Capítulo 10 Edison Park
Andy y Peter se dirigían al noroeste de la ciudad, en concreto a Edison Park. Era una amplia zona de viviendas que tuvo un crecimiento demográfico muy elevado a partir de 1950. La mayor parte de las familias de italianos que emigraron a Chicago se habían asentado en la zona dando lugar al nacimiento de multitud de negocios tales como lavanderías, restaurantes o pastelerías. En el corazón del barrio, en el número 24 de la calle Jefferson, es donde hacía ya algunos años habían decidió comprar su casa la familia de Ellen. Y hacia allí es a donde iban en esos momentos.
—¿Vamos a casa de Ellen? -preguntó Peter rompiendo el silencio reinante desde que salieran precipitadamente del hotel.
—No. Un año después de la desaparición del niño, Ellen la vendió. No creo que haya nada de interés allí –respondió Andy.
—Entonces, ¿dónde vamos?
-A casa de Mary-Anne Williams, su vecina.
-¿Su vecina?
—Sí. La noche de la desaparición del pequeño Eddie Norman, esa mujer vio un coche de color negro merodeando la zona. La policía no le dio importancia. Pasaremos por allí antes de ir a la casa de la hija del inspector Guinetti. No creo que nos lleve mucho tiempo –dijo Andy.
Ambos se quedaron unos segundos callados hasta que Peter se incorporó de golpe en el asiento.
—Mira, ahí esta. Esa es la calle Jefferson.
—Ya la veo. Buscamos el número 25 –dijo Andy, al tiempo que embocaban la calle reduciendo notablemente la velocidad.
Un minuto después detenían el coche delante de la casa de la señora Williams. Se bajaron del vehículo y se dirigieron a la entrada. Era una preciosa casa de una sola planta, pintada de color blanca. Tenía un cuidado porche victoriano en la parte delantera protegido con un espectacular jardín cuajado de rosas. En él, en una preciosa mecedora de mimbre, estaba sentada una anciana afroamericana. Se levantó en el momento en el que vio cómo los dos hombres se acercaban a su puerta.
—Buenas noches, agentes –dijo la anciana sorprendiéndoles a ambos –Sí, se que son policías. Se les ve a la legua. Es como si llevaran tatuada la palabra policía en sus huesudas frentes. Y desde ya les digo que me da igual las denuncias que me ponga esa maldita polaca. Llevo más de cuarenta años viviendo aquí y no va a venir nadie a decirme cuándo puedo o no regar mis rosales –espetó la entrañable abuela de pie y con los brazos en jarra.
Andy sonrió y se acercó despacio a la mujer. Peter se quedó en un segundo plano.
—Buenas tardes, señora. Efectivamente somos policías – afirmó Andy mientras miraba de soslayo a Peter–, pero no sabemos nada de ningunos rosales. Venimos por otro motivo. ¿Es usted la señora Mary-Anne Williams? –explicó Andy con tono suave y seguro.
—Sí, lo soy. ¿Y cuál es ese motivo, si puede saberse?
—preguntó la anciana.
—La desaparición hace 10 años de Eddie Norman, su vecino. ¿Podemos pasar a su casa? -dijo Andy con cautela.
La anciana gruño ligeramente contrariada. Luego se giró y les hizo señas para que la siguiesen. Entraron directamente al salón de la casa y se sentaron en un viejo sofá de piel, enfrente de una hermosa butaca que sirvió de asiento para la mujer.
—¿Han encontrado el cuerpo del chico, verdad? -preguntó la anciana con desdén.
—No. ¿Por qué pregunta eso, señora?
—No sé. Supongo que después de tantos años es lo que cabe esperar. Nadie cree ya que el pequeño Eddie vaya a volver a casa –reflexionó la mujer en voz alta.
—No. Yo soy el inspector Harper y este es mi colega Peter Tenway. Investigamos el asesinato de Ellen Cistar.
-¿Ellen Cistar? ¿Y quién demonios es esa mujer? -preguntó la anciana de manera vehemente.
—Ellen Cistar era el actual nombre de Ellen Norman, la madre del pequeño Eddie.
—¿Ellen ha muerto? ¡Pobre mujer! Primero su marido, luego su hijo y ahora ella. ¡Qué familia más desgraciada, por el amor de Dios!
—Sí, la verdad es que no han tenido mucha suerte –dijo Peter con tristeza.
