Capítulo 8 Miradas

Wayne Mathewson se miró en el espejo de su despacho. Era una espectacular habitación de unos 200 metros cuadrados desde donde se observaban unas vistas impresionantes. Asqueado de la imagen que le devolvía, tiró el teléfono contra el elegante sofá de piel tunecina que habían importado para él directamente desde el país del Magreb. No eran buenas noticias. La situación se estaba complicando y el asunto se le iba de las manos. Tendría que hablar con el jefe. No le apetecía y sabía que iba a pasar. Se iba a poner hecho una furia y le gritaría. Pero no había más remedio. Si no se actuaba con rapidez, todo se iría al traste. Se ajustó la corbata, se alisó las pocas arrugas que tenía su prohibitivo traje italiano hecho a medida en París y salió de su despacho.

—Mónica, voy a subir al despacho de la quinta planta. Estaré allí al menos media hora. Retrasa todas mis citas y cancela todas las que sea posible cancelar –ordenó el doctor Mathewson a su joven secretaria.

—Como usted diga, señor Mathewson.

Salió del pasillo de la planta noble y se subió al último ascensor de la derecha. Entró, puso la huella dactilar de su dedo pulgar izquierdo en el visor electrónico y, tras su reconocimiento positivo, pulsó el botón de la quinta planta. Apenas una decena de personas tenían acceso a dicho lugar. Todavía, a pesar de los años, seguía poniéndose excesivamente nervioso cuando subía a verle. No lo podía evitar puesto que su asquerosa y miserable vida estaba en sus manos. Aquello le carcomía por dentro. Había vendido su alma al mismísimo diablo. El timbre del ascensor sacó al doctor Mathewson de su ensoñamiento, avisándole del fin de trayecto. Se abrieron las puertas y salió a un inmenso hall donde su anfitrión lo esperaba de pie al lado de un inmenso ventanal, fumándose un espectacular habano de 900 dólares la pieza, que llenaba la gigantesca estancia de humo.

—Señor, tenemos un problema –dijo el doctor Mathewson ligeramente intimidado.

—Eso supongo, señor Mathewson. Si no lo hubiese, no estaría usted hasta aquí arriba, importunando mi precioso habano –contestó el hombre que miraba con tranquilidad por la ventana–. Cuéntame, pedazo de escoria. ¿Qué es lo que sucede?

Mathewson suspiró, se acercó y comenzó a narrarle lo sucedido con todo lujo de detalles.

Andy tarareaba mientras conducía por la carretera que los llevaba directos a Cleveland. Estaba exultante. Nunca se había sentido tan bien consigo mismo. Jamás tuvo problemas en asumir su homosexualidad pero tampoco era un asunto que le gustase airear. “Holydays in the sun”, de los Sex Pistols, sonaba en la radio. El sol tenía hoy un poco más de brillo. Peter le miró divertido.
-Pareces de buen humor.

—Pues sí. Estoy bastante contento. Anoche, además de ser grosero contigo, me dio tiempo a encontrar una pista que conecta ambos casos. Fue una noche bastante completa.

—¿En serio? ¿Qué clase de pista? Perdona. Soy demasiado curioso. No contestes si no quieres.

 

—No, tranquilo. Estamos juntos en esto, ¿lo has olvidado? Además, dos mentes piensan mejor que una.

 

Andy explicó a Peter la conexión que según él podría haber entre el coche negro que aparecía en ambos casos.

—¿Así que el mismo que me echó de la carretera podría ser que estuviese detrás de la desaparición del niño y de la muerte de Ellen? ¡Me parece increíble!

—Sólo es una posibilidad, Peter. Pero cada vez estoy más convencido que mi decisión de ir a Chicago es acertada. Creo que vamos a encontrar allí las respuestas que necesitamos.

—Eso espero. Si no, creo que estaremos metidos en un buen lío.

Durante un buen rato ambos hombres se quedaron callados observando el vasto paisaje y escuchando música. Un manto de denso bosque inundaba ambos márgenes de la autopista, que tenía un bajo volumen de vehículos. A lo lejos se empezaba a intuir la silueta del lago Erie. De repente, Peter comenzó a hablar de nuevo.

—Por cierto, Andy, ¿de dónde eres? Seguro que de mí sabes hasta la fecha de mi cumpleaños pero en cambio yo de ti no se absolutamente nada.

