20.
La última copa

EL ASFALTO ADQUIRÍA UNA TONALIDAD MÁS viva en el tramo de calzada en el que se había derramado la sangre, que comenzaba a coagularse con parsimonia. El líquido rellenaba los huecos de la grava que había dejado la brea, aglutinaba esos espacios e intentaba volver a formar parte de un todo, de un conjunto. Pero estaba en su condición solidificarse transcurrido un tiempo desde la liberación de su entorno natural. El rojo intenso que daba color al negro petroleado comenzaba a tornarse en un marrón desvaído y oscuro sin ninguna alegría. El comienzo del reguero aún mantenía la rebeldía y la fuerza de un torrente en su nacimiento en las montañas. Aunque no existía sierra, ni montes ni picos, sino un cuerpo tendido. No se movía. Hacía unos minutos que su asesino lo había dado por muerto, como así era, porque no restaba ni un hálito de vida en su interior. Al contrario que la sangre, fundamento de su resistencia, que continuaba escapándose del bulto inerte y se difuminaba en un charco irregular a su alrededor.

Al criminal no le había bastado con terminar con su existencia, había tomado de él lo que necesitaba para vivir. Se había alimentado de él, de su esencia y de sus vísceras. Había drenado la chispa que lo animaba para mantenerse en el mundo de los vivos. El ensañamiento no resultaba más que una costumbre cultural. De esa manera le habían enseñado a extraer el jugo de las víctimas y seguiría haciéndolo igual hasta que muriera o lo mataran. Lo que ocurriera antes.

¿Acaso el ser que había puesto final a la vida de Jota era un psicópata? ¿No lo eran todos? La criatura había matado para subsistir con el fin de obtener su preciado sustento, al igual que las otras veces. ¿O no? ¿Encontraba una especie de placer en realizar lo que hacía? En caso de que fuera proclive a resolver esa serie de cuestiones, respondería que tenía que resistirse para no cometer un mayor número de asesinatos, porque sí, disfrutaba con ello.

El propietario del Duende Verde permanecía tirado sobre el sucio y húmedo suelo. Una pierna levemente flexionada y apoyada sobre la otra. Los brazos caían inútiles a ambos lados, pero los dedos se retorcían crispándose como garfios. El tronco desprovisto de ropa y su piel cosida en zigzag con un grueso y tosco hilo en el lugar donde había sido trepanado. La cabeza arqueada a un lado y la boca abierta en una mueca desmesurada, mostrando los dientes. La chispa de pánico de los ojos abiertos, que permitían apenas atisbar el terror sufrido por el hombre antes de morir.

Jota aún estaría solo unas cuantas horas más, hasta que un barrendero del barrio lo hallase al amanecer, tras comenzar su tarea. El cadáver yacía a menos de cien metros de distancia en línea recta de la puerta de Natalia Gryzina.

Irina, en este momento

Irina había pasado el día entero metida en casa deambulando de un lugar a otro, inquieta, cambiando trastos de lugar para terminar por situarlos en su emplazamiento habitual. Se propuso realizar una limpieza a fondo del apartamento, pero cuando comenzaba, una nueva idea sobre el caso cruzaba su mente y tenía que correr a anotarla para que no se le olvidara. Era incapaz de pasar más de quince minutos seguidos dedicada a lo mismo. Al final de la mañana no había conseguido finalizar ninguna de sus tareas y no sabía qué hacer para entretenerse. Preparó un bocadillo de fiambre y lo devoró con ansiedad. Controló el reloj mientras lo hacía y cuando terminó el emparedado, decidió que ya era hora de tomarse un trago.

Se vistió con rapidez y salió con decisión a la calle. Además, pensaba por el camino, en un bar se conseguía mucha información. Siempre contaba con la posibilidad de encontrarse con un fulano que tuviera algún chisme interesante que contar por el valor de un vaso de licor.

