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El martirio de Pedro de Valdivia

 

 

 

EL DIOS DE LOS ANDES

 

Amanecí en la dura cama de un hostel en Las Cuevas, Argentina. Era todavía de noche. Saqué los brazos fuera del saco de dormir. Abrí mi termo abollado y despintado. Serví café soluble en su tapa, vertí agua caliente, y probé un sorbo del amargo pero delicioso brebaje. Este es otro de mis rituales matutinos. Necesito despejar las brumas con cafeína, por eso siempre llevo el termo y un bote de café soluble. Y no he usado el artículo determinado por casualidad. Si bien me sirve cualquier bote de café soluble con tal de que tenga café soluble, no me sirve cualquier termo. Uso siempre el mismo desde hace muchos años y muchos países. No es superstición, es que es el mejor que he tenido nunca. Y eso que me costó muy barato. Lo compré cuando iba a hacer mi viaje por África en una gran cadena de material deportivo. Es made in China. Pero es fabuloso. Conserva caliente el agua incluso en tiempo frío durante toda la noche. Otros no lo consiguen. Por eso lo llevo siempre y por eso está completamente desconchado y lleno de abolladuras.

Me incorporé en silencio para no despertar a Antonio, que dormía a pierna suelta en una litera. Nuestro dormitorio tenía seis pares de camas aunque estábamos solos. Heber compartía otro cuarto con su hijo. El mobiliario de madera era básico y tosco, las camas tenían un cobertor de lana a cuadros y no tenían sábanas. No funcionaba wifi alguna. Habíamos encontrado tan sencillo hospedaje el día anterior cuando descendimos del Cristo por el lado argentino y nos topamos con la villa de Las Cuevas, un lugar casi abandonado que en tiempos fue un lugar vacacional ordenado construir por el mismo Perón ante un capricho de Evita y que tuvo una estación del tren transandino que unía el país con Chile. Hoy las vías están arruinadas y no circula más que la nostalgia. En la entrada del galpón ferroviario aún permanecía de pie un cartelón decrépito que rezaba: BIENVENIDOS A LA ARGENTINA.

Abrí la puerta del hostel. La moto estaba fuera cubierta de escarcha. Estábamos a casi cuatro mil metros en plenos Andes y hacía un frío polar. Las crestas rocosas de las montañas nos rodeaban. Comencé a correr y el esfuerzo me hizo jadear inmediatamente. A esta altura escasea el oxígeno. Aun así, me empeñé en completar mi hora matutina de footing. Por un lado fue un suplicio porque no había un tramo llano, todo eran cuestas, pero por otro fue una delicia contemplar el pueblo dormido, las moles montañosas, el brillo de la yerba húmeda a la vera del río. La naturaleza indomeñable que los humanos parece que queremos destruir, más por vagancia que por interés.

Corrí hasta una extraña construcción cónica sobre una ladera. Cuando llegué vi que estaba hecha de piedra y que en ella apenas entrarían cuatro hombres. Divisé todo el valle. Se trataba de uno de los antiguos cobertizos conocidos como las «casuchas del rey», construidas en el siglo XVIII para servir de refugio a los correos reales que viajaban heroicamente entre la Capitanía General de Chile y el Virreinato de La Plata a través de los Andes. Hoy solo quedan tres en pie en el lado argentino. Se dice que dieron cobijo al ilustre naturalista Charles Darwin, y ahora a mí.

Regresé al hostel. El equipo ya estaba despierto y desayunando. Me duché, vestí y recogí. Todo encajó en dos bolsas. Ese era mi hogar. Lo mejor de ser un nómada es que se aprende pronto a renunciar a lo accesorio y solo llevar lo esencial. Cargué la moto y nos fuimos a visitar al otro gran dios de la cordillera de los Andes. Si el día anterior habíamos estado con el Cristo Redentor, el siguiente nos tocaba rendir pleitesía al otro.

El Aconcagua es el pico más alto de América, de 6.962 m de altitud. Con sus caras brillantes de nieve simboliza a los mismísimos Andes. Ante él tendría que recordar a los alpinistas que arriesgan la vida en pos de una cumbre cuando sobre ella no hay oro ni riqueza, solo la victoria sobre el límite personal de uno mismo. Y para ello tendría un testigo de excepción, una persona que había hecho cumbre veinte veces y tenía en esa montaña su medio de vida. Heber Orona sería nuestro entrevistado como experto alpinista.

La carretera se tumbó en suaves curvas en el fondo del valle como una serpiente con las montañas al fondo. El espectáculo era magnífico. Tendríamos suerte con el tiempo. Estaría despejado, algo no tan habitual ya que es frecuente que la cordillera esté cubierta de nubes en esta región. Pero no ese día. El sol era espléndido y el azul del cielo lucía como esmaltado. Tras un corto y agradable viaje, un cartel señalaba el desvío hacia el cerro Aconcagua. Otra sorpresa idiomática. En mi español de Europa jamás se me habría ocurrido llamar cerro a una montaña de semejantes proporciones.

Tras tomar la desviación llegamos al Parque Nacional Aconcagua. Una gran cruz blanca en primer plano me recordó que el cristianismo está muy presente en la vida social de Sudamérica. El viajero encontrará simbología y rituales católicos por doquier. Algo que es hoy raro de hallar en el país que trasplantó la religión en América. Religión que fue consustancial a la conquista y, de hecho, su justificación ideológica. Después de los primeros contactos y noticias en la corte de esta numerosa población autóctona, la Junta de Burgos determinó en 1512 que el indígena era un hombre libre pero también se le reconocía el derecho a ser evangelizado, y el correlativo deber del rey católico, a evangelizarle. Por su bien, claro está. América fue el nuevo territorio misional y los religiosos se desplegarían por todo el continente constituyendo en no pocas ocasiones una auténtica avanzadilla que llegaba donde no lo hacían los hombres de armas.

Pero tiempo tendremos de tocar en extenso este asunto cuando visitemos las misiones jesuitas en Brasil. Aquel día soleado y de viento gélido, veníamos a contemplar un gran dios precolombino, con veinte millones de años de antigüedad. Estábamos todavía en período de vacaciones escolares veraniegas y algunos coches con placas argentinas fueron llegando al parqueadero, como se llama en América al aparcamiento castellano o al anglicismo parking. Bajaba de ellos gente blanca, de estirpe netamente caucásica, equiparables a cualquier vecino de Europa. Con ganas de vacacionar, eran representantes de una clase media depauperada y maltratada por la política populista del gobierno en un país riquísimo pero empobrecido por la corrupción y la picaresca.

En el estacionamiento preparamos la escena que filmaríamos en un mirador desde el que se divisaba una de las caras del grandioso monte. Allí fingiríamos el encuentro casual con mi propio conductor. No era un capricho. Yo quería hablar de alpinismo y de los motivos que llevaban a los montañeros a hacer lo que hacían, porque para mí son parecidos a los que me llevan a recorrer el mundo menos civilizado en motocicleta aun a riesgo de mi vida.

Es un riesgo vital que se elige y que no merece admiración en sí mismo. Arriesgarse no es admirable por el hecho de arriesgarse, pero sí lo puede ser el resultado conseguido con ese riesgo. Bien sea una ruta inédita, una fotografía hermosa o un relato interesante. Pero a veces se confunde eso y tanto los alpinistas como los viajeros en motocicleta creen que el mérito es llegar a un destino lejano o escalar la montaña aunque sea con ayuda. Como me comenta Heber, el Everest es hoy un puro negocio y hay muchas empresas que te aseguran hacer cima con toda clase de auxilios y porteadores. La gente paga por la foto sin querer hacer el esfuerzo de prepararse. Reclaman la admiración sin pagar más precio que el dinero.

El alpinismo es curioso. Alimenta vanidades. En ese sentido es también como el motociclismo y la literatura. Hay que tener coraje y personalidad para escalar ochomiles, pero también para escribir con sinceridad y para viajar por el mundo en moto. Quien lo hace y sabe lo difícil que es, espera ser admirado. Pero no debería serlo nunca como un héroe. Ni el alpinista, ni el escritor ni el motoaventurero lo son. Como decía Iñaki Ochoa de Olza, fallecido mientras intentaba escalar el Annapurna en Nepal, «Héroe es el médico que curó a mi madre de un cáncer. Yo soy un turista profesional». Eso mismo pienso yo. No hay valor extraordinario en esta fuga permanente que gobierna mi vida. Lo que sí hay es pasión y fe en lo que hago.

No es la aventura en sí misma lo que ofrezco a los demás como mi trabajo, lo que espero que valoren y disfruten, sino la literatura. Júzguenme por lo que escribo y no por lo que viajo.

