Michel, entonces
APARCÓ EL COCHE DELANTE DE SU casa. Cruzó la calle mirando a ambos lados con precaución. Llevaba las manos metidas en los bolsillos, solo que en uno de ellos atesoraba el contacto metálico de su pistola. Acariciaba el gatillo, listo para disparar en cualquier momento.
No soltó el arma hasta que atravesó la puerta y la hubo trancado con cuantos pestillos y cerrojos contaba. Apoyando la espalda contra la fría madera, soltó un bufido de alivio. Unas gotas de sudor recorrían las arrugas de su frente. Las limpió con el dorso de la mano. Colocó de nuevo el seguro en la pistola y la devolvió a la funda sobaquera. Se quitó la americana, que cayó al suelo, aunque no le preocupó.
Asomándose al cuarto de Isabel, comprobó que estaba dormida. Las drogas que tenía que tomar para evitar los dolores resultaban cada día más fuertes y las dosis mayores. Su mujer parecía un zombi que no daba pie con bola, ni distinguía a amigo de desconocido. Sin contar los estragos que le producía la enfermedad; había perdido su bonita cabellera morena. Ella seguía como si nada. Dura como un roble su Isabel. Al contrario que él, que necesitaba refugiarse en el alcohol, en el juego y en una amante veinticinco años menor que él.
El bulto que representaba la figura de la enferma se revolvió intranquilo. Gimió unos segundos y retornó a su posición original. Michel le cerró la puerta. Aún faltaban unas horas para que se despertara. La enfermera de noche debía de haber salido a desayunar. Su buen dinero le costaba.
Hasta que Isabel se levantara de la cama, tenía tiempo suficiente para darse una buena ducha y pensar. Siempre tenía buenas ideas en la calma que le daba el agua caliente al resbalar por su cuerpo. Necesitaba un plan de acción. Tenía la certeza de que el cartel no se quedaría quieto. Una acción fallida como la de la noche anterior, con un culpable tan claro, Michel, por haberla pifiado en pasar la información, requería un escarmiento. ¿Cuál sería este castigo? Lo desconocía. Desde luego no tenía que ser nada agradable. No le apetecía sufrirlo en sus carnes. Fue despojándose de la ropa mientras abría los grifos de la bañera. El agua comenzó a caer de la ducha y entró en ella, no sin antes dirigirle una última mirada a su arma. Volvió a salir, empapando el piso, cogió la funda de la pistola y la aseguró en la barra metálica de la que colgaban las cortinas de plástico. Por si acaso. En adelante tenía que redoblar su precaución.
Enjabonó bien su cuerpo y dejó que el agua hiciera el resto. Los chorros calientes lo relajaron. Inclinó la cabeza para que el líquido purificador le recorriera el cuello. Una sensación de tranquilidad y paz lo llenó. Un gesto tan simple como ponerse a remojo, cambiaba la perspectiva de las cosas. Tal vez ayudara a encontrar la solución a sus crecientes problemas. Su situación resultaba insostenible por más tiempo. No había conseguido enviar la información sobre la redada y además, casi lo cogieron en el acto.
Si le daban a elegir, prefería tener que lidiar con una panda de mafiosos que con los chupatintas del departamento, haciéndole preguntas. Por lo menos a los gánsters tenías la oportunidad de verlos venir. Si lo atacaban por la espalda y a traición, no, pero era mejor que el interrogatorio de los oficinistas. ¿Cómo podían llamarse policías unos tipos que jamás pateaban la calle? Pisar las aceras y el asfalto de la carretera está en la esencia de lo que un buen poli debería de ser. Suspiró. Él hacía tiempo que se había convertido en un corrupto, así que también debía reprenderse por ello. O a lo mejor Michel no había tenido la suerte de contar con una persona que lo hiciera. O la había dejado escapar por no querer confesarle aquellos trapicheos.
«Un desastre andante», se dijo con aceptada resignación. Las yemas de los dedos comenzaban a arrugarse y el agua a enfriarse. Momento de salir de allí.
Alcanzó una toalla que a duras penas lo cubría por entero y se frotó con energía para secarse. Colocó un pie en el borde la bañera y cuando comenzaba a restregarse la pierna, pisó un objeto, resbaló y se desplomó en el interior, después de golpearse la cadera con el borde metálico.
