AQUEL DÍA HABÍA COMIDO, SE HABÍA alimentado. No podía impedirlo, resultaba más fuerte que su voluntad. Esos instintos los tenía grabados a fuego en lo más hondo de su naturaleza. Podría resultar despreciable, nadie lo aceptaría. No tenía amigos ni mascota. Sabía que otros lo veían como un monstruo. Igual que necesitaba del aire para respirar, su cuerpo exigía alimento. Un sustento adecuado a su condición, no admitiría ningún sucedáneo o sustitutorio. No volvería a pedir permiso para obtener lo que le correspondía por nacimiento y por derecho.
Ojalá se diera cuenta de que tenía razón, de que su demanda no constituía un sinsentido. Una petición consecuente, nada exagerada, equilibrada, sensata.
Mientras, terminaba de devorar los últimos pedazos del corazón de la mujer que ella había señalado.
Mark, en la actualidad
Unos días de descanso habían obrado milagros con sus costillas. Parecía encontrarse mejor, aunque aún le dolían igual que si le clavaran miles de espinas a la vez cuando realizaba un movimiento brusco. Tras asearse, afeitó su barba, que en tres días había crecido muy fuerte, y eligió una ropa adecuada, ni muy elegante, ni demasiado informal. Una cazadora de cuero sería suficiente. Cuando terminó de preparar su atuendo, enganchó una pistola en la parte trasera de la cintura de sus vaqueros. No iba a necesitar utilizarla, pero su bulto mandaría un mensaje a los empleados de Chatarra que tratarían con él. Estaba dispuesto a todo. No tenía dinero, ni posición que perder. Incluso podía permitirse el lujo de que lo arrestaran transportando un paquete del mafioso. Cualquier movimiento, destinado a que Tony cayera, le valdría. Primero, necesitaba infiltrarse y escalar en su organización.
Más tarde, había anochecido y Mark se sentaba en una de las mullidas butacas del Morgana a la espera de Tony. Después de la segunda cerveza comenzó a impacientarse. Ni siquiera escuchaba la música ni miraba a las bailarinas. No tenía toda la noche para hacerle un maldito favor a Chatarra, que lo obligaba a retrasar sus otros planes. Cuando ya había perdido la calma y estaba levantándose para irse, un camarero le trajo una copa.
—Cortesía del señor Chatarra, en recompensa por su tiempo perdido —anunció el hombre con una sonrisa en los labios.
—Gracias —contestó entre dientes.
Aquel maldito cabrón ya se la estaba jugando cuando ni siquiera había comenzado a trabajar para él. Esperaba que por lo menos aquella porquería que le habían servido estuviera buena. El licor pasó por su garganta de un solo trago. Su sabor era más fuerte y tenía mayor contenido alcohólico del que había previsto. Abrió la boca, tosió una vez y los vapores de la bebida le salieron por la nariz. ¿Qué demonios era aquello?
—¿Disfrutando de mi bebida, Hombre del Norte? —inquirió una voz a su espalda cuando depositaba el vaso sobre la mesa.
—Tony… —comenzó con una disculpa, al tiempo que se levantaba ante la llegada de su anfitrión.
—Tranquilo, Mark, no te muevas —dijo mientras se acomodaba enfrente del troll más joven.
—¿Qué es esto, si me permite la pregunta?
—¡Oh! Algo conocido por todos los trolls. Solo que, un poco… —movió un dedo índice en el aire— modificado. Pero en la práctica es en un noventa por ciento la receta de licor de hada de mi abuelo.
—No sabe igual que el licor de hada —protestó Mark mirando el fondo de su vaso.
—¡Claro, amigo mío! Porque pretendemos comerciarlo a gran escala y, como sabe, el licor de hada es ilegal debido al Acta de Inhumanos… Aprovechamos un vacío legal sobre la composición, añadimos unos cuantos aderezos que tomamos de cualquier destilería tradicional de whisky y voilá: licor de hada rebajado, completamente legal. Sabor más parecido a otros alcoholes, mismos efectos en los humanos: ganancia garantizada.
