8.
Visita al infierno

¿CUÁNTO MÁS AGUANTARÍA? ¿CUÁNTO TIEMPO SIN volver a alimentarse? ¿Es que ella no se daba cuenta? ¿No tenía compasión? Insensible, lo único que quería era que continuara sufriendo, muriéndose. Solo. Sin nadie con quien conversar, sin apenas disfrutar de la comida, lo único que le recordaba los tiempos de antaño. Deseaba que esa época regresara. Ser respetado, no un despojo olvidado. Quería estar de nuevo en los pensamientos de los niños traviesos, en las bocas de los padres que advertían sobre su existencia si las criaturas se portaban mal.

Había perdido aquello, entre otras cosas en aquel mundo demente que no se acordaba de él.

Un detective de la policía de hace cuatro años

Michel desenfundó su arma, retiró el seguro y montó una bala en la recámara. La pistola estaba fría al tacto. Las volutas de vapor que escapaban de la boca y nariz del policía podían revelar su presencia. Esperaba parapetado tras una esquina de adobe rojizo a que los malos escaparan por la puerta de atrás, espantados por Irina, que accedía en aquellos momentos por la entrada principal. Escuchó desde la calle la clásica fórmula de «¡Alto, policía!». Hasta para decirlo le echaba huevos la rusita.

Un disparo. Sin gritos, ni maldiciones, ni tacos. Solo una detonación, seca, sin ningún otro aditivo. Cien por cien natural, igual que el puto frío, pensó, helado hasta los huesos. Un segundo disparo. Después salió su compañera haciéndole señas para que se acercara. Apuntó con la pistola hacia el suelo, aunque por experiencia estaba seguro de que la acción había terminado y el peligro también.

Cuando alcanzó el pasillo interior del edificio, Irina ya se encontraba dentro del piso, había esposado a los presuntos delincuentes y les había leído sus derechos mientras sangraban de sendas heridas de bala.

—¿Has llamado a los sanitarios? —preguntó el veterano poli.

—Por supuesto, están de camino. Aunque me gustaría que estos mierdas se murieran desangrados aquí mismo.

Michel enarcó una ceja. El comentario de la nueva detective había resultado demasiado salvaje incluso para lo habitual en ella.

—¿Qué tenemos por aquí?

—Dos kilos de mierda de elfo, sintetizada en cristales. —Le señaló las bolsas de plástico con cierre hermético, las balanzas y los diferentes matraces y quemadores, que usaban los narcos para cocinar la droga.

—Es pura. La más transparente que he visto nunca —afirmó Mich tomando unos pedazos del estupefaciente y mirándolos al trasluz.

—Entonces ya sabes lo que eso significa. —La joven gesticuló de una manera cómplice.

—Camello nuevo en la polis, con una mierda de putísima madre. Tan buena que en la calle una dosis debe de salir muy cara. Este tío tiene que estar haciéndose de oro.

—¿Tío? ¿Por qué tío? ¿El traficante no puede ser una mujer?

—No pretendía ofender.

—Joder, Mich, ¡vete a tomar por culo! —le espetó saliendo de la habitación a grandes zancadas.

—Irina… —comenzó, pero la policía había salido a la calle a esperar a la ambulancia. Lamentó el desplante que le había hecho, pero era una cría, ya se le pasaría. Tenía otros asuntos más importantes de los que preocuparse en aquel momento que de un desaire de su amante. Necesitaba con urgencia una copa de una bebida fuerte. Miró a su alrededor, pero no encontró nada que saciara su alcoholismo.

Ya que nadie lo veía y su compañera desaprobaría lo que iba a hacer, tomó uno de los cristales, parecido al cuarzo y lo machacó contra una mesa con la culata de la pistola. Después inhaló el polvo de golpe. Total, no iban a notar la diferencia.

