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El camino del inca

 

 

 

El desierto de Atacama nos rodea como un océano de dunas arenosas. Me encuentro al lado de un cartel donde está escrito: ¡PELIGRO! ¡MINAS!, y que precede a un cruce fronterizo irónicamente llamado Línea de la Concordia. Nos hallamos muy cerca de Perú. Vamos a abandonar Chile definitivamente y la América más occidentalizada y europea. Estamos a punto de adentrarnos en los territorios andinos del inca. Nos disponemos a recorrer el camino que va desde su origen mitológico a orillas del lago Titicaca hasta su final traumático en Cajamarca a manos de los conquistadores españoles. En los dos próximos capítulos contaremos hechos terribles, recorreremos caminos asombrosos y explicaremos la Historia tal y como sucedió, con lo blanco y con lo negro.

Perú es un país de burocracia rigurosa que compruebo en la misma frontera. Hace falta portar un documento especial, que es el llamado «relación del pasajero», sin el cual a uno lo devuelven a la última ciudad, ya sea Arica en Chile, ya sea Tacna en Perú, para elaborarlo, distantes cada una más de treinta kilómetros de la linde internacional. En el fondo no es más que un papelote sin formato oficial donde simplemente se identifica el medio de transporte, al conductor y se incluye el listado de pasajeros que viajan con él. Una pequeñez, pero que como no se extiende en la frontera, los incautos que no lo saben tienen que retornar. No nos pasó a nosotros porque tuve la precaución de consultar con otros viajeros motoristas que habían pasado por allí.

Por ellos también supe que tendría problemas si los aduaneros caían en la cuenta de que la moto no era mía sino de BMW Ibérica, ya que en ese caso tendría que enseñar un documento notarial autorizándome a circular en Perú con el vehículo de otra persona. Yo lo sabía y, como no lo tenía conmigo, estuve todo el viaje intranquilo. Hasta que me vi dentro de la oficina. El severo funcionario pide la documentación de Anayansi. Le tiendo el permiso de circulación sin decir nada al respecto y hablo de otras cosas para procurar distraerlo. El tipo va apuntando todos los datos y cuando llega al casillero del propietario, lee «BMW Ibérica». Piensa que es la marca de la moto. Me doy cuenta de que como no encuentra el nombre del dueño escrito, hace algo que suelen hacer los funcionarios menos dispuestos a trabajar, y es no reconocer la ignorancia. Para no hacer ver que no sabe dónde aparece el titular del vehículo, coge mi pasaporte y copia directamente mi nombre. Ya estoy dentro.

Pero aún queda otro trámite. El seguro obligatorio, llamado SOAT. Muchas veces me preguntan qué tipo de seguro uso en los distintos países, y siempre contesto lo mismo. Si no me lo exigen en la frontera, no llevo seguro porque salvo en los países más desarrollados, como Estados Unidos, Canadá o los de la Unión Europea, un seguro no sirve para nada más que para cobrarte dinero; si uno sufre un accidente, por ejemplo en África, de poco le servirá un seguro obligatorio porque se aplicará una regla sin excepciones: el blanco paga, el extranjero paga, el tonto paga. El mejor seguro es no tener accidentes y nunca hacer el imbécil con la moto o el coche en un país subdesarrollado. Si uno atropella un niño en una aldea de África o Sudamérica, lo más probable es que resulte inmediatamente linchado por las turbas, a las que poco importarán los seguros.

Pero en Perú es obligatorio el SOAT, de modo que para evitar posibles extorsiones en la carretera por policías que me lo pidan, lo compro en la misma frontera y lo pago en pesos chilenos porque todavía no tengo soles, la moneda del nuevo país.

El empleado de la aseguradora me da el precio por el período mínimo, que son quince días. Nada menos que 11.800 pesos.

—Eso es muy caro para una moto —protesto.

El tipo se encoge de hombros. Me pide todos los datos y la dirección. Le doy la misma que he estado escribiendo en todos los formularios que he tenido que rellenar desde que estoy viajando por América. Y donde espero no llegue ninguna reclamación a mi nombre.

—Mi dirección completa en Madrid es: Palacio de la Moncloa número 1, Madrid.

Este tipo de preguntas típicas de formulario aduanero, como domicilio y profesión, me sorprendían mucho durante mis primeros viajes por el mundo, especialmente en África, donde no entendía qué interés podrían tener en saber a qué me dedicaba o dónde vivía. Yo garabateaba en aquellos impresos lo primero que se cruzaba por mi imaginación. He sido cantante, electricista, fontanero o ingeniero astrofísico. Muchas veces escribí que mi profesión era entrenador de fútbol. El balompié entusiasma a los africanos, a los asiáticos y a los sudamericanos. Lo único que solían conocer de España eran los equipos del Real Madrid y el Barcelona. En realidad, es lo único que se suele conocer de España en el resto del mundo. En cuanto a mi dirección en el nuevo país, también me la inventaba. Mis residencias de paso han seguido una progresión digna de un aristócrata o un potentado: «Domicilio: Gran Hotel de Dar es Salaam», dije cuando entré en Tanzania. No podía fallar. Hasta en los peores agujeros y en las alcantarillas más profundas hay siempre un Gran Hotel.

Por supuesto, jamás existieron esos grandes hoteles ni ninguno semejante de los que iba eligiendo porque yo me alojo en los más baratos, pero su mera ilusión sobre los impresos fue suficiente para satisfacer la absurda burocracia africana. Y ahora, en Sudamérica, cada vez que me preguntan mi domicilio yo doy la dirección donde en estos días vive un antiguo compañero mío de profesión, y que además se supone que es un inmueble que pertenece a todos los españoles, así que tampoco creo estar mintiendo tanto.

 

 

EL DESIERTO, AGAIN

 

El paisaje no cambia una vez cruzada la frontera. El secarral prehistórico permanece inalterable a los límites políticos fijados por los seres humanos. La Panamericana recorre el mismo paisaje desolado en Perú que en Chile. En realidad, Atacama y sus arideces aledañas se extienden por el litoral del Pacífico desde la población chilena de La Serena, muy al sur de Santiago, hasta la ciudad peruana de Tumbes, casi en la frontera con Ecuador. Viajando por la costa, son 4.400 aburridísimos kilómetros de desierto.

El desierto es el mismo, pero un nuevo país supone nuevas costumbres, nuevas leyes y nueva moneda. Nos hacen falta soles pero hoy es festivo, feriado como se dice aquí, o acá, y todas las casas de cambio están cerradas. Sin algo tan sencillo como la moneda local uno está condenado a la parálisis. Entonces veo la desviación al aeropuerto internacional de Tacna. Un aeropuerto internacional supone turistas y viajeros y ellos suponen divisas, así que ahí es seguro que podremos cambiar. De modo que entramos en la instalación y fácilmente encontramos una cabina de cambio donde me atiende una chica joven y atractiva.

