El reencuentro de Anayansi
con Núñez de Balboa
Despierto bajo un cielo azul marino. Todavía no ha amanecido completamente. El viento es fresco y salino. La vela mayor está hinchada sobre mí. El mar zumba bajo el casco y el vaivén del Independence deslizando las aguas negras es suave, veloz. Ya superamos las incómodas olas de la víspera. Me incorporo sobre la colchoneta azul de cubierta y veo en derredor una pequeña muchedumbre de durmientes. Tardarán en despertar. Anoche bebieron ron y vodka hasta bien entrada la madrugada. Para estos jóvenes anglosajones, sonrosados, imberbes y rubios, navegar entre Colombia y Panamá es una interminable juerga caribeña de cinco días. Para mí, el único modo de superar el Tapón del Darién.
El Independence es un barco viejo con más de cuarenta años de servicio. Y parece todavía más antiguo. No es un crucero porque carece de comodidades y estabula sin espacio para ello a 38 pasajeros y 6 tripulantes. En realidad, estoy sacando la moto ilegalmente de Colombia y pienso entrar ilegalmente en Panamá lejos de cualquier puerto comercial legalmente autorizado para importar mercancías. Hay tres retretes, cuatro camarotes, una sala que sirve tanto de comedor como de dormitorio, unas colchonetas en la estrecha cubierta, cucarachas por doquier, un capitán lunático y de tempestuoso genio, pero tiene la ventaja de que el casco es de acero y tiene motor, es por eso el navío más rápido y seguro de los que hacen la ruta. Al ser alto, las cuatro motos que viajan van en la cubierta superior, a resguardo del agua de mar. Es una navegación de lo más incómoda. Nos dedicamos cinco días a navegar por las islas coralinas del Caribe y a tener fiestas cada noche. Lo único realmente malo es el espacio tan reducido que tenemos en el barco.
No recuerdo cómo conseguí el contacto, pero hace semanas escribí a un hostel de Cartagena para reservar plaza para Antonio, para la moto y para mí. Recibí una rápida respuesta que me requería para hacer un depósito de 100 dólares no retornables si no llegaba a tiempo. El barco salía de Colombia dos veces al mes y si no tomaba el que salía el día reservado, debería esperar dos semanas y pagar de nuevo el depósito. El coste total era de unos 2.000 dólares. ¿A qué tenía derecho por ese dinero? El correo no lo aclaraba, pero una vez a bordo comprobé que el precio daba derecho a un retrete compartido, un camastro donde me lo encontrase, tres comidas diarias, cinco noches de fiesta, cinco mañanas de resaca, a compartir espacio con una turba de jóvenes borrachos, y a una postal del paraíso entre los atolones del archipiélago de San Blas.
El hostel donde debíamos conseguir los billetes estaba en el barrio histórico de Getsemaní, que era donde vivían los esclavos y hoy es el solar de los hoteles baratos para los mochileros de todo el mundo que recalan en Cartagena de Indias. El albergue era el típico almacén de pies negros cargados de mochilas, rastas y tatuajes. Básico pero pretendidamente cool, con las paredes pintadas con grafitis y cortinas de cuentas por aquí y por allá. En el patio se despatarraban los viajeros juveniles que, como en el juego de la oca, van siempre de albergue en albergue, según el itinerario marcado por las guías de trotamundos de sandalia. Lo único que me pareció interesante allí era una Yamaha XT 660 con maletas de viajero, pegatinas de países sudamericanos y matrícula de Luxemburgo. Pregunté por el conductor, pero no estaba presente.
El dueño del hostel era un australiano hastiado cuyo mejor amigo parecía ser un enorme gato que dormitaba sobre su escritorio. Confirmó con desgana nuestras reservas y contestó mecánicamente las preguntas que le hicimos. Él no tenía relación con el barco, solo recibía las reservas. No había camarotes privados, el barco iba completamente lleno y el capitán no se encargaba de los trámites burocráticos de la aduana, solo de los de inmigración. Sellarían nuestros pasaportes de salida de Colombia y entrada en Panamá pero no obtendríamos autorización para sacar la moto de un país e importarla en el otro. Eso era asunto nuestro. O lo tomabas o lo dejabas. Tampoco se asumía responsabilidad alguna por posibles daños en los vehículos durante las operaciones de embarque o desembarque.
—Pero ¿hay algún riesgo? —pregunté, algo preocupado.
El australiano se encogió de hombros.
—Nunca ha pasado nada —comentó esbozando la primera sonrisa del día—, pero no hay rampa. Las motos se llevan en un bote hasta el barco y se elevan con una grúa. Es una maniobra bastante espectacular.
Yo había visto algo de eso por internet. El procedimiento era una auténtica locura. Los botes eran pequeños y si las motos se caían su destino era el fondo del mar.
—¿Va alguna moto más?
—Sois cuatro en total. Esa de Luxemburgo y una pareja de Eslovenia.
El día indicado fuimos al muelle deportivo. Pero no entramos en él. Todo se hizo de modo alegal en una dársena sin dueño. Éramos cinco motos. Mis compañeros de viaje eran un luxemburgués pelirrojo llamado Nils, que había hecho la misma ruta que yo y se dirigía a Nueva York, Marcela y Felipe, un matrimonio argentino que iba a Canadá y una pareja eslovena, Simon e Ivana, que daban la vuelta al mundo. El procedimiento era tan sencillo como delirante. El barco estaba atracado a unos quinientos metros y un bote neumático con motor fuera borda transportaba las motos una a una. Había que llevarlas hasta la orilla y ahí habían puesto unas piedras alineadas que hacían de inestable rampa. A fuerza de brazos subíamos la rueda delantera y la dejábamos caer dentro de la barquichuela, que se movía nerviosa como un caballo enfadado con su jinete. Luego izábamos la rueda trasera, empujábamos y la BMW quedó encajada en la lancha.
—No es fácil —comenté cuando ya la vi segura.
—Esta es la parte fácil —repuso guasón uno de los tripulantes con acento venezolano—. El desembarco en Kuna Yala es la difícil.
Subí a bordo y el capitán arrancó el motor. La diminuta embarcación zarpó y yo vi con alarma que el agua llegaba casi al borde del casco. Mi moto era la más pesada, sobre trescientos kilos, y allí estábamos tres hombres corpulentos. Yo no soy muy alto pero mi complexión es maciza y supero los setenta y cinco; el marinero, aunque delgado, era fibroso y pesaría otros tantos. En cuanto a Michael, el capitán, era enorme y pesaba tanto como la moto. De pelo rizado y descuidado, tenía aspecto de oso blanco. Su piel había sido pálida pero el mar y la edad se la habían llenado de vasos capilares rotos, su nariz gruesa y deformada estaba recorrida por venitas azules y tenía un brillo endemoniado en la mirada. Daba miedo. Y esa es una muy buena cualidad para navegar por el Caribe.
—No problem —escupió en su rudimentario y eficaz inglés al verme examinar el nivel del agua.
—Ya —dije entre dientes—, no problem, esas son las últimas palabras que muchos han escuchado tratando de hacer estupideces como estas.
