En busca de El Dorado
Teresa ha venido a Quito. Va a acompañarme durante el viaje por Colombia. Es el mejor final que podía tener esta aventura. Salimos todos juntos por la mañana rumbo a la frontera. Ella va en la camioneta con Antonio y Heber y yo viajo solo en la moto. Aunque llevo muchos países a cuestas y algunos tenían mala fama como Irak o Zimbabue, una cierta inquietud me acompaña. Colombia tiene una reputación terrible por narcotráfico, guerrilla y delincuencia común. Soy de los que piensan que los medios de comunicación nos mienten continuamente sobre la seguridad de los países y que por el mero afán de vender se exacerban las historias tremendistas y el miedo, pero uno tampoco es del todo inmune a la propaganda del temor y algo de prevención se había instalado en mi espíritu.
La frontera de Ipiales aparece al atardecer. Es un transitado paso internacional. Hay mucha gente y una actividad frenética a uno y otro lado. Poco a poco sorteamos todos los trámites burocráticos, incluido el seguro obligatorio que necesitaremos para circular por Colombia. Lo único que nos falta es conseguir dinero local. Pero en las aduanas siempre suele haber cambistas, de modo que no tardamos en localizar uno de ellos. Es un hombre de unos cuarenta años, moreno y afable. Sujeta un tremendo fajo de billetes y de su pechera cuelga una tarjeta que lo identifica como cambista oficial.
—Hola —saludo—. Te voy a dar estos dólares que me han sobrado de Ecuador, a ver cuánto tenemos.
—El cambio oficial ahora mismo está a un dólar, mil novecientos quince pesos; y un euro te lo cambio por dos mil doscientos pesos.
Observo que el tipo hace un buen cambio por el dólar pero un cambio pésimo por los euros, que en internet he visto estaba casi a 2.900 pesos colombianos, pero es que la divisa europea no la usa aquí casi nadie, mientras que el dólar americano sigue siendo el rey.
El cambista estampa un pequeño sello en cada billete. Cuando le pregunto me dice que es por la seguridad de mi dinero, así cuando lo vean en un comercio sabrán que es auténtico y que procede de una casa de cambio oficial.
—Porque aquí hay bastante problema con la falsificación de la moneda —sugiero.
—Eso sucede en Colombia, Ecuador, Perú… En Perú hacen muy buen dinero también.
—Hacen buen dinero falso —digo.
—¡Claaaro! —exclama él entre risas.
Examino los billetes y veo que uno está roto. Esto es un grave problema en Sudamérica. Nadie quiere dinero deteriorado. Nos han rechazado muchas veces billetes rajados o viejos. Como no estábamos advertidos de esta manía latinoamericana aceptábamos el cambio tal y como nos lo daban, sin darnos cuenta de que los comerciantes utilizaban al extranjero incauto para deshacerse de su moneda en mal estado.
—Dame uno que no esté roto que luego tengo problemas —le digo—. A la gente no le gusta los billetes rotos.
El cambista accede no de muy buena gana, pero me entrega una nota de curso legal impecable. Ya podemos irnos.
El nuevo país recibe al viajero con una naturaleza grandiosa y unos paisajes conmovedores. Recorremos unos Andes poblados de vegetación y nos asomamos a los precipicios hondos y salvajes del río Guáitara. Detenemos los vehículos para contemplar tamaña belleza natural. Nosotros ya estamos algo acostumbrados a la cordillera, pero mi novia es la primera vez que la ve y queda pasmada. Me gusta descubrir esa sorpresa en su rostro. De algún modo al descubrir este mundo de viaje aventurero nos acercamos más y puede entender mejor qué me lleva a hacer estas cosas y enfrentar la dureza de travesías continentales de decenas de miles de kilómetros por carretera.
Pasamos la primera noche en la ciudad de Pasto, no muy lejos de la linde fronteriza. Teresa y yo nos despedimos de los chicos para cenar en la intimidad. Hace más de un mes que no nos vemos y se agradece tener una compañía diferente. Nos recomiendan un restaurante y vamos caminando. El paseo al anochecer es agradable pero revela la metamorfosis que sufren estas ciudades sudamericanas. Durante el día la vida es normal y son seguras, pero al caer la oscuridad, se despueblan y solo quedan los personajes marginales. Es entonces cuando se vuelven peligrosas o al menos inquietantes.
Durante el paseo nocturno le cuento a Teresa que San Juan de Pasto tuvo una historia terrible durante la guerra de Independencia de Colombia, pues la ciudad se mantuvo leal a la causa realista española bajo el mando del oficial mestizo Agustín Agualongo, quien durante trece años lideró la oposición armada a los ejércitos del libertador Simón Bolívar. El 24 de diciembre de 1823, los libertadores tomaron la ciudad y mataron más de cuatrocientos civiles entre hombres, mujeres y niños por el delito de ser leales a la Corona española. Un coronel venezolano empujará personalmente a siete matrimonios atados juntos al abismo del Guáitara.
Agualongo, primer mestizo en llegar a brigadier en el ejército español, fue traicionado por antiguos camaradas y capturado en Popayán en 1824. Se le ofreció vivir si juraba la Constitución de la República de Colombia. Exclamó: «¡Nunca!». La condena a morir fusilado fue inmediata. Pidió vestir el uniforme de coronel realista. Ante el pelotón, dicen que sus últimas palabras fueron: «Si tuviera veinte vidas estaría dispuesto a inmolarlas por la religión católica y por el rey de España». Pero ni ese rey ni esa España por las que tanto luchó supieron nunca quién fue ni les importó un carajo su honrosa muerte.
Al despertar comprobamos que además de la grandiosidad natural, el nuevo país nos regala un clima más mudable del que nos gustaría. Está lloviendo copiosamente sobre Pasto. Efectivamente, estamos en el Trópico, pasamos del sol a la lluvia sin solución de continuidad. Mi propósito es seguir la ruta de Sebastián de Benalcázar desde Ecuador hasta Bogotá para rememorar la fundación de la capital colombiana por Nicolás Federmann y Gonzalo Jiménez de Quesada. Tres aventureros que llegaron por tres puntos muy diferentes pero que solo tenían un ambicioso proyecto común, que era hacerse ricos con El Dorado. Y mi proyecto es salir de aquí vivo y mojarme lo menos posible. ¡Asco de lluvia! Pero el viajero en motocicleta no tiene más remedio que poner al mal tiempo buena cara.
