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Diplomacia peligrosa
Al gobierno de Estados Unidos y a su presidente les preocupa que los líderes soviéticos puedan subestimar las capacidades del gobierno de EEUU y del propio presidente.
ROBERT KENNEDY al agente secreto militar soviético Georgi Bolshakov,
9 de mayo de 1961
Berlín es una llaga purulenta que hay que eliminar.
El primer ministro JRUSHCHOV al embajador de EEUU Llewellyn E. Thompson Jr. en las Ice Capades, en Moscú, acerca de los objetivos de la Cumbre de Viena,
26 de mayo de 1961
WASHINGTON, D.C.
MARTES, 9 DE MAYO DE 1961
Vestido con camisa blanca, con corbata aflojada y la chaqueta echada de manera informal sobre el hombro, el fiscal general Robert Kennedy bajó saltando las escaleras de la entrada lateral del Departamento de Justicia, en Pennsylvania Avenue, y le tendió la mano al espía soviético Georgi Bolshakov.
«Hola, Georgi, cuánto tiempo», dijo el fiscal general, como si saludara a un viejo amigo, aunque en realidad los dos hombres habían coincidido brevemente una única vez, hacía unos siete años. A Kennedy lo acompañaba Ed Guthman, periodista ganador del premio Pulitzer al que había nombrado director de prensa y portavoz de su departamento. Guthman había organizado aquella reunión sin precedentes a través del hombre que había acompañado a Bolshakov en taxi y que en aquellos momentos se encontraba junto a él, el corresponsal del periódico neoyorquino Daily News Frank Holeman.
«¿Damos un paseo?», le preguntó Kennedy a Bolshakov. La actitud informal del fiscal general resultaba desarmante, más aún teniendo en cuenta que estaba a punto de producirse un encuentro nada convencional y sin precedentes. Con un gesto, les indicó a Guthman y Holeman que los esperaran allí, y a continuación él y el espía ruso se adentraron en el Washington Mall bajo la neblina primaveral, charlando sobre la revista que Bolshakov había editado aquel día.
Siguiendo la sugerencia de Kennedy, los dos hombres se sentaron sobre el césped en un lugar apartado; el olor a hierba acabada de cortar llenaba el ambiente. El Capitolio se recortaba al fondo, en un costado, y el Monumento a Washington en el otro, con la entrada principal del Smithsonian Castle a sus espaldas. Las parejitas que habían salido a dar un paseo tempranero y los pequeños grupos de turistas contemplaban las nubes, que amenazaban tormenta.
Bolshakov habló de su proximidad con Jrushchov y se ofreció como un contacto más directo y útil con el líder soviético que el embajador de Moscú en Estados Unidos, Mijaíl Menshikov, a quien Bobby y su hermano consideraban un payaso.
Bobby le dijo a Bolshakov que su hermano deseaba reunirse con Jrushchov y que esperaba poder mejorar la comunicación entre ambos antes de su primer encuentro para clarificar las prioridades de ambas partes. El fiscal general dijo estar al corriente de los vínculos entre Bolshakov y algunos de los altos mandos de Jrushchov, y le aseguró que no dudaba de que podría desempeñar ese papel, si lo deseaba. «Sería fantástico recibir información de primera mano a través de usted», dijo Bobby. «Y supongo que ellos, por su parte, tendrían ocasión de informar a Jrushchov.»
Entonces se oyó un trueno y Kennedy bromeó: «Si un rayo me matara ahora, los periódicos dirán que un espía ruso había matado al hermano del presidente; eso podría desencadenar una guerra. Vayamos a otra parte». Se alejaron de allí con paso presuroso y al cabo de un momento echaron a correr para huir del chaparrón; llegaron a la Oficina del Fiscal General utilizando el ascensor privado. Los dos hombres se quitaron las camisas húmedas y reanudaron conversación en camiseta interior, sentados en una diminuta sala de estar con dos sillones, una nevera y una pequeña biblioteca.
Así empezó una de las relaciones más excepcionales y, aún años después, más desconcertantes de la guerra fría. A partir de aquel día, el fiscal general y Bolshakov hablaron a menudo, en algunas épocas incluso dos o tres veces al mes. Fue una relación de la que no existe prácticamente constancia, algo que Robert Kennedy lamentaría más tarde; el fiscal general nunca tomó notas de las reuniones, de las que informaba directamente y sólo de forma oral a su hermano. Así, las conversaciones entre Bolshakov y Kennedy se pueden reconstruir apenas a través de la insuficiente historia oral de Robert Kennedy, a través de algunos informes soviéticos y de los recuerdos parciales de Bolshakov y del puñado de personas que, en un momento u otro, se vieron involucrados en la relación entre ambos hombres.
El presidente Kennedy había aprobado la reunión inicial de su hermano con Bolshakov sin consultar ni informar a ninguno de los jefes de su gabinete de asesores en política exterior, ni a sus expertos en cuestiones soviéticas. Eso refleja la desconfianza creciente de los Kennedy en su aparato militar y de espionaje a partir del episodio de Bahía Cochinos, su inclinación por las actividades clandestinas y su deseo de atar todos los cabos posibles para asegurar que la cumbre entre ambos presidentes discurriera sin problemas.
Jrushchov, en cambio, utilizó a Bolshakov como un peón para lograr sus objetivos. En el complejo tablero de ajedrez de la guerra fría, Jrushchov podía recurrir a Bolshakov para atraer a Kennedy sin necesidad de desvelar su propia estrategia. Desde el principio, la naturaleza de aquella relación colocó al líder soviético en una posición ventajosa. El presidente Kennedy podía descubrir a través de Bolshakov tan sólo lo que Jrushchov y otros superiores le habían indicado que transmitiera, mientras que Bolshakov podía sonsacarle mucha más información a Bobby Kennedy, que gozaba de un conocimiento íntimo tanto del presidente como de sus ideas.
Bolshakov era tan sólo uno de los dos canales a través de los cuales Jrushchov se puso en contacto con Kennedy a principios de mayo, y aunque los altos funcionarios soviéticos trabajaban para sacar el máximo rendimiento de ambos, sus homólogos estadounidenses sólo tenían constancia del contacto formal que se había establecido cinco días antes, cuando el ministro de Asuntos Exteriores Andrei Gromyko había llamado al embajador Thompson para comunicarle la tardía respuesta de Jrushchov a la carta que Kennedy le había enviado hacía dos meses y en la que invitaba al líder soviético a celebrar una cumbre.
Gromyko se disculpó ante Thompson por el hecho de que Jrushchov no pudiera transmitirle su interés en persona. El líder soviético había salido de Moscú para realizar otra de sus giras por las provincias, para preparar el Congreso del Partido de octubre, y no iba a regresar hasta el 20 de mayo. Sin embargo, y hablando de parte de Jrushchov, Gromyko afirmó que el líder soviético «deploraba el hecho de que la discordia» se hubiera instalado entre los dos países a raíz de los incidentes de Bahía Cochinos y Laos.
Ciñéndose al máximo al guión preestablecido, Gromyko añadió que «si la Unión Soviética y Estados Unidos no consideran que se abre un abismo insalvable entre ambos, deberían sacar las conclusiones apropiadas de ello; al fin y al cabo, vivimos en el mismo planeta y, por lo tanto, deberíamos intentar resolver nuestras diferencias y fortalecer nuestra relación». Movido por ese objetivo, Gromyko aseguró que Jrushchov estaba dispuesto a aceptar la invitación de Kennedy para celebrar una reunión, y que creía en la necesidad de «construir puentes que unan nuestros respectivos países».