Cuando llegamos a la altura del Independence vimos que el barco era un paquebote antiguo y que los tripulantes asomados a cubierta eran mochileros a los que el capitán pagaba una miseria y trataba a patadas, pero ellos aceptaron porque era un modo de viajar y comer. En algún caso, se trataba de marinos en busca de experiencia para obtener el título oficial. A estos los trataba todavía peor y les exigía más responsabilidad. Si alguien piensa que ser becario en España es una forma de esclavitud, es que no ha navegado en el barco de Michael.
Lanzaron un cabo y lo enganchamos a un arnés que el capitán había anudado con simples cuerdas a la moto. Nos explicó muy ufano que era muy importante saber hacer nudos marineros porque una atadura ordinaria se apretaría tanto al levantar una carga tan pesada que no podría desatarse. Toda la energía del peso quedaría comprimida en el lazo. Un nudo marinero tiene la virtud de distribuir la fuerza, elevar una gran masa y luego poder desanudarse fácilmente tirando de uno de los cabos.
Me resultaba muy interesante pero yo estaba más preocupado por el bamboleo de Anayansi. Colgaba del cabrestante y se agitaba de un modo inquietante. Los marineros la agarraron y la giraron diestramente sobre su eje para depositarla en la cubierta superior. Allí ya estaban las otras motos, bastante más ligeras y menos voluminosas que mi BMW de 1.200 cc y 130 caballos de potencia. Una de sus compañeras era una humilde Honda Falcon de solo 400 cc. Era la del matrimonio argentino. Sus maletas eran de tela y ellos no llevaban traje especial para motoristas. Viajaban en vaqueros y zapatillas. Su equipaje era básico pero conseguirían llegar a Canadá y regresar. El viaje en moto no consiste en llevar el último modelo o vestir como un piloto de rallies. Es todo mucho más simple. Yo llevo lo mejor porque voy patrocinado, pero también he viajado como ellos. Mis primeros viajes fueron en vaqueros y zapatillas. Y fui feliz. Tan feliz como lo eran ellos al cumplir su sueño. No hay clases en el motociclismo. O no debería haberlas. Los motoristas del Independence ya no nos separaríamos en toda la navegación. Pasaríamos horas hablando, de viajes en moto y de la vida en general, porque montar en moto es solo otra forma de hacer la vida más ancha.
Los miembros de la tripulación eran dos primos venezolanos de biotipos completamente diferentes. Uno era delgado y de pelo lacio y largo, el otro rechoncho y de pelo rizado y corto. Los dos muy morenos y muy buena gente. El más flaco quería ser marino mercante y buscaba en el Independence un documento firmado por Michael que acreditase sus prácticas, a cambio recibía peor trato que los demás. Luego había una chica de Texas, rubia y chalada, que por las noches tocaba el ukelele y cantaba canciones erótico-chistosas. El otro miembro era un chico polaco moreno y atractivo que sospechamos era quien inspiraba las canciones. Estaba Michael, pero quien de verdad organizaba la intendencia de a bordo era Majo, un auténtico personaje y una mujer de una belleza extraña, muy especial. Tendría poco más de veintidós años, muy delgada y morena, con un toque de sangre negra. De una inteligencia natural, tenía el cuerpo acostumbrado a la mar y caminaba con seguridad por el barco. Llevaba al cuello una chapa militar; decían que había estado en la marina colombiana. Vestía pantalones cortos que dejaban al aire unas piernas largas y torneadas. Era quien cobraba los pasajes, quien organizaba los turnos, la que compraba los víveres y la que negociaba con las autoridades ya que Michael no sabía hablar español.
Majo era la capataz del capitán, su mano derecha… y su amante. Antonio no se lo quería creer. No entendía que una mujer tan bella e interesante durmiera con un anciano cascarrabias. Antonio no entendía nada. Y tampoco lo quería creer. Tuve que hacerle pensar en cuántos camarotes había en el barco. Había una cabina en proa para los tripulantes, donde convivían los tres chicos con la texana. Luego estaban las camaretas centrales para los pasajeros. Y finalmente el castillo de popa donde vivía el capitán. Y desde el que se oía de vez en cuando una voz seca y tajante que ordenaba «¡Majo!». Y Majo entraba en el camarote del capitán, que era el suyo también porque no tenía otro sitio donde dormir. Y Antonio lo pensaba y negaba con la cabeza.
—Es imposible —dijo.
El resto del pasaje lo componían algunos viajeros solitarios, como una chica española, Meritxell Saura, que llevaba ya meses viajando por toda Sudamérica y que se nos unió al grupo, una mujer hebrea que se le unió a ella, y por tanto a nosotros, y cuyas preocupaciones fundamentales consistían en cepillarse a un marinero y conseguir suficiente vino tinto, y un ruidoso grupo mixto de adolescentes irlandeses e ingleses, quienes a pesar de sus seculares diferencias históricas, se pusieron inmediatamente de acuerdo en la común afición del empinamiento de codo. Eran por lo menos veinte y se hicieron con el poder por su aplastante mayoría. Le dieron recio durante los cinco días, tanto ellos como ellas. Cerveza por las mañanas, ron al atardecer y por las noches se desgañitaban como animales en celo sin que se supiera muy bien si en aquel guirigay de gritos y rugidos se entendían frases inteligibles o simplemente interpretasen algún tipo de danza homínida. Su comportamiento era rutinario, primitivo y disculpable por la edad. Otro de los miembros del pasaje, un holandés de unos treinta y tantos, que viajaba con su mujer y creyeron equivocadamente que el Independence era una especie de crucero, les recriminó el griterío y recibió como respuesta un categórico y convencido: «Hey, man, this a party boat» (Eh, colega, este es un barco de fiesta).
El calmado holandés se quedó atónito.
—¿En dónde está escrito que esto sea un party boat? —se quejó.
En ningún sitio de la web del barco o el hostel, pero seguro que así se aseguraba en los blogs de viajeros que habían pasado antes por aquí. Estos muchachos sabían a lo que venían. Cuando en el calor del Trópico los vi venir el día del embarque caminando hacia el muelle, comprendí perfectamente sus intenciones. Cargaban más bebida que equipaje. Sus rostros exhaustos y demudados, bermejos y bañados en sudor, revelaban que llevaban con aquel alcohólico régimen desde que habían puesto el pie en América. Cuando se es joven se puede identificar vacaciones con una juerga continua. Como yo ya no lo soy, di una palmada en el hombro al guapo holandés y convine con él que navegar en el party boat era un infierno.
