Michel, en el pasado
LAS CAMPANILLAS CHOCARON CON UN TINTINEO metálico al abrirse la puerta del comercio. El dependiente surgió de inmediato de la trastienda. Michel miró a su alrededor: cientos de escopetas y rifles de caza se apilaban en ambas paredes ordenados según modelos y calibres. Devolvió su atención al tendero. Era mayor que él, bajito, tenía el cabello blanco con pronunciadas entradas y le clareaba en la coronilla. Llevaba puesto un delantal oscuro como si fuera a mancharse vendiendo un arma.
—Michel —lo saludó con desinterés, aguardando sus intenciones.
—Tranquilo, Frank, no vengo en tarea oficial.
Ambos sabían cuál era su ocupación secundaria: confidente de la policía.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Necesito algo. —El policía señaló hacia la cortina que ocultaba la trastienda.
—Bien, espera un momento.
El dueño presionó unos mandos debajo del mostrador que cortaban el funcionamiento de las cámaras de seguridad. Después fue hacia la puerta, la cerró con dos vueltas de llave por dentro y colgó un cartel que decía: «He salido a comer, vuelvo en media hora».
—Acompáñame, Mich —lo invitó a que lo siguiera.
Michel obedeció, traspasando la cortina. Tras ella había un largo y estrecho pasillo que desembocaba en una única puerta blindada. El policía siguió a Frank, que descorría los cerrojos de seguridad. Franquearon el umbral y el armero pulsó un interruptor que iluminó la estancia con una luz fluorescente.
Había un par de mesas con telas por encima a modo de manteles. Sobre ellas descansaba una panoplia compuesta por revólveres, pistolas, rifles automáticos, subfusiles, pistolas ametralladoras, lanzagranadas, ametralladoras, cajas de balas de distintos calibres, cargadores suplementarios, tolvas de munición enrolladas… El paraíso armamentístico del delincuente.
—¿En qué habías pensado? —le preguntó Frank.
—Una pistola, por lo menos.
—Muy bien. Empecemos con esta maravilla. —Le mostró un revólver de pequeño tamaño—. Es el treinta y ocho corto de siempre, con la salvedad de que carga cinco proyectiles y, como ves, se ha escamoteado el percutor, que es interno. Resulta ideal para ocultarlo en una funda tobillera o guardarlo en un bolsillo con discreción.
Michel lo tomó y lo sopesó, empuñándolo con el brazo estirado hacia un blanco imaginario en un muro.
—Es ligero. Pero siempre he sido más de pistola. —Se lo devolvió.
—De acuerdo, entonces ya sabemos que quieres fuego rápido y no quedarte sin balas enseguida.
—Eso es.
—Mira, esta es un Águila del Desfiladero. —Le acercó una gran pistola con incrustaciones cromadas y cañón ancho—. La mejor si quieres potencia de fuego, carga siete balas de doce coma siete milímetros. Una auténtica bestia.
Michel la empuñó. Necesitó sujetarla con ambas manos.
—Demasiado pesada. Tiene que tener un retroceso del demonio y ser bastante ruidosa.
—Sí, cierto. No se trata de un juguete discreto. Entonces pasemos a calibres más comunes. —Recogió una nueva arma—. Una nueve milímetros, diecisiete balas en el cargador, las estrías del cañón son poligonales, percutor interno, la corredera más suave que hayas accionado, seguro automático, no se dispara sola ni aunque la golpees contra una piedra, cuerpo de polímero. Una joya. Existe otra versión de fuego completamente automático, pero esa no la tengo aún.
El policía comprobó cada una de las características esgrimiendo el arma, que resultaba mucho más ligera que la anterior y se adecuaba a lo que él quería.
—Se parece mucho a la que utilizamos en el departamento —dijo mientras tiraba hacia sí de la corredera, que se deslizó sobre el cañón.
—Sí, las hace el mismo fabricante. Pero estos modelos son series limitadas que solo se venden en el mercado negro. No llevan la serigrafía de la marca, ni siquiera las piezas están numeradas. Son imposibles de rastrear, aunque utilices balas comunes.
