17.
Convergencias

Irina, en este instante

IRINA CERRÓ CON DESGANA LA ROSCA de la cafetera y acto seguido la colocó sobre el fuego de la cocina que llameaba con fuerza. Después, atravesó la estancia, golpeándose el hombro con el marco de la puerta. Aún se encontraba muy dormida. Había tardado mucho en que le entrara el sueño y ahora lo pagaba. Necesitaba una ducha urgente, pero antes de eso su organismo demandaba la cafeína necesaria para ponerse en marcha y obedecer a su dueña. Cogió una vieja gorra para que el pelo no le molestara, estaba especialmente revoltoso aquella mañana. Mal despertar, si compartiera casa, no hablaría con nadie hasta después de la ración de café y los cinco minutos regeneradores bajo el agua hirviendo. Tras aquel ritual, ya se sentía persona. Por la boca de la cafetera comenzó a escapar el vapor, que silbaba, indicándole la proximidad de su encuentro con el líquido caliente y amargo. Sintió un escalofrío al pensar en el desayuno, así que se arrebujó con su albornoz; apenas llevaba unas bragas y una camiseta de tirantes. El piso era de terrazo y no se calentaba ni en verano, por lo que sus pies descalzos se helaron.

—¡Atchís! —Estornudó. Restregó su nariz con el dorso de la mano. Hacía frío en el piso, por primera vez fue consciente de ello. Casi nunca pasaba allí tanto tiempo como aquella noche y cuando iba a dormir, se encontraba tan borracha o estaba tan rendida que ni lo notaba. Pero hacía frío. Un frío de cojones. Estaba helada.

Volvió a estornudar.

—¡Joder!

Pensó si tenía unas zapatillas de estar en casa, pero no estaba segura. No recordaba dónde las había guardado, el orden no era una de sus cualidades. Dejaba todas las cosas apiladas unas encima de otras, hasta que aquel espacio resultaba necesario para otro montón de ropa, de libros o lo que fuera.

El café comenzó a borbotear. Un minuto le restaba para saborearlo en su boca. Volvió sobre sus pasos para apagar el fuego, con tan mala suerte que tropezó y, en su intento por agarrarse a cualquier cosa, asió el asa de la cafetera tirándola al suelo. Parte del hirviente contenido de esta acabó aterrizando sobre Irina.

Tenía un pie escaldado, una cafetera abollada y su desayuno esparcido por el suelo de la cocina. Bonito comienzo de día.

Media hora más tarde salía de su casa duchada, vestida, con el estómago vacío y un pie dolorido. El leve roce de los calcetines le mandaba oleadas de dolor. Lo peor era que tenía que ir caminando hasta la comisaría. Y el paseo también le trajo a la memoria otra cosa: se había magullado la rodilla la noche anterior y a cada paso que daba sus protestas aumentaban.

El sol la despejó a falta de su añorado café. Su estómago se quejó ante la perspectiva de llenarse con el líquido oscuro de la máquina del departamento, que a lo mejor que sabía era a agua azucarada. O tal vez porque hacía más de doce horas que no le daba de comer. Pensó en su pobre madre regañándola porque la veía muy delgada. Cuando estaba atareada, se olvidaba de aquellos pequeños detalles.

El informe del forense sobre Aura Merchante permanecía apretado contra su pecho en el interior de la cazadora; no había tenido tiempo para estudiarlo. Las respuestas que ansiaba se encontraban allí, tan solo tenía que buscarlas. Tendría que escabullirse a un despacho vacío para leer las notas de la autopsia sin que la molestaran, además de evitar que la cogieran haciéndolo. Ya era responsable de un delito, de lo inteligente que fuera dependía que no la pillaran.

Quería resolver el caso y le molestaba no hacerlo.

Antes de enfilar las escaleras de la comisaría, la rodearon un grupo de uniformados.

—Detective Gryzina, queda detenida —anunció el oficial que llevaba la voz cantante, un sargento que no conocía de nada. Al mismo tiempo el círculo de policías se fue cerrando a su alrededor como un cepo.

—¿Qué significa esto? —se quejó, molesta, mirando a sus compañeros.

