6

 

Rumbo a Iguazú

 

 

 

Pasamos la noche en la cercana población de Nueva Palmira. Era sábado por la noche y el centro, alrededor del puerto fluvial, estaba tomado por una muchachada con ganas de diversión. Había tanta gente joven que nos sorprendió. Chicos y chicas juntos y revueltos, muchos en moto, sin casco, despreocupados y felices. Y todos eran blancos, occidentales, descendientes de europeos. No se veía un solo rostro aindiado. Los indígenas originarios, los charrúas, fueron prácticamente exterminados en el siglo XIX por los responsables de la nación independiente del Uruguay, con un final simbólico en la matanza de Salsipuedes de 1831, ejecutada por el general Fructuoso Rivera.

Nos sorprendió también no hallar posada con facilidad. Recorrimos el pueblo, de calles rectas, manzanas, o cuadras como les dicen allá, completamente idénticas, y casas de un solo piso. Allá donde preguntábamos, estaba completo. Había un hotel de superior categoría que tenía habitación al precio inasumible de 100 dólares. Al final encontramos un cuarto para los tres por unos cuarenta. Cuando fuimos a cenar el típico bocadillo de ternera uruguayo, el chivito, también nos llamó la atención su alto precio. Uruguay era un país muy caro. Si a mí me lo parecía, ¿cómo podrían pagar los uruguayos, cuyo salario mínimo se había elevado gubernamentalmente por el presidente Mújica a unos 400 dólares para compensar la inflación del 8,5 % sufrida en 2013?

El amanecer reveló un pueblo desierto —nadie parecía madrugar en domingo— y medio en ruinas. Todos los edificios parecían de otro tiempo, anticuados y decadentes. Era un urbanismo de edificaciones de techo plano, construcción cuadrada, y fachadas lisas; parecían almacenes. Alrededor de la cornisa, una cinta de escayola o mampostería con algunos motivos florales era la única decoración permitida. Yo corría entre ellos como visitando el espectro del pasado, de la época en que el país estuvo sometido a una dictadura militar de 1973 a 1985. Todo parecía haberse congelado antes de esa fecha fatídica, como si nadie hubiera querido levantar un nuevo edificio o remozar los antiguos.

Salí de Nueva Palmira y me llegué donde el cauce. El suelo era de blandísimo pasto, el horizonte era de bosque y parecía acoger todos los tonos del verde. Había vacas y caballos pastando. Estaba de nuevo ante el gran río Uruguay, que da nombre a un moderno país que en tiempos de la colonia se llamaba simplemente la Banda Oriental. Este gran cauce fue explorado por Sebastián Caboto, y además servía como una frontera política entre dos imperios en conflicto que determinó también enormes diferencias en cuanto a la organización de la colonia y el tratamiento del pueblo indígena.

Pensé que iba a seguir ese cauce que es fuente de riqueza, fuente de vida, y además canal de comunicación y transporte de mercaderías y personas hasta prácticamente sus fuentes, iba a llegar hasta la gran maravilla natural de Iguazú para hablar de algo tan trascendente como la misma idea de libertad.

Regresé y mis compañeros ya estaban esperándome desde hacía rato. Ay, esa puñetera manía mía de correr por las mañanas. Salimos tras el frugal desayuno y nos dirigimos hacia el norte siguiendo el cauce. La carretera era estrecha pero estaba bien asfaltada y el paisaje era llano y alfombrado de pasto. No hay montañas en Uruguay, por otro lado, uno de los países más verdes del mundo, y por supuesto no le falta agua. De vez en cuando descargaba sobre nosotros un violento chaparrón que dejaba el paisaje brillante y a mí empapado.

Pronto nos dimos cuenta de que no éramos los únicos en la carretera. Habíamos visto unas extrañas manchas marrones pero al principio no les dimos importancia. Sin embargo acabamos mirando bien y nos llevamos una impresión horrorosa. Eran arañas, arañas enormes, de más de un palmo. Detuve la moto y agarré mi cámara. Aquello tenía que enseñarlo. Heber y Antonio también se apearon. Nos quedamos frente a aquella criatura de aspecto temible, que sin duda estaba más asustada que nosotros.

—¡Esto es el verdadero monstruo del Uruguay! —exclamé—. La carretera está llena de ellas. ¡Son como tarántulas asesinas!

No obstante, la amenaza arácnida, el monstruo real del Uruguay, eran los precios. Me detuve a repostar en una gasolinera. Cuando el operario comenzó a servir el combustible le pregunté a cuánto estaba el litro de extra.

—A 41,80 uruguayos —contestó.

Me quedé pensando. Había cambiado euros por pesos uruguayos a 28 la unidad. Estábamos hablando de cerca de un euro y medio el litro.

—Prácticamente dos dólares americanos. —Silbé admirado.

—Exactamente —dijo—, dos dólares.

—Uf, no es nada barata. ¿Y en Brasil? ¿Sabe cómo está? Nosotros vamos para allá.

—Allá está mucho más barato —contestó—, está a diez pesos.

—Pero esa tiene más alcohol —dije yo.

—Más alcohol, exactamente —confirmó—, esta es más pura.

 

 

Cuando cruzamos el gran río Negro, que hace de divisoria entre el sur y el norte del país, decidí atrochar por los caminos de tierra para ver algo más del país que una carretera vacía. Lo que encontramos fue una naturaleza salvaje, un vergel boscoso y húmedo, paraíso de vacas y caballos. Era tierra de estancias, ranchos ganaderos, y también de charcos. Enormes charcos en la ruta que no podíamos evitar. La camioneta podía pasar despacio y asegurándose, pero yo debía afrontarlos con velocidad porque de lo contrario podría quedarme dentro de uno, y si se metía el agua en el motor mi viaje terminaría allí. Así que los pasaba a gas a fondo y desplazaba enormes masas de agua que me empapaban de arriba abajo, aunque también reconozco que me divertía ese salvajismo después de tanto tiempo en la aburrida carretera.

Poco después se acabaría el aburrimiento por completo. La camioneta se paró y no arrancaba. Se había muerto por sorpresa y sin un ay. No sabíamos qué le pasaba. Intuimos que podía ser la batería. Más bien suplicamos que fuera la batería y no algo más grave, porque una avería seria de la Toyota supondría el fin del proyecto o cuando menos un retraso fatal, pues no teníamos tiempo ni dinero extra. Pero lo primero era salir de allí. Estábamos en mitad del prado, sobre una trocha embarrada, a cientos de kilómetros de cualquier sitio civilizado, y mirándonos con cara de tontos. Por allí no iba a pasar nadie en horas salvo algunos equinos alazanes y pintos, de magnífica estampa, que nos miraban desde detrás de una alambrada. Entonces caí en la cuenta de que si seguía aquel alambre, llegaría a la entrada de la estancia. Allí podrían ayudarnos. Tomé la moto y pronto encontré un portalón sin cancela y un senderito que llevaba hasta unos cobertizos. Varios hombres vestidos de gaucho me observaban. Me llegué donde ellos. Eran trabajadores agrícolas, campesinos, hombres maduros de una sencillez de pedernal. Me dijeron que no tenían allí ningún vehículo a motor para poner las pinzas, pero me indicaron el camino de otra estancia donde sí lo había. Me despedí y volví grupas.

