Irina, metida en un lío, ahora
—SEÑORITA, ¿QUÉ ESTÁ HACIENDO AQUÍ?
Un celador la apuntaba a la cara con su linterna, deslumbrándola. Pillada. Enhorabuena. En el exiguo espacio del despacho del forense no había forma de abrirse paso a golpe de puño. Examinó al hombre de arriba abajo, corpulento y alto; llevaba las de perder en un cuerpo a cuerpo. Su única salida: utilizar el intelecto.
—Discúlpeme, ¿señor…? Soy una de las ayudantes del doctor Blanco, venía a recoger un informe que me he dejado olvidado. —Emitió una sonrisilla nerviosa.
—Soy Juan, el celador de guardia. ¿Por qué no ha dejado el doctor Blanco por escrito que uno de sus colaboradores vendría por la noche?
—Verá, si mi jefe se entera de que he estado aquí, me meteré en un lío enorme y me despedirá. —Puso cara triste.
—Comprendo. Pero esto sigue siendo irregular.
—El doctor Blanco no puede saberlo, ya me tiene entre ceja y ceja, por ser joven y mujer. Ya sabe —sonrisa encantadora—, es difícil formar parte de un equipo en el que solo hay chicos. Está esperando a que cometa cualquier error para echarme. Por favor, por favor, tiene pinta de ser amable, por favor no le diga nada. —De nuevo compuso el rostro y la sonrisa de no haber roto nunca un plato.
El celador se debatía entre la supuesta inocencia y simpatía de la chica y hacer bien su trabajo con una mueca de incredulidad y duda. En su entrecejo parecía librarse una cruenta batalla por creer en lo que le decía la mujer.
—Está bien —terminó por ceder—. Aun así, me gustaría que comprobáramos su versión con el vigilante de la entrada.
—Claro, sin problema. Le dirá lo mismo que yo —contestó afable.
En cuanto se giró para encarar la puerta, le pegó un golpetazo con la culata de su arma en la nuca que dejó al pobre celador inconsciente.
—Lo siento, pero me juego mucho en esto —se disculpó ante el cuerpo desmayado a sus pies—. No puedo permitirme cabos sueltos. Tendrás un dolor de cabeza de cojones cuando te despiertes.
Enrolló el informe y lo metió dentro de su chaqueta.
Arrastró al pesado celador hasta detrás de la mesa del forense. Quien abriera la puerta no lo vería, a no ser que entrara a propósito en el despacho. Eso le daría un tiempo precioso hasta que lo descubrieran.
Se aseguró de que nadie hubiera escuchado su cháchara y volvió por el mismo lugar por el que había venido, con más precaución todavía, si es que aquello era posible. Porque su corazón estaba a punto de escapársele del pecho ante la simple idea de que pudieran encontrar al celador tendido en el despacho del médico. Tenía que salir de allí antes de que lo hicieran.
Cualquier sonido, cualquier sombra cercana se le antojaba un peligro que evitar. El recorrido entre el edificio de la morgue y el descampado que lo rodeaba le pareció más largo que la primera vez. Suponía que debido al cansancio y a la presión. Había soportado situaciones peores y saldría de esa con buen pie.
Sin pararse a recobrar el aliento, se encontró trepando por la valla. Cuando alcanzó la cima, miró en qué lugar se encontraban las cámaras y de qué forma se estaban desplazando. Contó hasta tres y se dejó caer desde arriba del todo, en el rebote golpeó con una rodilla contra el suelo. El dolor era insoportable, pero evitó quejarse. En cuclillas, con la rodilla herida despidiendo oleadas punzantes de calor, mordió el labio inferior tan fuerte que casi se provocó sangre.
Las cámaras se movían. Contó otra vez, al llegar al cinco salió disparada hacia una de las esquinas. Casi lo había conseguido. Un esfuerzo más y sería libre. Haberse arriesgado habría merecido la pena, obtendría un gran beneficio, poseía el informe de Blanco sobre el caso. El que le habían negado de forma rotunda. Lo tenía.
La cámara ofreció su punto ciego y corrió lo más rápido que fue capaz, cojeando, con la rodilla quejándose, martilleando, recordándole que no podía hacer aquello, que necesitaba detenerse a curar la herida. No prestó atención a lo que su cuerpo le exigía y continuó sin parar, hasta que estimó que se encontraba a una distancia suficiente en la que no entraría en el encuadre de los dispositivos de vigilancia.
Lo primero que hizo fue palparse la cazadora. Correcto, el expediente estaba en el mismo sitio. Ya había aminorado el paso y a punto se encontraba de salir del distrito de los hospitales cuando la iluminaron las luces de un coche. Se volvió con discreción. Un camión circulaba por detrás de ella a una velocidad demasiado moderada. El conductor había apagado los faros. La estaban siguiendo.
