La selva electrificada corría a los lados mientras una cinta de barro se deslizaba veloz debajo de mí. El horizonte era una delgada línea verde que se fundía con un cielo ominoso de color gris pisoteado. En la caliente espesura se hendía ante mis cansados ojos un largo cuchillo de tierra encharcada, cuya invisible punta parecía perderse en una lejanía sin accidentes reconocibles ni más esperanzas que la de llegar a Bolivia antes del anochecer. Me rodeaba una inmensidad vegetal de arbustos feraces, una maraña sarmentosa de espinos en la que la vida humana no había sido nunca bienvenida. El Chaco paraguayo hervía a más de 40 grados en su caldera de incomestible vegetación. En Asunción, la capital del país, me lo habían descrito como el Infierno Verde y en ese momento de sordo agotamiento, cuando ya contaba seis horas conduciendo la moto y me quedaban al menos otras tantas, no pude sino reconocer que quien me advirtió no exageraba un ápice.

Frente a mí se alzaron unos montículos de lodo. Estaban a una veintena de metros. Se disparó la alerta de mis sentidos a pesar del embotamiento. Imposible esquivarlos. Agarré el manillar dispuesto a pasar por encima. Conducir una motocicleta fuera de la carretera obliga a ser arúspice de desgracias a fin de evitarlas. Uno debe leer la pista con mucha distancia de antelación para descubrir los obstáculos. En el campo, las motocicletas no se comportan como sobre asfalto, donde el control depende de la tracción y la adherencia entre los neumáticos y el pavimento. Cuando no hay asfalto, manda la inercia sobre la tracción pues el agarre es mínimo sobre una superficie irregular. Cualquier desvío brusco de la trayectoria supone una caída inevitable con un armatoste cargado de equipaje que pesa más de trescientos kilos. El motorista debe salvar piedras, roderas secas, depósitos de arena, grava, y lo peor de todo, el barro, donde no hay adherencia alguna y todo depende de la trayectoria y de la suerte. Y yo no la tenía de cara ese día.

Intenté negociar los montones por su bisectriz, donde la superficie parecía más plana. Pasó la rueda delantera y aceleré muy suavemente intentando que los tacos de las gomas enduro mordieran algo de tierra debajo del blando pastel y me sacaran de allí con la ayuda de los muchos caballos de mi moto. Pero debajo no había más que barro. La rueda trasera patinó. La BMW giró bruscamente sobre su eje y se precipitó al suelo por el lado izquierdo con el ruido mate de una maza de carnicero sobre un trozo de res. No hubo ningún deslizamiento a pesar de que circulaba a casi 60 kilómetros por hora. El barrizal lo impidió con su viscoso abrazo. La moto se detuvo en seco y yo absorbí toda la energía cinética al clavarme el manillar en el torso. Todo duró menos de un segundo. Quedé sin respiración tirado en el fango. El silencio solo quedaba roto por la grosera rumorosidad del motor boxer de 1.200 cc. Me incorporé y lo apagué. A partir de ese momento, solo escuché el latido de mi corazón y cómo la sangre bullía nerviosa en mis sienes.

El accidente quedó filmado por la cámara subjetiva que llevo en el casco. Al visionar las imágenes comprobaría que sucedió con inusitada rapidez. Más rápido aun de lo que lo viví. En la pantalla aparecía el universo selvático que ansiaba devorarlo todo, la pista estrecha que se proyectaba contra el horizonte, la velocidad que se aprecia en los bordes deformados de la filmación, los regueros de agua turbia en los laterales del camino, el promontorio de barro en mi trayectoria, y el repentino golpe, como si fuera un absurdo final para una película de acción. Revisando el clip me di cuenta de que salí despedido y mis pies salieron en escena girando juntos en sentido contrario a la moto. Ese par de pies metidos en sus botas desplazándose frente a mí parecían los de un muñeco. El micrófono recogió un espontáneo «¡Hostia!» que meses después la productora ejecutiva de Televisión Española estuvo a punto de censurar hasta que argumenté que el taco estaba completamente justificado por la acción sucedida. También oí en el clip un resoplido gutural y luego una broma para la galería aun antes de saber cómo me encontraba realmente.

