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El muro: Armando la trampa
La RDA tenía que competir con un enemigo que era económicamente muy poderoso y, por lo tanto, muy atractivo para los ciudadanos de la RDA… La huida de trabajadores estaba creando una situación simplemente desastrosa en la RDA, que sufría ya de falta de mano de obra, por no hablar de trabajadores especializados. Si las cosas hubieran seguido por ese camino durante mucho más tiempo, no sé qué habría pasado.
El primer ministro JRUSHCHOV, explicando en sus memorias su decisión de aprobar el cierre de la frontera de Berlín
Nos adentramos en un período que demostrará si lo sabemos todo y si estamos firmemente afianzados. Ahora debemos demostrar que comprendemos la política del partido y que somos capaces de ejecutar sus órdenes.
ERICH MIELKE, jefe de la policía secreta de la Alemania del Este, al proporcionar las instrucciones finales para el cierre fronterizo,
el 12 de agosto de 1961
CUARTEL GENERAL DEL PARTIDO COMUNISTA, BERLÍN ESTE
MIÉRCOLES, 9 DE AGOSTO DE 1961
Como un veterano director teatral preparándose para la obra de su vida, Walter Ulbricht ensayó todas las escenas con sus lugartenientes durante las últimas horas cruciales antes de que se abriera el telón el 13 de agosto. La obra, bautizada con el nombre clave de «Operación Rosa», estaría tan sólo una noche en cartel. Ulbricht debía ofrecer una interpretación perfecta a la primera, pues no iba a disponer de una segunda oportunidad.
No había ningún detalle demasiado pequeño para la atención de Ulbricht, ni tampoco para la del hombre que éste había puesto a cargo de la dirección del espectáculo, Erich Honecker, el jefe de seguridad del Comité Central. A sus cuarenta y ocho años, Honecker poseía dos cualidades que lo convertían en el hombre perfecto para el trabajo: una lealtad sin fisuras y una capacidad de organización sin parangón.
Con su pelo canoso repeinado hacia atrás y su sonrisa a lo Mona Lisa, Honecker había cambiado mucho desde que fuera el joven y apuesto agitador comunista que había pasado la década de 1930 en las cárceles de Hitler. Honecker sabía que aquella operación podía catapultarlo por delante de sus rivales y convertirlo en el principal candidato a la sucesión de Ulbricht. Y de paso podía salvar el socialismo alemán. El fracaso podía costarle tanto la carrera como la ruina de su país.
La lista de control final de Honecker era tan larga como exhaustiva.
En primer lugar debía asegurarse de que sus hombres habían comprado la cantidad suficiente de alambre de púas para rodear los 155 kilómetros de circunferencia de Berlín Oeste. Para evitar sospechas, el equipo de Honecker había distribuido los pedidos entre una serie de compradores de la Alemania del Este que, a su vez, habían negociado con diferentes empresas de Gran Bretaña y de Alemania Federal.
De momento, ninguna de esas empresas occidentales había dado la señal de alarma; Honecker no tenía constancia de que las agencias de espionaje occidentales sospecharan lo que se estaba preparando. Un pedido era un pedido. Honecker recordó la predicción de Lenin: «Los capitalistas nos venderán la cuerda con la que los ahorcaremos». En este caso, los capitalistas estaban aplicando grandes descuentos al alambre de púas con que los comunistas encerrarían a su propia gente. Para evitar reacciones diplomáticas adversas, los hombres de Honecker habían arrancado y quemado cientos de etiquetas de empresas británicas y de la Alemania Federal del alambre de púas.
Los equipos de la Alemania del Este y los asesores soviéticos habían estudiado cada metro de los 44 kilómetros de frontera interior que dividían Berlín Oeste y Berlín Este, y también de los ciento once que separaban Berlín Oeste de los campos de la Alemania del Este, y habían analizado con detalle las peculiaridades de cada tramo.
El 24 de julio, el segundo de Honecker, Bruno Wansierski, un tecnócrata del partido y carpintero cualificado de cincuenta y seis años, envió a su jefe una actualización del enorme proyecto de construcción que él debía supervisar. Para ocultar su propósito, el informe de Wansierski llevaba el insustancial título de «Análisis general del alcance de las operaciones de ingeniería del círculo exterior oeste de Berlín.» Quienes leyeron el documento más tarde compararon su precisión con los proyectos nazis de construcción y operación de los campos de concentración. Aunque el proyecto de Ulbricht tenía un objetivo menos criminal, su ejecución se aplicó con un rigor igual de cínico.
Sólo tres semanas antes de la fecha marcada, Wansierski (director del Departamento de Cuestiones de Seguridad del Comité Central del Partido Socialista Unificado) se había quejado de que aún le faltaban dos tercios de los suministros. Tras realizar inventario de «todos los materiales disponibles», había informado de que aún faltaban unos 2.100 pilares de hormigón, 1.100 kilos de grapas metálicas, 95 brazas de madera, 1.700 kilos de bielas y 31,9 toneladas de tela metálica. Lo más problemático, sin embargo, era que le faltaban 303 toneladas de alambre de púas, la materia prima más fundamental para el proyecto.
La actividad febril había suplido la falta de medios en las dos semanas transcurridas desde la recepción del informe de Wansierski. El 9 de agosto, Ulbricht constató con satisfacción que todo estaba ya preparado. Decenas de camiones habían transportado cientos de postes de hormigón de Eisenhüttenstadt, población industrial junto al río Oder, cerca de la frontera polaca, a los almacenes de los barracones policiales del barrio berlinés de Pankow y otras ubicaciones.
Varios cientos de miembros de la policía de la Alemania del Este trabajaron en secreto en el recinto de la Dirección de la Seguridad Estatal de Hohenschönhausen, en las afueras de Berlín. Muchos construían caballos de frisa de madera (conocidos en alemán como «spanischer Reiter», jinetes españoles), que constituirían las primeras barreras físicas en las calles. Para ello, y equipados con los miles de pares de guantes de protección comprados especialmente para la ocasión, clavaron los clavos y los ganchos a los que otros ensamblarían el alambre de púas.
Ulbricht también especificó con precisión qué unidades del ejército y de la policía debían desplegarse. Empezando a la 1.30, su tarea consistiría en formar un cordón humano alrededor de Berlín Oeste que debía encargarse de detener cualquier intento espontáneo de fuga y otros actos de resistencia hasta que las brigadas de construcción pudieran levantar las primeras barreras físicas. Para ello, Ulbricht recurriría tan sólo a sus cuerpos de confianza: la policía de fronteras, la policía en la reserva, los cadetes de la escuela de policía y las tropas de primera, conocidas como las milicias de combate fabril, pues se organizaban alrededor de las fábricas.
Los planes concretos para cada sección de frontera definían el operativo con todo detalle. Así, por ejemplo, el comandante de la Policía Fronteriza Erich Peter tenía previsto desplegar 97 agentes en el paso más importante de la ciudad, en la parte de Friedrichstrasse correspondiente a Berlín Este. Con ello se lograría la densidad exigida para aquel punto: un hombre por metro cuadrado. Su plan preveía también el despliegue de 39 agentes más, que se encargarían de construir la barrera inicial de alambre de púas, postes de hormigón y caballos de frisa.
Los soldados regulares del ejército formarían una segunda línea defensiva que, en caso de emergencia, avanzaría para cubrir cualquier brecha en la primera línea. El Ejército Soviético, con su poder infalible, formaría un tercer cordón que pasaría a la acción tan sólo si las fuerzas aliadas intervenían para desbaratar la operación, o si las unidades de la Alemania del Este cedían.
Los lugartenientes de Ulbricht planearon con la misma meticulosidad la ubicación de las municiones, distribuidas en cantidades suficientes para la tarea pero de tal forma que no pudieran producirse tiroteos indiscriminados. En los puntos fronterizos más comprometidos, las unidades policiales recibirían un cargador con cinco balas de fogueo que introducirían de antemano en sus carabinas. Las instrucciones dejaban bien claro que debían disparar las balas de fogueo como advertencia si los berlineses, ya fueran del Este o del Oeste, se aproximaban con actitud hostil. Si las balas de fogueo no lograban su objetivo, cada policía dispondría de tres cargadores con fuego real que tan sólo podrían cargar y disparar con la aprobación de los oficiales al mando.
En la segunda línea de defensa, los soldados del Ejército Popular Nacional irían armados con metralletas y una cantidad limitada de balas reales. Para evitar accidentes, los soldados no precargarían sus armas, sino que guardarían la munición dentro de la cartuchera que llevaban atada al cinto. Como medida preventiva, Ulbricht había decidido que las unidades de confianza fueran armadas desde buen principio: la Primera División de Rifles Motorizada, algunas milicias fabriles y dos Wachregimenten de élite (unidades de guardia especializadas en seguridad interna), una del ejército y la otra vinculada a la Stasi (Staatssicherheit), el Ministerio de Seguridad Estatal.
Desde el momento en que la policía y las unidades militares recibieran las primeras órdenes, a la una de la madrugada, todas las luces de Berlín Este se apagarían y, bajo la luz de la luna, dispondrían de treinta minutos para cerrar la frontera con su cadena humana. A continuación, tendrían 180 minutos más para alzar las barreras alrededor de la ciudad, incluyendo el cierre total de 68 de los 81 pasos fronterizos con Berlín Oeste. Eso dejaría tan sólo trece pasos fronterizos abiertos, que a la mañana siguente la policía de la Alemania del Este podría controlar sin problemas.
Exactamente a la 1.30 de la madrugada, las autoridades de la Alemania del Este ordenarían el cese de todo el transporte público e impedirían que todos los trenes procedentes de Berlín Oeste descargaran pasajeros en Friedrichstrasse, la principal estación de tráfico entre Este y Oeste. En cruces clave que nunca iban a ser reabiertos, operarios equipados con herramientas especiales partirían las vías de los trenes. Otras unidades desenrollarían y colocarían el alambre de púas, mientras que ochocientos miembros extra de la policía de transportes, además del personal habitual, patrullarían por las estaciones para evitar disturbios.
Si todo iba bien, la operación finalizaría a las seis de la madrugada.
Ulbricht dio los últimos retoques a la declaración oficial que durante las primeras horas del 13 de agosto divulgaría por todos los rincones de la Alemania del Este y por todo el mundo. Su gobierno culparía de la acción a los «planes sistemáticos» del gobierno de la Alemania Federal «para provocar una guerra civil», ejecutados por «fuerzas militaristas y revanchistas». La declaración afirmaría que «el único objetivo» del cierre de fronteras era proteger a los ciudadanos de la Alemania del Este de aquellas fuerzas nefandas.
Desde aquel momento, los habitantes de la Alemania del Este sólo podrían acceder a Berlín Oeste con un permiso especial expedido por el Ministerio del Interior. Al cabo de diez días, los habitantes de Berlín Oeste podrían volver a acceder a Berlín Este.
Ulbricht no había dejado ni uno solo detalle al azar. Quienes mejor lo conocían aseguraron que muy pocas veces lo habían visto tan tranquilo y satisfecho.
EMBAJADA SOVIÉTICA, BERLÍN ESTE
TARDE DEL MIÉRCOLES 9 DE AGOSTO DE 1961
Sin revelar ninguna emoción, Ulbricht informó al embajador soviético Pervujin de los preparativos finales. Ulbricht, o el «Camarada Célula», apodo que había recibido en su juventud por sus dotes de organización, estaba en su elemento. Hablaba sin notas, pues había confiado todos los detalles a su memoria legendaria. A pesar de los numerosos movimientos que había precisado la operación, aún no había percibido ninguna reacción por parte de los servicios de espionaje occidental que indicara que pudieran sospechar lo que estaba a punto de suceder o que planearan contramedidas. Pervujin informaría a Jrushchov de que la operación podía seguir adelante según el calendario previsto.