El pelotazo le alcanzó enseguida el cerebro, los ojos se le inyectaron en sangre, las pupilas se le dilataron, las mejillas aumentaron de color, las manos le temblaron, sintió calambres en las piernas, el corazón quería escapar de su pecho, le faltaba aire. Abriendo la boca, respiró profundo, sin deshacerse de la sensación de ahogo. El efecto de la droga alcanzaba su máximo apogeo. Además de borracho, iba a convertirse en un yonqui. Aquella mierda era de primera clase. A lo mejor se extraviaban unos cuantos gramos más, antes de que Irina regresara.

Un troll magullado, hoy

Mark caminaba con dificultad, cada movimiento de su cuerpo le producía una punzada de dolor con que lo obsequiaba su costillar. Pero curaría pronto y cuando lo hiciera iba a ir a por Tony Chatarra. Parecía que ningún troll podía salirse del guión escrito si no contaba con el permiso del magnate de los desechos metálicos. Sin embargo, no había previsto una gran desventaja: Mark, a pesar del poco tiempo que llevaba en Semura, conocía los bajos fondos y los barrios de inhumanos, como nadie. Tenía contactos, aunque no los suficientes, ni a los niveles adecuados, como para, por ejemplo, mover una cantidad importante de droga o blanquear dinero. Además, el férreo control de Chatarra sobre la comunidad troll no le dejaba demasiado espacio de actuación, necesitaba una mayor libertad de movimientos. ¿Podría ser el fantasma de la túnica de la reunión de la bodega? Apostaba una barrica de licor de su abuelo a que aquel tipo no era uno de los asociados del mafioso.

Mientras tanto, no le quedaría más remedio que plegarse a los deseos de Tony, solo hasta que consiguiera reunir dinero. Lo más importante, regularizar su seguro médico. Cuando aceptara el encargo del capo, el recibo que había pagado y que no figuraba en ninguna parte, aparecería por arte de magia, salido de la nada, como si nunca se hubiera extraviado. Sin explicaciones, ni disculpas, así funcionaba Chatarra; te apretaba hasta que te ahogaba y luego si accedías a sus deseos, aflojaba lo justo para que lograras respirar un poco. Mark quería cambiar aquello. Tenían ya un yugo que los sometía, los malditos torques que les limitaban la fuerza, no fuera a ser que se rebelaran de nuevo contra los humanos, y una segunda carga, la que imponían los poderosos entre los suyos, que actuaban de la misma manera que los caudillos de los clanes. Por suerte, los trolls ya no eran salvajes que vivían en las montañas ni en las grutas, tenían inteligencia y opciones que elegir, la ley del más fuerte hacía siglos que había quedado obsoleta. Mark Hombre del Norte decidió no escoger la vida de esclavo, de una u otra manera. Pondría remedio a aquellas injusticias, a su debido tiempo. Además, y eso era lo que más le dolía, el capo era el responsable de la muerte de su padre.

Por el momento necesitaba descanso. A primera hora del día siguiente iría a ver a Tony y aceptaría su propuesta.

Necesitaba su cama y un par de pastillas contra el dolor.

Mujer policía, hoy también

Irina se encontraba rellenando un informe sobre las incidencias de la noche anterior. El capitán se acercó a su mesa y le habló en bajo, para no ser escuchado por los otros policías que trabajaban en los escritorios de alrededor:

—Cuéntame cómo marcha la investigación, ¿el de esta mañana tiene relación con la ninfa? —preguntó apoyándose sobre el tablero de madera.

—Es muy posible, aunque el forense no me ha llamado. No sé si ha usado un modus operandi semejante en cada uno. Pero creo que se trata del mismo psicópata.

—Espero que no encontremos un tercer cadáver, ya sabes lo que significa eso —afirmó con una preocupación que marcó aún más sus arrugas.

—Claro. Asesino en serie, jefe.

