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El fin del mundo

 

 

 

El 15 de marzo llegamos al fin del mundo. A 500 km de El Calafate encontramos Punta Arenas. El viaje fue terrible por la monotonía, el viento y las ganas de llegar. El paso fronterizo fue de los más incómodos, pues topamos con rigurosos funcionarios aduaneros en las dos soberanías que exigieron documentos, declaraciones y luego registraron el cuantioso equipaje. En situaciones así uno echa de menos la facilidad fronteriza de Schengen en la Europa comunitaria.

Pero ya estábamos allí. En una estepa desolada bajo un cielo de tonalidad cenicienta. Un cartel lo confirmaba: PROVINCIA DE MAGALLANES, RUTA DEL FIN DEL MUNDO. Allí lo único que había era una hierba tosca, corta y recia como un cepillo de cerdas, un rebaño de ovejas y la silueta del Toro de Osborne plagiada por una ganadería llamada Magallanes. Y eso era todo. Y sin embargo, estaba pletórico de una euforia desatada. Antonio me siguió mientras yo aparcaba la moto en la misma carretera y cruzaba la calzada para dirigirme con los brazos en alto a la lengua de mar que se extendía paralela a la vía.

—¡El estrecho de Magallanes! —aullé—. ¡El gran descubrimiento del siglo XVI para un rey español! Por fin; me ha costado, pero estoy aquí.

Mi felicidad rayaba la insania ante lo que no parecía más que un mar grisáceo y una playa salpicada de desperdicios y restos oxidados. Pero yo sí lo entendía.

Desde nuestra salida de Santiago de Chile el 22 de febrero, la expedición Diario de un nómada había recorrido 5.000 km de viento, asfalto y grava por las legendarias Ruta 40 de Argentina y Carretera Austral de Chile, habíamos atravesado cinco veces la cordillera de los Andes, superado en seis ocasiones las fronteras entre los dos países del Cono Sur, descendido de los 4.000 m alcanzados en el paso Libertadores al nivel del mar, surcado el segundo mayor lago de América, contemplado el Cristo Redentor de los Andes, los poblados mapuches de la Araucania, las cenizas del volcán Puyehue, los hielos del glaciar Perito Moreno y por fin teníamos delante las aguas fusionadas de dos océanos.

Pero en realidad mi viaje hasta allí no había comenzado hacía veinte días en Santiago de Chile, sino hacía siete años cuando me marché a lo desconocido en busca de las huellas de los descubridores. Y más en concreto, mi ruta hasta el Estrecho empezó en Filipinas, en la isla de Mactan, cuando me planté ante el monumento erigido en honor al gran navegante en el lugar donde el guerrero Lapu Lapu le dio muerte en un estúpido lance con los indígenas cuando ya la parte más dura y difícil de su singladura estaba hecha al haber encontrado el canal interoceánico que en ese momento yo tenía delante y que había sido la obsesión de los navegantes desde que se descubrió América.

El hallazgo de Magallanes al sur de América el 21 de octubre de 1520 puede considerarse uno de los más grandes descubrimientos geográficos. Permitió interconectar los cinco continentes y cambió el curso de la Historia porque se conocieron por primera vez las dimensiones de la Tierra y se alteraron definitivamente las rutas comerciales, que al fin y a la postre era de lo que se trataba, pues la época de los descubrimientos tuvo un claro motor económico. Se trataba de encontrar el camino hacia las especias, que durante la Edad Media eran tan valiosas como el oro.

El largo y difícil viaje que los cargamentos de especias debían realizar las convertía en objeto de lujo y en signo de distinción, además de ingrediente esencial para disimular el rancio sabor de los alimentos en una época en que no existían los frigoríficos. Sin embargo, a pesar de la gran demanda, la oferta se reducía cada vez más. El auge del Imperio Otomano y sus belicosas relaciones con la Serenísima República de Venecia, hasta entonces potencia comercial en Oriente desde los tiempos de Marco Polo, prácticamente bloqueaba el camino y los precios subían estratosféricamente.

A finales del siglo XV, la búsqueda de una ruta marítima alternativa se convirtió en política de Estado. Es en ese momento cuando un genovés llamado Cristoforo Columbo (Cristóbal Colón) llama a las puertas de Portugal intentando conseguir apoyo para un loco proyecto: alcanzar las Indias navegando hacia el oeste. Sin embargo, los lusitanos no le harán caso. Para entonces se concentraban en lograr el éxito en su empeño de alcanzar la India yendo hacia el este. Debía existir un extremo que doblar al sur de África una vez que habían descubierto que las aguas no hervían más al sur de cabo Bojador.

El portugués Diego Cao pensó que lo había encontrado, pero en realidad la enorme manga de agua marrón que tuvo ante sus ojos era la desembocadura del río Congo. Allí murió, intentando remontarlo. Poco después, Bartolomé Díez tuvo más éxito y alcanzó en 1488 lo que llamó Cabo de las Tormentas, rebautizado poco después por el rey Juan II de Portugal como de La Esperanza, inventando de paso el marketing turístico. En 1498 fue Vasco de Gama quien lo cruzó definitivamente tras una larguísima y dura navegación, y con ello alcanzó la India, la gloria, la riqueza y la fama. Tras la proeza, Portugal se centraría en explotar el comercio con las Indias Orientales asegurando su ruta mediante el establecimiento de puertos y fuertes en ambas costas africanas, como hizo en Guinea Bissau, Angola, Mozambique y Tanzania, así como en India, Ceilán, Malaca, las islas Molucas y Timor. Colón, por su parte, convenció a los Reyes Católicos de intentar la ruta del oeste y fracasó con un gran triunfo. Nunca aceptó haber descubierto un nuevo continente y tras cuatro viajes transoceánicos murió convencido de haber llegado a la India.

América, llamada muy injustamente así en honor a un charlatán de nombre Amerigo Vespucci (Américo Vespucio), de quien ya hablaremos, se convirtió en un inesperado obstáculo para la monarquía española y los primeros exploradores, que seguían empeñados en llegar a las especias orientales. Fue Balboa quien demostró que había un océano al otro lado del nuevo continente y por tanto las verdaderas Indias debían estar allí. Sí, pero ¿cómo llegar? Los navegantes lo intentaron en todos los estuarios como el del Río de la Plata y en todas las bahías como la de Corpus Christi, en el actual Texas. Pero era tarea inútil. Se golpeaban como moscas contra una ventana hasta que Magallanes dio con este angosto brazo de mar que comunicaba los dos océanos.

Poco después llegamos a Punta Arenas, una ciudad chilena de tamaño medio que vigila el estrecho de Magallanes, también conocida como Magallanes. Es una población de estilo europeo que vivió su época de apogeo cuando no existía el canal de Panamá, pues los grandes barcos que realizaban el transporte interoceánico la utilizaban como puerto. En la actualidad vive del comercio que le proporciona una gran zona franca libre de impuestos y del turismo austral. Nosotros recorremos sus calles con prisa pues queremos llegar a la plaza central antes de que anochezca, pues ahí se encuentra una gran estatua dedicada al héroe, a Magallanes, quien se yergue sobre una gran base formada por la peana y unos indios de pies gigantes que parecen sujetar con sus cuerpos la columna donde el navegante luso se asienta para otear el horizonte.

Mientras estamos allí filmando vemos cómo algunos turistas se acercan a la estatua y besan o tocan uno de los pies enormes del indio que aparece sentado. Su pie cuelga y el bronce está descolorido del sobeteo que le dan. Nos cuentan que hay una tradición de tocarlo o besarlo para que dé buena suerte y las mujeres se casen. Nosotros hacemos lo propio, no tanto para encontrar esposa sino para narrar la historia que encierra el pie gigante del patagón, y que tiene que ver, nada menos, con el origen del nombre Patagonia.

Magallanes y Elcano no escribieron una línea. Hoy conocemos lo que pasó durante su navegación porque tuvieron la fortuna de tener cerca a un puntilloso notario que dio fe de la singladura de la nao Victoria. Gracias a Antonio Pigafetta, un veneciano que viajaba con ellos y llevó un detallado diario, podemos saber hoy qué pasó en la primera circunnavegación del planeta porque él estuvo allí. Nunca seremos del todo conscientes de la deuda que tenemos con quienes se esfuerzan por contar lo que sucede, por los narradores, por todos aquellos que mal o bien dejan un rastro que seguir. No basta con viajar, hay que contarlo.