Cuando aterrizó, emitió un débil «ah» que no se correspondía en absoluto con la intensidad de la señal de dolor que estaban enviando los nervios de las zonas magulladas al cerebro en ese instante.
Acto seguido maldijo en alto varias veces al tiempo que tocaba el lugar del golpetazo. Continuó blasfemando una y otra vez, hasta que consiguió salir de la bañera, envuelto en la toalla y muy dolorido.
Michel se dejó caer sobre los azulejos sin cesar de maldecir hasta que no pudo más; las lágrimas brotaron de sus ojos y se vino abajo. Trató de ocultar la prueba de su llanto con las manos, como si alguien pudiera observarlo. Estaba solo. Sollozó con amargura, no sabía si de dolor físico o de pena. Un gañido emergía de su estómago; la boca entreabierta, los labios amoratados, temblorosos, el rostro encogido en una arruga de honda pena.
Así era la vida de Michel Fernández: cuando pensaba que no podía joderla de peor forma, se empeñaba en rizar el rizo. Parecía un circo de tres pistas, el concepto de más difícil todavía quedaba superado cada nuevo día.
Miró hacia su cadera enrojecida, le quedaría un gran moretón allí, con suerte si no se había roto un hueso. Pero había que levantarse y lo hizo; sobre el suelo empapado, la toalla quedó arrebujada a sus pies. Tenía que seguir, tenía que continuar hacia adelante. Así había sido siempre, con peor o mejor resultado, se había guiado por esa máxima.
Recogió la pistola y fue a su cuarto. Necesitaba ropa limpia y salir de casa. No era bueno atraer sus propios problemas hacia Isabel. Cada minuto que gastaba el reloj, se hacía más imperioso que obtuviera artillería para su defensa. Conocía a quien podía proporcionársela sin preguntar.
Otro día más.
Irina, hoy
Irina miró a su alrededor. Aquellas calles en las que se había criado, en la que había corrido y jugado junto a Aura Merchante, distaban apenas unos minutos a pie del callejón donde había encontrado muerta a la ninfa.
No había caído en la cuenta de aquel detalle. Quizá porque hacía un tiempo que no visitaba a su madre, demasiado. Siempre fallaba en acordarse de las cosas importantes, como su anciana madre, Natalia, que malvivía con una pensión de viudedad muy modesta que le había dejado su marido. Irina le llevaba conservas y fruta cuando iba a verla. Aquella mañana no se había dado cuenta de esos detalles, su cabeza se encontraba a punto de explotar con los diferentes aspectos y repercusiones del caso. A lo mejor Natalia podía ayudarla a hacer memoria y traer de vuelta a la Aura de su infancia.
Subió las escaleras que conducían al segundo piso de la vieja construcción. Pensaba que ya nadie vivía en el bajo, que había sido un taller de reparación durante muchos años.
Tenía el puño a punto de tocar la vetusta puerta de madera, pintada varias veces para ocultar los estragos del envejecimiento. Al final, se decidió y la golpeó suavemente con los nudillos. Llamó de nuevo. Natalia tenía sordera de un oído, así que era posible que no la hubiera escuchado y tuviera la televisión al máximo volumen.
—¡Ma! —exclamó a viva voz, a la par que repicaba con más fuerza sobre la madera—. ¡Soy yo, Ira! ¡Abre, Ma!
Un ruido vino del interior. Parecía que sus esfuerzos iban a tener su resultado. Una anciana entreabrió la puerta asomando lo imprescindible para mirar quién estaba en su umbral.
—¿Eres tú, cariño? —La cascada voz de la mujer, más por el cansancio que por la edad, pues no era muy mayor y aún conservaba una belleza en el blanquecino rostro.
—Sí, Ma. Soy Ira. Ábreme.
La anciana descorrió la cadena y franqueó el paso a su hija. La miró de arriba abajo con un brillo en los ojos que solo indicaba la alegría que sentía por ver a su pequeña. Cerraron la puerta.
La casa no era demasiado grande, la misma en la que habían vivido desde que habían emigrado desde la antigua Rusia una decena de años después del armisticio y en plena repoblación. Estaba dividida en dos habitaciones pequeñas, un minúsculo cuarto de baño, un salón, que hacía las veces de comedor, y una cocina. Además del recibidor en el que se encontraban las dos mujeres y desde el cual se tenía acceso a todas las dependencias.
