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La hora de los amateurs
Los europeos tuvieron la sensación de estar viendo a un joven y talentoso amateur practicando con un búmeran y de pronto descubrir, horrorizados, que éste se había dejado a sí mismo fuera de combate. Los llenó de estupor que una persona con tan poca experiencia pudiera jugar con un arma tan letal.
DEAN ACHESON refiriéndose a la actuación del presidente Kennedy durante la debacle de Bahía Cochinos,
junio de 1961
No entiendo a Kennedy. ¿Es posible que sea tan indeciso?
El primer ministro JRUSHCHOV a su hijo Sergéi después del episodio de Bahía Cochinos
LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
VIERNES, 7 DE ABRIL DE 1961
Era el primer día cálido de primavera y la temperatura era perfecta para que el presidente Kennedy diera un paseo por el Jardín de Rosas de la Casa Blanca acompañado por Dean Acheson. Kennedy había sugerido aquel paseo y había añadido que precisaba consejo urgente. Si Kennedy iba en mangas de camisa, Acheson presentaba su aspecto habitual, con chaqueta y pajarita. Su única concesión al tiempo consistió en quitarse el bombín, que se puso bajo el brazo.
El ex secretario de estado de Truman esperaba que Kennedy le preguntara por los proyectos de la OTAN en Berlín, pues al día siguiente tenía previsto trasladarse a Europa para informar a los aliados sobre sus progresos. Pero Kennedy dijo que tenía otro asunto urgente en mente. «Salgamos al jardín a tomar el sol», dijo el presidente, que acompañó a Acheson hasta un banco y se sentó junto a él. «¿Sabe algo de la propuesta sobre Cuba?»
Acheson admitió que ni siquiera sabía que hubiera una propuesta sobre Cuba.
Así pues, Kennedy expuso el plan que, según dijo, estaba considerando. Una fuerza de combate de entre 1.200 y 1.500 exiliados cubanos (soldados que la CIA había entrenado en Guatemala) iban a invadir la isla. Recibirían apoyo aéreo de bombarderos B-26, tripulados también por exiliados. La idea era que después de ganar una cabeza de playa, unos 7.000 insurgentes y otros oponentes a Castro que se encontraban ya en la isla organizarían una revuelta. Sin necesidad de recurrir a soldados ni aviones estadounidenses, EEUU eliminaría a Fidel Castro y lo reemplazaría por un régimen amigo. El plan se había fraguado durante la administración Eisenhower, pero Kennedy lo había revisado durante sus primeras semanas en el cargo. La operación contaba con el apoyo material, de entrenamiento y planificación de los servicios de inteligencia estadounidenses.
Acheson no ocultó su alarma. Dijo que le parecía una locura y que esperaba que el presidente no hablara en serio.
«No sé si hablo en serio», dijo Kennedy. «He estado pensando en la propuesta, en ese sentido sí es algo serio. Aún no he tomado la decisión, pero lo estoy considerando muy seriamente.»
Lo cierto, no obstante, era que el presidente había dado el visto bueno al plan hacía casi un mes, el 11 de marzo de 1961, y había aprobado los últimos detalles el 5 de abril, dos días antes de su conversación con Acheson. Tan sólo había alterado dos elementos importantes del plan original: había modificado el lugar del desembarco para que la invasión fuera menos espectacular y se había asegurado de que hubiera un campo de aviación cerca para poder garantizar el apoyo aéreo táctico. Por lo demás, sin embargo, la «Operación Mangosta» se ceñía fundamentalmente al plan que la administración Eisenhower había entregado a Kennedy.
Acheson dijo que «no tenía que llamar a Price Waterhouse» para asegurar que los 1.500 cubanos de Kennedy no podrían hacer nada contra los 25.000 cubanos de Castro. Le dijo a Kennedy que una invasión de esas características tendría consecuencias devastadoras para el prestigio de EEUU en Europa y para las relaciones con los soviéticos sobre Berlín, donde éstos responderían probablemente con una agresión.
Sin embargo, era precisamente el conflicto en Berlín lo que había empujado a Kennedy a asegurarse de que no hubiera activos estadounidenses evidentes implicados en la operación cubana; no quería que los soviéticos dispusieran de ningún pretexto para vengarse en Berlín.
Los dos hombres conversaron incómodamente durante un rato más y, finalmente, Acheson se marchó del Jardín de Rosas sin haber hablado sobre nada más que de Cuba. En el momento de partir hacia Europa, Acheson decidió que no tenía por qué preocuparse por el asunto de la invasión cubana, pues «me pareció una idea totalmente descabellada».
Acheson confiaba en que prevalecería la cordura.
RHÖNDORF, ALEMANIA FEDERAL
DOMINGO, 9 DE ABRIL DE 1961
Las preocupaciones del canciller alemán Konrad Adenauer sobre cómo gestionar su relación con Kennedy llegaron a tal punto que éste le pidió a su amigo Dean Acheson que se reuniera con él en Bonn para diseñar una estrategia antes de su visita a EEUU programada para unos días más tarde.
Aquel domingo, una multitud de alemanes habían salido a pasear bajo los frutales, a orillas del Rin, mientras Adenauer, con actitud mucho menos relajada, pasó junto a ellos a toda velocidad. En su Mercedes iba también Acheson, a quien acompañaba del aeropuerto a su casa. El canciller disfrutaba de la velocidad de los coches de ingeniería alemana, que se habían convertido ya en un éxito de exportación, y Acheson se agarró a su asiento mientras el chófer de Adenauer aceleraba para seguir el ritmo del jeep que los precedía.
En la trasera abierta del jeep iba sentado un soldado que guiaba el coche oficial con la ayuda de dos remos: si el soldado extendía el remo de la derecha, era una señal para el chófer de Adenauer de que iban a adelantar por el arcén; si señalaba hacia la izquierda, significaba que iban a cambiar de carril y conducir por entre los vehículos que circulaban en sentido contrario. Acheson dirigió una sonrisa forzada a Adenauer y observó que «el viejo se lo estaba pasando en grande».
Un pequeño grupo de vecinos de Adenauer se habían reunido para aplaudir a la legendaria pareja de políticos a su llegada a la casa del canciller, en el pueblo de Rhöndorf, a orillas del Rin. Adenauer, de ochenta y cinco años, echó un vistazo a las zigzagueantes escaleras que subían desde la acera por la colina de unos treinta metros hasta la puerta de su casa y, dirigiéndose a su invitado de sesenta y siete años, dijo: «Amigo mío, ya no es tan joven como cuando nos conocimos, por lo que le aconsejo que no suba las escaleras demasiado deprisa».
«Muchas gracias, señor canciller», replicó Acheson con una sonrisa. «Si veo que me fallan las fuerzas, ¿puedo cogerme de su brazo?»
Adenauer se rió. «¿Me toma el pelo?»
«Jamás se me ocurriría hacerlo», respondió Acheson, con otra sonrisa. Aquellas bromas amistosas eran como un elixir contra la desazón de Adenauer.
Acheson pasó la mayor parte del día intentando calmar a Adenauer, al que encontró aquejado de «una preocupación mortal, preocupadísimo» por Kennedy. La mayor preocupación de Adenauer era que Kennedy decidiera pactar con los rusos a sus espaldas en una serie de cuestiones contrarias a los intereses alemanes y que con ello abandonara a los berlineses. También estaba preocupado por la nueva oleada de hostilidad hacia los alemanes en EEUU tras tantos años de posguerra, una hostilidad exacerbada por las espeluznantes revelaciones del libro de William Shirer Auge y caída del Tercer Reich, recientemente publicado, y por el juicio inminente del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Israel.
