Capítulo14 Yuigón
La casa de Wayne Mathewson era imponente. Dominaba con autoridad todas las vistas a un pequeño valle que se abría a sus pies por donde discurría con calma el río Kennebec. Desde abajo de la colina y mientras se acercaba con su vehículo por la carretera, Andy observó que era una vivienda de dos plantas de nueva construcción. El edificio, pintado en un gris oscuro con algunos matices ocres, estaba construido con figuras geométricas perfectas, predominando las rectangulares. Totalmente protegido por un imponente muro de roca que circundaba la casa, en el lateral derecho del edificio, como un anexo, estaba lo que parecía un garaje de grandes dimensiones. Cuando se acercó con el coche a la entrada de la casa vio, delante de la puerta, una preciosa estatua de mármol que imitaba a pequeña escala al “David” de Miguel Ángel. Si desde luego algo no le faltaba a Mathewson al parecer era el dinero. Andy se bajó del coche y se encaminó a la puerta principal tras rodear la estatua. A la izquierda de la puerta principal había un pequeño interfono. Andy pulsó con seguridad un par de veces.
—¿Quién es? -respondió una voz varonil al otro lado del interfono instantes después.
—Buenos días, ¿es usted el señor Wayne Mathewson?
-Sí, soy yo.
—Buenos días, señor Mathewson. Soy el inspector de homicidios de Augusta, Anderson Harper. Tengo que hablar con usted. Debo hacerle unas preguntas sobre el asesinato de Ellen Cistar. ¿Sería tan amable de abrirme, por favor? –dijo Andy con autoridad.
—¿Ellen Cistar? ¡No sé quién es esa mujer! Váyase. No tengo intención de abrirle –gritó Mathewson con el miedo reflejado en su voz.
—Será mejor que lo haga por las buenas, señor Mathewson.
—Y si decido no abrirle, ¿qué es lo que va a hacer? ¿Acaso va a entrar por la fuerza en mi casa? O mejor aún, ¿va a pedir una orden? En cuanto se acerque a un juzgado será detenido. Usted no puede ni siquiera ponerme una multa de tráfico, inspector -retó Mathewson.
—Si no me abres, pedazo de imbécil, pegare tres tiros a tu cerradura bañada en oro y la partiré en mil pedazos. Luego entrare ahí y te haré pagar todo lo que hicisteis con el pequeño Eddie Norman hace tantos años en Chicago, a su madre hace unos días y por lo que ha intentado hacer tu matón Andrej Gabo conmigo en Muskegon. Por cierto, debo decirte que no debes esperar que vaya a llegar pronto para ayudarte. Tu amigo Gabo va a tardar mucho en venir. ¡Así que abre, pedazo de escoria!
Un silencio sepulcral se apoderó del interfono. Andy, durante unos instantes, dudó que su discurso hubiese sido efectivo. Cuando ya parecía que no iba a haber suerte, un pitido sonó en la puerta, que se abrió de par en par. Andy sacó su arma y se adentró en la casa. Nada más entrar que quedó sorprendido del espectáculo que tenía delante. Un bello jardín japonés de unos veinte metros cuadrados dominaba toda la entrada. Estaba cuajado de bonsáis y de toda clase de plantas autóctonas de país del sol naciente. Incluso tenía un par de estanques llenos de carpas. Cruzó el pequeño puente de madera que pasaba por encima del lago y se acercó a la puerta principal. Estaba ligeramente entornada. Nada más entrar, Andy vio cómo un enorme salón se abría paso a la derecha. Se asomó en él y vio que estaba todo desordenado, como si alguien hubiese estado rebuscando. De pronto, en el piso de arriba, se empezó a escuchar la pieza “Para Elisa” de Beethoven. Los músculos de Andy se tensaron como la piel de un tambor. Se acercó con cuidado a las escaleras y empezó a subir. Escuchó ruidos que parecían provenir de la habitación más distal de la escalera. Andy terminó de subir con cautela y, echando un vistazo de reojo a los otros dormitorios, entró en la habitación de donde salía la música. Cuando entró, vio que era un despacho con preciosos muebles de nogal americano. La decoración era minimalista y moderna. Detrás de la imponente mesa de despacho, un precioso sillón de cuero estaba dando la espalda a Andy. La música, de repente, se detuvo. El sillón comenzó a girar.
