco.

—Pero se quejan de que ustedes les pagan muy poco.

—Bueno, ellos siempre se quejan. Lo cierto es que ahí había mucha tierra disponible y ahora estamos empezando a usarla.

—¿Por qué había mucha tierra disponible?

—Ésa es una buena pregunta: porque era una zona ganadera, los pastores la usaban para sus cebúes, así que no plantaban nada.

—Pero la usaban.

—La usaban de una forma muy salvaje, muy poco racional.

El conflicto estalló cuando la compañía empezó a plantar; el jefe sakalava se presentó y les dijo que ésa era su tierra, que no tenían derecho; ellos dijeron que ésa era su tierra, que tenían todo derecho. Se enfrentaban dos formas de propiedad: los papeles que el Estado malgache había dado a Fuelstock contra la costumbre de siglos de uso. Las negociaciones fueron tensas, y todavía siguen.

—Los pastores siempre van a estar en contra.

—¿Por qué?

—Porque ellos creen que toda la tierra es suya, están acostumbrados a dejar a sus animales sueltos por ahí, queman la hierba para que crezca nueva y dejan a sus animales, eso es todo lo que hacen. No saben usar la tierra, los pastores.

5.

Más allá de Nyatanasoa la pista se abre y se convierte en una carretera de carretas. Pasan varias, que van para el mercado, tiradas por dos cebúes cada una, un yugo largo, un conductor con mucho látigo. Un ruido de repente, cabalgata: dos carretas llegan a mil, jugando una carrera; el polvo y el desbande, después nada.

—Cuando llegaron los vazahas de la compañía nos dijeron que iban a mejorar todo, cómo vivimos, todo. Nos dijeron que si ellos empezaban a cultivar no íbamos a tener más problemas con los ganaderos porque iban a poner sus cultivos entre ellos y nosotros, para que sus cebúes no puedan pasar hasta acá.

—¿Y lo hicieron?

—No, más o menos. Ocuparon esa parte, pero a veces los cebúes vienen igual. Otras veces no vienen.

Dice Norbert, escéptico: al final me parece que nosotros no ganamos nada.

Norbert es el «presidente» del fokotany —pueblo— de Besonjo, a tres o cuatro kilómetros de Nyatanasoa. Besonjo es muy parecido a Nyatanasoa, salvo que, a la entrada, una docena de casas están negras, quemadas. A Norbert lo eligieron hace cuatro años, cuando llegó un señor de la capital y dijo que tenían que elegir un presidente para el pueblo, que iban a votar. Ese mismo día se presentaron tres candidatos y Norbert ganó por muchos votos de ventaja.

—¿Por qué lo eligieron?

—Porque no me conocían suficiente.

Dice, y se ríe y después le da miedo que no entienda su humor: porque me quieren, mis vecinos me quieren.

—¿Le gusta ser presidente?

—Me gustaba, me gustaba mucho, pero ahora ya no. Entre el ataque del año pasado y los retrasos de la compañía con los pagos, tengo muchos problemas. Y tengo que hacer muchas cosas, muchos trámites, y nadie me paga nada y tampoco consigo las cosas que tendría que conseguir. Entonces para qué…

Dice Norbert, y que la compañía no paga los sueldos cuando debe y que no hizo mucho de lo que les había prometido y que todo sigue igual y que hace unos meses se enojaron tanto que muchos trabajadores con machetes se juntaron delante de la casa de la compañía a reclamar que les pagaran:

—Pobres, los empleados se asustaron, pensaron que los iban a matar.

—¿Y los iban a matar?

—No creo. Me imagino que no. Pero no viera lo rápido que nos pagaron ese día.

Dice, y se ríe de nuevo. Norbert tiene casi 60 años, una camiseta de un festival de música que pasó hace mucho en otra parte, el pelo muy negro, la sonrisa fácil. Su abuelo llegó al pueblo hace 100 años, su padre nació acá hace 80, pero esta tierra sigue sin ser su tierra: no es la tierra donde entierran a sus muertos porque no es la tierra donde están enterrados sus muertos. Le pregunto si en algún momento se va a convertir en su tierra, pero no entiende mi pregunta:

—Mi tierra está en el sur, mis ancestros están ahí.

Y que a veces tienen que enterrar a algún pariente acá porque no tienen plata para irse hasta su tierra pero que en cuanto consiguen lo desentierran y lo llevan y recién entonces está realmente muerto, reunido con todos los mayores. Su mujer, Marceline, lo mira y asiente, repite sus palabras: ella sí trabaja para Fuelstock, cultivando morrones, y el presidente dice que por eso lo acusan de haberse vendido a los vazaha. Y él dice que si pudieran ella lo dejaría en dos minutos, que trabaja muchas horas y le pagan una miseria pero que necesitan esa plata, que de verdad lo dejaría si pudieran. Norbert y Marceline tienen ocho hijos: el mayor 28, el menor siete años.

Su casa es la más grande del pueblo: un caserón de adobe de tres habitaciones, los techos altos, de palma renegrida, las ventanas chiquitas, las puertas de madera con sus candados nuevos, relucientes. Estamos en la sala; no hay muebles, solo esas esterillas que las mujeres de aquí hacen con hojas de palma para no sentarse o acostarse sobre el piso de tierra. En el suelo, sentados sobre las esterillas, dos o tres de sus hijos y una docena de vecinos nos escuchan, nos miran, se comentan.

Besonjo parece un oasis de calma, pero las casas quemadas a la entrada. Dos o tres veces les pregunto, y al fin Norbert me dice que fue cuando el ataque.

—¿El ataque?

—Sí, el ataque. Yo creí que usted venía por eso.

Meses atrás siete u ocho hombres atacaron el pueblo. Fue un lunes cuando la tarde ya caía. Aparecieron de repente, gritando, tocando pitos y tambores, golpeando palos y machetes; uno tenía un fusil, todos gritaban y corrían y fueron hacia la casa de Norbert. Marceline los vio llegar desde la casa de una vecina.

—Empezaron a tirar tiros contra la puerta de la casa, la abrieron, gritaban que querían a mi marido. Mi marido no estaba, por suerte no estaba. Entonces entraron, sacaron cosas de la casa, se llevaron su fusil, los papeles para hacer certificados de las tierras, los sellos oficiales; gritaban, rompían todo. Yo salí corriendo y gritando que había bandidos, bandidos, y la gente del pueblo se puso a correr para el lado del campo.

El presidente Norbert, que llegaba, también corrió y se escondió más allá de unos árboles. Los asaltantes fueron a buscar al vicepresidente del pueblo, pero tampoco lo encontaron. Entonces corrieron unos metros hacia las casas más al este —15 o 20 chozas de pobladores nuevos, muchos trabajadores de la compañía— y les prendieron fuego. Quemar casas parece ser una tradición malgache —incluso grandes casas: en 1972 quemaron la intendencia de Antananarivo, en 1976 el palacio del primer ministro, en 1995 el viejo palacio de la reina, el edificio más famoso de la isla.

—¿Y no mataron a nadie?

—No, no pudieron agarrar a nadie porque todos nos escapamos.

Cuando se iban yendo, los vecinos pudieron ver que solo uno tenía un fusil; los demás llevaban hachas y machetes.

—¿Y ustedes no habrían podido defenderse?

—Es que nos agarraron por sorpresa, no sabíamos qué pasaba, nos dio miedo, corrimos.

—¿Quiénes eran?

—No sé, no sabemos.

Dice Norbert. Dice que no sabe para decir que sabe pero no sabe si quiere o no decirlo —y me mira con una cara rara. Le insisto; me dice que por lo que decían se notaba que eran de por acá, que conocían el pueblo, que sabían nombres de vecinos.

—Hay quienes dicen que los mandaron los sakalavas. Pero yo no sé, yo cómo voy a saber.

Los demás asienten, esquivan las miradas. Hay algo en esas caras que es pura malicia: un arte de hacer como que no dicen lo que dicen o dicen lo que no.

