Capítulo15 Disipando dudas
Andy se sentó en un sillón de la entrada principal a esperar la llegada del comisario Glen Michaels. Su tono de voz cuando le había comunicado la noticia del suicidio de Mathewson fue demoledor. Estaba acabado. No tenía pruebas y su principal sospechoso se había volado la tapa de los sesos en sus narices. Tenía ganas casi de llorar. Estaba ensimismado en sus pensamientos cuando el comisario carraspeo delante suya. Tenía cara de pocos amigos.
—¿Qué diablos ha sucedido? ¡Estamos jodidos, Harper!
-escupió el comisario y, sin detenerse donde estaba Andy, se puso a subir las escaleras. Un minuto más tarde, volvió a bajar, encontrándose a Andy en la misma posición.
—¿Qué ha pasado?
Andy pasó a relatar al comisario lo que había sucedido y lo breve que fue la conversación con Mathewson. Tras unos segundos de silencio, el comisario le puso la mano en el hombro.
—¿No has tocado nada, verdad? -preguntó Michaels. Este negó con la cabeza y se levantó del sillón. Michaels afirmó con la cabeza y cogió su teléfono.
—Central, aquí el comisario Glen Michaels. Ha habido un suicidio en el 23 de River Lane, en las afueras de Gardiner. Manden un par de patrullas y al equipo forense.
—Oído comisario, aquí central. ¿Es necesario que envíe una ambulancia?
—No, central. Sólo equipo forense y un par de patrullas. Yo me hago cargo de la investigación –terminó de decir Michaels mientras colgaba el teléfono.
Media hora más tarde el bullicio de la casa era ensordecedor. Media comisaría de Augusta estaba en la casa de Mathewson. Andy se sentó fuera encima del capó de su coche a esperar su sentencia. Todos le miraban al pasar y cuchicheaban entre ellos. Ya daba todo igual. Levantó la cabeza y vio salir al comisario de la casa. Lo buscó con la mirada y le empezó a hacer señas para que se acercase. De mala gana Andy se levantó y se acercó. Cuando llegó junto a Michaels vio que éste estaba guardando el móvil en el bolsillo de su chaqueta.
—Era el inspector Martins. Ha habido un incendio en el St. Joseph. Al parecer han ardido los archivos generales del hospital –dijo Michaels mientras observaba la reacción de Andy.
Andy se puso lívido y tuvo que apoyarse en la replica del David de la entrada para evitar caerse.
—¿Hay algún herido? -balbuceó Andy con un hilo de voz.
-No. Hay un fallecido. Un tal doctor... Pedro Herrero, y un
herido –dijo el comisario haciendo una pausa– su amigo, el doctor Tenway –terminó.
—¿Peter? ¿Está bien? ¿Qué le ha pasado? -preguntó Andy de manera atropellada.
—Sí, tranquilo. Lo han llevado a observación. Al parecer ha tragado bastante humo y tiene un par de cortes y rasguños. Nada serio. Está en las urgencias del County.
—Señor, sé que me debo quedar aquí pero... -empezó a decir Andy sin poder acabar la frase.
—Váyase, Harper –ordenó el comisario– pero esté atento al teléfono. Este asunto creo que se escapara de mis manos a no mucho tardar. Yo creo que en cuanto los de arriba tengan constancia de lo sucedido aquí querrán verle ¿Está claro?
—advirtió el comisario.
-Sí. Gracias comisario.
Andy llegó al hospital en menos de 15 minutos y aparcó en el espacio reservado a las ambulancias. Se bajó y fue directo al mostrador de información donde presentó sus credenciales. Una enfermera le llevó a la sala de observación y cuando llegaron al box número diez, descorrieron las cortinas. Peter estaba tumbado en la cama, tapado con una sabana hasta la cintura. Todavía tenía el pecho lleno de manchas de tizne. Además un feo corte de unos 5 centímetros surcaba la mejilla derecha del anestesista. Estaba semidormido y llevaba puestas unas gafas nasales que le aportaban oxigeno para ayudarle a respirar. De su brazo izquierdo salía un gotero al que había conectado varias bolsas de suero. Peter entreabrió los ojos y sonrió.
—Se está convirtiendo en una mala costumbre la de visitarme en un hospital, inspector Harper.
Andy sonrió y miró a Peter, mezclando su pelo con la mano izquierda.
—¿Cómo estás?
—Bien. Esto es por precaución. En unas horas estaré como nuevo. Pasaré la noche aquí y mañana me darán el alta.
—No debí dejarte ir sólo.
-Por supuesto. Ahora estaríamos los dos aquí. O algo peor.
-¿Qué ha sucedido, Peter?
Peter suspiró y comenzó a contarle lo que había sucedido. Desde la visita a la casa de Herrero, su entrada en el psiquiátrico y de cómo consiguieron que les abriesen el archivo. Luego, cuando le estaba narrando el hallazgo del expediente, Andy le interrumpió.
—Entonces, ¿lo has encontrado? -preguntó esperanzado Andy.
—Sí. Pero no pudimos recogerlo. Escuchamos a alguien bajar y entrar. Nos escondimos para no ser vistos. Luego ese mal nacido lanzó algún tipo de artefacto incendiario y nos encerró. Herrero y yo dejamos el expediente encima del archivador de donde lo habíamos sacado e intentamos ponernos a salvo. Gracias a él encontramos el antiguo montacargas de las cocinas. Me ha salvado la vida. Lo siento, Andy, sé lo importante que era ese expediente.
—No hay nada que perdonar. Lo importante es que estás bien. ¿Qué le sucedió a Herrero?