—En mi caso —dijo Heber—, simplemente se trata de superar un reto personal. Hay una gran satisfacción en superar mis límites. La montaña me llama sobre todo por eso.

La cima nevada refulgía a su espalda. Su pureza inalterada conmovía. Imaginé la felicidad de quien la alcanza tras una dura ascensión. Allí no hay nada más que aire escaso en oxígeno y unas vistas asombrosas sobre el planeta, cuya curvatura se aprecia a tanta altura. Sin embargo, recreando en mi mente lo que podía ser el camino de los alpinistas a la cumbre, recordé otra cosa que me habían contado del Everest: la ruta principal está sembrada de basura, de material abandonado por anteriores expediciones, incluso de cadáveres congelados que nadie se molesta en retirar. Allí están, momificados hasta el deshielo planetario, a la vista de todo aquel que suba en busca de su preciada fotografía en el techo del mundo.

Le comenté el tema a Heber, pues la acumulación de basura en el planeta es una de mis mayores preocupaciones. He visto con mis propios ojos cómo toneladas de basura se amontonan sin control en ciudades, carreteras, selvas y desiertos. Es uno de los grandes problemas de la humanidad y los habitantes de los países pobres son sus principales víctimas.

Recuerdo, por ejemplo, cuando en un pueblo de la estepa de Kazajistán terminé de beber un refresco. Al preguntar dónde podía tirar la lata vacía, los kazajos que me acompañaban la arrojaron a mis pies entre risas. Aquellas buenas personas no eran conscientes de que los desperdicios sepultarían sus viviendas en pocos años. Y no ha sido la única anécdota chocante. Me encontraba en la India negociando con un naviero. Un tipo rico, educado en Inglaterra. Para ganarme su confianza le enseñaba fotos de mi viaje. En una de ellas se veía un inmenso montón de basura donde jugaban unos niños. Me preguntó extrañado por qué había fotografiado una puerta; no veía el vertedero. Había desaparecido de su umbral de percepción.

Sin embargo, la basura está ahí y el desafío que representa crece cada año. Un informe del Banco Mundial publicado en junio (Menudo desperdicio: un examen mundial de la gestión de residuos sólidos) alerta de que para el 2025 habrá aumentado la cifra de 1.300 millones de toneladas de basura al año a 2.200. El grueso del incremento se producirá en los países pobres. La institución considera que gestionar ese volumen de basura supone un reto superior al del cambio climático.

Heber asintió.

—En este parque tenemos el mismo problema. Cada año vienen miles de personas. No todas quieren hacer cumbre. La mayoría solo quieren recorrer el parque. Generan muchos desperdicios. Hay un helicóptero que los saca de aquí pero cada vez el problema es más grave; si no hacemos algo vamos a tener pronto otra montaña, pero de basura.

Sí, hay que hacer algo, pero ¿el qué? Es evidente que el primer paso para afrontarlo será concienciar a los habitantes anónimos del mundo porque son el primer escalón. La causa más inmediata de que la basura se acumule en sus calles es que no la perciben todavía como una amenaza. Están maravillados por el consumo pero no temen sus consecuencias. Lo más urgente es convencer a estas gentes sencillas de que eso es nocivo para sus comunidades. Han de reconocer que existe un problema para que se puedan buscar soluciones.

La dificultad estriba en cómo lograrlo en un planeta tan grande y diverso donde no pocos países mantienen gobiernos débiles o líderes hostiles con instituciones internacionales como la ONU.

Sin embargo, como los arbitristas españoles del XVI, que escribían tochos proponiendo soluciones a los graves problemas que aquejaban a la nación, yo creo haber encontrado a los mejores embajadores de una campaña de concienciación ambiental: los futbolistas del Real Madrid, el Barcelona o el Atlético de Madrid. Conocidos universalmente, se les admira y respeta por encima de cualquier gobierno o institución. He visto a taxistas sudaneses con el Corán en el salpicadero y el rostro de Ronaldo en la luna trasera. Lo mismo ocurre en Kenia, India o Malasia. En Kuala Lumpur se levantaban a las tres de la mañana para seguir la Liga española.

Aceptados por toda religión o ideología, cualquier mensaje que difundan los futbolistas tendrá efecto inmediato en todo el mundo. Bastaría con que antes de cada partido protagonizasen un spot que proyectara mensajes a favor de un entorno limpio. El planeta experimentaría cambios dramáticos en pocos meses. Creo que es una causa blanca. Nadie puede estar en contra de un mundo menos sucio.

Aunque tal vez podría objetarse que en el fondo la causa de la generación de tamaña cantidad de residuos está en un determinado modelo de consumo y que debatir sobre su viabilidad a largo plazo sí supone entrar en un debate ideológico. Cierto, porque cuando se profundiza en las causas de la generación de basura aparece el conflicto ideológico entre quienes sostienen que el modelo es inviable y los que lo defienden. Entrar en ese debate más profundo es necesario. No debemos temer la discusión, pero para que sea eficaz es imprescindible que participemos todos. El único modo de conseguir que también lo hagan los habitantes de los países pobres es haciéndoles ver que su propio futuro está en juego.

 

SIMPLEMENTE AL SUR

 

Dos días después estábamos de nuevo en Chile rumbo al sur. Así lo decían los carteles de la autopista Panamericana. Simplemente: AL SUR. El viaje no era muy divertido. Se trataba de hacer kilómetros alejándonos de Santiago y acercándonos a Concepción. Distantes ambas 500 km por la carretera número 5. Pero yo quería hacer dos paradas intermedias porque el recorrido directo no ofrecería más que vistas al páramo. Una sería a alguna zona vinícola y la otra a un país dentro de un país.

La Panamericana está trufada de peajes. Otra realidad sudamericana. Circular por carretera no es gratis, y no hablamos de autopistas. En casi todos los países que cruzamos había que pagar por usar las vías ordinarias. En algunos como Colombia o Paraguay las motos no pagaban, pero en Chile no se libraba nadie y un recorrido de dos vehículos por el que puede ser el país más largo del mundo resultó una suma considerable. Cuando vi las primeras viñas a los lados de la carretera, pregunté en el siguiente peaje dónde podría encontrar una bodega. Me dijeron que era la zona de Alto Jahuel y que podía dirigirme a una llamada Portal del Alto.

Seguí las indicaciones de la muchacha y hallé la entrada de la bodega con un arco. Nos metimos sin pedir permiso ni haber sido anunciados. Había viñas al fondo, un gran silo a la izquierda, oficinas, una parra centenaria, viejos aperos de labranza y una gran sala para banquetes y actos. El lugar emanaba un aroma de armonía y tradición. Salió un hombre a recibirnos con actitud amable. Le explicamos que estábamos filmando un documental para la televisión española y que queríamos que alguien nos hablara del vino. Él sonrió y nos dijo que de eso se encargaría la enóloga. Se dirigió al interior de las oficinas y al poco rato salió acompañado de una mujer de mediana edad, menuda y enérgica que estrechó la mano con firmeza, miró a los ojos y se presentó como Carolina.

En cuanto conoció nuestras intenciones estuvo encantada de colaborar y nos dejó filmar a nuestro antojo y prometió responder a nuestras preguntas. Agradecidos, montamos el set de rodaje, que no es otra cosa que plantar el trípode, encender la cámara y, en el mejor de los casos, volar el drone. Y eso hicimos aprovechando que no había mucho viento. Recorrí los viñedos en moto con el pequeño ingenio volador persiguiéndome entre los plantones.

Los viñedos de Chile, que producen un vino de fama mundial, tienen su origen en las cepas que plantaron los conquistadores. Se dice que el primer viticultor fue uno de los lugartenientes de Valdivia, un vallisoletano de Medina de Río Seco llamado Juan Jufré. Este personaje que llegó a América en 1538 tuvo el arrojo de enrolarse en la expedición de Valdivia a Chile, fue empresario de éxito, gobernador de la provincia de Cuyo, fundaría ciudades como San Juan de la Frontera, en la actual República Argentina, y hasta participó en su vejez en una expedición marítima que pudo ser la primera en avistar Nueva Zelanda y Australia. Si algún día tenemos la suerte de recorrer Oceanía para hablar de la exploración española por allí ya hablaremos de él. Por ahora baste decir que Jufré es el responsable de que ese día estuviéramos en una bodega dando botes entre las viñas sobre una moto y perseguido por un helicóptero de juguete.

Cuando terminamos, nos regaló unas botellas de vino, entre ellas una de champán que inmediatamente nos prometimos no beber hasta terminar el viaje, y nos preparamos para la entrevista en una terraza con vistas al mar de viñas. Las hojas se agitaban suavemente por el viento, el sol estaba alto y les arrancaba destellos esmeralda. Colocaron una banqueta alta con dos estilizadas copas de vino y una botella entre nosotros.

