1.

El sol ataca. Hay un camino de tierra, un descampado, olor a rayos; hay un puente. Bajo el puente, el río Reconquista es un amasijo de agua marrón y espuma, podredumbre. El sol deshace. Sobre el puente, cientos de personas esperan que, unos metros más allá, una barrera se abra. Transpiran, esperan, se miran, hablan poco; muchos tienen bicicletas. Bajo el puente se oyen unos gritos: dos muchachos de 15, 16 corren a otro muchacho de 15, 16. Sobre el puente, cuando se abra la barrera, los cientos de personas van a correr hacia la gran montaña de basura. Son hombres, casi todos; casi todos son jóvenes —pero hay mujeres, viejos. Bajo el puente, el perseguido grita; los perseguidores lo alcanzan, lo acosan, el perseguido grita más. Sobre el puente algunos miran: hacen como que no miran y los miran. Abajo, los perseguidores voltean al perseguido, lo agarran por los brazos y los pies, lo hamacan en el aire, lo revolean al río. El perseguido cae al río podrido, ya no grita. Los que esperan esperan. El sol estalla.

—Es muy feo tener que andar en la basura. Mi marido me decía que así es la vida. Y yo le decía que si es así, la vida es muy fea. Se fue, mi marido, vaya a saber dónde andará, se fue y me dejó con cinco chicos. Y yo sigo acá con la basura.

Los basurales de José León Suárez son una tradición argentina. Aquí, hace más de 50 años, un gobierno militar fusiló a una cantidad confusa de civiles que intentaban apoyar un levantamiento militar peronista. De aquí —de aquella historia— salió un relato que empezaba diciendo que un muerto estaba vivo:

«Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice:

—Hay un fusilado que vive.

No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades.»

Escribió en 1957 Rodolfo Walsh para empezar a contar su Operación Masacre —y de esas líneas salió, poco más o menos, todo lo que hacemos. De aquí, de los basurales de José Léon Suárez.

—Paty, puré de tomate, sopa encuentro, cosas de ésas. Sí, yo cocino casi todo de allá arriba.

—¿Y qué es lo que más cocinás?

—Guiso. Guiso con papa, fideo, arroz. Si encuentro carne, carne. Depende de lo que encuentre en la montaña.

Los basurales cambiaron mucho desde entonces. Ahora son un emprendimiento de 300 hectáreas que se llama Ceamse —Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado. Su origen es turbio de tan claro: en 1977, los militares que asesinaban con denuedo, que llenaban el río de cadáveres, decidieron que tenían que terminar con el smog que afeaba el aire de la ciudad de Buenos Aires. Era una causa noble, bien ecololó: prohibieron los quemadores de basura domiciliarios y los reemplazaron por grandes depósitos ubicados en los suburbios; en su sistema de metáforas, la claridad del cielo del centro bien valía la mugre de las tierras de la periferia.

En esos mismos días, a menos de un kilómetro de allí, en Campo de Mayo, uno de los cuarteles más grandes del ejército argentino, cientos o miles de cuerpos fueron desaparecidos, quemados, enterrados.

La ciudad de Buenos Aires produce la basura; los territorios circundantes la reciben, la procesan —la consumen. La ciudad de Buenos Aires, donde viven tres millones de personas, produce cada día 6.500 toneladas de basura; treinta distritos del conurbano, donde viven diez millones, producen 10.000 toneladas diarias. O sea: cada habitante de la Capital basura el doble que uno de los suburbios. Pertenecer tiene sus privilegios.

Siempre hubo personas que cirujeaban: que rebuscaban en la basura cosas que vender. Con la instalación del Ceamse —con el aumento exponencial de la cantidad de basura que llegaba a la zona— los cirujas locales también fueron cada vez más. A fines de los noventas, cuando la Argentina se consolidó como un país partido, el Estado armó un cerco alrededor del basural: lo custodiaban docenas de policías. Y no tenían pruritos: cuando cruzaban un ciruja lo cagaban a golpes —y le sacaban, para su beneficio, lo que había recogido. Las autoridades del Ceamse decían que lo hacían por el bien de los invasores: que no podían permitir que se llevaran —y comieran— alimentos descompuestos que podían dañarlos. El Estado que no les garantizaba la comida garantizaba que no pudieran comerse un yogur agrio. Los cirujas empezaron a mejorar sus técnicas: entraban de noche, subrepticios, de a uno o dos o tres; cuando veían algún policía se escondían, a menudo bajo la basura.

Aún así, el cirujeo era un trabajo posible en un país donde escaseaban los trabajos. Alrededor del basural había un cinturón de tierras vacías, inhabitables por razones sanitarias. De a poco, personas fueron ocupándolas.

—Yo ese día me enteré a las tres o cuatro de la tarde de que estaban ocupando, y a las seis estaba ahí, con mi pedazo de toldo. Fue difícil, muy difícil. Es como en todos los barrios: se mete uno, se meten dos y cuando te querés acordar ya estaban todos.

Dice Lorena.

—Yo ahí me terminé de dar cuenta de lo que es ser pobre.

Corría 1998 y la Argentina estaba, como suele, en plena crisis económica, social. Las tierras alrededor del basural se llenaban de personas que se habían quedado sin empleo, que ya no podían pagar los mínimos alquileres que les cobraban por una casilla donde sobrevivir. Y además habían llegado miles de refugiados de las inundaciones de las provincias del nordeste: la zona rebosaba de pobreza.

—Fue muy espontánea la toma. Cuando vos tomás la tierra es así, un gran kilombo, todo lleno de pedazos de cable para marcar los lotes, y yo estaba sentada arriba de una piedra cuidando un pedazo de tierra. Había un vecino que se llamaba Coqui, y él siempre me cargaba: «¿Vos te acordás de esos años, cuando eras bien blanquita?»

Y era muy joven: no tenía 25. Ahora Lorena tiene 38 años y pesa, dice, casi 200 kilos: una masa con la cara risueña, inteligente, el pelo corto medio rubio, carne que le desborda.

—Ahora soy colorada, la piel se te curte, se te quema, los bracitos negros… «¿Vos te acordás de cuando eras bien pálida, Lore, y estabas sentada ahí en esa piedra?» Yo lo que me acuerdo es que tenía un miedo…

Lorena había llegado del Uruguay ocho años antes, cuando tenía 16. Venía de un barrio obrero de Montevideo: su padre se había ido cuando ella era chiquita; su madre, costurera, trabajó mucho para mantener a sus cuatro hijas que, de a poco, fueron emigrando a la Argentina. Su último gran esfuerzo fue darle a la menor, Lorena, su fiesta de quince; estaba enferma y murió de un infarto dos meses después. Lorena, sola, sin recursos, no tuvo más remedio que irse a la casa de una hermana, del otro lado del Río de la Plata, en los suburbios de Buenos Aires, en José León Suárez.

—Me tomé el ómnibus que venía desde Montevideo, viajé toda la noche. Y a la madrugada entró a Buenos Aires, por una autopista, entró al centro y estaba amaneciendo y yo miraba por la ventana y yo decía uy, Hollywood, llegué a Hollywood, luces, autopista, unas mujeres que salían de vaya a saber dónde con las botas hasta la rodilla, los shorts cortitos y esas botas. Yo venía tipo Janis Joplin: la pollera hindú, las trenzas, los zuequitos de madera, y esa minas salían de la bailanta con botas y minishort. Yo miraba para afuera, por la ventana, y se me salían los ojos, porque era demasiado: «autopista, bota y culo», decía. Me explotaba el corazón y decía dónde estoy, qué es esto, dónde me metí.

En José León Suárez tampoco entendía nada. Sus hermanas se inquietaron ante esa adolescente que les llegaba del pasado. Lorena no tenía papeles, no tenía educación, no sabía qué hacer con su vida.

—Empecé a trabajar en un choripán al paso en la estación de tren. El dueño me tocaba el culo y yo no quería decir nada y un día exploté y lo mandé al carajo y no fui más. Y ahí enseguida me enganché a cartonear. Acá en Suárez todos iban con los carros y bueno, empecé a drogarme mucho. Yo no sabía lo que era un faso… Y todo ese submundo de la pobreza, la miseria. Yo me quería matar… Y después me pasó algo muy lindo: conocí al papá de mis hijos. Estuve muchos años, 16 años con el papá de mis hijos. Fue una linda historia.

El muchacho se llamaba César, trabajaba en una fábrica, tenía una familia. Juntos armaron otra: dos hijos biológicos, una hija adoptada. En esos días de 1998 vivían en un ranchito que alquilaban; a él lo habían echado de la fábrica y ya no sabían cómo pagarlo. Y además Lorena siempre había querido tener algo propio: un pedazo de tierra. Pero esa tarde él no quería ir a ocupar. Ella le insistía:

—Yo ya estaba hinchada las bolas, no daba más. Siempre hacía todo en regla, todo bien y me seguía yendo mal, nunca tenía nada. Pero el Flaco no quería quebrar la ley, quería hacer todo por derecha. Y más cuando vio lo que eran esas tierras, un basural medio inundado, todo lleno de mierda, de barro, las ratas de este tamaño. Fue la primera vez que nos separamos.

Esa tarde cada cual ocupaba lo que podía. Lorena lo recuerda con cariño. La gente se ayudaba: vení por acá, metete en este lugar, dale, qué necesitás. Al principio cada uno se quedó con un lote de 30 por 30; pronto vieron que así no alcanzaba para todos y decidieron cortarlos por la mitad: 30 por 15, y entonces sí. Empezaron a delinear las calles, el espacio donde alguna vez estarían las veredas: semanas de trabajos, de entusiasmo. Y de conflictos: había algunos que ocupaban para venderles a los que llegaran más tarde, pero los vecinos se ocupaban de impedirlo.