Gromyko le preguntó a Thompson si la invitación de Kennedy «sigue siendo válida o va a ser revisada» tras el episodio de Bahía Cochinos. Aunque Gromyko había formulado la pregunta de forma educada, el mensaje de fondo era considerablemente impertinente. Lo que estaba preguntando era si Kennedy aún se atrevía a reunirse con Jrushchov después de que en Cuba el tiro le hubiera salido por la culata de forma tan espectacular.
Así, el acercamiento de Jrushchov al presidente Kennedy entró en su tercera fase. La primera había coincidido con los denodados intentos de Jrushchov por reunirse directamente con Kennedy justo después de las elecciones en EEUU y durante sus primeros días en el cargo. En la segunda, Jrushchov había retirado su interés tras el duro discurso del presidente durante el Debate sobre el Estado de la Unión. Ahora Jrushchov estaba ansioso por entrevistarse con él y explotar lo que percibía como una situación de ventaja sobre un oponente debilitado.
Thompson colgó el teléfono y escribió un telegrama. El embajador concluyó inmediatamente que si el presidente deseaba revertir el peligroso empeoramiento de las relaciones, los riesgos potenciales de una reunión se veían compensados con creces por la necesidad de celebrar dicha reunión. Tras su telegrama secreto de las 16.00, Thompson envió otro mensaje secreto informando de su conversación con Gromyko al secretario Rusk y animando al presidente a aceptar la mano tendida de Jrushchov. Los críticos afirmarían que Kennedy se dirigía como una presa herida a una trampa para osos, pero Thompson sugirió que Kennedy revelara públicamente que había extendido la invitación a Jrushchov antes del episodio de Bahía Cochinos, y que el líder soviético no había respondido hasta entonces.
Thompson expuso sus argumentos a favor de la reunión:
La perspectiva de una cumbre empujaría a los soviéticos a adoptar «un enfoque más razonable» en temas como Laos, las pruebas nucleares y el desarme.
Una reunión cara a cara era la mejor forma que tenía Kennedy de influir en las decisiones que se adoptaran durante el Congreso del Partido de octubre, que podía marcar la pauta en la relación entre ambas superpotencias durante años.
Teniendo en cuenta que Mao Zedong se oponía a las conversaciones entre EEUU y la URSS, Thompson sugería que «el simple hecho de celebrar un encuentro empeorará las relaciones entre soviéticos y chinos».
Finalmente, mostrar al mundo la voluntad de tratar directamente con Jrushchov influiría en la opinión pública y a Kennedy le resultaría más fácil adoptar una postura favorable a mantener las libertades de Berlín Oeste.
A pesar de que las relaciones con Moscú pasaban por un mal momento, Thompson también argumentaba que Jrushchov no había alterado su deseo de entenderse con Occidente, ni había abandonado su política exterior de coexistencia pacífica. Aunque a menudo a Thompson le preocupaba que sus críticos de Washington lo tildaran de apologista de Jrushchov, afirmó que el líder soviético no había iniciado ningún enfrentamiento con Occidente en el Tercer Mundo, sino que simplemente se había aprovechado de los reveses estadounidenses en Cuba, Laos, Irak y el Congo.
Sin embargo, había demasiado en juego como para que Kennedy accediera a celebrar una cumbre de esas características sin imponer una serie de condiciones previas que pusieran a prueba las intenciones soviéticas y evitaran futuros errores en política exterior. Kennedy decidió mandar una serie de globos sonda diplomáticos encaminados a determinar si Jrushchov deseaba genuinamente mejorar las relaciones entre ambos países.
Tras un día de reflexión, Kennedy respondió cautamente a Thompson a través de Rusk. Éste le indicó al embajador que le respondiera a Jrushchov que el presidente «mantenía su deseo» de reunirse con el líder soviético y que esperaba que pudieran hacerlo a principios de junio en Viena, el lugar preferido por los soviéticos para la cumbre. Kennedy lamentaba no estar en condiciones de tomar una decisión definitiva, que, sin embargo, se produciría antes de que Jrushchov regresara a Moscú, el 20 de mayo.
A continuación se especificaban las condiciones.
En primer lugar, Rusk escribió en su telegrama que Thompson debía comunicarle a Jrushchov que las posibilidades de celebrar la cumbre menguaban si los soviéticos no modificaban su enfoque sobre el conflicto en Laos. Las conversaciones de Ginebra iban a iniciarse la semana siguiente, y Kennedy quería poner fin a la guerra y lograr la neutralidad de Laos, pero los soviéticos se habían enrocado en Ginebra mientras se producía una escalada en los enfrentamientos.
El enviado especial Averell Harriman, que dirigía la delegación estadounidense en Ginebra, había transmitido a Kennedy sus dudas de que Jrushchov estuviera dispuesto a aceptar la neutralidad de Laos, pues «los comunistas en Ginebra muestran una gran confianza y parecen seguros de poder lograr sus objetivos en Laos». Los soviéticos, aseguró Harriman, estaban maniobrando para colocar a EEUU en la posición inaceptable de tener que asistir a la conferencia antes de que se produjera en alto el fuego efectivo, algo que no presagiaba una posición útil de la URSS en una hipotética cumbre.
Además, Rusk le dijo a Thompson que, «por razones de política doméstica», el presidente quería que Jrushchov ofreciera algún indicio de que durante las conversaciones de Viena sería factible cumplir el objetivo de Kennedy de lograr una prohibición de las pruebas atómicas. Además, el presidente quería garantías de que la declaración pública sobre Viena no incluiría ninguna mención sobre Berlín, un asunto que no estaba aún en condiciones de negociar.
Tres días más tarde, el presidente lanzó el mismo globo sonda a través de su hermano, RFK, que volvió a sentarse en mangas de camisa con Bolshakov en el Departamento de Justicia.
A Bolshakov le había gustado que Bobby hubiera elegido el 9 de mayo (festivo en Moscú) para celebrar su primera reunión furtiva. Aunque se trataba de un día laborable cualquiera en Washington, el personal de la embajada soviética había tenido el día libre para celebrar el 16.º aniversario de la derrota nazi; eso había permitido a Bolshakov ocultar incluso ante sus camaradas más próximos el canal de comunicación ultrasecreto que había establecido con el presidente Kennedy.
Al acceder a repetir aquel contacto, Bolshakov contravenía las instrucciones de su superior inmediato, el jefe de puesto (o rezident) de la embajada para asuntos de inteligencia militar soviética, llamado GRU. Para el jefe de Bolshakov, era impensable que el canal de comunicación más importante entre EEUU y la URSS pudiera recaer en un agente soviético de rango medio. Al reunirse con Robert Kennedy, Bolshakov establecía contacto con un hombre que era al mismo tiempo el hermano del presidente, su confidente más próximo y su fiscal general, y que, por lo tanto, supervisaba todas las actividades de contraespionaje del FBI.
Sin embargo, si Bolshakov decidió seguir adelante con aquella misión al más alto nivel fue porque contaba con el apoyo del mismísimo líder soviético a través de su yerno Alexei Adzhubei, editor del periódico Izvestia y amigo de Bolshakov. Adzhubei había recomendado Bolshakov a Jrushchov ya en en 1959 para que éste lo aconsejara en los preparativos para su primera visita a EEUU. (Hasta poco antes, Bolshakov había servido lealmente al mariscal Georgi Zhúkov, héroe de guerra condecorado y ministro de Defensa al que Jrushchov había purgado.)
