17
Póquer nuclear
En cierto modo existe una analogía (esta comparación me gusta) con el Arca de Noé, donde encontraron refugio tanto los «puros» como los «impuros». Independientemente de quién se defina a sí mismo como «puro» y quién sea considerado «impuro», todos están interesados en lo mismo: que el Arca siga navegando.
El primer ministro JRUSHCHOV al presidente Kennedy, en la primera carta de su correspondencia secreta,
29 de septiembre de 1961
Nuestra confianza en nuestra capacidad de desalentar a los comunistas de sus intenciones se basa en un juicio sobrio del poder militar relativo de ambas partes. Y lo cierto es que nuestro país dispone de unas capacidades nucleares de represalia tan letales que cualquier acción del enemigo que pueda provocar su uso equivaldría a un acto de autodestrucción por su parte.
El vicesecretario de defensa ROSWELL GILPATRIC, Hot Springs, Virginia,
21 de octubre de 1961
HOTEL CARLYLE, NUEVA YORK
SÁBADO, 20 DE SEPTIEMBRE DE 1961
Con dos periódicos doblados bajo el brazo, Georgi Bolshakov se presentó ante la puerta de Pierre Salinger en el Carlyle a las 15.30, tal como habían acordado, después de que un agente del Servicio Secreto lo escoltara hasta la habitación.
Oculto dentro de uno de los periódicos había un grueso sobre, del que Bolshakov extrajo un pliego de páginas. Con extravagancia conspirativa, el espía soviético anunció que tenía en sus manos una carta de veintiséis páginas de Jrushchov dirigida a Kennedy, un manuscrito que, aseguró, había pasado la noche entera traduciendo. Las ojeras de Bolshakov eran tan permanentes que Salinger fue incapaz de decir si estaba diciendo la verdad.
«Léala si quiere», le dijo Bolshakov a Salinger, «pero luego tan sólo es para los ojos del presidente.» Había pasado apenas una semana desde que Bolshakov y Salinger se reunieran en aquella misma habitación antes del discurso de Kennedy en la ONU. Jrushchov estaba ansioso por poner a prueba las palabras conciliadoras de Kennedy y su voluntad expresa de abrir negociaciones por Berlín, a pesar de la oposición francesa y de la Alemania Federal. Bolshakov le entregó a Salinger tanto la versión inglesa de la carta como la rusa, para que los traductores del gobierno estadounidense pudieran compararlas y juzgar la precisión de su traducción.
Así empezó lo que el asesor de seguridad nacional McGeorge Bundy bautizó como el «carteo entre dos amigos por correspondencia», la curiosa relación epistolar privada y directa entre los líderes de las dos potencias rivales de la época. Durante los siguientes dos años, Jrushchov continuaría operando según aquel método digno de una película de espías, en el que Bolshakov y otros entregaban sus cartas a Salinger, a Robert Kennedy o a Ted Sorensen en esquinas solitarias, en bares o en otros lugares, a menudo en sobres sin nombre, ocultos dentro de periódicos doblados.
Jrushchov consideraba que el asunto era tan urgente que Bolshakov había llamado a Salinger el día anterior con la oferta de fletar un avión para entregar la carta en Newport, Rhode Island, donde Kennedy estaba pasando una semana de vacaciones otoñales en casa de la madre de Jacqueline, Janet Lee Bouvier, y su padrastro, Hugh Auchincloss. Sin embargo, Kennedy y Rusk habían preferido evitar el revuelo mediático que se habría armado si alguno de las decenas de periodistas que seguían al presidente se hubiera percatado de la presencia del agente ruso y habían optado por enviar a Salinger a Nueva York el día siguiente.
«Si fueran conscientes de la importancia de lo que tengo en mi poder no me harían esperar tanto», había protestado Bolshakov.
Más tarde, Salinger resumiría el mensaje de la carta de 6.000 palabras de Jrushchov: «Usted y yo, señor presidente, somos los líderes de dos naciones que van camino del enfrentamiento. […] No tenemos más opción que ponernos de acuerdo y encontrar una forma de vivir en paz».
El hombre que había destrozado a Kennedy en Viena iniciaba su carta con unas cálidas palabras personales en las que explicaba que estaba descansando con su familia en su refugio de Pitsunda, en el mar Negro. En la hermética Unión Soviética, ni siquiera sus propios súbditos sabían dónde se encontraba. «Como antiguo oficial de la Marina», le decía Jrushchov a Kennedy, «estoy seguro de que apreciaría las virtudes de este entorno, la belleza del mar y las imponentes montañas del Cáucaso.» Jrushchov añadía que, en un entorno como aquél, resultaba difícil admitir la existencia de problemas insolubles, capaces de proyectar «su siniestra sombra sobre una vida en paz, sobre el futuro de millones de personas».
Sin embargo, y como aquél era justamente el caso, Jrushchov sugería iniciar un intercambio confidencial entre los dos hombres cuyas acciones iban a determinar el futuro del planeta. Si Kennedy no estaba interesado en ello, el líder soviético aseguró que el presidente podía ignorar aquella carta; él, por su parte, no volvería a mencionarla nunca.
Salinger se mostró sorprendido por la simplicidad campesina de las palabras de Jrushchov, «en contraste con el galimatías estéril que suele caracterizar la correspondencia diplomática a este nivel». La carta no contenía ninguna de las habituales amenazas de Jrushchov y se limitaba a pedirle a Kennedy propuestas alternativas si no le satisfacían las sugerencias de Jrushchov.
La iniciativa de Jrushchov podía obedecer a motivos diversos. El principal, sin duda, era que faltaban tan sólo dos semanas para que se iniciara el Congreso del Partido y que entablar una relación de aquel tipo con Kennedy era una garantía de que EEUU no llevara a cabo nada que pudiera trastocar su esmerada coreografía. En segundo lugar, el líder soviético esperaba poder rebajar unas tensiones que habían provocado un incremento en el presupuesto de defensa estadounidense mucho mayor de lo que él había previsto.
Jrushchov sabía que la Unión Soviética no disponía de los medios económicos necesarios para mantener una carrera armamentística a largo plazo con un país tan rico como Estados Unidos. Por primera vez, al líder soviético le preocupaba que Occidente pudiera desafiar su superioridad militar convencional alrededor de Berlín. El incremento del presupuesto de defensa de Kennedy también daba argumentos a los partidarios de la línea dura dentro de la Unión Soviética, que exigían a Jrushchov una postura más agresiva respecto a Occidente y también que hiciera más por neutralizar Berlín Oeste. En su carta, Jrushchov advertía a Kennedy de que el tira y afloja en inversión militar, provocado por la situación en Berlín, era otro de los motivos por los que Moscú daba «tanta importancia a la cuestión alemana».
El líder soviético se mostró dispuesto a reexaminar unas posturas que se habían enquistado tras quince años de guerra fría. Dirigiéndose al católico Kennedy, el ateo soviético comparó el mundo de posguerra con el Arca de Noé, a bordo de la cual todas las partes, puras o impuras, podían proseguir con su viaje. «No tenemos otra opción: o vivimos en paz y cooperamos para que el Arca siga flotando, o ésta se hunde.»
Jrushchov también se mostró dispuesto a ampliar los contactos entre el secretario de estado Rusk y el ministro de Asuntos Exteriores Gromyko, que habían celebrado una primera reunión en Nueva York el 21 de septiembre. Además, afirmó estar dispuesto a aceptar la sugerencia de Kennedy e iniciar conversaciones preparatorias entre los embajadores de ambos países en Yugoslavia, el legendario diplomático estadounidense George Kennan y el general Alexei Yepishev, hombre de confianza de Jrushchov.
Justo un día después del cierre de fronteras, el 14 de agosto, el Departamento de Estado había autorizado a Kennan a abrir ese canal, pero en ese momento Moscú no había mostrado ningún interés. Ahora Jrushchov parecía mejor predispuesto, aunque temía que, sin instrucciones claras, los embajadores se dedicarían «a beber té» y a «tirar balones fuera en cuanto la conversación abordara asuntos más sustanciosos». Jrushchov sugería que el representante de Kennedy en las conversaciones fuera el embajador estadounidense Thompson, que había demostrado ser un interlocutor válido y de fiar, aunque inmediatamente se disculpaba por la injerencia y afirmaba que era consciente de que aquella decisión dependía de Kennedy.
Jrushchov se quejaba largo y tendido de que Occidente aún albergara sospechas de que Moscú pretendía apoderarse de Berlín Oeste. «Es una idea ridícula», aseguraba, argumentando que la ciudad no poseía ningún valor geopolítico. Para demostrar sus buenas intenciones, sugirió trasladar el cuartel general de las Naciones Unidas a Berlín Oeste, una idea que ya había insinuado ese mismo mes en reuniones separadas con el ministro de Asuntos Exteriores belga Paul-Henri Spaak y con el ex primer ministro francés Paul Reynaud.