—El vino es un elemento importante en las exportaciones de Chile —comenté a nuestra anfitriona—. ¿Qué importancia puede tener en la economía nacional?

—Grande, sin duda —respondió—. Pero nosotros no consideramos el vino como un mero alimento o producto. El vino es cultura, es tradición, es el sol, el aire y el suelo del país metido en una botella. Tiene el alma del país puesto sobre la mesa y todo el amor que le ponemos los que lo hacemos.

Pero la visita a la bodega no era solo una anécdota. Había algo más profundo en nuestras razones; así se lo expliqué cuando sirvió en las copas lo que nos anunció como uno de sus caldos estrella: el Carmenere.

El Carmenere es una uva de origen francés, de la zona de Burdeos, y hoy es una especie de fósil vegetal casi reducido a unas pocas plantaciones en Chile. Muy popular en la Edad Media, en el siglo XIX desapareció completamente de Europa debido a la plaga de la filoxera, un pequeño insecto que aniquiló la práctica totalidad de las viñas europeas. Se creía extinguida definitivamente, pero en 1997 se descubrieron viñas de Carmenere en Chile mezcladas con otras. Habían sido traídas en 1850 junto a plantas de Merlot y ocultas permanecieron hasta su feliz descubrimiento. Solo subsiste en el país andino y, por exportación moderna, en Australia y Nueva Zelanda.

La filoxera fue un desastre natural de proporciones descomunales. Una tragedia económica y social, pero también una terrible catástrofe ecológica pues destruyó un tesoro genético. Casi todas las viñas europeas son modernas y todas están injertadas del llamado Pie Americano, más resistente que el europeo al parásito. El mal comenzó en Francia en 1860 y poco a poco se extendió. España vivió su auge de vino riojano gracias a la epidemia. Los viticultores franceses emigraron a zonas próximas libres de la plaga. Haro llegó a tener una sucursal del Banco de España debido a la desbordante riqueza generada, pero fue solo un espejismo temporal. La filoxera acabó también con las vides españolas salvo en Canarias… y en América.

Visitar una bodega chilena es importante en el documental para explicar que, a pesar de la plaga, aún se conservan los genuinos genes de las cepas españolas en plantaciones como esta. Idénticos a los que trajeron los descubridores hace quinientos años.

—Nosotros no injertamos —explicó Carolina mientras sujetaba su copa—; plantamos la vid con lo que llamamos patrón a pie franco. Es la misma planta en el suelo y en el vuelo, en sus raíces y en sus hojas; no como en Europa.

De mi copa brotaba un delicioso aroma a frutos rojos, a tierra, especias, canela y regaliz. Siempre me ha admirado la complejidad del vino como portador de historias, recuerdos y tradiciones.

—Se puede decir —añadí—, que puesto que aquí no llegó la filoxera, ustedes son hoy los guardianes del tesoro genético de las viñas españolas.

Carolina me miró sorprendida una fracción de segundo antes de reaccionar ofreciéndome un brindis.

—Bonita forma de nombrarlo —reconoció con una sonrisa—. ¡Y gran responsabilidad!

 

 

VILLA BAVIERA

 

Abandonamos la carretera Panamericana y por fin apareció otro Chile. Un Chile rural, de pequeñas casas perdidas en una espesa floresta, porque la naturaleza del país también era otra. Había desaparecido la aridez y brotaba a nuestro alrededor un bosque de altas coníferas que daba la impresión de pertenecer antes a Europa central que a Sudamérica. También la superficie por la que circulaba era diferente. El asfalto había desaparecido y lo sustituía el ripio, uno de los atractivos del viaje para los amantes del todoterreno. El ripio es la grava con la que se cubren los caminos sin asfaltar. Mucho más deslizante y polvoriento, sobre él no se frena igual que sobre la carretera ni se agarran los vehículos del mismo modo. O dicho de otra manera, sobre el ripio ni se agarra ni se frena. No hay segundas oportunidades. Un error y sería el fin del viaje. Muchas de las rutas americanas están sin pavimentar, lo que convierte el viaje en moto en una auténtica aventura.

Los tipos que nos cruzábamos eran hombres de campo a caballo, con sombreros anchos, ponchos de lana y altas botas de montar. Eran los huasos, equivalentes chilenos de los gauchos argentinos y los charros mexicanos. Pastores y campesinos hechos al medio rural en la zona central y sur del país. Eran ellos los que en su tosco pero eficaz español antiguo me indicaban la dirección correcta porque yo andaba perdido entre estas veredas que se bifurcaban y confundían.

Los paisajes eran de una belleza primigenia, algo tan brutal que dejaba estupefacto. Eran escenarios como los del fertilísimo sur alemán, pero inmensos y sin apenas gente. Las montañas andinas podían sustituir a los Alpes; los prados, los campos sembrados de maíz, los riachuelos y los bosques de árboles frondosos eran absolutamente intercambiables de un hemisferio a otro. Y entonces apareció una gran piedra y, en ella, escrito una leyenda que nos habría sorprendido si no la hubiéramos estado buscando: Villa Baviera.

Una senda flanqueada por árboles nos llevó hasta una construcción de madera y estilo alpino con una piscina, o pileta, un quiosco musical y enormes campos de labranza alrededor. Nos cruzamos con algunos campesinos rubios de mirada desconfiada. En el aparcamiento había dos hombres maduros hablando en alemán. Cuando nos apeamos de los vehículos, se quedaron observando la moto y el logotipo blanquiazul en el depósito. En un castellano impecable de acento chileno me preguntaron si era una BMW. Se lo confirmé y ellos asintieron complacidos y admirados.

—Una moto estupenda —convinieron con entusiasmo de niños.

Estábamos en la antigua e infame Colonia Dignidad. Un enclave germano en Chile fundado por un personaje que había sido enfermero en la Segunda Guerra Mundial, Paul Schäfer. En 1961 comenzaron a instalarse los colonos para crear su microcosmos privado donde reinase una armonía rural de campesinos rubios y matronas elaborando mantequilla con la leche que ellas mismas extraían de satisfechas y germánicas vacas. Un mundo feliz aparte de Chile.

Hasta que en 1980 un colono fugado se presenta en Alemania y revela un universo de terror y dominación en el que Schäfer ejercía un liderazgo dictatorial y siniestro con derecho de pernada sobre los menores. El mundo perfecto comenzó a resquebrajarse con la caída de Pinochet en 1990; aunque la colonia fingió no enterarse, las sospechas de pedofilia y colaboración con el régimen fueron un clamor popular.

En 2005 todo se viene abajo. Schäfer es detenido y el gobierno chileno toma el control de la colonia donde se encuentra un auténtico arsenal. El líder es condenado por abusos sexuales e infracción de las leyes de armamento. Moriría en la cárcel en 2010. La mayoría de los colonos retornaron a Alemania y los que quedaron escribieron una carta de público arrepentimiento. Cambiaron el nombre de Colonia Dignidad y montaron un hotel y restaurante llamado Villa Baviera donde ofrecen deliciosas y calóricas especialidades alemanas como el codillo o la chuleta ahumada con las que nos regalamos antes de dormir en una de las habitaciones algo monacales del complejo.

 

 

PENCO

 

El amanecer desnudó unos campos de labor perfectamente roturados. Salí a correr por la colonia y apenas vi a nadie en aquellas horas tempranas. Pasé por delante de la iglesia y la estafeta de correos, vi algunos cobertizos de madera y maquinaria agraria arcaica. Solo respiré paz y pensé que los viejos fantasmas estaban superados; de algún modo esa fue la impresión que me llevaba del país en su globalidad. Si esperaba encontrar resquicios del pinochetismo, me había equivocado. Chile me parecía un país moderno, avanzado, con una buena organización social y económica que había sabido pasar página. Existían sectores conservadores y derechistas, como en todo país, pero la figura del general había caído en desgracia incluso para ellos al demostrarse la cleptomanía del clan.

La buena organización del país y su progreso, en todo caso, parecían obedecer a causas y formas de ser muy anteriores a los diecisiete años de dictadura. No se cambia al alma de un país en tan poco tiempo y menos para hacerlo mejor. Tal vez esta forma de ser chilena productiva y seria se debiera a la impronta alemana que dejaron otros emigrantes muy anteriores a los de Colonia Dignidad y de los que tendríamos ocasión de hablar cuando llegáramos más al sur.

