Mark, en las primeras horas del nuevo día
LO PRIMERO QUE LE DIJO TONY Chatarra era que cómo se le ocurría presentarse con semejante aspecto. Mark por poco no le soltó un guantazo. Como de costumbre, el capo lucía impecable y por encima del lujoso atuendo lo que más destacaba era su torque. El muy cabrón había aceptado de buena gana la libertad limitada que les acarreaba el artilugio desde que nacían.
—¡Un desastre! ¡Un puto desastre! —vociferó sin medida en dirección a Mark, aunque no era él el fruto de sus iras.
Después guardó silencio durante un minuto, Mark le dejó hacer. Cuando parecía que se había calmado, tiró de un manotazo los objetos y papeles que llenaban la mesa de su oficina.
—El único superviviente eres tú, ¿qué aprendemos de eso? —le preguntó mirándolo directamente a los ojos.
—Que soy más listo que el resto —replicó sin cortarse.
—No era la respuesta que esperaba, ¡joder! —La interjección resonó amplificada por el cuarto.
—Nos han masacrado. He sobrevivido porque sabía manejar un arma, al contrario que mis compañeros. Recojamos los trozos que queden y unámoslos —propuso Mark.
—Me extraña que no te hayan matado a ti también. ¿No es raro? —preguntó Tony, intrigado.
—Bueno, como ya he dicho, debía de ser uno de los pocos que sabía manejar una pistola por el lado correcto. Además, durante la refriega, conseguí un rifle de asalto de un trasgo muerto y aguanté lo que pude hasta que se me acabaron las balas. Nos estaban esperando, no se podía haber hecho otra cosa.
Chatarra calló otra vez unos segundos.
—Esto es un golpe a mi posición en esta polis y no lo permitiré. ¡No lo permitiré! —repitió el mafioso con énfasis.
—Hay que contraatacar para demostrar que aún eres fuerte —dijo Mark levantando un puño apretado por delante.
—Valoro tu coraje y tu fuerza, hijo. Pero los negocios no se hacen así.
—¿Acaso te parece que no se trata de negocios? Tú mismo has dicho que tu posición está amenazada. Quienquiera que se encuentre detrás de la emboscada pretende cuestionar tu poder en Semura —apeló al ego de Tony, ya que quizá aquello lo pondría en guardia.
—Sé a la perfección quién se encuentra detrás de estas ejecuciones. Creía que me había librado de él hace unos años, pero parece que no fui lo eficiente que debía haber sido.
—¿Quién es? —preguntó Mark.
—Nadie sabe su verdadero nombre, aunque es conocido como Mesías. Unos dicen que es medio troll, aunque tampoco he podido verificar ese dato. —Tomó un puro de un estuche y lo encendió con parsimonia—. Éramos socios, si puede decirse eso. Tú no estabas por aquí entonces. La polis era un caos de bandas que se arruinaban golpes las unas a las otras. El negocio iba de mal en peor. Varios empresarios decidimos asociarnos para conseguir el bien común: controlar cualquier negocio que se generara en torno a los inhumanos. Él fue el aglutinante que nos unió, y propuso comprar policías. Aunque muchos no estábamos de acuerdo entonces, a la larga se demostró una práctica que nos ha beneficiado.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Mark.
—Uno de los polis que se encontraban en nuestra nómina se chivó y él quiso protegerlo. Así que cuando nos cargamos al poli, se puso hecho una furia y también tuvimos que encargarnos de él.
—Y tomaste su lugar.
—Sí, fin de la historia. Quiero que dobles la gente que está en la calle, que repartan las hostias que hagan falta, pero que todo el mundo pague a tiempo, que se entreguen los paquetes cuándo y dónde tienen que ser entregados, que no pare de entrar gente en el Morgana, que circule el licor y la mierda de elfo por la polis como si no hubiera mañana, como si se tratara de una orgía infinita. Quiero que eso empiece esta misma noche. Tienes la mitad del día para arreglarte un poco y darte una ducha.
Con aquellas órdenes quedaba implícito que Tony Chatarra había promocionado a Mark, que se había convertido tras su rápido ascenso en el lugarteniente del mafioso más importante de la polis. De acuerdo con el plan trazado.
—Sí, se hará como dices, Tony.
—Eso espero. Confío en ti, chico.
—No te decepcionaré —había sonado incluso convincente, casi se lo había tragado él mismo.
Se despidieron con la recomendación del jefe de que al día siguiente quería ver montones de sobres de dinero sobre su mesa. Mark prometió que así sería y se fue.