—¿Ha dicho asesinada? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha ocurrido? -preguntó de nuevo la mujer.
Andy le hizo un breve resumen del asesinato de Ellen. En el momento oportuno, con la curiosidad de la anciana ya encendida, lanzó el sedal.
—En nuestra investigación nos hemos topado en un par de ocasiones con la enigmática figura de un coche clásico, probablemente un Cadillac, de color negro. Y, después de leer los interrogatorios del día de la desaparición del niño me dí cuenta de que usted había visto un coche que podía ser el mismo que estaba implicado en el asesinato de Ellen – aseveró Andy.
—El coche que vi y que ustedes buscan es un Cadillac del 68, en color negro azabache –afirmó la señora Williams que perdió su mirada en el gran ventanal del salón.
Andy, interrogador experto, guardó silencio. Instantes después, con lágrimas rodando por sus arrugadas mejillas, la mujer comenzó a hablar.
—Ya supongo que da igual. No me queda nada en este mundo por lo que tener miedo. Mi único hijo falleció hace 6 años de esclerodermia pulmonar. Y mi marido Louis se reunió con él hace tan sólo dos.
—¿A qué se refiere, señora Williams? -preguntó Andy desconcertado.
—Yo sé quién fue el secuestrador del pequeño Eddie Norman –confesó la mujer con la mirada cabizbaja.
Peter y Andy se miraron boquiabiertos mientras se quedaban callados observando a la mujer. Tras exhalar un suspiro, la mujer continuó.
—Tras la desaparición del niño, se armó un gran revuelo. Durante semanas muchas personas iban y venían por el barrio haciendo preguntas. En la mayoría de las ocasiones eran periodistas ansiosos en busca de noticias frescas. Alguno incluso llegó a disfrazarse de policía. Atajo de hienas.
—Suele ocurrir, señora Williams. Siga, por favor.
—Se organizaron batidas en todo el barrio. Prácticamente todo el vecindario se implicó. La policía tomó declaración a todo el mundo. De todos los testimonios, siempre creí que el mío fue el único que aportó alguna pista. Cuando en los primeros días hable con Ellen, le conté lo que había visto. Tanto ella como yo le insistimos durante semanas al inspector encargado del caso en que esa era la pista a seguir pero no nos hicieron caso. Una noche, mi marido llegó a casa, visiblemente alterado. Trabajaba como mecánico en la central del departamento de policía de Chicago, reparando sus vehículos y aparatos electrónicos. Nunca tuvo mucho carácter mi Louis, pero siempre fue un buen hombre –dijo la anciana antes de callarse para tomarse una pausa y acariciar con nostalgia un retrato del matrimonio que había encima de una mesita de té cercana.
Andy miró con suavidad a la anciana, esperando que continuase su relato.
—Sí, es verdad. Esa fue la única noche durante los 33 años de nuestro matrimonio que mi Louis me gritó. Me insistió en que dejásemos en paz el tema de la desaparición del niño de los vecinos, que no sabía en el lío que nos estaba metiendo por insistir tanto con la policía.
—¿Y usted le preguntó por qué?
—Por supuesto. Cuando lo hice me respondió que nosotros también teníamos un hijo y que, si queríamos protegerlo, debíamos estar callados –siguió explicando la anciana destilando tristeza en cada palabra–. Yo conocía bien a mi esposo. El miedo que vi reflejado en su rostro fue suficiente para convencerme de que aparcara el asunto –continuó la mujer.
—¿Cómo se tomó Ellen su cambio de actitud?
-Muy mal. No lo entendía. Vino varias veces llorando a mi
puerta. A mí se me rompió el alma. Incluso una noche mi marido llegó a echarla de casa después de que nos llamase cobardes. A partir de ahí, nunca más nos dirigió la palabra. De hecho, no me enteré que se mudaba hasta que vi el cartel de “Se vende” clavado en el jardín de su casa –explicó la anciana.
—¿Sabe por qué su marido no quiso que usted siguiera ayudando a Ellen? -volvió a preguntar Andy.
—Creo que sí. Ellen contrató a un inspector con nombre italiano, Guideli, Guipenti,.... -empezó a decir la mujer sin conseguir terminar de recordar el nombre.
—Guinetti. Inspector Paul Guinetti.
