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Viena: El niño mimado contra Al Capone
Estamos atrapados en una situación ridícula. Parece una estupidez estar al borde de una guerra atómica por un tratado que pretende preservar Berlín como la futura capital de una Alemania reunificada cuando todos sabemos que probablemente Alemania no volverá a reunificarse nunca. Pero ese acuerdo nos obliga, lo mismo que a los rusos, y por eso no podemos permitir que den marcha atrás.
El presidente KENNEDY dirigiéndose a sus asesores desde dentro de la bañera,
1 de junio de 1961, París
EEUU no está dispuesto a normalizar la situación en el lugar más peligroso del mundo. La URSS quiere llevar a cabo una operación en este punto flaco para extirpar esta espina, esta úlcera, no para perjudicar los intereses de ninguna de las dos partes, sino para mayor satisfacción de todas las naciones del mundo.
El primer ministro JRUSHCHOV dirigiéndose al presidente Kennedy,
4 de junio de 1961, Viena
PARÍS
MIÉRCOLES, 31 DE MAYO DE 1961
A pesar de la adoración que le profesaron las multitudes parisinas, de los fastuosos banquetes franceses y de la atención de los miles de corresponsales que cubrían el viaje, el presidente Kennedy pasó sus mejores momentos en París sumergido en una bañera gigante con el borde dorado, en la Habitación Real de un palacio del siglo XIX del Quai d’Orsay.
«Dios, deberíamos tener una bañera como ésta en la Casa Blanca», le dijo el presidente a su apagafuegos, Kenny O’Donnell, mientras se sumergía en el agua humeante para intentar aliviar su insoportable dolor de espalda. O’Donnell recordaría más tarde que la bañera era tan larga y ancha como una mesa de ping-pong. El asesor David Powers sugirió que si el presidente «sabía jugar sus cartas», a lo mejor De Gaulle se la regalaba como souvenir.
Así empezaron lo que los tres hombres denominaron sus «conversaciones de bañera», en el amplio cuarto de baño de la antigua residencia de Luis XIV, donde De Gaulle había decidido alojar a Kennedy durante su estancia de tres días, antes de proseguir el viaje hasta Viena. Durante las pausas en la apretada agenda del presidente, Kennedy se ponía en remojo y compartía sus experiencias más recientes con sus dos mejores amigos dentro de la Casa Blanca, veteranos ambos de la Segunda Guerra Mundial que habían colaborado en su campaña. Oficialmente, O’Donnell era el secretario de la Casa Blanca, pero su larga relación con los Kennedy se remontaba a la época en que había sido compañero de habitación de Bobby en Harvard. Powers era el afable chico para todo de Kennedy, que lo distraía y velaba por su puntualidad, y también porque nunca faltara una mujer en su cama.
Aquella mañana, entre medio millón y un millón de personas, según quien echara las cuentas (la policía francesa se mostró algo más conservadora que la oficina de prensa de la Casa Blanca) se habían echado a las calles para recibir a la pareja más famosa del mundo. Teniendo en cuenta las gélidas relaciones entre De Gaulle y los predecesores de Kennedy, Eisenhower y Roosevelt, el caluroso recibimiento que éste dispensó a Kennedy suponía un verdadero cambio. De Gaulle sospechaba que todos los líderes estadounidenses querían minar el liderazgo francés en Europa y suplantarlo por su propio liderazgo. Al mismo tiempo, sin embargo, no le importaba deleitarse con la celebridad de la que gozaban el presidente y su esposa, cuyas fotografías ocupaban las portadas de las principales revistas francesas. La diferencia de edad también ayudaba, pues le permitía a De Gaulle adoptar el papel del hombre sabio y legendario (algo que sin duda prefería) que aceptaba a aquel joven estadounidense bajo su tutela.
En el aeropuerto de Orly, a las diez de la mañana, De Gaulle recibió a Kennedy con una gigantesca alfombra escarlata, flanqueado por cincuenta Citroën negros y un destacamento montado de la Guardia Republicana. Le Géneral, con su metro noventa y cinco y ataviado con un traje informal, se levantó en su limusina descapotable mientras la banda interpretaba «La Marsellesa».
«Uno al lado del otro», escribió el New York Times, «los dos hombres pasaron el día visitando París, con una combinación de edad y juventud, de grandeza e informalidad, misticismo y pragmatismo, serenidad y entusiasmo.»
En el boulevard Saint-Michel, en la Rive Gauche del Sena, la ovación adquirió tales proporciones que De Gaulle persuadió al presidente estadounidense para que se levantara del asiento trasero de la limusina, lo que provocó un clamor todavía mayor. A pesar del frío viento, Kennedy iba con la cabeza descubierta y con apenas un abrigo ligero. No iba mejor preparado para el frío cuando, aquella tarde, la lluvia sorprendió a los dos hombres mientras avanzaban a toda velocidad por la avenida de los Campos Elíseos, una indignidad que De Gaulle soportó sin quejarse.
Pero detrás de todo aquel engañoso teatro había un presidente estadounidense que estaba a punto de abordar la semana más importante de su presidencia como un comandante en jefe herido y agotado, en absoluto preparado para lo que lo esperaba en Viena. Jrushchov iba a hurgar en los puntos flacos de Kennedy tras la debacle de Bahía Cochinos. Desde luego tendría donde elegir.
Dentro de su país, Kennedy debía enfrentarse a los conflictos raciales que habían estallado en el sur de EEUU, donde los afroamericanos estaban más decididos que nunca a poner fin a dos siglos de opresión. El principal problema en aquel momento giraba alrededor de los «Freedom Riders», cuyos intentos por acabar con la segregación en los medios de transporte interestatales habían recibido el apoyo poco entusiasta de la administración Kennedy y se encontraba con la oposición de dos tercios de los estadounidenses.
En el exterior, el fracaso de Kennedy en Cuba, el conflicto sin resolver en Laos y las divergencias crecientes sobre Berlín añadían aún más tensión a aquel viaje con parada en París y Viena. Kennedy tenía muy presente la situación de Berlín incluso mientras intentaba abordar los problemas raciales que aquejaban a EEUU. Cuando el padre Theodore Hesburgh, miembro de su Comisión de Derechos Civiles, preguntó al presidente sobre sus reticencias a la hora de poner punto final a la segregación racial en EEUU, Kennedy respondió: «Mire, padre, es posible que tenga que mandar a la Guardia Nacional de Alabama a Berlín mañana mismo y, la verdad, preferiría no tener que hacerlo en medio de una revuelta interna».
En lo que parecía otro de los infortunios de los primeros compases de su presidencia, Kennedy se había vuelto a dañar seriamente los músculos de la espalda mientras ayudaba a plantar un árbol en Ottawa, en el marco de una ceremonia tradicional, y el dolor había empeorado aún más durante el largo vuelo a Europa. Era la primera vez que usaba muletas desde su operación de fijación vertebral en 1954. Para proteger su imagen, Kennedy se negaba a utilizar las muletas en público, lo que puso más presión aún en su espalda e hizo que sus dolores empeorasen estando en Francia.
La doctora personal de Kennedy, Janet Travell, que lo acompañó a París, estaba preocupada por sus crecientes padecimientos y el impacto que el tratamiento al que se sometía podía tener sobre su humor y su entereza durante el viaje. El presidente ya tomaba cinco baños o duchas calientes al día para aliviar sus dolores. Aunque los estadounidenses no lo sabían, la verdadera función de su famosa mecedora del Despacho Oval era aliviar los pinchazos en la zona lumbar, donde los médicos llevaban casi una década inyectándole procaína, un potente derivado de la novocaína. Travell lo trataba también por deficiencias suprarrenales crónicas, fiebres, alto nivel de colesterol, insomnio y problemas estomacales, de colon y de próstata.
Años más tarde, Travell recordaría que París supuso el principio de «un período muy duro». Travell le administraba a Kennedy entre dos y tres inyecciones diarias en París. El doctor de la Casa Blanca, el almirante George Burkley, estaba preocupado porque la procaína aliviaba el dolor del presidente provocándole un breve entumecimiento, al que seguía un dolor aún mayor, lo que requería dosis cada vez más potentes y una cantidad mayor de narcóticos. Burkley había recomendado ejercicio y terapias físicas, pero Kennedy prefería el alivio inmediato que le proporcionaban los medicamentos.
Travell mantenía un «Historial de Administración de Medicamentos» para no perder la cuenta del cóctel de píldoras e inyecciones que administraba al presidente: penicilina para las infecciones urinarias y los abscesos perirrenales, Tuinal para ayudarlo a dormir, Transentine para controlar la diarrea y la pérdida de peso, y una combinación de remedios que incluían testosterona y fenobarbital. Lo que no registraba, en cambio, era la administración menos convencional de medicamentos aún menos convencionales que viajaron en secreto de París a Viena.
