Junio 22, 1988. East Side, Manhattan, NY

 

Era un tranquilo medio día de sábado. Antonio llegó hasta el departamento de Estela con un ramo de flores, una bolsa con bagels recién horneados y un paquete con finas rebanadas de salmón. Habían pasado algo más de dos meses sin verse. Cuando Antonio regresó de México, Estela estaba trabajando en París. Ahora los dos coincidían en New York.

Estela abrió la puerta y de un salto estaba en los brazos de Antonio. Se besaron cálidamente y empezaron a atropellarse con las preguntas de ¿Cómo te fue?... Ya sabes, fue muy duro… En Paris se portaron de maravilla, tengo que platicarte… Mi pobre madre, fue un golpe terrible…  Ya te platicaré de un nuevo proyecto… no, no, este es de Patone…

Abrieron la botella de vino y después del segundo sorbo estaban en el sofá arrancándose la ropa mutuamente con un ímpetu de jóvenes del renacimiento. Antonio sabía recorrer los caminos sinuosos y los valles deliciosos hasta llegar a la fuente cristalina de los labios de Estela que dejaban salir la calidez de su aliento de fiera en celo. Su cuerpo era alto, esbelto de suaves y deliciosas curvaturas, las que cuadraban con los estándares del modelaje, es decir… era una maniquí hermosa instrumento de la industria de la ropa, que vino de España en busca del sueño americano en las pasarelas de modas en New York.

Ojos morunos, sombreados por largas pestañas (naturales), la naricilla respingada que le daba un aire de traviesa y  el pelo negro, largo y sedoso que se desparramaba por la espalda en ondulaciones que podían inventar cascadas de ensueño o sofocar golpes de estado con sólo una oleada de su fronda.

 

        El cabello al aire volando
proyectado sobre los hombros
y un desaparecer sin huellas
era acaso
la visión perfecta
encubierta de nácar
y sin luz…

 

(dijera Haroldo Shetemul)

 

 

 

Era una imagen de gitana, rabiosa y sutil, capaz de todo, e ingenua como un colibrí, fiera precoz de mirada penetrante, y toda ella, morena clara, andaluza por donde quiera que se le viera. Cuando hacía el amor, ella dejaba que el canto de sus manos se deslizara en un vuelo raso que tocaba los puntos clave antes de posarse en su destino para provocar estremecimientos que provocaban respuestas inmediatas de igual intensidad o mayor, en la escala del amor desenfrenado.

 

Después, mientras los gemidos se aplacaban y los corazones recobraban el ritmo al final de la batalla ganada, o perdida… que para el caso es lo mismo, perder dentro de ti, o… ganar al ritmo de las fanfarrias triunfales de tus gemidos de placer…

Sólo el espejo de cuerpo entero, celestino y reiterante, era mudo testigo de las escenas candentes, de los fragores del amor disparado a mansalva hasta agotarlo y coronarlo con el silencio del placer sofocante.

              -Te toca hacer el lunch. – Murmuró Estela desparramada en la cama y jalando la sábana para cubrirse el pecho desnudo, la cabellera hermosamente revuelta le cubría el rostro. No hubo respuesta, unos segundos después Antonio soltó un leve gruñido de fiera herida en las delicias del combate y se levantó para ir al baño. Estela quedó pensativa cuando su mente regresaba a la realidad sin poder evitarlo.

Minutos después estaban disfrutando de los bagels con salmón y cream cheese en la mesa de la terraza. Antonio sirvió más vino y brindaron por ese feliz encuentro después de las semanas de ausencia.

              -¿Salimos en el Milady? – preguntó Antonio con una amplia sonrisa.

 

 

Dos horas después con suavidad navegaban las aguas de la sonda de Long Island. La tarde estaba cayendo tranquilamente con la promesa de un atardecer intenso.

El viento estaba  bastante fresco para ser de mayo cuando la temporada para navegar estaba en sus mejores días, pronto el calor del verano pondría nuevas reglas. Antonio estaba al timón del Milady, su preciado velero de 27 pies de eslora, un Hutchins Compac de hermosa línea conservadora. Este era su propio mundo, en el que se escapaba en cualquier momento para vivir la belleza del mar, para sentirse en plenitud, y gozarlo todo cuando tenía la compañía de Estela.

En el horizonte, las nubes se empezaron a teñir de rojos encendidos y la cordillera de los edificios de Manhattan se convirtió en silueta caprichosa. Sólo se escuchaba el ruido de la proa del Milady cortando las aguas tranquilas, el viento soplaba suave pero constante, el avance era lento, sin prisas por llegar a ningún lado. El silencio se cortó con el rugido grave del motor de un remolcador que se acercaba por babor. Las manos se agitaron en intercambio de saludos con el capitán del buque que arrastraba una pesada barcaza cargada de materiales de construcción. Instantes después el oleaje de su estela hizo cabecear al Milady violentamente por un minuto antes de recuperar su tranquilo navegar.

Antonio no tenía ninguna prisa en llegar a ningún lado en especial, navegar era el propósito y pasar la noche anclados en algún lugar, era el plan. Los dos miraban en silencio el atardecer. El silencio abordo también se hizo pesado, parecía que los dos tenían en la mente, sin saberlo, diferentes tormentas listas a desencadenarse. Y ahora, intempestivamente,  toda  esa  historia  de  noches ardientes, de jugueteos en el parque, de navegadas juntos,  de respirar los mismos sueños,  se había vuelto un tanto frágil. Antes de embarcarse Antonio le había comentado a Estela, todo sobre el nuevo proyecto de Guatemala y el efecto causado fue como el de una bomba que congeló el tiempo.

              -¿Te sirvo café? - pregunto Estela, cuando ya caminaba  para bajar a la cabina. – Yo quiero… estoy sintiendo frío.

              -Sí, gracias, caerá muy bien.

Después del primer sorbo, Antonio preguntó:

              -¿Y qué has pensado? Yo creo que es un proyecto muy interesante y por supuesto, cuento con que tú iras conmigo - le dijo, a sabiendas que la respuesta no era la que él quería oír. Estela palideció y le dedicó una larga mirada.

              -¿Qué pasa? – preguntó extrañado.

Estela desvió su mirada hacía estribor.

              -Antonio... no voy contigo.

              -¿Cómo...? Pero…

              -Sabes que me encantaría. Que me gusta viajar en tu compañía. Que me gusta  la aventura, pero no, no puedo. - Dijo endulzando la negativa, con un  gesto que quería ser una sonrisa.

La respuesta le cayó como un balde de agua helada en la espalda. Desde el momento en que él había aceptado el  proyecto, pensó de inmediato en que Estela estaría con él, deseaba que le acompañara como ya lo había hecho en un par de ocasiones.

              -No es posible. ¿Cuál es el  problema?

              -Antonio, tenemos que hablar detenidamente. Ahora no es el  momento. Mañana en casa, Ok? No se puede navegar y discutir asuntos importantes al mismo tiempo.

De un golpe, Antonio giró la rueda del timón para dar un giro de 180 grados. Arrió las velas y puso en marcha el motor para acelerar el regreso. La ilusión de salir a navegar había perdido totalmente el rumbo.

              -¿Qué os pasa? – preguntó Estela sorprendida.

              -Regresamos a casa… - murmuró Antonio secamente.

 

Cenaron en el departamento de Estela, sin volver a tocar el tema. Deliberadamente los dos no sabían cómo empezar, tratando de alargar el difícil momento. Se sirvieron café y Antonio salió a la terraza. Estela lo siguió.

              -Antonio, puedes estar seguro que no ha sido nada fácil llegar a esta conclusión... Hay algo más...

La miró con ansiedad, en su voz había un frio totalmente ajeno a su natural alegría. Ella no pudo soportar mirarle directamente y se inclinó sobre el barandal que dejaba mirar la noche de Manhattan.

              -Firmé un nuevo contrato que me exigirá muchísimo más entrega

              -¿Pero cómo ?... ¿así de pronto? Nunca me dijiste nada...

              -Nunca ha habido tiempo. Estáis de viaje, estáis sumergido en un trabajo, o estáis saliendo para otro. Nos vemos ocasionalmente. Lo entiendo, puedes estar seguro que lo entiendo. Tu trabajo es absorbente y lo amas por encima de todo. ¿Y te sorprende que yo tome decisiones sobre lo mío? Concédeme el derecho de cuidar de mi profesión y de tener ilusiones en mi vida… he tratado de arreglar mis cosas para que me permitieran estar contigo lo más posible y tú ¿qué has hecho? Te veo cuando tú lo dispones… cuando puedes venir a New York ¿entonces qué tenemos en realidad? Momentos felices… noches intensas… Pero eso no es todo Antonio… no es todo. No podemos compartir la vida… sólo compartimos la cama…

              -Por eso es importante que vayamos en este viaje. Te necesito,  nos hace falta estar juntos por algún tiempo.

              -Creo que ya es tarde Antonio... Tal vez te estás mintiendo  si crees que me necesitas. Tú sabes bien que no te es difícil  conseguir compañía. Tú sabes que has encontrado compañeras donde quiera que vas,  mientras yo he estado esperando aquí a que tu regreses. Ahora yo me voy en mi propia nave por el camino que me ofrece mi profesión.

              -Estela, no es justo llegar a este final en forma tan  violenta…

              -El escritor eres tú. Le podéis buscar otro final. Pero para  mí ya no hay otro. Te amo Antonio, te amé como nadie te podrá  amar. Pero nunca llegamos a ningún lado.

              -Tú tampoco quisiste nunca un compromiso. 

              -¡Pues claro que no! -explotó – cómo íbamos a tenerlo si siempre hemos tenido los mismos problemas. Tu trabajo te lleva a cualquier parte. Mi trabajo me exige dedicación, cuidados, disciplina… ¿creéis que es fácil combinar todo eso con lo tuyo?

La historia se repetía, cualquier chispa era suficiente para encender en Estela el polvorín de reproches y acusaciones.

              -Antonio, date cuenta. Esta vez no vamos a terminar largándote tú por esa puerta y yo quedándome con mi dolor durante días como virgen dolorosa hasta que uno de los dos idiotas recapacite lo suficiente como para tomar el teléfono y decir “lo siento”. No esta vez, esto se acabó, Antonio, entiéndelo. Tú eres el lobo que gusta de vagar solitario hasta que llega la época del apareamiento. Entonces regresas y aquí me encuentras, a mi o a cualquiera de las mujeres de tu vida, a todas les has hecho lo mismo, eres el lobo tierno y cariñoso, pero sólo de temporada.

Se hizo una pausa larga y fría, eran verdades que no quería aceptar, pero que tampoco podía negar, ya se había visto antes en situaciones semejantes; había encontrado el amor y lo había perdido sin saber cómo.

              -Quiero que sigamos siendo amigos. - murmuró Estela - Te escribiré... si me dices por donde andáis. Cuando vengas podríamos tomar un café…

Estela intentaba suavizar lo amargo del momento con palabras que se clavaban como flechas ardientes, Antonio no tenía palabras, el nudo que se le había formado en  la garganta le lastimaba.

              -No se Estela, no sé. Todo va a ser diferente. Estoy de acuerdo en que soy egoísta, que quiero todo a la vez. Mi trabajo, los viajes, mi barco. Pero también quiero tenerte a ti…

              -Yo también tengo una vida, y tengo ilusiones. Firmé un contrato que me sube a muy buen nivel y me da seguridad. Contigo no tengo nada aunque quiera compartir mi vida contigo. Y esto no quiere decir que no  te amo, ¡Carajo, acabamos de hacer el amor esta tarde! siempre te lo dije, te amé como a nadie y yo también  sufriré está separación, pero tú tenéis que seguir tu camino, no puedes detenerte Antonio... Seguirás siendo el mismo eternamente.

 

Largos minutos se estancaron entre los dos, desde el sofá miró a Antonio, y se dio cuenta que una tempestad se había desatado dentro del pecho de Antonio.

Estela se le acercó y lo abrazó por la espalda.

              -¿En qué estáis pensando?

