3

 

Rumbo al fin del mundo

 

 

 

OSORNO

 

En Osorno, a 1.000 km de Santiago, nos sorprendió la lluvia. El cielo estaba cubierto de una gruesa capa gris. El verano hizo el primer amago de terminar antes de tiempo. Recé por que no fuera así pues aún nos quedaba mucho viaje en territorio austral y si el clima variaba, más al sur podríamos tener problemas ya que la Patagonia es famosa por las rutas de ripio, el viento fogoso y el frío glacial. Estos elementos combinados podrían convertir el viaje en moto en un suplicio y encima dificultar la filmación.

Llegamos a la población al atardecer y estaba previsto quedarnos una noche. Aquí tendría que hacer la primera revisión a la moto, la más importante recién terminado el rodaje, pues a Anayansi me la dieron con kilómetro cero y ya llevaba más de mil quinientos. Esa primera revisión era vital porque es cuando el motor comienza a funcionar y más impurezas y limaduras de metal deja en el aceite. El tramo que me quedaba por delante era de gran complicación para las mecánicas porque casi todo transcurría sobre grava y sin posible asistencia técnica.

Entré en el concesionario BMW Motorrad de Osorno, el célebre Motoaventura, un lugar de acogida para los viajeros en moto que recorren Sudamérica. Roberto y Sonia, los dueños, son expertos en tratar con ellos. Venden y alquilan motos, equipamientos, y organizan sus propias rutas con clientes que vienen de todo el mundo. Yo les conocía de algún encuentro organizado por BMW en Europa, como el de Garmish, en Baviera, con más de cincuenta mil asistentes, o el más modesto para el público español que se celebra anualmente en Formigal.

Me atendieron fabulosamente, encargaron el servicio de la moto con urgencia y me proveyeron con neumáticos Metzeler Karoo 3 enviados por el representante de la marca en Chile por razón del patrocinio que tenía contratado con la delegación española. Dos juegos completos que para mí serían vitales porque en el resto de América del Sur me resultaría casi imposible encontrar estas gomas tan específicas. En Argentina ni soñarlo por la absurda regulación aduanera impuesta por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, y que prácticamente estrangulaba cualquier importación a no ser que se pudiera pagar el triple de lo que los productos costaban en los países vecinos. En Uruguay, Paraguay, Perú y Bolivia tampoco los conseguiría. Tal vez en Colombia. Pero eso estaba ya casi al final del viaje y mis cubiertas traídas de España no aguantarían una tercera parte del camino, así que las que obtuve en Osorno me vinieron muy bien. A Heber no le hizo tanta gracia; se encontró de pronto con cuatro aparatosos bultos más que cargar y descargar cada noche.

Mientras empezaban con la revisión de Anayansi, Roberto me explicó la ruta hacia el sur por la Carretera Austral. De seguir por Chile, me vería obligado a tomar algunos ferries, que a veces solo salían una vez al día, de manera que si llegábamos tarde deberíamos esperar toda la noche. Lo más conveniente, nos recomendó, era cruzar a Argentina por los Andes, recorrer la Ruta 40 e ir saltando de vez en cuando a Chile y viceversa para visitar lugares concretos como el Perito Moreno o evitar tramos en muy mal estado.

—El cincuenta por ciento de lo que tienes por delante es ripio, el resto es pavimento de muy distintas calidades. —Señaló sobre un mapa—. Mi consejo es que, si llueve, no circules por los caminos de ripio argentinos. Son muy malos. Aparte de resbaladizos en grado extremo, si persiste la lluvia, se embarran y se forma una capa de lodo compacto que atrapa las ruedas y no puedes caminar. Si hay agua, es mejor ir por Chile.

—En cualquier caso —dije yo—, para llegar a Punta Arenas, que es una ciudad chilena, no se puede ir todo el rato por Chile; no hay ruta directa, ¿verdad?

—Cierto. La ruta es discontinua. Hay que cruzar la frontera obligatoriamente y vas a encontrar mucho ripio, muchas obras y mucho viento.

—La aventura es la aventura, como dijo Belmondo.

Solté en ese momento una de mis frases comodín, forjadas a lo largo de mis viajes y filmadas en mis vídeos amateur. Frases que a fuerza de repetirlas habían tenido éxito entre los internautas que veían mis películas viajeras. La más célebre, sin duda, era la de «very good my friend», que se había incluso convertido en lema de camisetas que habían comprado mis amigos y que yo mismo vestía con asiduidad.

Esa frase nació en Indonesia, durante mi vuelta al mundo Ruta Exploradores Olvidados, cuando las pasaba canutas en Sumatra, una isla gigantesca de nefasta red viaria y donde nadie hablaba inglés; sin embargo, cuando en un intento de comunicarme con ellos les decía «very good», todos sonreían porque eso sí lo comprendían y, lo que es más importante, lo agradecían. De modo que cuando compraba unos plátanos o me servían gasolina, yo les decía «very good, very good, my friend», y la simpatía brotaba de modo natural. Comprendí entonces que mensajes muy sencillos pueden generar efectos complejos y que la sonrisa era el mejor pasaporte y la más eficaz carta de presentación.

«La aventura es la aventura, como dijo Belmondo» nació por la misma época y era una frase que decía para mis vídeos cuando me metía en un fregado, por ejemplo cuando me interné en las selvas de Borneo por una pista de tierra que al llover se convirtió en un cenagal del que me costó mucho salir. Venía a significar lo que nos decían en la mili ante las tareas más incómodas: ajo y agua. O sea, a joderse y a aguantarse. Lo que yo quería decir es que si me las veía putas era por propia voluntad porque nadie me había obligado a ir, estaba allí por propia voluntad y no en cumplimiento del deber como un militar, un misionero o un diplomático. Sino como un turista profesional, que decía el malogrado Iñaki Ochoa de Olza. En realidad, en la película titulada La aventura es la aventura, no participaba Belmondo, sino Johnny Hallyday y probablemente Jean Paul Belmondo jamás pronunció la susodicha frase en una de sus casposas películas, pero así se la oí a Maribé, una novia que tuve y que me ayudó mucho en mis primeros pasos como escritor. Ella comentó un día que esa fue la respuesta que dio su hermano cuando se fugó con nueve años y lo encontraron, y me gustó tanto que me la apropié.

 

 

PUERTO MONTT

 

El servicio de la moto tardaría unas horas, así que decidimos viajar en la camioneta hasta Puerto Montt, distante unos cien kilómetros de Osorno, filmar allí y regresar para tomar el camino de Argentina. El paisaje era de bosque continental y la carretera, una autovía magnífica. Viajar dentro de un habitáculo sobre cuatro ruedas era confortable e inducía a la contemplación calmada de los prados y bosques, y del enorme volcán nevado que apareció a nuestra izquierda. Era el Osorno. Sí, definitivamente viajar en coche era muy cómodo y seguro. Pero no era para mí.

Cada vez que se me planteaba el dilema de viajar en moto o en coche, avión o tren, recordaba el párrafo que escribí en Un millón de piedras, mi libro de viajes por África, cuando en Dar es Salaam me alojé en un hotel y en la terraza encontré un chaval holandés. Cuando un blanco encuentra otro blanco en un país sin blancos lo habitual es charlar un rato. ¿De dónde eres? ¿Qué haces aquí? ¿Cuánto tiempo llevas? Conversaciones banales que no llevan más que a matar el rato. Me contó que trabajaba en microcréditos. Recién aterrizado, llevaba en Tanzania apenas unas semanas. Todo le impresionaba. Todavía tenía la palidez neerlandesa sobre la piel. Se quedó mirando mis brazos quemados. «Pronto tendrás tus propias quemaduras», predije para mí.

—Dime una cosa —soltó al ver mis lesiones—. ¿Por qué no viajas en coche?

Aquel bienintencionado muchacho tenía todavía mucho que aprender. Una vez que te engancha el motociclismo, estás atrapado para siempre. Es posible que por miedo, por presión familiar o por responsabilidades mal entendidas dejes de montar, pero lo cierto es que siempre lo echarás de menos. Es una adicción más. El que monta lo sabe; el que no lo hace no lo entenderá jamás. Aun así, traté de explicárselo:

—El viaje en moto es una de las últimas aventuras reales que quedan. Un automóvil es una caja en la que uno se aísla del exterior, pero sobre una motocicleta uno es el exterior. No hay barreras entre tú y el paisaje; sobre ti golpeará la lluvia, el viento y el sol. Claro que te cansarás antes y estarás expuesto a graves riesgos. Pero serás ágil. Serás centauro, caballero y nómada de corta impedimenta. No cargarás más que con lo imprescindible y aprenderás a renunciar a lo accesorio. Si esto no te parece motivo suficiente, no creo que pudieras entenderlo ni aunque estuviéramos hablando durante horas.

En Puerto Montt había dos cosas de interés. El recuerdo de una matanza inmortalizado en una canción de Víctor Jara y la impronta alemana en una ciudad casi fundada por inmigrantes centroeuropeos.

La masacre la conocía por los versos del cantautor chileno, antiguo miembro de los Quilapayún. Su disco rondaba por la casa de mis padres cuando yo era niño y ellos vivían la fiebre de la Transición como jóvenes profesionales liberales, todavía con el idealismo universitario en la piel; el long play de grueso vinilo fue dando tumbos en las mudanzas que vivimos en aquellos años. Cuando yo era adolescente me dio por la estética y la ética punk y me pasé la juventud con el pelo de punta y escuchando música ruidosa, fundamentalmente lo que se llamó «rock radical vasco». Lo bueno de ser aficionado a la música es que uno acaba investigando otros estilos y descubrí el disco de los Quilapayún y me fascinaron sus ritmos indígenas; de ahí pasé a Jara y encontré la canción «Preguntas por Puerto Montt».

No imaginé entonces que yo iría algún día a esa ciudad. Por eso cuando preparé el guión de Diario de un nómada y vi en el mapa que estaba en las cercanías de la ruta, investigué. Conocí entonces los detalles de la matanza, que me recordaron a los de Casas Viejas en España acaecidos muchas décadas antes, durante los desórdenes que precedieron nuestra Guerra Civil. En 1969, durante el gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei, un grupo de familias sin hogar ocuparon unos terrenos en la zona. Intentaban conseguir la propiedad por expropiación debido al no uso de los legítimos dueños, posibilidad contemplada en la legislación chilena de aquellos tiempos. En cinco días los pobladores habían alcanzado el número de 400. Entonces entró la policía al desalojo. Los ocupantes se resistieron con piedras y palos. Los carabineros dispararon. Diez pobladores murieron incluyendo un bebé de nueve meses, asfixiado por los gases lacrimógenos.

La historia era terrible, pero ni por tema ni por tono era material para incluir en la serie. Me quedaría sin ir a Puerto Montt, hasta que descubrí una información curiosa. La ciudad tiene una importante impronta alemana y un monumento a los colonos alemanes, aparecidos con la Ley de Inmigración Selectiva de 1845 que trató de atraer profesionales y artesanos de aria ascendencia. Se calcula que 30.000 alemanes buscaron en Chile un nuevo comienzo. Esa presencia germana ha dejado huella en todo el país, desde su ejército hasta su burocracia y la organización administrativa. Todo un contraste con la vecina Argentina, influenciada por la migración italiana. La curiosidad que justificaba nuestro paso por Puerto Montt para visitar el monumento era que el primer alemán en tierra chilena llegó en el siglo XVI y fue Bartolomé Blumenthal, oriundo de Nuremberg, carpintero enrolado en la expedición de Pedro de Valdivia. No sería el único alemán en llegar a América en aquella época, como comprobaríamos cuando muchos kilómetros y semanas después hablara de la triple fundación de Bogotá, ya en Colombia, en la que participó decisivamente otro curioso personaje teutón llamado Nicolás Federmann.

Habría más alemanes. Por ejemplo, Ulrico Schmidl, lansquenete o mercenario, que en 1536 acompañó al primer fundador de Buenos Aires, Pedro de Mendoza, y contó en su crónica los desastres acaecidos a la ciudad. Sin embargo, el alemán en América que más fama alcanzó no fue un conquistador, sino un cautivo: Hans Staden, que en 1549 embarcó en Sevilla rumbo al Río de la Plata y naufragó frente a las costas de Brasil. Allí fue capturado por la tribu antropófaga de los tupinambá y destinado a ser devorado; sobrevivió milagrosamente y consiguió regresar a su Alemania natal en 1555; allí publicó un libro contando su peripecia titulado Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos y caníbales. Con semejante título, con el relato tremendista de las escenas de canibalismo y las cuasi pornográficas ilustraciones, el texto se convirtió en un fenómeno editorial y un éxito de ventas.

 

 

RUMBO A ARGENTINA

 

La carretera que llevaba de Osorno a la frontera era de una belleza estupefaciente. El primer golpe fue la visión del lago Puyehue, de un azul turquesa que asombraba. La primera referencia que se tiene de él la dio el conquistador Francisco de Villagra, uno de los hombres que acompañaron a Valdivia en la fundación de Santiago de la Nueva Extremadura, y al final el hombre que le vengó al dar muerte a Lautaro en su propio campamento y venció a los mapuches en la batalla de Mataquito.

