—Por fa or, no sé nada, ¡lo uro! —sollozó. Dios, sus sollozos eran espantosos… ¡Cara o! No quería ablandarme. Más bien, ¡no me podía permitir ablandarme! No a ora.
—Por los mil demonios ¿quién es tu maldito cliente? —grité.
—¡Por fa or dé ame ir! No sé nada.
Realmente la abía asustado. Su miedo era real, eso estaba claro. Reconocía a los mentirosos a primera ista, y en este caso, sabía que ella decía la erdad. Pero eso no explicaba todo. El ec o de que no supiera de un cliente no significaba que fuera inocente.
—¿ uién es Joel? —continué preguntando agresi amente.
—No lo conozco muy bien. Y lo odio. Incluso antes de… esto.
En sus o os i la misma ira que a eces yo mismo sentía. Solo que esta delicada criatura no podía ser tan de astadora como yo.
—¿Cómo desbloqueo el teléfono? —pregunté sacándolo del bolsillo de mi pantalón.
— c o, dos, tres, siete —di o, pensati a. Su rostro se iluminó por un corto momento por aber recordado los números. Luego ol ió a ponerse seria.
Desbloqueé el teléfono, el cual tenía profundas grietas en la pantalla, y miré las fotos que abía tomado de mi con ersación con Joel. Únicamente abía una foto y estaba casi negra. Encontré más interesante una foto que estaba antes. La c ica y Joel sonreían a la cámara. Me enfurecí. La c ica me estaba tomando el pelo. Por eso no le mostraba mi buena naturaleza nadie, tan solo a mis confidentes más cercanos.
Sostu e la foto ba o su nariz.
—¿Te tomas selfis con las personas que odias? ¿Conduces con ellas por Nue a Yor ? ¿De as tus zapatos en el coc e de las personas que odias? ¿Te sabes la contraseña del celular de las personas que no conoces? —pregunté con la oz ronca. Cara o, mi oz sonaba como un trueno, peligroso y aterrador. La carga de la prueba era abrumadora y tenía curiosidad por saber cómo se defendería. Una pequeña parte dentro de mí esperaba que pudiera. Sería una pena si no era así.
La c ica apretó los labios y e adió mi mirada. La tomé por la barbilla y la obligué a mirarme a los o os. —¡Respóndeme!
—Sé lo que parece… —suspiró, y sus o os erdes nue amente se llenaron de lágrimas.
—Sí, se e bastante mal cuando no respondes —una ez más, aumenté la presión de mis preguntas.
—No me de arás ir, ¿cierto? —su oz tembló.
—No, eres mi garantía de que Joel ol erá —le respondí con onestidad.
Su reacción lo di o todo. Se rió con amargura antes de decir: —No algo una mierda para Joel, créeme.
Le creía, sin embargo, aún no podía de arla ir. No era tan fácil. Primero, debía asegurarme de que no traba ara con ningún grupo de la mafia que estu iera en mi contra o de alguno de mis aliados.
—Mierda, no tienes idea de dónde te acabas de meter —le di e, pensati o.
—Entonces dé ame ir —me suplicó.
—No —mi oz era gra e y ibraba en su cuerpo tembloroso. Le daba miedo. ¡Bien! Necesitaba mantenerla ale ada de mí, y, sobre todo, de mis sentimientos. No me gustaba lo que buscaba en mí su mirada de súplica. Necesitaba la información lo más pronto posible. Es por eso que debía de ar que Da id le exprimiera asta el más mínimo detalle. No sabía cómo, pero ella era mi riptonita, me ablandaba y la odiaba por eso. Ella y sus o os de color erde esmeralda.
¡No me puedo permitir mostrar debilidad alguna!
La empu é del ombro para poder cerrar el maletero sobre ella, pero se resistió efusi amente.
—¡No, no!
Cuando la perseguí, ella abía sentido miedo, abía empu ado su instinto y oluntad de super i encia al límite. Pero este miedo no era nada comparado con el pánico que le tenía a la oscuridad del maletero. Su respiración era rápida y entrecortada mientras la parte superior de su cuerpo empu aba mi mano con todas sus fuerzas.
—No es un ia e largo —gruñí, mientras la empu aba con más fuerza. Pero mis palabras tan solo alimentaron el pánico de su cuerpo aterrorizado. Sus reacciones se ol ieron tan iolentas que temí que perdiera el conocimiento en cualquier momento. Entonces la solté.
Joder, ¿qué está haciendo esta chica conmigo?
Me miró con los o os llenos de temor, sus pupilas tan dilatadas que apenas se podía distinguir el iris erde.
Me ablandaba…
Miré sobre su ombro y encontré adentro del maletero una de las bandanas de Valentino. Esas malditas cosas estaban por toda la illa y en todos los coc es. Pero en estos momentos estaba agradecido por el caos de Valentino. El camino a mi illa estaba más ale ado de lo que le abía prometido a la c ica, y debía mane ar tan cuidadosamente como me fuera posible. A pesar de tener contactos malditamente buenos, no podía sobornar a todos los policías de Nue a Yor . No tenía idea de cómo explicarles a los policías que tenía a una niña atada en el maletero. Hoy en día los policías disparaban y luego acían preguntas.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, pero no obtu e respuesta. Suspirando cogí a la asustada c ica que suspiró ali iada cuando la coloqué en el asiento del pasa ero del Maserati. Después coloqué la bandana azul frente a su cara y di e: —Entiendes que no puedo mostrarte el camino a mi illa.
Un montón de destellos de pensamiento recorrieron su cabeza. Alternaba la mirada entre mí y la bandana frente a ella.
—Es eso o el maletero —gruñí. Me estaba poniendo realmente impaciente. Necesitaba llegar cuanto antes a la illa para ablar con mi gente. Necesitaba saber qué abía salido mal esta noc e y encargarle la c ica a Da id.
—Está bien —di o sua emente y me permitió colocarle la bandana. Su largo y sua e cabello olía a bourbon de ainilla y casi enloquezco al rozarle la me illa cubierta de lágrimas.
uería tomarla por el pelo y ol erla a meter en el maletero, para así no tener que erla durante más tiempo.
En cambio, le pasé el cinturón de seguridad alrededor del torso y se lo abroc é. Apagué el teléfono mientras caminaba, le retiré la batería y arro é ambos al maletero antes de subir al asiento del conductor. Miré rápidamente la guantera donde estaba mi arma de repuesto, pero la c ica tenía los o os endados y estaba inmo ilizada, así que no me causaría problemas.
—¿Cómo te llamas? —pregunté de nue o.
Ella guardó silencio. Después de aber conducido algunos ilómetros al norte, la c ica sin nombre suspiró profundamente.
—¿Vas a matarme? —su oz temblaba.
Me impactó su pregunta. Nunca alguien en su situación se abía atre ido a preguntarme.
Esta ez, yo callé.
—¿ ué as a acerme? — ol ió a preguntar.
—No te preocupes por eso, ya no es tu problema —rugí.
El cuerpo de la c ica tembló. Luego protestó: —¡Sí lo es!
Sonreí. Tenía más bolas que la mayoría de los tipos con los que abía peleado.
No obstante, no me permití seguir ugando con ella, así que continué concentrándome en la carretera.
¿ ué debía acer con ella si era culpable? Aún más importante, ¿qué aría con ella si era inocente?
Pese a los o os endados, ¿podría de arla ir? Aunque sus sentimientos eran un libro abierto, sus reacciones eran impredecibles.
—Me estás poniendo en un maldito aprieto —suspiré.
—No si me de as ir.
—¡Maldita sea! —bramé tan fuerte que ella izo una mueca, sobresaltada. —Te pro íbo ol er a ablar de eso.
—¡No oy a de ar que me pro íbas nada! —gritó de uelta.
Frené el auto tan abruptamente que la fuerza nos arro ó contra los cinturones de seguridad. Yo estaba preparado para eso, pero ella no.
—No tienes otra opción —terminé nuestra con ersación.
Dios, esta c ica me ol ía loco, tenía que ale arme de ella, eso estaba claro. Todo el camino estu e pensando en el dilema que tenía enfrente. Los problemas comenzaban a golpearme como una tormenta tropical, enorme e impredecible. No me oraba muc o las cosas el ec o de que mi me or fuente de información fuera una c ica asustada.
Cuando atra esé la puerta del perímetro de mi illa, aún no abía pensado en una explicación. Mi siguiente mo imiento dependía de la información que Da id pudiera obtener de ella.
—¿Cuál es tu nombre? — ice un último intento. Con un nombre podría buscar en las bases de datos de mis contactos.
—Dime tu maldito nombre —gruñí.
¿Por qué demonios no decía nada? Todo el camino me abía llenado de preguntas y se abía re elado, pero nunca abía dic o su nombre. ¿Era tan importante? ¿Acaso era la i a de un in ersionista rico o podría exponerla? Suspirando ba é del auto y lle é a la silenciosa c ica asta la entrada. Esta ez la de é caminar para demostrarle que tenía poder sobre ella, le
gustara o no. Sus pies descalzos resonaban a cada paso sobre el granito de las escaleras. Una ez arriba, la condu e a tra és del camino de entrada.
A pesar de la ora muc a de mi gente seguía despierta, ugando por dinero o oyas, bebiendo o encargándose de sus armas.
Da id estaba sentado unto a Valentino y Dex en la mesa de pó er. Le antó la cabeza y sus o os se llenaron de seriedad al er mi apéndice. En cuestión de segundos la abitación se tornó silenciosa, ya nadie di o nada. Miré a mi alrededor, todos esperaban a que yo di era algo. Y di e lo primero que me ino a la cabeza:
—Tenemos un enorme maldito problema.
7
Zoey
diaba a mi secuestrador. Lo odiaba por aberme secuestrado, por
aberme quitado la ista, por arrancarme el aire de los pulmones y lo odiaba por su poder sobre mí. A cada paso que daba, mi odio iba en aumento.
uería golpearlo, destruirlo, ¡matarlo!
¿Cómo se me abía ocurrido er algo umano en él? Era un monstruo, una bestia que me abía arrastrado asta su guarida, y yo era consciente de ello. Pero me resistiría asta el final. Él no me abía atrapado sin antes pelear y nunca obtendría mi nombre. Podía robarme mi libertad, quitarme la ida, pero mi nombre me pertenecía.
El suelo ba o mis pies se ol ió diferente y escuc é ruidosas oces masculinas que se reían o parloteaban bulliciosamente. ¿Acaso alguno de ellos podría ayudarme? lí umo de cigarrillo y algo más que me recordaba a fuegos artificiales – ¿pól ora?
—Tenemos un enorme maldito problema —di o mi secuestrador.
¿De erdad? ¡Yo era la que tenía un problema! ¡Me abían robado mi libertad! Yo era la que tenía el maldito problema para el que no abía solución. Pero a ora yo también era su problema. Si tan solo ubiera aceptado a Joel, entonces nada de esto ubiera pasado. Sentía que me ol ía loca con mis emociones saltando incesantemente entre miedo, pesar, culpa, ira, pánico y esperanza.
—¿Y a ora qué, Damon? —preguntó otra oz aronil.
—A la sala de conferencias, a ora —gruñó mi secuestrador, a quien abían llamado Damon. Los monstruos no tenían nombre. Se llamaban bestia, monstruo, pesadilla. Él se llamaba Damon… tal ez no me abía equi ocado al er una c ispa de umanidad en él.
Me lle aron a otra abitación. Tres o cuatro personas nos siguieron, escuc aba sus pasos a mis espaldas. Todo estaba en silencio, a excepción
del golpeteo de mi corazón preocupado. Mi secuestrador me de ó ir y se cerró la puerta tras de mí. De pronto, la oscuridad me abía engullido y estaba sola. ¿ uién me ec aría de menos, mientras estaba en la oscuridad? Lory tenía razón… además de ella, no abía nadie a quien yo le preocupara. ¿Por qué tenía que ser secuestrada para darme cuenta de ello? Lory, lo siento tanto.
—¿ uién es? —preguntó un ombre con acento. No podía identificarlo muy bien, pero supuse que era un acento sudamericano.
