Mark, hoy
HABÍA PASADO LA MAÑANA COBRANDO A los distintos clientes. No tuvo más problemas, así que el día transcurrió de forma bastante apacible. Juan Granito y él realizaron una pausa para la comida. Dejaron el camión enfrente del restaurante donde iban a tomar un tentempié. Ninguno de los dos era muy exquisito así que se conformaron con la hamburguesa más grande que había en la carta. No dijeron una palabra, lanzándose a engullir el emparedado de carne, que con suerte sería de vaca, aunque Mark no quería pararse a pensarlo, porque tenía hambre y estaba bueno. Apenas le quedaba una cuarta parte del bocadillo cuando Juanito abrió la boca para hablar y no para comer.
—Quieren matarte, Mark —anunció más serio que nunca mientras se limpiaba las comisuras de los labios con una servilleta de papel.
—¿Qué? —replicó el troll, sorprendido.
—Quieren matarte —repitió su ayudante, sin emoción.
—Te he oído perfectamente. Pero ¿quién?
—Sabes quién. La gente del jefe, o el jefe, no lo sé. Pero quieren matarte —insistió.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Dónde te has enterado?
—Lo he escuchado en algún almacén. No sé quién lo dijo. Pero fue muy claro. Te quieren muerto.
—Vaya, ¿sabes el motivo?
—No les gustas y no quieren que el jefe te encargue más trabajos.
—¿Por qué?
—Porque no quieren que te haga jefe a ti.
—¿Tanto le gusto a Tony?
—Sí —contestó igual, carente de emoción.
—Te lo agradezco. Cuidaré mis espaldas, no te preocupes. —Le guiñó un ojo, cómplice—. No tenemos más trabajo hoy, puedes irte a casa.
—¿Tú te irás a casa? —le espetó el joven.
—No. Tengo cosas que hacer.
—Pues entonces yo tampoco me voy a casa.
—No tienes por qué acompañarme, no se trata de trabajo —intentó explicarle.
—Voy contigo —recalcó Juan Granito, que parecía haberse tomado a pecho su papel de que a Mark no le ocurriera nada.
—Muy bien. Entonces, hay que ir a la comisaría.
El troll lo acompañó caminando sin prisas unos pasos por detrás de él, sin perder de vista el camión y el corpachón de su jefe.
La pareja, que parecía un chico acompañando a su hermano mayor en sus quehaceres, fue andando hasta la comisaría. Juanito se quedó esperando en las escaleras del edificio mientras Mark solucionaba sus asuntos. Porque después de volver a mirar las fotos del tema que le había encargado Tony, Mark había recordado quién era ella. No iba a matarla y si estaba en su mano la ayudaría en cuanto pudiera: le había salvado la vida aquella noche.
Irina, en el presente
Al encontrarse en la acera de la calle, no supo qué hacer, ni si debía regresar a casa. En un segundo llegó a la conclusión de que con el día tan duro que había tenido se merecía una copa, o varias. Además, estaba suspendida, por lo tanto al día siguiente no tenía que trabajar. Pero no le apetecía andar y su coche estaba aparcado a unas manzanas de su casa.
Accionó el contacto y al motor le costó arrancar, estaba frío. Dio gas para revolucionarlo y el rugido debajo del capó aumentó calentando la maquinaria que comenzaba a girar y a bombear como le correspondía. El viejo artefacto se puso en movimiento siguiendo las direcciones y órdenes que le transmitía su dueña.
Deambuló un buen rato sin rumbo definido. Aunque sabía hacia dónde se dirigía, primero quería dar una vuelta en coche por la ciudad vieja. Metió el ancho vehículo con dificultad por las vetustas calles de lo que había sido el barrio antiguo hacía años. En la actualidad malvivían familias de inhumanos en viviendas ruinosas, semiderruidas, comidas por el moho, por el ácido de las bombas troll o por ambos.
Una familia de ninfas se quedó mirándola según pasaba. No es que fuera una parte concurrida de la polis. Las cuatro figuras, dos de ellas madres, apenas iban vestidas con unos andrajos; las niñas correteaban desnudas a su alrededor. No entendía qué razón las llevaba a abandonar sus corrientes de agua, sus lugares de origen.
