LOS DIENTES RECHINARON. ERAN VIEJOS, ESTABAN podridos y amarillentos, aunque aún solía utilizarlos para comer. Sentía nostalgia de los tiempos en los que los suyos eran respetados. Mucho antes de la guerra y la repoblación que obligó a descubrir a quienes permanecían ocultos. Igual que él, los de su raza solo reconocían las leyes antiguas, no lo que dijeran los humanos. Pero los conocimientos de antaño se habían perdido y apenas sobrevivían unos pocos, con los que ni siquiera mantenía contacto. Añoraba las comunidades de su infancia y juventud, tan felices que nunca volvió a sentirse tan vivo y alegre como entonces. Los abuelos narraban historias a quienes querían escucharlos, no existían las prisas. Los padres enseñaban a los más jóvenes la mejor manera de matar y comer un humano. No resultaba un arte sencillo, requería bastante práctica.
Irina
Cuando apareció por la comisaría, la imagen de la detective no resultaba demasiado agradable. Llevaba puesta una gorra de estilo militar calada hasta las orejas, las gafas de sol ocultaban los ojos hinchados, enrojecidos y las profundas ojeras. Su aspecto quedaba un tanto oculto por la visera y los cristales ahumados, pero cualquiera que se fijara en ella vería su cara demacrada. El rostro continuaba pálido, le temblaban las manos y las piernas. Temía sufrir otro espasmo allí en medio, o que volvieran las náuseas de nuevo.
Sabía que necesitaba hidratarse con urgencia. Había una máquina con agua y refrescos a la vuelta de la siguiente esquina. Miró de soslayo a su alrededor. Nadie la estaba mirando, absortos en sus tareas. Se cruzó con varios compañeros que se limitaron a saludarla con la cabeza y continuaron con sus quehaceres. Pensó que si tenía suerte, podría salvar el día. El objetivo más próximo consistía en conseguir una botella de líquido que apaciguara un poco la muerte en vida que sufría en aquellos instantes.
La máquina dispensadora de bebidas se encontraba a su alcance. Buscó unas monedas, pero parecía que aquellos pantalones tenían los bolsillos más amplios de lo que recordaba.
—Irina —sonó una voz masculina a su espalda. Al volverse vio la figura familiar de Christian, su exnovio y policía también.
—Christian —lo llamó por su nombre completo, siempre lo hacía desde que se separaron tres años atrás, para mantener las distancias. Ella no quería que hubiera el más mínimo resquicio que le permitiera pensar que seguía colgada de él. Aunque así era. Su ex vestía vaqueros viejos, deportivas negras y una sudadera gris con capucha, que le venía grande. La barba castaña de un par de días resultaba un recurso nada improvisado, ya que conocía que a ella le gustaba aquel aire descuidado.
—Tienes una pinta horrible, Ira. —Le tocó la barbilla con dos dedos, levantándole la cara hacia él. El calor de sus manos la hizo estremecerse.
—Gracias, hombre —replicó un tanto ofendida y dispuesta a iniciar una discusión, como en los viejos tiempos en los que vivían juntos.
—No, en serio. ¿Estás enferma? —preguntó hacia un lugar indefinido de sus gafas de sol.
Cuando estaba a punto de contestarle con un comentario ingenioso que lo dejara en ridículo, la voz del capitán bramó a su espalda:
—¡Detective Gryzina! ¡A mi despacho!
—Hablamos luego —se despidió Christian.
—Sí, bueno. Ya veremos —le contestó, arisca.
Irina avanzó a grandes pasos, obligándose a caminar derecha y a marcar con fuerza la suela de sus botas sobre el piso de un azul desvaído. Pasó por otros cubículos más, varios de sus ocupantes la saludaron. Al final de estos, una puerta abierta la esperaba. Sobre ella se leía CAPITÁN WALTER CASTILLO con letras doradas sobre el vidrio translúcido.
Al entrar, su superior se encontraba repantigado en el sillón de piel de imitación tras el escritorio. La barriga le redondeaba las arrugas de la camisa blanca, los puños arremangados hasta el codo, se había aflojado el nudo de la corbata. Usaba tirantes rojos, en los que enganchaba los pulgares, en un gesto pensativo, o más bien podría estar a punto de echarle la bronca más grande de su vida. El mostacho grisáceo, sin arreglar, con las guías desparejadas. La coronilla no conservaba ni un pelo y, a pesar de estar más calvo que una rana, llevaba el resto, que aún no se le había caído, largo y peinado hacia atrás.