—No queremos el escándalo mediático que se organizaría si las muertes continúan. Los barrios de inhumanos ya están bastante caldeados por las subidas de impuestos y de los precios de los seguros. ¿Crees que puedan ser encargos?

—¿Un sicario a sueldo? —El capitán Castillo asintió—. No tengo pruebas para sostenerlo, pero mi instinto me dice que no.

—Hay movimientos trolls no controlados y a lo mejor resultan ser la causa de unos futuros efectos desagradables. No descartes que esas muertes estén preparadas de antemano para sembrar cizaña.

Irina asintió como una subordinada obediente, sobre todo teniendo en cuenta el informe de sus actividades fuera del horario laboral, pero por mucho que insistiera el capitán con el tema, aquellos crímenes no tenían que ver con el creciente descontento de los habitantes inhumanos de Semura. De hecho, no descartaba que el causante fuera uno de ellos, un inhumano desquiciado por los acuerdos de paz después de la guerra y que no se hubiera adaptado a las normas de una nueva sociedad.

El capitán parecía obsesionado con los trolls. Sin embargo, nada apuntaba a que uno de ellos fuera el responsable de aquellos horribles crímenes. Tampoco contaba con demasiadas pruebas. No quería malas sensaciones. Solo faltaba una víctima más, para que los medios relacionaran los asesinatos, una más para que explotara el caos en las calles. Sintió el estómago encogerse ante la idea de que la paranoia entre los inhumanos creara disturbios. Una chispa, una pequeña llama, bastaría para encender la mecha de las revueltas raciales y cincuenta años de tensa paz se marcharían a la basura.

Quería permanecer en el centro de aquel asunto y le parecía que los forenses la estaban dejando al margen. Haría una visita urgente a la morgue en cuanto firmase aquel impreso. No le gustaba que estando ella al mando de la investigación, no la hubieran llamado para comentarle los detalles de las autopsias de las víctimas. Extraño.

Había escrito: «Una pista del caso la llevó al local de bailarinas exóticas conocido como Morgana. Allí conoció a un troll, del que sospechó desde el primer momento. Cuando el individuo abandonó el local, la policía decidió seguirlo. El sospechoso se vio inmerso en una pelea callejera con siete desconocidos, en lo que a primera vista parecía una paliza planeada contra el troll. La detective Gryzina tuvo que intervenir y hacer uso de su arma reglamentaria, para que los agresores desistieran de su actividad, con el resultado de muerte por arma de fuego de uno de los hombres. La detective se ocupó de solicitar una ambulancia y trasladar al herido al hospital más cercano, dándose a la fuga el resto de sospechosos». Después había firmado con su nombre, la identificación de su placa, y el número de serie de su pistola.

Era una lástima que no se hubiera acordado de llevar su otra arma. Con aquella no habría tenido problemas, ni habría resultado necesario dar explicaciones; la que no era posible identificar, porque no figuraba en ningún registro y que había pertenecido a Mich.

Michel e Irina, cuatro años antes

Michel seguido de Irina, ambos con el arma en ristre, abrieron la puerta de una patada. Gritaron al unísono el consabido «Departamento de Policía de Semura». Escucharon a sus compañeros realizar la misma acción en la otra entrada de la casa. Apuntaron a un lado y al otro del umbral. Muebles rotos, restos de comida putrefactos y malolientes, charcos de una sustancia indefinida, pero igual de apestosa, en los que se veían docenas de gusanos regocijarse. Preservativos usados, jeringuillas. Paredes con enormes manchas de humedad allá donde el moho no había invadido los muros. Maderas quemadas y podridas, telas y paños sucios, unos pocos con manchas de sangre reseca. El reino de las telarañas y el polvo, donde gobernaban ácaros, arañas y, con mucha probabilidad, pulgas y ratas.

Lo peor era el olor. Una mezcla de falta de ventilación, sudor concentrado más una suerte de verdura hervida, orín y heces.

