27.
Fuego en la calles

CUÁNTO SE HABÍA SACIADO CON SU último alimento, cuánto había disfrutado. No iba a necesitar comer en una temporada. O en unos días, si el ansia lo apremiaba mucho. La carne joven lo había satisfecho y había absorbido parte de la frescura de un plato tan tierno. Ni siquiera sus avejentados dientes se quejaron por tener que masticar más de la cuenta. Un manjar que se había deshecho en sus fauces. Tal vez comiera de nuevo. Quizá se atreviera a hacerlo. Mientras tanto la sentía cerca y la esperaba con ansiedad.

Mark

El camión paró a las puertas del almacén. En aquella ocasión no viajaba para cargar más mercancía. Aún le quedaban unas cuantas cajas en la trasera del vehículo, pero sospechaba que se quedarían sin vender o que las condiciones para comercializar el licor serían renegociadas en un espacio breve de tiempo. La edificación permanecía en silencio y a oscuras.

Se bajó de la cabina sin apagar el motor y dio un golpe seco en la persiana de aluminio que cerraba el acceso. Cuando casi había vuelto a acomodarse al volante, la puerta comenzó a ascender con parsimonia hasta que el hueco le permitió la entrada. Maniobró para entrar de culo como si fuera a hacer un servicio, como de costumbre. Pero en esta ocasión, estacionó el camión muy cercano al portón de la nave. Bajó y caminó el resto del trecho a grandes pasos.

En el lugar habitual lo aguardaba el humano mal encarado al que había dejado bien claro que allí mandaba él. Mantenía su media sonrisa de desafío característica. Golpeaba la palanca metálica contra el piso de cemento, cuyo restallido rebotaba y se amplificaba por el espacio diáfano del almacén.

Mark se dirigió hacia él con decisión. Cuando ya casi lo tenía encima y vio que no se detenía, el humano intentó alzar la herramienta y asestarle un golpe. Pero no había previsto las intenciones de Mark, y su ataque no resultó más que un débil amago que se estrelló sin apenas fuerzas contra el potente costado del inhumano.

—Hola, creo que me buscabas —anunció el troll con un tono seco, carente de emoción y sin vestigios de que hubiera acusado el trastazo recién encajado.

El tipo lo miró con unos ojos que querían saltar de sus órbitas con rapidez y abandonar aquel cuerpo. Agarró la palanca con más fuerza y trató de atacarlo de nuevo.

—Me han dicho por ahí que no te gusta que Tony confíe más en mí que en ti. —Mark siguió caminando hacia él. Su siguiente paso coincidió con una descarga de la herramienta que bloqueó con el antebrazo.

—Me han dicho que has hecho correr el rumor de que Tony me quería muerto. Lo que sabemos que no es cierto. —El humano retrocedía un metro a cada paso que Mark reducía el espacio entre ellos.

El garfio de la palanca se alzó en una ocasión más, pero Mark la agarró con la mano, tiró de ella con fuerza y desarmó a su oponente, que lo miraba estupefacto. Las piernas del hombre le imploraban que corriera hasta que le dolieran, el corazón pretendía escapar de su pecho y sus brazos caían lánguidos a ambos lados.

Cuando consiguió reaccionar, se dio la vuelta con lentitud y dio el primer paso para emprender una torpe carrera de escapatoria. Sin embargo, un obstáculo lo impidió: el pico de la palanca se enganchó en su tobillo y el hombre acarició el cemento con la cara. El golpe provocó que se levantara una pequeña nube de polvo acumulado en el suelo de la nave. Había caído de boca y se había machacado la barbilla y fracturado la nariz, de la que manaba sangre que tintaba el anodino gris como si se tratara de un colorante que se añadiera a una mezcla. El dolor no le permitió abrir los ojos. Resultaba tan intenso que apenas consiguió voltearse y quedar situado enfrente de su enemigo. Estaba por completo a su merced, indefenso.

Mark tiró la palanca a un lado y esta resonó con un tintineo metálico que se perdió entre varias montañas de cajas de madera.

—Y espero que no tengas nada que ver con la muerte de mi amigo. Porque si me entero de lo contrario, te haré sufrir —sentenció el troll.

Subrayó el significado de esas palabras cuando la punta de su bota se encontró con gran violencia con la bolsa escrotal del individuo. Este emitió un gemido, ahogado y con la boca cerrada. Luego recogió las piernas en postura fetal y se retorció de dolor. La sangre se le acumuló en la cabeza y notó cómo le faltaba el aire.

Sin ninguna prisa, con zancadas cortas, Mark se aproximó hasta donde yacía la piltrafa humana y se agachó junto a su cabeza. Lo agarró por el pelo y tiró hasta colocar una de las orejas a la altura de su boca.

