Irina, en el mismo bar
LA POLI QUE SE LE HABÍA acercado, resultaba llamarse Marta y habían coincidido en la academia. No es que hubieran sido amigas íntimas, precisamente, pero guardaba un buen recuerdo de ella. Y parecía ser mutuo. Irina la invitó a tomarse una cerveza. Tras unos segundos de titubeo, accedió y se sentó con ella en un taburete junto a la barra. De vez en cuando dirigía miradas de recelo en dirección a la mesa de la que provenía y a la que ya habían regresado los caballeros.
Marta era delgada, tirando a esmirriada y una cabeza más baja que la detective. Llevaba su melena lisa castaña recogida en una cola de caballo que ondeaba a su espalda en respuesta a cada uno de sus movimientos. En su redondeado y agradable rostro destacaban unos grandes ojos color miel y de vez en cuando añadía una bonita sonrisa a su ceñudo y preocupado semblante.
Hablaron de tonterías, de lugares comunes, de supuestos intentos de ponerse al día después de tanto tiempo. Irina no era estúpida. Iba buscando, que alguien lo bastante lenguaraz, desatado por el alcohol, le soplara información. Pero sabía que también funcionaba en el sentido contrario. Podía encontrarse a alguien buscando que la que sacara a pasear su lengua fuera la detective Gryzina. Fue precavida y sonrió mucho, para dar a entender que se encontraba más bebida de lo que en realidad estaba.
Marta giró de nuevo la vista hacia atrás, en busca de complicidad o de una autorización. La aquiescencia no tardó en llegar, aunque Irina no se percató de ella. No sabía si había sido planeado o improvisado sobre la marcha, así que la pregunta no la cogió por sorpresa.
—¿Christian y tú seguís juntos? —inquirió sin rodeos.
—No. Desde hace mucho tiempo. ¿Por qué? —No entendía el interés. Pensaba que quizá querían obtener pistas sobre el caso para la investigación en beneficio propio, pero nunca que pasarían al terreno personal tan rápido.
—Nada. Es solo que corre un rumor en la comisaría…
—Corren tantos rumores sobre mí… —Encogió los hombros, bebió un largo sorbo de su cerveza y estudió el rostro de su compañera. Parecía sincera y angustiada.
—Es sobre Christian —dijo Marta—. Pero si no estáis juntos, no te afectará —aseguró con una mueca de seriedad.
—Dispara.
—Bueno, circula una historia muy extraña sobre Christian… —titubeó.
—Venga, joder. Dilo ya —la apremió la detective.
—Vale. Que es un poli corrupto —anunció sin remilgos.
La palabra «corrupto» resonó en las paredes del cráneo de Irina como una especie de déjà vu salvaje y cruel. Un viejo mal, que creía haber matado y enterrado bajo toneladas de tierra, regresaba para atormentarla.
—Christian, ¿mi Christian? ¿Estás segura? —No podía creerlo. Era como si le hubieran pegado un tiro en las costillas y después una patada en sus partes.
—Y tanto. Han hecho desaparecer pruebas de la denuncia, aunque sí, existieron el tiempo suficiente para que alguien las leyera. Ha sido él, Irina.
—Lamadrequeloparió. ¡Su puta madre! ¡Me lo cargo, joder! —descargó su ira golpeando su vaso contra la barra repetidas veces hasta que el camarero le llamó la atención y cesó la rabieta. Su cabeza parecía hervir de rabia. Se meneaba a un lado y al segundo, cambiaba de posición. Sus ojos se movían sin parar. Si en aquel instante los pensamientos de la detective Gryzina se hubieran convertido en imágenes, habrían podido verse diferentes escenas con un final similar: el cadáver de su exnovio en el suelo. Cada una de las películas mentales, transcurría según un caprichoso guion en el que la tortura, el desmembramiento o la castración de las versiones anteriores no resultaban lo bastante dolorosas para la víctima. Así que el cerebro de Irina procedía a elevar el listón del salvajismo sobre el Christian imaginario.
Marta asistía a la alta declamación de su colega con una mezcla entre sorpresa y cautela, no fuera a ser que la indomable detective decidiera pagar con ella las malas noticias.
—Irina, cálmate —intentó apaciguarla.
—No puedo —dijo con la mirada inquieta, sin duda pergeñando su siguiente paso.
—Espero que no hagas ninguna locura.
—Espera en vano. Mi especialidad son las locuras, tía —repuso guiñándole un ojo y sonriendo, ya más tranquila.