—Lo que pasa es que los sakalavas dicen que las tierras donde la compañía empezó a plantar son de ellos. Algunas veces vinieron y nos dijeron que qué hacíamos trabajando en esas tierras. Y ellos creen que fuimos nosotros los que llevamos a la compañía a plantar yatrofa en esas tierras, así que estaban furiosos, y por eso nos atacaron.

—¿Cómo, entonces sí eran los sakalavas?

—No, no sé.

Dice, y su esposa lo mira como para que se note que lo mira.

—¿Y esto que me contó?

—Esto es lo que dicen. Pero quién sabe si es cierto o si no es cierto.

6.

—Antes vivíamos mejor. Antes había respeto. Ahora no queda nada; solamente peleas.

—¿Qué cambió?

—Antes había respeto. Nuestros vecinos sabían que los dejábamos vivir en estas tierras y nos respetaban, nos trataban como se debe. Pero desde que llegó la compañía todo se perdió. Ellos se aprovecharon de la compañía para pelearse con nosotros. Dijeron que nuestros cebúes les comían las plantas de arroz, entonces convencieron a la compañía de que pusiera su yatrofa entre los arrozales y nosotros, dijeron, para que no pasaran los cebúes. Pero entonces tenemos que llevarlos más lejos, a lugares con menos pasto… y ésta es nuestra tierra.

Esperaba otra cosa. Me sorprende ver que Mangadé, el pueblo de los sakalava, es tan pobre como los otros pero mucho más chico: una docena de chozas muy precarias, un hombre viejo y uno casi viejo. El viejo se llama Adaniangy y es el hijo del jefe del pueblo. El viejo —el heredero— tiene más de 70 años y me dice que su padre ya anda por los 100. El viejo —el heredero— tiene una túnica que fue blanca, unas bermudas de jean agujereadísimas, los pies descalzos, las uñas esculturas neolíticas, la boca con pocos dientes muy torcidos, mayoría de oro. El otro, el casi viejo, es su primo Gérard. El primo tiene una tela arrollada a la cintura, los pies neolíticos también, una camisa rota abierta, un sombrero de paja desflecado y una sonrisa casi entera. Nunca suelta el machete: dibuja en el suelo, junta ramitas, corta hojas, saca punta a ramitas. El machete tiene un mango de madera basta, la hoja corta y ancha y redondeada, un filo extraordinario.

—Los vazaha de la compañía se equivocaron: creyeron que para venir acá tenían que hablar con los campesinos de los pueblos de abajo. Ésos son forasteros, nosotros los dejamos vivir acá pero son forasteros. Con nosotros tenían que hablar, y no hablaron. Se equivocaron. Después pidieron disculpas, pero se equivocaron.

—Ellos creen que ustedes mandaron a los bandidos que quemaron Besonjo.

—Bueno, eso dicen algunos, pero quizá lo dicen por la envidia que nos tienen, quién sabe. Quién sabe qué es cierto y qué no es. Acá hay mucho rencor, muchos enfrentamientos desde que esta compañía vino a cambiar las cosas. No es como antes, que vivíamos tranquilos con nuestros cebúes, nadie nos molestaba, estábamos en paz.

—¿Temen que la compañía se quede con todas las tierras?

—Tenemos miedo, sí. La compañía ya ocupó una parte de nuestras tierras, cada vez tenemos menos tierras para pastar nuestros cebúes.

—¿Y qué pueden hacer para impedirlo?

—Le pedimos al alcalde, a todos, pero a veces hacen algo, a veces no. La compañía les dice qué hacer y qué no hacer. Ellos nos tienen que pedir permiso a nosotros, que somos los verdaderos dueños de estas tierras. Acá están enterrados nuestros muertos. Si esto sigue así nos van a dejar sin las dos cosas más importantes que hay en la tierra: abajo los ancestros, arriba los cebúes.

Estamos sentados en la tierra, a la sombra de un árbol no muy grande; los primos se respaldan en el árbol. Alrededor, las cuatro o cinco chozas que arman la vivienda familiar. Los patos, algún pavo, un perro de tres patas; más allá un par de vacas. Los chicos no se acercan; nos miran a lo lejos. Más lejos las mujeres, bajo un alero de palma renegrida.

—A los campesinos no les importa porque no es la tierra de sus mayores. Por eso no les importa.

—Pero viven de esta tierra, comen de esta tierra.

—Sí, claro. Pero no es lo mismo.

Adaniangy —o, mejor, el padre centenario de Adaniangy— tiene unos cuatrocientos cebúes. Un cebú mediano cuesta 800.000 ariary —400 dólares—; uno castrado bien cebado puede costar el doble. El padre de Adaniangy, su familia, tienen cientos de miles de dólares en cebúes, pero es una idea diferente de la riqueza. Cualquiera que los viera sabría que son pobres; ellos saben que son ricos —y sus vecinos también lo saben. Es un tipo de riqueza que no se traduce en lo que suele traducirse en nuestros países; no son objetos, no es una forma de vida, no es nada de lo que solemos llamar comodidad o lujo; es prestigio, poder, seguridad.

—Así que son ricos.

Les digo, y los dos se ríen como una virgen ante un piropo un poco fuerte, falsa incomodidad, modestia falsa y el placer de escucharlo.

—Lo que pasa es que ésta es nuestra tierra, nosotros llevamos acá generaciones y generaciones. Por eso nuestros ancestros siguen acá, en sus tumbas de piedra. Y por eso ahora el jefe del pueblo es mi papá, y después voy a ser yo, y después va a ser otro de nosotros.

Dice Adaniangy, y que después me quiere mostrar la tumba de sus padres —sus ancestros—: que yo ahora veo estas casas donde viven y me parecen —dice que me parecen— pobres, pero que sus tumbas son más grandes, más lindas, que debería ir a verlas.

—¿Y de verdad hacen las tumbas mejores que las casas?

—Sí, claro.

Me dice, como quien se extraña. Ve mi cara, me explica:

—Es así, tiene que ser así. ¿Usted dónde cree que va a pasar más tiempo?

Tener cebúes es, además, la manera principal del ahorro en esta sociedad. No los crían para venderlos y que otros los consuman. Los crían para tener un reaseguro que solo usarán cuando no quede más remedio: tres o cuatro cabezas por año si hay un problema, si se quedan sin arroz, si hay que festejar algo. No es un programa de cría para la venta; sirve, sobre todo, para la tesorización. Y, como toda tesorización, le sirve para muy poco a los demás.

—¿Qué es lo bueno de tener cebúes?

—Los cebúes son muy importantes. Cuando nace un familiar y lo circuncidamos matamos un cebú; cuando se casa un familiar matamos un cebú; cuando se muere un familiar y lo enterramos matamos un cebú. Y también sirven para pisotear el arrozal antes de plantar las semillas, que si hay que hacerlo con los pies es un trabajo terrible. Y si pasa algo, si hay alguna necesidad, podemos vender un cebú y solucionarlo. Si queremos un arrozal podemos comprarlo porque tenemos los cebúes. Es nuestra riqueza, nuestro ahorro.

—¿Y comen a menudo la carne del cebú?

—Sí, lo comemos en Año Nuevo, en las circuncisiones, los entierros, esas fiestas.

—¿Y todos los días qué comen?

—El arroz. Y a veces algún pescado del río.

—¿Por qué no comen más cebúes?

—Es que no podemos matarlos porque son muy grandes. Sobraría mucha carne, habría que tirarla. Los ancestros se enojan.

El sol, el polvo, el calor aún a la sombra de este árbol. Dueños de cuatrocientas cabezas de ganado me dicen que comen carne cada tanto; me pregunto de nuevo si alguna vez todos —todos los hombres, digo, incluso en las sociedades ricas— comeremos como ellos, como antes: carne en las grandes ocasiones. Si el tiempo de la carne —de carne varias veces por semana— no habrá sido un intervalo breve y muy localizado en la historia de los hombres.

