Comida para caníbales
Lo confieso, sé que veinte años no son nada. Lo dice el tango y lo sabe cualquiera que tenga más de cuarenta. La vida es eso que sucede mientras planeas otras cosas y lo peor es que pasa a toda velocidad. Por eso aún creo tener veinte años cuando han pasado veinte años desde que tenía veinte años. Y de mis veinte años de hace veinte años conservo muchas cosas importantes. Conservo el amor por las motos, por los tangos y por una ciudad que nunca había pisado, hasta que pasaron veinte años desde que tuve veinte años: Buenos Aires.
El amor por las motos lo siento desde niño, pero fue a los veinte cuando tuve mi primera moto de verdad: una Yamaha XT 350 con la que aprendí a vivir, a viajar y a conocer el sabor del dulce alimento de la libertad. El amor por los tangos lo recibí de una novia que tuve con veinte años llamada Victoria, quien me enseñó a disfrutar de unas melodías canallas y unas letras descarnadas. «Sola, fané y descangallada la vi una madrugada salir de un cabaret. Triste venganza la del tiempo que te hace ver deshecho lo que uno amó.»
El amor por Buenos Aires lo tomé prestado de esas letras desgarradas donde la pasión frustrada, la melancolía y la violencia se arrastraban por la garganta del lunfardo. Después solo tuve que leer a Borges y conocer la existencia del Martín Fierro de los almacenes, las pulperías y los callejones para idealizar una ciudad a la que hacía muy poco había llegado y en la que no me he sentido un extranjero.
Podría decir que me resultaba familiar Buenos Aires porque era clavada a Madrid pero con otra simetría y quizá más monumentos. O que de tanto leer a Borges y escuchar tangos uno reconoce como suya la geografía de nombres propios. Pero la realidad es que en los sitios a los que llego en moto nunca me siento extraño; son míos por derecho propio, por haberlos alcanzado lentamente, kilómetro a kilómetro. A donde uno llega rodando, ese es siempre su barrio.
Yo, Miquel Silvestre, porteño, fan del Boca y de Palermo.
Teresa y yo nos dedicamos a ser solo una pareja de novios. Dejamos en paz a Antonio y a Nuria, y Heber disfrutó también de un descanso en el apartamento de un amigo. Teníamos a Anayansi y eso nos permitió recorrer la ciudad a nuestras anchas. Nos alojamos en la calle Guatemala de Palermo, uno de los barrios del centro de clase media alta. De urbanismo muy similar al del centro de Madrid, estaba lleno de tiendas, restaurantes, bares, cafeterías, librerías, parques, jardines y estatuas. Todo tenía un encanto mayúsculo y Teresa era feliz en aquel ambiente chic y pintoresco. Yo salía por las mañanas a correr hacia la cercana plaza Italia y allí tomaba la avenida Sarmiento hacia la rotonda del monumento a los españoles, donde se cruzaba con la avenida del Libertador. A veces tomaba esta o a veces seguía recto. Es una zona arbolada, con anchas aceras y senderos entre la floresta. Los bonaerenses salían a sus quehaceres y resultaba delicioso dejarse llevar y observarles. Luego regresaba al hotel feliz y sudoroso. Me duchaba y salíamos a desayunar tranquilamente. Después paseábamos caminando o cogíamos la moto para conocer la ciudad. Aunque hay que decir que un argentino jamás diría «coger la moto», porque para ellos coger no es como nuestro tomar o agarrar, sino como nuestro joder. Y yo puedo jurar que nunca he hecho eso con una moto.
Al caer la tarde, repetíamos nuestra rutina madrileña de cenar pronto y tomar unas cervezas. Bueno, las tomaba yo porque Teresa es abstemia. Cada noche elegíamos un local diferente en la zona de Palermo Soho, y todos tenían algo que los hacía peculiares e interesantes. En aquel barrio parecía desterrado el mal gusto. Todo resultaba exquisito y elegante aun en su desenfado. Mi novia realmente disfrutaba con aquellos rincones escogidos y su decoración entre naif y clásica. Y yo disfrutaba de ella y su buen humor.
Una vez repuestos, hubo tiempo para el trabajo. Había que recorrer algunos puntos pintorescos de Buenos Aires y sobre todo visitar a sus fundadores. Porque esa era otra peculiaridad de una ciudad famosa por el carácter algo arrogante y prepotente de sus vecinos. Si los porteños son chulos, su ciudad no tiene un solo fundador sino dos. ¡Será por fundadores!
Antonio y yo comenzamos la jornada visitando La Boca, el popular barrio rioplatense de las casas de colores. La leyenda de esta humilde y popular barriada se encuentra en los conventillos o viviendas comunales de emigrantes italianos llegados en el siglo XIX. Estas gentes de aluvión se alojaban por familias completas en cuartos realquilados y compartían cocina, baño y un patio donde se desarrollaba una vida social de personajes callejeros y pícaros. Estos supervivientes usaban para terminar sus casas los sobrantes de pintura para barcos que se desechaban en el puerto cercano. Como estos acopios eran en cuantía diversa y normalmente no daban para pintar una casa entera, se usaban distintos colores y de ahí la polícroma fisonomía del vecindario de viviendas de chapa y madera.
En la actualidad, La Boca es la sede de la cancha del Boca Juniors, uno de los principales atractivos de Buenos Aires y también un centro de pequeña delincuencia al descuido del que no cesan de advertirnos los propios porteños. Sin embargo, no encontramos nada más que afabilidad cuando fuimos a tomar un café bien de mañana a uno de sus más típicos cafetines y nos perdimos cámara en ristre por las calles y callejones del barrio.
