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Kennedy: La formación de un presidente
Podemos vivir con el status quo en Berlín, pero no podemos tomar ninguna iniciativa para hacer que éste cambie a mejor. En cambio, en mayor o menor medida, soviéticos y alemanes del Este sí pueden, siempre y cuando estén dispuestos a asumir las consecuencias políticas, hacer que cambie a peor.
MARTIN HILLENBRAND, jefe del Departamento de Estado para cuestiones alemanas, memorando de transición al presidente Kennedy,
enero de 1961
Empecemos, pues, de nuevo, recordando a ambas partes que la cortesía no es una señal de debilidad y que la sinceridad hay que demostrarla con pruebas.
El presidente KENNEDY, discurso de toma de posesión,
20 de enero de 1961
DESPACHO OVAL, LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
MAÑANA DEL JUEVES 19 DE ENERO DE 1961
El presidente más viejo de la historia de EEUU decidió que había llegado la hora de poner al hombre más joven elegido para el cargo al corriente de la parte más temible del trabajo. Era la víspera del día de la toma de posesión y en menos de veinticuatro horas, el presidente Dwight D. Eisenhower, de setenta años, iba a pasarle el balón nuclear de Estados Unidos al senador John F. Kennedy que, a sus cuarenta y tres años, tendría en sus manos la mayor capacidad destructiva que ningún país del mundo hubiera poseído jamás.
Y la tendría en un momento en el que Eisenhower temía que cualquier error de cálculo en cualquiera de los diversos puntos críticos de la relación entre EEUU y la URSS en el mundo (el más candente de los cuales era Berlín) pudiera desencadenar una guerra nuclear. Por ello, Eisenhower tenía planeado hacer un aparte con Kennedy en privado y discutir los pormenores de dicha batalla, una clase magistral que tenía previsto cerrar con una memorable exhibición de toda la parafernalia al alcance de la persona más poderosa del mundo.
A Eisenhower le preocupaba que Kennedy no estuviera preparado para asumir esa responsabilidad. En la intimidad, tachaba a Kennedy de «chiquillo» o «de joven mocoso», cuando no se burlaba de él llamándolo «joven genio». Como comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas en Europa durante los dos últimos años de la Segunda Guerra Mundial, Eisenhower había supervisado la invasión y la ocupación de Francia y Alemania. Como teniente de la Marina, Kennedy había pilotado apenas un buque PT, una embarcación con torpedos tan pequeña que sus escuadrones se llamaban «flotas mosquito».
Era cierto que Kennedy había sido condecorado como héroe de guerra tras salvar la vida de once miembros de la tripulación, pero eso había sucedido tan sólo después de que permitiera que un pesado destructor japonés arrollara incomprensiblemente su PT-109. Los amigos de Eisenhower dentro del ejército no se tragaban la explicación según la cual todo había sucedido en un lugar «oscuro como boca de lobo», «en el fragor de la batalla», y sospechaban que Kennedy había actuado con negligencia, aunque había logrado evitar una investigación.
Eisenhower dudaba mucho de que el joven Kennedy hubiera llegado a la presidencia de no ser por los cuantiosos recursos de su padre Joe y la insaciable ambición de éste en la carrera de su hijo. Durante la guerra, Kennedy padre le había pedido a su primo Joe Kane, que gozaba de buenas conexiones políticas en Boston, que sondeara las posibilidades electorales de sus hijos Joe y Jack. También había sido él quien había hablado del acto de coraje de su hijo Jack al escritor y amigo de la familia John Hersey. La publicación de su artículo, primero en Reader’s Digest y más tarde en la revista New Yorker, lanzaron la carrera política de Jack. Un año más tarde, después de que Jack fuera ungido como héroe, Joe Jr. había muerto en acción de combate pilotando un bombardero experimental en una misión de alto riesgo. Se suponía que debía saltar del B-24 Liberator cargado de explosivos antes de que el avión, convertido en un misil teledirigido, se precipitara por control remoto contra una base de bombas V alemana, pero el avión detonó de forma prematura. Los allegados a la familia se preguntaron si aquella muerte no era el resultado de una rivalidad entre hermanos alimentada por su padre a lo largo de los años; Joe Jr., aventuraban, se habría arriesgado por superar la hazaña de su hermano y eso le habría costado la vida.
Aquella mañana fría y nublada, Kennedy llegó a la Casa Blanca a las 8.57, tras un trayecto de ocho minutos desde su casa de Georgetown. Se trataba de un inusual gesto de puntualidad en un hombre que solía llegar tarde a las citas. Los periódicos dominicales venían salpicados de biografías de la familia Kennedy e ilustraciones de varios artistas de las esposas de los miembros del gabinete con vestidos de fiesta. La trasnochada era Eisenhower había pasado a la historia. A un nivel más serio, el general Thomas S. Power, jefe de estrategia de las Fuerzas Aéreas, había anunciado que, por primera vez, bombarderos atómicos del Ejército de EEUU iban a sobrevolar el país las veinticuatro horas del día para mantener Estados Unidos en alerta constante contra un ataque sorpresa.
Antes de la reunión, el jefe de transición de Kennedy, el legendario abogado de Washington Clark Clifford, había enviado al equipo de Eisenhower una lista con los asuntos que Kennedy deseaba discutir, pues podían requerir algún tipo de intervención durante sus primeros días en el cargo: Laos, Argelia, el Congo, Cuba, la República Dominicana, Berlín, las conversaciones nucleares y de desarme, asuntos básicos de política económica, fiscal y monetaria y «una valoración de las exigencias bélicas en comparación con las capacidades».
Aquel último punto era la forma que tenía Kennedy de referirse a una cuestión que lo preocupaba cada vez más a medida que se acercaba el momento de ocupar el Despacho Oval: «¿Cómo abordaré una guerra nuclear, llegado el momento?». Kennedy no estaba seguro de hasta qué punto los estadounidenses (los votantes que iba a necesitar si quería lograr la reelección) estarían dispuestos a cumplir con los solemnes compromisos adquiridos por EEUU en la defensa de Berlín si dichos compromisos implicaban asumir el riesgo de una guerra nuclear que podía acabar con la vida de millones de estadounidenses.