Soy un superviviente y me acomodo de inmediato allá donde caiga. Rápidamente he descubierto los secretos del Independence. El mejor sitio para dormir es en el comedor, consistente en una mesa cuadrada y cuatro bancos alargados. Aquí dispongo de más silencio y espacio y estoy a cubierto si llueve por la noche. Las ventanas enfrentadas y siempre abiertas generan algo de corriente y frescor. Cuando me despierto, tengo el café a mano. Respecto a las necesidades fisiológicas, confieso que no uso el retrete. La masificación hace que a pesar de los gritos y amenazas de Michael, siempre hay alguien que deja un generoso regalo. El destino de todos los excrementos y orines es el mar, de modo que yo uso el mar directamente. La cerveza la evacuo por encima de la borda en un rincón de cubierta bastante escondido. Respecto al alimento sólido, ni por dinero lo dejaría en el sórdido cubil colectivo teniendo el más espacioso servicio. Todas las tardes fondeamos frente a alguna de estas maravillosas islas de coral, arena fina y palmeras. Es entonces cuando me lanzo por la borda y, una vez en el agua, me agarro de la cadena del ancla para estabilizarme en el oleaje y sencillamente me relajo y aguardo que la urgencia corporal trabaje por sí sola. La limpieza del procedimiento y la belleza del marco contrastan con la suciedad y fealdad de la letrina. Cuento a todos mis amigos mi sistema y aunque al principio se ríen de mí, al cabo de pocos días casi todos acaban pasando por la cadena del ancla.
Tiene algunas incomodidades, ciertamente, pero el viaje en velero nos permite contemplar el mismo paisaje que vio nuestro próximo explorador cuando arribó en las costas de Panamá desde La Española. Estamos ya en el golfo de San Blas, en la costa atlántica de Panamá. Esta postal del paraíso es la misma que vieron los primeros navegantes españoles de finales del siglo XV comienzos del XVI. Nos encontramos en la última etapa de nuestro viaje por Sudamérica y vamos a recorrer la distancia que nos separa desde el mar Caribe hasta el océano Pacífico para ver lo mismo que viera Vasco Núñez de Balboa, la primera persona que encontró ante sus ojos un nuevo mar: el Mar del Sur.
La navegación, además, nos permite unos días de asueto en el paraíso caribeño que no vienen nada mal después de tanto trajín. Pasamos los días en calma, charlando de todo y de nada. Nadamos, comemos, reímos, dormitamos… La verdad es que no hacer nada es algo muy adictivo. Los motoristas formamos un grupo aparte y nos llevamos muy bien. Particularmente hacemos bromas con Nils, que odia que en su viaje lo hayan confundido con alemán cuando decía que era de Luxemburgo y al que precisamente por eso lo llamamos «alemán» todo el rato. Los argentinos son una gente maravillosa. Él tiene una pequeña imprenta que heredó de su padre y fabrica blocs de facturas para unos cuantos clientes fieles. Vive modestamente. Su mujer, Marcela, decidió no tener hijos y él, que adora a los niños de sus hermanos, se conformó. A cambio le deja montar en moto. Ahorró durante dos años para realizar este viaje y lo disfrutan con alegría de los niños que no tienen. Simon e Ivana son diferentes. Arquitectos, lo dejaron todo para la gran aventura. Él es simpático, expansivo, parece de carácter más latino; ella es más reservada. Muy delgada y pálida, es una belleza eslava; tiene un cuerpo bonito de piernas largas y cintura muy estrecha. Le reprocha de vez en cuando que él se esté poniendo algo rollizo. Al principio pensábamos que era antipática porque no nos hablaba, luego descubrimos que era timidez y un pudor de niña perfeccionista. Ella es siempre la mejor en todo, pero su inglés no es muy bueno y eso le molesta. Sin embargo, poco a poco se va soltando y junto a la española y su amiga judía formamos un grupo muy armónico.
Tumbados en cubierta, Meritxell nos cuenta sus viajes con un novio con el que acaba de romper pero al que no olvida. Han pasado meses de hostel en hostel, viendo a las mismas personas porque al final todos van a los mismos sitios y los mochileros que hacen el circuito de Sudamérica en el mismo período de tiempo forman un universo en movimiento que acaba recalando en los mismos alojamientos y comiendo en los mismos restaurantes baratos. El itinerario lo marcan los transportes públicos. Ya sea en tren o autobús, el viajero viaja como por un pasillo, obligado por las rutas preestablecidas y cuando le marca el horario que fijan terceros.
Veo que una canoa se acerca con tres indígenas. Es una balsa hecha de un solo tronco ahuecado. Son kunas, los dueños de esta región. Pequeños, morenos, nervudos. Me levanto a observarles.
—Aquí viene nuestra cena —digo.
El fondo de la balsa está lleno de marisco. Son langostas. Enormes, parduzcas, vivas. Nunca he visto tantas juntas. Los tripulantes del Independence les echan un cabo y amarran la canoa al barco. Sube uno de los pescadores y saluda a Majo. Los otros dos echan langostas en un gran saco de tela basta. Es un saco enorme. Lo elevan sobre sus cabezas y los marineros lo agarran. Lo pesan en cubierta con un dinamómetro. Marca 50 libras, más de veinte kilos. ¡Veinte kilos de langosta!
—¿Cuánto cuesta la langosta? —interrogo.
—A cinco dólares la libra —responde el pescador. En Panamá parece que se usa el dólar.
O sea, a unos 6 euros el kilo. Majo las preparará a la plancha cortadas por la mitad. La regla del barco es que se puede repetir ración de langosta si se demuestra que se ha comido el cuerpo pero también las patas. Yo conseguiré demostrar que soy capaz de comerme cuatro pares de juegos de patas. No me he dado un atracón de langosta semejante en toda mi existencia.
Michael se acerca y me dice que le acompañe. Quiere enseñarme algo. Pide que venga también Antonio con la cámara. Le seguimos por la cubierta hasta el bote neumático. Subimos y arranca el motor. El capitán señala una de las islas cubiertas de palmeras.
—We go there —dice. O sea, vamos allá.
La lancha zarpa y el agua nos salpica. Hace sol y el reflejo en el turquesa del mar resulta tan cegador como bello.
—Esto es un paraíso como no hay otro en el mundo —comenta Michael—. No hay huracanes, esa es la diferencia con otros archipiélagos del Caribe o del Índico. Por eso vine aquí hace veinte años.
Contemplamos el escenario. El barco ha quedado atrás y nosotros estamos frente a unos pequeños atolones coralinos. Bajo la embarcación hay solo transparencia y se distinguen los arrecifes y los peces de colores. También hay troncos de palmera. Michael los señala.
—¿Los veis? Hace poco esto era una isla. No hay paraísos perfectos. Todos estos atolones eran mucho más grandes el año pasado. En solo un año se ha ido una cuarta parte. En diez años, tus hijos no verán nada de esto. La razón es que las palmeras no permiten a la isla crecer. La mantienen al mismo nivel, pero el agua sí que crece. Está subiendo de nivel.
Miro en derredor y me sube un escalofrío por el espinazo a pesar del sol. Las noticias nos informan a diario del deshielo en los polos, del retroceso de los glaciares, del aumento del nivel del mar… Predicen grandes desastres, catástrofes naturales sin cuento, y uno acaba acostumbrándose al anuncio del caos o lo imputa al beneficio de inventario futuro. Pero contemplar de pronto uno de los más sensibles fieles de la balanza nos golpea. Un centímetro más de agua supone que una isla tropical se sumerja. Estas bellísimas ínsulas caribeñas de cocos y palmeras donde retozamos felices dejarán de existir mucho antes de que se corrompan los archivos donde guardamos las fotografías digitales que hemos hecho de ellas. Toda esta belleza será simplemente un recuerdo. Así que estamos viendo un mundo que desaparece.