              -No sé, en muchas cosas. No me canso de mirar el cielo infinito que se une con este horizonte poblado de edificios que derraman luz por los millares de ventanas. Sabes lo que significa para mí la noche,  siempre ha sido mi compañera, mi confidente. Estas noches son tan diferentes a las de la selva o del mar.  Aquí las luces de las ventanas son como ojos brillantes que te miran, ojos de la vida que te observa, que sabes que existe en tu rededor detrás de las paredes, en el piso de abajo, en los ríos que son las calles y en los remolinos que son los cruceros. Cuando estoy en la selva me siento más alejado del mundo, sin embargo ese punto es precisamente el centro del universo para mí, es el punto crucial para la vida que me envuelve, dentro de la inmensa oscuridad que contiene el murmullo de los insectos, el jadeo de las fieras al acecho, del misterio silente de las serpientes y del aleteo apagado de las aves nocturnas. El mundo termina y principia a cada paso, es del tamaño  del pequeño agujero que logra perforar tu linterna en la oscuridad transparente, y es tan grande que la luz de un relámpago sólo lo descubre por un instante.  Prefiero las noches de mar cuando la luna ilumina el cielo, cuando sabes que hay un horizonte y miras la blancura de la estela que tu embarcación va dejando en su camino.  Estela... porque se llama estela, como tú. Tu nombre quiere decir estrella. Y me lo he repetido mil veces mirando al cielo, cuando navego en las noches oscuras que visten su manto infinito salpicado de puntos brillantes. Pienso en ti y me pregunto por qué habiendo miles, millares de ellas, ¿por qué te encontré en mi camino, por qué marcaste mi ruta? Te lo dije una vez, es como los marineros encontraban el camino de regreso a su puerto, guiándose por una estrella, tú eres mi estrella… y ahora… tú me dejas…

              -Antonio… mira al cielo… hay muchas estrellas, vas a encontrar una, vas a tener muchas estrellas, de eso puedes estar seguro. Tú siempre vas a encontrar tu camino hacia una vida nueva… ¡Siempre!

 

 

 

Era cerca de media noche cuando Antonio salió del departamento de Estela, un viento  fresco le golpeo la cara, se cerró la chamarra hasta el cuello  y camino hasta la calle 87 donde tenía el auto estacionado pero  no se detuvo, era necesario caminar y dejar que  la noche le  aflojara el nudo que se le había formado en la garganta, no  podía negar que estaba herido, pero poco a poco, después de  muchas cuadras de darle vueltas al asunto, empezó a aceptar  que ese final era inevitable y que tal vez hasta había tardado  en llegar, pero que se alargaba  penosamente excusándose en  los hábitos que crecen con el tiempo y que engañan haciendo  creer que tienen valor.

La separación fue muy dolorosa para él. Difícil para los dos. Seguramente Estela al cerrar la puerta derramó amargas lágrimas, Antonio arrastró los pasos hasta entender que atrás quedaba otro capítulo de su vida errante de amores perdidos.

Así, en la misma forma en que las tormentas se desatan,  después de un día de cielos azules y de suaves brisas, después  de un cálido atardecer, cuando todo parece ser eterno, de súbito,  en el horizonte aparecen las nubes negras que anuncian la  tempestad. Era todo lo que Estela necesitaba, una pequeña nube negra para encontrar motivos para desatarse. Un minuto antes podía haber derramado ternura, mostrarse dulce y frágil; antes podía haber sido la fiera que despertaba el amor, sensual y provocativa, con sus bailes flamencos; cantando con su voz de gitana canciones mexicanas.  Eso era ella, la fantasía de una playa tranquila y un volcán que podía estallar en erupción en cualquier momento; una tempestad que no se podía predecir y que había que capearla en cualquier forma, darle tiempo y esperar la calma, la llamada de teléfono al día siguiente, una semana después, y empezar de nuevo tratando de salvar lo que quedaba en pie.  Ahora no quedaba nada, indudablemente esa había sido la última batalla y ella lo había derrotado al elegir caminos separados. Él tendría que esperar a que un nuevo sol le calentara los huesos mientras encontraba un lugar donde esconder los recuerdos. El destino nuevamente era incierto y podría llevarlo por cualquier rumbo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Junio 24, 1988.  Alto Manhattan. New York.

 

El departamento de Antonio era un desastre. Eran los rescoldos dejados por la tormenta del rompimiento con Estela. Se encontraba derramado en el sofá sin haber salido por varios días. Botellas vacías de ron por cualquier lado, restos de comida chatarra y ropa sucia yacían sobre los muebles. Qué ironía, llegó a creer que Estela era finalmente la mujer que había estado buscando toda la vida, llegó a creer que ella era la mujer que… y se le ocurrió darle un nombre… Sílfide…

Alcanzó casi a tientas la botella de ron, vertió en el vaso lo que quedaba hasta la última gota y lo bebió de un trago.

              -¡Sílfide!...

Fue hasta el librero y buscó en el tomo de la enciclopedia Espasa Calpe  SAB - SUV.

              -Sílfide… aquí está… - y leyó pausadamente.

 

La Sílfide es una criatura mitológica fabulosa de la tradición occidental. Este término tiene su origen en la obra de Paracelso, quien las describía como seres invisibles del aire. No hay mitos considerables asociados propiamente con ellas… El término Sílfide ha pasado al lenguaje común para referirse a los espíritus menores, elementales o hadas del aire y, figuradamente, a las mujeres delgadas, graciosas y de gran belleza.”

Leerlo fue doloroso, era como si un punzón ardiente se le clavara en la llaga recién abierta.

              -Mi Sílfide eres tú, Estela… ahora serás mi hada invisible en el aire que me rodea.

Cerró los ojos y buscó hundirse en los abismos oscuros de la mente, donde podría dejar escondidos los recuerdos de aquel amor. Donde no le hicieran más daño y le permitieran seguir su camino hasta encontrar un nuevo horizonte.

 

A la mañana siguiente el teléfono sonaba sin lograr despertar a Antonio. Después se escuchó una voz que dejaba un mensaje. Antonio la escuchó como si fuera parte de sus pesadillas.  “Estela…” pensó. “Me está llamando…” se puso de pié y tambaleando fue en busca del teléfono. Tropezó con una silla y cayó al suelo.  “¡Sheeet!...” Se arrastró para alcanzar el teléfono y pulsar el botón de mensajes…  Una voz dijo algo que no entendió. No era Estela, colgó violentamente el auricular y se dejó caer nuevamente en la modorra bajo el peso de la resaca.

Unas horas después, despertó y miró por la ventana que el nuevo día ya no era tan nuevo. Empezó a recuperar la calma.

              -“El que siembra vientos recoge tempestades… - se dijo tratando de encontrar la calma - me he pasado la vida jugando al amor y divirtiéndome con las mujeres… ahora me tocó perder. Estela nunca creyó que yo podría cambiar…  yo creí que ella me haría cambiar. Está vida es una comedía de equivocaciones y las cometemos sin importarnos las consecuencias. Ahora ya las estoy sufriendo, pero ¡Maldita sea! No voy a morirme por eso. Hoy me tocó perder y tengo que entenderlo… pero mi vida no ha terminado ¡Diablos! Adiós Estela… que seas feliz… yo también puedo serlo…”

Se levantó y se metió bajo la regadera; el agua fría le sacudió violentamente y sintió que despertaba del todo y con ello vinieron los deseos de recuperar la alegría de vivir así tuviera que ir contra su destino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Julio 5, 1852. Granada, Nicaragua.

 

 

Diego se encontró de pronto, por caprichos del destino, metido en un paraíso que hasta unas cuantas horas antes no sabía que existía más allá de las leyendas traídas de boca en boca por los navegantes, que como buenos soñadores podían haberlas exagerado y hasta inventado por el deslumbre de los tragos o por tener la lengua larga, lo suficiente para asombrar a sus oyentes. Aunque las había oído repetidamente, la mente no era capaz de describir tanta belleza sino hasta que la admirara con sus propios ojos. Y eso era lo que estaba viviendo Diego. Desde su llegada, tres semanas antes, no había tenido problemas para donde pasar las noches, hacía amigos con facilidad y los acompañaba a los campos y a la pesca. Así podía ganarse la comida del día que era rica en sabores y aromas, con carne de animales silvestres que nunca había visto, cocinadas en ollas de barro y sazonada con yerbas aromáticas, al fuego lento atizado por las manos morenas de las mujeres de la casa. El delicioso café era parte de los diarios agasajos de las tardes en que los hombres se reunían a escuchar las historias de otros mundos que Diego contaba para dejarlos igual de pasmados que como él estaba con lo que para ellos era natural y conocido. Los días se le resbalaban por encima sin preocuparse de contarlos, el aguardiente de caña se encargaba de que todo tomara con facilidad el color y el ritmo que brotaba de esas tierras tan tropicales como sensuales. Sin embargo se cuidaba de tratar a todos con respeto, especialmente a las mujeres, porque las respetaba y porque no quería ser visto como se miraba a los extranjeros, ingleses, americanos y españoles, que abusaban de su poder colonizador para hacer destrozos y cometer desmanes entre las mujeres y lo único que lograban era incrementar la existencia de mulatos sin padre, que al final, no serían más que animales de trabajo.

Después de unas semanas de disfrutar de ese nuevo mundo, Diego se encontró de pronto, con que esa holganza no podría durar para siempre y se vio en la necesidad de buscarse un trabajo. Se fue a Granada, quizá porque le recordaba a su lejana Granada de España o más porque era la ciudad más importante del país y creyó que le sería más fácil encontrar un trabajo. Pronto se encontró con Mr. Charles Lambert, un terrateniente inglés que le ofreció el puesto de capataz. Las tierras eran fértiles y el agua abundante, tan diferentes a las tierras de Andalucía, secas, áridas. Y soltó un profundo suspiro, pero no de nostalgia sino de felicidad, por estar en el medio de tal riqueza. Lo rodeaban las frondas espesas de los árboles llamados ceibos, los pochotes, los tigüilotes y los madroños por donde aves canoras de plumajes de fantasía elevaban sus cantos. Diego se maravillaba con todo tipo de animales que aparecían en cualquier momento, y de los que había que estar alerta de algunos porque eran venenosos, o feroces. También podían ser parte de un delicioso platillo de venado, o de mono aderezado con hierbas de sabores exquisitos. Se acostumbró a ver a los caimanes que sesteaban a la orilla de los ríos, o a los jaguares, felinos altivos y hermosos que  desaparecían en un instante para quedar disfrazados entre las sombras de los árboles. Lo que más temía era a los reptiles. Había boas que se deslizaban en silencio hasta enredarse en su presa y estrangularla y otras pequeñas y venenosas. Le gustaba escuchar el silbido agudo de las dantas que nunca se dejaban ver, pero más le divertía ver a las parvadas de loros que pasaban raudos dejando la música desmembrada de su gritería...

Lo único que rompía con toda aquella belleza era el sufrimiento de los trabajadores. No eran oficialmente esclavos, pero como si lo fueran, porque el hacendado se apropiaba de sus vidas cautivas, trabajaban de sol a sol bajo las constantes amenazas y se les pagaba miserablemente. Diego veía aquello como una total injusticia, pero ese era el sistema y no lo iba a cambiar, ya había oído de la esclavitud legalizada en el sur de Norteamérica y las intensiones de implantar la esclavitud en tierras centroamericanas era un hecho irrefutable. Pero sus sentimientos se reblandecían ante los abusos, toda esa gente había sido buena con él y no podía tratarlos mal. Siempre que podía les daba un descanso a sus hombres, toleraba que el ritmo de trabajo fuera más lento y ellos se lo agradecían con una sonrisa o con una caricia en sus manos.

Todo marchaba bien hasta el día que el señor Lambert se presentó de improviso en el campo bananero y encontró a la gente de Diego descansando a la sombra de una ceiba. Lambert bajó del caballo enfurecido y la emprendió a fuetazos contra los hombres para hacerlos volver al trabajo. Diego no se contuvo y de un salto se interpuso entre los hombres y el señor Lambert, diciéndole a gritos que ellos merecían ese descanso y que dejara de golpearlos. El hacendado tampoco se amilanó y cruzó el rostro de Diego con un fuetazo. Diego se encendió en furia y se lanzó a puñetazos contra el inglés hasta dejarlo revolcándose en el suelo con la cara ensangrentada. Los hombres rodearon a Diego para impedir que lo siguiera golpeando.

-¡Quiero matarlo! – rugió Diego.