Pigafetta narra en su diario que cuando divisaron a los tehuelches les parecieron indígenas muy altos y de pies muy grandes, gigantescos, tanto que al tumbarse les daban sombra. El navegante portugués los llamaría pata gau en su idioma: «pata grande». Y de ahí, patagones.

Sin embargo, hay un discrepante de la historia. Nada menos que Charles Darwin, quien visitó esta región como tripulante del Beagle, al mando del capitán Robert Fitz-Roy, que partió de Davenport, Inglaterra, el 27 de diciembre de 1831. Era una expedición científica y exploración geográfica auspiciada por la Corona británica.

Cuando se pusieron a medir a los tehuelches (que todavía estaban vivos antes del exterminio del argentino general Roca), resultó que eran de normal estatura y con pies también normales. Pudiera ser que el bueno de Antonio Pigaffeta no hubiera visto nunca de cerca de un patagón y que se hubieran limitado a medir las huellas de sus mocasines.

No obstante, viendo el juego que daba el pie del broncíneo patagón, con toda aquella gente sobando pinrel impúdicamente en la populosa plaza de Punta Arenas, no cabía sino expresar lo que dicen los italianos, que si lo del pie no era vero, era ben trovato.

Pero para buen encuentro, el que tuvimos en la misma plaza con un personaje inesperado, Gabriel Huete. Estábamos allí, filmando y con la moto metida hasta la cocina, cuando se nos acercó un tipo de mediana estatura y unos cuarenta años, aunque con aspecto de haberlos vivido intensamente. Al hablar nos dimos cuenta de que era español. Nos preguntó qué hacíamos allí y se lo explicamos, y él nos dijo que lo había contratado Lan Chile, la compañía aérea, para llevar un blog de viajes, que le daba lo justo para ir tirando y hacer lo que más le gustaba, viajar. Así que de algún modo nos dedicábamos a lo mismo. De hecho, nuestras peripecias vitales habían sido parecidas.

—En 1999 dejé mi trabajo y me compré un barco de vela y me fui a dar la vuelta al mundo —nos explicó—. Salí desde Alicante, que fue mi puerto base, y en nueve años acabé llegando a Australia y desde entonces me gano la vida como navegante, trabajando en barcos de otra gente, no ya en el mío. Una de las cosas que me gustaba hacer era arrojar al mar botellas con mensaje, y durante estos ocho años que estuve navegando arrojé unas cuantas y una acabó llegando a un archipiélago muy aislado de Papúa, Nueva Guinea. Yo la arrojé navegando del archipiélago de Torres a Salomón. Y terminó llegando y acabé teniendo una contestación.

Le preguntamos dónde se alojaba y nos recomendó su hostel. Muy barato y confortable. Para agradecerle el favor, le dije:

—Pues mañana te vas a venir con nosotros a un lugar que no conoces y que encierra una terrible historia; será un buen tema para tu blog comparar el símbolo del éxito de la exploración que representa Magallanes y el del más clamoroso fracaso, y que solo estén a sesenta kilómetros de distancia.

 

 

EL DÍA QUE ROBÉ A MAGALLANES

 

Aquella noche celebramos el éxito de haber alcanzado el primer gran hito del viaje con una gran cena y numerosas cervezas. Podíamos estar satisfechos porque a pesar de la dureza del camino y de los momentos de tensión, habíamos cumplido los plazos, resuelto los problemas y realizado un buen trabajo; sin embargo, la bebida no me ponía de buen humor sino que me generaba un estado de ánimo meditabundo e introvertido. Regresamos al hostel en silencio y nos acostamos. Yo pasé una noche intranquila y tuve pesadillas. Soñé con el día que robé a Magallanes.

La primera vez que se constató que desplazarse puede engañar al tiempo fue durante la expedición de Magallanes y Elcano. Julio Verne solo tuvo que cambiar el sentido del desplazamiento para hacer ganar la apuesta a Willy Fogg. Que la idea no fuera original tampoco resta mérito a un escritor genial que visitó todos los mundos sin tener que salir de París, pero la anécdota de los 81 días convertidos en 80 al viajar hacia el este arroja luz sobre la extraordinaria gesta que supuso dar la primera vuelta al mundo.

Fernando de Magallanes era portugués, obedecía a un rey alemán, servía a España, creía en Dios y se guiaba por la fe en sí mismo de todos los genios y los fanáticos. La Tierra era redonda, América era un nuevo continente y no las Indias, como afirmaba Cristóbal Colón, y por eso a las especias se podría llegar encontrando un paso del Atlántico al Mar del Sur que había visto en Panamá un extremeño llamado Vasco Núñez de Balboa.

Cuando Magallanes encontró el ansiado pasaje en el más recóndito sur de América ya había perdido casi todos sus barcos, a casi todos sus hombres, había sofocado una rebelión, ajusticiado a un sedicioso, desterrado a un cura y superado terribles tormentas. Por eso no es de extrañar que al encontrar por fin un poco de paz, llamara Pacífico al nuevo océano que se abría ante él. No iba a disfrutar mucho de su hallazgo: poco después se dejaría matar en un estúpido lance con los indígenas filipinos en la isla de Mactan.

Juan Sebastián Elcano tomó el mando de la nao Victoria. Cuenta Pigafetta, el veneciano de a bordo, que cuando llegaron a Cabo Verde, en la costa oeste africana, exhaustos y enfermos preguntaron a los colonos portugueses qué día era. «Miércoles», contestaron, para enorme sorpresa de los navegantes, cuyo diario señalaba martes. El viaje alrededor del mundo engaña al tiempo. La navegación hacia occidente les había robado un día de vida.

Los que alguna vez hemos dado la vuelta al mundo viajando hacia oriente llevamos en las alforjas un montón de recuerdos y también un día de más. En mis noches más tormentosas de cerveza y soledad sueño que quizá el mío es el que perdió Magallanes en aquella isla filipina.

 

 

PUERTO DEL HAMBRE

 

Despertamos por el guirigay que se vivía en la casa. El hostel era una vivienda unifamiliar en un barrio residencial de clase media baja y los dueños, un matrimonio mayor con hijos ya emancipados, la habían optimizado convirtiendo en dormitorio comunal cada estancia. Estábamos allí por los menos treinta mochileros de todas las nacionalidades. Aquello era divertido pero un jaleo. Chicas y chicos rubios se habían apoderado del comedor y de todas las viandas del desayuno. Y para demostrar su autoridad, gritaban a voz en cuello con esa energía desmedida (y punible legalmente) que se tiene a los veinte años. Yo me sentía un anciano con mi resaca y mi dolor de cabeza. Pero vi que Antonio, mucho más joven, y Heber, completamente abstemio, tenían la misma expresión aturdida y me consolé. No era yo solo el que no soportaba aquella histérica muchachada.

Descubrí a Gabriel intentando escribir su blog usando la wifi que solo funcionaba en las zonas comunes. Le dije que nos íbamos y él guardó el portátil y se nos unió. Subió en la parte trasera de la camioneta y yo en Anayansi y nos pusimos en marcha. Parecía que ese día tendríamos suerte porque el cielo estaba despejado y lucía un sol espléndido. Eso no era lo más habitual en una región tan extrema, sino las nubes, la bruma y la lluvia. Pero el verano austral nos estaba regalando sus mejores galas y siempre habíamos encontrado buena luz solar para todas las tomas importantes de paisajes.

Ese día viajaríamos unos sesenta kilómetros hacia el oeste siguiendo la línea costera del estrecho de Magallanes. El trayecto era corto pero la historia que había que contar muy importante y dramática. Suponía también el final del capítulo y eso siempre nos causaba satisfacción pero igualmente algo de nerviosismo. Los cierres debían quedar bien.

Abandonamos Punta Arenas y un cementerio de barcos herrumbrosos y fuimos bordeando el litoral. La carretera era muy buena y había bastante tráfico de coches. El paisaje era soberbio por lo que veíamos y también por lo que sabíamos significaba. Al fondo se divisaban unas montañas nevadas y a nuestra izquierda la mancha plateada del mar, y más allá se veía una masa continental: Tierra del Fuego. Atravesamos algunas villas pintorescas de pescadores; a veces la carretera iba pegada al agua o a unas playas de gruesos guijarros blancos, otras veces se separaba de la costa y nos metíamos entre bosques de árboles con todas sus ramas extendidas hacia el interior, deformadas por el viento inclemente de la zona del fin del mundo, un viento que ese día, afortunadamente, no soplaba.