La otra explotación ganadera estaba más atrás de donde nos habíamos quedado tirados. Paré un momento para explicar a mis compañeros de dónde venía y adónde iba, y me dirigí al lugar indicado. Allí los jornaleros eran chicos muy jóvenes que se alojaban en una especie de falansterio hecho de ladrillo encalado. Una hilera de habitaciones y un pasillo abierto que las conectaba todas. Era domingo y los chicos estaban dedicados a las tareas domésticas, lavaban la ropa y limpiaban sus sencillos cuartos. La aparición de Anayansi y un tipo con barba vestido de astronauta les causó una gran impresión que no podían disimular. Uno de ellos me atendió y cuando le expliqué, llamó al capataz. Este vino caminando desde un almacén más grande pisando el pasto con sus botas de cuero. Vestía un pantalón bombacho y una camisa a rayas que se iba abotonando. Me llamó la atención esta rara elegancia del trabajador del campo. El tipo, que era apenas un poco mayor que sus peones, asintió a mis explicaciones y me dijo que tomaría el auto del patrón para ayudarnos.

El auto era un sencillo Fiat 4 × 4, pero que con su diminuta batería fue capaz de poner en marcha la enorme Toyota al colocarle las pinzas. Nos miramos aliviados y convinimos en reparar el asunto en cuanto tuviéramos oportunidad. Agradecimos al capataz su ayuda y nos perdimos de nuevo en el barrizal para llegar a un pueblo cercano que nos dijeron se llamaba Belén, y que era el más antiguo del Uruguay al norte del río Negro.

A un lado de la pista encontramos un curioso santuario rodeado por una valla. Una hornacina de piedra muy grande contenía una imagen de la Virgen María. Había bancos frente a ella para que los feligreses asistieran a algún tipo de liturgia. El altar estaba recubierto de rosarios, fotografías, imágenes y manuscritas notas de agradecimiento por los favores recibidos. Esta era una de las cosas que más se apreciaba del paso de España y su cultura por Sudamérica. La más evidente es, por supuesto, el idioma, pero también es esta fe cristiana tan patente que se vive en estos países. Hay símbolos religiosos por doquier, en cualquier sitio. La gente pone sus reliquias, sus mensajes, sus buenos deseos, sus flores…

 

 

LOS VICIOS QUE NO AGARRAMOS

 

Y Belén apareció. No era más que un grupo de casas dispuestas alrededor de una plaza, cuyos accesos inmediatos eran las únicas calles asfaltadas. No había un solo edificio alto y todo eran galpones y almacenes. Había numerosos coches de principios del siglo XX; en Europa habrían sido considerados clásicos, pero en Uruguay no eran sino chatarra rodante. No había visto en todo el viaje, ni lo vería después, semejante acumulación de vehículos antiguos y encima aún en funcionamiento, aunque completamente arruinados. El único taller del pueblo era acorde con el parque móvil. Un completo caos de piezas y herramientas herrumbrosas en un cuarto oscuro y sucio de grasa. Heber salió espantado en cuanto entró. No pensaba dejar su flamante Toyota en manos del dueño, nos comunicó, y nosotros rezamos para que la batería aguantara.

Dimos una vuelta por aquel villorrio. Parecía despoblado y para ser el pueblo más antiguo de Uruguay al norte del río Negro, lo más histórico parecían esos coches oxidados, sin embargo era cierto el título concedido a Belén. En mitad de la plaza un mural recordaba la fundación de la Villa de Belén el día 14 de marzo de 1801. Para sus habitantes constituía sin duda una enorme antigüedad. Para nosotros como españoles, que tenemos una historia tan antigua, nos resulta curioso que un pueblo de apenas doscientos años se le considere burgo histórico.

Teníamos hambre. Había un modestísimo comercio en una esquina. Con un cartelón de pizarra anunciaba que dentro había bananas, papas y duraznos. Penetré en la oscuridad. Las viandas y mercaderías estaban amontonadas en sacos y cajas que parecían de la época de nuestros abuelos. Había un mostrador y tras él una señora madura que nos miraba con ojillos desconfiados

—Hola —saludé con afabilidad—. ¿Es usted la dueña de esto? Es que tengo hambre, quiero comer algo.

Sobre el mostrador había un montón de panes pequeños. Eran cuadriculados y algunos estaban como plegados sobre sí mismos.

—Qué forma más rara tiene este pan —comenté.

—Ese es cuadrado —dijo ella—. Después tiene este, doblado.

—Cuadrado y doblado —repetí sin ver la diferencia sustantiva entre uno y otro—. ¿Y cuál es mejor?

—Sale lo mismo —respondió tajante.

—¿Sale lo mismo? —me sorprendí, pues entonces ¿a qué venía doblarlo?—. ¿Y cuánto cuesta?

—Cincuenta uruguayos el kilo.

—O sea un kilo de pan sale más o menos a un euro y medio —calculé en voz alta. El país seguía pareciéndome caro incluso en sus productos básicos.

Salí fuera con mi compra y allí me encontré al tendero. Un tipo sencillo, rechoncho y con bigote. Tenía el aspecto del hombre apacible que ve pasar gobiernos, democracias y dictaduras, que contempla fracasar revoluciones y estrellarse repúblicas como si nada más que su tiendecita le importase.

—Bueno, camarada, que muchas gracias por todo.

—Con gusto —respondió.

Entonces vi que pasaba una señora con su bolsa de mate al hombro. Caminaba por la calle solitaria absorbiendo el brebaje. No dejaba de sorprenderme la costumbre de llevar el mate a pasear, como decían los uruguayos. Desde que se levantaban, no lo soltaban.

Me giré y le pregunté al tendero:

—¿Y usted no toma mate?

—No, yo me libré del vicio.

—¿Para usted es un vicio?

El hombre asintió.

—Los que lo toman, no lo pueden dejar. Si se lo quitan de la boca, se sienten mal y no van a trabajar. Eso es para mí un vicio.

Lo pensé y convine con él en que tenía razón.

—Entonces usted ya no agarra el vicio del mate —dije mientras él negaba con la cabeza—. Pues ¿sabe qué? Que yo tampoco lo voy a agarrar. A mí eso de agarrar vicios ahora, con la edad que ya tengo, como que no me va. Allá en mi tierra, decía un sacerdote a un escritor muy famoso que se llamaba Camilo José Cela: «Desengáñese, don Camilo, que nosotros no dejamos a los vicios, los vicios nos dejan a nosotros».

