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Decidí atacar los Andes por el camino más difícil; una sucesión de curvas pronunciadas, conocidas como Los Caracoles, que conducen hasta el Cristo Redentor de los Andes, monumento que simboliza la paz entre Chile y Argentina y donde, por primera vez, sentí el mal de altura.

 

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Durante los cien días de viaje, Antonio, Heber y yo nos vimos obligados a convivir muy de cerca. La relación fue tan estrecha que, todas las noches, dormimos los tres en la misma habitación y, por este motivo, la frágil cohesión del equipo estuvo permanentemente al borde de la ruptura.

 

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Lo jodido de un viaje por la Patagonia es que se te agotan los adjetivos. En la inmensidad de aquel paraje a uno le regresa de golpe la angustia de saberse piojo en esta geografía elefantiásica e inabarcable.

 

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El Perito Moreno era una enorme bestia dormida y también lo más grande que jamás había visto. Sobrecogía imaginar el esfuerzo y valor de los pioneros en América, fueran del siglo XVI o del XIX. Pensé en cómo habían alcanzado este lugar los exploradores y lo que debieron de sentir al ver por primera vez esa mole.

 

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El hallazgo de Magallanes el 21 de octubre de 1520 del estrecho que hoy lleva su nombre puede considerarse uno de los más grandes descubrimientos geográficos. Permitió interconectar los cinco continentes y cambió el curso de la Historia, ya que por primera vez se conocieron las dimensiones de la Tierra y se alteraron definitivamente las rutas comerciales.

 

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El monumento de piedra que se erige en Puerto del Hambre es el recuerdo del fracaso por colonizar el estrecho de Magallanes. El tributo que se paga por la exploración es muy alto, sin embargo, necesitamos a esos hombres que lo dan todo para dibujar los mapas. Hoy se merecen que al menos no los olvidemos.

 

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Las familias de emigrantes italianos llegados a Buenos Aires en el siglo XIX se alojaban en cuartos realquilados. Terminaban sus casas con los sobrantes de pintura para barcos que se desechaban en el puerto y normalmente no llegaban para pintar una fachada entera. De ahí la polícroma fisonomía del popular barrio rioplatense de La Boca.

 

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Cuando cruzamos el gran Río Negro, en Uruguay, lo que encontramos fue una naturaleza salvaje. Era tierra de ranchos ganaderos y también de charcos. Debía afrontarlos a gran velocidad porque si se metía el agua en el motor, mi viaje terminaría allí. Así que los pasaba a todo gas y desplazaba enormes masas de agua que me empapaban de arriba abajo.

 

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La selva uruguaya nos fagocitaba y muchas veces no veíamos otro horizonte que la maleza. Estremecía pensar en esos hombres metiéndose a puro cuerpo entre ella para conquistar un territorio del que lo ignoraban todo. La pregunta que me asaltaba no consistía en si eran buenos o malos, sino la pasta de la que estaban hechos aquellos tipos.

 

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En una escuela de Belén pude ver el alma de Uruguay. Las jóvenes maestras nos explicaron que su programa de enseñanza incluía el descubrimiento: hasta dónde llegaron los españoles, con qué objetivo y su aporte cultural. Me di cuenta de que, probablemente, cualquier chiquillo de Uruguay sabría más del descubrimiento de América que la mayoría de los licenciados universitarios españoles.

 

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La película La misión, ambientada en San Miguel de las Misiones, muestra cómo los jesuitas españoles fueron los primeros que consideraron a los indios seres humanos, plenos, libres e independientes. Así descubrimos que la primera vez que se teorizó sobre Derechos Humanos fue en la España del Descubrimiento. Si lo cuenta De Niro mola, si lo cuento yo soy un facha.

 

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Lo que encontramos al abandonar Ciudad del Este es un Paraguay, atrasado y pobre, que se extiende en una aburrida y verde llanura donde pastan rebaños de vacas acompañadas de sus gauchos. También un país de conductores homicidas cuyos adelantamientos en los cambios de rasante producen escalofríos.