—Estás flacucha. ¿No comes bien, Ira? —le reprochó la madre fijándose en sus caderas.
—No, Ma. Como lo suficiente. Solo que no engordo. Ya lo sabes —le aseguró, aunque con un deje de irritación en la voz.
—Ay, esta muchacha siempre igual. —Negó con la cabeza, pero al instante volvió a sonreír—. ¿Me has traído fruta?
—Esta vez no, Ma. Estoy trabajando. La próxima vez que venga.
—Claro, claro, cariño. Venga pasa. —Las dos accedieron al salón y se sentaron junto a la mesa camilla, bajo la cual alumbraban las ascuas de un brasero que daba un calor innecesario en aquella época.
Estaban sentadas una enfrente de la otra. La mujer enhebraba unas agujas de tejer en una madeja de lana mientras deshacía un par de puntos que no terminaban de convencerla. Se ajustó unas diminutas gafas para ver de cerca y continuó con su labor, moviendo con soltura los útiles de tejer y los gruesos hilos que escapaban del ovillo.
—Ma, ¿tú te acuerdas de una niña del barrio con la que jugaba?
—Jugabais con muchos niños tu hermana y tú. —«Tu hermana» quería decir Nadia, nombre que después de su muerte nunca había vuelto a pronunciar—. Justo ahí —señaló con la punta de la aguja a la esquina de la calle—, porque así podíamos vigilaros tu padre y yo desde aquí.
—Sí, pero me refiero a una en concreto. Aura. ¿Sabes quién era?
—¿Aura? Me suena el nombre, pero no sé. Jugabais con muchos niños, tu padre y yo podíamos… —comenzó de nuevo con la retahíla.
—Eso ya lo has dicho, Ma.
—¿Ah, sí? —sacudió la cabeza sonriendo, como si pensara «qué tonta estoy».
—¿Recuerdas a una Aura Merchante que jugaba con nosotras? —insistió de nuevo Irina intentando que su madre se concentrara en su pregunta.
—¿Y qué tiene de especial esta Aura tuya? Si puede saberse. No me traes nada y encima estás muy preguntona —gruñó la anciana.
—Era inhumana, ¿lo sabías? —continuó la policía.
—Ah, una de esos. —Realizó una mueca de disconformidad y disgusto, e incluso de asco.
—Sí. ¿Quién era?
—Un monstruo, tú misma me lo acabas de decir. ¡Ira, no intentes confundir a tu vieja madre!
—No, Ma. ¿Por qué vivía aquí con nosotros?
—Nunca me gustó esa Aura comosellame tuya, eso que te quede claro —contestó con enfado Natalia.
—Entonces, ¿te acuerdas, Ma? Es muy importante que recuerdes. Muy importante —la apremió su hija.
—Una de esos bichos, fue adoptada.
—¿Adoptada por quién?
—Unos vecinos que no podían tener hijos. Un día aparecieron con ella y dijeron que la habían adoptado.
—Vamos, Ma. Eso es ilegal, no está permitido. La tuvieron que comprar, o aún peor, robar.
—¡Yo que sé, hija! ¡Mira que me haces unas preguntas!
—Es crucial para un caso en el que me encuentro trabajando. Cuánto más me puedas decir de esa niña que jugaba con nosotras, antes podré encontrar a su puto asesino.
—¡Irina Gryzina! ¡No digas palabrotas en esta casa! —le riñó amenazando con pegarle con las agujas de tejer.
—Lo siento, Ma —se disculpó Irina, a la espera de que su madre comenzase a hablar.
—Así no es como te hemos educado. Te daría de azotes en el culo huesudo que tienes ahora mismo, si no me hiciera daño en mis pobres manos.
—Ma, esa niña, Aura. Cuéntame lo que sepas, por favor. —Ya se encontraba cansada por las diferentes evasivas de la anciana.
—Una niña encantadora. Risueña, morenita, con unos ojos verdes preciosos, más bonitos que los tuyos, cariño. ¿Por qué te da por acordarte ahora de ella?
—¿Qué más? No pierdas el hilo ahora, venga.
