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El mito de Cerro Rico

 

 

 

—Esta es la famosa Triple Frontera. Por un lado tenemos Argentina, por otro lado Paraguay y aquí Brasil. Este raro punto en el mapamundi donde vemos tres líneas fronterizas dibujadas en un mapa por los hombres, nos va a servir como punto de partida de nuestra aventura. En este episodio vamos a hablar de lo absurdo de las fronteras dibujadas por los hombres, para hablar también de las primeras palabras de libertad en América y para contar el auge y la caída de un imperio.

—Ok, ha valido —dijo Antonio mientras apagaba la cámara.

La entradilla que yo había hecho para comenzar el capítulo había salido bien a la primera. No siempre sucedía así. Hablar a una cámara intimida y si uno se trabuca o confunde, hay que repetir hasta que salga bien. A pesar de mi aparente desfachatez, soy un hombre tímido, y realizar en público el rito de dirigirme a un objetivo en tono declamatorio me resulta incómodo.

Nos encontrábamos en un curioso lugar donde confluyen los ríos Paraná e Iguazú. Las aguas forman una T, la pata del Iguazú es marrón por los sedimentos que trae de las cercanas cataratas, y la barra del Paraná es de un azul verdoso. Las aguas se funden y en un solo cauce llegan hasta el Atlántico por la desembocadura del Río de la Plata. Esta conjunción fluvial separa tres países que han colocado sendos monolitos como señal de que nos hallamos ante el trifinio, nombre que se da al punto donde encuentran su límite tres países.

Muy cerca hallamos otro monumento, pero a la vergüenza. Era el armazón de un gran edificio que nunca llegó a construirse, convertido ya en una ruina inservible. Había cinco mástiles para banderas que se erguían como dedos raquíticos y atrofiados. Había también una silueta humana vertical que me recordó a la que se pinta con tiza en las películas en la escena de un crimen. ¿Qué diablos era eso? Una placa desvelaba el misterio y la desconocida infamia, que era solo una pequeña muestra de las muchas estupideces que politicastros sin cerebro ni moral han podido perpetrar con el dinero robado a los contribuyentes.

«Conjunto turístico de las Tres Fronteras, memorial Cabeza de Vaca. Esta placa recuerda el acto de colocación de la primera piedra del complejo por el excelentísimo alcalde de Jerez, don Pedro Pacheco. 1998.»

Imaginé al ver este disparate sin utilidad que el señor alcalde de una ciudad de provincias española sintió un día deseos de una gira internacional y con el patrimonio de los jerezanos se vino a Brasil a recordar al descubridor nacido en Jerez. Los políticos locales, de la misma catadura que el andalucista, lo recibieron muy bien si gastaba buenos dólares y le montaron para su disfrute el numerito de la inauguración de un bloque de cemento que nadie se molestaría en terminar después del acto de la primera piedra. Pero la foto ya estaba hecha y la gira diplomática, realizada con éxito.

Confieso que sentí vergüenza ajena al ver esto. Le pedí a Antonio que lo filmase para dejar testimonio aunque supiera que aquella denuncia no podría encajarse en el montaje definitivo de la serie, pero nunca se sabe las vueltas que da la vida ni el destino final de los vídeos que se filman.

 

 

EL PASO A PARAGUAY

 

Regresamos Antonio y yo en la moto hasta donde estaba Heber, al lado del edificio brasileño de aduanas en el Puente de la Amistad, una de las fronteras con más tránsito del mundo. Mi conductor estaba de mal humor porque habíamos tenido una de nuestras enganchadas. Despertamos en el hostel de Iguazú y recogimos nuestras cosas. Yo había ido a correr con un calor sofocante ya por la mañana. Cuando llegué, él ya estaba despierto y esperando. Recogimos y fuimos cargando los trastos en la camioneta. Cuando salimos ya eran cerca de las once de la mañana. Para Heber era ya muy tarde y se temía un largo viaje por Paraguay, ya que Asunción estaba a 330 km, pero teníamos que cruzar una frontera y eso siempre nos demoraba.

Yo di por supuesto que todo el mundo sabía que antes de entrar en Paraguay debíamos encontrar el punto de la Triple Frontera para filmar el comienzo del capítulo. Estaba en un error. De nuevo yo daba por supuesto cosas que no había expresado con claridad. Antonio sí sabía que esa era la prioridad aquella mañana, pero Heber no. Simplemente habíamos conversado durante la cena sobre la necesidad de encontrar ese hito, pero no le había dado al conductor instrucciones precisas al respecto. Otra vez me estaba equivocando en la gestión del equipo al suponer que todos estaban al tanto de las conversaciones de todos y que lo que sabía el uno lo sabía el otro. Si yo convenía con el cámara que debíamos filmar un lugar determinado, era mi obligación que el conductor tuviera claro que debía llevarnos a ese sitio.

Pero no fue así. Cuando desde las cataratas llegamos a la ciudad brasileña de Foz de Iguazú, que a mediodía es un hervidero, Heber siguió las instrucciones marcadas en su GPS, que le llevaban a través de una espesa congestión al paso internacional a través del cual se cruza el río Paraná. Yo, mientras tanto, me quedé preguntando a unos peatones cómo se llegaba a la Triple Frontera. Me demoré unos instantes porque hablaban en un portugués muy cerrado e ininteligible. Cuando me quise dar cuenta, la Toyota se alejaba en dirección contraria a la que me habían indicado. El cuello alargado de una botella de champán que sobresalía entre los fardos de la caja parecía reírse de mí. Herví de furia al ver que otra vez fallábamos en la coordinación. Di la vuelta y los seguí. Un tipo en una pequeña moto de 150 cc se me pegó al lado y se ofreció a llevarme a un almacén al otro lado de la frontera donde me hicieran un buen precio.

Vi que había muchos de estos guías motorizados a mi alrededor intentando pescar clientes en el atasco. Ciudad del Este es un gran puerto comercial y uno de los más importantes centros de contrabando internacional al ser puerto franco. Argentinos y brasileños iban en masa a comprar productos libres de impuestos como alcohol, tabaco y electrónicos. ¿Cómo llega esta pequeña ciudad del interior de América y sin salida al mar a competir con Hong Kong? Por el río. Insisto de nuevo para que el lector español comprenda que los grandes cauces fluviales sudamericanos son canales navegables para los más grandes cargueros.

Cuando llegué a la altura de Heber, le hice imperiosas señas para que se detuviese en el primer lugar donde pudiera. A él ya le ponía nervioso circular en un atasco de una ciudad desconocida, sin saber muy bien adónde ir y rodeado de pillos. Mi seca orden no le hizo pizca de gracia y se lo leí en la cara. Tampoco Antonio parecía muy contento. Nos detuvimos en una gasolinera y allí estallé porque estaba cansado, acalorado y a mí también me ponían nervioso el atasco, el desconocimiento y los pillos. Pero, además, mía era la responsabilidad de que el documental llegara a buen puerto.

—¡Si yo me paro a preguntar —grité—, vosotros me esperáis!

—¡Y yo qué sé si te vas a parar! —protestó Heber.

—¡Me tienes hasta los cojones de tus gritos! —saltó Antonio—. Yo me vuelvo para casa.

Allí estábamos los tres miembros de Diario de un nómada al borde de la explosión nuclear entre Brasil y Paraguay. A 40 grados y casi un cien por cien de humedad, lejos de cualquier lugar familiar, perdidos, enfadados, y con más de la mitad del trabajo y el recorrido por hacer. Habíamos llegado al momento álgido de un desencuentro mayúsculo que se había ido gestando a partir de pequeños malentendidos, errores de gestión y silencios.

Siempre que llego a un punto de máxima tensión, tengo la tendencia a explotar y mandarlo todo al carajo. Estaba hasta los huevos del calor, de no disfrutar del viaje, de pasar horas en moto intentando seguir el ritmo de una camioneta, de discutir con TVE, con los patrocinadores y los seguidores de las redes sociales, de editar vídeos en habitaciones mugrientas, de escribir textos para revistas y blogs, de esforzarme en solitario para conseguir un sueño en el que nadie más parecía creer. Iba a mandar aquel par de tipos a la mierda y disolver la producción con un sonoro portazo, pero entonces crepitó el móvil con un mensaje por watsup. Miré fugazmente la pantalla y vi que era Teresa, que me decía que me quería y me deseaba un buen día.

Comprendí que un mal paso llevado por la ira podría echar al traste todo el esfuerzo realizado y que mi mujer jamás aceptaría que por un desahogo de testosterona mal digerida me volviese sin aquello a lo que me había comprometido.

—Está bien —dije en tono conciliador—. Luego hablaremos con calma. Ahora vamos a filmar lo que teníamos previsto. Antonio, te vienes conmigo a la Triple Frontera. Y tú, Heber, nos esperas en el aparcamiento de la aduana.

En el corto viaje de unos diez kilómetros traté de calmar a Antonio asegurándole que estaba contento con su trabajo, lo cual era cierto. Que lo sentía si a veces me podía el mal humor ante el exceso de tensión que suponía el documental, y que le prometía tener más cuidado en mi trato con él. Le comenté que estaba enfadado con Heber por la actitud pasiva que mostraba en los últimos tiempos, como si el proyecto le importase poco, y que parecía que se limitaba a cumplir de mala gana con el itinerario pero sin implicarse.

Mientras mirábamos el raro marco fluvial donde confluían los ríos Iguazú y Paraná, Antonio me confesó que también para él estaba resultando incómodo viajar con Heber desde hacía unos días porque estaba ausente, serio y nada participativo. Antonio creía en el proyecto y se estaba dejando la piel porque en cierto modo era también una oportunidad para él. Si salía bien, quién sabe, quizá podría repetir proyecto o mejorar profesionalmente. Le pedí que me ayudara con Heber y prometió hacerlo.

Tras habernos ido a filmar la Triple Frontera, nos reencontramos con nuestro cariacontecido conductor en el Puente de la Amistad que nos lleva a Paraguay, frente al monumento al arquitecto Niemeyer. Había un tránsito denso de coches, camiones y pequeñas motos que hacen sin descanso un recorrido circular. Pasan a uno y otro lado sucesivamente y su función es avisar si acaso hay vigilancia especial en el lado carioca: son los que dan paso a los grandes convoyes de mercaderías contrabandeadas.