Además de abrir aquel canal de comunicación con Kennedy, Jrushchov también había tomado otras medidas para evitar una escalada de las tensiones con EEUU. El Presidium del partido de Jrushchov había congelado un avanzado plan para proporcionar más armas a Cuba, entre ellas misiles que podrían alcanzar EEUU. Jrushchov también había impedido que Ulbricht adoptara una serie de medidas encaminadas a reforzar su dominio sobre Berlín Este, advirtiendo a su díscolo socio que iba a tener que conformarse con lo que ya había logrado en 1961, que no era poco.
En su gesto más importante, Jrushchov respondía a la petición que Kennedy había formulado la semana anterior en el sentido de que se realizaran progresos sobre Laos. El líder soviético ratificaba el acuerdo alcanzado por ambos en Viena, que debía convertir Laos en un estado neutral e independiente, como Birmania y Camboya. Sin embargo, Jrushchov afirmaba no compartir la preocupación de Kennedy sobre quién debía asumir específicamente qué posiciones de liderazgo en Laos, un asunto que, en su opinión, escapaba a las atribuciones de Moscú y Washington.
Finalmente, Jrushchov concluía su carta expresando sus mejores deseos hacia la esposa de Kennedy y hacia la salud del presidente y su familia.
HYANNIS PORT, MASSACHUSETTS
SÁBADO, 14 DE OCTUBRE DE 1961
Pasarían dos semanas antes de que Kennedy estuviera preparado para responder.
Durante el fin de semana, en Cabo Cod, Kennedy escribió y reescribió un borrador en el que la creciente desconfianza que le generaba Jrushchov hacía de contrapeso a su deseo de evitar una guerra por culpa de un error de apreciación. Una respuesta negativa podía precipitar otra acción de Moscú en Berlín, pero, en cambio, una respuesta demasiado positiva podía ser considerada como una ingenuidad por parte de los críticos internos y aliados. Tanto Charles de Gaulle como Konrad Adenauer temían que unas nuevas conversaciones entre Kennedy y Jrushchov pudieran traducirse en nuevas concesiones sobre Berlín Oeste.
Las preocupaciones de Adenauer habrían sido aún mayores si hubiera estado al corriente de las instrucciones que Kennedy había proporcionado a Rusk para modificar radicalmente las posiciones estadounidenses de cara a una nueva ronda de conversaciones sobre Berlín, con el objetivo de organizar una conferencia de paz. Kennedy había descartado al embajador estadounidense en la Alemania Federal, Walter Dowling, como negociador porque «refleja en exceso la opinión de Bonn». No sólo eso, sino que también quería que Rusk planteara tan sólo cuestiones que Moscú pudiera aceptar y, por lo tanto, hiciera caso omiso de la insistencia de Adenauer por que incorporara a las conversaciones la cuestión de la reunificación de Alemania y de Berlín mediante elecciones libres. «No se trata de propuestas negociables», dijo. «Su vacuidad en ese sentido está comúnmente aceptada y nos veríamos obligados a retirarlas demasiado pronto.» En cambio, sí estaba dispuesto a considerar muchas de las ideas de Moscú que anteriormente se habían considerado inaceptables, entre ellas la propuesta de convertir Berlín Oeste en una «ciudad libre» bajo control internacional, siempre y cuando fuera la OTAN quien garantizara su futuro y no un contingente extranjero que incluyera tropas soviéticas.
Teniendo en cuenta las numerosas concesiones que estaba dispuesto a realizar, Kennedy se mostró decepcionado por la respuesta soviética. Los aparatos soviéticos se acercaban cada vez más a los aviones estadounidenses que se dirigían a Berlín, Jrushchov había reiniciado sus pruebas nucleares y el líder soviético amenazaba de nuevo con firmar un tratado de paz con la Alemania del Este. Por otro lado, sin embargo, Jrushchov ya no amenazaba con una guerra y se había comprometido a garantizar la independencia de Berlín Oeste.
Una cosa era segura: después de haber intentado mantener el asunto de Berlín en un segundo plano al inicio de su presidencia, Kennedy se sentía ahora abrumado por la cuestión. Ante la imposibilidad de atraer la atención del presidente a su programa de conservación del territorio, el secretario de Interior Stewart Udall afirmó: «Está obsesionado con Berlín, no piensa en otra cosa. Es un hombre inquieto al que le gusta interesarse por todos los temas, pero desde agosto Berlín lo tiene completamente consumido».
Kennedy se planteó la posibilidad de acudir a sus aliados para pedirles consejo sobre cómo responder a Jrushchov, pero la experiencia le dijo que aquello tan sólo serviría para generar confusión y filtraciones a la prensa. Y entonces perdería la confianza de Jrushchov. Aunque, ¿qué valor tenía realmente la confianza de aquel hombre? Chip Bohlen, el ex embajador estadounidense en Moscú, le dijo a Kennedy que su respuesta a Jrushchov «puede convertirse en la carta más importante que el presidente escriba jamás».
En una carta con fecha del 16 de octubre, más de dos semanas después de recibir la misiva de Jrushchov, Kennedy recurrió al tono personal utilizado por el líder soviético y escribió sobre el valor que tenía para él poderse alejar de Washington y pasar tiempo en la costa con sus hijos y los primos de éstos. Dio la bienvenida a la oferta de Jrushchov de establecer una relación epistolar confidencial y dijo que no la mencionaría en público ni ante la prensa. Sin embargo, Kennedy advirtió a Jrushchov de que iba a compartir sus cartas con Rusk y otros colaboradores más próximos.
Kennedy se mostró de acuerdo con la analogía de Jrushchov sobre el Arca de Noé. Teniendo en cuenta los peligros que entrañaba la era nuclear, dijo, la colaboración entre EEUU y la URSS en aras de la paz era más importante aún que su alianza durante la Segunda Guerra Mundial. Kennedy no podría haber expresado de forma más clara su aceptación de facto del cierre de fronteras en Berlín. El presidente estadounidense aseguró que su actitud hacia Berlín y Alemania era «razonable y no beligerante. Actualmente reina la paz en la zona; este gobierno no iniciará ni tolerará ninguna acción que pueda alterar dicha paz».
Aunque había permitido la construcción del Muro de Berlín, ahora trazó una línea que no estaba dispuesto a cruzar. Por ello, rechazó la oferta de Jrushchov para iniciar contactos con el objetivo de modificar el estatus de Berlín y convertirla en una denominada «ciudad libre», donde las tropas soviéticas se unirían a las de los aliados como garantes de la libertad de la ciudad, el acceso a la cual estaría controlado por la Alemania del Este. «Si lo hiciéramos, estaríamos “comprando el mismo caballo dos veces”», escribió Kennedy, «cediendo a los objetivos que usted persigue a cambio de conservar simplemente lo que ya tenemos.» Sin embargo, Kennedy expresó su predisposición a iniciar conversaciones a través del intermediario estadounidense que Jrushchov había sugerido para tal fin, el embajador Thompson.
Kennedy también quería que Jrushchov ofreciera algo más a EEUU en Laos como muestra de su buena voluntad en Berlín. «No veo de qué modo podemos aspirar a alcanzar un acuerdo en una situación tan enconada y compleja como la de Berlín», dijo el presidente, «donde los dos tenemos intereses vitales en juego, si no somos capaces de llegar a un acuerdo definitivo sobre Laos, que ya habíamos pactado que se convertiría en un país neutral e independiente, al estilo de Birmania y Camboya.» Ahora que estaba claro que una figura neutral, el príncipe Souvanna Phouma, iba a convertirse en primer ministro, Kennedy afirmó que él y Jrushchov debían garantizar que el príncipe «cuenta con el apoyo de los hombres que consideramos necesarios para lograr los estándares de neutralidad». Y añadió que los crecientes ataques comunistas contra la República de Vietnam, muchos de ellos iniciados desde territorio laosiano, suponían «una seria amenaza para la paz».
En todo caso, y más allá del contenido de la carta, lo importante para Jrushchov era que Kennedy hubiera mordido el anzuelo y hubiera respondido. Ahora el líder soviético podía estar relativamente seguro de que Kennedy estaba dispuesto a iniciar nuevas conversaciones sobre Berlín y que, por lo tanto, evitaría discursos o acciones polémicas que pudieran poner en peligro los planes de Jrushchov de cara al crucial e inminente Congreso del Partido. Sólo dos meses después del cierre de fronteras en Berlín, el líder soviético había logrado empujar a Kennedy a unas nuevas negociaciones sobre el estatus de la ciudad sin haber sufrido ni siquiera la menor represalia en forma de sanciones económicas.
Lo que Kennedy sacaría de aquel intercambio iba a ser mucho menos satisfactorio. La siguiente comunicación por parte de Jrushchov llegaría en forma de una bomba de hidrógeno de cincuenta megatones.
PALACIO DE CONGRESOS, MOSCÚ
MARTES, 17 DE OCTUBRE DE 1961
La luz del sol asomaba por entre la neblina matutina y se reflejaba en las cúpulas doradas de las iglesias del Kremlin, de los siglos XV y XVI. Las banderas rojas de las quince repúblicas soviéticas ondeaban frente al moderno Palacio de Congresos, rojo y dorado y con el frontal de cristal, terminado justo a tiempo para el XXII Congreso del Partido Soviético.