Dejamos atrás la mancha turquesa del lago y nos sumergimos en una borrachera de verdor entrelazada por riachuelos, cascadas y cauces de aguas bravas. Era el Parque Nacional Puyehue. Los árboles, compactados entre sí, dejaban caer los rayos del sol declinante del atardecer. Era como si una fina lluvia de oro nos cubriese. Las curvas eran suaves, deliciosas para conducir la moto, había poco tráfico y la sensación de libertad era embriagadora. Por fin había dejado definitivamente atrás la aburrida Panamericana y no volvería a verme en una autopista hasta miles de kilómetros después, en Buenos Aires. Por fin comenzaba la aventura en plena naturaleza que tanto había ansiado durante los largos meses de preparación del viaje.

Sobre una motocicleta uno no contempla el paisaje, es parte del paisaje. Me emocionaba el espectáculo natural que me abrazaba según me introducía más y más en el parque. Pero al goce se añadía el estupor. No conocía las especies de aquella tupida floresta. La vegetación que veía no era propia de Europa, imposible reconocerla ni compararla a lo que nos es familiar a los habitantes del Viejo Mundo. Ante aquella explosión de vegetales extraños no resultaba difícil imaginar la sorpresa y también la felicidad de los naturalistas que aparecieron en América, desde Gonzalo Fernández de Oviedo, que escribió la primera crónica indiana desde el Nuevo Mundo, allá por 1535, hasta Charles Darwin, que arribó a la Patagonia a bordo del Beagle en 1832.

Los árboles eran endémicos de la región patagónica. Luego supe que se llamaban coigües, ulmos, tepas y mañíos. Pero en aquel momento en el que circulaba a una velocidad baja para deleitarme con el frescor del aire en la cara y el olor de helecho y bosque, me importaban un carajo los nombres propios. Simplemente me preocupaba por abrir los poros, los ojos y el alma a la fascinación que producía la hermosura y vitalidad vegetal de esa tierra. Poco podía imaginar que justo después pasaría a un escenario completamente diferente, de grisácea muerte y cenicienta desolación.

 

 

LA FRONTERA

 

Al llegar a la frontera nos enteramos que se cerraba a las 20.00, y mi reloj marcaba las 19.30. No había visto ningún lugar para pernoctar, ni en las cercanías ni mucho menos en el recinto aduanero chileno donde solo había unos barracones para los servicios de migraciones y aduanas y unas casitas donde se alojaban los funcionarios, policías y carabineros. Así que debíamos darnos prisa. Mucha prisa.

El pasaporte nos lo sellaron con rapidez. No debíamos rellenar ningún formulario de salida, como ocurre en otros países, sino que bastaba con entregar el resguardo del de entrada que rellenamos al ingresar en Chile por primera vez, que fue por el aeropuerto, ya que si se recuerda, al Cristo Redentor subimos por una pista de tierra que llevaba al país vecino sin pasar por ninguna aduana. Y la noche y el día que permanecimos en Argentina nos mantuvimos en el espacio que hay antes de su aduana, de modo que oficialmente jamás habíamos salido de Chile ni entrado en Argentina.

El trámite aduanero para la moto resultó igualmente sencillo. La funcionaria comprobó que la había importado legalmente por vía aérea, se quedó con una copia del permiso de importación temporal que me habían dado en el aeropuerto y ya podía irme. Bueno, no tan rápido. Para entrar en Argentina debía proveerme de un seguro a terceros obligatorio. Pero ¿dónde conseguirlo? Allí no había ninguna oficina de una aseguradora.

—Tiene usted que ir a una de las casas donde viven los carabineros —me indicó la dependienta de un pequeño comercio anejo a la aduana—. Allí le venderán un seguro.

Las instrucciones eran extrañas porque los carabineros no venden seguros, sino que son una fuerza de seguridad muy rigurosa. Vestidos de verde oliva, son la policía ciudadana más visible y también los agentes de tráfico. Militarizados y disciplinados, son equiparables a la española Guardia Civil. Popularmente llamados Los Pacos, arrastran algo de mala fama para algunos sectores de la sociedad chilena al haber sido tradicionalmente la fuerza armada usada para la represión de manifestaciones y protestas políticas por el régimen de Pinochet. Pero lo que yo puedo decir es que la impresión que me dieron fue de ser una magnífica policía, incorruptible y atenta a la prevención del crimen. Gente con la que no se bromea.

Pero era cierto, los seguros se vendían en la casa de uno de los carabineros destinados en la frontera; concretamente, por su esposa, que tenía instalada la oficina en su salón. La mujer, joven, simpática y embarazada, ayudaba a sostener a la familia con ese modesto negocio.

—¿Usted en qué anda?

—En una moto, pero es una moto española.

Eso pareció darle igual.

—Los documentos de su moto.

Se los entregué. Pero me preocupaba que cerrasen la frontera y me quedara en la tierra de nadie.

—Los de aquí son buenos, ¿me dejarán pasar?

—Oiga, pero ya son las ocho —contestó.

—¿Y qué hago? —Me alarmé—. ¿Me tengo que quedar aquí a dormir? ¿Dónde puedo dormir aquí? ¿Serán buenos o me harán quedar a dormir en la calle?

—No sé. —Se encogió de hombros—. Tendrá que preguntar. Y dígame su domicilio.

—¿El de España? Vale, pues entonces a ver, eh… Palacio de la Moncloa, número 1.

 

 

BUSCANDO A FÉNIX ENTRE LAS CENIZAS DE PUYEHUE

 

El día 6 de marzo entramos en la tierra de nadie que había entre la aduana chilena y la argentina. Más de veinte kilómetros a través de los Andes. Pero aquí había desaparecido todo el verdor. El bosque estaba seco y los árboles semejaban afiladas lanzas apuntando al cielo. Todo había muerto a mi alrededor. No oía nada más que el sonido del motor y el rodar de los neumáticos de tacos al tomar una tras otra las curvas que subían a la montañosa divisoria. Era un territorio espectral. Los árboles muertos se alzaban sobre montones de ceniza volcánica que semejaba la finísima arena del desierto. No encontré más vida que la sombra de mi motocicleta. Nunca había visto semejante desolación.

Las catástrofes naturales ocurridas lejos del ombligo eurocentrista parece que no son catástrofes. Lo que ocurre lejos es solo un dato, una fría estadística, pero lo que ocurre cerca de nuestra casa es una auténtica tragedia. Se podría llamar el «kilómetro emocional». Un perro atropellado ante nuestros ojos nos arranca sentidas lágrimas, sin embargo miles de muertos en África por la guerra o la inanición a través de un noticiario nos arranca algún comentario y poco más. Son cosas que suceden tan lejos, parece que pensamos. Lo que pasa es que lo que sucede lejos de nuestra casa acontece cerca de las casas de otros.

Cuando el volcán chileno Puyehue erupcionó en 2011, las consecuencias para muchos europeos y norteamericanos fueron meros retrasos en los aviones que habían de tomar por las toneladas de cenizas lanzadas a la atmósfera, pero para los habitantes de la región andina cercana a la turística Villa La Angostura en Argentina fue trasladarse de golpe a la Zona Cero. El viento desplazó hacia ellos la espesa nube gris y una lluvia de cenizas cayó sobre ellos y sus posesiones, transformando sus tranquilas vidas dedicadas al comercio y a la hostelería en un infierno. La capa de escoria volcánica depositada superaba el metro de espesor y todo se colapsó.

La luz, el agua y la normalidad desaparecieron en una villa de aspecto alpino, equiparable a cualquiera de Austria o Suiza. El pueblo, los bosques, las calles, las casas, la completa existencia de la gente que allí vivía… Todo se tornó gris. Fue una catástrofe nacional. El ejército se movilizó, enormes camiones verde oliva patrullaban una población fantasmagórica y soldados proveían a los vecinos de lo básico. Los residentes de uno de los pueblos ricos vivían como metidos de repente en un campo de refugiados. Así pasaron unos meses eternos. Les sugerían evacuar por el riesgo de avenidas de agua o seísmos… pero ¿adónde ir? Muchos eran gente urbana que habían abandonado Buenos Aires por la criminalidad para construirse un nuevo futuro en el paraíso natural de la Patagonia más civilizada, y de golpe lo habían perdido todo.

Pero la vida es invencible y siempre encuentra un modo de salir adelante incluso en el fragor de la más terrible destrucción. Lo comprobaría tres años después de la tragedia; cuando aparecimos en la tranquila Villa La Angostura, nada recordaba aquellos momentos difíciles. Las calles estaban limpias, los comercios de ropa de montaña abiertos y el centro bien surtido de restaurantes y cafeterías. El decorado parecía de cuento porque todas las casas estaban construidas de madera, con tejado a dos aguas y aspecto de estar habitadas por Hansel y Gretel. Una de las edificaciones más llamativas era un bar que estaba en un chaflán y el rótulo indicaba que se llamaba Ruta 40, como una de las carreteras patagónicas más míticas de todas y que precisamente pasaba por aquella población. Decidimos que ese establecimiento sería el comienzo de nuestro viaje hacia el fin del mundo.

Entramos y en cuanto vieron la moto aparcada en la puerta, fue a recibirnos el dueño del local, quien nos dijo que tenía una «be eme», que es como los argentinos llaman a las BMW. Preguntó qué hacíamos por allí y cuando se lo explicamos nos invitó a sentarnos con él. Grueso y poseedor de una extraordinaria facundia, Roberto nos contó en un instante un montón de disparatadas historias, descacharrantes cuentos y exageradas anécdotas. Había desertado de Buenos Aires en una de las crisis cíclicas, agobiado por la delincuencia y la corrupción, se había construido una casa, un bar y una cervecería artesanal, y era feliz en su nuevo mundo.

Hasta que pasó lo del Puyehue. Y cuando nos lo contó, nos dimos cuenta de lo grave que había sido para él y para toda la comunidad. La camarera, una chica joven, moderna, tatuada y bohemia, que también había dejado Buenos Aires, lo corroboró. Fue como vivir en una zona de guerra. Toda normalidad desapareció. Pero la ciudad poco a poco fue recuperándose como la famosa ave fénix de la mitología griega.

El dueño del bar Ruta 40 de Villa La Angostura nos contó que, harto de ver su jardín cubierto de cenizas y de sentirse deprimido, lo chorreó con una manguera como quien intenta coger todo el mar en un cubo. Su gesto era minúsculo comparado con la inmensidad muerta que lo rodeaba. Pero en su parcela, los árboles que iba limpiando alzaban de pronto sus caídas ramas ante sus atónitos ojos. Fue cuestión de minutos. Allí estaban de nuevo, pujantes y vigorosos, como si con el agua hubieran recobrado el buen humor y las ganas de vivir.

Lo más emotivo para él fue ver aparecer de la nada un pájaro carpintero y taladrar como un loco el tronco recién limpiado para buscar con ahínco y desesperación las larvas de las que se alimentan. Aquel pobre pájaro había pasado semanas sin poder comer pues todos los bosques estaban cubiertos de una gruesa capa de muerte gris. Pero en cuanto divisó un pedazo de madera limpia, se abalanzó a por ella sin temor al humano que andaba a pocos metros completamente emocionado.

Allí estaba la verdadera ave fénix de Villa La Angostura.

 

 

LOS LAGOS

 

Si existe el paraíso terrenal, probablemente esté situado entre Villa La Angostura, San Carlos de Bariloche y El Bolsón. En ese corto tramo de unos doscientos kilómetros entre montañas y lagos nos dimos de bruces con una de las cualidades de este viaje transamericano y es que cuando el viajero cree haber encontrado el paisaje más bello, el día siguiente le demostrará que se había equivocado. Cada nueva jornada nos ofrecía el regalo de una mayor belleza cuando creíamos estar ya acostumbrados a lo bello y sus encantos. Es de las mejores cosas de vivir y viajar, el hecho incontrovertible de que la capacidad de asombro se renueva. Y la Patagonia nos iba a asombrar porque no se parecía nunca a sí misma.

Los colores tornasolados del pasto sobre las montañas, el reflejo de las nubes en la superficie cristalina de los lagos, los caballos salvajes, las águilas, los bosques infinitos… Todo allí conspiraba para dejarnos con la boca abierta y obligarnos a parar mil veces para hacer fotografías y filmar. Porque cuando todo es tan bello, ¿cómo discriminar qué debemos recoger con las cámaras y qué no? Antonio y yo nos volvíamos locos ante semejante derroche de hermosura. ¡Teníamos el mejor plató del mundo a nuestro alcance! Para desesperación de Heber, porque cada vez que decidíamos hacer unas tomas, el debía parar la marcha y aparcar la camioneta donde no se interpusiera en el campo de visión.

Era una auténtica pesadez, porque el mero viaje hubiera sido delicioso; un puro deleite para los sentidos si solo se tratase de rodar, dejarse llevar por la inercia del vehículo y contemplar los grandiosos paisajes durante unas horas hasta llegar a destino, cenar, dormir y repetir la rutina al día siguiente. Eso es viajar de vacaciones, uno de los más altos y caros placeres. Pero nosotros estábamos trabajando y esa idea romántica del desplazarse por simple placer no tiene nada que ver con lo que hacíamos.

Me he acostumbrado a viajar con ojos de cazador de planos. Sobrevuelo el planeta a velocidad de crucero y mis pupilas lo van escudriñando en busca de encuadres igual que las águilas hacen con sus presas. Es una deformación profesional que se formó sin pretenderlo cuando comencé a fotografiar y filmar mis aventuras en moto por el mundo. Tuve claro desde mis primeros recorridos que lo que pretendía era escribir y tomaba notas en cuadernos y actualizaba un diario. Las fotografías que tomaba tenían un objetivo secundario, accesorio, eran una simple imagen para ilustrar los textos.