—Muy bonito, sí señor —afirmó el policía—. Me llevo una de estas, dos cargadores y toda la munición que puedas venderme.
—Eso está hecho, Mich. 5.000 tienen la culpa —anunció con media sonrisa pensando que con su sueldo el detective no podría permitírselo.
—Como estos, Frank. —Michel puso un fajo de billetes con la cantidad pedida sobre una de las mesas. El tendero contó el dinero y comprobó que se trataba de la cifra correcta.
—Muy bien. ¿Quieres un maletín acolchado para meterla? Te hago un paquete con lo demás.
—No gracias, una funda de piel me vendría mejor —pidió con la pistola aún en la mano.
—La funda la podemos coger en la tienda, el resto está todo aquí. —Señaló hacia el paquete que le había hecho.
Michel tomó uno de los cargadores, encajándolo en la culata y accionando la corredera. Después apuntó a Frank.
—Michel, ¿qué estás haciendo? —preguntó con una mezcla de aprensión y miedo.
—Sabes mi nombre, y eso sí que se puede rastrear. —Apretó el gatillo una vez. El disparo alcanzó el pecho del tendero, que cayó fulminado a sus pies.
Tomando el paquete de papel de estraza, lo metió bajo el brazo. Rebuscó entre los bolsillos de Frank hasta que encontró las llaves. Caminó con parsimonia, no tenía ninguna prisa. Pasó el pasillo y accedió de nuevo a la tienda. Miró a su alrededor, todo en calma. Llevaba la pistola apuntando hacia el suelo; aún humeaba. Buscó una funda para ese modelo, la guardó en ella y se la colocó pinzada en el cinturón. Quedaba oculta por los faldones de la americana. Después abrió la puerta de la armería de nuevo. A la salida tiró las llaves en una alcantarilla. Cuando se subió en el coche todavía podía verse el cartel que decía: «He salido a comer, vuelvo en media hora».
Irina, Semura actual
Aquel día no fue necesario el trabajo de calle, así que se perdió en su cubículo entre informes, papeleo y montañas de carpetas. En realidad no prestaba atención a ninguno de aquellos papelotes. Aguardaba a terminar su turno para asaltar la morgue aquella noche. Ya que no le permitían acceder a los resultados de las autopsias por las buenas, los conseguiría por sus propios medios. Había recibido un soplo, un mensaje anónimo.
Cuando terminó su jornada, se preparó para el asalto.
Había ido caminando todo el trayecto. La morgue se encontraba aislada de los edificios principales del complejo hospitalario. Pasó junto a las moles de cemento y sus chimeneas que no dejaban de quemar desperdicios. Sabía en qué lugares había cámaras de vigilancia. Se había dedicado a estudiar los ángulos muertos, cuál era la mejor hora y el lugar más conveniente por el que escabullirse. Evitar ser grabada constituía su principal objetivo. Forzar la entrada e introducirse sin ser vista, el siguiente paso. Una vez en el interior, debía esconderse del personal de guardia y acceder a los informes.
Pegándose contra la verja metálica, consiguió zafarse del barrido de la primera cámara. Corrió lo más rápido que pudo hasta la siguiente esquina. En menos de un minuto, la segunda cámara abriría su punto ciego. Se concentró en respirar y tomar la cantidad de aire que necesitaba. Observó el lento movimiento de giro del aparato, contó hasta diez y salió disparada hasta el siguiente punto seguro.
En aquel sitio tenía que trepar para salvar la valla que rodeaba el recinto. Observó la posición de las cámaras que tenía más cercanas y puso un pie en uno de los huecos de la reja para impulsarse con él y elevar su cuerpo. Un nuevo esfuerzo la subió por encima de la tela metálica, pasando al otro lado con cuidado de no engancharse la ropa. Cuando se encontró a una altura conveniente, saltó para aterrizar agachada con las rodillas dobladas y las manos a los lados para no perder el equilibrio.
Antes de moverse, se aseguró de que nadie la hubiera visto. Los aparatos de vigilancia continuaban en su artificial y pesado recorrido.