Apretó un poco el paso para ver si el camión se movía. No lo hizo. Continuó avanzando de la misma manera, comprobando en cada esquina si el camión seguía a su espalda. No había cambiado de posición. En ese momento no estaba al alcance visual del conductor, apretó a correr a pesar de su rodilla magullada que comenzaba a hincharse. Repitió la operación en cada nueva manzana. Había tomado la precaución de dejar el coche aparcado al lado de su casa, no quería que pudieran relacionarla con el asalto a la morgue por la matrícula del patrullero.
Ya veía su portal, cuando se volvió con falso interés hacia el escaparate de una tienda. El reflejo que le devolvió el cristal lo confirmó: el camión estaba estacionado con las luces apagadas y no podía ver al conductor, a una manzana de distancia de donde se encontraba. Bien. Además el tipo que la seguía no era un novato en aquellas tareas; sabía que lo había descubierto y mantenía una distancia prudencial para que ella supiera que estaba allí, pero sin agobiarla tanto como para que hiciera alguna estupidez. Como sacar su arma reglamentaria y reventarle la cabeza de un disparo, por ejemplo.
Respiró un par de veces para calmarse y enfiló hacia su casa. Necesitaba dormir más que nunca. Al día siguiente ya planearía qué hacer con el parásito que tenía detrás y vería qué había en claro del informe del forense.
Mark, casi al mismo tiempo que Irina
Se despertó sobresaltado al comprobar que su blanco regresaba de lo que fuera que hubiera ido a hacer. Casi se le había pasado por alto. Aunque se desperezó con rapidez, aún tenía sueño. Una sensación extraña en su estómago le indicó que aquella mujer no era muy corriente. Se había colado de noche en una instalación médica. Ya averiguaría qué departamento era aquel. Evitaba y daba esquinazo a las cámaras como una profesional. Había gato encerrado y cada minuto que transcurría le gustaba menos el marrón que le había pasado Tony.
La chica lo valía, eso por descontado. Pero ¿sería peligrosa? Ya sabía que debía andar con mil ojos con ella, porque acababa de demostrarle lo atrevida y valiente que era. Mark no quería sobresaltos. Era partidario de los trabajos realizados con limpieza, sin complicaciones. Parecía que le había tocado un encargo lleno de dificultades.
Había arrancado el camión, el motor a las mínimas revoluciones para engranar una marcha y salir muy despacio detrás de ella. Se mordió la lengua, un gesto habitual cuando se concentraba. Había cometido la imprudencia de encender las luces, y justo iba a apagarlas cuando ella se giró hacia su camión. Lo había visto, sin lugar a dudas. La cabina y la calle quedaron a oscuras, no podría distinguir su cara con los faros apagados. Sin embargo, el juego cambiaba de reglas: el ratón se había dado cuenta de que el gato andaba detrás de él.
El ratón continuó al mismo paso como si no ocurriera nada. Ambos sabían que no era así. Mark no se movió. Hasta que su presa no salió de su campo visual no avanzó unos metros, asegurándose de no adelantarse mucho. Solo un poco, lo mínimo para que cuando ella se diera la vuelta no lo viera detrás. Caminaba rápido y tampoco quería perderla. Chatarra se había tomado demasiadas molestias para tratarse de una simple chica. Quería averiguar por qué. No asesinaría a sangre fría a una desconocida, necesitaba saber el motivo por el que era prescindible para el mafioso. Él no era un sicario. No lo haría sin una razón convincente. Si contrariaba a Chatarra, sería haciendo lo imposible para cabrearlo y si podía obtener ventaja sobre él, no dudaría en cogerla.
Ella se paró. Utilizó el truco de mirar por el reflejo de un escaparate. Sí, podía verlo, estaba allí, detenido. «Sigo aquí, nena» dijo en alto. Buscó a su alrededor por la cabina. Agarró la pistola y la amartilló. Por si acaso. No sabía si ella era inocente o culpable, pero si las cosas se ponían feas, no iba a dejar de defenderse. Nunca lo había hecho. Siempre había peleado, desde la muerte de su padre. Lo vengaría aunque fuera lo último que hiciera en su vida. Tony se enteraría de quién era el hijo de Knut Hombre del Norte.
El blanco seguía a buen paso. Se metió en el portal de su casa.
Aguardó cinco minutos porque ella estaría mirando la calle por la ventana. Cuando consideró que había pasado el tiempo suficiente, se marchó. No obstante, dejó el camión aparcado a dos calles de distancia y regresó a pie fumando un cigarro. Si ella quería volver a realizar un acto imprudente aquella noche, era el momento preciso. Al no verlo por la ventana, pensaría que había abandonado la vigilancia.
Se apostó contra la esquina de su edificio, en un ángulo en el que ella no podría verlo desde su casa ni tampoco si salía del portal de forma inesperada. Tiró el cigarrillo. Después se aseguró de que la pistola tuviera munición.
