Capítulo 2 Mal despertar

Estaba cansado. Llevaba toda la noche despierto eliminando pruebas del crimen que había cometido. Cómo profesional sabía que deshacerse de las pruebas en un mismo lugar era un completo error. Tampoco podía echarle una lata de gasolina y prenderle fuego sin más. Ese era otro típico fallo que muchos novatos cometían. Hacía un año habían pillado en Ohio a un profesor de instituto quemando todas las pruebas de un crimen que había cometido. Una joven alumna había desaparecido un par de días antes y la policía, que realizaba las tareas de búsqueda de la chica, lo tenía vigilado. Así que se alertaron al ver el humo salir de la parte de atrás de su casa. Cazaron a aquel imbécil con las manos en la masa. Un auténtico chapucero. Su caso era distinto. Él no era igual. Llevaba tantos años viviendo del negocio de la muerte que se consideraba toda una institución. De no ser así, ya estaría muerto o lo que es peor, en la cárcel. Ese era el motivo por el que llevaba toda la noche dando paseos de un lado para otro en su viejo Cadillac mientras se deshacía de todo. Una bolsa con ropa en un contenedor de las afueras de Gardiner. Y el cuchillo que había usado, por ejemplo, dormía ya plácidamente en las negras aguas del río Kennebec. Así continuo hasta llegar a la media docena de bolsas con distintos objetos que había repartido en un radio de sesenta kilómetros. Nadie los encontraría nunca y, de hacerlo, jamás los relacionarían entre sí. El asunto finalmente estaba resuelto. Tendría que acarrear con otra piedra más en sus bolsillos pero no le importaba. Estaba acostumbrado a cargar con ello. Mientras bostezaba desbloqueó su teléfono móvil y marcó un número. Con impaciencia, esperó a que alguien descolgase al otro lado de la línea.

—Si, ¿quién es? -preguntó una voz ronca al otro lado del hilo telefónico.

—Soy yo. Ya está hecho –respondió.
-¿Te has desecho de todo?

—Por supuesto. Mañana quedaremos para el pago. Donde siempre, si le parece bien.

 

—De acuerdo. Mañana lo concretamos. Adiós.

La línea se cortó. Por fin se podía ir a dormir. Satisfecho, arrancó su viejo coche y salió del aparcamiento trasero de la cafetería de Bangor en cuyo contenedor reposaba la última bolsa. Mientras se encendió un cigarrillo, el coche fue engullido por la densa bruma matutina que envolvía la carretera, desapareciendo de la vista de miradas indiscretas.

El ruido de una vibración lo despertó. Sacó la cabeza de debajo de la almohada y miró encima de la mesita de noche. Su teléfono móvil no paraba de sonar. Ligeramente enfadado y todavía medio dormido, descolgó.
-¿Diga?

—Buenos días, soy el inspector de homicidios del departamento de policía de Augusta Anderson Harper. ¿Es usted el doctor Peter Tenway? -contestó un hombre al otro lado de la línea telefónica.

—Si, soy yo. Dígame.
-Buenas tardes, doctor. ¿No le habré despertado?

—Pues la verdad es que sí, inspector. Suelo irme a dormir un rato después de tener una guardia y más aún cuando esa no ha sido buena. ¿No han hablado con usted sus agentes? ¿Qué es lo que sucede? -preguntó Peter ligeramente enfadado.

—Lo siento. No sabía que estaba usted durmiendo. Obviamente mis agentes se han olvidado de avisarme. La verdad es que necesito el informe sobre la muerte de Ellen Cistar cuanto antes y me gustaría saber cuándo lo tendrá usted listo.

—Ya se lo dije a los oficiales de policía que vinieron al hospital. Supongo que a última hora de la tarde de hoy o mañana por la mañana como muy tarde. No creo que me lleve mucho.

—Entiendo que esté usted cansado, doctor Tenway, pero necesitaría tener ese informe cuanto antes. En los casos de asesinato las primeras 72 horas son vitales para la resolución de un crimen. Sé que le pido un esfuerzo más, pero se lo agradecería enormemente.
-¿Asesinato? Yo pensaba que había sido una pelea con el marido, una riña entre vecinos o un atraco. Incluso veía más probable el suicidio pero no pensé que pudiese ser un asesinato.