—Una orden de detención, detective. —Le mostraron un papel con membrete oficial en el que se ordenaba su arresto.

—¿De qué estoy acusada, si puede saberse? —elevó su tono, indignada.

—No lo sé, cumplo órdenes.

—Claro.

—Entregue su arma por las buenas, detective Gryzina —le advirtió el sargento.

El tumulto formado fue aumentando a medida que otros policías, los que entraban y los que salían del turno de noche, se acercaban a observar el altercado, atraídos por el creciente volumen de la disputa.

A pesar de saberse atrapada, cedió su pistola reglamentaria de buen grado. No conducía a ninguna parte liarse a tiros con los colegas de trabajo, que también sabían cómo utilizar un arma de fuego.

—Registradla.

—Al primero que me ponga la mano encima le doy una patada en los huevos —amenazó Irina.

—Lo siento, son las instrucciones. Tenemos libertad para emplear la cantidad de fuerza que consideremos necesaria. ¿Va a resistirse, detective? —entonó, burlón, el sargento.

—No respondo de mí como me sobéis las tetas o el culo —replicó superada por los acontecimientos y resignada, más que indignada.

El perímetro del cerco se abrió para dejar pasar a una mujer de uniforme. Se acercó mirando intrigada a Irina. Después hizo un gesto hacia ella, indicándole que comenzaría el cacheo. Palpó de manera conveniente y sin cebarse los bolsillos, el interior de las piernas, las axilas, la espalda. La mujer deslizó el cierre de la cazadora de Irina y sacó el informe doblado que mantenía en el interior del bolsillo. Volviéndose, se lo enseñó al sargento, que le pidió que se acercara hasta su posición. Observó el objeto con extrañeza.

—¿Qué es esto? —inquirió señalando el expediente.

—Si no lo sabes, es que no eres más que el segundón que aparentas ser. —Acompañó su bravuconería con una sonrisa.

—Veremos quién se ríe más. Esposadla —apremió a sus agentes para que le pusieran los grilletes.

Irina se dejó apresar, no opuso resistencia. Mientras afianzaban el cierre alrededor de sus muñecas, colocadas a la espalda, no dejó de mirar al sargento de marras. Sabía que no era más que un subalterno, sin embargo, lo acababa de apuntar en su lista negra. No quedaban dudas de que la misma persona que le había ofrecido ayuda, se la había jugado. Tendría que haber dejado el informe en casa. No había posible defensa contra eso.

Cuando la metieron a la fuerza por la puerta de la comisaría, observó de reojo una figura que conocía bien. La alta silueta de Christian la miraba con arrogancia.

Mark, muy cerca de Irina

Su blanco se había puesto en marcha bien temprano y quería saber más sobre él antes de ejecutar el encargo. Chatarra, igual que en la mayoría de las ocasiones, le ocultaba información. Estaba harto de eso. Quizá su conciencia se estaba manifestando. Se dijo que no era un asesino a sangre fría y mucho menos a sueldo de Tony. Por lo menos, no quería convertirse en algo así. Sus pasos iban encaminados a que el troll lo implicara cada vez más en sus negocios, en su vasta red. Mark no podía escapar con facilidad de la telaraña que Chatarra había tejido a su alrededor: la entrega del alcohol, primero; aquel trabajo especial, después. Quería tenerlo bien atado. Mantenerlo muy cerca, por si tenía pensamientos de traicionarlo, por si se le ocurría darle la espalda, cosa que llevaba planeando mucho antes de comenzar a trabajar para él. Tanto tiempo como al minuto siguiente de que le comunicaran que habían matado a su padre de una paliza. Desde entonces. Por eso había regresado a Semura; ninguna otra cosa lo retenía allí. Podía haber empezado negocios más lucrativos en otras polis lejanas, aisladas y olvidadas donde nadie sabía qué era un troll, ni qué había ocurrido en aquella guerra. Pero no podía abandonar, no podía largarse, necesitaba poner un fin, cerrar aquella parte de su vida que aún continuaba abierta. Matar a Chatarra.

A pesar de ello, su acción más próxima consistía en seguir pegado a la espalda de aquella mujer, que caminaba a buen ritmo, aunque cojeaba de una pierna, una posible secuela de la aventura de la noche anterior. Sus pasos iban dirigidos al centro, hacia una de las comisarías. De hecho se acercó a ella con la intención de entrar. Sin embargo, no logró su cometido.

