29.
La fábula del sacamantecas y la niña

¡ELLA LO ESTABA BUSCANDO DESPUÉS DE tanto tiempo! ¡Qué honor! No era merecedor de una cortesía tan agradable como aquella. Le gustaban las sorpresas, tanto darlas como recibirlas. Anhelaba encontrarse con su querida niña. Quería darle una sorpresa a la pequeña Irina.

Mark e Irina

En la puerta del Morgana no se encontraba el troll habitual que seleccionaba a quien permitía entrar. Aquella noche no había nadie en la cola, no se escuchaba el volumen de la música escapar hasta la calle y los llamativos neones estaban apagados.

Mark e Irina entraron con su carga, sin que nadie se lo impidiera. El inhumano miró a su alrededor antes de internarse en el club: nadie los observaba. Le indicó que dejara una de las latas cerca de la entrada, pero que no quedara a la vista. Ella obedeció sin rechistar y avanzaron hacia el interior del local. No había camareros en las barras, ni clientes que se bebieran el alcohol, ni chicas bailando ligeras de ropa en el escenario.

El silencio, seguido del olor a limpiador industrial, les dio la bienvenida. Mark le pidió que tirara el contenido de su otra lata sobre las butacas y el mobiliario de aquella parte. Él haría lo mismo por la zona del escenario. Comprobó que el líquido inflamable empapara bien los tejidos, las maderas, los plásticos, las molduras, el revestimiento de terciopelo de las paredes y cualquier otra superficie.

—¿Has visto algo que te ayude en tu investigación? —le preguntó el troll mientras terminaba su segundo contenedor de combustible.

—Nada que me sirva por el momento.

—Hay que esperar. Vendrá —dijo Mark en alto, aunque más para sí.

—¿Qué dices? —preguntó Irina, que no había entendido.

—Cosas mías. Cuando termines de hacer tus cosas, debes marcharte. Yo me quedaré aquí a terminar mi tarea.

—Muy bien. Gracias.

—Gracias a ti por ayudarme. Espero que encuentres lo que buscas.

Ambos se estrecharon las manos e intercambiaron una mirada.

—Si puedes permitírtelo, te recomendaría que te largaras de aquí.

—Es curioso que digas eso —respondió ella—, eres la segunda persona hoy que me recomienda que me vaya.

—Hazlo. Esto va a convertirse muy pronto en una zona de guerra.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Hasta que extermine lo que queda del dominio de Chatarra sobre los inhumanos de Semura —dijo Mark, al tiempo que sacaba su encendedor.

—¿Lo haces por motivos altruistas?

—No. Lo hago porque quiero y porque puedo.

—Entonces hasta siempre. La próxima vez que nos encontremos, estaremos en bandos contrarios.

—Sí, eso me temo. Buena suerte con tus asuntos, chica.

—Gracias. —Estuvo a punto de desearle lo mismo por pura cortesía, aunque se quedó con la palabra en la boca.

—Bueno, bueno, que reunión tan bonita, ¿no es cierto?

Mark e Irina se volvieron y vieron que la poderosa figura de Tony Chatarra se aproximaba a ellos sonriendo por una chanza que parecía hacerle gracia solo a él.

Iba vestido de forma habitual, con un elegante traje, la corbata anudada a la perfección y su ostentoso torque reluciente en su gaznate. Pero se notaba un cambio en su actitud altiva. Parecía herido en su orgullo. Y empuñaba una pistola con la que encañonaba a la pareja.

A ambos les extrañó que acudiera en solitario, sin ninguno de sus habituales guardaespaldas y secuaces que le secundaran.

—Has captado el mensaje —dijo Mark, devolviéndole la sonrisa, sabedor de que iba ganando la partida.

—Sí, he comprendido varios de tus mensajes. El almacén primero, la mierda de elfo, después. ¿Es solo cosa tuya o también de Mesías? —inquirió Chatarra.

Irina miró a los dos trolls sin comprender de qué iba aquel asunto. Lo único que consiguió sacar en claro era que a ella no le concernía lo más mínimo.

—Reconozco que tu viejo amigo me ha ayudado a ver las cosas claras, pero tenía mis propios planes para ti desde hacía tiempo —contestó el más joven de los trolls, aún con el encendedor en la mano.

—Ah, claro. Comprendo —chasqueó la lengua—. Me culpas de la muerte de tu padre, hijo. La venganza es una excelente motivación, no me cabe duda. Pero no debe ser tu último objetivo, porque hace que pierdas la concentración sobre cuanto te rodea.

