3.
Trolls

Mark Hombre del Norte, troll

MARK PERTENECÍA A UN CLAN DE trolls procedente de la vieja Escandinavia. En su familia, al contrario que los de interior, tenían el cabello rubio y los ojos azules. Si no llevara el maldito torque, que indicaba su condición, cualquiera podría confundirlo con un humano alto y guapo. Cosa que aprovechaba para sus estafas. Su blanco preferido, las mujeres y las ancianitas. El género femenino sentía una especial predilección por él, las seducía, les permitía creer que vivirían juntos un cuento de hadas y cuando más engañadas y más enamoradas de él estaban, les dejaba las cuentas vacías. Era muy bueno, nunca lo habían cogido. Nunca lo harían. No repetía timo en el mismo lugar.

Abandonó Semura cuando falleció su padre, siendo apenas un adolescente, y se dedicó a subsistir en otras polis a base de robos, estafas y negocios poco recomendables. Maduró de golpe, buscándose la vida en sus trapicheos y aprendiendo de ellos. Había regresado veinte años después y llevaba poco tiempo en casa, pero ya tenía puestos sus codiciosos ojos en varias viudas ricas y un par de divorciadas que se habían llevado una suculenta parte en el acuerdo de separación. Se aprovechaba de la ignorancia y el aislamiento que existía entre las distintas polis. Todavía mantenía relaciones con los bajos fondos, por medio de conocidos que habían trabajado con su padre en diferentes asuntos y contaba con varios y provechosos proyectos en perspectiva. Tenía intención de hacer carrera en Semura y vengar la muerte de su padre.

Además de sus actividades extracurriculares.

Irina

El siguiente vecino, un trasgo, viejo, enjuto, de tez olivácea, prácticamente le cerró la puerta en las narices, malhumorado por la interrupción de la policía. A pesar de los malos modos, a Irina no le hizo sospechar que ocultara algo. Sabía que muchos de los veteranos de la guerra, como aquel —reconocible por la marca en la base del cuello de las fuertes vacunas—, continuaban resentidos por los acuerdos de paz. Pero ella no tenía la culpa de lo que habían decidido unos políticos cuando ni siquiera sus padres habían nacido.

Le respondió con monosílabos, precisos y seguros, sin desviar nunca los oscuros y hundidos ojos de rata de la mirada inquisitiva de ella. No mentía. Se despidió de él de la mejor manera que supo y el trasgo, llamado Matías Domínguez, empujó la puerta y la cerró con un sonoro portazo, dejando a la detective en el umbral.

«Uno menos», se dijo tras tachar la dirección en su libreta de notas. Tan solo quedaba el último testigo. El más complicado, pensaba mientras subía a grandes zancadas la cuesta en la que se ubicaba la casa y taller de Antonio Escoria, alias Tony Chatarra, empresario y traficante de la mierda de elfo más barata y más impura que podía encontrarse en la polis. Los accidentes por el consumo de la droga de Chatarra se producían cada semana. La inclinación de la rampa aumentaba a medida que se acercaba y la calle se cerraba en una curva hacia la derecha. Desde la calle se veían los montones de hierros, chapas inservibles y restos de latón acumulados en caóticas torres a punto de romper su equilibrio. Sabía que los habitantes de la zona llamaban «Cuesta de la Chatarra» a aquella interminable y empinada rampa, por la cantidad de años que el chatarrero llevaba instalado en aquel lugar, sin indicios de que cambiara ni disminuyera su apilamiento de basura metálica.

Llamó con los nudillos a la puerta de aluminio pintada de verde, pues ni siquiera había un timbre. Al otro lado se escuchaban varias voces maldiciendo en el incomprensible dialecto de los trolls y una conversación que no lograba discernir. Irina no estaba segura de si habían escuchado su llamada. Golpeó la puerta de nuevo, ahora con mayor fuerza.

Silencio. Un sonido de una pieza metálica siendo arrastrada por el suelo.

Michel, en la misma polis pero cuatro años antes

Mich se abrazaba al cuerpo desnudo y caliente de Irina. Lo cubría el sudor y el olor a sexo, mezcla del semen de él y de los jugos de ella. La chica dormía después del maratón sexual que la pareja había practicado. A Isabel le había dicho que tenía un turno especial de noche; en los últimos tiempos le habían asignado varios de esos turnos «especiales». Por suerte, su esposa era una santa y creía sus mentiras, o quería creerlas. Si descubriera que la estaba engañando con su compañera, la destrozaría. Además, el sentimiento de culpa aumentó cuando le diagnosticaron cáncer de pecho a su mujer. La enfermedad se encontraba bastante extendida, aunque aún no era tarde. El tratamiento no resultaba barato y a pesar de que el seguro del Departamento de Policía cubría parte, Mich tenía la sensación de que no habían sido por completo sinceros en la diagnosis. Pidió una segunda opinión y esta fue más rotunda: el cáncer de Isabel era más grave de lo que les habían dicho en un primer momento. El tratamiento necesitaba ser más fuerte y certero, por lo tanto sería más caro, pues su póliza sanitaria no contemplaba aquellos medicamentos ni los costosos ciclos de agresiva quimioterapia. Más la hipoteca, más su maldita afición al juego, más algún que otro capricho que le compraba a Ira, más…

