8

 

La fuga de Monroy

 

 

 

DESAYUNO CON PIEDRAS

 

Amanece nuestro último día en Potosí. Las calles del centro están tomadas por la procesión de Semana Santa. Decenas de niños vestidos llevan palmas y desfilan solemnemente, ellos vestidos con sus mejores trajes dominicales y ellas tocadas con blancos velos de hebrea. Una banda de hombres cetrinos toca trompetas, trombones y tambores y atruena el aire frío y tenue del altiplano con una severa melodía religiosa que acompaña el paso. La multitud observa en silencio. La tradición aquí es algo todavía presente y muy respetado.

Paso por delante de Casa de la Moneda, quizá el símbolo más elocuente de la riqueza que proporcionó la plata del Cerro Rico. Me detengo en la entrada. A través del barroco portalón se puede ver un gran patio con un pozo. En la balconada del corredor que lo rodea, tengo justo enfrente una enorme figura colgada. Es un extraño rostro de mujer. Pintada de color carne, con el cabello hecho de racimos de uva y mueca de grandes dientes, dicen que es la imagen de una bruja que los españoles pusieron para ahuyentar a los ladrones.

Se acerca un paseante. Es un hombre como la mayoría aquí. Bajito, algo rechoncho, de rostro aindiado, sencillo vestir y ademanes suaves. Se queda observando la moto, como también hace la mayoría.

—Hola —saluda suavemente—. Está bastante buena la motocicleta.

—Hola —respondo—. ¿Le gusta?

—Sí, claro, cómo no. ¿Y la patente de dónde es? —pregunta mirando la matrícula.

—De España.

—Ah, ya. ¿Y va a visitar la Casa de la Moneda? Es uno de los lugares que más representan Potosí. Lo fundaron sus antepasados para acuñar monedas.

—¿Aquí se acuñaba la moneda?

El hombre asiente.

—Exacto. Se las llamaba las macuquinas. Macu, que quiere decir mano en quechua; y quina, que es el golpe que se hace —explica haciendo el gesto de golpear la palma de su mano derecha con el puño de la izquierda.

Mi nuevo amigo parece conocer la historia, así que le pregunto algo para que lo filme Antonio, que ya estaba cámara en ristre.

—¿Y qué es lo que cuentan de que había una leyenda inca que decía que el Cerro estaba reservado para que lo explotaran otros?

—Cierto, el emperador Inca llegó a Potosí y le contaron que aquí había un cerro que era muy rico. Fue a visitarlo y se escuchó una voz que decía: «Este cerro no es para ustedes, es para otra gente que va a venir después».

—Y así fue, en 1545 tomó posesión del cerro un extremeño, el capitán Juan de Villarroel, un soldado de fortuna sin fortuna hasta que descubrió la veta y se hizo inmensamente rico.

—Exacto —confirma el sabio potosino—. Y con toda esa fortuna que se fue sacando se fue incursionando en otros lugares, dicen que se colonizó Chile con la plata del Cerro de Potosí.

—Y ahora yo me voy sobre esta moto a seguir el mismo camino que hacía la plata a lomo de mula para llegar a Europa, saliendo al Atlántico por el puerto de Arica.

—Pues si va a hacer tan largo viaje, no se puede ir sin una buena comida potosina en el estómago. Mi mujer tiene acá mismo el único restaurante con auténtica comida local. El Negro Pila. Llamamos al restaurante así porque está en la casa donde se vendían los esclavos africanos.

—Pues vamos allá, pero, oiga, yo no he visto muchos negros en Bolivia.

—En Potosí no hay. Pobrecitos, se morían todos con este frío. Los negros bolivianos viven en la selva, en la región de los Yungas.

—Y supongo que con la independencia de los explotadores españoles se acabaría la esclavitud de esta gente.

El hombre camina con paso vivo a mi lado. Cruzamos la calle y me señala un portal en la acera de enfrente de la Casa de la Moneda.

—Bueno, ya sabe, la esclavitud dura algo más que las palabras. La independencia nos trajo la libertad, o eso nos dicen, pero los negros no fueron libres de trabajar gratis para los hacendados hasta 1952.

El portal da a unas escaleras, y estas a un pasillo, y este a una cocina muy básica donde reina una mujer risueña que saluda con franca simpatía al vernos llegar.

—Me han dicho que aquí se toma verdadera comida potosina —exclamo—, a ver si es verdad.

La cocinera responde sin vacilar que ella elabora la única y genuina comida potosina, perdida a favor del fast food que engullen los turistas.

—Aquí tenemos lo que es la calapurca —me informa mientras me enseña un puchero lleno a rebosar de una masa muy espesa que remueve en una olla con un cucharón de madera—. Es la harina de maíz con la que se hace esta sopa. Tiene bastantes calorías porque es lo que pide el clima de acá.

Vierte una ración de la masa en un cuenco de barro. Luego toma un recipiente con pedazos de carne frita y arroja un puñado.

—Estos son los chicharrones de cerdo. De chancho, como decimos acá.

—Y aquí está el ají, el famoso ají. Es un picante dulce.

La cocinera esparce una especie de puré rojo sobre la masa. Acto seguido va a los fogones donde hay unos trozos de roca al fuego; están al rojo vivo. Toma uno de ellos con unas pinzas de metal.

—Y aquí tenemos las piedras volcánicas.

—¿Y la calienta al rojo vivo para qué? —pregunto sin entender.

Ella sonríe.

—Al rojo vivo para que empiece a calentar la sopa —aclara.

Arroja la piedra dentro del cuenco e inmediatamente la masa comienza a bullir con gruesas pompas que rompen la superficie del espeso mejunje.

—Por eso la llamamos sopa a la piedra —dice.

La cocinera me muestra el camino al modesto comedor para que me siente a tomar un comistrajo de sabor indefinible, textura de papilla y alto poder calórico.

—¿Qué le parece? —pregunta.

—Contundente, nutritiva, como desayuno la verdad es que seguramente me dé calorías para todo el día.

—Aquí el desayuno es la comida.