Salimos de Brasil sin dificultad burocrática y atravesamos la pasarela sobre el ancho y caudaloso Paraná. Las orillas eran de pura selva y a mi derecha se veía un islote en mitad del río, que parecía casi sepultado por una densa vegetación selvática. Era la isla Acaray, o isla de las serpientes, de origen volcánico y tupida de espesa jungla tropical. La marina brasileña la ha puesto a la venta para su explotación turística.

Pero la verdadera explotación del turista se da al llegar a territorio paraguayo. Un montón de chavales los abordan en la misma frontera para llevarlos a los centros comerciales donde les pagan comisión. Realizan una estrategia de acoso y derribo. Para librarme del grupo que había venido corriendo al ver la moto, le dije a Antonio que se pusiera a filmar. Fue como espantar las moscas. Desaparecieron como por arte de magia.

Me dirigí entonces a lograr el sello de inmigración y luego el permiso para importar la moto. Para ello tuve que desplazarme al edificio de aduanas, donde el ambiente era algo espeso y las oficinas, sórdidas y oscuras. El funcionario que me atendió no entendía nada de lo que yo le decía sobre un viaje en moto con matrícula española por toda Sudamérica. Paraguay no suele recibir estas visitas de viajeros overlanders, pero el tipo extendió los papeles que le pedí sin protestar porque cualquier resistencia o superior indagación le habría supuesto trabajar, y a eso no parecía estar dispuesto. Así que pim, pam, pum y obtuve unos documentos sellados que me autorizaban a circular con Anayansi por Paraguay sin que nadie hubiese examinado si la moto era mía o tenía algún tipo de permiso para usarla. Pero ya tenía documentos oficiales, que era lo que importaba.

Cuando digo que las líneas fronterizas son líneas absurdas, imaginarias y arbitrarias dibujadas por los seres humanos, en realidad lo que quiero decir es que una línea fronteriza no es más que una burocracia separada de otra.

Una vez habilitados legalmente para circular por el nuevo país, lo que tenemos que conseguir es el segundo documento esencial, que es dinero. Me introduzco en el tráfico de Ciudad del Este, una urbe desordenada y dicen que peligrosa. Por la calle se veían vendedores y algunos pillos, pero nada amenazador, aunque es posible que de noche fuera diferente. Vi un cartel de cambio y aparqué la moto. Había que cruzar la autopista por una pasarela. Cogí el casco y la bolsa de depósito por precaución. Yo normalmente me fío de la gente, pero siempre hay que estar ojo avizor. No quiero incentivar un crimen más en esta ciudad. Aunque tengo que desdramatizar. El mundo es muy habitable, esa es la verdad que he vivido en mis viajes.

La oficina de cambio no era más que un galpón con dos tipos sentados a una mesa. No había guarda de seguridad ni vigilancia especial, así que muy peligroso no debía ser. Saludé y pregunté el nombre de la moneda y su relación con el dólar y con el euro.

—Se llama guaraní —contestó uno con un extrañísimo acento que al principio tomé por defecto en el habla y que luego comprobé era la forma normal paraguaya de pronunciar el español.

Los paraguayos tienen su propio idioma, que también se llama guaraní y es de raíz indígena, constituyendo uno de los pocos casos de genuino bilingüismo en Sudamérica, ya que el guaraní lo hablan no solo los indios de esa etnia o los mestizos de esa procedencia, sino también los descendientes de europeos. El idioma guaraní es de enseñanza obligatoria y universal y de hecho es la lengua preferida por los paraguayos.

—Y el guaraní está a cinco mil setecientas unidades por euro y a cuatro mil quinientas con el dólar.

De modo que por unos pocos cientos de euros y algunos reales brasileños sobrantes me convertí en millonario de una moneda casi sin valor. Las fronteras no solamente significan burocracia sino también monedas. Cambiar es igual que perder; siempre se pierde algo de valor con cada paso fronterizo y cada vez puedes comprar menos con el mismo dinero.

Paraguay es uno de los países menos poblados de América y de los más desconocidos al estar apartado de los circuitos turísticos tradicionales, pero también de las rutas de aventura overland. Yo tampoco sabía gran cosa. Lo único que su historia estaba trufada de desastres bélicos y guerras civiles que puede decirse comenzaron en tiempos de la conquista española cuando el legítimo adelantado del rey, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, fue depuesto en Asunción y deportado por el usurpador Domingo Martínez de Irala.

Lo que encontramos al abandonar Ciudad del Este es un país atrasado y pobre que se extiende en una aburrida y verde llanura donde pastan rebaños de vacas acompañadas de sus gauchos. También un país de conductores homicidas cuyos adelantamientos en los cambios de rasante escalofrían. Había muchísimas motos baratas y de pequeña cilindrada, sobre todo en los pueblos y sus alrededores. La motocicleta es el vehículo familiar de los pobres. En ellas circulan dos, tres, cuatro, cinco y hasta seis personas. Todos sin casco, por supuesto. Debido al tráfico de camiones, yo me adelanté a la Toyota. Fui conduciendo sin encontrar gran cosa de interés que filmar, de modo que simplemente me dediqué a hacer kilómetros, liberado de la trabajosa carga de parar, grabar, fotografiar y arrancar de nuevo.

La tarde fue pasando y yo cada vez me sentía más cansado. El calor, el paso fronterizo y la discusión con mi equipo me había agotado. Tenía ganas de llegar a un lugar donde poder descansar, cenar y tener esa conversación con Heber que los dos sabíamos inevitable y que los dos habíamos estado eludiendo desde hacía días.

Habíamos pasado algunos poblados de aspecto desastroso y poco apetecible. Casas bajas, calles de tierra, mucho tráfico, basura, gallinas y cerdos a sus anchas. Las casas de madera, y las carnicerías abiertas, sin frigoríficos, con las reses abiertas en canal colgadas en el exterior para deleite de las moscas. Entonces apareció una población un poco más grande que las demás. Coronel Oviedo. Pensé que allí debía haber algún hotel digno de ese nombre porque todo lo que había visto eran lúgubres pensiones o sórdidos moteles para parejas. Atravesé el pueblo sin ver nada habitable y cuando ya estaba saliendo de nuevo al despoblado, vi un edificio medio decente donde ponía «hotel». Todo es relativo en la vida. Era un establecimiento cutre y anticuado, pero en comparación con lo visto hasta entonces me parecía un palacio de confort. Paré la moto y reservé dos habitaciones. Esa noche yo dormiría en una individual.

Esperé la llegada de mis compañeros a pie de carretera para que no se despistaran y pasaran de largo. Tardaron un largo rato en llegar. Cuando lo hicieron, Heber venía descompuesto por el enfado conmigo y el miedo sufrido en la ruta ante la demencia asesina demostrada por los conductores paraguayos, a los cuales parecía darles igual morir que matar. Dejé que metieran el equipaje en la habitación antes de decirle a Heber que debíamos hablar.

Salimos al aparcamiento. Ya era de noche. Le invité a que camináramos. Nos metimos por unas barriadas sin iluminación, calles sin pavimentar y con gallinas y niños correteando. Le pregunté qué le pasaba y el torrente largo tiempo retenido se desbordó. Heber tenía una larga lista de agravios guardados. Habíamos pasado grandes momentos durante el viaje y habíamos visto paisajes fabulosos, pero mi compañero era un hombre muy sensible y callado e iba guardando sin expresar muchos pequeños desencuentros.

Convine con él en que tenía razón cuando se quejaba de que no siempre informaba de los pasos a seguir, o de que daba por supuesto cosas que no le había comunicado, o que cambiaba sobre la marcha de planes, o que le había obligado a conducir de noche con el peligro que eso suponía. Le prometí cambiar de actitud y compartir más con el equipo la toma de decisiones respecto a la ruta que habíamos de seguir. Pero, sinceramente, no me parecía que aquellos desajustes en la gestión del viaje justificasen una actitud por su parte de creciente pasotismo. Había algo más y le pregunté qué era.

Heber respiró y lo soltó, liberándose de un gran peso.

Me enteré así que todo había comenzado mucho tiempo atrás, en Santiago de Chile, el día que fuimos a recoger la moto en el aeropuerto y él se había ido mientras yo pensaba que me esperaría.

—Ese día mi hijo se dio cuenta. Me dolió mucho que me viera tratado así.

Recordé como si acabara de suceder aquella confusión que tanto me enfadó.

—Pero si no te dije nada, Heber. Y no lo hice precisamente porque tu hijo estaba allí.

—Si lo hubieras dicho me habría ido inmediatamente. Pero los niños son como esponjas, se dan cuenta de todo. Fue humillante.

Me quedé en silencio pensando en lo que acababa de oír. Las consecuencias de los actos impremeditados, que parecen agotarse en el momento, pueden sin embargo prolongarse, multiplicarse y aumentar su gravedad. Pocas veces somos conscientes de los destrozos que podemos causar. Con un gesto iracundo yo había provocado una quiebra en la estima que un muchacho tenía por su padre, al que idolatraba, y que era al menos tan valiente y tan aventurero como yo. Por la necesidad del trabajo, Heber apretó los dientes y aguantó, pero aquella afrenta hizo que cada pequeño inconveniente del viaje lo viviese como un desaire. Mi compañero de ruta tenía razón. Yo había sido injusto con él, con el niño y con todo el grupo por mi impaciencia aquella mañana bajo el sol de Santiago.

Pero también pensé que pocas veces en la vida uno tiene la oportunidad de enfrentarse a ese tipo de errores, de manchas que se van dejando atrás. Normalmente, seguimos avanzando ciegos y sordos a los reclamos de las víctimas de nuestro egoísmo o desatención. Sin embargo, aquella noche en Paraguay, en un poblado infame y olvidado llamado Coronel Oviedo, tuve el privilegio de ver de frente a mi propio fantasma de la Navidad y llamarlo por su nombre, de hacer algo más que no fuera pasar de largo. En plena estepa paraguaya, rodeados de cochinos, pollos y mocosos, dispuse del don de cambiar el destino marcado del desencuentro. Miré a mi amigo Heber y le pedí perdón. Nos dimos la mano en silencio y caminamos juntos hasta el hotel para cenar, pues llevábamos muchas horas sin comer.