Jrushchov recibió la noticia con resignación y determinación. El éxodo de la Alemania del Este había alcanzado unas dimensiones monstruosas, con 10.000 refugiados semanales y más de 2.000 en algunos días concretos. Más tarde, el líder soviético recordaría lo mucho que le costó dar el visto bueno final. «La RDA tenía que competir con un enemigo que era económicamente muy poderoso y, por lo tanto, muy atractivo para los ciudadanos de la RDA. La Alemania Federal era aún más atractiva para los alemanes del Este porque hablaban el mismo idioma. […] La huida de trabajadores estaba creando una situación simplemente desastrosa en la RDA, que ya sufría de falta de mano de obra, por no hablar de trabajadores especializados. Si las cosas hubieran seguido por ese camino durante mucho más tiempo, no sé qué habría pasado.»
Jrushchov se había visto obligado a elegir entre una acción que dejaba al comunismo en muy mal lugar y una negativa a actuar que podría haber provocado el desmoronamiento de su flanco oeste. «Invertí muchas horas intentando encontrar otra solución. ¿Cómo podíamos introducir incentivos en la RDA que nos permitieran contrarrestar el éxodo de jóvenes de la Alemania del Este a la Alemania Federal? ¿Cómo podíamos crear las condiciones en la RDA que permitieran al estado regular aquel desgaste constante de su fuerza productiva?»
Jrushchov era consciente de que los críticos, «especialmente en las sociedades burguesas», dirían que los soviéticos habían encerrado a los ciudadanos de la Alemania del Este contra su voluntad. La gente diría que «las puertas del paraíso socialista están vigiladas por patrullas armadas». Pero Jrushchov concluyó que el cierre de fronteras era «un defecto necesario y temporal». En cualquier caso, el líder soviético estaba convencido de que nada de todo aquello habría sido necesario si Ulbricht hubiera sabido explotar de forma más eficiente «el potencial moral y material que algún día lograría la dictadura del proletariado».
Pero aquello era una utopía y Jrushchov debía enfrentarse al mundo real.
Sabía que la Alemania del Este, junto con la Unión Soviética y otros satélites del Este de Europa, aún no habían «alcanzado el nivel de desarrollo moral y material que le permitiría competir con Occidente». Debía ser honesto consigo mismo: era imposible mejorar la economía de la Alemania del Este de forma lo bastante rápida como para detener el flujo de refugiados e impedir el derrumbe de la Alemania del Este ante la aplastante superioridad material de la Alemania Federal.
La única opción era la contención.
BERLÍN ESTE
VIERNES, 11 DE AGOSTO DE 1961
A menos de 36 horas del inicio de la operación, el mariscal Iván Konev, héroe de guerra ruso, se presentó a la que iba a ser su primera reunión con Ulbricht. Para garantizar la disciplina y el éxito, Jrushchov lo había puesto al mando de todas las fuerzas soviéticas estacionadas en Alemania, en sustitución del general Iván Yakubovsky, al que colocaría como su segundo. El gesto de Jrushchov estaba lleno de simbolismo. Uno de los grandes hombres de la historia soviética regresaba a Berlín para librar un nuevo combate.
A sus sesenta y tres años, Konev era un hombre alto, enérgico y de aspecto ciertamente llamativo, con la cabeza pulcramente rapada y unos ojos azulísimos en los que brillaba toda su experiencia. Durante la Segunda Guerra Mundial, y tras liberar la Europa del Este, sus tropas habían entrado en la capital alemana desde el sur y, junto a los soldados del mariscal Zhúkov, habían derrotado a los nazis en la sangrienta Batalla de Berlín, en mayo de 1945. Su heroico liderazgo le había valido seis Órdenes de Lenin. Además, había sido condecorado en dos ocasiones como «Héroe de la Unión Soviética» y había servido como comandante en jefe del Pacto de Varsovia.
En cuanto a la tarea que lo ocupaba en esta ocasión, Konev había dirigido ya la ofensiva del Ejército Soviético en Budapest de 1956, que se había saldado con la muerte de 2.500 húngaros y 700 soldados soviéticos. Unos 200.000 húngaros habían huido del país como refugiados. Teniendo en cuenta la relación entre Konev y los alemanes en el pasado, Jrushchov sabía que no iba a temblarle el pulso si debía tomar medidas sangrientas.
Hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, Konev había perseguido a una división alemana que se batía en retirada, y a la que había dado caza en el pequeño pueblo soviético de Shanderovka. Tras rodear la ciudad para impedir que los soldados alemanes, que se habían refugiado en el pueblo huyendo de una tormenta de nieve, pudieran escapar, había atacado a sus enemigos con bombas incendiarias. A continuación, sus tanques T-34 habían aplastado a las tropas alemanas que evacuaban la ciudad y que sus soldados no habían logrado liquidar a punta de metralleta. La leyenda decía que su caballería de cosacos había masacrado a los últimos supervivientes con sus sables, cortándoles incluso los brazos que llevaban alzados en gesto de rendición. Sus hombres habían matado a unos 20.000 alemanes.
Jrushchov era consciente de los riesgos de enviar a un alto mando militar tan prominente a la Alemania del Este tan sólo unos días antes de ejecutar una operación secreta. La tarde anterior, y en otro gesto arriesgado, el general Yakubovsky había invitado a los oficiales militares de enlace que representaban a los tres aliados occidentales en Berlín a conocer a su sucesor, un cambio que no había sido anunciado previamente.
«Caballeros, mi nombre es Konev», les dijo el general con su voz de trueno. «Tal vez hayan oído hablar de mí.»
Konev se deleitó en la mirada de sorpresa que reflejaron los rostros de los aliados occidentales mientras los tres intérpretes traducían sus palabras a los tres idiomas correspondientes. «Hasta hoy, naturalmente, han tratado con el comandante en jefe del Grupo de Fuerzas Soviéticas en Alemania», dijo. «Pues muy bien, ahora el comandante en jefe soy yo, y a partir de este momento van a tratar conmigo.» A continuación pidió a los oficiales de enlace que informaran a sus comandantes del cambio y del hecho de que su amigo, el general Yakubovsky, iba a servir como su segundo.
Preguntó si alguno de los tres tenía alguna pregunta. Los oficiales estadounidense y británico, que inicialmente se habían quedado sin palabras, respondieron torpemente que transmitirían los saludos a sus comandantes. El oficial francés, sin embargo, dijo que no podría hacerlo, pues su comandante no tenía noticia ni de la presencia de Konev ni de su nombramiento.
«Si me permite hablarle de soldado a soldado», le dijo Konev, sonriendo, al oficial francés, «le diré algo que deseo que transmita a su superior. Como siempre les digo a mis oficiales, a un comandante nunca pueden cogerlo por sorpresa.»
Teniendo en cuenta lo que se avecinaba, tenía bastante gracia.
Konev no contaba con órdenes específicas sobre cómo actuar si las potencias occidentales respondían al cierre de fronteras de forma más agresiva de la prevista. Jrushchov confiaba en que su implacable comandante sabría tomar la decisión correcta. Actuando como superior directo de Ulbricht, Konev le recordó al líder de la Alemania del Este que el éxito de la misión dependía de una serie de aspectos innegociables. Aunque se cerrase la frontera, dijo, las unidades de la Alemania del Este no debían impedir en modo alguno que los habitantes de Berlín Oeste ni los aliados occidentales accedieran o salieran de la Alemania Federal por aire, suelo o en tren.
En segundo lugar, dijo Konev, la operación debía ser tan rápida como el viento.
Jrushchov había diseñado el plan para que «el establecimiento de los controles fronterizos en la RDA no diera a Occidente derecho ni pretextos para resolver la disputa mediante una guerra». Para ello, Konev consideraba que la rapidez era un elemento fundamental no sólo para lograr un hecho consumado, sino también para garantizar la lealtad de las fuerzas de la Alemania del Este y para evitar que un hipotético comandante estadounidense con ganas de utilizar su rifle pudiera improvisar. Una ejecución rápida también tendría la virtud de convencer a Occidente de la imposibilidad de revertir la realidad impuesta por las tropas comunistas sobre el terreno.
VOLKSKAMMER, BERLÍN ESTE
10.00 DEL VIERNES 11 DE AGOSTO DE 1961
A sus veintiséis años, Adam Kellett-Long, de la agencia Reuters, era el único corresponsal occidental destinado a Berlín Este y lo cierto era que no le iba nada mal. Una multitud de periodistas debía pelearse por cada novedad que acontecía en Berlín Oeste; él, en cambio, no sólo tenía todo el bloque comunista para él solo, sino que además había llegado a un acuerdo con el gobierno de la Alemania del Este en virtud del cual éste cubría los gastos de la agencia de noticias proporcionándole una oficina y una acreditación. Ulbricht se refería a Kellett-Long como «mi sombrita», en referencia a su frecuente presencia.
Aquella mañana, la oficina de prensa del gobierno de la Alemania del Este llamó al joven reportero y le dio instrucciones para que cubriera la sesión de emergencia de la Volkskammer, el parlamento del país, situado en la Luisenstrasse, a las 10 de la mañana del viernes, 11 de agosto. Se trataba de una llamada muy poco corriente. El reportero británico solía evitar las triviales reuniones de la Volkskammer, ya que era poco probable que sus editores accedieran a publicar nada de lo que allí sucedía. Sin embargo, si los mandamases de la Alemania del Este tenían tantas ganas de que asistiera a aquella sesión, debía de haber algún motivo.
Aquel día, el consejo votó lo que Kellett-Long describió como una «enigmática resolución», en virtud de la cual sus miembros aprobaban las medidas que el gobierno de la RDA decidiera adoptar para revertir la situación de «revanchismo» en Berlín. Se trataba de un cheque en blanco para Ulbricht.
Tras la reunión, Kellett-Long acorraló a su fuente más fiable, Horst Sindermann, que dirigía las operaciones de propaganda del Partido Comunista.
Sindermann se mostró menos locuaz de lo habitual. Estudió al joven británico a través de sus gruesas gafas, se peinó los mechones de pelo con los que intentaba ocultar su calva y cuando habló lo hizo en tono mesurado, formal. «Si yo fuera usted y tuviera planes para marcharme de Berlín este fin de semana, no lo haría», dijo.
Con eso, Sindermann desapareció entre la muchedumbre.
Más tarde, Kellett-Long escribiría que, «en un país comunista, difícilmente podría haber recibido una indicación más clara de que, independientemente de lo que fuera a suceder, sucedería ese fin de semana».
El reportero británico leyó la prensa del día pero no encontró ninguna noticia reveladora. Sender Freies Berlin, la emisora de radio de Berlín Oeste, financiada por EEUU, informaba aquella mañana de la llegada al campo de refugiados de emergencia de Marienfelde de otro contingente récord de refugiados de la Alemania del Este. Kellett-Long había comentado en broma con su mujer que, según sus cálculos, la Alemania del Este quedaría desierta más o menos en 1980.
La radio oficial de Berlín Este, Deutschlandsender, no hizo ningún comentario sobre los refugiados del día, ni habló de nada que pudiera ayudar a Kellett-Long. De hecho, emitió un reportaje sobre el segundo ser humano en orbitar alrededor de la Tierra, el cosmonauta soviético Gherman Titov, que había dado diecisiete vueltas al globo en veinticinco horas y dieciocho minutos antes de regresar a la Tierra. Se trataba de un logro «sin precedentes en la historia de la humanidad», dijo la emisora, que añadió que aquello demostraba la superioridad socialista, algo que el flujo de refugiados se empeñaba obstinadamente en desmentir.