El agua lucía turquesa y la superficie estaba calma. En definitiva, un agradable paseo dominical hacia un lugar de historia tan trágica como olvidada. Vimos un cartel que indicaba: PUERTO DEL HAMBRE. Seguimos la señalización y acabamos en una vereda sin asfaltar que zigzagueaba en el interior de un bosquecillo. El camino nos arrojó a una explanada de tierra desde la que se veía una bella bahía de color verde esmeralda. Las rocas que lamía el agua estaban cubiertas de líquenes amarillentos y tornasolados. La silueta de Tierra de Fuego se distinguía con total nitidez bajo el sol. Una alta cruz blanca se elevaba en el monte cubierto de maleza y en el extremo más alejado de la explanada había una especie de túmulo o monolito erigido. Nos apeamos de los vehículos, y fuimos caminando hasta allí.

—Eso que ves —le dije a Gabriel— es el recuerdo del fracaso de colonizar el estrecho de Magallanes.

Cuando llegamos a la altura del monumento, comprobamos que apenas era una losa de piedra de un metro y medio cuadrado, sujetada por otras cuatro que le hacían de base. En el frontal de la piedra horizontal rezaba una frase que nos encogió el alma.

—«Aquí estuvo España» —leyó en voz alta Gabriel.

—Sí —confirmé—, y dejó la vida de trescientos olvidados a quienes nadie socorrió.

La historia de ese lugar es la de tantos otros abandonos, primero por los gobernantes y luego por los pueblos. Cuando Elcano consiguió retornar a España, la noticia corrió como la pólvora. Carlos I organizó otra expedición para repetir el viaje al mando de García Jofre de Loayza y de segundo el propio Elcano. El objetivo era fijar una ruta hasta las Molucas en busca de especias. No lo consiguieron ninguno de los dos pues ambos murieron en el intento a pesar de que la expedición tuvo el mérito de descubrir el cabo de Hornos —o sea, el final de América— y lograron superar el Estrecho, pero el escorbuto acabó con la mayoría de aquellos hombres bragados durante la travesía del Pacífico.

No se volvió a repetir el intento de circunnavegar el planeta. Hasta que casi sesenta años después, en 1578, lo hizo el corsario inglés Francis Drake, quien posteriormente atacó varios puertos españoles de la costa oeste de Sudamérica. Un navegante gallego, Pedro Sarmiento de Gamboa, convenció a Felipe II de la conveniencia de poblar y fortificar el estrecho de Magallanes para impedir el paso de barcos enemigos. Gamboa fue nombrado Capitán General del Estrecho y comandó una formidable expedición que zarpó en 1581 de San Lúcar de Barrameda con 23 navíos y casi dos mil personas.

Las cosas no fueron fáciles o el mando fue inepto, pero cuando en 1583 Gamboa consigue llegar al Estrecho no le acompañan más de trescientos. Fundó primero la colonia de Nombre de Niño Jesús y tras una durísima marcha de 200 km, la ciudad del Rey Felipe, justo donde nos encontrábamos nosotros. El 25 de marzo de 1584 se celebró la formal fundación: «Yo, Pedro Sarmiento de Gamboa, Gobernador y Capitán General de este Estrecho de la Madre de Dios, antes llamado de Magallanes, tomo posesión en nombre del muy alto y muy poderoso y católico señor Don Felipe, gran Rey de España. Y en señal de posesión planto esta cruz y dello sean testigos para guarda del derecho de su majestad».

Pero el rey Felipe II pronto se desentendió de aquellas posesiones en el Estrecho, ocupado como estaba en la guerra de Flandes; a la larga, el Vietnam español y el comienzo de la decadencia de un imperio donde no se ponía el sol gracias al esfuerzo y la pericia de sus exploradores.

La situación de las colonias es precaria y desesperada: están aislados, sometidos a un clima extremo, sin apenas comida, sin habituarse al medio, sin relaciones amistosas con los indígenas. Gamboa inicia el viaje de regreso a España en busca de ayuda para los colonos, pero al marino le pasó de todo: naufragó, consiguió otro barco y la tripulación se amotinó, fue capturado por piratas, fue llevado a Inglaterra, liberado, vuelto a capturar… Tardó siete años en regresar a la corte, donde Felipe II no fue sensible a las súplicas de ayuda para la ciudad con su nombre en el estrecho de Magallanes.

El nombre definitivo se lo pondría un pirata inglés. En 1587 atracó en Ciudad Felipe Thomas Cavendish. Un paseo por la colonia le reveló su trágico secreto y escribió: «(…) murieron como perros dentro de sus casas, vestidos, y así los encontramos a nuestra llegada». Y se marchó despavorido tras llevarse los cañones españoles y bautizar el infausto lugar como Port Famine (Puerto del Hambre).

 

 

EL INJUSTO OLVIDO

 

La historia nos conmovió a todos. En aquel aislamiento absoluto, y sometidos a un clima criminal, nos imaginamos por un momento la agonía de unos europeos inadaptados al medio. El sacrificio que supone dibujar los mapas es enorme; el precio que se paga por la exploración es a veces altísimo. Pero lo malo no es la muerte, porque todos hemos de morir algún día; lo que realmente apena es el olvido, el injusto silencio para los sacrificados. De los presentes ninguno había oído hablar antes de semejantes sucesos. No había habido éxito, no se había coronado cima alguna, no se había descubierto nada ni se había cambiado el signo de una batalla, ni un rey había visto su honor mancillado. Luego, el reconocimiento era innecesario e incluso molesto. Los fracasos no los apadrina nadie, pero yo pienso que son precisamente los fracasos lo que debe reivindicarse. No son los triunfos los que dan la talla de un luchador, sino las veces que se levanta del suelo. El pueblo que había dado gentes capaces de insistir contra el viento y la marea durante años de navegación y penurias sin cuento para fundar una ciudad imposible y morir en ella, vestidos y en sus casas, es lo que realmente me admira. Son ellos el ejemplo más digno de lo que fuimos y no el de los capitanes llenos de oropeles a los que se concedía el mando de navíos por ser los favoritos de un rey.

Fernando de Magallanes tuvo éxito y sin embargo lo mataron en Filipinas. Elcano completó la primera vuelta al mundo, pero murió intentando una segunda. Ciudad Felipe se tragó la vida de trescientos hombres y el sueño de un rey de poblar de vida el estrecho de Magallanes. Insisto, el precio que se paga por la exploración es terrible. El tributo es muy alto, y sin embargo lo necesitamos, tenemos que pagarlo. Necesitamos a esos hombres que lo dan todo para dibujar los mapas, para avanzar en nuestro conocimiento. Hoy se merecen que por lo menos no los olvidemos.

 

 

PUERTO SAN JULIÁN

 

La costa del estrecho de Magallanes estaba salpicada de cadáveres de barcos. Los armazones oxidados aparecían tumbados en la playa como el espinazo de un cetáceo podrido hacía siglos. A su alrededor brotaba una paja alta y dura. Las gaviotas sobrevolaban el camposanto de navíos inanes. Las cuadernas herrumbrosas permitían ver el horizonte marino al que ya no volverían. Aquellos pecios al aire libre nos atraían. Recorríamos su interior desguarnecido con el alma en un puño, imaginábamos qué desventuras los habían llevado a morir allí. ¿Quiénes habían sido sus gobernantes? ¿Qué pendencias, esperanzas o deseos se habían expresado en sus cubiertas? Las naos varadas son como las casas en ruinas, sus habitantes les han transmitido parte de su esencia, de su alma, y esa pátina espectral nunca termina de abandonarlas mientras el viento, el sol y el frío las van destruyendo lentamente.

Abandonamos el Estrecho para dirigirnos hacia Buenos Aires en un interminable y aburrido recorrido por la costa atlántica de Argentina. Nos quedaban por delante unos tres mil kilómetros de monotonía y viento a través de la recta Ruta 3 con solo dos paradas de interés: Puerto San Julián y Península Valdés. El resto era la nada. Primero una nada ocre y luego una nada verde. Y además teníamos prisa; cuando dejamos Punta Arenas era 17 de marzo y seis días después debíamos estar en Buenos Aires pues llegaban Teresa y Nuria para pasar unos días con nosotros. Menos de una semana para cruzar una frontera y atravesar toda la Patagonia y filmar en dos localizaciones relevantes era un plan descabellado, pero no quedaba más remedio. La opción fue embarcar la moto en la camioneta y hacernos jornadas de 800 km.