—Ahí está —apostilló el sabio tendero.

 

 

EL ALMA DE URUGUAY EN UNA CHICA QUE SALE A COMPRAR COCA-COLA

 

Mirando en derredor no pude evitar pensar que Uruguay da la impresión de ser un país anclado en el tiempo, como cuatro o cinco décadas atrás. Por ejemplo, la escuela que estaba al otro lado de la calle, y que no era más que un gran caserón blanco y verde de paredes lisas y techo a dos aguas, parecía estar sin remodelar desde hacía quizá cincuenta años. Entonces sonó un timbre y vi un montón de niños vestidos con baby saliendo al recreo. Luego apareció una joven maestra de pelo rubio y bata blanca que se acercó hasta el comercio donde había comprado unas bananas. Salió al poco con una botella de refresco. Me quedé mirando con una extraña impresión.

Algo que me estaba pasando en el viaje era que me parecía que los acontecimientos se sucedían más deprisa que mi capacidad para contarlos. Llevaba viajando desde hacía casi dos meses inmerso en una espiral de kilómetros, paisajes, gentes, comidas, amaneceres, acentos e historias, muchas historias. Y es que las historias se sucedían, se solapaban, se agolpaban, colisionaban y se confundían. Trataba de seguir un hilo conductor centrado en la Gran Historia de la exploración española para producir un documental televisivo, tarea ya de por sí titánica, pero por todas partes me asaltaban las pequeñas historias de la gente común que encontraba. ¿Y no eran esos relatos discretos los que de verdad importan?

Como escritor intento seleccionar, quedarme con lo esencial, despreciar lo accesorio, lo superfluo, del mismo modo que hago con el equipaje físico que cargo en la moto. El motorista viajero pronto aprende a prescindir de lo innecesario, a cargar solo con lo esencial. ¿Y el cronista? ¿No debe aprender a hacer lo mismo con las historias que puede contar? No se puede escribir la gran novela del mundo porque nadie la leería, porque sería tan extensa como el mismo mundo, y porque además no hace falta. Lo aprendí de Josep Pla: lo pequeño simboliza lo grande. Y entonces me di cuenta de que aquella chica rubia de la Coca-Cola era la historia de Belén y del mismo Uruguay.

No pude evitar abordarla y pedirle que me dejara entrar, hablar con los niños y saber cómo enseñaban. Sorprendida y algo azorada, accedió después de consultarlo con el director. Mientras tanto yo husmeé por el patio. Los chavales se quedaron petrificados al verme. Ni siquiera se atrevieron a entrar aunque sonó el timbre de final del recreo. Supongo que nuestra irrupción en su colegio era el acontecimiento de la semana.

—¡Venga, chavales, que ha llegado el momento de entrar en clase! —ordené, pero ellos dudaban—. ¡Venga para adentro! Venga.

Insistí, pero no se movieron. Se ve que tenía el poder de paralizar a los niños.

Mi amiga regresó con una compañera suya, también joven, también rubia. Tenían permiso del director. Rápidamente preparamos una entrevista improvisada en el pasillo.

Mientras hablaban estas dos chicas rubias, perfectamente equiparables en lo externo a cualquier joven europea, dejé de atender a lo que decían y me fui fijando en cómo lo decían, en la ilusión que desprendían por un oficio que en España parece generar más depresiones que alegrías.

—Muchas gracias, ¿cómo os llamáis? —pregunté.

—Mi nombre es Sara, y soy docente de cuarto año.

—Yo soy Cecilia, y soy la maestra de tercero.

—¿Cuántos niños tenéis?

—Aproximadamente trescientos en total —respondió Sara.

—De inicial cuatro hasta sexto año de la escuela. O sea, que tenemos niños desde cuatro años hasta doce años —precisó Cecilia.

—Y la enseñanza obligatoria ¿hasta qué edad es? —quise saber.

—Hasta los dieciocho —confirmó Sara.

—Pública, gratuita y laica —añadió Cecilia.

Las chicas eran todo sonrisas y simpatía. No parecían en nada intimidadas por la cámara de Antonio. Era evidente que suponíamos un bienvenido paréntesis en la rutina del día a día de dos chicas jóvenes que se alojaban en la misma escuela hasta que el viernes podían regresar a sus casas.

—Y una cuestión que a mí me interesa mucho, la enseñanza de la Historia. Concretamente aquí en Uruguay me ha interesado la fundación de Montevideo, la fundación de Sacramento y la exploración de Juan Díaz de Solís. ¿Todo eso lo enseñáis aquí a los niños?

—Sí, mi programa en cuarto año especialmente es ese —dijo Sara—. La época del Descubrimiento, desde dónde y hacia dónde llegan los españoles y cuál es el objetivo, cuáles son los recursos que utilizaban…

—Y también el aporte cultural —señaló Cecilia—, ya sea a través de la música, o del arte, o del idioma, toda esa influencia española que tenemos, o desde por ejemplo la descendencia de los apellidos… Más para los niños más pequeños que todavía no saben comprender un período histórico pero sí conociendo una guitarra o escuchando una zarzuela.

Me pregunté qué importancia darían los planes de estudio en España a nuestro paso por América y al hecho tan trascendental de haber influido de forma semejante en un continente tan grande. Probablemente cualquier chiquillo del Uruguay sabría más del Descubrimiento y conquista que la mayoría de los licenciados universitarios españoles.

En España preocupaban otras cosas. Fundamentalmente, el dinero. Ese pensamiento me trajo a la mente de modo natural la siguiente cuestión:

—La pregunta que normalmente en España se haría cualquiera es: ¿están bien pagados los maestros en Uruguay?

—No —negó Sara—. Con razón por el hecho de que la canasta básica en Uruguay se aproxima en torno a los veinte mil o veintiún mil pesos, y un sueldo docente como nosotras que somos ingresadas hace pocos años está a partir de los dieciséis mil pesos.

—Y a pesar de que el edificio se ve tan viejo, ¿la enseñanza también es antigua?

—No, no —repuso Cecilia con vehemencia—. Siempre estamos capacitándonos, actualizándonos… Incluso ahora hace unos años implementamos el trabajo con las computadoras, con las X-Soft.

—Son computadoras portátiles, y es una computadora por niño.

—¿Una computadora por niño? —dije extrañado.