En un intento por seguirle la pista a la información de Sindermann, el reportero británico se desplazó a Ostbahnhof, la principal estación de trenes de Berlín Este a la que llegaban todos los pasajeros procedentes de la RFA, desde donde solía realizar el seguimiento del flujo de refugiados. El número de viajeros era mayor al habitual, pero lo que más sorprendió a Kellett-Long fue la presencia de policías uniformados y de paisano.
La policía acosaba a la multitud con actitud agresiva e interrogaba a los viajeros de forma aparentemente aleatoria; algunos eran arrestados y otros quedaban en libertad. El periodista británico anotó en su cuaderno: «escalada en la operación policial». No obstante, Kellett-Long tenía la sensación de que las autoridades de la Alemania del Este estaban perdiendo la batalla y que intentaban contener la marea con las manos. Percibió la tensión en los ojos de los agentes.
Kellett-Long regresó a su oficina y escribió un artículo que llamó la atención de las salas de redacción de todo el mundo. «Este fin de semana soleado Berlín contiene el aliento», escribió, «a la espera de medidas drásticas para detener el flujo de refugiados de Berlín Oeste.» Basándose en el soplo de Sindermann, Kellett-Long informó de que las autoridades iban a responder de forma «inminente».
Se trataba de un mensaje potente y pesimista, el tipo de artículo presuntuoso que había llevado a Kellett-Long a granjearse la antipatía de sus superiores. Pero en esta ocasión el corresponsal confiaba en la información. Kellett-Long barajó las diversas posibilidades existentes y preparó una lista para sus lectores: las autoridades de la Alemania del Este podrían endurecer el control sobre los viajeros o imponer castigos más severos a quienes eran capturados mientras intentaban huir. Naturalmente, las autoridades de la RDA también podían cerrar por completo las rutas de acceso.
Pero Kellett-Long no quería imaginar esa posibilidad; sabía que en ese caso estaría escribiendo sobre una guerra en potencia.
CUARTEL GENERAL DE LA STASI, NORMANNENSTRASSE, BERLÍN ESTE
ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE DEL VIERNES 11 DE AGOSTO DE 1961
Durante la primera reunión con sus lugartenientes antes del intenso fin de semana que los esperaba, el jefe de la Stasi Erich Mielke bautizó aquel momento histórico con su nombre en clave. «La presente operación será conocida como “Rosa”», dijo. No explicó el motivo de un nombre que sugería tal vez que detrás de las decenas de miles de púas de los alambres había un plan de gran belleza organizativa.
Mielke rezumaba confianza en sí mismo. A pesar de su escaso metro sesenta y cinco, más o menos la misma estatura que Ulbricht y Honecker, Mielke era un hombre más robusto, atlético y apuesto que los otros dos líderes comunistas. Estaba permanentemente ojeroso y llevaba siempre una barba de ocho horas.
En 1931, y con sólo veinticuatro años, Mielke había empezado su canallesca carrera comunista con el asesinato de dos agentes de policía berlineses que habían acudido a un mitin político delante de los cines Babylon, en la Bülowplatz. Tras el asesinato, y rodeado de camaradas en un bar de la zona, Mielke exclamó: «¡Hoy celebramos algo que he urdido yo mismo!» («Heute wird ein Ding gefeiert, das ich gedreht habe!»). Sus camaradas de partido lograron sacar a Mielke a escondidas de Alemania, donde fue condenado in absentia. A continuación llegó a Moscú, ciudad en la que recibió su preparación como agente de inteligencia política soviético.
Mielke dirigía la seguridad estatal de la Alemania Federal desde 1957, pero las horas que se avecinaban iban a suponer la prueba definitiva para su complejo equipo de más de 85.000 espías internos y 170.000 informadores. La mayor parte de sus agentes más antiguos, reunidos en la cantina del cuartel general de la policía secreta, no habían tenido noticia de la operación hasta aquel momento.
«Hoy empieza un nuevo capítulo de nuestra obra chequista», dijo, en una de sus frecuentes referencias a la Checa, el brazo de seguridad estatal original de la revolución bolchevique. «Este nuevo capítulo exige la movilización de todos y cada uno de los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Nos adentramos en un período que demostrará si lo sabemos todo y si estamos firmemente afianzados. Ahora debemos demostrar que comprendemos la política del partido y que somos capaces de ejecutar sus órdenes.»
Mielke se mantenía en forma, bebía poco y no fumaba, pero tenía tres vicios: su pasión por las marchas prusianas, la caza en los bosques privados reservados a los altos cargos del Partido Comunista y los triunfos del equipo de fútbol de las fuerzas de seguridad, la Sportsvereinigung Dynamo, que ganaba regularmente la liga gracias a su manipulación de partidos y jugadores. Sin embargo, ninguno de aquellos partidos se podía comparar al que se disponía a amañar ahora.
Les dijo a sus agentes que lo que estaban a punto de hacer demostraría «la fuerza de nuestra república. […] He aquí lo que deben tener siempre presente: mantener una actitud vigilante en todo momento, mostrar una eficiencia extrema y eliminar todos los elementos negativos. No podemos permitir que ningún enemigo pase a la acción, ni tolerar ninguna aglomeración de enemigos».
A continuación repartió las instrucciones para el fin de semana. Éstas iban desde controlar fábricas concretas hasta evaluar con precisión a las «fuerzas enemigas» distrito a distrito. Mielke quería policía secreta dentro de las fuerzas armadas para garantizar la disposición al combate y la lealtad absoluta mediante un contacto lo más próximo posible con los oficiales. «Quienquiera que responda con actos hostiles será arrestado», dijo. «Debemos eliminar a los enemigos por completo. Nuestro objetivo es evitar cualquier fenómeno negativo. Debemos arrestar a las fuerzas enemigas de forma inmediata y discreta […] si pasan a la acción.»
Mielke había asumido el liderazgo después de que en junio de 1953 su mentor Wilhelm Zaisser fracasara en su intento por evitar la propagación de las protestas obreras. Las huelgas se habían extendido como una ola por todo el país y habían tenido que ser las tropas y los tanques soviéticos quienes reinstauraran el orden.
Mielke debía impedir a toda costa que se produjeran problemas similares y, para ello, estaba decidido a anticiparlos y a sofocar la disidencia antes de que ésta pudiera tomar impulso.
BERLÍN ESTE Y OESTE
SÁBADO, 12 DE AGOSTO DE 1961
Para la mayoría de berlineses aquél era tan sólo otro fin de semana de verano.
El tiempo era agradable, con 24 grados y apenas las nubes necesarias para evitar que el sol resultara molesto. Tras las lluvias torrenciales de la semana anterior, los berlineses se reunieron en las terrazas de los cafés, los parques y las playas a orillas de los lagos.
En Kreuzberg, un barrio cercano a la frontera entre Berlín Este y Berlín Oeste, se había cerrado el tráfico, aunque el motivo era la celebración del Kinderfest, el festival infantil anual de la Zimmerstrasse. Banderas y serpentinas decoraban la estrecha calle, donde niños de todos los sectores de Berlín reían, jugaban y pedían a sus padres que les compraran helados y pastel. Desde las ventanas de los apartamentos que daban a la calle, los vecinos arrojaban caramelos.
La mayoría de soldados aliados se habían tomado el día libre para estar con sus familias. Algunos habían ido a navegar por Wannsee y más allá, por el ondulante río Havel. El general de división Albert Watson II, el comandante de las fuerzas estadounidenses en Berlín, estaba jugando al golf en el Blue-White Club, la pertenencia al cual formaba parte de los derechos de ocupación.
La empresa de autobuses turísticos Severin + Kühn tenía un día movido mostrando a los visitantes el epicentro de la guerra fría, con parada en el sector soviético. Los guías advertían a los pasajeros de que no fotografiaran determinados edificios públicos, pero los animaban a tomar tantas instantáneas como desearan del monumento soviético de Treptower Park, con su estatua de un gigantesco soldado del Ejército Rojo que acunaba un bebé alemán con un brazo al tiempo que aplastaba la esvástica con la bota.
La noticia del día en la prensa de Berlín Oeste se hacía eco de un nuevo récord en el número de refugiados. En el campo de refugiados de Marienfelde, una voz nasal iba anunciando por unos altavoces para quienes esperaban en fila el número de personas que iban llegando («765, 766, 767»), y que al final del día ascendería a más de 2.000.
Colaboradores de la iglesia, miembros de grupos cívicos y voluntarios, entre ellos muchas esposas de los miembros de las fuerzas aliadas, habían acudido para alimentar a los refugiados hambrientos y consolar a los bebés, que lloraban incansablemente. Las instalaciones del campo de Marienfelde se habían visto superadas, y los refugiados habían sido distribuidos por toda la ciudad para que pudieran pasar la noche en iglesias, escuelas, dormitorios militares y camas de hospital. Heinrich Albertz, el jefe del Estado Mayor del alcalde Brandt, llamó a George Muller, el segundo asesor político de la misión americana, para pedirle víveres, pues Marienfelde se había quedado sin comida. «Esto no puede seguir así», le dijo.
Muller le envió varios miles de raciones C (enlatadas) de la guarnición estadounidense. Tan sólo alcanzarían para unos días, pero Albertz no se encontraba en situación de protestar.
Berlín no había visto una estampida similar desde 1953. Los veinticinco bloques de apartamentos de tres pisos de Marienfelde estaban llenos a reventar, lo mismo que los veintinueve campamentos temporales establecidos para absorber la riada. Veintiún vuelos chárter diarios trasladaban a miles de los nuevos refugiados de Berlín Oeste a otras partes de la Alemania Federal, donde había trabajo abundante.
Pero aun así era imposible gestionar aquella marea humana. Los centros de procesamiento habían dejado ya de intentar distinguir a los refugiados auténticos de los falsos, entre ellos sin duda decenas de espías de la Alemania del Este que el jefe de espionaje extranjero de Ulbricht, Markus Wolf, enviaba a Occidente.
A medida que la oscuridad descendió sobre Berlín, los fuegos artificiales del festival infantil iluminaron el cielo. Las parejas que bailaban en la terraza del nuevo Berlin Hilton se detuvieron para admirar el espectáculo pirotécnico. Aquel fin de semana era imposible encontrar una butaca libre en los cines de Berlín Oeste, donde más de la mitad de los espectadores eran berlineses del Este. Y no era de extrañar, teniendo en cuenta los éxitos que podían ver por un marco y veinticinco pfennig en moneda del Este o del Oeste: The Misfits, con Clark Gable y Marilyn Monroe, en el Atelier am Zoo; Ben-Hur, con Charlton Heston, o El viejo y el mar, con Spencer Tracy, en el Delphi Filmpalast. También podían ver Por quién doblan las campanas, con Gary Cooper e Ingrid Bergman, en el Studio de Kurfürstendamm, o El tercer hombre, con Orson Welles, en el Ufa Pavillion.
En otro escenario, el nuevo musical de Leonard Bernstein, West Side Story, había cautivado a Berlín Oeste. Aunque Berlín Este también tenía sus atractivos teatrales. Cientos de habitantes de Berlín Oeste cruzaban la frontera cada tarde para ver la última obra de Bertolt Brecht en el famoso Berliner Ensemble, o una pieza de cabaret político en el Distel. Otros iban a la parte Este tan sólo en busca de bebida barata en lugares como el Rialto Bar, en el barrio de Pankow, que no tenía hora de cierre.