Pero más allá de todo eso, Adenauer estaba angustiado por las informaciones que apuntaban a que la administración Kennedy pretendía modificar su estrategia de disuasión, que en el futuro pasaría por confiar menos en las armas nucleares e introducir un nuevo concepto bautizado como «respuesta flexible»; este nuevo enfoque pondría mayor énfasis en las armas convencionales en todas las contingencias relacionadas con Berlín. Aunque dicho cambio de estrategia no iba a afectar sustancialmente a la seguridad de la Alemania Federal, la administración Kennedy no había consultado ni informado de sus intenciones ni a Adenauer, ni a ninguna autoridad de la Alemania Federal.
Lo que Adenauer no sabía mientras criticaba la nueva estrategia era que Acheson era uno de sus principales defensores y arquitectos. Adenauer estaba convencido de que Occidente sólo podría contener a Moscú si Jrushchov estaba convencido de que cualquier movimiento soviético en Berlín podía desencadenar una respuesta nuclear devastadora por parte de EEUU. El canciller alemán temía que Moscú viera en aquel cambio de enfoque estadounidense una invitación a poner a prueba la determinación de Washington. Aunque no se lo dijo en esa ocasión, Acheson no coincidía con la interpretación de Adenauer, pues dudaba que cualquier presidente estadounidense decidiera poner en peligro las vidas de millones de sus compatriotas por defender Berlín e imaginaba que Jrushchov era también consciente de ello.
Acheson prefirió centrarse en tranquilizar a Adenauer y convencerlo de que Kennedy estaba tan decidido como sus antecesores a defender la libertad de la Alemania Federal y de Berlín Oeste. Acheson informó a Adenauer con cierto detalle del plan de contingencia militar de la administración Kennedy respecto a Berlín y del escepticismo de Kennedy en cuanto a las intenciones de los rusos.
Adenauer suspiró aliviado. «Me quita un verdadero peso de encima.»
Al mismo tiempo, sin embargo, Acheson tuvo que decepcionar al canciller en lo que era uno de sus sueños. De momento, Kennedy había rechazado el plan esbozado por Eisenhower consistente en destinar una flota de submarinos nucleares estadounidenses Polaris bajo control de la OTAN, lo que habría convertido la Alianza Atlántica en la cuarta potencia nuclear del mundo. De momento, EEUU, Gran Bretaña y Francia iban a conservar el monopolio. A cambio, Kennedy iba a poner cinco o más Polaris a disposición de la OTAN, aunque bajo las órdenes del mando estadounidense, y con unos condicionantes tan severos y un procedimiento de uso tan complejo que no iba a satisfacer el deseo de Adenauer de disponer de un elemento de disuasión nuclear más accesible.
En resumen, la visión cambiante de Kennedy sobre cómo había que abordar las contingencias militares en Berlín (de la que se hacen eco los informes de la KGB de la época enviados desde París y otros lugares) pasaba por garantizar que el conflicto por Berlín siguiera siendo una cuestión de carácter local, que en ningún caso pudiera desembocar en una guerra mundial. Para ello era necesario no sólo reducir la dependencia estadounidense de las armas nucleares en un hipotético enfrentamiento por Berlín, sino también rechazar los planes que contemplaban proporcionar armas atómicas a la OTAN.
Adenauer cerró el día como de costumbre, invitando a su huésped a su rosaleda a jugar a la petanca. Adenauer se quitó la chaqueta pero no la corbata y se remangó las mangas para lanzar primero la bola pequeña y luego las más grandes; tenía un aspecto encantadoramente formal.
Al ver que Acheson estaba a punto de ganar, el canciller cambió las normas y empezó a hacer carambolas, haciendo rebotar las bolas en las planchas laterales.
Ante las protestas de Acheson, Adenauer replicó con una sonrisa: «Esto es Alemania y en Alemania las normas las pongo yo».
Acheson sonrió, consciente de que su misión había logrado su objetivo. Había logrado que Adenauer se preocupara menos por Kennedy, había preparado el terreno para que el canciller encajara mejor las decepciones que pudiera depararle su visita a Washington y se había asegurado de que la primera reunión entre Adenauer y Kennedy tuviera un tono más prometedor.
Lo que Acheson no podía prever, sin embargo, era que la visita de Adenauer iba a quedar ensombrecida por dos acontecimientos: un histórico lanzamiento espacial soviético y la debacle estadounidense en Cuba.
PENÍNSULA DE PITSUNDA, LA UNIÓN SOVIÉTICA
MARTES, 11 DE ABRIL DE 1961
El día en que Adenauer cogió el avión hacia Washington, Jrushchov se había retirado a su mansión de Sochi, en la península de Pitsunda, en la costa este del mar Negro, donde se dedicó a descansar al tiempo que se mantenía puntualmente informado de los planes soviéticos para lanzar al primer hombre al espacio la mañana siguiente. También había empezado a preparar el XXII Congreso del Partido Comunista de octubre.
Más tarde, Jrushchov explicaría sus frecuentes retiros a Pitsunda alegando que «una gallina debe estar un tiempo tranquila si quiere poner un huevo». Aunque el dicho resulta algo extraño en una lengua que no sea el ruso, Jrushchov describía su significado de forma positiva: «Si quiero planear algo, necesitaré tiempo para hacerlo bien». Pitsunda era el lugar donde Jrushchov recuperaba el aliento cuando la historia se aceleraba y también donde escribía algunas de sus páginas. Había sido allí, caminando por entre los pinos y las casetas de la playa, donde había redactado su discurso de 1956 con el que había roto con el estalinismo. Le gustaba presentarles a las visitas sus árboles centenarios, a muchos de los cuales había puesto nombres de persona, y exhibir su pequeño gimnasio privado, con una piscina rodeada de cristal.
En un gesto revelador de la importancia que Jrushchov otorgaba a sus relaciones con Kennedy, a pesar de la apretada agenda de aquella mañana, el líder soviético había accedido a recibir a Walter Lippmann, el legendario columnista estadounidense de setenta y un años, y a su esposa, Helen. Las simpatías de Jrushchov hacia Lippmann no obedecían tan sólo a la influencia que éste pudiera ejercer en su país y a su acceso a Kennedy, sino también al hecho de que sus columnas habían sido siempre cordiales con los soviéticos.
Sin embargo, y ante la inminencia del lanzamiento del cohete espacial, Jrushchov mandó una nota a Lippmann a la pista de aterrizaje del aeropuerto de Washington (que le fue entregada en la cabina de primera clase del avión que debía llevarlo a Roma) en la que le decía que debían posponer su reunión. «Imposible», respondió audazmente Lippmann, garabateando su respuesta para el embajador soviético Menshikov.
Cuando los Lippmann aterrizaron, Jrushchov había decidido que los recibiría, pero que no diría ni una palabra sobre el lanzamiento espacial potencialmente histórico del cosmonauta Yuri Gagarin, previsto para la mañana siguiente.
Jrushchov había adelantado el lanzamiento, previsto para el primero de mayo, después de que el 23 de marzo, y a causa de un accidente mientras se entrenaba, el tripulante original del cohete espacial el teniente Valentin Bondarenko, hubiera perdido la vida. Sin duda, los atajos que los soviéticos habían tomado para poder poner a un hombre en órbita antes que los estadounidenses habían contribuido a la muerte de Bondarenko, que se produjo cuando su cámara de oxígeno de entrenamiento se vio engullida por las llamas. Los soviéticos no revelaron los detalles del accidente y ni siquiera anunciaron la muerte del cosmonauta, sino que se limitaron a eliminar a Bondarenko de todas las fotografías del equipo espacial soviético.