—Buenos días, inspector Harper –dijo con una sonrisa en la cara Wayne Mathewson.
-Buenos días, señor Mathewson. Levántese y ponga las manos en alto. Tenemos mucho de que hablar.
—¿Usted cree que tenemos algo de que hablar, inspector?
—Así es. Para empezar va a aclararme todo lo referente al secuestro de Eddie Norman y la muerte de Ellen.
—No creo que eso sea posible, señor Harper.
—Es la única salida que tiene. Gabo está muerto y usted, acorralado.
—¿Ha matado a Andrej? ¡No sabe cuánto me alegro! Me cae usted bien, inspector. Andrej Gabo era una mala hierba. Está mejor muerto.
—Wayne, se lo voy a repetir por última vez. Saque las manos de debajo de la mesa muy despacio.
—¿Sabe usted lo que significa la palabra “Harakiri”, inspector? Es un término que proviene del japonés y significa literalmente “corte en el vientre”. En la antigüedad era una práctica muy común entre los samuráis que habían perdido su honor o habían sido deshonrados. Escribían su “Yuigon”, una especie de poema de despedida y se atravesaban el abdomen con una hoja de “Tanto”, una daga extremadamente afilada de unos veinte o treinta centímetros. La muerte antes que el deshonor. Apasionante cultura la japonesa, inspector Harper.
—Levante las manos, por favor.
Wayne Mathewson alzó las manos con lentitud. En su mano derecha llevaba un pequeño revolver. Andy palideció.
—¡Suelte ese revolver!
-Tranquilícese, inspector.
—Wayne, tiene usted más opciones. Ayúdeme a encontrar a los responsables de esto. Aún puede salvarse. ¡No haga una locura!
—Ambos estamos ya muertos, inspector. Lo único que sucede es que usted todavía no lo sabe. En cambio yo hace mucho tiempo que ya me he preparado para este día.
—¿A qué se refiere? -gritó Andy.
—No obtendrá nada de mí, señor Harper. Llevo años acarreando esta pesada carga. Y no puedo aguantar todo esto más tiempo. Así que, buena suerte y hasta pronto, inspector
–dijo Mathewson mientras se acercaba con rapidez el pequeño revolver a su garganta y disparaba, apuntando hacia el interior de su cráneo. Tras una detonación sorda, gran parte de su masa encefálica quedó esparcida en la pared.
Andy se quedó de piedra mientras, por inercia, seguía apuntando a un cadáver en un sillón.
El Cadillac que conducía el doctor Herrero se detuvo delante del puesto de control del hospital St. Joseph. El guardia que la flanqueaba quedó bastante sorprendido al ver quien conducía.
—Buenos días, doctor Herrero. ¿Cómo está? Hace mucho tiempo que no se le veía por aquí –dijo el guardia con evidentes muestras de cariño en sus palabras.
—Buenos días Jimmy. Sí, la verdad es que hace bastante tiempo. ¿Sabes si está el doctor Ashcroft? -preguntó el doctor Herrero de forma inocente.
—Un momento que lo consulte –respondió el guardia que se metió por un segundo en la garita–. No. No ha venido hoy, doctor Herrero –terminó de decir.
—Mejor. He venido a recoger mis efectos personales. Y prefiero que él no esté por aquí. No sería agradable para mí encontrármelo, ya me entiende –se explicó Herrero.
—Lo supongo, doctor. El caso es que no puedo abrirle, señor. Si no es usted trabajador del centro y no viene a visitar a un familiar, el paso esta prohibido. Ya sabe lo estrictas que son las normas. No me quiero jugar el puesto –se excusó el guardia agachando la mirada.