Hace dos siglos solo los más ricos de los países más ricos comían carne con frecuencia; ahora, solo los habitantes de los países más ricos. Si la población sigue creciendo, si no aparece un modo de producir proteínas animales con menos gasto de recursos, es probable que en unas décadas el tiempo de la carne vuelva a ser el artículo de lujo que casi siempre fue.

—¿Y creen que sus hijos, sus nietos van a poder seguir criando sus cebúes?

—Quién sabe. Si la compañía ocupa todo no va a quedar lugar para que pasten los cebúes. Y entonces los cebúes se van a morir.

—¿Y ustedes qué van a hacer?

—Vamos a ser pobres. Nosotros sin los cebúes no sabemos vivir. Vamos a ser pobres, vamos a pasar hambre.

7.

Algunos creen que es la mejor manera de evitar que sus países pasen hambre; otros suponen que es la mejor forma de ganar fortunas si sus países pasan hambre.

Algunos son, incluso, levemente altruistas: pueden ser Estados que buscan tierras —en general a través de empresas privadas— porque están preocupados por la «autosuficiencia alimentaria» de sus países. O pueden ser grandes fondos de inversión preocupados por la volatilidad del mercado financiero o corporaciones de la alimentación que quieren «integrar su modelo de negocios»: ganar, de una u otra forma, todavía más dinero. O pueden ser incluso pequeños aventureros que quieren sacar ventajas de una situación confusa, de funcionarios fáciles, leyes elásticas, inversores crédulos.

Pero en principio cuando se habla de apropiación de tierras siempre aparecen los de siempre: China, Corea del Sur, Arabia Saudita y sus emiratos circundantes. China, que solía autoabastecerse de granos, pasó a ser el primer importador mundial de soja y maíz —para sus chanchos— cuando sus pobladores empezaron a comer en serio; ahora sus tierras están sobreexigidas y ya no pueden asegurar comida para todos. Corea es un país de superficie breve y montañosa, que pasó hambre durante siglos y que, enriquecido por su industria de punta, ocupados sus campos escasos por más y más ciudades, debe importar el 70 por ciento de sus alimentos —y teme aumentos o bloqueos que lo dejen sin nada en el futuro y en el plato. Arabia Saudita, riquísimo en petróleo, decidió gastar fortunas en perforaciones para regar sus desiertos y transformarlos en vergeles. A principios de siglo habían llegado a producir el grano que sus 26 millones de habitantes necesitaban —y más, para exportarlo—, pero sus acuíferos empezaron a agotarse y con ellos su agricultura e, incluso, el suministro de agua en sus ciudades. Por lo cual su gobierno decidió dejar de producir trigo en 2016: fue un buen ejemplo de cómo la naturaleza pone límites incluso al capital.

Cuando se trata de apropiación de tierras, China, Corea, Arabia y sus vecinos son los sospechosos habituales.

Y sin embargo.

En 2010 un periodista americano de Rolling Stone, McKenzie Funk, siguió a un capitalista gordo y deslenguado, americano, en un viaje a Yuba, que todavía no era la capital de Sudán del Sur, para contar sus intentos de hacerse con un millón de hectáreas —gracias a la ayuda de un general sudanés de la etnia nuer, Paulino Matip, conocido por sus masacres en la zona fronteriza de Unity, alrededor de Bentiu. Se calcula que más de cuatro millones de hectáreas sursudanesas ya están ocupadas o apalabradas por apropiadores extranjeros. La historia que cuenta Funk es encantadora: el señor Philip Heilberg, patrón de Jarch Capital, le explica que África es un continente copado por las mafias y él, un buen capomafia. Y que «cuando la comida escasea, el inversor necesita un Estado débil que no pueda forzarlo a cumplir ninguna regla». Funk, reportero de choque, describe la movida de la apropiación:

«Todos apuestan a que el crecimiento demográfico y el cambio climático —con sus inundaciones y sequías y desertificaciones— pronto conseguirán que la comida sea tan valiosa como el petróleo. En un planeta de glaciares derretidos, ciudades colapsadas y millones de refugiados climáticos, los que controlen la comida van a controlar el mundo. Poderes en ascenso como China, India y Corea del Sur se quedaron con millones de acres desde Camerún hasta Kazajistán, compitiendo con Estados petroleros como Arabia Saudita y Kuwait, y bancos de Wall Street como Goldman Sachs y Morgan Stanley». La frase, quizás involuntaria, es toda una declaración: los que se quedan con la tierra son la China o India o Arabia Saudita pero no los Estados Unidos —sino Wall Street, unos bancos.

Es el tipo de realidad paralela que la cultura americana consiguió construir: nosotros no, nosotros somos buenos aunque haya, entre nosotros, malos. En cambio, los demás.

Según los especialistas de Grain —una organización internacional que se ha convertido en una autoridad en el asunto— las empresas que concentran mayor cantidad de tierras extranjeras están en Gran Bretaña y los Estados Unidos.

Después, sí, vienen compañías públicas y privadas de China, Arabia Saudita, Francia, Italia, India, Corea, Singapur, Sudáfrica.

Una obviedad: en general, los que se quedan con todas esas tierras son gente que no lo necesita. Gente que hace negocios —que es, por definición, gente que podría no hacerlos. O sea: gente que tiene suficiente dinero como para vivir tranquila pero dedica su vida a ganar más dinero porque si no no pueden vivir tranquilos. Gente que lo hace porque son la encarnación del espíritu capitalista. Porque quieren el riesgo y el poder. Porque quieren la plata.

Uno de los fondos que concentran más tierras africanas se llama Emergent y está muy bien situado en Londres. Lo dirigen una ex de Goldman Sachs y un ex de J. P. Morgan: el centro del centro. En una entrevista que dio a Reuters, su CEO, David Murrin, no quiso decir cuánto dinero manejaba, pero sí que era «el fondo agrícola más grande de África»; informaciones financieras dicen que dispone de tres o cuatro mil millones de dólares para hacer buenos negocios con «la volatilidad de la situación geopolítica» —y que su rendimiento anual debería rondar el 25 por ciento. En su página web, impecable, declaman altisonantes su sistema para hacer fortunas:

«El modelo geopolítico exclusivo de Emergent es usado por nuestros managers para identificar las tendencias temáticas de la economía política global. La hipótesis fundamental de nuestro modelo identifica el mayor problema del mundo: superpoblación —hay demasiada gente y pocos recursos naturales.

»A partir de esta hipótesis, Emergent exploró la naturaleza fractal de los modelos colectivos de conducta de grupos de personas en la economía política más amplia. La naturaleza de la evolución de las naciones-Estado es repetitiva y sus resultados pueden ser predichos con un alto nivel de acierto. Este trabajo está encapsulado en nuestro estudio sobre los Cinco Estadíos del Imperio y el libro de nuestro CEO, David Murrin: Quebrando el código de la historia.

»Hay seis subtemas en el Modelo, a través de los cuales anticipar y monitorear estos cambios: evolución de un mundo multipolar; escasez de materia prima; polarización de cultura y religión, Oriente y Occidente, cristiandad e islam; tecnología y proliferación de las armas; enfermedad; calentamiento global y las implicaciones del cambio climático. (…) Nuestro modelo sugiere que este período va a experimentar la confluencia de varios eventos geopolíticos importantes. Se supone que sucederán en un período relativamente corto en sincronicidad con una transferencia importante de poder y riqueza a través del globo. El ambiente actual generará una dislocación significativa en los mercados financieros. El correspondiente aumento en la volatilidad proveerá excelentes oportunidades de negocios.»

O cómo decir en grandes palabras que vas a rapiñar todo lo que puedas, aprovechando los desastres previsibles.

«Podríamos ser idiotas y no cultivar nada, y aun así haríamos mucha plata en los próximos diez años», dijo la patrona de Emergent: tierra tan barata que aún sin usarla resulta un gran negocio.