El paso fronterizo de Río Gallegos fue otra prueba de paciencia burocrática, pero nos confortaba que sería el último trámite aduanero en bastante tiempo y que de ahí en adelante todo sería rodar. Y eso fue, rodar y rodar. Embutidos los tres en el habitáculo de la Toyota, el paisaje amarillo transcurría tras las ventanillas. Pasamos horas así. Todo era igual. Páramo yermo poblado a ratos por guanacos, avestruces y algún solitario rebaño de corderos destinados al asadero al palo patagónico. Esta infinidad de ventosa nada se suponía que había sido la tierra originaria de los tehuelches, fieros indígenas que impidieron una completa conquista de la Patagonia por los españoles, que solo a mediados del siglo XVIII establecieron algunas colonias con el objeto de poblar la región e impedir el advenimiento de los ingleses, preconizado por un jesuita británico llamado Thomas Falkner, quien escribió un librito con detallada información topográfica sobre la Patagonia y señalaba el escaso dominio hispano sobre tan vasto territorio.

Los tehuelches a veces atacaban las colonias y otras las socorrían con víveres, como ocurrió con la Nueva Colonia de Florida Blanca ubicada en la bahía natural donde pasó el invierno de 1520 Fernando de Magallanes antes de encontrar el Estrecho. La llamó de San Julián. Desembarcó allí y el 1 de abril celebró una ceremonia religiosa considerada la primera misa oficiada en territorio argentino.

Así nos lo recordó un gran cartel junto a una alta cruz que hallamos en la entrada del actual pueblo de Puerto San Julián. Habíamos estado metidos en el coche alrededor de diez horas. Heber no había querido ceder el volante a nadie y estaba de mal humor debido al cansancio. Él no tenía prisa ni le agradaban las jornadas maratonianas pero se ajustaba a mis instrucciones; lo que no le gustaba nada era que yo siguiera manteniendo mi rutina de correr por la mañana durante una hora de luz que nos faltaba por la tarde. A Puerto San Julián llegamos ya con el sol del atardecer. Nos encontramos una pequeña y tranquila villa de casas bajas que descendía suavemente hasta el mar.

Dimos con el lugar donde se supone se celebró la misa. Hay un pequeño monumento que lo recuerda. Estaba frente a la calma bahía en la que cientos de aves acuáticas trataban de alimentarse clavándose en unas aguas que parecían un espejo. Algunas placas de metal sobre el muro dan cuenta también de la breve historia de la colonia. El rey Carlos III, alertado por su ministro de Indias, el conde de Floridablanca, de las presuntas amenazas inglesas sobre la Patagonia, ordenó la fundación de algunas colonias y en 1780 llegaron veinticuatro familias procedentes del puerto de La Coruña. La vida de la colonia fue efímera.

—Solo cuatro años —nos dijo un anciano tocado con una boina gaucha que aseguró llamarse Corrales Humberto. Imagino que por inercia militar o semejante nos dijo primero su apellido y luego el nombre de pila.

Era un hombre afable que parecía saber mucho de la historia local y que al vernos por allí se acercó a conversar y a explicarnos algo de lo que tal vez queríamos saber.

—¿Los atacaron los tehuelches?

—No —negó categórico—, los indios los ayudaron. Si no hubiera sido por ellos habrían muerto todos.

—¿Por qué fracasó, entonces? —pregunté.

—Los desatendió la Corona.

Preguntamos al buen hombre si sabía dónde estaba el barco de Magallanes, de quien también parecía saberlo todo. Nos indicó el camino. Debíamos seguir la línea costera hasta el puerto. Nos fijamos y allí se veían los mástiles de un navío del siglo XVI.

Nos dio tiempo a llegar antes de que se hiciera de noche y encontrarnos la réplica de la nao Victoria, la que dio la primera vuelta al mundo tras enormes penalidades. El 20 de septiembre de 1519 zarparon de San Lúcar de Barrameda cinco barcos y 234 hombres, y tres años después regresaron solo 18 a bordo de un único y maltrecho navío. La navegación los destruyó. Ya en la primera parte del viaje Magallanes tuvo que sofocar una rebelión en la bahía en que nos encontrábamos aquel día. Algunos hombres se habían conjurado para reducirle y regresar a España, puesto que la tierra que veían sin encontrar el pasaje era cada vez más árida e inhóspita y el clima cada vez más extremo. El portugués se las ingenió para salir con bien aunque tuvo que ajusticiar a los sediciosos y desterrar al sacerdote, también traidor, en un islote llamado isla Justicia.

Contemplamos el frágil cascarón varado en el puerto con la luminosidad decreciente del atardecer. Yo conocía bien la historia pero mis acompañantes no. Y aun así me conmovió tanto como a ellos imaginar lo que debieron pasar en semejante paquebote decenas de hombres encerrados, sin saber dónde iban y a merced del fatídico escorbuto.

Magallanes no lo consiguió, lo mataron en Filipinas. La vuelta al mundo la completó Elcano y Carlos V le concedió un blasón que decía: «Tu primus circunmedisti me» (Tú, el primero que me circundó). La vuelta al mundo de Elcano y Magallanes no es simplemente un dato en los libros de historia; es algo más, es una auténtica hazaña. Viendo aquel cascarón resultaba increíble imaginar lo que esos hombres hicieron. ¿Cómo pudieron cruzar el mundo entero? ¿Cómo pudieron bordear África, bordear América, cruzar el Atlántico, el Índico, el Pacífico…? ¿Cómo pudieron hacer todo eso en semejante paquebote? De cinco barcos, regresó solo uno, de doscientos treinta y pico hombres, volvieron solo dieciocho. Fue una navegación terrible, algo que no podemos imaginar ahora mismo. Metidos ahí, comprimidos en tan pequeño espacio, enfermaban de escorbuto por la falta de vitaminas y alimentos frescos. Morían como ratas, combatieron, pelearon, lucharon, navegaron y al final lo consiguieron. Habrían de pasar más de sesenta años para repetir su hazaña. Lo hizo el inglés Francis Drake, quien también se detuvo en Puerto San Julián.

 

 

DE VALDEZ A VALDÉS EN POS DE UN SUEÑO

 

Una vez soñé que daba la vuelta al mundo siguiendo las huellas de los exploradores españoles más olvidados, que visitaba las fuentes del Nilo Azul descubiertas por el jesuita madrileño Pedro Páez, que saltaba a la India a ver el sepulcro de san Francisco Javier, que llegaba a Filipinas para rendir homenaje a Magallanes y al fundador de Manila, Miguel López de Legazpi, y que terminaba el recorrido en Valdez, un puerto de Alaska que se erige con un título tan honroso como desconocido para los españoles: ser la ciudad con nombre español más al norte del planeta después de que el navegante catalán Salvador Fidalgo la llamara así en recuerdo del ministro de Marina de Carlos III, don Antonio Valdés Fernández Bazán.

Desde que desperté de ese sueño, tuve otro que se convirtió en una obsesión. Visitar en mi motocicleta el otro Valdés de América: Península Valdés, en la Patagonia argentina. Llamado así por el gran navegante Alejandro Malaspina en honor al mismo ministro del último rey que se preocupó por la exploración española. Tras él, todo fue replegarse y descender a los infiernos de la decadencia nacional, que se convirtió en catástrofe con la invasión napoleónica, la guerra de Independencia y el retorno de un absolutista Fernando VII sobre un erial devastado que perdió todas sus posesiones americanas, salvo Cuba y Puerto Rico, que se dejaban para la puntilla del 98 junto a Filipinas.

Cuando aquel día desperté en la cama prestada de un hotel en Puerto San Julián y oí el bramido del Atlántico a través de los postigos que daban a la bahía que sirviera de refugio a Magallanes, supe que pocas horas después cumpliría ese sueño. Mis compañeros aún dormían y yo cebé mi vaso de latón abollado con café soluble y el agua caliente del mi termo de campaña. Todavía era de noche pero debía darme prisa en mi rutina. Puerto Madryn, ciudad de acceso a la península, declarada parque nacional, estaba a 873 larguísimos kilómetros de la misma aridez que habíamos vivido la jornada anterior. Me calcé las zapatillas, encajé los auriculares en mis oídos y salí a correr por el largo paseo marítimo que iba del punto en que había varado la Victoria de Magallanes hasta el cerro donde se elevaba la cruz de la primera misa en Argentina.