Sin embargo, pronto me di cuenta de que para poder viajar y escribir sobre ello, necesitaba ganar dinero y que ese dinero podría obtenerlo más fácilmente con la imagen que con la palabra. La imagen es de consumo rápido y la palabra requiere más esfuerzo, tanto en el que la escribe como en el que la lee. Pero las fotos y los vídeos son capaces de atrapar la atención de modo instantáneo. Las fotos podrían interesar en las revistas y así publicar mis reportajes, y los vídeos gustar en las televisiones para emitirse y entrevistarme. De ese modo, usando una estrategia de ataque indirecto, podría conseguir dinero para viajar y además llegar a más gente a la que luego quizá convencer de leer los libros, que es lo que realmente me importaba y me importa.

Mi cerebro y mi sensibilidad se fueron haciendo poco a poco cada vez más visuales. Hoy, cuando recorro un paraje cualquiera, inmediatamente localizo el punto desde el que podría encuadrar el mundo, la carretera y la moto para crear una imagen sugerente que insufle en el observador ganas de vivir, de fugarse y de abrazar la libertad del trotamundos. Y aquel tramo de Patagonia que estábamos recorriendo embobados ofrecía a cada kilómetro mil posibles encuadres maravillosos para crear ese icono. Largas rectas, perfiles ondulados, amplias curvas y, de fondo, montañas, lagos y un cielo entreverado de nubes algodonosas.

La técnica cuando viajaba solo consistía en parar la moto, plantar un trípode, colocar la cámara encima, encuadrar, dejarla filmando y salir a toda pastilla. Hacía dos pasadas siempre, una de ida y otra de vuelta hasta desaparecer del campo de visión. Entonces paraba la moto de nuevo, movía el selector para hacer fotografías. Ponía la función de disparo automático de diez fotos a los diez segundos y repetía la operación pero sin irme tan lejos esta vez. Diez imágenes de ida y diez de vuelta. Alguna saldría que valiera la pena.

Ahora que viajaba con un camarógrafo profesional, no simplificaba mi rutina pues seguía haciendo lo mismo que antes, salvo las fotos, porque nombré a Heber fotógrafo oficial. De modo que mis tomas se unían a las de Antonio con su gran cámara y su gran trípode. Eso duplicaba el trabajo general del grupo y el material a archivar, clasificar y guardar, pero fue lo mejor que pudimos hacer pues al disponer de dos fuentes de imágenes, tendríamos más material para elegir cuando llegase el momento del montaje definitivo.

Pero toda disyuntiva alternativa tiene como consecuencia la reducción de la constante menos elegida proporcionada a la opción preferente. Samuelson, un sabio económico, lo explicó de modo perfecto en su contraposición entre cañones y mantequilla. Siendo los recursos de un país hipotético limitados, la decisión de invertir en cañones reduce la cantidad de mantequilla producida, y a la inversa, cuanta más mantequilla se produzca, menos habrá para cañones. Pues con los documentales de viajes pasa lo mismo. Cuanto más tiempo se invierte documentando, menos se pasa viajando. Envueltos en esa fiebre filmográfica ante la majestuosidad de la Patagonia lacustre, apenas pudimos recorrer kilómetros, que era lo que temía Heber, de modo que al atardecer entramos en el pueblo de El Bolsón, distante solo 200 km de Villa La Angostura.

Si seguíamos a ese ritmo, nos llevaría meses llegar a Buenos Aires, pues teníamos previsto descender por la 40 hasta Punta Arenas, en el estrecho de Magallanes, visitar el glaciar del Perito Moreno; luego deberíamos ascender por la larguísima Ruta 3 para visitar Puerto San Julián y Península Valdés antes de meternos en la Pampa para llegar al Río de la Plata. Yo quería llegar a la capital en menos de veinticinco días, y en todo caso antes del día 30 de marzo porque venían a vernos Teresa y Nuria, la novia de Antonio, y a esa cita no podíamos faltar. Nos quedaban 5.000 km de Patagonia y habíamos invertido todo un día en hacer menos de doscientos. Había que reorganizar el método de trabajo porque no podíamos filmar todo lo que nos gustaba, que era todo, pues de ser así no haríamos nada. Eso les dije a los chicos durante la cena. Lo que no pude imaginar entonces es que de nuevo los planes abstractos se iban a ver alterados por la autoridad de las circunstancias.

 

 

LA FUGA DEL DRONE

 

El Bolsón es la Patagonia argentina más boscosa, y está a tomar por saco de cualquier gran ciudad. Antes de salir de viaje decidimos realizar unas tomas y usar el drone, que casi no habíamos podido utilizar por el viento. Pero aquella mañana la atmósfera estaba más calmada y nos ofrecía una tregua perfecta. Nos perdimos por las pistas de ripio que rodeaban la pequeña población. Yo había salido a correr al amanecer y había encontrado que el río que atravesaba el pueblo discurría cuando lo abandonaba por el bosque y allí lo acompañaban numerosas sendas de grava que podrían hacernos de escenario ideal para la aventura motociclista.

Antonio era el único autorizado a usarlo. Lo manejaba bastante bien por su afición a los videojuegos. Dio la orden de encendido. El cacharrito zumbó con sus cuatro hélices. Lo elevó de un golpe seco. El drone tenía una cámara que por un sistema inalámbrico remitía la imagen a un teléfono móvil y así el operador sabía que estaba filmando. Yo arrancaba la marcha y él trataba de seguirme a la misma velocidad. Luego yo daba la vuelta, y él esperaba, cuando me aproximaba intentaba ir hacia atrás para filmar mi regreso. Lo habíamos hecho ya unas cuantas veces y el resultado obtenido era espectacular.

Emocionado por la facilidad de manejo del cacharro, que nos parecía un juguete, Antonio lo llevaba cada vez más lejos y cada vez más alto, y no pocas veces lo perdíamos de vista, pero él lo podía manejar gracias a la visión remota y a que el aparato disponía de un GPS integrado que en caso de pérdida de control activaba una función de regreso automático al punto de salida. Sin embargo, lo cierto es que, en nuestra unidad, ese GPS no llegaba a funcionar del todo bien y nos habíamos acostumbrado a volarlo sin ajustar las coordenadas del localizador por satélite.

Nos hallábamos en mitad de una ancha pista de grava, rodeados de bosques sin final. El olor a gramíneas y helechos era penetrante. De vez en cuando nos habíamos cruzado con campesinos a caballo o conduciendo vetustos 4 × 4, pero la impresión general era la de hallarnos solos en mitad de la nada. Antonio elevó el drone y lo desplazó sobre la masa boscosa para filmar desde el aire la inmensidad del océano vegetal. Lo perdimos de vista. En la pantalla del móvil veíamos las frondosas copas de los árboles abrazadas unas a otras sin que se viera el suelo. Habría sido una filmación cojonuda si hubiéramos recuperado la tarjeta de memoria que llevaba la cámara del drone.

Pero no recuperamos nunca la tarjeta, ni la cámara ni el drone. El maldito artilugio no regresó y la conexión se cortó. El ingenio volador optó por vivir una vida libre e independiente; autodeterminada, vamos. Y no hubo forma ni de hacerle volver ni de encontrarle. Lo llamamos, lo buscamos, intentamos todo lo humanamente posible, pero localizar un diminuto cacharro en un bosque patagónico era una tarea tan inútil como la de la aguja en el pajar. Lo dimos por perdido. El desánimo se instaló en el grupo. Por supuesto podríamos terminar el documental sin el drone, cuya presencia en pantalla iba a ser mínima, pero la verdad era que dolía que habiendo cargado con él desde España y habiendo filmado algunas buenas tomas, ya no lo usáramos más.

Regresamos entristecidos. Yo pensaba que había sido una imprudencia de Antonio hacerlo volar tan lejos sin necesidad, pero en todo momento había actuado con mi consentimiento y sin recibir instrucciones en sentido contrario. Por más que molestase, había sido un accidente, una de esas cosas que pasan y te joden el día. Le podría haber sucedido a cualquiera y era de esperar que este tipo de contratiempos nos surgiesen en un viaje tan largo y exigente.

No paraba de dar vueltas a la cabeza. Yo aquí soy el productor y se supone que los productores resuelven los problemas así. Entonces se me ocurrió buscar un drone en la Patagonia, y si no, en las ciudades más lejanas. En el hostel donde nos alojábamos consulté internet. En Buenos Aires no tenían nuestro modelo. Pero sí en Santiago de Chile, a más de dos mil kilómetros y con una agenda apretadísima de viaje donde no podíamos ni regresar ni esperar. Pagar el drone por transferencia y esperar que nos lo enviaran a Argentina, con durísimas leyes de importación, era completamente inviable por costoso y lento. Entonces me acordé de Carlos Baeza Guíñez.

De Carlos ya he hablado antes; era ese abogado de Santiago de Chile que un día leyó que necesitaba dinero para financiar este viaje y me ofreció una aportación económica, algo a lo que siempre me niego si viene de particulares porque yo acepto patrocinios de empresas o vendo libros y camisetas a lectores, pero no pido dinero a gente de civil por viajar. Él insistió. Cuando fui a Santiago se presentó en el local de Touratech y reiteró su promesa. Le dije de nuevo que no, pero que le aceptaba una buena cena para todo el equipo. Y nos invitó a uno de los mejores restaurantes de Santiago.

Se me iluminó una bombilla. Le llamé y le conté mi problema explicando que el precio era superior a 1.800 dólares americanos. «No te preocupes», dijo, «yo lo compro hoy mismo y te lo mando en avión por Chilexpress. Tú solo tienes que cruzar la frontera hasta Cohiaque, que es la última ciudad grande en la Patagonia chilena y que está a la altura de Río Mayo, a unos setecientos kilómetros al sur de donde estás». Se lo agradecí y prometí ingresarle el precio en cuanto llegara a Chile.

La confianza se construye con los pequeños gestos y esa confianza permite construir los grandes. Los dos sabíamos que el otro cumpliría el trato aunque solo nos habíamos visto una vez en la vida. Y por eso mi amigo Carlos Baeza Guíñez estará para siempre dentro de este loco proyecto de documental, y por eso aparece mencionado en este capítulo y en cada uno de los agradecimientos que hay al final de cada episodio.

Regresé donde estaban Heber y Antonio y les dije con la mejor cara que pude:

—Hay dos noticias, una buena y otra mala. La buena es que tenemos un drone. La mala es que tenemos que regresar a Chile y perder dos días del calendario previsto.

Llegar a Cohiaque no iba a ser tarea fácil. A estas alturas la Patagonia se puso ventosa, reseca, gigantesca y sin asfaltar. Ni renunciando a filmar todo lo que nos apetecía conseguíamos avanzar, o eso nos parecía porque las distancias eran tan inmensas que teníamos la impresión de estar siempre en el mismo lugar. Las horas se sucedían y yo iba aferrado al manillar de la moto. Circulábamos a veces a 80 por hora porque si no, no llegaríamos nunca. A esa velocidad y sobre ese irregular terreno el riesgo era constante. La camioneta iba por delante de mí si rodábamos por los escasos tramos de pavimento, y por detrás si íbamos por ripio, y eso por dos razones: para que no me cegasen con el polvo que se levantaba al circular por tierra, pero también por precaución sanitaria. Si me caía e iban detrás se enterarían inmediatamente y podrían auxiliarme y recogerme. Pero si circulaban delante, podrían no darse cuenta y quedarme solo y con alguna lesión grave durante un buen rato.

Sin embargo, a pesar del peligro y la incomodidad había algo que me emocionaba. Y era que estábamos rodando por la mítica Ruta Nacional 40, uno de esos objetivos en la vida de un motociclista de aventura.

Existen algunas carreteras que son algo más que carreteras. Son símbolos. Universos en sí mismos. Y todas ellas tienen nombre propio, un nombre que evoca más que una mera lengua de kilómetros de asfalto o de tierra. La mayoría de los viajeros overland las conocemos por su nombre de pila, bien porque las hemos hecho, porque otros viajeros las hayan hecho, o bien porque soñamos con hacerlas. Ruta 66, Moyale Road, Karakorum Highway, Trollstigen, Carretera de los Huesos…

Un viajero overland es quien recorre el mundo sobre el mundo, o sea el overland es aquel que no toma aviones, trenes o barcos si no es por necesidad física; o sea, porque entre un continente y otro hay esas cosas tan incómodas llamadas océanos y por ahí no podemos ir en bicicleta, moto o coche, al menos hasta que no estén popularizados los vehículos anfibios. Por eso los viajeros overland conocemos muy bien la enormidad de este planeta que las compañías aéreas y de telecomunicaciones desean vendernos como algo muy pequeño. No, ahí quieren engañarnos porque el mundo no es pequeño y cualquiera que haya cruzado un continente lo sabe.

Para los viajeros overland, a los que nos toma mucho tiempo llegar a los destinos, esas carreteras míticas forman parte de nuestro universo particular, de nuestras conversaciones cotidianas, y las tratamos entre nosotros como a familiares directos porque de algún modo son como esas personas que conocemos muy bien; unas son divertidas, otras insoportables, y las hay que son las dos cosas al mismo tiempo: cielo e infierno, paraíso o avernos hechos arañazo en la tierra.