Presenció una escena rocambolesca: el blanco que le habían encargado eliminar, detenido delante de la comisaría. Y resultaba que la mujer era poli. ¡Chatarra estaba loco! Quería que eliminara a una policía. No comprendía en qué consistía el paseíto que se había dado la chica la noche anterior, pero debía haber sido lo bastante grave como para que consiguiera que la arrestaran por ello. La cosa se ponía interesante.

De nuevo, el mafioso jugaba con él. Se estaba guardando triunfos en las mangas para sacarlos en el momento oportuno y llevarse la bolsa. Él también sabía cómo efectuar buenas jugadas. Acababa de decidir que la enemiga de su enemigo era su amiga. Aquella mujer se merecía un poco de ayuda de su parte. Y pondría sus fichas en movimiento de inmediato. Pero antes tenía que cobrar unos cuantos trabajos retrasados, además de animar a varios propietarios de bares que se habían hecho los remolones en el pago del alcohol. Mark era un experto en animación. Lo hacía golpeando rótulas con un bate o retorciendo dedos hasta que los tronchaba. Era graciosísimo, pagaban enseguida. Casi en el acto.

Tiró el cigarro que se estaba fumando y fue en busca de su camión. Necesitaba pensar qué haría a continuación.

Había llegado el momento de la venganza.

Irina, unas horas después

Estaba sola, no percibía ningún sonido o movimiento que le permitiera asegurar que se encontraba en un lugar civilizado. La oscuridad no le gustaba, la temía. La ponía nerviosa. Por eso, casi siempre se iba a dormir borracha. Cuando aún era joven, podía pasar semanas sin dormir, hasta que caía rendida de puro agotamiento. No quería volver a ver aquellos ojos, aquellos dientes retorcidos y afilados, a escuchar el sonido que producía el roer y masticar de los huesos y la carne de su hermana. No quería que el recuerdo de aquella noche regresara del rincón borrado de su infancia en el que lo había arrinconado, no deseaba volver a vivirlo, a presenciar cómo aquel ser devoraba a su hermana. La sangre, las sombras recortadas de la noche. El deslizar de los pies de la criatura sobre su alfombra de personajes de dibujos animados, aquella sonrisa infernal, el largo y ensangrentado dedo, rematado en unas garras irregulares y amarillentas, demandándole silencio. Calló, mas por miedo a que le hiciera lo mismo a ella. Pero Irina no se había burlado de aquellos monstruos, como sí había hecho Nadia.

En una esquina de la sala de interrogatorios le pareció que una sonrisa aterradora le daba la bienvenida al país de las pesadillas, para un segundo después, darse cuenta de que no era sino el resultado de su imaginación. Aquella parte de su mente que intentaba suprimir, con gran éxito, por medio del alcohol. Contó hasta cien en su cabeza y trató de centrarse en el lado racional que le decía que esos horrores solo existían en los cuentos de niños, no en la realidad. No más dientes, no más ojos espeluznantes, no más hermanas asesinadas…

La habían dejado sola en una sala en penumbra, con apenas la velada luz de emergencia que brillaba encima de la puerta. Las esposas permanecían aseguradas a la barra de hierro de la mesa. Ni siquiera se habían permitido el privilegio de concederle un vaso de agua. La iban a tratar como a una detenida, el espectáculo en la entrada de la comisaría así lo atestiguaba. Querían armar mucho escándalo para que aunque fuera inocente, que no lo era, no pudiera librarse del juicio de sus compañeros. Apenas había pasado una hora desde la entrada del turno de la mañana e Irina estaba segura de que la noticia debía de haber corrido por la comisaría entera. De nuevo, le habían puesto un obstáculo para que se tropezara. Lo peor era verse encerrada a oscuras, privada de sus derechos, como arrestada y como agente, pues no le permitían llamar a su abogado del sindicato de la policía de Semura.

