Capítulo13 NOVOSAFE

La sede central de NOVOSAFE se situaba en las afueras de Gardiner, una pequeña y tranquila ciudad de algo menos de seis mil habitantes que estaba a unos diez kilómetros de Augusta. Pasaban de largo la una y media de la madrugada y Wayne Mathewson deambulaba nervioso por su despacho. Sobre las nueve de la noche le había dicho a su secretaria que se fuese. Luego avisó a seguridad de que iba a permanecer en su despacho trabajando toda la noche. Se había bebido más de media botella de un excelente whisky de 21 años que tenía guardado en el pequeño mueble bar de su despacho. Hacía varias horas que esperaba noticias de Gabo. Él y Mathewson siempre habían tenido una tensa relación. Wayne siempre se ponía de los nervios en presencia del mercenario. Lo conocía muy bien y sabía de lo que era capaz aquel hombre. Por ese motivo siempre había odiado encontrarse con él. Sabía que no tendría la menor vacilación en matarle si alguna vez le era rentable. Desesperado, Wayne cogió el móvil, buscó el número de teléfono que tenía garabateado en un folio de su escritorio y lo marcó. Después de varios tonos, alguien descolgó.

—¡Pedazo de escoria!¡Llevo toda la noche llamando!¿Dónde te habías metido? ¡El jefe se esta volviendo loco! ¿Has conseguido localizar al inspector Harper y al anestesista?
-grito Wayne por el móvil.

El teléfono durante un instante pareció perder la cobertura. Wayne, al otro lado, seguía desesperado.

 

—¡Gabo! ¿Me escuchas? ¡Andrej! ¿Estás ahí? ¿Han muerto ya? ¡Dime algo! -volvió a gritar desesperado Mathewson.

De repente, la señal del móvil se cortó. Wayne, lívido como la cera de una de las velas que decoraban sus muebles de estilo asiático, salió de su despacho en dirección a los ascensores. Tocaba subir a la quinta planta otra vez.

Doce horas después de salir de la pequeña casa de verano de los Guinetti en Muskegon, Andy aparcaba en la parte de atrás de una cafetería cercana a su piso en Augusta. Exhaustos, se bajaron del coche y se dirigieron a la zona de no fumadores, que a esa hora estaba vacía. Sentado en una mesa al fondo de la sala, un hombre de unos sesenta años fumaba un cigarrillo mientras tomaba un café sólo. Andy, en primer término, con Peter siguiéndole a pocos pasos por detrás, fueron hacía la mesa y se sentaron.

—Tiene usted un aspecto deplorable, inspector Harper –dijo socarrón el comisario Glen Michaels mirando a Andy.

 

—Buenos días, comisario –contestó Andy a desgana.

—Y usted debe ser el doctor Tenway. Comisario Glen Michaels. He oído hablar de usted –confesó el comisario al tiempo que adelantaba la mano a modo de saludo.

Peter se acercó sonriente y le dio la mano. Después le hizo un ademán a Andy de ir a pedir a la barra como excusa para dar más privacidad a los policías. Se sentó enfrente de su jefe y comenzó a contarle todo lo sucedido. A medida que avanzaba el relato del inspector Harper, el comisario iba perdiendo el poco color que le quedaba en sus mejillas. Andy no se guardó ni un detalle.

—¿Te das cuenta que has cometido, al menos, una docena de delitos? Muchos de ellos incluso federales, Harper –increpó el comisario a Andy.

—Lo sé. Y no me arrepiento. De no haber sido así, no hubiésemos avanzado tanto. Sé que mi carrera puede haber acabado en este caso pero quiero desentrañar toda esta patraña. Lo que suceda después me da igual. Si se lo cuento es sólo porque necesito pedirle más tiempo. Además, alguien más debe saber toda la historia por si algo me sucediese. La verdad tiene que salir a la luz. He dado mi palabra -afirmó Andy con convicción al mismo tiempo que se levantaba de la mesa, dispuesto a marcharse.

El comisario miró a Andy a los ojos. Leyó en ellos una indomable determinación que le resultó vagamente familiar. Después suspiró y comenzó a hablar.