—Llevo planeando cómo matarte desde que tenía dieciséis años, ¿acaso crees que voy a dejar detalles al azar? —lo desafió Mark.

—Creo que tu afán te ciega. ¿Qué te hace pensar que tú y la señorita vais a salir con vida de aquí?

—Pues que tú no vas a hacerlo, Tony. —Le concedió una amplia y ancha sonrisa al mafioso, al mismo tiempo que con una mano le indicaba a Irina que se acercara hasta la puerta. Chatarra estaba atento a la cháchara de Mark, pero no prestaba demasiada atención a los movimientos de la mujer, quien consiguió deslizarse hasta una distancia prudencial de la puerta.

—¿Qué haces? ¡Te mataré! —gritó Tony apuntándola ahora a ella.

Irina levanto las manos de inmediato y permaneció quieta, mirando con mucha atención cuál iba a ser la reacción del mafioso.

Entonces Mark intervino:

—Déjala marchar. Esto es entre tú y yo, y ahora mismo te apetece más joderme a mí que a la chica —le pidió mientras soltaba el encendedor. Las llamas azuladas de la gasolina se alzaron rápidamente.

Chatarra los miró a ambos y sopesó las opciones.

—Muy bien. Que se vaya. Ya la pillaré en otra ocasión —Chatarra hizo un gesto con la barbilla para indicarle a Irina que podía irse. La policía intercambió una mirada con Mark, quien asintió, asegurándole que tenía la situación bajo control. Ella salió por la puerta sin darse la vuelta y se escabulló como pudo hasta la calle en medio del caos del incendio.

Pero Mark no le dio ni un segundo de respiro al mafioso y se lanzó contra él en una desesperada embestida. Chatarra apretó el gatillo cuando tenía a su contrincante a menos de un metro y el proyectil le alcanzó en un hombro. Sin embargo, el disparo no bastó para detener a la mole que se le venía encima. Mark impactó con toda su fuerza bruta contra el estómago del cacique, al que derribó e hizo soltar la pistola, que cayó rebotando fuera de su alcance. El troll más joven, a pesar de encontrarse herido, se apresuró a levantarse con agilidad y se hizo con el control del arma.

Chatarra extrajo de una funda tobillera un revólver de pequeño calibre, aunque no le dio tiempo a usarlo porque un estallido que provenía de su espalda lo tiró al suelo con la fuerza de veinte de los suyos. También derrumbó a Mark, aunque no lo pilló por sorpresa. La entrada al Morgana ardía con un fuego vivo que despedía un humo espeso y negro. Muebles, suelo, fibras, cualquier cosa ardía sin miramientos.

Mark cogió raudo una de las latas de combustible y la terminó de vaciar en torno al espacio en el que yacía el capo, a quien la onda expansiva había cogido de lleno y aún se encontraba aturdido. Después de eso lo encañonó con su arma.

Irina

Respiró hondo cuando consiguió salir del incendio que ella misma había provocado en el club. Tosió con fuerza y no dejaría de hacerlo en un buen rato. Necesitaba inhalar aire limpio y beberse una botella de agua. Tenía la cara tiznada de negro y las puntas del pelo chamuscadas, así como la capa superficial de su cazadora.

Había inhumanos manifestándose en la calle, que se detuvieron a mirar cómo escapaban las llamas del local de Chatarra. Ninguno de ellos movió un dedo por intentar apagarlo. No los culpaba. Necesitaba moverse, pero no sabía hacia dónde. Estaba en mitad del comienzo de una revuelta y pertenecía a la raza equivocada. Una deflagración hizo estallar los cristales de la sala que daban a la calle. Muchos se agacharon. Un sentimiento de miedo recorrió a los manifestantes. Sin embargo, otro grupo aplaudió con creces la destrucción de la propiedad de Tony Chatarra. Un par de trolls empezó a mirarla de malos modos. Sabía que tenía que escapar de aquella encerrona cuanto antes. Hasta unos segundos más tarde no se dio cuenta de que aún llevaba su arma, con la que había disparado a la lata de combustible, en la mano. En un rápido movimiento la ocultó en su cazadora, no quería que la gente se pusiera más nerviosa de lo que ya estaba.

El único sitio al que se le pasó por la cabeza ir fue al Duende Verde, aunque sabía de antemano que permanecía cerrado al público. Allí seguiría con su investigación: Jota, la cuarta víctima. No tenía otro lugar al que dirigirse y no estaba demasiado lejos. Tampoco le importaba perder de vista a una turba de trolls cabreada. Así que sus piernas no se demoraron en obedecer las órdenes que le mandó su cerebro y corrieron lo más rápido que le permitía su físico. Nadie la siguió.

