Preproducción

 

 

 

UNA LIBRERÍA QUE YA NO EXISTE EN MADRID

 

—Buenas tardes. Soy Miquel Silvestre y soy un impostor. Si un día comencé a viajar en moto por el mundo no fue para montar en moto (algo que me divierte mucho), sino para encontrar una buena historia que contarles. Soy un impostor. Yo no soy motero. Yo soy escritor.

Podría decir que todo empezó en una librería. Curioso siendo yo escritor, porque eso es lo que soy. Lo que me considero por encima de cualquier otra cosa. Desde que me dedico a escribir sobre viajes he dado cientos de conferencias por toda España para grupos y clubes de motoristas. Y siempre comienzo igual, presentándome con una disculpa por si acaso la gente piensa que acude a una charla sobre motos, artefactos de los que reconozco saber bien poca cosa. Como suelo decir, yo sé de palabras, no de bielas.

Por supuesto que me gustan las motos. Las amo. Forman parte de mi vida desde que era niño y me han dado casi todo lo que tengo hoy. Mi padre montaba en moto. Me regalaron una Montesa Cota 25 cuando iba a hacer la primera comunión. He tenido moto «grande» desde los veinte años, cuando adquirí una Yamaha XT 350 que aún conservo. Con esa montura aprendí a paladear el dulce sabor de la libertad y ya nunca lo olvidaría. Recuerdo que cuando hice el servicio militar, la imagen más recurrente que aparecía en mis ansiosos sueños de licenciamiento era una carretera, el sonido del motor de la Yamaha y el pelo rubio de mi novia de entonces ondeando al viento como la estela de un cometa.

Las motos me han enseñado a vivir, a ser adulto y a conocer mucho de mí y del mundo. Pero no me considero motero ni quiero que se me identifique con esa imagen. Y mucho menos que se me tome por representante, icono o cabeza de todo o parte del colectivo motociclista. Yo siempre usé la moto para alejarme del grupo, para ser individuo, unidad y no multitud. De mis amigos, yo era el único que montaba en moto. Me dan alergia las concentraciones, los grupos numerosos y la agresiva masculinidad del arquetipo ruidoso. Yo no soy motero, soy escritor, pero supe reconocer el enorme atractivo que tenía un vehículo icónico, de marcada estampa y reconocible mensaje como buen catalizador de historias de aventura, viaje y conocimiento. Porque ¿qué mejor modo de contar el paisaje que formando parte de él?

Todo empezó en una librería. Casualidades del destino que no lo son. Entre otras certezas adquiridas por la experiencia, no creo en las casualidades desde que comencé a viajar. Hace ya seis años. Mi primer viaje al extranjero fue el 15 de abril de 2008; ese día me dieron la noticia de que el Ministerio de Justicia me concedía la excedencia sin sueldo y con pérdida del destino de mi confortable puesto como registrador de la propiedad. Ese mismo día yo embarcaba en un ferry rumbo a Italia junto a mi primera BMW GS 1200. Desde entonces, no he dejado de viajar en moto y si consigo llegar a Panamá habré pisado cien países en seis años, escrito cuatro libros de viajes y culminado este cambio vital produciendo la que será la primera serie documental española de aventura en moto para televisión.

No creo en las casualidades, sino en la causalidad, aunque a veces el nexo causal no lo veamos y lo llamemos azar, o incluso caos. No existe el caos. Tampoco el azar. Por eso todo comenzó en una librería, no podía ser de otra manera. Y como en los cuentos tristes que tanto me gustan, en una librería madrileña que ya no existe: Altaïr, cerrada por la lógica implacable de la economía de mercado. Si no se venden libros, las librerías cierran. Silogismo fatal tristemente comprensible. Un fantasma es solo lo que queda en mi recuerdo tras las vitrinas de lo que un día fue escaparate de títulos que miraba como miran los críos los dulces de una pastelería.

¿Recuerdan que en mis conferencias me presentaba ante el público como escritor y no como motero? Pues lo malo de ser escritor es que no siempre se puede comer de ello. Una vez vi una entrevista televisiva a un autor serbio al que le preguntaban si en Serbia se podía vivir de la literatura. Él contestó: «Sí, pero no todos los días». Por eso yo había decidido opositar, para tener ingresos que me permitieran alimentar al escritor sin fama. Pero por algún extraño motivo, la púrpura del registro de la propiedad ganada con el número uno tras seis años de obsesivo encierro, no alimentaba al escritor que había publicado varias novelas underground prometedoras, sino que lo dejaba sin alma. ¿Cómo imaginar desgarrados argumentos de realismo sucio cuando se vive como un burgués acomodado? No me creía a mí mismo.

Decidí dejar mi profesión alimenticia, pero no para montar en moto sino para escribir. Iba a ser solo un año sabático con objeto de dar a luz una gran novela, pero me fui a Irlanda en mi moto para poner distancia con España y en ese país me topé con la historia de la Armada Invencible y el capitán De Cuéllar, un superviviente que pasó allí siete meses escapando a salto de mata de los soldados ingleses. Cuando se puso a salvo en Flandes escribió una carta contando su peripecia. Seguí esa huella y encontré una historia apasionante: el viaje en moto como experiencia personal y el rastro de la historia olvidada por la desidia y los complejos españoles. El resultado fue un reportaje de tres páginas que se publicó a todo color en 2008 en las páginas centrales de ABC. Creo haber sido el primer escritor moderno en hablar del capitán De Cuéllar y su aventura. Al leerlo me di cuenta de que había dado con la piedra filosofal que buscaba. Deserté de la ficción y me entregué a la literatura de viajes, que, al igual que la novela, permite escribir de todo lo que a uno le interesa, sin necesidad de inventar nada, solo vivir en primera persona. Y así, si no escribes bien por lo menos habrás tenido una gran vida.

