LA NOCHE ERA SU CÓMPLICE, SU amiga, su amante. La vieja conocida que lo amparaba, como había hecho siempre. La calidez que lo abrigaba y lo ocultaba. El tacto espeso y caliente sobre su maltratada piel. La sensación de reencontrarse con el primer amor y ser consciente de que todavía se amaban, que aún quedaba esa chispa capaz de encender el fuego. Esas impresiones obtuvo cuando se deslizó furtivo en la casa de su próximo objetivo. Las cerraduras no tenían misterio para los suyos, siempre que hubieran sido convocados, y él lo había sido una vez hacía muchos años. Suponía que aquello valía, aunque no tenía a ningún igual al que preguntárselo. Tal vez estuviera equivocado, o quizá no, pero tenía hambre y necesitaba comer. Y ella lo había marcado. Habían hablado en un establecimiento, junto al otro, el alto. Ya había estado en ese sitio en los últimos días y a ella parecía gustarle, pues pasaba mucho de su tiempo bebiendo allí. ¡Qué alegría se llevaría cuando por fin lo reconociera!
Irina, ahora
El frío del barro cocido de los ladrillos se aplastaba contra su rostro. Permanecía pegada a la pared de la calleja, una estrecha travesía entre dos calles secundarias poco transitadas y casi sin iluminación. El cañón del arma fantasma indagaba en la oscuridad por delante de ella. Ni un solo sonido.
El aviso vino en forma de disparo. Le dio tiempo a observar el fogonazo y a parapetarse. Medio segundo después saltaron esquirlas y polvo rojizo del pedazo de pared donde Irina había estado antes.
Debía encontrarse bastante asustado porque acababa de revelar su posición. Un error de novato de su exnovio, que le facilitaba las cosas a la detective.
Pero no iba a darle ni la más mínima oportunidad, así que avanzó, tanteando con pasos cortos el pavimento que tenía delante, con la espalda soldada a la pared. Silencio.
Por el rabillo del ojo intuyó un movimiento. Le pareció que el bulto maniobraba haciendo malabarismos sobre unas escaleras de incendios para rodearla y situarse a su espalda. Lo llevaba claro.
Retrocedió el camino recorrido con el mismo cuidado y se colocó en lo que era prácticamente la entrada del callejón. Debido a su intento de diversión, Christian era incapaz de verla desde su posición. Aquel era el punto en el que su plan fallaba: había unos minutos en los que no podía controlar a su perseguidor, en este caso perseguidora.
Irina aguardaba a que su víctima apareciera. Le habría gustado presenciar el gesto de su rostro cuando se diera cuenta de que había sido engañado, pero no quería que le viera la cara, además de que continuaba embozada con el abrigo y cubierta con la amplia capucha.
Agazapada, esperó su momento mientras escuchaba a la persona que había sido su pareja pisar en los escalones metálicos y, finalmente, acceder a la calle. Debía pensar que su misterioso perseguidor se encontraba por delante de él, cuando no era así. Trató de buscar cobertura detrás de unos cubos de basura.
Se preguntó si tendría remordimientos. La punta de su arma seguía con lentitud los movimientos de Christian. ¿Se decidiría a dispararle? Por culpa de aquel cabrón había caído en una trampa. Una trampa tan obvia que, si no hubiera estado tan cansada, la habría visto venir. Pero ya no podía enmendar sus acciones, había hecho lo que tenía que hacer, por una razón: le ocultaban información sobre el caso. Tirando del hilo, había llegado hasta el capitán Castillo, el verdadero capo de la operación, y el otro, su ex, al que tenía encañonado con su arma, con quien había pasado fines de semana enteros sin salir de la cama y que no era más que un triste peón.
Ni siquiera había contemplado la posibilidad de que su plan no fuera a funcionar. En su cabeza deambularon varias frases y dichos de Mich sobre algo parecido, pero no debía resultar demasiado relevante para la ocasión o simplemente no los recordaba con claridad. La detective creía que muchas situaciones que había vivido con Michel se le habían olvidado porque quizá habían terminado con una pelea o una violenta discusión, como era habitual en ellos. Sobre todo en la época en que él era un barril de alcohol andante.