El enorme auditorio estaba completamente abarrotado. No había ni una sola butaca roja vacía. Nunca había habido tantos comunistas reunidos en un mismo lugar y al mismo tiempo: 4.394 delegados con derecho a voto y 405 sin derecho a él, casi 5.000 en total, procedentes de ochenta países comunistas y no comunistas. Había tres veces y media más delegados que en el congreso anterior.
Aquellas cifras reflejaban el crecimiento del partido, que estaba a punto de alcanzar la cota de los diez millones de miembros, tras haber aumentado en casi un millón y medio desde el XXI Congreso del Partido de 1959. Jrushchov quería contar con una multitud récord para su espectáculo de 1961, y por ese motivo había autorizado a todas las organizaciones del partido a enviar delegados adicionales.
El Palacio de Congresos era un edificio único, aunque sólo fuera porque todo funcionaba mucho mejor que en la mayoría de edificios gubernamentales soviéticos. Tenía escaleras mecánicas con motores casi silenciosos, modernísimos equipos estereofónicos, un sistema de aire acondicionado fabricado en la RFA, neveras de origen británico y baños de mármol con agua corriente fría y caliente. Los corresponsales occidentales se reunieron para beber y comer en la séptima planta de un edificio que describieron como «lo Marx de lo Marx».
La revista Time repasó la lista de asistentes: «Camaradas llegados de pequeños pueblos rusos, sofisticados parisinos de café, agitadores asiáticos duros como el bambú…». Entre los invitados estrella estaban el líder vietnamita Ho Chi Minh, el chino Chou En-lai, la activista sindicalista estadounidense Elizabeth Gurley Flynn, de setenta y un años, la famosa Dolores Ibárruri, la «Pasionaria», y también János Kádár, el líder que había ayudado a sofocar la rebelión húngara de 1956. Todos ellos estaban sentados bajo un gigantesco bajorrelieve de plata de Lenin, sobre un fondo púrpura.
Los reporteros occidentales solían referirse a Jrushchov como «el líder absoluto» de la Unión Soviética, pero la realidad era algo más compleja. Tras tan sólo un año en el poder, Jrushchov había resistido por los pelos a un golpe de estado en 1957. Tras el incidente del G-2 y el fracaso de la Cumbre de París en mayo de 1960, los restos del estalinismo habían empezado a hacer campaña contra Jrushchov. En particular, sus críticas se centraban en lo que consideraban una reducción irresponsable de las fuerzas armadas soviéticas, su alienación respecto a la China comunista y su aproximación a los imperialistas estadounidenses. Mediante votaciones sobre resoluciones preacordadas, Jrushchov había logrado controlar a rivales potenciales que podían llevarlo a la ruina.
Los tres principales opositores políticos de Kennedy en EEUU, el senador republicano de Arizona Barry Goldwater, el gobernador de Nueva York Nelson Rockefeller y el ex vicepresidente Richard Nixon, eran figuras dóciles en comparación con los oponentes de Jrushchov, personajes menos visibles pero mucho más peligrosos, forjados durante los tiempos más sangrientos del estalinismo.
Aunque debía su posición a Jrushchov, el miembro del Presidium Frol Kozlov personificaba el tipo de matón que había empezado a conspirar contra el líder soviético tras el fracaso de la Cumbre de París. Kozlov era un hombre de escasa educación, bajito, zafio, estalinista y hostil con Occidente. El diplomático estadounidense Richard Davies lo describió como un borracho asqueroso que comía como un cerdo y bebía como un pez. Pero Jrushchov también se enfrentaba a un enemigo potencial más elegante y despiadado, el principal ideólogo e intelectual del partido, Mijaíl Suslov.
En 1961, Jrushchov se había afianzado en el poder gracias al tráfico de favores, las purgas entre facciones y sus visitas a los líderes locales del partido durante sus viajes por todo el país. El viaje espacial de Gagarin, el episodio de Bahía Cochinos, la Cumbre de Viena y el cierre de fronteras en Berlín habían terminado de neutralizar a sus oponentes potenciales. En palabras de su colega de partido, Piotr Demichev, Jrushchov estaba disfrutando de una inusitada «época de bonanza». La revista Time lo expresó de la siguiente forma: «En 44 años y tras quince Congresos de Partido desde la Revolución de octubre de 1917, nunca antes la jerarquía interna del comunismo había parecido tan estable y exitosa».
Sin embargo, Jrushchov sabía mejor que nadie hasta qué punto se encontraba en una posición vulnerable. A pesar de sus esfuerzos por expandir el comunismo en África y Asia, tan sólo Cuba se había incorporado al bloque soviético bajo el liderazgo de Jrushchov, y más por un golpe de suerte que por sus aciertos. Algunos líderes del partido no le perdonarían jamás que hubiera denunciado a Stalin, algo que a su modo de ver constituía no sólo un ataque contra un individuo, sino también contra la historia y la legitimidad comunista. China seguía manteniendo una postura contraria a Jrushchov y el líder de la delegación de Pekín, Chou En-lai, abandonaría el Congreso echando pestes, tras depositar una corona en la tumba de Stalin.
Sin embargo, Jrushchov parecía más delgado y en forma de lo que había estado desde hacía meses, como si se hubiera estado entrenando para la ocasión. «Propongo que empecemos a trabajar», declaró ante los asistentes, sus palabras interpretadas simultáneamente en veintinueve idiomas. «Se inicia la primera sesión del XXII Congreso.»
Incluso Stalin habría admirado la coreografía de Jrushchov. El líder soviético monopolizó los primeros dos días de congreso con sus dos discursos, cada uno de ellos de unas seis horas de duración. Jrushchov pasaba de un tema a otro con una energía inagotable, describiendo con todo detalle cómo, tras haber multiplicado su producto interior bruto por cinco, su producción industrial por seis y tras proporcionarle a cada familia un apartamento libre de alquiler, la economía soviética superaría la de Estados Unidos en 1980. En 1965, aseguró, la Unión Soviética produciría ¡tres pares de zapatos por persona por año!
A continuación insistió una vez más en sus ataques contra el fallecido Stalin y anunció que, antes del final del Congreso, retiraría los restos del dictador del mausoleo de la Plaza Roja, donde descansaba junto a Lenin, para enterrarlo en un lugar más discreto, al lado de varios héroes comunistas de menor rango junto al muro del Kremlin.
Sin embargo, lo que más llamó la atención de los delegados y del mundo fueron dos bombas relacionadas con Berlín, una de ellas metafórica, pero la otra muy real.
En un anuncio que debió de decepcionar a Ulbricht, Jrushchov declaró que renunciaba a firmar un tratado de paz con la Alemania del Este antes de fin de año. El líder soviético justificó su decisión aduciendo que las recientes conversaciones entre Gromyko y Kennedy mostraban que las potencias occidentales «estaban dispuestas a llegar a un acuerdo» sobre Berlín.
Tras ofrecer la zanahoria a Kennedy, Jrushchov lo atizó con el garrote nuclear. Abandonando el texto que tenía preparado, se refirió a las proezas nucleares soviéticas, particularmente en lo tocante al desarrollo de misiles. Jrushchov comentó riéndose que los soviéticos habían llegado tan lejos que los barcos espía estadounidenses estaban siguiendo y confirmando la admirable precisión de sus proyectiles.
Siguiendo con la improvisación, Jrushchov sorprendió a sus oyentes con una revelación. «Como de todos modos ya me he apartado del texto escrito, me gustaría señalar que nuestras pruebas de nuevas armas nucleares también van por buen camino. En breve, previsiblemente a finales de octubre, completaremos dichas pruebas. Es probable que el punto final venga marcado por la detonación de una bomba de hidrógeno de cincuenta megatones de TNT.»
Los delegados se pusieron en pie y prorrumpieron en una atronadora ovación; hasta la fecha, nadie había probado un arma tan poderosa. Los periodistas tomaban nota a toda velocidad.
«Hemos dicho que poseemos una bomba de cien megatones», añadió, animado por la reacción del público. «Y es cierto. Pero a ésa no la haremos explotar: aunque la lanzáramos en el sitio más remoto imaginable, es posible que rompiéramos los cristales de todas las ventanas.»
Los delegados soltaron una carcajada y aplaudieron a rabiar.
A continuación, el líder ateo dirigió sus palabras hacia el Todopoderoso: «Quiera Dios, como se decía antes, que nunca nos veamos obligados a detonar dichas bombas en el territorio de nadie. Ése es nuestro mayor deseo».
Era una maniobra típica de Jrushchov. Primero le había quitado algo de presión a Kennedy eliminando el plazo de negociación de un tratado sobre Berlín para, acto seguido, lanzarle a la cabeza la noticia de una inminente prueba nuclear. Durante el último día del Congreso, la Unión Soviética detonaría el arma nuclear más poderosa jamás construida. La «Bomba Zar», como se conocería más tarde en Occidente, tenía el equivalente a diez veces los explosivos utilizados en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial.