Aunque se había prohibido fumar en lugares públicos hacía décadas, un habano descansaba en el cenicero, desprendiendo su humo espeso y aromático por el despacho atestado de montañas de papeles e informes.
—Vaya, sí que estás hecha una mierda, detective.
—Capitán —saludó, ignorando el comentario sobre su aspecto.
—Siéntate, Irina. Parece que no estás teniendo un buen día, ¿eh? —Le guiñó un ojo y sonrió a la par que tomaba el puro y le daba una calada.
—¿Por qué es tan importante el asesinato de un inhumano para hacerme venir en mi día libre? —preguntó con enfado mientras tomaba asiento enfrente del oficial.
—Je. Estuviste en la escena, ¿no? Dime lo que viste —le demandó el capitán.
—Claro que estuve —dijo asintiendo con la cabeza—. Pero solo había una ninfa, supuestamente estrangulada, en un lugar que no le correspondía.
—Joder, ¿habías visto antes una de esas? —Irina asintió de nuevo—. Dicen que se parecen más a los peces que a nosotros.
—Capitán, está divagando —lo cortó.
—Directa al grano, como siempre. —Hizo una pausa y le dio una nueva chupada al cigarro sin que Irina le hubiera visto expulsar el humo de la anterior—. La cosa está así: nos ha llegado por conductos no oficiales que hay movimientos que pretenden soliviantar a los inhumanos, protestas y eso. Hay cierto elemento troll que nos preocupa; por el momento no se ha atrevido a hacer nada ilegal, solo da charlas y programa reuniones de pequeños grupos, siempre en lugares diferentes. Parece que está estableciendo la simiente para una revolución de los suyos. Por eso, hasta que contemos con los datos de los análisis, el crimen de la ninfa no se puede hacer público, ni ser filtrado a la prensa nada que pueda ser entendido como un agravio a la comunidad inhumana. ¿Comprendido, detective Gryzina?
—Sí, señor. —Cuando Walter Castillo empleaba aquel tono, era mejor regresar a las formalidades.
—Hay política que enturbia este caso, y sabes que no me gusta verme envuelto en esos meollos. Así que sé discreta y ten cuidado. Deberías hacer una ronda e interrogar a los vecinos, por si vieron u oyeron algo que nos pueda resultar útil y que se le haya pasado a los uniformados.
—De acuerdo. Iré a preguntar a los vecinos —anunció, tras lo que se levantó y se despidió del capitán Castillo.
Mientras caminaba en busca del sargento de guardia, pensó en que llevaba un rato encontrándose demasiado bien. Antes de nada consiguió una botella grande de agua y engulló de un trago la mitad de su contenido. El líquido frío le sentó bien, aliviándola. Incluso parecía haber recuperado un poco el color habitual.
Tras conseguir las direcciones y declaraciones de varios vecinos, las leyó y determinó cuáles podían haber estado más cerca y saber cualquier cosa que les sirviera como pista en la investigación. Dobló las hojas y se dispuso a regresar al escenario del crimen.
En algún lugar de la misma polis, cuatro o cinco años antes
Michel la esperaba en el coche, mientras tomaba un café aguado en un vaso de cartón. Irina entró en el patrullero y dio un portazo, debido al cual su compañero derramó gran parte de la bebida por los pantalones de su traje.
—¡Ira! —exclamó, enfadado.
—Lo siento Mich, no he podido aguantarme —le replicó mientras intentaba aguantar una carcajada—. ¡Es tan divertido! —continuó la policía dando rienda suelta a su risa.
—Ya te pillaré, rusita —dijo con un tono lleno de rencor—. Me he puesto perdido por tu culpa.
—Michel, eres un exagerado —se quejó ella, reprimiendo una lagrimita que se le escapaba del ojo izquierdo. Sin dejar de sonreír, arrancó el coche.
—Muy graciosa. Lo dicho: ya te cogeré yo en otra, a ver quién es el que se ríe. —Trató de limpiarse el tejido manchado de café con unas servilletas de papel—. Por lo menos, tendrás la dirección del pollo ese, ¿no? —preguntó mientras la mujer lidiaba con la circulación.
—Claro que la tengo, ¿qué te pensabas? ¿Que sigo siendo una novata? —Le señaló con un índice una nota que sostenía sobre el volante.
—Siempre serás una novata, Irina, si no dejas de gastarle bromas a tu compañero. Se supone que la cosa funciona al revés, es el poli veterano el que le gasta bromas al nuevo. Eso no lo debiste entender cuando entraste en el cuerpo.