Mark y compañía

—¿Oyes eso? Es tu gente aplaudiendo por la destrucción de cualquier cosa que esté relacionada contigo. Ni siquiera los tuyos te quieren. Tu ambición te ha ocultado lo descontenta que está la comunidad con tus tejemanejes que, de hecho, solo te favorecen a ti y a tus favoritos.

—Tú ibas a ser uno de esos favorecidos, Hombre del Norte.

—No me hagas reír, Tony —dijo Mark con sarcasmo—. Porque no tenías más remedio. Intentas que te salve la vida a cambio de unas prebendas que puedo conseguir por mí mismo, sin tu ayuda.

—¿Qué te ha prometido ese bastardo? Lo doblo —imploró el capo desesperado—. No sabes el vendaval de violencia contra los humanos que se va a desatar ahí fuera cuando se corra la voz de mi muerte.

—No se trata de dinero. Lo único que le hice prometer a Mesías es que me permitiera terminar con tu vida —contestó con calma—. Solo quiero eso. Y tu conciencia puede estar tranquila, las revueltas terminarán cuando lo queramos.

—Entonces honra la memoria de tu padre y acaba conmigo.

—No tan rápido. Me gustaría disfrutar del momento, si no te importa. —Mark sonrió.

—Como si me importara —replicó Chatarra, consciente de que no había vuelta atrás; a pesar de ello, conservaba la dignidad.

—No me vas a privar de saborear el instante que llevo aguardando desde que mi madre, con lágrimas en los ojos, me anunció que mi querido padre había muerto. —Realizó una pausa y continuó con su diatriba—: ¿Conoces la fábula del escorpión y la rana? —le espetó, mirándolo a los ojos.

—No. Pero creo que tú me la vas a contar, ¿no es eso?

—Claro —asintió Mark—. Verás: había un escorpión y una rana que se encontraban al borde de una charca y ambos querían cruzar al otro lado. El escorpión no podía. Pero la rana sí, por supuesto. Entonces el escorpión le propuso a la rana que lo tomara sobre su lomo y que ambos cruzaran la charca sobre una hoja de nenúfar. La rana tenía sus reservas, pues sabía de la naturaleza traicionera, por no hablar del aguijón venenoso, del escorpión.

»La rana, que no se fiaba del escorpión, explicó que si lo llevaba sobre su espalda y le picaba con el aguijón, ambos se hundirían y morirían ahogados.

»El escorpión le contestó a la rana que no temiera que ese desastre ocurriera y prometió no picarla. Además, aseguró a la recelosa ranita que los dos pasarían sanos y salvos al otro lado.

»Entonces acordaron colaborar juntos, con la condición de que el arácnido no usara su feo y emponzoñado aguijón sobre la rana. Y este dio su solemne palabra de no hacerlo.

»La ranita accedió a que el escorpión se subiera a su espalda y trepó sin mucha dificultad sobre su grupa. La rana a su vez montó en la hoja y comenzaron a atravesar la charca de agua. Cuando se encontraban en la mitad, en la parte más profunda, el escorpión picó con su aguijón venenoso a la rana.

»La rana se quejó de dolor y dijo que, como consecuencia de su picadura, morirían los dos. El escorpión se excusó afirmando que era parte de su naturaleza y que no podía evitarlo.

»La rana y el escorpión murieron ahogados en lo más profundo de la charca.

—Y ahora qué esperas, ¿qué te aplauda? —repuso Chatarra una vez Mark terminó de explicar el cuento.

—No.

—Entonces, ¿cuál es la moraleja? —preguntó a su captor.

—La moraleja es: «Obliga al escorpión a que se pique a sí mismo antes de que te pique a ti».

—No lo entiendo —protestó el capo.

—Lo entenderás muy pronto, Tony. —Mark se agachó sin dejar de apuntarle con su pistola y prendió con un mechero el combustible que había derramado en torno al troll, que ardió con viveza.

—¡No! —gritó Chatarra, encolerizado.

—A ver qué ocurre antes: que mueras achicharrado o que te frían por medio de ese torque tuyo que tanto te gusta.

