13.
Mala suerte

Irina

IRINA CERRÓ LA CARPETA DE CARTULINA que contenía el informe de la primera víctima. Comprobó varios datos, entre ellos el nombre: Aura Merchante, bailarina profesional. Había sido enviada a estudiar danza con una generosa beca. Aura resultaba un nombre muy extendido entre las pocas ninfas que dejaban los bosques y las riberas de los mares. Pero aquel en concreto le sonaba de algo y no lograba acordarse de qué.

Tenía la intuición de haber conocido a una o varias Auras, pero no conseguía recordar en qué contexto ni cuándo. Y sobre todo si se trataba de la misma que había aparecido asesinada en primer lugar.

Tomó una hoja de un cuaderno y escribió con lápiz un «Aura» que repasó y subrayó en numerosas ocasiones, hasta gastar la mina de grafito, por si aquel gesto que la centraba en la palabra la ayudaba a que las circunvoluciones de su cerebro le trajeran a la superficie el recuerdo olvidado de aquella persona. Insatisfecha y cansada, arrancó la hoja con rabia, la dobló en cuatro partes y la guardó después en el bolsillo de su cazadora. Quería mantener el papelito cerca, para forzar a su mente a pensar. No se lo quitaría de la cabeza aquel día, a pesar del jaleo y el trasiego de agentes que estaba sufriendo el departamento. Tener un asesino en serie en la polis no era demasiado agradable, pero en cuestión de operativo se convertía en un sufrimiento. Nadie iba a tener días libres ni permisos de vacaciones hasta que lo cogieran. El ambiente se notaba cargado y caldeado. Los uniformados iban hasta arriba de trabajo y de presión. Los detectives no contaban con los medios suficientes y las pagas se retrasaban. Los mandos gritaban órdenes que resonaban por el edificio y los demás debían acatarlas sin protestar.

No resultaba el mejor momento para cargar de horas extra sin descanso al personal.

Decidió ir a dar un paseo en el descanso para comer, a ver si conseguía aclarar sus ideas. Saludó a varios compañeros conocidos mientras salía; a pesar de su mal carácter, cualquier policía la quería a su lado de compañera. A la entrada vio la alta figura de Christian charlando con un par de uniformados. No quería hablar con él, no quería que la viera y no quería…

Caminó lo más rápido que sus piernas fueron capaces y se caló la gorra aún más para pasar desapercibida. Christian le daba la espalda, así que no resultaría demasiado complicado evitarlo.

Había conseguido pasar por detrás del grupo sin ser vista y ya se mostraba contenta con la idea de libertad que la calle le daba.

—¿Irina?

«Joder», pensó. Sin embargo fingió que no había escuchado su nombre y continuó caminando a toda prisa hasta alcanzar la calle.

—¡Irina, para! —escuchó de nuevo. Ahora no podría escabullirse, era imposible, la habían cazado.

Se detuvo con una mueca mezcla de fastidio y asco. No necesitaba aguantar lo que iba a decirle su ex. Girándose, afrontó la cara de Christian que venía hacia ella a buen paso.

—¿Qué te pasa? ¿No me has visto?

—No —contestó, parca—. No me suelo fijar en ti —añadió con desdén.

—Irina, me cansa que juegues al gato y al ratón conmigo.

—¿Quién coño juega? ¿No será al contrario? Tú eres el que viene corriendo hacia mí a echarme en cara no sé qué mierda.

—Venga, en serio. Somos los dos mayorcitos para estas historias. Antes de que me repliques con uno de tus ingeniosos e hirientes comentarios: No vuelvas a llamarme de madrugada, borracha y con ganas de sexo. Eso antes te funcionaba, culpa mía. Ya no. Que te quede claro de una puta vez.

Sostuvo su mirada durante unos incómodos diez segundos y se marchó sin despedirse.

