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Jrushchov: El estallido de la Crisis de Berlín
Berlín Oeste se ha convertido en una especie de tumor maligno de fascismo y revanchismo. Por eso hemos decidido recurrir a la cirugía.
NIKITA JRUSHCHOV, durante su primera conferencia de prensa como primer ministro,
8 de noviembre de 1958
El próximo presidente deberá enfrentarse, ya durante su primer año de mandato, a un gran desafío en nuestra defensa de Berlín, nuestro compromiso con Berlín. Va a ser una situación que pondrá a prueba nuestro coraje y nuestra voluntad… Nos vamos a encontrar cara a cara con la crisis más grave sobre Berlín desde 1949 o 1950.
El senador JOHN F. KENNEDY, en un debate con el vicepresidente Richard Nixon durante la campaña presidencial,
7 de octubre de 1960
PALACIO DE DEPORTES DE MOSCÚ
LUNES, 10 DE NOVIEMBRE DE 1958
En un escenario insólito y ante un público desprevenido, Nikita Jrushchov desencadenó lo que el mundo conocería como «la Crisis de Berlín».
De pie en el centro del recinto deportivo cerrado más grande y más nuevo de Moscú, el líder soviético anunció ante un grupo de comunistas polacos que tenía intención de vulnerar los acuerdos de posguerra que habían sido la base de la frágil estabilidad europea. Iba a derogar el acuerdo de Potsdam firmado con los aliados de guerra y a alterar unilateralmente las condiciones de la ocupación de Berlín con el objetivo de eliminar completamente la parte Oeste de la ciudad y expulsar al resto de fuerzas militares de ella.
El escenario del anuncio, el Palacio de Deportes, situado junto al Estadio Central Lenin, había sido inaugurado con gran fanfarria dos años antes como un recinto de vanguardia que iba a permitir exhibir al mundo los logros del atletismo soviético. Desde entonces, sin embargo, el momento más memorable había sido la sorprendente derrota del equipo soviético a manos del combinado nacional sueco durante los mundiales de hockey sobre hielo de 1957, que se habían visto empañados por el boicot del equipo estadounidense y de otras potencias de dicho deporte como protesta por la actuación soviética en Hungría. La victoria sueca se produjo después de que un defensa escandinavo detuviera el disco con la cabeza sobre la misma línea de gol, lo que le provocó una hemorragia grave y le valió el título mundial para su país.
El público de Jrushchov aquel día no esperaba un anuncio tan importante. Los miembros de la comitiva polaca habían permanecido en Moscú tras la celebración del 45.º aniversario de la revolución bolchevique y esperaban la típica retórica rutinaria de las innumerables reuniones fraternales típicas del comunismo. En cambio, escucharon aturdidos aquellas palabras de Jrushchov, que declaró: «Es evidente que ha llegado el momento de que los firmantes del acuerdo de Potsdam accedan a desmantelar los restos del régimen de ocupación de Berlín y permitan así crear una situación normal en la capital de la República Democrática Alemana».
Los polacos no fueron los únicos sorprendidos por el anuncio: Jrushchov no había avisado a ninguno de los firmantes occidentales del acuerdo de Potsdam, ni tampoco a sus aliados socialistas, incluidos los líderes de la Alemania del Este. De hecho, había actuado sin ni siquiera esperar a contar con la bendición de los dirigentes del Partido Comunista que él mismo lideraba. Poco después de su discurso, Jrushchov comunicó sus planes al líder de la delegación polaca, el atónito Primer Secretario del Partido Comunista Władysław Gomułka. Si Jrushchov hablaba en serio, Gomułka temía que sus palabras pudieran desencadenar una guerra por Berlín.
Jrushchov le explicó a Gomułka que había decidido actuar unilateralmente porque estaba cansado de la diplomacia berlinesa, que no llevaba a ninguna parte. Estaba dispuesto a enfrentarse a Occidente y aseguraba encontrarse en una situación mucho mejor que Stalin en 1948, pues Moscú había logrado poner fin al monopolio nuclear estadounidense. A través de un proyecto llamado «Operación Átomo», Jrushchov tenía intención de desplegar un contingente nuclear disuasorio en el territorio de la Alemania del Este al cabo de unas semanas. Doce misiles R-5 de medio alcance dejarían a Jrushchov en situación de responder a cualquier ataque nuclear estadounidense contra la Alemania del Este lanzando un contraataque sobre Londres y París, cuando no Nueva York. Sin hacer referencia a esas armas, aún secretas, Jrushchov le dijo a Gomułka: «Ahora el equilibrio de fuerzas ha cambiado… Hoy EEUU debe acercarse más a nosotros y nuestros misiles pueden atacarlos directamente». Aunque aquella afirmación no fuera literalmente cierta, el líder soviético estaba desde luego en situación de aniquilar a los aliados europeos de Washington.
Jrushchov no desveló ningún detalle sobre el momento ni la estrategia que pretendía seguir en la aplicación de su nuevo plan para Berlín, pues aún no los tenía a punto. Lo que sí le contó a su público polaco fue que, según su plan, tanto la URSS como los aliados occidentales terminarían retirando todos sus efectivos militares de la Alemania del Este y del Berlín Este. El propio Jrushchov firmaría un tratado de paz con la Alemania del Este que pondría definitivamente fin a la guerra y cedería todas las funciones que ahora desempeñaban los soviéticos en Berlín a los líderes del país, incluso el control del acceso al Berlín Oeste. A partir de ahí, los soldados estadounidenses, británicos y franceses deberían pedir permiso al líder de la Alemania del Este, Walter Ulbricht, para entrar en Berlín, ya fuera por tierra o por aire. Jrushchov aseguró al público reunido en el Palacio de Deportes que consideraría cualquier resistencia a permitir que la Alemania del Este ejerciera sus nuevos derechos (que contemplaban también bloquear el acceso por tierra o por aire al Berlín Oeste) como un ataque contra la propia Unión Soviética en virtud de la alianza del Pacto de Varsovia.
La sorprendente y súbita intensificación de la guerra fría por parte de Jrushchov obedecía a tres motivos.
En primer lugar, se trataba de un intento de atraer la atención del presidente Eisenhower, que había ignorado todas sus demandas por iniciar negociaciones sobre la situación en Berlín. Parecía que, hiciera lo que hiciera, Jrushchov no era capaz de ganarse el respeto de los dirigentes estadounidenses, que tanto ansiaba.
Sus rivales de partido argumentaban, no sin razón, que EEUU había respondido con frialdad y sin ofrecer recompensa alguna a todas las medidas unilaterales que había tomado para reducir las tensiones de la guerra fría desde la muerte de Stalin. Ciertamente, Jrushchov no sólo había reemplazado el concepto de «guerra inevitable» por el de «coexistencia pacífica»: también había reducido el número de soldados soviéticos en el extranjero en 2,3 millones de hombres entre 1955 y 1958, y había ordenado la retirada de las fuerzas soviéticas de Finlandia y Austria, abriendo así la puerta a la neutralidad de ambos países. Finalmente, también había fomentado las reformas económicas y políticas de los satélites soviéticos del Este de Europa.
El segundo motivo que había empujado a Jrushchov a tomar aquella impulsiva decisión sobre Berlín era su confianza en su propio poder, tras haber logrado neutralizar un golpe de estado contra su persona (denominado golpe contra el partido) en junio de 1957, liderado por los antiguos primeros ministros Viacheslav Mólotov y Georgi Malenkov, y por su antiguo mentor, Lázar Kaganóvich, quienes, en parte, habían intentado derrocarlo justamente por el liderazgo temerario que demostraba en aquellos momentos con el asunto de Berlín. A diferencia de Stalin, Jrushchov no mató a sus oponentes, sino que los condenó a posiciones menores y los envió lejos del centro de poder de Moscú: Mólotov a Mongolia como embajador, Malenkov a Kazajistán para que gestionara una planta hidroeléctrica y Kaganóvich a los Urales como director de una pequeña fábrica de potasio. Posteriormente defenestraría también a su popular ministro de Defensa, el mariscal Georgi Zhúkov, de quien sospechaba que conspiraba contra él.
Para justificar su audaz decisión sobre Berlín, cuatro días antes de su discurso había expuesto ante los líderes del partido su teoría según la cual EEUU ya había vulnerado el acuerdo de Potsdam con la incorporación de la Alemania Federal a la OTAN en 1955 y, más tarde, con su intención de proporcionarle armas atómicas. Tras trazar su plan de acción, dio por cerrada la sesión sin la habitual votación del Presidium ante asuntos de tanta importancia, pues intuía la posibilidad de hallar oposición.
El tercer elemento que había motivado el discurso de Jrushchov eran los acontecimientos en la propia ciudad de Berlín, donde el flujo de refugiados no hacía más que acelerarse. A pesar de la confianza que tenía en su propio poder, Jrushchov sabía por propia experiencia que los problemas en la ciudad dividida podían suponer el fin de muchas carreras políticas en Moscú. Poco después de la muerte de Stalin, Jrushchov había utilizado la amenaza de la implosión de la Alemania del Este para destruir a su rival más peligroso, el antiguo jefe de la policía secreta Lavrentiy Beria, después de que las tropas soviéticas sofocaran la revolución obrera en la Alemania del Este el 17 de junio de 1953.