El Oakland Institute californiano, que se ha dedicado a seguir el asunto, dice que «corporaciones, bancos y naciones ansiosas de garantizar su propia seguridad alimentaria futura han estado prospeccionando y asegurándose grandes extensiones de tierras extranjeras para producción o especulación. Cada vez más, los inversores consideran las tierras cultivables como un lugar seguro y rentable para su capital».

¿Por qué les parece una inversión segura? ¿Tan arruinado está el mundo que un inglés o un sheik o un japonés que explotan miles de hectáreas en Tanzania pueden estar tranquilos?

No siempre lo creen. A veces los biempensantes de Washington se preocupan: «Los inversores extranjeros que producen comida en un país lleno de hambrientos se enfrentan al problema político de cómo sacar su cereal. ¿Permitirán los aldeanos el paso de camiones llenos de grano en su camino al puerto cuando estén en el umbral de la hambruna? El potencial de inestablidad política en los países donde los aldeanos perdieron su tierra y sus medios de vida es alto. Sería fácil que hubiera conflictos entre el inversor y los países anfitriones», escribió en 2012 y en Foreign Affairs Lester Brown, pionero ecololó.

Tiene cierta lógica: aquel dicho que dice que no hay que contar plata delante de los pobres, el que no dice que no está bien mostrarles a los hambrientos que uno se lleva su comida —porque podrían reaccionar.

Pero no suele suceder: no hay mayor logro ideológico que el respeto de la propiedad privada. La base milagrosa de todo el edificio. El hecho sorprendente de que, en general, los dueños no necesitan usar violencia para impedir que alguien que necesita mucho algo y lo ve ahí delante de sus narices se lo lleve.

También aquí, en Madagascar, se vendieron miles y miles de esclavos. Hace 150 años una de los principales recursos de la isla era proveerlos a las islas vecinas: Comores, Reunión. Pocos comercios han sido tan constantes a lo largo de la historia: no hay cultura que no haya caído, en algún momento, en la solución de hacer negocio con esa mercadería tan fácil de conseguir, tan accesible. Para mantenerla solo se necesitaba un poco de fuerza y mucho de ideología: la convicción general de que si una persona cumplía ciertos requisitos —perdía una guerra, no pagaba sus deudas, robaba cuatro panes, nacía de madre esclava— podía pertenecer a otra persona. Uno de los cambios más extrordinarios que trajo la modernidad fue la abolición de esa idea: que ahora nos parezca aberrante es tan común como que pareciera normal hace dos siglos. Debería funcionar como advertencia, como invitación a la duda sistemática: ¿cuántos de los mecanismos que ahora nos parecen indiscutibles serán horrorosos, intolerables dentro de cierto tiempo?

O, incluso, como dice Terry Eagleton: «Después de todo, si no resistimos a lo que parece inevitable, nunca sabremos cuán inevitable era».

Ya no creemos que sea lógico que un hombre que cumple con ciertos requisitos pertenezca a otro hombre. Pero sí creemos que si un hombre cumple con ciertos requisitos —no poseer, básicamente, suficientes bienes— es lógico que trabaje para otros que ganarán dinero con ese trabajo. Quién sabe en cien, doscientos años, a millones les parezca tan extraño, tan repugnante como tener esclavos.

O quizá no, pero vale la pena pensarlo. A veces supongo que es una buena forma de pensar el futuro: ¿qué cosas serán anatema dentro de cien años? Proponer, discutir, razonarlo: ¿no es un modo adorable de pasar una velada con amigos?

Tiene la ventaja de fijar objetivos: si uno llega a la conclusión de que tal o cual serán aberrantes, quizás incluso un día se atreva a pensar qué hacer para cambiarlos. Tiene la desventaja de confiar en la doxa: pensar que tal o cual van a ser aberrantes supone confiar en el cambio de idea de cientos de millones.

Decíamos: un éxito del relato americano: no somos nosotros, son ellos, los malos son ellos. La propaganda funciona sin fisuras y cuando se piensa en apropiación de tierras —¿cuando se piensa en apropiación de tierras?— se piensa en orientales y en árabes, dos encarnaciones muy distintas de la amenaza del siglo xxi: la invasión económica, la violencia fundamentalista. Se piensa, sobre todo, en China. Es el retorno del peligro amarillo, un discurso incesante en las esferas políticas, académicas y mediáticas. Hace 50 años el peligro amarillo supo ser la amenaza de un sistema alternativo: su avance, temían, acabaría con el orden capitalista occidental. Ahora es la competencia capitalista occidental más pura y dura: si sigue así nos saca todos los negocios.

Es cómodo hablar de la penetración china en África. Existe, por supuesto. Pero también sirve para fijar la atención en los chinos y distraerla de los occidentales que siguen haciendo lo de siempre. O, incluso, para justificar como una especie de patriotismo de la civilización amenazada —la última defensa ante la gran ola china— el despliegue de negocios pingüísimos de occidentales y cristianos.

De todos modos, habría que hablar de China.

China es uno de los puntos clave del hambre en este mundo. Por un lado, en las últimas décadas ningún país consiguió reducir la cantidad de ciudadanos hambrientos tanto como China. Por otro, uno de cada seis desnutridos sigue siendo un chino: más de 150 millones no comen suficiente. Sigue siendo, después de India, el país con más hambre del mundo.

Es un déficit o una injusticia que este libro no hable más de China, pero yo no sé trabajar allí. Lo tuve que hacer un par de veces; cada vez terminé con la sensación de que las barreras atravesadas por las autoridades habían conseguido mantenerme alejado de lo que trataba de contar. O, peor: que terminaba contando lo que un par de burócratas habían armado para mi consumo. Aunque a veces, muy de tanto en tanto, algo se filtra.

Hace cinco o seis años tuve que buscar la historia de algún joven chino que hubiera migrado del campo a la ciudad para una publicación del Fondo de Población de Naciones Unidas. La guía oficial me llevó a una fábrica donde docena y media de obreros jovencitos me repitieron la misma historia rosa uno tras otro: la habían aprendido con cuidado. Pero esa noche, en un despiste de mi guía, me crucé con Bing.

—Yo admiro cada vez más al presidente Mao.

Me dijo Bing en cuanto nos sentamos a tomar una cerveza. Le pregunté por qué; Bing era uno de estos chinos jóvenes vestidos impecables falso Armani, reloj falso de falso oro muy pesado, la sonrisa apenas verdadera.

—Lo admiro por dos razones: por su autoridad, porque era un hombre que sabía cómo usar el poder, cómo tomar decisiones. Y porque sabía cómo luchar, cómo hacer una guerra. En mi tiempo libre yo siempre estudio las grandes guerras del presidente Mao y de los otros para aprender cómo comandar a mis empleados, para saber qué hacer cuando ponga mi propio negocio. Todavía tengo mucho que aprender del presidente Mao.

En esos días Bing tenía 26 años y trabajaba en un club de karaoke en Tianjin, un puerto de diez millones de habitantes cien kilómetros al norte de Beijing. El Oriental Pearl era un monstruo brishoso de varios pisos y un centenar de habitaciones donde los clientes bebían, cantaban, se relajaban sin mayores límites. Bing ya llevaba cinco años en el Oriental: había llegado desde su provincia a los 18 para estudiar administración en una escuela, la había terminado, intentado un negocio, fracasado, conseguido un empleo de camarero en ese club; inteligente, perseverante, fue ascendiendo y al fin lo nombraron lobby manager, con varios empleados bajo su mando. Bing ganaba unos 500 dólares por mes y ahorraba dos tercios: ya tenía, me dijo, unos 100.000 yuanes —13.000 dólares— invertidos en acciones, listos para cuando decidiera intentar otra vez su propio negocio. Bing quería ser como su patrón, que había empezado con nada y ya era rico y exitoso y tenía siete clubes.

—Acá en China siempre dicen que a los 30 años tenés que ser alguien reconocido por la sociedad. Bueno, a mí todavía me quedan cuatro años. Y por ahora estoy ahorrando y preparándome para seguir mi propio camino.