Ambas callaron unos segundos sin saber muy bien qué decir hasta que la detective rompió el silencio.
—Por cierto. Gracias por contármelo —dijo Irina.
—De nada. Hay mucha gente en la veintiuno que te aprecia y a la que no le ha gustado la encerrona que te han hecho. Después de todo, podría habernos pasado a cualquiera de nosotros.
—Se agradece. En serio. A todos —y levantó la vista hacia la mesa en la que los amigos de Marta conversaban, pero también observaban de reojo la charla de las dos mujeres.
Marta esbozó unos tímidos «de nada» y se excusó para ir al cuarto de baño.
Cuando regresó, Irina ya se había esfumado. Había obtenido información, posiblemente no la que iba buscando, pero le sería útil. Y Marta a su vuelta se encontró con que la detective había pagado las consumiciones de ella y de sus amigos.
Mark, esa misma noche
«¿Qué habría sido de él?», se preguntaba Mark, mientras observaba a su ayudante roncar tendido sobre el suelo de su casa. «¿Habría conseguido sobrevivir en la calle, como ese pobre chico?», se interrogaba, agradecido por los cuidados de sus abuelos, que se habían hecho cargo de él cuando su padre murió y después de que su madre, incapaz de soportar la pérdida, cayera en una depresión profunda que terminó matándola de pena.
Recordó el momento en que su abuelo le contó que por culpa de Tony Chatarra, que había decidido atender otro negocio en lugar de colaborar en la protección de su padre, la banda de maleantes rival le dio una paliza de muerte y después ejecutó de un tiro a Knut Hombre del Norte.
Se formulaba aquellas cuestiones mientras vaciaba las últimas gotas de licor de hada de su vaso. El alcohol iba haciendo su efecto y por poco no rompió el cristal al golpearlo con su torque. Aquella argolla metálica que le impedía rebelarse contra los humanos. Los habían anillado desde el nacimiento como animales de feria. Eso eran. Especímenes de estudio para la mofa de los humanos. Pero él nunca había sido un radical en aquel tema. Si no tuviera el torque, mejor. Entonces supo que era el licor de hada destilado por su abuelo lo que le provocaba aquellas sensaciones. Así que parecía haber bebido suficiente.
Cuando estaba a punto de irse a dormir, unos golpes sonaron en su puerta. Sin pensarlo, agarró la pistola, amartilló el percutor y apuntó el cañón en dirección al umbral. Caminó con tranquilidad sintiendo el frío terrazo bajo sus pies descalzos. Sin embargo, ya se había acostumbrado al contacto rugoso de la piedra cuando alcanzó la puerta.
—Abre, Hombre del Norte. Hay trabajo que hacer —entonó una voz al otro lado de los listones de madera.
Obedeció al tiempo que ocultaba su hierro a la espalda, en caso de que le hiciera falta.
Por el resquicio de la puerta entraba la luz de las farolas callejeras. Distinguió una figura que le resultaba familiar. Lo conocía, aunque no le gustaba: uno de los lugartenientes de Chatarra, que solía rondar por el Morgana.
Abrió del todo para dejarle el paso franco y no paró de mirarlo a los ojos, aguardando una emboscada con la herramienta dispuesta a ser usada para matar.
—Seguro que tienes una pipa ahí detrás. Yo no me jugaría el cuello por ponerte nervioso, créeme —dijo en un tono amistoso—. Entre trolls tenemos que ayudarnos —apeló a la raza con aquella frase hecha se sacaba a colación cuando se pretendía obtener un favor.
—¿Qué coño quieres? —preguntó sin rodeos.
—El jefe quiere que nos acompañes en un grupo de castigo —replicó el otro troll.
—¿Ahora?
—Joder, ¿cuándo si no? Que a Chatarra no se le puede decir que no, hermano. Vamos, si quieres seguir llevando puesto ese pellejo tuyo.
—Somos trolls, pero tú y yo no somos familia, eso que te quede claro. Espera un momento.
Mark entró de nuevo en la casa y buscó una camiseta limpia, se cambió de vaqueros y se calzó unas botas montañeras. Mientras lo hacía, no perdió de vista ni un instante las subidas y bajadas del pecho de Juanito ni desatendió cada uno de los sonidos de su respiración.
—¿No vas a despertarlo? Pensaba que erais socios.
—Para esto no. Es un buen chaval —replicó mientras le dedicaba una última mirada antes de atrancar la cerradura detrás de él.
—¿Necesitas algo?
—Solo recoger mi cazadora del camión —contestó Mark.
