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Enfrentamiento en Checkpoint Charlie
No creo que me enviara aquí para hacerme vivir en el vacío y sé que no puedo ser de ninguna ayuda si lo aconsejable es actuar con una cautela extrema en Berlín. También quisiera añadir que no vine aquí para causarle aún más problemas y que si decide prescindir de mí lo aceptaré de buena gana.
El general LUCIUS CLAY en una carta al presidente Kennedy,
18 de octubre de 1961
Teniendo en cuenta la naturaleza de las cosas, hacía ya tiempo que habíamos decidido que el acceso a Berlín no era un interés vital cuya protección y mantenimiento justificara el uso de la fuerza por nuestra parte. En ese sentido consentimos la construcción del Muro, aunque francamente debemos reconocer que con ello aceptamos en gran medida que los soviéticos podían, en el caso de Berlín Este como ya habían hecho anteriormente en otras zonas sometidas a su control físico efectivo, aislar a sus sujetos contra su voluntad.
El secretario de estado DEAN RUSK al general Clay,
26 de octubre de 1961
BARRIO DE DAHLEM, BERLÍN OESTE
DOMINGO, 22 DE OCTUBRE DE 1961
La tarde que desencadenó la crisis decisiva en Berlín empezó de forma bastante inocente. E. Allan Lightner Jr., el principal diplomático estadounidense en Berlín Oeste, le dijo a su mujer Dorothy que se apresurara, pues no quería llegar tarde a la función de una compañía de teatro experimental checa que actuaba en Berlín Este. Dorothy se había enterado de la obra a través de uno de los periódicos de la ciudad y le había parecido una buena distracción después de dos meses y nueve días de presión implacable desde el cierre de la frontera berlinesa.
Hacía un fresco tiempo otoñal en el elegante barrio de Dahlem, en Berlín Oeste, donde los Lightner vivían en un amplio chalet confiscado a un oficial nazi de alto rango tras la guerra. Sus vecinos habían empezado ya a prepararse para el invierno. Algunos aprovechaban el día para rastrillar el jardín y retirar las hojas amarillas y marrones que habían perdido las hayas y los robles. Otros habían sacado los edredones de invierno y los habían puesto a ventilar en tendederos y balcones.
Aunque Lightner no había sabido adelantarse a la construcción del Muro, éste no había dañado su carrera; difícilmente habría logrado un destino con un perfil más alto que aquél, situado en plena falla geológica de la guerra fría. Como muchas esposas de los miembros del Departamento de Estado de la época, Dorothy había abrazado completamente la carrera de su marido y sus privilegios; el personal a su servicio la consideraba una mujer prepotente y excesivamente exigente. A los Lightner siempre les había gustado salir por la zona soviética de la ciudad, donde actuaban los mejores artistas del bloque socialista. Sin embargo, desde el 13 de agosto sus visitas habían adquirido un gran valor simbólico. Los habitantes de Berlín Este que reconocían a Lightner solían agradecerle simplemente su presencia.
Lightner sabía que existía una vaga probabilidad de que su trayecto a través de la ciudad resultara más movido que de costumbre. Aquella semana, la llamada Policía Popular de la Alemania del Este, la Volkspolizei (o los Vopos), había empezado a comprobar la documentación de los civiles aliados. Aquella decisión suponía no sólo una violación de los acuerdos entre las cuatro potencias, sino que también contradecía las instrucciones soviéticas, transmitidas recientemente por el ministro de Defensa soviético, el mariscal Rodión Malinovski, que había advertido a las autoridades de la Alemania del Este de la prohibición de introducir modificaciones fronterizas sin previa autorización soviética.
Al parecer, Ulbricht había dado el visto bueno a la decisión desde Moscú, donde aún seguía echando chispas por el contenido del discurso inaugural de Jrushchov ante el Congreso del Partido. Aunque a Kennedy las palabras del líder soviético le habían parecido beligerantes, a Ulbricht lo había enfurecido la decisión de Jrushchov de extender el plazo para la firma de un tratado de paz, que inicialmente finalizaba a final de aquel año. En opinión de Ulbricht, Jrushchov había vuelto a su viejo hábito de titubear en Berlín a costa de la Alemania del Este. En su discurso, tres días más tarde, Ulbricht había definido el tratado como «una tarea de la máxima urgencia». Ulbricht necesitaba el tratado para consolidar su victoria de agosto y expandir su control sobre Berlín Este, al tiempo que aislaba y desmoralizaba a los habitantes de Berlín Oeste.
Pero las palabras nunca bastaron con Jrushchov, de modo que Ulbricht decidió endurecer unilateralmente los controles fronterizos, imaginando que Occidente iba a protestar pero no iba a oponer resistencia después de haber aceptado una indignidad mucho mayor como el cierre de fronteras. Sin embargo, con ello la Alemania del Este su-bestimó la determinación del último elemento desplegado por los estadounidenses: el general Lucius Clay.
Ulbricht y Clay desencadenarían un enfrentamiento entre las dos superpotencias que sus superiores en Moscú y en Washtington ni deseaban ni habían previsto, aunque ambos adversarios imaginaron que el enfrentamiento había sido planificado por el otro.
Alentado por Clay, aquella semana Lightner había dado instrucciones a los miembros de su Misión Estadounidense para que se resistieran a los nuevos procedimientos de la Alemania del Este. Así, había prohibido a su personal someterse a los controles y apenas el día anterior su propia secretaria había preferido dar media vuelta en su coche antes que mostrar su documentación. Lightner y Clay se habían mostrado furiosos al descubrir que el primer ministro británico Macmillan había acatado los nuevos controles sin rechistar, en lo que consideraban otra dosis de la política británica de apaciguamiento. Las órdenes de Londres a los comandantes locales eran claras: tras haber cedido en la construcción del muro, no tenía sentido plantar cara por eso.
Clay no estaba de acuerdo. Si Washington permitía que la Alemania del Este siguiera interfiriendo en lo que habían sido los derechos aliados desde 1945, Clay estaba convencido de que EEUU socavaría la ya frágil moral de Berlín Oeste y erosionaría la maltrecha posición legal de los aliados. Además, a partir de sus conversaciones preparatorias en Washington, también creía que Kennedy estaba más dispuesto que sus asesores a mantenerse firme en Berlín. De momento, sin embargo, sus enemigos habían estado presionando porque tenían la sensación de que Kennedy no apoyaba a Clay como en su día lo había hecho Truman.
Así, para Clay, aquella situación suponía una oportunidad triple. En primer lugar, podía poner de manifiesto la determinación renovada de EEUU en Berlín. En segundo lugar, podía servir para que tanto las tropas estadounidenses como los habitantes de Berlín Oeste recuperaran la confianza perdida. Y, finalmente, podía demostrar a sus oponentes en Moscú y en Washington que contaba con el apoyo del presidente Kennedy.
Pero había un problema: ni siquiera el propio Clay podía estar convencido de que su titubeante presidente fuera a mantenerse firme.
A diferencia de Clay, Lightner no se consideraba a sí mismo un guerrero de la guerra fría, aunque en realidad sí lo era. A sus cincuenta y tres años, el ex estudiante de Princeton calificaba de «rojillos de salón» a los intelectuales que se dedicaban a escribir y hablar ingenuamente del «gran experimento soviético» del comunismo. A menudo le decía a su mujer, Dorothy, que un par de meses en la Unión Soviética los haría cambiar rápidamente de opinión. Y lo decía por experiencia: de joven, Lightner había sido destinado a la Rusia de Stalin, hasta que en 1941 lo habían evacuado del Moscú en guerra, junto con la documentación de la embajada. A continuación había trabajado con exiliados anticomunistas en Escandinavia, había compartido refugios antiaéreos en Londres con británicos intrépidos y había participado en la redacción de los acuerdos de posguerra, que ahora lamentaba que cedieran una parte tan considerable de Europa al control soviético.
Lightner les había dicho a sus amigos que si Clay hubiera estado en Berlín el 13 de agosto, el Ejército estadounidense habría derribado las primeras barreras y los alemanes del Este no habrían osado arriesgarse a reemplazarlas. Lightner había aceptado el argumento de Clay de que EEUU no podía permitirse retroceder más, pero le preocupaba que en esta ocasión Clay sucumbiera a una burocracia estadounidense en Berlín, mucho más consolidada de lo que lo había estado en 1948. El propio Lightner estaba sometido a una confusa doble línea de mando, como número dos tanto del general Watson en Berlín como del embajador Dowling en Bonn.
El guión de aquella noche quiso que la policía de la Alemania del Este detuviera el Volkswagen de Lightner mientras éste zigzagueaba a través de la primera de las tres barreras de hormigón pintadas de rojo y blanco del control fronterizo: dos que salían de la acera izquierda y una de la derecha. Siguiendo el procedimiento habitual, Lightner se negó a mostrar sus documentos a la policía de la Alemania del Este y exigió ver a un representante soviético. Normalmente la policía dejaba pasar a los diplomáticos estadounidenses; sin embargo, y obedeciendo a las nuevas órdenes, en aquella ocasión el agente de la Alemania del Este se negó a dejar pasar a Lightner. No podía localizar a ningún representante soviético porque era domingo, le dijo y a continuación exigió de nuevo que Lightner le mostrara su documentación o diera media vuelta.
Una vez más Lightner se negó a hacer lo que le pedían y en esta ocasión fue Dorothy quien le soltó al agente de la Alemania del Este un discurso sobre los derechos de las cuatro potencias desde el asiento del acompañante. Durante los siguientes 45 minutos la discusión fue subiendo de tono, con argumentos cada vez más acerados, pero siguió sin aparecer ningún oficial soviético. Entonces Lightner decidió que había llegado el momento de provocar una escalada. Después de avisar a Clay a través del teléfono especial de su coche, Lightner se preparó para cruzar la frontera a la fuerza. Aunque sabía que los Vopos tenían ordenes de disparar a matar si uno de sus compatriotas intentaba escapar, estaba seguro de que no iban a atreverse a disparar contra un diplomático estadounidense que intentara acceder a Berlín Este, pues eso habría supuesto un acto de guerra.