—Sí, sí, lo que sea —le contestó sin prestarle atención; su interés se centraba en un automóvil delante del suyo.
—Bien que te gusta magrearte con el viejo Mich cuando no encuentras… —comenzó, pero, al girarse, su colega había detenido el patrullero y se había bajado de él corriendo.
—¡Irina!
—¡Sígueme! —le gritó Irina, sin volverse y desenfundando el arma reglamentaria mientras se perdía entre la marabunta del tráfico que circulaba por la calle.
Con un rápido movimiento se situó en el puesto de conductor al momento extrañó la distancia del asiento que estaba regulada para su joven socia, más pequeña que él. Intentó observar a través del parabrisas pero no veía nada. Así que conectó la sirena y las luces rotatorias y dio aviso por radio. El aullido de la chicharra y el azul parpadeante le abrieron camino. El carril iba despejándose de vehículos, que se apartaban según Michel avanzaba al máximo de velocidad.
—Central, aquí treinta y uno, cuarenta y nueve, estoy siguiendo a una agente a pie en persecución de posible sospechoso por la avenida de la Marina Mercante, a la altura del número ciento diez.
—Recibido, 31-49. Enviamos refuerzos.
Pisó el acelerador, dio un volantazo y subió el coche a la acera para evitar el tráfico. En aquel tramo, el doble sentido le dificultaba el movimiento a la rapidez que quería, y continuar en la dirección que había seguido su compañera. El motor rugía con fuerza y los neumáticos chirriaron cuando los devolvió al asfalto de la calzada. Seguía sin ver el motivo por el cual su compañera había salido disparada, tan solo el cielo plomizo sobre su capó. En la siguiente bocacalle se le unió otro patrullero, Michel los saludó con la cabeza. Se situaron a la derecha y unos metros por detrás de su posición. Iban prestando atención a las aceras por las que deambulaban los transeúntes, sorprendidos por presenciar una persecución en aquel distrito de la polis.
Un tercer coche patrulla convergió con ellos al final de la avenida. Mich miró a su izquierda, los uniformados se encogieron de hombros al unísono, ellos tampoco veían a la detective Gryzina. Les indicó que pararan. Los tres vehículos se detuvieron a poca distancia los unos de los otros. Las sirenas habían acallado sus cantos, pero las luces continuaban girando.
Los oficiales de policía se congregaron en torno a Mich y entre los cinco llegaron a la conclusión de que corriendo no podía haber ido mucho más lejos de aquel punto. Resultaba imposible. Pensaron en regresar al lugar donde Irina había saltado del coche y comenzar una búsqueda desde allí. Solo había podido ir en una dirección. Acordaron repartirse la zona a cubrir, uno de los azules y Mich caminarían por ambos lados de la avenida y el resto haría el trayecto inverso, hasta encontrarse. La central les presionaba pidiéndoles información y solo eran capaces de radiar que necesitaban más tiempo para averiguarlo.
«¿Dónde coño te has metido, Irina?»
Irina, hoy
El rostro arrugado y reseco que le abrió la puerta, le regaló una amplia sonrisa de su boca desdentada y una alegre mirada de unos ojos que parecían cambiar del azul al gris según cómo incidiera la luz en ellos. Mechones de cabello blanco ondulado se alternaban con espacios donde no quedaba ni un solo pelo.
—Departamento de Policía de Semura, Detective Gryzina, señora Martín —soltó la policía, de una forma neutra, profesional y casi recitada de forma automática—. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
—Claro que sí, hija. Pasa, pasa —la invitó la anciana abriéndole de par en par la puerta de su hogar.
El inmueble era antiguo, por lo menos de antes de la repoblación, pero resultaba imposible que aquella señora achaparrada y de espalda encorvada viviera allí desde entonces. A pesar de la vejez, tanto de la vivienda como de la dueña, la mujer se desenvolvía con agilidad y rapidez, aunque caminaba dando pasos cortos. Las paredes no demostraban signo alguno de humedades o deterioro debido a las inclemencias del tiempo. El recibidor daba paso a un pequeño salón, presidido por una mesa camilla y cuatro vetustas sillas de madera a su alrededor.
—Su casa parece antigua, pero se conserva bien —comentó de manera casual Irina.
—Sí. Cuando mi marido la compró, aún faltaban veinte años para que vinieran todos esos monstruos a invadirnos. Y mi difunto Jaime tenía un don para las buenas compras, sabía que estaba construida de buenos materiales, je, je —se rio por lo bajo, tras limpiarse la comisura de los labios con los restos de la manga de una chaqueta oscura apolillada.