—Aunque ganamos tiempo, el fuego o el humo eran cada vez más intensos. Aquella portezuela no tardaría en ceder. Sabíamos que no íbamos a tardar mucho en asfixiarnos. Había que subir por un cable de acero unos 9 o 10 metros. Era muy difícil y la densa humareda no dejaba casi ni ver, por lo que él se negó a subir. Yo intenté convencerlo pero me fue imposible. Te juro que lo intente pero... -dijo Peter que interrumpió su relato mientras varias lágrimas caían de sus ojos.
—Tranquilo, lo sé. No tienes culpa de lo que le sucedió a Herrero, Peter.
—En cierto modo sí. La última trampilla estaba con el cerrojo echado, así que saqué tu revolver y volé la cerradura. Luego, al salir reptando del agujero, tuve que perder el arma en algún momento. Cuando ya estaba a salvo en el despacho escuché un disparo que venía desde el fondo del montacargas. Al no encontrarlo en mis bolsillos, entendí lo ocurrido. Luego me desmaye. Quizás si no hubiese perdido el revolver...
—Le has ahorrado sufrimiento. El cuerpo de Herrero ha sido encontrado carbonizado. Si no hubiese tenido el revolver en sus manos, su muerte hubiese sido espantosa. Sin quererlo le hiciste un favor, Peter. No te tortures.
Pasados unos segundos, Peter le preguntó a Andy por la entrevista a Mathewson. Andy, con la mirada clavada en el suelo, explicó todo lo ocurrido incluido el suicidio del director de NOVOSAFE. Durante unos instantes ambos hombres se quedaron en silencio. Su situación parecía irreversible. No tenían testigos de peso. Su principal prueba estaba volatilizada entre un montón de escombros y Mathewson, el principal sospechoso de ser el cerebro de toda la operación estaba muerto. Sólo tenían pruebas no objetivas de un caso que hacía aguas por todos lados.
—¿Qué vamos a hacer, Andy?
—Tú, de momento, recuperarte. A mí probablemente me abran una investigación y me expulsen del cuerpo.
—¿No podemos seguir con la investigación? ¿No se puede hacer nada más?
—No lo creo. Tenemos que mirar la pista del restaurante de Gabo pero la verdad es que no creo que encontremos nada.
El silencio se volvió a hacer patente en toda su crudeza. De repente, una enfermera se acercó a Andy y le rogó que se marchase. Andy la fulminó con la mirada. Peter le agarró la mano consiguiendo que suavizase su expresión.
—Andy, esta enfermera tiene razón. Me han administrado sedantes y he de descansar. Vete a casa, date una ducha y vete a dormir. Mañana me darán el alta y veremos qué podemos hacer. ¿De acuerdo?
—Está bien. Hablare con el comisario para que te ponga vigilancia.
—No creo que haga falta. Esos dos armarios que se acercan por el pasillo llevan escrita la palabra “maderos” en la frente. Hasta mañana.
Andy se giró y vio venir al fondo de la sala a dos tíos que deberían medir algo más de metro ochenta y cinco. Eran de la unidad de violencia callejera. Los había visto alguna vez de pasada en la cafetería del departamento.
—Descansa, Peter.
—Y tú también, inspector Harper –dijo al tiempo que se daba la vuelta en su cama dispuesto a dormir.
Al salir Andy, casi choca con los dos gorilas. Se le quedaron mirando de arriba a abajo y los tres se saludaron con leves movimientos de cabeza. No tenía ganas de hablar y los gorilas al parecer, tampoco. Mejor. Salió de la puerta de urgencias y cogió una bocanada de aire fresco. Nunca le gustaron los hospitales. Se fue al coche, abrió la puerta y se sentó dentro. Necesitaba recomponer sus ideas. Miró su móvil y vio una llamada perdida de Harry Norris desde Boston. Conectó su móvil al cargador del mechero, puso el manos libres y llamó a Harry. Al tercer tono, el teléfono se descolgó.
-¿Diga? -respondió la juvenil voz de Norris.
—Hola Harry. Soy Andy. Me has llamado. Tú dirás.
—Sí. ¿Dónde te habías metido? Creo que he conseguido información valiosa para tu caso. ¿Todavía no lo has resuelto, no es cierto?
—No, seguimos estancados. Adelante. Dispara.
—Primero empezaremos por NOVOSAFE. Fue creada hace 22 años por William Jameson, hijo de un reconocido magnate inmobiliario que, al morir su padre, recondujo su fortuna al sector sanitario y la investigación farmacéutica. Su sede original estuvo en Chicago pero hace unos ocho años se trasladaron a Gardiner, muy cerca de Augusta, en el Estado de Maine.
—¿Chicago?
—Sí. Ha costado porque al principio tenían otro nombre pero al final encontré los datos de su fundación. Originalmente se fundó como la fundación hospital de Illinois. ¿Te suena de algo?
—Ligeramente –afirmó Andy irónico.
—Jameson se casó hace 20 años con Sophia JhonsonEdwards, hija de un conocido político local de Augusta. Tienen un hijo de 17 años, Noah. Es un chico que al parecer ha dado bastantes quebraderos de cabeza a su familia. Investigando la conexión de Jameson con su suegro he averiguado que, durante años, NOVOSAFE fue el principal patrocinador de Jhonson y que Jameson consiguió, con sus presiones, que el partido republicano lo eligiese como candidato a gobernador. En las últimas elecciones NOVOSAFE invirtió cerca de diez millones de dólares en su campaña –explicó Harry mientras tomaba una pausa para respirar.