A partir de ese punto había cien metros de descampado, donde, a pesar de la oscuridad, sería vista desde cualquier lugar de la morgue si había alguien observando la zona exterior. Empezaba la parte más peligrosa del plan.
Corrió al tope de lo que le permitían las piernas, el corazón y las pulmones. En un par de ocasiones estuvo a punto de tropezar y caerse. A la velocidad que iba se haría daño, pero también llamaría la atención de alguien. Y no quería que aquello sucediera. Durante los últimos cincuenta metros tuvo que agacharse para aprovechar las sombras que proyectaban las farolas y la iluminación permanente del edificio. Sentía la gravilla y las irregularidades del terreno en la planta de sus pies, a pesar de que calzaba unas botas con tres centímetros de suela.
El pecho le subía y le bajaba, funcionando al máximo, inhalaba aire por la boca, ahogada por el esfuerzo. Tocó con una mano la culata de su pistola. Si las cosas se ponían feas, no dudaría en salir del embrollo a disparos.
Según el papel que habían dejado de manera anónima sobre su mesa, existía una puerta trasera que cerraba mal y no solía estar vigilada. Quién era el responsable de ese chivatazo, poco le importaba. La persona que se había molestado en ayudarla conocía de lo que Irina era capaz con tal de conseguir pistas y resolver el caso. Así que aprovechó el poco tiempo del que disponía.
Se orientó para encontrar la puerta al tiempo que vigilaba las ventanas de la planta baja. Por el momento no había movimiento ni se habían encendido luces cerca de ella.
La información era cierta, no cerraba bien. Con apenas un empellón, el pestillo cedió sin ningún problema, dejándole el paso franco. En el interior solo se guio por la iluminación de emergencia que despedía una luz tenue y escasa. Aquel pasaje conducía a una sala desierta y sin vestigios de actividad. Ahora necesitaba encontrar la sala de autopsias y el archivo donde se guardaba el informe de las víctimas. La especie de vestíbulo en el que se encontraba conducía a una puerta trasera de una de las salas de autopsias. Ya sabía cómo moverse.
Con sumo cuidado desplazó el doble portón. El lugar olía de forma exagerada a desinfectante industrial y a limpio. «El aroma de la muerte», se dijo. Un pensamiento que en lugar de tranquilizarla, la puso más nerviosa.
La frialdad del acero de las cámaras, del instrumental, de las sierras, del aparataje que servía para cortar y abrir cuerpos muertos, le provocó un escalofrío y trató de encontrar la oficina del forense cuanto antes.
Por suerte, el despacho de Blanco se encontraba en el mismo espacio. Era una estancia muy sobria, con apenas una mesa, una silla, un armario y un archivador. Corrió hacia el archivador. Tiró de cada uno de sus tres cajones. Ninguno cedió a sus impulsos; estaban cerrados con llave. Buscó un objeto con el que hacer saltar la cerradura. En la oscuridad resultaba difícil, pero unas tijeras serían ideales para su cometido. En una vieja taza de desayuno, donde se acumulaban pinzas, bolígrafos y un par de pipetas, encontró lo que necesitaba.
Introdujo las dos hojas en la abertura de los cajones intentando encontrar la pestaña del cerrojo. En el momento que la encontró, atravesó las tijeras. Se echó hacia atrás apoyándose contra la mesa y le pegó una furiosa patada a las patillas. Las tijeras se rompieron por su eje, pero logró saltar la cerradura, que reventó con un chasquido metálico.
Sacó el cajón del archivo. Miles de informes se hacinaban en orden. Tenía que sacar uno por uno y ponerlos a la altura de la luz de emergencia para estar segura de que era el expediente que quería. Perdió demasiado tiempo en esa labor. Cada minuto que transcurría sin conseguir su objetivo, se impacientaba aún más.
Ya cansada y pensando que la iban a pillar, extrajo la siguiente carpeta de cartón marrón, desesperanzada. Sin embargo, aquel era el bueno. Lo comprobó dos veces. Esas eran las fotografías de Aura Merchante, del trasgo y de la segunda chica. Cerró el archivo sin cuidado de dejarlo como estaba y se guardó el informe debajo del brazo con ganas de irse.