Respiró cuando escapó de las montañas de basura metálica de Chatarra. Había conseguido su primer objetivo con bastante facilidad. Tal vez el siguiente paso no sería tan sencillo. Iba a contarle cuatro cosas al tipo del almacén. Ahora no se le pondría chulito y no tendría que evitar partirle la cara si así lo requería la situación.
Pronto habría ataques a las naves donde Chatarra guardaba su licor ilegal y la mierda de elfo lista para ser distribuida en la calle. Debía ir a casa y tumbarse un rato. Se avecinaba una larga noche.
Irina regresa a casa después de una larga noche
Llegó a casa y cerró la puerta detrás de ella, aún temblando por la descarga de adrenalina. Se quitó de una vez la ropa andrajosa que había comprado y tiró la pistola que había pertenecido a Michel sobre la cama. La situación le trajo a la memoria aquellos días aciagos. Chistó y sacudió la cabeza de un lado a otro. Ya se dirigía hacia el servicio para sumergirse en el baño más largo de su vida, cuando llamaron al timbre. ¿Quién podría ser? No esperaba visitas. Corrió hasta la cama y empuñó el arma. Con pasos medidos fue hasta la puerta y se asomó por la mirilla sin ver a nadie. Abrió despacio con el cañón por delante. Allí no había un alma, pero a sus pies yacía un paquete rectangular de papel manila. No llevaba nada escrito. Lo sacudió y parecía contener papeles. Atrancó de nuevo la puerta.
Rebuscó en un cajón entre recibos viejos, pegatinas de bares que ya no frecuentaba, parches que nunca cosió en una cazadora, chapas de «Yo apoyo a los inhumanos», tapones de botellas de alcohol, imperdibles, bolígrafos destintados y viejas monedas. Al final encontró la mitad de unas tijeras para abrir el paquete. Rasgó el papel, sacó el contenido y lo depositó sobre la mesa. No era una carpeta muy gruesa, pero había informes, incluso una oscura fotocopia del que le habían negado, y estaba trufado de fotografías forenses desde diferentes ángulos y en varios formatos. El irlandés se había portado.
Se puso enseguida a estudiar los documentos y se olvidó de cualquier otra cosa.
Había datos y autopsias de las cuatro víctimas: de Aura, de la bailarina del Morgana, del trasgo. Y de Jota. Si algo confirmaba los informes que tenía delante era que el asesino en serie, quienquiera que fuese, no estaba centrado en inhumanos, porque se había saltado esa regla con Jota. El resto de fotografías y de pruebas periciales comparaban el modus operandi en los cuatro crímenes y llegaban a la conclusión de que el perpetrador de aquellos asesinatos había actuado de forma similar en los cuatro casos. Asesino en serie, comprobado. Fijación con inhumanos, descartada. Móvil, una auténtica incógnita. Y lo que resultaba aún más curioso, ¿por qué la policía estaría ocultando ese pequeño, pero importante dato? ¿Tendría que ver con quien había comprado al capitán Castillo y a Christian?
Lo que más la aterraba era que cada una de las cuatro víctimas había tenido relación con ella, de una forma u otra. Primero Aura, de la que no se acordaba y había necesitado recurrir a la maltrecha memoria de su anciana y gruñona madre. Después, la bailarina del Morgana, una dríada a la que apenas le había dedicado una mirada la noche que se le había ocurrido acudir de incógnito, con tan buenos resultados. Luego, el trasgo al que había interrogado sobre el asesinato de Aura y que le había estampado la puerta en la cara. Por último, Jota. Propietario del bar al que acudía con regularidad desde hacía tres o cuatro años. No recordaba la fecha exacta, fue poco después de la muerte de Michel, eso seguro.
¿La estaba siguiendo? ¿Y desde cuándo? ¿Quién más se encontraría en peligro? ¿Su madre? ¿Christian? ¿El troll, Mark?
El asesino o asesina parecía saber mucho sobre ella y en esos casos, por experiencia, la víctima solía conocer a su agresor. Violaciones en las que el culpable era el exnovio, la pareja actual o un familiar. Secuestradores que eran empleados, e incluso amigos del secuestrado. Robos de objetos valiosos, en los que las joyas, los cuadros o el artículo terminaban apareciendo en el garaje del chófer del propietario.
¿Qué podía deducir de las fotografías de los cadáveres? Venga, estaba entrenada para ello.