—Cuando me enteraba de que alguno estaba para hacer negocio llamaba a mis compañeros, les decía vamos para allá y nos poníamos nosotros en el lote hasta que metíamos una familia, no dejábamos que se venda hasta que metíamos a una familia. Todos teníamos tolderías, vivimos casi seis meses así. Para sobrevivir ahí teníamos que organizarnos en grupos de los que ya estábamos viviendo, para poder cocinar y hacer un fuego porque la policía no nos dejaba entrar con madera, no nos dejaba entrar chapas. Tampoco teníamos agua, el agua que había estaba repodrida, hubo mucha hepatitis. Organizamos la olla popular, empezamos a ver cómo podíamos traer agua; es muy duro el asentamiento al principio. Ahí empecé también a ver que yo podía hacer algunas cosas.

Tiempo después alguien se dio cuenta de que un barrio sin nombre no es un barrio. Lo discutieron en una asamblea de vecinos. Varios quisieron ponerle José Luis Cabezas, el nombre de un fotógrafo que un millonario menemista había mandado matar un año antes. Pero al final decidieron que lo llamarían Ocho de Mayo, porque ése era el día en que por fin se habían atrevido: el día en que empezó.

En los meses siguientes llegaron muchos miles más: todas las tierras baldías —los basurales, los pantanos— de los alrededores se fueron transformando en barrios. Con el tiempo, César aceptó ir a vivir al terreno ocupado y se reconcilió con Lorena. No tenían muchas fuentes de ingresos; había días en que no alcanzaba para comer todo lo necesario: cartoneaban. Cartonear es un verbo nuevo en el idioma de los argentinos: no tiene más de veinte años. Es, en síntesis, la forma políticamente correcta, descafeinada, de llamar a los que viven de rebuscar en la basura ajena, los que suelen llamarse a sí mismos con la palabra antigua: cirujas.

Lorena solía ir hasta un barrio elegante de la Capital, Belgrano R. Algunos de sus vecinos también hacían el viaje; entre ellos, los padres de Noelia.

—Cuando Noelia tenía cinco o seis años, hace mucho, venía a un centro comunitario que habíamos armado en el barrio. Yo hacía un taller con los chiquitos y me acuerdo que estábamos hablando de los sueños, de lo que soñaba cada uno, y Noelia hizo un dibujo medio raro. Yo no entendía nada del dibujo, le pedí que me explicara. «Éste es un McDonald’s, tía». Y le dije: «¿Ése es tu sueño?». «Sí, comer, pero adentro ¿eh?». Y me marcaba adentro. Porque la verdad es que comer de la bolsa del McDonald’s, de la basura de McDonald’s, estaba acostumbrada. Pero quería comer adentro.

Dice Lorena, y que McDonald’s era «San McDonald’s porque salía la hamburguesa más linda. Hasta hoy el McDonald’s es el que te tira más limpio todo», dice. Pero Noelia quería comer adentro.

La mayoría de los vecinos del barrio Ocho de Mayo, entonces, hace unos diez años, subían a cirujear a la Montaña. A ese lugar que todavía llaman la Montaña.

—Juntás coraje. Si yo te digo negro, metete en ese montonazo de basura que hay ahí, ¿vos te vas a animar? Yo te puedo asegurar que no. Vas a tener que hacer de tripas corazón y te va a dar mucho asco y vas a vomitar y vas a decir yo no puedo estar acá.

El montón de basura tiene cinco o seis metros de alto, veinte de base, y es una verdadera porquería: todo tipo de restos chorreantes, pegajosos, aquel olor a infierno.

—Pero si tenés mucho hambre vas a hacer lo que tengas que hacer, y mala leche, y al final no te vas a dar cuenta. Es la necesidad… Lo único que nos moviliza para organizarnos, para pelear, para tener una tierra es cagarse de hambre. Lo necesito y lo hago. No somos muy conscientes, como no somos muy conscientes de trabajar acá. Porque si fuéramos muy conscientes, no estábamos acá.

Acá es la planta cooperativa de procesamiento de basura que dirige Lorena, al pie de la Montaña. Planta de procesamiento es un gran nombre: es un galpón repleto de basura, montones de basura alrededor, varias docenas de hombres y mujeres separándola, preparándola para la venta. Son los que zafaron de subir cada día a la Montaña: los cirujas con trabajo fijo. La Argentina es un país donde todo puede institucionalizarse; el mundo actual es un mundo donde todo.

—¿Por qué? Si fueran muy conscientes ¿qué harían?

—No sé, otra cosa. Nosotros ni pensamos cuánto vamos a tardar en morirnos trabajando acá… Es terrible porque la vida de todos los que trabajamos en el rubro de la basura, en todo lo que es el sector… Estamos apestadísmos, negro. Estamos apestadísimos… Trabajamos con las ratas, mirá las condiciones. Pero vos tenés que solucionar el tema del morfi hoy. Cuando hay hambre no podés pararte a mirar esas cosas.

Me dice Lorena.

Con la crisis de 2001 y el aumento de las ocupaciones y la falta de plata, la cantidad de cirujas se multiplicó de pronto —y su insistencia y su desesperación: cuentan que la custodia del basural se volvió más violenta, que al que trataba de entrar lo corrían a balazos. Entonces los cirujas empezaron a asaltar los camiones que llegaban. La represión aumentó también, y se extendió a los barrios cercanos. Había palos, tiros: molidos, heridos.

La policía mejoró, dicen, su metodología: a veces los dejaban entrar y los agarraban cuando salían, para sacarles lo que habían encontrado —y venderlo después en las villas. Algunos policías, dicen todavía los cirujas, les cobraban por dejarlos entrar: en plata, en mercadería, en sexo.

Hasta el 15 de marzo de 2004: esa noche, dos mellizos de 16 años, Federico y Diego Duarte, entraron, como muchas otras noches, a cirujear a la Montaña. Cuando apareció la policía se escondieron debajo de unos cartones en una pila de basura. Federico vio un camión que descargaba cataratas de mugre unos metros más allá, donde debía estar su hermano; cuando la policía se fue y pudo salir lo buscó por todas partes. Al otro día, su hermana Alicia hizo la denuncia policial; no le hicieron mucho caso. Dos días después, cuando un fiscal ordenó que lo rastrearan, ya era tarde.

El cuerpo de Diego Duarte nunca apareció, y el caso se transformó en un escándalo que los diarios nacionales retomaron. En protesta, el Camino del Buen Ayre —que atraviesa los terrenos del Ceamse— fue cortado por organizaciones piqueteras; unos días más tarde, cientos de cirujas incendiaron galpones del predio. Al final la empresa negoció; acordaron que cada día, durante una hora, hacia las cinco de la tarde, los cirujas podrían entrar a la Montaña. Era un modo de sancionar, de hacer institucional lo que hasta entonces había sido clandestino y marginal: que miles de argentinos revolvieran esa basura para buscar comida.

2.

Tirar a la basura es un gesto de poder. El poder de prescindir de bienes que otros necesitarían; el poder de saber que otros se ocuparán de desaparecerlo.

El poder de poseer es placentero; nunca más que el poder de deshacerse: el poder de no necesitar la posesión.

El poder verdadero es desdeñarlo.

El IMechE —Institution of Mechanical Engineers, el Colegio de Ingenieros Mecánicos del Reino Unido— es un organismo juicioso, respetado. En enero 2013 publicó un informe que parecía puro sensacionalismo: después de años de estudios, habían llegado a la conclusión de que alrededor de la mitad de la comida que el mundo produce no se come.

En realidad, la cifra no estaba tan lejos de las que solían manejarse —pero así, brutal, causó cierto impacto. «Hoy producimos alrededor de 4.000 millones de toneladas de comida por año. Y sin embargo, a causa de malas prácticas de cosecha, almacenamiento y transporte, así como de desperdicio en la venta y consumo, se calcula que entre 30 y 50 por ciento —entre 1.200 y 2.000 millones de toneladas— de esa comida nunca llega a un estómago humano. Y esta cifra ni siquiera refleja que grandes cantidades de tierra, energía, fertilizantes y agua también se pierden en la producción de alimentos que simplemente terminan como basura», dice el informe de los ingenieros.

Las razones varían según las regiones. En el OtroMundo la comida se pierde porque falta infraestructura: se pudre en los campos sin medios para cosecharla, se arruina en depósitos mal acondicionados, no llega a sus destinos por rutas y transportes deplorables, se la comen las ratas o los bichos. Y no solo en los países más extremos: «En el Sudeste Asiático, por ejemplo», dice el informe, «las pérdidas de arroz alcanzan unos 180 millones de toneladas anuales. En China, un país en vías de rápido desarrollo, la pérdida de arroz alcanza el 45 por ciento, mientras que en Vietnam, menos desarrollado, se pierde, entre el campo y la mesa, un 80 por ciento de la producción».

En los países ricos la comida se echa a perder en frigoríficos o góndolas de supermercados o depósitos de restoranes o, sobre todo, heladeras y despensas de los consumidores. Es que resulta —todavía— demasiado barata. Y la paranoia dominante en temas alimentarios hace que todos los que pueden tiren la comida en cuanto amenaza acercarse a su caducidad. Además, somos tan exigentes. «Los grandes supermercados, para complacer las expectativas de sus clientes, rechazan cosechas enteras de frutos perfectamente comestibles porque no alcanzan sus elevadísimos standards a causa de sus características físicas —tamaño y apariencia. Por ejemplo, hasta un 30 por ciento de la producción de verduras en el Reino Unido no llega a cosecharse por eso. Y, del producto que sí llega a los supermercados, las habituales ofertas suelen alentar a los clientes a comprar cantidades excesivas que, en el caso de alimentos perecederos, inevitablemente tirarán. En los países ricos los compradores tiran entre 30 y 50 por ciento de lo que compraron».