No se le iba a escapar.
Michel e Irina, cuatro años atrás
Michel e Irina, los dos sentados uno enfrente del otro, en la misma habitación, pero con las posiciones intercambiadas. Michel sobre la cama, Irina en una silla. Los gestos mostraban la tensión creciente entre los dos.
—Empieza —demandó la chica.
—No sé por dónde hacerlo —replicó con tristeza el hombre.
—Por el principio. Venga.
—Es difícil de decir… —titubeó unos instantes—. Si te lo cuento, te meteré en un lío y no quiero verte implicada por culpa de mis problemas.
—Soy mayorcita, soy policía, tengo un arma y sé cómo utilizarla —lo cortó, tajante—. Sigue.
—Antes de que juzgues lo que te voy a contar, quiero que tengas en consideración lo mucho que me cuesta que Isabel esté bien atendida.
—Sí, lo sé, Mich. —Cambió su gesto por un mohín de pesadumbre—. Te he ofrecido mi ayuda varias veces.
—Y te lo he agradecido otras tantas, pero es asunto mío y tengo que lidiar con ello.
—Entonces, es por dinero.
—Algo así —Michel desvió la mirada hacia el suelo de moqueta.
—O sí o no, ¿Mich? —La joven arqueó sus cejas al tiempo que formulaba la pregunta.
—Sí, lo es. Deudas de juego. Entre el dineral que me costaba la atención a mi mujer y lo que debía a varias mesas de juego, no podía sobrevivir.
—Me lo podías haber pedido a mí.
—No tendrías suficiente. Además, te habría convertido en una parte más de mi problema. No quería eso.
—¿No se te pasó por la cabeza pedir un préstamo?
—Sí, claro. Pero no podría ni pagar los intereses, además de que una deuda de juego solo puede pagarse con dinero negro.
—Muy bien. Empiezo a ver por dónde va la cosa. Te has buscado un segundo trabajo, uno no demasiado limpio —enfatizó la última palabra.
—Sí —admitió, derrotado.
—¿De qué se trata? ¿Trapicheas con mierda de elfo? ¿Vendes coches robados? ¿Qué? —Lo miraba con sus ojos verdes y las manos extendidas en el aire pidiendo una explicación.
—Mira Irina, no es fácil estar en mi situación
—Ni siquiera intentes justificar tus acciones. No lo toleraré. Te repito, Mich, ¿qué era lo que hacías? —insistió ella sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Pasaba información a la mafia. Cuándo iba a producirse una redada, detenciones, cosas así.
—Y por alguna razón la has cagado y estás muerto de miedo porque piensas que van a por ti.
—Sí.
—Sabes de sobra que mi obligación es denunciarte. —Lo señaló a modo de advertencia.
—Lo sé. Pero no lo harás —replicó Michel, confiado.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Eres un poli corrupto, tú mismo me enseñaste que es lo peor que se puede ser. Es mi deber. Cada minuto que pase sin denunciarte me implica a mí como cómplice.
—Porque todavía me amas —afirmó con una cansada sonrisa en los labios.
—Estás equivocado, Mich. Ya no te quiero. De hecho, llevo un tiempo viéndome con otra persona.
—No lo sabía. —Bajó la cabeza. Había perdido lo que daba por seguro. A Irina, su integridad, su autoestima y quién sabía qué más.
—Reconozco que tenía que habértelo dicho. Pero venías siempre con una nube de problemas, te sentías culpable por Isabel debido a lo nuestro y nunca resultaba el momento oportuno. Hasta nuestra última discusión.
—No me arrepiento lo más mínimo de haber engañado a mi mujer contigo.
—Pues deberías, por lo menos para convencerte de que has actuado mal. No pareces estar muy afectado por tus acciones, sino por el hecho de que te he pillado. ¿Qué ocurriría si Isabel se enterara de lo nuestro?
—Eso no sucederá.
—No, porque ninguno de los dos diremos nada. Sin embargo, hay gente a nuestro alrededor que puede habernos visto. Compañeros de trabajo que se hayan dado cuenta de que nuestra relación iba más allá de lo profesional. Existen variables que no puedes controlar, Michel. Ese ha sido tu error, pensabas que podías mantenerlo todo bajo secreto. No has dedicado ni un segundo a pensar en las consecuencias, ni a que no poseías las claves para manejar las situaciones en las que te has metido. ¿No te das cuenta? Estás superado por los acontecimientos de tal forma que no has sido capaz de reconocerlo hasta que te has visto hundido en el barro y no has conseguido salir por ti mismo.
—Sí, estoy hasta arriba de mierda. ¡Pero no hace falta que me lo recuerdes, joder! —le espetó con arrogancia.
