La conquista de los Andes
El avión aterrizó con su bamboleo inquietante y se detuvo en la pista. Salimos al exterior como fantasmas cegados por la luz. En el interior del aeropuerto todo parecía bastante europeo, hasta que arribamos a la zona del control de pasaportes. Entonces comprobamos que no había Europa alrededor. Los europeos nos hemos acostumbrado a Schengen y la libre circulación, pero eso es un lujo incomprensible en la mayoría de los países, que someten a los visitantes a un riguroso escrutinio. En realidad no es riguroso, es solo burocrático, pero hay que rellenar una ficha de inmigración y en Chile, además, una declaración jurada de que no se traen frutas ni alimentos foráneos. Los carteles lo recordaban continuamente: hay que declarar bajo pena de multa y confiscación. Y tratándose de un avión que venía de España, está claro qué tipo de productos se intenta contrabandear aunque sean para consumo propio: el jamón serrano. Esa delicia que nos regala un animal que judíos y musulmanes consideran impuro, para su desgracia, y que los americanos disfrutan gracias a que lo trajeron los primeros españoles. Lo mismo que los caballos.
Los funcionarios del departamento chileno de agricultura pasaron los equipajes por un escáner que buscaba comida en lugar de explosivos y pillaron algunos infractores que fueron apartados para dar largas y probablemente inútiles explicaciones. En Chile pudimos comprobar dos virtudes del servidor público: su voluntad de ayudar y su incorruptibilidad. Estos ejemplos de limpieza certifican que es posible combatir el cohecho. Hay países donde se vive la cultura del trapicheo, de la propina, del «protocol or money» que susurra con voz de hiena el policía de tráfico ruso. Sin embargo, en otros, los funcionarios públicos cumplen escrupulosamente su labor. A veces solo separan ambas realidades una linde fronteriza y en un país son corruptos y en el vecino, que social y étnicamente son parecidos, no lo son. Cualquiera que sea la receta que aplican en Chile, funciona y eso merece ser reconocido.
Cuando salimos, teníamos a tres personas esperando. Por un lado estaban, Heber y su hijo de nueve años, y por el otro, Juan Pablo Porras Novalbos, hermano de mi amigo José Manuel. Juan Pablo era un español expatriado por la crisis que llevaba un par de años asentado en Santiago e iba a hacernos de cicerone los días que estuviéramos en la ciudad. Heber había llegado la noche anterior desde Mendoza, Argentina, a 360 km.
Había conocido a Heber gracias a otra deserción, la de Fabrizio Tapia, un chileno nacionalizado estadounidense que vivía en Atlanta y había sido durante muchos años ejecutivo en CNN Turner. Mi relación con él se debía a nuestro común amor por las motos y a Chris, un amigo mío que me pasó su contacto. Fabrizio había guardado mi moto en Estados Unidos una temporada, y había prometido venir al viaje por Sudamérica que ya había hecho anteriormente como conductor y productor ejecutivo. Pero en el último momento se retiró porque la Hacienda norteamericana le reclamaba 50.000 dólares de modo inesperado para él. No podía hacer el viaje, pero me recomendó a quien sí podría hacerlo: Heber Orona. Todo nuestro conocimiento había sido por teléfono y correo electrónico. Me pareció el hombre adecuado, y la cifra que pidió por tres meses de trabajo, incluyendo su camioneta, era asumible para mi modesta producción.
Ese día en el aeropuerto le acompañaba Agustín, su hijo, fruto de una relación ya rota y que habitualmente vivía en Perú. Heber, que solo disfrutaba de él durante las vacaciones, me había comentado que el trabajo le haría despedirse anticipadamente, pero que necesitaba el dinero y que se resignaba a ello. Yo le contesté que puesto que íbamos a pasar unos días en Santiago y que iríamos cerca de Mendoza antes de iniciar el viaje al sur, que podía traerse al chiquillo en ese tiempo. Él me lo agradeció mucho y quedamos en vernos el sábado 22 de febrero. Allí estaba.
Caminamos bajo el sol hasta el aparcamiento donde se encontraba La Negrita, como Heber llamaba a su camioneta pick up, una impecable Toyota Hilux de 2.700 cc y motor turbodiésel. Un vehículo famoso por su dureza, fiabilidad y confort. Con cinco plazas y una gran barqueta trasera, debería cargar todo el material y aguantar todo el recorrido. Si para la moto era un desafío, para la Toyota también. Pronto comprobaríamos la estrechísima relación que tenía Heber con ella, porque era su herramienta de trabajo y su orgullo, pero también era lo único que nuestro conductor tenía en propiedad. O en semipropiedad, porque aún la estaba pagando y no le resultaba fácil ganar dinero, por lo estacional de su actividad como guía de montaña y de turismo, y por la situación pésima de Argentina que impedía adquirir dólares a precio real y con una inflación desbocada que pervertía los salarios en pesos argentinos, desvalorizándolos de un mes a otro.
Dejamos el aeropuerto y, desde dentro del habitáculo, Santiago de Chile se fue revelando como una urbe moderna, desmesurada, rutilante en su skyline de rascacielos de acero y cristal. Un laberinto de autopistas se extendía ante nosotros. Yo había hecho una somera investigación por internet y decidido que nos alojaríamos en la comuna de La Providencia, un barrio residencial de clase media alta considerado uno de los más limpios y seguros de la capital y de todo el país. Las razones eran que estaba cerca del centro histórico, bien comunicado, y que disfrutaba de zonas verdes, esenciales para mí cuando me alojo en grandes ciudades por mi costumbre de hacer footing todas las mañanas. Más que un hábito, un rito imprescindible para mi salud física y mental.
La contrapartida era el precio de los alojamientos, como insistía Juan Pablo, que vivía en un barrio popular cerca de la estación de trenes, pero muy alejado del centro. Por suerte, buscando y preguntando dimos con un apartamento para cuatro personas por unos 50 dólares la noche. Estaba en una torre residencial, con portero las 24 horas, garaje para la moto y la camioneta, y unas vistas bastante espectaculares. Teníamos acceso a la azotea para filmar y una cocina con barra en la que Heber empezó a cocinar pasta y ensaladas básicas pero nutritivas. Le encantaba poner aguacates, y a nosotros nos encantaba que le encantase. Así aprendimos una de las primeras diferencias idiomáticas: el aguacate se llama palta en Sudamérica, y mezclado con ajo y limón y pasta blanca es sencillamente una delicia.