El horizonte, una vez superada la zona de quebradas y el río Guáitara, se amansa en una planicie dedicada a cultivos extensivos. En esta zona de Colombia pronto aprendo una nueva diferencia idiomática. En la carretera hay unas señales que dicen: TREN CAÑERO. Al principio me río con eso de un tren que dé caña. Pero luego me mosqueo. No entiendo muy bien a qué se refiere esa señalización, sobre todo porque esperaba encontrar un paso a nivel y no lo había. Tampoco he visto vías, ni estaciones, ni locomotoras, ni vagones. No encuentro el maldito tren y no hago más que ver la señal repetidamente en esta zona más llana que estamos atravesado rumbo a Cali. Lo que sí hago es adelantar unos camiones lentos, muy largos, de muchos ejes, que cargan vegetal. Entonces me fijo en que cargan cañas. Es caña de azúcar. Y lo que veo plantado hasta donde alcanza mi vista es caña de azúcar. Al terminar de adelantar el larguísimo camión formado por varios carros enganchados comprendo que esto es el tren cañero.
Evitamos entrar en Cali para no atravesar el atasco. Me gustaría conocer la ciudad pero tenemos muy pocos días para recorrer Colombia. Nos marca el calendario la fecha de regreso de Teresa, que solo ha podido tomarse unos días libres. Cada vez que el clima nos lo permite, la subo detrás y viajamos como una simple pareja que estuviera de vacaciones. Me gustaría poder incluirla en el documental. Tenía incluso una excusa del argumento para ello. Hacer como que me la encontraba por casualidad porque ella estaba haciendo un reportaje en América, y puesto que la conocía al haber sido yo uno de los protagonistas de un programa de Comando Actualidad, haber filmado que se venía conmigo y que recorríamos juntos Colombia. Habría sido una gran aportación a la serie porque ella es muy guapa, muy fotogénica y una gran profesional. Pero no pudo ser por su contrato de exclusividad. Daba igual que la serie se fuera a emitir en TVE, nadie le echó una mano con eso y ni siquiera la puedo incluir en los créditos como productora o codirectora.
Pero eso ahora no importa. Estamos recorriendo la selva colombiana con una temperatura magnífica y disfrutamos del paseo aunque sea por una red viaria desastrosa y plagada de camiones. Precisamente porque no hay tren y porque la guerrilla impidió la mejora de las carreteras, hoy circulamos por rutas estrechas e inadecuadas para el tráfico de una gran economía como es la colombiana. En ocasiones el firme está destruido y la vía se encarama en los cerros en cerradas curvas y cuestas pronunciadas por las que intentamos circular decenas de vehículos a la vez.
Cada cierto tiempo nos topamos con un retén de militares con fusiles de asalto e impedimenta de combate. No nos dan el alto, simplemente nos enseñan el dedo pulgar hacia arriba. Contemplando esta abrupta geografía es imposible no pensar en los problemas políticos que han golpeado a Colombia durante décadas. Decido parar y preguntar:
—Hola, compañero —saludo.
El soldado es un chico muy joven en uniforme de camuflaje. No tendrá más de veinte años. Me recuerda cuando yo fui también militar raso y tuve que hacer guardias, pasar largas horas de pie y sufrir muchas incomodidades porque otros tenían derecho a decidir por mí. Desde entonces siento una profunda simpatía por los jóvenes uniformados como este. Cuando los veo en la parte trasera de los camiones verde oliva, les saludo cordialmente y se les ilumina la cara. Yo agradecía mucho ese sencillo y gratuito gesto. Comprendí entonces que el soldado es un tipo puteado al que alegran los pequeños detalles de amabilidad.
—¿Qué tal, caballero? —contesta.
—¿Vosotros qué hacéis aquí? ¿Prestar seguridad a los conductores?
—A las vías, sí.
—¿Y están seguras?
—¡Claro! —exclama orgulloso.
—¿Porque estáis vosotros?
—¡Claro! —insiste sonriendo.
—Y el gesto que hacéis así ¿qué significa? —pregunto levantando el pulgar como hacen ellos al vernos pasar.
—Que todo está bien en las vías, que todas las vías están seguras.
Pero la seguridad de las vías tiene también otros curiosos servidores. Los encontré en plena subida al llamado Alto de la Línea, en los Andes centrales de Colombia, una enloquecida sucesión de curvas que enlazan las ciudades de Calarcá, en el Departamento de Quindío, y Cajamarca, en el de Tolima. Proyectan un túnel que evite la ascensión; cuando lo construyan será el túnel más largo de Latinoamérica con casi nueve kilómetros. Tendría que haber estado terminado ya, pero las cosas son como son y hablan de que como pronto se entregará en 2016. De modo que tenemos que subir una montaña con desniveles criminales del 10 % y virajes endemoniadamente cerrados. Las brumas que suben por las laderas semejan humo de un incendio forestal. Para los afamados ciclistas colombianos, es el paso asfaltado más exigente de todo el país y para mí una pesadilla de camiones; jamás he visto tantos camiones reptando a paso de tortuga en una larguísima procesión. Esta ruta une dos ciudades principales como son Cali y Bogotá.
Pero lo más sorprendente es ver gente que vive del tráfico pesado. Hay quien vende agua y comida, pero hay otros cuya función me admira. En las curvas más cerradas surgen muchachos que hacen señas a los camiones para que pasen o se detengan dependiendo de si hay o no obstáculos en su camino. Debido a lo extremadamente angulado de los giros, los camiones colisionarían si intentaran pasar a la vez. Estos chicos les avisan y los conductores les lanzan monedas en pago por sus servicios.
—¿Tú qué haces aquí? —le pregunto a uno muy joven pero ya algo trastocado por los vicios prematuros.
—Yo doy vía a las mulas, a todo el que sube —replica.
—¿Para qué, para que no se estrellen?
—Para que no se estrellen y no haigan accidentes.
—O sea que tú ayudas a los conductores, y los conductores te echan monedas.
—Sí. Me gustan mis mulas, las adoro. Adoro esas mulas, las amo.
La Ruta Bogotá es un infierno. Aquí la carretera está en obras, es estrecha. Hay niebla, a veces llueve, hay muchísimo tráfico. Motos pequeñas, mulas enormes. Hay gente en mitad de la curva haciendo señales para impedir que los camiones colisionen por unas monedas. Circular por aquí es un auténtico deporte extremo. Aunque lo curioso es que creo que no soy el único. Si creía haber visto de todo, me faltaba ver a unos chavales muy jóvenes con bicicletas MTB que suben la Línea enganchados con cuerdas a los camiones.