Nunca volvimos a tratar el asunto ni a hablar de aquel día en Paraguay, pero desde aquel momento el equipo fue otro y comenzó a disfrutar realmente del viaje y del trabajo en común.

 

 

ASUNCIÓN

 

La cena fue espectacular en el lugar menos esperable. En nuestro hotel tenían un restaurante que por la noche servía bufé libre por 20.000 guaraníes. El plato estrella en Paraguay es la carne. Por menos de 20 euros pudimos comer toda la carne asada que quisimos. Y quisimos mucha. Mis dos compañeros eran unos tragaldabas. Fanegas, como decía Antonio, pozos sin fondo. Nuestras comidas eran frugales por necesidad presupuestaria. Pedíamos un solo plato por cabeza, a no ser que fuera como en aquella ocasión, autoservicio ilimitado. La carne era sabrosa y tierna y el precio, una broma. El ambiente entre nosotros estaba relajado como hacía tiempo.

El camarero era un hombre mayor, delgado, de un acento indescriptible. Era un hombre muy sencillo y humilde. Llevaba toda la vida sirviendo platos y había visto cambiar el país desde su modesto mirador. Intenté tirarle de la lengua y no me costó mucho. Hablaba con ganas. Le pregunté por una guerrilla que había en el norte. Las noticias decían que había habido algunos muertos. Dijo que algo se comentaba, pero no estaba claro. Sabía que habían matado a un pobre peón de una hacienda.

—Figúrese usted qué revolucionarios son esos —comentó— que matan a los pobres trabajadores de los ricos porque defienden su pan.

Quise saber si acaso la nación era peligrosa y había mucha delincuencia. Ya nada era seguro en el país, nos dijo con pena. Para él Paraguay estaba en caída libre de promiscuidad y libertinaje. Los jóvenes no querían trabajar y solo gustaban de salir a emborracharse. Y qué decir de las chicas. Se habían vuelto promiscuas como nunca se había visto. Muchas se quedaban embarazadas y algunas hasta abortaban.

Todo lo que me decía me sonaba familiar. Había oído el mismo relato tremendista en mi propio país, que ahora se las da de muy moderno y avanzado pero que cuando murió Franco y yo era un niño, mantenía un debate semejante sobre los usos y costumbres morales de la juventud.

—Se ve que desde que no está Stroessner —sugerí—, las cosas se han desmandado.

—Ya lo puede usted jurar —convino el camarero—, el General sabía mantener la disciplina.

Alfredo Stroessner fue dictador de Paraguay durante treinta y cinco años, de 1954 a 1989, y marcó la vida del país y la de toda una generación como la de que aquel viejo camarero. La del déspota es otra de tantas historias vividas en América Latina durante la Guerra Fría. Estados Unidos alimentó una serie de dictaduras para contrarrestar la influencia soviética y su cabeza de puente, Cuba. Banzer en Bolivia, Stroessner en Paraguay, Pinochet en Chile, Noriega en Panamá, las Juntas Militares en Argentina y Uruguay, Somoza en Nicaragua… Cuando cayó el muro, cesó el apoyo yanqui, escandalizado de pronto por los abusos del poder, y los tiranos y tiranuelos fueron cayendo. A Stroessner lo derrocó su propio consuegro, otro general llamado Rodríguez Pedotti, con el apoyo de Estados Unidos. La verdadera oposición a Stroessner fue la de su propio partido cuando envejeció y las familias del régimen temieron que cediera el mando a su hijo.

Así que desde entonces, para mucha gente sencilla como nuestro humilde camarero, el país iba de mal en peor con la juventud engolfada y los precios disparados debido a una inflación en pleno descontrol.

Sin embargo, lo que quizá aquel buen hombre no supiera era que la promiscuidad paraguaya venía de antaño. Del siglo XVI nada menos. Y la permitieron los católicos españoles que por otro lado imponía la estricta moral cristiana. Al menos la permitió Diego Martínez de Irala, quien a pesar de ser un usurpador que expulsó al legítimo adelantado Cabeza de Vaca, sería posteriormente confirmado como Gobernador del Río de la Plata por el rey ante los repetidos fracasos de los adelantados reales.

Diego Martínez de Irala ha pasado a la historia por haber pacificado el Paraguay permitiendo la poligamia y el concubinato que él mismo practicara asiduamente. En aquellos tiempos a Asunción se le llamó el paraíso de Mahoma, aunque hoy en día bien pudiera llamársela el paraíso de los atascos.

Todavía a muchos kilómetros de la capital el embotellamiento es tan desmesurado y compacto, que no puedo sino tomármelo a broma. Es la conurbación de lo que se conoce como el Gran Asunción, la ciudad y todos los barrios periféricos. Camiones, autobuses, coches y pequeñas motocicletas. Todos detenidos, imposible el avance. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde?

Me dirijo a un tipo joven que tengo al lado sobre una moto china.

—¿A cuánto estamos de Asunción?

—Media hora, treinta minutos.

—¿Y en kilómetros?

—Diez o menos.

—Diez kilómetros, ¿no? Media hora para hacer diez kilómetros porque ya es todo el rato así.

—¿Y esto es así siempre?

—Los sábados más.

—¿Los sábados más? —dije extrañado—.¿Y no está más tranquilo el sábado?

—El sábado es peor.

Lo comprendí cuando pasamos por un mercado. Lo montaban los sábados en la calle central de un pueblo que era paso obligado para llegar a la capital del país por la carretera que la unía con Ciudad del Este, la segunda población en importancia del Paraguay. Aquello era surrealista. O tal vez de eso se tratase el famoso realismo mágico sudamericano.

Asunción apareció como una ciudad calurosa y de edificios bajos y decadentes, como detenida en el tiempo. Hacía varias décadas sin que nadie hubiera invertido un maldito guaraní en reformarlos. La población era étnicamente mixta, mestiza y europea. Sorprendía la belleza de las mujeres de nítida herencia occidental. Deduje que era consecuencia de la política de repoblamiento masiva con inmigrantes europeos que llevó a cabo el gobierno paraguayo tras la terrible guerra de la Triple Alianza, que dejó el pequeño país prácticamente despoblado tras el enfrentamiento armado con sus tres poderosos vecinos: Argentina, Brasil y Uruguay, entre 1864 y 1870. Paraguay, que sufrió una terrible derrota y perdió gran parte de su territorio, se defendió con bravura hasta el extremo de sacrificar el 90 % de su población masculina adulta. Por cierto, que uno de los modernos cuentos que corren sobre esa guerra es que el gobierno argentino la usó entonces como «lavadora» étnica de su propia población, ya que mandó allí a combatir como carne de cañón a los argentinos de origen africano que habían quedado de tiempos de la colonia. Cierto o no, la realidad es que no se ven muchos negros en Argentina hoy en día.

Una de las cosas que sorprenden en América es cómo las luchas de los siglos pasados son para ellos historia moderna, mientras que para nosotros lo que pasó en el XIX es ya la más lejana prehistoria. Los paraguayos tienen presente su guerra de la Triple Alianza como si fueran hechos acaecidos ayer mismo. Para los españoles parece que el mundo nació con la Segunda República y que no hay más guerra en nuestro pasado que la del 36. Esa miope visión se descubre en el mismo nombre que hemos dado a esa carnicería: la Guerra Civil. Con artículo determinado y mayúsculas, como si no hubiera habido otra guerra civil cuando nuestra jodida historia de garrotazos está trufada de ellas. ¿O no fueron civiles las guerras carlistas del XIX? ¿No fue guerra civil la lucha entre Borbones y Austrias en el siglo XVIII? ¿Y la revuelta de los Comuneros en el XVI, no fue acaso guerra civil entre españoles?

 

 

Una larga avenida de anticuados chalets con vastos jardines nos llevó al centro. Allí encontramos un hotel impersonal pero cómodo, donde arrendamos un apartamento con dos dormitorios, un saloncito y una amplia balconada a la calle. El calor era realmente insoportable y dificultaba cualquier gesto. Me sorprendió ver a la gente con el termo del mate. ¿Cómo podían beber una infusión caliente con semejante bochorno? Hasta que nos enteramos de que no era mate, sino tereré, una yerba parecida, si no la misma, pero que se tomaba fría y no caliente. En el termo lo que llevaban era agua con hielo y los asuncenos andaban todo el santo día chupando del bote de tereré.

Una vez alojados, tocaba resolver un asunto preocupante. La batería de la Toyota, que desde que dejamos Uruguay andaba renqueante. Habíamos ido solventando sus vahídos dejando la camioneta aparcada siempre en cuesta abajo y tirando alguna vez de pinzas, pero ya que nos íbamos a quedar algunos días en Asunción, era el momento de solucionar esa avería. En cuanto a mi moto, yo tenía que encontrar un buen lugar donde cambiar los neumáticos, bajo mínimos ya pues venía con ellos desde Osorno y habían sufrido muchos kilómetros.

Preguntamos por el concesionario de Toyota y mal que bien nos fueron indicando. Cuando llegamos nos atendieron con una simpatía y amabilidad extraordinarias. No éramos clientes, pero rápidamente se hicieron cargo del asunto y trataron de ayudarnos a pesar de ser sábado y que estaban a punto de cerrar. Estos gestos son los que conmueven al viajero, que siempre es una persona con urgencias. El nómada no puede esperar y ellos lo entendieron. Nuestro temor era que el problema no fuese la batería sino el alternador. Una batería se cambia sin más, pero un problema de la propia camioneta podría suponer una larga y costosa reparación.

El diagnóstico fue rápido. Era la batería. Una nueva costaría cerca de 120 dólares. El tipo del concesionario llamó a un amigo para conseguirnos una rebaja. También nos explicó que una de las causas de su rápido desgaste era la costumbre de Heber de circular con las luces de cruce encendidas en todo momento. Según él nos decía, era obligatorio en Argentina, aunque habíamos visto muchos coches circular por ese país con los faros apagados. Heber creía que así íbamos más seguros y no pusimos objeción.

