El final del inca
Detengo la moto al borde de la carretera. Desde donde me encuentro diviso en la lejanía un mar ocre. Una planicie de onduladas lomas resecas se extiende muchos cientos de metros más abajo. Parece no tener final. No lo veo todavía pero sé que allí está el Pacífico. Seguimos en Perú, uno de los países más grandes, diversos y bellos de Sudamérica. Lleno de historia, leyendas y una abrupta geografía que convierte cualquier viaje en aventura. Perú es un país de paisajes espectaculares. Se van sucediendo uno detrás de otro y cada uno es más bonito que el anterior. Pero no hay más que curvas. Curvas y curvas y curvas y una curva y otra curva y al final uno se pasa el día en la carretera para llegar a un punto que no está tan distante en el mapa. Desde Ollantaytambo hasta Nasca hay apenas ochocientos kilómetros, y han supuesto unas quince horas de viaje.
Salimos del Valle Sagrado de los Incas y viajamos hacia el oeste, hacia la costa. El horizonte era de montañas y más montañas con la carretera convertida en un revirado sacacorchos. La caída hacia Abancay fue de vértigo. Si el lector tiene la molestia de examinar el trazado en Google Maps, alucinará al ver el dibujo de un tracto intestinal en lugar de una carretera. Luego llegamos a un cañón que seguía el curso de un río, el Pachachaca Abancay, y fue uno de los tramos más deliciosos del viaje, con un asfalto impecable, paisajes espectaculares y unas curvas amplias y bien peraltadas en las que se disfrutaba de viajar en moto y en la que no quise preocuparme de filmar. El viaje puro y el placer de rodar sin más. La ruta nos llevó hasta un pueblito llamado Chalhuanca, donde inesperadamente encontramos un hotelito coqueto y confortable.
Al día siguiente el pueblo nos ofreció el regalo de un mercado popular lleno de color y tipismo y luego salimos de viaje. Volvimos a retreparnos a los Andes, ascendimos a más de cuatro mil metros por unas lomas peladas y desembocamos en una llanura salpicada de lagunas y llamas. Las brumas asomaban entre los riscos y el frío era intenso. La carretera seguía siendo aceptable y eso nos aliviaba porque el tiempo se consumía inexorablemente en estos largos desplazamientos y si la ruta estuviera sin asfaltar nos llevaría tres veces más recorrer la misma distancia.
Y de pronto, un socavón. Un descenso abruptísimo y un horizonte terroso y seco. Era como si las montañas se cortaran anticipadamente. Cuando lo vi, detuve la moto. Ahora contemplo un océano de dunas que semejan no tener final y aunque no lo veo, sé que el Pacífico está allí. Este cambio de paisaje demuestra que ya estamos abandonando por fin el altiplano. Ya tenemos Nasca ahí, y a partir de este punto estaremos en la costa y circularemos al nivel del mar hasta Lima.
Iniciamos el descenso. El desnivel del altiplano hasta Nasca es tan brusco que en pocos kilómetros descendemos desde los 3.000 m hasta los 45. Una gran mole blanca se erige frente a nosotros. Es una duna de arena. La llaman Cerro Marcha y es otro síntoma de la enfermedad que padece la geografía americana: el gigantismo. Es la segunda duna más alta del mundo. ¿Dónde está la primera? También en América, en Catamarca, Argentina, llamada Federico Kirbus en honor a su descubridor.
Nasca aparece como una población mediana y polvorienta, de tráfico caótico por los moto-taxis y volcada en el turismo de las líneas milenarias trazadas en el desierto. Como es tarde, buscamos un alojamiento, preferiblemente alejado del bullicio del centro. Encontramos un hotelito en una finca llamada Fundo San Rafael. Nos atiende una chica joven y pizpireta. Nos da un buen precio, quizá porque somos los únicos clientes. El lugar es agradable, de paredes encaladas, un porche con flores, rejas de hierro forjado y una estampa de cortijo andaluz. Hay mucho terreno. Tienen una huerta y unas cuadras donde crían caballos, patos, conejos y también ratas. En realidad son cobayas o conejitos de Indias, animalitos de dulce mirar y suave pelaje.
Me acerco al rústico cuidador de la finca. Un hombre bajo y corpulento, de indescifrable acento.
—Cría usted cobayas.
—Cuyitos.
—¿Cómo les llama usted?
—Cuy —dice agarrando uno del criadero.
El bicho exhala unos desgarradores grititos y se le salta una lágrima gorda y casi humana que me conmueve.
—Un cuyito. ¿Esto qué son, mascotas para los niños? —pregunto con inocencia.
—Mascotas, ajá. Este también lo preparan, aquí la comida típica de acá del fundo de San Rafael es el cuy chactao.
—¡Son para comer! —exclamo escandalizado—. ¿Y usted sabe que esto lo tenemos en España como mascota? A los niños les gustan mucho las cobayas, y se tienen en casa. Se cuidan con mucho cariño, mucho amor, y no se comen.
—Acá sí se come —contesta él sin entender qué carajo le estoy diciendo.