Eso es a lo que me he dedicado en cuerpo y alma: a vivir y a escribir. Y lo he hecho con frenesí, con entrega, con el sacrificio genuino del asceta. Recuerdo estar en pensiones mugrientas de Zimbabue o Borneo, la moto aparcada fuera, sucia de barro y yo sudando dentro de un cuarto caluroso mientras escribía ansiosamente el relato de las horas vividas en la víspera con la obstinación del que no quiere olvidar nada, pues sabe que lo que no escriba ya no existirá.

Así nacieron cuatro libros de viajes que eran mucho más que libros de viajes. Pero como viajar cuesta mucho dinero, de nuevo me encontré en apuros económicos. Cuando en 2011 terminé mi vuelta al mundo, a la que llamé Ruta Exploradores Olvidados, estaba sin blanca. Había consumido mis ahorros en una peregrinación frenética por el globo y quería seguir viajando. Pasé el invierno de ciudad en ciudad, con las maletas de mi moto llenas de libros que vender en una sucesión interminable de presentaciones. Con las ventas conseguí algo del maldito parné imprescindible para vivir y viajar.

Una mañana de primavera entré en esa librería de viajes de Madrid que hoy no existe: Altaïr. Llevaba una caja llena de ejemplares de un librito raro que acababa de publicar contando aquella historia de los náufragos de la Invencible en Irlanda y del capitán De Cuéllar. El libro se titulaba La fuga del náufrago y era un intento casi desesperado de conseguir fondos. Pero aquel día no podía imaginar que el futuro iba a cambiar tanto. Con mi bulto entre las manos y casi sintiéndome un pedigüeño me dirigí a un dependiente con la intención de colocar mis libros en depósito.

—Soy Miquel Silvestre —dije algo apocado—, he escrito un libro de viajes…

El tipo me miró y antes de que pudiera terminar mi discurso me preguntó:

—¿Tú eres el autor de Un millón de piedras?

Asentí sorprendido.

—Encantado —respondió con una sonrisa y tendiéndome la mano—, tu libro es ya un clásico.

En mi ausencia, el relato de la aventura de un necio perdido solo por África en una moto vieja había funcionado muy bien comercialmente aunque yo no hubiera visto un euro de esas ventas por eso tan complejo de los derechos de autor, y los porcentajes, y los contratos editoriales, y la crisis, y el vuelva usted mañana.

Hablamos durante un buen rato de mis viajes y también de unos vídeos rústicos que yo mismo editaba según iba viajando. Me propuso realizar un taller de edición de vídeos de viaje en la librería. Me pareció buena idea. Lo curioso es que Javier, que así se llama el dependiente de aquella librería y periodista de vocación y formación, escribió un correo electrónico a La aventura del saber, un programa cultural de La 2, informándoles de lo que íbamos a hacer. A los productores del programa les interesó el tema y me llamaron para concertar una entrevista. Cuando indagaron en mi historia personal, quedaron muy sorprendidos por eso de que un registrador se convirtiese en aventurero para seguir las huellas de exploradores del pasado. En el mismo plató, el director, Salvador Valdés, me propuso emitir los vídeos de mi vuelta al mundo y también los de la siguiente aventura: la Ruta Embajada a Samarcanda tras los pasos de Rui González de Clavijo, un madrileño que viajó a la corte del Gran Tamerlán en 1403.

Los vídeos empezaron a emitirse y gustaron bastante. Antes de salir de viaje rumbo a Uzbekistán pasé de nuevo por Prado del Rey. En el despacho de los productores de La aventura del saber conocí a un productor ejecutivo de culturales, Javier González, quien había visto mi material y me preguntó si podría hacer una serie completa de trece capítulos.

—Por supuesto que sí —respondí sin saber el lío en el que me estaba metiendo.

 

 

ANAYANSI

 

Anayansi era una bella princesa india, hija del cacique Careta, entregada por su padre como esposa a Vasco Núñez de Balboa mientras el extremeño exploraba el istmo de Panamá en busca del Mar del Sur. Porque Balboa, a diferencia de otros, sabía lo que buscaba. Mucho más que el oro, ansiaba la gloria del descubridor.

Y es que la historia del descubrimiento de América no es el enfrentamiento de españoles contra indígenas. Se trata de la primera confrontación de dos concepciones de la vida diametralmente opuestas, dos modos antagónicos de ver el mundo: la Antigüedad frente a la Modernidad, el Medievo frente al Renacimiento. Y ambos bandos están representados por europeos.

En la América del Descubrimiento desembarcan dos tipos de aventureros: los que buscan la riqueza a toda costa y los que quieren escribir su nombre en los libros de Historia. Y aunque el primer deseo no impide el segundo, lo que resulta completamente excluyente es el orden en que se colocan las dos prioridades, la jerarquía de los valores en juego. O la fama sobre la riqueza o la riqueza sobre la fama, porque en no pocas ocasiones conseguir una significa perder la otra. Y esa organización moral de lo que nos importa como seres humanos, es la que determina dramáticamente los hechos, los afanes y las consecuencias del devenir de los españoles en el Nuevo Mundo a lo largo de la primera mitad del siglo XVI.

