
Corazón de Guerrera
Secuestrada por el líder de la ma ia Lana Stone

No uzgues a una persona por sus cicatrices antes de conocer su batalla.
Las cicatrices no hablan del pasado.
Tan solo dicen cómo terminó.
Contenido
Página del título
Epígrafe 1
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Epílogo Agradecimientos
1
Zoey
Cubrí con corrector un error del expediente clínico del último paciente del día y coloqué mi nombre en cursi a deba o: Zoey Amber.
Aunque debería alegrarme por el término de la ornada, el turno abía sido pesado, así que no estaba del todo contenta. Vi ía para mi traba o, literalmente. Traba ar en el Centro de Cuidado Animal me abía brindado la paz que tanto deseaba, sin embargo, ¿a quién estaba engañando? El traba o tan solo cubría las sombras más profundas, los animales calmaban mis pensamientos sal a es, pero, al final, todo terminaba apenas abandonaba la clínica. Mi pasado era una manc a en mi alma que no podía cubrir con corrector.
Zoey, ¡contrólate!
La eterinaria cerraba a las diez de la noc e, pero estaba pensando en traba ar oras extras, lo cual me sal aría de estar sola en mi apartamento rompiéndome la cabeza. En lugar de eso, podría quedarme frente a la aula de Meera y extender mi saco de dormir, para así asegurarme de que la perra pasara bien la noc e.
Escuc é un ruido espeluznante pro enir del consultorio.
—Jefa, ¿podría ayudarme? —preguntó mi colega Ja e. Solía llamarme efa, a pesar de que tan solo estaba un semestre más a anzada que él y que acíamos untos nuestras prácticas en la eterinaria.
—Prueba con el paté de pescado —sugerí desde la oficina.
—Lo aría, si tu iera una mano libre —respondió Ja e, con una risa ner iosa.
De é el expediente de lado y entré al consultorio para ayudarle.
Ja e me ec ó una mirada de agradecimiento mientras sostenía entre sus brazos al pequeño gatito, fuerte como un tigre y rápido como un águila.
—Ven aquí, Kitty —susurré, extendiendo los brazos. Ja e me dio a la gatita, quien no parecía nada contenta con su esterilización. Antes de que la pequeña gata pudiera sacar sus garras, yo ya abía encontrado el único lugar que podía con ertir a cualquier felino sal a e en un minino ronroneando.
—Vaya, sí que tienes buena mano para los animales, Zoey —suspiró Ja e. Se apartó el largo flequillo negro de la cara mientras obser aba cómo sostenía a Kitty.
—Tú también. Tan solo necesitas algo de práctica —sonreí, sabiendo exactamente cómo se sentía. Ja e tan solo izo un par de semanas de experiencia práctica, mientras yo escribía mi tesis. Las primeras semanas también fueron duras para mí, especialmente debido a mi traslado de Seattle a Nue a Yor .
Me sacudí los pensamientos del pasado como si se trataran de gotas de agua sobre cabello mo ado.
—Entonces, Kitty, a ora te pondremos el collarín y luego todos podremos irnos a casa. ¿ ué te parece? —le pregunté a la gatita, que tan solo se interesaba por mi dedo rascándole detrás de la ore a.
Indiqué con un asentimiento a Ja e para que le colocara el collarín. — Lentamente, ¿ ale?
—Entendido —respondió. Gentilmente colocó el collarín a Kitty, y después, ocurrió. Ja e se ol ió instinti amente a un lado y estornudó cual león de montaña rugiendo. Kitty, que no podía er muc o con el collarín puesto pero cuya forma de embudo duplicaba los sonidos, estaba tan asustada como yo.
Cuando me recuperé del susto, sentía un ardor en el brazo izquierdo, usto donde las garras de Kitty continuaban cla adas en mi piel. Antes de quitármelas, respiré ondo y esperé a que Kitty también se calmara. uemaba dolorosamente, pero después de unos años una llegaba a acostumbrarse a todo. A las garras afiladas, a los colmillos aún más filosos, a animales tra iesos que en realidad se portaban bien y, casi, a la orrible sensación que surgía cuando ya no podías ayudar más a un animal.
—¡Vaya! Me tomó despre enido, lo siento —se disculpó Ja e arias eces.
—Está bien —le di e. —Guardemos a Kitty otra ez.
Me armé de alor y, apretando los dientes, retiré sus garras para ol er a poner a Kitty dentro de su aula.
Ja e miraba preocupado mi brazo sangriento. Aunque con todos sus pírsines, cabello largo y piel pálida Ja e parecía un gótico rudo, era uno de los tipos más amables que conocía.
—Se e doloroso —di o Ja e, examinando mi brazo erido más de cerca.
¡Quema como el uego del in ierno!
—No te preocupes, suele pasar. Aun así, debería desinfectarlo —di e tranquilamente. Sabía que Ja e se estaba culpando a sí mismo y que su error lo perseguiría asta en sus pesadillas, por lo que no quería atormentarlo aún más.
—Puedo acerlo por ti, si quieres —ofreció Ja e su ayuda y asentí. —Claro. Mantendré la calma incluso sin paté de pescado, lo prometo — di e con una sonrisa.
Agradecido de poder compensar su error y de que yo estu iera bromeando nue amente, Ja e rebuscó en el armario una solución desinfectante, algodón y una enda. Por mi parte, me de é caer sobre el respaldo del banquillo blanco.
Con la mayor concentración, Ja e trató mis rasguños. Le di e: —Cuando quieras estornudar, presiona la lengua contra el paladar. Eso suprime el refle o.
—¿En serio? Lo pensaré la próxima ez, lo prometo. —Genial, es un ali io para mi existencia —sonreí de nue o. Ja e me miró bre emente.
¿Se abría dado cuenta que mi risa no era real, sino una máscara, como tantas otras eces?
Una máscara y pesadillas es lo único que abía traído conmigo ir de Seattle a Nue a Yor .
—¿En serio todo está bien? —me preguntó Ja e, y me incorporé de un salto.
—Claro, todo está perfecto —sonreí. Después, tomé el expediente clínico de Kitty que estaba ba o un portapapeles, y fui a la sala de espera a llamar a la señora Flemming para que entrara al consultorio.
Como Kitty era nuestra última paciente del día, la sala de espera estaba acía, a excepción de la pequeña anciana. Cuando me io, se le antó de un salto del asiento. Su cabello grisáceo y gafas redondas me recordaban a mi
abuela, o al menos, a los recuerdos que aún tenía de ella. La constante soledad del presente comenzó a entrometerse en mi corazón, así que abandoné aquellos pensamientos.
—¿Todo está bien? —preguntó preocupada.
—Por supuesto —respondí. —Kitty se encuentra muy bien y en un par de días se recuperará.
— , ¡qué suerte! —exclamó la señora Flemming alegremente. Juntó las palmas de las manos y las extendió agradecida acia el cielo. Cuando ubo terminado su silenciosa oración de agradecimiento, me miró con curiosidad. —¿Se portó bien Kitty?
—Sí, es una gatita encantadora —respondí, ignorando el enda e en mi brazo.
Lle é a la dueña de Kitty al consultorio y cuidadosamente coloqué la aula sobre la mesa cromada de examinación.
—Kitty tiene permitido beber tanto como ella desee, pero debe esperar asta mañana para darle alimentos sólidos, comenzando por algo sua e, como pollo —le di e.
Mientras discutía los detalles con la señora Flemming, Ja e le agendó una nue a cita para el final de la próxima semana. Para entonces, la pequeña erida debería aber sanado y podríamos retirar los puntos. —¡Muc as, muc as gracias por aber cuidado tan bien de mi Kitty! —Ha sido un placer. Y si necesita algo, no dude en llamarnos. Estamos disponibles a todas oras, incluso de noc e.
Acompañé a la señora Flemming a la puerta, ya era bien entrada la noc e, aunque en Nue a Yor nunca oscureciera realmente y el tráfico continuara latiendo. Kitty y su dueña abordaron el siguiente taxi y yo me preguntaba cómo pasaría el resto de la noc e. De nue o, ¿únicamente en compañía de nuestros pacientes de cuatro patas? A la larga eso no era saludable, así que decidí llamar a mi me or amiga Lory. Una noc e de c icas me animaría. Tomé mi teléfono del bolsillo de mi abrigo y seleccioné el último número al que abía llamado. El cincuenta por ciento de las eces, este correspondía al número de Lory, de lo contrario, se trataba del ser icio a domicilio de City Wok. Después del segundo timbre, contestó.
—¡Hagamos un trío! Tú, yo y una copa de Ben&Jerrys —di e sin preámbulos.
—Pensé que tenías una ida sexual de nue o —respondió Lory riendo.
Muy graciosa.
Entonces, Lory continuó: —Bueno, en realidad quería pasar la noc e con Joel.
Podía escuc ar en su tono de oz que mi llamada, en esos momentos, no era con eniente.
— , no ay problema —suspiré.
—¿Es tan malo? —preguntó Lory seriamente.
Sí.
—No, todo bien. Tendré una noc e tranquila. —Traté de sonar fuerte y confiada, pero fallé. Lory me lo abía notado. Como siempre.
—De ninguna manera te as a sentar en el sofá a llorar y a compadecerte de ti misma. Nos emos en el Mellow .
¿Realmente debería pri ar a Lory de pasar una noc e a solas con su no io? Verdaderamente debería sentirme como un monstruo, como la destructora de la relación, pero tan solo se trataba de Joel, quien lograría pasar una noc e sin Lory. Entonces sí, ¡sí debería!
—Eso es muy gentil de tu parte, Lory —le agradecí. Estaba cerca del llanto.
—¡Claro! Tú, yo y Joel, será estupendo.
¡Mierda!
—¿Sigues a í Zoey?
—Sí, aquí estoy. Tan solo me preguntaba… si tengo algo que ponerme. —Cariño, es iernes, el día que lle as tu estido fa orito al traba o. Joel no te a a comer. No sé qué tienes en contra suyo.
—Tienes razón, nos emos en treinta minutos. Joel no es mi persona fa orita, porque lo eres tú.
Lory se despidió con un beso, colgué y guardé el teléfono en el bolsillo de mi abrigo.
No era mi persona fa orita, eso podía quedarse corto. Sabía que este tipo era una íbora falsa y lo odiaba por en ol er a mi me or amiga en sus garras. Sencillamente no podía er este drama en tres actos. Lory era tan gentil, crédula y su corazón tan sensible. Y luego lo puso en manos de este tipo, quien la tiraría en una esquina unto a otro montón de corazones rotos. El corazón de Lory no debe terminar así, y como su me or amiga siento la responsabilidad de e itar que eso ocurra.
Rápidamente giré el cartel de la eterinaria a Cerrado y ol í con Ja e, quien ya estaba desinfectando la mesa de examinación. Le ayudé. Nuestro
efe, el Dr. Harper, abía preferido retirarse a su oficina para re isar las cuentas que Sally, nuestra secretaria, abía administrado durante todo el día.
—¿Tienes planes para la noc e? —preguntó Ja e con curiosidad.
—Sí, iré por un trago con mi me or amiga. —Por un momento pude er la decepción en su rostro, sin embargo, estaba demasiado ocupada sintiendo pena por el ec o de tener que soportar a Joel por la noc e, como para analizarlo.
—Suena genial. Si no tu iera que traba ar mañana, iría contigo. —Veremos qué tan di ertido será. Va a traer a su extraño no io. Joel — suspiré. Además, ubiera preferido pasar la noc e en la cómoda sala de Lory que en un club lleno de gente.
—¿Parece que no te agrada su no io?
—Simplemente no es para Lory.