En aquella época, Jrushchov era tan sólo un candidato incógnita a la sucesión de Stalin dentro del colectivo de líderes que habían reemplazado al dictador, además de un neófito de la política exterior, que veía las tácticas relativas a Berlín a través del prisma de la política nacional. Como parte de sus maniobras para acceder al poder, Beria había orquestado desde las sombras una campaña contra el líder estalinista de la Alemania del Este, Walter Ulbricht, y su dura política de Aufbau des Sozialismus o «construcción del socialismo». Ulbricht había decidido combatir la oposición interna y el creciente número de refugiados con una escalada de las detenciones y de la represión, la colectivización forzosa de granjas, la aceleración de la nacionalización industrial, el aumento de los reclutamientos militares y un recrudecimiento de la censura. El resultado fue un incremento del flujo de refugiados durante los primeros cuatro meses de 1953: 122.000 personas abandonaron la Alemania del Este, el doble que durante esa misma época el año anterior. Tan sólo en marzo de 1953 abandonaron el país 56.605 personas, seis veces más que durante el mismo mes del año anterior.
Durante una decisiva reunión de la dirección del partido, Beria dijo: «Lo que necesitamos es una Alemania pacífica. Que sea socialista o no es indiferente para nosotros», aunque eso significara que terminara siendo «unida, democrática, burguesa y neutral». Beria quería negociar el cobro de una compensación económica sustancial por parte de Occidente a cambio del compromiso soviético de permitir una Alemania unida y neutral. «¿Qué es lo que vale esta RDA?», había preguntado Beria, utilizando las siglas del engañoso nombre oficial de la Alemania del Este. «Su existencia se sustenta apenas en la presencia de las tropas soviéticas, por mucho que la llamemos República Democrática Alemana.»
La dirección colectiva que había sucedido a Stalin no secundó la propuesta de Beria de abandonar la causa socialista en la Alemania del Este, pero sí exigió que ésta corrigiera lo que denominó sus «excesos». Siguiendo las órdenes del Soviet, Ulbricht detuvo la creación de nuevos colectivos agrícolas y puso fin a los arrestos políticos a gran escala. También amnistió a muchos presos políticos, redujo la represión de las libertades religiosas y potenció la producción de bienes de consumo.
Jrushchov participó de forma muy limitada en los debates que propiciaron ese abrupto cambio de política, pero tampoco se opuso a las reformas. A continuación fue testigo de cómo la reducción de los controles estalinistas estimulaba una revuelta que, de no ser por la intervención de los tanques soviéticos, habría podido suponer el derrumbamiento de la Alemania del Este.
Algo más de una semana después de la revuelta, el 26 de junio, Jrushchov orquestó el arresto de Beria. Entre otras cosas, Jrushchov lo acusó de haber estado dispuesto a renunciar totalmente al socialismo en Alemania, el país cuya conquista había costado tantas vidas humanas soviéticas durante la Segunda Guerra Mundial. En el plenario del partido que selló la suerte de Beria y desencadenó los acontecimientos que desembocaron en su ejecución, los otros líderes comunistas lo tacharon de socialista poco de fiar y de «sucio enemigo del pueblo que debería ser expulsado [del partido] y juzgado por traición». El plenario consideró su predisposición a abandonar el socialismo en la Alemania del Este como «una capitulación directa ante las potencias imperialistas».
El final de Beria le enseñó a Jrushchov dos lecciones que no olvidaría jamás. En primer lugar, aprendió que la liberalización política en la Alemania del Este podía provocar el derrumbamiento del país. En segundo lugar, constató que los errores soviéticos cometidos en Berlín podían suponer el fin de una carrera política en Moscú. Tres años más tarde, en 1956, Jrushchov allanó su camino hacia el poder al abjurar de los excesos criminales del estalinismo durante el XX Congreso del partido. Sin embargo, Jrushchov no olvidaría jamás la contradictoria lección de que sólo la represión pura y dura al estilo estalinista había permitido salvar la Alemania del Este y apartar a su adversario más peligroso.
Durante los primeros días tras el discurso de Jrushchov en el Palacio de Deportes, el presidente Eisenhower optó por no responderle públicamente, con la esperanza de que (como había sucedido en numerosas ocasiones en el pasado) las bravuconadas del líder soviético no se vieran acompañadas de ninguna acción concreta. Pero Jrushchov no iba a permitir que lo ignorasen. Dos semanas después de su discurso, durante el Día de Acción de Gracias en Estados Unidos, transformó su discurso sobre Berlín en un ultimátum que exigía una respuesta por parte de Estados Unidos. Tras suavizar algunas de sus exigencias para lograr el respaldo del Presidium, redactó una declaración que envió a las embajadas de todos los países implicados.
Jrushchov retiró su amenaza de ignorar con efecto inmediato todas las obligaciones soviéticas derivadas del acuerdo de Potsdam y optó por ofrecer a Occidente seis meses para negociar con él antes de alterar unilateralmente el estatus de la ciudad. Al mismo tiempo, desarrolló su plan para desmilitarizar y neutralizar Berlín Oeste, de modo que tanto el bloque soviético como las potencias occidentales se retirasen de la ciudad.
Jrushchov llamó a los corresponsales estadounidenses (que estaban en sus apartamentos moscovitas, trinchando los pavos del Día de Acción de Gracias) para comunicarles que también él iba a coger bien pronto el cuchillo. Durante su primera conferencia de prensa como primer ministro, prueba de la importancia creciente que Berlín estaba adquiriendo para él, Jrushchov les había dicho a los periodistas: «Berlín Oeste se ha convertido en una especie de tumor maligno de fascismo y revanchismo. Por eso hemos decidido recurrir a la cirugía».
Haciendo referencia al contenido de las veintiocho páginas del comunicado diplomático, Jrushchov les dijo a los corresponsales que habían pasado ya trece años desde el final de la guerra y que, por lo tanto, había llegado el momento de aceptar la realidad de la existencia de dos estados alemanes. La Alemania del Este nunca renunciaría al socialismo, dijo, y la Alemania Federal no lograría nunca absorber la Alemania del Este. Por eso le ofrecía dos opciones a Eisenhower: o bien durante los siguientes seis meses negociaba un tratado de paz para desmilitarizar y neutralizar el Berlín Oeste, o Moscú actuaría de forma unilateral para conseguir el mismo resultado.
Al hijo de Jrushchov, Sergéi, que por aquel entonces tenía veintidós años, le preocupaba que su padre dejara a Eisenhower sin margen de maniobra para evitar una confrontación que podía conducir a un conflicto nuclear. Aunque los rusos eran famosos por su habilidad jugando al ajedrez, Sergéi sabía que en este caso (como en tantos otros) su impetuoso padre no había reflexionado lo suficiente sobre cuál debía ser su siguiente movimiento.
Pero Jrushchov se burló de los temores de Sergéi. «Nadie empezará una guerra por Berlín», aseguró. Además, le contó a Sergéi que tan sólo pretendía «arrancar el consentimiento» de EEUU para empezar las negociaciones formales por Berlín y evitar así un exasperante proceso diplomático y un «incesante intercambio de notas, cartas, declaraciones y discursos».
La única forma de obligar a las dos partes a avanzar hacia una solución aceptable, le explicó Jrushchov a su hijo, pasaba por establecer una fecha límite ajustada.
«¿Y si no la encontramos?», preguntó Sergéi.
«Buscaremos otra salida», respondió Jrushchov. «Siempre acaba surgiendo algo.»
Respondiendo a unas dudas similares expresadas por su intérprete de toda la vida y asesor en política exterior, Oleg Troyanovsky, Jrushchov parafraseó a Lenin cuando le contó que planeaba «entrar en batalla y a ver qué pasa».
DESPACHO DE JRUSHCHOV EN EL KREMLIN, MOSCÚ
LUNES, 1 DE DICIEMBRE DE 1958
Poco después del Día de Acción de Gracias, durante una de las reuniones más extraordinarias entre un líder soviético y un político americano, Jrushchov dejó bien claro que, por el momento, su ultimátum sobre Berlín buscaba mucho más atraer la atención del presidente Eisenhower que alterar el estatus de la ciudad.
Con una nota enviada apenas con media hora de antelación, Jrushchov citó al senador por Minnesota Hubert H. Humphrey, que se encontraba de visita oficial en Moscú, a su despacho del Kremlin, donde iba a tener lugar la reunión más larga que cualquier miembro del gobierno estadounidense hubiera tenido con un líder soviético. Aunque inicialmente estaba previsto que durasen una hora, de las tres a las cuatro de la tarde, sus conversaciones se prolongaron prácticamente hasta la medianoche, tras un maratón de ocho horas y veinticinco minutos.
Para exhibir sus conocimientos sobre los asuntos estadounidenses, Jrushchov habló largo y tendido sobre la política local de California, de Nueva York e incluso del estado natal de Humphrey, Minnesota. Bromeó sobre «el nuevo McCarthy», refiriéndose no al anticomunista Joe, sino al congresista de centroizquierda Eugene, que más tarde concurriría en las elecciones presidenciales. Jrushchov compartió con Humphrey un secreto del que «ningún americano tenía noticias» y le habló de cómo la URSS había probado con éxito una bomba de hidrógeno de cinco megatones utilizando tan sólo una décima parte del material de fisión hasta entonces necesario para producir una explosión de esa magnitud. También habló del desarrollo de un misil con un alcance de 15.000 kilómetros, lo que les iba a permitir por primera vez alcanzar objetivos en EEUU.