Conocido como «Dr. Feelgood» por sus célebres pacientes, entre los que se contaban Tennessee Williams y Truman Capote, el Dr. Max Jacobson administraba inyecciones que contenían hormonas, células orgánicas animales, esteroides, vitaminas, enzimas y, sobre todo, anfetaminas para combatir la fatiga y la depresión.
Kennedy estaba tan satisfecho con los remedios de Jacobson que se los recomendó a su mujer Jackie tras el difícil parto de su hijo John-John en noviembre, y también para estimular su nivel de energía en vísperas de su viaje a París. Antes de la lujosa cena de estado con De Gaulle en Versalles, el Dr. Feelgood le administró a Kennedy la inyección de costumbre. A continuación, el menudo doctor, de mejillas sonrosadas y pelo negro, cruzó la suite de la pareja presidencial y entró en el dormitorio de Jackie, que acababa de elegir un elegante vestido francés diseñado por Givenchy en detrimento de otro diseñado por el estadounidense Oleg Cassini, decisión con la que pretendía subrayar su conexión con el país que los acogía.
La primera dama despejó la habitación para la llegada del Dr. Jacobson, que le clavó la jeringuilla en la espalda y le inyectó un fluido diseñado especialmente para hacerla brillar durante la cena de cinco platos y postre en el Salón de los Espejos. Años más tarde Truman Capote elogiaría los tratamientos de Jacobson: «Te sientes como Superman. Es como si volaras, las ideas acuden a tu mente a la velocidad de la luz. Puedes trabajar durante 722 horas seguidas sin ni siquiera tomarte un café».
Sin embargo, los mejunjes administrados al comandante en jefe justo antes de su crucial encuentro con el líder soviético podían tener consecuencias nefastas para la seguridad nacional. Aparte de la naturaleza adictiva de aquellos productos, entre sus efectos secundarios potenciales había hiperactividad, hipertensión, problemas de cálculo y nervios. Entre una dosis y la siguiente, el estado anímico de Kennedy podía oscilar del exceso de confianza a los ataques de depresión.1
A instancias de Bobby, el presidente entregaría más tarde muestras de los combinados de Jacobson a la Dirección de Alimentos y Estupefacientes para un análisis. Kennedy reaccionó con indiferencia cuando la FDA (la Administración de Alimentos y Medicamentos) lo informó de que el Dr. Feelgood le estaba administrando esteroides y anfetaminas. «Por mí como si quiere pincharme meados de burra», dijo Kennedy. «Lo importante es que funciona.»
Al preparar la estrategia de su visita a París, Kennedy se había fijado tres objetivos principales, todos ellos relacionados con Viena y su impacto sobre la situación en Berlín. En primer lugar, quería oír la opinión de De Gaulle sobre la que, a su parecer, era la mejor forma de abordar a Jrushchov en Viena. En segundo lugar, quería conocer las recomendaciones del líder francés para los aliados en caso de una eventual crisis en Berlín, que Kennedy empezaba a considerar probable. Finalmente, Kennedy quería aprovechar su visita a París para mejorar su imagen pública y llegar a Viena en una condición de mayor fortaleza.
Cuando Kennedy informó a De Gaulle de las amenazas de Jrushchov sobre Berlín transmitidas a Thompson en el marco de las Ice Capades, De Gaulle hizo un gesto de desprecio con la mano. «El señor Jrushchov lleva años diciendo una y otra vez que su prestigio depende de la resolución de la cuestión de Berlín», afirmó en tono desdeñoso, «y que necesita una solución antes de seis meses, luego seis meses más, y luego seis más.» El líder francés se encogió de hombros. «Si hubiera querido iniciar una guerra por Berlín, ya habría pasado a la acción.»
De Gaulle le confesó a Kennedy que, en primer lugar, él consideraba Berlín una cuestión psicológica: «Resulta irritante para ambas partes que Berlín esté ubicado donde está, pero es lo que hay», dijo.
La reunión entre Kennedy y De Gaulle apuntaba ya mucho mejor que los anteriores encuentros entre un presidente estadounidense y el líder francés. Eisenhower había advertido a Kennedy de que De Gaulle iba a debilitar la Alianza Atlántica con su actitud nacionalista hacia EEUU y la OTAN. Franklin Roosevelt había comparado el malhumor de De Gaulle con el de Juana de Arco. «A medida que me voy haciendo mayor», le había dicho Eisenhower a Kennedy, «más asco me dan; no los franceses, sino sus gobernantes.»
En contraste con sus predecesores, Kennedy contaba con dos puntos favorables a la hora de tratar con el líder francés: su predisposición a aceptar el paternalismo de De Gaulle y el impacto que causaba en la vanidad del general el hecho de que su mujer hubiera estudiado en la Sorbona y hablara un francés fluido. Después de que, durante la cena, Jacqueline departiera amablemente con De Gaulle sobre los Borbones y Luis XVI, De Gaulle se volvió hacia Kennedy y, entusiasmado, le dijo: «Su esposa sabe más sobre la historia de Francia que la mayoría de francesas».
De vuelta sano y salvo a su bañera dorada, Kennedy les dijo a sus amigos: «De Gaulle y yo nos llevamos muy bien, seguramente porque mi mujer es encantadora».
ESTACIÓN KIEVSKY, MOSCÚ
SÁBADO, 27 DE MAYO DE 1961
Mientras Kennedy sobrevivía como podía al torbellino parisino, Jrushchov realizaba el viaje de 2.000 kilómetros entre Moscú y Viena de forma mucho más apacible, a bordo de un tren de seis vagones especialmente equipados. Durante el trayecto, se detuvo en Kíev, Praga y Bratislava para intercambiar ideas con los líderes de las diferentes repúblicas soviéticas.
Diversas células del Partido Comunista habían logrado reunir una multitud de miles de personas que se despidieron de él en la estación Kievsky, donde Jrushchov hizo un último aparte con el embajador Thompson antes de partir. Este último intentó introducir una forzada nota de optimismo en el telegrama que informaba de la breve conversación: «Creo que Jrushchov quiere que el encuentro con el presidente sea placentero», escribió, «y tengo la sensación de que, en la medida de lo posible, su deseo es lanzar alguna propuesta o adoptar una postura que permita mejorar el ambiente y las relaciones. Sin embargo, me resulta muy difícil imaginar de qué puede tratarse».
Cuando Jrushchov se disponía a subir al tren, una chica se le acercó y le entregó un ramo de rosas rojas. Impulsivo como siempre, Jrushchov llamó a la mujer del embajador estadounidense, Jane, y le entregó las flores ante la ovación de los reunidos.
Sin mucha confianza, Thompson declaró ante los medios: «Espero que todo vaya bien». En privado, sin embargo, Thompson empezaba a temer que Kennedy se estuviera metiendo en una emboscada en cuanto a Berlín. La última información en ese sentido era el estridente editorial del periódico del gobierno, Izvestia, que el mismo día de la partida de Jrushchov aseguraba que la Unión Soviética no podía seguir esperando un acuerdo con los países occidentales antes de tomar cartas en la ciudad dividida.
Hinchado de orgullo, Jrushchov saludó a las entusiastas multitudes que se agolpaban junto a las vías en cada estación por la que pasaba el tren, muchas de ellas decoradas con pancartas, pósteres y serpentinas. Jrushchov quedó particularmente conmovido por una pancarta carmesí que colgaba en la estación de Mukachevo, un pueblo ucraniano cercano a su lugar de nacimiento. El mensaje, escrito en ucraniano, decía: ¡LARGA VIDA, QUERIDO NIKITA SERGÉYEVICH!
En Kíev, miles de personas lo aclamaron mientras visitaba la ciudad y depositaba una corona en la tumba de su amado poeta Taras Shevchenko. En Čierna, su primera parada en Checoslovaquia, el líder del partido del país, Antonín Novotný, se había asegurado de que su retrato colgara junto al de Jrushchov en cada esquina. Una banda de música interpretó los himnos nacionales de ambos países con estruendo de platillos y trompetas. Uniformados miembros de los Jóvenes Pioneros, la organización de juventudes del partido, llenaron los brazos de Jrushchov de flores, mientras varias muchachas hermosas le hacían la tradicional ofrenda de bienvenida, consistente en pan y sal.
Sus anfitriones en Bratislava coreografiaron estratégicamente la última parada del líder soviético antes de llegar a Viena. En todos los edificios públicos colgaban pancartas en las que podía leerse: «GLORIA A JRUSHCHOV, INQUEBRANTABLE PALADÍN DE LA PAZ». Él y Novotný hablaron ante la multitud sobre la necesidad de encontrar una «solución final» al problema de Berlín, ajenos a los paralelismos que pudiera haber con la «solución final» de Hitler para los judíos. Los habitantes locales celebraron la víspera de la Cumbre de Viena con fuegos artificiales sobre el castillo medieval de la antigua ciudad de Trenčín, donde en abril de 1945 las tropas soviéticas habían capturado el cuartel general de la Gestapo.