Tras la primera reunión de transición, el 6 de diciembre, Eisenhower había revisado algunas de sus opiniones negativas sobre Kennedy. De hecho, Eisenhower le había dicho al político demócrata George E. Allen, amigo de Clifford, que: «Estaba muy equivocado y mal informado sobre este joven, que es una de las personas más brillantes que haya conocido jamás». Aunque la juventud y la falta de experiencia de Kennedy continuaban preocupándole, Eisenhower se sintió aliviado al constatar que el nuevo presidente comprendía a la perfección los problemas a los que iba a enfrentarse.
Kennedy, por su parte, había quedado mucho menos impresionado por «Ike», a quien en la intimidad se refería como «el viejo capullo». En una ocasión le dijo a su hermano Bobby, que iba a convertirse en el nuevo fiscal general, que el presidente saliente le había parecido un hombre intelectualmente lento y desinformado sobre asuntos que debería haber conocido al dedillo.
Kennedy consideraba que la administración Eisenhower no había conseguido nada relevante y que se había limitado a chapotear en las convulsas aguas de un momento histórico que amenazaba con hundir al país. El ejemplo más obvio en ese sentido era el enconado problema de Berlín. Kennedy estaba determinado a conseguir mayores logros durante su presidencia, para la que tomaría como modelos a Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt. Al comparar a Eisenhower con Kennedy, el embajador francés Hervé Alphand aseguró que el presidente electo era un hombre «con una memoria asombrosa para recordar hechos, datos y acontecimientos históricos, además de un conocimiento exhaustivo de los problemas que debía abordar […], voluntad de lograr grandes hitos para su país y para el mundo, y la decisión necesaria para, en otras palabras, convertirse en un gran presidente».
Pero esas altas ambiciones iban a topar principalmente con dos obstáculos: la falta de autoridad derivada de la victoria electoral más ajustada desde 1886 y el hecho de que Lincoln y Roosevelt habían logrado su lugar en la historia gracias a guerras, una perspectiva terrorífica que había que evitar a toda costa, pues en los días de Kennedy una guerra podía significar el holocausto nuclear.
Kennedy estaba perplejo de haberse impuesto en las elecciones con una ventaja que no llegaba ni siquiera al 1 por ciento con respecto a Nixon, a quien consideraba un hombre con una personalidad tan poco atractiva. «¿Cómo es posible que haya derrotado a un tipo como éste por apenas un centenar de miles de votos?», se quejó a su amigo Kenneth O’Donnell, que se convertiría en asesor de la Casa Blanca.
Además, el nuevo presidente iba a contar con pocos apoyos. Aunque los demócratas habían logrado mantener una considerable mayoría en el congreso, habían perdido a un senador y veinte escaños en la cámara de diputados. Por si eso fuera poco, los demócratas del sur, que eran los que habían ganado por más diferencia, iban a alinearse con los republicanos para exigir dureza en el trato a los soviéticos y en lo tocante a Berlín. De hecho, es probable que Kennedy no hubiera ganado las elecciones si durante la campaña electoral no se hubiera mostrado más severo aún con Moscú que Nixon. Para sacarle aún más brillo a sus credenciales conservadoras y antisoviéticas, y tal vez también para evitar que se difundiera información dañina sobre su pasado, Kennedy tomó la decisión nada convencional de mantener en el cargo a Allan Dulles y J. Edgar Hoover, los dos hombres que habían dirigido respectivamente la CIA y el FBI durante la presidencia de Eisenhower. Poco a poco se iba forjando una curiosa similitud entre Kennedy y Jrushchov, cuyas respectivas coyunturas internas los empujaban más a la confrontación que a la conciliación.
El escaso margen obtenido sobre Nixon hizo que aquel día Kennedy decidiera observar a Eisenhower con mayor atención si cabe, para intentar imbuirse del sosiego y las maneras tranquilizadoras que habían permitido al presidente saliente cumplir con sus dos mandatos y granjearse un amplio apoyo público. Kennedy iba a tener que reforzar su popularidad cuanto antes mejor para poder abordar satisfactoriamente los asuntos inminentes.
Durante las reuniones informativas de transición sobre estrategia nuclear, Kennedy había mostrado su preocupación por la situación que heredaba de Eisenhower, que planteaba unas opciones bélicas enormemente limitadas e inflexibles. Si los soviéticos invadían Berlín, las únicas alternativas para Kennedy pasaban por un conflicto convencional que los soviéticos ganarían invariablemente o por un intercambio atómico al que tanto él como los aliados estadounidenses eran reacios a exponerse. Por ese motivo, habría sido razonable que la situación en Berlín hubiera ocupado un lugar preeminente en la agenda de Kennedy aquella mañana.
Sin embargo, los dos equipos centraron su atención en el violento conflicto en Laos y el peligro creciente de que el país del sureste asiático cayera en manos comunistas y desencadenase un temible efecto dominó. Aunque la crisis en Berlín tenía una relevancia mucho mayor, a Kennedy le habían repetido una y otra vez que se trataba de un conflicto bloqueado sin solución inmediata aparente, de modo que era preferible invertir sus energías iniciales en otros asuntos.
Un documento de transición que el equipo de Eisenhower había preparado para Kennedy advertía al nuevo presidente (un hombre que se enorgullecía de pensar en grande) de que el conflicto de Berlín dependía de los pequeños detalles, desde los acuerdos menores que garantizaban el tráfico libre y sin restricciones a y desde Berlín Oeste, hasta un sinfín de prácticas vinculadas a los acuerdos entre las cuatro potencias que protegían los derechos de los berlineses del Oeste y la presencia de los aliados en la ciudad.
«La actual táctica soviética», decía el informe, «consiste en lograr el control sobre Berlín menoscabando la posición occidental para que cada vez nos resulte más difícil demostrar que, en cada pequeña escaramuza, el verdadero objetivo de fondo es la supervivencia de un Berlín libre. Nuestro problema inmediato pasa por contrarrestar esta “táctica del salami”. […] Hemos intentado convencer a los soviéticos por todos los medios posibles de que, en último término, estamos dispuestos a luchar por Berlín.» El informe advertía al presidente electo de que iba a enfrentarse a un intento de Jrushchov por reanudar las conversaciones sobre Berlín cuanto antes mejor con el objetivo de lograr la retirada de las tropas occidentales de la ciudad.