Desembarcamos en un islote de no más de sesenta metros cuadrados con su penacho de cuatro palmeras. Es la típica estampa de cómic donde uno espera encontrar a un náufrago barbudo. Pero lo que hallamos no es un chiste. Es basura. Y no la ha traído nadie, ha venido sola, navegando desde muy lejos. Un bote de desodorante, una botella de ketchup, un peine guarro, una lata de refresco… Esto es lo que le está sucediendo a nuestro planeta. Lo muestro a la cámara de Antonio. Esto hay que verlo, hay que enseñarlo. Ya está bien de documentales idílicos. La realidad no siempre es agradable.
Volvemos al mar después de recoger los desperdicios y nos dirigimos a una isla más grande. Está poblada. Divisamos las cabañas de madera metidas en la floresta tropical. Los habitantes son indígenas kunas, pequeños, cobrizos y delgados. Los saludamos afablemente y muestran un gran interés por ver lo que Antonio está filmando. El capitán me informa de que este archipiélago forma parte del Kuna Yala, un territorio autónomo en Panamá donde gobierna un consejo tribal que aprueba sus propias normas. También tienen su propia y curiosa bandera con una esvástica roja sobre un fondo idéntico a la enseña nacional española. Existe esta peculiar autonomía desde la llamada Revolución Kuna en 1925, en la que los indígenas se alzaron en armas frente a la occidentalización forzada que las autoridades del nuevo país querían imponerles.
Son pues los kunas y no las autoridades panameñas los que nos dejan desembarcar las motos sin documentación alguna. No es la única peculiaridad de la región. También está prohibida la tala forestal que tan pingües beneficios reporta en toda Centroamérica.
—No se talan los árboles porque el Congreso General se negó —me dice un pescador—. Nosotros somos cuarenta y nueve pueblos y hemos decidido que no se puede talar ningún árbol. El gobierno de Panamá quería sacar carbón, pero nosotros dijimos que no.
—El pueblo kuna ha dicho «no» al carbón —resumo.
—No al carbón —confirma— Si no, no va a haber más animales, los ríos se van a secar. Nosotros no queremos eso. Mira, todo está azul, verde, se ve bonito.
Y ciertamente que se ve bonito. Más aún, se ve precioso. Porque esta naturaleza es preciosa, única y valiosísima. Pero ¿hasta cuándo vamos a poder verla así? Probablemente ni el Congreso General de los kunas pueda provocar una nueva revolución que detenga la subida del nivel del agua ni las toneladas de basura que navegan por sus mares.
Mañana del quinto día de navegación. Estamos a más de cinco kilómetros de la costa continental, que parece una alfombra verde sobre un horizonte marino de color ocre. El agua es marrón por los varios ríos que desaguan en el golfo de San Blas. Se acerca un cayuco con dos indios kunas. Me asomo a la cubierta superior y les grito:
—Mi amigo, ¿ahí van las motos?
—Sí —responde.
Les alcanzo nuestro equipaje y, una vez lo tenemos todo a bordo, comenzamos la operación de desembarque de un modo tan precario como fue la de embarque. Depositamos la moto en la barca descendiéndola con la ayuda del cabrestante. Una vez encajada, bajamos otra. Viajarán de dos en dos. Cuando las veo ahí y yo mismo me subo a la barca, me doy cuenta de que estoy muy excitado y feliz. ¡Ya estamos aquí!, ¡me cago en la leche! Ya llegando a Panamá. ¡Casi terminando esto! Menuda experiencia hemos vivido. A veces lo hemos pasado mal, pero sin lugar a dudas ha valido la pena.
Comenzamos a navegar y desde la distancia me despido del capitán, que dirige las operaciones desde las alturas de la cubierta superior. Es curioso, pero se llega a tomar afecto a este cascarrabias esloveno y lunático.
—Adiós, Michael, adiós, amigo.
El cayuco a motor se mueve con agilidad sobre el mar. Vamos Antonio, Felipe, Marcela y yo. Entramos en el río y el agua se torna color chocolate. Navegamos entre espesos manglares. Da miedo esta naturaleza salvaje e inhóspita. En esa espesura de raíces y ramas que forjan una malla en el agua turbia se esconden las serpientes y las fieras. Siento temor atávico a lo que esconde. Me sé un simple espectador. Casi ninguno de nosotros podría sobrevivir aquí por sus propios medios. Los urbanitas somos seres inadaptados al medio natural, pero a veces, rodeados de tecnología y comodidades, se nos olvida lo áspera que es la vida sin todo eso. Por eso hay que venir a lugares tan salvajes como Centroamérica y contemplar el mundo real para recordarnos lo débiles y frágiles que somos.
El inconveniente de este modo de trasportar la moto hasta Panamá es que no atracamos en un puerto comercial. Nos adentramos en un río de aguas turbias hasta lo que esperamos sea un desembarcadero seguro. Pero parece que la realidad no se ajusta nunca a los deseos. Aparece una explanada con vehículos y gente a metro y medio del nivel del agua. Hay bastantes occidentales. Este es el punto donde los recogen para llevarlos a los barcos que van a Panamá. Los mochileros nos ven aparecer con sorpresa. Miran las motos con cierta envidia. Los comprendo. Han viajado desde Panama City apretujados en vehículos todoterreno a través de una carretera que parece una montaña rusa y en la que siempre hay alguien que se marea y tiene que vomitar. Es en momentos como esos cuando cualquier viajero envidia la libertad y la autonomía de una motocicleta.
Nos metemos por un pequeño afluente. La ribera es aquí más baja. Acercan la canoa a la orilla y la atan con cuerdas. Estamos listos para la desestiba.
—Pero ¿cuántas motos ha bajado usted? —le pregunto al tipo que parece encargarse del asunto.
—Como quinientas.
—¿Y cuántas se han hundido?
—Ninguna se ha hundido hasta ahora.
—¡Ah, bueno! —exclamo—. ¡Hasta ahora!
Nos ponemos manos a la obra. Somos cinco hombres y no sin dificultades conseguimos sacar mi pesada motocicleta de la barca y llevarla a tierra firme. Estoy eufórico. Ya solo me queda llegar hasta Panamá, distante solo 100 km, y habré terminado mi proyecto, al menos lo que la fase de producción supone.
—¡Very good, señores! —bramo fuera de mí de contento—. Ya está, listo. Ya está. Todo se puede conseguir con un poco de maña y kunas fuertes.
Mientras aparejo la moto y me pongo la ropa de viaje aparece otra barca con las tres motos restantes. Vamos a ir juntos hasta Panamá, y luego cada uno seguirá su camino.
