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El País de la Canela

 

 

 

Perú se me ha hecho interminable. Es un país gigantesco. Para mí la filmación del segundo capítulo peruano terminó en Cajamarca pero el viaje continuó. Un viaje terrible y difícil que tuvo al menos el descanso de la filmación. Me dediqué exclusivamente a montar en moto y a recorrer esa geografía disparatada de los Andes. Pero tampoco eso me relajaba del todo, porque el escenario era tan grandioso y las dificultades de la ruta tan acusadas, que el nivel de aventura aumentó y me parecía una pérdida no filmar aquella odisea en la que me vi envuelto cuando ya daba por terminado el tramo peruano. Pero es que todavía estaba muy lejos de Ecuador y la ruta se iba a estropear como nunca.

En Cajamarca miramos el mapa y decidimos que no regresaríamos por donde habíamos venido para retomar la Panamericana. Hacer el mismo camino es siempre menos atractivo que descubrir una ruta nueva y además eso suponía retroceder hacia el sur cuando nosotros viajábamos hacia el norte. Todos estuvimos de acuerdo. Tomaríamos la carretera que iba a Chota, a poca distancia de donde nos encontrábamos. Al menos eso decía el papel. Ya se sabe, el papel lo aguanta todo y los mapas son siempre de un valor relativo.

Al poco de salir de Cajamarca el camino se complicó como nunca y el asfalto primero se agrietó y luego desapareció por completo mientras que el relieve se encrespaba en cerros y quebradas con el camino lleno de barro. La cosa se complicó porque por esta zona norte del Perú, la gente, que era completamente distinta y vestía diferente a la del sur y el centro del país, hablaba también de un modo diverso. Además de en la pronunciación, había diferencias en los términos. Para ellos la pista era carretera asfaltada, mientras que para mí una pista es un tramo sin asfalto. De modo que cuando preguntaba y me decían que la pista quedaba muy lejos, yo interpretaba erróneamente que lo que me esperaba era asfalto y que la tierra llegaría mucho más adelante, cuando en realidad me estaban diciendo justo lo contrario. Me volvía loco subiendo y bajando riscos sin encontrar el maldito pavimento que tan cerca debía estar.

Sin embargo, el paisaje era maravilloso y las gentes muy pintorescas, aunque bastante esquivas y reacias ante el extranjero. Usaban mucho el caballo y la mula e iban tocados con unos sombreros de paja tipo los panamá, que en nada se parecían a los bombines de las cholas de la Puna. Luego me enteraría de que existía un auténtico debate nacional, o al menos en la llamada Macrorregión Norteña, sobre ese sombrero típico, que había sido declarado patrimonio nacional por una resolución de un ministerio, según me dijeron, aunque no precisaron cuál. Pero el auténtico sombrero peruano de paja está en peligro de extinción. Lo amenaza un intruso que hace morir de hambre a los artesanos locales: el sombrero chino de papel, mucho más barato y asequible para aquellas gentes que viven inmersas en una economía de subsistencia.

Llegué a Chota al atardecer después de seis horas de conducción para hacer apenas cien kilómetros. En la plaza central esperé la llegada de la camioneta, que se las había visto realmente mal en el camino, y mientras aguardaba se formó un auténtico tumulto a mi alrededor. Más de sesenta personas me rodeaban. La curiosidad general formó un bloque compacto que parecía una manifestación, de modo que improvisé un mitin subido de pie en la moto.

—Chota reclama una auténtica carretera para conectarse con el resto del país —gritaba yo con los brazos en alto.

Escuchaba murmullos de aprobación en torno a mí. Entonces vi aparecer la camioneta y a mis compañeros con la expresión demudada por la sorpresa de verme convertido en orador callejero. Hice señas a Antonio para que filmase tan peculiar momento antes de despedirme.

—¡Viva Perú! —bramé.

—¡Viva! —repitió la fervorosa y patriótica multitud rompiendo en aplausos.

