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El muro: Días de desesperación
¿Por qué iba Jrushchov a construir un muro si quisiera apropiarse de Berlín Oeste?... Ésta es la forma que tiene de salir del aprieto. No es una solución particularmente elegante, pero es mucho mejor que una guerra.
El presidente JOHN F. KENNEDY,
13 de agosto de 1961
Los rusos […] están convencidos de que si logran doblegar nuestra voluntad en Berlín, nunca volveremos a levantar la cabeza y que habrán ganado la batalla en 1961.
El fiscal general de EEUU, ROBERT KENNEDY,
30 de agosto de 1961
HUMBOLDTHAFEN, BERLÍN ESTE
JUEVES, 24 DE AGOSTO DE 1961
Günter Litfin, un sastre de veinticuatro años cuyas mayores hazañas hasta el momento se habían limitado a sus creaciones con hilo y aguja, reunió el coraje necesario para huir de Berlín Este once días después de que los comunistas cerraran la frontera.
Hasta el 13 de agosto, Litfin había vivido una vida ideal en la ciudad dividida, sacando el máximo partido de las ventajas que ofrecían ambas partes de Berlín como uno de los 50.000 Grenzgänger, o «cruzafronteras», de la ciudad. Durante el día trabajaba en Berlín Oeste, donde cobraba en marcos del Oeste, moneda fuerte que luego cambiaba en el mercado negro por un tipo de cambio de uno a cinco por marcos del Este. Trabajaba en un estudio de confección cerca de la estación de Zoologischer Garten, en Berlín Oeste, donde se había convertido ya en el sastre de algunas estrellas del mundo del espectáculo como Heinz Rühmann, Ilse Werner o Grete Weiser. Las actrices, en particular, se sentían atraídas por sus maneras juveniles, sus ojos negros y su oscuro pelo rizado. Por la noche, Liftin se retiraba a un cómodo piso del tranquilo barrio de Weissensee, en Berlín Este, que alquilaba a buen precio y pagaba con marcos del Oeste.
Pero de la noche a la mañana, el sueño de Litfin se convirtió en pesadilla. El cierre de fronteras le impedía viajar a Berlín Oeste, de modo que perdió el trabajo y también su posición social. Peor aún, el proceso de empleo obligatorio de la Alemania del Este estaba a punto de destinar a Litfin a una fábrica textil, donde debería llevar a cabo un trabajo soporífero durante muchas más horas y cobrando mucho menos que en su empleo anterior.
Litfin se maldijo por no haberse mudado a vivir a Berlín Oeste cuando aún tenía ocasión de hacerlo. De hecho, unos días antes del cierre de fronteras incluso había alquilado un estudio en el barrio de Charlottenburg, en Berlín Oeste, en la frondosa Suarezstrasse. Él y su hermano habían empezado ya a trasladar sus bienes personales en pequeñas cantidades y utilizando dos coches distintos, para no levantar suspicacias; incluso habían logrado pasar ya de contrabando su bien más preciado: su moderna máquina de coser, que habían desmontado y trasladado por piezas.
Pero lo más exasperante del caso era que Günter Litfin había acudido a la fiesta de inauguración de un piso de Berlín Oeste con su hermano, Jürgen, la noche en que la ciudad había sido dividida. Al regresar a casa en el S-Bahn, justo después de la medianoche, no habían notado nada extraño.
No fue hasta la mañana siguiente a las diez, cuando Jürgen oyó las malas noticias por la radio y decidió despertar a su hermano. «Han cerrado todas las rutas de acceso y todos los transportes», le dijo a Günter. Los dos hermanos recordaron la última vez que Ulbricht había cerrado la frontera de Berlín: el 17 de junio de 1953, después de que los tanques soviéticos sofocaran la revuelta obrera. La vida había vuelto a la normalidad unos días más tarde, e imaginaban que lo mismo sucedería en esta ocasión. Incluso durante el Puente Aéreo de 1948, las fronteras de la ciudad habían permanecido abiertas. Inicialmente, los Litfin se dijeron que era imposible que los estadounidenses toleraran el cierre de fronteras durante demasiado tiempo teniendo en cuenta lo que había en juego. Aunque los hermanos desconfiaban del compromiso de británicos y franceses con la libertad de la ciudad, no tenían ninguna duda de que los estadounidenses acudirían a su rescate.
Los Litfin montaron en sus bicicletas y fueron a echar un vistazo a la ciudad. Llegaron al paso fronterizo que solía utilizar Günter, en Bornholmer Brücke, donde una carretera de dos carriles pasaba por encima de varias vías de tren. La policía había bloqueado la calzada con alambre de púas y trampas antitanque. Con un suspiro, Günter le dijo a su hermano: «Yo no creo que esto pueda durar mucho tiempo».
Sin embargo, a medida que pasaban los días los dos hermanos se fueron convenciendo de que los estadounidenses no acudirían a su rescate. Los comunistas habían empezado ya a reemplazar las barreras temporales hechas con caballos de frisa y alambradas de púas por un muro de tres metros y medio de alto formado por secciones de hormigón prefabricadas y unidas con mortero. Ulbricht estaba cerrando las vías de escape sin perder un instante. Así pues, Günter decidió arriesgarse e intentar escapar antes de que fuera demasiado tarde.
Escuchó con atención las informaciones de la emisora RIAS sobre los fugitivos que habían logrado huir de la ciudad después del 13 de agosto. Desde entonces unos 150 berlineses del Este habían cruzado a nado el canal de Teltow, muchos de ellos con niños a cuestas. Una docena de adolescentes habían logrado cruzar el canal nadando juntos. Un osado joven se había precipitado con su Volkswagen contra uno de los tramos de alambrada y había logrado penetrar en el sector francés sano y salvo. Otro valiente berlinés del Este había desarmado a un guarda fronterizo, al que había arrebatado la metralleta para que no pudiera dispararle, antes de cruzar la frontera a la carrera, con el arma aún en las manos.
Alentado por todas esas historias, y a pesar de sus problemas cardíacos, Litfin decidió pasar a la acción. A las cuatro de la tarde del jueves 24 de agosto, con 25 grados y un sol de verano, Günter cruzó una zona de vías entre la estación de Friedrichstrasse y Lehrter Bahnof, la estación del Oeste. Vestido con una ligera chaqueta marrón y pantalones negros, se zambulló en las cálidas aguas del Spree, en Humboldthafen. Günter no era un nadador particularmente dotado, pero imaginaba que aun así tendría la fuerza necesaria para cruzar los treinta metros de agua que lo separaban de la libertad.
Cerca de él, encima de un puente cercano, un policía de tráfico, o Trapo, le gritó hasta cinco veces que se detuviera, pero el sastre no hizo más que nadar con redoblada determinación. El agente realizó dos disparos de advertencia que impactaron en el agua, junto a la cabeza de Günter. Al ver que Litfin seguía nadando, el Trapo disparó una ráfaga de disparos de metralleta a su alrededor. Las primeras balas impactaron en el sastre cuando éste se encontraba aún a diez metros de la orilla.
Herido, Günter agitó los brazos y se hundió aún más en el agua para intentar evitar los disparos de lo que eran ya tres policías. Cuando volvió a salir a la superficie para respirar y levantó los brazos en señal de rendición, los Trapos se burlaron de él. Un disparo le atravesó el cuello y Günter se hundió como una roca.
Günter Litfin sería la primera persona que moriría tiroteada mientras intentaba huir de Berlín Este, víctima de un mal timing. Lo que Litfin no podía saber era que aquella mañana la policía había recibido por primera vez órdenes de disparar a matar para detener a quienes cometían el crimen de Republikflucht, o fuga de la república. Si Litfin hubiera huido unos días antes, habría logrado su objetivo. Aquel día en cambio, dos lanchas de los bomberos de la Alemania del Este ocupadas por varios agentes de policía inspeccionaron el Spree durante más de dos horas, hasta que tres hombres rana del ejército recuperaron el cuerpo de Günter del agua, aproximadamente a las siete de la tarde.
El día siguiente al asesinato de Günter, ocho policías secretos arrasaron el piso de su madre, mientras ésta lloraba inconteniblemente. Los agentes arrancaron la puerta del horno y destrozaron la cocina. Destriparon el colchón y vaciaron los cajones del tocador. Un agente le dijo a la llorosa madre de Günter: «Su hijo ha sido abatido a tiros. Era un criminal».
Para castigar aún más a la familia, las autoridades prohibieron a la madre y al hermano de Günter que vieran el cuerpo antes del funeral, ni siquiera para identificarlo. La familia enterró el cuerpo de Günter en un ataúd cerrado en el cementerio de Weissensee el miércoles 30 de agosto, un brillante día de verano. Jürgen pasó los dedos por encima de la lápida de granito negro pulido que había elegido, y en la que, con letras doradas, podía leerse: «NO TE OLVIDAMOS, GÜNTER».
Cientos de berlineses asistieron al sepelio: amigos del colegio, familiares y decenas de personas que no conocían a Günter, pero que acudieron para mostrar su disconformidad.
Sin embargo, y a pesar del gran número de asistentes, Jürgen no podía dejar que su hermano desapareciera sin confirmar que era él. Así pues, saltó dentro de la tumba y abrió el ataúd con una palanca que llevaba oculta. Aunque la piel de Günter había adquirido un tono negruzco y una venda le cubría la mandíbula y el cuello, para ocultar la herida del disparo que lo había matado, a Jürgen no le cupo duda de su identidad.
El hermano de Günter levantó la cabeza y asintió, mirando a su madre: se trataba de su hijo.
