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Jrushchov: Un comunista en apuros
Tenemos treinta cabezas nucleares reservadas para Francia, más que suficientes para destruir el país entero. Nos reservamos cincuenta para la Alemania Federal y cincuenta más para Gran Bretaña.
El primer ministro JRUSHCHOV en una conversación con el embajador de EEUU, Llewllyn E. Thompson Jr.,
1 de enero de 1960
Por muy bueno que fuera el año pasado, el nuevo año será aún mejor… Creo que nadie me va a reprochar que diga que damos una gran importancia a la mejora de nuestra relación con EEUU… Esperamos que el nuevo presidente estadounidense sea como una corriente que aporte nuevos aires al ambiente viciado entre EEUU y la URSS.
Un año más tarde; brindis de Año Nuevo de JRUSHCHOV,
1 de enero de 1961
EL KREMLIN, MOSCÚ
NOCHEVIEJA, 31 DE DICIEMBRE DE 1960
Faltaban pocos minutos para la medianoche. El año 1960 estaba a punto de terminar y Nikita Jrushchov tenía motivos para sentirse aliviado. No obstante, tenía aún más motivos para preocuparse por el año que lo esperaba, como pudo constatar al echar un vistazo a sus mil invitados, reunidos bajo el techo abovedado de la Sala de San Jorge del Kremlin. Mientras en el exterior la ventisca dejaba una gruesa capa de nieve sobre la Plaza Roja y el mausoleo donde descansaban los restos de sus dos predecesores embalsamados, Lenin y Stalin, Jrushchov tomó conciencia de que la posición de la Unión Soviética en el mundo, su lugar en la historia y (más concretamente) su propia supervivencia política podían depender de la forma en que gestionara la tormenta de desafíos que se le avecinaba.
Dentro del país, Jrushchov debía hacer frente a su segunda cosecha fallida consecutiva. Tan sólo dos años antes, y acompañado de una considerable fanfarria, había anunciado un plan de choque que debía llevar la URSS a superar el nivel de vida de los EEUU en 1970, pero de momento ni siquiera era capaz de cubrir las necesidades básicas de sus ciudadanos. Durante un viaje por todo el país había constatado la escasez casi omnipresente de viviendas, mantequilla, carne, leche y huevos. Sus asesores le advertían de que crecía el riesgo de una revuelta obrera similar al levantamiento en Hungría que había tenido que aplastar con tanques soviéticos en 1956.
En el exterior, su política de coexistencia pacífica con Occidente (una controvertida fractura con la idea de confrontación inevitable de Stalin) se había visto obligada a realizar un aterrizaje de emergencia el mayo anterior, cuando un misil ruso había derribado un avión espía americano Lockheed U-2. Unos días más tarde, Jrushchov provocó el fracaso de la Cumbre de París con el presidente Dwight D. Eisenhower y sus aliados de guerra al no conseguir arrancar de EEUU una disculpa pública por aquella intrusión en el espacio aéreo soviético. Exhibiendo aquel incidente como una demostración de la falta de liderazgo de Jrushchov, los vestigios estalinistas dentro del Partido Comunista Soviético y los seguidores de Mao Zedong en China empezaron a afilar sus cuchillos contra el líder soviético y a prepararse para el XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Jrushchov, que tan hábilmente había utilizado dichos congresos en el pasado para purgar a sus adversarios, decidió que en 1961 iba a centrar todos sus esfuerzos en intentar evitar una catástrofe durante el congreso.
Con ese trasfondo, nada amenazaba tanto la posición de Jrushchov como el deterioro de la situación en el Berlín dividido. Sus críticos le reprochaban que permitiera que la herida más peligrosa del mundo comunista se infectara. La hemorragia de refugiados que abandonaban el Berlín Este y se fugaban a Occidente crecía a un ritmo alarmante; además, se trataba de una fuga de los cerebros más motivados y capaces del país: industriales, intelectuales, granjeros, doctores y profesores. A Jrushchov le gustaba decir que Berlín era como los testículos de Occidente, un punto débil que podía estrujar cuando quisiera para obligar a EEUU a dar un respingo. Sin embargo, era mucho más preciso decir que Berlín se había convertido en el talón de Aquiles del bloque soviético, el punto en el que el comunismo aparecía más vulnerable.