Cuando veo semejante temeridad no me lo puedo creer. Al llegar a la cima encuentro a uno de ellos ya desenganchado. Me detengo a hablar con él y averiguar qué diantres hacen. Cuando me acerco veo que es un chico muy joven, de aspecto sano y deportista, viste buena ropa técnica de montaña. Se sorprende al verme pero me saluda muy contento.
—¿Así que subes la montaña?
—Sí, señor. Sin esfuerzo.
—¿Aquí qué venís a hacer?
—Downhill.
—¿Y luego te tiras abajo? —digo sorprendido.
—Por el otro lado, por la ladera de la montaña que no está asfaltada.
No doy crédito a los disparates que oigo. Si la parte con asfalto tiene un desnivel del 10 %, ¿cómo será la caída por la zona agreste? Deber ser como caer en picado al abismo.
—¿Y no es peligroso subir enganchado a un camión?
—Un poco, pero hay que procurar engancharse a las que van más despacio.
—¿Y las mulas no protestan?
—Hay veces que te vas a pegar a una mula y aceleran o frenan.
—Pero no os cobran nada.
—No, no, es gratis. Este plan es gratis. Como decimos en Colombia, «al gratín».
Llegan dos compañeros más. Son los que vi subiendo a remolque de los camiones. O mulas, como ellos dicen.
—A los camiones ¿cómo los llamáis?
—Mulas —explica el que parece llevar la voz cantante—, porque antes los arrieros, que eran los que transportaban las cargas, lo hacían mediante mulas animales.
La capital de Colombia es la ciudad más poblada del país con más de 7,5 millones de habitantes. Está situada a más de dos mil seiscientos metros de altura, lo que la convierte en una de las metrópolis más altas del mundo. El atasco es proporcional a estas cifras. Denso, compacto, inamovible. Poco a poco vamos avanzando hasta el barrio residencial de clase media alta donde está el concesionario de BMW. La moto necesita una buena revisión después de la que se le hizo en Chile. Se ha cruzado toda Sudamérica y necesito también neumáticos nuevos, así que la dejo en el taller para que le hagan una revisión completa, y así aprovecho para pasear por Bogotá como un peatón.
Nos desplazamos al casco histórico y allí buscamos alojamiento en un coqueto hotelito al gusto de Teresa. Nos ayuda a buscarlo un nuevo amigo, César Martínez, un motociclista bogotano que me sigue a través de internet. Nos lleva a cenar a la plazuela del Chorro de Quevedo, a la cual se llega a través de un angosto pasaje adoquinado de nombre calle del Embudo. Hay muchísima gente. Una muchachada con ganas de diversión copa todos los espacios. Cantantes urbanos, malabaristas, artesanos. Me sorprende el ambientazo que encontramos aquí. En el casco histórico hay una efervescente vida juvenil y universitaria. El tiempo parece haberse detenido en este tranquilo barrio de arquitectura colonial que bulle de actividad de noche y de día.
Estamos en el origen mismo de la ciudad. Hay una pequeña iglesia de paredes encaladas de blanco, una fuente de piedra y una casa antigua en cuyo frontis una placa recuerda que en plaza del Chorro de Quevedo se fundó por primera vez Bogotá. Al menos lo que fue su fundación de facto. Y es que la conquista de América es una cosa sumamente reglamentada, organizada y burocratizada. Los reyes españoles no permitieron que las Indias se les desmandasen. A pesar de que la conquista se realizó por aventureros y soldados de fortuna y no por los ejércitos reales, sí se aplicaron las normas de la Corona. Gonzalo Jiménez de Quesada es quien llegó primero y fundó Bogotá, pero esa fundación fáctica no sirve, hace falta una legítima fundación jurídica. Ahí es donde comienza el lío, porque ¿quién tiene la potestad real para ello?
A unos pocos minutos caminando encontramos la plaza Bolívar. Mucho más grande, es el ágora principal de la ciudad. A su alrededor se sitúan los edificios más importantes: la catedral, el Palacio de Justicia, la alcaldía, el Capitolio Nacional y la estatua del Libertador. Paseantes, turistas, pícaros, vendedores y palomas. Este fue el núcleo alrededor del cual se fue erigiendo la Bogotá colonial que también se describiera en un atrevido libro costumbrista llamado El Carnero, escrito por el criollo Juan Rodríguez Freyle en 1638, inaugurando así la lista de grandes escritores colombianos cuyo cénit alcanzaría Gabriel «Gabo» García Márquez, quien describiera a Bogotá en sus memorias juveniles como una ciudad fría y perpetuamente encapotada.
También cerca se halla el fabuloso Museo del Oro con la celebérrima Balsa Muisca, una admirable obra de orfebrería votiva elaborada entre los años 600 a 1600 y que fue hallada por unos campesinos en 1869. Desde su descubrimiento ha simbolizado la leyenda de El Dorado. La escultura representa la escena en que un rey se cubre de oro para realizar ofrendas a los dioses en una laguna sagrada. Esta escena, que recoge Freyle en su libro referida en la laguna de Guatavita, ya fue contada en el siglo XVI a los españoles de Quito por los indígenas y el cuento desató la búsqueda de ese reino mítico donde había incontables minas de oro. La imaginación febril y el ansia de riquezas míticas condujo a grandes hombres a la búsqueda de un imposible. El más conocido de todos fue Lope de Aguirre, quien protagonizaría una expedición lunática que empezó con el homicidio del jefe y acabó en un delirio de sangre y crueldad en la que él mismo sucumbió asesinado por sus hombres. Antes mató a su propia hija para que no cayera en manos de sus antiguos leales.
El espejismo de El Dorado que espoleaba la fantasía de hombres cuerdos hacia las sabanas de la demencia era demasiado poderoso para que solo llegara a esta sabana bogotana un conquistador. Después de Gonzalo Jiménez de Quesada aparecieron por aquí Nicolás Federmann, un alemán bastante peculiar que venía desde Venezuela, y Sebastián de Benalcázar, que lo hizo desde Ecuador, tras fundar Quito y Cali. Y aquí se encontraron y casi se lían, y no a abrazos precisamente. A punto de guerrear entre ellos, llegaron a un acuerdo de mínimos en la actual plaza Bolívar, punto neurálgico de la ciudad, y realizó la fundación jurídica de Santa Fe de Bogotá. Y luego se fueron todos a España a reclamar cada uno lo suyo, pretendiendo tener más derechos que el otro. La suerte que corrieron fue dispar, siendo el más perjudicado Federmann, que murió en la cárcel por unos pleitos con sus antiguos jefes, los Welser, prestamistas de Carlos V, que habían obtenido privilegios en Venezuela. Pero lo que sí es seguro es que ninguno encontró El Dorado.
