22.
Tragos vespertinos

UNO NUEVO QUE DEJABA ATRÁS. UNO más para que ella comprendiera. Cada vez se encontraba más cerca de resolver el acertijo. Resultaba tan evidente. ¿Le gustaría jugar como a él? Seguro. Solo tenía que recolectar las pistas que había dejado ex profeso para ella. Siempre le había parecido una niña lista y aún lo sería. Se alegraría de recuperar un compañero de juegos de la infancia. Así tendría una nueva amiga, para no aburrirse. Una colega que lo acompañara en sus correrías. Hacía tiempo que no era un niño, muchos años habían quedado atrás. Sin embargo, contaba con el mismo entusiasmo que una criatura y quería divertirse con la misma alegría que ponía un pequeño en sus travesuras. Y había sido muy travieso últimamente.

Un irregular y podrido diente brilló ante el reflejo de la luz, que reveló unos incisivos más largos de lo normal teñidos de una sustancia oscura.

Mark y Juan, ahora

Mark dejó el paquete encima del regazo de Juanito. Ni siquiera preguntó de qué se trataba. Por el peso parecía un arma. El envoltorio dejaba a las claras que no quería que nadie averiguara su contenido. En la práctica no estaba permitido que los inhumanos portaran pistolas, pero las fuerzas de la ley eran conocidas por hacer la vista gorda con ciertos elementos que deslizaban un sobresueldo en su bolsillo. Mark conocía los lugares en los que conseguir una sin levantar demasiadas sospechas. Ni siquiera le indicó que era para él. Pero el joven lo sabía. Después de la sesión de iniciación al tiro, su socio le había dejado bien claro que un arma resultaba un asunto serio, para nada un juguete del que alardear, y cuanto menos a la vista estuviera, mejor. También le había dado una encendida advertencia sobre no utilizarla a menos que fuera necesario. Le explicó el desastre que solía causar un disparo: la propia detonación, la sangre escapando a borbotones por cualquier parte, los gritos… Además, le recomendó que intentara no descubrir su arma, ya que la gente solía ponerse nerviosa cuando veía una y no era raro que tuviera una equivalente que apuntar contra él. Juan Granito recordó cada uno de esos consejos.

Mark miró por las ventanillas del camión para asegurarse de que nadie los observaba y realizó un gesto con las cejas. Su pupilo comprendió al instante. Deshizo sin prisa el paquete de papel de estraza, con cuidado de no rasgar ninguno de los pliegos. En el interior le aguardaba su pistola. Una automática negra de calibre nueve milímetros, aunque distinta al modelo que utilizaba Mark. Enseguida se dio cuenta de las diferencias y le dio vueltas en las manos para comprobarlas, extrayendo el cargador, fijándose en la cantidad de balas que cargaba y demás detalles. Volvió a montarla y la sopesó en la mano diestra. Comprobó que encajaba en el bolsillo de su cazadora. Mark asintió en silencio y, de nuevo sin decir una palabra, arrancaron el camión en dirección al almacén para cargar más botellas de licor. El troll se preguntó, mientras giraba el volante para cambiar de sentido, si necesitarían la artillería en las próximas horas.

Irina, unas cervezas más tarde

Pasó la tarde sola bebiendo cerveza tras cerveza, en un bar de polis, próximo a la comisaría. No era habitual del lugar, pero conocía a muchos y muchas policías que iban por allí a aliviar su estrés y sus penas en un vaso de alcohol. Esperaba. Lo único que hacía era esperar. Aguardaba que alguien se le acercara y le mostrara su simpatía, o que le comentara la putada que le habían hecho, o una frase similar y entablar una conversación banal remojada en líquido que le consiguiera información. Tal vez tenía puestas demasiadas esperanzas en la sed de los uniformados y de los detectives. Tal vez lo veía desde la perspectiva de en lo que se estaba convirtiendo, una Mich con tetas. Según esa lógica, si ella trasegaba vaso tras vaso, habría otra persona que haría lo mismo y le contaría sus problemas en medio de los vapores etílicos. A la vez se encontraba nerviosa por averiguar si Malone le podía lanzar un poco de ayuda. Le habían tendido una trampa por intentar hacer su trabajo y no iba a consentirlo. Aunque se buscase un problema con la justicia. Lo primero era resolver el caso, como diría Mich. «Como diría Mich en su buena época», se corrigió a sí misma. O sea, cuando no bebía de una a dos botellas de destilado al día. Ella no había alcanzado esos niveles, aún, pero era joven y tenía mucho tiempo libre. O quizá en lo que se estaba volviendo era en una paria y estaba apartando sin quererlo a la gente en la que podía confiar. Brindó por Mich y dio un largo sorbo para acabar el contenido de su pinta. Enseguida pidió otra nueva. Los parroquianos cuchicheaban y hablaban de ella a su espalda; podía escuchar frases sueltas aquí y allí que hacían referencia a la detective Gryzina. Ya los tenía en sus garras. A ver cuánto tardaban en morder el anzuelo. Si en los próximos diez minutos alguien se aproximaba a ella y, llevado por un sentimiento de camaradería entre colegas, pretendía invitarla a la siguiente, habría vencido. Si no era así… Bueno, no tenía nada mejor que hacer en perspectiva y le gustaba beber, ¿no?

