30.
El día siguiente

Irina, final

SE DESPERTÓ CON UNA SENSACIÓN DE resaca, a pesar de que no había bebido nada. O tal vez fuera el vacío de no haber ingerido ningún alimento en muchas horas. Pero no se encontraba demasiado bien. Como una zombi fue directa a aliviar su vejiga y después de la visita al cuarto de baño caminó descalza por la casa, pensando en qué quería hacer.

Se preparó un desayuno consistente en huevos revueltos, tostadas, café, zumo de frutas, mantequilla, mermelada, galletas, bollos y pastas. No había comido tanto por la mañana desde que era adolescente por lo menos. Por aquel motivo engulló con gula, se estaba dando un festín y se lo merecía. Su cuerpo se lo agradeció con creces y poco después de los primeros bocados comenzó a recuperar las sensaciones perdidas e incluso regresó un poco de color a su cara. Le faltaban energías porque no había tomado una alimentación decente en varios días, lo cual acompañado con la falta de sueño, le habían provocado el malestar.

Cuando terminó con lo que había dispuesto sobre la mesa de la cocina, aunque se tomó su tiempo para ello, se notó llena. Dispuesta para tomar decisiones.

Lo primero que vio fue la copia de los informes del forense que el pelirrojo le había facilitado. Aquello tenía que desaparecer. Ordenó un poco las fotografías y las carpetas en un solo montón.

Se derrumbó en el sofá. «No. No tiene sentido», se dijo. «Nada tiene sentido», repitió en su cabeza. Miró a su alrededor: un apartamento desordenado, lleno de cajas que jamás había desempacado, demasiado pequeño para ella y por el que pagaba un alquiler bastante elevado.

«¿Por qué sigo aquí?», se preguntó. Solo eran cuatro paredes en las que almacenaba sus cosas y a veces dormía. El juicio se celebraría en unos días, y tenía muchas posibilidades de ser expulsada de la policía, e incluso de una pena de cárcel.

La voz de Marta diciéndole: «Lo mejor es que te marches de aquí», le martilleaba una y otra vez. Tenía razón.

De forma impulsiva, buscó bolsas y maletas y comenzó a meter la ropa que más se ponía, dejando la antigua olvidada en los armarios. Tras la ropa pensó con seriedad qué quería conservar de aquel maremágnum de libros. Tenía cajas y cajas de ellos que pesaban como condenados, ocupaban espacio y acumulaban aún más polvo. Se decidió de repente: el libro ilustrado que le leía su padre. Solo se llevaría aquel y ninguno más. El resto de sus cachivaches no le importaban, eran meros objetos vacíos sin los que podría sobrevivir.

Se vistió con unos pantalones vaqueros y una camiseta, buscó sus gafas de sol y una gorra, que se encasquetó y terminó por ponerse la cazadora. Agarró la pistola de Mich y la guardó en el interior de la chaqueta. Fue sacando las bolsas y la maleta. No se molestó en cerrar no quedaba nada de valor, el poco dinero en efectivo que poseía lo llevaba encima. Se acordó de su madre, pero también necesitaba huir de ella. Escribió una escueta nota, despidiéndose, y la colocó junto a unos billetes delante de la puerta de su vecina de al lado para que se la hiciera llegar a Natalia.

Su coche permanecía aparcado en el mismo lugar desde antes de que la detuvieran. Abrió el maletero e introdujo el equipaje no sin dificultades, hasta que consiguió que entrara.

La portezuela chirrió cuando la abrió, al igual que el asiento. Le costó arrancar, pero no la decepcionó y terminó ronroneando al ritmo de su pie sobre el pedal. Bajó la ventanilla, echando un último vistazo al que había sido su barrio. Suficiente nostalgia. Nuevo comienzo.

Dio la vuelta al coche y enfiló hacia el viaducto. Circuló por los barrios pobres porque sabía que era el camino más rápido, aunque menos recomendable. Al contrario que el día anterior, no había nadie por la calle, la polis era un lugar fantasma. Tal vez nadie se atrevía a salir. Parecía un día festivo.

Las calles más próximas al antiguo río continuaban sin un alma cuando Irina condujo por ellas, encarando la rampa del viaducto de contundente hormigón que salía de la polis. El negro cauce pareció eructar a modo de despedida cuando pasó por encima. El primer tercio de la rampa era el más empinado y necesitó aumentar el empuje del motor. Más tarde, la senda se estabilizaba y una decena de kilómetros después comenzaba un suave descenso. Retuvo un poco su marcha, aunque no tocó el freno. Cuando terminó la bajada, detuvo el vehículo.

Se bajó y sin cerrar la puerta miró a su espalda.

La silueta de la polis, vista desde la distancia, derrotada, cansada y herida; las columnas de humo e incendios que no habían dejado de arder. Eso dejaba atrás, un lugar viejo y quemado. «Hasta nunca», se despidió.

Montó y encendió el motor de nuevo, acelerando por la pista de tierra compactada que no sabía adónde la llevaría.