La FAO, un año antes, había sido más recatada para decir más o menos lo mismo —y establecía categorías: en Europa y en Estados Unidos el consumidor promedio desperdicia unos 100 kilos de comida por año; un asiático o un africano —¿un consumidor africano?— no llega a los diez kilos. Y que los ciudadanos de los 20 países más ricos desperdician cada año una cantidad de comida igual a toda la producción de África negra —unas 220 millones de toneladas.

O, también: en Italia se tiran a la basura todos los años alimentos suficientes para dar de comer a 44 millones de personas, por unos 37.000 millones de euros. En Estados Unidos, según el National Resource Defense Council, se tira el 40 por ciento de los alimentos. Una encuesta de Shelton Group dice que dos de cada cinco norteamericanos sienten «culpa verde» por desperdiciar comida.

Dicho de otro modo: cada día los ingleses tiran una media de cuatro millones de manzanas, cinco millones de papas, millón y medio de bananas. Cada día los ingleses tiran una media de cuatro millones de manzanas, cinco millones de papas, millón y medio de bananas. Cada día los ingleses tiran una media de cuatro millones de manzanas, cinco millones de papas, millón y medio de bananas. Cada puto día.

Tirar comida es un claro efecto —uno de los efectos más brutales— de la sobreabundancia. En 2007 esos ingleses tiraron 8,3 millones de toneladas de comida; en 2010, con la crisis, bajaron a 7,2 millones. Lo cual lo hace más conchudo aún: cuando están más pobres se cuidan.

Hay algo en estas cifras que parece falso: es inverosímil que desperdiciemos la mitad o incluso un tercio de la comida que tenemos mientras tantos no tienen. Pero las he chequeado mucho, y muchos las confirman.

En la Argentina un estudio —2011— del Instituto de Ingeniería Sanitaria de la Facultad de Ingeniería UBA definió que la ciudad de Buenos Aires tira entre 200 y 250 toneladas de alimentos por día: unas 550.000 raciones de comida.

La basura —la abundancia de basura, el desperdicio de basura— es una de las metáforas más obvias del sistema-mundo: que unos tiren lo que otros necesitan tanto, que a unos les falte lo que les sobra a otros.

—El que gana se lleva lo mejor.

Me grita un pibe, camiseta de Boca hecha de agujeros.

El sol ataca. En el camino de tierra, el descampado, olor a rayos, mil personas esperan a la entrada del puente. Están atentos, se amontonan a todo lo ancho, esperando la señal de largada. El sol insiste. Delante un policía los mira, los mata con la indiferencia. De pronto levanta los brazos, revolea los brazos: es la señal que esperan. Mil personas avanzan, en un rumor sin gritos, camino a la Montaña.

La primera opción es tirar lo que sobra a la basura; la segunda, tirárselo a los ciudadanos de tercera.

Cuando el policía da la señal hay que correr: es necesario llegar antes que todos, es necesario aprovechar los tres cuartos de hora en que está abierta la Montaña. Hay que correr: un kilómetro de carrera abierta, en subida, empujones, caídas, gritos, algún chiste. Corren, corren, pedalean: por el camino de tierra y pozos corren, entre montecitos de basura y matorrales y estanques de agua estancada corren: todos corren, para ver quién llega antes a zambullirse primero en la basura, a quedarse con los mejores restos. Corren: la mayoría son hombres pero hay mujeres, chicos; mil hombres y chicos y mujeres corriendo con denuedo para llegar primero a la basura. Es la lucha por la supervivencia puesta en escena por un director sin el menor talento.

—Yo voy con la bici, si te caés te pasan por arriba. O te chocan, porque es un kilombo, y te caés, y si te caés te pasan por arriba. Magulladuras en todos lados. Es como una maratón, el que se cae, pierde. Si no te levantás al toque te pasan por encima. Todos quieren llegar primero. Viste cómo es el hambre: el que llega primero agarra y el que no, no. Así que hay que correr.

El Laucha lleva diez años subiendo a la Montaña; antes trabajaba de techista, de ayudante de albañil, pero no es fácil que encuentre, dice: que cada vez hay menos.

—O por lo menos para mí no hay. Por eso subo.

Me dirá, más tarde, ya en bajada.

Algunos llevan carros de mano —prohibidos los caballos— pero van lento, demasiado lento: solo les sirve si trabajan con otro que se puede adelantar en bici. Las bicicletas son viejas, destartaladas: a los tumbos en ese terreno irregular, peligroso, de obstáculos y filos y podredumbre varia.

—¿Vos lo viste? Es como una largada de ésas de los caballos, que nos tienen a todos ahí y hay que salir corriendo, y el que pasa pasa, te empujan, se te tiran encima. Yo una vuelta me quebré el hombro y la cadera, por suerte unos muchachos me sacaron a la rastra, no sabés cómo me dolía…

Van vestidos de mugre: pantalones cortos sucios, camisetas sucias, un gorro sucio y zapatillas sucias; todo un equipo de suciedad para ensuciarse peleando por la mejor basura.

—Pero acá nadie te va a ayudar, te tenés que salvar solo.

Antes la Flaca no subía porque no tenía bicicleta:

—Y, sin bici es muy difícil, llegás muy tarde, cuando llegás no queda nada.

La Flaca iba con un carrito a cirujear al centro —la Capital, dice: la Capital—, pero salía después de almorzar y no volvía hasta bien entrada la noche; cada vez tenía más problemas para dejar a sus chicos, y además en el centro a veces encontraba, a veces no.

—Acá es más seguro, siempre algo vas a sacar. Bueno, siempre no, pero muchas veces. Y además está mucho más cerca. No sabés lo que ahorré para poder conseguir la bicicleta. Años, me pasé, que quería esa bicicleta.

La Flaca es flaca, treintaytantos, cinco hijos entre doce y dos años.

—Y al final pudiste comprártela.

Le diré, más tarde, me mirará como quien no me entiende. La bici, le digo.

—No, qué la voy a comprar. Me la encontré en la Capital, en la basura, toda hecha mierda y la fuimos arreglando.

El olor, el hedor, los muchos bichos: infinidad de bichos.

—Si vos querés subir hacé de cuenta que es como una cárcel. Es así, como vivir en el penal. Estás esperando que te maten o podés matar a alguno. Es peligroso, te digo, es peligroso. Pero no es con vos, no te creas. Cuando van pibes nuevos, si son de otra villa también los cagan a palos, los rompen todos y les sacan la bici, la gorra, les cortan la cara, es un desastre. Es una cosa de locos, como que hay que ganarse el lugar. El otro día a un pibito lo desmayaron, un pibe de ocho, diez, uno que había venido nuevo. Y estaba la madre, una señora grande agarró la cadena de la bici y los corrió a estos pibes porque le desmayaron a su hijo.

—¿Vos vas con miedo?

—Yo soy un tipo grande, tengo años.

Van llegando: en tropel, en malón, llegan arriba. Arriba es una especie de meseta donde estacionan sus jeeps y motos los policías vestidos de comandos metralletas, donde van y vienen excavadoras amarillas, donde cruzan el suelo kilómetros de caños que sacan los gases enterrados: donde, por fin, la cumbre de la Montaña, la cima de la Montaña es esta montaña interminable de basura.

—¡Encadenala, Matute!

Grita un pibe de veinte y Matute le hace caso: algunos atan sus bicicletas a unos alambres; otros las dejan como si confiaran.

No, hay muchos más hombres que mujeres. Los hombres tienen más fuerza. Entonces las mujeres tenemos que buscar comida, no podemos cargar maderas o bidones. Una empieza a saber cómo rebuscárselas. Se te hace el instinto, se te hace.

Me dirá, después, la Flaca.

—Igual las mujeres no son muchas. Porque es muy peligroso. Te chocan, te pegan. Pero hay también. Algunas van con criaturas. Pero eso les puede hacer mal. El olor, la mugre, todo eso.

La Flaca tiene un marido que lleva tiempo sin conseguir trabajo; la Flaca y su marido cobran un subsidio —la Asignación Universal por Hijo— por uno de los chicos, que tiene su apellido porque nació cuando estaba separada. Pero los otros cuatro no, porque tienen el apellido de su marido y su marido una vez tuvo un trabajo en blanco y entonces no le daban. Ahora tiene que ir a hacer los papeles para que se los den.

—¿Y a ustedes no les hace mal?

_¿Qué cosa me hace mal?

—La mugre, digo, la contaminación.

—A mí gracias a Dios todavía no. Estoy acostumbrada.

El olor de un gas raro, los caranchos, las pocas plantas que crecen obstinadas, montañas en el llano. En uno de los paisajes más chatos del mundo, en plena pampa, cinco o seis montañitas como ésta, que la basura fue formando. Desde acá arriba se ve lejos. Primero las prisiones: tres unidades penitenciarias, una al lado de la otra. Más allá las villas: muchas, interminables. Alguien me dijo que esto es un parque temático de la pobreza, que no le falta nada: basura, cárceles, ranchitos. Citaba: alguien, alguna vez, puso a la entrada un cartel que decía Bienvenidos a Quemaikén, Parque Temático de la Pobreza.

—Yo prefiero ser sencilla y no ricachona. Por ahí con lo que yo no tengo estoy mejor que ellos que tienen más.

—¿Por qué vos estás mejor?

—Porque si vos sos humilde, más cosas te van a dar. Si vos no sos humilde, no te van a dar nada. La pobreza saca más que la grandeza.

—¿Qué es lo que más levantan?

—Comida, amigo, la comida.

Me dice un señor Tato, cincuenta y tantos años —o quizá 32. En la basura, trepados a la montaña de basura, cientos se disputan las mercaderías más buscadas. Yogures, salchichas, patys, paquetes de fideos, galletas, papas fritas, latas de conserva, botellas de gaseosa, pañales, telas, remedios, sobres de sopa, comida para perros, bidones de plástico, pallets rotos de madera, papel, un mueble, algún hallazgo extraordinario. Hay mitos: que fulano se encontró un celular que valía no sé cuánto, que mengano un reloj de los buenos, que zutano una billetera con un fajo de guita.