Kennedy, al que una vez más habían cogido a contrapié, sabía que tenía que responder.
LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
MIÉRCOLES, 18 DE OCTUBRE DE 1961
Al día siguiente, durante una comida por lo demás bastante plácida con varios directores de medios de comunicación tejanos, el editor conservador del Dallas Morning News, E. M. «Ted» Dealey, decidió retar al presidente. «Podemos aniquilar Rusia», dijo, «y debería dejárselo claro al gobierno soviético.»
Siguiendo el guión de una declaración de quinientas palabras que se había sacado del bolsillo, Dealey declaró: «La opinión general de las bases de este país es que a usted y a su administración les falta coraje». El editor añadió que lo que el país necesitaba era «un jinete montado a caballo», pero que «mucha gente en Texas y en el suroeste cree que usted sólo monta el triciclo de Caroline».
Kennedy, que tenía los nervios a flor de piel por el anuncio de Jrushchov tras varias semanas de presión implacable por Berlín, respondió con irritación. «La diferencia entre usted y yo, señor Dealey, es que yo fui elegido presidente por la gente de este país y usted no. Yo tengo bajo mi responsabilidad las vidas de 180 millones de estadounidenses, algo que usted no tiene. […] Es mucho más fácil hablar de una guerra que luchar en ella. Yo soy tan duro como usted; si me eligieron presidente no fue precisamente porque mis opiniones fueran blandas.»
Pero Kennedy se enfrentaba al reto más grande de su vida: prepararse para librar una guerra nuclear con la Unión Soviética. Y Jrushchov se había encargado de que aquella cuestión se convirtiera en algo más que un mero ejercicio teórico. El plan que barajaba tras semanas de reuniones intensas y altamente secretas tenía como objetivo la destrucción preventiva de todo el arsenal nuclear soviético para evitar que el rival pudiera tomar represalias. El plan precisaba con gran lujo de detalle las trayectorias que debían tomar los bombarderos estadounidenses, la altitud que debían mantener para evitar ser detectados y qué objetivos atacarían con qué tipo de armas nucleares.
Para cuando el plan había superado todos los trámites burocráticos, se habían debatido decenas de borradores y el Muro de Berlín llevaba ya tres semanas en pie. El informe de 33 páginas, que llevaba el insulso título de «Plan Aéreo Estratégico y Berlín», llegó a manos del general Maxwell Taylor, el representante militar del presidente, el 5 de septiembre. Carl Kaysen, redactor del proyecto y uno de los jóvenes cerebros de la administración, concluía que «tenemos bastantes probabilidades de lograr un éxito considerable» a costa «tan sólo» de entre medio millón y un millón de vidas soviéticas. El informe, sin embargo, incluía gráficos que mostraban cómo, en caso de que los misiles soviéticos supervivientes alcanzaran EEUU, las bajas podían ascender a entre cinco y diez millones, debido a la concentración de población en ciudades como Nueva York o Chicago. «En una guerra termonuclear», observaba secamente Kaysen, «resulta sencillo matar a la gente.»
Durante el mes anterior, Kaysen había estado trabajando como subasistente especial del asesor de seguridad nacional Bundy y, aprovechando sus contactos dentro de la administración, había logrado tener acceso a una serie de proyectos de muy diversa naturaleza, desde comercio internacional hasta el coste de producción de los sistemas de detección aérea. El profesor de economía de Harvard, de cuarenta y un años, había servido en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, eligiendo objetivos europeos a bombardear para la Oficina de Servicios Estratégicos, el por aquel entonces nuevo servicio de espionaje de EEUU.
El informe de Kaysen empezaba señalando los puntos flacos del llamado Plan Operativo de Integración Único, o SIOP-62, el último proyecto sobre cómo debía utilizar Kennedy las armas estratégicas estadounidenses en caso de guerra. El SIOP-62 preveía el uso de 2.258 misiles y bombarderos, cargados con un total de 3.423 armas nucleares, en 1.077 «objetivos militares y urbanos-industriales» en todo «el bloque chino-soviético». Estimaba que el ataque acabaría con el 54 por ciento de la población soviética (incluido el 71 por ciento de la población urbana) y destruiría el 82 por ciento de sus edificios «en un cálculo basado en metros cuadrados de terreno». Kaysen opinaba que, en realidad, el SIOP-62 subestimaba el número de bajas, ya que tan sólo contemplaba las víctimas durante las primeras 72 horas de guerra.
Kaysen apuntaba a la existencia de dos circunstancias que exigían la eliminación o, cuando menos, una revisión en profundidad del SIOP. En primer lugar, le preocupaba la posibilidad de una falsa alarma, debido a una «finta deliberada» de Jrushchov o a una «interpretación errónea de los hechos» por parte de cualquier de los dos países en contienda. Kaysen aseguraba que «si el actual estado de tensión en Berlín se prolonga durante meses, es probable que, en un momento dado, alguna acción soviética pueda apuntar a un ataque probable e inminente contra Estados Unidos» capaz de desencadenar una respuesta nuclear.
Kaysen advertía de que el problema surgiría si, tras tomar una decisión nuclear, Kennedy quería replegar sus fuerzas, porque se había equivocado o porque lo habían engañado. Según Kaysen, el plan actual no le dejaba demasiadas opciones en ese sentido. Aparte de eso, un hipotético repliegue también exigiría un parón de unas ocho horas para las fuerzas que ya habían sido desplegadas, lo que ofrecería a Moscú un «período de degradación» que podría literalmente explotar.
Pero, según Kaysen, el principal problema (tal como la inacción de Kennedy en Berlín durante el mes de agosto venía a confirmar) era que el presidente nunca aceptaría el enorme nivel de respuesta nuclear que requeriría el rechazo de un ataque soviético convencional contra la Alemania Federal o Berlín Oeste. En su informe, Kaysen se preguntaba con total franqueza: «¿Estará el presidente dispuesto a asumir dicha respuesta? Las represalias soviéticas son inevitables y probablemente irán dirigidas contra nuestras ciudades y las de nuestros aliados europeos».
El mensaje era claro: tan sólo diez meses después del inicio de su administración, Kennedy se enfrentaba a una crisis en Berlín que amenazaba con empeorar más aún y disponía tan sólo de un plan estratégico que difícilmente querría utilizar. Kaysen aseguraba que la situación en Berlín exigía no sólo teorizar, sino también disponer de un plan de ataque específico por si las circunstancias sobre el terreno se volvían en contra de EEUU.
«En esas circunstancias haría falta algo distinto», dijo. «Deberíamos estar preparados para iniciar una guerra global con nuestro primer ataque, pero debería ser una guerra planeada para dicha situación concreta y no para implementar una estrategia de represalias masivas. Deberíamos elaborar una lista de objetivos lo más reducida posible, que tuviera en cuenta la capacidad de ataque de larga distancia de los soviéticos y que, en la medida de lo posible, evitara provocar bajas y daños entre la sociedad civil soviética.»
La idea pasaba por «mantener en la reserva una parte considerable de nuestras fuerzas estratégicas de ataque». La lógica de Kaysen era que sólo eso permitiría disuadir a Jrushchov de emplear su armamento contra centros de población estadounidenses. Kaysen también opinaba que los esfuerzos estadounidenses por minimizar las bajas civiles soviéticas reducirían también los ánimos de revancha del enemigo que podían llevar a una proliferación bélica. A continuación, el autor del informe ofrecía detalles específicos de un plan «más efectivo y menos espantoso» que el SIOP-62 en el caso de que la crisis en Berlín se tradujera en «una debacle radical sobre el terreno en la Europa occidental».
Ese nuevo plan le ofrecía al presidente lo que había estado pidiendo durante la mayor parte del año: una guerra nuclear más racional. Kennedy estaría en condiciones de destruir la mayor parte de armamento nuclear de largo alcance de la Unión Soviética y, con ello, limitar los potenciales daños sobre Estados Unidos y sus aliados.
A continuación, Kaysen exponía los detalles de un plan que Kennedy leería una y otra vez antes de responder. Las fuerzas aéreas estratégicas de EEUU (en un número reducido y recurriendo a una dispersión amplia y una penetración a baja altitud para evitar ser interceptadas) atacarían aproximadamente 46 bases de bombarderos nucleares soviéticos, las veintiséis bases de desprendimiento de dichos bombarderos, y hasta ocho instalaciones de misiles intercontinentales balísticos, con dos puntos de ataque para cada instalación. Los objetivos totales del primer ataque serían 88.
Kaysen calculaba que el primer ataque podía llevarse a cabo con 55 bombarderos, en particular B-47 y B-52, asumiendo un índice de desgaste del 25 por ciento que dejaría los 41 aviones requeridos. El éxito con tan pocos aviones se lograría porque éstos «se desplegarían en abanico y penetrarían a baja altitud, sin ser detectados, por diferentes puntos del perímetro de detección temprana soviético, lanzarían las bombas y se retirarían volando de nuevo a baja altitud».