 

 

VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA

 

Y viva Perú, pero escapar de Perú no resulta sencillo. Tras abandonar los Andes y encontrar la Panamericana, tuvimos que atravesar Chiclayo y Piura, dos grandes ciudades de inconcebibles atascos y enfrentarnos a un ventoso desierto de arena donde la triste realidad de la basura se hacía presente hasta el hartazgo. El plástico de un millón de bolsas flameaba enganchado en los matorrales. Paré la moto cuando el vertedero ya se me hizo insoportable y con el teléfono móvil grabé un vídeo apresurado en el que enseñaba la vergonzosa acumulación de residuos y advertí de nuevo —y de nuevo en vano— que nuestro mundo se nos va al carajo por tanto desperdicio. Lo subí inmediatamente a YouTube sin editar ni pulir, fue como un grito de ira y una llamada de auxilio. Lo había titulado: «Para los que solo quieren postales».

Monté de nuevo en la moto y proseguí mi viaje por el páramo interminable. Pronto recibí notificaciones de que el vídeo estaba siendo comentado. Me detuve a leer una, esperando, iluso de mí, encontrar un mensaje de alguien también indignado con este desmadre consumista y contaminador. Y cierto es que encontré un indignado, pero contra mí. Alguien me reprochaba airadamente que colgase en mi propio canal de YouTube vídeos que no tenían que ver con viajes en moto. Me exigía que volviera a la amable temática de la aventura motociclista y me dejara de gilipolleces medioambientales. No me lo podía creer. He visto muchas cosas en las redes sociales y no dejan de sorprenderme. No solo era que alguien que no me paga se creyera autorizado a decirme lo que debo o no publicar, sino que encima tuviera los pocos escrúpulos de demostrar que el planeta le importaba una higa comparado con los viajes en moto.

Mi relación con las redes sociales, o mejor dicho, con sus usuarios, siempre ha sido conflictiva. Mi carácter es contrario a la etiqueta en internet. Suelo decir lo que pienso y no acepto el cambalache de te doy crema para que me des crema, o sea, comparto tu contenido para que compartas el mío, intento utilizarte para que me hagas crecer entre tus seguidores y digo a todo que me encanta para ver si tú dices que te encanta lo mío. Quizá he llegado tarde a este universo Facebook y Twitter, pero yo nunca miro lo de los demás. No tengo tiempo ni interés. Paso horas trabajando en crear contenidos y las redes sociales son solo un medio para publicarlos y difundirlos, pero no un sustituto de la vida. Por eso no entro en los perfiles de los demás viajeros ni abro Twitter si no para revisar los mensajes o comentarios que me son dirigidos. Ni siquiera lo uso para informarme porque vivo en la más completa desinformación por decisión propia. Hubo un tiempo en que vivía la actualidad con pasión, leía periódicos y veía telediarios. Luego me fui a dar la vuelta al mundo y durante año y medio no supe nada de lo que sucedía. Cuando regresé habían cambiando algunos prebostes y los gobiernos habían gastado millones en una epidemia que nunca se produjo, pero en esencia todo seguía igual. Lo que llaman actualidad no es más que chismorreo insustancial y ha dejado de interesarme.

 

 

ECUADOR

 

Por fin me encuentro en Ecuador. Octavo país de nuestra ruta. Makará es una pequeña villa ecuatoriana sumida en la montañosa selva andina que hace frontera con Perú. La población parece vivir en el letargo permanente. Calles sin pavimentar. Edificios de dos plantas, construidos de madera y con soportales sostenidos por estrechas y alargadas columnas de las que cuelgan hamacas. En ellas hay tumbados tipos tocados con sombrero panamá. Nada más encontrar un modestísimo hotel se desata un diluvio. Estamos en época de lluvias en el Trópico y cada atardecer de ahora en adelante se anunciará con un violento chaparrón.

El país me sorprende por muchas razones. Una de ellas es que aquí todo se paga con dólares americanos desde enero del año 2000, cuando el gobierno dolarizó la economía para impedir el colapso financiero. La experiencia ha funcionado y el país avanza y progresa con paso firme, gracias sobre todo al petróleo de la Amazonía, pero también a una administración algo populista e igualmente combativa con la corrupción y cuidadosa de su gente, a la que subvenciona el combustible.

—¿Cuánto cuesta aquí la gasolina? —pregunto en una gasolinera.

—Dos dólares.

—¡Dos dólares el galón, esto sí que es very good! —exclamo—. Pero ¿eso es porque el gobierno ayuda?

—Claro, lo subsidia —aclara el empleado.