Con la mano izquierda se colocó la capucha, para que cayera aún más sobre su frente y después tanteó las solapas del cuello del abrigo, para que la taparan hasta la barbilla y parte de la boca. En la oscuridad, aunque estuvieran frente a frente, él sería incapaz de reconocerla, pero no estaba de más tomar precauciones, visto el interés que tenían en incriminarla y apartarla del caso del asesino en serie. Llegaría hasta el final, que comenzaba en aquella calleja sucia y estrecha entre dos manzanas.
Afianzó las piernas, extendió los brazos, sostuvo la pistola con las dos manos, introdujo el índice derecho con suavidad en el guardamonte y acarició el gatillo. El blanco apenas asomaba treinta centímetros por encima de su parapeto y debía estar comenzando a preguntarse dónde se encontraba su acosador.
Una detonación retumbó en los muros; el fogonazo iluminó el pasaje durante unos segundos.
Christian se derrumbó. La bala había impactado en la parte trasera de su hombro derecho y le había obligado a soltar el arma. Escuchó sus gemidos de queja y corrió furiosa hasta su posición. Sin darle tiempo a que se girara, estrelló una patada en su entrepierna con todas las fuerzas de las que fue capaz. El hombre se encogió, aullando de dolor por el puntapié. Su brazo sangrante había quedado olvidado.
Por si acaso, Irina probó de nuevo la punta de sus botas contra el abdomen de su exnovio. Parecía que le dolía. De nuevo se retorció en el piso lleno de inmundicia e intentó encogerse hasta alcanzar la postura fetal, pero cada nuevo ataque de la detective se lo impedía.
Cuando se cansó de jugar al gato y al ratón, retiró la capucha de su cabeza y dejó su rostro al descubierto. Pero él no abría los ojos. Ahogado por las punzadas de dolor, intentaba respirar al mismo tiempo que se sujetaba el hombro y sus partes bajas.
Lo agarró por la barbilla, apretándole las mejillas para intentar que la mirara, que fuera consciente de quién le estaba dando una paliza. Que supiera que Irina era la responsable. Pero Christian balbuceaba una suerte de grititos que ella no oía. Lo que sí escuchó fue la sirena de un coche patrulla a lo lejos, aproximándose.
Lo miró una última vez, tirado en el empedrado, mientras se agitaba igual que una lagartija a la que le han cortado la cola.
Se marchó a la carrera sin soltar su arma de la mano en ningún momento y embozándose otra vez.
Juan
Los cerrojos saltaron como si una llave maestra mágica los hubiera desactivado.
Empujó la puerta con cuidado. Aun así, las bisagras se quejaron ante el extraño que profanaba el umbral, pero sus protestas quedaron ahogadas cuando la criatura contempló quien iba a ser su cena de aquella noche.
Sus pasos ni siquiera sonaron sobre el piso en pos del cuerpo dormido, cuyo pecho subía y bajaba, inconsciente del peligro que corría. Estaba tirado en el suelo, durmiendo con placidez y sin ninguna preocupación. Tendría unos quince o dieciséis años. Estaba delgado y mostraba una serenidad y paz que a su asesino le impresionaron. Intentó no despertarlo mientras admiraba a su presa y se deleitaba ante el próximo festín que iba a darse. Su boca ya comenzaba a salivar. Se frotaba las manos, satisfecho. El hambre era mayor que nunca y no iba a hacer nada por evitarla. Lo contempló por última vez con una amplia sonrisa en su deformado rostro.
Él notó como una mano repleta de durezas le tapaba la boca y abrió los ojos asustado. El pánico inundaba su mirada. Delante de él un horror de otra época, de un tiempo en el que se permitía que esos monstruos se comieran a los niños díscolos. Sabía lo que era, pero no pensaba que aún quedaran ejemplares vivos. Trató de librarse, luchó porque la tenaza con la que lo sostenía inmóvil la criatura lo soltara, aunque sus esfuerzos resultaron vanos: era mucho más fuerte que él.