Tenía que admitir que la jugada que planteaba el mafioso era maestra. Un buen puñado de trolls compraría aquella porquería, tan solo porque les recordaba al buen licor de hada, y otros tantos humanos lo harían porque el licor de hada de contrabando resultaba carísimo, además de muy difícil de encontrar.
—Sí, Tony, un movimiento brillante —Mark le siguió la corriente con una sonrisa.
—El problema es que no podemos distribuirlo hasta dentro de tres meses por problemas burocráticos. Mientras tanto mis barriles de «licor de Chatarra» se amontonan sin producir dinero en mis almacenes. Ahí entras tú, Mark. —Lo señaló con el mismo índice que había empleado con anterioridad. Él sabía por experiencia que era el instante en el que dejaba hablar al magnate sin interrumpirlo, hasta que terminara—. Necesito un troll, valiente y cumplidor, que mueva mi producto por la polis. Es esencial que la bebida comience a conocerse para que, en el momento en el que demos el salto a la legalidad, tengamos asegurada una gran cartera de pedidos. Por supuesto, la tarifa de siempre, pago por adelantado y corro con los gastos si es necesario que alquiles o compres un camión. ¿Qué me dices?
—Me apañaré —respondió, escueto.
—¿Ves? Por eso me gustas tanto, Hombre del Norte: te adaptas al trabajo con lo que tienes y nunca pones ningún inconveniente.
Cerraron el trato con otro trago de licor de Chatarra, en esta ocasión paladeado con la sutileza que requería una bebida de aquella graduación.
Irina, ahora
Sintió el frío del lugar. El olor a limpio, a desinfectante industrial, le recordó que se encontraba en unas instalaciones sanitarias, aunque dependieran del Departamento de Policía. Camillas empujadas a través de largos pasillos, ascensores anchos y grandes, personal con uniforme verde, azul, que entraba y salía, circulando a su alrededor, ejerciendo un simbólico baile de cortejo. O eso le pareció. En realidad quería escapar de aquel lugar cuanto antes. La urgencia aumentaba cuando le venía a la cabeza que allí almacenaban individuos muertos en enormes nichos refrigerados. El pensamiento le puso la carne de gallina. Por suerte, ya estaba alcanzando su objetivo.
Abrió la doble puerta de sopetón, sorprendiendo a quienes permanecían en la sala de disección, que iban cubiertos con la indumentaria pertinente, además de mascarillas, guantes de látex y una especie de casco con una visera que se situaba por delante de la cara para evitar las salpicaduras de sangre. En efecto, tenía restos rojizos pegados a la membrana transparente del dispositivo.
—¡Detective Gryzina! ¡Cómo se atreve!
—¡Cuarenta y ocho horas, matasanos! ¡Cuarenta y ocho horas me has tenido en la inopia! Sin que pudiera ofrecerle ningún dato a mi capitán, porque, por misterios de la vida que no llego a comprender, ¡se te ha olvidado hacerme una puta llamada! —Irina le escupió esto a un palmo del protector del forense, consciente de que su propia saliva salía despedida del ímpetu y quedaba atrapada sin alcanzar la cara del doctor Blanco. Además, remarcaba el cabreo que tenía con el dedo índice, que iba presionando con más fuerza contra el pecho del forense a cada frase que pronunciaba. El médico, intimidado por el empuje de la detective, a pesar de que le sacaba una cabeza de altura, reculaba medio paso al segundo, intentando poner distancia entre la irascible Irina y su bienestar.
El equipo de tres estudiantes que acompañaba al forense se mantenía en una tibia postura y parecía dudar entre mediar en el conflicto y protegerse ante una posible agresión de la mujer que estaba fuera de sus cabales e invadía su espacio de trabajo. Además, ella llevaba una pistola, un arma que disparaba balas, mataba y creaba cadáveres como los que diseccionaban allí.
—¡Irina, para! Vas a terminar haciendo daño a alguien.