A mí lo que más me importaba era comprobar cuán cerradas estaban las páginas del conflicto histórico causado con la llegada de los españoles al final de la primera mitad del siglo XVI, pues Chile fue la tierra de frontera por antonomasia, el solar donde el expansionismo imperial hispano encontró una resistencia más enconada y donde tuvo que claudicar en sus aspiraciones maximalistas. El sur de Chile, la mítica región de la Araucania, jamás fue conquistada y la guerra cruenta entre indígenas y colonizadores solo terminó con un pacto de no agresión, que fue respetado por los españoles, pero no por el nuevo Chile independiente nacido en 1823 y que invadió la Araucania en 1861. De hecho, la curiosidad histórica es que los mapuches lucharon aliados con las tropas realistas españolas contra las independentistas de O’Higgins y San Martín porque así defendían sus propias libertades.

Esas libertades tenían como baluarte el río Bio Bio, uno de los más caudalosos del país y, además, un símbolo geográfico y político porque se convirtió en la frontera entre dos contendientes: los españoles y los mapuches.

A lo largo de su cauce se construyeron una cadena de fortificaciones para defender la colonia durante la guerra de Arauco que desencadenara el audaz pero imprudente Pedro de Valdivia.

Entré en la población de Penco. Allí pregunté a unos obreros por el fuerte español. Me indicaron que fuera hasta la playa y siguiera las vías del tren. Así lo hice, rebotando sobre las traviesas hasta que llegué a una fortificación, o más bien sus restos. Era diminuta. Una explanada sin muros de tres metros de ancho y unos veinte de largo con un par de solitarios cañones apuntando a la bahía. Jamás hubiera llamado a esto un fuerte.

Una pareja de jóvenes enamorados se hacían arrumacos sentados en uno de los muretes de la terraza. Cuando vieron aparecer la moto y la troupe de cámara y conductor, se evaporaron a un lugar más íntimo. Sin embargo, otros personajes acudieron. Paseantes y curiosos atraídos por la enorme motocicleta cargada de bártulos. Inspeccionaban con pasión y estupor la rara criatura que les había regalado el destino aquella tarde para entretenerles. Siempre sucede lo mismo. Estas motos aventureras son un imán para las gentes más sencillas que muestran su entusiasmo como niños.

Aproveché la pequeña turbamulta para preguntar por el fuerte. Un hombre grueso y moreno accedió a dejar un testimonio sobre el pasado colonial de Penco como baluarte defensivo. Así era la producción de Diario de un nómada, guiada por la casualidad, alimentada por los momentos espontáneos y reales de la vida. O sea, estábamos haciendo lo que cualquier profesional del medio llamaría la no-producción. Lo que jamás debía hacerse. Pero nosotros no teníamos otro recurso. No conocíamos siquiera dónde dormiríamos cada día porque eso lo daba el azar del viaje. Si teníamos suerte, encontrábamos un buen alojamiento y alguien interesante que nos contara algo. Y si la teníamos mala… bueno, nunca la tuvimos mala o por lo menos supimos adaptarnos a lo que el camino nos ofrecía y sacar el mejor partido de ello.

Lo que sucedía lo filmábamos según sucedía porque no había tiempo de construir las secuencias ni de repetir los momentos mágicos de la vida. Antonio se estaba habituando a este modo de trabajar que obliga a usar la cámara como un pistolero del Oeste, en bandolera y siempre dispuesta a disparar. Y yo llevaba una réflex preparada en la bolsa de depósito con una lente 10-17 de ojo de pez que lo recogía casi todo en su amplísimo campo de visión. No servía para hacer fotografías de objetos a media distancia, que se perdían en la lejanía, pero capturaba en vídeo habitaciones completas, grupos de personas y también a mí mismo y a todo el fondo cuando me autofilmaba estirando el brazo; lo que ahora ha dado en llamarse selfie y que yo llevaba haciendo desde hacía años porque siempre viajaba solo y no tenía quien me filmase ni perrito que me ladrase.

Y ahora que lo tenía, seguía repitiendo la misma rutina de filmar y filmarme a mí mismo. Los totales y entradillas, que son los parlamentos que el reportero o presentador hace antes de mostrar la acción, los hacía dos veces, una para la cámara de Antonio y otra para mi propia cámara. Se suponía que los buenos tenían que ser cuando me filmaba Antonio y me ponía un micrófono llamado «de corbata» porque va enganchado a la solapa o a la pechera. Sin embargo, yo me mostraba siempre más fresco y natural para mis propias filmaciones. Era la fuerza de la costumbre pero también el hecho de que me avergüenza hablar a la cámara cuando hay otros mirando. Es una timidez algo absurda pero que nunca he podido controlar.

El voluntario se dejó colocar el micro y trató de disimular su nerviosismo. Creo que sentirse filmado es una de las sensaciones más incómodas que puede haber junto con caminar desnudo por la calle.

—Este es el fuerte de Penco —explicó—, aquí se fundó la ciudad de Concepción originalmente. Pero un tsunami la arrasó y se desplazó unos kilómetros más al sur, a la orilla misma del Bio Bio.

—Y el río fue la frontera de los mapuches.

—Cierto, los españoles tuvieron muchas dificultades en la pacificación del territorio al sur del Bio Bio, de modo que al final se quedaron a este lado, pactaron con los mapuches y dejaron de guerrear, aunque de vez en cuando se volvían a enganchar. Pero básicamente, el Bio Bio fue una frontera comercial, porque los españoles y los indígenas se necesitaban mutuamente y empezaron a mercadear y a entenderse.

Probablemente, sin conocer los conceptos con exactitud, el buen hombre estaba haciendo referencia a las dos tipos de estrategias que emprendieron los españoles con resultados no completamente satisfactorios. La guerra ofensiva y la guerra defensiva. El aniquilamiento del enemigo frente al aparente entendimiento para conseguir los mismos fines: su domesticación.

Los españoles habían logrado algunos avances al sur del Bio Bio tras la muerte de Pedro de Valdivia, pero la guerra de Arauco se eternizaba y cansaba en Santiago. Sin embargo, lejos de estacionarse, los mapuches reaccionaron y tras la batalla de Curalaba en 1598, donde mataron al gobernador Martín García Oñez de Loyola y devastaron la moral española, reconquistaron todo su territorio hasta el citado río. La guerra ofensiva había fracasado.

El nuevo gobernador, el experto y veterano guerrero de Flandes, don Alonso de Ribera, decidió blindar el Bio Bio con una cadena de fuertes y establecer guarniciones permanentes. La conquista en Chile había terminado y sus fronteras estaban fijadas. A partir de ahí se intentó el amansamiento de los indios con la evangelización, estrategia ideada por un sacerdote llamado Luis de Valdivia y autorizada por un rey débil, Felipe III, quien probablemente temía más los gastos de la guerra de Arauco que sus efectos.

El río apareció como una lámina de plata bajo el furioso sol del atardecer. No era un cauce caudaloso y profundo; en aquella época del estío austral semejaba una calma y baja ensenada que brillase herida por la reverberación solar. Un largo puente lo cruzaba de orilla a orilla. Cuando lo crucé no pude evitar gritar su nombre. Algo extraño me estaba sucediendo. En cierto sentido, la búsqueda de los lugares con significado histórico afectaba a mis emociones de un modo más profundo que en otras ocasiones. Las resonancias trágicas de los hechos del pasado de América eran algo así como un pretérito imperfecto que dejase abiertos resquicios a través de los cuales yo sintiera en presente el dolor, el miedo y la euforia de aquellos hombres que vinieron siguiendo sus afanes de aventura y que murieron tan lejos de su tierra.

La ciudad de Concepción apareció tras el puente. Lo primero que vimos fue un atasco monumental a la entrada de la población y unos jóvenes malabaristas de semáforo. Estos personajes mitad bufones mitad clochards (vagabundos) serían una constante en el viaje por Sudamérica. En España nos hemos acostumbrado a verlos en las grandes ciudades con sus mazas y diábolos, sus trenzas rastafaris y su estética de perroflautas. En Sudamérica están por casi todos lados. Los llegaríamos a ver en un villorrio tan apartado como el puerto Francisco de Orellana en la Amazonía de Ecuador. La mayoría son argentinos errantes que sobreviven con su arte nómada y su picaresca de charlatanes rioplatenses, pero estos que teníamos delante eran chilenos y probablemente estudiaban en alguna de las universidades de la comuna.

Concepción es una ciudad universitaria e industrial. Un polo cultural juvenil alternativo a Santiago pues en un país de distancias tan inmensas, se convierte en el destino estudiantil de los jóvenes del sur. Descubrimos en nuestro recorrido un interesante barrio histórico, una gran y populosa Plaza de Armas y un cerro desde el que teníamos unas preciosas vistas de su skyline recortado contra la plateada bahía que Antonio supo inmediatamente aprovechar para una filmación.