—Eso es cierto. La verdad es que no sabía que eras tan viejo.
-¿Pero qué estás diciendo? ¡Soy mucho más joven que tú!

—Eso no es cierto. Además, soy un tipo aburrido. No creo que mi historia pasada sea demasiado interesante.

 

—Eso lo decidiré yo. Habla.

 

Andy soltó una sonora carcajada. Luego, tras ver la cara de pocos amigos de Peter, recuperó la compostura y se calló.

 

—Está bien, no te enfades. ¿Qué quieres saber?

—Un poco de tu vida: tus orígenes, tus padres, tu primer amor,... ¡Quiero saberlo todo! Y no te dejes ningún detalle. ¡Me encantan!

—Nací en Austin, Texas. Mi padre era militar y mi madre trabajaba en casa.

 

—¿No tienes hermanos?

—No. Soy hijo único. Durante el parto hubo complicaciones en la cirugía. Mi madre tuvo que ser operada de urgencia y tuvieron que extirparle el útero. Casi no sobrevive. Perdió mucha sangre y estuvo varios días ingresada en la UCI.

—A veces pasa. Un parto es una intervención que se puede descontrolar en segundos, con graves consecuencias tanto para la madre como incluso muchas veces para el bebé.
-Sí, eso es cierto. Como ya no podían tener más hijos mis padres se volcaron conmigo. Me consintieron todos los caprichos y nunca me negaron nada. A pesar de ello, siempre fui tímido e introvertido. Era aplicado y brillante en los estudios pero nunca tuve muchos amigos. Texas sigue sin ser hoy día un lugar muy apacible para que alguien con mi condición crezca libre así que imagina cómo era hace 30 años.

—Tuvo que ser muy duro.

—Lo cierto es que sí. Hasta los 10 o 11 años todo fue más o menos bien. Todavía no tenía las hormonas a flor de piel y pude pasar desapercibido. Luego, de repente, todo cambió.

—El maldito acné.

—Me di cuenta que me empezaban a gustar cada vez más algunos de mis compañeros de clase. Yo disimulaba bastante bien pero siempre sucedía algo que me descubría. Un gesto o una mirada en las duchas bastaban para delatarme. Me llegué a odiar a mi mismo durante años. Pensaba que llevaba la palabra marica escrita en la frente. De hecho, no soportaba ni mirarme al espejo.

—¿Y tus padres? ¿Qué tal lo llevaron?

—Mi madre creo que lo supo desde un principio. Una calurosa tarde de Julio me lo preguntó sin rodeos. Recuerdo que estábamos sentados en el porche tomando un vaso de limonada helada. La pregunta me pilló totalmente por sorpresa. Me quedé absolutamente bloqueado y no supe qué responder. Aunque lo cierto es que no hizo falta. Al parecer tenía la respuesta escrita en mis ojos. Ella, bastante emocionada, me miró a la cara durante unos segundos y luego, con los ojos bañados en lágrimas, me abrazó.

—Las madres siempre han llevado mejor este tipo de situaciones. ¿Cómo se lo tomó tu padre?

—Nunca llegamos a hablar. Al menos no de manera directa. Una vez que veníamos de un partido de béisbol sacó el tema, aunque a su manera.

—¿Qué te dijo?

—Me explicó que mi madre le había contado mi problema. Estoy seguro que no le fue fácil hablar de aquello. Es un hombre muy orgulloso y tradicional. Tuvo que ser un palo que su único hijo fuese un marica. Durante aquella conversación noté cómo su voz destilaba desprecio y vergüenza en cada palabra. Sólo me llegó a pedir una cosa.

—¿Qué?

—Discreción. Le daban igual mis gustos pero lo único que deseaba era no verme un día vestido de mujer ni llamando la atención en algún sitio público. Yo me limité a asentir y quedarme en silencio. En ese preciso instante, la relación con mi padre se rompió. Con el paso de los años ha mejorado pero nunca hemos vuelto a tener esa complicidad que teníamos cuando yo era un niño.

—Ha debido de ser duro. ¿Y qué tal en el instituto? Yo es la época de la que guardo los mejores recuerdos. Aunque también los peores.

