Capítulo 9 La caza

Andrej se encontraba en la calle Trempton, cerca de Garfield Boulevard, en pleno corazón de Chicago, y aunque era uno de los barrios más peligrosos de Estados Unidos, él se movía por allí como pez en el agua. No en vano, vivió en Chicago los primeros años que estuvo en el país, después de huir de Croacia. Paseaba por la calle después de acabar de dejar su espectacular y querido Cadillac en el local de un viejo conocido suyo de muy mala reputación, previo pago de dos mil dólares por su guarda y custodia. Además, un par de miles más iban a conseguirle un coche limpio en tan sólo unas horas. Parecía que su suerte estaba cambiando. Llegó a la esquina de la calle Trempton con Folliet y, mientras esperaba su nuevo transporte, se sentó en el “Little Kiev”, un pequeño bar ucraniano que conocía de sus primeros años. Pidió un poco de Borsch, el plato típico del país, que en aquel local lo preparaban de manera sublime. Mientras esperaba, cogió su móvil y llamó por teléfono a su jefe.

—Soy yo. Estoy en Chicago. Tenway y el inspector están en un pequeño hotel rural a 10 minutos de aquí –dijo Andrej de manera escueta.

—¿Cómo? ¿No estas con ellos? ¡Vas a perder su rastro!
-¡Quiere estar tranquilo! Les he colocado un dispositivo

GPS. Lo llevan en el coche y están localizados en todo momento. He tenido que venir a Chicago a cambiar el coche por un percance que tuve en una gasolinera. Casi me pillan.

—¿Estás seguro que tienes la situación controlada, Andrej?

 

—preguntó la voz, ligeramente más tranquila.

—Sí, señor. En dos horas tendré un nuevo vehículo. Ya he hablado con mi primo Ivasnitch y me prestará un par de sus chicos. ¿Quiere que acabe esto de una vez o sigue pensando que es mejor seguirlos?

—Sigue con el plan establecido. En cuanto salgan de Chicago, síguelos y mátalos en la primera oportunidad que tengas. Eso sí, no quiero ruido, ¿entendido?

—Entendido, señor. ¿Algo más?

—Sí. Antes de deshacerte de ellos, recupera toda la información que encuentres. Luego, no dejes rastro. Llámame con cualquier novedad. Adiós –dijo la voz, colgando antes de esperar respuesta.

Andrej se separó el teléfono de la oreja y torció una sonrisa mientras miraba la pantalla del móvil. Menudo imbécil. Si no fuese por los cuarenta mil dólares que le pagaba, Andrej ya habría zanjado el asunto, ajustándole las cuentas a aquel malnacido. Aunque, al fin y al cabo, los negocios son los negocios. Hundió su cuchara en el plato de Borsch todavía humeante y, por un segundo, se trasladó de nuevo a los sabores de su infancia.

Andy se sentó a la pequeña mesa que tenían delante de la cocina y bebió un buen trago de cerveza. Miró lo que había traído el diligente servicio de habitaciones y suspiró. Un par de filetes en su punto con patatas fritas, una ensalada Cesar y un poco queso camembert frito con confitura de arándanos, regado con media docena de botellas de Budweiser metidos en una cubitera con hielo. Insuperable. Sin más preámbulos Peter y Andy se sentaron a comer en albornoz. Alguna mirada cómplice entre bocado y bocado y un par de brindis con los cuellos de sus cervezas fue el único dialogo que tuvieron. Ambos hombres estaban exhaustos y hambrientos. Unos diez minutos después de acabar con la fabulosa cena, Andy se levantó de pronto al oír la vibración de su teléfono móvil.

—Aquí el inspector Harper, ¿Quién es?

—Gracias por cogerme el teléfono, inspector. Le llevo llamando más una hora. ¿Qué demonios estaba haciendo? Mejor no conteste a eso -interpeló la voz del comisario Michaels.

Tras escuchar la voz del comisario, Andy se tensó como las cuerdas de una guitarra.

—Estaba duchándome, señor. Ya hemos llegado a Chicago. Si todo va bien, mañana por la noche estaremos regresando a casa.

—¿Duchándose? En fin. Eso no va a ser posible, inspector. He recibido órdenes de que vuelva usted aquí inmediatamente. Digamos que su situación en el departamento ha variado de manera sustancial, Harper.

Durante unos instantes, Andy se mantuvo en silencio.
-¿Cómo que ha cambiado mi situación? ¿A qué se refiere?

—No es un tema cómodo de hablar, Andy. Y menos para que lo hagamos por teléfono. Debe volver y cuanto antes mejor. Cuando esté de regreso en Augusta le mandará toda la información del caso a la sede central del FBI en Chicago. Ellos se encargarán de todo desde entonces. Es una orden.

—Lo siento, señor. Si no me explica qué sucede, no pienso hacerle caso.

 

—¡Es usted un cabezota! Está bien. Usted gana. Pero más que explicárselo, se lo voy a enviar al móvil.