Nuestra primera comida no fue una de las sabrosas ensaladas de Heber, pues llegamos molidos, con jet lag y hambrientos, sino una enorme bandeja de sushi y esos rollitos de arroz llamados maki en un restaurante japonés que había en el portal, pues la zona estaba bien surtida de negocios, restaurantes, bares y todo tipo de locales de hostelería. Estábamos en el meollo de una zona mixta, residencial y de oficinas. Una vez descargamos toda la impedimenta en el apartamento y repartidas las camas, bajamos a la zona recreativa, nos sentamos en la terraza del restaurante japonés y pedimos cerveza Cristal para Antonio y para mí en grandes cantidades, mientras que Heber, completamente abstemio, pedía un Sprite, su bebida favorita, y Agustín una Coca-Cola. Una vez satisfechos y algo aturdidos por las libaciones, encontramos el estado adecuado de sopor para dormir a pesar de la diferencia horaria.
El lunes era el día de recoger a Anayansi. Montamos todos en el coche y nos dirigimos al aeropuerto. Ya era media mañana porque yo había ido a correr. Esta costumbre mía causaría incomodidades al grupo, sobre todo a Heber, porque mi ritual consumía una hora y retrasaba la partida, de modo que llegábamos más tarde al destino que si hubiéramos salido con la fresca. Pero yo argumentaba que no estábamos realizando un viaje sino una producción audiovisual. Yo me despertaba antes que nadie, sobre las 6.00, y tenía por delante una larga tarea de oficina: revisar los correos que habían llegado por la noche debido a la diferencia horaria, actualizar las redes sociales, editar los vídeos cortos que debía subir a la web de RTVE, redactar el guión del día y documentarme sobre la ruta a realizar. Todo ese trabajo era propio del productor, director y guionista, y como yo era todo eso, pues debía encargarme de todo mientras los demás dormían. Cuando ellos se despertaban, entonces me iba a correr.
Aquel día salimos tarde hacia el aeropuerto, distante de la ciudad al menos veinte kilómetros. Recién instalados en Santiago, no sabíamos bien cómo ir. Heber había comprado un GPS hacía poco tiempo y no estaba muy habituado a usarlo. Se lo encomendó a Agustín y este le iba indicando las direcciones que debía tomar. Cuando pasamos dos veces por delante del mismo sitio, comprendí que las indicaciones no eran correctas. El muchacho lo hacía con la mejor voluntad, pero, o bien las leía tarde y su padre tomaba caminos equivocados, o bien el GPS se equivocaba de ruta. Yo me encontraba bastante inquieto y nervioso por la tensión que implicaba recoger la motocicleta.
Sacar mercancía de los puertos o aeropuertos es una operación compleja y burocrática. Esos espacios son laberintos que normalmente están reservados a ser recorridos e interpretados solo por la casta que conoce sus secretos, procedimientos y resortes. Los agentes de aduana, los funcionarios, los consignatarios, las compañías aéreas o marítimas… todos ellos forman un bloque compacto y hermético ante el cual los simples mortales somos piojos ignorantes y monederos con piernas. He tenido terribles experiencias en casos similares, y aun cuando tratase con burocracias limpias y ordenadas como en Canadá, el trámite llevaba horas, yendo de un sitio a otro, distante decenas de kilómetros entre sí, y pagando considerables cantidades de dinero.
Sacar la moto del aeropuerto rápidamente era vital para todo el proyecto. El calendario estaba cerrado. Disponíamos de tres meses para hacer un viaje larguísimo y cualquier retraso tendría un efecto de caída de fichas de dominó. Una dificultad burocrática en aduanas que exigiera una semana de papeleo provocaría efectos dramáticos en la producción. Sabía que Chile era un país ordenado, pero por eso mismo tampoco las tenía todas conmigo. Mi mayor preocupación consistía en que Anayansi no estaba a mi nombre, sino al de BMW Ibérica, patrocinadora de la serie. Disponía de algunos documentos privados que me autorizaban a circular con ella, pero, en rigor, los aduaneros podrían exigir el título de propiedad y también un seguro, del que yo carecía.
Este desasosiego por la incertidumbre sobre el procedimiento me hacía estar de mal humor y ser impaciente con las vacilaciones de Heber y Agustín. Saqué el teléfono móvil, que ya había cargado con una tarjeta local de datos, y usando la aplicación de Google Maps calculé fácilmente la ruta hacia el aeropuerto. De un modo algo seco le dije a Heber que no hiciera más caso al niño y que siguiera mis instrucciones. En cuatro giros estábamos en la ruta correcta, pero ya se había instalado algo de tensión entre nosotros. Reconozco que no soy un maestro de la sutileza y que, siendo un lobo solitario habituado a cuidar solo de mí mismo, era la primera vez que dirigía un equipo. Algo que pronto nos iba a dar todavía mayores problemas.
Dejamos la camioneta en el aparcamiento de la terminal de carga. Heber y Agustín se quedarían dentro mientras Antonio y yo nos ocupábamos de la burocracia. El recinto bullía de actividad con centenares de trabajadores moviéndose de aquí para allá. En el horizonte, una interminable hilera de enormes naves y almacenes de los que brotaban todo tipo de mercaderías. Lo primero fue ir a las oficinas de la compañía aérea que traía la moto. Allí nos confirmaron que la caja había llegado por la noche. Fue el primer alivio. Anayansi estaba en Santiago. Con los documentos que nos dieron, fuimos a las dependencias de aduanas. Allí volví a encontrarme con la colaboradora actitud de los funcionarios chilenos. En quince minutos tenía en mi poder todos los sellos oficiales que necesitaba. Tuve que pagar unas tasas que no creo superasen los 150 dólares. Miré sorprendido mi reloj. Había invertido en todo el trámite menos de hora y media. ¡Viva Chile!
En el interior del almacén entregué el pequeño taco de folios e impresos en que consistía mi expediente y el empleado desapareció en las profundidades de una gigantesca nave atiborrada de fardos y bultos. Entonces divisé en la lejanía un toro mecánico que traía entre sus palas una gran caja de obra de arte. Era mi elefante dentro de una boa, igual que en El principito.
El principito es una novela magistral de Antoine de Saint-Exupéry sobre cosas esenciales puestas en voz de un niño venido del asteroide B 612. En la Tierra se encuentra con un aviador perdido en el desierto cuyo avión se ha accidentado y ambos conviven en soledad, manteniendo unos diálogos sobrecogedores por su lucidez. Un día el niño le pide al adulto que le dibuje un cordero. El piloto no sabe dibujar y garabatea una caja, pinta en ella un agujero y le dice a su nuevo amigo que el cordero que tanto desea está dentro. El niño mira por el agujero y encuentra el cordero, porque «lo esencial es invisible a los ojos». Así es como el aviador recuerda que de niño le gustaba el dibujo. Y que su primera obra fue una serpiente boa que había devorado un elefante entero. Los adultos a los que enseñó su ópera prima solo veían un sombrero. Igual que Anayansi dentro de su caja.