Las tropas soviéticas pasaban las noches confinadas en sus barracones debido a la política de no-confraternización. En cambio, los soldados británicos, franceses y estadounidenses no se perdían una y aprovechaban el atractivo que despertaban en las chicas alemanas, más aún teniendo en cuenta que disponían de mucho menos dinero de bolsillo que los alemanes para entretenerlas. El Primer Regimiento Galés se había reunido en una sala de baile del sector británico. Los franceses tenían una discoteca en la Maison du Soldat. Los soldados estadounidenses salían por sus clubs y sus bares favoritos. Como de costumbre, la de aquel sábado iba a ser una noche larga y líquida.
NÚREMBERG, ALEMANIA FEDERAL
NOCHE DEL SÁBADO 12 DE AGOSTO DE 1961
El alcalde de Berlín, Willy Brandt, dio inicio a la fase final de su campaña nacional a la cancillería en la ciudad bávara de Núremberg, un centenar de kilómetros al norte de Múnich. Ante 60.000 votantes reunidos en la plaza adoquinada de la ciudad, atacó a su contrincante, Adenauer, por negarse a enfrentarse a él en un debate público, al estilo del que había enfrentado a Nixon y Kennedy.
Con voz ronca y emocionada, el alcalde, de cuarenta y siete años, lanzó a los asistentes una pregunta retórica: ¿por qué llegaban cada día tantos refugiados a Berlín Oeste? «La respuesta», dijo, «es porque la Unión Soviética se prepara para asestar un golpe contra nuestra gente, un golpe de una gravedad que muy pocos imaginan.» Brandt dijo que los habitantes de la Alemania del Este temían que «el telón de acero se cierre con hormigón» y que ellos quedaran «encerrados en una gigantesca prisión. Los atormenta la angustia de terminar olvidados o sacrificados en el altar de la indiferencia y las oportunidades perdidas».
Tan profético como poético, Brandt lanzó otro cañonazo de advertencia a su contrincante, Adenauer. «Hoy nos encontramos ante la crisis más grave de nuestra historia de posguerra, pero el canciller prefiere quitarle importancia al asunto…»
Brandt invitó a los alemanes de ambos lados de la línea divisoria a participar en un plebiscito sobre su futuro, confiado en que elegirían una opción democrática y occidental. Si los habitantes de la Alemania del Este no podían incluirse en dicho referéndum, los alemanes y los berlineses del Oeste iban a tener que votar solos, dijo. «También nosotros aspiramos a la autodeterminación», dijo en referencia a la derrota alemana en la guerra, «no porque seamos mejores que otros, pero sí porque no somos peores que otros pueblos.»
La multitud aplaudió a rabiar hasta mucho después de que un agotado Brandt se retirara al tren de dos vagones en el que se desplazaba de un acto de campaña a otro. Durante la noche éste lo llevaría hasta Kiel, en la costa del mar Báltico.
Mientras Brandt estaba en Núremberg, Adenauer hacía campaña más cerca de su casa de Bonn, en Lübeck. En su discurso, menos centrado y más lleno de digresiones, pidió a los alemanes del Este que abandonaran su estampida hacia Occidente y permanecieran en sus casas, ayudando a preparar la Alemania del Este para la reunificación.
«Es nuestra obligación», dijo, empleando el emotivo término alemán Pflicht, «decirles a nuestros hermanos y hermanas alemanes del otro lado de la frontera: “Que no cunda el pánico”.» Juntos, aseguró, los alemanes superarían un día su difícil separación y volverían a ser un solo pueblo.
GROSSER DÖLLNSEE, ALEMANIA DEL ESTE
17.00 DEL SÁBADO 12 DE AGOSTO DE 1961
Walter Ulbricht apareció extrañamente relajado ante sus invitados a la fiesta que se celebraba en el Grosser Döllnsee, unos cuarenta kilómetros a las afueras de Berlín. La residencia para los invitados del gobierno, conocida como «La casa entre los abedules», había sido en su día el coto privado de caza del comandante de la Luftwaffe Hermann Göring, algo que los invitados de Ulbricht sabían pero preferían no mencionar.
La fiesta de Ulbricht obedecía a un objetivo doble. En primer lugar, poner en cuarentena, en un entorno que podía sellar herméticamente, a los funcionarios de su gobierno que más tarde iban a aprobar su operación. Y en segundo lugar, llevar a cabo una maniobra de distracción. Cualquier organismo de espionaje occidental que siguiera sus movimientos informaría de que el líder de la Alemania del Este estaba ofreciendo una recepción privada en su casa de campo.
Sus invitados también se preguntaban por qué los habrían reunido. Algunos se habían percatado de la presencia de un número anormalmente elevado de soldados y vehículos militares en los bosques que rodeaban la residencia, pero ninguno de ellos gozaba de una posición lo bastante alta dentro de la jerarquía de Ulbricht para formular demasiadas preguntas.
El sol de agosto caía a plomo, mientras los invitados buscaban cobijo bajo la sombra de los abedules, junto al sereno lago. Para quienes preferían quedarse dentro de la casa, Ulbricht había elegido una película, una popular comedia soviética con el título alemán de Rette sich wer kann! (o Sálvese quien pueda), sobre el caos en un buque de carga ruso que transportaba leones y tigres.
Sólo unos pocos invitados sabían que, a las cuatro de la tarde, Ulbricht había firmado la orden definitiva que daba a Honecker luz verde para poner en marcha la Operación Rosa. Junto al líder comunista había también varios hombres que aquella noche iban a desempeñar un papel clave dentro de la cadena de mando: los miembros del Politburó, Willi Stoph y Paul Verner, que dirigía el gobierno; el ministro de Defensa, Heinz Hoffmann; el ministro de Seguridad Estatal, Erich Mielke; el ministro del Interior, Karl Maron; el ministro de Transportes, Erwin Kramer; el viceministro del Interior, Fritz Eikemeier, y el presidente de la Policía Popular, Horst Ende.
Ante todos ellos, Honecker había proporcionado a sus funcionarios de mayor rango las instrucciones para aquella noche y ninguno de ellos había formulado preguntas ni presentado objeciones. A continuación había entregado a cada uno sus órdenes detalladas por escrito, firmadas de su puño y letra con las mismas palabras que se incluían en todas las órdenes que iba a entregar aquella noche: «Saludos socialistas, E. Honecker».
HYANNIS PORT, MASSACHUSETTS
MEDIODÍA DEL SÁBADO 12 DE AGOSTO DE 1961 (18.00 EN BERLÍN)
Aparentemente ajeno a lo que sucedía en Berlín, el presidente Kennedy intentaba combatir los 33 grados de calor de Cabo Cod a bordo de un barco. Había pasado toda la mañana leyendo informes de seguimiento de las conversaciones del viernes con el secretario de estado Rusk y el secretario de defensa McNamara sobre cómo preparar una posible crisis en Berlín.
Los comunicados diplomáticos del día no contenían ninguna información preocupante.
Jrushchov había pronunciado un discurso en el Encuentro de Amistad Soviético-Rumana el día anterior, y el embajador estadounidense en Moscú expresaba su preocupación ante las amenazas del líder soviético de «destruir completamente» a los miembros de la OTAN Grecia, Italia y Alemania Federal si estallaba una guerra. Al mismo tiempo, Jrushchov se había referido de forma más enfática que nunca a la determinación soviética de garantizar el acceso a Berlín Oeste y la no-ingerencia en los asuntos internos de la ciudad.
Ambos podían interpretarse como mensajes dirigidos a Kennedy: un palo y una zanahoria.
El secretario de estado Rusk había enviado un severo telegrama al embajador estadounidense en Alemania, Dowling, que empezaba diciendo: «La situación en la Alemania del Este nos genera una preocupación creciente». Más tarde advertía que «en estos momentos un estallido como el de 1953 sería de lo más inoportuno».
Rusk temía que si había una rebelión en aquellos momentos en respuesta al peligro de un «cierre de la válvula de escape», ésta se produciría «antes de que se hayan podido hacer efectivas las medidas militares y políticas en curso para atajar el problema de Berlín». Y añadió: «Eso sería particularmente desafortunado si el estallido en la Alemania del Este se basara en la expectativa de recibir asistencia militar occidental inmediata».
Por todo ello, le pidió a Dowling información acerca de la opinión del gobierno de la Alemania Federal sobre «el grado de probabilidad de una explosión temprana», además de «qué acciones contempla para prevenirla, y qué acciones estadounidenses y de los demás aliados consideraría útiles». Finalmente, le pedía a Dowling que se acordara de transmitirles a los dirigentes de la Alemania Federal «que desde el punto de vista político, los aliados deben abstenerse de cualquier acción que pueda contribuir a agravar la situación».
Pero a pesar del claro malestar por los problemas que se intuían, al mediodía Kennedy dejó sus papeles a un lado y, con el sol asomando por entre el cielo nublado, puso rumbo hacia el estrecho de Nantucket con su mujer, su hija Caroline, de tres años, y Lem Billings, viejo amigo y publicista de Nueva York. El presidente echó el ancla en Cotuit Harbor, después de que las embarcaciones de la policía y de los guardacostas hubieran despejado una zona de baño para la familia presidencial. Jackie guardó su parasol rosa y se zambulló en el agua enfundada en un traje de baño azul y blanco.
Las últimas noticias sobre las actividades de Jrushchov no incluían ninguna información de interés. El líder soviético se había marchado a pasar el fin de semana en Crimea, donde se preparaba para el Congreso del Partido de octubre, y decían los rumores que tenía planeado permanecer allí hasta la última semana de septiembre. El entusiasmo de la prensa se concentraba en la extraordinaria temporada de los New York Yankees: Mickey Mantle había conseguido ya 44 home runs y Roger Maris 42.
Después de cuatro horas y media navegando, los Kennedy regresaron a su muelle privado, donde nadaron con Caroline, que llevaba un chaleco salvavidas naranja. El Los Angeles Times diría más tarde que «aunque el presidente no nadó de forma vigorosa… no mostró rastro de sus recientes dolores de espalda cuando subió ágilmente a la popa del Marlin».
Mientras los soldados de la Alemania del Este cargaban en secreto camiones con trampas antitanque, pilares y caballos de frisa, Kennedy condujo su cochecito de golf blanco hasta el pueblo de Nantucket, donde compró helado para Caroline y cuatro de los primos de la niña. Con su blusa azul y sus shorts rojos, Jackie parecía recién salida de una revista de modas.
BERLÍN ESTE
19.00 DEL SÁBADO 12 DE AGOSTO DE 1961
El corresponsal de la agencia Reuters, Kellett-Long, había creado tanto revuelo con su artículo del viernes, en el que había predicho un acontecimiento inmediato en Berlín, que su editor jefe David Campbell se había desplazado en avión a la ciudad ese mismo sábado para seguir la noticia en persona.
A primera hora de la tarde, los dos hombres aún buscaban algún hecho que confirmara la aparente primicia de Kellett-Long. «Nos has metido en un buen lío», le dijo Campbell a su joven reportero. «Más te vale que pase algo.»
Kellett-Long volvió a leer su artículo y se preguntó si debería haber utilizado un lenguaje menos hiperbólico. Él y Campbell dieron vueltas en coche por todo Berlín Este, buscando pistas de la crisis que el artículo predecía. Pero lo único que Kellett-Long vio fue un día radiante, piscinas llenas de bañistas y cafés abarrotados de clientes.
