LAS NOTICIAS SONABAN A TODO VOLUMEN, tanto que hacerse entender por encima de aquel ruido parecía imposible. A pesar de ello, las dos niñas, Nadia e Irina, que miraban sin interés sus platos de la cena, fueron capaces de escuchar a sus padres discutir. Creían que porque eran pequeñas y porque el aparato estuviese más alto de lo normal, no los oían gritarse verdades que dolían. La comida no les entraba. Nadia, de cara sonrosada, coletas rubias y ojos azules, jugaba con la ensalada. Irina, pelo oscuro suelto y ojos verdes, miraba sus filetes de pollo como si fueran los objetos más aburridos del mundo.
—Cuando vuelvan y vean que no hemos cenado, se enfadarán —afirmó Irina, al tiempo que se llevaba sin ganas un pedazo de carne a la boca.
—No pienso comer nada hasta que dejen de discutir —replicó su hermana, un par de años mayor, más contestataria y caprichosa que la pequeña.
Irina comenzó a masticar y a tragar el pollo, otro nuevo trozo entraba en su boca. Mientras tanto Nadia la miraba desafiante, empecinada en su decisión.
La tajada desaparecía por momentos entre las mandíbulas de Irina cuando sus padres entraron en la cocina. Ambos tenían los rostros acalorados e hicieron y dijeron lo mismo que siempre que discutían:
—¿Cómo podéis tener la tele tan alta? ¿Estáis sordas o qué? —les espetó Natalia, su madre, tras bajar el sonido que ella misma había subido antes de ir al encuentro de su marido.
—Hola, preciosas —saludó este con sendos besos en las cabecitas limpias, perfumadas y cepilladas de sus hijas. Después se desabrochó el cuello de la camisa y se aflojó la corbata—. Coméoslo todo. No dejéis nada. Necesitáis energías.
Natalia comenzó a sacar unos platos para la cena de los adultos y se fijó en que Nadia no comía.
—Cariño, tienes que terminar tu cena —le dijo con dulzura de madre.
—No tengo hambre, mamá. No quiero comer.
—Pero tienes que comer, porque tu cuerpo necesita alimentarse para poder hacer los deberes e ir al cole —intentó razonar Natalia con la niña.
—Bueno, pues no quiero nada de eso. No quiero comer y tampoco quiero ir al cole —insistió tozuda la niña, sacudiendo la cabeza en una negativa y dejando que sus coletas doradas volaran alrededor de su cabeza.
—Nadia, si no comemos, nos morimos —continuó su padre, conciliador, a un palmo de los ojos azules de Nadia y con una infinita sonrisa que desarmaría a cualquiera. Menos a su hija.
La niña volvió a negar con la cabeza, sin decir una sola palabra esta vez. Su hermana, en cambio, daba cuenta del segundo filete de pollo, que masticaba despacio como si no tuviese ninguna prisa. La cena no iba a marcharse a ninguna parte.
—¿Ves, Antoshka? De esto te hablaba. Hace siempre lo que le da la gana —explicó Natalia.
Después de dirigirle una dura mirada a su esposa, Anton intentó seguir con su estrategia apaciguadora y razonable.
—Nadia, no puedes irte a dormir sin haber comido nada.
—¿Por qué no puedo? —quiso saber la niña.
—Porque no puedes —contestó su padre, sin argumentos en esa ocasión.
A la vez que los adultos intentaban convencer a Nadia de lo bueno que resultaba para ella la comida, su hija pequeña se embutía porciones de filete en la boca, más de los que podía masticar, sin mirar a su hermana ni a sus padres. Era como si no estuviese en el mismo lugar que ellos, como si fuera un observador ajeno de la escena, como un espectador que aguardara el desenlace de la acción.
El rostro de Anton cambió, al agotarse su paciencia con la niña díscola.
—¡Si no te comes la cena, vas a estar castigada hasta que a tu madre y a mí nos parezca bien! —ahora elevó la voz por encima del tono sereno que había mostrado antes, hasta alcanzar un timbre parecido al de la discusión con su mujer unos minutos atrás.