Comenzamos a rodar por una carretera que sube y baja los cerros selváticos. La ruta se retuerce y las curvas son cerradas y en pendiente. Es precioso y divertido, pero he de andar con cuidado porque llevo un montón de peso sobre Anayansi. Antonio va de paquete y hemos tenido que cargar con todo nuestro equipaje pues ya no tenemos el vehículo de apoyo. Resulta sorprendente, pero la moto puede con todo y viajamos con comodidad. De hecho, estoy convencido de que habríamos podido hacer todo el viaje así.
Una vez en la autopista que va a la ciudad el escenario vuelve a ser feo. Edificaciones deterioradas, muchos coches, autobuses y camiones, la humanidad abundante de Centroamérica. El ambiente es espeso por el calor y la humedad. A pocos kilómetros de la capital sigo la indicación que desvía hacia el aeropuerto de Tocumen. Todos me siguen. Paso por delante de la terminal de viajeros y prosigo hacia la terminal de carga.
¿Qué hacemos en la terminal de carga del aeropuerto internacional de Panamá? Pues que en el barco en el que hemos venido no había nadie de aduanas, nadie nos ha dado ningún papel. No tenemos el permiso de importación de las motos, así que vamos a ir a buscarlo a las aduanas del aeropuerto, como si la hubiéramos traído volando. Es una solución de emergencia que se me ha ocurrido sobre la marcha y creo que puede funcionar.
Lo primero es explicar el problema a los funcionarios aduaneros. No resulta fácil. Cuando ven aparecer una tropa de motoristas extranjeros, su primer impulso es cerrar la puerta. Pero no pueden, me cuelo el primero esgrimiendo mis documentos. Los hemos pillado por sorpresa y ya no pueden echarnos. No entienden nada de lo que les decimos en distintos idiomas, pero al final consigo resumir el mensaje: hemos traído motos extranjeras y queremos un permiso de importación temporal. Olvidémonos de cómo han llegado a Panamá. Los mensajes sencillos se entienden mejor.
La organización de la Oficina de Importación panameña es un caos. Los ordenadores se cuelgan continuamente. Nadie entiende los formularios. Si se omite un campo, el proceso debe comenzar de nuevo. De modo que yo voy ayudando a los funcionarios a cumplimentar los datos de todas las motos. Dos horas y media después tenemos nuestro permiso de importación temporal en Panamá. Estamos de enhorabuena porque luego podríamos tener un serio problema para sacarlas del país. La burocracia aduanera exige que conste siempre la entrada de una mercancía para poder salir con ella.
Aparece Panamá, la gran capital centroamericana. El mar la vigila pero no se tocan. No hay una playa propiamente dicha, sino humedales y manglares inhóspitos y una gran autopista sobre pilotes que los cruza para llevar a la moderna y rutilante urbe con su skyline de rascacielos de apariencia estadounidense. La llaman la Pequeña Miami y es evidente la imprenta yanqui en todo su diseño. Sin embargo, hay otras Panamá. Antes de entrar en la nueva ciudad aparecen las ruinas del Panamá Viejo, la ciudad fundada por Pedro Arias de Ávila en 1519 y que en 1671 desaparecería devastada por un incendio provocado por el ataque del pirata Morgan. Luego se fundaría la actual ciudad de Panamá dos kilómetros más allá.
Entre el conjunto de ruinas destaca la torre de la catedral. Es como el vigía del tiempo pasado que nos recuerda el origen español de la ciudad más antigua del continente. Subimos por las escaleras y desde sus troneras se divisan los nuevos rascacielos, la autopista y, más allá, las islas Perico y Flamenco, conectadas con el continente por una carretera que se construyó con el material extraído durante la construcción del Canal. Más lejos está la gran isla de Taboga, desde donde partió la expedición de Pizarro y Almagro al Perú.
Nos dirigimos al centro urbano a buscar una tienda de souvenires. En cada país hay que hacer siempre la misma operación, y es buscar una pegatina de la nueva nación. Cuando voy a pagarla me sorprende que la moneda local sea el dólar estadounidense. Yo creía que la divisa panameña era el balboa, en honor al descubridor. Pero lo único que queda son unas monedas con su efigie. Son los balboas y tienen valor de 1 dólar.
Panamá le ha rendido otro gran homenaje popular. Y es la cerveza. La más consumida en el país es la Balboa.
Antonio, Nils y yo decidimos buscar alojamiento para los tres en el centro histórico que se popularizara por una famosísima canción de un cantante que con el tiempo llegaría a ser ministro de Cultura: Rubén Blades. Mientras recorremos sus angostas callejuelas, en las que se mezclan las casas abandonadas con las más exquisitas rehabilitaciones, no puedo evitar tararear la tonada al ver los balcones de rejas con la ropa tendida y las mulatas de rotundo contoneo:
Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar…
con el «tumbao» que tienen los guapos al caminar…
las manos siempre en los bolsillos de su gabán…
«pa» que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal…
Usa un sombrero de ala ancha de medio «lao»…
y zapatillas por si hay problemas salir «volao»…
lentes oscuros «pa» que no sepan qué está mirando…
y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando…
En la plaza de la catedral hay un mercadillo. En un puesto se exponen decenas de sombreros. Son los célebres panamá, que en realidad no son de aquí, sino de Ecuador, donde los fabrican y exportan a todo el mundo. Se pusieron de moda durante la construcción del Canal porque los trabajadores tenían que protegerse del sol y de ahí viene el nombre de «sombrero panamá».
Sin embargo, Panamá tiene otro símbolo muchísimo más famoso. Lo podemos visitar a unos kilómetros del centro. Es una herida abierta en la naturaleza por la mano del hombre y atraviesa el país de parte a parte. Aunque es obra del siglo XX, la primera idea de abrir un canal la tuvo Carlos I, cuando se conoció la noticia del avistamiento del nuevo mar por un intrépido extremeño. La carretera circula paralela al canal de Panamá y en algunos tramos se pueden ver las exclusas, que son esa especie de ascensores para barcos que permiten superar el distinto nivel que tiene el agua del lago Gatún. El centro oficial de visitantes está en la llamada exclusa Miraflores.
Pagamos la entrada y recorremos el interesante museo que cuenta los avatares de una de las obras de ingeniería más ambiciosas de la Historia. Subo a la cuarta planta y me asomo a la terraza que da justo sobre las compuertas de la exclusa. Miro a uno y otro lado y me admiro de lo que veo. El canal de Panamá, por fin, aquí lo tengo, uno de los sitios esenciales de mi viaje. El ansiado paso entre el Atlántico y el Pacífico construido por la mano del hombre. El origen de este canal se encuentra en 1874 cuando un ingeniero francés llamado Ferdinand Lesseps, que se había hecho muy famoso por haber construido el canal de Suez, fundó la Sociedad Universal del Canal Interoceánico y empezaron las obras. Miles de franceses le confiaron sus ahorros esperando una gran rentabilidad.