—Así que ha sido Jameson el que ha ayudado en la carrera del gobernador y no al revés -reflexiono Andy en voz alta.
—No del todo. Desde que Jhonson es gobernador, NOVOSAFE ha incrementado sus ganancias en un 200%. El año antes de que Jhonson fuese elegido gobernador la empresa declaró unas ganancias de 38 millones de dólares. Para este año está previsto que se superen los 7500 millones. De hecho, NOVOSAFE está preparando su salida a bolsa.
—¿Cómo ha influido el gobernador en ese beneficio tan espectacular?
—Jhonson ha autorizado a NOVOSAFE a realizar experimentos en los últimos años que no están permitidos en prácticamente ningún estado del país y que han conseguido que esta empresa esté a la vanguardia en investigación. El partido republicano está callado porque NOVOSAFE colabora activamente con ellos. Las aportaciones de los últimos años ascienden a casi cien millones de dólares.
—Entiendo. ¿Qué has averiguado de Mathewson?
—Wayne Mathewson era un prometedor cirujano cardiovascular en Chicago. Su carrera subía como la espuma. Era una pieza muy codiciada entre los mejores hospitales del país. Al parecer, un día cometió un error en una intervención de cirugía cardíaca y un chaval de 11 años murió. Le retiraron la licencia y le echaron de su hospital, cayendo además en el olvido. Meses después de aquel suceso es cuando aparece Jameson en escena.
—¿Qué sucedió?
—Mathewson estaba sumido en una profunda depresión. Cayó en el alcoholismo y empezó a entrar en una espiral de autodestrucción. Jameson, que había conocido la historia del Wayne por las noticias, empezó a buscarlo hasta que dio con él. Le obligó a entrar en un programa de desintoxicación y le ayudó en su recurso legal con el hospital. Cuando posteriormente consiguió la absolución, le nombró director médico del grupo. De eso hace 12 años. Sigue en ese puesto desde entonces.
—Seguía. Mathewson está muerto. Se ha suicidado esta mañana –dijo Andy al tiempo que explicaba brevemente a Norris lo sucedido.
—Lo siento, Andy. Parecía tu principal baza. Esto es un desastre.
—Lo sé. No sé si aún tengo un caso o éste ha dejado ya de existir.
—La verdad es que la situación se complica. Por cierto, he encontrado algo en los informes que me enviaste por el teléfono de un tal Thomas Williams.
-¿Qué has encontrado?
—Se los he enviado a una colega cuyo marido es inmunólogo y trabaja en el Boston Memorial. Tras mirarlos me ha dicho que parecen el estudio típico previo que se hace para los trasplantes de órganos. Me dijo también que son estudios muy caros. Así que seguí investigando. No fue fácil porque ese tipo de información es muy sensible pero encontré un listado de los niños que se sometieron a dichas pruebas. Fueron realizadas por la fundación durante dos años, a niños y a niñas con el mismo grupo sanguíneo, el A+, y la misma edad de 12 o 13 años. Y todos pertenecían a familias con rentas inferiores a treinta mil dólares al año del área metropolitana de Chicago. ¿Todo esto te dice algo?
Andy durante unos segundos se quedó en silencio. De pronto todas las piezas, como por arte de magia, empezaron a encajar con facilidad en su cabeza. Y cuanto más veía resuelto el centro del puzzle, a mayor velocidad le encajaban el resto de elementos. Todo le cuadraba. Ya sabía quién era el responsable de todo esto. Y Andy también sabía que lo iba a pagar muy caro.
—¿Andy? ¿Andy? ¿Estás ahí?
—¡Sí,sí! ¡Estoy aquí! ¡Ya sé quién está detrás de todo esto, Harry! No hables con nadie. Guarda en sitio seguro la información. Con un poco de suerte todo este asunto estará resuelto en unas horas. Incluso puede que te den una medalla y un ascenso después de todo. Pero no debes hablar con nadie de esto, ¿entendido? -ordenó Andy que parecía haber recobrado la energía.
—De acuerdo, Andy. Ten cuidado, ¿vale?
-Sí, tranquilo. Ten cuidado tú también. Ya hablamos.
Andy arrancó y salió como una exhalación del aparcamiento del hospital. Por el camino descolgó el teléfono y llamó al comisario Michaels.
—Sí, dígame.
—¡Comisario, soy Harper! Se quién está detrás de todo esto. De hecho, voy a su casa en este momento.
—Un momento Harper. ¡No haga locuras! Explíquese –le ordenó Michaels a gritos.
Andy le explicó con brevedad su teoría al comisario que lo escuchó sin hacer interrupciones. Cuando acabó, Andy esperaba la reprimenda por parte de su jefe en cualquier momento. Pero eso no sucedió.
—Un momento, Harper. No debe entrar usted solo. Al menos no en su situación. Cerca del domicilio de su sospechoso hay una gasolinera. Espéreme allí. Iremos juntos. Es una orden.
Andy aceptó de mala gana. Llegó a la gasolinera y, diez minutos más tarde, apareció en ella el comisario. Aparcó su coche y se montó con Andy. Ambos hombres se miraron.
—Entre usted y mi úlcera van a acabar conmigo, Harper. Arranque de una maldita vez.
-A la orden, señor.
Por el camino ninguno de los hombres dijo nada. Cada uno iba perdido en sus pensamientos y a ninguno le apetecía hablar. Un par de minutos después de dejar la gasolinera llegaron a la puerta de entrada de la mansión de la familia Jameson. Era un espectacular palacete de unos 12 metros de altura y cuya entrada estaba flanqueada por varias columnas de mármol blanco. Se parecía, aunque en mucho menor tamaño, a la Casa Blanca. El guardia que custodiaba la puerta de entrada se les acercó.