—¿Qué pensás hacer?

—No sé, pero estuve investigando el mercado acá en Tianjin, y me parece que hay espacio para una tienda que venda carteras de marca. Así que podría poner una tienda así y vender muchas carteras.

—¿Originales o copias?

—Copias, probablemente, así gano más plata.

Desde que China empezó sus reformas de mercado, unos 200 millones de jóvenes migraron del campo a las ciudades en busca de ese éxito —o, por lo menos, de comer todos los días.

—La ciudad es el lugar donde pasan las cosas. La ciudad es el futuro, es el lugar donde todo es posible.

Me dijo aquella noche. Bing había nacido en Fuping, provincia de Hebeijing, pero tenía poco más de un año cuando sus padres decidieron dejar su pueblo natal para ir a probar suerte a Zha Lantun, en la Mongolia Interior: sus padres eran muy pobres y suponían que allí, en esas tierras remotas, podrían prosperar. En Mongolia, los padres de Bing primero pastorearon ovejas; después pollos.

Bing fue de los últimos chinos con hermanos; nació en 1980, poco antes de que China lanzara su política de un chico por familia —one family, one child— que la convirtió en un país de hijos únicos. Bing tenía tres hermanas; la mayor, que le llevaba quince años, lo cuidaba como una madre cuando su madre salía a trabajar los campos con su padre.

La economía de su familia dependía del clima: si el tiempo era favorable y las cosechas o los animales crecían bien, la familia comía; si no, pasaban hambre. Bing todavía recuerda aquella vez —nueve, diez años— en que le robó un dulce a un compañero de la escuela, porque él nunca tenía plata para dulces. Lo descubrieron, lo corrieron, quisieron pegarle. Pero en su casa tenía otros privilegios:

—A mí me daban todo lo que podían. Yo era el único varón y el hijo menor.

En las familias chinas tradicionales, padre, madre y hermanas pueden quedarse sin comer para que el benjamín no se quede con hambre.

—¿Y tus hermanas no te odiaban por eso?

—No, ellas respetaban la tradición, y además siempre me quisieron mucho.

Yo no podía entender la imagen de unas mujeres que ayunaban con gusto —o por lo menos con resignación— por imperio de la ideología. Fue la primera vez que me crucé con el hambre de género —que los textos no suelen contemplar.

China ha logrado una reducción extraordinaria del número de sus hambrientos pero se vuelve, cada vez más rápido, una amenaza para todos los demás. Si su desarrollo mantiene el ritmo actual, en 2030 va a acaparar el 70 por ciento de la producción mundial de trigo, el 75 de la producción mundial de carne. Ya importa un cuarto de la soja del mundo para alimentar a sus 500 millones de cerdos y sus 5.000 millones de pollos. La carne es fuerte.

China ya es el primer consumidor mundial de cereales, carne, caucho, acero, carbón, cobre, níquel y muchos otros minerales. Solo en el rubro petrolero los 350 millones de americanos siguen consumiendo más que los 1.400 millones de chinos.

Pero su demanda de comida se desboca. China debe alimentar al 20 por ciento de la población del mundo con un ocho por ciento de las tierras arables del planeta —que se están reduciendo: con el crecimiento de la industria y la explotación intensiva de los terrenos, cada año China pierde casi un millón de hectáreas cultivables y una cantidad incalculable de agua. En este momento, China dispone de menos de 0,15 hectárea por persona; los Estados Unidos, una hectárea y media.

Los chinos planifican. Sabiendo que sus tierras escasean, han decidido usarlas para cultivos intensivos de productos más rentables. Tomate, por ejemplo. China nunca cultivó tomates; en 2007 se convirtió en el primer exportador y segundo productor mundial de tomates, cinco millones de toneladas al año. Los tomates chinos se venden en todas partes, salvo en China. Los chinos apenas comen tomates —menos de un kilo por año contra 25 kilos en Estados Unidos—: venden sus tomates para comprar en otros sitios los cereales que producen menos. En 1995 los granos ocupaban tres cuartas partes de su superficie cultivada; ahora son dos tercios, y la proporción sigue bajando.

Su compañía estatal de inversiones, la China Investment Corporation, es uno de las mayores fondos de inversión del planeta: dispone de más de 350.000 millones de dólares en capitales para moverse por el mundo. Mucho de ese dinero es deuda americana: nadie tiene tanta como los bancos y corporaciones chinas. La China se ha convertido en el banquero —el acreedor— de Estados Unidos y la deuda crece, porque los consumidores americanos siguen comprando exportaciones chinas.

(La resurrección china es una prueba más de la tontería de pensar los procesos históricos como repetición: que la ecuación más mercado igual más democracia representativa es una entre tantas posibles. En los setentas, estrategas americanos —Kissinger y cría— supusieron que el desarrollo económico convertiría a la gran amenaza amarilla en un aliado; que el crecimiento de una industria y un mercado capitalistas acabaría con el poder del aparato comunista y que ese proceso integraría a los chinos al sistema mundial controlado por Estados Unidos y sus corporaciones. Por eso decidieron ayudar a que eso sucediera. Lo que pasó después los sorprendió —aunque un capitalismo con partido único, al fin y al cabo, no es tan novedoso. El desarrollo chino debía ser complementario y subordinado; es competidor y desafiante. China es el gran error americano; es probable que termine por costarle su lugar en el mundo.)

Con esa cuenta que aumenta sin parar los chinos tienen más dinero que el que pueden necesitar en mucho tiempo. En 2001, cuando entraron a la Organización Mundial de Comercio, anunciaron una estrategia económica que llamaron Zou chuqu —Ir hacia afuera— que consistía básicamente en hacer inversiones que mejoraran sus relaciones con los países productores de materias primas —para asegurar su provisión.

Entonces se lanzaron a ocupar —a comprar, a conseguir, a hacerse— todo lo que pueden, donde pueden.

En África pueden, por supuesto, y muchos jefes africanos quieren. «Nosotros queremos que China dirija el mundo y, cuando suceda, queremos estar allí, justo detrás de ustedes. Cuando ustedes vayan a la Luna, no queremos que nos dejen atrás: queremos estar allí con ustedes», le dijo el entonces presidente de Nigeria, Olusegun Obansanju, al entonces de China, Hu Jintao, en su famosa gira por África, 2006. Para muchos líderes africanos las inversiones chinas son un salvavidas decisivo —y fomentan la competencia: otros Estados las miran con preocupación e intentan empardarlas, y los gobiernos africanos alivian su dependencia de los países occidentales, el FMI y el Banco Mundial. China, por otro lado, nunca fue una potencia colonial y mantiene un discurso «tercermundista» de solidaridad y cercanía con las antiguas colonias de otros.

Además, los chinos ofrecen paquetes más complejos: en lugar de la típica inversión occidental limitada al beneficio propio —el campamento petrolero, la explotación forestal, el enclave minero—, China construye rutas, ferrocarriles, puertos —que, por supuesto, también le sirven para poder llevarse las materias primas que precisa y le dejan deudas de gratitud y de millones.

Y, para completar la oferta, los chinos no muestran pruritos de moral político-económica: su dinero no pide garantías de democracia o derechos humanos ni impone modelos económicos precisos. Aquella tarde, ante el presidente de Nigeria, Hu Jintao declaró solemne que «China apoya sin reservas el deseo de los países africanos de salvaguardar su independencia y su soberanía y elegir sus vías al desarrollo según sus condiciones nacionales». Demasiado tiempo los chinos sufrieron ese tipo de condicionamientos como para caer en el error de intentar imponerlos. Y no tienen ningún modelo que vender.

Se habla mucho de la presencia china en África. Que sea una novedad la hace más visible; que sea planificada por un Estado centralizado la hace más impresionante. Las intervenciones del capitalismo occidental son numerosas pero sueltas: un establecimiento acá, catorce allá, tres más en otra parte. Las chinas, en cambio, funcionan coordinadas.