El viaje hacia el norte lleva a través de los Andes. Sorprende también la excelente factura de las carreteras y la majestuosidad de los paisajes serranos cubiertos de selva y bruma. La urbanización de los pueblos también me llama la atención; aquí no parecen existir las infraviviendas de madera y todas las casas aparecen construidas de ladrillo y con saneamiento. La última grata sorpresa es la limpieza. El país está limpio. No hay rastro de la espantosa basura que afea arcenes y vías de los países vecinos.

Al llegar a un llano rodeado de volcanes, conocido como la Hoya de Chambo, en el centro geográfico del país, aparece el cartel que recuerda la inicial fundación de Quito en el actual Riobamba en 1534 por Diego de Almagro. En realidad, justo aquí no se fundó nada. La ciudad fundada por el conquistador fue completamente destruida por un terremoto en 1797 y refundada en esta llanura para gozar de mayor protección frente a las catástrofes naturales.

La única catástrofe que acaece ahora es el hambre canina que sufro tras muchas horas de conducir. Veo un puesto callejero y detengo la marcha. Un hombre maduro se gana la vida despachando comida al paso. Su restaurante no es más que un carrito con una plancha alimentada con una bombona de gas. Sobre el metal caliente crepita un pedazo de grasienta corteza de cerdo que corta en tiras con un gran cuchillo. Los clientes son los trabajadores humildes de esta barriada popular a la salida de Riobamba.

—¿Y esto qué es, carne de chancho, de cerdo?

—Chanchito, sí.

—¿Y cuesta un dólar?

—Sí, un dólar nada más —dice al tiempo que me tiende un pedazo para que lo pruebe.

Es tocino reseco y duro, pero mi hambre es tan voraz que me resulta delicioso. Es la maravilla de vivir en el no confort. Plantado aquí de pie, bajo el sol, sucio y cansado del viaje, no puedo imaginar mejor manjar que este humilde bocado de corteza de cerdo. A veces soy tan despiadadamente consciente de lo feliz que me hace esta vida de austeridad que me parece no vivir en el mundo sino en una ensoñación permanente.

 

 

CUENCA

 

Nuevo día, nueva ciudad. Se perdería la cuenta si no fuera porque no se trata de una ciudad cualquiera. Cuenca ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. En el casco histórico se encuentran iglesias y edificios coloniales de los siglos XVI y XVII. Es una ciudad universitaria conocida como la Atenas de Ecuador. Nos sorprende por su extraordinaria limpieza y el orden que en ella se respira. Es una población moderna y amable que atrae a muchos jubilados extranjeros, especialmente norteamericanos, a vivir en ella debido al buen clima, a su seguridad y a los bajos precios.

Nosotros nos alojamos en un hostel del centro que resulta barato y limpio. Aquí es donde por fin puedo abrir un paquete que traigo cerrado desde España, y que contiene el relato de la senda de nuestro próximo explorador. Me lo envió hace meses un fotógrafo y motorista ecuatoriano que vive en Quito: Fabián Borrero. Consiste en el relato que hizo un explorador del siglo XX, Simón Bustamante, de la expedición que él dirigió en 1958 a la selva de la Amazonía ecuatoriana, siguiendo la ruta de Francisco de Orellana.

Nos dirigimos hacia la última gran ciudad del Imperio incaico, Quito. Y luego, a la selva para encontrar el Napo, afluente del Amazonas. Queremos rememorar la gesta de Orellana cuando encontró la primera ruta interoceánica que unió el Pacífico con el Atlántico. Porque el tipo se navegó el Amazonas enterito. Lo curioso es que no buscaba el Amazonas y no buscaba ser un descubridor. Lo que buscaba era forrarse, buscaba encontrar el País de la Canela, un territorio mítico como El Dorado donde encontrar un montón de especias que le convirtieran en millonario y le permitieran vivir sin dar golpe el resto de su vida. Pero lo que encontró fueron mosquitos, selva, indios belicosos y un gran río. Y ese río le llevó a la inmortalidad.