—Venga, date prisa, no le gusta que lo hagan esperar.
Después de coger su chupa de cuero de la cabina de su camioneta de reparto, su nuevo compañero de fatigas le indicó que lo siguiera hasta un coche clásico de color oscuro.
Ambos entraron en el vehículo.
—Bonito carro —apreció Mark mirando con una sonrisa al otro troll.
—Me cuesta una pasta en recambios, es de antes de la guerra, pero quiero a este trasto más que a la puta que me la chupa por las noches —le contestó el conductor poniendo la máquina en marcha.
—¿Adónde vamos?
—¿Qué más te da?
—Quiero saber si queda muy lejos.
—Tan lejos como te diga el jefe, es lo único que te hace falta saber —le espetó, tajante
Durante bastante rato no se dirigieron la palabra.
—¿Un cigarro? —le ofreció el otro troll de su paquete arrugado.
—Gracias. —Mark cogió uno y se lo colocó en los labios. Acto seguido, le acercó la lumbre de una cerilla que apagó en el cenicero del automóvil.
—No quiero ver caer dentro ni una mota de ceniza —le advirtió.
—Claro, por supuesto —afirmó Mark bajando la ventanilla y sacando el cigarrillo encendido por ella—. ¿Cómo te llamas? —inquirió justo después de agitar el filtro con la punta de su dedo para librarse de la ceniza.
—Tobías.
—Tobías qué más —continuó sin variar la entonación. Parecía exigirle en lugar de preguntarle.
—No es asunto tuyo.
—Oh, sí lo es. Vaya que sí lo es. Si piensas que voy a ir por ahí de matarife sin siquiera conocer el nombre del tipo que se supone que tiene que guardarme la espalda, lo llevas claro. Tú y Chatarra, los dos.
—¿Nos ha salido gallito el rubito?
—Tú tócame los huevos y verás lo gallo que soy —y derramó una pequeña porción de la ceniza en el interior del habitáculo sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! —Tobías estalló en una carcajada.
—¿Por qué te ríes tanto?
—Porque al último cabrón que hizo lo que tú acabas de hacer, lo enterré yo mismo con la pala que llevo en el maletero.
—No soy cualquier cabrón —lo retó Mark.
—No, no creo que lo seas. Si no el jefe no confiaría en ti. Pero pienso que se fía más del recuerdo que tenía de tu padre, que de tus propias habilidades.
—Trabajo duro y… Tobías… Jamás vuelvas mencionar a mi padre.
Dicho esto le dio un puñetazo en la entrepierna al troll que lo hizo chillar de dolor y lo obligó a soltar el volante y a retirar los pies de los pedales. Mark tuvo que enderezar la dirección y pisar el freno por encima de las extremidades del matón, hasta que consiguió detener el coche.
El subalterno de Tony Chatarra continuó aullando un buen rato. Su rostro se encontraba congestionado y rojo por completo. Los ojos llorosos, derramaban lágrimas y tenía el ceño comprimido en una perpetua arruga. Se llevaba las manos a su paquete, pero el gesto no parecía aliviarle lo más mínimo, así que levantó las piernas por encima de la cabeza, se recostó en el respaldo de su asiento y comenzó a flexionar las rodillas.
Mark lo miraba divertido. Abrió la portezuela y salió a terminarse su cigarro apoyado contra la chapa del automóvil clásico. Cuando se encontraba disfrutando de las últimas caladas y dejaron de escucharse los bufidos de queja de Tobías, este lo llamó para que subiera.
—Esta vez sin hostias ni chorradas, o te juro que no llegas vivo. Y me importa una mierda lo que haga o diga el jefe —y lo apuntó con una automática del cuarenta y cinco que a bocajarro tenía pinta de hacer mucha pupa.
—Vale, tú mandas. —Se sentó en su lugar y continuaron la marcha, sin que Tobías dejara de encañonarlo con su arma durante el trayecto. Tenía que engranar las marchas con la mano izquierda y sujetar el volante con las rodillas.
Tobías frenó en seco y si Mark no se hubiera agarrado a la manecilla de la puerta, se habría estampado de cabeza contra el parabrisas.
Allí había otros trolls y humanos en torno a la figura de Chatarra, que salió a recibirlos a la luz anaranjada de la farola que los iluminaba.
—¿Qué os ha retrasado tanto? —les preguntó el capo.
—Una movida de cojones, jefe —contestó Mark, incapaz de evitar hacer la gracia. Tobías lo miró con furia asesina y se señaló el lugar donde había ocultado su arma.