Entrampada por intentar realizar su trabajo: averiguar quién había asesinado a aquella gente. Le habían tendido un cebo y ella había mordido el anzuelo, se había tragado la carnada y la línea hasta el fondo. El forense pagaría. No en aquel momento de ofuscación y privación. Pero lo haría. Con creces. Aquel asunto le costaría su carrera como policía, sin duda, así que arriesgaría lo poco que le quedaba. Tendrían que liberarla con una fianza. En los calabozos de la comisaría solo había trasgos borrachos y trolls que se habían pasado de listos con algún agente. Las leyes decían que aquellos y los humanos no podían compartir celda. De la misma manera que otras estúpidas legislaciones obligaban a mantener pura cada una de las estirpes sin mezclarse ni tener ningún tipo de relación carnal, bajo pena de muerte en varios supuestos.

Conocía aquella estrategia. Ella misma la había empleado en innumerables ocasiones, la había aprendido de Michel. Se retenía al pollo en una sala, lo más oscura posible, aislado sin un triste café ni agua que llevarse a la boca. Después se olvidaban de él. Ellos, Irina y Mich iban a comer con la mayor tranquilidad del mundo. Una vez, incluso, fueron a ver una película al cine y después a tomar un café. Luego, una de dos, o el arrestado ya había perdido la paciencia, o se había quedado afónico de gritar, entraba la pareja de detectives y lo observaba durante cinco minutos sin decir nada para después marcharse de nuevo. El detenido ya se encontraría al límite de su paciencia y entereza, nadie le decía nada, nadie lo acusaba, nadie iba a hablar con él. Lo más probable es que se estuviera orinando. Una vez, un traficante de poca monta, al que Irina y Michel sometieron al tratamiento, se meó entero en la sala de interrogaciones. De arriba abajo. Entrepierna, muslos, pantorrillas, sus zapatos rezumaban líquido amarillento. Su mirada rogaba por una solución. Al final, cantó quién era su jefe y terminaron por detener al narco importante.

Irina, sin embargo, tenía suficiente autocontrol. No era un puto camello hasta arriba de refresco de cola. Aguantaría lo que fuera. No la conocían. No sabían de lo que era capaz. No tenían ni idea de lo que iban a desencadenar con aquella delación. No descansaría hasta averiguar quién se encontraba detrás de su denuncia. Acabaría con él. De la misma forma que machacaría al doctor Blanco. Lo haría papilla. Estrujaría su rechoncho gaznate con sus propias manos hasta que suplicara que no lo matara, después apretaría más hasta que empezara a ponerse morado y pensara que iba a morir. Un momento más tarde, aflojaría la presa para que inhalara un poco de aire con la esperanza de sobrevivir y, tras eso, le hundiría ambos pulgares en la tráquea. La cara de cerdo degollado que se le quedaría después al forense, la disfrutaría más que cualquier trago de licor de hada.

No había tenido tiempo de leer el informe, pero estaba claro que se encontraba en el camino correcto para resolver el caso. Debía haber tocado bien los cojones a un personaje importante para que se tomaran tantas molestias con ella. Quienquiera que le hubiera puesto sobre la pista del informe, para después ayudar a que la atraparan con las manos en la masa, no había pensado que Irina podía haber copiado el documento. Se reprendió por no haberlo hecho. Lamentaría aquel error.

Cada vez estaba más convencida de que el asesino no tenía que ver con el barullo político que estaba a punto de estallar, ni con su propio allanamiento de morada y sustracción. Si conseguía unir los puntos, tendría resuelto el caso. ¿Qué relación tenía Aura con lo demás? Con ella, las tres víctimas habían tenido una relación con ella. Entonces, ¿el responsable de los crímenes la conocía? «Estúpida», se dijo. Claro que la conocía. Aquellas muertes debían ser una especie de llamada de atención del asesino hacia ella. Pero ¿por qué? ¿Qué querría de ella? Empezó a hacer memoria por si recordaba detalles que se le hubieran pasado por alto. ¿Quién sería el siguiente? ¿Christian? No, solo mataba inhumanos. ¿Un inconformista con los acuerdos de paz? ¿Un troll? Habían resultado los más perjudicados con los tratados. Volvería a matar. Tal vez lo estuviera haciendo en aquel momento. Resopló. Y ella retenida en aquel cuarto sin poder hacer nada para impedirlo.