Perú es un país de contrastes y ancestrales tradiciones. Algunas sorprenden al viajero occidental como un puñetazo en el estómago. Como esa de cocinar un animal que puede parecer una rata. O mejor dicho, cobayas. Para mí las cobayas y los hámsteres son ratas domésticas a las que se les coge cariño y no se comen, como no se comen las ratas ni los ratones. Pero las cobayas llevan sirviendo de alimento a los habitantes de los Andes desde hace miles de años. Se estima en más de sesenta y cinco millones los ejemplares consumidos al año solo en Perú.
Sé que durante épocas de penuria o posguerra se han comido ratas en España. La sola idea de comerse una nos retrotrae a lo peor del imaginario nacional. Por eso yo no sé qué es más dramático para un españolito medio como yo, si comer una rata por necesidad o deleitarse por vicio con una mascota infantil. Pero el caso es que en Perú se considera una delicia sibarítica el cuy frito o asado. Y un cuy es una cobaya. ¿Y qué niño español no ha tenido cobayas como mascotas? ¿Te comerías a tu perro?
Pero ante semejante tradición, no podemos sino filmarla y mostrarla en el documental tal y como es, de modo que nos dirigimos a la cocina del hotel, digna del mejor restaurante. Siento una extraña aprensión al ver dos cadáveres de cobaya pelados y estirados sobre el impoluto y metálico banco de trabajo. El cocinero viste de blanco nuclear y lleva una redecilla sobre su cabello. Agarra el bicho y lo unta con ajo, luego lo empana y lo mete en una gran sartén llena de aceite caliente. La grasa borbotea cuando mete el ratón y este se va poniendo dorado. Luego lo emplata y lo acompaña de patatas cocidas, maíz y cebolla. Todo es higiénico y limpio, pero para mis prejuicios está inevitablemente emborronado de sordidez.
—¿Y a ustedes no les da pena el cuy? —le pregunto a una cocinera.
—Cada vez que lo matan nos ponemos a llorar —contesta con ironía.
—Me está tomando el pelo, ¿verdad?
—No, jamás —miente.
—¿A usted le gusta?
—Me encanta. Es una delicia —reconoce.
Me dan asiento en el comedor. Sirven el plato, delicadamente preparado, y yo siento una repugnancia invencible al ver la cabeza y los dientes del roedor. Lo preparan tal cual es. Sin trocearlo es imposible olvidarse de lo que es. Por más que intento hacerme a la idea creo que me va a resultar imposible comérmelo. Lo voy a probar por exigencias del guión pero culturalmente resulta inviable. Sin embargo he invitado a Diana, la coqueta recepcionista, para que se lo coma y que sea ella quien me diga exactamente a qué sabe el cuy. Ella está encantada con la idea porque le gusta lo de que la filmen las cámaras, y más aún comer un cuy, que es una comida muy cara en Perú. Para los peruanos es un manjar propio de ocasiones especiales. Pero yo por más que lo miro me parece una rata.
—¿A usted no le parece una rata?
—No, en realidad en mi país se come, es un plato típico y es delicioso —contesta agarrando un buen pedazo con las manos.
—Esto se come así, sin cubiertos ni nada, ¿no? —comento.
—En nuestro país acostumbramos a comer así. Es muy rico comer con los dedos.
No me queda más remedio que tomar una porción y darle un bocado. El pobre cuy tiene muy poca carne. Es más bien la piel y la grasa lo que se come. Debido al empanado, las especias y la fritura, la textura es crujiente y picante. No sabe a nada en particular. Podría ser cualquier cosa frita con su propio tocino: pato, cerdo, morsa.
—Cuesta de pasar la rata —digo ante la dificultad de ablandar este cuero de roedor—. ¿A usted le gusta?
—A mí me encanta. Muy rico. Delicioso —responde Diana con expresión de éxtasis.
Yo siento una arcada incontenible.
—Me alegro de que le guste —susurro mientras me levanto con urgencia—. Voy al baño.
Después del cuy, vamos a ver las Líneas de Nasca, con miles de años de antigüedad, sin que se sepa muy bien ni cómo se hicieron ni a qué se debían. Tienen más de dos mil quinientos años. La primera referencia se la debemos a Pedro Cieza de León en el siglo XVI. Se desconoce su verdadera función, aunque es probable que fuesen mensajes dirigidos a los dioses.
Los turistas con más recursos pagan el billete para viajar en una avioneta sobre las siluetas que representan a un mono, una especie de astronauta, un colibrí o un tridente. Pero nosotros no tenemos dinero para pagar tres tíquets, y además tenemos el drone. Suponemos que la altura a la que vuela será suficiente para filmar alguna de ellas. Hemos de salir de la población y conducir unos veinte kilómetros por la Panamericana a través de un desierto. Hemos vuelto al secarral.
En la misma ruta encontramos un cartel que advierte de que estamos entrando en Patrimonio de la Humanidad declarado por la Unesco. Poco después aparece el mirador metálico. Es una estructura que se alza una veintena de metros y que permite contemplar algunas líneas. El espectáculo no es excesivamente majestuoso porque estamos a muy poca altura. No obstante, son apreciables las escarificaciones en la tierra que forman estos raros dibujos que solo se ven desde el aire. Ninguna excede de 30 centímetros de profundidad.