Después de que todos los consultorios estu ieron limpios, me encargué de los instrumentos usados que estaban dentro de la solución desinfectante. Los coloqué en pequeños recipientes, los sellé y los de é dentro del esterilizador, para que se desinfectaran durante la noc e. —¿Estás lista? —escuc é a Ja e preguntar a mis espaldas. Ja e se abía cambiado de ropa, reemplazando la camisa azul erdoso por una playera de Linkin Park. Estaba apoyado en el marco de la puerta, sonriéndome. —Sí, casi. Solo ec aré un istazo rápido a Meera.
—Vaya, la perra realmente te a uelto loca, ¿no?
—Ni que lo digas —di e entusiasmada.
Meera era una perrita brillante de raza mixta cuyo destino pendía de un ilo desde acía tres días. Había ingerido eneno para ratas frente a un restaurante. Aunque su situación aún era crítica y le administrábamos infusiones cada ora, yo creía firmemente que saldría adelante. ¡Meera era una guerrera!
Me enamoré de ella no solo por sus o os oscuros, sino porque compartimos un destino similar. Ninguna de las dos tiene familia y estamos solas.
Abrí la aula en la que estaba acostada la perra y acaricié su sua e pela e. Su cola se agitó le emente. Una señal de ida que me alegró.
—¿Te espero? —preguntó Ja e.
—No, no es necesario —decliné su propuesta. —No quiero acerte esperar.
—No lo arás. Es tarde, a esta ora ay personas extrañas en los alrededores.
—Ay, por fa or. Estamos aquí, en Man attan, no en los barrios oscuros de Mogadiscio —apacigüé a Ja e. Realmente era un buen tipo, aunque frecuentemente demasiado cariñoso.
—¿Estás segura? —Aunque Ja e apenas era dos años mayor que yo, las líneas de preocupación en su frente lo icieron en e ecer décadas.
—Sí, muy segura. El Mellow Club está tan solo a unas cuadras de distancia y soy una mu er madura. Puedo cuidarme sola.
Ja e me sonrió. Yo sabía lo que significaba esa sonrisa. No me creía nada.
—Por seguridad, tengo un gas pimienta en mi bolsillo. uizás a eces puedo ser un poco ingenua, pero no soy tonta.
—Zoey, eres impertinente, descarada y ablas sin escrúpulos. Eres ingeniosa y onestamente despiadada. Eres aliente e impulsi a y a eces demasiado ambiciosa. Pero definiti amente no eres ingenua. —Ja e cruzó los brazos frente a su pec o.
Vaya. Su pequeño discurso fue un análisis perfecto de mi comportamiento. No esperaba eso. Pero al menos lo abía distraído del tema, por lo que lo de é así. Yo no necesitaba un guardián. Podía cuidarme sola, así lo abía ec o siempre. ¡Y así quería que se quedara por siempre! —Soy suficientemente madura —repetí mis palabras.
—Está bien, eres una mu er adulta —se rindió Ja e.
—Así es —respondí, feliz de mi pequeña ictoria.
Meera me miraba con los o os cansados. De alguna manera, esta perrita se abía metido inmediatamente en mi corazón. Ella no se abía rendido, a pesar de todo. Cielos, esta perra me recordaba a mí misma.
Si tan solo pudiera ayudarla de alguna manera… pero no abía ninguna cura milagrosa. Ni para Meera, ni para mí. Pero al menos ambas aún teníamos la esperanza que nadie nos podía arrebatar.
—Tú puedes acerlo, pequeña. Nos emos mañana de nue o. Lo prometo.
Me despedí de la perra, acaricié un poco más su pela e y cerré la puerta de la aula.
Cuando me le anté, i a Ja e aún apoyado en el marco de la puerta. —Te as quedado esperando, Ja e —di e asombrada. ¿Cuánto tiempo lle aba Ja e obser ándome en secreto? ¿Y por qué no abía sentido su
mirada a mis espaldas?
—Es un placer —me ol ió a sonreír. Me bloqueó a medio camino, e itando que pasara.
—¿Zoey? No es que quiera entrometerme, pero ¿no tienes libre mañana?
—Así es. Toda la próxima semana, en realidad. Pero endré unos minutos a er a Meera. Se lo prometí.
—Eso es muy dulce de tu parte. Algún día serás una eterinaria fabulosa.
—Gracias —respondí sonriente antes de retirarme al estidor.
Me quité el uniforme de traba o apresuradamente y lo arro é dentro del cesto de la ropa sin siquiera re isar los bolsillos, como de costumbre. No quería de ar a Lory esperando.
Ella tenía razón, mi estido fa orito me aguardaba en mi casillero. No de aría que Joel me arruinara la noc e, aun cuando era la persona que más odiaba, así que lo expulsé de mis pensamientos.
Saqué de mi taquilla el deslumbrante estido de erano amarillo y me lo puse. ¡Cuánto me gustaba este estido! Era entallado del pec o a la cintura, y luego se ensanc aba asta el dobladillo usto por encima de la rodilla.
Sonriendo, acaricié la tela sua e, que aún me brindaba la misma ermosa sensación que experimenté al adquirirlo el erano pasado en una liquidación de una tienda del Bronx.
Así mismo, me solté el pelo, inclinándome y sacudiendo mi cabello castaño rubio. Las puntas me llegaban casi asta el ombligo y tenían el talento de enredarse de manera imposible con la más ligera brisa. Aun así, me encantaba mi larga melena más que nada.
Un último istazo en el espe o: disipé rápidamente los indicios de o eras ba o mis o os erdes. Genial, estaba lista.
Tomé mi bolso del casillero, me lo colgué al ombro y me dirigí acia el Mellow Club. ¿ ué tan mala podría ser una noc e con Joel?
2
Damon
No faltaba muc o para que la situación escalara. Intensa. De astadora. Fatal.
Mierda.
Como si no tu iera ya suficientes problemas. En mi pandilla, los Alfas, reinaba el caos y la tensión. Los primeros cobardes ya abían desertado, pero eso no me molestaba. Selección natural. De orar o ser de orado. Solo los fuertes sobre i en. Lo que me molestaba era el ec o de que no duraría muc o el frágil armisticio entre nosotros, el reinado de los Dragons y de los Brothers. Era imposible eludir las señales.
E identemente, pronto se desataría el infierno en Hells Kitc en, nuestro barrio neoyorquino. Aquí la ciudad siempre borboteaba, pero a ora estábamos cerca de que la iolencia rebosara. A toda costa, debía e itar que eso pasara. No me permitiría perder todo lo que abía logrado a lo largo de los años.
—¿Realmente no tienes idea de cómo sucedió eso con la coca? —le pregunté a Valentino nue amente.
—¡ ué no, Damon! Lo uro por todo lo que me es sagrado. —Su acento mexicano era inconfundible. Se ec ó para atrás el largo cabello castaño, que le llegaba asta los ombros, y caminó por la abitación. —Tú sabes que tan solo produzco la me or calidad. Nada de mierda.
—De acuerdo. —No di e nada. No tenía nada más que decir. Valentino Caballo era uno de mis confidentes más cercanos y sin dudas abía producido únicamente cocaína de primera clase durante años. Por él ubiera puesto las manos al fuego.
Me recliné acia atrás y unté las manos sobre la mesa de caoba. En esta abitación tan solo abía ombres leales.
Dean Bar er se sentó a mi izquierda. Frente a él abía una lista de cuentas que aún no abíamos discutido. Él se encargaba de las finanzas, ya que tenía contactos con bancos e in ersores.
Junto a Dean se sentaba el me or especialista en armas que conocía. Dex Reid, un exsoldado de élite con cabello corto que, a excepción de una cicatriz en el cuello y pesadillas, no abía recibido nada de la Tierra de la Libertad y la Justicia a cambio de su labor en Medio riente. Había encontrado un nue o traba o unto a los Alfas.
Al otro lado de la mesa se sentaba C ase West, quien mane aba mis clubs y siempre acía contactos con otras pandillas y empresarios.
Y luego estaba Da id, apoyado casualmente en la pared a mi lado, limpiándose las uñas con una na a a.
Cara o, desde el inicio, Da id se abía quedado conmigo como nadie. Se abía con ertido en un ermano para mí, especialmente cuando mi ermano biológico me traicionó.
Juntos icimos que el clan Alfa fuera lo que es oy.
—Voy a ablar personalmente con los Dragons —di e mirando a C ase. —Claro —asintió C ase. Después me ol í acia Valentino. —Consígueme einte ilos, se los lle aré a los Dragons como regalo, para que la cosa no estalle.
—¡Me encargaré enseguida! —respondió Valentino.
—Bien.
Cuando se derrumbe el armisticio con los Golden Dragons, significará también el final del armisticio con los Green Brothers. Tanto los asiáticos como los irlandeses abían i ido aquí por décadas, y abían establecido relaciones. Aunque yo no era de ninguna manera inferior a los efes, sabía que una guerra significaría el final para todos nosotros. No podía permitir que llegara tan le os. Era responsable de cada uno de los Alfas.
—Da id, tú y Dex descubrirán qué pasó con la cocaína, ¡y quién fue el responsable!
Ni una sola persona en el mundo podría soportar un interrogatorio con Da id y Dex. Nadie. Creo que siquiera yo podría, si ellos ubieran tenido suficiente tiempo.
C ase abrió la boca. —Yo también a eriguaré por mis alrededores. Por lo que parece, ay tensión entre los irlandeses y los asiáticos.
—Fantástico —di e con cinismo.
—¡Ni que lo digas! Siempre limpiamos el caos pro ocado por Patric —respondió Da id.
Una mirada de enfado bastó para callar a Da id. A ora no era un buen momento para ablar del imbécil de mi ermano, con quien no compartía
ninguna conexión si no fuera por nuestra maldita madre, cuyo rostro ya no era capaz de recordar desde acía muc o tiempo. En realidad, no abía absolutamente ningún buen momento para ablar de mi ermano. —¿Hay algo que debería saber? —pregunté.
Todos callaron. El ambiente dentro de la abitación se tornó tenso. —¿Ninguna noticia de God ather? —pregunté más directamente. Negaron con la cabeza. God ather era más una leyenda que una persona real, pero tenía muc o maldito poder y yo deseaba acer negocios con él. Solo que era difícil, ya que las entradas a su casino no eran sencillas de conseguir.
—Su gente sabe que en cualquier momento podrían traernos un billete para Villa —di o Dean.
Mi cuartel general era una mezcla de obra negra en ruinas y illa de lu o. Caros muebles de caoba, pisos de alabastro y costosos óleos en medio de entanas tapiadas, armarios cubiertos y paredes perforadas con perdigones.
Era casi irónico que el caos a mi alrededor refle ara el aspecto de mi interior, al igual que el de Hells Kitc en.
Sí, quien cayera aquí era un alma perdida.
—Más tarde me reuniré con alguien en la terminal de autobuses — cambié de tema.
—¿Finalmente encontraste a alguien que te consiguiera un Thunderbird ?
La terminal de autobuses Port Authority era algo así como el centro principal para todo tipo de e ículos robados e ilegales. Una parte importante de mis ingresos pro enía de a í. A eces, eso me acía sentir como Robin Hood. Al menos, la primera parte de la istoria era cierta: yo robaba a los ricos, solo que no distribuía caros autos deporti os y lu osas limosinas entre los pobres, sino que los endía. Tan solo era un Robin Hood egoísta.
—Tal ez. No estoy seguro de que podamos confiar en el tipo. Pertenece a los Brothers.
—¿Pero? —preguntó Da id.
—No lo sé. Simplemente no confío en este tipo. La oferta es demasiado buena. Además del Thunderbird, a nombrado docenas de otros coc es muy populares entre nuestros clientes. Y normalmente los irlandeses compran nuestros e ículos para lle arlos con sus contactos.
—¿Damon? — ol ió a inter enir Valentino. —No confías en nadie. —Y bien sabes que ay una maldita buena razón —gruñí. Valentino
asintió.
C ase West, que abía estado escribiendo en el teclado de su BlackBerry durante toda la con ersación, se aclaró la garganta. —Es posible reunirnos oy a las oc o de la noc e en el Dark Room.
