Mayo 18, 1988.

Aeropuerto de la ciudad de México.

 

 

Antonio Carrales le dijo cuánto le apasionaba el tema de la muerte, y la fascinación que tenía por la vida y Sonya no pareció sorprenderse por la contradicción. Le miró directamente con sus lindos ojos verdes y le dijo como si fuera algo tan natural, tan aceptado universalmente. 

-Es que es lo mismo. Cómo se puede decir que la muerte es el fin, cuando es precisamente el principio de una nueva vida. La vida no tiene final, sólo la materia es la que se desvanece, pero en algún momento reaparece con nuevos bríos.

-La reencarnación. – murmuró Antonio.

 

Llevaban ya un buen rato platicando de esto y aquello antes de llegar a ese tema, el de la muerte. Que aunque pareciera un tanto irónico, surgió por el comentario de otro pasajero que abiertamente comentó su miedo a morir en un avión. Los dos cruzaron miradas, burlándose del hombre que tenía el rostro bañado en sudor por el pánico.

Todo empezó en los momentos alborotados en que la gente entre empujones y codazos trata de encontrar su lugar en el avión y busca acomodar a la fuerza sus bolsas en las gavetas, para luego derrumbarse en el asiento emitiendo una sonrisa triunfal. Por costumbre Antonio evitaba esas batallas simplemente siendo de los últimos en abordar el avión. En está ocasión llevaba clavado no tanto en la cabeza como en el corazón, un amargo pesar. Se había despedido de su madre unas horas antes y en sus ojos colgaba una sombra de angustia que significaba el presentimiento irremediable de que ya no la volvería a ver. No sabía si su madre le había transmitido el presagio o él se lo había inventado, pero de cualquier forma le había roto el corazón. Metido en el abismo de esas cavilaciones, no escuchaba la voz de la mujer que le tocaba suavemente en el hombro.

              -Excuse me… can I go through? -  y señaló el asiento de junto a la ventanilla.

              -Yes, of course - le contestó, poniéndose de pie. La mujer, necesariamente, pasó muy cerca de él, el aroma que la rodeaba era de una suavidad cósmica. Su pelo matizado en grises por el paso irreparable de los años mostraba aun rasgos de vanidad muy femenina en su ondulado peinado. Antonio percibió el relámpago de su mirada. Con sutiles movimientos llegó hasta su asiento y con una sonrisa agradeció la atención. Al quitarse el saco dejó ver las líneas deliciosas de sus brazos y la blancura de su piel. No era una mujer literalmente preciosa pero tenía radiaciones sobrenaturales que la hacían muy atractiva.

              -Thank you, - dijo - is not easy to fit in such a reduced space.

Antonio contestó con cualquier cortesía y no se atrevió a mirarla a los ojos para apreciar todo lo linda que era. Sabía que habría mucho tiempo por delante para poder hacerlo. Estaban destinados a ir uno junto al otro por algo más de cuatro horas. El vuelo los llevaba a New York desde la ciudad de México.  Ella vestía casual pero con muy buen gusto, probablemente estaría en sus cincuentas llegando a sesenta, tal vez, y no se preocupaba como generalmente lo hacen las mujeres de su edad por engañar a las apariencias con tintes que pretenden devolver el color de juventud. Ella no sólo lo evitaba, su cabello en los albores de un otoño, daba a su rostro un marco de interesante coquetería.

              -Are you going to New York? – Dijo Antonio para romper el hielo.

              -Yes, actually this is the flight’s destination. - Y no pudo evitar que una sonrisa le hiciera saber que era la respuesta a una pregunta tonta. Antonio trató de com-ponerla.

              -I know, but maybe from New York you’re connecting somewhere else.

              -Are  you  Spanish? - le  preguntó  sin  importarle  cambiar abruptamente de tema y salvándolo del aprieto.

-No, I´m Mexican.

              -Ahora yo hice mal la pregunta. – dijo sonriente, cambiando abruptamente al español con toda naturalidad.

              -Quise decir algo así como Latinoamericano o… mexicano, precisamente. Qué agradable sorpresa. ¿Podremos hablar en español verdad?

-La sorpresa fue de Antonio al enterarse de su perfecto español, pues toda su apariencia no correspondía a ningún cuadro hispano. Ella le explicó que era hija de padres judíos polacos inmigrantes a Venezuela cuando era muy niña, de ahí su perfecto español así como un inglés impecable pues tenía más de treinta años viviendo en New York.

              -Doy clases en Columbia University, ¿y tú qué haces? - y reclinó el asiento para arrellanarse sabrosamente.

              -Cosas que me gustan… - Dijo Antonio para no complicar la plática y dejarla descansar. Sonya cerró los ojos y respiró profundo. Antonio pudo entonces recrearse en las finas líneas de su rostro. Una frente amplia que se desprendía de sus ojos ligeramente sombreados en tonos liliáceos. Su naricilla fina con un ligero respingo que se separaba de unos labios cuidadosamente delineados con el rouge que les daba el toque de sensualidad. Su piel estaba casi al natural, tampoco se molestaba en cubrirla porque no lo necesitaba, no era la de una quinceañera pero era tersa y lozana. Con discreción la miraba, no podía evitar robarle un poco de su belleza. Y también, porque no podía evitarlo, tenía fascinación por las mujeres.

              -Me llamo Sonya - dijo sin abrir los ojos y le hizo sentirse totalmente descubierto en su indiscreción. Las mujeres tienen la misteriosa cualidad de tener una percepción extrasensorial que las hace ir más allá de lo entendible. Sólo por hacerlo obvio ella derramó una sonrisa que hizo que Antonio se apenara. A su edad, ruborizarse por algo así, estaba muy lejos en el pasado, pero por lo mismo se dio cuenta de que existía ya una conexión de energías o de simpatía entre ellos.

              -¿Cuál es tu nombre?... preguntó nuevamente, unos segundos después como consecuencia de haberle dejado sin palabras. 

              -Antonio… - dijo, esta vez sin mirarla.

Reclinó su asiento en toda su extensión y trató de buscar una solución a la monotonía del tiempo que se impone en cualquier vuelo después de una hora. Miró a Sonya y dudó si estaría dormida. La respiración profunda estaba marcada por el alternado movimiento de su pecho cubierto por una blusa de seda off-white,  que terminaba alrededor de su cuello con unos adornos de finos bordados.

Se sentía cansado, los acontecimientos de los últimos días le habían dejado una herida emocional difícil de reparar. Empezó a buscar el sueño por todos lados sin encontrarlo. Normalmente tenía desordenes para dormir, así que empezó con la práctica de remontarse mentalmente a una playa solitaria o la cima de una montaña imaginándose en plena soledad. Traía mucha tensión acumulada. Empezó el conteo pausado  97… 96… y le salió al paso el sentimiento de que seguramente al llegar a casa se encontraría con otros problemas… pero no quiso pensar en ellos… 95… 94… contando era la única forma de alejarse de la tensión de los pendientes... No pienses en eso… 91… 90… encuentra una vereda que te lleve a la claridad… mi mente se debate entre los fantasmas de la memoria que quieren representar sus comedias repetidas durante años… yo no me conozco… ¿de dónde vengo?… sigue contando. Mis comedías son las mismas, mis dramas son los mismos, sólo cambian los actores, pero yo estoy siempre en el medio de vendavales provocados por mis fantasías o mis realidades,  soy el primer actor de las pantomimas y soy el intolerante espectador… 82… 71…  60… comedía de angustias en tres actos… no tienen final… jamás se llega al acto conclusivo… 30… 55… 80… 34… no importa, sigue contando. En  la  pantalla de mi creación aparece  un rostro  que  no  alcanzo  a  identificar, ríe y de sus ojos mana una luz verde intensa que me ilumina  y haciéndose  cada vez  más  pequeño  se  pierde en un  horizonte incierto. El espacio estalla en un estruendo lanzando una lluvia de partículas incandescentes, es la noche, son las  estrellas  moviéndose  vertiginosamente,  es  una  noche  eterna  convertida en una sola imagen en movimiento.  Me recuerda mi  primera noche navegando el mar, cuando me sentí perdido en el espacio  infinito, envuelto en la oscuridad, cubierto por  un techo salpicado de partículas plateadas. Ahora el espacio se ha teñido con el azul  profundo que me gusta, el leve zumbido de los motores se hace  parte de mi relajamiento. Volamos casi a la velocidad del sonido  y a todos nos parece tan natural, como si lo hubiéramos estado  haciendo toda la vida.... ya no sé donde estoy, pero me gusta, me gusta esa vaguedad de saber… de ignorar. De llegar donde no he pedido y de perderme sin sentirlo para encontrar algo que me devuelve lo que buscaba, la soledad… Llego hasta un puente levadizo que lanza los chillidos de sus goznes enmohecidos y baja lentamente hasta conectarse con la tierra que piso, lo tomo como una invitación para darme paso y cruzar ese muro incoherente. Entro en un  lobby  enorme, lleno de una luz blanca con  muros de dimensiones infinitas, superficies que de tan tersas se esfuman en frías transparencias. Una voz monótona de computadora llena el espacio dictando instrucciones.  Camino  sobre  una  superficie  sin dimensión, absorbente del ruido de los pasos, siento su contacto pero me da la impresión de estar suspendido en el vacío. Me llego hasta las pantallas electrónicas de información, me piden insertar mi tarjeta de identificación. No tengo… busco en mi bolsillo de la camisa… sí aquí está… la deslizo. La pantalla muestra una cara bonita, seguramente uno de esos robots con apariencia humana y con una sonrisa casi femenina dice pausadamente. -Vía escarlata. Ascensor 6, nivel 72, espacio C-22... Me paro en la rampa y al presionar el botón escarlata, la banda transportadora se puso en marcha suavemente para llevarme hasta la puerta del elevador que abre sus puertas para dar cabida a una docena de  ciudadanos  que  estaban esperando abordar el mismo ascensor.  Entramos y en cuanto la puerta se cierra el tablero electrónico empieza a mostrar los números cambiantes que me hacen comprender a la vertiginosa velocidad a que se mueve en su ascenso. De vez en cuando se detiene y abre sus puertas para que algunos bajen, después de la tercera parada en el nivel 49, quedo yo solo en el  ascensor. Cuando reinicia  su  ascenso desaforado, comprendo que ya hemos pasado el nivel donde yo debería salir, pero sin detenerse, por los números del indicador me doy cuenta que su velocidad sigue aumentando,  ya siento la fuerza de la gravitación succionando mi cuerpo, la cabeza me pesa como si fuera de plomo, los brazos se me estiran y el peso de mi cuerpo se multiplica  al  grado  de  que  mis  piernas  ya  no  pueden sostenerme y  la velocidad  sigue  en aumento, los  ojos  me  estallan saliendo fuera  de  las orbitas, ahora el ascensor zumbaba emitiendo algo como si fuera un aullido de desesperación y yo también grito desesperado porque comprendo que el elevador ha llegado hasta la cumbre del edificio y se lanza al espacio en medio de una explosión como lo hacen las naves espaciales...

 

 

Antonio sintió una mano sobre el rostro y abrió los ojos, angustiado por saberse perdido en el infinito, pero lo que vio frente a él, era el rostro de Sonya.

