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«El lugar del gran reto»
La amenaza inmediata para los hombres libres está en Berlín Oeste. Pero ese puesto de avanzada aislado no es un problema aislado. La amenaza tiene un alcance mundial. […] Por encima de todo, Berlín es hoy más que nunca el lugar del gran reto que pondrá a prueba el coraje y la voluntad occidentales, un punto focal donde nuestros compromisos solemnes, que se remontan a 1945, y las ambiciones soviéticas topan hoy en una confrontación fundamental.
El presidente KENNEDY, en un discurso especial televisado,
25 de julio de 1961
Jrushchov está perdiendo la Alemania del Este y no puede permitir que eso suceda. Si pierde la Alemania del Este, detrás vendrán Polonia y el resto de la Europa del Este. Tendrá que hacer algo para detener el flujo de refugiados, a lo mejor construir un muro, y nosotros no podremos impedírselo. Puedo apelar a la unidad de la Alianza para defender Berlín Oeste, pero no puedo hacer nada para mantener Berlín Este abierto.
El presidente KENNEDY al viceasesor de seguridad nacional Walt Rostow, unos días más tarde
LA VOLKSKAMMER (CÁMARA POPULAR), BERLÍN ESTE
JUEVES, 6 DE JULIO DE 1961
Mijaíl Pervujin, el embajador soviético en la Alemania del Este, ordenó a su ayudante Yuli Kvitsinsky que localizara inmediatamente a Ulbricht. «Tenemos el sí de Moscú», anunció Pervujin.
Kvitsinsky, que a sus veintinueve años era una estrella emergente dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético, se había convertido en una pieza inestimable para Pervujin gracias a la sensatez de sus opiniones y a su alemán impecable; el joven comprendió la trascendencia histórica del momento. Tras estudiar el mapa mejorado de Berlín que le había entregado el general Yakubovsky, comandante del Grupo de Fuerzas Soviéticas en Alemania, Jrushchov había decidido que Ulbricht tenía razón: era posible aislar Berlín.
Años más tarde, Jrushchov se apuntaría todo el mérito por la construcción del Muro de Berlín. «Fui yo», escribiría en sus memorias, «quien dio con la solución al problema al que nos enfrentábamos tras el fracaso de las negociaciones con Kennedy en Viena.» Pero lo cierto es que Jrushchov se limitó a dar el visto bueno para que Ulbricht aplicara una solución para la que el líder de la Alemania del Este había intentado obtener la aprobación desde 1952 con Stalin. Los soviéticos ayudarían a pulir y refinar el proyecto, y proporcionarían el apoyo militar crucial para el éxito de la empresa, pero había sido Ulbricht quien había provocado aquel desenlace con su insistencia, y sería el equipo de Ulbricht el que resolvería todos los detalles.
Conversando con el embajador de la Alemania Federal en Moscú Hans Kroll, Jrushchov le diría: «No quiero ocultarle que fui yo quien dio la orden final. Es cierto que Ulbricht llevaba mucho tiempo presionando, y que en los últimos meses lo hacía con vehemencia creciente, pero no tengo intención de ocultarme detrás de Ulbricht». A continuación Jrushchov bromeó con Kroll diciendo que Ulbricht era demasiado débil como para llevar a cabo un plan como aquél. «El Muro desaparecerá algún día, pero sólo cuando los motivos que han llevado a su construcción hayan desaparecido también», le dijo Jrushchov a Kroll.
La decisión de Jrushchov había sido agónica. El líder soviético era consciente de que la medida tendría una gran repercusión en la reputación global del socialismo. «¿Qué debería haber hecho?», se preguntaría más tarde. «Era una evidencia que, de no detener el flujo masivo de refugiados, la economía de la Alemania del Este se habría derrumbado. Sin embargo, tan sólo disponíamos de dos tipos de contramedidas: cortar el tráfico aéreo o construir el Muro. La primera habría provocado un serio conflicto con Estados Unidos que posiblemente habría desembocado en una guerra, un riesgo al que no podía ni quería exponerme. Así pues, el Muro era la única solución que nos quedaba.»
Después de que Jrushchov comunicara su decisión sobre Berlín Este, Kvitsinsky localizó a Ulbricht en la Volkskammer, donde asistía a una sesión del parlamento unicameral de la Alemania del Este, cuyas decisiones, como sucedía con casi todo lo demás en el país, obedecían a sus dictados.
Pervujin le comunicó a un satisfecho Ulbricht que tenía el visto bueno de Jrushchov para empezar con los preparativos prácticos para cerrar la frontera berlinesa, pero que debía actuar con el mayor secretismo. «De cara a Occidente, debe ser una operación rápida e inesperada», dijo Pervujin.
Con un silencio asombrado, los dos soviéticos escucharon a Ulbricht recitar sin atisbo de emoción los detalles de lo que era ya un plan meticulosamente concebido.
La única forma de cerrar la frontera lo bastante rápido, dijo Ulbricht, y sin perder el elemento sorpresa, era utilizando una ingente cantidad de alambre de púas y alambrada. El líder de la Alemania del Este sabía perfectamente dónde conseguirlos y cómo trasladarlos a Berlín sin alertar a los servicios de espionaje occidentales. Justo antes de cerrar las fronteras, ordenaría la detención completa del metro y el tren elevado, dijo. Instalaría un gigantesco muro de cristal irrompible en la estación de tren de Friedrichstrasse, por la que pasaba la mayor parte del tráfico entre las dos partes de Berlín, para que los berlineses del Este no pudieran montar en los trenes que se dirigían al Berlín Oeste y escapar así al cierre.
Los soviéticos no debían subestimar la dificultad de cerrar la frontera, le dijo Ulbricht a Pervujin. La acción tendría lugar durante las primeras horas de la mañana de domingo, cuando el tráfico a través de la frontera sería menor y la mayoría de berlineses se hallarían fuera de la ciudad. Los 50.000 berlineses del Este que trabajaban en Berlín Oeste durante la semana, los llamados Grenzgänger o «cruzafronteras», estarían pasando el fin de semana en casa y quedarían atrapados en la trampa de Ulbricht.
Ulbricht declaró que tan sólo compartiría los detalles de la operación con un puñado de sus lugartenientes de confianza: el jefe de seguridad del Politburó Erich Honecker, que dirigiría la operación; el jefe de Seguridad Estatal y jefe de la policía secreta Erich Mielke; el ministro del Interior Karl Maron; el ministro de Defensa Heinz Hoffmann, y el ministro de Transportes Erwin Kramer. Ulbricht dijo que una sola persona, su guardaespaldas jefe, sería la encargada de entregar en mano las novedades sobre los preparativos a Pervujin y Kvitsinsky.
LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
VIERNES, 7 DE JULIO DE 1961
Tan sólo un día después de que Ulbricht recibiera la luz verde de Jrushchov para su audaz plan, el asistente especial de Kennedy, Arthur Schlesinger, puso en marcha sus maquinaciones para contrarrestar las prisas de Dean Acheson.
Tras ganar el premio Pulitzer a los veintisiete años por su libro The Age of Jackson, Schlesinger era el historiador de cámara de Kennedy, pero también desempeñaba el papel de apagafuegos ocasional. La atención que ahora dispensaba al asunto de Berlín era la respuesta a lo que el propio Schlesinger consideraba una actuación pobre por su parte durante el período previo a la operación de Bahía Cochinos. Schlesinger había sido el único de los asesores próximos al presidente que se había opuesto a la invasión, pero se reprochaba no haber hecho algo más que «formular un puñado de dudas de forma tímida» mientras los mandos militares y la CIA ejercían presión para que Kennedy diera su aprobación a la operación. Schlesinger había limitado sus discrepancias a un informe privado en el que había advertido a Kennedy de los riesgos: «Esta decisión borraría de un plumazo la extraordinaria simpatía que la nueva administración ha despertado en todo el mundo».
Schlesinger estaba decidido a no cometer el mismo error por segunda vez. Consideraba que el plan de Acheson para Berlín era igual de insensato que el proyecto que había terminado en el desastre de Bahía Cochinos, de modo que les pidió a dos personas que tenían una influencia significativa sobre Kennedy que elaborasen un plan alternativo. Una de esas personas era el asesor legal del Departamento de Estado Abram Chayes, un especialista en leyes de treinta y nueve años que había dirigido el equipo que había diseñado la plataforma de Kennedy para la Convención Demócrata de 1960. El otro era Henry Kissinger, consultor de la Casa Blanca de treinta y ocho años y figura emergente que había perfilado el pensamiento de Kennedy sobre las armas nucleares con su libro The Necessity of Choice: Prospects of American Foreign Policy. Kissinger había apoyado al gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller, durante la campaña presidencial republicana de 1960, pero ahora estaba utilizando a sus colegas de Harvard para intentar ejercer una mayor influencia en la Casa Blanca de Kennedy.