—Me da igual. Castigadme. No comeré —le desafió la niña.
—Pues si no te comes la cena y nos desobedeces, vendrá un hombre del saco, se te llevará y te comerá —probó Natasha con aquel cuento de viejas para asustarla y que cediese.
Nadia pareció un poco impresionada por las palabras de su madre. Los tres la miraban, aguardando a que tomara su tenedor y metiera unas hojas de lechuga en la boca. Ella acercó su mano al cubierto y durante un segundo les pareció que lo había agarrado, pero no fue así y la retiró del utensilio metálico como si se hubiera quemado.
—Me da igual que venga un hombre del saco y me coma —dijo casi gritando—, porque no existen. Son mentiras que nos contáis para que los niños os hagamos caso. No me dan ningún miedo esos hombres del saco. —Hinchó los carrillos y se cruzó de brazos delante de su plato, terca.
Sus padres se miraron, incrédulos, y la mandaron a la cama.
Irina, que seguía triturando sus últimos restos de pollo con la boca llena, siempre supo que iba a ocurrir algo.
Después de terminar sus deberes, a Irina se le permitía ver la televisión durante media hora antes de irse a dormir.
Cuando entró a oscuras en el cuarto que compartía con su hermana, la llamó entre susurros, pero no le respondió, debía estar ya muy dormida. Se metió en la cama con su peluche favorito, no sin antes dirigir una mirada hacia el bulto que ocultaba un edredón de una conocida serie de dibujos animados. Se agarró fuerte a su oso y cerró los ojos.
Un sonido extraño la despertó. Era como un crujido, o como si rasparan una superficie contra otra. Apretó al señor Rizos más fuerte que nunca contra su pijamita rosa, no quería ver qué estaba pasando. Sin embargo, en contra de su voluntad, abrió los ojos.
En la penumbra de la habitación, una figura oscura y alta que vislumbró contra la luz que procedía de la calle le daba la espalda y se movía de cierta manera, como si tiritara. Estaba comiendo. Había una persona de pie junto a la cama de Nadia, y comía. No dejaba de hacerlo. Masticaba y masticaba algo duro y que crujía a cada bocado. Después, cuando pareció aburrirse de comer, sorbió y chupó. Un gorgoteo horrible se escuchó en la estancia y sonó en los oídos de Irina como si estuviera a su lado.
La niña no podía dejar de mirar. Estaba muerta de miedo y su garganta emitió un gemido por el pánico. Se tapó la boca con la mano de inmediato. Pero tenía que haberla oído. Seguro.
La silueta embozada y más negra que la oscuridad misma, se giró y la vio. Irina temblaba en la cama sin ser capaz de cerrar los ojos. Se inclinó junto a ella con movimientos pausados hasta que casi fue capaz de sentir los irregulares dientes cerca de su carita. Estaban afilados como cuchillas, rotos y podridos, más parecidos a los de los peces, manchados de sangre, al igual que su ennegrecido rostro. La figura se llevó una especie de garra en forma de dedo hacia la boca y le dijo:
—Shhhh.
Al día siguiente descubrieron el cadáver de Nadia Gryzina de ocho años en su cama. Había sido trepanada, descuartizada, mordida y masticada hasta la muerte. Además, le habían extraído las vísceras y la sangre.
La investigación de la policía culpó a un hombre del saco, pero no se inició un procedimiento judicial al comprobar lo dicho por la niña la noche anterior durante la cena. Los policías de la división de inhumanos corroboraron que los hombres del saco de la zona tenían las licencias en regla y, por lo tanto, podían actuar si se les invocaba, como así había hecho la pequeña. Ninguno de ellos fue detenido. La familia, de origen ruso, se amparó en el desconocimiento de las leyendas locales.
La muerte de Nadia provocó una campaña del Gobierno en la que se recordaron varios de los usos y costumbres de los inhumanos que debían respetarse para una convivencia pacífica entre todos.
La hermana menor dijo no haber visto ni oído nada aquella noche.