—Buenos días, ¿en qué puedo atenderles? -preguntó el guardia con amabilidad.
—Soy el comisario Michaels y él es el inspector Harper, del departamento de homicidios de Augusta. Necesitamos ver al señor Jameson inmediatamente –contestó el comisario al mismo tiempo que tanto él como Andy enseñaban sus credenciales.
—Un momento, por favor.
Tras hablar por un teléfono interno, les abrió la puerta metálica y dejó pasar el vehículo. Andy condujo hasta la entrada principal donde varios coches de alta gama estaban aparcados en la puerta. Al pasar, Andy se fijó en un pick-up deportivo pintado en rojo y con espectaculares llamas decorando los bajos. Parecía el coche de un chaval. Estaba lleno de barro. Cuando se acercó, observó un par de garrafas vacías en la parte trasera del coche y un chaquetón de camuflaje estilo militar. Andy sonrió y siguió junto con el comisario hacia la puerta de entrada. Cuando llegaron vieron que la puerta principal estaba abierta. Entraron y se vieron dentro de un impresionante hall. Había obras de arte por todos lados. Estatuas, cuadros, tapices. Parecía más la entrada a un museo que a una casa. Cientos de miles de dólares colgaban de aquellas paredes. En un lateral, había una cómoda muy antigua repleta de lo que parecían ser portaretratos bastante caros. Andy se acercó y observó que eran fotos de índole familiar. Una de ellas sorprendió a Andy. Michaels le tocó el brazo para llamar su atención al mismo tiempo que se tocaba la nariz. Un ligero olor a quemado les vino de repente a despertar el olfato. Ambos policías se miraron y empezaron a subir por la espectacular escalinata de mármol blanco que llevaba al piso superior. El olor fue aumentando en intensidad y les llevó a la puerta de la habitación que estaba más lejos de la escalera. Se asomaron y vieron lo que parecía ser un gran despacho. Era una sala rectangular de, al menos, 40 metros cuadrados. Una preciosa alfombra de diez metros de longitud y tres de anchura dominaba el espacio. Encima de ella había un excelente escritorio doble de madera de nogal. Los laterales de la habitación estaban recubiertos de estanterías llenas de libros, algunos de los cuales eran claramente ejemplares muy caros. Al fondo, junto a la chimenea encendida, William Jameson estaba agachado tirando unos documentos que rápidamente eran pasto de las llamas. En un hueco de la pared izquierda, la puerta de una caja fuerte estaba abierta. Hacia allí se dirigía Jameson cuando se percató de la presencia de Andy y del comisario Michaels.
—¿Qué hacen ustedes aquí? -gritó Jameson encolerizado
—Hemos venido a hablar con usted, señor Jameson. Somos el comisario Michaels y el inspector Harper, del departamento de homicidios de Augusta. Queremos aclarar un par de puntos sobre su posible implicación en el asesinato de Ellen Cistar y la desaparición del pequeño Eddie Norman.
—¿Quiénes? ¿Asesinato? ¿Desaparición? La verdad es que no sé de qué me están hablando –contestó Jameson con indiferencia.
—Si que lo sabes, pedazo de escoria. Y vas a pagar por ello.
—No, inspector Harper. No sé nada. Sólo sé que están ustedes dentro de mi casa sin mi permiso. No tienen una orden y ningún juez que esté en su sano juicio se la dará. Soy un importante hombre de negocios que tiene muchos y poderosos amigos. Y también sé que esta intromisión en mi vida privada la van a pagar muy cara. Así que ahora, si me disculpan, estoy muy atareado. Les ordeno que abandonen mi casa. Busquen esa orden y, si hay algún juez que este tan loco como para firmarla, vuelvan a venir. Hasta entonces, no tengo nada más que hablar –contestó despreciativo Jameson al tiempo que continuó andando hacía la caja fuerte.
—Un momento, señor Jameson. Si usted no nos ha dejado pasar ¿quién ha sido? -preguntó el comisario.
-He sido yo –gritó desde el umbral de la puerta una voz aguda.
Todos se giraron hacia la voz y vieron que provenía de un chaval de unos 17 o 18 años. Se le veía bastante nervioso y tenía dos pistolas, una en cada de mano. Con una apuntaba a Andy y Michaels. Con la otra a Jameson.
—¡Noah! ¿Pero qué demonios estás haciendo? ¿Siempre tienes que estar dando la nota? ¡Suelta eso, por el amor de Dios! -gritó Jameson que se empezó a acercar a su hijo.
—¡Quieto! ¡No te acerques más o te disparo! ¡Eres un monstruo! -dijo entre sollozos el joven Noah Jameson.
Andy y Michaels se quedaron petrificados. Con cuidado, el comisario hizo un amago de sacar su arma. Andy le sujetó la mano y le pidió con la mirada que esperase.
—¡Noah, no seas inconsciente! ¡Baja esas pistolas ahora mismo! ¡Es una orden! -aulló desesperado Jameson.
—No, padre. Estoy cansado de tus órdenes. Llevo años intentando llegar a tu nivel de exigencia pero para ti nunca nada de lo que he hecho ha sido suficiente. Ahora sé tu secreto. El secreto del gran hombre. ¡La gran mentira del señor William Jameson! -volvió a gritar Noah fuera de sí.
—¡Cállate! ¡No digas más tonterías! ¡Agentes, no le hagan caso! Está en tratamiento psiquiátrico desde hace meses. No sabe de qué habla –rogó Jameson que estaba próximo a sufrir un colapso.