Al levantarme y asentarme sobre mis pies en el suelo enlodado, lo primero fue comprobar si tenía alguna fractura. Me ha sucedido varias veces y sé cómo funciona. Inmediatamente después de un politraumatismo, la descarga de adrenalina hace que no sintamos apenas dolor y que podamos mover y usar miembros incluso con los huesos rotos. Uno piensa que todo está en su sitio, pero es solo una estratagema de nuestro cuerpo para salvar la situación, para permitir la huida o terminar el combate. Los que han estado al borde de la muerte hablan de un gran bienestar. No es que el alma llegue a un paraíso. Es la morfina con la que nuestro inteligente organismo nos ayuda en el trance final. Somos así desde que éramos cazadores con taparrabos y pintábamos en las cavernas. Luego es cuando comienza el dolor. Al cabo de pocos minutos los analgésicos y las drogas endógenos dejan de hacer efecto y el cuerpo se derrumba. Así me sucedió en África cuando me rompí un tobillo al golpearme contra aquel maldito guardarraíl de la Garden Route. Caminé nada más caer para ponerme a salvo pero durante dos semanas tuve que usar muletas.

A fuerza de golpes y caídas he aprendido a reconocer que, en un accidente, lo que nos parece ligero dolor en realidad significa que algo se ha roto o está seriamente dañado. Con la moto aún tendida en el sucio albañal, estiré los brazos, moví las articulaciones, me agaché y giré los pies probando los tobillos por si crujían o chirriaban. Las extremidades parecían estar en orden. Pero sentí que me dolían las costillas y temí lo peor. Lesionarme de gravedad en este viaje supondría una tragedia. Ya no se trataba solo de mí, de un retraso en la aventura como sucedió en África. Ahora el proyecto era de tal magnitud, había tanta gente involucrada y tanto en juego que romperme en mitad del Chaco supondría el fin de la serie de televisión y de todos mis ahorros, invertidos en una producción en la que solo yo creía. Significaría el fin de la confianza de los pocos patrocinadores conseguidos, el desempleo de las personas que trabajaban conmigo, una decepción para muchos amigos y una humillante alegría para algunos enemigos que me había ido ganando en los últimos seis años de viajero impenitente por el mundo para contarlo en libros, revistas, vídeos, redes sociales y ahora en la pequeña pantalla.

Miré en derredor. La nada y el sofocante bochorno eran mis únicos compañeros. Me encontraba situado en el vórtice de un territorio vacío, gigantesco, sin asistencia, gasolineras ni centros comerciales. Todos me habían recomendado no venir al Chaco paraguayo, quizá la parte más inhóspita del Gran Chaco, una vasta región semiárida situada al norte del Cono Sur. Con una superficie superior al millón de kilómetros cuadrados, se extiende desde las estribaciones orientales de los Andes hasta la confluencia fluvial de los ríos Paraná y Uruguay. Se despliega sin fronteras naturales nítidas como una inmensa y amorfa mancha verde por el territorio de los actuales Bolivia, Argentina, Paraguay y Brasil.

La densidad demográfica es muy baja y el territorio, pobre y áspero. El Chaco austral o Chaco paraguayo es una de las últimas fronteras agrícolas modernas. A pesar de la fertilidad de la tierra, hay pocas explotaciones, entre otras cosas por falta de trabajadores. Lo había comprobado al cruzarme con apenas dos camionetas destartaladas en todo el día. Aunque hay unos campesinos muy curiosos que parecen salidos de otro tiempo: los colonos alemanes menonitas que pude ver en la colonia Filadelfia por la que pasé el día anterior y que parecía ser una alucinación con sus casas de tejado a dos aguas y su estampa bávara en mitad del Infierno Verde del más recóndito Paraguay.

El primer europeo en adentrarse en esta región insalubre fue Alejo García. Había participado en la malograda expedición de Juan Díaz de Solís. Al morir este devorado por caníbales en Uruguay y naufragar el navío, García permanece ocho años conviviendo con los indígenas. Los guaraníes le hablan de una mítica Sierra de plata donde gobernaba el Rey Blanco rodeado de riquezas. Organiza una partida para salir en su busca. En 1524 deja Florianópolis, en la costa atlántica brasileña, y marcha hacia el interior. Le acompañan casi dos mil indios. Tras varios meses de viaje, cruzan el Chaco, llegan a Bolivia y atacan algunas ciudades del Imperio Inca. Estuvo a solo 150 km de Potosí, pero nunca vio el verdadero Cerro Rico. Con un inmenso botín fruto del saqueo iniciaron el regreso; nunca saldría del Chaco. Moriría en un combate con los payaguaes.

Juan de Ayolas participó en la primera fundación de Buenos Aires junto a Pedro de Mendoza. Este, tras establecer allí a algunos colonos, mandó a su lugarteniente a explorar el río Paraná y el Paraguay en busca de ese mítico Cerro Rico del que también había oído hablar. El bravo capitán burgalés llegaría a Bolivia en 1537 tras cruzar el Chaco en una marcha que imagino durísima y extenuante. Al no dar él tampoco con la dichosa mina de plata y el puñetero Rey Blanco, regresó por el mismo camino pero, como Díaz de Solís, no logró salir del Chaco. Murió en un choque con los belicosos indígenas chaqueños.