—¿Y qué le hace pensar eso, doctor?

—Los cortes de las muñecas son típicos de los suicidas. Además, tiene antecedentes psiquiátricos. En la mayoría de los casos esos dos factores combinados dan como resultado un intento de suicidio.

—¿Antecedentes psiquiátricos? ¿Qué clase de antecedentes?

—No lo sé. En la hoja resumen del programa RESLIAS se reflejaba al final del mismo que faltaba el historial psiquiátrico de la paciente. No pudimos acceder a él desde el ordenador del hospital.

—¿Programa RESLIAS? Creo que tengo bastantes más preguntas que hacerle de las que pensaba, doctor Tenway. Es la una del mediodía. ¿Le parecería bien que nos viésemos en algún sitio cerca de su casa? ¿Sobre las dos, por ejemplo?

Peter no tenía ningunas ganas de salir de casa. Estaba cansado y llovía. Podía escuchar el ruido del agua caer contra el tejado de latón de la leñera que estaba al lado de la piscina. Suspiró resignado.

—No me apetece demasiado salir, inspector. ¿Qué le parece si viene usted a casa? Tengo algún resto de comida en la nevera. Déme media hora o cuarenta y cinco minutos para vestirme y arreglar un poco este desorden.

—De acuerdo, doctor Tenway. Sobre la una y media estaré por su casa. Hasta luego. Y gracias.

—Un momento, le daré la dirección.
-No hace falta. Soy policía, ¿lo recuerda?
-Es verdad. Hasta dentro de un rato, inspector.
-Adiós.

Peter fue directo a la cafetera. La encendió y, mientras rebusccaba en la nevera, encontró algo de queso, fiambre y unas lonchas de carne asada. Tenía también un cuenco con un poco de ensalada de col. Sacó una hogaza de pan del día anterior y lo metió en el horno. Sería suficiente. El ruido de la cafetera le animó ligeramente. Se puso un café bien cargado y se lo fue bebiendo a sorbos mientras iba y venía recogiendo la cocina y el salón. Nerón, desde su pequeño cesto, lo miraba divertido. A pesar de la lluvia, abrió las ventanas diez minutos para que se airease la casa. Mientras se terminaba el café fue al baño y se aseo. Justo cuando estaba cerrando las ventanas del salón y la cocina sonó el timbre. La una y media exacta. Peter fue a abrir.

—Hola, buenas tardes. Soy el inspector Harper.

Tendría unos 38 años. Era ligeramente más alto que él. Tenía el pelo rubio ceniza, los ojos de un intenso negro azabache y una mandíbula prominente. Irradiaba seguridad por los cuatro costados. De cuerpo atlético en su justa medida, era, en definitiva, un hombre bastante atractivo. Seguro que tenía mucho éxito entre el público femenino.

—Hola inspector. Soy el doctor Tenway. Adelante, pase – respondió Peter, al tiempo que se apartaba de la puerta y le dejaba entrar.

El inspector entró y se quitó la gabardina. Peter le cogió la prenda de vestir y fue a colgarla en el perchero que estaba justo detrás de la puerta. Se produjo un silencio incómodo.

—Gracias en primer lugar doctor Tenway por … -comenzó a decir el inspector.

 

—Peter, inspector. Llámeme Peter.

—De acuerdo, Peter. Gracias por dejarme pasar por aquí. Tengo un par de dudas que necesito resolver y cuanto antes mejor.

—Bien, acompáñeme a la cocina. Tengo sobras y unas cervezas bien frías. No me ha dado tiempo a preparar nada más.

—Tranquilo, será más que suficiente.

Entraron en la cocina y el inspector Harper se quedó sorprendido de su amplitud. Mediría unos 25 metros cuadrados y en el medio de la misma había una isla. La mitad estaba dispuesta como mesa y en la otra estaban los fogones y una espectacular plancha. Estaba adornada con toda clase de objetos colgados por encima como sartenes y ollas, de todas las variedades de materiales y colores. Era una cocina espectacular.

—Le gusta cocinar por lo que veo –afirmó Harper resuelto–. Tiene una cocina magnífica.

—Sí, la verdad es que me encanta. ¿Una cerveza?
-Sí, gracias.