Un sonido la sacó de sus pensamientos. La puerta se abrió. Entró un detective gordo con cara de pocos amigos que no conocía, y detrás de él la figura aún más rechoncha del capitán Castillo.

—¿Cómo se encuentra, detective Gryzina? —preguntó el desconocido.

—¿No lo ve? A punto para una fiesta —replicó ella con su sorna habitual.

—Irina, déjate de coñas. Estás en un aprieto de cojones —le reprochó su superior con enfado.

—Haga caso al capitán. Para empezar está suspendida de empleo y sueldo.

—No me diga…

—Está acusada de un acto muy grave: robar pruebas forenses. No solo pueden expulsarla de la policía, sino condenarla a penas de prisión.

—Saldré por buena conducta, no se preocupe —continuó con sus chanzas con media sonrisa sarcástica.

—No sé qué es lo que encuentra tan divertido —repuso el detective—. No tiene ningún motivo para estar tan contenta.

—Oh, sí. Lo estoy, detective…

—López.

—Mucho gusto, detective López. Estoy tan entusiasmada porque sé cómo continuar con la investigación del asesino en serie. Mientras estoy encerrada aquí y los demás dan palos de ciego, guiados por una mano a la que le interesa que continúen de esa manera —expuso de forma convincente.

El detective López alzó una ceja y se volvió hacia el capitán, que no había cambiado su gesto contrariado ni dicho una sola palabra.

—Yo respondo por ella. Es de fiar y honesta —intercedió Walter Castillo.

—Pediré una fianza y se marchará a casa, detective. Se pondrá en contacto con un abogado y estará bien apartadita de cualquier aspecto de la investigación. En caso de que no lo haga, conseguiré una orden del juez para que permanezca en el calabozo hasta que se celebre su juicio. —La amenazó con un índice que le acercó a la cara—. ¿He sido lo bastante claro, detective?

—Como el agua —dijo sonriendo y guiñándole un ojo.

Ambos hombres asintieron y se despidieron anunciando que volverían en breve. Parecía que el capitán le había conseguido un intermediario justo. Un uniformado entró en la sala para dejarle una lata de refresco, que ella agradeció y bebió despacio, sin prisas. No sabía cuánto tiempo tendría que permanecer entre aquellas cuatro paredes y quería racionar la bebida. Al poco regresaron los dos policías gordos.

—Está libre bajo una fianza de 25.000 —le contó el detective López.

—¡Hay que joderse! ¿Quién soy, el puto Tony Chatarra? —se quejó Irina, indignada. No disponía de aquel efectivo ni tenía forma de conseguirlo.

—Es lo mínimo que he logrado conseguir para que, por lo menos, el juez de guardia considerara liberarla.

—No tengo esa cantidad. Ni sueño con tenerla. Soy una detective de homicidios en una polis en medio de la puta nada. ¿Cuánto coño se piensan que gano? ¡No soy rica, joder!

Mark, unas horas después también

Con esfuerzo arrastró la carretilla que le servía para mover las cajas de licor hasta donde le había indicado el dueño del bar. Las depositó en una esquina y después las colocó por separado para no dejarlas apiladas unas sobre otras. Prestaba el mejor servicio al cliente. Si alguna botella se rompía durante la entrega, asumía los gastos y la reemplazaba por una nueva. Cumplía con los encargos, siempre era puntual, no fallaba a uno solo de sus compromisos con los propietarios de los establecimientos: su buena fama entre ellos se iba acrecentando.

De la misma forma que él trabajaba bien, esperaba que por su buen hacer le pagaran con la misma rapidez con la que Mark servía los pedidos a los bares. Aguardó, tras dejar las botellas, a que el dueño volviera.

—¿A qué esperas? —le preguntó extrañado al troll.

—A que me pagues —replicó él, con media sonrisa.

—¿Pagarte? —inquirió aún más sorprendido.

—Claro, no trabajo de balde. Igual que tú. —El gesto de Mark cambió a un rostro serio. No le gustaba aquello.

—No me hagas reír. Trabajas para Chatarra —repuso.

—Vas a pagarme por esta mercancía —le advirtió con un dedo estirado hacia la cara del hombre que alzaba la cabeza para dirigirse a él.

