Capítulo 3
Cenizas y tarta de manzana
Corría por mitad del bosque como alma que lleva el diablo. De repente, un ruido de ramas al romperse le hizo detenerse en seco. Se agachó detrás de un pequeño matorral y agudizó el oído. Su ropa de camuflaje militar hacía que fuese muy difícil verle. A pesar de ello su corazón, totalmente desbocado, parecía a punto de salir disparado por su boca. Con lentitud, se levantó ligeramente y miró hacia el lugar del que provenía el ruido. Un pequeño ciervo y su madre se movían tranquilos mientras mordisqueaban la abundante vegetación circundante. Suspiró. Recogió los dos bidones vacíos de gasolina que había dejado en el suelo y continuó su huida. Un profundo olor a quemado fue inundando el bosque con lentitud. Al escuchar el ruido lejano de las sirenas, sonrió satisfecho. Nadie iba a pararle. Excitado, se terminó de levantar y volvió a emprender su huida.
Ellen Cistar vivía en Farmington, un pequeño pueblo situado a unos veinte kilómetros de Augusta. Su economía estaba basada principalmente en la agricultura, la ganadería y su cada vez más incipiente turismo rural. Con una población que no llegaba ni a los ocho mil habitantes, tenía una bonita calle principal plagada de pequeños comercios familiares, un par de bares y una coqueta iglesia en lo alto de una colina cercana que eran además sus señas de identidad. Sus habitantes formaban una cohesionada sociedad donde todo el mundo se conocía y se ayudaba. Cuando el inspector Harper empezó a cruzar el puente que daba acceso al pueblo, vio que algo no iba bien. En la zona este una densa columna de humo se elevaba como un gigante entre las casas. Andy tuvo un mal presagio. En aquella zona era donde estaba el domicilio de Ellen Cistar.
Un par de minutos después, al llegar a su calle, sus peores temores se confirmaron. La casa de Ellen ardía de manera descontrolada. Las llamas se erguían poderosas, lamiendo cada una de sus paredes. Un par de patrullas del sheriff del condado acordonaban la calle mientras tres dotaciones de bomberos trabajaban a destajo. Cuando llegó con su coche a donde estaba el cordón policial, Andy apagó el motor y se bajó de él.
—¡Alto, amigo! No se puede pasar –le dijo un joven e imberbe ayudante del sheriff que se le había acercado.
—Inspector de homicidios de Augusta Anderson Harper – contestó Andy mientras mostraba su identificación.
—¡Qué rapidez! Perdone inspector, pase –dijo el joven mientras levantaba el precinto de seguridad.
—Tranquilo, agente, ¿sabe dónde está el sheriff ?
—Esta allí, señor. Es el del sombrero negro –respondió el joven mientras señalaba un grupo de hombres que hablaban alrededor de un coche patrulla.
-Gracias.
A medida que se acercaba, Andy observó cómo la casa se consumía. Los bomberos se limitaban a echar agua por las partes altas de la casa para evitar que el fuego se propagase a los vecinos. Cuando se acercó al grupo, vio que todos le observaban.
—Buenas tardes, caballeros. Soy el inspector de homicidios de Augusta Anderson Harper. Estoy a cargo de la investigación del asesinato de Ellen Cistar –dijo Andy mientras ladeaba la cabeza para observar el incendio.
—Buenas, inspector Harper. Por fin nos conocemos. Anoche fue la boda de mi pequeña Sarah y, como usted comprenderá, no pude venir al aviso. Yo soy el sheriff Rick Hanson. Creo que ya conoce a mis ayudantes y éste el jefe de bomberos del condado, Erik Brashear –contestó el sheriff mientras hacia las presentaciones.
—Encantado de verles de nuevo, señores. Jefe Brashear, ¿sabe ya si ha sido un incendio provocado?
—Es pronto para saberlo con seguridad, inspector. Pero, por lo descontrolado que está y por la intensidad del mismo, yo diría sin mucho temor a equivocarme que alguien ha usado algún tipo de acelerante químico. Sólo hemos tardado cinco minutos en llegar y ya estaba totalmente fuera de control. Tendremos que confirmarlo después pero mi primera impresión es que sí ha sido provocado –respondió el jefe de bomberos.
Andy meneó la cabeza. Esto olía cada vez peor. Y no lo pensaba solamente por el humo de la casa envuelta en llamas que tenía delante.