Convencida de que estaba haciendo lo correcto, la exdetective caminó en dirección a su abrevadero habitual. Tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza, aunque también disponía de mucho tiempo libre y ningún plan en el que invertirlo. Como se había demostrado en aquella jornada. Quizá necesitaba encontrar una afición, un hobby con el que pasar el rato. Siempre había sido de esas personas que no tenían ningún interés por nada que no tuviera relación con el trabajo y cualquier asunto fuera de ese, lo consideraba un desperdicio. Bueno, sí. Le gustaba beber. Si acaso ese vicio podía ser considerado como una afición extracurricular.

Además, un bar resultaba el sitio ideal para hallar un nuevo juguete sexual, ya que Christian le había fallado. Una vez más.

Sacudió su cabeza como si con aquel simple movimiento consiguiera eliminar de la mente cualquier recuerdo de su expareja. Por supuesto no era posible, sin embargo, la hizo sentirse mucho mejor por unos segundos. Necesitaba echar un polvo. Para liberar tensiones y eso. De la misma manera que necesitaba una copa de una bebida fuerte. O descargar su arma contra un blanco hasta que el clic le indicara que se había quedado sin balas.

Sí, la adrenalina pugnaba por ser liberada. Sintió que quería pegar a la primera persona con la que se encontrara hasta que le destrozara la cara y sus nudillos estuvieran en carne viva. Escuchar el seco sonido de los huesos chocando entre sí. Después, cuando se derrumbara en el suelo, la patearía hasta que le dolieran los pies en el interior de sus botas. Lo que más ambicionaba era el lamento de su víctima al pedirle misericordia, al rogarle por su vida, exclamando «porfavores» y quejidos.

Si hiciera eso, acabaría en la cárcel, y los problemas ya la superaban con creces para meterse en nuevos líos. Con los antiguos ya tenía más que suficiente, así que ahogaría su agresividad en alcohol y ya vería cómo se le daba el nuevo día.

Un gesto frecuente, el de echar mano a la culata de su pistola cuando estaba nerviosa, se transformó en un movimiento idiota que se descubrió haciendo cuando no llevaba ningún arma encima en ese momento. Un hábito antiguo que tardaría en perder. De la misma forma que tantas otras costumbres, y ninguna buena. «Eres una joya, Irina. Y estás bien jodida», pensó.

Ya tenía a la vista la entrada de su bar favorito. Pero ocurría algo extraño. El establecimiento permanecía cerrado y un corro de habituales se congregaban alrededor, tan sorprendidos como Irina al encontrar su borrachería clausurada a cal y canto. No había nada más frustrante para un alcohólico, que lo obligaran a cambiar de licorería habitual. ¿Qué iba a ser de su licor de hada?

Según se fue acercando, el tumulto de voces fue aumentando de volumen. Conocía de vista a la mayoría de ellos y, aunque jamás hubieran intercambiado una palabra, sabía cuál era el veneno de cada uno y la razón por la que bebían. Varios la reconocieron y le dedicaron saludos que iban desde una amistosa sacudida de manos, hasta un seco e irreverente meneo de barbilla.

—¿Qué ocurre? —se atrevió a decir la policía, quebrando con su pregunta el murmullo de conversaciones.

Un trasgo de mirada torva, rasgos angulosos y casi tan alto como la mujer le indicó con fastidio una nota manuscrita, pegada a la reja del bar. Irina fue abriéndose paso a codazos hasta la mismísima puerta del local.

La nota rezaba: «CERRADO POR DEFUNCIÓN. DISCULPEN LAS MOLESTIAS».

«¿Qué coño quiere decir eso?»