Lo que sucede después del período de descubrimiento, exploración y conquista queda al margen de lo que nos importa para contar esta historia. La colonización es un proceso mayormente burocrático y en territorio conquistado apenas queda espacio para la gloria, que sí se obtiene en la frontera. Es por este motivo que quise que mi serie se centrara en el período concreto que va desde el momento en que los españoles ponen el pie en lo que consideraron las Indias Orientales hasta el instante en que se da por terminada la conquista militar. Hablamos de una etapa de apenas cuarenta años, en los que solo diez mil europeos han arribado al Nuevo Mundo. Y en tan breve lapso, una mezcla heterogénea de hidalgos segundones, presidiarios confesos, soldados sin fortuna, clérigos fanatizados y funcionarios de bajo nivel han logrado dominar un inmenso territorio de más de dos millones de kilómetros cuadrados que se extiende desde el Caribe hasta los Andes, de las selvas a los desiertos, de las cimas nevadas a las playas tropicales. Jamás en la historia de la humanidad se había visto un proceso semejante.

Núñez de Balboa era otro de esos tipos a caballo entre el Renacimiento y el Barroco que, aun buscando fortuna, persiguió con mucho más ahínco la fama del descubridor. La princesa Anayansi fue su compañera durante la época de gloria y también en la caída. Se dice que cuando el jerezano fue ejecutado por orden del gobernador de Nueva Castilla, Pedrarías Dávila, ella recogió la rubia cabeza decapitada y se la llevó para mantenerla siempre consigo.

Anayansi es también el nombre de una BMW. Del mismo modo que para los navegantes sus naos eran más que puro armazón de tablas, brea y cuerdas, y por eso las bautizaban, yo he puesto nombre a todas mis motos, pues para mí son mucho más que simples vehículos. En viaje, mi vida depende de ellas. Se establece un vínculo muy estrecho. Sobre ellas se siente si sufren, si traquetean, se escucha si hacen preocupantes ruidos, si patina el embrague, si les cuesta arrancar. A diario se observa el nivel de aceite, el desgaste de las pastillas de freno, la presión de los neumáticos… Sentado durante horas se conoce su fisonomía, su modo de reaccionar, si la potencia será o no suficiente para el próximo obstáculo. Se les habla, se les ruega que no se rompan, o se les grita si lo hacen.

Las motos son mucho más que máquinas. Al menos, cuando se las usa. Recién salidas de una cadena de montaje o expuestas en un concesionario, tal vez solo sean un conglomerado funcional de piezas móviles que quemando combustible consiguen desplazarse a cierta velocidad. Materia fría y algo de pintura. Un objeto de consumo mejor o peor terminado, más o menos atractivo a los ojos. Pero una vez que se han desplazado unos cuantos miles de kilómetros bajo los mandos de un piloto, amalgaman su propia personalidad, íntimamente imbricada con la de su conductor. Por eso yo a todas mis motos siempre les pongo un nombre; nombre que les acompañará hasta el final de sus días.

Porque además cada una de ellas tiene su personalidad propia, sus manías, defectos y virtudes. La BMW R80 G/S del año 1992 de la vuelta a África narrada en mi libro Un millón de piedras se llamaba La Princesa, porque al comprársela en Nairobi a un alemán que nunca la había usado me daba la impresión de estar rodando con una viuda madura de alta alcurnia y muchas ganas de juerga. La R 1200 GS de 2010 que usé para la vuelta al mundo Ruta Exploradores Olvidados se llamó Atrevida, como una de las corbetas de la Expedición Malaspina del siglo XVIII. Creo que esa es la mejor moto y la más bonita que he tenido en mi vida. La R 1200 GS de 2013 de Ruta Embajada Samarcanda, tras los pasos de Rui González de Clavijo, tuvo el nombre de Victoria, como la nao de Elcano, la primera en completar la vuelta al mundo y cuya réplica espero encontrar en la bahía de la Patagonia argentina donde los expedicionarios pasaron el invierno. La R 1200 GS de 2008 de la Old Spanish Trail, un viaje de costa a costa por Estados Unidos siguiendo las huellas de los pioneros españoles en Norteamérica, se llamó Blue, y para la BMW R50 del año 1965 que usé en Operación Sáhara para recordar el pasado español en el norte de África elegí un nombre más descriptivo y menos poético: La Abuela.

Para esta aventura he elegido un nombre indígena, Anayansi, y una moto alemana. Una BMW de color rojo sangre. Es una R 1200 GS de 2014, el último modelo de la exitosa saga G/S, siglas de las palabras alemanas Gelände (tierra) y Strasse (carretera), y que los responsables de marketing de BMW usaron para definir en 1980 a unas motos nunca vistas hasta entonces: aptas para circular por caminos sin asfaltar pero también por autopistas.

Corrían tiempos difíciles para los fabricantes de motocicletas bávaros. Los japoneses construían motos más baratas, rápidas, ligeras y con mejor tecnología. Cuando BMW parecía a punto de sucumbir por falta de nuevas patentes, usó el cerebro para diseñar una moto que no tenía nada novedoso salvo su propia concepción. Se juntaron piezas de otros modelos de la marca para armar una especie de monstruo de Frankenstein mecánico.