              -¿Are you OK?  - dijo Sonya suavemente sin quitar su mano de la mejilla sudorosa.

              -Discúlpeme – balbuceó. - Era una pesadilla.

Con ternura le seco la frente con un pañuelo desechable. Antonio se sintió tan reconfortado en sus manos que no quiso moverse a pesar de sentir la pena de haber mostrado su debilidad emocional.

              -No se preocupe Antonio, son cosas que nos pasan a todos. Nuestros sueños reflejan nuestras emociones, angustias y tantas cosas más que no es posible explicarlas, basta con suponer que son reacciones del subconsciente a los impulsos reales de nuestras experiencias conscientes.

              -Gracias Sonya, gracias por sus palabras y su amabilidad.

-Podría haberle dicho tantas cosas más, podría haberle dicho que al despertar y verla frente a él, era como haber visto al ángel de su salvación, pero no se atrevió pues era demasiado pretencioso para decírselo a una mujer a la que conocía apenas... no sabía; miró el reloj, eran las 12.45, llevaban sólo 40 minutos de vuelo y ya le parecía una  eternidad. Se dio cuenta de que Sonya había logrado retornarlo al presente con mucha facilidad, el suave toque de su mano y ver en sus ojos la calma de un lago esmeralda,  profundo y cristalino que le trasmitía su  frescura y tranquilidad. Tuvo por un instante la sensación de haberse sumergido en   sus aguas tibias,   flotando   suavemente   para   pasar   de  la semi-inconsciencia al estado consciente. ¿Quién era ella? Era la primera vez que le sucedía algo tan extraño, pero por supuesto, tan reconfortante, tan positivo que facilitó su recuperación en unos segundos. En otras ocasiones le tomaba largos minutos lograr desacelerar los latidos del corazón y convencerse de que no estaba a la deriva en el infinito, de que no estaba perdido entre la vida y la muerte.

              -¿Le sucede muy a menudo? - Preguntó como si hubiera estado leyendo sus pensamientos.

              -Ocasionalmente,  -  dijo Antonio, sin voltear a verla, y como si fuera la continuación de una larga plática sobre el tema, añadió - Nunca sé cuándo voy a caer, cuando menos lo espero ya estoy metido en el caos.

Ella guardó silencio.

              -¿Me  permite  invitarle una  copa?  Yo  la necesito urgentemente. - dijo Antonio  con  vehemencia,  cuando descubrió  que  la  azafata  se acercaba empujando el barecito rodante. 

              -Mis pesadillas siempre terminan con dejarme encerrado en alguna forma, por eso es que son tan angustiosas; no importa cómo se haya iniciado el sueño, puede ser inclusive hasta muy agradable o inocente, pero es como si fuera una trampa, de pronto me doy cuenta que estoy encerrado en algún espacio reducido y que irremediablemente voy a quedar atrapado. Entonces ningún esfuerzo puede cambiar el curso de la pesadilla que me lleva hasta el momento climático. La oscuridad o la falta de aire, me veo cayendo en un vacío insondable… y  despierto  temblando, angustiado y confuso, como usted se ha dado cuenta. Me pregunto si esto tiene  un  significado,  una  especie de premonición o algo parecido.

              -Todos los sueños tienen una relación estrecha con la realidad.- Dijo Sonya.

              -Claro, se dan en función del subconsciente. Pero es tan difícil interpretarlos. Creo que a todos nos gustaría saber  si  esa conexión está ligada con el pasado o con el futuro.

              -¿Tiene miedo a morir?

La pregunta le tomó por sorpresa. No porque no se lo hubiera preguntado antes, pues en muchas ocasiones había estado sorteando situaciones que bien podrían llamarse peligrosas y saber que moriría no era precisamente su preocupación, sabía que lo primordial era salvar la vida manteniendo la cordura. Se había sentido impotente ante la fuerza extraordinaria de los embates tempestuosos de la naturaleza. Se había encontrado en varias ocasiones alejado de todo ser humano y enfrentando el peligro, cuando la serenidad o el pánico hacen la diferencia de sobrevivir o encontrar la muerte.

              -No precisamente, no es miedo a morir, - contestó reclinando la cabeza en el respaldo, como profundizando en sus pensamientos. - pero me preocuparía tener que dejar este mundo al que amo tanto y perderme de tantas cosas que aún deseo conocer. Me preocupa porque no sé si en la otra vida pudiera existir el amor tal como lo entendemos en esta vida,  con todos sus laberintos y complicaciones, pero al fin amor entre un hombre y una mujer, amor que brota en torrente cuando la pasión sexual se libera sin límites. Amo a la vida en toda su extensión y por eso es que quizá en ocasiones he llegado hasta los extremos, a las zonas limítrofes en las que pasar a la muerte o quedar en la vida penden de una pequeñísima decisión del destino.

              -Hmmm… qué interesante y creo entenderlo perfectamente. – aseguró Sonya, clavándole  su  brillante mirada. - Y es que no estamos hablando de dos cosas distintas como si la vida y la muerte fueran dos entidades distantes. No es que aquí empieza una y termina la otra. No hay muerte, todo es vida. ¡Siempre hay vida…! Sólo que en diferente forma.

Y se dejo caer en un profundo silencio en el que Antonio la acompañó rumiando las palabras de aquella mujer con la que en el corto tiempo que tenían de haberse conocido, podía sincerarse con sentimientos que nunca antes había compartido con nadie. Se dio cuenta de  que ahora lo estaba haciendo con una de esas personas que tienen el conocimiento y van a  los extremos. ¿Cómo sería posible discutir sobre  la  reencarnación y  tener  argumentos  para  asegurar  su existencia o para negarla? Cómo podría argumentar la existencia contra la aseveración de ella en favor de su inminente realidad. Sin embargo,  no se puede negar que es un tema universal, de primordial misterio producto de todas las culturas, que en una forma o en otra desde el principio de los tiempos buscaron explicación al origen, la transformación y el destino de lo que tiene uno aquí adentro, el espíritu o como se llame la esencia de la vida. Está bien – pensaba - para las religiones que miles de años atrás tenían que explicarse la existencia de seres superiores que regían todo lo que los rodeaba. Misterios de la naturaleza basados en conceptos aun no reales, no físicos, no químicos, pero exclusivamente regidos por el temor y el misterio. Una mezcla de represión filosófica y metafísica. Extrema necesidad de explicar las fuerza naturales denominándolas deidades para explicarse las furias o las bondades de los elementos. Compromiso ineludible de los directores espirituales de los pueblos para dar significado a la vida, a la muerte. Quedó explicado cuando aparecieron las religiones con explicaciones irrefutables sobre la creación del hombre y del mundo que le rodeaba. En alguna forma, todas están de acuerdo en que hay algo que no muere y que se queda merodeando por allí, en el cielo o en el infierno y en ocasiones, hasta en el mismo vecindario donde fue sorprendido por la muerte dando lugar a la creación de historias fantásticas de las que nadie quiere ser testigo, concediendo así su creencia en la inmortalidad, por la menos, del espíritu.

              -¿Tú como lo explicas? – Dijo sin abrir los ojos. Y Antonio se quedó mirándola.

Le  repitió  la  pregunta,  y  le  fue  difícil  regresar  de  la profundidad  de  sus  cavilaciones para encontrar una respuesta factible.  Nunca  tuvo  la  necesidad  de  encontrar  argumentos, simplemente  aceptaba  cada  teoría  religiosa  de  las  culturas antiguas o modernas y les respetaba todo el derecho a pensar lo que quisieran. Si para ellos era necesario cruzar siete ríos, o hacerse acompañar de un perro amarillo para encontrar el camino,  esa  era  precisamente  la verdad.  Si  para  otros  era necesario incinerar el cuerpo o embalsamarlo o proporcionarle suficiente comida para alimentarse durante el viaje hacia el infinito o rezarle nueve días, él lo aceptaba como algo absolutamente cierto… para ellos, no precisamente para él. Para Antonio era otra cosa, amaba la vida en su extrema simplicidad y sabía que un día, tarde o temprano, llegaría la muerte y ya, se terminarían todos los problemas anteriores y posteriores, simplemente era cuestión de morir satisfecho de haber vivido. Le bastaría con haber tenido una vida y haberse dedicado a desperdiciarla o a disfrutarla a su modo. Pero de allí a que pudiera dar por hecho indiscutible, el que antes de esa hubiera tenido otra vida, en otro cuerpo de cualquier especie y en alguna parte de este mundo, era ya un acto de sofisticación espiritual que no le iba a complicar la existencia. Y no es porque pudiera considerarse como un materialista extremo, puesto que era un enamorado de la belleza, del mar y las selvas, del cielo y sus estrellas, de las tormentas y las mujeres; pero tampoco le interesaba lo que pudiera venir después de  esta vida. ¿Cómo podía creer en otras vidas si quería creer que solo tenemos una muerte?

              -No hay muerte - murmuro Sonya - Cómo se puede decir que la muerte es el fin, cuando es precisamente el principio de una nueva vida. La vida no tiene final, sólo la materia es la que se desvanece, pero en algún momento reaparece con nuevos bríos.

              -¿Y cómo podemos saberlo? le preguntó con cierta ironía.

              -Eso lo platicaremos en otra ocasión - dijo – ¡Now is dinner time!

Con movimientos casi mecánicos, con sonrisas de especificación y con manos muy bien cuidadas por la manicurista, las flight attendants repartían a diestra y siniestra las charolas con las comidas que  solamente  en  los  comerciales  de  televisión  se  antojan  deliciosas.

              -Bon appétit,  dijo Sonya como si estuviera frente a un manjar de la cocina francesa - El gin’n tonic me abrió el apetito.

              -Por la vida – dijo Antonio alzando su copa - y por el placer de conocerte.

              -¡Laheim! - Dijo, Sonya con una intensa mirada que que le hizo saber de sus antecedentes judíos.

El trago y el certero impacto de su sonrisa le dieron el valor suficiente para disparar la inminente pregunta.

              -¿Eres casada?

              -¡Huuuu! - Dijo y lo miró con una inquietante sonrisa que tenía todos los síntomas de una evasión

Antonio se le quedó mirando, estaba esperando una respuesta.

-No… y me parece que tú tampoco.

-¿Cómo la sabes? – Exclamó con ganas de inventar un juego de preguntas y respuestas frívolas.

-Tienes toda la imagen de un soltero divertido, que no pierde la oportunidad para hacer amistades. ¿Me equivoco?

-Bueno, tanto como imagen…

-Y… ¿Tienes novia? – Sonya le miró con una sonrisa complaciente.

Antonio estaba a punto de mentir pero “¿Qué puedo decirle?... ella es capaz de adivinarme el pensamiento…” - pensaba mientras sacudía la cabeza y sonreía dándose por vencido.

-Sí… Estoy saliendo con alguien.

-Lo sabía…

-¿Cómo? – dijo Antonio sorprendido y enderezándose en su asiento para mirar de frente a Sonya.

-No me hagas caso Antonio… No tiene importancia.