Andy separó el aparato de su oreja y, al instante, le llegó un archivo con varias fotos. Su rostro palideció como la cera en cuanto abrió el archivo adjunto. Después de unos segundos que usó para recomponerse, Andy se volvió a colocarse el teléfono para hablar con el comisario.

—Entiendo que al departamento pueda que no le gusten estas fotos, señor, pero no entiendo en que influyen para la investigación del caso.

—¿Qué no lo entiende? Mire, Harper, a mi este tipo de situaciones me dan igual. Cada cual en su vida y en su tiempo libre debe hacer lo que le parezca. Pero yo no dirijo el departamento de FBI de Maine. Vive usted en una zona del país donde, por decirlo de manera suave, este tipo de estilos de vida todavía son poco aceptados. El comisario jefe me ha dicho que el dinero de los contribuyentes no está para permitir que...

—¿Para permitir qué? ¡Ahora no vaya a callarse, comisario! Michaels suspiró al otro lado de la línea.

—Para permitir que un marica se vaya de vacaciones a Chicago con su novio -dijo el comisario con la voz temblorosa.

—Comprendo.

 

La tensión a ambos lados de la línea se podía cortar con un cuchillo.

—No se enfade conmigo, Harper. Yo he tenido una tremenda discusión con mis superiores por este motivo. Les he dicho que es usted un excelente policía, con un historial intachable y que siempre ha sido un profesional modélico.

—Pero supongo que eso hoy en día todavía no es suficiente, ¿verdad, señor?

 

—Al parecer no. Al menos no en el Estado de Maine, Harper.

 

—Todo esto es una mierda, señor.

—Lo sé, Andy. ¿Sigue creyendo que lo de esa mujer fue un asesinato? -preguntó el comisario.
Andy meditó durante unos instantes su respuesta.

—Totalmente –contesto Andy.

Entonces comenzó a explicarle al comisario el incidente con el Cadillac negro. Michaels no daba crédito a la nueva información.

—Esto se oscurece cada vez más, Harper.

—Lo sé. Si a todo esto le sumamos el hecho que se hayan tomado la molestia de seguirme para fotografiarme, mi teoría adquiere cada vez más consistencia. Hay alguien que desea que este caso no se esclarezca, señor. Hay alguien que no desea que se aclaren las muertes de Ellen y su hijo. Y creo además que ese alguien es una persona con bastante peso, señor.

—Entiendo –susurró el comisario quedándose unos segundos en suspenso–. Está bien, inspector. Le cubriré. 48 horas más. Averigüe lo que pueda y que sea rápido. No apagaré el teléfono pero debe mantenerme al corriente de todo, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, señor.
-Hasta pronto, Harper.

—Perdone comisario, hay una cosa más. Sólo por curiosidad, ¿qué va a decirles a los de arriba?

—Pues la verdad es que no tengo ni la más remota idea. Suerte y tenga cuidado.
-Si señor. Lo tendré. Una última cosa, ¿Cómo llegaron las fotos al departamento?

—Lo hicieron de manera anónima. ¿Algo más? -respondió el comisario ligeramente molesto.

 

—Nada más. Gracias, señor.

 

—No hay de qué. Espero que, por su bien y el mío, no se equivoque. Adiós.

Andy dejó el teléfono encima de la mesa y se quedó sumido en sus pensamientos mientras daba vueltas de un lado a otro de la habitación. Peter le miraba con preocupación.

—¿Qué sucede?

—Alguien quiere quitarme del caso –contestó Andy mientras enseñaba a Peter la foto en la que salía besándose con el agente Norris.

—¡Malditos bastardos! Aunque la verdad es que sales bastante guapo, Andy.

 

—Gracias. La próxima vez me pondré del lado derecho. Es mi perfil bueno –contestó Andy sarcástico.

 

—No te enfades. Además, ¿qué importa que te hayan pillado en esas fotos? ¡Estamos en el siglo XXI, por Dios santo!

 

—Parece que no en el Estado de Maine.

 

Entonces Andy le contó las presiones sufridas por el comisario para que le apartara del caso. Peter palideció.

—Sí. Hay algo más detrás del asesinato de Ellen -dijo Andy pensando en voz alta al tiempo que empezaba a vestirse y ponerse de nuevo sus vaqueros.

—¿A dónde vas? Es muy tarde. Quédate aquí y mañana iremos a Chicago –ronroneó Peter mientras se levantaba de la silla y se acercaba al inspector con intención de abrazarle.

Andy se separó de él antes de que lo agarrase. Peter se detuvo en seco, quedándose un poco cortado.

—No te enfades, pero no puedo esperar a mañana. Me encantaría quedarme aquí y pasar contigo la noche pero necesito encontrar información y volver a Augusta lo más rápido posible. Si no, mucho me temo que me apartaran del caso y pasará al FBI, perdiéndose entre montañas de expedientes como sucedió con el de su hijo. Es importante, ¿Lo entiendes, verdad?

—Sí, por supuesto –dijo Peter mientras se acercaba a la maleta y empezaba a ponerse los pantalones.

 

—¿Qué haces?