En aquella época bebía una botella de whisky a la semana; al poco fue botella y media. Un mes después, cuando le extirparon un pecho a Isabel, se convirtieron en dos y había días en los que no conseguía soportarse a sí mismo si no le daba un trago a la petaca que llevaba en el bolsillo interior del traje. Una noche, tras acostar a Isabel, agotada por la crudeza de los medicamentos, fue a servirse una copa y no quedaba ni una gota. Había comprado aquella botella la noche anterior. Entonces se dio cuenta de que tenía un grave problema. Peor que los intereses crecientes del crédito bancario, difíciles de asumir; peor que el dinero que debía a los organizadores de una timba ilegal; peor que las facturas de los médicos; peor que el hecho de que su compañera y amante descubriera que le temblaba el pulso al blandir el arma reglamentaria y que el aliento le apestaba a whisky desde la hora del desayuno.

Con cuidado, movió el brazo izquierdo lentamente y lo sacó del hueco entre la cabeza y el cuello de la mujer. Lo tenía dormido. Observó el cuerpo en descanso, que se movía lo mínimo, arrullado por la respiración, mientras el aire llenaba e hinchaba el pecho que enseguida se relajaba, para vaciarse y volver a empezar el ciclo. Podría pasar la noche entera mirándola bajo la luz de las farolas que se colaba en la modesta habitación de hotel.

El policía se dio la vuelta en la cama e intentó no despertarla. Puso los pies en el piso enmoquetado. A saber qué clase de porquerías estarían incrustadas en el suelo y ahora en contacto con las plantas de sus pies. Tras unos cortos pasos, tomó la chaqueta del traje de la silla donde había caído cuando se desnudaron. Allí estaba. El tacto frío del metal lo calmó. Cuando desenroscó el tapón y el aroma del líquido alcanzó su nariz, se relajó aún más. Dio un trago que le calentó la garganta, inundándole las fosas nasales. Quedaba muy poco. Terminó el contenido de un trago, recordándose comprar una botella de camino a casa. O dos. Necesitaría un extra de combustible por lo miserable que se sentía al dejar sola a su mujer enferma, mientras él se escabullía para joder toda la noche con su lozana compañía.

Ahora se encontraba mucho mejor, no había remordimiento, ni preocupación. Tenía a una jovencita en la cama y en cuanto se despertara, querría más sexo.

Regresó a acoplarse a la figura que le daba la espalda en el lecho, que al sentir de nuevo su calor, se apretujó contra él.

Necesitaba dejar de beber y pasta, mucha, mucha pasta.

Mark, hoy

Un garito concurrido en el que se permitía que los inhumanos consumieran alcohol. Varios habituales bebían sus acostumbrados tragos, otros trasegaban directamente de la boca de sus cervezas, los menos jugaban a los dardos.

—Eh. Hombre del Norte, ¿juegas? —le interpeló una voz masculina a su espalda, seguida del sonido de una baraja de cartas al mezclarse.

—No juego con humanos. No sabéis perder —le espetó al tiempo que le daba un sorbo a su vaso de whisky.

—¿Tan seguro estás de que ganarás? —le demandó el mismo hombre desde una de las mesas del bar.

—Completamente —replicó sin siquiera girarse hacia quien le hablaba y más concentrado en saborear el alcohol.

—¿Cuánto dinero sería necesario para que te entraran ganas de jugar? —insistió.

—Más del que tendrás en tu vida —contestó con sarcasmo, metiéndose otro trago en el coleto.

—¿Me estás llamando pobre? No toleraré que me insultes —lo amenazó.

—No lo toleres. Estamos en una polis libre. Ah no, espera, es por eso por lo que llevo esta mierda al cuello —respondió con una parte de diversión y otra de ironía mientras se señalaba el torque que limitaba su fuerza.

—¡Puto troll! —exclamó el otro con malicia mientras se levantaba y rompía su botella de cerveza contra el borde de la mesa.