(En Europa y Estados Unidos el Estado central existe para que sus grandes empresas puedan seguir siéndolo; en China, de algún modo, las grandes empresas existen para que el Estado central pueda seguir siéndolo.)

Y África es un objetivo chino —como lo es el resto del mundo. China ya es la segunda economía mundial —lanzada a convertirse en la primera— y así funciona. Sus inversiones africanas aumentaron, pero todavía no llegan ni al 10 por ciento de las inversiones extranjeras en África. Aún así, su presencia crece cada año. El intercambio comercial entre el gran país y el continente se multiplicó por diez en los diez últimos años pero sigue muy por detrás de Europa. Por ahora lo que más les importa es el petróleo: más de la mitad de su comercio consiste en importarlo. Otro cuarto son diversos minerales; los productos agrarios no llegan al 15 por ciento de las exportaciones africanas a China.

Por el momento, para apropiarse tierras, han preferido el sudeste de Asia.

Lo cual no quiere decir que no estén ocupando cada vez más espacios, quedándose con tierras, con minas, con explotaciones varias. Sí que, por ahora, su capacidad de extraer materia prima sigue siendo mucho menor que la de quienes lo presentan como el gran espantajo: los de siempre.

Un informe muy detallado de Grains, febrero 2012, censa las tierras apropiadas para producir agrocombustibles en el conjunto del OtroMundo. En África detallan apropiaciones de 7.550.000 hectáreas; de ese total, dice el informe, compañías chinas se quedaron con 221.000 hectáreas.

La mayoría está en manos europeas.

Aquí en Madagascar, para mantener las formas orientales, la presencia china nunca está del todo clara. Mamy, la militante malgache parisina, me contó sus esfuerzos por tratar de entenderla:

—Mucha gente me dice que una zona rica en arroz a mitad de camino entre Taná y Majunga está llena de chinos que deben estar invirtiendo en algo allí.

Me dijo Mamy, y que una militante campesina le contó que las mujeres de su zona sufren malos tratos de sus nuevos patrones chinos, que funcionarios del gobierno de esa zona son invitados con frecuencia a China para supuestos cursos y encuentros, que un conocido que trabaja en el Ministerio de Economía les contó que hay una serie de acuerdos entre el Estado y un holding chino para explotar tierras pero no saben todavía bien cuáles. Y que los chinos están muy interesados en Madagascar porque en otros países africanos tienen que crear cultivos de arroz que nunca hubo y que en cambio en la isla llevan siglos.

—Lo que pasa es que todo eso es tan opaco, tan difícil de averiguar. El territorio es muy grande, hay zonas sin mucha población, solo los campesinos de cada lugar saben qué está pasando en sus parajes…

Decía Mamy, y me conmovió el esfuerzo de estos desterrados por seguir las pistas, densentrañar los sentidos ocultos, descubrir los movimientos que el gobierno de su país quiere —y logra— mantener confusos, reservados.

(Mientras, para que los americanos no se pongan celosos, chinos están empezando a practicar una suerte de land grab en Estados Unidos. En mayo 2013, por ejemplo, Shanghui International, una de las mayores fábricas de carne chinas, se compró Smithfield Foods, uno de los más antiguos fabricantes de carne de cerdo americano, por 4.700 millones de dólares. Es casi humillante, pero los medios americanos se preocupan, por el momento, por el hecho de que la producción alimentaria china no tiene los garantías de sanidad que sí la americana —y que entonces la food safety de los pobres ciudadanos de la primera potencia está en peligro, porque los chinos son especialistas en «falsificar alimentos»: que producen miel que no tiene ni rastros de polen o cordero hecho de zorro y rata.

Maravillosa la diferencia entre dos palabras que deberían decir más o menos lo mismo: (food) safety quiere decir que la comida que comen no tenga problemas sanitarios; (food) security quiere decir que coman lo suficiente como para no tener problemas sanitarios. En cualquier caso, lo que inquieta a los medios americanos es la safety de sus ciudadanos; los chinos los tranquilizan diciéndoles que no se preocupen, que van a limpiar sus chanchos con cuidado y que, de todos modos, piensan llevarse buena parte de la carne a China —y los americanos respiran aliviados. El pig grab, por ahora, los tranquiliza.)

Otros gobiernos también intervienen. El japonés y el brasileño, por ejemplo, son las fuerzas que empujan el próximo gran escándalo —¿el próximo gran escándalo?— de apropiación de tierras africanas.

ProSavana es un programa organizado por Mozambique, Brasil y Japón para explotar alrededor de diez millones —10.000.000— de hectáreas en el norte mozambiqueño. La zona, que llaman el Corredor del Nacala, está repartida entre tres provincias: Nampula, Niassa y Zambezia.

El plan prevé que compañías brasileñas produzcan en esas tierras soja, maíz, girasol y otros granos para exportar, en su gran mayoría, al Japón. Le alquilarían las tierras al gobierno mozambiqueño a un dólar por hectárea y por año; las compañías también recibirían grandes exenciones fiscales. Buena parte de las inversiones iniciales saldrían de un «Fondo Nacala», constituido con dineros públicos y privados de Japón y Brasil. También serían dineros públicos nipones los que pagarían las rutas y vías férreas y el puerto que planean construir en Nacala para exportar sus productos.

Algunos mozambiqueños —dicen las organizaciones locales que se oponen— van a aprovechar el ProSavana: cuentan, por ejemplo, que una compañía nacional controlada por la familia del presidente puso en marcha una joint venture con la familia más rica de Portugal y uno de los mayores productores agrarios brasileños para comprar y explotar tierras en la zona.

Sobre los cuatro millones de campesinos que viven allí es difícil conseguir información.

El uso de tierras del OtroMundo para producir comida o combustible o especulación para los países ricos es de esos fenómenos que generalmente no miramos. Y, aún si sí, nos sentimos muy lejos. Pero cualquier ahorrista de Europa o América puede tener alguna hectárea de tierra etíope o camboyana: no es improbable que su banco o su fondo de pensión haya invertido en ese negocio próspero, que promete retornos del 25 por ciento anual.

Va de nuevo: los compradores de tierras africanas son, en muchos casos, fondos de pensión de jubilados americanos y europeos. Señoras y señores que nunca rompieron un plato, gente de buena fe que trabajó toda su vida y guardó un poquito cada mes para no sufrir de más en su vejez: gente que si viera por la televisión a un granjero malgache flaco macilento pasando hambre porque lo echaron de su tierra unos blancos que la compraron para cultivar yatrofa diría pobre hombre qué injusticia. Gente que por supuesto siempre votó demócrata socialista socialdemócrata democratacristiano laborista republicano comunista. Porque todo está en todo y todo es político y ahí está la belleza del sistema: no es necesario hacer nada malo para beneficiarse de la desgracia ajena.

Los fondos de pensión del mundo rico manejan, moneda más moneda menos, unos 23 billones —23 millones de millones— de dólares. Los fondos de pensión son una de las grandes fuentes de capital del mundo y están manejados por gobiernos o bancos o empresas financieras. Los mayores son la jubilación estatal japonesa, la noruega, la coreana, la californiana. Los fondos de pensión —calcula Grain— ya llevan invertidos unos 20.000 millones de dólares en hacerse con tierras en el OtroMundo. La jubilación de los empleados públicos holandeses y suecos, la de los docentes de universidades americanas, la de los militares daneses y un par más encabezan las listas —y muchas más los siguen.

Es difícil saber exactamente quiénes son;

es fácil, sí, saber que somos todos.

8.

El ruido a lata de la rueda izquierda, el traqueteo de madera mal juntada, los resoplidos de los bueyes, los pedos de los bueyes, los gritos y chistidos y chasquidos del chico carretero, el choque de sus riendas sobre el lomo de los bueyes: hay un mundo de sonidos que hasta hoy no conocía.

