11.
Dos extraños

Mark y otro troll, trabajando

LAS CAJAS DESAPARECÍAN DE SUS MANOS. Con la ayuda de Juan Granito, Mark consiguió descargar la mayor parte de la mercancía del camión. La noche se estaba dando bastante bien, había conseguido vender en firme casi todas las cajas, así como peticiones para una posterior entrega. El licor de Chatarra, sonaba un tanto raro según Mark lo explicaba a los tenderos y encargados de los bares, pero el valor del producto hablaba por sí solo en cuanto lo probaban.

Aquella porquería de Tony le gustaba a la gente. Sin embargo, aún quedaba mucho trabajo por hacer. La siguiente parada era el Duende Verde. Su dueño, Jota, seguro que le compraría una docena de cajas, por lo menos. Confiaba en él, era buena gente.

Su colega de fatigas no se había quejado ni una sola vez por el trabajo duro, facilitando mucho la faena. Podría tener algún tornillo suelto, pero el muchacho resultaba concienzudo y se esforzaba. En un par de ocasiones Mark le había sonreído, felicitándolo, y él a su vez se había reído como un niño. Porque aunque físicamente parecía un hombre crecido, en realidad, contaba con la mente de un chaval de diez años. Sufría un tipo de retraso que Mark no sabría explicar; dejaba aquellas cosas para los cabrones de los médicos. Si Chatarra le había endilgado aquel perro faldero, sería por un motivo. Pero no alcanzaba a entenderlo. Con el tiempo se enteraría, eso si no lo mataba antes de entregar su alcohol. Por culpa de aquel maldito trabajo, estaría atado al gánster más tiempo del que había previsto, pues pensaba que se trataría de una simple entrega de mierda de elfo a uno de los distribuidores habituales de Chatarra en la polis. Ya se había comprometido y no había manera de echarse atrás. La venganza quedaba aparcada por el momento. No se olvidaba de ella, solo la retrasaba.

Habían llegado. Paró el camión y le dijo a Juanito que esperara cinco minutos mientras se fumaba un cigarro, luego iría a hablar con el dueño y descargarían las cajas que comprara.

—Vale, Mark —le respondió con una alegría en el rostro que indicaba lo mucho que disfrutaba el muchacho con el encargo.

—Ahora vuelvo —contestó a su vez.

Mientras buscaba la cajetilla de tabaco, miró al interior del Duende Verde por la ventana que daba a la calle. Se observaba una noche concurrida, estaba repleto de clientes. Lo que más le llamó la atención fue una figura inclinada sobre la barra. Encendió el cigarrillo y aspiró el humo y su aroma. Una silueta femenina le resultaba conocida, aunque no recordaba de qué. Dio una larga calada, calentando el cigarro, hasta que casi se quemó los dedos. Lo tiró al suelo y pisó la colilla hasta que lo apagó. Entró al Duende Verde, saludando con una mirada a Jota, quien lo vio en cuanto cruzó la puerta. Haciéndose camino entre los parroquianos que bebían y charlaban al son de la música, se acercó a la larga barra de madera. El dueño acudió a él enseguida.

—Mark, ¿qué se te ofrece?

—Un trago y una charla de negocios, si te hace…

—El trago te lo pongo enseguida. Háblame más sobre esos negocios tuyos —replicó el barman interesado en la propuesta, mientras le servía un chupito de whisky.

Mark se inclinó un poco hasta ponerse a la altura de la cabeza del humano.

—Tengo un camión hasta arriba de licor de Tony Chatarra —le soltó de golpe bajando la voz.

—¿Qué tiene de bueno ese alcohol?

—Es lo más parecido que puedas encontrar al licor de hada, sin serlo.

—Entonces será una basura destilada en una bañera —afirmó Jota con desdén.

—En absoluto. Es un buen material. Confía en mí, no te ofrecería nada que no fuera de primera clase. Puedes probarlo si quieres, ya verás que no miento.

—De acuerdo, tráeme una botella de ese veneno que vendes.

—Eso está hecho. —Mark salió de nuevo, se dirigió al camión y cogió un par de botellas. Juanito dormitaba en la cabina y no lo molestó, se había ganado un rato de descanso.

