10.
Viejos conocidos

Policía llamando a una puerta en este instante

LA POLICÍA LLAMABA A AQUELLA DESPORTILLADA puerta por segunda vez. Aunque sentía que estaba perdiendo el tiempo.

Escuchó un exhausto «¿Quién es?» al otro lado del umbral.

—Detective Gryzina, me gustaría volver a hablar con usted, señora Martín.

A continuación un trasiego de sonidos metálicos, al descorrer los cerrojos que atrancaban la puerta. Enseguida sintió aquel conocido olor a viejo y a cerrado. No resultaba fétido, pero sí un tanto desagradable. Después le quedarían la ropa y el pelo impregnados de aquel peculiar aroma.

—Hola, hija. ¿Qué te trae de nuevo por aquí? —La anciana la recibió con una amistosa sonrisa desprovista de dientes.

—Me gustaría hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente —le anunció Irina.

—No, por supuesto que no, querida. Pero pasa, pasa, no te quedes ahí, que se escapa el gato —rio para sí, cerrando detrás de ella.

La policía caminó unos pasos dentro de la casa. No había cambiado nada desde su visita unos días atrás: los mismos muebles, el polvo, el papel pintado, las sillas de madera, la sensación de dejadez y decadencia…

—¿Puedo ofrecerte algo? ¿Té? ¿Te has recuperado ya de tu enfermedad?

Irina se sintió abrumada ante la verborrea de la abuela. Era ella quien iba a hacer las preguntas.

—No, no se moleste. Sí, ya me encuentro mucho mejor, gracias —contestó lo más amable que supo.

—No es molestia, querida. Al contrario, es un placer. —Medio rio, otra vez, liberando un hilillo de saliva por la comisura, que limpió con disimulo mediante la manga de la chaqueta. Después, desapareció camino de la minúscula cocina.

Irina comenzaba a perder la paciencia. Necesitaba obtener respuestas, no aguardar a tomar el té con una anciana desconocida. Cuando ya pensaba en decirle a la señora que se olvidara, que la habían llamado y tenía que marcharse con urgencia, apareció de nuevo, acarreando una bandeja con una tetera humeante y dos tazas de ajada loza.

Sin que mediara palabra la anciana se apresuró a servirle una taza a Irina.

—Tómatelo enseguida, cariño, que no pierda el aroma. Yo ya no puedo beberlo tan caliente —le espetó plantándole el té en la cara. Poco más y se lo daría de beber ella, si Irina lo permitía. Algún detalle no terminaba de encajar.

—Venga, niña, que se enfría —la apremió.

La detective rozó el borde de la taza con los labios, soplando para enfriar el contenido un par de veces. Después, dio dos sorbos rápidos.

—Eso es, querida. Bébetelo todo, no dejes nada.

No pudo obedecer las órdenes de la mujer, porque soltó la taza y cayó desmayada. El té se desparramó junto a los pedazos de loza rota al chocar contra el duro piso.

Troll, hoy

Cuando Mark se bajó del camión, pensó que aquel enorme garaje, apartado del centro de la polis, podría servir igual para deshacerse de los indeseables, que para guardar el brebaje de Chatarra. Durante un instante que se le antojó eterno, aunque en realidad fueron unos segundos, un escalofrío recorrió su espinazo. La oscuridad se veía traicionada por los haces de luz que atravesaban el portón abierto de par en par. Prudencia.

Dos tipos, uno de ellos un troll al que había visto unas cuantas veces en el Morgana, salieron a su encuentro. El humano arrastraba una palanca de hierro por el piso de cemento. Su congénere lo observó de arriba abajo con gesto de curiosidad, no parecía esperar a uno de los suyos para aquella tarea.

—¿Mark? —preguntó el de la palanca.

—Sí. El mismo. —Miró con expectación a los sicarios que demoraron lo que fuera que se traían entre manos, hasta que el humano hizo un ademán a su espalda. De entre la penumbra del hangar, surgió una decena de mozos que movían carretillas cargadas con cajas de madera hacia su camión.

—Llegas puntual. Eso le gustará al jefe.

—Gracias. ¿Es todo?

—Tienes que llevarte el máximo que puedas cargar. —Señaló hacia las cajas que comenzaban a subir a la parte trasera de su camión.

—¿Cuántas cajas más hay que entregar? —inquirió Mark, porque le llevaría unas dos semanas vender aquella cantidad a los encargados de bares que conocía.

El de la palanca se rio entre dientes y caminó hacia un lateral de la nave. El troll continuaba con la misma cara bobalicona sin dejar de mirarlo.

De repente, unos potentes focos iluminaron por completo la estancia y revelaron palés llenos de cajas de licor que alcanzaban el techo. Mark no pudo evitar levantar la vista. Había cientos, miles, decenas de miles almacenadas… Tardaría años en vender aquella cantidad de alcohol.