Cuando el febrero anterior Kennedy había solicitado los servicios de Acheson por primera vez, Schlesinger había concluido que el presidente intentaba simplemente incorporar todos los puntos de vista a su administración. Ahora, en cambio, Schlesinger temía que, si nadie le ofrecía una alternativa, Kennedy pudiera adoptar las posturas inflexibles de Acheson sobre Berlín. El embajador en la ONU Adlai Stevenson estaba igualmente preocupado por la influencia creciente de Acheson. «A lo mejor Dean tiene razón», le dijo Stevenson a Schlesinger. «Pero su posición debería ser la consecuencia de un proceso de investigación y no el origen.»
Schlesinger quería combatir los intentos de Acheson por convencer al presidente de que «Berlín Oeste no era un problema sino un pretexto» que Jrushchov aprovecharía para poner a prueba la determinación estadounidense y de su nuevo presidente a la hora de resistir los abusos soviéticos.
A Schlesinger le preocupaba que «el ímpetu retórico de Acheson y, en particular, sus brillantes e imperiosas presentaciones orales» pudieran solidificar el debate alrededor de la idea de que los soviéticos pretendían reavivar la Crisis de Berlín para perseguir sus «objetivos ilimitados». Quienes conocían mejor Moscú, como Thompson y Averell Harriman, el antiguo embajador en Moscú, creían que Jrushchov sólo pretendía actuar sobre Berlín y que, por lo tanto, había que afrontar el asunto de otra forma. Aunque el Departamento de Estado estaba dividido en el debate sobre el duro enfoque de Acheson, Schlesinger temía que nadie fuera a darle forma a la opinión contraria, ya que Rusk «se mostraba cauto y nadie sabía con certeza cuál era su posición».
El gobierno británico había filtrado su línea más blanda a la revista Economist, que había escrito: «A menos que Kennedy tome decididamente cartas en el asunto, existe el peligro de que Occidente deje pasar una opción de compromiso tras otra hasta llegar a un callejón sin salida en el que ni a Occidente ni a Rusia les queden más opciones que una retirada ignominiosa o la devastación nuclear».
Schlesinger tenía la sensación de que debía actuar con rapidez si no quería perder capacidad de influencia, ya que «hablar de movilizaciones de guerra dentro del marco de una proclamación de emergencia nacional implicaba el riesgo de llevar la crisis más allá de un punto de no retorno». En concreto, le preocupaba incurrir de nuevo en los errores que habían precedido la crisis de Bahía Cochinos, donde un mal plan había adquirido un ímpetu imparable porque nadie se había opuesto a él ni había presentado una opción alternativa.
Schlesinger estaba decidido a provocar un enfrentamiento por la cuestión de Berlín antes de que fuera demasiado tarde.
El 7 de julio, después de una reunión con Kennedy para tratar otro asunto durante el almuerzo, le entregó al presidente su informe sobre Berlín y le pidió que se lo leyera de camino a Hyannis Port esa tarde. El timing era bueno, ya que el presidente iba a reunirse allí al día siguiente con un grupo de altos cargos para discutir la situación en Berlín. Kennedy dijo que prefería leer las ideas de Schlesinger de inmediato, pues Berlín era su problema más urgente.
Schlesinger había previsto correctamente que nada lograría atraer tanto la atención de Kennedy como una advertencia creíble de que el presidente se estaba arriesgando a cometer los mismos errores que en Cuba. Tras la debacle, Kennedy había bromeado que el cauto informe de Schlesinger sobre Cuba «causaría muy buena impresión» cuando un historiador decidiera escribir un libro sobre su administración. A continuación, sin embargo, advirtió: «Aunque más le vale no publicar el informe mientras yo esté vivo». En su informe anti-Acheson, Schlesinger recordaba a Kennedy que el fiasco de Cuba había sido el resultado de prestar «una atención excesiva a las contingencias militares y operativas» en la etapa preparatoria y de haber pasado de puntillas por la vertiente política del asunto.
Aunque el documento de Schlesinger elogiaba a Acheson por su «análisis de las cuestiones de último recurso», expresaba su preocupación porque el ex secretario de estado planteara la cuestión, «hablando en plata, en términos de si somos unos gallinas o no. Cuando alguien propone algo que parece duro, severo, y te dice que o lo tomas o lo dejas, es difícil oponerse sin parecer un blandengue, un idealista, un sensiblón…». Schlesinger recordaba al presidente que su experto en asuntos soviéticos, Chip Bohlen, opinaba que nada facilitaría tanto la discusión con los soviéticos como eliminar los términos «duro» y «blando» del lenguaje del debate.
«Los que tenían dudas sobre Cuba», dijo Schlesinger, en clara referencia a sí mismo, «suprimieron dichas dudas por miedo a parecer “blandos”. No hace falta señalar la importancia de que temores análogos no influyan en el libre debate sobre Berlín.»
El presidente leyó el informe detenidamente y a continuación miró a su amigo con gesto de preocupación. Estaba de acuerdo en que el plan de Acheson era cerrado de miras, y que «era necesario devolver el equilibrio a los planes sobre Berlín». Le pidió a Schlesinger que ampliara su memorando inmediatamente para que pudiera utilizarlo al día siguiente en Hyannis Port.
Schlesinger trabajó contra reloj, pues el helicóptero de Kennedy iba a despegar del jardín de la Casa Blanca a las cinco de la tarde. Con apenas dos horas de margen antes de la partida del presidente, Chayes y Kissinger, el experto en leyes y el especialista en ciencias políticas, dictaron mientras Schlesinger corregía y mecanografiaba frenéticamente. Cuando Schlesinger extrajo la versión final de su máquina de escribir, el documento que tenía entre las manos planteaba diversas preguntas sobre el informe de Acheson y sugería una serie de nuevos enfoques. El nuevo memorando decía:
La premisa de Acheson es fundamentalmente la siguiente: el principal objetivo de Jrushchov al forzar la cuestión de Berlín es humillar a EEUU en una cuestión primordial y forzarnos a no cumplir con un compromiso solemne para así hacer añicos nuestro poder e influencia en el mundo. Desde ese punto de vista, la Crisis de Berlín no tiene nada que ver con Berlín, Alemania o Europa. Partiendo de esta premisa sólo se puede llegar a la conclusión de que nos encontramos ante un fatídico enfrentamiento de voluntades […] y que la única forma de disuadir a Jrushchov pasa por dejar patente la predisposición estadounidense a desencadenar una guerra nuclear antes que renunciar al status quo. Según esa teoría, cualquier negociación será perjudicial hasta que la crisis esté bien madura momento en el que ésta tendrá tan sólo objetivos propagandísticos; finalmente, la negociación se centrará exclusivamente en encontrar una fórmula que permita ocultar la derrota de Jrushchov. En ese sentido, la lucha de voluntades se convierte en un fin en sí mismo en lugar de un medio para lograr un fin político.
A continuación, los tres hombres listaban los detalles que creían que Acheson había pasado por alto:
«¿Qué movimientos políticos llevamos a cabo hasta que estalle la crisis?», se preguntaba el informe. «Si guardamos silencio o nos limitamos a rebatir los argumentos soviéticos», Jrushchov seguiría teniendo la iniciativa, poniendo a Kennedy a la defensiva y haciendo que el presidente estadounidense pareciera rígido y poco razonable.
«El informe [Acheson] no establece ninguna relación entre la acción militar propuesta y objetivos políticos de mayor alcance.» El informe argumentaba, empleando un lenguaje que pretendía causar impresión, que Acheson «no formula ningún objetivo político más allá de conservar el actual procedimiento de acceso, por el que estamos preparados a incinerar el mundo». Por ese motivo, añadía, «es fundamental expresar de forma articulada la causa por la que estamos dispuestos a ir a una guerra nuclear».
«El informe cubre tan sólo una eventualidad […], la interrupción comunista del acceso militar a Berlín Oeste.» Sin embargo, afirmaba el nuevo memorando, «en realidad existe un amplio espectro de medidas de acoso, entre las que posiblemente un bloqueo total sea una de las menos probables».
«El informe pivota sobre nuestra determinación a enfrentarnos a una guerra nuclear, pero ésta es una opción poco definida.» Los tres hombres, que conocían ya la aversión de Kennedy a la posibilidad de una guerra, aseguraban que «antes de verse empujado a tomar la decisión de ir a una guerra nuclear, [el presidente] tiene derecho a saber qué significará concretamente dicha guerra nuclear. Habría que pedir al Pentágono que llevara a cabo un análisis concreto sobre los posibles niveles e implicaciones de un intercambio nuclear y las gradaciones de nuestra respuesta nuclear».