Antonio pidió un trago nuevo y Sonya cambió a agua natural.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mayo 26, 1988. New York City

Después de una tranquila caminata de atardecer por Central Park, Antonio Carrales pasó por el supermercado a comprar algunas cosas y a lamentarse de no recordar qué era precisamente lo que necesitaba. Compró cosas que siempre hacen falta y salió satisfecho, aunque ya sabía que al llegar a casa se encontraría con que ya tenía mucho de lo mismo y nada de lo que hacía falta. Pero no se iba a preocupar por eso. Entró en su departamento ejecutando con desgano los movimientos habituales, revisión del correo y el desecho automático del junk mail para quedarse con las indeseables: cuentas de teléfono, tarjetas de crédito, el seguro del auto y el del velero y una serie de dilapidantes presupuestarios que hay que soportarlos a riesgo de quedarse incomunicado, sin ropa, sin gas, sin luz o sin periódicos. Lo que buscaba eran las cartas de las editoriales con sus cheques eventuales. El siguiente paso era llegar hasta la mesita donde pacientemente lo esperaba su fiel recepcionista, tocar con suavidad sus puntos sensibles para activar su cerebro electrónico que le haría entregar los mensajes del día.  Recordatorios de amigos y ninguna llamada de amigas. Se desilusionó porque ninguno era de Sonya, que al despedirse en el aeropuerto le aseguró: “nos reuniremos muy pronto”  con una sonrisa que evadía cualquier promesa.

Se dirigió al barecito y se preparó un rum’n tonic, que marcaba el principio de un fin de semana. Más tarde le hablaría a Estela y ya planearían algo. Se desplomó en el sofá y dio un buen trago a su bebida. Es como la mente se deja ir vagando de un lado a otro, y tan pronto piensa en lo pasado ya está saltando por aquí y por allá tratando de descubrir el futuro. Ya tenía algo más de un año saliendo con Estela, y pensó que eso ya se estaba convirtiendo en costumbre. ¿Era bueno?... no era malo por supuesto, pero ¿se estaba enamorando? Sí, la adoraba, era una mujer encantadora pero trataba de refrenar sus sentimientos. Es cierto, era un tanto absurdo, pensar que la amaba pero que no podía… que no quería comprometerse más allá de lo que tenían como relación sentimental, pero… Tan absorto estaba que no escuchó el repiqueteo del teléfono, hasta que la máquina contestadora se encargó de la llamada.

“Hello, this is Sonya”- escuchó y de un brinco llegó hasta la mesita del teléfono.

              -Hola, hola… aquí estoy Sonya. He estado esperando tu llamada.  Yo te hubiera llamado, pero no me diste tu número.

-“Sí lo sé… creo que nos hemos estado mandando señales telepáticas.”

En forma atrabancada interrumpiéndose uno al otro, se dieron cuenta de que los dos estaban con ganas de decirse muchas cosas.

              -Mira yo estaba… Sí, perdón te interrumpí. ¿Cuándo nos vemos?  - dijo  Antonio. Y se hizo un silencio.            

-“¿Estás seguro de que quieres verme?” - Preguntó Sonya.  Antonio titubeó.

              -¿Por qué no habría de estarlo? Creo que tú eres la que no estás…

-“Pues yo soy la que te estoy llamando” - Lo interrumpió Sonya.

              -¿Entonces cuando te veré?

-“Pues ya está. ¿Conoces el 1900, el restaurant que está en la tercera casi con la 34?”

              -No lo conozco pero está bien, lo encontraré.

-“¿Te parece el viernes de la próxima semana, a las 8?”

              -Me parece perfecto…

-“Hasta entonces… un beso”

 

Antonio se quedó saboreando la dulce melodía de la voz de Sonya y la humedeció con otro rum’n tonic.

-¿Qué carajos estoy haciendo? ¿Por qué me entusiasmo tanto por volver a verla? Porque me tiene fascinado, a sabiendas de que no debo enredarme con otra mujer. -Se dijo en voz alta mirando el tapete de lentejuelas que circulaba con fluidez 12 pisos más abajo por el FDR que bordea el East River a lo largo de la isla de Manhattan.

              -Me estoy sintiendo profundamente atraído por Sonya. Hay algo como misterioso en ella, además de sus atractivos femeninos, está rodeada de un aura de misterio que… no, no quiero otro romance es lo que menos necesito en estos momentos… pero me interesa mucho conocerla.

Miró al profundo cielo y se quedó absorto con el panorama de los millones de luces centellantes que brotaban de los enormes edificios y de las calles que parecían ríos de luciérnagas. El murmullo de la metrópoli le llegaba a los oídos como un canto angustioso de velocidad, de urgencias, de violencia. Ya tenía doce años viviendo en esa ciudad y podía enorgullecerse de estar sobreviviendo con cierto éxito. Había logrado desenvolverse en aquel mundo monstruoso pero fascinante y hasta ahora todo iba bien. Sus reportajes sobre historia y algunas aventuras geográficas eran bien vistos por dos o tres editoriales que  lo tenían ocupado y eso daba para vivir tan cómodo como quería. No gozaba de lujos, ni gran dinero, pero esas no eran sus metas. Era mucho más feliz teniendo la satisfacción de estar viajando con alguna frecuencia para lograr sus reportajes. El año anterior se había publicado su segundo libro sobre sus investigaciones de la cultura maya, con suficiente aceptación como para resolverle la vida por algún tiempo, mientras tanto ya estaba trabajando en el siguiente.

Aspiró profundo y se dejó llevar por el cielo infinito en la nave de sus pensamientos. Le fascinaba sentir ese poder hipnótico que tienen esos millones de luces, como diminutos insectos que observan cada uno de sus movimientos, que escuchaban sus pensamientos repitiéndolos mil veces en todos los idiomas de la selva para volverlos rumores, aullidos, cantos que se pierden en los abismos profundos de la noche hasta que los tintes del nuevo día los extinguen con la fuerza de su luz.

 

 

 

 

 

 

 

Junio 5, 1852. South Street Seaport, New York City

 

El muelle de South Street Seaport parecía el caldero del diablo. Una multitud se arremolinaba frente a los barcos que pacientes soportaban las maniobras febriles de carga o descarga de productos que venían de India, Europa o de China o que saldrían con destino a alguno de los países americanos que se debatían dentro de las botas imperiales de sus conquistadores y colonizadores, países que se reventaban en revoluciones ambiciosas buscando una libertad incierta. El puerto de New York era el centro de operaciones para todas esas esperanzas sociales y políticas que al final, todas no tenían otro propósito que la ambición por el poder económico.

Uno de esos sueños de riqueza era metálico, de áureo color. Era el del oro descubierto en San Francisco, de la alta California en los Estados Unidos en 1848. Se le llamó el Gold Rush, la Fiebre de Oro, porque infectó la cabeza de muchos miles de hombres y mujeres de cualquier parte del mundo que se lanzaron a la aventura sin amedrentarse por los muchos obstáculos. En tan sólo un año la pequeña villa de San Francisco estaba convertida en el foco luminoso que tenía a su rededor más de 100mil vidas armadas de pico y pala, abriendo túneles, desgarrando colinas, y colando el mineral con el agua de los ríos con la esperanza de encontrar las pepitas del codiciado metal. Algunos lograban modestas ganancias que terminaban en los bares y entre mujeres astutas, que tenían entre sus piernas su propia mina de oro. Otros, los inteligentes, acaparaban los resultados de los miles de ilusos y acumulaban fortunas.

Todas esas historias de hurtos, fracasos y muertes no hacían mella entre la muchedumbre, la mayoría de hombres, y hasta algunas mujeres, que cargando su bolsa de viaje al hombro, tenían el nombre de San Francisco tatuado en la mente y luchaban a brazo partido por llegar hasta las mesas donde estaban aceptando pasajeros para el SS Northern Light que anunciaba su salida a Nicaragua al amanecer del día siguiente. Los marineros del Northern Light mantenían a raya con gruesas cuerdas los embates de los aspirantes y los dejaban pasar uno a uno, hasta completar el cupo de 250 pasajeros para segunda y tercera clase. Por otro lado, en la oficina de la naviera, ya estaban vendidos los 25 espacios de primera clase. El costoso pasaje ofrecía ciertas comodidades que incluían camarotes privados de cuatro literas y alimentos de aceptable calidad. Elegir la ruta de Nicaragua para ir a San Francisco en esos años era, si no la única, sí la decisión más sensata que podía tomarse, puesto que recientemente se había descubierto que era mucho más rápido cruzar por tierra esta parte angosta del continente para llegar al Océano Pacífico y de allí embarcarse con rumbo norte hasta San Francisco como destino final. La otra opción era cruzar por Panamá.  Estas rutas podrían significar hasta dos o tres meses menos de navegación, comparado con la ruta antigua de rodear la punta de la Patagonia y volver a remontar el Pacífico a lo largo de todo el continente. Ni pensar siquiera en cruzar los Estados Unidos yendo de New York a San Francisco, porque al paso de las carretas tiradas por caballos, podría tomar una eternidad, si es que lograran llegar a su destino.

Llegando a Nicaragua habría que continuar navegando un río, enfrentar el cruce de un lago y luego alcanzar la costa del Pacífico, bajo calores babilónicos, entre peligrosas alimañas de las selvas tropicales, los posibles asaltos de feroces indígenas de la región y muchos riesgos más que eran preferibles a la casi eterna navegación patagónica que también ofrecía las posibilidades de implacables tormentas, de furiosos ataques del cólera que sembraban la muerte abordo y hasta del fracaso total, como ya sucedía con frecuencia. Pero nada de esto detenía a los “Argonautas” como llamaban a los aventureros ambiciosos, por su osadía de cruzar los mares. Todos confiaban en que tarde o temprano estarían atacando a pico y pala las colinas o colando los sedimentos del fondo de los riachuelos, para empezar a amasar una fortuna. Nadie absolutamente pensaba en el fracaso y las únicas historias que querían escuchar era las de los que regresaban con una bolsa de dólares del tamaño que fuera. La Quimera del Oro.

 

Tres días quedaban atrás desde que la silueta de Manhattan se había hundido en el horizonte. Los pasajeros de segunda clase se acomodaban como podían durante la noche en los pisos de las galeras, dándose calor unos a los otros y estirando las andrajosas cobijas que estaban disponibles. Durante el día cocinaban en parrillas de carbón su propia comida, patatas y tiras de carne de pescado seca y salada que se les proporcionaba como parte del costo del pasaje. Alternadamente, la mitad de los pasajeros eran permitidos en cubierta para que estiraran los huesos disfrutando el sol y el que lo quisiera, podía tomar un baño a cubetadas con agua de mar, pero la mayoría declinaba tal placer. Aunque toda esa vida tenía mucho de miserable por el frío, el sol, el hambre y la nostalgia, los sueños dorados hacían tolerables los sacrificios y los transformaban en alegrías a fuerza de las ilusiones nacidas desde el día que supieron que los yacimientos de oro los estaban esperando. Así ocultaban la incertidumbre que se ocultaba en lo más profundo de los corazones. La gente cantaba sus tonadas de la tierra que quedaba atrás. Un irlandés desparramaba con su acordeón alegres tonadas que de inmediato muchos se animaban a bailar y aunque no fueran irlandeses inventaban pasos y cabriolas que todos festejaban. Desde la cubierta de popa, los pasajeros de primera clase se divertían también mirando tal desborde de alegría y optimismo. Para ellos el viaje era visto desde la otra cara de la moneda. Dormían en camarotes, se les servían tres modestos – pero aceptables - alimentos en el salón comedor, y podían ordenar una botella de vino para la cena. El propósito del viaje para ellos era el de tomarse unas lujosas vacaciones, o bien, porque eran los dueños de los negocios que prosperaban por la afluencia de todos esos ambiciosos que danzaban a sus pies al ritmo de sus caprichos financieros.