Pero Jrushchov no dejó entrever ninguna de sus preocupaciones mientras iba saludando a una multitud que incluía a cosmonautas, bailarinas, artistas, apparatchiks y embajadores, bañados por la luz de los seis enormes candelabros de bronce y las 3.000 bombillas eléctricas de la sala. Para todos ellos, recibir una invitación del líder de la Unión Soviética era una confirmación de su propio estatus. Sin embargo, la muchedumbre estaba aún más expectante de lo habitual, pues faltaban menos de tres semanas para la toma de posesión de John F. Kennedy. Los presentes sabían que el tradicional brindis de Año Nuevo del líder soviético iba a marcar el tono de las futuras relaciones entre EEUU y la URSS.
El reloj Kuranti de la torre Spasskaya, del siglo XVI, que presidía la Plaza Roja, se iba aproximando a la medianoche, momento en que su sonoro carillón iba a anunciar el nuevo año, mientras Jrushchov se dedicaba a calentar el ambiente dentro de la Sala de San Jorge, estrechando la mano de algunos de los invitados y abrazando a otros, a punto de estallar dentro de su traje gris. Exhibía la misma energía que lo había llevado hasta el poder, partiendo de sus orígenes campesinos en el pueblo ruso de Kalinovka, cerca de la frontera con Ucrania, pasando por la Revolución, la guerra civil, las purgas paranoicas de Stalin, la Guerra Mundial y la batalla por el liderazgo que había estallado tras la muerte de Stalin. La toma del poder por parte de los comunistas había ofrecido nuevas oportunidades a muchos rusos de cuna humilde, aunque ninguno de ellos había demostrado la capacidad de supervivencia ni había llegado tan alto como Nikita Sergéyevich Jrushchov.
La creciente capacidad de Jrushchov para lanzar misiles con cabezas nucleares contra Occidente había llevado a numerosos organismos de información estadounidenses a invertir grandes esfuerzos en intentar trazar el perfil psicológico del líder soviético. En 1960, la CIA había reclutado a varios expertos (internistas, psiquiatras y psicólogos) para que estudiaran al líder soviético a través de grabaciones de video, documentos secretos y textos escritos por el propio Jrushchov. El grupo llegó incluso a estudiar fotografías ampliadas de las arterias de Jrushchov para intentar confirmar o desmentir los rumores sobre el endurecimiento de las mismas y la alta presión arterial del líder soviético. En un informe altamente confidencial (que más tarde llegaría a manos del presidente Kennedy), dichos expertos concluyeron que a pesar de sus cambios de humor, sus depresiones y su tendencia a emborracharse (que, eso sí, aseguraban que últimamente había logrado controlar en gran medida), Jrushchov mostraba la actitud sistemática de lo que denominaron un «oportunista optimista crónico». Su conclusión era que el líder soviético era más un activista bullicioso que el comunista maquiavélico tallado según el molde de Stalin como muchos lo habían considerado hasta entonces.
Otro perfil de personalidad secreto elaborado por la CIA para el nuevo gobierno entrante señalaba «la riqueza de recursos de Jrushchov, su valentía y su sentido de la teatralidad y el timing políticos, todo ello aliñado con un toque de instinto de jugador nato». El informe alertaba al recién elegido Kennedy de que tras las maneras a menudo histriónicas de aquel hombretón achaparrado se escondía «una inteligencia sagaz y una mente ágil, enérgica, ambiciosa e implacable».
Lo que la CIA no decía era que Jrushchov estaba convencido de haber contribuido personalmente y de forma decisiva a la elección de Kennedy, y que ahora esperaba una compensación. Ante sus camaradas, Jrushchov se jactaba de haber emitido un voto decisivo en unas de las elecciones presidenciales más disputadas en EEUU al negarse a satisfacer las demandas republicanas de que liberara a los aviadores estadounidenses capturados (el piloto del U-2 abatido, Francis Gary Powers, y dos miembros de la tripulación de un avión de reconocimiento RB-47 que los soviéticos habían derribado sobre el mar de Barents dos meses más tarde) durante la campaña electoral. Ahora Jrushchov estaba moviendo apresuradamente todas sus piezas para conseguir una reunión con Kennedy cuanto antes mejor, con la esperanza de resolver sus problemas relativos a Berlín.
Durante la campaña, las instrucciones del líder soviético a sus altos funcionarios habían sido claras: deseaba una victoria de Kennedy y sentía verdadera aversión por Richard Nixon, que como vicepresidente de Eisenhower y anticomunista declarado lo había humillado en Moscú durante el llamado kitchen debate sobre las ventajas relativas de sus respectivos sistemas políticos. «¡Podemos ejercer nuestra influencia sobre las elecciones presidenciales estadounidenses!», les dijo a sus camaradas. «Nunca le haríamos un regalo así a Nixon.»