—¿Y qué es lo que más buscan?

—Oro.

Dice el tipo, suelta la carcajada.

—¿Y encontraste alguna vez?

—Qué voy a encontrar…

—Y sin ser oro…

—Si hay yogur me mando al yogur, porque sé que da plata, tengo clientes que me compran. Salchicha, queso fresco, fiambre, bochas de mortadela, paleta, queso para rallar, de todo.

Dice el señor Tato, los dientes muy perdidos, la gorra de los New York Yankees color nada. El señor Tato se detiene en las marcas, discrimina las marcas:

—De todo. Ese yogur actimel, que tiran packs enteros. O esos chicles beldén, que lo agarramos y lo volvemos a empaquetar, no sabés cómo queda. O esos paquetes de papas fritas preparadas, que tiran los de McDonald’s, las tiran embolsadas, congeladas. Ésa es buena.

El señor Tato me pregunta si tengo un cigarrillo; no, se me acabaron; ah, pará que busco. Al rato vuelve con un paquete de marlboro medio abollado, cerrado todavía; me convida:

—Mirá que es de la quema.

Ellos huelen con ese olor de la basura. Algunos policías tienen un dedo en el gatillo de sus escopetas recortadas. Ellos revuelven, se hunden, encuentran lo que buscan —o algo.

—Hasta criaturas aparecen a veces. Criaturas, seres humanos. Cuando van los ganchos de tres dientes, que enganchan la basura así para destrozarla, más de una vez ha aparecido un cuerpo. No una vez, no una vez, eh, mucho más. A mí no me tocó, pero muchos lo vieron. Cajones de muertos también tiran. Si te ponés a buscar, te encontrás el equipo completo. Si te querés morir, te morís fácil.

Me dice un hombre gordo, la panza que le asoma por debajo de la camiseta corta, el pantalón a media pierna, las zapatillas en jirones.

—¿Alguna vez pensaste cómo serán las casas de los que tiran todo esto?

—Pa’ qué vas a pensar. Mejor no pensar, jefe.

Algunos van llegando tarde, revuelven lo que otros revolvieron. Un hombre viejo, encorvado, su bolsa de arpillera, me sonríe una sonrisa desdentada:

—A estos pendejos se les escapan muchas cosas.

Dice, como quien sabe —con la bolsa vacía.

En la montaña de basura las personas, cientos de personas enchastradas, chapoteando, hurgando, hundiéndose en basura. Los policías, sus escopetas listas. Pájaros, los pájaros más sucios que he visto en mi vida.

—Esto es el mundo al revés, amigo. En cambio de dárselo a la gente lo tirán acá al basural, para que no les bajen los precios. Si serán hijos de puta.

Tiran —acá mismo tiran— diez toneladas de basura por día: el equivalente a 200 vagones de tren repletos de basura cada día.

—Yo saco carne, a veces saco papas fritas. Cada día hay distintas cosas. Comidas para perros, bolsas sanas, de 15, 20 kilos. Camión de salchichas, de yogur. Carne picada.

—¿Y qué hacen con lo que sacan?

—Te lo comés, qué vas a hacer. Y si te sobra algo vas y lo vendés en el barrio. Acá a la salida hay unos compradores que te quieren comprar, pero te lo quieren sacar por moneditas. Yo igual vendo barato.

—¿Qué, para no pelearte con los vecinos?

José Luis se ríe, o algo así. José Luis tiene casi cuarenta: llegó a José León Suárez muy chiquito, un año o dos, desde Santiago del Estero. Su camiseta está bastante limpia, lleva guantes.

—Bueno, más o menos. Y porque todos saben que vienen de la quema. Yo si saco salchichas el paquete de seis lo vendo a tres mangos; en el negocio están a siete, a ocho. Pero es todo un laburo que les hago: hay que ponerlas en un tacho con lavandina y detergente, las limpio, las lavo. Recién después las vendo, ahí.

—¿Y no te vienen con quejas, después, me indigestaste, casi me matás?

—No, sale bien la mercadería, no se pudre. Sale buena. Les conviene, si tenés un par de chicos y tenés que comprar tres paquetes de salchichas de doce… sacá la cuenta. No está vencida. Está buena. No se puede entender por qué no lo donan a los comedores, a alguien. No solo que lo tiran: lo pasan con la topadora por arriba para hacerlos mierda. Y cuando vos llegás tenés que rebuscar en lo que queda. Lo que pasa es que los supermercados tiran todo eso para cobrar el seguro, no es porque está fea ni vencida. Es un negocio, la basura. Todo negocio. Pero la mejor se la llevan los que entran solos, a la mañana entran, están arreglados con la policía.

—¿Sabés lo que me voy a comer esta noche? ¡Flor de asado!

Me dice un pibe con camiseta de Chacarita Juniors, el cuadro de la zona. La camiseta es un catálogo de manchas, el pibe está lleno de mugre y acomoda en el manillar de su bici una bolsa de plástico con 20 o 30 kilos de carne muy sangrienta. El pibe Chacarita se va temprano, contento: hoy me hice el día. De acá comemos, vendemos, me hice el día. Hay veces que parece que Diosito te cuida, dice, y se ríe a carcajadas.

—¿Por qué hay gente que tiene tanto y otros que no tienen casi nada?

—Los que tienen más sufren más que el que tiene menos, es la única explicación. Yo soy más feliz teniendo poco que el vecino que tiene más. Los que tienen mucho son muy infeliz.

—¿Por qué lo decís?

—Porque a mí todos me envidian en el barrio: tiene menos pero está bien con sus hijos, dicen, me envidian.

—¿Y no te dan ganas de tener más?

—No.

—¿De tener siempre para comer?

—Me gusta tener siempre al día, al día, es mejor que tener mucha comida y no tener cariño y el amor de tus hijos.

—¿Y las dos cosas?

—Nunca tenés las dos cosas juntas. Cuando tenés más, tenés más problemas de salud, otros problemas.

Una nena de ocho o nueve años se corta un pie con algo —una lata, un vidrio, un hierro retorcido. Hay gritos, sangra, dos o tres corren, se la llevan en un carrito cuesta abajo.

—Yo estoy peleándole al sistema, a la corrupción. Le peleo al poder. Acá hay diez o quince gatos que están arreglados con la policía y se llevan todo, le están cagando la vida a mil tipos que vienen y cuando entran ya no enganchan nada, los restos, la basura.

Me dice Carlos, el puntero de la Montaña —o lo que sea que sea.

—Yo me he equivocado en mi vida, pero hace doce años que no hago más nada. Además yo nunca vendí droga, nunca le saqué al que no tiene, siempre le saqué al Estado…

—¿Al Estado cómo?

—Al Estado, bancos, cosas serias. Pero hace doce años que cambié, estoy haciendo trabajos sociales. Porque yo pasé muchas necesidades, vengo de una familia humilde, somos once hermanos. Yo soy analfabeto…

—¿Y ahora aprendiste?

Carlos me mira con una cara que puede ser que sí o que no o que todo lo contrario. Carlos tiene una cara que parece decir, siempre, sí o no o todo lo contrario: una cara que nunca se sabe. El pelo muy corto, los rasgos flacos tallados a golpes, los labios finos apretados, un par de cicatrices, los tatuajes discretos. Una moto importante, bluyíns y borceguíes; me dice que es analfabeto con orgullo, como quien dice mirá de dónde salí y adónde estoy. Y que acaba de comprar una ambulancia para que la gente de su barrio pueda ir al hospital de urgencia, que la va a entregar este sábado a la noche en el corso de la zona, y que hace unos años compró otra pero que el intendente de San Martín, por celos, se la sacó, lo acusó de unas cosas muy raras y lo metió preso por seis años, dice:

—Seis años, me tuvieron, me armaron tres causas, al final en las tres me declararon inocente, libre de culpa y cargo. Pero los seis años me los comí enteritos, todos, hijos de mil putas. Ni disculpas me pidieron, hijos de mil putas.

Acá arriba, en la Montaña, Carlos es un señor de los anillos: docenas de muchachos se le acercan, le hacen un comentario, le acercan un cigarrillo o una lata de cerveza, le piden un trabajo, le roban un minuto. Él fue el que me permitió subir —el que me trajo— aunque al principio no quería:

—¿Con esa cara que tenés cómo te voy a hacer entrar? Te van a junar todos, te van a cagar a trompadas.

Yo le dije que por ahora no tenía otra a mano y que seguro que él sabría defenderme. Carlos rezongó y me dijo dale, te llevo, pero no te garantizo nada: voy a decir que sos un primo mío que llegó de Paraguay, pero hacete de abajo.

—Acá por mucho menos te cagan a trompadas, así que hacete cargo.

Ahora un pibe de diez o doce le trae un pandulce aplastado que acaba de encontrar; Carlos me convida, lo comemos. El pibe, después, me dice que él trata de que sus compañeros de la escuela no sepan que sube a la Montaña.

—No, yo me hago el boludo. Si no los pibes me joden, me cargan por ciruja.

Dos muchachos se tironean una bolsa llena de bolsitas de sopa en polvo. Paran, se miran: soltá; no, soltá vos.

—Vos no sabés quién soy yo.

—Vos no sos nadie.

Uno tiene un mechón azul y la nariz torcida, metro y medio, mucho musculito; el otro es gordo, grandote pero gordo, la cabeza rapada.

—Vos no sos nadie, gil. Y menos vas a ser si no soltás.

Muchos llevan cuchillos —y los sacan.