El horror lo miraba entre divertido y sorprendido. Su cara, si así podía llamarse, estaba cubierta de llagas purulentas, pústulas, cicatrices, zonas ennegrecidas, como si hubieran sido quemadas. Aunque lo peor no era eso, sino su boca, pues no constituía más que un tajo mal dado con una navaja que había perdido su filo, que mostraba las largas y podridas piezas dentales.
El monstruo se llevó su otra zarpa a la boca y dijo:
—Shhhh.
Su último pensamiento, mientras la criatura se alimentaba de su cuello, de su cara y sorbía su sangre y sus fluidos internos, fue para Mark.
Mark, amanece
La gente de Mesías lo dejó caer del coche a un kilómetro del centro de la polis y tuvo que continuar caminando, magullado y con unos cuantos golpes extras, que le habían propinado para que la pantomima pareciera verdadera.
Unos hematomas en pecho y espalda, además de una ceja y medio labio rotos y un pómulo hinchado, aunque aún entero, habían sido el balance de daños.
Durante la caminata fue repasando el plan para que Chatarra se tragara la mentira y a partir de ahí los acontecimientos se precipitarían hacia su caída. Era lo que siempre había querido, las circunstancias que cuadraban con su vendetta. Por fin conseguiría vengar la muerte de su padre. Pero desde el momento en el que Mesías le había propuesto asesinar a Tony, los pensamientos de Mark corrían más rápido, tan veloces que dieron la vuelta al encargo, para que resultara beneficioso para él. Había aprendido mucho fuera de Semura. Veinte años estafando de una polis a otra lo habían provisto de una habilidad asombrosa para anticiparse a los acontecimientos. De todas las polis que aún quedaban en pie, muchas de ellas sin ser conscientes de la existencia de las otras, Semura era la más corrupta y la más restrictiva con los suyos. El lugar ideal para conseguir sus sueños. No se conformaría con desempeñar el papel de mero ejecutor de órdenes, había nacido para darlas, no para aceptarlas. Y trabajaría duro para conseguirlo.
Ya vislumbraba las primeras luces de la polis. De ahí directo al despacho de Tony Chatarra, a contarle las buenas nuevas.
Michel e Irina, tiempo atrás
Miró a Irina. Sonrió al mismo tiempo que ella le sonreía. Era la primera vez en mucho tiempo que lo miraba de aquella forma. Tal vez su relación tuviera una oportunidad a pesar de las dificultades y de lo mucho que él la había cagado. No daba crédito a sus ojos y no era capaz de dejar de mirarla, como si fuera a escaparse de repente y jamás la volviera a ver. Intentó recoger las pocas pertenencias que había traído al hospital, más unas cuantas que le había conseguido Irina.
Después vino el recuerdo de su mujer, Isabel, postrada en una cama. El detective desconocía qué le habrían contado y si se encontraría atendida. Esperaba que así fuera porque él no se había ocupado demasiado de ella en los últimos tiempos. Había sido un miserable con su mujer, teniendo en cuenta lo que estaba pasando.
Metió los enseres de aseo en la bolsa de deportes con distracción. La ventana de la habitación donde había sido recluido y lo habían reanimado se encontraba abierta. Se asomó por ella, hacía un bonito día. Dos bruscos golpes al cerrar las puertas de un coche lo sacaron de su ensimismamiento: dos trolls se bajaron y no parecían tener buenas intenciones. Uno era el sicario de Tony Chatarra que había visto en la reunión y, por el bulto bajo sus chaquetas de cuero, estaban armados. Aquello no podía traer nada bueno. Nada.
—Irina, ¡vámonos cagando leches de aquí! —apremió a su compañera.
—¿Qué pasa, Mich? —preguntó ella con gesto de preocupación.
—Vienen a por mí —replicó a toda prisa, mientras se aseguraba de que su arma ilegal estaba cargada.
—¿Quiénes? —Irina se llevó la mano de forma instintiva a la funda de la pistola que colgaba de un lateral de su cintura.
—La gente de Chatarra, o del otro, no lo sé. Tenemos que irnos, ¡rápido! —casi gritó.
