Michel, tiempo pasado
CUANDO ALCANZÓ LOS PRIMEROS INDICIOS DE civilización, casi había anochecido. Estaba agotado, la caminata le había llevado sus buenas cinco horas. El polvo se le había incrustado hasta en el culo. Necesitaba echarse una bebida a la garganta para aclararla y que limpiara las impurezas que había tragado. Sus zapatos habían mutado del negro original hasta una suerte de ocre desvaído, se había rozado las punteras y la piel se había estropeado. Aquel calzado estaba sentenciado, había muerto en el camino, no había sido diseñado para ese cometido. La corbata hacía tiempo que había quedado abandonada a su suerte. Con la chaqueta cargaba a su pesar. Las mangas de la camisa, enrolladas sobre sí mismas hasta la altura del codo. ¿Cuándo había empezado a hacer aquel calor? No recordaba haber caminado una distancia tan larga en su vida. O si lo había hecho, había sido cuando aún era joven y fuerte y no bebía una botella de alcohol y fumaba tres paquetes de cigarrillos al día. Una buena época en la que recordaba que corría cuatro kilómetros y realizaba mil flexiones abdominales a diario.
Pero el tiempo resultaba así de tirano. Veinticinco años después se arrastraba asfixiado de calor y con la lengua fuera como un perro. Y estaba bien jodido, no solo por el declive físico, sino por el otro. El que afectaba a los sentimientos le estaba jodiendo aún más. A aquellas alturas, probablemente, en la comisaría ya sabrían de qué lado de la ley se encontraba ahora el detective Michel Fernández. Eso si tenía la suerte de que Irina no lo hubiera delatado aún. Chasqueó la lengua con una mezcla de cansancio y agotamiento. Aposentó su delgado culo sobre la especie de acera más cercana que encontró y pensó que si su compañera lo había entregado, no la culpaba, era su obligación. Mich le había enseñado a comportarse de esa manera y resultaba justo y predecible que ella lo hiciera. No creía que se jugara su prometedora carrera de detective por encubrir a un poli corrupto.
No se había dado cuenta de lo hondo que se había hundido hasta que la chica se lo había indicado. Él era como unas arenas movedizas que arrastrarían hasta el fondo a cualquiera que tratara de ayudarlo. Bajo el cieno no se veía nada ni resultaba posible respirar. Se ahogaba y no de forma figurada. No conseguía el suficiente aire de verdad. Se recostó contra el duro cemento abriendo la boca de manera desmesurada, intentando que la mayor cantidad posible de oxígeno se introdujera en sus pulmones. Después vino el agudo dolor en el pecho y un segundo espasmo, más intenso que el anterior se dejó notar hasta el bíceps del brazo izquierdo. Con aquella mano se agarró el pectoral como si aquel vano gesto fuese a menguar un ápice su daño. Hizo un esfuerzo por alcanzar su teléfono portátil con la otra mano. Conocía los síntomas que sufría, estaba formado en primeros auxilios básicos: se trataba de un inminente ataque al corazón.
Irina, justo ahora
En lo más recóndito de su concurrido armario, escondido en una vieja caja de zapatos, detrás de unas mantas viejas, se ocultaba el objeto que estaba buscando. Lo había enterrado entre sus posesiones cuatro años atrás y se había olvidado del lugar exacto en el que se encontraba. Por allí, cerca. Había borrado de su mente la circunstancia que la había obligado a guardarla como si fuera el contrabando más preciado. Quitó la tapa de cartón y en su interior, en lugar de calzado pasado de moda, yacía una pistola que llenaba el contenedor con su negrura. Había pertenecido a Michel y ella la había obtenido, producto de una macabra herencia. Tan parecida a las que usaban en el servicio que un observador poco avispado o que no hubiera utilizado el arma reglamentaria de la policía, no notaría la diferencia entre ellas. El cargador aguardaba junto a la quitapenas. Tomó ambos objetos y los sopesó. Comprobó que había el máximo de balas, lo introdujo en la culata con un movimiento rápido y seco hasta que un sonido metálico le indicó que se encontraba acoplado a la pistola. Después accionó la corredera tirando hacía atrás de ella para introducir un proyectil en la recámara. Se deslizaba con una suavidad increíble, como si en el tiempo transcurrido la hubiera aceitado y limpiado a diario. No le había proporcionado aquellos cuidados, pero se trataba de un instrumento de precisión, preparado para las peores condiciones climatológicas y el cartón no había dejado pasar el polvo. A continuación, la ocultó a su espalda metiendo el cañón en la cinturilla de sus vaqueros y asegurándose de que el resto no sobresaliera de la ropa y quedara tapado por el borde de la camiseta y la cazadora.