Tras el desayuno salimos de Potosí. Nuestro ánimo está algo preocupado porque la experiencia vivida en las carreteras bolivianas ha sido traumática. Si el resto del viaje es igual, podemos tardar semanas. Sin embargo, la ruta aparece fantásticamente asfaltada y el corto tramo de Potosí a Uyuni, de apenas 208 km, resulta uno de los más bellos que he hecho en mi vida. Reúne todos los atractivos que se pudieran encontrar en un viaje por Sudamérica: las montañas, el desierto, los animales… Nos cruzamos con rebaños de llamas, pasamos de un paisaje lunar a una pradera verdísima donde zigzaguea un río formando revirados meandros, luego aparece una honda garganta, de nuevo el desierto, las montañas y casi sin darnos cuenta surge un extraño resplandor blanquecino al fondo del horizonte. Es el Salar de Uyuni, nuestro destino.

La ruta desciende hasta una pequeña población, puerta de un paraje único en el mundo que en temporada de lluvias es un auténtico espejo del cielo. Pero lo que encuentro en la entrada del pueblo es desolador. Un campo de desperdicios tirados de cualquier manera, esparcidos por doquier. Había visto carteles que decían que no se debe tirar la basura, que se debe cuidar el medio ambiente, pero el camino hasta concienciar a estas gentes sencillas es muy largo, hay muchísimo por hacer, muchísimo por educar. Los campesinos y transportistas que tiran el plástico allá donde les apetece no tienen la culpa, pero es que durante mucho tiempo no se les ha enseñado.

La pequeña ciudad parece estar tomada por un ejército de mochileros. Hay muchos negocios y alojamientos en el mismo centro. Pero el pueblo es feo, de casas bajas y calles sin asfaltar. El tesoro está lejos todavía. Normalmente, nuestro presupuesto nos daría para buscar un hueco en uno de estos hostels baratos, pero hoy no es un día normal. El Salar de Uyuni no es un sitio normal. Para mí es un sueño cumplido más y también un escenario de cuento que hemos de aprovechar desde el amanecer. Sé que dentro mismo del desierto hay hoteles de lujo construidos con bloques de sal. Me da igual lo que cueste, pero esta noche todo el equipo de Diario de un nómada va a dormir en uno de estos exclusivos palacios.

Es tarde y el viaje se vuelve algo complicado porque desaparece el asfalto y la luz solar. Nuestro destino está a unos veinte kilómetros del pueblo. Circular a oscuras por pistas de tierra es muy peligroso. En una carretera pavimentada, al hacerse de noche uno solo debe preocuparse de los obstáculos que puedan invadir la calzada. Pero en pista, el obstáculo es la misma superficie irregular de piedras, tierra, arena y baches. Sin embargo, el espectáculo es soberbio. El sol se acuesta sobre el manto de salitre blanco y un resplandor rojizo se adueña del completo horizonte. Parece que el desierto esté en llamas. Nosotros nos dirigimos hacia el incendio sin más referencias que algún cartel suelto que indica el impreciso camino para el hotel Luna Salada.

Pero no hay fuego eterno. Al cabo de un rato la oscuridad ha derrotado al incendio. Ya no vemos nada. No sabemos dónde estamos. Entonces a lo lejos divisamos una silueta recortada contra el firmamento negro azulado. Parece un castillo encantado sobre una suave prominencia. La realidad ha perdido su fuerza. Es como si viviéramos en una fábula de princesas y dragones. Acelero a pesar de no ver bien el terreno que piso y la moto se lanza a la conquista de la fortaleza. El camino se empina, da un par de curvas y finalmente desemboca en una pequeña explanada. Aparcamos y nos dirigimos a un oscuro fortín de estructura paralelepípeda. Al abrir la puerta, penetramos de sopetón en el paraíso.

Un recibidor iluminado y cálido nos acoge. Es la recepción. Tras el mostrador un muchacho sonriente. He visto algunos coches aparcados y temo que no haya sitio; eso sería trágico porque el camino de regreso es malo, es noche cerrada y no sabríamos dónde ir. Pero confirma que tiene hueco disponible. Le pregunto el precio de las habitaciones temiendo oír una cifra disparatada. La triple, me informa, son 150 USD. Por supuesto, protesto, imploro, ruego, hago gala de hombre cansado y en moto… Lo de siempre, vamos. Y ocurre el milagro. Nos la rebajan a 120 dólares. ¡Y con desayuno incluido! Es literalmente un chollo. Por menos de 100 euros vamos a dormir los tres en un hotel de cinco estrellas construido de sal sobre uno de los lugares más mágicos de todo el planeta. Cada vez tengo más claro que la suerte hay que salir a buscarla.

Nuestra habitación está al final de un larguísimo pasillo con grandes ventanas que dan al desierto. El amanecer debe ser fastuoso desde allí. El piso está alfombrado con una fina grava de sal que cruje bajo nuestras pisadas. El dormitorio adjudicado tiene el mismo y curioso suelo. Las camas son grandes, cómodas, mullidas, con gruesas frazadas para combatir el frío. El cuarto de baño es amplio, limpio, todo nuevo y con muchos botecitos de champú, gel, suavizante, crema para hidratar la piel… Lujo y buen gusto. Miro a mis compañeros, tan admirados como yo por el regalo del que estamos disfrutando. El Luna Salda entró inmediatamente en el primer puesto del ranking de los mejores alojamientos. Esta satisfacción casi infantil por vernos en una buena habitación de hotel me demuestra de nuevo que no hay hedonismo mejor que el de pasar por penalidades para alcanzar el verdadero sentido a los placeres más básicos. Por eso me gusta mi vida sencilla. Cuando yo era registrador de la propiedad, podía permitirme esta clase de hoteles, a los que no daba importancia. Como ahora soy cliente de hostales y casas de huéspedes, cuando excepcionalmente caigo en un sitio así me deleito como un salvaje al descubrir que existe el agua corriente.

 

 

SALAR DE UYUNI, ESPEJO DEL TODO Y LA NADA

 

La Nada a veces es una perfecta representación del Todo. Enfrentado al universo infinito, lo que uno halla es la finitud personal de los miedos y las incertidumbres que se arrastran desde la infancia. Es un fenómeno que en la Tierra solo ocurre con los desiertos. No hay nada más diverso que un desierto. Sus paisajes son cambiantes de continuo. Ofrece el Todo cuando se supone que es la Nada.