—No sé. Tu hermana y ella eran muy amigas y tenías celos de las dos, porque te dejaban de lado y se iban a jugar juntas. Te hacían rabiar. Cosas de nenas. —Se rio con tantas ganas por la nostalgia, que arrancó una sonrisa a su hija.
A partir de aquel punto, Irina fue incapaz de obtener nuevos datos de su madre que no fueran frases que ya había dicho. Se sorprendía cada vez como si se tratara de la primera vez que las decía.
—Muchas gracias, Ma. Me has ayudado mucho. —En realidad había obtenido más interrogantes que respuestas—. Pero tengo que regresar al trabajo.
—Fruta para tu vieja madre, Ira.
—Claro, Ma. La próxima vez que venga —se despidió con un escueto beso en la mejilla. Detrás de ella sonó un recordatorio de que comiera, porque estaba muy delgada.
Mark y Juan, sigue siendo hoy
Regresaron al almacén con el camión vacío. Mark aguardaba una jugarreta por parte de Tony. Un movimiento del tipo: «Aquí tienes otros tres camiones que vender. Ah, por cierto, tienes que terminar con la mercancía en menos de una semana». Miró a un lado. Su impuesto secuaz había resultado más un verdadero ayudante que un inconveniente.
Las luces se encontraban apagadas como en la última ocasión y tuvo que orientarse por la poca claridad que entraba por el portón abierto. Detuvo el vehículo lo más cerca de la salida que pudo, sin que resultara evidente.
Se bajó de la cabina sin esperar a que su compañero lo hiciera. A unos pasos surgió la figura del capataz de Chatarra.
—Mark, Hombre del Norte —enunció con tranquilidad—. Parece que eres un tipo cumplidor después de todo.
—Soy trabajador —replicó Mark tras encogerse de hombros.
—Pues un buen trabajo merece su recompensa —contestó a su vez con una sonrisa. De una bolsa extrajo un buen fajo de billetes grandes. Después de contarlos se los acercó a Mark —. Aquí tienes. Sigue así y te ganarás la confianza de Tony. —El interpelado asintió guardándose el dinero en el bolsillo—. El lunes tienes que sacar un nuevo cargamento y nos corre prisa esta vez. Vamos a necesitar la nave para otro tema en los próximos días y cuantas más botellas consigas vender, más espacio tendremos para nuestro asuntillo.
—De acuerdo. Hasta el lunes entonces. —Le dio la espalda y regresó al camión.
—Espera, se me olvidaba: el jefe quiere hablar contigo en persona para otra cosa.
—¿Sabes de qué se trata?
—Ni idea. No me lo ha dicho, pero no está relacionado con el licor. Te espera. Ya sabes dónde encontrarlo.
—Muy bien. Hasta luego.
El otro también se despidió.
Después de haber dejado atrás el almacén, Mark paró el camión. De su bolsillo extrajo el dinero, contó los billetes, los miró al trasluz, comprobó los números de serie. Billetes buenos, de series no consecutivas ¿dónde estaba el engaño entonces? Dividió los fajos en dos partes y una se la tendió a Juan Granito. El copiloto sonrió, pero solo tomó uno de los que le daba Mark.
—Guárdame tú los otros. Con este es suficiente —le espetó sin perder su sonrisa boba de la cara.
—Por supuesto, como quieras.
Aquel tipo lo sorprendía cada día más.
¿Para qué lo querría Chatarra? La petición de que realizara un nuevo encargo, le extrañó. Consultó la hora en el reloj. Sí, sabía en qué lugar estaría el mafioso.
Puso dirección a la zona de los clubes, no sin antes explicarle a su acompañante que no era necesario que fuera con él, que no iban a trabajar más aquella noche y que lo recogería al día siguiente. El joven troll sonrió asintiendo y se despidió de Mark.
El camión quedó estacionado a una distancia prudencial de tres manzanas del Morgana, para que nadie pudiera relacionarlo con los negocios de Tony Chatarra.
Según se iba aproximando, mayor afluencia de gente se veía por las calles. Mark miraba por encima de su espalda, cruzaba al otro lado de la carretera y continuaba vigilando la retaguardia.
Había una cola enorme para entrar en el club. El descomunal troll que hacía las veces de portero ya lo conocía de otras ocasiones, así que le mandó que entrara con un gesto, sin esperar. Esto ocasionó una sonora queja de los que aguardaban en la cola. El troll se limitó a lanzar un gruñido y los inconvenientes se diluyeron en cuestión de segundos.