Era cerca de este aleph de contrastes, sabores y fisonomías donde debíamos encontrarnos al primer fundador: don Pedro de Mendoza, quien, designado por Carlos I como Gobernador de la Nueva Andalucía, desembarcó en el estuario del Río de la Plata en 1536 con una nutrida expedición de casi tres mil hombres, y el 3 de febrero realizaría la fundación del fuerte de Santa María del Buen Ayre.
Encontramos su estatua en el concurrido Parque Lezama, donde la tradición asegura que se produjo la fundación. El espacio verde delimita los barrios de San Telmo, Barrancas y La Boca, y es punto de reunión de la juventud, de algunos golfos y de artesanos que venden sus productos en puestos portátiles en la explanada que desemboca en el monumento al conquistador que intentara sin éxito fundar una población a orillas del Río de la Plata. No tuvo mucha suerte don Pedro.
La vida de la ciudad sería corta —apenas cinco años— por la insalubridad del medio y por el asedio de los indios querandíes, que acabaron invadiendo la ciudad y la destruyeron. Mendoza intentó regresar a España pero murió durante la navegación, probablemente de sífilis, mal muy común en aquellos tiempos y sin cura.
El recuerdo de la presunta sífilis de Mendoza me hizo reflexionar sobre el intercambio de enfermedades entre los dos mundos. Es cierto que el contacto interoceánico trajo a América dolencias como la viruela, el sarampión y la gripe, que resultaron fatales para las poblaciones mesoamericanas, pero menos conocido es que la sífilis, que asoló la Europa de los siglos XVI y XVIII, tuvo su origen en América, al menos en su versión más virulenta, la que se llamó en España el «mal francés», en Italia «sarna española», en Francia «mal napolitano», en Rusia «enfermedad polaca» y en Turquía «enfermedad cristiana». Aseguran los cronistas que la trajeron los tripulantes de Colón tras sus primeros viajes, después de haber «dormido con indias».
El recorrido prosigue por el lujoso Puerto Madero, que es el barrio rico, exclusivo y nuevo, edificado sobre la antigua y degradada costanera fluvial. Allí se veían lujosos veleros atracados en el río, bellas mujeres paseando sus galas y, en general, gente guapa y bien vestida, al estilo de cualquier gran ciudad del norte de Italia, donde se acostumbra a la elegancia natural en el atuendo, los modales y los edificios.
Nos íbamos acercando a la plaza de Mayo, donde se alza la Casa Rosada, para encontrar la estatua del descubridor del continente. Debíamos haber encontrado el altísimo monumento a Colón que se erguía en la trasera del palacio presidencial, pero allí solo estaba el vacío. ¡Lo habían tirado! Una estatua de 26 metros y 600 toneladas, pagada por la comunidad italiana de Buenos Aires e inaugurada en 1910, había desaparecido del paisaje como quien borraba a los disidentes de la foto del desfile de la Unión Soviética en tiempos de Stalin. El gran descubridor genovés escamoteado por el pecado original de haber llegado a América sin pretenderlo.
El marketing lo es todo. Ahora y en la Edad Media. Cuando el rey portugués Juan II cambió el nombre del intimidante cabo de las Tormentas y lo rebautizó como cabo de Buena Esperanza, creyó dar con la piedra filosofal que necesitaban las agencias de viajes del mundo entero. Pero, en realidad, el marketing viajero estaba inventado desde mucho antes. El libro de las Maravillas de Marco Polo dio carta de naturaleza a la mercadotecnia y se convirtió en un fenómeno editorial de la época a pesar de que el veneciano jamás escribió una coma.
Su padre y su tío, Nicolás y Mateo, mercaderes venecianos, habían viajado a China mientras el niño Marco aprendía el oficio comercial; a su regreso en 1269 se lo llevaron con ellos. Marco pasó más de dos décadas recorriendo Asia. Volvió en 1295 y pronto fue encarcelado por los genoveses tras participar en las filas venecianas en la batalla de Curzola, isla Dálmata en la actual Croacia, donde la tradición afirma que nació el ilustre explorador. Fue durante su forzoso encierro en 1298 cuando narró sus aventuras a su compañero de celda, el escritor Rusticiano de Pisa, quien escribió el Libro del Millón o Libro de las Maravillas.
El texto se convirtió en un fenómeno social, se tradujo a varias lenguas y Marco Polo se hizo en vida un viajero mundialmente famoso mientras Rusticiano quedaba en un lejano plano, reservado su conocimiento a los eruditos y a los bibliógrafos. Marco Polo vivió ya como un mito. Y como tantos otros, el navegante genovés Cristóbal Colón poseía una copia del libro y soñaba con llegar a las Indias porque allí estaban las especias, que en la Europa del Renacimiento valían más que el oro. El Imperio Otomano estaba a las puertas de Viena y la ruta terrestre desde Asia, bloqueada. Cuando el precio de la pimienta y el clavo subieron lo suficiente, se hizo rentable intentar una vía marítima a las plantaciones orientales. El mundo lo mueve el dinero, no la investigación. Ahora y en la Edad Media.
Colón se presentó en Portugal en 1483 con el plan de viajar hasta las Indias de Marco Polo navegando hacia Occidente. Pero los lusos ya estaban explorando el viaje hacia Oriente bordeando África. Bartolomé Díez dobló en 1488 el cabo de las Tormentas (luego de Buena Esperanza), y el genovés tuvo que buscar otro patrocinador. Lo encontró en un matrimonio que había unido las coronas de Castilla y Aragón. Los Reyes Católicos firmaron unas capitulaciones (de Santa Fe) a Colón en las que se le concedía, ahí es nada, el 10 % vitalicio —y para sus herederos— de todos los beneficios que se obtuvieran, y se le nombraba virrey y gobernador general de todas las tierras que descubriese.
