12.
Cadáver fresco

CADA VEZ ESTABA MÁS CERCA DE ella. ¿Acaso no comprendía los mensajes que le dejaba? ¿No reconocía el vínculo que los unía a los dos? Continuaba hambriento. No conseguía saciar su hambre; cuanto más se alimentaba, más ansia tenía. Necesitaba controlarse. O no. Dar rienda suelta a su apetito. Sus dudas le provocaban un hambre incipiente.

Irina, ahora

El cuerpo moreno mantenía su tersa piel impecable y si la tocara, estaría suave. A pesar de estar muerta, el exotismo de la dríada, según rezaba en su identificación, la hacía igual de deseable que cuando la sangre había corrido por sus venas. Sin embargo, el líquido rojo que había circulado en el interior de la bien formada silueta, salpicaba el suelo de cemento y teñía el monótono gris con un vivo bermellón que comenzaba a tornarse oscuro, debido a la coagulación.

Los empleados del forense habían recibido orden de no hablar con ella y solo consiguió sonsacarles que hacía menos de seis horas que había sido asesinada. Volvió a dirigir su atención hacia el bulto inerte, pero se ocuparon de taparla con una sábana de plástico para que no la viera. Si hubiera conseguido atisbar los restos, hubiera visto que tenía la cara destrozada, que un corte irregular le recorría el pecho y el abdomen, cosido en zigzag con un hilo grueso y burdo, de la misma manera que se hacía con un pavo o un pollo para que no se escapara el relleno. Y que, con probabilidad, le habían extraído vísceras y demás. Uno de los cerebritos comparsa del doctor Blanco pasaba una luz ultravioleta por el cadáver. Una mano quedaba fuera del cobertor y había algo en el dorso. Allí había dibujadas unas letras, una especie de logotipo. Se aproximó y, sin pedir permiso al subalterno de la policía científica, colocó de nuevo la luz sobre la mano de la muerta. En cuclillas, tratando de esquivar una mancha de sangre, observó cómo la marca cobraba sentido. Leyó: MORGANA. Con el mismo diseño que figuraba en las luces de neón que anunciaban el bar de despelote.

Nunca había dominado la maniobra de calzarse los guantes de látex, así que se demoró un minuto más de lo que le hubiera gustado ajustándose unos que le venían grandes, diseñados para las manos de un hombre. Bajo la mirada reprobatoria de los ayudantes del forense, giró la cabeza del cadáver a un lado sosteniéndola con sumo cuidado por la perfecta y angulosa barbilla.

Ocultó la mueca de sorpresa a los que la rodeaban. Dejó la cabeza en la misma posición en la que había sido encontrada y se retiró de la escena del crimen con pasos cortos y cautelosos a la vez que se desembarazaba con parsimonia de los guantes, justo antes de que la echaran a patadas de allí.

Había un patrón. Pero los empollones de Blanco no lo entenderían. No sabrían deducir el indicio más importante. Ni su ciencia ni su insultante actitud de superioridad les permitirían encontrar lo que ella había hallado simplemente observando.

Tenían un asesino en serie de inhumanos en Semura. Además, las dos últimas víctimas conocían a Irina. La dríada recién asesinada resultaba ser la bailarina de striptease que se contoneaba delante de ella cuando acudió de incógnito al Morgana. Necesitaba darse prisa en averiguar si la primera víctima había estado relacionada con ella de alguna manera.

Una ninfa, un trasgo viejo, testigo interrogado por ella, y una dríada bailarina del Morgana, que estaba trabajando cuando ella había acudido al bar de striptease.

Un escalofrío le recorrió la espalda y le puso la piel de gallina.

Mark, en este momento

Un rapaz troll caminó delante de él y corrió hasta que se plantó a una distancia de propinarle un puñetazo. En su lugar, introdujo una cosa en el bolsillo de la cazadora de Mark. Después continuó corriendo por la calle. Se quedó mirando cómo el chico desaparecía por una bocacalle contigua. No había nadie más a su alrededor.

Hurgó en el interior del bolsillo. Se trataba de un papel doblado a la mitad en el que se había escrito: «En la bodega de Jota a las ocho».

Alguien se había preocupado de buscarlo en persona para entregarle aquel mensaje. Una invitación a una nueva reunión del tipo encapuchado. Sin embargo, el Duende Verde, o su almacén, no le parecía el lugar más adecuado para un encuentro clandestino. El local de Jota llenaba cada noche desde hacía unos días, gracias a las cajas de licor de Chatarra que le había comprado a Mark. Tanta gente, trolls reivindicativos y humanos borrachos en el mismo emplazamiento, aunque separados por unos centímetros de ladrillo, no daría como resultado nada bueno.