Berlín vivió los días que siguieron al 13 de agosto en estado de shock. La ciudad pasó por los diversos estadios del dolor: negación, incredulidad, rabia, frustración, depresión y, finalmente, resignación. La respuesta de los berlineses dependió en gran medida de dónde se hallaban, si en el Este o en el Oeste.
Para los habitantes de Berlín Oeste, la rabia inicial contra los comunistas se vio pronto acompañada por un resentimiento creciente ante la traición de los estadounidenses. Por toda la ciudad se comentaba cómo el 13 de agosto éstos no habían enviado ni un solo pelotón para mostrar su solidaridad, ni habían impuesto ninguna sanción a la Alemania del Este o a los soviéticos para castigarlos.
Por contraste, los berlineses del Este reaccionaron con autoodio por haber dejado escapar la oportunidad de huir cuando aún podían, mezclado con asco hacia el cinismo de los líderes comunistas que los habían encerrado. Los omnipresentes agentes de la Stasi de Mielke habían logrado su misión: quienes se habrían podido plantear una rebelión, renunciaron a ello ante la vigilancia constante de los espías de la Stasi, presentes en cada fábrica, cada escuela y cada bloque de viviendas.
EN LA FRONTERA, BERNAUER STRASSE, BERLÍN ESTE
TARDE DEL MARTES 15 DE AGOSTO DE 1961
Pasados poco más de dos días desde el cierre de fronteras, unas grúas gigantescas dirigidas por operarios de la Alemania del Este empezaron a colocar segmentos de muro de hormigón en la Bernauer Strasse. Cada bloque medía exactamente 1,25 metros cuadrados y veinte centímetros de grosor; había cientos más en un camión de plataforma cercano. Satisfecho al constatar que EEUU y sus aliados difícilmente iban a hacer nada para detener su proyecto, Ulbricht había decidido dar un paso más y había dado órdenes para que los equipos de construcción empezaran a reemplazar las barreras temporales por algo más duradero en varios puntos delicados de la ciudad.
El corresponsal de la CBS, Daniel Schorr, acudió rápidamente a la Bernauer Strasse para informar de la noticia. «Hemos visto cómo movían losas de hormigón, como si pretendieran construir un muro», dijo con voz vacilante; fue de los primeros en utilizar la palabra «muro» para referirse a lo que, finalmente, dividiría a los berlineses. Con su inconfundible voz de barítono tocada por la emoción y la incredulidad, comparó aquel muro con el que los alemanes habían construido en Varsovia para contener a los judíos.
Schorr intentó explicar a sus oyentes estadounidenses por qué el Ejército de EEUU contemplaba pasivamente cómo los comunistas convertían un metafórico telón de acero en una realidad física de hormigón y mortero. «Posiblemente estaríamos dispuestos a ir a la guerra para defender nuestro derecho a permanecer en Berlín», dijo, «pero ¿podemos ir a la guerra para defender el derecho de los alemanes del Este a salir de su país?»
Los equipos de construcción habían empezado a trabajar también en Potsdamer Platz, iluminados por unos potentes focos que les permitían mantenerse activos veinticuatro horas al día. Sin embargo, la Bernauer Strasse se convertiría en el centro y el símbolo de la intención de Ulbricht de lograr que la división de Berlín fuera tan permanente como impermeable.
Un golpe de suerte durante la planificación de preguerra había colocado la Bernauer Strasse en la línea que dividía el barrio de Mitte, en la zona soviética, del de Wedding, en el sector francés. Hasta 1938, la línea de demarcación pasaba por el centro de la Bernauer Strasse, una calle de adoquines de un kilómetro de largo, pero aquel año los barrenderos del barrio de Wedding habían protestado. Para facilitar su tarea, las autoridades del Tercer Reich en Berlín habían decidido expandir el territorio de Wedding hasta el límite de los edificios de cuatro plantas situados en la parte este, de modo que los barrenderos pudieran disponer de toda la vía pública.
A consecuencia de ello, la división de Berlín durante la guerra fría había dejado los bloques de la acera norte en Berlín Oeste y los de la acera sur en Berlín Este. Así pues, durante los primeros días después del 13 de agosto, los residentes de aquella zona de Berlín Este pudieron huir al Oeste (en función de la ubicación de sus pisos dentro de los edificios) o bien saliendo simplemente por la puerta del edificio, o utilizando una cuerda o una sábana para descender a la calle a través de una ventana abierta.
Como muchos de los soldados destinados a Berlín Este para la Operación Rosa, Hans Conrad Schumann, de diecinueve años, había nacido en la Sajonia rural, donde su padre criaba ovejas en el pueblo de Leutewitz. Las autoridades sabían por experiencia que, con aquellas raíces, el joven Schumann tenía menos posibilidades de actuar de forma políticamente susceptible. Sin embargo, aquel 15 de agosto, mientras patrullaba por el lado correspondiente a la Alemania del Este de la fronterera Bernauer Strasse, Schumann no logró ver la amenaza para su patria socialista que le habían ordenado combatir. Lo único que vio fue un grupo de manifestantes justificadamente airados que agitaban sus puños y le gritaban que era un cerdo, un traidor o (lo que resultaba aún más ofensivo teniendo en cuenta el pasado alemán) un guardia de campo de concentración.
Para Schumann había sido una experiencia confusa, pues había experimentado una simpatía mayor hacia la multitud que hacia los soldados que pretendían dispersarla utilizando latas de humo y cañones de agua. Fue en aquel momento cuando Schumann empezó a planear su propia huida. Teniendo en cuenta el ritmo al que trabajaban los obreros, pensó Schumann, harían falta pocos días para que la alambrada de púas que aún separaba las dos aceras de la Bernauer Strasse se viera reemplazada por un muro de hormigón. En cuestión de semanas, todo Berlín Este quedaría rodeado y, con ello, su posibilidad de huir se habría desvanecido.
Mientras imaginaba su huida, Schumann pisó con la punta del pie la alambrada de púas para comprobar en qué medida cedía a la presión.
«Oye, ¿qué haces?», le preguntó un colega.
Aunque el corazón le iba a cien por hora, Schumann respondió con voz tranquila:
«El alambre ha empezado ya a oxidarse», dijo. Y era cierto.
Un joven fotógrafo observaba a Schumann desde unos metros de distancia, en Berlín Oeste. Peter Leibing, que trabajaba para la agencia Conti-Press, de Hamburgo, había acudido rápidamente a Berlín para capturar aquel momento histórico crucial. Las imágenes eran poderosas: soldados de la Alemania del Este armados con metralletas, mujeres llorando, caras furiosas y tristes, todo ello enmarcado por las alambradas de púas. Cuando Leibing llegó al epicentro del drama, la Bernauer Strasse, se unió a una multitud de berlineses del Oeste que ya se habían congregado en aquel punto para presenciar la construcción del muro. En una esquina de la Ruppinerstrasse, en el Oeste, Leibing observó a través de su lente a Conrad Schumann, que fumaba un cigarrillo apoyado en un edificio del lado Este. Algunos de los presentes le contaron a Leibing que Schumann se había aproximado varias veces a la alambrada, y que en cada ocasión la había chafado un poco con el pie, como si deseara comprobar hasta qué punto cedía a la presión.
Cuanto mayor fuera el número de espectadores, se dijo Schumann, más probabilidades tenía de huir, pues sus colegas se lo pensarían dos veces antes de dispararle mientras huía. Schumann le gritó a un joven berlinés del Oeste que se había acercado demasiado a la frontera que retrocediera, pero a continuación, y en voz baja, había añadido: «Ich werde springen» (Voy a saltar).
El joven se marchó corriendo y al poco tiempo una furgoneta de la policía de Berlín Oeste se aproximó tanto como pudo a la línea de demarcación sin atraer la atención de otros soldados de la Alemania del Este. Leibing enfocó el punto de la alambrada que Schumann había estado tanteando; le pareció irónico que fuera a utilizar una cámara Exakta, de la Alemania del Este, para sacar aquella fotografía. Cuanto más esperaba, más le parecía a Leibing que Schumann había perdido el valor o que no había tenido intención de saltar en ningún momento.
Sobre las cuatro de la tarde, Schumann vio como sus dos colegas desaparecían tras la esquina y se perdían de vista. Entonces arrojó el cigarrillo, esprintó y saltó por encima del rollo de alambre de púas, apoyándose con la bota lo justo para darse impulso sin hundirse. A medio salto, agarró la metralleta Kalashnikov con la mano derecha mientras extendía el brazo izquierdo para mantener el equilibrio. La multitud que lo ovacionaba tuvo la sensación de que estaba desplegando las alas, como si fuera a salir volando. Su casco de acero se mantuvo inmóvil sobre su cabeza, al tiempo que Schumann encogía el cuello. Como si de un saltador de vallas experimentado se tratara, aterrizó sobre el pie izquierdo y, sin dejar de correr, entró a través de la puerta abierta de la furgoneta policial, una Opel Blitz, que lo estaba esperando.
Su experiencia fotografiando saltos de caballos en Hamburgo le permitió a Leibing tomar una instantánea que capturó a la perfección el momento en el que el soldado saltaba el obstáculo. Su disparador manual tan sólo le permitía tomar una foto, pero eso le bastó para conseguir una imagen icónica.
«Bienvenido a Occidente, joven», le dijo el agente de la policía de Berlín Oeste a un Schumann tembloroso y silencioso, que se hundió en el asiento de la furgoneta.1 Entonces, la puerta se cerró de golpe y el vehículo se alejó a gran velocidad. Fue un breve triunfo.
Al cabo de una semana, Ulbricht estaba ya tan seguro de que Kennedy no iba a intervenir que el 22 de agosto empezó a ampliar la construcción del muro a otros puntos. Aunque el 13 de agosto pasaría a la historia como la fecha de construcción del Muro de Berlín, lo cierto es que éste fue creciendo gradualmente a lo largo de los siguientes días, cuando los comunistas estuvieron seguros de que no iban a hallar resistencia.