Unos minutos después Mark abría una de las botellas delante de Jota y le servía un dedo de licor en un vaso. El dueño del Duende Verde se apresuró a beberlo. Después de tragar, sacudió la cabeza con los ojos cerrados y el rostro enrojecido.

—Joder, Mark. ¡Esta mierda es muy buena!

—Te lo dije —contestó con una sonrisa.

—Te voy a comprar cuatro cajas de momento. Si se consume tan bien como creo, la semana que viene doblaré ese pedido.

—No te he dicho el precio.

—Seguro que nos ponemos de acuerdo en uno que sea justo —le propuso Jota guiñándole un ojo.

—Es para Chatarra, ya sabes lo que significa eso. No puedo hacerte un descuento. Si lo rebajo, saldrá de mi parte y necesito la pasta. Es lo que hay.

—Te ofrezco un trato —comenzó el barman—. Si consigues que estas muestras que traes se acaben en menos de una hora, estoy dispuesto a aceptar el precio de Chatarra.

—Si primero me pagas las dos botellas —regateó el troll.

Jota titubeó unos segundos, miró a su clientela, que aquella noche abarrotaba el bar, y asintió.

—¿Cuánto?

—Treinta la botella, por ser para ti.

El dueño le dio en mano los billetes de su compra. Acto seguido Mark comenzó a deambular por el bar, hablando con los diferentes grupos de parroquianos con las dos botellas bajo el brazo y ofreciendo tragos gratis de licor de Chatarra a cualquiera dispuesto a probarlo.

Irina bebe

Irina trasegaba sus últimos tragos de la velada entre el murmullo permanente de la gente y el ruido de sus pensamientos. En aquella ocasión no demandó el licor de hada, porque al día siguiente trabajaba y las cosas se estaban complicando bastante en el caso. Por lo menos había sacado a la luz a una lamia que había permanecido un buen puñado de años oculta bajo su fachada de ancianita adorable. Desde la firma de los tratados de paz, por lo menos. Resultaba una auténtica lástima, pero pasaría los años que le quedaran de vida en una cárcel. Sin la sangre y la carne de la que se alimentaba, moriría en poco tiempo. Ya era bastante difícil avanzar en la investigación como para verse interrumpida por asuntos menores no relacionados. Aquella amabilidad y ternura que le había demostrado, ¿serían ciertas o formaba parte del encanto sobrenatural con que las lamias adormecían a sus presas? En ese momento dudaba de todo, de la maldita guerra, de los tratados, del Acta de Inhumanos… Acuerdos que en la realidad dividían, separaban en dos clases, en lugar de unir e integrar. Algún día estallaría aquello, y esa fecha estaba más cercana que antes.

El bar se encontraba más concurrido que de costumbre. Veía a un tipo alto y grande, seguramente un troll, animando al personal a beber. Sin embargo, los vapores del alcohol ya habían hecho mella en su percepción y su visión se difuminaba por momentos. Hora de irse a casa y dar la noche por terminada. Pagó sus copas, se despidió de Jota hasta otro día y fue caminando sin prisas hasta su casa.

Durante el trayecto le dio vueltas y más vueltas al caso, que estaba a punto de convertirse en el de un asesino en serie con el que tendría que ser más cuidadosa y meticulosa. Pero aquellos problemas y dificultades no se revelarían hasta la jornada siguiente cuando acudiera a la comisaría y para eso aún faltaban, según su reloj, unas seis horas. Tenía tiempo suficiente para hacer otra cosa y descansar sus cuatro horas habituales.

Le apetecía más que nunca un buen revolcón. Aunque quizá estaba un poco borracha. O no. Si no probaba, nunca lo sabría. El pensamiento fue madurando mientras Irina sonreía cada vez más ante la idea. Echó mano de su teléfono móvil, que consiguió extraer del bolsillo de su cazadora al tercer intento. Aquel trasto valía una fortuna. Era una de las pocas privilegiadas en la polis que lo poseía; les daban uno a los detectives, pero no a los uniformados. Se habían vuelto a fabricar después del parón tecnológico causado por una de las bombas electromagnéticas que los trolls habían lanzado durante la guerra.