En la plaza Bolívar, en pleno centro de Bogotá, no solamente hay un montón de palomas para que se diviertan los turistas, hay también otra realidad que muchas veces no se quiere ver. Frente al Palacio del Gobierno hay un gran campamento de manifestantes con pancartas. En cuanto nos ven con la cámara se acercan buscando que les dejemos dar su testimonio. Nuestro documental es de historia, pero imposible negarse a dar la palabra a quien la pide con desesperación para enviar un mensaje que pretende llegar a alguien. Son gente muy humilde, campesinos desterrados de sus provincias por la violencia sectaria que lleva asolando Colombia desde hace décadas; en realidad, desde hace siglos, ya que la guerra entre guerrilla, narcotraficantes, paramilitares y ejército no es sino la continuación de las guerras decimonónicas entre realistas y bolivarianos y luego entre conservadores y liberales. Colombia se ha desangrado en todas sus generaciones.
—Mi hermano me lo mataron, mi otro hermano también me lo mataron. Ha habido cinco muertos en mi familia —me dice un hombre alto y delgado, con la cara marcada por arrugas de sol, trabajo y sufrimiento.
—¿No puede volver?
—No puedo volver. Estoy amenazado. Por ello que si vuelvo, me desaparecen —insiste, y esgrime un manojo de documentos que prueban su condición de víctima—. Aquí está el acta de defunción y el acta de levantamiento del cadáver.
—«Manera de la muerte, arma de fuego» —leo yo mismo en el informe forense—. «Descripción de las heridas: tres orificios en la cabeza.»
—Era mi hermano Julio Arturo —explica el hombre.
—Y ustedes, ¿por qué están aquí? —pregunto.
—Porque estamos amenazados por ese mismo grupo, porque ellos terminaron como grupo guerrillero RP, pero quedaron los paramilitares.
—Pero ustedes ahora aquí, con estas pancartas, ¿qué reclaman?
—Reclamamos que como desplazados nos concedan nuestros derechos, y las ayudas de Reparación Integral que el Estado colombiano reconoció en la Ley de Víctimas del 2011 para restituir las tierras a quien las hubiera abandonado por causa del conflicto armado.
Decidimos salir de Bogotá y dirigirnos al norte por las rutas secundarias porque ya sabemos cómo son de espantosas las principales. Por la 45 fuimos hasta Barbosa y de ahí nos adentramos en la sierra por una vía sin asfaltar, embarrada, en obras y hasta la bandera de camiones. Era el delirio. Colombia hace enormes esfuerzos por mejorar su red viaria y dentro de unos años la tendrá totalmente renovada a juzgar por la cantidad de trabajos que se están realizando, pero ahora mismo es el país con las carreteras más «pesadillescas» de todos los que he recorrido. No obstante, decir estas cosas en los vídeos que edito para la web de Televisión Española o en mi blog merecerá recibir agrios comentarios de colombianos patriotas que los verán como un insulto a su orgullo patrio.
Y no lo es. Colombia me parece un país bellísimo de gente muy amable. Lo mejor de esta nación no son sus carreteras, pero quizá para compensar, Colombia ofrece auténticos regalos a la vista detrás de cada curva. La selva más verde se extiende infinita tras cada cerro y los tipos que encuentro son gente muy sencilla y afable. Van a caballo o acompañados de mulas, usan sombreros anchos y grandes machetes. Son la viva imagen de aquel Juan Valdés de los anuncios de café. Parece que vivan suspendidos en un tiempo antiguo, en el universo de las novelas de García Márquez y sus acordeonistas parranderos.
Dejamos atrás una pequeña población llamada Cimitarra y salimos después de algunas dificultades a la Ruta 45. Esta carretera está asfaltada y deja los Andes a la derecha, de modo que podemos circular por un terreno más llano, de sabana, pasto y ganado vacuno. Resulta un alivio dejar la belleza agreste de la sierra porque se avanza más rápido, aunque no demasiado pues sigue habiendo gran cantidad de camiones, obras y peajes. Y también fruta. Cada cierto tiempo paramos en los puestos a pie de pista para comprar mangos, cocos y otros deliciosos frutos tropicales. Colombia es una huerta frutal fabulosa y todo lo que comemos está en sazón, dulce y refrescante.
Hacemos noche en un pueblo llamado Aguachica y al mirar el mapa nos sorprendemos de nuestra propia capacidad de hacer camino. Estamos a 570 km de Bogotá. Los de la Toyota están agotados pero yo estoy molido. La moto es un vehículo que supone estar expuesto a todas las inclemencias del tiempo y a que cada irregularidad del terreno se traslade a tu espina dorsal. Siempre viajo con el barboquejo del casco levantado para que me dé el aire en el rostro, pero también me entra toda la polución, el polvo, el sol, el aceite quemado y los insectos. Mi cara es la de un anciano prematuro por el esfuerzo, el cansancio y los elementos. Soy un hombre feo. Me he afeado voluntariamente. El precio que se paga por vivir intensamente se escribe en la piel. Les pasa a los ciclistas, a los escaladores, a los navegantes y a los motoristas.
Aguachica es una población mediana. Por casualidad conocemos a un periodista local que nos lleva a cenar a un figón de mercado. La carne se asa en unos espetones sobre la brasa y nos sentamos en mesas de plástico. Es un comedor humilde para gente humilde. Nuestro nuevo amigo es un mulato muy vivo e inteligente que nos cuenta terribles historias de la guerra civil que vivió el país durante cincuenta años. No había frentes definidos. Toda Colombia era un frente. Algunos pueblos estaban tomados por un grupo y otros por otro diferente. Y podían ser pueblos próximos en lo geográfico y lo social. Pero muchos otros vivían una guerra interna, sorda, donde todos se conocían y las batallas eran sucias: secuestros, asesinatos, amenazas…
—¿Y la libertad de prensa? —pregunto a nuestro interlocutor.
—Inexistente. A mí me secuestraron por realizar mi trabajo. Yo era muy joven entonces. ¿Qué periodismo iba a ejercer a partir de entonces? El del miedo.