Lograron apaciguarlo y convencerlo de que debería huir porque con seguridad el señor Lambert ordenaría su captura y lo condenarían a un largo encarcelamiento. Así manejaban la justicia los extranjeros terratenientes, que compraban a los gobernantes o imponían a sus preferidos.

El maltratado Lambert se levantó como pudo y alcanzó su caballo para regresar al galope a la finca. Los hombres aconsejaron a Antonio que se fuera lejos de ahí y que se ocultara para salvar su vida. Tampoco tuvo tiempo para pensarlo, porque a lo lejos se escuchó la ladrería de los sabuesos. El hacendado ya había enviado la respuesta a la rebelión de Diego. Ya no había tiempo para averiguar las intenciones. Quedó convencido que él no iba a cambiar las cosas y que lo mejor era alejarse de los problemas que le causaba su buen corazón. Dos de sus hombres fieles lo guiaron hasta la orilla del lago y le consiguieron un  cayuco, le dieron un bultito con tortillas de su propio almuerzo y cortaron un manojo de plátanos maduros. Empujaron la raquítica embarcación hasta donde pudieron en las aguas tranquilas del lago.

-¡Espere Señor…! ¡Espere! – gritó uno de los hombres, cuando Diego se alejaba al tiempo que se descolgaba el machete del hombro.

-Tome mi machetito… le va a hacer falta.

Diego lo agradeció y dio las primeras paletadas para alejarse de la orilla. Los hombres agitaban sus manos para despedir al único hombre blanco, bueno, que habían conocido en su vida. De pronto, metió el remo a contra para hacer girar la canoa y mirar hacia los hombres que desde la orilla lo miraban y agitaban las manos con tristeza para el último adiós.

-¡Kuni! – gritó Diego. -¡Busca en mi choza… bajo mi cama... Encontrarás una bolsa... Les servirá de algo!

Era su legado a los hombres que le ayudaron a salvar la vida. Era un puñado de monedas, enterrado bajo su cama, que iba ahorrando con el firme propósito de tener lo suficiente para comprarse algún día, un pedazo de tierra en aquellos lares bendecidos por la naturaleza. Ahora ese dinero quedaba en buenas manos.

Antes, los hombres le habían señalado la dirección en que debería avanzar hasta llegar a la otra orilla del lago. De allí, caminaría bordeando el lago hacia el oriente hasta encontrar un río. Al remontarlo a pie llegaría al poblado de La Trinidad. Allí encontraría gente buena – “Señor Diego… Dígales que va de mi parte, y podrá vivir tranquilo.”

Empezó a remar acompasadamente sobre unas aguas de tersura sedosa que reflejaban un cielo azul con grandes nubes blancas que se engalanaban en sus volúmenes caprichosos que prometían lluvias torrenciales para esa misma noche. Miraba a la otra orilla lejana y pensaba que desde hacía algunos meses su vida estaba transcurriendo entre travesías sobre el agua, una tras otra, como  en un sendero interminable. Con todo lo que las disfrutaba, se preguntaba cuándo llegaría a su destino final, si es que lo tenía. Nuevamente se encontraba sin saber lo que le esperaba al llegar al otro lado del lago. Pero ahora lo sentía diferente, era como una promesa de algo inesperado, pero agradable, como había sido su llegada a ese país de tal belleza. Ahora estaba huyendo, pero seguramente encontraría una nueva vida. ¿Pero cómo y en dónde? Se preguntó. La ropa: una camisa y un pantalón raído, un buen machete y su sombrero de palma, era todo lo que tenía en la vida. Sacudió la cabeza como burlándose de sí mismo. Había partido con sueños de oro y ahora estaba más pobre que un gusano. Miró a la proa de su cayuco, que con toda su burda forma, tallado de una sola pieza en el tronco de madera dura, cortaba las aguas con firmeza, como la punta de una flecha ansiosa de llegar a su objetivo. Y sonrió…

              -¡Y ahora tengo una embarcación! –  y no reprimió una carcajada alegre que le devolvió el ánimo.

 

Cuando la luz del día estaba por extinguirse, la orilla del lago estaba próxima. Los brazos estaban ya rendidos de haber remado largas horas, pero del pecho le brotó un grito de alegría, ya sentía en el rostro el aliento cálido de la selva que le llegaba a manera de bienvenida.

El sonido ríspido que salió del roce del fondo del cayuco sobre la arena, marcó el final de la travesía. Saltó a la playita y se derrumbó sobre sus rodillas y dio gracias a Dios por haberlo llevado hasta ahí. Ahora empezaba la vida... una vez más. Jaló el cayuco hasta ponerlo en tierra, y se sentó a comer las dos o tres tortillas que le quedaban, frías y secas, le supieron a gloria. Completó la comida con tres o cuatro bananas y se tendió para desperdigar el cansancio. Estaba rendido y lo mejor que podía hacer era buscar un lugar dónde pasar la noche. Aves de todos plumajes volaban en círculos esperando su oportunidad para acomodarse en los árboles y también disfrutar del descanso nocturno.

Antonio cortó unas ramas de suave follaje a machetazos y se hizo una cama que parecía ser lo bastante cómoda, y rogó porque no lloviera, porque no encontró hojas grandes de palma como las de los bananos para construirse un cobertizo. La noche cayó como un negro cortinaje, no había luna y las estrellas eran más brillantes. El murmullo de millares de insectos creció hasta convertirse en el coro milenario que significa todo en la vida de ese mundo misterioso y profundo.

 

 

 

 

 

 

 

Agosto 28, 1988. Central Park, Manhattan, NY

 

La mañana era brillante y anunciaba un cálido día veraniego. Antonio salió a respirar el aire fresco de Central Park. Se estaba recobrando de su tristeza y caminó las veredas por largo rato dejando que su mente encontrara el olvido de lo que fuera necesario. Llegó hasta las orillas del laguito y contempló largamente las tranquilas aguas, continuó caminando para cruzar el Bow bridge y a la mitad se detuvo para mirar a los botes de remos que surcaban plácidamente las aguas, casi sin rayarlas. Recordó que varias veces había estado allí, con Estela y se le hizo un nudo en la garganta. Crispó los puños y se dijo: “¡Basta ya, carajo!...” y continuó su camino, recapacitando, respirando profundo. De pronto, miró hacia atrás, miró las aguas del lago, y exclamó como si hubieran sido una fuente de inspiración:

-¡Me voy en el Milady! Me alejo de todo, al carajo Patone y su tesoro sagrado, me voy a disfrutar del mar... del sol… donde me lleve el viento con la única dama que nunca me abandonará.

Se refería al Milady, su barco velero que lo esperaba en los embarcaderos de la World’s Fair Marina.

La idea le empezó a crecer en la cabeza con intenciones decididas de hacer un buen viaje, distinto a todos los anteriores, donde no tuviera nada que ver con el trabajo, o la investigación, nada, solo por el pleno placer de largarse sin un destino fijo ni un plan determinado. Simplemente a vivir intensamente cada minuto de su presente. Empezó por la idea de salir una semana por la Sonda de Long Island… y quizá hasta Montauk Point… y bajar en el enorme parque con naturaleza protegida y después se dijo “¿Una semana? ¿Y qué me detiene? Puedo hacerlo tan largo como yo quiera”.

También podría irse al Atlántico mientras hubiera verano y  tomar rumbo norte hasta Boston… pero no, seguramente ya el frío llegaría muy pronto por allá. Mejor al sur y bajar a la preciosa Providence, Rhode Island… o... mejor, podría llegar en tres o cuatro días a Newport, Virginia, pero recordó que el famoso festival de Jazz ya había sido un par de semanas antes. Las ideas se le empezaron a enredar en la cabeza. Había tantos lugares a los que le gustaría ir, cada uno con su atractivo singular que era difícil decidirlo.

 

Al día siguiente ya estaba en la marina, llegó hasta el Milady y empezó por dar una revisión general. El motor estaba en buenas condiciones, solo habría que comprar algunas partes de repuesto como bujías y esas cosas. Las velas no tenían problema. Fue a la tienda náutica para adquirir cartuchos de bengalas y combustible para la estufa, un impermeable amarillo y cartas náuticas de la costa atlántica. Después en el supermercado adquirió suficientes provisiones para  una semana y quedar listo para salir costeando en dirección norte. Pensaba en hacerse una tirada larga, que era precisamente lo que necesitaba, alejarse de todo para vivir intensamente su vida en contacto con el mar y su embarcación; perderse dentro de un horizonte infinito, en la profundidad de las noches y vivir cada atardecer como si fuera el último.

Esa noche, en su departamento, se sentó a poner todo el plan por escrito. Extendió la carta náutica para calcular las etapas. Le gustaba navegar de noche, pero no te-nía ninguna prisa, así que podría hacer escalas en Port Jefferson y en Harkness Memorial Park ya en territorio del estado de Connecticut. Después… Boston!!!

Con el dedo índice sobre la carta náutica seguía la ruta. Calculaba los días que le tomaría llegar, a Boston. “Me quedaría por lo menos una semana  -pensó – ya será septiembre, y el regreso…

Se dio cuenta que podría encontrarse con las primicias del otoño que pueden ser muy frías en aquellas alturas. Los ánimos se enfriaron también y la mano empezó a bajar hacia el sur de la carta.

-¡Mejor me voy al sur! – Gritó como si hubiera descubierto un nuevo mundo.

 

 

 

 

 

 

Agosto 30, 1988. East River, New York

 


                       Tuvo que esperar 4 horas para esperar el punto de la marea alta y entrar con la corriente favorable por el angosto paso del Hell’s Gate. Había cambiado sus planes originales y se dirigía rumbo al sur, donde encontraría temperaturas más cálidas.

Cruzó bajo el puente que lleva el nombre de Hell (infierno) por lo violentas que se tornan las aguas en los reflujos de las mareas al precipitarse en la angostura del paso. Después, ya sobre el East River vino el desfile imponente de la isla de Manhattan. Miraba el paso de los edificios con una sonrisa de orgullo cuando ya algunos de ellos, encen-dían sus luces saludando el despertar de la noche inminente. Era la ciudad que le había dado todo la riqueza que gozaba, tenía, una ampliación de su cultura, un trabajo que le fascinaba, alegría de vivir y todas esas posibilidades de viajar a tantos lugares que desde su querido México, nunca hubiera logrado. Pasó frente al histórico South Street Seaport, ahora convertido en centro turístico, e imaginó la vida candente de sus años del siglo pasado, cuando las embarcaciones de madera y extensos velámenes cruzaban los siete mares con marineros de verdad. Sintió en el pecho una sacudida de profundos sentimientos, no se la pudo explicar, de otra manera que no fuera el sentir la emoción de su significado histórico.

 

Eran ya las nueve de la noche cuando cruzó impulsado a motor bajo el inmenso y altivo Verrazano Bridge, era de hecho, la entrada oficial al océano Atlántico. De ahí en adelante estaba la llanura infinita de un mar de dimensiones épicas. Apagó el motor y el silencio horizontal del mar lo envolvió. Izó velas y el viento le dio su suave impulso, se  fue adentrando paulatinamente  en esa oscuridad sin límites que se alzaba desde el este, avanzando cautelosamente para hacer  desaparecer  los  rastros  del  sol, que languidecían suavemente tras el horizonte. Unas 5 millas al poniente, empezaban a brotar las luces de las ciudades costeras del estado de New Jersey que parpadeaban alegremente. El viento fresco soplaba moderado y las velas se hinchaban haciendo  que  el  Milady  avanzara tranquilo sin alborotar las aguas.

                       Antonio miró al poniente, disfrutando la melancolía de los girones  de  nubes  que  se  habían  consumido  en  el  fuego del atardecer tornándose en oscuros terciopelos y aspiró profundamente como para disimular el suspiro que escapó al mirar a popa la estela blanca y silenciosa que dejaba el Milady en su avance.  Le pareció un tanto simbólico, hasta posiblemente irónico, la estela… la Estela-mujer que quedaba atrás y él avanzaba a su nueva vida.