Tras las elecciones, Jrushchov se vanaglorió de que negándose a liberar a los aviadores, había impedido que Nixon recibiera cientos de miles de votos que le habrían proporcionado la victoria. A apenas diez minutos del inicio de la fiesta de Año Nuevo en el Kremlin, los prisioneros estadounidenses languidecían, como un recuerdo de la manipulación electoral de Jrushchov, en la cárcel de la KGB de Lubianka, donde el líder soviético los retenía como peones políticos que pensaba utilizar como moneda de cambio en el futuro.
Mientras la cuenta atrás para su brindis de Año Nuevo continuaba, Jrushchov se daba un baño de masas, más como un político populista que como un dictador comunista. A pesar de que se conservaba aún vigorosamente joven, había envejecido de forma prematura, como tantos otros rusos, y desde los veintidós tenía el pelo cano a raíz de una enfermedad grave. Mientras bromeaba con sus camaradas, echaba hacia atrás su cabeza casi calva y se reía a carcajadas de una de sus propias historias, mostrando con toda naturalidad sus dientes cariados, con una mella en el centro y dos premolares de oro. Su pelo canoso corto enmarcaba su cara redonda, de expresión viva, con tres grandes verrugas, una cicatriz bajo la nariz chata, mejillas sonrosadas y surcadas de tanto reír, y unos ojos oscuros y penetrantes. Jrushchov movía las manos y hablaba con frases cortas, entrecortadas, con voz aguda, estruendosa y nasal.
Reconoció muchas caras entre la multitud, al tiempo que preguntaba por los hijos de sus camaradas por sus nombres: «¿Cómo está la pequeña Tatiana? ¿Y el pequeño Iván?».
Teniendo en cuenta sus objetivos durante aquella velada, Jrushchov constató con decepción la ausencia del estadounidense más importante de Moscú, el embajador Llewellyn «Tommy» Thompson, con quien mantenía una posición razonablemente próxima a pesar del deterioro de las relaciones entre EEUU y la URSS. La mujer de Thompson, Jane, se disculpó ante Jrushchov por la ausencia de su marido, que se había quedado en caso aquejado de úlceras. También era cierto que el embajador estaba aún escarmentado por su encuentro con el líder soviético durante la celebración de Año Nuevo del año anterior, cuando un Jrushchov borracho había estado a punto de declarar la Tercera Guerra Mundial a raíz del conflicto de Berlín.
En aquella ocasión, a las dos de la madrugada, y envuelto por una bruma alcohólica, Jrushchov había acompañado a Thompson, a su esposa, al embajador francés y al líder del Partido Comunista Italiano a una antesala adjunta a la Sala de San Jorge, acabada de construir y curiosamente decorada con una fuente llena de piedras de plástico de colores. Jrushchov le soltó a Thompson que si Occidente no accedía a firmar un pacto sobre Berlín (que debía incluir la retirada de las tropas aliadas), iba a pagar por ello. «Tenemos treinta cabezas nucleares reservadas para Francia, más que suficientes para destruir el país entero», dijo, inclinando la cabeza hacia el embajador francés. Por si eso no bastaba, añadió que se reservaban cincuenta para la Alemania Federal y cincuenta más para Gran Bretaña.
En un forzado intento por recuperar un ambiente más distendido, Jane Thompson le había preguntado a Jrushchov cuántos misiles tenía reservados para los yanquis.
«Eso es un secreto», había respondido Jrushchov con una sonrisa perversa.
En un intento por reconducir la conversación, Thompson había propuesto un brindis por la inminente Cumbre de París con Eisenhower y su potencial a la hora de mejorar las relaciones entre ambos países. Pero lejos de retractarse de sus amenazas, el líder soviético había asegurado que no tenía intención de cumplir su promesa a Eisenhower de no tomar ninguna decisión unilateral que pudiera alterar la situación en Berlín hasta después de la Cumbre de París. Thompson sólo logró poner punto final a aquella reunión marcada por los excesos de vodka a las seis de la madrugada, consciente de que las futuras relaciones entre las dos superpotencias iban a depender en gran medida de lo que Jrushchov lograra recordar de cuanto había dicho aquella noche.
Esa misma mañana, Thompson mandó un telegrama al presidente Eisenhower y al secretario de estado Christian Herter en el que los advertía de las declaraciones de Jrushchov aunque aseguraba que no debían «tomárselas literalmente» debido al estado de embriaguez del líder soviético. Su opinión era que Jrushchov tan sólo había querido «dejar bien clara la gravedad» de la situación en Berlín.