Entonces Andy intervino.
—Yo creo que sí, señor Jameson. Su hijo Noah es el causante de la muerte de Ellen Cistar. Y muy probablemente del incendió que asoló su casa poco después. Y dado su pasión por el fuego, también creo que está implicado de algún modo en el incendio provocado en el St.Joseph de esta mañana, que causó la muerte al doctor Herrero y heridas a otra persona ¿No es cierto, Noah? -afirmó Andy.
—¡Ustedes los policías no se enteran de nada! Yo sólo prendí fuego a la casa de la mujer.
—¡Cállate! ¡No digas nada más! -aulló Jameson.
-¿Por qué hizo eso? -preguntó el comisario.
—No podía permitir que dejasen de investigar y pensasen que su muerte era accidental. Del otro incendio no sé nada. Ahora entiendo que a mi padre le haya sido tan fácil quedar impune tantos años. Son unos incompetentes.
—Si no has sido tú, ¿quién ha sido?
—Ahora que lo pienso, creo que mi primo David trabaja allí desde hace no mucho tiempo, ¿no es cierto, padre? Siempre le gustó mucho el fuego. De hecho, me lo enseñó todo sobre cómo manejarlo y controlarlo. La orden de matar a la mujer fue a buen seguro una orden directa de mi padre –se sinceró el joven.
—¿Quién es su primo David? -pregunto el comisario.
-David Blend. Usa el apellido de su madre. Es psiquiatra – contestó el joven con una sonrisa.
Las últimas piezas encajaron en el puzzle de Andy. Ahora, todo tenía sentido.
—Hijo, no digas nada más. ¡No seas inconsciente!¡No sabes de qué estás hablando! ¡Cállate, por el amor de Dios! -gritó de nuevo William Jameson con desesperación.
—No, padre. Hoy, en este momento, en tu despacho y con dos policías y tu hijo por testigos, vas a confesar tus crímenes. Hazlo o atente a las consecuencias –advirtió Noah con seguridad.
—Y si no lo hago ¿qué harás? Siempre has sido un ser débil. Te pareces a tu madre -contestó desafiante William.
—¡Esto! -gritó el joven que de manera sorprendente se apuntó con una de las pistolas en su sien izquierda –¡O confiesas ahora mismo todo o me pego un tiro! Cargarás con mi muerte el resto de tus días –terminó de decir entre lágrimas.
Todos se quedaron petrificados. William Jameson, siempre tan seguro de sí mismo, temblaba como un flan de vainilla.
—Hijo, ¿por qué haces esto? ¡Todo lo que hice fue por ti! ¿No lo entiendes? -suplicó William casi de rodillas.
—No, padre. Desde que me enteré hace meses de lo ocurrido quise creer que eso había sido así. Quise creer que todo lo hiciste por mí. Pero pronto descubrí que tú no me salvaste porque me querías. No había amor en tus más profundas intenciones. ¡Lo hiciste porque querías demostrar al mundo que William Jameson jamás perdía! ¡Lo hiciste por tu orgullo, padre! ¡No por salvar a tu hijo! -gimió el joven que seguía llorando sin parar.
—¿Qué es lo que hizo tu padre, Noah? -preguntó el comisario Michaels.
—Mi padre secuestró al pequeño Eddie Norman para robarle su corazón. Un corazón que le hacía falta a su hijo Noah y que no llegaba a tiempo de salvarlo. ¡El corazón que late bajo esta cicatriz! -confesó Noah al tiempo que bajaba la pistola que apuntaba a los policías y se levantaba con cuidado la camiseta.
Todos observaron una cicatriz que dividía en dos el pecho del joven, justo por encima del esternón. Tras unos segundos se bajó la camiseta y volvió a apuntar con el arma a los agentes. Todo el mundo se quedó en silencio. William Jameson, derrotado, se acercó al sillón que había cerca de su escritorio y se sentó con pesadez. Abrió una botella de cristal de bohemia que tenía en una camarera de mesa justo al lado y se sirvió lo que parecía whisky en un vaso. Luego lo cogió y se lo bebió de un trago. A continuación, empezó su relato.
—Heredé de mi padre una gran fortuna, algo así como unos 10 millones de dólares en propiedades y activos. Lo vendí todo y decidí que quería cambiar la vida de la gente. Con esa premisa funde la fundación hospital de Illinois. Conseguí con cierta rapidez empezar a recuperar lo invertido. Era joven, trabajaba duro y tenía unos ideales que compartir con el mundo. Un día mi vida cambió. Estaba haciendo entrevistas de trabajo para el puesto de secretaria ejecutiva. Una de las candidatas que se presentó fue tu madre. Ahí fue dónde nos conocimos.
El joven Noah empezó de manera inconsciente a bajar ambas pistolas.
—Era alta, esbelta y muy guapa. En cuanto la vi de entrar, me enamoré perdidamente. Al principio me rechazó pero luego se dejó engatusar. En menos de un año nos casamos y al poco tiempo se quedó embarazada de ti. La vida me sonreía –se explicaba William que hizo una pausa, se sirvió otro trago de whisky y se lo volvió a tomar de golpe casi sin respirar-. Todo el embarazo fue muy bien hasta el momento del parto. Hubo complicaciones y, aunque tú saliste bien, dos horas después tu madre sufrió una grave hemorragia. No tuvieron más remedio que realizarle una histerectomía. Jamás volveríamos a tener niños –siguió explicando Jameson, cada vez más hundido en el sillón.