El informe atacaba a Acheson por centrarse «casi exclusivamente en el problema del acceso militar» a Berlín. Sin embargo, el tráfico militar suponía tan sólo el 5 por ciento del total, mientras que el restante 95 por ciento correspondía a provisiones para la población civil. Asimismo apuntaba que la Alemania del Este controlaba ya gran parte del tráfico civil, que «por sorprendente que parezca, ha hecho mucho por facilitar». El informe señalaba que el tráfico civil era crucial para el objetivo estadounidense de preservar la libertad de Berlín Oeste.
El informe acusaba a Acheson de ignorar las diferentes sensibilidades existentes dentro de la OTAN. «¿Qué pasará si nuestros aliados se niegan a seguirnos?» Era poco probable que los aliados dieran su apoyo a la idea de Acheson de mandar tropas por la Autobahn para romper un bloqueo por tierra, algo a lo que De Gaulle ya se había opuesto. «¿Qué sucede con las Naciones Unidas? Pase lo que pase, el asunto llegará a las Naciones Unidas. Para bien o para mal, debemos mantener una posición convincente en la ONU.»
Pocas veces un documento tan importante había sido redactado con tanta presteza. Schlesinger escribía a toda velocidad para seguir el ritmo de los pensamientos de sus brillantes socios de conspiración. Siempre pendiente del reloj, creó una sección que tituló «Ideas aleatorias sobre alternativas no exploradas» y que ofrecía una lista de cuestiones que el presidente debía explorar, más allá de las que había planteado Acheson.
Pero, sobre todo, los autores del informe deseaban que «se consideraran y se discutieran sistemáticamente» todas las cuestiones y alternativas antes de adoptar apresuradamente el plan Acheson. El informe Schlesinger (que no iba firmado) sugería que el presidente considerara la posibilidad de retirar el informe Acheson de la circulación; el peligro de que las ideas de Acheson pudieran filtrarse, aseguraba el informe, era mayor que el peligro que entrañaba la distribución completa del informe a un número más limitado de personas.
Ajenos al hecho de que Jrushchov había decidido ya un cambio de rumbo en Berlín, varios altos cargos de Washington se enzarzaron en una guerra burocrática entre bastidores contra Dean Acheson. Aunque redactado a toda prisa, el memorando inspirado por Schlesinger era minucioso e incluía incluso ideas sobre qué individuos debían incorporarse al proceso para diluir la capacidad de influencia de Acheson. Entre otros, sugería los nombres de Averell Harriman y Adlai Stevenson.
Era la revancha de los llamados SLOB, los partidarios de la línea blanda sobre Berlín.
El informe Schlesinger sugería finalmente que uno de sus autores debía dirigir el proceso. «En particular, Henry Kissinger debería tener un papel central en la planificación de la cuestión de Berlín», concluía el memorando. Era una de las primeras apariciones de un hombre que, con el tiempo, iba a convertirse en uno de los protagonistas de la historia de la política exterior estadounidense.
Al mismo tiempo, a Kennedy le llegaron también las dudas sobre la planificación de una eventual guerra nuclear por Berlín de parte del secretario de defensa McNamara y del asesor de seguridad nacional Bundy. En su propio informe antes de la reunión de Hyannis Port, Bundy se quejaba de la «peligrosa rigidez» de un plan de guerra estratégico que dejaba al presidente muy pocas opciones más allá de un ataque total contra la Unión Soviética o una inhibición absoluta. Bundy sugería que McNamara estudiara y reformulara dicho plan.
LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
VIERNES, 7 DE JULIO DE 1961
Henry Kissinger pasaba sólo uno o dos días a la semana en Washington, trabajando como consultor para la Casa Blanca, a la que se desplazaba desde la Universidad de Harvard, donde daba clases. Sin embargo, bastó con eso para que Kissinger ocupara pronto una posición central en la lucha por definir el pensamiento de Kennedy sobre Berlín. El ambicioso joven profesor habría trabajado con mucho gusto a tiempo completo para el presidente, pero el asesor de seguridad nacional McGeorge Bundy, antiguo decano de Kissinger y actual mandamás de Washington, lo había impedido.
Aunque Kissinger dominaba el arte de adular a sus superiores, Bundy se reveló más inmune a los halagos que la mayoría. Junto con el presidente, Bundy consideraba a Kissinger un tipo brillante pero también tedioso. Bundy imitaba los largos discursos de Kissinger, pronunciados con su acento alemán, y también la forma en que el presidente ponía los ojos en blanco mientras lo escuchaba. Por su parte, Kissinger acusaba a Bundy de haber puesto su considerable talento intelectual al «servicio de unas ideas más populares que sustanciales». El biógrafo de Kissinger, Walter Isaacson, concluyó que las diferencias entre los dos hombres eran una cuestión de clase y de estilo: el discreto bostoniano de clase alta se mostraba inevitablemente condescendiente con el presuntuoso judío alemán.
En cualquier caso, estar tan cerca del centro de poder de EEUU fue una experiencia nueva para Kissinger a la par que una introducción temprana a las luchas internas de la Casa Blanca que se convertirían en una parte fundamental de su extraordinaria vida. Nacido Heinz Alfred Kissinger en Fürth, Baviera, en 1923, éste había huido de la persecución nazi junto con su familia y había llegado a Nueva York con quince años. Desde ahí, había tenido que recorrer un largo camino hasta poder asesorar al presidente de Estados Unidos. Aunque Bundy había hecho lo posible para mantenerlo alejado de Kennedy, Kissinger había accedido al presidente a través de otro profesor de Harvard, Arthur Schlesinger, que había recurrido a él para enfrentarse a Acheson.
Kissinger no gozaba del prestigio histórico de Acheson, ni tampoco de sus contactos dentro del Despacho Oval, y con sus treinta y ocho años era treinta años más joven que Acheson, pero las 32 páginas de su «Memorando para el presidente» sobre Berlín constituían un audaz intento de superar al ex secretario de estado. El informe llegó a la mesa de Kennedy justo antes de que éste partiera hacia Hyannis Port para seguir desarrollando su enfoque de la situación en Berlín. Aunque Kissinger era mucho más partidario de la línea dura respecto a Moscú que Schlesinger, opinaba que sería una temeridad por parte de Kennedy aceptar la postura de Acheson, que descartaba la diplomacia como opción viable.
A Kissinger le preocupaba que los asesores de Kennedy, y tal vez el propio presidente, pudieran ser lo bastante ingenuos como para dejarse tentar por la idea de «ciudad libre» que esgrimía Jrushchov, y que debía dejar Berlín bajo el control de la ONU. Kissinger también estaba preocupado por la aversión que Kennedy sentía por el gran Adenauer y por el convencimiento del presidente de que el dilatado compromiso occidental con una eventual reunificación alemana, a través de unas elecciones libres, era una fantasía que debía ser susceptible de nego-ciación. Kennedy, temía Kissinger, no comprendía que no prestar la atención necesaria a Berlín podía desencadenar una crisis dentro de la Alianza Atlántica, cuyos efectos para la seguridad estadounidense resultarían mucho más negativos de lo que podía justificar cualquier acuerdo con Moscú.
Por todo ello, Kissinger formuló sus advertencias a Kennedy en términos inequívocos:
La primera tarea consiste en definir qué hay en juego. El destino de Berlín es la piedra de toque que decidirá el futuro de la comunidad del Atlántico Norte. Una derrota en Berlín, es decir, cualquier deterioro de las opciones de Berlín de vivir en libertad, causará inevitablemente la desmoralización de la República Federal Alemana. Su política, basada en un seguimiento escrupuloso de las directrices occidentales, se vería como un fiasco; el resto de naciones de la OTAN sacarían sin lugar a dudas las conclusiones pertinentes ante tal demostración de la impotencia occidental. En el resto del mundo se pondría de manifiesto la naturaleza irresistible del movimiento comunista. Tras los logros comunistas de los últimos cinco años, esa derrota supondría una clara indicación incluso para los partidarios de la neutralidad. Las garantías occidentales, que actualmente han perdido ya parte de su relevancia, significarían bien poco en el futuro. De llegar a hacerse realidad, la propuesta comunista de que Berlín se convierta en una «ciudad libre» daría un giro decisivo a la lucha de la libertad contra la tiranía. Cualquier consideración sobre el rumbo político a tomar debe partir de la premisa de que Occidente no puede permitirse una derrota en Berlín.