«Mire», le dijo a Lightner al policía que había junto a su ventana, «lo siento pero voy a ejercer mi derecho aliado a acceder a cualquier sector de Berlín.» Entonces arrancó el motor. «¡Apártese! ¡Vamos a pasar!»
Lightner pisó el acelerador y obligó a un par de Vopos a hacerse a un lado de un brinco. Sin embargo, su vehículo tan sólo podía sortear el laberinto de hormigón a poca velocidad, de modo que un grupo mayor de Vopos a pie rodeó el coche y lo obligó a detenerse.
«Puede esperar hasta mañana por la mañana a que se presente un ruso», gritó furiosamente uno de los agentes. «¡Si es que se presenta!»
Sin embargo, al mismo tiempo Clay había empezado a mover también sus piezas. Había ordenado a un pelotón del 2.º Batallón que recorriera los quince kilómetros que separaban el Cuartel McNair, en Lichterfelde, de Checkpoint Charlie con dos vehículos acorazados de transporte de tropas a los que seguirían de cerca cuatro tanques M48 con bulldozer incorporado. Para dirigir la operación, Clay y el comandante militar en Berlín, el general Watson, se habían retirado al centro de operaciones de emergencia, conocido como «el búnker», construido para casos como aquél en el sótano del consulado estadounidense de la Clayallee. Aunque originalmente el edificio había sido construido en 1936 para albergar el cuartel general de la Luftwaffe del Tercer Reich, éste se había convertido en el centro neurálgico de Clay durante el Puente Aéreo de Berlín, un papel que estaba a punto de asumir de nuevo.
Mientras la acción se iba desplegando, el capitán preboste estadounidense, el teniente coronel Robert Sabolyk, contemplaba la escena de Checkpoint Charlie con unos prismáticos desde el puesto de madera de la policía militar, situado a un centenar de metros del lugar de enfrentamiento. Siguiendo las órdenes, que indicaban que debía mantener la situación bajo control hasta que llegaran refuerzos, aquel antiguo boxeador federado montó en su coche oficial, sorteó a gran velocidad la primera barrera, derrapó en la segunda y frenó delante mismo del Volkswagen de Lightner. Le faltó poco para arrancarles de cuajo las piernas a varios de los Vopos, que se apartaron de un salto y protestaron airadamente.
Más o menos en aquel preciso instante, los cuatro tanques estadounidenses cruzaron la franja pintada de blanco que marcaba el límite de Berlín Oeste. Otro policía militar salió corriendo de la caseta de mando, se acercó a la ventanilla de Dorothy Lightner y le sugirió educadamente que bajara del Volkswagen inmovilizado. Sin embargo, la mujer se negó a moverse del lado de su marido.
El policía militar regresó a la caseta de mando, pero volvió a salir al cabo de unos minutos. «Lo siento, pero el general Clay ordena que la señora Lightner salga del vehículo», dijo.
Entonces, y susurrando para que no lo oyeran los Vopos, le dijo a Lightner: «Tenemos un proyecto en el que no queremos que se vea involucrada su esposa».
Cuando el miembro de la policía militar se hubo retirado de la escena, dos escuadrones de infantería formados por cuatro hombres cada uno desenvainaron las bayonetas de sus rifles M14 y tomaron posiciones a ambos lados de la Friedrichstrasse. Con los cañones de los cuatro tanques apuntándolos, los Vopos retrocedieron. Lightner metió primera e hizo avanzar su Volkswagen muy lentamente, flanqueado por los dos escuadrones del Ejército estadounidense. Tras superar la última barrera y penetrar en territorio comunista, el líder del pelotón le preguntó a Lightner si debían detenerse allí.
«No», respondió el diplomático.
Era la primera vez en la historia del Berlín de posguerra en que una unidad de infantería acorazada de las fuerzas estadounidenses de ocupación marchaba por el sector soviético. Para reafirmar aún más el derecho aliado de libre acceso, Lightner avanzó dos bloques más y al llegar al siguiente cruce dio media vuelta y regresó, escoltado en todo momento por su guardia armada. Ante la amenaza de los cañones estadounidenses, la policía de la Alemania del Este no osó abandonar sus posiciones.
Tras regresar sano y salvo a territorio estadounidense, Lightner se preparó para cruzar el paso fronterizo por segunda vez, para que quedara claro. A estas alturas, las noticias sobre el enfrentamiento se habían dispersado ya por todo Berlín, y periodistas y fotógrafos habían acudido a Checkpoint Charlie para documentar cada movimiento. Con el corazón en la garganta, Albert Hemsing montó en el asiento del acompañante del coche de Lightner. El funcionario de información pública, de cuarenta años y alemán de nacimiento, había trabajado en el equipo de grabación del Plan Marshall en París tras la guerra, elaborando películas de apoyo para el proyecto de reconstrucción europea, pero nunca se había encontrado en una situación de riesgo como aquélla. Más tarde los Vopos asegurarían que el aliento le olía a alcohol.
Cuando la policía de la Alemania del Este volvió a impedirle el paso a Lightner, éste sacó el brazo por la ventanilla y les hizo una señal a las unidades armadas para que volvieran a acompañarlo. Éstas lo escoltaron una vez más y, una vez más, la policía de la Alemania del Este se hizo a un lado. Entretanto, el asesor político de la misión estadounidense, Howard Trivers, había llamado al cuartel general soviético para pedir que un oficial ruso se acercara a Checkpoint Charlie a resolver la situación.
Para cuando el Volkswagen de Lightner regresó de su segunda ronda había llegado ya un representante soviético. Tras hablar con los Vopos y los estadounidenses, el oficial soviético se excusó por el hecho de que la policía de la Alemania del Este no hubiera sabido reconocer la jerarquía de Lightner. Así pues, Lightner cruzó la frontera una vez más, en esta ocasión seguido por un segundo coche civil. Los Vopos se hicieron de nuevo a un lado y pareció que la victoria estadounidense era completa.
Entonces los dos vehículos estadounidenses completaron algo así como una vuelta triunfal: subieron por Friedrichstrasse hasta Unter den Linden, la ancha avenida del centro de Berlín, giraron a la izquierda, llegaron hasta la Puerta de Brandenburgo, volvieron a girar a la izquierda y terminaron de nuevo en Friedrichstrasse. Sobre las 22.00 llegó un oficial soviético de mayor rango, el viceasesor político coronel Lazarev. Éste se disculpó por la actitud de la policía de la Alemania del Este, que achacó a la falta de matrículas aliadas, que impedía saber a quién había que pedir la documentación y a quién no, pero al mismo tiempo protestó airadamente por aquella «incursión armada» estadounidense en territorio soviético.
Lightner y su mujer se habían perdido la obra de teatro, pero Clay los felicitó por su actuación. A la mañana siguiente, Clay sacó pecho ante la prensa y aseguró que habían «destruido la ficción» de que las autoridades de la Alemania del Este podían impedir el acceso aliado a Berlín Este.
Su victoria, sin embargo, fue breve. Esa misma mañana, el gobierno de la Alemania del Este publicó un decreto oficial en virtud del cual a partir de aquel momento se obligaba a todos los extranjeros (excepto los aliados militares vestidos de uniforme) a mostrar su documentación antes de entrar en el Berlín «democrático». La agencia de noticias de la Alemania del Este, ADN, condenó el incidente del domingo por la noche, que definió como una «provocación fronteriza» causada, según sus palabras, por un civil (Lightner) acompañado por una mujer desconocida (Dorothy) a los que más tarde se unió un borracho (Hemsing).
En cuanto la radio de la Alemania del Este tuvo constancia de los nombres de los estadounidenses implicados, emitió una noticia en inglés destinada a los soldados del Ejército de EEUU: «Pasará mucho tiempo antes de que el ministro Lightner intente rejuntarse con su novia en Berlín Este durante el fin de semana».
En Washington, Kennedy estaba molesto. El presidente estaba intentando relanzar sus negociaciones con los soviéticos y no tenía ningún interés en provocar una nueva confrontación. «No mandamos a Lightner allí para que fuera a la ópera en Berlín Este», dijo, demostrando que no comprendía lo que había sucedido y pasando por alto el hecho de que Lightner se había limitado a seguir las directrices del representante personal del presidente.
Al mismo tiempo, a Kennedy le surgió otro problema: tan sólo cuatro días antes Clay le había ofrecido su dimisión si no se le permitía ser más efectivo. Si quería evitar un terremoto político, al presidente no le quedaba más remedio que ofrecerle a Clay más margen de maniobra política.
CUARTEL GENERAL DEL EJÉRCITO DE EEUU, BERLÍN OESTE
MIÉRCOLES, 18 DE OCTUBRE DE 1961
La frustración creciente había llevado al general Clay a incluir una oferta de dimisión en la primera carta personal que le escribía al presidente Kennedy desde su regreso a Berlín.
El asesor de seguridad nacional Bundy había advertido a Kennedy de que, con la elección de Clay, se arriesgaba a «otro caso MacArthur-Truman», en referencia a la decisión políticamente dañina de despedir al general MacArthur que el presidente Truman había tenido que tomar después de que el primero expresara públicamente su disconformidad con la política del presidente en relación con la guerra de Corea. En su momento MacArthur había querido bombardear China; ahora, Bundy creía muy probable que Clay deseara mostrarse más agresivo que Kennedy en Berlín, en un momento en el que la administración estadounidense se estaba planteando realizar importantes concesiones sobre la ciudad a Jrushchov.
Aunque en su carta Clay se ofrecía a abandonar su puesto con menos revuelo del que había organizado MacArthur, desde luego el general era consciente de que los motivos de su salida se filtrarían casi con total seguridad a la prensa y que eso daría argumentos a los críticos con Kennedy y desanimaría aún más a los berlineses.
Clay empezaba su carta disculpándose ante el presidente por la longitud de la misma, 1.791 palabras, y por el hecho de no haber escrito antes. A continuación, sin embargo, aclaraba que no le había parecido que los numerosos incidentes con los que se había topado desde su llegada a Berlín fueran dignos de la atención presidencial.