Kaysen admitía que eran necesarios más estudios y ejercicios para poner a prueba sus suposiciones. «Esta idea plantea inmediatamente dos cuestiones», seguía diciendo el informe. «Hasta qué punto se basa en supuestos válidos y si disponemos de la pericia y el armamento necesarios para llevar a cabo un ataque de estas características.» El propio Kaysen respondía que sus suposiciones eran razonables, que EEUU disponía de los medios militares y que, «aunque potencialmente se pueden dar muchos resultados, tenemos unas probabilidades bastante altas de conseguir un éxito sustancial».
Si era posible evitar errores durante el bombardeo, opinaba Kaysen, las muertes soviéticas durante el primer ataque aéreo podían limitarse a no más de un millón, tal vez incluso a medio millón; seguía tratándose de unas cantidades monstruosas, pero considerablemente inferiores a las que barajaba el SIOP-62, según el cual moriría el 54 por ciento de la población soviética, o más de cien millones de personas.
En una Casa Blanca que no estaba acostumbrada a discutir una carnicería en términos tan francos, el informe de Kaysen provocó una verdadera conmoción. El asesor jefe Ted Sorensen le gritó a Kaysen: «¡Está usted loco! No deberíamos dejar que tipos como usted se acercaran por aquí». Marcus Raskin, amigo de Kaysen en el Consejo de Seguridad Nacional, no volvió a dirigirle la palabra después de enterarse del contenido de su informe. «¿De qué modo nos hace eso mejores que quienes idearon las cámaras de gas o los ingenieros que construyeron las vías para los trenes de la muerte en la Alemania nazi?», le preguntó a Kaysen, sacando espuma por la boca.
Pero Kennedy, que hacía meses que esperaba un análisis como el que acababan de proporcionarle, no compartía sus prejuicios. «La evolución de la crisis en Berlín puede terminar con una situación en la que nos parezca preferible asumir la iniciativa si se produce una escalada del conflicto y éste pasa de un enfrentamiento local a una guerra global», escribió el presidente en la lista de cuestiones que quería discutir durante la reunión del 19 de septiembre con el general Taylor, el general Lyman Lemnitzer, jefe del Mando Conjunto, y el general Thomas S. «Tommy» Power, el comandante jefe del Mando Estratégico del Aire. El nivel de detalle de las preguntas del presidente ponía de manifiesto su dominio y su interés crecientes en cuestiones relacionadas con ataques nucleares. Kennedy se estaba preparando para la guerra.
Primera pregunta. «¿Sería posible introducir alternativas al plan, como por ejemplo opciones alternativas para diferentes situaciones?», preguntó Kennedy. En particular, quería saber si podía desviarse de la «combinación óptima» de objetivos civiles y militares, y, en situaciones concretas, evitar las zonas urbanas o excluir China o los satélites europeos de la lista de objetivos. «En caso afirmativo, ¿cuáles serían los riesgos?»
Segunda pregunta. Si la crisis en Berlín ponía a Kennedy en una situación en la que deseara una escalada de un conflicto local a una guerra global, el presidente quería saber si era posible llevar a cabo un primer ataque sorpresa contra las armas soviéticas de largo alcance.
Tercera pregunta. A Kennedy lo preocupaba que un ataque sorpresa contra las armas soviéticas de largo alcance pudiera dejar disponibles «un número considerable» de misiles de medio alcance que permitieran un ataque contra Europa. En resumen, Kennedy quería saber cuál sería el coste de proteger Europa además de EEUU. Concretamente, se preguntaba si la inclusión en los objetivos de esas armas de medio alcance en el ataque inicial supondría «una ampliación tal de la lista de objetivos que excluiría la sorpresa táctica».
Cuarta pregunta. «Me preocupa», dijo Kennedy, «mi capacidad de controlar nuestras acciones militares una vez que la guerra haya empezado. Parto del supuesto de que estaría en situación de detener el ataque estratégico en cualquier momento si llega la noticia de que el enemigo se ha rendido. ¿Estoy en lo cierto?»
Kennedy formuló cuatro preguntas más en ese sentido. El presidente quería saber si se podría evitar «destrucción innecesaria» y replegar las subsiguientes armas si el primer ataque contra un objetivo producía los «resultados deseados». Asimismo, si resultaba que su decisión de atacar respondía a una falsa alarma, quería saber cuáles eran sus opciones de retirada.
El Consejo de Seguridad Nacional del día siguiente no logró ofrecer respuestas claras a la mayoría de preguntas del presidente y también puso de manifiesto la división existente entre los asesores de Kennedy sobre lo que constituía una guerra nuclear limitada. El comandante jefe del Mando Estratégico del Aire, el general Tommy Power, dijo: «El momento de mayor peligro de un hipotético ataque sorpresa soviético es ahora y durante el próximo año. Si la guerra atómica global es inevitable, EEUU debería ser el primero en atacar». Para ello, antes era necesario identificar los principales objetivos nucleares soviéticos.
Power había supervisado los ataques aéreos con bombas incendiarias sobre Tokio de marzo de 1945 y había sido el vicepresidente de operaciones de las Fuerzas Aéreas Estratégicas de EEUU en el Pacífico durante los ataques atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki. Había asesorado al general Curtis E. LeMay durante la ampliación del Mando Estratégico del Aire tras incorporarse a éste en 1948; bajo la dirección de ambos, el Mando Estratégico del Aire se había convertido en su feudo privado. Power, hombre brutal e irascible, creía firmemente que la única forma de mantener a raya a los comunistas (que ahora disponían también de armas nucleares) era convencerlos de que si iban demasiado lejos serían aniquilados.
En una ocasión, cuando lo informaron de las consecuencias genéticas de la lluvia radioactiva a largo plazo, Power respondió con humor perverso: «La verdad es que aún es hora de que alguien me demuestre que tener dos cabezas no es mejor que tener sólo una». El asesor de seguridad nacional Bundy pensaba justamente en Power cuando advirtió a Kennedy de que un comandante subordinado podía «iniciar un holocausto termonuclear por propia iniciativa» si no lograba localizar al presidente tras un ataque soviético.
Power le aseguró a Kennedy que los soviéticos escondían «muchos más» misiles de los que revelaban las fotos espía de la CIA, y añadió que, en su opinión, EEUU disponía tan sólo de imágenes aéreas del 10 por ciento del territorio de la Unión Soviética. Asimismo, le dijo al presidente que habían localizado veinte bases de lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales, pero que podía haber muchas más ocultas en áreas no monitorizadas. Ante la falta de información crucial sobre el alcance de las reservas de misiles soviéticos, Power le recomendó encarecidamente a Kennedy que reanudara los vuelos de U-2 que le había prometido a Jrushchov que prohibiría.
Kennedy ignoró el consejo de Power. El presidente estaba obsesionado por obtener una respuesta a su pregunta de si realmente era posible lanzar un ataque sorpresa contra la Unión Soviética que no se tradujera en represalias devastadoras. También pidió a sus generales que le proporcionaran «una respuesta a la siguiente pregunta: ¿Cuánta información y tiempo necesita la Unión Soviética para lanzar sus misiles?».
Martin Hillenbrand, director de la Oficina de Asuntos Alemanes del Departamento de Estado, observaría más tarde que cada día que Kennedy pasaba sumergido en la Crisis de Berlín, «se mostraba más impresionado por su complejidad y sus dificultades». Para sus antecesores en la presidencia, la guerra había sido una alternativa cruel pero deseable a la brutalidad nazi o las agresiones japonesas. En cambio para Kennedy, en opinión de Hillenbrand, la guerra «equivalía prácticamente a un problema de supervivencia humana».
Con esa percepción de encontrarse ante un momento histórico decisivo, el 10 de octubre Kennedy convocó a los altos cargos de su administración y del ejército en la Sala del Gabinete para ultimar los planes de contingencia nuclear para Berlín. El vicesecretario de defensa Paul Nitze llevó consigo un documento titulado Secuencia preferente de acciones militares en caso de conflicto en Berlín.
Frío y racional, y trabajando entre bastidores, Nitze, de cincuenta y cuatro años, se había convertido ya en la figura más influyente en lo tocante a las políticas de desarrollo y control de las armas atómicas. Reflexionando sobre cómo las buenas intenciones raramente servían para evitar los conflictos, Nitze no podía olvidar el momento en que, durante su niñez, había sido testigo del comienzo de la Primera Guerra Mundial mientras viajaba por Alemania, el país de sus antepasados, donde en Múnich había visto a la multitud celebrando el desastre inminente.
Nitze, al que los presidentes Roosevelt y Truman habían encargado investigar el impacto de los bombardeos estratégicos durante la Segunda Guerra Mundial, había visto las grandes urbes alemanas en ruinas y había analizado el impacto de las armas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, nada había marcado su visión sobre la importancia de las capacidades nucleares estadounidenses como la preocupación por la vulnerabilidad estratégica que había revelado su estudio de Pearl Harbor.
