Capítulo 7 Interestatal 90
Peter se acomodó en el asiento del copiloto, se puso las gafas de sol y se tapó la cara con la gorra. Luego bostezó un par de veces antes de hablar.
—Tengo un poco de sueño. Voy a intentar dormir. Haz el favor de despertarme en un par de horas y te relevo conduciendo, ¿de acuerdo?
—No tienes por qué hacerlo, Peter.
—Estoy aquí porque al parecer las pruebas apuntan a que alguien podría querer matarme, Andy. He venido contigo para que no me pase nada, no para no hacer nada. Soy el mayor interesado en resolver esto. Y, si nos turnamos conduciendo, llegaremos antes a Chicago y podré recuperar mi vida cuanto antes.
—Está bien. Duerme y luego te despierto.
Andy cogió la carretera que salía de Boston y tomó la interestatal 90, al tiempo que se sumergía en la conducción. El paisaje era de una belleza que cortaba la respiración. Primero pasaron por Worcester, pueblo que da nombre a una famosa salsa para carnes. Unos 40 minutos después le tocó el turno a Springfield. Se daba la curiosidad que en todos y cada uno de los estados del país hay, al menos, una ciudad con dicho nombre. Bosques de arces rojos, abedules o pinos blancos adornaban los margenes de la carretera. A medida que iban penetrando en el interior del país, la vegetación se hacia más y más densa mientras los núcleos urbanos disminuían. Andy disfrutaba a cada segundo. Le encantaba conducir. Su camino discurría en dirección a Albany. Dos horas y medía después de salir de Boston, llegaron a la que es considerada la segunda ciudad más antigua de los Estados Unidos. Siguieron por la 90, bordeando la ciudad y el río Hudson. Tras cruzarlo, Andy puso rumbo a la siguiente parada del camino: Syracuse. Unos diez kilómetros después de salir de la ciudad, Se detuvo a echar gasolina. Al detener el coche Peter se despertó.
—Voy a echar gasolina. Si quieres conducir, ve preparándote Peter.
Peter asintió, se bajó del coche y se desperezó. La gasolinera estaba enclavada en mitad de un bosquecillo de arces, encima de una colina. Mientras Andy pedía que le llenasen el depósito, Peter le hizo un gesto de que iba a la tienda. Un minuto después salió con un café doble y una botella de agua en las manos. Andy aprovechó para ir al servicio. Cuando volvió se encontró a Peter ya subido en el asiento del conductor, apurando el café.
—No te he comprado uno, ¿quieres que baje? -preguntó Peter.
—No, tranquilo. La cafeína no me sienta muy bien.
-Bien. ¿Hacia dónde nos dirigimos?
-Creo que podríamos hacer noche en Buffalo –dijo Andy.
—Perfecto. Pasajero siéntese en su asiento, abróchese el cinturón de seguridad y póngase cómodo. Nuestra próxima parada es Buffalo –respondió Peter al tiempo que imitaba tener un intercomunicador imaginario en las manos, haciendo sonreír a Andy.
Peter arrancó y se incorporó a la carretera mientras en el asiento del copiloto Andy se recostaba. Al igual que en el puerto de Boston, ninguno observó el Cadillac negro que lentamente se incorporaba a la carretera unos 400 metros más atrás.
Entrada ya la noche observaron las luces de la ciudad de Buffalo. Estarían a unos diez kilómetros. Peter zarandeó a Andy, que se despertó bruscamente.
—¿Qué sucede? -grito exaltado Andy.
-Nada, tranquilo. Estamos llegando a Buffalo.
El inspector refunfuñó y se enderezó en el sillón. Se pasó la mano por el rostro y cogió la botella de agua que descansaba en el reposabotellas, bebiéndose media de un solo trago. Vio un cartel que avisaba de una estación de servicio unos tres kilómetros más adelante.
—Métete por la siguiente salida. Hay una estación de servicio, una cafetería y un motel. Pasaremos allí la noche – ordenó Andy todavía medio dormido.
Peter obedeció. Entraron en la estación de servicio sobre las diez de la noche. Aparcaron y se bajaron del coche. Mientras Peter estiraba las piernas, Andy fue a registrarlos al motel. Tras recibir la llave, recogieron su equipaje y fueron a su habitación, la número 17. Dejaron las cosas y volvieron a salir en dirección a la cafetería. Después de sentarse y pedir abundante comida, Peter se quedó mirando a Andy.