—Siéntate. Vas a hundir la carrera de ambos, ¿lo sabes, verdad? Debes resolver esto con rapidez. Supongo que te podré dar 12 o 24 horas más de cobertura. Luego, me pasaran por encima y me apartarán de todo. Apunta este teléfono. Es mi móvil personal. Ante cualquier problema, avísame directamente a mí, no a la central. Hay mucha gente deseando colgarte para ponerse una medalla. Ya sabes cómo funciona el departamento.

—Gracias comisario –contestó Andy mientras terminaba de apuntar el móvil del comisario en una servilleta de la cafetería.

—Harper, hay una última cosa que le quiero decir.

Andy se detuvo y miró al comisario a los ojos. Se sorprendió de la limpieza e intensidad del azul que brillaba en su mirada.

—Tenga cuidado. La empresa NOVOSAFE es el principal contribuyente de la campaña de nuestro querido gobernador Jhonson. Tienen muchos amigos, y son todos poderosos – advirtió el comisario con cierta dosis de paternalismo.

—¿El gobernador Jhonson?

—Sí. Su hija esta casada con el dueño de NOVOSAFE. Manténgame informado, inspector –dijo Michaels al tiempo que desviaba la mirada sobre el periódico matinal que tenía sobre la mesa.

—Gracias. Lo tendré –contestó Andy al tiempo que se giraba y salía del desierto comedor.

 

Al salir, casi choca con Peter que regresaba con dos cafés entre sus manos.

—¿Fin de la charla?
-Sí. Tenemos luz verde. Vamos a ver a Mathewson –explicó

Andy al tiempo que cogía con la mano el café que le ofrecía Peter.

 

Ambos salieron de la cafetería y cuando llegaron al coche, Peter se detuvo.

 

—No tenemos ninguna prueba –dijo Peter sin mirar a nadie.

—Tenemos el diario de Guinetti. Además, seguro que encontraremos pruebas en el domicilio de Mathewson. Y queda por investigar la pista que nos dio Gabo antes de morir. Él también puede tener pruebas –explicó Andy.

—El diario son solo especulaciones. Y las pruebas de Guinetti se quemaron en el incendio de la casa. A Mathewson lo conozco. No me cae nada bien. Es un imbécil pero no es estúpido y, si está implicado y tenía pruebas de algo en su poder, habrá borrado todo rastro de ellas. Gabo nos puso una bomba en el coche e intento matarnos. Quién sabe si habrá dejado preparada otra trampa en el restaurante. No tenemos nada –dijo Peter de forma categórica.

Andy intentó rebatir las afirmaciones de Peter pero no pudo. Tenía razón en todo. Es cierto que tenían muchos datos pero ninguna prueba, y en los juzgados sólo valen las pruebas. Andy lo sabía muy bien. Estaban con el agua al cuello y todavía no tenían nada. Durante unos instantes, ninguno levantó la vista del suelo.

—Hay una opción. No es la mejor baza que tenemos pero nos puede dar algo –dijo Peter enigmático.
-¿Cuál? -preguntó Andy con la ansiedad reflejada en su timbre de voz.

—El historial psiquiátrico de Ellen Cistar.
-Pero si ya estuviste en el St.Joseph y no lo encontraste.

—Ya. Pero no hemos hablado con su psiquiatra, el doctor Herrero. ¿No recuerdas que le despidieron? Él podría tener el informe original. Eso probaría la alteración del historial. No es mucho pero menos es nada –explicó Peter.

—Es una buena opción. Pero tenemos que ir ya a ver a Mathewson. No quiero darle más ventaja.

—¿Y si voy yo? Tú podrías llamar al doctor Herrero y ponerle al corriente. Luego, entre colegas, seguro que tendré más opciones de conseguirlo que tú. A los médicos no nos gustan los policías y a los psiquiatras, menos aún –volvió a decir Peter intentando convencer a Andy, que movía la cabeza lleno de dudas.

Tras unos segundos de reflexión Andy accedió. No tenían tiempo y ambos estaban en una situación delicada. Le indicó que fuese a su casa y le pidiese a la señora Owen las llaves de un polvoriento y sucio Cadillac del 87 que tenía aparcado en la parte trasera del edificio. Era su antiguo coche antes de tener el actual coche patrulla.

—¿Seguro que no quieres que te lleve?

—No, tranquilo. Está sólo a dos manzanas. Iré andando. Me irá bien para despejarme.
-Ten cuidado. De camino a casa de Mathewson llamaré a la señora Owen para que te abra la puerta y también al doctor Herrero. ¿Sigues llevando el revolver?