La Ruta Nacional 40 es por derecho propio una de esas rutas que son las dos cosas a la vez y las dos en el mismo día. Es también un emblema de Argentina. Se extiende desde Cabo Vírgenes, en el extremo sur del continente americano, hasta Bolivia. Corre paralela a los Andes. Es la más extensa del país a lo largo de 5.301 km. Comienza a nivel del mar, atraviesa 21 parques nacionales, 18 importantes ríos, cruza 27 pasos andinos y trepa a más de cinco mil metros, por eso es la ruta más alta de América. Gran parte de su recorrido está sin asfaltar y soplan vientos terribles, un auténtico desafío para aventureros de todo el mundo.

Y por eso yo sufría y disfrutaba al mismo tiempo, porque estaba cumpliendo otro de mis retos particulares al adjudicarme la Ruta 40. Había muy poca gente ya. Es lo que más me gusta de los extremos del mundo, que hay mucho espacio y baja densidad humana. Durante, un buen trecho no veíamos a nadie. Pero no estábamos solos. Los dueños de la estepa eran unos animales de largas patas que se agrupaban en rebaños. De color pardo y estatura inferior al caballo, pastaban indiferentes hasta que nos acercábamos. Entonces nos miraban con altivez. Eran los guanacos, unos camélidos primos hermanos de las llamas del altiplano de Bolivia y Perú. Estábamos en un páramo infinito donde la vegetación se había contraído bruscamente, ya no había bosques, sino solo algunos grupos de árboles perdidos y una maleza de cortas gramíneas que lo cubría todo como una alfombra ocre. Un viento feroz zarandeaba la moto de un lado a otro. Decían que ese vendaval había llegado a tumbar coches y camiones. En los momentos en los que me golpeaba de lado, circulaba inclinado, con el peso vencido hacia barlovento para evitar que me tirase al suelo. Las horas pasaban pero el horizonte permanecía inalterable y lo único que parecía moverse era el sol.

Y el sol se puso y seguíamos lejos de cualquier parte. En aquellas latitudes los poblados están muy distantes unos de otros. Es la desventaja que tienen los extremos de la tierra, que si te cansas y te apetece un café o un bocadillo no hay estaciones de servicio abiertas 24 horas cada 15 km. La cosa se puso realmente peligrosa porque el camino era de un ripio grueso que formaba montículos en el interior de las rodadas de los camiones. Si pasaba por encima de una de esas acumulaciones de grava, la moto se desequilibraba mucho porque no me quedaba más remedio que conducir ligero. Había reducido la velocidad a sesenta o menos, pero aun así era arriesgado. Con el cansancio acumulado y a ese ritmo, un vaivén de Anayansi me costaría un accidente con seguridad.

Estaba extenuado y harto. Además, por alguna razón la camioneta se había adelantado. Ellos también querían llegar pronto a cualquier lugar habitado. Me enfadé y paré la moto. Quería comprobar cuánto tiempo tardaban en darse cuenta de que me habían perdido. Era una norma básica de prudencia, esperar al más débil. Si me pasaba algo, todo el proyecto se iba al carajo, incluidos sus empleos y las esperanzas de que de la serie saliera algo rentable para todos nosotros. Esperé pero no dieron la vuelta. Llevaba ya unos diez minutos de plantón cuando llamé a Antonio a su número argentino. Cuando contestó le grité alguna bordería. Ese fue mi error. Cuando uno se altera pierde toda la razón, y la enseñanza que podríamos haber aprendido del malentendido y las prisas se esfumó. Ya solo quedaría el mal humor y el desencuentro. Me di cuenta inmediatamente y pensé que gestionar un equipo era algo mucho más difícil de lo que había imaginado.

Entonces descubrimos unas luces al fondo de una hondonada. Estaban a unos pocos kilómetros, pero se hicieron eternos. Eran momentos críticos de mucho riesgo. Cuanta más prisa tenía y más cerca me sentía del destino, había más posibilidades de cometer un error y caer al piso de piedras con todo el equipo. Al fin llegamos a un pueblo diminuto y de calles sin pavimentar. Era Río Mayo. No había farolas y la iluminación procedía de las casas de un solo piso y de alguna bombilla que tenían colgada fuera de las viviendas. No vimos a nadie. Parecía una aldea muerta, abandonada, un poblado fantasma. Era tan tarde que los negocios estaban cerrados y temí que no hubiera ni un solo hotel o restaurante donde cenar y dormir. Estábamos hambrientos y agotados. No habíamos comido nada en horas.

Sin embargo, la Providencia siempre nos ofrecía una salida cuando nos desesperábamos. Al doblar una esquina vimos una ventana iluminada y un cartelón en la fachada de cal blanca que anunciaba la palabra mágica: HOTEL. Detuvimos los vehículos y, casi tambaleándonos de cansancio, llamamos a la puerta. Abrió un tipo maduro y sonriente que confirmó que tenía habitaciones. Pasamos al interior con los bártulos. Lo primero que vimos fue un comedor de mesas rústicas. Le preguntamos si nos darían de cenar y contestó afirmativamente. Acto seguido, seguimos al tipo por un largo pasillo y nos enseñó los cuartos. Eran realmente básicos y no todos tenían baño privado. Éramos los únicos clientes, podíamos elegir los que quisiéramos. Nos informó de los precios y decidí que nos quedaríamos en uno con dos literas que no superaba los 20 euros al cambio. Disponía de un enchufe, tres camas estrechas y un sanitario que no dejó de arrojar agua toda la noche en una sinfonía gorgoteante. Pero era el paraíso.

Muchas veces me han preguntado si echo de menos dormir en una cama estable, una morada reconocible, un hogar. A lo largo de seis años, he despertado la mayoría de las mañanas en un lugar nuevo, donde nada era reconocible. Pero nunca he sentido ese tipo de añoranza. Mi hogar es mi equipaje. Eso no cambia en todo el viaje. Siempre lo hago y deshago en el mismo orden para no olvidar nada. Son mis objetos: mi ordenador, mi termo, el bote de café, las zapatillas de correr, el cepillo de dientes… lo que constituye mi reconocible refugio. Eso no se altera. Pero hay algo más que impide sentir morriña por un lugar concreto: el cansancio. Cuando termino una jornada de viaje en moto, estoy tan agotado físicamente, tan destruido y sin energía, que el solo hecho de encontrar un hueco donde arrojar mis trastos y tumbarme supone el Valhalla. Me da igual que sea un sofá en un salón de una casa ajena o una habitación de hotel de lujo, como me ha sucedido en alguna ocasión. Para mí, donde dejo mis bolsas y me puedo echar a dormir es siempre el hogar.

Sin más pausa que la de conectar los ordenadores, los cargadores de batería y descargar las imágenes a los discos duros, nos abalanzamos al comedor a pedir de cenar. Diego, que así se llamaba el responsable del hotel, estaba ya un poco harto del gallego que le regateaba todos los precios —o sea, de mí— y me prometió que nos daría una buena cena, pero que dejara ya de joder. Obedecí, me abstuve de hacer más comentarios sobre el precio de las viandas, y él nos fue sirviendo una comida sorprendentemente nutritiva y sabrosa. Ensalada, pan y chuletas de ternera que nos resultaron deliciosas. Aunque bien es cierto que en aquel estado de abatimiento físico cualquier cosa que hubiéramos comido nos habría sabido a gloria. Pedí cerveza Quilmes, la nacional del país, que venden en botellas de plástico de un litro. Una para Antonio y otra para mí. El bienestar de la comida y la bebida sustituyó por completo al cansancio y el buen humor se restableció. Parecía increíble que solo hace una hora estuviéramos en el infierno, desesperados por llegar a cualquier sitio, extenuados… y que en tan poco rato ni siquiera nos sintiéramos cansados simplemente porque estábamos comiendo y a cubierto. Ese era otro de los milagros de la vida nómada que tanto me gustaba, la felicidad del campamento.

 

 

RUMBO A CHILE

 

Al amanecer salí a correr. El pueblito resultaba muy pintoresco a la luz del día. Una calle central sin asfalto ni adoquines flanqueada de árboles que me parecieron olmos. Sus copas se agitaban por el fuerte viento que ya soplaba por la mañana. Ese viento que levantaba nubes de polvo del piso de tierra. Nunca había visto un pueblo así. Las casas eran de un solo piso, con techo plano, y estaban pintadas de colores. Pasé por delante del monumento a los caídos en la guerra de las Malvinas que hay en casi todos los pueblos de la Argentina. En pocos minutos estaba fuera de la población porque en realidad Río Mayo era poco más que un caserío. Desde las alturas de uno de los cerros se veía un puñado de casas y unos pocos árboles que rompían la monotonía del páramo.

Una vez me quedé sin defensa, el viento se convirtió en huracán. Resultaba insufrible correr en esas condiciones, pero yo insistí. Esa era una de mis rutinas diarias, de las pocas cosas que me anclaban a la realidad y no iba a renunciar así como así. De modo que corrí media hora en una dirección, hasta que llegué al río, y regresé. En total, una hora de ejercicio físico que tenía el efecto de dejarme satisfecho y limpio por dentro, pero preocupado a Heber, que como conductor veía que esa hora nos resultaría preciosa en las largas jornadas de la Patagonia. Pero yo era el jefe de la expedición y la había organizado para lograr un proyecto personal mío, y aunque para él correr no fuera una tarea vital, para mí sí lo era. Así que seguiría corriendo mientras tuviera posibilidad de ello.

Nos despedimos de Diego, quien después de asegurarnos que el viento que tanto me preocupaba era una simple brisa en la Patagonia, se empeñó en que el maldito gallego regateador que tanto rompía las bolas probara el mate argentino de una puñetera vez. De manera que decidimos filmar una secuencia en la que me explicara en qué consistía esa poción que los argentinos parecen adorar tanto. Para empezar, me enteré de que el mate propiamente dicho es el recipiente, del mismo modo que la paella valenciana es la olla plana y de ancha base donde se cuece el arroz. Lo que se bebe en realidad es la infusión de yerba mate, un brebaje algo amargo y con sabor a eso, a yerba, al que no le encontré ningún atractivo especial. Pero si los argentinos me parecieron aficionados al mate era porque no había estado todavía en Uruguay, donde se llega a considerar directamente un vicio. Un vicio nacional.

La ruta de Río Mayo a Cohiaque, de apenas 175 km, se reveló como una de las más largas, duras y hermosas de todo el viaje. La belleza más asombrosa de la Patagonia más pura, combinada con las pistas de ripio más complicado y el viento más feroz que haya sufrido nunca sobre una motocicleta. Por momentos pensé que no lo conseguiría. Fue un auténtico suplicio y muchas veces estuve tentado de parar la moto, meterla en la caja de la camioneta y refugiarme en el confortable habitáculo. Hubiera sido lo más sensato. ¿Por qué no lo hice? Probablemente porque entonces no sería yo. Y puede que también ayudara a apretar los dientes el saber que dentro de la Toyota Heber y Antonio esperaban que me rindiese. Y yo no estaba dispuesto a eso. Con dotes o sin ellas, yo era el líder del grupo y el líder ha de dar ejemplo. No podía exigirles trabajar sin descanso, viajar durante largas horas y comer poco si yo no estaba dispuesto a pagar ese precio por duplicado. Había venido a recorrer la Patagonia en moto y aunque a veces envidiaba el calor del vehículo, iba a recorrer la Patagonia en moto.

La diferencia con el día anterior era precisamente el viento. Quizá fuera el mismo pero soplaba en diferente dirección. El tramo a Río Mayo desde El Bolsón había sido de norte a sur, y el viento soplaba en la misma dirección, de modo que me golpeaba por detrás y solo en los momentos en que la ruta se torcía, lo tenía de lado. Pero el tramo de Río Mayo a Cohiaque era en dirección este oeste, y encima habíamos elegido la línea recta habiendo rutas más largas pero mejor asfaltadas. El viento nos dio durante todo el día de costado y me hacía perder continuamente la huella de las rodadas. En esas carreteras de grava gruesa, los vehículos precedentes van limpiando los cantos rodados y dejando un estrecho carril liso; las piedras desplazadas se acumulan entre las roderas y en el centro de la pista. Una moto debe mantenerse siempre en la estrecha zona lisa, pues es ahí donde agarra la rueda, pero el huracán me sacaba continuamente de esa zona y me llevaba donde se amontonaba la grava suelta, lo que hacía muy inestable la motocicleta y de nuevo tenía que controlarla y retornar con movimientos muy suaves a la zona lisa.

Sobre esta irregular superficie cualquier cambio brusco de dirección es sinónimo de caída; además, el aire me hacía dar violentos bandazos continuamente. No había un momento de relajación, ni un segundo de descanso porque no teníamos refugio alguno del viento. El horizonte estepario se extendía como una mancha de aceite sin más final que la lejanísima silueta de los Andes, hacia los que nos dirigíamos de nuevo. Heber y Antonio iban detrás de mí, vigilando mis movimientos. Yo iba de pie sobre los estribos, parado, como dicen en América. Parado de ir de pie, quiero decir, porque aunque mi velocidad había disminuido considerablemente respecto al día anterior, intentaba mantener un crucero de 50 kilómetros por hora porque, de lo contrario, no llegaríamos nunca. Pero era imposible de mantener. En una ocasión el viento, que iba a rachas, me sacó de la misma pista y me precipitó tras el alto badén. Sin la ayuda de mis compañeros no habría podido devolver la moto a la senda.