Un año más tarde, y con Thompson aguardando prudentemente en su casa, la medianoche encontró a un Jrushchov más sobrio y generoso. Tras las doce campanadas que daban la bienvenida al año 1961, y después de que se iluminara el árbol de Año Nuevo de doce metros de alto que se alzaba en el interior de la Sala de San Jorge, Jrushchov levantó la copa y propuso un brindis que los líderes de su partido considerarían como una nueva dirección doctrinal, y que se reproduciría en telegramas diplomáticos de todo el mundo.
«¡Feliz Año Nuevo, camaradas, Feliz Año Nuevo! ¡Por muy bueno que fuera el año pasado, el nuevo año será aún mejor!»
En la sala hubo una explosión de vivas, besos y abrazos.
Siguiendo el ritual, Jrushchov brindó por los trabajadores, los campesinos y los intelectuales, por los ideales marxistas-leninistas, y por la coexistencia pacífica entre las naciones. Entonces, en tono conciliador, dijo: «Consideramos que el sistema socialista es superior, pero nunca intentaremos imponerlo a otros estados».
En la sala se hizo el silencio cuando Jrushchov dirigió unas palabras a Kennedy.
«¡Queridos camaradas! ¡Amigos! ¡Caballeros!», dijo Jrushchov. «La Unión Soviética hace todos los esfuerzos posibles por mantener sus lazos de amistad con todas las naciones, pero creo que nadie me va a reprochar que diga que damos una gran importancia a la mejora de nuestra relación con EEUU, pues dicha relación afecta decisivamente a las demás. Queremos creer que EEUU persigue el mismo objetivo y esperamos que el nuevo presidente estadounidense sea como una corriente que aporte nuevos aires al ambiente viciado entre EEUU y la URSS.»
El mismo hombre que un año antes había detallado el número de bombas atómicas que pensaba lanzar contra Occidente adoptaba de pronto un tono conciliador. «Durante la campaña electoral», dijo Jrushchov a la multitud reunida, «el señor Kennedy declaró que si hubiera sido presidente, habría presentado sus excusas a la URSS» por el envío de aviones espía sobre su territorio. Jrushchov destacó que también él deseaba «dejar atrás ese lamentable episodio y no volver a mencionarlo… Creemos que votando por el señor Kennedy y contra el señor Nixon, el pueblo americano ha dado la espalda a la política de guerra fría y al empeoramiento de las relaciones internacionales».
Jrushchov volvió a levantar la copa, llena de nuevo. «¡Por la coexistencia pacífica entre las naciones!»
¡Salud!
«¡Por la amistad y la coexistencia pacífica entre todos los pueblos!»
Una ovación atronadora. Más abrazos.
Jrushchov había elegido cuidadosamente las palabras que había empleado. El uso repetitivo del término «coexistencia pacífica» era al mismo tiempo una declaración de intenciones hacia Kennedy y un mensaje claro y decidido hacia sus rivales comunistas. Tras reconocer las limitaciones económicas soviéticas y la nueva amenaza nuclear en su famoso discurso secreto durante el XX Congreso del Partido Comunista en 1956, Jrushchov había introducido la nueva idea de que los estados comunistas podían coexistir pacíficamente y competir con los estados capitalistas. Sus adversarios, en cambio, querían recuperar la agresiva idea de revolución mundial de Stalin e intensificar los preparativos para la guerra.
Con la llegada de 1961, el espíritu de Stalin era para Jrushchov un peligro mucho mayor que cualquiera de las amenazas occidentales. Tras su muerte, en 1953, el legado de Stalin a Jrushchov había sido una Unión Soviética disfuncional, con 209 millones de habitantes y decenas de nacionalidades, que ocupaba una sexta parte de la masa continental mundial. La Segunda Guerra Mundial había reducido en un tercio la riqueza de la URSS, había provocado veintisiete millones de muertes y había dejado 17.000 ciudades y 70.000 pueblos soviéticos arrasados. A todo ello había que sumarle los millones de personas que Stalin había matado previamente, con la hambruna provocada por él mismo y con sus purgas paranoicas.