—¿Ha entrevistado ya a los vecinos? ¿Sabe si alguien ha visto algo fuera de lo normal, sheriff ?
—No, nadie ha visto nada. Sólo...bueno, nada.
-No, dígame. ¿Qué sucede?
—Es Cahterine McCallister. Una vieja chiflada que tiene la enfermedad esa de la basura. ¿Cómo se llama la enfermedad esa, Paul?
—Síndrome de Diógenes, jefe –respondió uno de los ayudantes.
—¡Eso es! Nunca me acuerdo de ese jodido nombre. Explícale al inspector lo que te dijo.
—Vive cinco casas más arriba. Aquella amarilla –dijo uno de los ayudantes mientras señalaba con el dedo a un destartalado caserón desvencijado–. Me dijo que vio un hombre joven con ropa de camuflaje salir por la parte de atrás segundos antes de que comenzase el fuego. Aunque la verdad es que yo no le haría mucho caso. Hace tiempo que a esa abuela se la ha ido la cabeza –terminó de decir el ayudante mientras hacia un gesto circular con el dedo índice alrededor de su sien.
—Menos mal que yo no soy usted. Me gustaría hablar con ella inmediatamente. ¿Sigue en la casa, o ha sido desalojada?
-preguntó Andy.
—¿Desalojada? ¡Casi me saca un rifle cuando le dije que tenía que salir! No, sigue allí. Es la única de toda la calle que se ha negado a irse de casa –contestó contrariado el sheriff–. Ha dicho que queríamos saquear su casa. ¡Vieja chiflada!
—terminó de decir el sheriff visiblemente enfadado.
—Iré a hablar con ella. Gracias caballeros –dijo Andy, que, tras ponerse de nuevo sus gafas de sol, se encamino hacia la casa de la anciana.
Cuando entró en el jardín comprobó que las afirmaciones de los agentes se quedaban bastante cortas. Todo estaba totalmente desordenado, lleno de muebles viejos, cajas de revistas con más de veinte años y sacos llenos de ropa con agujeros. Era un auténtico basurero. Y sí aquél era su aspecto externo, no quería ni pensar lo que aguardaría en el interior. Respiró hondo y se preparó mentalmente para entrar en la casa. Se acercó a la puerta de la entrada y llamó al timbre.
—¡Ese condenado sheriff! ¡Ya se lo he dicho! ¡Menudo imbécil! -gritó una vieja voz chillona al otro lado de la puerta¡No voy a abandonar mi casa, estúpido! ¡No sé cómo voy a tener que decírselo! -terminó de decir la anciana al tiempo que abría la puerta principal y se quedaba sin habla.
—¿Señora Cahterine McCallister? -preguntó Andy.
-Si, soy yo. ¿Quién demonios es usted?
-Buenos días. Soy el inspector de policía Anderson Harper,
de la oficina central de Augusta. Estoy a cargo de la investigación del asesinato de Ellen Cistar, su vecina de un par de casas más abajo. Me gustaría, si no le importa, hacerle algunas preguntas, señora McCallister.
—¿Ha dicho asesinato?¡Lo sabia! Todos pensaban que fue un suicidio pero yo sabía que no. Ellen no haría algo así. ¡Malditos bastardos! Solo hablan y hablan.
—Señora, ¿puedo pasar? -preguntó de nuevo Andy con la mayor suavidad que pudo.
La anciana dudó durante unos instantes. Luego, se hizo a un lado y terminó de abrir la puerta. Lo primero que sorprendió a Andy fue la limpieza de la casa. Todo estaba ordenado y en la casa reinaba un ligero aroma a cítricos y a canela. Catherine McCallister miró la cara de sorpresa de Andy y sonrió. Cerró la puerta y le hizo un ademán para que la siguiese, guiándole hasta la cocina. Con la mano, le indicó que se sentase y le acercó una taza de preciosa porcelana china. Después le puso al lado una cafetera con delicioso y humeante café y sacó de la alacena una tarta de limón y manzana. Todavía se respiraba en el ambiente ese olor a bizcocho recién hecho. Dibujó una sonrisa en el rostro mientras miraba a Andy.