—Si tan solo lo supiera —suspiró mi secuestrador.
—¿Y qué ace aquí? —preguntó otro ombre. Sin dudas era americano, su oz era áspera y dura como de militar.
Me estremecí cuando ablaban de mí. Una y otra ez, mi adolorido cuerpo me distraía, y las bridas estaban profundamente enca adas en mis muñecas.
— uizás estaba en el lugar equi ocado a la ora incorrecta —di o Damon. No podía soportar que ablaran como si yo no estu iera a í, así que lo interrumpí.
—De a de fingir que no estoy aquí —le espeté.
Alguien me pateó la rodilla y caí incada, con un nue o dolor atra esándome el cuerpo.
—Cierra la boca. Aquí no tienes nada que decir a menos que te lo pidan —amenazó un tercer desconocido. Presionó un cuc illo contra mi cuello. No quería admitirlo, pero la amenaza funcionó. No di e nada más. Para
e itar que me gobernara el pánico, me concentré en todo lo que podía percibir. Voces, olores, nombres, ruidos. Toda la información la almacenaba en mi cerebro, para que más tarde, cuando me liberara, pudiera darle a la policía una imagen clara de mi situación. El tener un plan me tranquilizaba, relati amente.
—Está bien, Da id —di o Damon con gra edad.
—Tú eres el efe —gruñó Da id. La presión en mi garganta desapareció y me rela é un poco.
—Me imagino que tu reunión con los Brothers no fue muy buena — preguntó Da id. Caminó a mi alrededor y sus pesados zapatos me pro ocaron pequeños estremecimientos. Después escuc é que se abría una botella y ertían líquido en un aso.
—Cara o, no. No fue nada buena. ¿Al menos ubo alguna coincidencia con la matrícula?
—No, la matrícula no está registrada. Pero el coc e se a usta a una descripción de robo de ace tres semanas.
Me quedé sin aliento. Si tan solo lo ubiera pensado antes. Joel se abía estado quemando crónicamente, ¿cómo podría aber comprado de repente un coc e tan caro?
Ay Zoey, ¡chica tonta!
—¿Cuál es su nombre completo? —alguien me tocó el ombro. Una señal de que la pregunta iba dirigida a mí.
—Joel Bo en —respondí. Si es que ese era su erdadero nombre; en esos momentos, yo ya no le creía nada a ese bastardo.
—¿Y a ora? —preguntó el tipo militar.
—¿Da id? Necesito saber si ella está diciendo la erdad. De o mi confianza en tus manos —di o mi secuestrador.
Dios, ¿qué vas a hacer conmigo?
Ya les abía dic o todo lo que sabía, ¿entonces qué más debía confesarles? ¿ me torturarían asta que confesara cosas que no abía ec o? Maldición, estaba en mi propia inquisición, de la cual no abía escapatoria.
—Tómalo por ec o. Para mañana sabrás todo lo que necesites saber. —Ynecesitamos una estrategia —susurró Damon.
Me le antaron bruscamente y me sacaron de la abitación. No sabía por qué, pero el ec o de que mi secuestrador me ubiera entregado a alguien más se sintió como una traición. Da id me tomó con fuerza y me lle ó a tra és de la illa mientras yo trataba de memorizar el camino que seguíamos. uizás más tarde sería mi ruta para escapar. Tenía miedo, tenía un dolor insoportable y estaba increíblemente cansada. La oscuridad a mi alrededor me adormecía y no me de aba concentrarme. No abía nada que yo pudiera acer al respecto.
Da id me condu o por un tramo de escaleras descendientes cuyos escalones se sentían fríos como ielo y, de repente, se apoderó de mi piel un aire frío y úmedo, del cual mi estido andra oso no me protegía en lo más mínimo. El frío se inmiscuyó profundamente en mi alma. Al llegar a la parte de aba o dimos unos cuantos pasos más y luego, repentinamente, me di la uelta. Aquí ya no olía a cigarros, solamente a miedo y sangre. Escuc é el característico sonido pro ocado al abrir una na a a.
¡Ay dios mío!
Las lágrimas empaparon mi enda mientras pensaba en lo que me iba a pasar. Al mismo tiempo, intentaba identificar cada sonido, pero no tenía sentido. No podía predecir lo que pasaría basándome en los ruidos. ¡Mantente uerte, Zoey! Eres más uerte de lo que creen. ¡Úsalo en su contra!
Un fuerte tirón y mis ataduras fueron cortadas. Era libre. Inmediatamente ol ieron mis instintos y quise correr, aún con los o os
endados.
—Ni siquiera lo pienses —gruñó Da id. Me tomó del cabello y tiró acia atrás asta que mis piernas tocaron el borde de una silla.
—Siéntate —ordenó.
No quería sentarme, ¡quería correr! Pero me tiró tanto del cabello, que tu e que sentarme. Tomó mi brazo derec o y lo puso detrás del respaldo de la silla. Ni un segundo después, sentí algo frío alrededor de mi muñeca e izo clic.
¡No!
Como sabía lo que iba a pasar con mi mano izquierda, enloquecí. Tenía que de arles claro a mis secuestradores que no me rendiría sin pelear. —No lo empeores —me amenazó Da id nue amente. Después, tomó mi brazo izquierdo con tanta fuerza que lloré. Las eridas frescas ba o la enda quemaban dolorosamente, así que cedí. ¿ uizás él tenía razón en lo que decía? ¿Empeoraría las cosas si me resistía? Si no tenía nada que ocultar y cooperaba, ¿quizás me de aría ir?
Si Damon ubiera querido matarme, no me abría endado los o os, ¿o sí? Paré de resistirme y de é que me atara la segunda mano, para así detener el dolor. Al menos las esposas no dolían tanto como las bridas… —Por fa or no me lastimes, diré todo lo que sé —cedí.
—A , sí que lo arás —respondió Da id. Podía escuc arlo reír maliciosamente. Debía sentirse con el ego inc ado por lle arme enta a. ¡Jódete, David!
Sin decir otra palabra, abandonó la abitación y me de ó sola con mi tenebrosa soledad. uería llorar, pero ya abía usado todas mis lágrimas. uería gritar, pero mi oz no respondió.
uería uir, pero las esposas me retenían.
Dios, me sentía exactamente igual que antes… pero abía sobre i ido a mi pasado. Lo abía sobre i ido. Había pasado por el infierno una ez y
sabía que podía escapar de nue o. Pero ¿realmente quería eso? ¿No era más sencillo rendirse?
Suspiré. Cada ez que eía a una sombra, creía que era la sombra de mi pasado la que me abía atrapado. Cielos, cuando pensaba en el estrec o maletero… pude sentirlo, oler su aliento pútrido, incluso frente a la muerte, ese enfermo bastardo me perseguía.
Al ser liberada, ¿también me seguiría la sombra de Damon? Mientras él examinaba mis eridas yo abía notado la umanidad de su persona, la agonía que en el fondo estaba sufriendo. ¿ ué demonios lo perseguiría a él?
La puerta de ierro se abrió de golpe y c ocó estrepitosamente contra la pared. Me estremecí y el corazón me golpeteó sal a emente contra el pec o. Da id estaba de uelta. ¿Cuánto tiempo me abía de ado aquí sola? Me arrancó la enda de los o os y la pálida luz me ardió en los o os como la punta al ro o i o de una máquina de soldar. Parpadeé arias eces para acostumbrarme a la repentina iluminación. Luego me miré las manos. Mis manos estaban su etas con esposas al respaldo metálico de una silla y abía marcas sangrientas seguidas de los primeros ematomas donde me abían cortado las bridas.
Mi estido fa orito estaba sucio y absolutamente destrozado, pero eso no me molestó. Aquí tenía otras prioridades. ¡Sobre i ir y escapar!
Me encontraba en un cuarto pol oriento sin entanas cuya única salida era una puerta de ierro, oxidada pero resistente. Las paredes eran de ormigón con cadenas colgando del tec o. Detrás mío abía una pequeña colc oneta con algunos trapos, no muy confortable para dormir.
Da id tomó otra silla que estaba apoyada en la pared y la arrastró bruscamente sobre el suelo liso. Esta emitió un c irrido repugnante y áspero. Seguramente lo abía ec o a propósito para asustarme. Con el respaldo por delante acercó la silla a mí, después se sentó y recargó los brazos sobre el respaldo. Tenía un triángulo en la muñeca, al igual que mi secuestrador.
La na a a en su mano me ipnotizaba. Seguí con los o os cada mo imiento de la brillante o a.
¿Verdaderamente soy lo su iciente uerte como para sobrevivir la noche?
—Entonces, cuéntame qué sabes de tu amigo —di o Da id. Aunque su oz era amistosa, tenía una sonrisa gélida. No sabía qué debía responder,
así que di e lo primero que se me ino a la mente.
—Joel no es mi amigo.
—Dime algo que no sepa —gruñó.
—Es un i o de puta —maldi e. —Lo odio.
Da id suspiró. —Escuc a, no llegaremos más le os. No quiero lastimarte, pero lo aré si no pones las cartas sobre la mesa. ¿ uién te en ió?
—¡Nadie! —grité eno ada. ¿Cuántas eces tendría que responder esta pregunta, sin que nadie me creyera?
—¿Entonces qué tienes que er con Joel?
—Es el no io de una amiga y me quería lle ar a mi casa.
—¿Y por qué las fotos del trato?
—Porque quería demostrarle a mi amiga que Joel es un idiota —suspiré. Da id me miró profundamente a los o os.
—¿ ué ay entre tú y Damon?
La pregunta me tomó por sorpresa. ¿ ué debería aber entre mi secuestrador y yo? Me persiguió, ui, él fue más rápido. Fin de la istoria. —Ag , ol ídalo —gruñó al er mi rostro confundido. —¿Cómo te llamas?
Guardé silencio. Nunca en la ida se me abía ocurrido que mi nombre sería mi posesión más aliosa. Él no merecía mi nombre.
—¿De dónde ienes?
—No soy de aquí. Y uro que amás e estado en esa zona ba o el puente. Ni siquiera a plena luz del día y con un montón de guardaespaldas me metería a í.
—Suena como si fueras una c ica inteligente —sonrió Da id.
No, no era una c ica inteligente, sino todo lo contrario. Era una c ica muy, muy tonta.
—¿ uién es tu cliente? —preguntó nue amente.
Suspiré y ec é la cabeza para atrás.
—¿Cuántas eces tengo que responder esta maldita pregunta?
—Hasta que Damon esté satisfec o —gruñó mi interrogador. —A ora, ¡responde!
Durante oras, Da id me izo las mismas preguntas. Durante oras enteras, se ol ió cada ez más agresi o y amenazante. A cada segundo que pasaba sentada en esa prisión gris y atemporal, mi desesperación aumentaba.
Mis manos temblaban, no sabía si acía frío o estaba asustada. Pero Da id no tenía compasión, entre más pánico me in adía, más fuerte se ol ía su agresi idad, ¡era un círculo icioso del que no podía escapar! Traté de buscar una solución, pero no podía concentrarme. Estaba tan ex austa… extrañaba mi ida pasada, en donde los problemas más grandes que tenía eran la soledad y el miedo irracional a la oscuridad.
Da id no me daba ningún descanso, ningún espacio para respirar, sino que me forzaba de un lado a otro. Respondí las mismas preguntas una y otra ez. Mientras Da id parecía estar generando nue a energía a tra és de nuestro interrogatorio, yo ya abía agotado mis últimas reser as. Apenas podía mantener los o os abiertos, me quemaba todo el cuerpo y di agaba entre pensamientos de locura y desesperanza.
Debía escapar. Es lo único que sabía. De alguna manera. No sabía si soportaría asta que una fuerza especial me rescatara. De pronto me sentí mareada y me costó traba o tragar.
Oh, Dios.
Nadie endría a buscarme. Nadie me extrañaría. Nadie sabría dónde estaba. El Animal Care Center me esperaría de regreso dentro de diez días y Lory seguramente abía sido manipulada por las mentiras de Joel.
