4.
Negocios

Irina, continúa hoy

IRINA SE QUEDÓ SORPRENDIDA DE QUE, en medio del mar de desperdicios, herrumbre y suciedad reinantes en el inmenso solar, se alzara un barracón que funcionaba como oficina, que contrastaba por su limpieza y por no albergar ni un gramo de polvo. Una estancia estrecha y alargada con estanterías repletas de archivos y libros de cuentas a los lados y una enorme mesa al fondo.

Chatarra le ofreció una silla, en la que se sentó. Él mismo hizo lo propio detrás de la mesa que le servía de escritorio, sobre la que se acumulaban pilas de albaranes y facturas.

—¿Y bien? —El troll invitó a hablar a la policía.

—Me gustaría formularle una serie de preguntas. —Dejó que asimilara durante unos segundos lo que pretendía y como no obtuvo oposición, continuó—: La pasada noche ocurrió un crimen a dos calles de distancia de aquí…

—¿En la calleja? —la interrumpió. La detective asintió.

—¿Vio o escuchó algo durante la noche? ¿Un ruido? ¿Gritos, quizá? —interrogó Irina.

—Me temo que no, señorita. —Negó, moviendo la enorme cabeza de un lado a otro.

—A lo mejor sus empleados… —comenzó la policía.

—Ninguno de nosotros pasamos la noche aquí —replicó el empresario, tajante y con un deje molesto en su voz.

—Quiere decir que su mercancía se queda sin vigilancia, ¿no tiene miedo de que le roben? —Se dio cuenta de lo estúpida que resultaba su pregunta cuando la escuchó, recién salida de sus labios.

El mafioso se carcajeó a mandíbula batiente, lo que le permitió observar los arreglos dentales, del mismo material del que estaba fabricado su torque. Antonio Escoria lo llevaba como si fuera una ostentosa joya que representara su posición dentro de la comunidad.

—¿Me toma el pelo, detective Gryzina? ¿Quién querría robar unos montones de chatarra? —inquirió mientras se secaba del exterior de los ojos las lágrimas que le había provocado la risa. Y a su segunda cuestión debería haber añadido: «¿… a mí?».

La policía aguantó la chanza en silencio, consciente de la tontería que acababa de decir. Enseguida trató de recomponer su gesto y, de un modo que le sonó profesional, le espetó:

—Por el momento no tengo más preguntas. Permanezca localizable. El Departamento de Policía podría necesitar de su testimonio más adelante. Gracias por su colaboración. —En realidad su declaración resultó tan seca que parecía haber sido programada, pues la había expresado como una máquina. Como si hubiera sido inscrita en su cerebro.

—De nada, detective. Siempre colaboro con los polis. —«Mentira», se dijo ella. Solo lo hacía cuando tenía algo que ganar.

—Ha sido un placer. —Le estrechó la mano, que quedó sepultada por la manaza de troll de él.

—Tenga cuidado ahí fuera —le advirtió—. Sería una pena que a una joven tan bella le estropearan la cara, por meterse en problemas que no le conciernen —soltó mirándola de arriba abajo con una sonrisa lasciva.

—Le agradezco el interés por mi bienestar, señor Escoria —contestó llevándose la diestra hasta la funda que contenía la pistola, sujeta al cinturón.

—Llámeme Chatarra, como todo el mundo…

—Señor Chatarra, soy mayorcita y sé defenderme sola. Y lo haré en caso de que lo necesite —le devolvió la amenaza con otra de su cosecha.

—Muy bien. Adiós entonces.

—Adiós —se despidió Irina y, dándole la espalda, se marchó de la oficina prefabricada.

Cuando accedió al patio, había anochecido y no se veía demasiado. Recordó que los trolls percibían bastante bien en la oscuridad y se maldijo por no haber traído una linterna consigo que le alumbrara el tortuoso e intrincado sendero a los pies de las pilas de restos.

Irina trató de recordar el trayecto de vuelta entre el laberinto metálico, mientras maldecía de nuevo por la falta de luz. Se sintió más segura ante el frío contacto de su arma al sostenerla por la culata. Además, desactivó el seguro. No se fiaba ni un pelo de aquellos tipos. No porque fueran delincuentes conocidos, ni porque fueran trolls. O tal vez por todo aquello.

Tras un avance lento en medio de las cumbres de hojalata, alcanzó la puerta que daba a la calle. En dos ocasiones se volvió al escuchar ruido a su espalda. Apretó el paso hasta el coche sin soltar en ningún momento la pistola. Cuando el coche camuflado de la policía estuvo a la vista, redobló la cadencia. Una vez sentada al volante, abrió la puerta. Se inclinó hacia la calzada para vomitar de nuevo, aunque con menos virulencia que en la ocasión anterior. Ochenta por ciento, consecuencia de la resaca del licor de hada; un veinte por ciento, nervios o miedo. O al revés.