Primera víctima. Leyó el informe del doctor Blanco: «Nombre completo: Aura Merchante. Edad: 30. Altura: 1,60 metros. Peso: 50 Kilogramos. Color de ojos: verde. Cabello: largo y castaño verdoso. Raza: ninfa humanoide.
»La sujeto presenta numerosas heridas incisas a lo largo del pecho, cortando incluso el diafragma, producidas por un objeto de filo irregular. Asimismo, se detectan marcas de mordiscos en ambos lados del cuello, que podrían haber sido producidas por cualquier alimaña post mortem. El estudio también ha detectado una falta de varias de las vísceras de la víctima: corazón, pulmones, conductos branquiales, intestinos, buche y riñones».
Cotejó el informe con los de los otros tres cuerpos, que resultaron ser similares. Había presenciado tres de las cuatro escenas del crimen y estaba segura de que aquellas marcas que aparecían en el cuello no las había hecho ningún animal. Dedujo que se trataba de una criatura inhumana que bebía sangre y se alimentaba de los órganos internos. No conocía que quedaran muchos de esos. Los vampiros se habían extinguido y las pocas lamias que quedaban malvivían confinadas en lo que el Gobierno había denominado «retiros», eufemismo que significaba que las recluían en prisiones especiales y las dejaban morir de hambre. Aunque ella había sufrido el ataque de una lamia que nunca se había declarado, así que podría tratarse de otra. No obstante, tenía entendido que no solían actuar en las proximidades de un semejante. Dejó abierta aquella posibilidad. Si no se trataba de una vieja lamia, ¿qué otro ser podría haber causado unos daños como aquellos?
Se preguntó qué sabía ella de especies de inhumanos. Conocía las razas normales: trolls, trasgos, ninfas… Sabía que seguían existiendo hadas, aunque en Semura se las habían cargado todas para la destilación del licor; que hubo elfos, pero no quedaba ninguno desde mucho antes de la guerra, y los restos que se hallaban se utilizaban para sintetizar la droga conocida como mierda de elfo; y que en las inmediaciones de las polis malvivían lobisomes, lamias furtivas y otros que no se habían integrado en la convivencia con humanos. ¿Duendes? La mayoría de los que aún existían en los arrabales estaban enganchados a la mierda de elfo. Una vez había presenciado cómo Mich consiguió que uno de aquellos seres medio desnudos y delgados hasta los huesos se diera golpes en la cabeza contra una pared de cemento a cambio de una dosis de la droga. No había sido el mejor momento de Michel. Lo había odiado por aquello, por otras cosas también. Un duende quedaba descartado por yonqui, no tendría fuerzas para morder a nadie.
¿Había más? No lo recordaba, sabía que en medio del caos de cachivaches, cajas y libros amontonados de cualquier manera, debía tener un manual que le habían regalado de niña y que contaba las especies de inhumanos que existían en la polis. Recordaba lo mucho que le agradaba aquel álbum y en especial le gustaban las bonitas ilustraciones que traía. Su padre se lo leía antes de dormir. Si lo encontrara, tal vez la ayudara a resolver el caso. Chasqueó la punta de la lengua, ¿por qué continuaba pensando como si estuviera al frente de la investigación? Bien sabía que no era así. Estaba suspendida hasta nueva orden y de esa manera debía mantenerse, aunque tenía el ansia, la fuerza por resolver aquel asunto, más aún cuando se había revelado que el culpable iba detrás de ella.
El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. Respondió: se trataba de su abogado.
Mark también vuelve a casa
Lo primero que le llamó la atención fue que la puerta estaba abierta cuando él la había dejado trancada con una vuelta de llave. No creía que Juanito hubiera sido capaz de abrirla por dentro. No le gustaba nada regresar de una emboscada que le habían tendido, cambiarse de bando y encontrarse con sorpresas en su casa. Por suerte había tenido la precaución de ocultar a Chatarra que conservaba su pistola, porque los ayudantes de Mesías se la habían devuelto al terminar su encuentro.
Amartilló el percutor. Después pateó la puerta para que se quitara de su camino y se cuidó de poner un pie por delante con el fin de que no le diera de vuelta en las narices con el mismo empuje.
Silencio. No había movimiento, o no lo había habido en varias horas, porque se observaban señales de lucha; una estantería volcada, una silla tirada…
Y el olor. Un olor que conocía de sobra, aunque nunca se acostumbraría a él. Un olor que cada vez que ascendía camino de las fosas nasales te quitaba un poco de vida: el olor de la muerte. Penetró con fuerza en su nariz y pulmones. Tosió, asqueado y con un amago de náusea. Intentó bloquear el hedor, colocándose el brazo por delante, pero resultó insuficiente. La peste se había pegado al mobiliario, al suelo, había contaminado el aire.