A continuación, Bolshakov había sido destinado a EEUU, oficialmente para ocupar un puesto en la oficina de información de la embajada y también como editor de la revista de propaganda soviética en lengua inglesa USSR. Sería la segunda estancia de Bolshakov en Washington, después de que hubiera trabajado ya como corresponsal secreto para la agencia de noticias TASS entre 1951 y 1955.
Sin embargo, y teniendo en cuenta su misión clandestina y su perfil, Bolshakov, un tipo sociable, buen bebedor y vividor, con melena negra, penetrantes ojos azules y un marcado acento ruso, era uno de los soviéticos predilectos de los miembros del gobierno de Washington. Bolshakov contaba con diversos amigos y conocidos en el círculo íntimo de Kennedy: el editor del Washington Post Ben Bradlee; el periodista Charles Bartlett, que le había presentado al presidente y su mujer Jacqueline; el jefe del Estado Mayor de Kennedy, Kenny O’Donnell; su asesor especial, Ted Sorensen, y su secretario de prensa, Pierre Salinger.
Pero el vínculo principal entre Bolshakov y Kennedy había sido Frank Holeman, un periodista de Washington que anteriormente había ocupado una posición próxima a Nixon y que en aquellos momentos intentaba congraciarse con la administración Kennedy. Con sus dos metros cinco centímetros de altura, su acento y sus modales sureños, su voz grave y sus pajaritas y puros omnipresentes, sus colegas lo conocían como «el coronel». A sus cuarenta años, Holeman formaba ya parte del mobiliario de Washington, donde había cubierto las presidencias de Roosevelt, Truman, Eisenhower y, ahora, Kennedy. Holeman sabía que en Washington los contactos lo eran todo, y por ello los tenía por todas partes.
Bolshakov había recurrido a Holeman como informador no remunerado desde que ambos se conocieran en 1951, durante una comida celebrada en la embajada soviética en honor al corresponsal estadounidense. Holeman se había granjeado las simpatías del Kremlin al bloquear un intento del National Press Club de retirar la afiliación a los periodistas soviéticos como represalia por la decisión del gobierno checo de encarcelar a toda la oficina de Associated Press en Praga. Al explicar por qué había actuado así, Holeman dijo bromeando que el club debería ser un lugar en el que todas las partes pudieran «intercambiar mentiras». A continuación, y en otro guiño hacia los soviéticos, avaló la solicitud de afiliación de otro agente de prensa soviético, un tipo que probablemente era un espía.
A su regreso a Moscú en 1955, Bolshakov le pasó el contacto de Holeman a su sucesor en el GRU, Yuri Gvozdev, que utilizaba como tapadera su puesto de agregado cultural. Gvozdev había transmitido a través de Holeman, que se describía a sí mismo como una «paloma mensajera» de los soviéticos, un mensaje crucial para que la administración Eisenhower no reaccionara de forma exagerada ante el ultimátum de Jrushchov sobre Berlín de 1958, pues Jrushchov no pensaba ir a la guerra por Berlín. A través de Holeman, Gvozdev había ayudado también a preparar el terreno para la visita de Nixon a la Unión Soviética, gestionando las negociaciones relativas a las condiciones de dicha visita.
Cuando Bolshakov reemplazó a Gvozdev en 1959, conoció a Holeman y entre los dos surgió tal amistad que sus respectivas familias empezaron a socializar. El destino quiso que durante algunos años Holeman hubiera mantenido una posición próxima al nuevo secretario de prensa del nuevo fiscal general, Ed Guthman, al que había informado de los detalles más interesantes de sus conversaciones con Bolshakov. Guthman, a su vez, transmitía la esencia de esas conversaciones a Robert Kennedy. Con la bendición de Guthman, el 29 de abril Holeman planteó por primera vez la posibilidad de una reunión, cuando le preguntó a Bolshakov: «¿No crees que sería mejor que te reunieras con Robert Kennedy para que éste pudiera recibir la información de primera mano?».
Tras diez días de incontables conversaciones, Bolshakov percibió que estaba a punto de ocurrir algo importante cuando Holeman lo invitó a una «comida tardía» a las cuatro de la tarde.
«¿Por qué tan tarde?», preguntó Bolshakov.
Holeman le explicó que había intentado contactar con él varias veces a lo largo del día, pero que el funcionario de guardia le había dicho que Bolshakov estaba en la imprenta finalizando la nueva edición de su revista.
Al cabo de un rato, cuando estuvieron cómodamente sentados en un rincón discreto de un restaurante de Georgetown, Holeman miró el reloj. Cuando Bolshakov le preguntó si tenía que marcharse, Holeman respondió: «No, quien tiene que marcharse eres tú. Tienes una reunión con Robert Kennedy a las seis».
«Maldita sea», dijo Bolshakov, echando un vistazo a su traje viejo y su camisa con los puños gastados. «¿Por qué no me has avisado antes?»
«¿Te da miedo?»
«Miedo no, pero no estoy preparado para una reunión de este calibre.»
«Tú siempre estás preparado», respondió Holeman con una sonrisa.
En el Departamento de Justicia, Bobby le dijo al agente soviético que su hermano consideraba que la tensión entre ambos países se debía en gran medida a malentendidos e interpretaciones erróneas de las intenciones mutuas. Con el episodio de Bahía Cochinos, dijo Bobby, su hermano había comprendido el peligro de actuar a partir de información incorrecta; asimismo, Robert Kennedy le confió a Bolshakov que, tras lo de Bahía Cochinos, su hermano había cometido el error de no despedir inmediatamente a los altos cargos responsables de la operación.
«Al gobierno de Estados Unidos y a su presidente», le dijo Bobby, «les preocupa que los líderes soviéticos puedan subestimar las capacidades del gobierno de EEUU y del propio presidente.» El mensaje que quería que Bolshakov transmitiera al Kremlin no podía ser más claro: si Jrushchov ponía a prueba la determinación de su hermano, el presidente no tendría más remedio que «tomar medidas correctivas» y adoptar un enfoque más duro sobre Moscú.
El nuevo fiscal general le dijo a Bolshakov: «En estos momentos, nuestra mayor preocupación es la situación en Berlín. La importancia del asunto puede pasar desapercibida para mucha gente. El presidente considera que una interpretación equivocada de nuestro punto de vista sobre Berlín puede conducir a una guerra». Sin embargo, añadió, era precisamente por las complicaciones de la situación en Berlín por lo que el presidente no quería que la cumbre de Viena se centrara en ese asunto, en el que difícilmente se iban a lograr avances.
Lo que el presidente quería, le dijo Bobby a Bolshakov, era que Jrushchov y su hermano aprovecharan la cumbre para comprenderse mejor mutuamente, crear vínculos personales y sentar las bases que les permitieran desarrollar su relación. Quería acuerdos reales en asuntos como la prohibición de las pruebas nucleares. Al mismo tiempo, sin embargo, creía que lo mejor era retrasar las relaciones diplomáticas sobre Berlín hasta que las dos partes hubieran tenido tiempo de estudiar el asunto a fondo.