Pero Jrushchov no se inmutó. Al contrario, su determinación se reforzó aún más y decidió adelantar el lanzamiento para el 12 de abril. El objetivo de Moscú era avanzarse a la misión Proyecto Mercury, con la que EEUU pretendía lanzar al cosmonauta Alan Shepard al espacio el 5 de mayo. Si el lanzamiento tenía éxito, Jrushchov no sólo haría historia sino que lograría un impulso político que necesitaba como el aire que respiraba. Si la misión de Gagarin fracasaba, Jrushchov enterraría todas las pruebas del lanzamiento.
Ajenos al dramatismo de fondo, Lippmann y su esposa llegaron al santuario de Jrushchov a las 11.30 de la mañana y pasaron ocho horas junto al líder soviético, paseando, nadando, bebiendo y comiendo, antes de acostarse.
A Lippmann le gustaba alardear de que tenía acceso a los presidentes estadounidenses y a otros líderes mundiales, y en ese sentido nada superaba una reunión con el líder del mundo comunista en su guarida del mar Negro. Antes de convertirse en columnista, Lippmann había sido asesor del presidente Woodrow Wilson y había acudido como delegado a la Conferencia de Paz de París de 1919, en la que se firmó el Tratado de Versalles. Lippmann había acuñado la expresión «guerra fría» y era una de las principales voces que, desde dentro de Estados Unidos, abogaban porque Washington aceptara el nuevo ámbito de influencia soviético en Europa. El interés de Moscú por Lippmann era tan grande que la KGB había creado una red de espionaje alrededor de su secretaria, Mary Price, para recabar información sobre sus fuentes y sus temas de interés, una infiltración que Lippmann aún no había descubierto.
Lippmann, un hombre alto y de constitución fuerte, le sacaba una cabeza al achaparrado Jrushchov, mientras los dos hombres paseaban por el recinto. Sin embargo, en una animada partida de bádminton que tuvo lugar por la tarde, el ultracompetitivo Jrushchov formó pareja con la corpulenta guardaespaldas de los Lippmann durante el viaje, una funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores y, juntos, pegaron una paliza a los atléticos Lippmann, que quedaron sorprendidos por su agilidad. En varias ocasiones, Jrushchov golpeó la pluma maliciosamente apenas unos centímetros por encima de la red, apuntando a menudo a la cabeza de sus contrincantes.
Durante la hora del almuerzo, el número dos de Jrushchov, Anastas Mikoyan, se unió al grupo y durante tres horas y media conversaron básicamente sobre Berlín, hasta el punto de que Lippmann (como en su momento hiciera el embajador Thompson) llegó a la conclusión de que para el líder soviético no había nada tan importante como el futuro de Berlín.
La Casa Blanca, el Departamento de Estado y varios altos cargos de la CIA se habían reunido con Lippmann antes de su marcha y le habían encargado que lanzara un globo sonda. Lippmann le preguntó a Jrushchov por qué consideraba que el asunto de Berlín era tan urgente. ¿Por qué no negociar una moratoria de entre cinco y diez años para que EEUU y la Unión Soviética pudieran abordar el resto de problemas que planteaba su relación y crear así una atmósfera que propiciara un acuerdo por Berlín?
Jrushchov descartó enfáticamente otra demora y Lippmann le preguntó por sus motivos.
Jrushchov dijo que había que encontrar una solución para Alemania antes de que «los generales de Hitler, con sus doce divisiones en la OTAN, recibieran armas atómicas de Francia y Estados Unidos». Antes de que eso sucediera, Jrushchov quería un tratado de paz que fijara para siempre las actuales fronteras de Polonia y Checoslovaquia y garantizara la existencia permanente de la Alemania del Este. De otro modo, insistió Jrushchov, la Alemania Federal arrastraría a la OTAN a una guerra con el objetivo de lograr la unificación alemana y la restauración de sus fronteras orientales previas a la guerra.
Lippmann fue tomando nota mentalmente, mientras su mujer transcribía la conversación palabra por palabra. Ambos intentaron mantenerse sobrios, vertiendo las considerables cantidades de vodka y de vino armenio que Mikoyan les iba sirviendo en un cuenco que el líder soviético los había ofrecido en un acto de clemencia.
Una y otra vez, y con la intención de hacer llegar sus palabras a Kennedy, Jrushchov aseguró a los Lippmann que estaba decidido a «llevar la cuestión alemana a un punto crítico» ese mismo año. Más tarde, Lippmann informaría a sus lectores de que el líder soviético estaba «totalmente resuelto, y a lo mejor inevitablemente comprometido, a provocar un enfrentamiento» por Berlín para evitar la sangría de refugiados y salvar el estado comunista de la Alemania del Este.
Jrushchov presentó ante Lippmann sus ideas sobre Berlín divididas en tres partes y dando muchos más detalles de los que jamás hubiera revelado en público. El reportaje en tres partes de Lippmann sobre sus conversaciones con el líder soviético le valdría el premio Pulitzer y se publicaría en 450 periódicos.
En primer lugar, le dijo Jrushchov al columnista, quería que Occidente aceptara «el hecho de que existen dos Alemanias» y que éstas no iban a reunificarse jamás. Por ese motivo, Estados Unidos y la Unión Soviética debían codificar mediante tratados de paz la existencia de los tres elementos alemanes: la Alemania del Este, la Alemania Federal y Berlín Oeste. Eso aseguraría el estatus internacional de Berlín Oeste como «ciudad libre». A continuación, dijo, contingentes simbólicos de tropas francesas, británicas, estadounidenses y rusas, y también tropas neutrales asignadas por las Naciones Unidas, podrían garantizar el acceso a la ciudad y su libertad efectiva. Las cuatro potencias ocupantes firmarían un acuerdo con las dos Alemanias a dicho efecto.
Sin embargo, y como dudaba que Kennedy aceptara su propuesta, Jrushchov esbozó para Lippmann lo que denominó su «posición de repliegue». El líder soviético estaba dispuesto a aceptar un acuerdo temporal que concediera a los dos estados alemanes dos o tres años para negociar una confederación u otra forma de unificación. Si las dos partes alcanzaban un acuerdo durante dicho período de tiempo, éste se formalizaría mediante un tratado. Si no lo lograban, todos los derechos de ocupación vencerían y las tropas extranjeras se retirarían.
Si EEUU se negaba a negociar sus dos primeras opciones, le dijo Jrushchov a Lippmann, su «tercera postura» consistiría en firmar un tratado de paz unilateral con la Alemania del Este y concederle a Ulbricht todo el control sobre las rutas de acceso a Berlín Oeste. Si los aliados se oponían a ese nuevo papel por parte de la Alemania del Este, Jrushchov aseguró que el Ejército Soviético impondría un bloqueo total sobre la ciudad.
Para mitigar el efecto de sus amenazas, Jrushchov le dijo a Lippmann que no precipitaría una crisis sin antes tener ocasión de reunirse con Kennedy cara a cara para discutir el asunto. En otras palabras, el líder soviético acababa de abrir las negociaciones con el presidente estadounidense a través de un columnista.
Asumiendo un papel de negociador estadounidense que nadie le había otorgado, Lippmann le sugirió a Jrushchov una moratoria de cinco años en las conversaciones sobre Berlín, durante los que la situación actual se mantendría congelada, pues sabía desde su anterior viaje que aquélla era la opción preferida por Kennedy.