RATHAUS SCHÖNEBERG, AYUNTAMIENTO DE BERLÍN OESTE
4 DE LA TARDE DEL MIÉRCOLES 16 DE AGOSTO DE 1961
Willy Brandt no había estado nunca tan preocupado antes de un discurso.
En el Rathaus Schöneberg, y ante 250.000 airados berlineses, Brandt era consciente de que iba a costarle dar con el tono adecuado. Debía lograr canalizar la rabia de los presentes, aunque no hasta el punto de que decidieran cruzar la frontera por la fuerza y terminaran tiroteados.
También sabía que aquel momento crucial era una oportunidad de oro para su campaña. Faltaba tan sólo un mes para las elecciones y Brandt quería demostrar ante los alemanes que era capaz de defender mejor sus intereses que el veterano canciller Adenauer, que con sus amigos estadounidenses no había hecho nada para detener o revertir el cierre de la frontera. Adenauer había rechazado la invitación de Brandt de acompañarlo durante aquel mitin y desde el 13 de agosto no había puesto los pies en Berlín.
Hasta aquel momento, Adenauer había resistido a las presiones de su partido y del público en general para que visitara la ciudad porque, decía, su presencia allí podía agravar el malestar político y provocar falsas expectativas. Lo que no dijo, sin embargo, fue que su presencia también pondría de manifiesto su impotencia. Adenauer no quería por nada del mundo darles a los soviéticos ninguna excusa que les permitiera expandir su éxito y amenazar la libertad de Berlín Oeste o de la Alemania Federal, una línea que Moscú se había cuidado mucho de cruzar.
Así, mientras Brandt se preparaba para pronunciar su discurso, Adenauer se reunía en Bonn con el embajador soviético en la Alemania Federal, Andrei Smirnov. El canciller accedió a firmar el comunicado con el que el soviético se había presentado a la reunión. «La República Federal no tomaría ninguna decisión que pudiera comprometer su relación con la Unión Soviética ni poner en peligro la situación internacional.»
El comunicado apestaba a política de contemporización.
Cuarenta y ocho horas después del cierre de fronteras, Adenauer se había retractado ya de sus amenazas de cortar los vínculos comerciales con la Alemania del Este. Incluso su ministro de defensa, Franz Josef Strauss, partidario de la línea dura, había apelado a la calma. «Si empiezan los disparos», había declarado ante una multitud de ciudadanos de la Alemania Federal, «nadie sabe qué tipo de arma va a ponerles fin.»
El primer ministro británico Macmillan, el aliado más reacio a provocar al oso ruso, había alabado a Adenauer por haber sabido reaccionar con «el corazón caliente y la cabeza fría». Era como si, tras su preocupación por el liderazgo de Kennedy, Adenauer hubiera decidido adoptar la posición del presidente estadounidense respecto al muro.
Sin embargo, la reacción de Adenauer respondía más a la resignación que a la convicción: había visto como, debido al liderazgo dubitativo de Kennedy, sus peores temores se hacían realidad. Heinrich Krone, el presidente del grupo parlamentario de Adenauer en el Bundestag, escribió en su diario: «Ésta ha sido la hora de nuestra mayor desilusión». La construcción del muro acabó con cualquier resto de la confianza que Adenauer pudiera conservar en que su pertenencia a «la alianza más poderosa del mundo» pudiera considerarse una garantía de seguridad absoluta.
Pero el canciller también alteró su perspectiva a largo plazo. Su Alemania Federal permanecía intacta y anclada en la OTAN. De nada servía negar la evidencia de que Berlín Este había caído en manos comunistas. Por ello, su objetivo principal pasaba por ganar las elecciones del 17 de septiembre y mantener su país fuera del control socialista.
Fiel al estilo soviético, Smirnov se dedicó a cortejar y amenazar a Adenauer a partes iguales. Habló de la constructiva labor desempeñada por Moscú y Adenauer, al tiempo que lo amenazó con la destrucción absoluta de su país si olvidaba el papel que éste había tenido en las dos últimas guerras mundiales y optaba por lo que el embajador denominó actividades bélicas y una escalada del conflicto.
Durante su reunión con Smirnov, Adenauer optó por no condenar a los soviéticos ni a Jrushchov. Al contrario, le pidió al embajador que trasladara su salutación al líder soviético, recordó afablemente su último encuentro con Jrushchov y aseguró que en aquel momento estaba centrado en ganar las elecciones del 17 de septiembre.
Tan sólo entonces mencionó Berlín. «En mi opinión, nos encontramos ante una situación grave y desagradable, que se ha llevado más allá de lo que era estrictamente necesario», le dijo a Smirnov. «Agradecería mucho que el gobierno soviético hiciera lo posible por suavizar la situación», declaró Adenauer, que añadió que le preocupaba que «determinadas condiciones puedan provocar un derramamiento de sangre». Finalmente, y en tono lastimero, añadió: «Estaría muy agradecido si el gobierno soviético pudiera evitar ese extremo».
Si Adenauer optó por una actitud de moderación hacia los soviéticos, la que adoptó en relación con su oponente político, Willy Brandt, fue radicalmente opuesta. Adenauer era consciente de que el cierre de fronteras le iba a costar votos. Sabía también que un número cada vez mayor de votantes se preguntaban si su anciano líder estaba en condiciones físicas de guiarles y que Brandt había conducido a sus socialdemócratas hacia el centro, una posición mucho más aceptable políticamente. En el otro plato de la balanza, Adenauer esperaba que los votantes supieran valorar la pujanza económica de la Alemania Federal y la estabilidad que su gobierno le había proporcionado a su país dentro de la alianza occidental.
Apenas 48 horas después de que los comunistas cerraran la frontera, y en lugar de acudir a Berlín, Adenauer había celebrado un acto de campaña en la ciudad bávara de Regensburg. En aquella ocasión, Adenauer aseguró ante la multitud que no quería empeorar la situación fanfarroneando en Berlín y, en lugar de atacar a los comunistas, asestó un golpe bajo a Brandt, a quien echó en cara por primera vez en público su nacimiento ilegítimo. «Si alguien ha gozado de la consideración de sus oponentes políticos, es el señor Brandt, alias Frahm», dijo Adenauer, haciendo referencia al nombre de soltera de su madre, que Brandt había descartado mientras estaba en el exilio.
El 29 de agosto, durante otro mitin de campaña en Hagen, Westfalia, Adenauer dijo ante los seguidores de su partido que Jrushchov había cerrado la frontera de Berlín para echarle una mano al socialista Brandt en las elecciones. La prensa alemana atacó a Adenauer por su enconada actitud contra Brandt, pero Adenauer logró sembrar dudas sobre su oponente entre los votantes.
Brandt, que hasta aquel momento había respondido con moderación, contraatacó: «El viejo ya no entiende de qué va la cosa», dijo y le recomendó a Adenauer que se buscara «ein friedliches Lebensabend», un retiro apacible. Brandt consideró que la única estrategia posible pasaba por abandonar el electoralismo. «Para mí, lo único que importa ahora es la batalla por Berlín», dijo y anunció que iba a reducir sus compromisos electorales a un día por semana para así poder concentrarse en «el destino de Alemania».
Brandt se dio cuenta de que seguramente para sus electores aún era más importante su trato con los estadounidenses. El día de su mitin en Berlín, el periódico más leído en la Alemania Federal, el Bild-Zeitung, con una circulación de 3,7 millones de ejemplares, dedicó la mitad superior de la página de portada a un titular que recogía perfectamente el sentir popular: «EL ESTE ACTÚA. ¿Y OCCIDENTE? OCCIDENTE NO HACE NADA».
Junto al titular, los editores añadieron la fotografía de los tres líderes aliados, acompañados de tres pies de foto burlones: «El presidente Kennedy guarda silencio / Macmillan se va de caza / y Adenauer insulta a Brandt».
En el editorial de portada, el Bild decía:
Nos incorporamos a la Alianza Occidental porque lo consideramos la mejor solución, tanto para Alemania como para Occidente. La mayoría de alemanes, una mayoría aplastante, siguen estando convencidos de ello. Pero dicha convicción decaerá si, en un momento de gran peligro para la causa alemana, algunos de nuestros socios declaran fríamente: «Los derechos de los aliados permanecen intactos».
La causa alemana corre un gran peligro. Han pasado ya tres días y no ha habido ninguna reacción más allá de una protesta por escrito de los comandantes aliados.
¡Estamos desencantados!
El rotativo de gran formato Der Tagesspiegel, más sobrio, condensó el espíritu del día en un cómic gigante de cuatro viñetas que se hizo tan popular que los berlineses se lo pasaban de mano en mano.
El personaje principal del cómic es un personaje llamado OCCIDENTE y caracterizado como un americano viejo y calvo vestido con un traje oscuro y una pajarita, que levanta un dedo con gesto de advertencia.
En la primera viñeta, Occidente hace una mueca de dolor ante los golpes que Jrushchov le asesta en la cabeza con un palo en el que puede leerse «VISIÓN DE ALEMANIA». Lo único que dice es: «Golpéame otra vez y saco mi garrote». En la segunda viñeta aparece Occidente con dos chichones; en el nuevo puede leerse «Hungría». En el tercero aparece un Ulbricht diminuto que aporrea a Occidente con un garrote en el que pone: «CIERRE DE LA FRONTERA INTERIOR DE LA CIUDAD». La última viñeta presenta a un Occidente magullado y apaleado, que se sostiene patéticamente encima de un cartel en el que puede leerse: «UND SO WEITER»: «Etcétera».