—Eso, Guinetti. No fue hasta la aparición del inspector cuando me empezaron a encajar las piezas del rompecabezas. Vino a vernos una noche y mi marido tuvo una fuerte discusión con él. En un momento de la misma mi marido le gritó a Guinetti que “no sabía con quien estaba jugando” y que “él quería mucho a su hijo y a su mujer para ponerlos en peligro” -dijo la mujer citando las palabras de su marido.
—¿Y qué hizo Guinetti?
—Se levantó y nos dijo que él también tenía una hija. Nos dejó una tarjeta con su teléfono y se marchó. Parecía un buen hombre. Sentí mucho su muerte cuando la leí en los periódicos unos meses más tarde. Aquello no hizo sino aumentar las suspicacias de mi marido. De hecho, llegó a prohibir a nuestro hijo Thomas que volviese a hablar de Eddie o de su madre –terminó de explicar la anciana.
—¿Acaso se conocían su hijo y el pequeño Eddie? -preguntó Andy de nuevo.
—Por supuesto. Iban juntos a la escuela. Eddie Norman era el mejor amigo de mi hijo –concluyó la anciana.
Andrej montó en cólera cuando vio que el Ford Explorer del inspector Harper no estaba en su aparcamiento. Se bajó del coche con cuidado de no hacer ruido y, tras observar que nadie le viese, sacó un pequeño aparato que delimitaba con un margen de error de 10 metros la posición del GPS. Su vista, de pronto, se fijó en la papelera que tenía enfrente, entendiendo lo ocurrido. Se le escapó una sonrisa.
—Chico listo –dijo en voz baja Andrej, mientras metía la mano en la papelera y, tras rebuscar un poco, sacaba la lata con el GPS pegado a ella.
Retiró el aparato valorado en casi veinte mil dólares y se dirigió de nuevo al vehículo.
—Vamos, tenemos que volver de nuevo a Chicago. Se han ido pero sé hacia dónde van. Dimitri, síguenos y estate atento al teléfono. Cuando lleguemos al objetivo te llamaré para avisarte, ¿entendido? -ordeno Andrej mientras miraba al enorme ruso que estaba delante de la furgoneta.
Éste asintió y los tres hombres se montaron en los coches y salieron como una exhalación del aparcamiento del pequeño hotel. Andy y Peter todavía estaban sorprendidos por los hechos revelados por la anciana.
—Señora Williams, antes me ha dicho que usted sabía quién secuestro al pequeño Eddie. ¿Cómo está tan segura de eso?
-preguntó Andy con astucia reconduciendo la conversación.
—Lo supe hace un par de años, un mes después de morir mi marido. Él, a menudo, se encerraba en el garaje a arreglar muebles y aparatos de todo tipo durante fines de semana enteros. Tenía aquello muy desordenado y con herramientas tiradas por todos sitios pero era un trabajador excelente. Miren, aquel mueble lo hizo mi Louis –dijo la anciana señalando un robusto armario de roble de doble puerta.
—Precioso, señora Williams. Siga, por favor –pidió Andy sutilmente.
—Sí, perdone inspector. Pues les contaba que, viendo la cantidad y calidad de las herramientas que mi marido tenía en el garaje y, al no vivir ya mi hijo, decidí montar un pequeño rastrillo para ganar algo de dinero. Me partía el corazón pero la pensión que me quedó de mi Louis es demasiado pequeña para los tiempos que corren. De hecho, el entierro de mi marido me dejó casi sin dinero. Tardé varios días en ordenar y tirar toda la basura que había. La ultima tarde, cuando ya estaba a punto de irme a la ducha, fue cuando la encontré – dijo la anciana mientras se quedaba en silencio.
Andy y Peter se miraron expectantes.
—Debajo de una mugrienta caja de viejas piezas de coches encontré un dossier lleno de polvo. Al principio creí que se trataría de algún manual de reparaciones de un coche o algo así pero cuando lo abrí, me quedé desconcertada. En primera plana estaba una foto de un hombre de aspecto intimidatorio, con un tatuaje de una sirena atravesada por dos flechas en su brazo izquierdo. Era el hombre que vi la tarde que desapareció Eddie –contó la anciana casi entre susurros.
—¿Se acuerda del nombre? -preguntó Andy casi levantándose del sillón.
—Jamás podría olvidarlo. Se llama Andrej. Andrej Gabo – respondió la mujer con firmeza.
Andy y Peter se estremecieron. Al parecer, por fin tenían un nombre por el que comenzar.
—¿Cómo está tan segura que ese es el tipo que usted vio?