En cuanto a la unificación alemana, Kissinger advertía a Kennedy que abandonar la tradicional postura estadounidense de apoyo desmoralizaría a los habitantes de la Alemania Federal, que empezarían a poner en duda su posición dentro de Occidente, al tiempo que invitaría a los soviéticos a incrementar su presión sobre Berlín, pues llegarían a la conclusión de que Kennedy había decidido «cortar por lo sano». Lo que Kissinger sugería, en cambio, era que la respuesta de Kennedy al incremento de las tensiones en Berlín por parte de Jrushchov «respecto a la reunificación alemana debe ser ofensiva y no defensiva. Debemos aprovechar todas las oportunidades para insistir en el principio de elecciones libres y adoptar claramente esa posición en las Naciones Unidas». Kissinger advertía a Kennedy del peligro de dar por sentado que los berlineses del Oeste conservarían la moral alta, tal como los líderes estadounidenses habían hecho desde que estallara la Crisis de Berlín en noviembre de 1959. «Debemos ofrecerles una prueba tangible de nuestra confianza que les permita mantener las esperanzas y el coraje», escribió.
Pero lo que más preocupaba a Kissinger era que Kennedy no dispusiera de un plan de contingencia militar creíble para una crisis en Berlín. En un enfrentamiento convencional, aseguraba Kissinger, EEUU se vería atropellado por la superioridad soviética y dudaba que Kennedy accediera a iniciar una guerra nuclear por la libertad de Berlín. El informe de Kissinger recogía todas esas ideas de forma más clara y estratégica que cualquier otro documento que hubiera llegado a la Casa Blanca hasta aquel momento.
El informe de Kissinger iba acompañado por una nota introductoria escrita por Bundy, que decía: «Él, [los altos cargos de la Casa Blanca Henry] Owen y [Carl] Kaysen y yo coincidimos en que el plan estratégico de guerra actual es peligrosamente rígido y que, de aplicarse sin introducir enmiendas, puede dejarle muy pocas opciones cuando llegue el momento de la verdad termonuclear. En el fondo, el plan actual apuesta por gastar toda la munición de la que disponemos de un solo disparo, y está diseñado de tal forma que resultaría muy difícil adoptar un rumbo más flexible.»
Kissinger aseguraba que la única actitud posible para Kennedy en los tensos días que se avecinaban (siempre y cuando los soviéticos mantuvieran la agresiva postura respecto a Berlín que habían adoptado tras la Cumbre de Viena) pasaba por convencer a Jrushchov, que sentía verdadera aversión por el riesgo, de que cualquier acción unilateral suponía un peligro excesivo. «En otras palabras, debemos prepararnos para un enfrentamiento», señalaba el informe. Kissinger se mostraba contrario a la opinión de algunos miembros de la administración, que sugerían que Kennedy debía realizar concesiones para ayudar a Jrushchov en sus luchas internas contra adversarios más dogmáticos y peligrosos de cara al Congreso del Partido de octubre. «La situación de Jrushchov en su país es su problema, no el nuestro», afirmaba el informe, que añadía que sólo un Jrushchov fuerte podía mostrarse conciliador, y que eso no era a lo que se enfrentaba Kennedy.
Otra de las principales preocupaciones de Kissinger era su percepción de que Kennedy había decidido no actuar sobre Berlín y que prefería esperar a que fueran los soviéticos quienes movieran pieza, una postura que consideraba la más arriesgada posible. «Lo que para nosotros puede ser atenta vigilancia puede parecer inseguridad [a ojos de Jrushchov]», advertía el informe. Proféticamente, Kissinger señalaba que ese enfoque podía hacer que Moscú se sintiera tentado de desencadenar una crisis en un momento de «máxima dificultad» para Estados Unidos, situación que podría llevar al mundo a dudar de la determinación de Kennedy.
En una nota a Schlesinger, Kissinger dijo más tarde: «Me siento como si estuviera sentado junto a un conductor que dirige su coche hacia el abismo, y me pidieran que me asegurara de que el depósito de combustible está lleno y la presión del aceite es la correcta». Frustrado por su posición marginal dentro del engranaje de toma de decisiones, Kissinger expresó su preocupación porque Kennedy lo considerara tan sólo alguien a quien recurrir para generar ideas, pero no para seguir sus consejos. Finalmente presentaría su dimisión en octubre, tras concluir que sus ideas no recibían la atención que merecían.
HYANNIS PORT, MASSACHUSETTS
SÁBADO, 8 DE JULIO DE 1961
El presidente Kennedy estaba contrariado.
Meter la pata en Laos, o incluso en Cuba, entraba dentro de lo asumible: ninguno de los dos casos suponían una amenaza verdadera para la posición estadounidense, ni tampoco para el lugar del presidente en la historia. Pero Berlín era el escenario principal de la batalla mundial definitiva. Kennedy repitió aquella idea varias veces ante sus asesores, al tiempo que expresaba su consternación por el hecho de que Moscú continuara con su ofensiva por Berlín, mientras ellos ni siquiera habían respondido al memorando que Jrushchov les había entregado en Viena, aunque había pasado ya más de un mes desde la cumbre. Las noticias que llegaban de la Unión Soviética aquella mañana eran malas; Jrushchov había anunciado su decisión de cancelar los planes para reducir el Ejército Ruso en 1,2 millones de efectivos y de incrementar el presupuesto de defensa en un tercio, hasta los 12.399 millones de rublos (un incremento de aproximadamente 3.400 millones de dólares). Ante una audiencia formada por graduados de las academias militares soviéticas, Jrushchov afirmó que consideraba que una nueva guerra mundial por Berlín no era inevitable, pero aun así exhortó a los soldados a prepararse para lo peor.
Las tropas soviéticas expresaron su aprobación con un rugido.
Jrushchov les dijo también que sus medidas eran una respuesta a las noticias que apuntaban a que el presidente Kennedy iba a solicitar un incremento de 3.500 millones de dólares para su presupuesto de defensa. Con esa decisión, el líder soviético abandonaba su política de dar prioridad a las inversiones generales por delante del presupuesto militar, y de incrementar las reservas de misiles en detrimento del número de soldados. «Se trata de medidas forzosas, camaradas», dijo. «Las adoptamos porque no podemos desatender la seguridad del pueblo ruso.»
Kennedy reaccionó con furia a la publicación por parte de Newsweek de los detalles del plan de contingencia ultrasecreto del Pentágono para Berlín, que aparentemente había sido la base para la respuesta de Jrushchov. A Kennedy lo molestó tanto la filtración que incluso ordenó al FBI que investigara su procedencia.
Jrushchov había respondido al artículo de Newsweek como si se tratara de una declaración oficial de la política de Kennedy. Consciente de que Londres era el aliado estadounidense más débil en lo tocante a Berlín, Jrushchov citó al embajador británico Frank Roberts a su palco del Ballet Bolshoi para soltarle una reprimenda durante la media parte de una actuación de la famosa primera bailarina británica Margot Fonteyn. Jrushchov se burló de la oposición británica a los objetivos soviéticos en Berlín, que calificó de vana. Le dijo a Roberts que seis bombas de hidrógeno serían «más que suficientes» para destruir las islas Británicas, que nueve acabarían con Francia, y que el Kremlin daría una respuesta cien veces más severa a cualquier nueva división que intentara Occidente. Consciente de que estaba repitiendo el discurso del primer ministro Macmillan, Jrushchov le preguntó: «¿Es realmente necesario que doscientos millones de personas mueran por dos millones de berlineses?».
En Hyannis Port, Kennedy abroncó al secretario Rusk, que estaba sentado con su habitual traje de oficina en la parte trasera del Marlin, la lancha motora de Kennedy, de quince metros de eslora, por no haber sido capaz de dar una respuesta al ultimátum de Jrushchov sobre Berlín. Mientras el presidente montaba en cólera, la primera dama se adentraba en el océano para practicar esquí acuático y Robert McNamara y el general Maxwell Taylor comían perritos calientes y sopa de pescado en compañía de los amigos de los Kennedy, Charles Spalding y esposa.
Cuando Rusk replicó que el texto se había retrasado por la necesidad de acordarlo con los aliados, Kennedy estalló y dijo que no eran los aliados sino el presidente de EEUU quien cargaba con la responsabilidad sobre Berlín. Inspirado por el informe Schlesinger, ordenó a Rusk que le entregara un plan de negociaciones sobre Berlín en el plazo de diez días. A continuación el presidente se volvió hacia el experto en asuntos soviéticos del Departamento de Estado y ex embajador en Moscú, Chip Bohlen: «Chip, ¿qué cojones pasa en tu departamento? Os pregunte lo que os pregunte, sois incapaces de darme una respuesta rápida».