El Dark Room era un club en los suburbios de Hells Kitc en y, por lo tanto, un sitio neutral donde regularmente se lle aban a cabo las negociaciones. Cuando los Alfas tan solo éramos mi ermano, Da id y yo, pasé todos los días de los primeros seis meses en el Dark Room, tratando de establecer relaciones.
Maldita sea, abía logrado lo que el submundo de Nue a Yor amás abía ec o: tenía a dos pandillas de mi lado. Traba ábamos ombro con ombro. Hasta que mi ermano… ol idémoslo. Todo estaba en el pasado, y no abía nada que pudiera acer al respecto.
Miré mi relo . Toda ía faltaba media ora antes de que tu iera que dirigirme al Dark Room. Tiempo suficiente para terminar la reunión en paz.
—¿Me di eron quién endrá? —pregunté.
—Yu i Asai.
¿Podría este endemoniado día terminar de una vez por todas?
—Hoy no ay ni una sola buena noticia, ¿cierto?
—¿Por qué? Te lle as bien con ella. Tener buenas relaciones con la i a del efe es algo bueno —di o C ase, encogiéndose de ombros.
—Ese es el maldito problema —maldi e. Yu i Asai era un erdadero desastre natural; una mezcla entre cuerpo rígido de acero y encantadora sonrisa. Ciertamente follaba apasionadamente, como el mismísimo diablo, pero también era fría e impredecible, tanto, que siquiera yo podía seguirla. —Entonces, pónganse a traba ar —ordené. Mis confidentes se le antaron y abandonaron la abitación. Todos, menos Da id.
—Día largo, ¿cierto? —inquirió.
—Sí —suspiré.
Me le anté del sillón de un salto y me dirigí decididamente acia el minibar. Cogí una botella medio llena de burbon, abrí la tapa y ertí el alco ol en un aso.
—Deberíamos estar preparados para la llegada de la gran explosión.
—No llegará muy le os. —Bebí todo el aso de un solo sorbo. — Traba é demasiado por todo ello. ¡Todos emos peleado por ello! No podemos simplemente renunciar.
Vol í a ser irme alco ol, cuyo último trago aún ardía en mi garganta. —Pero, Patric aún está…
—¡No! —interrumpí a Da id, rugiendo. —Yo me encargaré de eso, ¿entendido?
—Entendido —respondió Da id. Su mirada no de aba duda alguna de que no estaba con encido. Aun así, se quedó callado.
Esta ez siquiera me molesté en erter el burbon en un aso, sino que bebí directamente de la botella para refrescarme. Sabía lo que pasaba si uno ertía alco ol en fuego…
—No renunciaré a los Alfas, así como tampoco renunciaré a la paz. Maldita sea, nunca abía estado tan tranquilo en Hells Kitc en, y todo gracias a nosotros. uiero que siga así —di e con firmeza. —No tienes que estar con encido de mis planes, tan solo tienes que confiar en mí, en que estoy aciendo lo correcto. Eres mi confidente más cercano, no me decepciones.
—Sabes que puedes confiar en mi.
Brindé usando la botella. —Por nosotros —di e. Luego, presioné la botella contra el pec o de Da id. Él la cogió, bebió un trago y la ol ió a poner en el minibar.
—Bien. Me tengo que ir, tengo un asunto que terminar en el club con C ase. En ía mis saludos a Yu i Asai, ¿sí? —sonrió Da id. Él sabía perfectamente que yo odiaba el comportamiento de Yu i. Sin embargo, sentía un gran respeto por sus estrategias e ideas de negocios.
—Jódete —grité a sus espaldas. Posteriormente, tomé las lla es de mi Maserati y mi Beretta de la mesa. La abrí para comprobar que los cartuc os estu ieran completos. No es que quisiera usar el arma, pero en Hells Kitc en era me or pre enir que lamentar.
***
El Dark Room estaba aún más oscuro de lo que recordaba. Sin embargo, las paredes tan solo refle aban la atmósfera que reinaba en el exterior. Incluso aquí, en el único lugar neutral de Hells Kitc en, era perceptible la inminente guerra entre pandillas.
El armisticio aún se tomaba en serio aquí, pero tan pronto como cayera el Dark Room, le seguiría Hells Kitc en.
Frente a mí estaba sentada Yu i Asai, la i a de Yos iya Kazu i o y, por lo tanto, la mu er más poderosa de todo Hells Kitc en; tal ez incluso de toda Nue a Yor . Su padre era el líder de los Golden Dragons, una ramificación de los Ya uza, que desde los cincuentas abía estado operando ba o el agua en Nue a Yor .
Aparte de nosotros, no abía nadie. El cantinero, conocido como Jo n Doe, se abía retirado y el dueño del club nunca estaba presente. Nadie conocía su nombre, una protección, para que ese lugar neutral realmente permaneciera de ese modo.
Abrí el maletín que estaba frente a mí, sobre la mesa. Fui directo al punto, ya que no quería estar más tiempo del necesario en el Dark Room. La situación podría escalar en cualquier momento, y a pesar de que los Dragons le dieran gran importancia al onor, aun así, podían organizar una emboscada como enganza por la cocaína contaminada. Y qué podrían acer los Brothers, de momento nadie lo sabía. También se abían reunido y esperaban su turno. Me palpitaba la cabeza de pensar en los acontecimientos actuales, pero a ora debía concentrarme. Era imprescindible sua izar la situación con los Golden Dragons, especialmente con Yu i. Ella estaba de mi lado y yo quería que eso siguiera así.
—Cocaína pura, te lo garantizo. Como una pequeña compensación por este… malentendido.
Dentro del maletín abía einte paquetes, cada uno con un ilogramo de cocaína.
—¿Malentendido? Más bien un desastre —respondió Yu i con una mirada gra e. Su marcado acento también la acía parecer más estricta. Sí, no se debe bromear con la i a de un mafioso aponés. Yu i era ruda y definiti amente una sociópata.
Me pasé la mano por la boca.
—Descubriré quién te dio la mercancía adulterada, pero no fue nadie de mi gente. Metería las manos en el fuego por ello.
Lo decía totalmente en serio. Valentino me abía urado que su cocaína era excelente, como siempre. Sí, a eces era un poco arrogante, pero era uno de mis aliados más cercanos, una de las pocas personas en las que podía confiar.
—Creo que sería desafortunado que nuestra alianza se terminara. que tú te quemaras. —En sus labios se dibu aba una sonrisa sin emociones. Ella no lo di o, pero era indudable que no me creía.
Mierda, en realidad no abía tomado ninguna droga porque necesitaba tener la mente despe ada y estar preparado para cualquier cosa en todo momento, sin embargo, no tenía otra opción si quería con encerla de la calidad.
—Saca uno de los paquetes, el que sea —le pedí.
Yu i le antó la ce a izquierda, como siempre acía al estar sorprendida. Luego tomó uno de los paquetes del maletín y lo arro ó sobre la mesa. Saqué una na a a del bolsillo de mi pantalón, la abrí y apuñalé la bolsa. El pol o blanco se regó sobre la limpia mesa de ébano. Después, saqué de mi cartera la tar eta MasterCard dorada y di idí la cocaína en dos líneas igual de largas.
Yu i me seguía de cerca con la mirada, mientras yo enrollaba un billete de cien dólares e in alaba una de las líneas.
El pol o me quemó las ca idades nasales de arriba aba o, asta la garganta. En menos de un segundo, se produ o la típica euforia pro ocada por la cocaína, sin embargo, no de é que se notara. Le tendí el billete enrollado a Yu i, quien negó con la cabeza.
—Sería bastante descortés que tan solo yo me di irtiera —di e, para que se uniera a mí.
No porque realmente pensara que era descortés. No quería que Yu i tu iera la enta a de tener la mente despe ada.
—Tal ez sea cierto —gruñó.
De mala gana, tomó el billete e in aló la segunda raya.
Por un segundo, Yu i perdió el control sobre sí misma y sacudió la cabeza, aciendo que le azotara en el rostro el cabello negro, que le llegaba asta la barbilla.
—Ciertamente no abría ec o esto con Griffey —se rió.
—De todas formas creo que a él le entusiasma más un buen whisky .
Sí, el líder de los Green Brothers, Stanley Griffey, era todo un bebedor. Pero qué más podía esperar uno. Sus antepasados fueron los mayores traficantes de alco ol durante la Ley Seca, en consecuencia, sus raíces se extendieron asta Nue a Yor . Me abía tomado casi tres años poner a los irlandeses de mi lado, pero abía alido la pena. Eran unos malditos y fuertes aliados. Sin embargo…
La cara de Yu i se tornó seria nue amente. —La próxima ez que ables con él, salúdalo de mi parte.
—Lo aré.
—Y dile que su gente debe de ar de marcar nuestro territorio. Justo por eso mi padre está a punto de disol er el armisticio.
—¿Por qué los Green Brothers pelearían por tu zona? —pregunté. Cada grupo, cada pandilla y los distintos clanes mafiosos tenían sus propias marcas, los grafitis eran para distinguir de forma clara su área de la de los demás. Las marcas eran un tipo de barrera de separación que uno debía respetar.
Naturalmente abía grupos pequeños que querían saber qué tan le os podían llegar. Pero me parecía un misterio el por qué los irlandeses se lo abían propuesto a ora. Era el peor momento posible para ofender a sus únicos aliados seguros.
—Ni idea, no e tenido tiempo de ablar con los irlandeses. Pero mi padre no tolerará seme ante falta de respeto.
—¿Y qué ay de ti? ¿Cómo e alúas la situación? —quería saber cómo la mente analizadora de Yu i uzgaba la situación.
—Me dan igual los sistemas y reglas obsoletas. Pero mi ora está por llegar. Nuestra ora está por llegar.
Ya veremos eso.
Me recliné en el respaldo del profundo sillón en el que estaba sentado y crucé los brazos sobre mi pec o. Yu i aún no abía respondido mi pregunta. Así era ella. Prefería de ar todas las posibilidades abiertas y consideraba todos sus pensamientos simultáneamente, para así tener el panorama completo.
—Damon, quiero ablarte con franqueza.
—Adelante.
—Habrá una guerra, y debes saber de qué lado pelearás cuando llegue el momento.
—No, no abrá ninguna guerra —negué.
—La abrá —insistió Yu i.
Suspiré y estiré los brazos. Bueno, si ella quería entrar en este uego, adelante.
—Yquieres que te acompañe, cuando llegue el momento.
—Sí. Juntos podemos destruir a los irlandeses. Especialmente si actuamos a ora. Un ataque desde la penumbra.
Mierda.
Me puse tenso. Parecía demasiado tarde para negociar y resol er los conflictos, al menos para los Dragons, quienes a estas alturas ya estaban pensando en estrategias reales.
—¿Debo apuñalar a mis aliados por la espalda?
Tanto honor y todo eso.
—¡Los Golden Dragons son tus aliados!
—Al igual que los Green Brothers —respondí con calma.
Yu i se rió falsamente. —¿De erdad eres tan ingenuo, Damon?
—No. Simplemente no me puedo permitir perder a mi gente por un estúpido conflicto que podríamos aber e itado. Además, los disturbios son malos para los negocios.
Yu i ladeó la cabeza, pensati a. Insistí, recordándole los beneficios de tener aliados.
—¿Cuándo fue la última ez que iste policías usmeando por aquí? ¿Cuándo fue la última ez que una base fue asaltada?
Con los tiroteos al aire libre en las calles, un gran número de policías también abía desaparecido. Naturalmente, nadie necesitaba docenas de patrullas si no abía crímenes. Además, era posible ablar con los pocos policías que aún patrullaban regularmente.
Hace oc o años, cuando fundé los Alfas, yo era un don nadie. Pero desde acía arios años éramos una organización seria, y desde entonces, no abía abido ni una sola muerte en Hells Kitc en pro ocada por el crimen de pandillas. ¡Ni una sola! Y quería que permaneciera de ese modo.