 

Cerca de la medía noche, de un vistazo al compás comprobó que estaba siguiendo el curso previsto. Ya estaba completamente fuera de la zona del tráfico complicado que entra y sale de New York y ahora el horizonte estaba más despejado; podría  seguir  fácilmente  rumbo  190  y  conectar  el  piloto automático para dormir en intervalos de media hora. Hizo ligeros ajustes a las velas y bajó a la cocina a preparase el café. Llenaría un termo que le alcanzara para toda la noche.
                  -No  llegaremos  a ningún lado con este viento - dijo cuando regresó  a  cubierta  y  notó que  la  fuerza  del viento estaba disminuyendo - Difícilmente estamos haciendo 6 nudos. Qué le vamos a hacer, mañana estará mejor el tiempo.

 

Muy al norte quedaba el halo de las luces de Manhattan, una mancha blanquecina transparente que parecía el aliento de la febril vida de la gran ciudad. Atrás quedaba la selva de concreto. El nido de las fieras de la economía. Los grandes pulpos de los negocios, las Wall Streets, las nutridas avenidas. Central Park,  las  sonoras  luces  de  Broadway  y  los  melting pots infestados de droga y violencia, las galerías de arte millonario, los fumaderos de opio de Chinatown, la comida de cualquier país del mundo,  las bellas mujeres paseando la 5ª. Avenida, el culto al dinero, la constante afluencia inmigrante, la estatua de  la libertad y las poderosas mafias. En ese mundo no bastaba tener dinero, siempre habría que tener más, cualquiera que tuviera un poco le patea el trasero al que puede. Todo eso quedaba atrás… por ahora.

 

Sí, era un romántico totalmente vulnerable, no se lo podía negar, y menos allí, en su pequeño mundo: en su velero, que se movía perezosamente sobre la eterna llanura del Atlántico.  Se repitió que era un tipo lo suficientemente  sensible como para no haberse dejado tragar por los preceptos  socio-económicos y lo dijo intencionalmente así, para que le  sonara a burlarse de sí mismo, ya que en los primeros años se la había pasado haciendo malabarismos en la cuerda floja de la subsistencia pacífica,  hasta que encontró la oportunidad de que le publicaran su primer artículo de investigación histórica. De allí en adelante él era el que marcaba el paso y sacudió la cabeza como para subrayar su necedad, cuando recordó sus relaciones con la editorial de Patone. Aunque le había rechazado el proyecto, sabía que lo de la caverna Maya era precisamente lo que quería y lo que lo mantenía vivo… además del ingreso de plata que eso significaba.

              -¡ESPÉRAME PATONE… YA REGRESARÉ CUANDO ME DÉ LA GANA! – Gritó al viento y terminó carcajeándose por la vida feliz que estaba en sus manos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Julio 10, 1850. La Trinidad, Nicaragua.

 

Nuevamente la algarabía de la selva que saludaba al nuevo día, despertó a Diego. Tomó unos segundos de sorpresa, para recordar que estaba en medio de esa inmensidad selvática, solo, en el medio de todo el universo y lejos de cualquier mundo conocido. Atónito se incorporó para mirar a su rededor, el agotamiento del día anterior le había hecho caer dormido como una piedra, y ahora le tomaba tiempo reunir todos esos pensamientos perdidos en la maleza de las emociones. Se levantó y se encontró rodeado de un mundo mágico que cantaba con alegría. Se colgó el machete al hombro y echó a andar tratando de recordar las indicaciones de sus hombres.

              -¡Ya no son mis hombres! – se dijo en voz alta. Y se quedó pensando lo que habría sido de ellos. Seguramente los hombres de Lambert averiguarían quién le había ayudado a desaparecer. Seguramente los castigarían y eso le hizo sentirse muy arrepentido de haber huido, haciéndolos a ellos culpables. Quiso encontrar un poco de alivio, pensando que los hombres tuvieron tiempo para reintegrarse a la cuadrilla antes de que llegaran los capataces.

Poco más de una hora después encontró el río que entregaba mansamente sus aguas en el lago. Se hincó y se refrescó todo el cuerpo, bebió unos sorbos y continuó su camino.

Diego soltó un rugido de alegría cuando descubrió las primeras cabañas de lo que debía ser el poblado de La Trinidad. Los nativos lo miraban con desconfianza, rehuían a su llamado y desaparecían en sus chozas. “Me ven como a un lunático. ¿Y cómo pueden confiar en un extranjero de fachas miserables que de pronto emerge de la selva? Era verdad, la gente vivía bajo el temor de los colonizadores que eran unos explotadores en diferentes formas. Pero su aspecto no era de colonizador, era la facha de loco, sucio y perdido lo que los asustaba.

-¡Soy amigo de Koni! – exclamaba en voz alta, con el fin de que alguien entendiera su presencia. Muchas veces lo gritó y no significó nada para nadie hasta que de una cabaña salió un anciano mulato.

              -¿Koni? - dijo con expresión fría.

              -Sí… conozco a Koni. Él me dijo que viniera hasta aquí.

El hombre dijo algo en su lengua nativa y varios hombres se acercaron para mirar al intruso. Lo nvitaron a la sombra de un árbol y se sentaron en un círculo a su rededor. El más anciano le dijo:

              -Cuenta…

Cuando escucharon su historia, los hombres se levantaron y rodearon a Diego, le sonrieron y estrecharon las manos, le dieron a beber en una olla pequeña algo que parecía aguardiente, pero muy dulce. Después le ofrecieron comida y le dijeron que podía quedarse con ellos por el tiempo que quisiera. Por la tarde le mostraron la choza dónde podría dormir.

Se encontraba nuevamente en el paraíso y se sentía feliz de estar a salvo, entre gente que él había aprendido a querer. Al día siguiente ya estaba trabajando con ellos, ayudándolos en sus cultivos y en la cacería de venados, armadillos y de algunas serpientes que brindaban carne blanca y suave que nunca imaginó que llegaría a comer. También cazaban monos con los que hacían unos asados que a todos gustaban. Diego se horrorizó la primera vez, principalmente cuando le sirvieron un brazo de mono…

No pudo hincarle el diente, le pareció como si estuviera comiendo el bracito de un niño al verle la manita inocente. Todos rieron a carcajadas al verle la expresión de horror.

Aprendía a vivir esa vida que tenía mucho de primitiva y a la vez con una ingenuidad que los hacían unos seres adorables. Estaba metido en el más remoto rincón del mundo que podía imaginar y se dio cuenta de que el propósito original del viaje, que era el del enriquecimiento de oro, que le diera el progreso y la buena vida, había ido a parar radicalmente en el lado opuesto. Había dado un enorme salto atrás, hacia una vida recóndita y semisalvaje. Vestía el mismo pantalón y camisa con que huyó, las botas estaban hechas una desgracia y pronto tendría que calzar los rudimentarios guaraches que cada quién se fabricaba con el cuero de ocelote. Además estaba condenado a no regresar a Granada. No podía imaginar cuánto duraría la orden de su aprehensión, que seguramente el señor Lambert había ordenado a las autoridades. Los días transcurrían lentamente, se ocupaban en salir de cacería, comer y pasar largas horas en las hamacas. Diego prefería caminar… caminar por la selva para admirar toda esa belleza que le rodeaba. Empezó a imitar el canto de las aves o los gruñidos de los monos. Sabía cómo encontrarlos y disfrazarse entre las sombras para poder observarlos. Llegó a creer que los mismos animales lo reconocían y toleraban su presencia. Llegó a creer que imitando su canto era como tener conversaciones sobre la vida libre que todos vivían.

Uno de esos días en que por largo rato le seguía la huella a un venado,  llegó el momento en que se dio por vencido, el animal se había desvanecido fácilmente entre el tupido follaje y cuando quiso tomar el camino de regreso, no supo con exactitud dónde se encontraba. Estaba perdido en un mundo en el que cada árbol, cada sombra o cada vista parecían todas iguales para él. Tomó por la dirección que creyó más conveniente, ya encontraría algo que le indicara el camino de regreso.

Llegó hasta la orilla de un angosto río que no reconoció pero que seguramente, yendo aguas abajo le llevaría hasta el lago y de ahí poder orientarse. Al llegar a un recodo, escuchó el suave canturreo de una voz de mujer, se detuvo y sigilosamente se acercó en la dirección de la voz. De pronto ahí estaba, era una joven indígena que bañaba su cuerpo desnudo,  disfrutando tranquilamente las frescas aguas del río. “Qué hermosura” – murmuró. Y siguió disfrutando a la joven que ingenuamente gozaba de esos momentos de tanta intimidad. Era Eva en el jardín del Edén. Era la naturaleza en su máxima expresión. La hermosa figura brillaba con el agua que escurría por su cuerpo esbelto. Y la tonadilla que canturreaba, sonaba como angelical a los oídos de Diego. Con una jícara vertía agua sobre la cabeza y el pelo, negro, también brillante por el agua, caía con gracia alargándose hasta la cintura. Esa cintura que en su  sensual curvatura, era como el puente entre los dos mundos opuestos. El de las piernas largas… de muslos llenos de vida y pantorrillas que surgían graciosas desde el espejo del agua. Arriba de la cintura el torso era esbelto de líneas finas, delicadas e inmensamente dulces. Tendría unos veinte años de edad, pero podrían ser menos. Ella dio unos pasos y quedó fuera de la vista de Diego que estiró el cuello cuanto pudo para seguirla viendo y al hacerlo, su pié tropezó con una rama. La mujer sorprendida escuchó el ruido y al mirar en esa dirección descubrió al intruso. Salió rápidamente del agua y recogió su ropa para salir corriendo hasta perderse entre la espesura de la selva.

Diego se golpeó la frente con violencia.

              -¡Joder! Qué estúpido he sido.

Realmente se encontraba apenado por haber cometido tal indiscreción. El que se bañaran en el río, era lo más natural en ese mundo. Pero a las mujeres se les concedía toda la privacidad y él había roto esa regla. Afortunadamente no conocía a la joven ni creyó que ella pudiera reconocerlo y el incidente quedaría olvidado.

              -Pero que mujercita tan hermosa… - Murmuró sin poder evitarlo.

Sacudió la cabeza para tratar de volver a la realidad y cuando lo logró, recordó que estaba perdido y probablemente más aun, después de aquella visión paradisiaca. Retomó el camino en la dirección en que la joven había desaparecido pensando que llegaría al poblado. Poco después vio una casita en el medio de un claro de la selva y se acercó para pedir ayuda. Un mulato salió a su encuentro. Era un hombre de unos cuarenta o cincuenta años de fuerte musculatura, como todos los negros, y de sonrisa abierta. Diego le dijo que andaba perdido y que quería llegar a La Trinidad, donde vivía. El hombre rió de buena gana, por la inutilidad del forastero por encontrar su pueblo y lo invitó a sentarse un rato a la sombra de su palapa.

              -¡Zelú… Hija!... tráenos una jarra de agua. – Dijo el hombre en voz alta.

Segundos después entraba la hija con el agua. Deslizándose discretamente, sobre el silencio de sus pies descalzos, sin levantar la vista llegó hasta la mesa y casi con un dulce aliento, dijo:

-Buenas tardes…

Diego giró la cabeza para contestar el saludo y se quedó paralizado. Era la joven del rio. Ella lo miró de reojo, con el candor y la discreción con que las mujeres deben ver a los hombres extraños, sólo por un instante.

-“Parece que no me ha reconocido” - Pensó Antonio. Y soltó el aire que había contenido por la angustia. Zelú dejó el jarro sobre la mesa y desapareció tan sigilosamente como había llegado. Diego ya no escuchaba las palabras del hombre, su mente estaba excitada por la alegría de haber vuelto a ver a la mujer que le había hecho crecer ilusiones insospechadas. Quería volverla a ver en ese mismo instante. Aplacó todos sus sueños alocados y se dio cuenta de que el perfecto aliado para lograrlo era el hombre que te-nía enfrente, el padre de la ensoñación. Quería encontrar la forma de hablar con ella.

Volvió a la plática y supo hacerse agradable conversando por un buen rato. Al despedirse, el hombre le invitó a que regresara cuando él quisiera.

 

 

 

 

 

 

 

Agosto 31, 1988. En el Atlántico inmenso.