Pero Jrushchov descartó la idea con gesto desdeñoso; habían pasado treinta meses desde que diera su ultimátum sobre Berlín y no iba a aceptar una demora de ese calibre, como tampoco permitiría que el problema de Berlín quedara sin resolver antes de su Congreso del Partido en octubre. Su fecha límite para alcanzar una solución para Berlín, dijo, era el otoño o el invierno de 1961.
Jrushchov le dijo a Lippmann que, de todos modos, tampoco creía que fuera Kennedy quien tomaba las decisiones y resumió los poderes que operaban a la sombra de Kennedy en una sola palabra: Rockefeller. Jrushchov estaba convencido de que el gran capital estaba manipulando a Kennedy. Sin embargo, y a pesar de «su naturaleza imperialista», Jrushchov tenía la sensación de que era posible convencer a dichos capitalistas con sentido común. Si se veían obligados a elegir entre un acuerdo mutuamente perjudicial y una acción soviética unilateral o una guerra, Jrushchov estaba convencido de que los Rockefeller firmarían un acuerdo.
Jrushchov aseguró que estaba dispuesto a poner en evidencia el farol nuclear estadounidense. «En mi opinión», dijo, «no existe ningún jefe de estado occidental tan estúpido como para desencadenar una guerra que conllevaría la muerte de cientos de millones de personas tan sólo porque decidamos firmar un acuerdo de paz con la RDA que estipule un estatus especial de “ciudad libre” para Berlín Oeste y sus dos millones y medio de habitantes. Aún no ha nacido un idiota capaz de algo así.»
Por la noche, fueron los Lippmann y no Jrushchov quienes flaquearon y se retiraron a la cama. Jrushchov se despidió de ellos entre abrazos y la pareja regresó a su habitación de hotel en la ciudad próxima de Garga. Lippmann no detectó en Jrushchov ni un atisbo del cansancio que el embajador Thompson había observado un mes antes. Pero es que nada podía animar tanto al líder soviético como las noticias que esperaba oír a la mañana siguiente.
PENÍNSULA DE PITSUNDA, LA UNIÓN SOVIÉTICA
MIÉRCOLES, 12 DE ABRIL DE 1961
Jrushchov hizo una sola pregunta cuando Sergéi Korolyov, el legendario diseñador de cohetes espaciales y jefe del programa espacial soviético, lo llamó para comunicarle las buenas noticias: «Dime sólo si está vivo».
Sí, respondió Korolyov, y no sólo eso: Yuri Gagarin había regresado a la Tierra sano y salvo después de convertirse en el primer ser humano en el espacio exterior y el primer humano que orbitaba la Tierra. Los soviéticos habían bautizado la misión con el nombre de Vostok (Este), para poner aún más énfasis en su ascenso. Y el proyecto había logrado sus objetivos. Para satisfacción de Jrushchov, durante el vuelo, de 108 minutos, Gagarin había silbado una canción patriótica compuesta por Dmitri Shostakóvich en 1951: «La patria escucha, la patria sabe, mientras su hijo atraviesa el cielo». A pesar de las protestas de los líderes militares, el eufórico líder soviético ascendió inmediatamente a Gagarin dos grados y lo convirtió en comandante.
Jrushchov estalló de orgullo y satisfacción. Como ya sucediera con la misión del Sputnik en 1957, había vuelto a derrotar a los americanos en la carrera espacial. Al mismo tiempo, había exibido ante el mundo una tecnología de misiles con una inequívoca significación militar, teniendo en cuenta el avance de las capacidades nucleares soviéticas. Pero, sobre todo, la misión Vostok iba a convertirse en el cohete secundario que tanto necesitaba para la conferencia del partido de octubre, y que le permitiría neutralizar a sus enemigos.
El titular del periódico oficial Izvestia, que dedicó su edición íntegramente al lanzamiento espacial, decía: «UNA GRAN VICTORIA, NUESTRO PAÍS, NUESTRA CIENCIA, NUESTRA TÉCNICA, NUESTROS HOMBRES».
Un exultante Jrushchov le dijo a su hijo Sergéi que iba a organizar un gran acto para que la población soviética pudiera festejar a un verdadero héroe. Sergéi intentó disuadir a su padre de regresar de inmediato a Moscú, sobre todo teniendo en cuenta el efecto que aquel año tan estresante había tenido sobre su salud, pero Jrushchov no dio su brazo a torcer. La KGB se mostró alarmada ante la idea de reunir a una multitud que no podía controlar por completo, pero Jrushchov tampoco quiso saber nada de sus advertencias.
El líder soviético organizó el mayor desfile y la mayor celebración nacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el 9 de mayo de 1945. De hecho, la sensación de triunfo que experimentó fue tan intensa que subió espontáneamente a la limusina que trasladaba a Gagarin y su esposa por el Lensinsky Prospect y hacia la Plaza Roja. Mientras avanzaban por las soleadas calles, los dos hombres saludaron a las jubilosas multitudes, que se encaramaban a los árboles y se asomaban a todas las ventanas para gozar de la mejor perspectiva posible. Los balcones que daban a las calles estaban tan llenos de gente que Jrushchov temía que fueran a caerse.
Desde lo alto del Mausoleo de Lenin, y utilizando el apodo de su cosmonauta, Jrushchov declaró: «Que todos aquellos que afilaban sus garras contra nosotros sepan… que Yurka ha estado en el espacio y que lo ha visto y lo sabe todo». También aprovechó la ocasión para burlarse de quienes menospreciaban la Unión Soviética y pensaban que los rusos iban «descalzos y desnudos». Para Jrushchov, el vuelo de Gagarin era tanto una confirmación de su propio liderazgo como un mensaje al mundo sobre la capacidad tecnológica de su país. El niño campesino que en su día había sido analfabeto y había andado sin zapatos acababa de superar a Kennedy y a su avanzado país.
Más de tres semanas más tarde, el Proyecto Mercury convertiría a Alan Shepard en el segundo ser humano y el primer estadounidense en el espacio, pero la historia recordaría para siempre que Jrushchov y Yurka habían sido los primeros.
WASHINGTON, D.C.
MIÉRCOLES, 12 DE ABRIL DE 1961
Adenauer no podría haber elegido peor momento para visitar a Kennedy.
El canciller de la Alemania Federal aterrizó en Washington unas pocas horas después de que Yuri Gagarin se lanzara en paracaídas, sano y salvo, sobre Kazajistán. Además, Adenauer se sentó en el Despacho Oval ante un presidente que se moría de ganas de despedirse de él y concentrarse en la invasión de Cuba.
Por si no bastaba con eso, Adenauer había llegado a Washington aproximadamente un mes después de la visita de Willy Brandt, el alcalde de Berlín, acompañado por el líder del Partido Socialdemócrata en el parlamento, Egon Bahr. En una decisión sin apenas precedentes, el nuevo presidente electo de EEUU había programado una reunión con los adversarios políticos de un país aliado antes de reunirse con el líder de dicho país. A tal punto llegaba la tensa relación entre Kennedy y Adenauer.
Kennedy le había dicho a Brandt que «de todos los legados de la Segunda Guerra Mundial heredados por Occidente, Berlín es el más complejo». Sin embargo, el presidente había confesado que no se le ocurría ninguna solución para el problema. Brandt tampoco podía ofrecerle ninguna. «Tendremos que aprender a vivir con esta situación», concluyó Kennedy.
Brandt pasó a formar parte del grupo de personas que le dijeron a Kennedy que era muy probable que Jrushchov intentara modificar el estatus de Berlín antes del Congreso del Partido en octubre. Brandt aseguró que, para poner a prueba la determinación occidental, los alemanes del Este y los soviéticos estaban incrementando su acoso al movimiento de civiles y militares entre las dos partes de la ciudad. Brandt explicó que, en previsión de un eventual nuevo bloqueo de Berlín Oeste por parte de los soviéticos, la ciudad había acumulado reservas de combustible y comida para sobrevivir seis meses. Así, Kennedy dispondría del tiempo necesario para negociar una salida a cualquier conflicto.