Es fácil repartir lo que no se tiene, pero, ¡ay amigo!, el 10 % de todas las ganancias y el cargo de virrey a perpetuidad de un continente nuevo es mucha, pero que mucha tela. No es lo mismo llegar a las Indias ya descubiertas y explotadas, que encontrarse sin esperarlo con un nuevo mundo tan gigante, desmesurado, rico y diverso como América. Imaginar el 10 % de los beneficios generados por América S.A. resulta imposible, ahora y en siglo XVI. La Corona española pronto se desdijo de sus capitulaciones argumentando que aquello no eran las Indias, sino un nuevo mundo, que el mérito de Colón no era tanto, que tal y que cual.
Los Pleitos Colombinos o litigios judiciales entre la familia del almirante y la Corona por la interpretación de las Capitulaciones de Santa Fe se alargaron hasta el XVIII y al final, como cualquiera puede imaginar, ni 10 %, ni virreinato hereditario ni Libro de las Maravillas que valgan. América era un nuevo continente y el monopolio era asunto de la realeza. Parece que nadie les gana el diezmo a los que de verdad mandan en el mundo.
Al preguntar a los viandantes dónde diablos estaba mi querido almirante me enteré de que Cristina Fernández de Kirchner lo había mandado retirar para poner en su lugar la estatua de una líder independentista boliviana, llamada Juana Azurduy de Padilla. Evo Morales había donado un millón de dólares para facilitar el trueque y apartar de la vista de la presidenta de la nación tan infamante personaje al que la Historia ya había burlado al no bautizar con su nombre el continente que había descubierto, y cediendo ese honor a un cantamañanas ingenioso llamado Amerigo Vespucci. Y es que, como veníamos diciendo, el marketing lo es todo, ahora y en la Edad Media.
Américo Vespucio nació en Florencia en 1454 y murió en Sevilla en 1512. Hay constancia de que participó en dos expediciones a las Indias, aunque ninguna de ellas fue comandada por él. Su mayor éxito como navegante fue ser contratado por el rey Fernando el Católico como Piloto Mayor de Castilla, un pomposo título que le mantuvo alejado de la mar ya que su principal tarea era enseñar a los nuevos marinos artes de navegación astronómica, completamente inútiles por las deficiencias técnicas de los astrolabios y los cuadrantes de la época.
¿Y cómo un marino tan poco experimentado logró dar su nombre al mayor descubrimiento geográfico de la Historia…? Por el fenomenal poder que tienen las fabulaciones bien construidas. Vespucio no descubrió nada pero sí escribió en 1503 un buen relato de viajes al que tuvo el acierto de dar un gran título: Mundus Novus. En esta carta narra su expedición de 1501 en barcos portugueses a las costas de Venezuela. Los datos concretos contenidos en el escrito son confusos, pero Américo se pintó a sí mismo como al héroe de la aventura y exacerbó el tremendismo del relato con descripciones pornográficas de sexualidad y canibalismo en aquel mundo nuevo. Tuvo además el acierto o la intuición de sostener que aquello no eran islas y que propiamente se le podía considerar como un nuevo mundo.
Es probable que esa deducción no fuera original pues se sabe que Cristóbal Colón descubrió el río Orinoco en su tercer viaje de 1498, y al ver aquel gran caudal de agua se dio cuenta de que no podía provenir de una isla sino de una masa de tierra continental. De «Otro mundo… de una tierra enorme». También se sabe que el almirante conocía a Vespucio y que de hecho lo alojó en su casa de Sevilla. Pero sea como fuere, la carta se hizo muy popular y circuló por toda Europa traducida al francés y al alemán.
El azar se conjuró para que muy lejos de allí, en la Lorena francesa, un cartógrafo alemán llamado Martin Waldseemüller dibujara en 1507 un extravagante mapamundi. A su original creación la bautizó como Universalis Cosmographia. En ese mapa, sin tener base empírica para ello, trazó la silueta de un nuevo continente diferenciado de Asia, plantó entrambos un océano que todavía no había sido descubierto y que no lo sería hasta seis años después por Vasco Núñez de Balboa, y a ese pedazo de tierra le asignó por su propia autoridad el nombre de América en honor a quien consideraba su descubridor: Américo Vespucio. El planisferio tuvo un éxito editorial fenomenal. Se distribuyeron copias por toda Europa y eso consagró el nuevo nombre de América para el nuevo continente, dando carta de naturaleza al más gigantesco pufo del que se tiene memoria.
De nada sirvió que el propio Waldseemüller publicara otro mapamundi en 1513, llamado Tabula Terra Nove, en el que corregía el desatino, cambiaba el inapropiado nombre por el más correcto de Terra Incognita y mencionara expresamente a Colón como su verdadero descubridor al servicio del rey Fernando. Fue inútil. El destrozo estaba hecho y era irreversible. Hasta los propios españoles dejaron de llamar al nuevo mundo las Indias Occidentales para acoger el impostado nombre del impostor. Pero es lo que tiene la literatura: una novela bien escrita hace verdad el embuste y al embustero lo convierte en descubridor. Y lo que le gusta al pueblo, así queda para siempre.
Afortunadamente, don Evo no había reparado en la mucho más modesta estatua que se alzaba en una plazuela aislada, de apenas veinte metros cuadrados y situada al costado de la Casa Rosada. Era una modesta isleta sin acceso peatonal como no fuera cruzando arriesgadamente la calzada para los coches, que en Buenos Aires circulan a todo lo que les permita el hueco. Allí había una plaquita que rezaba: «Plaza de Juan de Garay, cuidada por la asociación vasca argentina, y por usted». Y yo saludé con una reverencia al don Juan de bronce, en quien don Evo no había reparado y se había salvado de la furia de su dedo-tumba-estatuas-de-genocidas gracias a la posible ignorancia del presidente indígena y a la buena suerte del conquistador español.
