Michel e Irina, Semura de hace cuatro años
NO HABÍA DEJADO DE LLOVER EN la última hora. Caía agua como si fuera a terminarse el mundo. Diluviaba igual que si alguien tuviera que deshacerse de todas las existencias del líquido elemento de una vez.
Olía a humedad incluso en el interior del habitáculo del coche. No decían nada. Callaban. Ambos sabían el motivo. Mientras tanto, el vaho empañaba los cristales del coche de Irina. No se desharía en un rato, de eso se habían encargado ellos a conciencia.
La joven, desnuda de cintura para arriba, se esforzaba para ajustarse el sujetador en el exiguo espacio que la separaba del cuerpo ligeramente inclinado de Michel. Él buscaba su paquete de cigarrillos caído por el suelo. Pescó uno entre los dedos y lo encendió con una cerilla, disfrutando del aroma de la primera calada, soltando el humo con delicadeza, sin prisa. De la misma forma que habían hecho el amor, encerrados, atrapados entre las cuatro paredes de lata del vehículo. El pobre se había quejado, había chirriado la amortiguación ante los golpes de cadera de Irina y los embates de pelvis de Michel.
Ella permanecía concentrada en recomponer su atuendo y en buscar la funda de su arma reglamentaria. Se peinó con los dedos, sin obtener el resultado deseado. Ni siquiera protestó ante la peste a tabaco.
Michel la miraba sin perderse ni uno solo de sus movimientos. Diez minutos atrás habían compartido un solo cuerpo, habían follado como cabrones. La miraba de una manera que parecía que fuera la última. Lo sabía. Se estaba despidiendo. Para siempre. Quizá ella no lo supiera, puede que en su madura juventud no se hubiera percatado del adiós. La miraba sabedor de que, a pesar de lo mucho que había querido a Isabel, aquella muchacha había sido el amor de su vida. Ojalá la volviera a ver. Quería volver a gozar del roce de su piel.
—Mich. —Le hizo un gesto con la mano que demandaba el cigarro de su compañero.
—Vale, ya lo apago.
—No, tonto. Pásamelo —exigió ella señalando el cilindro humeante.
El detective obedeció sin rechistar, a Irina no se le podía llevar la contraria. Acto seguido, la chica se lo puso en la boca e inhaló una larga calada. Después devolvió el cigarro a su dueño, sin más miramientos y expulsó el humo sin ningún recato. Él no dejaba de sonreír, divertido ante la escena.
—Pensé que no fumabas.
—No lo hago.
—Acabas de hacerlo —insistió Michel.
—Eso no quiere decir que fume —le sonrió.
—Le has dado una calada a mi pitillo.
—No es lo único tuyo que he tenido en los labios. No te quejes.
—No me quejo.
—Me había sonado como una queja, detective Fernández. —Sonrió con malicia.
—No puedo protestar de la suerte que tengo.
—Eres un cabrón guapo. Me gustan los cabrones guapos. Qué le vamos a hacer.
—¡Eh! ¡Vigila esa lengua, cría!
—Claro, siempre —sonrió guiñándole un ojo—. Y después del placer, el deber. Sal de mi coche antes de que me intoxiques con tu humo.
—¡Ira! Está diluviando ahí fuera. ¿Estás loca?
—Que te largues fuera y dejes de apestarme —ordenó ella.
—Joder con la niña.
Michel empujó la puerta de mala gana, salió al exterior y la dejó entreabierta.
—Como me entre agua en el coche, me las pagarás —sonó la advertencia desde dentro.
—¡Joder! —soltó para sí, al mismo tiempo que intentaba no mojarse mucho y que las gotas de agua no le apagaran el cigarro, cosa que ocurrió a las tres chupadas. Después, decepcionado por no haber terminado de fumar y medio empapado, entró en el coche.
—Michel, me estás mojando los asientos —se quejó.
—Coño, Irina, ¿tú sabes la que está cayendo ahí fuera? —Señaló con el índice por la ventanilla.
—Sí. —Un atisbo de sonrisa se dibujó en su rostro—. Es por meterme contigo.
—Lo sabía. Disfrutas con eso, no lo niegues.
Ella no contestó.
—Te gusta chincharme. Gozas haciendo sufrir a los demás, tomándoles el pelo, riéndote de ellos —dijo Michel.
—Ni que no lo supieras. —Miró hacia el asiento de su derecha, desde el que su compañero le dedicaba una enigmática mirada—. Pero al que más me gusta hacer rabiar es a ti.
—¿Por qué?
—Porque es fácil, porque te lo tomas en serio y porque te quiero.