Mark dejó de escuchar los gritos desesperados del que había sido su enemigo, por culpa del cual se había quedado sin padre y para cuya muerte se llevaba preparando desde la adolescencia. Sin embargo, no estaba disfrutando tanto como había esperado. Reforzó el círculo de combustible ardiente que rodeaba al mafioso, que comenzaba a quemarse, con otra línea de gasolina que se encargó de prender enseguida. No saldría vivo de allí. Pero se quedaría para comprobarlo, aunque tuviera que pagar con su propia vida. A su alrededor, las llamas se comían cualquier sustancia que les dieran alimento y cada minuto iban a más. No podía largarse cuando se estaba divirtiendo, por su padre que no lo haría.

Observó el rostro de Antonio Escoria, más conocido por Tony Chatarra, empresario de éxito, mafioso, opresor de su raza… La cara de Tony estaba congestionada y rojiza. Las lenguas de fuego ya habían lamido la mayor parte de su ropa y pronto iban a comenzar con su piel. En varios puntos del cuerpo mostraba ya graves quemaduras que ni la legendaria resistencia de los trolls era capaz de evitar. Mark aguardaba con impaciencia algo más. Un suceso mucho más trascendente que unas simples quemaduras.

El bulto ardiente que era Tony Chatarra luchó con los últimos redaños de voluntad que todavía le quedaban y consiguió atravesar los anillos de fuego que lo atrapaban. Logró rodar sobre sí mismo y sofocar en parte las llamas que le comían la piel. Mark tuvo oportunidad de dispararle y poner fin a su agonía, pero no lo hizo. Quería que sufriera, quería que muriera sufriendo.

La espera obtuvo sus frutos: el troll angustiado ante una muerte inminente, intentó sobrevivir mediante aquello que le dictaba su instinto de manera inconsciente, es decir, usando la proverbial fuerza sobrehumana de los suyos.

Un dedo anónimo, en cualquier dependencia administrativa o policial, apretó sin miramientos un botón en un panel de control que transmitía a un torque cualquiera las órdenes a realizar en ese tipo de casos.

Los músculos de Chatarra trataron de obtener más fuerza para escapar de las lenguas de fuego que lo rodeaban de nuevo, pero la mayor demanda de adrenalina solo consiguió que cayera fulminado entre convulsiones que sacudían su cuerpo con violencia. Había sido eliminado por la joya de la que tan orgulloso había estado toda su existencia, sometido a la pena de muerte que dictaba el collar brillante que portaba al cuello. Mark permaneció sin moverse, poniendo en peligro su vida, hasta que las llamas sacudieron y engulleron el cuerpo del capo.

«Ha merecido la pena», se dijo Mark. Comenzaba un orden del que él formaría parte. Pero antes debía largarse de aquel infierno en vida en el que se había transformado el bar de striptease del fallecido Tony.

Antes de que pudiera escapar de las crecientes llamas que consumían el Morgana, una brutal explosión lo aplastó con violencia contra la pared. Cayó inconsciente y quedó tendido en el suelo que era pasto de unas llamas que lo próximo que iban a quemar era su cuerpo.

Irina

Irina se agachó cuando una estruendosa deflagración escupió a la calle cristales, pedazos de madera y trozos de lo que habían sido unas butacas. La explosión provenía del Morgana. Se encontraba a la suficiente distancia como para que aquellas esquirlas no pudieran alcanzarla. Pero realizó el gesto de forma inconsciente y por pura precaución. Esperaba que Mark ya se hubiera largado de allí, aunque eso ya no era asunto suyo.

Apretó el paso para intentar esquivar las multitudes de trolls que se agolpaban en las calles sin un rumbo definido. También observó el número creciente de trasgos, varias ninfas y unos cuantos duendes que debían estar al acecho para ver si conseguían robar objetos de valor o que alguien les proporcionara un tiro de mierda de elfo.

Todos se quedaron mirándola según caminaba. Nadie la interrumpió, insultó o trató de detenerla. «Cada uno a lo suyo», se dijo.

Debía seguir probando hasta que lograra obtener un indicio, por mínimo que fuera, que le ayudara a encontrar al hombre del saco, «el sacamantecas», recordó mentalmente.

De cada nueva bocacalle surgía una nueva masa de inhumanos, a los que bordeó sin ningún incidente, aunque parecía que las voluntades se iban calentando. Vio a un troll pelearse con un trasgo por un accidente en el que el vehículo de uno había chocado con el del otro. El más pequeño de los inhumanos se esforzaba con sus puños desnudos y trataba de alcanzar el rostro de su primo.