Juan de Garay, autodeclarado vizcaíno aunque algunos intrigantes sugieren que pudo haber nacido en territorio de Burgos, partió de Asunción en Paraguay como Gobernador del Río de la Plata y dispuesto a refundar la malograda ciudad de Pedro de Mendoza. Lo hizo en junio de 1580. Trazó con su espada la planta urbana y repartió las parcelas entre los colonos que le acompañaban. Resistió el primer ataque indígena poco después. Lo que vino luego es la historia de un éxito urbano fenomenal que se le ha premiado al fundador con un monumento modestísimo, al menos comparado con los muchísimos y fabulosos que hay repartidos por toda Buenos Aires, aunque por lo menos tiene dándole sombra por detrás un auténtico roble vasco, retoño nada menos que del árbol original de Gernika bajo el que juró los fueros Fernando el Católico, bisabuelo de Felipe II, rey al que servía Garay cuando trazó en el suelo la planta urbana de esta caótica urbe de doce millones de habitantes que solo se ponen de acuerdo en una cosa.
En la carne. Los argentinos aman la carne, esa carne deliciosa de las vacas que pastan en la Pampa y que engullen en una celebración ritual llamada «el asado». Léalo o pronúncielo el lector con gesto entre arrobado y hedonista. Y para nosotros había llegado el momento de disfrutar de un auténtico asado porteño. De ello se encargaban los miembros del Club BMW, con José a la cabeza, que se había demostrado como un anfitrión impecable, atento y dispuesto a la ayuda pero sin imponer su presencia ni obligarnos a mil actividades turísticas. Nos prometió un asado y eso tendríamos.
El domingo nos recogieron y fuimos a una localidad a las afueras llamada Tigre, que se encontraba en la zona húmeda de ríos. Era un vecindario residencial, impoluto y rico, de chalets unifamiliares y diseño decimonónico. Allí acudía muchísima gente los feriados a tumbarse en la zona verde que como un larguísimo parque se extendía paralela al río Tigre. De allí nos fuimos a una parrilla, un restaurante abierto, sin paredes y cubierto por un tejado de madera. Había muchísimo público. Las mesas, también de madera, eran largas y cabían en ellas grupos familiares numerosos. La cocina estaba igualmente abierta. Mediría más de veinte metros cuadrados y en ella trajinaban al menos diez personas. Pero el amo allí era Juan, el cocinero, un tipo calvo, grueso, fuerte y enérgico que dominaba la enorme parrilla en la que crepitaban todo tipo de derivados de la vaca.
Me acerqué dispuesto a tener una conversación con él sobre la mística de los asados argentinos.
—Juan, oye, ¿qué estás asando aquí? ¿Qué carnes son las más habituales que se suelen asar en estas parrillas?
—En esta parrilla las normales son el lechón, el cordero y chivito. Después de vacuno, tenemos asado, bife de chorizo y vacíos. La especialidad de la casa es el bife de chorizo.
—A ver, enséñame uno.
Juan me mostró un magnífico solomillo. Una pieza maestra, de un tamaño perfecto. Se me hizo la boca agua solo verlo.
—Nosotros lo cortamos aquí; te voy a demostrar lo que es el bife de chorizo.
—O sea, tú no solamente lo haces, sino que también lo cortas.
Juan agarró un trozo de espinazo de res y fue metiendo tajos expertos hasta convertir la masa informe de carne y hueso en una pila de maravillosos solomillos.
—Claro. También lo preparamos. Esto se deshuesa y, como tú puedes ver, sale el típico bife de chorizo argentino.
—¡Ay, Dios! Yo me quiero comer uno de esos.
El maestro asió entonces un costillar ya asado y empezó a separar las costillas con un hacha. Chas, chas, chas, y los bocados iban apareciendo limpios y sabrosos.
—Es la primera vez que veo cortar carne a hachazos —exclamé.
—Esto se corta así para que el hueso no quede triturado. Hay que respetar lo que servimos. La carne es todo, sobre todo nuestra carne: representa un poco, junto con el mate, a lo que es nuestra Argentina.
Aquel día cruzaríamos el estuario del Río de la Plata y entraríamos en Uruguay por la pequeña y colonial ciudad de Colonia de Sacramento, fundada en 1680 por los portugueses para desafiar la hegemonía española en la región, lo que supondría una azarosa vida para la población, que cambiaría repetidamente de soberanía a lo largo de los años.
Mi propósito era ver con mis propios ojos el estuario desde su interior y recordar al malogrado Juan Díaz de Solís, la primera persona en pisar suelo argentino y uruguayo; su hazaña sería de corta duración, pues murió poco después de iniciar su exploración en lo que pensó podría ser el deseado paso del Atlántico al Pacífico.
La estación del ferry era un gran edificio, moderno y funcional. Los vehículos debíamos entrar al estacionamiento, donde los revisaban funcionarios del servicio aduanero auxiliados por perros. No buscaban droga, sino dinero. Uruguay y su flexible sistema bancario era el destino de la fuga de divisas para los argentinos, asfixiados por las restricciones kafkianas de su fiscalidad a lo Gran Hermano, que les permitía comprar dólares en función de sus ingresos declarados. Heber, por ejemplo, al tener un salario completamente irregular dada su actividad de guía de montaña y, por tanto, sometida a la temporalidad y al vaivén aleatorio del turismo, no podía a ojos del Gran Inspector pagar los dólares que le hacían falta para sus viajes a Tanzania, donde ejercía de guía de ascensión al Kilimanjaro.