Me agotaba. No podía sentarme ni un instante porque los baches me destrozaban y porque no me anticipaba a los obstáculos. Cuando se conduce fuera de carretera, hay que hacerlo de pie, pues de ese modo se amortigua con las rodillas flexionadas los golpes de la moto contra el suelo. Si no, es tu columna vertebral la que absorbe íntegra la energía. Otra razón es que es más fácil dirigir la trayectoria de la moto usando el peso de tu cuerpo ya que no se puede girar el manillar sobre tierra. Y la tercera es que puedes ver antes los obstáculos en el camino. Pero conducir en esa postura y con tanta tensión es extenuante. Aguanté como pude los cien primeros kilómetros, que nos llevaron tres larguísimas horas, pero después debía parar cada veinticinco para relajar los músculos, pero no había donde sentarse ni tumbarse porque todo era páramo y viento.

Sin embargo, el amarillento paisaje de llanura era tan grandioso que conmovía, y a pesar de la extrema dureza te alegrabas en el fondo de tu alma de estar allí. Era como uno se imagina la ruta al fin del mundo. Primigenia, telúrica, sobrecogedora. Nos habíamos cruzado con veloces avestruces, con cientos de despreciativos guanacos, habíamos contemplado flamencos en las aguas de la Laguna Blanca, nos habían sobrevolado las orgullosas águilas y habíamos competido en agilidad con caballos salvajes. Y sin ver un solo ser humano. No podía encontrar en mi memoria un lugar tan salvaje como aquel, ni siquiera Alaska y los bosques del Yukón canadiense más allá del Círculo Polar Ártico me habían impresionado tanto, ni me habían costado tanto sufrimiento el recorrerlos.

Y al atardecer, descendimos una profunda depresión con un barranco al lado de la pista que cortaba el aliento. Y al fondo de la última llanura que había tras la meseta que dejamos atrás, estaban las moles hercúleas de los Andes. Y allí estaba Chile. Aceleramos y se puede decir que volábamos sobre el ripio en dirección a la frontera. Cuando llegamos, vimos que las instalaciones argentinas eran un par de barracones decrépitos atendidos por dos soldados medio analfabetos y una funcionaria de aduanas incomprensiblemente antipática. Pidió toda clase de papeles y documentos mientras el sol se escamoteaba tras las montañas. Aún nos quedaba mucho viaje para llegar a Cohiaque pero a ella no le importaba lo más mínimo el riesgo de conducir de noche. Exigió que tirásemos la fruta que pudiéramos llevar y que presentásemos una declaración del material electrónico que sacásemos y entrásemos en Argentina. Afortunadamente, Heber la tenía preparada hacía tiempo porque conocía a los aduaneros de su país y no quería ser acusado de contrabandear sus propias cosas. A nosotros como extranjeros nos bastaba con enseñar las facturas originales de España, que fue justo lo que nos obligaron a hacer.

Cuando por fin conseguimos librarnos de aquella señora y dirigirnos hacia el lado chileno, ya anocheciendo, me pregunté por qué suele suceder que en las fronteras más remotas y perdidas se toman tanto tiempo en hacer un prolijo examen de equipaje, documentación y viajeros cuando en las fronteras más transitadas no lo hacen y llegan a ser verdaderos coladeros, ideales para los contrabandistas. ¿Quién diablos iba a hacer contrabando en un paso fronterizo que estaba a seis horas de viaje de una aldea llamada Río Mayo, a tomar por saco de cualquier sitio medianamente civilizado, y que no llevaba más que a otro rincón perdido en el mundo llamado Cohiaque? Y la conclusión que saqué es que precisamente perdían lo que les sobraba: tiempo. El aburrimiento hacía que aquella funcionaria, probablemente desterrada al culo del mundo por inepta, fuera diligente en su función. Y un auténtico suplicio para el que la sufría.

La aduana chilena, por el contrario, no ofreció problema alguno. Funcionarios amables y colaboradores que en pocos minutos nos dejaron paso franco a una carretera de verdad. Quiero decir a una auténtica carretera de liso y suave asfalto. Una carretera carretera y no una mierda de carretera de ripio que no es carretera ni es nada salvo un matadero para cabras y chalados. No más piedras, no más grava, no más sufrimiento. Una de esas aburridas carreteras de perfecta factura que tanto abundaban en el aburrido y organizado Chile. Normalmente este tipo de superficie no es lo que me gusta recorrer porque, salvo los paisajes, no ofrece gran emoción y prefiero acometer mis trayectos por caminos de tierra, pero confieso que resultaba un descanso dejar de botar de aquí para allá, con el corazón en la boca y el miedo de una caída por culpa del maldito viento. Era una sensación deliciosa simplemente el poder sentarme en el sillín y rodar sin sobresaltos aunque fuera de noche.

Llegamos a Cohiaque en cuestión de media hora y me sorprendió lo grande que era aquella población tan al sur. Imaginaba una simple posta en la Carretera Austral y nos encontramos una población animada, llena de comercios, edificios y gente. No fue fácil encontrar alojamiento, pues aunque había hoteles, eran de categoría superior a nuestro presupuesto. Una de las contrapartidas del organizado Chile era el mayor precio de las cosas más básicas en comparación con Argentina. Comida, gasolina y alojamiento costaban bastante menos en el país vecino. Al final encontramos un hostel donde por 100 dólares dormimos los tres en la misma habitación, no sin antes regalarnos una buena cena regada con una cerveza artesana llamada Austral.

 

 

LA CARRETERA AUSTRAL

 

Bajo la luz del día Cohiaque se reveló como una ciudad turística, un campamento base para disfrutar de los atractivos naturales de la región. Un vistazo con los ojos todavía adormecidos por el sueño me demostró que los Andes no suponían solo una frontera social y política, sino también climática. Si en el lado argentino tenía un páramo árido y amarillento, en el chileno me encontraba sumido en el más exuberante verdor. Las montañas, las praderas, los campos, los ríos… todo emanaba vida. Estaba en una de las regiones más lluviosas del planeta aunque el día se había levantado luminoso y veraniego.

Salimos a pasear por el pueblo en busca de la oficina de Chilexpress y de una sucursal del banco donde mi amigo Carlos tenía su cuenta. Tras algunas gestiones algo engorrosas, pues no podía hacerle el ingreso directamente en dólares ni podían cambiarlos en el banco, sino en una casa de cambio, conseguí devolverle el precio del drone. En Chilexpress nos dijeron que el avión de Santiago con la carga llegaría aquella tarde.

Consulté la ruta que debíamos hacer en el mapa y me di entonces cuenta de que había un lago que cortaba la Carretera Austral. Un lago enorme que no podríamos bordear sino invirtiendo decenas de horas o tomando algún ferry de salida a una hora indeterminada.

Y en el camino parecía no haber pueblo alguno donde pernoctar en caso de necesidad. No podíamos esperar por el drone sin sacrificar un día entero. Eso supondría haber invertido tres jornadas en el asunto del puñetero helicóptero y aún nos quedaban 5.000 km hasta Buenos Aires. Consulté la situación con el equipo. Decidimos que Antonio y yo saldríamos ya en la moto y que Heber esperaría el paquete. Nosotros iríamos adelantando camino mientras filmábamos aprovechando el magnífico día que teníamos y él saldría después y nos alcanzaría antes de tomar el ferry. ¿Y si algo iba mal? Opción descartada. No podía salir mal y no había plan B.

Y así nos pusimos en marcha por la otra gran ruta mítica de la Patagonia, la Carretera Austral, que transcurre por la zona sur de Chile de norte a sur. El recorrido es de 1.240 km y une Puerto Montt con Villa O’Higgins. Es la principal vía de transporte terrestre de la Región de Los Lagos y hace un completo recorrido por la Patagonia chilena.

La faraónica obra se comenzó durante la dictadura de Augusto Pinochet, como un medio de reforzar la soberanía sobre un territorio lejano pero en disputa con Argentina por sus límites. Participaron más de diez mil soldados en una construcción bajo riguroso control militar. Debido a las complicadas características geográficas de los Andes patagónicos, los lagos, los turbulentos ríos y la presencia de campos de hielo, es obligado tomar ferries y la ruta está en permanente reparación y gran parte carece de asfalto.

Pero lo que realmente ofrece la Carretera Austral es belleza a raudales. Y se vuelve a repetir la secuencia ya comentada de que si creíamos que habíamos visto lo más bonito del viaje, la impresión quedaba pulverizada por la realidad. Y como no quiero que el lector pueda pensar que exagero o que se trata de un recurso literario o estilístico, transcribiré el post que puso Antonio en la entrada del blog que fue actualizando aquellos días con el título de Tonino Parker Blogspot para demostrar que no era solo una impresión mía:

 

Día 19, Paisaje Austral

 

Jueves 13 de marzo

 

00.30 hora local. Chile Chico (Chile) Tenemos nuevo ganador. El paisaje en su conjunto que hemos contemplado hoy sin duda es lo más bonito que he visto desde que llegué. Sé que cada día digo lo mismo y pierdo credibilidad, pero creedme que lo de hoy ha sido de matrícula de honor. Hemos recorrido el tramo de carretera austral que une Coyhaique con Puerto Ibáñez y de ahí hemos cogido un ferry para atravesar el lago Buenos Aires, el segundo lago más grande de Sudamérica, hasta Chile Chico. Solo los 110 km de carretera hasta Puerto Ibáñez que hemos hecho en moto han amortizado con creces las 13 horas de vuelo, el precio del avión y todas las resacas provocadas por las cervezas locales. Absolutamente impresionantes los paisajes que se ven aquí. Si alguien tiene pensado visitar la Patagonia mi recomendación es que lo haga por el lado de Chile y que no debe dejar de pasar por este tramo de carretera austral. No os vais a arrepentir. Es un baño de naturaleza en estado puro. Y por si fuera poco, para acabar el día, hemos cogido un ferry sobre las 19.30 h para atravesar el lago Buenos Aires hasta Chile Chico. El trayecto ha durado dos horas y solo puedo decir que ver el atardecer desde el barco, rodeado siempre de unas montañas con aspecto volcánico, glaciares, un agua de color turquesa, mezclado con los colores de las últimas luces del día mientras se iban apagando y, a su vez, la luna iba iluminando la otra cara del barco, es de las cosas más asombrosas que he visto nunca. En serio, es difícil de describir. Solo podías quedarte apoyado en la barandilla del barco y observar. Como si quisieras exprimir cada segundo con la sensación de que lo que estás viendo no lo vas a volver a ver.

 

Del entusiasmado texto de mi cámara se desprende que realmente vimos y vivimos escenarios del todo espectaculares y que tomamos el ferry. Lo que no menciona es si llegó Heber con el drone y si ocurrió alguna otra cosa reseñable. Y lo cierto es que pasaron algunas.

La más notoria fue la paisajística. Veníamos de Argentina, donde la zona boscosa comprendida entre Villa La Angostura y El Bolsón se había disuelto en un páramo interminable, igual a sí mismo en una monotonía de cientos de kilómetros y de repente nos veíamos en un escenario de cuento que cambiaba por completo en cuanto dejábamos un valle y nos metíamos en otro y sin que se alterarse su fabulosa belleza. Los árboles nos abrazaban, despuntaban las araucarias y al fondo se veía un teatro de montañas nevadas y glaciares. Estábamos atravesando la reserva natural de Cerro del Castillo. Parecía una broma, o que estuviera pintado el paisaje con un croma como el que usan en las televisiones para fingir un decorado natural en estudio. Pero no, era real. Absolutamente real. A veces duramente real.

Antonio y yo nos tomamos nuestro tiempo para filmar tamaña majestuosidad. Nos perdimos por caminos de tierra, tomamos desviaciones que nos llevaron a aldeas donde los campesinos nos miraban asombrados. Así aprovechábamos que hacía un sol fantástico y que Heber saldría después del mediodía. El aire estaba limpio y se respiraba pureza. El tramo estaba bien asfaltado y podíamos disfrutar de dejarnos llevar. Y así, casi sin darnos cuenta, llegamos a las cercanías de Río Ibáñez, que era el pueblo donde tomar el ferry que cruzara el Lago Buenos Aires. La carretera era una larga recta formada por un raro enlosado octogonal en lugar de asfalto plano. De donde veníamos teníamos como fondo la espectacular estampa de una montaña llena de aristas y salientes afilados. Era de un color gris ominoso y parecía más propia de una fábula de brujas. Era el Cerro del Castillo. Imponente, nevado, gigantesco. Decidimos que merecía ser filmado.

Paramos la moto, preparamos sendos trípodes y cuando estábamos a punto de empezar a filmar, vimos que una camioneta venía hacia nosotros. Pasó a nuestro lado y frenó en seco. Era Heber, que conducía como alma que lleva el diablo en pos nuestro. Nos alegramos mucho de verlo, y más aún cuando nos enseñó la caja con el drone. ¡Lo habíamos conseguido! Venía eufórico (al menos como el flemático Heber podía estar eufórico) por el éxito de la gestión y porque a él también le había impresionado el paisaje. La pérdida del helicóptero se había resuelto favorablemente y a pesar de haberme costado un dinero, el desembolso estaba contemplado en el capítulo de imprevistos posibles, pero a cambio había comprobado la fortaleza de una amistad y nos estaba permitiendo disfrutar de unos parajes tan fascinantes que no parecían reales. Si no hubiéramos extraviado el drone, habríamos seguido hacia el sur por la monótona Ruta 40, que será todo lo desafiante que quieras, pero es un coñazo de áridos kilómetros, y nos habríamos perdido aquellas maravillas naturales.