Brandt aprovechó sus cuarenta minutos en el Despacho Oval para intentar infundir en Kennedy una mayor pasión por la causa de la libertad de Berlín. Así, afirmó que Berlín Oeste era una ventana al mundo libre que mantenía vivas las esperanzas de la Alemania del Este sobre una eventual liberación. «Sin Berlín Oeste, esa esperanza moriría», dijo, y añadió que la presencia americana era la «garantía esencial» para la existencia de la ciudad. Brandt se mostró aliviado al oír a Kennedy rechazar por primera vez la propuesta soviética de conceder a Berlín el estatus de «ciudad libre» bajo la protección de la ONU, solución que se rumoreaba que contaba con el apoyo del presidente estadounidense. Por su parte, Brandt le aseguró a Kennedy que los flirteos iniciales de sus socialdemócratas con los soviéticos acerca de una hipotética neutralidad eran cosa del pasado.
Un mes más tarde, las conversaciones entre Kennedy y Adenauer revelaron una sintonía mucho menor. Kennedy le planteó a Adenauer muchas de las preguntas que ya le había formulado a Brandt, con un resultado mucho menos satisfactorio. Ante la pregunta de qué creía que iban a hacer los soviéticos en 1961, Adenauer le dijo a Kennedy que «puede pasar cualquier cosa», dejando claro que no era ningún profeta. Adenauer dijo que cuando Jrushchov dio su ultimátum de seis meses, en noviembre de 1958, nadie habría previsto que tendría tanta paciencia y, sin embargo, aún era hora de que cumpliera sus amenazas.
Kennedy quiso saber cuál debía ser, en opinión de Adenauer, la reacción estadounidense si la Unión Soviética firmaba un tratado de paz unilateral con la Alemania del Este, asumiendo que Jrushchov lo hiciera sin interferir con ello en el libre acceso a Berlín.
Adenauer le soltó al joven presidente un discurso sobre lo complicada que era la cuestión legal en Alemania. ¿Era consciente el presidente, le preguntó, de que las cuatro potencias aún no habían firmado un tratado de paz con Alemania en su conjunto? ¿Era consciente el presidente, añadió, del «hecho poco conocido» de que la Unión Soviética mantenía aún misiones militares en partes de la Alemania Federal? Los tres aliados le habían pedido a Adenauer que no llamara la atención sobre aquel hecho, dijo el canciller, ya que también ellos mantenían avanzadillas similares en la Alemania del Este, lo que les permitía desarrollar tareas de espionaje.
Como su jefe no había respondido la pregunta directa de Kennedy, el ministro de Asuntos Exteriores Brentano ofreció una valoración de las alternativas soviéticas. La primera posibilidad era que llevaran a cabo otro bloqueo de Berlín, algo que le parecía improbable. La segunda era que el gobierno soviético transfiriera el control sobre Berlín a los líderes de la Alemania del Este y que eso diera lugar a todo tipo de tácticas de acoso para dificultar el acceso a la ciudad, un resultado que Brentano consideraba mucho más probable. Por ello, Brentano sugirió implementar un plan de contingencia por si se producía dicha situación.
Llegado el caso, Adenauer aseguró que la Alemania Federal se mantendría fiel a sus compromisos militares dentro de la OTAN e intervendría para defender las potencias occidentales de cualquier ataque soviético. «La caída de Berlín equivaldría a una sentencia de muerte tanto para Europa como para el resto del mundo occidental», afirmó Brentano.
A continuación se produjo una compleja discusión sobre qué partes tenían qué derechos legales bajo qué contingencias en caso de una crisis en Berlín. ¿Qué derechos otorgaba la legislación internacional a la Alemania Federal sobre Berlín? ¿Qué derechos deseaba ejercer? ¿Qué derechos tenían las cuatro potencias para abastecer y defender a los berlineses? ¿En qué se basaban las garantías de la OTAN hacia Berlín? ¿Cuándo se podían ejecutar dichas garantías y quién podía hacerlo? ¿A partir de qué acontecimiento estaba Occidente dispuesto a dar una respuesta nuclear?
Había que trabajar sobre aquellas preguntas, dijo Adenauer.
Kennedy movía las manos con impaciencia mientras esperaba la traducción.
Para Adenauer, la solución a la Crisis de Berlín pasaba por reforzar la división de la ciudad entre Este y Oeste para que ésta se correspondiera a la división entre las dos Alemanias. En su mente, la integración de la Alemania Federal en Occidente era un requisito para una eventual unificación, ya que ello permitiría negociar desde una posición de fuerza. El canciller le dijo a Kennedy que la Alemania Federal no tenía ningún interés en entablar conversaciones bilaterales con los soviéticos. «En el gran ajedrez del mundo», dijo, la Alemania Federal era «una figura muy pequeña al fin y al cabo». Sin embargo, su país necesitaba el compromiso completo de EEUU para que su decisión de no establecer conversaciones directas con Moscú sobre Berlín diera resultado.
Kennedy dijo que le preocupaban los 350 millones de dólares que le costaba cada año a EEUU mantener sus tropas en Alemania, una situación a la que no ayudaba nada la apreciación del marco alemán. El presidente estadounidense aseguró que aquél era «uno de los factores más relevantes en nuestra balanza de pagos». Kennedy quería que el canciller lo ayudara a reducir los costes de la presencia de su ejército en Alemania y que incrementara el abastecimiento de bienes militares y de otro tipo a Estados Unidos. El presidente no buscaba en Adenauer un alivio presupuestario, tal como se había rumoreado el diciembre anterior tras la visita del secretario del tesoro de Eisenhower, Robert Anderson, a Alemania. Sin embargo, sí quería que la rica Alemania Federal ofreciera más ayuda a los países en desarrollo para, en parte, reducir la carga económica global de EEUU. Adenauer accedió a adoptar ésa y otras medidas económicas que aliviarían las cuentas estadounidenses.
El debate sobre el impacto presupuestario de las garantía de seguridad que EEUU había dado a la Alemania Federal marcó un antes y un después en las relaciones entre ambos países. El compromiso personal de Kennedy con Alemania era menor que el de sus antecesores y, más allá de eso, creía que una Alemania más próspera debía ser capaz de compensar los costes estadounidenses en ese ámbito.
Las reuniones entre Kennedy y Adenauer se cerraron con un comunicado flojo, que se refería vagamente a los puntos de coincidencia y obviaba por completo las numerosas desavenencias entre las dos partes. El corresponsal de la revista alemana Der Spiegel escribió que Adenauer se había mostrado amargamente decepcionado por una visita en la que no se había abordado ninguna de las preocupaciones principales de Bonn. El artículo decía que las tres largas reuniones entre Adenauer y Kennedy celebradas en el transcurso de dos días «han consumido físicamente al canciller de la Alemania Federal, al tiempo que han aniquilado todos sus planes políticos». Al finalizar las conversaciones, explicaba el artículo, Adenauer había bajado las escaleras de la Casa Blanca «visiblemente agotado, con su bronceado rostro lívido y los hombros hundidos».
Der Spiegel aseguraba que la administración Kennedy no había accedido a la petición de Adenauer de, una vez finalizados los encuentros en la Casa Blanca, poder pasar el fin de semana con su amigo, el presidente Eisenhower, en Pennsylvania. La revista añadía que los Kennedy habían «desterrado» a Adenauer a Texas, a la «remota granja del vicepresidente Johnson».