 

 

El viento estaba siendo muy favorable al Milady que avanzaba tranquilamente entre 8 y 10 nudos. La navegación de día era un tanto más rápida que la nocturna. Por las noches bastaba un vistazo alrededor cada hora para darse cuenta de si había “moros en el mar” para tomar precauciones y Antonio lograba dormir con más tranquilidad los turnos de una hora… Revisaba que todo en cubierta estuviera en orden, comprobaba su rumbo y volvía a arrellanarse junto al timón a la cacería de otro sueño. En el día, bajaba la toldilla y podía ponerse a leer, escribir o poner datos en la bitácora y a comer tranquilamente. Aun así, prefería la navegación nocturna.

A la tercera noche estaba  nuevamente hundido en esa oscuridad apasionante que es el mar nocturno, cuando se flota en la línea limítrofe de dos dimensiones opuestas, entre la densa profundidad de las aguas  y  la  eterna  distancia  del  firmamento  con  su  negrura picoteada por las estrellas de plata. Espacio infinito donde la mente vaga sin límites, donde se mira a todo, donde se puede imaginar cualquier cosa porque el tiempo transcurre con una lentitud asombrosa, como si las horas nocturnas tuvieran la dimensión de nunca acabar, como los cuentos que se repiten una y otra vez para divertir a los chiquillos… es cuando se puede vagar saltando de una estrella a otra, identificando las constelaciones casi por rutina, sin necesidad, pero con la pasión de descubrir los caminos del universo, los mismos que recorrieron siglos atrás los  audaces  marinos  que  encontraron  otras  tierras, navegantes  que  descifraron  el  silencioso  lenguaje  de  las estrellas que les decían como regresar al puerto de origen. Buscó la estrella Polar que le aseguraba la dirección norte. Encontró a Betelgeuse allá por los 270, muy abajo en esa época del año. Los pensamientos no se anclaban en ninguna parte, ni siquiera  tenían  motivos  terrenales,  andaban  muy  lejos,  por cualquier lado.  Todo había quedado atrás como principio y se estaba cumpliendo el propósito, sólo se dejaba acariciar por el peso enorme del silencio, roto ocasionalmente por el golpeteo de las drizas en el mástil, o por alguna ola juguetona que estrellaba  con el casco del Milady. Pero cualquiera de esos ruidos eran muy difíciles de escuchar cuando la mente viajaba a la velocidad de la luz, y  más aún, porque sólo le bastaba desearlo para poder navegar en el pasado o en el futuro, solo era necesario escoger una estrella para cruzar el universo en las alas de la imaginación. Era la hora de los sueños de los navegantes solitarios, que no cambia-rían por nada esos momentos de aislamiento que les permite desbordarse sin límites, y se pensó niño, cuando se alimento con los primeros sueños nacidos de las novelas de de Emilio Salgari, de los aventureros del mar como El Rey del mar… La Mujer del Pirata… Ufff!!! . Sabía que muchos de sus sueños se habían quedado en eso precisamente, otros se habían condensado en alguna forma, como ese,  el de tener su propio barco para correr tras las ilusiones que le quedaban vivas, para convertirlas poco a poco en realidad, hasta poderlas tocar con la punta de los dedos. Para poder vivir sus fantasías que habían ido creciendo como los arrecifes de coral,  que con el tiempo se fueron ramificando, tomando formas caprichosas y repitiéndose hasta crear todo ese mundo que encierra tanta vida. Pero igual que los arrecifes, esas fantasías habían resultado en ocasiones,  peligrosas,  otras  se  habían  partido en mil pedazos  antes  de realizarse, fantasías al fin.

              -¡Diablos! Qué felicidad. Podría pasarme la vida navegando sin detenerme. - Y los pensamientos empezaron a buscar apoyos. - ¿Y qué tal si nos vamos a Florida?  - y apretó los labios buscando la determinación.

La genovesa flapeó alegremente como aplaudiendo la idea.

              -Sería una locura… - lo pensó dos segundos y se contestó en un grito. - ¡Y por qué no!

Recordó su plática con Sonya sobre el destino.

              -El destino ya está definido por algo o por alguien, el mío ya está escrito aquí adentro y ¡NO SE PUEDE IR CONTRA EL DESTINO! – gritó al viento.

              -¡Así que no me importa! No me importa si me lleva al fin del mundo o me deja para siempre en el fondo de este mar.

Como si fuera una respuesta, como una aceptación del trato, en  la  profunda  lejanía  del  oeste,  se vieron los chispazos de dos relámpagos que iluminaron por un instante el horizonte. Antonio se quedó mirando en esa dirección y sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo.

Un segundo después sus pensamientos siguieron volando.

-¿Adónde puedo llegar? No quiero llegar, quiero estar allá y aquí, en cualquier lado, sin detenerme, porque ya he llegado a donde voy, al mar infinito que me lleve a tierra por descubrir, a vivir en este universo de fantasía infinita que gira a mi rededor dándome placeres que siempre soñé… Estela... Estela… Estela… Estrella fugaz… duraste un instante de eternidad y me diste toda la luz de que eras capaz, me diste el néctar de tu centro idílico y biológico, y tus gritos de fiera en celo que me desbarataban de amor. Y tus desplantes de gitana y tus furias y las mías… y el desconcierto… y ahora el vacío de ti me queda en el alma… No fue posible… no supe retenerte.

 

El viento amainó y el Milady quedó meciéndose suavemente sobre el espejo negro del mar que se ondulaba con pereza… el silencio se extendía hasta el fin del mundo. Antonio lo escuchaba con los ojos cerrados y la mente se escurría por las grietas de la memoria… vagando sin recordar tantos días de la vida, tantos caminos y rincones hasta que  el sueño salió de su escondite y lo atrapó invadiéndolo poco  a poco hasta llevarlo en un vuelo etéreo.

 

A la mañana siguiente el sol le picó en los ojos y se despertó sobresaltado, mirando a su rededor sin certeza de la realidad. El sol estaba tan alto que bien podían ser las diez u once de la mañana. Miró el reloj, eran las 10.15. El horizonte al Este se veía nebuloso en tonos oscuros, una imagen lejana pero nada agradable. Gracias a la inmovilidad del Milady, había dormido varias horas logrando un total relajamiento como no lo había tenido probablemente nunca. Sin embargo, el cuerpo le dolía, se había quedado derrumbado sobre el asiento en incómoda posición, pero  había logrado desconectarse de su consciente, al grado de que hasta el sentido de estar alerta se había perdido. Se estrujó con los brazos y estiró las piernas en busca de activar su realidad. No había pasado nada de lo que tuviera que lamentarse, el mar estaba aun tranquilo y sólo una leve brisa fresca soplaba desde el sudeste.

Sacudió la cabeza buscando la conformidad, no ha-bía nada que pudiera hacer. Bajó a la cabina, preparó café y abrió una lata de galletas. Eso era lo que le podía devolver la alegría de estar en el medio de la nada. Había que checar posición y poner al día la bitácora. ¿Qué fecha era hoy? Consultó el reloj… Septiembre primero…, por lo menos eso si lo sabía…

Cuando comprobó su posición pegó un grito de sorpresa, se encontraba aproximadamente a 55 millas náuticas de la costa de Georgia, ni siquiera alcanzaba a ver tierra. Casi, casi, como en el medio de la nada, porque hizo los cálculos y estimó que con buen viento le tomaría de seis a ocho horas para llegar a Charleston, donde reabastecería de agua y provisiones. Se quedó hundido en sus pensamientos. La soledad en que se encontraba era por un lado excitante, nunca antes se había sentido tan apartado del mundo, tan lejos de cualquiera de sus memorias físicas, su departamento, sus libros, se dio cuenta de que amigos no tenía, conocidos muchos, pero en su habitual solitud nunca había conservado a nadie que pudiera llamarlo amigo. Pero amigas… amigas sí, sólo algunas que después de la separación sentimental habían consentido conservar la amistad, más por costumbre que por intenciones. Y la imagen de Estela saltó al escenario de sus recuerdos. Casi la sintió sentada allí, junto a él, ahí en el barco, donde tantas veces había estado. Donde se tendía desnuda a tomar el sol, con la piel brillante de los aceites protectores. Como cuando tomaba el timón y dejaba que su cabellera flameara con el viento haciendo cabriolas y despliegues heroicos, enredándosele en el rostro y dejando oír el canto de sus risas o de sus cantos de gitana. Como cuando en las noches de verano hacían el amor a la luz de la luna, que convertía su cuerpo en una estatua plateada con escamas de miel. Ahora no estaba… y no estaría nunca más… La había perdido en el medio de una niebla inexplicable, de un laberinto recurrente en la noche en que su estrella se apagó.

El Milady cabeceo alegremente con una racha de viento que pronto desapareció. El sol estaba ya muy alto y el calor estaba llegando a niveles difíciles de soportar. Estaba sudando a chorros y se quitó la camisa. Instaló la toldilla para tener suficiente sombra. Sacó un libro de Sommerset Maugham, Al Filo de la Navaja, y se tendió en la colchoneta. Varias veces se tiró al mar para refrescarse. Empezaba a perder la paciencia, ya tenía más de doce horas clavado casi en el mismo lugar.

Al caer la tarde empezó a soplar una brisa fresca, suficiente para impulsarlo a paso moderado. Sintió hambre, abrió una lata de atún y la comió directamente de la lata, no tenía deseos de hacer otra cosa.

Horas después una sacudida del Milady lo despertó. La noche lo envolvía todo en su negrura y no había nada qué hacer. Todo estaba en su lugar, las condiciones no habían cambiado. Una luna llena que se escondía tras negros nubarrones apareció minutos después con su plateada melancolía y trazó sendero luminoso en la superficie del mar que llegó hasta tocar el casco del Milady con la sutileza de un aliento. Antonio lo miraba absorto en la belleza del momento. El silencio era parte del espectáculo, casi podía imaginarse el tamaño del universo, comprendió por qué la vida es el universo mismo, el principio y el fin y se imaginó vagando por el espacio infinito, despegado de su materia, viajando a la velocidad de la luz para poder llegar antes de salir, o de salir para llegar antes de haberlo pensado. De abarcar la noche entre los brazos, de tomar todo el mar en la palma de la mano, de poder vivir eternamente.

Estaba ya cerca de cumplir veinticuatro horas de estar en ese avance desesperantemente lento. Recordó historias de navegantes que se pasaron días en un mar muerto y acaban locos. Ese no era el mar con el que soñaba, eso no era navegar, era estar encerrado dentro de un mundo de dimensiones eternas y que sin embargo, se podían tocar las paredes con sólo estirar un brazo para sentirse sofocado. Era como estar encadenado a un punto indefinido, como estar reducido a una dimensión infinitesimal del universo, metido en el inconmensurable agujero que es la inmensidad del universo.

Con la mirada perdida y la mente en blanco se encontró a Sonya sentada en la popa del barco. La miró sin sorprenderse, en silencio se dejó cautivar con su imagen brillando a la luz de la luna, vestida con una túnica blanca y el cabello coronado con flores blancas, la miró como a una imagen mitológica. “Afrodita-Sonya” la llamó en un susurro, la diosa del amor, de la belleza y del deseo.  Su mirada llena de misterio, su pelo matizado con pinceladas del tiempo y sus labios en escarlata que permanecían cerrados sin ocultar la gracia de sus líneas. Fascinado por la etérea presencia guardó silencio. Sonya lo miraba con esa inmensa serenidad que brotaba de sus ojos verdes y en un suave murmullo dijo:

-Recuerda que los caminos tienen un final… siempre… y el final del camino es el principio de la eternidad.             

-Ya quiero llegar al final.

-El camino se termina no cuando tú lo quieres, sino cuando el camino te dice que has alcanzado el final.

-Sonya… - y extendió la mano tratando de alcanzarla.

 

 

 

 

 

 

 

Septiembre 1ro. Apartamento de Sonya. Manhattan, NY.

 

 

 

Esa misma noche Sonya leía Confieso que he Vivido, las memorias de Pablo Neruda, su salita de estar se iluminaba suavemente con una lámpara de pié al estilo art nouveau que desparramaba su luz sobre el libro.

 

Miro las pequeñas olas de un nuevo día en el          Atlántico.

El barco deja a cada costado de su proa una desgarradura blanca, azul y sulfúrica de aguas, espumas y abismos agitados.

Son las puertas del océano que tiemblan.

Por sobre ella vuelan los diminutos peces voladores, de plata y transparencia.

Regreso del destierro.

Miro largamente las aguas. Sobre ellas navego hacia otras aguas: las olas atormentadas de mi patria.