Por todos los cielos, estaba en la illa de un secuestrador de mirada elada, estaba atada en un sótano y me interrogaba un tipo al que no le importaba acerme daño. Me percaté que estaba sola y que nadie me sal aría, y lo único que realmente me asustó fue que Joel ubiera corrompido mi amistad con Lory. ¡Espero que Joel no le aya ec o daño! Unos fuertes golpes llamaron a la puerta antes de que se abriera y Da id terminó su impasible interrogatorio.
—Necesito ablar contigo —di o Damon con gra edad. Lo miré esperanzada.
Por avor, ¡haz que pare!
Pero después de darme un corto istazo, no me miró más. Aunque nunca abíamos estado del mismo lado, él era mi secuestrador y yo su íctima, se sintió como si me ubiera traicionado. Nue amente, él no abría sido tan despiadado como Da id… o quizás ubiera sido peor.
—Claro, oy para allá —di o Da id. Damon negó con la cabeza. —No. A ora.
bser é la mirada penetrante de Damon. Ba o su máscara de seriedad, escondía cansancio. ¿ ué ora era? El sol ya abía salido, quizás era
pasado el mediodía. Sentada en esta celda gris, abía perdido
completamente el sentido del tiempo.
—Por fa or… —suspiré.
—Cállate —di o Damon, sin mirarme. Después abandonó la abitación y Damon lo siguió.
Salieron de la abitación y me quedé sola con mi miedo y la luz pálida que proyectaba sombras demasiado grandes.
Dios, ¡por avor ayúdame!
8
Damon
Cuando Da id ubo cerrado la puerta de la impro isada sala de interrogación, lo tomé por los ombros y lo presioné firmemente contra la pared.
—Cara o, deberías interrogarla y no ol erla loca, ¡maldita sea! — exclamé.
—Relá ate, efe. Acabo de poner las cosas claras con ella.
—No lo parecía —gruñí, de ándolo ir y subiendo con brusquedad las escaleras que lle aban al estíbulo de la illa.
—Juro que no la toqué. De lo contrario, no ubiese tardado tanto — suspiró Da id.
Entré a la sala de reuniones y bebí de un trago un aso de burbon para poder pensar con claridad.
—¿ ué pudiste sacarle? —pregunté.
—No muc o. Esta maldita mu er es más fuerte de lo que parece.
—Es erdad —sonreí. Pero cuando pensé en erla, me sentí enfermizo. Aunque le abía pro ibido a Da id tocarla, realmente no la abía tratado con delicadeza. Se eía tan cansada, tan atormentada. Parecía tan perdida y sin esperanza… tal como yo me sentía en el fondo. Excepto que nunca abía ex ibido ese lado. Como cabeza de una gran organización, sabía que no podía permitírmelo. No quería acerlo, pero esta c ica parecía poder er el fondo de mi alma y eso me asustaba. Por eso Da id se abía ec o cargo del interrogatorio, yo me abría mostrado débil.
Inmediatamente me ser í otro aso de burbon. El alco ol me quemó la garganta durante muc o tiempo.
—¿Crees que se trama algo con Joel? ¿Con los irlandeses? ¿Con alguien más? —pregunté.
—No. Estoy completamente seguro de que di o la erdad.
—Bien. Yo creo lo mismo.
Confiaba en Da id al cien por ciento. Por él pondría mis manos al fuego. Maldita sea, ¡por el atraparía una bala!
—Entonces, ¿por qué tenía que interrogarla? —preguntó Da id. Me miró con o os críticos.
—No tenía… la cabeza clara. También tu e que discutir con Valentino respecto al negocio con los Dragons y en iar a algunos de nuestros informantes al muelle.
—Ya eo —gruñó Da id. No estaba contento con mi respuesta, pero no obtendría más explicaciones.
—¿ ué más pudiste sacarle? No ablaba muc o en el coc e.
— dia a muerte a Joel Bo en. También se mudó a la ciudad desde Seattle ace tres años y estudia eterinaria desde entonces.
—¿Ningún nombre? —pregunté asombrado.
—No, ningún nombre —repitió Da id. Mientras me contaba del interrogatorio, Da id no apartaba sus enormes o os erdes de mí, mirándome con pánico. Pánico y esperanza.
Ella no abía re elado su nombre ni el de su amiga. Ni siquiera el nombre de su traba o o alguna otra pista que me permitiera descubrir cómo se llamaba.
—¿ ué acemos con ella a ora? —preguntó Da id. Cogió un aso y se sir ió burbon.
—La retendremos aquí. Es lo me or para todos los in olucrados, al menos por a ora —decidí.
Da id bebió su burbon, pensati o. —¿ ué piensas de ella?
—Tal ez es un arma y no lo sabemos. No podemos estar cien por ciento seguros de que Joel no ol erá a buscarla. Por eso debe permanecer aquí, asta que lo sepamos todo.
—Eso no responde mi pregunta, ¿qué piensas de ella? —di o Da id con oz de ad ertencia.
Maldición, me conocía tan bien.
—No sé qué acer con ella —respondí con onestidad. Exactamente por eso era tan peligrosa. No podía leerla, ni sus efectos sobre mí. Y mientras no pudiera acerlo, se quedaría en la sala de interrogación. Le os, muy le os de mí.
—Vol iendo a lo importante, Da id. ¿Hablaste con los irlandeses? Da id negó con la cabeza. —No, cerraron todas las puertas.
—Joder, eso no es bueno —maldi e. —Trae a los demás, tenemos muc o que acer.
—Claro.
Habían pasado dos días desde que las cosas se intensificaron en Hells Kitc en. Dos malditos días y yo no podía pensar en otra cosa que no fuera la c ica sin nombre atrapada en el sótano. No me la podía quitar de la cabeza, sin importar lo que iciera. Con o sin alco ol, no podía ol idarla. Maldición, ni siquiera una larga pelea en el club de luc a, en el que acía años que no entraba, pudo cambiar mis pensamientos.
¿ ué tenía exactamente esta c ica que no tenían otras mu eres? ¿Por qué tenía ese efecto en mí? ¿Y qué me daba el derec o de encerrarla en mi illa? Lo pensé durante muc o tiempo y tu e que admitir que no quería que cayera en las manos de alguien más. Alguien que fuera peor que yo, alguien que no conociera la misericordia, que no tu iera un código. Impaciente, miré mi relo Rolex y luego a mi alrededor.
—¿Vendrá C ase? —gruñí. Aunque C ase principalmente mane aba mis clubs, también se encargaba de algunos contactos e informaciones especiales unto con Dean, mi administrador.
—Calma, Damon. Ya aparecerán —me tranquilizó Da id.
—Cara o, sabes que no soy una persona paciente —maldi e.
—Lo puedo notar —respondió Da id. Su teléfono comenzó a ibrar, se disculpó y abandonó la abitación. A uzgar por su rostro, era una llamada inesperada.
Cuando Da id regresó, estaba pensati o.
—¿ uién era? —pregunté.
—Alguien del trigésimo-cuarto distrito.
—¿Y? —miré a Da id con seriedad. No tenía ganas de con ersar. —Ve al grano.
—Encontraron el coc e de Joel y tomaron algunas uellas dactilares. Realmente se llama Russel Forbes y tiene un par de antecedentes penales por robos menores.
—Bien, entonces probablemente la policía se encargue de él. Y cuando lo atrapen, ablaré seriamente con ese bastardo.
—Encontraron otras dos uellas dactilares.
—¿De nuestra c ica sin nombre? —pregunté.
—Probablemente. Una uella no apareció en la base de datos, la otra sí, pero los arc i os están completamente censurados.
Estaba atento. Las actas censuradas nunca eran una buena señal. Maldición, la c ica cada ez se ol ía más polifacética. Pero a ora abía encontrado la razón por la que toda ía estaba aquí. Ella tenía secretos y yo tenía que llegar al fondo de ellos. uizás entonces encontraría por qué abía isto a tra és de mí en cuestión segundos. No podía permitir que eso pasara de nue o.
—¿Crees que sea una espía de la policía? —pregunté. Las actas censuradas no eran comunes. Espías, programa de protección de testigos o personas con influencia. Esas eran las tres opciones que abía.
Da id se encogió de ombros. Gracias por la respuesta, ermano, pensé cínicamente.
—A ísame cuando C ase y Dean estén aquí, pero no quiero que me molesten asta entonces —le ordené a Da id. Mi oz temblaba de ira, rabia y excitación. Una mezcla peligrosa que tan solo necesitaba una c ispa para explotar.
—¿A dónde as?
— uiero respuestas —di e y ba é al sótano. Abrí la puerta, pero acilé unos segundos antes de girar el pomo de la puerta y entrar a la abitación. La c ica estaba sentada en la colc oneta y me miró desconcertada. —¿Tú? —preguntó.
Sí, yo. Tu peor pesadilla, tu inal.
Sus o os erdes me atraparon y no pude mirar otra cosa que no fuera ella. Sin saberlo, me abía ec izado.
Maldición, si supiera cuánto poder tenía sobre mí…
—¿Traba as para la policía? —pregunté con oz gélida.
Su mirada de curiosidad dio paso a la ira. Se puso de pie, se detu o un momento y luego se acercó a mí. Toda ía lle aba puesto su andra oso y sucio estido y un enda e en similar estado deplorable le colgaba del brazo izquierdo. Su pierna izquierda estaba repleta de rasguños, en sus muñecas toda ía abía marcas de las ataduras… y yo era responsable. Cara o.
Vol í a mirarla a la cara. Sus o os esmeraldas me miraron con furia, aún a ora, dos días después de nuestro primer encuentro, no abían perdido nada de su fuego. Admito que no lo esperaba, pero eso me parecía… lindo. Deseé que amás perdieran su fuego.
—¿Te as uelto completamente loco a ora?
Bien, logró impresionarme de nue o, pero no lo demostré en absoluto. Cerré la puerta tras de mí y me de ol ió la mirada.
—Nadie se atre e a ablarme así —di e ásperamente. Paso a paso, fui acia la c ica. Aunque me miraba con furia, tu o que eludirme, pues no tenía otra opción.
—¿Tal ez tus compinc es no tienen suficientes ue os? —su oz era ronca y furiosa. Ella sabía muy bien cuánto me pro ocaba. Di un paso más cerca y la presioné con mi pec o contra la pared. Su respiración cálida y entrecortada me acarició la piel y su cabello aún olía a burbon de ainilla. Cuando trató de e itarme, estiré los brazos unto a sus ombros y bloqueé su camino. ¡Tenía que mirar a los o os a la maldita bestia que abía pro ocado!
— tal ez tienes deseos de morir —gruñí.
—La muerte no es lo peor que tengo a ora —suspiró.
Maldición, ella era tan… diferente.
—¿Eres espía?
—No, ¿cómo se te ocurrió eso? —preguntó.
Sus labios estaban tan cerca de mi cara que podía oler su delicado aliento.
Mierda, concéntrate.
—Por tu acta censurada.
Su reacción me de ó er que sabía bien de lo que estaba ablando. Sus o os se abrieron ampliamente y se estremeció. A ora que la ira de sus o os abía desaparecido, se eía tan ulnerable que despertó mis instintos protectores. La odié por ello.
—¿Cómo sabes eso? —su oz tembló.
—Eso no importa. uiero saber por qué tienes un acta censurada —di e con oz áspera.
—No es asunto tuyo —me espetó. Su ira estaba de uelta. Me dio un puñetazo en el ombro, tan fuerte como pudo, pero no me impresionó demasiado.
—Sí, sí es asunto mío. ¡Eres mi maldito problema! —maldi e. —No. Tú me iciste tu problema, ¡a ora atente a las consecuencias! —Dime tu nombre de una ez —ordené con firmeza.
Pero me regresó la mirada llena de ira, odio y algo más que no podía describir, sino sentir. Joder, ella no tenía idea de lo que me pro ocaba y no podía permitir que lo descubriera.
—Soy tu problema. Puedes llamarme como quieras.
No pude controlar más mi ira y golpeé la pared con tanta fuerza, que el yeso gris se desmoronó. El dolor que me recorrió la mano me ayudó a calmarme. Mi prisionera se estremeció y luego miró mi puño ensangrentado.
—La pared sí que es un problema —di o.
Sin pensarlo, sonreí ante su cínico comentario.