Aseguran que nadie realiza un mantenimiento clandestino y que simplemente se conservan por sí solas. Las razones de que sean inalterables, aseguran los expertos, son la sequedad del área ya que cae menos de 1 litro por metro cuadrado al año, la composición del suelo, muy rico en yeso y que hace que las piedras permanezcan pegadas, y la alta temperatura, pues el aire caliente actúa como un colchón que hace que el viento cambie de dirección.
Sin embargo, no hay colchón posible contra los desaprensivos ni el progreso. Cuando alzamos el drone, comprobamos que algunas líneas cercanas a la carretera están destruidas por las rodadas de los vehículos 4 × 4. Actúan como un rastrillo ciego y desde el aire es más visible el destrozo que la maravilla patrimonio de todos. Pero es que incluso la propia carretera Panamericana corta una línea, la llamada «Lagarto». Desde luego el progreso a veces cuesta enormes sacrificios a la herencia cultural de los pueblos. El mensaje que enviamos al espacio escrito en el desierto de Nasca es hoy tan claro como terrible.
Lima es una alargada salchicha urbana emparedada entre la costa y los Andes. Capital de Perú y ciudad más poblada del país con ocho millones de personas. Tuvo un crecimiento caótico en los noventa por el éxodo masivo que provocó la violencia terrorista que asolaba las provincias. Perpetuamente cubierta por una densa neblina, sus contornos aparecen tan difuminados como los aspectos éticos de la conquista española sobre los dominios del Imperio inca. Dicen que su atroz y caótico crecimiento se precipitó en los años setenta y ochenta como consecuencia de la violencia terrorista. Sendero Luminoso provocó un masivo éxodo campesino de las provincias a la capital. La gente se alojó como y donde pudo. Hoy los barrios de casas precarias se desparraman por doquier.
Lima es una ciudad fundada por Francisco Pizarro como capital del nuevo Perú que surgiría tras la caída del Imperio inca. El primer alcalde fue el gaditano de Olvera Nicolás de Ribera, uno de los Trece de la Fama. Cuando Pizarro abandonó Panamá con un ejército rumbo a la conquista del Perú, pasó dos años guerreando sin conseguir salir de Centroamérica y pasando grandes penalidades. Sus hombres, decepcionados por el gran esfuerzo y el nulo premio, ansiaban regresar. En la panameña isla del Gallo, Pizarro trazó una raya en la playa. Los que la cruzasen irían con él a conquistar un imperio, a ganar la gloria y a hacerse ricos. Los que quedasen del otro lado, podrían regresar. Solo trece cruzaron. Y conquistaron un imperio, la gloria y el oro.
Atravesar el compacto atasco para llegar al casco histórico lleva horas, pero cuando por fin se alcanza la Plaza de Armas, el caos se torna orden y belleza colonial. A las doce de la mañana tiene lugar el cambio de guardia en el Palacio Presidencial. Los soldados, vestidos de Dragones, con sus uniformes rojos de gala y cascos dorados con altos penachos, realizan un desfile pausado que concita a los turistas.
Poco más allá me llevo una sorpresa cuando encuentro la casa natal de Francisco de la Bodega y Quadra, antepasado de Miguel de la Quadra y Salcedo. Él fue uno de los que salí a perseguir en mi vuelta al mundo Ruta Exploradores Olvidados. Tras él llegué hasta las costas de Canadá y Alaska, donde navegó en el siglo XVIII a las órdenes de Carlos III.
Francisco de la Bodega y Quadra nació en Lima en 1743. Navegó la costa de Norteamérica hasta Alaska. En 1789 negoció con George Vancouver el conflicto sobre la soberanía de la isla de Nootka en Canadá, que a punto estuvo de llevar a una guerra entre España y Reino Unido. Para celebrar el acuerdo, se la llamó isla de Vancouver y Quadra. Hasta que los anglosajones le quitaron uno de los apellidos.
Entro en su interior y hallo una excavación en el patio que deja al descubierto estructuras urbanas preexistentes. Una guía me explica que son estructuras de la colonia que se han encontrado debajo de la casa. Es parte de la ciudad de Lima que va quedando enterrada por los terremotos y las constantes remodelaciones.
—¿La gente de Lima es consciente de lo que hizo como marino y explorador Bodega y Quadra?
—Algunas de las personas ya tienen conocimiento —me contesta—, pero otras cuando vienen a visitar al museo se llegan a enterar de este personaje tan importante.
Cerca de nosotros hay un grupo de mujeres en animada charla. Me dirijo a ellas para comprobar su grado de conocimiento.
—¿Y ustedes saben quién fue Francisco de la Bodega y Quadra? Un gran marino español.
—Él era peruano —dice una mujer chola—, los padres eran españoles…
—Era español —replico—, lo que pasa es que nació aquí.
—Criollo —repone rápidamente ella.
—Vale —concedo entre risas generales—, dejémoslo así, criollo.