—preguntó de nuevo Andy mientras volvía a tomar asiento.
—Junto con la foto, venía su ficha policial. La leí y me estremecí, entendiendo por fin el miedo de mi marido. Si ese sujeto estaba implicado en la desaparición del niño, era mejor no cruzarse en su camino. No pude siquiera terminar de leer la cantidad de graves delitos que se le atribuían. La lista era casi interminable. Entre el resto de papeles encontré además una copia de los interrogatorios que nos realizaron a los vecinos. Para mi sorpresa, otro vecino más había visto al mismo tipo varias noches atrás merodeando la zona –afirmó la mujer, desconcertada.
—¿Qué vecino?
—El señor Geleri. Vivía tres casas más arriba, en el número 31.
—¿Vivía? ¿Se ha mudado?
—No. El señor Geleri murió hace varios años. En su casa ahora vive esa maldita polaca borracha que me hace la vida imposible –dijo resignada la mujer.
—Por casualidad ¿no habrá guardado usted todos esos documentos, señora Williams?
—Por supuesto. Acompáñeme a mi dormitorio y se los entregaré. Siempre he tenido la esperanza que alguien viniese algún día a por ellos. A mi ya no me valen de nada.
Peter y Andy siguieron a la mujer por el pasillo en dirección a su dormitorio. Por el camino intercambiaron miradas de incredulidad. El dormitorio al que entraron era una amplia estancia, con fotos de un joven de color puestas por todos lados. Ambos dedujeron que se trataba de Thomas Williams, el hijo de Mary-Anne.
La anciana se acercó a una gran cómoda de cuatro cajones. Abrió el primero y sacó una vieja carpeta de color azul, entregándosela a Andy. La abrió para hojearla y de su interior se cayó un dossier grapado. Parecía algún tipo de informe médico. Andy no pudo evitar echarle un vistazo mientras lo recogía del suelo y se lo entregaba a la mujer.
—Ah, esto deben ser los viejos informes médicos de Thomas. Unas pruebas tan caras y no sirvieron para nada – escupió la anciana.
—¿A qué se refiere? -preguntó Andy.
—A mi hijo le detectaron una enfermedad rara: esclerodermía pulmonar. Él nunca fumó y siempre fue un chico sano. El seguro de mi marido, en el que estábamos incluidos los tres, cubría los tratamientos más complejos. Varias especialistas nos recomendaron que la mejor opción era un trasplante pulmonar bilateral –explicó Mary-Anne, al tiempo que rozaba con la yema de sus dedos el rostro de su hijo Thomas en una foto en la que no tendría más de 11 años.
El silencio se hizo presente hasta que la mujer tuvo fuerzas para continuar.
—Pero el seguro nos puso muchas trabas. Nos pidió todo tipo de documentación. Al final, accedieron si nosotros costeábamos unos análisis muy caros que servían para buscar unos buenos pulmones para nuestro Thomas, a sabiendas que no podíamos costear dichas pruebas. Menudo atajo de golfos y ladrones –expresó la mujer indignada.
—Los seguros a veces marean a la gente para evitar darles las coberturas que tienen contratadas. Muchos llegan a morir enterrados en burocracia. Es asqueroso –explicó Peter visiblemente enfadado.
—Sí, eso es así. Lo que no sabían es que nosotros ya teníamos hechas esas pruebas desde hacía años. Cuando sólo un par de días después de recibir la carta con las pruebas solicitadas nos presentamos en la sede del seguro con todo hecho y listo para el trasplante, no supieron que argumentar y no tuvieron más remedio que meter a mi Thomas en la lista de espera de trasplantes. A pesar de eso, los pulmones de mi niño no llegaron a tiempo. Thomas murió dos meses después de entrar en la lista –dijo la anciana con abatimiento.
—¿Cómo es posible que su hijo tuviese hecho esas pruebas, señora Williams?
—Fue más o menos un año antes de la desaparición de Eddie. La fundación del hospital de Illinois se ofreció a hacer un examen médico exhaustivo a todos los niños del barrio de Edison Park. Era un programa piloto para comprobar los beneficios de realizar exámenes médicos completos a los niños con el fin de detectar de manera precoz posibles enfermedades. Estaba aprobado por el mismísimo alcalde – afirmó la mujer con firmeza.
—¿Y se lo hicieron?