—Voy contigo. Me vestiré porque aunque hemos ganado bastante confianza en las últimas horas, no creo que sea adecuado que te siga por Chicago en cueros, inspector -dijo Peter ante la mirada de incredulidad de Andy–. Y por cierto, no pongas esa cara. Si hay alguien siguiéndonos es mejor que esté contigo en vez de aquí sólo. Además, no debes olvidar que yo también he estado en el ejército. No soy precisamente una hermana de la caridad inocente y desvalida.

Andy lo miró, suspiró y le lanzó a Peter su camiseta, que estaba arrugada en una esquina de la cama.

 

—Te espero fuera. Mientras terminas iré haciendo un par de llamadas –dijo Andy al tiempo que salía por la puerta.

Andy salió de la pequeña cabaña y bajó por el camino empedrado en dirección al aparcamiento. Llegó al coche y cuando estaba delante de la puerta miró su reloj. Eran poco más de las ocho de la tarde. Abrió el teléfono para llamar al tiempo que intentaba sacar las llaves. Sin querer, estas se les resbalaron, cayéndose al suelo. Cuando Andy se agachó a recogerlas, vio un pequeño aparato adosado al eje trasero de su coche. Se acercó y observó con detenimiento el artefacto. Reconoció enseguida el nombre que llevaba grabado en letras doradas en su lateral. Con cuidado, lo arrancó y se acercó a una vieja papelera cercana que parecía llevar años sin ser vaciada. Cogió una lata de refresco del suelo y le acercó la zona imantada del dispositivo GPS. Ambos se pegaron como pan y mantequilla. Luego, con mucho cuidado, Andy dejó el dispositivo al fondo de la papelera. Esos dispositivos emitían una alarma a su receptor si estaban más de un minuto sin estar adosados a algo. Lo único que esperaba Andy es que el servicio de recogida de basuras de Chicago no fuese el más eficiente del país y tuviese en mente hacer vaciado de papeleras esa noche. Volvió a su coche, abriendo el capó delantero en busca de explosivos. No encontró nada en absoluto. Andy sabía que había cometido un error al subestimar a sus oponentes. Había bajado la guardia y eso les podía haber costado muy caro. No volvería a suceder. Cogió el teléfono y marcó. Al otro lado, alguien descolgó el aparato.

Andrej se paseaba en un Toyota Land Cruiser último modelo con sus dos nuevos amigos, Yaroslav y Dimitri. Su "hermano" Ivasnitch (como ambos hombres se llamaban, aunque ningún lazo de sangre les unía) había dado ordenes a dos de sus matones que le acompañasen. Se conocieron en los últimos años de la guerra de los Balcanes. Ambos eran mandos intermedios de la sección de élite del ejército croata: el BSD. Llevaron a cabo más una veintena de misiones juntos, todas con éxito. Por eso cuando Andrej, recién llegado a Chicago recibió el aviso de la llegada de Ivasnitch, la alegría le embargó. Juntos, desde un taller de mecánica situado en la calle Thompson empezaron a sentar las bases del grupo que, en aquel momento, gobernaba con mano de hierro el barrio de Englewood y la mitad de West Garfield Park. Andrej, no obstante, cansado de tanta lucha, había decidido hacía años abandonar la organización que él mismo había creado. A Ivasnitch no le hizo demasiada gracia quedarse al mando totalmente solo pero, al fin y al cabo, él y Andrej eran como hermanos. Ninguno de los dos confiaba en nadie más en todo el mundo.

—¿Dónde vamos, señor? -preguntó Yaroslav.
-Nos hace falta otro coche –dijo Andrej de manera escueta. El calvo gigantón asintió con indiferencia.

Unos minutos después llegaron al taller concertado. Los tres hombres se bajaron del vehículo y entraron por una puerta lateral del local. Minutos después salían con las llaves de un Ford 250, una espectacular pick up de color negro. Andrej se acercó a los dos hombres que le acompañaban.

—Tenemos que seguir a dos hombres. Uno de ellos es inspector de policía de Augusta, en el Estado de Maine. Están rebuscando sobre algo que no deben buscar –dijo Andrej.

—¿Hay que matarlos?

—No, de momento. No deben darse cuenta de que los seguimos. Ya ajustaremos cuentas cuando abandonen la ciudad. ¿Está claro? -ordenó Andrej.

—Sí. Todo claro, señor –respondió Yaroslav mientras Dimitri, en silencio, también asentía con la cabeza.

—En marcha. Dimitri, tú ve en la furgoneta y síguenos. Toma este teléfono. Sólo podrás hablar conmigo –dijo Andrej al tiempo que sacaba un pequeño móvil de su bolsillo y se lo entregaba a Dimitri–. Recordad, no podéis ser vistos. Yaroslav, tú y yo iremos juntos en éste –terminó de decir Andrej al tiempo que se encaminaban hacia el todoterreno.

Instantes después los dos vehículos salían en dirección al pequeño hotel rural donde se alojaban Peter y Andy. Lo que no sabían es que hacía más de media hora que ambos hombres habían abandonado el complejo.