—Durante algún tiempo cambiamos de domicilio cada pocos meses hasta que mi padre consiguió destino definitivo en la base de Fort Hood. Eso ayudó puesto que en algunos institutos descubrían mi homosexualidad cuando yo estaba casi haciendo las maletas. Con 18 años recién cumplidos y tras graduarme, me alisté en el ejercito. Supongo que intentaba compensarle por haberle salido rana. Aunque de haber tenido claras las consecuencias, no me habría inscrito jamás. Con los años me confesó que hubiese preferido que estudiase Derecho o Medicina.

Durante unos segundos Andy se detuvo, desempolvando en su cabeza toda una batería de recuerdos. Peter se mantuvo callado de manera respetuosa, brindándole una reconfortante sonrisa. Andy, después de devolvérsela, prosiguió.

—Tras el shock inicial, mis padres respetaron mi decisión. Yo sólo tenía la aspiración de llegar a ser tan buen soldado como lo era mi padre. Trabajé muy duro. Estuve lejos de los problemas y cumplí siempre las ordenes al pié de la letra. Fui un soldado modelo. Soldado de primera a los 20, Cabo a los 22 y Sargento a los 25. Hice misiones, sobre todo logísticas, en Sudamérica y Oriente próximo. Volví e intenté entrar en los SEALS en varias ocasiones, pero no pude conseguirlo. A pesar de ello, con 29 años ya era subteniente. Mi padre empezó a estar de nuevo orgulloso de mí. Tenía un futuro prometedor. Entonces, ocurrió algo horrible.
-¿Qué pasó?

—Destinaron a mi unidad al Teniente Coronel Thomas Powell, el mando más cabrón, retorcido, racista y homófobo que ha dado el ejercito. No tardó mucho tiempo en fijarse en mí. Me tanteó y empezó a acosarme. Yo sabía que si me quejaba, estaba acabado. Así que aguante durante meses. Pidió que me trasladasen a su unidad y comenzó a hacerme la vida imposible. Yo siempre fui muy discreto en mis relaciones. Pero él no cejó en su obsesión por mí.

—Tal vez él también fuera gay. Los reprimidos que no han salido del armario pueden llegar a ser mucho más retrógrados que los heterosexuales.

—Supongo que es una posibilidad, aunque yo nunca tuve pruebas. Una mañana de sábado me hizo llamar. Cuando me presenté en su despacho, me lanzó una sonrisa al tiempo que desparramaba una montaña de fotos sobre la mesa. En ellas, se me veía besándome con el Cabo Jan Olliver, un joven de Utah que llevaba sólo dos meses destinado en la base. Nos había mandado seguir fuera de la base. De hecho, las fotos nos las hicieron en un parque. Exigió mi renuncia por escrito bajo la amenaza de hacer llegar las fotos a mis padres y repartirlas por toda la base –musitó Andy apagando su voz como lo hace la llama de una vela.

—¡Qué pedazo de escoria!

—No tuve más remedio que renunciar. Aquella historia los habría devastado, sobre todo a mi padre. A ellos les dije que estaba harto de maniobras y estar en despachos rellenando papeles. Así que, con relativa facilidad y sobretodo gracias a mi formación militar, entre en el FBI. Estuve varios años haciendo trabajos menores de vigilancia e inteligencia. Luego, con 34 años, me ofrecieron el puesto de inspector aquí en Augusta. Aunque sabía que era una ciudad pequeña, con una tasa de delincuencia mínima, la idea me sedujo muchísimo. Acepté y aquí sigo desde entonces.

—Vaya historia.

Ambos estuvieron callados un buen rato perdiendo su mirada sobre el lago Erie. Muchos sentimientos encontrados estuvieron revoloteando en el ambiente durante algunos minutos. Viejos recuerdos y heridas que jamás llegarían a cicatrizar. Peter miró de soslayo a Andy que tenía la mirada perdida en el infinito. El silencio se hizo patente en el interior del vehículo. Nadie observaba el viejo Cadillac que los seguía unos cientos de metros por detrás.

Un rato después, sobre las dos de la tarde, llegaron a Cleveland. Antigua ciudad manufacturera, era la segunda más grande del Estado de Ohio. Sus negocios de industria pesada se habían diversificado en otros sectores cómo servicios, sanitarios e investigación. Además, tenía una de las redes públicas de bibliotecas más importante de todo Estados Unidos. Recientes estudios la colocaban como una de las mejores ciudades para vivir de todo el país.

—Cleveland es una preciosa ciudad para vivir –pensó Andy en voz alta.
-La verdad es que sí.