Tras preguntarle a Humphrey el nombre de su ciudad natal, Jrushchov se levantó de golpe y trazó enérgicamente un círculo azul alrededor de Minneapolis en un mapa de EEUU que colgaba de la pared de su despacho, «para acordarme de ordenar que no ataquen la ciudad cuando los misiles empiecen a volar». Humphrey se llevó la impresión de que Jrushchov era alguien que actuaba con una acusada inseguridad nacional y personal, «un hombre que, partiendo de la pobreza y la indefensión, ha alcanzado la riqueza y el poder, pero que nunca va a estar completamente seguro de sí mismo ni de su nuevo estatus».
Al día siguiente, comentando los particulares de la reunión con el embajador Thompson para que el enviado estadounidense pudiera informar al presidente Eisenhower, Humphrey dijo que Jrushchov había regresado una docena de veces sobre el asunto de Berlín y su ultimátum, en el que el líder soviético aseguraba que «llevaba meses pensando». Humphrey concluyó que el principal objetivo de la reunión había sido «impresionarlo con la posición soviética sobre Berlín y transmitirle sus palabras y pensamientos al presidente».
Jrushchov utilizó un sinfín de metáforas para describir la ciudad, a la que calificó de cáncer, de nudo, de espina y de hueso en la garganta. A Humphrey le dijo que estaba decidido a librarse de dicho hueso convirtiendo Berlín Oeste en una «ciudad libre», desmilitarizada y bajo la tutela de observadores de las Naciones Unidas. Para convencer a Humphrey de que no pretendía engañar a EEUU para que dejara Berlín Oeste bajo control comunista, recordó con todo detalle cómo había ordenado personalmente la retirada de las tropas soviéticas de Austria en 1955, lo que había garantizado la neutralidad de dicho país. Jrushchov le reveló a Humphrey que en su día le había dicho al ministro de Asuntos Exteriores Mólotov que la presencia de tropas rusas en Austria sólo era útil si la URSS tenía alguna intención de expandirse hacia Occidente, algo que no deseaba hacer. Por eso, dijo, «se estableció una Austria neutral y se eliminó una fuente de conflictos».
Su argumento era que la actitud soviética en Austria debía servirle a Eisenhower como modelo para Berlín Oeste y también para aplacar sus dudas sobre el futuro de la ciudad. Por todo ello, dijo, EEUU, Gran Bretaña y Francia no tenían necesidad de mantener tropas en Berlín. «No tiene sentido conservar un contingente de 25.000 efectivos en Berlín a menos que pretendan declarar la guerra», dijo con voz calmada. «¿Qué necesidad hay de mantener esa espina? Una ciudad libre, un Berlín libre, podría ayudar a romper el hielo entre la URSS y EEUU.»
Jrushchov le insistió a Humphrey que, en caso de resolver el problema de Berlín, él y Eisenhower estarían en situación de mejorar su relación personal y de propiciar juntos un deshielo histórico en la guerra fría. Y si al presidente de EEUU no le gustaban los detalles de su plan para Berlín, le dijo Jrushchov a Humphrey, él estaba abierto a escuchar una contrapropuesta. Jrushchov aseguró que estudiaría cualquier sugerencia alternativa de Eisenhower que no incluyera la unificación alemana ni la «liquidación del sistema socialista en la Alemania del Este». Por primera vez, Jrushchov estaba trazando las directrices de unas futuras conversaciones sobre Berlín.
Jrushchov alternaba tan rápidamente la seducción con las amenazas que a Humphrey le vino a la mente el tratamiento contra los sabañones que su padre ponía en práctica en Dakota del Sur, consistente en mojar los pies repetidas veces en agua caliente y en agua fría. «Nuestras tropas no están ahí para jugar a cartas, nuestros tanques no están ahí para mostrarles a ustedes el camino hacia Berlín», le soltó Jrushchov a Humphrey en una ocasión. «Esto va en serio.» Al cabo de un momento, en cambio, los ojos del líder soviético se humedecieron al recordar con sensiblería cómo había perdido a un hijo en la Segunda Guerra Mundial para, más tarde, declarar el afecto que sentía por el presidente Eisenhower. «Me gusta el presidente Eisenhower», le dijo a Humphrey. «No deseamos ningún mal ni a EEUU ni a Berlín. Su presidente puede estar tranquilo en ese sentido.»
Eisenhower respondió al ultimátum de Jrushchov sobre Berlín tal como el líder soviético esperaba: convocando una cumbre con los ministros de exteriores de las cuatro potencias involucradas en Ginebra, a la que también asistirían representantes de la Alemania Federal y la Alemania Democrática en calidad de observadores. Aunque fue un encuentro decepcionante en el que no se lograron avances significativos, a continuación Eisenhower invitó a Jrushchov a Estados Unidos, con lo que éste se convirtió en el primer líder del Partido Comunista Soviético que pisara territorio estadounidense.
Jrushchov se jactó de ello y consideró que la invitación de Eisenhower para recibirlo en la guarida de los capitalistas era «un resultado concreto de las presiones sobre Berlín que había estado ejerciendo sobre las potencias occidentales».
Jrushchov tenía la sensación de que, finalmente, se había ganado el respeto estadounidense que tanto ansiaba, para sí mismo y para su país.
LA VISITA DE JRUSHCHOV A EEUU
15-27 DE SEPTIEMBRE DE 1959
A medida que se iba aproximando la fecha de su viaje a América, Jrushchov experimentó una preocupación creciente ante la posibilidad de que sus anfitriones estuvieran maquinando algún tipo de «provocación», un desaire a su llegada o durante algún otro momento de la visita, que pudiera ser utilizado en su contra en Moscú, donde sus rivales (silenciados por el momento pero ni mucho menos derrotados) aprovecharían la ocasión para recriminarle que su visita a EEUU había sido una decisión ingenua y dañina para los intereses soviéticos.
Por ese motivo, las consideraciones de Jrushchov sobre las negociaciones del futuro de Berlín en EEUU quedaron en un segundo plano, y la mayor parte de sus esfuerzos se centraron en estudiar todos los detalles del itinerario para asegurarse de que no iba a sufrir ningún «daño moral», tal como él mismo lo llamaba. Aunque Jrushchov era un líder comunista y, como tal, representaba la vanguardia del proletariado, su equipo de avanzadilla exigió que fuera tratado con la pompa y solemnidad que correspondían a un jefe de estado occidental.
Así, por ejemplo, Jrushchov expresó sus dudas al enterarse de que las conversaciones más cruciales con Eisenhower tendrían lugar en un lugar llamado Camp David, una ubicación de la que ninguno de sus asesores tenía constancia, pero que al líder soviético le sonaba a gulag, a campo de internamiento. Recordó que durante los primeros años de la Revolución, los estadounidenses habían llevado una delegación soviética a Sivriada, en las islas Príncipe, en Turquía, donde en 1911 habían mandado a los perros callejeros de Estambul para que murieran. Reflexionando acerca de cómo «los capitalistas nunca desperdiciaban una ocasión para avergonzar u ofender a la Unión Soviética», Jrushchov temía que «Camp David fuera… un lugar al que se mandaba a la gente sospechosa para mantenerla en cuarentena».
Jrushchov sólo dio su visto bueno a la reunión después de que su equipo de avanzadilla le informara de que la invitación a Camp David era un gran honor, pues Eisenhower tenía planeado llevarlo a una dacha en el campo, construida por Roosevelt en las montañas de Maryland durante la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, Jrushchov expresaría su vergüenza por cómo aquel episodio había revelado la ignorancia soviética. No sólo eso, sino que también había puesto de manifiesto la potente mezcla de desconfianza e inseguridad con que Jrushchov abordaba todos los aspectos de su relación con EEUU.
Haciendo caso omiso de los consejos de su piloto, Jrushchov cruzó el Atlántico en el Tupolev Tu-114, un avión experimental que aún no había pasado todas las pruebas necesarias y que tenía grietas microscópicas en el motor. A pesar de los riesgos, Jrushchov insistió en utilizar ese medio de transporte, ya que era el único aparato de la flota soviética capaz de llegar a Washington sin necesidad de realizar escalas. El líder soviético estaba decidido a aterrizar en EEUU a bordo del avión con la mayor capacidad de pasajeros, alcance, propulsión y velocidad de crucero del mundo. Dicho eso, numerosos barcos de pesca, cargueros y buques cisterna soviéticos formaron una línea de seguridad bajo el avión, entre Islandia y Nueva York, preparados para rescatar a los pasajeros en caso de que las fisuras del motor se expandieran y obligaran a realizar un aterrizaje de emergencia.
Más tarde Jrushchov confesaría que tenía «los nervios destrozados por la excitación» mientras miraba por la ventanilla cómo su avión se aproximaba a la pista de aterrizaje y reflexionaba sobre la profunda significación de aquel viaje: «Finalmente habíamos obligado a EEUU a reconocer la necesidad de establecer un contacto más estrecho con nuestro país… Habíamos recorrido un largo camino desde la época en que EEUU se negaba incluso a brindarnos reconocimiento diplomático».