Si te hubiera conocido ba o otras circunstancias…
—Jódete, niña —le di e cuando mi expresión retomó la seriedad. —¡Jódete tú! Dé ame er —di o. Después tomó mi mano y examinó los nudillos despelle ados. Sus manos pequeñas y delicadas tocaron mi mano y disfruté del contacto, me tranquilizó. Ba é la mano bruscamente y retrocedí dos pasos.
No puedo permitir la cercanía.
—¿ ué encontrará mi gente cuando puedan er tu acta censurada?
—Mi peor pesadilla —susurró crípticamente. En sus o os podía reconocer la profunda y dolorosa tristeza. Lo que sea que estu iera en el acta, no tenía nada que er con su nue a ida en Nue a Yor .
—¿Por eso te da miedo la oscuridad? —pregunté y ella asintió acilante.
—No eres ninguna informante, ¿ erdad?
—No —negó con la cabeza. —El acta está censurada porque tenía menos de diecioc o años cuando… cuando pasó. —Sus o os aún estaban llenos de tristeza, pero lucían sinceros. Le creía. De alguna manera, sentí pena por ella. Toda la e idencia e información que tenía de ella ablaba en su contra. Era mi íctima. Y ob iamente abía i ido cosas orribles muc o antes que yo.
Pobre chica.
uise tomarla entre mis brazos y la odié por eso. Maldición, ¡me odié por eso! Además, ya abía pasado demasiado tiempo con ella a solas. Diez minutos más y no podría garantizar nada… ni de un extremo ni del otro. —Maldición, niña. ¿En qué te metiste? —suspiré antes de abrir la pesada puerta de ierro.
—Eso depende de tus decisiones. —En ese instante la c ica pareció muy sabia y experimentada. Tenía razón. Yo era responsable de su futuro. —Puedes influir en mis decisiones —respondí. En menos de un segundo lamenté mi declaración.
—Pero no as a liberarme —di o. No me izo una pregunta, sino una afirmación.
—Así es, no puedo arriesgarme. Toda ía no.
Primero tenía que explorar su alma para descubrir por qué estaba tan cercana a mí. Pero ella no podía saber eso, no. No podía permitir que lo supiera amás, así como yo no podía saber su nombre. Solo cuando aprendiera todo sobre ella podría comenzar a tenerle confianza. —Entonces al menos no te ayas aún. Por fa or.
—¿Por qué? —pregunté deteniéndome entre la puerta y la bisagra.
Solo entonces me percaté de que abía pasado los últimos dos días a í, sola. A excepción de Da id, que en su caso no era buena compañía, y C ase, quien le lle aba comida.
—Porque no quiero sentirme una prisionera —di o. No abía ira ni rabia en su oz. Era despiadadamente onesta conmigo y en ese momento me mostró las partes más recónditas de su alma.
—Está bien —respondí y ol í a cerrar la puerta a mis espaldas. —Gracias —susurró. Después ol ió a sentarse en la colc oneta mientras yo me recargaba en la pared y esperaba a que di era algo. Sus o os erdes me penetraron profundamente. Ya no podía permitir que eso ocurriera.
—¿Conoces a alguien llamado Russel Forbes? —pregunté.
Pensó por un momento y luego negó con la cabeza. —No lo creo, ¿por qué?
Nue amente, creí que su reacción era fidedigna. Lento, pero se abía ganado mi confianza. Era importante a eriguar qué debía acer con ella, pero yo no sabía qué era bueno también para mí.
—Así se llama Joel realmente.
En su rostro, pude er el desprecio puro. —Supe desde el principio que no se podía confiar en ese imbécil.
—Lo encontrará la policía. Y después tendré una seria c arla con él — di e con firmeza. Ese des onesto bastardo abía arro ado a una c ica inocente a los lobos tan solo para sal ar su propio pelle o. No podía ser una buena persona.
—Créeme, lo mataré si lo uel o a er —di o. Aunque su mirada era determinada, me reí. Era la inocencia en persona, una cosa pequeña y delicada. No abía manera de que fuera capaz de matar a alguien. —Pequeña, ¿sabes cómo coger un arma?
Su rostro se llenó de amargura. No supe por qué reaccionó así, pero estaba equi ocado con mi suposición anterior, eso me quedaba claro. —¿Por qué aces esto? —preguntó.
—¿Hacer qué?
—Todo. Encontrarte con tipos mercenarios deba o de puentes en la autopista. Lle arme y encerrarme. ¿Por qué tienes que ser tan aterrador? ¿Tan indescifrable?
—Porque tengo que acerlo —bramé suficientemente amenazante como para de ar claro que no debía cuestionarme. Claramente abía sobrepasado mis límites. No, maldita sea. Había roto mis límites.
—¿Por qué no me dices tu nombre? —pregunté de uelta.
—Porque me quitaste todo. Lo único que me queda es mi nombre.
Algo extraño surgió entre nosotros. Éramos dos almas en problemas, deambulando por el mundo en busca de un poco de tranquilidad. Ni ella ni yo lo abíamos dic o, pero ambos lo sabíamos.
Lo disfruté, maldita sea, me encantó y, al mismo tiempo, quise maldecir ese sentimiento. Pero no llegué tan le os. Hubo un golpe en la puerta y se abrió un segundo después. Dean estaba frente a mí, respirando agitadamente y cubierto de sangre. A lo le os, en el estíbulo, escuc é las fuertes y eno adas oces, además del ruido de las armas cargándose.
—¿ ué demonios pasó?
9
Zoey
Era una locura y probablemente no estaba dentro de mis sentidos, pero, por primera ez desde acía muc o, sentía algo parecido a la seguridad. En esta gris y elada prisión me sentí bien con la presencia de Damon. Toda ía me dolía el cuerpo entero, tenía miedo del futuro, pero me sentía bien porque él no me abía de ado sola.
Dios, Zoey, ¡en serio estás en erma!
Miré a mi secuestrador, quien estaba recargado en la pared mientras me miraba, curioso y con un atisbo de pena. Sabía que, si tenía suficiente tiempo, podría llegar a entender a Damon. Estaba tan destruido como yo, quizás aún más. Y, por Dios, ¿qué más podía perder? Nada… ya no tenía nada más que mi nombre y la esperanza de poder escapar pronto de ese lugar.
Por eso debía arriesgarme a confiar en él. ¡Era mi única oportunidad! Se me izo un nudo en el estómago al pensar en compartirle mi oscuro pasado y odiaba a Damon por aber indagado en él. Había quemado todos los recuerdos de Seattle y enterrado las cenizas profundamente ba o tierra. No permitiría que Damon desenterrara todo, por su cuenta.
Pero tenía que ablarle al respecto. Tan solo me de aría en libertad cuando no tu iera ninguna duda de que amás le abía mentido.
Todavía no, Zoey. Aún no estás lista…
Justo cuando mi alma estaba aciendo su estriptís y Damon se abría lentamente, la puerta se abrió de golpe, destruyendo nuestro momento íntimo. Un tipo completamente exaltado irrumpió en la abitación. Lle aba puesto un tra e de diseñador, caro y e identemente una pieza única, que a ora estaba manc ada de ro o. Su respiración era rápida. De inmediato Damon estu o alerta y se apartó de la pared.
—¿ ué demonios pasó? —preguntó. Su oz era sombría como un trueno y coincidía con la tormenta que se estaba desatando en el lugar.
Escuc é energéticos gritos, armas y pasos pesados.
Dios mío.
Estaba asustada; estaba maldita y enormemente asustada. Tenía miedo de encontrarme en medio de una pelea armada, miedo a morir o, peor aún… a caer en las manos de ombres que pudieran acerme cosas peores. —Atraparon a C ase —di o el tipo cubierto de sangre.
—¿ ué? ¿Cómo? ¿ uién demonios son? —bramó Damon. Sus o os se oscurecieron y tu e la sensación de que se ol ía aún más grande.
—¿Brothers? uizás Dragons. ¡Ni idea de quiénes eran! Mierda, Damon, ¡se está desangrando!
—¿Está aquí? ¡Dios, Dean! ¿Lo tra iste aquí?
—No podíamos ir al ospital, era muy arriesgado. Nos siguieron asta el final.
Damon alternó la mirada entre el tipo que tenía enfrente y yo. Asintió a Dean y éste corrió de uelta a la escalera. Entonces sus o os se cla aron en mí y sentí miedo por lo que sabía que iba a decir.
—Lo puedes ayudar —susurró.
—¿ ué? —grité, sorprendida. No, no, no. De ninguna manera abandonaría mi segura y gris prisión. No podía acerme eso. Tan solo era una c ica que abía tomado una mala decisión, ¡maldita sea!
—Eres médico —di o Damon.
—No, solo estudio eterinaria —argumenté. —No tengo ninguna experiencia con personas. Absolutamente ninguna. —Negué con la cabeza, pero Damon se me aproximó, me tomó por los ombros y me miró fi amente a los o os. En esos segundos, me permitió er en lo más profundo de su alma. No i eno o, solamente miedo e impotencia. Damon me mostró la umanidad que siempre abía ocultado. El erido debía ser muy importante para él.
—¡Por fa or, niña! —me suplicó.
¿ uizás esta era mi oportunidad de demostrar qué tan genuina era mi confianza? En medio de todo el caos, mis oportunidades de escapar eran definiti amente más ele adas de lo abitual.
—Está bien —susurré sua emente. En menos de un parpadeó me tomó del brazo y tiró de mí a tra és de la abitación, acia las escaleras.
Se sentía la adrenalina y la testosterona en al aire de la otra abitación, inclusi e podía saborear el peligro inminente. uería ale arme, aislarme de todo o al menos regresar a mi tranquila y monótona prisión.
—¿Dónde está C ase? —preguntó mi secuestrador a tra és de la abitación. Sus manos se cla aban dolorosamente en mi brazo.
—En la sala de conferencias.
Damon me lle ó a tra és del enorme estíbulo y entre todo el caos, perdí la noción. Busqué una salida, un arma perdida, entanas abiertas, pero tan solo eía a ombres armados y con miradas decididas. Me lle aron a una abitación con una mesa muy grande en donde un ombre se retorcía del dolor. A su lado abía un mexicano presionando la erida de su pierna. Había sangre por todos lados y tu e que tragar con fuerza ante el potente olor metálico que reinaba en el aire.
Damon se percató de mi pánico. Me tomó por los ombros y di o: —Tú puedes. Dime qué necesitas.
—Necesito… a —fue todo lo que pude decir. La situación me
abrumaba tanto que quería desmayarme. Dios, me sentía tan enferma… Cuando Damon me soltó, Dean se aproximó y me empu ó dolorosamente contra la pared para después apuntarme con una pistola plateada. El corazón me latía dolorosamente contra el pec o y no podía respirar.
—Si se muere, ¡ uro por dios que tú también!
A mi alrededor abía caos, ombres, oces, pasos. Y a ora tenía un arma apuntándome directamente a la cabeza. Cielos, no quería morir. ¡No a ora y definiti amente no así!
Aunque quería contener las lágrimas, sentía que me ardían en las me illas. A tra és de mi borrosa isión obser é a Damon empu ar el arma acia aba o. Un segundo después, un puñetazo oló directamente a la cara de Dean.
—Mantén la maldita calma. Ella es nuestra única oportunidad —gruñó Damon, sal ándome de los delirios de Dean.
Me salvó…
Vacilante, me acerqué al erido, quien portaba un tra e igual de elegante que el de Dean, sin embargo, con un estilo diferente y menos profesional. Tenía una erida en el muslo que sangraba abundantemente. Respiré profundo y de pronto todas mis emociones desaparecieron. Ya no abía miedo que me paralizara, mi cabeza operaba en automático. Instinti amente ice al mexicano a un lado para ec arle un istazo a la erida. Cielos, se eía terrible. Había perdido muc a sangre.
—Necesito algo para cortar tela, cuerda, más toallas y antiséptico — di e.
—Valentino, Dean, ya la escuc aron —ordenó Damon. Después me miró asintiendo con la cabeza. —Bien ec o, niña.