—¿Vos sos periodista? Sí, no me mientas, vos debés ser periodista. Todo bien, yo no voy a decir nada, pero no nos vengan a escrachar con que todo esto está podrido. La otra vuelta vinieron acá y empezaron a decir que las cosas estaban todas podridas y no es así. Con esto los mantengo a mis hijos, gracias a Dios. Tengo ocho hijos y ninguno se puso mal. Aparte nosotros llevamos cosas que a nosotros nos sirven, no las que no nos sirven. Nosotros vemos cosas que están vencidas y no las llevamos, porque les llevamos a nuestros hijos. Yo te puedo decir que no son cosas feas. Yo vivo de esto y le doy a mis hijos y son así, gorditos.

Me dice Juana, se defiende. Juana vive en una villa que llaman Ciudad de Dios, porque en algún momento estuvo llena de narcos, y viene todos los días desde hace muchos años.

—¿Cuántos años?

—No sé, muchos.

Dice Juana, y que antes trabajaba de empleada doméstica pero que ahora ya está grande:

—Con esta cara no me quieren dar trabajo.

Dice, y me muestra las encías vacías. Juana se defiende: defiende la calidad de lo que encuentra en la basura, porque teme que si se habla demasiado de que está podrida a alguien se le ocurra cerrar el basural —y ella se quede sin comida.

—Muchas cosas están congeladas, cuando las agarramos están congeladas todavía.

—¿Siguen congeladas? ¿Cómo hacen, con este calor?

—Sí, siguen. Porque ahora empiezan a tirar recién. Tienen horario en que tienen que tirar cosas buenas y congeladas, a esta hora.

—¿Y todos los días consigue algo?

—Sí, casi todos los días.

—¿Viene todos los días?

—Sí. Yo antes venía con mi hija mayor, la Yoli, que tiene 17, 18, pero ahora no quiero que venga, esto se puso muy peligroso porque hay pibes que se ponen a robar, bardean. Prefiero venir sola, por si acaso. Pero es un grupito nomás, que son re-malos. Hay muchos que son gente buena.

Es un trabajo individual: cada cual por su lado.

O, mejor: es competencia pura.

Eso también es un aprendizaje, un curso sobre la sociedad en que vivimos.

—¿Hace mucho que subís acá?

—Qué sé yo desde cuándo. Cuando era chiquito empecé a venir acá. Todo el tiempo digo que no voy a venir más. Pero qué querés que haga. Hay que morfar.

Dice uno que hace mucho que dejó de ser chiquito.

—Hay muchos pelotudos que nos miran mal a nosotros por hacer esto. ¿Qué quieren, que salgamos a robar? La verdad, deberían agradecer: por cada ciruja, un chorro menos.

Un hombre y una mujer muy viejos van bajando con las bolsas vacías.

—Ya llevo como veinte años viniendo acá. La vida me he dejado acá.

Dice el hombre y le pregunto si muchas veces se va así, sin nada. Él me guiña un ojo: entre arrugas tan brutas lo arruga un poquitito:

—Yo ya es difícil que pueda agarrar nada, mi mujer tampoco. Pero venimos de siempre, nos conocen; siempre hay algún muchacho que nos da alguna cosa.

Un gordo de mucha autoridad, torso desnudo, la panza restallante, le dice tomá pá y le alarga un paquete. Los cientos van saliendo, las ropas enchastradas de un barro gris que no existe en la naturaleza. La cara, las manos enchastradas de ese barro.

—¿Y, luqueaste algo?

—Comida pa’ los pollos, boludo.

Dice un muchacho, las piernas muy flaquitas, festival de tatuajes: carga una bolsa llena de maíz en grano.

—Siempre hay algún gato que lo compra, y ahí te hacés la cena.

Algunos tiran de sus carritos a tracción humana, ricshas de la basura. Otros caminan con sus bicicletas, la bolsa con el botín atravesada en el manubrio. Acá también hay clases, o algo así. Los que se llevan una bolsita con alguna comida, los que cargan una torre de bidones o un hato de maderas en una carretilla.

—Es una lotería. Hay días que sacás, hay días que no te llevás nada.

La policía, de atrás, los viene arreando. Ya se pasaron sus tres cuartos de hora.

—Hoy no había ni mierda.

Dice uno, la cara muy tiznada.

—No, ni mierda.

Le contesta un gordo con los pelos parados y, cuando se va: éste no sabe, nunca supo buscar este boludo, dice, la bolsa llena de salchichas.

—Acá en este país el que pasa hambre es porque quiere.

3.

La pregunta tiene un eco clásico: ¿cómo puede ser que haya hambre en el sojero del mundo? ¿Cómo, que un país que produce comida suficiente para 300 millones de personas no alcance a alimentar a sus 40 millones de ciudadanos?

Argentina es el quinto productor mundial de maíz, el tercero de poroto de soja, pero el país consume muy poco de lo que produce. La Argentina cosecha, mal año buen año, unos 50 millones de toneladas de soja pero no come soja. Entonces es el primer exportador mundial de aceite de soja, el segundo de harina, de poroto de soja, de maíz, aunque su superficie cultivada sea mucho menor que la de Brasil, China, Estados Unidos.

Y repica: ¿cómo que no alcanza?

Es, siempre, una pregunta; parece como si nadie quisiera embarrarse en la respuesta.

En marzo de 1976, cuando el general Videla se hizo con el poder, las veleidades industrialistas de las décadas anteriores no correspondían al nuevo mundo global que Washington quería y, para colmo, habían producido una clase obrera demasiado peleadora. En los primeros días de abril de 1976, el embajador norteamericano en Buenos Aires recibió una comunicación reservada de su jefe, el secretario de Estado Henry Kissinger, que sintetiza todo: le ordenó que presionara para que el proyecto económico de la Junta Militar pusiera «el énfasis en la disminución de la participación estatal en la economía, la promoción de la exportación, la atención al relegado sector agrícola y una actitud positiva hacia la inversión extranjera».

Impresiona ver cómo, en las décadas siguientes, gobiernos sucesivos fueron cumpliendo —con sus más y sus menos— estas órdenes, hasta devolver el país a su papel de granero sin más pretensiones.

Por lo cual miles y miles de habitantes de las grandes ciudades cuyo trabajo había sido necesario descubrieron que ya no lo era. Y otros miles y miles de habitantes del campo cuyas explotaciones funcionaban debieron abandonarlas arrasados por el avance de la agricultura tecnificada de la soja.

En la Argentina ese tipo de expulsión fundó el país. Los que vivían en sus tierras empezaron a ser despojados de ellas en 1536, cuando los primeros españoles intentaron, sin éxito, colonizarlas. Después, poco a poco, lo fueron logrando, pero mantuvieron una influencia restringida: hasta la segunda mitad del siglo xix, la mayor parte de eso que después se llamaría la pampa estaba en manos de unos indios nómades que cazaban vacas y caballos salvajes. En 1870, ya conformado el país, los ricos de Buenos Aires decidieron que era tiempo de ocupar esas tierras: la invención del buque frigorífico, que les permitía exportar la carne congelada a Inglaterra en lugar de salada a Brasil y el Caribe —para los esclavos azucareros—, las hizo de pronto mucho más apetecibles. Esos peladales que solo servían para reserva de ganado cimarrón y barato se volvió fuente de ganancias poderosas: había que terminar de conquistarlos. Entonces lanzaron su última «Campaña del Desierto»: la Argentina siempre se pensó como un desierto que había que poblar y construir. Fue la primera edad de oro exportadora de la patria.

Ahora —desde hace casi 20 años— otras innovaciones comparables en las formas de producción agropecuaria produjeron efectos parecidos. La ampliación de las fronteras agrícolas supone que hay tierras que antes no servían para cultivar y que ahora sí; en esas tierras había personas que vivían de otras actividades —pequeña ganadería, cultivos familiares— y que ahora molestan, sobran. El País Calesita repite sus dramas, sus farsas, sus fracasos.

Sucedió en muchos lugares del mundo casi al mismo tiempo, porque las causas son comunes. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Europa destruida pasó hambre. La prioridad del Plan Marshall y demás esfuerzos de reconstrucción occidentales era que el Primer Mundo pudiera producir suficientes alimentos. La solución —en Europa y Japón— fue una política de grandes subsidios estatales a los agricultores; en Estados Unidos los había desde la Gran Depresión de los treintas. El resultado fue que, durante 50 años, esos agricultores pudieron vender barato —y los precios de los alimentos se mantuvieron bajos.

Por lo cual nadie intentó «expandir la frontera agropecuaria»: no valía la pena. Cada región pobre seguía con sus cultivos tradicionales, que consumía y exportaba en proporciones tornadizas. Incluirlas más seriamente en la economía global requería unas inversiones —en rutas, maquinarias, abonos, riego, instituciones políticas y económicas— que los precios bajos no justificaban. Eso era, al mismo tiempo, su peor problema y su mejor defensa.

En los últimos años del siglo xx —ante la presión ciudadana por episodios como la vaca loca y otros desastres ecológicos— las políticas de subvenciones europeas cambiaron: ya no premiaban los volúmenes sino la calidad de los productos, ya no tendían a la producción de muchos alimentos sino a la conservación de la sociedad rural tradicional. Su producción disminuyó justo en el momento en que aumentaba la demanda china; también crecía la demanda de granos para agrocombustibles y, Chicago mediante, la especulación.

Con los aumentos de precios, tierras que no habían sido rentables empezaron a serlo: con más riego, con más maquinaria, con las nuevas semillas y abonos y pesticidas, regiones que siempre habían sido inútiles para la agricultura pasaban a ser apetecibles.

El nuevo orden alimentario mundial está cambiando tantas cosas: mi país, entre ellas.