Cada vez que he mandado una motocicleta en barco o en avión para salvar un océano o un país de paso prohibido, como Myanmar, he recordado esa memorable escena cuando cerraba o abría el embalaje. Ya he comentado que no me considero un motero, ni un fanático de las dos ruedas, soy un escritor que monta en moto, pero aun así mi motocicleta es algo más que un mero vehículo o un ingenio mecánico al que se le echa gasolina.
Las motocicletas tienen alma. Son como los caballos del caballero andante. La relación que se crea entre ellas y los que las conducimos es muy especial, es íntima, de amor y de odio entremezclados; sobre ellas se disfruta y se sufre, y cuando se estropean se convierten en incómodas bolas de presidiario. Cuando he de enviarlas por avión o pasar una aduana, una motocicleta es un gran incordio. Pesan más que un cordero, llevan número de matrícula, exigen una documentación específica, un seguro y, además, desde el 11-S las compañías aéreas las declaran mercancías peligrosas.
De ahí mi expresión de alegría al divisar la caja viniendo desde el fondo del almacén de carga del aeropuerto de Santiago de Chile. Allí venía mi cordero, mi elefante y mi motocicleta.
Pedí una palanqueta y en la puerta del mismo almacén desmonté el sólido armazón del embalaje indestructible. No fue fácil pues el trabajo estaba hecho a conciencia y los tornillos, bien remachados dentro del grueso tablero. Pero mi ansia era más fuerte. Me rodeaban un montón de curiosos que se preguntaban qué podría haber dentro de aquella caja. Heber y Agustín contemplaban la escena desde fuera pues entre el aparcamiento y la explanada de los almacenes solo había una verja metálica. Mientras, Antonio filmaba la escena. Forcé la tapa delantera y Anayansi asomó el morro. Estaba intacta. No pude evitar abrazar aquella máquina. Un niño puede ver un cordero dentro de una caja dibujada en un papel, y es cierto que lo esencial es invisible a los ojos, pero también lo era mi felicidad al rodar por fin sobre mi motocicleta en América. Pues entonces supe que era verdad. Diario de un nómada había comenzado.
Lo primero que se tiene que hacer con una moto traída en avión es llenar el depósito pues la regulación aérea impide que lleven combustible, aunque yo le había dejado poco menos de un litro para permitirme salir del aeropuerto. Antonio y yo cargamos todo lo que venía en la caja y nos dirigimos a la salida para ir al aparcamiento donde esperaban Heber y Agustín. O se suponía que esperaban, porque cuando llegamos no estaban. Eran apenas quinientos metros, no podían haber ido muy lejos, pero en lugar de ir a buscarlos por no se sabe dónde, decidí esperarlos donde los había dejado por última vez.
La camioneta no aparecía. Allí estábamos esperando con la moto hasta arriba de cosas y un sol de justicia. Imaginé que Heber, al vernos salir, decidió seguirnos, mientras yo imaginaba que Heber nos esperaría donde le habíamos dejado. Una confusión estúpida pero que me exasperó totalmente. De nuevo me estaba mostrando impaciente e injusto con mi equipo, porque la culpa había sido mía. No había dado instrucciones claras a Heber y supuse que seguiría la conducta lógica, que era esperar donde estaba; pero, claro, esa era la conducta lógica para mí y no para Heber, que a pesar de ser muy buen alpinista no era adivino ni tenía telepatía.
Estuvimos al menos un cuarto de hora de plantón con la BMW, la ropa de viaje y todo el material técnico. Casi 100.000 euros allí expuestos. Lo llevábamos todo encima. El dinero, la documentación, las cámaras… Yo estaba muy enfadado con Heber, aunque ahora sé que mi enfado era también con el mundo por el miedo que sentía a no ser capaz de cumplir con el proyecto. Ese temor se traslucía en un estado de ánimo irritable y en una falta de sueño crónica. Me sentía solo en el empeño, sin ayuda de TVE, sin dinero y con el escepticismo de la mayoría de la gente que conocía el plan. Incluso Teresa parecía dudar a veces de que fuera capaz de filmar algo con sentido que no fuera solamente un tipo haciendo el mono sobre una moto.
Cuando por fin apareció me dijo que había ido detrás de nosotros y que, al no vernos por ninguna parte, comprendió que nos habíamos quedado esperando, pero que le costó mucho encontrar el camino de regreso. Yo no dije nada pues aunque hervía de furia y no soy nada diplomático, Heber estaba con Agustín y no soy tan imbécil como para no darme cuenta de que a un padre jamás se le abronca delante de un hijo, que eso es algo que nadie jamás perdonaría. Pero a pesar de callar y simplemente meter el equipaje en la caja de la camioneta, Agustín se dio cuenta de la tensión generada y se lo comentaría luego a su padre. Esa pequeña cicatriz se la guardaría nuestro conductor durante semanas hasta que tuvo ocasión de salir, junto a muchas otras cosas, al entrar en Paraguay y estar todo a punto de irse al carajo.
Fuimos a la gasolinera más cercana y allí aprendí una diferencia idiomática. El empleado, un simpático joven llamado Joel, llenó el depósito y al retornar el boquerel a la bomba, se giró y me preguntó:
—¿Cómo cancela?
—¿Qué? —respondí extrañado.
—¿Que cómo cancela? ¿Con tarjeta o efectivo?
Comprendí así que cancelar era pagar. Pedí algunas explicaciones para que lo recogiese mi cámara subjetiva, pues me pareció que estas disparidades lingüísticas en la forma de hablar el español común podían ser muy interesantes para los espectadores.
—Cancelar es pagar, ¿no? —dije.
—Sí, tiene usted que cancelar la deuda. En tarjeta o efectivo.
Pensar en grabar esta conversación me reveló la razón por la que me sentía tan extraño desde que había llegado a Sudamérica y que no se parecía en nada a las emociones que como viajero experimentaba en el resto de los continentes. Había algo en el ambiente que zumbaba en mi mente como una abeja pero sin que pudiera identificar exactamente de qué se trataba. Como cuando crees que olvidas algo y no recuerdas qué, o cuando piensas que has de acordarte de algo pendiente y no sabes identificarlo. Había algo en América distinto a todo pero no sabía decir qué era.