La concepción de lo que es la gloria ha cambiado tanto como los mitos nacionales. Busco la estatua de Francisco Pizarro en la Plaza de Armas, donde me habían dicho que estaba, y no la encuentro. Pero tengo la suerte de contar con un buen guía. Mi amigo Alberto Gómez-Borrero está viviendo aquí desde hace un tiempo; he quedado con él en un bar cercano a la casa de Quadra, que tiene un genuino ambiente taurino.
—¿Qué pasa, campeón? ¿Cómo estás, tío? —saludo cuando lo veo entrar.
—¿Qué tal? —replica él mientras nos damos un abrazo.
Somos dos viejos amigos españoles que se encuentran en un bar. Conocí a Alberto hace varios años cuando acababa de participar en la prueba del Mongol Rally, un viaje a Mongolia en locos cacharros, y él trataba de importar el concepto en un rally a Malí que tuvo la mala suerte de coincidir con la ola de secuestros de occidentales en Mauritania. El bonito proyecto se quedó sin destino y tras intentar algunas otras aventuras empresariales, Alberto había acabado de asesor de empresas en Lima.
—Oye, lo que no he visto ha sido la estatua de Pizarro, esperaba encontrarla en la Plaza de Armas.
—Pues queda aquí cerquita. Te llevo y te la enseño.
—Pero ¿qué pasa, que la han cambiado de sitio?
—Sí, estuvo en la Plaza de Armas y ahora la han llevado cerca de la muralla.
—¿Para que no se vea? —sugiero.
—La verdad es que se ve bastante poco —reconoce Alberto—. Condenada al ostracismo, está la pobre.
Caminando unos centenares de metros me lleva a donde la han exiliado. En un lugar vergonzante, apartado y casi clandestino cerca de río y sin ninguna posibilidad de que la encuentren. Son malos tiempos para las viejas estatuas en América. La de Pizarro está desterrada de la plaza que fundó, pero al menos sigue en pie y no la derribaron como la de Colón en Buenos Aires.
Encontramos una escultura ecuestre de bronce casi negro. Un jinete con espada y yelmo con penacho de plumas. Es muy parecida a la que el conquistador tiene en Trujillo. Ahí sí que está en la plaza, en un lugar preeminente y no como aquí, donde la han ocultado. Pero la Historia es la que es. Desde luego los hechos que rodean la conquista de Perú son de todo tipo. Los hay grandiosos y los hay miserables. Cuando vaya a Cajamarca, recordaré lo que le hicieron a Atahualpa. No es una parte bonita precisamente, sino un auténtico asesinato político.
Abandonamos Lima tras padecer un embotellamiento de proporciones bíblicas. A unos pocos cientos de kilómetros subiendo por la Panamericana encuentro un gran cartelón azul que me sorprende. CARAL, LA CIVILIZACIÓN MÁS ANTIGUA DE AMÉRICA. Detengo la marcha y espero a mis compañeros. Cuando llegan consulto con ellos. Aún nos queda un viaje muy largo para salir de Perú, porque este país es enorme, pero creo que este lugar que he descubierto por casualidad merece una visita. Ellos están de acuerdo y nadie discute. Todos queremos visitar ese yacimiento inesperado. Hemos aprendido, yo especialmente, que consultar las decisiones más importantes es mucho mejor método que imponerlas unilateralmente. No sabemos dónde está eso de Caral, llevamos muchos kilómetros a cuestas y nos quedan muchos todavía, pero si todos estamos conformes en el desvío nadie protestará si resulta demasiado largo o la noche se nos echa encima.
En cuanto abandonamos la carretera desaparece el asfalto. Vuelve el barro y la arena entre los maizales. Esta zona es como un alargado oasis en el desierto. Es el valle del Supe. Hay vegas fértiles encajonadas entre secas montañas. Encuentro a un tipo caminado.
—Amigo, ¿para Caral?
—Allí es, tiene una hora de camino.
—¿La carretera es así? Todo el rato trocha.
—Trocha, eso es.
Trocha quiere decir que es tierra bruta, que no hay asfalto y que hay que andarse con ojo, aunque eso también lo hace mucho más interesante y aventurero. El viaje que estamos haciendo está teniendo una gran cantidad de tramos sin pavimentar. Hemos hecho muchos kilómetros así y aunque esto es lo que más hace sufrir a la moto, lo cierto es que Anayansi se porta estupendamente. Parece que a esta máquina le guste esto tanto como a mí.
Al cabo de una hora de recorrido de ida, que tendremos que hacer de vuelta, aparece el camino hacia el más sorprendente yacimiento arqueológico que jamás haya visto. La civilización caral ha sido recientemente descubierta. Las excavaciones apenas han comenzado, pero los hallazgos son extraordinarios pues revelan que estamos ante una gran civilización contemporánea de la egipcia y la mesopotámica.
Encuentro a una pareja madura caminando.
—Hola. ¿Ahí se ven las pirámides?
—Allá hay un arenal —responde el hombre—, ahí, al pie de ese, está la vía.
—¿Y se puede llegar hasta ahí? —pregunto extrañado.
—Hasta ahí mismo llega —confirma.