—¿Cuántas entas as ec o en los últimos años, gracias a mí y a los irlandeses? —continué atacando.
—De acuerdo, de acuerdo —di o Yu i. —Tienes razón. Con enceré a mi padre de esperar. Pero no puedo prometer nada. Tan pronto los Brothers se uel an locos otra ez, se acabó.
Se mordió los labios, pensati a. Casi se notaba el arrepentimiento en su rostro. Luego di o: —Eso también es para ti. Mi padre no tolerará que nos uel as a ender drogas sucias. Fue la segunda ez en tan solo una semana.
Presté más atención. —¿La segunda ez? No sé nada de eso.
—La primera ez no di e nada —di o, encogiéndose de ombros. —Yo también e cometido errores.
—Nosotros no cometemos errores. Yo no cometo errores —di e con oz amenazante. Reflexioné, y respiré ondo.
Una ez, sí. uizás eso pudiera suceder. ¿Pero dos eces en una semana? Nunca. Tenía que estar pasando algo a mis espaldas que yo ignoraba.
—Escuc a. Tan solo para asegurarme de que nadie de mi gente esté mane ando un negocio secundario secreto, necesito que tú, personalmente, solo aceptes cocaína de Valentino. Únicamente la en iaré a él, a nadie más. Y él no la entregará a nadie más que a ti, personalmente. Por si acaso no es mi gente la que se anda con trucos, sino la tuya.
Bien podría ser que los ombres de Yu i des iaran parte de la cocaína buena para enderla ellos mismos.
Yu i asintió. —Suena bien. Sí, eso aremos.
Cerramos nuestro plan con un apretón de manos. Las tiernas manos de Yu i estaban frías. Con una mirada firme, di o: — uienquiera que sea el responsable, perderá la mano derec a.
—¿Creí que no te gustaban las tradiciones? —pregunté. —No todas. Pero ay un par que merecen ser aloradas. — pino lo mismo. Haz lo que quieras con el culpable.
Una ez más, un brillo frío, que tan solo tenían los sociópatas, resplandeció en los o os de Yu i. Miré la ora.
Tenía que darme prisa si no quería perder al intermediario de los Brothers. Me puse de pie. El efecto de la raya abía disminuido un poco. Aun así, correría alrededor del bloque un par de eces antes de subirme a mi Maserati, tan solo para estar seguro.
—Yu i, fue un placer como siempre, pero debo partir a ora.
—Es una pena que siempre debas irte tan temprano —di o, frunciendo los labios en un puc ero.
—Compromisos de negocios —me disculpé.
Compromisos de negocios que sí me convienen.
diaba cuando Yu i mostraba interés en mí. Yo no estaba interesado en ella y definiti amente no quería una relación. No quería follármela, ni
casarme con ella. E identemente, ella lo eía de forma diferente. bien,
era una técnica de negociación sofisticada con la que podía con encer a uno que otro ombre. Aunque nunca abía caído en sus pro ocaciones, lle ábamos en este uego durante años. Y, tenía que admitir, Yu i era una ugadora persistente.
Abandoné el Dark Room y respiré profundamente el aire fresco de la noc e. Maldita sea, abía e itado una explosión a gran escala y me dolía la cabeza de pensar en lo que podría pasar a continuación.
Joder, estaba cansado de toda esa mierda. Necesitaba una pausa, un descanso, aunque tan solo fueran cinco minutos de tranquilidad. En algún lugar de Alas a, rodeado de miles de ilómetros de acío. Poder respirar era todo lo que deseaba.
Pero antes, necesitaba algo de comer. Drogarme con el estómago acío no abía sido una buena idea. No estaba estrictamente sobrio, pero la idea de una amburguesa con extra de beicon me lle ó directamente al restaurante Betty’s Diner, que estaba a tan solo un par de minutos caminando del Dark Room.
A esta ora no abía muc o mo imiento en el restaurante. Dos comensales al final de la barra bebían cer eza. La propia Betty le antó ligeramente la mirada de su libro de crucigramas y me escudriñó por encima de sus anteo os.
—¿Lo de siempre? —preguntó y yo asentí. El lugar olía a café, sal de papas fritas y amburguesas, lo cual estimuló aún más mi apetito.
—Pero para lle ar, llegaré tarde de todos modos —me que é.
—Una amburguesa extragrande con doble de beicon y salsa extra — llamó Betty a la cocina. Después de eso, ol ió a su crucigrama, mordiendo la pluma pensati amente.
Me senté en el primer lugar libre de la barra y me froté los o os. Los brillantes tubos de neón que parpadeaban alrededor del restaurante apenas iluminaban, pero me quemaban los o os cual ácido de batería.
—Día pesado, ¿no? —preguntó Betty sin le antar la mirada.
—No tienes idea —suspiré, mirándola con cautela.
Betty no me conocía bien, pero lo suficiente para saber que las preguntas me caían como el culo. En realidad, ella solo conocía mi preferencia por el beicon extra y su salsa casera, además de que yo no ablaba en lugares públicos de negocios confidenciales. El ec o de que comiera aquí de ez en cuando no significaba que ablaría sin parar, como muc os otros clientes abituales.
—Un arma explosi a, siete letras, la última letra es una A —murmuró Betty despreocupadamente.
—Ternura —respondí sarcásticamente.
Una pequeña sonrisa se dibu ó en el rostro de Betty, después negó con la cabeza y me corrigió: —Granada, querido. Esa es la palabra correcta.
Me encogí de ombros. —Ambos acen el corazón trizas.
Betty suspiró, pero no di o nada. Ya se abía acercado peligrosamente a mis límites llamándome querido. En realidad, le agradaba a la mu er a í sentada con su cálida sonrisa y serenidad admirable, pero definiti amente yo no era ningún querido. Yo abía sido condenado a golpear en el recreo a los niños queridos de la escuela. Desde entonces era un monstruo.
Soy un monstruo.
Tocando bre emente la campanilla de la mesa, el cocinero llamó la atención acia la bolsa que abía colocado en la entanilla de la cocina. Betty escribió con calma las últimas letras en los espacios acíos de su crucigrama antes de dirigirse a la amburguesa. Se me izo agua la boca al oler la amburguesa caliente.
Tomé la bolsa, puse un billete de einte dólares en el mostrador y salí del local sin esperar el cambio.
Desen ol í la amburguesa mientras caminaba y le di una mordida. ¡La salsa casera era gloriosa! Por unos instantes, la comida me izo ol idar mi reunión con los irlandeses, con quienes toda ía tenía asuntos por resol er. Pero esos malditos idiotas siempre tenían que exceder los límites del armisticio.
Antes de darle la segunda mordida, un fuerte ruido llamó mi atención. Instinti amente quise sacar mi Beretta, pero tan solo cogí aire con la mano. La pistola toda ía estaba en el auto.
Estrec é los o os, buscando er con detalle la calle uela de donde pro enía el ruido. Simultáneamente, retrocedí unos pasos y me resguardé. —¿ uién anda a í? —gruñí en oz alta. Mi oz sonaba autoritaria y peligrosa.
Nadie respondió, pero ubo otro ruido y una lata acía rodó por la calle uela, seguida por un perro calle ero que se quedó congelado al
erme.
Su pela e estaba sucio y el pobre animal me miraba con los o os muy abiertos. A pesar de la oscuridad, noté al perro mirando mi amburguesa desde le os, la cual sin duda olía me or que la mierda que estaba saqueando del basurero.
Mi mirada alternaba entre el perro calle ero y mi amburguesa.
—Está bien, está bien. No le cuentes a nadie. De lo contrario, la gente tendrá una imagen equi ocada de mí —suspiré. Luego le arro é mi amburguesa al perro, quien la cogió en el aire y se ale ó trotando. Teóricamente, podría aber conseguido una segunda amburguesa de Betty’s Diner, la impuntualidad me sentaba bien. Pero con la poca tolerancia que tenían todos, cualquier pro ocación innecesaria podría ser la gota que derramara el aso.
Definiti amente tenía que ablar con los irlandeses, como ice con los aponeses, y recordarles del armisticio.
Une ez que llegué al Maserati y estaba sentado dentro, abrí la guantera para sacar mi Beretta. Re isé los cartuc os y cargué el arma. Después, encendí el motor y me puse en camino para examinar el Thunderbird prometido y tener una seria plática con los irlandeses.
3
Zoey
Intenté atisbar a tra és de la puerta abierta del Mellow Club, pero el enorme portero me bloqueaba la ista. A la izquierda y derec a del gigante se ele aba umo artificial. No alcanzaba a er a Lory desde aquí. —Bueno, aquí estamos —le di e torpemente a Ja e. Me incomodaba el que me acompañara, ya que me acía parecer débil. Y yo no quería ser débil ni por un segundo de mi ida.
—Sí, aquí estamos —respondió. Después ubo ese silencio incómodo que tan a menudo se extendía entre nosotros. Sí, Ja e era un tipo erdaderamente agradable, era apuesto y tenía buena mano para los animales. También, era tan comprensi o y ser icial que era el sueño de cualquier suegro.
Lástima que yo ya no tenía padres… daba igual. Ja e era un amigo para mí. Nada más y nada menos, y nunca sería más que eso.
—Gracias por cuidarme —suspiré.
—Por supuesto, ¡es cuestión de caballerosidad!
—Entonces quizá nos eamos mañana, ¿ ale? —me despedí de Ja e. —Sí, claro. ¡Hasta mañana!
—Buenas noc es, Ja e.
Ja e se marc ó y le sonreí al portero, quien escrudiñó mi cuerpo con la mirada. Con un bre e asentimiento me indicó que podía entrar.
Pasé unto al gigante y me sumergí en la ida nocturna del Mellow Club. La música cargada de ba os que resonaban a todo olumen en docenas de bocinas y las máquinas de umo, acían que todo pareciera más oscuro y surrealista. Generalmente, Lory y yo salíamos de fiesta por el Bronx, pero su nue o no io, Joel, abía insistido en que nos iéramos en el Mellow Club. Al menos tenía buen gusto musical. Busqué a Lory en el club mientras me mo ía al ritmo de la música. Me costaba traba o a anzar
entre las multitudes, y con mi corta estatura de uno setenta, perdí la noción.
Me comenzó a bailar un tipo de cabello azul neón y un trago a medias. Siquiera una o a de papel podría aber pasado entre nuestros cuerpos. —¿Entonces, linda?
Puse los o os en blanco e intenté apartar al tipo de mí. Ni siquiera lle aba dos minutos en el club y ya abía aparecido el primer idiota que tan solo quería sexo.
Cuando lo ignoré, se me acercó y preguntó: —¿En mi casa o en la tuya? Intenté ale arlo y grité por encima de la música:
—¿ ué te parece si separados? ¡Yo a mi casa y tú a la tuya!
El arrogante mu eriego me barrió con una mirada aún más arrogante y luego se marc ó, directo a bailar con la siguiente c ica.
Suspirando, ec é la cabeza para atrás. Antes de seguir buscando a Lory fui al bar a refrescarme. Tan solo podía lidiar con cierta cantidad de idiotas en una noc e, y esto parecía que iba para largo.
Cuando ubo un lugar libre en el bar, ordené una cer eza sin alco ol, ablando por encima del alto olumen de la música. Yo no bebía alco ol, pero no quería ablar de eso. Ba o las luces parpadeantes nadie reconocía la diferencia entre dos cer ezas, y muc o menos su porcenta e de alco ol. —Une cer eza sin alco ol —di o el barista, aceptando mi billete de cinco dólares.
Me recargué sobre la barra y seguí buscando a Lory. Se supone que yo debería poder reconocer de inmediato a mi me or amiga, con su larga y esbelta figura y afro sal a e, pero no la eía por ningún lado.