En una decisión cautelosa, Jrushchov retrasó la salida de su tren a Viena hasta las dos de la tarde, cuatro horas después de lo previsto. Tras recibir la noticia de que una multitud había aclamado a Kennedy en París, los asesores de Jrushchov concluyeron que para que el líder soviético gozara de una recepción digna en Viena debían llegar más tarde, para que los sindicatos pudieran reunir a sus trabajadores al final de la jornada laboral.
PARÍS
MIÉRCOLES, 31 DE MAYO DE 1961
En su papel de tutor autoproclamado, De Gaulle le contó a Kennedy cómo había manejado a Jrushchov en sus momentos más furibundos. El líder francés advirtió a Kennedy de que era inevitable que Jrushchov amenazara con la guerra en un momento u otro durante sus conversaciones en Viena.
De Gaulle recordó sus palabras al líder soviético: «Usted finge que busca la distensión. Si ése es el caso, actúe con distensión. Si quiere la paz, inicie unas negociaciones de desarme general. Dadas las circunstancias, la situación mundial puede cambiar poco a poco y entonces podremos resolver la cuestión de Berlín y de toda Alemania. En cambio, si insiste en abordar la cuestión alemana en el contexto de la guerra fría, no habrá solución posible. ¿Qué es lo que quiere? ¿Una guerra?».
Jrushchov le había respondido a De Gaulle que no quería ninguna guerra.
«En ese caso», había respondido el líder francés, «no haga nada que pueda precipitarla.»
Pero Kennedy no creía que tratar con Jrushchov fuera a ser tan sencillo. El presidente estadounidense le dijo al líder francés que, por ejemplo, era consciente de que De Gaulle quería armas nucleares porque dudaba que EEUU fuera a arriesgar Nueva York por París (por no hablar ya de Berlín) iniciando un intercambio atómico con Moscú. Si el propio general tenía tan serias dudas acerca de la determinación de su aliado estadounidense, ¿por qué iba Jrushchov a pensar de otra forma?, se preguntaba Kennedy.
Pero De Gaulle no dio su brazo a torcer; en aquel momento lo importante era transmitir un mensaje de determinación a Jrushchov, independientemente de si el líder francés se lo creía o no. «Es importante demostrar que no tenemos intención de permitir que la situación cambie», dijo De Gaulle. «Cualquier paso atrás en Berlín, cualquier cambio de estatus, cualquier retirada de tropas, cualquier nuevo obstáculo al transporte y las comunicaciones significaría la derrota. El resultado sería la pérdida prácticamente completa de Alemania y también pérdidas muy sensibles en Francia, Italia y otros países.» Además, le dijo De Gaulle a Kennedy, «si [Jrushchov] quiere una guerra, debemos dejarle claro que tendrá guerra». El líder francés confiaba en que si Kennedy demostraba firmeza ante los dictados soviéticos, Jrushchov no se arriesgaría a provocar una confrontación militar.
Pero lo que más preocupaba a De Gaulle era que el enfoque soviético y de la Alemania del Este pasara por erosionar poco a poco la posición occidental en Berlín hasta que «perdamos sin haber perdido de forma obvia, pero de una forma que resulte evidente para todo el mundo. En particular, la población de Berlín no está compuesta exclusivamente de héroes; si adoptamos una actitud que los berlineses interpretan como de debilidad por nuestra parte, es posible que empiecen a abandonar la ciudad y que ésta se convierta en un cascarón vacío del que el bloque del Este pueda apoderarse sin más».
Kennedy se dio cuenta de que la vehemencia de De Gaulle respecto a Berlín podía deberse al hecho de que Francia no tenía que apoyar a los estadounidenses en la costosa seguridad de la ciudad. De Gaulle se mostraba tan impreciso al hablar de posibles soluciones que Kennedy intentó obtener una respuesta más detallada. El presidente americano dijo que él era un hombre práctico y que quería que De Gaulle especificara en qué momento concreto consideraba el líder francés que estaba justificado ir a la guerra.
De Gaulle dijo que no iría a la guerra por ninguna de las hipótesis que se barajaban en aquellos momentos: que los soviéticos firmaran un tratado de paz unilateral con la Alemania del Este o que modificaran los derechos de las cuatro potencias para conceder una mayor soberanía a la Alemania del Este sobre el Berlín Este (transfiriéndoles, por ejemplo, la autoridad para sellar pasaportes en los cruces fronterizos). «Ninguna de esas posibilidades constituye motivo suficiente para una respuesta militar por nuestra parte», dijo.
Kennedy decidió insistir: «¿De qué forma, pues, y en qué momento haríamos efectiva nuestra presión?». El presidente se quejó de que los soviéticos y los alemanes del Este tenían muchas formas de complicar la situación en Berlín, tal vez provocando incluso la ruina de Berlín Oeste recurriendo a métodos que no podían merecer una respuesta occidental. «¿Cómo respondemos a eso?», se preguntó.
De Gaulle dijo que las potencias occidentales sólo podían responder militarmente si los soviéticos o la Alemania del Este adoptaban medidas militares. «Si [Jrushchov] o sus lacayos utilizan la fuerza para cortar las comunicaciones con Berlín, entonces deberemos recurrir a la fuerza», dijo.
Kennedy se mostró de acuerdo, aunque no compartía la opinión de De Gaulle de que una debilitación de la posición occidental en Berlín fuera a suponer un desastre; el líder francés aseguró que esa eventualidad supondría un golpe «que tal vez no sería mortal, pero sí grave» tanto para la Alemania Federal como para el resto de Europa.
Kennedy le pidió consejo a De Gaulle sobre la mejor forma de convencer a Jrushchov en Viena sobre la firmeza del bloque occidental, más aún teniendo en cuenta que el líder soviético dudaba de la determinación estadounidense a raíz del fiasco de Bahía Cochinos. Kennedy deseaba conocer la opinión del líder francés acerca de los planes de contingencia estadounidenses y aliados, que pasaban por responder a un hipotético nuevo bloqueo en Berlín con una demostración de fuerza equivalente por parte de sus compañías y, si con eso no bastaba, de sus brigadas.
Teniendo en cuenta la superioridad convencional soviética alrededor de Berlín, le dijo De Gaulle a Kennedy, lo único que podía disuadir a los soviéticos era la determinación de utilizar armas nucleares, que era precisamente lo que el presidente quería evitar.
«Debemos dejar claro que cualquier confrontación alrededor de Berlín supondrá una guerra global», dijo De Gaulle.
Para cuando llegó el momento del banquete en el Palacio del Elíseo aquella noche, Jack y Jackie, como los llamaba la prensa francesa, habían cautivado ya a todo el país. El presidente y la primera dama ocuparon su lugar junto a trescientos invitados más en la sala de los espejos, alrededor de una mesa enorme cubierta con un único mantel de organdí de seda blanco con bordados dorados que provocó el asombro de los Kennedy, que no comprendían cómo era posible crear una pieza como aquélla. La orquesta sinfónica de la Guardia Republicana interpretó piezas de todo tipo, de Gershwin a Ravel, aunque todas ellas revelaban los profundos vínculos entre EEUU y Francia.
Kennedy bromeó sobre lo mucho que Francia había influido en su vida: «Duermo en una cama francesa y por la mañana un chef francés me sirve el desayuno. Luego voy a mi despacho y mi secretario de prensa Pierre Salinger me comunica las malas noticias del día, aunque no en su idioma materno [el francés], y luego estoy casado con una hija de Francia».
A través de la amplia cristalera se divisaba una tarde lluviosa en la que los jardines de los palacios y las fuentes adoptaban un tono verde esmeralda bajo la luz de las farolas. La recepción posterior a la cena fue más numerosa y contó con 2.000 invitados, que el Washington Post describió como «indescriptiblemente elegantes». Los hombres lucían fajines de colores, y enormes estrellas y cruces en las solapas de sus fracs; las mujeres llevaban guantes largos y joyas, y había un puñado de duquesas viudas que lucían sus diademas de diamantes.
Sin embargo, la estrella de la noche fue Jackie, ataviada con un vestido estilo directorio rosa palo y puntillas blanco hueso. Alexandre, el peluquero de la élite parisina, le confesó entre susurros al corresponsal del New York Times que le había cortado las puntas a la primera dama y le había arreglado el flequillo para darle un aire «a lo Madonna gótica». Para la cena del día siguiente en Versalles, Alexandre prometió algo que evocara la época de Luis XIV, con el pelo sujeto con horquillas en forma de llamas para «darle aspecto de hada».