Pedro de Valdivia fundó la ciudad en 1550 en su primera incursión por el sur y se convertiría en el cuartel general español durante la guerra de Arauco. En sus primeros diez años de vida los mapuches la destruyeron tres veces, sin contar los ataques piratas como el de Francis Drake. La villa resistiría los envites humanos, mas no los naturales. En 1751 se registró un terremoto acompañado de maremoto que la asoló y se tomó la decisión del traslado a otro punto de la bahía. La antigua Concepción es hoy la moderna Penco, de donde veníamos, y la actual Concepción es una urbe fundada en 1766.

Era mediodía y decidimos hacer noche en la ciudad para poder filmar tranquilamente y salir al día siguiente hacia Cañete. Buscamos un hotel por las calles del centro y dimos con uno de apariencia moderna y funcional. Nada de encanto, pero confortable. Comenzó el ritual cotidiano de conseguir una rebaja. Tengo la manía de regatear en los hoteles. Por experiencia sé que el precio en los establecimientos hoteleros es flexible. Lo peor para ellos es una habitación vacía. La adquirí durante mis primeros viajes en solitario cuando estaba obligado a estirar el dinero lo máximo posible porque no tenía ingresos, y la mantengo incluso cuando el presupuesto da para realizar una producción a tres. A mis acompañantes supongo que les incomodaba esta costumbre mía de preguntar el precio y, en cuanto me lo decían, exclamar que me parecía muy caro y si me podían dar un mejor precio. Siempre llegábamos cansados y con ganas de arrojar los trastos. Pero con mi estrategia casi siempre conseguía una pequeña rebaja. Y teniendo en cuenta que durante cien noches dormiríamos en hoteles, una pequeña rebaja cada noche se convertía al final en una suma respetable.

Cada día se repetía la misma rutina cuando llegábamos a un alojamiento. Una vez en la habitación, que normalmente compartíamos los tres, localizábamos los enchufes disponibles, el escritorio y nos repartíamos las camas. En los cuartos triples suele darse que tengan dos catres individuales y un lecho de matrimonio. Tomamos la costumbre de alternarnos Antonio y yo en el grande porque Heber jamás quiso ocuparlo. Intentamos que lo hiciera en repetidas ocasiones pero siempre se negaba, de modo que si una noche dormía yo en el grande, al día siguiente le tocaría a Antonio. La convivencia de tres hombres adultos rodeados de equipaje en espacios reducidos y nada lujosos podría haber acabado en guerra abierta. Pero curiosamente funcionó muy bien porque todos comprendíamos la necesidad de reducir los gastos al mínimo. Sin duda ayudó a la cordial cohabitación que ninguno fumaba y que todos roncábamos, de modo que fuimos pacientes los unos con los otros e intentamos respetar el espacio y las costumbres ajenas.

Lo siguiente al reparto de las camas era instalar el estudio de edición itinerante. Mientras Antonio y yo sacábamos los tres ordenadores portátiles, los discos duros y los cargadores de las baterías, Heber vaciaba la camioneta de todo aquello que pudiera estar a la vista en la caja aunque durmiera en un aparcamiento cerrado. Se encargaba del más duro trabajo de subir con ello hasta la habitación. Yo tenía una regleta de cinco enchufes que inmediatamente encastraba en el que hubiera en la pared, porque en no pocas ocasiones el cuarto solo contaba con uno. Tenía que usar un adaptador internacional porque en Chile los enchufes son de palas planas y no redondas como en España. En la regleta metía un ladrón que nos daba tres tomas más; allí enchufábamos los cargadores de los tres portátiles, los tres teléfonos móviles y las baterías de seis cámaras.

Lo siguiente era conectarse a internet, algo básico e imprescindible para hacer funcionar nuestra oficina nómada y comunicarnos con el mundo exterior. Normalmente los hoteles chilenos disponían de una wifi excelente. En otros países eran más regulares pero lo cierto es que internet ha llegado a casi todos los lados. Y si el hotel no tenía, nosotros usábamos los datos desde nuestros teléfonos móviles porque en cada nueva nación lo primero que hacíamos era buscar una SIM card con 3G.

El escritorio, si lo había, le correspondía a Antonio porque su primera y prioritaria labor era copiar todas las imágenes de su cámara profesional al disco duro y redactar un documento de texto donde describiera la secuencia a la que correspondía. Yo, mientras tanto, descargaba todas las tarjetas de memoria de mis dos cámaras réflex y las tres deportivas en mi propio disco duro. Estas labores de descarga eran obligatorias y diarias. El material filmado era muy abundante y pesado. Si no se clasificara al día en su correspondiente carpeta sería imposible de manejar y procesar.

Una vez instalados, nos poníamos en contacto con el mundo. Heber hablaba todas las tardes con Agustín durante largo rato usando Viber, la aplicación para el teléfono que permite conversar usando la wifi; Antonio lo hacía con Nuria, su novia, y yo lo hacía con Teresa a través de Skype porque ella quería verme la cara ya que de lo contrario me sentía muy lejos. Así que cada día, parte de mi cotidianidad era charlar con ella mientras rezaba para que los duendes de internet no dejaran su bello rostro congelado y mudo. Yo le daba durante esas conversaciones los detalles del día, lo que habíamos hecho, las personas que habíamos encontrado y los paisajes que habíamos recorrido.

—¿Y qué vas a hacer esta tarde? —me preguntó su imagen en la pantalla mientras estaba tumbado en la cama de aquel impersonal hotel de Concepción.

—Voy a ir a la Plaza de Armas a filmar la estatua del hombre que mató al conquistador de Chile.

—Explícamelo, por favor —me rogó mientras se acomodaba en el confortable sofá blanco del confortable salón de su confortable casa que tanto echaba yo de menos en situaciones de incomodidad como aquella en una pequeña habitación de hotel barato y escribiendo en la cama.

A ella le gustaba que yo le contase la historia española que iba descubriendo; Teresa es una mujer de extraordinaria inteligencia y formación académica sobresaliente. La mejor de su promoción en la Facultad de Periodismo y con una curiosidad innata por cualquier tema y conocimiento. Sin embargo, de historia española estaba completamente pez. Lo desconocía prácticamente todo sobre el paso de nuestros descubridores por América. Pero no se puede decir que fuera culpa suya. ¿Qué espacio dedican hoy los planes de estudio al Descubrimiento y a la presencia española al otro lado del Atlántico? Incluso en mi etapa de estudiante de EGB, todavía con planes de estudio procedentes del tardofranquismo, todo lo que se me enseñó quedó reducido a las conquistas de México y Perú por Cortés y Pizarro ya que fueron las más señaladas. Y además recuerdo que la materia me la enseñaban jóvenes profesores izquierdistas de la época de la Transición y el tinte ideológico que le daban a aquellos sucesos del siglo XVI poco tenía que ver con la glorificación nacionalcatólica.

—La Plaza de Armas de Concepción es muy bonita —le expliqué—; es casi tan grande como la de Santiago pero es más habitable, menos monumental, así que la gente pasea, se sienta en los bancos y los chavales jóvenes se encuentran allí para charlar o pelar la pava. Es el punto de encuentro más popular. Allí hay dos estatuas, una en cada extremo.

—¿Y de quiénes son?

—Una es de un caballero español con armadura y espada castellana. Es Pedro de Valdivia, el fundador, un hombre ambicioso de gloria. Dejó atrás la comodidad de Perú donde ya tenía una encomienda, que era como una finca con trabajadores indígenas encomendados a su cuidado, y asumió deudas y compromisos para conquistar Chile, la tierra que se pensaba más pobre de Sudamérica después de que otro conquistador llamado Diego de Almagro fracasara estrepitosamente.

—¿Y por qué querría ir entonces a Chile si decían que no había nada?

—Teresa, lo hizo para dejar fama y memoria de él. Cuando él se encontraba en Perú ya estaba todo conquistado. Pensó que mejor ser cabeza de ratón que cola de león.

—Un tipo audaz —reconoció ella.

—Sí, audaz e imprudente. Después de fundar Santiago, siguió avanzando hacia el sur y fundó esta ciudad, pero también topó con unos indios bravos y fuertes que ofrecieron una gran resistencia. Había comenzado la guerra de Arauco, que duró tres siglos y los españoles nunca pudieron ganar, y que se llamó el Flandes indiano.

—Y la otra estatua ¿de quién es?