—Supongo que se preguntará por qué hay tanta diferencia entre el estado del jardín y el interior de mi casa. Primero he de decirle que no soy una enferma, inspector –dijo la anciana mientras servía café en la taza del policía–. Simplemente no me gusta que venga nadie a casa a molestarme, salvo que yo le haya invitado previamente. Cualquier viuda de bien que se precie, patrulla de niños que vende galletas rancias o párroco local huye en cuanto ven ese jardín. A veces observo cómo entran dubitativos por el camino de grava y se dirigen hacia mi puerta. Entonces, me pongo ese viejo sombrero de paja que hay en el tocador de la entrada, me alboroto el pelo y salgo al porche, poniéndome a gritar como una endemoniada. ¡No sabe usted cómo corren despavoridos calle abajo!. Yo consigo calma y no necesito dar explicaciones a nadie. Es una buena forma de ahorrar mucho tiempo y energía en echar gente indeseable de tu casa, ¿No cree, joven?
–terminó de decir la anciana con una sonrisa en la cara.
Andy sonrió. La anciana le había caído bien desde el principio. Catherine cogió un platillo y le cortó un trozo de tarta, acercándole luego el plato. Miró con expectación la cara del joven inspector mientras este la probaba.
—Está deliciosa, señora McCallister –dijo Andy con la boca semillena–. Es la mejor tarta de limón que he comido jamás. Es impresionante.
—Lo sé. Es una receta secreta. Me la dio mi madre y a ella mi abuela. Lleva en mi familia generaciones –contestó la anciana con un gesto torcido–. Supongo que la receta morirá conmigo.
Andy sonrió y siguió comiendo. Dejó pasar unos instantes para que la tristeza se disipase.
—Señora McCallister, ¿conocía bien a Ellen Cistar?
-Cathy. Llámeme Cathy, por favor. Sí. La conocía bastante bien. De hecho, creo que era la persona que mejor la conocía del vecindario. Era una buena mujer. Y una persona muy agradable. Podría decir sin temor a equivocarme que era la única amiga que me quedaba con vida. Y creo que yo, para ella, ocupaba el mismo lugar. Nos entendíamos a la perfección porque las dos habíamos pasado por lo mismo. ¿De verdad que ha sido asesinada?
—Así lo creo, Cathy. Hay algunos puntos oscuros en este caso y este incendio no hace sino acrecentar mis sospechas.
—Bueno, por lo menos ya ha acabado su sufrimiento. Al fin podrá dormir tranquila y descansar en paz.
—¿Su sufrimiento? ¿A qué se refiere, Cathy?
—Ellen vivía atormentada, inspector. Era una persona que sufría desde que habría los ojos con las primeras luces del alba hasta que se acostaba de madrugada. Su alma no hallaba descanso en las 24 horas que tiene un día. Y no era para menos –dijo la anciana mientras hacia una pausa–. La desaparición de su hijo la estaba consumiendo.
Andy se quedó con la boca abierta. Ante su mirada de sorpresa la anciana siguió hablando.
—¿Cómo? ¿No lo sabían? ¡Pero si ustedes los del FBI lo saben todo! ¡Así hacen su trabajo, por el amor de dios! ¡Vaya forma de despilfarrar los impuestos del contribuyente!
Andy quiso corregir a la anciana aclarándole que él no pertenecía al FBI pero sabía que no era buena idea.
—Cathy, ¿podría contarme algo más sobre ese hijo de Ellen? ¿Cómo despareció? ¿Y cuándo? -rogó Andy poniendo la mejor cara de niño bueno que pudo conseguir.
Después de gruñir un poco, la anciana prosiguió con su relato.
—Fue hace unos 9 o 10 años. El niño se llamaba Edward. Aunque desde pequeño todo el mundo, incluidos sus padres, lo llamaron Eddie. Ellen me enseñó muchas fotos de cuando Eddie era niño y en todas se le veía como un chico fuerte y sano. Además era muy guapo. Tenía unos preciosos ojos color avellana y sonrisa de pícaro que lo hacían ser muy fotogénico. Ellen siempre decía que era la alegría personificada. Siempre estaba riendo y jugando. Ella siempre sonreía al contar las travesuras que hacía. Muchas veces se preguntaba a quién había salido Eddie con lo serio que era su padre.
—¿Quién era el padre?