Esa noche, la cuarta del viaje que estaba calculado en diez a trece días, la alegría entre un grupo de pasajeros de segunda clase estaba desbordante. La razón era que, muy discretamente al principio, y abiertamente después de las primeras rondas, un pocillo pasaba de mano en mano y de boca en boca para satisfacer las gargantas con algo más fuerte que el agua almacenada en barricas malolientes, un buen trago de ron. La gente estaba feliz, cantaba y bailaba alegremente. Una atractiva mujer se hizo notar con sus contorneos de gitana, agitaba su larga cabellera en caprichosas ondulaciones y los hombres hicieron un círculo para dejar que luciera sus encantos. La mujer sabía que los tenía a todos en un puño, y su mirada se desparramaba retadora. En un desplante de audaz coquetería, de un salto se trepó a la mesa y ejecutó rabiosos pasos de encantadora de serpientes, se fue levantando lentamente la falda para ir descubriendo sensualmente la pantorrilla. Los hombres aullaban y con los ojos desorbitados seguían milímetro a milímetro el recorrido de la falda ondulante. Se detuvo de pronto cuando estaba por alcanzar los albores de unos muslos largos y dulces como la miel y era suficiente para que las miradas lujuriosas de los hombres imaginaran el resto a su propia conveniencia.

A la mañana siguiente el Capitán Tinklepaugh ordenó a su contramaestre que reuniera a todos los pasajeros en la cubierta principal. Hombres y mujeres se apretujaron en cubierta, preguntándose cuál sería el motivo, era domingo y dedujeron que se celebraría algún ritual religioso. Cuando el robusto capitán caminó hacia el centro de la congregación se hizo un silencio sepulcral, todos adivinaron, a juzgar por su rígida expresión, que la reunión no prometía nada agradable. El viento olía a malas noticias. ¿Se avecinaba una tormenta?… ¿Había algún cambio en la ruta… Se agotaba la comida?

El capitán Tinklepaugh se rascó la barba por unos segundos y de pronto lanzó un gruñido con su vozarrón cavernoso. Dijo que era su obligación mantener el orden y las buenas costumbres y que no iba a permitir ningún desmán a bordo del Northern Light. Hizo una seña y dos marineros caminaron por entre los pasajeros que estaban aun sin comprender lo que estaba pasando. De pronto, atraparon a uno de los hombres y arrastrándolo lo llevaron hasta arrojarlo a los pies del capitán. Se descubrió que varias botellas de ron habían sido robadas de la bodega de la cocina y los oficiales sólo pudieron deducir que alguno de los pasajeros sin recursos, encontró la forma de colarse subrepticiamente hasta los yacimientos de las botellas de vino y las barricas de ron.

              -Eres un maldito bandido – Rugió el señor Tinklepaugh, señalando con energía al hombre que permanecía arrodillado con la angustia en el rostro.

El hombre se quedó perplejo por segundos, hasta que acertó contestar que él no había robado nada y lo juró por todos los santos que en esos momentos recordaba y por las tumbas de cuanto pariente hubiera en su panteón. Nada hizo que el capitán cambiara su decisión. Ordenó que lo ataran a la base del palo mayor y que le propinaran veinte azotes en la espalda desnuda. Muchos no comprendían lo que estaba pasando, y los beneficiados del hurto conte-nían la respiración. Cuando el hombre lanzó el primer aullido de dolor al primer latigazo, todos en cubierta lo acompañaron con un gemido doloroso. El marinero verdugo descargó el segundo. ¡Ahhhhhh! Alzó el látigo para el golpe siguiente, y antes de descargarlo, de entre los hombres se escuchó un grito:

              -¡ALTO! – y un hombre salió al frente hasta llegar al lugar de la ejecución.

Se detuvo frente al capitán y confesó que él era el ladrón. Le doblaron el castigo, por haberse ocultado y permitir que el otro hombre recibiera los primeros latigazos, ahora se sabía que injustamente. Pero esa era la ley que de cualquier forma se aplicaba para poder controlar a más de doscientas almas aventureras.

 

 

Los días pasaban lentamente y las energías de los pasajeros empezaban a agotarse, llevaban ya seis días de navegación y probablemente no estaban ni a mitad del camino. Día y noche rodeados por la monotonía de ese horizonte infinito, de la llanura de un mar inmenso, el mismo de cada hora de cada día. Sol candente durante el día y cielos estrellados durante las largas noches. Esa noche la luna iluminaba con su lánguida caricia plateada. En cubierta unos cuántos marineros en la vigilia de media noche fumaban sus pipas y recordaban otros viajes. Todas las velas estaban izadas y se hinchaban orgullosas con la brisa que era fresca y soplaba constante para llevar al Northern Light haciendo de 13 a 15 nudos. En el aire sólo los quejidos de las jarcias y los murmullos del agua cortada con el filo de la proa. A popa quedaba la huella de su paso, la estela de blanca espuma que brillaba a la luz de la luna y se diluía al poco tiempo en la oscuridad de los tiempos milenarios.

Se abre una de las puertas y aparece un hombre con una linterna de luz amarillenta en sus manos. Le siguen cuatro o cinco hombres que cargan una camilla que lleva un bulto cubierto por una amplia arpillera. Al llegar a la baranda de estribor, se detienen respetuosamente. El contramaestre, el señor Smith, murmura una oración, al finalizar, dice ¡Amén! en voz alta y la camilla se inclina para dar paso al bulto que debe ser un hombre encostalado. Hay un brote de enfermedad abordo y el capitán y sus oficiales sólo ruegan al Poderoso por que no sea cólera. En silencio los hombres regresan al interior y todo vuelve a quedar en calma.

A la mañana siguiente el sol derrama su luz brillante y su cálido abrazo. Los hombres y mujeres del primer turno lo disfrutan o lo sufren de acuerdo a sus capacidades, de cualquier manera salir a respirar el aire puro es una delicia. Sólo lamentan que ya no se puedan repetir los tragos gratuitos para hacer más llevadero el viaje.

El señor Smith también pasea por cubierta acompañado del segundo oficial y los dos miran con interés a los pasajeros que están sentados por allí tratando de masticar el tiempo entre pláticas casuales que se van agotando con el paso del tiempo o que se van repitiendo hasta que pierden todo su interés. Cuando el sol está alto, derramando su fuego, todos buscan la sombra que dan las velas y es fácil encontrar el alivio de unas siestas de perro. Los hombres miran desconfiados a los oficiales y les devuelven la mirada escrutadora con el temor de que algún inconveniente vuelva a presentarse. De pronto el contramaestre señala a uno de los hombres que es joven y de constitución fuerte y el primer oficial ordena con energía.

              -¡Hey… you!  Come over here! - Y con la mano le indica que se acerque.

El hombre no se amilana, se para frente al oficial irguiendo el pecho y sosteniendo la mirada.  Es un hombre de unos 25 años de piel blanca, bronceada por el sol, de desordenada cabellera de color pajizo, barba no muy larga y tupido bigote mal recortado. Alto y sólido. Viste pantalones raídos y botas acostumbradas a las tierras de labranza.

              -What is your name?... ¡Nombre! – le dice cuando lo tiene cerca.

              -Diego… Diego Ruelas Badillo.

Con señas y mescla de palabras de inglés y español, llegan a entenderse. El contramaestre le ofrece el trabajo de marinero. Tenían dos plazas abiertas por los golpes mortales de la fiebre tifoidea y habría que cubrirlas. El hombre  comprende y asiente con la cabeza, y ni se le ocurre preguntar si habría pago por su trabajo o si le devolverían el pago de su boleto. Sabe que es afortunado de tener asegurada la comida y una litera para él solo. Por el trabajo no se preocupaba, ya había estado antes en barcos y conocía del manejo de velas. Además para un barco de ese calado, sólo se trataba de obedecer órdenes del contramaestre y tirar con fuerza de las jarcias. Pero nada de esto le serviría porque al final fue a dar a la cocina del barco donde trabajaría de ayudante.

Diego Ruelas lleva ya casi dos meses de viaje. Se había embarcado en  Cádiz con un bolsón repleto de sueños para ir en busca del oro que prometía América. No hubo nada ni nadie que lo pudiera detener. Su carácter indomable ya le había llevado antes por los caminos que llevan a cualquier lado. El día que llegó a sus oídos la noticia de la famosa “Fiebre de Oro,” ya estaba buscando la forma de emprender el viaje. Vendió sus ovejas y un pedazo de tierra de cultivo, herencia de su padre. Tan seguro de su triunfo estaba, que convenció a dos o tres ingenuos campesinos para que le prestaran dineros con la promesa de devolvérselos multiplicado por tres. Así que cuando dejó a su madre Doña Ersinda, no sólo la dejó bañada en lágrimas sino con la angustia atorada en el pecho, de que si no regresaba, los acreedores fueran con ella y le reclamaran los préstamos. Diego le prometió mil veces que regresaría con los bolsillos llenos de oro y suficiente como para comprarle una casa con un patio lleno de flores y árboles frutales. Sólo necesitaba darle tiempo al destino para que pudiera tornar sus sueños en realidades.

Besó con ternura la frente de su madre y se echó el bolso con algunas ropas al hombro para dar el primer paso hacia el largo viaje con aureoladas promesas entre vítores, música y palmadas de todo el pueblo congregado frente a su casa para desearle la mejor de las suertes. Al pasar entre los amigos, le ofrecían el porrón de vino y bebía unos tragos, agradeciendo las bienaventuranzas y todos lo vitoreaban con tal alegría que más parecía que ya estaba de regreso con las manos llenas de oro y no que apenas fuera el principio de un sueño. Fueron tantos los tragos, que estuvo a punto de cancelar el viaje por ese día. Gracias a Don Paco que le ofreció un rocinante, fue que pudo alejarse de la algarabía y emprender su incipiente viaje.

Todas esas memorias rondaban en su mente, una noche en que se encontraba disfrutando un descanso, mirando al horizonte oscuro sobre la cubierta de proa. Ya te-nía mucho que contar a su madre cuando regresara. ¿Cuándo? No lo sabía, el destino no es cosa que se adivine. En el mar los días transcurrían lentamente y sólo se sabía el día de la partida, pero nunca el día de la llegada. El silencio era profundo, los chirridos de las jarcias, la quejumbre de las recias maderas o el aleteo de alguna de las velas y el acompasado balanceo del barco se convertían en una melodía eterna y lánguida. Ya habían pasado por una tormenta que los sacudió con violencia durante una noche y parte del día siguiente, pero el Northern Light, valerosamente enfrentó los embates del viento embravecido y el oleaje furioso.