Y quizá tampoco se me habría roto un carísimo lente para la réflex. Felices como estábamos, empezamos a rodar la secuencia de la ida y la vuelta hacia el Cerro del Castillo. Antonio sujetaba su cámara sobre el trípode y la mía no la sujetaba nadie. Mientras yo me iba con la moto para volver, una ráfaga de viento la derribó e hizo saltar en añicos el cristal de la lente 18-135, la que usaba como objetivo más todoterreno. Ya no podría hacer fotos con un encuadre normal a media distancia. Solo tenía disponibles el ojo de pez para las cercanías o los espacios cerrados y un teleobjetivo 150-300, apto exclusivamente para las largas distancias. Era otro desastre que sumaría 600 euros más a la cuenta de imprevistos y que me obligaría a estrujarme las meninges para sacar el máximo partido a mi desventaja. Forzado a usar dos lentes tan extremas, les di una vuelta de tuerca a mis fotografías y creo que al final, a fuerza de buscar efectos y encuadres originales, me quedaron mejor que antes.

 

 

EL LAGO BUENOS AIRES

 

No sabíamos con seguridad a qué hora salía el barco, pero lo que sí sabíamos era que solo zarpaba uno al día. Nos dirigimos a toda prisa al embarcadero. Una gran explanada llena de vehículos que se abría al lago. El cielo esmaltado de un azul musculoso y limpio de nubes. Nos rodeaban montañas por todos lados. Do quiera que mirásemos, solo había montañas picudas y rotas en el horizonte. Era como estar dentro de una caldera mellada. El barco, un mero lanchón con la bodega descubierta, estaba atracado, de modo que habíamos tenido suerte de nuevo. O no.

El puerto estaba lleno de gente, campesinos que iban con sus camionetas llenas de vituallas y mercaderías y camiones que llevaban lo esencial rumbo al sur. Había también algunos viajeros, como un par de gringos con una Toyota igual que la nuestra. Entramos en la oficina y un tipo de rasgos aindiados nos dijo desde detrás del mostrador que ya no quedaban boletos para vehículos, que debíamos esperar al día siguiente. Tal vez hubiera hueco para la moto pero no era seguro, y lo que sí estaba garantizado es que la camioneta no entraría. Se nos cayó el alma a los pies. Tanto correr para quedarnos con la miel en los labios. La pareja de gringos recibió la misma noticia. Ella intentó discutir en un español rudimentario pero no le sirvió de nada. El barco estaba lleno.

Salimos fuera de la caseta y contemplamos el panorama. La barca tendría apenas treinta metros de eslora y una capacidad reducida. Seguían llegando coches y camiones. Estábamos en el pleno cuello de botella de la Carretera Austral. Entonces un tipo se nos acercó. Era rechoncho y vestía a lo Daniel Boone, con ropa de pionero del Oeste y dos largas coletas de indio. Nos preguntó si queríamos un boleto para una camioneta, que había comprado dos, uno para un amigo que no había llegado a tiempo y le sobraba. ¿Por qué un sujeto tan estrafalario se había fijado en nosotros en un aparcamiento con decenas de vehículos en la misma situación? Acepté el trato inmediatamente y me prometí pensar sobre ello más tarde. Le pagamos el precio marcado en el billete y nos dirigimos de nuevo al interior de la oficina.

—Tenemos boleto para la camioneta.

El tipo del mostrador lo cogió, lo miró y dijo que de acuerdo.

—Ahora necesitamos uno para la moto.

—La moto ya no cabe, el barco va completamente lleno.

Nos quedamos mirándonos unos a otros con cara de tontos. Habíamos comprado un billete inútil. Entonces Heber, que prácticamente no había abierto la boca, preguntó:

—¿Y si subimos la moto a la camioneta?

El tipo se encogió de hombros.

—En ese caso, sí caben.

Nos precipitamos al aparcamiento. Los coches ya estaban embarcando. Bajamos todos los trastos que iban en la caja de la camioneta, que eran muchos y diversos. Las mochilas con el equipo de acampada, esterillas, bidones de combustible extra, las cuatro cubiertas de repuesto y hasta un maletín con pesas gimnásticas que le había hecho comprar a Heber en Santiago para poder hacer ejercicio en los hoteles y que solo había usado una vez y que nunca más volvería a usar, como él secretamente pensó cuando compró aquellos veinte kilos de inutilidad, pero que nos negamos a tirar porque estaban nuevas y al final del viaje quizá a Heber le sirviesen para revenderlas o regalarlas.

Cuando tuvimos vacía la caja, extendimos una rampa que Heber había mandado hacer a un herrero en Mendoza, su ciudad, y entre los tres subimos sobre ella a Anayansi no sin cierta dificultad. Una vez en la caja, desplacé su parte trasera para que cupiera un poco en diagonal. La amarramos con unas cinchas y la moto quedó perfectamente sujeta. El problema era reordenar todo el material desparramado. Casi todos los vehículos habían subido al barco y apenas quedábamos nosotros. Empezamos a arrojarlo todo al interior de la caja y del habitáculo. En cinco minutos volvíamos a tenerlo todo dentro. Entonces Antonio y Heber se subieron a la Toyota y cuando intenté hacerlo yo me di cuenta de que no había sitio. Todo estaba atestado de trastos y bultos. Había incluso una botella de champán que nos acompañaba desde que visitamos una bodega en Chile, miles de kilómetros atrás. Todo espacio estaba ocupado, o casi todo. La moto todavía tenía el sillín libre, así que me encaramé a la caja y subí en horcajadas sobre Anayansi. Heber arrancó y subió a la panza del barco conmigo en plan caballero andante sobre un rocín disecado o crío feliz a lomos de un caballito de tiovivo.

El barco se deslizaba sobre las calmas aguas y aunque había una sala con butacas, preferimos salir a cubierta y contemplar aquella película de belleza casi sobrenatural. Acodados en la barandilla, mirábamos en silencio cómo algunos remolinos de espuma se formaban sobre el suave oleaje y su vapor resplandecía con la luz declinante del atardecer. Las montañas vigilaban nuestra singladura con la severidad de guardianes de un secreto mitológico. El trayecto duraba dos horas y media hasta el puerto de Chile Chico surcando el lago Buenos Aires y fue uno de los mejores regalos del viaje. La puesta de sol tras las cumbres andinas tornó la luz tenue y difusa; el agua se volvió de color morado y me di cuenta por fin de dónde me hallaba y de lo que estaba haciendo. Fue un violento encontronazo conmigo mismo.

Hasta ese momento siempre habíamos tenido prisa, urgidos por la dictadura de la producción y el viaje. Desde que aterrizamos en Santiago de Chile hacía casi veinte días siempre había estado haciendo algo, conduciendo, filmando, documentándome, cruzando fronteras, repostando, comiendo o durmiendo, pero todavía no había tenido un solo momento para, sencillamente, hacer nada. Hasta que el barco zarpó. Entonces nos acodamos en cubierta y simplemente me dediqué a observar aquel escenario de leyenda. Y así, de un modo natural y espontáneo, sucedió. Sin proponérmelo, pude pensar. Mis pensamientos fluyeron libremente sin interferencias del deber hacer, del imperativo de las obligaciones perentorias. Solos mis reflexiones, el paisaje y yo. Viví el aquí y el ahora. Una cosa tan sencilla pero tan rara de vivir actualmente, permanentemente urgidos por las responsabilidades y los deberes y las preocupaciones. Fui simplemente un hombre que pensaba y vivía. Y fui feliz.

Me di cuenta de que estaba contemplando uno de los espacios más puros y grandiosos del planeta, que ante mí sucedía un ocaso perfecto, irrepetiblemente idéntico a los que habían acontecido hacía miles de años sin alteración alguna del entorno. Sentí como propia la estupefacción de los primeros descubridores al adentrarse boquiabiertos por esa formidable geografía americana en la que todo es gigantismo; América es sinónimo de enormidad y sus extremos sur y norte son los maximalismos de esa enormidad; todo resulta brutalmente descomunal y todo brutalmente bello.

Embarcado en una chalupa a miles de kilómetros de cualquier sitio, comprendí que contemplaba el fin del mundo, pero también su mismísimo comienzo. Observando aquellas moles de piedra erizadas de afilados riscos que se confundían con el firmamento según desaparecía la luz del sol austral, tenía la impresión de estar asistiendo al nacimiento de un cuerpo celeste llamado Tierra. Por primera vez en mi viaje fui consciente de que muy pocas personas en el mundo tendrían ese privilegio y me felicité por haber elegido esta rara forma de vida en la que no se obtiene derecho a jubilación pero se disfruta de ventanas directas al Génesis.

Al amanecer, cruzamos de nuevo la frontera con Argentina. De nuevo tuvimos episodios de absurdo escrutinio burocrático y tuvimos que declarar hasta las cuatro cubiertas Metzeler de repuesto. Eso significaba que tenía que sacarlas también del país para que quedase claro que no las había vendido dentro. Los motoristas argentinos que conocería me confirmaron que al salir del país para hacer ruta por Chile, les hacían un inventario estricto del estado de las motocicletas para impedir que las equiparan con accesorios de Touratech y los metieran en Argentina sin pagar los altísimos impuestos de importación que habían implantado los Kirchner.

Nos esperaba de nuevo la Ruta 40 y casi setecientos kilómetros de ripio y poblaciones aisladas hasta El Calafate. El viaje se repitió idéntico a las jornadas previas. Páramo, grava, viento, guanacos, caballos salvajes y un horizonte inmutable donde lo único que se movía era el sol.

Sin embargo, yo me había fijado en algo que al principio confundí con los típicos recuerdos mortuorios que se dejan en los arcenes donde ha habido un accidente de tráfico con víctimas. Eso es otra constante en el planeta. Todas las rutas del mundo tienen estos recordatorios trágicos. Pueden ser unas simples flores o incluso un monolito de varios metros. He visto de todo, incluso una cruz enorme hecha de pelotas de tenis porque el caído era un tenista. Pero a pesar de las diferencias culturales y religiosas, en todas partes la gente expresa de modo similar el sentimiento de pérdida de un ser querido: con un objeto simbólico que le recuerde y advierta a los demás conductores de que allí cayó alguien.

No obstante, la proliferación de pequeñas cabañas rojas con velas encendidas y banderitas también rojas resultaba excesiva. Era difícil de creer que una ruta tan recta y plana como la 40 en la Patagonia pudiera causar una epidemia mortal semejante, pues las dichosas construcciones de apenas unos centímetros de alto se veían cada dos por tres. Así que cuando vi un auténtico asentamiento de estas cabañas coloradas, formando un pueblo en miniatura señalizado con grandes banderas carmesíes que flameaban al viento feraz del atardecer patagónico, detuve la moto con un frenazo sobre la grava y me dirigí a examinar qué diantres era todo aquello.

Me acuclillé y miré dentro de una de las construcciones de tejadito a dos aguas, tan grande como una casa de muñecas. Lo que vi dentro me sorprendió. Un batiburrillo caótico de desperdicios. No entendía nada. Me fijé con más detenimiento y vi que en las casetas había una figurita con bigote, pelo largo, fajín de gaucho y un pañuelo encarnado alrededor del cuello. Una especie de exvoto laico. A su alrededor tenía sembradas botellas de licor, muchas vacías pero también algunas medio llenas. Además, paquetes de tabaco y cigarrillos sueltos. Y abalorios diversos. Cruces, collares de cuentas, imágenes de santos, notas escritas con letra ilegible. Eran como altares paganos aunque con un algo de simbología cristiana. Y todo de un color rojo intenso. ¿Qué demonios era esto?

—Es el Gauchito Gil.

Gil Núñez, nacido en el siglo XIX y del que corren tantas teorías sobre su verdadera vida como sobre la presunta vida en un paraíso privado de Elvis Presley.

Nada se sabe con certeza del personaje real, salvo que murió violentamente, pero del personaje pseudorreligioso hay multitud de literatura y también visibles muestras de la devoción por él. En la ciudad de Mercedes, donde se supone nació y murió, hay un santuario que visitan cientos de miles de fieles que le piden favores y le llevan ofrendas consistentes en licor, comida y tabaco. En realidad, el culto al Gauchito Gil es una derivación argentina del culto a san La Muerte, extendido por gran parte de Sudamérica, y que la Iglesia católica considera pura superchería pagana. Lo cual no quita para que muchos católicos practicantes en Argentina sean también devotos del Gauchito, de san La Muerte y de Diego Armando Maradona, a quien auguro un brillante futuro como exvoto caminero al que traer cocaína como presente devocionario.

 

 

UN ENCUENTRO

 

La ruta se eternizaba en piedras y viento. A veces incluso chubascó algo. Miraba el cielo con aprensión, porque una tormenta aquí, sin refugio alguno en cientos de kilómetros a la redonda, podría ser terrible. Me acordé de lo que me dijo Roberto en Osorno: si llueve, el ripio argentino se convierte en lodo y la moto no anda. Sumido en estas preocupaciones, divisé a lo lejos una mancha que reconocí inmediatamente. Era otra moto cargada de equipaje. Otro loco viajero. Otro hermano de sueños. No me considero un motero, pero inmediatamente siento una empática solidaridad por los que viajan como yo, sobre una frágil máquina de precario equilibrio y cargando sobre sí todo lo que necesitan. Encima de ese trasto del demonio somos todos iguales.

El tipo lo estaba pasando mal por la grava y el viento, sin saber muy bien por dónde seguir. Nos detuvimos a su altura y le pregunté si necesitaba ayuda. Era un tipo joven a lomos de una pequeña Honda Falcon de 400 cc. Sus alforjas aerodinámicas eran la cosa más extraña, y también más fea, que jamás había visto sobre una moto.