—¿Qué?
—Eso. Ni que no lo supieras —susurró.
Sus enormes ojos verdes se clavaron en los de él.
Mark y Juan Granito tropiezan con una conocida
—¡Mark!
Resultó que, al volverse, la mujer tenía un rostro conocido. Se trataba de la policía a la que había estado siguiendo en las jornadas anteriores.
—¿Cómo sabes mi nombre? —expresó el troll con desconfianza.
—¿No me recuerdas? Irina. ¿El Morgana? ¿El callejón?
—Me llevaste al hospital, ¿no? —Su frente se arrugó y las cejas se le arquearon.
—Sí, bueno te llevó una ambulancia. Pero sí.
La cara de Mark se retorcía en muecas de asombro y una docena de interrogantes se planteaba en su cabeza.
—¡Pedazo de cabrón! —acertó a decir cuando consiguió recomponerse. Aunque la mayor parte de su actuación era fingida, ya que había recordado recientemente el papel de la mujer en su salvamento de aquella noche.
—¿Perdón? —inquirió Irina, ofendida.
—Lo siento. No me refería a ti.
—Eso espero.
—Por supuesto. Ah, y gracias por lo del hospital. Pregunté y me dijeron que se trataba de un código rojo.
—Sí. Menuda historia me tuve que inventar para cubrir mi culo.
—Gracias otra vez —insistió Mark—. Sobre todo si por culpa mía te metiste en un lío.
—Para eso no me hace falta nadie —rio—. Sé hacerlo muy bien yo solita.
—Mira, lo menos que puedo hacer es que me permitas invitarte a una cerveza —ofreció el troll.
—Hecho —aceptó con una sonrisa.
Mark pidió dos bebidas, la segunda para él.
—Así que, ¿vienes mucho por aquí? —preguntó ella observándolo de arriba abajo y constatando que no tenía mala pinta.
—Jota y yo hacemos negocios a veces —contestó, escueto.
—Ah, de esos. ¿Por cierto, dónde está hoy? —Señaló el hueco de detrás de la barra.
—Ni idea. —Dio un gran sorbo a su cerveza. Al levantar la vista se topó con la mirada divertida de su socio, que le sonreía de vuelta.
Mientras, Irina se concentraba en la bebida, sumida en sus pensamientos. La pausa se tornó en un silencio incómodo durante el cual Mark valoró si era momento de retirarse y despedirse. Hasta luego, y muchas gracias por todo.
—¿Qué hacías en el Morgana? —lo fusiló con su pregunta.
—¿Por qué piensas que tendría que responderte? —replicó a Irina.
—Porque soy poli.
—Pero no estás de servicio —apuntó con diversión.
—No estés tan seguro de eso.
—Sí que lo estoy —dijo poniendo énfasis en su afirmación.
Después de una mueca de sorpresa Irina pasó al modo detective.
—Cuéntame qué sabes. —Ahora su rostro había perdido la simpatía y se había plagado de profesionalidad y rudeza.
—Más de lo que te gustaría. —Sonrió mirándola con picardía.
—Venga, empieza a aflojar. —Ella continuaba con su papel de detective dura.
—No estoy detenido ni esto es un interrogatorio formal. No puedes hacerme nada.
—Sí, veo que tienes idea de lo que hablas. Pero, aparte de tus antecedentes, dime de qué se trata o te juro que sales de aquí con un huevo menos —amenazó.
—Todo sea por seguir teniendo dos —bromeó—. Has fastidiado a Chatarra y no le gustas. Y eso, en esta polis, es sinónimo de tener un puto problema.
La calma regresó para revelar que ambos eran capaces de tener los ojos llenos de odio clavados en el otro sin pestañear.
—Creo que vamos a ser buenos amigos —comentó Mark.
—En tus sueños, troll.
—Quieres ser mi amiga, créeme.
—¿Por qué? Tengo dudas. Me parece que esto es la peor jugada para ligar que se ha inventado nunca.
—No me invento nada. Porque resulta que tengo un expediente con tus datos, y fotos tuyas entrando y saliendo de tu casa.
Irina quiso lanzar un amago de protesta y un comentario que le diera ventaja en la conversación, pero ante la bomba que le había tirado Mark, su inventiva se había desplomado.
—¿Ahora no dices nada? Pensé que eras doña ingeniosa.
—Esto ha dejado de ser gracioso.
—Para mí dejó de serlo la noche del callejón, guapa.
—¿Por qué lo haces?
—Por dos cosas: por la pasta y porque Chatarra me ha jodido.
—Mark, creo que tenemos que hablar de esto con calma —explicó la mujer con seriedad.