—De acuerdo. La mierda que os traigáis entre manos, tendrá que esperar. ¿Traes tu propia artillería? —inquirió a Mark. Este se limitó a asentir y Chatarra sonrió satisfecho.
El grupo se repartió en cuatro coches. A Mark le tocó de nuevo con su recién estrenado colega Tobías, aunque, en esta ocasión se sentó en el asiento trasero. La dotación dedicó un minuto a comprobar los cargadores de sus pistolas y Mark hizo lo mismo, cerciorándose de que estaba al máximo de munición. Los cuatro coincidieron al unísono en el sonido metálico que atrapaba el alimentador de balas en las culatas de las armas.
Iba a ser una noche dura.
Irina, la misma noche
Un hombre joven, no tendría más de treinta, caminaba sin preocupaciones por la calle mal iluminada. Deambulaba hacia su destino con las manos en los bolsillos de su cazadora vaquera, sin ser consciente de que estaba siendo vigilado. Era alto y tenía el pelo castaño y lacio, un poco largo para un peinado de hombre, ligeramente corto para uno de mujer. Vestía una gruesa sudadera con capucha con la leyenda de un antiguo equipo de baloncesto ya desaparecido. A su espalda, a la altura de la cintura, su ropa dibujó el característico relieve que indicaba la presencia de un arma de fuego. El tipo se introdujo en un portal que parecía la puerta trasera de un bar y desapareció.
En el automóvil aparcado al otro lado de la calle, se incorporó una figura femenina, se situó al volante y encendió las luces. Irina observó con cuidado a su alrededor y después de comprobar que nadie se encontraba pendiente de sus movimientos, dirigió el coche al ralentí hasta la boca que se había tragado a Christian. Detuvo su vehículo después de cerciorarse de que la mole metálica bloquearía la salida a cualquiera que se dispusiera a escapar con prisa del lugar.
La detective limpió con la manga de su camiseta la rueda del volante, los mandos y la perilla de la palanca de cambios. Un minuto más tarde, realizaba la misma operación con la manecilla interior y exterior de la puerta del viejo sedán de segunda mano que había comprado en el mercado negro por unas pocas perras. Ya no quedaba ningún rastro que la conectara con aquel cacharro en caso de dificultad. Necesitaba un disfraz para ocultar su identidad.
A la vuelta de la esquina se percató de que el local era un restaurante de baja estofa, de esos que pagando una tarifa fija puedes comer cuanto quieras. Enfrente, aunque fuera de la vista de los comensales, un trasgo trataba de conseguir las últimas ventas del día con su parada de ropa de imitación, antes de que la policía lo obligara a desmontar el puesto. El tipo parecía mal encarado, como la mayoría de los de su raza, pero en cuanto atisbó un posible cliente cambió su hosco gesto por una sonrisa que mostraba su irregular y amarillenta dentadura. Hasta varió su postura y se irguió para parecer más alto. Seguro que estaba elevado sobre la punta de sus pies.
—¿En qué puedo ayudarla, joven señorita? —entonó zalamero.
Irina no dijo una palabra y señaló con sus delgados dedos hacia dos de las prendas.
—¿Esto? ¿Y esto? —preguntó el trasgo. La mujer asintió.
—Treinta y cinco y me lo quitan de las manos. —Sonrió con experiencia de vendedor que ha conseguido colocar un artículo invendible por un precio mayor del que costaba en realidad.
La detective le entregó cuarenta y le indicó mediante señas que se quedara con el cambio.
—Muchas gracias, bella señorita —contestó.
Solo le dedicó una mirada con la que el inhumano enseguida comprendió que aquellas estupideces no iban con ella y se apresuró a recoger el género de su puesto.
Se caló hasta las cejas la gorra de gran visera que había escogido, y cuando comprobó que nadie la miraba, se enfundó en el largo abrigo oscuro que la cubría hasta los pies, tras lo que se subió las solapas. Nadie podría reconocerla, por lo menos a una cierta distancia.
Chequeó la provisión de balas de su pistola fantasma y entró con decisión en el restaurante. Lanzó una rápida mirada e intentó que su primer objetivo fuera localizar a Christian. Por suerte se encontraba sentado de espaldas a ella, en una mesa próxima a la cocina. Irina estudió el lugar. Era amplio, aunque varias columnas se interponían a lo largo de su longitud. Eligió una mesa que se alineaba junto a una de estas. Su blanco no conseguiría verla ni aunque se girara por completo y, en cambio, ella si disponía de una buena visión de él.