—Creo que era teniente de los marines. Según Ellen era un hombre parco en palabras pero un buen marido. Nunca se fue de copas con los compañeros ni con mujeres de mala vida. Iba del trabajo a casa y de casa al trabajo y, dentro de su recio carácter, era afectuoso con su mujer y su hijo. Parece ser que estaba en las fuerzas especiales. En los SEALS, según recuerdo. Al parecer, en una misión en Oriente Próximo, su marido desapareció. A Ellen nunca le dieron muchas explicaciones. Ya sabe cómo funciona el tío Sam en estos asuntos. Una bandera plegada con una maldita medalla de latón pintado y una mísera pensión fue el premio a toda una vida de entrega y honor –dijo la anciana mientras hacía una pausa y daba un sorbo a su taza de café.
Andy entendía bien lo que quería decir. El también era un hijo de militar y la cúpula del ejército norteamericano no siempre estaba a la altura de sus soldados. La misma historia se repetía siempre una y otra vez. Distintas guerras, distintos protagonistas pero siempre el mismo final.
—Ellen, lejos de hundirse, se dispuso a luchar. Buscó trabajo y lo encontró. La contrataron de dependienta en unos grandes almacenes. El sueldo no era muy bueno pero, unido a la pensión de su marido, le hizo salir adelante. Eddie sufrió mucho la desaparición de su padre y al principio no encajo bien la noticia. Pero a medida que pasaba el tiempo fueron saliendo a flote. Todo empezaba a ir mejor y ambos empezaron a poco a poco a superarlo –dijo la anciana antes de detenerse un segundo mientras guardaba la tarta de nuevo en la alacena.
—¿Recuerda cuál era el apellido del marido de Ellen?
—Sí. Espere un segundo que haga memoria –respondió la mujer que se quedó pensativa en el dintel de la puerta–. Era como... ¡Norman! Al niño le pusieron el mismo nombre que tenía su padre. Se llamaba Edward Norman –contestó la anciana.
Cathy le hizo un gesto a Andy para que la siguiese. El inspector se levantó y siguió obediente a la anciana en dirección a la parte trasera de la casa. Mientras paseaban por las habitaciones, Andy se fijó de soslayo en las fotos que había encima de una cómoda. En casi todas, Cathy posaba con un joven bastante apuesto y una niña. En la foto en la que la niña tenía más edad, no tendría más de 10 u 11 años. Andy, sin motivo aparente, se detuvo a observarlas. La anciana se paró y se giró. Cuando vio a Andy mirando las fotos, la tristeza embargó su rostro y, por un instante, pareció envejecer cien años.
—Mi marido y mi hija Amy. Ambos murieron en un accidente de tráfico. Un conductor borracho, que salió ileso, chocó con ellos de frente. Ese mal nacido estuvo un par de meses en el hospital y luego cuatro o cinco años en la cárcel. Murió hace ya algún tiempo de cáncer de pulmón. Sé que no está bien que piense así pero no pude evitar alegrarme cuando me entere de la noticia.
—Lo entiendo perfectamente. Por cierto, ¿en qué trabajaba su marido, Cathy?
—El también servía en el ejército. Era instructor de vuelo, y de los mejores, por cierto. No podía ser piloto de combate por una lesión deportiva en una rodilla. Era, además, un hombre muy guapo. Y de mi Amy, no sé qué contarle. Era la chica más dulce y cariñosa del mundo. Aplicada con sus estudios, era el fiel reflejo de la bondad. Cuando murió, hacía dos semanas que acababa de cumplir once años. Una madre nunca supera la muerte de un hijo, inspector Harper – terminó de decir la anciana con amargura.
—Andy, por favor. Llámeme Andy. ¿Por eso conectó tan bien con Ellen, verdad?
—Supongo. Ella me hablaba de su Eddie y yo de mi Amy. Ambas nos enseñábamos fotos y llorábamos juntas. Repasamos sus mejores anécdotas una y mil veces y fantaseábamos imaginando qué hubieran podido llegar a ser. Además, nuestros maridos eran militares y ambos murieron jóvenes. Teníamos mucho en común. Aunque ella siempre me recordaba que a diferencia de su caso, yo si tenía un par de lápidas a las que llevar flores y en las que poder ir a llorar mi pena. Pobre Ellen –contestó la anciana con la mirada perdida mientras se giraba y seguía en dirección al salón.
Ambos prosiguieron y entraron en un coqueto salón decorado al estilo victoriano. Estaba, al igual que la casa, extremadamente pulcro. Cathy se sentó e invitó con la mano a Andy a hacer lo mismo. Una vez sentados, Andy volvió a preguntar.
—Pero, ¿cómo sabía Ellen que su hijo estaba muerto? ¿Llegó a aparecer el cadáver del chico?