 

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A lo largo de mis viajes he acuñado frases que despiertan una sonrisa allí donde voy. Cuando digo «very good, my friend» o, como dijo Belmondo, «la aventura es la aventura», la simpatía brota de modo natural en la gente más dispar. Estas frases de turista profesional me han servido como pasaporte y son la más eficaz de las presentaciones.

 

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Esta es una de las peores caídas que sufrí y que pudo acabar con esta aventura. Mientras hago un gesto para impedir que me ayuden, le pido a Antonio que filme cómo levanto la moto, ya que estos momentos son imprescindibles para el documental. Lo que divierte a la gente es que yo lo pase mal.

 

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Nos dirigimos a Tarija a través de una de las rutas más peligrosas de Bolivia. Elegí malvivir para vivir. Conducir motos por el mundo es uno de los mejores y más divertidos regalos que se le puede hacer a un hombre.

 

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La famosa carretera de la muerte es ya para mí una especie de Disneylandia motera. La senda es estrecha, a mi derecha hay un precipicio, y el tráfico de camiones es incesante. Pero yo estoy medio enloquecido y circulo como un poseso por este barrizal.

 

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El corto tramo de Potosí a Uyuni resulta uno de los más bellos que he hecho en mi vida. Nos cruzamos con rebaños de llamas, pasamos de un paisaje lunar a una pradera, aparece una honda garganta y, de nuevo, el desierto y las montañas.

 

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Mirando el Salar de Uyuni pensaba que quizá no sea el primero en llegar a los lugares, pero sí me siento único por la emoción que experimento, un genuino fogonazo interior que me arranca las lágrimas en no pocas ocasiones.

 

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Las leyendas del Salar de Uyuni hablan de viajeros que mueren intentando llegar a ningún sitio. Se pierde toda referencia, es como navegar por el océano, una sensación muy curiosa y peligrosa. Este entorno es el más hostil a la vida y, sin embargo, es tan atrayente como una droga prohibida.

 

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La Nada es a veces una perfecta representación del Todo. Enfrentado al universo infinito, lo que uno halla es la finitud personal de los miedos y las incertidumbres que se arrastran desde la infancia. Es un fenómeno que en la Tierra solo ocurre con los desiertos. Ofrece el Todo cuando se supone que es la Nada.

 

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Según voy adentrándome en el desierto de Atacama siento más respeto por los pioneros que en el siglo XVI se aventuraron en estas yermas tierras. En julio de 1535, Diego de Almagro dio la orden de cruzar Atacama. En reconocimiento al sacrificio de sus hombres, ordenó quemar las escrituras que reflejaban las deudas que habían contraído con él.

 

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Meto la moto en la misma playa de la ciudad de Arica y dando golpes de acelerador consigo rodar sobre la arena. Las gaviotas se levantan en numerosas bandadas a mi paso. Recorro la orilla pensando en Vasco Núñez de Balboa, quien descubriera el océano Pacífico que se extiende a mi izquierda.

 

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Al entrar en una escuela de Perú encuentro unos veinte niños de cinco años comiendo pan con leche. Me miran con sorpresa. La aparición de un hombre barbado sobre una moto, vestido con extraña armadura, ha de causarles una impresión parecida a la que sus antepasados experimentaron cuando vieron aparecer a los míos a caballo.

 

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El altiplano también nos proporciona interesantes encuentros. Apartada de la carretera, veo a una mujer tejiendo. No se sorprende de verme aparecer. Es aimara, y nos cuenta cómo los incas sometieron a su pueblo antes de la llegada de los españoles.

 

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Machu Picchu es el gran símbolo del poderío, gloria y desarrollo de las civilizaciones precolombinas. Pero esta maravillosa arquitectura inca encierra también una historia de dominación: los campesinos que cultivaban estas tierras eran esclavos de los emperadores incas, que escaparon en desbandada cuando los españoles derrotaron a sus amos.