Mark

Un sótano húmedo con una iluminación tan precaria que habían encendido varias docenas de velas. Las paredes de piedra, un rancio olor alcohólico: una vieja bodega, o destilería. Debido a los tratados después de la guerra, una de las prohibiciones impuesta al pueblo troll era que no podían fabricar ni traficar con ninguna clase de alcohol, ya fuera destilado o fermentado. Siempre se había dicho que el mejor licor de hada era el que salía de los alambiques trolls. Ya no se veía uno tan bueno como el de antes. No como el que destilaban sus abuelos en el alambique de una bodega similar a aquella. Fomentaba el odio racial, decían. En realidad, lo que sucedió fue que una bebida espirituosa de carácter familiar fue declarada ilegal. Entonces escaseó, llamó la atención de los humanos por ser un bien prohibido y multiplicó por mil su valor en el mercado negro. Les habían robado parte de su cultura, vivían como esclavos y además los humanos se emborrachaban con el líquido que los enorgullecía como clan, como familia.

Mark aún guardaba con celo varias barricas de barro con el líquido que condimentaba su viejo abuelo Thor, las ocultaba bajo las tablas de la cocina. Cada domingo tomaba un trago para recordar a los familiares que se habían ido, a los amigos perdidos y a los amores que le habían abandonado.

El sótano estaba a rebosar y los presentes, aparte de su altura, compartían el hecho de llevar una pieza metálica enroscada al cuello.

Michel, tiempo pasado

En una pequeña sala, el humo de cigarrillos y habanos espesaba el ambiente. Encima de la mesa se ponían en juego figuras y formas geométricas que, dependiendo de sus múltiples combinaciones, determinaban quién era merecedor del mayor honor: la victoria. Los cinco jugadores se situaban en círculo en torno a la mesa. Podía deducirse quién iba ganando y quién perdía por la cantidad de fichas acumuladas junto a cada participante.

—Y eso hacen dos parejas —dijo uno de los contendientes, vestido con un elegante y caro traje, al depositar sus cartas sobre el tapete.

—Pierdes otra vez, Mich —anunció otro, que acababa de tirar sus naipes sobre la mesa, renunciando a su jugada.

El policía, aunque en aquel lugar no sabían que lo era, sobó el puñado de cartas que le habían tocado en aquella mano, sin dejar de mirar las figuras que componían cada una de las cartulinas satinadas.

Había perdido más dinero aquella noche del que podía permitirse. Si era vencido de nuevo, ni siquiera tendría bastante para reengancharse y pedirle un préstamo a la banca. Estaría acabado, no podría regresar a jugar a aquella timba. Una mesa de diez mil la jugada, en la que si eras bueno y la suerte te acompañaba, tenías la posibilidad de ganar una asquerosa cantidad de dinero en una noche. Si perdías, te hundías en la miseria, además de endeudarte de por vida con unos tipos que no resultaban compañías recomendables.

Por fortuna, llevaba una jugada ganadora.

—Full de treses y cincos —anunció Mich, con calma y sin ninguna inflexión en la voz.

El resto de los jugadores de la mesa calló y se le acercaron las fichas que correspondían a las apuestas de aquella mano.

Cualquier persona sensata hubiera puesto fin a la jornada, habría cambiado las fichas por billetes contantes y sonantes y se habría ido a casa satisfecho. Mich, no. Pidió cartas para una ronda más, y como necesitaba recuperarse, apostó todo lo que había ganado. En aquel instante, se sentía confiado, ganador y contaba con unas buenas cartas, tenía posibilidades de vencer otra vez. Dio un sorbo al licor parecido al whisky que aún quedaba en su vaso. El amargo aroma y el fuerte sabor reforzaron su certeza de que aquella baza iba a ser suya, de que si no arriesgaba no había emoción. Cuando el tipo del traje mostró una escalera no pudo creerlo. Había perdido.

Mientras se despedía y daba las buenas noches a los contendientes en la timba, se le acercó uno de los guardias de seguridad que vigilaban la partida, un troll, y le susurró al oído: «No vuelvas por aquí, poli».

Ya en la calle, con la gabardina al hombro, buscó en los bolsillos la cantidad suficiente para comprarse una botella de un cuarto en una licorería y bebérsela de camino a casa. Porque había entrado en aquella timba tan exclusiva, tras reunir sus ahorros, con la esperanza de conseguir una gran cantidad de dinero para pagar las deudas que mantenía con otras mesas de juego. Un círculo vicioso que se había cebado con él. El sino del ludópata, continuar en el juego con lo ganado, en lugar de liquidar lo que debía.

En ese instante salió uno de sus colegas de partida, el trajeado, quien lo saludó con educación y se subió a un potente coche negro que lo esperaba. Su atuendo valía más dinero del que el policía ganaría en un año.

Antes de cerrar la puerta del lujoso vehículo, lo llamó pidiéndole que se acercara.

—¿Mich? ¿Es ese su nombre? Si he entendido bien… —dijo, mirándolo de arriba abajo.

—Sí. ¿Usted es…? —quiso saber a su vez.

—Mi nombre no tiene importancia, de momento —contestó con aire arrogante—. Lo único que debe saber es que estoy dispuesto a ofrecerle una ocupación.

—¿Qué tipo de ocupación? No necesito… —Negó con la cabeza.