—Sí. ¿Quieres que te lo devuelva?

—No. Pero ten cuidado, y no lo uses salvo que sea imprescindible. Más tarde te llamo. Hasta luego –dijo Andy que se montó en el coche que habían tomado prestado a Gabo y arrancó, levantando una pequeña nube de polvo al salir del aparcamiento.

Andy había conseguido la dirección de Mathewson gracias a uno de los pocos amigos que todavía conservaba en el departamento. Al tiempo que se dirigía a la pequeña mansión que tenía el director de NOVOSAFE en las afueras de Gardiner, Andy se sintió culpable mientras al otro lado de la línea alguien no paraba de sollozar.

—Stacey me ha echado de casa. Estoy durmiendo en el garaje de un amigo. Mi vida se ha ido a la mierda, Andy – confesó entre sollozos el agente Norris.

—Lo siento, Harry. No quería que todo este asunto te salpicase. Como ya te he dicho creo que hemos metido la mano en un avispero. Siento haberte puesto en esta posición.

—Tranquilo. La culpa no es tuya.
-¿Qué te han dicho en la agencia?

—Me han suspendido. Se va a abrir una investigación. No creo que me echen pero a buen seguro que me degradaran y me trasladaran como mínimo a Alaska. Estoy jodido.

Andy suspiró. La verdad es que Harry era buen tipo. No le gustaba que estuviese pasando por todo este calvario. El sabía bien lo que era sentirse señalado.

—Debes hablar con Stacey. Dile que fue una noche de locura tras un fin de semana de borrachera. Que las fotos son antiguas. Si hace falta, échame la culpa. O incluso si quieres puedo hablar yo con ella. Entrara en razón. Haré lo que sea por ayudarte. Te lo debo.

—No. Creo que eso sería peor. No quiere ni oír hablar de ti. Se siente traicionada por los dos. Te apreciaba mucho. Incluso pensaba en ti para padrino de la niña cuando naciese.

—Lo siento. No quiero parecer insensible Harry pero necesito que me busques algo más de información. Sé que no es el mejor momento pero necesito todo lo que me puedas averiguar sobre la empresa NOVOSAFE. También necesitaría saber algo más sobre su director médico, Wayne Mathewson, y sobre el dueño de la empresa. Parece que está casado con la hija del Gobernador Jhonson.

Por unos instantes al otro lado de la línea sólo se oyó silencio. Andy empezó a temer que Harry hubiese colgado. Se retiró el móvil de la oreja y miró la pantalla. El teléfono seguía activo. Andy se puso de nuevo el aparato en su oreja.

—¿Harry? ¿Estás ahí?
-Sí. Estaba terminando de apuntarlo todo. Luego te llamo.
-Gracias Harry. Nuevamente, lo siento…

—No hay de qué. Me vendrá bien para distraerme. Hasta luego.

Andy colgó el móvil y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta. Miró la calle y aceleró por la avenida Jefferson. La casa de Wayne Mathewson estaba a menos de dos kilómetros.

Peter llegó a la puerta del edificio de Andy y tocó al timbre de la señora Owen. La mujer debía de estar esperando su llegada porque abrió la puerta un par de segundos después de tocar. La arrugada anciana le saludó con la cabeza y se fue directa a las escaleras. Peter la siguió diligente. A mitad de trayecto, la anciana le preguntó a bocajarro.

—¿Desde cuando se conocen usted y Andy?
-La verdad es que nos conocemos desde hace poco tiempo.
-¿También es usted policía?
-No, señora Owen. Soy médico.
-¿Médico? ¿De qué especialidad?
-Anestesista. Son los encargados de anest...

—¡Sí, ya lo sé! ¡No hace falta que me lo explique! Son los que anestesian a los pacientes previamente a una cirugía. Yo, antes de jubilarme, fui enfermera.

—¿En serio? ¡Entonces usted y yo somos del mismo gremio!
-Del mismo gremio no. Usted es médico y yo enfermera. No tenemos nada que ver –escupió la anciana al tiempo que se giraba y continuaba subiendo escaleras.

Peter suspiró. ¡Menudo carácter tenía la apacible anciana! Ligeramente intimidado, la siguió. Se detuvieron delante de la puerta de Andy. La anciana le abrió y se dio la vuelta dispuesta a marcharse.