Como jefe de planificación política de Truman tras la guerra, en sustitución del cesado George Kennan, Nitze había sido el principal impulsor del crucial informe de 1950 titulado Objetivos y Programas de Seguridad Nacional de Estados Unidos, o NSC 68. En un mundo en el que EEUU había perdido el monopolio nuclear, el NSC 68 había abogado por un incremento significativo de los gastos de defensa y había trazado la política de seguridad estadounidense para las siguientes cuatro décadas, poniendo especial énfasis en «el proyecto del Kremlin para dominar el mundo». Nitze creía que si Truman no hubiera aprobado el desarrollo de la bomba de hidrógeno ese mismo año, a pesar de contar con una oposición considerable, «los soviéticos habrían logrado una superioridad nuclear incontestable a finales de 1950».
Así, dos demócratas partidarios de la línea dura, Acheson y Nitze, eran respectivamente director y subdirector de los comités de Defensa y de Asuntos Exteriores, que habían definido la posición defensiva de Kennedy y su idea de una «respuesta flexible» tras su nominación.
Al igual que Acheson, Nitze consideraba que Berlín era el terreno de prueba para objetivos comunistas más amplios, que pasaban por la derrota psicológica de Occidente al poner de relieve su impotencia ante el incremento de las capacidades soviéticas. Así, por ejemplo, estaba de acuerdo con Acheson en que no tenía sentido pensar que la crisis pudiera desactivarse a partir de nuevas conversaciones.
El 13 de agosto, Nitze se había mostrado inicialmente furioso ante la incapacidad estadounidense de responder al cierre de fronteras en Berlín. Sin embargo, y al considerar la reacción del Pentágono, había descubierto que la ciudad de Berlín estaba rodeada por tres divisiones soviéticas y dos divisiones de la Alemania del Este. Aquello sugería la posibilidad de que Moscú les hubiera tendido una trampa, y que EEUU pudiera derribar el Muro para, acto seguido, ver como los soviéticos invadían Berlín Oeste. Así pues, el Pentágono había decidido no adoptar ninguna medida contra el Muro por miedo a que estallara una guerra global para la que EEUU no estaba preparado.
Ahora, la labor de Nitze pasaba por diseñar la respuesta estadounidense en previsión de otra confrontación en Berlín. Después del 13 de agosto, se le pidió que reuniera a los representantes militares de la Gran Bretaña, Francia y la Alemania Federal para acordar una respuesta común a la siguiente provocación soviética en Berlín.
Para garantizar el acceso a Berlín, el documento elaborado definía cuatro escenarios detallados que preveían una escalada, empezando por acciones convencionales a pequeña escala y terminando por una guerra nuclear. Mientras lo elaboraba, Nitze había observado que «las permutaciones se multiplican como los posibles movimientos sucesivos en una partida de ajedrez», hasta que alguien había sugerido que necesitarían «una hoja de papel del tamaño de una manta de caballo para anotarlas todas». Cuando el grupo logró finamente acordar un plan abreviado de respuesta para Berlín, decidieron bautizarlo como «Pony Blanket», o manta para poni. Nitze señaló con satisfacción que había logrado transformar un programa de presiones crecientes en un marco de trabajo organizado y coherente que proporcionaba a EEUU y sus aliados un nivel de confianza mucho mayor.
Kennedy llegó tarde a la reunión del Consejo de Seguridad Nacional que debía discutir el informe. Rusk había informado al grupo de que Moscú retiraría su fecha tope para la firma de un tratado de paz con la Alemania del Este si las conversaciones con EEUU resultaban prometedoras. Sin embargo, Rusk creía aún que era necesario acumular recursos militares en Europa. A continuación, el secretario McNamara esbozó sus recomendaciones.
Kennedy las aprobó todas rápidamente. Éstas incluían el despliegue en Europa (a partir del 1 de noviembre) de once escuadrones de la Guardia Nacional del Aire, el regreso a Europa de siete escuadrones de las Fuerzas Aéreas del Mando Estratégico del Aire y la preparación de los medios materiales necesarios para destinar una división acorazada y una división de infantería a Europa. A través de rotaciones, Kennedy se aseguraría de disponer siempre por lo menos de dos batallones preparados para entrar en combate, con todos sus elementos de apoyo. Al mismo tiempo, desplegaría el 3.º Regimiento de Caballería Acorazada en Europa, acompañado de su destacamento de inteligencia, destinado en aquellos momentos en Fort Meade, Maryland.
Sin embargo, al presidente seguía preocupándole cómo gestionar un conflicto nuclear limitado. Su pesadilla seguía siendo una hipotética pérdida de control que lo obligara a contemplar la «pira funeraria» a la que se había referido durante su discurso en las Naciones Unidas, hacía un mes. Cuestionando el informe de Nitze, Kennedy dijo que lo que más le preocupaba era si existía realmente la posibilidad de utilizar las armas nucleares de forma selectiva, sin que el conflicto escalara a una guerra total.
En ese sentido, Nitze difería de su jefe McNamara y creía que un uso inicial limitado de armas nucleares «incrementaría en gran medida la tentación» de una respuesta estratégica soviética. Por ello, aseguraba, «si se llega al uso de armas nucleares, para nosotros sería mejor considerar de forma más seria la opción de que fuéramos nosotros quienes lanzáramos el ataque estratégico inicial». Nitze creía que aquélla era la única forma de lograr la victoria en un intercambio nuclear, y que EEUU podía perder si permitía a los soviéticos asestar el primer golpe.
Como de costumbre, Kennedy asimiló los detalles y la gravedad de la conversación en silencio, planteando alguna pregunta ocasional, mientras los hombres que lo rodeaban discutían los escenarios bélicos más escalofriantes.
A Rusk lo preocupaba que los estrategas militares se hubieran olvidado del contexto moral: «El bando que lance el primer ataque nuclear deberá cargar con una gran responsabilidad y hacer frente a graves consecuencias ante el resto de mundo», dijo.
Kennedy no resolvió la división de opiniones entre sus hombres, pero el grupo acordó elaborar un borrador con las nuevas instrucciones de Kennedy al general Norstad, su comandante aliado supremo en Europa, que recogiera unas «directrices claras» sobre las intenciones estadounidenses en caso de contingencia militar.
WASHINGTON, D.C.
VIERNES, 20 DE OCTUBRE DE 1961
Durante los diez días siguientes, el presidente centró prácticamente toda su atención en la situación de Berlín y otros asuntos militares relacionados, sus esperanzas de negociación con Moscú y las dificultades crecientes con sus propios aliados.
El Washington Post informó de los intentos de poner fin a la discriminación racial en los restaurantes de Maryland. El New York Times publicó en portada un artículo sobre cómo el Tribunal Supremo había aceptado escuchar los argumentos de los responsables de las huelgas de brazos caídos contra la discriminación que tenían lugar en el sur. La policía se encargaba de hacer cumplir los nuevos y meticulosos planes de desegregación en los colegios, ante las protestas de los miembros del Ku Klux Klan, encapuchados y vestidos de blanco.
Sin embargo, el presidente pensaba tan sólo en la guerra y cómo abordarla. Y sus preocupaciones se estaban contagiando a la opinión pública estadounidense. La revista Time dedicó una portada a color a Virgil Couch, director de la Oficina de Defensa Civil. El titular rezaba: «REFUGIOS NUCLEARES: ¿CUÁNDO? ¿DE QUÉ TAMAÑO? ¿SERÁN SEGUROS?». Couch aseguraba a los estadounidenses que prepararse para un ataque nuclear debía ser algo tan normal como vacunarse contra la viruela.
Tres días después de que Jrushchov hubiera anunciado el lanzamiento de una bomba de cincuenta megatones, el presidente reunió a los miembros de su equipo de seguridad para dar los toques finales a las instrucciones militares que debían presentar ante la OTAN. No iba a ser una reunión sencilla.
El Mando Conjunto se encontraba ya sumido en un enfrentamiento verbal sobre la acumulación de efectivos convencionales en Europa ordenada por Kennedy y su impacto potencial en la credibilidad de la capacidad disuasoria de las armas nucleares estadounidenses.
De Gaulle y Adenauer habían apuntado ya con preocupación que Kennedy parecía demasiado dispuesto a negociar el futuro de Berlín Oeste con Jrushchov y no estaba haciendo lo necesario para convencer al líder soviético de que estaba dispuesto a utilizar las armas nucleares para defender la ciudad.
Parecía que tan sólo Macmillan coincidía con el deseo creciente de Kennedy de entablar conversaciones con Moscú. Tras expresar su desacuerdo con la actitud belicosa que Kennedy había mostrado ante los soviéticos durante la primavera anterior, el primer ministro veía con satisfacción como Kennedy adoptaba ahora la postura británica, más conciliadora con Moscú. Macmillan también constató con satisfacción que Kennedy parecía estar cada vez más «harto» de De Gaulle y Adenauer.