Entonces se encendió la chispa. Varios de los manifestantes trasgos acudieron a ayudar a su colega, rodearon al troll y comenzaron a darle patadas contra las poderosas piernas. El pobre tuvo que retroceder un tanto ante el acoso de sus rivales, más numerosos y rápidos. Pero las tornas estaban a punto de cambiar, ya que un grupo de media docena de trolls adultos se aproximaron para equilibrar, o más bien, desequilibrar la balanza a su favor. El tumulto prosiguió e Irina los dejó arremetiendo entre ellos como si les fuera la vida; los contendientes se empeñaban en su escaramuza y los acompañantes de cada grupo jaleaban, insultaban e incluso se preparaban para ser los siguientes en entrar en acción. Por el rabillo del ojo vio que empezaban a circular pedazos de tuberías oxidadas, palancas, tablones de madera y navajas. Aquello tenía visos de convertirse en una batalla campal.

Escuchó el sonido de varios coches patrulla, que tratarían de controlar la situación. No lo conseguirían y lo más probable era que quienes combatían entre sí con tanto ahínco unieran sus fuerzas para enfrentarse a la policía. Trolls y trasgos podían odiarse a muerte tras la traición de los segundos en la guerra, pero aún odiaban más a los humanos y en especial a la policía. Irina lo tenía bien aprendido por experiencia.

Una docena de trasgos pasó corriendo a su lado directa al foco del conflicto.

Otras sirenas de diferentes timbres resonaron por las calles. No todas eran de la policía, así que se aventuró a especular que eran ambulancias y bomberos.

Había varios edificios ardiendo. Casas bajas, locales, coches y cubos de basura bajo el dominio del fuego.

La mujer aceleró su marcha. Necesitaba encontrar a su presa y había elegido la peor noche para salir a buscarla. Tenía que hallarla por su hermana, por los que había matado, por Aura, por Jota, por ella…

Y también por su padre y por Mich.

«Michel, ¿qué harías tú?», se preguntó de la misma forma que había hecho en otras tantas ocasiones cuando se había encontrado perdida o derrotada por una situación o por un caso.

Palpó en el bolsillo de su cazadora. No podía creer que aquella pistola sin registrar fuera el único recuerdo que le quedaba del que había sido su amor.

Una patrulla de policía la adelantó con el motor rugiendo, las luces azules girando y la sirena a todo volumen. No conocía a los uniformados de su interior. Les deseó suerte dadas las circunstancias y siguió con su senda hacia el Duende Verde, próxima parada de su periplo.

En la siguiente calle el ambiente estaba aún más cargado. Una pandilla de trolls jóvenes había golpeado sin descanso un automóvil detenido en medio de la calzada para terminar por quemarlo con la gasolina que habían extraído del propio coche. Un poco más lejos, cuatro trasgos no dejaban de increpar a media decena de dríadas que hacían la calle y esperaban a sus clientes, apoyadas contra una pared. Esa noche no iban a ganar mucho.

En el momento en que dejaba a los trasgos a su espalda, uno de ellos la increpó.

—¡Eh, tú! Tú también eres una golfa como estas —empezó el inhumano.

—Sí, tendrías que venir aquí y darnos gusto a todos —secundó el compañero que estaba a su lado.

—¡Dejad en paz a la chica! —medió una de las dríadas.

—Eso, ¡dejadla! —continuó otra, aunque en los oídos de Irina sonó como una queja coral.

Los trasgos se envalentonaron ante la desidia de Irina, que no había dado importancia a sus comentarios y seguía a lo suyo. Los cuatro caminaron deprisa hacia ella. Irina los miró divertida, pero no dijo una palabra.

—Eres guapa, mucho más guapa que esas. ¿Nos harías una mamada gratis? —se lanzó el que parecía el bocazas del grupo.

Irina no pudo resistir más y comenzó a reírse a carcajada limpia.

Los trasgos no comprendieron la broma. Enfadados, se acercaron con intención de agarrar a la humana y forzarla a realizar lo que acababan de pedirle.

A Irina le dio tiempo a mirar con detenimiento las caras de los inhumanos, fuera de sí, ciegos de lujuria y de la mierda de elfo de Chatarra.

Entonces sacó su pistola y la apuntó hacia sus agresores deteniéndose unos segundos en cada uno. Declaraba que iba en serio.

—Eh, hermana, tranquila. Solo queremos pasarlo bien —declaró el bocazas.

—Sí, pasarlo bien —gorjearon sus secuaces al unísono, muertos de miedo.

—Creo que aún no os habéis enterado de quién manda aquí. —Irina accionó la corredera de la pistola para montar una bala.

—Venga, bonita, solo queremos divertirnos un poco. No te enfades…

Cuando no había terminado de pronunciar la última sílaba, el trasgo se encontró con el cañón del arma presionado sobre su frente. Estaba frío y olía a metal y a aceite.