Mientras trotaba, amanecía por el lado del mar y las aves alzaban el vuelo. La sangre acudía a mi cerebro embotado y pensaba en los muchos sacrificios y sinsabores que había supuesto el cumplir mi sueño. Llegar a Valdés no era más que un símbolo. El del triunfo de la voluntad de vivir una vida plena al margen de los convencionalismos. Cuando comencé a viajar, sonaba completamente contradictorio hablar de viajeros profesionales. Un viajero está de vacaciones y un profesional trabaja. ¿Viajeros profesionales en moto? Menuda quimera. Hay motoristas que viven de montar en moto: o son estrellas o son proletarios de las dos ruedas, como los sufridísimos mensajeros. Hay pilotos de carreras de velocidad, de motocross, de trial, incluso de grandes raids como el Dakar. Pero que a alguien le pagasen por viajar en moto y contarlo sonaba tan extravagante como que lo hicieran por jugar a los videojuegos. Y si embargo hay gente cuyo trabajo es jugar a los videojuegos, precisamente porque tienen una sensibilidad especial para probarlos y mejorarlos a fin de aumentar el goce de los que sí pagan por jugar.

De algún modo yo estaba convencido de que mi forma de viajar en moto, de vivir la aventura y de contarla aumentaba el goce y sobre todo el deseo de aquellas personas que soñaban con hacerlo por ellas mismas, y que gracias a mi dedicación obsesiva y metódica podían ver vídeos, fotografías y leer relatos de cómo era viajar en moto por los lugares más espectaculares. Y lo estaba consiguiendo por encima de cualquier otro viajero que intentara hacer lo mismo porque yo desplegué, si no un talento especial, al menos sí una energía laboral inalcanzable, pues, como me dijeron tantas veces, Dios es dueño de nuestra inteligencia, tenemos la que nos dan al nacer, pero el trabajo es solo cosa nuestra. Cuando acometí el proyecto de Diario de un nómada había escrito cuatro libros de viajes y publicados más de doscientos reportajes en prensa, mi canal de YouTube contaba con cuatrocientos vídeos y había tomado fotografías de noventa países. Mi volumen de contenidos generados en seis años era tan descomunal que los servidores tenían dificultades para soportar mi página web.

No había sido un camino fácil, había tenido que superar con esfuerzo muchas barreras. Para empezar, las de los medios generalistas, que sin hacer más indagaciones adjudicaban al motociclismo la categoría de subcultura friki y no entraban en el concreto contenido literario y cultural de mis relatos. Pero por otro lado, me encontraba con la simpleza mental de muchos motociclistas y medios que hacían bueno el estereotipo de motero borderline, interesado solo por la velocidad, los caballitos y el yo la tengo más larga. Ese sector era completamente refractario a la vertiente histórica y emotiva de lo que yo trataba de narrar.

Aun así, insistía en mi camino personal, que tuve claro desde muy pronto y que comenzó sin darme cuenta al publicar mis primeros reportajes de viajes en moto en ABC y El País allá por 2008, cuando me crucé África en solitario e ignoraba completamente que existía algo llamado motociclismo de aventura, o una comunidad de viajeros en moto, o un subsector de la literatura de viajes consistente en libros de viajes en moto. De hecho, sigo sin reconocer que exista algo así.

Y si existe, yo no formo parte de todo ello, sea lo que sea. No tengo nada en común con sus fines y objetivos, sean los que sean, y usar una motocicleta no me iguala ni remotamente a otra persona solo por usar el mismo vehículo, aunque compartamos la marca. Es como si me dijeran que como mi vecino tiene una nevera donde guarda la comida, somos parecidos porque yo también tengo una nevera para guardar la comida. La moto no marca la diferencia ni la similitud con nadie.

Para mí los viajes son viajes y los libros son libros, y todo depende de si son buenos o malos, no si dentro hay una moto o no. Un buen libro de viajes tiene que gustar a la gente que le gusta leer, independientemente de que sean aficionados a las motos, o a las neveras. Así que «Un millón de piedras world tour» comenzó con reportajes en prensa, continuó con un libro del mismo título, siguió con una vuelta al mundo en vídeo titulada Ruta Exploradores Olvidados, se prolongó en tres libros más y ahora se desarrolla en una serie de televisión que he dirigido y producido, y en la cual lo más milagroso y destacable es el mismo hecho de su existencia.

De modo que estar allí suponía que lo había conseguido y que, sin apoyos ni padrinos, había llegado al corazón de mucha gente que vivía a través de mí sus propios sueños. Sin embargo, correlativamente a mi ascenso en el universo motociclista, se generó en algunas personas una furiosa animadversión. Miles me conocían exclusivamente a través de las redes sociales y de mis reportajes en prensa y televisión. Y mientras que para unos era un modelo a seguir, para otros me convertí en un símbolo al que destruir. De pronto, los foros de moteros acogieron larguísimos hilos con opiniones sobre mí escritas por gente que no me conocía más que de verme en YouTube. Los encarnizados debates versaban sobre todos los aspectos posibles de mi personalidad. Sobre si mis aventuras no eran tales al ser patrocinado por BMW, que simplemente me había puesto un traje durante mi vuelta al mundo, sobre mi presunta fortuna personal de señorito diletante, o pasando al lado totalmente contrario, sobre mi voracidad mercantil al vender libros y financiarme con patrocinios, pasando por alto el alto precio que yo pagaba por vivir esa forma de vida al no ejercer mi rentable profesión jurídica.

La polémica y los debates me resultaban rentables en cuanto a ser conocido, porque de ellos se derivaban muchas visitas a mi web y canal de YouTube, pero en lo personal causaban mella porque uno no ha nacido para ser pasto de las maledicencias simplemente por ser conocido en un determinado sector. Yo podía entender que mi trabajo se juzgase duramente, esperaba que se valorasen mis libros, mis fotografías y vídeos y que a quien no le gustasen pudiese decir que eran objetables por tal o cual razón técnica. O que se señalase un punto en el mapa y se dijese: Miquel Silvestre ha dicho haber pasado por ahí y ha mentido. Eso era comprensible. Yo mismo había detectado mentiras de ese calibre en algún viajero, que venía a ser como cuando un montañero jura haber hecho una cumbre que no ha alcanzado. En mi opinión, eso descalifica al tramposo como aventurero. Pero resulta que nadie decía eso, sino que gente a la que nunca había hecho nada en lo personal enjuiciaba mi propia esencia como persona a partir de vídeos de YouTube. Y en no pocas ocasiones vi como otros motociclistas de aventura que intentaban llegar donde yo estaba, se sumaban al descrédito pensando que eso podría reportarles ventajas o seguidores.

Esa inquina me afectó porque no estaba preparado, yo solamente me dedicaba a viajar y a hacer mi trabajo. Pero en ocasiones llegó a ser realmente molesta y costaba mucho no verse afectado. Un día me comentó mi amigo David Canosa, jefe de marketing de BMW Motorrad España y una de las personas que más me han ayudado, que les habían mandado mensajes criticando que patrocinasen a un borracho ya que yo había reconocido en muchas ocasiones, y en mi libro más conocido, que me gusta mucho la cerveza y que procuro terminar cada jornada con una buena ración porque me relaja y me ayuda a dormir en cualquier pudridero. Siempre he creído que la biografía de uno ha de ser transparente y reconocer en buena medida sus costumbres para que no exista la clandestinidad. Acusarme de alcohólico cuando mi modo de vida es conducir era una villanía que perseguía mi gratuita destrucción. La casualidad o la justicia poética quiso que solo unos días después me escribieran de Cervezas Ambar, la marca zaragozana, para proponerme un patrocinio. La razón era que habían leído una entrevista en la que declaraba mi amor por la cerveza y ellos pensaron: «Mira qué bien, un auténtico aventurero al que le gusta la cerveza».

Al final comprendí que la difamación iba en el sueldo, y que cualquier persona con proyección pública estaba expuesta a ella. Al fin y al cabo, yo estaba consiguiendo todos mis objetivos y haciendo realidad mi sueño. Y eran muchos más los que me empujaban. Ese día que llegué a Valdés me acordaba de ellos cuando regresaba completamente empapado de transpiración al hotel. Se me aparecía la cara de mi buen amigo Alejandro Terrón, compañero en el colegio mayor hacía más de veinticinco años y que siendo yo registrador y él socio de la empresa de auditoría BDO me ofreció un patrocinio casi de broma cuando le dije que me iba en moto a África. Aquello se convirtió en la relación de mecenazgo más sólida y duradera que tendría durante estos años, por decisión de su jefe Alfonso Osorio. Me acordaba de David Canosa, quien me brindó el apoyo de BMW Motorrad cuando no me conocía casi nadie, y de José Luís García de la Llama, su director general, que refrendaría ese apoyo; de otras personas que no eran responsables de marketing de sus empresas, como Luis Fernández Amaro de Integra2, Paulino Arias de Nacex, o Adán en Casio, pero que se empeñaron personalmente en que esos departamentos se enterasen de mí y apoyasen mi proyecto. Otros amigos habían puesto también su granito de arena, como Antonio Carby de Nedap, José Luis Baigorri de Turispain o Roberto Peregrín, quienes compraron banners en mi web por 800 o 1.000 euros, suma modesta pero elevada para el nivel de sus compañías.