Todos en la sala se mantuvieron callados y en silencio. La expectación era máxima.
—Aunque al principio nos costó asumirlo, el verte crecer nos dio fuerzas. Nos hicimos a la idea y, al año de tenerte con nosotros, nuestra familia volvía a ser totalmente feliz. Empezamos incluso a plantearnos adoptar en el futuro – confesó Jameson.
-¿Por eso nunca tuve hermanos? -preguntó incrédulo Noah.
—Sí. Justo cuando empezamos a preparar los papeles para la adopción, surgió tu problema de corazón. Tendrías unos ocho años. Al principio pensamos que no sería nada grave pero tras un amplio estudió se confirmó el peor de los pronósticos: tu corazón era inservible. A medida que fueses creciendo sería cada vez más inútil hasta que llegase un día en que se pararía para no volver a latir nunca más.
—Tuvo que ser muy duro –afirmó Andy.
—Sí. Fueron momentos muy complicados. Visitamos a los mejores especialistas del país y de Europa. Todos nos confirmaron que la única opción de tratamiento era el trasplante. Así que, con algo de influencia, te pusimos en lista de espera –continuó diciendo Jameson.
—¿Por ese motivo se puso en marcha el estudio del hospital fundación de Illinois, verdad? -preguntó Andy.
—Sí. Fue una noche en la que estaba hablando con Sophia. Nos infundíamos ánimos mutuamente. Pensé que, pasase lo que pasase con nuestro Noah, sería bueno que se crease un programa que estudiase a fondo la salud de los niños. El problema de Noah hubiese sido el mismo con o sin estudios pero hay muchos tipos de malformaciones que se pueden curar si se detectan a tiempo, evitando que los órganos lleguen a un punto en el que no sean recuperables. En la empresa, los beneficios habían disminuido. Al estar más volcado con mi hijo, dejé un poco de lado mis obligaciones. Las cuentas arrojaron, por primera vez, un balance negativo. Conseguí, a pesar de las reticencias del consejo, que se aprobase hacer el primer estudio a unos trescientos niños. Detectamos problemas que se solucionaron en veinte de ellos. El programa costó alrededor de 2 millones de dólares. Para mí fue un éxito completo –explicó con orgullo Jameson.
—¿Cuando decidió aprovecharse del programa que había ideado?
—A los diez días de dar por acabada la primera fase del mismo, Noah empeoró. Tenías ya once años. El médico que lo atendía en la pequeña clínica que habíamos montado en casa para que estuviese atendido 24 horas nos dijo que su estado era grave. No le daba ni seis meses de vida. Sophia enloqueció. Una noche me agarró del pecho y me ordenó que hiciese lo fuera necesario para salvar a su hijo. Al día siguiente volví a llamar a los mejores especialistas. Todos coincidieron con nuestro cardiólogo. Estuve todo el día al teléfono hablando con medio mundo. Por la noche, no me atreví a volver a casa. Estando borracho en el despacho fue cuando, por casualidad, leí un artículo en el periódico sobre el tráfico de órganos. Empecé a leerlo por curiosidad pero de pronto se me ocurrió que esa era una opción para Noah. Sin darme cuenta, me quedé dormido encima de la mesa del despacho con la página del artículo abierta de par en par. Cuando me desperté a la mañana siguiente y vi el artículo, sentí asco de mí mismo. Salí del despacho y fui a casa. Noah había empeorado durante la noche. Fue necesario hasta intubarlo. Aunque la crisis ya había pasado, nuestro cardiólogo nos dijo que cada vez serían más frecuentes hasta que, en una de ellas, no se recuperaría –siguió hablando Jameson, que de pronto se levantó y fue a asomarse a la enorme cristalera que estaba al lado de la chimenea.
Todos le siguieron con la mirada. Andy miró de reojo a Noah, que había bajado las dos pistolas completamente. Jameson continuó hablando.
—Hablé con especialistas y les pedí que me dijesen cuáles eran las pruebas para ver la competencia de un donante de órganos. Seguía con la esperanza de que llegase su corazón de manera natural pero no quería dejar que mi hijo muriese. Un padre haría cualquier cosa por salvar a su hijo. Cualquier cosa –dijo Jameson tras suspirar.
—Por eso hizo una segunda fase de estudio, con más pruebas y a más niños. Sólo los hizo a los de 12 a 13 años y del grupo sanguíneo de su hijo, A+, ¿no es cierto?
—Así es –confesó Jameson mientras miraba sorprendido a Andy–. Quería obtener al mejor candidato posible. Justo cuando acabaron las pruebas me enteré que había un tratamiento experimental en Vancouver. Detuve el programa y lo anulé. En dos semanas Noah estaba recibiendo el nuevo tratamiento –terminó de decir William Jameson.
—¿Qué sucedió después? -preguntó el comisario Michaels.
-Al principio funcionó bien. Mejoró bastante y se le pudo
retirar gran parte de medicación. Enterré la idea del trasplante ilegal y me juré que nunca volvería a hablar de ello ni conmigo mismo. Entonces, a los diez días, Noah volvió a empeorar. Hablamos con Vancouver y nos dijeron que no había nada que hacer. Noah se iba a morir –confesó William Jameson mientras de sus mejillas empezaban a rodar varias lagrimas.
—¿Fue entonces cuando conoció a Andrej Gabo? -preguntó Andy.