Ante la falta de acuerdo entre los aliados sobre cómo abordar la estrategia en Berlín, Kennedy decidió intervenir para pulir diferencias. A la reunión de las diez de la mañana en la Sala del Gabinete asistieron el hermano del presidente Bobby Kennedy, Rusk, McNamara, Bundy y Lemnitzer. Junto a ellos estaba también el vicesecretario de defensa Roswell Gilpatric, que había asumido el liderazgo dentro del Pentágono en lo tocante a las amenazas nucleares rusas. También estaban presentes el resto de figuras clave de la política estadounidense en Berlín: Nitze, el director del Destacamento Especial en Berlín Foy Kohler, el jefe de la Sección Alemana del Departamento de Estado Martin Hillenbrand, y (como de costumbre en los momentos cruciales de la Crisis de Berlín) el agitador externo Dean Acheson.
Lemnitzer dio inicio a la reunión informando al presidente de las «significativas discrepancias» en el seno del Mando Conjunto sobre la necesidad de implementar una acumulación rápida de efectivos. El jefe de las Fuerzas Aéreas, el general Curtis LeMay, y el de la Marina, el almirante George Whelan Anderson Jr., compartían la opinión del general Norstad de que era necesaria una acumulación rápida de efectivos convencionales en «el futuro inmediato». Lemnitzer y el general George Decker, jefe del Estado Mayor del Ejército de EEUU, en cambio, coincidían con McNamara en que dicha acumulación debía ser inmediata.
Rusk transmitió el argumento de Norstad en el sentido de que el conflicto de Berlín experimentaría tan pronto una escalada nuclear que la acumulación de fuerzas convencionales sería irrelevante. Además, dijo Rusk, Norstad temía que la acumulación de fuerzas convencionales pudiera «degradar tanto la credibilidad como las capacidades de las armas nucleares». Al adoptar aquella opinión, Norstad se estaba alineando con los franceses y los alemanes en contra del presidente.
Como tantas veces en los momentos difíciles relacionados con Berlín, Kennedy buscó la opinión de Acheson. El informe sobre la reunión, elaborado por Bundy, señala en tono burlón: «A partir de ese punto, la reunión estuvo dominada por los argumentos del señor Acheson». Más tarde, Bundy lo expresó de forma más elegante: «Como de costumbre, el señor Acheson fue la reina del baile».
Acheson, que no tenía paciencia para las sensibilidades aliadas, afirmó que, en un momento de emergencia nacional, los altos cargos estadounidenses estaban invirtiendo demasiado tiempo intentando lograr un acuerdo con los líderes franceses, británicos, de la Alemania Federal y otros, cuando a la hora de la verdad sería EEUU quien debería asumir la carga. Acheson afirmó que EEUU debía trasladar nuevas divisiones a Europa antes de noviembre, independientemente de lo que pensaran o dijeran sus aliados.
Acheson creía que la demostración de intenciones del presidente enviando fuerzas convencionales a Europa resultaría útil «tanto en el plano diplomático como en el político». No estaba de acuerdo en que la lógica nuclear disminuyera la necesidad estadounidense de llevar a cabo acciones convencionales; unos considerables movimientos militares estadounidenses supondrían «una señal ominosa», dijo, que transmitiría claramente «la determinación del gobierno de EEUU».
Kennedy dijo que le preocupaba que aquello se convirtiera en una «alcantarilla de oro», en relación al coste de una operación de aquella envergadura. McNamara y Gilpatric aseguraron que las negociaciones con los aliados permitirían distribuir o sufragar los costes.
Unas horas después de la reunión, Bundy mandó una carta presidencial secreta a Norstad, en la que incluyó el llamado «Pony Blanket». Titulado «Política estadounidense sobre las acciones militares en el conflicto de Berlín», ésta recibiría la aprobación presidencial tres días más tarde con el nombre de Memorando de Acción de Seguridad Nacional n.º 109. Organizado en cuatro fases, el memorando detallaba los pasos graduales que había que adoptar si los soviéticos cortaban el acceso a Berlín:
Fase I. Si los soviéticos y la Alemania del Este interferían en el acceso a Berlín Oeste pero no lo bloqueaban por completo, el plan prescribía exploraciones estadounidenses, francesas y británicas en la Autobahn, con un pelotón o menos sobre el terreno y un caza escoltándolo desde el aire. El documento señalaba que dicha acción era lo bastante limitada como para evitar cualquier riesgo de guerra.
Fase II. Si los soviéticos persistían en bloquear el acceso a pesar de las acciones aliadas, Occidente provocaría una escalada y la OTAN iniciaría actividades de apoyo no combativas, como embargos económicos, movimientos de hostigamiento marítimo y protestas ante la ONU. Los aliados reforzarían sus tropas y se movilizarían para prepararse para la siguiente escalada. El documento advertía que, sin una acumulación apropiada, las opciones aliadas se verían limitadas, cosa que podía provocar un retraso que debilitaría la credibilidad nuclear, amenazaría la viabilidad de Berlín Oeste y erosionaría la resolución aliada.
Fase III. Occidente provocaría otra escalada en caso de un bloqueo comunista prolongado sobre Berlín Oeste. Dicha escalada incluiría una ampliación de las operaciones terrestres en territorio de la Alemania del Este mediante medidas como por ejemplo el envío de divisiones acorazadas a Berlín Oeste a través de la Autobahn y maniobras encaminadas a lograr la superioridad aérea local con ataques contra campos de aviación no-soviéticos. «Superar militarmente una resistencia soviética decidida no es factible», admitía el informe, que añadía: «Los riesgos crecen, al tiempo que lo hace la presión militar sobre los soviéticos.» En uno de los puntos más controvertidos, llegado este momento Kennedy emprendería acciones globales contra intereses soviéticos. Eso incluiría explotar la superioridad naval estadounidense como parte de un bloqueo marítimo, que retrasaría aún más el momento de la verdad termonuclear mientras los diplomáticos negociaban.
Eso llevaba el informe a la ominosa Fase IV. Sólo si los soviéticos no reaccionaban como se esperaba a un uso sustancial de armas convencionales por parte de los aliados, Kennedy optaría por la escalada a una guerra nuclear. Entonces, el presidente tendría aún la opción de elegir una o más de las siguientes medidas: ataques selectivos que demostraran la determinación estadounidense a utilizar armas nucleares, un uso limitado de armas nucleares para lograr una ventaja táctica y, finalmente, una guerra global.
El informe advertía de que «los aliados sólo controlan parcialmente el timing y el alcance del uso de las armas nucleares. Dicho uso pueden iniciarlo también los soviéticos en cualquier momento tras el estallido de hostilidades a pequeña escala. Las acciones nucleares limitadas por parte de los aliados pueden provocar una respuesta acorde, pero también un ataque preventivo ilimitado».
Se trataba de un documento que daba que pensar. Diez meses después de acceder a la presidencia, Kennedy disponía ya de la secuencia militar que podía desembocar en una guerra nuclear por Berlín.
En la carta para el general Norstad que acompañaba el documento, Kennedy escribió: «Este plan requiere vigor en la preparación, buena disposición para la acción y precaución para no tener que actuar con el seguro echado». Kennedy añadió que todas las contingencias exigían incorporaciones rápidas a sus fuerzas y su despliegue en el frente central. También advirtió a Norstad de que si los soviéticos desplegaban fuerzas suficientes para derrotar a Occidente, la respuesta, para la cual recibiría instrucciones específicas, sería nuclear.
Contra el escepticismo de Norstad (y, por analogía, también de franceses y alemanes), Kennedy aseguraba que la acumulación de fuerzas convencionales aliadas no contradecía el mensaje que deseaba enviar a los soviéticos en el sentido de que estaba dispuesto a recurrir a las armas nucleares si era necesario. «Para mí resulta evidente», le escribió Kennedy a Norstad, «que nuestro elemento de disuasión nuclear no será creíble a menos de que los soviéticos estén convencidos de que la OTAN está dispuesta a actuar también en situaciones con un nivel de violencia inferior, y que eso deje claro los riesgos de una escalada a una hipotética guerra nuclear».
Los preparativos bélicos de Kennedy se vieron acompañados por un frenesí de actividad diplomática (informes, llamadas telefónicas, reuniones). Como en otros momentos de gran estrés, el presidente invitó a un amplio grupo de expertos a dar su punto de vista. Kennedy les había pedido que fueran sinceros y su embajador en el Reino Unido (y ex embajador en Alemania) David Bruce no se mordió la lengua.
Bruce aseguró que al aceptar la construcción del Muro sin ofrecer ningún tipo de respuesta militar, Kennedy había hecho que la presencia estadounidense en Berlín fuera más vulnerable y había erosionado la moral de Berlín Oeste y de toda la Alemania Federal. Los soviéticos, añadió, siempre habían aceptado la presencia estadounidense en Berlín tan sólo por la imposibilidad de eliminarla militarmente.