El cadáver de Juanito yacía casi en el mismo lugar en que lo había dejado soñando antes de irse. Mostraba la misma quietud, paz y tranquilidad que cuando había partido. La única diferencia es que lo habían abierto en canal como a un gorrino al que quisieran sacarle el unto y las vísceras para hacer embutidos. También le habían rajado el cuello. El piso estaba lleno de cuajarones de sangre y parte del líquido se había filtrado por las rendijas del suelo de madera del salón de Mark.
Corrió hasta una ventana y la abrió al máximo para renovar el aire. La brisa fresca lo golpeó con suavidad apaciguando un tanto la pestilencia.
Permaneció un par de segundos mirando el bulto inerte que, con los ojos abiertos, parecía aguardar la llegada de Mark.
Después de aquello pasó un rato buscando una serie de cosas y las metió en una caja, casi todo recuerdos de sus padres. Aún faltaba una cosa. Se dirigió al exiguo espacio que ejercía de cocina y golpeó con el talón de la bota una de las tablas, que cedió con un ligero crujido. Mark se agachó y tiró del tablón. Debajo había dos garrafas del licor de hada de su abuelo, un par de pistolas y unos cuantos fajos de dinero. Metió las armas en la caja, se guardó el dinero y sacó las tinajas de barro una por una. Después, transportó hasta el camión de reparto sus pertenencias, donde aún descansaban varios palés del alcohol de chatarra; tomó dos latas de gasolina y volvió a su vivienda.
Fue vaciando el combustible por el espacio que había habitado y llamado casa. Un lugar que había hecho acogedor y seguro, un lugar al que podía regresar y en el que descansar al final del día. Puso empeño en empapar a base de bien los muebles y las paredes. Eso sí, no se le ocurrió mancillar el vestigio que había quedado de su amigo. El único verdadero con el que había contado desde que había vuelto a Semura. El único fiel como un perro. El pobre Juanito que no se metía con nadie, trabajador y buen compañero. Terminó de verter la gasolina y desde el umbral tiró una cerilla encendida.
La primera y tímida llamita azul se convirtió de pronto en una alta y potente llamarada anaranjada que fue apoderándose con ansia y ambición de las diferentes partes de la casa.
Mark se retiró y subió a la cabina del camión mientras miraba cómo el humo se adueñaba del que había sido su hogar y se imaginaba las lenguas del fuego acariciando el cuerpo postrado del joven troll.
—Descansa, amigo —entonó.
Arrancó el camión de forma mecánica y se fue. Necesitaba encontrar un lugar en el que ducharse y echar una cabezada antes de la noche de fiesta que estaba a punto de comenzar. Ya se veía movimiento en varias casas de los barrios troll. El plan de Mesías comenzaba a tomar forma y Mark era uno de los desencadenantes de lo que estaba por suceder.
Irina, unos minutos de conversación más tarde
Depositó el auricular del teléfono sobre su base. La charla con el abogado la había desanimado aún más. No le había adornado las cosas, sino todo lo contrario. Se enfrentaba a una sanción que la expulsaría de la policía, además de la obligación de pagar una gran cantidad de multa. Eso en el mejor de los casos. Si la acusación tenía ganas de hacer daño, existía la posibilidad de una pena de cárcel.
Recorrió el pequeño espacio que la separaba del sofá con pasos cortos y se derrumbó entre la comodidad protectora del mueble. Su rostro se encogió, apesadumbrado de repente por miles de arrugas causadas por la suma de preocupaciones que la habían soliviantado en su vida. Después derramó en silencio una docena de lágrimas, las suficientes para desahogarse, pero no se iba a permitir más que eso. Continuaría adelante igual que había hecho siempre.
Aquel caso se había convertido en un asunto personal. Ya no se trataba de trabajo, era suyo. Tanto como lo había sido Michel, tanto como lo fue Christian, que la había traicionado. Pensó en lo curioso que era que los hombres con los que se había relacionado eran ambos unos corruptos. Por lo menos sabía que Mich, al final, se arrepintió. No podía asegurar lo mismo de Christian, ni tampoco le importaba. Si volvía a cruzarse con él, lo mataría sin ningún escrúpulo. Esperaba que la herida del hombro y la patada cariñosa con las que lo había obsequiado le dolieran de cojones.