—¿La moto la puedo meter dentro de la pirámide? —bromeo.
—Sí, sí —dice ella—, la moto va hasta allá.
Y hacia allá me voy. Y resulta que lo que parecía una broma del lugareño es una sorprendente verdad. Tras recorrer un camino de piedras paralelo a un río, me encuentro con un páramo arenoso, y tras superar unas dunas me topo con unas pirámides de milenaria antigüedad. Debe haber un error, pienso. ¿Dónde está la valla, el guarda, los tíquets de entrada? ¿Cómo puedo plantarme en moto como si fuera Indiana Jones ante un monumento semejante? ¿Acaso es posible este milagro hoy en día?
Resulta difícil de creer que me encuentre solo ante los restos de la civilización con más solera de América. Pero es cierto. La cultura caral tuvo su esplendor entre los años 3000 y 1800 antes de Cristo. En el valle del Supe hay decenas de asentamientos, que solo a partir de 1997 pudieron datarse como los más antiguos de América. Estas pirámides tienen cinco mil años y son contemporáneas a las de Egipto y a las construcciones de Mesopotamia. Transportarse por los solitarios caminos hasta semejante paraíso histórico ha sido como viajar en el tiempo. Llegar aquí en moto como quien llegara a lomo de una mula o a caballo supone vivir uno de los momentos más maravillosos del viaje y contrasta enormemente con la sensación de ganado que tuve en Machu Picchu. ¿Cómo pueden estar unos lugares tan masificados y otros nada? Misterios del mundo moderno.
Como ya he mencionado en algún otro lugar de este libro, la mercadotecnia turística se inventó en el siglo XV. Se la sacó de la manga un rey portugués, Juan II, cuando cambió una terrible realidad por un eslogan. Los marineros lusos habían intentado la Ruta de las Especias por el este, despreciando las lunáticas ideas de un tal Colón que proponía llegar por el oeste. Habían ido bordeando la costa africana hasta su extremo sur, donde Bartolomé Díez encontró un clima terrible. Lo dobló con dificultad, abriendo la ruta hacia la India que luego culminara Vasco de Gama en 1491. Al punto más austral de África lo llamaron cabo de las Tormentas. Pero con un nombre así, quién diablos iba a aventurarse por allí. De modo que se impuso la corrección política y al cabo se lo rebautizó de Buena Esperanza, y a la costa este africana que hoy es Mozambique, Terra de la Boa Gente.
Et voilà. Ya se tenía un atractivo folleto turístico para atraer colonos, navegantes y comerciantes. Y es que la envoltura lo es todo. Los nombres evocadores, las leyendas magnificadas, los espejismos y los bonitos anuncios aseguran el éxito de empresas, destinos vacacionales y también de yacimientos arqueológicos. Y encima hoy, con la omnipresente dictadura de las redes sociales, a las que creo más sobrevaloradas por los oferentes de servicios que por los usuarios, si no tienes community manager no eres nadie, no pintas, no pinchas y tampoco cortas. O sea, que no te comes un rosco.
Hace pocos días comentaba el éxito descomunal y planetario del yacimiento peruano de Machu Picchu, completamente salido de madre y donde las hordas de bárbaros en bermudas campan a sus anchas soltando dólares como quien se sacude arena de playa pegada en las sandalias. El lugar es impresionante, desde luego, pero hay muchos otros lugares impresionantes en la Tierra y no están tan masificados. En mi opinión, este fenómeno está causado por la rotundidad del nombre, decididamente eufónico, y por la existencia de un libro de comienzos del XX con el no menos rotundo título de The Lost City of the Incas sin que importase mucho que aquello no estuviese en realidad perdido ni olvidado.
Contemplar Caral en completa soledad es una experiencia casi mística. Reconozco que sibarítica y francamente egoísta. No tengo más derecho que cualquier otro viajero a disfrutar en tan confortable aislamiento de un patrimonio que es de todos, pero recordando el tumulto de Machu Picchu me extraña no ver por aquí a ningún occidental europeo, norteamericano o australiano. Será que sus guías de viaje o sus webs de turismo no mencionan la existencia de este mágico lugar. Meneo la cabeza y reconozco para mis adentros que el yacimiento de Caral necesita con urgencia un community manager.
Seguimos circulando por la aburrida Panamericana. La ruta ora se desliza junto al mar, ora se introduce en otro mar diferente, un mar de arena. Esta geografía descomunal y grandiosa resulta apabullante. ¿Cómo juzgar con ligereza a cuatrocientos españoles de tierra adentro capaces de recorrerla a pie y encima conquistar un imperio completamente asentado?
Mucho se ha hablado de los incas, como si ellos hubieran estado allí desde siempre, como si fueran el mismo sinónimo de pueblo precolombino, pero antes que ellos también hubo otras civilizaciones poderosas y desarrolladas, como la chimú, que se desarrolló a lo largo de la costa norte del Perú durante los años 1000 a 1200. Construyeron fabulosas fortalezas de adobe, pero cayeron ante un nuevo poder emergente, expansionista y belicoso: los incas.