Michel e Irina, unos años atrás

El coche de Irina se movía con lentitud de caracol. La conductora comprobaba con minuciosa paciencia que nadie los seguía y detenía por completo el vehículo en las bocacalles adyacentes si resultaba necesario. Mirando a un lado y a otro, comprobaba mediante los espejos que no contaban con acompañantes no deseados. Hacía un rato que habían abandonado la periferia de los polígonos industriales y habían regresado al cogollo de la polis. La miseria de las agrupaciones de casas abandonadas o destrozadas por las bombas contrastaba con las nuevas construcciones de las naves de las empresas, que buscaban allí un suelo barato donde instalar sus fábricas. Las chimeneas no mostraban signos de actividad y las luces todavía no se habían encendido; en aquella área el turno de noche se había prohibido por mandato del primer ministro. No se recomendaba caminar por la zona de noche sin compañía. Muchos decían que por allí merodeaban lamias, lobisomes y ninfas carnívoras que no se habían adherido a los tratados de amnistía general después del armisticio. Nadie lo aseguraba, pero las sabias viejas bien sabían que a veces desaparecían personas de las que nada se volvía a saber. Cuentos de niños, replicaban los jóvenes imberbes más atrevidos. A varios de esos imprudentes se les había perdido el rastro cerca de aquel lugar, sin que jamás hubieran aparecido.

Accedieron a la polis por carreteras secundarias poco transitadas, apenas unas pistas de tierra compactada que no habían conocido el cemento, ni el asfalto ni la civilización, pero habían permanecido allí desde antes de la guerra sin que nadie las destruyera. El coche se inclinaba y saltaba sobre los vetustos amortiguadores, que requerían ser cambiados por unos nuevos repuestos desde hacía años. Detrás de ellos iban sembrando un rastro de polvo mientras el coche de la detective traqueteaba como un inmenso elefante que tuviera que discurrir hacia qué lado giraba la siguiente curva de la senda.

Mich guardaba silencio. No quería importunar a su antigua compañera y amante, y no sabía si aún podía contar con el privilegio de denominarla amiga. Miraba por la ventanilla de su lado, expectante ante las maniobras de Irina. Los ojos vidriosos viajaban del horizonte hasta el infinito. Parecía que con los requiebros de la conductora y con la pausa debajo del viaducto habían conseguido quitarse de encima a los sicarios. ¿Por cuánto tiempo? ¿Pasaría el resto de su vida corriendo? ¿Con miedo a salir a la calle? Iba a luchar e Irina lo sabía. No se dejaría coger como un novato. Lucharía por su piel e intentaría llevarse al máximo número de contrincantes con él. Era un buen tirador después de todo, uno de los detectives con mejor puntería de la veintiuno. Otra de las más destacadas era Irina, claro. Irina, Irina, Irina. Siempre Irina. No podía esbozar un pensamiento, formular una idea sin que la joven apareciese una y otra vez en su mente. La había involucrado, a su pesar, y jamás se lo perdonaría. Sin embargo, no se arrepentía de ninguno de sus actos. Quizá ese motivo lo mortificaba, no sentía que hubiera obrado mal, que sus acciones merecieran una reprimenda. A pesar de ello, de su cobardía, de la traición, la que antes de amante había sido alumna y compañera, estaba allí, junto a él, cuando las dificultades lo superaban, en el momento en que la mierda lo ahogaba. Podía haberlo denunciado a la jefatura, podía haber decidido que no quería saber nada más, que no movería un dedo por él, que se haría a un lado y continuaría con su vida. Aunque al final, tenía a Irina de su parte y eso lo obligaba a ser optimista. A esbozar una media sonrisa esperanzadora. ¿Quién más resultaba merecedor de su confianza? Solo ella.

—¿En qué piensas? —le preguntó la mujer.

—En nada —mintió.

—Yo creo que sí. Con el torbellino que debes de tener en la cabeza…

—Sí, bueno. —Su voz sonó cascada y hastiada, demasiado exhausta para formar palabras—. Me encuentro en el ojo de la tormenta ahora mismo —reconoció sin ganas de dar explicaciones.

—Claro. —afirmó con sorna Irina—. ¿Cuánto tiempo más vas a seguir con tu actitud autocomplaciente? Porque si es así, me lo dices y te bajas ahí mismo. —El tono de la mujer mostraba un enfado desbocado. Al momento detuvo el coche. El único sonido que se escuchaba era el ronroneo continuo del motor en marcha.