Sobre todo, le escribió al presidente, «debemos conservar la confianza de los habitantes de Berlín Oeste. De no ser así, la fuga de capital y de ciudadanos responsables puede destruir nuestra posición aquí; en ese caso, la pérdida de confianza en nuestro país se expandiría por todo el mundo». Clay afirmaba que, mientras al berlinés medio le importaba relativamente poco la actitud de franceses y británicos, «si nosotros le fallamos, se sentirá consternado».
Clay no se mordió la lengua y criticó indirectamente la actitud del presidente durante el cierre de fronteras del 13 de agosto, que creía que se podría haber evitado sin asumir excesivos riesgos. «No creo que tuviéramos que ir a la guerra para evitar la construcción del Muro», dijo, pero añadió que «cruzar una y otra vez por puntos seleccionados con camiones militares no armados podría haber evitado la consolidación del Muro».
Sin embargo, Clay se apresuró a no culpar a Kennedy, sino a sus subordinados en Berlín. «Me llenó de estupor que nadie aquí hubiera ordenado acciones concretas con dicho objetivo», afirmó y criticó que entre el personal estadounidense en Berlín se hubiera instalado lo que él consideraba una cultura de aversión al riesgo. «Bastan unas pocas muestras de desaprobación para rechazar cualquier pensamiento independiente y cualquier recomendación positiva», dijo. A Clay le preocupaba que Kennedy no tuviera acceso a puntos de vista más independientes, como el suyo, porque incluso «un comandante tan capaz como [el comandante supremo de la OTAN Lauris] Norstad» estaba influenciado por las reticencias aliadas.
Dicho eso, Clay fue directo al grano y se refirió a «la necesidad urgente de evitar que [las tropas de la Alemania del Este] violen nuestros derechos, mientras las fuerzas soviéticas observan desde un segundo plano». Al veterano general no le gustaba que el Mando Europeo hubiera «descartado sin más» sus recomendaciones de que EEUU respondiera a cualquier incidente, por pequeño que fuera. Por ello, deseaba que el presidente le otorgara una mayor autoridad personal para asumir el control en acciones orientadas a dejar clara la determinación estadounidense, como en el caso de los controles fronterizos practicados por las autoridades de la Alemania del Este, pues éstos tenían un coste final mucho mayor de lo que creían los asesores de política exterior de Kennedy.
El general escribía con la seguridad de alguien que era consciente de haber cambiado el rumbo de la historia gracias a su comunicación directa con el anterior presidente. «Si queremos reaccionar de forma adecuada e inmediata», dijo, «el comandante local debe tener la autoridad necesaria en caso de emergencia para actuar inmediatamente, siguiendo mis consejos y mi aprobación, y teniendo en cuenta la autoridad que ha delegado usted en el Mando Militar en Europa.»
Clay quería que Kennedy liberara al general Watson, el comandante local de Berlín, de las obligaciones impuestas por el general Clarke en Heidelberg y del general Norstad en París. Y aunque reconocía que EEUU no podía alterar la situación en Berlín por la vía militar, añadía que «podemos perder Berlín si no estamos dispuestos a arriesgarnos a utilizar la fuerza. […] Podríamos vernos fácilmente arrastrados a otra guerra si no logramos dejar claro sobre el terreno que hemos llegado a un punto peligroso».
Clay defendió todas las acciones que había ordenado hasta el momento, aunque sabía que los asesores de Kennedy se habían opuesto a muchas de ellas y, en particular, a la liberación de los refugiados de Steinstücken y la reintroducción de las patrullas militares estadounidenses en la Autobahn. «Estas acciones, simples y limitadas, nos han permitido reducir las tensiones y devolver la confianza a Berlín Oeste», insistió. También le dijo al presidente que defender el derecho de paso en Checkpoint Charlie debía convertirse en una prioridad para EEUU, no porque sí, sino porque los habitantes de Berlín Oeste los estaban observando. Por ese motivo, añadió Clay, había ordenado que «cada día crucen el punto fronterizo tantos vehículos como sea posible».
Aunque el presidente no se lo había pedido, Clay le ofreció a Kennedy un plan de contingencia militar en caso de que los soviéticos contraatacaran, tal como había hecho con Truman después del embargo soviético. «Si nos detienen en la Autobahn [camino de Berlín], debemos reaccionar rápidamente y, en mi opinión, mandar fuerzas militares ligeras desde Berlín para comprobar el alcance de las intenciones [enemigas]. Si nuestras tropas topan con una fuerza superior y se ven obligadas a retroceder, debemos poner en marcha inmediatamente un puente aéreo y, simultáneamente, aplicar sanciones públicas y bloqueos económicos para forzar una rectificación por parte de los soviéticos. Si esos pasos se adoptan de forma simultánea, no se creará el pánico en Berlín Oeste y ganaremos tiempo para que usted pueda tomar la acción definitiva con calma y objetividad.»
Cuando Clay se refería a «la acción definitiva», Kennedy comprendía sin duda que se estaba refiriendo a un conflicto nuclear. Con total sangre fría, Clay añadió: «Si nuestra acción en la Autobahn concluye con destrucción o captura de las unidades involucradas, entonces será evidente que el gobierno soviético desea una guerra».
La carta de Clay terminaba con la promesa de escribir notas más cortas en el futuro. Expresaba el honor que significaba para él servir como enviado de Kennedy en Berlín, aunque añadía que «me doy cuenta de que nadie comprende qué significa eso». A continuación, Clay advertía a Kennedy de que «si no se produce una respuesta positiva y concreta sobre mis demandas, interpretaré que cuento con su aprobación directa. […] No creo que me enviara aquí para hacerme vivir en el vacío y sé que no puedo ser de ninguna ayuda si lo aconsejable es actuar con una cautela extrema en Berlín».
Dicho eso, Clay ofrecía su dimisión al presidente. A lo largo de su carrera militar, el general se había ganado una cierta reputación por sus frecuentes amenazas de dimisión, que en casi todos los casos le habían permitido lograr sus propósitos. Clay había descubierto que a veces, para lograr que sus superiores le prestaran atención, no había nada como ofrecer la dimisión.
Clay sopesó cuidadosamente sus palabras para expresar la lealtad de un soldado ante su comandante en jefe y, al mismo tiempo, poner en duda que pudiera seguir sirviendo de forma efectiva en las condiciones actuales: «También quisiera añadir que no vine aquí para causarle aún más problemas y que si decide prescindir de mí lo aceptaré de buena gana. Quiero que sepa que nunca permitiría que mi figura se convirtiera en motivo de controversia en estos momentos críticos, de modo que si usted decide, o yo creo necesario comunicarle, que mi presencia aquí no es de ninguna utilidad concreta, me retiraré tan sólo de una forma que goce de su aprobación y que no le cause aún más problemas».
Y dicho eso, el general firmaba la carta:
Con todos mis respetos,
Suyo
Lucius D. Clay,
General retirado,
Ejército de EEUU
PARÍS
LUNES, 23 DE OCTUBRE DE 1961
Siguiendo instrucciones de Kennedy, el embajador estadounidense en París, el general James M. Gavin, había concertado una reunión con el presidente Charles de Gaulle para tratar una carta que el líder francés le había escrito a Kennedy dos días antes y que el presidente estadounidense había leído con considerable irritación.
En un momento en el que Kennedy deseaba más que nunca un frente aliado común que respaldara su deseo de entablar nuevas conversaciones sobre Berlín con Moscú, De Gaulle se había convertido en su aliado más problemático y estaba incitando también al canciller de la Alemania Federal Adenauer. De Gaulle se había negado a participar ni siquiera en las conversaciones preliminares con EEUU, Gran Bretaña y la Alemania Federal sobre la posibilidad de iniciar nuevas negociaciones con los soviéticos, y no parecía que fuera a dejarse convencer.
De Gaulle había mostrado su disconformidad con las conversaciones entre Rusk y Gromyko, que se habían producido de forma tan inminente tras el cierre de fronteras que habían dado la impresión de que EEUU aceptaba para Berlín el estatus de ciudad permanentemente dividida. Además, le preocupaba que Kennedy se mostrara incluso dispuesto a discutir con los soviéticos el futuro de la pertenencia de la Alemania Federal a la Alianza Atlántica. El líder francés creía que entablar nuevas conversaciones con Jrushchov tan sólo podía comportar más concesiones, que alterarían el equilibrio en Europa de forma aún más negativa y que «crearían un grado de desmoralización psicológica difícil de contener en países que forman parte de nuestra alianza, sobre todo en Alemania, y que alentarían a los soviéticos a adoptar medidas aún más radicales».
En su carta, De Gaulle había prescindido del afecto paternalista que había mostrado durante la visita de Kennedy a París, previa a la Cumbre de Viena. Sus palabras ahora eran claras y duras: «Debo decirle, señor presidente, que hoy más que nunca creo que la política a seguir es la siguiente: negarse a considerar ningún cambio en el status quo en Berlín y en la situación actual en Alemania, y, en consecuencia [negarse a] negociar al respecto mientras la Unión Soviética no renuncie a actuar unilateralmente y mientras no ceje en sus amenazas».
A pesar de su dureza, la carta de De Gaulle no hacía más que ahondar en el tono de confrontación que había empleado con Kennedy desde el 13 de agosto. Apenas dos semanas después de esa fecha, Kennedy le había pedido a De Gaulle que lo ayudara a influir en la opinión que el Tercer Mundo tenía sobre el comunismo. También le había pedido la colaboración francesa en su intención de establecer nuevas negociaciones con Moscú sobre Berlín.
De Gaulle había rechazado la petición de ayuda de Kennedy en el Tercer Mundo argumentando que los países en vías de desarrollo no compartían el nivel de responsabilidad occidental y asegurando que «en su mayoría han tomado ya una decisión, y ya sabe en qué sentido». De Gaulle fue aún más claro en lo tocante a entablar nuevas conversaciones con los soviéticos debido a «las amenazas que nos lanzan y a los hechos consumados que violan los acuerdos firmados».
El presidente francés advirtió a Kennedy de que los soviéticos iban a interpretar unas negociaciones que tuvieran lugar cuando había pasado tan poco tiempo desde el cierre de fronteras como «una anuncio de rendición», algo que supondría un duro golpe para la OTAN. Jrushchov, escribió De Gaulle, tan sólo utilizaría las conversaciones para aplicar aún más presiones sobre los berlineses.