El arma era ilegal, portaba el doble de balas que el modelo equivalente permitido. Además poseía una útil característica: ninguna de sus piezas contaba con número de serie ni marca del fabricante de ningún tipo. A todos los efectos era tan oscura como el color del metal y del polímero que la formaban.
El frío tacto contra su piel, le provocó un ligero estremecimiento que subió a lo largo de la espalda para morir en la base del cuello. A una semana de su juicio, iba a salir a la calle con un arma opaca para el sistema, irrastreable, y se encontraba dispuesta a utilizarla si fuera necesario. Y era muy buena tiradora. Unas bonitas premisas para terminar el día en el calabozo, acusada de un cargo más grave que el anterior por el que ya la habían imputado. Quizá era hora de poner la escena patas arriba y observar por dónde asomaba la liebre. Sacudir un poco el avispero, a ver a quién picaban primero. No creía que por muy bueno que fuera su abogado, consiguiera librarla de los cargos sin que la expulsaran del cuerpo. Irina auguraba con una mueca de resignación una multa elevada para evitar la prisión aparte de ser licenciada con deshonra. Como mínimo.
Antes de salir de casa se dedicó una mirada en el espejo de la entrada. El azogue le devolvió la imagen de sí misma, aunque parecía mayor por las ojeras. No dormía en condiciones desde no se acordaba cuando. Apartando la mirada, atrancó la cerradura y salió a la calle. «¿Por qué iba tan dispuesta a meterse en líos?», se preguntó. Sí, tenía ganas de montar gresca y no le importaban las consecuencias.
Mark y su socio, hoy
Mark y Juanito se despertaron en cuanto amaneció y tras un frugal desayuno, consistente en unas rodajas de fiambre de carne y café, comenzaron el reparto con el camión. Realizaron las tareas de la jornada con especial precaución, teniendo en cuenta el encuentro del día anterior que por poco no había finalizado en tragedia, para ellos, claro. Entregaban los pedidos de licor de Chatarra. Mientras Mark introducía las cajas en el bar de turno, auxiliado por una carretilla, Juanito colocaba los siguientes bultos y al mismo tiempo no dejaba de vigilar en todas direcciones. No advirtió movimientos sospechosos que indicaran una próxima emboscada. El muchacho no le quitaba ojo a la mercancía ni a los movimientos de Mark. Un par de trasgos se acercó demasiado al camión. El dúo parecía muy espabilado, aunque no contarían con más edad que la del propio troll, aunque eran una cabeza más bajos.
—Eh, chaval, ¿qué haces aquí? —lo interpeló el que parecía más descarado.
—No es asunto tuyo. Lárgate —replicó mirándolo fijamente a los ojos. Pero los trasgos no le hicieron caso. El segundo curioseaba por el hueco del portón trasero del camión intentando asomarse para averiguar qué había allí. El otro seguía interesado en que Juan hablara con él.
—¿Por qué? —Sonrió—. No estamos haciendo nada malo, solo queremos charlar un rato.
—Pero yo no —lo cortó el troll de repente.
—¿Tenemos un problema contigo? —El segundo trasgo habló por primera vez, sonaba como si fuera el cabecilla.
—Diría que lo tenéis, sí.
—Vaya, este tío se está poniendo chulito con nosotros, Zac —anunció, burlón, el primero a su compañero, más alejado de Juan.
—Ya lo veo. No podemos permitirlo, hermano. ¿Vamos a permitirlo de un troll? —Miró de reojo al joven que no se perdía detalle de los movimientos de la pareja.
—Por supuesto que no. Eh, mueve tu culo lleno de mierda de aquí. —Lanzó un intentó de empujón, pero cuando sus manos se encontraban a un palmo del pecho de Juan, notó que un puño se clavaba en su estómago. El golpe lo alzó unos centímetros además de dejarlo sin respiración unos segundos. Boqueó, asfixiado, hasta que el aire regresó a sus pulmones, pero el dolor no se había ido. No hizo falta la intervención de su compañero. El troll los miró sin decir una sola palabra. Los presuntos ladrones comprendieron que no se les había perdido nada en aquel lugar y salieron corriendo sin despedirse.
Cuando Juan volvió su mirada hacia el bar, vio a Mark parado con una sonrisa en la boca. Se encontraba apoyado contra una pared y comenzó aplaudirle despacio, acercándose hacia su posición con cada nueva palmada.
—Muy bien hecho, socio. Has evitado que ese par de ratas nos robe la mercancía —lo felicitó.