Sin embargo, el equipo de Eisenhower no tenía ningún consejo para Kennedy sobre cómo abordar la cuestión de forma efectiva, más allá de que mantuviera el tipo. «Nadie ha logrado aún hallar una fórmula negociable y aceptable que permita resolver el problema de Berlín sin abordar también una solución para toda Alemania», decía el documento de transición. De momento, la posición estadounidense sostenía que antes o después Alemania iba a tener que unificarse a través de unas elecciones libres que incluyeran tanto a la Alemania Federal como a la Alemania Democrática; sin embargo, nadie era capaz de imaginar que eso pudiera darse en el futuro inmediato, por no decir en el futuro sin más. Por ello, proseguía el informe, «la principal táctica de Occidente consiste en ganar tiempo y demostrar su determinación a proteger Berlín Oeste, al tiempo que se busca la base de una eventual solución. El problema pasa cada vez más por convencer a la URSS de que las potencias occidentales tienen tanto la voluntad de conservar su posición como los medios para hacerlo».
Martin Hillenbrand, el director de la Oficina de Asuntos Alemanes del Departamento de Estado, expresó la situación de forma aún más clara en su informe de transición. Hillenbrand dirigía un grupo de trabajo sobre Berlín, creado por Eisenhower tras el ultimátum de Jrushchov de 1958 y que se enfrentaba casi cada día a problemas de mayor o menor calado. El grupo contaba con representantes de la mayoría de organismos del gobierno estadounidense, además de los embajadores francés, inglés y alemán. «Podemos vivir con el status quo en Berlín, pero no podemos tomar ninguna iniciativa para hacer que éste cambie a mejor», escribió. «En cambio, en mayor o menor medida, soviéticos y alemanes del Este sí pueden, siempre y cuando estén dispuestos a asumir las consecuencias políticas, hacer que cambie a peor. Por imperiosa que sea la necesidad de encontrar un nuevo enfoque al problema, los hechos ineludibles de la situación limitan enormemente las opciones prácticas de actuación de las que dispone Occidente.»
Lo que Kennedy oía desde todas partes era que el conmovedor mensaje de cambio que le había permitido salir elegido no era aplicable a Berlín, donde sus consejeros le pedían que defendiera un decepcionante status quo. Aquello iba contra sus instintos y contra la palabra dada a sus electores, a quienes había prometido aplicar creatividad a los problemas que la administración Eisenhower no había sabido resolver. Tras considerar sus opciones, Kennedy optó por aparcar la cuestión de Berlín y centrarse en otros asuntos en los que creía poder alcanzar un acuerdo más rápido.
Así pues, la prioridad de Kennedy en su trato con Moscú pasaría por iniciar conversaciones sobre la prohibición de las pruebas atómicas, que consideraba una forma de generar confianza de cara a insuflar algo de calor en las heladas relaciones entre EEUU y la URSS. La lógica inherente al planteamiento de Kennedy era que, en cuanto el tono de las relaciones mejorara gracias a la negociación armamentística, estaría en situación de abordar la cuestión más peliaguda de Berlín. Sin embargo, aquella decisión desembocaría en lo que se convertiría en el primer y principal punto de desacuerdo entre Kennedy y Jrushchov: el ritmo y la prioridad que había que otorgar a las negociaciones para encontrar una solución al problema de Berlín.
Kennedy aún no ocupaba la Casa Blanca y ya había empezado a comprender que la realidad de su gestión del asunto de Berlín como presidente estaría a años luz de la retórica inflexible que había utilizado como senador y como candidato a la presidencia. En febrero de 1959, Kennedy había realizado un llamamiento a la administración Eisenhower para que preparase al país para la perspectiva «extremadamente grave» de una confrontación armada por la libertad del Berlín Oeste.
En agosto del año siguiente, mientras preparaba la carrera presidencial, Kennedy había declarado que estaba dispuesto a utilizar la bomba atómica para defender Berlín y había acusado a los soviéticos de intentar expulsar a los estadounidenses de Alemania. «Nuestra posición en Europa vale una guerra nuclear, pues la expulsión de Berlín equivale a la expulsión de Alemania», dijo en una entrevista televisada en Milwaukee. «Primero te expulsan de Europa, luego te expulsan de Asia y África, y finalmente te echan de tu casa. […] Debemos demostrar que tenemos voluntad de utilizar el arma definitiva.»
En un artículo publicado por los periódicos del magnate William Randolph Hearst al cabo de unas pocas horas de su victoria en la Convención Nacional Demócrata de junio de 1960, Kennedy había escrito: «El próximo presidente debe dejarle muy claro a Jrushchov que no habrá política de contemporización, que no habrá sacrificio alguno en lo relativo a la libertad de los habitantes de Berlín, ni ninguna renuncia a nuestros principios vitales».
Sin embargo, había una diferencia considerable entre «demostrar voluntad» en Milwaukee como senador entrevistado o anunciar que no habría «ninguna renuncia» como candidato electo, a utilizar las armas atómicas como presidente. Además, las capacidades nucleares soviéticas estaban mejorando, al tiempo que la superioridad convencional de Moscú alrededor de Berlín seguía siendo aplastante.
El presidente tenía tan sólo 5.000 hombres en el Berlín Oeste, aparte de 4.000 soldados británicos y 2.000 franceses (un total de 11.000 efectivos aliados en total) contra unas tropas soviéticas que, según las estimaciones de la CIA, ascendían a unos 350.000 hombres en la Alemania del Este o cerca de Berlín.
La última Estimación Nacional de Inteligencia (el cálculo autorizado de la comunidad de servicios de información estadounidenses) sobre las capacidades armamentísticas soviéticas hablaba con preocupación de un cambio de tendencia que podía debilitar la posición de EEUU en Berlín hacia el fin del primer mandato de Kennedy. La estimación predecía que la URSS lograría neutralizar las desigualdades estratégicas ya en 1965, fundamentalmente gracias a la acumulación de misiles balísticos intercontinentales y a los sistemas de defensa nuclear. El informe aseguraba que eso daría a los soviéticos el valor necesario para plantar cara a Occidente en Berlín y en cualquier otra parte del mundo.