La música aún no había alcanzado el nivel de intolerable, incluso podría mantener una conversación con una persona que estuviera a su lado sin tener que gritarle al oído. En el escenario principal, una muchacha bailaba, aunque debía de haber empezado su espectáculo poco antes, porque aún llevaba puestas las piezas de su conjunto de lencería.
La altura de Mark destacaba entre los humanos a los que se les había concedido el privilegio de entrar antes. La chica le guiñó un ojo en un gesto juguetón. La recordaba de otra vez. Y antes de eso, de otra vez y antes de esa, otra en su antiguo coche. Pero aquella noche tenía cosas que hacer.
Tony se encontraba sentado en su mesa habitual, sorbiendo de un vaso mientras uno de sus lugartenientes le contaba algo. Parecía muy enfadado, porque gesticuló hacia su secuaz, y lo que le tenía que estar reprochando el empresario no parecía ser nada bonito. Mark se mantuvo en un discreto segundo plano hasta que Tony se percató de su presencia, y le indicó que se aproximara.
—Mark, muchacho, ven, ven. Siéntate conmigo. —Despidió con un gesto de hastío a su subordinado, quien le hizo sitio a Mark.
—¿Qué puedo ofrecerte? ¿Qué bebes? —le ofreció Chatarra.
—Gracias Tony. Una cerveza fría estará bien.
—Tú, tráele una cerveza a mi empleado favorito, que sea rápido —le exigió al camarero, quien masculló un «sí, señor» y fue a realizar su tarea.
Mark aguardó en silencio hasta que al capo le entraran ganas de hablar. Cuanto más se demorara en iniciar la conversación, más importante tenía que ser el encargo. Chatarra tomó un nuevo sorbo de su bebida y después bufó soltando el aire de sus pulmones.
—Bueno, Mark Hombre del Norte. Me dicen que no habrá problema en encontrar mi alcohol porque te has dedicado a moverlo muy bien. Me gusta, me gusta. Sabes que te tengo aprecio, chico.
Realizó una nueva pausa, esperando a ver si su empleado ocasional se apresuraba a preguntar la razón por la cual lo había mandado a su presencia. Pero Mark no tenía ninguna prisa y conocía al dedillo cómo se comportaba el magnate, así que se dedicó a saborear la cerveza que le acababan de traer.
—Me gusta esa tranquilidad que transmites. Me recuerdas a tu padre, muchacho. Sí, trabajó para mí una temporada. Un gran hombre, Knut. Trabajador y de confianza, como tú estás demostrando ser.
Mark ya conocía aquella historia. También cómo por culpa de Chatarra, lo habían asesinado. Pero esa parte se la callaba.
—Quiero proponerte un trabajo. Es delicado y creo que eres el troll adecuado para llevarlo a buen puerto. —Bebió de nuevo, Mark lo imitó—. Verás —titubeó un poco—. Hay una persona molesta para mis intereses que está husmeando por ahí. No estoy conforme con que investigue asuntos que solo me conciernen a mí y a los míos. No quiero que se entrometan en mis cosas. Soy un ejemplo para nuestra comunidad.
«Un ejemplo a no seguir», pensó Mark.
—Me gustaría que te encargaras de que esa persona deje de meter sus narices donde no le concierne, de que deje de molestarme de una vez por todas. Dejo a tu discreción la forma que utilices. No quiero volver a saber de ella.
«Vaya, así que se trata de una mujer.»
—Aquí tienes su dirección y unas fotos suyas para que la reconozcas —dijo mientras le pasaba una carpeta. Mark la cogió con rapidez—. Espero que no me defraudes y no tenga más molestias de esta dama impertinente.
¿Lo estaba incitando a que cometiera un asesinato por una mujer que le caía mal? Había un motivo detrás de aquella estúpida aseveración. Algo más. Quienquiera que fuera aquella chica le había tocado los cojones de mala manera a Chatarra.
—Que se haga cuanto antes —continuó el mafioso—. Este tema cuenta con total prioridad sobre la distribución del licor. Así que si necesitas posponerlo durante unas semanas, no importa.