Marcó un número en el teclado del aparato. Uno que se sabía de memoria y que nunca olvidaría, porque había sido el de su hogar durante bastante tiempo.

—¿Sí? —La voz de un Christian adormilado al otro lado de la línea respondió—. ¿Quién es? —preguntó.

Irina no se atrevió a decir nada. Los nervios la obligaban a sujetar el teléfono con las dos manos, porque si no se le caería al suelo.

—¿Quién es, cariño? —Una voz femenina sonó por detrás de la de Christian.

—No lo sé. ¿Oiga? ¿Oiga?

Irina terminó colgando. Vaya chasco. Quería terminar la noche dando una sorpresa y acababa siendo ella la sorprendida. Se enfadó consigo misma, por su borrachera y porque sabía que no debía hacer llamadas cuando bebía, menos que nadie a Christian, porque siempre la cagaba. Y la había cagado de nuevo.

Michel e Irina después de aquella fiesta, cuatro años antes

El sabor del licor calmó un poco la furia de Michel. Le dolía una mano como consecuencia del puñetazo que le había pegado a la pared de puro enfado. Tenía los dedos enrojecidos, los nudillos pelados y el meñique se le estaba hinchando. Permanecían en silencio, con rostros muy serios, mirándose a los ojos, pero sin verse. Irina estaba sentada en la cama con las piernas y los brazos cruzados y una expresión de franca decepción. Mich ya había tomado unas copas. La bebida siempre lo volvía violento y empezaba a encontrarse perdido entre la nube de alcohol, pero aún se encontraba lo bastante sereno como para reprender a aquella especie de muchachita malcriada y caprichosa.

—Explícame para que me entere de una puta vez: Ira, ¿qué cojones hacías en la fiesta de un gánster?

—Podría preguntarte lo mismo a ti, Mich… —replicó con descaro.

—¡Joder, Irina! —El hombre se volvió y le dio la espalda.

—¿¡Joder, qué!? ¿Eh? —Ella se encaró y buscó el enfrentamiento.

—Esto no tiene sentido… —Michel sacudió la cabeza de un lado al otro.

—¡Claro que no lo tiene! No me estás contando una mierda y lo único que haces es tratarme como si fuera sospechosa de un delito. ¿Es eso? ¿Es lo que soy ahora para ti? —contestó poniéndose en pie y acercándose dos pasos al hombre.

—Por supuesto que no, sabes que no…

—¿Entonces? —Abrió los brazos demandando razones que no llegaban.

—No puedo contártelo —dijo, apesadumbrado.

—¿Qué?

—Lo que has oído.

—Vaya huevos tienes, Mich.

—No sabes por lo que estoy pasando, Irina.

—No, no lo sé, porque eres un puto egoísta que se encierra en sí mismo y no me cuenta nada —recriminó apuntando con un dedo hacia la cara de él.

—No quieres saberlo, te lo aseguro. Sigues sin contestar a mi pregunta: ¿qué hacías en la fiesta de un maleante? —inquirió devolviendo la discusión al punto que le interesaba y desde una posición que podía controlar.

—¡Ja! —Se rio con sarcasmo—. ¿Te interesa eso? ¿O en realidad quieres saber por qué estaba desnuda, Mich?

—Tú contesta. —Resultaba evidente que aquello le escocía aún más que la mera presencia de la chica en el jardín de la casa de campo de un conocido «hombre de negocios» de la polis.

—Divertirme, eso hacía —replicó ella con enfado—. Aunque no tengo por qué darte explicaciones de lo que hago en mi tiempo libre y cuando no estoy contigo. No eres mi padre. ¿Y tú, por qué estabas allí? Si puede saberse, claro.

—No es asunto tuyo. Sigues sin contestarme —respondió tajante.

—Joder, Mich… —Su tono mostraba hastío—. Me voy, estoy cansada de que no seas capaz de compartir tu mierda conmigo.

—Es una mierda muy grande, Irina —afirmó con tristeza.

La mujer comenzó a levantarse y se estaba poniendo su cazadora cuando Michel se giró hacia ella.

—¡Espera! —Consiguió su atención y se quedó quieta mirándolo—. Admitamos la posibilidad de que te lo contara, y no he dicho que te lo vaya a decir, hablamos de una hipótesis —añadió de forma atropellada—, estarías tan llena de porquería como lo estoy yo.