Hace unos años, en Los Juríes, un pueblo de Santiago del Estero, conversé con integrantes del Movimiento de Campesinos que, entre otras cosas, se oponen feroces a que los sojeros los echen de sus tierras, cambien sus vidas para siempre, los obliguen a emigrar a las ciudades:

—La soja desertifica. Los tipos usan unos herbicidas que secan el algodón y cualquier otra cosa. Usan cada vez más fertilizantes, todo valuado en dólares, todo artificial. Nosotros hacemos orgánico. Y además la soja hay que hacerla en grandes extensiones, con máquinas de siembra directa, hay que pagarles al toque. En cambio el algodón podés sembrar una hectárea y trabaja toda la familia y después es como tener un billete: vas con tu bolsa de 20 kilos de algodón al almacén y te comprás la comida que necesitás. Para la soja hay que tener capital y mucho terreno, es para productores grandes y medianos. Es la que más degrada la tierra, se lleva toda la riqueza en pocos años. El algodón lo podés sembrar mil años que está todo bien. Pero gracias a Dios los superbochos no han podido inventar una forma mecánica que pueda cosechar todo el algodón. Solo el 30, 50 por ciento, pero así queda la necesidad de mano de obra. A nosotros nos va la vida en eso. Mientras sigamos plantando algo vamos a seguir existiendo. Después vamos a empezar a desaparecer, de a uno o de a montones. En serio te digo, si esto sigue así se van a acabar los campesinos, los pequeños productores. Nos vamos a ir todos a la ciudad a ser mano de obra barata, con suerte, o desocupados. El día que terminemos cobrando 200 pesos de la municipalidad o de algún plan será que todo se fue al carajo de verdad.

Mientras tanto, sus tierras se han vuelto más y más codiciadas, sus pretendientes más y más violentos. En los últimos años varios campesinos de la zona murieron asesinados por los guardias de los nuevos sojeros. Rodolfo González Arzac contó dos casos recientes:

«Cristian Ferreyra murió desangrado un 16 de noviembre después de recibir un tiro de escopeta. Vivía en la comunidad San Antonio, a dos horas y media de distancia de la ciudad de Monte Quemado por un camino de tierra lunar. Tenía 23 años, quedó a un día de llegar a los 24. Y hacía rato, junto a otras familias, defendía las tierras que las comunidades campesinas ocupan hace mucho más de 20 años (lo que le otorga el beneficio legalmente conocido como usucapión). Cristian Ferreyra fue asesinado, según investiga la Justicia, por encargo. Lo mató un vecino contratado por un empresario. Un vecino que trabajaba para un empresario. Un vecino que, como es habitual en comunidades tan pequeñas, lo conocía bien: hasta tenían un lazo familiar.

»Miguel Galván murió el 10 de octubre. Lo degollaron. Y de prepo, ya muerto, le clavaron otra puñalada que le destrozó el hígado. El asesino llevaba un arma con dos balas gatilladas que no salieron. Lo mataron en Salta, a pocos metros de Santiago del Estero, en el paraje El Simbol. Miguel Galván se había criado en El Simbol, a unas dos horas de la ciudad chaqueña de Taco Pozo por un camino de tierra lunar. En el monte no hay fronteras, apenas árboles bajos, animales, polvo y familias que producen alimentos y que viven entre la austeridad y las carencias. Pero a la zona se la conoce regionalmente como la triple frontera. Miguel Galván vivía en Mendoza. Había vuelto a su tierra para el entierro de su madre, tres meses atrás. Y se había quedado allí, a pesar de que su familia lo extrañaba, y que él también, para ayudar a sus dos hermanos: que peleaban con otro empresario y otro vecino del lugar contratado por ese hombre de negocios para despojarlos de sus tierras. El vecino, como suele ocurrir en estos casos, se había criado con él.»

Estos campesinos santiagueños —y casi todo el resto— llegaron a esos campos hace cien o doscientos o cuatrocientos años para reemplazar a los indios que entonces se expulsaba. Se mezclaron, por supuesto, pero su cultura —mayormente hispana— reemplazó a la indígena. Entonces el que se oponía a la civilización y que, por lo tanto, había que echar en nombre del progreso era el indio, el salvaje.

Ahora, curiosamente, los expulsados son aquellos que entonces ocuparon su lugar. El primitivo —el salvaje— se define cada vez por su rechazo a «globalizarse», a adaptarse a la economía mundo, a integrarse a la modernidad de turno. Y, sobre todo: porque esa modernidad no consigue hacerlo rentable —para ella.

Me había parecido, entonces, que era lógico y razonable que quisieran conservar sus costumbres, sus tradiciones, su forma de vida: que no quisieran caer en la bajeza de una casilla villera —que parecía su única alternativa a esas costumbres.

Pero también es probable que su eficacia como productores sea mucho menor que la de un campo de soja bien sembrado. Entonces, frente a ese primer reflejo de defender su derecho a seguir viviendo como viven, preguntas: si hubiéramos pensado siempre así, ¿no seguiríamos viviendo en magníficas cavernas con fogatas y macanas y bisontes?

Me lo preguntaba. Después encontré un pasaje en un libro francés —La faim, pourquoi?— donde un señor Denis Clerc decía que en «los países del Sur para que todos coman es preciso que todos tengan un trabajo, aun si eso va en detrimento de la eficacia global. Una sociedad menos eficaz puede ser menos pobre que una sociedad más eficaz. Piensen dos países: en uno, las herramientas y técnicas de producción modernas permiten que el diez por ciento de la población produzca un millón. El 90 por ciento restante sobrevive más o menos bien de las migajas que le reparte el Estado. En el otro país, herramientas arcaicas solo permiten producir medio millón, pero esas herramientas son usadas por todos y requieren el trabajo y la colaboración de todos; les dan a todos de qué comer y vivir, pobres pero decentes. ¿Cuál de los dos países es más pobre?».

Temo que mi respuesta no coincida con la suya: que si para que los habitantes de un país coman hay que garantizarles trabajos penosos en un sistema de producción primitivo, ineficiente, algo falla. Que si la búsqueda no incluye la hipótesis política —la forma de producir mucho y repartirlo— falla más.

Argentina se convirtió en uno de los grandes focos agrarios del mundo —solo que su producción está dirigida al mercado global y, más específicamente, a los peces y los chanchos chinos. Soja sin elaboración, sin casi valor agregado, lo grueso de esos 50 millones de toneladas se usa para alimentar animales que, a su vez, alimentan a la nueva clase media china.

La mariposa aletea sin parar. Es imposible registrar todos los matices de un sistema integrado. Es más que interesante buscar algunos. En México, como en Guatemala, el precio del maíz es un asunto serio: la base de la alimentación de buena parte de su gente. El problema es que, desde el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, el maíz americano, brutalmente subvencionado, empezó a quedarse con el mercado mexicano —y dejó sin trabajo a millones de agricultores. Diez años después del inicio del Nafta un bushel de maíz americano se vendía a 1,74 dólares pero producirlo costaba 2,66 dólares. La diferencia estaba en los subsidios —para las máquinas, fertilizantes, créditos, transporte— que sus productores recibían.

Producir maíz en México ya no era rentable, así que muchos se pasaron a la marihuana. En 2008, las tierras marihuaneras superaron por primera vez a las maiceras: 9 millones de hectáreas de cannabis —un tercio del total mexicano— contra 8,2 millones de hectáreas de maíz.

Pero, en esos años, el maíz americano aumentó su precio; entre otras razones, porque cada vez más se usa para hacer agrocombustible. Por eso hubo revueltas por la suba del precio de las tortillas. Entonces la política y la economía mexicanas se complicaron, sus gobiernos autorizaron gastos extraordinarios para subvencionar la importación —y produjeron más demanda y el precio aumentó más. Entonces muchos granjeros americanos dejaron de cultivar soja y se pasaron al maíz, más rentable. Entonces los sojeros argentinos ganaron más mercado. Por el Nafta hay tantos narcos en México; por la crisis de las tortillas mexicanas hay más plata en los shoppings de Buenos Aires y Rosario.

El resultado de esas olas sucesivas de expulsión se acumula en las villas del Gran Buenos Aires: son los que ahora, allí, en el sojero del mundo, consiguen tener hambre.

Mientras, millones de argentinos medramos con el mercado global. Nos hacemos los boludos, no queremos verlo: nuestra prosperidad le cuesta carísima a millones y millones de personas. La Argentina salió de su peor crisis gracias al aumento del precio de los granos: por estos precios hay millones —en África, en la India, en todo el OtroMundo— que se mueren de hambre. No digo que lo hagamos a propósito. No, por favor; nosotros pasábamos por ahí cuando los chinos decidieron empezar a comer y las leyes del mercado hicieron que los precios subieran y las leyes del mercado hicieron que todos esos no pudieran comprar más comida y se murieran pero a mí por qué me miran, yo hago mi trabajo, yo defiendo lo mío y trato de venderlo lo más caro posible porque así son las leyes del mercado y yo justo estaba ahí, qué culpa tengo.

Es cierto —supongamos que sea cierto. Pero es bueno tenerlo presente: cada centavo gastado en punteros y gobernadores y trembalas y prebendas varias, cada Hilux nueva reluciente, cada día de joda en la Punta del Este, cada departamento a estrenar en la costanera rosarina son posibles porque aumenta la demanda de granos, los precios suben, los más pobres de Níger o Sudán ya no llegan a pagarlos, no comen y se mueren —o matan o solamente agonizan lo más largo que pueden.

La plata de nuestra prosperidad es plata muy sangrienta. No es agradable reconocer que la paga el hambre de millones. No debería resultarnos tan cómodo, tan fácil, tan barato.

Y menos aún si se tiene en cuenta que hay tantos, aquí mismo, que también la sufren.

4.

—O sea que esto ahora te parece el paraíso.

María me había preguntado por mi trabajo. Yo le conté sobre este libro, le dije que había estado en la India, en África, en vaya a saber dónde y ella dijo que claro:

—Claro, entonces esto para vos debe ser el paraíso.

María es petisa, la cara redonda y agradable, la panza carbohidrato; una remera vieja a rayas verdinegras, calzas negras, las chancletas de plástico. María, poco menos de 40 años, ya tuvo siete hijos: el mayor cumplió 21, la más chiquita dos.

