16
Un héroe vuelve a casa
Hemos perdido Checoslovaquia. Noruega está amenazada… Si Berlín cae, la Alemania Federal irá detrás. Si realmente queremos… defender Europa del comunismo, no podemos ceder… Si Estados Unidos no comprende esto ahora, si no sabe que estamos ante un momento decisivo, nunca lo sabrá y el comunismo se impondrá. En mi opinión, el futuro de la democracia exige que nos quedemos.
El general LUCIUS CLAY, argumentando ante sus superiores por qué en su opinión EEUU debía permanecer en Berlín,
10 de abril de 1948
¿Por qué iba alguien a querer escribir un libro sobre una administración que tan sólo ha cosechado una ristra de desastres?
El presidente KENNEDY en respuesta a la propuesta del periodista Elie Abel, de escribir un libro sobre su presidencia,
22 de septiembre de 1961
AEROPUERTO DE TEMPELHOF, BERLÍN OESTE
MARTES, 9 DE SEPTIEMBRE DE 1961
El regreso triunfal del general Lucius D. Clay a Berlín se produjo una tarde impropiamente cálida y soleada de septiembre.
La miríada de terrazas de los cafés de Berlín Oeste, normalmente ya cerradas en septiembre, estaban rebosantes de clientes. El Zoológico de Berlín batía récords de asistencia. Una suave brisa hacía oscilar una flotilla de barcos de vela en Wannsee, el gran lago de Berlín, y en las diversas vías fluviales conectadas con éste. Los años de la guerra, la división de la ciudad y ahora la construcción del muro no habían hecho más que exacerbar la inclinación de los berlineses a disfrutar de cada momento apacible.
Sin embargo, lo que levantó los ánimos de Berlín Oeste aquel día fue más la llegada del general Clay que el tiempo. Los habitantes de la ciudad consideraban que la decisión del presidente Kennedy de nombrar a Clay como su «representante personal» en Berlín era la prueba más convincente de la determinación y el compromiso de EEUU con la defensa de la ciudad. Ciertamente, concluyeron los berlineses, un hombre con el pedigrí de Clay no habría aceptado el trabajo a menos que Kennedy se hubiera decidido finalmente a plantarles cara a los soviéticos.
En 1948, y como gobernador militar de la zona estadounidense de Alemania, Clay se había convertido en el héroe del pueblo alemán al ordenar y ejecutar, con la ayuda de los británicos, el Puente Aéreo que había salvado a los dos millones de habitantes de Berlín Oeste de tener que elegir entre morir de hambre o rendirse a los comunistas. La operación, que duró 324 días, fue aún más extraordinaria por haberse producido apenas tres años después de que EEUU y sus aliados derrotaran a la Alemania nazi. En aquellos momentos aún no estaba nada claro que los estadounidenses fueran a arriesgar sus vidas y su fortuna por la seguridad de Europa, y menos aún por la mitad occidental de la que hasta hacía dos días había sido la capital de Adolf Hitler, que flotaba como una isla indefendible dentro del territorio comunista.
Los berlineses aún hablaban con asombro de los «Rosinenbomber» de Clay, los pilotos estadounidenses que habían lanzado golosinas con paracaídas para los niños de la ciudad al tiempo que rompían el bloqueo soviético. Pocas veces en la historia había habido una acción humanitaria tan arriesgada y exitosa para salvar a un enemigo derrotado. Los padres de la ciudad habían bautizado una de las avenidas más anchas y largas de Berlín Oeste, la Clayallee, en el barrio de Dahlem, en honor al hombre que había hecho posible dicha misión.
La determinación de Clay a la hora de luchar por la libertad de Berlín Oeste nacía de su convicción (que se había forjado poco a poco, pero que ya había expresado ante sus superiores en abril de 1948) de que no había en el planeta ningún lugar en el que la presencia estadounidense fuera más fundamental que en esa ciudad. «Hemos perdido Checoslovaquia. Noruega está amenazada», les dijo. «Si realmente queremos… defender Europa del comunismo, no podemos ceder.» En su opinión, si Estados Unidos no comprendía la importancia de Berlín Oeste, el comunismo se impondría. «En mi opinión, el futuro de la democracia exige que nos quedemos.»
La nueva misión de Clay tan sólo tenía un defecto: sus motivaciones para aceptar el trabajo eran más nobles que las razones de Kennedy para ofrecérselo.
Para Clay, aquélla era una oportunidad de volver al campo de batalla principal de la guerra fría en otro momento histórico, cuando sus acciones volverían a ser decisivas. Para Kennedy, en cambio, la presencia de Clay en la ciudad obedecía fundamentalmente a motivaciones de política interna y relaciones públicas.
El nombramiento de Clay ayudaría a neutralizar a los conservadores críticos con Kennedy, ya que el general retirado no sólo era un héroe en Berlín: también era un héroe estadounidense y, en particular, republicano. Clay había sido decisivo a la hora de convencer a Eisenhower de que aspirara a la presidencia y a continuación había dirigido su campaña. Por otro lado, incorporando a Clay a su administración, Kennedy también minimizaba el daño que éste podía ocasionarle atacándolo desde fuera.
Sin embargo, las dudas de Kennedy sobre cuánto poder debía concederle a Clay en Berlín ponían de manifiesto su ambivalencia sobre cuál era la mejor forma de abordar a Jrushchov. Aunque Clay era el único estadounidense en Berlín que gozaba de línea directa con el presidente, éste no lo había puesto formalmente al mando de nigún organismo o contingente.
Kennedy incluso había modificado las instrucciones que había proporcionado a Clay para limitar la amplia autoridad que inicialmente le había ofrecido y que otorgaba al general «la responsabilidad total y absoluta sobre todas las decisiones relativas a Berlín». El presidente pidió disculpas a Clay por el cambio: «Lamento que al final la carta no sea como yo habría deseado y como la había redactado originalmente, pero el Departamento de Estado considera que de otro modo habría que cortar todo tipo de canales».
A Clay no le quedó más remedio que aceptar aquel recorte de atribuciones, pues ya había dimitido como director general de la Continental Can Company, un trabajo francamente bien pagado. Con su lealtad habitual, Clay le respondió al presidente: «Teniendo en cuenta la situación en la ciudad, será una tarea muy difícil independientemente de cómo se lleve a cabo. […] Si para usted es más sencillo que la carta esté redactada en estos términos, a mí me parece bien». Los dos hombres acordaron que Clay llamaría al presidente para discutir cualquier asunto importante.