A pesar del éxito económico de su país, Adenauer veía como la moneda de su liderazgo se devaluaba irremisiblemente ante Washington. Los aliados dentro de EEUU, junto a quienes había ejecutado el Plan Marshall, había reconstruido su país, se había incorporado a la OTAN y había plantado cara a los soviéticos, habían perdido ya casi todo su poder. Su socio conspirador más próximo, John Foster Dulles, había muerto dos años antes. Algunos periodistas alemanes se tragaron la versión de la Casa Blanca según la cual Adenauer y Kennedy habían forjado un vínculo personal más profundo, algo de lo que no existían pruebas.
Al final de la visita, Kennedy salió al jardín de la Casa Blanca para, bajo el frío húmedo de abril en Washington, alabar a un Adenauer al que había ofrecido tan poco. «La historia será sumamente generosa con él», dijo Kennedy. «Sus logros a la hora de unir las naciones de la Europa occidental y estrechar los vínculos entre Estados Unidos y la República Federal Alemana han sido extraordinarios.»
Adenauer le devolvió el favor a Kennedy, refiriéndose a aquel hombre de quien tanto dudaba como un «gran líder» que cargaba con «una gran responsabilidad sobre el destino del mundo libre».
Pocos prestaron atención a la respuesta de Adenauer cuando, en el National Press Club, un periodista le preguntó por los rumores sobre la construcción de un muro de hormigón a lo largo del telón de acero. «En la era nuclear», respondió Adenauer tras una breve pausa, «las paredes de hormigón tienen poca importancia.»
STONEWALL, TEXAS
DOMINGO, 16 DE ABRIL DE 1961
Un mediodía de domingo soleado, Adenauer salió en avión de Washington acompañado por su hija Libet y el ministro de Asuntos Exteriores Brentano rumbo a Austin, Texas. Allí cogerían un helicóptero que los llevaría hasta Stonewall, población de quinientos habitantes situada a cien kilómetros, en la que había nacido y tenía un rancho el vicepresidente Johnson. Adenauer abandonaba el mundo de los problemas reales y se adentraba en otro que ejercía una atracción casi mítica para los alemanes: el de la América de los espacios abiertos y el viejo Oeste, popularizado en Alemania por los best sellers del escritor alemán Karl May (que por cierto, nunca visitó Estados Unidos).
Los primeros asentamientos de la Texas central de Johnson, con sus ranchos y sus montes boscosos, habían sido fundados por pioneros alemanes un siglo antes y sus descendientes recibieron calurosamente al Bundeskanzler con pancartas de WILLKOMMEN ADENAUER y HOWDY PODNUR. El padre Wunibald Schneider ofició una misa especial en alemán en honor de Adenauer en la iglesia de San Francisco Javier de Stonewall.
Durante la visita al pueblo cercano de Fredericksburg, donde aún se hablaba en alemán, Adenauer dijo en su lengua materna que en la vida había «aprendido dos cosas. Primero, que un hombre puede convertirse en tejano, pero un tejano nunca puede dejar de serlo. Y segundo, que en el mundo hay sólo una cosa más grande que Texas: el océano Pacífico». Al público le encantó, y a Johnson, también. Ante un elenco de periodistas alemanes, Adenauer decidió utilizar Texas como antídoto contra las decepciones vividas en Washington y para hacer campaña de cara a las elecciones alemanas. Aunque nunca le gustó ser el chico de los recados de Kennedy para las misiones de perfil bajo, Johnson siguió las instrucciones de Kennedy, que le había pedido que «enjabonara» a Adenauer; desde luego, el vicepresidente habría preferido quedarse en Washington y apoyar a quienes abogaban por una línea dura sobre Cuba.
Adenauer estaba saboreando unas salchichas en una barbacoa tejana organizada en dos tiendas plantadas junto al río Pedernales, que cruzaba el rancho de Johnson, al mismo tiempo que la brigada 2.506, apoyada por la CIA, cargada de armas y provisiones, llegaba al punto de reunión, 65 kilómetros al sur de Cuba. Johnson colocó un sombrero de cowboy sobre la cabeza de Adenauer, que lo ladeó; existe una foto memorable del momento, que apareció en todos los periódicos alemanes. Johnson le regaló una silla de montar y unas espuelas, y lo alabó por la valentía con la que Adenauer había cabalgado el caballo de la libertad durante la guerra fría. Adenauer aseguró con entusiasmo que se sentía como en casa en Texas.
De camino al aeropuerto, el lunes 17 de abril, Johnson recibió una llamada de Kennedy; saludó al canciller de parte de Kennedy y le dijo que el presidente consideraba la Alemania Federal una «gran potencia». A continuación, y entre susurros, informó a Adenauer de que se había producido una sublevación en Cuba, desencadenada por una invasión de exiliados, una información que le acababa de proporcionar Kennedy.
Habrá que esperar acontecimientos, le dijo Johnson a Adenauer.
LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
TARDE DEL MARTES, 18 DE ABRIL DE 1961
Con Adenauer de nuevo en Bonn, el presidente Kennedy decidió tomarse un respiro de la Crisis de Cuba en curso, ponerse corbata blanca y frac, y beber champán con los miembros del congreso y sus esposas en la Casa Blanca. Todos se felicitaron por la elegancia y el glamour que los Kennedy habían aportado a Washington.
La mayoría de invitados de Kennedy no sabían que la mañana anterior 1.400 exiliados cubanos, armados y entrenados por la CIA en Guatemala, habían empezado a desembarcar en Bahía Cochinos, ni tampoco que la operación iba ya directa hacia el desastre.
Dos días antes, ocho cazas B-26 con bandera cubana que habían despegado desde una base secreta de la CIA en Puerto Cabezas, en Nicaragua, habían fracasado en sus ataques preparatorios para el asalto. Habían destruido tan sólo cinco de los treinta y tantos aviones de combate de Castro, con lo que los buques habían quedado en una posición sumamente vulnerable antes incluso de toparse con unos arrecifes de coral con los que no contaban.
Los cazas de Castro hundieron dos cargueros que transportaban municiones, comida y material de comunicación. Muchos de los soldados cubanos enviados por EEUU habían desembarcado en el lugar equivocado y no contaban con provisiones suficientes. La mañana de la elegante ceremonia en la Casa Blanca, el asesor de seguridad nacional, McGeorge Bundy, había comunicado la mala noticia a Kennedy: «Las fuerzas armadas cubanas son más fuertes, la respuesta popular más débil y nuestra posición táctica más precaria de lo previsto».
En cualquier caso, aquella noche la banda de música de la Marina tocó «Mr. Wonderful». Un cantante entonó la letra del éxito de Broadway mientras la pareja perfecta, el presidente y su primera dama, descendían con sus sonrisas perfectas las escalinatas cubiertas con una alfombra roja entre una atronadora ovación.
Jackie bailó con los senadores. El presidente cotilleó con los asistentes, propulsado por unos índices de popularidad que superaban aún el 70 por ciento.
A las 23.45, el presidente abandonó a sus invitados para incorporarse a una reunión que supondría la última oportunidad de evitar el fracaso de la misión en Cuba. Era una escena propia de Hollywood: el presidente y los miembros de su gabinete vestidos con corbatín blanco discutiendo planes de batalla con los miembros del alto mando militar, vestidos con sus mejores galas y con la pechera llena de condecoraciones. Mientras tanto, en Cuba, los hombres que habían enviado a la batalla morían como moscas. Aunque Kennedy se había negado a emplear soldados o aviones estadounidenses en la operación, en un intento por mantenerse en una posición que le permitiera negarlo todo, lo cierto era que sus huellas eran visibles en toda la operación, que se encaminaba ya hacia el desastre absoluto.