A pesar de los dos meses de esfuerzos diplomáticos para intentar convencer a De Gaulle, que incluían varias cartas personales de Kennedy, el líder francés no había hecho más que endurecer su postura. El 14 de octubre, Kennedy había informado a De Gaulle de que había logrado un «avance» con Moscú, pues Jrushchov había accedido a negociar directamente con los aliados por Berlín en lugar de referirlos a los líderes de la Alemania del Este. Kennedy había declarado que esperaba poder organizar una reunión de los ministros de exteriores aliados a mediados de noviembre para preparar las nuevas negociaciones con Moscú sobre Berlín. «No tenemos intención de retirarnos de Berlín», le había asegurado Kennedy a De Gaulle, «ni tampoco de ceder nuestros derechos en ninguna negociación.» Sin embargo, aseguró, los aliados no debían escatimar esfuerzos diplomáticos para evitar que la situación en Berlín llegara «al punto de una crisis dramática». Kennedy dijo que lo que él quería era clarificar los objetivos aliados comunes e iniciar preparativos militares «antes de la confrontación definitiva».
De Gaulle se burló de la afirmación de Kennedy de que Jrushchov hubiera realizado una concesión en cuanto a la Alemania del Este y descartó también el temor de Kennedy de que pudiera estallar una guerra. Viendo a Jrushchov, dijo de Gaulle, «no parece que el Kremlin esté preparado para lanzar la bomba. Una bestia salvaje que va a abalanzarse sobre una presa lo hace sin esperar tanto tiempo».
Con ese preludio, el embajador Gavin sabía que lo esperaba una reunión complicada. Kennedy había elegido a Gavin en parte porque, con su hoja militar de servicios, era uno de los pocos hombres disponibles a los que De Gaulle respetaba. Gavin había sido el general de división más joven de la Segunda Guerra Mundial, y sus hombres lo llamaban «Jumping Jim» porque, a pesar de su rango, a menudo participaba en operaciones con paracaidistas. Aun así, De Gaulle empleó su habitual tono condescendiente.
De Gaulle le dijo a Gavin que aunque no haría nada para evitar que EEUU organizara una reunión con los aliados en noviembre, Kennedy iba a tener que apañárselas sin la participación francesa.
Gavin le preguntó a De Gaulle si no creía que era preferible participar y dejar claro en un frente aliado común «nuestra disposición a tomar parte en las hostilidades» si los soviéticos persistían en su actitud actual.
De Gaulle respondió que en su opinión los soviéticos tenían tan sólo dos opciones, y que ninguna de las dos precisaba de negociaciones. O bien, tal como creía De Gaulle, los soviéticos no querían arriesgarse a una guerra global y nuclear (con lo cual no había prisa para entablar negociaciones), o bien deseaban una guerra, en cuyo caso los aliados debían negarse a entablar conversaciones «porque estaríamos negociando bajo una amenaza directa».
«Uno no puede llegar a acuerdos con personas que lo amenazan», declaró De Gaulle. Y para que quedara aún más claro, De Gaulle afirmó que los aliados no podían negociar con los soviéticos «después de que nos hayan amenazado con la bomba atómica, hayan construido el Muro de Berlín, hayan amenazado con firmar un tratado con la Alemania del Este sin promesas de garantizar el acceso a Berlín y, en general, se hayan dedicado a exhibir su belicosidad». Su fórmula era la siguiente: «Si recurren al uso de la fuerza, nosotros haremos lo mismo y ya veremos qué pasa. Cualquier otra postura sería sumamente costosa, no sólo para Alemania sino para todos».
Como ya les había ocurrido a sus predecesores en la Casa Blanca, Kennedy estaba empezando a perder la paciencia con De Gaulle, que parecía demasiado dispuesto a arriesgar vidas estadounidenses en Berlín. Las frustraciones de Kennedy no hacían más que crecer, mientras debía lidiar con los impredecibles soviéticos, con unos aliados nada cooperativos y con un general retirado que actuaba según sus propias reglas en Berlín y que ahora, además, pretendía interferir en los asuntos diplomáticos.
CUARTEL GENERAL DEL EJÉRCITO DE EEUU, BERLÍN OESTE
LUNES, 23 DE OCTUBRE DE 1961
Envalentonado por el éxito de sus escoltas militares, Clay decidió que había llegado el momento de aconsejar a Washington sobre cómo recuperar la iniciativa negociadora al tiempo que ponía de manifiesto su preponderancia militar. El general expuso sus ideas en un telegrama al secretario de estado Rusk, uno de sus rivales clave en Washington.
Clay escribió que estaba de acuerdo con Rusk cuando éste afirmaba que la obligación de mostrar la documentación en los puntos fronterizos de la Alemania del Este no era en sí mismo un asunto de «importancia mayor», pero que aun así EEUU debía oponerse a ello. «No creo», le dijo a Rusk, repitiendo el mensaje que le había enviado a Kennedy, «que podamos permitirnos ceder ningún derecho más antes de entablar negociaciones, pues de otro modo éstas se iniciarían tan sólo con los derechos restantes, que estamos obligados a mantener por la fuerza si es necesario.»
Por ello, «recomendaba urgentemente» a Rusk que citara al embajador ruso y le comunicara que EEUU rechazaba el nuevo régimen fronterizo de la Alemania del Este y que se negaría a participar en unas hipotéticas conversaciones con Rusia sobre Berlín hasta que la Alemania del Este diera marcha atrás en su decreto. Clay aseguraba que aquello mejoraría la posición estadounidense en Berlín, pondría a prueba la buena voluntad de Jrushchov de cara a una negociación y permitiría a EEUU abordar las conversaciones sobre Berlín desde una posición más próxima a la que defendían Francia y la Alemania Federal.
Clay le aseguró a Rusk que utilizar la disputa fronteriza para obtener una ventaja diplomática era un enfoque más prometedor que la perspectiva de tener que proseguir sus escoltas armadas en Checkpoint Charlie, una política que antes o después se toparía con la abrumadora superioridad convencional soviética. Por ese motivo, Clay anunció que pondría fin a sus incursiones en Checkpoint Charlie un día después de que éstas se hubieran iniciado para que Rusk pudiera tantear la vía diplomática que Clay creía haber abierto para él.
«Hoy evitaremos otra confrontación en Friedrichstrasse mientras esperamos que usted considere nuestra recomendación», dijo. Y añadió: «Debemos reanudar las incursiones no más tarde de mañana».
DESPACHO OVAL, LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
MARTES, 24 DE OCTUBRE DE 1961
El personal de la Casa Blanca consideraba al embajador de la Alemania Federal Wilhelm Grewe el miembro más desagradable del cuerpo diplomático extranjero. Hombre condescendiente y sin sentido del humor, Grewe había mostrado tan abiertamente su desdén hacia los denominados «New Frontiersmen» de Kennedy que incluso Adenauer en persona lo había reprendido por ello.
Aquella mañana, después de que el embajador Gavin no hubiera logrado convencer a De Gaulle el día anterior, Kennedy no estaba precisamente eufórico ante la perspectiva de su reunión con Grewe en el Despacho Oval. Además, estaba irritado por las crecientes filtraciones a los medios estadounidenses y europeos sobre la oposición francesa y alemana a su deseo de iniciar una nueva ronda de negociaciones sobre Berlín y quería ponerles fin.
Al poco de empezar la reunión, el embajador Grewe se refirió abruptamente a la preocupación del canciller sobre la falta de compromiso de Kennedy con Berlín Oeste en particular y con la unificación alemana en general. Grewe exhibía la actitud seca y acusadora que le confería el hecho de ser uno de los abogados internacionales más reconocidos de su país. Había participado en la negociación del fin de la ocupación aliada con la Alemania Federal y había tenido un papel fundamental en el desarrollo de la Doctrina Hallstein, la dura política que dictaba que la Alemania Federal no podía establecer ni mantener relaciones diplomáticas con ningún país que reconociera a la Alemania del Este.
Grewe dijo que Adenauer estaba dispuesto a ir a la guerra por defender la libertad de Berlín Oeste. Para prepararse para dicha eventualidad, aseguró, el canciller había decidido incrementar la partida presupuestaria de defensa y potenciar sus fuerzas armadas, al tiempo que intentaba cerrar una nueva coalición de gobierno. Sin embargo, Grewe afirmó que a Adenauer le preocupaban los planes de Kennedy de aumentar su fuerza convencional en Europa. Adenauer «consideraba que dichas operaciones tan sólo serían convincentes si su preparación contemplaba un ataque nuclear preventivo en caso necesario».
El temor alemán, afirmó Grewe, era que una confianza mayor de los aliados en las fuerzas convencionales pudiera crear una situación en la que la ausencia de un elemento nuclear de disuasión claramente definido o creíble alentara a los soviéticos a «cruzar la frontera y ocupar zonas considerables» de la Alemania Federal, una eventualidad que comparó con la situación en China en 1947, cuando las tropas comunistas se apoderaron del país. «Los soviéticos deben tener clara la determinación estadounidense a utilizar armas nucleares», dijo Grewe, «y también el hecho de que la Unión Soviética sería un objetivo.»
Kennedy no dejó entrever la impaciencia creciente que sentía ante las lecciones cada vez más frecuentes de los aliados acerca de los riesgos que debía asumir en relación a las vidas de los estadounidenses apostados en Berlín. Le mintió a Grewe al afirmar que estaba ansioso por reunirse con Adenauer, encuentro que estaba programado para mediados de noviembre, y que esperaba que pudieran ponerse de acuerdo en la política a adoptar respecto a los soviéticos. El presidente dijo que «deploraba» las filtraciones de prensa que sugerían que ambas partes estaban en desacuerdo sobre la posibilidad de entablar conversaciones con Moscú. Kennedy aseguró que deseaba poner a prueba las ideas más flexibles de Jrushchov sobre qué podía constituir un Berlín Oeste libre. «Personalmente me sentiría mucho mejor si pudiéramos hacerlo antes de llegar a la fase nuclear», le dijo a Grewe.