—¿Quieres seguir con la diversión? —preguntó Irina. Las prostitutas la jalearon para que apretara el gatillo.

—No, no, por favor —rogó—. Estoy genial ahora mismo, muchas gracias, guapa —replicó con rapidez.

La mujer retiró la punta de la pistola de la cabeza del trasgo con lentitud y a esa misma velocidad sus cómplices fueron retrocediendo. El bocazas tomó ejemplo de sus amigos y los siguió, hasta que el cuarteto se perdió corriendo por una de las calles adyacentes.

Las putas la despidieron entre vítores y aplausos, a los que ella se limitó a dedicar una tímida sonrisa.

Zanjado el incidente con la partida de trasgos, estaba a una distancia de un centenar de metros de su bar favorito. Al contrario que las calles por las que había venido, aquella apenas estaba concurrida. No tenía muy buena iluminación y las sombras en movimiento resultaban mucho más grandes que los propietarios de los que se desdoblaban.

Alcanzó la entrada del Duende Verde y lo primero que vio fue el cartel que anunciaba que el bar se encontraba cerrado por defunción. Husmeó a través de la ventana por si Rosa u otra de las camareras estuvieran dentro, pero no había ningún movimiento; las luces estaban apagadas, las sillas sobre las mesas. El cartel exterior con el neón en forma de diablillo tampoco funcionaba.

No consiguió nada más que una nueva decepción. Debería seguir con su procedimiento e ir a la escena del crimen de la siguiente víctima, el amigo de Mark, pero no sabía dónde vivía, así que sus pesquisas terminaban en el club.

De repente parecía que la calle se había quedado desierta y muda. Habían desaparecido los humanos e inhumanos que deambulaban por allí. Se había quedado sola.

Sin embargo, había alguien detrás de ella. El instinto no le fallaba. Llevaba en aquel trabajo demasiado tiempo como para saber que una forma la seguía. Se había hartado de sombras que se escabullían a su espalda.

Giró con brusquedad, pistola en mano, y apuntó al bulto que se encaminaba hacia ella.

La forma más sencilla de describirlo sería un antiguo espantapájaros. Llevaba un abrigo de lana viejo, roto en varios lugares, que le colgaba hasta los pies y se los ocultaba. Una bufanda al cuello de la que colgaban dos extremos de un color difuso y desvaído. Uno de ellos iba arrastrando por el suelo, como una especie de cola inerte. También vestía un sombrero de paja de ala ancha, cuyos bordes se habían deshilachado tanto que las hebras campaban a sus anchas. Por debajo de ese atuendo le pareció ver un jersey de punto marrón o beis, no sabría decirlo, con grandes agujeros y toscos remiendos; y unos pantalones de pana que su abuelo no se habría puesto. No consiguió observar si calzaba un par de zapatos o no. Porque después venía el horror.

De las mangas del abrigo colgaban un par de garras amarillentas de irregular longitud. Las uñas le parecieron mortíferos y ponzoñosos puñales, pero la imagen se le asemejaba a un cangrejo o a una langosta con sus desmesuradas pinzas. Y se desplazaba como tal, a saltos.

La cabeza que se escondía bajo el sombrero no era más que la imagen deformada de un espejo convexo, o cóncavo: un esperpento. En algún momento debía haber tenido un rostro con los mismos elementos que un humanoide, es decir: una nariz, dos ojos, dos orejas, una boca… Sin embargo, parecía como si un niño caprichoso hubiera desprendido cada uno de esos elementos y los hubiera vuelto a insertar de forma arbitraria en el óvalo de la cara. La asimétrica figura parecía más arrastrarse sobre el suelo que caminar, pero se dirigía hacia ella sin vacilar un instante.

Cuando estuvo más próximo a Irina, sus fauces se abrieron y aquel abismo que se hundía en lo que debía ser una boca en una criatura normal, le sonrió. Los dientes eran una suerte de cuchillas irregulares, partidas y melladas, de un color amarillento que no hacía presagiar nada bueno. El resto del agujero se perdía entre la oscuridad y un malsano hedor a podrido que podía oler desde donde se encontraba.

—Tú —fue capaz de decir.

—Niña. —Una voz cavernosa surgió de la garganta del monstruo.

—Mataste a mi hermana —lo acusó.

—Lo hice según las reglas vigentes, niña —se excusó la criatura, que se cimbreaba cada vez más cerca de Irina.

—¡No tenías derecho! —gritó ella desaforada, perdiendo los nervios.