En las cercanías de Trujillo circulo paralelo al Pacífico. El espectáculo es deprimente. Una barriada pobre se asoma al mar y la línea costera está llena de basura. Resulta alucinante que la salida a la costa de una ciudad tan importante sea un distrito marginal.
Cuando estoy en despoblado, tuerzo a la derecha y me meto por unos caminos rurales entre huertas. Hay algunas pozas de agua sucia. En una de ellas veo bañándose a un chaval de unos doce años. Está feliz y se sorprende al ver la motocicleta.
—¿Amigo, Chan Chan? —pregunto a gritos—. ¿La ciudad Chan Chan?
—Allá, allá —contesta señalando con el dedo la lejanía—. Chan Chan, allá.
El camino de tierra sube y baja por unas lomas desoladas y amarillentas. Entonces lo veo. Es un largo muro de barro a lo lejos. Una muralla que circunda un gran perímetro rectangular. Llego con Anayansi hasta su misma base y recorro todo el contorno buscando una entrada. Me siento como un auténtico explorador. Estoy solo, mi única compañía son las águilas que sobrevuelan al intruso. Es increíble que no encuentre ni un visitante, ni un guarda en una de las maravillas arqueológicas más importantes del mundo.
Encuentro la puerta. Es estrecha. Detengo la moto y entro en el recinto. Lo primero que veo es otro muro interior de arena apelmazada. Miro a mi derecha y se extiende un largo pasadizo. A mi izquierda parece abrirse un patio. Camino en esa dirección pisando el silicio molido del desierto. Crepitan mis pasos sobre la tierra milenaria y mi emoción se desboca al brotar un gran espacio descubierto. Frente a mí se extiende un inmenso ágora protegido por una antiquísima muralla. Es la fortaleza de Chan Chan y estoy completamente solo.
Chan Chan es una de las ciudades de adobe más grandes del mundo, dicen que es la segunda más grande. Es alucinante estar aquí y que no haya nadie, que sea como la exploración real del los siglos XVIII y XIX.
Abandono la regia fortaleza y regreso a la carretera. El desierto se extiende infinito y el Pacífico se embravece azul a nuestra izquierda porque estoy circulando hacia el sur para entrar en la ciudad de Trujillo. Las enormes dunas de arena parecen querer invadir la carretera y una enorme urbe se dibuja al fondo con sus tejados erizados de antenas y sus muros con pintadas políticas que tratan de dibujar de amables mensajes una atroz corrupción que lleva azotando el país desde hace demasiados siglos.
América recibió lo mejor y lo peor del Viejo Mundo. Experimentó un proceso de conquista tan formidable que en solo cuarenta años apenas diez mil españoles dominaron más de dos millones de kilómetros cuadrados. La Historia jamás había contemplado un fenómeno semejante. Pero la conquista tuvo en ocasiones aspectos trágicos, y no solo para los indígenas.
Ese es mi pensamiento al entrar en la Plaza de Armas de Trujillo, tercera ciudad en importancia del Perú. El ágora rectangular mantiene inalterada la estampa colonial, con sus casas pintadas de colores y sus balconadas de madera con celosías. Al fondo destaca la catedral, de un intenso color amarillo. Sobria y con dos torres, fue reconstruida entre 1647 y 1666 debido a que el templo original fue devastado por uno de los frecuentes seísmos de la zona. Su sencillo exterior contrasta con los barrocos retablos de su interior. El mayor es de un exceso decorativo tan extremo, abigarrado de panes de oro, que se considera de estilo churrigueresco. De esa escuela barroca tan excesiva en la ornamentación solo hay dos retablos en todo Perú: este y el de la catedral de Cuzco.
El nombre de la ciudad fue elegido por Diego de Almagro en 1535 para honrar la patria chica de su entonces amigo Francisco Pizarro. Aunque luego los dos conquistadores empezaron a llevarse mal, muy mal, hasta el punto de que desencadenaron en 1538 una terrible guerra civil entre españoles a las que tan aficionados parece que somos. Una guerra en la que ambos encontraron una muerte vil y sin gloria y cuyas razones últimas no pueden entenderse si no es motivada por la ambición personal y los celos.
La guerra entre los dos amigos no fue sino el comienzo de una serie de conflictos civiles en Perú. El origen se encuentra en la Capitulación de Toledo signada en 1529, ampliada con una Real Cédula de 1534, en la que dando a Pizarro la gobernación de Nueva Castilla al norte y Nueva Toledo para Almagro al sur, no quedaba claro cómo establecer el límite entre una y otra gobernación. Para Pizarro su territorio se extendía hasta el sur de Cuzco mientras que para Almagro, Cuzco era de su jurisdicción.
Hubo tiras, aflojas, negociaciones, intentos de componenda, pero Almagro, que había venido totalmente fracasado de su incursión en Chile, no aceptaba los argumentados fallos que le negaban la razón. La guerra se desencadenó y las tropas pizarristas y almagristas se enfrentaron en la batalla de las Salinas. Almagro, enfermo posiblemente de sífilis, fue derrotado y hecho prisionero. Para evitar revueltas en Cuzco, fue asesinado en su celda por orden de Hernando Pizarro, hermano del gobernador, quien dicen quedó muy afectado por la muerte de su antiguo socio.