Sin embargo, había también otra institución a la que debía un total agradecimiento porque sin ellos jamás habría podido realizar la serie: Canal Extremadura, que había decidido participar en el proyecto como co-productor. Yo tenía el compromiso de recibir 25.000 euros al regreso a España y otros 25.000 a la entrega de los capítulos. A cambio dispondrían de derechos de emisión en exclusiva desde septiembre hasta enero de 2015. Ese dinero no lo tuve durante el viaje, sin embargo su promesa me permitió asumir el riesgo. En cualquier caso, creo conveniente precisar que salí sin él, invertí mi propio capital y que si nos hubiera sucedido un accidente o un percance grave, lo habría perdido todo.

Regresé al hotel y mis compañeros ya estaban duchados y esperando. Desayuné a toda prisa y salimos a enfrentarnos a los casi novecientos kilómetros de aburrida Ruta 3. La camioneta comenzó a engullir el terreno a una velocidad constante de 130 por hora, hasta que empezaron a aparecer los camiones. La población aumentaba y el tráfico también. Sobre todo cuando atravesamos la gran ciudad de Comodoro Rivadavia, considerada capital nacional del petróleo, porque en sus alrededores se extrae casi el 30 % de lo que produce todo el país. Es fácil de imaginar lo que esto supone: una gran concentración urbana de rápido crecimiento, barrios marginales, y camiones, centenares de camiones que tomaban la misma ruta que nosotros rumbo a Buenos Aires y al resto de Argentina.

Las horas en el coche las pasábamos trabajando en nuestras cosas. Yo me sentaba en la parte trasera y con el ordenador portátil entre las piernas editaba vídeos para la web de Radio Televisión Española, que había habilitado un espacio para la serie dentro de su sección de documentales. En ese sitio yo iba subiendo vídeos de tres minutos de duración que montaba sobre la marcha al estilo de los que había hecho antes para YouTube. A lo largo del viaje subí cincuenta vídeos que permiten seguir el día a día de la aventura y conocer con antelación parte de los contenidos que aparecerían en el montaje definitivo, tarea que constituiría una aventura dentro de otra aventura.

El paisaje patagónico permanecía inmutable. Anayansi se agitaba detrás con cada bache, subida a la caja y amarrada con cuerdas y correas como una fiera peligrosa. Nos echábamos de menos pero era inviable recorrer 2.000 km en dos días siguiendo una Toyota y sin nada que hacer salvo aguantar la paliza del viento y la monotonía. No se trataba esta vez de cumplir un reto de resistencia, como cuando yo viajaba solo, sino de hacer una serie de televisión con muy pocos medios pero con muchas responsabilidades y compromisos que cumplir.

Al atardecer llegamos a Puerto Madryn, una recoleta población asomada al mar austral, turística y animada, con todas las comodidades que podíamos necesitar. Lo habíamos conseguido. Heber parecía al borde de la apoplejía por agotamiento después de hacer 1.700 km en dos días, y Antonio y yo hechos unos zorros. Pero allí estábamos, en las puertas de Península Valdés. Teníamos un día entero para recorrer una pequeña porción de terreno. Además, esa noche probablemente disfrutaríamos de un buen alojamiento. A mí me ayudaba mucha gente. La mayoría eran personas sencillas con ganas de echarme una mano.

A través de las redes sociales había conocido lo peor, pero sobre todo lo mejor. ¡Cuántos amigos arrimaron el hombro! Maribé, Mariajo, Quiquetex, Víctor, Irene, Carlos, César… La lista sería interminable. Me había llevado algunas decepciones, pero habiendo recibido tanto cariño sería injusto fijarme en los desleales. Todos los días me llegaban mensajes de gente que se ofrecía a invitarme a dormir, a comer, a hacer ruta conmigo. Yo no podía desviar la mía como cuando viajaba solo porque no estaba de viaje, sino trabajando en un proyecto muy complejo y con mucha gente involucrada. Pero recientemente había recibido un privado a través de Facebook de un chico argentino llamado Martín, quien me había dicho que si pasaba por Puerto Madryn, estaría encantado de alojarnos en unos departamentos turísticos que alquilaba su familia. Lo localizamos y quedamos con él en la Marina, el paseo marítimo, un lugar inmejorable.

Apareció un chaval en la veintena. Rubio, atractivo y agradable. Nos recibió muy amablemente y me dijo que había visto una entrevista que me hicieron en la televisión de su país, en Garage TV, una cadena dedicada al motor que emitía un programa hecho en España, Garage Motos TV, hecho por Josep Chaume y Xavier Reyes, en el que yo participaba de vez en cuando. Era sorprendente el efecto de las botellas con mensaje que se lanzaban al mar. Podían aparecer en cualquier sitio, como nos dijo Gabriel Huete en Punta Arenas. Por eso me había escrito, por si pasaba por su ciudad que me alojase en el Kosten al Mar. Eso hicimos y disfrutamos del mejor alojamiento en el viaje. Un apartamento confortable y completamente amueblado, con camas grandes, baños inmaculados y una terraza con vistas a la playa. El paraíso. Aquella noche cenamos pizza, bebimos cerveza y dormimos como reyes.

 

 

Al día siguiente salí a correr por el paseo marítimo. Puerto Madryn vivía de cara al mar dedicada al surf y a la contemplación de ballenas. No era época de avistamiento de cetáceos, pero la playa bullía de actividad. Al final de la cinta costera se levantaban magníficas mansiones de moderno diseño con grandes cristaleras que daban al Atlántico. Pertenecían a esa clase alta que no sufre las crisis económicas ni los disparates de los políticos corruptos, tal vez porque ellos eran sus beneficiarios directos. Era un universo lujoso y bello, completamente equiparable a los barrios altos europeos. Sentí la punzada del hastío. Hasta ahora, América me había parecido una Europa enferma de gigantismo y que hablaba español. Pero Chile y Argentina estaban completamente occidentalizadas; salvo por la dureza de las rutas de ripio, no sentía la inquietud de la aventura que había vivido en África, Oriente Medio, Asia o incluso en la Europa oriental, como en Albania, que me parecía más salvaje que estos países del Cono Sur.

Además, no era extraño el que no se vieran indígenas. No los había. Chile y Argentina eran países en gran parte limpios étnicamente. Heber decía que en regiones del norte los habitantes se parecían a los peruanos y bolivianos, indígenas o mestizos en su mayoría, pero en estas regiones del sur el paisaje humano era completamente europeizado. Eso me causaba también algo de irritación cuando leía en mi muro de Facebook comentarios firmados por argentinos de apellidos italianos sobre el genocidio y el saqueo cometidos por los españoles durante la conquista. Hablaban en nombre de los indígenas descendientes de europeos llegados mucho después y que, ellos sí, se habían apropiado de una tierra que no era suya y que habían limpiado de los pueblos originarios a sangre y fuego.

Como español, comprendía bien el lamento de los indios andinos, que se reclamaban herederos de los incas, aunque ignorasen que estos fueron un poder opresor y dictatorial que cayó porque los indígenas oprimidos recibieron a los hombres a caballo como libertadores venidos del cielo. Ellos sí podían clamar contra una invasión que acabó con su cultura, su medio tradicional de vida y que les trajo enfermedades desconocidas. Yo sé que ese choque entre dos mundos era inevitable y que no podría haber sucedido de otro modo aunque hubiera sido otro pueblo el descubridor. Pero lo que me enervaba era que gentes venidas en el siglo XIX de Europa se aprovecharan de encontrar un país organizado administrativamente con el esfuerzo de la colonia española, disfrutaran de una ciudad tan europea como Buenos Aires y que en las provincias se apropiaran de las tierras, las aguas y los recursos de los aborígenes, a los cuales se exterminó en la llamada Conquista del Desierto entre 1883 y 1885 por los generales Rosas primero y Roca después, que estaba destinada a pacificar las regiones más alejadas y anexionarlas definitivamente a la nueva República de la Argentina, a terminar con los ataques de los indios a los asentamientos blancos, y de paso, según consta en las actas del Congreso, «Exterminar a los indios salvajes y bárbaros de Pampa y Patagonia».