—Toda ía no me lo agradezcas —di e por lo ba o, de forma que nadie más que Damon me escuc ó.
Con un cuc illo, Damon cortó en dos la tela del pantalón para que yo tu iera una buena isión de la erida. Dean me tra o una cuerda que até al muslo para detener el sangrado.
El erido apenas y se abía dado cuenta de mi presencia. Pero sabía que me odiaría.
—Necesito antiséptico.
Negó con la cabeza, acilante.
—Santo cielo, ¿no tienes un botiquín de primeros auxilios? ¿Medicinas de emergencia? ¿Algo? —pregunté nue amente. Debía desinfectar la
erida.
—Joder, ¿te parece que esto es una maldita farmacia? —maldi o Dean. Aparté la mirada de él. No me era de muc a ayuda. La ira creció dentro de mí. Tenía que sal ar a este tipo, sin utensilios, sin ayuda y la maldita erida seguía sangrando. Era una estudiante, ¡no podía acer milagros! Dios mío, necesito un milagro.
Miré alrededor de la abitación y i un par de botellas sobre una mesa, a sus espaldas.
—Entonces tráeme alco ol. El más fuerte que aya.
Damon tomó una botella de cristal con un líquido transparente. —¿Ron Stroh ?
—Perfecto —respondí y tomé la botella de su mano. Luego me dirigí al erido. —C ase, ¿listo?
Él asintió mientras apretaba los dientes.
—Bebe, para que no te duela tanto —le ordené.
Después de que bebió un largo trago, miré a mi alrededor en busca de ayuda para que su etaran al erido. Entonces ertí el ron sobre la erida de bala, mientras C ase gritaba del dolor antes de perder el conocimiento y liberar toda la tensión de su cuerpo. Después de su tortuoso grito, la abitación se llenó aún de más ombres. Pude er a Da id, mirándome con unos o os punzantes.
—También deberías beber un trago —di o Damon mirando mis manos temblorosas. Mi cuerpo estaba energizado.
—No bebo —rec acé su oferta y miré la erida de bala.
—Maldita sea.
—¿ ué? —preguntó Damon.
—La bala está tan cerca de la aorta que no puedo sacarla. Al menos no con na a as o cubiertos.
—¿Entonces qué? —preguntó Dean, quien no me quitaba los o os de encima.
—Tengo que cauterizar la erida.
—¿Sin sacar la bala? Cara o, ¿estás loca?
Dean me amenazó de nue o, solo que esta ez yo ya no tenía miedo. Al contrario, estaba tan intoxicada por la adrenalina que me bombeaba en el cuerpo, que lo desafié.
—Si no ago nada, morirá desangrado. Si trato de sacar la bala, se desangrará más rápido. Sí, si tu amigo sobre i e tendrá problemas en el próximo control del aeropuerto, ¡pero al menos no estará muerto! —¿Estás segura? —preguntó Damon.
—¡Sí, maldita sea! —perdí el control. —Tengo que acer algo a ora o morirá.
No quería que C ase muriera. Era mi seguro de ida, incluso la lla e de mi libertad.
Por avor, ¡no te puedes morir!
Los o os críticos de Da id me atra eron y no pude de ar de mirarlo. Una y otra ez de ó que su na a a se abriera y se cerrara, mientras Dean apretaba los dientes y me miraba furioso.
—No es mi culpa que le ayan disparado —suspiré y luego miré a Damon. —Yo no soy el enemigo.
Cuando me de ol ió la mirada, el tiempo se detu o, tan solo mi corazón seguía latiendo. Me perdí en sus o os oscuros y en su alma aún más oscura. Dios, él era como la oscuridad. Tenebrosa y omnipresente. Tu e la sensación de que no abía nada ni nadie más que él. Supe que él podía quitarme todo, porque ya lo abía ec o, pero también sentí que podía darme todo lo que alguna ez abía necesitado.
La conexión se rompió en cuanto Dean inter ino entre mi mirada y la de Damon.
—¿Y con qué quieres cauterizar la erida?
—Con eso —di e y apunté la na a a de Da id. —Caliéntala con un mec ero Bunsen, una estufa o un orno si quieren.
Da id di o con oz áspera: — l ídalo. No tocarás ningún arma.
Me reí amargamente. — crees que soy realmente fuerte o que tus ombres son malditamente débiles. Toda la casa está repleta de ombres armados. ¿ ué tan le os crees que podría llegar con una simple na a a? Incluso a ora que yo era la única oportunidad de sal ar a su amigo, no confiaban en mí.
—Mierda, Da id. Solo calienta el maldito cuc illo. ¡A ora! —bramó Damon.
Da id desapareció y regresó poco tiempo después con su cuc illo, cuya punta aún resplandecía al ro o i o.
Espero estar haciendo lo correcto.
La situación en su con unto excedía completamente mis abilidades. No solo estaba estresada por el ec o de que mis pacientes siempre tu ieran patas, sino porque me rodeaba una orda de ombres armados y enfurecidos.
Y, por lo que eía, el tipo que abía baleado a lo bestia estaba libre y podría atacar la illa en cualquier momento. De é aquel pensamiento de lado.
—Su etadlo —ordené.
—Está inconsciente —di o Dean con indiferencia.
—Tan solo asta que presione el acero ardiente contra la erida.
Estaba cansada de tener que ustificar todo lo que decía. Era extenuante y agotador, gastaba todas mis esperanzas de salir de aquí con ida. ¿Tal ez yo misma tenía que ponerle fin a esto? El cuc illo estaba afilado y nadie reaccionaría lo suficientemente rápido. Me dolería muc o, pero tan solo bre emente. Después todo se rela aría, o al menos, yo ya no tendría que luc ar.
Damon posó una mano sobre mi ombro y me estremecí. —¿Por qué dudas?
—No —suspiré. Entonces presioné la ardiente punta contra la erida de bala.
La carne quemada siseó, umeó y desprendió un olor terrible. Se necesitaron tres ombres para mantener a C ase ba o control. Pero al menos detu e la emorragia. Perdida en mis pensamientos, di e: —Es todo lo que puedo acer.
Y de repente, la realidad me dio un fuerte golpe en la cara. Mis
sentimientos estaban de uelta, ol ieron de golpe y estaba
completamente abrumada. De é caer el cuc illo al suelo y me miré las manos. Sangre. Había un montón de sangre en mis manos, todo mi estido también estaba cubierto de ella. Era como si estu iera en mis peores pesadillas y no pudiera escapar. Los ombres a mi alrededor me atraparían, estaban armados y me miraban con o os punzantes.
¿Cuándo me abía pro ocado este terrible arma? ¿Cuántas eces quería erme sufrir el destino? ¿Por qué Dios me odiaba tanto? ¿Por qué tenía que i ir mis peores momentos, una y otra ez? Escuc é mis propios sollozos, mi adeo, mi respiración entrecortada y mi corazón palpitando. Mi cuerpo a ogó todos los demás ruidos y el ro o en mis manos me izo que perdiera de ista todo lo que me rodeaba.
¡Por avor, Dios! ¡Dé ame despertar de una vez!
Deseé despertarme en Seattle, siendo una niña y que toda mi ida tan solo ubiera sido un mal sueño. Deseé que mi mamá no ubiera enfermado, que no se ubiera… ido, y deseé que nunca ubiera de ado que mi padrastro entrara en nuestras idas.
Pero no pude despertarme.
10
Damon
Armagedón. Guerra. Infierno. Había fracasado, en toda la extensión de la palabra. ¡Puta mierda, abía fracasado! De eso me abía ec o consciente C ase, quien estaba inconsciente sobre su propia sangre. No faltaba muc o para que se desatara el infierno en Hells Kitc en. Pero a pesar de todo el terror, el ambiente sofocante y el pánico a mi alrededor, abía un rayo de luz. Ella.
La c ica abía sal ado a C ase. Había construido un puente en una situación sin salida. ¿ uizás esa era la razón por la que estaba a í? En cualquier caso, me parecía que era una señal. Ella abía sal ado la ida de C ase, una de las pocas personas en las que confiaba.
No soy el enemigo.
Sus palabras resonaron en mi interior. Sí, me abía demostrado que podía darle mi confianza. Al menos una pequeña parte, después de todo, no era un maldito idiota.
Cuando la i a í, quieta y con los o os llenos de lágrimas, mi instinto protector nue amente se despertó. Maldición, despertaba tantas facetas de mi persona, que amás podría resultarme bueno. Pero no podía resistirme. Ya me abía resistido por muc o tiempo.
Ella abía sal ado a C ase y a ora yo debía sal arla mientras estaba a í parada, perdida. Tan desesperada y asustada. Si pudiera, le daría la ida que se merecía. Le os de todo esto. Le os de mí.
—Ven conmigo —le di e sua emente. Se estremeció cuando la tomé por los ombros.
—Hay sangre en mi estido —suspiró, completamente dispersa.
—Yo me encargaré de eso —respondí y la condu e fuera de la sala de conferencias.
—Da id, Dean, a erigüen quién nos atacó y, sobre todo, por qué. Y cuiden a C ase. Primero debo cuidarla a ella.
—Entendido —respondió Da id.
Lle é a la c ica arriba, a mis abitaciones pri adas, y entramos directamente al cuarto de baño. La solté y ella se tambaleó acia la duc a al final de la abitación.
—¿Estarás bien? —pregunté preocupado.
Ella asintió sin decir nada y sin darme la cara. Salí del cuarto de baño, aunque solo me apoyé en la puerta cerrada. La situación anterior debió aber sido un enorme maldito s oc para ella. Y aún más cuando Dean estaba completamente fuera de sí. Joder, no podía culparlo, él y C ase eran me ores amigos. Pero, a pesar de todo, no tenía derec o de aber tratado así a la c ica, por eso se abía ganado un puñetazo de mi parte. Y si Dean ol ía a tocar el tema, se ganaría otro.
Escuc é cómo el agua de la duc a caía tranquila y regularmente y me pregunté qué ropa debería ponerle a la c ica cuando estu iera lista. En toda la illa no abía ni una sola prenda de mu er, eran superfluas en una pandilla de puros ombres.
Un fuerte y desgarrador llanto a ogó el ruido del agua que caía. uería ir a ella y tomarla en brazos. uería protegerla de todo lo que temía. Pero dudé. Había sido tan fuerte todo el tiempo, que quizás no quería que nadie iera su momento de debilidad.
Yo no compartía mis momentos de debilidad con nadie, ni siquiera con Dios y ella tenía tanto derec o como yo. Se lo merecía, después de aber sal ado a mi amigo. Apreté el puño con rabia, no quería pensar en lo que abría pasado si ella no ubiera estado a í. Mierda, ¿es que todo el mundo abía perdido la cabeza? ¿Balear a plena luz del día? Me quité la c aqueta de cuero y la arro é sobre la cama para enfriar mi mente acalorada. uienquiera que aya atacado, se abía metido con la persona equi ocada. Juré engarme por lo que abía ec o. Los últimos putos cinco años no abía ec o nada más que mantener la paz que yo mismo abía construido, y aría cualquier cosa porque así se mantu iera.
Entre más tiempo pasaba en la duc a, más fuertes se ol ían sus sollozos. Tanto, que ya no podía soportarlo. Maldición, era responsable de ella y a ora debía asegurarme de que se le secaran las lágrimas. Ella abía sal ado la ida de alguien y se abía ganado mi confianza, eso no era razón para llorar.
—¿Niña? Voy a entrar —di e. Silencio. Admito que esperé que me pro ibiera la entrada y me atacara con insultos. Cualquier señal de que
estaba bien, o al menos no tan mal como sospec aba.
Abrí la puerta y lo que i me izo un agu ero en la boca del estómago. Llorando, mi prisionera sin nombre se apoyaba con ambas manos en la pared. Su espalda estaba cubierta de cicatrices que yo conocía bastante bien.
—¿Niña?
Su llanto se sua izó y me miró con los o os oscuros. Sus labios estaban azules.
—Tengo frío —di o con oz temblorosa.
Rápidamente me di cuenta de por qué tenía tanto frío. —No es de extrañar si te bañas con el agua elada.