La madre de Kennedy, Rose, «delgada como una varita mágica», llevaba un vestido largo de Balenciaga, de seda blanca con flores rosadas y diamantes auténticos en el centro. Los rotativos europeos subrayaron entusiasmados lo europeos que eran todos los Kennedy.
Durante su «conversación de bañera» del día siguiente, Kennedy comentó con sus amigos la afirmación de De Gaulle en el sentido de que Occidente no podría preservar la libertad de Berlín Oeste si no estaba dispuesto a utilizar las armas nucleares.
«Estamos atrapados en una situación ridícula», dijo Kennedy por entre el vapor de agua. «Parece una estupidez estar al borde de una guerra atómica por un tratado que pretende preservar Berlín como la futura capital de una Alemania reunificada cuando todos sabemos que probablemente Alemania no volverá a reunificarse nunca. Pero ese acuerdo nos obliga, lo mismo que a los rusos, y por eso no podemos permitir que den marcha atrás.»
VIENA
SÁBADO, 3 DE JUNIO DE 1961
La avanzadilla de Kennedy había preparado la llegada del presidente a Viena de tal modo que fastidiara a Jrushchov, que se había mostrado celoso ante su equipo por la popularidad creciente de Kennedy. Cuanto más se habían opuesto los soviéticos a que Kennedy realizara una llegada triunfal en el aeropuerto o tomara parte en un desfile motorizado, más había insistido en ello O’Donnell. Ante cada nueva objeción soviética, él añadía más limusinas y banderas.
Viena disfrutaba viendo cómo los dos hombres se disputaban su atención. Ningún encuentro anterior entre jefes de estado había levantado tanta expectación entre la prensa internacional. Por lo menos 1.500 corresponsales, con su material y sus equipos, iban a cubrir las reuniones entre los dos mandatarios.
Los fotógrafos inmortalizaron frenéticamente el histórico primer encuentro entre los dos hombres, que tuvo lugar a las 12.45 sobre la alfombra roja que cubría las escalinatas de la residencia del embajador de EEUU, donde posaron bajo el baldaquín del edificio de estuco gris con columnas de piedra marrón. Detrás de ellos había un patio circular de piedra, oculto a la vista del público por densos abetos y sauces llorones empapados por la lluvia del día.
Unos minutos antes, el premier soviético había sacado sus cortas piernas de la limusina soviética negra mientras Kennedy bajaba ágilmente por las escaleras para recibirlo. El presidente estadounidense no dio muestras de sufrir el dolor crónico que lo aquejaba, y que mantenía a raya a base de inyecciones y pastillas, y gracias también a un ceñido corsé. Tras tantas expectativas, el encuentro inicial entre Kennedy y Jrushchov resultó inevitablemente incómodo.
Utilizando el tono típico de las campañas electorales, Kennedy saludó al líder soviético con bostoniana efusión: «¿Qué tal está? Me alegro de verlo».
«El placer es mutuo», respondió Jrushchov a través de su intérprete.
La calva del líder soviético llegaba apenas a la altura de la nariz de Kennedy. O’Donnell explicaría más tarde lo mucho que lamentó no tener a mano una cámara cinematográfica para documentar el momento, pues tuvo la sensación de que Kennedy estaba estudiando «al achaparrado líder soviético» de forma demasiado evidente.
Kennedy dio un paso hacia atrás y, con una mano en el bolsillo, examinó a Jrushchov de pies a cabeza, sin ocultar su curiosidad. A pesar de que los fotógrafos les pedían a gritos que volvieran a posar dándose la mano, Kennedy seguía observando a Jrushchov como si fuera un cazador que, tras años siguiéndole la pista, se hubiera topado de repente con una bestia rara.
El líder soviético le dijo algo en voz baja al ministro de Asuntos Exteriores Gromyko y todos entraron en la embajada.
Tras el primer encuentro entre Kennedy y Jrushchov, el periodista del New York Times Russell Baker reflexionó sobre lo mucho que debían de haber cambiado las salutaciones en Viena desde que, hacía 146 años, Metternich, Talleyrand y otros líderes europeos se reunieran para forjar un siglo de estabilidad europea durante el Congreso de Viena. «Aquí, en la cuna del vals, la sensiblería, los perritos calientes y los Habsburgo, los dos hombres más poderosos del mundo se han reunido hoy en una sala de música», añadió.
El Wall Street Journal presentó a los dos hombres como dos pesos pesados subiendo a un ring de boxeo. «El presidente estadounidense es un hombre de una generación más joven y, a diferencia de Jrushchov, que creció en la escuela de la vida, altamente educado, con sus principales ambiciones políticas ante él y no a sus espaldas. Desde luego, el enfrentamiento entre estos dos hombres, tan poderosos como lo eran Napoleón y el zar Alejandro I cuando se encontraron en 1807 en una balsa sobre el río Niemen para revisar el mapa de Europa, sobre el trasfondo de la vieja ciudad de Viena, ese antiguo centro de poder convertida hoy en la capital de un pequeño estado que sólo desea que lo dejen en paz, no está exento de dramatismo.»
El Wall Street Journal opinaba que «el menos malo» de los resultados posibles de la cumbre sería que Kennedy se ciñera a su promesa de que sólo había acudido a Viena para conocer a Jrushchov, y que no tenía intención de negociar con él sobre Berlín ni sobre nada más.
También los periódicos europeos se hicieron eco de la repercusión histórica del momento. El influyente rotativo suizo Neue Zürcher Zeitung lamentaba que, en contra de los consejos expresados desde sus páginas, Kennedy hubiera acudido poco preparado a reunirse con el impenitente líder del Kremlin. El periódico intelectual alemán Die Zeit informó desde Viena de que «la cuestión a la que se enfrenta Occidente es la misma que describió Demóstenes en sus discursos a los atenienses contra Filipo de Macedonia: si un hombre se presenta ante ti con un arma en la mano y a la cabeza de un gran ejército, y afirma venir en son de paz cuando en realidad viene a hacer la guerra, ¿qué otra cosa puedes hacer sino adoptar una posición defensiva?».
Seis años antes, los austriacos habían firmado el tratado para la creación de su estado con los cuatro aliados, lo que les había permitido escapar al destino de sus vecinos, adheridos al Pacto de Varsovia, y establecer un país libre, soberano, democrático y neutral. Por ello, los vieneses se mostraron entusiasmados de que su ciudad se convirtiera en el escenario neutral de una asamblea de superpotencias. Herbert von Karajan dirigía a Wagner en la Staatsopera, y los vieneses llenaban cafés y calles, chismorreando sobre la posibilidad de atisbar fugazmente a sus visitantes.
La adolescente vienesa Monika Sommer escribió en su diario que ella y sus amigas consideraban a Kennedy un «ídolo pop», afirmó que había colgado su fotografía de la pared de su dormitorio y se lamentó de que su país no ofreciera modelos de conducta semejantes. La adolescente Veronika Seyr se mostraba más inquieta por todo el bombo y platillo que rodeaba la cumbre. Tras ser testigo directo de la brutalidad soviética en Budapest durante la ofensiva soviética de cinco años atrás, el aumento de la presencia policial en Viena la asustó. Desde lo alto de un cerezo vio como los cazas y helicópteros soviéticos empezaban a describir círculos sobre la ciudad a la llegada de Jrushchov. Aterrorizada ante la posibilidad de una nueva invasión, escribió, había caído del árbol y se había quedado en el suelo, tendida boca arriba durante un buen rato, «como un escarabajo», sin dejar de contemplar los helicópteros que volaban sobre su cabeza.
Previendo dos largos días de tira y afloja, Kennedy inició sus conversaciones con Jrushchov charlando sobre su primer encuentro en el Comité de Relaciones Extranjeras del senado en 1959, durante la primera visita del líder soviético a Estados Unidos.
Soltándole la primera de las muchas pullas que caracterizarían sus conversaciones, Jrushchov dijo que recordaba la reunión, aunque «apenas había tenido ocasión de decir hola y adiós» a Kennedy porque el senador había llegado tardísimo. El líder soviético le recordó a Kennedy que ya entonces había comentado que había oído que Kennedy era un político joven y prometedor, algo que demostraba su buen ojo.
Kennedy le recordó a Jrushchov que en esa misma ocasión había dicho también que Kennedy parecía demasiado joven para ser un senador.
El líder soviético puso en duda la memoria de Kennedy. Sin inmutarse, el líder soviético aseguró que él no decía «ese tipo de cosas, pues la gente joven quiere parecer mayor y la gente mayor quiere parecer joven». Jrushchov explicó también que él mismo había tenido siempre un aspecto joven para su edad, a pesar de haber encanecido de forma prematura a los veintidós años. El líder soviético bromeó diciendo que «le encantaría poder compartir su edad con el presidente estadounidense o incluso ocupar su lugar».