En la carreta, el chico carretero y su amigo muy fornido charlan y charlan, horas de su charla. Tatá, mi intérprete, me cuenta que hablan de los campos, de quién es ese arrozal, qué tal lo cuida, de quién esos cebúes ahí al fondo tan flacos, cómo fue que quemaron tal parcela, por qué fulano había plantado esa mandioca justo ahí. Va cayendo la noche y ahora suenan raro: sus voces excitadas. Tatá me explica en susurros que tienen miedo, que se preguntan que por qué aceptaron llevarme, que temen que los robe: que los blancos a veces se roban un hombre, una mujer, un nene —que no aparecen nunca más.

—¿Cómo?

—Sí, aquí todos saben que los blancos a veces se llevan a alguien para sacarle los órganos, para sacrificarlo. El año pasado en Nyatanasoa Fuelstock tuvo que sacrificar a una persona. O más personas, no se sabe. Vos sabés que cada vez que se empieza a explotar un pedazo de tierra hay que matar un cebú para garantizar que esa tierra dé frutos. Bueno, la compañía lo hizo cuando empezó, hace dos años, pero le fue mal; entonces sacrificó otro cebú, a ver si mejoraba, y no mejoró tanto. Y entonces ahí decidieron sacrificar personas, que es mucho más potente.

—¿Y cómo lo hicieron, en secreto?

En secreto, me dice Tatá, por supuesto, y le pregunto cómo sabe. Tatá suele hablar bajo, pero ahora susurra:

—Aquí todo se sabe. Están hablando de eso, están muy asustados.

El susto ahora era mío. Se lo digo:

—Espero que no se lo tomen en serio y reaccionen.

—No te preocupes.

Me dice Tatá, y me explica:

—Ellos creen que tenés algún poder especial, que no pueden hacerte nada. Solo esperan que no quieras comértelos, que de verdad estés aquí por lo que les dijiste.

(Días más tarde, en París, Mamy me explicará que cuando los primeros misioneros cristianos llegaron a la isla hablaron de «conquistar el corazón de los malgaches», y que esa declaración de dizque amor cristiano fue usada por los sacerdotes locales para convencer a los suyos de que esos hombres también les robarían, con todo el resto, las entrañas. Y que desde entonces subsiste la idea de que los blancos son ladrones de órganos y todavía las madres malgaches amenazan a sus nenes que se portan mal con mandarles el blanco que les va a sacar el riñón o alguna otra víscera. Hablemos, cuando podamos, del choque de culturas. O de las confusiones que ayudan al despojo.)

Temo, y el recorrido es largo. Yo solo espero que la ilusión de mi poder sobreviva hasta el final del viaje: que un mito me proteja de otro mito.

Momentos en que me pregunto qué coño hago tan lejos de casa: para qué, quo bono. Últimamente me consuelo con la supuesta función de lo distinto: que conocer lo diferente te permite evitar la trampa de «lo natural». Que el que se queda en siempre lo mismo suele pensar que lo que ve es así porque así debe ser, porque es lo natural, porque no hay otro modo. Uno pensaría, por ejemplo, que es lógico que si un auto está por atropellarte pare; no es natural: es el resultado de siglos de ensayos y errores, de lo que solemos llamar una cultura.

Y que pensar lo cultural —lo transitorio— como natural es la peor trampa: es resignarse a no pensar otras opciones. Y que, entonces, estos viajes ridículos —e incluso sus relatos— son una forma de decir que todo puede cambiar porque todo siempre cambia.

Anochece, la luz es de llorar. Hay momentos que deberían ser inolvidables.

Y el ruido es un murmullo que crece, que avanza: como un temblor oculto, un estallido sordo que no cesa. Tatá me ve la cara y me dice que no me preocupe: que es el ruido de un campo quemándose. Unos minutos más tarde lo vemos: en la media luz de la noche cayendo, llamas ya casi secas sobre el negro del suelo.

—Es que si no, no nos alcanza la comida.

Nos dice el chico carretero, y me mira como si fuera culpa mía.

—Acá se queman unas 40.000 hectáreas por año.

Me dirá después el ingeniero que dicen los cálculos, pero que él cree que son muchas más.

—Hay que hacerlo, es necesario, pero hay que saber hacerlo. Cuando quemás una ladera, por ejemplo, las primeras lluvias se llevan la capa fértil y no podés plantar más nada. Entonces no conseguiste un campo nuevo; solo te cargaste el bosquecito.

El chico grita mucho, más latigazos sobre los lomos de sus bueyes. Dice que tenemos que llegar antes de que termine de oscurecer, que cuando cae la noche caen los bandoleros: que hay muchos, que son muy peligrosos.

—Sobre todo para los vazahas.

Dice, y me sonríe como quien lo disfruta.

—¿Y no los agarran?

—¿Quién los iba a agarrar?

—No sé, la policía.

El chico carretero se ríe y le dice a su acompañante lo que digo así se ríe. Después, en Taná, alguien me dirá que el país está lleno de pequeñas pistas donde llegan y salen aviones cargados de quién sabe qué, dice, y se lleva la mano a la nariz para decirme sin decirme: drogas. Otro, que en Madagascar no hay Estado. O que sí hay un Estado, y que su negocio es no controlar determinadas cosas.

Y me dirán que hay menos cebúes ahora que hace diez años porque aumentaron las «exportaciones salvajes»: miles y miles de cebúes robados que, en lugar de volcarse en el mercado interno, se sacan del país en barco con la complicidad de los funcionarios que deberían controlarlo. Muchos de ellos van en primera instancia a las islas Comores que, sin tener ni una vaca en sus campos, se han convertido en un gran exportador de carne de cebú hacia Europa.

Y que por esa ausencia del Estado aparecen respuestas cada vez más radicales en la sociedad: jefes locales, por ejemplo, que arman milicias para acabar con los robos, sobre todo los robos de cebúes; que en algunas zonas estas milicias han restablecido cierta seguridad y tienen el apoyo de la población, que participa de juicios populares contra los ladrones. Que algunos los han condenado a muerte, ejecutado. Que en esas zonas la vida es mucho más tranquila.

Más latigazos, gritos, quejidos de los bueyes. Ya es de noche: el chico carretero dice que ya casi llegamos:

—Casi. Todavía falta un poco.

Al otro día no conseguimos bueyes. Tatá y yo volvemos a Nyatanasoa caminando: tres horas caminando por un sendero entre arroceras, los sudores. Escucho la Marcha Turca de Mozart en el iPhone —hay mañanas en que el iPhone es mi patria— y no puedo esquivar la pregunta idiota del día: qué habría sido de Mozart si hubiera nacido en estos campos. Quizá sus nietos recordarían lo lindo que tocaba el tambor el abuelo, o quién sabe tampoco. Cuántos Mozart, y hasta cuántos Maradonas o Pasteurs o Stendhals perdidos en los pliegues del OtroMundo, en la agrafía de estas tierras.

Aunque, quién sabe, esa manía de registrar las obras —de volver permanente lo fugaz— sea una de esas plagas de Occidente.

Las víboras son chiquitas y Tatá dice que no son venenosas. Al costado del camino, una laguna. En una canoa hecha con el tronco ahuecado de algún árbol, dos muchachos: uno, sentado, la lleva con un remo; el otro, de pie, pesca con una lanza corta: da golpes y golpes con su lanza en el agua; cada tanto, ensarta una tilapia. Tatá me dice que se decía que acá o en otro lago unos kilómetros al sur quizás harían un parque natural: que hay gente que está haciendo presión para hacer un parque natural.

—¿No escuchaste hablar del green grab?

Madagascar es, también, un paraíso del green grab. Hay palabras, siempre hay palabras nuevas —y, por ahora, los americanos las inventan casi todas. Llámase green grab —apropiación verde— a lo que hacen esas oenegés poderosas o esos millonarios —Tomkins, Branson, Getty— que consiguen, a fuerza de lobby y de dinero, cerrar grandes extensiones de tierra para salvar sus especies naturales vegetales y animales —y sustraerlas de la nefasta influencia de los campesinos que no paran de arruinar la flora y la fauna nativas con su obstinación en comérselas. Digo: los green grabbers son esos que van convirtiendo el OtroMundo en parques, esos que los idean, justos, satisfechos —tan pero tan ecololós—, desde sus oficinas cool en ciudades de vidrio asfalto acero.