—Cuando quieras. Estoy disponible. —Abrió sus brazos ante la invitación—. Es una cita, chica —se burló. Irina entrecerró los ojos y le clavó la mirada, dejando bien claro que aquello no sucedería.
—¿De qué forma me pongo en contacto contigo?
—No te preocupes. Yo te encontraré a ti. No tienes mucho que hacer ahora.
—De acuerdo —asintió—. Como tú quieras. Otra cosa, ¿cuánto vale esa información? Seguro que tus motivos no son altruistas y esperas sacar tajada.
—Claro. Mi elocuencia cuesta la cantidad de, espera…
En ese momento, Juan Granito se levantó y caminó a trompicones entre la marabunta de gente del bar hasta la altura de los dos.
—Buenas noches, señorita. Mi nombre es Juan Granito, es usted muy guapa. —Después se giró en dirección a Mark—. Tenemos que irnos —y señaló a la calle, donde un coche se había parado para que su amigo común, el tipo de la palanca, se bajara de él.
—Vaya, gracias. Tu amiguito es un cabrón educado. ¿Cuántos años tiene, trece? —dijo ella, recuperada su sorna.
—No. Ya hablaremos en otro momento. —Se despidió de Irina agitando una mano con un gesto seco. Los dos trolls se mezclaron con la multitud de parroquianos.
—Ya, ya. ¡Trolls! Peor que los hombres, ¡dicen que la tienen así de grande y luego es todo cháchara para quitarte las bragas! —voceó Irina bien alto para que los dos la escucharan según le daban la espalda camino de la salida trasera del Duende Verde.
Probablemente, si no llevara una pistola, no habría dicho aquella frase en alto en un barrio con bastante presencia troll. Aunque lo único que pretendía era fastidiar al grandote porque no sabía si su intención era chantajearla o echarle una mano para derribar el imperio del crimen de Chatarra en la polis. Porque cosa rara, al contrario de la mayoría del género masculino, aquel tipo no quería llevársela a la cama. O a lo mejor era gay y su compañero era su noviete. Pero no lo creía, tenía una especie de radar para esas cosas. Y nunca le había fallado.
Sus problemas daban un giro interesante. La suspensión de empleo le planteaba un bonito dilema: ¿qué haría para no aburrirse? La diversión llamaba a sus puertas, ¿cómo iba a negarse?
Por la mañana estaba en el calabozo, por la tarde, celebrando la libertad en su bar favorito. Pidió otra cerveza y un chupito de whisky y pensó si sería buena idea terminar la noche con un dedal de licor de hada, solo para animar el largo y difícil día. Se lo había ganado con creces.
Michel e Irina, todavía cuatro años en el pasado
Fuera llovía a mares. No se veía ni a un metro de la fuerza con la que descargaba el agua. No parecía que fuera a escampar en un futuro cercano.
Allí estaban. Parados. Sin nada que hacer.
Michel mantenía la mirada perdida en un punto más allá del parabrisas que debía encontrarse muy lejano y debía resultar placentero, porque sonreía sin ambages.
—Tu cabeza debe de ser un lugar divertido —apuntó Irina.
—¿Qué? —preguntó Michel, sobresaltado, al salir de su ensimismamiento.
—Llevas como diez minutos sonriendo como un estúpido. Dame de esa droga que tomas, por favor.
—Ah. Lo siento —replicó al constatar que su fantasía se había desvanecido. Entonces se dio cuenta. Coche de Irina. Sentados. Con la ropa puesta. Sin folleteo. La realidad resultaba mucho más cruda.
—No pasa nada —contestó ella quitándole importancia—. No tenemos prisa, es normal evadirse.
—Sí, no hay nada mejor que hacer —suspiró.
Habían terminado debajo de un puente de recio cemento después de intentar esquivar al coche de los sicarios que los seguía. Irina trató de confundirlos entre el tráfico, callejear y dar vueltas por las estrechas y minúsculas calles del barrio antiguo en las que un vehículo grande tenía complicado maniobrar y por las que resultaba imposible correr. Pero ella corrió. Conocía aquellas callejas y vericuetos como la palma de su mano, pero cualquier otro no lo conseguiría sin estrellarse contra el picudo saliente de un antiguo templo, que aguardaba, traidor, a la vuelta de la siguiente esquina. Tras los esfuerzos de la hábil conductora habían logrado confundir a sus perseguidores.