Comieron con apetito hasta no dejar nada. Mientras lo hacían, hablaron de cocina y banalidades. Peter se dio cuenta que al inspector también le apasionaba comer. De pronto, Nerón saltó sobre la mesa y Harper se sobresaltó.

—¡Nerón! ¡Quieto, chico! ¡Bájate, vamos! Cuanto lo siento, inspector –se excusó Peter–. Lo tengo bastante malcriado. ¡Vamos, baja! -ordenó Peter al tiempo que agarró al grueso siamés y lo soltó en el suelo.

—Tranquilo, Peter. No me molestan los animales. Además, él es el que está en su casa. ¿No es así, pequeño? -respondió Harper– Por cierto, llámeme Andy.

Calentaron el café y recogieron los platos. Luego el inspector insistió en fregar mientras Peter preparaba los cafés.

—Peter, ¿qué fue lo que me dijo acerca del historial psiquiátrico de Ellen Cistar? No lo entendí bien. Dijo algo como que no aparecía en la historia, ¿Es eso posible? – preguntó Andy despreocupado.

—Sí. No aparecía en la hoja resumen del programa RESLIAS.
-¿RESLIAS? ¿Qué es el programa RESLIAS?

—El programa RESLIAS es un programa piloto auspiciado por el gobernador Jhonson. Es algo pionero en todo el país. Es un programa en el que todas las instituciones públicas y privadas tienen la obligación de volcar los datos clínicos de los pacientes –dijo Peter haciendo una pausa para tomar café, antes de continuar.

—No lo entiendo.

—Es muy sencillo. RESLIAS se creó para facilitar el acceso a los datos médicos de todo el sistema de salud del Estado uniendo así la información que poseen tanto las instituciones públicas como privadas. Es, en otras palabras, como un gran archivador virtual donde están todos los datos del historial de salud de todos los ciudadanos. Esta desarrollado por la empresa NOVOSAFE. Una de las herramientas más útiles es un interfaz que, en segundos, te resume los datos más importantes de un paciente. En el resumen de Ellen Cistar es donde vi lo del historial psiquiátrico.

—¿Qué finalidad tiene almacenar todos esos datos en el programa? ¿Qué beneficios hay para los pacientes?

—Los aspectos positivos del programa son principalmente dos: En primer lugar en caso de una urgencia médica tienes un breve resumen de su historial conociendo alergias, enfermedades y antiguas operaciones, entre otros datos. Nos ayuda mucho en la toma de decisiones y salva vidas por complicaciones que evitamos como, por ejemplo, reacciones producidas por un shock anafiláctico. ¿Esto lo entiende, verdad?

—Creo que sí. Continúe, por favor.

—Bien. Además, se supone que sirve para evitar la duplicidad de pruebas y agilizar los procesos médicos. Más de un 20 % de las pruebas diagnósticas que se realizan al año a los pacientes ya se han hecho con anterioridad y podrían evitarse. El ahorro para las arcas del Estado y de las aseguradoras es enorme. De hecho, se calcula que en sólo 5 años se habrá amortizado el coste del programa –contestó Peter.

—Entiendo. Este punto supongo que no habrá gustado a algunos, ¿no es cierto?

—La verdad es que determinadas clínicas privadas no están muy contentas. Hubo bastantes quejas sobre todo de aquellos centros que sólo están especializados en realizar pruebas diagnósticas. Pero muchas de esas clínicas pertenecen a grandes grupos corporativos de seguros. Al final el dinero sale del mismo bolsillo y si hay un ahorro del 20 por ciento, es una gran noticia para todos.

—¿Tendría por aquí ese resumen que imprimió?

 

—Sí, por supuesto. Me lo traje para poder elaborar luego mi informe. Ahora mismo se lo enseño. Voy al garaje a traerlo.

Salió de la cocina y un minuto después entró de nuevo con su maletín de piel negro en las manos. Lo abrió y sacó unos cuantos folios. Los miró y luego cogió uno y fue hacia el fregadero. Posteriormente señaló con el dedo al final del folio.

—Ve, aquí lo pone –dijo Andy mientras señalaba con el dedo una inscripción hecha en el apartado observaciones que rezaba:“ Falta historial psiquiátrico Hospital St. Joseph”.