Comprendí de un modo súbito en qué consistía esa rareza cuando entré en la tienda que Touratech tenía en Santiago, en la exclusiva comuna de Las Condes. Era donde estaban los concesionarios de coches y motos. Touratech tiene un distribuidor local, Mototechnik, al lado de BMW Motorrad. Allí me esperaban unos cuantos motoristas chilenos para conocerme, hacerse fotos conmigo, conocer los detalles de mi viaje e incluso alguno, como Arie Han, conseguir una dedicatoria para mis libros Un millón de piedras y La fuga del náufrago, que de algún modo milagroso había logrado conseguir desde España. Al verme rodeado de gente que me hablaba, comprendí. ¡Era el español que oía, leía y sentía por todas partes!
Nunca antes me había pasado. Jamás había viajado a países hispanohablantes. En Chile me sentía muy lejos de casa y al mismo tiempo muy cerca, como si no me hubiera ido nunca. La patria real es la lengua, el idioma materno en el que uno aprende a sentir, a amar, a enfadarse, a reconocer el mundo, a los demás y a uno mismo. Es el milagro de pensar con palabras. América me hablaba en mi propio idioma y yo la reconocía de un modo pleno. A quien te habla en la misma lengua lo conoces hasta el tuétano y de un golpe. Me admiraban los giros diferentes, las expresiones olvidadas en Europa y vigentes en el otro lado del océano, pero más me admiraba comprender inmediatamente el alma de un universo extraño a través del raro chasquido de aire pulmonar en que en el fondo consisten las palabras.
En aquella reunión también estaba Carlos Baeza Guíñez, un abogado amante del motociclismo que hacía unos meses me había ofrecido a través de Facebook 500 dólares como ayuda para mi viaje cuando estaba organizando el proyecto de la ruta por América y no encontraba patrocinadores.
Yo le había contestado lo mismo que a las demás personas que en algún momento u otro me había ofrecido dinero. No acepto dinero de particulares, solo patrocinios de empresas a cambio de publicidad o mediante la compra de libros, pero no donativos porque no lo veo justo. No soy un perroflauta ni un pedigüeño; soy escritor de viajes y mis viajes los pago con mi trabajo, no pido a nadie que me costee unas vacaciones. Pero Carlos insistió. Quería ayudarme. Yo le dije que cuando estuviera en Chile, hablaríamos. Él se me acercó en el acto de Touratech, se presentó y reiteró su oferta. Yo respondí que lo único que aceptaba era una buena cena para todo el equipo. Y aunque él no pudo venir, pidió a Arie que se encargara de llevarnos al mejor restaurante para disfrutar de la que sería nuestra mejor cena en América.
Desperté muy pronto. Me asomé al balcón. La silueta de los altos edificios de La Providencia se recortaba contra un fondo oscuro y más allá brillaba la nieve de los Andes. No había amanecido siquiera. Nuevos horarios a los que aún no me había habituado. Miré hacia abajo, a las calles desiertas. La ciudad estaba en silencio, como congelada. El único signo de vida eran los semáforos, que cambiaban de rojo a verde y de verde a rojo sin conductores a los que regular. Me vestí con la ropa de deporte y me calcé mis viejas zapatillas de correr. Recordé cómo había intentado inútilmente que una empresa deportiva me cediera un par a cambio de enseñarlas en televisión, pues tenía pensado mostrar mi rutina de corredor matutino como parte del viaje. No lo conseguí. Los departamentos de marketing de las marcas deportivas consideraron que mi proyecto no valía ni los 100 euros de un par de playeras. Aquella primera mañana en América yo tampoco estaba muy convencido de que los valiera.
Desperté a Antonio. Se vistió somnoliento y me siguió con la cámara en una mano y el trípode al hombro. Cuando bajamos ya se habían despertado los primeros trabajadores obligados a madrugar; grupos de personas tristes y mudas esperaban autobuses bajo las marquesinas de la calle Pedro de Valdivia, una de las más importantes de Santiago de Chile, dedicada a su malogrado fundador allá por 1541. Él fue el motivo de que nos quedásemos en la capital de Chile durante una semana. Por lo que hizo, pero sobre todo por lo que pretendió. Me servirá como ejemplo del conquistador más preocupado por la gloria que por la bolsa. Es uno de esos personajes capaces de arriesgarlo todo a cambio de escribir su nombre en la Historia, incluyendo la vida y la hacienda. Ellos son los que de verdad me interesan. Los que me causan curiosidad y ganas de explicar a mis contemporáneos que fueron gente compleja que se escapa del moderno y fácil molde del invasor ansioso de riquezas, como un mero saqueador al estilo de los hunos o los vikingos.
Caminamos por las calles a oscuras hasta el lugar que yo había localizado previamente. La ribera del río Mapocho. A todo lo largo discurría un parque que me permitiría correr sin demasiadas incomodidades. Encontrar el lugar adecuado para el jogging no es fácil. Hay ciudades que son absolutamente incompatibles con la carrera por su orografía escarpada, por su contaminación o por su falta de zonas verdes. Entre las peores que recuerdo están Katmandú en Nepal, polvorienta y empinada, y Aleppo en Siria, congestionada, calurosa y sin apenas un resquicio para el corredor. Y a pesar de todo, me empeño en correr y corro. Busco siempre a través de Google Maps el parque, la línea costera o el río que permitan el desahogo. Por ejemplo, en Bombay, una de las ciudades más asquerosas del mundo, encontré el hueco en el paseo marítimo de apenas tres kilómetros; había que ir y volver dos veces, pero el aire del mar permitía respirar en un ambiente polucionado y sucísimo.
Afortunadamente, Santiago tenía el Mapocho, que es un riachuelo de origen andino y no más de noventa kilómetros de largo que no desemboca en ningún mar ni en otro río, sino que desaparece en la tierra, que seca y sedienta lo absorbe entero sin dejar rastro. Lo seguimos hacia el este y arribamos a las estribaciones de la zona de Costanera Center, ribeteada de rascacielos, donde se ubica el edificio más alto de Sudamérica, la Gran Torre Santiago, 300 metros de refulgente brillo y forma de katana que se hiende en el anubarrado cielo de Chile.
Antonio plantó el trípode, encendió la cámara y yo comencé a correr. Poco a poco fui despertando al nuevo día, a la fabulosa emoción de saber que estás sobre este planeta. Cada mañana me sucede igual. Recién despertado, me echo a los caminos con resignación. Empiezo a correr lento de miembros y espeso de cabeza por el sueño y la digestión nocturna de cerveza. Pero a los veinte minutos de ejercicio, mis ojos se abren a la realidad, el azúcar muscular se libera en mi sangre y las neuronas espabilan. Entonces contemplo el mundo como si fuera la primera vez que lo viera. Distingo los contornos de los rascacielos recortados sobre el horizonte, el intenso tono celeste del amanecer, la expresión de los rostros. Y es entonces, de golpe y casi por sorpresa, cuando me doy cuenta de que estoy vivo y me siento terriblemente alegre y feliz de estar haciendo lo que hago.