En 1980 conmocionaron el mercado lanzando un extraño artefacto que maravilló a crítica y público. La R80 G/S, una moto de enduro en apariencia, pero con un enorme motor de 800 cc. Nació un concepto nuevo, el de maxi trail. La idea ha tenido tanto éxito que todas las marcas tienen hoy una gran trail en su catálogo, aunque es BMW la reina de la categoría desde hace treinta años con la familia GS, indiscutible superventas de la empresa.

 

 

Resulta curioso tan formidable éxito comercial tratándose de un producto que el 90 % de sus usuarios conducen solo en carretera. ¿Por qué comprar una motocicleta de altas suspensiones, cubiertas mixtas, manillar ancho y rueda delantera mayor que la trasera? ¿Por qué gastar cientos o miles de euros en defensas de motor, faros suplementarios y baúles de aluminio? Lo que justifica la elección de una GS no es que se planee vivir una verdadera aventura, sino el sueño de vivirla algún día, tal vez.

Yo tengo el privilegio de vivirlas en la realidad y de vivir de ello, aunque sea ganando poco dinero en comparación con una profesión digamos «seria». Pero como me gusta decir, elegí malvivir para vivir. Que mi modo de vida sea el pilotar motos por el mundo es uno de los mejores y más divertidos regalos que se le puede hacer a un hombre. Las motocicletas son juguetes. Son bicicletas grandes con motor. Por eso los niños de cualquier raza y cultura las aman. A todos los niños les gustan las motos. Y los hombres no somos otra cosa que niños que desean juguetes más caros. Haber hecho de las motocicletas mi profesión, aunque sea mal pagada, es como nombrar a un niño vigilante nocturno de una pastelería. Mi vida es jugar.

 

 

EL COMIENZO

 

¿Dónde situar el comienzo de un viaje que para mí no es sino la continuación de un largo nomadeo desde que abandoné el registro de la propiedad? América del Sur no es sino lo que va después de África, Asia o Norteamérica. El viaje de Diario de un nómada comenzó quizá cuando estaba siendo engendrado, según mi madre, en un barco que iba a Mallorca. Sin embargo, hay que concretar más, forzosamente.

Pongamos que hablo de Madrid, que es donde me encontraba en febrero de 2014. Tras haber aceptado imprudentemente la propuesta de Televisión Española, me las prometía muy felices porque creía tener medio armado el proyecto de producir una serie televisiva sin productora y sin televisión. Lo que tenía en realidad era una moto prestada por BMW Motorrad España, dos billetes de ida a Santiago de Chile y un cámara de Extremadura contratado por tres meses a pesar de no tener experiencia en programas del tipo que yo pretendía hacer. Ni siquiera eso me preocupaba demasiado. Al fin y al cabo, casi nadie había hecho un programa como el que yo pretendía hacer, y además el que no tenía experiencia alguna en hacer televisión era yo. Así que tampoco podía ponerme muy exigente al respecto.

No tenía experiencia y tampoco dinero. A pesar de disponer de un compromiso de emisión por parte de TVE y de pedir unas tarifas ridículas para lo que objetivamente cuesta la publicidad en pantalla, no había conseguido apenas patrocinadores. Porque el fondo de todo este asunto es que la serie tenía que financiarla íntegramente yo. La radiotelevisión pública española se encuentra en un estado presupuestario tan calamitoso que con dificultad puede financiar sus proyectos, y sin embargo tiene varios canales que llenar de contenido. Por ejemplo, La 2, un canal cultural imprescindible y que en muchos casos es la única oferta televisiva digna en algunas franjas horarias. Para alimentarlo de contenido a coste cero, sus responsables han tenido la brillante idea de abrir la parrilla a programas externos que se financien con patrocinios siempre que reúnan unos muy exigentes controles de calidad. Tal era mi caso. O al menos lo pretendía.

Así que Televisión Española me había aceptado. Pero las que me rechazaron sin dudar fueron la mayoría de las empresas a las que me dirigí, y que gastaban millones en campañas de publicidad. La lista sería demasiado larga para ponerla aquí y además serviría para hacerles justamente aquello por lo que no pagaron: publicidad. Por eso Dios guarde en su memoria a las pocas que sí lo hicieron, aunque fuera con cantidades modestas. Tan modestas, que empezaron a partir de los 800 euros que fijé para disponer de un banner en la web y una pegatina en la moto. Pero no conseguía más que migajas. Contaba al menos con el apoyo de BMW, cuyo jefe de marketing, David Canosa, es ya un amigo después de tantos años de estrecha colaboración. Sin embargo, ese soporte no servía para financiar ni una cuarta parte de la serie. La gente suele pensar, al oír que BMW me patrocina, que es como tener una cuenta bancaria en Suiza; la realidad es que dentro de BMW Ibérica hay dos empresas diferentes: los coches y las motos. Mi relación es exclusivamente con la división de motocicletas, cuyos presupuestos de publicidad son muy modestos porque las motos son un mercado muy pequeño.