Heber estuvo dispuesto a hacerse cargo del pago íntegro de la batería porque yo había contratado un vehículo revisado y en condiciones de hacer el viaje. Él debía correr con los gastos de los consumibles, como las cubiertas. El viaje previsto era de 20.000 km y apenas llevábamos un tercio del total. La producción no era responsable de aquella avería de un elemento defectuoso. Sin embargo, entendí que no era justo hacer correr a Heber con todo el desembolso y acordé una solución salomónica. Pagué la mitad de la factura porque se podía entender que el fallo de la batería era un accidente imprevisto, y esos me correspondía a mí pagarlos, pero también él debía pagar la otra mitad porque, al terminar nuestro contrato, él se quedaría con una batería con todavía una larga vida útil.

 

 

ANTONIO CANER

 

Resuelto así el problema logístico, regresamos al hotel. Allí había quedado con un muchacho llamado Antonio Caner, quien me había escrito un mensaje a través de Facebook ofreciéndome su ayuda en Asunción. Se presentó un chico joven, caucásico, alto, atractivo y desenvuelto, y de horrible acento. Venía acompañado de su novia, una chica rubia muy simpática y de un acento tan horrible como el suyo. El castellano en Paraguay sonaba como triturado. Antonio, el cámara, sugirió que era como si fueran texanos intentando hablar español, y creo que es la descripción más aproximada que puede hacerse.

Antonio Caner traía un Mercedes Benz. Un coche demasiado caro para un paraguayo corriente. Nos dijo que lo había traído de Italia, porque había vivido en Europa auxiliado por su pasaporte italiano heredado de sus abuelos emigrantes, pero que se había regresado a Asunción por la crisis y que quería fundar un albergue para mochileros. No era el único caso de retornado. En los últimos años habían vuelto muchos paraguayos de la Eurozona. Y no venían solos. Se calcula que entre 2012 y 2014, Paraguay había recibido cien mil inmigrantes europeos huyendo del colapso económico en la zona euro.

Antonio nos dijo que le encantaban los viajes en moto y lo que yo hacía, que nos ayudaría en lo que necesitáramos. Así que le dijimos que nos llevara a cenar, a tomar cervezas y que al día siguiente nos enseñara el casco viejo de Asunción.

 

 

LA MADRE DE LAS CIUDADES

 

—Ahí tenemos al fundador de Asunción, don Juan de Salazar, natural de Espinosa de los Monteros. Él fundaría en 1537 el fuerte que luego se constituiría en la ciudad de Nuestra Señora Asunción del Paraguay. La muy noble y leal ciudad de Nuestra Señora Santa María de la Asunción, se fundó efectivamente el 16 de septiembre de 1541 cuando Diego Martínez de Irala instituyó el cabildo de lo que hasta ese momento solo era un fuerte levantado.

Antonio apagó la cámara y confirmó que la entradilla había valido. Nos encontrábamos en la Plaza de Armas, frente al cabildo. La estatua del fundador era bastante modesta y al pobre le faltaba la espada. En su lugar le habían puesto una navaja cortijera del tipo Curro Jiménez que le daba un toque surrealista muy gracioso.

Un poco más apartado se encontraba un monolito con la fecha de 1813 grabada, que conmemora la independencia del Paraguay y el primer grito de libertad. Con su rebeldía, Paraguay fue independiente de dos países. De España pero también de Argentina, que pretendía englobar todos los territorios que habían formado el virreinato del Río de la Plata. Lejos de someterse, los paraguayos combatieron a los ejércitos argentinos y el Congreso eligió un cargo cuyo título resulta estupefaciente hoy en día: Dictador Supremo. El investido fue José Gaspar Rodríguez de Francia, quien lo ejerció hasta su muerte de un modo personalista y autárquico que blindó el país, cerró las fronteras y prohibió el tráfico fluvial con Argentina.

«Asunción, madre de ciudades», reza una frase en otro monumento. De algún modo, los asuncenos siempre han mantenido una relación de amor odio con Buenos Aires porque la ciudad de Buenos Aires en su segunda fundación por Juan de Garay salió de aquí. Esa expedición salió desde Asunción. Asunción era mucho más importante que Buenos Aires. Buenos Aires no era nada. Ahora, sin embargo, Buenos Aires es una macrocapital, una gigantesca urbe, llena de riqueza y de contradicciones, de color, de gente, y Asunción… pues es Asunción, una ciudad descolorida, maltratada por el tiempo y con una villa de chabolas en el mismo centro histórico, asomada al río Paraguay.

Nosotros teníamos que cruzar ese gran río navegable para introducirnos en lo desconocido. El Chaco, donde se internó Juan de Salazar, quien vino a Paraguay en busca de un explorador desaparecido en ese Infierno Verde, don Juan de Ayolas.

Todas las referencias que tenía de ese territorio eran negativas. No debía ir, me lo decían incluso los propios paraguayos. Tampoco mis compañeros las tenían todas consigo. Pero yo quería ir porque el Chaco era un hueco en el mapa. No encontraba apenas información sobre lo que encontraría allí, así que para mí era el mejor motivo para ir. ¿Cómo sería aquello? Y sobre todo, ¿quién viviría allí? Tenía que darles voz a los habitantes del Chaco aunque fuera en mi modesta producción televisiva.

Creo que vale la pena dar testimonio y contar una mínima parte de las millones de historias del mundo. Pero es la gente la que construye la historia, la grande y la pequeña. Y es la pequeña la que más me suele interesar. Historias como la de Melinda, la prostituta de Harare, la de la monja polaca de Tashkent o la del capitán De Cuéllar, náufrago de la Invencible en Irlanda. El planeta está lleno de personajes asombrosos, del presente y del pasado. Y yo salgo ahí fuera a encontrarme con ellos. Y lo hago en moto porque creo que es el mejor modo de hacerlo. Por eso estaba recorriendo América en motocicleta. No imito a los pilotos del Dakar, sino a los que descubrieron el Pacífico o un paso a través de los Andes.

Como es fácil de imaginar, si he cruzado en solitario cien países no es solo porque me gusta montar en moto, es porque me gusta la gente. Es la curiosidad lo que mueve mis ruedas. En mis libros, fotos y vídeos no hay gasolina, hay apuntes de por qué en Kenia estalló la violencia tribal tras las elecciones de 2008, sobre el origen del conflicto de Mozambique, sobre los vericuetos diplomáticos de Asia Central tras la caída de la Unión Soviética, sobre las tensiones sociales en Sudáfrica o sobre la sanidad de Lesotho, cuyos hospitales pude conocer directamente debido a un accidente. La moto es siempre un medio, no un fin. Es el modo de viajar más pleno y directo con el paisaje y con la gente. Te pueden tocar, agarrar, hablar.

No me limito a los puntos de partida o salida de trenes, aviones o autobuses. Yo no voy de A a B. Para mí no hay A o B; todo el itinerario cuenta porque todo es una línea continua en la que puedo pararme en cualquier punto o desviarme a donde me dé la gana. Por eso en mi viaje panamericano no me salto Paraguay, ese gran desconocido que siempre queda al margen de las rutas típicas.

El Chaco, lo que llaman Infierno Verde, es un gran agujero en los mapas y un vacío en los blogs de viajes americanos, por eso actúa en mí como el canto de una sirena. Quiero ver lo que hay allá. Quiero vivirlo y contarlo. Será una aventura personal recorrer la Transchaco, será también una gran oportunidad para aprender y conocer esos paisajes pero también, y sobre todo, esas gentes de las que nadie parece haber hablado hasta ahora. ¿Sabía usted, por ejemplo, que hay colonos alemanes en la selva del Chaco paraguayo?

Voy a conocer ese universo humano tan misterioso y sé que me lo van a poner fácil porque la moto es un imán social. Un motorista extranjero causa sensación allá donde va y genera curiosidad. Casi todo el mundo se le abre, le invita a su casa, le ofrece comida y le cuenta su historia. Un viajero a pie o en coche que aparece armado de una cámara de fotos es siempre intimidante. En cuanto enfoca directamente, la gente suele retraerse. Pero la gente ama hacerse fotos con mi moto.

La mirada al universo en movimiento. Eso es viajar en moto a paso lento porque en moto se llega a donde no llegan los demás, se traspasan casi todas las puertas y se recorre el mundo paulatinamente, empapándote de cada piedra del camino.

 

 

EL CHACO

 

Abandonamos Asunción con un horrible atasco. Pero una vez que cruzamos el puente sobre el río Paraguay, la humanidad prácticamente desapareció. Sin embargo, el calor aumentó. El mapa de lo que me esperaba recorrer era esquemático y demostraba otra vez lo absurdo de las idealizaciones sobre el papel, o la pantalla. Si abría Google Maps en su versión básica, se veía una preciosa y recta línea amarilla que atravesaba el país de este a oeste y entraba en Bolivia. Era la carretera número 9. Lo raro es que lo demás estaba en blanco. No había pueblos. Salvo uno a 270 km de Asunción. ¿Ni un solo pueblo en 270 km? Debía de ser un error. Pues no lo era.

En la larga primera jornada a través del Chaco encontré algunos caseríos a pie de carretera y algunas infraviviendas de madera, pero no eran poblados propiamente dichos. La ruta no era mala. El asfalto estaba en buen estado y el único problema era el intenso calor. En cuanto al paisaje, era monótono, llano y verde. De un pasto duro y matorral. De vez en cuando aparecía algún bosquecillo de palmeras, pero por lo demás no ofrecía más atractivo que el de la inmensidad y la desolación. Era un desierto, pero vegetal.

La tarde se echó encima y al viajar hacia el oeste el sol se puso frente a mis ojos, haciendo muy incómoda la conducción. Cuando llegamos a Pozo Colorado encontramos una protesta indígena y un retén ocioso de la policía. Habían cortado durante horas la vía, pero como ya era de noche, los manifestantes se iban a casa. Y nosotros al único hotel que había. ¡Y gracias que había! Porque era nuevo. Apenas un año antes no había alojamiento hasta casi doscientos kilómetros más hacia el oeste.