Un argentino que comprase un billete de avión en una página web, sufría por el hecho de su nacionalidad un 35 % de recargo. En el extranjero, ese argentino encontraba limitadas sus tarjetas de crédito hasta el monto que considerase adecuado el gobierno aun teniendo saldo de sobra en su cuenta. Y una vez dentro de la estación marítima, comprobé que esa intromisión económica en la vida de los ciudadanos alcanzaba también a los extranjeros.
Nos dirigimos al mostrador y pregunté el precio de los boletos de ida a Colonia Sacramento. Un empleado de gélida simpatía me informó que costaban unos 400 pesos. Saqué un fajo de billetes de 100 pesos que había guardado para la compra de los tíquets, pues la moneda argentina no valía casi nada fuera del país debido a su volatilidad.
—Pero ustedes son españoles, ¿verdad? —dijo el tipo.
—Nosotros dos sí —contesté mientras señalaba a Antonio y luego a Heber—, el señor es argentino.
—Entonces, el señor puede pagar en efectivo —replicó el empleado—, pero ustedes tienen que hacerlo en dólares americanos o con tarjeta de crédito.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Quiere usted decir que mis pesos no sirven aquí como medio legal de pago?
—Para usted, como extranjero, no. Los billetes de ferry los tienen que pagar con divisas o con tarjeta de crédito.
—Y, claro está —puntualicé—, se cobrará el cambio al cambio oficial, con una diferencia para mi perjuicio del 30 % del valor real que se paga en la calle por los dólares.
—Claro está —dijo el tipo, sonriendo por primera vez.
El barco era cómodo con un salón amplio con butacas para mirar por las ventanillas de plástico. Sin embargo, la amabilidad de la tripulación era inexistente. Cuando nos vieron con la cámara y el trípode, nos vigilaron como a delincuentes. Una vez hubo zarpado el barco, me dirigí a la sobrecargo, una mujer madura pero aún atractiva, y le pregunté amablemente si nos dejaba filmar el estuario desde algún sitio descubierto. Me contestó secamente que no, que para eso debería haber pedido un permiso especial a la dirección. ¿Qué diablos le pasaba a aquella gente?
Nuestra experiencia en Argentina había sido de continuos encontronazos con funcionarios, encargados y empleados de cualquier cosa que tuviera un mínimo tufillo a oficial. El colmo del obstruccionismo lo habíamos tenido en una gasolinera de mala muerte en la Patagonia donde el gerente o lo que fuera salió de su oficina haciendo aspavientos cuando vio que Antonio filmaba la operación de repostaje como habíamos hecho en Chile y como haríamos en todos los países sin una objeción.
«No se puede filmar», nos dijo en tono airado. ¿Cómo que no se podía filmar una puñetera gasolinera, abierta por los cuatro costados? Había que pedir un permiso especial a la dirección de la compañía en Buenos Aires. Yo no podía entender esa mentalidad. Normalmente los responsables de negocios quieren que salgan en televisión para conseguir publicidad. A mí ninguna de las compañías petroleras que iban a salir en la serie me daba un céntimo y aun así quise filmar la operación de repostaje porque me parecía un dato interesante comparar el precio del combustible en cada país. Luego los problemas los tendría en TVE, donde me exigieron retirar planos de esas gasolineras porque los consideraban publicitarios cuando a mí me importaban una higa ya que con ellos solo quería identificar que estaba en una estación de servicio.
Tuvimos problemas similares en parques nacionales y monumentos y para evitármelos en lo sucesivo, decidí escribir a los responsables del Parque Nacional Iguazú para informarles que iríamos a filmar las cataratas con motivo de un documental y que les pedíamos permiso y colaboración. Su respuesta fue pedirme 2.000 dólares. Mi decisión fue filmarlas desde el lado brasileño donde todo fueron facilidades y buena disposición, y todo hay que decirlo, donde están las mejores vistas.
No podía entender que la oficial de a bordo de un ferry que cruzaba el río en unas dos horas sin ningún riesgo, pues las aguas marrones estaban calmas, no tuviese autoridad para permitirnos filmar algo que ni era secreto ni afectaba en modo alguno ni a la seguridad ni a la integridad del país o de la misma compañía. Como bien decían en la Argentina, eran solo ganas de «romper las bolas». Así que, sin más insistir, me di la vuelta y le dije a Antonio que filmase el estuario desde dentro del salón aunque el plástico de las ventanillas estuviese sucio.
Durante el trayecto de navegación pude relajarme un rato y simplemente pensar. Se agradecen estos momentos muertos porque son las pocas ocasiones para dejar la cabeza libre. Contemplé la turbiedad de las aguas y recordé otro de esos episodios que parecen inventados. ¿Cuántas veces hemos visto en las películas norteamericanas esa historia del niño blanco que se llevan los indios y educan a su estilo? Esa cinematográfica peripecia tuvo su antecedente real durante la trágica expedición de Juan Díaz de Solís y la protagonizó un chiquillo del Puerto de Santa María llamado Francisco. Era un jovencísimo grumete que desembarcó con Juan Díaz de Solís en la costa del actual Uruguay. Los indios charrúas (otros dicen que fueron guaraníes) dieron muerte a los adultos y los devoraron, sin embargo respetaron la vida del niño. Francisco del Puerto fue encontrado años después por la expedición de Sebastián Caboto al río Uruguay. Reclutado como intérprete, el muchacho escapó de los españoles en cuanto tuvo ocasión para regresar con los indígenas.