—Cuando termine eche el cerrojo por dentro y cierre la puerta. Adiós, doctor.

 

—Buenas noches señora Owen.

Una vez que la mujer se perdió en la escalera, Peter se sumergió dentro de la casa. Sentía curiosidad. Paseó por las distintas habitaciones y observó con detalle el estado del piso en general.

—Vaya desorden que tienes aquí montado, señor Harper – dijo Peter para sí en voz alta.

Ropa encima de la mesa del salón, platos sucios en el fregadero y una ingente cantidad de revistas y libros tirados por todos sitios. Parecía que hubiese pasado por allí una tormenta tropical. Luego fue hacía los dormitorios. Entró en el que parecía más grande. La cama de matrimonio estaba desecha. Peter se tumbó bocabajo en la cama y aspiró el aroma a Peter que desprendían las sábanas. Le encantaba ese olor. Un pitido en su móvil le sacó de su ensimismamiento. Se sentó en la cama y abrió la pantalla. Era un mensaje de Andy. Le recordaba donde estaban las llaves del viejo Cadillac y le pedía que no tuviese en cuenta el desorden. Peter sonrió. “Demasiado tarde, inspector”, pensó Peter. Rebuscó en el primer cajón de la mesita de noche que tenía a su derecha y encontró las llaves. Cogió la almohada que tenía al lado y aspiró por última vez el aroma de Andy antes de salir del piso para encaminarse al garaje de la parte de atrás del edificio. Justo cuando pasaba por delante de la casa de la señora Owen hizo un saludo a la mirilla de la puerta.

—Que tenga usted una buena tarde, señora Owen.

Al otro lado Peter escucho removerse a la anciana que murmuraba enfadada al saberse descubierta. Una sonrisa le cruzó la cara de oreja a oreja.

Tardó en arrancar pero finalmente lo hizo. El viejo Cadillac de Andy chirrió mientras salía con lentitud del patio trasero del edificio. Peter salía de las afueras de Augusta en dirección a Belgrado, justo en dirección contraria hacia donde se dirigía Andy. El doctor Pedro Herrero vivía en una pequeña casa a unos dos kilómetros del St. Joseph, a mitad de camino entre el hospital psiquiátrico y la ciudad. Peter, que conocía bien la zona, tenía buenas vibraciones con aquello. Esperaba que el doctor le entregase pruebas importantes. Tras media hora de carretera, Peter pasó por delante de la zona donde tuvo el accidente y casi muere ahogado. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Andaba todavía reponiéndose del mal recuerdo cuando encontró la calle donde vivía el psiquiatra. No era más que una antigua carretera de tierra que bordeaba aquella zona del lago. Cinco minutos después de que el viejo Cadillac de Andy crujiese en un par de desniveles, Peter vio asomarse la casa del doctor. Era una construcción de planta rectangular y dos pisos de altura. De estilo colonial, tenía un jardín lleno de imponentes rosales que estaba vallado con una bonita cerca de madera pintada en blanca de casi un metro de altura. La casa, aunque antigua, estaba perfectamente cuidada. Pintada en colores beige, los amplios ventanales color madera hacían que se integrase a la perfección con la zona de bosque que la circundaba. Peter se bajó del viejo Cadillac y se dirigió hacia la entrada de la casa donde un hombre extremadamente alto y delgado, de unos sesenta años, le esperaba de pie en el porche.

—El inspector Harper me ha avisado. Usted debe de ser el doctor Tenway, ¿no es así? -preguntó el doctor Pedro Herrero mientras adelantaba la mano para saludar a Peter.

—Cierto. Y usted debe de ser el doctor Herrero –contestó Peter al tiempo que le estrechaba la mano al psiquiatra.

Después del saludo y por indicación del anfitrión, ambos hombres se sentaron en el porche. Un instante después una joven salió con una bandeja y dos vasos cargados de limonada bien fría. Herrero le ofreció un vaso a Peter mientras él se quedaba el otro. La joven, con sigilo, volvió a entrar en la casa. Herrero le contó que la joven era una balsera cubana de apenas 26 años. Llevaba cerca de 4 años a su servicio y estaba encantado con ella.

—Por un momento pensé que era su mujer, doctor Herrero

 

–dijo Peter con una sonrisa en el rostro.

