6.
Decisiones propias y ajenas

NO QUERÍA HACERLO, PERO DESEABA MÁS. El ansia le burbujeaba, le presionaba desde el estómago, le pinchaba en el pecho, le asfixiaba en el cuello, le dolían los dientes, la mandíbula completa, la lengua sangraba pidiendo más alimentos. La cabeza le zumbaba, las sienes le apretaban, los ojos lloraban, incapaces de contener tantas lágrimas. Mantenía los puños cerrados con fuerza. Le dolía donde se había clavado las uñas. Sus piernas se sacudían en un progresivo temblor que le impedían poner un pie detrás del otro. Tenía que parar. Dejarlo.

Una mujer sería la siguiente. Así lo había indicado ella al marcarla. ¿Cuándo se daría cuenta?

Un detective en el pasado, o sea: Michel

Michel merodeaba cerca de una cabina telefónica. Paseaba arriba y abajo por la calle, nervioso. Necesitaba tomar una decisión y las dos opciones eran malas. Se suponía que había ido en busca de un par de cafés mientras Irina despachaba con la central por la radio. Qué pensaría Isabel si se enteraba de la felonía que estaba a punto de cometer. A pesar de que llevaba el nudo de la corbata aflojado y el botón del cuello desabrochado, sentía una opresión en la garganta, además de calor, mucho calor. Sin embargo, no lo hacía y él sudaba a mares.

La tarjeta había perdido el color como consecuencia de su manoseo inquieto, pero el número indicado con grandes caracteres al que debía llamar aún permanecía indeleble. Igual que el sentimiento de culpa en su cabeza, la angustia en su estómago, remordían su conciencia. ¿Haría bien? ¿Y si…?

En un acto repentino, metió una moneda en la cabina y marcó la retahíla de cifras. Resopló, deshaciéndose de la sensación de agobio durante unos segundos.

Daba tono. La cuarta vez que sonó el timbre descolgaron. Una voz masculina, ronca y seca, anunció:

—Alguien se pondrá en contacto con usted. No vuelva a llamar a este número.

—Pero ¿cómo sabrán quién soy? —preguntó. Como respuesta obtuvo el sonido que indicaba que habían cortado la comunicación.

Bien, contactarían con él. Tan solo necesitaba esperar. Sin embargo, las facturas no aguardaban por nadie, ni sus deudas de juego. La semana siguiente se cumplía el plazo de una suma muy importante que debía. Si no entregaba el dinero, se temía lo peor. En realidad su miedo era más por lo que le pudieran hacer a Isabel, que porque le dieran una paliza, le rompieran los dedos de las manos o le destrozaran las rodillas. Aquellos castigos los merecía, pero que dejaran fuera del negocio a su mujer.

Isabel era intocable. Haría lo que fuera para protegerla. Lo que fuera.

Sacó de la chaqueta un paquete de cigarrillos y encendió uno para calmarse los nervios. El aroma del tabaco y el humo caliente que circulaba por su cuerpo consiguieron que se relajara un poco, aunque no lo suficiente. Le pesaba sobre la conciencia el hecho de que iba a romper con sus obligaciones, que iba a convertirse en uno de ellos, en un chivato, en un poli corrupto. Las desventajas que se le ocurrían lo aterraban. Si lo descubría el departamento, iría a la cárcel sin derecho a una pensión, donde habitaban varios tipos a los que él había enviado. Si lo hacían sus compañeros, sería tachado de soplón y perdería su confianza para siempre.

Sobre todo, no quería decepcionar a Irina. Su traición significaba que resultaba un fraude como policía y el tipo de persona contra el que había enseñado a su pupila a luchar. La joven no soportaría descubrir que su mentor, amigo y amante se había cambiado de bando. La destrozaría tan solo con la disyuntiva de denunciarlo o encubrirlo. No quería que ella pasara por aquel infierno. Mich en cambio, desesperado, no encontraba más salidas. No contaba con otros recursos, no conocía medios alternativos para superar sus problemas, o no sabía ponerlos en práctica para conseguirlos.

Tomar la decisión le costó más que la sorprendente facilidad con la que había llevado a cabo la llamada.