La forma en que Kennedy nombró a Clay demuestra una vez más que el presidente se sentía más cómodo aparentando dureza que actuando realmente con dureza. Kennedy temía cada vez más que Jrushchov lo empujara hasta el precipicio y lo obligara a recurrir a las armas atómicas para defender Berlín, pero aún no había decidido en qué circunstancias y de qué forma estaba dispuesto a hacerlo. Tampoco tenía ni idea de qué papel debía asumir Clay en el proceso de toma de decisión, ni siquiera de si debía asumir alguno.
A pesar de sus dilemas, la popularidad de Kennedy parecía inexpugnable. La última encuesta Gallup apuntaba a que la mayoría de estadounidenses consideraban que la retahíla de reveses de su administración obedecía a golpes de mala suerte más que a una falta de liderazgo. El índice de valoración de Kennedy subiría hasta el 77 por ciento en octubre después de no bajar del 70 por ciento en todo el año y de alcanzar un 83 por ciento cuando la opinión pública cerró filas a su alrededor tras el episodio de Bahía Cochinos. En el cuarto de siglo de existencia de las encuestas Gallup, tan sólo Franklin Roosevelt después de Pearl Harbor y Harry Truman tras la muerte de Roosevelt habían gozado de unos índices de popularidad tan altos, aunque no habían logrado mantenerlos durante tanto tiempo.
Kennedy era un ávido lector de encuestas de opinión, que mostraban que nada menos que un 64 por ciento de los estadounidenses aprobarían una intervención militar de EEUU si los soviéticos o la Alemania del Este bloqueaban el acceso a Berlín Oeste, decisión a la que tan sólo se oponía un 19 por ciento de los encuestados. Asimismo, más del 60 por ciento de estadounidenses aceptaban que hubiera una guerra si los soviéticos insistían en asumir el control sobre Berlín.
Con una base electoral tan belicosa, no es de extrañar que la elección de Clay resultara popular. Aún lo fue más entre los berlineses, que celebraron la llegada de Clay como si se tratara de un gladiador victorioso que regresara a casa. Sobre el asfalto del aeropuerto de Tempelhof, escenario de su heroica misión de 1948, los tanques americanos lo recibieron con una salva de diecinueve disparos. La élite de Berlín Oeste se reunió en un hangar, debajo de una inmensa bandera estadounidense y dos banderas de la ciudad de Berlín. A diferencia de Kennedy, Clay se dirigió a todos los berlineses y no sólo a los del Oeste. Se refirió a «nuestro compromiso con la libertad de Berlín y su gente. […] He venido aquí impulsado por una fe absoluta en nuestra causa y por la confianza en el coraje y la firmeza de los habitantes de Berlín».
El alcalde de Berlín Oeste, Willy Brandt, que aún se lamía las heridas tras su derrota electoral de dos días antes, recibió a Clay en Fráncfort y lo escoltó en un vuelo de Pan American Airlines a Berlín. Su derrota a manos del canciller Adenauer le había provocado una gran decepción, particularmente después de la desagradable campaña electoral vivida, durante la cual su oponente lo había atacado vilmente. Sin embargo, Brandt había logrado hacer mella en Adenauer, cuyo electorado lo había castigado por las dudas que despertaba su avanzada edad y por su tibia respuesta al cierre de fronteras en Berlín. Los democratacristianos de Adenauer se habían mantenido como primera fuerza política del país, pero el canciller había perdido su mayoría absoluta y se había visto obligado a fiar su supervivencia política a una nueva coalición con los liberaldemócratas.
Los democratacristianos y sus socios bávaros, la Unión Social Cristiana (CSU), habían perdido el 5 por ciento de los votos respecto a las elecciones anteriores y se habían quedado en un 45,3 por ciento. Los socialdemócratas de Brandt habían subido un 4,5 por ciento hasta conseguir un 36,2 por ciento de los votos. Los liberaldemócratas se habían convertido en la tercera fuerza política alemana, aumentando su base de votantes del 4 al 12,8 por ciento. El cierre de fronteras en Berlín había provocado una realineación política en la Alemania Federal, de la cual Adenauer nunca llegaría a recuperarse del todo.1
Brandt había apelado públicamente a los berlineses para que brindaran un cálido recibimiento a Clay, pero éstos no necesitaban apelaciones. Cientos de miles de berlineses abarrotaron las aceras de los diez kilómetros que Clay recorrió en coche por la ciudad. Había niños que hacían ondear banderines de EEUU a hombros de sus padres, que habían sido testigos del Puente Aéreo. Hubo tantas personas que lanzaron ramos a Clay que pronto el asiento trasero de su Mercedes negro estuvo lleno de flores.
Oficialmente, la misión de Clay en Berlín consistía en «informar, recomendar y aconsejar». Sin embargo, desde buen principio su intención fue la de ampliar sus atribuciones y asumir toda la responsabilidad sobre la política estadounidense en la ciudad, a la manera de un gobernador militar. Eso le llevaría a enfrentarse con varios hombres que se habían opuesto a su nombramiento y cuya autoridad se veía amenazada por su llegada: el general Lauris Norstad, comandante Jefe de la OTAN, destinado a París; el general Bruce Clarke, comandante de las tropas de EEUU en Europa, destinado a Heidelberg, y el embajador estadounidense en Alemania Walter Dowling, destinado a Bonn.
Clay anunció que su nueva misión consistiría en «demostrar la fuerza y la determinación de Estados Unidos» y obligar a la Unión Soviética a reconocer su responsabilidad sobre su sector. Clay estaba decidido a dejar claro que quienes dirigían Berlín eran aún las cuatro potencias, y no la Alemania del Este, a la que pretendía desenmascarar como el régimen títere que era. El general lamentaba que EEUU y sus aliados hubieran permitido la erosión de sus derechos sobre Berlín en su ausencia, y estaba decidido a revertir esa tendencia con la fuerza de su voluntad.
A Martin Hillenbrand, del Departamento de Estado, le preocupaba que Clay no se percatara de la poca libertad de movimiento de que disponía en Berlín ahora que EEUU había perdido el monopolio nuclear. Sin embargo, aquélla era otra de las posturas derrotistas que Clay llevaba toda su carrera combatiendo. Clay había ordenado la ejecución del Puente Aéreo de 1948 por su propia cuenta y riesgo, después de que el presidente Truman rechazara su plan inicial de enviar una brigada completa por la Autobahn para reabrir el acceso a Berlín. En el punto álgido del Puente Aéreo, cada tres minutos aterrizaba en Tempelhof un avión de carga (relucientes C-54 y maltrechos C-47 de la guerra) lleno de comida y provisiones.