Michel dejó sus pertenencias y se centró en escapar del laberinto en el que se había tornado el hospital en menos de un minuto. Irina caminaba unos pasos por delante de él. Andaba deprisa, aunque sin llegar a correr, y mantenía oculta el arma. Él obró de la misma manera mientras se fijaba en cada intersección en cada pasillo, en cada plano al comienzo de cada sección. Decidieron recorrer la parte más antigua del hospital porque, si conseguían salir a pie de calle, llegarían en una concurrida avenida en la que resultaría difícil que los asesinos hicieran su parte. Tenían la ventaja de que sus perseguidores no conocían los vericuetos del complejo, claro que ellos tampoco.
Bajaron por escaleras de caracol que se enroscaban sobre sí mismas en revueltas infinitas parecidas a los retículos de las serpientes. Mich de repente recordó cuál había sido el motivo por el que había estado ingresado. Le faltaba el aire y su vetusto corazón comenzó a quejarse por el poco cuidado que le estaba proporcionando su dueño.
Tuvo que pararse unos segundos para recuperar el resuello, puesto que no conseguía seguir el ritmo de la joven, que aún se encontraba en la flor de la vida, hacía ejercicio con regularidad y no se metía entre pecho y espalda una o dos botellas de alcohol al día.
—¡Mich! —le gritó una veintena de peldaños por debajo de él. Subió hasta su posición y lo cogió por el hombro para ayudarle a bajar. No dijo ni una palabra, aunque los dos sabían de sobra que eso los retrasaba.
A pesar de la dificultad, consiguieron alcanzar el pie de la escalera. Desde allí ya se vislumbraba la calle, estaban a un pasillo de distancia.
Un disparo se hizo paso por el hueco de la escalera. Irina se asomó con precaución. Sus perseguidores los emboscaban desde lo alto. Todavía les quedaba un largo trecho por recorrer hasta que los alcanzaran, pero ellos no tenían que trasladar el peso muerto en el que se había convertido Michel.
El repiqueteo de nuevos proyectiles se reprodujo, al mismo tiempo que escuchaban los zapatones de los trolls golpear el piso a cada paso según descendían.
No podían defenderse en aquel sitio. Ni siquiera veían con claridad a sus blancos y no harían más que desperdiciar munición. Ambos lo sabían y también que sus pocas posibilidades dependían de llegar a la meta prometida en la que se había convertido el exterior.
Irina intentó correr tirando de Michel con todas sus fuerzas, pero a pesar de su empeño, el detective se iba quedando atrás.
Los asesinos debían de estar en la mitad de la escalera. Si continuaban a aquel ritmo, no lo conseguirían.
—¡Vamos, Mich! ¡Joder! —lo increpó mientras lo sostenía por el hombro y la cintura.
Con un desgarrador grito, tiró del cuerpo del hombre, hasta casi arrastrarlo, y a punto estuvo de caérsele la pistola. Mientras tanto Michel se ponía peor a cada minuto. Estaba pálido, intentaba inhalar aire, boqueando como un pez fuera del agua.
Médicos, enfermeras y celadores los observaron, entre curiosos y cautos. Sin embargo, no intervinieron. Aquella mujer tenía un arma y el tipo al que empujaba contaba con otra; mejor no meterse, que la seguridad del hospital tomara parte.
A diez metros de la puerta que significaba la salvación, Irina se dio cuenta de que los sicarios habían dejado atrás la escalera de caracol y avanzaban hacia ellos a grandes zancadas. Por lo menos, no se atrevieron a detonar las armas en el concurrido pasaje. Ventaja para ellos. Eran los dos trolls que Mich había visto por la ventana. Les dedicó una somera mirada, quería conocer a quienes le iban a quitar la vida.
Irina apretó el picaporte de la puerta como si fuera el último salvavidas en un naufragio y trató de incorporar a Michel, que se había hundido en el suelo, sin fuerzas. La chica tuvo que hacer malabarismos para abrir la puerta, que no se le cayera la pistola y forzar que el hombre atravesara el umbral. El tirón que le dio la espalda casi hizo que soltara a Michel del dolor. Él se dio cuenta del bloqueo de la chica e intentó poner más de su parte para continuar avanzando, pero ya le quedaban muy pocas reservas.