—Muy bien. Pues muchas gracias por todo y adiós. —Ni siquiera la miró al despedirse. Tiró de la manecilla, abrió la portezuela y salió del vehículo.

—¿En serio? ¿Así es como quieres que sea? Perfecto, Mich. ¡Que te jodan! ¡Húndete más en tu propia porquería! —Su última palabra quedó enfatizada por el trastazo de la puerta al cerrarse. El coche siguió su trayecto acelerando de forma progresiva hasta alcanzar más velocidad, dejando a Michel de pie en una esquina en medio de ninguna parte y con un gran trecho que recorrer si quería regresar al centro de Semura. Irina ni siquiera miró por el retrovisor. El vehículo se perdió entre las curvas de la pista y la nube de polvo en suspensión y se convirtió en un punto cada vez más pequeño. Cuando lo perdió de vista, Michel fue consciente de lo gilipollas que había sido.

Solo de nuevo por su propia estupidez y arrogancia.

Mark y Juan, ahora

Después de quitarse el hollín en casa de Mark, Juanito había decidido, sin contar con nadie, que era buena idea acompañar a su socio en todo momento. El mayor de los trolls se quejó, argumentó con razón que no era un guardaespaldas y que él sabía defenderse por sí solo y añadió a la explicación la pistola que en los últimos días no abandonaba los bolsillos de su cazadora de cuero.

—Veo y oigo cosas que tú no oyes ni ves —aquel fue el razonamiento y no consiguió sacarle una sola palabra más.

El joven se acurrucó contra un rincón de la estancia y no pidió comida, ni siquiera una almohada. Mark no había logrado sacarlo de su obcecación y pensó que tal vez no resultaba perjudicial contar con un par de ojos adicionales que lo ayudaran por si las cosas se ponían feas, como aquel día. De no haber sido por Juan, los habrían atrapado en el Duende Verde sin una escapatoria posible. No quería terminar sus días de la misma forma que lo había hecho su padre, golpeado hasta casi morir, para después ser liquidado a bocajarro con un impacto en la sien en un callejón mugriento y húmedo, mientras esperaba el fatal desenlace de rodillas y con la vista velada por un pedazo de tela sucia.

Cuando Juanito se quedó dormido encogido contra el rincón, le echó una manta por encima. Le había cogido cariño a aquel muchacho. Merecía una oportunidad en la vida fuera del círculo vicioso de maleantes que lo rodeaba, incluido él mismo. Apostaba lo que fuera a que no era tan tonto como decían que era. Un poco lento de entendederas, nada más. Pero ¿quién podía considerarse libre de defectos? Juan tenía que escapar de la Semura troll controlada por Chatarra. La venganza estaba cerca, lo sentía. Con ella, saldría de la polis rumbo a otra, la que encontrara antes, con Juan Granito pegado a sus pantalones. Ambos habían sufrido una vida llena de dificultades, habían crecido sin un padre. Uno, huérfano de nacimiento; el otro, a la fuerza, como pago de una deuda al magnate troll. Resultaban más parecidos de lo que pudiera pensarse. Ojalá todos sus problemas se resolvieran al cerrar los ojos y cuando se despertara hubieran desaparecido por arte de magia. Así no tendría que volver a preocuparse por trabajar para un mafioso, que era el culpable de la muerte de su padre y al que quería retorcer el pescuezo con sus propias manos. Quizá ahogarlo con su propio torque para que dejara de alardear de la joya, que en la práctica lo limitaba igual que a los demás por muy bonita, cara y ostentosa que fuera. No era más que eso: un símbolo de la esclavitud de su pueblo que los igualaba y los mantenía al mismo nivel.