Continuaban interesados en su asistencia, cuando había mostrado una abierta indiferencia por aquel proyecto. Tal vez por ese motivo querían contar con él. Aunque hacía mucho tiempo que solo obedecía a una lealtad, la suya propia. Planeaba dejar en la estacada a Chatarra en cuanto fuera capaz. Por el momento, su movimiento se encontraba bastante limitado. Habría que tomar decisiones cuando vendiese las cajas de alcohol del mafioso. Acudiría a la cita, aunque no le interesaba implicarse. Además, seguro que Tony le había puesto un ojo encima. Podía sentirlo. No había detectado ningún movimiento extraño, pero una sensación le indicaba que lo observaban. Así se aseguraba el empresario de que cumplía con su objetivo y no se largaba a vender las botellas a otra polis por un precio más alto del establecido.

Mark pensó que debía obrar con cautela, tanto en un asunto como en el otro. Ya se cobraría su venganza cuando fuera el momento oportuno.

Tras tirar al suelo el cigarrillo que estaba fumando, trepó hasta la cabina del camión. En el interior ya le aguardaba su compañero de fatigas con su típica sonrisa bobalicona. Se preguntaba quién actuaba de carabina de quién.

—Hola, Mark —lo saludó Juan Granito con entusiasmo. No sabía de qué manera había conseguido entrar en el camión.

Michel, tiempo atrás

Michel copiaba al carbón un documento con rapidez. Las luces de la comisaría habían menguado y se encontraba a solas. Tenía que enviar el duplicado aquella misma noche, para sus actividades extracurriculares. Terminó de repasar con un puntero romo las letras impresas que iban calcándose en la página en blanco que había colocado y fijado con sumo cuidado a la original con el calco de intermediario. Guiñaba un ojo y sacaba la punta de la lengua por una comisura de la boca. El gesto no es que lo ayudara a finalizar la tarea, pero resultaba una manía difícil de dejar cuando estaba muy concentrado. Casi había terminado. Haría trizas la prueba del delito que al trasluz, era un negativo perfecto del informe que había replicado. Después se deslizaría hasta el cajón del archivo donde lo había sustraído y lo dejaría en la misma carpeta en la que había estado horas antes. El papel de marras consistía en una orden judicial, según la cual se ordenaba una redada en una tienda de ultramarinos, en cuya trastienda se había detectado el trapicheo de mierda de elfo.

Necesitaba enviar aquel documento cuanto antes, ya que la redada tendría lugar de madrugada y tenía que hacer llegar el aviso a sus nuevos amigos, con el fin de que tomaran las precauciones debidas. Estimó, en unos segundos de cálculo mental, que la cantidad de droga con la que traficaban en la trastienda ascendería con facilidad a los diez millones. Eso realizando una tasación a la baja.

El único sonido en la oficina, el del papel al doblarse para que Mich lo escondiera en el bolsillo interior de la americana. Después tenía que salir de la comisaría sin ser visto. Aún quedaban policías en el edificio y los uniformados que controlaban el turno de noche. Tras escabullirse del trabajo, dejaría la nota que lo inculpaba de chivato y policía corrupto en la papelera de un parque. Allí alguien se encargaría del resto. Aquel había sido el procedimiento habitual en los escasos meses que se había dedicado a traicionar a los suyos.

La goma de las suelas de sus zapatos rechinaba a cada paso que daba. En cuanto consiguiera pasar el puesto de guardia de la entrada, el resto resultaría mucho más sencillo. Eso y no encontrarse con nadie de su división, porque no tenía ninguna razón coherente para encontrarse allí, ni tampoco había inventado una para un caso de emergencia.

El primer pasillo que debía atravesar se encontraba desierto y las diferentes oficinas y despachos que lo poblaban parecían abandonadas, sin luces encendidas ni indicios de que un detective se hubiera quedado a trabajar hasta tarde.

Cuando casi había alcanzado la siguiente ala del edificio, el sonido de sus zapatos se le hizo insoportable, como si se fuera amplificando en relación a sus crecientes nervios. Un vaso de cualquier destilado no le vendría mal. Aunque ya habría tiempo para el alcohol cuando terminara con su tarea.

Lo siguiente era superar el puesto de control. Dos agentes de uniforme se encargaban de coordinar a las patrullas del turno de noche. Uno de los oficiales dormitaba recostado en su silla con los pies sobre la consola de los intercomunicadores. El otro parecía muy interesado en la pantalla de una televisión. Estaría viendo un partido o porno. La radio chasqueaba e informaba de la posición de los coches. No había ningún código de alerta. Era su momento.