Una vez en ruta, pronto se descubre que ya estamos en pleno clima tropical. Una lluvia torrencial se desata sobre mí mientras voy ascendiendo de nuevo a las montañas. Habíamos tenido buen tiempo todo el viaje y no podía durar. Dicen que es el fenómeno de El Niño, aunque a mí más que un niño me parece un capullo. En fin, es lo que toca, mojarse. El gran viaje en motocicleta supone también someterse estoicamente a las inclemencias del tiempo, a su incomodidad, y también a su mayor riesgo. La carretera se torna resbaladiza y el tráfico es mucho más denso en esta parte del país. Desde Cuenca hasta Quito, viajo acompañado de coches y camiones que no son conscientes de la fragilidad de una moto. En tiempo húmedo, mi habitual agilidad se convierte en torpeza porque no puedo realizar ninguna maniobra brusca. Todos mis movimientos han de ser lentos y controlados.

Con este ambiente húmedo y desapacible, Quito aparece cubierta de nubes y con las calles brillantes, mojadas y resbaladizas. En el centro, muchas de sus arterias están adoquinadas y en pronunciada pendiente. Las recorro con cautela y recuerdo que, a semejanza de Buenos Aires, Quito también se fundó dos veces, pero en diferentes lugares. En agosto de 1534, Diego de Almagro fundó San Francisco de Quito en la actual Riobamba, a cientos de kilómetros al sur. Pero el 6 de diciembre de 1534 aquí, en este mismo lugar, se fundó la actual y genuina Quito, por Sebastián de Benalcázar.

La ciudad de San Francisco de Quito pronto llegaría a ser una de las más importantes de América. El casco histórico es el más grande y mejor conservado del continente, y mide más de trescientas hectáreas. En la Plaza Grande o de la Independencia se desarrolla la vida popular de la capital del país. Repleta de gente, aquí se ubica la gran Catedral Metropolitana. En sus muros puede encontrarse una gran placa que recuerda que es gloria de Quito el descubrimiento del Amazonas.

Aquí se dieron cita en el siglo XVI dos hombres arrojados que protagonizarían una de las más desastrosas expediciones en busca de riqueza, en pos de un mitológico territorio donde se cultivarían especias tan preciosas como la canela. Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana buscaron denodadamente el País de la Canela, que resultaría a la postre otra fantasía tan falsa como El Dorado. Pero que en este caso acabaría, sin haberlo pretendido, en un fabuloso descubrimiento y en una extraordinaria gesta exploratoria.

 

 

LA LÍNEA ECUATORIAL

 

Quito también tiene otro atractivo, el de hallarse muy cerca de la mitad del mundo. Antes de instalarnos, nos alejamos del centro tan solo unos kilómetros para llegar al lugar donde pasa la Línea Ecuatorial. Hay un pequeño hito de piedra que reza que estamos en la mitad del mundo, pero no dice la verdad. Vamos al verdadero punto, exactamente señalado gracias a la tecnología de geolocalización por satélite, a unos doscientos treinta metros más al norte. Aquí se erige un curioso reloj de sol llamado Quitsato. Los responsables me dejan meter la moto en el recinto y pisar con ella la raya dibujada en el suelo que divide los dos hemisferios. Estoy justo sobre la línea ecuatorial.

La tendencia natural del ser humano es no plantearse aquello que le viene dado, que existe desde que tiene consciencia de ello. Como por ejemplo, la Línea Ecuatorial. La hemos visto en los atlas de la infancia, la vemos en el Google Maps que abrimos a cada rato para imaginar rutas por continentes lejanos. Pero esa línea que divide el planeta por la mitad no está trazada sobre la tierra. ¿Nos hemos planteado alguna vez quién, cómo y cuándo se fijó la famosa latitud 0? Antes del descubrimiento del GPS determinar la ubicación exacta de la latitud 0 era una cuestión sumamente complicada.

El XVIII es el Siglo de las Luces. Luis XV de Francia patrocina dos expediciones científicas para medir el planeta. Una tiene que atravesar territorio hispanoamericano. Felipe V autoriza el paso por sus dominios si se unen algunos científicos españoles, entre los que se encontraba el sevillano Antonio de Ulloa, responsable nada menos que del descubrimiento del platino, y sin embargo un gran desconocido. Los avatares de la vida le llevaron a ser el primer gobernador de la Luisiana española en los Estados Unidos de América. Pero esa, como dicen en los cuentos, es otra historia.