El ferry atracó y salimos a una explanada donde el sol impartía su inclemente justicia. Era la primera vez que sentía calor. Hasta ese momento el clima veraniego había sido benigno e incluso fresco durante nuestros días en el extremo sur de América, pero en Uruguay sufrí por primera vez el golpe solar. Teníamos que esperar la revisión de los aduaneros locales sin refugio alguno. Ellos decidieron que mi moto y la de otro motorista que venía en el barco serían los últimos vehículos en ser revisados. El escrutinio de los coches se demoró media hora porque solo había una mujer encargada de la tarea. Detectó dos casos sospechosos y regresó donde estábamos nosotros. Se metió en un humilde galpón a redactar sendos partes. Uno era una señora que traía el coche cargado de aceite y harina; para un grupo de viajeros que iba por delante, aseguró ella. El otro era un tipo que llevaba en el maletero unos veinte aviones de juguete, para su colección privada. Los traía de Buenos Aires porque no los vendían en Uruguay.
Aquel contrabando de chicha y nabo nos podía retrasar horas porque los afectados y la funcionaria se enzarzaron en una polémica sobre las represalias que los uruguayos tomaban contra los argentinos por no se sabe qué decisiones de la Kirchner. Viendo que se nos iba el día bajo aquel calor, tercié diciendo que nosotros teníamos prisa y que veníamos de España para filmar un documental, que mi moto era extranjera, que traíamos una camioneta argentina y que en ella había material de filmación y aparatos electrónicos por valor de varias decenas de miles de dólares, y que como todo aquello suponía unos cien kilos de peso en distintos fardos, que hiciese el favor de suspender aquella pendencia por los avioncitos y la harina para examinar mi cargamento.
La funcionaria me miró estupefacta. Miró la moto y luego miró la Toyota cargada hasta arriba de todo tipo de bultos. De una de las cajas de material asomaba incluso el cuello alargado de una anómala botella de champán sin etiqueta. Agarró su walkie y le dijo a su colega al mando:
—Óyeme, aquí tengo un gallego en moto que dice que viene de la tele y trae una camioneta argentina cargada de fardos.
Al otro lado se oyó un chasquido y luego una voz de hombre deformada por las ondas:
—Dele no más y que dejen de joder.
Al salir del puerto vi dos motos que nos estaban esperando. Eran el uruguayo Arnaldo Hernández y el porteño afincado en Colonia Daniel Sale. Me habían escrito por Facebook para hacerme de guías en mi visita. Les seguimos hasta el centro de un coqueto casco histórico de casas de estilo colonial con las fachadas encaladas y balcones con rejas y geranios. El suelo empedrado y la ausencia de coches daban la impresión de habernos transportado en el tiempo dos siglos atrás.
Recorrimos la muralla y ellos fueron explicándonos la historia de la ciudad fundada a principios de 1680 por el maestre de campo portugués Manuel Lobo justo frente a Buenos Aires. El objetivo era establecer una punta de penetración comercial de productos brasileños en la capital de la gobernación del Río de la Plata, obligada a consumir solo mercancías procedentes de España por el privilegio de asiento, que impedía las importaciones extranjeras. Colonia se convirtió en base de contrabando en beneficio de Portugal e Inglaterra.
Poco duró el jolgorio contrabandista. En agosto, el capitán general del Río de la Plata, José de Garró, conquistó Colonia y la rebautizó como Fuerte del Rosario. Pero lejos de condecorarle, la metrópoli, que estaba en buenas relaciones con Portugal, lo sancionó, y atendió las reclamaciones y protestas lusas y les devolvió Colonia en 1683, y de paso los lusitanos fundaron el Fuerte de Montevidéu en 1723 para darle bien firme a la manivela del contrabando en el Río de la Plata.
Colonia era ya una moneda de cambio. En 1750 se firmó el Tratado de Madrid que estipulaba que España se quedaba definitivamente con la plaza y que cedía a Portugal la banda oriental del río Uruguay, con las misiones jesuíticas. Ello tendría dramáticas consecuencias como veremos cuando visitemos algunas de estas reducciones misioneras en Brasil. La entrada de España en la guerra de los Siete Años interrumpió las negociaciones. Pero el español Pedro Cevallos, gobernador de Buenos Aires, tomó Colonia por su propia autoridad. No obstante, tuvo que devolverla cuando la guerra terminó y se acordó que Colonia sería de nuevo para Portugal. Cevallos se tomó cumplida revancha en 1777 cuando Carlos III le nombró Virrey del Río de la Plata y le entregó 9.000 hombres para conquistar Uruguay.
Mientras estoy colocando la pegatina del Uruguay en la moto apareció otro motorista. Se llamaba Aníbal y aseguraba haber visto todos mis vídeos en YouTube. Le dije que teníamos previsto viajar hasta Punta Gorda, en el término de Nueva Palmira, a orillas del Uruguay, para visitar el monumento a Juan Díaz de Solís. Sin dudarlo, se apuntó a la excursión, de modo que nos pusimos en marcha.
Recorrimos la bella y ordenada costanera que circula a lo largo del río y dejamos atrás Colonia, una ciudad turística cuyos incipientes comienzos en la industria del ocio podrían situarse en el siglo XIX, como lugar de esparcimiento de las clases altas bonaerenses. Y ese proceso sigue. Nos aseguraron nuestros amigos que la rica ciudad de Punta del Este, en la costa atlántica, es un gueto para extranjeros millonarios, propietarios de las exclusivas mansiones que dan al océano. Los uruguayos, que son rioplatenses en grado sumo, no tienen dinero para comprar una de esas casas.
Como perfecto ejemplo a esta invasión nos encontramos las ruinas de la plaza de toros de Colonia llamada del Real de San Carlos. Un gran coso taurino de estilo mudéjar, hoy en ruinas, que se inauguró en 1810 y en el que se llegaron a celebrar hasta ochenta corridas con los mejores diestros españoles. La plaza se llenaba con más de ocho mil personas, traídas en su mayoría de Buenos Aires en lujosos barcos de vapor. Esta estupefaciente obra es solo parte del alucinante complejo turístico Mihanovich, que incluía puerto, frontón vasco, casino y hasta su propia estación eléctrica y que construyó a todo tren un magnate de origen croata, completamente hecho a sí mismo y que llegó a ser multimillonario desde la pobreza del emigrante de maleta de cartón.