Kennedy se quejó ante Grewe de que De Gaulle «aparentemente tenía la sensación de que cualquier aproximación a los soviéticos era una muestra de debilidad».
Grewe sabía que Adenauer compartía dicha preocupación. Como De Gaulle, Adenauer se había mostrado profundamente disgustado por las conversaciones entre Rusk y Gromyko. Además, Grewe aseguró que a Adenauer le preocupaba que EEUU pudiera abandonar su apoyo tradicional a la unificación alemana reconociendo de facto a la Alemania del Este, alentando la cooperación entre las dos Alemanias y renunciando al objetivo final de una reunificación alemana mediante elecciones libres.
Impaciente por tener que lidiar con las quejas de siempre, Kennedy respondió que EEUU y la Alemania Federal «deberían buscar nuevas formas de aproximarse» a los soviéticos. Kennedy le dijo a Grewe que no parecía que hubiera perspectivas de unificación en el futuro inmediato y que no creía que los aliados debieran adoptar una postura inflexible en Berlín Oeste. Kennedy estaba buscando fórmulas que permitieran mejorar el estatus actual de la ciudad y quería contar con la ayuda de Adenauer para ello.
Reflejando el desprecio que las «nuevas aproximaciones» de Kennedy provocaban en Adenauer, Grewe repitió las palabras de De Gaulle en el sentido de que no creía que existieran posibilidades de lograr progresos con los soviéticos, pues el enfoque de Moscú pasaba por obtener mayores concesiones, a las que Occidente debía negarse. A continuación pasó a detallarle los costes que la aquiescencia del presidente con el cierre de fronteras había tenido hasta el momento para Alemania y para el propio Adenauer.
Antes del 13 de agosto, dijo Grewe, Berlín había registrado 500.000 cruces de frontera diarios de familias, amigos y trabajadores, algo que servía para unir tanto a las dos mitades de la ciudad como a sus habitantes. Los cruces fronterizos se habían visto reducidos a unos quinientos, afirmó. Además, Grewe le aseguró a Kennedy que la respuesta «reservada y moderada» de Adenauer a la construcción del Muro de Berlín le había costado al canciller la mayoría parlamentaria y había estado a punto de hacerle perder las elecciones de hacía poco más de un mes.
Kennedy le recordó a Grewe que la alternativa a entablar conversaciones con los soviéticos sobre Berlín era «la perspectiva bien real de un enfrentamiento militar». EEUU no iba a entregar Berlín Oeste, aseguró, pero por otro lado quería tener la seguridad de que «cuando lleguemos al final del camino» nadie pudiera preguntarse si no podría haberse evitado el uso de la fuerza poniendo más énfasis en una solución de consenso. Kennedy añadió con impaciencia que en lugar de cargarse las ideas estadounidenses, Alemania debía formular «propuestas propias que le parecieran aceptables».
Grewe aseguró que los dirigentes de la Alemania Federal también buscaban formas de mejorar la situación de Berlín, pero que no creían que en aquellos momentos la coyuntura permitiera dicho resultado. No sólo eso, sino que tildó de irrealizable la idea apuntada por algunas fuentes de la administración Kennedy en el sentido de que Berlín pudiera convertirse en la sede de la ONU. En el mejor de los casos, dijo, aquella idea peregrina podía constituir una estrategia inicial en unas negociaciones.
Tras un frío apretón de manos, Grewe regresó a la embajada y le mandó otro telegrama desalentador a Adenauer.
DEPARTAMENTO DE ESTADO DE EEUU, WASHINGTON, D.C.
TARDE DEL MARTES 24 DE OCTUBRE DE 1961
El secretario Rusk no ocultó la irritación que le producía el hecho de que el general Clay se dedicara a proporcionarle consejos que no le había pedido nadie sobre cómo abordar el trato diplomático con Moscú y que luego, por si eso fuera poco, tomara unilateralmente decisiones sobre el despliegue de sus hombres en la frontera de Berlín relacionadas con dichos consejos. A petición de Rusk, el jefe del destacamento especial de Berlín, Foy Kohler, llamó a Allan Lightner a las nueve de la noche, hora alemana, para transmitirle las reservas del Departamento de Estado y para desactivar el seductor atractivo del general Clay.
Dirigiéndose a Lightner, Kohler echó por tierra el consejo de Clay de que Rusk utilizara la disputa fronteriza en curso para intentar adquirir ventaja en las negociaciones con Moscú. Además, le recordó a un Lightner a la defensiva que su superior inmediato era Rusk y no Clay. Más tarde, en su informe a Rusk sobre la conversación con Lightner, Kohler se quejó de que «prácticamente toda la conversación se desarrollara a base de evasivas».
Lightner le aseguró a Kohler que su participación en el incidente en Checkpoint Charlie hacía tan sólo dos días había sido «completamente inesperada y tirando a desagradable». En toda su vida como diplomático, Lightner nunca había recibido tanta atención mediática, desde las insinuaciones desdeñosas de la prensa comunista, que aseguraba que se dirigía a Berlín Este para reunirse con su amante, hasta los excesivos elogios en la prensa de Berlín Oeste, que se congratulaba de que el representante estadounidense con más rango en Berlín estuviera demostrando por fin que EEUU tenía pelotas.
Kohler se burló de que, de la noche a la mañana, el nombre de Lightner se hubiera convertido en «una palabra de uso común en EEUU», algo que, teniendo en cuenta la aversión a la publicidad del Departamento de Estado, no era precisamente un cumplido. No obstante, Kohler aseguró que lo que más lo había molestado había sido que Clay hubiera suspendido los cruces fronterizos sin permiso de Washington, algo que Kohler definió como un «grave error táctico». Kohler consideraba que el hecho de que, al final, un oficial soviético hubiera acudido al cruce fronterizo el 22 de octubre había refrendado el objetivo estadounidense: dejar claro que seguían siendo los soviéticos y no los alemanes del Este quienes debían garantizar la libertad de paso estadounidense en Berlín Este.
En cuanto a la cancelación de las escoltas militares, Lightner se disculpó ante sus superiores en Washington y aseguró que se había visto superado por «una autoridad de rango superior». Es decir Clay. Al mismo tiempo, no obstante, deseaba saber qué pensaba Rusk de la ingeniosa idea de Clay de llamar al embajador soviético e informarlo de que EEUU se negaba a negociar con Rusia mientras la Alemania del Este no pusiera fin a sus inspecciones fronterizas.
Kohler aseguró que estaban estudiando la propuesta de Clay, pero que en la decisión final sobre cuándo y cómo había que entablar negociaciones con los rusos influirían muchos otros factores. Por ello, Rusk quería que Clay reanudara las incursiones fronterizas «con vehículos del ejército tanto armados como desarmados» si las autoridades de la Alemania del Este seguían negando el derecho de libre acceso a los estadounidenses.
Así, el general Clay disponía ahora de instrucciones claras para reanudar sus incursiones. Sin embargo, la reprimenda a Clay era igualmente inequívoca. Rusk quería que se mantuviera apartado de las relaciones diplomáticas entre EEUU y la URSS, en las que no pintaba nada. Por algún motivo, los superiores de Clay lo alentaron a adoptar su postura más enérgica, pero se negaron a apoyar dicha postura con una diplomacia igualmente enérgica.
Era evidente que el resultado final no podía ser positivo.
CHECKPOINT CHARLIE
TARDE DEL VIERNES 27 DE OCTUBRE DE 1961
El primer teniente del Ejército de Estados Unidos Vern Pike tenía dos preocupaciones principales mientras observaba los cañones de los tanques enemigos, se colocaba el casco verde del ejército con las iniciales «MP» de la policía militar escritas en blanco en la parte delantera, y se aseguraba de que le había quitado el seguro a su rifle M14 y de que llevaba tanto una bala en la recámara, como la bayoneta desenfundada.
En primer lugar, el oficial de la policía militar estadounidense, de veinticuatro años, estaba preocupado por su mujer, Renny, de veintidós años, a la que cada día se le notaba más el embarazo de gemelos. Pike había decidido no mandarla de vuelta a casa por Navidades, ya que la joven pareja no deseaba pasar tanto tiempo separada, una decisión que de repente le parecía sumamente irresponsable.
Aquel cambio de opinión obedecía a su segundo temor. Pike sabía por experiencia que la situación que se estaba desarrollando ante sus ojos podía fácilmente dar lugar a una escalada y convertirse en una guerra (tal vez incluso una guerra nuclear) que se lo llevaría todo por delante: a él, a su joven esposa y a sus hijos aún por nacer, por no mencionar una buena parte del planeta. Y para ello bastaba tan sólo que uno de los soldados americanos o soviéticos se dejara llevar por los nervios y apretara el gatillo, pensó.
Eran las nueve y pico de la noche y había diez tanques estadounidenses M48 Patton apostados en el cruce de la Friedrichstrasse, frente a otros tantos tanques soviéticos T-54, situados a un centenar de pasos de distancia. El enfrentamiento había empezado a fraguarse horas antes, por la tarde, cuando los tanques estadounidenses se habían acercado a la frontera tal como habían hecho los dos últimos días, para lo que ya se habían convertido en escoltas militares rutinarias que acompañaban a vehículos civiles estadounidenses a Berlín Este.
A las 16.45, tras otra operación exitosa y sin incidentes, los comandantes estadounidenses habían ordenado a sus tanques que se retirasen a la base aérea de Tempelhof. Pike, cuyo pelotón de la policía militar se encargaba de la supervisión en Checkpoint Charlie, se tomó una pausa para fumar con el mayor Thomas Tyree, que estaba al mando del grupo de tanques. Desde el calor de una cafetería situada en la esquina de la Friedrichstrasse y la Zimmerstrasse, miraron por la ventana hacia el Este y a continuación intercambiaron una mirada de incredulidad.
«¿Tú estás viendo lo mismo que yo?», le preguntó Tyree a Pike.
«¡Señor, eso son tanques!», respondió Pike alarmado. «Y no son nuestros.»