—¿Cómo, el paraíso?

—Y, sí, al lado de esos lugares donde estuviste esto es el paraíso. Yo he visto en la tele cómo están ahí, en esos lugares, que no sé para qué los veo porque después me quedo llorando como loca. Mi marido se enoja: me dice no entiendo para qué mierda querés mirar esa porquería si te vas a poner así. Pero yo los veo, no sé… Y después uno se queja. De repente vos ves otras cosas y te das cuenta de que acá la pasamos difícil, sí, pero no es tan terrible, no hay de esas hambrunas.

A mediados de los años veinte de aquel siglo Macedonio Fernández, que existió pese a Borges, decía que la Municipalidad de Buenos Aires debía pagar a un señor horrible, un auténtico esperpento, que paseara por la calle Florida para que los demás, al verlo, se dijeran bueno, al fin y al cabo yo no estoy tan mal.

Hay crónicas —¿crónicas? ¿agudas?— que sirven para eso.

El suelo de baldosas desparejas, paredes sin revoque; un perro negro flaco se despereza como si nada le importara. Tres chicos flacos patean una pelota como si nada les importara más. Cuatro mujeres gordas charlan como si nada más les importara.

—¿Y la Betty no vino esta mañana?

—No, vos sabés cómo es ella. Y ese tipo que tiene ahora que…

Les importa: están esperando que les llegue el turno de llenar las cacerolas vacías que llevan en la mano. El Comedor Ocho de Mayo está en el centro del barrio Ocho de Mayo, en una esquina, frente al almacén de Kiko; el Comedor son dos cuartos muy grandes que los vecinos fueron construyendo con esfuerzo, con materiales que consiguieron aquí y allá, con su propio trabajo. En uno de los cuartos están los chicos, el perro, las mujeres; en ese cuarto, al fondo, hay un fresco pintado por manos levemente torpes, blanco y negro con unos pocos toques de color. En el fresco personas revuelven montañas de basura; en un rincón, un hombre sonriente con los brazos abiertos muestra su botín: se ve una vaca, pescados, botellas, latas, bolsas y más bolsas, un televisor. Más acá, un hombre de pelo largo tiene la cara triste, las comisuras de la boca alargadas hacia abajo.

—Es porque encontró muy poco, ¿no lo ve? Se va a volver sin nada.

Me explica una de las mujeres. En el cuarto de al lado, la cocina, otras cuatro mujeres charlan pero también corren, sudan, sudan, sacan fideos de una cacerola renegrida, los cuelan, atienden los pedidos, charlan, corren, sudan. La cocina es grande, medio vacía: un horno industrial que no parece muy usado, una cocina de gas de garrafa, un piletón, una mesada de mosaicos, un calor importante. Una de las cuatro mujeres gordas desparrama los fideos mostacholes sobre una fuente plana; con un cucharón los rocía con una salsa roja —tomate, cebolla, papa, algún hueso con su resto de carne—, los revuelve. Del otro lado de la mesada, una nena les alcanza un táper; una de las mujeres gordas —la menos gorda, la que se llama María— lo llena de mostacholes. La nena se va contenta; una de las mujeres gordas de la otra sala llega con su cacerola, se la da a María, espera que la llene.

La última encuesta del Ministerio de Salud de la Nación —argentina— dice que el 28 por ciento de los hogares argentinos recibe bolsas o cajas de alimentos y que el 12 por ciento come en comedores comunitarios. En el Gran Buenos Aires hay muchos cientos de esos comedores, algunos dicen dos o tres mil: nadie lo sabe exactamente.

—Uy, cuando nos fuimos a vivir al Chaco, ahí sí que pasábamos hambre. Era desesperante, no entraba nada, nos teníamos que ir a dormir con un mate cocido, ni para galleta había, ni para pan. Nos vinimos corriendo.

—¿Y acá nunca más?

—Bueno, no te voy a decir que nunca. Pero acá si no tenés para comprar siempre te la podés rebuscar de alguna manera, siempre va a haber alguien que te dé algo, que te preste, que te tire un hueso. Eso es lo bueno de estar en tu lugar.

En el barrio Ocho de Mayo viven dos mil familias, más de diez mil personas. Muchas casas ya son de material; algunas siguen siendo de chapa. Muchos de los primeros habitantes ya se fueron: llegaron otros con un poco de plata —300, 400 dólares— en la mano y les compraron sus lugares; ellos se fueron a ocupar otros, siempre más allá. Pero las calles siguen siendo de tierra más bien barro; los pocos coches son cadáveres de coches, latas arrumbadas. Los perros son chiquitos; ya han crecido unos árboles. El olor a algo que quema nunca cede.

Y las inundaciones en cuanto caen dos gotas, y las penurias de vivir sobre un relleno de basura asentada en un pantano: los que están más cerca del río, por ejemplo, no pueden hacerse el pozo ciego porque en cuanto empiezan a cavar se encuentran con el agua. Y las montañas de basura al lado, los gases que despiden, enfermedades, el olor: el olor todo el tiempo.

Hay algunos negocios: una carnicería que vende más que nada huevos, un kiosco que cerveza gaseosa cigarrillos con un cartel que dice vendo vevidas ielo, otro kiosco que cuadernos y recargas para el celular con un cartel que dice librería; resuenan cumbias varias. Tres mujeres muy gordas charlan sentadas a la puerta de una casilla pura lata; el chiquito que corre alrededor está desnudo, pero no es lo habitual; otros dos gritan lloran corretean. Los perros chiquitos están sucios.

—Tengan cuidado, che, no pisen caca.

Les grita a sus hijos descalzos una señora desde la puerta de su casa. La miro, me mira como quien se disculpa:

—Lo que pasa es que pisan esas cosas, qué quiere que le haga, y después me llenan la casa de mierda.

Pasan dos chicos grandes en una moto chica. Un perro negro revuelve la basura: por todos lados hay basura.

Las villamiserias no son nuevas en la geografía suburbana argentina. Las había, por supuesto, antes de los setentas. Pero eran menos y, sobre todo, parecían transitorias. Eran, para sus habitantes, lugares de paso, que ocuparían unos años hasta que consiguieran un trabajo mejor y con eso una casita en un barrio y una vida de esfuerzo y horizontes. Ahora no.

Ahora son un destino.

—Yo sabo escribir.

Me dice Quiara cuando me ve que escribo. Quiara tiene cinco, pelo lacio corto sucio rubión, pantaloncito corto y una remera muy lavada, unas chancletas de plástico rosita.

—¿Te gustan mis zapatillas nuevas?

Le digo que son muy lindas, me sonríe.

—¿Y quién te enseñó a escribir?

—Yo sola me enseñé. Pero no tengo mochila para ir al jardín. Cuando cobre, mi mama me va a comprar la mochila.

—¿Querés ir al jardín?

—Capaz. Yo sabo igual.

El olor, siempre el olor de algo quemado.

Todos los días, María llega al comedor a las ocho de la mañana, mira lo que quedó, empieza a pensar con qué van a hacer la comida del día. A esa hora también llegan las otras tres: si pueden, si consiguieron la mercadería, se ponen a pelar, a cortar, a preparar las ollas. Cada mediodía —siempre que pueden, siempre que consiguen— María y sus compañeras reparten unas 200 porciones de comida: papa, fideos, arroz con algún resto de carnes o verduras; muchos hidratos de carbono, muy pocas proteínas. A las once y media empiezan a llegar los chicos, las mujeres con sus ollas a buscar el guiso.

—Antes les dábamos de comer acá mismo, pero nos dimos cuenta de que muchos no venían porque les daba vergüenza que los vieran. Entonces empezamos con esto de repartirles, que la vengan a buscar. Casi todas mandan a los hijos, como si fuera solamente para ellos. Pero nosotras sabemos, siempre les mandamos un par de porciones más, para que coman los padres también. Lo que pasa es que no es fácil venir acá y decir no tengo para comer, no consigo. Les da mucha vergüenza.

Dice María, y que hay veces, como ahora, que no consiguen mercadería suficiente para cocinar todos los días, y que nada la deprime más que esos días en que tiene que pararse en la puerta del Comedor y decirle a los chicos y a las mujeres que llegan con sus cacerolas que hoy no hay mamita, hoy no papi, qué se le va a hacer, ojalá que mañana.

—Yo soy remaricona: me angustia mucho ver gente revolviendo la basura para comer.

Dice María.

A eso de las dos terminan, limpian, guardan, charlan, se organizan. María se va a su casa, se duerme una siesta; cuando se levanta prepara la comida para sus hijos y el marido que, si tiene trabajo, llega a eso de las ocho. Entonces comen, miran un rato la televisión, se acuestan más o menos temprano porque de noche no da, dice, para andar por la calle.

—En la tele me gusta mirar algo que me haga reírme, eso me gusta. O si no alguna de llorar, esas telenovelas mexicanas, colombianas. A mí alguna vez me gustaría ir a Colombia: parece tan lindo todo, los paisajes, las casas. Bueno, la verdad a mí me gustaría ir a cualquier lado, conocer, salir de acá del barrio un poco. Pero cómo voy a hacer, yo. ¿Cómo querés que salga yo de acá?

Me dice María, que los chicos no le dejan tiempo porque tiene que estarles encima todo el tiempo, cada segundo encima para que no se tuerzan, no se me pierdan en el camino, así que la verdad que conoce muy poco, dice: yo conozco muy poco.

—¿Qué voy a saber, yo?

Lori es flaquita, ya cuarentona, muy pocos dientes, cinco hijos. Lori se pasó años sin un trabajo fijo pero ahora lleva varios meses en una de esas plantas cooperativas de reciclaje de basura. Ahí gana unos 1.500 pesos por mes —140 dólares—, aunque hay meses que menos y otros meses en que la plata no aparece, tarda, se hace humo. Pero, desde que trabaja, dejó de ir a buscar comida al comedor. María le dice que vaya, que le siguen teniendo sus porciones y ella le dice que no, que gracias, que por ahora se las arregla con el sueldo.