—¿Antes de la repoblación? —preguntó la detective, asombrada—. Entonces, si no es indiscreción, ¿cuántos años tiene, señora Martín?
—Ciento veinte, y llámame Emma, por favor. —Esbozó media sonrisa y, de nuevo, se le escapó un hilillo de saliva, que limpió al momento con lo que quedaba del puño de su chaqueta.
El papel pintado con motivos florales que cubría las paredes parecía querer desprenderse en varias partes, pero el encolado todavía aguantaría una buena temporada.
—Siéntate bonita, qué guapa eres —la alabó la viejecita mientras le tocaba un mechón de su oscuro pelo.
—Gracias, señora. Irina, me llamo Irina.
—Si hasta tu nombre es bonito, fíjate. ¿Quieres un té, querida?
—Sí, me gustaría…
Una fuerte opresión le recorrió el pecho y se separó en diferentes puntos de dolor por su cuerpo: el abdomen, los riñones, los muslos, los hombros, debajo del mentón, detrás de los ojos y los oídos. Los agudos pinchazos actuaron al mismo tiempo, acompasados e incrementándose según el ritmo de los latidos de su corazón. Las venas se le hincharon en cara, brazos y manos, estaban tan gruesas que sintió pánico, porque tenía la certeza de que estallarían en aquel mismo instante. Después siguieron las convulsiones. Su cuerpo se agitaba como traspasado por una corriente eléctrica, movido por un motor invisible, asemejándose a un pez que con sus sacudidas tratara de regresar al agua. En su trayecto hasta el suelo de terrazo rojizo, notó cómo golpeaba unos cuantos objetos con manos, pies, pecho, cadera y cabeza. Aunque no sintió los impactos, ni el choque contra el piso, porque había perdido la consciencia.
Michel, hace cuatro (o cinco) años
Los policías habían recorrido casi la distancia que se habían marcado. Los hombres, divididos en dos grupos, ya se veían los unos a los otros. Ninguno había avisado a los demás de tener indicios sobre el paradero de Irina Gryzina. Mich sentía la preocupación de quien era sabedor de que la policía que conocía se habría comunicado para informar sobre su situación. Sin actualizaciones sobre el estado de la detective. Eso habían cantado a la central por la radio.
Su colega en la búsqueda, Ernesto Delgado, lo miraba con la cara que ponían los de su gremio cuando barruntaban que algo malo había pasado. Pero no se trataba de informar a una mujer de que el granuja de su marido se había fugado con su hermana y los ahorros de una vida entera. No, el motivo de aquella expresión era Irina. Su Irina.
La Irina Gryzina que fue a cenar por primera vez a casa, invitada por su esposa Isabel. La muchacha de largo pelo oscuro e hipnotizadores ojos verdes. La novata a la que le había sido asignada como instructor. La que mató de un disparo con su arma reglamentaria a un camello de mierda de elfo delante de él y después se echó a llorar en sus brazos como una niña.
La policía que cada día aprendía de él como un maestro y la joven para quien había sido un padre. La mujer con la que se acostó cuando dio el paso de la policía uniformada a detective. Sí, la amante con la que engañaba a su mujer, sin que sintiera remordimientos. Isabel, responsable de bautizarle como Michel, pues él había sido un Miguel, igual que su padre, igual que su abuelo. Suspiró, cansado, quería encontrar a Irina e irse a casa y darse una ducha.
Una figura surgió de una alcantarilla del viejo sistema de drenaje subterráneo de la polis. Era Irina. Iba empujando a una figura oscura con las manos trabadas tras la espalda. Tenía la cara mugrienta y la ropa llena de suciedad; además, tanto el detenido como la mujer policía desprendían un desagradable aroma mezcla de huevos podridos y tubería oxidada.
—Hola, chicos, ¿cómo estáis? —saludó con una mano.
—¿Dónde te habías metido? —le preguntó su compañero.
—Este trasgo le había robado el bolso a una señora y salí corriendo detrás de él. ¿No es lo que tú harías? —replicó mientras introducía al delincuente en la parte trasera de uno de los coches patrulla.
Sí. Mich habría actuado de la misma manera, cuando tenía veinte años menos.