—Si te parece bien podemos pedir algo para llevar. Así iremos más rápido. Me gustaría dormir en Chicago esta noche a ser posible. Hay un restaurante de comida para llevar un par de salidas más adelante.

—Me parece perfecto.

Unos quince minutos más tarde se detenían en una sucursal de una conocida cadena nacional de hamburgueserías. Tras cambiarse de asientos, devoraron con ganas dos grasientas hamburguesas dobles con queso y beicon, medio litro de refresco y sus correspondientes e hipercalóricos helados. Fueron al baño y, tras estirar un poco las piernas, reanudaron la marcha. Eran algo menos de las tres de la tarde. Si no había incidencias, estarían en Chicago sobre las 8 de la noche. No tenían tiempo que perder.

—En un rato haz el favor de despertarme. No quiero dormir todo el camino. Así además te daré conversación.

 

—De acuerdo. Duerme tranquilo.

Andy reclinó el asiento y se durmió en menos de un minuto. Peter lo miraba con ternura. Además de muy atractivo, era un buen tipo. Cuando estaba junto a él se sentía seguro. Peter suspiró. El nunca se había enamorado y se sorprendió al verse con una sonrisa de oreja a oreja en el pequeño espejo interior del coche. La vida a veces es muy peculiar. Justo ahora, en una situación tan importante de su vida, el amor por fin aparecía. Aunque lo cierto es que el momento no podía ser más inoportuno. Volvió a suspirar. Nada se podía hacer por luchar contra los sentimientos. Sacó su mirada del varonil rostro de Andy y observó el paisaje que los rodeaba. Extensas llanuras y campos de cultivo abundaban por doquier mientras las azules aguas del lago Erie dominaba todo el paisaje. Un pequeño velero surcaba sus aguas a unos cientos de metros de la orilla con sus blancas velas henchidas por el viento. Todo iba a cambiar. De hecho, todo había cambiado ya.

Un par de horas después, Peter se detuvo a echar gasolina. Andy se despertó sobresaltado del asiento del copiloto.

—Tranquilo, Andy. Sólo he parado a echar gasolina. Quedan unos 20 kilómetros y son las seis. Vamos bien de tiempo – dijo tranquilizador Peter, que se bajó del coche y se dirigió al mostrador de la tienda para pagar la gasolina.

Andy gruñó y se estiró. De pronto se quedó helado por algo que había visto por el espejo retrovisor. Unos 50 metros antes de entrar en la gasolinera, en el arcén de la interestatal 90, un Cadillac del 68, negro, con las lunas tintadas, estaba detenido. Disimulando, se bajó del coche y entró en la tienda, encaminándose directamente hacia donde estaba Peter.

—¿Qué sucede? -preguntó Peter preocupado.

—No mires. En la cuneta, 100 metros por detrás de donde está nuestro coche, hay detenido un Cadillac negro del 68. No hagas nada raro. Paga, ve y montate en el coche. Yo iré al baño, saldré por la puerta trasera e intentaré interceptarlo – contestó Andy con autoridad.

—Está bien.

Andy se dirigió al baño y, evitando hacer ruido, salió por la puerta de emergencia de la tienda. Corrió paralelo al muro y se adentró en el bosquecillo que circundaba la gasolinera. Bordeó unos 100 metros la primera línea de pinos y empezó a acercarse, lentamente, al vehículo. Estaba a unos veinte metros y casi podía ver la matrícula del Cadillac cuando, de repente, el coche aceleró y salió cómo una exhalación, metiéndose en la autopista de manera temeraria. Andy, sorprendido, salió de su escondite y, pistola en mano, corrió hacia la carretera. Se había escapado. Contrariado, regresó corriendo al Ford Explorer.

Mientras se montaba en el coche, Peter miró inquisitivamente a Andy.

—Se ha escapado –escupió escueto Andy
-Ya veo. ¿Has podido ver la matrícula?
-No. Justo cuando iba a acercarme ha huido.

—Es una pena. Menos mal que mi móvil tiene una cámara con un zoom óptico brutal –replicó Peter al tiempo que le pasaba a Andy una fotografía hecha con su teléfono en la que, aunque de manera borrosa, se leía perfectamente la matrícula del vehículo.