Los recuerdos de Nueva York hicieron mella en su memoria. ¡Qué hermosa ciudad! -murmuró. Aun cuando sólo había estado ahí tres días en espera de ese barco que lo llevaría a Nicaragua, le impresionaron los grandes edificios, el mercado de pescado y tanto carruaje nunca visto en Sevilla. Se detuvieron un día en Cuba para reabastecer agua y provisiones y ahora estaban ya para llegar a Nicaragua. Estaba ya casi a la mitad de su viaje. Respiró profundo, miró dentro del silencio universal, una estrella fugaz rasgó por unos instantes la bóveda celeste. Se escucharon los aullidos de gata en celo, de alguna mujer que en los dormitorios entregaba el mensaje divino de un orgasmo. Después todo quedaba diluido en la parsimonia de la noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mayo 27, 1988. Apartamento de Antonio. Al día siguiente.

 

 

No se sorprendió despertar y encontrarse vestido y aun derramado sobre el sofá desde la noche anterior después de largas cavilaciones necias que quedaron dando vueltas en el carrusel de la mente.

              -Ahora estoy como si no hubiera dormido en tres días, - se dijo - y volvió a la realidad del día hasta que escuchó los gritos que provenía del aparato contestador. Era Bob Patone, que dejaba un recado grabado: -is important… call me back. Need to talk to you as soon as… -

Alcanzó a descolgar antes de que el mensaje terminara.

              -Hello…hello… I´m here Bob.

-“You crazy Mexican. Where in the hell have you been?” Y de inmediato fue al grano. Le dijo que tenía un proyecto muy interesante que era necesario discutir de inmediato.

              -Sí…sí…sí… Ya sé lo que vas a decir - le dijo Antonio en tono de burla - Otra historia de piedras, tumbas, huesos, nubes de mosquitos y la posibilidad de traerme una diarrea ecuatorial.

-“No, no, no,” -gruñó Patone – “Está vez es algo muy diferente. ¡Algo excepcional!”

              -¿De qué se trata Bob? Dispara.

-“No quiero decírtelo por teléfono. Got to see you. Bye!”

No le quedó nada más que decir, ya no había nadie en el otro extremo de la línea, colgó y se dio un par de minutos para despertar plenamente y poder calibrar el breve mensaje. - Tendré que ir a verlo – se dijo.

Y la mente empezó a complicarse con preguntas que no tenían respuesta, por lo menos con alguna sensatez. Se sentía con ganas de tomarse un descanso por unas semanas. Vagar por el Village, salir a navegar solo, salir por las noches con Estela y oír jazz en el Blue Note o ir al cine, leer… cosas que le gustaría hacer con más frecuencia pero prefería apasionarse con su trabajo. Buscando entre los rincones de las memorias, encontró con que “eso” era un deseo que se fue fortaleciendo poco a poco, en el transcurso de los años, desde los tiempos en que los ojos empezaron a viajar por las fotografías en las páginas de LIFE o el National Geographic y cuando vino a darse cuenta, es porque ya estaba montado en las alas de la imaginación y  los  deseos  de  conocer  las  islas paradisíacas de Somerset Maugham y los balleneros de Herman Melville, y las tundras de Jack London, y el mundo de Antoine de Saint-Exupéry y ser un Principito feliz. Los sueños empezaron a tomar forma, en los paseos tranquilos, en las embarcaciones de turistas y durante las vacaciones familiares. Tampoco se podía explicar, como era posible que hubiera navegando tantos años sólo viviendo de ilusiones, soñando con verse recorriendo los ríos llenos de vida y repasando caminos saturados de secretos, envuelto en el misterio de los templos mayas, escuchando los cantos de lenguajes insospechados. Los pensamientos se atropellaban en forma desordenada, como un rebaño de corceles briosos deseosos de salir de sus corrales para trotar  en  libertad  por  las  llanuras. Se miraba pacientemente en el espejo tratando de adivinar lo que esa imagen le quería decir, no estaba dispuesto a escucharla pero sabía bien lo que eso significaba sin aventurar juicios, solo recorría con tranquilidad cada uno de esos surcos que iban apareciendo en la piel, como memorias de aquellos caminos recorridos que se quedaban marcados en el rostro.  El cabello empezaba a mostrar algunos plumazos plateados en los temporales, contrastando con el rostro de piel tostada por el sol. ¿Qué es lo que quedaba ahora? Ya no era ni siquiera  el  de  los “cuarentas”,  acababa de franquear la barrera fatídica de los “cincuentas” y sonrió cuando se dio cuenta de que sólo le quedaba la mitad de la vida por delante. Se lo repitió varias veces hasta que la imagen del espejo lanzo un suspiro y una sonrisa de conformidad,  en realidad nunca le preocupaba la edad, no era más que un número sin importancia.

              -Pues se ha pasado el tiempo sin darme cuenta-,  se dijo.  Porque después de todo, para él no tenía ninguna importancia hacer cuentas del pasado. ¿A quién le podía importar lo que él fuera, lo que había hecho o intentado?

Bajo la vista, evadiéndose con el pretexto de localizar el rastrillo y empezar a rasurarse,  como todos los días,  desde hacía algunos meses, en que se había cortado la barba a pesar de que la disfrutaba tanto, porque así sentía pintarse un poco con una imagen de marinero.

Se secó el rostro al terminar la rasurada y salió del baño arrastrando los pensamientos llenos de nostalgia. Con un gesto de -me importa poco- dio por terminado el incidente; en las paredes de su departamento, como ventanas al pasado, colgaban algunas fotografías que reflejaban algún mérito, ya por haber sido de las primeras que fincaron sus ambiciones por el oficio o por reunir valores estéticos; pero no estaban las otras, las de los sueños, las de las alegrías y las tristezas; todas esas imágenes estaban en su interior, eran las que lo mantenían vivo, reforzándole la estructura que a través de los años se mantenía entusiasta y dinámica.  Sabía que en muchas formas  no era más que  un  bicho  raro  que  no  se  hacía responsable ni siquiera de su propia vida.

Se fue a la cocina. Vertió el café colombiano hasta el borde de la tasa de cerámica guanajuatense; abrió la lata de galletas -Product of Denmark- y encontró sólo algunas migajas. Necesitaba siempre comer algún panecillo o algo dulce con el café y buscó  en  los  anaqueles hasta que encontró un paquete abierto de galletas “Oreo” ¡Yessss! Una sonrisa  triunfal  le  iluminó el  rostro.  Todos  esos  detalles triviales le divertían y eran parte de su posibilidad de estar sentado en el ombligo del mundo, en el centro magnético de las actuales corrientes migratorias; en la sección más cosmopolita de la Torre de Babel, era como estar de viaje sin salir de la ciudad, era como salir de compras por el mundo: zapatos brasileños, camisa mexicana,  reloj japonés,  calzoncillos de Taiwán. Ir a comer a Chinatown en un restaurant Thai con vino francés y luego detenerse a comprar el periódico Israelita, solo para ver qué cara pone el hindú que lo vende. Ir a Jackson Hights a comer una “bandeja paisa” con los colombianos y de regreso pasar por los rumbos de Astoria para conseguir pan griego para el resto de la semana. Sentía que iba por la vida con el título de Ciudadano del Mundo, Honoris Causa.

              -¡Qué vida… Qué vida!  - dijo en voz alta después del último sorbo de café y sacudió la cabeza repetidamente, cuando recordó el romance con la chica italiana que conoció en Bali y que terminó en matrimonio durante una borrachera de nivel marítimo. Y que al día siguiente se apresuraron a anular bajo las leyes terrestres de un juez que era capaz de disolver las tablas de David por el sagrado poder de los billetes verdes.

Al salir del edificio el doorman le abrió la puerta y un viento fresco le pego en el rostro.

              -¿Como etá Don Antonio? Good molning - dijo en su peculiar acento newyorican.

              -¿Qué tal Benny... Todo bien?

              -Todo bien, Don Antonio.

 

Sintió ganas de ir a Central Park para disfrutar los árboles que ya mostraban sus brotes de primaveral frescura. El aire era tibio y el sol brillante. Se detuvo frente al escaparate de una librería y sólo por costumbre recorrió los títulos.

              -¡Caramba! – Se dijo – Cuántas vidas necesita uno para leer todo eso. Y recordó que en alguna ocasión, Jorge Muñoz en su Librería Macondo de la calle 14, le comentó: “Basta mirar el Book review del New York Times, para darse cuenta de que cada semana hay siempre cuatro o cinco libros nuevos de tu interés que deberías leer. Y al no lograrlo te haces cada día, más ignorante. 

El otro pendiente acumulado era el de escribir, tenía un tanto olvidada  la  terminación  de  su  libro La Astrolo-gía Maya, que estaba programado para publicarse a mediados del siguiente año. Era urgente el envío de un par de artículos para revistas europeas y por lo menos una carta para la revista Mundo Desconhecido de Brasil, si es que pudiera encontrar un buen pretexto para mantener las buenas relaciones. ¿Que había hecho últimamente? Fuera de un par de viajes a Europa, la ida a México y sus consecuencias, dos artículos para Patone, cuando descansaba en Nueva York con Estela, se dedicaban a recorrer Manhattan, desde museos, galerías y conciertos, a tenderse al sol veraniego de Central Park a recuperar fuerzas y gastarlas en noches de intensos amores. Irse por el Village a la hora del brunch con champagne. Navegar en la sonda de Long Island en el Milady y bailar salsa en los mejores antros del mundo latino del alto Manhattan. ¿Qué otra cosa podía pedir? Qué le importaba la marcha del tiempo, los conflictos del Medio Oriente o la altibaja del Dow Jones en Wall street?

 

Bob Patone  lo  recibió  con  alegría,  y  sin perder un instante empezó a exponerle el asunto.

              -Te fascinará. Es una caverna que los nativos han mantenido en secreto... Está cerca de Tikal en Guatemala.

Antonio sacudió la cabeza con una sonrisa de sarcasmo.

              -No me hagas caras. Ya sé que no te gustan las cuevas, pero no me importa, te digo que te va a interesar.

              -No lo quiero - dijo Antonio decididamente.

              -Todo parece decir que es de enorme importancia. -continuó Patone sin importarle lo que dijera Antonio. -Son dos o tres galerías que guardan tumbas de personajes importantes, inscripciones abundantes y lo más importante: Los nativos dicen que la cueva está custodiada por los espíritus de dos guerreros.

              -¡JaJaJa! – rió Antonio.

              -Se trata de un santuario  de cultura Maya de los muy raros que se conocen en cavernas. Bien puede contener la clave que ayude al esclarecimiento del misterio que cubre a esta raza extraordinaria. ¡Precisamente lo que tú andas buscando!

              -Sí, claro...