Mis referencias exploratorias del Chaco eran solo de esas dos víctimas mortales. Por otra parte, lo poco que sabía de la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia en el siglo XIX era que la mayor parte de los muertos lo fueron por enfermedades y las insalubres condiciones de este páramo de matorral, serpientes y polvo. Tampoco en los tiempos modernos parecían mejorar las cosas. Los paraguayos a quienes pregunté insistían en que no viniera y apuntaban como objeciones el calor, el aislamiento y sobre todo el barro si le daba por llover al voluble clima de la región. Hablaron también de contrabandistas, narcos y otros delincuentes. No resultaba muy alentador y sin embargo decidí aventurarme. Y esa decisión mía sin encomendarme a Dios ni al Diablo, y sin consultar la opinión de mi equipo, parecía poner en riesgo todo el proyecto en aquel momento de dolor y soledad. ¿Por qué lo hice? ¿Eran tan importantes los precedentes de García y Ayolas como para decantarme por esta ruta atroz existiendo otras completamente asfaltadas? El camino usual para ir de Asunción a Potosí no es la línea recta por la Transchaco, sino el desvío hacia el sur para entrar en Argentina e ir por la 81 de Formosa hasta el cruce con la 34, que en dirección norte nos lleva a la frontera boliviana de Yacuiba. Rápido, fácil y seguro.

¿Por qué entonces decidí cruzar el Chaco Boreal? Desde luego no fue por García ni Ayolas, dos personajes oscuros y secundarios que parecían moverse exclusivamente por el afán de riqueza. Yo prefiero seguir a los exploradores más renacentistas que se fijan antes en dejar huella en la Historia que en enriquecerse. No, no fue eso. Decidí internarme en el Chaco sin estar justificado por el argumento del documental y me aparté de las reglas básicas de la prudencia porque, aun estando embarcado en un proyecto empresarial tan complejo y arriesgado como una producción para la televisión, siento una sincera e irrefrenable vocación exploratoria y me resulta imposible mantener la cabeza fría ante la irresistible atracción de los espacios en blanco.

Para mí los mapas son cartas de amor. De amores por experimentar cuando no has estado en esa geografía que ves en el papel, de amores inolvidables cuando ya la has recorrido. Y el amor es algo que debe estar por encima de las consideraciones empresariales y de los cálculos mercantiles o los proyectos laborales. Lo que uno ama es lo que en el fondo es, en su verdadera esencia. Y eso es mucho más importante que la televisión. Cuando examino el mapa de un país nuevo, los nombres de ríos, montañas y ciudades me suenan a promesas por cumplir, no los conozco pero me atraen de un modo casi obsesivo; cuando los abandono, ya nunca puedo olvidarlos; esos nombres antes desconocidos forman parte de mi propia geografía emocional. Los lugares vividos son algo más que puntos cartográficos, son recuerdos y ya jamás olvidaré dónde se encuentran, cómo son y qué vi en ellos.

El Chaco paraguayo era un hueco en un mapa. Cuando me presenté en Asunción y examiné la cartografía sudamericana me di cuenta de que lo que había al oeste era una incógnita y que el mapa ofrecía escasísima información. Busqué en internet, rastreé páginas de viajes de aventura, de recorridos motociclistas por todo el mundo. Casi no encontré blogs sobre el recorrido por la Transchaco. Muy poca gente lo había hecho y nadie que escribiera en español había venido por aquí en moto.

Ahí estaba la nueva promesa romántica. Cruzar el Chaco era otra vez un reto emocionante y una ruta por descubrir. La ignota geografía en un mapa casi en blanco se convertiría de nuevo en una carta de amor por experimentar; siempre y cuando no me dejase la anatomía en el intento, claro. El lacerante pinchazo en el costillar indicaba que el golpe no me saldría gratis. La moto seguía postrada en el barro y yo me veía con pocas fuerzas para izarla en tan resbaladiza superficie. Un pájaro negro cruzó por encima de mi cabeza y fue de una espinosa copa a otra espinosa copa. Una bandada de mariposas blancas me rodeó como copos de nieve en ventisca tropical y una pesada camioneta pick up todo terreno se detuvo a pocos metros de mí. Negra y enorme, venía completamente salpicada de un barniz ocre de barro y hojas muertas. Mucho más nueva que los vetustos artefactos que circulaban por el Chaco, la matrícula argentina la delataba como otra intrusa en el Infierno Verde. Se abrieron las portezuelas y bajaron dos hombres altos.

—Menuda hostia, ¿eh, fanegas? —dijo uno de ellos, burlón, mientras abría el visor de la potente cámara Panasonic.