—¿O qué? ¿Vendrá uno de los matones de Tony y me pegará una paliza? —Rio a carcajadas—. En serio, chico. Le pago una pasta a Chatarra cada semana para evitar estas mierdas.

—No hace falta. Sé resolver mis propios problemas. —Mark se encaró con él. Le sacaba dos cabezas de altura y unos cuarenta kilos de músculo de diferencia.

—No te pongas chulo conmigo o sufrirás las consecuencias.

—Estoy pidiendo lo que es justo, que me abones el alcohol que te he traído —continuó el troll sin variar un ápice su tono exhortativo.

—Eso pídeselo a tu jefe, al que ya le doy mucho dinero por seguir teniendo un negocio.

—Creo que no nos entendemos —afirmó Mark.

—No, me temo que…

Antes de que terminara la frase, unas tenazas se cerraron sobre su cuello y lo alzaron en vilo, de la misma forma que una grúa levantaba sin problema un palé lleno de ladrillos. El suelo quedaba a cincuenta centímetros por debajo de la punta de sus pies, que balanceó de forma inútil porque solo encontraron el vacío del aire. La cara se le congestionó y enrojeció. Los ojos se le abrieron, desmesurados, queriendo escapar disparados. Tenía dos venas hinchadas en cada sien, con ganas de reventar en el instante menos esperado.

Mark clavó su mirada en los asustados ojos de su cliente. Lo que este observó a la fuerza, fueron unos iris que destilaban venganza y que no se detendrían ante nada ni ante nadie para conseguir su objetivo. Los ojos del troll lo taladraron con su ansia, su desesperación y su despiadada crueldad.

—No tengo ningún reparo en golpearte hasta que me pagues. Tú eliges —lo amenazó sin dejar de mirarlo.

—To-tony se enterará de esto… —balbuceó, muerto de miedo.

—Bien. Que se entere. Págame o te rompo la crisma. —Cerró más la presa que ejercían sus manazas sobre el pescuezo del tipo—. Pá-ga-me. No lo repetiré más.

—Lo lamentarás —se quejó entre sílabas asfixiadas.

—Tú sí que vas a lamentarlo, amigo.

Lo lanzó contra una de las paredes de su negocio. El cuerpo golpeó contra la piedra con un sonoro crujido, seguido de una exhalación y un amortiguado quejido, resbaló hasta el piso, tratando de incorporarse, pero el dolor se lo impidió.

Mark avanzó con total parsimonia hasta la caja registradora, sacó el cajón, tomó los billetes que había y comenzó a contarlos sin ninguna prisa. De vez en cuando, miraba de reojo al dueño que pugnaba por levantarse entre sollozos. Cuando estuvo satisfecho con la cantidad, tomó el resto del dinero y se lo arrojó a la cara de su ahora excliente.

—Me gusta que me paguen. No trabajo gratis, no soy un jodido estúpido.

—Chatarra te…

Acalló su voz con una patada en el estómago a consecuencia de la cual se quedó doblado en el suelo, doliéndose, mientras Mark salía del establecimiento por la puerta.

Alcanzó el camión y dentro de la cabina encontró a su ayudante con la sonrisa idiota esculpida en su divertido rostro. Cualquier cosa le hacía gracia.

—Toma. —Le pasó la mitad del fajo que estrechaba en su mano.

—Gracias, Mark, pero no lo necesito. A ti te hace falta, quédatelo.

—Es el pago por tu trabajo, por ayudarme.

—Estoy contento de hacerlo, no necesito más —le expresó Juan Granito con una inteligencia y sensatez en sus vivarachos ojos que a Mark le hizo dudar del supuesto retraso mental que sufría el joven troll.

—Muy bien. Tenemos que ponernos en marcha. Queda mucha faena por hacer.

Irina, sigue detenida

Irina removía sin ganas una cucharilla de plástico en un vaso de cartón que antes había contenido un café y que en ese momento no tenía nada. El aburrimiento la vencía, quería marcharse de allí. Esperaba a que trajeran el dictamen del juzgado de guardia y la fianza que había fijado el magistrado, teniendo en mente pasar la noche en la frialdad e incomodidad del calabozo, porque no sería capaz de pagar la suma para largarse a su casa.

