Jörn Donner descubre la ciudad
Lo que atrajo al joven escritor finlandés Jörn Donner a Berlín fue su convicción de que aquel lugar era más una idea que una ciudad. Por ese motivo, se convenció de que allí podría saciar su sed de aventuras e inspiración mejor que en cualquiera de las demás alternativas viables.
La Rive Gauche de París tenía a Sartre y sus discípulos, la Via Veneto de Roma ofrecía su «dolce vita» y nada podía compararse al Soho londinense en cuanto a la combinación de aprendizaje y libertinaje que buscaba Donner. Sin embargo, sólo Berlín podía ofrecerle una privilegiada ventana al mundo dividido en el que vivía.
Donner consideraba que las diferencias entre los berlineses del Este y del Oeste eran puramente circunstanciales y que eso los convertía en ratones de laboratorio perfectos para el experimento social más importante del mundo. Habían sido los mismos berlineses, moldeados por la misma historia, hasta 1945, cuando la abrupta aplicación de dos sistemas distintos había legado a una mitad los hedonistas vicios de la prosperidad y a la otra la virtud de una vida de limitaciones. Los berlineses siempre habían estado geográficamente atrapados entre Europa y Rusia, pero la guerra fría había convertido aquel mapa en un drama psicológico y geopolítico.
Veinte años más tarde, Donner produciría la película de Ingmar Bergman Fanny y Alexander, que se llevaría cuatro Oscars. Sin embargo, en aquel momento el joven Donner aún se veía a sí mismo como un Christopher Isherwood moderno y, recién licenciado por la Universidad de Estocolmo, quería lanzar su carrera artística escribiendo unas crónicas de Berlín que se convirtieran en historia viva de su época.
En Adiós a Berlín, Isherwood había descrito los enfrentamientos callejeros entre comunistas y nazis durante la década de 1930, que habían desembocado en la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Donner no consideraba que la historia que él se disponía a contar tuviera menos significación histórica, aunque en esta ocasión los berlineses iban a tener un papel más pasivo ante los juegos de la alta política que los rodeaban.
Los alemanes utilizan despectivamente la expresión «Berliner Schnauze», u «hocico berlinés» para describir el irreverente bullicio de los berlineses, algo que no se había perdido a pesar de la ocupación de posguerra. El escritor Stephen Spender describió el aparente coraje de los berlineses durante la guerra fría del siguiente modo: «Si los berlineses demuestran una peculiar audacia que provoca la admiración y la incredulidad del resto del mundo es porque han llegado ya al otro lado del miedo, donde, abandonados a la merced de un conflicto entre dos grandes potencias, tienen la sensación de que de nada servirá estar asustados y, por lo tanto, no tienen de qué asustarse».
En el húmedo frío del metro de Berlín Oeste, Donner estudió las expresiones antipáticas, indiferentes de los berlineses que constituían el corazón de su drama. Aunque el destino de la humanidad pudiera decidirse en su ciudad, Donner observó que los berlineses mostraban una curiosa apatía, como si hubieran renunciado a absorber una realidad que los superaba.
Buscando una metáfora apropiada para describir la ciudad dividida, Donner se disculparía más tarde ante sus lectores por no haberse podido resistir a «la obsesión casi automática del sonámbulo» de describir la división de Berlín a partir de los contrastes entre sus dos principales avenidas: el Kurfürstendamm de Berlín Oeste y la Stalinallee de Berlín Este.
Al igual que Berlín Oeste, el Ku’damm (como lo llaman los habitantes de la ciudad) había emergido de entre el caos de los años de posguerra cargado de una energía incontrolable, con sus luces de neón, sus pretenciosas tiendas de moda, y los nuevos cafés y bares que competían por atraer a una clientela con la cartera cada vez más llena. Por su parte, y al igual que Berlín Este, la Stalinallee ocultaba la fragilidad subyacente en su sociedad bajo su grandeza neoclásica de planificación centralizada, que lo prescribía todo, desde qué tamaño debían tener los apartamentos hasta la anchura de los pasillos y la altura de las ventanas. Las directrices de seguridad estatal determinaban con total precisión cuántos informadores había que colocar por cada número determinado de residentes.
Aunque el corazón del Ku’damm tenía tan sólo cuatro kilómetros de longitud, en ese tramo había diecisiete de las joyerías más caras del país, diez concesionarios de coches y los restaurantes más exclusivos de la ciudad. Las viudas de guerra pedían limosna en las esquinas por las que sabían que pasarían los ciudadanos más distinguidos. Uno de esos lugares era delante del escaparate del concesionario de Volkswagen de Eduard Winter, donde el hombre más rico de Berlín vendía treinta coches al día cuando no se encargaba de dirigir su distribuidora de Coca-Cola.
Isherwood, cuyo libro había inspirado la película Cabaret, había descrito el Ku’damm de preguerra como «una aglomeración de hoteles, bares, tiendas y cines caros… un centelleante núcleo de luz, como un diamante falso, en la precaria penumbra de la ciudad». La atmósfera de la guerra fría se mantenía prácticamente intacta, aunque la reconstrucción de posguerra había introducido las angulosas estructuras de cemento y cristal típicas de la arquitectura de la década de 1950.
La vertiente más sórdida de Ku’damm también había sobrevivido a la guerra. En un bar de mala muerte, Donner vio como un hombre de negocios de Düsseldorf le metía la lengua en la oreja a una rubia hasta que ésta se apartaba con gesto hastiado y los labios del hombre se posaban en la axila de la muchacha. Berlín era el lugar al que acudían los alemanes que deseaban perseguir sus placeres desde el anonimato y sin toques de queda, en bares de travestidos y en otros lugares más convencionales. Lo que pasaba en Berlín no salía de Berlín.