Apenas se dio la vuelta, vio la figura de Christian, desviando su agresiva mano de la trayectoria del cuerpo del doctor, antes de que este encajara un puñetazo.
Ella no esperaba encontrarlo allí y le sorprendió más eso, que el no haber golpeado al médico.
—¿Qué coño haces tú aquí?
—Cálmate primero. Estás fuera de ti —trató de apaciguarla el otro policía. Mientras tanto, los forenses vieron su oportunidad y se marcharon en una más que honrosa retirada. Irina los miró desapasionada, ya había perdido su interés más inmediato en ellos.
—No me has respondido —insistió la mujer.
—Tranquila, solo estoy en labor de custodia.
—¿Custodia de qué?
—El capitán no quiere que perdamos la pista a los dos cuerpos que hemos encontrado. Dice que es algo político, de inhumanos y eso.
—¿Y tú te lo crees?
—No sé si me lo creo o no, no he tenido tiempo de pensarlo a fondo, la verdad. Lo único de lo que estoy seguro es que son mis órdenes y así las cumplo —replicó tajante a su exnovia.
—No pienses tanto, a ver si te vas a estresar, chico —se mofó Irina.
—Tú siempre tan graciosa.
—Entonces, que yo no sepa nada de la investigación de la que estoy encargada, ¿es por tu culpa? Lo digo por saber si es a ti a quien tengo que partirte la cara. —Esbozó una sonrisa, aunque su amenaza sonaba bastante seria.
—Sí y no.
—¡Joder! ¿Qué mierda de respuesta es esa, Christian? —Su rostro se encontraba tan cerca que Irina observaba magnificados los ojos azules del hombre con el que había compartido su vida.
—Pues que no sabes nada porque no hay M.O., aunque sí causa de la muerte.
—¿Vas a esperar a mañana para contármelo o me lo vas a decir ahora? —le espetó, muerta de la impaciencia.
—Han muerto a dentelladas. Devorados. A cada uno le han arrancado una parte diferente del cuerpo. Hay alguien comiéndose inhumanos.
—¡Coño! —Irina mostró una mueca de asombro.
—… y sigues siendo la detective más malhablada del departamento —se rio.
—Que te den, Christian. ¿Por qué no me lo ha dicho ese mamón? —Señaló a la sala contigua, donde los forenses aguardaban el resultado de la entrevista entre los policías para continuar con sus quehaceres.
—Responde en exclusiva ante el comisario, sin tener que informar al capitán ni a ti.
—¡La madre que lo parió! ¡Me lo cargo! —explotó, enfadada, no solo porque pasaran por encima de ella, sino porque, además, no hubieran tenido la cortesía de comentárselo.
—¡Eh! No te embales, rusita. —La cogió de la chaqueta y la detuvo, cuando ya se dirigía hacia el equipo de médicos.
—¡Vale! ¡Suéltame, joder! —Realizó un aspaviento para liberarse—. Odio que me llames así. ¿Cómo se supone que voy a avanzar en el caso si nadie me cuenta una mierda? —se quejó.
—Te lo estoy contando yo ahora —Christian sonrió un poco.
—Gracias, por nada —contestó con gesto sombrío y cansado—. Estoy harta —anunció al tiempo que salía de la morgue.
—Espera, ¿dónde vas? —le preguntó al espacio que había ocupado Irina un par de segundos antes.
—A investigar en la calle, que es lo que hacen los polis de verdad, al contrario que los lameculos de despacho como tú.
Christian fue incapaz de replicar.
Michel fue a una fiesta
Traje nuevo, negro como la noche, corbata granate, que le había escogido Isabel en un momento de fortaleza. En cuanto cerró la puerta tras de sí, resopló, liberando el agobio y la culpa. Estaba invitado a una cena, solo tenía una invitación en la que ponía el lugar, pero un sexto sentido, le sugería, que se trataba de algo más que eso. Por si acaso, atravesó el cañón de su pistola en la cintura de los pantalones, no fuera a ser que le hiciera falta la artillería. Después se abrochó la americana para que no se le notara.