El capitán Castillo apareció con una mueca cansada y grandes ojeras. Tomó una silla de un rincón y se sentó frente a ella.

—Día duro ¿eh, jefe? —preguntó, animada.

—No tienes ni remota idea, detective —exhaló de una vez el aire de sus pulmones.

—Siento haberle decepcionado, capitán —se disculpó de forma sincera.

—¿Decepcionarme? ¿Decepcionarme? —Soltó una sonora carcajada que puso en movimiento su abultada barriga—. Y una mierda. No has hecho más que lo que esperaba de ti. Ir a por el caso.

—¿En serio? —Abrió los ojos sorprendida.

—Por supuesto, hija. Demasiada política, ya sabes, que…

—… no le gusta verse envuelto en la mierda política —Irina terminó por él su frase.

—Eso. Estaba hasta los cojones de que me dijeran que mi detective encargada del caso no podía husmear ni contar con los datos necesarios para su investigación.

—¡Usted me dejó esa nota! —exclamó con una mezcla de sorpresa y alegría.

—Sí. Fui yo. Alguien tenía que echarte una mano, ¿no? —Le guiñó un ojo.

—Pero, entonces… ¿Quién me ha denunciado? —preguntó la joven queriendo encajar las piezas del rompecabezas.

—No lo sé, Irina. Supongo que te vieron y esperaron a cogerte con el informe encima.

—Pude haberlo leído, por lo menos. Pero estaba tan cansada… Con que le hubiera echado una ojeada podría haber tenido la clave del caso… —se lamentó.

—No te mortifiques. No merece la pena.

—¿Sabe, capitán? —llamó su atención—. No creo que me vieran, tengo la impresión de que me vigilaban.

—¿Estás segura de eso?

—Sí —confirmó Irina—. Un camión me siguió.

—¿Un camión? ¿Qué tipo de camión?

—Uno pequeño, como de reparto —recordó haciendo memoria—. No sabría decir la marca, el modelo o el color.

—No parece cosa de polis.

—No. Desde luego, no nos rebajaríamos a subir en uno de esos trastos.

—Por cierto —pareció acordarse de otro asunto—, Christian me ha preguntado por ti.

—¿Christian? ¿Qué querría de mí ese gilipollas? —Frunció el ceño enfadada.

—No lo sé, se interesó sobre lo que te había sucedido. Eso es todo.

—Ya, pues muchas gracias por nada al imbécil de Christian.

Permanecieron unos segundos en silencio.

—Pensaba que tú y él… Vamos que os entendíais —afirmó con inseguridad.

—Hace mucho, capitán. Hace mucho de eso —expresó con cansancio.

—No estaba al corriente —se disculpó un tanto avergonzado.

—No pasa nada. No puede decirse que tuviéramos una ruptura amistosa precisamente. —Juntó los labios, moviéndolos a un lado en un mohín de contrariedad—. Un momento. —Alzó un índice—. Christian era el encargado de vigilar que nadie contrariara al forense.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me planté en la morgue y le dije cuatro verdades a ese medicucho gordinflas.

—¡Qué bien! Me gustaría que me mantuvieran al corriente cuando uno de mis detectives es asignado a una tarea diferente para la que cuento con él.

—No me diga que no tenía ni idea de que Christian hacía migas con doc Blanco.

—Nadie me ha informado de eso —negó apesadumbrado.

—Capitán. ¿Quién le contó lo de la puerta trasera? —lo interrogó subiendo las cejas.

—¿Quién? Conocía a un vigilante que trabaja allí y que sirvió a mis órdenes hace un montón de años.

—Christian. Ha sido él. Estoy segura. Veo su mano detrás de mi detención —expresó sin emoción alguna, pero con absoluta firmeza.

—No es posible.

—Sí lo es. Me conoce tan bien como para saber que conseguiría colarnos esta farsa. Y que yo asaltaría el lugar por una mínima posibilidad de obtener un indicio para el caso.

—Nos han utilizado a los dos. —Plantó sus regordetas manos en la frente, las pasó por los ojos, para terminar de restregarlas contra la boca—. Increíble. Nunca creí que hubiera tanta suciedad en Semura.