—Sí. Al principio todo el mundo receló pero luego todos aceptamos. Nuestros médicos de familia y pediatras nos explicaron que era una oportunidad especial y excelente para vigilar la salud de nuestros hijos. Y además, gratuita, que no es poco. Hasta el hijo del alcalde se la hizo. Sacaron sus fotos en todos los periódicos.
—¿Y el pequeño Eddie? ¿También se hizo el examen?
-Sí, por supuesto. El resultado fue bueno. Se hicieron el examen más de trescientos niños de entre doce y catorce años. Se detectaron problemas de mayor o menor gravedad en veinte de ellos. Según el hospital, fue un éxito rotundo – concluyó la mujer.
—¿No se repitió en años siguientes? -preguntó de nuevo Andy.
—No. Alegaron que los beneficios fueron escasos en comparación con el gasto realizado. Los padres no estábamos de acuerdo. Hicimos reuniones, las asociaciones de padres protestaron e incluso nos manifestamos en la puerta del ayuntamiento. No sirvió para nada. El poder del dinero, inspector.
Andy asintió con la cabeza. Luego miró a la anciana a los ojos, sosteniéndole la mirada.
—Me gustaría llevarme este dossier también, señora Williams. Si le parece bien, por supuesto.
—Desde luego que sí. Pero antes, sólo me gustaría decirle una cosa más, inspector.
—Usted dirá.
—Los individuos que llevaron a cabo lo del secuestro de Eddie son gente muy peligrosa. Mi Louis no era un hombre fácil de asustar. Hay gente con mucho poder implicada en este asunto. Mire sino cómo han conseguido dar caza a la pobre Ellen después de tantos años. Ha de prometerme dos cosas.
—¿Y cuáles son?
—La primera es que tendrá mucho cuidado. No podría cargar con la culpa de haberle enviado a la muerte debido a la información que le he dado. Y la segunda es que, pase lo que pase, seguirá hasta el final. Ellen y Eddie merecen justicia – rogó de manera apasionada la mujer.
—Se lo prometo, señora Williams. Aclararé este asunto. Le doy mi palabra –afirmó Andy con solemnidad al tiempo que estrechaba la mano que la mujer le estaba ofreciendo.
Con lágrimas asomando por sus vivarachos ojos, la anciana los acompañó a la puerta. Salieron de la casa en dirección al coche todavía ligeramente aturdidos. Andy no hablaba y Peter suspiró en un par de ocasiones. Se montaron en el coche con rapidez, quedándose los dos en silencio durante unos segundos. Andy abrió el dossier policial de Andrej Gabo, hojeándolo con detenimiento.
—¿Qué piensas? -preguntó Peter.
—No lo sé. Creo que tenemos un pez demasiado grande detrás del sedal y no sé si nuestra caña va a poder soportar el peso. Quien esté detrás del secuestro de Eddie y la muerte de Ellen a de ser alguien con mucha influencia. Viendo su ficha, Gabo tuvo que ser uno de los criminales más buscados y conocidos de su época. Y si consiguieron implicarle, tuvo que haber mucho dinero en la operación. Y a eso hay que unirle las altas cifras que a buen seguro se pagaron para comprar silencios, entre otros de la policía de Chicago y quien sabe si del FBI –dijo Andy al tiempo que cerraba el dossier y se mesaba los cabellos.
—Parece cómo si empezases a estar asustado.
—Por supuesto que no. Esos mal nacidos van a pagar por lo han hecho.
Ambos se miraron un segundo y luego sonrieron. Después Peter cogió el dossier policial de entre las piernas de Andy, rozándole ligeramente el muslo. Andy se tensó como las cuerdas de un violín. Abrió su móvil y se puso a hacer fotos con su teléfono a los documentos que había en la carpeta. Andy se le quedó mirando.
—¿Se puede saber qué haces? -preguntó Andy visiblemente enfadado.
—Sólo hacer una copia. Después del trabajo que nos ha costado encontrar pruebas, quiero estar tranquilos por si nos los roban o desaparecen. En cuanto acabe te los mando a tu correo electrónico –respondió Peter en tono conciliador.
—¿Correo electrónico? Definitivamente tengo que actualizarme con las nuevas tecnologías. Está bien. Gracias, Peter.
—De nada. ¿Cuál es el siguiente paso, jefe? -preguntó Peter con sorna al tiempo que cerraba el dossier y lo guardaba en la guantera del coche.