—No —contestó con un extraño acento—, pero es que no sé dónde está el asfalto.

—Creo que en ningún sitio —comenté—. ¿Dónde vas?

—Hoy quiero llegar al Calafate. Y luego a Ushuaia.

—Llevamos la misma ruta. Vente con nosotros.

Durante el viaje fuimos charlando. Se llamaba Jorge y me contó que era del norte de Argentina, de una provincia llamada Posadas, en la región de Misiones, llamada así por las reducciones misioneras jesuíticas para los guaraníes. Era su primer viaje en moto y se había hecho la friolera de 5.000 km desde su casa, en solitario y con una moto tan pequeña. Aunque he de reconocer que cuando la Falcon llegaba a los ríos de grava, iba más ligera que mi pesada y voluminosa BMW. Por esta zona que estábamos recorriendo, la Ruta 40 tenía un ripio nuevo y abundante. Esto básicamente quería decir que los camiones de mantenimiento habían sembrado la calzada con toneladas de gruesa grava y allí no había rodadas limpias que seguir. Durante kilómetros era todo una capa de piedras de varios centímetros de espesor donde las motos circulaban como sobre arena.

Ese tipo de conducción requería que la moto fuera sin peso en la rueda delantera para que no se bloquease, el peso echado hacia atrás, marcha larga y ligera de gas, para generar un vertiginoso efecto de flotamiento de la rueda trasera, donde la moto, más que rodar sobre la grava, volaba sobre ella. Era una sensación inquietante y deliciosa, como montar en una montaña rusa sin cinturón de seguridad. Había que apretarse los machos para conducir así. Sentía miedo a la arena y a la grava pesada. Una caída… y no hay segundas oportunidades a ese ritmo. Pero es lo que manda la teoría. Aun así, a veces aflojaba para sentir el suelo que pisaba. Pero Jorge no; mucho menos experimentado, hacía caso con los ojos cerrados a los consejos que le habían dado los veteranos de su motoclub. Ellos le habían dicho que en el ripio grueso tenía que acelerar hasta que la moto flotase, y eso hacía. Yo lo veía alejarse mientras su pequeña Falcon levantaba una nube de polvo y culeaba de un lado a otro de modo escalofriante.

Milagrosamente, llegamos al asfalto. Un asfalto fabuloso que agradecimos sinceramente. Sin embargo, El Calafate estaba a más de cien kilómetros la última vez que nos paramos a comprobar la distancia en el GPS de Heber, obligados porque nos quedamos sin gasolina, o nafta, como decían en Argentina. Ya se estaba haciendo de noche. Repostamos de nuestros bidones de reserva en la misma carretera. El viento arreciaba y desparramó el combustible. Era tan fuerte que casi le tiraba a uno. La lluvia se estaba dejando sentir. Cien kilómetros pueden significar que uno está muy cerca de su destino o que está lejísimos. Nosotros estábamos lejísimos. En aquel estado de agotamiento y con las condiciones climáticas, seguir viajando durante al menos dos horas era una temeridad. Pero ¿dónde parar? No había nada.

Sin embargo, en cuanto comenzamos a rodar vi unas luces a la izquierda de nuestra marcha. Pocos metros después, un camino de grava que se metía al interior. Lo seguí y aparecimos en una hostería. Era una construcción de madera, alargada y de un solo piso. Un milagro inesperado. No había coches en el aparcamiento y la puerta principal estaba cerrada. Pero había gente dentro. Llamamos y salió un hombre fornido y de rasgos aindiados.

—Está cerrado —dijo desde detrás del vidrio.

Nos quedamos de piedra. No podían mandarnos a la carretera de nuevo. Estábamos en peligro. Insistimos. Nuestra vida lo imponía.

—El restaurante está cerrado —insistió él a su vez—, cerramos a las nueve y son las nueve y media.

—Pero no queremos entrar al restaurante —supliqué—, queremos una habitación.

—El hotel está abierto —dijo con el mismo tono neutro—, pasen.

Abrió la puerta. Entramos así en el más absoluto Nirvana. El interior estaba caldeado. A cada lado del pasillo había habitaciones con literas. No era más que un albergue básico pero nos salvaba la vida. Léase aquí lo que escribí para el hotel de Río Mayo y expórtese a unos cuantos episodios similares que viviremos a lo largo del viaje, porque recorrer Sudamérica supuso para nosotros un penduleo constante entre el infierno del cansancio y las rutas interminables y el cielo máximo de las habitaciones de hotel barato.

Lo cierto es que estábamos hambrientos. Heber procuraba proveerse cada mañana de víveres para la jornada, pero las raciones eran ciertamente escasas, al menos para mí, que pasaba el día en la moto casi sin probar bocado, y consistían indefectiblemente en queso de barra, jamón cocido del barato y bollos de pan tipo chicle. Y algunos plátanos, que todos llamaban bananas. El presupuesto no daba para más. Le preguntamos casi rogando al encargado, que parecía un hombre de hielo del Perito Moreno. Imperturbable, repitió que el restaurante estaba cerrado.

—Pero ¿no se puede comer nada? —inquirí al borde de la desesperación.

—Solo tenemos empanadas y sanguches —comentó sin inmutarse—, pero la cocina está cerrada.

Aquel tipo o era un memo integral o un sádico refinado. Casi lloramos de alegría al saber que tenía algunas calorías disponibles.

—¿Y cerveza? —pregunté con la esperanza de que hubiera.

—El bar está cerrado.

—Pero… seguro que hay algún modo de conseguir algo de beber —sugerí yo.

—Pueden tomarla ustedes mismos de la heladera —dijo mientras nos guiaba al comedor de mesas y sillas de madera.

Y así nos dimos un banquete patagónico de sabrosísimas empanadas, cerveza helada y sanguches de carne, que es la forma que tienen en América de llamar al sándwich o bocata de toda la vida. Fuera rugían el vendaval y la lluvia, pero dentro de aquel humilde refugio latía la calidez de la camaradería. Fue una gran noche en el fin del mundo.

 

 

LO ABSOLUTO

 

Lo jodido de un viaje por la Patagonia es que se te agotan los adjetivos. Es un grave problema para un escritor. ¿Qué habría podido escribir sobre esos paisajes mi admirado Josep Pla? No puedo imaginarlo, no me da el intelecto para tanta altura. Pero estoy casi convencido de que el mejor adjetivador que jamás haya leído, se habría echado hacia atrás la boina, se hubiera encendido uno de sus manufacturados pitillos de caldo de gallina y habría exclamado con su tono entre severo y sardónico: «Pero es que esto es muy grande, oiga».

Grande no. Absoluto, señor Pla, absoluto. Endiabladamente absoluto. Todo cabe allí dentro. Cuando me desperté con algo de resaca y salí al exterior a trotar como cada mañana, el viento seguía allí como el maldito dinosaurio de Monterroso, pero además tenía delante de mí la visión de lo absoluto sin matices ni mandangas. Por la noche no lo habíamos visto, pero al fondo descollaba la mole inmensa y absoluta del Fitz Roy y al mismo lado de donde habíamos dormido se extendía un lago de color plata vieja. Giré sobre mí mismo 360 grados y todo lo que vi era salvaje y puro. Nuestro albergue, de nombre La Leona, era el único edificio en los alrededores y parecía perfectamente integrado con su humilde construcción en madera.

Salí a correr a pesar del viento y me perdí sin rumbo por las pistas de ripio que se esparcían hacia la lejanía. Cuando tuve bastante ración de esfuerzo regresé, siempre vigilado por la montaña. El Cerro Chaltén o Fitz Roy, de 3.405 m de altitud y su estampa de doble pico asomando entre glaciares y nubes como la cresta erizada de un dios telúrico y subterráneo que pugnase por salir a la superficie. El color azul de sus hielos milenarios se apreciaba con nitidez y a uno le regresaba de golpe la angustia de saberse piojo en esta geografía elefantiásica e inabarcable.

De nuevo la curiosidad idiomática y política. El nombre Chaltén es de origen tehuelche, que eran los indígenas que habitaban la región, lo patagones originarios. Al parecer significa «montaña humeante» al estar casi siempre envuelto en brumas. Pero fue un famoso perito, Francisco Pascasio Moreno, quien lo bautizó como Fitz Roy en honor al capitán del Beagle, el barco inglés en el que había embarcado Charles Darwin, y que descubrió un canal interoceánico al sur del estrecho de Magallanes. Hoy la cartografía argentina prefiere recuperar el nombre indígena, a pesar de que los argentinos blancos causaron el exterminio tehuelche en un genocidio del que no se habla, mientras que son los chilenos, que también reclaman la soberanía sobre el macizo montañoso, los que prefieren llamarlo Fitz Roy.

Los dos países siguen litigando por los límites fronterizos en los Andes patagónicos sobre un enorme bloque helado, sin duda la mayor extensión de hielo no polar en la Tierra, formada por inmensos glaciares prehistóricos y llamado Campo de Hielo Patagónico Sur. Todavía hoy están pendientes de demarcación esas fronteras y los gobiernos no se ponen de acuerdo ni probablemente se pondrán en mucho tiempo.

Regresé y estaban todos listos y esperándome. No me preocupé demasiado, la ruta prevista era corta hasta El Calafate y se trataba de disfrutar y de filmar lo que fuera más bonito. Fácil de decir pero difícil de hacer porque, de nuevo, bonito era todo. Jorge y yo cabalgamos juntos, uno a poca distancia del otro, y a veces en paralelo para ir señalando las cosas que veíamos. Descansados y felices, nos lanzábamos en pos de las rectas como dos cazas de combate en vuelo raso. Hay veces que montar en moto es un inferno, pero otras es el paraíso. Aquel día estábamos de lleno en él.

Lo primero que nos encontramos fue el lago Viedma, 80 km de largo por 15 de ancho de un azul color esmalte de porcelana. Formado por abrasión del glaciar Viedma, semejaba una calcomanía sobre la tierra pelada. Ese color no parecía real. Pero lo era. Me sentí reconfortado por tener un nuevo compañero motociclista con quien compartir la emoción que los parajes me suscitaban. Por supuesto Heber y Antonio estaban también admirados, pero ellos viajaban en coche y una barrera de metal, chapa, plástico y vidrio los encapsulaba y aislaba del maravilloso exterior. Pero Jorge y yo éramos el maldito exterior. Nos azotaba el aire que venía directamente del lago, de los glaciares, de las raquíticas gramíneas que lograban brotar contra toda lógica. Ese viento helado, ese sol que no calentaba, ese olor a morrena y a liquen no rebotaba contra el parabrisas sino que se colaba en nuestros ojos, se metía por los poros, se filtraba a través de la ropa termosellada, se enredaba en los pulmones y al final anidaba en el alma. Como he escrito muchas veces, la belleza no pasa por ti impunemente cuando viajas en moto. La sobreexposición a la hermosura del planeta sin parapeto te transforma en otra persona.

Creo que la primera vez que lo verbalicé fue cuando atravesé la isla de Borneo y pasé por el pequeño sultanato de Brunei y dejé estas notas en mi diario: «Brunéi es un pequeño país de 300.000 habitantes. Su rey, el Sultán, es el hombre más rico del mundo». Pero entonces yo me sentía más rico. La verdadera riqueza no es tener, sino no necesitar. Necesito mucho menos que él. Soy inmensamente rico. Tengo la moto, la carretera, la libertad y un corazón que me permite emocionarme con facilidad ante los muchos estímulos que nos ofrece el universo. Estoy abierto, soy una esponja, absorbo energía, historias, paisajes, gentes. Soy un filtro. Todos los grandiosos escenarios que he contemplado se están guardando en algún lugar de mi memoria aunque yo crea haberlos olvidado. Esa belleza de la que creo no acordarme se queda ahí, almacenada, y actúa como la corrosión silenciosa que destruye el viejo yo para que bajo la carcasa oxidada salga un nuevo yo transformado. No, desde luego que no se sumerge uno en la belleza impunemente.

El siguiente lago era El Argentino. Como el Viedma, alimentado por glaciares y de orientación oeste este, obligado al nacer en las estribaciones de la cordillera e ir expandiéndose hacia el llano. La diferencia es que la mole glacial al fondo es todavía más impresionante, como si fuera una explosión de humo blanco que se hubiera quedado congelado en la lejanía. Recorrimos su extremo este y luego torcimos hacia el oeste por su orilla sur para llegar a El Calafate, una población que vive por, para y del turismo glacial patagónico.

Lo primero que hicimos fue buscar un alojamiento asequible, algo que no parecía sencillo teniendo en cuenta el aspecto de ciudad turística habitada por gringos y europeos. Pero Argentina vivía una profunda crisis económica y mi oferta de pagar con dólares contantes y sonantes causaba una rápida bajada en los precios.

Teníamos dólares pero no pesos locales, ya que no nos era siempre posible conseguirlos al precio real, que no al oficial, completamente falso. La razón es que las restricciones al cambio de divisas impuestas por el gobierno habían creado un desajuste entre el dólar oficial, que se pagaba a unos 8 o 9 pesos y el dólar blue o paralelo, que se pagaba a 14 o 15 pesos. Esta situación la había vivido antes en un país remoto dictatorial como Uzbekistán, donde el cambio oficial era ficticio. La Argentina que yo viví estaba al mismo nivel de degradación monetaria. El motivo se encontraba en que los argentinos no confiaban en su propia moneda por la dramática inflación que sufrían. Sus salarios perdían valor de un mes para el siguiente. El único modo de conservarlo era invirtiendo en una moneda refugio: el dólar y, en menor medida, el euro. Eso hacía que la demanda de dólares subiese.