Un gran automóvil se detuvo justo delante de él.
—¿Señor Fernández? —preguntó el chófer.
—Sí, soy yo —respondió.
—Tenga la bondad de subir al coche.
Michel dudó durante un instante. Llevaba su arma, ¿qué podría pasarle?
—Claro, por supuesto —afirmó con una sonrisa.
Al acomodarse en la parte trasera del lujoso coche, Michel notó una sensación de sosiego y tranquilidad. Nunca había disfrutado de un automóvil propio con asientos forrados en piel. Ni un conductor le había llevado como si fuera una celebridad. Allí estaba él, camino de una alfombra roja, en el caso de que la hubiera, invitado a un evento que se salía de su esfera. Parecía que había agradado a alguien de los que mandaban, probablemente al tipo del bigote y la barba recortada. No sabía quién era, pero poca gente en Semura tenía los recursos económicos para permitirse aquel despliegue de sofisticación y lujo.
Aunque ya averiguaría quién se encontraba detrás de la fachada de invisible benefactor, aquella noche tenía la intención de comer gratis y beber el alcohol de la mejor calidad que le ofrecieran. Se lo había ganado. Sin culpa, sin remordimientos, sin Departamento de Policía, sin Isabel…
El motor rugió, internándose en la circulación de la carretera que abandonaba el centro de la polis. Los suburbios eran territorio de los inhumanos más pobres, que ocupaban casas y viejos edificios abandonados desde la guerra, en muchos casos en ruinas como consecuencia de los bombardeos. Michel cambió de postura, incómodo. La perspectiva de una velada entre lo más selecto de la sociedad de Semura se difuminó al instante. No le agradaba el giro de los acontecimientos. Michel ponía en duda que existiese cualquier vestigio de riqueza por aquellos parajes.
El chófer no se había movido un centímetro de su puesto. Circulaban por una vía secundaria que ni siquiera estaba pavimentada y en la que se veían restos de las explosiones de la guerra. El camino era de tierra con gravilla, aunque tenía dos canales de roderas, lo cual indicaba un uso frecuente. En un par de curvas pronunciadas las ruedas traseras patinaron. Por un momento, pareció que la parte del habitáculo en la que viajaba Mich se salía de la carretera. El conductor maniobró de forma profesional, contravolanteó y apretó el acelerador con suavidad, logrando que los neumáticos agarraran de nuevo y que el coche se metiera en la curva. Michel dejó de apretar los pies contra el piso, algo más relajado. Aunque aún mantenía sus reticencias. Le dio un tiento a la pistola, que se apretaba contra sus carnes. El movimiento le transmitió una seguridad casi mística, como si con aquella herramienta que disparaba pedazos de metal a gran velocidad fuera capaz de dominar cualquier dificultad a la que se enfrentara. Porque si lo devolvían a casa por el mismo medio por el que lo habían trasladado hasta aquel paraje, tenía la firme intención de vaciar el contenido de las botellas de alcohol que encontrara a su paso.
La carretera mantuvo una trayectoria rectilínea hasta que el conductor frenó el vehículo, que se detuvo con suavidad.
El policía miró por las ventanillas. Una vieja casa de labranza, restaurada, sin duda. Habían anexionado el antiguo granero, de la misma manera que si se tratara de un ala adicional del edificio. Lo que antes había existido como una burda, tosca y rural construcción, había sido transformado en una ostentosa y minimalista casa de campo. Las viejas vigas podridas se habían sustituido por traveseras de madera noble. Las rudimentarias tejas tradicionales de barro cocido, fueron cambiadas por una cubierta translúcida que permitía el paso de la luz. Los adoquines de adobe, que formaban el cuerpo del edificio en su forma primigenia, se eliminaron y fueron reemplazados por un bonito ladrillo de un color rojizo terroso y con piedra tallada a medida en otras partes.