A lo mejor sucedería más tarde, le dijo el reportero a su jefe.
CUARTEL GENERAL DEL EJÉRCITO POPULAR, STRAUSBERG, ALEMANIA DEL ESTE
20.00 DEL SÁBADO 12 DE AGOSTO DE 1961
El general Heinz Hoffmann, que era al mismo tiempo ministro de defensa de la Alemania del Este y comandante del ejército, se presentó orgulloso ante sus hombres. A sus cincuenta años, parecía un personaje salido directamente de una película sobre la Segunda Guerra Mundial, más tieso que un palo, con su planchadísimo uniforme decorado con ocho hileras de medallas, y su ondulado pelo rubio, canoso y repeinado hacia atrás. Sus pómulos altos y angulosos le daban un aspecto casi inapropiadamente apuesto.
Como la mayoría de los líderes de la Alemania del Este, Hoffmann había sido un joven comunista bravucón en la Alemania de preguerra. Condenado por agresión durante más de una manifestación antinazi, había pasado largas temporadas en la cárcel. En 1937 y en 1938, Hoffmann había caído gravemente herido luchando en la guerra civil española, donde había servido en una brigada internacional bajo el nombre de Heinz Roth. Tras dos años en un campo de internamiento, se había trasladado a la Unión Soviética, donde lo habían educado para su futuro trabajo. En 1949 se había encargado de organizar la creación de las fuerzas armadas de la Alemania del Este que ahora se disponía a desplegar contra su propia gente.
A su lado tenía al más imponente de sus oficiales, Ottomar Pech, un hombre con un pasado bastante distinto al suyo, que había combatido en las filas de la Wehrmacht del Tercer Reich antes de ser capturado por los rusos en el frente Este. Su trabajo consistía en entrenar a las unidades militares de élite y supervisar la coordinación entre la policía secreta y el ejército, que sería fundamental aquella noche.
Ante ellos, en el cuartel general del Ejército Popular de Strausberg, situado a unos treinta kilómetros de Berlín, estaban los comandantes y los agentes de policía fronteriza de alta graduación. Habían comido generosamente de un bufet frío cargado del tipo de comida de calidad a la que no todos los habitantes de Berlín Este tenían acceso: salchichas, mermelada, ternera, caviar y salmón ahumado. Aunque había alcohol, la mayoría de hombres prefirieron tomar café, pues decían los rumores que aquella noche iban a participar en una misión secreta.
Tras visionar una película sobre el poder de las fuerzas de combate socialistas destinada a ensalzar la moral de la tropa, Hoffmann dio el parte a sus hombres sobre lo que sucedería. A las 20.00 en punto, Hoffmann entregó a sus oficiales las primeras órdenes selladas. El resto de oficiales de menor rango fueron informados sucesivamente, muchos de ellos por teléfono. Estaban preparados para movilizar a los miembros del ejército y la policía, miles de los cuales habían pasado el fin de semana encerrados en barracones y campos de entrenamiento por orden de sus superiores.
A las 22.00 Honecker estaba seguro de que su aparato había respondido con exactitud al plan establecido y estaba preparado para la movilización total. Durante toda la noche, recibiría informes de oficiales de mando, comités de distrito del partido y departamentos gubernamentales. Sus tentáculos llegaban a todas partes. Más tarde, Honecker reconocería que la operación que él mismo había iniciado «al amanecer de aquel domingo» había obligado al mundo a «aguzar el oído».
La poca información sobre el operativo que se había filtrado a Occidente no parecía estar generando ninguna respuesta. El jefe del Partido Democrático Libre de la Alemania Federal, Erich Mende, se había puesto en contacto con el ministro de Adenauer a cargo de las innendeutsche Angelegenheiten, los asuntos internos alemanes, después de que el jefe de los espías de la Alemania Federal, Ernst Lemmer, le dijera que sus hombres estaban recibiendo «indicaciones» que apuntaban a que Ulbricht planeaba introducir en algún momento Sperrmassnahmen, o medidas de bloqueo, en el centro de Berlín. La información era tan convincente que Mende había acudido al despacho de Lemmer para discutir sobre el alcance del peligro mientras inspeccionaban juntos un mapa de la ciudad.
«Sería imposible», concluyó Mende.
Sin embargo, a las doce en punto de la noche, Honecker llamó a los cuarteles generales del ejército y dio la orden para que lo imposible diera comienzo.
«¡Ya saben cuál es su misión!», dijo. «¡En marcha!»
Hoffmann puso sus unidades a trabajar de inmediato: unos 3.150 soldados de la 8.ª División Motorizada de Artillería empezaron a dirigirse hacia Berlín Este desde Schwerin, con cien tanques y 120 vehículos acorazados de transporte de tropas, que debían aparcar en un matadero del barrio de Friedrichsfelde, en Berlín Este. Hoffmann ordenó también la puesta en marcha de los 4.200 hombres de la 1.ª División Motorizada, acantonados en el cuartel de Potsdam, acompañados por 140 tanques y doscientos vehículos de transporte de tropas. Ellos serían los encargados de formar la segunda línea de defensa detrás de la línea del frente, intergrada por 10.000 miembros de la Volkspolizei de Berlín Este, la 1.ª Brigada de Policía de Asalto y las Tropas de Seguridad de Berlín.
En total, unos 8.200 policías y 3.700 miembros de las fuerzas policiales móviles (reforzados por 12.000 agentes de las milicias de combate fabril y 4.500 miembros de la Seguridad del Estado) entrarían en acción en cuestión de horas. Estos contarían con el apoyo de 40.000 soldados de la Alemania del Este dispersos por todo el país, preparados por si el cierre de fronteras provocaba una reacción similar a la rebelión de junio de 1953. Los soldados de Sajonia, considerados particularmente eficientes, reforzarían a los 10.000 soldados del Ejército Popular estacionados en Berlín.
Era una noche clara y fresca, unas condiciones perfectas para la misión prevista.
A lo mejor la Madre Naturaleza era comunista.
GROSSER DÖLLNSEE, ALEMANIA DEL ESTE
22.00 DEL SÁBADO 12 DE AGOSTO DE 1961
Ulbricht echó un vistazo a su reloj. «Vamos a celebrar una pequeña reunión», les dijo a sus invitados.
Eran las diez en punto y, por lo tanto, había llegado la hora de reunir a los presentes en una sala y realizar el anuncio. Los invitados estaban cansados y hartos de comer, y tenían ganas de irse a sus casas; llevaban ya más de seis horas con Honecker. Varios de ellos estaban borrachos, o cuanto menos achispados. Todos acudieron obedientemente a la reunión.
Entonces Ulbricht los informó de que el sector fronterizo entre Berlín Este y Berlín Oeste quedaría cerrado al cabo de tres horas. Mediante un edicto impreso, que los ministros presentes debían aprobar, iba a autorizar a las fuerzas de seguridad de la Alemania del Este a poner «bajo control la frontera aún abierta entre la Europa socialista y la Europa capitalista».
«Alle einverstanden?» ¿Estamos todos de acuerdo?, preguntó Ulbricht. La concurrencia silenciosa asintió.
Entonces informó a sus invitados de que, lo mismo que su personal doméstico, deberían permanecer en Döllnsee hasta que la operación estuviera bien avanzada para garantizar su seguridad. Aún quedaba comida y alcohol, añadió.
Nadie protestó. Tres días antes, Ulbricht le había dicho al embajador soviético Pervujin: «Comeremos juntos, les comunicaré la decisión de cerrar la frontera y estoy absolutamente convencido de que aprobarán la medida. Pero, por encima de todo, no permitiré que se marchen hasta que hayamos completado la operación».
«Sicher ist sicher», añadió: más vale prevenir.
OFICINA DE LA AGENCIA DE NOTICIAS REUTERS, BERLÍN ESTE
22.00 DEL SÁBADO 12 DE AGOSTO DE 1961
Kellett-Long estaba más preocupado por su carrera que por el destino de Berlín.
Eran más de las diez de la noche y no disponía de ninguna información adicional que confirmara su artículo del viernes, en el que había asegurado que Berlín se enfrentaba a un fin de semana decisivo. Regresó a Ostbahnhof en busca de algún tipo de actividad fuera de lo corriente y encontró al vendedor al que le compraba regularmente el Neues Deutschland, el periódico del Partido Comunista que publicaba todas las noticias importantes.
Escudriñó ansiosamente sus páginas y comprobó «desolado» que el rotativo tan sólo contenía artículos anodinos que «no sugerían que fuera a suceder nada especial».
Los editores londinenses de Kellett-Long, ante la presión de sus suscritores, le exigían que enviara un artículo confirmando o desmintiendo su anterior noticia. «No puedo limitarme a esconder la cabeza bajo la arena», pensó mientras empezaba a escribir.
«Contrariamente a lo previsto», tecleó.
«Contrariamente a lo previsto, ¿qué?», se preguntó.
«¿Cómo puedo ser tan amateur?», musitó para sí.
Arrugó el papel y lo tiró. Continuó fumando un cigarrillo tras otro, nerviosísimo.
RÖNTGENTAL, ALEMANIA DEL ESTE
MEDIANOCHE DEL DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 1961
Tres aullidos de sirena largos y agudos despertaron al sargento Rudi Thurow de su duermevela. Thurow encendió la luz y miró el reloj: pasaba un minuto de la medianoche. Probablemente debía tratarse de otro simulacro, se dijo, maldiciendo su suerte; últimamente había simulacros cada dos por tres. Y aun así, el líder del 4.º Pelotón, 1.ª Brigada, de la policía de fronteras de la Alemania del Este, un tipo delgado y rubio de veintitrés años, sabía que su trabajo consistía en tomárselos todos en serio.1
Pero Thurow había advertido el incremento de la actividad militar que se había producido durante la tarde anterior y sospechaba que podía tratarse de algo más que un ejercicio. Durante toda la tarde, los tanques soviéticos T-34 y T-54 habían estado cruzando Röntgental, situado unos cuarenta kilómetros al norte de Berlín, y Thurow había visto varios trenes cargados con soldados de la Alemania del Este que se dirigían a Berlín Este.
Habían pasado seis años desde que Thurow se presentara voluntario a la guardia fronteriza, atraído por la posibilidad de cobrar un salario elevado y tener acceso privilegiado a bienes de consumo escasos. Desde entonces había logrado todo tipo de condecoraciones y se había distinguido como el mejor francotirador de su brigada.
Thurow se vistió en un abrir y cerrar de ojos y fue corriendo al dormitorio contiguo, donde despertó a sus hombres, que se quejaron ostensiblemente mientras él les arrancaba las mantas. En cuanto los tuvo reunidos en la plaza de armas, el primer teniente Witz, el comandante de la compañía, les dijo a sus hombres y a varias decenas más que aquella noche, y obligados por el enemigo, iban a tomar medidas.
Durante demasiado tiempo, dijo Witz, el gobierno había tolerado la pérdida de su fuerza productiva a manos de Occidente. Pero había llegado el momento de poner a los traficantes de carne de Berlín Oeste, que vivían a costa de los ciudadanos de la RDA, en su sitio. A continuación se refirió a los 38 centros de espionaje y terrorismo de Berlín Oeste para los que la operación que se disponían a llevar a cabo aquella noche supondría un golpe mortal.
Witz, que afirmó haber sido informado hacía tan sólo una hora, abrió con cuidado un sobre grande, marcado con las palabras «Alto Secreto», y sacó su contenido. Thurow y los demás escucharon con impaciencia mientras Witz leía el documento durante cinco minutos antes de llegar al meollo del asunto.