Comenzó a arrastrarse por el pulido piso desde unos diez metros antes del mostrador. Al principio iba moviendo codos y rodillas con rapidez, pero se dio cuenta de que las puntas de sus zapatos también hacían ruido, así que aminoró el ritmo y sus articulaciones se lo agradecieron con creces.

El cansancio iba haciéndole mella en el momento en el que alcanzó el mostrador que le serviría como cobertura los próximos tres metros. Si al poli despierto no le entraban ganas de ir al baño, no tendría problemas para escabullirse. En aquel tramo gateó igual que un pequeño que quiere lanzarse a andar pero aún no cuenta con el equilibrio necesario. Se paró, congelado, cuando escuchó los ruidos de disgusto que expresaba su compañero, insultando al árbitro del deporte que fuera que estuviera viendo. Michel temió más porque despertara al otro policía. Las quejas contra el colegiado cesaron. El gateo continuó hasta adentrarse en terreno peligroso; con que el uniformado levantara un segundo la vista de su televisor, lo vería sin ninguna dificultad. Intentó darse prisa, deseaba finalizar aquella ridícula situación enseguida.

Volvió una vez la cabeza hacia el puesto de control, y un ronquido del oficial dormido lo sobresaltó. Aunque la situación seguía favorable a sus intereses. Apenas le separaba una distancia de dos metros de la puerta y veía la calle. Tenía doloridos los pies, tobillos, rodillas, caderas, muñecas, codos y hombros. Una jaqueca pugnaba por formarse en las sienes, atacando además desde detrás de los ojos.

Tocaba la puerta con los dedos. Con un nuevo empujón la arrastró, no sin antes comprobar que los vigilantes no lo habían detectado. Esperaba que no hubiera otros intrusos que hicieran lo mismo que él.

Después de cruzar el umbral, de pie, exhausto y con el traje manchado de polvo, caminó a buen paso.

—¡Michel! —lo llamaron.

Mentalmente enunció un «mierda» que reverberó entre sus oídos.

Dándose la vuelta, comprobó quién lo había reconocido.

—Sargento Rodríguez, buenas noches. —Un conocido del departamento con el cual había trabajado en varias operaciones a gran escala.

—Buenas noches, ¿a ti también te han llamado? —le inquirió mientras se le acercaba. Ambos se encontraban a cincuenta metros de la entrada de la comisaría.

—Eh —balbuceó durante unos segundos—. No sé de qué me hablas. —La experiencia le dictaba que si se trataba de un asunto de trabajo, lo mejor era decir la verdad.

—Me han pedido participar en la redada esa de mierda de elfo esta noche. Dicen que mueven grandes cantidades.

—Ah, sí. Creo que algo he oído. —En ese instante el teléfono de Michel sonó. Respondió, después de unos segundos repitió unos síes, a la vez que asentía.

—Bueno, pues ahora sí que me han avisado. Quieren que también forme parte del grupo de asalto.

—Será un placer trabajar junto a ti de nuevo.

—Lo mismo digo. Venga, vamos a cambiarnos, la reunión para planificar la operación es en media hora.

—Sí, vamos.

Los dos policías entraron en la comisaría y realizaron los saludos oportunos a los vigilantes del turno de noche. Esos a los que Michel acababa de esquivar, retorciéndose por el suelo como una serpiente.

Su aviso iba a quedar frustrado y el éxito de la redada que él habría tenido que evitar cabrearía a varios peces gordos que tenían invertida mucha pasta en la droga.

Mark y su compañero, un rato después

Mark dejó el camión bien aparcado a una manzana de distancia del Duende Verde. Juan Granito se quedó al cuidado tanto del vehículo como de la mercancía. Aunque sabía a la perfección que se recostaría contra el asiento, echaría una cabezada y no se despertaría hasta que él regresara.

Sin embargo, aquella noche no iba a encontrarse con el dueño del antro para discutir sobre negocios o echarse unos vasos de alcohol al coleto, sino por la invitación, entregada en mano para una de esas reuniones clandestinas. Entre otras lindezas, los acuerdos de paz habían prohibido la asociación de más de veinte trolls a un mismo tiempo en un lugar. Odiaba las restricciones, igual que detestaba portar un maldito torque, que le recordaba que no era más que un animal encarcelado. La jaula era de oro, sí. Pero los jefes de los clanes habían acordado firmar las abusivas cláusulas con las polis más poderosas, para después perderse. Otra treta más de los tratados, descabezar la jerarquía de las familias troll. Por suerte Mark no había conocido aquellos años. Sí que había llevado aquel collar limitador alrededor de su cuello durante toda su vida. Marcado de la misma forma que un espécimen de laboratorio. ¿Cuántas barbaridades habrían hecho con los inhumanos en el nombre de la ciencia?