—Número 28 de Park avenue. La casa de la familia Guinetti.
Desde su posición, Andrej tenía total control de la calle. Había aparcado el todoterreno en el camino de entrada del garaje de la casa de enfrente de los Guinetti. Sus lunas tintadas evitaban que nadie pudiese verle. Con cuidado de no ser observado, se bajó de coche y retiró el cartel de propiedad en venta que estaba clavado en el césped. Luego volvió a observar alrededor y se montó de nuevo en el vehículo. En sentido norte, a unos 100 metros, estaba aparcado Yaroslav dentro de la Ford 250. A unos 50 metros de la casa, en sentido sur, había una pequeña cafetería haciendo esquina. Sentado en el exterior, un ruso bastante alto llamado Dimitri tomaba con delicadeza un frapuccino bien frío. Esta vez ese maldito inspector no se le iba a escapar. Su teléfono empezó a vibrar.
—Diga –respondió Andrej con sequedad.
—Soy yo. Tienen información que te implica. Hemos conseguido verla en el móvil del médico –comunicó la voz de manera fría y distante.
—¿Cómo? ¿Qué información?
-Un momento. Te la estoy enviando.
Un segundo después recibió varios archivos adjuntos. Cuando los observó, Andrej perdió el poco color que tenía su blanquecina piel.
—Señor, ¿quién le ha entregado estos documentos?
-No lo sé. Ese inspector Harper está resultando ser más molesto de lo esperado.
—Tengo una pregunta que hacerle, señor.
-Dispare Andrej.
-¿Cómo demonios ha conseguido usted las fotos?
—Conozco mucha gente, señor Gabo. Algunos de ellos, recibiendo la cantidad adecuada de dinero, hacen verdaderas diabluras con los ordenadores.
—Esto tiene que acabar, señor. Si esto llegase a manos de quien no debe, estaría acabado –pidió Andrej con la voz casi rota.
—Espera un poco más. Es vital saber que sabe la hija de Guinetti. Una vez que esa puerta esté cerrada, podrás matarlos. A todos. Ya casi hemos acabado.
—¿Y si envían la información a alguien, señor? No me da miedo la policía. Pero mi cabeza sigue teniendo un precio muy alto para mis antiguos enemigos. Y esa lista no es precisamente corta.
—No te preocupes. Tenemos instalado un virus en sus teléfonos. Si intentan enviarlo a alguien, el virus borrará la placa base del móvil, perdiéndose así todos sus datos. Céntrate en seguirlos, conseguir toda la información y atar todos los cabos. El resto es cosa mía ¿Lo has entendido, Gabo?
-Si señor.
Después de colgar, Andrej tuvo un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Desde el principio no había tenido buenas vibraciones con todo este asunto. Ahora solo quedaba seguir adelante o acabaría sus días en una cárcel o en una cuneta. Suspiró y ordenó por los intercomunicadores a sus hombres que estuvieran atentos. Luego, se quedó sentado mirando la puerta de la casa de los Guinetti mientras esperaba acariciando el frío acero de su vieja Glock. Minutos después, el sonido de su intercomunicador dio un breve pitido.
—Señor, se acercan desde mi posición –dijo escuetamente Yaroslav.
—Mantente en tu puesto, Yaroslav. En cuanto pasen de largo, enciende el motor y espera órdenes –ordenó Andrej–. Dimitri espera tú también a recibir ordenes.
—De acuerdo –respondió Dimitri.
Segundos después, el inspector Andy Harper y el anestesista Peter Tenway aparcaban delante de la casa de los Guinetti sin saberse observados. Se bajaron del coche con lentitud y se acercaron por el camino de gravilla que atravesaba el verde césped que inundaba el jardín de la casa. Se detuvieron delante de la puerta y pegaron en el timbre. Fue a abrirles una mujer morena de unos 30 años quien, tras unos segundos de charla, les dejó abierto el paso invitándoles a entrar. Ambos hombres accedieron y después se cerró la puerta tras ellos. Andrej se removió inquieto. Esta fue siempre la parte de los trabajos que peor llevó. Así que se acomodó en el sillón dispuesto a esperar. Si después de matarlos encontraba información importante en su poder, tendría que matar también a la mujer. A Andrej no le gustaba dejar cabos sueltos y, además, esta vez era obvio que no podía hacerlo. Demasiadas cosas estaban en juego. Encendió un cigarrillo de potente tabaco negro y esperó.