Regresé donde estaba el cámara, ocupado en filmar el amanecer, porque quería explicar por qué corro y por qué es tan importante para mí: correr no es solo un modo barato de mantenerme en forma y que se puede realizar en cualquier parte, es sobre todo el método que tengo de conectarme a la vida y al universo. Odio correr, cada mañana me cuesta un esfuerzo enorme saltar de la cama a la calle, pero no se admiten excusas. He atravesado noventa países en moto y en cada uno de ellos salí a correr allá donde me encontrase. Me permite ver cosas que de otro modo me perdería. El paso lento del corredor ofrece una visión de paisajes, ciudades y personas que la moto no da. No solo he viajado en motocicleta por el mundo; lo he corrido. He visto amaneceres en desiertos, selvas, suburbios, playas, en barrios altos y en poblados chabolistas. Me he cruzado a la misma altura con africanos, asiáticos, rusos, árabes, y ahora con americanos. Cuando corro es cuando me acuerdo de Dios y el momento en que le doy gracias por estar vivo y estar corriendo en un nuevo día. Es el instante del día en que me doy cuenta de que camino con paso firme sobre la tierra.
Y es justo después de correr cuando disfruto del que quizá sea el mejor momento del día: el desayuno. Elegimos para ello un restaurante de comida rápida muy popular en Santiago: Fuente Alemana. A este tipo de restauración se le llama «comida al paso». El local está atestado de trabajadores de las oficinas y comercios de los alrededores. Se trata de un negocio rentable y sencillo que parece llevar idéntico a sí mismo desde hace cuarenta años, con camareras maduras y muy profesionales tocadas con cofias y vestidas con uniformes blancos. Todo está impoluto y el servicio es veloz y eficiente. Tras encontrar sitio en la barra, pedimos lo que una de las empleadas nos asegura ser la especialidad de la casa: lomito de cerdo. Se trata de jamón asado, muy blanco, jugoso y tierno, metido en un gigantesco bocadillo con tomate, salsa mahonesa y palta, o sea, aguacate triturado. El piscolabis es realmente nutritivo, abundante y delicioso. Comer con el hambre canina del corredor es uno de los mejores placeres que conozco y solo vivir esos momentos compensa el esfuerzo atlético. Mientras devoraba el bocadillo pensaba en que la doctrina filosófica del hedonismo aboga por sublimar los placeres después de haber acrecentado previamente el sufrimiento. O sea, no se disfruta de beber sin sentir sed, de la calefacción sin tener frío o del confort sin la incomodidad.
Para sentir placer necesitamos el no-confort. Se disfruta de comer cuando se siente hambre. A medida que nuestras sociedades son más y más confortables, es más y más difícil disfrutar. Por eso buscamos vacaciones de ese confort, para volver a sentir placer por comer arroz cocido, beber agua casi potable o abrigarse con un saco de dormir. Lo he pasado mal en muchas ocasiones, pero al abrir la tienda de campaña en Mozambique o Kazajistán y ver el regalo que supone un nuevo amanecer, he sentido que contemplaba el mismísimo nacimiento del mundo y he sabido que estaba en el sitio que me correspondía.
Tal vez por eso me haya esforzado tanto por tener una vida de aventuras, para sufrir y así recuperar el gusto por lo básico. Durante mi vuelta al mundo, o al cruzar África o Asia, he arrostrado situaciones extremas de peligro, cansancio, frío o hambre cuando nadie me obligaba a ello ni me lo exigía un deber moral o patriótico. Lo he hecho porque he querido y encima he pagado por ello. No soy una rareza o un excéntrico. Cada vez hay más gente que sigue esta línea de actuación. Y muchos más los que desearían hacerlo y se dice que no pueden por sus responsabilidades. Los aventureros deseamos enfrentarnos a las dificultades. Encontramos verdadero disfrute en superarlas. Cuanto mayores son las adversidades, más intenso es el goce. ¿Por qué lo hacemos? Yo creo que mi motivo es descubrir quién soy en realidad debajo de todo el barniz de educación occidental, para hallar al verdadero hombre que late tras el traje de oficinista.
Y tal vez por eso siento tanta admiración por los exploradores, los conquistadores y los descubridores. Esa gente hecha de otra pasta. La naturaleza indomable del mundo no les atemorizaba. Los fríos polares, el calor del desierto o las lluvias tropicales nos destruirían en horas, pero ellos soportaban estoicamente las inclemencias del tiempo sin estar aclimatados y sin equipos adecuados. El mismo viaje hasta América que pocas páginas atrás he reconocido incómodo por pasar trece horas con aire acondicionado y bebidas frías, para ellos era una travesía temible. Hacinados en aquellos endebles barcos, inadecuados y pequeños, donde los hombres se amontonaban y sufrían el escorbuto por la falta de vitaminas y alimentos frescos. Y sin embargo, América fue un imán para los más arrojados y también para los que no tenían nada que perder. No había una categoría típica de conquistador, pues los que vinieron eran de toda clase y condición, aunque todos tenían algo en común: les atraían los espacios blancos en los mapas donde sus ilusiones pudieran colmarse, ya fueran de fama, gloria o riqueza. Acabada la Reconquista, no había hueco para ascender socialmente en la Península, pero América era la nueva frontera.
Nos fuimos alejando de nuestra comuna residencial y estábamos en el centro, en el pintoresco barrio de Lastarria. Casas bajas y sabor. La gente allí es diferente. Se la veía menos apresurada en la zona de negocios. Al oírnos hablar, alguien nos preguntó de dónde éramos.
—De España —respondí.
—¡La madre patria! —exclamó un señor de mediana edad sentado en un banco—. ¡Bienvenidos!
No había ironía en su voz, sino sana alegría. Fue reconfortante. Me preocupaba la reacción de la gente en Sudamérica cuando supieran lo que venía a hacer. Había recibido ya algunos comentarios muy agresivos e incluso alguna amenaza debido a mi orgullo por el genocidio que decían se había cometido con los indígenas. De nada servía que explicase que yo rendía homenaje a la exploración, que la conquista militar me importaba mucho menos, que hechos acaecidos hace quinientos años no podían enjuiciarse con criterios morales de hoy en día, y que yo solo quería contar la historia intentando tender puentes entre unos y otros, porque lo verdaderamente grave no es lo que sucedió sino el desconocimiento de los hechos y su sustitución por prejuicios o, lo que es peor, por la indiferencia. Porque si me dolía el discurso victimista de algunos sudamericanos, más todavía lo hacía el desinterés de mis compatriotas.