El documento de la CIA advertía a Kennedy de la naturaleza volátil de Jrushchov, que recurriría a «la alternancia entre la presión y el conformismo como patrón regular de la actitud soviética». El informe predecía también que Jrushchov intentaría ganarse el favor de Kennedy durante los primeros días de su administración, pero que si esa estrategia fallaba, «recurrirá a una intensificación de las presiones y las amenazas en un intento por obligar a Occidente a entablar negociaciones de alto nivel en unas condiciones más favorables para él».
Así pues, con el asunto de Berlín en compás de espera, Eisenhower informó a Kennedy en profundidad sobre la situación en Laos. La guerra civil a tres bandas entre los comunistas de Pathet Lao, los partidarios monárquicos alineados prooccidentales y los neutralistas planteaba la posibilidad de que los comunistas se hicieran con el poder. El peligro era evidente: Kennedy corría el riesgo de pasar sus primeras semanas en el cargo intentando encontrar el engranaje militar apropiado para un país pequeño, pobre y sin salida al mar que le importaba relativamente poco. Lo último que quería Kennedy era que su primera medida en política exterior consistiera en enviar tropas a Laos. De hecho, el presidente entrante habría preferido que la administración Eisenhower se encargara del asunto antes del fin de su mandato, pero ésta no lo había hecho. Ahora Kennedy quería oír cuáles eran las ideas y los preparativos de Eisenhower si había que dar una respuesta militar.
Eisenhower describió Laos como «el corcho de la botella» y dijo que creía que EEUU debía intervenir, aunque fuera de forma unilateral, antes que aceptar una victoria comunista que fácilmente podía contagiarse a Tailandia, Camboya y la República de Vietnam (Vietnam del Sur). «Éste es uno de los problemas que le transfiero y de los que no me siento nada orgulloso», se disculpó Eisenhower. «Es posible que debamos entrar en combate.»
A Kennedy lo sorprendió la tranquilidad con que Eisenhower discutía los escenarios bélicos, cosa que se hizo aún más patente durante el seminario privado de cincuenta minutos entre el presidente saliente y el presidente entrante sobre el uso de armas nucleares. Los efectos personales de Eisenhower ya no estaban en el Despacho Oval cuando llegó Kennedy. Quedaban algunas cajas amontonadas en las esquinas, lo mismo que una alfombra algo dañada por el hábito de Eisenhower de practicar el putt en el despacho.
Eisenhower informó a Kennedy de todo tipo de asuntos, desde la organización de operaciones secretas hasta los procedimientos de emergencia que eran competencia personal del comandante en jefe: cómo responder a un ataque inmediato y autorizar el uso de las armas atómicas. Eisenhower le mostró a Kennedy el funcionamiento del libro de códigos y le enseñó a utilizar el dispositivo computarizado que iba metido en una mochila y que servía para lanzar un ataque nuclear: el llamado balón nuclear, que siempre acompañaba al presidente.
Se trataba del intercambio más íntimo posible entre un presidente saliente y un presidente entrante de la era nuclear.
Eisenhower no hizo ninguna referencia a la desinformada afirmación de Kennedy durante la campaña según la cual el presidente saliente había permitido que se abriera una peligrosa «brecha militar» a favor de los soviéticos. Eisenhower no había corregido a Kennedy en su momento, para consternación del candidato Nixon, y había preferido proteger los secretos de seguridad nacional que brindarle una excusa al Kremlin para armarse aún más deprisa.
Ahora, sin embargo, Eisenhower le aseguró tranquilamente a Kennedy que EEUU conservaba aún una abrumadora ventaja militar, particularmente gracias a los submarinos armados con misiles nucleares. «Con el Polaris dispone de un activo de un valor incalculable», le dijo. «Es indestructible.»
El Polaris podía alcanzar la Unión Soviética desde posiciones indetectables en varios océanos, le dijo. Por ese motivo, Eisenhower creía que los soviéticos tenían que estar locos para arriesgarse a desencadenar una guerra nuclear. El inconveniente, dijo Eisenhower, era que posiblemente estuvieran locos. Si había que juzgar a los líderes soviéticos por la crueldad con que se habían empleado contra su propia gente y sus enemigos durante la Segunda Guerra Mundial y al término de la misma, Eisenhower temía que ni siquiera la inferioridad nuclear lograse evitar que los comunistas atacaran si se daban las circunstancias apropiadas. Eisenhower hablaba de los rusos más como si fueran animales a los que hay que domesticar que como socios con quienes se puede negociar.
Como un niño que alardeara de un juguete nuevo delante de un amigo, Eisenhower puso punto final a la lección magistral con una demostración de la rapidez con la que el presidente podía ser evacuado de Washington en helicóptero en caso de emergencia.
«Preste atención», dijo.
Eisenhower cogió un teléfono especial, marcó un número y dijo simplemente: «Simulacro Ópalo Tres». Entonces colgó y, con una sonrisa, le pidió a su huésped que echara un vistazo al reloj.
En menos de cinco minutos, un helicóptero del Cuerpo de Marines aterrizó en el jardín de la Casa Blanca, a apenas unos pasos del lugar donde se encontraban. Eisenhower acompañó a Kennedy a la sala del gabinete de ministros, donde sus respectivos equipos seguían reunidos, y en tono jocoso dijo: «Le estaba enseñando a mi amigo cómo salir pitando de aquí».
En presencia de sus equipos, Eisenhower advirtió a Kennedy de que la autoridad presidencial no iba a ser siempre una varita mágica infalible.
Kennedy sonrió. El secretario de prensa de Eisenhower dijo más tarde que Kennedy había mostrado un considerable interés por el simulacro. Si sus responsabilidades eran embriagadoras, el poder del que Kennedy iba a gozar en breve era imponente. Mientras se alejaba, volvió la cabeza y contempló con satisfacción aquel edificio que pronto sería su casa.
WASHINGTON, D.C.