 

 

ENTREVISTA CON UN EXPLORADOR

 

Regresamos a Quito. Fabián viene a recogernos y nos consigue alojamiento en el centro en un albergue muy básico. La dolarización hace que los precios ecuatorianos no nos resulten demasiado baratos. Además supone un problema añadido muy serio para el presupuesto. O dos. El primero es que el país funciona exclusivamente con billetes de valor nominal inferior a 20 dólares. Los de 50 dólares no los acepta nadie. Y nosotros solo tenemos de 100 y 50. Pero es como si no tuviéramos dinero. Tampoco tenemos tarjeta de crédito porque la mía se quedó en un hotel de Uruguay. Y en cuanto a los euros, resulta ruinoso cambiarlos en Ecuador porque al no ser su moneda nacional no se aplica el cambio real con el dólar, que viene a ser en estos días de 1 euro a 1,27 dólares, sino casi de uno a uno, y eso es prácticamente como tirar el dinero.

Por fortuna, Fabián y su novia se apiadan de nosotros y acceden a cambiarnos nuestros billetes de 50 dólares para poder afrontar los mínimos gastos de alojamiento y comida. Por la noche nos llevan a tomar unas cervezas en un precioso restaurante desde el que tenemos privilegiadas vistas sobre el iluminado casco histórico de Quito.

Convenimos durante la cena que antes de abandonar la capital rumbo a la Amazonía, conocida también como el Oriente de Ecuador, hay que hacer dos visitas obligadas: la primera a una estatua y la segunda a un héroe.

Al despertar, Fabián nos acompaña a un barrio de Quito, Guápulo, encaramado sobre una ladera y de un ambiente bohemio muy atractivo. Se dice que de aquí mismo salió la expedición de Pizarro y Orellana. En la plaza de la Iglesia, del siglo XVII, tiene el descubridor dedicada una estatua, cortesía del gobierno de Extremadura a la ciudad, porque Francisco de Orellana nació en Trujillo, población extremeña, en 1511. Participó en la campaña de Perú de su paisano y amigo Francisco Pizarro, y allí perdería un ojo. La estatua nos lo muestra tuerto y con parche pirata. Ya en Ecuador fundó Guayaquil y se unió a la expedición de Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, en pos del País de la Canela.

La segunda visita es en un barrio exclusivo, dentro de una urbanización con seguridad privada. He venido a entrevistarme con don Carlos Pallarés, que en el año 1959 realizó una expedición sobre las huellas de Orellana con el objetivo de estudiar la viabilidad de establecer una carretera que llegara hasta el río Napo, afluente amazónico, donde el explorador se embarcó. Este libro que abrí en Cuenca viene acompañándome desde España, y por lo que en él se cuenta se puede apreciar que lo que hicieron estos tipos fue asombroso.

Llamo a la puerta del departamento.

—Don Carlos Pallarés, supongo —digo al abrirme un hombre de pelo y barba cana pero de evidente fortaleza y vitalidad.

—¿Cómo estás? —saluda afablemente—. Adelante, adelante.

El apartamento es luminoso y confortable. Se respira armonía. Desde el salón se ven unas magníficas vistas sobre un bosque. Hay cientos de libros acumulados en estanterías, así como obras de arte y muebles elegantes y de moderno diseño. Don Carlos emana cordialidad, salud y viveza a pesar de sus más de setenta años. Abre un ejemplar del libro y me enseña algunas fotografías en blanco y negro de unos mozalbetes. Va señalando con el dedo a los protagonistas.

—Aquí está Simón Bustamante, el jefe de expedición. Este soy yo —dice apuntando al más joven, apenas un crío—. Aquí está Julio Rodríguez. Este es Alberto Bustamante, que era el médico de la expedición.

—Cuéntame cómo fue llegar al Napo siguiendo el camino de Orellana —sugiero a don Carlos.

—La expedición propiamente llevó veinte días —explica él—. En condiciones muy elementales porque no había los equipos que hay ahora. Los víveres escasearon. Un tazón de polvo de haba, de harina de haba para las trece personas que estábamos marchando. En algunos casos logramos comer palmito, y otros días tomamos pescados. Cazar no pudimos, porque como se abría la trocha, el macheteo incesante era lo que definitivamente ahuyentaba la caza. Nos debilitamos mucho.