—Te entiendo Jimmy. Lo último que querría sería meterte en problemas. Necesito recoger mis cosas y si no está Ashcroft para meter sus narices, mejor. ¿Qué te parece si te vas cinco minutos al baño? Yo me bajo del vehículo, abro la barrera y entro. Cuando vuelvas yo no estaré y tú no serás el responsable de nada. Si sucede algo, yo asumiré la culpa. ¿Te parece mejor así? -preguntó Herrero mientras miraba con una sonrisa cómplice al guardia.
Durante unos segundos el guardia pareció dudar. Se debatía entre su afecto y su deber. Al parecer, el primero fue más fuerte así que se acercó de nuevo a la ventanilla.
—Esta bien, doctor. Me voy al baño. Tiene cinco minutos. Por favor, baje de nuevo la barrera al pasar y no tarde mucho en recoger sus cosas. Me alegra mucho haberle visto. Hasta pronto, señor –dijo el guardia que se dio media vuelta y se metió en las dependencias del personal de seguridad que estaban cerca de la garita.
—Gracias Jimmy.
Diez segundos después de que el guardia se perdiese dentro de las dependencias, Herrero se bajó del coche y subió la barrera. Se montó de nuevo en el vehículo y pasó al otro lado, volviendo a detenerse y bajarse para dejar la valla de nuevo abajo en su posición original. Se montó otra vez en el Cadillac y condujo hasta la zona del aparcamiento donde Peter había aparcado la última vez. Herrero le indicó a Peter que bajase del coche. Fingirían que era su sobrino que había venido de España a visitarlo.
—Recuerda. Mi sobrino es Oscar y no entiendes nada de ingles, sólo hablas español. ¿Hay alguien que te conozca de la otra vez que viniste? -preguntó el doctor Herrero.
—Estuve todo el rato con Claire Fontaine, la jefa de enfermeras. También hablé con un colega suyo. El doctor Blend. ¿Le conoce?
—Sí. Es un lameculos de mucho cuidado. Su familia está conectada con las altas esferas. Supongo que lo habrán colocado en mi puesto.
—Sí, creo que me dijo que ocupaba el puesto de un colega que acababan de despedir.
—Tenemos un problema. Si Claire le ve, le reconocerá. Tengo que conseguir su llave de los archivos. Usted baje al sótano y espere en la puerta. Yo intentare bajar con la llave – ordenó el psiquiatra con una sonrisa. Al parecer estaba disfrutando de lo lindo con toda aquella aventura.
—Está bien. Pero, ¿qué va a decirle para convencerla?
-No sé. Algo se me ocurrirá.
Peter se quedó sólo delante de las escaleras que llevaban al segundo sótano donde estaba el archivo general. Empezó a bajar agudizando el oído y cuando llegó delante de aquellas increíbles puertas de roble, se metió en un rincón que estaba envuelto en sombras. Unos diez minutos después se escuchó un tintineó de llaves acercarse por la escalera. Justo cuando Peter iba a salir de su escondrijo, escucho la voz nítida de Claire. Sintió como su pulso se aceleraba.
—Espero que esa marisquería merezca la pena, doctor Herrero. Me estoy jugando mi puesto.
—Tranquila querida, merece la pena. Necesito un rato para terminar de recoger los datos de mis pacientes. No me gusta dejar el trabajo a medias. Y por favor, llámame Pedro. Hay confianza.
—Está bien, Pedro.
La enfermera se acercó con el manojo de llaves y se fue directa a por el interruptor de la luz cuando Herrero ahogó un grito.
—¡No enciendas Claire, por favor! -gritó Herrero.
-¡Qué susto, por el amor de Dios! ¿Por qué?
—Estoy recién operado de una catarata en mi ojo derecho y la luz de los fluorescentes me molesta enormemente. Por eso llevo las gafas de sol. Te ruego que no enciendas, por favor. Yo te alumbraré con la linterna de mi móvil para que abras, si te parece bien –dijo el psiquiatra suavizando su tono.