Me informa de que no puede cambiarme euros, solo dólares. La moneda europea es vista con recelo en la mayoría de los países americanos. Solo se cambia en las grandes ciudades y en los centros turísticos y se paga peor en comparación con la divisa estadounidense. Mi consejo de viajero es que siempre se lleve encima una cantidad de dólares en billetes variados que no sobrepasen la cifra nominal de 50. E incluso estos nos pueden dar problemas como comprobaremos en el futuro paso por Ecuador, un país donde su moneda nacional desapareció para dolarizar su economía por completo.

Incluso siendo precavido y después de traer una cantidad importante de dólares, veo que mis billetes verdes van desapareciendo demasiado rápido. Pero ¡qué le voy a hacer! Necesitamos moneda peruana.

—Entonces, por un dólar ¿cuántos soles son? —pregunto.

—2,67.

—¿Y por un sol qué me puedo tomar? —pregunto de nuevo al tiempo que introduzco 100 dólares por la ventanilla.

Ella me contesta desde detrás de la pecera con una sonrisa mientras cuenta los billetes:

—¿Con un sol? Acá en el aeropuerto uno se puede tomar una gaseosa. Pero no podrá invitar a una chica con eso.

Yo tomo el pequeño fajo de billetes sobados y pienso que sin duda necesitaría, más que soles, una fortuna para invitar a una chica, pues mi aspecto ahora mismo no puede ser más espantoso. Mi rostro está quemado, la piel se está desprendiendo por algunas zonas y se revelan manchas rosadas en frente, nariz y mejillas. Pero lo peor son mis labios. Debido a la refracción solar y a la sal de Uyuni y luego a la intensa sequedad de Atacama, se han hinchado, roto y cortado. Tengo dolorosas llagas abiertas y eso, sumado a mi barba feraz y mi pelo desgreñado, creo que me hace el protagonista más horrible de una serie de televisión.

A la salida de Tacna encontramos un populoso y colorido mercado. Esto ya es otra cosa. Hay muchos puestos de fruta en el lado izquierdo de la calzada, pero en el otro las vendedoras están sentadas en el suelo con su mercancía expuesta ante ellas. Deben de ser las más pobres, que no tienen siquiera para un humilde tenderete. Me encantan los mercados de comida. Es donde mejor se ve de un rápido vistazo en qué consiste un país. En este hay ruido, olores, colores y un tráfico caótico de taxis amarillos y también de esos grotescos motocarros fabricados en la India con motores de licencia Piaggio. Los que llevaban las vespas antiguas. Alrededor construyen un ligero habitáculo carrozado que los dueños adornan con los más estrafalarios ornamentos.

Hay miles de ellos. Están por todas partes. Causan accidentes a diario. Son odiosos para quien viaja en moto, pero son necesarios para quien los usa y para quien los conduce. El moto-cuy es el vehículo del pobre; pobre es quien lo usa y pobre quien lo conduce. En la parte de atrás caben tres personas, la carrera media cuesta un euro, y el conductor está obligado a manejarlo durante varios años doce horas diarias para pagar los 6.000 dólares que como mínimo cuesta este trasto.

Ruidosos e inestables, son una solución de transporte económica para los más pobres, pero que las personas más pudientes consideran una auténtica y peligrosa plaga que copa calles y carreteras. Lo cierto es que cuando se contempla una calle de una gran ciudad peruana, la avalancha de estos pequeños carricoches amarillos da la impresión de ser una infestación de ratas nerviosas.

La multitud oscura que pulula ajetreada por el bazar al aire libre vuelve a ser étnicamente india o mestiza. Son aimaras y quechuas. Los hombres son bajos y menudos, las mujeres visten los trajes típicos hechos de colorida lana, muchas llevan a sus hijos amarrados a la espalda con una tela llamada aguayo, y todas van tocadas con esos sombreros hongo tipo bombín inglés, aunque algunos pueden tener el ala más ancha, pero todos lucen un extraño aire británico. Estos sombreros, reservados a las féminas, tienen una curiosa historia detrás. El famoso bombín borsalino se dice que fue inventado por un conde inglés, sir Thomas Coke, en los albores de la segunda mitad del siglo XIX, y fabricado por la casa Bowler, de donde tomó su nombre.

¿Cómo llegó el bombín inglés a las cabezas de las cholas del altiplano andino? Se cuenta que a principios del siglo XX lo trajeron los empleados británicos del ferrocarril y que un proveedor que recibió una partida de sombreros defectuosa por resultar pequeños para hombre, consiguió colocarlos entre las mujeres asegurando que serían buenos para la fertilidad. Sea cierta o no la historia, el éxito del tocado inglés entre las peruanas y bolivianas ha sido fenomenal. Y los bowler se fabrican ya en Perú y Bolivia. Solo conozco otro caso similar de éxito de un sombrero, en este caso para ser conocido universalmente por el nombre de un lugar distinto a donde en realidad se fabrica, pero para hablar de eso tendremos que esperar a llegar a Panamá.

Ahora que tenemos dinero, compramos algo de fruta y llenamos los depósitos de los vehículos en una gasolinera. Siempre intento repostar con el combustible de más alto octanaje, lo que no quiere decir mucho. En España nos hemos acostumbrado a que la peor gasolina tenga 92 octanos y eso es directamente un lujo en la mayoría de los países donde los combustibles normales pueden ser de 80. En esta estación de servicio veo que solo hay una clase de gasolina.

—La de noventa. ¿Noventa octanos es lo máximo que tiene? —le pregunto al empleado.

—Sí, es lo que tenemos.

—¿Y cuánto cuesta el litro de eso?

—16,80 en moneda nacional.

—¿16,80 soles el litro? —digo alarmado.

—El galón —aclara él.

Me entero así de que en Perú se cuentan los repostajes al modo estadounidense. El galón americano es de 3,78 litros; no hay que confundirlo con el galón imperial de origen británico, también conocido como galón de cerveza, y que son 4,5 litros; vamos, una fiesta.

—O sea, cuatro soles el litro más o menos.

—Aproximado —responde—. Quiere que se lo tanquee, ¿verdad?

¿Tanquear qué es?

—Llenar completo, a full.

—¿Se dice así, tanquear? Pues tanquéemelo, por favor.