Un pequeño trasgo jugaba a la pelota despreocupado porque en su calle no circulaban coches. Resultaba probable que jamás hubiera visto uno. Sonrió sorprendido hacia Irina cuando ella le indicó con la mano que se apartara de su trayectoria. El crío cogió la pelota entre sus manitas y se quitó de en medio.
La calle dio paso a una plaza triangular, cuyo vértice convergía por el lado más alejado. En el medio había tenido un pequeño jardín que ahora apenas era un montón de arena, malas hierbas y excrementos. El viejo empedrado se había ido desprendiendo sin que nadie se hubiera preocupado de reponer los adoquines destruidos, dejando unos enormes baches en la calzada, igual que mordiscos de un gigante comedor de piedras.
Aquí y allá edificios tan carcomidos por los bombardeos de la guerra, que ni siquiera merecía la pena resguardarse en ellos. Paredes y muros que resistían la más elemental ley de la gravedad, pero se empeñaban en mantenerse en pie a pesar del beso letal del ácido. Las rocas, la argamasa, el cemento y los rojizos ladrillos que asomaban por un entramado de hierros retorcidos, ennegrecidos por el hollín del fuego, tan fundidos por la contienda como los millones de personas fallecidas en la lucha.
Unas mujeres troll se asomaron a un desvencijado balcón a su paso. De un lado al otro de la calle, colgaba una precaria cuerda en la que se secaban una docena de prendas, sin que nadie se preocupara de que pudieran ser robadas. Porque allí la gente era tan pobre que robar al de al lado, era una estupidez cuando podía compartir lo poco que tenía, sus cosas y su comida con los demás.
Tampoco contaban con luz eléctrica ni agua corriente. Alumbraban sus noches con velas de sebo que fabricaban allí mismo. Aquellos pedazos de grasa animal que apestaban y apenas iluminaban, se intercambiaban como la auténtica divisa del barrio. Unos sacaban el agua de una fuente cercana. Otros se arriesgaban a cavar en el cauce desecado del río hasta encontrar líquido. Un agua que debía estar contaminada tanto por el ácido troll como por hidrocarburos y metales pesados de cientos de años de vertidos y desechos incontrolados. Morían a cientos por la poca salubridad del agua que ingerían y con la que cocinaban sus alimentos. Las plagas de hongos les horadaban los pulmones; el frío, el cuerpo y la pena y los recuerdos, el alma. A nadie le importaban. Observó que los viejos trolls que habitaban por allí, no se habían molestado en llevar un torque. Lo más seguro era que jamás en su vida hubieran tenido uno, ni supieran en qué consistía ni para qué se utilizaba.
Desolador. No iba a aquella parte de la polis desde que tenía doce años. Su padre la llevó un domingo de paseo para que viera la suerte que tenían de vivir de una manera más o menos confortable. Cuando llegaron a casa, la pequeña Irina no pudo dejar de llorar. Hacía cuatro años que su hermana había muerto y la echaba muchísimo de menos.
Detuvo el coche, ni siquiera se molestó en parar el motor. Abrió la puerta y observó la explanada desierta.
Allí se encontraba la mole de piedra, agujereada por miles de cañonazos e impactos de proyectiles. La estructura en forma de cruz, con uno de sus lados más largo que los otros, aún conservaba la mayor parte de los muros. Aunque se observaban grandes huecos en los que los sillares se habían derrumbado dejando paso franco a la luz para que invadiera la intimidad del coloso. Su padre le había contado que antes de la guerra había sido un templo muy importante donde la gente iba a orar, e incluso pedía contraer matrimonio allí. También había contado con una torre, aniquilada por el castigo de los trolls, de la que apenas quedaban los basamentos. Las plantas trepadoras parecían haberle dado consistencia a la construcción; con sus raíces y revueltas ayudaban a conservar los restos en medio del silencio y la quietud de las ruinas. La misma función que desempeñaba aquella especie de gelatina amarilla desplegada por otras zonas de la ciudad, pero no allí. Aquella meseta, el punto más elevado, desde donde podía observarse toda la polis alrededor, servía como recordatorio de la primera victoria de la alianza de inhumanos. Era el símbolo de la derrota, la destrucción del monumento más destacado, para que nadie se olvidara. El resto de los edificios emblemáticos se había preservado tal y como habían sido por medio del gel de enzimas.