El inesperado éxito inicial de Clay había convencido al presidente Truman de dar su apoyo a la operación, contra la oposición de miembros del Pentágono y del Departamento de Estado que advertían de que la decisión de Clay podía provocar una nueva guerra cuando hacía tan sólo tres años que había terminado la última. Los llamados expertos militares de la época le habían dicho a Clay que era imposible mantener a dos millones de berlineses a través de un puente aéreo que debía trasladar 4.000 toneladas de provisiones diarias. La operación superaba en diez veces el puente aéreo nazi al Sexto Ejército alemán en Stalingrado, una operación que había terminado fracasando.
Clay había desafiado a los pesimistas y había ganado. Aquél había sido el momento decisivo de su vida y el que marcaría cada decisión que tomaría desde su nueva llegada a Berlín, en septiembre de 1961.
BERLÍN OESTE
MEDIADOS DE SEPTIEMBRE DE 1961
Un mes después del cierre de fronteras del 13 de agosto, los equipos de construcción trabajaban a destajo en toda la frontera, reemplazando las barreras temporales por las monumentales y permanentes Todesstreifen, o franjas de la muerte. Las autoridades de la Alemania del Este enviaban cada día brigadas de supuestos voluntarios que ayudaban a cavar las fosas y a despejar de árboles y arbustos la amplia tierra de nadie que debía contener el muro en expansión.
El periódico de la Alemania del Este Sonntag se vanaglorió de que los grupos de construcción incluyeran a científicos, filólogos, historiadores, doctores, directores cinematográficos, obreros de la construcción, periodistas y comerciantes. «Todo un pueblo trabajando en el Muro», declaró con orgullo el rotativo. Los internos estaban plantando los cimientos de su propia prisión. Cada semana, varios de esos «voluntarios» aprovechaban la proximidad del muro para saltarlo o colarse por uno de sus cada vez más escasos puntos débiles. Las historias más espectaculares se convirtieron en leyenda.
A sus veintiún años, el estudiante de ingeniería agrícola Albrecht Peter Roos empezó a planear su fuga mientras trabajaba en uno de esos grupos de obreros, cerca de la Puerta de Brandenburgo. Sus dos hermanas vivían ya en la Alemania Federal y él prefería ir con ellas a construir una barrera más eficiente que lo hiciera imposible. Cuando los trabajadores realizaron una pausa para comer, Roos buscó al policía que escoltaba al grupo y le pidió permiso para ir a orinar.
El guarda se encogió de hombros. «No tarde», le dijo.
Roos se metió en el bosque, donde se tropezó con otros dos estudiantes ocultos entre los matorrales que también esperaban poder escapar. Encabezando su carrera rumbo al Oeste, Ross saltó una fosa y pasó por debajo de una barrera, tras la cual se topó con una alambrada de púas en la que quedó atrapado. Logró soltarse con la ayuda de sus dos compañeros de fuga, a los que a continuación ayudó a cruzar. Sangrando debido a las docenas de cortes sufridos, los tres se lanzaron apresuradamente y en zig-zag hacia el Oeste, temiendo que los guardias los estuvieran persiguiendo y pudieran dispararles.
Un policía de Berlín Oeste los recibió en tierra libre con una botella de vino y el primer plátano que Roos hubiera visto o comido en su vida.
Cada día, las páginas de los periódicos de Berlín Oeste iban llenas de noticias sobre fugas similares. Se contaba la historia de un conductor de ambulancias de veinticuatro años que había cruzado con su ambulancia la alambrada de púas en Prinzenstrasse, entre una lluvia de disparos de metralleta. Existen fotos en las que aparece posando, sonriente e ileso, junto a su vehículo acribillado. Hubo también tres berlineses del Este que lograron atravesar la barrera de la Bouchestrasse a bordo de su camión de 6,5 toneladas, que se detuvo justo encima de la acera que marcaba el límite fronterizo. Los tres hombres lograron eludir los disparos de la policía y alcanzar la libertad. Un policía de Berlín Oeste devolvió la llave del vehículo con gesto triunfante a los Vopos por encima de la barrera.
Para los berlineses, lo que más cambió tras el cierre de fronteras fueron los domingos por la tarde, el momento de la semana en que los alemanes suelen reunirse con la familia y los amigos. Con las conexiones telefónicas cortadas, los berlineses del Este y del Oeste se comunicaban entre sí desde ambos lados del muro, desde plataformas y escaleras; algunos sujetaban bebés acabados de nacer para que los abuelos pudieran verlos, otros exhibían carteles con mensajes de amor escritos con letras grandes y colores vivos, para que se pudieran leer desde lejos.
Rápidamente lo extraño se convirtió en rutina. Novias y novios de Berlín Oeste vestidos con traje de bodas se acercaban al Muro para que sus familiares pudieran saludarlos desde el Este. La policía de la Alemania del Este, cansada ya de las protestas de los habitantes de Berlín Oeste, los dispersaba con cañones de agua y gas lacrimógeno en los puntos fronterizos de los barrios de Neukölln, Kreuzberg y Zehlendorf.
Los buses turísticos mostraban las principales nuevas atracciones de la ciudad: una iglesia tapiada junto a la frontera, las puertas tapiadas de un cementerio, personas tristes tras una alambrada de púas, extraños animales de un zoológico surrealista. Un guía turístico le dijo al grupo de holandeses que iban en uno de esos autobuses que otro puñado de refugiados escaparían aquella noche: he aquí otro aspecto de la nueva forma de vida de los berlineses.
ENCLAVE DE STEINSTÜCKEN, BERLÍN OESTE
JUEVES, 21 DE SEPTIEMBRE DE 1961
El general Clay decidió actuar rápidamente para que su llegada no pasara desapercibida a las autoridades soviéticas y de la Alemania del Este.
Cuarenta y ocho horas después de su llegada, centró su irresistible atención en el curioso drama de los 190 residentes en Steinstücken, unas 42 familias en total. Un accidente geográfico había querido que el pequeño enclave del barrio de Zehlendorf, en Berlín Oeste (situado en el extremo suroeste del sector estadounidense de Berlín) quedara separado de Berlín Oeste por una franja de zona soviética. El único acceso al enclave era una carreterita llena de curvas que desde 1945 se encontraba bajo el control de la policía de la Alemania del Este.