—Seguía vuestras reglas, cariño —insistió el hombre del saco.

—¡Asesinaste a una cría de ocho años!

—Me alimentaba según las leyes de mis ancestros y cumplía las normas que los humanos habíais establecido para nosotros en los tratados después de la guerra —reverberó la voz de la bestia.

—¡Mientes! —lo acusó, llena de rabia y las manos temblando con el arma.

—Nunca miento, niña. Mentir está mal. Seguro que tus padres te explicaron eso.

—Mataste a mi hermana, a Nadia. —Enormes lágrimas corrían por su rostro.

—Me invocó. Está en mi naturaleza, niña. Es nuestro instinto.

—Vas a morir. Por los que has matado.

—Excelente.

—Por Aura y el trasgo y la bailarina del Morgana y Jota y Juan el troll.

—Estoy de acuerdo. Debo morir por esos asesinatos. He roto las reglas ancestrales de los míos y las normas de los humanos. Merezco el castigo que quieras imponerme. Es culpa mía.

—Los mataste para llamar mi atención —siguió con el rostro bañado en lágrimas, que resbalaban por sus mejillas y se precipitaban sobre el tosco asfalto de la calle en una improvisada catarata.

—Sí, has tardado en darte cuenta, niña.

—No se te ocurra hacerme responsable de las personas que has matado, monstruo.

—Te hago. Porque si me hubieras encontrado antes, no tendría que haber seguido alimentándome. Mi hambre es infinita… La culpa es tuya, niña, por no haberme hallado con más rapidez…

—No. No me hagas culpable de tus locuras…

—Sí, lo eres. Me has obligado a alimentarme una y otra vez… No has comprendido las pistas que te he ido dejando, niña… Es culpa tuya.

—No lo es —replicó Irina, desesperada.

—Oh, creo que sí —insistió la criatura—. Estoy condenado. Mi raza lo ha estado desde su nacimiento y después de la guerra aún más. Hemos ido muriendo. Porque nadie creía en nosotros. Porque no nos dejabais ser tal y como nuestro instinto nos indicaba. Apenas constituyo una reliquia de nuestro antiguo mundo olvidado, un vestigio, una figura que ya nadie recuerda.

—¡Eres un asesino! —acusó Irina.

—No lo niego, lo soy. No estoy orgulloso de ello.

—Entonces lo admites.

—Claro, niña. Por eso estoy aquí. —Se había acercado hasta una distancia de menos de un metro de Irina. Si extendía una de sus extremidades, conseguiría tocarla—. Shhhh. —Se llevó una de sus garras a la boca y la mandó callar.

El sonido la retrotrajo a otra época, la transportó hasta un tiempo en el que vestía un pijama rosa con figuras de dibujos animados impresos en él. A una época en la que compartía su cuarto con su hermana. Con Nadia. Nadia, la rebelde que no había querido ser obediente y comerse la cena que su madre le había preparado aquella noche. Nadia, la hija por la que su padre se había metido unos perdigonazos en el cerebro. Nadia, la hermana que llevaba echando de menos durante toda su vida.

—Eso es, recuerda. Descansa. Vuelve a cuando eras una niña —explicó con una voz susurrante, hipnotizadora. Era tan cálida y cercana que la confortaba y apaciguaba su pena.

Irina recordó en ráfagas su infancia. Vio imágenes de su hermana y ella jugando en la calle mientras sus padres las observaban divertidos desde el balcón del primer piso. Le vino a la memoria embadurnarse de arena, después de estar jugando en un montón que unos obreros habían apilado para una obra. También se acordó de un pedazo de tiza con el que su hermana y los vecinos habían dibujado la cabina y los mandos de una nave espacial que se extendía a lo largo de la acera de baldosas cuadradas y que incluso invadía parte de la calzada asfaltada. Vivieron múltiples aventuras en aquella nave esbozada con líneas blancas hasta que al borracho del barrio, por fastidiar a los críos, le dio por limpiar la pared con una manguera y a los chavales se les quitaron las ganas de volver a dibujarla.

A esos recuerdos lo siguieron los azotes de su padre en el trasero, que incluso le volvieron a doler, tras destrozar una muñeca que le acababan de regalar por restregarla por el suelo y simular, según su idea infantil, que iba corriendo.

Después de Nadia, no hubo más juegos. Los niños no querían acercarse a ella. Sus movimientos estuvieron mucho más controlados por sus padres. No volvió a sentirse libre hasta que abandonó la casa familiar. Y luego vinieron los paseos con su padre por el barrio antiguo. El suicidio de Anton. La pena de su madre, la decadencia de Natalia.