Andy miró sorprendido a Peter. Con evidente excitación, cogió su teléfono dispuesto a hacer una llamada al tiempo que le hacia un gesto a Peter para que siguiese conduciendo él.

—De nada – dijo ligeramente sarcástico Peter, que ya se estaba cambiando de sitio para ponerse al volante.

Andy dibujo un “Gracias” con sus labios sin emitir ningún sonido mientras se acomodaba en el asiento del copiloto y se ponía el cinturón de seguridad.

—Con el inspector Norris, por favor.

—Me debes una cena. Y será cara –exigió Peter simulando estar enfadado, tras lo cual arrancó y se metió de cabeza en la interestatal.

Andrej todavía se recuperaba del susto. Se había incorporado a la carretera con tantas prisas que casi choca con un camión cargado de cervezas. Con el corazón latiendo desbocado como un joven potro, intentó controlar lentamente su respiración. Estuvo con el pie en el acelerador a fondo durante varios kilómetros hasta que pudo tomar la siguiente salida, perdiéndose durante unos 10 km por carreteras rurales de la zona. Cuando se calmó y volvió a tener la sensación de seguridad, se detuvo en la parte de atrás de un granero abandonado. Sacó el caro equipo localización GPS portátil y encendió la pantalla. El puntito que indicaba la posición del coche del inspector Harper seguía circulando por la interestatal 90, a unos 30 km de su posición. Andrej suspiró, dejo el equipo encendido en el asiento de al lado y arrancó de nuevo su viejo coche. Tendría que cambiarlo. Mierda. Odiaba dejar a su pequeño en un sucio garaje aunque sólo fuese para un par de meses. Pero no había otra solución. Sabía a quién podía recurrir. Y no iba a ser barato. Con resignación, dio la vuelta y se incorporó de nuevo a la vieja carretera comarcal, perdiéndose en sus sombras.

—Gracias, Harry. Ya hablaremos –dijo Andy al tiempo que acababa la conversación.

 

—¿Qué te ha dicho?

—La matrícula es falsa. Pertenece a Lilian Stone, una anciana de 92 años que vive en las afueras de Santa Mónica, California.

—Lo siento, Andy.

—¿Sentirlo? ¡No digas tonterías! Tú no tienes la culpa de que la matrícula sea falsa. Gracias a ti hemos estado cerca de pillar a ese malnacido.

—Estamos a diez kilómetros de Chicago. ¿Vas a llamar a alguna de las personas que quieres ver? -pregunto Peter.

—No. Estamos cansados y ha sido un día muy largo. Hablaré con ellos luego e intentaré quedar mañana –dijo Andy con marcas de fatiga surcando su rostro.

—Bien, esta noche no dormiremos en un motel mugriento. Vamos a ir a un pequeño hotel rural, cerca de South Bend. Tiene un baño en condiciones y camas de tamaño adecuado. Incluso tienen servicio de habitaciones. Necesitaremos dormir bien y recargar las pilas. Mañana será un día muy largo. ¿Te parece bien? –propuso Peter con autoridad.

Andy levantó las manos en señal de rendición. No tenía fuerzas para oponerse a nada. Y tampoco tenía ganas de hacerlo.

Quince minutos más tarde llegaban al pequeño hotel que había recomendado Peter. Enclavado en una zona escondida y apartada, habían pasado varias intersecciones en la carretera que Peter había cruzado sin vacilar. Parecía que conocía muy bien el camino. Era un edificio de madera de dos alturas enclavado a los pies de una colina y con un pequeño bosquecillo de pinos y abedules en su parte posterior. Las plantas del edificio tendrían unos 150 metros cuadrados de superficie cada una. Alrededor, diseminadas por el bosque, había media docena de pequeñas cabañas de madera. Al bajar del coche Andy notó cómo el aire era fresco y estaba cargado de aromas a madera y vegetación húmeda. Se giró a observar a su izquierda y se sorprendió con la nitidez con la que brillaban las aguas del lago Michigan mientras al fondo la ciudad de Chicago se asomaba curiosa. El lugar era idílico y la imagen, de postal. Peter se bajó de un salto y fue directo a recepción. Unos minutos después volvía sonriente con una llave en la mano mientras Andy todavía se estaba deleitando con las vistas.

—Precioso, ¿verdad?
-Sí. Lo es. ¿Ya habías estado aquí antes?

—Eso te lo responderé luego. Pongámonos en marcha, inspector. Bungalow número 13. ¡Se me está empezando a helar el culo!