Nuestro primer destino en Perú está en el interior, en Puno, a orillas del lago Titicaca. Así que a partir de Moquegua nos desviamos hacia oriente y ascendemos a los Andes en un larguísimo día de curvas que no tienen fin. El terreno es de cerros pelados y resecos, todo está ocre en derredor. Subimos y subimos. Afortunadamente el asfalto es nuevo y podemos ir rápido, o al menos todo lo rápido que nos permiten las curvas y virajes.

Hasta que se nos hace de noche lejos de cualquier sitio. Siento mucho frío. Según el altímetro estoy a 4.267 m sobre el nivel del mar. Según el termómetro de la moto estamos a 1,5 grados. Esta mañana partimos de Arica a nivel del mar y casi a 30 grados centígrados de temperatura. Hemos experimentado en una sola jornada un cambio dramático en las condiciones climáticas y atmosféricas y no estoy acostumbrado. Me resulta incómodo conducir así, sin ver casi lo que tengo delante y sin ropa de abrigo. La carretera sigue siendo de buen asfalto pero en la oscuridad cada curva es una trampa mortal. Maldigo mi suerte por tener que conducir de noche y no haber previsto mejor la duración de la jornada, cuando diviso una sombra oscura delante de mí.

Va más despacio que yo y cuando estoy a pocos metros descubro que es otra moto. Una pequeña motocicleta japonesa de 200 cc. No lleva luces. Ni delante ni detrás. El tipo no puede ver nada de lo que tiene delante y los que vienen detrás de él no lo verán hasta que estén encima. Me pongo a su altura y veo que conduce un peruano de mediana edad con un casco viejo sin visera. Va vestido con ligeros pantalones, un anorak barato y guantes finos de trabajo. ¡Y yo quejándome! Este hombre regresa a su casa después de su jornada jugándose la vida a ciegas con una moto sin luces y un equipo deficiente. Me avergüenzo de mí mismo. Y yo queriéndome comparar con los Almagro y los Valdivia y me ahogo en el vaso de agua de mi propia debilidad.

Supero a la motocicleta y me pongo justo delante, hago señas a Heber para que permanezca detrás del peruano. Yo le doy luz delantera y la Toyota le protege de un impacto por detrás. Reducimos la velocidad al ritmo que él puede llevar y así vamos sorteando una tras otra las decenas de curvas que nos separan de algún lugar habitado, porque supongo que este hombre irá a algún pueblo cercano y no hasta Puno, distante más de cien kilómetros, que en estas condiciones es como si estuviera en otra galaxia.

A llegar a un pequeño llano, vemos unas luces aquí y allá. Cuando nos acercamos, se dibujan las siluetas de unos tristes edificios en la noche oscura. El hombre se para. Nosotros con él. Le digo que tiene que arreglar esas luces, que si no se va a matar. Asiente y se despide sin dar las gracias. Antes de que arranque le pregunto si acaso aquí hay un hotel.

—Sí —dice—, acá mismo. Este es el hotel.

¿Este? ¿Dónde? Acá no hay nada más que una casucha de bloques de aspecto tenebroso. Bajo de la moto y mis compañeros se apean de la Toyota. Hay luz, sale a través de una puerta. Entramos en un pequeño comercio donde se venden comestibles baratos. Dos mujeres, una joven y otra vieja. Están metiendo maíz en bolsas de plástico. Una triste bombilla cuelga del techo e ilumina la escena con luz espectral. Les pregunto si tienen habitación. Contestan que sí, que cuesta 20 soles por persona. Les pedimos que nos la enseñe. La mujer más joven se levanta y nos guía a un patio interior lleno de chatarra.

Hay tres habitaciones. Nos enseña las dos que nos ha reservado. Suelo de tierra, techo de cartón y dos camastros de hierro. No hay baño, ni ducha, solo una letrina común que nos juramos no utilizar. Uno de los dormitorios está siendo usado por el muchacho que trabaja en la carpintería aneja, pero sacará sus cosas esta noche para que yo use su cama. ¿Cenar?, preguntamos. No, niega ella; no hay nada de comer ni en el restaurante ni en el pueblo.

—¡Hotel de cinco estrellas esta noche! —exclamo—. Primera noche en Perú, y como un marqués.

Hago una broma que se me atraganta de nuevo nada más salir de mi boca. Si para mí esto es duro y solo se trata de una anécdota de viajero, qué no será para estas gentes que no tienen otro horizonte en la vida ni más posibilidades de escapar a este circular destino de pobreza.

 

 

VIAJE AL LAGO

 

Amanece en Titire. He dormido envuelto en mi saco de viaje. El frío ha sido intenso por la noche. La mañana se despierta glacial y oscura. Anoche no conseguí ponerme en contacto con Teresa, ni por teléfono ni por Skype. Todas las noches hablamos un rato para mantener viva la relación a pesar de la distancia. Resulta asombroso poder ver su bello rostro en directo gracias a internet. Pero en el hotel, por llamarlo algo, no hay wifi ni tampoco llega la señal telefónica ordinaria. Para evitarme una reprimenda por su parte, filmo un corto vídeo con el teléfono en el que le enseño dónde estoy y le aseguro por mis muertos que no había modo alguno de comunicar con ella, que no fue por falta de ganas. Se lo enviaré en cuanto tenga conexión.

—Ayer se nos hizo de noche con un frío increíble, y no conseguí llegar a Puno, que era mi objetivo, y encontré posada aquí en Titire, un sitio de lo más acogedor —le digo a la cámara del móvil con mi mejor humor posible—. Las chinches y yo hemos hecho muy buenas migas.

Busco a tientas el termo y el bote de café soluble. Este termo que me acompaña desde hace años en mis viajes por el mundo. Siempre la búsqueda del agua caliente y el café para despertar. Hay costumbres a las que un bon vivant nunca puede renunciar.

Más entonado, me visto sin correr ni ducharme. Salgo al exterior y mis compañeros ya están en pie. Salimos fuera. Nos rodean impresionantes moles montañosas cubiertas de nieve. Vemos cómo los más madrugadores caminan por el arcén y una señora tocada con su clásico sombrero de fieltro bowler ha desplegado su mercadillo de frutas. Algunos compradores se llevan naranjas, mandarinas, bananas y uvas.

Hay una niña de unos nueve años al lado de la vendedora. De ojos muy grandes y vivos, nos observa. Lleva un gorro de lana de alpaca. Me fijo en ella para hacerle un retrato. A pesar de mi saludo no sonríe. Está muy seria a pesar de su curiosidad. Al hacerle la foto me doy cuenta de que tiene las mejillas completamente quemadas. Será algo que veré en otros niños de la región, cuyos carrillos están enrojecidos por la radiación y que me harán sentirme de nuevo un alfeñique por quejarme de mis labios lastimados. A veces los occidentales, entre los que me incluyo sin considerarme mejor ni viajero en lugar de turista, ni mamarrachadas semejantes, dan mucho asco con su quejitis crónica.