De momento, Berlín quedaba en un segundo plano, eclipsado por la importancia de su objetivo nacional. Jrushchov saboreó la idea de que había sido el poder de la economía soviética, de sus fuerzas armadas y de todo el bloque socialista lo que había llevado a Eisenhower a buscar unas mejores relaciones. «Nos habíamos transformado de una Rusia analfabeta, atrasada y asolada, en una Rusia cuyos logros asombraban al mundo.»
Para alivio y deleite de Jrushchov, Eisenhower lo recibió en persona en la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews, a las afueras de Washington D.C., con una alfombra roja y una salva de veintiún fusiles. Más tarde, Jrushchov recordaría que se había sentido «profundamente orgulloso y también algo sorprendido… Ahí estaban los Estados Unidos de América, la mayor potencia capitalista del mundo, rindiendo honores a los representantes de nuestra patria socialista, que, a ojos de la América capitalista, había sido siempre un país indigno o, peor aún, aquejado por una especie de plaga».
Más por el efecto que dicha recepción tuvo sobre el humor de Jrushchov que por alguna estrategia planeada sobre la cuestión de Berlín, el líder soviético le dijo a Eisenhower ya durante su primera entrevista, el 15 de septiembre, que deseaba «llegar a un acuerdo sobre Alemania y, de paso, también sobre Berlín». Sin entrar en detalles, Jrushchov aseguró que «no contemplamos emprender acciones unilaterales». Por su parte, Eisenhower admitió que la situación en Berlín era «anormal», un adjetivo que el líder soviético consideró alentador de cara a las conversaciones sobre Berlín que se producirían durante la última parte del viaje.
El viaje de costa a costa que tuvo lugar a continuación estuvo marcado por una serie de dramáticos altibajos que ilustraron a la perfección la compleja relación emocional de Jrushchov con EEUU: el pretendiente ansioso por lograr la aprobación de la principal potencia mundial y el adversario inseguro, atento al menor atisbo de ofensa.
Él y su mujer, Nina Petrovna, se sentaron entre Bob Hope y Frank Sinatra durante una cena en la sede de la Twentieth Century-Fox, a la que Marilyn Monroe acudió con su vestido más ajustado, pero el líder soviético montó una pataleta como de niño malcriado cuando le negaron la entrada en Disneylandia y preguntó si era porque el parque de atracciones sufría una epidemia de cólera o porque ocultaba una base de misiles. Jrushchov vio indicios de conspiración cuando le asignaron al magnate del cine de origen ruso Victor Carter como cicerone en Los Ángeles y achacó a la mala fe de aquel emigrado, cuya familia había huido de Rostov del Don, prácticamente todos los contratiempos de su visita.
El viaje estuvo a punto de terminar ya durante su primer día en California, cuando Jrushchov decidió devolverle el golpe al alcalde conservador de Los Ángeles, Norris Poulson, en el marco de un discurso nocturno durante un banquete plagado de estrellas. En un intento por ganar puntos delante de su público, el alcalde rechazó la petición de Henry Cabot Lodge Jr. (embajador estadounidense en las Naciones Unidas y acompañante de Jrushchov durante todo el viaje) de que eliminara una serie de comentarios anticomunistas que iban a resultar ofensivos para el líder soviético. «Hemos tardado tan sólo doce horas en llegar aquí», le respondió Jrushchov, que solicitó que prepararan su avión para marcharse. «A lo mejor tardaremos aún menos en regresar.»
El culminante encuentro en Camp David empezó mal, pues Jrushchov y Eisenhower se enzarzaron durante dos días en enconadas discusiones sobre todos los temas posibles, desde la guerra nuclear (Jrushchov aseguró que no la temía) hasta las regulaciones discriminatorias relativas a qué tecnología podían vender los estadounidenses a Moscú (Jrushchov le dijo en tono burlón que no necesitaba productos estadounidenses de baja tecnología para hacer zapatos o salchichas). Eisenhower evitó el fracaso de las conversaciones cuando se llevó a su invitado en helicóptero a su rancho de Gettysburg y le regaló una de sus reses de ganado. A cambio, Jrushchov invitó a Eisenhower y sus nietos a visitar la Unión Soviética.
A la mañana siguiente, Jrushchov accedió a retirar su ultimátum sobre Berlín del año anterior a cambio del compromiso de Eisenhower de iniciar conversaciones sobre el estatus de Berlín con el objetivo de alcanzar una solución que satisficiera a todas las partes.
Con inusual franqueza, Jrushchov le confesó a Eisenhower que sólo había hecho público el ultimátum sobre Berlín para «responder a la prepotente actitud de los EEUU en relación a la URSS, que había llevado al Soviet a considerar que no había otra alternativa». El líder soviético aseguró que necesitaba un acuerdo de desarme con EEUU: suficientes problemas tenía ya para alimentar a su población como para, encima, tener que asumir los costes de una carrera armamentística. Los dos hombres compararon sus puntos de vista sobre cómo sus respectivas posturas militares los estaban obligando a la proliferación armamentística, culpando siempre de ello la agresiva postura del otro país.
Las conversaciones estuvieron a punto de fracasar de nuevo cuando Jrushchov insistió en la necesidad de emitir un comunicado conjunto que recogiera su acuerdo sobre el inicio de las negociaciones por Berlín, pero exigió que la parte estadounidense eliminara la referencia a que éstas «no estarían sujetas a un límite temporal». Tras un tenso tira y afloja, Eisenhower aceptó los términos de Jrushchov con la condición de que, en la conferencia de prensa conjunta, pudiera mencionar que el líder soviético había accedido a retirar su ultimátum sobre Berlín y que éste lo confirmara si los medios le preguntaban por ello.
Eufórico por el viaje y por la perspectiva de una cumbre, en diciembre de ese mismo año Jrushchov ordenó un recorte preventivo de 1,2 millones de hombres en sus efectivos, la mayor reducción porcentual desde la década de 1920. Ni siquiera las informaciones de que los presidentes Charles de Gaulle, por Francia, y Konrad Adenauer, por la Alemania Federal, no compartían la disposición de Eisenhower a negociar el estatus de Berlín logró empañar el optimismo de Jrushchov.
SVERDLOVSK, UNIÓN SOVIÉTICA
DOMINGO, 1 DE MAYO DE 1960
Tan sólo ocho meses después de su viaje a EEUU, lo que Jrushchov había bautizado como el «espíritu de Camp David» estalló en Sverdlovsk, en los montes Urales, cuando un misil tierra-aire soviético derribó un avión espía estadounidense.
Inicialmente, Jrushchov celebró el incidente como una victoria de la tecnología antiaérea soviética y como una señal de que las tornas estaban cambiando. Tan sólo tres semanas antes, sus fuerzas defensivas habían sido incapaces de derribar un avión de última generación de la CIA que volaba a gran altitud, a pesar de que los soviéticos habían logrado establecer sus coordenadas exactas. En esa ocasión, el caza soviético MiG-19 que perseguía al avión estadounidense se había estrellado en Semipalatinsk, cerca de la planta de experimentación nuclear que el avión U-2 estaba fotografiando. Tampoco dos interceptores de gran altitud recientemente desarrollados habían logrado impedir que el U-2 pudiera tomar imágenes del campo de misiles balísticos de Tyumatom.
Hasta aquel momento, un frustrado Jrushchov había mantenido en secreto las intrusiones estadounidenses para no tener que admitir la derrota militar soviética ante el mundo. Ahora que sus fuerzas habían derribado el U-2, optó por jugar maliciosamente con los estadounidenses y no mencionar el incidente, mientras la CIA inventaba una tapadera (que más tarde se vería obligada a retirar vergonzosamente) según la cual un avión meteorológico se había perdido en Turquía.
Al cabo de unos días, sin embargo, Jrushchov se dio cuenta de que en realidad el incidente con el U-2 resultaba más peligroso para él que para los norteamericanos. Los enemigos políticos a quienes había neutralizado tras sofocar el golpe de estado contra su persona habían empezado ya a reagruparse. Mao Zedong había condenado públicamente los cortejos de Jrushchov con los norteamericanos como una «traición comunista». Aunque de momento se limitaban aún a conversaciones privadas, algunos oficiales del partido y altos cargos militares empezaron a cuestionar seriamente la reducción de efectivos ordenada por Jrushchov, al que acusaban de mermar las capacidades defensivas de la patria.
Años más tarde, Jrushchov le confesó al doctor A. McGhee Harvey, un especialista estadounidense que trataba a su hija, que el incidente con el U-2 resultó ser la fuga de agua tras la cual dejó de «tener el control absoluto». A partir de aquel momento, a Jrushchov le resultó cada vez más difícil defenderse de quienes lo acusaban de debilidad ante las intenciones militares e imperialistas de los tramposos estadounidenses.
En un primer momento, Jrushchov intentó salvar la Cumbre de París que debía celebrarse dos semanas después del incidente con el U-2, una reunión que le había costado mucho concretar y que esperaba que se convirtiera en el punto álgido de su mandato. Jrushchov respondió a los críticos internos que retirarse en aquel momento sería como premiar a los partidarios de la línea dura de la administración estadounidense, como por ejemplo el director de la CIA, Allen Dulles, el hombre que, según el líder soviético, habría ordenado aquellos vuelos para socavar los esfuerzos pacíficos sinceros de Eisenhower.