Con el único objetivo de prevenir las actividades enemigas de las fuerzas vengativas y militaristas de la Alemania Federal y de Berlín Oeste, se introducirán controles en las fronteras de la República Federal Alemana, incluida la frontera del sector occidental de Berlín…
Berlín iba a quedar partida en dos y los hombres de Thurow ayudarían a trazar la línea divisora. Thurow oyó cómo otro sargento, un comunista leal, susurraba: «¿Y los aliados? ¿Van a quedarse de brazos cruzados?».
¿O acaso estaban en guerra?
OFICINA DE LA AGENCIA DE NOTICIAS REUTERS, BERLÍN ESTE
1.00 DE LA NOCHE DEL DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 1961
Poco antes de la una de la madrugada, Adam Kellett-Long vio como el teletipo escupía el habitual mensaje de buenas noches de la agencia de noticias de la Alemania del Este. Entonces decidió que por la mañana «haría las maletas» y empezaría a buscar otro trabajo.
Pero en aquel preciso instante sonó el teléfono y una voz que no reconoció le aconsejó en alemán que aquella noche no se acostara. A la una y once minutos, el teletipo volvió a cobrar vida. Kellett-Long empezó a leer las 10.000 palabras del nuevo decreto del Pacto de Varsovia a medida que iban saliendo. El reportero británico se mostró frustrado porque el aparato no fuera capaz de imprimir a la misma velocidad que él leía. El teletipo hablaba de cómo las «personas engañadas», es decir, los refugiados, terminaban reclutadas como espías y saboteadores. Como respuesta, los estados miembros del Pacto de Varsovia habían decidido tomar las medidas necesarias para implementar «las garantías y el control efectivo alrededor del territorio de Berlín Oeste». La declaración tranquilizaba a los aliados de la OTAN, a quienes aseguraba que el Pacto de Varsovia no alteraría las rutas de acceso a Berlín Oeste.
Kellett-Long subió apresuradamente a su coche y se dirigió hacia la frontera para ver qué sucedía. Aparte de las habituales parejitas abrazadas en los portales, vio tan sólo una ciudad desierta, mientras descendía por Schönhauser Allee y desembocaba en Unter den Linden, rumbo a la Puerta de Brandenburgo.
Pero al llegar allí un policía con una linterna de color rojo le indicó que se detuviera.
«Lo siento pero no se puede pasar», dijo el policía con voz tranquila. «Die Grenze ist geschlossen.» (La frontera está cerrada.)
Kellett-Long dio media vuelta para volver a su oficina a escribir la crónica, pero en la misma Unter den Linden, a la altura de la Marx-Engels Platz, escenario habitual de los desfiles militares de la Alemania del Este, otro policía con una linterna roja lo obligó a detener el vehículo para dejar pasar a un enorme convoy de vehículos cargados con policías y soldados de uniforme. El convoy parecía no tener fin.
Kellett-Long llegó precipitadamente a su oficina y envió un boletín de emergencia que llegaría a los teletipos de las agencias de noticias de todo el mundo. No le costó nada escribirlo: «A primera hora del día de hoy se ha cerrado la frontera entre el Este y el Oeste de la ciudad…»
El artículo seguía en primera persona.
Esta madrugada he sido la primera persona en conducir un coche de Berlín Este a través de los cordones policiales después de que los controles fronterizos se iniciaran poco después de la medianoche. […] La Puerta de Brandenburgo, principal punto de tráfico entre las dos partes de la ciudad, estaba rodeada de agentes de la policía de la Alemania del Este, algunos con metralletas, y también de miembros del cuerpo paramilitar conocido como las «milicias de combate fabril».
Kellett-Long sintonizó entonces varias emisoras de la Alemania del Este y oyó a los locutores leer un decreto tras otro acerca de las nuevas restricciones sobre los desplazamientos y su aplicación. Kellett-Long fue enviando sucesivas crónicas tan rápidamente como era capaz de teclear. Al reportero británico le pareció curioso que, entre los interminables decretos, la radio de la Alemania del Este deleitara a sus oyentes con relajantes y modernas melodías de jazz.
«Así pues, eso es lo único que hacen», pensó. «Leer decretos y poner buena música.»
SECTOR FRANCÉS, BERLÍN OESTE
1.50 DEL DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 1961
Veinte minutos después del inicio de la operación, el sargento de la policía de Berlín Oeste Hans Peters quedó deslumbrado por los focos de media docena de camiones del Ejército de la Alemania del Este que cruzaron la calle por la que patrullaba. La Strelitzer Strasse era tan sólo una de las 193 calles por las que pasaba la frontera, previamente no explicitada, entre las dos mitades de Berlín.
De los camiones empezaron a salir soldados, que se dispersaron por las dos aceras de la calle; todos ellos llevaban unos objetos largos y negros que a Peters le parecieron metralletas. Peters, un veterano del Ejército del Tercer Reich que había servido en el frente Este, desenfundó su revólver Smith & Wesson y empezó a colocar balas en la recámara, pero pronto se dijo que aquel revólver no iba a permitirle defenderse de un número tan elevado de enemigos. Así pues, se puso a cubierto en un portal y desde allí observó una escena que aquella noche se repetiría en multitud de ocasiones en muchos otros puntos de la ciudad.
Dos brigadas de seis soldados se apostaron en cuclillas por toda la acera, mirando hacia el oeste, apuntando en esa dirección con sus metralletas montadas sobre trípodes. No tenían intención de invadir el Oeste de la ciudad, tan sólo pretendían establecer un perímetro para disuadir a un adversario de momento inexistente. Detrás de ellos aparecieron dos brigadas más, éstas cargadas con alambre de púas; los soldados desenroscaron los rollos de alambre y los fueron colocando encima de una serie de caballos de frisa montados a lo ancho de la calle. El cordón estaba ubicado claramente dentro de la zona soviética y lejos de la zona de demarcación.
Aunque técnicamente Peters se encontraba en el sector francés, todos los soldados franceses estaban durmiendo. Así pues, él, un solitario agente de policía de Berlín Oeste, fue el único testigo de una operación ejecutada de forma impecable. Peters vio cómo el enemigo cerraba la calle de forma tan sigilosa y eficiente que ninguno de los residentes de la Strelitzer Strasse encendió siquiera una luz.
En cuanto tuvieron la frontera controlada, los soldados de la Alemania del Este giraron las metralletas hacia el Este, preparados para contener a su propia gente. Peters alertó a sus superiores de lo que acababa de presenciar.
MISIÓN ESTADOUNIDENSE EN BERLÍN OESTE
2.00 DEL DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 1961
Tras recibir las primeras informaciones acerca del cierre de fronteras sobre las dos de la madrugada, el oficial estadounidense de más rango en Berlín, E. Allan Lightner Jr., dudó de la conveniencia de despertar a sus superiores. Washington tendía a reaccionar de forma exagerada y Lightner quería estar seguro de lo que sucedía antes de pasar el parte. Además, era un fin de semana de verano y sus jefes se mostrarían más contrariados que de costumbre si los despertaba sin motivo.
Los altos cargos de las misiones estadounidense, británica y francesa en Berlín Oeste habían empezado ya a cruzar frenéticas llamadas telefónicas, intentando encajar las piezas de lo que estaba ocurriendo. «Parece que pasa algo en Berlín Este», le dijo Lightner midiendo sus palabras al diplomático William Richard Smyser, que servía en la sección de asuntos relacionados con el Este; Lightner le pidió que lo investigara.
Pasadas las tres de la madrugada, con las primeras luces del alba del norte de Europa, Smyser subió a su Mercedes 190SL con su colega Frank Trinka y se dirigió a Potsdamer Platz, donde los Vopos (como se conocía a los miembros de la Volkspolizei) de la Alemania del Este y la milicia fabril desenroscaban los primeros metros de alambre de púas. Cuando se les dijo a los americanos que no podían pasar, Smyser protestó: «Somos miembros de las fuerzas armadas estadounidenses. No tienen ningún derecho a detenernos».
Sería la primera oportunidad de comprobar si los soviéticos y sus aliados de la Alemania del Este iban a negarles a los aliados el derecho a circular libremente por Berlín, lo que potencialmente podía desencadenar una respuesta militar estadounidense. Tras hablar por radio con sus superiores, los miembros de la policía de la Alemania del Este retiraron la alambrada para permitir el paso de los diplomáticos. Iban a impedir que los alemanes del Este de a pie cruzaran la frontera aquella noche, pero la policía tenía órdenes claras de no impedir el movimiento de los oficiales aliados. La decisión de Jrushchov de actuar dentro de las directrices marcadas por Kennedy era ya oficial.
Durante la hora que pasaron circulando por Berlín Este, Smyser y Trinka vieron una ciudad sumida en una frenética actividad policial y fueron testigos de numerosas desesperaciones privadas. A lo largo de la frontera, los Vopos estaban descargando postes de hormigón y rollos de alambrada de púas y bloqueando las calles que daban de Este a Oeste. En la Bahnhof Friedrichstrasse, la principal estación de paso entre Berlín Este y Berlín Oeste, la policía armada impedía el paso a los andenes mal iluminados, mientras los aspirantes a viajeros aguardaban en vestíbulos cavernosos, sentados sobre sus maletas y fardos, muchos de ellos llorando. «Dios mío, ojalá nos hubiéramos ido veinticuatro horas antes», imaginó Smyser que pensaban al estudiar sus rostros.
La alambrada separó a familiares, amantes y amigos. Uno de los hombres del sargento de policía Rudi Thurow, avergonzado al verse obligado a detener a quienes pretendían seguir adelante con sus vidas como hasta entonces, saltó la alambrada y salió corriendo hacia la libertad esa misma mañana.
Smyser y Trinka regresaron a Berlín Oeste a través de la Puerta de Brandenburgo, que lograron cruzar tras una breve espera y después de que un policía de la Alemania del Este recibiera la aprobación del funcionario del Partido Comunista de la Alemania del Este encargado de supervisar aquel punto fronterizo.
Pero los diplomáticos se habían formado una visión tan parcial de los hechos que la misión estadounidense decidió no enviar ningún informe a Washington mientras la crisis se desarrollaba. El equipo de Lightner concluyó que no disponía ni de los recursos ni del personal necesario para igualar los informes de las agencias de noticias en lo que se había convertido en una noticia bomba. Además, y debido a la burocracia del Departamento de Estado, se necesitaban entre cuatro y seis horas para enviar un telegrama a través de los canales oficiales, de Berlín a la embajada estadounidense en Bonn y desde allí a Washington. El cierre de fronteras también había interrumpido la comunicación entre los servicios de espionaje estadounidenses y sus contactos habituales, por lo que era imposible obtener una confirmación independiente de lo que estaba sucediendo en Berlín Este.
Cuando los exploradores de Lightner le informaron de lo que habían visto, éste se mostró particularmente aliviado al oír que no habían detectado la presencia de fuerzas soviéticas directamente implicadas en la operación. Por un lado, eso reducía la posibilidad de que aquel cierre supusiera una amenaza militar para EEUU, ya que Berlín no estaba lleno de tropas soviéticas. Por otro lado, el régimen de la Alemania del Este estaba violando el acuerdo vigente entre las cuatro potencias, que prohibía específicamente la presencia de sus tropas en Berlín Este y aún más su derecho a ocupar la ciudad y cerrar sus fronteras.