Comenzamos el viaje bien pronto de mañana y el altiplano andino nos ofrece paisajes espectaculares. Es un territorio desolado, sin árboles ni otra vegetación más que cortas y recias gramíneas, herbazales y arbustos, pero ya no es árido. Es la puna o tundra altoandina. Una meseta de alta montaña que se extiende por los Andes centrales en Perú y Bolivia. Las cumbres nevadas, los lagos y gruesa alfombra verde que lo cubre todo revelan que hemos abandonado el desierto.

El altiplano también nos proporciona interesantes encuentros. Apartada de la carretera, veo a una mujer al borde de una laguna. Hay una pista de tierra que lleva hasta ella. La tomo y en pocos minutos me presento. Está tejiendo. No se sorprende lo más mínimo de verme aparecer.

—¡Qué bonito! —exclamo—. ¿Y eso qué es?

—Eso es lana, tejido.

La mujer habla un castellano muy precario. En Perú existen cerca de cuarenta idiomas diferentes y alrededor de cuatro millones hablan alguna como lengua materna.

—¿Es lana de alpaca?

—De alpaca.

Las alpacas son camélidos americanos como las llamas, aunque un poco más pequeños, que dan una fibra excelente, mucho mejor que la lana de oveja, y también mucho más cara. Lo que esta señora tiene entre las manos no costará aquí más que unos pocos soles, pero en Europa los grandes diseñadores venderán sus trajes de alpaca por miles de euros.

—¿Y usted qué hace con esta madeja?

—Hacemos chalinas, chullos, guantes…

—¿Y lleva usted dedicándose mucho tiempo a esto?

—Toda la vida, es nuestro trabajo. No hay otro trabajo para nosotros.

¿Y usted es aimara?

—Aimara nosotros.

—¿Y los aimaras no se llevan bien con los incas?

—No, no. Los incas eran malos.

Habitualmente cuando se piensa en la conquista del Imperio inca por los españoles, el desconocimiento en uno y otro lado del Atlántico hace creer que en Perú existía una sociedad avanzada y pacífica que vivía en armonía hasta que llegaron los codiciosos europeos a quedarse con lo que no era suyo a sangre y fuego. Lo paradójico es que si trescientos españoles aislados, sin apoyo externo y sin conocer el terreno, pudieron derrotar un poderoso reino con decenas de miles de aguerridos guerreros fue porque lo que encontraron no era en absoluto parecido a ese bucólico cuadro de felicidad pastoril indígena.

Es cierto que la civilización inca era avanzada y poderosa, pero ¿a qué precio? Los incas representaban un poder despótico y militarizado que se impuso violentamente sobre los otros pueblos, como los aimara, que en realidad eran distintas tribus con una lengua común y que solo tras la codificación histórica del período precolonial que hicieron los cronistas españoles se les llamó genéricamente aimara. Estas tribus, como los charkas, los coyas o los carangas, habían tenido sus reinos independientes en el altiplano durante los años 1200 a 1438, momento en que fueron conquistados por los incas y sometidos a vasallaje. Si los españoles triunfaron con tan pocos medios fue porque se les recibió como a libertadores.

El mítico Imperio inca no hunde sus raíces en la oscuridad de los tiempos. Surgió a mediados del siglo XV como un expansionista poder militar que se extendió desde Ecuador hasta Argentina. Fue derrotado por Francisco Pizarro en 1533. En total duró apenas un siglo, en el cual dejó una huella imborrable en la arquitectura, el urbanismo y la ingeniería. Pero no tenía escritura. Lo más parecido son unos nudos que hacían con lana llamados quipus y que funcionarían como ayudas mnemotécnicas para recordar hechos cruciales. En realidad, han sido las crónicas coloniales las que recogen la lista de emperadores incas, sus hechos principales así como el mitológico origen de la pareja fundadora, Manco Cápac y su hermana y esposa Mama Ocllo.

Se da, pues, la paradoja de que los jóvenes peruanos pueden conocer su pasado gracias a la historia escrita por los conquistadores.

Jóvenes como los que veo están entrando en una escuelita a la vera del camino. Las madres cholas o indígenas traen a sus retoños a esta hora. Decido parar porque un vistazo en el interior de los colegios y centros de enseñanza dice mucho sobre la realidad social de un país. Las mujeres del aguayo, la chalina de pelo de alpaca y sombrero bombín me saludan cortésmente. Esta es otra cosa que sorprende en Sudamérica, el trato respetuoso. La gente se comporta con formalidad. Saluda, da las gracias y pide las cosas por favor. A veces quedo como un grosero al usar mi campechanía española, donde nos hemos acostumbrado a apear a todo el mundo el tratamiento y el uso del «usted» nos parece fascismo idiomático aunque nos dirijamos a maestros, superiores jerárquicos o personas de edad, y a veces hasta parece que nos cueste dinero usar «por favor» y «gracias».

Entro dentro del aula y encuentro unos veinte niños de cinco o seis años, todos sentados y comiendo pan con leche que una maestra les va repartiendo. Tienen las mejillas quemadas y sus ojos son enormes. Me miran con sorpresa pero no se levantan ni alborotan. Sin duda, soy para ellos un marciano vestido con mi traje de motorista y mis largas barbas, que aquí llaman tanto la atención. Los hombres peruanos son lampiños en su mayoría y para estos tiernos infantes la aparición de un hombre barbado sobre una moto, vestido con extraña armadura y de tan recio tono al hablar, ha de causarles una impresión parecida a la que sus antepasados experimentaron cuando vieron aparecer a los míos a caballo.

Me dirijo a dos mujeres adultas encargadas de distribuir la humildísima pitanza.

—Hola —saludo—. ¿Qué hacen ustedes?

—Damos el desayuno a los niños —contesta la más joven.

—Este desayuno lo sufraga el Estado para ayudar a las familias —añade la más mayor—. Hacen dos comidas al día aquí. En muchos casos es lo único que comen.

—Y ustedes son las maestras.

—Yo soy la directora —aclara la última que ha hablado.

Es una mujer de unos cuarenta años, no lleva sombrero, como sí hace la otra, y en su mirada refleja autoridad y determinación.

—¿Y cuántos profesores son?

—Entre el colegio y el jardín de infancia somos diez profesores.

—¿Los niños que hay aquí son indígenas aimaras?

—Sí, esta zona es aimara.

—Y los profesores, ¿están bien pagados?