—Es mi trabajo vigilar mientras tú entregas las bebidas.
—Sí, pero quiero decir que has actuado genial. Has manejado muy bien la situación.
—Sabía dónde le tenía que pegar, nada más. Además, yo soy más grande.
—Sí. A eso me refiero. —En menos de un segundo el semblante de Mark varió hasta una mueca de preocupación que le arrugaba la frente—. Juan ¿sabes disparar un arma?
—Jamás lo he hecho si te refieres a eso. —Miró a su jefe con renovado interés.
—Sí, es lo que quería decir. Puedo enseñarte si quieres. Resulta una habilidad útil en el mundo en el que nos movemos y con la gente que tratamos.
—¿Tú me enseñarás a disparar?
—Por supuesto que lo haré, siempre que tú quieras.
—¡Claro que quiero! —afirmó con renovado entusiasmo ante la propuesta de Mark.
—De acuerdo. En cuanto terminemos de entregar los pedidos de hoy, tú y yo nos vamos a una zona apartada y vas a aprender a usar un arma de fuego.
—¿Es difícil? ¿Se tarda mucho en aprender? ¿Tú cuánto tardaste? —El joven inundó de preguntas como aquella a su mentor durante el resto del día y no paró hasta que, una vez finalizada su jornada, Mark lo llevó a una campa abandonada a las afueras de la polis, que quedaba a los pies de la mole del viaducto.
El mayor de los trolls situó cinco botellas vacías a unos cien pasos de distancia y regresó hasta la posición de Juanito.
—Lo primero antes de disparar cualquier arma, pistola, rifle, escopeta, la que sea, es comprobar que se encuentra cargada y cuánta munición tienes. —Tomó su propia pistola en la palma de la mano y se la enseñó a su alumno—. El cargador se libera pulsando este botón, hazlo tú. —Un inseguro índice obedeció ante la orden—. Pero cuidado —el contenedor se habría caído al suelo si Mark no lo hubiera detenido con la otra mano—, el muelle expulsa el cargador a toda velocidad por si necesitas meter uno nuevo, pero si no, es recomendable que lo pares con tu otra mano. Bien —extrajo del todo el cargador de la culata—, mira, estos números indican las balas que te quedan —explicó—. Pueden ser cifras o marcas, o agujeros, pero todos sirven para lo mismo. ¿Entendido? —Su joven alumno asintió, atento ante las explicaciones—. Después, aunque hayamos quitado el cargador, el arma aún puede tener montada una bala en la recámara. —El troll accionó la corredera y un proyectil salió bailando por la ventana del extractor. El muchacho asintió, más para sí. Mark devolvió el proyectil al cargador, que regresó a su posición original—. Segunda lección importante: la mayoría de las pistolas tienen uno o más seguros para evitar que te pegues un tiro en un pie o que se dispare accidentalmente si se te cae al suelo. Tienes que cambiar su posición antes de disparar. Mi arma, por ejemplo, no lo tiene, pero hay que realizar el doble de fuerza que con otra pistola para disparar —Juanito no perdía detalle de las explicaciones—. Cuando ya hayas comprobado todo lo anterior, no toques el gatillo hasta que estés seguro de que vas a apretarlo. Lo mejor es dejarlo apoyado fuera, sobre el guardamonte. —Tocó con su dedo la pieza que indicaba—. Siguiente paso: apuntar a nuestro blanco. Tienes que mirar a través de estas muescas en la parte superior del cañón y alinearlas con tu diana. En el momento que estés decidido, aprietas el gatillo; la primera vez cuesta un poco, pero te acostumbrarás. También es conveniente sujetar la pistola con las dos manos, porque, cuando salga la bala, el arma querrá irse hacia arriba y hacia atrás, debido al retroceso. Así que hay que sujetarla fuerte, con ambas manos, con la que tiras apoyada en la otra y así evitamos golpes y cardenales innecesarios. Y por último: el cañón está caliente después de expulsar el proyectil, intenta no tocarlo, porque te quemarás. Lo mismo te digo con las vainas utilizadas, en esta salen hacia un lateral y hacia arriba.
—Entendido. —Mark le cedió la pistola, poniéndola sobre su mano. Juan pensó un instante, recopiló las instrucciones de su maestro y las siguió a pies juntillas sin olvidar ni un solo paso. Guiñó un ojo, y apuntó a una de las botellas y después hubo una detonación. No le había acertado, pero estuvo cerca. Había mantenido el retroceso a raya y había evitado lesiones por el calentamiento de la humeante boca del arma o por la carcasa vacía, despedida a gran velocidad a la derecha del tirador novato.