Después de mucho esfuerzo, sumé dos importantes ayudas: la de Canal Extremadura, la televisión autonómica de la región que más importantes conquistadores ha visto nacer, y el Ministerio de Defensa. Gracias a todos los patrocinios y subvenciones dibujé al final de la columna del haber en mi cuaderno de cuentas la cantidad de 130.000 euros. Dinero que no estaba en mi cuenta, pero que me prometían estaría si todo llegaba a cuajar.

Los profesionales con los que estaba trabajando durante esos días azarosos me comentaron que con el presupuesto que manejaba no podría ir ni a la esquina. Pero yo quería ir un poco más lejos. Quería cruzar Sudamérica en moto para realizar una serie para televisión.

—Eso es algo así como el Long Way Round del Mc Gregor que salió en la BBC —dijeron—. Puede funcionar, tienes gancho. Hemos visto algunos vídeos tuyos y no están mal. Pero la logística de producción es muy complicada. ¿Cuántos países dices que quieres cruzar?

—Por lo menos diez —contesté—. Quiero viajar del estrecho de Magallanes al canal de Panamá. Unos veinte mil kilómetros, y además hay que superar el Darién en barco.

Ellos hacían números, sumaban, restaban y entonces me ponían delante un presupuesto para cuatro meses, cinco personas desplazadas, dos vehículos, un productor ejecutivo en España, una secretaria, seguros, coberturas, teléfono satélite, sueldos a tutiplén, y aquello salía por 500.000 euros. Yo miraba mareado el presupuesto, musitaba que no tenía ese dineral. Volvían a coger el papel, restaban, borraban, modificaban y lo dejaban afeitado en solo 360.000.

—Es lo mínimo —remataron—. Por debajo de eso el riesgo es inasumible.

 

 

TONINO

 

Un día leí en mi cuenta que alguien llamado @toninoparker me decía que le encantaba lo que hacía y que si algún día necesitaba un cámara, que contara con él. Se dio la ¿casualidad? de que por aquel entonces estaba embrollado en el empeño de convencer a TVE de que podía hacer una serie y que contaba con productora y cámara profesional. Cuando leí el mensaje decidí darle una oportunidad y le pedí el currículo. Él me lo mandó enseguida por e-mail y añadió que le encantaba viajar, que no le gustaba lo que estaba haciendo ahora en Extremadura, y que haría lo que fuera por vivir la experiencia siempre que no le costase dinero.

Me gustó su claridad de ideas, ese ímpetu y el atreverse a proponer algo que otros no hacían. Guardé el currículo y el contacto mientras seguía trabajando en la preproducción. En aquel momento yo trabajaba codo con codo con Fernando Gómez-Blanco, propietario de Puntal Productions, productora del programa de Antena 3 Centímetros cúbicos, especializado en motor. Ellos habían hecho alguna pieza mía como motorista y fue la primera persona en la que pensé cuando me dijeron que necesitaba una productora.

Fernando, su equipo y yo estuvimos trabajando duro en el proyecto. Hicimos lo que se llama una «biblia», un pdf con la idea del programa, la ficha técnica y el presupuesto. Y ahí fue donde embarrancó nuestro barco común. A pesar de que se intentó, no conseguimos más dinero. Fernando es un hombre de negocios y aunque el proyecto era ilusionante, consideró que por debajo de la cifra mínima presupuestada no podía correr el riesgo, así que se bajó del tren cuando ya habíamos tenido varias conversaciones con TVE.

Para mí fue un duro golpe, pues confiaba en la profesionalidad de Puntal para llevar a cabo una producción tan compleja como la que estaba planteada. Me encontré solo y sin experiencia. Lo razonable era abandonar. Nadie me lo reprocharía. Habría sido solo un bonito sueño pero demasiado alto como para alcanzarlo con mi 1,70 de españolito de la generación anterior a internet. Pasé unos días tristes con el único consuelo de Teresa, mi novia, a quien había conocido hacía poco tiempo gracias a una entrevista que me hizo para el programa de TVE donde ella trabajaba: Comando Actualidad. De aquel encuentro fugaz salió un interés mutuo que cristalizó durante mi viaje a Samarcanda. A mi regreso me instalé en su casa y en su vida, y ya no saldría de ninguna de las dos.

Ella ha vivido conmigo todo el proceso. La ilusión, el esfuerzo, el convencer poco a poco a los responsables de documentales de TVE de que el proyecto era viable. Y de pronto, el batacazo. Una mañana salí a correr de casa de Teresa y me perdí por plaza de España. Pasé por delante de la estatua que Don Quijote y Sancho tienen allí, vigilados por Miguel de Cervantes. Recorrí la distancia hasta el Palacio Real. Visité a Lope de Vega, casi escondido en la plaza de la Marina, pasé por delante de los reyes godos y un poco más allá, casi enfrente de la catedral de La Almudena, encontré el busto de Mariano José de Larra, el periodista mejor pagado en su momento y que sin embargo afirmó —con toda la razón— que escribir en España es llorar. Se mató volándose la tapa de los sesos.

La carrera entre los escritores me hizo reflexionar. Ellos eran gente admirable por la defensa de la obra que hicieron. Tal vez en lo personal fueran altivos, antipáticos, vanidosos o incluso corruptos, pero como artistas eran modelos. Si algo podían enseñarme era la constancia en su esfuerzo y el compromiso inquebrantable con su talento. Yo tal vez no lo tuviera, pero si no lo ponía a prueba en esta ocasión decisiva jamás lo comprobaría. Comprendí que no había llegado tan lejos como para abandonar. La idea era mía, el personaje era el mío, el proyecto era mío y si alguien tenía que producir la serie, pensé que nadie podría hacerlo mejor que yo. Y, diablos, si salía mal, yo era el único a quien hacer responsable. Lo mismo que si salía bien.