—No me vengas ahora con el rollo de que no me lo explicas para protegerme. No me lo trago. Soy mayorcita, no una niña pequeña. —Su comentario contenía todo el desdén posible.

—Pero es verdad. Te lo prometo —imploró.

—Me agotan tus promesas. Mira, Michel, el trabajo con sus jodiendas está bien. No me puedo quejar de la vida que llevo, con mis problemas, pero no me quejo. Tú y yo estábamos bien, pero no puedo más con el drama, con que aparezcas borracho a trabajar y me dedique el día entero a disimular ante la comisaría que apestas a alcohol. «Es que mi compañero es de la vieja escuela y usa un after shave muy fuerte», eso proclamo a los cuatro vientos, para protegerte. No puedo con que disimules que te quedas haciendo algo mientras decomisamos droga, cuando sé que te estás metiendo una raya. No soporto que te compadezcas de ti mismo, por Isabel, por lo nuestro, por lo que bebes. Estoy harta. Eres mejor que eso y lo sabes. No puedo más. Así que esto se acaba aquí y ahora, fin. —Acompañó la decisión con un movimiento de manos con el que dejaba clara su posición.

Michel permaneció cabizbajo, incapaz de moverse un paso.

—Ah, por cierto. Fui a pasar la tarde con unas amigas y nos pareció buena idea tomar el sol desnudas. Para que lo sepas.

»Adiós, Mich. No te voy a encubrir más. Estás solo.

El portazo que dio Irina al cerrar fue lo único que rompió el silencio. El sonido hizo reaccionar a Michel, que se había quedado paralizado. Caminó con pasos cortos, cuidadosos, apoyando la planta completa del pie y fue a sentarse al borde de la cama.

Volvió la tranquilidad al cuarto alquilado que utilizaban para sus encuentros. Aquella habitación ya no tenía sentido. De igual manera que parecía haber terminado su relación. Michel supo entonces cuánto había hecho Irina por él, más de lo que se había dado cuenta. Más quizá de lo esperado, jugándose el cuello por él. No había vuelta atrás.

Observó volar las motas de polvo que, diseminadas por la estancia, eran descubiertas por la luz del sol que entraba por la ventana. No había prisa, no tenía nada mejor que hacer. Vació el contenido de su vaso. Le apetecía otro, siempre quería uno más, no sabía cuándo parar. Consiguió levantarse y caminar un par de metros para coger la botella, que se llevó consigo hasta la cama, y se sirvió una generosa cantidad de líquido.

La había fastidiado. Había destruido su relación con la única persona en la que podía confiar y que era capaz de sacarlo de aquel lío. Bebió un largo sorbo. El licor le quemó al bajar por la garganta, aunque no le importó. Tras tumbarse, y sin soltar el vaso de la mano, miró al techo, como si allí pudiera hallarse la solución a sus problemas.

Pensó en Isabel, postrada en la cama mientras la enfermedad la devoraba por dentro, al mismo tiempo que se tragaba el dinero de su cuenta corriente con mayor rapidez todavía. Lo hacía por ella, se justificaba con aquella idea. Su carácter nunca había sido del tipo altruista, bien lo sabía. Así que, concluyó, el comportamiento, la traición, convertirse en una rata, cargarse lo suyo con Irina, eran el resultado de haber obrado por puro egoísmo. ¿Quién no querría ganar más dinero? ¿Tener una joven amante siempre dispuesta al sexo?

Sus propios pensamientos le ocasionaron nuevas arrugas en el rostro. Acercó el vaso hasta sus labios y tragó de nuevo, para quitarse aquellas ideas de la cabeza. El alcohol se acabaría, igual que lo haría el dinero. Si no se mataba con la bebida o lo quitaban de en medio antes.

Cualquier cosa que hiciera en adelante, resultaría irreversible y un paso más hacia la condenación.

Un par de lágrimas afloraron a su rostro, resbalando por los pómulos rasurados como si corrieran en una extraña competición por llegar a una inalcanzable meta. Un dolor en el estómago creció a la par que un ligero gemido que tenía como origen su garganta.

Y estaba jodidamente solo.