LA OBSERVÓ SORBER DEPRISA SU SOPA. Aquella noche no podía quedarse a deleitarse con sus movimientos. Tenía trabajo que hacer en otro lugar hacia el que caminaba con rapidez con una sonrisa en la boca, alegre por tener una nueva presa a su alcance. Su siguiente víctima, aunque no le gustaba pensar en ellos de aquella manera. Se los comía por necesidad, por verdadero apetito, no por gusto. ¿O sí? Tal vez una parte de morbo sí que hubiera en rajarlos y chupar sus entrañas que luego le resbalaban por la lengua y por sus irregulares dientes. Disfrutaba, como no lo había hecho en años. No se lo pasaba tan bien desde antes de la guerra. Era feliz, no podía pedirle nada mejor a la vida. Y tenía en perspectiva a un mozalbete joven que, suponía, aún estaría bastante tierno y cuya sangre tendría fuerza. La que le faltaba a él. El vigoroso líquido le aportaría vitalidad y a lo mejor no necesitaría matar de nuevo en una temporada. O quizá anhelara aquel manjar prohibido antes de lo que pensaba.
La perspectiva de encontrarse ante un nuevo banquete lo hizo salivar y tuvo que limpiarse las comisuras de los labios con una sucia manga.
Michel, al despertar en un hospital, unos años antes
Mich abrió los ojos con una sensación permanente de molestia y cansancio infinito. Tenía la boca seca, no estaba cómodo y se encontraba dolorido. Estaba tumbado en lo que parecía una cama de hospital. Intentó situarse de lado, pero un tirante catéter que salía de su brazo izquierdo se lo impidió y le provocó un leve dolor que cesó en cuanto paró de moverse. Intentó palpar la sonda que le salía del cuerpo con la otra mano, pero de nuevo el dolor le sirvió de indicador de lo que no debía hacer.
Trató de quejarse, pero apenas surgió un gemido ahogado de su garganta. A continuación, carraspeó y consiguió esbozar un amortiguado y bajo «¿hola?», seguido de un «¿hay alguien?», sin obtener respuesta. Sí, yacía en un hospital. Convaleciente. Jodido, para variar.
Un molesto ataque de tos lo obligó a medio incorporarse en el lecho. Al mismo tiempo se preguntaba si vendría personal a darle algo para beber.
Un minuto después una figura conocida entró en la habitación. Irina tenía grandes ojeras que hinchaban sus ojos. Solo lo miró y se echó a llorar en silencio a los pies de su cama. Michel sintió una honda tristeza. Agradecía el calor de ella, le hacía sentirse vivo, más de lo que había estado hacía poco, al parecer. Al policía le invadió la pena, aunque no derramó ninguna lágrima. Se le habían terminado, no tenía más. Estaba agotado, cansado de la miseria en la que había convertido su vida, del sufrimiento que había provocado de forma inconsciente o adrede a cuantos lo rodeaban: Irina e Isabel. Sus amores.
Con una temblorosa mano, alcanzó la larga y morena cabellera que se derramaba como una cascada sobre las sábanas que le cubrían las piernas. La acarició despacio, con ternura, sin prisas. No intercambiaron palabras, no hacía falta.
Irina, mimetizada de vagabundo
La detective camuflada se apresuró a terminar con su comida. Casi engullía, en parte por el hambre que arrastraba y también porque si una de las dos personas que la conocían pasaban por delante, la verían, por mucho que intentara ocultarse entre las solapas del abrigo de segunda mano que había comprado. Ni siquiera pidió la cuenta, dejó un par de billetes pillados con el borde de los platos y se largó, no sin antes lanzar una mirada hacia los dos hombres que continuaban con su charla.
—¡Eh, tú! —Un escalofrío le recorrió la espalda, una mezcla de miedo y vértigo que casi le provocó un mareo.
Una fuerte mano la tomó por un brazo. Al girarse observó que el camarero le ponía un billete en la mano.
—Has pagado de más, el menú hoy cuesta la mitad —le dijo con una sonrisa en los labios.
—Claro, gracias —acertó a responder, nerviosa, con un ojo puesto en el capitán y en Christian, que parecían no haberse percatado del incidente. Después se marchó del restaurante lo más rápido que le permitieron las piernas.
Mark, capturado un poco después, esa noche
El contacto caliente del arma en la nuca le quemaba, pero cuando amagó con revolverse para quejarse, su captor le apretó más el metal candente. Le quedaría una marca donde el cañón había abrasado la piel del troll.