Independientemente de su desnudez o de mi ropa, me metí a la duc a y abrí el agua caliente. Cara o, su ulnerabilidad era más que e idente. Era demasiado ulnerable para el mundo en el que yo i ía. Y, maldición, yo era demasiado peligroso, estaba demasiado roto para ella. uería ale arla y maldecirla por aber ex ibido mis debilidades, pero no podía, era demasiado débil para acerlo…
—¿Por qué te aces esto? —le pregunté.
—Para adormecer mis sentimientos —ella seguía recargada con ambas manos en la pared.
Mirando sus cicatrices supe que me abía equi ocado. No era débil, al contrario. Era una c ica fuerte que abía tenido un momento débil. Alrededor de toda su piel pálida abía moretones azules y lilas, los cuales seguramente abía conseguido al pelear conmigo. Me odié por eso.
—Hay otras formas de adormecer los sentimientos.
—No bebo. —Su oz tembló, pero no de frío, sino de rabia.
Negué con la cabeza y posé mi mano sobre su ombro. —No me refería a eso.
—Vete —suplicó. Pero me quedé.
— uiero estar sola, ¡ ete! —continuó rogando.
—No —susurré. En lugar de cumplir su deseo, la abracé. No la de aría sola en un momento de tanta debilidad. La soledad no era lo que necesitaba.
—¡Suéltame! —gritó, pero la sostu e con más fuerza. Ella izo un intento a medias por defenderse, pero luego se rindió y se acurrucó en mi pec o antes de de ar que las lágrimas fluyeran.
Maldición, toda la situación estaba tan odida, tan mal. No solamente una niña que abía secuestrado se aferraba a mí, sino que yo, su secuestrador, lo disfruté.
Pobre niña.
El agua caliente lentamente descongeló su cuerpo frío.
—¿Está me or? —pregunté.
Ella asintió con la cabeza. —Todo está tan mal… estoy tan rota — suspiró.
—No —di e. —No estás rota.
—Sí —se que ó y luego me miró con sus enormes o os erdes.
—¿Por qué?
—Aunque soy una prisionera y quiero ser libre, me siento menos perdida aquí que allá afuera. Y quiero ale arme del peligro que me rodea, pero al mismo tiempo, contigo me siento más segura que en ningún otro lado.
—Entonces solo eres una c ica muy tonta. uítate eso de la cabeza, soy malditamente peligroso para ti. Yo estoy roto, destrozado, des ec o. Y te en iaré le os tan pronto se resuel a todo. Aquí no es lugar para ti y yo no soy alguien que quieras tener de amigo… o enemigo. ¡Soy demasiado impredecible!
Yo era su secuestrador, maldita sea. El ombre que se interponía entre ella y su libertad. El ombre que la con irtió en su propio problema. Me pertenecía… pero eso no cambiaba el ec o de que debería tenerme miedo. Yo era peligroso, toda mi maldita ida transcurría en torno al peligro y era una bomba de tiempo, incontrolable. Ella abrió la boca para decir algo, pero la cerró casi inmediatamente.
—Di lo que piensas —le ex orté.
—Aún estamos i os a pesar de nuestra alma destrozada. Sobre i imos. Su comportamiento me sorprendió de nue o. Aún en un momento de debilidad, estando desnuda e indefensa frente a mí, no se abía rendido. —Sí, estamos i os —repetí sus palabras. Sabía lo que yo mismo abía sobre i ido, pero no conocía exactamente por qué también ella era una sobre i iente. Cicatrices, un expediente censurado y miedo a la oscuridad, eso era todo lo que sabía.
Maldición, no sabía nada de ella y, sin embargo, me fascinaba como ninguna otra mu er. Tanto, que quería ale arla de mí, tan le os que no
tu iera que ol erla a er. Si alguien estaba enfermo o roto, ese
era yo. uería conocer todo sobre ella antes de poder desterrarla de mi ida. Mierda, el pensamiento me izo sentir como un monstruo.
—¿Cómo te llamas?
—¿Cuántas eces me arás esa pregunta?
—Tantas como sea necesario.
Sus labios, nue amente, estaban peligrosamente cerca de los míos. Su aroma seductor a burbon de ainilla casi me izo enloquecer. Abrió sus labios ligeramente. ¿Era una in itación? No, maldición, estaba alucinando. Además, ¡los dos estábamos demasiado rotos para esto! Tan solo nos destruiríamos el uno al otro, permanentemente. Cerré el agua y le di una toalla para que pudiera secarse mientras yo me quitaba la camisa que se me pegaba al cuerpo, mo ada y fría.
—¿Damon? Lo siento.
Fruncí el ceño. ¿Por qué se disculpaba? Yo la abía secuestrado. Yo la abía encerrado y condenado a sal ar la ida de uno de sus torturadores. No tenía que disculparse por nada, absolutamente nada.
No obstante, tenía curiosidad y pregunté: —¿ ué sientes?
—Mi momento de debilidad. Normalmente…
Le puse el dedo sobre los labios para interrumpirla. —Ese no fue un momento común y no ay nada de qué disculparse.
Me ol ió loco que ella se disculpara por mis errores y me di cuenta que yo era una persona terriblemente mala. No solamente enferma, sino morbosamente mala.
Mientras ella en ol ía la toalla alrededor de su torso, noté que goteaba agua del sucio enda e que traía en el brazo. Lo traía desde que la secuestré. Su eté su muñeca y le quité el enda e. Deba o abía profundos y alargados rasguños que debían tener apenas unos días.
—¿Te duele muc o? —le pregunté. Lo que realmente quería preguntar, era: ¿Te iciste las eridas tú misma? Pero no quería que ol iera a esconderme sus sentimientos, así que tenía que ser cuidadoso.
—Algo. Pero ya pasará —sonrió y al er mi mirada crítica, negó energéticamente con la cabeza. —Pasó en el traba o. Un gato testarudo. Hubo una profunda felicidad en su rostro al mencionar su traba o. Por primera ez la i completamente sin miedo o dolor. Aún no quería sacarla de ese estado, pero la curiosidad ardía en mi interior: quería saber qué le abía pasado. uería saber por qué era como era.
—¿Y qué ay de las cicatrices en tu espalda?
Su expresión de dolor ol ió inmediatamente y ol ió a desmoronarse bre emente antes de que la pudiera su etar y la lle ara a mi cama. En el camino, se acurrucó contra mi pec o y di o con oz queda:
—De niña me caí de un árbol y me lle é unas cuantas ramas. Era medio sal a e.
A pesar de no poder erle la cara, supe inmediatamente que me estaba mintiendo por primera ez desde que llegó. Maldición, era la peor mentirosa del mundo, eso era seguro, pero lo de é así. Ella no quería ablar de eso y yo no quería forzar nada, después de todo, yo no abía ablado con nadie de mi odido pasado. Simplemente abía cosas que era me or que se quedaran atrás.
—Supongo que estás cansada, ¿ erdad? —le pregunté al acostarla en mi cama.
Realmente no tenía que responder la pregunta, pues sus párpados continuaban cerrándose. Sin embargo, asintió.
—Entonces debes dormir.
—¿Te quedarás aquí? —preguntó tan sua emente que apenas y pude entender su tierna oz.
—Sí. No te quitaré los o os de encima.
Con una sutil sonrisa en los labios, cayó en un sueño inquieto. Era completamente cierto que no le quitaría los o os de encima. No era una traidora ni una espía, pero estaba en peligro. A pesar de que a ora estaba cansada, en su pec o latía el corazón de una leona y sabía que escaparía tan pronto como pudiera, sin importar qué tan ciertas ayan sido sus palabras antes. Yo aría lo mismo en su lugar. Pero ella no sabía que tan peligroso era aquí, qué tan peligrosas eran las personas que me perseguían… y a ora también la perseguían a ella. Lo que sea que abía planeado Joel, el cliente de Russel, la niña lo abía arruinado. Así que a ora ella estaba en la lista negra tanto como yo, de eso estaba seguro. Ella ya no era una prisionera que quería mantener ale ada del mundo exterior. ¡A ora era una c ica que debía proteger del mundo exterior! Me puse ropa seca y me senté en el sofá, el cual estaba en posición diagonal frente a la cama, de forma que podía obser arla en su inquieto sueño. Pobrecita.
No importaba cuánto me resistiera, esta niña despertaba fuertes emociones en mí. Me dolió el pec o cuando pensé en lo que estaba
pasando. Joder. Cada ez que quería ale arla, la acercaba más a mí y le mostraba sentimientos que no me permitía ex ibir con nadie más. Lentamente, yo también me quedé dormido. En los últimos días abía estado traba ando sin parar, buscando controlar las consecuencias. Hablé con las otras pandillas, desembolsé casi medio millón de dólares en sobornos, me puse en contacto con todos los informantes que tenía y no me abía acercado ni un poco al maldito bastardo que estaba detrás de todo.
¿Le estaba dando tanta importancia al asunto con Joel solo porque la c ica era demasiado importante para mí? Me dormí, pensati o, asta que un golpe sordo me despertó.
11
Zoey
Cuando Damon me de ó en su cama, casi lloré de alegría al recostarme en una de erdad. Las sábanas limpias que olían a canela oriental y el colc ón sua e me colmaron de felicidad. Dios, estaba tan ex austa y me sentía más débil que nunca. Pero también abía encontrado una fuerza en mí que nunca antes abía creído posible. Más de una ez Damon me abía empu ado le os, malditamente le os de mis límites.
Estaba agradecida con él por mostrarme fortalezas que ni yo misma conocía, pero, al mismo tiempo, lo odiaba por obligarme a acerlo. Nunca me abía dado otra opción. Me abía arrastrado a la aula de los leones y me abía arro ado para alimentar a los depredadores.
Dean apareció en mi cabeza, con su mirada sal a e y enloquecida. Dean con su arma, la que usó para amenazarme. Estaba muerta de miedo. Pero Damon me abía sal ado.
¿ uién se creía para primero entregarme a las bestias y después rescatarme de ellas?
¿ ué tan despedazada estaba su alma? ¿Y por qué tenía la sensación de que podía comunicarme con él?
Porque yo también estoy despedazada…
Ambos éramos super i ientes y eso nos unía. Nos unía al igual que esta extraña y ermosa energía entre nosotros, que ninguno de los dos quería admitir, pero siempre estaba a í presente. Sostenía un sentimiento de amor-odio acia mi secuestrador, de la misma manera que él acia mí. Su mirada era inconfundible.
Me gustaría que ubiera más cosas que nos unieran…
Zoey estás en erma, ¡muy en erma!
Mientras me quedaba dormida lentamente, sentí la mirada de Damon sobre mí. Era curioso, pero por primera ez en muc o tiempo, no me
sentía indefensa. Por primera ez en muc o tiempo no tenía miedo de dormir.
Soñé con una a enida repleta de ó enes arces. El sol brillaba y el iento soplaba derribando las o as ro izas del otoño. En esta a enida de Seattle abía aprendido a andar en bicicleta y también abía tenido mi primer accidente. Mi mamá abía curado mis raspadas con una tirita de colores y su cálida sonrisa.
En esta a enida, a los cinco años, quise pintar con tiza la obra de arte más grande del mundo y diez años más tarde recibiría mi primer beso.
En esta a enida abía nacido, crecido y i ido más de la mitad de mi ida.
En esta a enida abía i ido los días más felices de mi ida, pero también los más oscuros.
Aunque sabía que era un sueño, no podía abandonar el lugar. Por muc o que intenté obligar a mi cerebro a acerlo, me retu o a í. Me quedé mirando mis manos ensangrentadas y en un abrir y cerrar de o os pasaron frente a mí los últimos días. Disparos, gritos, sangre, miedo, odio, ira… y Damon.
Miré nue amente a tra és de la calle, el sol abía desaparecido y reinaba la oscuridad.
En esta maldita calle mi madre se enfermaría cada ez más, sin que yo pudiera acer algo por ella y mi padrastro se ol ería cada ez más mal umorado. Tenía miedo de sus amenazas… de lo que estaba aciendo. En esta calle maldi e a mi propia amada madre por aberme abandonado con mi padrastro. Era tan predecible, pero en el momento que sucedió, yo toda ía no estaba completamente preparada.