Unas sillas se arrastraron en un grupo que permanecía sentado ante unas mesas. Tres hombres se encaminaron al baño mientras dejaban solas a un par de mujeres. Miró hacia ellas. Las conocía a ambas de la academia, aunque no podía recordar sus nombres. Una se levantó mientras su amiga le tiraba del brazo para que no se moviera. Sin embargo insistió, librándose de su colega y caminó directa hacia el lugar de la barra donde se encontraba Irina.

Bingo. La noche sería larga.

Mark y Juan, al terminar la jornada

Tras terminar la jornada de reparto, los dos trolls aparcaron el camión a buen recaudo y por iniciativa de Juanito fueron a tomar una cerveza. Mark mostró su sorpresa, pero su compañero no le permitió protestar, así que se encaminaron a una bodega cercana, que según tenían entendido era una de las muchas posesiones de Tony Chatarra.

La bajada resultaba más difícil de lo que habían pensado, peldaños estrechos y empinados que se internaban en la tierra. Desde la entrada no se vislumbraba el final del túnel. Juanito chasqueó la lengua en señal de desagrado. El pasaje era estrecho y no cabían dos personas juntas, por lo que tuvieron que descender en fila india. Según se aproximaban a la bodega en sí, se escuchaban las voces distorsionadas por el alcohol y un olor a vino y a carne a la brasa que les despertó el apetito.

La angosta escalera de acceso dio paso a una estancia mucho más amplia con paredes de piedra y bóveda de ladrillo cocido. En la barra no había clientes, solo la comida caliente que esperaba a ser servida. Junto a la pared opuesta se alineaban unas mesas de madera con sillas a su alrededor. Varias de ellas se encontraban ocupadas con grupos que comían con fruición, los diferentes cortes de cerdo que eran especialidad del lugar.

Tomaron asiento en una de las mesas vacías y enseguida acudió un mozo troll a tomarles nota. Pidieron una jarra de cerveza y unas costillas para los dos. El chico, no mucho mayor que Juanito, apuntó la comanda con un lápiz en la arrugada hoja de la libreta. No había transcurrido ni un minuto cuando regresó con la cerveza y un par de vasos.

Mark sirvió de la jarra para los dos y observó cómo su compañero ingería hasta la espuma de la bebida amarillenta. Justo después hizo una mueca de asco, que le confirmó que continuaba sin gustarle la cerveza, pero que la bebería por educación y por acompañar a su socio.

Él la bebió del vaso con calma, sin prisa, sintiendo que el frescor del líquido lo refrescaba y la amargura de su sabor le saciaba la sed. Juan se puso un segundo vaso y cruzó por un momento la mirada con Mark, mirándose los dos sin decirse nada. El instante cedió con una sincera sonrisa del mayor de los trolls hacia su pupilo.

Un rato después les trajeron la comida: un costillar de cerdo cocinado a la parrilla. Humeaba y olía a las hierbas aromáticas y a su propio jugo, con los que lo habían aderezado. Tras depositar la bandeja en la mesa, el camarero les deseo una provechosa comida.

Mark hincó el cuchillo por la mitad del costillar y trató de repartir la carne de forma equitativa. Después de forcejear con una herramienta que apenas cortaba, lo consiguió y dividió en dos porciones las costillas. Juanito las cogió con los dedos, quemándose y soplando después. Mark las cortó una a una, para darles tiempo a que se enfriaran y después se las comió separadas y sin prisas.