La mujer asintió comprensiva y sacó un pesado manojo de llaves. Con la linterna del móvil de Herrera apuntando por detrás, en unos segundos el cerrojo de la pesada puerta estuvo abierto.
—En cuanto acabes avísame. Estaré en mi despacho, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Intentaré no tardar. Luego te veo, querida.
Herrero cogió la mano de la enfermera con delicadeza y la besó con galantería. Peter pudo notar a pesar de estar a oscuras cómo se ruborizaba. Con una risa nerviosa similar a las de las hienas, Claire se perdía de nuevo por las escaleras. Cuando dejaron de oír el repicar del calzado de la enfermera, Peter se levantó y salió de las sombras. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo distinguir la silueta del psiquiatra. Este no pudo evitar dar un grito cuando Peter le cogió de la mano.
—¡Vaya susto!
-Lo siento, doctor Herrero. Vamos a entrar.
Herrero entró después de Peter y entornó la gran puerta de roble. Acercó la mano al anticuado interruptor y encendió la luz. Ambos se quedaron cegados durante unos instantes. Tras recuperar la visión, Peter le pidió a Herrero que buscase el historial. Empezaron a atravesar la sala hasta llegar a las últimas estanterías de archivadores, al fondo de la habitación. Eran los archivadores donde se guardaban los historiales de los pacientes fallecidos. Tras revisar en uno de ellos durante un par de minutos, Herrero sacó una carpeta que blandió triunfante. Tenía las iniciales “E.N.” escritas en su solapa.
—¡Aquí está! ¡Lo he encontrado!
Ambos se acercaron y empezaron a leer los documentos. En ellos se podía ver con claridad las intromisiones de había cometido Ashcroft, las órdenes pasando por encima de Herrero e incluso copias de las actas de las reuniones del comité. Había hasta una orden manuscrita de Ashcroft en la que ordenaba que todos los cambios de tratamiento de la paciente pasasen por él primero. Iba a tener que explicar muy bien por qué se había saltado todos los protocolos y normas del hospital. Seguramente Ashcroft estaba también implicado de algún modo en todo este asunto. Faltaba saber cuál era su papel y lo que sabía. Justo cuando iban a salir de la habitación, escucharon pasos que se acercaban a la puerta. Ambos hombres aguzaron el oído y volvieron corriendo a esconderse detrás de las últimas estanterías. El desconocido se paró en la puerta. Desde su posición no podían ver nada. Se escucharon un par de chasquidos. Durante unos instantes ambos hombres se miraron desconcertados. Luego, todo sucedió muy deprisa. El ruido de un cristal estallando contra una estantería y el destello de luz de una poderosa deflagración hizo que Peter y Herrero saliesen de su escondite. Alguien había decidido quemar el archivo con ellos dentro. Salieron corriendo de su escondite y observaron con pavor cómo la primera estantería de informes estaba ya envuelta en llamas. Miraron hacia la puerta y vieron cómo esta se cerraba en sus narices. El pestillo de la cerradura comenzó a girar, confirmando sus peores pronósticos. Desesperados, empezaron a golpear la puerta. No se oía nada al otro lado. Ambos se miraron con negros presagios nublando su mirada. Por detrás, la estantería estaba ya envuelta en una bola de fuego que se extendía con rapidez por toda la sala. La habitación se llenaba de humo a mucha velocidad y el calor era ya casi insoportable.
—¡Estamos atrapados! ¡Nos vamos a asar como un costillar un 4 julio! ¡Vamos a morir aquí! -chilló Peter presa del pánico.
Herrero no respondió. Se le quedó mirando y su cara de repente se ilumino. Se levantó y, tambaleándose, se acercó al lateral izquierdo de la sala donde empezó a intentar mover una estantería. Peter, por inercia, se levantó y empezó a ayudarle.
-¿Qué estamos haciendo? -gritó desesperado Peter.