Tras secarse el sudor de la frente, Brandt les dijo a los 250.000 berlineses congregados ante él que, con el cierre de fronteras, los soviéticos «le han dado algo más de cuerda a su perrito faldero, Ulbricht» con su «régimen de injusticia». Brandt recogió a la perfección la frustración de la multitud cuando dijo: «No podemos ayudar a nuestros conciudadanos del sector y a nuestros compatriotas de la zona Este a soportar esta carga, ¡Y eso nos llena de amargura! ¡Tan sólo podemos ayudarlos demostrándoles que sabemos sobreponernos y estar a su lado en esta hora de desesperación!».
La multitud estalló con alivio al oír como Brandt ponía palabras a su consternación.
Brandt estableció paralelos entre la dictadura de Ulbricht y el Tercer Reich. Describió el cierre de fronteras como «una nueva versión de la ocupación de Renania por parte de Hitler, sólo que hoy el hombre se llama Ulbricht». Tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los ensordecedores vítores de la multitud, con la voz ronca tras tantos días de campaña y debido a su hábito de fumar un cigarrillo tras otro.
Brandt hizo una pausa antes de abordar la parte más sensible de su discurso, durante la cual se refirió a Estados Unidos y Kennedy. Así, empezó defendiendo a los estadounidenses, para disgusto de muchos de quienes lo escuchaban: «Sin ellos», dijo, «los tanques habrían seguido avanzando».
La multitud tan sólo aplaudió cuando Brandt expresó su decepción por la actitud de Kennedy.
«[Pero] los berlineses esperan más que palabras», dijo. «Esperan acciones políticas.» Los asistentes le dedicaron otra ovación cuando les dijo que le había escrito al presidente Kennedy para hacérselo saber. «Le he trasladado nuestras opiniones con total franqueza», dijo, ante un clamor de aprobación. Brandt percibió el placer que aquel ataque contra los estadounidenses producía en los presentes, a pesar de que sabían que no podían enfrentarse a los soviéticos solos.
DESPACHO OVAL, LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
MAÑANA DEL MIÉRCOLES 16 DE AGOSTO DE 1961
El presidente Kennedy estaba furioso.
La carta del alcalde Brandt, que yacía en lo alto de su correspondencia matutina, le parecía insultante e impertinente. Teniendo en cuenta la situación en Berlín, el lenguaje empleado superaba con creces lo aceptable en una comunicación entre un alcalde y el presidente de EEUU. Con cada nueva línea que leía, Kennedy se iba convenciendo de que aquella carta no era sino un elemento más de la campaña electoral alemana.
Brandt definía el cierre de fronteras como una usurpación de poder, «la más grave en toda la historia de posguerra de la ciudad desde el bloqueo». En un sorprendente reproche contra la administración Kennedy, escribía: «Mientras en el pasado los comandantes aliados protestaron ante los desfiles del llamado Ejército Popular en Berlín Este, en esta ocasión, y tras la ocupación militar del Sector Este por parte del Ejército Popular, tan sólo ha habido reacciones tardías y no demasiado vigorosas». Con ello, añadía, los aliados habían dado su aprobación a «la soberanía ilegal del gobierno de Berlín Este».
«Nos encontramos en una situación de extorsión consumada», se quejaba Brandt, que le decía a Kennedy que, aunque eso no había debilitado el espíritu de lucha de los berlineses del Oeste, «tiende a generar dudas sobre la determinación de las tres potencias y su capacidad de reacción». La carta aceptaba el argumento de Kennedy según el cual las garantías firmadas por las cuatro potencias tan sólo eran aplicables a Berlín Oeste y sus habitantes, la presencia de sus tropas allí y sus rutas de acceso. «Sin embargo», señalaba, «este asunto dejará una profunda herida en la vida del pueblo alemán.»
Brandt advertía a Kennedy de que Berlín era ahora «como un gueto» y que había «perdido su función como refugio de la libertad y símbolo de esperanza en la reunificación». Peor aún, añadía, «en lugar de una huida a Berlín, podríamos estar ante el inicio de la huida de Berlín» si sus ciudadanos perdían la fe en el futuro de la ciudad.
La carta de Brandt incluía una serie de propuestas, ignorando una vez más que su autor era tan sólo un alcalde y que, en todo caso, aquel intercambio bilateral le correspondía al canciller. Brandt exigía a Kennedy que introdujera un nuevo estatus de tres potencias sobre Berlín Oeste, que incluyera a franceses y británicos pero excluyera a los soviéticos. Asimismo, quería que Kennedy llevara la cuestión de Berlín ante las Naciones Unidas, ya que la Unión Soviética «ha violado de la forma más flagrante la Declaración de los Derechos Humanos». Finalmente, decía Brandt, «sería de agradecer un fortalecimiento de la guarnición estadounidense».
Brandt concluía su carta con la siguiente frase: «Considero que la situación es lo bastante grave, señor presidente, para escribirle con toda la franqueza posible entre dos amigos que confían plenamente el uno en el otro». Y firmaba: «Suyo, Willy Brandt».
Kennedy echaba humo. Aquella carta era pura dinamita política. Cuando aún estaban muy vivas las críticas de quienes lo habían acusado de actuar con debilidad en Cuba, Laos y Viena, las palabras de Brandt eran como sal en una herida abierta para Kennedy, al que molestó particularmente la última frase, en la que Brandt apelaba a su relación de confianza con el presidente.
«¿Confianza?», escupió Kennedy mientras agitaba la carta con gesto airado ante su secretario de prensa, Pierre Salinger. «Yo no confío en este tipo. Se encuentra en medio de una campaña contra el viejo Adenauer y quiere arrastrarme con él. ¿Qué se ha creído, llamándome amigo?»
El Departamento de Estado y la Casa Blanca estaban también furiosos por el hecho de que Brandt hubiera revelado la existencia de la carta en un mitin, antes incluso de que Kennedy la hubiera recibido, lo que ponía aún más de relieve su objetivo electoralista. Los funcionarios de la administración informaron a los periodistas en esos términos, desencadenando con ello una oleada de comentarios negativos en la prensa estadounidense. El Daily News describió la carta de Brandt como «grosera y presuntuosa»; el columnista del Washington Evening Star, William S. White, condenó a Brandt, al que definió como «un simple alcalde» que intentaba «tomar el mando de la política exterior, no sólo de su país, sino de todo Occidente, mandando notas personales al presidente de Estados Unidos. […] Para un demagogo es muy fácil exaltar a las multitudes excitadas, tal como hace el señor Brandt, que desprecia a las potencias occidentales y las acusa de inacción».
Más tarde, Brandt aseguraría que su carta había empujado a Kennedy a adoptar una postura más activa respecto a Berlín, pero tal vez más decisiva aún fue la intervención de Marguerite Higgins, a quien Kennedy mostró la carta, indignado, mientras se balanceaba en la mecedora del Despacho Oval. A sus cuarenta y un años, la conocida reportera estadounidense, que había cubierto la Segunda Guerra Mundial y el conflicto de Corea, era además amiga personal del presidente. «Señor presidente», le dijo, «si le soy totalmente sincera, en Berlín existe la sospecha creciente de que tiene intención de traicionar a los berlineses del Oeste.»
Kennedy terminó aceptando que debía hacer algo rápidamente para convencer a berlineses, estadounidenses y soviéticos por igual de que seguía estando dispuesto a plantarle cara al Kremlin. Dos días después de recibir la carta de Brandt, Kennedy le escribió al alcalde para comunicarle que tenía intención de mandar a Berlín tanto al vicepresidente Johnson como al general Lucius Clay, el héroe del Puente Aéreo de Berlín en 1948 y amigo de Marguerite Higgins.
Iba a seguir el consejo de Brandt y enviaría más tropas a Berlín, aunque en su carta dejó muy claro que no había sido el alcalde quien había provocado aquella decisión. «Tras considerarlo detenidamente», le escribió a Brandt, «he decidido por mí mismo que la mejor respuesta inmediata pasa por reforzar significativamente la guarnición occidental.»
En todo caso, Kennedy aseguró que lo importante no era el número de tropas, que iba a ser reducido, sino el hecho de que enviar refuerzos se viera como la respuesta estadounidense a la exigencia de Moscú de que los soldados aliados abandonaran Berlín. «Creemos que bastará con un contingente reducido para mostrar nuestro rechazo al proyecto», dijo.
Por otro lado, Kennedy descartó otras de las sugerencias de Brandt. Así, por ejemplo, dijo que la idea de establecer un nuevo estatus en Berlín Oeste basado en tres potencias debilitaría el principio de los derechos de las cuatro potencias como fundamento para las protestas aliadas contra el cierre de fronteras. Tampoco iba a llevar el caso ante la ONU, como pedía Brandt, pues «probablemente resulte infructuoso». «A pesar de la gravedad de los hechos», escribió, «y tal como usted mismo ha escrito, no podemos adoptar ninguna medida que permita generar un cambio material significativo en la situación. Este brutal cierre de fronteras equivale a una rotunda confesión de fracaso y de debilidad política, y representa una decisión soviética básica que sólo una guerra podría revertir. Ni ustedes, ni nosotros, ni ninguno de nuestros aliados hemos imaginado jamás que podríamos ir a la guerra por este motivo.»
La argumentación de Kennedy se basaba en la idea de que la acción soviética era «demasiado grave para ofrecer respuestas inadecuadas». En el fondo, cualquier respuesta que no pasara por una guerra le parecía inadecuada y por ese motivo había rechazado todas las soluciones que le habían ofrecido hasta el momento, incluidas «la mayoría de sugerencias de su carta».