Pike calculó que los tanques enemigos se encontraban a no más de entre setenta y cien metros de su posición. Aunque parecían tanques soviéticos T-54 nuevos, no llevaban marcas nacionales. Más misteriosamente aún, el personal militar que los conducía y que dirigía sus cañones parecía ir vestido con uniformes negros, también sin marcas. Si eran soviéticos (y resultaba difícil imaginar que pudieran ser otra cosa), era evidente que querían poder negarlo todo posteriormente.
«Vern», dijo Tyree, «no sé de quién son esos tanques, pero lárgate cagando leches a Tempelhof y tráeme mis tanques tan rápido como puedas.»
«Sí, señor», respondió Pike, que echó un vistazo a su reloj. Los tanques estadounidenses se habían marchado hacía diez minutos, de modo que no tardaría mucho en dar con ellos. Así pues, montó en su coche militar, un Ford azul, y se adentró a toda velocidad en el tráfico de hora punta de un viernes, abriéndose paso con la sirena a todo volumen y la sirena luminosa lanzando destellos. Alcanzó a los tanques justo cuando éstos llegaban a la base.
Pike gritó por la ventana al tanque que abría la marcha, pilotado por su vecino en Berlín, el capitán Bob Lamphir. «Señor, tenemos problemas en Checkpoint Charlie; sígame, debemos regresar cuanto antes.»
«¡Adelante!», exclamó Lamphir mientras ordenaba a los tanques que dieran media vuelta y se dirigieran de nuevo hacia la frontera. Pike recordaría más tarde cómo la emoción por el peligro inminente se había apoderado de él. «Ahí estábamos, a las cinco de la tarde, en pleno tráfico de hora punta de Berlín, cruzando Mariendamm a toda velocidad hacia Checkpoint Charlie, con mi pequeño coche de la policía militar abriendo la marcha a golpe de sirena, mientras todos los berlineses a la vista se apartaban de en medio.»
Justo antes de que los tanques estadounidenses regresaran a la escena, a las 17.25, los tanques rusos se habían retirado y estaban aparcados ya en Unter den Linden, la principal avenida de Berlín Este. A pesar del peligro potencial de la situación, la escena tenía un innegable aire de vodevil, con los actores soviéticos escondiéndose tras el telón justo cuando sus homólogos estadounidenses aparecían en escena. Ante la perspectiva de que sus oponentes pudieran regresar, los tanques estadounidenses permanecieron dispuestos en posición defensiva.
Al cabo de unos cuarenta minutos, a las seis y pico de la tarde, lo que parecían tanques rusos regresaron y se colocaron apuntando con sus cañones desde el otro lado de la frontera. Un reportero del Washington Post que se había reunido en el cruce con docenas de corresponsales más anunció que era «la primera vez que las fuerzas de los dos aliados de guerra, y actualmente las mayores potencias mundiales, se encontraban cara a cara en una confrontación directa y hostil».
En referencia a la falta de marcas nacionales, el corresponsal de radio CBS, Daniel Schorr, escribió: «Tomando el término prestado de Orwell, […] los no-tanques. O a lo mejor un día oiremos que se trataba de voluntarios rusohablantes que habían comprado tanques de saldo y habían ido hasta allí por iniciativa propia». Schorr describió aquella curiosa escena: en el Oeste, los soldados americanos sentados encima de sus tanques, fumando, charlando y cenando de sus fiambreras. Los berlineses del Oeste se agolpaban tras el cordón de seguridad, compraban bretzels a los vendedores ambulantes y entregaban flores a los soldados. La escena estaba iluminada por unos enormes focos instalados en el lado comunista, en un intento de intimidación utilizando un voltaje superior. En el lado Este, los tanques en apariencia rusos estaban inmóviles en la oscuridad, con sus tripulantes ataviados con uniforme negro. «¡Qué imagen para los libros de historia!», exclamó Schorr.
Los superiores de Clay en Washington le pidieron confirmación de que se trataba de tanques soviéticos. No se trataba de una cuestión puramente teórica: para los estadounidenses, el peligro de una confrontación con los rusos era que ésta pudiera convertirse en una guerra global. Los tanques de la Alemania del Este, en cambio, suponían otro tipo de dificultad, pues los acuerdos entre las cuatro potencias prohibían su presencia en Berlín Este.
Tras recibir órdenes de determinar el origen de los tanques, Pike y su chófer Sam McCart montaron en un coche del ejército, cruzaron las barricadas, dejaron atrás los tanques por una calle lateral, aparcaron y regresaron andando. En una situación tan surrealista, a nadie le sorprendió que ambas partes siguieran respetando la libertad de movimiento militar en la frontera, de modo que Pike pudo cruzarla sin hallar impedimentos.
A Pike le sorprendió la ilógica posición de los tanques, una formación dos-tres-dos que en la práctica impedía que los tanques de la última fila pudieran disparar contra el enemigo. Además, eso los convertía también en un objetivo fácil. Pike se aproximó al último tanque, pero no vio nada que pudiera ayudarlo en su investigación: «Ni rusos, ni alemanes del Este, allí no había nadie». Así pues, trepó a lo alto del tanque y se metió en el compartimento del conductor. Allí confirmó que eran soviéticos, pues los mandos tenían letreros en cirílico; además, junto al freno de mano Pike encontró el periódico del Ejército Rojo, que identificó gracias a sus conocimientos básicos de ruso. «Oye, McCart, fíjate en esto», le dijo mientras le mostraba el periódico que se había llevado como prueba.
Los miembros de la tripulación de los tanques, unos cincuenta hombres en total, estaban sentados en el suelo a pocos metros de distancia, aparentemente recibiendo información sobre su misión. Pike se acercó lo suficiente para oír que hablaban en ruso. Cuando uno de los oficiales soviéticos se percató de su presencia, Pike se volvió hacia McCart y le dijo: «Larguémonos de aquí volando».
Tras cruzar de nuevo la frontera en coche, informaron al coronel Sabolyk, el superior de Pike, de que los tanques eran soviéticos. Pike le contó al coronel cómo lo habían descubierto y le enseñó el periódico. «¿Que ha hecho qué?», preguntó Sabolyk, anonadado.
El incrédulo coronel puso a Pike al teléfono con el centro especial de operaciones, que lo pasó con el representante especial de Kennedy para que éste pudiera oírlo con sus propios oídos. «¿De quién son los tanques?», preguntó Clay.
«Son soviéticos, señor», dijo Pike.
«¿Y cómo lo sabe?»
Cuando Pike se lo contó, Clay se quedó en silencio durante un largo rato. A Pike le pareció que podía oírlo pensar: «Oh, Dios, un teniente acaba de empezar la Tercera Guerra Mundial».
Pike se había atrevido a llevar a cabo aquella misión porque era joven y se sentía invencible, pero también porque los soldados estadounidenses tenían una opinión muy baja de la disciplina, la moral y la capacidad militar soviética. A pesar de que eran conscientes de que los soviéticos los superaban en número, los soldados estadounidenses se sentían superiores. Mientras cruzaban la Helmstedt Autobahn, que conectaba la Alemania Federal con Berlín Oeste, Pike había visto a los rusos ofrecerles hebillas de sus cinturones, sus gorras e incluso sus medallas soviéticas como souvenirs a cambio de ejemplares del Playboy, chicles, bolígrafos y, sobre todo, cigarrillos.
En otros momentos, en los que no se sentían tan generosos, los soldados estadounidenses arrojaban cigarrillos a medio fumar al suelo tan sólo por el placer de ver cómo los rusos se afanaban por recuperarlos para darles unas caladas. Pike recordaría más tarde que los rusos llevaban herramientas de mala calidad, botas endebles y chaquetas viejas; a Pike le parecían prendas usadas ya por otros reclutas y les aseguraba a sus amigos que «su olor corporal atraería a una nube de moscas de un carro de estiércol».
Pike no tenía una opinión mucho más alta de los tanques enemigos, que maniobraban con dificultad. Los conductores, había constatado Pike, solían pertenecer a minorías étnicas asiáticas, suponía que porque eran los únicos que cabían en unos compartimentos demasiado pequeños. Aquel día, él y sus hombres no pudieron evitar reírse cuando, con la llegada de los primeros tanques, los oficiales que había en la calzada y que debían colocarlos en sus posiciones empezaron a hacer gestos exagerados y semáforos que, aparentemente, debían servir para superar las dificultades de comunicación y pilotaje.
Sin embargo, Pike era consciente de que el Ejército Soviético podía «apartarnos de en medio de un manotazo si decidía tomar la mitad Oeste de la ciudad» y eso, ciertamente, no tenía nada de divertido. Pike recordaba la sesión informativa inicial que había recibido, a su llegada a Berlín Oeste.
«Ustedes constituyen nuestra primera línea de defensa», les había dicho el comandante. «La mejor forma de salir de aquí si se arma la gorda es colocarse un brazalete de Strassenmeister [barrendero] en el brazo izquierdo, coger una escoba y empezar a barrer la Autobahn hasta llegar a la Alemania Federal. Ésa es la única forma en que lograrán salir de Berlín con vida.»
Pike se había reído en su momento, pero ahora no lo hizo. Golpeó con los pies en el suelo para mantener el calor mientras intentaba imaginar todos los resultados posibles. O bien uno de los dos contendientes, estadounidenses o soviéticos, se retiraba del campo de batalla, o alguien disparaba y empezaba la guerra. En cualquier caso, no era capaz de imaginar a su esposa, Renny, embarazada de gemelos, cogiendo una escoba y marchándose de Berlín mientras barría la Autobahn.
Ante los ojos de Pike se iba desplegando una escena de amenaza inminente con toques de drama humano.
En un momento dado, una mujer de Berlín Este de ochenta años decidió aprovechar la confusión para cruzar la frontera y huir como refugiada. Desde el lado oeste de la frontera, a apenas quince metros, su hijo le gritaba que no se detuviera, aunque un policía de la Alemania del Este le impedía el paso. La multitud observaba con temor mientras el hombre gritaba, una y otra vez: «Mutter, komm doch, bitte!» (¡Ven, madre, por favor!).
El agente, que tenía órdenes inequívocas de disparar a matar en caso de un intento de fuga, se hizo a un lado y llamó a su perro en un acto aleatorio de misericordia. Tras unos pasos vacilantes, la anciana terminó de cruzar la línea que la separaba de la libertad y se lanzó a los brazos de su hijo, entre los aplausos de los espectadores.