El cielo de un largo día cubre todo el océano.

La noche llegará y con su sombra esconderá una vez

más el gran palacio verde del misterio...

 

Al final del párrafo quedó pensativa, ¡disfrutaba tanto esas páginas! Pero esas líneas en especial le recordaron a Antonio. Un par de semanas antes o algo así le había llamado para decirle a manera de despedida que pensaba irse a un corto viaje… en su barco… sí, un viaje por mar… Y en su mente creció una preocupación. ¿Dónde andas, Antonio?  Pensó que debería llamarlo al día siguiente. Pero su preocupación siguió en aumento. No debería tomarlo tan en serio… pero no pudo evitarlo. Seguramente el tonto ese estará disfrutando su viaje a su modo, en el mar… seguramente muy bien acompañado. – Se dijo y una sonrisa pícara se le dibujó en el rostro. El intento de explicarse el paradero de Antonio no le borró el ceño fruncido. Cerró el libro y se levantó para dar unos pasos de un lado al otro de la habitación. Sacudió la cabeza tratando de negar sus intentos por adentrarse en los caminos de la mística y la adivinación para saber de él. Su cabeza lo negaba pero sus manos fueron en busca de las cartas del Tarot.

Las tomó en sus manos y siguió dudando. Hacía tiempo que se había prometido no meterse en esas dimensiones que no le correspondían, pero su curiosidad aumentaba y con un gesto de molestia sacudió la cabeza y fue hasta la mesita que usaba como escritorio. Encendió una vela aromática y la puso frente a ella. Recordó que la noche de la despedida frente al restaurante 1900 se había quedado con el pañuelo de Antonio y fue a buscarlo. Lo extendió sobre la mesa y cuidadosamente lo planchó con sus manos para no dejar ninguna arruga. Barajó profusamente las cartas y las puso al centro del pañuelo. Con las dos manos juntas y las palmas hacia abajo cubrió el mazo sin tocarlo, a escasos milímetros. Cerró los ojos y levantó la cara como buscando la profundidad del infinito. Sus labios murmuraban algo indescifrable, tal vez invocaba la ayuda de seres superiores… tal vez pedía la presencia de Antonio… Colocó sus manos muy cerca de la flama de la vela para recibir su calor… la flama parpadeó temerosa. Llevó ese calor para depositarlo sobre el mazo y sus manos se abrieron como dando paso a una señal que sólo ella podría recibir a través de las cartas llenas de misterio que desde siglos atrás se les ha concedido poderes místicos y facultades esotéricas para la adivinación del futuro y otras predicciones.

Tomó el mazo y con los ojos cerrados lo cortó en dos poniendo la mitad izquierda sobre la derecha. Sacó la primera carta y la volteó sólo cuando llegó para colocarla a la punta derecha superior del pañuelo, la representativa del objeto a quien se dirige la lectura. Salió la Reina de Bastos, invertida, que representa la pasión y la sensualidad. El seductor que se pone el disfraz de lo que otros desean, del dominante que no se detiene hasta conseguir lo que se propone aunque también puede indicar infidelidad y el desprecio de una relación estable.

-“uff… no está mal…” - murmuró Sonya.

Esperó unos momentos para sacar la segunda carta. La acarició con la punta de sus dedos en un movimiento circular y la colocó en la punta inferior del lado derecho del pañuelo para interpretar la Visión Física.

-“Nueve de Bastos… la Fuerza” –dijo en voz alta. Y en su mente se leyó el significado. Es el que lucha en contra de los elementos. Es la fuerza de voluntad para mantenerse en pie y negarse a caer porque esconde dentro de sí la derrota y se niega a perder llegando hasta el último sacrificio.

-“Estoy de acuerdo… sé que él es un luchador” – murmuró.

Tocaba el turno a la esquina superior izquierda, tercera carta, la casa de la Visión Emocional. Cerró los ojos y deslizó la carta hasta ponerla en su lugar. La cubrió con la palma de su mano por unos segundos y la descubrió, era la Siete de Copas. La Tentación. Las pasiones estimuladas por la visión mental natural, la persecución de las ilusiones hasta el delirio. El que en extremas circunstancias tiene revelaciones trascendentales de dimensiones espirituales.

-Dios mío – dijo Sonya lanzando un profundo suspiro – Esto se está poniendo muy interesante.

Se frotó las manos con ánimo y se dispuso a sacar la cuarta carta. La que revelaría los rasgos de la Visión Mística, tema que le interesaba profundizar porque esperaba comprobar la impresión que tenía de Antonio.

Sacó la de El Loco. “¡HA! ¡Me lo esperaba!– explotó dando una fuerte palmada sobre la mesa.

Le hizo gracia la ilustración de la carta. Un individuo, obviamente viajero, en actitud optimista, lleno de alegría que está al borde de un precipicio. - ¡Claro… Juega con el peligro! – añadió. Sobre el hombro lleva una vara o bastón en cuyo extremo cuelga un ligero atado como todo equipaje. Sus ropas son floridas como emblema de su alegría y con el brazo extendido tiene sobre la mano algo que parece un cáliz o copa de vino y lo que menos le importa es el precipicio que tiene a sus pies.

La carta estaba añadiendo elementos que van con la valentía y la imaginación propias de un espíritu aventurero, libre y sin preocupaciones. Con la demencia necesaria para afrontar aventuras sin preocupaciones por los resultados y sin ninguna ambición por la riqueza.

-¡Increíble! – se dijo Sonya – Creo que pocas veces he visto que las cartas salgan tan certeras. Pero ahí están… lo que estoy haciendo es únicamente leer los significados, no estoy añadiendo ninguna interpretación. Faltaba la quinta y última carta, la que va en el centro en el lugar preponderante donde radica la visión mental. Donde la persona se manifiesta desde una perspectiva humana.

Levantó el mazo de cartas y lo colocó sobre la flama de la vela, en lentos movimientos circulares, primero a la derecha y luego a la izquierda. Con los ojos cerrados sacó la carta y la colocó cara arriba en el centro. Era el Diez de Espadas…

Sonya abrió los ojos y por un momento quedó petrificada.

-¡Noooooooooooooo! – lanzó un grito desgarrador, los ojos se le salían horrorizados. De un golpe hizo volar todas las cartas y se cubrió la cara ahogando sus sollozos y corrió a ocultarse en su recámara.

Era la carta que significa La Ruina. Espiritualmente se entiende como el final del sufrimiento que conduce a la transformación espiritual. La imagen es la de un hombre desnudo tendido en el suelo, cubierto por una manta roja que deja el torso al descubierto. A lo largo de su cuerpo tiene clavadas las diez espadas. Al fondo el horizonte muestra un claro amanecer aunque el cielo está cubierto por oscuros nubarrones.

La flama de la vela se extinguió y todo quedó sumido en la oscuridad…

 

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Antonio despertó con un viento fresco y persistente que le lamió el torso desnudo. El Milady cabeceaba con alegría. Antonio dio un salto, el viento había regresado con ímpetu de adolescente, todo estaba en movimiento.  Miró el compás y enderezó el rumbo sur-suroeste y todo se iluminó como si hubiera recibido un soplo divino para impulsar al Milady a 7 nudos.

Las memorias de las horas pasadas llenas de tedio y de viajes mentales aun le daban vuelta en la cabeza y recordó que había desvariado en algún momento con el recuerdo de la pesadilla con Sonya. Y pensó en Estela. “Le llamaré, – pensó – debo pedirle perdón, quiero pedirle que recuerde siempre cuánto la amé…”

A las ocho de la mañana bajó a la cabina y empezó a maniobrar la radio. Nunca lo había hecho antes, pero sabía que un barco se puede comunicar a la capitanía cercana y ellos enlazan la conexión telefónica.

-Hello… Hello… This is the Milady in route to Cape Hateras…

Una voz metálica inteligible surgió de la bocina.

-Hello… Hello…

-Hello… Este es el Milady… quiero comunicación telefónica a tierra.

Fuertes ruidos de interferencias tronaron en la bocina.

-… number please…

Después de tres intentos dando el número, finalmente escuchó el tono de llamada, segundos después Estela contestaba.

-Hola?...  Hola?..

-¡¡¡Estela!!!... aquí Antonio.

-What?... diga… no escucho

-¡Soy Antonio!

- … crk..grs.. tonio?

-Sí.. ¿Cómo estás?

-crr…gss.. endo.. part…

Tras desesperados intentos de hacerse oír o de tratar de adivinar lo que todos esos ruidos querían decir, tuvo que resignarse y apagó la radio con un amargo sabor en la boca. Se derrumbó en el asiento de popa y clavó el rostro entre sus manos. Estela estaba ya tan lejos de su alcance.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Julio 17, 1850.  En un jardín florido. Nicaragua.

 

 

Durante una semana Diego se estuvo mordiendo los labios para aguantar la desesperación de querer volver a ver a Zelú. Quería ser discreto y principalmente seguir las costumbres locales para las relaciones con las mujeres jóvenes. Ya le había contado a su amigo Tani, de La Trinidad, lo que había pasado y le preguntaba cual sería la forma correcta de volver para acercarse a ella. Tani le aconsejó que esperara unos días y puesto que el padre lo había invitado, podría llegar a visitarlo. Le dijo que sería bueno que le llevara un regalo, así lo acostumbraban ellos, pero esto se le hizo difícil pues no tenía ni dinero, ni nada absolutamente qué regalar.

              -Yo tampoco tengo nada que darte. – le dijo Tani.

Diego se armó de valor, más que nada empujado por la fuerte ilusión de ver a Zelú, se caló el machete y tomó el camino que lo llevaría al jardín del Edén, en que se había convertido aquel lugarcito a una legua de ahí, del recóndito lugar que el destino le había conseguido para hacerse de los sueños y perseguir ilusiones del color de una piel morena con cara de ángel. Encontró una mata que estaba en plena floración y cortó las flores más radiantes. Eran pequeñas, de pétalos ingenuos, rosados de erguidos pistilos ansiosos de lanzar al aire su fecundo polen. Llegó hasta la mitad del escampado y desde ahí llamó.

              -¡Don Joséeeeee!... ¡Buenas tardes! - Su llamado se perdió al final del vallecito.

Repitió el llamado y unos segundos después Zelú salió de la choza. Diego se quedó de una pieza sin saber qué hacer. La joven cubrió sus ojos del sol con la palma de su mano y cuando reconoció a Diego, le hizo señas con la mano invitándolo a pasar.

Diego no tenía palabras, sabía que podría ser impertinente llegar cuando no estaba Don José, pero ella ya lo había invitado a sentarse en la banquita bajo la palapa y aceptó con gusto.

Desparramaba la vista por cualquier lado para evitar ser traicionado por sus impulsos de querer mirarla, de embelesarse en sus ojos y extasiarse en su sonrisa que quería ser discreta, tal vez también para disimular sus sentimientos. La presencia de un hombre, extraño y atractivo, no pasaba desapercibida a una jovencita que no conocía otro mundo más que el que la rodeaba en esa estrechez de su pequeño claro abierto a media selva. Diego quería hablarle, decirle algo para romper el silencio angustioso, tal vez disculparse por lo sucedido en el río, pero eso significaba confesar que la había visto tan hermosamente desnuda… no, no era el momento. Tendría que haber otras palabras para agradarla y dar lugar a una conversación…

              -¿Y Don José…? – acertó a decir, aclarando la garganta.

              -No tarda, fue a buscar leña… - dijo con voz cristalina. Sus negros ojos miraron por un momento directamente a los de Diego, y fueron como un flechazo cargado de dulzura, porque ella no pudo ocultar sonrojarse entre una leve sonrisa.

Nuevamente el silencio se plantó entre ellos.

              -Usté me espantó el otro día… - dijo Zelú, desviando la mirada hacia el campo.

Diego quedó perplejo, no sabía exactamente lo que ella quería decir.

              -¿Yo… cómo así?

              -En el río… - y bajó la mirada.

Diego contuvo la respiración, lo había descubierto. Cómo explicarle que había sido un accidente, cómo ocultarle que había quedado fascinado con su belleza, cómo mentirle que había sido sólo un instante lo que vio. ¿Cómo frenar sus deseos de decirle que precisamente desde ese momento en que la había visto como a una revelación paradisiaca había quedado enamorado de ella?