Kennedy decidió lanzar a Brandt un hueso que no iba a costarle nada y apoyar la idea del alcalde de celebrar «un plebiscito que reafirme la convicción de Berlín Oeste de que su destino es la libertad y la conexión con Occidente».
A Kennedy no le gustaba la idea de premiar a Brandt después de que éste lo hubiera arrastrado a las arenas movedizas de la insignificante política alemana. Por el otro lado, sin embargo, tenía razones de política interna para realizar una demostración de fuerza. Si alguien comprendía la estrecha relación existente entre la política nacional e internacional de Estados Unidos, ése era Kennedy.
Brandt leyó la respuesta de Kennedy con decepción, convencido de que el presidente estadounidense los había «vendido». Los periodistas estadounidenses escribieron con la confianza de los bien informados que el cierre de fronteras había dejado a Kennedy conmocionado y abatido, pero la verdad era bastante distinta.
Kennedy no ocultó su alivio ante sus colaboradores más próximos; consideraba que el cierre de fronteras era un punto de inflexión potencialmente positivo, que podía ayudar a poner fin a una Crisis de Berlín que había colgado sobre su cabeza como una espada de Damocles. Pensaba que el hecho de que Berlín Oeste permaneciera intacto ilustraba los límites de las ambiciones de Jrushchov y la relativa cautela con que pensaba ejecutarlas.
«¿Por qué iba Jrushchov a construir un muro si quisiera apropiarse de Berlín Oeste?», le preguntó Kennedy a su amigo y asesor, Kenny O’Donnell. «No habría ninguna necesidad de construir un muro si planeara ocupar toda la ciudad. Ésta es la forma que tiene de salir del aprieto. No es una solución particularmente elegante, pero es mucho mejor que una guerra.»
La decisión comunista también permitía a Kennedy reforzar la causa de EEUU ante la opinión pública de todo el mundo. El enemigo comunista se había visto obligado a construir una barrera alrededor de su propia gente para contenerla; nada podría haber sido más irrefutable. Era imposible encontrar un argumento mejor a favor del mundo libre, aunque el precio fuera la libertad de Berlín Este o, en términos más amplios, de toda la Europa del Este.
Kennedy se consideraba a sí mismo un hombre pragmático y creía que, de todos modos, los pueblos de la Europa del Este estaban más allá de cualquier esperanza razonable de liberación.
Kennedy no sentía demasiada simpatía por los habitantes de la Alemania del Este y, en declaraciones al periodista James «Scotty» Reston, afirmó que EEUU les había brindado el tiempo suficiente para que huyeran de su prisión, pues la frontera de Berlín había permanecido abierta desde la creación de la zona soviética, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, hasta el 13 de agosto de 1961.
Durante los primeros días tras la construcción del muro, una observación similar llegó a oídos del alarmado embajador de la Alemania Federal, Wilhelm Grewe, y del canciller Konrad Adenauer: «Al fin y al cabo, los alemanes del Este han tenido más de quince años para pensar si querían quedarse en la Alemania del Este o marcharse al Oeste». Grewe escuchó con preocupación aquella despiadada observación, que envenenaría aún más la viciada relación entre Kennedy y Adenauer.
«A veces», recordaría más tarde Grewe a propósito de Kennedy, «me daba la sensación de que no estaba completamente seguro de si lo apropiado en aquel momento era mantener una actitud completamente pasiva, o si debería haber intentado adoptar una política más activa para evitar la construcción del muro.» Kennedy expresaba aquellas dudas con algunas de las preguntas que le formulaba a Grewe: «Así pues, ¿cree usted que deberíamos haber abordado este asunto de otra forma?». La cuestión ocuparía al presidente de forma creciente tras el 13 de agosto, a medida que fue dándose cuenta de que el cierre de fronteras no simplificaba su relación con Jrushchov.
EL KREMLIN, MOSCÚ
MEDIADOS DE AGOSTO DE 1961
Jrushchov se felicitó por haber superado tácticamente a estadounidenses, británicos y franceses sin haber desencadenado un conflicto militar y sin haber sufrido contrapartidas políticas o siquiera la menor sanción económica.
Su hijo Sergéi lo vio respirar aliviado después del 13 de agosto; más tarde, cada vez que reflexionara sobre aquel logro, se mostraría más y más encantado. Si Jrushchov no hubiera actuado, el bloque soviético podría haber empezado a deshacerse con la implosión de su avanzadilla más occidental. Si hubiera continuado la sangría de refugiados en Berlín, sus enemigos internos, incitados por Mao, habrían pedido su cabeza en una bandeja en el Congreso del Partido.
Más tarde, Jrushchov reflexionó también sobre cómo un error de cálculo por su parte «podría haber desencadenado una guerra». Sin embargo, había sabido interpretar las señales de Kennedy a la perfección y, a partir de ahí, había trazado su plan de acción. El único interés expresado por Kennedy había pasado por preservar el estatus de Berlín Oeste y garantizar el acceso a la ciudad, algo que Jrushchov se había asegurado de dejar intacto, al tiempo que confiaba en que Kennedy no haría nada para liberar a los alemanes del Este o poner en tela de juicio lo que los soviéticos decidieran hacer en su sector.
Jrushchov creía que había conseguido más aún de lo que habría podido esperar de un tratado de paz. En un tratado, Kennedy lo habría obligado a aceptar una redacción que señalara la necesidad de buscar la reunificación alemana mediante elecciones libres a largo plazo. Ahora, en cambio, tenía motivos para creer que el compromiso occidental con la ciudad continuaría erosionándose, junto con la moral de los berlineses del Oeste, que a lo mejor decidían abandonar la ciudad en bandada ante la duda de que los aliados fueran a continuar velando por su libertad y su conexión con la Alemania Federal.
Jrushchov concluyó sin lugar a dudas que las conversaciones de Viena habían «representado una derrota» para Kennedy. El Kremlin había decidido actuar y «no había nada que Kennedy pudiera hacer, más allá de emprender acciones militares, para detenernos. Kennedy era listo y sabía que un conflicto militar no tenía ningún sentido. Por ello, a Estados Unidos y a sus aliados occidentales no les quedaba más remedio que tragarse el sapo mientras nosotros empezábamos a tomar decisiones unilaterales».
En un guiño al deporte nacional de su país, Jrushchov se refirió a sí mismo como un hábil jugador de ajedrez. Cuando EEUU incrementó su presión militar en Berlín, Jrushchov respondió enviando al mariscal Konev. «Utilizando un símil del mundo del ajedrez», dijo, «los estadounidenses avanzaron un peón, de modo que nosotros protegimos nuestra posición con un caballo.» A Jrushchov le gustaba aquella expresión, pues la palabra rusa para referirse al caballo en ajedrez es kon, que casualmente es también la raíz del apellido de Konev. El peón al que se refería Jrushchov era la tardía decisión de Kennedy de enviar a Clay a Berlín.
Con todo ello, explicó Jrushchov, lo que le estaba diciendo a Kennedy era que «si insistes en blandir el escudo de guerra y coartarnos con tus intenciones, estamos dispuestos a responder en tus propios términos».
En Viena, recordaba Jrushchov, el presidente había señalado que según el acuerdo de Potsdam había una única Alemania y que un tratado de paz debía reconocer aquella realidad. Sin embargo, su decisión había provocado un reconocimiento occidental de facto a la existencia de dos Alemanias de una forma mucho más drástica de lo que hubiera podido imaginar.
Pero Jrushchov aún no había terminado. Durante el mes de agosto, y alentado por la inacción de Kennedy, el líder soviético había reforzado las posiciones de sus tropas en la Alemania del Este y había tomado otras medidas para subrayar su victoria y solidificar su liderazgo de cara al Congreso del Partido. El 16 de agosto, dio la orden de iniciar unas maniobras militares soviéticas que por primera vez incluían misiles con cabezas nucleares en ejercicios tácticos que simulaban una hipotética guerra por el acceso a Berlín. Y para que a la administración Kennedy le quedara claro, los soviéticos invitaron a los agregados militares occidentales a presenciar sus ejercicios sobre el terreno por primera vez desde 1936.
La maniobra táctica incluía un batallón movilizado como los que operaban en la Autobahn berlinesa. El guía soviético que acompañaba a los agregados occidentales reveló que los misiles estaban equipados con cabezas nucleares. Los soviéticos incluso simularon una nube nuclear sobre una posición enemiga en el pueblo de Kubinka, al oeste de Moscú.
En un giro aún más dramático, a finales de agosto Jrushchov anunció el fin de la moratoria autoimpuesta de tres años para pruebas nucleares. Dos días más tarde, la Unión Soviética provocó varias explosiones atmosféricas sobre Semipalatinsk, en Asia Central, que se dejaron oír en todo el mundo.
«Otra vez jodidos», gruñó el presidente Kennedy al recibir la noticia después de echar la siesta.
El 30 de agosto el presidente se reunió con sus asesores militares para discutir una posible respuesta. Su hermano Bobby observó con pesimismo que los rusos «están convencidos de que si logran doblegar nuestra voluntad en Berlín, nunca volveremos a levantar la cabeza y que habrán ganado la batalla en 1961. […] Su plan, evidentemente, no pasa por ser los más populares, sino los más temidos, y aterrorizar al mundo para así lograr su sumisión».
Bobby recordó lo que Chip Bohlen había dicho a principios de 1961: «Que éste sería el año en que los rusos estarían más cerca de una guerra nuclear. Creo que no hay duda de que es así». Tras la reunión, cuando el presidente Kennedy le preguntó a su hermano qué pensaba, Bobby dijo: «Me quiero largar».
El presidente no entendió a qué se refería.
«¿Largarte?»
«Me quiero largar del planeta», dijo Bobby.