TOMA DE POSESIÓN, VIERNES, 20 DE ENERO DE 1961
La nieve empezó a caer al mediodía, poco después de que Kennedy abandonara su reunión con Eisenhower. La ciudad de Washington acusaba las inclemencias meteorológicas, que podían provocar unos atascos de tráfico fenomenales. Dos tercios de los asistentes que debían abarrotar el Constitution Hall no asistieron al concierto de investidura. La Sinfónica Nacional empezó con media hora de retraso porque muchos de los músicos estaban atrapados en la ventisca y en los atascos. La función de gala de Frank Sinatra, plagada de estrellas, empezó con dos horas de retraso.
Sin embargo, la mañana fría, clara y soleada del 20 de enero, un batallón de soldados y de máquinas quitanieves habían limpiado ya los veinte centímetros de nieve. Los cielos se abrieron y ofrecieron la iluminación perfecta para el espectáculo de toma de posesión con la planificación más exhaustiva y la difusión televisiva más amplia de la historia. Unos cuarenta kilómetros de cable alimentaban 54 circuitos de televisión, que iban a cubrir el acto desde 32 posiciones distintas, desde el lugar donde el presidente iba a realizar el juramento hasta la última carroza del desfile. Se habían instalado unos seiscientos teléfonos extra en lugares estratégicos para los periodistas. Independientemente de los cambios que la administración Kennedy introdujera respecto a sus predecesores, desde luego ésta iba a presentar al comandante en jefe más televisado de la historia, y a todo color.
Tanto durante la mañana del día anterior al acto de toma de posesión, mientras Kennedy y su esposa Jackie realizaban el trayecto en su limusina, como esa misma noche en la bañera y también durante el desayuno del día siguiente, tras dormir apenas cuatro horas, el presidente electo revisó una y otra vez la última versión de su discurso de toma de posesión. Siempre que encontraba un momento, lo aprovechaba para familiarizarse mejor con cada una de sus 1.355 palabras, cuidadosamente elegidas y afiladas mediante más borradores y reescrituras que cualquier otro discurso que hubiera pronunciado antes.
Ya en noviembre le había dicho a su redactor jefe, Ted Sorensen, que quería un discurso breve, no partidista, optimista, sin críticas a su predecesor y centrado en la política exterior. Sin embargo, mientras revisaban el borrador final (proceso que empezó apenas una semana antes de la fecha en que se iba a pronunciar el discurso), aún le pareció que éste se centraba demasiado en cuestiones de política interna. «Eliminemos todo lo referente a asuntos nacionales», le dijo a Sorensen. «Es demasiado largo.» «¿A quién le importa el salario mínimo?», remató Kennedy.
Sin embargo la decisión más difícil pasaba por decidir qué mensaje debían mandarle a Jrushchov. Aunque la guerra nuclear con los soviéticos era algo impensable, negociar una paz justa parecía imposible. Kennedy había enfocado su campaña desde la línea dura de un Partido Demócrata que aún no había resuelto sus controversias internas sobre si, al tratar con los soviéticos, era preferible el compromiso o la confrontación.
Dean Acheson, que había sido el secretario de estado del presidente Truman, representaba a los partidarios de la línea dura del bando demócrata, que estaban convencidos de que Jrushchov, lo mismo que Stalin, perseguía aún el objetivo de la dominación mundial. Otros demócratas (Adlai Stevenson, Averell Harriman o Chester Bowles) veían en Jrushchov a un reformador genuino cuyo principal objetivo pasaba por reducir su presupuesto militar y mejorar el nivel de vida de los soviéticos.
El discurso de toma de posesión de Kennedy iba a colocarlo en el centro del debate e iba a reflejar su propia incertidumbre sobre si le resultaría más fácil pasar a la historia enfrentándose a los soviéticos o buscando la paz con ellos. Esa misma ambigüedad había alimentado la renuencia de Kennedy a responder a los múltiples llamamientos de Jrushchov, que deseaba establecer un canal de comunicación privado y pactar cuanto antes una reunión en la cumbre.
El 1 de diciembre de 1960, Kennedy había mandado un mensaje temprano pero indirecto pidiendo paciencia al líder soviético a través de su hermano Robert, que se había reunido en uno de los despachos de transición presidencial en Nueva York con un alto cargo de la KGB que se hizo pasar por periodista del Izvestia. A los treinta y cinco años, Bobby había sido el director de campaña de su hermano y pronto iba a convertirse en fiscal general, de modo que el alto cargo de la KGB no tenía motivos para dudar de Bobby cuando éste aseguró que hablaba en nombre de su hermano.
El periodista soviético no escribió ningún artículo para su periódico, sino que envió un informe a sus superiores de la KGB (que probablemente llegó también a Jrushchov) que debía dar pistas sobre la indicación sobre la dirección que iba a tomar la administración Kennedy en lo tocante a la política exterior. El informe contenía diversos mensajes. Bobby había dicho que el presidente electo prestaría mucha atención a la relación con su homólogo soviético y que creía que se podía llegar a un acuerdo sobre la prohibición de las pruebas nucleares ya en 1961. Había dicho también que Kennedy compartía el deseo de Jrushchov de realizar una reunión cara a cara y que quería reparar el daño que Eisenhower había causado a sus relaciones.
En cambio, la intención de Kennedy de abordar el problema de Berlín de forma mucho más lenta de lo que deseaba Jrushchov resultaba menos alentadora para el líder soviético. El nuevo presidente iba a necesitar entre dos y tres meses antes de poder participar en una cumbre, dijo Bobby. «Kennedy está genuinamente preocupado por la situación en Berlín y hará lo posible por intentar encontrar la forma de alcanzar un acuerdo que resuelva el problema de la ciudad», decía el informe de la KGB sobre la reunión. «Sin embargo, si durante los próximos meses la Unión Soviética ejerce algún tipo de presión, Kennedy defenderá sin dudarlo la posición occidental.»
Sin embargo, eso no disuadió a Jrushchov, que siguió con sus intentos de acordar una reunión temprana entre ambos. Unos días más tarde, el 12 de diciembre, el embajador soviético Mijaíl Menshikov invitó a Bobby a comer a la embajada de la URSS en Washington.