—Entre setecientos y ochocientos soles, que vendrían a ser unos trescientos dólares. Pero los profesores desempeñamos un papel importante, educamos y damos ejemplo a los niños. Y aunque no se nos pague en consonancia con la importancia de esta función, los que tenemos sincera vocación de enseñanza tenemos que estar en estos lugares.

 

 

EL LAGO TITICACA

 

Los paisajes más fabulosos se suceden. De repente me parece estar en Escocia, rodeado de prados verdes, y apenas unos kilómetros después parece que he retornado a la Patagonia y sus desiertos. Perú es el país con más diversidad que he encontrado en la ruta.

Y por fin, ante el viajero, el gran lago de Sudamérica. Aparece el resplandor sacro de las aguas del Titicaca. Surge detrás de una curva, está muy debajo de donde me encuentro. Puno es una olla rodeada de montañas. Se divisa al fondo, como una mancha plateada que espejease allá abajo. Es turbador estar frente a tan mitológica belleza. Por un momento me transporto y casi me siento en los albores del nacimiento de Manco Cápac. Pero es solo un espejismo, miro a mis pies y lo que encuentro es una montaña de basura. Es como retornar de un golpe seco a la cruda realidad del mundo moderno. La basura, los residuos, los desechos de esta época del confort que intentamos construir. Las carreteras de Perú son un inmenso vertedero que llega hasta el mismo origen de su orgullo nacional.

Debemos descender abruptamente hasta llegar a la ciudad, cuyos barrios de infraviviendas se arraciman en las laderas. Casas hechas de bloques de cemento con techos de uralita, cerdos, gallinas, perros callejeros, niños, basura… El gran lago sagrado de los incas tiene unos prolegómenos bastante sórdidos. No hay paraíso posible en el planeta ni tampoco leyendas fundacionales que soporten un pedestal de mierda.

Puno es, directamente, un caos. Las ciudades peruanas contrastan con la urbanidad organizada de Chile. En Bolivia solo conocimos Potosí, pero aquella población vivía en orden. Aquí los microbuses, los motocarros, los coches astrosos, los carromatos de caballos y los peatones compiten por estorbar más.

A trancas y barrancas conseguimos llegar al centro. La ciudad es populosa y comercial. Está llena de tiendas. Aquí se vende de todo. Podremos cambiar dinero, comprar tarjetas de teléfono peruanas y adecentarnos un poco después de la noche pasada en Titire. Hoy nos permitiremos un buen hotel. Encontramos uno muy céntrico, con un estilo lujoso algo anticuado y estética de casona colonial. El precio de la habitación triple es muy asequible, así que nos quedamos sin más discusión. A través del recepcionista encargamos una visita guiada al lago y a las islas de los uros. Nos duchamos, nos vestimos de civiles, salimos a hacer algunas compras y al atardecer estamos listos para el paseo.

 

 

DIOS MONTA EN MOTO

 

Para conocer el lago Titicaca viene a recogernos Efrain, un joven guía de turismo y miembro de los uros. Es un tipo pequeño, delgado y vivo que me explica algunas curiosidades de su tribu mientras navegamos en una barca con capacidad para treinta personas, en su mayoría jóvenes norteamericanos y algún mochilero europeo. Este público es habitual en los grandes centros turísticos y cada vez que voy a alguno de ellos los encuentro. No pocas veces reconozco rostros ya vistos. Todos siguen un itinerario parecido, marcado por las guías turísticas internacionales. Todos acaban en los mismos hostels de dormitorios compartidos. Todos toman los mismos trenes y autobuses. Todos se agolpan en los cuellos de botella del turismo barato. Sin embargo, en los recorridos que hago por estos caminos y pistas endiabladas de la Patagonia y el altiplano andino, no los veo porque por ahí solo se pierden los locales que viven en aislamiento y algunos chalados del viaje overland como yo.

Comprendo que viajar es una experiencia enriquecedora y maravillosa, se viaje como se viaje. No hay jerarquías en el modo de hacerlo, pues de haberlas, los verdaderos dioses de este universo en movimiento que formamos los viajeros serían los ciclistas que dan la vuelta al mundo, cruzan África, Asia o van de Alaska a la Patagonia. Su esfuerzo me admira y los considero héroes. Ellos convierten el viaje en moto en un cómodo paseo. Pero yo no viajo para medirme con nadie en la dureza afrontada, sino para aprender, conocer y comunicar. Para encontrarme a mí mismo y encontrar historias que contar. Y ya sé quién soy y lo que quiero transmitir. No me hace falta sufrir más para hacer crecer mi autoestima ni mi talento narrativo. Me encanta viajar en motocicleta por el dinamismo, por la euforia, por la alegría del acelerador. Porque puedo pararme donde quiera y no dependo de transportes públicos, horarios fijos ni rutas preestablecidas. Me apasiona porque siendo un medio de transporte tan austero y esforzado, me permite volar sobre las piedras, sentir el viento en la cara, disfrutar de las buenas carreteras asfaltadas y afrontar como un desafío los caminos sin asfaltar. Soy ágil, soy ligero, soy veloz. Soy aire, sol y libertad. Soy yo.

Conocí en 2009 a un chico llamado Pascal en Estambul. Venía desde Australia con su novia en una BMW igual a la mía. La llamaban François. Hicimos buenas migas y charlamos durante horas en la capital turca. Un día le pregunté cómo había empezado él a fantasear con el gran viaje en moto. Estábamos en una calle estrecha y concurrida, sentados en una terracita con sendas cervezas Efes, viendo la vida pasar, disfrutábamos de uno de esos preciosos y sencillos momentos para los cuales lo habíamos dejado todo atrás. Me miró y me dijo.

—Yo era mochilero, ¿sabes? Recuerdo que un día me encontraba en la India, embutido en uno de esos autobuses llenos de gente. Olía mal y tenía el codo de mi vecino clavado en las costillas. Llevaba horas allí, con ganas de orinar, sufriendo los baches y sabiendo que me estaba jugando la vida en manos de un conductor con sueño acumulado, posiblemente drogado y al que solo le importaba llegar cuanto antes para sacar un puñado de rupias por otro viaje. Entonces vi a través de la ventanilla una moto cargada de equipaje. Pasó como una exhalación. Sorteó los tuc tuc, las bicicletas y mi autobús en unos segundos. Nos adelantó sin esfuerzo. Lo seguí con la mirada y me fijé en que su matrícula era europea. Me dije allí mismo: «He visto pasar a Dios y quiero ser él».

Así me siento cuando viajo en moto. Me siento Dios.