El país que surge una vez dejamos atrás la bonita ciudad es muy otro; verdísimo hasta dejarnos boquiabiertos pero atrasado. Se nota en todo, en las carreteras, los coches, camiones y camionetas, los pueblos que parecen terminados en los años cincuenta, la gente misma y su modo de vestir. En comparación con Argentina, que lo mira por encima del hombro, como si fuera una pequeña provincia algo díscola a la que por pereza o displicencia no se mete en cintura, el Uruguay es una nación que parece estar situada un par de décadas atrás en el tiempo.
Mientras recorríamos los 100 km que nos separaban de Punta Gorda, y sabiendo que allí tenía que ponerme serio y realizar mi reflexión de final de capítulo, pensé en el malogrado Juan Díaz de Solís y en su sacrificio, que representaba el de tantos otros, así como en lo injusta que había sido la Historia con esos hombres valerosos y esforzados. Recuerdo que días antes había publicado en Facebook que visitaría el lugar donde lo mataron y un tipo respondió en mi muro diciendo que bien merecido se lo tenía el tal Solís y que a ver a cuántos había matado él.
Estas aseveraciones me desconcertaban y enfurecían. Los prejuicios suelen ir acompañados de ignorancia. En los hechos de los descubridores hay motivos para la crítica, por supuesto, y yo había ido a América dispuesto a hacerla, pero ello convenía después de conocer los hechos ciertos y probados y eso solo se puede hacer leyendo las fuentes originales y no alimentándose de la comida envasada de prejuicios anteriores. La lectura del texto sobre la conquista de México escrito por Bernal Díaz del Castillo, soldado raso de Hernán Cortés, estremecía al comprobar cómo aquella carne de cañón castellana se veía obligada a penetrar en una tierra inmensa y extraña donde los esperaban los guerreros indios por millares y cómo les dieron terribles muertes en combate y en cautiverio. Y cómo él mismo escribió al leer sorprendido la crónica que había escrito un religioso llamado Francisco López de Gómara sin haber estado jamás en América. «Pues de aquellas grandes matanzas que hicimos, siendo nosotros obra de cuatrocientos soldados los que andábamos en la guerra, que harto teníamos de defendernos de que no nos matasen o llevasen de vencida; aunque estuvieran los indios atados, no hiciéramos tantas muertes y crueldades como dicen que hicimos; que juro ¡amén! que cada día estábamos rogando a Dios y a nuestra Señora que no nos desbaratasen.»
La selva uruguaya nos fagocitaba y muchas veces no veíamos otro horizonte más que la maleza y los escurridizos rayos del sol declinante. Estremecía pensar en esos hombres metiéndose a puro cuerpo entre ella para explorar y conquistar un territorio del que lo ignoraban todo, desde su tamaño real hasta el número de pobladores. Los juicios morales son necesarios, tomando en consideración el momento histórico, pero los hechos objetivos son que apenas cuatrocientos hombres dominaron el Imperio azteca y trescientos el inca, protegidos por miles de combatientes experimentados y una geografía desmesurada de montañas, desiertos y selvas. La pregunta que me asaltaba no consistía en si eran buenos o malos, sino sobre la pasta de la que estaban hechos aquellos tipos, que no reconocía hoy en ninguno de mis contemporáneos.
¿A cuántos había matado «ese tal Solís»? A ninguno. No tuvo tiempo. En 1508 realizó su primer viaje a esa tierra al oeste que había encontrado un tal Colón, intentando conseguir lo que este no había logrado: llegar a las Indias de las especias. Penetró en todas las bahías desde el Caribe hasta Venezuela, pero el paso no estaba ahí. Regresó a España y logró de Fernando el Católico unas capitulaciones que le autorizaban a explorar más al sur, pero con cuidado de hacerlo en secreto, «como que no es de mandato real», para no irritar a los portugueses.
En octubre de 1515 zarparon tres carabelas y 70 marineros al mando de Solís. Llegó pronto a Brasil y comenzó a costear hacia el sur buscando paso, canal o estrecho que llevara al otro lado, donde ya se sabía de la existencia de un océano gracias al descubrimiento de Vasco Núñez de Balboa dos años antes. Llegaron a la actual Punta del Este, en la boca del estuario del Río de la Plata, y tomó posesión de ella en nombre del rey de España. Comenzó en enero de 1516 la exploración de lo que tomó por brazo marino, hasta el punto que, dada la baja salinidad de las aguas, las llamó Mar Dulce.
En un punto de la costa oriental, que pudiera ser el lugar al que me dirigía porque allí se había erigido un monolito en su memoria, Solís desembarcó junto a alguno de sus hombres y el mencionado grumete Francisco del Puerto. La carabela quedó cerca. Un grupo de indígenas apareció y atacó a los desembarcados sin que los hombres de a bordo pudieran hacer nada. Los indios los mataron allí mismo, excepción hecha del muchacho, como ya quedó dicho. Ante la mirada horrorizada de los tripulantes, prendieron unas hogueras y se los comieron. La flotilla salió despavorida de regreso a España y Juan Díaz de Solís engrosó la lista de exploradores muertos violentamente, y también la de los muchos olvidados por una nación que parece despreciar completamente a sus mártires. Al menos comparada con el Uruguay y la Argentina, que sí recuerdan a Solís como el primer europeo que pisó sus territorios.