Pero al final todo fue un desastre. Las obras se complicaron, los trabajos no avanzaban, el dinero se consumía, murieron unas veinte mil personas por enfermedades y accidentes y, para colmo, aconteció un terremoto. El fiasco causó una de las quiebras más gigantescas de la Historia y terminó con Lesseps encarcelado y el orgullo galo por los suelos tras chocar contra la realidad del macizo montañoso de La Culebra. Como no podía ser de otra manera, los norteamericanos tomaron cartas en el asunto, no sin antes conseguir que Panamá se independizase de Colombia, y una vez pudieron manejar el paisito, se hicieron cargo de la operación, aplicaron la tecnología más puntera del momento, y en 1914 se inauguró esta fabulosa obra de ingeniería. Estados Unidos disfrutó del Canal y del país como de una finca privada hasta que Carter firmó un acuerdo de cesión con Torrijos en 1977 y en 1999 pasó definitivamente a control panameño, no sin algún altercado como la invasión de 1989 para echar a «nuestro hijoputa», el general Manuel Antonio Noriega, que se había vuelto demasiado revoltoso para con sus antiguos amos. Quienes vivieron la intervención militar estadounidense no recuerdan resistencia alguna por parte de las fuerzas panameñas, sino solo el período de caos y delincuencia que se desató cuando desapareció toda autoridad, pues los marines solo estaban para proteger el Canal.
Lo curioso de esta agitada historia es que este canal que ha dibujado prácticamente el mapamundi moderno, que ha generado nuevas líneas de comercio y que ha cambiado la historia del mundo, tiene su origen en el acto quijotesco y algo teatral de un extremeño.
Regresamos a la ciudad. Recorremos la avenida Costanera. Cinco carriles de ida y cinco de vuelta. Un largo paseo marítimo. Una alargada zona verde donde los panameños hacen deporte o pasean. La autopista del litoral hace de gran cauce distribuidor a los barrios. Altos edificios se alzan de cara al mar. Es una de las zonas principales de la capital más importante de Centroamérica. Y aquí está. La gran estatua de mármol blanco. Una gran bola del mundo sostenida por indígenas y, sobre ella, el más grande.
Me planto con la moto a sus mismos pies. Al hacerlo exploto de alegría. Para mí supone haberlo conseguido. Del estrecho de Magallanes al canal de Panamá para rendir homenaje a este señor. Don Vasco Núñez de Balboa. De Jerez de los Caballeros y el primero que vio en 1513 el Mar del Sur, el océano Pacífico, demostrando así que América era un nuevo continente, que la Tierra era redonda ¡y que se podía dibujar un nuevo mapamundi! Very good! ¡Este sí que era very good, hombre!
Pero queremos que alguien nos cuente algo más sobre el personaje, y qué mejor lugar que quedar en la cercana Fuente Anayansi. La indígena esposa de Balboa a quien hemos rendido homenaje llamando así a nuestra moto. La mujer era hija del cacique Careta, que fue quien guió a Balboa hasta el Mar del Sur en agradecimiento por haberle ayudado a derrotar a su rival Ponga. Los amantes vivieron en armonía aunque el descubridor tuviera que casarse por poderes con doña María de Peñalosa, recluida en un convento en España, e hija del Gobernador de Castilla del Oro, Pedro Arias de Ávila, quien no dudó en ejecutar a su yerno en cuanto tuvo ocasión.
En la fuente nos espera una mujer. Es la española Mónica Miguel, antropóloga, escritora, actriz y presidenta de la fundación Mare Australe. Vive en Panamá desde hace años y ha representado en el teatro al propio Balboa, cuya figura conoce bastante bien. He concertado una entrevista por e-mail pues investigando encontré que la fundación había repetido la ruta exacta del descubrimiento y habían averiguado que muchos de los hechos que se daban por supuestos eran falsos, como que el monte al que subió era el Pechito Parado.
—¿Cómo estás, cómo has llegado aquí? —saluda y pregunta extrañada al verme aparecer en moto.
—Pues en mi moto —respondo—. Se llama Anayansi, como la esposa indígena de Balboa.
—Es un bonito nombre pero sabrás que Anayansi no existió —me suelta a boca de jarro.
—No me digas eso.
—Anayansi es un mito creado en el siglo XX para hermanar a Balboa con Hernán Cortés y su Malinche. En todas las historias de todos los descubrimientos hay mucho de mito. Porque poco a poco se van engrandeciendo las figuras de los descubridores y se les van añadiendo características que no tienen. Balboa, que era una figura que ya él de por sí tenía un gran carisma, era muy carismático, tiene mucho de mito. La misma ruta que se dice que hizo es mito. Él hizo otra muy diferente.
—Organizasteis una expedición que trataba de seguir la verdadera ruta en el descubrimiento en el cruce del Istmo.
Mónica asiente con una sonrisa que indica que nadie que no lo haya hecho puede imaginar de qué se trata cruzar el Istmo.
—Realmente no sabíamos dónde nos metíamos, pensábamos que iba a ser una expedición selvática más, y resultó ser algo durísimo. Lo hicimos en temporada seca, no como Balboa, que lo había hecho en temporada de lluvias, en plena temporada lluviosa en septiembre. Nosotros lo hicimos en marzo y aun así fue muy, muy duro.
—¿Qué crees que buscaba?
Mónica responde sin dudar:
—Yo creo que ellos desde luego tenían el afán de encontrar riqueza, pero no debemos olvidar que la mayor parte de estos hombres eran hombres renacentistas. Para ellos el nombre, la fama, la gloria de los siglos venideros marcaba mucho toda su vida. Y yo pienso que Balboa en concreto estaba buscando hacerse un nombre en la Historia. Yo creo que era totalmente consciente de lo que estaba haciendo. Y además como actriz puedo decirte que era un tipo que conocía perfectamente la puesta en escena. Al pie del cerro mandó parar a sus hombres y subió él solo a contemplar el Mar del Sur; yo pienso que eso es una maravillosa puesta en escena.
Nosotros necesitamos también una escenificación digna del final del capítulo y de la serie. Estoy comentando el asunto con Antonio mientras nos comemos un bocadillo en un puesto callejero. El cierre ha de estar a la altura del viaje y de la historia que hemos contado.
—Pues tenemos que descubrir nosotros el Pacífico —le digo.
—Estaría bien —reconoce—, tú saliendo de la selva y enfrentándote al mar con mucha emoción. Tenemos que encontrar una playa desierta, una jungla y que te emociones. Ah, y que no llueva y el cielo esté despejado.
—Eso está hecho, amigo —comento mirando al firmamento encapotado.
Estamos en los trópicos, en plena época del Niño. Todos los días nos cubre una gruesa capa de nubes grises que de vez en cuando descargan una cortina de agua. El calor es de sauna y con esta luz cenicienta todas las tomas salen feas.
—No sé —masculla Antonio con la boca llena—. ¿No eres creyente? Pídele a Dios que haga sol y demos con una playa paradisíaca.
—A Dios no se le pide nada, se le da gracias.