Se le acercó un camarero al que ordenó el menú mínimo. Aunque no sentía hambre, el olor a comida le recordó que hacía bastantes horas que no daba de comer alimentos decentes a su cuerpo.
Christian no se había movido y parecía degustar sin ninguna prisa un plato de humeante sopa. No recordaba que jamás le hubiera dicho que le gustaba comer en semejante tugurio. No parecía el tipo de restaurante ni la clase de platos que solía disfrutar. Entonces tenía que estar esperando a otra persona, una que sí gozaba de aquellos horrores culinarios cocinados con excesiva grasa, como podía deducir de su propio consomé, recién llegado a su mesa. Se lo tomó porque necesitaba energías y el calor resultaba reconfortante, pero sabía horrible: demasiado soso, especiado en exceso, muy líquido y con poca sustancia. Un momento. Aquella era la mejor comida de poli para llevar. La ideal para pasar una noche de vigilancia. El otro comensal con quien su exnovio se había citado era un poli.
Dobló más la visera de su gorra y trató que las solapas del abrigo que no se había quitado, le taparan bien la cara. Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que había varios vagabundos que debían haber acudido por lo barato del menú y se lo pagaban con las pocas monedas que habían obtenido mendigando por la calle. Uno de ellos la miró, sin dejar de comer, como si Irina fuera una competidora que trataba de robarle la comida. Masticaba y sorbía con ansia de una cuchara de madera. Tenía pinta de no haber llenado el estómago en semanas.
El resto de los presentes daba cuenta de sus viandas, sin fijarse lo más mínimo en ella. Terminó su sopa y enseguida le trajeron el segundo plato: un filete con una guarnición de lechuga cortada de forma irregular, medio tomate picado en rodajas y una masa pringosa y dorada de patatas fritas. Se las vio con el cuchillo para trocear la carne, que estaba casi cruda, y alternó un pedazo de filete de origen desconocido, porque no sabía a ningún animal que ella hubiera probado en su vida, con los grasientos bastones de patata. De nuevo, la única cualidad de la comida era que estaba recién hecha y, por lo tanto, caliente, lo cual sentó muy bien a su cuerpo.
Casi se atragantó con un trozo de carne a medio masticar cuando el capitán Castillo entró en el comedor del local.
Mark, misma noche, más tarde
El clásico oscuro que el troll había manchado con intención, se detuvo, en esta ocasión de forma suave. Solo notaron el roce del caucho con la gravilla desprendida. El conductor, Tobías, apagó el motor y las luces. Los cuatro se quedaron en silencio. Su cuadrilla la completaban otro troll, más joven que Mark, y un humano fornido que nunca había visto antes.
El troll no conocía aquella parte de la polis. Había estado fuera casi veinte años y no se acordaba muy bien de dónde estaban. Tampoco realizó preguntas y siguió con sigilo a sus compañeros de partida. Cuando llevaban recorridos unos doscientos metros desde el automóvil estacionado, sacaron las armas y quitaron los seguros. Mark tiró del percutor de la suya, imitándolos. Aquello no estaba bien, lo sabía. Los mecanismos de las pistolas resonaron con un eco metálico que a todos les pareció mucho más ruidoso de lo que en realidad resultaba.
Tobías, como cabecilla de la escuadra, les indicó con la mano libre que se colocaran de a dos junto al umbral de una puerta del edificio que les surgió delante de las narices. Parecía apenas un muro de unos tres metros de altura que, por el olor a césped, daba paso a un jardín.
El cuarteto se miró a los ojos. No hacían falta palabras para anunciar su próxima acción. Mark sabía de sobra el jaleo en el que se metía. No rechistó ni se quejó. Como su padre solía decirle: «Para obtener buenos resultados, a veces es necesario mancharse de mierda». Pero siempre se lo susurraba al Mark adolescente, a espaldas de su madre, para que no los escuchara hablar sobre aquellos temas, que estaban vetados en la casa familiar.
Tobías abrió la puerta de una patada sin avisar a sus comandados de su brusco movimiento. El resto fueron gritos, golpes, sollozos, detonaciones que se repetían, insultos. Nadie era capaz de escuchar lo que le increpaba el de al lado. Ni tampoco lo pretendía.
Abrieron fuego en cuanto las tablas de madera saltaron en pedazos, fruto del puntapié de Tobías.