—Ni yo, capitán. Pero sé desde hace tiempo que la hay. Más presente de lo que nos pensamos.

—¿Qué pretendes insinuar?

—Que las bandas mafiosas pagan a hombres dentro del departamento como informantes para evitar las operaciones de la policía.

—Imposible —replicó con disgusto.

—Capitán…

—No, no puedo. No me lo creo.

—Escúcheme. El caso cada vez se enreda más. Sigo pensando que no está relacionado con los inhumanos. Sin embargo, cada uno de los tropiezos que nos han causado se debe a que iba derecha a encontrar un asunto importante. Hay gente que no quiere que sepamos quién mueve los hilos y los asesinatos parecen ser la cortina de humo adecuada para ello.

»Tengo que confesarle una cosa, jefe. —El hombre le prestó su completa atención—. Creo que las víctimas tienen que ver conmigo. Sí, antes de que proteste, déjeme explicarle. He averiguado que la primera víctima se llamaba Aura Merchante. A usted ese nombre no le dirá nada…

—No. No me suena en absoluto. —El capitán entornó los ojos.

—Bien pues a mí, sí. De hecho, resulta que la tal Aura Merchante era compañera de juegos infantiles de mi hermana.

—¿Estás segura?

—Y tanto. Jugábamos en la calle junto a la casa de mis padres. Mi madre me ha ayudado a corroborarlo.

—De acuerdo, una amiga tuya de la infancia aparece muerta. ¿Y los demás?

—La segunda víctima, el trasgo. A ese tipo lo interrogué y me cerró la puerta en las narices.

—¿Parecía tener información o encontrarse implicado?

—No, solo se trataba de un trasgo cabreado más por tener que abrirle la puerta a un humano.

—Bien. ¿Y la tercera?

—Bueno. Tengo que admitir que la noche que informé de un tiroteo en el que me vi envuelta, acudí al club Morgana.

—¿En el que bailan mujeres en tetas? He estado un par de veces.

—Sí, ese. Pertenece a Tony Chatarra, entre otros socios.

—¿Puede saberse qué coño hacías allí, detective?

—Investigar, jefe. Ya le explicaré esto con más detalle en otra ocasión. Pero la víctima número tres era una bailarina que se encontraba en el escenario realizando su espectáculo, cuando yo entré al bar.

—¿Estaba desnuda? —preguntó con una sonrisa en los labios.

—¡Capitán!

—¿Qué? Me gusta una mujer en pelotas como a cualquiera. Pero vamos al grano, ¿qué relación te unía con ella?

—No la conocía de nada. Mientras mantenía mi tapadera para investigar, me dedicó su baile cuando se deshizo de la parte de arriba.

—Entonces, sí estaba en bolas.

—¡Capitán! Coño, céntrese.

—¿Cómo quieres que me centre si no haces más que hablarme de mujeres desnudándose?

—La cosa es que, de una manera u otra, los tres asesinatos tenían un tipo de vínculo conmigo.

—Luego es fácil de asumir que el responsable te conoce.

—A esa misma conclusión llegué yo.

La puerta de la sala se abrió de nuevo. En esa ocasión para dejar paso al sargento López que traía un manojo de papeles que puso enfrente de Irina.

—¿Qué es esto? —preguntó, intrigada.

—Tu orden de puesta en libertad. Tienes que firmarla.

—Pero no he pagado la fianza, no puedo permitírmelo.

—Pues parece que alguien de ahí fuera te aprecia lo bastante como para gastarse los 25.000 del ala en sacarte.

—No me lo creo.

—Créetelo. La cantidad ha sido depositada con todas las garantías. Eres libre de irte, detective.

—¿Quién ha sido?

—No ha querido dejar su nombre. Cuentas con un benefactor anónimo. Suerte que tienes.

La joven estampó su rúbrica en los documentos y el sargento le quitó los grilletes, aunque ella no se movió. Le estaban tomando el pelo. Cuando observó la gravedad en la mirada de López se dio cuenta de que no la engañaba: una persona de verdad se había gastado, uno detrás de otro, todos los billetes que la devolvían al lugar donde pertenecía, a la calle.