Al otro lado de la ciudad, en el Berlín Este comunista, Donner encontró el alter ego del Ku’damm. En 1949, en el que habría sido el setenta cumpleaños de Stalin, Ulbricht rebautizó la imponente Frankfurter Strasse en honor del dictador, cuyo nombre conservaría hasta noviembre de 1961, aunque Stalin ya estaba muerto y Jrushchov había abjurado de su régimen.1 Durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, los soldados soviéticos habían colgado a nazis de los árboles que había a ambos lados de la calle, a menudo con un cartel en el que se podía leer: AQUÍ CUELGA TAL Y TAL POR NEGARSE A DEFENDER A SU MUJER Y SUS HIJOS.
Ulbricht había reconstruido la Stalinallee para convertirla en un escaparate en el que exhibir el poder y la capacidad del comunismo, «la primera calle socialista de Alemania», cuyo objetivo era ofrecer «palacios para la clase trabajadora». Así, entre 1952 y 1960 se construyó una larga hilera de bloques de apartamentos de ocho plantas de arquitectura monumental estalinista. Los escombros de la guerra se transformaron en pisos de techos altos con balcones, ascensores, azulejos de cerámica, escalinatas de mármol y un baño en cada apartamento, todo un lujo en aquella época. Para que la ciudad dispusiera de una avenida lo bastante ancha como para acoger desfiles militares, la Stalinallee se convirtió en un paseo arbolado de seis carriles, de noventa metros de ancho y dos kilómetros de largo. La Stalinallee era el escenario del desfile anual del 1 de mayo, pero también fue donde el alzamiento obrero de 1953 adquirió mayor ímpetu.
A poca distancia de la Stalinallee, Donner describió la desesperación privada de los berlineses del Este que habían sobrevivido a la devastación de la Segunda Guerra Mundial para ir a dar una vez más en el lado equivocado de la historia. El Raabe-Diele era uno de los bares más antiguos de Berlín y estaba situado en la Sperlingsgasse, una estrecha callejuela bloqueada aún por una montaña de escombros de la guerra que nadie había despejado. No tenía más que tres mesas, una barra, un par de bancos colocados junto a las paredes y unas pocas sillas, sencillas y astrosas.
La propietaria del local era frau Konarske, que a sus ochenta y dos años llevaba ya 57 detrás de ese mismo mostrador. Aunque la anciana se negaba a hablar de su triste vida, le gustaba chismorrear con Donner sobre la clientela, todos ellos hombres a excepción de una mujer gritona de cuarenta y tantos años, que bebía licor mientras hablaba de sus operaciones de estómago.
«Prefiero a diez hombres borrachos que a una mujer medio sobria», se quejaba Konarske.
Dos hombres de mediana edad rasgueaban sus guitarras en una mesa junto a la ventana y cantaban canciones sentimentales. Cuando ya estaban a punto de marcharse, un jorobado pidió una última canción con voz chillona. «Tocad “Lili Marlene”; es lo único que quiero oír. Tocadla y os pago una ronda.»
El hombre mejor vestido del bar (al que por ese motivo los demás clientes tomaron por un miembro del Partido Comunista o un funcionario del servicio de espionaje estatal) se quejó a voz en grito, diciendo que aquella canción era una de las preferidas de Hitler.
El jorobado protestó airadamente. «¿Cómo dice? “Lili Marlene” se cantaba durante la guerra para dar voz, sí, dar voz, al deseo de paz de los soldados. No tiene nada que ver con el nazismo.» Y era cierto: la canción la había compuesto el soldado Hans Leip durante la Primera Guerra Mundial, mientras salía de Berlín rumbo al frente ruso. El jorobado añadió que incluso a los americanos y a los ingleses les gustaba la canción.
«¡Es una canción universal!», gritó un joven borracho que tenía pinta de haber sido boxeador, con la nariz ancha y chata, orejas de coliflor y los dedos manchados de nicotina. Uno tras otro, los clientes de frau Konarske fueron mostrando estruendosamente su aprobación, en una reacción espontánea contra el supuesto comunista, pero los músicos aún se mostraban dubitativos, pues en aquella época los actos de rebeldía podían acarrear largas sentencias de cárcel.
Envalentonado por la bebida, el tipo con aspecto de boxeador desafió al hombre elegante. «Si no quiere oírla ya se puede largar», le espetó. Dicho eso entonó el primer verso de la canción y los músicos se le unieron enseguida. Uno a uno, los clientes se fueron añadiendo al coro hasta que todo el bar cantó la canción, mientras el tipo del traje oscuro bebía su cerveza en silencio.
Frau Konarske ofreció una ronda a cargo de la casa. Entonces hizo un aparte con Donner y le mostró un pequeño texto enmarcado que colgaba junto a la ventana desde la época de la Segunda Guerra Mundial. Decía: TODOS MORIREMOS IGUAL DE DESNUDOS QUE NACIMOS.
«¿Usted cree que alguien querrá ocupar mi sitio cuando me vaya?», le preguntó la mujer al desconocido. «Todos mis parientes y amigos están en la Alemania Federal. ¿Cree usted que querrán venir a Berlín Este para trabajar en este cuchitril de diez de la mañana a dos de la noche?»
Fue la mujer quien respondió a su propia pregunta: «No».
1. Aquel noviembre pasaría a llamarse Karl-Marx-Allee.