Pero Eisenhower desacreditó la tapadera política de Jrushchov durante una conferencia de prensa el 11 de mayo, apenas cinco días antes de la cumbre. Para mandar un mensaje de tranquilidad a sus conciudadanos y dejar claro que su gobierno había actuado de forma responsable y siempre bajo su control, Eisenhower aseguró haber aprobado personalmente el vuelo del U-2 de Gary Powers, tal como había hecho con el resto de misiones delicadas. Era necesario asumir esos riesgos, dijo, porque el secretismo soviético hacía imposible valorar las intenciones y las capacidades militares de Moscú a través de otros medios. «Estamos llegando a un punto en el que debemos decidir si nos preparamos para librar una guerra o para evitarla», le dijo a su equipo de seguridad nacional.
Para cuando aterrizó en París, Jrushchov había decidido ya que si no lograba una disculpa pública de Eisenhower iba a tener que provocar el fracaso de las conversaciones de París. Al líder soviético le resultaba políticamente más seguro abandonar la cumbre que enfrentarse a una reunión destinada de antemano al fracaso, puesto que a esas alturas también era evidente que EEUU no iba a realizar ninguna de las concesiones que buscaba en lo tocante a Berlín.
Aunque Eisenhower se negó a disculparse en París por la misión del U-2, intentó evitar el fracaso de la cumbre con la propuesta de un acuerdo para poner fin a esos vuelos. De hecho, dio un importante paso más allá al proponer un enfoque de «cielos abiertos» que permitiera que fueran aviones de las Naciones Unidas los que monitorizaran ambos países. Jrushchov, sin embargo, no habría podido aceptar jamás una propuesta como ésa, pues el secretismo era lo único que protegía sus exageraciones sobre las capacidades militares soviéticas.
En la que terminaría siendo la única sesión de la cumbre, y contrariamente a lo que era habitual en él, Jrushchov se ciñó al texto que llevaba preparado y pronunció una arenga de 45 minutos en la que propuso aplazar el encuentro entre seis y ocho meses, hasta que Eisenhower hubiera abandonado el cargo. Además, retiró la invitación al presidente estadounidense para que visitara la Unión Soviética. A continuación, y sin advertir previamente a los demás líderes de la cumbre, Jrushchov se negó con petulancia a asistir a la segunda sesión el día siguiente y se retiró con el ministro de Defensa Rodin Malinovski al pueblo francés de Pleus-sur-Marne (donde Malinovski había sido destinado durante la Segunda Guerra Mundial) a beber vino, comer queso y hablar de mujeres. El líder soviético regresó esa misma tarde a París para, bien entonado, anunciar el fracaso de la cumbre.
Pero su acto público culminante fue la rueda de prensa de despedida, que duró casi tres horas y durante la cual dio un puñetazo tan fuerte encima de la mesa que derribó una botella de agua mineral. Entonces asumió que los abucheos posteriores procedían de periodistas de la Alemania Fedral, a los que tildó de «cabrones fascistas a los que debimos cargarnos en Stalingrado». Aseguró que si volvían a interrumpirlo los atizaría tan fuerte «que no podrán ni piar».
Jrushchov estaba tan desquiciado cuando informó a los enviados del Pacto de Varsovia en París que recurrió a un chiste grosero para resumir el resultado de la cumbre; el chiste giraba en torno a la triste historia de un soldado zarista que era capaz de interpretar la melodía de «Dios salve a Rusia» a base de pedos, pero que sufría un desgraciado accidente al tener que interpretarla bajo coacción. Lo que quería decir Jrushchov era que los embajadores podían informar a sus gobiernos de que las presiones que él mismo había aplicado en París habían hecho que Eisenhower se cagara en los pantalones.
El embajador polaco en Francia, Stanisław Gaevski, dijo al concluir la sesión que el líder soviético le había parecido «algo inestable emocionalmente» y que, por el bien de las relaciones entre el bloque del Este y Occidente, habría sido preferible que Jrushchov no acudiera a París.
Pero a pesar de todo el teatro, Jrushchov se jugaba demasiado como para abandonar de golpe su apuesta por una «coexistencia pacífica» con Occidente. Había roto con Eisenhower, pero no con EEUU. A pesar de que el incidente con el U-2 había lastrado su cumbre, no podía permitir que socavara su liderazgo.
De regreso a Moscú, Jrushchov se detuvo en Berlín Este, donde cambió su ceñuda expresión de París por una conciliadora sonrisa. Aunque inicialmente estaba previsto que hablara ante una multitud de 100.000 personas en la plaza Marx-Engels, tras la debacle parisina los líderes de la Alemania del Este decidieron trasladar el acto a los límites más seguros de la Werner-Sellenbinder-Halle, un pabellón deportivo donde Jrushchov se dirigió a un selecto grupo de 6.000 leales comunistas.
Ante la sorpresa de los diplomáticos estadounidenses, que esperaban que el líder soviético hurgara aún más en la crisis, Jrushchov introdujo una inesperada dosis de paciencia en la situación y afirmó que iba a esperar a que los estadounidenses hubieran elegido a un nuevo presidente. «En esta coyuntura es necesario dejar pasar algo de tiempo», dijo, y añadió que eso permitiría también que las perspectivas de una solución para Berlín «madurasen mejor».
A continuación Jrushchov empezó a trabajar en los preparativos de su segundo viaje a Estados Unidos, que tendría lugar en unas circunstancias completamente distintas al anterior.
A BORDO DEL BALTIKA
LUNES, 19 DE SEPTIEMBRE DE 1960
La fría llegada de Jrushchov a un desvencijado muelle de Nueva York demostraba lo mucho que habían cambiado las cosas desde que el presidente Eisenhower lo recibiera en la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews hacía tan sólo un año. En lugar de llegar a EEUU en el más avanzado avión de pasajeros soviético, que estaba siendo reparado en el taller, Jrushchov había viajado a bordo del Baltika, una reliquia de la flota alemana de 1940, confiscada en el marco de las indemnizaciones de guerra.
Para compensar, y para enviar un mensaje de unidad comunista, Jrushchov había viajado en compañía de los líderes de Hungría, Rumanía, Bulgaria, Ucrania y Bielorrusia. Ya durante el viaje se había visto sujeto a violentos cambios de humor. En un momento había sucumbido a la depresión y al temor de que la OTAN pudiera hundir su embarcación, que no contaba con ninguna protección, mientras que en otra ocasión había insistido en que el jefe del Partido Comunista Ucraniano, Nikolai Podgorny, entretuviera a los demás pasajeros bailando un gopak, baile nacional ucraniano que se interpreta de cuclillas y lanzando vigorosas patadas.
Cuando uno de los marineros soviéticos había saltado del barco en las inmediaciones de la costa americana para buscar asilo en EEUU, Jrushchov se había limitado a encogerse de hombros. «Veréis lo poco que tarda en descubrir lo dura y desagradable que es la vida en Nueva York.» No sería la única indignidad que tendría que soportar. Jrushchov fue recibido en el puerto por una manifestación del sindicato de la Asociación Internacional de Estibadores, cuyos miembros exhibieron carteles de protesta desde un buque. El más memorable decía: «LA ROSA ES ROJA, LA VIOLETA ES AZUL, STALIN ACABÓ PALMANDO, ¿CUÁNDO LA PALMARÁS TÚ?».
Jrushchov estaba furioso. Había soñado con llegar a América como los primeros descubridores, sobre los que había leído de niño, pero en lugar de ello el boicot del sindicato de estibadores obligó al Baltika a echar amarras con la ayuda de su propia tripulación y de un puñado de diplomáticos soviéticos sin experiencia naval en el destartalado muelle 73 del East River. «En fin, otra jugarreta de los estadounidenses», se quejó Jrushchov.
Lo único que permitió salvar la situación fue que Jrushchov aún controlaba a su propia prensa. El corresponsal de Pravda, Gennady Vasiliev, habló en su artículo de una feliz multitud (no hubo multitud alguna) reunida junto a la costa una mañana soleada (estaba lloviendo).
Pero nada de todo eso logró mermar la energía que Jrushchov invertiría en aquel viaje. El líder soviético solicitaría sin éxito que el secretario general de la ONU, Dag Hammarskjöld, fallecido en un accidente aéreo en África unos días antes, fuera reemplazado por una troica formada por un occidental, un comunista y un líder no alineado. Propuso también que la ONU trasladara su sede a Europa, tal vez a Suiza. Durante el último día de su estancia, en un acto simbólico que se convertiría en el principal recuerdo que la historia guardaría de aquella visita y después de que un delegado filipino hiciera referencia a las naciones cautivas por el comunismo, Jrushchov se quitó un zapato y aporreó la mesa a modo de protesta.
El 26 de septiembre, sólo una semana después del viaje de Jrushchov, el New York Times informó de que una encuesta de alcance nacional en EEUU revelaba que el líder soviético se había convertido en uno de los puntos clave en la campaña de las elecciones presidenciales y que había logrado convertir la política exterior en la principal preocupación de los votantes estadounidenses, que dudaban sobre cuál de los candidatos, Richard Nixon o el senador John F. Kennedy, estaba más capacitado para plantar cara a Jrushchov.