Como resultado del cierre de fronteras, aquel aislado poblado se había convertido en la parte más vulnerable de Berlín Oeste y, con ello, de Occidente. La policía de la Alemania del Este había rodeado Steinstücken con alambre de púas y barreras, que más tarde había reforzado con torres de vigilancia y una zona de nadie de cien metros de ancho. A continuación habían negado el acceso a los no-residentes y con cada día que pasaba, aquella comunidad cerrada iba perdiendo poco a poco cualquier esperanza en su futuro.
Las autoridades de la Alemania del Este habían amenazado con tomar por asalto el enclave para recuperar a un súbdito de la Alemania del Este que se había refugiado allí para, a continuación, descubrir que no tenía forma de escapar. Existía un rumor bastante extendido que aseguraba que Ulbricht tomaría el control de aquella comunidad si antes de final de año Occidente no demostraba que tenía intención de protegerla. La Alemania del Este había hecho ya lo mismo con otras regiones igualmente precarias del territorio de Berlín Oeste, aunque en esos casos se trataba de zonas menos delicadas, que contenían apenas huertos o bosques deshabitados.
Sin comunicar sus planes a sus superiores estadounidenses ni a las autoridades comunistas, el 21 de septiembre, unos minutos después de las once de la mañana, Clay voló a Steinstücken a bordo de un helicóptero militar, con dos helicópteros más protegiendo sus flancos, y proporcionó a la comunidad dos cosas que les faltaban: un televisor y esperanza. A petición expresa de Clay, el acalde se reunió con él en el restaurante Steinstücken, el único establecimiento del enclave que hacía también las veces de bar y supermercado. Los dos hombres abrieron una botella de vino y bebieron generosamente mientras discutían los temores de los habitantes y las posibles soluciones.
El general Clay pasó tan sólo cincuenta minutos en Steinstücken, pero éstos bastaron para que el periódico de Berlín Este Neues Deutschland describiera su acción como «un movimiento casi-bélico en una situación por lo demás calmada». La embajada británica protestó ante Washington, alegando que Clay estaba arriesgando demasiado por demasiado poco.
Sin embargo, y para demostrar que no iban a amedrentarlo, al día siguiente Clay envió otro helicóptero con un destacamento de tres hombres de la 278.a Compañía de la Policía Militar para que establecieran la primera avanzadilla estadounidense en Steinstücken, que iba a mantenerse activa durante una década. El teniente de la Policía Militar Vern Pike voló también al enclave para ayudar a instalar el centro de mando en el sótano del alcalde y montar las antenas de comunicaciones dentro de la chimenea. A continuación, Clay ordenó al general Watson, el comandante local, que organizara una ofensiva terrestre programada para tres días más tarde, el 24 de septiembre, para «liberar» Steinstücken. El plan consistía en utilizar dos compañías para abrir un corredor hasta la comunidad a través de la nueva barrera berlinesa.
Casualmente, el comandante europeo, el general Bruce C. Clarke, llegó en tren esa misma mañana procedente de Heidelberg para inspeccionar el operativo en Berlín. Mientras desayunaban, Watson y el brigadier general Frederick O. Hartel le comentaron alegremente a su superior que había elegido una mañana «muy interesante» para visitar la ciudad, pues tres horas más tarde empezaría la operación Steinstücken.
«¿Quién te ha ordenado eso?», protestó Clarke.
«El general Clay», respondió Watson.
«Al, ¿acaso no sabes para quién trabajas?», le espetó Clarke. «¿Has olvidado quién escribe tu informe de eficiencia?»
Clarke dio instrucciones a sus subordinados para que no obedecieran más órdenes de Clay, retiraran sus tropas del bosque y las devolvieran a sus barracones. Entonces fue a ver a Clay en su despacho y, señalando el teléfono rojo que tenía encima de la mesa, lo desafió a llamar a Kennedy o a «mantener sus malditos dedos lejos de mis hombres».
«Vaya, Bruce», respondió Clay, «ya veo que no vamos a llevarnos bien.»
Clay estaba convencido de saber hasta dónde podía presionar a los soviéticos y también de que pisaba terreno seguro, pues Moscú «no iba a permitir que un asunto menor [como lo de Steinstücken] se convirtiera en un incidente internacional porque sus títeres de la Alemania del Este no supieran manejar la situación».
Unos días más tarde, las tropas estadounidenses evacuaron a siete ciudadanos de la Alemania del Este que habían cruzado la verja del jardín del alcalde en su camión para conseguir refugio en Occidente. La policía militar les cortó el pelo para que parecieran soldados, los vistió con uniformes y cascos de la policía militar, y los evacuó en un helicóptero del Ejército de EEUU. Aunque las autoridades de la Alemania del Este amenazaron con derribar el helicóptero, Clay estaba en lo cierto y Moscú no les permitió asumir ese riesgo.
Los vuelos de y a Steinstücken se convirtieron en una práctica rutinaria. Generalmente los helicópteros trasladaban a miembros de la policía militar del cuartel general a la base y viceversa, pero a veces también escoltaban a refugiados. Clay no sólo tenía la sensación de haber dado ejemplo tanto a los berlineses como a sus superiores, sino que también se había afianzado en su convicción, forjada en 1948, de que los soviéticos se echarían atrás siempre que Occidente adoptara una actitud firme.
Envalentonado, Clay pisó el acelerador y anunció que el Ejército Estadounidense reanudaría las patrullas en la Autobahn, que Washington había decidido detener hacía seis años. Se trataba de su respuesta a la política de acoso y hostigamiento de la policía de la Alemania del Este a los vehículos americanos, que a menudo se veían sujetos a inspecciones que podían durar varias horas. Las patrullas iban a intervenir en cualquier incidente en el que se viera involucrado un coche estadounidense; los problemas se terminaron al cabo de poco tiempo.
Los habitantes de Berlín Oeste estaban eufóricos. El Berliner Morgenpost publicó en portada una foto del general Clay besando a su mujer Marjorie, a su llegada al aeropuerto de Tempelhof. El pie de foto decía: «Hasta el último niño de Berlín sabe lo mucho que este norteamericano ha hecho por la libertad de la ciudad. Sus últimas acciones han llegado al corazón de los berlineses: el establecimiento de un comando estadounidense en Steinstücken y la reanudación de los controles militares en la Autobahn».