El embajador, al que los altos cargos estadounidenses se referían con sorna con el nombre de «Mike el Sonriente», era una figura cómica debido a su modesta inteligencia y su confianza absoluta en sí mismo. En una ocasión, y en su macarrónico inglés, propuso un brindis que le valió numerosas burlas; ante un grupo de mujeres que asistían a un cóctel en Georgetown, exclamó: «Up your bottoms!» [¡Levanten los culos!]. Aun así, el embajador era el encargado de comunicar mensajes directos de Jrushchov, por lo que incluso sus detractores se tomaban muy en serio sus invitaciones.
Menshikov le aseguró a Bobby que los malentendidos entre EEUU y la URSS se debían a menudo al hecho de que los líderes de ambos países delegaban cuestiones cruciales en cargos intermedios. Aseguró que tanto Kennedy como Jrushchov eran dos hombres excepcionales y que, juntos, hallarían la forma de superar los impedimentos burocráticos para alcanzar resultados históricos. Por ello exhortó a Bobby a que convenciera a su hermano de la necesidad de llevar a cabo una reunión entre los líderes de los dos países cuanto antes para sentar las bases de «una relación transparente y amistosa».
Dos días después de su conversación con el hermano del presidente, Menshikov lanzó el mismo mensaje a su estadounidense preferido, Averell Harriman, que había sido el embajador de EEUU en Moscú durante la administración del presidente Franklin Roosevelt. Un día más tarde, Menshikov volvió a abogar por una reunión temprana entre Jrushchov y Kennedy a través del corresponsal del New York Times Harrison Salisbury, hombre muy bien conectado. «Se van a conseguir muchos más avances durante un día de conversaciones informales en privado entre Jrushchov y Kennedy que con todas las reuniones de subalternos juntas», le dijo al periodista.
Kennedy recibió también presiones similares en ese sentido por parte del dos veces candidato a la presidencia Adlai Stevenson, antiguo rival que ahora intentaba posicionarse para conseguir un cargo importante en la nueva administración. Stevenson llamó por teléfono a Kennedy a la casa de su padre en Palm Beach y se ofreció como intermediario con Moscú, al tiempo que se mostró dispuesto a volar a la capital soviética inmediatamente después de la toma de posesión y empezar a encauzar la relación con Jrushchov. «Creo que es importante saber de primera mano si Jrushchov tiene intención de agudizar la guerra fría», le dijo Stevenson a Kennedy.
Pero Kennedy no mordió el anzuelo. Stevenson no había refrendado el nombramiento de Kennedy durante la convención demócrata y eso, seguramente, le costó el puesto de secretario de estado que Kennedy le había ofrecido como incentivo en su momento. Por si eso fuera poco, los anticomunistas del congreso consideraban que el antiguo gobernador de Illinois era un contemporizador. Además, Kennedy no estaba dispuesto a dirigir la política exterior desde la sombra de nadie. Para colmo, el canciller de la Alemania Federal Konrad Adenauer había dejado claro mediante una serie de filtraciones de prensa que lo que más le preocupaba de la administración Kennedy era que pudiera enviar a Moscú a alguien tan blando como Stevenson para dirigir la política exterior. Así pues, Kennedy nombró a Stevenson embajador estadounidense en la ONU y no aceptó su oferta para mediar con Jrushchov.
Cansado de las presiones de Jrushchov, Kennedy le pidió a su amigo David Bruce, al que había nombrado embajador en Londres, que lo ayudara a elaborar una respuesta a la mano tendida de Jrushchov. Bruce era un diplomático veterano que había dirigido el servicio de espionaje estadounidense en Londres durante la guerra y que había trabajado como embajador de Harry Truman en París.
El 5 de enero, tras mucho comer y beber en la residencia de Menshikov, el embajador soviético le entregó a Bruce una carta sin encabezamiento ni firma que, según Menshikov, contenía los pensamientos del líder soviético sobre el tema. El mensaje era claro: Jrushchov deseaba celebrar una cumbre urgentemente y haría todo lo posible por conseguirlo.
Menshikov le dijo a Bruce que Jrushchov creía que, bajo la administración Kennedy, ambos países podrían «resolver sus existentes y peligrosas diferencias». Sin embargo, el líder soviético consideraba que el único camino para aliviar las tensiones entre las dos grandes potencias pasaba por pactar un programa de coexistencia pacífica al más alto nivel. El embajador soviético aseguró que dicho programa debía abordar «dos problemas principales»: lograr el desarme y resolver «la cuestión alemana, Berlín Oeste incluido». Jrushchov quería reunirse con Kennedy antes de que el presidente entrante se entrevistara con el canciller de la Alemania Federal, Konrad Adenauer, y con el primer ministro británico Harold Macmillan, reuniones que Menshikov había oído que estaban programadas para febrero y marzo.
Bruce le dijo al embajador soviético que las reuniones con los aliados clave de EEUU se celebrarían más tarde, pero eso no sirvió para modificar el mensaje de fondo de Jrushchov, que esperaba que Kennedy se saltara el protocolo habitual de consultar con los aliados antes de reunirse con su adversario. Menshikov dijo que Jrushchov estaba dispuesto a acelerar los preparativos de la reunión, ya fuera por canales privados u oficiales. Como incentivo, tras la reunión Menshikov le envió a Bruce una cesta llena del mejor vodka y el mejor caviar producidos en su país. Unos días más tarde, volvió a invitar a Bruce a comer para recalcar su mensaje.
Tan sólo nueve días antes de la toma de posesión, Kennedy acudió a George Kennan (al que nombraría embajador en Yugoslavia) en busca de más consejos sobre cuál era la mejor forma de abordar aquel chaparrón de comunicaciones soviéticas. Kennedy había estado consultando los asuntos relacionados con la URSS con Kennan, el legendario antiguo embajador estadounidense en Moscú, desde enero de 1959. En una carta, Kennedy había alabado a Kennan por oponerse a la «extrema rigidez» que Dean Acheson, secretario de estado del presidente Truman, mostraba con Moscú.