Irina fue incapaz de contestar nada, se quedó con la palabra en la boca. No solo la había dejado indefensa, sino que había ocultado el hecho de que estaba viéndose con alguien. Y eso le dolía aún más, aunque no le daría la satisfacción de admitirlo. Pero gracias a la regañina de Christian consiguió aislar su cerebro y acordarse de quién era Aura Merchante y cuál había sido su relación con ella.

Aura vivía a un par de puertas de distancia de la antigua casa de sus padres. Recordaba su casa y en la que ella había vivido. Irina había jugado con Aura de pequeña en la calle, aunque ella era unos años menor que la ninfa. No conseguía recordar por qué una niña inhumana vivía entre humanos, pero había una razón. No resultaba importante en aquel momento, ya se acordaría más adelante. Lo curioso era que aquellas memorias habían quedado almacenadas en un lugar que nunca traía al presente. Un pasaje oscuro de su mente que jamás quería volver a visitar. Un espacio en el que había dejado abandonado cuanto tenía que ver con la muerte de su hermana. Estaba allí junto a los recuerdos de Nadia.

Michel (Irina pasaba por allí), hace cuatro años

Mientras se ajustaba el chaleco antibalas, vio pasar a Irina haciendo lo mismo que él. Después comprobó las balas del cargador y luego montó la corredera. Michel se acercó a ella, hasta la furgoneta en la que el equipo de asalto le proporcionaba un casco.

—Irina, no sabía que te habían avisado a ti también —la saludó con su mejor sonrisa.

—Hola, Michel —contestó ella con frialdad en la voz y con ganas de terminar aquella conversación cuanto antes.

—Bueno, no te veo muy habladora —le replicó, decepcionado. Quería reconciliarse con ella. El primer acercamiento no había funcionado—. Ten cuidado ahí dentro —advirtió señalando al almacén que iban a tomar a la fuerza.

—Sé cuidar de mí misma —le espetó y le dio la espalda.

Michel declinó ir tras ella. Estaban trabajando; en aquel escenario, cualquier cosa que le dijera sonaría hueca y vacía de sentido. Necesitaba posponer sus sentimientos hacia la joven para más tarde y centrarse en la operación.

El almacén parecía una tienda grande. Se suponía que en la parte trasera era donde realizaban el tráfico. El equipo de asalto, compuesto por una quincena de agentes del cuerpo de élite policial, entraría por la trastienda. Mientras tanto, los detectives asignados, entre los que se encontraban Irina y él, los respaldarían por la entrada principal, intentando cerrar cualquier vía de escape. Sintió la adrenalina y los nervios fluyendo por su cuerpo. Enfundó su arma, solo para tener las dos manos libres y afianzarse el casco. Se repartirían en dos líneas de cuatro; eran ocho en total y se cubrirían unos a otros en parejas según iban avanzando. Se había decretado silencio de radio, teléfonos, rotativos, luces, motores… cualquier elemento que pudiera delatar su presencia se encontraba apagado.

No se escuchaba sonido de gente trabajando, lo único que se oía era el rozar de sus botas contra el pavimento y el tintineo metálico de las argollas que unían las cintas con las que sujetaban las armas.

El equipo de Mich e Irina se situó al lado de la entrada. A una señal del otro grupo, situado a cincuenta metros de ellos, forzaron la puerta y entraron. Tomaron posiciones tácticas para cubrir a cada compañero. Mirándose unos a otros, comprobaron que aquella estancia era segura y pasaron a la siguiente en parejas, uno detrás de otro. Sostenían una linterna por delante de ellos, con la mano que la agarraba lista para utilizarla como arma contundente, en caso necesario, y el arma reglamentaria apoyada sobre esa mano.

Los haces de luz azulada iluminaban con precisión en la oscuridad, pero el que ocho personas las movieran en diferentes sentidos al mismo tiempo, creaba unas extrañas sombras que danzaban en un baile bizarro. Unos jadeaban debido a la tensión, al esfuerzo y a la carga de adrenalina que les llenaba el cuerpo. Otros sudaban por el mismo motivo. Mich pertenecía a los sudadores.