Lo que no podían saber era que los enemigos más peligrosos de Clay estaban ya planeando la contraofensiva. En Washington. La última vez que Clay había excedido sus órdenes en Berlín, el presidente Truman le había cubierto las espaldas. Clay no tenía forma de saber si Kennedy iba a hacer lo mismo, aunque estaba a punto de averiguarlo.
HYANNIS PORT, MASSACHUSETTS
SÁBADO, 23 DE SEPTIEMBRE DE 1961
El habitual corrillo de invitados se había reunido en el complejo de los Kennedy en Hyannis Port, donde el presidente Kennedy estaba trabajando en un discurso que iba a pronunciar ante la Asamblea General de las Naciones Unidas al día siguiente.
Entre dichos invitados estaban el hermano del presidente, Teddy; su cuñado, el actor Peter Lawford; Frank Sinatra, y el playboy dominicano Porfirio Rubirosa con su última esposa. Sinatra había llegado acompañado de lo que el chófer de Joseph Kennedy, Frank Saunders, describió como «un grupo de miembros de la jet set y la beautiful people», entre ellos varias mujeres que, a su parecer, parecían prostitutas. Las criadas estaban excitadísimas.
Saunders recordaría más tarde que durante la noche había oído jaleo de fiesta en la casa y que en un momento dado había salido de su bungalow para devolverle a Joe Kennedy sus botas de montar. Había encontrado al viejo padre del presidente al fondo del pasillo, manoseando a una mujer tan bien predispuesta como bien dotada.
«¡Mis botas de montar!», lo oyó exclamar Saunders. «¡Justo a tiempo!»
Todo ello formaba parte del escandaloso ruido de fondo de la administración Kennedy y del caos apenas controlado que regía la vida personal del presidente y de quienes lo rodeaban. La imagen pública del presidente adicto al trabajo, ávido lector y padre de familia contrasta vivamente con una realidad que sólo emergería años más tarde a través del testimonio directo de, entre otros, los miembros de su Servicio Secreto. A sus miembros, que no compartían la motivación de sus asesores y familiares por forjar la imagen de Kennedy, les preocupaban los riesgos y los problemas de seguridad que podían derivarse de la actitud mujeriega de Kennedy.
A Larry Newman, que se había incorporado al servicio secreto en 1960, le preocupaban menos los dilemas morales que el hecho de que el hombre que se encargaba de procurarle mujeres al presidente, Dave Powers, no permitiera que los agentes de seguridad cachearan a las mujeres. En aquella época se rumoreaba que Fidel Castro podía estar tramando una venganza por el episodio de Bahía Cochinos. «Nunca podíamos saber si al día siguiente el presidente iba a estar vivo o muerto», le contaría más tarde al periodista Seymour Hersh. Newman dijo que los agentes de seguridad debatían medio en broma a quién le tocaría comparecer ante el subcomité de la Casa Blanca si le pasaba algo al presidente.
Tony Sherman, miembro del equipo de seguridad de Kennedy en Salt Lake City, recordaría más tarde los días en que Kennedy «no trabajaba en absoluto». A Sherman no le hacía ninguna gracia que parte de su trabajo consistiera en alertar a los asesores de Kennedy si su mujer llegaba por sorpresa y había peligro de que descubriera sus correrías. Al oficial de policía William T. McIntyre, de Phoenix, le preocupaba que como agente del orden le pidieran que hiciera la vista gorda ante la obtención ilegal de prostitutas. El agente Joseph Paolella, de Los Ángeles, adoraba a Kennedy y le encantaba que éste recordase siempre el nombre de sus agentes de seguridad, pero le preocupaba que alguien pudiera hacerle chantaje al presidente con sus infidelidades. Él y otros agentes habían apodado a uno de los invitados de Kennedy aquel fin de semana, Peter Lawford, como «el rancio», por sus excesos con la bebida y su agresividad con las mujeres.
Con todo ese jolgorio de fondo, Kennedy estaba dando los toques finales a uno de los discursos más importantes de su presidencia y su primera indicación importante al mundo de cómo tenía intención de proceder en lo tocante a Moscú y al control de armas nucleares tras el cierre de fronteras en Berlín. El discurso se producía tan sólo cuatro días después de que un accidente de aviación en África se hubiera cobrado la vida del Secretario General de las Naciones Unidas, Dag Hammarskjöld. Los soviéticos habían empezado a intrigar para lograr que Hammarskjöld fuera reemplazado por una troica que representara al bloque occidental, al bloque comunista y a los «países neutrales».
Los índices de popularidad de Kennedy desafiaban la ley de la gravedad, pero el presidente era consciente de que tras éstos se ocultaba una serie de reveses políticos y de enconados problemas internos que, con el paso del tiempo, podían socavar su liderazgo. El viernes anterior, antes de salir de Washington con rumbo a Hyannis Port, Kennedy se había reunido brevemente con el director de la oficina del Detroit News en Washington, Elie Abel, al que un editor de Nueva York había pedido que escribiera un libro sobre el primer mandato del presidente y que había acudido a Kennedy para pedirle su cooperación. Sentados en la sala de estar de la Casa Blanca, con los motores del Marine One rugiendo de fondo, Abel se tomó un bloody mary mientras Kennedy intentaba disuadirlo de aquel proyecto. «¿Por qué iba alguien a querer escribir un libro sobre una administración que tan sólo ha cosechado una ristra de desastres?», le preguntó.
Abel se encontró en la curiosa posición de tener que intentar convencer a Kennedy de que, aunque las cosas no habían empezado muy bien, al final lograría grandes objetivos y que él y sus amigos estarían orgullosos de su administración.
El domingo, Kennedy aterrizó con Lawford en la terminal de la Marina del aeropuerto de La Guardia, en Nueva York, a las 18.35. Allí los recibieron el alcalde Robert Wagner, el secretario de estado Rusk y el embajador estadounidense en las Naciones Unidas Adlai Stevenson. Pierre Salinger, el secretario de prensa del presidente, hombre corpulento y buen vividor, había llegado anticipadamente tras una llamada urgente del espía soviético Georgi Bolshakov, que seguía desempeñando su papel de contacto informal con Jrushchov. Bolshakov había dicho que era urgente que Salinger se reuniera con Mijaíl Jarlamov, el director de prensa del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético, que tenía un mensaje urgente para el presidente.