              -No me mires con ese sarcasmo. Bien sabes que es interesante y que te encantaría entrar allí. Lo encontraron recientemente a raíz del gran temblor que originó asentamientos geológicos que dejaron al descubierto la entrada a estás grutas que conducen a un rio en su interior. Un campesino que se aventuró a entrar, encontró todo aquello y por supuesto se guardo el secreto del lugar, pero se llevó a casa una de las figurillas. El maestro del pueblo le dijo que ese ídolo tenía mucho valor para quien supiera apreciarlo. El hombre de inmediato se dio cuenta de lo que eso significaba y se decidió a vender la figurilla. La compró un tal Schmitt, un viejo arqueólogo alemán alcohólico que vive en Palenque y que mete las narices por todos lados. Se dio cuenta de que lo tenía en las manos le produciría un buen dinero y el rumor llegó hasta oídos de un amigo mío que nos vendió el secreto. ¿What a focking story, eh?

El  teléfono  sonaba  insistentemente  sin  lograr  romper  la excitación de Patone, finalmente tuvo que levantar el auricular. “Yeah... Yeah... Honey, ask him to call back. I’m busy right now. OK? And, listen, I don´t want any interruptions, OK?”

Puso el auricular de regreso y continuó sin haber perdido un ápice de su entusiasmo.

              -El alemán asegura que no se lo ha dicho a nadie, además de a mi amigo. Tenemos todo cubierto, pagamos los derechos de su silencio y toda la historia nos PER - TE - NE – CE, ¿eh?

              -Bob te lo dije antes, no me interesa.

              -Are you crazy? or what. Es como si estuviera hecho para ti.

              ¿Entiendo, parece muy interesante? Pero cualquiera otro lo puede hacer... yo tengo mucho trabajo por ahora, y… 

              -That´s bullshit. Esta historia es tuya. Tu especialidad es lo Maya. Conoces la zona, tienes contactos; ¿Cuál es your focking problema?

              -Bob...

              -¡Listen to me damn it! Tú pones las condiciones.

 

Durante más de una hora se discutieron los detalles, para organizar el equipo de trabajo con gente de absoluta confianza, presupuesto disponible, fechas apropiadas, y para las tres de la tarde Antonio Carrales caminaba por la calle, nuevamente  metido hasta el cuello en un nuevo proyecto que le prometía interesantes experiencias y trabajo intenso por algunos meses. Como había sucedido en otras  ocasiones, todo empezaba  desde cero,  desde  un  cero inesperado,  y poco a poco se iba desenvolviendo, creciendo, promoviendo  emociones hasta convertirse en una montaña imposible de evitar.  El  reto  que  significaba  una historia de ese tamaño era la incógnita que le hacía vibrar y saltar hacia adelante buscando el principio. Y lo que una horas antes  le sonara  como una  interrupción  no deseada, se  transformaba en un nuevo reto. Siempre sentía la misma excitación cada vez que se lanzaba de cabeza en alguna aventura, desde los primeros viajes en su juventud se imaginaba entonces como alguno de los personajes de las novelas de Somerset Maugham o montado en las interminables jornadas del Tren Transiberiano donde los pasajeros importantes se reunían en las sobremesas del carro comedor para  entablar interesantes conversaciones. Además de los romances envueltos en la discreción de los camarotes del carro dormitorio.

Mucho antes de esto se había iniciado en los viajes fantásticos, imaginando el castillo amurallado en cada cima, príncipes y doncellas, corceles y dragones. Mientras aprendía a caminar, la imaginación aprendía a despertar aguijoneada por los primeros  libros  de  caballeros andantes, de navegantes temerarios, de guerreros invencibles y de amantes estelares. Sin saberlo, ya daba sus primeros pasos dentro de su destino.

              -¡Shit! - dijo en voz alta  y una señora en abrigo de piel de zorros esteparios le miró muy ofendida. – me dejé atrapar como un estúpido.

Todo sonaba muy interesante, excepto la necesidad de bucear en cavernas que siempre le fue muy poco atractivo; era una especie de claustrofobia, pero no precisamente relacionada con los espacios cerrados, era la combinación de la oscuridad, del encierro entre paredes rocosas, y recordó que era el tema de sus pesadillas épicas, abismos del silencio absoluto, de la ausencia de vida, en pocas palabras era para él algo así como una tumba acuática.

              -Si es necesario - se dijo - tendré que hacerlo y ya.  No es la primera vez,  ni será la última. Le contaré a Estela. Le va a fascinar la idea. Cuando emergió de las profundidades de sus pensamientos estaba metido en uno de los ruidosos carros del  subway y solo hasta la tercera parada vino a darse cuenta de que estaba en el tren correcto pero en la dirección equivocada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Junio 12, 1988. Restaurante 1900. Manhattan, NY

 

 

Antonio no pudo evitarlo, volver a ver a Sonya lo tenía excitado. Por el corto tiempo que compartió con ella durante el vuelo lo tenía cautivado con su personalidad interesante, por sus conceptos de vida y muerte, además de sus atractivos femeninos, por supuesto. Encontrarse nuevamente con ella tenía algún significado especial; esta vez no era sólo la mujer lo que lo atraía, percibió algún motivo misterioso que despertaba el  interés de hablar  con ella nuevamente.

                 Le gustó el lugar elegido por  Sonya por el  estilo conservador con que estaba decorado. Era como cruzar una puerta para situarse en el pasado, en el umbral del siglo XX, como su nombre lo indicaba. Cuando después de diez y nueve siglos de penumbra,  se descorrían los pesados cortinajes de los tabúes y las tradiciones  estrictas,  para  adentrarse  en  la  era  de  los  descubrimientos  fantásticos:  la  luz ,  el  sonido,  las  máquinas, la fotografía. Esa  era  la  atmosfera que se respiraba en el 1900 Bar and Restaurante. La  barra era un joya increíble,  una obra de arte ebanístico tallada en  maderas   preciosas   e   increíblemente   bien   conservada, que se  complementaba con toda la algarabía de espejos, repisas y gavetas  que formaban la contra barra. El ambiente se iluminaba tenuemente  con los lamparones de tipo sombrilla, en los encantos  del art nouveau y su colorido; era fácil imaginar  el  ambiente de aquellos tiempos  de  parroquianos  con bigotes  relamidos, peinados de raya en medio y vistiendo estrechos trajes  negros con corbata de plastrón y camisas a rayas verticales y la tortura del cuello alto y duro. En una  esquina estaba la percha para los sombreros bombín y de copa. Mujeres elegantes de vestidos largos a la moda impuesta por el refinamiento de los franceses. En  las  paredes  dos  o  tres  ilustraciones (reproducciones)  de  Alphonse  Mucha y una en los fabulosos dorados de mujeres de ensueño de Gustav Klimt  confirmaban la atmosfera de épocas  idas y mantenidas aquí a  fuerza de buen gusto. Se escuchó la campanilla y las vueltas de manivela de una máquina  registradora, una Remington, enorme y señorial; una reliquia que  quitaría el sueño a cualquier coleccionista o anticuario.

                  Antonio recorría con la mirada cada detalle y era para él como  un viaje nostálgico, muchas fotografías colgaban en las paredes.  Hombres  célebres,  mujeres  que  vestían  elegantemente sus grandes  sombreros,  sus  largas faldas y sus   corsés que imponían la tortura y lucir la belleza del talle esbelto que terminaba en el ensanche de caderas prodigiosas. Afuera los caballos tiraban de elegantes carruajes y con sus patas peludas golpeaban acompasadamente las baldosas de la calle.  Las fotografías que decoraban las paredes tenían detenido cada uno de esos acontecimientos para llevarlos a través del tiempo, eran mudos testigos de un pasado que recobraba vida en la imaginación de los parroquianos del presente. Antonio  las miraba y sentía que el fenómeno se daba a la inversa; desde  la congelación de sus vidas, los personajes de las fotografías  estaban allí plasmados para ver como transcurría la vida  frente a ellos.  Se detuvo frente al retrato de un grupo de  trabajadores que posaban orgullosos bajo la proa de un barco  de tres palos atracado en South Street Port; el -Nacimiento de una  Nación- diría W.D. Griffith, en su histórico film de 1915 - pensó, y tuvo que regresar pronto a la  realidad del momento cuando escucho una voz a sus espaldas.

              -¡Antonio!  - era Sonya con su presencia impactante. Vestía  totalmente de blanco, en una combinación de estilo  casual que  la hacía ver elegante.

              -¡Humm, Sonya, luces muy bella!

              -Gracias, Antonio. Tú luces muy guapo… - Antonio se lo agradeció con un beso en la mejilla.

              -Este lugar es precioso, Sonya, para mí es como transportarse al pasado.

              -Sabía que te iba a gustar.

Fueron conducidos a la mesa que tenían reservada, en uno de  los salones pequeños y empezaron alegre charla, como  si quisieran ponerse de inmediato al tanto de todo lo que se  querían decir. Trajeron las bebidas y brindaron por la amistad y por la vida;  pero Sonya se mostraba un tanto inquieta.

              -¿Estás nerviosa?

              -Al entrar aquí - dijo Sonya, mirando a su rededor. – tuve la sensación de haber estado aquí antes, pero no en esta vida, mucho  antes, no sé cuánto tiempo. Supongo que en mi otra vida, en la  anterior...

              -Pero, ¿habías estado aquí antes, Sonya?

Ella negó con la cabeza, su rostro perdió la frescura de su sonrisa y su mirada se iba inquieta de un lugar a otro, como si quisiera encontrar algo sin saber qué podía ser.

Antonio  quedó  desconcertado,  entendía que Sonya no estaba  hablando superficialmente.                

              -¿Le  encuentras  alguna  explicación?  -  dijo Antonio,  tratando  de ahondar en sus sentimientos.                 

-No es el momento de explicaciones, - dijo recuperando la frescura de su rostro y vistiéndolo con su sonrisa brillante.  Y alzó su copa para chocarla con la de Antonio.

-¡Salud!

Hablaron de muchas cosas que encontraban de interés para los dos, pero evitando, tal vez conscientemente, volver a caer en el tema de los misterios de la vida.

En un momento cuando el mesero dejaba sobre la mesa nuevas bebidas, Sonya se quedó pensativa por unos segundos mirando a una de las fotografías de la pared.

-¿En qué piensas?

-No… nada… viendo esas fotografías me llegan sentimientos extraños…

Antonio le lanzó una mirada inquisitoria.

              -Mira… son imágenes de seres que estuvieron vivos. Que gozaron de una existencia en este mundo… ¿dónde están ahora?

-¿Habitan en el “más allá” – dijo Antonio sin saber si había pronunciado una ironía o una concesión. - Coincidentemente, estaba pensando en lo mismo antes de que llegaras.

-La existencia del Más Allá, siempre ha sido la gran incógnita en el conocimiento del hombre. Desde tiempos inmemorables, cuando no existía ninguna ciencia ni religión, el hombre de las culturas de cualquier parte del mundo, proveía a sus muertos con comida, ropa, armas y hasta dinero, para que pudieran valerse en su viaje al paraíso,  eternidad o como la llamaran. Las filosofías del presente han desechado esas creencias bajo el peso del materialismo contra las religiones que siguen sosteniendo la existencia del alma y su inmortalidad.

              -En el mundo común todo se ha reducido a un fenómeno fisicoquímico y la ciencia no quiere meterse en problemas. - Intervino Antonio. - Sólo los poetas siguen alucinando en los manejos del alma y en los sentimientos que manan del corazón.