—Sí. A través de cierto jefe de policía, amigo mío de la universidad. Yo sólo le explique que necesitaba alguien para un trabajo sucio. Él me dijo que Gabo era mi hombre. Nos concertó la cita y nos vimos. En cuanto lo vi, supe que haría todo le que pidiese sin rechistar siempre y cuando le pagase de manera generosa. Le expliqué lo que quería y me pidió un precio. Yo le cuadruplique esa cifra. Le dije que estuviese preparado, que lo avisaría la misma noche que necesitase hacer la operación. Él sólo me pidió los datos del niño que había que secuestrar –se explicó Jameson.
—¿Desde cuándo tenía elegido a Eddie Norman? -preguntó Andy asqueado por la pregunta.
—En realidad no fue la primera opción. La primera fue una niña que tenía una compatibilidad con Noah del 99,7 %. Pero cogió un sarampión. He pensado muchas veces en ella. Tanto su familia como ella nunca supieron lo cerca que había estado de morir. Como fue imposible con el candidato número uno pasamos al candidato número dos. Era el pequeño Eddie. Su compatibilidad era del 98,9%. Gabo empezó a hacer sus tareas de vigilancia –siguió diciendo Jameson.
La frialdad con la que lo contaba hizo que a Andy le diesen ganas de vomitar. Hablaba de aquellos niños como si fuesen elegidos para un concurso del colegio.
—Un día me dí cuenta de un grave error en todo el plan. Tenía al donante, al secuestrador e incluso el lugar para realizarlo. Se haría en un barco de la empresa dedicado a la investigación, el “Spirit of Manistee”. Acabábamos de comprarlo y me ocupé de que fuese preparado a fondo. Monté dos quirófanos en él y una zona que era como una pequeña UCI, con dos camas con sistemas de vacío para evitar contaminación aérea. Al personal del buque le indiqué que estaba ahí por si tenían algún accidente en alta mar. Luego cargué todo lo necesario en varias valijas que dejé a bordo, selladas y preparadas para la noche señalada. Entonces me dí cuenta que me faltaba una figura imprescindible y sin la que no había nada que hacer: Un cirujano –continuó explicando Jameson.
—Y aquí es donde entra en juego Wayne Mathewson. ¿No es cierto?
—Sí. En realidad fue Gabo el que lo encontró. Se personó en mi oficina después de que le avisase que la operación se anulaba. Ningún cirujano en su sano juicio haría una operación de ese tipo. Noah estaba condenado. Cuando llegó, pensé que venía a por su dinero. Yo le quise tranquilizar. Le dije que sus emolumentos se cobrarían de igual forma, aunque la tarea no se hubiese llevado a cabo.
—¿A cuánto ascendían? -interrumpió el comisario.
—Medio millón de dólares –respondió William Jameson–. Gabo me propuso doblar esa cifra si él me conseguía un cirujano cardíaco. Tuve mis dudas. Gabo, para tranquilizarme, me juró que podría comprobar los datos y el historial del cirujano antes de decidirme. Cuando le pregunté que cómo estaba tan seguro de que iba a encontrar alguien dispuesto a operar a Noah él simplemente se rió. Quedamos en vernos al día siguiente al mediodía en un bar al este de la ciudad. Esa noche, Noah empeoró. Su estado era crítico. Y no aguantaría más de dos días. Fui a la cita desesperado. Entré al bar y me llevaron a un almacén, en la parte trasera. Cuando entré, vi a Wayne Mathewson sentado en una silla. Era la primera vez que le veía. Gabo me dio un par de artículos de periódico en los que se explicaba su brillante carrera como cirujano y su caída a los infiernos. Le expliqué con claridad lo que queríamos hacer y él durante toda la conversación se limitó a asentir. Le prometí que si lo hacía la pagaría mucho dinero y le haría director médico de NOVOSAFE. Vi el brillo de la vanidad y la avaricia encenderse en su mirada. Con Gabo de testigo, cerramos el acuerdo. El trabajo se haría a la noche siguiente –terminó de decir Jameson acercándose de nuevo al escritorio a por whisky.
—¿Qué conexión había entre Gabo y Mathewson?
—preguntó Andy.
—Mathewson le debía dinero a Gabo por temas de apuestas ilegales. Cuando le retiraron la licencia, Wayne además de al alcohol se hizo adicto al juego. De hecho llegué a enterarme con el tiempo que aquel día si yo hubiese dicho que no lo quería en la operación, hubiesen matado a Wayne. En cierto modo, le salvé la vida.
Andy miró en silencio al comisario Michaels, que estaba pálido como el mármol blanco de las columnas de la entrada.
—La noche anterior tuve muchas dudas. Hablé con mi mujer y le expliqué que había un modo de salvar a Noah pero de una forma repugnante. Ella me volvió a repetir que le daba igual como pero que lo hiciese. Esa noche, cariño, sufriste una parada cardiorespiratoria de la que todavía no sé ni cómo saliste con vida –dijo Jameson mientras miraba a su hijo emocionado.
El chaval miraba al suelo, llorando como un chiquillo el primer día de colegio.
—Aquello para mí fue como una señal. Así que dí luz verde a la operación. Todo sucedió según lo previsto. Gabo secuestró al pequeño Eddie Norman y lo llevó al “Spirit”. Allí, entre Wayne y yo sacamos el corazón del niño y lo preparamos para el trasplante de mi pequeño. Noah descansaba en la habitación esperando la intervención. Necesitábamos un enfermero perfusionista que mantuviese a Noah con vida hasta que llegase el corazón de Eddie. Wayne le había dado a Gabo el nombre de un conocido que trabajaba en el mismo hospital que Mathewson, un enfermero de origen árabe que solía jugar con él en las timbas ilegales y de un otro de origen filipino que tenía problemas con inmigración. Les ofreció a ambos una jugosa cantidad de dinero a cambio de ayuda –continuó explicándose Jameson.