Casi habían dado cuenta de la carne cuando se formó un murmullo ante la entrada de un conjunto de personas, en su mayoría trolls. Tony Chatarra se encontraba en el centro del grupo, a su derecha, mal encarado, el «amigo» mutuo de Mark y Juanito, el tipo del almacén. A los dos se les atragantaron las costillas que acababan de comer.

El capo los vio enseguida, no había forma de evitar el contacto. Juanito comprobó con rapidez la salida, pero la escolta del mafioso impedía la huida.

—Pero mira quien está aquí —entonó dirigiéndose hacia ellos—. Dos de mis mejores hombres.

Antes de que hiciera ademán de sentarse, ya le habían colocado una silla y le habían cogido el abrigo.

—¿Cómo estáis? —Se aposentó y sin pedir permiso cogió con sus gordezuelos dedos una de las costillas del plato y comenzó a comérsela.

—Bien, señor. Tomándonos un respiro del trabajo.

—Así me gusta, chico. No todo tiene que ser trabajar. Hay que disfrutar de la vida, como de las costillas que hacen aquí. Por eso compré este tugurio: la mejor carne a la brasa que puedes comer en toda la polis, ingredientes de calidad, buena cocina, con mimo. Sí señor —dijo más para sí que porque esperase que refutaran o contradijeran sus afirmaciones.

—Sí que están buenas —acertó a decir Mark, cauteloso.

—¡Por supuesto! —dijo Chatarra con una sonrisa que mostraba pedazos de carne churruscada entre sus dientes—. Como se hacían antes en cualquier casa troll. ¿Qué tal el trabajo? —espetó a Mark, sin dedicarle una sola mirada a su ayudante.

—Bien, señor. El alcohol se está vendiendo muy bien. Cada día tenemos más pedidos.

—Perfecto. Y… ¿el otro asuntillo?

Mark titubeó antes de contestar.

—Bueno, no he avanzado en ese aspecto, señor.

—¿Cuál es el motivo de que no haya habido avances, Hombre del Norte? —preguntó, cortante.

—Han echado del trabajo al objetivo, por lo que me resulta muy complicado establecer unos horarios y realizar un seguimiento apropiado —mintió Mark.

—De acuerdo, hijo. Continúa en esa línea hasta que completes tu tarea. No me decepciones. —Sacó un pañuelo de seda del interior de su chaqueta, lo desplegó, se limpió los dedos con él y lo tiró al suelo.

Le faltó añadir: «Tengo ojos y oídos en todas partes», que era a lo que sonaba su alegato final. Se incorporó con parsimonia y al instante ya tenía el abrigo sobre los hombros.

—No, señor. Claro que no —dijo Mark.

—Que paséis buena noche —se despidió de los dos tras dedicarle un segundo al rostro de Juan Granito, quien lo saludó con un gesto de la barbilla.

El séquito del mafioso lo envolvió y se marcharon, no sin que antes el hombre de la palanca les dedicara una mirada desafiante a Mark y a Juanito. La visita del capo troll no había sido por casualidad. A esa conclusión llegó Mark, mientras su asociado devoraba el resto de las costillas, que comenzaban a enfriarse. A él se le había quitado el apetito de golpe. Chatarra había ido a buscarlos allí ex profeso y eso no significaba nada bueno. Mark se quedó mirando la costilla que se había comido el troll y que descansaba abandonada sobre la mesa. El mafioso había mondado la carne y había dejado el hueso limpio por completo. No existía ni un minúsculo pedazo carnoso adherido, lo había rebañado igual que un perro. O peor aún: que un lobo.

Michel, cuatro años antes

Un escándalo de voces. Abrió los ojos, pero la luz le molestaba, así que los cerró de nuevo. Intentó entornarlos, aunque no resultó suficiente. Alguien le chillaba al oído, no hacía falta, escuchaba la voz de la mujer a la perfección. Otras voces se superpusieron a la primera, fundiéndose y acoplándose con ella, empastándose entre ellas de la misma forma que un conjunto a capela. No sabía qué le decían. Eran palabras, las conocía, sin que consiguiera descifrarlas. Gente de formas indefinidas, se difuminaban por sus bordes, lo tocaban, lo movían, lo desplazaban, lo bamboleaban, hacían con él cuanto les apetecía. Sonidos de papel al desgarrarse, roto en pedazos. Un pitido intermitente que le martilleaba los oídos, casi le causaba dolor de lo que lo molestaba. Un grupo de personas corría hacia él o escapaba de su compañía. O iba y venía.