América se puede considerar hoy el gran solar de la contradicción de los relatos históricos entre el escrito por los vencedores —los conquistadores— y el escrito por los vencidos —los conquistados—. Aunque esto es solo apariencia. Ojalá fuera así, porque me temo que en realidad lo que presenciamos no sea siquiera un goyesco combate a garrotazos entre dos ignorancias ciegas, sino a un animoso púgil vestido de indígena —aunque luego descubramos que es de descendencia europea— fajándose contra su propia sombra, porque el otro combatiente, el europeo, está a otra cosa. Porque el español, desde luego, está a otra cosa: al fútbol, a la crisis, al consumismo, a la queja contra el sistema. En cuanto a la historia española en América, directamente se la suda. En la mayoría de los casos ni la conoce, ni le interesa, ni ve en ella nada que le afecte. Y en los pocos en los que tiene opinión sobre ella, ha adoptado el discurso del hipotético vencido y da por bueno que sus antepasados fueron allí a robar, matar y violar movidos por el hambre de oro.
Reconozcámoslo, en España ahora mismo la historia de la conquista y la presencia española en América no le interesa a nadie. O a casi nadie. ¿Cuántas veces escuché este mensaje? «¿Y tú vas a hacer una serie de televisión para contar lo que hicieron unos ladrones genocidas con la excusa de la cruz para llevarse el oro y contagiar de viruela a los felices indígenas? Menuda bofetada te vas a pegar.» Aún escocía dolorosamente la carta de rechazo, confidencial pero a la que pude acceder, del responsable de marketing de uno de los más importantes bancos españoles, y que hace constante gala de españolidad y marca España, cuando uno de sus ejecutivos, amigo mío de los tiempos universitarios, intercedió para conseguirme un patrocinio. «No nos interesa el contenido histórico de la serie teniendo en cuenta nuestro posicionamiento en los países de Sudamérica.»
Una pequeña multitud de caminantes nos rodeaba, cada uno ocupado en sus quehaceres. Vendedores callejeros, transeúntes, carabineros a caballo. Ruidos y olores discordantes. Un asador de pollos y un chaval de trenzas rastafaris que tocaba un instrumento de Oceanía. Estábamos en pleno meollo, en las inmediaciones de la Plaza de Armas. Todas las ciudades fundadas por los españoles se articulaban en torno a estas plazas donde se ubicaba la iglesia y la casa del gobernador; a partir de ellas las poblaciones iban creciendo, expandiéndose si tenían éxito o muriendo en el abandono y la despoblación. No fue el caso de Santiago con más de diez millones de habitantes. Nos acercamos más a la plaza. Frente a nosotros la catedral y a la derecha la torre del reloj, sede del museo nacional.
Nos dirigimos a la entrada a ver si nos dejaban filmar las salas y subir a la torre. El conserje nos dijo que el último grupo había subido ya y que no habría otro hasta mañana; de todos modos, nos pidió que esperáramos mientras consultaba el caso. Nos sorprendió su buena disposición. En España nos hubieran mandado a casa sin molestarse más. «Es tarde y no se puede, punto», sería la respuesta de todo conserje ibérico que se precie. Al cabo de pocos minutos apareció una muchacha alta y delgada; dijo que era la responsable de comunicación. Le explicamos que estábamos rodando un documental y accedió a acompañarnos a la torre y a enseñarnos el museo. Antonio y yo nos miramos estupefactos ante semejantes facilidades, que en nuestro país son excepcionales y que en Chile parecían la norma. No es que no siguieran las normas y los procedimentos, los respetaban, pero el encargado de hacerlos cumplir se interesaba por los argumentos del solicitante y decidía rápidamente y a favor de la petición si no había perjuicio para nadie. ¡Asombroso! ¡Un país donde no se aplicaba el principio de «ante la duda, no»!
Subimos con ella por la escalera de caracol que llevaba hasta el reloj. Había un balcón que daba a la plaza circundada de palmeras. Y allí teníamos a don Pedro de Valdivia, victorioso sobre su caballo. El héroe militar, el valiente estratega, antiguo oficial de Carlos I en Europa y de Francisco Pizarro en América. El explorador altivo que cruzó el infame desierto de Atacama, el más árido del planeta y uno de los más grandes. El conquistador arrojado que se atrevió a ir donde Diego de Almagro había fracasado. El prócer que tiene dedicadas calles, estaciones de metro y hasta una universidad, el europeo a quien se considera forjador de la identidad chilena. Y sin embargo, no es este idealizado Valdivia el que me interesa, sino el que está descabalgado unos cientos de metros más lejos, sobre el Cerro de Santa Lucía.
El cerro es un parque recreativo para vecinos y turistas. Lo recorren senderos que llevan a su cima. La juventud santiagueña se tumba en sus laderas a besarse, retozar, charlar y tocar música. Hay una sonora fuente y un puesto donde anuncian que venden mote con huesillos, que no es más que una bebida típica de Chile consistente en jugo caramelizado, melocotón que llaman durazno y granos de trigo. La cumbre del cerro tiene bellas vistas sobre la ciudad. La crónica cuenta que Valdivia fundó sobre él Santiago del Nuevo Extremo en 1541. Así lo retrata el cuadro de Pedro Lira que hemos visto en el museo; la obra de 1898 y de estilo realista al modo de nuestro Sorolla, retrata unos personajes románticos y estilizados, con armas y ropas en perfecto estado de revista, y con un Valdivia marcial, vestido con altas calzas de cuero, armadura y yelmo de caballero andante. Es un cuadro precioso pero refleja solo una idealización imposible en la realidad.
El Valdivia que yo imagino se parece más a la estatua que hay en el cerro, en una esquina rodeada de pequeñas parcelas de pasto donde las familias comen su picnic dominical. Es un Valdivia a pie, algo cabizbajo y de rostro serio y meditabundo. Para mí este pétreo retrato gris de un hombre adusto y solitario es mejor símbolo de los exploradores a los que he venido a conocer, homenajear y recordar. Los que se empeñan en dominar su destino contra todo y contra todos aun a costa de su vida.
Ese hombre preocupado es el Valdivia que, despreciando la sensatez, decide ser rey de sí mismo, deja atrás su encomienda peruana de la que podía vivir tranquilamente a las órdenes de Pizarro, y se empeña en la conquista de un territorio reseco y hostil para que al menos, si no rico, sí sea gobernador de su propia conquista.