Martin Hillenbrand, jefe de la sección alemana del Departamento de Estado, insistiría más tarde en que habían entregado puntualmente un borrador de respuesta al memorando soviético. Diez días más tarde, sin embargo, el Departamento de Estado fue informado de que la Casa Blanca lo había perdido. Así pues, el asistente especial Ralph Dungan había pedido al Departamento de Estado que enviara un nuevo borrador. A continuación, sin embargo, un alto cargo de la Casa Blanca lo había guardado en su caja fuerte antes de marcharse dos semanas de permiso sin dejar la combinación a nadie. Al mismo tiempo, los aliados de la OTAN también estaban atascados preparando sus propias respuestas.
Mientras los dedos acusadores apuntaban en varias direcciones, un agitado Kennedy exigió que el Pentágono le proporcionara un plan de actuación no nuclear en caso de una confrontación en Berlín. Éste debía ser lo bastante elocuente como para detener un avance soviético y darle tiempo al presidente para hablar con Jrushchov y evitar un intercambio nuclear. «Quiero el maldito documento antes de diez días», bufó Kennedy.
El presidente pidió a sus asesores que le proporcionaran nuevas opciones más allá de la elección actual entre «holocausto o humillación».
DORMITORIO LINCOLN, LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
MARTES, 25 DE JULIO DE 1961
A última hora de la tarde, el presidente Kennedy se retiró a su dormitorio para leer el discurso televisado para todo el país que iba a ofrecer esa noche a las diez. Era la primera vez que Kennedy utilizaría el Despacho Oval para dicho fin y los técnicos habían pasado el día entero instalando cables y micrófonos.
Kennedy era consciente de lo mucho que había en juego. Dentro del país, debía responder a las voces cada vez más numerosas que lo acusaba de debilidad en política exterior, algo que lo volvía vulnerable políticamente. Tras fracasar en Cuba y Viena, también debía demostrarle a Jrushchov que estaba dispuesto a defender Berlín Oeste a toda costa. Su problema era que Jrushchov había dejado ya de creer que Kennedy fuera a luchar por Berlín, tal como Menshikov, el embajador soviético en Washington, no paraba de repetir a quien quisiera escucharlo. Al mismo tiempo, sin embargo, Kennedy quería que Jrushchov supiera que seguía abierto a alcanzar una solución de compromiso razonable.
Kennedy tomó un baño caliente para intentar calmar su implacable dolor de espalda. A continuación cenó a solas, de una bandeja, como solía hacer. A media comida llamó a su secretaria, Evelyn Lincoln, y le dijo: «Anote esto, quiero añadirlo a mi discurso de esta noche». Y a continuación empezó a dictar:
Finalmente, me gustaría concluir con unas palabras personales. Cuando decidí aspirar a la presidencia de Estados Unidos era consciente de que los años sesenta iban a plantearnos importantes desafíos; lo que no sabía, ni puede saber nadie que no asuma esta responsabilidad, era lo agotadora y constante que iba a ser esta carga.
Desde finales de los años cuarenta, Estados Unidos ha basado su seguridad en el hecho de que era el único país que poseía la bomba atómica y los medios para lanzarla. Incluso a principios de los cincuenta, cuando la Unión Soviética empezó a desarrollar sus propias armas termonucleares, aún gozábamos de una clara ventaja en lo que al alcance se refiere. Sin embargo, durante los últimos años la Unión Soviética ha desarrollado su propio arsenal nuclear y también ha perfeccionado sus aviones y misiles, de modo que hoy es capaz de lanzar bombas contra nuestro país.
Lincoln tomó notas taquigráficas frenéticamente mientras Kennedy continuaba dictando un discurso organizado en frases y párrafos perfectos.
Eso significa que si Estados Unidos y la Unión Soviética se enzarzan en un intercambio de misiles, el resultado puede ser la destrucción de ambas naciones y de toda su población.
Esta situación es aún más sombría por el hecho de que la Unión Soviética está intentando imponer sus decisiones por la fuerza y eso los lleva a chocar con nosotros en algunas zonas, como en Berlín, donde ostentamos antiguos compromisos. A lo largo de mi vida, nuestro país y Europa se han visto involucrados en tres guerras; en todos los casos se produjeron estimaciones equivocadas por ambos lados que provocaron una gran destrucción. Ahora, sin embargo, una estimación equivocada por cualquiera de las dos partes sobre las intenciones del otro puede provocar más destrucción en unas pocas horas de la que hemos visto en todas las guerras de nuestra historia juntas.
Consciente de la gravedad de las palabras del presidente, Lincoln se concentró en anotarlas todas correctamente. Lincoln percibió la relevancia del momento histórico y el dolor en la voz de un hombre que debía soportar aquella «carga», palabra que utilizaría varias veces en su discurso y con frecuencia cada vez mayor en el futuro.
Por ello, yo como presidente y Comandante en Jefe, y vosotros como ciudadanos estadounidenses, deberemos enfrentarnos juntos a unos tiempos difíciles. Yo cargaré con la responsabilidad de la Presidencia según lo que establece la Constitución durante los próximos tres años y medio. Estoy seguro de que sabéis que actuaré tan bien como sepa para defender nuestro país y nuestra causa.
Como vosotros, tengo una familia que deseo ver crecer en un país en paz y en un mundo donde la libertad perdure.
Sé que a veces os impacientáis, y que querríais que pudiéramos tomar alguna decisión inmediata que pusiera fin a los peligros que nos acechan, pero no existe ninguna solución sencilla y rápida. Nos enfrentamos a un sistema que ha organizado a mil millones de personas y que sabe que si Estados Unidos flaquea, su victoria será inminente. Por ello, nos esperan días muy largos, pero si somos valientes y perseverantes lograremos lo que todos deseamos. Por ello, os pido que durante estos días nos transmitáis vuestras sugerencias y consejos. Os pido que expreséis vuestras críticas cuando creáis que nos equivocamos, pero por encima de todo, queridos compatriotas, quiero que sepáis que amo este país y que haré todo lo posible por protegerlo. Necesito vuestra buena voluntad, vuestro apoyo y, por encima de todo, vuestras plegarias.
Evelyn no recordaba cuándo había sido la última vez que el presidente había añadido un texto tan largo al final de un discurso tan sólo dos horas antes de pronunciarlo.
«¿Puede mecanografiarlo y entregármelo en cuanto llegue?», le preguntó Kennedy a su secretaria.
El presidente entró en el Despacho Oval a las 21.30 para probar la altura de la silla y la iluminación. Entonces le pidió a Evelyn Lincoln si podía echarle un vistazo al texto que le había dictado y se lo llevó a la Sala del Gabinete, donde introdujo algunas revisiones y recortes que pulieron el texto, pero que no le restaron ni un ápice de dramatismo. Cuando llegó el momento de posar ante las cámaras, regresó al despacho Lincoln, pidió que lo peinaran y fue al baño para asegurarse de que todo estaba donde tenía que estar.
A pesar de todos esos preparativos, el resultado final fue un discurso pronunciado por un presidente sudoroso y tenso, en un despacho excesivamente caldeado. Para mejorar la calidad del sonido, los técnicos habían apagado el aire condicionado a pesar de que aquel día las temperaturas habían alcanzado los 35 grados. El ambiente se volvería aún más incómodo debido a los focos de las siete cámaras y al calor corporal de las sesenta personas que se amontonaron en el despacho presidencial para presenciar aquel momento histórico.
Kennedy salió un momento para secarse la cara y los labios antes de regresar a su despacho apenas unos segundos antes de dirigirse a un público nacional y planetario. Bajo unas luces que dificultaban la lectura de su discurso recientemente modificado, tropezó en algunas frases y pronunció otras con una elocuencia inferior a la habitual, pero pocos espectadores se percataron de ello. Sin embargo, tras su conmovedora y dura retórica se vislumbraban una serie de compromisos que había acordado durante los últimos días y que debilitaban considerablemente el plan Acheson.
Kennedy había rechazado la idea de Acheson de declarar el estado de emergencia nacional, había descartado la movilización inmediata de tropas y había reducido el incremento del presupuesto de defensa. En los diecisiete días transcurridos entre las reuniones de Hyannis Port y el discurso del 25 de julio, los SLOB habían ido minando metódicamente el enfoque de Acheson, mientras la organización de la política exterior estadounidense se concentraba casi exclusivamente en Berlín, con dos reuniones cruciales del Consejo de Seguridad Nacional el 13 y el 19 de julio.