 

 

EL MINISTRO DE LA BANDERA ESPAÑOLA

 

Descargamos la moto y ya no la volveríamos a subir a la Toyota. Entraría sobre ella en Península Valdés. Enfilamos por el paseo marítimo en dirección este y penetramos en el parque nacional tras un corto viaje. Nos recibió un territorio plano, yermo, desolado y sin árboles sobre el que soplaba un viento fanático. Los caminos eran de ripio y arena. Sin demoras tomamos la Ruta 3 y nos dirigimos hacia el extremo norte, recorriendo la península, que tiene forma de riñón, en diagonal. El cielo estaba azul de alegría y sin apenas nubes, yo volaba sobre la tierra suelta y mi ánimo rozaba la euforia. Llegamos al litoral asediado por un oleaje verde espumoso y sobre la playa retozaban cientos de leones marinos con sus crías. Los mamíferos se bañaban, dormitaban o jugaban entre sí completamente ajenos a todo. Era un espectáculo majestuoso y estremecedor. Era como contemplar la Tierra en sus orígenes.

Me sentía tan bien que lo grité al viento. Estaba cumpliendo mi sueño y conociendo el otro Valdés de América. E igual que el de Alaska me había parecido un lugar extraordinario, montañoso, rodeado de glaciares, nieves incluso en verano y de una belleza extrema, el de Patagonia, diametralmente opuesto en lo geográfico, lo orográfico y lo morfológico, me resultaba igualmente turbador y maravilloso. Eran puntos terrestres de atracción hipnótica que además señalizaban dos extremos tan simbólicos como Alaska y Patagonia, en los que se comprendía toda la grandeza, miseria, sufrimiento, éxito y fracaso de la presencia española en América.

Los dos Valdés se llamaban así en honor a la misma persona. El almirante Antonio Valdés Fernández Bazán, ministro de Marina de Carlos III y protector de marinos y exploradores. Bajo sus auspicios navegaron Alejandro Malaspina, quien bautizó aquella península en su honor, como también lo hizo por las costas de Canadá Francisco de la Bodega y Quadra para que la isla frente al estrecho de Juan de Fuca se llamara isla de Vancouver y Quadra, hasta que los anglosajones le quitaron el apellido español, o el marino leridano Salvador Fidalgo, que fundara un lejano puerto en Alaska y lo llamara Valdez, en honor a su ministro.

Antonio Valdés Fernández Bazán tiene un retrato en el Museo Naval de Madrid. La mayoría de quienes lo visitan y ven en el cuadro el semblante pálido de un oficial de marina tocado con peluca empolvada y vestido con uniforme de gala carmesí, desconocen que su nombre salpica el mapa de América en dos lugares tan simbólicos y que fue responsable de que España tenga un pabellón rojigualda como bandera nacional.

Fue este ministro quien le presentó a Carlos III doce modelos diferentes para que eligiera el que habría de identificar los buques de su armada. El rey eligió uno de colores amarillo y rojo y la elección se oficializó mediante un Real Decreto de 28 de mayo de 1875. De los barcos pasó a los cuarteles. Y cuando Napoleón invadió España, los rebeldes enarbolaron la insignia de modo completamente consuetudinario para enganchar a voluntarios que formaran la Milicia Nacional ante el colapso del ejército regular. Las Cortes de Cádiz la asumieron en 1812 y representó a partir de ese momento el sentimiento patriótico frente al invasor francés. Finalmente, en 1843, la reina Isabel II, hija del sátrapa absolutista Fernando VII, reconoció jurídicamente como bandera nacional la enseña del pueblo, respetada incluso por la Primera República.

Con el atardecer nos dirigimos hacia la isla de los Pájaros. Algunos pocos turistas habían llegado al mismo sitio para contemplar un rabioso ocaso sobre el mar, pues su ubicación sobre el istmo de la arriñonada península permite una vista del occidente. Allí se asientan las ruinas de un fuerte español y una blanca capilla, réplica de la que se fundara en el siglo XVIII. Es el castillo de San José de la Candelaria. La incipiente población y la iglesia españolas fueron destruidas en 1810 por una revuelta indígena. La Península Valdés fue entonces abandonada definitivamente. La puesta de sol iluminaba el horizonte de un malva iracundo, y la placidez del crepúsculo sobre el perfil mellado de la fortaleza me hizo recordar de nuevo a los pobres soldados sacrificados en los puntos más lejanos del planeta. Hombres humildes, enviados a morir lejos de casa y a los que ya nadie recuerda salvo por el triste toque de corneta que suena en los cuarteles de España al caer la tarde. Si algún día dejar de sonar esa llamada a la oración, no quedaría más recuerdo para los caídos que centenares de ruinas como la que tenía ante mis ojos, diseminadas por el mapamundi, sin que ningún visitante moderno sepa bien lo que representan.

Llegar hasta allí representaba para mí haber cumplido un sueño. Delante de la fortaleza derruida pensé que los sueños no son más que los pequeños eslabones de los que se nutre la vida. Cada uno te lleva al siguiente. No sé si quedan más Valdés en el mundo, pero lo que sí sé es que nunca dejaré de soñar con llegar hasta ellos.

 

 

PAMPA, PAMPA Y MÁS PAMPA

 

Más al norte de Puerto Madryn, el paisaje comenzó a cambiar como si un alquimista hubiera dado con la piedra filosofal, pero en lugar de oro todo lo que tocase se convirtiera en pasto. Una vez atravesamos Bahía Blanca, todo fue fulgor de clorofila. Estábamos en la Pampa, y aunque resultó interesante al principio cambiar de tonalidad terrestre y pasar de la aridez al verdor, poco después se convirtió en una monotonía aún mayor. No habíamos abandonado el desierto, sino que estábamos en otro desierto diferente, un desierto vegetal, algo que nunca había visto antes.

América es sinónimo de inmensidad. El viajero europeo nunca puede desprenderse de la sorpresa. Todo aquí es gigante, inacabable. Las distancias son también interminables. Sobre el mapa todo parece cerca, pero una vez en ruta las jornadas comienzan, se alargan, mueren y uno no parece haberse desplazado apenas. La ausencia en el horizonte de puntos de referencia aumenta la impresión de hallarse en mitad de la nada, en medio de un océano.

Esa es quizá la imagen que mejor defina la sensación que teníamos al viajar a través de la Pampa, la de hallarnos navegando en un mar verde, en un océano sin agua donde las extensiones de soja o maíz agitadas por el viento semejaban olas. La paciencia es siempre la mejor herramienta del navegante y así, día tras día, donde el paisaje se repite idéntico a sí mismo, el buque se aproxima imperceptiblemente a su puerto de atraque.

La palabra «pampa» proviene del quechua y significa «llanura». Los españoles del siglo XVI llamaron «pampas» a estas extensiones infinitas que encontraron al oriente de los Andes. Por extensión, llamaron «pampas» a los indígenas que las habitaban, como los querandíes, con los que se enfrentó Pedro de Mendoza, primer fundador de Buenos Aires.

Durante dos días navegamos por una estepa interminable de hierbas altas y pocos árboles. El espectáculo del horizonte sin accidentes ni montañas resultaba bello y magnífico, pero al final la monotonía se instalaba en el viajero pampeano y soñaba despierto con llegar a mi destino: Buenos Aires.

Hicimos noche en un pueblo llamado Nueve de Julio, a 274 km de la capital. Era una villa tranquila y pacífica, con una riqueza per cápita muy superior a la media del país gracias a los recursos que producía la Pampa, fundamentalmente la soja, que servía para fabricar biocombustibles. Todo lo rodeaba el vergel plano y mientras nos acercábamos a la población, me cruzaba con gigantescas cosechadoras rodantes, más grandes que los camiones TIR internacionales de varios ejes.

A Nueve de Julio iban a llevar a Teresa y Nuria, que habían llegado aquella tarde a Buenos Aires. Las traía Jorge, un motorista propietario de una BMW que me seguía por Facebook y había organizado una cena en casa de un rico hacendado. Otro grupo de motoristas de su cuadrilla salió a recibirnos. Cuando llegamos estábamos molidos por el viaje interminable, pero felices de ver a nuestras mujeres. Con ansia de marinos al regresar a casa, las abrazamos con pasión, aunque tuvimos que ser comedidos en la expresión de afecto pues teníamos mucho público. Algunos de los motoristas me hicieron bromas pícaras y machistas que me supieron a hiel. Nunca me han gustado esas complicidades sexuales. Por haber nacido con los mismos cromosomas XX no me siento en nada hermanado a otro tío que piense que el mundo se enfoca con la punta del pene y se mide con el peso de los testículos. Las procacidades de los argentinos y su machismo de taberna disipaba de golpe su refinado aspecto europeizado. Pero eso no fue nada comparado con lo que tuve que escuchar aquella noche.