Mark cubría la retaguardia. En unos segundos identificó sus blancos: un tipo con una escopeta, que se encontraba demasiado cerca, y un trasgo con un rifle de asalto que casi era más grande que la propia criatura. Resultaba evidente que no sabía que si colocaba el selector de disparo en modo automático, las balas se le terminaban antes, a no ser que fuera un buen tirador e hiciera diana en sus blancos. No lo era.
Mark apuntó en primer lugar al de la escopeta, que le preocupaba más. Lo alcanzó en un brazo y soltó el arma. El del rifle no tenía ni idea de cómo se manejaba un trasto semejante y lanzaba ráfagas a diestro y siniestro, que ni siquiera le servían para cubrir su posición. Le dio de refilón en la base del cuello, aunque no fue suficiente para que soltara el arma. No escuchaba ni sus quejidos. Miró por encima para hacerse una idea de la situación. Sus supuestos «castigados» contaban con una artillería mejor y más potente que ellos, además de doblarlos en número. Chatarra no se había molestado en mencionarles el detalle de las armas automáticas. Aquello iba a ser un puto matadero. Para ellos, claro. Morirían como cochinos que esperaban a ser desollados y transformados en carne picada, chorizos y demás embutidos.
Su atención más inmediata se encontraba focalizada en derribar al trasgo del rifle. Avanzó unos pasos para parapetarse detrás de una mesa que había quedado volcada en medio del caos. Asomó la nariz unos centímetros por encima de la madera y, a cambio, recibió una andanada de proyectiles, que, por suerte, impactaron en la madera y no lograron alcanzarlo. Pero las descargas habían delatado la posición del tirador. Mark contó los disparos. No había rifles automáticos con cargadores de más de veinte balas y al suyo ya le tocaba recargar. Se encomendó a los dioses de sus ancestros y rezó por que el trasgo no contara con un suplemento extra de proyectiles.
El troll se alzó de improviso de su escondrijo y apretó el gatillo en dos ocasiones. El primer tiro impactó en el pecho de su blanco, el segundo se fue a incrustar en el abdomen. El pequeño trasgo cayó al piso. Mark saltó con una voltereta por encima de la mesa caída y cuando llegó hasta su víctima le arrancó el rifle de las manos y comprobó que tenía otra provisión de munición: dos cargadores extras en un cinturón. Se hizo acopio de ellos y dejó su pistola entrelazada en la cintura de sus vaqueros para usarla más adelante.
El troll se rehízo y observó la situación. La cosa no pintaba nada bien. Eran tres ahora, puesto que el otro troll yacía, acribillado, sosteniéndose las tripas en un intento de burlar su inevitable muerte. Tobías se defendía bien con su cuarenta y cinco, aunque mostraba una mueca de agobio al darse cuenta de que habían caído en una trampa. El humano no se había arriesgado demasiado y tal vez por eso continuaba con vida. Si se agrupaban, actuaban como un equipo y se guardaban las espaldas, tendrían una mínima oportunidad de sobrevivir, si no, su sangre regaría la hierba que crecía a sus pies.
Mark trató de hacer uso de su ligera ventaja con el rifle. Aunque no sería tan estúpido como para desperdiciar munición. Apuntó, apretó el gatillo y un proyectil cruzó el campo de batalla para instalarse en el muslo de un humano que disparaba con dos pistolas ametralladoras. Lo derribó y este aulló de dolor, pero el muy cabrón continuó disparándoles desde el suelo. Fijó un nuevo objetivo: otro troll grandote con escopeta de gran calibre. Cada vez que disparaba le temblaban los tímpanos, además del estómago. Probó puntería, pero no consiguió diana y el objetivo se dio cuenta enseguida de quién le disparaba y dirigió sus esfuerzos y cartuchos en dirección a Mark.
Los perdigones volatilizaron una silla de jardín que hacía unos segundos se encontraba a medio metro de él. Se lanzó al lado contrario, justo a tiempo para evitar una nueva oleada de plomo hostil. Sin embargo a su recién nombrado mejor amigo se le había atascado la corredera y no conseguía que la siguiente vaina entrara en la recámara.
Mark apuntó a la cabeza. Dos toques de gatillo. Una bala impactó en un ojo, la siguiente en el espacio entre la nariz y la boca. El troll se derrumbó con un estruendo parejo al que causaba con su temible arma. Continuó avanzando. Ya no veía dónde andaba Tobías.
Estaba buscando un nuevo blanco del que deshacerse cuando sintió el contacto del acero caliente sobre la nuca.
—Quieto, figura, si no quieres sufrir una intoxicación de plomo.