El 13 de julio, en la Sala del Gabinete, el secretario Rusk utilizó unas palabras del propio Acheson para suavizar su enfoque y citó una parte del informe de su amigo que hablaba de aplicar la máxima discreción posible durante los primeros compases. «Debemos intentar evitar cualquier acción que no responda a un plan militar sólido y que pueda considerarse ofensiva», advirtió Rusk.
Acheson contraatacó con el apoyo del vicepresidente Johnson. En su opinión, si seguían las indicaciones de su amigo Rusk y aplazaban hasta el final la llamada a filas de la reserva, «influiríamos tanto en el juicio que Jrushchov se forme de la crisis como si empezamos a lanzar bombas después de que éste haya llevado la situación al límite».
Bundy planteó cuatro alternativas: (1) reforzar las fuerzas estadounidenses de forma sustancial con la mayor celeridad posible; (2) aplicar todas las medidas que no requerían la declaración del estado de emergencia nacional; (3) declarar el estado de emergencia nacional y llevar a cabo todos los preparativos excepto llamar a la reserva o a las unidades de guardia, o (4) evitar de momento la acumulación militar sobre la base de que aquélla no era tanto una crisis de naturaleza militar como de unidad y de determinación políticas.
El presidente escuchó mientras sus altos cargos debatían las opciones. De hecho, Kennedy no mostró sus cartas claramente hasta que compareció ante las cámaras de televisión. En una sesión del reducido Grupo de Dirección del Consejo de Seguridad Nacional, el presidente aseguro que sólo le importaban dos cosas: «Nuestra presencia en Berlín y nuestro acceso a la ciudad».
La frustración de Acheson con lo que consideraba la deriva política que había tenido lugar durante el mes de julio llegó a tal punto que ante un pequeño grupo de trabajo sobre Berlín, declaró: «Caballeros, debemos asumir que nuestro país sufre un vacío de liderazgo».
Durante la segunda reunión clave del Consejo de Seguridad Nacional, que tuvo lugar a las 16.00 del 19 de julio, el plan Acheson tuvo una muerte plácida tras un intercambio de opiniones entre su autor y el secretario de defensa McNamara. Acheson quería una decisión definitiva del grupo sobre la declaración del estado de emergencia nacional y la llamada a filas de la reserva no más tarde de septiembre. McNamara prefería no comprometerse aún, aunque quería dejar claro que Kennedy podía declarar el estado de emergencia y llamar a las defensas terrestres más tarde, «cuando la situación lo exigiera».
Acheson no dio su brazo a torcer y aseguró que la propuesta de McNamara no era lo bastante enérgica o concreta.
Kennedy dejó que la conversación prosiguiera, hasta que Acheson comprendió que el comandante en jefe no tenía intención de ordenar una movilización total. Finalmente, Acheson aprobó la propuesta de McNamara, que proporcionaría al secretario de defensa un calendario más flexible, tal como deseaba, para evitar «tener un largo contingente de reservistas a su disposición sin una misión concreta». Sin embargo, el despliegue sería rápido si estallaba una crisis.
El embajador Thompson no estaba en la sala, pero aun así dejó su impronta en la decisión con sus telegramas desde Moscú, en los que aseguraba que Kennedy impresionaría más a los soviéticos si lograba mantener a los aliados unidos alrededor de movimientos militares limitados pero sustanciales que si los dividía ordenando movimientos excesivos. La argumentación de Thompson era que la predisposición aliada a largo plazo tendría más impacto que un puñado de gestos dramáticos, inmediatos y propagandísticos. Los asesores de espionaje de Kennedy aseguraron también que una postura pública excesivamente dura podía empujar a Jrushchov a adoptar una rigidez aún mayor y obligarlo a ordenar una escalada de contramedidas militares.
El resultado fue que el 25 de julio el presidente no declaró el estado de emergencia nacional, pero anunció que pediría la autorización del congreso para triplicar los destacamentos, llamar a filas a los reservistas e imponer sanciones económicas a los países del Pacto de Varsovia en caso de un bloqueo sobre Berlín. Durante una reunión del Consejo de Seguridad Nacional, Kennedy dijo que la declaración del estado de emergencia nacional era «una alarma que tan sólo podía activarse una vez» y que adoptar las medidas propuestas por Acheson no habría transmitido a los soviéticos un mensaje de firmeza estadounidense, sino «de pánico».
Acheson había defendido la declaración del estado de emergencia nacional argumentando que éste serviría para impresionar tanto a los soviéticos como a los oponentes de Kennedy dentro de EEUU de la gravedad de la situación, al tiempo que permitiría al presidente llamar a un millón de reservistas y prolongar las condiciones de servicio.
Kennedy, sin embargo, estaba decidido a no responder con una reacción excesiva, en parte porque deseaba reconstruir la confianza aliada en su liderazgo tras los errores cometidos en Bahía Cochinos. Asimismo, el presidente era consciente de que tenía ante sí una larga serie de enfrentamientos con los soviéticos y temía poder provocar una escalada prematura para contrarrestar lo que consideraba que podía ser «un falso clímax» en la confrontación. Finalmente, el presidente deseaba conservar algo de pólvora seca.
Así pues, Kennedy pidió un nuevo incremento de 3.454 millones de dólares para las fuerzas armadas, prácticamente la misma cantidad anunciada por Jrushchov, y menos de los 4.300 millones que Acheson había solicitado originalmente. Aquel nuevo incremento, no obstante, dejaba el incremento del gasto combinado de defensa de la administración Kennedy en los 6.000 millones de dólares. El presidente quería que los efectivos autorizados para el Ejército pasaran de los 875.000 soldados a un millón. EEUU se pondría manos a la obra para incrementar las capacidades de un nuevo puente aéreo en Berlín y trasladar seis divisiones más a Europa antes de diciembre, la fecha límite anunciada por Jrushchov.
Sin embargo, y aunque pasó desapercibido a los medios de comunicación, lo más notable fue el hecho de que el discurso se refirió hasta diecisiete veces a Berlín Oeste, siguiendo con la insistencia del presidente en añadir el adjetivo «Oeste». Kennedy volvía a repetir el mensaje que había lanzado a Jrushchov en Viena: los soviéticos podían hacer lo que quisieran en la parte Este de la ciudad siempre y cuando no se inmiscuyeran en la parte Oeste.
El día anterior a la hora de comer, uno de los altos cargos de la Agencia de Información de EEUU, James O’Donnell, había expresado ante Ted Sorensen, uno de los responsables de la redacción del discurso, sus protestas por el énfasis que la versión final ponía en el término Berlín «Oeste». La opinión de O’Donnell era importante, pues era un amigo de la familia Kennedy y un veterano de Berlín que, en su condición de soldado victorioso, había sido el primer no soviético en examinar el interior del búnker de Hitler. O’Donnell había escrito un libro sobre los últimos días de Hitler y había vivido el bloqueo de la ciudad como corresponsal de la revista Newsweek. De hecho, tenía una posición tan preeminente que había escrito un informe para el candidato Kennedy sobre los acuerdos de las cuatro potencias en Berlín.
Sorensen había mostrado con orgullo el borrador del discurso del 25 de julio a O’Donnell y le había asegurado que éste iba a gustarles «incluso a los partidarios de la línea dura» como él. Sin embargo, a medida que fue estudiándolo de forma detallada, O’Donnell se mostró consternado por las concesiones unilaterales que contenía. El discurso hacía referencia a la predisposición de Kennedy a eliminar las «molestias reales» de Berlín Oeste, al tiempo que declaraba que «la libertad de la ciudad no es negociable». Según Ulbricht, esas «molestias» incluían la enérgica prensa libre de Berlín Oeste, la emisora de radio estadounidense RIAS, la libertad con que los militares y las agencias de inteligencia occidentales operaban en la ciudad y, sobre todo, la posibilidad de que los alemanes del Este cruzaran la frontera buscando refugio.
Otro párrafo reconocía «la preocupación histórica de la Unión Soviética por su seguridad en la Europa Central y del Este, tras una serie de asoladoras invasiones, y creemos que podemos llegar a acuerdos que permitan abordar esa preocupación y garantizar tanto la seguridad como la libertad en la turbulenta región».
¿A qué debía de estar refiriéndose Kennedy?, se preguntaba O’Donnell, que no podía saber que el discurso ahondaba en el lenguaje que Kennedy había utilizado en privado en Viena. ¿Era posible que el presidente se hiciera eco de las quejas de Moscú sobre un resurgimiento del militarismo alemán? ¿Estaba entregando definitivamente los países cautivos de Polonia, Checoslovaquia y Hungría a los soviéticos?