—Una computadora por niño —certificó Sara—. El niño tiene acceso a internet, tenemos antenas en la escuela, y ahí tiene biblioteca, tiene para escribir, tiene para buscar información en la web…

Estaban mal pagadas, apenas 500 dólares en un país de altos precios, pero disculpaban sus bajos sueldos debido a la situación general del Uruguay, no expresaron una queja por el estado decrépito de su escuela ni por tener que dormir en ella, alejadas de su núcleo familiar. Por el contrario, enfatizaban casi como mérito propio el hecho de que todos los escolares recibiesen gratuitamente un portátil con conexión a internet y que con ocho años se manejasen por la red con soltura. Desplegaron un entusiasmo conmovedor que me hizo olvidar que el pueblo carecía de calles asfaltadas y que la escuela pareciese un cobertizo. Aquellas jovencísimas maestras se sentían parte de algo y consiguieron transmitirlo.

Mientras me alejaba entre charcos y barro por los dificultosos caminos del húmedo Uruguay, pensaba que a veces una pequeña historia sin aparente importancia, cogida al azar, de una chica en busca de Coca-Cola podía contar más del alma de un país que todos los fríos informes estadísticos o los tópicos de viajeros. Yo al menos me quedé convencido de que en una humildísima escuela de Belén había visto parte del alma del verdadero Uruguay.

 

 

BRASIL, LARALALA

 

Siguiendo el curso del río hacia el norte, llegamos a la frontera de un país convertido ya en un auténtico icono popular de música, fiesta y fútbol. ¡BIENVENIDOS A BRASIL!, decía el cartel, y los tres miembros de la expedición nos pusimos debajo a improvisar un baile patoso a lo carioca. La verdad es que cuando llegas a Brasil, a pesar de que no me guste ni la samba ni el fútbol ni el carnaval, no se podía evitar sentir una particular emoción.

Aunque la realidad se encargó pronto de descafeinar el mito. La región donde nos encontrábamos no era la de las mulatas y la fiesta perpetua. Estábamos en la provincia de Río Grande del Sur, un territorio que no fue portugués hasta la cesión por parte de España en el siglo XVIII y, por tanto, resultaba más parecido étnica y culturalmente al Uruguay del mate que al Brasil de la samba.

Y es que lo que veníamos a buscar tenía poco que ver con la diversión sensual y mucho con el paso de España por las tierras al oriente del río Uruguay, objeto de disputa con Portugal por la interpretación del Tratado de Tordesillas firmado en 1494 entre los Reyes Católicos y el lusitano Juan II.

El tratado dividía América en dos partes cortadas a partir de las 270 millas desde el archipiélago africano de Cabo Verde. Pero los españoles entendían que la distancia se contaba desde el centro de la isla de San Nicolás, y los portugueses desde el extremo occidental de la de San Antonio. Ello suponía grandes diferencias sobre el terreno americano a deslindar. Y esa imprecisión se encontraba allí precisamente, en la ribera del río Uruguay que estábamos remontando.

La zona fronteriza fue objeto de litigios y choques hasta el Tratado de Madrid de 1570, que reconoció el derecho de cada potencia hasta donde hubiera ocupado materialmente el territorio. Sin embargo, la banda oriental seguía siendo territorio en disputa.

Y como si fuera una broma burocrática relacionada con estas imprecisiones, resultó que cuando cruzamos la línea fronteriza en Uruguayana no había ningún funcionario de aduanas brasileño por allí. Los uruguayos se limitaron a apuntar la matrícula de los vehículos en un cuaderno de espiral y a chupar su mate. Cuando les preguntamos si había aduana en el otro lado, se encogieron de hombros y siguieron chupando.

Nos alojamos aquella noche en un raro hotel de Uruguayana, en pleno centro. Digo que era raro porque estaba regido por una mujer musulmana de mediana edad vestida con un riguroso chador negro. Y no es que los musulmanes me parezcan raros, pues he recorrido varias veces Oriente Medio y he cruzado Irak e Irán. Lo que resultaba raro era encontrarla allí. En Europa y en Norteamérica es habitual la presencia de esta minoría, que va dejando de serlo. Pero en Sudamérica eran muy pocos, y casi nula su presencia fuera de las grandes ciudades. Aunque sí hubo una emigración significativa de sirios y libaneses en Argentina, Chile y Brasil. Hay una anécdota que afecta a dos mandatarios sudamericanos descendientes de emigrantes. Fujimori, del Perú, de estirpe japonesa, se quejaba en una cumbre a Carlos Menem, presidente de Argentina, de que la gente le llamase «chino». Y este le dijo: «No te quejes que yo soy sirio y me llaman “turco”».

La mujer hablaba español con acento brasileño y resultó de una rectitud moral intachable. No teníamos reales brasileños, así que le dejé en prenda por el cuarto un billete de 50 dólares americanos. Ella lo marcó con un bolígrafo.

—Mañana, cuando usted me pague con reales, yo le devolveré este mismo billete para que no haya sospecha de que se lo he podido cambiar por uno falso.

Y la mujer cumplió con su palabra y además nos sorprendió con un fastuoso bufé libre para desayunar como no habíamos visto antes en Sudamérica. Luego comprobaríamos que era la costumbre en Brasil porque incluso en los hoteles más baratos, que era donde siempre íbamos, nos regalamos con unos desayunos magníficos en los que abundaba la fruta fresca y tropical, como el mango y la papaya.

Pero nuestro problema seguía siendo que no teníamos documentos legales de entrada en Brasil. Teníamos la opción de hacer como si nada y seguir nuestro viaje como si tal cosa, o quedarnos allí hasta resolver el embrollo. Decidimos esperar a tener el papeleo resuelto porque no sabríamos qué consecuencias acarrearía intentar salir de Brasil sin tener sello de entrada en el pasaporte.

Uruguayana también mantenía frontera con Argentina a través de un largo puente que cruza el río Uruguay a través de lo que se llama el Paso de los Libres. Pensamos que allí tal vez podrían ayudarnos. Y eso hicimos, nos dirigimos hacia Argentina y cuando llegamos a donde los aduaneros, les comentamos nuestro caso. No se sorprendieron. De hecho, era el procedimiento habitual para los que entraban en Brasil desde Uruguay. Debían ir al Paso de los Libres a por sus papeles de inmigración y aduaneros. Aquella información vital no estaba escrita en ninguna parte y nadie nos la había comunicado. Solo nuestra precaución nos llevó al sitio adecuado. Una vez enterados, el trámite resultó sencillísimo. El pasaporte quedó sellado por una rubia funcionaria y los vehículos no necesitaban siquiera permiso de importación.

Salimos de la ciudad e inmediatamente topamos con un cartel que anunciaba que íbamos a recorrer la Ruta de las Misiones. El paisaje era lo más semejante al jardín del Edén que uno pudiera imaginar. Inmensos campos de labor que se perdían en la lejanía, bosques frondosos, caudalosos ríos y senderos de una tierra de color rojo brillante, que parecía la misma sangre del planeta corriendo entre los maizales y arboledas. Era una naturaleza fértil pero amable, domesticada pero sin haber sido adulterada. Se entendía que los indígenas guaraníes vivieran allí libres y desnudos, integrados al medio, y se entendía también que los jesuitas pensaran haber encontrado el paraíso terrenal y los mejores fieles a quien evangelizar y enseñar.