Ya en aquel intercambio inicial, Jrushchov marcó el tono y el ritmo de la conversación, respondiendo a las breves observaciones y preguntas de Kennedy con intervenciones más largas. Para contar con una cierta ventaja inicial, el equipo del presidente Kennedy había propuesto que el primer encuentro tuviera lugar en la residencia del embajador estadounidense, algo a lo que los soviéticos habían accedido con la condición de que las conversaciones se trasladaran a territorio soviético el segundo día. Sin embargo, era Jrushchov quien se desenvolvía como si estuviera en su casa.
En un intento por recuperar el control de la situación, Kennedy esbozó lo que esperaba de aquellas conversaciones; dijo que quería que sus dos poderosos países (aunque «estuvieran aliados con otros países, se rigieran por diferentes sistemas sociales y políticos, y compitieran entre ellos en distintas partes del mundo») encontrasen la forma de evitar situaciones que pudieran conducir a conflictos.
Jrushchov respondió detallando lo que él denominaba sus repetidos esfuerzos «por fomentar una relación amistosa con Estados Unidos y sus aliados». Al mismo tiempo, dijo, «la Unión Soviética no desea alcanzar ningún acuerdo con EEUU a expensas de otras naciones, pues dicho acuerdo no traería la paz».
Los dos hombres acordaron aplazar cualquier discusión sobre Berlín para el segundo día, de modo que las conversaciones iniciales se centraron en la relación general entre ambos países y en temas de desarme.
Jrushchov afirmó que su principal preocupación era que EEUU estuviera intentando imponer su superioridad económica sobre los soviéticos de una forma que pudiera desencadenar un conflicto, una referencia velada a la creciente dependencia del bloque soviético respecto a la industria y los créditos occidentales. El líder soviético afirmó que con el tiempo iba a lograr que su país fuera más rico que EEUU, pero no actuando como un depredador, sino aprovechando mejor sus recursos.
Jrushchov no prestó demasiada atención al comentario de Kennedy sobre lo mucho que lo había impresionado la tasa de crecimiento económico soviético antes de retomar de nuevo el control de la conversación. El líder soviético se quejó de que John Foster Dulles, secretario de estado de Eisenhower entre 1953 y 1959 y antisoviético declarado, hubiera intentado liquidar el comunismo. Dijo que Dulles, cuyo nombre escupió como si de una palabrota se tratara, se había resistido «tanto de facto como de iure» a reconocer que la coexistencia de ambos sistemas era posible. Jrushchov le aseguró a Kennedy que durante sus conversaciones «no intentaría convencer al presidente de las ventajas del comunismo y que el presidente podía evitar también perder el tiempo tratando de convertirlo a él al capitalismo».
En las reuniones previas a la cumbre, el embajador Thompson había aconsejado a Kennedy que evitara los debates ideológicos con Jrushchov, algo que sólo serviría para desperdiciar un tiempo valioso ante un viejo comunista con toda una vida de experiencia en debates dialécticos. Sin embargo, Kennedy llegó a Viena demasiado convencido de sus poderes de persuasión como para resistirse a la tentación.
Las observaciones de Jrushchov, señaló Kennedy, ponían de manifiesto «un problema muy importante». El presidente aseguró que era «un objeto de gran preocupación para nosotros» que Jrushchov considerara aceptable eliminar los sistemas de libertad en los países asociados con Estados Unidos pero protestara ante cualquier intento occidental por revertir el comunismo dentro de la esfera de influencia soviética.
En su tono de voz más calmado, Jrushchov le dijo a Kennedy que aquella era «una interpretación incorrecta de la política soviética»; la Unión Soviética no imponía su sistema sobre los demás, dijo, sino que se limitaba a cabalgar sobre la ola del cambio histórico. A continuación, Jrushchov ofreció una lección de historia que abarcó desde el feudalismo hasta la Revolución Francesa. Aseguró que estaba convencido de que el sistema soviético triunfaría por sus propios méritos, aunque añadió que estaba seguro de que Kennedy pensaba justamente lo contrario. «En cualquier caso, esto no puede ser motivo de discusión y mucho menos justificar una guerra», concluyó.
Empeñado en desoír los consejos de sus expertos, Kennedy insistió en enfrentarse al líder soviético en el plano ideológico. El presidente explicaría más tarde que tenía la sensación de que debía plantarle cara a Jrushchov en el debate ideológico para que éste lo tomara en serio en otros asuntos. «Nuestra postura se basa en que la gente debe tener libertad para elegir», le dijo Kennedy a Jrushchov. Lo que preocupaba al presidente era que gobiernos minoritarios que no representaban la voluntad popular (dirigidos por amigos de Moscú) se hicieran con el control en puntos de interés para EEUU. «La URSS cree que se trata de un imperativo histórico», dijo Kennedy, una opinión que EEUU no compartía. A Kennedy lo preocupaba que ese tipo de situaciones pudieran desencadenar un conflicto militar entre la URSS y EEUU.
Jrushchov se preguntó si Kennedy pretendía «construir una presa para contener el desarrollo de la mente y la conciencia humanas». Porque eso, aseguró Jrushchov, escapaba a «las capacidades del hombre. La Inquisición española quemaba a quienes no compartían sus opiniones, pero las ideas de éstos no ardieron y, con el tiempo, terminaron triunfando. Por ello, si empezamos a enfrentarnos a determinadas ideas, los conflictos y los desacuerdos entre ambos países serán inevitables».
El líder soviético estaba disfrutando del intercambio dialéctico. En un delicado intento por encontrar un punto de acuerdo, Kennedy afirmó que el comunismo podía mantenerse vigente donde ya estaba implantado, en lugares como Polonia y Checoslovaquia, pero que era inaceptable que se extendiera a cualquier lugar donde los soviéticos aún no estuvieran presentes. Al leer la transcripción de la reunión, los funcionarios del gobierno estadounidense se mostrarían estupefactos: el presidente Kennedy había ido más lejos que cualquiera de sus predecesores al expresar su disposición a aceptar la división de Europa en dos ámbitos de influencia. Aparentemente, Kennedy estaba sugiriendo que estaba dispuesto a hipotecar el futuro de quienes anhelaban la libertad en los países miembros del Pacto de Varsovia a cambio de que el Kremlin renunciara a su deseo de expandir el comunismo en el mundo.
Jrushchov rechazó la idea de Kennedy según la cual la Unión Soviética estaba detrás de la expansión mundial del comunismo. Si Kennedy insinuaba que se opondría al avance de las ideas comunistas allí donde aún no existían, advirtió Jrushchov, «los conflictos serán inevitables».
En otro seminario en honor de su díscolo alumno, Jrushchov le recordó a Kennedy que quienes habían desarrollado las ideas comunistas no habían sido los rusos, sino los alemanes Karl Marx y Friedrich Engels. Bromeó que aunque él mismo renunciara al comunismo (algo que le dejó claro a Kennedy que no tenía intención de hacer), sus ideas continuarían desarrollándose. Le pidió a Kennedy que admitiera que «para el desarrollo pacífico del mundo» era «esencial» que el presidente estadounidense reconociera que comunismo y capitalismo eran las dos principales ideologías del mundo. Naturalmente, dijo Jrushchov, para ambas partes sería una satisfacción ver cómo sus respectivas ideologías se propagaban.
Si la cumbre iba a decidirse en función de quién controlaba la conversación, Jrushchov había cobrado ya ventaja. Nada había preparado a Kennedy para hacer frente a la fuerza inamovible de Jrushchov. Y, sin embargo, Thompson, que seguía la conversación con otros altos cargos estadounidenses desde la segunda línea, sabía por experiencia propia que el líder soviético tan sólo estaba entrando en calor.
«Las ideas no pueden transmitirse con bayonetas ni con cabezas nucleares, teniendo en cuenta que las bayonetas han quedado ya obsoletas», declaró Jrushchov. En una guerra ideológica, dijo, los principios soviéticos se impondrían sin tener que recurrir a la violencia.
Pero ¿no era cierto, dijo Kennedy, que «Mao Zedong dijo que el poder se encuentra en el extremo de un rifle»? Kennedy, que estaba al corriente de las discrepancias entre chinos y soviéticos, decidió hurgar en la herida.
«No creo que Mao pueda haber dicho algo así», mintió Jrushchov, que conocía de primera mano el ansia de Mao por declarar la guerra a Occidente. Mao, explicó Jrushchov, era «un marxista, y los marxistas siempre son contrarios a la guerra».