—¿Estáis locos? —les recriminó dando salida a lo primero que le pasó por la cabeza.

La palanca golpeó el suelo con fuerza y dejó una muesca en el cemento, como si lo hubieran arrancado de un mordisco. El sonido retumbó por la cochera. Los mozos de las carretillas detuvieron la actividad por unos momentos, hasta que comprobaron que los acontecimientos no tenían que ver con ellos y que podían continuar sin problema con su tarea.

—Harás lo que el jefe te diga. —El sonido de la palanca rascando el piso mientras la arrastraba lo inquietó—. O sufrirás las consecuencias.

—No te tengo miedo —replicó Mark, desafiante—. Ni a ti ni a Tony. Distribuiré la carga de este camión, ese fue mi compromiso. Después, si quiere que siga haciéndolo, renegociaremos las condiciones. Si no, os comeréis vuestro sucedáneo de licor de hada, que tampoco creo que sea capaz de vender de una forma legal.

—Veremos qué dice él de tu atrevimiento.

—Sí, lo veremos. Hasta entonces, tengo trabajo que hacer.

—Sí, lo veremos —repitió el troll, que no se había movido de su lado. Un instante después rio como un poseso.

—Por cierto, Juanito Grano te acompañará. —Señaló hacia el inhumano risueño.

—De eso nada. Trabajo solo —protestó Mark.

—¿Te crees muy duro? Ahora formas parte de la gran familia Chatarra, harás lo que se te diga que hagas. Has tenido problemas en el hospital hace poco, ¿no? —lo amenazó. Mark tuvo que reprimir la rabia.

—¿Está cargado? —preguntó el humano a uno de los chiquillos, quien asintió—. Una semana para colocar la mercancía. Si no lo consigues, ya sabes las consecuencias, Hombre del Norte.

Mark trepó hasta la cabina del camión. Justo cuando daba el contacto, Juanito Grano se sentó a su lado. El recién llegado mantenía la vista fija en el parabrisas. El motor rugió con la fuerza de los caballos que movían aquella mole. Su copiloto aplaudió una única vez al mismo tiempo que sonreía. Por lo menos le habían puesto de compañero a un tipo alegre.

—¿Por qué te llaman Juanito Grano? —se atrevió a preguntarle mientras maniobraba con el volante para dar la vuelta en el estrecho espacio libre que le quedaba en el garaje.

—Porque de Juan Granito no se burla nadie —replicó su copiloto con una gran convicción en el rostro.

«Claro», se dijo Mark, sin comprender nada. Además de verse obligado a traficar con aquel alcohol ilegal, tenía que hacerlo junto a un tipo que era idiota profundo. Chatarra lo había metido en una encerrona, de nuevo. Sus planes quedaban frustrados hasta que consiguiera una forma de solucionar aquel embrollo.

En cuanto la partida de alcohol salió del almacén clandestino, una figura que había permanecido oculta por las torres de cajas apiladas se dirigió, andando con parsimonia, hacia el hombre que continuaba portando la palanca.

—¿Dará problemas? —preguntó Tony Chatarra a su subalterno.

—No. Ya sabe a qué atenerse, jefe.

—Si no se porta como es debido, ya sabes lo que hay que hacer. —El gánster movió su mano extendida a lo largo del cuello.

—Por supuesto. Se hará de esa manera si la cosa resulta mal —le aseguró al mafioso troll.

—Eso espero —dijo Chatarra mientras se alejaba sin prisas hacia la salida del hangar.

Irina, hoy

La respiración de la anciana se disparó. De la misma manera, la saliva le llenó las arrugadas comisuras y le inundó la barbilla donde afloraban unos revoltosos vellos blanquecinos. Abrió la boca unos centímetros; donde antes había tenido dientes, mostraba unas cicatrices, no porque se le hubieran caído debido a la edad, sino, porque habían sido arrancados a la fuerza.

Una lengua rojiza y llena de llagas, con protuberancias y más larga de lo normal, comenzó a explorar el exterior de la boca de la anciana moviéndose igual que si tuviera vida propia, como una serpiente.

Con un gruñido y bastante dificultad, consiguió arrodillarse, inclinándose sobre el cuerpo inconsciente de Irina. La lengua conocía el camino hacia el inmaculado cuello de la muchacha. Allí se encontraba su sustento, el que no había probado en años, el que anhelaba saborear de nuevo. La bebida que daba la vida, apaciguaría un tanto los achaques y los dolores de la edad, además de acercar los viejos recuerdos. ¿Cuándo fue la última vez? Su Alonso, tan joven y tierno, carne de su carne. No podía haberlo criado mejor, le supo a gloria. Antes de él, el mayor, Sancho; más fibroso, pero igual de delicioso si preferías la carne magra. También su pobre Jaime, que se había casado con ella a sabiendas, que era lo peor. Llegado el momento, su amado cumplió, ateniéndose a las consecuencias, estoico como el caballero de palabra que era. Ahora, aquella muchachita, Irina, que un día había acudido sola a su puerta. Se le había escapado en la ocasión anterior por muy poco y esta vez no dejaría pasar una oportunidad tan buena.