Un arco plantado sobre la carretera nos recibió. Nos dirigíamos a la Misión de San Miguel Arcángel, en Brasil. Un testimonio en piedra del conflicto entre dos posiciones muy diferentes y dos formas radicalmente opuestas de ver al indio y a la humanidad. Íbamos a visitar un lugar mítico que muchos conocen por la película, un lugar mágico que ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y que alberga un pedazo de nuestra mejor historia, que a pesar de que se ha contado en el cine, no se ha contado bien o los españoles no somos demasiado conscientes de ella.

Las ruinas, de 1687, resultaban estremecedoras y maravillosas. En un plácido prado se alzaban la fachada de una iglesia de piedra de sillería y el campanario de tres cuerpos. De estilo grecorromano, parece centellear rojiza y oro bajo el sol moribundo de la tarde. Dentro todavía aguantaban la mayoría de los arcos de su planta de crucero. Casi veinticinco metros de ancho por setenta de largo ofrecen la impresión de hallarnos ante un gran templo en un lugar privilegiado por la naturaleza o por Dios, según las creencias de cada cual.

Cerca de la misión hay un hostel, así que decidimos alojarnos en él y descargar la impedimenta. Estábamos agotados. Era el calor. Montar en moto era un suplicio por las altas temperaturas y por el pesado tráfico de camiones que acarrean la diversa producción agrícola de la región misionera. Necesitábamos descansar antes de visitar el recinto. El establecimiento era barato y limpio y los cuartos, confortablemente sencillos. Entré en la habitación y arrojé mis bolsas. Respiré de alivio. Cualquier sitio donde puedo dejar las cosas para mí es el hogar, no echo de menos ninguna casa en concreto. Cuando puedo desapoderarme de mi impedimenta de nómada me siento en casa.

Aproveché los minutos de descanso para actualizar el blog que escribía en la página web de RTVE con el título de la serie: Diario de un nómada. Me encontraba algo vehemente por la emoción de hallarme en tan significativo lugar y el recuerdo de los dramáticos acontecimientos acaecidos aquí. Titulé el post:

 

SI LO CUENTA DE NIRO, MOLA;
SI LO CUENTO YO, SOY UN FACHA

 

«Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón.» Así decía el verso de Antonio Machado. Yo fui niño en un tiempo en que esa maldición parecía por fin superada, eso que vino en llamarse la «Bendita» Transición. Tiempo más mitológico que real y que como cualquier época idealizada ha alumbrado todo tipo de fantasías. Yo lo viví con los siete años de un crío muy despierto y estoy seguro de que no había tantos grises para todos esos que ahora juran haber corrido delante.

Pero fue un espejismo, la supuesta reconciliación de las dos Españas era solo un cortinón teatral de terciopelo barato para encubrir una nueva estafa al españolito de a pie, a ese al que los Austrias enviaron a morir a guerras de religión, los Borbones a guerras de sucesión, los Cánovas y Sagastas a guerras coloniales y republicanos y nacionales a guerras políticas. Españolitos de a pie, sacrificados por todo el planeta con la excusa de la gloria, la evangelización, el honor, la lucha contra el fascismo o el comunismo. Españolitos de a pie a los que ni un gramo de plata de Potosí benefició pues el tesoro de América se gastó en la banca genovesa para pagar esas guerras incesantes que trituraron la mejor sangre de Castilla. Y al final, la Bendita Transición nos trajo una casta política de uno y otro signo que le dijo al españolito de a pie: tu sacrificio de siglos fue inútil. ¿No lo sabías? Pues aquí tienes la nueva verdad: la Leyenda Negra es cierta y tus antepasados, unos asesinos crueles y avariciosos. Avergüénzate de ellos.

Y así me educaron. En el nuevo credo de que toda la empresa de España en América fue una vil matanza. Y se me hurtó toda una parte de mi propia historia. Y se redujo en los libros de texto a unos apresurados datos sobre Cortés y Pizarro, y se olvidó toda una legión de historias humanas, grandes y pequeñas, buenas y malas, nobles y miserables. Y estudié Derecho, y me licencié. Y siempre me decían lo mismo: la teoría general de los Derechos Humanos procede de la revoluciones norteamericana y francesa.

Y entonces apareció una película de Hollywood contando una historia en la América española. Y la peli se hizo famosísima. Y fue un éxito mundial. La Misión. Y resulta que si mirabas por detrás de Robert de Niro y Jeremy Irons e indagabas un poco, te enterabas de cosas que nadie le había contado al españolito para hacerle sentirse menos vil, para aportar un poco de cal en el océano de arena.

Resulta que los jesuitas fundaron treinta misiones entre los ríos Uruguay y Paraná. Servían para la educación y la evangelización de los indios guaraníes. Se le llamó la República de los Indios; aquí eran considerados seres humanos plenos, libres e independientes. Pero no eran vistos así por los portugueses. Los bandeirantes los secuestraban para venderlos como esclavos en Brasil. Pero los jesuitas no les abandonaron; se unieron a ellos para iniciar la guerra guaranítica. Esos son los acontecimientos que narra la famosa película La Misión.

Y es que si rascabas, descubrías cosas tan sorprendentes como que la primera vez que se teorizó sobre la igualdad, la libertad y la autonomía personal del diferente fue en la España del Descubrimiento. Resulta que los precedentes modernos de los derechos humanos están en las Leyes de Burgos promulgadas nada menos que en 1512 y que reconocían al indio su libertad y el derecho de propiedad. Eso sí, reservando al rey el derecho a evangelizarlo, por su bien. Pero también es cierto que en esto de los deberes religiosos, no éramos diferentes a las demás naciones de la época.

Aun así, verdad es que se dieron toda clase de abusos puesto que el hombre es egoísta y en eso somos iguales los hombres de todas las épocas, pero también se dieron actos de enorme generosidad y valor, como el que cuenta la película La Misión. Mientras que en el territorio español regían las Leyes de Indias, que reconocían al indígena como hombre libre, en el portugués los indios podían ser capturados como esclavos. Cuando España cedió a Portugal parte de la banda oriental del río Uruguay, las misiones jesuíticas en esa zona, donde vivían miles de guaraníes, se enfrentaron militarmente a los bandeirantes portugueses para defender a los indios. La guerra se perdió. Traicionados de nuevo por los monarcas españoles. Pero el significado de la epopeya es enorme, universal e inmortal.