En un intento por reconducir la conversación a sus objetivos originales de reducir tensiones y garantizar la paz, Kennedy dijo que lo que él pretendía era evitar un posible «error de cálculo» entre EEUU y la URSS que provocara que los dos países «salieran perdiendo durante muchos años en el futuro», en una referencia a la persistencia de la radiación provocada por un hipotético intercambio nuclear.
«¿Error de cálculo?»
Jrushchov escupió aquella expresión como si tuviera un sabor asqueroso.
«“¡Error de cálculo!” “¡Error de cálculo!” “¡Error de cálculo!” Cada vez que oigo hablar a uno de ustedes, a sus corresponsales de prensa y a sus amigos europeos y del resto del mundo es para soltar esa maldita frase: “Error de cálculo”.»
Se trataba de una expresión imprecisa, farfulló Jrushchov. ¿Qué significaba eso de «error de cálculo»?, preguntó, repitiendo la palabra una y otra vez para lograr un mayor efecto. ¿Qué esperaba de él el presidente? ¿Que se sentara «como un colegial, con las manos encima del pupitre»?, preguntó. Jrushchov aseguró que él no podía garantizar que las ideas comunistas no superasen las fronteras soviéticas. Sin embargo, afirmó, «no iniciaremos una guerra por error. […] Deberían coger la expresión “error de cálculo”, meterla en el congelador y no volver a usarla más».
Un estupefacto Kennedy se reclinó en su butaca y aguantó el chaparrón.
A continuación intentó explicar a qué se refería cuando utilizaba aquella expresión. Durante la Segunda Guerra Mundial, dijo, «la Europa occidental había sufrido por su incapacidad de prever con precisión lo que harían los demás países». Asimismo, EEUU no había logrado prever lo que China iba a hacer en Corea. Lo que esperaba era que aquel encuentro sirviera para «introducir una mayor precisión en los juicios de nuestros respectivos países para que ambos sepamos hacia dónde vamos».
Pero antes de la pausa para comer, Jrushchov aún tenía que decir la última palabra.
El objetivo de aquel encuentro, en su opinión, era mejorar y no empeorar las relaciones. Si él y Kennedy lo lograban, «los gastos contraídos con motivo de esta reunión estarán justificados». Si no, en cambio, habrían tirado el dinero y habrían frustrado las esperanzas de la gente.
Todos los participantes echaron un vistazo al reloj y se sorprendieron al constatar que eran ya las dos de la tarde.
Jrushchov siguió llevando la voz cantante durante la comida en la residencia del embajador estadounidense, donde se sirvió ternera a la Wellington que el líder soviético regó con un martini seco que era casi todo vodka. Jrushchov entretuvo a la concurrencia (ambos líderes contaban con el apoyo de nueve asesores y altos cargos) hablando de los temas más diversos, desde tecnología agrícola hasta viajes espaciales.
Jrushchov se congratuló de haber mandado a Gagarin al espacio, aunque confesó que inicialmente los jefes de Gagarin no habían querido entregarle los mandos de la nave espacial; les parecía demasiado poder para una sola persona.
Kennedy sugirió que Estados Unidos y la Unión Soviética debían considerar lanzar una expedición conjunta a la Luna.
Tras una negativa inicial, Jrushchov reconsideró la propuesta y dijo: «De acuerdo, ¿por qué no?». Los dos hombres parecían haber logrado el primer avance del día.
Al final de la comida, Kennedy se encendió un puro y lanzó la cerilla detrás de la silla de Jrushchov. El líder soviético fingió alarmarse. «¿Está intentando pegarme fuego?», preguntó.
Kennedy le aseguró que no.
«Ah», dijo entonces Jrushchov con una sonrisa. «Ya veo: es usted un capitalista, no un incendiario.»
La energía bruta de Jrushchov estaba derrotando los encantos más sutiles de Kennedy.
El brindis con el que los dos líderes pusieron fin a la comida reflejó a la perfección el desequilibrio de sus conversaciones anteriores. Kennedy elogió brevemente «el vigor y la energía» de Jrushchov y expresó su deseo de que sus encuentros resultaran fructíferos.
El líder soviético respondió de forma mucho más extensa. Reflexionó sobre cómo ambos países tenían el poder de unirse para detener cualquier guerra iniciada por cualquier otro país en el mundo. Habló de su buena relación inicial con Eisenhower; aunque Eisenhower había asumido la responsabilidad del incidente del avión espía U-2 que había terminado minando su relación, Jrushchov aseguró que estaba «casi seguro de que Eisenhower no sabía nada del vuelo» y que tan sólo había cargado con la culpa en un «acto de caballerosidad». Jrushchov afirmó que el vuelo lo habían orquestado quienes deseaban empeorar las relaciones entre EEUU y la Unión Soviética, objetivo que habían logrado.
A continuación expresó su deseo de recibir a Kennedy en la Unión Soviética «llegado el momento oportuno» para, acto seguido, condenar la visita de su anterior invitado, el vicepresidente Nixon, que creyó que «mostrándoles a los soviéticos una cocina de ensueño, una cocina que ni existía ni existiría nunca en EEUU, lograría convertir al pueblo soviético al capitalismo». Sólo a Nixon, aseguró, «podría habérsele ocurrido tamaña estupidez».
Jrushchov le dijo a Kennedy que la derrota de Nixon había sido mérito suyo, pues había sido la consecuencia directa de su negativa a liberar a los aviadores estadounidenses que sus tropas habían derribado. Si los hubiera liberado, aseguró Jrushchov, Kennedy habría perdido la presidencia por no menos de 200.000 votos.
«No vaya divulgando esa historia», le respondió Kennedy, riendo. «Si les dice a todos que me prefiere a mí que a Nixon estoy acabado en EEUU.»
Jrushchov levantó la copa para brindar por la salud del presidente, al que confesó que le envidiaba la edad. Sin embargo, Kennedy soportaba los dolores de espalda de un hombre mucho mayor debajo de su corsé. La inyección matutina del Dr. Feelgood había empezado ya a perder efecto. La procaína, las vitaminas, las anfetaminas y las enzimas no bastaban ante las arremetidas de Jrushchov.
Después de la comida, Kennedy invitó a Jrushchov a dar un paseo por los jardines, acompañados tan sólo por sus intérpretes. Thompson y otros de sus asesores le habían asegurado a Kennedy que Jrushchov se mostraría mucho más flexible cuando no estuviera delante de otros altos cargos soviéticos a quienes sentía que debía impresionar.
Los amigos de Kennedy, O’Donnell y Powers, observaban el paseo de los dos líderes desde una ventana de la segunda planta de la residencia. Jrushchov daba vueltas alrededor de Kennedy, asaltándolo con la brusquedad de un terrier y agitando un dedo, mientras Kennedy caminaba plácidamente a su lado, deteniéndose de vez en cuando para decir unas palabras, reprimiendo cualquier gesto de disgusto o enfado.
O’Donnell se bebió una cerveza austriaca y se maldijo una vez más por no haber cogido una cámara. Estaba lo bastante cerca como para percatarse de que aquel paseo estaba convirtiéndose en una tortura para la espalda de Kennedy, que daba un respingo cada vez que tenía que agacharse para oír mejor a un Jrushchov mucho más bajo que él.
Cuando los dos hombres regresaron al interior de la residencia, Kennedy sugirió que él y Jrushchov continuaran conversando en privado con sus intérpretes durante un rato antes de que sus asistentes se unieran de nuevo a ellos. Feliz por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos, Jrushchov accedió a ello.
Kennedy intentó explicar a qué se refería cuando hablaba de «error de cálculo». En otro torpe intento por establecer vínculos más estrechos con el líder soviético, Kennedy admitió que había cometido un error de cálculo «en relación con la situación en Cuba».
Kennedy dijo que debía tomar algunas de las decisiones que iban a guiar la política estadounidense basándose en lo que consideraba que la URSS iba a hacer en el mundo, del mismo modo que Jrushchov debía «decidir en función de los movimientos estadounidenses». Por ese motivo, dijo Kennedy, deseaba aprovechar aquel encuentro para «dotar esas decisiones de mayor precisión para que nuestros países puedan sobrevivir a este período de competencia sin poner en peligro su seguridad nacional».
Jrushchov replicó que los peligros surgían tan sólo cuando EEUU cometía un error de cálculo sobre los orígenes de la revolución, que el líder soviético insistió que eran locales, y no inventados por la Unión Soviética. Jrushchov puso el ejemplo de Irán, un aliado estadounidense donde la Unión Soviética «no desea una revolución ni hace nada para promover dicho resultado».
Sin embargo, dijo Jrushchov, «la gente del país es tan pobre que el país se ha convertido en un volcán y los cambios se producirán antes o después. El sah será derrocado sin duda. Dando su apoyo al sah, Estados Unidos está generando sentimientos contrarios a Estados Unidos entre la gente de Irán y, por oposición, sentimientos favorables a la URSS».