Echaba de menos a Nadia en aquel lugar fantasmal y abandonado. Quizá fuera por el vacío que suponía la falta de su hermana, de la misma forma que aquel vestigio de otra época suponía un agujero en la historia de la polis. Quiso terminar en el mismo sitio en el que Anton, su padre, le había dicho que nada sería igual desde la muerte de Nadia. Ocho meses después de aquel paseo con su hija pequeña, Antoshka se quitaba la vida con una vieja escopeta de caza que había pertenecido al abuelo Gryzin.
Su padre las dejó solas. Había perdido a una hermana y a un progenitor cuando aún no había cumplido los trece. Ya era bastante miseria por un solo día. Arrancó el coche tras dar una última mirada a la tristeza que desprendía aquella zona.
Unos tragos, como había pensado, le vendrían bien.
Mark, ahora
Al rato, salió de nuevo por la misma entrada de la estación de policía. Juan Granito continuaba sentado en el piso, esperándolo, sin moverse. Si se iba a hacer otras cosas y regresaba al anochecer, el muchacho seguiría en el mismo lugar, sin inmutarse. De eso estaba seguro. Continuaron con la faena toda la tarde.
—Juanito, vas a venir a tomarte unas cervezas conmigo. Yo invito —anunció a su ayudante después de haber terminado la jornada de trabajo. Una sonrisa iluminó el sombrío rostro del joven.
—Por supuesto.
Los dos fueron caminando hasta el cercano distrito de los bares. Durante el trayecto el troll más joven no dijo una palabra ni expresó ninguna emoción, aunque Mark sabía que la idea de acompañarlo le gustaba. A pesar del entusiasmo del chico, a veces resultaba imposible saber en qué estaba pensando. Debía de tener un universo complicado en el interior de su cabeza. Como si la información en su cerebro se moviera a mayor velocidad que en los demás y por eso sufría de aquellos lapsos en los que parecía estar ido, en otro mundo.
En cambio, a pesar de su falta de atención a la conversación que Mark pudiera ofrecerle, no perdía ojo de cuanto lo rodeaba. Miraba los rostros de cada una de las personas con las que se cruzaba y se volvía para ver en qué dirección iban, una vez que pasaban su posición. Si alguien ajeno a la pareja se hubiera dedicado a vigilarlos durante no más de diez minutos, habría llegado a la conclusión de que el chico no estaba en sus cabales. Y un par de hombres pensaron eso.
Aunque todavía no era la hora punta, el Duende Verde tenía una gran afluencia de gente. Mark buscó un sitio libre junto a la barra donde pudieran sentarse y beber unas cervezas. Aquella noche no estaba Jota, el dueño. Una camarera que no conocía de nada le tendió las cervezas y Mark, a su vez, el dinero correspondiente.
—¿No está Jota hoy? —preguntó el troll mientras esperaba a que le trajera la vuelta.
—No, creo que está enfermo —contestó la chica encogiéndose de hombros y acercándole unas monedas.
—Vale, pues dile de mi parte que se recupere, tenemos que hablar de unas cosas él y yo.
—¿Tu nombre es…?
—Mark Hombre del Norte, ¿lo recordarás?
—Sí. Me acordaré. Se lo diré, no te preocupes.
—Gracias.
—Rosa. Me llamo Rosa —le dijo con una sonrisa.
—Gracias, Rosa —contestó Mark de vuelta.
—A esa chica le gustas —afirmó sin emoción Juan Granito cuando su compañero se sentó junto a él.
—Eso creo.
—¿Cómo es gustarle a una chica, Mark? —le espetó con el ceño fruncido mientras lo miraba fijamente.
—Buena pregunta. —Se quedó pensativo unos segundos y le dio un trago a su cerveza. Contestó después de refrescarse con la amarga bebida—. Me parece que es una cuestión del momento. Lo sabes en ese mismo segundo. Y de brillo.
—¿De brillo?
—Claro. Te brillan los ojos, a ella le brillan los ojos. Es una cuestión de química. El hombre más sabio que he conocido me lo explicó una vez cuando tenía tu edad, más o menos.
—¿Quién era ese hombre tan sabio?
—Mi padre —replicó con tristeza.
—¿Está muerto? —le preguntó.
—Sí. Murió hace muchos años. —Mark dio un largo sorbo, que tragó casi al instante para alejar los fantasmas del pasado.
—Por lo menos tienes la suerte de haber estado con él. Yo no he conocido a mi padre. No sé dónde está mi madre —contó Juan sin que, como antes, variara un ápice su tono monocorde.