Almagro dejó un hijo mestizo: Almagro el Mozo. Lideró a los almagristas en una revuelta. Sus hombres asaltaron en Lima el palacio del gobierno y entre varios dieron cobarde muerte a estocadas a Francisco Pizarro cuando contaba sesenta y tres años. Se podría decir, al hilo de tan triste final, que quien a hierro mata a hierro muere.
Almagro el Mozo se autoproclamó gobernador del Perú, convirtiéndose en el primer mestizo que tuviera mando sobre una gobernación. Pero el rey de España ya había mandado a un enviado para poner orden: Cristóbal Vaca de Castro. En la batalla de Chupas los realistas vencieron a los almagristas y el Mozo fue condenado y ejecutado. En esta batalla tuvo una intervención decisiva Francisco de Carvajal, un viejo soldado realista que ante los destrozos que estaba causando la artillería de Almagro, se apeó del caballo y quitándose morrión y coraza se lanzó a la carrera a tomar los cañones, alentando a sus compañeros a seguirles.
Francisco de Carvajal, que en su juventud disipada fue desheredado por abandonar la Universidad de Alcalá y presentarse en casa de sus padres con una ramera y un mono, cambiaría de bando en la siguiente guerra civil peruana. El nuevo virrey era Gonzalo Pizarro, otro hermano del malogrado marqués. El propósito del rey Carlos I era aplicar en toda América las Leyes Nuevas inspiradas por Fray Bartolomé de las Casas, que eliminaban la transmisión hereditaria de las encomiendas y prohibían el trabajo personal de los indios, o dicho de otro modo, la esclavitud. Eso era algo que los primeros conquistadores no podían tolerar porque lo entendieron como una injusticia respecto a sus esfuerzos y sacrificios. Nuevos funcionarios reales venían a aprovecharse de lo que ellos habían conquistado con su sangre.
Gonzalo Pizarro se rebeló y nombró a Francisco de Carvajal su maese de campo, cargo militar que nombraba el rey y que estaba justo por debajo del capitán general. De Carvajal se ganó el sobrenombre de Demonio de los Andes por su extrema crueldad y barbarie. Hombre viejo, robusto, incansable, bebedor y mal cristiano, mataba a amigos y enemigos por causas banales y ejerció una tiranía del terror que solo acabó con su muerte por ahorcamiento en 1548, cuando contaba más de ochenta años, y los rebeldes fueron derrotados por el enviado del rey Pedro de Lagasca.
No fue el final de los conflictos. Aún se intentaría en 1553 una revuelta de «españoles pobres» contra la dictadura real encabezada por Francisco Hernández de Girón, que terminó decapitado y su cabeza acompañando a la de Gonzalo Pizarro y Francisco de Carvajal en una jaula expuesta en la plaza principal de Lima.
Emprendemos el último tramo en Perú, el que nos lleva de nuevo al corazón de los Andes, a la ciudad donde cayó el Imperio inca. Me aparto del litoral para dirigirme al interior. El camino se vuelve a hacer revirado, verde y montañoso. Sin embargo, gruesos nubarrones se van formando sobre las cumbres y su tono grisáceo no augura nada bueno. Comienza a caer agua. El camino a Cajamarca es muy bonito subiendo los cerros, pero cuando llueve no tiene pizca de gracia. Es muy peligroso y además ya es tarde y se está haciendo de noche. No me gusta nada la situación. Viajar en moto con el suelo mojado es arriesgado y con la oscuridad se vuelve ya temerario. Pero no hay un lugar intermedio donde quedarse.
La cosa se complica porque en lo alto de las montañas hay una espesa niebla. Cada vez es peor. Es como si un espectro, como si un espíritu no quisiera que llegara a Cajamarca a hacer lo que tengo que hacer. Pero hay que resistir. Lejos de achantarme, indico a Antonio que se apee del calorcito confortable de la Toyota y que filme mis apuros, porque es cuando yo lo paso mal cuando más realista e interesante se vuelve una serie.
Llegamos a una meseta desde la que se contempla el valle. Allá está Cajamarca. En la oscuridad solo se perciben las luces titilantes y la lluvia que arrecia copiosa como si el cielo estuviera enfadado con nosotros. La visión del destino insufla fortaleza en mi ánimo y nos lanzamos cuesta abajo. Ya estamos cerca, me digo una y otra vez. Pero como dice el dicho, «hasta el rabo todo es toro». Estoy a menos de cinco kilómetros del centro, llueve cada vez más fuerte y la carretera está sin asfaltar. Es muy resbaladiza. Pero al fin lo veo. El cartel con el nombre de la ciudad que ya es un símbolo. Hemos sobrevivido de nuevo.