Este es el Valdivia que después de fundar una ciudad en un mal lugar, un valle angosto, rodeado de montañas, de clima seco y suelo infértil, rodeado de indígenas no demasiado amistosos, no duda en inventar una realidad paralela para atraer colonos y escribe una carta embustera a Carlos I en la que le asegura que debe animar a los mercaderes y otras gentes para que vengan a avecindarse porque esta tierra no la hay mejor en el mundo. Así queda reflejado en la piedra que hay a los pies del Cerro de Santa Lucía.
Prefiero la humilde estatua del tipo sedente que la del jinete, porque persigo el recuerdo de los osados, los soñadores, los que pelean a la contra, los que nunca lo tuvieron fácil. Como escritor de ficción, siempre elegí a los antihéroes, a los débiles obligados a defenderse contra la pared. Como cronista nómada me esfuerzo por comprender a quienes abrieron nuevos caminos con tesón y fe en sí mismos a pesar de la indiferencia o el desprecio. A estos incomprendidos la Historia a veces les concede el lugar equivocado. Como a Pedro de Valdivia.
El de Villanueva de la Serena ha quedado en la gran historia de la colonización del Nuevo Mundo como el conquistador menor de un país sin oro que nunca fue del todo pacificado, un personaje de inferior fuste que Pizarro y Cortés; casi es «otro más» en la larguísima lista de conquistadores. Sin embargo, creo que el juicio que mejor se le ajusta es el de héroe de su destino contra la injusta y determinista sociedad española del siglo XVI, en la cual la cuna marcaba todo el desarrollo vital. Quien nacía noble, moría noble; quien lo hacía plebeyo, plebeyo quedaba.
América rompió ese molde. No solo era un continente por explorar; era la oportunidad que los hombres del Renacimiento buscaban. No se trataba solo de conseguir oro; era conseguir la fama, el reconocimiento, el nombre, el honor, el blasón. Por eso el ya maduro oficial de Carlos V, Pedro de Valdivia, hidalgo segundón, vino a América. No para obtener riqueza económica, sino un lugar en la historia de los conquistadores. Pero tal vez le pareció haber llegado tarde.
En 1535, Perú y México ya habían sido conquistados. Sin embargo, él encuentra un territorio virgen del que nadie quiere hablar después de la malograda expedición de Diego de Almagro a través de los Andes. Es áspero, árido, de clima extremo, hay que superar un desierto infinito o unas inexpugnables montañas para llegar. Pero Chile es su única oportunidad de ser alguien, de ser el héroe con el que su imaginación de niño soñaba. Los demás no son como él y solo consigue reclutar once hombres y una mujer, su amante, la viuda Inés de Suárez.
Pedro de Valdivia obtuvo su pequeño triunfo a costa de una campaña durísima que nunca fue pacífica, pues vino a enfrentarse con los indígenas más bravos de América: los mapuches, a los que el madrileño Alonso de Ercilla retratara en su poema épico La Araucana como auténticos guerreros de élite. La región de la Araucania nunca fue sometida, Valdivia fue muerto tras torturas terribles por aquellos a los que pretendía someter, y Chile tendría siempre una frontera interior hasta después del período colonial.
Don Pedro de Valdivia ganó su lugar en la Historia aunque el precio que pagara por conseguirlo fuese terrible. Observando la multitud indiferente que ama, come y ríe en sus cercanías, pensé que antes que el de conquistador, el recuerdo que mejor le encajaría sería el de un hombre rebelde ante un destino marcado.
Una mañana radiante dejamos el apartamento. Coloqué mis maletas en la moto, encajé el casco, arranqué y salimos hacia el norte. Mi viaje comenzaba, aunque no como en principio estaba previsto. Yo debía dirigirme al sur, hacia el lugar del martirio de Pedro de Valdivia, y luego más allá todavía, a la Patagonia, al sur del sur, casi al extremo austral del continente, allí donde se abre un canal natural en el mundo que bautizamos como estrecho de Magallanes hace siglos. Pero decidí viajar antes unos doscientos kilómetros en dirección contraria.
El recorrido por las autopistas que permiten salir de Santiago no era interesante, un paisaje árido y buen asfalto, sin embargo yo sentía la emoción del verdadero comienzo de la aventura; por fin nos movíamos después de una semana entera en la capital resolviendo asuntos banales pero imprescindibles. Comimos bien, nos habituamos al horario, conocimos la ciudad y hasta tuvimos adelantos sobre lo que nos encontraríamos más al sur, en tierra de los mapuches.
Eso nos lo contó Edith Moya, la novia de Juan Pablo, una noche que cenamos con ellos. Ella es maestra infantil y conoce la historia de los españoles en Chile muchísimo mejor que Juan Pablo. Para ella y para todos los chilenos, Valdivia o Diego de Almagro, a quien se considera descubridor de Chile, son personajes cotidianos, mientras que para los españoles son completamente desconocidos.
Nos llevaron a su modesto apartamento con imágenes de Víctor Jara, el cantante asesinado durante el golpe de Pinochet. Allí decidimos entrevistar a Edith porque hablaba bien, era atractiva para la cámara con sus rasgos mestizos y porque apuntó alguna discrepancia con el relato de glorificación de la conquista. Cuando le pregunté si creía que los mapuches habían torturado durante tres días a Valdivia, obligándole a ver cómo se comían su propia carne, ella respondió que era posible debido a la rabia que el pueblo sentía ante la invasión.
—¿Con qué derecho? ¿Con qué autoridad? —exclamó espontáneamente.
Nos explicó que los indígenas del norte de Chile eran más pacíficos y pudieron ver en los españoles una oportunidad de progreso. Y así comenzó el proceso del mestizaje, del que ella provenía, según precisó. Pero más al sur, al cruzar el río Bio Bio encontraron otros pueblos muy diferentes. Los mapuches, de características espartanas, preparados para la guerra. Y allí los españoles encontraron una resistencia durísima.
—Tan aguerrido fue el pueblo —reconoció ella con cierto orgullo— que todavía no ha sido conquistado.
Nosotros teníamos que ir a su territorio para ver el lugar de la muerte de Valdivia y para conocer a los mapuches, pero eso sería más adelante porque en aquel momento nos dirigimos a los Andes. Desde mi moto veía la encrespada línea de la cordillera que pareciera subir y bajar a mi derecha como el espinazo de un dragón.
La exploración española del siglo XVI no se hizo por la costa atlántica, de orografía mucho más suave, sino por el abrupto litoral del Pacífico, y desde allí se dirigió hacia estas moles atraída por las grandes civilizaciones amerindias que allí se asentaron.