—¡Aquí detrás hay un montacargas! ¡Estas eran las antiguas cocinas del hospital! ¡¡Ayúdeme!! -le ánimo el psiquiatra.
La perspectiva de una posible salida reavivó la determinación en el esfuerzo de ambos. Tras unos instantes agónicos, consiguieron tirar abajo la estantería. Detrás encontraron una polvorienta portezuela metálica que no mediría más de 60 centímetros de ancho por 60 de largo. Peter la abrió y se asomó. No había ni rastro del vagón del montacargas. Vio un pequeño interruptor que servia para mover el vagón. Pulsó todos los botones y no sucedió nada. Con dificultad metió el teléfono y encendió la aplicación de linterna. Miró hacia arriba y sólo vio oscuridad. Hacia abajo, el suelo se acababa tras algo menos de dos metros. Peter se fijó en el esqueleto del vagón del montacargas que yacía destrozado en el fondo. Ayudado por Herrero, saltó al interior y probó la estabilidad de los restos del vagón. Parecían resistentes para aguantar el peso de ambos, así que Peter se puso de pie y ayudó al psiquiatra a colarse por el estrecho agujero. Después cerraron la portezuela. Se encontraron uno frente al otro a pocos centímetros de distancia y alumbrados por la tenue luz del móvil de Peter. Ambos levantaron la mirada hacia el techo, siguiendo con la vista los cables de acero del montacargas que se perdían engullidos por la oscuridad. Peter miró al psiquiatra, que parecía haber envejecido 65 años en diez minutos. La cosa no pintaba bien.
-¡Genial, en vez de morir abrasados lo haremos por asfixia!
—Es usted muy pesimista, señor Tenway.
-¿Y cómo demonios quiere que salgamos de aquí?
-Sólo se me ocurre una: trepando.
Durante un instante se quedó callado mientras miraba el cable deshilachado del montacargas que colgaba unos tres metros por encima de su cabeza. De pronto, entendió la idea del veterano médico.
—¿Sabe si hay alguna otra portezuela aparte de ésta que no esté clausurada, doctor?
—Las dos inmediatamente superiores, es decir, la 1 y la planta baja están cerradas. La cocina funcionaba todo el día y los pacientes olían de manera constante los olores que de ella emanaban, llegando a agitarse. Esas dos seguro que están clausuradas. La de la primera planta, en cambio, que pertenece a las oficinas administrativas, creo que debe seguir operativa, aunque no sé si tendrá delante algún mueble que la bloquee. La del segundo piso, en cambio, a buen seguro que sí está despejada.
—¿Cómo esta tan seguro?
—Porque da al despacho de Ashcroft. Él la usa para tirar las colillas de sus habanos. Siempre le dije que algún día provocaría un incendio. ¿Irónico, verdad? -explicó el psiquiatra con una media sonrisa.
-O sea, que con buena suerte habrá que subir 3 pisos, y con mala 4. A tres metros por piso, entre 9 y 12 metros. ¿Cómo están los bíceps de sus brazos, doctor?
Peter recibió un suspiro como contestación.
—Está bien, doctor. Lo haremos así. Iremos todo lo despacio que haga falta. Yo iré primero y le ayudare. Paso a paso y sin rendirse. Primero debemos buscar algo con que atarnos los dos -dijo Peter al tiempo que empezaba a mirar por los escombros del túnel del montacargas.
—No, Peter. No voy a subir –afirmó Herrero.
—¿Cómo que no? Hemos ganado unos minutos pero el fuego no tardara en extenderse. No estamos a salvo. ¡Tenemos que subir y esa es nuestra única salida! -gritó Peter intentando convencer a Herrero.
—Peter, tengo 64 años y estoy diagnosticado de un enfisema pulmonar. Además, hace algunas semanas me han descubierto varios nódulos en el pulmón derecho. No puedo ni tan siquiera ir a dar un paseo a la orilla del lago sin notar mi falta de aire. El oncólogo que me ha visitado me ha dicho que me quedan siendo optimistas entre seis meses y un año de vida. Eso con suerte. Ni siquiera podría subir por este cable hace veinte años. Lo que usted pide, amigo mío, es imposible. Debe subir usted sólo –confesó Herrero mientras agarraba fuertemente por los hombros a Peter.