Jrushchov estaba decidido a utilizar su considerable influencia de forma más inteligente que en 1956, cuando el primer ministro soviético Nikolai Bulganin había alabado al candidato preferido por el Soviet, Adlai Stevenson, propiciando así la victoria de la candidatura de Eisenhower y Nixon. En público, Jrushchov contestaba con evasivas y aseguraba que ambos candidatos «representan el mundo de los grandes negocios estadounidenses… Como decimos los rusos, son dos botas del mismo par: ¿cuál es mejor, la derecha o la izquierda?». Cuando le preguntaban por su favorito, respondía prudentemente: «Roosevelt».
Entre bastidores, sin embargo, el líder soviético trabajó desde el primer momento para propiciar la derrota de Nixon. Ya en enero de 1960, rodeados de vodka, fruta y caviar, el embajador soviético en EEUU, Mijaíl Menshikov, le preguntó a Adlai Stevenson qué podía hacer Moscú para ayudarlo a derrotar a Nixon. ¿Era preferible que la prensa soviética lo alabara o lo criticara? ¿Y sobre qué asuntos? Stevenson respondió que no esperaba ser candidato y que rezaría por que la noticia de la propuesta soviética no se filtrara.
Sin embargo, el potencial de Jrushchov para influir en las elecciones, ya fuera por voluntad propia o por accidente, era tan evidente que los dos partidos en contienda acudieron a él.
El republicano Henry Cabot Lodge Jr., que había logrado cierta proximidad con Jrushchov durante la primera visita de éste a EEUU, voló a Moscú en febrero de 1960 para convencer al líder soviético de que Nixon era alguien con quien podría trabajar. Lodge, que terminaría siendo el vicepresidente de la candidatura de Nixon, dijo: «En cuanto el señor Nixon ocupe la Casa Blanca estoy seguro, absolutamente seguro, de que su postura buscará proteger e incluso mejorar nuestras relaciones». Sin embargo, le pidió a Jrushchov que mantuviera la neutralidad, pues estaba convencido de que el respaldo del líder soviético le costaría votos a Nixon.
En otoño, la administración Eisenhower intensificó sus demandas para que Jrushchov liberase a Gary Powers y los aviadores del RB-47 derribado en el Ártico. Más tarde, Jrushchov recordaría que no había accedido a la demanda porque la carrera electoral estaba tan reñida que una respuesta en ese sentido habría desequilibrado la balanza. «Al final resultó que tomamos la decisión correcta», dijo más tarde. Teniendo en cuenta la diferencia de votos final, dijo, «cualquier gesto habría resultado decisivo».
Los demócratas también intentaron influir en Jrushchov. W. Averell Harriman, antiguo embajador en Moscú del presidente Roosevelt, recomendó a través del embajador Menshikov que Jrushchov se empleara con dureza con ambos candidatos. La mejor forma para que Nixon saliera ganador, aseguró, era que Jrushchov alabara a Kennedy en público. El momento elegido para la reunión, a menos de un mes de las elecciones y mientras Jrushchov se encontraba aún en EEUU, demostraba hasta qué punto los demócratas reconocían la influencia electoral del líder soviético.
A pesar de sus reservas públicas, Jrushchov fue muy explícito con sus subordinados. «Creíamos que las esperanzas de mejorar las relaciones soviético-americanas aumentarían si John Kennedy ocupaba la Casa Blanca.» Les dijo a sus colegas que, a tenor del anticomunismo de Nixon y de su conexión con «ese demonio de la oscuridad, [el senador Joe] McCarthy, a quien debía su carrera… no tenemos motivos para desear que Nixon logre la presidencia».
Aunque a lo largo de la campaña electoral Kennedy hizo gala de una dura retórica contra Moscú, la KGB apuntó que ésta obedecía menos a sus convicciones que a la coyuntura política y a la influencia de su padre, el anticomunista Joe Kennedy. Jrushchov celebró las declaraciones de Kennedy abogando por negociar la prohibición de las pruebas nucleares y sus palabras asegurando que, de haber sido presidente, habría pedido disculpas por las incursiones de los U-2. Pero, sobre todo, Jrushchov se veía capacitado para superar tácticamente a Kennedy, al que su ministro de Asuntos Exteriores había definido como un hombre «que difícilmente poseerá las virtudes de una persona excepcional». El consenso en el Kremlin era que aquel joven era un peso ligero, el fruto de una vida de privilegio norteamericana que carecía de la experiencia necesaria para asumir el liderazgo.
Los candidatos continuaron brindando sus atenciones a Jrushchov, que seguía la campaña desde su suite de la misión soviética, situada en la calle Sesenta y seis y Park Avenue, donde de vez en cuando se dejaba ver en el balcón de una mansión de finales de siglo construida originalmente para el banquero Percy Pyne. En el primer debate entre Kennedy y Nixon en un estudio de televisión de Chicago, el 26 de septiembre (el primer debate presidencial televisado de la historia), las primeras declaraciones de Kennedy ante sesenta millones de espectadores estadounidenses hicieron referencia explícita a la presencia del líder soviético en Nueva York y a «nuestra lucha por la supervivencia con el señor Jrushchov».
Aunque el debate debía centrarse en asuntos domésticos, Kennedy expresó su preocupación por que la Unión Soviética estuviera produciendo «el doble de científicos e ingenieros que nosotros», mientras EEUU continuaba pagando salarios precarios a sus profesores e infradotando a sus universidades. A continuación aseguró que estaba mejor preparado que Nixon para colocar a EEUU por delante de la URSS en educación, asistencia sanitaria, construcción de viviendas y vitalidad económica.
Durante su segundo debate sobre política exterior, el 7 de octubre en Washington D.C., los candidatos se centraron de pleno en Jrushchov y en Berlín. Kennedy predijo que «el próximo presidente deberá enfrentarse, ya durante su primer año de mandato, a un gran desafío en nuestra defensa de Berlín, nuestro compromiso con Berlín. Va a ser una situación que pondrá a prueba nuestro coraje y nuestra voluntad». Declaró también que el presidente Eisenhower había permitido que la fuerza de EEUU se erosionara y aseguró que, si salía elegido, solicitaría al congreso que apoyara la proliferación militar, pues en primavera o en invierno «nos vamos a encontrar cara a cara con la crisis más grave sobre Berlín desde 1949 o 1950».
Durante la campaña, Adlai Stevenson había aconsejado a Kennedy que evitara hablar de Berlín porque «sería difícil decir algo constructivo sobre la ciudad dividida que no pusiera en peligro las futuras negociaciones». Y Kennedy tan sólo había mencionado Berlín en unos pocos discursos. Sin embargo, el tema era más difícil de evitar cuando todo el país estaba viendo el debate, sobre todo después de que Jrushchov hubiera dicho a los enviados de las Naciones Unidas que deseaba que EEUU participara en una cumbre sobre Berlín poco después de las elecciones y justo antes de la reunión de la Asamblea General de la ONU programada para el mes de abril.
Durante su tercer debate, el 13 de octubre, Franc McGee de NBC News, preguntó a los dos candidatos si estarían dispuestos a emprender acciones militares para defender Berlín. Kennedy respondió con su afirmación más tajante sobre Berlín durante toda la campaña: «Señor McGee, tenemos el derecho contractual de estar presentes en Berlín que se deriva de las conversaciones de Potsdam y de la Segunda Guerra Mundial, que se ha visto reforzado por los compromisos adquiridos por el presidente de Estados Unidos y respaldados por varios países en el marco de la OTAN… Si queremos garantizar la seguridad en la Europa occidental debemos cumplir con dichos compromisos y, por lo tanto, ésa es una pregunta sobre la que no creo que ningún estadounidense tenga dudas. Espero que tampoco las tenga ningún miembro de la comunidad de Berlín Oeste. Y estoy convencido de que los rusos tampoco tienen ninguna duda al respecto. Cumpliremos nuestros compromisos a la hora de mantener la libertad y la independencia de Berlín Oeste».
Pero a pesar de la aparente convicción de Kennedy, Jrushchov presentía que existían los mimbres para alcanzar un acuerdo. Kennedy había hablado de los derechos contractuales de EEUU en Berlín, pero no de responsabilidad moral. No se trataba del toque de rebato a las naciones libres cautivas habitual entre los republicanos. Tampoco estaba sugiriendo que hubiera que hacer extensiva esa libertad al Berlín Este. Había hablado de Berlín Oeste y sólo de Berlín Oeste. Kennedy se refería a Berlín como si se tratara de un asunto legal y técnico, sobre el que se podía negociar.
Sin embargo, antes que Jrushchov pudiera poner a prueba a Kennedy, debía poner en orden la situación doméstica y neutralizar los desafíos crecientes que lo hostigaban en dos frentes: China y la Alemania del Este.
MOSCÚ,
VIERNES, 11 DE NOVIEMBRE DE 1960
Era comprensible que, inicialmente, Occidente no acertara a comprender la importancia de la mayor reunión de líderes comunistas de la historia, especialmente teniendo en cuenta que ésta estuvo marcada por dos semanas de discursos monótonos y redundantes de 81 delegaciones procedentes de todo el mundo. Entre bastidores, sin embargo, Jrushchov estaba trabajando para neutralizar los intentos del líder chino Mao Zedong de arrebatarle el liderazgo sobre el comunismo en el mundo y para obtener el apoyo necesario dentro del partido para abordar un nuevo acercamiento diplomático con el presidente electo Kennedy.