Sin embargo, la conquista de estas abruptas montañas resultó muy cara. El desnivel es casi vertical. Debemos ascender por una carretera tan sinuosa que llaman de Los Caracoles y por la que circulan cientos de camiones rumbo al paso internacional con Argentina de los libertadores. Hoy la ruta está bien asfaltada y en permanente reparación, pero estremece imaginar lo que debía suponer esta ascensión a pie para hombres mal equipados.
Llegué hasta un peaje. El empleado era un hombre maduro y socarrón que, ante mi broma de que 600 pesos era muy caro, me contestó rápidamente que cuanto más habláramos, más caro sería porque me cobraría estacionamiento.
—Quiero ir al Cristo Redentor de los Andes por una pista de tierra que hay. ¿Usted la conoce? —le pregunté.
—Tienes que pasar al lado argentino —respondió, tomando mi dinero.
—No, quiero ir por el lado chileno.
—Esa no está habilitada.
—¿Está cerrada? —insistí temiendo que mi plan de rememorar la dura ascensión de Diego de Almagro se fuera al traste.
—No está cerrada —replicó él, devolviéndome el cambio—, pero tiene hoyos y baches.
—Ah, eso me gusta —zanjé muy contento y feliz, como todos los ignorantes.
El tipo me explicó cómo tomar ese desvío sin asfaltar, y nosotros proseguimos el ascenso casi vertical vigilados por unas montañas peladas, cubiertas de nieve, erizadas de rocas y salientes afilados como hachas de sílex. Era un espectáculo primigenio y salvaje como había visto pocos en mi vida.
Llegué a la aduana chilena pero no me detuve pues, aunque iba a pisar suelo argentino, no iba a ingresar oficialmente en el país, así que no tenía que salir oficialmente de Chile; me dirigía a una tierra de nadie, escarpada y montuna, donde no es necesario enseñar el pasaporte.
Llegué al comienzo de la pista justo antes del túnel Libertadores que ha convertido el paso fronterizo en un paseo dominical. A mi derecha quedaban las viejas instalaciones de los guardias, completamente arruinadas. Inicié la pronunciada subida por un camino de herradura lleno de cascotes, polvo, piedra y arena. Este tipo de desafíos era el que había venido a buscar para recordar el tremendo esfuerzo de Diego de Almagro y sus hombres.
En julio de 1535, Diego de Almagro, amigo y socio de Francisco Pizarro, partió de Perú con un ejército de 500 españoles, 2.000 indígenas yanaconas y 300 caballos. Recorrieron los actuales países de Bolivia y Argentina, y un año después se hallaba al pie de los Andes.
El paso por esta escarpada cordillera resultó penosísimo. El frío congelaba sus miembros, no encontraban alimentos y estas piedras que dificultan el paso de una potente motocicleta del siglo XXI rompían su calzado del XVI. Dejaron tras de sí un reguero de muerte. Cuando los expedicionarios alcanzaron el otro lado, habían perdido la mayor parte de los animales y centenares de hombres.
Pero no había riquezas, sino un territorio árido y pobre, poblado por indígenas belicosos. Almagro dio orden de regresar a Perú después de realizar un solemne acto de reconocimiento al sacrificio de sus hombres. Ordenó quemar las escrituras con las deudas que habían contraído con él porque «No puedo ser acreedor de mis leales y valientes camaradas».
En una curva pronunciada de esta sucesión de curvas pronunciadas, la rueda trasera engancha una piedra suelta de gran tamaño y no tracciona. Me caigo con todo el equipo. Estoy solo porque la camioneta iba por delante para filmar la subida desde arriba. Me pongo de espaldas a la moto, flexiono las piernas, la agarro del manillar y de uno de los asideros para el pasajero e intento levantarme. No puedo. Normalmente levanto mi moto sin dificultad, pero esta vez ha quedado en una posición un poco inclinada hacia la caída de la montaña, lo cual aumenta su peso muerto; por otra parte, estamos a 4.000 m de altitud y el oxígeno escasea. Los esfuerzos más mínimos hacen jadear y uno se marea con facilidad. Es mi primer encuentro con el mal de altura. Vuelvo a intentarlo, aprieto los dientes y la moto se endereza poco a poco.
Prosigo la subida y al final de una recta diviso la majestuosa figura del Cristo de los Andes. Un imponente monumento de siete metros erigido para simbolizar la paz entre Chile y Argentina que comparten 4.500 km de frontera y que a finales del siglo XIX estuvieron al borde de la guerra por los límites fronterizos en los Andes.
En el momento de mayor tensión, ambos países decidieron recurrir al arbitraje de la Corona británica, que dictó un laudo estableciendo los lindes. Los vecinos lo acataron y en 1904 se erigió en la frontera el Cristo Redentor de los Andes. En la ceremonia de inauguración, el destacamento militar chileno pasó al otro lado y cantó el himno del vecino y lo mismo hicieron los soldados argentinos. Desde entonces, en ese lugar hay sendos destacamentos militares en un cruce fronterizo sin barrera y con ese enorme Cristo mirando a la línea divisoria.
Cuando llegué, me resultó impresionante la figura religiosa con connotaciones políticas, pero sobre todo el majestuoso escenario andino con el nevado Aconcagua a pocos kilómetros de distancia y que parecía que casi se podía tocar. El viento era glacial y agitaba las banderas, el aire límpido hería al respirar y el cielo estaba empastado en un azul penetrante. El rojo de la tierra seca y de las rocas afiladas refulgía bajo el sol declinante de la tarde. La blancura de la nieve parecía pintada. Era un momento perfecto, uno de esos instantes en los que uno se alegra de vivir y de estar vivo. Pensé en toda la gente que habría sentido las mismas ganas de vivir que yo sentía, y recordé que muchas veces decidían otros por ti sin estar autorizado a ello.
Abrí mi diario y comencé a escribir. Los Andes eran reales, las fronteras no lo son. Son dibujos arbitrarios, y cuando se estudia la historia oficial de los libros solo nos fijamos en las grandes batallas, los reinos y las monarquías. En la pompa aparente de las fechas, los nombres y los títulos. Pero muchas veces nos olvidamos de los pequeños, de los miles de seres humanos anónimos sacrificados en el altar de campañas bélicas que deciden estupideces como las fronteras en la cima de los Andes. Lo malo no es morir. Morir es inevitable, y a veces hay que dar la vida en combate o en acto de servicio; hay causas que lo justifican, motivos reales. Pero ante este Cristo que podía estar un poco más acá o un poco más allá sin que nada cambiara en lo alto de estas montañas, me doy cuenta de que lo realmente terrible es que te sacrifiquen sin sentido.