—Es una figura de bronce de un indio de pelo largo, desnudo de torso y una lanza en la mano. Mira a la lejanía desafiante. Es el antagonista de Valdivia. Un mozalbete indígena de despierta inteligencia y noble linaje capturado en 1550 en las cercanías de Concepción. Se llamaba Leftraru, pero como los españoles no pronunciaban bien su nombre lo llamaron Lautaro. Ese muchacho convivió con los españoles durante su adolescencia, llegó a ser paje de Valdivia, aprendió su modo de comportarse y combatir y, cuando tuvo ocasión, escapó para reunirse con los suyos y convertirse en caudillo. Él les explicó que los hombres a caballo no eran semidioses, sino simplemente eso: hombres a caballo.

—Muy listo el chico. ¿Y cómo murió Valdivia?

—Eso te lo contaré desde Cañete, la ciudad donde está el fuerte en el que lo mataron, pero ahora tengo que dejarte, tenemos que trabajar. Un beso. Te quiero.

 

 

TUCAPEL

 

El viaje por la región de la Araucania revelaba una naturaleza soberbia y un correlativo esfuerzo del hombre por domarla. Los bosques eran inmensos y los lagos grandiosos, pero también lo eran los trabajos y las industrias humanas. La carretera estaba en continuas obras y cientos de ruidosos camiones la recorrían esputando humo y acarreando piedras, grava, trabajadores y troncos talados. Las explotaciones madereras dejaban sin aliento. Explanadas gigantescas donde larguísimos árboles se apilaban para ser convertidos en mueblería y en cabañas que alojasen más trabajadores que cortasen más árboles que sirviesen para construir más cabañas que alojasen a más trabajadores. Y solo veía una epidérmica parte de la realidad. Imaginar las dimensiones de la tala mundial de bosques sencillamente mareaba.

Recorrer América Latina siguiendo las huellas de los exploradores españoles me ofrecía una visión a lo absoluto de la existencia. No hay lugar para la tibieza. El escenario que nos rodeaba era grandioso sin paliativos, y los hechos históricos que los jalonan son categóricos, fatales, terribles. Ofrecen lo peor y lo mejor que alberga el ser humano. El valor personal de los hombres que llegaron a un continente inexplorado en el siglo XVI es tan majestuoso que corta la respiración cuando se examina de cerca y uno trata de ponerse en su piel; pero los actos de codicia y salvajismo a los que a veces se llegó son tan abrumadores que uno tiene la impresión de encontrarse ante una fábula en blanco y negro sin grises ni refugios a la comodidad moral. En este continente el testigo se encuentra desnudo ante la realidad absoluta, ante el bien y el mal y ante su propia responsabilidad ética. ¿Qué partido tomar?

Imposible no sentir la tentación de separar entre buenos y malos. Pero he de combatir ese impulso. Ese es para mí el más grave error de partida. No se puede tomar partido sobre algo tan inmenso y lejano como es la colonización de un continente hace cuatrocientos años. Uno es un pigmeo ante tamaño fenómeno como lo es ante un glaciar. Imposible juzgar sin caer en el reduccionismo, la caricatura o el prejuicio. Era en esos momentos de duda cuando debía recordarme de nuevo, como quien sacude una bofetada al histérico, que no había venido a hacer juicios de valor ni propaganda de ningún bando, sino a conocer la historia y a contar sobre el terreno lo que pasó y tal y como pasó.

Esa es mi responsabilidad pero también mi verdadero privilegio de cronista nómada: tener delante los escenarios mismos de la tragedia y la comedia, pasear entre las piedras, los riscos, los valles, los mares que contemplaron el paso de los grandes hombres del pasado, tan imperfectos como los de ahora, tan bondadosos y tan crueles como cualquiera de nuestros vecinos, como somos nosotros mismos, pero obligados por las circunstancias y el tiempo en que vivieron a un papel protagonista, de héroes y también de villanos míticos. Durante su vida se forjaba una nueva era con todo lo grandioso y miserable que ello supone. Imposible juzgar un cataclismo de la naturaleza. No se puede evaluar moralmente un terremoto, un huracán o un tsunami; y eso, precisamente eso fue el encuentro de dos mundos incompatibles, un choque entre placas tectónicas como el que causó que la corteza se arrugara hasta erigir las montañas de los Andes hace veinte millones de años.

Unos lo afrontaron con la espada, como el conquistador de estas tierras chilenas, don Pedro de Valdivia, y otros, los menos, con sus manos desnudas y su voluntad de entender al otro, como Álvar Núñez Cabeza de Vaca, quien caminara ocho años sin armas entre los indios de Norteamérica y a quien honré como al mejor descubridor de todos cuando recorrí Estados Unidos siguiendo el viejo camino español. Con él me encontraré de nuevo cuando visite en Brasil las cataratas del Iguazú que él descubriera en su viaje a Asunción, en el actual Paraguay, aunque eso será mucho después.

Pero es aquí, en la Araucania chilena, ya en plena Patagonia, donde este dramático escenario cobra su mayor importancia. Esta tierra jamás fue plenamente conquistada por los españoles, fue la frontera entre el mundo colonial y el indígena de los belicosos mapuches. Sin embargo, hoy la conquista el progreso, el desarrollismo de las minas, la explotación forestal, las carreteras, los grandes desarrollos urbanísticos, las presas, las infraestructuras… Un progreso empresarial que deja de lado a los otrora dueños de este vergel de lingues, canelos, olivillos, quilas, maquis, helechos y las simbólicas araucarias. Pero que en realidad nos deja de lado a todos, pues ya no hay razas distintas en el mundo sino una sola especie humana amenazada por peligros globales.

Un gran cartelón se cruzaba sobre la larga y recta carretera que se abría paso en el bosque; que se había hecho cada vez más y más tupido. BIENVENIDOS A CAÑETE, CIUDAD HISTÓRICA. Estaba llegando a la capital de la resistencia indígena. Ayer y en la actualidad. Aceleré y corté sobre mi moto un aire de desgracias antiguas. Vi un muro con una pintada y me detuve a ver qué decía. En letras grandes garabateadas con un fuerte color azul estaba escrito: ¡NO MÁS VIOLENCIA POLICIAL EN LAS COMUNIDADES MAPUCHE! Era evidente que estaba entrando en el epicentro de la resistencia indígena. Comenzaron a surgir algunas casitas aisladas, hechas de madera coloreada, con tejado de chapa, luego un poco más agrupadas y por fin el pueblo, que no tenía ningún edificio alto. Lo más llamativo por su altura era una especie de escultura cerámica con un gran símbolo indígena circular a la que parecía faltarle un pedazo en forma de media luna.

Era una clava mapuche, un hacha de piedra que identificaba al toqui o lonco, al jefe guerrero. La perforación servía para colgarla de una cuerda al cuello. Ese inmenso signo de mando erigido en la entrada del Cañete histórico nos anticipaba lo que íbamos a encontrar en la población.

Cuando llegamos a la calle principal me sorprendió ver que a todo lo largo había altos letreros de metal sostenidos con la silueta recortada también en metal de las araucarias, los árboles endémicos de la región, muy altos y de tronco delgado y fino que en la copa se ensanchan con ovillo de ramas puntiagudas que se elevan al cielo como reclamando ayuda. En estos carteles había escritos fragmentos del poema lírico de Alonso de Ercilla: «La Araucana»:

 

Chile, fértil provincia y señalada

en la región Antártica famosa,

de remotas nociones respetada

por fuerte, principal y poderosa:

la gente que produce es tan granada,

tan soberbia, gallarda y belicosa,

que no ha sido por rey jamás regida

ni a extranjero dominio sometida.

 

Recordé haber leído al escritor Roberto Bolaño que Ercilla se consideraba uno de los grandes poetas chilenos y que ello era curioso habiendo nacido en Madrid y participado como soldado en la conquista. Pero es que Alonso de Ercilla había retratado con una sensibilidad muy particular esa tierra y a sus gentes, a la que amaba y a los que respetaba a pesar de haberlos combatido. Sin sus versos elogiosos, los mapuches no habrían pasado a la Historia como esos guerreros míticos e indomables de los que tan orgullosos se sienten hoy sus descendientes. Ercilla puede considerarse también como uno de los primeros apologetas del medioambientalismo en la región, a la que consideraba casi el jardín del Edén.

Pregunté por el fuerte de Tucapel y me fueron indicando. Recorrí las calles de Cañete entre la sorpresa y el entusiasmo de los viandantes, muchos niños de rasgos aindiados, que saludaban y miraban la moto con atención enamorada. La estampa del viajero en motocicleta es siempre la de un jinete de paso con la que los críos sueñan. Recuerdo que cuando tenía su edad yo también quería viajar como lo hago ahora. Una de las mejores cosas que han sucedido en mi vida ha sido la de convertirme en el adulto que el niño que fui soñaba con ser. Quería vivir aventuras y descubrir cosas. Y eso hago. Porque quizá no sea el primero en llegar a los lugares, pero sí me siento único en la emoción que experimento, que no es impostada ni postiza, sino un genuino fogonazo interior que me arranca las lágrimas en no pocas ocasiones.