Encuentro mi ser más íntimo en la soledad de los desiertos. He cruzado muchos de los más famosos del mundo. El Sáhara occidental y el oriental, el de Atacama, el del Colorado, el Mojave, el Kalahari… En todos ellos me sentí más yo que nunca, mecido entre la euforia y el pánico, detectando cada brusco cambio del terreno, de las dunas a los pedregales, de las quebradas a los enlosados de barro cuarteado, de los barrancos a las llanuras. Nada hay más diferente a un desierto que un desierto.

Por eso tenía tantos deseos de encontrarme ante el Salar de Uyuni, el desierto de sal más grande del mundo con más de 10.000 km2 de superficie. Cada año las lluvias lo sumergen durante un breve período en el que el Salar parece el espejo del cielo. Todos los viajeros que lo recorren describen este territorio blanco como si fuera un lugar de otro mundo, como si en realidad fuera otro planeta.

La ansiedad hace que me despierte más pronto que otras veces. Me incorporo en el blando lecho. Al levantarme, la sal crepita bajo mis pies descalzos. Tomo el café de mi termo pero no me visto de corredor como todas las mañanas. La sequedad extrema del ambiente podría deshidratarme y además yo quiero filmar el amanecer. Despierto a Antonio. Espero a que se vista apurando mi ración de cafeína. Salimos juntos al porche del hotel. Hace frío. El sol comienza a asomarse hacia oriente. El inmenso mar de sal se va desperezando lentamente. Una estepa nevada sin final lo ocupa todo ante nuestra vista. Me siento de nuevo ante lo Absoluto en la más absoluta Nada.

Apenas el día despunta, desayunamos con prisa y nos dirigimos hacia aquel agujero blanco por pistas abiertas en el arenoso salitre. Cuando llegamos al verdadero salar encontramos un suelo níveo cuarteado en losetas octogonales que semejan un puzle. En el horizonte sin promontorios se aprecia la curvatura del planeta que dedujo Eratóstenes. La única señal que descubrimos en la lejanía es una figura gigante del rally Dakar, que aquí se recibe como al rey Midas. Y un poco más lejos una edificación de madera con un montón de banderolas flameantes. Los pocos turistas que vemos vienen aquí a hacerse fotos. Nosotros aprovechamos para poner nuestra pegatina del blog Un millón de piedras world tour.

Ya no es época de lluvias, pero un guía nos dice que aún quedan algunos charcos de esa agua que semeja ser un espejo del cielo. No sabemos exactamente dónde está pero lo intentamos. La moto y la camioneta avanzan a velocidad de vértigo por una planicie glauca. Resulta escalofriante, pero esta superficie permite alcanzar récords mundiales de aceleración. Dudo que logremos dar con el agua en esta inmensa llanura donde no se pueden medir las distancias. Las leyendas hablan de viajeros que se pierden y mueren intentando llegar a ningún sitio. Se pierde toda referencia, es como navegar en el océano. Una sensación muy curiosa. Pero peligrosa también. El sol refractado me quema sin sentirlo. Desde todos lados reverbera la radiación y no hay nada que nos proteja. Este entorno es el más hostil a la vida y sin embargo es tan atrayente como una droga prohibida.

De pronto descubrimos un resplandor a lo lejos. Puede ser la reverberación solar. El reflejo de las nubes difumina la línea real que nos separa del firmamento. Desorientado, confuso y feliz circulo sin rumbo, viajando de aquí para allá siguiendo el necio instinto del ciego o el borracho. Entonces oigo un chapoteo. Estoy volando sobre el agua. Miro hacia la camioneta y compruebo que salpica nieve a su paso. La hemos encontrado. El espejo del cielo que nos permitirá filmar las imágenes más espectaculares del viaje. Feliz y eufórico, doy vueltas sin sentido sobre esta húmeda y luminosa salina que envía al espacio el reflejo de mi sonriente alma.

Las líneas fugaces que trazo en la Nada me devuelven de nuevo la conciencia de mi verdadero yo en el Todo.

 

 

OLLAGÜE, EL VOLCÁN QUE LLEVA AL CENTRO DE LA TIERRA

 

Los volcanes son chimeneas que se hunden más allá de la corteza terrestre. El magma es la sabia incandescente del planeta. Conectan con lo telúrico y lo incontrolable. Julio Verne usó uno para su viaje al centro de la Tierra y el Principito vivía en un pequeño asteroide de volcanes y baobabs. Para tranquilizarnos, dicen en los medios de comunicación que la mayoría están inactivos. Es una mentira piadosa. Un volcán nunca se extingue. Su naturaleza lo impide. A lo sumo permanece dormido durante algunos miles de años, pero en cualquier momento puede despertar y vomitar su furia hecha lava.

La silueta cónica de los volcanes funciona como símbolos y puntos de referencia en la inmensidad. Imposible perderlos de vista. Nos vigilan y nos atraen. Tras cruzar el Salar de Uyuni, me dirijo a Chile y la única noción clara que me dan los lugareños es el nombre de un volcán: Ollagüe. No señalan pueblos o carreteras, sino una de esas montañas truncadas en el lejano horizonte a la cual hay que llegar por pedregosas pistas sin asfaltar que de pronto se alisan en una durísima lengua de sal.

Bolivia es un país en el que se aplica perfectamente el dicho de «hasta el rabo todo es toro», porque creo que tras muchas horas de conducción todavía estoy a 40 km de la frontera, pero el camino cada vez es peor y más complicado. Aquí ya el ripio es riesgoso. No solamente son piedras, arena y una calamina terrible; serruchitos, como lo llaman. Esto hace traquetear tano la moto que parece que te vayan a saltar las muelas… Eso sí, el escenario es asombroso. Me encuentro en una planicie blanquecina cuyo horizonte se encrespa en cerros y volcanes. Estoy solo en compañía de algunas llamas.

Me decían que a Bolivia se la amaba o se la odiaba. Yo he decidido amarla. Porque a pesar de que las carreteras son un asco, la gente me ha parecido amable y el país un auténtico crisol de paisajes espectaculares que nunca se repiten. En estos pocos días hemos conocido el Chaco, la selva andina, el altiplano, el Salar de Uyuni y ahora esta meseta volcánica hecha de lava y salitre.

La jornada se eterniza entre piedras, sal y baches. Me he caído ya varias veces. Deseo estar en otro lugar. Todo resulta incierto a mi alrededor salvo la silueta creciente del Ollagüe. La pista de tierra que sigo a veces se bifurca, se desvía o enreda y no encuentro a nadie a quien preguntar el camino correcto. Las tomas aéreas que hacemos con el drone nos mostrarán un universo plano y árido y una pista de sal que se pierde hacia el horizonte montañoso y que creemos que nos lleva a Chile.