Teniendo en cuenta que lo habían invitado a aquella reunión hacía apenas un par de horas, el agente soviético parecía estar muy bien preparado para responder. Si los líderes soviético y estadounidense se reunían, afirmó Bolshakov, Jrushchov consideraría la posibilidad de realizar concesiones «sustanciales» en lo tocante a las pruebas nucleares y también estaba dispuesto a realizar avances sobre la situación en Laos. Bolshakov no dijo nada sobre la insistencia de RFK en que la cumbre no tocara el tema de Berlín, algo que posiblemente Bobby interpretó erróneamente como una muestra de aquiescencia.
Animado por la respuesta de Bolshakov, Bobby esbozó las directrices de un acuerdo potencial para la prohibición de las pruebas nucleares. Los dos países habían mantenido negociaciones de bajo nivel a ese fin desde 1958, pero el punto de fricción entre ambos eran las medidas de verificación. EEUU había intentado sin éxito obtener permiso para inspeccionar las instalaciones soviéticas. Bobby propuso una concesión unilateral en virtud de la cual EEUU reduciría a la mitad, de veinte a diez, las inspecciones que cada país realizaría anualmente en el otro país para investigar episodios sísmicos. La condición para dicho acuerdo, añadió, era que ninguna de las partes vetaría la creación de una comisión internacional que debería encargarse de monitorizar las denuncias.
La propuesta de Bobby Kennedy obedecía al temor creciente de EEUU a que los soviéticos estuvieran cavando profundos hoyos que les permitieran ocultar sus pruebas de armas atómicas. El mayor número de inspecciones anuales que Moscú se había mostrado dispuesto a aceptar hasta la fecha eran tres. Además, Moscú quería que las tareas de verificación se llevaran a cabo a través de una «troica» de representantes, uno del bloque soviético, uno del bloque capitalista occidental y otro del Tercer Mundo. El gobierno estadounidense se había opuesto a ese planteamiento, que le concedía de facto al representante soviético el derecho a veto. «El presidente no desea repetir la experiencia del encuentro de Jrushchov con Eisenhower en Camp David», dijo Bobby Kennedy, «y espera que el próximo encuentro se traduzca en acuerdos concretos.»
En su papel de pretendiente, Bolshakov no dijo nada que pudiera llevar a Bobby a pensar que las condiciones previas del presidente Kennedy para una cumbre eran inaceptables para Jrushchov. Tan sólo había un problema: Bolshakov era un mero mensajero y no sabía lo que pensaba Jrushchov tan bien como Bobby sabía lo que pensaba su hermano.
Los riesgos que los contactos entre Bolshakov y Bobby Kennedy planteaban para EEUU eran profundos y diversos. Bolshakov podía mentir en nombre de Moscú sin ni siquiera saberlo, pero era mucho menos probable que Bobby pudiera transmitir informaciones erróneas y, aunque hubiera querido, nunca lo habría hecho de forma tan hábil como el agente soviético. Además, era prácticamente seguro que a Bolshakov lo seguían los agentes del FBI; los informes de dichos agentes sobre sus reuniones podrían haber hecho crecer más aún las sospechas que J. Edgar Hoover, el jefe del FBI, albergaba ya sobre los Kennedy.
Finalmente, Bolshakov no disponía de la libertad de Bobby para negociar. Y como JFK pretendía mantener sus contactos en secreto incluso ante los miembros de su gabinete por lo menos hasta después de la Cumbre de Viena, el presidente no disponía de medios independientes para verificar la fiabilidad de Bolshakov. Moscú no sólo decidía lo que Bolshakov podía negociar, sino que también determinaba la forma concreta en que éste debía plantear las cuestiones. Si Robert Kennedy abordaba un asunto para el que Bolshakov no estaba preparado, al espía soviético le bastaba responder que consultaría la cuestión y le respondería al fiscal general más tarde.
Los mensajes más importantes que Bolshakov transmitió a sus superiores tras su primera reunión con Bobby Kennedy fueron la predisposición del presidente estadounidense a celebrar una cumbre, su temor a que el líder soviético pudiera considerarlo débil, su aversión a negociar el estatus de Berlín y su deseo por encima de todo de alcanzar un acuerdo para la prohibición de las pruebas atómicas. En cambio, tras el contacto inicial Bobby no le pudo ofrecer a su hermano ninguna información relevante sobre Jrushchov; no sólo eso, sino que se llevó la falsa impresión de que Jrushchov estaba dispuesto a aceptar las condiciones de su hermano.
Tras cinco horas de conversación, Bobby acompañó a Bolshakov a su casa. Gracias a la inyección de adrenalina, el agente soviético estuvo despierto toda la noche antes de mandar un telegrama a Moscú con un informe completo de la reunión a la mañana siguiente. Gracias a Bolshakov, Jrushchov sabía mucho mejor lo que Kennedy esperaba sacar de la cumbre y lo que temía. Al mismo tiempo, el espía había logrado engañar al presidente sobre lo que el líder soviético estaba dispuesto a aceptar.
MOSCÚ
VIERNES, 12 DE MAYO DE 1961
Ansioso por cerrar un acuerdo sobre la Cumbre de Viena, Jrushchov satisfizo rápidamente el deseo de Kennedy, que había pedido gestos que fomentaran la confianza entre ambos líderes.
En Ginebra, los altos cargos soviéticos que negociaban la situación en Laos llegaron a un acuerdo con los representantes británicos para evitar la inminente crisis. El resultado sería la celebración en Ginebra de una conferencia de paz en la que participarían catorce países y que tendría como objetivo poner fin a las hostilidades y lograr la neutralidad de Laos.
Ese mismo día, Jrushchov pronunció un discurso en Tiflis, la capital de la República Soviética de Georgia, que los altos cargos del Departamento de Estado de EEUU consideraron el mensaje más moderado sobre las relaciones entre EEUU y la URSS desde el incidente del U-2 el mayo anterior. Recurriendo de nuevo al lenguaje que había utilizado ya para aceptar la invitación de Kennedy a la cumbre, Jrushchov dijo que «aunque el presidente Kennedy y yo somos hombres de polos opuestos, vivimos en la misma Tierra y debemos encontrar un lenguaje común en determinadas cuestiones».
Ese mismo día, Jrushchov escribió una carta a Kennedy aceptando su invitación de casi dos meses antes para celebrar una cumbre. La carta no hacía ninguna mención a la prohibición de las pruebas atómicas, aunque sí hablaba de algunos asuntos en los que podían lograr avances, como la situación en Laos. Sin embargo, Jrushchov no estaba dispuesto a aparcar el problema de Berlín. El líder soviético aseguraba que no pretendía obtener ninguna ventaja unilateralmente sobre la ciudad dividida, pero que esperaba que su reunión permitiera acabar con un «peligroso foco de tensión en Europa».
Era el turno de Kennedy.
WASHINGTON, D.C.
DOMINGO, 14 DE MAYO DE 1961
El presidente Kennedy no quería aparentar precipitación y por ello decidió tomarse 48 horas para responder. No estaba nada satisfecho con la falta de disposición de Jrushchov por acordar una prohibición sobre pruebas nucleares, ni tampoco con su insistencia con la cuestión de Berlín. La carta del líder soviético se apartaba de las condiciones previas que Kennedy había transmitido a Bolshakov a través de su hermano Bobby. Sin embargo, y a pesar de los riesgos, Kennedy consideró que no tenía más remedio que aceptar la reunión.