Bolshakov, que llevaba varios meses trabajando de forma impecable para sus superiores, empezaba a cansarse de su papel. Aunque seguía siendo un agente de espionaje militar de rango medio, ahora era también el custodio de una línea directa con Jrushchov ya totalmente instaurada, a la par que francamente explotada. Salinger consideraba a Bolshakov como «un hombre tres-en-uno: intérprete, editor y espía».
Siguiendo las instrucciones de Salinger, a las 19.15 del domingo, Bolshakov acompañó a Jarlamov a través de una entrada lateral poco concurrida del Carlyle, el hotel que servía como residencia del presidente en Nueva York. El vestíbulo estaba abarrotado de periodistas ansiosos por captar una instantánea del presidente, de modo que un agente del servicio secreto escoltó a los dos soviéticos hasta un ascensor trasero.
Salinger quedó desconcertado ante las primeras palabras de Jarlamov: «La tormenta en Berlín ha terminado».
En su opinión, le dijo Salinger a Jarlamov, la situación en Berlín no podía ser mucho peor.
«Tenga paciencia, amigo mío», respondió Jarlamov, que le preguntó a Salinger si el presidente había recibido el mensaje que Jrushchov le había enviado a través del corresponsal del New York Times en París, Cyrus L. Sulzberger, que había entrevistado al líder soviético a primeros de septiembre.
Salinger dijo que no, aunque en realidad el 10 de septiembre Sulzberger le había entregado a Kennedy una nota personal que Jrushchov le había confiado durante una entrevista hacía tan sólo cinco días, y a la que Kennedy aún no había respondido.
Jrushchov le había dicho a Sulzberger: «Si ve al presidente Kennedy personalmente, me gustaría que le dijera que no vería con malos ojos organizar algún tipo de contacto informal con él para encontrar una forma de resolver la crisis [de Berlín] sin dañar el prestigio de Estados Unidos, sobre la base de un tratado de paz con Alemania y [el establecimiento] de la Ciudad Libre de Berlín Oeste». El líder soviético había sugerido que Kennedy se sirviera de contactos informales para hacerle llegar su opinión sobre la propuesta y para «discutir varias formas y fases operativas para preparar a la opinión pública sin poner con ello en peligro el prestigio de Estados Unidos».
Jarlamov repitió ante Salinger la esencia del mensaje de Jrushchov, aunque hablaba tan atropelladamente que Bolshakov tenía problemas para traducir sus palabras. Salinger le dijo que se lo tomara con calma, que tenían tiempo; el presidente había salido a cenar y posteriormente iba a asistir a una obra de teatro en Broadway, de modo que no volvería al hotel hasta después de la medianoche.
Jarlamov respiró hondo y dijo que la situación era urgente. Jrushchov consideraba que los planes de Kennedy para una concentración militar estadounidense en Europa entrañaban un peligro inminente. Por eso el líder soviético le había comentado a Sulzberger su deseo de establecer un canal privado con Kennedy para resolver la cuestión alemana.
Jrushchov quería celebrar otra cumbre con Kennedy para discutir las propuestas estadounidenses sobre Berlín, dijo Jarlamov. El líder soviético dejaría que fuera Kennedy quien marcara el tempo, pues era consciente de las «evidentes dificultades políticas» del presidente estadounidense, pero en el fondo tenía prisa. Jarlamov se refirió a las «continuas presiones» dentro del bloque soviético para que Jrushchov firmara un tratado de paz con la Alemania del Este. Por otro lado, añadió, el peligro de un incidente militar en Berlín era demasiado alto como para aplazar el acuerdo.
Jrushchov también quería influir en el discurso que Kennedy iba a pronunciar en la ONU el lunes (o cuando menos conocer su contenido), pues deseaba evitar cualquier tipo de tensión que pudiera dar esperanzas a sus oponentes de cara al Congreso del Partido que iba a celebrarse a finales de octubre. Jarlamov le dijo a Salinger que el líder soviético «espera que el discurso del presidente en la ONU no se convierta en otro ultimátum belicoso como el del 25 de julio. […] No lo necesita».
Salinger dejó un mensaje para que Kennedy lo llamara en cuanto regresara a su habitación. Entonces les sirvió whisky y soda a sus invitados rusos. Cuando éstos se marcharon, dos horas más tarde, Salinger les prometió que tendrían la respuesta del presidente al día siguiente a las 11.30 de la mañana, antes del discurso de Kennedy ante la Asamblea General en la ONU.
Kennedy llamó a Salinger a la una de la madrugada y lo invitó a su dúplex de la planta 34 del Carlyle. Aquélla era su «casa» de Nueva York; su padre pagaba el alquiler y el dúplex estaba lleno de antigüedades francesas. Con las cortinas abiertas, como estaban aquella noche, el apartamento ofrecía unas espectaculares vistas de la ciudad. Salinger encontró a Kennedy en la cama, con un pijama blanco, mascando un puro y leyendo. A petición del presidente, Salinger repitió varias veces los puntos clave de su conversación con Jarlamov.
El presidente le dijo a Salinger que Sulzberger no le había dicho nada acerca de su reunión con Jrushchov, de modo que el mensaje seguramente no había llegado a Kennedy. Kennedy se alzó de la cama y echó un vistazo a Manhattan. Le dijo a Salinger que «si Jrushchov está dispuesto a escuchar nuestras opiniones sobre Alemania» aquello era una buena noticia, y que significaba que seguramente no firmaría un tratado de paz con el régimen de Ulbricht aquel año que pudiera provocar otra crisis. Sin embargo, Kennedy creía que la insistencia continua de Moscú por firmar un tratado de paz que reconociera la existencia de la Alemania del Este podía volver a conjurar el fantasma de la guerra si Jrushchov ponía en peligro el acceso a Berlín Oeste.
El presidente llamó al secretario Rusk a la una y media de la madrugada y, juntos, elaboraron un mensaje que Salinger entregaría a los soviéticos a la mañana siguiente. Salinger escribió a mano sobre el papel de carta del hotel mientras el presidente dictaba. Les diría a los soviéticos que Kennedy se había mostrado «cautelosamente receptivo» a la propuesta de celebrar una cumbre por Berlín, pero que antes quería que los soviéticos demostraran su buena fe garantizando la neutralidad de Laos. Sólo entonces tendría sentido organizar una cumbre sobre la cuestión alemana, mucho más compleja, con la esperanza de alcanzar «un acuerdo significativo».