Los responsables de la estrategia de política exterior rusa consideraban que sus dos prioridades eran la alianza chino-rusa y la coexistencia pacífica con Occidente, por ese orden. El ministro de Asuntos Exteriores, Andrey Gromyko, había declarado que sería un error perder Pekín sin obtener ninguna contrapartida sólida de EEUU, pero justamente eso era lo que había sucedido durante 1960. La embajada soviética en Pekín había informado a Jrushchov de que los chinos estaban aprovechando las consecuencias del incidente con el U-2 y de la cumbre de París para oponerse a la política exterior de Jrushchov «de forma directa y abierta por primera vez».
Mao era contrario a la política de Jrushchov basada en la coexistencia pacífica y buscaba un camino que fomentara una confrontación más intensa, tanto en Berlín como en los países en vías de desarrollo. La delegación china había llegado a Moscú decidida a lograr el apoyo del Kremlin para diversos movimientos de liberación nacional y dirigentes izquierdistas, desde Asia hasta África pasando por América Latina.
Tras la ruptura de las relaciones con EEUU, numerosos altos cargos soviéticos afirmaban en privado que había llegado el momento de que Jrushchov realizara una apuesta estratégica más atrevida con los chinos. Pocos sabían, sin embargo, que eso sería imposible debido a la animadversión personal que había surgido entre Jrushchov y Mao.
Según el propio Jrushchov, su mala opinión sobre Mao se remontaba ya a su primera visita a la China en 1954, para las celebraciones del 5.º aniversario de la República Popular. Jrushchov se había quejado de todo, desde las interminables rondas de té verde («Mi cuerpo no tolera tanto líquido») hasta la cortesía obsequiosa y, a su parecer, falsa de su anfitrión. Mao se había mostrado tan poco cooperativo durante sus conversaciones que, a su regreso a Moscú, Jrushchov había declarado: «El conflicto con China es inevitable».
Cuando un año más tarde el canciller de la Alemania Federal, Konrad Adenauer, había expresado a Jrushchov sus dudas sobre la emergente alianza chino-soviética, Jrushchov había descartado dicha posibilidad y había formulado sus propias dudas sobre el país asiático. «Imagine», le dijo. «Son ya seiscientos millones de personas y cada año crecen en doce millones más… Tenemos que velar por la calidad de vida de nuestra gente, tenemos que armarnos como los americanos y, encima, tenemos que dejar que los chinos nos chupen la sangre como sanguijuelas.»
Mao había sorprendido a Jrushchov al mostrarse dispuesto a declarar la guerra a EEUU, por devastadoras que pudieran ser las consecuencias. Los chinos y los soviéticos juntos contaban con una población mucho mayor, le había dicho Mao a Jrushchov, y por lo tanto saldrían victoriosos. «Independientemente del tipo de guerra que se desate, ya sea convencional o termonuclear, ganaremos», le dijo a Jrushchov. «Es posible que perdamos a trescientos millones de personas. ¿Y qué? La guerra es la guerra.» A continuación, y utilizando lo que el líder soviético consideró el término más grosero posible para referirse al acto sexual, Mao había asegurado que los chinos simplemente producirían más bebés que antes para reemplazar a los muertos. Jrushchov se convenció de que Mao era «un lunático en un trono».
Cuando en 1956 Jrushchov repudió a Stalin y el culto a su persona, las tensiones en la relación entre ambos líderes empeoraron aún más. «Comprendieron perfectamente las implicaciones de aquellas palabras», dijo Jrushchov en referencia a los líderes chinos. «El Congreso había condenado a Stalin por el asesinato de cientos de miles de personas y por sus abusos de poder; Mao Zedong no hacía más que seguir los pasos de Stalin.»
La espiral descendente en las relaciones se aceleró en junio de 1959, cuando Jrushchov faltó a su promesa de entregar una bomba atómica de muestra a los chinos y, al mismo tiempo, se centró en intentar mejorar sus relaciones con los estadounidenses. Mao les dijo al resto de líderes del partido que Jrushchov estaba abandonando el comunismo para pactar con el diablo.
Jrushchov tensó aún más la cuerda cuando, poco después de su viaje a EEUU en 1959, regresó a China para las celebraciones del 10.º aniversario de la República Popular. En lugar de limitarse a alabar la revolución de Mao, Jrushchov aprovechó un banquete de gala para felicitarse también a sí mismo por haber reducido las tensiones mundiales gracias al «espíritu de Camp David» que había surgido entre él y Eisenhower.
Durante ese mismo viaje, Mao echó humo de cigarrillo a la cara de Jrushchov mientras hablaban (aunque sabía perfectamente que no había cosa que el líder soviético odiara más) y se burló de él y de lo que denominó sus caóticas divagaciones. Los intentos de Mao por humillar a Jrushchov alcanzaron su punto álgido en una piscina al aire libre al que el primero llevó al segundo para seguir con las conversaciones. Mao, que era un gran nadador, se lanzó de cabeza en la parte más honda y empezó a hacer largos con elegancia, mientras Jrushchov chapoteaba en la parte poco profunda con un salvavidas que le habían arrojado los asesores del líder chino. Durante el camino de vuelta, Mao le dijo a su médico que había fastidiado tanto a Jrushchov que había sido como «meterle una aguja por el culo».
Jrushchov era consciente de que le habían tendido una trampa. «El intérprete traducía sin parar y yo no podía responder como era debido. Era la forma de Mao de ponerse en una situación ventajosa. Y me harté. Mientras nadaba, iba pensando: “Vete a hacer puñetas”.»
La primera señal del nivel de degradación al que llegaría la relación entre Mao y Jrushchov se había producido cinco meses antes, el 20 de junio de 1960, en Bucarest, donde los rumanos habían reunido a las delegaciones de 51 países comunistas para su Tercer Congreso del Partido. Dos días antes de la reunión, Jrushchov había anunciado su asistencia después de que fracasara el intento de allanar las diferencias con la delegación china que había visitado Moscú de camino a la capital rumana. Su presencia tansformó una insignificante reunión de partido en la peor confrontación que se hubiera producido entre los líderes de los dos países comunistas más poderosos del mundo. Para preparar el terreno, Boris Ponomarev, jefe del Departamento Internacional del Comité Central Soviético, había difundido la opinión de Moscú sobre la «visión equivocada de la situación global actual» de Mao en una «Carta Informativa» de 81 páginas dirigida a los delegados del congreso. Ésta incluía también la intención de Jrushchov de continuar apostando por la coexistencia pacífica con el nuevo presidente estadounidense.
Con la ausencia de Mao en Bucarest, su réplica corrió a cargo de Peng Zhen, el jefe de la delegación china y comunista legendario, que había liderado la resistencia contra la ocupación japonesa y la decisiva toma comunista de Pekín en 1948.1 Peng dejó atónitos a los delegados con la ferocidad sin precedentes de su ataque contra Jrushchov, que acompañó de varias cartas que el líder soviético le había enviado a Mao ese mismo año y que repartió entre los presentes. Las cartas del líder soviético provocaron la consternación de los delegados por dos motivos: la ordinariez del lenguaje con el que Jrushchov lanzaba sus dardos envenenados contra Mao y la indiscreción sin precedentes de los chinos al compartir correspondencia privada con otros.
Jrushchov estalló con una furia que ni los delegados más veteranos recordaban durante una sesión final a puerta cerrada. Atacó al ausente Mao, de quien dijo que era «un Buda que se saca las teorías de la nariz» y al que acusó de «ignorar cualesquiera intereses que no sean los suyos».
Peng replicó diciendo que ahora resultaba evidente que Jrushchov había organizado el encuentro de Bucarest tan sólo para atacar a China. Además, acusó al líder soviético de no tener política exterior, más allá de «girar como una veleta ante las potencias imperialistas».
Jrushchov montó en cólera y, en una decisión furiosa e impulsiva, ordenó de la noche a la mañana cancelar todos los acuerdos con China en lo tocante a asuntos económicos, diplomáticos y a los servicios de información, que habían tardado años en cerrarse. «Antes de un mes», decretó, iba a ordenar la retirada de 1.390 asesores técnicos soviéticos, abandonaría 257 proyectos científicos y técnicos de cooperación y cancelaría 343 contratos y subcontratos de expertos. Hubo que abortar decenas de proyectos de investigación y construcción chinos, lo mismo que numerosos proyectos fabriles y mineros que habían empezado ya a producir en período de pruebas.
Sin embargo, el comunicado oficial sobre la reunión de Bucarest se redactó de tal forma que permitiera ocultar ante Occidente la verdad sobre la colisión inminente de los líderes comunistas. Pero eso no sería tan sencillo durante la siguiente reunión, que iba a tener lugar en Moscú en noviembre y a la que asistirían prácticamente las mismas delegaciones, aunque, eso sí, mucho más numerosas y con participantes de mayor nivel.