El discurso de Jrushchov en Tiflis y sus gestos sobre Laos eran alentadores. Sin embargo, la verdad era que faltaba menos de un mes para uno de los encuentros más decisivos desde la Segunda Guerra Mundial y que las dos partes difícilmente iban a disponer del tiempo necesario para lograr acuerdos en lo que los diplomáticos llamaban los «elementos tangibles» de la cumbre. A ojos de los diplomáticos más veteranos, la precipitación del presidente revelaba impaciencia e ingenuidad.
Kennedy mandó telegramas a sus aliados más próximos informándolos de la inminente reunión, consciente de que alemanes y franceses en particular se mostrarían escépticos ante sus planes. En su mensaje al receloso Adenauer, escribió: «Asumo que compartirá mi opinión de que, puesto que aún no me he reunido con Jrushchov, una cumbre de estas características puede resultar útil teniendo en cuenta la actual situación internacional. Si la reunión efectivamente se llega a celebrar, lo tendré informado del contenido de mis conversaciones con Jrushchov, que preveo que sean de naturaleza general».
Pronto se aceleraron los preparativos para lo que todo el mundo sabía que sería un encuentro histórico: la primera cumbre de esas características en la era de la televisión. A pesar de los intentos de Kennedy por evitar la cuestión de Berlín, su equipo responsable de la política exterior había empezado ya a asumir que ésta definiría el primer año de mandato del presidente mucho más que Cuba, Laos, una hipotética prohibición sobre las pruebas nucleares o cualquier otro asunto.
El 17 de mayo, Henry Owen, miembro del equipo de planificación política del Departamento de Estado, expresó el consenso creciente dentro del gobierno: «De todos los problemas a los que se enfrenta esta administración, Berlín parece el más preñado de catástrofes». Owen sugirió la necesidad de destinar una partida mayor del presupuesto de 1963 a las armas convencionales y la defensa de Europa, «para incrementar nuestra capacidad de gestionar, y así tal vez impedir, una crisis en Berlín».
Dos días más tarde, el 19 de mayo, la administración Kennedy anunció oficialmente lo que la prensa llevaba varios días publicando a través de filtraciones: el presidente iba a reunirse con Jrushchov en Viena el 3 y el 4 de junio, después de reunirse con De Gaulle en París.
A los opinadores europeos y estadounidenses les preocupaba que el presidente acudiera debilitado a Viena, donde se hallaría en situación de desventaja. El semanario intelectual Die Zeit comparó a Kennedy con un viajante de comercio cuyo negocio pasara por una mala época y esperara poder mejorar sus perspectivas negociando directamente con la competencia. En sus páginas de opinión europea, el Wall Street Journal dijo que Kennedy proyectaba la «fuerte impresión… de unos Estados Unidos titubeantes y desesperados por recuperar su liderazgo occidental en la guerra fría». El influyente rotativo suizo Neue Zürcher Zeitung expresó su desesperación por lo que consideraba una falta de preparación por parte de los estadounidenses de cara a la reunión y también porque Kennedy hubiera renunciado a su requisito previo de que el Kremlin demostrara un cambio de actitud antes de organizar una cumbre de ese tipo.
Aunque Viena era terreno neutral, los diplomáticos europeos aún consideraban que Austria estaba mucho más cerca del ámbito de influencia ruso que la sede alternativa propuesta para la reunión, Estocolmo. «Por todo ello reina la sensación de que Kennedy va a reunirse con Jrushchov en un lugar y en un momento elegidos por el segundo», escribió el Neue Zürcher Zeitung. El periódico consideraba que el presidente de EEUU, en horas bajas, «tiene prisa por salvar sus alianzas y por ello acude dócilmente a Austria para reunirse cara a cara con el poderoso líder ruso».
BERLÍN ESTE
VIERNES, 19 DE MAYO DE 1961
Percibiendo que el viento soplaba ahora a su favor, el líder de la Alemania del Este, Walter Ulbricht, empezó a gestionar con mayor confianza la situación en Berlín. El embajador soviético en la Alemania del Este, Mijaíl Pervujin, se quejó ante el ministro de Asuntos Exteriores, Gromyko, de que Ulbricht estaba incrementando la presión sobre Berlín Oeste, endureciendo los controles civiles sin permiso del Kremlin.
«Nuestros amigos», dijo el embajador, utilizando el término que empleaba Moscú para referirse a sus aliados de la Alemania del Este, «pretenden ahora establecer unos controles en la frontera sectorial del Berlín correspondiente a la Alemania Democrática que les permitan, por expresarlo en sus propias palabras, cerrar “la puerta de Occidente”, reducir el éxodo de población de la República y debilitar la influencia de la conspiración económica contra la RDA, que se ejecuta directamente desde Berlín Oeste.» Asimismo, Pervujin informó de que Ulbricht pretendía cerrar la frontera sectorial, contraviniendo así las políticas soviéticas.
A Jrushchov le preocupaba que los excesos de Ulbricht pudieran llevar a los estadounidenses a cancelar la Cumbre de Viena, de modo que le solicitó a Pervujin que controlara a sus socios de la Alemania del Este, que se mostraban cada vez más impacientes e insolentes.
WASHINGTON, D.C.
DOMINGO, 21 DE MAYO DE 1961
El presidente Kennedy empezaba a temer que estuviera metiéndose en una trampa.
Dos semanas antes de la reunión, Robert Kennedy contactó de nuevo con Bolshakov. El día elegido en esta ocasión fue un domingo, cuando su encuentro pasaría más desapercibido. El fiscal general invitó al espía soviético a Hickory Hill, su casa de campo en McLean, Virginia, donde los dos hombres mantuvieron una conversación de dos horas.
Bolshakov expuso la posición soviética, para lo que había memorizado detalladamente cinco páginas de informes antes de la reunión. Su memoria era extraordinaria y su forma distendida de hablar ocultaba el hecho de que aún no dominaba su papel de intermediario.
Tras dejar claro que hablaba en nombre del presidente, Bobby le dijo a Bolshakov que si necesitaba contactar con él lo llamara desde una cabina y que sólo diera su nombre a su secretaria y a su portavoz de prensa, Ed Guthman. En ocasiones, cuando Bolshakov prefería no correr el riesgo de contactar personalmente con Bobby, era Holeman quien llamaba a Guthman y le decía: «Mi hombre quiere ver a tu hombre». Bobby le confesó a Bolshakov que sólo su hermano estaba al corriente de sus reuniones, y que las aprobaba.
En cambio, el papel de Bolshakov era conocido por un número creciente de altos cargos soviéticos. El GRU enviaba copia de todos los informes de Bolshakov a Anatoly Dobrynin, el funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores a cargo del grupo de asesores soviéticos para las conversaciones de Viena. Uno de los jefes de Bolshakov en Moscú escribió con estupefacción acerca de la reunión del 21 de mayo con Bobby Kennedy: «No existen precedentes de una situación en la que un miembro del gobierno de EEUU se reúna con nuestro hombre en secreto». Moscú enviaba comunicados a su embajada y también a sus espías sobre cómo mantener dichas reuniones en secreto ante la prensa estadounidense y el FBI.
Bobby le dijo a Bolshakov que estaba decepcionado porque en su carta al presidente Kennedy, Jrushchov no hubiera mencionado de forma más explícita la posibilidad de firmar un tratado para la prohibición de las pruebas nucleares. A continuación realizó una concesión a Bolshakov: Washington iba a aceptar la troica de inspectores que deseaba el Kremlin (en representación del bloque soviético, el bloque occidental y los países no alineados), pero Rusia no tendría derecho a veto sobre qué podía ser inspeccionado.