              -Pero no es así. -dijo Sonya - No importa cuánto se trate de desvirtuar la existencia del espíritu, las religiones  son las que más se acercan a la verdad

              -¿Quién puede asegurar la existencia de otra vida?  -dijo Antonio, lanzando el reto desde su incredulidad. - Las antiguas civilizaciones proveían a sus muertos con lo necesario para el viaje eterno. Y aun cuando llegaban a darse cuenta después, que ni la comida, las armas, ni las monedas han sido usadas, y que hasta el esqueleto del perro estaba allí, en el mismísimo lugar donde lo dejaron, esto no cambiaba sus convicciones ni sus tradiciones; pero de allí a que quedara comprobado que esa alma se encontraba en algún lugar del cielo o que hubiera regresado a  vivir dentro de otro cuerpo en esta tierra: nada. Perdóname, soy incrédulo o muy materialista.

              -¿Quieres pruebas? - exclamo Sonya con un gesto muy intencionado. ¿Estás interesado en ir más allá de lo que dices?

La pregunta de Sonya lo dejo pasmado; viniendo de ella, era algo que tenía mucho más significado de lo que él mismo podía suponer. Sin lugar a dudas ella sabía de lo que estaba hablando, aun cuando hasta ese momento, siempre se tocaba el asunto con cierta discreción; ahora sus palabras tenían otra dimensión de profundidad.

              -¿Pruebas? - la retó - En qué forma puedes demostrar que alguien conoce su vida anterior, y que ese espíritu es precisamente el mismo que habitó los dos cuerpos distantes en el tiempo. No creo en el espiritismo.

              -No es espiritismo. Lo que te ofrezco es la experiencia de que tú conozcas tu existencia en otras vidas. ¿Te interesa? Un profesor en Ciencias Ocultas, amigo mío, puede hacerlo y te puedo llevar con él. ¿Qué dices… te animas?

Antonio quedó sin saber qué decir, impresionado por la propuesta. Sonya comprendió que no era fácil de asimilar y le dio el tiempo necesario  para que su mente aceptara la posibilidad de penetrar en la misteriosa profundidad del tiempo, en la oscuridad del ser.  Hubiera sido muy fácil para Antonio aceptar, y decir: -Ok. Vamos a jugar a Cuál era mi vida anterior, para no ofender a Sonya.  Pero para Sonya estaba muy claro que no era un juego. 
                  Antonio se cuestionaba con insistencia. ¿Sería posible viajar en el tiempo para conocerse a sí mismo en otra vida? Eso era fascinante sin lugar a dudas, era la aventura máxima. Por supuesto, podía cerrar las puertas y quedarse afuera, sin tener que complicarse  la existencia del presente, con la sombra de algo que pertenece al pasado eterno. Pero el simple hecho de haberse planteado una aventura de tal envergadura, ya lo tenía atrapado.

              -La vida es una sola. El tiempo es el mismo. ¿Cómo sabes si estás viviendo tu pasado, o tal vez te encuentras en el futuro de tu existencia? - Dijo Sonya, como si así ayudara a Antonio a encontrar su respuesta.

              -No entiendo - dijo fríamente con el fin de que ahondara más, estaba totalmente atrapado y quería saberlo todo.

              -La vida, es un soplo de energía que anima la materia que es el cuerpo. La vida existe desde que el universo existe; esa energía se ha condensado en muchas formas y niveles, y como tal, nunca se pierde; cuando la envoltura física de esa vida se deteriora por razones naturales, esa energía va en busca de un nuevo cuerpo, cumpliendo con su cometido.

              -Es fácil explicarlo así, aun cuando todos sabemos que la creación de un nuevo ser se da a partir de la conjunción de un espermatozoide y un ovulo, para formar un nuevo ser viviente.

-Allí es precisamente donde se hace necesaria la participación de esa energía, Antonio - expresó Sonya con entusiasmo - Para producir lluvia, no basta mezclar hidrogeno y oxigeno, para transformar esos elementos en agua es necesario un chispazo de energía para fusionarlas.

-Acepto que la energía es indestructible Sonya, pero me falta entender que podemos retomar el hilo para llegar a otros lugares en el pasado, donde esa energía - la misma - existió. Y esto es excitante,  me parece como si estuviera buscando explicaciones en un diccionario fantástico, diferente al que conocemos,  en donde los conceptos se expresen en términos esotéricos, en donde se hable de otras dimensiones en donde el tiempo existe en su presente y su pasado, en donde el futuro es palpable. Donde la palabra -vida- se extiende sin límites en sus diferentes conceptos. Es un reto, especialmente para mí que me he pasado la vida tratando entender el misterio de vivir. Deseando saber qué fuerza gobierna los impulsos, los sentimientos.  Me he preguntado muchas veces qué fuerza es la que me lleva por los caminos de mis sueños, viviendo en un castillo tan frágil como yo mismo. 

              -¿Qué crees que pudiste ser en tu vida anterior? – dijo Sonya con una retadora mirada.

              -Tal vez fui un caballero audaz que perdió la vida en un duelo de amor.

              -¡JaJaJa! Me lo imaginaba que saldrías con algo así, pero podríamos averiguarlo - dijo Sonya con una sonrisa triunfal.

              -¡Quiero hacerlo!        

              -Puede ser peligroso.

              -¿Cómo lo hacemos?

              -Ya lo sabrás  - y le clavó una mirada llena de luz que encerraba misterio y sabiduría - No es algo que se pueda explicar aquí. 

              -Sonya, ya estoy atrapado. Definitivamente quiero experimentarlo,  cuanto antes mejor - dijo, para luego hacer señas al camarero - Y  vamos a comer algo, antes de que esta vida se termine y nos vayamos sin saber si en la otra nos servirán un buen T-bone.

              -Tienes razón - dijo Sonya riendo - el tiempo se nos ha ido tan  rápido.

              -Recuerda, el tiempo no existe - dijo Antonio bromeando.

Disfrutaron la comida, hablando de música y de libros, como pretexto para evadirse del tema. Al final el camarero llegó con el carrito de los postres. Sonya los miró y dijo:

              -Nooooo  Gracias, son verdaderamente tentadores, pero no. Son pecados que se le quedan a una colgados en la cintura, jajajaja.

 

Cuando el camarero trajo de vuelta la tarjeta de crédito, Sonya le dijo, como si fuera algo totalmente intrascendente.

              -Me gustaría saber, que tan antiguo es este restaurante.

              -Muchos años señora, muchos - respondió con orgullo el hombre – yo creo que más de treinta. El edificio es mucho más antiguo, por supuesto, de hecho es un lugar con su propia historia. Un tanto negra, pero al fin, su historia de todos modos.

              -¡Cuénteme! - exclamo de inmediato Sonya.

              -Se dice que al principio fue construido para un hospital de menesterosos, mil ochocientos y tantos, no sé… después el gobierno, por muchos años lo destinó como precinto de la policía de New York, y se supo que en sus mazmorras ocurrieron hechos crueles… muy crueles... Pero no debo hablar de esto, al patrón no le gusta que se mencione.

Sonya desvió su mirada llena de significados, para encontrar la de Antonio que era de total sorpresa. Era precisamente lo que ella había dicho al llegar, sin tener la menor idea de lo que significaba.

              -Después lo modificaron - añadió el camarero, como si tratara de cambiar de tema. - lo hicieron un edificio de apartamentos y así hasta llegar a lo que es hoy.

              -Muy interesante - dijo Sonya, y se hundió en sus pensamientos.

              -¿Cómo pudiste imaginar el pasado de este edificio? – inquirió Antonio después de un largo silencio. - Tal vez en tu otra vida fuiste un sargento de policía - dijo Antonio bromeando.

              -O algún torvo criminal al que aquí torturaron hasta causarle la muerte. –añadió Sonya y rió de buena gana para romper la tensión del misterioso hallazgo.

 

Fuera del restaurante cuando se estaban despidiendo, Antonio preguntó cuándo volvería a verla.

              -No sé Antonio… Llámame cuando quieras...

Sonya ofreció la mejilla para despedirse pero Antonio la estrechó por los hombros y besó sus labios. Fueron unos instantes, quizá unos segundos en los que sintió la dulzura de su boca.  Se retiró lentamente para encontrarse con la fría mirada de Sonya clavada en sus ojos.

-¿Por qué hiciste eso Antonio?

-Sonya… perdón… no pude evitarlo. Me siento muy atraído hacia ti…

Se dio cuenta de que había sido un lance muy audaz, en ningún momento ella le había dado ninguna muestra de frivolidad o de algún sentimiento que lo invitara a besarla.

-Vamos a olvidar que sucedió Antonio.

-No, ¿por qué? Sonya me gustaría tener oportunidad de que nos conociéramos más.

-¿A dónde quieres llegar Antonio? ¿Quieres que yo sea una amante de segunda mano? No puede ser, yo soy muy intensa… muy posesiva. ¡Quedemos como amigos… me interesa tu amistad!

-Sonya… no es así. Te juro que siento algo muy especial por ti… No sé… sólo nos hemos visto un par de veces y han sido suficientes para desear tu compañía…

-Yo también siento una fuerte atracción hacia ti Antonio, pero…  No es posible Antonio, no es posible.

-Pero… ¿Por qué?

Sonya apoyó su frente en el pecho de Antonio y no pudo evitar que se escucharan sus leves sollozos.

-Es que…

No le quiso decir que cuando la besó, sintió extrañas vibraciones. Ella sabía que tenía esas cualidades de clarividencia o percepción extrasensorial que no podía evitar.

-¿Qué pasa? – preguntó muy sorprendido.

Sonya levantó la cara para mirarlo fijamente, de sus ojos brillantes brotaban lágrimas. Antonio sacó su pañuelo y suavemente secó sus mejillas.

-Perdón Antonio… estoy muy sensible. - Tomó el pañuelo en sus manos y seco sus ojos.

Le dio un beso muy cerca de los labios, le clavó una fría mirada de presagio incierto y se alejó sin mirar atrás.

              -Sonya… - y quedó desconcertado sin poder moverse, mirándola desaparecer al cerrar la puerta del taxi.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Junio 19, 1852. A bordo del Northern Light. Mar Caribe.

 

 

Cuando el sol se ocultaba tras el horizonte al final del décimo tercer día de navegación del Northern Light, el grito de un vigía causó un revuelo entre todos los pasajeros y la tripulación misma.

              -¡TIERRA! – gritó el marinero desde la canastilla de vigías del palo mayor.

Y todo mundo corrió buscando el mejor lugar para presenciar con sus propios ojos la triunfal noticia en la dirección en que el vigía mantenía el brazo en alto y repitiendo con alegría el grito de ¡TIERRAAAA! A lo lejos, apenas visible, se apreciaba la azul silueta de colinas que quebraban la fina línea del horizonte marítimo. El Capitán Tinklepaugh llegó a la cubierta de popa a paso lento y esbozando una sonrisa de satisfacción. Con toda parsimonia estiró las tres secciones de su catalejo y observó cuidadosamente en la dirección que el vigía le señalaba. Todos miraban al horizonte y volteaban a ver al capitán, esperando su veredicto. El silencio se podía cortar con un cuchillo y la ansiedad latía en todos los corazones. El capitán retiró el catalejo de su ojo y miró fríamente a su rededor midiendo la reacción de todos los rostros expectantes.