 

 

EL ORIGEN DE LA LEYENDA

 

Recorremos unas aguas que se van tornando plateadas según atardece. Estamos en el lago Mayor, porque el Titicaca está formado en realidad por dos masas de agua. La otra es el lago Menor. Es una frontera entre Perú y Bolivia que mide 8.500 km2 y es uno de los veinte mayores lagos del mundo. En nuestro suave recorrido vemos unas islas que parecen hechas de paja. Sobre ellas hay casas de esa misma paja y unos seres humanos que habitan ese universo de paja. En realidad la paja es totora, un junco que crece en el lago. Cuando el nivel del agua crece, la raíz se rompe y sube a la superficie. Es una especie de corcho que los uros, habitantes de este mundo flotante, cortan y encajan para formar sus islotes. Luego los anclan y allí desarrollan su vida.

Las leyendas que cuentan a los turistas —convertidos en su principal modo de subsistencia— es que los uros se lanzaron al lago para escapar de la dominación inca. Ellos no eran aimaras ni quechuas, sino los hombres primigenios de América. En realidad, resulta difícil averiguar informaciones concluyentes porque toda la historia precolonial es de transmisión oral y no hay fuentes escritas fiables anteriores a las crónicas de los conquistadores. Son precisamente estas crónicas las que han convertido al Titicaca en otro de los mitos de Sudamérica, un lugar donde se mezcla el realismo con la fantasía.

Hemos venido al Titicaca porque es un hito imprescindible en el viaje. Según las crónicas coloniales, aquí se ubica el origen legendario del inca. El recorrido por Perú que quiero hacer seguirá los avatares del último imperio desde su nacimiento en el sur hasta su traumático final en la norteña ciudad de Cajamarca.

Las tradiciones orales aseguran que los fundadores de la dinastía incaica Manco Cápac y Mama Ocllo surgieron en la Isla del Sol. Eran hermanos, pero también esposos, y de su incestuosa unión surgió un poderosísimo imperio que se extendería en apenas tres siglos por más de dos millones de kilómetros cuadrados, siendo sus límites los actuales Colombia y Chile.

 

 

Desembarcamos en una de estas islas de totora y nuestro guía intenta explicarnos el rollo típico para los turistas y que de paso compremos algo. Se acerca a una mujer que tiene extendidos unos tapices y nos muestra uno de ellos.

—Este es Pachatata, el Dios supremo. Esto de acá es Mama Cocha, o sea, Madre Lago. Ellos le deben mucho a ella porque gracias a ella tienen el pescado, gracias a ella tienen un espacio para poder hacer su vida.

Pero nosotros hemos visto estos tapices ya en mercadillos que había en los pueblos desde la frontera hasta Puno. Esta presunta artesanía de los uros se vende por todo Perú. A nosotros nos interesa otra cosa, como por ejemplo la genuina pronunciación del nombre del lago, pues la que se repite continuamente tiene resonancias notoriamente escatológicas y que incitan a la broma grosera.

—Efrain, dime, ¿cómo se llama el lago exactamente? Porque no es Titicaca, ¿verdad que no?

—Titicaca no, Titicaca es malo. Es Titihajcka. —O al menos a mí me parece que lo pronuncia así.

—Efrain —prosigo—, tenemos conocimiento de que según las leyendas la pareja fundacional del Imperio inca salió de aquí. ¿Nos podrías explicar eso?

—Efectivamente —dice nuestro guía—. La leyenda nace en el lago Titicaca. Esto se origina exactamente en la Isla del Sol, que está ubicada en Bolivia. Ese es el lugar exacto de donde sale la pareja inca, Mama Ocllo y Manco Cápac, primeros incas. Una vez que salen del lago Titicaca, hacen un largo trayecto de Puno a Cuzco, casi cuatrocientos kilómetros, con una encomendación de su padre el Dios Sol. Les entrega una varilla de oro; las indicaciones que le dan son que el lugar donde se pueda hundir la varilla de oro con facilidad y sin ninguna presión, ese era el lugar donde debería fundarse el Imperio de los incas. Y eso sucede en Cuzco.

—Pues está dicho todo, nosotros vamos desde el lago Titicaca hasta la capital imperial, Cuzco, donde se plantó esa varilla, para contar el auge y caída del Imperio inca, como le ha ocurrido a tantos imperios a lo largo de la Historia.

 

 

CUZCO

 

De Puno a Cuzco hay unos cuatrocientos kilómetros que pueden suponer cerca de ocho horas y eso contando con que la carretera está completamente asfaltada. Pero los desplazamientos en Sudamérica no se miden por distancia sino por tiempo. Cuando unos preguntan cómo de lejos está un lugar, la respuesta no suele ser a tantos kilómetros, sino a tantas horas.

El paisaje resulta fabuloso. Recorremos una puna húmeda y verde de campos sembrados de pasto, lagunas y cerros entreverados de roca y vegetación herbácea. Esta asombrosa geografía del Perú nos hace pensar en cómo solo un puñado de españoles pudo derrotar un poderoso imperio de 30.000 guerreros. Hubo actos viles como el asesinato del último emperador, pero también arrojo y astucia para aprovechar el descontento hacia los incas en las tribus sometidas y su propia división.

Hay otra peculiaridad peruana que nos llama la atención. La propaganda política. Todos los pueblos tienen anuncios de candidatos a alcaldes o diputados. Pero no son carteles de papel, están pintados en los muros. Debe ser un buen negocio para los pintores dada la profusión de nombres que vemos en las paredes de casi todas las casas. Lo curioso es que, intrigado por tan peculiar procedimiento propagandístico, investigo el origen de esta costumbre peruana y me entero con sorpresa de que estas llamadas «pintas» están prohibidas por la ley electoral del país desde el año 2010.

El día se consume en la carretera. Avanzamos lentamente por el tráfico, por las curvas y por la gran cantidad de pueblos que hemos de cruzar. Yo me adelanto con la moto. Soy mucho más ágil que la camioneta cuando se circula entre camiones y atascos. Cuando oscurece, empezamos a vislumbrar los arrabales de Cuzco. La carretera está en obras, completamente embarrada. Es peligrosa y resbaladiza, no hay iluminación pública y me rodean pesados camiones cargados de material de construcción. Lo que precede a la ciudad imperial es un escenario de pesadilla.

Cuando llego a la entrada del casco histórico, detengo la marcha delante de una panadería. Compro unas empanadas y espero que aparezcan Heber y Antonio. Tardan por lo menos media hora. Me entretengo comiendo con hambre voraz. No suelo tomar nada desde el desayuno hasta la cena. Tal vez alguna banana cuando paramos a filmar. Pero detenernos expresamente a almorzar nos retrasa mucho. Llevamos algunas provisiones en la camioneta y ellos van comiendo, pero yo paso largas horas sin probar bocado. Es un régimen al que me acostumbré viajando solo y que hace que al caer la noche esté hambriento hasta el malestar físico.