A las 11 de la mañana, hora berlinesa, Lightner mandó un telegrama a Rusk con su primer informe completo; previamente había enviado tan sólo ráfagas de información parcial a través de un canal de emergencia que no requería tantos permisos. Su informe decía simplemente: «A primera hora de la madrugada del 13 de agosto, el régimen de la Alemania del Este ha introducido drásticas medidas de control para evitar el acceso a Berlín Oeste de los residentes de la zona soviética y de Berlín Este». Y añadió que aquella decisión era «sin duda el resultado del creciente flujo de refugiados y de las subsiguientes pérdidas económicas para la RDA y de prestigio para todo el bloque socialista».
Lightner no volvió a mandar un telegrama hasta las diez de la noche, en el que resumió todo lo que la misión había podido averiguar sobre lo acontecido durante las veinticuatro horas precedentes. Así, puso énfasis en el gran despliegue militar, que contaba con un apoyo significativo por parte de los soviéticos y que estaba «diseñado para intimidar a la población desde buen principio y cortar así de raíz cualquier conato de resistencia, [dejando claro] que la desobediencia civil sería reprimida de forma implacable».
El informe concluía que la considerable movilización soviética por toda la Alemania del Este revelaba las dudas que la fiabilidad del ejército de Walter Ulbricht generaba en Moscú. Sin embargo, también hacía constar que las autoridades de la Alemania del Este permitían el paso de personal civil y militar occidental a través de la frontera. Lightner informó que se habían registrado ochocientos nuevos refugiados en Berlín Oeste entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde del primer día de la división física de la ciudad; dichos refugiados, explicó, o bien habían cruzado la frontera el 12 de agosto, o «lo han hecho hoy a través del campo o de los canales».
CERCA DE POTSDAMER PLATZ, BERLÍN OESTE
9.00 DEL DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 1961
La desorientación y la confusión de los habitantes de Berlín Oeste fueron convirtiéndose en rabia a medida que avanzaba la mañana. El policía de Berlín Oeste, Klaus-Detlef Brunzel, que tenía tan sólo veinte años y era nuevo en su puesto, llegó a Potsdamer Platz y descubrió lo mucho que el mundo había cambiado en tan sólo unas horas.
La tarde anterior había realizado un turno rutinario, durante el que se había dedicado a confiscar contrabando y a charlar con las prostitutas que merodeaban por la plaza, que seguía arrasada desde la guerra y que hasta aquel día había sido un lugar perfecto para atraer a clientes de ambas partes de la ciudad. Ahora, en cambio, en su lugar había tan sólo policías de la Alemania del Este que, con la ayuda de martillos neumáticos, practicaban agujeros en el suelo en los que clavaban pilares de hormigón, alrededor de los cuales enrollaban alambradas de púas. Brunzel tenía tan sólo cuatro años cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, pero en aquel momento, al ver los tanques de la Alemania del Este que lo apuntaban con sus cañones mientras iba de aquí para allá ante ellos, temió que hubiera empezado otra guerra.
A última hora de la mañana, una multitud de furiosos berlineses del Oeste se había congregado ante la frontera, lanzando piedras contra los agentes de policía de la Alemania del Este, a los que llamaban cerdos y nazis. Brunzel tuvo que ponerse a cubierto «¡para evitar ser golpeado por los ladrillos que arrojaba nuestra propia gente!»
Transcurrió poco tiempo antes de que la furia de los habitantes de Berlín Oeste se volviera hacia los ausentes soldados norteamericanos, supuestos protectores que deberían haber evitado que se llegara a aquella situación. Toda la retórica sobre el compromiso estadounidense con la libertad de Berlín no había servido para que acudiera ni un solo regimiento de fusileros.
CUARTEL MILITAR DE ESTADOS UNIDOS, CLAYALLEE, BERLÍN OESTE
MAÑANA DEL DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 1961
El general Watson, el comandante estadounidense en Berlín, estaba paralizado ante las informaciones e instrucciones que recibía. Además no podía fiarse de sus intuiciones, pues llevaba tan sólo tres meses en la ciudad.
Berlín le había parecido un lugar bastante tranquilo, hasta el punto de que había decidido reubicar a su suegra en la ciudad. Watson solía comparar la situación en la ciudad dividida en el pulso entre estadounidenses y rusos con «la calma en el ojo del huracán». Desde su llegada a Berlín, había pasado menos tiempo ocupado con asuntos militares que aprendiendo alemán, reduciendo su hándicap en los campos de golf y jugando al tenis (en lo que él denominaba «dobles de veteranos») con su mujer.
Al hablar del comandante, de cincuenta y dos años, la prensa berlinesa se refería a su afición por montar a caballo, oír ópera ligera y leer novelas de misterio. Watson, que se había resignado ya a dirigir un puesto de mando en el que se sabía ampliamente superado por el enemigo, era consciente de que Berlín Oeste sería indefendible en el caso de un ataque convencional soviético coordinado. Además, aun en el caso de que hubiera contado con los efectivos necesarios, tampoco disponía de la autoridad necesaria para utilizarlos.
La burocracia operativa en Berlín era lo peor que Watson había experimentado en su dilatada carrera militar. Por un lado, debía informar directamente al embajador estadounidense Walter Dowling, estacionado a unos quinientos kilómetros de distancia, en Bonn. En segundo lugar, debía pasar el parte también al general Bruce Clarke, el comandante del Ejército de EEUU en Europa, que tenía el cuartel general en Heidelberg. Finalmente, debía informar al comandante de la OTAN, el general Lauris Norstad, ubicado en París. Asimismo, Watson recibía órdenes indistintamente de los tres; éstas no solían coincidir.
También había momentos, como durante la noche del 12 al 13 de agosto y la mañana siguiente, en que todos esos canales quedaban prácticamente en silencio. En esos momentos de duda, la reacción instintiva de Watson consistía en mantenerse firme en sus posiciones y que fuera lo que Dios quisiera. Desde hacía semanas, las instrucciones que recibía del Pentágono incluían a menudo advertencias de que no debía responder con acciones militares a las provocaciones de los alemanes del Este o de los soviéticos para evitar así una escalada de violencia, como si sus superiores hubieran estado al corriente de la operación que se preparaba.
Los alemanes del Este no habían cruzado ninguna de sus líneas, no habían penetrado en ninguna de las zonas no-soviéticas y, a pesar de que se había producido un incremento de la actividad militar soviética alrededor de la ciudad, los exploradores de Watson no habían apreciado movimientos importantes dentro de Berlín. Así pues, Watson no vio motivos para despertar al general Clark o al general Norstad. Los miembros del Departamento de Estado avisarían al embajador Dowling en Bonn, de modo que Watson tampoco se puso en contacto con él.
A primera hora de la mañana, Watson había enviado un helicóptero para que sobrevolara el espacio aéreo de Berlín Este para evaluar la situación. En cambio, había optado por no enviar sus tropas a la frontera recientemente reforzada. Es posible que una demostración de fuerza por parte de los estadounidenses hubiera apaciguado los ánimos de los berlineses, que esperaban una demostración de su compromiso, pero los superiores de Watson lo habrían considerado una provocación imprudente.
Watson también consideró que dicha moderación estaba justificada a las 7.30 de la mañana, cuando el coronel Ernest Von Pawel se puso en contacto con su centro de operaciones de emergencia en el sótano del cuartel general de EEUU en la Clayallee. Von Pawel informó a Watson de que cuatro divisiones soviéticas habían abandonado sus plazas fuertes habituales en la Alemania del Este y habían rodeado Berlín.
A sus cuarenta y seis años, «Von» era el destacado jefe de la Misión de Enlace Militar Estadounidense con el comandante en jefe del Grupo de Fuerzas Soviéticas Occidentales, cuyo cuartel general se encontraba ubicado en Potsdam. A pesar de que su nombre tenía un aire de nobleza alemana, las raíces y los modales de Von provenían inconfundiblemente del oeste de EEUU, concretamente de Laramie, Wyoming. A ojos de Watson, Von gozaba de una reputación de infalible.
Tan sólo cuatro días antes, durante una reunión del Comité de Guardia de Berlín, Von había pronosticado que Ulbricht iba a construir «un muro». El comité era un grupo secreto de espionaje interdepartamental que operaba en la ciudad y cuyo trabajo consistía en hacer sonar las alarmas al menor indicio de acciones militares hostiles. Aunque en su momento nadie había prestado atención a sus palabras, de repente Von gozaba de una considerable credibilidad ante su comandante.
El teniente coronel Thomas McCord, jefe del Grupo de Inteligencia Militar 513 del Ejército de EEUU en Berlín, había estado estudiando una serie de fotografías e informes relacionados con las grandes cantidades de materiales de construcción (bloques de hormigón, rollos de alambre de púas y otras reservas) almacenadas cerca de la línea fronteriza de la ciudad. Sin embargo, el material se encontraba distribuido en tantos lugares distintos y correspondía a pedidos de tantas fuentes distintas que sus hombres no sabían cómo interpretar lo que veían.
«¿Tú crees que van a construir un muro, Tom?», había preguntado el coronel David Goodwin, jefe de espionaje del personal del general Watson, en un momento de la reunión. McCord había contestado que él disponía de tres fuentes y que sus informaciones eran contradictorias. Una fuente «fiable» pero no verificada decía que iba a haber un muro y que la operación era «inminente». Las otras dos fuentes, que se consideraban aún más fiables, le habían asegurado que no habría nada por el estilo.
Todos los ojos se habían vuelto hacia Von Pawel. Éste había recordado a los presentes que durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes habían construido una muralla en Varsovia para aislar el gueto judío, una comparación que había parecido extravagante en su momento. «Si creéis que un muro es la opción menos probable», concluyó, «yo apuesto por eso, porque nunca antes nos hemos anticipado a los soviéticos.» El problema era que Von Pawel no disponía de pruebas que corroborasen su teoría.
El subdirector de la base de la CIA, John Dimmer, descartó la sugerencia de Von Pawel. Construir un muro, dijo, sería un «suicidio político» para Ulbricht; por lo tanto, el grupo había concluido que un muro era la «menos probable» de las muchas alternativas que barajaban.
Pero el informe de Von Pawel durante la mañana del 13 de agosto no dejaba lugar a dudas sobre lo que sucedía. Uno de sus hombres, que había estado oculto bajo un puente en la Alemania del Este desde las cuatro hasta las seis de la madrugada, había visto una división soviética entera avanzar por la Autobahn. El propio Von había contado cien tanques mientras se dirigía hacia Potsdam. En su informe a Watson, escribió:
La 19.ª División de Rifles Motorizada, combinada con la 10.ª División Acorazada de Guardia y posiblemente la 6.ª División de Rifles Motorizada se han puesto en marcha a primera hora de la mañana para posicionarse alrededor de Berlín. Algunos elementos de la 1.ª División de Rifles Motorizada del Ejército de la Alemania del Este han abandonado Potsdam y se encuentran actualmente en paradero desconocido. Las unidades soviéticas se han movilizado y han abandonado la Autobahn; algunas unidades se han desplegado en pequeños puestos de avanzada y controles de carretera formados por tres o cuatro tanques, un transporte acorazado de tropas y varios soldados. Los puestos de avanzada se encuentran separados por tres o cuatro kilómetros y al parecer rodean por completo Berlín.
Se trataba de una operación minuciosa y perfectamente orquestada, sobre la que los servicios de espionaje militar estadounidenses no habían advertido nada. Para Watson, el informe de Von Pawel significaba que las tropas soviéticas disponían de tantos efectivos que aplastarían sus escasas fuerzas si éstas osaban responder.