La posada era básica pero los cuartos eran individuales y tenían aire acondicionado. De modo que los agotados miembros del equipo de Diario de un nómada pudimos disfrutar de algo de intimidad. Habíamos aprendido a convivir sin molestarnos, pero en las pocas ocasiones en que teníamos un dormitorio propio era como alojarse en un palacio. Lástima que no tuviéramos acceso a internet porque no pude hablar con Teresa a través de Skype. En cambio sí pudimos disfrutar de un banquete.

El dueño tenía la nevera llena de unos enormes pescados de río. Dorados del río Pilcomayo, en Bolivia. Nos lo hizo en una especie de papillote. Lo envolvió en papel de aluminio y lo puso sobre unas brasas. No tenía mala pinta. Su mujer nos lo limpió de piel y nos lo sirvieron en una fuente. Era como una sardina gigante. Al primer bocado me supo a tierra. A mis compañeros no les pareció mejor. Y estaba lleno de finísimas espinas. Pero no había otra cosa y llevábamos horas sin comer, así que se demostró a las claras ese dicho de que al hambre no hay pan duro, y nos lo comimos entero y sin rechistar. El confort se disfruta fuera de la zona de confort.

 

 

LOS MENONITAS

 

Al día siguiente salí a correr a las siete de la mañana y casi me deshidrato. Seguí la carretera y fue como trotar sobre una cinta. Todo era igual todo el tiempo. Un horizonte plano y verdoso y una línea de asfalto que se clavaba en la lejanía sin fin. Regresé cuando había hecho media hora hacia el oeste y así clavé una hora completa al entrar en el hotel. Recogimos, compramos algo de fruta a unos tipos que llegaron en un camión de reparto, y nos fuimos.

Según el mapa, teníamos otros 300 km hasta Mariscal Estigarribia. Pero a ambos lados de la ruta había unas poblaciones apartadas de la carretera principal y su nombre era algo extraño: Filadelfia y Neuland. ¿De dónde saldrían aquellos topónimos? La respuesta nos la dieron poco después cuando fuimos a repostar a la gasolinera de Pozo Colorado.

Un tipo calvo y con gafas de sol de espejo se acercó a examinar la moto. Le pregunté si había algo que ver en Filadelfia y si allí podríamos encontrar algo de comer.

—Sí, sí, allí hay de todo. Son colonos alemanes.

—¿Colonos alemanes? —Me extrañé.

—¡Sí! —confirmó—. Allá son rubios y con los ojos azules.

—¿Ah, sí? ¿Aquí en el Paraguay? —volví a preguntar sin creérmelo del todo.

Pero el empleado de la gasolinera lo corroboró:

—Filadelfia, Loma Plata y Neuland son colonias menonitas en el Paraguay.

¿Qué diablos era eso de menonitas? En eso pensaba mientras recorría el páramo verde y me parecía no moverme del sitio. Esa era la sensación que el Chaco me producía con más intensidad que la vivida en la Patagonia o la Pampa. El espacio era tan inmenso, el paisaje tan idéntico a sí mismo, la planicie tan aburrida, que solo los baches en el firme rompían el tedio. Al final el camino se hizo tan malo que superar los obstáculos, los agujeros y los cráteres se convirtió en una actividad tan entretenida como estresante.

Vimos la desviación hacia Filadelfia y la seguí. A unos quince kilómetros de la carretera apareció una población tranquila de coquetos chalets. Las calles sin asfaltar y algunos pocos comercios. Un hotel, un restaurante, una escuela y un museo que parecía una casa trasplantada de la Selva Negra. Las calles tenían nombres germánicos. Me encontraba en la esquina de la avenida Hindeburg con la Friedhof Strasse. ¿Esto qué hacía en Paraguay?

Era la hora de la salida de la escuela y apareció un pequeño ejército de muchachos de ambos sexos, vestidos de uniforme y rubios como la miel. Cuando vieron la moto alucinaron. Los niños aman las motos, en cualquier país, de cualquier raza y de todas las culturas. Pregunté a un grupo de chavales que iban en bicicleta y me respondieron en un español correctísimo pero con acento de alemán de la costa del Sol. Aquellos chicos no hablaban como paraguayos. No eran paraguayos aunque hubieran nacido en Paraguay. Formaban parte de otro mundo, de otra sociedad apartada de todo y de todos. Eran los descendientes de los primeros colonos menonitas, cristianos ultrarreligiosos que habían huido de su país para crear lejos su propio paraíso de prosperidad agrícola y devoción.

Los menonitas son anabaptistas, seguidores de Menno Simons, un ex sacerdote católico holandés del siglo XVI. ¿Y qué es eso de anabaptistas? Una rama del protestantismo que creía que el bautizo solo era admisible en adultos porque los niños, pobres, ¿qué iban a entender? Y como en Alemania se popularizó el rito de adultos bautizándose unos a otros, se les llamó rebautizadores o anaubautistas. Pero como sobre ellos no solo caía agua sino también hostias, y no de las consagradas, porque a pesar de ser declaradamente pacifistas se ganaron el odio de católicos, calvinistas y luteranos, se entregaron a una forzosa peregrinación para escapar del exterminio.

La ley imperial del 23 de abril de 1529 ordenaba «quitar la vida a todo rebautizador o rebautizado, hombre o mujer, mayor o menor, y ejecutarlo según la naturaleza del caso y de la persona, por fuego, por espada o por otro medio en cualquier lugar donde fuere hallado».

Muchos menonitas emigraron a Rusia y Ucrania invitados por Catalina la Grande, donde siguieron con el idioma y las costumbres germánicas, y allí se mantuvieron hasta que se les obligó a realizar el servicio militar, de modo que muchos volvieron al éxodo en los siglos XVIII y XIX y se fueron a Canadá y Estados Unidos, donde formarían comunidades ancladas en el tiempo, como los amish. ¿A que la historia ya nos suena más conocida por aquella película de Único testigo? Efectivamente, los menonitas viven apartados del progreso y el mundanal vicio de la tecnología.

La segunda gran oleada de menonitas se produjo con la revolución soviética. Stalin no era del agrado de los anabaptistas, de modo que en 1930 llegaron a Paraguay y se refugiaron en ese desierto verde del Chaco donde nadie se atrevería a perderse. Hasta ahora. Pero los menonitas, que en Paraguay y Bolivia se reconocen por vestir petos vaqueros y gorros de paja de ala ancha, como si fueran cantantes de country o boys de despedida de soltero, están por todo el mundo y donde más hay es en África. Allí superan el medio millón de pacifistas contrarios al progreso.

 

 

TENIENDO TERERÉ TODO ESTÁ BIEN

 

Al salir de Filadelfia encontré dos policías en una rotonda. En casos de encontronazo directo con la autoridad en terruperios tan lejanos y tan acostumbrados a la rutina del conocerse todos a todos, donde soy una auténtica nave espacial venida de otro mundo, prefiero parar por propia iniciativa y hacerles una pregunta banal sobre la ruta. He comprobado que esta actitud tranquiliza a los agentes de la ley y nos evitamos escenas de crispación. Si me paro con calma delante de ellos y les hablo sin temor, inconscientemente reduzco el nivel de inquietud que todo funcionario experimenta ante la presencia de desconocidos en su territorio. Pero para eso es fundamental un elemento que a algunos motoristas se les pasa: el casco modular, que se puede abrir completamente dejando el rostro al descubierto.

Un motorista con casco es un hombre enmascarado, pero si enseña su cara, sonrisa, ojos y expresión, es ya una persona. Lo he dicho muchas veces, la sonrisa es el mejor pasaporte. Abre muchas puertas y evita muchos problemas.

—¡Hola! —les dije alegremente.

—¡Hola! ¿Qué tal? —contestó el policía más mayor.

—¡Bien! —respondí—. Voy para Mariscal Estigarribia.

Otra norma básica con la policía: siempre quieren saber dónde va uno; aunque se esté en un país de libre circulación, la pregunta es siempre la misma: Y usted, ¿adónde va? Y para evitar el interrogatorio, lo mejor es dar uno mismo la información.

—Es derecho para Estigarribia —indicó el agente señalando la única carretera.

—¿Y a cuánto está más o menos?

—A ochenta o noventa kilómetros.

—Y luego, después de Mariscal Estigarribia, para ir a Bolivia ¿cómo está la carretera?

—Pésimo —afirmó el policía sin más diplomacias.

Me despedí y me fui. Todo el encuentro duró tres minutos o menos. Estaba seguro de que si hubiera intentado simplemente irme sin más, me habrían dado el alto. Las preguntas de quién soy, qué hago, de dónde vengo y adónde voy habrían consumido mucho más tiempo. Y no quiero ni imaginar que me hubieran pedido algún documento. Mostrar un carnet de conducir internacional a cualquiera de los policías de los países firmantes de los tratados de mutuo reconocimiento es como enseñarles el indescifrable libro sagrado de la Torá. Bizquean, parpadean, ojean el documento de arriba abajo y de detrás adelante y al final lo devuelven y dejan pasar porque no entienden nada; sin embargo, un funcionario jamás reconoce que algo no lo sabe o no lo entiende, pero hasta que procesa todo el razonamiento y decide quitarse de en medio, utiliza lo que a él le sobra y a ti te falta: tiempo.

El camino aún me deparó un encuentro más. La carretera se proyectaba como un salivazo gris sobre la espesura. Divisé unas vacas pastando y aflojé la marcha. Los animales cruzan libremente en la mayor parte de los países y es responsabilidad tuya el esquivarlos. La regla suele ser así en el mundo, salvo en la burbuja liofilizada occidental. Si mi vaca pasta en el campo y cruza la vía pública y tú te estrellas contra ella por ir rápido, tú me pagas la vaca y te jodes con los daños de tu vehículo. Bueno, eso si el conductor no vuela por encima de la vaca al conducir un gran camión, invulnerable a los topetazos, y pasa de largo con total indiferencia, entonces el que se jode es el dueño del animal. Las normas de circulación son muy diferentes por ahí fuera a lo que estamos acostumbrados.

Al reducir la velocidad vi que las reses iban con su vaquero. Un gaucho a caballo, con botas y sombrero de ala ancha. El tipo era orondo y emanaba una gran humanidad.