              -¡Nicaragua! – gritó con gran satisfacción, y cerró el catalejo de un golpe.

Una explosión de júbilo sacudió el barco. Los hombres se abrazaban, besaban a las mujeres, derramaban lágrimas de felicidad y olvidaban que sólo estaban completado la mitad del viaje a San Francisco. Pero aún así, estar a la mitad del camino era bastante buen motivo para festejarlo después de haber estado encerrados en la inmensidad del océano por trece días. El señor Tinklepaugh también mostró su alegría. Ordenó que se les diera una barrica de ron, a los pasajeros de segunda y tercera y que habría cena de gala con los pasajeros de primera clase. Todos daban por contado que estaban a unas horas de pisar tierra firme en Nicaragua. Mientras todos celebraban, sólo el hombre que estaba de guardia al timón y el piloto segundo, se dieron cuenta de que el viento estaba disminuyendo irremediablemente y que quedaban a la merced de la corriente, lo que podía significar en el peor de los casos un lento retroceso. A nadie le importó la calma reinante que les iba alargando el tiempo y la fiesta duró hasta que la barrica quedó vacía y la gente caía agotada de tanto bailar o se entregaba a los sueños baquianos.

A la mañana siguiente el Northern Light estaba casi en el mismo lugar. El mar que les rodeaba parecía un espejo de aguas muertas y para el medio día, sin la más leve brisa el calor era insoportable. El señor Tinklepaugh estaba claramente  disgustado, no había nada que pudiera hacer para remediar la situación. Quedarse varado a medio mar por una calma chicha era algo tan natural como encontrarse con una tempestad, pero estar inmóvil a unas cuantas leguas se su destino, era ridículo. La gente también estaba desesperada, parecía una jugarreta irónica del destino, que después de haber logrado la travesía, tres o cuatro días más del tiempo esperado, ahora se encontraran como enjaulados, precisamente frente a su preciado destino: A 6 millas del puerto de San Juan de Nicaragua. Poco después de las diez de la  mañana, la alegría retornó al Northern Light. De la capitanía de puerto enviaron tres barcazas de remo que se encargarían de remolcarlos hasta el puerto. Todos a bordo los recibieron con gritos de júbilo y una vez que los marineros tiraron los tres cabos, los remeros hicieron que el Northern Light iniciara su lento avance hacia tierra, gracias a los musculosos nativos que se esforzaban sin parar bajo la amenazante mirada de los mulatos al  mando.

Cuando el Northern Light estuvo asegurado al muelle, se desató la euforia de descarga y los pasajeros empezaron a descender a tierra firme, estaba programado un día de descanso para ellos y una febril actividad de descarga para los estibadores. La mayoría de los pasajeros nunca antes habían visto tal exuberancia tropical, tal fiesta de color que brotaba como un caudal incontenible. Los gritos de los que ofrecían frutas de colores encendidos y jugosas carnes, reptiles, monos, aves canoras de plumajes de arcoíris, sombreros de palma y tejidos de gruesas fibras. Más gritaban los que ofrecían su carruaje para transportar a los que pudieran pagar un hotel o para llevarlos a dónde comer. La llegada del barco era como una inyección de ener-gía que producía buenas ganancias a los comerciantes de toda clase.

Diego Ruelas estaba fascinado con el espectáculo. Pero más impresionado se mostró con la belleza de las mujeres de sonrisas largas que mostraban hileras de dientes brillantes como perlas, de formas voluptuosas que vestían faldas largas y blusas cortas que generosamente dejaban, en el ajetreo, al descubierto una buena parte de sus senos sin que eso les preocupara en lo más mínimo.

Se sentía cansado y con ganas de un buen trago que acompañara toda esa alegría, y en cuanto fue liberado de sus obligaciones de abordo bajó a tierra. De inmediato le saltó al paso un muchachito de piel renegrida y de sonrisa inevitable que le ofrecía desde donde comer hasta dormir con alguien si ese era su antojo. La alegre mirada del chamaco, llena de malicia, esperaba que la elección fuera la de dormir con alguna mujer, que era la que mejor utilidad le representaba.

              -Mira… sólo quiero tomar un buen trago, pero yo no tengo dinero de aquí. – le dijo Diego, y no se contuvo de mesarle el cabello apretado en risos de un africano pasado.

              -¡Cualquier dinero es bueno! – le contestó con la seguridad de conocer su negocio.

Lo llevó hasta la puerta de un mesón lleno de marineros y gente de todo tipo. Algunos celebraban ruidosamente acompañados de alguna mulata de muslos ardientes, otros cantaban aires de sus tierras lejanas o tal vez querían olvidar alguna amarga derrota. Después del segundo trago Diego ya participaba en el jolgorio.

              -¿Y… a dónde os dirigís? – Le preguntó un paisano.

Cuando supo que su destino principal era San Francisco, en busca del sueño dorado, alzó las cejas. Se encogió de hombros y alzó las manos en actitud de desilusión. Diego se quedó sorprendido ante su actitud. No esperaba recibir una reacción tan pesimista.

El hombre le dijo con detalles de la experiencia propia, que “aquello” no era más el paraíso dorado que todos pensaban. Durante los cuatro años anteriores, los yacimientos del mineral estaban bajo una explotación extenuante. El año del 49 fue cuando la noticia de los hallazgos se difundió por todo el mundo y los hombres empezaron a arribar por oleadas, fue lo que se llamó la generación de los 49´s. Más de doscientos mil hombres escarbaban con frenesí – día y noche - todas las colinas y cribando cada pie cuadrado de todos los ríos. Se estimaba que la mitad de ellos eran europeos como él que seguían llegando cargados de ambiciones. Ahora el gobierno estaba tratando de disuadir a la gente. Ya no hay oro, cada día está más escaso, era la triste plegaria de cada día, y debía entenderse como el curso natural de las cosas.

Diego escuchaba la narración sin querer dar crédito al hombre. Tal vez es egoísmo, pensó. Está tratando de evitar que haya más competencia.

              Yo mismo me estoy regresando… - dijo el hombre para acortarle sus dudas. - Ya no le veo sentido seguir luchando día tras día por unos cuantos mendrugos del dichoso metal, que ya no paga ni por el sudor que cuesta sacarlo.

Diego lo miraba sin ocultar su incredulidad.

              -Pero… es oro al fin, y…

              -¡Pero claro! – clamó el hombre ya enardecido. – Pues entonces… será como vos queráis. Yo me regreso, y bien regresao que con lo poco que logré guardar me llevará de regreso a Bilbao, y… ¡Gracias! Ya no más.

Diego bebió el último trago que quedaba en su vaso y se alejó desconcertado. No podía ser cierto. No podía creer que después de tantas ilusiones y a la mitad del camino, el destino le cerrara las puertas a sus ambiciones. No le tomó mucho tiempo encontrar otras opiniones y aunque muchos aseguraban que eran sólo rumores egoístas, otros le daban opiniones contrarias que le daban con el mismo mazo en la cabeza. Desolado caminó por las calles que se entregaban a la tranquilidad de la noche, mirando con fascinación el paisaje, disfrutando de la tibieza del viento, el exotismo de la vegetación, el aroma de sus frutales y el bullicio de su gente. Todo aquello era un mundo tan diferente al suyo, a pesar de ser una colonia española. Lo que no sabía era aquel país estaba amenazado, ignoraba que las turbulencias políticas reventarían tarde o temprano sembrando la crueldad y la violencia.

              -¿Y qué le estoy buscando? Murmuró, casi en voz alta. – ¡Esto es hermoso! Y si el destino me trajo hasta aquí, este es mi destino. ¡Diablos, me quedo en Nicaragua!

 

Estaba soñando despierto, parado en el medio de un paraíso, escuchando el griterío de las aves que alegres se acomodaban en los árboles para pasar la noche, eran como cantos de bienvenida que lo invitaba a disfrutar de su destino. El viento cálido lo envolvía en su fragancia de sel-va, como el aliento de una mujer bella que le invitaba a disfrutar sus caricias. Estaba justo a la mitad de un largo camino que había emprendido para alcanzar una fantasía. Y ahora la fantasía se mostraba en un fuego verde.

Igual que las aves, Diego también buscó un lugar dónde pasar la noche. Un mulato de abundante cabellera retorcida de por vida le adivinó las intenciones cuando lo vio vagar sin rumbo fijo y lo llevó hasta unas chozas a las orillas del pueblo. Todas eran el cobijo de los nativos pobres, hechas con palos y cubiertas con hojas de cocotero. Afuera encendían fuegos de rama verde para provocar humareda.

              -Eh la hora en que los mojquitos atacan máá juerte. - dijo el hombre agitando la mano para espantarse los mosquitos que le zumbaba en las orejas.

La humareda se pintaba con los rojos del fuego y recortaba las siluetas de las chozas. Los vecinos lo miraban con curiosidad cuando se acercó a inspeccionar la choza que el hombre le ofrecía. Pensó que podría haberse quedado en el pueblo y buscar acomodo en algún mesón, donde podría ser más seguro, o más… civilizado. Pero qué diantres, Diego estaba fascinado con todo aquello que parecía salido de las páginas de una novela de aventuras fantásticas. ¿Qué más podía desear en ese momento que vivir el presente? Todo era como un sueño nunca imaginado y aceptó de inmediato pagar lo que le pedían, que además, era una bicoca para el tamaño de la aventura. La choza era de tres por tres, suelo de tierra y un camastro de zacate cubierto por un jergón. En el centro estaba la cocina de leña donde podía hacer humo o hacerse un café. Y ya sabía que al día siguiente la comida no faltaría, pues el hombre le prometió que su mujer se encargaría de eso. Se sintió optimista, tenía toda una nueva vida por delante y suficientes monedas para darse el lujo de vivirla.

A la mañana siguiente, abrió los ojos, y le costó trabajo aceptar su realidad. Ya podía olvidarse de sus propósitos para enriquecerse con el oro de San Francisco, ya tenía la riqueza de vivir en ese lugar paradisiaco.

Vagaba  por la llanura que terminaba en las frescas aguas de un lago en un país que no conocía, y que el destino le regalaba. Era el joven audaz en busca de una vida, era el hombre que quería  encontrar su propio mundo, o hacerlo si es que no existía; y pensó que lo podría construirlo ahí mismo, en una parcela donde cultivar su trigo, en pedazo de selva  donde el fuego verde de la vegetación le diera sus frutos exóticos, dulces y jugosos. Era como una fantasía, pero todo eso estaba ahí, al alcance de la mano. Cuando niño, ya había escuchado  de boca de los marineros, muchas historias nacidas en lejanos mundos y él las crecía dentro de su imaginación.  Los hombres que regresaban de las incógnitas tierras de Américas, como lo hizo Cristóbal Colón a su descubrimiento, traían muestras de la existencia de un paraíso lleno de riquezas. Otros no habrían de regresar nunca, porque ya se habían fundido en el fuego de su naturaleza o perdido en el laberinto de un cuerpo de mujer.