—Entonces el relato que se hace de la expedición de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana, cuando prácticamente llegan al borde de la muerte por inanición, es absolutamente creíble.

—Absolutamente —asiente.

—Para nosotros es difícil imaginarnos ahora cómo tuvo que ser la convivencia que tuvieron Francisco de Orellana, Gonzalo Pizarro y sus hombres, pero para usted no, porque usted vivió una situación parecida.

—Efectivamente —reconoce el anciano rebuscando en sus recuerdos, que parecen permanecer nítidos a pesar del tiempo transcurrido—. Después de los diez días ya escaseando los alimentos, desorientados sin saber qué hacemos, cundió un poco el desasosiego, vimos incluso que nuestras vidas estaban en peligro.

—Para la subsistencia de un grupo en situaciones comprometidas es imprescindible también la existencia de un líder fuerte.

—Exactamente. En el cual se confía. Ese era para nosotros Simón Bustamante, y para los expedicionarios del XVI, Orellana.

Mi interlocutor rememora aquellos días duros con orgullo. Orgullo sin presunción. Considera a Simón Bustamante un hombre sabio y recto y a la dramática experiencia vivida la tiene como la verdadera escuela de vida. Es evidente que piensa que tras aquella odisea, contempló la existencia de otro modo. Sin duda, así debió de ser para los descubridores a quienes persigo en esta ocasión, que tuvieron que enfrentarse a una decisión crucial.

—El momento crítico es cuando Francisco de Orellana construye el bergantín y se marcha en busca de comida y en un momento dado decide no regresar y seguir con la exploración —comenta—. Ya sabe que Gonzalo Pizarro luego lo acusó de haberlo abandonado, ¿cree que Francisco de Orellana acertó en esa decisión?

Don Carlos asiente al escuchar la pregunta y se toma unos instantes de reflexión. La decisión de Orellana podía condenar a la muerte al grupo que permaneció en tierra, pero todo dependía de qué objetivos se considerasen prioritarios. La supervivencia de todos los miembros de la expedición o el éxito descubridor.

—Acertó en el sentido del objetivo que perseguía —sentencia don Carlos, que sugiere que la suya habría sido diferente—. Esos conquistadores eran obsesivos por un objetivo, perseguían el objetivo sin medir las consecuencias. En ese sentido acertó, no en el de la supervivencia del grupo, pero ese no era el verdadero objetivo.

Orellana consiguió ser absuelto del delito de abandono y justificó sus motivos para seguir la navegación. Había descubierto algo extraordinario y seguir el cauce era obligatorio. Cumplió su deber. Pero ¿cuál era su auténtico objetivo? ¿Por qué arrostrar lo incierto de una navegación de meses cuando en el río no había oro y sí innumerables peligros? ¿Por qué siguió hasta ver dónde desembocaba aquel enorme cauce?

—A veces se imputa a los descubridores un afán puramente económico —murmuro.

—Puede ser que la riqueza les tentaba —reconoce don Carlos—, pero más que la riqueza, posiblemente en algunos de ellos era la gloria.

 

 

LA AMAZONÍA

 

Dejamos atrás Quito en dirección al oriente. Pronto vamos a descubrir que el camino que realizaron aquellos expedicionarios todavía hoy es de una gran dureza. Primero hay que superar los Andes. Hay que ascender la sierra a más de cuatro mil metros. Hoy hace frío, llueve y la niebla espesa dificulta la visión. Nadie pretende compararse con los descubridores del XVI, pero las dificultades que he de superar en un largo viaje por América siguiendo sus huellas me permiten comprenderlos cada vez mejor.

En la cima hay una capilla que marca el punto de mayor altitud en el paso por los Andes. Es prácticamente la entrada al Parque Nacional del Coca. Por aquí pasaron Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en su búsqueda del País de la Canela. No lo tuvieron fácil, y la verdad es que yo tampoco lo estoy teniendo nada fácil con esta lluvia. Hoy la diversión es cero.

Pero no hay mal que cien años dure ni lluvia tropical eterna. Al descender al otro lado de la cordillera, sale el sol, y con él reina un calor sofocante que hace germinar una espesa vegetación que parece querer invadirlo todo. Los montes están tapizados de una masa forestal inaudita que hace invisible cualquier relieve. Solo se ve la espesura y algunos saltos de agua. Es la imagen pura de la selva.