—Bueno, igual podés mandar a alguno de los chicos a buscar comida, siempre es una ayuda.

—Gracias, María. A mí me gusta ganarme mi comida trabajando.

María dice que hay días en que viene con toda la ilusión y otros que se deprime: que le parece que nunca van a poder salir de eso, que siempre rascando el fondo de la olla.

—Me deprime, sí. Pero más me deprime cuando nos afanan. ¿Cómo nos van a robar acá, en el Comedor?

Hace un mes y medio, dice, alguien les robó todas las cacerolas: los instrumentos con los que cocinaban para los vecinos.

—La verdad, hay que ser un poco raro para robarnos las cacerolas, ¿no?

—¿Raro, decís?

—Bueno, raro. Hijo de puta, digo.

Y hace dos semanas les robaron un tanque de agua: un tanque de mil litros que mide dos metros y pesa vaya a saber cuánto, una noche, del techo del Comedor. María dice que esas cosas sí la desaniman. Yo le digo que me parece un ejemplo horrible de eso que ahora llaman la «falta de códigos»: el sálvese quien pueda, el todos contra todos, la ruptura de esas redes sociales que supieron conseguir algunas cosas.

—Bueno, eso es lo que estamos tratando de recuperar acá, con todo esto. Pero sabemos qué está duro.

Me dice María, y que ya no pueden prestar el Comedor para los cumpleaños, como solían, porque las fiestas siempre terminan en peleas, piñas, botellas revoleadas, algún filo.

—Por cualquier boludez se pelean. Por la gorra, por las zapatillas, porque me miraste, por todo se pelean. Acá lo que hay es mucha droga, muy pocas esperanzas. Acá está lleno de pibes que no ven ninguna salida.

María tenía un hijo que sí podía ver una: jugaba al fútbol como un grande. De pronto las expectativas de la familia se condensaron en ese chico: si avanzaba por ese camino podía salvarlos a todos. Pero no pudo, porque no les alcanzaba la plata para pagarle todos los gastos: el colectivo a los entrenamientos, los botines, la comida especial.

—En los clubes siempre decían que nos iban a dar para esos gastos pero al final no nos daban porque yo no quería firmar nada. Si firmás después te sacan todo, hasta el alma te sacan.

Dice María, por una vez amarga.

Llega un muchacho con una cacerola a pedir que se la llenen. El muchacho tiene una camiseta manga corta, pantalones cortos, multitud de tatuajes de esos precarios que se suelen hacer en la cárcel: que aquí llaman «tumberos».

—Pobre muchacho. Ése tiene dos hermanos en la cárcel, pero no en la cárcel por pavadas, por asesinato están. Y él también estuvo pero no era tan grave, ahora salió, pero con esas marcas no le dan laburo en ningún lado. Qué querés que haga, pobre pibe. Por más que haya hecho lo que haya hecho, eso no quita que a él también le chille la panza de hambre, ¿me entendés? Yo eso lo conozco en carne propia.

Hay pocos espacios donde la desigualdad social se vea más claramente que la mesa —o donde sea que cada cual come.

Durante décadas, la comida de los argentinos fue sorprendemente igualitaria. La primera encuesta con datos ciertos —Comisión Nacional de Desarrollo, 1965— mostraba que los ricos y los pobres argentinos comían las mismas cosas. Carnes rojas y lácteos, frutas y verduras, pastas y panes en proporciones semejantes: era una representación de aquella Argentina injusta que —con justa razón— queríamos cambiar.

—La comida no era igual porque la carne de los pobres no era la misma de los ricos. El cuarto trasero de la vaca se iba a los barrios ricos, el cuarto delantero a los barrios pobres, y había ciertos cortes transversales que eran para todos: la tira de asado, la bola de lomo para milanesas, por ejemplo. Pero si yo hago una lista con la canasta de consumo de los pobres de entonces y se la muestro a una nutricionista me va a decir que es una alimentación de clase media. La cantidad y variedad de alimentos es incomparable con lo que comen ahora.

Me dice Patricia Aguirre, antropóloga, la persona que más estudió la alimentación nacional.

—Podía haber diferencias de precios y de gustos, por supuesto, pero la ingesta de proteínas era muy similar en todos los sectores —y, por eso, los pobres no tenían carencias alimenticias.

Recuerdo una tradición que se perdió: el asadito de la obra en construcción era una síntesis de aquella patria, el aroma de la ciudad de mis primeros años.

El modelo empezó a desarmarse en 1985, y el censo de 1996 ya consagra la nueva tendencia: la comida de los pobres es radicalmente distinta de la comida de los que no lo son. Ahora, en esta Argentina a la que parecemos resignados, hay comida de pobres y comida de ricos. Ya ni siquiera es una cuestión de cantidad, sino de composición: las clases altas y medias comen frutas y verduras y carnes —más blancas que rojas— que los mantienen flacos y quizá saludables, los pobres comen papas, arroces y fideos —azúcar, hidratos de carbono y grasas— que los llenan; muy poca carne, muy pocas frutas y verduras. Es una elección racional: las carnes son demasiado caras, las frutas y verduras no solo lo son; además, producen mucha menos saciedad que las harinas.

—No es que no saben; es que no pueden. No es que son irracionales, como a veces los acusan las nutricionistas; es que su racionalidad es distinta de la tuya. No es que la mamá no sabe que sus hijos tienen que comer frutas y verduras; es que si con el precio de un kilo de duraznos comprás 300 gramos de carne, la fruta no te conviene para nada. No es que no piensen en una alimentación sana y equilibrada; es que piensan en la mejor forma de comer todos con lo poco que tienen.

Dice Patricia Aguirre. Y que no solo hay diferencia en los productos sino también en las formas de cocción. Los más pobres no cocinan al horno: no es solo el precio de comprarlo; además cada comida gasta media garrafa, y es carísima. Así que, cuando hay, fríen o guisan. En el país del asado, es el regreso a un clásico de la cocina campesina, la cocina más pobre: el guiso es la forma de combinar restos, de aprovechar ingredientes baratos, de hacer rendir el fuego, de permitir que la cocinera se ocupe de otros asuntos mientas tanto.

—Me acuerdo de una señora de un barrio popular. Estábamos conversando mientras ella cocinaba un guiso de lentejas y llegó el hijo de la escuela, con cuatro amiguitos. ¿Se pueden quedar a comer, mamá? Sí, nene, se pueden quedar. ¿Y qué hay para comer? Entonces la señora agarró la pava y empezó a echar agua en su guiso: sopa de lentejas, le dijo.

«En la habitación única, apenas dividida por cortinas, donde se desarrolla la vida, la cocina ocupa un lugar central, y en ella los fritos, guisos y sopas son las comidas mas frecuentes porque son funcionales a la atención de tareas hogareñas e hijos. (…) Guisos y sopas tienen otra ventaja: se acompañan, se moja el jugo y se termina la comida limpiando el plato con pan —producto cuyo consumo crece a medida que caen los ingresos—. Este acompañamiento es fundamental para dar volumen a la ingesta, para quedar saciados», escribió Aguirre hace unos años.

María me dice que una vez tuvo que ir hasta La Plata para hacer unos trámites, y veía todo ese campo: que nunca había imaginado que hubiera tanto campo.

—Yo veía todo el campo que había, y pensaba qué será que toda esa gente que tiene plata, el gobierno, todos esos no se dan cuenta de que hay tantos que necesitamos, que no tenemos ni dónde vivir, y ellos se guardan todo, todo siempre para ellos, tanto lugar al pedo…

—¿Y por qué lo hacen?

—Por egoístas, para tener poder, para tener siempre más que el otro. Deben pensar eso, no sé, yo me imagino que deben pensar eso.

Que una buena parte de los argentinos —uno de cada cuatro poco más o menos— haya dejado de comer habitualmente la comida nacional —la carne— es un hecho tan brutal, tan decisivo, que siempre me sorprende que no nos parezca un dato fundamental del nuevo país que hemos conseguido hacer en estos últimos 30 o 40 años: de este fracaso sostenido.

(Es, de algún modo, el inverso perfecto de los chinos, que se pasaron siglos sin ver la carne ni pintada y ahora la consumen cada vez más: chanchos cebados con la soja pampeana).

—En la Argentina no hay, casi no hay malnutrición pura y dura.

Dice Patricia Aguirre. A veces salen en los diarios historias de chicos que se mueren de hambre: en Misiones, Formosa, Jujuy, Tucumán. Pero es cierto que no es lo habitual: sale en los diarios. ¿Te acordás de cuando los muertos tenían nombre?, solía preguntarme un amigo en el destierro, París, fines de los setentas.

—Hay asistencia que llega a casi todos lados, salvo en las zonas más relegadas del país. ¿Pero qué les llevamos a esos chicos? Fideos, arroz, papa. Entonces no son desnutridos: son malnutridos crónicos, chicos que no crecen como deberían, que no se desarrollan.

Es la historia bengalí, india, africana: la historia común del OtroMundo. Gente que se acostumbra a comer mal, menos que lo que necesita, distinto de lo que necesita, y a sobrevivir mal con eso: a desarrollar peor su cuerpo, su cerebro. A vivir vidas mucho peores —casi sin saberlo.

En castellano decimos tener hambre, pasar hambre. Y lo raro es que tenerlo es más transitorio que pasarlo. Tengo hambre. Tranquilo, ya vamos a comer. Uy, está pasando hambre. Sí, pobre, desde que se quedó sin trabajo. No es la única excentricidad de esa cosa tan rara que llamamos hambre.

O si no, como decía aquel ruso: «Pinta el mundo y pintarás tu aldea».