Kennan había inspirado la política exterior estadounidense de «contención» de los comunistas soviéticos con un largo telegrama que había enviado como diplomático desde Moscú, al que siguió su famoso artículo en Foreign Affairs de julio de 1947, que publicó de forma anónima bajo el título «Las fuentes de la conducta soviética». Sin embargo, ahora Kennan se oponía a quienes defendían la línea dura respecto a Moscú que él mismo había hecho tanto por fomentar. Kennan creía que EEUU y sus aliados eran ya lo bastante fuertes como para iniciar conversaciones con Jrushchov y criticaba a los militaristas estadounidenses por haber malinterpretado sus mensajes.
Durante la campaña, Kennan le había dicho a Kennedy que, como presidente, debía «poner de relieve las tendencias a la división dentro del bloque soviético a través de una mejoría de sus relaciones con Moscú», no mediante cumbres y acuerdos formales, sino recurriendo a canales de comunicación privados con el gobierno soviético y buscando concesiones recíprocas. «Se trata de una cuestión peliaguda», admitió Kennan, «pero no, repito, no imposible». Kennan aseguraba que esos contactos habían resultado útiles durante el bloqueo de Berlín en 1948 y también durante la guerra de Corea. En agosto de 1960 le mandó una carta a Kennedy en la que lo exhortaba, en caso de ser elegido presidente, a que su administración realizara «gestos rápidos y decididos durante los primeros compases de su mandato, antes de quedar enredada en el laberinto procedimental de Washington y de que los acontecimientos la obliguen a ponerse a la defensiva».
Kennedy respondió asegurando que estaba de acuerdo con la mayoría de recomendaciones de Kennan. Sin embargo, ahora que estaba a punto de convertirse en presidente necesitaba consejos más inmediatos y concretos. Hablando con Kennan durante un vuelo entre Nueva York y Washington en su jet privado, el Caroline, Kennedy informó a Kennan del aluvión de mensajes soviéticos y le mostró la carta de Menshikov.
Kennan la leyó con el ceño fruncido. A juzgar por el lenguaje forzado y correoso de la misma, dijo, ésta se habría redactado originalmente en el despacho de Jrushchov, pero posteriormente habría recibido el visto bueno de un círculo más amplio, que incluía a los partidarios y los detractores de estrechar las relaciones con EEUU. Contrariamente a su consejo anterior en el sentido de que Kennedy actuara con rapidez para abrir canales de diálogo con Moscú, ahora Kennan dijo que los soviéticos no tenían ningún derecho a meterle prisa de aquella forma y que era preferible que el presidente electo no respondiera hasta haber tomado posesión del cargo. Dicho eso, Kennan sugirió que entonces se comunicara con Jrushchov en privado, poniendo fin al hábito de Eisenhower de celebrar prácticamente todos los encuentros con Jrushchov en público.
A la pregunta de Kennedy sobre por qué Jrushchov estaba tan ansioso por reunirse con él, Kennan respondió con su característica perspicacia que el incidente del U-2 y la intensidad creciente del conflicto chino-soviético habían debilitado al líder soviético, que necesitaba lograr avances significativos con EEUU para revertir esa tendencia. Jrushchov, explicó Kennan, «espera poder imponer su personalidad y su poder de persuasión para lograr un acuerdo con EEUU que le permita reflotar su trayectoria política, ahora en horas bajas».
Para Kennedy, aquella era la explicación más clara y convincente del comportamiento de Jrushchov que había oído hasta el momento. Además, coincidía con su opinión de que los asuntos internos influían en la política exterior más de lo que creía la mayoría de estadounidenses, incluso en un país tan autoritario como la Unión Soviética. Para Kennedy, era sensato que Jrushchov intentara mejorar su precaria situación política doméstica, pero no le parecía motivo suficiente para obligarlo a él a actuar antes de estar preparado. Así pues, el presidente electo decidió una vez más que Jrushchov (y con él Berlín) podía esperar.
Por ello, el discurso de toma de posesión de Kennedy iba a ser la primera comunicación con el líder soviético sobre el asunto de Berlín, aunque fuera de forma indirecta y compartida con decenas de millones de personas más. La frase más convincente del discurso fue también la más citada por los periódicos berlineses al día siguiente: «Pagaremos cualquier precio, asumiremos cualquier carga, aceptaremos cualquier privación, daremos apoyo a cualquier amigo y plantaremos cara a cualquier enemigo con tal de garantizar la supervivencia y la victoria de la libertad».
Sin embargo, la retórica de altos vuelos de Kennedy escondía la falta de dirección política en lo tocante a los soviéticos. Kennedy dejaba todas las opciones abiertas. Las múltiples reescrituras no habían hecho más que alterar los matices y dar una forma más memorable a su indecisión y eliminar algunas palabras del borrador de Ted Sorensen que los soviéticos podrían haber considerado demasiado suaves.
La primera versión, por ejemplo, decía: «… dos países tan grandes y poderosos no pueden seguir para siempre por este temerario camino, agobiados ambos por el coste abrumador del armamento moderno».
Pero Kennedy no quería describir la posición estadounidense ni como «temeraria», ni como insostenible. Así pues, ambas ideas se eliminaron de la versión final, que decía: «… dos países tan grandes y poderosos no pueden acomodarse al camino tomado, agobiados ambos por el coste del armamento moderno».
Uno de los primeros borradores decía: «Y si los frutos de la cooperación resultan ser más dulces que la medicina de la sospecha, que las dos partes sumen esfuerzos para crear un verdadero orden mundial, no una Pax Americana, ni una Pax Rusa, ni siquiera un equilibrio de poder, sino una comunidad de poder».
La versión final no mencionó el concepto de «comunidad de poder» con los comunistas, que los partidarios de la línea dura del Congreso habrían considerado ingenua, y decía: «Y si la cooperación es capaz de hacer olvidar la actual jungla de sospechas, que ambas partes sumen esfuerzos en un nuevo empeño, no en un nuevo equilibrio de poderes, sino en un nuevo mundo de justicia».