Entonces abordó la situación en Cuba. «Un puñado de revolucionarios encabezados por Fidel Castro derrocaron el régimen de Batista porque se trataba de un régimen opresor», dijo. «Durante la lucha de Castro contra Batista, los círculos capitalistas estadounidenses» dieron su apoyo a Batista, y por eso las iras de la población cubana se volvieron contra Estados Unidos. La decisión del presidente de organizar un desembarco en Cuba sólo había logrado reforzar las fuerzas revolucionarias de Castro. «Castro no es un comunista», dijo Jrushchov, «pero es posible que acabe convirtiéndose al comunismo gracias a la política estadounidense.»
Haciendo referencia a su propia vida, Jrushchov aseguró que él no había nacido comunista. «Fueron los capitalistas quienes me volvieron comunista.» Jrushchov se burló de la afirmación del presidente Kennedy de que Cuba suponía un peligro para la seguridad de EEUU. ¿Cómo iban seis millones de personas a suponer un peligro para un país tan poderoso como Estados Unidos?, se preguntó el líder soviético.
Jrushchov le pidió a Kennedy que le explicara qué tipo de precedente global pretendía crear cuando argumentaba que EEUU debía tener libertad para actuar como quisiera en Cuba. ¿Significaba eso que la URSS tendría libertad para entrometerse en los asuntos internos de Turquía e Irán, que eran aliados de EEUU y contaban con bases y misiles americanos? Con la invasión de Bahía Cochinos, afirmó Jrushchov, «EEUU ha sentado un precedente de injerencia en los asuntos internos de otros países. La URSS es más fuerte que Turquía e Irán, del mismo modo que EEUU es más fuerte que Cuba. Esta situación puede provocar “errores de cálculo”, para emplear su propia expresión».
Jrushchov puso énfasis en aquellas temidas palabras.
Haciéndose eco de las palabras de Kennedy, Jrushchov admitió que ambos países debían «descartar la posibilidad de que se cometieran errores de cálculo». Por eso, aseguró, se «alegraba de que el presidente hubiera admitido que lo de Cuba había sido un error».
Kennedy intentó de nuevo aplacar al oso. Se mostró de acuerdo con Jrushchov en que si el primer ministro iraní no lograba mejorar el nivel de vida de su población, «se van a producir cambios importantes en ese país también». Después de que Jrushchov hubiera cuestionado su posición en Cuba, Turquía e Irán, Kennedy se sintió obligado a responder. El presidente estadounidense aseguró que él no había sido partidario de Batista, pero que ahora temía que Castro transformara Cuba en una fuente de problemas regionales. Aunque era cierto que EEUU contaba con instalaciones militares en Turquía e Irán, dijo Kennedy, «se trata de dos países muy débiles que no amenazan a la URSS más de lo que Cuba puede amenazar EEUU».
Cuando, unos días más tarde, los altos funcionarios estadounidenses leyeron las transcripciones del intercambio entre los dos líderes, se mostraron estupefactos por lo que vino a continuación. En referencia a Cuba, Kennedy se preguntó cómo respondería Jrushchov si un gobierno afín a Occidente se establecía en Polonia. «Es fundamental que los cambios en el mundo que afectan el equilibrio de poder se produzcan de tal modo que no afecten al prestigio de los tratados firmados por ambos países», dijo. Kennedy sugería que, debido a las obligaciones de Polonia en el seno del Tratado de Varsovia, aquel país quedaba fuera del radio de interferencia estadounidense.
Una vez más, ningún presidente de EEUU había ido tan lejos ante un homólogo soviético a la hora de reconocer la división en Europa como algo aceptable y permanente. Para intentar compensar aquella aparente concesión, Kennedy añadió que si el bloque soviético no lograba mejorar la calidad de vida y la educación de sus habitantes, tenía los días contados. Al mismo tiempo, Kennedy dijo que EEUU no interferiría allí donde el prestigio del Kremlin estaba en juego, pero que Moscú debía atenerse a las mismas reglas.
Jrushchov replicó que la política estadounidense era contradictoria, aunque puntualizó que no estaba criticando personalmente al presidente Kennedy, que llevaba muy poco tiempo en la Casa Blanca. El líder soviético volvió al tema de Irán, y dijo que a pesar del énfasis que EEUU ponía en la democracia, Washington daba su apoyo al sah, «que asegura que su poder dimana de Dios. Todo el mundo sabe que el sah debe el poder a su padre, que fue sargento del Ejército Iraniano y que usurpó el trono recurriendo al asesinato, los saqueos y el uso de la violencia… Estados Unidos está gastando grandes cantidades de dinero en Irán, pero ese dinero no llega a la población, pues el séquito del sah se apropia de él».
Insistiendo en lo que él consideraba la hipocresía estadounidense, Jrushchov se refirió al apoyo de Washington al dictador Franco en España. «EEUU sabe cómo llegó al poder y, aun así, lo apoya», dijo Jrushchov. «Estados Unidos apoya a los regímenes más reaccionarios y así es como la gente ve la política estadounidense.» Admitió que Castro podía terminar convirtiéndose en comunista, aunque no había empezado como tal; en ese sentido, Jrushchov tenía la sensación de que las sanciones estadounidenses estaban acercando al líder cubano a Moscú.
Kennedy estaba abrumado. A pesar de su predisposición a debatir con Jrushchov, no había sido capaz de atacar al líder soviético donde éste era más vulnerable. No había condenado el uso de la fuerza por parte de los soviéticos en la Alemania del Este y Hungría en 1953 y 1956. Peor aún, no había planteado la pregunta más importante de todas: ¿por qué cientos de miles de alemanes del Este huían a Occidente en busca de una vida mejor?
Al final del primer día de conversaciones, Kennedy volvió sobre el asunto de Polonia y aseguró que unas elecciones democráticas en ese país podían perfectamente reemplazar el gobierno prosoviético a favor de otro más próximo a Occidente. Jrushchov fingió escandalizarse. Era una falta de respeto por parte de Kennedy, dijo, «hablar de esta forma de un gobierno que EEUU reconoce y con el que tiene relaciones diplomáticas». Jrushchov aseguró que el «sistema de elección en Polonia es más democrático que el de Estados Unidos».
El posterior intento de Kennedy de diferenciar entre el sistema multipartidista estadounidense y el sistema monopartidista polaco cayó en saco roto. Los dos hombres fueron incapaces de ponerse de acuerdo en una definición de democracia, y mucho menos aún en si el sistema político en Polonia era democrático o no.
Los dos líderes circunnavegaron el planeta geográfica y filosóficamente, con Kennedy respondiendo a las ofensivas de Jrushchov en todo tipo de frentes, desde Angola hasta Laos. La mayor concesión de Jrushchov aquel día fue aceptar un Laos neutral e independiente, un acuerdo que sus subalternos terminarían de pulir aún en Viena. Cosa rara en él, Jrushchov no le pidió casi nada a Kennedy a cambio.
Jrushchov estaba preparando el terreno para el que quería que fuera el tema central del día siguiente: Berlín.
Kennedy anunció una pausa a las 18.45, tras casi seis horas de discusiones ininterrumpidas. Cansado y demacrado, Kennedy se dio cuenta de que era tarde y sugirió discutir el siguiente punto del orden del día, la cuestión de la prohibición de las pruebas nucleares, durante la cena con el presidente austriaco, para que el día siguiente pudiera dedicarse íntegramente a Berlín. Kennedy también le ofreció a Jrushchov la opción de discutir ambas cuestiones el día siguiente.
Kennedy quería asegurarse de que Jrushchov cumplía con el compromiso adquirido antes de la cumbre de discutir una prohibición de las pruebas nucleares (algo en lo que era consciente que Moscú no estaba interesado) antes de abordar el asunto de Berlín.
Kennedy miró su reloj y Jrushchov pegó un salto al oír la palabra «Berlín». El líder soviético dijo que tan sólo accedería a negociar sobre pruebas nucleares en el marco de unas conversaciones sobre desarme general. Sin embargo, Kennedy se oponía a ese enfoque por la simple razón de que una prohibición sobre las pruebas nucleares era algo que podía acordarse rápidamente, mientras que un acuerdo general de reducción armamentística requeriría años de negociación.
En cuanto a Berlín, Jrushchov dijo que si sus exigencias no se veían satisfechas durante el día siguiente iba a pasar a la acción de forma unilateral. «La Unión Soviética espera que EEUU comprenda la situación de modo que ambos países puedan firmar un tratado de paz conjuntamente», dijo. «Eso permitiría una mejoría de las relaciones. Pero si EEUU se niega a firmar un tratado de paz, la Unión Soviética lo hará por su parte y nadie podrá impedírselo.»