Las maniobras de Jrushchov antes de la reunión y sus intrigas durante la conferencia lograron mantener a los chinos a raya. Sólo una decena de delegaciones de países de entre las 81 presentes respaldaron las objeciones chinas sobre la liberalización del comunismo en el interior y la coexistencia pacífica en el exterior impulsadas por Jrushchov. Sin embargo, y aunque limitado, aquel nivel de oposición al liderazgo soviético no tenía precedentes.
Con Mao en Pekín, Jrushchov y el secretario general del Partido Comunista Chino, Deng Xiaoping, se enfrentaron a puerta cerrada en la Sala de San Jorge del Kremlin. Jrushchov tildó a Mao de «belicista megalomaníaco», dijo que Mao «quería a alguien en quien poder mearse encima» y añadió: «Si tanto queréis a Stalin, os lo podéis quedar: ¡el cadáver, el ataúd y todo!».
Deng atacó el discurso del líder soviético y declaró que «era evidente que Jrushchov había hablado sin conocimiento de causa, como hacía a menudo». Se trataba de un insulto sin precedentes al líder reconocido del movimiento comunista en su propio territorio. El nuevo aliado de Mao, el líder albano Enver Hoxha, pronunció un discurso salvaje en el que acusó a Jrushchov de hacer chantaje a Albania y de pretender lograr la sumisión de su país matándolo de hambre por haberse mantenido fiel a Stalin.
Al final, soviéticos y chinos pactaron un alto el fuego. Los chinos habían constatado con sorpresa que el líder soviético era capaz aún de lograr amplios apoyos y se retiraron, conscientes de que no podían provocar un cisma en el movimiento comunista en un momento tan decisivo. Los chinos aceptaron a regañadientes la apuesta de Jrushchov por la coexistencia pacífica con Occidente a cambio de que el líder soviético accediera a prestar un mayor apoyo a los opositores al capitalismo en los países en vías de desarrollo.
Por otro lado, la URSS brindaría de nuevo su apoyo a China, lo que permitiría reanudar las labores de construcción en 66 de los 155 proyectos industriales ya iniciados. Pero Mao no logró lo que más anhelaba: un pacto de cooperación en tecnología militar de largo alcance. Según el intérprete de Mao, Yan Mingfu, el acuerdo era tan sólo «un armisticio temporal. A largo plazo, la situación estaba fuera de control».
Con el frente chino temporalmente aplacado, Jrushchov pudo centrarse en intentar proteger el flanco de la Alemania del Este.
EL KREMLIN, MOSCÚ
MIÉRCOLES, 30 DE NOVIEMBRE DE 1960
Ulbricht estaba sentado en su silla, tenso y muy erguido, escuchando con escepticismo a Jrushchov mientras éste exponía su estrategia a la hora de negociar con Kennedy sobre el asunto de Berlín en 1961. Desde octubre, el líder de la Alemania del Este le había mandado tres cartas, cada una más crítica que la anterior, en las que se quejaba de la incapacidad de Jrushchov de dar una respuesta más firme a las crecientes dificultades económicas y a la hemorragia de refugiados a las que se enfrentaba su país.
Ulbricht, que había perdido ya cualquier esperanza de que Jrushchov fuera a tomar cartas en el asunto berlinés de forma inmediata, había empezado de forma unilateral a ejercer un control más severo sobre Berlín. Por primera vez, la Alemania del Este exigía a los diplomáticos acreditados en la Alemania Federal el permiso de las autoridades de la Alemania del Este para entrar en Berlín Este o en la Alemania del Este. De hecho, ya se había producido un incidente en las altas esferas cuando sus guardas de fronteras habían negado el acceso a Walter «Red» Dowling, el embajador estadounidense en la Alemania Federal. La actitud de la Alemania del Este contradecía frontalmente los intentos soviéticos por mejorar los contactos diplomáticos y económicos con Berlín Oeste y con la Alemania Federal. Por ello, el 24 de octubre Jrushchov había ordenado a Ulbricht que revertiera su nuevo régimen fronterizo. Ulbricht había obedecido a regañadientes, pero las tensiones entre ambos líderes eran cada vez más evidentes.
El embajador soviético en el Berlín Este, Mijaíl Pervujin, informó a Jrushchov y al ministro de Asuntos Exteriores Gromyko de que Ulbricht estaba desobedeciendo las directrices del Kremlin cada vez con mayor frecuencia. Un segundo secretario de la embajada soviética, A. P. Kazennov, mandó un telegrama a sus superiores en Moscú y los advirtió de que la Alemania del Este se estaba planteando cerrar la frontera de la ciudad para detener el creciente flujo de refugiados. Pervujin informó a Moscú de una serie de medidas que Ulbricht había adoptado para limitar el movimiento y la interacción económica entre las dos partes de la ciudad que demostraban la «inflexibilidad» del líder de la Alemania del Este.
Ulbricht había creado un nuevo Consejo Nacional de Defensa que debía velar por la seguridad de su país y se había autoproclamado presidente del mismo. El 19 de octubre, el nuevo consejo debatió una serie de medidas potenciales para cerrar la frontera de la ciudad, a través de la cual estaban huyendo tantos refugiados. Aunque Occidente consideraba a Ulbricht una marioneta de los soviéticos, lo cierto era que el líder de la Alemania del Este intentaba ejercer cada vez más influencia en las decisiones de Moscú.
En su carta más reciente, con fecha del 22 de noviembre, Ulbricht había trasladado sus quejas a Jrushchov y había acusado a los soviéticos de cruzarse de brazos mientras la economía de su país se derrumbaba, los refugiados huían en tropel, la libertad del Berlín Oeste se convertía en una causa famosa en todo el mundo y las fábricas del Berlín Oeste se dedicaban a abastecer a la industria de defensa de la Alemania Federal. Ulbricht le dijo a Jrushchov que Moscú debía adoptar otra actitud «después de años tolerando esta situación irregular». Tener que esperar a que Jrushchov organizara una cumbre con Kennedy para actuar sobre Berlín, aseguraba Ulbricht, era simplemente dar ventaja a los estadounidenses.
Jrushchov le aseguró a un escéptico Ulbricht que abordaría el problema de Berlín durante los primeros compases de la administración Kennedy. No deseaba otra cumbre con las cuatro potencias, dijo, sino un encuentro cara a cara con Kennedy en el que podría conseguir sus objetivos más fácilmente. Finalmente, le prometió a Ulbricht que si Kennedy no se mostraba dispuesto a negociar un acuerdo razonable durante los primeros meses de su administración, volvería a lanzar un ultimátum.
Aunque Ulbricht continuaba sin fiarse del líder soviético, la promesa de Jrushchov de forzar una solución al problema de Berlín tan pronto lo alentó. Al mismo tiempo, no obstante, el líder de la Alemania del Este advirtió a Jrushchov de que sus constantes promesas de que actuaría sobre Berlín gozaban cada vez de menos credibilidad: «Entre la población», le dijo a Jrushchov, «gana cada vez más peso la opinión de quienes dicen: “Usted [Jrushchov] sólo habla de un tratado de paz, pero no hace nada al respecto”. Debemos tener cuidado». El líder de la Alemania del Este estaba sermoneando a su superior soviético.
Ulbricht quería que Jrushchov tomara conciencia de que se le estaba acabando el tiempo. «La situación en Berlín se ha complicado y no precisamente a favor nuestro», afirmó y le aseguró a Jrushchov que la economía del Berlín Oeste era cada vez más fuerte, algo que resultaba evidente teniendo en cuenta que 50.000 berlineses del Este cruzaban a diario la frontera para trabajar en la mitad Oeste de la ciudad, que ofrecía unos salarios más altos. La tensión en la ciudad crecía de forma proporcional a las diferencias entre las condiciones de vida en el Este y en el Oeste.
«Aún no hemos tomado las contramedidas adecuadas», se quejó Ulbricht, que aseguró estar perdiendo también la batalla por los cerebros de la intelectualidad, que optaban en su mayoría por refugiarse en Occidente. Ulbricht le dijo a Jrushchov que no podía competir, pues los maestros del Berlín Oeste cobraban entre doscientos y trescientos marcos más al mes que los maestros del Este, y el salario de los médicos del Oeste doblaba el de los del Este. Ulbricht aseguró que no disponía de medios para igualar dichos salarios y que, aun en el caso de que hubiera podido proporcionar a los habitantes de la Alemania del Este el dinero necesario, tampoco tenía la capacidad para producir bienes de consumo suficientes.
Jrushchov prometió un mayor apoyo económico a Ulbricht.
A continuación el líder soviético se encogió de hombros. A lo mejor iba a tener que poner los misiles soviéticos en alerta militar mientras maniobraba para alterar el estatus de Berlín, aunque confiaba en que Occidente no iniciaría una guerra por la libertad de la ciudad. «Por suerte nuestros adversarios aún no se han vuelto locos; aún son capaces de pensar sin que les fallen los nervios.» Si Kennedy no quería negociar, le prometió Jrushchov a Ulbricht, adoptaría medidas unilaterales «que dejarán claro quién ha perdido».
Con un suspiro de exasperación, Jrushchov le dijo a Ulbricht: «Esta situación tiene que acabar algún día».
1. En la década de 1900, Peng sería nombrado uno de «los Ocho Inmortales del Partido Comunista Chino».