              -Yo quiero pedirte perdón… no fue mi intención… - fue lo único que acertó a balbucir.

              -No se afane….  Señor…

Al escucharla se dio cuenta de toda la ingenuidad que encerraba el corazón de Zelú. No había maldad, no existía para ella el pecado original, era una criatura del universo, virgen y radiante que no se adelantaba a los pensamientos de lujuria y  los presagios de la carne, aunque en su interior latiera el universo de una mujer. La naturaleza no se puede ocultar.

Hasta ese momento, Diego se dio cuenta de que el ramo de flores aun estaba en sus manos.

              -Zelú, te traje estas flores… y yo…

La joven tomó las flores entre sus manos, probablemente sin saber precisamente el significado de ello. Era muy distinta la forma de agradar a una mujer en Europa que en… la selva de América. Pero su instinto le decía que viniendo de aquel hombre el regalo, quería decir algo importante. Las miró detenidamente y levantó el rostro para mirar a Diego con una dulce sonrisa que no pudo sostener más de un segundo y desvió la mirada.

              -¡Ayyy… ya viene mi papá! – exclamó la joven al ver que Don José se aproximaba por la vereda. Como en un escape a su salvación Diego salió al encuentro de José, para ayudarle con el pesado hato de leña que traía a la espalda.

Minutos después, ya sentados a la sombra de la palapa, Don José y Diego disfrutaban la plática. Que si había llovido… que por ahí andaba un jaguar grande… que el año pasado…, que antes… que dicen que… Las pláticas de siempre, las que se repiten, las que ya se saben, porque en la selva no hay nada más y todo se sabe o todo se ignora. Y cuando llegan noticias de la ciudad, entonces las repiten mil veces hasta desgastarlas, modificarlas, aumentarlas, y al final ya no se sabe ni cómo empezó, ni quién dijo qué. Porque eso es lo que pasa en  aquellos infiernos verdes llenos de la vida de todos los tiempos. Diego no era un hombre culto, era también un pueblerino, pero era astuto e inteligente y muy honesto, así que sabía vivir al ritmo de su destino.

La tarde estaba tranquila y el sol estaba cayendo sobre el horizonte con la rapidez que sólo puede ser apreciada en la última hora del día. La plática con Don José seguía el ritmo de la selva, a veces sonora como los cantos de los tucanes, a veces apagada como el sopor de la tarde.  Aunque sólo veía ocasionalmente a Zelú que cruzaba por ahí haciendo algo, se sentía feliz por estar cerca de ella y el tiempo se le escurría sin darse cuenta. Antes de que hubiera tenido tiempo de despedirse, Zelú vino con un platón que lucía un esplendoroso pescado asado y una olla con agua de caña de azúcar. Ya no le aceptaron sus intentos de despedirse y se quedó a comer. Zelú se sentó al lado de su padre y nunca dijo una palabra. Diego se refería a ella o le preguntaba algo, que siempre era contestado por José, como si con ello la protegiera o la salvara de no saber qué decir.

Con las últimas claridades de la tarde Diego se despidió.

              -Pues me voy Don, antes de que caiga la noche y me vuelva a perder. – dijo entre las risas de todos.

              -Vuelva cuando quiera, amigo. – dijo Don José estrechándole la mano.

 

Un par de meses después, cuando las visitas al ranchito de José se iban haciendo más frecuentes, las intenciones de Diego habían sido claramente entendidas por Zelú y por su padre. Ya se permitía invitar a la joven a caminar por el campo, o la acompañaba a buscar frutos. Ayudaba a José en algunas labores del campo y con frecuencia se quedaba con ellos hasta después de la cena.

             

-Oiga Don José… - le dijo un día en que bajo un sol candente, cosechaban maíz tierno. – No quiero que se ofenda Don… Yo lo respeto y lo menos que quisiera es que me quitara su amistad, pero… Zelú es lo que más quiero en la vida y quiero su permiso para casarme con ella…

El hombre se quedó inmóvil, mirando fijamente a Diego que contenía la respiración y el corazón se le desbocaba dentro del pecho.

                  -¿…?

-… no sé qué decirle mi amigo… ¿Zelú qué dice?

Diego tragó saliva para desatorar las palabras que estaban anudadas en la garganta.

              -Ya se lo pedí, y queremos su venia, Don José.

              -Pue… qué le vamoahacer. – dijo el hombre bajando la cabeza.

Diego sintió que las piernas se le doblaban de la emoción y abrazó al hombre que sudaba a mares, tanto del calor como de la emoción. Se le iba su pequeña, lo único que tenía en la vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

Septiembre 4, 1988.  Latitud:     33°12′26″N

                                     Longitud: 74°02′16″W

 

 

 

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Cuando despertó eran las 4.30 de la madrugada, se sirvió un café del termo, se  sentía molesto y  se daba cuenta de que él mismo no se toleraría fácilmente. Respiró profundo y se convenció de que no tenía por qué enfadarse, después de todo era lo mismo aquí que allá, o antes que después. No tenía ninguna prisa, ni compromiso de estar en algún lugar, pero… la disciplina en el mar debe respetarse. Si había planeado un rumbo, debería seguirlo… no perderlo y de alguna manera se había perdido, y en el mar no pueden permitirse los errores. Por descuido y por la falta de vientos constantes se había alejado del rumbo ideal, era como haberse perdido en aquella inmensidad oceánica, ahora tenía largas horas de navegación por delante para recuperar una buena posición, y eso era bastante desalentador. Subió a la cubierta y buscó referencias visuales.

              -¡Shit! – exclamó, después de observar cuidadosamente con los binoculares – No veo nada, estamos muy lejos. Bueno ya tenemos trabajo para cuando el viento sople.

En ese momento el cielo se iluminó con el fogonazo de un rayo por allá, al borde del horizonte. Segundos después se repetían los relámpagos inmensos… el rugido del cielo embravecido llegó varios segundos después. Le pareció que se trataba de una tormenta de dimensiones bíblicas pero, afortunadamente, estaba aún muy lejos de ella. Encendió  el VHF para escuchar el reporte del tiempo. La señal era débil y difícil de entender por el continuo tronar de la interferencia estática. Pero por lo que logró entender, se anunciaba una tormenta amenazadora que se dirigía a tierra.

              -De todas maneras - dijo en voz alta - sus informaciones, casi siempre son tan ambiguas.

Corría una brisa ligera que le refrescó agradablemente el rostro. El Milady  empezó a balancearse con ale-gría para salir de su letargo.

              -¡Vámonos Milady! - gritó, y ajustó la genovesa primero y después la mayor. Desconectó el piloto automático y se puso al timón contento de empezar a moverse y alcanzar de pronto, más de ocho nudos. Miró hacia el este y pronto se convenció de que la tormenta avanzaba en su dirección; ahora era necesario vigilarla para saber qué hacer y evitar que lo alcanzara.

Una  hora  después  los  latigazos  de  los relámpagos  eran más intensos y con mayor frecuencia. Consideró que era necesario alejarse lo más pronto posible. Calculó que con buen viento estaría llegando a Charleston en unas seis horas, para buscar refugio en algún amarradero.

Las nubes se habían cerrado sobre su cabeza y los rayos resquebrajaban con sus filos caprichosos el manto impenetrable del cielo.

              -Tendremos fiesta Milady, así que será mejor que te vistas apropiadamente.

Sus movimientos se transformaron al instante. De los lentos y sin convicción pasaron a los firmes y precisos. Bajó al compartimiento de popa y empezó a sacar bolsas de velas. Iba a ser necesario el tormentín de proa y hasta probablemente el trysail, en caso de que el reefing de la mayor no fuera suficiente para capear la fuerza del temporal. Aun no podía imaginar lo que le esperaba, pero lo mejor  era tener todo en orden. Subió a cubierta y mientras arriaba la genovesa, olfateo la brisa, la sintió gruesa y aumentando su velocidad continuamente. Soplaba del sureste, así que podría salir de ahí con dirección suroeste en dirección  a la costa pero cuidando de no acercarse hasta que fuera necesario. Montó el foque de trabajo y se puso al timón para tomar rumbo 196, con la esperanza de mantenerse tan lejos como pudiera del golpeo de los vientos huracanados. El Milady respondió de inmediato en cuanto se tensó la mayor, con rachas de viento que alcanzaban los 20 y hasta  25 nudos según el indicador, así que el Milady escoró con gallardía y enfrentó el oleaje.

              -Que hermosura - se dijo en voz alta - El mar puede ser una estampa inmóvil y bella en un momento, y de pronto es capaz de  convertirse en una locura en que todo es fuerza, violencia y  furia.

Y le pasaron por la mente imágenes de las tantas ocasiones  en que había vivido junto con el mar, tempestades, angustias y  peligros. -“Debería poner todas esas emociones en papel”-  Pensaba, mientras la mano llevaba con firmeza la rueda del timón. – “Pero es  difícil poder expresar tantas emociones; el rugido de la  tempestad, el intenso golpeo de las olas, la proa del barco atacando las aguas, las imágenes instantáneas que ilumina el  rayo, y después, nada. Todo desaparece y sólo sentimos la fuerza  que golpea en el rostro, el frío del agua que se va metiendo hasta los huesos. Los ojos recorriendo cada metro del escenario invisible buscando evitar otro barco en el mismo camino. Es la locura, de estar metido en ese laberinto de muros cambiantes, sin poder salir, sin poder evitarlo, nada se puede hacer, solo acomodarse dentro de esa furia y esperar a que siga su camino hasta que se agote en algún lugar lejos de allí, cuando ya haya descargado toda su fuerza.”

Las olas rompían contra la proa del Milady y lanzaban montañas de agua  fría,  que  se  confundían  con  las  primeras rociadas de lluvia. Se metió en el piloto amarillo y se colocó el arnés de seguridad, al tiempo que pensaba: - Esto se está poniendo de los demonios, Milady, así que vamos a recortar la mayor y a poner el tormentín.

-¡Carajo!... debí poner atención al reporte meteorológico. Ahora ya sé lo que significaban esos tronidos.

Los relámpagos   se   hacían   cada   vez   más frecuentes, produciendo  esas  imágenes  que  en  su  fugaz  aparición  son suficientes para dejar grabada en la mente la hermosura del mar embravecido, del cielo encapotado con negros nubarrones. La lluvia gruesa y fría ya golpeaba con fuerza el rostro de Antonio y el Milady luchaba en intenso galope trepando a los lomos de las olas para después lanzarse en picada y hendir con su proa las aguas bravas, para emerger gallardo sacudiéndose el agua de cubierta y tomar aliento antes de afrontar el siguiente embate.

              -Creo que esto va a estar más grave de lo que esperaba. Bajaré la mayor y dejaré sólo el tormentín -se dijo.

Antonio tuvo que mantenerse abrazado al mástil para soportar las sacudidas violentas, había conectado su arnés a la línea de vida, para asegurarse de no perderse en caso de que una ola lo barriera de cubierta. El viento rugía con furia y los soportes del mástil eran cables de acero que chillaban como cuerdas de un violín gigantesco. Las olas se habían convertido en montañas y el Milady bailoteaba de un lado a otro como juguete insignificante de la naturaleza volcada en su furia. Haciendo un esfuerzo inaudito, Antonio logró poco a poco que la vela bajara, estaba tensa como el cuero de  un  tambor y  la embarcación escoraba peligrosamente.  Solo había logrado bajar la mitad del velamen, cuando sintió que se había atascado, la driza no daba ni un milímetro más y aun era demasiado trapo para la fuerza con que el viento azotaba, brincó a la bañera para corregir el rumbo, pero era imposible mantenerlo contra el viento, en cuanto lo soltaba tomaba cualquier dirección y las velas soltaban su bramido al llenarse de golpe con la presión salvaje.

              -¡Aguanten... AGUANTEN! - gritó, como dando una orden. Con la fuerza huracanada que se había desatado, las velas podrían ser fácilmente desgarradas.

Se arrastró nuevamente hasta la base del mástil para seguir luchando con la vela atascada,  también el Milady como si quisiera deshacerse de la soga que lo llevara a la muerte, giró desesperado al chocar de costado contra un muro de agua. Antonio lo sintió y jaló con todas sus fuerzas de la vela. Corrió algo más de un metro y nuevamente quedo atascada como si vela y mástil hubieran sido de una sola pieza. La embarcación escoraba nuevamente hasta el filo de la borda y media botavara hendía el agua. Antonio se aferraba al mástil sin poder hacer nada más.