—¿Quién es el inspector Guinetti, Andy?
-¿Cómo sabes ese nombre? ¿Y por qué lo preguntas?
—Mientras dormías no has parado de hablar de él. Balbuceabas su nombre en sueños. Parecías muy nervioso. Andy se sorprendió. Él y su tendencia a hablar dormido. Maldita sea.
—Es el inspector de la policía de Chicago que investigó la desaparición del niño. Murió al poco tiempo de decidir dedicarse al caso casi en exclusiva –contestó Andy.
—¿Cómo murió? ¿Asesinado? -volvió a preguntar Peter con cierta sombra de temor.
—En principio, no. La causa oficial de su muerte fue un infarto.
—Pero tú no crees eso, ¿verdad?
—No lo sé. Hay algo que no encaja. Por eso quiero ir a Chicago. Creo que en la desaparición de su hijo está la clave de la muerte de Ellen.
La comida llegó como caída del cielo. Ambos comieron con la intensidad de una plaga bíblica. Veinte minutos más tarde, sus estómagos gritaron basta. Se levantaron, Andy pagó y se fueron directos a la habitación del motel.
Una vez allí Andy se duchó en primer lugar. El inspector salió sólo con una toalla anudada por debajo de la cintura mientras se secaba el pelo con otra. Durante unos segundos, Peter se le quedó mirando detenidamente. Luego, cogió sus cosas y tomó el relevo en el baño. Para cuando salió, Andy ya estaba cómodamente instalado en un escritorio y con un montón de papeles desplegados sobre el mismo. Peter se acercó con una sonrisa.
—¿Qué haces? ¿Qué son todos estos papeles? -preguntó Peter, al tiempo que cogía uno de los mismos.
—Suelta eso, por favor –ordenó Andy al tiempo que arrancaba el papel de las manos a Peter–. Todo esto es documentación confidencial, Peter. Ya he comentado cosas del caso que no se deben compartir con un testigo. Por favor, intenta descansar que mañana tenemos por delante más de 800 kilómetros. Ha sido un error traerte conmigo –terminó de decir Andy arrepintiéndose de sus palabras en el mismo instante que le salían de la boca.
Peter se quedó sin saber qué decir. Se giró, cogió su ropa y se vistió. Luego se metió en la cama y se giró hacia el armario, dando la espalda por completo a Andy.
Andy estuvo unos minutos callado. Se dio cuenta que había sido demasiado brusco y grosero con Peter. Él era quien, desde un primer momento, no había puesto los límites bien definidos con el anestesista. Desde que se conocieron, había existido un magnetismo brutal y casi salvaje entre ambos. Quizás por eso Andy se había comportado de una forma tan poco profesional, permitiendo que un civil le acompañase en una investigación en curso o se enterase de su propia boca de información fundamental del caso. Era él quien había dejado que esto ocurriese y aunque sabía que había obrado correctamente al cortarlo de raíz, las formas quizás no fueron las adecuadas. Tras unos minutos que empleó en rehacerse, empezó a releer el dossier que le había pasado Harry. Tras media hora de arduo trabajo, Andy resopló. No había nada de interés. Empezó a recoger los papeles cuando de pronto algo en su mente se despejó: empezó a rebuscar frenéticamente entre las páginas hasta que encontró la que buscaba. Un día después del secuestro, la policía entrevistó a una mujer afroamericana, Mary-Anne Whilliams, de 50 años, que vivía justo enfrente de la familia de Eddie. Dijo que vio un coche clásico, de color negro, merodeando la zona y la casa de los Norman la tarde de la desaparición del chaval.
Andy se levantó de un salto, eufórico. Sin ser un hallazgo espectacular, ese coche negro conectaba ambos casos. Andy tenía razón. Se giró hacia Peter para contarle lo que había descubierto y vio que este dormía profundamente. En ese momento, se sintió aún más culpable. Recogió todos los documentos, los metió en su equipaje y se acostó en la cama contigua. Entre la coca-cola y la excitación, le costó trabajo quedarse dormido.
Desde la habitación de la esquina, una sombra observaba desde detrás de la cortina. Mierda. Aquella situación se iba complicando poco a poco. Por la dirección que estaban tomando, sabía muy bien hacia dónde iban. Aun sin apetecerle, abrió la pantalla de su móvil y marcó el número de su jefe.
—Sí, diga –dijo la voz con el sueño reflejado en su tono.