Contemplo la vida bulliciosa de una ciudad con más de cien mil personas, veo a la dueña de la taberna, una mestiza gorda, anciana y amable, a la camarera, una negra culona y reidora, a los clientes, tipos de parranda y alegría. Este rostro desenfadado de Colombia se me antoja incompatible con lo que oigo.
—¿Y aquí? ¿Cómo se vivían aquellos años?
—¿No conocen la historia de Aguachica? —pregunta el periodista.
Negamos con la cabeza. Nunca había oído hablar de este lugar.
—Aquí se celebró el primer referéndum popular contra la violencia. Y fue en 1999, durante los años más negros. Estamos en el Departamento del César. La guerrilla que se instaló aquí fue el ELN en los ochenta. Al principio fueron bien recibidos por la población más desfavorecida porque se presentaban como una resistencia contra el caciquismo y los abusos. Pero su régimen de terror les ganó mucha antipatía y la aparición de las autodefensas.
—Los paramilitares —digo.
—Exacto. Con el apoyo de los terratenientes y de las gentes más conservadoras, se instalaron en el llano, y los guerrilleros se fueron a las montañas de donde vienen ustedes. Una ola de asesinatos y secuestros asoló este pueblo. Se volvió surrealista vivir aquí. Nadie sabía si volvería a casa. Eso causó una reacción popular. El alcalde, Luis Fernando Rincón, y un activista por la paz llamado Fredy Gallego, promovieron una campaña para el referéndum. Más de dieciséis mil vecinos votaron en contra de la violencia, de todas las formas de violencia y de todos los grupos. Fue un movimiento inaudito que se sintió en toda Colombia y dejó en evidencia a guerrilla y paramilitares cuando pretendían ser los defensores del pueblo. El alcalde había sido miembro del M19 pero lo dejó y estaba en contra de todo uso de la violencia. Salimos en la prensa internacional por aquello. Fuimos un rayo de luz en la oscuridad.
—¿Y qué fue del alcalde? —pregunto.
—Lo mataron los paramilitares —contesta nuestro amigo dando un trago a su cerveza.
—¿Y de Fredy? —inquiere ahora Teresa.
—También lo mataron.
Una de las peculiaridades idiomáticas de Colombia es cómo llaman al café solo. Cuando pido el desayuno en el modestísimo hotel en el que hemos pasado la noche en Aguachica recalco que el café lo quiero solo.
—¿Tinto? —pregunta la dueña.
—No, vino no, café —contesto.
—Pues eso, café tinto —replica ella.
—O sea, que el café solo es café tinto —requiero yo.
—El tinto no lleva leche, por eso es tinto —aclara ella.
—No seas tonto —se impacienta Teresa—, tómate ya el café y vámonos, que tengo ganas de conocer Cartagena de Indias.
El paisaje se amansa en sabana y calor. Recorremos un largo llano. Teresa viene conmigo en la moto. Debido a las obras y a los trabajos en la vía, que detienen la marcha en un carril para dejar paso al otro, nos distanciamos de la Toyota. Es como si viajáramos solos. Una pareja viviendo su particular aventura. Llevábamos ya un año de relación desde que nos conocimos en Barajas y mi vida nómada se está resintiendo, agrietando para dejar salir otra nueva vida familiar. Había realizado dos viajes más estando ya con ella, uno al Sáhara de apenas diez días y otro a Estados Unidos para cruzarlo de costa a costa por el llamado Viejo Camino Español. Estuve fuera un mes y fue difícil la relación con Teresa, que se quejaba de sentirme muy lejos. En ambas ocasiones ella había venido a estar conmigo y recuerdo esos días como la mejor parte de los viajes. Definitivamente, yo había dejado de ser un solitario.
Cartagena está a unos quinientos kilómetros, pero tardamos nueve horas de conducción sincopada entre obras, camiones y baches. La ciudad se anuncia por un tráfico endemoniado y por feos suburbios de pobreza y chabolas. Es la realidad de todas las ciudades del mundo. No es solo en Sudamérica. Los arrabales son siempre refugio del lumpen, del ejército de miseria que acampa en la periferia de las urbes. Luego comienza la Cartagena moderna, de grandes avenidas como la dedicada al fundador, Pedro de Heredia, llena de vehículos humeantes y espantosos edificios de factura industrial. Nos rodean microbuses atiborrados de gente, taxis y pequeñas motos. El atasco es inaudito y me da tiempo a observar el universo racial cartagenero. La multitud es nueva. Más oscura y desnuda, rica en negros y mulatos. Hay más calor, más color y más sabor que en la otra parte de Colombia que hemos conocido. No es mejor ni peor, es diferente.
Al fin lo vemos. El mar Caribe frente a nosotros. El que vieron los descubridores de América. El origen de todo, territorio mítico de piratas, navegantes, tribus feroces, narcotraficantes, turistas y paraísos fiscales. El Caribe, uno de los mares con nombre más eufónico. Su sola resonancia pone de buen humor. A nosotros nos pone de un humor estupendo. Teresa se emociona y yo respiro porque verlo supone encontrarnos al final de la etapa y poder descansar.
La ciudadela amurallada aparece a nuestra derecha, con sus muros de piedra grisácea. La muralla rodea por completo el casco histórico y hace de Cartagena de Indias una postal muy reconocible con sus cilíndricas torres vigía. La construcción de las defensas comenzó en 1586 por un ingeniero italiano llamado Bautista Antonelli. En 1608 Antonio de Roda fortificaría la parte que da al mar, y entre 1631 y 1633 se rodearía con ellas el popular barrio de Getsemaní por Francisco de Murga. La historia de Cartagena de Indias es la de sus murallas y sus asedios. Pero nosotros no vamos a conquistarla hoy. Tenemos otros planes. Bueno, los tiene Teresa, quien harta de dormir en galpones de tercera ha reservado habitación en un hotel de la playa, retirado del bullicio del centro.