La casa del hacendado era una villa situada en las afueras. Allí nos prepararon un rico asado regado con vino de calidad, uno de los más caros de Argentina, tal como se encargó de hacernos saber el dueño. Éramos diez comensales. Nosotros cinco, el anfitrión, su joven y guapa mujer que no tenía idea de quiénes éramos, y tres amigos de los dueños, todos ellos motoristas y todos ellos viajeros. Habían recorrido gran parte de Sudamérica y con el vino y la carne comenzaron las anécdotas viajeras. Yo respondí de buena gana a lo que me preguntaron sobre mis aventuras, la vuelta al mundo y mi razón de viajar. Y aunque he debido contar la misma historia unas mil veces, la volví a contar de modo divertido y elocuente para agradecer el agasajo.

Luego comenzaron ellos a relatar sus aventuras y ponderaron mucho los paisajes chilenos y argentinos en la Patagonia y los Andes. Luego explicaron su último viaje hasta Perú con todo tipo de detalles sobre el mal estado de las carreteras, la peligrosidad social, la magnificencia de los monumentos incas, y entonces llegaron a Bolivia, un país que yo tenía muchísimas ganas de conocer porque imaginaba que era el más salvaje y aventurero de todos los que incluía mi proyecto del Diario. Entonces tomó la palabra uno de los invitados, psiquiatra de profesión y un tipo de apariencia mesurada y reflexiva.

—Bolivia es un desastre —sentenció—, las carreteras son horribles, casi todas sin asfaltar, y el país no tiene apenas infraestructuras. No hay de nada. Allí no puedes comer carne como ésta —añadió esgrimiendo su tenedor con un pedazo de vaca en la punta.

—No hay restaurantes como acá —apostilló otro de los comensales—. Se come cualquier cosa. ¡Y los hoteles! Terribles. Una pesadilla. Básicos y sin lujos.

Yo no daba crédito a lo que oía. Me estaban describiendo el paraíso del aventurero en moto; todo lo que ellos consideraban espantoso era para mí el ingrediente imprescindible de la emoción. Si no había asfalto, mejor, para eso conducimos motos todoterreno; si no hay comida o si no hay buenos hoteles, fabuloso, eso supone experimentar necesidad y aguzar el ingenio. Para eso se viaja. Pero ellos solo querían hacer confortable turismo sobre dos ruedas.

—Y encima son racistas —dijo el psiquiatra.

—¿Cómo? —pregunté extrañado.

—Sí, al ver que éramos blancos y argentinos, no nos querían servir nafta.

—¿Nafta?

—Así llamamos a la gasolina acá —aclaró—. Tienen un gran resentimiento hacia el europeo.

—Entonces —le interrumpí un poco mosca con aquel relato—, ¿la gente allí no es amable?

No podía creer que unas gentes tan sencillas como imaginaba a los bolivianos fueran como él decía, resentidos y racistas. Seguro que los habría, corrompidos por el populismo demagogo indigenista tan en boga en esos días en América, pero por experiencia he comprobado que todas las corrientes ideológicas xenófobas y sectarias, de cualquier signo que sean y en cualquier sociedad, no calan realmente en la verdadera naturaleza de las personas de las aldeas, de los campesinos, de los hombres y mujeres del campo, que son con los que al final se relaciona el motorista, intruso perdido lejos de las ciudades y los centros oficiales. Yo había encontrado que la mayoría en todos los países y procedentes de todas las religiones eran buenas personas dispuestas a ayudar. No tenía sentido que Bolivia fuera una excepción.

—¿Gente? —se chanceó el psiquiatra con ese acento porteño que cada vez me resultaba más cargante—. Allí no hay gente, son como animalillos. En cuanto entramos en Bolivia, veíamos bultos pequeños moverse de acá para allá, pero no eran gente, sino animalitos del campo.

 

 

RUMBO A LA ISLA

 

Aquella noche, cuando por fin nos quedamos solos en el hotel, me enteré de que el tal Jorge, que iba de pijo bonaerense, le había cambiado pesos argentinos a Teresa y a Nuria al cambio oficial y no al real, con una diferencia a su favor de casi 4 pesos por euro. Ese gesto de pillo me puso de muy mal humor y al día siguiente decidí dar la espantada y no acudir al asado que habían organizado para el grupo en una estancia pampeana. Iríamos directamente hasta Buenos Aires.

Sin embargo, mi brusca decisión de alterar el plan de rodaje previsto causó malestar en el grupo. Antonio no entendía nada y Heber estaba nervioso porque eso suponía que debíamos entrar en la gran conurbación capitalina en la tarde del domingo, y él imaginaba un atasco de proporciones bíblicas y mil peligros acechando. Mi conductor tenía a la gran urbe como el epicentro del crimen violento, impresión aumentada por el insufrible sensacionalismo de los noticieros televisivos, que sin pudor propagaban la idea de que los ciudadanos asistían a una guerra abierta entre bandas mafiosas por el control de la droga.

Yo imaginaba que aquel cuadro dantesco no era para tanto. Máxime cuando pude ver alguno de los telediarios nacionales. Me resultó chocante. Recuerdo que la imagen que teníamos en España sobre la sociedad argentina, y sobre su televisión, sus humoristas, sus guionistas y publicitarios era la de muy avanzados y vanguardistas. Numerosos programas de éxito los habíamos importado de Argentina y los anuncios argentinos destacaban por su originalidad y enfoque, pero cuando vi la televisión argentina en el año 2014 me pareció contemplar una tele autonómica española de los primeros noventa. No podría decir qué era exactamente, pero la impresión general era de decadencia, sensacionalismo y caspa. Solo vi un comercial interesante, y era propaganda del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

De todos modos, para tranquilizar a Heber, me puse en contacto con otros motoristas bonaerenses, los miembros del Club BMW de Buenos Aires. Uno de ellos, José Iraola, nieto de españoles, me había ofrecido su ayuda en la ciudad. Así que le escribí y le pedí que fuera a recibirme antes de entrar en la macrourbe y nos guiase hasta el barrio de Palermo, una especie de barrio de Salamanca madrileño rioplatense, donde había reservado hotel para todos. José accedió inmediatamente y prometió esperarme en una gasolinera que había justo al salir del último peaje. Así que nos pusimos en marcha con esas indicaciones y recorrimos los últimos e interminables kilómetros hasta la megalópolis de más de doce millones de habitantes.

La tarde avanzaba, el sol caía y el tráfico se iba haciendo más y más denso. Asediado por turismos a toda velocidad, añoré las solitarias jornadas patagónicas donde uno viajaba sin más compañía que su sombra durante horas; ese paradisíaco aislamiento solo lo había vivido en Alaska y en Canadá, donde uno no veía nada más que naturaleza. Pero en las inmediaciones del gran Buenos Aires había gente dondequiera que se mirase. Y peajes. En todo el país no recordaba haber tenido que pagar por usar las vías, en estado aceptable una vez dejamos atrás la Patagonia más austral. Pero en los alrededores de la capital se sucedieron varios. Al salir del último, ya comprimidos en un auténtico torrente de vehículos, identifiqué la estación de servicio de la cita y me salí de la autopista. Allí estaba José y un amigo suyo. Me recibieron como a un héroe, con abrazos y vítores. Heber llegó después con la camioneta y se tranquilizó cuando vio que tendríamos guías expertos hasta nuestro destino.

Antonio se subió en la moto de José y fue filmando mi triunfal arribada a Buenos Aires. Estaba eufórico. Era domingo 23 de marzo. Llevábamos un mes de viaje y alrededor de seis mil kilómetros sin contratiempos reseñables. Eso suponía casi una tercera parte del proyecto global. Habíamos cumplido los planes, filmado maravillas naturales con buen clima y mejor luz, y encima habíamos llegado puntuales a nuestra cita con las chicas. La ciudad del Río de la Plata se nos ofrecía como una promesa de descanso y placeres sencillos, pues pasaríamos allí casi una semana de relativo asueto. No tenía más que motivos para sentirme feliz.