—Hemos parado en las afueras de Buffalo. Estamos en el motel “The Beef House”. Vamos a Chicago –dijo Andrej telegráficamente.
Andrej notó cómo el enfado se acumulaba en su interlocutor.
—¿Estás seguro de eso? -preguntó la voz mientras carraspeaba.
—Sí. Todo parece indicar que sí. ¿Quiere que acabe con esto ya, señor?
—No, todavía no. Desconocemos lo que saben. No es que me agrade que rebusquen en Chicago, pero tampoco creo que averigüen nada allí.
—A lo mejor necesito contratar alguien más en Chicago, señor.
—Está bien. Haz lo que necesites. Pero no debes matar ni a Tenway ni al inspector hasta que te lo diga, ¿está claro? Si contratas a alguien, que sea de tu confianza. Y desde luego, que no queden cabos sueltos. Avísame con las novedades.
—De acuerdo. Por cierto, ¿recibió el dossier fotográfico?
-Sí. Buen trabajo. Mañana mismo verán la luz.
—Gracias, señor. Espero que lo tenga en cuenta en el momento de cobrar mis honorarios.
—Así será, Andrej. Siempre he tenido en cuenta los trabajos bien hechos. Tú lo sabe mejor que nadie. Debes mantenerme informado, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
-Adiós.
-Hasta pronto.
Andrej colgó. La batería estaba a punto de agotarse. Lo apagó y sacó la tarjeta del teléfono. Cogió el aparato de última tecnología y levantó la pata de una silla, poniéndolo debajo. Luego se apoyó en el marco y empujó hacia abajo, triturándolo. Con cuidado, cogió los restos, abrió la puerta y tras observar que no venía nadie, salió del abrigo de su habitación y tiró aquel amasijo de cables y plástico a una papelera. Volvió a la habitación y abrió su maleta, sacando de ella otro aparato nuevo con otra tarjeta. Los cargó, metió el código pin del nuevo terminal y grabó en su memoria el número del jefe. Luego, como el cazador paciente que espera a su presa durante horas en un claro del bosque, se sentó en un viejo sillón de cuero marrón, abrió una lata de bebida energética y se puso a observar la noche por un hueco entre las cortinas.
Andy se despertó al escuchar el ruido de la cisterna. Se levantó, somnoliento, y se quedó sentado en el borde de la cama. Al instante Peter salió del servicio. Hizo un gesto de saludo con la cabeza y empezó a vestirse. Andy, que nunca había sido especialmente hábil en este tipo de situaciones, suspiró y fue hacía el baño. Después de vaciar la vejiga y asearse durante unos minutos volvió a salir. Peter se había esfumado. Una nota escrita en un trozo de papel colgaba del dintel de la puerta. “Estoy en la cafetería”. Al parecer estaba más cabreado de lo que Andy pensaba.
Unos diez minutos después, Andy salió de la habitación y se dirigió a la cafetería. Peter, ausente, estaba sentado en la mesa del fondo con la mirada perdida en el bosque que nacía a los pies de la autopista mientras removía distraído con una cucharilla su taza de café.
—¿Has pedido ya? -preguntó Andy con tono conciliador. Peter le miró a los ojos y asintió, volviendo a desviar de nuevo la mirada hacia el exterior.
Andy encargó su desayuno a la camarera que, con ojeras en su rostro correspondientes a varias vidas, lo apuntó con desgana al tiempo que forzaba una mueca.
—Siento haberte hablado como lo hice anoche, Peter – empezó a decir Andy en tono de disculpa.
Peter, sin dejar de mirar afuera, sonrío levemente.
—No te disculpes, Andy. Tienes razón. Es una investigación policial y yo me he inmiscuido. No debería haber venido contigo. Debí quedarme con el agente Harris en Boston. Sólo seré un estorbo.
—Eso no es verdad, Peter. Me has ayudado bastante. La culpa es mía. Yo suelo trabajar sólo y no estoy acostumbrado a explicarle a nadie los pormenores de un caso. Si alguien se ha equivocado en esta situación, he sido yo. Soy el único culpable.
—Supongo que no ha sido muy buena idea. Ambos tenemos la culpa, yo por proponerlo y tu por aceptar.
—Eso parece.
Durante unos instantes ambos quedaron en silencio.