Mark se limitó a asentir y tomó la carpeta sin terminar su cerveza. Ambos se despidieron y Tony se quedó sentado en el mismo asiento. Escuchó su voz a sus espaldas exigiendo al camarero que se presentara.
Cuando salió del local, saludó de nuevo al portero, que le sonrió de vuelta.
Por el camino hasta el camión, observó el contenido del expediente. Había unas cuantas fotos de la mujer. Era joven, una decena de años menos que él, y guapa, desde luego. Sería algún antiguo rollo de Tony al que ahora repudiaba por que la señora Chatarra se había enterado del lío. Enredos como ese solían ser habituales entre los potentados en la sombra de Semura. No podía negar que el señor Tony Chatarra, tan decente en apariencia y como había dicho «ejemplo para nuestra comunidad», no podía permitirse un escándalo conyugal. Se suponía que aquellas historias de faldas no traían el respeto que requería un tipo de su talla, y eso afectaba a los negocios.
Mark pasó las fotos y en una hoja aparte venía la dirección de la mujer: una tal Irina Gryzina. El nombre no le dijo mucho, pero no dejó de mirar las instantáneas. Aquel rostro le resultaba familiar.
Irina, un poco más tarde
Salió de una tienda con una provisión enorme de fruta en conserva. Llevaba cuatro bolsas llenas, que pesaban bastante. Por suerte, había dejado el coche cerca. Aquellas latas no se iban a estropear y en su siguiente visita a su madre, no se sentiría tan mal por no haberle llevado nada. Las dejaría en el coche y así no se le olvidaría.
Después de guardar la comida en el maletero, se sentó al volante y comenzó a meter la llave en el contacto. «Aura Merchante» se encendió como una luz en su cerebro. El nombre se repetía una y otra vez sin que encontrara relación con el cuerpo asesinado ni con el resto del maldito caso. Sí, la tenía. De una forma u otra, los tres cadáveres habían estado relacionados con Irina. ¿Se transformaba el caso en un asunto personal?
Enterró la cabeza entre las manos. No quería volver a estar implicada en una cuestión turbia. Apenas se había librado cuando murió Mich, no le apetecía traerlo de vuelta a su cabeza. Ni tampoco el sufrimiento de aquella época, aunque ya no estaba enamorada de él. Por eso le dolió aún más, porque había decidido dejar de quererlo, porque se sentía en parte culpable de la caída en desgracia del hombre que había sido el poli y el marido perfecto.
Michel, su gran amor, el hombre de su vida. También su mayor decepción y su peor momento como policía desde que, con dieciocho años, decidiera comenzar en la academia de policía. Quizá él era el motivo por el que su relación con Christian no había funcionado. Sin el quizá: había sido la razón principal. Irina quería quitarse a Mich de la cabeza, pero todo cuanto la rodeaba le recordaba a él. Christian era bueno con ella, generoso, soportaba estoico su mala uva y la combatía en discusiones que a ella le encantaban, pero que a él no. Su humor cambió, se volvió taciturna y solitaria y se cabreó con el mundo. Y a alguien tenía que echarle la culpa, así que Christian tenía que ser el blanco de sus frustraciones. Una historia condenada al fracaso desde el principio. Ella lo había sabido, pero no quiso admitirlo, porque habría resultado como una derrota antes de empezar a guerrear.
Además, se veían en el trabajo, se veían en casa. Terminaron quemados el uno del otro. Aunque siempre había sabido que él la seguía queriendo, y ella, a su manera, también. Pero nunca lo admitiría. Sí, también se había vuelto muy orgullosa, ya lo era, pero ahora se había potenciado ese rasgo en su carácter.
Suspiró.
—Joder. Mi vida es una puta mierda —exclamó girando la llave en el contacto y arrancando por fin el coche. El motor ronroneó con pereza como si hubiera estado cómodo descansando y no quisiera ponerse en marcha.
No tenía ni idea de cuál debía ser el paso que tenía que dar a continuación. Se encontraba perdida, no sabía por dónde seguir. Si tuviera los datos de las autopsias… Pero claro, la habían vetado en la morgue, «¡putos empollones!» Al día siguiente plantearía una petición formal para tener acceso a los informes de los forenses. Solo se le ocurría eso, de momento.
Fue en dirección a su casa. Aquella noche bebería acordándose de Mich, de Christian y de Aura Merchante hasta caer inconsciente.