El aire fresco les sacudió renovando sus esperanzas. Sin embargo, los trolls continuaban detrás de ellos y se aproximaban a cada instante. Por desgracia, no iban a encontrar el amparo de una avenida transitada, tal como habían esperado. Porque ninguno de los dos había recordado que aquel día era festivo y no había tráfico ni peatones, por lo que se habían expuesto al exterior sin ninguna cobertura tras la que guarecerse y vendidos por completo ante los tiros que vinieran del otro lado.
Los proyectiles comenzaron a ponerlos en peligro, pero respondieron al unísono con sendas salvas que detuvieron a los asesinos un par de segundos. Irina se debatía entre continuar con la defensa y seguir obligando a caminar a Michel.
Los sicarios devolvieron los disparos y acto seguido ellos hicieron lo propio. Irina empezaba a cansarse de disparar sin apenas mirar. Dedicó unos instantes al siguiente tiro, que estuvo muy bien planificado: directo al pecho del más grande de los dos. Acertó y su blanco se resintió, aunque no paró su acometida. De hecho, preparó su siguiente ataque y su compañero ni se volvió para cerciorarse de qué le había ocurrido. Michel apretaba el gatillo una y otra vez, solo que Irina no creía que fuera capaz de identificar contra qué disparaba su arma.
La detective soltó a Michel, que se derrumbó en el suelo, casi sin voluntad para sostener la pistola. Ella se plantó, afianzó las piernas y apuntó. Uno, dos proyectiles escaparon de su cañón, convertidos en dardos mortíferos. El primero dejó seco al troll herido con una trayectoria de entrada que le atravesó la cabeza por un ojo. El segundo destrozó el cuello a su colega. Le había seccionado la carótida, por lo mucho que sangraba.
Irina retomó su prioridad: poner a salvo a Michel. Fue cuando se dio cuenta de que uno de los primeros disparos lo había alcanzado en el abdomen. Parecía una herida fea. Si lo movía, se desangraría.
—Irina…
—¿Sí, Mich?
—Los dos sabemos que no voy a salir de esta…
—De eso nada… —Negó con la cabeza.
—No me interrumpas, no sé cuánto me queda y tienes que hacer varias cosas por mí…
—No…
—¡Hazme caso! No seas terca, niña —insistió Michel.
—Vale, Mich. Lo que quieras.
—Tienes que esconder esta pistola. No existe. La buscarán, ocúltala, puede servirte de ayuda.
—De acuerdo —aceptó, más por seguirle la corriente que porque le estuviera prestando verdadera atención, aunque no podía despegar su mirada de los tristes ojos grises de Michel.
—Después, tienes que ocuparte de que Isabel esté cuidada. La pensión del departamento será suficiente, pero si no, ocúpate de ella, por favor… —Empezaba a faltarle el aire, se expresaba con dificultad y cada nueva palabra resultaba un esfuerzo increíble.
—Cuenta con ello. Isabel —repitió para sí en alto.
—Lo último que te pido es lo más difícil, rusita —dijo, con una leve sonrisa.
—Lo que sea, Mich.
—Tienes que matarme —Le puso su arma en la mano y la obligó a cerrar los dedos en torno a la empuñadura.
—¡No puedo hacer eso!
—¡Puedes y lo harás! Facilitará las cosas y te dejará al margen si mantienes tu declaración.
Ella sabía que lo que Michel le decía tenía sentido. Cualquier implicación con la muerte de un poli al que se le estaba investigando por corrupto, la llenaba de mierda a ella. A pesar de la lógica, se resistía a ejecutar la orden.
—¡Hazlo! —le imploró.
—¡No! —gritó más alto aún que él.
—Si alguna vez has sentido algo por mí, lo harás. Porque no hay nada ya que puedas salvar, excepto a ti misma.
El negro cañón del arma sin número de serie se alzó con lentitud contra el pecho de Michel Fernández, que sonreía para dedicarle el último gesto a la mujer de su vida.
Apuntó al pecho a bocajarro. No falló. Ni miró ni se volvió a observar el cadáver. Corrió cuanto pudo tras asegurarse de que nadie la veía. Una lágrima se apresuró a recorrer su rostro. Tenía una coartada que elaborar.
Y un compañero al que llorar.