Su oponente era, al menos, tan alto como él y el doble de corpulento. Otro de los suyos, aunque más viejo. Había tomado su pistola y se la había guardado en el cinturón. Mark caminaba a golpe de los empellones que le propinaban en la espalda. Trató de mirar a su alrededor para hacerse una idea de la situación. Lo que vio no le gustó nada: el humano que lo acompañaba yacía lánguido sobre un charco de sangre. La cabeza de Tobías acababa de chocar contra el césped del patio, tras ser ejecutado de un seco disparo. Las cosas no pintaban bien. Solo él había sobrevivido y se preguntaba por qué no habían terminado con su vida, al igual que con los otros. No le dio tiempo a cavilar más allá de aquella idea mientras lo obligaban a avanzar hasta lo que parecía una enorme mansión. El único intento que realizó de preguntar adónde iban, fue acallado con un trastazo con la culata de un arma en su rabadilla que lo dobló por el dolor. Después se recuperó, incorporándose sin soltar una palabra, pues parecía que así debía permanecer hasta conocer cuál sería su destino.
Giró la cabeza a un lado, con el objetivo de quedarse con cuantos detalles del lugar fuera capaz. Recorrieron un camino enlosado sobre el mal cuidado césped que desembocaba en la mansión. A un lado percibió una piscina, que había sido cubierta y que parecía no haber contenido una gota de agua en años.
Cuando se acercaron a los muros de la construcción, pudo percatarse de que en una época cercana había estado recubierta de placas de piedra y de ladrillos rojos de barro cocido. En la actualidad, apenas presentaba unos meros vestigios de ambos materiales. Se le ocurrió que se habían tomado demasiadas molestias para retirar los elementos que envolvían la mansión. Lo que parecía haberse construido como un elegante y sofisticado edificio, agonizaba sumergido en la tosquedad y el desamparo.
Mark pensó que tenía que haber sido la casa de una persona importante en Semura. Pero conocía muchas de aquellas mansiones que habían quedado derruidas hasta sus cimientos por culpa del hostigamiento de las bombas de los suyos durante la guerra. Bien podía tratarse de una de ellas, aunque los desperfectos que se le presentaban no eran producto del ácido y la mansión parecía haberse levantado en una fecha más reciente.
En el interior hacía fresco, estaba oscuro, y aunque la falta de luz disminuía un poco su percepción, distinguía las formas a la perfección. Quien lo hubiera apresado no había dejado al azar ese detalle. La mansión se alzaba diáfana en las alturas y se curvaban hasta formar un agudo arco apuntado constituido en su totalidad por una gigantesca cristalera, que dejaba pasar la escasa luminosidad de la noche. En un día soleado debía ser una casa con mucha luz.
Un golpe en sus costillas flotantes le indicó que girara a la izquierda. Tras la orden, ejecutada como si llevaran a un animal dirigido por unas riendas, afrontaron la subida de unas amplias escaleras que se bifurcaban en la primera planta y cuyos ramales se perdían en la oscuridad de las silenciosas formas de la mansión.
A continuación se internaron en un pasillo cubierto por una alfombra que amortiguaba cada uno de sus pasos, que quedaban en meros susurros y se perdían acallados de inmediato por la inmensidad del conjunto.
Varios salones y habitaciones se desangraban infrautilizados, llorando la soledad a la habían sido condenados. Sin embargo, la instalación hacia la que se encaminaban era una excepción y de ella escapaban murmullos de conversaciones que se hacían más evidentes según se aproximaban.
El nuevo cuarto se asemejaba a un despacho con el piso cubierto por una alfombra. A los lados germinaban robustas estanterías de madera oscura, caducas y despojadas de los libros que sin duda las habían poblado con anterioridad. El lugar había visto épocas mejores, al igual que el resto de la finca.
El último topetazo en sus riñones lo hizo arrodillarse del dolor.
—Mark Hombre del Norte. Bienvenido a mi humilde morada.
La voz masculina que lo saludaba le resultaba familiar, pero no conseguía identificarla.
—¿Te conozco? —entonó mientras dirigía su mirada hacia el bulto que permanecía sentado a unos metros de donde estaba el troll.
—Ya lo creo que sí —dijo con tono rimbombante. Mark no era capaz de distinguir su rostro, pero tenía la certeza de que estaba sonriendo.
—Pues no me acuerdo. Refréscame la memoria, si no te importa —pidió con medio tono burlón.
—Claro, por supuesto. La última vez que nos vimos fue en la bodega del Duende Verde.
Entonces una luz se iluminó en la cabeza del troll. No dijo nada, pero el otro apreció que se había dado cuenta.
—Pareces recordar a una velocidad asombrosa. —El extraño continuó con la misma actitud.
—Tengo una memoria asombrosa. —Mark enfatizó el adjetivo que él había utilizado—. Me acuerdo solo de lo que me interesa —lo desafió.