Jrushchov culpaba a Stalin de haber instaurado una innecesaria y costosa guerra fría antes de que la Unión Soviética hubiera tenido ocasión de recuperarse de su devastación previa. En particular, le recriminaba a Stalin el bloqueo fallido contra Berlín en 1948, cuando el dictador había subestimado la determinación estadounidense al tiempo que sobrestimaba las capacidades soviéticas en una época en que Estados Unidos detentaba aún el monopolio nuclear. El resultado había sido la superación del embargo por parte de las potencias occidentales, la creación de la OTAN en 1949 y el nacimiento ese mismo año de una Alemania Federal diferenciada. Todo ello había garantizado la presencia de Estados Unidos en Europa durante mucho más tiempo. La Unión Soviética había pagado un alto precio porque, según Jrushchov, Stalin no había «considerado todas las consecuencias de su decisión».
Tras ofrecer la rama de olivo a Kennedy mediante su brindis de Año Nuevo, a las dos de la madrugada un Jrushchov aún sobrio hizo un aparte con el embajador de la Alemania Federal, Hans Kroll, con quien mantuvo una conversación privada. Para Jrushchov, aquel embajador de sesenta y dos años era el segundo embajador occidental más importante tras el ausente Thompson. Sin embargo, entre ellos había una relación mucho más próxima de la que existía entre el líder soviético y el representante estadounidense, basada tanto en el hecho de que Kroll hablaba fluidamente el ruso como en que éste albergaba la convicción (nada infrecuente entre los alemanes de su generación) de que su país tenía lazos culturales, históricos y (potencialmente) políticos mucho más estrechos con Moscú que con Estados Unidos.
Acompañados por el viceprimer ministro Anastas Mikoyan y por el miembro del Presidium Alexei Kosygin, Jrushchov y Kroll se retiraron a la misma antesala donde el líder soviético había amenazado a Thompson un año antes. Ese mismo año, Kroll había abandonado airadamente la celebración de Año Nuevo a modo de protesta después de que durante el brindis el líder soviético hubiera tildado a la Alemania Federal de «revanchista y militarista».
En esta ocasión, sin embargo, Jrushchov adoptó un tono seductor y le ordenó a uno de los camareros que le sirviera a Kroll una copa de champán de Crimea. Mientras saboreaba un suave vino tinto armenio, el líder soviético le contó a Kroll que el médico le había prohibido el vodka y el resto de licores fuertes. Kroll se recreaba en sus intercambios personales con Jrushchov, buscaba siempre una mayor proximidad física con él y solía hablarle en voz baja para poner de relieve su proximidad.
Kroll había nacido cuatro años después que Jrushchov en el pueblo de Deutsch Piekar, que por aquel entonces aún pertenecía a Prusia, pero que en 1922 sería cedido a Polonia. Aprendió sus primeras palabras en ruso de niño, pescando en el río que dividía los imperios alemán y zarista. Sus primeros dos años como diplomático en Moscú se remontaban a la década de 1920, cuando la Alemania recién salida de la Primera Guerra Mundial y la nueva Unión Soviética comunista, por aquel entonces los dos países más vilipendiados del mundo, firmaron el Tratado de Rapallo, que terminó con su aislamiento diplomático y supuso el surgimiento de un eje antioccidental y contrario al Tratado de Versalles.
Kroll creía firmemente que el fin de las hostilidades en Europa sólo se conseguiría mediante un acuerdo que permitiera que la Alemania Federal y la Unión Soviética («los dos países más poderosos de Europa») establecieran una mejor relación mutua. Kroll había trabajado en esa dirección desde que lo nombraran jefe del Departamento de Relaciones Comerciales Este-Oeste del Ministerio de Economía en 1952, cuando hacía tan sólo tres años del nacimiento de la Alemania Federal. Sus convicciones lo habían llevado a enfrentarse con frecuencia a Estados Unidos, que temían que una relación demasiado fluida entre Alemania Federal y la URSS pudiera llevar a la primera a adoptar una posición neutral.
Jrushchov agradeció a Kroll la ayuda prestada durante el otoño anterior para conseguir que el canciller de la Alemania Federal, Konrad Adenauer, aprobara una serie de nuevos acuerdos económicos con el bloque comunista, además de firmar la renovación del acuerdo comercial entre las dos Alemanias, que había sido revocado unos meses antes. Aunque la Alemania del Este era la socia de Moscú, Jrushchov consideraba que la Alemania Federal tenía una importancia mucho mayor para la economía soviética, pues le permitía acceder a maquinaria y tecnología moderna, además de obtener préstamos en una moneda fuerte.