Cuando ya estoy exhausto y medio loco, aparece la frontera, partiendo una vía férrea donde languidecen destruidos vagones de madera. Antes de cruzar a la otra soberanía, entro en uno de ellos como Jonás en el vientre de una ballena podrida que dejara al aire solo la enorme osamenta. A través de las ventanillas sin cristal contemplo la desolación volcánica que me rodea, con sus mágicos colores tornasolados del atardecer. El extremo sudoeste de Bolivia se me antojaba otro planeta. Un planeta lleno de volcanes y telúrica belleza, como el asteroide B 612 de El Principito o el centro de la Tierra que describiera Julio Verne.

 

 

CHILE, DE NUEVO

 

Los aduaneros chilenos no resultan amables. Es la primera vez que nos sucede. A pesar del duro camino que nos queda por delante, de lo tardío de la hora y de que se nos va a hacer de noche en el desierto, revisan los vehículos exhaustivamente. Esta vez no buscan frutas sin declarar sino cocaína boliviana. Pero al final conseguimos superar el escrutinio y regresar de nuevo al larguísimo país donde comenzó nuestra aventura hace ya casi dos meses. Al volver a encender nuestros teléfonos con las SIM cards que compramos hacía tantos días, somos conscientes del tiempo transcurrido en América. Nos sorprende el ritmo en el que se consumen los días. Viajar es vivir a doble velocidad en tres dimensiones. La temporal, la del espacio y la del alma.

El tramo desde la frontera hasta Calama es tan malo o peor como el que hemos hecho desde Uyuni hasta la frontera. Pero en nuestra contra juegan el cansancio y la oscuridad. Cuando por fin besamos el asfalto, el ocaso se apodera del firmamento y cubre la bóveda celeste de un incendio inaudito que nos sobrecoge a pesar de llevar ya una extraordinaria sucesión de atardeceres. Pero cada espectáculo solar vivido es completamente diferente al anterior. A veces me he definido como cazador de crepúsculos porque al conducir durante tantas horas la moto en mis viajes por el mundo, se ha hecho de noche en la carretera en cientos de ocasiones y por eso he contemplado puestas de sol en todas las latitudes de varios continentes. Y siempre se queda uno estupefacto.

La ciudad de Calama nos sorprende por su tamaño. Es muy grande, muy populosa y muy moderna. Esperaba un poblado en el desierto y encontramos una metrópolis. Vive de la minería, eso supone muchos mineros y nos resulta sumamente complicado encontrar habitación. Los pocos hoteles que tienen cuartos libres piden fortunas. Habíamos pasado casi dos semanas en Bolivia y la costumbre de los precios bajos bolivianos se había instalado en nuestro subconsciente. Los 60 o 70 dólares que nos piden en Calama por cuartos básicos nos resultan intolerables. Son momentos de angustia debido al cansancio y el hambre. Entonces encontramos un portón metálico y un cartel de motel. Hay un interfono. Llamo y cuando contestan pregunto si hay habitación. Me dicen que sí. Suena un chasquido y la puerta se abre. Sale a recibirme una mujer negra.

—¿La habitación la quiere por media noche o por noche completa?

—¿Cómo dice?

Tras la puerta descubro una gran cochera en la que se ha construido una especie de pequeños bungalós, cada uno con su plaza de aparcamiento, separada de la contigua por una plancha metálica. Cuando entramos en los que nos adjudica y vemos un jacuzzi en el baño lo entiendo mejor. Nueva peculiaridad idiomática. Un motel en Sudamérica no es lo mismo que en Norteamérica. Aquí, o acá, es una pensión por horas para fornicar clandestinamente. Pero estamos muy cansados y el precio es bajo, así que no ponemos objeción alguna y nos retiramos a dormir a nuestras sufridas camas. Y para ser justos, disfrutamos de la gran ventaja de aparcar la camioneta y la moto frente a la misma puerta del dormitorio. De los ruidos que se oyeron por la noche, mejor no hacer relato. Recuerde el aventurero incipiente uno de mis consejos fruto de la experiencia en centenares de tugurios: en el equipaje siempre ha de haber tapones para los oídos.

 

 

CRUZANDO ATACAMA

 

La primera tarea en Calama es lavar la moto. Está cubierta de salitre. Este barro de Uyuni que tiene pegado por todas partes es como un engrudo blancuzco de sal y marrón de arena, y resulta virulento ácido para el metal. Así que la llevamos a un lavadero y con una manguera a presión voy desprendiendo la gruesa capa salina. Al terminar la operación queda reluciente y viéndola tan brillante resulta imposible imaginar todo lo que ha hecho Anayansi hasta ahora. Ni lo que le espera. Porque ahora nos toca cruzar el desierto más árido del mundo: Atacama. Mide más de 100.000 km2. Está delimitado por los Andes y por el océano Pacífico. En él se encuentran los famosos geoglifos, dibujos en la arena realizados hace más de dos mil quinientos años.

Cuando abandonamos la población, surge ante nosotros un escenario de cuento de Las mil y una noches. El horizonte se torna dorado bajo el sol, se extiende en un mar de arena del color del oro viejo, un océano plano que se agita aquí y allá de olas, olas de silicio molido que son las dunas, esas colinas móviles que forma el viento que aquí ruge feroz y sin desmayo.

Todos los desiertos son lugares surrealistas, ocurre en todo el planeta, y Atacama no iba a ser menos. En una curva me detengo porque he visto algo extraño. Examino el lugar y descubro uno de esos monumentos que recuerdan el fallecimiento de alguien en accidente de tráfico, pero lo curioso son los objetos que rodean el memorial. Un papá Noel y un polvoriento árbol de Navidad de plástico. Y al fondo las figuras hechas en papel maché de dos dinosaurios que me acompañan en la soledad de Atacama. Probablemente sean descendientes del Atacamatitán, un saurópodo de diez metros de alto que vivía aquí hace setenta millones de años, cuando este secarral era un verdísimo bosque.