Pero nada preocupaba a O’Donnell tanto como las repetitivas referencias a la seguridad exclusivamente de Berlín «Oeste». Aquello tan sólo podía ser un mensaje intencionado que, en opinión de O’Donnell, dejaba a los soviéticos las manos libres para actuar en Berlín Este, aunque técnicamente toda la ciudad se encontraba bajo la tutela de las cuatro potencias.
El discurso de Kennedy les transmitió a los estadounidenses que «la amenaza más inmediata para los hombres libres está en Berlín Oeste». El presidente acompañó sus palabras de un mapa para mostrarles a sus compatriotas que el Berlín Oeste era una isla blanca en un mar negro de comunismo. Kennedy dijo:
Porque Berlín Oeste, situado 180 kilómetros en el interior de la Alemania del Este, rodeado por tropas soviéticas y cerca de las líneas soviéticas de aprovisionamiento, tiene muchos papeles. Es más que un escaparate de la libertad, un símbolo, una isla de libertad en un mar de comunismo. Es más incluso que un vínculo con el mundo libre, un faro de esperanza detrás del telón de acero y una vía de escape para los refugiados.
Berlín Oeste es todo eso. Pero, por encima de todo, Berlín es hoy más que nunca el lugar del gran reto que pondrá a prueba el coraje y la voluntad occidentales, un punto focal donde nuestros compromisos solemnes, que se remontan a 1945, y las ambiciones soviéticas topan hoy en una confrontación fundamental. Estados Unidos está allí; el Reino Unido y Francia están allí; el compromiso de la OTAN está allí. Y los habitantes de Berlín están allí. En ese sentido, están tan seguros como el resto de nosotros, pues no hacemos diferencias entre su seguridad y la nuestra. […] Hemos dado nuestra palabra de que responderemos a cualquier ataque contra la ciudad como si fuera un ataque contra nosotros.
Kennedy volvió a Berlín Oeste al final de su discurso, que duró 31 minutos.
La promesa solemne que cada uno de nosotros hizo a Berlín Oeste en tiempos de paz no se romperá en tiempos de peligro. Si no cumplimos con nuestros compromisos en Berlín, ¿cuál será nuestra posición más tarde? Si no somos fieles a nuestra palabra allí, el camino que hemos recorrido en cuanto a seguridad colectiva, que depende de esa palabra, no significará nada. Y si hay un camino que lleva directamente a la guerra, ése es el camino de la debilidad y de la desunión.
A Sorensen lo molestó que O’Donnell subestimara la importancia del compromiso emocional del discurso con la defensa de Berlín. En cuanto al hecho de que ignorase el Berlín Este y el resto de europeos del Este cautivos en general, Sorensen le respondió a O’Donnell que el discurso no hacía más que admitir la realidad. Los rusos ya hacían lo que querían en su sector. Los estadounidenses iban a mostrarse ya bastante reacios a aceptar una concentración armamentística para salvaguardar a dos millones de berlineses del Oeste, pero sería mucho esperar que se avinieran a arriesgar sus vidas por el millón y pico de berlineses del Este atrapados en el lado equivocado de la historia.
O’Donnell sugirió una solución rápida: que el presidente omitiera simplemente la palabra «Oeste» en la mayoría de ocasiones en que precedía la palabra «Berlín». Tras una hora discutiendo, Sorensen dijo: «No puedo seguir retocando la redacción de este discurso. […] El texto ha pasado el escrutinio de seis delegaciones del gobierno. Hemos estado mandando copias de aquí para allá durante diez días. Ésta es la versión final. Ésta es la línea política de esta administración».
«Esto es lo que hay.»
Aquel fue el broche a la comida.
Sorensen rechazó igualmente todas las protestas similares que surgieron desde el interior del gobierno. La llamada Mafia Berlinesa, el grupo de altos cargos que habían seguido cada coma del reñido pulso por Berlín durante años, percibieron el discurso de Kennedy como una herejía por decirles a los soviéticos que podían ignorar los acuerdos de las cuatro potencias y hacer lo que les placiera con su parte de la ciudad.
«La reacción ante las palabras del presidente fue de consternación», dijo Karl Mautner, nacido en Austria y que había servido en la oficina de inteligencia e investigación del Departamento de Estado después de haber trabajado en la misión americana en Berlín. Tras luchar en la Segunda Guerra Mundial con la 82.ª Unidad de las Fuerzas Aerotransportadas en Normandía y en la batalla de las Ardenas, Mautner se indignó ante la recaída de Kennedy. «Nos dimos cuenta de inmediato del significado de sus palabras. […] Estábamos dinamitando nuestra propia posición.»
El énfasis sobre Berlín Oeste les quedó aún más claro a los soviéticos cinco días más tarde de aquel discurso, cuando, el 30 de julio, el senador William Fulbright declaró en el programa matutino de la ABC Issues and Answers que los soviéticos podían reducir las tensiones de la Crisis de Berlín cerrando la vía de escape de Berlín Oeste a los refugiados. «Lo cierto del caso, creo yo, es que los rusos pueden cerrar la frontera si quieren», dijo Fulbright. «Si la semana que viene decidieran cerrar las fronteras, podrían hacerlo sin violar con ello ningún tratado. No entiendo por qué los alemanes del Este no cierran la frontera, pues creo que tienen derecho a hacerlo.»
La interpretación de Fulbright del tratado era equivocada y el 4 de agosto tuvo que retractarse por ello en una declaración ante el Senado, en la que admitió que los acuerdos de posguerra regulaban la libertad de movimiento entre las dos partes de Berlín y que su entrevista televisiva había dado una «impresión desafortunada y errónea». En cualquier caso, Kennedy nunca lo repudió y McGeorge Bundy informó favorablemente al presidente de la aparición televisiva de Fulbright, en una nota que mencionaba «comentarios sobre diversos asuntos, desde Bonn a Berlín, y se refería al útil impacto de las observaciones del senador Fulbright».
Lo cierto, sin embargo, fue que los líderes de la Alemania Federal expresaron su desesperación ante los comentarios, mientras que los de la Alemania del Este se mostraron encantados con la sugerencia de Fulbright. El periódico de Berlín Oeste Der Tagesspiegel señaló amargamente que el comentario del senador podía incitar las acciones enemigas del mismo modo que había sucedido con las palabras de Acheson en vísperas de la guerra de Corea, cuando había declarado que Corea del Sur se encontraba fuera del perímetro de defensa estadounidense. El rotativo del Partido Comunista, Neues Deutschland, en cambio, calificó las ideas de Fulbright de «realistas».
A primeros de agosto, Kennedy reflexionó sobre lo que podía suceder en Berlín durante un paseo entre las columnas del Jardín de Rosas con Walt Rostow, economista que asesoraba a Kennedy. «Jrushchov está perdiendo la Alemania del Este y no puede permitir que eso suceda. Si pierde la Alemania del Este, detrás vendrán Polonia y el resto de la Europa del Este. Tendrá que hacer algo para detener el flujo de refugiados, a lo mejor construir un muro, y nosotros no podremos impedírselo. Puedo apelar a la unidad de la Alianza para defender Berlín Oeste, pero no puedo hacer nada para mantener Berlín Este abierto.»
MOSCÚ
JUEVES, 3 DE AGOSTO DE 1961
Hacía una mañana sofocante en Moscú y Ulbricht se dirigía a reunirse con Jrushchov en una limusina con las ventanas cerradas y cubiertas con cortinillas. Ulbricht no había anunciado su partida de Berlín para asistir a una reunión de emergencia del Pacto de Varsovia y, si podía evitarlo, prefería no ser visto en público.
El ambiente en Moscú era sereno en comparación con la situación a la que Ulbricht debía hacer frente dentro de su país. Había grupos de turistas paseando con guías por la Plaza Roja; las primeras barcas que hacían la ruta por los lugares de interés habían empezado ya a remontar el río Moskva y pasaban junto a hombres en kayak que hacían ejercicio matutino; las piscinas gigantescas de los parques públicos iban abriendo sus puertas. No había colegio y la ciudad estaba llena de padres que paseaban con sus hijos.
Jrushchov y Ulbricht se reunieron para ultimar los detalles del cierre de fronteras antes de presentar la propuesta a los miembros del Pacto de Varsovia para su aprobación. Ulbricht también quería que sus aliados valoraran la posibilidad de ofrecer apoyo económico de emergencia a su país si Occidente respondía con sanciones.