—¿Cómo se llama usted? —le pregunté.

—¡Cándido! —contestó.

—¡Qué bonito nombre! ¿Sabe usted que hay un libro titulado Cándido?

—¡Ah! —exclamó sorprendido.

—Sí, de Voltaire, un filósofo francés. Pangloss, preceptor del joven Cándido, decía que estaba muy contento con el mundo, que vivimos en el mejor de los mundos posibles.

El gaucho me miró sin comprender qué carajo le decía, aunque yo sospeché que para él era más cierta esa afirmación optimista que para el personaje de ficción creado en el siglo XVIII por un sardónico Voltaire, quien jamás reconoció ser el autor del libro. La novela intenta ridiculizar el optimismo de Leibniz, quien afirmó que al ser Dios el creador del mundo, había barajado todas las posibles combinaciones matemáticas y al final se había decantado por esta que vemos, porque, aun siendo imperfecta, es la mejor posible. Voltaire creó al personaje de Pangloss imitando a Leibniz y ante cada desastre que acontecía a la pareja de maestro y discípulo, respondía: «Estamos en el mejor mundo posible».

Pero como eso resultaba un poco complicado de explicar a un gaucho en el arcén, me refugié en la dialéctica socrática del razonamiento extraído con preguntas a las gentes sencillas.

—Y es que teniendo tereré todo está bien, ¿no?

—¡Sí! —exclamó entusiasmado mi nuevo amigo—. ¡Todo tereré!

 

 

MARISCAL ESTIGARRIBIA

 

Y la carretera se estiró sobre la sabana y se fue haciendo cada vez menos confortable y cada vez estaba más rota y cada vez más pésima, como me advirtieron los policías. Al final de la mañana llegué a un poblado triste y desolado. Coronel Estigarribia, llamado así en honor a un héroe de la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay, uno de esos conflictos terribles que se vivieron en Sudamérica ante la total indiferencia de la opinión pública europea pero con pingües beneficios para algunos comerciantes y gobiernos europeos que suministraron armas y pertrechos a los contendientes.

La guerra del Chaco, de 1932 a 1935, fue la conflagración sudamericana más importante, violenta y mortífera del siglo XX, pero en Europa ni se enteraron, ocupados como estábamos en preparar nuestras propias matanzas al por mayor. Las razones por las que dos de los países más pobres del continente se enfrentaron por ese pedazo de tierra yerma casi deshabitado pueden reducirse en realidad a la necesidad imperiosa de Bolivia de obtener una salida al mar después de que Chile le arrebatase su puerto marítimo en la guerra del Pacífico y al grave recorte territorial y de orgullo que sufrió Paraguay tras la guerra de la Triple Alianza. Pero si en el Chaco no hay mar, ¿por qué entonces pelearse y entregar a la matanza a decenas de miles de hombres? Pues porque la salida al Atlántico la ofrecía el río Paraguay.

Tras decenas de miles de muertos en un conflicto sucio y feo, en un teatro de operaciones inhabitable, con muchas bajas civiles de hambre y enfermedad, el armisticio se firmó en Argentina por las presiones de Estados Unidos, pero sobre todo por el agotamiento de los contendientes, especialmente de Bolivia, país que había enviado a morir al Chaco a miles de campesinos reclutados a toda prisa. En la firma del acuerdo se vieron las caras un general boliviano llamado Peñaranda, cubierto de entorchados y correajes, y un sencillo militar paraguayo pero con grandes dotes de estratega, José Félix Estigarribia, «de mirada dulce y tranquila», como alguien escribió entonces, y que se había formado como oficial en Chile, Europa y África.

El pueblo que llevaba su nombre era una aldea en el extremo occidental del Paraguay. A partir de ahí era donde comenzaba el tramo peor de la carretera Transchaco hasta la frontera con Bolivia. Todas las informaciones decían que la ruta asfaltada estaba destruida y que el mejor camino era tomar una pista de tierra llamada Picada 500, que iba directamente hasta el puesto fronterizo de Infante Rivarola, a 230 km. La senda no era mala salvo cuando llovía, porque entonces se convertía en un cenagal. Era una decisión difícil de tomar porque las dos opciones eran malas. Cuando una ruta de asfalto se arruina es siempre peor que una pista de tierra. Los baches son continuos y duros. No hay momento de descanso. Eso sugería tomar la Picada 500. Pero si llovía, el barro tropical sería un suplicio.

En esas dudas estaba cuando vi un cartel a la entrada del pueblo donde ponía INMIGRACIÓN DEL PARAGUAY. Podría haber pasado de largo porque el edificio estaba algo apartado de la carretera, pero un sexto sentido de viajero me hizo fijarme en la palabra «inmigración» y repetírmela en la mente mientras me alejaba camino del centro urbano. Cuando el mensaje caló en mi entendimiento, frené. Inmigración es algo que solo está en las fronteras. Si había un departamento de inmigración en Mariscal Estigarribia, a más de 230 km de la frontera, quizá era porque en la linde no lo había. Y si allí no lo había, nadie me podría sellar el pasaporte ni dejarme salir del país. Estas cosas son así. A veces sucede esto porque los países no tienen presupuesto para mantener a los funcionarios en puestos fronterizos lejanos o poco transitados, como nos pasó en Brasil al salir de Uruguay, y los trámites hay que hacerlos antes de salir físicamente del país.

Di la vuelta e hice señas a Heber para que me imitara. Me detuve en la puerta del departamento de inmigración. No era más que un galponcillo con un tipo ocioso, una mujer de misteriosa ocupación y un perro somnoliento.

—Voy a Bolivia —dije— y he visto el cartel de inmigración, así que he decidido preguntar aquí no vaya a ser que en esa frontera tan chica no haya un departamento de migraciones y no pueda entrar en Bolivia.

—Gracias a Dios que vio ese cartel grande que está ahí sobre la ruta —dijo el tipo, que se puso casi en posición de firmes cuando vio aparecer la cámara de Antonio, quien había aprendido que en situaciones así en las que yo me ponía a hablar con alguien, tenía que encender la Panasonic y preguntar después—. Ahora mismo te vamos a sellar acá la salida.

—Pero bueno, si no llego a preguntar y me paso de largo este puesto y llego a la frontera, ¿me hacen regresar? —comenté.

—Puede ser que sí, puede ser que no —respondió él a lo gallego.

Por lo menos me confirmó que hacía dos días que no había llovido y que la ruta estaba seca. El tipo nos sugería que saliésemos en aquel mismo momento hacia la frontera, que llegaríamos de sobra, pero ya eran pasadas las dos de la tarde y decidí que lo mejor era descansar y afrontar el desafío de la Picada 500 por la mañana. De modo que pasamos la noche en el único hotel de Mariscal Estigarribia. Aunque no creo que se le pueda llamar hotel porque, aunque debió serlo, en aquel momento estaba en obras. Había sido una especie de motel con patio interior ajardinado y habitaciones a lo largo de un corredor que daba a ese jardín. Lo que ocurría era que el negocio había cerrado hacía años y el patio era una descuidada selva y los dormitorios, basureros o almacenes de chatarra.

El dueño era un joven uruguayo que por razones desconocidas y esotéricas pensó que sería un buen negocio rehabilitar aquel fantasmal albergue en un pueblo perdido y remoto del Chaco Boreal. Cuando nos vio aparecer ofreció un dormitorio triple por 60 dólares. Era un robo. Pero podía pedir lo que quisiera porque no había otra opción. Nos dijo que apenas llevaba una semana con las obras, pero que casi no nos molestarían. Nos condujo hasta la parte trasera y allí nos mostró el más horrible cuarto para tres que había visto. Catres oxidados y vencidos, paredes desconchadas y baño de azulejos desportillados.

—¿Internet?

—No.

—¿Aire acondicionado?

—No.

—¿Restaurante para comer algo?

—No.

—Estupendo —dije sonriendo—, nos lo quedamos.

Cuando se fue nos quedamos mirándonos unos a otros y comenzamos a reírnos. La aventura es la aventura, como dijo Belmondo. Aunque hubo alguna discrepancia inicial, al final reconocimos unánimemente que aquel era el peor agujero de todos en la lista de peores agujeros. Había quien seguía defendiendo ese honor para Porto Mauá, pero cuando se fue la luz durante horas y permanecimos a oscuras, se acabaron las discusiones al respecto.

 

 

LA PICADA 500

 

Si uno busca en internet referencias sobre «Picada 500» le aparecerán fotografías de recetas de cocina con carne molida y unas curiosas noticias publicadas por la prensa paraguaya sobre la negativa del gobierno paraguayo a asfaltar la Picada 500 para gran preocupación de los homólogos chileno, argentino, boliviano y brasileño, deseosos de establecer un corredor comercial para los productos de uno y otro lado del norte del Cono Sur. Pero como los paraguayos se niegan al asfaltado por razones poco claras, el libre y fluido tránsito se ve interrumpido en el Chaco Boreal.

El periódico paraguayo ABC lo comentaba así ya en 2003 y desde entonces el asfalto no había aparecido:

 

Entre el 18 y el 20 de noviembre está previsto llevar a cabo en Asunción una reunión de gobernadores (…) El objetivo del encuentro es analizar el proceso de integración regional y la implementación de proyectos viales pendientes. Los gobernadores de las provincias argentinas de Salta y Jujuy se encuentran preocupados por la negativa de Paraguay de asfaltar la Picada 500.

Esta decisión tendrá un impacto negativo en el objetivo de convertir el noroeste argentino y el Chaco paraguayo en mercados complementarios. Tanto Salta como Jujuy llevan a cabo millonarias inversiones en procura de unir su infraestructura vial con Chile y Paraguay. (…)

El tramo conflictivo es Paraguay. El Gobierno de nuestro país tomó la decisión de llevar la ruta Transchaco desde Mcal. Estigarribia hasta La Patria y de allí a Infante Rivarola, dejando de lado el asfaltado hasta el puente sobre el Pilcomayo, en Pozo Hondo.

No solo las autoridades argentinas están preocupadas, sucede lo mismo con los chilenos. En Antofagasta se considera la decisión de Paraguay como un boicot al megapuerto de Mejillones, que es el principal proyecto portuario de Chile, con miras a captar productos del Mercosur con destino a mercados asiáticos.