Después de que una limusina soviética se llevara a Jrushchov, de pie en las escaleras de la residencia del embajador, un aturdido Kennedy se volvió hacia el embajador Thompson y le preguntó: «¿Es siempre así?».
«Más o menos», respondió Thompson.
El embajador evitó decirle al presidente que todo habría sido mucho más fácil si hubiera seguido su consejo y hubiera evitado los debates ideológicos. Thompson era consciente de que las conversaciones del día siguiente sobre Berlín serían mucho más difíciles.
Apenas habían llegado a la media parte de la Cumbre de Viena, pero ya era evidente que el equipo estadounidense estaba perdiendo.
Kennedy había corroborado la impresión de debilidad que inicialmente había causado en Jrushchov. «Es un hombre muy inexperto, inmaduro incluso», le dijo Jrushchov a su intérprete, Oleg Troyanovsky. «En comparación con él, Eisenhower posee una gran inteligencia y visión.»
En los años siguientes, el diplomático estadounidense afincado en Viena, William Lloyd Stearman, transmitiría las lecciones que podían extraerse de la cumbre a sus estudiantes en una conferencia titulada «El niño mimado contra Al Capone». Stearman creía que ese título reflejaba bien la actitud ingenua, casi de disculpa, con la que Kennedy había respondido a los brutales ataques de Jrushchov. En su opinión, el episodio de Bahía Cochinos había minado la confianza del presidente y había llevado a Jrushchov a creer que «tenía a Kennedy a su merced».
Stearman disponía de una información mucho más precisa que la mayoría de observadores, pues su amigo Martin Hillenbrand, el encargado de tomar notas en los encuentros entre Kennedy y Jrushchov, lo mantuvo informado a diario de la evolución de las negociaciones en Viena. En opinión de Stearman, las conversaciones fracasaron en gran parte porque los asesores clave de Kennedy no supieron cumplir con su trabajo.
Stearman aseguró que el secretario de estado Rusk era un experto en Asia que no disponía de la formación necesaria en asuntos soviéticos; el asesor de seguridad nacional Bundy era un hombre cerebral pero falto de determinación. El problema era que la administración Kennedy no disponía de asesores capaces de transmitir al presidente la importancia histórica del momento y brindarle una dirección estratégica, como Dean Acheson y John Foster Dulles habían hecho con Truman y Eisenhower.
Según Stearman, Kennedy también había minado sus opciones de victoria durante el proceso de la planificación previa a la cumbre, cuando había decidido puentear a su equipo de seguridad y otorgar una relevancia excesiva a las negociaciones secretas entre Bolshakov y su hermano Bobby. Cuando las conversaciones empezaron a torcerse, Kennedy no disponía de ningún asesor suficientemente preparado para ayudarlo a cambiar el rumbo de los acontecimientos.
Afortunadamente, la residencia del embajador estadounidense donde Kennedy se alojaba también disponía de una bañera, aunque algo más modesta que la bañera dorada de París. Mientras Kennedy se ponía en remojo, O’Donnell le preguntó al presidente por el incómodo momento, al inicio del día, en que se había quedado estudiando al líder soviético, en las escaleras de la residencia.
«Después de todo lo que he leído y hablado sobre él en las últimas semanas, no puedes culparme por sentir un cierto interés hacia su persona», dijo.
¿Era distinto a lo esperado?, le preguntó O’Donnell.
«No mucho», respondió Kennedy, aunque enseguida añadió: «A lo mejor un poco menos razonable de lo previsto… Por lo que había leído y lo que me había contado la gente, esperaba que fuera un tipo listo y duro; tiene que serlo para haber llegado a lo más alto de un gobierno como ése».
Dave Powers le dijo al presidente que él y O’Donnell habían visto desde la ventana del segundo piso como el líder soviético lo atacaba durante su paseo por el jardín. «Has sabido mantener la calma a pesar del chaparrón», lo alabó.
Kennedy se encogió de hombros. «¿Y qué querías que hiciera?», preguntó. «¿Quitarme un zapato y aporrearle la cabeza?» El presidente estadounidense contó que Jrushchov había estado pegándole la paliza sobre Berlín para intentar agotarlo. El líder soviético le había preguntado cómo era posible que EEUU defendiera la idea de la reunificación alemana y había añadido que no sentía ninguna simpatía por los alemanes, que habían matado a su hijo durante la guerra.
Kennedy le recordó a Jrushchov que también él había perdido a un hermano, pero insistió que EEUU no tenía intención ni de dar la espalda a la Alemania Federal, ni de retirarse de Berlín. «Y no hay más que decir», había concluido Kennedy.
El presidente comentó con sus amigos la dura respuesta de Jrushchov a sus preocupaciones ante la posibilidad de que un «error de cálculo» de alguna de las dos partes pudiera desencadenar una guerra. «Jrushchov ha perdido los estribos», dijo y le aseguró a O’Donnell que debía tomar nota mentalmente para no repetir aquella expresión durante el resto de las conversaciones.
El presidente austriaco Adolf Schärf debía resolver un problema de protocolo antes de la gran cena de gala que iba a ofrecer aquella noche en el palacio de Schönbrunn. ¿La esposa de cuál de los dos líderes debía sentarse a su derecha?, se preguntaba.
Por una parte, Jrushchov había evitado que Viena se convirtiera en otra ciudad dividida como Berlín al permitirle abrazar la independencia y la neutralidad mediante el tratado de creación del estado austriaco del 15 de mayo de 1955. En ese sentido, la esposa de Jrushchov, Nina, merecía ocupar el lugar de honor. Y, sin embargo, los vienenes adoraban a los Kennedy y los austriacos, a pesar de su neturalidad, sentían que pertenecían al mundo occidental.
En una diplomática decisión de compromiso, Schärf decidió que sentaría a madame Jrushchov a su derecha durante la cena, y a la señora Kennedy durante el concierto que tendría lugar durante la segunda parte de la velada.
Se trataba de la presentación de Austria en sociedad. Más de 6.000 vieneses se reunieron ante las puertas del palacio, construído hacía 265 años, para ver llegar a Kennedy y Jrushchov bajo la luz de los focos. El personal de palacio había encerado el suelo de parquet y había limpiado las ventanas hasta dejarlas relucientes. Habían retirado las antigüedades más valiosas de las vitrinas del museo para utilizarlas como decoración. Finalmente, habían recogido flores en los jardines del palacio y las habían dispuesto tan generosamente encima de las mesas que su perfume llenaba toda la sala. Las mesas estaban puestas con el «servicio del águila dorada», una colección de porcelana de valor incalculable con el águila austriaca de dos cabezas repujada sobre un fondo blanco, que había sido utilizada ya por el emperador Francisco José I de Austria.
Aparte del hecho de que la comida se sirvió fría, los austriacos se congratularon por una velada bien organizada. Además, los invitados observaron que Jackie y Nina congeniaban bastante. Jackie llevaba un vestido largo de tubo, de color rosa y diseñado por Oleg Cassini, sin mangas y bajo de cintura. Nina, por su parte, llevaba un vestido de seda negra con un encaje vagamente dorado, una elección más proletaria.
Sus maridos presentaban un contraste similar. Kennedy vestía esmoquin y Jrushchov un traje negro con corbata a cuadros grises. Los camareros, ataviados con guantes blancos, bombachos hasta las rodillas y galones dorados, cruzaban los pasillos y las espaciosas salas con bandejas de plata cargadas de bebidas.
«Señor Jrushchov, ¿puede darle la mano a Kennedy para nosotros?», le pidió un fotógrafo.
«Preferiría dársela a ella primero», se rió Jrushchov, señalando a la esposa del presidente con la cabeza.
El reportero de Associated Press, Eddy Gilmore, escribió que, junto a Jackie, el «líder comunista, famoso por su dureza y su beligerancia, parecía un colegial enamorado cuando el hielo del Volga se derrite en la primavera». Jrushchov llegó incluso a abandonar su sitio para sentarse junto a Jackie mientras la orquesta de cámara de la Filarmónica de Viena interpretaba piezas de Mozart y luego la compañía de danza de la Ópera Estatal de Viena interpretaba «El Danubio azul».
Kennedy estuvo algo menos elegante. Justo antes de que empezara la música, fue a sentarse en una silla, pero en el último momento se dio cuenta de que ésta ya estaba ocupada por la esposa de Jrushchov. Le faltó muy poco para sentársele en el regazo.
Kennedy esbozó una sonrisa de disculpa. La Cumbre de Viena no iba nada bien.
1. El Dr. Jacobson perdió su licencia para ejercer la medicina en 1975. Otro de sus pacientes, el amigo de Kennedy Mark Shaw, murió en 1969, a los cuarenta y siete años, como resultado de un «envenenamiento intravenoso agudo y crónico por anfetaminas».