—Por favor, señor Fernández, acompáñeme —le pidió el chófer de forma educada. Michel le hizo caso y levantó la vista para observar el dinero que habían invertido en la remodelación de aquella casa tradicional, ahora convertida en un ejemplo de arquitectura moderna.
Atravesaron un único corredor, pavimentado con un blanquecino mármol y diáfano hasta la altura que alcanzaba la vista. La claridad que entraba por el tejado transparente parecía dotar al conjunto de una cualidad celestial. Pero Mich sabía bien que la luz, colocada en los puntos adecuados, transmitía diferentes sensaciones al observador profano. Aquello era un montaje muy bien estudiado. El dueño del lugar pretendía que quien asistía por primera vez a su casa tuviera una sensación mezcla de fascinación y tranquilidad, causada por el exceso de luz. Él mismo se vio obligado a poner una mano delante de los ojos a modo de visera para no deslumbrarse por el sol del atardecer. Con la otra quitó el seguro de su pistola. Semejante despliegue disparaba sus instintos de policía curtido, obligándolo a desconfiar.
El chófer lo condujo hasta un jardín que quedaba oculto desde la carretera por el corpachón de la mansión. En él, una piscina, un césped cortado con pulcritud, tumbonas, unos frutales, un par de perros enormes echados… Una joven, vestida solo con un escueto bikini, realizaba largos en el agua. Mientras tanto, el hombre del bigote, ataviado con un traje mucho más caro que el suyo, un panamá blanco a juego con el resto de su indumentaria, y unas gafas de sol, con los que protegía cabeza y ojos de la insolación, cambió su atención de las curvas de la mujer al recién llegado.
—¡Michel! —lo saludó efusivo—. Qué bien que haya aceptado mi invitación.
—Buenas tardes. —El policía devolvió el saludo, que al no conocer el nombre de su anfitrión, no sabía cuál resultaba la forma más apropiada de dirigirse a él.
—No sabe lo que me honra su presencia. ¡Víctor! ¡Rápido, una bebida para mi invitado! —llamó a uno de sus criados, que apareció al minuto con un cóctel con hojas frescas de hierbas aromáticas machacadas y pedazos de cítricos exprimidos. Michel tomó un pequeño sorbo, suave, ácido y con un ligero dulzor que refrescaba del bochorno de la tarde. Podría beberse una docena de aquellos, entraban como el agua. Despacio. Aquel tipo era peligroso y conocía sus debilidades. Michel no sabía nada de él. Había que jugar según sus reglas hasta que supiera qué pretendía en realidad.
—Me alegro de que le guste, Michel —expresó, entusiasmado.
—Sí, es agradable —replicó él, a la espera de que le explicaran el motivo de su invitación.
—¡Por supuesto que lo es! Víctor es uno de los mejores expertos en cócteles que se pueden encontrar, por eso lo contraté para mis clubes.
—Entiendo que mi presencia en su casa se debe a algún propósito.
—Michel, Michel, Michel… dejemos los negocios para después de la cena. Disfrute mientras llegan el resto de los asistentes y ya tendremos tiempo luego de hablar, no hay prisa —contestó el hombre del bigote recortado con una sonrisa enorme en la cara. Lo acompañó en silencio hasta otro departamento del jardín donde tomaban el sol una decena de jovencitas; unas desnudas, otras en ropa interior, el resto en traje de baño, más discreto o explícito en función de su exuberancia. Allí había una barra, donde el tal Víctor se afanaba entre altos vasos de mezcla, guindas, largas cucharas, cocteleras y un sinfín de botellas de bebidas alcohólicas y no alcohólicas. Dejó a Michel en aquel bar improvisado y se marchó sin decir palabra.
—¿Quiere otra? —le preguntó el barman.
—De momento me llega con esta —contestó Michel, más cauteloso que nunca. Aquel tipo quería emborracharlo por un motivo oculto que no alcanzaba a comprender y eso le cabreaba. Normalmente bebía hasta caer inconsciente, por gusto. Nadie le decía cuándo tenía que hacerlo o no. Desde luego, ningún capullo, por muy magnate o capo de la mafia que fuese lo forzaba a beber. Tras sentarse en un taburete desde el que observaba a la gente que llegaba, esperó a que llegara el momento adecuado.