—No. Nunca se encontró. Pero una madre sabe cuándo su hijo está muerto. No sabría decirle cómo ni por qué pero eso es algo que una madre sabe. El día que perdí a mi hija y a mi marido sufrí un leve desvanecimiento. Duró sólo unos segundos, pero cuando me recuperé supe que algo iba mal. Me acuerdo de la hora. Las seis y medía de la tarde. Con el paso de los meses me atreví a leer el informe del atestado y vi con asombro que mi desvanecimiento coincidió con la hora exacta del accidente. Sé que pensará que es una tontería pero esto que le cuento sólo es capaz de entenderlo una madre. Ellen sabía que Eddie no estaba ya en este mundo. A mí, con el paso del tiempo, me confesó que lo supo desde el primer momento tras su desaparición. Ella siempre luchó por encontrar su cadáver porque siempre supo que su hijo ya no estaba con vida.
Andy suspiró meditabundo. Empezaba a darse cuenta que aquel rompecabezas no iba a ser sencillo de resolver.
—Siga, por favor.
—Durante medio año la policía y el FBI se esforzaron mucho. Los equipos de ambos cuerpos buscaron durante meses por todo el lago Michigan y cualquier zona boscosa en un radio de cien kilómetros a la redonda. No encontraron absolutamente nada.
—¿Lago Michigan? ¿Dónde vivían antes?
—En Chicago. Después de esos primeros meses se fueron eliminando agentes y medios, poco a poco hasta que se suspendió la búsqueda. Ellen siguió insistiendo. Iba todos los días a la sede del FBI y a la comisaría. Pidió reuniones e informes y se tiraba horas colgada al teléfono. Lo que al principio fueron buenas palabras e intenciones intachables se fueron convirtiendo en largas horas en la sala de espera para conversaciones de apenas dos minutos. “Nada nuevo” y “Sin novedad” era todo lo que le decían. Ellen se dio cuenta que la policía y el FBI se habían rendido.
Andy sabía bien de qué hablaba Cathy. Si en dos o tres meses no se conseguían buenos resultados, las autoridades perdían poco a poco el interés. Se iban eliminando efectivos hasta que se mandaba el caso a una sección especializada en crímenes sin resolver. Sólo en EEUU en la actualidad sigue habiendo unos 4000 menores desaparecidos.
—Ellen llegó incluso a acudir a la prensa. Aquello no sentó excesivamente bien en algunos despachos y tuvo el efecto contrario al deseado.
—Acabaron dejando la investigación, ¿no es cierto?
—Sí. Aunque no todo fue negativo. Hubo un inspector de policía que siguió la investigación por su cuenta.
—¿Le dijo Ellen el nombre de ese policía? ¿Lo recuerda?
—preguntó impaciente Andy.
—Era un apellido italiano. Guitini, Guerini, ….espere.
La anciana se levantó de su butacón y fue hacia un aparador que tenía enfrente. Abrió una portezuela y sacó un portafolios de color marrón. Lo abrió y empezó a hojear el primer folio, siguiendo las líneas del mismo con su dedo hasta que, de pronto, se detuvo.
—¡Guinetti! Paul Guinetti. Ellen lo apreciaba de verdad. Ese hombre hizo muchos esfuerzos. Solicitó a su superior que le disminuyese su jornada laboral para centrarse en el caso. Se veían todas las semanas y él le contaba sus avances. Aquello la mantuvo con vida en aquellos meses tan duros.
—¿Consiguió averiguar algo?
—Un par de meses después de comenzar, Guinetti empezó a avanzar en el caso. Según me contó Ellen, incluso albergó algunas esperanzas que llegase a resolverlo. Entonces, de repente, Guinetti murió. Fue encontrado sin vida en su casa. A Ellen le contaron que la autopsia revelaba que Guinetti había sufrido un infarto. Ella nunca lo creyó. Estaban detrás de algo muy grande. Él se lo decía. Tenía miedo y empezó a darse cuenta de que le seguían. Un mes antes de morir, comenzó a pasar algunas carpetas con información a Ellen. La muerte de Guinetti asustó a Ellen, que decidió mudarse. Malvendió su casa y aprovechó un antiguo amigo de su marido que le ayudó a cambiarse el nombre de casada por el de soltera. Luego, con el paso de los años, decidió venirse a vivir aquí.
—Esa carpeta marrón, ¿se la dio Ellen? -preguntó Andy señalando el portafolio.