El desconocido realizó un gesto con la mano que no estaba dirigido a él. Acto seguido Mark recibió una patada en el estómago por parte de su guardián.
—Al jefe no le gusta que le jodan los tipos graciosos —le susurró al oído su agresor.
—Es bueno saberlo —balbuceó Mark entre golpes de tos y respiraciones entrecortadas.
El hombre que se había desvelado como medio troll y Mesías para quienes portaban una anilla al cuello, dio unos golpecitos en el brazo del sillón en el que continuaba sentado. Parecía no tener prisa.
Mark tomó la iniciativa.
—De acuerdo —anunció sin quitarle ojo al otro troll—. ¿Cómo funciona esto? —preguntó.
—¿Qué quieres decir, Hombre del Norte? —le devolvió la cuestión, intrigado.
—La partida con la que venía ha sido masacrada, como supongo que lo han sido las otras. No me habéis matado por una razón —afirmó sin que lo interrumpieran. Al ver que había conseguido la atención de su anfitrión, continuó con el planteamiento—: Supongo que os resulto valioso. Me imagino que para vosotros soy el candidato ideal para acercarme hasta Chatarra y meterle un tiro entre ceja y ceja —dijo de forma atropellada y sin parar hasta observar la reacción en sus captores.
—El chico es listo, jefe —entonó el guardián.
—Lo es. Lo es. Ha descifrado el propósito último de mi pequeña mascarada. —Sonrió—. ¿Tú qué opinas? —lanzó la cuestión a su subordinado.
—El muy cabrón nos ha hecho pasar un mal rato ahí fuera, señor. Podría valer —dijo con despreocupación—. Aunque no hace más que intentar salvar su puto culo.
—Sí, es valiente —le concedió sin despegar lo que debían de ser sus ojos de la enorme figura de Mark—. Claro que está intentando salvar su pellejo —meditó un instante—. Y eso me gusta, tiene huevos —asintió para sí, como si mantuviera una conversación en su cabeza.
—¿Entonces? —preguntó Mark.
El desconocido y su lugarteniente intercambiaron una mirada.
—A partir de ahora trabajarás para mí… —replicó.
—Pero, Chatarra…
—Evidentemente, actuarás como si continuaras formando parte del círculo más íntimo de Tony —lo interrumpió—. Tras las escaramuzas de esta noche, te ascenderá al haberse quedado sin hombres de confianza…
—No se creerá que solo yo he sobrevivido, es muy inteligente para eso —protestó Mark.
—Yo lo soy más, hijo. Yo lo soy más —repitió.
Mark se quedó en silencio y después habló:
—¿Qué te hace pensar que seguiré tus órdenes, Mesías?
—¡Ja, ja, ja! —se rio—. No sé si lo sabes, pero conocí a tu padre. Un buen hombre, sí.
—¿Qué tiene que ver mi padre con esto?
—Mucho, hijo, mucho. Quieres matar a Chatarra por lo que le pasó a tu viejo desde que tenías… ¿cuántos? ¿Dieciséis, diecisiete años? Eso no me preocupa lo más mínimo. Tienes tu propia historia con Tony, al igual que yo cuento con la mía. Cada uno transportamos nuestra carga y ya es hora de librarnos de ella, ¿no crees?
Entonces la velada figura se levantó de su asiento y salió de las sombras, se acercó hasta él caminando sin prisa y le tendió una mano para ayudarle a incorporarse.
—Tengo un plan que poner en marcha y poco tiempo. ¿Estás conmigo?
Irina continúa acechando
Irina se encontraba parapetada, medio escondida detrás del volante del cachivache que había comprado por cuatro billetes, después de regatear con el vendedor, un viejo trasgo con cara de sapo que no dejaba de mirarle las tetas y sonreír como si nunca hubiera visto una mujer. Pero, por desgracia, no tenía tiempo de ponerse dura y soltarle una torta al abuelo, así que le pagó lo estipulado tras la rebaja y salió con el susodicho vehículo.
Empezaba a anochecer.