—No. Evellyn entró a mi servicio al poco de fallecer mi mujer. Buscaba trabajo y yo necesitaba compañía. Nos ayudamos mutuamente –contestó Herrero con brusquedad.

Peter advirtió el cambio de tono. Se disculpó y a continuación, tras un par de minutos de charla fútil, pasó a contarle, sin entrar en detalles escabrosos, todo el caso de Ellen Cistar. Cuando acabó, Herrero estaba con una media sonrisa en el rostro.

—Pobre mujer. Sabía que no estaba mintiendo. La mayoría de mis colegas discutían conmigo. Pero yo sabía que Ellen no estaba enferma. No hablaba como una enferma. Y tampoco se comportaba como tal –confesó el psiquiatra.

—¿Cómo la conoció? -preguntó Peter con precaución.

—Nos llegó con una orden de ingreso de su hospital, el County General, y coincidió que yo estaba ese día de guardia. Normalmente, en psiquiatría, cuando un hospital deriva un paciente diagnosticado por otro compañero se dejan pasar 48 horas “de reposo”.

—¿A qué se refiere con ese término?

—Son 48 horas en las que se aísla al paciente y se le mantiene vigilado. No se le pone medicación y sólo se le administran sedantes si se precisan. El médico que cursa el ingreso se encarga, desde que pasan esas 48 horas de reposo hasta que se cumple la primera semana de ingreso, de seguir la evolución del paciente, confirmando, negando o alterando el diagnostico inicial. Posteriormente le pauta un tratamiento y, tras el paso de otra semana, el caso pasa por el comité multidisciplinar, compuesto por todos los especialistas que tratan al paciente. En ese comité, el médico responsable expone el caso, los datos, su sospecha clínica, el tratamiento impuesto y, lo más importante, los resultados –continuó explicando el psiquiatra mientras se detenía para hacer una pausa y beber limonada.

—¿Y cuál fue el diagnóstico por el que ingresó Ellen?

—A Ellen se le diagnosticó un estado de enajenación mental transitoria con paranoias y alucinaciones, sospechando el médico que nos pidió el ingreso que pudiera tener algún tipo de esquizofrenia. Tras el reposo y después de observarla los primeros días, observé que su respuesta era totalmente distinta a lo esperado. Tras entrevistarme con ella en varias ocasiones, llegue a la conclusión que la mujer no estaba enferma. Es decir, que estaba totalmente cuerda. El problema vino por el comité multidisciplinar –siguió explicando Herrero mientras se detenía de nuevo para beber limonada. Peter, que no había tocado la suya, bebió también para no parecer descortés.

—¿Qué es lo que pasó con el comité?

—Antes de que pasasen ni cuatro días de la fase post-reposo, se convocó el comité con carácter de urgencia. El doctor Ashcroft, director del centro, me invitó de manera cortés a que acelerase el proceso y confirmase el diagnostico de esquizofrenia. Yo, por supuesto me negué, confesándole además mis dudas sobre la enfermedad de la paciente. Ashcroft se encolerizó, llegando incluso a amenazarme. Aquello nos sorprendió a todos. Mis compañeros se levantaron y le recriminaron su actitud, poniéndose de mi parte. Era algo inaudito. Ashcroft se disculpó y el asunto pareció quedar zanjado. Nada más lejos de la realidad.

—¿Qué sucedió después? ¿Ashcroft volvió a amenazarle?

—No. Lo que hizo fue poner al comité en mi contra. Tan sólo cuatro días después de haberme apoyado, todos me dieron la espalda.

—¿Por qué dejaron de apoyarle?

—La verdad es que supongo que Ashcroft los presionó. Se volvieron a reunir y estuve a punto de no llegar ni a saberlo. De hecho, luego me enteré que esa era la idea. En cuanto llegué a la reunión se hizo un silencio sepulcral. Todos se callaron y nadie osaba mirarme a la cara. Ashcroft, visiblemente enfadado con mi presencia, me pidió de malas maneras que le explicase cómo seguía mi paciente -siguió diciendo Herrero mientras hacía una pausa bastante teatral.

Peter se quedó en suspenso mirando a Herrero. Hacía rato que había acabado su limonada, dejando con disimulo el vaso encima de la mesilla de café que tenía delante. El psiquiatra siguió con su exposición.