 

¿Qué clase de ruta podía ser la Picada 500 para afectar de aquella manera a las relaciones internacionales en la región? Un poco de asfalto no podía ser tan determinante para permitir o no el paso de las mercaderías desde la frontera hasta Mariscal Estigarribia, distante solo 230 km. ¿O sí?

El cartel nos indicaba Picada 500. Picada 500 no es ningún pueblo sino que es la ruta en sí misma. Una pista sin asfaltar que si llueve se convierte en un barrizal absolutamente impracticable. De hecho, estos últimos 230 km a la frontera con Bolivia de Infante Ribarola es el verdadero desafío de la Transchaco porque, hasta el momento, desde Asunción hasta allí no habíamos tenido ninguna dificultad a través de una carretera asfaltada con algunos baches y, eso sí, mucho calor. Pero salvo eso, nada serio, una ruta para niños. ¡Ahí empezaba lo bueno!

Al comienzo del recorrido me crucé con algunos indígenas pero poco después desapareció la gente. El Chaco austral es una de las últimas fronteras agrícolas modernas. La densidad demográfica es muy baja y el territorio, pobre y áspero. Debido al terreno complicado, fui dejando la camioneta atrás y pronto solo quedamos la moto, el horizonte verde y plano y unos árboles de tronco recto y sin apenas ramas hasta llegar a una copa en forma de cono invertido. Esa copa estaba formada por sarmentosas ramificaciones de las que brotaban unas hojas pequeñas. Era el quebracho chaqueño. Su nombre viene de «quiebra hacha» por la dureza de su madera, muy apreciada en ebanistería y en curtido de cueros gracias a sus taninos. La explotación del quebracho es masiva y al visionar las imágenes aéreas del drone veríamos inmensas calvas en la arboleda.

Me preocupaba el tiempo. Veía nubarrones al fondo y era muy probable que estuviese lloviendo. Este camino de tierra y arena entre la jungla en tiempo seco sería muy divertido, pero si se me ponía a llover iba a ser un infierno. Esperé no haberme equivocado de decisión. Yo quería salir del Infierno Verde y tener más éxito que Juan de Ayolas, quien participó en la fundación de Buenos Aires y en 1537 salió a explorar el Chaco en busca de un mítico Cerro Rico del que hablaban los indígenas, pero sin encontrar tal mina de plata, jamás logró salir del Chaco.

Y entonces comienza a llover. Lleva lloviendo diez minutos y ahora mismo me estoy mojando y el suelo que piso está embarrado y resbaladizo. La selva electrificada corre a los lados mientras una cinta de barro se desliza veloz debajo de mí. El horizonte es una delgada línea verde que se funde con un cielo ominoso de color gris pisoteado. En la caliente espesura se hiende frente a mis cansados ojos un largo cuchillo de tierra encharcada, cuya invisible punta parece perderse en una lejanía sin accidentes reconocibles ni más esperanzas que la de llegar a Bolivia antes del anochecer. Me rodea una inmensidad vegetal de arbustos feraces, una maraña sarmentosa de espinos en la que la vida humana no ha sido nunca bienvenida. El Chaco paraguayo hierve a más de 40 grados en su caldera de incomestible vegetación.

Frente a mí se alzan unos montículos de lodo. Están a una veintena de metros. Se dispara la alerta de mis sentidos a pesar del embotamiento. Imposible esquivarlos. Agarro el manillar dispuesto a pasar por encima. Intento negociar los montones por su bisectriz, donde la superficie parece más plana. Pasa la rueda delantera y acelero muy suavemente intentando que los tacos de las gomas enduro muerdan algo de tierra debajo del blando pastel y me saquen de aquí con la ayuda de los muchos caballos de mi moto. Pero debajo no hay nada más que más barro. La rueda trasera patina. La BMW gira bruscamente sobre su eje y se precipita al suelo por el lado izquierdo con el ruido mate de una maza de carnicero sobre un trozo de res. No hay ningún deslizamiento a pesar de que circulaba a casi 60 kilómetros por hora. El barrizal lo impide con su viscoso abrazo. La moto se detiene en seco y yo absorbo toda la energía cinética al clavarme el manillar en el torso. Todo dura menos de un segundo. Quedo sin respiración tirado en el fango. El silencio solo se rompe por la grosera rumorosidad del motor boxer de 1.200 cc. Me incorporo y lo apago. Ya solo oigo el latido de mi corazón y cómo la sangre bulle nerviosa en mis sienes.

 

 

ENCUENTRO CON LA REALIDAD

 

Esta es la realidad de Diario de un nómada. Somos tres extraños perdidos en mitad de un páramo de espinos en la región más despoblada de Sudamérica y nadie nos echa de menos. Hemos estado al borde de la guerra civil. No tenemos apenas dinero, no tenemos soporte exterior, no usamos teléfono satélite, no existe un plan de emergencia ni un rumbo definido. Estamos solos. Nos queda todavía más de la mitad del viaje. La producción no tiene guión ni escaleta ni orden ni concierto, no sabemos dónde vamos a dormir cada noche, no sabemos qué vamos a filmar cada día, ni tampoco conocemos el tiempo que nos hará mañana. Dirijo un rodaje sin experiencia alguna, no tengo dotes de mando, no sé dialogar, y no sé muy bien qué diablos quiero contar en el fondo. Pero por alguna incomprensible razón, tengo una fe inquebrantable en que estamos haciendo algo que va a ser bueno y por lo que vale la pena jugarse el tipo y todos los ahorros. Y en eso estoy.

Espero a que lleguen mis compañeros. Tardan apenas unos minutos.

—Antonio —respondo jovialmente mientras hago un gesto para impedir que me ayuden—, filma cómo levanto la moto, que estos momentos son los que quiere ver la gente. Lo que les divierte es que yo lo pase mal.

Una vez levantada la moto, la camioneta también pasa apuros para salir de la trampa de lodo. Heber lo pasa mal pero consigue encontrar una rodada firme y superamos el largo tramo de barrizal. La tarde se nos está echando encima y todavía estamos muy lejos. Sin descansar, enfilamos hacia esa linde fronteriza que parece no llegar nunca. En esta parte del camino aparecen algunos socavones profundos y llenos de agua. La moto los sortea con el sucio líquido llegando hasta los cilindros. Y la camioneta también lo consigue entrando en ellos haciendo uso de la doble tracción. Se bambolea como un barco, pero la sólida Toyota emerge como un buque en la marejada. Me doy cuenta de la preocupación de los gobiernos vecinos ante la negativa paraguaya a asfaltar esta ruta. Por aquí no pueden transitar camiones. Es imposible.

Poco a poco, vamos ganando terreno hasta que de pronto aparece de la nada un lametón de asfalto sobre el barro y un cartel que dice que estamos a seis kilómetros de Bolivia. Hay una garita de militares que nos dan el alto. El tipo es gordo y corrupto. Nos pregunta si traemos los pasaportes con el sello de salida. Su mueca de decepción al verlos demuestra que esperaba encontrar una excusa para la coima. O pagarle, o volvernos a Mariscal Estigarribia. Aun así, insiste si acaso no tendremos unas cervezas. Pues no, pero espero tener una bien fría pronto en las manos.

Pero no será pronto. Nos queda un largo y lento viaje porque primero hay que resolver el tema aduanero en Bolivia. Las dependencias oficiales no son más que una caseta baja. Dentro hay tres empleados.

—Hola, buenas tardes —saludo.

—Hola —dice el más mayor, un tipo oscuro y aindiado—. ¿De dónde vienen?

Viste un jersey de lana a lo Evo Morales, quien nos observa sonriente desde un retrato en la pared.

—Venimos de Paraguay por la Picada 500 —contesto mientras le tiendo el pasaporte.

—Español —comenta al ver mi documento—, ya no nos queda plata que llevarse.

La broma me sienta como un tiro. Venía preparado para este tipo de comentarios pero las chanzas me parecen intolerables viniendo de funcionarios públicos y me resultaba una pésima bienvenida a un país cuando habíamos sufrido tanto por llegar a él.

—No se preocupe —escupo—, seguro que algo queda para que nos lo podamos llevar.

 

 

TRES HOMBRES Y UN DESTINO

 

Bolivia es un país que tengo idealizado desde que viera aquella fabulosa película de Paul Newman y Robert Redford en su mejor momento: Dos hombres y un destino. Cuenta la historia de Butch Cassidy y Sundance Kid, asaltantes de bancos que, perseguidos en Estados Unidos, iniciaron una huida hacia Sudamérica. En la realidad llegaron hasta Buenos Aires mientras que en el filme no pasan del altiplano andino. Lo que sí es verídico es que a ambos los mataron en Bolivia en una encerrona policial en 1911.

La película, mundialmente famosa y ganadora de muchos Oscar, se incrustó en mi imaginación infantil desde que la vi en la única televisión que por entonces había, o sea, RTVE, y durante años he fantaseado con emular a los dos hombres en su peregrinar a caballo por Sudamérica. La moto en este caso sustituye al equino, pero la filosofía es la misma: viajar a cuerpo, con lo poco que uno puede cargar haciendo de la agilidad norma de vida y de la modestia una virtud.

Bolivia se mostraba en el filme como un país pobre y bello, difícil de recorrer, de abrupta geografía y enormes contrastes donde los pistoleros encontraron un final terrible y épico. Tan terrible como lo encontró en Bolivia otro rebelde: Ernesto Guevara, el Che, también convertido en icono del siglo XX y objeto comercial. El Che intentó en estas serranías andinas el milagro revolucionario de la Sierra Maestra, pero Bolivia no era Cuba ni los Andes el Caribe, y tras pasar penalidades sin cuento en un territorio desconocido y sin apoyo, fue capturado y ajusticiado en 1967. Fidel lo había abandonado a su suerte, tal vez partidario del «no hay mal que por bien no venga».

Por cierto, que la fotografía del Che ejecutado sumariamente en Bolivia me resultó idéntica a la que encontré en Estados Unidos del cadáver de Pancho Villa, a quien también mataron de modo parecido en México. La historia la conté en La 2 cuando atravesé Estados Unidos siguiendo el Camino Español y me detuve en Columbus, Nuevo México.