Así pues, el líder soviético alzó su copa y propuso un brindis por la excepcional reconstrucción de posguerra en la República Federal Alemana. Jrushchov le dijo a Kroll que esperaba que el canciller Adenauer sabría aprovechar la creciente fortaleza económica de su país para lograr una mayor independencia de Estados Unidos, distanciarse de Washington y mejorar sus relaciones con la URSS.
A continuación, Kosygin le pidió permiso a Kroll para proponer otro brindis, algo a lo que el embajador accedió. «Para nosotros es usted el embajador de todos los alemanes», dijo, ahondando en la convicción de Jrushchov de que la Unión Soviética habría salido ganando si su aliado hubiera sido la Alemania Federal, con todos sus recursos, en lugar de la Alemania del Este, con sus constantes demandas económicas y su producción de bienes de baja calidad.
Entonces Jrushchov remató su juego de seducción con una amenaza. «El problema alemán debe quedar resuelto en 1961», le dijo a Kroll. El líder soviético aseguró que había perdido la paciencia ante la negativa norteamericana a negociar un cambio de estatus para Berlín que permitiera detener el flujo de refugiados y firmar de una vez por todas un tratado de paz con la Alemania del Este. Mikoyan le reveló a Kroll que «determinados círculos» de Moscú estaban ejerciendo una presión cada vez mayor sobre Jrushchov y que el líder soviético no iba a poder aplacar durante mucho más tiempo a quienes exigían que tomara cartas en el asunto berlinés.
Kroll asumió que Mikoyan se estaba refiriendo a lo que, dentro de los círculos del Partido Comunista Soviético, se conocía como el «lobby Ulbricht», un grupo profundamente influenciado por las quejas cada vez más estridentes del líder de la Alemania del Este, que aseguraba que Jrushchov no defendía el estado socialista alemán con el vigor necesario.
Ablandado por los halagos y el champán soviéticos, Kroll reconoció que el líder soviético había demostrado una paciencia considerable en lo tocante a Berlín. Sin embargo, advirtió a Jrushchov que si la URSS decidía alterar unilateralmente el status quo en Berlín, el resultado sería una crisis internacional y tal vez incluso un conflicto militar con Estados Unidos y Occidente.
Jrushchov discrepó. Admitió que Occidente se «exaltaría durante un breve período de tiempo», pero que pronto se calmaría. «Nadie en el mundo va a declarar la guerra por Berlín o por la cuestión alemana», le aseguró a Kroll. Consciente de que el embajador alemán informaría de la conversación a sus superiores y también a los estadounidenses, Jrushchov dijo que él personalmente prefería un acuerdo negociado a tener que tomar una decisión unilateral, pero quiso dejar bien claro que «eso dependerá de Kennedy».
A las cuatro de la madrugada, Jrushchov dio por finalizada la reunión y desfiló con Kroll, Kosygin y Mikoyan a través de la multitud, que seguía bailando pero que formó un pasillo para dejarlos pasar.
A pesar de su experiencia como embajador, Kroll nunca sabía cuáles de las frecuentes amenazas de Jrushchov debían tomarse en serio. Sin embargo, la forma en que éste había sacado a colación el problema de Berlín le bastó para convencerse de que durante el año que empezaba se produciría una confrontación. Iba a transmitir aquella opinión a Adenauer y, a través de éste, a los estadounidenses. Para Kroll era evidente que Jrushchov había decidido que, con el paso del tiempo, la inacción suponía un riesgo mayor que tomar cartas en el asunto.
En cualquier caso, el tono (de cooperación o de confrontación) que marcaría aquel año dependería en gran medida del dilema que subyacía a la forma en que Jrushchov abordaba el problema de Berlín.
Por un lado, Jrushchov era consciente de que no podía enfrentarse militarmente a EEUU ni arriesgarse a una guerra contra Occidente. No tenía más remedio que negociar la coexistencia pacífica con EEUU y, por ello, había tendido la mano al nuevo presidente americano con la esperanza de poder arrancarle un acuerdo sobre Berlín.
Al mismo tiempo, no obstante, la reunión con el embajador de la Alemania Federal Kroll demostraba claramente la presión creciente a la que debía enfrentarse para resolver el problema de Berlín antes de que éste se convirtiera en una amenaza aún mayor, tanto para el imperio soviético como, de forma más inmediata, para el liderazgo del propio Jrushchov.
Por ese motivo, Jrushchov era un comunista en apuros.
Y ése no era su único problema en Berlín. Los propios berlineses lo despreciaban, odiaban a los soldados soviéticos y recelaban de su ocupación. El período de posguerra había dejado tan sólo malos recuerdos…