Decidí sacarlo adelante a mi modo. Ejercería de guionista, redactor, actor y transportista. Compraría el material técnico de más alta calidad que pudiera pagar, contrataría a un cámara profesional y a un conductor. Asumiría todo el riesgo, pero no iba a dejar pasar la oportunidad de hacer algo en lo que creía, algo para lo que pensaba estaba preparado y que valía la pena. Haría lo mismo que con mi libro Un millón de piedras. Después de seis ediciones, me decían que su recorrido comercial estaba agotado. Así que recuperé los derechos y lo reedité bajo mi propio sello: Silver Rider Prodaktions. Desde entonces no he dejado de venderlo a través de mi página web. Así que supongo que ese momento fue cuando realmente comenzó el viaje, el día en que me vi convertido en productor sin productora.

De modo que me fui a Extremadura a conocer a Antonio. Quedamos en un bar de Mérida. Apareció un chavalote grande, de casi metro noventa y cien kilos. Un tipo normal, de mirada franca y sin tonterías aparentes. Le conté la situación. No teníamos productora, ni guionista, ni red. Tampoco estaba muy claro que se acabara emitiendo, porque TVE no se comprometía a nada. Ofrecí pagarle el salario mínimo que su convenio establecía para los cámaras de televisión. El viaje, dietas, alojamientos, material, seguro médico y cualquier cosa que pudiera necesitar lo pagaría yo, pero no habría un solo lujo. Clase turista, hoteles baratos y comida popular. Durante tres meses no tendría fines de semana, ni intimidad personal, ni días libres. Trabajaría durante dieciocho horas al día y viajaría constantemente por Sudamérica sin que nadie pudiera hacerse responsable de su seguridad. Le pareció estupendo.

 

 

PREPARATIVOS

 

Un par de meses después alojé a Antonio en un estudio en Madrid. Teresa y yo lo adoptamos casi todas las noches para cenar mientras hablábamos tomando cervezas de cómo enfocaríamos el trabajo. Su disposición era inmejorable y el proyecto le ilusionaba sinceramente, pero lo cierto era que ninguno de los dos sabíamos por dónde empezar. No había guión, ni una estructura definida, ni un plan concreto de rodaje. Cosas que él consideraba imprescindibles para saber qué tenía que filmar, mientras que yo pensaba que bastaba con empezar a rodar para que comenzaran a suceder cosas reales que valdría la pena filmar. Él conocía el método de trabajo televisivo; yo vivía en la feliz ignorancia y pensaba que lo que sucede en la realidad es lo que tiene que enseñarse, por el orden en que acontece.

Antonio y yo nos hicimos inseparables esos días. No porque nos cayéramos bien, cosa cierta por otro lado: nadie me cae tan bien como para querer pasar todo el día pegados como siameses; pero es que teníamos mucho por hacer y cuando terminábamos con algo ya nos tocaba seguir con la siguiente tarea. Le había hecho venir unos días antes de nuestra partida para conocernos mejor y terminar de prepararlo todo. Aunque la verdad es que en media semana no se conoce casi nada de una persona con la que vas a convivir tres meses en un entorno extremo y a la que acabarás conociendo como si la hubieras parido, y que, respecto a los preparativos, ante un gran viaje de estas características nunca se acaba de preparar nada; siempre parecen quedar flecos colgando y cabos por atar.

Lo primero que hicimos fue comprar todo el material encargado. Como suele suceder, nada de la lista que habíamos consensuado con los proveedores semanas atrás estaba listo, y de pronto parecían haberse evaporado de una capital tan pequeña como Madrid artefactos tan extraterrestres como unos sencillos micrófonos inalámbricos que usa cualquier productora de medio pelo. Los enanos no es que nos crecieran, parecían haber armado una revuelta.

Hacernos con un equipo básico de filmación nos llevó varias jornadas intensivas y decenas de viajes en moto recorriendo la ciudad de punta a punta.

Pasamos esos últimos días en Madrid ocupados en decenas de gestiones urgentes. Y gastando, claro. El equipo me costó unos doce mil euros incluyendo un drone o minihelicóptero con cámara que sumó mil más y que tendría una vida efímera pues lo perderíamos poco después en los bosques de la Patagonia, aunque esa es otra historia.

Y el tiempo transcurrió velozmente. Una tarde nos dimos cuenta de que volábamos en dos días y que a la mañana siguiente la moto tenía que salir embalada rumbo a América en un avión. Eso significaba que debíamos hacer urgentemente el equipaje de los dos y cargarlo en Anayansi. Desplegamos el cargamento en el salón de Teresa y al ver aquel bazar tuve la impresión de que no conseguiríamos llevárnoslo todo.