Había observado en una ocasión a un troll de una barriada vecina desafiar al régimen de sumisión impuesto a los suyos e intentar utilizar su fuerza original contra las autoridades. Lo había presenciado bien cerca. No había transcurrido ni un minuto desde la rebeldía de su hermano de raza, cuando se llevó las manos al cuello en gesto de dolor y cayó derrumbado en el suelo entre retortijones y espasmos. Una espuma sanguinolenta se le escapaba por la nariz, las comisuras de la boca, los lacrimales y los oídos. Le habían freído el cerebro de la misma manera que se cocinaba un huevo en una sartén. Incluso el olor a humo y a chamusquina le recordó a aquella comida o al tocino frito. Eso era lo que les sucedía a los trolls que no querían seguir las reglas, los aniquilaban mediante los torques. Conocía a muy pocos congéneres que hubieran sido testigos de una muerte por rebeldía, aunque algunos no se creían lo que ocurría y fantaseaban con volverse contra los tiranos. Mark sabía bien que no valdría para nada, que al primer intento te achicharraban el cerebro, sin avisos. La ejecución sirvió de ejemplo para los presentes, que muy pronto se encargaron de extender la noticia entre su comunidad. Aquella lección fue una de las pocas que había aprendido a la perfección de pequeño.

Irina, hoy

Aquella mañana, apenas sin resaca, porque aún no se había acostumbrado al nuevo bar, había recibido la llamada del capitán Castillo para recordarle que tenía que depositar su teléfono móvil en la comisaría. Cierto, debía hacer aquello. No dejaban la tecnología punta en manos de cualquiera. Después de hacerlo y firmar el recibo, recordó que necesitaba un abogado. Llamó a uno cualquiera del listín telefónico desde las cabinas del exterior de la veintiuno y concertaron una cita para la semana siguiente. El hombre pareció interesado en su caso, aunque no tenía ninguna experiencia en representar a policías. A Irina le pareció bastante correcto y estuvo de acuerdo con la tarifa. Se despidió del letrado que había contratado y continuó caminando por la calle de la comisaría sin rumbo ni nada mejor que hacer. Ya había realizado las tareas programadas del día. Giró la cabeza a ambos lados de la calzada, no recordaba que hubiera un buen garito cerca de la veintiuno. Solo bares de polis que no le agradaban, porque eran lugares de testosterona concentrada. No le extrañaría entrar a uno y observar cómo varios compañeros se medían el tamaño de sus genitales sobre el tapiz de la mesa de billar. Lo dicho, no era para ella. ¿Qué le habría sucedido a Jota? Recordaba que tenía una tarjeta del Duende Verde por alguna parte y que en ella había un número de teléfono que jamás había utilizado. Busco y rebuscó en los recovecos de su cazadora, volvió del revés los bolsillos, sin encontrar nada. Tal vez en casa.

Fue corriendo, sin parar en todo el camino desde el área de la comisaría hasta su casa. Abrió con fuerza la puerta. De día y con la luz entrando por la ventana parecía un sitio distinto, una casa en la que le apetecía vivir. Aunque tenía un objetivo diferente, aquella imagen de claridad y limpieza le chocó. Se preguntó dónde había dejado los últimos pantalones que se había quitado. Fue en dirección a la cesta de la ropa sucia, esperanzada por que en aquellos vaqueros hubiera una tarjetita arrugada de su bar favorito. Pero, para su desesperación, no se encontraban allí. Debía haberlos tirado en otra parte. Emprendió la cruzada por los pantalones perdidos por la extensión de la vivienda, que tampoco es que fuera demasiado grande. Al final, los encontró en el cuarto de baño sobre el borde de la bañera. Recordaba habérselos quitado… No, no se acordaba. Le dio igual y con un chasquido de fastidio vació el contenido de los vaqueros. Encontró un par de panfletos que ofrecían un dos por uno en copas en otros baretos, un pañuelo de papel arrugadísimo, una compresa que lanzó directamente a la papelera, una servilleta de papel garabateada con su propia letra que decía: «Yo Irina Gryzina…». Ya se sabía el resto. Y allí pegoteada junto al pedazo de papel, resistía una cartulina. Trató de despegarla, pero el engrudo que se había formado entre la pasta de papel y los restos de alcohol, la mantenían adherida con fuerza. Tiró con más maña, consiguiendo romper la servilleta. Realizó una mueca de asco y observó la tarjeta. El número de teléfono estaba intacto, la tinta de las diez cifras indeleble sobre la superficie.