Las luces se encendieron, deslumbrándola.
—Señorita, ¿qué está haciendo aquí?
Mark, en directo
Manipuló la cerradura con las ganzúas. Consiguió mover el pestillo hasta que oyó un chasquido, pero aquella puerta contaba con un segundo cierre, más complicado de abrir con los instrumentos habituales. Introdujo sus ganzúas por el hueco de la puerta y se hizo una idea de la barra de la cerradura extra que trababa la puerta. Demasiado gruesa para obligarla a girar hasta su posición inicial. No podía entrar por allí. Dejó el primer cierre como se encontraba con anterioridad y pensó en otras posibilidades.
Había un ventanuco en la escalera, abierto y por el que vislumbraba que daba a un baño, pero resultaba bastante pequeño como para colar su corpachón por aquel hueco.
Resoplando, desistió de entrar en la casa de su blanco. Se marchó del edificio pensando en cuál sería su siguiente paso. Tendría que aguardar allí, pertrechado en la cabina del camión, a que ella regresara para tener una idea de sus horarios, de sus hábitos. No le habían dado demasiada información, más que unas fotos y su dirección. Sabía que no le habían contado algo, una pieza importante que habían omitido a propósito. Ya lo averiguaría.
Cuando Chatarra decía tan claro «soluciona este asunto», en realidad quería decir que matara a esa persona. Y Mark no era un asesino a sueldo. Pero Tony tenía la oportunidad perfecta de deshacerse de él. No tenía vínculos con el empresario y si desaparecía de forma misteriosa, nadie dirigiría las preguntas hacia el magnate. Un negocio redondo, para Chatarra, claro. Sin embargo, Mark tenía otras intenciones. Primero, necesitaba averiguar quién era aquella chica y por qué el mafioso pretendía dejarla fuera de juego. En cuanto lo supiera, decidiría cuál sería su movimiento. Mientras tanto necesitaba continuar con su actuación. Sabía que por lo menos uno de los allegados de Chatarra lo observaba de vez en cuando para transmitir al jefe sus progresos. También sabía que su venganza contra Chatarra dependía de cómo finalizara aquel asunto.
Comprobó en su lista los bares en los que tenía mercancía pendiente de entrega. Aquella semana se le habían acumulado, y no cobraría del tema de la chica hasta que diera pruebas de que lo había finiquitado. El alcohol vendido se pagaba semana a semana y necesitaba bastante dinero para sus planes futuros. Arrancó el camión y, sin su ayudante en esta ocasión, decidió continuar con las ventas de botellas de Chatarra.
Cuando se encontraba girando el volante, le pareció verla. Caminaba a grandes pasos, con seguridad en sí misma. Volvió a aparcar. La oportunidad se le presentaba.
Ella pasó justo debajo de la luz de una farola. No cabía ninguna duda, se trataba de su objetivo, la mujer que le habían encargado eliminar. No tenía pinta de amante despechada. Había conocido a varias jóvenes adeptas de Tony con anterioridad y no se parecía en nada a una de ellas.
Alta, desgarbada, delgada. Pelo moreno y corto. Ojos claros. Vestía con cierto aire militar con sus botas y cazadora de cuero. Probablemente era una pose buscada y no tenía nada de real. O tal vez sí. Entró en el portal y desapareció tragada por la penumbra. Dirigió su mirada hacia la luz que acababa de encenderse en su piso. Iría a dormir y él tenía que entregar su alcohol. Pero, las luces se apagaron de nuevo y dos minutos después la mujer salió a pie en la dirección contraria, mirando a sus espaldas.
Decidió seguirla a sabiendas de que su objetivo parecía tener la impresión de que iban detrás de ella. Los peores blancos resultaban aquellos que sabían que los seguían. Eran más precavidos, paranoicos e impredecibles. Todas las actitudes que no beneficiaban a su perseguidor.
La chica continuó hasta el final de la calle y en el momento en el que aunque se girara no podría verlo, puso el camión en movimiento tras ella.
Iba a ser una larga noche.
Michel, hace un tiempo
Michel salió de la comisaría, el lugar en el que estaba más seguro. En la puerta saludó a Irina que iba en sentido contrario. Ella le devolvió escueta el saludo y ni se molestó en mirarlo. Después del asalto al almacén apenas habían intercambiado una palabra. Él había realizado un par de intentos de acercamiento que no fructificaron como consecuencia del muro de frialdad con el que Irina lo castigaba. Ni siquiera un comentario gracioso, relacionado con el trabajo, lograba arrancarle una sonrisa, si la broma venía de parte de Michel.
Ella había pedido un cambio de turno, así que se quedaba sin compañero hasta que le asignaran otro.
Fue andando sin prisa hasta su coche, consciente de que en la calle era más vulnerable. Cualquiera podía acercarse sin ningún impedimento y dejarlo seco de un par de tiros. O un tirador, no hacía falta que fuera experimentado, con un rifle de largo alcance y una mira telescópica competente. Bastaba con que tuviera un sitio tranquilo y alto en el que apoyar el arma. Su paranoia aumentaba por momentos. Portaba consigo la pistola extra, aun a riesgo de que lo descubrieran en el departamento.
Un coche frenó a su lado. Una ventanilla se bajó.
—Suba al coche —ordenó el conductor.
Michel reconoció la voz. No tuvo tiempo para pensar. Miró a su alrededor, nadie lo observaba. Por el rabillo del ojo, vio a Irina salir de nuevo. Cerró la puerta de la berlina negra con la mano diestra sobre la funda del arma y muy rápido, situó la siniestra muy cerca de la artillería suplementaria. No podía dar nada por sentado y el mayordomo o lo que fuera del hombre del bigote lo estaba conduciendo hacia la casa de campo que ya conocía. ¿Lo ejecutarían allí? ¿En una mansión? No lo creía probable, pero por si acaso, tenía que ser precavido.
Era obvio el motivo por el cual lo convocaban. Había fallado. Un negocio se había ido al traste por su culpa. Es más, había participado de forma directa en la redada, como seguro habían constatado al hablar con uno de los responsables detenidos del almacén.
El automóvil enfilaba sin dificultad la senda de tierra que terminaba en el rico caserío. Aquel día el sol no brillaba como en la anterior ocasión que lo había visitado. Ni su nueva visita era por asuntos de placer. «Negocios, negocios, negocios», se dijo. Era consciente del lío en el que se estaba metiendo desde el principio. También de sus inconvenientes. Que lo liquidaran con un tiro en la nuca y luego se lo dieran a comer a los cerdos era uno de ellos. Así se decía que obraba la mafia troll con los chivatos. Al fin y al cabo, él era uno, un soplón.
El coche se detuvo y lo invitaron a salir.
—Sígame, por favor —entonó el chófer, aunque tenía complexión de guardaespaldas. Además, ya conocía el camino.
Los dos ascendieron de nuevo por la gran escalera que desembocaba en la sala o despacho donde ya había estado antes.
En la estancia, el hombre de la barbita, sentado. A un lado, de pie, el troll grandote y un tercero que no conocía.
—Bienvenido, Michel —lo saludó. Los otros dos se dieron la vuelta hacia él mientras alcanzaba su posición.
Ninguno de los tres presentaba una sonrisa en el rostro.
—Te dije que el poli no traería nada bueno, Mesías —lo acusó el troll señalándole con el dedo, aunque su frase no estaba dirigida a Michel.
—Calma, Tony —trató de apaciguarlo mostrando ambas manos—. Escuchemos qué es lo que tiene que contarnos nuestro amigo. Michel, cuando quiera —le ofreció que continuara cediéndole la palabra.
—Bueno —comenzó Mich—, me gustaría disculparme por los inconvenientes que pueda haber causado.
—Y tanto que vas a disculparte —le recriminó el troll, el otro hombre continuaba en silencio.
—Tony, deja que se explique —intervino el de la barba recortada, que había sido apelado como Mesías.
—Iba diciendo que el fracaso de esta operación no ha sido mi intención —se excusó de nuevo mirando a los tres a los ojos—. Ya tenía la información y me disponía a salir para enviársela a mi contacto, cuando me llamaron para formar parte de la fuerza de choque que asaltó el almacén. Con mi experiencia de más de veinte años en el cuerpo, resultaba imposible negarme. Suelen contar con los detectives veteranos en labores de coordinación, supervisión e incluso de apoyo a las escuadras de élite.
—Muy bien. Es comprensible —aceptó su empleador.
—¿Comprensible? —estalló el troll—. ¡Hemos perdido más de un millón cada uno por esa mierda de elfo!
—Esta semana ganarás el doble con tus otros asuntos. Además, gracias a su trabajo desde dentro todos hemos ganado diez veces esa cantidad.
—Mesías, me estoy hartando de tus juegos de polis y ladrones.
—Tony, si quieres romper el trato que cerramos en esta misma sala, dilo con claridad —expresó Mesías con rotundidad.
—No me van tus escarceos con la policía. —Miró con desdén a Michel de arriba abajo—. No son buenos para el negocio.
—Pues entonces tenemos un problema. Porque creo que el detective, aquí presente, ha sido leal y nos ha proporcionado soplos con los que hemos obtenido muchos beneficios. Y pretendo seguir de la misma forma.
—El problema se soluciona rápido. —Se apoyó con dos enormes manos sobre la mesa inclinando su cuerpo hacia su socio—. Hemos terminado, no haré más negocios contigo. Me consta que muchos de los míos me seguirán y también varios de los tuyos. Te quedas solo.
Dicho eso salió airado del cuarto a grandes pasos.
—No esperaba menos de él. Tony Chatarra no sabe jugar en equipo, igual que su padre. —Negó con la cabeza en un gesto de decepción—. Michel, usted no deje de hacer su labor. Me encuentro muy satisfecho de que trabaje para mí y no me arrepiento de haberle asignado esta tarea. Ya me ocuparé yo de los Chatarra de turno. Su contacto como siempre, en caso de que haya novedades de las que necesite ser informado, Boris —señaló al conductor que había vuelto a aparecer—, se lo hará saber.
Los despidió con un gesto de su mano. Michel caminó detrás del chófer, que tenía nombre después de todo. Por fin había averiguado quién era el troll. Conocía ese apodo. Estaba relacionado con tráfico de mierda de elfo, contrabando de licor de hada, prostitución, trata de inhumanas, venta de bebés y una larga retahíla de supuestos delitos de los que nunca se le había podido acusar por falta de pruebas. Lavaba su dinero ilícito a través del negocio de chatarrería y eliminación de desechos que había heredado de su padre.
Subieron los dos al automóvil negro. El trayecto de regreso le resultó más corto y menos angustioso.
—Si quieres un consejo —le comentó Boris—, no dejes muy lejos esas pistolas que llevas —Michel hizo un amago de replicar—. Sí, se te notan. Te aseguro que el jefe se ocupará de que no te ocurra nada. Pero ándate con cuidado, no puedo responder por el troll, Chatarra está desatado. Vigila tu espalda, Michel. —Detuvo el vehículo en el mismo lugar donde lo había recogido.
—Te haré caso, y gracias. —Si le respondió, no pudo comprobarlo, porque en cuanto la puerta del habitáculo volvió a cerrarse, el coche arrancó y lo dejó de pie en medio de la carretera, pensativo.
Otro automóvil se acercaba hacia él a gran velocidad. Frenó de golpe con un chirrido, deteniéndose a escasos centímetros de sus piernas. Michel ya había hecho el gesto de buscar sus armas. A punto se encontraba de desenfundar las pistolas. Venían a por él.
—Sube, Mich. —Quien lo exhortaba ahora era Irina, con cara de pocos amigos, desde detrás del volante.
Una vez dentro, el detective no dijo ni una sola palabra, ni tampoco la miró a la cara.
—Te he seguido —anunció la mujer—. Así que ya va siendo hora de que me expliques en qué coño estás metido.