Bolshakov hizo creer a Bobby que disponía de mayor libertad de negociación de la que realmente tenía. Dijo que los soviéticos aceptarían la instalación de quince estaciones de detección sin supervisión en el suelo soviético, que se acercaba a las diecinueve que exigían los estadounidenses.
En aras de establecer un vínculo más estrecho con Jrushchov, Bobby dijo que él y su hermano estaban de acuerdo en principio con los soviéticos en lo que éstos denominaban el problema histórico alemán y que simpatizaban con su temor al revanchismo germánico. Le dijo también que el presidente compartía la oposición soviética a una Alemania nuclear en situación de intentar recuperar sus territorios orientales. «Mi hermano luchó contra ellos», le dijo Bobby a Bolshakov y añadió que las dos partes discrepaban tan sólo en las posibles soluciones.
Bolshakov y Bobby Kennedy prosiguieron con sus reuniones hasta una semana antes de la Cumbre de Viena. Tal vez por ese motivo el Kremlin tardó tan sólo un día en responder a la petición del presidente Kennedy para que los dos líderes incluyeran más reuniones cara a cara de ambos líderes, acompañados tan sólo por sus intérpretes.
Pero dos días después de la última reunión con Bolshakov antes de la Cumbre de Viena, Jrushchov mandó el mensaje que reflejaría más claramente su determinación a negociar el futuro de Berlín.
Para ello, sin embargo, optó por recurrir al canal oficial y contactar con el embajador Thompson en Moscú; no quería que nadie pudiera dudar de su intención de forzar la situación.
PALACIO DE DEPORTES, MOSCÚ
MARTES, 23 DE MAYO DE 1961
Casualmente, Jrushchov iba a declarar su firme intención de abordar la cuestión de Berlín en el mismo recinto deportivo en el que había desencadenado la Crisis de Berlín hacía dos años y medio, ante un público compuesto por comunistas polacos.
Pocos minutos después de que el embajador Thompson y su mujer llegaran al palco de Jrushchov para presenciar una función especial del espectáculo americano Ice Capades, el líder soviético les dijo que había visto ya suficientes espectáculos de patinaje artístico para toda una vida y acompañó a los Thompson a una sala privada para cenar. Entonces les confesó que aquella invitación había sido una excusa para discutir la Cumbre de Viena.
Thompson no tomó notas, pero más tarde no tendría problemas para recordar su conversación en un telegrama a Washington. Con música americana de fondo, el sonido de los patines sobre el hielo y los aplausos del público, Jrushchov le transmitió un mensaje inequívoco: si no se llegaba a un nuevo acuerdo sobre Berlín, le dijo a Thompson, adoptaría medidas unilaterales y en otoño o invierno cedería el control de la ciudad a los alemanes del Este y pondría fin a los derechos de ocupación aliados.
Jrushchov descartó que la cumbre pudiera centrarse en el desarme nuclear, tal como deseaba Kennedy, pues éste era inviable mientras perdurase el problema de Berlín. Si EEUU intentaba interferir con los planes soviéticos en Berlín, dijo, responderían con el uso de la fuerza. Si EEUU quería guerra, tendría guerra. No era la primera vez que Thompson veía la cara más belicosa de Jrushchov, pero teniendo en cuenta que faltaban apenas unos días para la Cumbre de Viena, ésta resultaba más inquietante que nunca.
A continuación Jrushchov se encogió de hombros y auguró que no habría ningún conflicto. «Sólo un loco querría una guerra y los líderes occidentales no están locos, aunque Hitler sí lo estaba», afirmó. Entonces Jrushchov pegó un puñetazo encima de la mesa y habló de los horrores de la guerra, que tan bien conocía. No podía creer que Kennedy pudiera provocar una catástrofe como ésa a causa de Berlín.
Thompson replicó que era Jrushchov, y no Kennedy, quien creaba aquel peligro amenazando con alterar la situación en Berlín.
Aunque eso fuera cierto, respondió Jrushchov, si estallaban las hostilidades iban a ser los estadounidenses y no los soviéticos quienes cruzaran la frontera de la Alemania del Este para defender Berlín y sería eso lo que desencadenaría la guerra.
Una y otra vez durante la cena, Jrushchov insistió en que habían pasado dieciséis años desde la victoria en la Gran Guerra y que había llegado el momento de poner fin a la ocupación de Berlín. Jrushchov le recordó a Thompson que en su ultimátum original de 1958 sobre Berlín había reclamado una solución satisfactoria en seis meses. «Han pasado treinta meses», dijo, indignado ante la insinuación de Thompson de que las cosas podían mantenerse como estaban actualmente en Berlín. EEUU intentaba dañar el prestigio soviético, aseguró, y eso era algo que él no podía permitir.
Thompson admitió que EEUU no podía impedir que Jrushchov firmara un tratado de paz con la Alemania del Este, pero que la cuestión importante era si el líder soviético iba a aprovechar el momento para interferir con el derecho de acceso a Berlín por parte de los estadounidenses. Jrushchov acababa de lanzar un globo sonda sobre la posibilidad de adoptar una postura más dura durante la Cumbre de Viena y, Thompson replicó con la que probablemente habría sido la respuesta de Kennedy.
Thompson argumentó también que el prestigio de EEUU en el mundo dependía de su compromiso con los berlineses. Además, Washington temía que si cedía a las presiones soviéticas en Berlín, la Alemania Federal y la Europa occidental serían las siguientes en caer. «El efecto psicológico sería desastroso para nuestra posición», le dijo a Jrushchov.
El líder soviético se burló de las palabras de Thompson y repitió lo que se había convertido en su tonadilla: Berlín no tenía demasiada importancia ni para EEUU ni para la URSS; ¿a qué venía tanto revuelo por un simple cambio en el estatus de la ciudad?
Thompson replicó que si Berlín era realmente tan insignificante, no entendía que Jrushchov asumiera un riesgo tan grande tan sólo para lograr el control de la ciudad.
Entonces Jrushchov avanzó la propuesta que tenía pensado exponer en Viena: nadie iba a impedir la presencia de las tropas estadounidenses en la «ciudad libre» de Berlín Oeste. Lo único que cambiaría sería que en el futuro Washington tendría que negociar esos derechos con la Alemania del Este, dijo.
Thompson tanteó el terreno y preguntó qué elementos preocupaban más a Jrushchov, insinuando que tal vez se trataba del problema de los refugiados, pero el líder soviético se limitó a responder: «Berlín es una llaga purulenta que hay que eliminar».
Jrushchov le dijo a Thompson que la reunificación alemana era imposible, y que de hecho nadie la deseaba, tampoco De Gaulle, Macmillan ni Adenauer. Aseguró que De Gaulle le había dicho que Alemania no sólo debía permanecer dividida, sino que sería aún mejor si se dividía en tres partes.
El moderado Thompson se dio cuenta de que no tenía más remedio que responder a la amenaza de Jrushchov para evitar que éste lo malinterpretara y creyera que le estaba dando luz verde sobre Berlín. «Muy bien, si ustedes usan la fuerza», dijo Thompson, «si deciden cortar el acceso y las comunicaciones mediante el uso de la fuerza, nos veremos obligados a responder también con el uso de la fuerza.»