Recorremos el paseo marítimo con el Caribe a la izquierda y la ciudad a la derecha. Nos dirigimos hacia el norte. La sorpresa es que la calle se corta y en lugar de seguir paralela al litoral, se mete dentro de la ciudad y volvemos al atasco, luego tuerce de nuevo y retorna a la costa unos pocos kilómetros más allá. Por una razón que no alcanzo a comprender, han dejado sin carretera costanera un pequeño triángulo urbano. Eso nos demora casi media hora por la espesa congestión en las calles interiores. Cuando volvemos a ver el mar, sentimos de nuevo la alegría caribeña. Está atardeciendo y la temperatura es agradable. Dejamos atrás la ciudad y una recta carretera pasa al lado de una ciénaga a nuestra derecha y el mar a la izquierda. La siguiente sorpresa es que este camino que nos lleva a los hoteles de lujo en la playa atraviesa una zona de chabolas a la vera de la laguna. Los desheredados caminan por la misma carretera por la que circulan lujosos automóviles. Este contraste a veces tan llamativo que se vive en Sudamérica se hace insoportable.
En pocos kilómetros llegamos a nuestro hotel. Es una coqueta construcción de madera tropical en forma de gran cabaña o bungalow. Tiene una agradable piscina a pie de playa. Sobre la arena hay camas entoldadas de lino. Las habitaciones son espaciosas y confortables. El servicio, impecablemente uniformado, es atento y profesional. Es un lugar caro. No en términos relativos, porque este exquisito lujo no exhibicionista es asequible en Colombia, pero sí en términos absolutos para el presupuesto de la producción. No es lo mismo pasar unas pocas noches de hotel durante una escapada, que dormir en hoteles durante cien días. Teresa lo ha encontrado por internet y arguye que estas son sus vacaciones y que si viene al Caribe, por una vez quiere alojarse en un sitio con encanto y no en los sucios muladares donde se refugia el equipo de Diario de un nómada. Dice que ella lo pagará, incluyendo la habitación de Heber y Antonio. Me niego y permito que ella pague nuestra habitación y yo abono la de mis colaboradores.
La cena la hacemos por separado porque Teresa tiene que irse pasado mañana. Apenas le queda un día para conocer el centro de Cartagena de Indias. Pero esta noche no nos preocupamos de esas fruslerías y simplemente disfrutamos del frescor de la noche. Estamos sentados en una mesa de la terraza, bajo las altas palmeras del jardín y muy cerca del mar. La brisa nos acaricia y una vela ilumina la escena. No siempre se disfruta de momentos así en la vida y cuando se tienen hay que gozarlos, y creo que el mejor modo de hacerlo es no pensar en ello, no decirse «tengo que disfrutar este momento», sino simplemente vivirlo. Sin embargo, es difícil no hacerlo porque en tan incomparable marco, con una cerveza en la mano, la persona amada solo para ti y sabiendo que estás haciendo realidad tus sueños, es imposible no mirar desde fuera y decirte: macho, saborea esto porque este sí es aquí y ahora el mejor de los mundos posibles.
La visita al casco histórico de intramuros resulta fabulosa. Con Teresa a la grupa de Anayansi, entramos de mañana por una de las puertas de la muralla y descubrimos un modo de retroceder en el tiempo. La ciudad se fundó en 1533, y fue asaltada numerosas veces por piratas y ejércitos enemigos; al penetrar dentro de la fortaleza viajamos de pronto al siglo XVIII. El barrio de casas pintadas de colores con sus balconadas de madera, las imponentes iglesias, las callejas de adoquines, las plazuelas, las flores colgadas, las cúpulas y los techos de tejas. Semeja un pueblo de Cádiz o Málaga pero todavía más bonito y mejor cuidado. Parece un cuento de la imaginación o un escenario de película. Asombra la perfección del paisaje de obra teatral. A estas tempranas horas todavía la ciudad está vacía y tranquila; resulta delicioso recorrerla sin turistas ni coches. Teresa está boquiabierta y me encanta su alegría.
Poco a poco se va poblando. Una multitud colorida llena las callejas, las plazas, las aceras. Locales y extranjeros inundan los espacios públicos en amistosa promiscuidad. Viajeros, vendedores callejeros de frutas, comerciantes dedicados al turismo, pero también empleados de industrias ordinarias, como un grupo de enfermeras uniformadas de verde o los trabajadores de un taller. Cartagena es una ciudad viva y no un decorado. Una biblioteca borgiana con todos los rostros posibles, todos los conflictos imaginables y una inusitada colección de personajes extraordinarios, tanto del pasado como del presente.
Porque la historia de Cartagena es la historia de sus héroes y sus santos. La ciudad tiene su propio canonizado: san Pedro Claver, un catalán nacido en 1580, entregado a la causa de evangelizar y mejorar las penosas condiciones de vida de los esclavos negros que llegaban al puerto de Cartagena. Se llamó a sí mismo «esclavo de los negros» y su generosa dedicación y entrega a los más maltratados por el sistema colonial le ganaron la santidad.
La historia negra de Cartagena es haber sido principal puerto negrero. Cada mes llegaban mil africanos después de una travesía espeluznante de cincuenta días en los que moría la mitad del cargamento. Viajaban en condiciones infrahumanas porque los traficantes no los consideraban personas. Pedro Claver fue testigo de aquella ignominia y el día que fue ordenado sacerdote jesuita escribió junto a su rúbrica el lema que le acompañaría tres décadas de profesión evangélica: «Esclavo de los negros para siempre».
El padre Claver se procuró intérpretes y recibía los barcos. En cuanto atracaban, bajaba a las fétidas sentinas con alimentos, bebida y buenas palabras para auxiliar a los desgraciados, que venían presos de terror, convencidos de que serían comidos. Él mismo sacaba a los más enfermos para curarlos y distribuía la comida. Ejercía una catequesis práctica que además de ocuparse del alma intentaba mejorar las condiciones de vida de los negros. Visitaba a los amos que flagelaban a sus esclavos para recriminarles su conducta.
Por su apostolado a los negros fue criticado e injuriado, pero nunca flaqueó. Elegía siempre los peores trabajos, dormía en el suelo y apenas comía. En 1654, cuando ya enfermo e inválido agonizaba, se desencadenó una multitudinaria peregrinación a su celda. Todos —ricos, pobres, religiosos, laicos— querían tocar el cuerpo, llevarse una reliquia del santo. Y santo se le declaró en 1888. Sus restos están en una bellísima iglesia de Cartagena que lleva su nombre. Es un templo de estilo jesuítico colonial, austero y sencillo, alejado del barroquismo de otras iglesias que hemos visto en América.