 

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Contemplar Caral en soledad es una experiencia casi mística. Estas pirámides tienen 5.000 años y son contemporáneas a las de Egipto y a las construcciones de Mesopotamia. Llegar aquí en moto como quien llegara a lomo de una mula, contrasta enormemente con la sensación de ganado que tuve en Machu Picchu.

 

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Para sentir placer necesitamos el no-confort. Se disfruta de comer cuando se siente hambre. A medida que nuestras sociedades son más confortables, es más difícil disfrutar. Por eso buscamos vacaciones de ese confort, para volver a sentir placer por comer arroz cocido, beber agua casi potable o abrigarse con un saco de dormir.

 

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Lo he pasado mal en muchas ocasiones, pero al abrir la tienda de campaña en Mozambique o Kazajistán y ver el regalo del nuevo amanecer he sentido que contemplaba el mismísimo nacimiento del mundo. Tal vez por eso me he esforzado tanto por tener una vida de aventuras, para sufrir y así recuperar el gusto por lo básico.

 

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Perú es un país de contrastes y tradiciones ancestrales. Algunas, como la de cocinar cobayas, sorprenden al viajero occidental como un puñetazo en el estómago. Para mí, las cobayas son ratas domésticas a las que coges cariño. Sin embargo, llevan sirviendo de alimento a los habitantes de los Andes desde hace miles de años.

 

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El drone era el cuarto viajero, pero cuando recorríamos la Patagonia argentina lo echamos a volar y no regresó. Optó por vivir una vida libre. Para conseguir uno nuevo tuvimos que regresar a Chile atravesando una Patagonia ventosa, reseca, gigantesca y sin asfaltar.

 

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Llegamos hasta el lugar donde se embarcó Francisco de Orellana, pero eso no es suficiente, queremos saber lo que vio el descubridor cuando ya estaba surcando el Amazonas. Anayansi, después de tan largo viaje, se merece venir conmigo.

 

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Quito tiene un gran atractivo, el de hallarse muy cerca de la mitad del mundo.
A unos doscientos treinta metros al norte se erige un curioso reloj de sol llamado Quitsato. Coloco la moto encima de la raya dibujada en el suelo que divide los dos hemisferios. Estoy justo sobre la línea ecuatorial.

 

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© Getty Images

Otro de los grandes atractivos de Quito es que aquí se dieron cita en el siglo XVI dos hombres arrojados que protagonizarían una de las más desastrosas expediciones en busca de riqueza, en pos de un mitológico territorio donde se cultivarían especias tan preciosas como la canela. Gonzalo Pizarro, retratado en la imagen superior, y Francisco de Orellana, de quien visité la estatua cortesía del Gobierno de Extremadura, persiguieron denodadamente el País de la Canela, que resultaría a la postre otra fantasía tan falsa como El Dorado.

 

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© Mary Evans Picture Library 2007

Americo Vespucio participó en dos viajes a las Indias, aunque no descubrió nada. En 1503 escribió un buen relato, Mundus Novus, en el que narraba su expedición por las costas de Venezuela. Americo se pintó a sí mismo como al héroe de la aventura y exacerbó el relato con descripciones pornográficas y canibalismo. La carta se hizo muy popular y circuló por toda Europa.

 

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© Fine Art Images

Como consecuencia, en 1507 un cartógrafo alemán llamado Martin Waldseemüller conjuró un extravagante mapamundi donde trazó la silueta de un nuevo continente al que asignó el nombre de América en honor a quien consideraba su descubridor: Americo Vespucio. De este modo se consagró el nombre de América para el nuevo continente. De nada sirvió que en 1513 publicara otro mapamundi en el que corregía el desatino y mencionaba expresamente a Colón como su verdadero descubridor.