A continuación, Bobby comentó en tono de broma que no iba a seguir el consejo de Paul Corbin, que le había sugerido que se enfrentara a su hermano en las elecciones de 1964: no quería el puesto.
BERLÍN OESTE
FIN DE SEMANA DEL 18 AL 20 DE AGOSTO DE 1961
No era la primera vez que el vicepresidente Johnson se mostraba contrariado ante una tarea que le encargaba el presidente. La misión que en esta ocasión Kennedy esperaba que aceptara consistía en desplazarse a Berlín Oeste con el general Lucius Clay para reforzar la moral de los habitantes de la ciudad. Apenas cinco días después del cierre de fronteras, Johnson se percató de inmediato de que a aquella misión le faltaba sustancia lo mismo que le sobraban riesgos.
Sólo unos meses antes, Kennedy había enviado a Johnson a su rancho con el canciller Adenauer, mientras él metía la pata con la invasión de Bahía Cochinos. Por ello, cuando el 17 de agosto Kennedy lo llamó a la hora de la cena para pedirle que fuera a Berlín, Johnson respondió: «¿Es necesario?».
«Sí, es necesario», insistió Kennedy. No sería apropiado que el presidente acudiera tan rápidamente a Berlín. Debía mandar un mensaje al mundo de que EEUU no abandonaría Berlín Oeste, pero al mismo tiempo no quería provocar una respuesta soviética. Kennedy no podía expresar públicamente el alivio que le producía que los comunistas hubieran cerrado la frontera, pero al mismo tiempo no quería expresar una indignación fingida de forma excesivamente llamativa.
Johnson aún se mostró más reacio a realizar el viaje cuando supo que parte de su misión consistía en recibir a un contingente de 1.500 soldados en Berlín Oeste, tropas que cruzarían la Autobahn desde Helmstedt, en la Alemania Federal, para reforzar los 12.000 efectivos aliados presentes ya en la ciudad. Aunque su reducido número no serviría para defender a los berlineses, Lyndon B. Johnson sabía que su llegada no estaría exenta de riesgos.
«¿Por qué tengo que ser yo?», le preguntó al asesor de Kennedy, Kenny O’Donnell. «Va a haber muchos tiros y yo estaré en medio.»
Tras una insistente labor de persuasión, el vicepresidente accedió a aceptar la misión y acompañar a un Clay mucho mejor dispuesto.
El 18 de agosto, durante el vuelo nocturno a bordo de un Boeing 707 de las Fuerzas Aéreas de EEUU, Clay obsequió a Johnson con anécdotas de su heroica intervención en Berlín en 1948 y le contó al vicepresidente cómo había logrado que el presidente Truman se sumara a aquella operación, que había empezado sin la ayuda de nadie. Lo que aprendió en esa ocasión, le dijo Clay a Johnson, era que la única forma de tratar con los soviéticos era plantándoles cara.
Si él fuera presidente, derribaría el muro, le dijo a Johnson. Estaba convencido de que la guerra de Corea se podría haber evitado si el gobierno de EEUU hubiera demostrado antes a los soviéticos que estaba dispuesto a adoptar una postura agresiva en Berlín, pero Truman no había permitido que Clay guiara a una columna acorazada a través de la Autobahn para demostrar el compromiso estadounidense.
La jubilosa recepción que los berlineses dispensaron a Johnson y Clay en el aeropuerto de Tempelhof, escenario en su día del Puente Aéreo de Berlín, demostró de forma irrefutable hasta qué punto los habitantes de la ciudad necesitaban que los tranquilizaran. Se trataba de un vicepresidente sin apenas autoridad y un general retirado sin tropas, pero aun así una banda de música interpretó el himno estadounidense, siete tanques estadounidenses dispararon una salva y 100.000 berlineses rugieron de aprobación.
Para evitar que Johnson se saliera del discurso pautado, la Casa Blanca le había proporcionado un guión escrito con la poesía habitual de Kennedy: «Ante la división, nunca habéis desfallecido», les dijo Johnson a los berlineses. «Ante la amenaza, nunca habéis vacilado. Ante cada nuevo reto, nunca os habéis mostrado débiles. Hoy, en una nueva crisis, vuestro coraje da esperanza a todos aquellos que anhelan la libertad y se alza como una barrera majestuosa, imponente, ante las ambiciones de los tiranos.»
Ese mismo día, en su comparecencia ante el senado de Berlín Oeste, Johnson declaró: «A la supervivencia y el futuro creativo de esta ciudad, los estadounidenses hemos comprometido, de hecho, lo mismo que nuestros antepasados comprometieron al fundar los Estados Unidos: “Nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado”. Ésas son las últimas palabras de nuestra Declaración de Independencia».
Sus palabras electrizaron a una ciudad que tras el 13 de agosto se había quedado sin energías. La multitud de 300.000 personas reunidas en la plaza del ayuntamiento eran los mismos berlineses que, tres días antes, habían acudido a ver a Brandt deprimidos y airados. Ahora muchos de ellos lloraban de alegría; ni siquiera Clay pudo contener las lágrimas.
A medida que fue encadenando citas, Johnson fue transformándose de viajero reacio a luchador entusiasta, y a menudo salía del coche para darse un baño de masas entre una multitud que lo adoraba. La lluvia intermitente no logró disuadirlo, como tampoco disuadió a las decenas de miles de berlineses del Oeste, cuyo estado de ánimo le recordó al corresponsal del New York Times, Sydney Gruson, el ambiente que había acompañado a la liberación de París al final de la Segunda Guerra Mundial.
«La ciudad era como un boxeador que había caído a la lona tras un duro golpe y que estaba recuperándose para el siguiente asalto», escribió. «En esencia, el vicepresidente no dijo nada nuevo, pero no pareció que importara. Los ciudadanos de Berlín Oeste querían oír aquellas palabras, en aquel momento y en su ciudad, y, sobre todo, necesitaban la presencia de Johnson como expresión palpable del vínculo que los sostiene.»
Johnson arrancó una gran ovación del público al anunciar que los hombres del 1.º batallón del 18.º Cuerpo de Infantería avanzaban ya por la Autobahn para reforzar la guarnición de Berlín Oeste.
Para Kennedy, el despliegue de tropas fue el primer momento durante la Crisis de Berlín en que temió por un intercambio violento. Aunque el contingente estadounidense era pequeño, Kennedy le dijo al asesor especial de la Casa Blanca Ted Sorensen que consideraba aquellas tropas como «nuestro rehén para el propósito» del compromiso estadounidense con la defensa de Berlín Oeste.
Kennedy había aplazado su habitual salida de fin de semana a Hyannis Port para recibir cada veinte minutos un informe del avance de las tropas que se dirigían hacia Berlín. El Pentágono había exigido conocer de antemano todos los detalles de la misión, incluida cada parada que el contingente realizaría para que los soldados pudieran ir al baño en la Autobahn, mientras cruzaban el territorio de la Alemania del Este rumbo a Berlín.
Los asesores militares de Kennedy, el director del Mando Conjunto Lyman Lemnitzer y el asesor militar de la Casa Blanca Maxwell Taylor se habían opuesto al envío de refuerzos. El primer ministro británico Macmillan consideraba que se trataba de un gesto políticamente provocador y militarmente «ridículo». Al general Bruce C. Clarke, el comandante de las tropas estadounidenses en Europa, de sesenta años, que durante la Segunda Guerra Mundial había ayudado a darle un giro a la batalla de las Ardenas que había permitido la victoria final estadounidense, tampoco le gustaba el cariz de la operación.
El comandante del operativo, el coronel Glover S. Johns Jr., era un orgulloso tejano, antiguo comandante del Instituto Militar de Virginia y comandante condecorado durante la Segunda Guerra Mundial. Johns era un tipo alto y rubio, con un alemán fluido y una afición por los golpes teatrales, pero era consciente de que aquella misión no tenía valor militar y que, en cambio, planteaba unos riesgos considerables. Kennedy lo había elegido porque había oído que sabría mantener la calma mientras comandaba a un pequeño grupo de 1.500 hombres a través de territorio enemigo, rodeado por no menos de un cuarto de millón de soldados soviéticos.
A pesar de los numerosos detalles que le exigían sus superiores, nadie le había indicado cómo debía responder si le disparaban. Sin instrucciones específicas sobre qué armas debía llevar, había decidido por sí mismo qué incluía en las cajas de munición de cada vehículo. Como era su costumbre, Johns llevaba también su antigua pistola Colt. Si efectivamente estallaban las hostilidades, Johns era consciente de que «nos dirigíamos a la destrucción segura». Si los soviéticos no los querían en la Autobahn, serían como corderos de camino al matadero.
Mientras Johns elaboraba su plan de defensa, el vicepresidente Johnson estaba preocupado por su calzado. Mientras se daba un baño de multitudes en compañía de Brandt por las calles de Berlín, en un Mercedes descapotable, Johnson echó un vistazo a los mocasines del alcalde. «Hace días que nos pide más hechos y menos palabras», le dijo. «Pero me gustaría ver si también usted es capaz de actuar.»
Entonces señaló sus zapatos y le preguntó: «¿Dónde puedo conseguir un par como ése?».
«Le puedo conseguir un par idéntico aquí mismo, en Berlín», respondió Brandt, que se dijo que la defensa de la ciudad bien valía un par de zapatos para el vicepresidente estadounidense.
Poco después del mediodía del sábado 19 de agosto, la embajada estadounidense en Bonn llamó al general Bruce Clarke en Heidelberg y le anunció que el vicepresidente Johnson se marcharía de Berlín el domingo a las 2 de la tarde, tanto si las tropas de refuerzo estadounidenses habían llegado a la ciudad como si no. Clarke elevó una airada protesta a Washington a través de su comandante en Berlín y dijo que Johns y sus hombres no iban a correr tamaño riesgo para que Johnson ni siquiera se quedara en la ciudad para recibirlos.