Pero desde entonces ha llovido mucho. Bueno, tal vez no tanto porque nos rodea un horizonte ocre, seco y solo la desolada desmesura nos rodea. No parece haber vida en Atacama, salvo la humana. Por la Ruta Panamericana, la carretera N5, que atraviesa Chile de norte a sur, el tráfico es constante, sobre todo de camiones, pues todo este desierto es una gran explotación minera. Aquí se extrae gran parte de la riqueza nacional: cobre, plata, hierro, oro, nitratos, fosforita, gravas, arenas… Sin embargo, este desierto contradice la imagen idealizada de una planicie de dunas. La orografía atacameña es muy diversa pero hay una abundancia inusitada de accidentes geográficos como montañas, precipicios y cañones. El viaje en moto resulta largo pero entretenido al contemplar tamaña diversidad.

El desierto y el mar son los paisajes más cambiantes que conozco. Nunca son iguales a sí mismos. Cada kilómetro es diferente al anterior. Incluso el mismo kilómetro es diferente a sí mismo cada hora que pasa. No hay dos desiertos iguales igual que no hay dos océanos idénticos. Ni siquiera el mismo desierto se parece a sí mismo cuando lo contemplas dos veces. He recorrido las inmensas extensiones boscosas de Finlandia o Canadá, la tundra de Alaska, el infinito matorral africano que allí se llama bush, y todos esos escenarios grandiosos al final se hicieron tediosos, interminables, aburridos. Pero el desierto nunca aburre. Sobrecoge, estremece, inquieta, pero no aburre.

Según voy adentrándome en Atacama siento cada vez más respeto por los pioneros que en el siglo XVI se aventuraron en estas yermas tierras de dureza extraordinaria. Me sucede siempre que sigo la senda de un explorador del pasado. Sentado en un salón madrileño mientras se lee la biografía de uno de estos aventureros, se resuelve la tarea con la frialdad de quien revisa datos en un balance contable. Fulanito estuvo aquí y allá en tal siglo y luego fue a no sé dónde cruzando tal cadena montañosa o tal valle y descubrió tal o cual accidente antes de morir en tal fecha mientras remontaba un río o ascendía un risco. Al terminar el apunte, uno cierra el libro y se dedica a otra cosa.

Aquí eso no es posible. Sobre el terreno esas biografías se convierten en tu propia aventura y por esos personajes del pasado se empieza a sentir primero respeto, luego admiración y cuando llevas ya un tiempo siguiendo sus huellas y sufriendo en tus carnes la dificultad del terreno que pisaron, entonces sientes afecto. Sí, aunque suene raro o chalado, se siente afecto por seres que murieron mucho antes pero a los que, sin embargo, sientes tan cercanos. Eso me ocurre con tipos como el capitán Francisco de Cuéllar, el náufrago de la Invencible en Irlanda, o Pedro Páez, el descubridor de las fuentes del Nilo Azul en Etiopía, o Miguel López de Legazpi, fundador de Manila, o Rui González de Clavijo, embajador en Samarcanda en el siglo XV. Y eso es lo que estoy sintiendo ahora por Diego de Almagro, Pedro de Valdivia o Alonso de Monroy.

Me conmueve pensar cómo debía ser atravesar este páramo infernal cuando no existía esta vía de comunicación perfectamente asfaltada con puentes y viaductos. A uña de caballo, esto era un auténtico suplicio solo apto para gente de temple extraordinario. En julio de 1535, Diego de Almagro partió de Perú con un ejército rumbo a Chile. El paso de los Andes resultó penosísimo. Cuando alcanzó el otro lado había perdido centenares de hombres. Pero no había riquezas en Chile, sino un territorio árido y pobre. Almagro dio orden de regresar cruzando Atacama, y enfrentaron así otra terrible prueba de esfuerzo. En reconocimiento al sacrificio de sus hombres, ordenó quemar las escrituras con las deudas que habían contraído con él, porque «no puedo ser acreedor de mis leales y valientes camaradas».

Almagro regresó a Perú y contó lo horrible del viaje y la ausencia de tesoros en la tierra que había descubierto. Pero Pedro de Valdivia creyó que él podría tener más suerte y viajó a Chile cruzando Atacama para evitar el cruce de los Andes. Lo consiguió no sin terribles sufrimientos. Pero no fue el último explorador de Atacama.

Hay otro personaje que merece que nos quitemos el sombrero, es Alonso de Monroy, un extremeño, uno de los hombres de Pedro de Valdivia. Cuando los araucanos atacaron Santiago del nuevo Extremo, él regresó con cinco compañeros a través de Atacama hasta Perú para buscar ayuda. Lo capturaron los indios, mataron a tres de ellos y él se escapó con otro soldado. Protagonizó la fuga de Monroy; esa sí que fue una fuga de verdad, porque el tipo tiene un mérito extraordinario. Sobrevivir aquí, en este territorio tan hostil, rodeado de enemigos, con este calor insoportable y esta tierra tan seca. Los extremeños de aquella época, hay que reconocerlo, eran gente muy dura.

Tras muchas horas de conducción, encontramos una barrera. Hay que detener los vehículos y mostrar los documentos en la garita. Es una aduana interior porque entramos en zona franca del norte de Chile, libre de impuestos y por tanto hay que declarar las mercancías que entran y salen. He tenido que declarar que mi motocicleta tiene el correspondiente documento de importación temporal en Chile. Todo está muy bien organizado en este país.

 

 

EL OASIS

 

Hasta en los peores desiertos, siempre hay un oasis. Encuentro un cartelón que contiene un croquis de lo que llama «Ruta del Desierto». Ya estamos en la primera región, la más septentrional. Este territorio se lo ganó militarmente Chile a Bolivia y Perú en la guerra del Pacífico de 1879 a 1883, que concluyó con la pérdida de la salida al mar para los bolivianos, la ocupación definitiva de la región peruana de Arica por los chilenos y la imprescriptible humillación para los peruanos de ver su lejana capital, Lima, ocupada por soldados extranjeros sin que nadie les opusiera resistencia.

En la señal está indicado el camino a Pica. Hacia allá nos dirigimos porque fue una escala en el viaje de regreso de don Diego de Almagro hacia Perú. Hay que desviarse de la N5 hacia el este y la sombra de los Andes se divisa en la lejanía. Poco a poco descubrimos una tenue mancha verde sobre el tono pardo de las estribaciones montañosas. Es Pica y sus plantaciones de limones, muy famosos y apreciados en la región porque son muy ácidos, y entonces curan la comida, o sea, cuecen sin fuego el pescado, como se aprecia en el ceviche peruano. Y también se aprecian mucho para el trago, como dicen acá. La bebida nacional chilena y peruana es el pisco saur (pronunciado «ságüer»). Un cóctel hecho de aguardiente de uvas, el pisco, y zumo de limón.