Yo tengo muchos motivos para darle gracias. El viaje ha salido perfecto. No hemos tenido un solo pinchazo, ninguna avería seria, ni un accidente grave, sin enfermedades ni problemas. Nos ha hecho buen tiempo durante casi todo el trayecto. Ha habido un sol espléndido en el Perito Moreno, en el estrecho de Magallanes, en las cataratas del Iguazú, en el Chaco de Paraguay, en el Machu Picchu, en la Amazonía… Todos los hitos fundamentales del documental se han filmado con buena luz. Si hubiera llovido los días que estuvimos en cada uno de esos lugares no habríamos podido esperar a que escampase. No hemos podido tener mejor suerte en la producción porque no teníamos ni tiempo ni dinero para planes B, así que no pienso pedirle a estas alturas nada a Dios, sino agradecerle lo bien que ha ido todo. Y si el final no es con sol, pues no lo será.
Miro en Google Maps y localizo un punto cercano a Panamá que tal vez pueda servirnos. Hay que ampliar mucho para verlo, pero su dibujo nos muestra que ahí se encuentra lo que buscamos. Es la bahía de Chame y está rodeada de manglares. Hay una pequeña península que entra en el mar y cuya punta dispone de una playa que da tanto al Pacífico como al interior de la bahía. Eso tiene la ventaja de que podemos cambiar de orientación en poca distancia y mirar el este o al oeste según sea más atractiva la puesta de sol y en ambos casos estaremos ante las aguas del Mar del Sur.
Son solo 100 km. Cruzamos el puente sobre el canal de Panamá y nos lanzamos en dirección norte por la Panamericana. Hay muchas nubes y de vez en cuando nos llueve. Antonio protege la cámara con una bolsa de plástico. Nosotros podemos mojarnos pero ella no. El camino es sinuoso, subimos y bajamos cerros. Hay muchas urbanizaciones y la tala forestal es intensa. Este paisaje dista mucho del primigenio que viera Balboa. Poco antes de llegar a un pueblo llamado Bejuco vemos la desviación a Punta Chame. La ruta se estrecha y atravesamos una espesa selva. Es el envoltorio ideal para escenificar el cruce del Istmo. Metemos la moto para filmar cómo avanzo entre la espesura. Es solo un pequeño teatro, pero los mosquitos que nos devoran en cuestión de segundos son absolutamente reales. No hemos estado ni quince minutos y nos cubren dolorosas ronchas. ¡Cómo habría de ser avanzar veinte días por la selva virgen!
Tomamos de nuevo la moto y vamos hasta el final de la península. Hay unos chalets y un hotelito. Un camino lleva hasta la misma punta. Apenas hay gente. No es temporada de vacaciones. Pedimos una habitación y dejamos la impedimenta. El cielo sigue brumoso y feo. Vamos a esperar a que atardezca para disponer de la mejor luz posible, que para fotografiar o filmar es siempre la más tenue e indirecta de la mañana o de la tarde.
Mientras esperamos, Antonio tiene una brillante idea:
—¿Y si al terminar de escribir en tu diario, rasgas las hojas, las metes en una botella de cristal y la arrojas al Pacífico como el mensaje de un náufrago?
—¿Algo como lo que hizo Gabriel Huete, el navegante español que conocimos en Puerto del Hambre?
—Exactamente —dice—. Sería un bonito final, muy simbólico.
—Me parece cojonudo. Necesitamos una botella.
La pedimos en el hotel y nos dan una de ron vacía. Es una botella perfecta. Grande, con un cuello largo y el cuerpo rodeado por una cinta hecha de paja o tejido similar. Una botella de verdadero pirata.
Al atardecer nos dirigimos andando a la playa. El camino está cerrado por una cadena pero no hemos llegado tan lejos para detenernos por tan poca cosa. La saltamos y según vamos caminando, el cielo se despeja, las nubes abren un gran hueco y el sol declinante se asoma. Cuando termina el sendero arenoso vemos un océano violáceo a través de una alta espesura de cañizos y ramas. Unas montañas se recortan en el lejano horizonte. Es la misma visión que tendría Balboa al llegar a la orilla. Antonio enciende la cámara para no perderse un detalle de mi reacción y yo me siento verdaderamente transportado al siglo XVI. Desbrozo con mis piernas y brazos la maraña de matorral y llego hasta la playa. Elevo los brazos al cielo y doy gracias por vivir mi vida y ser consciente de lo maravillosa que es en momentos como este.
Avanzo hasta la arena mojada por la marea. Como lo hizo el jerezano un 29 de septiembre de 1513. Balboa penetró hasta las rodillas en las aguas, levantó la espada y un estandarte de la Virgen, y tomó solemne posesión en nombre del rey de España. Es su acto tan teatral lo que me hace sentirle tan cercano, tan entendible, tan de los nuestros.
Me siento en la playa y saco mi diario. Con el ocaso frente a mí escribo que Balboa nos dice que quiso ser el único descubridor del nuevo mar. Quiso contemplarlo en soledad y que los demás le vieran haciéndolo. Balboa nos demuestra ser así un auténtico descubridor. A diferencia de Cristóbal Colón, que murió obcecado pensando que había llegado a las Indias y que esto no era un nuevo continente, Balboa sí sabe las consecuencias dramáticas que tendrá su descubrimiento. Cambiará la Historia. Permitirá el dibujo de un nuevo mapamundi, y él mismo pasará a la posteridad. De ahí esa cuidada puesta en escena.
Cuando termino de escribir, rasgo una por una las hojas de mi diario escrito a lo largo de 20.000 km por toda Sudamérica. Las meto en mi botella de náufrago. Yo también cuido la puesta en escena porque conozco el valor de los símbolos. Por eso entiendo que con ese acto teatral, Balboa nos estaba diciendo que a él le interesa más la posteridad que las ganancias que pueda encontrar. Balboa es un hombre de la modernidad.
Me levanto y arrojo la botella al océano. Escribo así una raya en la arena húmeda y mando un mensaje que quizá alguien recoja e intérprete. Como hizo Vasco Núñez de Balboa. Al cruzar el Istmo dejó atrás la antigüedad de los súbditos anónimos y entró de lleno en la época moderna, en este tiempo complejo, lleno de egoísmos pero también de prodigios donde ansiamos tener nombre, tener fama, tener gloria, dejar una huella. Él la dejó, y se cuidó mucho de dibujar bien su nombre.
Contemplar el Pacífico supone terminar este viaje por Sudamérica, pero en realidad supone mucho más, es como completar un ciclo vital entero. No puedo evitar —que el lector me disculpe la osadía— comparar mi propia peripecia con la de Balboa. Él supo que descubrir este nuevo mar significaba la culminación de una ansiosa búsqueda, la búsqueda de la inmortalidad, y yo sé perfectamente que el haber seguido sus pasos hasta aquí obedece al mismo empeño, el de trascender. Por alguna razón necesito dejar mi propio rastro y supongo que a eso me he dedicado casi desde que tengo uso de razón y empecé a realizar ese modesto acto vital del que solo somos capaces los seres humanos: escribir.