Maldición, era demasiado confuso.
Le podría escribir que ya llegué.
Instinti amente toqué mi muslo, en donde debería encontrar un bolsillo y mi teléfono mó il, pero, por supuesto, no abía ningún bolsillo y, por lo tanto, ningún mó il.
Rebusqué cuidadosamente en mi bolso. Nada. A excepción de c icle, un paquete de pañuelos, la lla e de mi casa, doce dólares y un gas pimienta, no abía nada. Ningún mó il. Magnífico. Lo abía ol idado en el Animal Care Center.
Está bien, no es el in del mundo pasar una noche sin móvil. Honestamente, yo era una de esas personas que estaba completamente perdida sin su teléfono. No fotografiaba cada comida para subirla a mis
redes sociales, pero me gustaba la sensación de seguridad que me brindaba ese pequeño pedazo de plástico. Mi primer instinto fue ol er a la clínica para recogerlo, pero me inquietó más la idea de caminar sola por Man attan sin un teléfono, que mis actuales y limitadas posibilidades de comunicación.
Con un suspiro, me aparté del bar y me inmiscuí nue amente en la multitud para encontrar a Lory. Mi ob eti o era llegar a los sillones al otro extremo del lugar. Desde a í tendría una me or isión y Lory me podría er por encima de las cabezas de los demás.
Una y otra ez me bailaron ombres que se me pegaban como c icles al cabello. Amaba a Lory, pero la odiaba por aberme arrastrado a este lugar. Lory sabía perfectamente que yo no estaba buscando ni ombres, ni mu eres.
De repente me percaté de cómo serían mis siguientes encuentros con Lory: ella y Joel eran la amorosa y afortunada pare a, mientras yo era el mal tercio que in itaban por lástima.
No, no podía de ar que llegara tan le os. Necesitaba un plan para eliminar a Joel lo más rápido posible. Él no era para Lory, en lo absoluto; simplemente lo sentía.
Comencé a preocuparme cuando llegué al extremo de la abitación y aún no eía a Lory. Ella también estudiaba eterinaria, pero acía sus prácticas en otra clínica. uizás ubo una emergencia, o Joel abía c ocado su coc e contra la pared; se sentía el me or conductor del mundo, pero el mundo no estaba de acuerdo.
O alá venga Lory sin ese idiota.
Antes de que pudiera seguir preocupándome por accidentes automo ilísticos, i a Lory saliendo del baño de mu eres, riéndose y acomodándose la blusa. Mi ali io duró poco, pues Joel salió detrás de Lory. Y yo bien sabía lo que abían estado aciendo en los baños…
¿Por qué no se daba cuenta mi me or amiga que él solo quería su cuerpo? Lory estaba con encida de que Joel era un buen partido desde que abía reparado su coc e.
Cuando Lory me io, saludó con la mano efusi amente.
Nos abrazamos tan eufóricamente que casi derramo mi cer eza. —¡Zoey, qué alegría que estés aquí!
—También me alegra erte —respondí sonriendo. Ignoré a Joel completamente. No era gran cosa, el acía lo mismo conmigo. Entre
nosotros abía una tregua, pero ambos estábamos esperando a que el enemigo tirara gasolina al fuego. Aun cuando no quería acerle eso a Lory. Arrastré a mi me or amiga asta la pista de baile. Su estido de lente uelas brillaba en tonos lilas, al igual que su labial morado que resaltaba sus carnosos labios. El afro lo abía eredado de su mamá, quien enía de Eritrea; se le re ol ían los rizos a cada mo imiento. Era un mara illoso contraste con su nariz aristocrática, la cual, sin duda alguna, pro enía de su padre estadounidense.
De amos que nuestros cuerpos se mo ieran al ritmo de la música y nos perdimos en ese mara illoso éxtasis.
De é atrás mi ida cotidiana y el pasado en el pasado. A ora solo existía Lory, yo y los ba os de la música que me retumbaban en el corazón.
Por el contrario, Joel se abía sentado en el bar y bebía un trago tras otro.
—¿Y cómo te a? —inquirí.
—Súper. ¡Magnífico! —adeó. Había perdido el aliento después de su sal a e baile.
—Genial. —De é de bailar y bebí los últimos sorbos de mi cer eza. —Es ora de que salgas con alguien —di o Lory sonriendo.
—Sí, lo ago. Salgo contigo —di e distraída. ¿ ué pasaba con mi me or amiga? Se comportaba de forma maniática y desin ibida. Inmediatamente sospec é de qué estaba ablando, pero no quería sacar el tema.
Lory se rió. —No, no me refiero a eso. No con amigos, sino con alguien que sea más que un amigo.
La miré con firmeza y di e: —Lory, sabes bien que no quiero una relación.
—Entonces una amistad con derec os —di o encogiéndose de ombros. —Hay bolsas de agua caliente para las camas frías, c ocolate caliente para las noc es solitarias y el indú de la esquina para las cenas. ¿ uién necesita un no io? ¡Yo no! —di e. Al menos, no lo iba a confesar.
—¡Justo por eso digo que necesitas sexo urgentemente!
Después de de ar la botella de cer eza acía en una mesa, tomé a Lory por los ombros y la acerqué a mí.
—¿Te drogaste? —¡Cálmate, Zoey! Oh. Por Dios.
Joel abía drogado a mi me or amiga. Había isto suficientes películas e istorias como para saber que Joel terminaría lle ándola a la prostitución. Tenía que e itarlo.
—¡No lo puedo creer! ¡Despierta Lory! Tan solo te está usando —le grité a mi me or amiga.
—¡Él me ama! Y tú estás celosa, ¡eso es lo que pasa! —respondió Lory agresi amente.
—Lory, las drogas te an nublado el cerebro —le di e con más calma, pensati a.
—Estás celosa y eso lo sabemos. Zoey, no confías en nadie y no de as que nadie se te acerque. No es de extrañar que siempre estés sola y todos sientan pena por ti.
Resentí sus palabras más de lo que me gustaría admitir. ¿Realmente pensaba eso mi me or amiga de mí? Me mordí los labios y respiré ondo. No quería decir nada de lo que después pudiera arrepentirme. En cambio, pestañeé para disipar las primeras lágrimas que me nublaban la ista. —Perdóname —di e en oz ba a. Luego, desaparecí en dirección al tocador de damas. Las mu eres estaban aciendo fila afuera -como siempre-, así que entré a los baños acíos de los ombres y me encerré en la primera cabina antes de de ar que las lágrimas fluyeran.
Maldita sea, ¡quería a mi amigable y optimista Lory de uelta! La Lory que pasaría la noc e conmigo iendo una maratón de series y comiendo elado Häagen-Dazs sin parar. Pero Joel la abía matado poco a poco, asta que solo quedaba la Lory que pasaba sus noc es en bares de mala muerte para que su no io se la follara drogada.
Antes, Lory nunca abría sido tan irracional ni me ubiera tratado así. Aun así, me preocupaba si Lory siempre abía pensado eso de mí, aunque nunca lo ubiera dic o en oz alta. ¿Tan solo era mi me or amiga porque sentía pena por mí? Hacía una ora lo abría negado, pero a ora… ¡Joel abía destruido nuestra amistad!
Y, Lory no era perfecta, en lo absoluto. Se reía más fuerte de lo que debería de los c istes malos, era más ingenua de lo normal y si pudiera estaría de fiesta día y noc e.
Me sentí culpable tan pronto terminé de formular mis pensamientos. Lory era mi me or amiga y yo también debía serlo, especialmente a ora que era tan manipulable. ¡Debía protegerla de Joel!
Trataron de abrir la puerta de la cabina y me encogí. Traté de disimular mis sollozos, ya que re elarían mi identidad de mu er. Inmediatamente miré el seguro de la puerta.
Unos pasos resonaron en el piso de azule os y escuc é un portazo, luego otro y otro. Hice una mueca, sobresaltada.
Maldición, alguien estaba re isando los baños en busca de usuarios no deseados. ¿Alguien abía isto que me abía metido en el baño equi ocado? Abrieron puerta por puerta mientras yo presionaba mi mano contra la boca, tratando de suprimir los sollozos.
Tan silenciosamente como pude, me subí a la tapa del inodoro para que mis tacones no me delataran. Sentía el corazón en la garganta, me palpitaba tan fuerte que tu e miedo de que me delatara. Me quedé sin aliento cuando el desconocido se quedó frente a mi puerta e intentó abrirla. Entonces, sonó un teléfono mó il, y cuando el extraño respondió la llamada, inmediatamente supe quién era – Joel. No sabía que estaba aciendo aquí ni por qué quería asegurarse de estar solo.
—Sí, estoy en ello —di o Joel. Su oz sonaba áspera. E identemente Joel tenía un profundo respeto por la persona al otro lado de la línea, cuya oz gra e podía escuc ar, a pesar de no distinguir sus palabras.
Oh dios, ¿qué debo hacer ahora?
—No, el trato sigue en pie… espero que los cincuenta grandes en efecti o no sean un problema.
Se me cortó la respiración al escuc ar a ablar a Joel de cincuenta mil dólares como si se tratara de caca uetes.
Sabía que el tipo era un criminal y de los grandes, demasiado grande para Lory. uería salir corriendo del baño para sacar a Lory del club mientras le contaba mis nue os allazgos sobre Joel.
Pero no podía acerlo. Lory nunca me creería sin pruebas. Así que tenía que reunir suficientes indicios asta que Lory no pudiera ignorar el abrumador peso de las pruebas. Si tan solo tu iera mi maldito teléfono conmigo, podría aberlo grabado todo.
Por otro lado, mis pantorrillas estaban a punto de explotar; era muy difícil mantener el equilibro con estos malditos tacones. Pero no me ayudaba que arme, debía apretar los dientes y aguantar.
—En una ora —di o Joel, después de aber estado en silencio muc o tiempo. —Entendido. —Luego, terminó la llamada y salió del baño. Cuando la puerta se cerró, me desplomé con un suspiro. Me prometí
solemnemente nunca ol er a usar tacones en mi ida. Me ardían las piernas como fuego y necesité un momento para ol er a le antarme. Hice una lista mental de lo que debía acer a continuación.
En primer lugar, ¡respirar profundamente! Después, debía arreglar mi maquilla e, salir y fingir que no abía ocurrido nada. Y tan pronto como Joel di era algo sospec oso, me pondría a la espera del Sr. Cincuenta mil dólares. Mi plan sonaba bastante simple, pero efecti o. Hice un pacto conmigo misma de no rendirme asta lograr con encer a Lory de que Joel era un maldito idiota y, probablemente, ¡también un tipo peligroso!
En el camino de regreso pedí en el bar una cer eza sin alco ol antes de ol er con Lory, quien estaba cerca de Joel en la pista de baile.
—¡A , a í estás otra ez Zoey! ¿A dónde fuiste?
Estaba en el baño de hombres, lloré y escuché cómo Joel gana dinero sucio.
—Fui a buscar una cer eza —di e le antando la botella.
—¡Bien! Pensé que te abías ido… por lo de ace un rato. —La ocalización de Lory se abía uelto enredada. ¡Este bastardo!
— l idado y perdonado —respondí sonriendo. Naturalmente no abía ol idado nuestra discusión, pero prefería no tocar el tema asta que Lory estu iera suficientemente sobria. En el estado en que se encontraba, bien podría aber ablado con una pared. Lory se alegró y me dio un beso en la me illa.
Mientras Lory y Joel continuaban bailando untos, me retiré a un sofá acío y obser é a Joel de cerca. Incluso deba o del umo que refle aba los cambiantes colores neón, podía er los círculos oscuros ba o sus o os, enmarcando su iris azul ielo. Me dio un escalofrío al erlo mirando a mi me or amiga.
¡Despierta ya, Lory!
Esperé pacientemente a que los dos terminaran de bailar. Lo que sea que tu iera planeado acer Joel, debía ocurrir en cualquier momento. ¿ uizás de nue o en el baño de ombres?