El apéndice sanguinolento y recubierto de protuberancias, exploraba con ansia el cuello de la policía se retorcía y estiraba a uno y otro lado, estudiando el lugar idóneo al tiempo que diseminaba sus babas por la piel de la mujer.

Una especie de púa o diente se abría camino por el centro de la lengua, impaciente por comenzar a hurgar en la carne joven y repleta de jugosa sangre.

Irina expulsó de golpe el té que había mantenido en la boca, escupiéndolo contra el rostro del monstruo y quemando la delicada y sensible piel.

La supuesta anciana gritó con un aullido que comenzó agudo y continuó en una suerte de macabro sostenido interminable. La policía la apartó de su lado espetándole un puntapié. Acto seguido ya tenía la pistola en la mano y recitaba la fórmula de detención de la policía de Semura. Apresó a su captora y le fijó las muñecas a la espalda por medio de unos grilletes de plástico mientras el chillido seguía con la misma intensidad, sin que cesara ni bajara de volumen un solo segundo. Observó como la púa o diente se escondió entre los pliegues de la lengua.

—Así que una lamia. No sabía que aún existieran. Queda detenida por violar el Acta de Inhumanos. Sin contar el asalto a un agente de la autoridad.

—¡No! Querida niña, bonita… —comenzó en un tono mezcla de lástima y zalamería.

—¡Silencio, bruja! —ordenó Irina con rotundidad. Mientras caminaba de una punta a la otra de la casa, había avisado a la comisaría y mandarían a una pareja de uniformados. Pensaba que la vieja no tenía nada que ver con el caso de las muertes de los otros inhumanos, pero ¿y si…? Tenía que darse prisa antes de que llegaran sus compañeros, después no contaría con la oportunidad de interrogarla.

—¿Qué sabe sobre lo sucedido en el callejón? ¿Está relacionada con el asesino? ¿Son cómplices? —le espetó a la anciana.

—Soy una pobre vieja que está sola —contestó entre sollozos.

Aquella explicación le bastaba. Algo se agitó en el interior de Irina, conmovida por la tristeza de la lamia, que la convenció de que no tenía nada que ver con los asesinatos.

Michel, que continuaba en una fiesta, hace tiempo

Intentó quitarse a Irina de la cabeza y centrarse en lo más importante.

El lacayo lo condujo por unas escaleras de mármol hacia el segundo piso. Mientras subía por los escalones se vio reflejado en la piedra. El suelo forrado con alfombras de intrincado diseño, que se multiplicaban por los pasillos del complejo, amortiguaban los pasos de los dos. La luz crepuscular del atardecer le molestaba en los ojos, pues se colaba por las claraboyas y ojos de buey instalados en el techo. Siguió en silencio el camino marcado por el subalterno hasta que desembocaron en un salón en el que aguardaba una media docena de personas que Michel no conocía. La estancia estaba adornada con muebles de madera de color oscuro y una inmensa alfombra, que debía datar de antes de la guerra, porque no abundaban por Semura, además de que aquella en concreto debía costar una fortuna. De la misma manera que la mayoría de los objetos utilizados como ornamento en aquel espacio. Las personas presentes charlaban por lo bajo y varios levantaron la vista en cuanto el policía hizo su entrada. El resto ni se inmutó, continuando con los asuntos que estuvieran despachando. El criado se retiró y lo dejó con los desconocidos. Uno de ellos le ofreció un vaso de whisky, que Michel agradeció con un lacónico «gracias».

Por deformación profesional, el policía observó con atención a sus compañeros. Había por lo menos dos trolls, uno mayor que otro. Parecían jefe y segundo por la forma en que el más veterano no dejaba de hablar y el joven lo escuchaba con atención. Un trasgo de avieso rostro y retorcido gesto, que parecía estar oliendo a mierda, no dejaba de mirar de reojo a los demás. El resto eran humanos, bien vestidos y elegantes. La única diferencia que presentaban eran los bultos triangulares de los objetos que ocultaban bajo sus americanas. En ese instante se dijo que había resultado una buena idea traer su pistola.

Situándose en un punto de la habitación en el que podía controlar a los presentes de un solo vistazo, trató de no mostrar aquellos gestos típicos de poli. Aunque no estaba de más tomar precauciones. Los tipos tenían que ser peces gordos. Parecía que él se había ganado un puesto en la reunión de prebostes del crimen de la polis. Nadie le prestaba atención; no contaba con la suficiente importancia para ser merecedor del interés de sus iguales.