Hubo que esperar hasta las diez de la mañana para que los tres comandantes occidentales (el francés, el británico y el estadounidense) y su personal se reunieran en la Correnplatz, en el cuartel general aliado del barrio residencial de Dalhem, situado en el sector estadounidense. La operación había cogido por sorpresa a los tres hombres, que no tenían ni idea de cómo responder. Watson presidió casualmente la reunión, obedeciendo a la rotación mensual entre los tres comandantes. Que Watson no gozara de experiencia en Berlín no significaba que no supiera contar: sus veintiséis tanques, menos de uno por cada kilómetro de la frontera interior entre Berlín Este y Berlín Oeste, y seis obuses de 105 milímetros no bastaban para enfrentarse a los Ejércitos Soviético y de la Alemania del Este combinados.
OFICINA DE LA AGENCIA DE NOTICIAS REUTERS, BERLÍN ESTE
MEDIA MAÑANA DEL DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 1961
Mary Kellett-Long miró por la ventana de su oficina en Berlín Este hacia la multitud furiosa, que había ido creciendo a medida que avanzaba la mañana. Mary nunca se había dado cuenta de lo cerca que su apartamento de la Schönhauser Allee se encontraba de la frontera berlinesa, situada a apenas cuatrocientos metros de distancia, una línea que nunca había estado tan claramente visible como aquel día.
La mayor parte de los manifestantes eran airados jóvenes de Berlín Este que habían visto cortada su conexión con Occidente. Su marido, Adam, que a aquellas horas se había mezclado ya con la multitud, observó que parecían furiosos seguidores de algún equipo de fútbol que, tras una derrota dolorosa, buscaran a alguien a quien echarle la culpa. La policía y las fuerzas paramilitares fabriles obligaron a retroceder a los manifestantes, que a aquellas horas estaban formados ya por unas veinte líneas.
Cuando empezaron las explosiones, Mary temió que los soldados de la Alemania del Este estuvieran disparando contra los civiles y tal vez contra su marido. Pero se trataba del sonido de las latas de gas lacrimógeno que la policía arrojaba contra los manifestantes, que optaron por dispersarse en todas las direcciones.
Aquel episodio le recordó a Adam una época más inocente. Poco antes del 13 de agosto, mientras regresaba en su coche de hacer unas compras en Berlín Oeste, un Vopo lo había detenido para un control rutinario. Mientras el policía le registraba el maletero, Adam había sacado una lata de judías y la había lanzado por los aires al grito de: «Das ist eine Bombe!». El policía se había echado al suelo y sus colegas habían desenfundado las pistolas. A continuación, el Vopo se había sacudido el polvo de la chaqueta, se había echado a reír y había dejado pasar al reportero. Era evidente que el momento para las bromas había quedado atrás.
Al igual que las protestas esporádicas puntuales que tuvieron lugar por toda la Alemania del Este aquel día, la manifestación no tuvo ni las dimensiones, ni la determinación, ni el alcance necesarios para poner en duda la victoria de Ulbricht. En contraste con lo sucedido en 1953, ahora Ulbricht estaba plenamente preparado y asentado en el cargo, y gozaba de todo el apoyo militar y político de los soviéticos. El líder de la Alemania del Este había evitado cualquier oposición organizada gracias al elemento sorpresa y al despliegue de miles de policías y soldados en puntos estratégicos de toda la ciudad.
Los lugartenientes de Ulbricht utilizaron varios cañones de agua situados en lugares clave para mantener a raya a los revoltosos berlineses del Oeste. Mientras las tropas aliadas apostadas en Berlín Oeste se mantuvieran inoperantes, algo a lo que parecían estar decididas, Ulbricht sabía que podría controlar cualquier movimiento que se produjera a ambos lados de la frontera. No iba a tener que recurrir al seguro de vida de Jrushchov: los tanques soviéticos que esperaban en el interior del país.
El mariscal Konev había ganado su segunda batalla de Berlín, en esta ocasión sin derramamiento de sangre.
En virtud de los acuerdos entre las cuatro potencias, Kennedy habría tenido todo el derecho a ordenar a sus militares que echaran abajo las barreras levantadas aquella mañana por unas unidades de la Alemania del Este que no tenían ningún derecho a operar en Berlín. El 7 de julio de 1945, los gobernadores estadounidense, soviético, británico y francés en Alemania habían decidido que garantizarían el movimiento sin restricciones a través de Berlín; aquella decisión se había visto corroborada por el acuerdo entre las cuatro potencias que había puesto fin al bloqueo de Berlín.
Sin embargo, mucho antes del 13 de agosto Kennedy había dejado claro a través de diversos canales que no respondería si Jrushchov y los alemanes del Este limitaban sus acciones a su propio territorio. Además, con su movilización militar masiva, Konev había enviado un claro mensaje sobre el coste de cualquier intervención. No se trataba tan sólo de que las tropas soviéticas hubieran rodeado Berlín de una forma que no podían pasar por alto los aliados: Jrushchov había ido un paso más allá y había decretado la alerta roja para todos sus misiles en la Europa del Este.
Aun así, había sido una noche tensa para Konev. Si hubiera sido necesario luchar, tenía sus dudas de que los militares y la policía de la Alemania del Este se hubieran mantenido leales, a pesar de su preparación, adoctrinamiento y estricta supervisión. Cientos de miembros de ambos cuerpos habían huido ya como refugiados y muchos de los que no lo habían hecho tenían familiares en la Alemania Federal.
Konev sabía que los miembros del ejército, la milicia y la policía de la Alemania del Este sabrían colocar las barreras en la frontera, pero tenía sus dudas sobre cómo habrían reaccionado si las tropas aliadas hubieran dado un paso al frente para derruir las barricadas y reintroducir el libre movimiento.
Para su alivio, no se produjo dicha situación; Kennedy no llegó a ponerlos a prueba.
BERLÍN OESTE
MAÑANA DEL DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 1961
Cuando oyó la noticia del cierre de fronteras, el director de la emisora de radio RIAS, Robert H. Lochner, estaba despierto aún, preparando las reuniones que su jefe, el legendario periodista televisivo estadounidense Edward R. Murrow, iba a celebrar el día siguiente. Murrow había acudido a Berlín a inspeccionar el terreno como director del Servicio de Información de Estados Unidos.
Lochner dejó sus papeles a un lado y ordenó a la RIAS que alterara la programación y sustituyera el habitual rock and roll del fin de semana por música más seria y boletines de noticias cada cuarto de hora. Sabía que la RIAS, que contaba con el transmisor más grande de Europa, debía actuar como cable de conexión entre los berlineses del Este y el mundo en aquel momento de crisis, como ya hiciera el 17 de junio de 1953.
A continuación se dirigió hacia Berlín Este en su coche, con matrículas del Departamento de Estado; durante la tarde realizó tres viajes a través de la zona soviética y tomó nota de cuanto vio con una grabadora oculta. Narró historias de familias divididas y de amantes desesperados, utilizando sus voces grabadas y agitadas para darle aún más dramatismo al momento. Lochner no había visto nunca a un grupo de seres humanos tan abatidos como los que encontró aquella mañana en las estaciones de tren cerradas de Berlín Este, que de un modo u otro habían llegado hasta allí sin saber o sin creerse lo que decían las noticias: que la frontera de la ciudad estaba cerrada.
A las diez de la mañana, atravesó la inmensa sala de espera de la estación de Friedrichstrasse, donde vio a miles de personas «con rostros de desesperación, cajas de cartón y algunos con maletas». Los frustrados viajeros estaban sentados encima de sus equipajes, sin ningun lugar adónde ir.
En las escaleras que conducían a las vías elevadas del S-Bahn había varios miembros de la Transportpolizei, llamados Trapos, bloqueando el acceso con sus uniformes negros. A Lochner le recordaron las SS de Hitler, con sus amenazantes uniformes y sus rostros fríos, jóvenes, obedientes.
Una anciana se acercó tímidamente a uno de los Trapos, que le sacaba más o menos medio metro, y le preguntó cuándo saldría el siguiente tren a Berlín Oeste. Lochner nunca olvidaría el tono de desdén con que el agente le respondió:
«Todo eso se ha terminado; ahora están todos metidos en una ratonera».
Al día siguiente Lochner le enseñó Berlín Este a Murrow, que dudaba de que su amigo Kennedy comprendiera la gravedad de la situación que había desencadenado su inacción. Esa misma tarde escribió un telegrama en el que le decía al presidente que se enfrentaba a un desastre político y diplomático. Si el presidente no mostraba su determinación pronto, Murrow predecía una crisis de confianza que podía debilitar EEUU mucho más allá de las fronteras de Berlín. «Lo que podría desaparecer aquí es un bien perecedero llamado esperanza», escribió.
CUARTEL GENERAL DE LA POLICÍA, BERLÍN ESTE
6.00, SÁBADO 13 DE AGOSTO DE 1961
Erich Honecker pasó la noche presa de un agitado estado de excitación, conduciendo por toda la frontera y saboreando la ejecución casi perfecta de su plan.
Supervisó cada detalle y vio como la policía comprobaba las entradas de las alcantarillas en busca de potenciales refugiados. Asimismo, había barcas patrullando las vías de agua que no podían cerrarse tan fácilmente como las calles. Las tropas extra que había solicitado para la estación de Friedrichstrasse habían bastado para contener el número de personas que habían acudido allí durante la mañana del domingo.
Honecker felicitó a cada comandante con el que se cruzó aquella noche, y sólo muy de vez en cuando sugirió modificar pequeños detalles. A las cuatro de la madrugada, y tras constatar con satisfacción que la parte más crítica de la operación se había ejecutado sin impedimentos, regresó a su oficina. A las seis de la madrugada, todos los comandantes habían informado ya de que habían cumplido con sus misiones según lo indicado.
Quedaba mucho trabajo por hacer antes de completar la tarea en los días siguientes, pero Honecker no podría haber estado más satisfecho. Unos cientos de berlineses del Este habían cruzado la frontera por zonas que aún no habían sido reforzadas, y algunos habían atravesado a nado lagos y canales. Otros simplemente permanecerían en Occidente, donde habían tenido la suerte de ir a pasar el fin de semana. Unos pocos berlineses del Oeste ayudarían a sus parejas o amigos a cruzar la frontera en el maletero de sus coches, o debajo de los asientos, durante las primeras horas. Algunos berlineses del Este más ingeniosos habían reemplazado las matrículas de sus coches por las de algún amigo de Berlín Oeste y habían cruzado así la frontera.
Desde el mediodía del sábado a las cuatro de la tarde del lunes, el campo de Marienfelde registró la llegada de 6.904 refugiados, el número más alto durante un fin de semana en la historia de la Alemania del Este. Sin embargo, las autoridades de Berlín Oeste estimaban que, menos 1.500, los demás habían cruzado la frontera ya antes de que las fuerzas de seguridad comunista la cerraran. En todo caso, se trataba de un número razonablemente bajo, sobre todo teniendo en cuenta que el éxodo de refugiados se había detenido para siempre.
Honecker llamó a Ulbricht para transmitirle su informe definitivo. «Y ahora podemos irnos todos a casa», le dijo a continuación a su personal.
Más tarde, Jrushchov declararía: «La introducción del control fronterizo reinstauró el orden y la disciplina en la vida de los habitantes de la Alemania del Este; los alemanes siempre han apreciado la disciplina».
1. Thurow huyó a Occidente el 21 de febrero de 1962. Como desertor, se convirtió en uno de los objetivos de la Seguridad del Estado; logró eludir una orden confirmada de asesinato y por lo menos un intento de secuestro contra su persona.