Para impedir la descapitalización de las reservas bancarias de divisas y el colapso del peso, el gobierno imponía un cambio oficial en las transacciones bancarias, en los pagos con tarjeta y en la compra de divisas en casas cambistas autorizadas. El resultado fue que nunca usábamos la tarjeta ni cambiábamos en las casas oficiales sino que buscábamos el blue para estirar el valor de nuestro dinero y pagar las compras en pesos argentinos a un precio que no era precisamente barato. Si Argentina fue un chollo para los europeos, lo fue hace mucho tiempo. A nosotros nos parecía normal el precio que pagábamos por las cosas, pero para la mayoría de los argentinos era directamente inasumible. El incremento en el precio de la carne, por ejemplo, suponía una tragedia nacional en un país cuya cultura social se asienta sobre la institución de los asados.

¿Y quién cambiaba el dólar blue? Cualquiera era un posible cambista. En El Calafate preguntamos y rápidamente localizamos quien lo hiciera. No fue clandestino ni una sórdida transacción en un callejón. Todo lo contrario, trocamos una importante cantidad de dólares en un céntrico bar lujoso y del todo cool. El encargado, un chaval joven tatuado y metrosexual, contó el dinero a la vista de todo el mundo, lo guardó en la caja y nos entregó un fajo de pesos. Limpio, rápido y fácil. A nadie le sorprendió. No era su profesión habitual, pero si se daba la oportunidad, la aprovechaba. Supongo que su beneficio estaría en los pocos céntimos de diferencia que nos rebajó a nosotros y que le pagaría el cambista grande.

Viví situaciones surrealistas pero también dramáticas al intentar estos trueques. Una vez reposté en una gasolinera de la Patagonia. No tenía pesos y enseñé los dólares. Me dijeron que entrara en la oficina. Allí trabajaban dos mujeres jóvenes y un empleadito, apenas un muchacho adolescente. Les pregunté si podían cambiar y las mujeres, probablemente madres, serias y cumplidoras de su trabajo, recontaron sus pesos guardados en sus bolsos y monederos para conseguir los ansiados dólares. El muchacho fue invitado a aportar, pero se quedó fuera porque apenas llevaba dinero encima. Su rostro reflejaba un rictus desolado. En otra ocasión, fue incluso más triste. Me alojaba en un hotel en un pueblo de la Pampa llamado Nueve de Julio. Las dueñas me dijeron que una amiga suya me cambiaría. Vino a la hora convenida y me encontré una señora de mediana edad, vestida un poco cursi y con una educación exquisita que se interesó sinceramente por mi proyecto de documental. Sacó de su bolso algo anticuado un montón de billetes argentinos y con gesto de pajarito los fue contando. Recibió a cambio unos cientos de euros, que yo le entregué y ella guardó con cuidado. Luego tomó un sorbo de su té y nos contó que era profesora, y que todos los meses cambiaba el 50 % de su sueldo, la parte que no gastaba en la subsistencia inmediata, en divisas extranjeras porque en poco tiempo sus pesos no valdrían nada.

—No se puede invertir —dijo resignada—, ni comprar o vender un inmueble. El precio acordado no vale al mes siguiente. En lo que se terminan de hacer las escrituras, el dinero ha perdido parte de su valor.

 

 

EL PERITO MÁS FAMOSO DEL MUNDO

 

En El Calafate había una plazuela cubierta por las sombras de frondosos árboles. En su interior encontré un busto pintado de horrorosa purpurina. Era el rostro de un hombre grueso, con bigotes alargados, enderezados con gomina, redondos anteojos, ahogado por un corbatín, y al que se le intuía el comienzo de una severa levita que no se llegaba a ver completa pues la efigie estaba cortada por la mitad de los hombros. Un señorón decimonónico que ocultaba su íntima esencia de genuino explorador.

Estaba escrito debajo: «Perito Francisco P. Moreno». Nos encontrábamos ante el perito más famoso del mundo gracias a un enorme glaciar que él jamás llegó a ver. Francisco Pascasio Moreno nació en Buenos Aires en 1852 y dedicó su vida a la exploración de la Patagonia para el conocimiento científico y para precisar los lindes territoriales con el vecino Chile. A pesar de llevar su nombre y haberlo catapultado a la gloria de los folletos de agencias turísticas, el geógrafo nunca llegó a ver el celebérrimo glaciar, que fue bautizado post mórtem en su honor.

Dejamos El Calafate y fuimos recorriendo la ribera sur del lago Argentino en una orgía de belleza que no tenía fin. Las ánades acuáticas levantaban el vuelo a nuestro paso dejando un dibujo de ondas concéntricas en la esmaltada superficie verdeazulada de las aguas, nos acompañaban los caballos salvajes y uno no podía evitar pensar en cómo serían estas tierras hace doscientos años cuando no existían los autobuses pullman llenos de japoneses ni las ofertas de trekkings sobre los hielos.

Llegamos hasta la entrada del Parque Nacional de los Glaciares. Unas empleadas nos reclamaron el pago de una buena cantidad de pesos. El precio era diferente para los argentinos, algo que nos resultó comprensible. A mí me parece bien que los nacionales se beneficien respecto a los extranjeros de subvenciones sufragadas con los impuestos, siempre que esa diferencia de trato sea legal y pública. Tendré ocasión de comentar este asunto de nuevo cuando llegue a Bolivia y me encuentre con un precio diferente de la gasolina para los bolivianos del que pagan los extranjeros. Con lo que no comulgo es con la diferencia de trato privada, clandestina y que no es más que pura picaresca, consistente en esa operación mental tantas veces realizada en mi propio país por miembros del sector de la hostelería que dicen para sí: «Estos son guiris, van a pagar los pinchos de tortilla a precio de angulas».

La chica nos advierte:

—Tengan cuidado, son doscientas veintiocho curvas en treinta kilómetros.

La advertencia me sonó a gloria, porque el alimento de un motorista son las curvas. Yo no soy un piloto y no me gusta correr, pero la magia de montar en moto es negociar los virajes, es lo que hace el camino entretenido. Las rectas son aburridas, pero las curvas obligan a interactuar con la máquina y el entorno. El conductor ha de leer en décimas de segundo la calidad del suelo, la presencia de obstáculos o manchas sospechosas, la profundidad del viraje, el peralte, la aparición de otros vehículos, medir su propia velocidad y la ajena, calcular la inclinación necesaria para que la moto desvíe su trayectoria natural, decidir cuándo abrir gas a fin de que la rueda motriz empuje y saque el conjunto mecánico de su inercia y lo lleve al punto de salida de la curva que el piloto ha fijado con la mirada solo unas milésimas de segundo antes. Miles de complejos cálculos tienen lugar en el cerebro de un conductor de motocicleta en mucho menos de lo que se tarda en escribirlos y de ellos depende su vida porque no hay carrocería que pague el error.

El camino hasta el glaciar fue fastuoso, porque cuando llegamos a la bahía Onelli, a la diversión de las curvas se añadió el bosque de araucarias cerrado sobre la carretera y un horizonte helado y azul que se nos iba revelando poco a poco, lentamente. A veces se veía, a veces no se veía. Era como en un baile de seducción, como una promesa que no terminaba de cumplirse. Cuando la ruta se introducía hacia el interior solo tenía delante de mí un túnel vegetal, y cuando la ruta viraba hacia el exterior divisaba a lo lejos las montañas nevadas y una gruesa capa de hielo celeste que taponaba el río.

Cuando llegamos hasta él, la compacta masa helada de color azul nos dejó sin aliento. El frente del glaciar medía centenares de metros de largo y tendría más de sesenta de alto. Era un imponente precipicio del que caían bloques desgajados al agua con un sonido devastador. La loma, coronada de miles de gélidos picos, semejaba una tarta de merengue fabricada por un cocinero loco y ciclópeo, se alargaba 5 km hacia su cuna de montañas y no le veíamos el final. Aquella bellísima desolación glacial, esa inmensidad absoluta hecha agua congelada hacía miles de años, empapaba el corazón y reducía a los viajeros a la estatura de hormigas ante el universo. El Perito Moreno era una enorme bestia dormida y era también lo más grande que jamás hubiera visto. Salvo una montaña, no me había enfrentado a ningún elemento u objeto, ya fuera natural o artificial, de semejante enormidad. Sobrecogía imaginar el esfuerzo y el valor de los pioneros en América, fueran del siglo XVI o del XIX. Pensé en cómo habían alcanzado este lugar los exploradores y lo que debían de haber sentido al ver por primera vez esa mole.

Estábamos literalmente a tiro de piedra de la absoluta inmensidad. Nosotros y centenares de personas más. Había más gente allí de la que habíamos visto en todo nuestro viaje por la Patagonia. Comprendí entonces la leyenda del Perito Moreno y su fabuloso atractivo para el turismo de masas. No es que fuera el glaciar más bello, el más grande o el más curioso. Es que era el glaciar de más fácil acceso en el mundo. Como había comprobado, una carretera asfaltada llevaba hasta apenas doscientos metros de su frente, y desde una ciudad con todas las comodidades y aeropuerto se tardaba apenas dos horas en plantarse ante la cosa. Se podía llegar hasta él en chanclas y camiseta metido en un calefactado turismo. Cualquiera podía alquilar un auto, bajarse en el estacionamiento, asomarse a la barandilla y hacerse un selfie con el móvil. Desde allí mismo se podía subir gracias a la cobertura 3G la fotografía de un tipo vestido con una playera hawaiana delante de un pedazo de hielo milenario y que inmediatamente apareciera en la galería de Google Maps para que a miles de kilómetros otro tipo con remera surfista lo viera y pensara «uau, qué cool», y del tirón comprara un billete de compañía low cost a El Calafate.

 

 

LOS CHICOS A LOS QUE CAMBIÉ LA VIDA CON UN LIBRO

 

Pronto comprobaría que el Perito Moreno es uno de esos puntos neurálgicos del planeta donde puedes encontrarte a cualquier conocido sin esperarlo. Mientras me despedía de Jorge, quien seguía su viaje hacia Ushuaia, se acercó otra moto revestida de los abalorios viajeros: maletas, defensas, bultos… Iba en ella una pareja joven. La chica se bajó y con nítido acento español me preguntó si yo era Miquel Silvestre. Asentí y ambos se entusiasmaron y vinieron a abrazarme como si me conocieran de toda la vida. Y en cierto modo me conocían bien. Habían leído mi libro Un millón de piedras.

Viéndoles tan contentos del encuentro y tras contarme que había sido la lectura de ese texto lo que les había hecho plantearse el gran viaje en moto como forma de vida, pensé que el escritor no puede predecir las consecuencias de sus actos. En cierto modo es inocente de los crímenes que sus escritos produzcan aunque sea responsable de cada coma y cada letra. O para utilizar la terminología jurídica, que antes era mi herramienta profesional, el escritor es un inimputable, como lo es un niño o un loco. Puede perpetrar actos trascendentales de consecuencias cataclísmicas, pero como un menor de edad que no calcula las consecuencias por falta de madurez, el escritor debe ser absuelto cuando se constate que de modo impredecible e involuntario ha cambiado el devenir natural de las cosas.

Una vez escribí un libro de viajes en el que conté cómo un oficinista cualquiera dejaba atrás el despacho, agarraba una motocicleta vieja y se cruzaba África de cabo a rabo en solitario y sin experiencia previa como aventurero. Se tituló Un millón de piedras y era el retrato sin maquillajes de un idiota perdido en un continente salvaje tratando de encontrarse a sí mismo mientras su vida rebotaba de piedra en piedra sin saber en qué iba a parar todo aquello. Brutal, cínico, incorrecto, no hurté ni un exabrupto, ni una cerveza, ni una estrella en la noche. Conté lo bello y lo miserable y lo hice sin pensar en las consecuencias que aquello tendría.

Siete ediciones agotadas después, ese libro había cambiado mi vida. Escrito por un outsider y sin apoyo promocional alguno, se ha convertido en una de mis fuentes de ingresos principales ahora que no cobro un sueldo fijo ni tengo despacho ni corbata, me ha convertido en colaborador de muchos medios, en escritor con lectores y en aventurero profesional. Y si ahora mismo estás leyendo estas palabras es porque un día escribí ese libro. Pero eso no es lo más sorprendente, ni mucho menos lo más grave. Lo verdaderamente cataclísmico del asunto es que la lectura de ese conjunto de palabras haya afectado a otros hasta el punto de moverles a comenzar otra forma de vida.

Esta influencia me la han confirmado varias veces, casi siempre a través de las redes sociales; gente que a través de mis cuentas de Facebook o Twitter me hace saber que la lectura de mis libros, y en particular de Un millón de piedras y también de La emoción del nómada, les ha hecho replantearse sus vidas porque he contado el cambio sucedido en la mía de un modo cercano, directo y creíble. Lo que nunca me había pasado era toparme con alguien que estuviera llevando a la práctica ese nuevo modo de vida. Hasta que en el Perito Moreno tropecé con una moto con matrícula española y con Juan Cicarelli y Amanda Cabot, de viajerosenmoto.com, quienes, alborozados por el casual encuentro, reconocieron que mi libro les había hecho tomar ese camino empedrado que lleva a la libertad a lomos de dos ruedas y un motor.