El sol se estaba poniendo sobre la orilla oriental del río Uruguay y el horizonte selvático parecía lanzar incipientes llamaradas rosáceas al firmamento. Debíamos darnos prisa para alcanzar el monumento antes del anochecer, pues de lo contrario no podríamos filmarlo. Las motos que me precedían de los compañeros uruguayos se desviaron bruscamente a la izquierda para tomar un estrecho camino mal asfaltado. Les seguí y antes de perderme en la espesura pude leer la señal que había en la entrada. PUNTA SOLÍS. La vegetación que nos rodeaba se tornaba tenebrosa con la oscuridad. Un muro compacto y opaco de ramas, arbustos, troncos, helechos, yerbas y maleza que sin luz perdía todos sus contrastes y contornos. Daba miedo, como lo da el océano cuando uno se baña en alta mar y piensa por un instante en la inmensidad que hay debajo y en las criaturas que esconde.
¿Qué peligros habían escondido esas negras profundidades arbóreas? A Solís le ocultaron la pesadilla del canibalismo. Pensé en la atroz muerte de quienes iban a ser devorados y lo sabían. Recordé el dantesco relato del cautivo alemán Hans Staden, capturado en Brasil por una tribu de caníbales similares a los charrúas o guaraníes que dieron buena cuenta de Solís. Mucho se ha hablado de los sacrificios humanos y de cómo los conquistadores se excusaron en esa terrible práctica para su guerra santa y evangelización. Las hecatombes humanas se pusieron de actualidad con la brutal película Apocalypto de Mel Gibson, que recibió acres críticas de representantes (o presuntos representantes) de los pueblos originarios. Pero mucho menos conocido es el fervor antropófago de dichos pueblos.
Los indígenas que capturaron al alemán no hacían prisioneros. A los enemigos que capturaban se los comían sin excepción y no por falta de proteínas animales, sino como expresión de odio y venganza ritual. Y en ello no eran excepcionales. La antropofagia estaba extendida en América desde Alaska hasta la Patagonia. El mismo Amerigo Vespuccio afirmaba haber visto banquetes humanos, «pues unos se comen a otros y los vencedores a los vencidos, y la carne humana es entre ellos alimento común».
En términos similares se habían pronunciado Pigafetta y el propio Staden, quien aseguró que la carne de sus enemigos la comían por odio. Y un misionero francés escribió después que comían tal comida «para satisfacer la rabia insaciable» hacia sus adversarios.
Estos relatos causaron honda impresión en el ánimo de los europeos. En cierto modo, América era un lugar para enriquecerse, pero ¿a qué precio? Los sacrificios humanos, la falta de merced para los cautivos en la guerra y la antropofagia por salvajes causaban lógico terror. Salvando las distancias, lo que a un soldado extremeño o castellano podía sucederle en esa tierra de infieles era similar a lo que hoy podría pasarle en la guerra contra el yihadismo, que usa la pornografía de las decapitaciones en vídeo como eficaz arma psicológica. Morir en la guerra es algo que en teoría asume cualquier soldado; ser decapitado a sangre fría o devorado por una turba es algo muy diferente.
Y sin embargo, los hombres venían a enfrentarse al terror, a introducirse en una geografía ignota e infinita y a vérselas con guerreros de costumbres bélicas terroríficas. Lo hacían por necesidad algunos, pero había otras guerras en Europa donde un soldado bien se ganaba el jornal y conseguía botín sin arriesgarse a ser comido sin derecho a extremaunción. Había otros motivos como el afán descubridor, el ver cosas nuevas que otros no habían visto, el ganar fama y honor, el llevar la fe de Cristo y el ascender socialmente en la última tierra de frontera que quedaba una vez que había caído en España la taifa de Granada.
Un sendero nos llevó hasta un pequeño claro en el bosque que se asomaba al ancho y caudaloso río. Allí confluían el Uruguay y el Paraná para formar el gran estuario. Los españoles no somos muy capaces de imaginar lo que los ríos significan en América pues, salvo el Tajo y el Guadalquivir, los nuestros no son navegables, pero por allí podían adentrarse en el interior del continente los más grandes cargueros. Las masas de agua eran enormes, espectaculares, ominosas. Con el contraluz de la tarde semejaban la piel de un reptil antediluviano de proporciones bíblicas que estuviese semienterrado en la selva y pujase por alzarse. Las olas que el viento arrancaba parecían sus escamas y el sordo rumor de la corriente, un lamento de ira y dolor.
Sobre el claro se erigía una sencilla columna con forma de prisma trapezoidal terminado en punta. Allí nos llegamos las motos. Aparcamos, nos bajamos y fuimos caminando hasta la base. Quedé mirando el monumento sin saber muy bien qué decir. Probablemente era mejor no decir nada. Ellos comprendieron la esencia íntima del momento y se despidieron de mí con un abrazo.
El resplandor era ya un incendio rojo sobre la vasta superficie fluvial. Antonio y yo nos dimos prisa en colocar el set de rodaje. El ocaso sería nuestro intenso fondo final. Yo no llevaba nada preparado, ningún guión escrito, pero supe qué quería comunicar y era algo tan aparentemente contradictorio como el pesar y la felicidad.
En lugares como aquel, en situaciones como la que estaba viviendo, lo que se me viene a la cabeza es siempre un sentimiento contradictorio, ambivalente. Por una parte, no puedo dejar de pensar en lo injusta que ha sido la Historia con grandes personajes como Juan Díaz de Solís; un tipo que descubre este gran estuario, que intenta una exploración, que da la vida, y sin embargo en España, ¿quién sabe quién es? Pero por otro lado, conocer la Historia y venir a los sitios donde efectivamente sucedió, creo que es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida.