7.
Escena del crimen

LA SOLEDAD LO INVADÍA. NO ENTENDÍA cómo había terminado tan solo. Hablaba consigo mismo, se daba y se quitaba la razón en sus discusiones, pues con nadie más podía conversar. Defendía una opinión y la contraria intentando sonar razonable, a fin de cuentas, debía defender sus ideas con juicios, argumentos y razones. Una materia que daba mucho que pensar, más allá de la superficialidad de las cosas. Lo peor, cuando descubría que se reía a carcajadas de un chiste que se había contado a sí mismo.

Por eso necesitaba salir de allí. Tenía que tener otro, quería tener a otro. Uno más y lo dejaría. Uno más y ya vería. Uno más y ella se daría cuenta, seguro. Uno más y lo comprendería, entendería por qué había hecho lo que hizo. Uno, el último, y ya no estaría solo. Prometido.

Michel, antes

Michel estaba sentado a su mesa de trabajo, con un café de la cantina a su lado, revisando y dándole vueltas a un caso que no tenía sentido. Leía una y otra vez los informes, los relatos de los testigos oculares, los antecedentes del sospechoso, pero no conseguía juntar las piezas, no sacaba nada en claro de la investigación. Una sirena de un coche patrulla se escuchó en la calle por encima del barullo habitual de compañeros de uniforme y detectives entrando y saliendo con carpetas de cartón en una mano y en la otra un café similar al suyo.

Tiró el vaso de café al suelo. Le puso énfasis al lanzamiento, estaba cabreado. No solo quería que se rompiera, deseaba que se partiera en mil pedazos, cuanto más pequeños mejor, y a ser posible, que esas esquirlas rebotaran en su caótico baile y se le clavaran en la piel. Sí, miró con parsimonia cómo el cristal botaba una vez contra las baldosas de terrazo rojizo. Cuando se encontraba a punto de hacerlo una segunda, estalló en infinitesimales partes transparentes convertidas en afiladas y letales agujas. Una magnífica metralla.

Sin embargo, ese segundo rebote nunca sucedió, porque una mano de dedos alargados y esbeltos cogió el vaso al vuelo antes de que se hiciera añicos.

—¿Mich, te encuentras bien? —La voz del cariño. La de quien en los últimos tiempos, cuando las cosas se habían puestos bien feas, había estado a su lado.

—Sí. No. No lo sé, Irina —contestó meneando la cabeza, queriendo sacudirse su enfado—. Creo que me voy a tomar el resto de la tarde libre, ¿me cubres?

—Por supuesto, Mich. Vete a casa y descansa —dijo ella con una sonrisa desde detrás del panel divisorio de su cubículo.

Se fue, pero no a casa. Dejó la comisaría y vagó por los viejos jardines de la extinta Infantería de Marina, hasta que se encontró de frente con la vetusta fuente. El estanque lleno de algas y líquenes que más bien parecían hiedras trepadoras; la única agua que había era la caída en las últimas lluvias, porque no lo llenaban, ni tampoco le prestaban ningún tipo de cuidado desde hacía años. Maldita guerra. Lo había estropeado todo. Le apetecía una copa. Unas cuantas.

Recordaba jugar en aquel parque de niño. Su abuelo lo llevaba cuando era un zagal. Miró a su alrededor. Aún aguantaban los hierros que habían sostenido los columpios y los balancines en los que había roto más de un pantalón para disgusto de su madre y posterior azotaina de su padre. Tenía una imagen en la cabeza muy clara: él con unos pantalones cortos, subido en la locomotora expuesta junto a la fuente. Estaba prohibido, pero los chavales se saltaban las cadenas protectoras y se aupaban hasta la cabina de la máquina, que languidecía por el óxido a pesar de las múltiples capas de pintura con que la obsequiaban con frecuencia. El barniz enmascaraba la herrumbre por un tiempo, aunque si jugabas allí, sabías que más te valía no tropezar y conseguirte un corte con las planchas de acero carcomido. Cualquier muchacho prefería correr el riesgo por los buenos ratos de diversión que proporcionaba el cadáver metálico.

Y en aquel lugar seguía el esqueleto del tren de su infancia. Una masa oxidada, repleta de agujeros, que en la actualidad estaba circundada por una robusta valla metálica. Sin ningún niño que jugara en ella. La pobre tenía que haberse muerto de pena, abandonada como un juguete roto. Esos juegos debían de añadir vida a los pedazos inertes de materia que una vez habían circulado por una vía, tirando con fuerza de un convoy de perezosos vagones, escupiendo humo y vapor, comiéndose el carbón y la leña en su tripa de fuego, indómita y aventurera, viajera, soñadora…

¿Desde cuándo no permitían a los críos jugar allí?

—¿Michel Fernández? —le inquirió un hombre.

—El mismo —contestó volviéndose y pensando en si había cogido su arma—. ¿Qué quiere?

—Esto es para usted. —Le puso en la mano un abultado sobre.

—¿Qué…?

—Un adelanto por la tarea que deberá realizar. Se le asignará un apartado de correos que solicitará bajo un nombre falso. Acuda una vez a la semana, nunca el mismo día ni a la misma hora y obtendrá instrucciones de su cometido. No vuelva a llamar por teléfono, tampoco trate de localizar a nadie, por su propio bien. Es todo.

—¿Cómo me…? —comenzó, pero el hombre, con seguridad un troll, por su altura y corpulencia, aunque no le había dado tiempo para cerciorarse de si llevaba un torque o no, ya se había marchado. Estaba claro que sabían dónde encontrarlo.

Miró la suciedad que llenaba el estanque de lo que había sido una fuente con chorros de espuma en su infancia, y que ahora apenas resistía en pie en un parque abandonado. Después, sopesó el sobre y se lo metió en la chaqueta. Con el dinero que estimaba que había dentro, podría solventar una parte de sus problemas.

Irina, ahora

El rostro del cadáver le resultaba familiar. Un trasgo, moreno, corto de estatura y tan delgado como si no le hubieran dado de comer en una temporada: el mentón afilado y las mejillas chupadas. Los ojos oscuros y pequeños, hundidos, le recordaron a un hurón, o a una comadreja, en cualquier caso a un roedor. Pero se trataba de una persona, un inhumano, sí. Igual de real que un troll o una ninfa. La boca abierta dejaba entrever los ridículos dientes.

Sin lugar a dudas, el tipo que le cerró la puerta en las narices era quien yacía a sus pies desangrado, con marcas de arañazos en el cuello. «Posible causa de la muerte: degollado y desangrado con uno o varios objetos incisivos punzantes», rezaba el informe preliminar del forense. No la había llamado para explicarle los detalles de la autopsia de la ninfa. Ella tampoco se había acordado de pasar por la morgue. Irina había tenido suficiente con recuperarse de la resaca del licor de hada.

Allí, pensó mientras miraba a los ojos sin vida del inhumano, había una relación. A lo mejor conocía información del asesino de la ninfa y por eso lo había matado a él también. O tal vez no. Además, el cuerpo había sido encontrado a una gran distancia de su casa, en un descampado donde antes de la guerra se erigía una fábrica de harinas que había sido demolida hasta sus cimientos por las bombas de ácido de los trolls. Un erial sin nada a doscientos metros a la redonda, cercano a la antigua Puerta de la Mercadería.

Levantó la vista. A lo lejos observó el resplandor amarillo de la gelatina orgánica con la que se había rociado la muralla de piedra para evitar que el ácido descargado en los bombardeos la destruyera. Se instaba a los ciudadanos a que guardaran una distancia de seguridad con los edificios gelatinizados, porque el ácido que corría por su interior aún permanecía activo y tenían que renovar con frecuencia la pasta de enzimas que conservaba los monumentos. Aquella barriada, despoblada en la práctica, donde resistían los antiguos monumentos, había sido la más castigada por los proyectiles enemigos.

No entendía qué sentido tenía seguir manteniendo en pie los viejos edificios de otra época. De la misma forma, que los sinsentidos aumentaron de manera exponencial después de la guerra. Aunque ella había tenido la fortuna de no conocer ese período. Había estudiado en la escuela los tratados de paz. Aquellos escritos que en teoría ponían fin a una contienda, en la práctica aumentaban las diferencias entre humanos y las diferentes razas de inhumanos, cebándose en especial sobre los trolls. En menor medida con los trasgos, que habían colaborado con los aliados tras traicionar a sus primos, decantando con ese movimiento la victoria de los humanos.

Pero las lecciones de historia habían quedado atrás. El cruel presente decía que un asesino caminaba a sus anchas por las calles de Semura y que había vuelto a matar. Además, Irina había interrogado a la víctima.

Deambuló entre la maraña de guantes de látex que habían quedado tirados por la escena del crimen. Tenía que regresar a la comisaría y revisar el expediente de la ninfa muerta. Sin duda era el mismo individuo. Volvería a actuar y mataría a otro inhumano, pues ese parecía su modus operandi. ¿Cuánto tiempo podría el departamento retener la información e impedir que saltara a los medios? Las consecuencias iban a traer grandes problemas. El caldo de cultivo mezcla de culturas, que en el papel y según la corrección política funcionaba, pero que en la realidad constituía una diversidad de guetos diferenciados y separados de los barrios humanos, explotaría.

Irina debía pensar en una razón contundente para explicar por qué había intervenido en un incidente callejero, descargando su arma reglamentaria. Todavía no se le había ocurrido nada lo bastante bueno para convencer al capitán Castillo y que los buitres de Asuntos Internos no metieran sus narices en el asunto. Si la investigaban, averiguarían cosas. Temas antiguos, feos y sucios que no solo la pondrían en aprietos, si no que mancharían el impecable historial de servicio de su amigo. La detective Gryzina no podía permitirlo, por Isabel. Y por Mich.

«¿Qué haría Michel en su situación?», pensó tras encender el contacto de su coche. Ojalá estuviera allí. Necesitaba su ayuda, su experiencia, la perspicacia con la que veía el elemento que a los demás se les resistía, la inteligencia que aportaba al trabajo y lo bien que se complementaban. En todos los sentidos. Lo echaba de menos, necesitaba su ayuda y su consejo.

Había que ponerse en marcha con el caso y con los desagradables flecos que lo rodeaban.

Mark, en el hospital, ahora

Olor a limpio, demasiado. No estaba en su casa, allí no olía de aquella manera tan perfecta. Abrió los ojos. Tumbado en una cama ni cómoda ni lo contrario, en una aséptica habitación de hospital. Sin cuadros, sin televisión, solo la cama donde se recuperaba y unos aparatos electrónicos que debían medir si continuaba lo bastante vivo. No recordaba mucho de la noche anterior, pero resultaba obvio que se habían ocupado de cuidarle. Aunque era un misterio de qué forma había llegado allí. Cuando quiso incorporarse sintió un dolor agudo en el pecho y otro en un brazo. Le habían dado en las costillas, seguro. Parecía que le habían pegado en otras partes de su cuerpo, porque el dolor le llegaba en pequeñas palpitaciones repartidas por sus extremidades y por la cara, que se palpó, inflamada en varias zonas. Tenía un labio roto y notó unos puntos de sutura en el pómulo izquierdo, también dolorido. Repasó sus heridas: venda que le oprimía el pecho y parte del abdomen, otra que le cubría el brazo a la altura del hombro, múltiples zonas amoratadas y varios cortes completaban el informe de daños. Había estado peor. También había sido más joven y se había recuperado más rápido.

Sonidos de disparos, puede que dirigidos hacia él. Una mujer. El rostro de una mujer, eso sí lo tenía presente. Seguro que había sucedido en la realidad, pero aparte de esto el resto de los acontecimientos se difuminaban en una nube de borrones oscuros.

Un hombre con gafas y una bata blanca entró en el cuarto.

—Veo que ha despertado, señor Hombre del Norte.

No tenía que preguntar cómo sabía su nombre, habían comprobado el número de serie de su torque.

—Sí —respondió un poco aturdido aún.

—Ha tenido mucha suerte, ¿cómo se encuentra? —inquirió con amabilidad y una sonrisa en el diáfano rostro.

—Bien, creo. Me duele… —Señaló con un dedo hacia sus vendajes.

—Normal, ha sufrido un trauma muy fuerte en las costillas, tiene dos rotas. Por suerte no se han desplazado de su lugar. Inmovilizándolas soldarán solas, pero le dolerá al respirar y cuando se ría. El disparo ha resultado más feo, seccionó una arteria, perdió mucha sangre, pero al final conseguimos detener la hemorragia y extraer la bala. Si fuera humano, no estaría ahora con nosotros.

—Gracias, doc.

—Le daremos unos analgésicos para el dolor. Y tiene que vaciar la habitación para las doce —expresó en un tono neutro y profesional.

—¿Cómo? ¿De qué coño está hablando? —El rostro del troll cambió a uno formado por el malhumor y el enfado.

—Que tiene que irse antes de las doce, porque no tiene su seguro en regla.

—Eso son sandeces. He pagado mi seguro.

—Me temo que no es lo que figura en nuestros registros —le mostró una hoja de papel que confirmaba lo expresado por el médico. Mark tomó el formulario de sus manos y en la última línea leyó un «pendiente de pago» resaltado con marcador amarillo fluorescente.

—No puede ser. —Movió la cabeza de un lado al otro—. Recuerdo perfectamente haber ingresado el pago trimestral.

—Es probable que su memoria le juegue una mala pasada, resulta frecuente después de traumatismos como los suyos.

—No, imposible. El apunte quedó marcado en mi libreta de ahorros.

—A lo mejor se trata de un problema con su banco. Pero mientras no lo solucione, nos prohíben atenderle. Son las normas —se disculpó el médico.

—Sí. Las normas, entiendo. —Quería decir que, como era troll, si no pagaba no tendría derecho a cobertura sanitaria.

—Lo siento. Yo solo soy un empleado. No tengo poder para arreglar…

—Le he comprendido bastante bien —lo cortó Mark para que no siguiera.

—Tómese dos de estas cada ocho horas durante una semana. —Le tendió una caja con pastillas—. Después tómese una solo cuando le duela.

—Gracias, doc —contestó con rabia, mientras buscaba su ropa.

—De nada. Buena suerte, espero que se mejore —se despidió antes de marcharse.

No tenía claro quién se la había jugado, pero iría a por él. Demasiada coincidencia que cayera en una emboscada y que justo después resultara que no había pagado el seguro, cuando lo había hecho. No le gustaban aquellas cosas. La noche anterior había tomado unas copas en aquel local de striptease. No podía ser. Ya sabía quién le había jodido la vida.

En el Morgana, Tony Chatarra, para el que había trabajado antes, quería ofrecerle un trabajito, pero lo rechazó porque por su cuenta ganaba más que a sueldo de aquel cabrón.

Tony tenía las conexiones necesarias para hacer desaparecer el ingreso del seguro y dejarlo en la estacada. Si lo pagaba de nuevo, los contactos del mafioso volverían a hacer constar que continuaba impagado. Necesitaba descansar un poco. En cuanto se hubiera recuperado, iría en persona a realizar una visita al capo, que no resultaría demasiado amable. Aunque debía moverse y obrar con cautela. Quizá debía pensar con la cabeza fría y esbozar un plan meticuloso. Las prisas no traían buenas cosas, como le había dicho su abuelo miles de veces.

Después de vestirse con la dificultad, ya que le dolía el cuerpo entero, se tomó dos de las píldoras blancas con un vaso de agua y cerró la puerta de la habitación tras de sí. Fue directo hacia la oficina de admisión, quería saber quién lo había llevado al hospital y ofrecerle su máximo agradecimiento.

A cada paso, un puñal se le clavaba en el pecho. Esperaba que los analgésicos hicieran efecto pronto. Recorrió el largo pasillo con habitaciones a los dos lados con un número en la puerta, hasta que alcanzó la confluencia de otros dos corredores. Una enfermera sentada tras una mesa lo vio andar hacia ella. Lo miró con desdén de arriba abajo en cuanto se dio cuenta de la pieza metálica que aprisionaba su cuello.

—Disculpe, señorita —expresó con el mejor acento y educación de los que era capaz. Incluso sonrió con ese gesto que tanto gustaba a las mujeres.

—Sí, ¿en qué puedo ayudarle? —Iba vestida de blanco, con el pelo recogido, no era joven ni bonita.

—Verá, me gustaría mucho que me dijeran quién me trajo aquí.

—¿La razón? —contestó la mujer en un tono que denotaba que a menudo respondía cuestiones como aquella y que le aburría mucho hacerlo.

—Quisiera darle las gracias —continuó con su encantadora sonrisa, aunque con lo hinchada y amoratada que tenía la cara, resultaba un tanto siniestra.

—Su nombre es…

—Mark Hombre del Norte.

—Permítame un momento que consulte las entradas de los registros del turno de noche. —Ruido de papeleo, búsqueda entre diferentes carpetas y archivos que pasó hacia delante y hacia atrás varias veces.

—¿Ya lo tiene? —preguntó inquieto.

—Sí. Pero hay algo —titubeó un momento, después lo miró a los ojos y regresó al informe—. Es un código rojo.

—¿Qué?

—Quien vino con usted es un código rojo. No puedo decirle más que eso, ya lo sabe —le espetó cerrando la carpeta con un sonoro trastazo.

—Sí, claro. Muchas gracias por las molestias —dijo y se fue sin que la enfermera le respondiera el acostumbrado «de nada» de cortesía. Muchos ciudadanos seguían considerando a los trolls, igual que el gobierno, habitantes de segunda de la polis.

Un código rojo se había ocupado de evacuarlo para que lo curaran. Un puto poli lo había llevado al hospital.