Los dos hombres habían estado siguiendo de cerca las tareas preparatorias de sus servicios de seguridad y sus fuerzas militares durante la mayor parte del mes anterior, de modo que no tenían necesidad de revisar cada detalle. Jrushchov declaró que, juntos, iban a «rodear Berlín con un anillo de acero. […] Nuestras fuerzas deben crear ese anillo, pero las fuerzas de la Alemania del Este deben controlarlo». Mientras los dos hombres hablaban, 4.000 soldados soviéticos más se dirigían ya hacia Berlín. Jrushchov le dijo a Ulbricht que sus tanques iban a desplegarse también junto a la frontera con la Alemania Federal, justo detrás de las posiciones de los soldados de la Alemania del Este.
El objetivo de aquella reunión matutina era decidir el timing de la operación. Jrushchov expresó su deseo de aplazar la firma del tratado de paz con Ulbricht hasta después del cruce de fronteras. Asimismo, tampoco estaba dispuesto a permitir que Ulbricht bloqueara las rutas de acceso ni el acceso aéreo a Berlín Oeste. Ulbricht dijo que, aunque aún deseaba firmar un tratado de paz con Moscú que pusiera fin a la guerra, aquello se había convertido en un objetivo secundario y que lo primordial en aquellos momentos era detener el flujo de refugiados y salvar así el país. Ulbricht le dijo al líder soviético que necesitaba tan sólo dos semanas para estar en disposición de bloquear todo el movimiento entre Berlín Este y Berlín Oeste.
«¿Cuándo sería el mejor momento para usted?», le preguntó Jrushchov. «Hágalo cuando quiera; podemos hacerlo en cualquier momento.»
Teniendo en cuenta la urgencia de su problema con los refugiados y el peligro de que su plan pudiera filtrarse, Ulbricht quería actuar con rapidez. Por ello sugirió la noche entre el sábado 12 y el domingo 13 de agosto.
Jrushchov comentó que el trece se consideraba un número de mala suerte en Occidente y bromeó diciendo que «para nosotros y para todo el bloque socialista sería ciertamente un día de mucha suerte».
Jrushchov, el constructor del metro de Moscú, pidió conocer más a fondo los detalles logísticos de la operación. ¿Cómo pensaba actuar Ulbricht en las calles que había visto en su mapa detallado, en las que había edificios que daban por un lado a Berlín Este y el otro a Berlín Oeste?
«En las casas que tienen salida a Berlín Oeste, tapiaremos la salida», dijo Ulbricht. «En otros lugares, levantaremos barreras de alambre de púas. El alambre ya está preparado. La operación puede llevarse a cabo con gran rapidez.»
Jrushchov rechazó la petición de Ulbricht de convocar una conferencia económica de emergencia para preparar el apoyo necesario para la economía de la Alemania del Este. El líder soviético temía que la simple convocatoria de una reunión como aquélla pudiera delatar sus planes a Occidente y acelerar aún más el flujo de refugiados. Ulbricht iba a tener que apañárselas y preparar la operación sin apoyo.
Jrushchov también quería que Ulbricht comprendiera que todas las operaciones debían tener lugar dentro de su territorio, sin penetrar «ni un solo milímetro en Berlín Oeste». Todas las señales que Kennedy le había enviado a Jrushchov, desde la Cumbre de Viena hasta su discurso del 25 de julio, pasando por las declaraciones televisivas de Fulbright, apuntaban en el mismo sentido: mientras todas las acciones soviéticas y de la Alemania del Este discurrieran en territorio del bloque soviético y no afectaran en modo alguno a los derechos de acceso de los aliados a Berlín, pisarían terreno seguro. De hecho, su conversación más reciente con el embajador estadounidense Thompson lo había convencido de que era incluso posible que Kennedy y Adenauer celebraran la solución. En una reunión dos días antes, Jrushchov le había dicho a Ulbricht:
Cuando se cierren las fronteras, los estadounidenses y los habitantes de la Alemania Federal estarán contentos. Thompson me reveló que el flujo de refugiados estaba causando muchos problemas a la Alemania Federal. Así pues, la introducción de estos controles es una medida que satisfará a todos. Y, sobre todo, hará que sientan nuestra fuerza.
Sin hacer referencia explícita al Muro de Berlín, Jrushchov preguntó a los líderes del Pacto de Varsovia si aprobaban un cierre de fronteras tan impermeable como el que existía entre los territorios de Alemania del Este y la Alemania Federal desde 1952. «En aras de poner fin a las actividades subversivas, proponemos que los estados del Pacto de Varsovia aprueben la implementación de controles en las fronteras de la RDA, incluidas las fronteras de Berlín, similares a las ya existentes en los estados que comparten frontera con las potencias occidentales.»
A lo largo de los tres días que duró la reunión del Pacto de Varsovia, Ulbricht consiguió algunas de las cosas que quería, pero no todas. Sus vecinos socialistas aceptaron de forma unánime el cierre de fronteras y accedieron a reposicionar sus tropas para proporcionar su apoyo al Ejército Soviético. Sin embargo, lo que los aliados de Ulbricht no podían proporcionarle, para consternación de Jrushchov, era apoyo económico. Los diversos líderes de los Partidos Comunistas (Władysław Gomułka por Polonia, Antonín Novotný por Checoslovaquia y János Kádár por Hungría) expresaron su preocupación ante las posibles represalias occidentales contra todo el bloque e hicieron referencia a lo limitado de sus recursos. Gomułka le pidió a Ulbricht que considerara la posibilidad de ayudarlo a él si Occidente decidía responder con un boicot contra todo el bloque comunista, adquiriendo los bienes que normalmente habría vendido a los países occidentales.
Novotný le dijo a Ulbricht que, debido a los problemas agrícolas de su país, no contara con que él le proporcionara productos alimenticios. Además, considerando que el porcentaje de negocio de Checoslovaquia con Occidente era superior al de cualquier otro país del Pacto de Varsovia, temía que su país fuera el más perjudicado por las consecuencias de cualquier acción en Berlín. Kádár se quejó de que los aliados soviéticos no hubieran tenido ocasión de discutir previamente el potencial impacto económico de un hipotético cierre de fronteras de la Alemania del Este, sobre todo teniendo en cuenta que un tercio de la economía de su país dependía de sus exportaciones a Occidente (una cuarta parte de las cuales tenían como destino la Alemania Federal).
Jrushchov reaccionó de forma airada:
Yo creo que debemos ayudar a la RDA. Camaradas, hagamos un esfuerzo por comprender la situación de forma más precisa, profunda y aguda. […] Camaradas, vamos a ayudar a la RDA. No voy a decir quién de ustedes va a ayudar más. Todos debemos ayudar y debemos ayudar más. Considerémoslo de otra forma: si ahora no prestamos atención a las necesidades de la RDA y no hacemos un sacrificio, la RDA no podrá subsistir, pues no posee la suficiente fuerza interior.
«¿Qué implicaría la liquidación de la RDA?», les preguntó Jrushchov a los líderes reunidos ante él. ¿Querían tener al Ejército de la Alemania Federal junto a sus fronteras? En ese sentido, reforzando la posición de la Alemania del Este «reforzamos también nuestra posición», dijo, frustrado ante la poca solidaridad existente dentro de su bloque. Los argumentos de Jrushchov no convencieron a los miembros de la alianza, que se sentían amenazados por Occidente pero, al mismo tiempo, eran cada vez más dependientes económicamente de los países occidentales.
Cuando sus camaradas comunistas preguntaron a Jrushchov por qué no estaba más preocupado por una posible respuesta militar estadounidense, Jrushchov les dijo que hasta aquel momento Occidente había reaccionado a la escalada de sus presiones y su retórica con mucha menos resolución de la temida. EEUU, dijo, había «demostrado ser menos duro de lo que creíamos» en lo tocante a Berlín. Jrushchov dijo que era cierto que el adversario aún «podía dejarse ver, pero hoy podemos decir que esperábamos más presión; hasta el momento, el principal elemento intimidatorio ha sido el discurso de Kennedy».
Jrushchov les dijo a sus aliados que tenía la sensación de que EEUU tenía «un gobierno apenas operativo» y que el senado norteamericano le recordaba al principado ruso medieval de Novgorod, donde los boyardos «gritaban, chillaban y se tiraban de la barba para decidir quién tenía razón».
Incluso se refirió con nostalgia a la época en que el secretario de estado estadounidense era John Foster Dulles, que aunque anticomunista, daba una «mayor estabilidad» a las relaciones entre EEUU y la Unión Soviética. En cuanto a Kennedy, Jrushchov aseguró que «siento compasión por él. […] Es un peso demasiado ligero, tanto para los republicanos como para los demócratas». En definitiva, Jrushchov confiaba en que su débil e indeciso adversario no iba a responder de forma significativa.
Ulbricht regresó a su casa y empezó la cuenta atrás para el día más importante de su vida y de su país. Pero antes iba a tener que superar una última escaramuza con el proletariado de la Alemania del Este.