Frente a los tanques soviéticos sin marcas, en el Occidente capitalista, iluminados por la luz de seis focos de alta potencia instalados por las autoridades de la Alemania del Este el día anterior, los cuatro tanques estadounidenses M48 Patton esperaban, los primeros dos pisando la línea blanca de Friedrichstrasse que separaba el Este del Oeste. Había dos tanques más en un descampado, junto a la Friedrichstrasse, y cuatro más a punto para intervenir, estacionados a medio kilómetro de allí. Junto a éstos había cinco vehículos de transporte de tropas y cinco jeeps cargados de policías militares equipados con chalecos antibalas y bayonetas incorporadas a los rifles.
El alto mando estadounidense había colocado a toda la guarnición de 6.500 hombres de Berlín en estado de alerta. El alto mando francés había acuartelado a sus 3.000 hombres y los británicos habían llevado dos cañones antitanque cerca de la Puerta de Brandenburgo, a unos seiscientos metros de Checkpoint Charlie, y habían mandado patrullas armadas hasta la barricada de alambrada de púas de la frontera. Un periodista del New York Times describió así la escena: «Era como si dos ajedrecistas intentaran encontrarle la lógica a una partida caótica, con el general Clay moviendo las piezas estadounidenses y, presumiblemente, el mariscal Iván S. Konev, el nuevo comandante soviético en la Alemania del Este, moviendo a los soldados soviéticos. […] Como representante personal del presidente Kennedy, el general Clay no ocupa un lugar concreto en la cadena de mando, pero es evidente que su posición especial le confiere la última palabra en las decisiones locales».
Pike y sus agentes de la policía militar estaban ansiosos por plantarles cara a los comunistas, tras haber constatado con frustración cómo sus comandantes los obligaban a permanecer en los barracones el 13 de agosto. Habían pasado tres semanas desde el cierre de fronteras y Pike y sus hombres se habían visto limitados a observar con impotencia cómo, al otro lado de la frontera, las brigadas de construcción de los Jóvenes Pioneros alemanes reemplazaban las endebles alambradas de púas con bloques de hormigón.
Pike había preguntado a sus superiores si debía hacer algo para interrumpir aquellos trabajos, pero siempre había recibido la misma respuesta: los soldados estadounidenses debían observar de brazos cruzados cómo el Muro iba creciendo.
La tarde del 1 de septiembre, recordaría más tarde Pike, uno de los alemanes del Este que construía el Muro había mirado a derecha e izquierda para asegurarse de que no lo veía nadie y entonces le había dicho, por encima de la alambrada: «Teniente, mire lo despacio que voy. ¿A qué espera?». Era evidente que quería que los estadounidenses intervinieran.
Más tarde, un agente de policía que había detrás del operario le había dicho más o menos lo mismo: «Fíjese, teniente, ni siquiera llevo la metralleta cargada. ¿A qué espera?». Para evitar tiroteos no deseados, las autoridades de la Alemania del Este habían decidido no proporcionar munición a los agentes de frontera; aquel policía estaba compartiendo aquella información con Pike para que EEUU supiera que podía intervenir.
Pike comunicó toda esa información a sus superiores, pero una vez más recibió órdenes de abstenerse de actuar.
Las órdenes de empezar las escoltas militares el domingo anterior habían sido la mayor inyección de moral del año. Los hombres de Pike debían actuar con disciplina, estar atentos y disparar contra los miembros de la policía comunista de fronteras sólo si éstos iniciaban las hostilidades. Con sus rifles cargados y varios tanques protegiéndoles las espaldas, habían acompañado diversos vehículos civiles aliados y buses turísticos a través de las zigzagueantes barreras del puesto fronterizo.
Los tanques de la Unión Soviética se habían presentado aquella tarde y la operación había discurrido tal como estaba planeado. Ahora todos los efectivos estaban inmóviles, mientras los respectivos comandantes aguardaban en sus cuarteles generales, situados en extremos opuestos de Berlín, esperando instrucciones de Washington y de Moscú.
Por lo menos, Pike podía estar satisfecho de que sus pertrechos estaban secos. La parafernalia que llevaba encima iba a serle de poca ayuda si debía detener a los tanques o la infantería soviética: un brazalete de la policía militar en el brazo izquierdo, un botiquín, una cantimplora, esposas, una cachiporra, una pistola automática del calibre 45 y su rifle. Pike se preparó para lo que parecía que iba a ser una noche larga y fría. Mientras estudiaba con sus prismáticos los rostros jóvenes y asustados de sus enemigos, se preguntó con preocupación «qué pasaría si uno de esos idiotas disparaba contra nosotros y el enfrentamiento se convertía en un tiroteo».
Al tiempo que los soviéticos enviaban más tanques hacia la frontera, Clay recibió nuevas instrucciones de Washington que le ordenaban que se retirara. Rusk advirtió a Clay de que abandonara la actitud agresiva que el propio Rusk había aprobado hacía tan sólo tres días. Foy Kohler, el principal responsable del Departamento de Estado al cargo del enfrentamiento en Checkpoint Charlie, había añadido una nota al telegrama de Rusk que tenía como objetivo convencer a Clay de que apelar a Kennedy sería una pérdida de tiempo. «Aprobado por Rusk tras decisión del presidente.» A lo largo de los años, Clay había leído muchos mensajes procedentes de Washington que eran pura palabrería, pero ninguno superaba el telegrama que tenía en las manos.
«Teniendo en cuenta la naturaleza de las cosas», había escrito Rusk, «hacía ya tiempo que habíamos decidido que el acceso a Berlín no era un interés vital cuya protección y mantenimiento justificara el uso de la fuerza por nuestra parte. En ese sentido consentimos la construcción del muro, aunque francamente debemos reconocer que con ello aceptamos en gran medida que los soviéticos podían, en el caso de Berlín Este y como ya habían hecho anteriormente en otras zonas sometidas a su control físico efectivo, aislar a sus sujetos contra su voluntad.»
El mensaje de Rusk era inequívoco: Clay no podía sino considerar que la falta de resistencia de Kennedy al cierre de fronteras suponía una aceptación de facto de que los soviéticos podían hacer lo que desearan en el territorio que ya controlaban. Rusk dijo que los aliados estadounidenses no apoyaban medidas más contundentes, «especialmente en lo tocante a tener que mostrar las credenciales», en lo que los británicos ya habían cedido.
Rusk admitió ante Clay que Kennedy tenía problemas para convencer a sus aliados de la «perspectiva real» de un conflicto armado por Berlín Oeste. Consecuentemente, y aunque la administración Kennedy deseaba demostrar la ilegalidad de las acciones soviéticas y de la Alemania del Este del 13 de agosto, «no deseamos que esto se convierta en una simple demostración de impotencia, atraer la atención mundial sobre el asunto equivocado, y crear esperanzas y expectativas en los habitantes de Berlín Oeste y de la Alemania Federal que en última instancia conducirán tan sólo a la desilusión», explicaba Rusk.
Clay no había estado nunca tan convencido de que la política de apaciguamiento tan sólo lograría excitar al oso ruso. Por ese motivo, ese mismo día había mandado un telegrama en el que solicitaba permiso para realizar «un asalto por la fuerza» con el objetivo de derribar partes del Muro si la Alemania del Este respondía a las acciones estadounidenses cerrando el paso fronterizo de Friedrichstrasse, algo que consideraba posible.
Clay incluso había detallado el operativo: tanques con bulldozers cruzarían legalmente a la Alemania del Este, algo que estaba técnicamente permitido según los derechos acordados por las cuatro potencias, pero al regresar al Oeste derribarían varias secciones de Muro. El 26 de octubre, el comandante Supremo de la OTAN Norstad había autorizado al general Watson a utilizar «el plan [Clay] para “derribar” la barrera de Friedrichstrasse» si la Alemania del Este bloqueaba el paso fronterizo. Norstad dio órdenes a Watson de que preparara un plan alternativo en el que los tanques estadounidenses «derribarían» varias porciones de muro simultáneamente, «si es militarmente factible, en varios [dos o más] puntos más, además de en la Friedrichstrasse».
A continuación, y en un mensaje claramente dirigido a Clay, añadía: «Este plan alternativo no se pondrá en marcha bajo ninguna circunstancia sin mi expresa aprobación».
En la práctica, el telegrama de Rusk desautorizaba a Norstad y a Clay al mismo tiempo. «No entiendo qué objetivo nacional se podría conseguir con el propuesto asalto por la fuerza», escribió Rusk, que añadió que aquella misma tarde discutiría con el presidente el plan secundario de Clay: abrir el punto fronterizo de Friedrichstrasse utilizando un tanque.
Sin embargo, aclaró Rusk, teniendo en cuenta la importancia de mantener «a los tres aliados principales unidos es bastante posible que no logremos ponernos de acuerdo ni siquiera en eso». Rusk declaró que apreciaba el consejo de Clay, pero le dijo que por el momento era mucho más importante mantener a los aliados unidos «ante la seria amenaza rusa, al tiempo que incrementamos las presiones contra los soviéticos para que no lleven a cabo más acciones unilaterales».
El gran general Lucius Clay del Puente Aéreo de Berlín de 1948 estaba atado de pies y manos por Washington, mientras los tanques soviéticos lo apuntaban con sus cañones.
Nunca antes se había sentido tan impotente.
EL KREMLIN, MOSCÚ
VIERNES, 27 DE OCTUBRE DE 1961
El mariscal Konev le comunicó a Jrushchov que los tanques estadounidenses hacían rugir sus motores junto a la frontera y que se preparaban para lo que parecía una operación de gran magnitud. Después de haberle proporcionado al líder ruso pruebas fotográficas de los ejercicios de Clay en el bosque, en que los tanques habían practicado derribando réplicas del Muro, creía que Jrushchov debía considerar seriamente la posibilidad de que los estadounidenses intentaran revertir el éxito soviético del 13 de agosto.