Era un hecho: se había pasado a los malos.

Mark y una conocida, en un callejón ahora mismo

Otro disparo siguió a los anteriores, el resplandor encendió el callejón, iluminándolo igual que el fulgor producido por un relámpago. La detonación reverberó a lo largo del trecho entre edificios. Silencio. Unos pasos, taconeo de zapatos de mujer.

—¿Estás bien? —preguntó una voz conocida.

Un rostro femenino que no terminaba de ubicar se inclinó sobre él. Le había salvado la vida. Sentía que le tiraban de un brazo, pero no lo sabía con certeza.

—Venga, grandullón. Si no me ayudas, no puedo incorporarte yo sola.

Sí, la conocía, pero no lograba recordar de qué. Trató de poner de su parte e hizo fuerza para sentarse derecho. Ella lo apoyó contra la pared. El ladrillo estaba húmedo y frío, pero no le importó. Debía tener la ropa empapada de la porquería líquida de los charcos que inundaban el suelo. Solo eran unos trozos de telas cosidas para taparse el cuerpo, sus antepasados corrían por las montañas desnudos, sin que les diera vergüenza enseñar sus sexos.

La mujer le hablaba. Veía como movía sus labios y le decía cosas: bla, bla, bla-bla, bla-bla, bla, bla, bla… Bailaba a su alrededor ejecutando una danza ritual: saltaba sobre un pie y luego sobre el otro, igual que un baile de su gente para atraer los buenos espíritus y bendecir las cosechas. Había buscado compañía. Otros dos, por lo menos, la acompañaban en la coreografía, a la que habían añadido un juego de luces intermitentes.

Una voz surgió del resplandor: «Mark», lo llamó por su nombre. Sin embargo, aquel sonido sí que era familiar. «Mark», repitió, como si no lo hubiera escuchado la ocasión anterior. Le pareció que era la figura de su padre, Knut ¿Qué querría de él el viejo troll muerto? «Mark», oyó de nuevo, y estuvo a punto de gritarle que lo oía a la perfección, que no estaba sordo.

«Mark», sí, ya lo sabía.

«Mark.»

«¡Mark!»

«¡Mark!»

Un tipo llamado Michel que trabajaba de detective

Hacía tres horas que había terminado su turno, no quería regresar a casa. Era incapaz de afrontar el acto que había cometido aquel día, no podría soportar el rostro de Isabel. Nada más entrar, olía a desinfectante, como el que utilizaban en los hospitales, a estéril, a medicamentos y a enfermedad. No soportaba aquel olor, lo hacía vomitar. Esperaría a que la enfermera a la que pagaba para cuidar a su mujer se marchara y entonces entraría en casa, así se aseguraba de que Isabel estuviera dormida. Él se serviría una copa extra, encendería la televisión, no le prestaría atención, terminaría la botella y se quedaría dormido con la ropa puesta en el sofá, fruto del sopor alcohólico. La misma costumbre de cada noche, desde que le alcanzaba la memoria. Hasta aquella hora, aún quedaba mucho tiempo que matar, así que se fue a un bar.

Bebió un sorbo, de los primeros que seguirían durante aquella velada. El camarero había dejado una botella del licor dorado junto a Mich. Conocía los gustos de su cliente y sabía que hasta que no la terminara no se iría. Aquel hombre era de los que les gustaba beber solo, ahogando sus penas en silencio y sin que lo interrumpieran. Esa había sido siempre su rutina, sin cambiar ningún día de la semana. Sabía cuándo un parroquiano de los habituales necesitaba conversación y en qué momento dejarlo en la barra por su cuenta, virtud de su oficio.

Michel era conocido en el bar, por supuesto. El local hervía con los hombres y mujeres que acudían a diario y que formaba una especie de hermandad. Cada uno conocía al otro tan bien que estaba al tanto de con qué veneno se intoxicaba para olvidar las dificultades cotidianas de su vida.

Él saludaba siempre, le preguntaban y siempre preguntaba por la familia, un intercambio amistoso y simpático. Se despedía cuando se marchaba y dejaba propina. Sin embargo, durante el tiempo que pasaba sentado en el taburete de madera con respaldo mirando al infinito del fondo de su vaso, nadie lo molestaba.