—Sí. Siempre me dijo que si le pasaba algo fuese a la policía y se la entregase. Ella quería estar tranquila de que alguien seguiría investigando lo de su Eddie.
—¿Sabe los motivos por los que Ellen eligió Farmington para vivir?
—La verdad es que nunca me lo dijo. Pero siempre he pensado que se vino aquí por algún motivo relacionado con la desaparición. Aunque jamás me dio ninguna pista.
Aprovechando el silencio que reinaba en el ambiente, Andy se levantó. Tenía mucho por hacer. Debía ir Chicago. Si pudiese hablar con la familia de Guinetti, puede que todavía guardasen notas o información sobre el caso. Y tenía que hojear con detenimiento la carpeta. Además, había quedado en el Harod´s con el doctor Peter Tenway en una hora. Era el momento de irse.
—Cathy, siento mucho despedirme así pero es el momento de marcharme. Ha sido un placer hablar con usted. Le voy a dejar mi tarjeta. Si se le ocurre cualquier cosa que usted crea que es importante, no dude en llamarme. A cualquier hora. Por cierto, ¿le importa que me lleve la carpeta? Puede que contenga información importante.
—Sí, por supuesto. Pero tiene que prometerme algo.
-Si, ¿qué?
—Ha de encontrar el cuerpo de Eddie Norman y al mal nacido que esté detrás de todo esto. Ellen se lo merecía. Era una buena mujer –dijo Cathy mientras sus ojos se clavaban en Andy con un brillo especial.
—No se preocupe, Cathy. No pararé y no me detendré. Resolveremos esto cueste lo que cueste. Le doy mi palabra.
—Confío en que lo hará.
Andy dobló la carpeta y, como no abultaba mucho, la
guardo en la parte interior de su chaqueta. Salió de la casa y vio cómo se acercaba hasta ella el sheriff Hanson. Justo cuando atravesaba la valla, se encontraron.
—Menos mal, inspector. Ya empezábamos a pensar que la vieja McCallister le había hecho picadillo y le había echado de comer a los gatos –dijo el sheriff con sorna.
—Casi. Es una mujer peculiar.
-Y bien, ¿le ha contado algo?
-Nada de interés, la verdad.
El sheriff Hanson no observó la silueta de una carpeta que se dibujaba en el lateral de la chaqueta de Andy. Luego bajaron la calle hasta lo poco que quedaba de la casa de Ellen. El fuego estaba prácticamente extinguido. Se pusieron protectores de plástico en los pies y se acercaron al jefe de bomberos, que estaba en lo que fue probablemente la cocina de la casa.
—Jefe Brashear, ¿me puede confirmar ya si fue o no provocado?
—Sí, inspector Harper. Se lo puedo confirmar al 99%. He encontrado restos de acelerante por toda la casa, probablemente gasolina o algún otro tipo de combustible. Y fíjese –dijo Brashear cogiendo el tubo chamuscado del gas de un montón de chatarra quemada que parecía haber sido en algún momento una cocina de cuatro fogones–, el corte de este tubo se hizo de manera artificial, con un cuchillo o una sierra. Tendremos que analizar bien todas las pruebas pero todo indica que fue provocado.
—Gracias, jefe. Mándeme en cuanto pueda su informe preliminar. Si se da cuenta de algo más, avíseme a este teléfono. Hasta luego –dijo Andy al tiempo que le entregaba una tarjeta al jefe de bomberos y se daba la vuelta. El sheriff Hanson le seguía al trote.
—¿Quién habrá podido hacer algo así?
—No lo sé. Lo averiguaremos. Gracias por todo, sheriff Hanson. Y, por favor, ponga vigilancia a lo que queda de la casa de Ellen Cistar. El equipo forense llegara en cualquier momento. Estaremos en contacto –dijo Andy al tiempo que estrechaba la mano del sheriff para después darse la vuelta en dirección a su coche.
—Hasta luego, inspector Harper.
Andy, ya de espaldas, levantó el brazo a modo de saludo. Fue a su coche y se subió a él. Eran las 7 y diez minutos. Tenía 50 minutos para llegar al Harod´s, donde había quedado con Peter Tenway. Arrancó el coche y se dirigió hacia allí como una exhalación. Al salir de la calle no se fijó en la extraña figura que, sentada en un banco cercano, había observado tranquilamente toda la escena sin perderse el más mínimo detalle.