 

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© Bob Thomas/Popperfoto

La deducción de Americo Vespucio de que América no era un conjunto de islas sino un «Mundus Novus» no era original. Se sabe que Cristóbal Colón descubrió el río Orinoco y que, al ver aquel gran caudal de agua, se dio cuenta de que no podía provenir de una isla sino de «otro mundo… de una tierra enorme». También se sabe que el almirante conocía a Vespucio y que lo alojó en su casa de Sevilla. Sea como fuere, al genovés le hurtaron el bautizo del nuevo continente. Al menos Colombia lo recuerda en su nombre.

 

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Colombia nos recibe con una naturaleza grandiosa y unos paisajes que conmueven al viajero. Como no hay tren y la guerrilla impidió la mejora de las carreteras, circulamos por rutas estrechas e inadecuadas para el tráfico de una gran economía como es la colombiana.

 

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Teresa me acompaña durante el viaje por Colombia. Es el mejor final que podía tener esta aventura. Cada vez que el clima nos lo permite, la subo detrás y viajamos como una sencilla pareja que está de vacaciones.

 

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Cartagena de Indias me indica que mi viaje está a punto de terminar. He disfrutado de una gran travesía tratando de descubrir a los descubridores, pero también se ha avivado una de mis grandes preocupaciones. He visto con mis propios ojos cómo toneladas de basura se amontonan sin control en ciudades, carreteras, selvas y desiertos. Es uno de los grandes problemas de la humanidad y los habitantes de los países pobres son sus principales víctimas.

 

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Los niños aman las motos. Es una verdad universal que he comprobado en todas las latitudes. Se acercan y las tocan, quizá porque les recuerdan a sus bicicletas. Cuando tenía su edad yo también quería viajar como lo hago ahora. Una de las mejores cosas que me han sucedido ha sido convertirme en el adulto que de niño soñaba ser.

 

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El día que nos despedimos brindamos con champán. Estaba caliente y estropeado pero en aquel momento, rodeado de unos tipos fabulosos a los que ya considero como hermanos, me supo dulce y amargo, a melancolía y a euforia, a una clase de afecto sincero tan indefinible que hemos acabado llamando amistad.

 

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El Tapón del Darién nos impide llegar a Panamá por carretera, así que cruzamos ilegalmente en El Independence. La moto sube al barco anudada con simples cuerdas. El capitán nos explica muy ufano la importancia de saber hacer nudos marineros para levantar una carga tan pesada. Una lección muy interesante, pero yo estaba más preocupado por el bamboleo de Anayansi, que se agitaba de un modo inquietante.

 

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Desembarcamos en un islote del archipiélago de Kuna Yala de no más de sesenta metros. Es la típica estampa de cómic donde uno espera encontrar un náufrago barbudo. Pero lo que hallamos no es un chiste, sino basura. Un bote de desodorante, una botella de kétchup, una lata de refresco… Ya está bien de documentales idílicos. La realidad no siempre es agradable.

 

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El archipiélago de Kuna Yala es un territorio autónomo desde que en 1925 los indígenas se alzaron en armas frente a la occidentalización. En él gobierna un consejo tribal que aprueba sus propias normas. Un pescador nos explica que está prohibida la tala forestal: «El pueblo kuna ha dicho no al carbón. Si no, no va a haber más animales, los ríos se van a secar».

 

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Mi moto, Anayansi, lleva el nombre de una bella princesa india que fue entregada como esposa a Vasco Núñez de Balboa, representado en este monumento. El extremeño exploró el istmo de Panamá en busca del Mar del Sur. Balboa, a diferencia de otros descubridores, sabía lo que buscaba. Mucho más que el oro, ansiaba la gloria del descubridor.

 

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El Pacífico supone el fin de este viaje por Sudamérica. No puedo evitar comparar mi peripecia con la de Balboa. Por alguna razón necesito dejar mi propio rastro y a eso me he dedicado desde que empecé a realizar ese acto vital del que solo somos capaces los seres humanos: escribir.