—¿Quién te crio? —quiso saber Mark.
—Ya sabes. Nos ocupamos de los nuestros. La gente de Chatarra ha cuidado de mí desde que tenía cinco años.
—No resulta muy sano crecer entre maleantes, Juanito.
—Yo nunca he participado en sus negocios. Lo que hago contigo es mi primer trabajo.
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Diecisiete.
—Con tu edad yo ya había timado a bastante gente. Así que creo que vas por el buen camino. Pero no deberías juntarte con delincuentes como Chatarra o como yo —le advirtió.
—¿Tu padre también se dedicaba a lo mismo?
—Por desgracia sí. Trabajaba para Chatarra. Por eso me tiene en tan buena estima, dice que le recuerdo a mi viejo. Aunque no soy en absoluto como él.
Juanito asintió y bebió por primera vez de la botella. Casi escupió el líquido cuando entró en contacto con su boca, aunque terminó por tragarlo.
—¿No habías probado nunca la cerveza? —le preguntó Mark, sorprendido.
—No. Pensé que me gustaría —afirmó con sencillez.
—No es para todo el mundo. Tal vez un refresco azucarado te vendría mejor.
—No, Mark. La has pedido para mí y me la beberé, aunque no me guste.
El muchacho era firme en sus convicciones. Igual que en la decisión de acompañar a Mark a cualquier parte que fuera. Como si quien quisiera quitarlo de en medio se fuera a achantar porque un troll a medio hacer estuviera pegado a sus faldas.
Ambos continuaron disfrutando y aborreciendo, en el caso de Juan, sus cervezas en silencio.
Una mujer pasó por delante de ellos dándoles la espalda. No tenía nada de especial. Mark le echó la típica mirada valorativa, con la que en un par de segundos dictaminaba lo buena que estaba la tía y si merecía la pena. Desde luego el trasero que se gastaba aquella era valioso según sus criterios. Y contaba con unas formas proporcionadas, sin llegar a resultar exuberante. Cabello corto moreno. No le había dado tiempo a ver la cara, pero seguro que hacía juego con el resto. ¿Se decidiría? «¡Qué demonios!», se dijo. Apuró lo que le restaba de cerveza y dejó la botella sobre la mesa. Llamó la atención de Juan y, señalando con el índice el lugar que ocupaba la chica en la barra, se levantó hacia ella. El joven sonreía sin disimulo.
Según se aproximaba, apresurado, vio que a la chica le servían un generoso vaso de licor solo. No se andaba con tonterías aquella pajarita. Era dura. Bueno, él también lo era, ¿no?
Ya tocaba la barra con las manos.
—A mí ponme lo que a ella —dijo en alto, para conseguir la atención tanto de la mujer como de la camarera.
—Enseguida —le contestó.
En ese mismo instante, la desconocida se giró hacia él en el taburete y se vieron las caras.
—¡Mark! —expresó Irina con asombro.
Michel e Irina, hace tiempo
Irina y Michel bajaron con la mayor de las cautelas posibles, pisando con mucho cuidado cada escalón. No sabían si sus perseguidores se encontraban dentro del edificio o los aguardaban en el exterior para obligarles a entrar en su encerrona. Michel no pensaba en otra cosa que no fuera salir de aquella emboscada a cualquier precio.
Irina tenía en mente escapar sin disparar un solo tiro, si aquello era posible. No quería verse en la obligación de justificar por qué había descargado su arma. Cuantas menos explicaciones, mejor. Si se veían envueltos en un tiroteo poco claro, las preguntas arreciarían y no sería capaz de ayudar a Mich con su problema. Eso hacía ella, se involucraba, se implicaba. En adelante sería culpable de encubrimiento de un poli traidor. Era joven y aún tenía mucha carrera por delante, no sabía hacer otra cosa. Debía protegerse. Michel se encontraba en una espiral de autodestrucción en cuyas garras no debía dejarse atrapar. Por mucho que lo hubiera querido.