Andy suspiró y cogió el equipaje. Cerró el coche y siguió a Peter. La pequeña cabaña era más grande y acogedora de lo que cabría imaginar con su imagen externa. Nada más entrar se observaba una pequeña chimenea. Justo a su izquierda había un gran cesto de mimbre con leña y todos los elementos necesarios para encenderla. En el salón había además dos butacones de piel antigua y frente a estos estaba, alojada en la pared, una televisión de plasma. A la derecha del salón se abría paso una cocina americana con un minúsculo frigorífico, un microondas y unos fogones. Justo delante, sobre una tarima de unos 50 centímetros se hallaba una cama de matrimonio de dos metros por dos metros. Ambos se quedaron mirando la cama muy serios para luego echarse a reír. Al lado de la cama estaba el cuarto de baño. Era enorme y estaba totalmente reformado. Tenía una zona con una ducha doble muy espaciosa y con una espectacular mampara de cristal. A su lado, un jacuzzi para dos personas se desplegaba a los pies de un ventanal que dominaba las mejores vistas. Peter miró a Andy y le sonrió.

—No es la primera vez que vienes por aquí, ¿verdad?preguntó ligeramente enfadado Andy.

—Lo cierto es que no. Conozco este sitio de un congreso nacional de Anestesia pediátrica que se celebró en Chicago hace unos años.

—¿Y qué tal estuvo?

 

—¿El congreso? No lo sé. No llegué a ir ni un solo día. Ve duchándote que yo mientras voy a pedir la cena.

Andy fue a decir algo pero estaba demasiado cansado. En cuanto Peter se marchó del baño, se desnudó y se metió bajo el potente chorro de la ducha. Notó cómo su cansancio se evaporaba. Unos quince minutos después, Peter entró de nuevo en el servicio. El vapor del agua empañaba los cristales. Andy frotó con la mano el cristal a la altura de su cara y observó como Peter se desnudaba lentamente al notar cómo era observado.

—Espera un segundo que enseguida termino.

—Tranquilo. Hay dos duchas distintas para poder ducharse. Lo podemos hacer al mismo tiempo. Relájate –dijo Peter al tiempo que, de un salto, se metía dentro de la ducha con Andy.

Desde el primer segundo Andy se sintió violento. Se giró contra la pared intentado disimular su nerviosismo. Hacía mucho tiempo que no estaba en una situación parecida. Incluso sus últimos encuentros con Harry fueron polvos rápidos bajo el edredón, en una cama y con la luz apagada. De repente, Peter lo agarró de los hombros y lo giró, quedando ambos hombres desnudos frente a frente. Después de soltarlo, se retiró y, con una sonrisa pícara, empezó, a menos de un metro de Andy, a enjabonarse todo el cuerpo con sumo cuidado. Lo hacía lentamente, de manera muy sensual, mientras el agua relamía su cuerpo. Andy, totalmente bloqueado, observó la espectacular y modelada anatomía de Peter y, sin poder controlarlo, su cuerpo empezó a verbalizar la excitación que sentía. Avergonzado, hizo el amago de volver a girarse contra la pared pero Peter, con un movimiento suave y firme, lo impidió. Andy se quedó clavado mirando la parte más sobresaliente del cuerpo de Peter, que crecía por segundos. Él también estaba bastante excitado aunque el pánico lo mantenía paralizado. Entonces intentó empezar a hablar.

—Yo, es que..no sé, Peter. Hace tanto tiempo... no sé si....esto es un error.

—Tranquilo, Andy. Aquí no está pasando ni va a pasar nada que no quieras que suceda. No tengo prisa. Me gustas lo bastante como para esperar a que estés preparado.

—Además, el servicio de habitaciones vendrá en cualquier momento –esgrimió Andy con cierta desesperación.

 

—Les he dicho que trajesen la cena dentro de una hora – contestó Peter con picardía.

Andy dibujó una media sonrisa. Miró a Peter a los ojos y terminó de derribar los últimos muros mentales que bloqueaban su cerebro, dejándose llevar. Peter se acercó y, con suavidad, besó a Andy en la boca, estallando ambos al instante de manera casi violenta, al igual que lo harían dos huracanes que se encuentran en mitad del cielo. Y en ese instante dejaron de ser dos personas para convertirse en un solo ser.