Pero si la ciudad tiene santo, también tiene héroes. El primero quizá sea el Gran almirante, Cristóbal Colón, cuya blanca estatua se yergue en la Plaza de la Aduana. Durante años se pensó que había descubierto la bahía en su cuarto viaje e incluso dado el nombre al puerto. Pura leyenda. El nombre se debe a Rodrigo de Bastidas. ¡Pobre Colón! Habiendo sido el genial genovés tan mal tratado por las leyendas falsas, como las que le hurtaron el bautizo del nuevo continente, es lástima que no demos por bueno ese descubrimiento aunque solo sea para hacerle un pequeño honor, pues Colón ha sido el gran confiscado y un descubridor burlado. Menos mal que Colombia lo recuerda en su nombre, aunque así debería llamarse el continente entero. Llamarlo América es injusto y deshonroso con el ilustre navegante.
Su inteligencia como marino es indiscutible. Al principio de nuestro viaje, Gabriel Huete me comentaba algo que desconocía aunque quizá debía de haber intuido, y es que el mayor mérito como navegante de Cristóbal Colón no fue descubrir América, sino regresar a España. Ir de Canarias a América es fácil porque viento y corriente, en la zona intertropical, siempre van de oeste a este y solo hay que dejarse llevar. Pero él tuvo la intuición suficiente como para saber volver, y volver ya no es tan fácil porque, además, en los barcos de aquella época, del siglo XVI, los planos bélicos no te permitían navegar contra el viento. De modo que no podías regresar por el camino que fuiste, y Colón de alguna forma supo intuirlo. Por eso viajó al norte, hasta cabo Hatteras, en Estados Unidos, y a partir de ahí el régimen general de vientos y corrientes cambia y vuelve hacia el este. Supo aprovechar estas condiciones y regresar por el Atlántico Norte a Europa, que es un viaje mucho más complicado, más frío porque estás en las altas latitudes. Los vientos son más fuertes, las temperaturas son mucho más frías y las condiciones de ola son más duras.
Seguimos nuestro camino y a pocos metros aparece la famosa Torre del Reloj, entrada principal a la ciudad. Y justo enfrente, la estatua de Pedro de Heredia, el fundador en 1533. Cartagena de Indias es una de las ciudades coloniales mejor conservadas de todo el continente sudamericano y además está en la costa del Caribe, eso la convierte en un gran destino turístico visitado por muchos europeos, entre ellos muchísimos madrileños. La mayoría de ellos pasean por esta plaza, hacen fotos a la estatua y sin embargo desconocen que fue un paisano suyo quien fundó esta ciudad.
Pedro de Heredia era un tipo de genio. Revoltoso y pendenciero, se vio envuelto en su juventud en una riña callejera. Se cuenta que seis hombres le cortaron la nariz. Un sanador de la época le cosió la cara al brazo hasta que le crecieron unas nuevas narices. Es de suponer que muy guapo no era. Y tampoco olvidaba. Heredia mató a tres de los agresores y para librarse de la Justicia escapó al Nuevo Mundo. Fundó Cartagena de Indias con una capitulación real y exploró el interior de Colombia siguiendo el curso del río Magdalena hasta la lejana sierra andina del Tolima.
Auxiliado por la india Catalina, cuya escultura está a la entrada de la ciudad vieja, quien le sirvió de intérprete y dicen que también de amante, Heredia logró sacar a flote la ciudad de Cartagena en un entorno nada fácil. La ciudad le ha dedicado esta bonita estatua y una gran avenida. Sin embargo, en Madrid, su lugar de nacimiento, Pedro de Heredia tiene dedicada una callecita muy modesta cerca de la plaza de las Ventas.
Pero si la Historia no ha sido generosa con Pedro de Heredia, menos aún lo ha sido con el verdadero héroe de Cartagena. Me dirijo hacia el imponente castillo de San Felipe de Barajas que domina la bahía. En la plazoleta que hay cerca de la cuesta que sirve de entrada se erige una escultura de un hombre corpulento, manco, cojo y tuerto que eleva su espada al cielo.
Nadie repara en él. Causa mucha más curiosidad mi moto. Un par de chiquillos mulatos vienen a examinar a Anayansi. La niña me mira curiosa y el chaval solo tiene ojos para la BMW. Me dirijo a ellos señalando la estatua de bronce.
—¿Y vosotros sabéis quién es ese señor que está ahí arriba?
La muchacha hace un gesto de negación con su dedo índice.
—¿No, verdad? Se llamaba Blas de Lezo y ganó a los ingleses una batalla aquí.
Don Blas de Lezo, nacido en Pasajes, Guipúzcoa, en 1689, héroe de Cartagena de Indias. Le llamaban «medio-hombre» porque le faltaban un ojo, una pierna y un brazo. Todo perdido en acciones bélicas. Tras dejarse media anatomía en las guerras españolas por medio mundo fue nombrado Comandante General de Cartagena de Indias, plaza fuerte que en 1741 defendió exitosamente del asedio de la armada del almirante británico Vernon, que con 180 barcos y 25.000 hombres triplicaba a las fuerzas locales.
—Y así por eso vosotros no habláis inglés.
El origen del conflicto es algo chusco. Un capitán español abordó un barco contrabandista en las costas caribeñas. El Rebecca iba comandado por un marino inglés, de nombre Robert Jenkins; este, a su vuelta a Inglaterra, contó el suceso en la Cámara de los Comunes de un modo teatral y afectado. Afirmó que el español le cortó la oreja y le dijo que se volviera a su patria y que advirtiera a su rey que «lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». Jenkins estimuló la furia patriótica de los diputados exhibiendo su propia oreja amputada metida en un frasco, o algo que se le parecía. Encendido el fuego del belicismo, el primer ministro Walpole declaró la «guerra de la Oreja de Jenkins» a España. La confrontación duró desde 1739 hasta 1748 y acabó con la derrota de Inglaterra porque terminó convirtiéndose en una parte de la guerra de sucesión austríaca e involucrando a todas las naciones europeas.
Tan seguros estaban los ingleses de su victoria que acuñaron unas monedas en las que se leía «The Spanish Pride Pulled Down By Admiral Vernon», es decir, «El orgullo español echado abajo por el almirante Vernon». Una gran réplica de esas monedas está en la base de la estatua de don Blas de Lezo. Un poco apresurados ellos. El genio estratégico del vasco y las fortificaciones que ordenó construir salvaron la ciudad y hundieron el orgullo inglés. Los ingleses jamás pusieron en circulación las monedas, y tampoco permitieron hablar de la derrota. Don Blas murió en la Cartagena que defendió. La gran mortandad que produjo el asedio desató una epidemia de peste que consiguió lo que no lograron las balas de cañón. Pero más triste que esa muerte en la cama es que tan magnífico comandante apenas sea conocido entre sus propios compatriotas.