Existe una auténtica controversia social e incluso política entre los dos países sobre el origen genuino del, por otro lado, letal cóctel, y ello ha llevado a que el gobierno de Perú lo declarase nada menos que patrimonio cultural de la nación. Sea como fuere, tanto uvas como limones fueron traídos por los españoles, de modo que si a mí me apuran sobre el tema del nacimiento del pisco saur, concluiré afirmando que independientemente de quién lo elabore mejor, el origen último de la patriótica bebida está en España.

Pica es una población diminuta de casas bajas que parece malvivir de la agricultura y un turismo residual que visita Atacama y sus geoglifos. Habíamos visto las enormes figuras dibujadas en las laderas de los cerros del desierto. Llamas, serpientes, esquemáticas siluetas humanas. Las figuras de trazos geométricos y ángulos rectos impresionaban. ¿Cómo habían podido mantenerse inalteradas durante dos mil quinientos años en un ambiente tan extremo, soportando el frío intenso, el calor ardiente y las lluvias torrenciales? La mayoría se hicieron extrayendo la tierra para realizar una especie de escarificación sobre la roca. Otras completamente al revés, añadiendo piedras. ¿La función y significado? Nada se sabe con certeza.

Pica tiene una bella iglesia en una tranquila plaza. Buscamos posada cerca del centro. Un tipo nos aloja en su casa de huéspedes por un precio muy barato para ser Chile. Cuando nos oye hablar sobre el documental e investigar acerca de la historia local, nos sugiere que hablemos con un sabio del pueblo, que vive muy cerca y vende unos dulces típicos. Hacia allá nos dirigimos y encontramos una vivienda de una sola planta frente al templo. Está decorada con un fresco que representa a Diego de Almagro a caballo hablando con un indio. Hay centenares de recortes de periódico pegados a las paredes, afiches, fotografías sepia… Es una especie de vertedero de recuerdos.

En uno de esos papeles escritos con una vieja máquina de escribir leo que Pica era en 1553 un caserío romántico y meditativo cuando fue ocupado por los españoles. Llegaron hasta allí Antonio de Pereira y otros conquistadores que buscaban el oro y que luego lo encontraron en Copaquiri y Collahuasi.

Me acerco a una ventana protegida por una reja. En el oscuro interior descubro una presencia. Es un anciano al que casi no puedo ver.

—Hola —saludo—, ¿es usted don Juan?

—El mismo. ¿Quién lo busca?

—Soy Miquel Silvestre. Vengo de España y me gustaría hablar con usted sobre la historia de Pica.

—Hay vivencia, historia y leyenda —contesta el anciano.

—Pues nos interesa todo eso, la vivencia, la historia y la leyenda, y también los alfajores.

El hombre me tiende a través del enrejado una bolsita de celofán con unos dulces hechos de fruta que en nada se parecen a los alfajores navideños que comemos en España.

—Son cinco unidades con miel de mango y coco rallado por quinientos pesos.

—Vale —accedo—, pues yo me voy a llevar dos botes de esos pero me gustaría que usted me contara algo de la historia de Pica.

—Espéreme ahí, que ahora salgo.

Al cabo de unos minutos se abre la puerta y sale un hombre muy delgado y oscuro. Se sienta en un butacón y sus ojos brillan de malicia e inteligencia.

—¿Cómo está usted?

—Bueno, el ánimo está bueno todavía.

—Yo quería que me contase algo del paso de Almagro por aquí.

El anciano rebusca en sus recuerdos para hablarnos de la conflictiva relación entre el conquistador y el caudillo indígena Quispa, a quien destruyó como rey.

—Diego de Almagro pasó por Pica y los indígenas le llevaron ante el cacique Quispa, quien lo atendió muy bien porque venía con un ejército. Pero cuando el español descubrió que había sacrificado a dos castellanos que encontraron perdidos, lo sacó de su mando y lo envió desterrado a la quebrada de Chintaguay. ¿Sabe eso lo que significa?

No acierto a comprender que el hecho tenga una trascendencia especial. Ya se sabía que algunos desertores españoles se habían aventurado por Chile antes que Almagro. Él mismo se encontró a uno: Gonzalo Calvo de Barrientos, un soldado desorejado por Pizarro al considerarlo culpable de robo, y que de este modo afrentado y sin honra prefirió vagar por el desierto que quedarse entre españoles.

Don Juan sonríe pícaramente.

 

 

UNA MEZQUITA EN ATACAMA

 

Regresamos al desierto, que esconde misterios y sorpresas en su monotonía solo aparente. En el tramo que hay de Pica a una población llamada La Tirana se suceden las viviendas derruidas, en ruinas. Paramos a examinarlas porque siempre me han llamado la atención las viviendas abandonadas. ¿Quién vivió aquí?, ¿qué historias sucedieron?, ¿por qué se fueron? Las casas donde ya no vive nadie siempre encierran un misterio.

Sin embargo, la verdadera sorpresa nos la llevamos poco después. Y es que el surrealismo de los desiertos aumenta cuanto más tiempo se lleva en ellos, entonces uno puede sufrir alucinaciones, espejismos. Se pierde un poco la noción de la realidad. Y más ahora que he parecido entrever una mezquita entre los espinosos tamarugales, al árbol típico de Atacama. Por un momento no sé muy bien dónde me encuentro, ¿acaso he regresado a Sudán, o es que sigo en Chile? Efectivamente, miro de nuevo y descubro una mezquita en Atacama.

Esto tenemos que verlo. Detenemos los vehículos delante de un edificio con minarete, cúpula dorada y una media luna coronando el conjunto. Está rodeada de un alto muro pero a través de la verja vemos a alguien. Es un tipo vestido con chilaba, pelo largo bajo su gorro islámico y gafas de sol. Nos acercamos a la verja y él hace lo propio.

—Hola —saludo.

Salam alaikum contesta él con acento chileno.

Alaikum salam —replico yo—. ¿Cómo estás?

—Bien, ¿y usted?