Un olor a limpio, a muy limpio. Alguien se había esforzado demasiado en la limpieza, el desinfectante le atacaba la nariz y lo mareaba. Sintió náuseas, pero su diafragma no se movió un ápice, no iba a vomitar. No es que tuviera el estómago a rebosar, no recordaba cuándo había comido por última vez. Tampoco se acordaba de su última copa, pero debía hacer mucho de ello, porque tenía sed y le apetecía mucho un trago de alcohol. Más que nunca. Se ahogaba sin el líquido, como si se asfixiara por no ingerir su veneno favorito. Quería tomar su ración diaria para intoxicarse con ella y caer inconsciente por los efluvios de la bebida en su cuerpo. Eso lo arreglaría todo. Un vaso solucionaría sus constantes discusiones con Irina y ella lo aceptaría de nuevo en su cama. Dos vasos y su problema con la mafia se iría al garete, le pagarían más dinero y continuarían confiando en él. Tres vasos y nadie sospecharía que era un poli corrupto, además de un alcohólico pertinaz. Al cuarto vaso, el cáncer de Isabel habría remitido por completo y tendría de nuevo a su bella y querida esposa, a la que ponía los cuernos con su compañera de trabajo. Cuando la botella estuviera mediada hasta sus problemas económicos y los cadáveres que había dejado por el camino se evaporarían. Al tratar de exprimir el recipiente, rogando por una gota, solo una gota más de alcohol, no le haría falta beber más, porque no tendría ningún problema del que preocuparse y sería el tío más feliz del mundo.

Entonces lo sintió de nuevo. El dolor en el pecho más agudo que había sufrido en su puta vida. No podía respirar. Lo intentaba, pero no entraba el aire suficiente; quería más oxígeno, pero no lo conseguía. Más aire, joder. La punzada se repitió una y otra vez, cada vez más aguda. Lo atravesaban con la aguja más fina, larga y afilada, después hurgaban en la herida con saña y se recreaba en causar el máximo daño posible. Los odiaba. A quienesquiera que fueran. Los odiaba con todas sus fuerzas. Que le arrancaran el pecho o algo para quitarle aquel dolor, por favor. Se lo quitaría él mismo con sus propios dedos, lo sacaría de su cuerpo, a pesar de que después le quedara un feo agujero. No le importaba, pero que pararan aquella tropelía. No podía más. Había luchado demasiado en la vida. La había jodido a base de bien. Había defraudado a la persona que más quería en el mundo y engañado a la segunda. No merecía la pena seguir. No había motivo para continuar. Estaba tan cansado. Era demasiado tarde.

—¡Se nos va! —dijo una enfermera ataviada con un pijama verde.

—¡Está fibrilando! ¡Carro de paradas! —gritó otra mujer vestida de similar manera. Ella parecía ser la que llevaba la voz cantante en aquella situación.

En torno a esas dos figuras, había varias más con ropas verdes que se apresuraban también. Traían y llevaban gasas, largas pinzas con forma de tijeras, pequeñas jeringuillas rellenas de mágicos compuestos, minúsculos, pero extensos tubos de plástico…

Un hombre acercó deprisa el objeto que había solicitado la mujer y después de depositar una sustancia semilíquida sobre la piel del paciente, puso en funcionamiento el aparato y pidió a los presentes que se apartaran con gran vehemencia. Depositó dos dispositivos en el tórax inerte. El cuerpo yaciente se sacudió, impulsado por una energía invisible, casi incorporándose, para luego relajarse y regresar a su posición inicial. Repitió la operación y el cuerpo se arqueó de nuevo. Esperaron unos segundos, sin que ninguno de los testigos despegara su mirada de los monitores. No hubo cambios, solo un estridente sonido monocorde y feo.

—Otra vez —insistió la líder del equipo. Repitió la actuación, doblándose el paciente por dos ocasiones, y por dos ocasiones tornando a su estado de paz.

Algunos sacudían sus cabezas en un gesto de negación. Otros permanecían atentos al desarrollo de los acontecimientos.

Se realizó el ritual otras cuatro veces más, sin lograr ni una sola reacción positiva, o quizá el cambio que aguardaban. Al final, la mujer, exhausta, retornó los ingenios a su lugar original y exhaló un gran suspiro que habría estremecido al más templado.

—Hora de la muerte —comenzó al tiempo que consultaba su reloj de muñeca.

Un leve pitido interrumpió a la doctora.