El tono debía ser cordial pero cauto. Aunque en Viena Kennedy y Jrushchov habían acordado colaborar en la consecución de un Laos unido y neutral, los soviéticos se habían hecho a un lado mientras los norvietnamitas prestaban su apoyo militar al Pathet Lao comunista; además, Moscú contribuía a financiar dos tercios de su creciente ejército secreto. Salinger repetiría ante Jarlamov las palabras exactas del presidente: «Estaremos observando y esperando». Ése era el mensaje que Kennedy deseaba que Salinger transmitiera a los soviéticos.
Kennedy repasó su discurso ante la ONU con Salinger hasta las tres de la madrugada. La versión final del texto era mucho más moderada de lo que los soviéticos preveían y se mostraba particularmente cauta en lo tocante a Berlín.
El presidente llevaba varias semanas trabajando agónicamente en el discurso. Aunque aún faltaban tres años para las elecciones, Kennedy tenía la sensación de que sus oponentes habían empezado a percibir su debilidad. Barry Goldwater, senador por Arizona y el republicano mejor posicionado, había abandonado sus reservas a la hora de atacar a Kennedy y había declarado que los temores de los berlineses del Oeste a verse abandonados estaban «perfectamente justificados». Goldwater añadió: «En cualquier momento, los diplomáticos empezarán a hablar de negociaciones sobre la situación creada por los soviéticos cuando en realidad no hay nada que negociar; es la hora de que los defensores de la libertad se muestren precavidos». El 28 de septiembre, en el marco de una conferencia republicana, Goldwater había asegurado que si las elecciones se celebraran el día siguiente, se impondría con la mayoría republicana más abrumadora de todos los tiempos.
Kennedy debía recuperar la iniciativa. Jrushchov «nos ha escupido en el ojo tres veces», se quejó Kennedy ante su embajador en la ONU, Adlai Stevenson. «Ha logrado una serie de victorias aparentes: en el espacio exterior, en Cuba, el trece de agosto… Quiere dar la sensación de que estamos derrotados.»
El vicepresidente Lyndon Johnson arguyó que el presidente no podía apelar al desarme en Nueva York para, acto seguido, regresar a Washington, mandar más divisiones a Berlín y reiniciar las pruebas nucleares subterráneas, que era exactamente lo que Kennedy tenía planeado hacer. Pero tras diez meses tratando a Jrushchov el presidente había aprendido ya que tan sólo podía enfrentarse a él recurriendo a contradicciones.
El discurso de Kennedy en las Naciones Unidas fue extraordinario, alimentado por su creciente fijación en la perspectiva de un conflicto nuclear. Ésta, a su vez, estaba alimentada por un sinfín de reuniones secretas con sus asesores, en las que habían discutido todos los detalles de una hipotética guerra nuclear, hasta el número de víctimas que ésta tendría en el bando soviético. Cada palabra de su discurso reflejó su preocupación ante esa carga.
«Un desastre nuclear», dijo Kennedy ante la Asamblea General, «propagado por el viento, el agua y el miedo, podría sepultarnos a todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, alineados y no alineados por igual. La humanidad debe poner fin a la guerra, o la guerra pondrá fin a la humanidad.»
El presidente subrayó su propuesta para un «desarme general y completo», garantizado por un efectivo control internacional. «Hoy, cada habitante del planeta debe pensar en el día en que éste no sea habitable», dijo. «Cada hombre, cada mujer y cada niño vive bajo una espada de Damocles nuclear que pende del hilo más exiguo, un hilo que puede romperse en cualquier momento por accidente, por un error de cálculo o por una locura. Debemos eliminar las armas de guerra antes de que éstas nos eliminen a nosotros.»
Enterrado en el discurso había también un mensaje conciliador dirigido a Jrushchov. Aunque sólo los iniciados lo supieron interpretar, sugería que las preocupaciones soviéticas respecto a la Alemania del Este habían estado justificadas e incidía en una opinión de Jrushchov que molestaba a los diplomáticos veteranos y que aseguraba que los intereses estadounidenses en Europa no se extendían más allá de Berlín Oeste. Aunque más tarde Salinger insistiría en que Kennedy no había modificado su discurso la noche anterior, la verdad es que el mensaje debió de satisfacer a Jrushchov.
«No nos enrocamos en fórmulas inflexibles», dijo. «Sabemos que no existe una solución perfecta. Somos conscientes de que los soldados y los tanques pueden, durante un tiempo, mantener una nación dividida en contra de su voluntad, por muy poco sensata que esa política nos pueda parecer. Pero creemos también que es posible alcanzar un acuerdo pacífico que proteja la libertad de Berlín Oeste y la presencia y el acceso aliado, al tiempo que reconozca los intereses históricos y legítimos de otras partes, y que garantice la seguridad europea.»
Kennedy cerró su discurso inflamado por la relevancia del momento histórico: «Los acontecimientos y las decisiones de los próximos diez meses pueden decidir el destino de la humanidad durante los próximos 10.000 años… Y nosotros, los presentes hoy en esta sala, seremos recordados como parte de la generación que convirtió este planeta en una humeante pira funeraria o como la generación que cumplió con su promesa de “salvar a las futuras generaciones del azote de la guerra”.»
Aunque expresado en términos poéticos, el discurso de Kennedy finalizaba con otra oferta a negociar, sin dedicar una sola palabra a reprochar a Moscú el cierre de fronteras de agosto. «Nunca negociaremos empujados por el miedo y nunca tendremos miedo a negociar. […] Pues juntos salvaremos nuestro planeta, o juntos pereceremos entre sus llamas.»
La elevada retórica de su discurso ayudó a establecer la reputación de Kennedy como líder mundial. El senador estadounidense Mike Mansfield aseguró haber presenciado «uno de los mejores discursos de nuestra generación». Sin embargo, a quienes oyeron a Kennedy desde Berlín Oeste no les pasó por alto que el presidente estadounidense se había mostrado dispuesto a seguir negociando a expensas suyas, o su falta de determinación a la hora de eliminar la barrera que los dividía.
