Fusión de géneros:
el cóctel perfecto

PUEDE PARECERLO, PERO NO ES TAN raro. Edgar Allan Poe, a mediados del siglo XIX, ya escribía sin complejos tanto cuentos de terror como de detectives. De hecho, Los crímenes de la calle Morgue (1841) se considera por los expertos como el inicio real de la novela negra.

A día de hoy, Poe es venerado como uno de los mejores escritores de horror de todos los tiempos, y también lo era en los años 20 cuando muchos lo tomaron como referente para sus obras. Estoy hablando de H. P. Lovecraft, Robert E. Howard y los demás autores clásicos de terror y fantasía que publicaban en las denominadas revistas Pulp. Sin embargo, en esas mismas revistas había una gran variedad de géneros: Ci-Fi, aventuras, bélico, western y, como novedad, también el policiaco. El género negro tuvo su gran auge a principios del siglo XX, una época marcada por los gangsters, la ley seca y la Gran Depresión. El autor referencial es Dashiell Hammett, que desarrolló cuentos y novelas del estilo hardboiled, donde premiaba la acción y el retrato de una sociedad violenta.

La pregunta es: si el terror y el policiaco fueron primos hermanos, ¿por qué se separaron tanto sus caminos? La respuesta es obvia: en un género nuevo como la novela negra, el asesino no podía ser un fantasma. Los elementos sobrenaturales quedaban automáticamente fuera del relato detectivesco, pero los elementos enigmáticos no tenían por qué desaparecer de las historias de terror fantástico.

Sin embargo, no es fácil mezclar estos géneros y salir airoso. Fredric Brown lo supo aprovechar, al igual que el contemporáneo John Connolly, pero no hay muchos casos destacables. Esto hace todavía más meritorio el gran trabajo que ha realizado Alejandro Guardiola en la magnífica obra que tenéis entre las manos.

Estamos ante una historia negra clásica. Son reconocibles muchos de sus rasgos característicos: la comisaría, el detective alcohólico, los gangsters, el ambiente opresivo de las clases bajas, la violencia, los policías, un asesinato misterioso, el interrogatorio de los testigos, el tráfico de drogas, persecuciones y tiroteos. Sin embargo, y de una manera muy natural, introduce la fantasía. Pero no la clásica, de dragones y mazmorras, sino la más oscura que podemos imaginar: la de los cuentos de hadas.

Alejandro ha creado un mundo propio lleno de matices, oscuro y verosímil. Nos encontramos ante una distopía fantástica con castas sociales. Aparecen problemas realistas creados por la incursión de elementos sobrenaturales, pero las motivaciones de todos los personajes, humanos o no, siguen siendo universales: amor, libertad, dinero, venganza, sexo.

Podemos contemplar el variopinto universo que nos regala Alejandro desde las diferentes ópticas de los personajes que pululan por sus páginas. Tanto criminales como policías se entremezclan en las acciones presentes y pasadas para ofrecernos el rico tapiz de matices que solo se consigue con mucho trabajo detrás. Una ambientación sobresaliente, de atmósfera opresiva, de calles sucias y oscuras que linda con el terror y abraza la locura. Sin embargo, y sin quitarle mérito al marco, lo mejor es la sólida trama que se oculta tras la fachada, con multitud de vueltas de tuerca y giros inesperados tan propios de las novelas negras de las que bebe.

Además, en ocasiones no sabes si empatizas más con el malo del libro o con el bueno. O, al menos, con quien se supone que es el bueno, dado que los personajes tienen una gran variedad de facetas. A destacar Irina, la policía torturada y autodestructiva, una protagonista femenina de una narrativa poderosa. Envidio mucho este personaje, Álex.

Y que nadie se engañe: esta es una de las novelas más divertidas e intrigantes que he podido leer, una suerte de fusión de géneros multirreferencial más propia del cine o de la televisión que de la letra impresa. Un regalo para los ojos que tú, afortunado lector, estás a punto de descubrir por primera vez.

Claudio Cerdán, en Limerick a 18 de marzo de 2013