—Bien, yo soy Miquel, vengo de España.

—¡Qué bueno! —exclama sonriendo—. Yo soy chileno. Mi nombre es Mohamed.

—¿Podemos pasar?

—Claro, adelante —nos invita.

Entramos en el templo amplio, luminoso y sin más mobiliario que unas alfombras, un reloj con diferentes esferas que dan la hora en La Meca y otras partes del mundo y un anaquel con un solo libro: el Corán.

—¿Y aquí son muchos fieles en la región? —pregunto.

—Sí —contesta él—. Más o menos, entre seiscientas y setecientas personas, la gran mayoría son inmigrantes que trabajan en el puerto franco de Iquique.

—Conversos chilenos, ¿hay?

—Muchos —dice sin dudar.

—¿Sí? —Me extraño—. ¿Está arraigando la fe en la región?

—Exactamente.

—Eso es porque lo hace usted muy bien.

El imán se ríe con una muestra de pudor. Todos somos humanos y nos agradan los halagos.

—A mí el Corán me dice «Sométete a Dios», no me dice que yo tome una decisión respecto a una sentencia. Yo acepto a todos mis hermanos, a mí me interesa que vengan ellos y adoren a Dios. Lo demás se lo dejamos al creador el Día del Juicio.

Abandonamos la mezquita emocionados y agradecidos por la amabilidad del imán. Para mí ha sido como entrar en una iglesia, en la casa de Dios. Subo en mi moto, arranco y mientras atravieso el bosque de espinosos tamarugales, recuerdo algo que había escrito hacía tiempo en Irak.

«Ten mucho cuidado», me recomendaba el bienintencionado autor de aquel correo electrónico que acababa de abrir después de varios días desconectado, «se ha montado un escándalo tremendo con el asunto de Wikileaks. No estás en el mejor lugar para los occidentales. Las agencias de prensa advierten de que crece la indignación entre los musulmanes. Te has metido en el epicentro de una ola de cristianofobia». Cerré la página web y miré en derredor. Los abundantes usuarios de aquel ciber café en pleno Kurdistán iraquí no me prestaban la más mínima atención, enfrascados como estaban en sus videojuegos. ¿Wiki qué?, me pregunté extrañado.

Salí al exterior. La populosa ciudad de Erbil hervía de actividad. Un grupo de curiosos rodeaba mi motocicleta con matrícula española. Uno de ellos se había subido para que le fotografiasen; el resto aguardaba pacientemente su turno. A ninguno parecía importarle lo más mínimo que del retrovisor colgara un sencillo crucifijo ni que en un lateral llevara la pegatina de una silueta de pez, esquemático símbolo por el cual se reconocían los primeros seguidores de Cristo durante las persecuciones romanas. Con tan visibles muestras de mi fe, había atravesado Oriente Medio sin el más mínimo contratiempo. Ningún musulmán de los muchos con los que me relacioné me comentó nada sobre algo llamado Wikileaks.

Este apunte en mi diario me sirve para situar las noticias que nos llegan de Oriente. Noticias que en Occidente son magnificadas en un afán sensacionalista que a la larga resultará nocivo para todos nosotros, cristianos, musulmanes, ateos o agnósticos. La realidad del mundo no es ese terrible desastre, ese cenagal de odio que nos cuentan. El mundo es un lugar mucho más acogedor. Creo que va siendo necesario que alguien lo diga claramente. No existe en el planeta de la gente real una ola de cristianofobia o antioccidentalismo. No debería pues alentarse una réplica islamófoba, construida sobre exageraciones o medias verdades.

¿Quién soy yo para afirmar semejante cosa? Desde luego no soy filósofo, ni catedrático, ni pertenezco a un think tank que evalúe tendencias sociales. Solo soy un viajero. Viajo solo. Viajo en moto. Viajo desnudo y sin guardaespaldas ni guías. Pero confío en que el ser humano que voy a encontrar en la siguiente curva no será el monstruo con el que me quieren atemorizar desde algunos estrados y tribunas. Hablo desde la sencilla experiencia de quien a lo largo de miles de kilómetros recorridos ha encontrado muchos más ángeles que demonios. La gente es decente en todas partes.

No siempre aterrizo de pie en mis aventuras. He sufrido accidentes, robos y extorsiones. También viví de cerca el miedo a un secuestro en Mauritania. ¿Cristianofobia? ¿Odio al occidental? No; sencillamente una implacable lógica económica. Si la piel europea se cotiza al alza, es de cajón que aumenten los cazadores. Cinco millones de dólares es una cifra inimaginable en una de las regiones más pobres del planeta.

Claro que hay crimen, violencia y conflicto, pero eso no es en absoluto la norma general, ni siquiera es la excepción. Es la excepción de la excepción. Sin embargo, cuando se enfoca el mal con una cámara, solo el mal llena el objetivo. Aún recuerdo el 11-S. Un avispado reportero filmó un pequeño grupo de palestinos en plena celebración. Quizá diez o doce a lo sumo. Pero lo que el mundo vio fue una gran manifestación de júbilo que recorría toda Palestina. Cuando cuatro memos se juntan a quemar una bandera, siempre hay un periodista para sacar una foto. Nadie ve la cotidiana calma que discurre inalterada detrás de la exaltada escena. Eso que nos enseñan no es la realidad, pero sirve bien para asustarnos, para hacernos pensar que más allá está siempre el enemigo.

Soy cristiano, creyente, y confío en mi hermano musulmán allá donde se encuentre. Confío en el hombre sencillo que trabaja para sacar adelante a su familia. El hombre que me ofrece un té, comida e incluso habitación cuando me ve cansado. El que me pregunta por mi viaje, examina mi moto y conviene conmigo en que solo hay un Dios. Ese es un hombre de paz. Es un buen hombre. El mundo está lleno de ellos. Sé que él también aborrece los crímenes cometidos por los integristas. Esos no son buenos musulmanes. Son asesinos. En los brutales atentados indiscriminados no solo mueren cristianos. Los musulmanes caen también. ¿Acaso no son musulmanes los bagdadíes que fallecen casi a diario en atentados suicidas?