A cada paso que avanzaba en la dirección del garito, escuchaba con atención. La zona de bares donde permitían la entrada de trolls se encontraba un tanto apartada y cualquier sombra o reflejo lo ponían en guardia. Aunque su físico se había recuperado casi al cien por cien, no podía permitirse una nueva emboscada.

La luz anaranjada de las farolas le jugaba malas pasadas, pues iba moldeando su sombra a medida que las iba superando en su caminata. La precaución no lo había abandonado desde el incidente del callejón y llevaba una pistola automática, camuflada en el bolsillo interior de su cazadora. Su derecha se cerró, asiendo las cachas, en busca de la seguridad que demandaba en el momento. También liberó el seguro. Calles mal iluminadas, sin concurrencia, casas abandonadas que no habían visto una época buena desde antes de la guerra. Con la izquierda sostenía un cigarro recién encendido, también para calmar los nervios. Unos de otro tipo.

Al doblar la siguiente esquina ya se observaba la calle de los bares, con sus luces, su música que escapaba hasta el exterior y sus parroquianos entrando, saliendo y yendo de uno a otro. Tiró al suelo la colilla y volvió a poner el seguro del arma.

La pícara sonrisa del duende del cartel de reclamo le dio la bienvenida y Mark le devolvió a su vez el gesto. El bar se encontraba tan concurrido como de costumbre. El volumen de la música aún resultaba soportable. Todavía no habían acudido los borrachos habituales. Los puestos de la entrada con sus sillas a juego, soportaban a sus ocupantes y las mesas sostenían sus bebidas. Anduvo junto a la larga barra que discurría paralela a la longitud del local para encontrar al final de ella a su propietario. Saludó a Jota y este le indicó que entrara a la trastienda. Allí había varias puertas: una que Mark sabía que conducía a una precaria y diminuta cocina, otra a un dormitorio con un aseo y una tercera era una trampilla en el piso.

Jota le franqueó la entrada al sótano y cerró después de que el troll se hubiera internado unos metros en la oquedad. La bajada estaba iluminada con velas y al fondo se recortaban unas formas que recordaba de la anterior reunión. Las sombras bailaban al mismo compás que marcaban las pequeñas llamas. Había menos de los suyos. Como una décima parte. Podían mirarse a las caras de un solo vistazo. Sus compañeros saludaron con brevedad cuando Mark hizo su entrada. Reconoció algunos rostros. Honrados trabajadores con los que había compartido tarea en ocasiones, cuando los ingresos por los negocios ilegales no alcanzaban para cubrir sus necesidades vitales. Buena gente, trolls honestos como no había conocido nunca. No entendía por qué se liaban con aquella historia, que no dejaba de ser política. Tenía claro la razón por la que él lo hacía, e incluso a veces lo invadía la duda. Quería terminar con la supremacía de Chatarra sobre los otros trolls. O tal vez sus motivos no resultaban tan altruistas, si no puro egoísmo: lo había jodido, luego Mark quería joderlo a él.

No había ni rastro del mamarracho encapuchado por ninguna parte.

Hizo el ademán de formular una pregunta, sin embargo fue silenciado con una decena de índices estirados delante de los labios, exhortándole a que se callara.

Y eso hizo. Aguardaron durante unos buenos veinte minutos. En el ínterin, el dueño del Duende Verde les trajo unas jarras de cerveza acompañadas de unos cuantos vasos para que fueran sirviéndose y apaciguaran su sed.

La bebida amortiguó un poco la espera. A pesar de ello, la paciencia de Mark estaba a punto de agotarse. Tenía cosas más importantes que requerían su atención y le estaban haciendo perder el tiempo de una forma descarada. Sus colegas dieron cuenta de la cerveza, Mark aún mareaba el contenido del vaso.

El encapuchado entró a la bodega por la misma abertura que habían utilizado los demás. Al principio no dijo nada. Avanzó con una lentitud fingida los tramos de escalones, demorándose más de lo requerido en cada paso. Los fue mirando uno por uno. Fijando sus ojos en los de los otros. Cuando le tocó a Mark, se dio cuenta de que poseía una mirada penetrante y magnética. Pero aquel par de ojos probaban lo que ya había sospechado: el fulano no era un troll.

¿Qué clase de artimaña era aquella? Una en la que no le tomarían el pelo, ni lo engatusarían. De lo contrario no pertenecería a uno de los clanes más poderosos y nobles de la antigüedad. Demostraría con creces que iba a honrar el buen nombre de sus antepasados. El último de los Hombre del Norte no se dejaba engañar con tanta facilidad.