Una vez juntos, les proveo de empanadas y nos sumergimos en el caótico desmadre circulatorio de Cuzco, ciudad de medio millón de habitantes que ha crecido desordenadamente, encaramándose sus nuevos barrios por los cerros que rodean su casco antiguo. Cuzco es además el principal destino turístico del Perú, porque no es solo una ciudad, es un mito. Habitada desde hace tres mil años, es la ciudad habitada más antigua de todo el continente. Llamada la Roma de América por su fabuloso conjunto monumental, en el urbanismo de su casco histórico se combinan los restos de su pasado como capital imperial inca y el legado español como gran ciudad del virreinato. Llena de palacios, iglesias, templos…, recorrerla es como viajar en el tiempo.

Encontramos un alojamiento económico en pleno casco histórico, muy cerca de la Plaza de Armas. La empleada, una joven chola muy pequeña y delgada, es sumamente amable y gracias a ella aprendemos dos peculiaridades idiomáticas al mismo tiempo. Como queremos una habitación triple pero no tienen disponibles, habla con su jefe por teléfono para pedirle permiso a fin de meter una cama supletoria en uno de los cuartos dobles.

—Es que los pasajeritos quieren dormir juntos, pero cada uno en su camita.

De esta sencilla frase deducimos que en Perú al viajero o huésped de hotel se le llama pasajero y también que los peruanos son muy aficionados a los diminutivos.

 

 

Al día siguiente recorremos la ciudad caminando junto a una auténtica muchedumbre que llena sus calles principales. La rectangular Plaza de Armas, con sus soportales cubiertos y los alrededores de calles encaladas y casas con balconadas de madera, me recuerdan al centro histórico de una pequeña ciudad española cualquiera. Pero con más gringos. Al ver la multitud de norteamericanos contemplando extasiados los edificios coloniales, la catedral, la iglesia de la Compañía o el laberíntico barrio de San Blas pienso que para ver buena arquitectura hispánica, mejor se iban a España. Es una impresión que me resulta cada vez más nítida al visitar más y más barrios coloniales en Sudamérica. Es cierto que son pintorescos con sus cholos e indígenas ataviados con trajes típicos, que su barroco representa una época y un estilo peculiares, que los templos católicos transportan a otro tiempo…, pero para monumentos realmente impresionantes, catedrales grandiosas e historia genuina hecha piedra, como la original de España no se encuentra otra en América Latina. Por decirlo claro: quien, por ejemplo, visita Burgos y ve su apabullante catedral gótica no se va a quedar boquiabierto con la renacentista de Cuzco.

En uno de los patios de este barrio viejo encuentro un puesto de artesanías donde venden gorros de lana. Decido probarme unos mientras bromeo con las vendedoras, dos cholas que se divierten mucho con mis payasadas. Primero me calzo un pasamontañas que me da aspecto de combatiente guerrillero convertido en icono.

—Amigos, la revolución está con nosotros, la lucha es imparable, y el futuro es nuestro. ¿Bien, eh? —digo mirando a las vendedoras que se parten de risa—. Tengo madera de líder, voy a iniciar la revolución zapatiesta.

Me tienden uno más clásico, el típico gorro andino a rayas y con dos puntas de lana que cuelgan como coletas de judío ortodoxo. Me pongo dos, uno sobre otro. Con ellos puestos y la barba alborotada, podría pasar por un profeta del Apocalipsis o un orador chalado de callejuela.

—Amigos de los Andes, escuchad la soflama. Vamos a reconquistar Cuzco. ¡Adelante, camaradas! ¿Qué tal si me corto el pelo y me recorto la barba?

Mis compañeros asienten. No me vendría mal. Así que buscamos una barbería. La encontramos muy cerca del convento de Santo Domingo, construido sobre un templo inca llamado Coricancha y cuyas ruinas sobrevivieron al terrible terremoto de 1950.

El peluquero es un hombre de más de sesenta años, calvo, menudo y con gafas. Accede a hacerme un pelado de greñas y barbas por veinte soles. El tipo se pone manos a la obra. Trabaja con lentitud y cuidado. El corte de pelo lleva una hora de trabajo. Cuando termina veo que me ha dejado con la raya a un lado y el cabello engominado al más puro estilo de los actores de los años cincuenta.

—Todo un clásico, caballero —comento.

—Así es —responde él, completamente en serio.

 

 

MACHU PICCHU

 

Para llegar a Machu Picchu hay que partir desde Cuzco en dirección Ollantaytambo, una pequeña población desde donde salen los trenes que llevan hasta Aguas Calientes. Aguas Calientes no es más que un pueblecito turístico que sirve básicamente como última posta a los turistas para llevarlos luego en autobús hasta el yacimiento arqueológico. Dicen que es uno de los municipios con la renta per cápita más alta de todo Perú.

El viaje no resulta demasiado largo, apenas setenta kilómetros, pero sí entretenido por las fenomenales vistas que tenemos del Valle Sagrado de los Incas, donde convergen numerosos ríos y floreció la agricultura indígena, que supo construir fértiles terrazas en las laderas de los montes.

La última población antes del célebre yacimiento es Ollantaytambo, que, a pesar de ser mucho menos conocida que Machu Picchu, tiene también un magnífico tesoro arqueológico, su fortaleza o tambo y sus terrazas para el cultivo. Ollantaytambo es la única ciudad inca todavía habitada y sirvió de refugio a Manco Inca, nombrado emperador por los españoles tras matar a Atahualpa. Manco los había recibido como libertadores, pero al darse cuenta de que habían venido para quedarse, se rebeló y mantuvo un reducto independiente en Vilcabamba hasta 1572.

Es el lugar donde nosotros aparcamos los vehículos y tomamos un tren para subir al yacimiento arqueológico más famoso de América y probablemente del mundo. Y eso influye en los precios. Cuando pregunto en la estación me quedo de piedra.

—¿Cuánto cuesta el billete?

Desde detrás del ventanuco la empleada me informa que el más barato son 312 soles.

—¡Trescientos doce soles, eso es una barbaridad! —exclamo estupefacto—. Más de cien dólares. Pero ¿eso es por una persona? En total seiscientos por el cámara y yo. ¡Una barbaridad!

Al entrar en el andén nos vemos rodeados por una gran masa de occidentales. ¡Y eso que no estamos en temporada alta! Los antecedentes de Machu Picchu son los de una auténtica feria de ganado. Turismo al por mayor, a gran escala. Esto es la ubre, la ubre de la divisa.