Durante unos segundos Andy se quedó pensativo. Luego volvió a preguntar.

—¿Cuánto tiempo lleva el programa RESLIAS en funcionamiento? ¿Es usual que falten datos de los pacientes en esta aplicación?

—La aplicación lleva en marcha sólo un par de meses, y sí, supongo que es normal, teniendo en cuenta el volumen de datos a introducir, que de vez en cuando falte algo.

—¿Llamaste tú personalmente al St. Joseph para preguntar por los datos perdidos?

Peter le explicó el intento de Rosanne por conseguir el historial y su resultado. Cuando le contó la ausencia de documentos en la carpeta, Andy le miró ligeramente sorprendido.

—A mi también me sorprendió un poco, la verdad. Encontrar la carpeta en el archivador pero que estuviese vacía, es un poco raro. Aunque también he de decir que el St. Joseph es una institución con muchos años de historia. Sus archivos deben ser caóticos.

Andy se mantuvo en silencio. Existía gente con una habilidad innata para cocinar delicias de primer orden. Otros, por contra, podían tallar bellas figuras de madera o vender y comprar acciones en bolsa ganando miles de dólares en cuestión de minutos. Anderson Harper no poseía ninguna de esas cualidades pero tenía un sexto sentido para ver cuándo alguna pieza no encajaba en un rompecabezas. Y en éste, había algunas que estaban empezando a no hacerlo.

—Necesitaré el teléfono de la enfermera que le buscó el informe. ¿Cómo has dicho que se llama? ¿Rosanne? He de hablar con ella para que me ponga en contacto con la enfermera del St. Joseph con la que habló.

—Lo cierto es que no tengo su teléfono. Pero si quieres puedes llamar al hospital. Sabiendo que se llama Rosanne y que estuvo anoche de turno en urgencias, no creo que tenga muchos problemas para conseguirlo.

—Supongo que no. No quiero molestarte más. Si no tienes nada más que añadir creo que lo tengo todo. Gracias por el almuerzo y el café. Estaba todo delicioso.

—Ahora que lo dices, la verdad es que sí. No serán más que imaginaciones mías, pero sucedió algo que creo que debes saber.

Peter explicó a Andy el último grito de lucidez que dio Ellen Cistar al entrar en el quirófano y su desgarradora petición de socorro.
-Todavía se me ponen los pelos de punta.

—¿Crees que podría estar alucinando?

—Sinceramente, creo que no. Me pareció bastante dentro de sus cabales. Pero no te lo podría asegurar. No soy un experto en psiquiatría, todo sea dicho.

Andy se detuvo cerca de la entrada y se giró a mirar a Peter con serias dudas reflejadas en su rostro.

 

—Hay algo que no encaja en todo este asunto.

—Te voy a proponer algo, Andy. Tengo que ir hoy al St. Joseph. Hablaré con un par de amigos que tengo por allí para ver qué puedo averiguar sobre la paciente. Me vendría bien tener el historial de Ellen para terminar mi informe, ya que no me gustaría tener que hacerlo con información sesgada.

—No me gustaría crearte más problemas, Peter. Ya te he molestado bastante.

—No es molestia. Yo me pasaré sobre las cuatro por el St. Joseph. Luego vendré a casa y acabaré mi informe. Más tarde, si quieres, podríamos quedar en el Harod´s y te pongo al día con lo que consiga. ¿Te parece bien sobre las ocho?

Andy dudo. Nunca le había gustado inmiscuir a civiles en las investigaciones. Aunque era verdad que sin el informe psiquiátrico de Ellen, el informe de Peter no estaría del todo completo. De mala gana, accedió.

—Está bien. A las 8 en el Harod´s. Gracias otra vez, Peter – dijo Andy mientras salía por la puerta.
-No hay de qué, Andy.