Corrió hacia su aparato telefónico, con el pedazo de cartón atesorado como si fuera una joya, su posesión más preciada. Giró el disco una decena de veces y esperó. Escuchó señal y el tono al otro lado. Sin embargo, nadie parecía tener la intención de coger la llamada. Aguardó unos segundos con el auricular sobre la oreja y en el momento en el que, aburrida y desesperada, iba a colgar, una vocecita se alzó desde el micrófono.

—¿Sí? ¿Hola? —replicó una mujer.

—Sí, hola —se apresuró Irina a contestar—. ¿Es el Duende Verde?

—Sí, es aquí. Pero me temo que hoy está cerrado.

—¿Y Jota? —le espetó la detective.

La mujer al otro lado de la línea hizo una pausa y se tomó un instante para contestar.

—Jota está muerto —dijo con la voz quebrada por la pena.

—¿Muerto? ¿El cartel era por Jota? —Irina le dio la réplica con atropello.

—Sí. Lo encontraron esta madrugada. Se lo han cargado. —Se notaba que había reunido toda su fortaleza para expresar aquel hecho.

—No jodas, no puede ser. —A la vez negó con la cabeza, aunque el ademán resultó inconsciente por completo.

—Ya te digo, estamos desolados, como comprenderás…

—¡Joder! ¡Menudo marrón! Lo siento en el alma, me caía bien el muy cabrón. —Justo cuando había terminado la frase, se dio cuenta de lo inconveniente de lo dicho.

—Nada, tranquila y muchas gracias. ¿Venías mucho por aquí?

—No había fallado una noche desde que abrió ese tugurio.

—Ah. Entonces seguro que te conozco.

—Seguro que sí.

—¿Cómo te llamas?

—Irina.

—Yo soy Rosa. Creo que ya sé quién eres.

—Hola, Rosa. Sí, de hecho, me serviste tú la pasada noche.

—Sí, ya caigo. Espera —titubeó unos instantes—, morena, pelo corto, bebías whisky…

—Eso es, esa soy yo. Nada me define mejor que pegada a una botella de alcohol, ja, ja, ja —bromeó y de nuevo se dio cuenta de que había metido la pata, pues la camarera no se encontraría con ánimos para guasas. De repente recordó una conversación de borrachos de madrugada, cuando el Duende Verde ya se había pasado unas horas del toque de queda, en la que Jota le confesó que estaba enamorado de una muchacha y que su ilusión era formar una familia con ella.

—¿Lo querías mucho? —preguntó Irina.

—Estábamos pensando en tener un crío… —replicó entre balbuceos la agrietada voz que surgía del aparato.

—No quería ponerte más triste —se disculpó la detective—. Soy poli, si puedo averiguar algo que pueda ayudarte, lo haré —se ofreció.

—Muchas gracias, Irina. Y gracias por llamar.

—De nada, lo que sea por Jota.

Se despidieron.

Se había precipitado en su oferta de ayuda, estaba suspendida y no tenía acceso a los recursos de la policía.

«¡Joder, han liquidado a Jota!» Aún no podía creerlo. El tipo afable y campechano que le servía el licor prohibido, aquel que siempre tenía una buena cara para mantener una conversación de amigo con una policía jodida de la vida y hasta las trancas de priva. Necesitaba hacer algo. Sentía una angustia que se le había instalado en el estómago. Tenía que hacer algo por Jota y sobre todo por la pobre de Rosa. O no se llamaba Irina Gryzina ni era detective de la polis. Oh, vaya, no, no lo era.