—Es evidente que sí. Entró en esta mesa para pagar sus deudas. Es usted del tipo jugador. Sé reconocer a uno en cuanto lo veo —Mich no lo desmintió, avergonzado—. Y además, es poli —agregó con una sonrisa en los labios.

—¿Qué clase de…? —balbuceó.

—Tranquilo. Lo sabrá a su tiempo. —Le tendió una tarjeta con una serie de cifras—. Llame a este número si le interesa y alguien se pondrá en contacto con usted.

—Soy policía, lo que me propone es posible que sea corrupción. Podría detenerlo ahora mismo por su oferta —se defendió Mich, tratando de hacerse el digno y en un tono desafiante.

—Sin embargo, amigo Mich, no me arrestará, porque si supiera quién soy, ni siquiera se le pasaría por la cabeza —le atajó con rotundidad el desconocido.

—¿Cómo está tan seguro? —El gesto del policía cambió de la indignación al asombro, y de ahí se detuvo en la franca curiosidad que sentía.

—Porque más tarde o más temprano, llamará.

—No me conoce… —intentó defenderse porque ya había dado por supuesto que haría de chivato, por lo que, probablemente, mostraba interés por él. El tipo bien vestido, en un automóvil de alta gama que conducía un chófer con librea, afirmaba sin conocerlo de nada que sería un poli corrupto.

—Sí, le conozco lo suficiente. Su integridad le durará el mismo tiempo que tarde en darse cuenta de que no tiene otro medio de pagar sus deudas —le espetó con una aviesa sonrisa.

—No sabe si llamaré.

—Oh, sí lo sé. Porque lo hará. Al igual que otros antes que usted lo han hecho —afirmó, confiado—. Hasta pronto, Mich. Piénsese mi oferta, sé que recibiremos una llamada suya.

El adiós ni siquiera surcó los labios del policía, que se quedó pensativo mirando cómo desaparecía el coche negro entre el tráfico.

Pasado un buen rato regresó de su ensimismamiento. Todavía sostenía la tarjeta de visita con el número de teléfono impreso en ella. La miró, le dio vueltas y más vueltas entre los dedos, como si fuera una carta que tenía que poner en juego. Después se la guardó en la cartera. Podría hacerle falta más adelante.

Mark, en la actualidad

El grupo de trolls que se había reunido en el sótano, golpeaba sus vasos contra las mesas que habían dispuesto para que se sentaran a beber mientras escuchaban la charla. Aquel hecho constituía una irregularidad por sí misma, porque no se permitía que un troll vendiese ningún tipo de alcohol. No podía decirse que la treintena presente se escandalizara demasiado por romper aquella ley.

Mark observaba, escuchaba, grababa en su mente las caras de los asistentes. Bebía a sorbos cortos, cuando otros, ante la bebida gratuita se aproximaban sin vergüenza a la embriaguez. Realizó esas acciones sin decir una palabra y sin revelar su nombre. La reunión, la bebida, lo que se estaba diciendo allí era ilegal, incendiario, motivo de cárcel en el menor de los casos. No quería volver al presidio, porque un primo figurado suyo hubiera trasegado unas jarras de cerveza de más y largara su nombre a la policía.

Había llegado el momento de marcharse de aquel tugurio, había oído más que suficiente. Pero si se iba entonces, levantaría sospechas, al contrario de lo que pretendía. Nunca se había sentido parte de la manada, por así decirlo. En una especie que basaba su cultura en la masa del clan, Mark se sentía como el lobo solitario que quería deambular siempre por libre.

Sí, estaba frustrado, cabreado y cada vez que veía a un humano le apetecía ahogarlo con su torque, para que supiera qué era llevar aquel chisme apretándole en el cuello durante toda la vida. Sin embargo, sus ideas de la lucha por sus derechos como persona discurrían por otro lado. Creía en mantener un perfil bajo, quebrar el sistema desde el propio sistema, generando dinero que no pasase por las arcas del estado, ni que devengase tributos ni impuestos. Porque las tasas asfixiaban a las familias troll más que los torques. Pagaban un veinte por ciento más que cualquier otro inhumano, y casi un cuarenta más que un humano con un sueldo medio.

Un par de compañeros se levantó y ambos se marcharon sin mediar una palabra ni molestar a los demás. Estaban en su derecho. Existían grupos que se lamentaban por la situación actual de los trolls, culpaban a los viejos dirigentes de los clanes que provocaron la guerra y luego a los derrotados que aceptaron las obligaciones de los acuerdos de paz.

Otro grupo se fue, en esta ocasión eran tres. Mientras tanto, la arenga que los incitaba a una sublevación progresiva, aumentaba de fervor y de volumen. La figura que la llevaba a cabo se movía por el escenario como un actor acostumbrado a representar su pantomima ante grandes audiencias. La voz del individuo reverberaba contra las paredes de tierra y roca viva de la bodega, lo que amplificaba el discurso. Mark observó con atención al postulante, más que escuchó sus palabras. Llevaba una prenda hasta los pies y una capucha que le cubría la mitad de la cara. Para su sorpresa, el cuello se mantenía desnudo. No había pieza metálica que lo rodeara, no tenía un torque como el resto.