Se despereza una mañana de cielo azul inmaculado. Parece mentira que ayer hiciera un auténtico día de perros. Caminamos hasta la Plaza de Armas de Cajamarca. El ambiente de domingo es tranquilo y pueblerino. Cajamarca es una tranquila ciudad con notables edificios coloniales. Como la catedral de Santa Catalina, de un refinado estilo barroco que ornamenta su fachada hasta casi el exceso. Empedrados, conventos, cúpulas. La población parece suspendida en el tiempo. Los ancianos leen el periódico sentados en bancos de piedra y los niños corretean alrededor de una bella fuente de piedra. Contemplando esta pacífica vida provinciana, resulta difícil creer que aquí comenzara la caída del Imperio Inca cuando en noviembre de 1532 el emperador Atahualpa, custodiado por 30.000 guerreros, fue capturado por Francisco Pizarro y 180 españoles. Aquí se encuentra el símbolo del peor rostro del conquistador.
Atravesamos la plaza y pasamos por al lado de la iglesia de San Francisco, construida en roca volcánica y en cuyos aledaños los jóvenes catamarqueños coquetean vestidos con vaqueros y ropas modernas que contrastan violentamente con los severos trajes de sus mayores. La sociedad sudamericana cambia rápidamente, pero hay cosas que no cambiarán y que para mí suponen un motivo de vergüenza aunque se cometieran hace cinco siglos.
Estamos en una populosa calle, plagada de ruidos, olores y gente. Hace calor pero siento algo de frío en mi pecho. Unas letras escritas en la pared indican que he llegado a mi destino. Cuarto del Rescate. Entramos en una dependencia cuyo vestíbulo está adornado con cuadros que representan el prendimiento, juicio y ejecución del último emperador inca.
Al final del pasillo se abre un espacio cubierto por mamparas translúcidas y dentro hay una sencilla construcción rectangular hecha de piedras. Tiene una puerta y una ventana y no medirá más de doce metros de largo por unos tres de alto. Aquí pasó ocho meses prisionero el Señor de los Incas.
Es el Cuarto del Rescate. Un Atahualpa cautivo propuso llenarlo dos veces de plata y una de oro por su libertad. Los españoles aceptaron la oferta, y de todo el imperio vino el tesoro hasta Cajamarca por los enrevesados caminos andinos. A día de hoy se considera el rescate más cuantioso de la Historia, y el valor que actualmente podría tener ese botín supera los quinientos mil millones de dólares.
Pero a pesar del pago, Francisco Pizarro ejecutó a su rehén convencido por sus capitanes y la razón de Estado. Armó un juicio o un simulacro de juicio para revestir de legalidad lo que no era más que un asesinato. Fue condenado por idolatría, poligamia, incesto y asesinato de su hermano y rival al trono Huáscar. Pedro Pizarro, el primo del Adelantado, escribió en su crónica que ese día dos hombres lloraron: Atahualpa por su vida, y Francisco Pizarro porque sin duda sabía que mataba a un inocente.
Abandono el cuarto y monto en la moto. Quiero alejarme de todo esto para poder cerrar el capítulo de Perú en un lugar más aireado, más puro. Me dirijo a un promontorio coronado por una alta cruz. Es el cerro de Santa Apolonia, en cuya ladera hay una capilla consagrada a la Virgen de Fátima. La subida es revirada y coincido con una alegre muchedumbre dominical. El cerro es lugar de reunión de vecinos y visitantes de Cajamarca. En su cúspide se encuentra una piedra labrada para permitir el asiento de dos personas. Procede de tiempos prehispánicos. Se la conoce como la Silla del Inca. Desde donde se encuentra se tienen privilegiadas vistas de la Plaza de Armas y se ven las torres de la catedral y las cúpulas de iglesias y conventos.
La ciudad está rodeada de montañas y las nubes ora se espesan, ora dejan pasar un tibio sol americano que ilumina nuestros defectos y virtudes. Es el sitio perfecto para escribir en mi diario las tristes reflexiones que me suscita el lugar y lo contemplado en él. Soy defensor del valor de los conquistadores y me admira su determinación, el sacrificio que hicieron y el arrojo que demostraron. No censuro moralmente la conquista porque en el siglo XVI era inevitable. Dos mundos que estaban obligados a encontrarse en una época en la que el más fuerte tenía derecho a quedarse con lo del más débil, con sus tierras, casas y haciendas. Así era para los incas, y así era para los españoles. Eran las reglas morales de ese tiempo.
Sin embargo, el asesinato de un rehén, de un rehén que paga su rescate, es un crimen abominable en todas las épocas y para todos los pueblos. En el siglo XVI quizá la vida de un prisionero no tenía el valor que hoy le damos. Era una norma de la guerra el canje de cautivos por un rescate. Eso lo vivieron los españoles en todos sus conflictos. Hasta Cervantes fue cautivo en Argel y lo rescataron pagando el precio fijado por sus captores. Quien pagaba, tenía derecho a la libertad. Atahualpa no lo tuvo y fue injustamente sentenciado a muerte. Ese hecho terrible y criminal ha marcado la Historia de España en América y así lo entendí desde que siendo niño se me explicó la conquista de Perú en el colegio. Aunque no sirva de nada y a nadie le importe, he venido a Cajamarca en nombre de mi país a pedir disculpas al espíritu cautivo de Atahualpa.