A su mente acudió una Irina jovencita, las amistades que había forjado en la escuela secundaria. Y en la academia de policía. Michel. Un romance prohibido, la diferencia de edad, un hombre casado. La ruptura. Adiós a Mich, hola a Christian. Ahora.

Y un abismo insondable armado con letales navajas le sonreía demasiado cerca.

—No soy tu juguete —dijo la policía con rotundidad.

—Por supuesto que no lo eres —le siguió la corriente el sacamantecas.

—Me has manipulado —expresó Irina con acritud—. Mi vida entera. Mi padre. Mi madre. Todo podría haber sido diferente, si no hubiera sido por ti.

—Eres quien eres por ti misma y no a causa de mis acciones.

—Con Nadia habría crecido junto a una hermana y habría jugado con ella, nos habríamos apoyado la una a la otra. Mis padres serían felices… —se lamentó.

—La historia es diferente de lo que nos imaginamos en nuestra infancia, niña. Se llama crecer.

—Es por tu culpa, todo es por tu culpa.

—Tal vez lo sea, existe esa probabilidad, sí. Sin embargo, quien eres hoy, Irina Gryzina, detective de la policía de Semura, no es más que el resultado de tus propias decisiones.

—Habría tomado otras distintas si no hubieras asesinado a mi hermana.

—Entonces serías otra Irina Gryzina, que solo se parecería a la mujer que tengo ante mí en el nombre y en nada más que eso.

—Tratas de engatusarme y comerme como a los demás.

—No, no es cierto.

—Pues no entiendo esta pantomima.

—Quiero que le pongas fin. Quiero que termines conmigo. Ese ha sido desde el comienzo el propósito de este pequeño juego del ratón y el gato.

—¿Ha sido un puto juego para ti? —exclamó Irina, fuera de sí.

—Necesitabas encontrarme. Tenías que hallarme y comprender. De la misma forma que es necesario que me mates, aquí y ahora.

—Estás como una puta regadera. —Sostuvo la pistola por delante de ella con más fuerza.

—No niego que la soledad y el confinamiento hayan hecho mella en mi capacidad de raciocinio y en mi lucidez. Con probabilidad debo de ser el único espécimen vivo de los míos. Quiero que termines con esto. Debes apretar el gatillo de tu arma, niña. Por tu hermana, por tu familia, por ti misma.

—¡No!

—¿Sabes lo que decía la pequeña Nadia mientras engullía sus pequeñitas y tiernas vísceras? Le pedía perdón a su mamá, a su papá y a su hermanita por haber sido desobediente en la cena.

—¡Cállate!

—Tu amiga Aura apenas comprendió lo que pasaba cuando la sorprendí en el callejón. La pobre creía que iba a violarla, inocente criaturita…

—¡Que te calles!

—El trasgo resultó mucho más sencillo. Es conocida la hosquedad y antipatía de los de su raza. Apenas me llevó unos minutos…

—¡Para!

—La chica que bailaba en el Morgana. Menuda belleza de dríada, ¿eh? Esa pensó que tenía las manos largas y que tendría que quitarme de encima, que era un cliente baboso y que no tenía bastante con ver su cuerpo desnudo… ¡Qué equivocada estaba!

—¡Que lo dejes!

—Oblígame entonces. Después viene el tal Jota, el regente del bar que frecuentabas. Un buen tipo. Tenía buena conversación y sabía su oficio desde lueg…

La detonación de un disparo resonó por toda la calle. Había alcanzado en el pecho a la criatura. Esta cayó al suelo e intentó incorporarse, pero Irina apretó el gatillo de nuevo, esta vez apuntando a una rodilla, y le destrozó la rótula.

—Por favor —imploró el despojó viviente, que pedía ser ejecutado.

Irina dudó un par de segundos. No lo remató. Sabía que si lo hacía no habría esperanza para ella, se convertiría en la versión femenina de Michel.

Fue corriendo hasta que encontró una cabina pública. Llamó al departamento ahuecando la voz y tapándose la boca con una manga cada vez que hablaba. Indicó que tenía información sobre el asesino en serie. Le pasaron con un detective, y le dio las señas para que fueran a buscar al inhumano que se desangraba sobre el asfalto a unos metros del Duende Verde.

Irina se marchó lo más rápido que pudo y, esquivando los tumultos, llegó a su casa. Allí se metió de cabeza en la cama, se tapó entera con el edredón y no quiso saber nada más del asunto.