Al escuchar el sonido de cristal roto, se volvió y se encontró con los ojos borrachos del tipo que quería bronca. Se levantó con lentitud y quedó bien claro que tanto por altura como por corpulencia el troll superaba en físico al pendenciero. Sin embargo, los efluvios del alcohol habían envalentonado al jugador ofendido. Salió corriendo hacia Mark con la botella rota en ristre y trató de alcanzarle en el pecho. Pero antes siquiera de que el vidrio rozara el aire próximo a su pectoral, cerró su mano sobre la muñeca del hombre, desvió la trayectoria y le retorció el brazo, hasta que la improvisada arma cayó al suelo. El jugador chilló de dolor y cuando parecía que había gritado lo más alto de lo que una garganta humana era capaz, le dobló más el brazo, a punto de dislocarlo, y gritó todavía más fuerte.

—No quiero problemas ¿lo entiendes pedazo de mierda? —El hombre asintió, nervioso, con la boca desencajada—. Si digo que no quiero entrar a jugar, no quiero entrar a jugar, ¿queda claro? —El interpelado asintió de nuevo como pudo—. Repítelo, quiero escucharlo de tus labios.

—No… no… no quieres… jugar —dijo con dificultad.

—Eso es. ¿Ves qué fácil nos entendemos? Ahora recoge tu mierda y lárgate de aquí.

El propietario del bar fijó la mirada en él.

—¿Qué? He sufrido un ataque racista y me he defendido. —Dejó un fajo de billetes sobre la barra—. Eso por las molestias, y me harás un favor si no cuentas nada de esto. ¿De acuerdo?

—Por supuesto, Mark —le contestó Jota, el dueño del Duende Verde.

Irina, tiempo presente también

Una cara de pocos amigos le abrió y tuvo que alzar el cuello para verlo bien, pues le sacaba dos cabezas de altura. Llevaba una barba descuidada y espesa, que no se distinguía del cabello igual de ensortijado y sucio. Enseguida distinguió el torque limitador que lo marcaba como troll. Uno de los precios que habían tenido que pagar los perdedores de la guerra.

—¿Qué quieres? —le increpó una voz rasposa, que arrastraba la «r».

—Detective Gryzina, Departamento de Policía de Semura. Me gustaría hablar con tu jefe.

El troll se quedó mirando la placa de la joven unos minutos, hasta que Irina comprendió que le costaba leer los caracteres de su documentación.

—Espera un momento. Veré si Tony está disponible —le replicó igual de rudo y se metió en el interior.

La detective aguardó a la puerta y miró dentro, donde se extendía un estrecho pasillo formado por montañas de desperdicios de metal. Otro troll, este un poco más joven, con un torque más pequeño y vestido con un mono azul, guantes y botas de trabajo, descargó el contenido de una carretilla repleta de ferralla junto a uno de los montones de porquería. La miró durante unos segundos, pasándose la lengua por los labios y sonriendo de manera lasciva.

—¡Rob! ¡Vuelve al trabajo ahora mismo! —sonó una autoritaria voz por detrás de él.

Un tercer troll, ataviado con un sobretodo gris descolorido, encima de una elegante camisa, caminó hacia el tal Rob y le pegó un pescozón con la enorme mano izquierda. Aquel resultaba de la misma estatura que quien le había abierto, aunque más aseado y vestido más elegante. Su torque también era de mejor factura, se notaba que estaba construido con un metal de superior calidad y más grande que el de los dos trolls jóvenes. Además, este lo llevaba con orgullo, como si fuera una joya más, en lugar de una marca de sumisión y esclavitud. Después se dirigió a grandes pasos hacia la policía.

—¿Nos conocemos? —le preguntó Tony Chatarra, y antes de que fuera capaz de contestarle, añadió—: ¿De qué se me acusa esta vez?

—Disculpe, señor Escoria, detective Gryzina —se presentó adelantando la placa de nuevo—. En realidad estoy aquí para hacerle unas preguntas, no se le acusa de ningún delito.

—Oh, vamos, señorita Gryzina, sabe tan bien como yo que todo el mundo me llama Chatarra. Tony Chatarra, la Cuesta de la Chatarra es por mí.

El hecho de que aquel troll de unos dos metros de alto, con el cabello encanecido, fijado con gomina y la recia barba afeitada a la perfección le sonara como un caballero, hablaba mucho de la capacidad del gánster de encantador de serpientes.

—Pasemos a mi despacho, detective. Si tiene la amabilidad de acompañarme.

El empresario la condujo por una suerte de laberinto misterioso, formado por colinas de chatarra que se alzaban como rascacielos elaborados con escombros, en el cual solo eran introducidos un reducido grupo de iniciados. Las calles del reducto resultaban aún más angostas de lo que había atisbado desde el umbral. Apenas cabía una persona y en algunos de los requiebros el chatarrero tenía que pasar de lado.

«El lugar perfecto para una emboscada», se dijo, inquieta.