—Por eso he decidido que nos separemos en Chicago. Tengo un amigo allí que me ha pedido muchas veces que vaya a verle. Creo que no habrá problema en que me quede unos días con él. Luego puedo coger un vuelo de regreso o alquilar un coche. Ya veré lo que hago. Lo mismo me voy unos días yo sólo a las White Mountains.
—Eso no será necesario, Peter. Yo no te he pedido que te vayas.
-Ya lo sé. Eres demasiado bueno para hacer algo así.
—Te diré lo que haremos. Llegaremos a Chicago, estaremos un par de días y regresaremos. No podemos dejarlo ahora.
—No estoy diciendo que lo dejes, Andy. Sólo te digo que yo no sigo. Además, ¿a ti que más te da? Has cumplido con tu deber conmigo. No me debes absolutamente nada, inspector Harper.
Andy suspiró. Miró a Peter, que le mantenía la mirada de manera impasible.
—No quiero que esto acabe así. Sé que no soy una persona muy abierta pero la verdad es que.... -dijo Andy quedándose en suspenso.
—¿Qué? ¿La verdad es qué, Andy?
—Te necesito. La verdad es que te necesito. Necesito saber que estas bien y necesito comprobar si lo que he empezado a sentir es real o forzado por la situación de tensión que hemos vivido. Nunca he sido tan directo y tan sincero con nadie. Tengo un carácter difícil y sé que no soy precisamente una persona extrovertida. Es más, ni siquiera sé si tú eres... bueno, ya sabes. Sólo sé que yo.... -confesó Andy atropelladamente antes de ser interrumpido por Peter.
—Andy, yo... -balbuceó Peter, sobrepasado.
—Espera. Déjame que termine. Sigue conmigo. Aguanta el viaje hasta volver a Aurora. Ayúdame a desenredar la madeja en que se ha convertido este caso. Pasa estos días conmigo e intenta conocerme un poco. Si luego lo que ves no te gusta, te dejare en paz. No te molestare más. Te doy mi palabra.
Peter se quedó mirando a Andy. Luego esbozó una sonrisa y estiró su mano para cogerle la suya a Andy.
—Me quedaré contigo, inspector. Yo también tengo curiosidad por ver cómo se resuelve todo este asunto. Incluido el caso –afirmo Peter mientras acariciaba con suavidad la mano de Andy.
Andy se sintió explotar de júbilo. Le costó trabajo quedarse sentado en el sillón de su mesa. Miraba a Peter, que sonreía también. De repente, apareció la camarera con el café y las tostadas de Andy. Al ver cómo los dos hombres se agarraban de la mano, soltó el plato con brusquedad y el café.
—¿Solo o con leche? -preguntó la arisca mujer en cuyo rostro se podía leer, entre líneas, siglos de prejuicios y odio hacia lo distinto.
Andy balbuceó durante unos instantes, cortado ante la violenta situación. Entonces Peter, más seguro de sí mismo, intervino.
—A él le gusta con leche. Con mucha leche –contesto divertido Peter, al tiempo que cogía el dedo índice de la mano derecha de Andy y se lo metía en la boca, chupándoselo de manera lasciva.
La camarera, entre asqueada e indignada, dejó la jarra con leche humeante encima de la mesa y se fue farfullando improperios en voz baja. Andy, con la boca abierta de par en par, miró a Peter que sonreía divertido. Ambos estallaron en una sonora carcajada que hizo que toda la cafetería se girase hacia ellos. Más o menos un minuto después consiguieron recuperar la compostura. La tensión provocada la noche anterior se había disipado.
—Será mejor que acabe de desayunar antes de que nos echen estos buenos samaritanos –dijo Andy mientras empezaba a devorar las tostadas.
Diez minutos más tarde, tras pagar la cuenta a la camarera y no dejar propina, ambos hombres salieron de la cafetería rumbo a su vehículo. Mientras Andy fue a devolver la llave de la habitación, Peter cargó las maletas en la parte trasera del Ford Explorer. Unos minutos después, Andy regresó, se montó en el vehículo y arrancó, sin darse cuenta que, a unos 50 metros, agazapado detrás de una furgoneta, Andrej había observado toda la escena al tiempo que no dejaba de hablar por un móvil de última generación que tenía pegado en su oreja izquierda. También les pasó inadvertidos el GPS que, durante la noche, había instalado en los bajos traseros de su coche el antiguo guerrillero militar croata. Un hombre siempre debía estar atento a sus movimientos. Y más aún si el enemigo que tenía enfrente era Andrej Gabo.