Jrushchov respondió calmadamente, con una sonrisa. Thompson lo había malinterpretado, dijo. El volátil líder soviético dijo ahora que no tenía intención de recurrir al uso de la fuerza. Simplemente iba a firmar un tratado que pondría fin a los derechos de EEUU logrados como «condiciones de capitulación».
El telegrama posterior de Thompson a Washington acerca de su enfrentamiento en la pista de hielo no reflejaba la importancia de lo que acababa de oír. Para Jrushchov, había sido un ensayo general para lo que se avecinaba. Thompson, sin embargo, le quitó hierro a las bravuconadas del líder soviético. Escribió que Jrushchov había expuesto por primera vez los detalles de cómo podía llevarse a cabo una división permanente de la ciudad sin violar los derechos estadounidenses. Thompson insistió en su convicción de que Jrushchov no forzaría la cuestión de Berlín hasta después del Congreso del Partido de octubre. En Viena, auguró Thompson, Jrushchov simplemente iba a «pasar de puntillas sobre el problema de Berlín con tono ameno y agradable».
Sin embargo, Thompson sugirió que Kennedy le ofreciera a Jrushchov en Viena una fórmula sobre Berlín que permitiera a ambas partes salvar las apariencias, ya que era probable que el problema volviera a repuntar a finales del año. De otro modo, añadió, «la guerra penderá de un hilo».
Ese mismo día, Kennedy estaba recibiendo otro tipo de información sobre Berlín. El jefe de la misión estadounidense en la ciudad dividida, el diplomático E. Allan Lightner Jr., afirmó que «Moscú puede vivir con el status quo en Berlín durante un tiempo más» y que Jrushchov no tenía un calendario de actuación. Así, aseguró Lightner, Kennedy podía pararle los pies a Jrushchov en Viena mandando un mensaje claro de que EEUU estaba decidido a defender la libertad de la ciudad y que «los soviéticos no deben entrometerse en Berlín».
Lightner quiso asegurarse de que Kennedy era consciente de las consecuencias que podía tener una postura tibia en Viena. «Cualquier señal del presidente en el sentido de que está dispuesto a negociar soluciones provisionales, compromisos o un modus vivendi», dijo, «reducirá el impacto de advertir a Jrushchov de las funestas consecuencias que tendría subestimar nuestra determinación.»
WASHINGTON, D.C.
MARTES, 25 DE MAYO DE 1961
Como si fuera un escritor que acabara de leer el primer borrador de su presidencia, Kennedy decidió pronunciar un segundo Discurso sobre el Estado de la Unión el 25 de mayo («un Mensaje Especial a la Nación sobre Necesidades Nacionales Urgentes») tan sólo doce semanas después del primero. Éste dejaba claro que, antes de Viena y después de Bahía Cochinos, el presidente tenía la sensación de que debía preparar el terreno y mandarle a Jrushchov un inequívoco mensaje de determinación.
Bobby Kennedy había aprovechado una de sus reuniones con Bolshakov para advertir a Jrushchov de que, a pesar de que el presidente utilizaría una retórica dura durante su discurso, eso no significaba que el deseo de su hermano por cooperar hubiera disminuido. Sin embargo, el canal Bolshakov no era un medio apropiado para transmitir un mensaje de fortaleza que iba dirigido tanto al público nacional como a Jrushchov.
Ante una sesión conjunta del Congreso y de una audiencia televisiva de alcance nacional, Kennedy explicó que, en «momentos extraordinarios», también otros presidentes estadounidenses habían pronunciado un segundo Discurso sobre el Estado de la Unión en un mismo año. Aquél era uno de esos momentos, aseguró. Estados Unidos, afirmó, era el valedor de la causa de la libertad en el mundo, y declaró su intención de aplicar «una doctrina de libertad».
En su discurso, de 48 minutos, el presidente se vio interrumpido en dieciocho ocasiones por los aplausos. Kennedy subrayó la necesidad de contar con una economía estadounidense fuerte y se congratuló del fin de la recesión y el inicio de la recuperación. Se refirió al hemisferio sur como «la tierra de los pueblos emergentes» (Asia, Latinoamérica, África y el Oriente Próximo), donde había que plantar cara a los adversarios de la libertad en «el mayor campo de batalla del mundo».
Kennedy anunció un incremento de la partida militar de unos setecientos millones de dólares para expandir y modernizar el ejército, superar a los soviéticos en la carrera armamentística y reorganizar la defensa civil triplicando los fondos destinados a la construcción de refugios nucleares. Aseguró que tenía intención de reclutar a 15.000 marines más y destinar una mayor atención a las guerras de guerrilla en el Tercer Mundo, aumentando la producción de obuses, helicópteros y portaaviones blindados, y unidades de reserva. Pero, sobre todo, declaró que antes del fin de la década Estados Unidos mandaría un hombre a la Luna y lo haría volver a la Tierra. Era una carrera en la que estaba decidido a derrotar a los soviéticos, que habían enviado el primer satélite y el primer hombre al espacio.
A tan sólo nueve días de la Cumbre de Viena, el mensaje de Kennedy al pueblo estadounidense era que el mundo se estaba convirtiendo cada vez en un lugar más peligroso, que Estados Unidos tenía una responsabilidad global como adalid de la libertad y que no podía eludir los sacrificios que eso comportaba. En cuanto a la Cumbre de Viena, rebajó las expectativas sobre lo que se podía conseguir con un adversario tan difícil y dedicó un único párrafo al asunto.
«No existe ningún orden del día formal, de modo que no habrá ningún tipo de negociaciones», dijo.
MOSCÚ
VIERNES, 26 DE MAYO DE 1961
En respuesta directa a lo que había percibido como un golpe bajo de Kennedy, Jrushchov reunió a la sección más importante de su gobierno, el Presidium del Partido Comunista. Como de costumbre, su decisión de llevar a una taquígrafa a la reunión indicaba que tenía intención de decir algo importante.
Jrushchov les dijo a sus colegas del Presidium que Kennedy era «un hijo de puta». A pesar de eso, aseguró que otorgaba gran importancia a la Cumbre de Viena, pues tenía intención de utilizarla para lograr avances en lo que él denominaba «la cuestión alemana». A continuación trazó la solución que iba a proponer, recurriendo básicamente a los mismos términos que había empleado ya con el embajador Thompson.
¿Era posible que sus propuestas para modificar el estatus de Berlín desencadenaran una guerra nuclear?, les preguntó a sus camaradas. Sí, respondió él mismo, pero a continuación explicó por qué consideraba que un conflicto de esas características era improbable en un 95 por ciento.
El único de sus camaradas del Presidium que osaba disentir de la opinión del líder soviético era Anastas Mikoyan. Éste aseguró que Jrushchov subestimaba la predisposición y las capacidades estadounidenses de desencadenar una guerra convencional para defender Berlín. Modificando su postura respecto a sus anteriores invectivas, en las que parecía ver a la Alemania Federal y Adenauer como las principales amenazas, Jrushchov aseguró a los asistentes que Estados Unidos era el país más peligroso para los soviéticos. En otro episodio de su relación de amor y odio con los estadounidenses, Jrushchov volvió a jugar la carta del odio en vísperas de la Cumbre de Viena, una clara indicación a sus colegas de gobierno del resultado que preveía para la misma.