A Irina le había parecido una buena idea ocultarse durante la noche entre la tranquilidad de los antiguos polígonos. Se trataba de una barriada deshabitada que estaba atravesada, como si fuera una especie de cicatriz, por un gigantesco viaducto de hormigón que había soportado gran cantidad de tránsito sobre sus espaldas y que conducía hacia la salida de Semura.
—Aquí no nos encontrarán, ¿no?
—Eso espero, Mich.
—Más nos vale.
—¿Más nos vale? —repitió, asombrada—. Desde luego tienes una jeta…
—¿Por qué? —preguntó con un incipiente cabreo.
—Porque me has arrastrado a este marrón y estoy intentando salvarte el culo, pero no me voy a hundir en el barro contigo. Eso que lo tengas bien claro —afirmó con rotundidad.
—Muy bien —contestó Michel con pesadumbre—. ¿Puedo fumar? —Le mostró el paquete de cigarrillos.
—Baja la ventanilla, lo enciendes y todo el humo fuera. ¿Entendido? —le advirtió.
—A la perfección, detective.
Hizo caso de las instrucciones de Irina, pero el cigarrillo ya le daba lo mismo, se le habían quitado de golpe las ganas de fumar.
Mark y Juan, en la Semura del presente
No podían acercarse al camión, lo estarían vigilando. Sin transporte no contaban con demasiadas posibilidades de esquivar a los sicarios del tipo del almacén. La zona de los bares en los que se permitía entrar a inhumanos estaba a rebosar de gente: humanos de la peor calaña, enormes trolls, escuchimizados trasgos con su imborrable mueca de roedor vengativo, varias ninfas morenas hacían la calle en busca de clientes con los que prostituirse… Todos unidos por un motivo, beber alcohol y olvidar sus diferencias durante los breves segundos que duraba el trago.
Mark miró un par de veces a su espalda. Juan continuaba unos pasos por detrás, con rostro serio, pero atento y sin perder comba respecto al ritmo de su jefe. Estaba más preocupado por el bienestar del chiquillo que por que le descerrajaran un par de tiros. Él se lo había buscado, pero el chaval no tenía nada que ver con el asunto.
Medir dos metros de alto resultaba una ventaja para ciertas cosas, como mirar a lo lejos por encima de la gente y ver que tus perseguidores acaban de salir del bar del que te habías marchado poco antes. Pero también servía para ser localizado bastante rápido. Los cuatro secuaces lo señalaron y corrieron en su dirección.
El troll abandonó cualquier esperanza de zanjar el problema sin disparos. Se plantó en dirección a la cuadrilla, enarboló su arma y disparó a dar una tanda de tres balas. Aunque no acertó en ningún objetivo, consiguió que con el estruendo de las detonaciones todas las personas en un radio de quinientos metros se agacharan de forma instintiva impidiendo así el avance del cuarteto. Empujó a su socio con énfasis para que corriera por delante y no parara hasta que él se lo dijera o estuviera muerto. O eso intentó. Sin embargo, no escapó ninguna sílaba de su boca. A pesar de ello, Juan lo entendió y sus jóvenes piernas subieron y bajaron a una velocidad endiablada, poniendo metros de distancia del lugar donde Mark había descargado su pistola.
La respuesta no tardó en llegar. Un par de tiros sonaron bastante cerca y los impactos levantaron pedazos del asfalto y esquirlas de la acera. A ellos los siguieron otros tantos, cada vez más próximos a la carne de Mark y Juan que no cesaban de moverse. El troll daba tres zancadas y disparaba a ciegas hacia el bulto que constituían sus perseguidores. No tenía tiempo de apuntar, bastante dificultad tenía con continuar corriendo, respirando y tratando de que no los alcanzaran las mordeduras de los proyectiles.
La marea de personas, humanas e inhumanas, había huido entre gritos de horror, en busca de un refugio. La policía no tardaría mucho en llegar y entonces sería cuando tendrían problemas de verdad. Mientras tenía aquel pensamiento, dedicó unos segundos a apuntar y pulsó el gatillo en un par de ocasiones. El primer disparo se perdió, pero el segundo dio de lleno en el costado de uno de los sicarios, quien cayó dolorido por el balazo. Mark fue capaz de escuchar sus gritos y lamentos desde la distancia. Su cadera había reventado con el mismo sonido que el de la fruta madura al romperse. No se paró más, siguió corriendo en pos de Juanito, que le abría el camino. Tres más detrás de ellos. Varias detonaciones siguieron en respuesta a la andanada de Mark y acertaron en el espacio que el troll había ocupado unos instantes atrás. Demasiado ajustado. Tampoco podía desperdiciar munición; ellos contaban con una clara superioridad de fuego. Necesitaban una ventaja o estaban perdidos. Una sirena aullaba a lo lejos.