—¿Joder? ¿Joder? Que te den por culo, Michel —contestó enfadada—. Si no te has dado cuenta, intento ayudarte y te pones en plan chulo.
—Lo siento, Irina. Estoy muy nervioso.
El detective se levantó de la cama y fue en busca de una botella de alcohol que había sobre una mesa. Irina se le adelantó, dio un manotazo, y esta se estrelló contra el suelo. El licor formó un charquito color ámbar. Los cristales saltaron en miles de pedazos que rebotaron en todas direcciones.
—Y otra cosa. No beberás más.
Michel se quedó absorto contemplando el alcohol derramado en el piso y subió la mirada hacia los ojos de Irina que dolían de tanto que clavaban su determinación en los suyos. Fue incapaz de desafiar a la joven. No podía, estaba agotado, ya no le quedaban más fuerzas.
—Necesito que me ayudes, Ira —dijo entre sollozos. La boca le temblaba y las lágrimas resbalaban desde los ojos hasta la nariz—. Ayúdame… Por favor.
Irina lo miró. Vio una gran tristeza y un hondo pesar en los ojos grises del que había sido su amante. Nunca lo había conocido tan desolado como en aquel mismo instante en la habitación que utilizaban cuando retozaban juntos.
—Michel, tranquilo. Todo saldrá bien. —Se fundió con él en un cariñoso abrazo. El detective fue incapaz de verbalizar una sola palabra, gemía, lloraba sobre el hombro y la larga melena de Irina, que pasaba una mano sobre la espalda de Mich intentando apaciguar su desasosiego. Pero estaba inconsolable, así que la mujer dejó que exteriorizara su pena, hasta que se cansara.
—Michel, todavía hay espacio para maniobrar. Hay que ser inteligentes. Como medida más inmediata, vas a seguir realizando las tareas que te encomienden. Procura no fallar. No cambies nada, sigues a sueldo de ellos, no hay que dejar el más pequeño resquicio que les induzca a pensar que pretendes jugársela. Intentaremos volcar la información que posees sobre su organización a nuestro favor.
Irina se separó un poco del cuerpo tembloroso de Michel. Había escuchado un par de golpes en la calle y fue a mirar por la ventana. Dos trolls salían de un coche grande, el ruido debía ser de los portazos. La policía se fijó, por deformación profesional, en que las chaquetas de los gigantes se abultaban de una forma extraña a la altura del pecho. Iban armados.
—¿Tienes problemas con algún troll? —inquirió a Michel sin dejar de observar la calle.
—Sí, es posible —contestó, interrumpiendo su llantina.
—Pues coge tu arma. Tenemos que irnos. Creo que vienen en tu busca. Si no salimos del apartamento cuanto antes, no tendremos ninguna oportunidad.
Uno de los trolls merodeaba por las inmediaciones del edificio, el otro alzaba la vista hacia los diferentes pisos.
Michel cogió sus dos pistolas y comprobó las balas del cargador de cada una. Su compañera lo imitó.
—Hay que llegar a la calle como sea. Como sea, Michel —recalcó su afirmación.
—De acuerdo. Vamos allá.
Abrieron la puerta del apartamento con cuidado, cubriéndose el uno al otro. Avanzaron despacio y en silencio por el pasillo en un intento de no delatar su posición. Escucharon que el ascensor se ponía en marcha, pero no podían saber si subía o bajaba. Alcanzaron las escaleras y descendieron en silencio, avanzando con un tramo de diferencia entre ellos. Apuntaban al frente y a la retaguardia y se desplazaban con mayor cuidado a cada nueva planta que accedían. La calle no se encontraba ya demasiado lejos, pero no sabían qué iban a encontrar allí.
Mark, hoy
El sol lo despertó, acurrucado en la cabina del camión. Resoplando, estiró los brazos, se desperezó y emitió un sonoro bostezo que se asemejaba más a un aullido. Se frotó los ojos con ambas manos y después se peinó el pelo con la mano para ordenarlo un poco.
Recordaba haber dejado la vigilancia cuando, después de dos horas de pie contra una esquina, la mujer no salió de su edificio. No tenía pensado volver a la calle aquella noche. Decidió darse un merecido descanso.
Mark tenía la esperanza de que no se le adelantara y hubiera madrugado más que él. Era demasiado temprano para cualquiera, incluso para los que se levantaban al amanecer. Colocó una mano delante de los ojos para que le sirviera como visera, porque le molestaba la luz. Miró la hora en su reloj. Le hacía falta una buena cantidad de cafeína, aunque no podía permitirse desayunar hasta que su objetivo saliera de casa.
Buscó en la guantera hasta que dio con un paquete arrugado y extrajo un cigarrillo que encendió con una cerilla abandonada. Bajó la ventanilla y expelió el humo a la par que el fresco de la mañana entraba en el habitáculo. Hacía un bonito día.