Bruce advertía al presidente de que el objetivo soviético no era Berlín Oeste, sino lograr algún día el control de «la Alemania Federal y sus inmensos recursos». Al embajador lo preocupaba también que Kennedy hubiera flaqueado en el compromiso estadounidense a largo plazo con la reunificación alemana. Bruce le recordó a Kennedy que había sido justamente ese compromiso lo que en 1953 había convencido a Adenauer de rechazar «la tramposa pero tentadora oferta soviética de reunificación y decantarse por una alianza con los países de la OTAN». En otras palabras, Bruce estaba diciendo que la predisposición de Kennedy a abandonar dicho compromiso podía generar una respuesta alemana que no sería del agrado de Washington.
Utilizando una frase con gancho, Bruce aseguró que la realidad de la división alemana no era motivo suficiente para ofrecer un reconocimiento oficial como si se tratara de una situación permanente: «Pues ningún gobierno de la Alemania Federal podría sobrevivir a la aceptación abierta por parte de sus aliados de que lo que hasta hoy fue una esperanza pospuesta era en realidad un objetivo eternamente huérfano de esperanzas». Bruce fue muy sincero: Kennedy debía enfrentarse a la carga histórica de unos problemas que él mismo había ayudado a crear. «Supongo que estamos cerca del momento decisivo», escribió. «A mi parecer, es esencial adoptar, de forma que resulte creíble, la decisión de recurrir a la guerra nuclear antes que perder Berlín Oeste y, en consecuencia, la Alemania Federal.»
HOT SPRINGS, VIRGINIA
SÁBADO, 21 DE OCTUBRE DE 1961
Kennedy tenía la sensación de que cada vez disponía de menos tiempo.
Preocupado ante la posibilidad de que Jrushchov pudiera adoptar acciones militares inminentes, el presidente optó por un ataque nuclear preventivo de otra naturaleza que, además, supondría un humillante golpe contra Jrushchov durante su Congreso del Partido de octubre.
Kennedy decidió hacer públicos detalles hasta aquel momento secretos que revelaban claramente las dimensiones, el poder y la superioridad del arsenal nuclear de EEUU. La información de los satélites espías de Kennedy hacía cada vez más patente el alcance de la superioridad nuclear estadounidense, pero el presidente estadounidense suponía que Jrushchov no disponía de una información equivalente sobre las capacidades estadounidenses.
El presidente Eisenhower nunca había revelado lo que sabía acerca de la inferioridad militar soviética porque no quería acelerar la proliferación armamentística de la URSS. Había sido la falta de esa información lo que había llevado a Kennedy a acusar infundadamente a Eisenhower de haber permitido que los soviéticos abrieran una peligrosa «brecha militar» a su favor. Irónicamente, ahora Kennedy había decidido que mostrar las cartas era necesario para garantizar la seguridad de EEUU. No era una coincidencia que la decisión favoreciera también sus objetivos políticos.
Kennedy temía estar ofreciendo una imagen de debilidad ante Moscú, los aliados y los electores estadounidenses, cuando en realidad disponía de la fuerza necesaria para derrotar a Moscú o a cualquier otro país en cualquier conflicto militar. El presidente consideró que sería un gesto excesivamente beligerante por su parte transmitir aquel mensaje de forma personal, de modo que eligió para ello al número dos del Departamento de Defensa, Roswell Gilpatric, que debía participar en una conferencia ante la cámara de comercio de Hot Springs, Virginia, el 21 de octubre.
Se trataba de un escenario insólito para realizar un anuncio de tanta trascendencia, pero el hombre elegido por Kennedy era ideal. Gilpatric se había convertido en amigo íntimo de Jacqueline Kennedy, que lo había descrito como «el segundo hombre más atractivo del Pentágono», por detrás de McNamara. A Kennedy le gustaba aquel abogado de Wall Street educado en Yale y confiaba en él. Un joven estratega del Pentágono llamado Daniel Ellsberg escribió la primera versión del discurso, pero el propio presidente, Bundy, Rusk y McNamara se encargaron de perfilar el redactado final.
Ellsberg, que ignoraba la existencia del canal Bolshakov o de la correspondencia privada entre Jrushchov y Kennedy, le preguntó a Kaysen si no sería más efectivo que Kennedy enviara un mensaje más privado al líder soviético en el que dejara patente la superioridad estadounidense. ¿Qué necesidad había de provocar tanto revuelo? ¿No bastaba con que Kennedy le enviara a Jrushchov las coordenadas precisas de los misiles balísticos intercontinentales soviéticos y tal vez algunas de las fotos de satélite de las que disponían?
Pero aquel enfoque no tenía en cuenta que Kennedy deseaba que su anuncio tuviera un marcado perfil público que diera confianza tanto a la ciudadanía estadounidense como a la europea. Los portavoces de la Casa Blanca invitaron a los principales periodistas del país a Hot Springs y los informó de antemano para que la importancia del discurso no pasara desapercibida. «Berlín es la emergencia del momento porque los soviéticos han querido que así fuera», dijo Gilpatric.
En una respuesta conjunta con nuestros aliados occidentales, hemos reforzado nuestras guarniciones en la ciudad asediada. Hemos llamado a unos 150.000 reservistas, hemos incrementado el ritmo de reclutamientos y hemos extendido el servicio de muchos miembros de las Fuerzas Armadas…
Pero nuestra verdadera fuerza en Berlín, y en cualquier otro punto del perímetro defensivo del mundo libre donde los comunistas puedan sentir tentaciones de sondear el terreno, tiene una base mucho más amplia. Nuestra confianza en nuestra capacidad de desalentar a los comunistas de sus intenciones se basa en un juicio sobrio del poder militar relativo de ambas partes. Y lo cierto es que nuestro país dispone de unas capacidades nucleares de represalia tan letales que cualquier acción del enemigo que pueda provocar su uso equivaldría a un acto de autodestrucción por su parte.
A continuación Gilpatric ofreció detalles hasta entonces nunca revelados sobre los cientos de bombarderos intercontinentales, entre ellos seiscientos bombarderos pesados, que podían devastar la Unión Soviética con la ayuda de modernísimas técnicas de repostaje. Se refirió también a fuerzas de ataque terrestres y con base en transbordadores capaces de «lanzar cientos de megatones adicionales». Gilpatric aseguró que EEUU poseía decenas de miles de vehículos de transporte nuclear estratégico y táctico, con más de una cabeza explosiva en cada uno de ellos.
«Nuestras fuerzas están desplegadas y protegidas de tal forma que un ataque por sorpresa jamás lograría desarmarnos», aseguró. Incluso en el caso de sufrir un ataque sorpresa, Gilpatric aseguró que EEUU seguiría disponiendo de un poder de destrucción inigualable para cualquier enemigo, y que las fuerzas de represalia estadounidenses sobrevivirían mejor que las de los soviéticos porque estaban mejor escondidas, tenían mayor movilidad y, en consecuencia, constituían objetivos más difíciles.
«Las bravatas y las amenazas soviéticas sobre ataques balísticos contra el mundo libre, dirigidos particularmente a los miembros europeos de la OTAN, deben considerarse a la luz de la evidente superioridad nuclear estadounidense», dijo Gilpatric. «Estados Unidos no quiere resolver conflictos con violencia. Sin embargo, si una interferencia con nuestros derechos y obligaciones deriva en un conflicto violento, opción en absoluto descartable, Estados Unidos no tiene intención de salir derrotado.»
Finalmente, Kennedy había destapado el farol de Jrushchov.
PALACIO DE CONGRESOS, MOSCÚ
DOMINGO, 22 DE OCTUBRE DE 1961
Teniendo en cuenta el redoble de tambores que llegaba de Hot Springs, Virginia, Jrushchov, en Moscú, empezó a preocuparse ante la posible inminencia de un conflicto en Berlín.
Durante una pausa en el Congreso del Partido en Moscú, el general Konev le entregó a Jrushchov las pruebas que demostraban que los estadounidenses se estaban preparando para la guerra. Aunque oficialmente Konev era el comandante soviético en Alemania, Jrushchov consideraba que el general realizaba fundamentalmente tareas de enlace, de modo que éste había acudido a Moscú como delegado del partido.
Más tarde, Jrushchov recordaría que Konev le había ofrecido detalles sobre el día y la hora exactas en que Occidente iniciaría las hostilidades en Berlín. «Sabemos que han estado preparando bulldozers para derribar nuestras instalaciones fronterizas. Tras los bulldozers llegarán los tanques y varias oleadas de jeeps con soldados de infantería.» Jrushchov estaba convencido de que los americanos habían preparado la acción de modo que ésta coincidiera con los primeros días del Congreso del Partido.
Aunque no hay motivos para dudar de que Jrushchov tuvo conocimiento de las maniobras de tanques no autorizadas de Clay, en realidad el líder soviético debería haber culpado a su molesto aliado, Walter Ulbricht, del timing poco oportuno de lo que sucedió a continuación. Molesto por la decisión de Jrushchov de abandonar el objetivo de firmar un tratado de paz con la Alemania del Este, Ulbricht decidió una vez más pasar a la acción en Berlín Este. Sin embargo, en esta ocasión se topó con unos EEUU dispuestos a pararle los pies.
El escenario estaba preparado para la primera y última confrontación militar directa entre EEUU y la URSS.