Kennedy no mencionó específicamente ningún país, ni ninguna ciudad: ni la Unión Soviética, ni Berlín, ni ningún otro. El periódico alemán Die Welt alabó los «nuevos aires» procedentes de EEUU, que definió como «duros pero refrescantes. Sin embargo, a los alemanes nos ha llamado la atención que el discurso no incluyera ni una sola mención a Berlín».
En lugar de referirse a Jrushchov por su nombre, Kennedy habló tan sólo de quienes «han decidido convertirse en nuestros adversarios». La elección de la palabra «adversario» en detrimento de «enemigo» fue una sugerencia del columnista Walter Lippmann, amigo del presidente. Kennedy apuntó varios proyectos potenciales de cooperación: la exploración del cielo y de los mares, la negociación sobre el control armamentístico y los regímenes de inspección, y la cooperación científica para curar enfermedades.
El discurso contenía suficientes elementos para complacer a los partidarios de la línea dura dentro de EEUU. El senador de Arizona Barry Goldwater aplaudió con entusiasmo tras oír la frase de que había que pagar cualquier precio por la libertad. El embajador soviético Menshikov, que no había logrado concertar una reunión temprana entre su jefe y Kennedy, asistió impasible al acto de toma de posesión, ataviado con un gorro gris calado hasta las orejas, una bufanda blanca en el cuello y un voluminoso abrigo gris.
Pero tan importante como las palabras de Kennedy aquel día fue su aspecto, que en la carrera por obtener el favor global era algo más que un factor superficial. El mundo quedó cautivado por su carismática sonrisa enmarcada por un rostro bronceado durante sus recientes vacaciones en Florida. Nadie se percató de la precaria salud de Kennedy: aquella mañana se había tomado un cóctel de pastillas para aplacar sus problemas de estómago y sus dolores de espalda, y una dosis extra de cortisona para rebajar la reveladora hinchazón que le provocaba el tratamiento de la enfermedad de Addison. Cuatro días antes de prestar juramento, Kennedy se había mirado al espejo y se había horrorizado ante su secretaria, Evelyn Lincoln, por el impacto que el tratamiento tenía en su aspecto: «Dios mío, o pierdo tres quilos esta semana o tendré que aplazar la investidura».
Evelyn Lincoln realizaba el seguimiento de las numerosas medicaciones que tomaba aquel joven presidente que, en muchos sentidos, gozaba de una salud mucho más precaria que la de Jrushchov, a pesar de que éste era veintitrés años mayor que él. Kennedy sólo esperaba que los agentes de la KGB que intentaban recabar información sobre su verdadero estado de salud no descubrieran la verdad. Para acallar los rumores sobre sus enfermedades, el equipo de Kennedy hizo comparecer a dos de sus médicos ante la prensa. Apenas dos días antes de la toma de posesión, y basándose en un informe elaborado por el equipo de Kennedy, la revista Today’s Health publicó un artículo que repasaba el historial médico del presidente electo de forma mucho más detallada de lo que hubiera hecho con cualquiera de sus predecesores. Citando a sus médicos, el artículo aseguraba que Kennedy gozaba «de una salud de hierro» y que era «perfectamente capaz de asumir las cargas inherentes a la presidencia». El artículo añadía que el hecho de que hubiera sido capaz de sobreponerse a sus numerosas dolencias demostraba que era «duro como el acero» y afirmaba que el futuro presidente fumaba y bebía poco, acaso una cerveza fría con la cena, y que los únicos cócteles que tomaba eran daiquiris. No fumaba cigarrillos, tan sólo algún puro de vez en cuando y aseguraba que mantenía su peso estable en los 75 kilos sin someterse a ninguna dieta, algo que ocultaba el hecho de que prefería la comida fácil de digerir debido a sus problemas estomacales.
Sin embargo, una lectura más atenta del artículo apuntaba numerosos motivos de preocupación. El artículo incluía una lista de sus problemas de salud adultos, entre los cuales había «ataques de ictericia, malaria, ciática y dos lesiones de espalda». Lo único que decía sobre su enfermedad de Addison, sin mencionar el nombre, era que Kennedy «toma medicación oral para tratar una insuficiencia suprarrenal y se somete a exámenes endocrinológicos dos veces al año». También señalaba que llevaba plantillas de medio centímetro de grosor en los zapatos «e incluso en las sandalias de playa» para prevenir el dolor de espalda que le provocaba el hecho de tener la pierna izquierda más corta.
Es posible que en toda la historia de EEUU no haya habido otro presidente cuya imagen juvenil contrastara tan vivamente con una salud tan precaria. Mientras el resto de presentes a la toma de posesión llevaban sombreros y abrigo grueso para protegerse del frío, Kennedy juró el cargo sin abrigo y con la cabeza descubierta. Con apenas el calor de una estufa eléctrica, Kennedy presenció el desfile de investidura durante más de tres horas desde una tribuna abierta en compañía de su nuevo vicepresidente, Lyndon Johnson.
A la mañana siguiente, los periódicos de todo el mundo presentaron el retrato de Kennedy que éste deseaba. La columnista Mary McGrory, del Washington Evening Star, lo comparó con un héroe de Hemingway. «Ha superado una enfermedad grave y posee la elegancia de un galgo y el encanto de un día soleado.»
Sin embargo, y a pesar de su éxito a la hora de planificar el trato que los medios daban a su toma de posesión, Kennedy no iba a tardar en descubrir que tenía mucha menos influencia sobre las acciones del líder soviético Nikita Jrushchov. Al despertar sobre las ocho en el Dormitorio Lincoln, la primera mañana en que ocupaba su cargo, además de un sinfín de telegramas de felicitación llegados de todo el mundo, Kennedy encontró un obsequio de investidura de Moscú que se convertiría en la primera decisión táctica de la relación entre EEUU y la URSS durante su presidencia. Cuando se cumplieran las condiciones apropiadas, Jrushchov pondría en libertad a los dos aviadores del avión de reconocimiento RB-47 encarcelados en la Unión Soviética desde que fueran capturados el verano anterior.
Para Kennedy aquel episodio supuso la introducción en el mundo de las intrigas entre las dos potencias, centradas sobre todo alrededor de Berlín, un lugar donde, como pronto descubriría, incluso lo que parecían victorias contenían a menudo peligros ocultos.