Jrushchov, que a aquellas alturas gestionaba la crisis personalmente desde Moscú a pesar de que el Congreso del Partido seguía en marcha, había ordenado ya enviar veintitrés tanques soviéticos adicionales a Berlín. «Dirija los tanques hasta una calle cercana», le dijo a Konev, «meta una marcha alta y reproduzca el rugido de los tanques con amplificadores».
Konev advirtió a Jrushchov de que si desafiaba a los estadounidenses de aquella forma, se exponía a que sus tanques «se abalancen contra nosotros». Al mariscal le preocupaba que el impetuoso Jrushchov pudiera ir demasiado lejos e iniciar una guerra.
«No creo que pase», respondió Jrushchov. «A menos, claro está, que a los militares estadounidenses los ciegue la ira.»
SALA DEL GABINETE, LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
18.00 DEL VIERNES 27 DE OCTUBRE DE 1961
Un asesor le entregó al general Clay una nota informándolo del incremento de efectivos soviéticos en Checkpoint Charlie justo cuando éste se encontraba en plena conversación telefónica con el presidente Kennedy, que estaba celebrando una sesión de emergencia en la Sala del Gabinete con su equipo de seguridad nacional. A aquellas alturas parecía que todo Washington se había vuelto contra Clay excepto Kennedy, que aún no había revelado sus intenciones.
Para contrarrestar los temores de los asesores del presidente, Clay le aseguró a Kennedy que la situación en Berlín estaba bajo control e insistió en que la decisión soviética de enviar veinte tanques más era un simple mensaje de moderación, ya que los soviéticos se limitaban a igualar con precisión matemática la presencia de tanques estadounidenses en Berlín.
Lo cierto, sin embargo, era que los soviéticos estaban lo bastante nerviosos por la situación en Checkpoint Charlie y una potencial escalada como para que Jrushchov hubiera ordenado poner sus fuerzas de ataque nuclear en estado de alerta por primera vez en un enfrentamiento entre EEUU y la URSS. Jrushchov no podía estar seguro de que las cosas no fueran a descontrolarse y quería estar preparado para cualquier eventualidad.
La opinión de Clay era clara: «Si los soviéticos no quieren empezar una guerra por Berlín Oeste, no podemos obligarlos a hacerlo. Y si quieren empezarla, no podemos hacer nada por impedírselo». El general apostaba a que no querían una guerra y creía que EEUU debía plantar cara. Sin embargo, el presidente ocultaba sus cartas y no parecía dispuesto a asumir riesgos.
Lo que Clay no sabría nunca era que Kennedy estaba tan nervioso por la situación en Checkpoint Charlie que había enviado a su hermano a intentar resolver la crisis a través de su interlocutor habitual durante los últimos seis meses, el espía soviético Georgi Bolshakov. Al mismo tiempo, el presidente había activado un segundo canal más tradicional a través del embajador Thompson en Moscú, tal como ya hiciera antes de la Cumbre de Viena.
El presidente no recurría al canal Bolshakov porque éste se hubiera demostrado particularmente efectivo: las reuniones de Bobby con Bolshakov antes de Viena no habían logrado preparar al presidente para la emboscada de Jrushchov sobre Berlín. En aquel momento de peligro, sin embargo, Bolshakov constituía la línea más rápida y directa con Jrushchov.
A finales de octubre, Bobby había descubierto ya cual era la forma más rápida de concertar una reunión con Bolshakov en un lugar donde la prensa no los podría encontrar. James Symington, el ayudante de Bobby en la Oficina del Fiscal General, opinaba que Bobby le había cogido cariño a «Georgi» en parte por su «predilección por los bufones inofensivos». Los dos hombres se reunían aproximadamente cada dos semanas, y Bobby discutía con él «la mayoría de asuntos relacionados con la Unión Soviética y Estados Unidos».
El hermano del presidente, que organizaba las reuniones personalmente, lamentaría más tarde que «desgraciadamente, cometí la estupidez de no tomar nota de muchas de las cosas que dijimos. Me limitaba a comunicar los mensajes de palabra a mi hermano, que actuaba como mejor le parecía; creo que unas veces informaba al Departamento de Estado y otras no».
El primer encuentro entre Bobby Kennedy y Bolshakov sobre el incremento de las tensiones fronterizas en Checkpoint Charlie se produjo a las 17.30 del 26 de octubre, un día antes de que los tanques soviéticos se dirigieran al paso fronterizo. Según los recuerdos del hermano del presidente, el segundo día de negociaciones cruciales tuvo lugar a las 23.30 del 27 de octubre, hora de Washington (o a las 5.30 de la madrugada del 28 de octubre en Berlín), al mismo tiempo que los tanques y los soldados de ambos bandos mantenían sus posiciones frente a frente, una húmeda y fría madrugada de otoño.
Bobby Kennedy recordaría más tarde haberle dicho a Bolshakov: «La situación en Berlín se ha puesto más difícil». El hermano del presidente se quejó de que el día anterior el ministro de Asuntos Exteriores hubiera rechazado los intentos del embajador Thompson por desactivar la crisis. «En nuestra opinión ese tipo de actitudes no resultan nada útiles en un momento en el que nos estamos esforzando por encontrar la forma de resolver este problema», dijo Bobby Kennedy, que apeló a un «período de relativa moderación y calma durante el transcurso de las siguientes entre cuatro y seis semanas».
Más tarde, el fiscal general recordaría también que a continuación le dijo a Bolshakov: «Al presidente le gustaría que retiraran sus tanques de ahí en veinticuatro horas». Y eso fue exactamente lo que Jrushchov hizo. Bobby afirmaría más tarde que su intercambio con motivo del enfrentamiento con tanques en Checkpoint Charlie demostró que Bolshakov «era efectivo cuando se trataba de un asunto importante».
Lo que no consta en ninguna parte son los detalles del acuerdo. Sin embargo, a partir de aquel día EEUU dejó de escoltar a civiles y Clay dejó de cuestionar la autoridad de la Alemania del Este en los puntos fronterizos. Asimismo, se archivaron los casos de emergencia para los que Clay había previsto la posibilidad de derribar tramos de muro, y se desmontaron y guardaron las excavadoras montadas en los tanques para tal efecto.
A falta de resistencia, la Alemania del Este continuó reforzando y expandiendo el Muro.
WASHINGTON, D.C.
22.00 DEL VIERNES 27 DE OCTUBRE DE 1961
La noche del viernes 27 de octubre, el secretario de estado Rusk envió un telegrama a la misión estadounidense en Berlín que declaraba la victoria al tiempo que ordenaba la retirada. El telegrama anunciaba que la decisión crucial que ponía fin a la Crisis de Berlín se había tomado durante una reunión celebrada en la Casa Blanca a las 17.00, y a la que habían asistido el presidente, Rusk, McNamara, Bundy, Kohler y Hillenbrand. El telegrama se envió a la OTAN y a las embajadas estadounidenses de las tres capitales aliadas. Casi como si hubiera sido una ocurrencia de última hora, enviaron una copia también a Clay.
«Las incursiones en la frontera han logrado su objetivo», mintió Rusk. Kennedy y Clay podían argumentar que la presencia de tanques soviéticos en la frontera había sido una victoria, pues demostraba que era Moscú y no la Alemania del Este quien controlaba lo que sucedía en la ciudad.
Sin embargo, era evidente que Rusk estaba agitando la bandera blanca. El telegrama decía: «Se posponen las incursiones de personal estadounidense vestido de civil al mando de vehículos estadounidenses oficiales o de vehículos privados con matrículas de las Fuerzas Armadas estadounidenses, y el uso de guardias armados o de escoltas militares».
Por si alguien no había entendido el mensaje, la siguiente orden de Rusk dejaba claro que el presidente quería que Clay evitara futuros enfrentamientos con las autoridades soviéticas o de la Alemania del Este. «Los funcionarios civiles estadounidenses», decía, «se abstendrán por el momento de desplazarse a Berlín Este; sin embargo, un funcionario civil intentará cada día entrar en Berlín Este con un vehículo privado y sin escolta armada.»
Clay permanecería en la ciudad varios meses más, pero sus enemigos habían ganado. Rusk lo confirmó cuando escribió: «Por el momento no hay nada más que hacer sobre el terreno, pues el asunto se ha trasladado a los más altos niveles gubernamentales. […] Se han dictado las instrucciones oportunas para posponer las incursiones civiles con escoltas armadas en Berlín Este».
Incluso un hombre tan obstinado como Clay sabía que no tenía más remedio que pasar a un segundo plano.
PALACIO DE CONGRESOS, MOSCÚ
MAÑANA DEL DOMINGO 28 DE OCTUBRE DE 1961
Tras una tarde de tensiones en la frontera de Berlín, el mariscal Konev se reunió con Jrushchov en Moscú, mientras se iniciaban los últimos dos días del largo Congreso del Partido. Konev informó a Jrushchov de que la situación en la frontera de Berlín no había cambiado. Nadie se movía, le dijo al líder soviético, «excepto cuando los conductores de los tanques de ambos bandos abandonan los vehículos para andar un poco y calentarse».
Jrushchov dio órdenes a Konev para que retirara los tanques soviéticos en primer lugar. «Estoy seguro de que en veinte minutos o lo que tarden en dar las instrucciones los tanques estadounidenses se retirarán también», dijo, hablando con la seguridad de un hombre que acababa de cerrar un trato.
«Sus tanques no pueden dar media vuelta mientras nuestros cañones los estén apuntando», dijo Jrushchov. «Se han metido en una situación difícil y ahora no saben cómo salir de ella. […] Les ofreceremos una salida.»
Poco después de las 10.30 de la mañana del sábado, los primeros tanques soviéticos se retiraron de Checkpoint Charlie. Algunos estaban cubiertos de flores y guirnaldas colocadas aquella misma mañana por las Freie Deutsche Jugend, las juventudes del Partido Comunista.
Tras media hora de espera, los tanques estadounidenses se retiraron también.
Y así, el momento más peligroso de la guerra fría terminó como si nada. Sin embargo, las réplicas de Berlín 1961 se dejarían sentir de forma dramática y duradera; sacudirían el mundo un año más tarde, en Cuba, y determinarían el curso de la historia durante tres décadas más.