              -No queda más que capearlo a timón.

Con el flashazo del rayo, se dio cuenta que las olas tenía cuatro o cinco metros y ni siquiera se preocupó por bajar a la cabina para leer el medidor de la velocidad del viento, bien podía darse cuenta de que tenía por lo menos 50 millas y con rachas de...

              -Mejor ni pensarlo-  se dijo.

Cerró la entrada a la cabina y se plantó frente al timón para tomar la rueda con las manos crispadas por la emoción,  sabía que estaba metido en un aprieto; no era la primera vez que el mal tiempo lo había sorprendido con una tormenta salida de -no sé dónde-, en otras ocasiones había tenido tiempo de preparar lo necesario o bien había tenido ayuda, por lo menos compañía con quien suavizar las tensiones. Su mirada trataba de perforar la oscuridad, era  como una caverna sin fondo, eran montañas de agua que en un instante se convertían en abismos. La botavara estaba a babor y de pronto se cruzaba violentamente sobre su cabeza, para empujar por estribor y en cualquier momento azotarse de un lado a otro con la desesperación de una fiera atrapada. La proa del Milady apuntaba hacía la oscuridad del cielo para un segundo para después caer en el abismo profundo que se abría entre las olas.

              -¡Es inútil. Tendré que cortar la driza de la mayor y dejarme a la deriva!

Lo pensó unos segundos más, el timón estaba duro por la enorme presión de las aguas y cuando lograba moverlo el barco giraba para cualquier lado.    El destello de un relámpago a estribor le heló la sangre, vio una ola enorme que se alzaba con su amenazante majestuosidad corriendo veloz en su dirección, después todo quedó nuevamente sumido en la infernal oscuridad llena de rugidos. Quedó como paralizado durante un segundo y después frenéticamente trato de hacer girar al Milady para darle la proa al gigante que se acercaba velozmente. Sintió cuando su barco empezó a subir la cuesta y un instante después la montaña se desplomaba sobre sus hombros aplastándolo contra el piso de la bañera con toneladas de agua. Tal vez lanzó un aullido de dolor cuando fue azotado contra la borda como si fuera un insignificante muñeco de trapo, pero el estruendo del agua lo apagó. El Milady también hacía esfuerzos desesperados por volver a la superficie, había quedado sepultado bajo cientos de toneladas de agua y unos segundos después emergía  victorioso.  Antonio  estaba  colgando  por  fuera de la  borda sostenido por  el  arnés  de  seguridad,  pero le era imposible recuperarse, no podía vencer la fuerza con que la corriente le jalaba el cuerpo. Intento izarse y un terrible dolor en el hombro izquierdo le arrancó un alarido.

              -¡Carajo... creo que tengo los huesos rotos!

Se quedó inmóvil tratando de recuperar la calma, su  situación  era  verdaderamente  desesperante,  lo  único  que deseaba era que el arnés resistiera la brutal presión del agua, y si  eso  fuera  posible,  él  mismo no  estaba  seguro de  poder resistirla por mucho tiempo,  en cada sacudida sentía que el agua le arrancaba el brazo, y sentía frio, mucho frio. Pero su mente estaba alerta para aprovechar cualquier oportunidad. No tardó mucho, el Milady recibió un golpe por babor que le hizo cambiar violentamente de borda, por un instante Antonio se vio fuera del agua como cabalgando sobre la borda. Con el brazo que le quedaba útil dio un tirón y cayó de golpe al fondo de la bañera sintiendo que en ese momento había salvado la vida.

              -Gracias  Milady,  yo  sabía  que no me abandonarías - dijo golpeando con la mano la escotilla de  la  cabina. 

Un relámpago pintó fugazmente el escenario de negro metálico.   Durante el instante en que fue iluminada por la luz del rayo, la vela mayor se dejó ver hecha girones  suspendidos en el vacio flameando en la angustia de su inutilidad.  Antonio sintió que todo su cuerpo se paralizaba, nunca antes había estado en tal situación de peligro y desamparo. Sin embargo el Milady, ya sin el exceso del trapo de la mayor, y sólo con el tormentín, lograba por si solo capear la tempestad en mejores condiciones.

Antonio comprendió que no le quedaba mucho por hacer, y dudó si convendría meterse a la cabina, sabía que de ser sorprendido, con la entrada a la cabina abierta por otra ola parecida a la que le había causado tal destrozo, sería el final de todo, pues se metería el agua a la cabina y le hundiría  el  barco  fácilmente;  por  otro  lado  no  podría permanecer allí por mucho tiempo, el frio y la inutilidad de un brazo no se lo permitían, además, ya no era necesario, no había nada que hacer en cubierta. Fijó el timón en lo que supuso estaba cerca de dirección neutral y sin quitar las tablas de la entrada esperó el momento que encontró apropiado para descorrer la escotilla lo suficiente para escurrirse dentro de la cabina y cerrarla de inmediato tras de si. Cuando estuvo adentro se encontró con otro panorama desolador, en la cabina había más de diez pulgadas de agua y todo era un tiradero de trastes de cocina, ropa y comida flotando de un lado para  otro,  como  si  estuvieran  posesionados  por  un  espíritu diabólico que les impusiera danzar sin detenerse. El mismo se dio cuenta de lo diferente que era estar en cubierta a tratar de mantenerse en equilibrio dentro de la cabina, parecía que todo daba vueltas,  y que tanto podía estar de costado como ir en cualquier  dirección.  El  barco era  una viruta  insignificante en medio de esa potencia inconmensurable de la naturaleza, y él era un objeto inútil dentro de esa viruta, juguete del destino, y ni siquiera eso. Qué le podía importar al destino, al mundo, el que un individuo estuviera metido en el centro de la locura de un huracán.  Sintió el frio de la soledad,  lo sintió tan diferente de las muchas veces antes que le había azotado en alguna forma,  pero que el asomarse a la ventana, prender la televisión o sentarse con su propia soledad en la barra de un bar le hacía atenuarla en cierta forma; aquí no había ni TV ni otros solitarios en el bar,  aquí estaba solo, verdaderamente solo, en medio de aquella tormenta que parecía ser eterna.

Como si fuera una irónica respuesta su mirada encontró una botella de ron que flotaba también a la deriva sobre las aguas encrespadas del fondo de la cabina.

              -¡Justo lo que necesito! – dijo y levantó la botella.

El cuerpo recibió el impacto de los dos o tres tragos seguidos y se sacudió violentamente.  ¡Ahgggggg!

Fue hasta la mesa de navegación, y logró equilibrarse para con una sola mano operar el radio.

              -¡Milady  callíng...  THIS IS AN EMERGENCY CALL… ...Milady llamándo, es una emergencia!

La bocina soltó tronidos de estática y Antonio repitió su angustioso llamado.

              -MAYDAY...  MAYDAY... This is Milady in distress...

Algo que le pareció palabras entrecortadas por los gruñidos de la estática se escucharon por la bocina, en el momento que un bandazo del barco lanzaba a Antonio hasta el otro extremo de la cabina, contra la puerta del compartimiento que salto en añicos. Aturdido por el golpe no alcanzaba a comprender lo que veía, era imposible,  se negó a aceptar que el Milady se había dado la vuelta. Todo estaba de cabeza y chorros de agua a presión entraban por las rendijas de la escotilla principal. Se arrastró por el techo  hasta  alcanzar  los  pasamanos,  sabía  que  en  cualquier momento podría cambiar de posición. El nivel del agua estaba subiendo.

              -¡Vamos Milady...! vamos, puedes hacerlo... ¡ENDEREZATE CARAJ0!

El barco se bamboleaba pero no lo suficiente como para poder salir de su aprieto. Los segundos le  parecían  siglos  interminables.   Estar en un barco de cabeza es  una  de  las experiencias que ningún marino quiere pasar y cuando la tiene, espera con ansiedad que el barco se recupere por sí solo.

              -¡Vamos...!  Oh my God, está entrando mucha agua.

Como un animal herido de muerte que se niega a ser derrotado, el Milady se agitaba desesperado con su quilla al aire, y el mismo mar que le había dado ese golpe mortal seguía golpeando. Otra ola pegó de lleno en su costado y lo barrió sobre la superficie embravecida hasta que el Milady logró hendir la quilla en el agua y dar un vuelco salvaje para recuperar su posición.   Adentro,  la cabina estaba inundada, y el cuerpo de Antonio también rodaba a la deriva. Tenía una herida en la cabeza que sangraba profusamente.

Todo era como una pesadilla en toda su realidad, pero su mente vagaba buscando una escapatoria, sentía como si estuviera frente a un pelotón de fusilamiento y que le iban disparando uno por uno, su muerte se alargaba con el dolor de cada uno de los disparos, se iba muriendo poco a poco, iba cayendo a pedazos, deseando que terminara todo, que pudiera por fin llegar al fondo de esa oscuridad interminable. Entonces quedaría flotando en el viento, en forma de humo y cenizas, ya no regresaría a tierra. Se iría con la corriente estelar, ya no habría nada que pudiera detenerlo. Lograría la forma inmaterial sin ningún compromiso, sin ataduras, es decir la eternidad. “Y yo que me preguntaba qué es la muerte. La muerte es esto, es el paso doloroso hacia la vida  eterna.  La muerte está próxima, siento que la vida ya no me pertenece.” Y de entre todas las imágenes que pasaban atropellándose  por su mente, se detuvo en la de Sonya. Ella podría explicarme esto,  ella sabrá entender lo que siento. Sonya... La película de su vida le pasaba por la cabeza a velocidades luz; pero siempre tenía tiempo para detenerla en el momento preciso, como las viejas moviolas de cine que manejaba en la universidad. Como si toda su vida se hubiera condensado en un solo rollo. Un rollo que giraba alocadamente,  con grandes tramos en blanco, otros velados, se detenía en la niñez, en las imágenes de su madre, de su juventud… la película se detenía en cualquier parte, como si hubiera tenido un desastroso trabajo de edición, o como si deliberadamente alguien se hubiera ocupado de hacer perdidizos algunos pasajes. La película giraba hacía atrás en el tiempo;  al principio se había visto a sí mismo en su agonía. Después había sido Sonya, y otras cosas sin importancia. Cuando  vio  a  Estela,  soltó  un  lamento.  Allí  estaba  ella, alegre, dinámica, un volcán en erupción haciéndole el amor; allí estaba ella,  desnuda,  como le gustaba recostarse en cubierta los días soleados... se esfumaba, siguió  viendo  imágenes que no importaban,  divorcios,  viajes, seguía girando, era un joven ambicioso constructor de ensueños, malabarista de sentimientos, apasionado e inconsciente. Sus hijos ni se detuvieron a verlo, ni ahora, ni en la hora de nuestra muerte… Amén. Toda la vida en una sola pasada de un instante inconmensurable, como viajando por el tiempo, en el tiempo que fuimos, en el tiempo pasado en que no fuimos; por el que ya nada se puede hacer, el de la existencia que olvidaremos pronto. Es una sola función, no se puede volver a nacer. Pero se puede volver a morir, en la vida se muere muchas veces cuando los sentimientos son destrozados, cuando se ama sin ser amado, cuando la soledad aniquila las ilusiones… se muere  sin finales, se muere sin antes ni después. Se muere en el momento justo, cuando la vida fue sólo un instante incierto y la eternidad se extiende sin límites.

Ya, llegó la hora, ese zumbido que le aturdía la cabeza se le ha transformado en un ronquido que se arrastra por los pasillos de la eternidad. Los recuerdos se hacen sombras, las sombras se alargan y se desvanecen, hace frío… mucho frío…

Un rayo intenso de luz blanca que surge del fondo de la eternidad viene a cortar con frialdad los hilos de la vida, los hilos de la frágil marioneta…  se apagan lentamente todos los sentimientos…  las ilusiones se marchitan y se pierden en un suspiro… y los sufrimientos no tienen sentido… Y la oscuridad en su retorno, da paso al estruendo de la tormenta.

Los rugidos del aire embravecido y el golpe despiadado de las olas seguían jugando con el Milady que se mantenía a flote angustiosamente…