El asesor de seguridad nacional McGeorge Bundy llamó a Clarke el sábado a las 7 de la tarde. «General, he oído que está peleándose con todo el mundo porque no le satisface que el vicepresidente se marche antes de la llegada de las tropas.»
«Por decirlo con palabras suaves, señor Bundy», replicó Clarke. «Los hombres harán todo lo posible para llegar aquí y que el vicepresidente pueda recibirlos.» Clarke era incapaz de imaginar que cualquier cosa que Johnson tuviera que hacer en Washington fuera más importante «que recibir a las tropas ante la mirada de todo el mundo». Clarke no sabía nada sobre las preocupaciones de Johnson sobre los posibles peligros de la situación.
«¿A qué hora va a tener a todos sus hombres en Berlín?», le preguntó Bundy.
«Si pudiera asegurarle eso», replicó Clarke, «no tendríamos una crisis, ¿no le parece? ¿Quién sabe dónde nos pueden detener?»
«Veré lo que puedo hacer, general», replicó Bundy.
A las 12.30 del mediodía del domingo 20 de agosto (las 6.30 de la mañana en la Casa Blanca), tan sólo una semana después del cierre de las fronteras, los primeros sesenta camiones cargados de soldados estadounidenses entraron en Berlín sin incidentes. Jrushchov había cumplido con su palabra y no había impedido el acceso aliado a la ciudad, más allá de un retraso de tres cuartos de hora acumulado en un control fronterizo, donde las tropas soviéticas habían contado uno por uno a todos los hombres que accedían a Berlín.
Berlín Oeste recibió a los hombres de Johns como si fueran gladiadores victoriosos; miles de personas esperaban en puentes y carreteras. Cientos de berlineses acompañaron al vicepresidente Johnson, que había decidido aplazar su partida, en el punto fronterizo de Dreilinden, donde la Autobahn se adentraba en Berlín Oeste. Una lluvia de flores recibió a los soldados, que llegaron en sus sucios vehículos, agotados y vestidos con traje de campaña, pero que reaccionaron con sorpresa y satisfacción.
El coronel Johns nunca había visto nada parecido, «con la excepción tal vez de la liberación de Francia». Los hombres de Johns habían pasado cuatro días seguidos en la carretera; habían abandonado precipitadamente las maniobras en la Alemania Federal, pues eran el único grupo de combate totalmente equipado y capaz de llegar lo bastante rápido a Berlín. A pesar de que los berlineses los ovacionaban mientras cruzaban la ciudad, muchos se durmieron, exhaustos.
La respuesta soviética fue débil. El Kremlin tachó los refuerzos de «militarmente insignificantes» y dijo que tan sólo suponía la llegada de más hombres aún «a la ratonera en que se ha convertido Berlín Oeste». Un artículo publicado en Pravda y firmado «Un observador» (lo que señalaba que se trataba de un comentario que reflejaba la opinión del gobierno soviético) aseguraba que aquélla era «una provocación que no se debe ignorar».
Entre los soldados estacionados en Berlín que asistían al espectáculo, el sargento de la Policía Militar Vern Pike también se mostró disgustado, aunque por otro motivo. Como la mayoría de soldados estadounidenses en Berlín, estaba convencido de que Kennedy y Johnson podrían haber derribado el muro antes de que se hubiera construido siquiera, y que los rusos no habrían podido hacer más que retirarse lloriqueando.
«Johnson se comportó como un auténtico payaso», dijo. «Lo único que quería era darse un baño de masas.»
En cuanto al contingente recién llegado, Pike lo definió como «un grupo pésimo, asqueroso»; sus miembros no estaban preparados para la batalla pero, aun así, se comportaron con arrogancia ante los soldados que llevaban tanto tiempo en la ciudad. Cuando los recién llegados se instalaron en los Barracones Roosevelt, se vanagloriaron ante los soldados residentes de que los habían enviado para rescatarlos después de que ellos fueran incapaces de detener el cierre de fronteras.
«Nos pareció una ofensa», dijo Pike, «más aún teniendo en cuenta que ellos iban a quedarse tan sólo noventa días antes de que empezara la rotación de tropas. Nosotros no necesitábamos que nos salvara nadie y sabíamos que los habían mandado a Berlín tan sólo por motivos simbólicos.» Pero lo peor era que la unidad de Johns estaba formada por «borrachos y alborotadores, que se pelaban y luego se resistían a los arrestos».
Aun así, los berlineses sabían tan sólo que EEUU había mostrado de una vez su verdadero rostro. Pocas veces tantas personas habían celebrado tanto un rescate tan exiguo. Pike se dijo que el hecho de que los berlineses mostraran tanto entusiasmo ante un gesto tan modesto daba una idea de su desesperación.
Johnson no pisó Berlín Este en toda su estancia, para no provocar a Moscú ni incitar a las multitudes. Sin embargo, y después de dar una vuelta sin hacer demasiado ruido por la parte soviética, amputada de la ciudad, el general Clay declaró que Berlín Este «era un campamento armado» con una población que parecía «totalmente oprimida».
A pesar de la gravedad del momento histórico, Johnson no perdió de vista el otro objetivo de su misión: ir de compras.
A las 5.30 de la mañana del domingo, su escolta del Departamento de Estado, Lucian Heichler, despertó al mozo de hotel de Johnson y le pidió la talla de zapato del vicepresidente para que Brandt pudiera proporcionarle los zapatos que le había pedido. Johnson gastaba un número distinto en cada pie (motivo por el que llevaba siempre zapatos hechos a medida), de modo que los hombres de Brandt hicieron que el propietario de una zapatería Leiser enviara veinte pares distintos a Johnson. De entre todos esos zapatos, el vicepresidente eligió los dos que mejor le iban.
El domingo por la tarde, una famosa fábrica de porcelana de Berlín, la Königliche Porzellan-Manufaktur, abrió su sala de exposición a petición expresa de Johnson, que había quedado asombrado por la vajilla utilizada durante la cena oficial que Willy Brandt había ofrecido en el ayuntamiento la noche anterior. Johnson le había dicho al alcalde que quería una igual para su nueva residencia vicepresidencial de Washington, el Observatorio Naval de Estados Unidos en Massachussets Avenue.
Le enseñaron una vajilla tras otra, pero el vicepresidente protestó diciendo que eran demasiado caras para él y preguntó si tenían alguna con «defecto de fábrica». Mientras su acompañante estadounidense, Heichler, buscaba algún agujero en el que esconderse, el teniente de alcalde Franz Amrehn, salvó la situación y anunció: «El senado y el pueblo de Berlín desean regalarle una vajilla».
«Ah, bueno», replicó Johnson. «En ese caso…»
A continuación el vicepresidente eligió la vajilla más cara que encontró, de 36 cubiertos, y dijo que su oficina enviaría la insignia vicepresidencial, que debía pintarse en cada uno de los platos, platillos, cuencos y tazas.
Compras aparte, Johnson se había contagiado del espíritu de Berlín. En un informe marcado como «ALTO SECRETO», le escribió a Kennedy:
Regreso de Alemania con un orgullo renovado en el liderazgo estadounidense, pero también con una conciencia sin precedentes de la responsabilidad que recae sobre nuestro país. El mundo espera muchísimo de nosotros y debemos estar a la altura, al tiempo que intentamos conseguir más ayuda de nuestros aliados. Porque si alguna vez fracasamos, vacilamos o nos ausentamos, todo estará perdido y es posible que la libertad no disponga de una segunda oportunidad.
Dicho eso, tras encargar una vajilla de 36 cubiertos, comprar dos pares de zapatos y dar la bienvenida a Berlín a 1.500 soldados más, Johnson regresó a casa.
BERLÍN ESTE
MARTES, 22 DE AGOSTO DE 1961
Ulbricht estaba demasiado ocupado consolidando su victoria para felicitarse por lo conseguido.
Su decisión de cambiar el estatus de Berlín, que a principios de año no contaba ni con la aprobación rusa ni con los medios necesarios, se había llevado a la práctica con mucho más éxito del que hubiera podido esperar. Había jugado una mala mano con una destreza asombrosa y ahora quería sacar aún más provecho de su ventaja.
El 22 de agosto, Ulbricht anunció públicamente su decisión de establecer una tierra de nadie que se extendería cien metros a ambos lados del Muro de Berlín. Sin esperar a recibir la aprobación soviética, las autoridades de la Alemania del Este habían anunciado que dispararían contra los berlineses del Oeste si éstos penetraban en la zona de seguridad, que pronto pasó a conocerse como «la franja de la muerte».
Rebosante de seguridad, al día siguiente Ulbricht había desoído las protestas del embajador ruso Pervujin y había limitado los puntos fronterizos que los berlineses del Oeste podían utilizar a tan sólo uno: Checkpoint Charlie, en la Friedrichstrasse.
Dos días más tarde, Pervujin y Konev habían convocado a Ulbricht y lo habían reprendido por haber adoptado aquellas medidas unilaterales. Los soviéticos, dijo Pervujin, no podían aceptar la existencia de una zona de nadie que se adentrara en el territorio de Berlín Oeste y que «podía provocar un enfrentamiento entre la policía de la RDA y los ejércitos de las potencias occidentales».
Ulbricht dio marcha atrás, no sin antes protestar ante los soviéticos y asegurar que «no tenía ninguna intención de intervenir» en los asuntos de Berlín Oeste. No debió de costarle mucho ceder, pues ya había logrado más derechos sobre Berlín de los que hubiera osado imaginar a principios de año. Sin embargo, se negó a modificar su decisión de reducir los pasos fronterizos para los occidentales a tan sólo uno.