La música inundaba el jardín, los invitados deambulaban de un lado para otro, bebían, reían, bailaban y manoseaban a las mujeres y a los hombres que lo permitían. Camareros con bandejas pasaban entre los comensales ofreciendo minúsculas porciones de comida. Al mismo tiempo, los hielos de la copa de Michel se deshacían y apenas había tomado un sorbo. Luchaba por no tomar otro. Por primera vez, desde hacía años, le apetecía permanecer sereno, con la mente despejada. Estaba fraguándose un asunto que le concernía y no lo afrontaría con la guardia baja como pretendía su querido benefactor.
Vio movimiento. Cinco o seis comensales abandonaron a su grupo de amigos y entraron en la casa. Michel vació la bebida de un trago. Estaba a punto de averiguar la razón de su visita a la casa de campo.
El mismo conductor que le había traído, se acercó hasta él y le indicó mediante señas que lo siguiera. El policía no se negó. Caminaron entre los grupos de gente esquivando a los más efusivos y que más habían bebido. A la pareja le costó deshacerse de un par de chicas que se colgaron de sus brazos y que pretendían arrastrarles a bailar con ellas a toda costa. Cuando consiguieron quitárselas de encima otra mujer, que debía de haber tropezado, cayó encima de Michel. Estaba desnuda y se cubrió los pechos por pudor e instinto. Se trataba de unos pechos que conocía bien. No dijeron nada, únicamente intercambiaron una mirada que demostraba sorpresa en ambos rostros. No entendía qué podía hacer allí Irina. Y a ella le ocurría lo mismo con Michel.
Continuó andando detrás del empleado de su nuevo jefe. Giró la cabeza una vez más, pero la figura de su amante había desaparecido.
Mark en plena forma, hoy
Tras comprobar que la irregularidad en el pago de su seguro se había solucionado como por arte de magia, fue a comprar un camión que le sirviera para los propósitos para los que lo había contratado Chatarra. Conocía a un tipo que podría conseguirle uno sin que le temblara la cartera. Y su taller no se encontraba demasiado lejos para ir caminando.
El individuo con el que tenía pensado tratar, resultaba que había muerto de un ataque al corazón hacía unas semanas y quien regentaba el negocio ahora era su hijo, que nada tenía que ver con su padre. Le resultó un auténtico patán gilipollas. El padre había sido generoso, amable y nunca había intentado engañarlo. El hijo ya se le había encarado y había tratado de timarlo en un par de ocasiones con vehículos que se notaba a la legua que eran robados y cobrarle más del doble de su valor. No tuvo reparos en expresárselo de viva voz. A pesar de las quejas, terminó por hacerse con un vetusto camión de reparto que, para sus propósitos, le bastaba y le sobraba. Tenía una caja cerrada de un tamaño suficiente para transportar la bebida; no llamaría la atención y era lo bastante manejable para que no se viera atrapado girando en alguna calle.
No le entraba en la mollera que las cosas ya no fueran como en la época de su padre, en la que un troll trataba de ayudar a otro. En este tiempo un troll intentaba joder a otro y, si podía, a su mujer.
Por culpa, entre otros, de Tony Chatarra. Jamás se le había olvidado que el actual capo, el que manejaba y exprimía a la comunidad troll de Semura, era el responsable de la muerte de su padre, Knut. No lo había matado con sus manos, ni lo habían asesinado bajo órdenes suyas, pero su inacción había sido suficiente. Para Mark, Tony Chatarra era el criminal que había terminado con la vida de su padre.
Y se vengaría de él. Cuando llegara el momento, cuando fuera el tiempo oportuno, lo haría. Mientras tanto trabajaría para él, ganaría todo el dinero que pudiera, se acercaría a su organización con el propósito de obtener su confianza y asestarle el golpe definitivo cuando y donde más le doliera.