La historia era de por sí conmovedora sin que necesitáramos la música de Ennio Morricone. Podría haberse enseñado en las escuelas de España, pero tuvo que venir Robert de Niro para que el españolito fuera al cine a aprender algo de su propia historia que tal vez le deshelara un poquito el corazón.

 

 

UNA ALDEA GUARANÍ, UNA PISTA DE TIERRA Y UN ENFADO MONUMENTAL

 

Habíamos visto las piedras que cuentan la historia de la guerra guaranítica; ahora queríamos ver a los herederos vivos de aquella contienda. Al recorrer el pueblo habíamos visto carteles que señalaban el camino hacia una «Aldea guaraní». Pero no sabíamos a cuánta distancia estaba. Antonio y yo habíamos salido a hacer algunas tomas con el drone, y pensando que la aldea estaría en las cercanías, nos fuimos en la dirección de las señales sin advertir a Heber.

La floresta nos tragó, literalmente. La carretera se volvió pista de tierra y las casas desaparecieron. Nos sentíamos como en la época de los misioneros. Al cabo de un rato, la población no aparecía. Vimos un tipo que caminaba y le preguntamos. Nos indicó el camino pero no fuimos capaces de entender su agreste portugués ni a cuántos kilómetros estaba. Cuando nos dimos cuenta, habíamos avanzado más de diez por aquellos caminos polvorientos. Estábamos ya muy lejos para volvernos de vacío porque eso supondría haber perdido el día para nada. Decidimos seguir a pesar de que sabíamos que Heber no conocía nuestro paradero. Pero lo importante era el documental y ambos estuvimos de acuerdo que una aldea guaraní lo enriquecería significativamente. La decisión era conforme con el interés prioritario del rodaje.

El compromiso de un escritor es solo con su mirada. No creo en cambiar el mundo con la pluma, no confío en más revoluciones que las personales, he leído suficientes libros y recorrido demasiados kilómetros como para la ingenuidad de creer que las causas justas siguen siendo justas cuando alcanzan el poder mediante los votos o las balas. Mi escepticismo es el de Diógenes el Perro, un cínico que se mofaba de los oradores de ágora. Cuando Platón definió al hombre como bípedo implume para aplauso de la Academia ateniense, él se presentó con un gallo desplumado y dijo: «He aquí el hombre de Platón».

Yo solo creo en contar la verdad de lo que uno ve por sus propios ojos. Creo en revelar lo que no está visible, lo que no todos pueden ver por sí mismos. Por ese motivo viajo. Porque yo no creí en las versiones masificadas de los grandes medios y pensé que podía ver por mí mismo. Hay quien viaja en moto y toma como modelo a los pilotos del Dakar. E incluso hay quien hoy viaja en moto queriendo imitar a un tal Miquel Silvestre. Yo solo quise imitar la honradez de Kapuscinski y el modelo de Miguel Gil.

Un día me enteré de que un abogado de Barcelona dejó el trabajo y cogió su Yamaha XT 600 cuando supo que bombardeaban Sarajevo. Se convirtió así en reportero y su trabajo alcanzó los mejores medios. Lo mataron años después en Sierra Leona intentando dar voz a quienes no la tenían.

Yo no quiero morir en una cuneta ni tengo el valor de Miguel Gil, pero tampoco creo que las guerras sean la historia real de nuestro mundo ni que los verdaderos olvidados sean los que allí combaten o mueren. Las guerras siempre tienen a alguien que las cuente. Para mí, los olvidados son los que viven en la silenciosa normalidad de las aldeas perdidas del planeta, en esos lugares adonde solo se llega por caminos sin asfaltar, esos caminos para los que poseo una motocicleta todoterreno. Lo hago no para correr un Dakar sino para llevar allí mi mirada y descubrir una humilde choza guaraní del mismo modo que Miguel Gil encontraba un kalashnikov en una cuneta africana o Diógenes un gallo sin plumas en la Academia de Atenas.

Conducir la moto por aquellas pistas de tierra y piedras cargando a un mocetón de cien kilos no resultaba fácil y en alguna ocasión estuvimos a punto de irnos al suelo, pero nos divertíamos mucho. Antonio disfrutaba de montar en Anayansi y salir de la confortable jaula de la Toyota. En esos momentos era como un niño. Y es que todos los niños aman las motos. Es una verdad universal que he comprobado en todas las latitudes. Se acercan y las tocan, quizá porque les recuerdan a sus bicicletas. Mi camarógrafo iba con la Panasonic en ristre y mostraba de vez en cuando sus dedos índice y meñique enhiestos en un gesto de desafío y regocijo: «¡METAL!», le gritaba entonces al aire selvático que nos rodeaba y azotaba nuestro rostro.

La aldea apareció a más de treinta kilómetros de San Miguel de la Misiones. Habíamos tardado casi una hora en llegar. No eran más que un puñado de chozas de tablas diseminadas en un prado y con campos de maíz en derredor. Un muchacho caminaba por el sendero. Le saludé cordialmente, pregunté por un jefe o autoridad y sin mucha simpatía nos señaló una cabaña. Fuimos hacia allí y encontramos a un hombre de unos treinta años, bajo, robusto y de pelo largo. Llevaba una raída camiseta que decía: «Cristo nos ama». Me presenté y me dijo que se llamaba Cristino. Hablaba un español muy correcto, a diferencia de los brasileños que había conocido hasta ahora, que a pesar de su proximidad a territorios hispanohablantes, no decían una palabra en español.

—¿Usted a qué se dedica, de qué vive, de qué vive su familia?

—La mayor renta en dinero para nosotros es la artesanía. Y nosotros cultivamos también para la sustentabilidad de nuestros hijos.

—O sea, que si quiere conseguir reales tiene que vender estas figuritas —dije sosteniendo un jaguar tallado en madera que me había tendido—. Y si quiere comer, han de plantar lo que consumen. ¿Qué cultiva usted?

—Por ejemplo, nosotros plantamos maíz, mandioca, batata.

Estábamos en el porche de su humilde morada, construida de tablas y con techumbre de madera a dos aguas, a diferencia de muchas otras viviendas que lo tenían de simple paja seca; había a pocos metros una letrina para toda la familia, cuyos miembros eran bastante numerosos. Nos veíamos rodeados de un número indeterminado de niños, jóvenes y mujeres. No sabíamos exactamente quiénes eran hijos, sobrinos o nietos. Todos parecían vivir en aquel pequeño espacio de no más de veinte metros cuadrados y sin más estancias separadas que el que se reservaba a las aves de corral, cuyo criadero estaba dentro de la vivienda.

—¿Y cuántos hijos tiene usted?

—Yo tengo seis. La más chiquita yo tengo de ocho años, el mayor es de veintidós.