Juan miró hacia su jefe y le indicó que se mantuviera detrás de él. De repente, con un quiebro, entró en un portal. Mark no comprendía el movimiento, pero confió en el chico y se metió detrás.
El portal, en realidad era un pasaje entre calles con escaleras que desembocaban en diferentes bloques colmena de viviendas. El joven señaló que se dieran prisa. El pasillo resultaba estrecho y oscuro y tendrían que correr al máximo de su resistencia para que no los cogieran y aquello no se convirtiera en una encerrona. Un centenar de metros de húmedo cemento manchado de aceite industrial y cualquier otra porquería, los separaban de esa posibilidad de supervivencia.
Mark corría retorcido, la mitad de su cuerpo le obligaba a avanzar hacia delante, mientras el tronco y la cabeza estaban girados para vigilar la retaguardia, en caso de que asomaran antes de tiempo. Por suerte el final del pasaje estaba al alcance, casi lo tocaban con los dedos. Juan ya había salido de la ratonera. Él sería el siguiente.
Un sonido como el de un trueno retumbó en el interior y Mark, con un pie en la calle, vio como los asesinos entraban en el corredor. Era la primera detonación del caos de explosiones que lo acompañó después. Todavía no estaban a salvo. Juan lo tomó del brazo con una fuerza mayor de lo que cabría esperar por su aspecto enclenque. Ahora era el joven quien guiaba al mayor. Sus perseguidores aún se encontraban a la mitad del callejón.
—Mark, rápido, por aquí —exigió el muchacho sin aliento. Su compañero lo siguió, sin siquiera plantearse si el chico tenía la suficiente inteligencia como para sacarlos de aquel embrollo. Indicó una portezuela desvencijada de madera renegrida, como de un metro de altura, que parecía a punto de caerse en pedazos. Juan la abrió de un empujón e invitó a Mark a que se metiera dentro. Este tuvo que inclinarse, pero introdujo su corpachón en el hueco. Después lo siguió Juan, que tuvo menos dificultades y atrancó la puerta a su espalda.
—¿Dónde estamos? —se apresuró Mark a preguntar.
—En una carbonera. ¡Shhh! —lo mandó callar al escuchar a los sicarios buscándolos por la calle.
—No pueden haberse desvanecido —oyeron a lo lejos—. Dos trolls no desaparecen así como así. Se han escondido. Encontradlos. ¡Rápido! —ordenó el cabecilla, aquel que conocían por su palanca metálica. Ellos no se movieron, ni apenas respiraron. Mark mantenía la pistola apuntada hacia donde suponía que estaba la puerta de entrada, porque la oscuridad era total y no veía ni sus manos por delante de él.
Las pisadas de los tres pasaron por delante de la carbonera, sin que se detuvieran junto a la vetusta puerta y se alejaron de su escondrijo. Sus pasos y sus voces quedaron amortiguados por la lejanía. Parecían a salvo. No obstante, aunque ya no podrían oírlos, permanecieron unos minutos más en absoluto silencio, por si acaso.
Cuando el rumor de la calle volvió a ser el normal, sin disparos ni tipos vociferando, Mark dijo:
—¿Cómo conocías este sitio?
—Solía esconderme aquí de pequeño de los niños que querían pegarme.
—¿Te quedabas aquí? ¿A solas y a oscuras?
—Sí. ¿Por qué?
—Me hubiera muerto de miedo si de niño me hubiera quedado aquí.
—Bueno. Era una aventura. No me gustaba que me pegaran. No soy muy listo, pero aprendo rápido.
—Ya lo sé. Lo que no entiendo es por qué no se han molestado en inspeccionar la puerta de la carbonera.
—Porque son humanos. No necesitan carbón, ni quieren mancharse la ropa con él.
—Claro. Su lógica no comprende que nos hayamos ocultado en un sitio con mugre. Curioso. Jamás se me hubiera ocurrido.
—Sí. Tú eres un troll. Y más inteligente que yo.
—Juan, lo que nos ha salvado hoy ha sido tu rapidez de pensamiento. Así que me vas ganando en inteligencia por hoy. ¿De acuerdo, socio? —No lo vio porque no había luz, pero le había guiñado un ojo con la mayor de las complicidades.
Se quedaron en el agujero de la carbonera una media hora más hasta que comprobaron que el peligro había pasado de largo. La luz del sol los obligó a entornar los ojos y cuando consiguieron adaptarse a la claridad, se vieron cubiertos de arriba abajo por la carbonilla. Rieron sin parar durante un buen rato.