Otros preferían alcoholizarse en grupo. Hablaban a voces, discutían sobre resultados deportivos, maltrataban a la familia del primer ministro, invitaban a los presentes a otra ronda. Mich, mantenía un perfil bajo. Además, allí no sabían que era poli, porque varios de los habituales tenían antecedentes o continuaban en el negocio. En ciertos sitios la placa no abría las puertas, sino que las cerraba. Prefería pasar desapercibido en ese aspecto y mantenerse de incógnito. A quienes le habían preguntado, les contó que era funcionario del gobierno de la polis, un chupatintas, un oficinista más, como varios de los que gastaban sus noches allí, en lugar de pasarlas con sus mujeres e hijos.

¿Por qué nunca habían tenido críos? Un pequeño Miguel o una Isabel en miniatura, eso sí lo alegraría. ¿Cuándo empezaron a torcerse las cosas entre ellos? ¿Cuándo se había estropeado su matrimonio? Brindaba por eso, tras lo que vaciaba su vaso de una vez, tragando el contenido.

—Michel. —El camarero lo llamó—. Es hora de irse a casa.

—Aún no. Todavía me queda… —Señaló la botella que descansaba vacía sobre la barra.

—Has terminado por esta noche, ya has bebido suficiente —le aconsejó.

—Ponme otra, venga… —le rogó con voz aguardentosa.

—Vas a matarte si continúas así —le advirtió.

—Eso no te importa. Sírveme otra. Tu negocio consiste en que la gente beba y yo sigo sediento, quiero beber más —demandó, arrastrando las sílabas y estrellando el dedo índice contra el lugar que ocupaba su vaso.

—Se acabó. Acéptalo. Si quieres más alcohol, tendrás que ir a otro sitio. Vete a casa a dormirla, Michel —terminó la conversación dándole la espalda.

—No —replicó, casi tan bajo que dudó haberlo dicho—. No. —Ahora sí lo había escuchado, y el camarero también—. No —repitió una tercera vez.

—¿Qué coño dices? —preguntó el barman un tanto sorprendido. Pero enseguida echó mano del garrote que guardaba bajo la barra. Aquellas discusiones con borrachos no solían terminar bien.

—Que me vas a servir otro trago. Vas a servirme las copas que yo quiera. Eso he dicho, joder —le espetó desafiante.

El camarero apoyó la tranca sobre la barra y negó con la cabeza.

—Última oportunidad —siseó Mich entre dientes.

El garrote golpeó con contundencia la madera, botella y vaso se fueron al suelo, rompiéndose en añicos. El sonido del cristal roto, presagio de malas noticias en los bares, hizo que el resto de los parroquianos prestaran atención a las dos figuras enfrentadas. El habitual murmullo de charlas, risas y anécdotas se transformó en un gélido silencio en apenas un par de segundos.

Michel desenfundó su arma reglamentaria. Con la mano izquierda agarró la cabeza del camarero por el pelo y le dio un golpe contra la barra, manteniendo el cañón de la pistola a la altura de sus ojos para que viera que no estaba bromeando, que no se trataba de una gracia, que iba jodidamente en serio. Destrabó el seguro y tiró del percutor hacia atrás con el pulgar. Nadie se movió, los clientes ni respiraban, aguardaban un desenlace en un sentido o en otro. No querían inmiscuirse, no fuera que resultaran malparados en un asunto que no era de su incumbencia. Eso y que la cobardía afloraba en cuanto aparecía un arma de fuego.

—Cuando quiero beber, quiero que me den bebida. Ahora mismo vas a coger una puta botella de ahí atrás y la vas a poner aquí encima, porque yo te lo digo. —Le mantuvo la cabeza apretada contra la madera, que sangraba con parsimonia en el punto que había chocado contra la barra—. ¿Entendido?

El hombre balbuceó un «sí» entre dientes y la sangre que llenaba su boca formó un batiburrillo de espuma mezcla de esta y de saliva.