Todas estas referencias me acompañan en mis primeros pasos por Bolivia, una nación que según pasan los días me sorprende más porque se escapa de los tópicos continuamente, como los que hablan de la corrupción policial, la antipatía de la gente con el extranjero, o la falta de combustible. Al contrario, yo encuentro amabilidad, gente hospitalaria y gasolina a un precio inferior al europeo, aunque deba pagar dos veces más que el boliviano por ella, ya que para el nacional de Bolivia está subvencionada.

Lo que sí que no es un tópico es su grandiosa y diversa belleza, ni tampoco el atroz y lastimoso estado de su red viaria, surtida de precipicios, barrancos, barrizales y camiones. Este desastre circulatorio a punto ha estado en numerosas ocasiones de convertirme en otra rebelde víctima mortal del viaje boliviano, como les pasó al Che, a Butch Cassidy y a Sundance Kid, cuyos fantasmas no dejan de acompañarme al igual que los peligros de la ruta.

Los finales en el altiplano andino tienen mucha epopeya, qué duda cabe, pero me alegro infinito de no tener todavía uno de esos.

Tras pasar nuestra primera noche boliviana en Villa Montes, todavía en el territorio del Chaco, salí a correr y vi un nuevo país de gentes muy sencillas. La mayoría de las personas que me rodeaban eran cholos, que es el nombre que se da a los mestizos. Pequeños, delgados, cobrizos. Gente dura, acostumbrada a las penalidades. Recorrí un pueblo de casas bajas y colores apagados. La luminosidad se reservaba para los vestidos de las mujeres, hechos de lana de alpaca, con vibrantes colores y esos gorros tipo bombín que tan habituales son en el altiplano andino de Bolivia y Perú. También detecté otra peculiaridad. Las bolas que inflaban los carrillos de hombres y mujeres. Era la hoja de coca que mascaban a todas horas para combatir el hambre, la sed, la fatiga pero también el tedio.

Nuestro desayuno incluía mate de coca en sobres como los del té. Preferí no tomar porque me sentía bien a pesar de la altura. Todavía no estábamos a mucha altitud y pensé que era mejor no acostumbrarse al remedio antes de sentir verdadera necesidad.

Tras el refrigerio nos dirigimos a Tarija, ya en los Andes, a través de una ruta sin asfaltar que serpentea por una espesa selva de montaña. Es una de las rutas más peligrosas del país pero no se conoce como la carretera de la muerte, la famosa carretera de la muerte que para mí ya es una especie de Disneylandia motera. La tierra es roja, las laderas verdes, el río Pilcomayo que veo desde lo alto del cañón es de color chocolate.

El Pilcomayo, un río que desemboca en el Paraguay. Es otro de esos desastres ecológicos pues se está desecando como consecuencia de la acumulación de sedimentos. Quizá sea uno de los pocos casos en el mundo que se produce ese fenómeno. La exploración del río Pilcomayo trataba de llegar a donde nosotros vamos, al Cerro Rico, a Potosí, a la Villa Imperial, de donde se extraía la plata que alimentaba las guerras en las que se involucraba la monarquía española. Esa plata no se quedaba en los bolsillos de los españoles para nuestra desgracia, se iba para los banqueros genoveses.

La senda es estrecha, a mi derecha hay un precipicio y el tráfico de camiones es incesante. Resulta una ruta peligrosa con una altísima tasa de accidentes. Pero yo estoy medio enloquecido y circulo como un poseso por este barrizal, adelanto los vehículos y zigzagueo entre los embotellamientos.

El día transcurre lentamente y aunque vamos deprisa hay tantas curvas que apenas logramos avanzar. El agotamiento se apodera de mí pero me queda todavía tanto por recorrer que el cansancio se cansa y recobro mis fuerzas. Es un fenómeno curioso. Sucede cuando crees que vas a desfallecer. Estás descendiendo en picado por el hambre, el cansancio, el sueño o el temor y llegas a un punto que parece de ruptura, pero no te rompes y te sitúas en una nueva meseta anímica en la que no sientes hambre, ni cansancio, ni sueño, ni temor. Se llama fuerza del desesperado y es un chute de adrenalina como pocos. De modo que como no podíamos parar, seguimos hasta que se hizo de noche y entramos felices y agotados en Tarija.

 

 

POTOSÍ

 

De Tarija a Potosí el paisaje cambia radicalmente de nuevo. Cada etapa que realizamos es para entrar en un universo diferente. Del páramo de alto matorral del Chaco, pasamos a la húmeda selva de las estribaciones andinas, y ahora nos encontramos ante la inmensa sabana de ralo herbazal y llamas a la que dicen la Puna. Una alta meseta andina en la que apenas hay árboles, descuellan algunos cerros y sobre ella sopla un viento gélido. El ambiente es seco y frío y todavía no estamos en invierno. Afortunadamente la carretera está totalmente asfaltada y todo el viaje transcurre sin contratiempos salvo una detención policial para intentar escamotearnos algo de dinero. Resolvimos el asunto por la vía rápida sacando la cámara y pidiendo un recibo oficial de la cantidad que nos reclamaban. De pronto ya nos exigían no sé qué papel para transitar y éramos libres de irnos cuando quisiéramos.

Según mi altímetro, estamos a 3.980 m de altitud sobre el nivel del mar y la verdad es que el mal de altura ya se empieza a sentir. Cualquier esfuerzo hace jadear. El tráfico se va haciendo más denso a medida que nos acercamos a nuestro destino. Hay muchos camiones volquete, con la caja abierta. Cargan mineral. Estamos sobre una de las más grandes minas de América. Potosí. Una ciudad colonial que más que un punto en el mapa de Bolivia es un símbolo en la conciencia universal.

La carretera desciende en picado cuando empiezan a aparecer las primeras casas. Las calles estrechas nos llevan al mismo centro, que parece tal que una pequeña ciudad extremeña, castellana o conquense. Casas de dos plantas, una catedral, una plaza llena de gente, un palacio de gobernador, una calle peatonal, balconadas, tejados de teja y aleros de madera. ¡Diablos, esto es España! La España un poco antigua que yo conocí cuando era un niño como los muchos que hay en la plaza central a esta hora de salida de los colegios. Es como si hubiera regresado de pronto a finales de los setenta, a mi infancia. Potosí es la Alcalá de Henares de 1978 en la que me eduqué cuando apenas tenía diez años. Potosí es la España que conocimos los que hicimos la EGB.

La historia de este lugar encierra todo un símbolo. El de la fácil y rápida riqueza y el de la todavía más fácil y rápida caída subsecuente. El primero de abril de 1545, el capitán extremeño Juan de Villarroel toma posesión del Cerro Rico. En 1560, la población en su falda ya superaba los 50.000 habitantes. El 21 de noviembre de 1561 se convierte en la Villa Imperial de Potosí, mediante unas capitulaciones. En 1625 era una de las ciudades más importantes del mundo, con 160.000 habitantes.

Potosí era un símbolo, un símbolo de lujo y de riqueza, un símbolo de esplendor. Una gran ciudad llena de teatros, de iglesias y fiestas, pero también el símbolo de la explotación humana: decenas de miles de indígenas se dejaron la piel y la vida en las minas extrayendo la riqueza ajena.

A mediados del siglo XVII, la producción de plata comenzó a decaer y con ella la opulencia de la ciudad. A medida que el metal se agotaba, la población se evaporó asediada por epidemias y hambrunas. A finales del siglo XVIII solo quedaban unas 30.000 personas y el lujo era solo un recuerdo.

 

 

Viajar es conocer. El nómada lleva en su equipaje el peso de la incertidumbre y cada paso que avanza es un paso más sabio y también un paso más ignorante. Lo que uno aprende sustituye las certezas anteriores. Nada hay absoluto salvo la absoluta relatividad. Los seres humanos caminamos ciegos intentando desvelar qué hay tras las sombras que velan la pared de la caverna platónica. Las enseñanzas que recibimos de niño se convierten en los errores del adulto. Al menos así lo pienso cuando reviso las pocas certezas que traía conmigo a este viaje por Sudamérica.

Contemplar el Cerro Rico de Potosí me hace comprender que una montaña puede albergar en su seno galerías mineras y una tremenda y dramática metáfora del mundo. Potosí ha sido para los españoles el símbolo de la riqueza de América, de esa plata que cruzaba el Atlántico en galeones para alimentar la pompa de la monarquía española y cimentar un imperio generoso en guerreros y clérigos. Potosí es también el ejemplo de la explotación humana, un preludio de lo que viviría la Europa de la Revolución Industrial con sus legiones de niños mineros. Miles de indígenas y de africanos morirían extrayendo la argentina riqueza de sus amos.

Pero paseando por las estrechas calles de Potosí, ribeteadas de balcones de madera al estilo de cualquier calle de un pueblo español, contemplando la belleza de sus iglesias y palacios, viviendo la melancólica decadencia de una población que llegó a ser una de las capitales del mundo, me asalta una nueva certeza que nadie me enseñó y que he ido aprendiendo según he recorrido los caminos de esta América española, de estatua en estatua y de catedral en catedral. Potosí es el signo de un terrible fracaso histórico, de doscientos años desperdiciados en el desagüe de la Historia.

Potosí es un icono, un icono del auge y caída de un imperio sin bases sólidas, de un coloso con pies de barro. Durante dos siglos se extrajo un fenomenal tesoro de las entrañas de esta tierra; no quedó apenas nada tangible para sus habitantes sino el esfuerzo de obtenerlo y unos cuantos monumentos coloniales, pero tampoco quedó nada para los habitantes del imperio que se lo llevaba. Potosí creció desorbitadamente con la plata fácil, floreció, se llenó de monumentos y de población, y luego se hundió en la miseria y el abandono cuando los filones se agotaron. Eso le sucedió a una España arrogante, embarcada en guerras de religión y en luchas por la hegemonía internacional. Y cuando la plata fácil se agotó, mi país dejó de ser la riqueza de Potosí y retornó a la pobreza sin haber invertido el tesoro americano en modernizarse o industrializarse.