En el primer piso no había nada más que ropa vieja rota, quemada y desperdigada por el suelo; viejos periódicos amarillentos, revistas pasadas de moda, el relleno de unos cojines o almohadas que habían dejado de existir. Múltiples colillas de diferentes marcas apuradas hasta el filtro, papeles de fumar, cucharas dobladas y quemadas, jirones de sábanas y de toallas. Pedazos de cristal de varios tamaños, colores y formas, provenientes de botellas de cerveza y licor, además de los que habían cubierto las ventanas, en ese momento tapadas con gruesos cartones o tablones.

Escucharon el correteo de las ratas, por debajo de la tarima, que chirriaba debido al peso de los dos policías. A Irina se le erizaron los pelos de los brazos, Michel encogió la cara en un gesto de asco. Después de eso, se esforzó en retirar una de las láminas de cartón que cegaban la ventana más próxima. Luchó unos minutos contra la cinta adhesiva que retenía la pieza, hasta que consiguió quitarla y que entrara una bocanada de aire fresco de la calle.

—Nos vamos a asfixiar si no respiramos en condiciones —dijo en alto.

—Sí. Menudo alivio. Gracias, Mich.

—¡Detectives, suban aquí! —La voz de sus colegas se abrió paso desde el piso superior.

Los dos corrieron, ascendiendo los escalones de dos en dos con las pistolas preparadas para ser utilizadas.

La escalera terminaba en otra sala similar a la que habían visitado. Uno de los uniformados los esperaba en la puerta haciéndoles gestos de que no había peligro y que guardaran sus armas.

—Tienen que ver esto —los apremió.

El hedor resultaba más insoportable que antes. La descomposición y la muerte habitaban en aquella habitación, igual que las ratas. Sobre un lecho de vómitos y sangre cuajada, yacía una decena de cadáveres tumbados en unas precarias colchonetas. Los roedores se alimentaban de ellos. A varios les faltaba la nariz, otros habían perdido las orejas, los labios o varias falanges de los dedos, fruto de la gula de las ratas.

Una arcada recorrió el abdomen de Michel, Irina ya estaba expulsando el contenido de su estómago.

—¿Están bien?

Respondieron que sí.

—Nunca había visto una chabola de la droga como esta. Debieron de chutarse todos juntos y el ansia los llevó a la sobredosis —anunció uno de los policías.

—Por lo que más queráis, espantad a esos bichos de ahí —imploró Irina. Michel se encontraba todavía estupefacto por la escena y los dos policías de uniforme, la ignoraron. Así que empuño su arma, apuntando a una de las ratas y apretó el gatillo. El estruendo sorprendió a los humanos y ahuyentó a los roedores.

—¡Joder, Irina! —exclamó Mich.

—Podía habernos dado, detective.

—¡Y una mierda! —replicó ella como única respuesta. No dijeron nada más. Había acertado a la rata y la había reventado con la bala de nueve milímetros de su pistola.

—Muy bonito. Ahora además tenemos pedazos de rata esparcidos por el cuarto —se quejó el otro uniformado señalando al papel pintado desprendido de las paredes.

Irina se limitó a dedicarle una mirada asesina; el hombre apartó la vista enseguida.

Una tos seguida de una respiración trabada y sonora los distrajeron del tiro al blanco de la mujer. Uno de los supuestos muertos había resucitado. Intentaba inhalar más aire por lo que le quedaba de nariz, pero estaba ahogándose. Michel y uno de los uniformados se arrodillaron junto a él. El drogadicto tenía náuseas. La bilis junto a los tropezones de comida emergían escupidos por su boca. Los policías intentaron ponerle de costado, pero resultó demasiado tarde: el cadáver viviente se había asfixiado en sus propios vómitos.

Michel se hizo a un lado y añadió una capa fresca de porquería de su propia cosecha. Cuando terminó, se limpió la boca con un pañuelo, miró a su compañera y salió caminando de aquel infierno a toda prisa.