Como tantas otras veces en 1961, los soviéticos dejaron el asunto en manos de Ulbricht.
AEROPUERTO DE TEMPELHOF, BERLÍN OESTE
MIÉRCOLES, 23 DE AGOSTO DE 1961
El canciller Adenauer aterrizó finalmente en Berlín cuando habían pasado ya diez días desde que los comunistas cerraran la frontera de Berlín y después de que el vicepresidente Johnson y el general Clay hubieran abandonado la ciudad. Tan sólo unos centenares de personas recibieron a Adenauer en el aeropuerto de Tempelhof y apenas unas 2.000 lo esperaban a su llegada al campo de refugiados de Marienfelde.
Muchos berlineses del Oeste lo eludieron ostensiblemente mientras visitaba la ciudad en coche. Otros salieron a recibirlo con pancartas que criticaban su gestión de la crisis. Uno de los mensajes más habituales decía: «SIE KOMMEN ZU SPÄT» (Llega usted demasiado tarde). En otra decía, sarcásticamente: «HURRA, HA LLEGADO EL SALVADOR». En Marienfelde y en el resto de la ciudad, todo parecía indicar que los votantes lo castigarían por su débil respuesta al cierre de fronteras.
Cuando se acercó a inspeccionar el muro en varios puntos fronterizos, el régimen de Ulbricht lo provocó desde el lado Este, con un camión equipado con altavoces a través de los cuales una voz lo comparaba con Adolf Hitler y lanzando agua en su dirección con una manguera de agua de alta presión. En otro punto, en cambio, un grupo de ancianos de la Alemania del Este se echó a llorar y lo aclamó mientras lo saludaba con sus pañuelos blancos.
Adenauer visitó al rey de los medios de comunicación de la Alemania Federal, Axel Springer, que había construido su cuartel general junto a la frontera de la ciudad y cuyo Bild-Zeitung, el periódico con mayor circulación en la Alemania Federal, se había mostrado sumamente crítico con la impotencia de Adenauer y los estadounidenses durante el cierre de fronteras. «Herr Springer», le dijo el canciller, «no le comprendo. Nada ha cambiado en Berlín», excepto que los medios de comunicación se dedican a causar más revuelo.
Adenauer advirtió a Springer de que las payasadas de su periódico podían reavivar el nacionalsocialismo.
Springer abandonó la sala hecho una furia.
BERNAUER STRASSE, BERLÍN ESTE
MIÉRCOLES, 4 DEOCTUBRE DE 1961
Los berlineses se acostumbraron a convivir con el Muro con una rapidez sorprendente. El flujo de refugiados se redujo hasta casi detenerse, a medida que los intentos de fuga se volvían más arriesgados y los controles fronterizos se intensificaban. Cada vez eran más los berlineses del Oeste que decidían trasladarse a la Alemania Federal por temor a que los soviéticos dieran un paso más.
En la Bernauer Strasse había buses turísticos y también grupos de decenas de berlineses del Oeste que protestaban cada vez que, desde el 13 de agosto, la calle entraba en una nueva fase: primero fue el cierre de la frontera, luego evacuaron a los residentes de la acera de la calle perteneciente a Berlín Este, más tarde tapiaron puertas y ventanas, y finalmente construyeron el Muro de Berlín.
El agente de policía de Berlín Oeste Hans-Joachim Lazai y sus colegas habían tendido una cuerda entre dos árboles, cerca de la Bernauer Strasse, que marcaba el límite al que se permitía el acceso de espectadores. Sin embargo, había días en que la multitud estaba tan furiosa que resultaba difícil contenerla. En aquellas ocasiones, Lazai no tenía más remedio que reprimir su sentimiento de culpa y dirigir los cañones de agua de la policía contra la multitud de berlineses del Oeste. Pero aún era peor cuando Lazai debía observar cómo la policía fronteriza de la Alemania del Este arrestaba y se llevaba a personas que intentaban huir. Lazai, que tenía órdenes de mantener su posición y no provocar a nadie, sentía «una gran impotencia al tener que contemplar una injusticia absoluta sin poder hacer nada».
Pero lo peor fueron las trágicas muertes que se registraron durante aquellos días desesperados. La primera que Lazai presenció fue la de Ida Siekmann, que el 21 de agosto, tan sólo un día antes de cumplir los treinta y nueve años, se convirtió en la primera víctima de la Bernauer Strasse. Lazai, que se dirigía al trabajo, acababa de girar a la izquierda en la calle cuando vio algo negro que se precipitaba desde uno de los edificios. Siekmann había arrojado un colchón desde la ventana del tercer piso antes de lanzarse al vacío, con la vana esperanza de que éste absorbiera el golpe.
Murió en el acto.
Tras aquel episodio, la policía de la Alemania Federal decidió utilizar redes de bombero reforzadas para intentar rescatar a quienes saltaban. Sin embargo, los aspirantes a refugiados debían medir sus saltos con gran precisión, ya que los dieciséis hombres que generalmente sujetaban los extremos de las redes no podían moverse lo suficientemente rápido en una dirección concreta para compensar un salto en falso.
Eran las ocho de la tarde del 4 de octubre cuando Lazai gritó por primera vez a través de la oscuridad a Bernd Lünser, un estudiante de ingeniería de veinticuatro años de Berlín Este, que saltara a una de esas redes, después de que el joven hubiera logrado encaramarse al tejado de un bloque de cuatro pisos, en el número 44 de la Bernauer Strasse.
Durante un buen rato, Lünser y dos amigos habían estado intentando hacer acopio de valor para descender del tejado a Berlín Oeste haciendo rappel con un cable de tender la ropa que habían llevado consigo. Sin embargo, los gritos de aliento de la multitud creciente de berlineses del Oeste alertaron del intento de fuga a un policía de la Alemania del Este que patrullaba cerca de allí.
Gerhard Peters, de diecinueve años y miembro de la policía de fronteras de la Alemania del Este, inició una persecución tras acceder al tejado a través de una trampilla. Lünser empezó a arrancar tejas y a arrojárselas a Peters, que, al cabo de un momento, contaba ya con la ayuda de tres agentes más. Tras una dramática persecución, los dos amigos de Lünser fueron arrestados por la policía tras caer rodando por el tejado y quedar atrapados en una barandilla de protección.
Uno de los agentes de policía de la Alemania del Este disparó contra los aspirantes a refugiados y los agentes de la Alemania Federal respondieron desenfundando sus pistolas y disparando veintiocho balas contra sus homólogos del otro lado del muro. Los agentes del Oeste, que tenían órdenes de utilizar el arma tan sólo para defenderse, aseguraron más tarde que habían respondido a un ataque.
Ante su última oportunidad de huir, y al ver como la bala de uno de los policías de Berlín Oeste impactaba en la pierna del agente de la Alemania del Este, Lünser logró soltarse y echó a correr. Algunos de los reunidos le gritaron que arrojara al policía desde el tejado. Otros, entre ellos Lazai, lo animaron a saltar a la red que lo esperaba. Cuando el estudiante finalmente decidió saltar, se le enganchó un pie en el canalón y cayó de cabeza al suelo, a unos cuatro metros de donde los hombres lo esperaban con la red extendida.
El impacto fue mortal.
Más tarde, Lazai se culparía por su participación en el incidente. «Joder, lo arrastré a su propia muerte.»
Al día siguiente, las autoridades de la Alemania del Este mandaron rosas al policía fronterizo Peters. El ministro del interior de la Alemania del Este, Karl Maron, lo condecoró por su sacrificio en cumplimiento del deber. El periódico del Berlín Oeste tituló con sorna: CONDECORADO POR ASESINATO.
Regine Hildebrandt, que vivía cerca del 44 de la Bernauer Strasse, había presenciado muchos intentos de fuga, algunos fallidos, otros exitosos, antes de que Lünser muriera aquel día.
Como escribió en su diario, fumaba un cigarrillo del paquete que había sacado de un cesto que había recuperado con la ayuda de una cuerda a través de su ventana, un regalo de unos amigos de Berlín Oeste; en la cesta había también naranjas, plátanos y otras mercancías: «pequeñas señales de condolencia por una vida arruinada».
«Dos enormes buses turísticos de la Alemania Federal pasaron por la calle», escribió. «Sí, nos hemos convertido en la atracción número uno de Berlín. ¡Ay, ojalá nos ignorasen! ¡Cómo nos gustaría hacer retroceder las ruedas del tiempo y dejar las cosas como estaban! ¡No, otra vez no! ¡Otro autobús! Vivimos una época espantosa. Nuestras vidas han perdido su espíritu; ya nadie disfruta del trabajo ni de la vida. Un petulante sentimiento de resignación pende sobre nuestras cabezas. Nada tiene sentido. Dispondrán de nosotros como se les antoje y no podemos hacer nada para impedírselo.»
«Inclinad la cabeza, amigos, nos hemos convertido todos en ovejas. Dos autobuses más. Incontables rostros que miran hacia nosotros, mientras esperamos con los puños apretados, ocultos en los bolsillos.»
En los días siguientes Berlín contaría con algunos héroes inesperados, aunque sus esfuerzos cosecharon tantos éxitos como fracasos.
1. Más tarde, Schumann se instaló en Baviera, en la Alemania Federal, donde conoció a su mujer. Tras la caída del Muro de Berlín declaró: «Sólo me he sentido verdaderamente libre desde el 9 de noviembre de 1989 [fecha de la caída del Muro]». Sin embargo, experimentó tensiones con antiguos colegas y familiares de Sajonia; el 20 de junio de 1998, aquejado de depresión, se suicidó ahorcado de un árbol.