—¡ ye, Zoey! —gritó Lory sobre la música a todo olumen.
—¿ ué pasa? —pregunté.
—Nos queremos ir. ¿Vienes?
Asentí, tomé la mano de Lory y nos dirigimos untas a la salida. El aire nocturno se sintió elado después de aberme estado derritiendo dentro de la calurosa discoteca.
—¿ uieres que te lle e? —preguntó Lory.
Joel negó con la cabeza energéticamente. —Vamos, bebé. Siempre le preguntas a Zoey y siempre se niega.
Cierto. Todas las otras ocasiones me abía negado porque Joel siempre estaba borrac o o drogado y yo aloraba mi ida. Según Lory, el apartamento de Joel estaba tan solo a dos calles del mío. Sin embargo, prefería caminar cien ilómetros sin zapatos a estar unos minutos en el coc e de Joel.
Pero oy tenía que acer un esfuerzo. ¡Por Lory! Respiré ondo y di e: —No, de ec o, oy sí me gustaría acompañaros. Supongo que un taxi no me lle ará muy le os con mis doce dólares.
—¡Genial! ¡Así el ia e en coc e será muc o más di ertido! —se alegró Lory, mientras Joel y yo nos gruñíamos con los o os. Por primera ez desde que nos conocíamos, estábamos de acuerdo.
Me quité los tacones antes de subirme al asiento trasero del coc e deporti o de Joel. ¡Casi me matan esas malditas cosas!
Luego, me abroc é el cinturón de seguridad y no aparté los o os del elocímetro durante todo el ia e.
Lory se mo ía al ritmo del Hip-Hop que sonaba a todo olumen a tra és del estéreo. Yo estaba demasiado ocupada metiendo las manos deba o del asiento, esperando que la conducción irresponsable de Joel no pro ocara ningún accidente.
—Vas muy rápido —le ad ertí con se eridad. Había conducido más de oc enta ilómetros pasándose el límite de elocidad.
—Tengo prisa —gruñó.
Ja, ¡que te pillen!
—¿Por qué tienes prisa? —pregunté con curiosidad.
—No es asunto tuyo —gruñó Joel y subió la música. ¡Claro que es asunto mío!
Hasta el apartamento de Lory, Joel abía excedido el límite de elocidad constantemente, y yo ya abía en iado más oraciones al cielo que en toda mi ida.
Ba amos del coc e, abracé a mi me or amiga, la besé en la me illa y me despedí. —Duerme bien, te llamo mañana.
—¡Igual tú! Estoy ex austa —di o en oz alta. Lory toda ía estaba ba o los efectos de… lo que sea que le ubiese dado o ec o Joel.
Ay, Lory.
Cuando ol í a subir al coc e, esta ez en el asiento del copiloto, Lory y Joel se ol ieron a abalanzar el uno sobre el otro antes de que Joel regresara al coc e y arrancara el motor sin abrir la boca. De ez en cuando nos propinábamos miradas de desprecio mientras nos manteníamos en silencio.
Del apartamento de Lory a mi pequeño ogar abía einte minutos en coc e. De acuerdo, con Joel conduciendo fueron aproximadamente oc o minutos, sin embargo, no quería estar a solas con él. Me sentía incómoda y mi estómago se contraía dolorosamente cada ez que miraba sus o os azul ielo.
La sensación se intensificó cuando continuó conduciendo en dirección a Midto n Man attan, teniendo en cuenta que nuestros apartamentos estaban en East Village.
—Debías aber dado uelta a í —di e, tratando de mantener mi oz indiferente. No quería que él notara mi miedo.
Maldición, ¿en qué me metí?
—Tengo un pequeño traba o que acer —di o Joel con indiferencia. —¿Cuál?
—Ya te e dic o que te importa una puta mierda.
—¿Lory lo sabe? —lo confronté.
—¿ ué cosa? —gruñó. Me miró con los o os entrecerrados, sin prestar atención a la carretera.
—¡Presta atención a la carretera, maldita sea! —grité.
De mala gana, Joel apartó la mirada de mí.
—No te metas en mis asuntos. —No me quedaba la menor duda de que la forma en que Joel abía enfatizado sus palabras era una amenaza. Y sí, por un lado, realmente tenía miedo de los secretos que escondía, pero por el otro, debía atraparlo para que se mantu iera ale ado de Lory para siempre.
—No me agradas —le di e.
—Tú a mí tampoco. A ora cállate.
—Cuando me des tu mó il —exigí.
Joel se río un poco. —Me importa una mierda.
— l idé mi teléfono en el traba o y necesito escribirle a Lory. Pero está bien, también puedo entretenerme ablando contigo —me reí dulcemente. Con un suspiro sacó su mó il de la guantera. Con o os de águila lo i desbloquear la pantalla – oc o, dos, tres, siete. Mentalmente re isé la
contraseña tres eces más para no ol idarla.
Cuando iba a tomar el teléfono, lo ale ó nue amente.
—Si te eo en otra con ersación, soltaré tu cinturón de seguridad y pisaré el freno, ¿está claro?
—Como el agua —murmuré. Después, abrí W atsApp y busqué la con ersación con Lory. Había docenas de c ats con números no registrados.
Qué reak.
Comencé a escribir.
(Zoey)~ ¿Toda ía despierta? ~ (Lory)~ ¡Claro, bebé!!~ (Zoey)~No, ¡no soy tu bebé! ~ (Lory)~ ¿ ué? Ja, a. ~
(Zoey)~ l idé mi teléfono. Estoy aburrida y Joel no me abla de cosas de c icas. ~
(Lory)~ ¡A ! Ja, a. ¿Sabes qué descubrí? ~ (Zoey)~ ¿ ue no puedes c uparte los codos? ~ (Lory)~ ¡No! ~
(Zoey)~ ¿ ue el c ocolate tiene tres eces más ierro que las espinacas? ~
(Lory)~ ¿¿¿En serio???~
(Lory)~Pero no, tampoco quiero decir eso. ¡Toda ía no tengo ninguna foto uestra! ~
Suspiré. Si fuera por mí, amás abría una foto.
(Zoey)~ Sabes que odio las selfis. ~
(Lory)~ ¡Por fa or! Una foto de buenas noc es. ~
Bufé y le di e a Joel: —Lory quiere una selfi nuestra. A ora.
Joel tampoco estaba entusiasmado, pero cuando le anté el teléfono con la cámara frontal acti ada, ambos sonreímos como me ores amigos. La mano de Joel izo una seña de amor y paz mientras yo sacaba la lengua. Debido a que en nue e de cada diez selfis mías salía borrosa o con rasgos faciales extraños, tomé arias fotos, para estar seguros.
—De acuerdo, suficiente —gruñí. Mi expresión ol ió a tornarse seria y Joel no me ol ió a mirar mientras conducía.
Maldita sea, conducía por calles que nunca abía isto, al menos no en la oscuridad. Joel me lle ó por un área en la que amás entraría sola.
Para distraerme del creciente miedo, le en íe a Lory dos de las fotos.
(Lory)~Muc as gracias, ¡los amo! ~
(Zoey)~Y yo a ti. Besos. ~
Joel se detu o y estacionó deba o de un enorme puente de la autopista. uería esconderme deba o del asiento. La zona definiti amente no era para o encitas como yo, sin importar qué tan ruda fuera siempre. De pronto, tu e muc o miedo.
¿Cómo se me ocurrió que esto era un buen plan?
¡No puedo creer lo estúpida que soy!
Sin embargo, intenté que mi miedo no saliera a la superficie.
—Encantador lugar —di e, obligando a mi oz a ablar lo
suficientemente alto.
—Tan encantador como tú —gruñó Joel y se ba ó del coc e. En lugar de cerrar la puerta, extendió la mano. uería su mó il, el que yo sostenía con ambas manos.
— l ídalo, Joel. No me as a de ar aquí sola, sin un teléfono. oy
contigo, o el teléfono se queda aquí. Puedes elegir —siseé.
—¡Jódete! —Joel cerró la puerta de golpe y se marc ó acia la oscuridad. Desde aquí, no podía er más allá del puente que estaba a cinco metros de distancia. Tan solo alcanzaba a er caminos acíos donde abía farolas. No abía coc es, no abía peatones, simplemente nadie.
La última ez que me abía sentido tan sola abía sido el año pasado… ¡no! Saqué de mi cabeza la idea de mi pasado. Entonces, abrí los o os y recordé la tarea que me abía asignado.
¡Es ahora o nunca!
Tomé dos profundas respiraciones y consideré si debía ponerme los tacones nue amente, pero rec acé la idea de inmediato. Los tacones resonarían en el asfalto y yo debía ser lo más silenciosa posible.
No acía muc o que me abía puesto mi última acuna contra el tétanos, así que me arriesgué y salí del coc e descalza. Cerré la puerta lo más silenciosamente posible y seguí a Joel en la oscuridad, con el corazón latiéndome de forma iolenta.
4
Damon
Si el imbécil no aparecía en los próximos segundos, lo único que ería de mí sería mi partida. diaba la impuntualidad casi tanto como la traición, pues yo no era una persona paciente. En realidad, era todo lo contrario; una bomba con cronómetro que podría explotar en cualquier momento.
Si la oferta de Joel no ubiera sido tan tentadora, realmente no lo ubiera esperado. Pero un T-bird y docenas de piezas de coc e poco comunes no eran cosa de todos los días, incluso en el mercado negro. Aunque el efecto de la cocaína ya era apenas perceptible, no eía absolutamente nada ba o el oscuro puente, fuera del alcance de las luces de mi Maserati .
Maldita coca.
Pero necesitaba el dinero de las drogas para construir mi renombre, no cabía duda de eso. Y cuando Dex descubriera quién fue el maldito bastardo que adulteró las últimas entregas, su cabeza rodaría. Literalmente. Yo no tenía muc as reglas, más bien eran pautas, pero si alguien no las seguía, era duro. Cualquier iolación era castigada. Sin excepción.
Escuc é un coc e estacionarse al costado de la carretera e instinti amente busqué mi Beretta, para asegurarme de que estu iera en la cintura de mis aqueros, como siempre. Nunca abandonaba la ciudad sin el arma. Única y exclusi amente la de aba cuando estaba en el Dark Room. —Llegas tarde —gruñí al er una silueta masculina acercándose. — Joel, ¿cierto?
Asentí. —Sí, lo sé. Hubo un problema.
Estaba atento. Realmente no podía tolerar más problemas.
—¿Un problema con…?
—Nada que alga la pena mencionar. Mu eres —di o Joel con desdén. Asentí, pero seguí desconfiando.
—¿Y quién te en ía?
—U m. Griffey, el propio efe, ¿quién más?
—El propio efe —reflexioné en oz alta. No muc os conocían al líder de los irlandeses, de la misma forma que tan solo las personas con acceso a información pri ilegiada conocían mi nombre, y lo temían.
Cuando se acercó, pude er me or al tipo. Ni su rostro ni su estatura lucían típicamente irlandesas, lo cual alimentaba mi desconfianza. Pero él conocía al efe, así que me mantu e al margen.
—¿Por qué no ino Griffey personalmente? —pregunté.
—Está ocupado. Hay muc a tensión con los asiáticos —se encogió de ombros.
Aun cuando el tipo di era la erdad y aun cuando se eía demasiado odido como para ser policía, no me caía bien y no tenía idea de por qué. —Antes de continuar, quiero asegurarme de que no seas un informante. ¿Me permites?
El tipo asintió y extendió los brazos a los lados.
—¿Estás solo? —pregunté, mientras comenzaba a cac ear su cuerpo. —Claro —respondió Joel.
Palpé la parte superior del cuerpo de Joel, así como sus brazos y piernas, en búsqueda de armas, micrófonos o cualquier otro dispositi o tecnológico que pudiera grabar nuestra con ersación.