¿Cuánto duraría la buena disposición de Irina hacia su causa?, se preguntó Mich mientras avanzaban por el portal con sinuosos movimientos. Ella había girado la cabeza en una ocasión, para asegurarse de que su compañero la seguía. Sí, estaba allí, bien pegado a su espalda. ¿En qué otro lugar podría estar si no? Había conseguido justo lo contrario de lo que pretendía: que su colega y examante estuviera informada de sus actividades oscuras. ¿Acaso necesitaba su ayuda condescendiente? ¿No había logrado sobrevivir aquel tiempo él solo? Aquellas cuestiones lo llenaron de dudas. No podía confiar en nadie más que en ella. En nadie más. Si con lo que había ocurrido ya enviaban a dos sicarios a por su cabeza, no quería ni imaginar qué ocurriría cuando circulara la sospecha, que lo haría, de que los había vendido, que era más que un poli infiltrado. ¿Y si el rumor llegaba a la comisaría? No existía nada peor que el odio de los propios compañeros. Aunque las miradas veladas, de reojo, por encima del hombro, le traían sin cuidado, el ambiente se tornaría insoportable.
Irina le hizo un gesto: «Vamos a salir. Cubre tu derecha, yo me encargo de la izquierda». La mujer podía transmitir toda aquella información con una sola mueca. Recordaba sus sesiones de cama, en las que al alcanzar el orgasmo decía su nombre, mientras que durante el esfuerzo previo al clímax, no emitía ni un jadeo o gemido y apenas se escuchaba su respiración agitada. Pero después, transmitía tanto con una sola palabra en sus labios perlados de sudor: «¡Mich!».
—¡Mich! Despierta, tenemos que salir —lo apremió en un susurro.
—Sí. Vamos —respondió, sin apenas saber de qué le estaba hablando.
La chica miró afuera, asomándose hacia la calle, sin permitir que cualquiera que estuviera esperándolos viera lo bastante de su figura como para practicar tiro al blanco con ella. Abrió la puerta del portal de golpe y se escabulló hacia la izquierda. Michel salió corriendo y realizó su parte al situarse a la derecha del umbral. La miró durante dos segundos. El primero lo dedicó a observar el exterior, el siguiente fue para Michel. Sus ojos decían que tenían que moverse con precaución. Él mismo escudriñó los alrededores, pero no había ninguna señal que le hiciera sospechar que intentaban liquidarlo. Sin embargo, su experiencia le indicaba que el silencio no era demasiado esperanzador en situaciones similares a aquella. La mujer señaló con el cañón de su arma a su coche, aparcado a una centena de metros de su posición.
—Vamos, Michel. Es hora de irnos. —Mantenía la pistola tapada con su cazadora, pero dispuesta para utilizarla en caso de que los atacaran.
En la otra acera había coches aparcados y una furgoneta, pero no movimiento ni gente sospechosa. O eso le parecía.
Caminó detrás de Irina, ambos separados por apenas un par de pasos, lo suficiente para cubrirse en caso de que comenzara una andanada de disparos. Ella no dejaba de mirar en todas direcciones con furia paranoide. Le había enseñado bien, se comportaba igual que lo haría él. Ese era su mérito, había criado a una buena policía, que ahora resultaba ser su mejor protección. La misma jovencita a la que le había dicho que lo peor del trabajo era ser un poli corrupto. «Qué ironía», no pudo evitar sonreír ante la ocurrencia. Aunque no era ni de lejos un buen momento para chanzas.
Alcanzaron el coche de Irina sin percance alguno. La mujer no montó hasta que Michel hubo entrado en el habitáculo, no sin antes escrutar el entorno que los rodeaba. Desconfiaba de tanta tranquilidad, eso no podía ser bueno. Arrancó el coche sin que intercambiaran una palabra. El rugido del motor aumentó de revoluciones, acuciado por los pisotones de la mujer sobre el acelerador. Mich ni siquiera preguntó a qué lugar se dirigían, ella tampoco se lo dijo.
Atravesaron varias avenidas, dejando atrás el barrio donde estaba la habitación donde se veían. Tomaron entonces una de las vertientes que conducían hacia la parte más concurrida de la polis. No había demasiado tráfico, casi nunca lo había. Después de unas vueltas sin sentido por el centro, Irina giró un par de veces de forma inesperada, al tiempo que comprobaba el reflejo del retrovisor.
—¿Nos siguen? —le preguntó Michel.
—Puedes apostar tu culo huesudo a que sí —replicó ella, sin quitar la vista del espejo y señalando con su índice en la superficie pulida la silueta de un gran automóvil oscuro, cincuenta metros por detrás de ellos.