Observó a Irina moverse silenciosa y segura como un gato. A ella no parecía afectarle la presión. No la escuchaba ni respirar, ni siquiera era capaz de oír el roce de sus ropas. Se dijo que no se distrajera con la mujer, que había asuntos más importantes en los que concentrarse en aquel instante. Su silueta, dibujada por el azul de las linternas, se le antojó atractiva; aquella pose era irresistible y sexy. Una diosa encarnada, vaya. Pero, de nuevo, estaba distrayéndose.

Avanzaron por la estancia, dirigiéndose gestos. Pararon.

Gritos amortiguados por la espesura de las paredes. Gritos. Carreras. El característico sonido de los rifles automáticos del equipo de asalto al descargar. Otros disparos en respuesta. Gritos y más gritos. Unas veces escuchaban un «¡Policía!» por encima del barullo general.

Por medio de los mismos ademanes, se indicaron que permanecieran en sus posiciones y estuvieran alerta.

Los sonidos quedaron aislados, pues en ese instante solo escuchaban sus pensamientos, los latidos de sus corazones, el aire entrar y salir de sus pulmones, el crujido de las articulaciones, el chasquido de sus lenguas y sus gargantas al tragar.

Un estampido y la puerta que tenían enfrente se abrió de sopetón. Asomaron media docena de desconocidos. Unos portaban pistolas, el resto rifles de asalto. Hubo un segundo de sorpresa. No esperaban ser detenidos, contaban con aquella vía como solución de escape. Otro medio segundo entre que decidieron a qué amenaza responder, si a la que les venía persiguiendo o a la que les cerraba el paso. El voceo de «¡Policía!» por parte de alguien del grupo de Mich pareció sacarlos del estupor inicial. Respondieron con balas. La mitad repelió con ráfagas el ataque de la retaguardia y los demás se las apañaron atacando contra la vanguardia.

Michel disparó a los que tenía más cercanos y se parapetó detrás de la poca cobertura que encontró sin perder de vista a Irina, que hacía lo propio dos metros por delante de su posición. La dificultad consistía en el reducido espacio con que contaban para moverse, ni podían apuntar. Ambos bandos tiraban al bulto, porque entre el tumulto de los chillidos, los insultos, las detonaciones de las armas y sus impactos en paredes y mobiliario, resultaba imposible dedicar unos segundos a asegurar el blanco.

Uno de los policías fue alcanzado por una bala en una pierna. Su pareja dio el aviso de oficial herido e intentó moverlo hasta una zona del local sin peligro.

Mich había vaciado un cargador entero de su pistola y metía uno nuevo en la culata de su arma. Mientras tanto observó cómo Irina acertaba en el brazo a uno de los que portaban rifles, pero no sirvió para que lo soltara, porque continuó disparando con la extremidad sana. Sin embargo, su pupila y examante se desenvolvía con soltura en un escenario caótico, no solo por el estruendo de los disparos, sino por los pedazos de yeso y ladrillo que salían despedidos y se convertían en esquirlas mortales; los casquillos que volaban expulsados de las armas, tintineando al topar con el suelo y capaces de provocar quemaduras; las astillas y pedazos de plástico de muebles y objetos. Las balas que pasaban silbando se incrustaban en los muros o en el suelo, o rebotaban sin control.

Su primera bala la dirigió a uno de los tres más próximos. Irina llevaba un rato acosando a ese y decidió apoyarla. La joven se dio cuenta del fuego de cobertura y consiguió acercarse otro par de metros. Michel continuó disparando por aquel lado. Parecía mostrar un punto débil, entre él e Irina podrían quebrar a aquel tipo.

El acoso dio sus frutos. Con Mich a medio cargador e Irina recargando el suyo, el individuo se quedó sin balas. Tardaría más tiempo en volver a disparar, porque el fusil necesitaba de las dos manos.