Michel liberó la presión sobre la cabeza y retiró la punta de la pistola, aunque no la guardó. Miró a los demás, que lo observaban boquiabiertos sin decir una palabra.

El agredido regresó en menos de medio minuto con una botella de whisky similar a la que se había bebido y se la tendió a Mich, quien sacó unos billetes de su cartera y pagó por ella.

Salió del bar con el licor agarrado en una mano, el arma en la otra. No miró a nadie, sabía a la perfección que se había delatado. Ahora había anunciado a los cuatro vientos que trabajaba de policía. La gente hablaba, cuchicheaba, le encantaba cotillear, se correría la voz. No tardaría mucho tiempo en saberse que un poli borracho había amenazado con su pistola a un camarero porque quería beber más. Necesitaba un lugar nuevo en el que pasar sus noches.

Era oficial, en su espiral de autodestrucción había añadido un nuevo hito: ahora se había convertido en un poli sucio de mierda.

Una detective, hoy

¿Cómo tenía una capacidad tan grande para meterse en problemas que no la concernían? Era una incógnita que se repetía a sí misma mientras observaba cómo los sanitarios de la ambulancia intentaban estabilizar las constantes vitales del troll.

Había disparado y, con mucha probabilidad, matado a uno de los atacantes de aquel tipo al que había conocido en un bar de striptease mientras investigaba, sin permiso y sin estar de servicio, una débil pista sobre la muerte de una ninfa. Era su sino, el asesinato de una mujer inhumana la había conducido de manera inesperada a impedir el intento de homicidio de otro inhumano. Mierda de trabajo, mierda de noche. Por lo menos los efectos de la resaca del licor de hada habían desaparecido.

Tendría que dar muchas explicaciones, justificar el disparo de su arma y demás. Unos cuantos inconvenientes que se había tomado por aquel Mark, un troll rubio, cínico y simpático al que había invitado a un trago en el Morgana. Después él se había despedido con amabilidad, esperando encontrarse con ella otra vez por allí. Su interés por él se despertó cuando lo vio entrevistarse con Tony Chatarra. Muchos trolls trabajaban para Chatarra realizando trapicheos, pegando palizas y traficando con mierda de elfo, la droga que consumían los inhumanos y que tan popular era en las polis. El departamento sabía a ciencia cierta que Chatarra movía la mayor parte de la mierda de elfo que circulaba por las calles de Semura. Pero no contaba con pruebas fehacientes para enchironarlo por aquel delito. Nunca se le había detenido con la droga en sus manos o cercano a ella. Mantenía una red de colaboradores, ninguno de los cuales estaba relacionado de forma directa con él, por lo tanto, resultaba imposible implicarlo en el tráfico de estupefacientes.

Aquel Mark podría ser el vínculo entre los traficantes y el propio Chatarra, podría trabajar como uno de sus lugartenientes. Desde luego no había ido a charlar con ella por casualidad. Cualquier movimiento del capo parecía estudiado hasta la saciedad; era conocido por no haber dado un paso en falso desde que había heredado el negocio familiar y las conexiones con la mafia de su padre, el difunto Chatarra sénior.

Así que Irina decidió seguir al troll a una distancia prudencial de dos manzanas y terminó por encontrarse salvándole de una paliza brutal. Podría haber detenido a los agresores anunciando su condición de policía, pero constaría en los informes y resultaba más sencillo argumentar que estaba por su cuenta, no como oficial de policía. Necesitaba elaborar un plan. De la misma manera que había actuado con anterioridad con el asunto de Mich. Necesitaba tiempo para pensar.

Al llegar al hospital preguntó si se pondría bien. Le respondieron que al tratarse de un troll, se recuperaría más rápido que un humano. Su fortaleza lo libraría de pasar una temporada en el hospital, aunque no de estar ingresado entre una y dos semanas; dependía de cómo evolucionara de sus heridas y de su respuesta a los tratamientos. Tras rellenar un formulario con los datos de su identidad, decidió retirarse a su casa para descansar.

Tenía que reflexionar la forma de justificar una actuación que, aparte de la expulsión del cuerpo, podría suponerle consecuencias legales graves. Nada nuevo para ella.