Me resistía a seguir pensando en mi pasado, pero mi sueño tenía otros planes. Me odiaba a mí misma por mi incontrolable masoquismo.
De repente el lugar fue otro y me encontré frente a mi ie a casa. lía al pastel de frutas casero de mi madre y sonreí. Todo se eía tan pacífico y mara illoso, en el fondo, mi mamá tarareaba You are my sunshine de Jo nny Cas mientras sonreía a mi padrastro a tra és de mí. Sonreí de uelta y luego todo comenzó a mo erse más rápido.
Vi cómo mi madre se ol ía cada ez más pálida y delgada mientras mi padrastro perdía su empleo y bebía más y más. Solía ser una buena persona que tomaba malas decisiones, tan solo asta que se con irtió en un monstruo.
Conocía este maldito sueño y odiaba a mis pensamientos por seguir atormentándome con él. Una y otra ez. Sabía lo que iba a pasar y no quería erlo, no quería sentirlo. Siempre se sentía tan real y aterrador como si acabara de suceder. Sin embargo, a ora algo era diferente. Algo fundamental que mi mente masoquista no podía ignorar. Era una guerrera y abía sobre i ido. Gracias a Damon, finalmente era consciente de ello. Me resistí con todas mis fuerzas, grité y me protegí tanto como pude. Las muñecas me quemaban dolorosamente, la realidad me llamaba, pero el sueño a su ez me retenía.
De pronto, la realidad me sacudió tanto que abrí los o os para encontrarme mirando directamente a los de Damon. Me abía sacado de mi sueño, por segunda ez me abía secuestrado a la fuerza, solo que esta ez estaba infinitamente agradecida por ello.
Damon estaba inclinado sobre mí y me sostenía por las muñecas. En su mirada abía una preocupación genuina y emanaba calidez de sus o os marrón oscuro. Traía ropa seca, pero toda ía no se abía abroc ado la camisa.
—Todo está bien —susurró y me limpió una lágrima del rostro.
Dios, estaba tan cerca de mí que su aroma me en ol ía. Humo, masculino, cálido.
—Lo que sea que ayas soñado, se acabó — ol ió a susurrar.
Me ubiera encantado creer sus palabras, pero no podía. Su oz dominante y peligrosa sonaba tan sua e, tan… umana. A ora no me quedaba ninguna duda de que podía comunicarme con Damon. Había logrado descubrir su persona, al igual que él me abía descubierto a mí. —¿Lo crees? —pregunté. Me temblaba la oz. Mientras continuara siendo su prisionera, definiti amente no se abía acabado. Mientras siempre ubiera una tormenta presente, no se abía acabado. Mientras no supiera si sentir amor u odio por Damon, ¡no se abía acabado!
Me regaló una fugaz sonrisa y luego soltó mis muñecas.
¿Por qué me tenía su eta? Miré a mi alrededor y reconocí la razón. En mis sueños, debía aber golpeado sin parar asta tirar al suelo una lámpara de noc e, la cual se abía roto en cientos de pedazos. La lámpara, o más precisamente, lo que quedaba de ella, lucía bastante cara.
—Perdóname, no quería acerlo —suspiré. Damon asintió.
—Solo es una lámpara —di o. Luego se arrodilló y recogió los pedazos grandes.
—Estaré eternamente agradecido contigo, por aber sal ado a C ase. —Es importante para ti, ¿cierto?
—Confío en pocas personas y él es una de ellas. —Su mirada refle aba determinación y su postura se ol ió bélica, eroica. Esta clase de masculinidad le sentaba bien a Damon y lo encontré irresistible. Solamente a ora, por primera ez, noté su cuerpo de acero. Naturalmente lo abía sentido antes, sin embargo, estaba tan ensimismada en mis pensamientos que abía bloqueado todo lo que me rodeaba. Tenía algunas cicatrices, por aquí y por allá, que ol ían único a su cuerpo perfectamente entrenado.
Aún entre otros miles, abría reconocido su cuerpo de inmediato.
—¿ ué ay de ti? —preguntó Damon. Su pregunta me tomó por sorpresa.
—Además de mi me or amiga, no ay nadie —suspiré. Y ni siquiera mi me or amiga sabía todo sobre mí. Además de Lory y mi traba o, no tenía nada. Con muc o dolor me di cuenta de ello. Dios, se sentía como si fuera una ida de ace muc o tiempo.
Damon me miró con lástima y me enfadé. ¡No quería compasión de mi secuestrador y no necesitaba a uno!
—¿Cuánto tiempo me as tenido aquí? —pregunté.
—Cuatro días —di o Damon. La lástima desapareció y en cambio sus o os ol ieron a oscurecerse. Bien. Prefería exponerme a su ceño fruncido que a su pena.
—¿Cuánto tiempo piensas retenerme?
Damon ignoró mi pregunta, tomó la lámpara rota y me miró con o os gélidos.
—Ni se te ocurra acer una mierda asta que regrese, niña.
Luego abandonó la abitación y me de ó sola.
—¡Jódete, Damon! ¡Jódete! —grité. Mis palabras resonaron en las paredes una y otra ez, conteniendo mi desesperación nue amente.
Me le anté de la cama, me en ol í en la toalla de nue o e intenté abrir la puerta de salida. Coño. Estaba cerrada. Damon me abía encerrado aquí. Inmediatamente pasé al plan B. Busqué en la abitación algo que pudiera ser útil, cualquier cosa. Armas, un teléfono, un ordenador. Sin ninguna consideración, abrí cada uno de los ca ones, todos los armarios y muebles, sin encontrar nada más que ropa de diseñador. Ninguna cuc illa de afeitar, ninguna pistola, ¡ni siquiera una maldita agu a! Tomé una de las camisas
del armario y me la abroc é. En el caso de Damon, la tela de sus camisas se estiraba al extremo en sus ombros y pec o, pero a mí me cubría de forma olgada y caía asta mis rodillas. lía a él… Madera de cedro y un toque cítrico. lía a seguridad. Entonces noté la ropa mo ada de Damon en el baño. ¿ uizás abría algo útil a í? ¡Bingo! Casi me pongo a llorar al sacar un mó il del bolsillo de su pantalón. Con los dedos temblorosos, encendí la pantalla, no tenía contraseña. Respiré ondo; no podía creer mi suerte. ¿Por cuánto tiempo me de aría sola Damon?
Tenía poco tiempo, por lo que me forcé a concentrarme. Lo único aún más importante que mi ida, que mi libertad, era Lory. Necesitaba asegurarme de que estu iera bien.
Sin dudarlo, escribí el número de Lory. Salió la llamada y contu e el aliento.
¡Contesta por avor! Por avor, por avor…
—¿Aló?
—¡Dios mío, Lory! —suspiré. Era tan bueno escuc ar su oz.
—¿Zoey? ¿Zoey eres tú?
—Sí, soy yo. Te estoy llamando desde… otro celular —le expliqué. —A á —su oz era inusualmente fría.
—¿En dónde estás? ¿Cómo estás? —pregunté.
—En el traba o, ¿qué necesitas?
¿Cómo podía explicarle en tan poco tiempo todo lo que abía pasado? No quería que se preocupara. De alguna manera me las arreglaría para salir de aquí sin tener que in olucrar a mi me or amiga.
—Tienes que ale arte de Joel —comencé. Pero Lory me interrumpió. —Ya iciste eso por mí —me espetó.
—¿ ué a pasado?
—¡No tengo idea! Tú dime —sonaba eno ada. Muy eno ada, y yo tenía sospec as.
—Él es una persona muy muy mala, Lory. ¡Tienes que creerme! ¡Alé ate de él! —rogué con desesperación. Si tan solo pudiera decirle lo que me abía pasado.
—No te preocupes, ya lo iciste Zoey —repitió Lory, cortante.
—¿Se a ido?
—¡Sí! No quiere ol er a erme. Lo de ó más que claro cuando de ó tus cosas en mi puerta.
No sabía qué decir. Pero no tu e que acerlo, Lory estaba le os de aber terminado.
—¿Por qué me iciste esto, Zoey? ¿Por qué no me de as ser feliz?
—No ay nada que sea más importante para mí en este momento, Lory —suspiré.
Maldita sea, ¡tu e que decidir entre llamar al 911 o a ti!
—A , ¿en serio? ¿Primero saboteas mi relación y a ora quieres consolarme?
—No es tan simple, Lory —quise explicarme. Las palabras se me pegaban a la boca como miel y luc aba en contra de las lágrimas. —Bueno. Si soy tan importante para ti, dé ame en paz a ora —di o Lory con oz sepulcral.
uería decirle a Lory la erdad, pero no podía. ¡No podía ponerla en peligro! ¡Nunca! uizás era me or que Lory me odiara, prefería eso a cualquier otra cosa que pudiera pasarle.
Escuc é pasos aproximarse, cada ez cercanos y luego, silencio. Una lla e entró en la cerradura y escuc é el pesado cerro o abrirse.
—Está bien —susurré. —Cuídate. Hablamos pronto
Por avor no me odies para siempre, Lory.
Colgué y borré el número de Lory del istorial de llamadas. En ese mismo instante entró Damon, me miró con su teléfono y sus o os icieron que un escalofrío me recorriera toda la columna ertebral. Estaba furioso, no abía duda de ello, pero también pude reconocer dolor, profundamente escondido detrás de su máscara desmoronada.
—Suelta el teléfono —gruñó mientras se acercaba a mí. De é caer el mó il al suelo y menos de un segundo después Damon me empu ó con ambas manos contra la pared a mis espaldas. Me tiró muy fuete, pero al menos el dolor me distraía de Lory.
Lory me odiaba y yo sentía tanto ali io como lástima por ello. Cielos, los o os de Damon resplandecían de ira, su respiración era pesada. Él era fuego, de principio a fin. Sin embargo, no abría elegido de otra manera. No abría llamado al 911. Me sentí mal de tan solo pensar en ello.
Dios, ¿qué me pasa? ¿Qué ocurre conmigo?
¿Por qué tenía tales sentimientos acia mi secuestrador? Incluso a ora, cuando estaba abalanzado sobre mí, lleno de ira e impredecible.
—Me aces daño — adeé.
—¡Nada comparado con lo que tú me aces!
—¿ ué? —pregunté, atónita.
—¿A quién llamaste?
—¡A nadie!
—¡Mierda, niña! No estoy de umor para uegos. Pasé tus otras mentiras por alto, pero créeme, se acabó. Agotaste tus oportunidades para siempre.
Me mordí el labio cuando abló de mis otras mentiras. Había dic o esas mentiras tan seguido, que incluso yo comenzaba a creérmelas. Pero él abía isto a tra és de mí.
—Llamé a mi amiga —admití.
—¡Cara o! ¡No tienes idea de lo que acabas de acer!
Damon ardía y sus palabras quemaban como el fuego del infierno en mi piel. Negué enérgicamente con la cabeza. No abía causado ningún daño, sino que abía controlado los daños – ¡por él!
—Juro que no di e nada.
Me escrudiñó con una mirada afilada. Estaba buscando señales de mentira y sentí su enfado cuando no las encontró.
—¿Por qué la llamaste?
—Porque tenía que acerlo —suspiré. —No quería abusar de tu confianza.
—Muy tarde. —En su rostro no reconocí otra cosa más que una dolorosa aceptación.
Cielos, ¿qué he hecho?
Respiró profundo y se inclinó acia adelante, de forma que sus labios tocaran mi oído.
—Desde el primer momento supe que no serías buena para mí — suspiró.
Me de ó mirar detrás de su máscara por última ez y sentí el dolor que yo misma abía pro ocado. Él tenía razón. No importaba dónde, yo tan solo traía desgracia y destrucción. Me di por encida.
—Deberías encerrarme, por siempre y para siempre y tirar la lla e. ¡Mientras esté lo más le os posible de ti!
—Cara o, tal ez lo aga —bramó Damon. Sus palabras, afiladas, ta aron profundamente mi corazón. Pero no merecía otra cosa. Fui tan estúpida como para no entender cuán frágil era el ínculo entre Damon y yo, y me di cuenta muy tarde, usto cuando acababa de destruirlo.