La ruta no siempre está asfaltada, y hay que cruzar numerosos ríos a través de frágiles puentes. La impresión que tengo es la de descender continuamente. La carretera se construyó recientemente para transportar el petróleo, pero antes a nadie le importaba esta recóndita región de la Amazonía ecuatoriana donde no me cruzo apenas con nadie.

En la fronda aparecen unas cabañas. Es un buen lugar para descansar después de tantas horas conduciendo. Nadie sale a ver quién soy ni perturba mi paz. Contemplo la luna creciente que ya se advierte en un cielo azul oscuro y reflexiono sobre mis emociones de viajero al seguir estas huellas legendarias.

Me doy cuenta de que mi verdadero privilegio no es viajar por el mundo; es comprender. Contemplando esta espesura impenetrable cobran sentido las palabras hazaña o gesta. Imaginar lo que tuvieron que pasar Gonzalo Pizarro o Francisco de Orellana intentando sortear estos montes, esta selva, este endiablado laberinto vegetal, pues uno se pone en su piel y se queda alucinando. Pero para eso no basta con leerlo en los libros de Historia, hay que venir y verlo. Y ese, ese es mi privilegio: comprender a los grandes hombres del pasado.

 

 

PUERTO FRANCISCO DE ORELLANA

 

Al atardecer entramos en la ciudad de Coca, también conocida como Puerto Francisco de Orellana. Es una población de reciente creación, pero no es moderna, sino fea, caótica, desordenada y algo sucia. Los arrabales son espantosos y hay mucho tráfico. Vive por y para el petróleo. Una gran población de empleados solteros de las petroleras vive aquí. Los precios son altos por esa razón. Y también por eso abundan los bares y las prostitutas. No nos gusta el sitio pero no nos queda más remedio que quedarnos porque aquí es donde Orellana construyó la balsa y se embarcó rumbo a lo desconocido.

Atravesamos la urbe entre coches, motos y camiones y llegamos a un puente. Por fin aparece el gran río que lleva al Amazonas. Calmo, caudaloso, implacable. La visión del enorme cauce de color violáceo con las luces de la ciudad al otro lado, todo rodeado de selva, es impactante, uno de los espectáculos más bellos que he visto en este viaje sobresaturado de belleza natural.

El río Napo. Aquí llegaron los expedicionarios y construyeron un bergantín. Se separaron aquí. Francisco de Orellana iba a buscar alimentos y Gonzalo Pizarro lo esperó, pero su socio nunca regresó. Encontró el Amazonas y llegó hasta el Atlántico.

No nos da tiempo a nada más porque se hace de noche con inaudita violencia. En un abrir y cerrar de ojos ya no se ve nada y tenemos que regresar al centro. Intentamos algunos hoteles pero los precios en dólares son disparatados. Al final encontramos uno en un barrio feo y degradado, pero tiene un gran aparcamiento y acceden a rebajar la tarifa. Dormimos cada uno en su propio cuarto por 20 dólares, disfrutando así del raro lujo de la intimidad.

 

 

PASEO EN BARCA

 

Hemos visto el lugar donde se embarcó Francisco de Orellana, pero eso no es suficiente; hay que ver lo que vio el descubridor cuando ya estaba navegando. Ya que estamos aquí, no podíamos quedarnos sin rememorar la gesta. Hay que navegar el Napo y no quiero hacerlo solo. Anayansi, después de tan largo viaje, se merece venir conmigo. Vamos a organizar una pequeña revolución, pero ella se sube conmigo en una barca.

Convencido de tan peregrina idea, nos dirigimos al puerto. Hay barcas para turistas que les llevan a dar paseos por el río y también hay botes de carga que transportan mercancías. Alguna de estas embarcaciones ha de poder llevarnos. He subido muchas veces la moto en naos y no es una operación extraña para mí. En el embarcadero me dirijo a los responsables de la cooperativa fluvial y después de contarles mi propósito y las razones para ello, acceden a ayudarme por un precio de auténtico favor: 50 dólares.