Michel vio su oportunidad. Apuntó al pecho y esperó un segundo, después apretó el gatillo con lentitud. No vio nada por el fogonazo, solo la vaina salir de su arma despedida hacia un lado. Pero había tenido suerte, le había acertado y había tumbado al tipo. Un rifle menos.

La posición de Irina resultaba ser la más ventajosa. Desde su lugar disparaba sin cortapisas a los delincuentes, que a cada instante contaban con más problemas para repeler el ataque de los policías, porque en el otro lado también habían terminado con dos de ellos.

La detective hacía fuego hacia ambos flancos, sin un objetivo más concreto que apoyar a quien lo necesitara en cada momento y dar un minuto de alivio a los que recargaban.

De los seis que habían formado la banda, no quedaban más que tres. Y estaban quedándose sin municiones. Tiraban a lo loco, intentando a la desesperada abrir un hueco que se antojaba imposible.

Un pedazo de azulejo arrancado de la pared fue girando hasta clavarse en su ceja. Gritó de dolor. La esquirla se cayó, pero de la herida manó bastante sangre que se le coló en el ojo, cegándolo, solo veía de un ojo. Sostuvo la pistola por delante de sí, pero no accionó el gatillo, no sabía contra qué estaría disparando.

Lo siguiente fueron las voces del equipo de asalto cada vez más cerca y unos segundos después nada. El silencio.

El tiempo se había detenido. Los elementos en suspensión de la estancia cayeron de repente y rompieron la quietud. Eso y un nuevo tiro, seguido de un «¡joder!» de una voz conocida.

Los demás parecían haberse rendido. Intentó enjugarse la sangre con un pañuelo de tela, por lo menos conseguía ver en condiciones. Irina se acercó.

—¿Estás bien? —le preguntó en un tono que traslucía preocupación.

—Perfecto. Chapa y pintura. Un rasguño aparatoso, nada más —contestó Michel con una sonrisa en la cara.

—Me alegro. Acabo de matar a un tipo con mi pistola. A bocajarro —dijo, esta vez de una forma monótona, sin sentimientos. Aún llevaba su arma en la mano; el cañón humeaba. Los brazos le colgaban junto al cuerpo, lánguidos y sin fuerza.

Irina salió caminando sin ninguna prisa hasta la calle. Mich se levantó y la observó. La policía guardó el arma en su cartuchera, miró a su alrededor, respiró hondo un par de veces y se echó a llorar en silencio donde nadie, excepto Michel, podía verla.

Mark, en la actualidad

Mark se movía inquieto en su asiento. Ya estaba harto de aquellas gilipolleces: los humanos son muy malos, los trolls tenemos que rebelarnos contra las injusticias que venían perpetrando desde los tratados de paz después de la guerra. La agitación y la unión de los inhumanos conseguirían recuperar los derechos perdidos.

Mark bebió de un trago el contenido de su vaso, se levantó con brusquedad y enfiló hacia la salida.

—Hermano, ¿por qué te marchas? Aún no hemos concluido —lo interpeló el encapuchado.

El troll se volvió de mala gana hacia la figura embozada, que con la penumbra y la escasa iluminación que otorgaban las velas, parecía todavía más misterioso.

—No soy tu hermano. Ni de ninguno de los presentes. A muchos os conozco desde que erais críos. A otros os he ido encontrando por el camino en esta polis. Pero a ti —señaló con el dedo—, no te conozco de nada. ¿Por qué tendría que hacer algo que me ordenaras?

Los presentes no dijeron una palabra. Sus miradas iban desde el iracundo Mark hasta la figura cuasi monacal del orador. El foco del encuentro caminó con pasos cortos, medidos y silenciosos en dirección al troll. Cuando se situó a menos de dos metros de la posición de Mark, paró.

—¿Qué es lo que te molesta tanto, Mark Hombre del Norte? Como ves, yo sí sé tu nombre, aunque no tengas conocimiento del mío —lo dijo con una voz tan calmada y pausada que no se correspondía con la furia que acababa de demostrar su oponente.