Andy salió de la casa y se metió en el coche. La verdad es que el doctor Tenway había resultado ser un tipo muy agradable. Por su trabajo, tenía que lidiar a menudo con médicos y estos no eran precisamente demasiado simpáticos con la policía. Una vez incluso tuvo que llegar a detener a uno que se negó a hablar sobre un asunto de maltrato infantil porque según él “no tenía tiempo para tonterías con tipos que eran como sucedáneos de Harry Callaghan”. Tras unas diez horas en un calabozo arrestado por obstrucción a la justicia, pidió gimoteando que lo sacaran de allí. Andy sonrió al recordarlo. Cómo lloraba aquel cretino. Un ruido en la radio de la policía lo hizo volver en sí. Arrancó, salió de la urbanización y comenzó a dirigirse hacia la autopista. Conducía de manera distraída. No dejaba de darle vueltas a lo que le había dicho Peter. ¿Podría ser cierto que Ellen Cistar tuviese un hijo? Rebuscó en su memoria algún detalle de la noche anterior, cuando había estado en casa de la mujer tras sufrir la agresión. Mientras Ellen moría en el quirófano, Andy había estado rebuscando en toda la casa alguna pista que les permitiera empezar a investigar. Y lo cierto es que no vio rastro ninguno de la existencia de niños. O al menos no conseguía recordarlo. Ningún juguete aparcado en el pasillo, ninguna pelota o guante de béisbol encima de un sofá ni lápices de colores en la mesa del comedor. No había rastro de que allí viviera o hubiese vivido algún crío. El ataque parece ser que se originó en la cocina y, salvo en esta habitación, el resto de la casa estaba extremadamente ordenada. Si hubiese tenido un hijo, habría fotos de él por todos lados y sus dibujos estarían colgados con imanes en la puerta de la nevera. Era extraño. Se detuvo en el arcén y cogió su teléfono. Sabía a quién tenía que llamar, y no le gustaba la idea de hacerlo. Marcó su número y después de dar un par de tonos, alguien descolgó el aparato.

—Hola, ¿Quién es? -preguntó una voz juvenil al otro lado de la línea.

 

—Hola Harry. Soy yo, Andy. ¿Cómo estas?

 

—¿Andy? ¡Dios mío, cuánto tiempo! ¿Cómo estás? ¡Por Dios! ¿Cuánto hacía que no hablábamos?

—Seis meses y dos semanas, aproximadamente. Desde el último y maravilloso fin de semana que estuvimos juntos en Portland.

Se produjo un silencio incomodo en ambos lados de la línea. La tensión se podía cortar con un cuchillo.

 

—Siento cómo terminó todo, Andy. No podía ser y lo sabes

 

–se excusó Harry.

—Tranquilo, no pasa nada. Estoy bien. Ya he superado aquello. Te llamó por otro motivo. Necesito tu ayuda. Bueno, más que tu ayuda, necesito a la base de datos del FBI. Es por un caso en el que estoy trabajando. Ellen Cistar. Necesitaría saber todo de ella. Si estaba casada o lo estuvo, nombre del marido, si tenía hijos, antecedentes, historia familiar,...todo lo que puedas encontrar. ¿Sigues trabajando en la sede del FBI, no?

—Sí, sí, por supuesto. ¿Cómo has dicho que se llama?

 

—Ellen. Ellen Cistar. Es importante. Y urgente. Por cierto, ¿Cómo están las cosas con Stacey?

—Bien. La verdad es que nos va bien. No llegó a saber nada de lo nuestro pero en las últimas semanas empezó a sospechar que había algo. Ahora estamos muy contentos porque nos hemos enterado de una buena noticia. Dentro de unos meses vamos a tener nuestro primer hijo –dijo Harry a bocajarro.

—¿Qué? ¿Embarazados? Enhorabuena, Harry. Me alegro que al fin tengas lo que deseas –respondió Andy con sequedad–. ¿Me llamarás con lo que tengas, verdad?

—Sí, por supuesto. Esta noche o mañana por la mañana tendré algo. En serio, siento todo el daño que te hice. Hasta luego, Andy.

—Tranquilo. Está superado. Adiós.

Tras cortar la llamada, Andy se tomó unos segundos. Hay algunas cicatrices que tardan más en cerrarse que otras. Suspiró, arrancó y se metió de nuevo en la carretera. Mientras iba por el camino no dejaba de pensar en quién podría estar interesado en matar a Ellen. A lo mejor se había pasado algo por alto. Tenía que ir de nuevo a su casa o no podría dormir esa noche. Dio un brusco cambio de sentido con el coche y aceleró a fondo.