Pensaba en esas cosas cuando torcí por una calle sin salida. Al final había un pequeño barranco y una endeble empalizada de madera sin ningún edificio en su interior. Parecía un simple corral de ganado, pero en realidad era el lugar donde Lautaro derrotó a su enemigo. Una señal de tosca madera lo decía bien claro: FUERTE TUCAPEL, y un brochazo de pintura azul lo tachaba con rabia; me recordó al azul de la pintada de la entrada de Cañete que clamaba contra la violencia policial contra los mapuches.

Aparqué la moto y me metí en el interior del fuerte. Antonio me seguía con su cámara al hombro. No había nada más que el silencio y la corta yerba que pisábamos con respeto. Pero yo sí oía algo. El eco de una batalla y los gritos de los españoles torturados. Por alguna razón que obedece a la psicología más profunda, mis emociones se ven bruscamente alteradas en lugares donde acontecieron sucesos trágicos. Me ha pasado en la playa de Sligo, Irlanda, donde naufragó el capitán de la Invencible, Francisco de Cuéllar, o en las ruinas de la fortaleza española de Castelnuovo, Montenegro, donde fue aniquilado por los otomanos el Tercio Viejo de Sarmiento en 1539; y me estaba sucediendo en Tucapel.

Los ojos se llenan de lágrimas ante la injusticia del olvido de los sacrificados en las campañas bélicas en nombre de reyes e imperios, y mi corazón se empaña de la empatía del soldadito forzoso que fui cuando tenía veinte años. Me mandaron obligado, yo no quise ir pero en aquella época existía el servicio militar obligatorio. Me tocó por sorteo en la Brigada Paracaidista. Por las tardes se interpretaba el toque de oración en recuerdo de los caídos. Aquel sonido triste de corneta me emocionaba porque, estando encerrado entre aquellos fríos muros de lo que había sido un convento alcalaíno, comprendí entonces que los muchos muertos en las guerras de España por todo el mundo, de Cuba a Filipinas, de Annual a Tucapel, eran como yo era en aquel momento: un joven cualquiera con ilusiones, esperanzas y ganas de vivir al que los designios de un rey, las leyes, los intereses ajenos, el sentido del deber o el capricho de un dictador obligaban a ir a morir por una bandera muy lejos de su casa.

Desde entonces, siento una profunda compasión por los soldados españoles del pasado y también del presente a los que envían a jugarse la vida en vehículos BMR sin blindar cuando por Madrid circulan los audis a prueba de bombas de los políticos.

Me asomé a la empalizada; el desnivel no era muy pronunciado y la visión del fondo del barranco estaba algo cubierta por los árboles, pero se lograba divisar al fondo el bello y calmo valle alfombrado de verde pasto. Un escalofrío me recorrió al ponerme en la piel de alguno de los soldados que hubieran guardado esta débil defensa en la Navidad de 1553.

Ese año Valdivia se había dirigido personalmente a la defensa del sur. El día de Navidad encontraron la fortificación de Tucapel, destruida y humeante. Mientras hacían campamento en las ruinas, aparecieron los indígenas, muy superiores en número, comandados por Lautaro.

Viéndose perdidos, Valdivia preguntó a sus hombres qué debían hacer.

—¿Qué quiere su señoría que hagamos —respondió un capitán—, sino que peleemos y muramos?

En venganza por las matanzas de indígenas ordenadas por Valdivia, se cuenta que los mapuches lo torturaron y le obligaron a ver cómo se comían su propia carne en un horrible martirio que duró tres días. El de Villanueva de la Serena había escrito su nombre en la Historia con la oscura tinta de su propia sangre.

 

 

EL LONCO

 

La relación entre mapuches y españoles ha sido trágica y terrible a lo largo de la Historia. Era hora de ponerse de nuevo frente a frente para comprender mejor quiénes somos. Yo quería saber algo de los mapuches contado por ellos mismos.

En la salida sur de Cañete había un museo mapuche. Hacia él nos dirigimos. Lo identificaban dos banderas, una era la chilena y la otra la indígena. Entramos y un gran mural nos recibió. Era un collage compuesto con cientos o quizá miles de pequeñas fotografías de la gente mapuche. Niños, mujeres, ancianos, hombres jóvenes y maduros. Pero allí nadie podría hablarnos.

Las salas albergaban artesanía y ropa típica mapuche, así como maquetas de sus construcciones y poblados. Estaba bien, pero no me servía. No había vida real mapuche.

Pregunté al conserje. Yo quería ver una comunidad mapuche y hablar con alguien. Él escribió su nombre en un papel y me lo tendió.

—Vayan hacia el valle de Elicura, a la comuna de Contulmo, pregunten por la ruka de don Miguel Lebiqueo, es el lonco de la comunidad. Entréguenle este papel y díganle que van de mi parte. Él les ayudará.

El recorrido hacia Contulmo, apartado de la ruta principal y en ocasiones por caminos de ripio, ofreció una visión sobre la tierra de la Araucana muy diferente a la que se veía desde la Panamericana. Había poblados mapuches aquí y allá formados con casuchas deprimidas, barro en los accesos y coches viejos. En ellos se alzaba altiva la bandera tribal pero ese parecía ser el único signo de orgullo visible. La comunidad entera parecía languidecer en el abandono de las administraciones y el desinterés social de los blancos. Pero también en algo de victimismo grupal que achaca todos los males al extraño para no asumir ninguna responsabilidad.

Había visto este fenómeno en muchas otras comunidades indígenas de Norteamérica, en las famosas reservas, donde hoy los estragos no los causan las campañas expansionistas del 7.º de Caballería sino el alcoholismo, la drogadicción y la comida basura. En Chile me habían contado una historia similar. Las grandes empresas aliadas del gobierno, en su voracidad especuladora, compraban o expropiaban la tierra de los mapuches; pero el mapuche sin tierra y con dinero emigrado a la ciudad se convierte en un ser vegetativo que malgasta su pequeño patrimonio y al final se queda sin nada.

Me cruzaba hombres caminando y en bicicleta. Les preguntaba por la ruka y ellos me iban dirigiendo hasta que encontré una senda que llevaba a una valla de madera. Un muchacho salió a ver quiénes éramos. Le preguntamos por don Miguel y él nos confirmó que era su padre, que había salido pero que pronto llegaría. Y así fue. A los pocos minutos vimos una bicicleta y sobre ella un hombre maduro avanzando hacia nosotros por la vereda. Era don Miguel. Se apeó con calma y nos escrutó con unos ojos desconfiados. Venía vestido con sencillas ropas de trabajador: camisa de cuadros, jersey de lana y pantalones de tergal. De tez redondeada, morena y curtida por el sol y la edad le calculé sesenta años, pero bien pudiera tener cincuenta porque el trabajo duro del campo envejece la piel apresuradamente. Recio y de baja estatura, estrechó mi mano con fuerza. El tipo estaba hecho de acero.

—Somos de España —le expliqué— y estamos filmando un documental para la televisión. Seguimos la huella de Pedro de Valdivia y queríamos hablar con un mapuche auténtico para que nos contara algo su modo de ver la historia y la situación actual.

—¿De España? —inquirió precavido.

—Sí, pero no se preocupe, no vamos a desvirtuar sus palabras ni a ofrecer una imagen sesgada. Recogeremos su opinión y como salga la emitiremos.

—Bien —concedió—, pero déjenme que me cambie primero. Les recibiré como lonco.

Esperamos un rato acompañados de su hijo. Al otro lado de una verja cuidaban unos cerdos que curioseaban. Le comenté al vástago del jefe mapuche que el ganado porcino —los chanchos, que ellos decían— era una importación europea traída por los españoles a los que ellos habían combatido. Que no los había en América, como tampoco existían los caballos. Y que en Europa no había tomates, ni maíz, ni patatas. Que cada continente por separado no producía suficiente comida y que fue la interconexión continental lo que permitió criar cerdos en América y patatas en Europa y que solo eso ya permitió multiplicar la población mundial.