—No sé a qué juegas. Pero a mí no me embaucarás como a esta gente. No sé qué pretendes. Estoy seguro de que Tony Chatarra no sabe nada de esta pantomima, si no, ya te habría puesto fin él mismo, con sus propias manos.

El nombre de Chatarra, produjo temor a los otros, conocedores de que cuando ese apellido sonaba, los demás acataban en silencio y sin protestar. Aquellas eran palabras mayores, pues nada de importancia se llevaba a cabo en la comunidad troll de Semura sin que el mafioso estuviera enterado y hubiera dado su visto bueno.

—Trabajas para Chatarra, como varios de mis hermanos presentes. ¿Por qué? —continuó el encapuchado.

—Si lo conoces, bien lo sabes. Porque no se puede ganar dinero si Tony no quiere, porque si tratamos de engañarlo, nos golpea donde más nos puede doler, en nuestros impuestos, en las cuotas de los seguros médicos —afirmó Mark con seguridad.

—Y qué tal si te quedas hasta el final y averiguamos la forma de que un cacique no nos controle de la manera que lo hace. Beneficio para todos.

—¿Para todos o para ti? Ni siquiera creo que seas uno de los nuestros. No has sufrido el tormento de tener tu pescuezo ligado a un pedazo de metal durante tu vida entera. —Mark indicó el cuello del orador—. Descúbrete para que lo veamos. —Se giró hacia sus compañeros que no dejaban de mirarlos con cara de asombro—. Venga, enséñanos que eres igual a nosotros y tienes un puto torque agarrado al cuello como los demás.

—Bien —asintió—. Justo es lo que demandas, hermano —aceptó con modestia.

Las llamas titilaron cuando la figura misteriosa se desembarazó de su embozo. El grupo de trolls comprobó con cierta sorpresa en sus rostros que aquel individuo no llevaba un torque ni tenía señales de haberlo portado jamás. Los miró uno por uno, de la misma manera que cuando había entrado a la bodega del Duende Verde, clavándoles los ojos, dejando que su mirada penetrara en lo más hondo de sus seres. Por último le tocó a Mark Hombre del Norte.

—Tienes razón. Nunca he sufrido el suplicio de acarrear ese pedazo de metal desde el nacimiento como lo habéis hecho vosotros. Cada una de esas piezas metálicas supone un eslabón en la cadena de la esclavitud a la que está sometida nuestra raza. No lo llevo porque aunque nací de padre troll, mi madre era una humana.

Entonces sí que abrieron las bocas de asombro: las relaciones entre humanos e inhumanos estaban expresamente prohibidas por la ley. Su violación traía consigo multas muy importantes e incluso penas de cárcel en el caso de engendrar un bebé híbrido. Se castigaba tanto al padre y a la madre como a la criatura nacida de la unión impía.

—¡Un mestizo! —exclamó Mark. Un murmullo creciente se hizo dueño de las paredes de piedra del sótano.

—Sí, mestizo es como llamáis a quienes son como yo.

Tenía casi la altura de un troll adulto, pero no era tan corpulento. Además, sus ojos eran de un verde esmeralda que Mark no había visto en su vida en ningún troll que conociera. También llevaba un bigotillo recortado que tampoco era costumbre en los suyos, ya que o se afeitaban la cara por completo o se dejaban crecer una barba tupida.

Sin embargo Mark era inteligente y ya comenzaba a pensar las ventajas de juntarse y tener a su lado a un fulano semejante. Unía los beneficios de los humanos en el mismo paquete que los de los trolls y sin sus inconvenientes.

—¿Comprendéis entonces el disfraz?

Sonrió a su audiencia.