Asomado a las murallas del castillo de San Felipe de Barajas, una formidable construcción militar elevada más de cuarenta metros sobre el cerro de San Lázaro, tengo vistas privilegiadas sobre Cartagena de Indias. Miro la bahía, el puerto deportivo y los rascacielos. Estoy satisfecho pero también algo triste. Teresa se ha ido en avión hace apenas unas horas. La separación ya no será larga porque me queda poco para regresar a España. Contemplo el Caribe que supone el final de mi aventura. Soy consciente por primera vez del enorme viaje que he realizado: 24.000 km cruzando selvas, desiertos, manglares, montañas y ciudades. Ciudades como esta, que me parecen idénticas a cualquiera de las ciudades de mi propio país. ¡Qué cerca está América, y a veces parece que la hemos olvidado! Como hemos olvidado a algunos de nuestros mejores hombres. Cuántos madrileños veranean al año en Cartagena de Indias, pasean por la plaza del Reloj y no reconocen en la estatua de Pedro de Heredia a un paisano suyo. ¿Y qué decir de don Blas de Lezo? La figura del comandante general parece reservada a los eruditos. ¿Cómo se puede olvidar y despreciar a uno de los pocos militares que han conseguido derrotar al Imperio británico? ¡Qué injustos son a veces la Historia y los pueblos!
Heber no nos acompañará a Panamá. El Tapón del Darién lo impide al interrumpir la Ruta Panamericana. El Tapón, como se conoce entre los viajeros overland, es un embudo selvático y pantanoso tomado por guerrillas y narcotraficantes. No hay carretera y nunca la habrá. A los panameños no les interesa que la haya porque dificulta el paso de la droga, la inmigración y la delincuencia. Por eso los viajeros en moto debemos saltar el obstáculo en barco desde Cartagena o en avión desde Bogotá. Se comenta que se pretende establecer una línea de ferry, pero a día de hoy, junio de 2014, eso es solo una promesa. Los barcos que actualmente realizan la travesía son pequeños y frágiles veleros sin permiso oficial para ello. La Toyota no cabe en uno de esos barquitos y resulta muy complicado, lento y caro enviar la camioneta en un contenedor. Lo sabíamos de antemano y el trato era que su trabajo terminaba en Cartagena de Indias. Y sin embargo, eso nos entristece. Han sido muchos días y kilómetros juntos y de pronto el equipo se queda sin uno de sus miembros.
Se nos hace rara la idea. Es lo curioso de los viajes largos, uno llega a pensar que esa es su vida ordinaria, y que lo extraordinario del movimiento permanente es lo ordinario. Pero no es así. Y la marcha de Heber nos lo recuerda por sorpresa. De pronto somos conscientes de que estamos en la recta final del proyecto y que esto se acaba. Mañana seremos solo Antonio y yo, y en una semana ya ni eso. Cada uno estará en su casa, con su gente, su ambiente y esa normalidad que hemos olvidado a lo largo de estos casi cien días de frenético peregrinaje.
Estamos en la terraza del hotel. Desde nuestras sillas vemos el mar al otro lado de la verja y la carretera del paseo marítimo. El sol se pone y su dorado estertor ilumina tenuemente nuestros rostros mientras cenamos juntos por última vez. Las despedidas no nos gustan a ninguno, de modo que no hablamos de ello, ni expresamos sentimientos, ni nadie improvisa un discurso. Intentamos mantener la superficial normalidad de nuestras cenas habituales, pero no nos sale. Cuando el silencio se hace demasiado espeso y el atardecer ya es noche oscura, hablo:
—Bueno, Heber, has hecho un gran trabajo. Estoy muy contento con tu labor.
Heber asiente y responde sin emoción:
—Gracias, Miquel. Ha sido un gusto trabajar contigo.
Antonio enciende entonces la bombilla que nos ilumina para evitar que seamos unos tarados sentimentales.
—Pues habrá que beberse el champán —dice levantándose—. Lo reservábamos para esta ocasión, ¿no?
Heber y yo nos miramos. ¡Claro, el champán! Cierto. El champán, el cava, o lo que sea esa botella que ha venido dando tumbos desde Chile y que milagrosamente se ha mantenido intacta y sin quebrar. Nos la regaló la enóloga de la bodega Portal del Alto hace ya tres meses, en una de nuestras primeras jornadas de viaje, y entonces nos prometimos no beberla hasta que llegáramos a nuestro destino. Casi olvidada la promesa, se ha convertido en un trasto que acarreamos por inercia. Pues mira por dónde, ya hemos llegado y tenemos algo importante que celebrar.
Heber se dirige a la camioneta y la rescata de la caja, donde estaba sepultada entre trastos, herramientas, cuerdas y equipajes. No queda ni rastro de la etiqueta y muy probablemente el vino espumoso esté completamente arruinado por tanto traqueteo y por los bruscos cambios de temperatura que ha sufrido en este extremo viaje de 20.000 km que ha ido desde el nivel del mar hasta las cimas andinas, desde las húmedas selvas hasta los tórridos desiertos, desde las contaminadas ciudades hasta los bosques primigenios. Este champán se ha convertido sin pretenderlo en testigo de toda la aventura y ahora en un símbolo de su final.
No hay copas adecuadas, pero nos sirven los vasos de agua. Por supuesto, la botella se merece una buena sacudida que despierte su aletargado gas carbónico. El corcho se resiste a saltar, pero Antonio forcejea con insistencia hasta que suena un violento taponazo y el chorro de licor le salpica como un surtidor. Sirve rápidamente y nos disponemos para el brindis. Pero en ese momento dudamos.
—¿Por qué?
—Por nosotros, coño —sanciono tajante.
Entrechocamos los bastos recipientes y damos un trago. Hasta el abstemio de Heber engulle un buen buche. El champán chileno está caliente y dramáticamente estropeado, pero en la pacífica noche de esta caribeña Cartagena, rodeado de unos tipos fabulosos a los que ya conozco como a dos hermanos, me sabe dulce y me sabe amargo, me sabe alegre pero con notas de tristeza, me sabe a melancolía y a euforia; en fin, me sabe a una clase de afecto sincero tan indefinible, extraño y complejo que los humanos lo hemos acabado llamando con una sola y simple palabra: amistad.