Desciendo la moto por una estrecha pasarela hasta una plataforma al nivel de las aguas. Una pequeña multitud se agolpa en la parte superior de la dársena para no perderse el espectáculo. El cielo está salpicado de nubes pero no amenaza lluvia y el calor es insoportable. Cuando empiezo a maniobrar con la BMW para subirla a un bote, quedo cubierto de copioso sudor. Un chaval me mira curioso sentado sobre la barandilla. Parece estar pasándolo en grande.

—Es una sauna —le digo bromeando—. Tú estás acostumbrado, ¿verdad? ¿Te estás divirtiendo viendo esto? Mola, es como el cine, pero de verdad.

Los miembros de la cooperativa se unen para ayudarme. Entre todos subimos la rueda trasera y superamos el escollo del alto casco del bote. La moto queda apoyada sobre el cárter en el tajamar de la quilla. De ahí no se mueve. Ha quedado perfectamente encajada. La rueda frontal se asoma a las turbias aguas del río. Anayansi parece un auténtico mascarón de proa, una de esas esculturas que los barcos antiguos llevaban en la parte delantera.

La barca comienza a navegar. Un río marrón zumba bajo nosotros y la selva espesa y ominosa se desliza a los lados. Cualquier cosa puede haber allí enfrente y también en las profundidades. No se ve el fin de esta inmensidad parda. Debería experimentar quizá algo de temor a naufragar en tan frágil barca, pero en realidad me siento eufórico. Es asombroso pensar que estoy navegando las aguas que llevan al Amazonas, repitiendo el camino de Orellana, y encima en moto. La verdad es que sí que tengo suerte en la vida. He podido hacer lo que me apasionaba y he podido hacerlo a mi modo.

Uno de los responsables de la cooperativa viene conmigo a dar el paseo por el río.

—¿Dónde estamos exactamente? —le pregunto.

—Estamos en el Puerto Francisco de Orellana. Estamos especialmente ahorita navegando el río Napo.

—Y este fue el camino que llevó Francisco de Orellana.

—Precisamente estamos un poco cerca. Es el río Coca donde Francisco de Orellana navegó. Llegó hasta allá desde las cordilleras y navegó el río Coca hasta este lugar.

—Ah. —Entiendo entonces que la ciudad de Coca es justo el lugar donde está la confluencia entre el Coca y el Napo. Y siguiendo este río llegaríamos al Amazonas. Y pregunto—: En una de estas ¿cuánto tardaríamos?

—En esta tardaríamos aproximadamente hasta allá un mes.

—Un mes. Cómo tuvieron que pasarlo estos hombres que no estaban acostumbrados a este clima, porque aquí la temperatura media es altísima.

—Treinta y dos hasta treinta y ocho grados con una altísima humedad.

Me siento solo en la parte delantera de la barca y saco mi diario. La toldilla me tapa del furioso sol. La luz reverbera en las aguas ocres, que a veces parecen hervir. Los árboles de la jungla sumergen sus ramas y raíces en el río. A mi lado pasan algunas canoas hechas de un solo tronco vacío, iguales a las que pudieran usar los habitantes de esta región quinientos o mil años atrás. Contemplo el jardín del Edén y siento muy cerca la presencia de los héroes del pasado, esos tipos obsesionados, impulsivos, llenos de defectos y también de virtudes en grado extremo.

El 22 de febrero de 1542, Francisco de Orellana se embarcó en algún punto de esta costa fluvial, y el 26 de agosto alcanzó el litoral atlántico de Brasil en la desembocadura del río Amazonas. Lo bautizó así porque durante la navegación fueron atacados por mujeres guerreras. Murió en 1546 intentando remontar el gran río que había descubierto.

He dado la vuelta al mundo siguiendo el rastro de los exploradores menos conocidos. Siempre me he preguntado qué llevaba a esos hombres a arriesgar la vida y he querido ver los lugares donde la Historia sucedió. Supongo que en realidad lo que yo quería era ser uno de ellos. Y en momentos como estos de soledad ante la atroz naturaleza que dominaran, sueño por unos pocos instantes de ilusa ensoñación que ya lo soy. Y ese sueño justifica todos los esfuerzos. Tú, lector, si estás ahí, sueña y vive para hacer realidad tus sueños aunque sea por unos pocos instantes de ilusa ensoñación porque entonces conocerás el sabor de la verdadera vida.