—Muy bien —lo felicitó su tutor—. Sigue así.
Continuaron practicando el resto de la tarde hasta que Juan consiguió destrozar en mil pedazos las botellas de cristal.
—Creo que estás listo para tener tu propia pistola.
El muchacho sonrió, un gesto muy escaso de ver en él.
Irina, unas horas más tarde
La detective en suspensión de empleo y sueldo permanecía de pie, apoyada contra el edificio que se oponía a la mole de la comisaría veintiuno. No perdía de vista la entrada y salida de patrulleros. Los coches, como los que una vez había conducido ella en su etapa de uniformado, se alineaban de forma diagonal contra la acera. Estuvo dando vueltas la mañana entera, hasta que se dio cuenta de que los azules trabajaban por turnos y hasta las tres de la tarde no había un nuevo cambio. Así que fue en busca de comida y esperó. Necesitaba hablar con alguien que quizá podría echarle un cable, dada su situación de incomunicación e impotencia. Aunque no tenía puestas demasiadas esperanzas en obtener ayuda. Se habría corrido la voz de su nuevo estatus y comprendía que nadie quisiera meterse en problemas por su culpa. Pero necesitaba averiguar una cosa que la empujaba y la corroía desde las entrañas. Otros policías lo hubieran llamado corazonada. Irina no se fiaba de esas cosas, buscaba pistas y las seguía, que era en realidad lo que resolvía los casos. Y se había quedado sin ellas. Por lo tanto, tenía que hacer trampas, como ya había hecho con antelación, aunque con un resultado bastante preocupante. Terminó el último pedazo del bocadillo que estaba saboreando y tiró los restos pringosos del envoltorio a una papelera próxima.
Levantándose las gafas de sol de la nariz, comprobó que había movimiento. Grupos de uniformados salían en parejas en dirección a los patrulleros. Oteaba en busca del hombre en concreto con quien quería hablar, pero no lo divisaba. El resto de los polis no le prestó atención, a pesar de que sabía que varios de ellos la conocían; se introdujeron en sus coches y los arrancaron sin prisa para dirigirse a la tarea que tuvieran encomendada para aquella jornada.
Uno de los últimos dúos estaba compuesto por un tipo alto y fornido, con aspecto de machacarse en el gimnasio, que tenía pinta de novato; su colega, en cambio, era más bajo de estatura y el vientre se le redondeaba. Cuando se quitó la gorra de plato para entrar en el patrullero, mostró una cabellera hirsuta y del color del fuego.
—¡Eh, irlandés! —voceó Irina desde su posición y se dirigió a grandes zancadas hacia los policías.
El interpelado miró a varios lados hasta que localizó a la mujer que caminaba a toda prisa en su dirección.
—Detective, menuda sorpresa. —Esbozó un principio de sonrisa.
—Te alegrarás menos de verme cuanto te diga lo que quiero pedirte, Malone —Irina ya se encontraba a la misma altura que la pareja.
—Escupe, Gryzina. Te escucho. —Le hizo un gesto al guardia novato para indicarle que se largara a otro lado, porque aquello quedaba entre la mujer y él.
—Bonito espécimen te han asignado —afirmó tras mirar al joven policía de arriba abajo.
—Si quieres jugar con él, ten cuidado, no lo rompas —se burló el pelirrojo.
—No estoy aquí por eso, Malone —expresó con fastidio.
—Tú dirás. Pero no haré nada por ti que me complique.
—Lo entiendo. Necesito que me confirmes si este homicidio —le mostró un papel con el nombre completo de Jota—, está relacionado con el asesino de inhumanos detrás del que vamos.
Malone tomó el manuscrito, lo leyó varias veces y se lo devolvió.
—Ya lo he memorizado. Veré lo que puedo hacer, no te aseguro nada. Pero me debes una grande por esto, Gryzina.
—Por supuesto. Gracias, irlandés —le contestó.
—Dejó de tener gracia la tercera vez. Lo más cerca que he estado de ese antiguo país es una pinta de su cerveza, lo sabes bien.
—Sí, aunque lo más divertido es ver tu cara —se burló del policía.
—Recuerda que me acabas de pedir un favor —replicó Malone.
—Vale, vale. Ya lo dejo. Gracias de nuevo.
—De nada. Te lo debo por Mich. Me pondré en contacto contigo cuando tenga noticias que contarte.
—De acuerdo —se despidió y se marchó pensando en qué ocuparía el resto de su tiempo hasta que el irlandés la llamara con novedades.