No seamos tan estúpidos como para entrar en ese juego pueril y peligroso de unos contra otros. Pero tampoco seamos mezquinos. Es de justicia reconocer que ser cristiano hoy en Irak es una prueba de carácter, que quienes mantienen esa fe en Oriente Medio sostienen también unos valores de igualdad y libertad que nos son comunes. Hay que defenderlos, apoyarles, hacerles saber que no están solos. Es de justicia pedir a los gobiernos europeos que se impliquen y a los locales que se esfuercen más en su protección y tutela. Pero no porque sean cristianos, sino porque son seres humanos, porque son una minoría amenazada y porque hoy están muy asustados.

Sin embargo, el mejor modo de ayudarles que como simples ciudadanos tenemos es no dejando que nos asusten a nosotros con encuadres desencajados de una realidad parcial. Que nadie nos lleve a la histeria o al odio absurdo.

 

 

LA TIRANA

 

Llegamos a un pueblo llamado La Tirana. La población de casas bajas parece haber sufrido un bombardeo. Las edificaciones están cuarteadas y agrietadas. En una explanada se acumulan toneladas de escombros. No entendemos qué ha podido pasar. Vemos un grupo de vecinos y decidimos parar a hablar con ellos para enterarnos de lo sucedido.

—¿Qué le ha pasado a su casa? —pregunto a una señora que hace guardia frente a una vivienda completamente destruida.

Solo queda en pie la fachada, pero el interior que puedo observar desde la puerta es pura devastación. El techo se ha caído y todos los enseres domésticos aparecen cubiertos de polvo y cascotes.

—Hemos tenido un terremoto del 1.º de abril. Somos una tierra muy movida. Fue un 8,3.

La mujer nos lo explica con calma, como quien está acostumbrado desde niño a los seísmos que sacuden una franja de tierra inestable sísmicamente. En Chile, si no hay terremotos, hay tsunamis, y si no, erupciones, cuando no se da todo a la vez.

—¿Y por qué se llama este pueblo La Tirana? ¿Usted lo sabe?

—Sí, por supuesto —dice ella, encantada con la pregunta a pesar del grave problema que tiene en casa—. Es una historia de amor muy hermosa de tiempos de la conquista española.

El romanticismo en algunas mujeres puede más que los seísmos, a lo que se ve.

—Tiempos de la conquista española, eso me interesa. ¿Me la podría explicar?

—Con gusto —dice—. Cuenta la historia que en los tiempos de la conquista española, dentro del imperio incaico había un rey inca que tenía una hija, se llamaba Ñusta Huillac. Ñusta es el nombre inca para las princesas. Y ella era una persona con mucha estrategia para defender sus territorios. Asumiendo ella el rol de su padre muerto, que era el último sacerdote que quedaba, empieza a buscar estrategias para ir a buscar a los invasores españoles. Pero en una de esas traídas de españoles, cuando los atrapaban, llegó un joven que la cautivó. Se llamaba Vasco de Almeida. Ella en las noches lo iba a visitar. Y él empieza a conversar con ella y a convertirla al cristianismo. Pero en ese momento es descubierta por su gente. Y a Vasco a punta de flecha lo mueren, y a ella también. Ella en su momento de agonía les solicita que por favor la entierren junto a su amado, y que en su memoria levanten dos cruces para ya decir que ella era cristiana y poder vivir ese amor en la otra vida.

—Preciosa historia, señora.

—¿Verdad que sí? Pues allí tienen la vieja iglesia construida para recordar ese amor de leyenda. ¿Y saben qué? Pues que no le pasó nada con el terremoto. Se ve que también Dios es un romántico.

 

 

ARICA

 

El final del día nos regala la llegada a Arica, última población chilena antes de cruzar a Perú. La ciudad es un importante puerto comercial y sirve de puerto libre para Bolivia, que no tiene salida al mar. Era el punto de embarque de la plata de Potosí y llegó a tener categoría de ciudad real por cédula de Felipe II. En su escudo de armas de la Ciudad Real de San Marcos de Arica aparecía el Cerro Rico de Potosí. Y para nosotros es el lugar adecuado para descansar al borde mismo del océano Pacífico y cerrar un capítulo que comenzó a los pies de ese cerro boliviano. Y también donde yo voy a reflexionar sobre los personajes que cinco siglos atrás recorrieron ese inmenso desierto que hemos cruzado.

Dejamos atrás la populosa villa y seguimos la línea costera hacia el norte. A nuestra izquierda, el océano Pacífico que descubriera Vasco Núñez de Balboa. Cuando se cierra la llamada Curva de Arica, nombre dado a su amplia bahía, aparece un plano litoral de olas bravas. Las luces de los altos edificios comienzan a titilar. Meto la moto en la misma playa y dando golpes de acelerador consigo rodar sobre la arena y llegar a la misma orilla. La recorro buscando un sitio para acampar. Las gaviotas se levantan en numerosas bandadas a mi paso y algunos pescadores me miran con curiosidad.

Encuentro un lugar apartado y aparco la moto. Se está haciendo de noche y debo darme prisa para levantar el campamento. Planto la tienda y antes de que se agote la luz, comienzo a escribir en mi diario las emociones y pensamientos que me ha suscitado esta larga etapa desde Potosí hasta el Pacífico.

Los ejemplos de Almagro y Valdivia me hacen tomar clara conciencia de que la exploración abre caminos en los océanos, en las selvas, en las montañas y en los desiertos. No hay hueco en los mapas que alguien no desee hollar cuando los demás sienten miedo. Luego todos, valientes y cobardes, arrojados o indiferentes, aprovechan el nuevo dibujo que los exploradores realizan con su vida. El mundo lo cambian los inquietos. Y lo cambian para siempre. Definitivamente. Los caminos abiertos son vías de comunicación, de encuentro con el otro. Son espejos donde los diferentes se miran y se reconocen. Las consecuencias de levantar el velo y encontrarse con el extraño son siempre complejas y convulsas. A veces son cordiales pero otras conflictivas.

Por encima de todos los desmanes en Potosí, por encima de egoísmos, abusos, crímenes o luchas, los pioneros españoles de Atacama y de los Andes han de ser mirados con admiración por su valor y su determinación, por las circunstancias tan duras que afrontaron. Y ello debe hacerse cualesquiera que fueran las consecuencias que tuviera abrir esos caminos entre los riscos y los arenales. Ellos han de servirnos de modelo porque eran gente de otro tiempo, gente de temple extraordinario, visionarios capaces de superar la geografía más árida en el planeta para demostrar que había algo más allá del horizonte.