Durante unos segundos Peter miró hacia arriba y se dio cuenta que tenía razón. Él era un hombre fuerte y atlético y aún así no las tenía todas consigo. Las posibilidades de que el buen psiquiatra llegase arriba eran inexistentes.
—Está bien. Subiré y encontraré la forma de izarle. Usaré una cuerda o algo parecido. Se la atará al cuerpo y le subiré. ¿De acuerdo?
—¡Es usted muy testarudo! De acuerdo, hágalo. Pero debe darse prisa. Esta portezuela no resistirá mucho más.
Con determinación, Herrero hizo un escalón con sus manos y ayudó a Peter a comenzar el ascenso. La ventanilla no sellaba perfectamente y el humo comenzó a filtrarse. La cantidad iba en aumento y cada vez le costaba más trabajo respirar. Ayudado por el cable, Peter empezó a subir a buen ritmo. Alcanzó los dos primeros niveles con rapidez. Golpeó sus pies contra ellas pero las portezuelas estaban herméticamente selladas ya que devolvían un sonido grave y sordo. Viendo que no había forma de abrirlas siguió con su escalada. Cuando llegó al siguiente nivel, vio esperanzado como la portezuela se abría ligeramente tras dar un par de fuertes empujones. Delante de la misma, bloqueando la salida, Peter intuyó la forma de lo que parecía ser un mueble. Estaba bloqueaba. Peter gritó pidiendo ayuda pero nadie le oyó. Escucho el sonido de la alarma de incendios. Probablemente todo el edificio había sido desalojado. Estaban solos.
—¿Puede salir? -escuchó decir entre toses a Herrero desde la profundidad del agujero.
-¡No! ¡Hay un mueble que bloquea la salida! ¡No puedo moverlo! -gritó Peter asfixiado –¡A partir de aquí hay mucho humo!
—¡Debe seguir! Es su última opción. ¡Vamos, siga adelante! ¡Hágalo por Ellen! ¡No se rinda! -gritó Herrero intentando infundirle ánimos.
Peter cogió aire, contuvo la respiración y continuó subiendo por el viejo cable a toda velocidad. No podía ver nada. Se acercaba al final del conducto y todo el humo se iba acumulando allí. Podía quedarle un metro o diez. Cuando calculó que había llegado a la portezuela tanteó la pared con torpeza. Tras unos instantes agónicos su mano izquierda tocó una manecilla. Peter la agarró e intentó abrirla. El pestillo externo, al parecer, estaba corrido. Su mente se quedó en blanco durante unos segundos. Entonces, de repente, se acordó de la pistola que le había prestado Andy. Sacó el arma que llevaba escondida en el tobillo del calcetín y apuntó a donde creía que estaba la cerradura. La detonación retumbó en todo el conducto. Tras tres disparos Peter dio de lleno al cerrojo que salió despedido, abriéndose la portezuela de par en par. Se abalanzó sobre la abertura y salió del conducto arrastrándose con dificultad. Una densa humareda empezó entonces a entrar en el despacho del doctor Ashcroft. Peter aprovechó para dar bocanadas de aire que intercaló con varias tandas de ataques de tos. Cuando estuvo algo más recuperado abrió las ventanas del despacho. Aunque sabía que eso no era lo adecuado en estos casos, no pudo resistirse. Mientras iba recuperando el aliento Peter todavía se sentía mareado. Se acercó a gatas a la portezuela y empezó a llamar a voces Herrero. Asomó la cabeza conteniendo la respiración y escuchó dos detonaciones. Sintió cómo su cuerpo le fallaba. Se echó hacia atrás y las piernas le flaquearon. Aunque intentó con todas sus fuerzas agarrarse a una estantería cercana, se cayó al suelo desmayado y totalmente exhausto.