Damon me tomó por el cabello, me sacó de la abitación y de é que sucediera. Lo de é acer lo que quisiera conmigo, de cualquier manera, me lo merecía. Yo no era nada más que un problema.
12
Damon
Alterné la mirada entre Da id y la mesa ensangrentada dentro de la sala de conferencias, disperso.
—¿Y? —preguntó Da id.
—¿Y qué?, pregunté de uelta, inmediatamente. Joder, no estaba en umor de c arlar. Vertí burbon en un aso y me recargué contra la pared. —¿Cuánto tiempo la as a ignorar esta ez? —preguntó Da id con naturalidad.
—Tanto como deba acerlo —respondí. No era una respuesta, pero Da id no obtendría más. ¡Esta c ica podía irse al maldito infierno!
—Sal ó la ida de C ase —di o Da id. Al igual que yo, miró la sangre que se abía metido profundamente en la madera. Necesitaba una mesa nue a.
—Yllamó a alguien —gruñí.
—Damon, si ella le ubiera dic o algo a alguien, la policía nos abría atrapado ace tiempo. No seas tan duro con ella.
Bebí todo el aso antes de reír despecti amente. —¿Desde cuándo eres tan… asquerosamente sentimental? ¿Cambiaste tu cuc illo por un álbum de calcomanías de Bonnie-Buc ley o toda ía tienes que escoger los sellos? —Mierda Damon, presta atención a lo que dices —me amenazó Da id. uería que me golpeara. El alco ol ya no me adormecía más.
—¿Acaso tu no ia también tiene que enseñarte a pelear como un ombre? —lo pro oqué nue amente. Un segundo después, Da id me dio un puñetazo.
Saboreé la sangre y escupí directamente en los pies de Da id. — ué lindo —adeé. —Me or de a que tu papá te compre un puño de acero, ¿no? Su puño me golpeó de nue o, luego se ale ó frotándose la mano. —Damon, eres el tipo más odido que conozco.
—Y tú, Da id, no eres ni un poco me or —sonreí. Da id me sonrió de uelta y nos ser í otro burbon.
—¿Por qué ignoras a la c ica? —preguntó Da id nue amente.
Me hace consciente de mi vulnerabilidad.
—Abusó de mi confianza.
—Tonterías, no le diste absolutamente ninguna oportunidad de explicarse —di o Da id enfadado.
—¿Y? —gruñí. No quería escuc ar sus argumentos.
—Le debes una, por C ase.
—¡No le debo una mierda!
¡Abusó de mi con ianza! ¡No de aré que eso vuelva a suceder! —Damon, ¿acaso estás demente? Arrastraste a la casa un riesgo incalculable, ¡así que también azte cargo de él! ¡No tengo ninguna intención de seguir limpiando el desastre tras de ti!
Además de Da id, nadie más se atre ía a ablarme así y en ese preciso momento me arrepentía de aberlo permitido asta a ora. diaba cuando ablaba con mi consciencia. Era como mi ermano.
—¿ ué piensas de ella? —le pregunté. Los últimos días, Da id se abía estado encargando de mi problema.
—Se dio cuenta de que no soy tan malo como le ice er en la primera noc e. Desenmascaró al c ico malo.
Tu e que contener mi sonrisa. Sí, ella era malditamente buena en eso, también me abía descubierto.
—Si pudiera, aún escaparía ¿cierto?
—Eso creo, sí —di o Da id encogiéndose de ombros.
No podía permitir que eso pasara. De ninguna manera. Caería en las manos de mis enemigos, y al momento yo tenía demasiados malditos enemigos en busca de mis debilidades. Tarde o temprano, de preferencia tarde, debía admitir que ella era una debilidad. Mi prisionera sin nombre era mi odida riptonita. Sonreí con amargura.
—Deberíamos ablar con C ase —cambié de tema—. Dean ya nos di o todo, pero quizás C ase sabe algo más. Los efectos de los analgésicos deberían estar por disiparse.
Aunque el tiroteo abía sucedido ace días, aún no sabíamos realmente nada. No abía un culpable y rondaban arias especulaciones y acusaciones sal a es. Los últimos días mis ombres abían estado muy olátiles y abía tenido que mantenerlos a raya para que no cometieran
alguna estupidez. Había congelado todos los negocios y también abía ec o que todas mis pandillas aliadas se detu ieran.
Da id asintió. —Se escuc a como si al fin recuperaras la claridad de pensamiento. Entonces buscaré a la c ica, para que se ocupe de la erida. No, estaba le os de poder pensar con claridad y probablemente estaba a punto de cometer el error más grande de todos los tiempos. Entramos untos al estíbulo.
Ba é por las escaleras y abrí la pesada puerta metálica. La niña le antó la mirada con curiosidad, sin embargo, sus o os se oscurecieron en cuanto me io. Da id le abía comprado ropa. Traía puestos unos aqueros largos y una camisa que era demasiado grande para ella.
—Vete —di o.
Me ec aba de su propia prisión. Cara o, era malditamente aliente o increíblemente tonta. Probablemente ambas cosas.
—No. Solo si me dices por qué llamaste por teléfono.
—A , ¿eso quieres saber?
—Sí
—¿Y luego qué? ¿Va a ser un ábito el que me des esperanzas de libertad tan solo para encerrarme aquí de nue o y que me ignores durante días?
Apreté los dientes con fuerza y respiré ondo. Maldita sea, ¡me acía enfurecer tanto! Les acía cosquillas a mis demonios impredecibles y ugaba con fuego.
—¿Entonces te quieres pudrir aquí? —pregunté con frialdad.
— uiero saber de qué lado estás, Damon. Me das esperanzas solo para aplastarlas un segundo después, no puedo soportarlo más.
Maldita mierda, ¡ella era la cínica que me pro ocaba todo el tiempo y me acía sentir que era me or mantenerme oculto!
—Entonces de a de rebuscar en mis pensamientos y sentimientos. Lo único que puedo acer, es destruir. No soy más que enfados —gruñó. —Eso no es cierto y tú también lo sabes.
—¡Cierra la boca, niña! No eres mi odida terapeuta.
—¿Entonces por qué no te as? Esta es mi prisión, no la tuya —di o cortante.
Porque no me de arás.
Estaba en mis pensamientos, todo el tiempo. Su olor me perseguía, escuc aba su maldita oz en todos lados.
—Porque eres mi problema.
—Ytú eres mi problema, Damon —suspiró y se puso de pie.
bser é sus mo imientos. Toda ía le dolían los pies y ba o la tela seguramente tenía una docena de moretones azules.
— uiero una tregua —le di e.
—Bien —respondió y su respuesta me sorprendió. Esperaba una pelea o quizás una larga discusión, pero no su aceptación.
—¿Bien? —repetí su respuesta.
—Sí. No me quiero pudrir aquí. Haría cualquier cosa por ol erme a ganar tu confianza. Ya no quiero ser una prisionera.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
Me sonrió, luego miró al piso.
—Llamé a mi me or amiga para ad ertirle de Joel y a ora me odia. Nadie endrá a buscarme. —Le temblaba la oz. —Por fa or, perdóname. Tan solo quería ad ertirle. Tú abrías ec o eso por tu gente, ¿o no?
Sus o os esmeraldas brillaban, umedecidos.
Asentí lentamente. —Sí, lo aría.
Pobre niña.
ue nadie iniera a buscarla debía ser un sentimiento terrible para ella. Nadie en el mundo merecía eso. Y menos una pequeña niña indefensa. —Ven conmigo. C ase te está esperando —di e.
Se limpió rápidamente la cara con la manga y me siguió escaleras arriba, asta el área común en donde C ase estaba recostado en el sillón c arlando exuberantemente. Los potentes analgésicos abían nublado tanto su mente durante los últimos días, que no abía podido sacarle ni un solo fragmento de información útil.
C ase estaba tumbado en el sofá, ordenando a las personas a su alrededor como si fuese un emperador. Pero a la mayoría parecía no molestarle.
—¡Damon, amigo! —me saludó.
—C ase —respondí. Era bueno erte en tan buena forma. —Ytra iste a la enfermera más linda del mundo —balbuceó. —Veterinaria —corrigió la niña.
—Lo que sea —se rió C ase. Sacó un cigarrillo de detrás de su ore a y lo encendió.
—¿Estu iste bebiendo? —pregunté críticamente.
Le antó el pulgar y dedo índice como si estu iera sosteniendo algo entre ambos.
— uizás un poco.
Suspiré. Si estaba pensando en beber otra ez, era porque debía estar bien. C ase realmente mane aba todos mis clubs y acía nue os contactos con personas importantes. Junto con Dean, casi todos los tratos funcionaban, por eso no abía tenido que preocuparme por acer las finanzas desde acía años, incluso después de aberles comprado capital dentro del club de luc a.
Mientras la c ica atendía su erida, intenté reconstruir con él las secuelas de aquel día. Pero al igual que Dean, C ase no podía recordar nada que aliera la pena mencionar. Estaban saliendo de un restaurante en donde acababan de reunirse con uno de nuestros informantes cuando de repente alguien comenzó a disparar sal a emente.
—Listo —di o la c ica y terminó su traba o.
—¿Y la maldita bala sigue en mi pierna? —preguntó C ase con mirada crítica.
—Sí
— ué puta locura —maldi o después de tirar la quemada colilla del cigarro.
—En algún momento deberías de ar que te la sacaran. Un profesional, no yo —di o la c ica.
—Estoy en deuda contigo —susurré, pensati o.
—¿En serio? —preguntó ella. Su mirada esperanzada no era un buen augurio.
No quería destruir sus esperanzas nue amente.
—Eso creo, sí.
—Bien, entonces dé ame ir.
—No —gruñí.
—Entonces que estés en deuda no ale nada —di o con naturalidad. Su mirada gélida izo que me ir iera la sangre. ¡Sus o os de ielo me acían enfurecer!
Cara o, me abía expuesto delante de mis ombres. ¿Realmente era tan estúpida? ¿Había perdido la cabeza? ¿ ué demonios estaba aciendo? Sin acer ningún comentario, tomé a la c ica por el brazo. Ninguno de mis ombres me detu o cuando ol í a empu arla al sótano.
Mis ombres conocían mi silencio y sabían que cualquier palabra podría detonar la bomba de relo ería que abía en mi interior.
Y la niña aprendería eso a ora. Era la última ez que me de aba en ridículo.
13
Zoey
Damon me empu ó a tra és de la pesada puerta, de uelta a mi prisión, y la cerró de golpe tras de mí. Lo abía irritado y estaba furioso. Pero no abía podido e itarlo, tenía que acer esa pregunta. Tenía que apro ec ar cada oportunidad que se me presentaba... pero esta ez abía fallado.
Con una mano me tomó por la garganta y me presionó contra la pared. —¿Te quieres morir, niña? —rugió. En su mirada ardía fuego puro y la negrura en sus pupilas crecía cada ez más.
—No —adeé. La presión en mi garganta aumentó, apenas podía respirar. Con su torso de acero presionó el mío. Podría aber luc ado, pero no lo ice. Me merecía su eno o, su rabia, su odio. Pero también quería su sonrisa, sus deseos, su corazón.
—Mierda, ¿por qué me aces esto? —preguntó.
—Porque lo permites —respondí.
—No soy bueno para ti. Soy egocéntrico, egoísta y definiti amente no soy una maldita buena relación para pequeñas c icas inocentes.
—Lo bueno es que yo no soy una pequeña c ica inocente —di e con determinación.
—Soy peligroso, maldición. ¡Métete eso en tu odida cabeza dura!
—Sí, eres peligroso —suspiré. Sus o os miraron profundamente en mi alma. —Pero no para mí.
—Maldita sea, te estoy estru ando contra la pared y tengo cogida tu garganta tan fuerte que apenas y puedes respirar. ¿ ué más tengo que acer para de ar claro que no debes molestarme?
La cogí por el cuello aún más fuerte. Me zumbaba la cabeza y me rugía la sangre en los oídos.
—¡Soy incontrolable! —bramó Damon.
—Entonces me ubieras a orcado ace muc o tiempo.