—Si me enfrentaba de nuevo con el comité, muy probablemente me apartarían del caso, así que me callé. Hubiera significado no poder volver a ver a mi paciente. Por ello, decidí que la mentira sería mi mejor aliada. Me mostré dócil y simpático en vez de enfadado. Mis compañeros y Ashcroft se lo tragaron. Suspiraron aliviados cuando me escucharon decir que coincidía con ellos en el diagnostico de esquizofrenia paranoide. Les prometí que en menos de 24 horas empezaría con la terapia farmacológica. Todo volvía a ser de color de rosa –sonrió lacónico el psiquiatra.

—Pero, ¿no empezó dicha terapia, verdad?

—Por supuesto que no. Yo creía a esa mujer. Me entrevisté con ella y me dio algunos detalles que le daban más credibilidad. Además, me pidió que recogiese una documentación de su casa y la leyese por si acaso aun no me había convencido. Así que fui allí y me lo encontré todo manga por hombro. De los dossieres que me pidió que guardase no había ni rastro. Aquello me reafirmó en el hecho de que esa mujer no estaba enferma y que allí estaba ocurriendo algo más. Volví al hospital y firmé su alta con carácter inmediato. De hecho, incluso la acompañe a la estación de autobús de Belgrado y le dí los 100 dólares que llevaba encima. A la mañana siguiente cuando todos llegaron se organizó un buen relevo. Ashcroft, sin dirigirme la palabra, me entregó sobre el mediodía mi carta de despido. Estaba totalmente fuera de sí –contó en tono divertido el psiquiatra.

—¿Y qué hay del historial de Ellen? ¿No se pudo quedar una copia?

—Había tres copias. La que estaba en el historial de Ellen, la que me hice como seguro por si decidían alterarla y una tercera que permanecería oculta. La primera supongo que desapareció con rapidez. La segunda me fue sustraída de mi casa dos noches después de mi despido –respondió Herrero con misterio.

—¿Sustraída?

—Así es. Volvía de tomar unas cervezas de Belgrado cuando me crucé con un Cadillac de color negro. Era de noche pero pude distinguir con claridad que era un modelo bastante antiguo. Por aquí nos conocemos todos y ese coche no era de la zona. Tampoco le dí excesiva importancia. Cuando llegué a casa todo estaba revuelto. Llamé a la policía y denuncié el robo.

—¿Qué hizo la policía?

—La verdad es que no mucho. Esa noche era la SuperBowl y no les gustó demasiado tener que venir. Hicieron un par de fotos, me tomaron los datos y luego se marcharon. Si llegaron a averiguar algo, lo desconozco. Nunca me llegaron a comentar nada.

A Peter le encajaban cada vez más piezas de aquel maldito rompecabezas. Estaban cerca. Lo presentía.

 

—¿Y la tercera copia?

—Sigue en el St. Joseph. Dejé dos copias en el archivo. Supongo que sólo miraron en el historial de Ellen Cistar. Esa copia seguramente fue eliminada de inmediato. Seguro que a día de hoy a nadie se le ocurrió mirar el historial de Ellen Norman, el nombre de casada de la mujer. En esa carpeta falsa esta la tercera copia –contestó el psiquiatra.

Peter se levantó como si le hubiesen quemado el trasero con un tizón ardiendo. Empezó a dar paseos de un lado a otro del porche mientras el psiquiatra le miraba divertido.

—Tenemos que recuperar ese historial. Pero yo sólo no puedo entrar –se explicó Peter en voz alta mientras se devanaba los sesos.

—Yo le ayudaré, doctor Tenway. Llevo desde mi despido de retiro espiritual y me apetece algo de acción. Llevo mucho tiempo sentado en el porche contando hojas caídas.

—Se lo agradezco mucho pero puede ser peligroso, doctor – dijo Peter, intentando frenar el ímpetu del psiquiatra.

—Peligrosas son muchas cosas en la vida, Peter. Además, creo tener cierta deuda moral con esa mujer. Hubiese podido ayudarla más y no lo hice. Iré con usted. Así podré visitar a mis viejos compañeros –expuso el psiquiatra mientras entraba a coger su sombrero de ala corta del perchero del recibidor.

Minutos después el psiquiatra conducía el viejo Cadillac de Andy mientras, en el asiento de atrás, bajo una montaña de sabanas viejas, Peter se escondía con el miedo y la excitación fluyendo por las venas en idéntica proporción.