—Ahora mando yo —susurró—. No hay nadie por encima de mí, ni siquiera Tony. Si me llega que intentas traicionarme, no quedará roca de esta polis que no haga pedazos hasta que te encuentre. Si intentas robarme dinero, te abriré en canal y te ahorcaré con tus propios intestinos. Si promueves la cizaña entre los míos, te encerraré en una jaula con ratas hambrientas hasta que te dejen en los huesos. Si averiguo que hablas mal de mí, te cortaré la lengua, la cocinaré a la plancha condimentada con hierbas aromáticas y me la comeré pedazo a pedazo en tu presencia. Si me das motivos para que sospeche de ti, aunque me esté equivocando, te romperé cada uno de los huesos de tu cuerpo.

»Y lárgate de aquí, joder. No quiero ni verte —ordenó. Medio arrastrándose, tratando de apoyarse contra una pared, el humano se esforzó por salir de la nave.

Mark aguardó hasta que hubo salido para continuar con el plan. Después, con calma y precisión fue abriendo las cajas de licor más cercanas y fue rompiendo las botellas con la palanca, asegurándose de que el alcohol se derramaba hasta empapar la madera. Luego encendió un cigarro y tiró dentro de una de las cajas la cerilla que había usado para prenderlo. La reacción tardó en producirse, pero una llamita comenzó a expandirse con lentitud. El alcohol era peor combustible que la gasolina, aunque a pesar de ello, las llamas empezaron a crecer, primero despacio, después con alegría. Se propagarían con facilidad; la madera y el resto del licor le servirían de alimento.

Regresó hasta su camión y puso rumbo al centro de la polis. No sería la última propiedad de Tony Chatarra que ardería aquella noche.

Irina

Un sacamantecas o, mejor dicho, un hombre del saco. Aquel bicho se había comido a su hermanita mientras ella se escondía entre las sábanas. Un recuerdo que había ido arrinconando a lo más profundo de su mente, pero que en ocasiones volvía y la atormentaba en forma de pesadillas muy cruentas. Jamás podría olvidar aquellos dientes, aquel sonido, entre crujiente y chirriante, de los huesos de su hermana al chocar contra la dentadura del monstruo. Tenía las comisuras teñidas de rojo. De un rojo que pertenecía a la sangre de Nadia, que dormía en una cama a tres metros de distancia.

Y sobre todo, una imagen que mantenía imborrable, la de una especie de apéndice más parecido al de un insecto, colocándose a la altura de los dientes y diciéndole: ¡Shhhh!

Había cerrado los ojos con fuerza, ya que pensaba que apretándolos descubriría que se trataba de un sueño. Pero no era una ensoñación infantil, seguía escuchando el sonido, el chasquido de la masticación de la criatura que estaba dándose un banquete con el cuerpecito de Nadia.

Cuando más muerta de miedo se encontraba, el terror cesó. El cuarto se quedó en silencio. No hubo más movimiento. Relajó los párpados y se quedó dormida pensando que al día siguiente cuando se despertara, nada de aquello habría ocurrido.

Pero no fue así.

Los rayos del sol que se colaban por la persiana, revelaron que la cama de su hermana se encontraba cubierta de sangre. Las princesas de los cuentos habían quedado emborronadas por los restos y las vísceras a medio masticar de Nadia. Había sido real, lo recordaba, era cierto. El monstruo, los ruidos, todo.

Chilló y saltó disparada de la cama, corrió hacia la habitación de sus padres, a los que despertó, pero fue incapaz de decir una palabra, solo conseguía señalar en dirección a la habitación.

Nadie consiguió que explicara qué había ocurrido. Ni sus padres, muchos años después, lograron que dijera una palabra del horror que sucedió aquella noche en su cuarto.

Él la había mandado callar. Y eso había sido hacía demasiado tiempo. El terror había morado en su mente y la había obligado a olvidar a su hermana. El miedo a vivir de nuevo aquellos momentos, la sangre, la criatura royendo los huesos de Nadia… No podía mantener esos recuerdos a mano, así que los escondió en lo más profundo de su cabeza, porque sabía de manera inconsciente, que si no lo hacía, no conseguiría superarlo. Como le ocurrió a su padre.

Había llegado la hora de hablar.

La exdetective comprobó que su arma se encontraba cargada. Se enfundó en su vieja chaqueta de cuero y anudó con fuerza los cordones de las botas militares. Bebió de un trago los restos de un café que se había enfriado y ocultó su cabeza con la capucha de la camiseta. Lanzó una fría mirada al libro infantil ilustrado y salió por la puerta a la caza de aquel inhumano.