Tres equipos de acampada completos con sus tiendas, sus esterillas y sus sacos de dormir. Ropa de abrigo para los tres, pues estaba prevista la presencia de un conductor, aunque al final nos acompañó quien no estaba previsto al principio por otra de esas deserciones de último momento. Pero no adelantemos acontecimientos, que ya presentaremos cuando corresponda al otro mariachi en danza y por qué vino él y no el otro. El resto del equipaje eran camisas, camisetas, pantalones, botas, material fotográfico y de filmación, un trípode profesional, parasol, medicamentos básicos, herramientas…

Plantados en mitad de aquel desparramado tesoro de Diógenes, Antonio y yo nos miramos con la desolación pintada en nuestros rostros. Pero yo tenía algo más de experiencia en situaciones así y sé que la desesperación es solo un refugio de la pereza para no afrontar la rutinaria subida a la montaña de Sísifo. El montículo de trastos era solo una apariencia, debajo de esa forma informe y caótica, latía el orden. Solo había que ponerse manos a la obra, meter lo que se pudiera en las maletas y bolsas, y el resto dejarlo en España y sobrevivir como pudiéramos en América. Y así nos entregamos al primer gozo del viajero.

Porque la primera satisfacción de un viaje es que entre toda la infinita impedimenta posible en los finitos compartimentos disponibles. A pesar de mi experiencia, hacer el equipaje me lleva horas de selección. Elijo lo que me gustaría llevarme, lo que pienso que puedo necesitar, lo que sin duda echaré en falta, y luego dejo fuera la mitad. Hago montones de cosas, las imprescindibles, las necesarias y las optativas. Luego dejo fuera la mitad. Clasifico las herramientas, la ropa, el equipo de camping, el material electrónico… y luego dejo fuera la mitad. Cuando ya tengo hecha toda esta labor de escrutinio y organización, reviso las maletas y el espacio que tengo disponible y entonces me cabe la mitad de la mitad y aún me sobra algún hueco absurdo que relleno metiendo cosas de la primera mitad que deseché por inservibles o innecesarias.

Ahí estábamos, rodeados de objetos y prendas, diseminadas alrededor, convertido el salón en un campo de batalla. Sin embargo, una gran sonrisa nos delataba. Estábamos felices. Tras dos horas de lucha y combate, teníamos delante tres maletas de aluminio cerradas a presión, una bolsa metalizada de BMW, enorme e hinchada como un globo, y una funda negra y alargada con el trípode. Esto iría en la moto, dentro del embalaje. Nosotros volaríamos con las cámaras, los ordenadores y una mochila cada uno con lo imprescindible. Lo esencial era que lo esencial había cabido y solo se quedaban fuera varios kilos de porsiacasos, porque eso es lo que de verdad ocupa y pesa: los cachivaches y prendas que llevas por si acaso pasa esto, por si acaso pasa lo otro o por si acaso no pasa nada y nos aburrimos. Hay una tendencia universal a rodearse de porsiacasos. Sin embargo, la realidad es que no hacen falta nunca, y que si alguna vez hicieran falta y no los tenemos, ya nos ocuparemos de conseguirlos. Sí, efectivamente la vida sería mucho más sencilla y nosotros más felices sin cargar con los porsiacasos.

Bajamos el material a la calle, donde estaba aparcada Anayansi. Encastré las maletas de aluminio fabricadas por la empresa alemana Touratech. Luego fui ubicando todos los bultos hasta cargarlo todo, dejando a la pobre BMW como uno de esos viejos coches que cruzan el Estrecho en verano llevando encima todo lo que pueden y más. La estampa de la atlética BMW convertida en furgón de reparto era lastimosa, pero solo sería una solución provisional para hacer el corto trayecto hasta la Navacerrada, donde la embalaríamos en las instalaciones de la empresa Nedap, cuyos directivos, motoristas ellos, se habían ofrecido a través de Facebook a ayudarnos y a financiar parte del transporte.

Lo que no cupiera en la moto no vendría con nosotros. En Chile me esperaba un vehículo 4 × 4 con matrícula argentina que nos acompañaría a lo largo de toda Sudamérica y cargaría con el equipo más pesado. Pero, por un lado, ese coche no llegaría a Panamá, sino que regresaría desde Cartagena de Indias debido a que no podría cruzar el Tapón del Darién. Antonio y yo viajaríamos solos en la moto hasta el último punto del viaje, destino obligado a pesar del inconveniente del salto marítimo porque allí se encontraba el recuerdo de Vasco Núñez de Balboa, el protagonista más importante de la serie. Y, por otro lado, aborrezco no ser autosuficiente. Es una obsesión que me ha quedado de mis años nómadas. Uno ha de ser siempre capaz de acarrear su propia impedimenta. Eso es para mí uno de los elementos imprescindibles de la libertad.

En Nedap confeccionaron un embalaje para una obra de arte donde cupo la moto entera sin tener que desmontar la rueda delantera, como es la costumbre, y donde pudimos meter todo el equipo, así como la ropa de motorista y los cascos. La caja era sólida como una roca, construida de grueso contrachapado y remachada con tornillos gruesos como dedos. Indestructible, pero también pesada como el plomo. En la báscula del aeropuerto dio 506 kilos. Media tonelada de sueños. Al cambio, 1.730 euros de fletes aéreos. Una pequeña fortuna. Por suerte, Antonio, el gerente de Nedap, soltó allí mismo 1.000 euros a cambio de poner una gran pegatina en la caja, otra más pequeña en la moto, y un banner en mi web. Fue un gesto generoso de motorista, aunque ineficiente desde el punto de vista empresarial. Nedap es una empresa que fabrica artilugios de seguridad, como las alarmas que van grapadas en la ropa de los grandes almacenes, y la publicidad que obtendría en un programa de viajes de aventura probablemente no le sirviera para nada.