Además de un par de píldoras y algo de cocaína, no encontré nada. —¿Y tu teléfono? —pregunté, ya que no abía podido sentirlo.
—En el coc e —señaló al otro lado de la carretera. Así mismo, escudriñé a izquierda y derec a, entre donde abía contenedores de basura llenos, restos de automó iles y otros muebles desde los cuáles un francotirador tendría una buena posición para disparar. Pero todo parecía tranquilo. Me ol í nue amente acia el intermediario irlandés.
—Bien. Vayamos directo al grano. —No quería perder el tiempo. — ¿Dónde está el coc e?
Joel, torpemente, emitió una irónica y torcida sonrisa. —Sí, bueno, no pude conducirlo asta aquí como prometí, el robo aún es demasiado reciente. Pero todo está en el muelle.
Tomé a Joel por los ombros de su c aqueta y lo acerqué tanto a mí, que podía oler su aliento a cigarrillo.
—¿ uieres tomarme el pelo?
Joel le antó las manos, como si fuera un ladrón con icto.
—¡No! No, no quiero. —Tenía los o os muy abiertos y la respiración entrecortada. Podía oler el miedo saliendo por cada uno de sus poros.
—¿ uién te en ió realmente? —gruñí.
—Los irlandeses, ¡lo uro!
—Sabría si los irlandeses tu ieran campamentos en el muelle.
Continué apretando fuertemente. uienquiera que fuera realmente este tipo, no pertenecía a los Brothers, lo sabía. Maldita sea, ¡lo supe desde el primer momento!
—¿ uién cara os eres? ¡Habla! —bramé. Pero él tan solo tartamudeaba cosas incomprensibles. Mi ira no conocía límites y mi corazón estaba bombeando sangre ir iendo por mis enas.
—¿Perdiste la lengua? —le pregunté.
Joel sacudió la cabeza tan iolentamente, que el sudor de su frente salpicó en todas direcciones.
—Entonces te recomiendo que ables. me encargaré de que
erdaderamente la pierdas —le amenacé. Mi mirada enfadada izo que Joel se con enciera de que estaba ablando en serio.
Mierda, el tipo se abía metido con la persona equi ocada. No estaba de umor para uegos, especialmente a ora.
Un destello en la dirección de los contenedores de basura llamó mi atención. Le siguió un estruendo.
—¿ uién anda a í? —gruñí. Mi mirada seguía fi a en la silueta detrás de los contenedores, mientras cogía la ropa de Joel tan fuerte que se le cortaba la respiración.
—No tengo idea —adeó Joel.
—Maldito mentiroso —maldi e. —¡Última oportunidad de confesar! Empu é al traidor, quien se tambaleó dos pasos acia atrás. En menos de un segundo saqué mi Beretta, la cargué y apunté a Joel, quien estaba petrificado.
—Hermano, no tengo idea de quién es —respondió Joel apanicado. Sus o os no se apartaban de mi lustrada pistola.
Hubo un fuerte ruido pro eniente de los botes de basura. Una sombra salió corriendo. Tan solo un segundo de distracción fue suficiente para que Joel me golpeara en la cara. Me dio en la me illa y pude saborear la sangre.
—Joel, ese fue tu final —bramé antes de abalanzarme como un lobo sobre mi atacante, quien se sostenía la mano aciendo una mueca de dolor. El idiota me abía golpeado con tanta fuerza que se abía roto algunos uesos de la mano, mientras a mí tan solo me abía ec o enfurecer. —¡Por fa or! —rogó Joel, tapándose la cara con las manos. Golpeé su maldita cara de mierda, de manera que amás nadie la ol ería a reconocer.
—Te mentiste con el tipo equi ocado —grité entre puñetazos.
A diferencia de este no ato, yo tenía años de experiencia peleando. La adrenalina bombeaba a tra és de mi cuerpo; estaba ena enado. Maldita sea, acía muc o que no me ele aba tanto y se sentía tan bien.
—¡Para! —sollozó Joel como una niña pequeña. Pero no me detu e asta que mis manos estu ieron cubiertas de sangre y mis nudillos
palpitaban.
Me lo quité de encima y me puse de pie, mientras Joel yacía inmó il en el suelo. Por a ora, lo abía noqueado. Aun así, pateé el ombro de Joel con firmeza.
—Maldito mentiroso.
Respiré profundo, a ora debía encargarme de su compañero, quien podría tener todo grabado. No podía de arlo escapar, ba o ninguna circunstancia.
5
Zoey
Desde los contenedores de basura no tenía una buena ista de Joel y del desconocido. No eía muc o por los faros del e ículo deporti o y escuc aba aún menos. Pero aún a la distancia, me percaté de que el su eto lle aba ropa ec a a la medida. Sus ombros eran demasiado anc os para las c aquetas estándar. ¡ ué enorme debía ser, al menos dos cabezas más alto que Joel!
De la manera más silenciosa posible, me arrastré un poco más adelante. Aunque la oscuridad me protegía de sus o os, estaba asustada. diaba la oscuridad, en donde todo parecía acec ar y mis mayores miedos se acían realidad. El corazón me palpitó asta la garganta al acer mi atre ido mo imiento. Me sentí como un agente secreto o un éroe en acción, solo que no tenía abilidades especiales ni compañeros para respaldarme. Estaba sola, descalza y lo menos preparada posible.
¡¿Por qué tenía que descubrir sus mentiras usto hoy?!
Me atre í a acercarme un poco más para descubrir más detalles. El desconocido tenía una barba bien arreglada de unos tres días, y no tendría más de treinta años. Su expresión era seria, casi desconfiada. Aun así, lucía bastante atracti o, y eso que tan solo abía podido escudriñar ciertos rasgos a tra és de la oscuridad. ¿Por qué los ombres que me atraían siempre tenían que ser c icos malos? No, el tipo no era un c ico malo. Era un ombre, definiti amente muc o peor que un c ico malo.
Ec é la cabeza para atrás y me odié por aber desistido tan rápido de empare ar a Lory con Ja e del Animal Care Center. Si no me ubiera rendido, no estaría aquí, escondiéndome de ombres cuyo aire criminal era
inconfundible. Apreté los labios al percatarme de que todo este
escenario tenía ese aire.
¿En qué me había metido?
Con las manos temblorosas, desbloqueé el mó il de Joel. Tenía que respirar profundo y concentrarme en lo que estaba aciendo aquí. Estaba aquí para demostrarle a Lory que Joel era un idiota que se reunía con apuestos efes de la mafia ilegal ba o los puentes de la carretera y… ¿qué estaban aciendo?
Con ersaban. La temblorosa oz de Joel era claramente diferente a la oz dominante del desconocido, pero no alcanzaba a entender ni una sola palabra. El corazón me latía bruscamente contra el pec o.
Aunque tenía miedo, me llené de alor y abrí la cámara. Toda ía mostraba la cámara frontal con la selfi de Joel y mía. El atracti o criminal cogió a Joel por el cuello y se me detu o el corazón en seco. Joel tenía las lla es del coc e.
Qué pasaría si… ¡para, Zoey! Sin uegos de 'qué pasaría'. No ahora. Necesitaba algo para protegerme. No importaba qué tan de noc e fuera. Cambié a la cámara principal e intenté buscar un buen ángulo para grabar. Logré capturar ambas caras en el encuadre, al c ico malo de frente y a Joel de perfil y comencé a grabar. Inmediatamente, una brillante luz atra esó mi escondite y casi me muero al darme cuenta de mi fatal error. Había ol idado apagar el flas .
Oh Dios, soy tan estúpida, ¡tan estúpida!
El atracti o y peligroso tipo gritaba tan fuerte, que a ora sí podía identificar cada palabra. Sin dudas me abía isto. En un instante empu ó a Joel y le apuntó con un arma. El tipo tenía un arma con él y su mirada re elaba que no tenía escrúpulos para apretar el gatillo.
Oh Dios, un arma cargada.
No podía respirar y sentía que me estallaría el corazón en cualquier momento. Mi mente recordó mi pasado en un abrir y cerrar de o os. Miedo, lágrimas, una explosión y después, silencio... Esa noc e pensé por primera ez que podría ser mi última noc e en la Tierra.
¡No, no moriré por este idiota!
Mis instintos tomaron el control de mi cuerpo y de é que sucediera. Escuc é lo que ocurría en la pelea entre Joel y el mafioso y apro ec é la oportunidad. Ec é a correr tan rápido como mis pies descalzos me lo permitieron. Jadeante y con el pec o ardiendo, continué corriendo en la oscuridad, sin mirar atrás.
No tenía la más mínima oportunidad en una pelea contra esos anc os ombros; tampoco tenía dudas de que Joel perdería la riña, si no es que la
abía perdido ya. Escapar era mi me or oportunidad, mi única posibilidad de sobre i ir.
¡Correr o morir!
Si tan solo ubiera pensado más en esto. Me ardían los pulmones como si ubiera respirado fuego y me dolía el cuerpo a cada paso que daba. Lágrimas calientes comenzaron a recorrerme el rostro, nublándome la ista. Escuc é fuertes pasos detrás de mí. Se estaba acercando, podía escuc ar el adeo de su respiración.
—¡Detente, maldita sea!
Corrí aún más rápido, empu ando mi cuerpo a sus límites absolutos y aún más allá. Nunca en mi ida abía sentido tanto miedo. Ni siquiera en las noc es cuando toda ía i ía en casa.
Excepto… ¡no!
Enfadada, me saqué los pensamientos de la cabeza. Si estos eran mis últimos momentos en el mundo, no se los regalaría al ombre que abía temido muc o antes que a mi perseguidor. El áspero asfalto me quemaba las plantas de los pies, pero continué corriendo. Sentí como si estu iera en uno de mis sueños más recientes, en donde corría y corría, pero no podía escapar del lugar.
—¡ ue te detengas, maldita sea! —gruñó mi implacable perseguidor. Se escuc aba como un lobo ambriento. Dios mío… él era un lobo y yo su presa.
Me arriesgué a mirar rápidamente sobre mi ombro y tragué sali a al percatarme que mi cazador no estaba a más de diez metros de distancia. Aún tenía en la mano el teléfono de Joel, pero no podía llamar al 911 sin aminorar el paso. Tenía que perderlo, de alguna manera. Pero tenía que ser pronto, porque mi cuerpo no aguantaría el esfuerzo por muc o más tiempo. Todo me dolía, cada músculo, cada respiración, cada latido de mi corazón. Se me contra o el estómago y me sentí enferma al pensar lo que mi perseguir podría acer conmigo si me atrapaba.
¡Soy tan estúpida!
Tan solo unos pasos me separaban de mi perseguidor, su adeante respiración se ol ía cada ez más fuerte y luego pasó algo que amás le perdonaría a mi cuerpo: me tropecé. El mundo a mi alrededor se mo ió en cámara lenta y pude sentir cómo perdía el equilibrio, sin poder acer nada al respecto. Hacía muc o que no me sentía tan impotente y odié a mi cuerpo por aberme traicionado amargamente. Mi último pensamiento
ba o el crepúsculo fue que no abría forma de que mi estido sobre i iera ileso a seme ante caída. Sí, mirando a la muerte a los o os, pensé en mi maldito estido…
No soy normal, tengo que estar en erma…
Después, c oqué bruscamente contra el suelo y el transcurrir del tiempo ol ió a la normalidad. El maldito mundo seguía girando como si nada ubiera pasado. Sentí cómo mis piernas se rasparon contra el asfalto mientras mis manos, instinti amente, rodearon mi cabeza para protegerme del impacto. El teléfono se deslizó en el suelo y terminó unos metros le os de mí. Había silencio. Me retumbaban los oídos, interminablemente. Me punzaba todo el costado izquierdo del cuerpo. Me abía quedado sin aliento y cuando intenté in alar sentí un dolor agudo. ¿Acaso me abía roto una costilla?