Se trataba de Heber Orona, el conductor argentino que había contratado para que nos llevase hasta Colombia, y Antonio Piris, alias Tonino Parker, el camarógrafo que tenía que hacerme de sigilosa sombra para recoger todos los momentos de la aventura que estaba viviendo en Sudamérica.

Heber, de treinta y seis años, es alpinista de élite. Aunque sería más exacto decir andinista, pues los montañeros de Sudamérica no escalan los Alpes sino los Andes, y él es guía profesional en el Aconcagua, el pico andino de mayor altitud. Sin embargo, el término de origen europeo ha tenido éxito mundial y con él se designa a todos los fanáticos de hacer cumbre independientemente de su concreta filiación y nacionalidad. Heber es uno de ellos. Ha sido el primer argentino en subir el Everest sin oxígeno y también en completar el circuito que bautizó de las Siete Cumbres, consistente en escalar las cimas más altas de todos los continentes, que son siete y no cinco, pues América se subdivide en dos y además hay que sumar la Antártida como genuina masa continental.

Antonio Piris, de veintiocho años, es extremeño. Trabaja en una pequeña productora cacereña especializada en programas taurinos. Es guitarrista de un grupo de metal, ese estridente estilo de rock gritón sin melodías y mucha distorsión, llamado Cárnica, con cuyas canciones, y otras de semejante cariz, martirizó al pobre Heber durante las muchas horas que ambos pasaron en la camioneta tratando de no perderme de vista o librando como podían los dificultosos andurriales por los que les obligo a meterse.

Los tres formamos un equipo dispar, compuesto de personajes disímiles con un proyecto común: cruzar Sudamérica desde el estrecho de Magallanes hasta el canal de Panamá. Un viaje complejo, en el que los deseos, anhelos y temores de cada uno, mezclados con nuestras miserias y grandezas como grupo, han provocado algunas situaciones incómodas. La reconciliación tras el último altercado al entrar en Paraguay, después de semanas de tensión soterrada, ha sido demasiado reciente, y aún están dolorosamente frescas las inevitables cicatrices que los desencuentros dejan en los hombres hechos. Los niños olvidan las peleas, los adultos nunca lo hacen. Este recorrido imprudente por la Transchaco que he decidido por mi cuenta podría dinamitar definitivamente la frágil cohesión en un equipo permanentemente al borde de la ruptura y obligado a una convivencia estrecha. Tan estrecha como que todas las noches dormimos los tres juntos en la misma habitación porque el escaso presupuesto no da para más.

Heber está preocupado por la dureza del camino que estamos haciendo y los posibles desperfectos que podría acarrear para su única y más preciada posesión: su camioneta pick up, que todavía no ha terminado de pagar. Le entiendo. Es su herramienta de trabajo. Si se avería de gravedad, yo no podría abonarle la reparación y él lo sabe. Ya llevamos encima casi diez mil kilómetros y al menos la mitad han sido por caminos sin asfaltar llenos de piedras y barro y donde la mecánica de los vehículos sufre lo indecible. Pero como me recuerda constantemente: la moto no es mía sino de BMW, mientras que la Toyota es suya, y del banco. Esta pista enfangada puede ser la gota que colme el vaso de su ya erosionada paciencia. Antonio, por su parte, anda algo adusto de gesto porque yo voy completamente a mi aire, muchos centenares de metros por delante de ellos gracias a que en este terreno me muevo con más agilidad: no puede filmarme ni trabajar debidamente; pero sin duda también está contrariado porque cuando Heber se enfada, guarda un mutismo hosco en el habitáculo que colisiona con su expansivo sentido del humor, algo payaso.

Esta es la realidad de Diario de un nómada. Somos tres extraños. Estamos al borde de la guerra civil. No tenemos apenas dinero, no tenemos soporte exterior, no usamos teléfono satélite, no existe un plan de emergencia ni un rumbo definido. Estamos solos en mitad de un páramo de espinos en la región más despoblada de Sudamérica y nadie nos echa de menos. Nos queda todavía más de la mitad del viaje. La producción no tiene guión ni escaleta ni orden ni concierto, no sabemos dónde vamos a dormir cada noche, no sabemos qué vamos a filmar cada día, ni tampoco conocemos el tiempo que nos hará mañana. Dirijo un rodaje sin experiencia alguna, no tengo dotes de mando, no sé dialogar, y no sé muy bien qué diablos quiero contar en el fondo. Pero por alguna incomprensible razón, mantengo una fe inquebrantable en lo que estamos haciendo. Va a ser bueno y algo por lo que merece la pena jugarse el tipo y todos los ahorros. Y en eso estoy.

—Antonio —respondo jovialmente mientras hago un gesto para impedir que me ayuden—, filma cómo levanto la moto, que estos momentos son los que quiere ver la gente. Lo que les divierte es que yo lo pase mal.