El chico me miró de soslayo. Tal vez no me creyera o quizá no comprendiera la trascendencia de lo que le había dicho. Para él los chanchos estaban desde siempre porque los había visto cuando era un niño. Pero no era así en realidad. Las cosas que hoy damos por hechas porque las compramos en un supermercado no existían antes, o costaba mucho encontrarlas. El café vino de África y el té de Asia; la canela, el clavo o la pimienta, de la India. Hasta que los descubridores pusieron en contacto todos los continentes a través de las rutas del comercio marítimas no se conocieron estos productos fuera de donde se cultivaban o criaban. Ese intercambio comercial y cultural que ha beneficiado a miles de millones de personas es cuantitativa y cualitativamente más importante que las viejas batallas. Aunque esas viejas batallas nos parecieran tan relevantes por su simbolismo. Porque el ser humano es un animal de símbolos, de signos que evocan un significado trascendental.

Lo comprobé de nuevo cuando vi aparecer a don Miguel. Ya no era simplemente don Miguel, ahora era un toki vestido de ceremonia, con una badana alrededor de la cabeza y un poncho de gruesa lana de color pardo. Venía imbuido de una nueva majestad y la autoridad que desprendía no procedía de tan modestas prendas, sino del significado que él les atribuía y que al vestirlas le impregnaba él. Ya no era don Miguel, sino el descendiente del legado de Lautaro y Caupolicán.

Nos condujo a su propiedad. Detrás de su modesta casa tenía un prado donde había erigido una serie de construcciones y unos cuantos tótems. Las cabañas eran las rucas. Había una más grande, de planta redonda, edificada con tallos de una gramínea llamada coligüe, de la familia del bambú, y con un techo cónico muy puntiagudo hecho de paja o un pasto similar. Dentro estaba sostenida por un tronco central del cual salían unas delgadas vigas que sostenían la techumbre. Un fuego latía en un hogar de piedra y el humo huía por una abertura en el centro de la cubierta. Tendría unos ciento veinte metros cuadrados a ojo de buen cubero. Adyacentes había algunas otras rucas similares en menor tamaño. Pero la grande era la importante porque es el lugar de reunión de la comunidad, donde se imparte justicia y se narra la tradición oral del pueblo mapuche.

Salimos fuera a grabar la entrevista con el sol declinante del atardecer.

—Mi nombre es Miguel Lebiqueo —se presentó con seriedad—. Soy lonco de este territorio.

—¿Lonco? ¿Eso qué significa? —pregunté.

—Cabeza principal del territorio o de la comunidad mapuche.

—Me gustaría que me contase cuáles son los problemas de la comunidad hoy en día.

—La juventud hoy día, una buena parte de nuestro país no practica su cultura porque tiene una formación castellana. Chile es un país de los países muy racista, muy discriminatorio con el pueblo mapuche ha sido.

—Bueno, pero eso no es nuevo, llevan ustedes batallando desde los tiempos de los españoles, ¿no?

—La batalla con los españoles era más confrontacional, ahora hay otro tipo de batalla. Hoy día se nos cataloga de terroristas, se nos cataloga de conflictivos y de todas esas cosas, y no es así. Aquí el que crea los conflictos es el estado a través de su aparataje que tiene. Nosotros estamos reclamando un derecho, que nos corresponde y nos pertenece: la tierra. Yo quiero mantenerme como mapuche y mantengo mi lengua, mantengo la ceremonia viva, mantengo el conocimiento, mantengo mi historia.

Entonces el jefe me soltó una frase en su idioma que no logré entender y me dio la mano, que estrechó con las dos suyas. «Frase en mapuche.»

—Lo que pasó, pasó, pero también tenemos que tener la capacidad de escuchar al otro y de atenderle su inquietud.

Nos despedimos de don Miguel y su hijo y buscamos la salida hacia la Panamericana. Había atardecido y queríamos encontrar un buen lugar donde dormir, pero antes era necesario terminar el capítulo dos de la serie porque tras el encuentro con el lonco mapuche poco más podíamos añadir. Era necesario hallar un espacio tranquilo y bello donde yo pudiera realizar una reflexión final que transcribir en el diario.

Cuando redacté el guión de la serie, algo sumamente esquemático que consistía solo en los puntos clave que visitar y los hechos históricos que tratar, había decidido terminar todos los capítulos del mismo modo, realizando una reflexión sobre un tema profundo. Tenía claro que mi proyecto sería de aventura y que la protagonizaría un personaje excesivo y a veces histriónico pues esa es mi naturaleza, pero no estaba dispuesto a perder de vista el sentido último de mi proyecto personal ni a convertirme en un payaso para capturar audiencia. Era lo mejor de estar produciendo para La 2, que el formato cultural era lo prioritario. Por eso el diseño del capítulo se cerraba con una reflexión íntima que invitara al espectador a reflexionar también.

Antonio tuvo el acierto en Madrid de sugerir que esa reflexión se realizara escribiendo en un cuaderno de notas que sería el diario de un nómada. Y así empezamos a hacerlo en el Cristo de los Andes. La idea era buena y lo comprobamos en cuanto la pusimos en práctica. Lo que ocurría, sin embargo, es que los temas que yo había escrito en el guión para realizar la reflexión se revelaron pronto como papel mojado. Puesto que la serie era un reflejo del viaje en vivo, alimentado de momentos reales y espontáneos, las reflexiones que me apetecía contar a la cámara no eran las que ya tenía guionizadas, que me resultaban de pronto comida envasada, sino las que el día a día me suscitaban. De modo que toda la literatura que traía escrita sobre las relaciones entre conquistadores y conquistados se me cayó de las manos.

Llegamos a la carretera y entre las copas de las coníferas divisamos a nuestra derecha el resplandor plateado de un gran lago ceñido en la otra orilla por una montañosa cordillera. El sol estaba a punto de ponerse tras ellas. La luz era tenue y dulcificaba los perfiles de la realidad. Nos rodeaba una gran arboleda. Algunas ánades levantaron el vuelo sobre las aguas al oírnos. Encontramos un sendero de tierra que llegaba hasta la misma ribera, afilada de juncos cuyas raíces se hendían en la líquida superficie del Lanalhue. Tomamos la pista y nos llevó hasta un ribazo donde podríamos plantar la tienda de campaña y filmar una reflexión en tan maravilloso escenario.

Me apeé de la moto, miré el horizonte lacustre y lo primero que encontré fue basura en la fangosa orilla. Bolsas de plástico, botellas de refresco, envases de aceite que el suave oleaje traía a tierra firme. El progreso que nos alimentaba a todos también funcionaba como un cáncer. No hay rincón alguno en el planeta por remoto que esté que parezca salvarse. Este triste espectáculo y la conversación con el viejo lonco me habían dado nuevos motivos de preocupación muy diferentes, y mucho más actuales, a los pleitos y pendencias de hace cinco siglos.

El mito de Platón imaginaba al hombre en una caverna en la que la realidad solo eran sombras proyectadas. La metáfora significaba que nuestros sentidos son insuficientes para comprender el mundo real y que solo podemos alcanzar una pequeña porción de realidad. La Razón se mostró superior y Platón pensó que el conocimiento total estaba al alcance del hombre que razonase. Los románticos y místicos creen en la percepción sensorial aunque sea incompleta.

Yo no sé si percibo el planeta entero en su inmensa complejidad, lo que sí sé es que tanto mi razón, como mis sentidos, como las sombras proyectadas en la caverna me han dicho lo mismo: un gran problema de la humanidad es la basura, la degradación ambiental que el consumo industrial y doméstico está causando en nuestro mundo, el único que todos los seres humanos compartimos.

En esto pensaba cuando el viejo Lonco, jefe mapuche, don Miguel Lebiqueo, me hablaba del conocimiento gnóstico de los indígenas primigenios de Chile, que pueden predecir un gran cataclismo según la humanidad se aleja de la naturaleza. Mientras contemplaba las inmensas pilas de árboles talados y las infraestructuras de la Carretera Austral, avanzando como un arañazo infectado en una geografía salvaje, no me preocupaba de los matices históricos sobre invasiones y conquistas, sino sobre el futuro común de todos nosotros navegando a la deriva en la misma lancha. O metidos en la misma caverna.

El encuentro con el viejo lonco me ha hecho reflexionar sobre el mundo en que vivimos y también sobre el mundo del que procedemos. Él está orgulloso de ser descendiente de Lautaro y de sus ancestros mapuches, igual que yo lo estoy del valor de Pedro de Valdivia. Como él nos ha dicho, lo que pasó, pasó y pasó hace mucho tiempo. Yo creo que es conveniente no olvidar, saber lo que sucedió, pero mirar al futuro, porque tanto él como yo vivimos en el mismo planeta y los dos ahora mismo formamos parte de la misma tribu, de la misma especie y estamos amenazados por los mismos peligros. En realidad poco importan los títulos de propiedad si estamos hablando de un cementerio. Lo que importa es lo que vamos a dejar a nuestros hijos, no por qué se pelearon nuestros abuelos.