La mayor parte de los altos cargos militares ocupaban ya su puesto cuando, en enero de 1960, Eisenhower había aprobado el plan para derrocar a Castro. Allen Dulles, director de la CIA desde la presidencia de Eisenhower, de sesenta y ocho años y a quien Kennedy había decidido conservar, supervisaba la operación. Dulles había trazado las directrices del plan de asalto, basado en el golpe de estado que en 1954 había logrado derrocar al gobierno de izquierdas de Guatemala utilizando a 150 exiliados y pilotos estadounidenses al mando de un puñado de cazas de la Segunda Guerra Mundial. Los miembros de la CIA involucrados en la operación de Guatemala habían colaborado también en el nuevo plan cubano.
La figura más importante de la reunión era Richard Bissell, el tipo de personaje intelectual, hermético y con clase que encajaba con la fascinación de los hermanos Kennedy por el mundo de los espías. El antiguo profesor de economía de Yale, un hombre alto y encorvado, era el director de planificación de la CIA y responsable directo de la operación de Cuba. Sofisticado y crítico consigo mismo, el hombre había hecho reír a Kennedy cuando, en su primer encuentro durante una cena organizada por el nuevo presidente para los miembros de la CIA en el Alibi Club, se había descrito a sí mismo como un «tiburón devorador de hombres».
Ahora que trabajaban para Kennedy, Dulles y Bissell habían dado los toques finales al plan de desembarco anfibio de unos 1.400 soldados exiliados. La idea era que el éxito de las tropas de asalto provocara una rebelión entre los anticastristas, que los servicios de inteligencia estadounidenses estimaban en un 25 por ciento de la población, espoleados por 2.500 miembros de organizaciones de resistencia y sus 20.000 simpatizantes.
Kennedy nunca había discutido los números de la operación, pero había ordenado una serie de cambios que habían reducido sus opciones de éxito. Había modificado el lugar del desembarco, originalmente previsto en Trinidad, ciudad cubana situada en el centro de la costa sur, por Bahía Cochinos, con el argumento de que la nueva ubicación permitiría un desembarco nocturno, menos espectacular y con menos probabilidades de hallar oposición. Kennedy había insistido en que no podía haber apoyo aéreo ni de ningún otro tipo que pudiera vincularse directamente a EEUU y había reducido el contingente encargado de llevar a cabo el ataque aéreo inicial de dieciséis a ocho aviones, una vez más, para «minimizar la magnitud de la invasión». Berlín había influido en los cálculos del presidente: Kennedy no quería ofrecerle a Jrushchov ningún pretexto para emprender acciones militares en la ciudad dividida con un apoyo demasiado explícito a la invasión cubana.
Los cambios de última hora que Kennedy había introducido en la operación habían obligado a tomar una serie de decisiones precipitadas que se habían traducido en descuidos. Así, por ejemplo, nadie había considerado la posibilidad de que en Bahía Cochinos pudiera haber un traicionero arrecife de coral; nadie había pensado en buscar nuevas rutas a través de las montañas por las que los insurgentes pudieran huir si las cosas se ponían feas. Por otro lado, se habían producido numerosas filtraciones. El 10 de enero, el New York Times había publicado un titular de tres columnas en la primera página: EEUU ENTRENA A UN CONTINGENTE ANTICASTRISTA EN UNA BASE AÉREA SECRETA EN GUATEMALA. Entonces, unas horas antes de la invasión, Kennedy había tenido que intervenir a través de Arthur Schlesinger para evitar que la revista New Republic publicara un extenso y detallado artículo sobre los planes de la invasión cubana.
«Castro no necesita agentes secretos en Estados Unidos», se había quejado Kennedy. «Lo único que tiene que hacer es leer los periódicos.»
La invasión del 17 de abril generó un afilado intercambio de cartas entre Kennedy y Jrushchov. El líder soviético, que aún no sabía lo mal que iba la operación, lanzó una advertencia el 18 de abril a las 14.00 horas de Moscú recurriendo al lenguaje más amenazante que hubiera empleado con Kennedy. Estableciendo un vínculo entre Cuba y Berlín, aseguró que «la actual situación armamentística y política mundial hace que cualquier “pequeña guerra” pueda desencadenar una reacción en cadena en cualquier parte del planeta».
Jrushchov añadió que no se tragaba los desmentidos de Kennedy y que todo el mundo sabía que EEUU había estado entrenando a las fuerzas invasoras, a las que habían proporcionado aviones y bombas. Tras advertir a Kennedy de la posibilidad de una «catástrofe militar», Jrushchov declaró: «Que nadie tenga dudas de nuestra posición: proporcionaremos al pueblo y el gobierno cubano toda la ayuda necesaria para repeler cualquier ataque contra Cuba».
Kennedy respondió a Jrushchov a las 18.00 horas de Washington del mismo día: «Ha habido un grave malentendido», protestó. A continuación detalló todas las razones por las que los cubanos consideraban que la pérdida de sus libertades democráticas era algo «intolerable» y cómo eso había fomentado la resistencia a Castro entre los más de 100.000 refugiados. Dicho eso, se enrocó en la ficción de la no-intervención estadounidense y advirtió a Jrushchov que se mantuviera al margen. «Estados Unidos no tiene intención de intervenir militarmente en Cuba», dijo, pero si los soviéticos respondían, EEUU cumpliría con su obligación de «proteger el hemisferio occidental de agresiones externas».
Con ese intercambio muy presente, Kennedy se resistió a todos los llamamientos que pedían una intervención estadounidense. Así, por ejemplo, rechazó los argumentos de Bissell, que lo exhortaban a ofrecer urgentemente cobertura aérea estadounidense limitada a los exiliados, la única forma que tenían, aseguró Bissell, de conseguir aún la victoria. Bissell dijo que necesitaba tan sólo dos reactores del trasbordador USS Essex para poder derribar los efectivos aéreos del enemigo y defender la débil posición de la insurgencia.
«No», respondió el presidente.
Sólo seis días antes, Kennedy había respondido con irritación cuando sus asesores habían expresado sus dudas acerca de la misión. «Ya sé que todo el mundo se está agarrando las pelotas», dijo. Ahora se mostró igualmente molesto cuando las mismas personas que lo habían metido en el atolladero le aseguraron que la victoria sólo llegaría si ordenaba una escalada de las acciones militares que mostraría aún más claramente que EEUU estaba detrás de la operación.
«En cuanto destine a un solo miembro de la Marina, estaremos hasta el cuello», le dijo a Bissell. «No puedo meter a EEUU en una guerra y perderla», aseguró Kennedy, que declaró que no quería otra «Hungría americana», una situación en la que pareciera que EEUU había instigado una revuelta que luego no había hecho nada por defender. «Porque eso es lo que podría terminar siendo, una carnicería. ¿Ha quedado claro, caballeros?»
Ya que el presidente no quería utilizar aviones de guerra, dijo el jefe de operaciones navales, el almirante Arleigh Burke, héroe de la Segunda Guerra Mundial y de la guerra de Corea, podía emplear un destructor estadounidense para ayudar a la brigada cubana. Conocido por el apodo de «Burke 31 nudos» por su tendencia como almirante a pilotar sus destructores a toda velocidad, Burke quería que Kennedy pisara el acelerador. Por eso le aseguró a Kennedy que aún podía cambiar el rumbo de la batalla si mandaba un destructor que «les pegara una paliza a los tanques de Castro», algo que insistió que sería una tarea relativamente sencilla.