—¿Qué les sucedió? -preguntó Andy temiendo saber la respuesta.
—Gabo los hizo desaparecer. Días después de toda la operación, Gabo me lo confesó después de algunos vodkas. El resultado fue óptimo y el trasplante un éxito, como han podido comprobar, Mathewson cogió su puesto y su sueldo, además de un buen pellizco de dólares. Años después decidimos trasladar la empresa aquí. Cambiamos el nombre y vinimos a Maine. Aire puro y poca contaminación era lo que le venía bien al niño. Quería alejarme de Chicago y aquí tu abuelo empezaba a destacar dentro del partido republicano. Con mi ayuda, se convirtió en gobernador, lo que nos facilitó multitud de ventajas fiscales y de otro tipo que se tradujeron en el crecimiento actual que tiene la empresa.
—¿Cómo consiguió que se olvidase todo? -preguntó Michaels.
—Con dinero y sutileza. Hice generosas donaciones al FBI y al departamento de policía de Chicago. Todos decidieron correr un tupido velo sobre el asunto –dijo Jameson.
-Todos menos Ellen Cistar y Guinetti. Debió de molestarle todo aquello, ¿no es cierto, señor Jameson?
—Al mes y medio de toda la operación, Gabo se presentó en mi casa. Me explicó la insistencia de la madre del niño desaparecido y el apoyo que había logrado de Guinetti. Se ofreció por un módico precio a solucionar el problema. Yo le dije que no quería que la mujer sufriese daño. Gabo me insistió en que era un error y aunque intentó convencerme de lo contrario, le insistí en que no le pasase nada a Ellen Norman. Al poco tiempo me llegó una carta de Chicago sin remitente. Dentro había recortado un artículo en el que se contaba la muerte del inspector Guinetti –explicó William Jameson mientras no dejaba de mirar al suelo.
—¿Cómo pudiste hacer todo eso? ¿Matar a todas esas personas? ¿Porque yo no muriese? ¡Eres un indeseable y me avergüenzo de ser tu hijo! -grito Noah.
—¡Todo lo hice por ti! ¡Eres un desagradecido! -se encaró Jameson visiblemente afectado por el alcohol que acababa de ingerir.
—¿Dónde escondió Gabo el cuerpo del pequeño Eddie, señor Jameson? -intervino Andy intentando reconducir la situación.
—Gabo me entregó la mitad de las coordenadas de la ubicación exacta del cadáver. La otra mitad se la quedó él. A cambio de su silencio, me pidió mudarse a vivir aquí. Necesitaba salir de Chicago, puesto que cada vez tenía más enemigos. Solicitó mi ayuda para conseguir nueva documentación y dinero para montar un negocio. El dinero se le entregó a través de Wayne. Montó esa horrible pizzería, el Tony's, y se retiró de la primera línea criminal. Todos los años recibía de mí una generosa suma que Wayne le abonaba. Además, cuando teníamos algún pequeño problema que había que resolver de manera extraoficial, Gabo se encargaba. Era discreto, profesional y nada ambicioso. Yo pedía y el ejecutaba. Un autentico profesional.
—¿Tiene todavía el papel de las coordenadas, señor Jameson? -preguntó el comisario Michaels.
—Por supuesto. Están en la caja fuerte –dijo Jameson al tiempo que sacaba una carpeta de color azul.
—Hágase un favor, señor Jameson. Entréguenos la carpeta. Todo ha acabado –dijo Andy que se empezó a mover con discreción hacia Jameson rodeando el escritorio.
—Jamás se la entregaré, inspector Harper. Nada de lo dicho aquí tendrá validez en un juicio. He sido coaccionado para decirlo. No tienen ninguna prueba y las pocas que existen van a ser eliminadas. No tienen ustedes caso. De hecho, no pueden ni tocarme.
—Suelta esa carpeta en el suelo, papa. Es una orden –exigió Noah, que volvió a apuntar con las dos pistolas a su padre–. Esta vez no te vas a salir con la tuya. No vas a matar a nadie más. ¡Retírate de la chimenea o dispararé! -gritó Noah, cuyo temblor de manos no hacía aconsejable llevarle la contraria.
-¡Desagradecido! ¡Todo esto lo hice por ti! ¿Y así me lo pagas? ¡Tú a mí no me das ordenes! ¡Yo te las doy! ¡Para eso soy tu padre! -escupió Jameson.
De pronto se escuchó una detonación. Y luego otra. Y después una tercera. Andy y Michaels se quedaron parados mientras observaban a Noah, de pie en medio de la sala con sus pistolas bajadas y totalmente desconcertado. Unos metros detrás de él había aparecido Sophia Jameson, con un pequeño revolver entre las manos. William Jameson, tan sorprendido como todos, vio cómo de su pecho empezaba a fluir de manera constante la sangre de su cuerpo. Se le cayó la carpeta de las manos y, con expresión de sorpresa, se desplomó en el suelo. Sophia, con mucha calma, se acercó a Andy y al comisario todavía con el pequeño revolver en las manos. Los miró a la cara y les sonrió con tristeza. Luego dejó el arma encima de la mesa del escritorio.
—Estaré en mi habitación cuando quieran arrestarme –dijo con parsimonia tras lo que se dio la vuelta y se acercó a su hijo. Le quitó las pistolas que todavía llevaba en las manos, las dejó en el suelo, lo cogió del brazo y se lo llevó consigo fuera del enorme despacho. Andy y el comisario Michaels se quedaron solos en la habitación mirándose con estupefacción.