Mis músculos seguían tan tensos como si aún estu iera corriendo. Pero la carrera abía terminado. Su cacería abía terminado. Me abía atrapado… sentí su cuerpo sobre mí y escuc é sus gruñidos guturales mientras sus enormes manos me tomaban por las muñecas.
—De a de resistirte —gruñó.
Pero no le ice caso. ¡Al contrario! Reuní mis últimas fuerzas para seguir luc ando.
¡No me rendiré sin antes luchar!
Aunque me tenía su eta con firmeza, me las arreglé para propinarle con el codo un golpe en las costillas. Me soltó ligeramente y supe que abía atinado a un área sensible, así que ol í a golpear la misma zona y posteriormente su cara expuesta.
Me soltó maldiciendo y yo apro ec é esos preciosos segundos para alcanzar el mó il de Joel para poder pedir ayuda.
¡Por avor, que no esté roto!
Encendí la pantalla y marqué el número de emergencia desde la interfaz de urgencias, por lo que no tu e que desbloquear el dispositi o. Fueron los dos segundos más largos de mi ida antes de poder escuc ar que salía la llamada… pero mi cazador me arrebató el teléfono de las manos y este cayó a cinco o seis metros de mí.
—¡No! —grité tan fuerte como pude. Junto con el mó il abían salido olando todas las esperanzas que tenía de ser rescatada.
Con la mirada llena de ira y los o os oscuros, le antó el teléfono, io la pantalla y gruñó 'Número equi ocado' antes de colgar. Me paralizó
mirándome con los mismos o os oscuros. Estaba petrificada y no podía mo erme. Por primera ez noté lo ermoso que era su rostro realmente. Sí, tenía rasgos faciales bruscos y el ceño fruncido, pero aun así era ermoso –a su perfecta manera. Se abía arreglado a la moda el corto cabello castaño oscuro, y su barba de tres días, bien recortada, tenía el mismo color. Gracias a la pelea con Joel o conmigo se le abía partido el labio y tenía la me illa inc ada. Pero eso no le abía quitado la intensidad en la mirada.
—Por fa or —supliqué, antes de que se me quebrara la oz.
¡Por avor no me mates! ¡Tan solo dé ame huir!
Sus manos ol ieron a atraparme y esta ez no pude defenderme. —Sé buena, no quiero lastimarte, niña —gruñó.
uería golpearlo, patearlo, escupirle, morderlo y defenderme con todo lo que me quedaba. Pero no me quedaba nada. Ni esperanza, ni control sobre mi cuerpo. Sacó unas bridas del bolsillo de su pantalón. Al obser ar mi mirada confundida, di o: —Uno nunca sabe.
Maldición, ¿en qué me había metido?
Había sido golpeada por un tipo que era demasiado guapo para la cárcel, traía bridas con él, tenía un arma y acía tratos nocturnos ba o puentes aislados en la carretera.
Por primera ez en mi ida, añoré mi ida pasada. Daba igual que terminara, terminaría mal. Estaba segura de ello.
Me ató las manos a la espalda y me de ó a í, tirada. Aunque ya abía pasado muc o tiempo después de la media noc e, el asfalto seguía caliente por el sol del erano. La calidez del asfalto era reconfortante, teniendo en cuenta el frío que me rodeaba. ¿Vol ería a er el sol alguna ez?
Las manos de mi cazador, el ombre que decidiría mi destino, eran sua es y de mo imientos ábiles. Las bridas en mis muñecas me cortaban la piel a cada respiración, mientras que la erida en mi brazo izquierdo comenzaba a escocerme. Eso me ol ía loca, casi tanto como el ec o de que alguien pudiera decidir sobre mi destino.
Dios mío. Ya no era mi perseguidor, sino mi secuestrador. Se puso de pie y en lugar de ayudarme, me de ó tirada en esa posición denigrante. Me miró con sus o os oscuros y siniestros y cogió el teléfono. Su muñeca tenía un triángulo tatuado. Sencillo, pero bonito.
—La contraseña —exigió.
Cara o. Ante la muerte inminente, no podía recordar la maldita contraseña. Todos los números que me pasaron por la mente eran mi cumpleaños, las primeras cifras de mi número de seguridad social y el número telefónico del Animal Care Center. Si él no abía tenido intención de matarme, al menos a ora yo ya abía terminado con mi propia ida. —No es mi teléfono —susurré.
—No me mientas, tomaste fotos —gruñó él.
Su mirada era peligrosa, y su aura, aún más peligrosa. Ante mí abía un lobo ambriento con forma umana.
—No recuerdo la contraseña —lloré por lo ba o.
Me agarró por el brazo y me le antó como si fuera li iana cual pluma. Dios, era tan fuerte… ¿qué abía pasado en su ida para que terminara aquí?
—Será me or que te apresures a recordarla. Tienes asta que lleguemos al coc e —susurró mi secuestrador.
Camino al coc e, esperaba que pasara un peatón, una patrulla o una ambulancia, esperaba a un caballero con armadura brillante y un milagro. Pero nadie pasó. Estaba sola con el enorme y feroz lobo que me arrastraba a su cue a o Dios sabe a dónde, sin que nadie supiera nada al respecto. Cada paso se sentía como si caminara sobre idrios rotos. Mi perseguidor, que me tenía cogida por el brazo, me miró los pies descalzos. —¿Por qué no traes zapatos?
—Están en el coc e de Joel —respondí en automático. De repente, mi mente se calmó y se undió en lo más profundo de mi ser, para así planear otra estrategia de escape… o para rendirse y morir, como un animal erido. No lo sabía con certeza, pero me daba igual. Mi libertad era todo lo que tenía y mi secuestrador me la abía arrebatado. Era lo único que me quedaba por defender.
Al mirar más de cerca mis pies eridos, me le antó abruptamente y me cargó sobre su ombro. Se me salió el aire de los pulmones y ol ió a aparecer el dolor en mi costado izquierdo, aciéndome er que en efecto me abía lastimado las costillas al caer, pero no me opuse. Sin importar qué tan umillante e incómoda fuera la posición, era me or que ir por mi cuenta. Me pregunté si me abía cargado para ir más rápido o si realmente quería quitarme un poco de dolor.
Zoey Amber, ¡de a de estar simpatizando con tu secuestrador!
No quería pensar bien de él, pero estando tan cerca de su cuerpo, podía oler su aroma. Tenía una fragancia masculina y amarga, como a madera de cedro con un toque cítrico. También podía oler el peligro que representaba para mí. Peligroso, sí, sin duda alguna, pero ¿mortal? No. Nadie que quisiera matarme olería tan bien, o sería tan atracti o. Un asesino olía a ielo, sudor metálico y bilis amarga.
Ya casi llegábamos a su coc e, podía er las luces de los faros. De pronto me di cuenta de que, en cuestión de segundos, abía perdido toda mi libertad. ¡Era aún peor a ora que lo abía aceptado! ¿Realmente era tan débil que me rendiría tras aber perdido la primera pelea?
No, Zoey. ¡Eres más uerte que eso!
Mientras estaba siendo secuestrada, ice un pacto conmigo misma, un uramento eterno.
¡Nunca de aré de luchar por mi libertad!
Pero primero debía respirar profundo y rela arme. Mi cuerpo necesitaba desesperadamente descansar. Cielos, estaba tan agotaba que podría aber dormido tres días seguidos. Pero a ora no me permitiría dormir, tenía que mantenerme alerta para no perder mi oportunidad de escapar exitosamente. Tenía que mantenerme despierta.
Mi desconocido secuestrador me lle ó de nue o al lúgubre sitio deba o del puente y pasamos unto a Joel, quien yacía destrozado en el suelo. Me a ergonzaba el pensamiento, ¡pero él se lo merecía! Aun cuando deseara que Joel pudiera sal arme de alguna manera, sabía que él nunca aría eso. Era un idiota egoísta y me odiaba tanto como yo a él.
Con tan solo presionar un botón se abrieron los seguros del coc e deporti o y el maletero; a í me metió mi secuestrador y yo entré en pánico. ¿Me quería encerrar? ¿En este pequeño espacio?
Lo miré llena de duda, pero él estaba en silencio y su silencio me asustó aún más.
Me miró de uelta, tomó mi barbilla entre sus dedos y giró mi cabeza en todas direcciones, después obser ó mi pierna llena de raspaduras. El shock aún era tan profundo que no sentí nada. Pero sabía que el dolor llegaría pronto, tan rápido como se disipara la adrenalina.
bser é a mi secuestrador con atención. Sus o os oscuros estudiaban cuidadosamente mi cuerpo y por unos segundos sus duras facciones se sua izaron y pude er a la persona ba o la máscara. Mi miedo también desapareció durante esos segundos.
El c irrido de unos neumáticos sobre el asfalto izo que sus rasgos se endurecieran nue amente.
—Mierda —gruñó y rodeó su auto. Después escuc é arios disparos. Me estremecí con cada estallido.
Me quedé atónita. Joel abía escapado sin mí, ¡ese desgraciado cobarde! Me abía abandonado con mi secuestrador. Me abía traicionado y de ado a mi suerte, aceptando todo lo que pudiera pasarme.
Una ez más, el pánico se apoderó de mí y gritó: ¡Corre! ¡Corre tan rápido como puedas! Y maldita sea, tenía razón.
Lo que sea que aya creído er en ese ombre, no podía esperar nada de ello. Tenía que escapar. ¡A ora! Esa era la oportunidad que abía esperado y tenía que apro ec arla.
Tomé tanto impulso con las piernas como pude y salté del maletero. La euforia que me lle ó a acerlo desapareció apenas tocaron mis pies el suelo. uemaba como estu iera tocando el fuego del mismísimo infierno. Suprimí mi llanto, pero mis pies lastimados ya no podían soportar el peso de mi cuerpo y ol í a caer.
¿Por qué demonios estaba conspirando mi cuerpo en mi contra? Me estaba undiendo en un agu ero. Me dolía terriblemente el costado izquierdo y apenas podía respirar, pero no quería rendirme. Me mordí los labios para contener el llanto y me arrastré para poder escuc ar los pasos de mi secuestrador y mirar por deba o del coc e.
¡Por avor dé enme despertar de esta pesadilla de una vez!
6
Damon
Me di por encido después de disparar todas mis balas a ese bastardo. El tipo ya estaba acía muc o que estaba fuera de mi alcance, pero lo abía identificado. Le escribí un corto mensa e a Da id, él se encargaría de todo, así que ol í a la c ica. Maldición, no tenía más de einte años y su pequeña complexión inmediatamente abía e ocado un instinto protector en mí. Al mismo tiempo, tenía más fuego que cualquier otro tipo con quien ubiera peleado. Tenía espíritu de guerrera, tenía que admitirlo. Pero no podía de arme cegar por eso, era la cómplice de Joel, sin importar qué tan inocente pareciera, no lo era.
Regresé a la parte trasera de mi Maserati y nue amente la c ica me demostró sus ganas de sobre i ir. De alguna manera se abía logrado liberar del maletero, pero no abía llegado a más de tres metros de distancia.
La ol í a le antar para meterla nue amente en el maletero. Necesitaba respuestas, y rápido.
—Parece que tu amigo te abandonó —susurré.
—No es mi amigo —di o entre dientes. Me miró furiosa. cultó bien su miedo, pero no lo suficiente para mí.
—Da igual. ¿Tienes idea de en qué tipo de problema estás metida?
Sus o os se umedecieron isiblemente y, en mi interior, sentí algo que no abía sentido en muc o tiempo.
¡No te ablandes, ella es el enemigo!
—Creo que sí —respondió acilante. Después, encogió sus ombros para dirigir la atención a las ataduras de sus muñecas.
—¿ uién es tu cliente? —continué preguntando.
—¿ ué? ¡Yo… yo no sé nada de nada!
—¿ uién te en ió?