Irina, hoy
Un olor a infusión recién hecha estimuló su olfato. Parpadeó con dificultad, abriendo los ojos al mundo que había abandonado durante un tiempo desconocido. Tardó un par de minutos en reaccionar y realizar un autorreconocimiento para comprobar que las partes de su cuerpo le obedecían y continuaban funcionando con normalidad. Aunque le dolía todo como si se hubiera metido en una pelea de bar. Una pelea en la que había salido malparada y le hubieran dado una fuerte paliza. Se sentía morir. Múltiples puntos, desde su frente hasta los dedos gordos de los pies, indicaban allí donde se había golpeado. No parecía que hubiera huesos rotos, pero tendría unos buenos hematomas durante las próximas semanas.
Cuando trató de incorporarse se mareó; necesitó unos segundos más para conseguirlo. Masajeó sus sienes, nuca y muñecas, abriendo y cerrando los ojos con fuerza. Aún no estaba despejada, pero se encontraba algo mejor que cuando estaba tirada en el suelo.
Respiraba con normalidad, el pulso un poco por encima de su ritmo habitual, no tenía temblores. Sirviéndose de una silla como una especie de bastón, consiguió ponerse de pie, pero sintió náuseas y mareo de nuevo. Perdió contacto con el piso y se quedó sentada en la silla de manera fortuita.
—No te esfuerces, hija. —La anciana le ofrecía una taza de un té oscuro, espeso y humeante. Irina se lo llevó a los labios y, después de quemarse, sopló el líquido y bebió a sorbos cortos.
—Eso, despacio. Tómatelo con calma, cariño —le sonrió Emma Martín—. Si te gusta, te serviré otra. —De nuevo, se le escapó un poco de saliva por la comisura de la boca. Sin embargo, en esta ocasión no se la limpió y permitió que le resbalara por la barbilla y cayera al suelo, unos segundos más tarde.
La mínima silueta de la mujer se le antojaba más cercana y acogedora, como si se tratara de un miembro de su familia, de su propia abuela, a la que jamás había conocido. El té había entonado su malestar y las secuelas de la resaca que aún le durarían parte del día.
—¿Te encuentras enferma, preciosa? —le preguntó con un tono cantarín y risueño, sin abandonar nunca la eterna sonrisa que parecía congelada en su rostro.
—Eh… —titubeó Irina—. Sí, sí, no me encuentro muy bien hoy.
—Deberías ir a que te viera un médico, querida.
—Lo haré. Se lo prometo —aseguró la chica, asintiendo.
—Así me gusta. Los jóvenes no os cuidáis lo suficiente, ¿comprendes, niña?
—Sí, señora —contestó la policía, más por seguirle la corriente que porque estuviera entendiendo qué pretendía. De repente recordó a qué había ido hasta allí—. Pero en realidad, el motivo de mi visita era otro. Necesito confirmar las respuestas que le ofreció a los policías uniformados sobre el asesinato en el callejón.
El rostro de la mujer se endureció, aunque no dejó de sonreír.
—Por supuesto. ¿Qué quieres saber?
—¿Vio o escuchó algo fuera de lo normal la noche de actos? —Irina regresó al tono profesional.
—Mis ojos ya no son lo que eran, dicen que tengo cataratas y casi no oigo nada de un oído —se explicó—. Por la noche… No, no vi nada, querida.
—¿Está segura de eso, Emma? Un ruido extraño, una persona desconocida… —insistió inclinándose hacia la anciana.
—Completamente. No vi nada, hija.
—De acuerdo —dijo la policía levantándose de la silla que le había servido de sostén y tratando de no tambalearse—. Si fuera necesario testificar ante un juez que no vio nada aquella noche, ¿lo haría?
—Claro, por supuesto. —Regresó de nuevo a la perenne sonrisa—. Me encanta colaborar con la policía. No tengo nada que esconder.
—Muchas gracias por su disposición y… —comenzó a despedirse, un tanto incómoda, avergonzada y aún mareada— por la taza de té. Ha sido muy amable de su parte —le agradeció, tendiéndole la mano y enfilando hacia la puerta.
—El placer ha sido mío, Irina —le estrechó los dedos con un pequeño apretón y notó su frialdad, parecían muertos—, la del nombre bonito. —La mujer desplegó una muestra más de su desdentada boca.
—Adiós. —La detective ya se encontraba en el umbral y había abierto la puerta—. Cuídese, señora Martín.
—Adiós, cuídate tú. —Cerró la puerta—. Qué guapa. —Una lengua rojiza, nudosa, repleta de venas, pústulas y laceraciones, se relamió los resecos labios y pasó su punta por las encías sin dientes.