Cristino nos condujo a la escuela, que parecía ser el único centro definido de una comunidad de casas desperdigadas. Era un simple barracón de madera pintado de colores muy vivos. En el patio había columpios y un grupo de muchachos que nos miraron con curiosidad, sobre todo por la moto, pero con una reserva evidente. No hubo ningún gesto hostil, pero no podíamos decir que fuéramos bienvenidos.

Entré en la escuela y encontré a la maestra, una joven guaraní que nos miraba con desconfianza. Traté de tranquilizarla con simpatía y una sonrisa. Le dije lo que estábamos haciendo y que solo quería filmar el aula y hacerle unas preguntas. Entramos en la clase y encontramos unas mesitas bajas y unos niños jugando en el suelo. Tres niñas muy guapas y de grandes ojos curiosos permanecían disciplinadamente sentadas en sus sillas.

—¿Cómo se llama usted? —le pregunté a la profesora.

—María —respondió.

—¿Puede decirme cuántos reales gana usted por hacer este trabajo?

—Ochocientos.

Eso equivalía a unos 260 euros al cambio. Pero, aparte del salario, a mí me interesaba conocer cómo les había afectado el cambio del sistema semiindependiente que tuvieron en la época de las misiones, cuando aquella región se llamaba la República de los Indios, por el estado nacional de la República del Brasil.

—¿Usted les enseña historia guaraní a los niños?

Ella asintió.

—Y dígame, en tiempos de las misiones, ¿cómo era la vida?

—Mejor que ahora —dijo ella—, entonces éramos dueños de nuestra tierra. Ahora pertenece a los blancos.

 

 

EL PEOR DE LO PEOR

 

Cuando regresamos a San Miguel de las Misiones encontramos a Heber con un enfado monumental. Llevaba horas esperando sin saber dónde estábamos o si nos había pasado algo. Tenía razón pero nosotros también. La responsabilidad en todo caso era mía. Yo era el jefe del equipo y a mí me correspondía la organización, pero lo cierto es que no sabía muy bien cómo hacerlo y que incurría en dos faltas graves. Una era que me comportaba como si viajara solo, de modo que cambiaba de planes con la misma facilidad que cuando no arrastraba cola. Y la otra consistía en mi manía de no compartir mis pensamientos y dar por supuesto que los otros habían pensado lo mismo que yo. Muchas veces yo había dicho «haremos A» y luego me sorprendía que ellos no me siguieran hasta la D cuando no había siquiera mencionado en qué consistían la B y la C.

Aquel prolongado retraso de San Miguel se sumó a los muchos agravios que Heber iba almacenando. Y he de mencionar que mi conductor era una de las mejores personas que me he echado a la cara. Paciente y cumplidor, jamás protestaba por las tareas que se le encomendaban. Y otra cualidad muy destacable: su honradez de hidalgo antiguo. Yo confiaba plenamente en él para el tema de las cuentas y el dinero de los gastos cotidianos. Cada cierto tiempo, le entregaba una suma de unos 500 euros en moneda local y él se encargaba de pagar el combustible, la comida y los hoteles. Iba haciendo un listado de estos desembolsos y era extremadamente puntilloso al respecto. Supongo que esa era una de las obligaciones de un guía profesional de turismo, cuya reputación es la clave para seguir trabajando.

También era un hombre que pagaba sus deudas en cuanto podía. En la Patagonia nos contó que le debía dinero a un amigo suyo que se lo había prestado para poder acometer la fase final de su proyecto de las Siete Cumbres. La deuda había quedado reducida a 1.000 dólares. Pero como él nos decía durante aquellas maratonianas jornadas por la Ruta 3, «odiaba deber plata». Cuando pasamos por Bahía Blanca, hizo un alto solo para entregar al amigo los 1.000 dólares que yo recién le había pagado por su trabajo. Heber había tenido siempre mala suerte con el dinero. Una vez que había cobrado una buena suma por una expedición, entraron a robar en casa de su madre y lo perdió todo. Él asumía con responsabilidad la manutención de su hijo, enviando dólares a Perú, y colaboraba en la de su madre. No tenía ninguna propiedad salvo la camioneta.

Nos dirigíamos a una de las maravillas naturales más colosales del mundo: las cataratas del Iguazú. Con 275 saltos de agua que las convierten en un espectáculo soberbio. El camino más recto desde San Miguel de las Misiones suponía cruzar de nuevo la frontera con Argentina. Al menos eso era lo que nos marcaba el GPS de Heber. De modo que le obedecimos y viajamos a través de unos paisajes tan exuberantes que parecían falsos. Subíamos y bajábamos suaves colinas que refulgían de un verde centelleante. En los puntos altos divisábamos una inmensa espesura de copas que no tenía fin. Era la selva misionera de cedros y palmeras. Las distancias eran tan largas y los escenarios tan insistentes en su magnificencia, que el resultado era que se instalaba en el ánimo una cierta saturación y hasta lo más maravilloso se convertía en monótono. Sentíamos ganas de cambiar de escenario como antes las habíamos sentido en la Patagonia. Sabíamos que aún nos quedaba mucho viaje por delante y muchos paisajes asombrosos.

Al caer la tarde llegamos de nuevo al río Uruguay, pero allí no había puente para pasarlo. Estábamos en Porto Mauá, un pueblo brasileño de 2.000 habitantes. La frontera con Argentina se cruzaba en una barcaza. Pero la aduana acababa de cerrar y por siete malditos minutos no podríamos pasar al otro lado, que teníamos literalmente a tiro de piedra. No nos quedaba más remedio que pasar la noche en una aldea encajada en la ladera de una montaña arcillosa que daba a las aguas fluviales. La población sin ningún atractivo reseñable vivía del transporte entre las dos grandes naciones. Todo eran comercios pero casi ningún hotel. Allí no se quedaba nadie a dormir porque los que pasaban de un país a otro conocían los horarios, y era raro que viajeros extranjeros que los desconocían, como nosotros, se perdiesen por aquellos andurriales tan alejados de las rutas principales.

Preguntamos por una posada y nos indicaron un comercio que había en la calle principal. Entramos allí. Era un almacén con sacos, cajas, algunas neveras y anaqueles con productos alimenticios de poca calidad. Unas mesas con mantel de hule habilitaban un pequeño comedor. El sitio era deprimente a primera vista. Nos recibió un tipo gordo, sonrosado y con rostro redondo de nariz chata. Parecía un auténtico gorrino. Y no es exageración, aquel ser humano parecía una transfiguración porcina. Le preguntamos por la habitación y él nos llevó a través de unos lóbregos corredores con ventanas desde las que se veía un patio interior lleno de chatarra y escombros. Abrió la puerta de un cuarto y vimos allí tres camas pegadas unas a las otras, un suelo de baldosas cuarteadas, un ventanuco y un baño básico. Reconocimos aquella cueva como el peor alojamiento que habíamos tenido hasta la fecha.

—¿Hay wifi? —pregunté.