—Somos capaces de realizar grandes cosas. Pero es necesario que continuemos unidos. Mark, aquí presente, parece tener un buen conocimiento de los bajos fondos, así como de la forma de trabajo de Chatarra. Yo también poseo bastante información en ese sentido. No he salido de la nada. Os aseguro que podéis confiar en mí, mi objetivo es librar de este yugo tan pesado a la población troll. Primero, Semura. Luego, mi intención es extender nuestro movimiento, infectar igual que si de un virus se tratara las polis más cercanas. Después, ¿quién sabe? —afirmó encogiéndose de hombros.

—¿Quién está conmigo? —Levantó ambos brazos, demandando una respuesta de los presentes tras una breve pausa. Lo hicieron con parsimonia, pero fueron alzando las manos poco a poco. Mark tuvo que reconocer que aquel tipo no le parecía estúpido, y además lo que predicaba podría cuadrar con sus propios intereses. Su brazo fue el último en alzarse.

—Bien. Muy bien. Hay trabajo que hacer. Manos a la obra.

Michel (con Irina también)

Michel sostenía una gasa empapada de suero fisiológico contra su ojo mientras le limpiaban la herida de la ceja y comprobaban que no hubiera más pedazos de ladrillo incrustados. Después se la cosieron en lo que al final resultaron cinco puntos, un buen tajo según le comentó al terminar la doctora de la policía que lo atendió. Le recomendó que tomara unos analgésicos para el dolor y que se aliviara la hinchazón con hielo, tratando de mantener los puntos limpios. También le ordenó que si la herida supuraba o rezumaba líquido, acudiera a visitarla cuanto antes.

Mich tomó nota mental de los requerimientos de la doctora e incluso se propuso cumplir varios de ellos. No podía asegurar que los siguiera todos.

A la vuelta de la esquina de la furgoneta de asistencia lo aguardaba Irina con gesto apesadumbrado.

—¿Bien?

—Estupendo. Aunque molesta de cojones —respondió a la mujer.

—Así sabes lo que es meterte donde no te llaman, viejo —le espetó con media sonrisa.

—¿Será posible la cría esta? —replicó quejándose.

Ambos fueron conscientes de que la chispa había saltado de nuevo. Michel deseaba que prendiera otra vez, pero Irina estuvo rápida en apagarla.

—Bueno, cuídate esa ceja. Ya nos veremos —contestó despidiéndose con frialdad.

«Sí», pensó, «ya nos veremos», aunque sabía que no sería de esa manera.

Amanecía y, después de la madrugada que habían tenido, necesitaba más que nunca tomarse una copa, e incluso, meter en el cuerpo algo sólido que no fuera el café de máquina de la comisaría. Tenía tanta hambre que mataría. Fue a buscar su chaqueta y al mismo tiempo que pensaba en una cafetería en la que tomarse un buen chocolate con churros, metían a los tres detenidos supervivientes en el furgón. Uno de ellos se quedó mirándolo. Durante el tiroteo no se había percatado, pero conocía a aquel hombre. Desde luego que él si lo había reconocido, pues lo señalaba con un índice. Continuó con el gesto hasta que la puerta del furgón se cerró y los trasladaron a la cárcel del departamento.

Estaba claro, se dijo mientras entraba en una churrería cercana, lo había marcado como el responsable. Pronto sus jefes se enterarían de que el poli que tenían a sueldo no cumplía con sus tareas de informante. No solo eso, sino que había colaborado de manera activa en cargarse el negocio de la droga que se vendía en aquel local.

La mirada de reproche del sicario se le había metido en la cabeza y cuando mojaba su segundo churro en un espeso chocolate caliente, recordó quién era. Se trataba de uno de los tipos que habían asistido a la reunión en la casa de campo del hombre del bigote. Y lo había identificado. No tardaría en contar aquella falta a sus superiores.

Traducido a un lenguaje que Mich fuera capaz de comprender, pronto recibiría una visita y contaba con que no resultaría amistosa.

Tras demorarse con el desayuno, corrió a prepararse; necesitaba un par de armas extras que no estuvieran registradas, pero el mercado negro no abría tan pronto. Las cosas se ponían feas. Mala suerte. Aún más.