Vigilaba la puerta del restaurante desde una posición en la que nadie que saliera pudiera verla. Pero ella sí. Esta vez no tenía un plan. Siempre había tenido uno, incluso cuando lo de Michel. Aunque ahora resultaba distinto, no se diferenciaba demasiado de aquella época de su vida. Cuatro, cinco años ya, o seis, no conseguía recordarlo. Tan poco tiempo y tantos cambios en su vida, suspiró. Tan poco tiempo y parecía una auténtica eternidad. En caso de que Mich siguiera vivo, no se permitiría confesarle lo mucho que lo echaba de menos. Apenas se permitía pensarlo ella misma. Sin embargo, así era. Christian había sido una muesca más. Estuvieron juntos porque así lo dictaminó el destino, porque se entrometió en su camino. Y tampoco conseguía librarse de aquel cabrón. Se le había metido en la cabeza la voz femenina que había sonado por detrás de la de su ex cuando lo llamó hasta las trancas de alcohol. Tampoco olvidaba el hecho de que había sido él el traidor que la había denunciado, el chivato que la había metido en problemas, por los que podría perder su trabajo. Y no sabía hacer otra cosa que aquel puto y asqueroso oficio. Por eso le gustaba tanto. «No todo el mundo vale para esto», era una frase que solía repetir Mich cuando se encontraba frustrado por un caso que no se había resuelto de la mejor forma, o porque los sospechosos habían escapado de la cárcel por cierto tecnicismo o defecto legal. Michel se pasaba el día diciendo aquellas máximas que Irina también escuchaba en el día a día de otros polis veteranos, porque parecía que el compartir el conocimiento de aquellas antiguos refranes de policía, les hacía más llevadero el duro quehacer. Pero al amor de su vida se le olvidaron todos. Los había abandonado en favor de los atractivos del alcohol y de otras sustancias. Se había convertido en una contradicción andante, lo mismo que ella.
En aquel instante los dos individuos a los que observaba se despidieron con un amistoso apretón de manos y se separaron caminando en sentidos opuestos de la calle.
Irina tuvo un momento de duda. ¿A quién de los dos seguiría? Miró a un lado: la figura rechoncha y baja del capitán Castillo se bamboleaba camino de donde hubiera aparcado su coche, que no sería muy lejos. Al lado contrario, el bulto alto y desgarbado de Christian se movía con decisión y si Irina lo conocía un poco, habría dejado su vehículo mucho más lejos.
Accionó la llave hasta que el motor comenzó a rugir, aunque más bien parecía que tosía como un bronquítico. Con suavidad, giró el volante hasta que hizo que el mamotreto de metal y goma diera la vuelta en la calle. A unos trescientos metros su objetivo continuaba al mismo paso. Irina miró por el retrovisor, no venía nadie. No se preocupó de encender las luces, no quería que si por casualidad miraba por encima de su hombro la viera. La calle se encontraba mal iluminada; hasta allí no alcanzaba el presupuesto y las buenas intenciones del Primer Ministro.
En varios tramos de la calle, el asfalto escaseaba y no se habían molestado ni en rellenarlo con cemento, así que la calzada tenía más agujeros que los calcetines de un estudiante. El cacharro se empeñaba en pasar por todos ellos y obligaba al trasero y a la espalda de Irina a tragárselos, pues la reliquia no había conocido unos amortiguadores desde hacía veinticinco años, por lo menos. Los muelles del asiento también chirriaban a cada nuevo rebote de la carrocería. Irina chasqueaba la lengua y se irritaba más con cada nuevo socavón.
Pisaba el acelerador con suavidad, aunque este no respondía siempre igual a la misma presión. A veces tenía el pedal a fondo y el coche apenas se movía unos metros y otras, a medio gas tenía que levantar el pie porque se metía encima de Christian.
En uno de esos fallos del acelerador, su vetusta carroza avanzó más distancia y a mayor velocidad de lo que era prudencial. Como resultado, Irina se vio obligada a clavar los frenos, que chillaron, despertados de su largo letargo, para no empotrarse contra el camión que tenía parado delante de ella. Seguro que también se había dejado el caucho de cada neumático en la calzada debido a la frenada. Había logrado detener el coche sin mayores consecuencias, pero su objetivo había visto el esperpento y se había perdido en la bocacalle más cercana.
«Qué cabrón», pensó, porque aquel truco se lo había enseñado ella. De nuevo Irina fue presa de la duda, pero no tardó en despejarla. Salió con energía del cacharro y cerró la puerta de golpe, para que le doliera. Aunque sabía que era un objeto y que no sentía nada, a ella le valía el gesto. Lo dejó plantado en medio de la calle. Lo robarían, eso desde luego, así por lo menos le aprovecharía a alguien lo mucho que no lo había hecho a la detective.
La artimaña de Christian era bastante sencilla. Si sospechabas que te seguían en un coche, introducirse en una calle estrecha adyacente resultaba la mejor solución, en especial si estaba prohibida la circulación de vehículos a motor por ella. Se obligaba a los perseguidores a salir al descubierto y era una forma de sacar ventaja de la situación. Irina lo sabía. Él se había puesto nervioso por el detalle que fuera y ahora tenía una franca desventaja respecto a su ex.
Tiró de la corredera de su pistola e introdujo una bala en la recámara y se preocupó de que el arma quedara oculta por los faldones de su abrigo improvisado.
—No todo el mundo vale para esto —dijo para su cuello.
De esa manera avanzó sin miedo por la calleja.