Cuando aprendí a leer, comencé a escribir. Fui un niño lector y un terrible plagiario. Intentaba reproducir todo aquello que me gustaba. Y me gustaba casi todo, desde las truculentas novelas de Sven Hassel a los cómics para adultos del Víbora, pasando por La Ilíada y la Odisea de Homero. Leía cualquier cosa impresa que caía en mis manos y leía sin cesar. Ventajas de que mis padres hubieran montado una librería en Denia, el pueblo de las vacaciones donde nací. Para mí los veranos significaban libros. Pasaba horas leyendo en el banco de piedra que había frente a la Librería Internacional de la calle Marqués de Campos. Yo leía y leía mientras los demás niños jugaban al fútbol o iban a la playa. Hoy esa librería ya no existe, pero su recuerdo y el legado que dejó en mí permanecen imborrables.
Luego dejé de copiar y empecé a crear por mí mismo. Mi primera novela, La dama ciega, se publicó nada más acabarla cuando apenas tenía treinta años. Pero tras cuatro obras de ficción publicadas, me convencí definitivamente de que yo no era un genio y creo que si uno no es un genio no vale la pena escribir novelas cuando hay tantas obras geniales ya escritas que nunca terminaríamos de leer en una vida. Pero yo quería seguir escribiendo y sobre todo quería ser un buen escritor. Lo necesitaba. Por eso me convertí en escritor de viajes, porque la vida en movimiento ofrece buenas historias y no hace falta perder tiempo y energías imaginando argumentos imposibles. La vida de uno mismo rebotando de piedra en piedra sin tener el control de lo que ocurre y sin saber dónde acabará todo, me pareció el mejor argumento posible.
Cuando comencé a publicar mis primeros relatos en las revistas motociclistas, mi padre terminó de leer uno de aquellos reportajes ruteros en los que mezclaba kilómetros de desierto africano con Diógenes de Sínope, citas de Borges con reflexiones existenciales y observaciones antropológicas con ambiciosas metáforas, y me dijo: «Creo que eres demasiado culto para el público al que te diriges». Me sorprendió el comentario, puesto que mi padre es motorista y una persona muy culta, y para mí ambas cualidades nunca han sido incompatibles. Además, yo no escribo para los demás, sino para mí. Lo que quiero expresar, lo expreso, y lo hago de la manera en que me sale natural. No creo en otra forma de hacerlo.
De modo que insistí en mi propio camino. Y funcionó. Mis reportajes de viaje son por eso muy diferentes a lo que suele publicarse en revistas de motos porque suelen tener bastante más fondo que la pura cuenta de los kilómetros recorridos o los litros de gasolina consumidos.
Cuando terminé mi primera gran aventura al cruzar África de océano a océano, publiqué Un millón de piedras, que es un libro de viajes en moto con mucho más contenido que una moto. Sobre todo contiene reflexiones, emociones y descripciones de un tipo tonto y pasmado ante un continente salvaje y unos seres humanos diversos e increíbles. Supongo que por eso se convirtió rápidamente en la referencia de este tipo de textos, porque era lo más alejado posible a «ese tipo de textos», porque el protagonista era un torpe, miedoso o egoísta enfrentado a un mundo exótico y agreste pero que resultaba ser mucho más amable de lo que los noticieros cuentan.
No he tenido piedad de mí. Nunca he pretendido ser el héroe de la aventura. La escritura no puede ser nunca un intento de salvación personal pública. No se puede ser hipócrita pero creo que sí resulta imprescindible ser algo cínico. El hipócrita se finge mejor persona de lo que es, mientras que el cínico exagera sus defectos para que se descubra su verdadero rostro humano tras la máscara de la hipérbole. La hipocresía se delata por los párrafos engolados y pretenciosos, al cinismo se le reconoce por la divertida mala leche. La hipocresía ansía gustar, el cinismo desahogarse. Escribir es más arriesgado de lo que se cree: nos desnuda sin que nos demos cuenta.
El escritor es siempre humano, y también vanidoso. En él se dan, pues, dos terribles pecados; como decía Borges, los espejos son tan monstruosos como la cópula, pues ambos multiplican el número de seres humanos. No, la escritura no debe servir nunca como coartada para justificaciones morales propias, tal vez como expiación de las propias faltas, pero jamás como un reflejo embellecido de uno mismo. Ha de contarse la verdad de las propias debilidades aunque el autorretrato no nos sea favorable. Pero ese reconocimiento de las faltas nos hará más dignos, nos hará mejores que al empezar a escribir.
Escribir, dejarse la piel y el alma sobre el papel y en letras impresas, esa es la real esencia de todo este empeño mío. Y tanto Un millón de piedras como mi otro libro La emoción del nómada me demuestran que el empeño de la literatura vale la pena. No soy un genio, pero los viajes me han hecho un buen escritor. Vivo en el mundo y creo que no soy tonto ni ingenuo. Un día descubrí que ante la cámara yo funcionaba y comencé a filmar mis viajes y a subirlos a internet. Eso disparó el número de gente que me conocía, que se interesó por mis viajes, mi experiencia vital y, al final, por mis libros, de los cuales he conseguido malvivir estos últimos años. El vídeo me hizo un escritor que comía de la literatura.
Hago televisión para escribir, curiosa paradoja del mundo moderno. Leer cuesta esfuerzo, no es para todo el mundo, de hecho es para una minoría. Pero el vídeo es para la mayoría porque cuesta poco trabajo sentarse a ver paisajes y divertirse con un tipo excesivo que hace cosas extrañas y al mismo tiempo se emociona o te cuenta un dato histórico interesante. Pero el vídeo es, en mi íntima opinión, puro espectáculo, una mera superficialidad aunque resulte rentable. Al menos para mí lo ha sido. Creo que de todos los intentos similares, la vuelta al mundo que llamé Ruta Exploradores Olvidados ha sido el único proyecto motoviajero youtubero que ha conseguido saltar a la televisión y generar ingresos hasta el punto que he podido pagar el viaje de todo un equipo de producción televisiva por Sudamérica y producir un documental.
Pero eso ha tenido un costo terrible. Volcarme en el vídeo y la producción audiovisual me ha convertido en personaje de internet, donde medran algunos tullidos emocionales graves, pero sobre todo me ha hurtado tiempo y dedicación para la escritura. Es un coste asumido porque lo tenía claro desde el principio. Estaba justificado porque sabía lo que estaba haciendo. La literatura real necesita de lectores, de lo contrario es puro onanismo. No importa que sean una minoría, de hecho es preferible ser leído por una minoría. Pero la minoría, en cuanto grupo humano, debe existir constituido por más de uno y su propia familia. O sea, que hay que tener un puñado de buenos lectores con criterio. Y a los lectores hoy en día solo se les alcanza teniendo difusión. Y la difusión solo se alcanza saliendo en un aparato maléfico llamado televisor. Y en eso ha consistido todo.
Pero ahora que el viaje termina frente a estas olas del Pacífico, es el momento en que yo también voy a intentar escribir con cuidado mi nombre en un libro donde cuente con detalle y reflexión la verdadera historia de este gran viaje que hemos vivido y que se llame con todo derecho Diario de un nómada.