El hombre del bigote y la barba recortada entró en el salón sonriendo a su público, luciendo un excelente bronceado, caminando con confianza. Las puertas dobles del cuarto se cerraron detrás de él. Vestía un lujoso traje negro, que difería del anterior, en que este estaba destinado a hacer negocios. El dueño de la mansión se deslizaba por la superficie de la alfombra igual que si flotara.

—Les pido disculpas por mi tardanza y les agradezco su paciencia. —Su voz despedía liderazgo, con solo unas breves palabras ya se había ganado a su audiencia.

Sirviéndose él mismo unos dedos de licor, continuó con la charla.

—Nos conocemos bastante bien. O hemos trabajado en asuntos de los que nos hemos beneficiado o hemos sido rivales por un negocio. Me gustaría expresar que en muchas de esas ocasiones, en las que la competición egoísta por quedarnos con una parte del pastel ha sido cruda, ha perjudicado al producto y ambos contendientes no hemos conseguido los resultados que ambicionábamos por querer quedarnos un poco más para nosotros. —Les fue mirando a cada uno a los ojos y les dedicó cierto tiempo hasta que pasaba al siguiente, incluso lo hizo con Mich—. Amigos, hoy les propongo una alianza. Un acuerdo, según el cual actuaremos en la polis como las diferentes ramas de un mismo árbol, en lugar de ser arbustos separados que aspiran a convertirse en uno robusto y bien enraizado.

—¿Propones una alianza, humano? —replicó el troll de mayor edad.

—Sí. Sin embargo, reducirlo de forma única a eso sería muy simple. Mi intención es que actuemos conjuntamente: desde la distribución de mierda de elfo, el blanqueo de dinero, la prostitución, hasta los negocios legales como los clubes, restaurantes, empresas de gestión de residuos…

El anfitrión mantenía una sonrisa impenitente, pero el lenguaje corporal de sus invitados hacía pensar que la cambiaría en un corto espacio de tiempo: unos se cruzaban de brazos y miraban hacia la rica alfombra; otros se centraron en los fondos de sus vasos de licor; el resto no se perdieron ninguno de sus movimientos. De manera imperceptible, el orador fue acercándose hacia Michel, quien permanecía en un rincón, impasible y sin creerse la situación que estaba presenciando. Los capos de la delincuencia de la polis a punto de sellar un acuerdo de unión conjunta. Necesitaba otro trago y de una sustancia más fuerte.

—Imagínense una red de contactos, un entramado que sería imposible de desmantelar en la práctica, porque dispondríamos de contactos en cualquier ámbito: administrativo, político, judicial, policial…

—¿Cuánto nos costaría esa utopía? —manifestó con desagrado el troll.

—Menos de lo que perderíamos compitiendo unos contra otros —contestó con contundencia el orador.

—Aún me sigue sonando bastante caro, Mesías —repuso el interpelado.

—Te parecería caro hasta si te dijera que no tendrías que gastar nada, Tony —lo reprendió, y el troll se sorprendió durante un instante de la vehemencia de su comentario y no se atrevió a responder.

—Os ofrezco una oportunidad única —continuó el orador—, la mejor desde que vuestros padres o abuelos establecieron sus negocios después de la guerra. Una forma de pagar menos impuestos para los que sois inhumanos y una fuente de riqueza inagotable para todos. La polis será nuestra. Poseeremos hasta el último edificio en ruinas para derrumbarlo y construir nuevos pisos. El alcohol ilegal, la droga, las chicas, el juego… Pensad cuánto dinero podemos amasar juntos.

—¿Y la policía? —inquirió el troll inconformista.

—Buena pregunta. —Sonrió de nuevo mostrando una blanca dentadura—. Por esa razón está aquí mi amigo Michel. —Señaló hacia él y el grupo lo miró al mismo tiempo—. Michel es detective en la brigada de inhumanos.

Varios expresaron su desacuerdo con que un poli hubiera presenciado su reunión. El murmullo comenzaba a crecer en la sala, acusando poco menos que de traición a su anfitrión.

—Tranquilos, tranquilos —trató de apaciguarlos—. El detective trabaja en colaboración con nosotros. Él es un ejemplo de mi propósito. Sabremos con antelación movimientos de la policía, planes para hacer redadas, operaciones antidrogas, en una palabra: todo. No creo que los que han demostrado su displicencia con mi idea puedan obtener semejante ventaja por sus propios medios.

Silencio. Había conseguido su atención de nuevo y el sello de un pacto que otorgaba la polis a las organizaciones mafiosas.

Michel había quedado expuesto como policía chivato. También había alcanzado el punto de no retorno en el que resultaba imposible dar un paso hacia atrás y por el que se encadenaba aún más a su pacto con el diablo.