Los trabajadores de la compañía nos van dirigiendo hacia los vagones. Obedecemos obedientemente. Vivimos en la época de la masificación y, claro, somos ganado transportado hacia «La Ciudad de los Dioses» o «La Ciudad Perdida», que no estaba tan perdida, como ya veremos.

Una vez sentados en un vagón de sillones confortables y grandes ventanales, acompañados de decenas de norteamericanos con sus gorros incas y sus cámaras japonesas, comienza un agradable viaje que va paralelo al río y que muestra unos paisajes espectaculares tras los grandes ventanales. La floresta es espesísima y de vez en cuando descubrimos algunas casas aisladas con gente que vive en aislamiento y condiciones precarias. Resulta un poco chocante vivir esto, formar parte de este lujoso ganado que contempla el mundo real desde una pecera sin mezclarse con él. Vemos a los pobres a través del vidrio, pero en realidad es como si fuera una película mientras nos sirven bebidas.

Cuando llega mi turno, le pido al camarero de la compañía ferroviaria que me sirva un mate de coca. Es una presencia constante desde que entramos en Bolivia y en Perú, en todos los hoteles tienen estos sobrecitos o directamente la hoja de coca. Dicen que es para combatir el soroche o mal de altura. Yo no tomo nada para eso. Tampoco siento un mareo particularmente incómodo. Es cierto que uno se cansa antes y que jadea más al hacer esfuerzos, pero yo he hecho vida normal y no he sentido un malestar particular. Antonio se ha quejado un poco más y Heber nada. Pero el grupo se ha habituado pronto y bien a la altura. He pedido el mate no por necesidad sino para hacer una broma a la cámara.

—Por esto te detienen en España —digo mientras muestro el sobre.

Al darle el primer trago, abro mucho los ojos, como si hubiera recibido una inyección de adrenalina y hago un gesto como de intentar saltar por la ventana. Los gringos no entienden el chiste y me miran con prevención, pero Antonio se ríe con ganas. Nuestra convivencia ha mejorado mucho desde que tuvimos aquella crisis en Paraguay. Ahora somos un equipo perfectamente integrado.

Al cabo de una hora y media de viaje se produce un desembarque multitudinario en la estación de tren de Aguas Calientes. Es un auténtico tumulto. El paso obligado hacia los autobuses es un mercadillo descomunal con decenas de puestos donde se vende todo tipo de merchandising pseudoinca. En otros lugares conocidos en el planeta he visto aprovechamientos turísticos, pero esto ya se sale de lo corriente, es llamativo y grotesco.

Me acerco a uno de estos puestos y encuentro un libro escrito en inglés. The Lost City of the Incas. He aquí una de las causas del éxito fenomenal de Machu Picchu. Se debe en parte al libro de Hiram Bingham III, un profesor de Yale que inspirará al Indiana Jones de las películas. En 1912 escribió La Ciudad Perdida de los Incas, atribuyéndose el descubrimiento de un lugar que ya estaba habitado por unos agricultores y que había sido visitado antes por otros, como un peruano llamado Lizárraga, quien había escrito su nombre en una piedra.

Para subir a Machu Picchu se puede ir andando durante varios kilómetros de escarpada ascensión o se puede tomar un autobús que sube por estas carreteras. Bueno, esto que estamos recorriendo no es una carretera, es una pista de tierra con un precipicio al borde. Los autocares van a toda velocidad y cuando se cruzan, se viven escenas de riesgo que los conductores superan con destreza. Te vas jugando aquí un poco la vida pero es divertido y desde luego las vistas son impresionantes. Pero no resulta nada barato, porque la ida y la vuelta son 19 dólares que hay que sumarlos a los casi 45 dólares que cuesta la entrada de Machu Picchu, más los 117 dólares que cuesta el tren. Machu Picchu the big business.

Al superar la entrada, ascendemos unos escalones y de pronto nos vemos ante uno de los espectáculos más majestuosos que jamás haya visto. El horizonte encrespado de moles de piedra cobija una meseta en la que se dibuja una ciudad perfectamente alineada y con una gran ágora o patio en el centro. Resulta impactante y hasta al más frío ha de emocionar, aunque la muchedumbre que la recorre hurte algo del disfrute, pero esto es un símbolo para toda la humanidad y resulta comprensible que esté masificado. Todos tenemos el mismo derecho a contemplar esto.

Machu Picchu es el gran símbolo del poderío, la gloria y el desarrollo de las civilizaciones precolombinas. Esta maravillosa arquitectura inca encierra también una historia de dominación terrible. Los campesinos que cultivaban estas tierras, estas terrazas tan bien diseñadas, eran en realidad cautivos, esclavos de los emperadores incas, que escaparon en desbandada cuando los españoles derrotaron a sus amos.

Pero al mismo tiempo que icono del poder inca, es un perfecto ejemplo del mundo posmoderno y sin gloria en que vivimos, masificado, mercantilista, envanecido y consumista de experiencias aunque sean artificiales o impostadas. Y lo es desde el mismo momento de su descubrimiento, o mejor, habría que decir: redescubrimiento.

Se acepta popularmente la tesis de que la ciudad sagrada de los incas estaba perdida en la jungla y los cerros y que una especie de Indiana Jones de comienzos del siglo XX, un erudito estadounidense, hijo de millonario, llamado Hiram Bingham III, la descubrió, sacándola del olvido y dándola a conocer en un libro de pomposo título que es todavía un best seller. El éxito fue fenomenal y Machu Picchu elevada a los altares del turismo de masas.

Pero es muy posible que ni Lizárraga ni Bingham, sino un soldadito español llamado Baltasar Ocampo fuera el primer blanco que describiese Machu Picchu, ya que en una crónica del siglo XVI se refiere a una suntuosa ciudad inca llamada Pictos situada en lo alto de un cerro. Pictos pudiera ser Picchu, ya que la descripción coincide y parece que los pocos campesinos de Machu Picchu pagaban tributo en la encomienda española de Ollantaytambo.

La importancia de Machu Picchu no es que estuviera descubierta o se redescubriera, que estuviera habitada, deshabitada u olvidada. Lo importante es que es un símbolo fabuloso de una civilización, y lo relevante es que tanto Baltasar Ocampo como Hiram Bingham no pasaron sin más como otros hicieron antes. Se dieron cuenta de esta relevancia y la transcribieron en el papel, lo escribieron. Y como siempre sucede, son los cronistas, los que escriben historias, quienes dan valor a aquellos hechos y aquellos lugares que otros no ven. Ellos fueron hombres con visión, sin duda.

Aunque ¿quién sabe? Viendo las hordas que pululamos por las sagradas piedras haciéndonos selfies, quizá habría sido mejor que no se hubieran dado cuenta y este lugar permaneciera un poco más olvidado.