—Sí, pero ahora hay corte de luz. No funciona.

—¿Tiene estacionamiento para los vehículos?

—No, pero pueden aparcar debajo de la ventana, la calle es muy tranquila.

—¿Cuánto cuesta esto? —quise saber.

—Cuarenta dólares —dijo el cerdo sin titubear.

—¡Qué dice usted! —me escandalicé.

El tipo se encogió de hombros y sonrío como el cerdo más cerdo que había visto nunca.

—Este es el único hotel.

Pasamos la noche allí. Por la noche oímos una zarabanda bestial en la «tranquila» calle causada por los borrachos que allí se congregaban. Temimos que aquellos energúmenos destrozaran nuestros vehículos. El desayuno no existió. Durante el resto del viaje estuvimos haciendo un ranking de peores alojamientos y por malos que fueran los que encontramos en el altiplano de Perú, en Chaco de Paraguay o en la Amazonia ecuatoriana, Porto Mauá se alzó siempre con el título de campeón de la sordidez.

El día 40 de nuestro viaje cruzamos la frontera con Argentina desde Brasil y la volvimos a cruzar a Brasil para visitar una maravilla natural sin precedentes que pertenece a toda la humanidad. Cruzamos como una exhalación la alargada porción de tierra argentina de la provincia de Misiones que sigue el curso del Uruguay y se mete como un apéndice intruso entre los países de Paraguay y Brasil. Allí se encuentran las cataratas del Iguazú, que tienen dos accesos: uno argentino, al que no iríamos por la pretensión de que pagáramos 2.000 dólares por filmar, y la brasileña, donde nadie nos pidió nada porque aprendimos pronto que lo mejor era no preguntar. Haciendo un documental se corroboraba el dicho de que mejor pedir perdón que pedir permiso.

Cuando llegamos, el bochorno era absolutamente insoportable debido a la altísima humedad. Con mi equipaje de motorista corría riesgo de deshidratarme. De modo que antes de visitar las cataratas buscamos alojamiento. Lo encontramos al lado mismo en un hostel magnífico. Hay cosas que uno no puede entender. Toda la zona estaba trufada de hoteles de medio pelo con servicios mediocres y precios altos, y a una distancia considerable de las cataratas. Sin embargo, a dos pasos existía una instalación básica pero muy confortable, barata, limpia, con buena wifi y empleados simpáticos. Y estaba medio vacía porque era un hostel para mochileros y no un hotel. Sin embargo, para nosotros, con su gran jardín, su piscina, su bar, su habitación amplia y bien surtida de enchufes, no podría existir nada mejor. Era sencillamente perfecto y pasó a ocupar el primer puesto en el ranking de buenos alojamientos.

Salí de allí vestido con pantalones cortos y camiseta. No era un atuendo muy elegante para cerrar el sexto capítulo, pero no podía vestir otra cosa en aquel clima de sauna. Nos dirigimos a la entrada de uno de los monumentos naturales más grandiosos, Patrimonio de la Humanidad, y vimos a la Humanidad. Allí había congregados cientos de personas de todos los países. Éramos un nutrido rebaño en formación cerrada, ordenadamente dirigido a las taquillas para dejar una buena suma, de reales, y luego conducido a los autobuses que surcaban la carretera abierta en la selva.

La tarde empezó a sonar extraña. Un rumor inquietante se iba haciendo más y más presente. Cuando aparecimos en el primero de los miradores, directamente nos quedamos boquiabiertos; aquello era, como dicen los anglosajones, jaw dropping, o sea, literalmente de caérsele a uno la quijada. Una masa de agua colosal inundaba la selva para precipitarse luego en un suicidio atronador e incesante contra un suelo de lisas piedras, lijadas por el blando e implacable martillo. La columna de líquido que caía sin clemencia era una ducha ciclópea que levantaba una espesa neblina que nos empapaba. La luz refractada en ella hería las pupilas porque el furor del sol parecía proceder de todos lados y de ninguno. La jungla aullaba un sacrificio prehistórico y daba vértigo pensar que esa corriente tumultuosa y febril llevaba cayendo con tan inhumana violencia desde hacía millones de años. Nada podría detener al monstruoso Iguazú.

Un sendero nos llevaba a lo largo de una cornisa. La catarata no era una sino muchas cascadas, todo un horizonte de saltos de agua que hendían la floresta y se abrían paso entre las rocas y los árboles. Descendíamos y nos introducíamos cada vez más en un húmedo infierno donde el rugido de la bestia era más y más atronador y más y más espesa su caliente transpiración. Al final encontramos una pasarela que permitía llegar hasta muy cerca de uno de los saltos mayores, una cascada a 82 m de la que afloraba una pesadísima cortina de agua. Al chocar contra el pavimento pétreo, el musculoso aguacero proyectaba un escupitajo difuminado en millones de perdigones líquidos que nos empaparon en segundos. Estábamos frente a la mismísima Garganta del Diablo y parecía que él mismo estuviera allí abrumándonos con su aliento ensordecedor.

Comprendí la atracción de miles de turistas; aquello era absolutamente fabuloso. Había que verlo, era obligatorio comprobar que nuestro planeta producía lugares como aquel. Pero Iguazú no era para mí solo una gran atracción turística. Descubiertas en 1542, deben servirnos de símbolo y metáfora de la grandeza y la miseria de la colonización española en América.

El primer europeo en descubrir este lugar en la selva fue un español, un español bueno, Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Tras su naufragio en Florida, pasó ocho años entre los indios de Norteamérica sobreviviendo desnudo y sin armas, simplemente porque tuvo la capacidad de entender al otro, de no imponerse, de ver al indio como a un igual.

En su segunda expedición a América, ya como adelantado del rey, encontró este fantástico lugar en su viaje a Asunción, Paraguay. Cuando llegó allí, su voluntad decidida de aplicar las Leyes de Indias le costó el descrédito, el enfrentamiento con los encomenderos y finalmente la deshonra, la difamación y el destierro.

Contemplando la brutal maravilla del Iguazú, comprendí al guaraní, y comprendí su resentimiento para con el blanco y sus leyes. Ellos habían perdido este paraíso y tenían derecho a no perdonarlo aunque hubiesen recibido a cambio un mundo sin hecatombes humanas ni antropofagia.

Pero había que recordar también que las Leyes de Indias son un auténtico precedente en la teoría general de los Derechos Humanos. Reconocían al indio como un igual, como un ser humano entero, pleno y libre. Por supuesto que se cometieron abusos, pero también hubo empleados del rey, españoles como usted y como yo, que intentaron aplicar esas normas con todas las consecuencias a pesar de que les costara la vida y la hacienda. Como Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Esas cataratas deberían recordárnoslo siempre. Para mí no eran solo una postal; son un testimonio de la lucha por la libertad.