La búsqueda de los patrocinios siempre ha sido así. Las empresas que deberían estar más interesadas en la serie, como las aseguradoras, y que se gastan mucho dinero en publicidad pensada para motoristas, dijeron que no a un proyecto sobre motos que saldría en televisión; paradójicamente, empresas completamente alejadas del mundo motociclista fueron las que me apoyaron, muchas veces por razones personales y no genuinamente racionales, como Integra2, Nacex o BDO. A ellas de poco les servía que mi viaje lo siguiera mucha gente, aunque yo sí les necesitaba. Por ejemplo, fue Integra2 la que se encargó de trasladar la moto en un camión desde Navacerrada hasta Barajas gracias a que lo gestionó uno de sus directivos, Luis Fernández-Amaro, también motorista y también aventurero que se había ido a Dakar estimulado por mi libro Un millón de piedras.

La moto desapareció en el interior de la zona aduanera de la terminal de carga y sentí esa desazón tan particular del motorista que se despide de su montura para mandarla en barco o avión a cruzar un océano. Una vez se pierde de vista no se sabe qué pasa con ella, cómo la tratan, dónde la ponen, quién anda cerca. Una moto es mucho más que un vehículo, más que un conjunto funcional de mecanismos, metal y plástico; una moto es casi algo vivo al menos para aquellos que las amamos, las sentimos vivas y ellas acogen recuerdos, emociones, enfados y alegrías. Pero una moto en una caja ya no es una moto, es solo una caja. Al menos para las compañías aéreas. El tráfico internacional está lleno de cajas que vuelan de un punto a otro del globo; cajas que se despachan, se almacenan, se recogen, se pesan, se elevan, se bajan, se llevan a otro almacén, y entre esos millones de cajas que circulan por el mundo, un porcentaje de ellas se pierde, desaparece o se destruye. Son cosas que pasan. Siniestros calculados estadísticamente y asumidos económicamente. Algunas cajas no llegan. Son pocas y el tráfico mercantil internacional no se resiente por eso. Pero si mi caja no llegaba, nuestro pequeño gran proyecto terminaría antes de comenzar. Porque para mí una moto dentro de una caja no es una caja, es una boa con un elefante dentro.

 

 

LA PRODUCCIÓN

 

El día llegó y Teresa, Antonio y yo nos dirigimos al aeropuerto de Barajas, a la inmensa y fría Terminal 4. Largas colas, mostradores glaciales, inmensos paneles titilantes de letras, números y datos. Caminábamos los tres bajo los altos techos agobiados por el peso de las mochilas, la tristeza de la despedida y la ansiedad de la partida. Los nervios se disimulaban bien, pero en realidad nos comían por dentro. No solo era por el proyecto profesional tan complejo que teníamos por delante; era también, y sobre todo, inquietud física, personal. Para Antonio iba a ser la gran aventura de su vida, pues nunca había viajado durante tanto tiempo seguido y a través de tantos países. Para mí cada nuevo viaje es una gran aventura que la vivo como si fuera la primera. He comprobado el fenómeno decenas de veces. Ante lo desconocido, me puede el temor: imagino desastres naturales, ataques armados, infecciones víricas y explosiones nucleares. Por fortuna, toda la aprensión desaparece en cuanto piso el nuevo país y comienzo a moverme. La acción neutraliza el miedo. Cuando viajo, estoy tan ocupado actuando y tomando decisiones instantáneas para resolver problemas inmediatos y concretos, que no tengo tiempo de preocuparme de pijadas como el temor a peligros abstractos.

Odio viajar en avión. No siento miedo a volar, es la incomodidad del vuelo, el sentirme comprimido, encerrado. Los trayectos transoceánicos me horripilan por sus más de diez horas. Trece, en este caso. Pero con la ventaja de que era un vuelo directo y nocturno. Eso facilita algo dormir, cosa que me cuesta enormemente en los aviones. La bebida ayuda. Y puesto que estábamos enchufados gracias a mi amigo José Manuel Porras Novalbos, auxiliar de cabina, los tripulantes nos atendieron con dosis de amabilidad extra y barra libre de vino y cerveza. De modo que Antonio y yo nos bebimos lo que no está escrito ni debe escribirse, y después de un rato de charla conseguimos quedarnos dormidos a pesar de lo incómodo de la clase turista.

Nos recibieron un sol radiante, el estupor y la burocracia. En febrero es verano en el hemisferio austral. Cuando abrimos los ojos, por las ventanillas se colaba una luminosidad hiriente. Miramos a través de nuestro sopor y del plástico irrompible y el golpe fue directo al mentón. Allí estaban encrespados de riscos y aristas, cubiertos de nieves perpetuas, tumba de expediciones y sujetos líricos de poemas y canciones: los Andes. Estupefactos y mudos, nos quedamos mirando aquellas moles que nos iban a acompañar durante todo el viaje, pues La Cordillera, ya que así se la llama, en singular y con artículo determinado, no es particular de un país o región, sino que recorre todo el continente como una bisectriz inexpugnable de norte a sur. Cuando digo todo el continente no hablo por hablar. Las Montañas Rocosas de Norteamérica no son sino una continuación de los Andes, que si bien se hunden algo en Centroamérica, reaparecen en México y terminan en Alaska.