«Burke», replicó Kennedy, echando chispas, «no quiero que Estados Unidos se meta en esto.»
«Maldita sea, señor presidente, ya estamos metidos», respondió Burke, hablando como un general a un joven capitán de fragata; había visto ya en demasiadas ocasiones cómo la indecisión política podía costar vidas y hacer cambiar las tornas en el campo de batalla.
Kennedy cerró las tres horas de reunión a las 2.45 de la madrugada tras alcanzar un débil compromiso; aprobó el envío de seis reactores sin bandera que debían proteger la flota de B-26 del cuerpo de exiliados mientras ésta lanzaba suministros y munición. Sin embargo, los bombarderos llegaron una hora antes que sus escoltas estadounidenses y los cubanos derribaron dos de los aviones.
Cuando todo hubo terminado, Castro había matado a 114 de los soldados entrenados por la CIA y había hecho 1.189 prisioneros. El líder cubano logró que sus enemigos se rindieran tras apenas tres días de combates.
Acheson comprendió enseguida el impacto negativo que el fiasco de Kennedy en Cuba iba a tener tanto en la forma de actuar de Jrushchov como en la confianza de los aliados. La operación le pareció de una «irresponsabilidad y una falta de previsión absolutas».
Dirigiéndose a los diplomáticos del Instituto de Servicios Exteriores, afirmó: «Los europeos tuvieron la sensación de estar viendo a un joven y talentoso amateur practicando con un búmeran y de pronto descubrir, horrorizados, que éste se había dejado a sí mismo fuera de combate». Añadió que a los europeos «los llenó de estupor que una persona con tan poca experiencia pudiera jugar con un arma tan letal».
Tras su regreso de Europa, Acheson escribió a su antiguo jefe, Truman, y le habló de su reunión con Kennedy en el Jardín de Rosas, aunque sin mencionar el nombre del presidente. «No logro comprender por qué nos hemos prestado a esta estúpida aventura en Cuba», aseguró. «Antes de marcharme me hablaron de la operación, pero yo respondí a mi informador que usted y yo habíamos desestimado sugerencias similares para Irán y Guatemala y por qué. Creía que lo de Cuba había quedado descartado, pues ésa era la única opción sensata.»
También le dijo a Truman que la debacle de Cuba tendría un profundo impacto en la opinión que los europeos tenían de Kennedy. «El mando de este gobierno parece sorprendentemente débil», escribió refiriéndose a Kennedy. «Por lo que yo sé, fue sólo la inercia del plan de Eisenhower lo que llevó a la ejecución final de la operación; la administración actual se limitó a eliminar una serie de elementos esenciales para su éxito. La inteligencia no puede reemplazar nunca la sensatez. Por lo menos en el extranjero, Kennedy ha perdido gran parte de la admiración casi fanática que se había granjeado gracias a su juventud y su atractivo.» Finalmente, Acheson le dijo a Truman que Washington era «una ciudad deprimida» y que «la moral del Departamento de Estado estaba por los suelos».
Kennedy se enteró de algunos comentarios vertidos por Acheson ante un grupo de diplomáticos en formación y solicitó una transcripción completa de la reunión. A partir de aquel momento, Acheson percibió un «efecto negativo» en la confianza de Kennedy hacia su persona y un empeoramiento drástico de la relación personal entre ambos.
Las enfáticas críticas de Acheson habían dado demasiado cerca del blanco.
MOSCÚ
MARTES, 20 DE ABRIL DE 1961
Jrushchov no podía creer que hubiera tenido tanta suerte.
Sabía de antemano que Kennedy tenía intención de actuar en Cuba y así se lo había dicho al columnista Lippmann en Pitsunda, pero ni en sus mejores sueños habría podido imaginar tal grado de incompetencia. En su primera prueba internacional de calado, el presidente estadounidense había superado incluso las peores expectativas de Jrushchov. Kennedy había dejado patente su debilidad en situaciones difíciles: no había tenido el coraje para cancelar el plan de Eisenhower ni tampoco el carácter necesario para hacérselo suyo y sacarlo adelante, y le había faltado determinación para llevar a cabo con éxito una acción de suma importancia para el prestigio de EEUU.
Aunque Kennedy había evitado proporcionarle a Jrushchov un pretexto para tomar represalias en Berlín, su fracaso le había permitido al líder soviético formarse una idea mucho más clara sobre la personalidad del hombre que dirigía el destino de EEUU. «No entiendo a Kennedy», le dijo Jrushchov a su hijo Sergéi. «¿Es posible que sea tan indeciso?» El episodio de Bahía Cochinos le parecía muy mal resuelto, sobre todo en comparación con la sangrienta pero implacable intervención de las tropas soviéticas en Hungría, que habían garantizado que el país siguiera firmemente anclado en el ámbito de influencia comunista.
Dicho eso, a Jrushchov le preocupaba la posibilidad de que el jefe de la CIA, Dulles, a quien el líder soviético culpaba del incidente del U-2 del año anterior, hubiera ejecutado aquella invasión tan sólo para minar los preparativos de la cumbre entre EEUU y la URSS. Jrushchov era también lo bastante egocéntrico como para pensar que Kennedy podía haber ordenado el desembarco en Cuba tan sólo para humillar al líder soviético por su cumpleaños, el 17 de abril. Sin embargo, en lugar de estropear la celebración, Kennedy le había proporcionado a Jrushchov un regalo imprevisto.
Los informes de la KGB sobre Kennedy que Jrushchov recibió a continuación le parecieron a un tiempo alentadores e inquietantes. Por el lado positivo, la KGB informaba desde Londres (aparentemente basándose en fuentes de la embajada estadounidense) que, justo antes del episodio de Cuba, Kennedy había dicho a algunos de sus colegas que lamentaba haber mantenido a algunos cargos republicanos, como el líder de la CIA, Dulles, y el jefe del Departamento del Tesoro, C. Douglas Dillon. Al mismo tiempo, sin embargo, Jrushchov se preguntaba qué conclusiones permitía sacar el episodio de Cuba sobre la naturaleza de la presidencia de Kennedy. ¿Tenía el presidente el control de la situación, o estaba siendo manipulado por anticomunistas de la línea dura como Dulles? ¿Pertenecía Kennedy a la línea dura? Peor aún, ¿era posible que aquel plan fallido revelara que Kennedy era mucho más peligroso de lo que Jrushchov había creído, un adversario incalculable e imprevisible?
En cualquier caso, era indiscutible que la suerte de Jrushchov había cambiado de forma drástica y para mejor en el plazo de una semana; pocas cosas podrían haber provocado un cambio de tendencia más dramático que la combinación de la victoria espacial de Gagarin y el fiasco de Bahía Cochinos. Hacía tan sólo seis semanas, Jrushchov se había reunido con el embajador Thompson en Siberia y le había expresado sus reticencias a aceptar la invitación de Kennedy para celebrar una cumbre.
Sin embargo, ahora que Kennedy había revelado su debilidad, Jrushchov estaba más dispuesto aún a arriesgarse a enfrentarse a él.
Aunque la suerte del líder soviético había cambiado mucho más rápido de lo que él mismo podría haber imaginado, sabía que debía actuar con rapidez. La situación en Berlín seguía siendo la misma de siempre. Una nueva generación se estaba congregando en Berlín, ansiosa por empaparse del ambiente de la única ciudad del mundo en la que los dos principales sistemas políticos del mundo competían abiertamente y sin mediación.
Jrushchov quería asegurarse de que el resultado era el esperado por él.