Jrushchov insistió en su obsesiva convicción de que aunque iba a reunirse con Kennedy, eran el Pentágono y la CIA quienes dirigían EEUU, algo que ya había creído percibir durante sus negociaciones con Eisenhower. Afirmó que precisamente por ese motivo, no podían confiar en que los líderes estadounidenses tomaran decisiones basadas en principios lógicos. «Por eso algunas potencias podrían aprovechar cualquier pretexto para declararnos la guerra», afirmó.
Jrushchov les dijo a sus camaradas que estaba dispuesto a asumir el riesgo de una guerra, pero también que sabía cuál era la forma de evitarla. Aseguró que los aliados europeos de Estados Unidos y la opinión pública mundial impedirían a Kennedy responder con armas nucleares a un cambio en el estatus de Berlín. Dijo que De Gaulle y Macmillan nunca apoyarían una deriva belicista estadounidense que los acercara a una guerra, pues sabían que los objetivos principales de los soviéticos, teniendo en cuenta el alcance de los misiles de Moscú, estarían en Europa.
«Son personas inteligentes y lo entenderán», dijo.
A continuación Jrushchov detalló cómo iba a evolucionar la situación en Berlín cuando expirara el ultimátum de seis meses que tenía intención de lanzar en Viena. En primer lugar, firmaría un tratado de paz unilateral con la Alemania del Este, a la que cedería el control de todas las rutas de acceso al Berlín Oeste. «No nos enrocaremos en Berlín Oeste, ni llevaremos a cabo ningún bloqueo», explicó, dando a entender que no ofrecerían ningún pretexto para una confrontación militar. «Demostraremos nuestra disposición a permitir el tráfico aéreo, con la condición de que los aviones occidentales aterricen en aeropuertos de la RDA [y no en Berlín Oeste]. No exigiremos una retirada de tropas; las consideraremos ilegales, pero no recurriremos a la fuerza para lograr su supresión. No impediremos el envío de alimentos y no cortaremos ninguna otra vía de comunicación. Observaremos una estricta política de no violación y de no intervención en los asuntos de Berlín Oeste. Por todo ello, no considero que poner punto final al estado de guerra y el régimen de ocupación pueda desencadenar una guerra.»
Mikoyan fue el único que advirtió a Jrushchov de que la probabilidad de una guerra era mayor de la que el líder soviético preveía. Por respeto al líder soviético, sin embargo, sólo la tasó en un 10 por ciento, en comparación con el 5 por ciento que había aventurado Jrushchov. «En mi opinión, EEUU podría adoptar acciones militares sin necesidad de recurrir a las armas atómicas», dijo.
Jrushchov replicó que Kennedy temía tanto la guerra que no reaccionaría militarmente. Admitió ante el Presidium que a lo mejor deberían llegar a un acuerdo sobre Laos, Cuba o el Congo, donde el equilibrio de armamento convencional era menos claro, pero aseguró que la superioridad del Kremlin en Berlín era incuestionable.
Para mayor seguridad, sin embargo, Jrushchov ordenó al secretario de defensa, Rodión Malinovski, al jefe del Estado Mayor del Ejército Soviético, Matvéi Zajárov, y al comandante del Pacto de Varsovia, Andrei Grechko (presentes en la reunión) que «reexaminen a fondo la correlación de fuerzas en Alemania para determinar cuáles son nuestras necesidades». Jrushchov aseguró que estaba dispuesto a gastar los rublos necesarios. El primer paso era potenciar la artillería y el armamento básico para posteriormente acumular más armamento para la eventualidad de que la Unión Soviética recibiera más provocaciones. Quería que en dos semanas sus comandantes le entregaran un informe sobre sus planes para una operación en Berlín, y al cabo de seis meses esperaba poder acompañar sus duras palabras en Viena con un gran incremento de su capacidad militar.
Mikoyan advirtió a Jrushchov de que estaba colocando a Kennedy en una peligrosa encrucijada en la que podía no quedarle más remedio que responder militarmente. Mikoyan sugirió que Jrushchov permitiera que el tráfico aéreo continuara aterrizando en Berlín Oeste, algo que tal vez haría que la solución fuera más aceptable para Kennedy.
Jrushchov no estaba de acuerdo. Les recordó a sus camaradas que la Alemania del Este estaba en proceso de implosión. Miles de profesionales huían del país cada semana. Si no eran capaces de atajar aquella situación, Ulbricht se pondría aún más nervioso y, lo que era aún peor, surgirían dudas entre los aliados del Pacto de Varsovia, que «percibirían incertidumbre y falta de coherencia en nuestra forma de actuar».
Jrushchov no sólo estaba dispuesto a cerrar el corredor aéreo, dijo mirando fijamente a Mikoyan, sino que daría órdenes de derribar cualquier avión aliado que intentara aterrizar en Berlín Oeste. «Nuestra posición es muy fuerte, pero aun así tendremos que intimidarlos. Si algún avión se acerca, tendremos que derribarlo. ¿Pueden responder con actos de provocación? Desde luego… Si ejecutamos esta política y si queremos que nos reconozcan, nos respeten y nos teman, debemos mostrarnos firmes.»
Jrushchov puso punto final al consejo de guerra con una conversación sobre si debía intercambiar regalos con Kennedy en Viena, tal como exigía el protocolo.
Los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores sugirieron que le entregara al presidente Kennedy doce latas del mejor caviar negro y discos de música soviética y rusa. Entre otros regalos, sus asesores habían pensado en un juego de café de plata para la señora Kennedy, aunque querían la aprobación de Jrushchov.
«Supongo que se pueden intercambiar regalos incluso antes de una guerra», respondió Jrushchov.
HYANNIS PORT, MASSACHUSETTS
SÁBADO, 27 DE MAYO DE 1961
Kennedy despegó en medio de un temporal a bordo del Air Force One desde la base aérea de Andrews con destino a Hyannis Port. Faltaban tan sólo tres días para que aterrizara en París para reunirse con de Gaulle, y una semana para su cara a cara con Jrushchov en Viena. Su padre había decorado el dormitorio del presidente con fotos de mujeres voluptuosas, una broma entre dos mujeriegos para celebrar el 44 cumpleaños de su hijo.
Kennedy había decidido retirarse al complejo de su familia y participar brevemente en las celebraciones antes de enterrarse bajo varias toneladas de informes sobre los temas más diversos, desde el equilibrio nuclear hasta la naturaleza psicológica de Jrushchov. Los servicios de inteligencia ofrecían la imagen de un hombre que se mostraría encantador para, acto seguido, intentar intimidarlo; un jugador empedernido que lo pondría a prueba; un marxista convencido que quería coexistir y al mismo tiempo competir; un líder cruel e inseguro de origen campesino, astuto y, sobre todo, imprevisible.
El presidente sólo esperaba que los informes sobre él de los que disponía Jrushchov no fueran tan reveladores. La espalda le dolía más que nunca y había empeorado más aún a causa de una lesión que había sufrido plantando un árbol durante una ceremonia en Canadá, hacía pocos días. En su equipaje, y junto con la documentación, iba a llevarse también procaína para la espalda, cortisona para la enfermedad de Addison y un cóctel de vitaminas, enzimas y anfetaminas para cuando le fallaran las energías y lo aquejaran otras dolencias.
Utilizaba muletas, aunque nunca en público, e iba de aquí para allá con paso renqueante, como un atleta lesionado preparándose para un partido de alta competición.