O, incluso: los que en nombre de la conservación instalan hoteles y lodges carísimos en medio de los lugares más exóticos y ganan mucha plata recibiendo a otros señores y señoras tan conservantes como ellos, tan ricos como ellos.

Leí, días atrás, un artículo sobre la caza ilegal de elefantes para sacarles y vender sus colmillos, y un profesor ambientalista de Princeton que se preguntaba, dramático: «¿Queremos que nuestros hijos crezcan en un mundo sin elefantes?». Es obvio que en estos campos la pregunta sería un poco más breve: «¿Queremos que nuestros hijos crezcan?».

Pocas veces me pareció tan claro el carácter suntuario de cierto ecologismo.

En Nyatanasoa nada cambió nada: los mismos hombres, mismos muchachos, mismos chicos y mujeres en la plaza o como si. Solo Rina está distinta: la cara sin sus polvos, los ojos muy oscuros enrojecidos, como de haber llorado. Sin sus polvos Rina parece más joven, más indefensa —y se sienta a un costado, más allá. Yo pregunto —a nadie en particular, como en el aire— si tienen miedo de que la compañía se quede con sus tierras y nadie contesta. Al fin, Rina se acerca y dice que no sabe:

—No sabemos. Cómo vamos a saber.

Dice, y los demás se ríen nerviosos.

—No sabemos qué quiere hacer el gobierno con ellos. Acá los puso el gobierno, van a hacer lo que quieran.

—¿Pero ustedes tienen títulos de sus tierras?

—Sí, tenemos. Algunos tenemos.

—Si tienen títulos el gobierno no puede darle las tierras a la compañía.

Se miran, se ríen otra vez, Albert se saca el borsalino y dice que en realidad no tienen:

—Nosotros sabemos que la tierra es nuestra, estamos acá desde nuestros abuelos, pero títulos, títulos de esos del gobierno…

—Y si el gobierno le da su tierra a la compañía, ¿qué pueden hacer?

—Bueno, el gobierno nos dijo que la compañía no va a estar acá para siempre. La tierra que les dieron es alquiler, no venta. Lo importante es que la tierra no se venda. Mientras esté alquilada sigue siendo nuestra.

—¿Pero alquilada por cuánto tiempo?

—No sabemos bien. Dicen que por 49 años.

—Alquilada por 49 años es igual que vendida.

Dice Rina, nerviosa. Albert trata de ser paciente:

—No, no es lo mismo. Vendida es que ya no es nuestra. Alquilada no. Es un tiempo.

—Un tiempo, sí: 49 años. Dentro de 49 años estamos todos muertos.

—Pero mis hijos quizá no, mis nietos. Lo que importa es que la tierra no sea de ellos para siempre.

—Eso es lo que dicen los del gobierno. Pero nosotros necesitamos la tierra ahora, para vivir, para comer.

—No va a pasar nada. Vamos a pedir unas tierras para poder seguir plantando nuestro arroz y vamos a seguir igual que ahora.

Le contesta Albert, y Rina lo mira como si no pudiera creer lo que le dice:

—Ustedes no se dan cuenta de que nos vamos a quedar sin agua. No vamos a poder cultivar ni nuestro arroz, sin agua.

Dice Rina, y se calla. Después me explicará: que es cierto que la compañía planta la yatrofa en tierras altas, donde el arroz no crece, que los sakalava usaban y ellos no, pero que la riegan con el agua que el arroz tanto necesita. Y que pronto van a empezar a necesitar esa agua que cada vez baja menos, y que ella se lo dice a todos pero nadie me hace caso, dice, se me ríen.

—Me dicen que acá el agua siempre llegó cuando tenía que llegar, yo les digo que éstos se quieren quedar con todo y me dicen no, no es con todo, es un alquiler por un tiempo, no exageres. Y el agua está, no pueden llevársela, me dicen. No hay forma de explicarles. Parece como si estuvieran embrujados.

(Se habla mucho del agua: que vienen por el agua, defendamos nuestras aguas son gritos de la guerra de estos tiempos. Pero nadie se va a llevar el agua en supertankers o botellas de litro: sería caro, pesado, improductivo. El agua se sustrae de esta manera: incorporada en los cultivos, en los productos que la necesitan. En eso consiste llevarse el agua —y el suelo y sus nutrientes, y los bosques que queman para plantar, y las vidas de los que allí vivían.)

Rina me dice que está muy preocupada: que está perdiendo la esperanza, dice.

—¿Qué esperanza?

—La esperanza de que me entiendan, de que se den cuenta que en unos años acá no va a quedar ni una gota de agua para nosotros, que no vamos a tener cómo plantar nuestro arroz, que nos vamos a quedar sin comida, que nos vamos a tener que ir todos de acá.

—¿Por qué pensás eso?

—Porque es la realidad. Yo la veo, no es difícil verla. Yo puedo mirar lo que pasa y verlo, no como estos que están encandilados con su sala de video, y no pueden pensar ni un poquito más allá.

Las 30.000 hectáreas de Fuelstock en Mirovoay son, después de todo, una explotación relativamente chica: es una muestra.

Días más tarde, en un mercado de Antananarivo, una señora me dirá que no tienen perdón: que ha hecho algo que no tiene perdón.

—Eran las tierras de nuestros mayores.

La señora debe tener más de 60 años, la cara muy arrugada, el pelo ralo; vende —trata de vender— unos peines a la salida del mercado.

—¿Usted se imagina lo que nos van a hacer nuestros mayores cuando se den cuenta de que les entregamos su tierra a los vazaha?

Después, la señora me contará que ella y su marido tenían tres hectáreas de tierra, que cultivaban su arroz, que siempre lo habían hecho, que sus mayores lo habían hecho antes que ellos, pero que hace unos años —«no sé», dirá, «diez, muchos»— vinieron unos señores del gobierno y les dijeron que esas tierras no eran suyas y que tenían que dejarlas. Y que su marido quiso pelear por ellas pero se enfermó y se murió y que ella no pudo hacer nada y se tuvo que ir y que ahora, le contaron, hay unos vazaha que las explotan. Y que ella se vino a la capital a vivir con una hija pero que a duras penas consiguen comer todos los días: que no hay día que no llore recordando su pueblito, su vida de antes, su arrozal.

A millones les pasó lo mismo —y el movimiento sigue.

En Daca, Bihar, Bentiu, José León Suárez, aquí mismo, me parece que todo lo que puedo contar son obviedades: lo que abunda, lo corriente, lo evidente. Y después vuelvo al mundo donde vivo y caigo otra vez en la distancia: lo fácil que es vivir ahí ignorando —todo esto— y lo bien que nos sale.

Mamy piensa que en Madagascar hay unos cuatro millones de hectáreas que sufrieron algún cambio de manos en los últimos años, pero los datos son confusos: está segura de que hay muchas que no están contadas, dice, y también es cierto que entre esas hectáreas hay muchas cuyas explotaciones todavía no empezaron o no pudieron concretarse.

—Cuantas más tierras dejan de ser cultivadas por los campesinos malgaches para su subsistencia, cuantas más tierras estén en manos de compañías extranjeras, cuantas más tierras sean apartadas para cultivos como la palma y el yatrofa, que sirven para hacer aceites o combustibles, o incluso para cultivos alimentarios que se consumirán en otros países, cuanta más tierra deje de alimentar a los malgaches, más hambre habrá en un país donde ya hay mucho hambre.

Dice Mamy, y se saca los anteojos gruesos y se estruja los ojos con los dedos. La apropiación de tierras africanas —asiáticas, latinoamericanas, tierras del OtroMundo— es la construcción del hambre del futuro. La cuidadosa, cacareada, violenta construcción del hambre del futuro.