Mark

Mark tuvo que detener el camión en un par de ocasiones. Las entradas al centro de la polis parecían más concurridas que de costumbre: vehículos deambulando, saliendo, maniobrando, acelerando, parando en medio de la calzada… Humanos e inhumanos se dirigían miradas enconadas. Unos camino de sus viviendas, otros en dirección a sus establecimientos habituales. El distrito con los bares en los que se permitía la entrada de inhumanos estaba más lleno que de costumbre. La olla se encontraba a punto de estallar, ¿qué sería lo que liberaría la espita? Bien podría tratarse de sus propias acciones, aunque Mesías parecía tener el asunto bien planeado y no lo dejaría al albur de la lealtad de un nuevo aliado al que solo lo movía el ansia de venganza.

Y que además tenía sus propios planes. ¿Serviría para mejorar las cosas? Tal vez fuera peor, lo que resultaba seguro era que él, Mark Hombre del Norte, escalaría hasta la posición que se merecía y vengaría la muerte de su padre. Si el viejo pudiera verlo, estaría orgulloso de él.

Las fábricas no echaban el acostumbrado humo y aún no era hora de que terminaran los turnos de trabajo. Los negocios y las tiendas echaban el cierre. En varias de ellas vio como claveteaban grandes tablones de madera encima de los escaparates.

Dos coches de policía lo adelantaron a toda pastilla con el motor rugiendo y con los rotativos azules girando al máximo de revoluciones. Ya había comenzado. Debía darse prisa, empezaba a acumularse gente en la carretera y necesitaba alcanzar su objetivo antes de que la circulación se hiciera imposible.

Irina

No sabía por dónde comenzar, así que decidió que la primera visita sería la escena del crimen donde había dejado a Aura: el callejón próximo al negocio de Chatarra.

De camino hacia allí se tropezó con más gente de lo habitual para ser un día entre semana. Eran sobre todo inhumanos, la mayoría trolls, aunque también había bastantes trasgos. Caminaban de un lugar a otro sin rumbo o bien aguardaban a alguien o algo. No le gustaba. Bastaba una chispa para que prendieran las revueltas. Le habían contado sobre las masacres que se habían producido a consecuencia de anteriores levantamientos. Pero no había ocurrido nada grave en los últimos veinte años.

Lo normal eran manifestaciones, que a veces derivaban en actos de violencia, en la conmemoración de la derrota de los inhumanos en la guerra y la firma de los tratados de paz. La fecha todavía estaba lejana en el calendario, aun así el ambiente que se respiraba resultaba más que cargado. Perfecto para un caldo de cultivo a punto de escaparse del puchero.

Varios trasgos, con su acostumbrada hosquedad, la miraron de reojo; los demás por encima del hombro. Los trolls, más sociables que sus primos, solo la observaron con desprecio. Por suerte llevaba a punto su arma, preparada por si las cosas se ponían feas y a un desquiciado se le ocurría utilizarla como saco de boxeo.

Las personas con las que se iba topando intentaban evitar el contacto, incluso el roce, habitual cuando en una calle concurrida no se podía transitar por ningún lugar. Con agresividad, incluso. Estaba pasando algo, algo gordo. Y quería saber qué era. Sin embargo, no podía recurrir a sus contactos en el departamento, ya que, por lo visto, se había convertido en una apestada, por obra y gracia de Christian y del capitán Castillo.

Se le ocurrió que a lo mejor sí que podía contar con una persona: Marta. Le había anotado su teléfono. En cuanto hallara un teléfono público intentaría contactar con ella. Lo peor que podía sucederle era que no averiguara nada, así que como mínimo se quedaría igual que estaba.

Tras doblar unas cuantas calles atestadas, a una manzana del callejón del primer crimen del sacamantecas, encontró una cabina telefónica en una esquina.

Irina se dirigió a ella a buen paso mirando a sus espaldas, primero a izquierda, a continuación, a la derecha. Nadie parecía seguirla. Bien.

Tomó el auricular y comprobó que tuviera línea. La tenía y se encontraba operativo. Pulsó en el teclado los números que su compañera había apuntado en una servilleta.

Daba señal. Un tono, dos tonos, tres tonos…

—¿Sí? —respondió la voz al otro lado del aparato.

—¿Marta?

—Soy yo. ¿Quién es?

—Irina —replicó. No había más Irinas en el departamento, lo había comprobado en una ocasión.

—Ah, Irina, ¿cómo estás? ¿Qué haces por la calle? —Su voz sonó un tanto preocupada.

—Estoy, bien. Gracias. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Tenéis aviso de que vaya a ocurrir algo esta noche?

—Aviso formal, no hay. Pero todo el mundo sabe que hay mucha intranquilidad en la calle. Extraoficialmente, la mayoría de las unidades de crimen y de inhumanos están de patrulla desde las seis hasta el día siguiente.