«Que se joda vivo», pensó.
En un intento de estirar las piernas para echarse, sus pies tropezaron con una forma dura que había quedado escondida a su vista por un cojín. Un libro. Lo agarró con furia y abrió sus páginas. Pero no se trataba del que había estado buscando.
Corrió hasta la habitación que no utilizaba y que servía de almacén de trastos, repleto de cajas con cosas viejas. Desde que se había mudado a aquel piso no se había preocupado de poner un poco de orden en aquel desbarajuste, aunque tampoco le había sobrado el tiempo para ello.
Unas pirámides caóticas y a punto de perder el equilibrio y derrumbarse sobre su base salieron a su encuentro. Libros antiguos, cajas con ropa que no se ponía y que no había clasificado para entregarla a una organización de beneficencia; decenas de bolsos que no utilizaba desde la academia, atados entre sí; montones de dianas de cartulina, agujereadas con sus aciertos; colgado en un extremo, resguardado del polvo por una funda protectora su antiguo uniforme. Se acercó y acarició la cobertura transparente con nostalgia de sus primeros años en el departamento.
En uno de los rincones yacía una pareja de cajas, marcadas con rotulador con el expresivo «casa», que para cualquiera que buscase un artículo en aquel lío no significaría nada. A ella le decía que contenían sus pertenencias de cuando era niña.
Despegó el adhesivo que cerraba las solapas de la primera caja. Cuando hundió su cabeza en el interior, un olor a infancia y a regaliz le golpeó las fosas nasales y la devolvió a una época en la que había sido feliz. Sin ningún tipo de orden, convivían juntos viejos vestidos con motivos florales; libros escolares, rayados, escritos y pintarrajeados con su nombre en la portada; juguetes de madera rotos y que habían perdido su color.
Una antigua fotografía con la familia completa la paralizó de la emoción. Ni siquiera recordaba cuándo había sido tomada. El retrato que amarilleaba mostraba a Anton y a Natalia de pie, sonrientes y cogidos de la mano, y a Irina y a Nadia sentadas, con las piernecitas colgando por el borde de la silla y con cara de hacer una travesura y estar pasándoselo en grande. Debían tener cuatro y seis años respectivamente. Mucho antes de…
«Mucho antes de que un monstruo se comiera a mi hermana delante de mí y mi padre se pegara un tiro en la cabeza.»
Apretó la instantánea contra su pecho unos segundos. La apartó a un lado y se recordó que debería limpiarla y enmarcarla. Quería ver la imagen todos los días. También observó que la caja de cartón era un cementerio de muñecas feas y delgadas. No entendía que le gustaran de niña, eran horribles. Las dejó a un lado con la firme intención de tirarlas a la basura.
La siguiente caja también contenía juguetes muertos, pinturas de cera rotas en minúsculos pedazos que teñían las paredes y los otros contenidos de la caja de un arcoíris lisérgico. Y en el fondo, un pequeño montón con varios libros. Los fue sacando uno por uno y fue comprobando el título y las portadas. El tercero fue el bueno. Aquel era el que estaba buscando. Los Inhumanos viven entre nosotros, el nombre del autor se había borrado. No contaba con muchas páginas, pero estaba poblado con ilustraciones a color de cada especie con un somero epígrafe y una descripción para que los niños aprendieran a conocer a los inhumanos que los rodeaban.
Fue leyendo en alto: «Lamias, duendes, vampiros, trolls, elfos…» Aquel último epígrafe venía con una marca bien grande que rezaba «extinguidos». Siguió con su tarea: «… hadas, trasgos, dríadas, ninfas, lobisomes, sacamantecas…»
«Un momento, ¿sacamantecas?» Esos no le sonaban.
Se detuvo en la página dedicada a ellos: «… antigua estirpe que después de siglos de vivir en los bosques se adaptaron a la polis bajo el nombre de hombres del saco, como son más conocidos en la actualidad…». Continuó más abajo: «… aunque se alimentan de carne humana y sacan sus vísceras, su sangre y su unto, los tratados del Acta de Inhumanos han garantizado la convivencia entre especies y permiten su alimentación solo bajo unas circunstancias muy específicas con las que tienen que cumplir».
«Menudo relato para niños», se dijo. Ahora entendía por qué no le sonaba, su padre nunca se lo había leído.
La criatura que había arrancado la vida de Nadia con el pretexto de que no había obedecido a sus padres y había sido convocado, era uno de esos: un sacamantecas, un hombre del saco.