—¿Turno extra?

—Nadie lo sabe. La mayoría de uniformados de nuestra comisaría están de servicio esta noche.

—¿Y tú, por qué no? —preguntó Irina, extrañada.

—He pedido una baja…

—¿Una baja? ¿Estás bien? ¿Te encuentras enferma?

—Sí, estoy bien. Tranquila. Bueno, enferma, enferma… —calló unos segundos que a Irina se le hicieron eternos—. En realidad estoy embarazada…

La exdetective necesitó un minuto para procesarlo. «¿Embarazada?»

—¿Irina? ¿Sigues ahí?

—Sí. Es solo que no me lo esperaba. Me alegro un montón por ti. Enhorabuena, te deseo lo mejor.

—Muchas gracias. Me acogeré a los beneficios del departamento, pero cuando se acaben estoy pensando en dejar el cuerpo.

—Espero de corazón que sea lo mejor para ti y el pequeño.

—Muchas gracias, Irina, de verdad. ¿Qué vas a hacer tú?

—Tengo que resolver mis problemas legales. Después de eso no he pensado qué hacer.

—Lo mejor es que te marches de aquí.

—Puede que lo haga, pero antes tengo solucionar unos asuntos. Gracias, Marta. Gracias por todo.

—De nada. Adiós, Irina.

—Adiós.

Dejó el auricular sobre el soporte con un sonoro golpe. A veces a Irina Gryzina, expolicía, se le olvidaba que la gente tenía vida más allá del trabajo y que iban construyendo esas vidas a su alrededor al mismo tiempo que ella se emborrachaba con licor de hada o perseguía a un sospechoso. Había estado Michel. Aunque se trató de un romance de trabajo, no habrían conseguido estar juntos de no haber sido policías. En eso se parecían mucho, por ello había sido un buen maestro. La relación había funcionado porque ambos eran polis las veinticuatro horas del día. Christian colgaba su ocupación en cuanto salía de la comisaría y era la causa de que su historia de amor-odio se hubiera ido al traste.

No creía que a esas alturas una persona normal consiguiera soportarla con sus manías y ese ansia constante de averiguar la información que le faltaba para arrestar al culpable del caso que se llevaba entre manos. No había más Michs por los alrededores.

Saldría adelante, igual que siempre había hecho. Y su objetivo en aquel momento era tropezarse con el monstruo que había matado a su hermana y que había comenzado una cacería macabra.

El siguiente paso, el callejón. Caminó deprisa. Comenzaba a anochecer y las luces de las farolas circundantes debían haberse encendido a aquella hora, pero permanecían veladas. No quería malos encuentros por aquellos vericuetos de los barrios antiguos, ya había tenido uno con una lamia y no le había agradado demasiado, así que desenfundó su arma, aunque mantuvo el cañón apuntando hacia el suelo.

Si las calles anejas permanecían en la oscuridad, el callejón era una boca de lobo en la noche. Se dio prisa en encender una pequeña linterna que llevaba en su cazadora. Le molestó tanto silencio. No se escuchaba ni el trasegar de la gente en sus casas, que en un día habitual debía estar preparando la cena. Tampoco se veían signos de actividad en las viviendas, nadie permanecía en ellas. Un escalofrío recorrió su cuerpo al tropezarse con lo que parecían las manchas de sangre de la que había sido su amiga de la infancia. Había almacenado aquellos recuerdos en el mismo sitio especial en el que archivaba las memorias que tenía de su hermana. Nadia. Los asesinatos se habían iniciado a causa de lo que había ocurrido más de veinte años atrás. Y por su culpa. Porque se había callado, no había dicho nada… Debería haberlo hecho, pero el miedo se lo impidió. El mismo miedo que se había ocupado de que creciera y viviera su vida con aquel instante lo bastante difuminado como para que no la traumatizara. En ese momento se acordó de varias pesadillas que ahora asociaba sin problemas al monstruo con sus dientes irregulares como cuchillos mellados, oxidados y rotos y su horrenda forma. El hombre del saco, el sacamantecas.

Cuando se asustó de las formas fantasmales que proyectaba su linterna, decidió que era hora de comprobar la segunda escena del crimen, que no distaba demasiado de aquella. De hecho, si se asomaba desde el callejón, era capaz de ver la puerta de la casa del trasgo.

Quería con todas sus ganas matar a aquella especie de despojo, reliquia de un mundo olvidado, ponerle fin a su especie, liquidarlo y que jamás regresara, acribillarlo a balazos y dejarlo hecho un colador…

Tenía trabajo que hacer. Iba a resultar una noche muy, muy larga.