Pero más reveladores fueron los halagos que el discurso mereció por parte de las autoridades de la Alemania del Este. El régimen de Ulbricht lo definió como una piedra de toque hacia una nueva coexistencia pacífica. El periódico del partido, Neues Deutschland, lo tildó de «extraordinario en tanto que demuestra la voluntad estadounidense de negociar».
Los editorialistas de la Alemania Federal obviaron las florituras del discurso y se centraron en sus afirmaciones más flojas. El Bild-Zeitung se preguntó amargamente si cuando Kennedy hablaba de «los intereses históricos y legítimos de otras partes» sugería que Moscú tenía derecho a «dividir Alemania o impedir su reunificación».
El ministro de Asuntos Exteriores de la Alemania Federal Heinrich von Brentano declaró ante el comité central de la Unión Democristiana que el país debía «prepararse para combatir con todas sus fuerzas las tendencias que pretendían alcanzar una solución sobre Berlín a expensas de la Alemania Federal».
El canciller alemán Konrad Adenauer se quejó ante algunos amigos de que Kennedy no hubiera mencionado ni una sola vez la unificación alemana ante las Naciones Unidas. Kennedy tampoco realizó la demanda ritual de elecciones libres en toda Alemania. De hecho, el presidente estadounidense parecía decidido a reformular todas las cuestiones de principio relacionadas con Berlín. Kennedy ni siquiera había hecho lo mínimo: exigir la reintroducción de la libre circulación de personas en Berlín. Adenauer empezó a preparar un viaje a Washington con la esperanza de intentar que Kennedy volviera a la senda del mensaje de sus predecesores, si no era ya demasiado tarde.
Los temores de Adenauer a que Kennedy pudiera abandonar a la Alemania Federal alcanzaron cotas tan altas que el 29 de agosto envió a Jrushchov un mensaje secreto a través del embajador de la Alemania Federal Kroll. A pesar de que en público se mostraba contrario a las negociaciones con Moscú, en privado instó a los soviéticos a entablar nuevas negociaciones. «Los dos mayores peligros», dijo, «surgen cuando los tanques de un bando y los tanques del otro están encarados a pocos metros de distancia, como sucede ahora en Berlín, aunque aún es más peligroso que no sepan calcular correctamente la situación.»
En el Berliner Morgenpost, los lectores debatían si aún podían confiar en que los estadounidenses fueran a defender la libertad de Berlín. Uno de los lectores, del barrio de Steglitz, se preguntaba si Occidente le entregaría a la Unión Soviética un cheque en blanco sobre Berlín Oeste antes de final de año. Otro escribió que los marxistas estaban en lo cierto cuando afirmaban que la abundancia capitalista estadounidense había dado lugar a una sociedad indecisa e indiferente, «aunque tan sólo faltan cinco minutos para la medianoche».
Junto a esas cartas se publicó una de Raymond Aron, el famoso filósofo francés, que recogía las palabras del líder francés Charles de Gaulle durante una aparición televisiva aquella semana. «Lo que está en juego», escribió Aron, «no es sólo el destino de dos millones de berlineses, sino la capacidad de Estados Unidos de convencer a Jrushchov de que posee la tenacidad necesaria para no ceder en el tira y afloja.»
Los habitantes de Berlín Oeste estaban confundidos por los mensajes contradictorios que recibían de quien debía ser su garante. Un día el general Clay aterrizaba en Steinstücken y demostraba la fuerza de EEUU reiniciando las patrullas en la Autobahn. Al día siguiente, Kennedy pronunciaba un discurso que apuntaba a la continuación de la retirada estadounidense. Kennedy ni siquiera se había referido a la existencia del Muro, ni al hecho de que la Alemania del Este continuara reforzándolo cada día.
El columnista del New York Times James «Scotty» Reston escribió que Kennedy «ha hablado como Churchill pero actúa como Chamberlain». En la misma columna, Reston se refería a la filtración de un informe de Kennedy sobre las medidas de confrontación aplicadas por Clay en Berlín; en el informe, el presidente preguntaba a sus altos cargos por qué se malinterpretaba su política de negociación sobre la cuestión de Berlín.
A partir de diversas señales y de los informes de sus servicios de espionaje, Jrushchov empezaba a presentir que la línea dura de Clay en Berlín obedecía tan sólo a la improvisación de un general retirado, y que no contaba con la bendición presidencial. Existían suficientes señales sobre las discrepancias existentes en los círculos políticos estadounidenses como para que Jrushchov se aventurara a poner a prueba esas diferencias.
Así pues, el mariscal Konev envió una seca nota al general Watson exigiendo el fin de las patrullas «ilegales» de Clay en la Autobahn. Su carta, advertía Konev, no era «una protesta sino una advertencia». La administración Kennedy ordenó poner fin a las patrullas de Clay en la Autobahn después de que éstas hubieran operado de forma satisfactoria durante una semana. Los enemigos estadounidenses de Clay se habían convertido en los mejores aliados de Konev.
El 27 de septiembre, el general Clarke voló a Berlín para abroncar de nuevo a su comandante. Tras una comida con Clay y con la prensa, el general Clarke advirtió al general Watson, su comandante en Berlín, de que las fuerzas estadounidenses no podían seguir respondiendo a las acciones soviéticas o de la Alemania del Este sin su consentimiento. La prensa de la Alemania del Este se enteró de las diferencias entre Clay y la administración Kennedy y decidió sacarle punta al asunto.
Pero entonces Clarke se enteró de otra operación secreta de Clay.
Éste había ordenado a los ingenieros del ejército que construyeran en un bosque oculto a las afueras de Berlín unas barreras que reprodujeran lo más fielmente posible las características del Muro. A continuación, las tropas estadounidenses habían montado bulldozers sobre sus tanques y, con la supervisión de Clay, se habían dedicado a derribar el muro utilizando diferentes velocidades y colocando la pala a diferentes alturas para lograr el máximo efecto. El objetivo de Clay era encontrar la mejor forma de atravesar la barrera si se presentaba la oportunidad o la necesidad de hacerlo.
«En cuanto me enteré de la existencia de la operación», escribiría más tarde el general Clarke en una correspondencia privada, «ordené detenerla y eliminar todo lo que se había hecho.»
Clarke no informó a Washington de la operación ni tampoco de su propia acción contra ésta, con la esperanza de que el asunto cayera simplemente en el olvido.
Kennedy nunca supo de su existencia, pero Jrushchov sí. Un espía soviético oculto en el bosque sacó fotos de las pruebas. Jrushchov no tenía forma de saber que el general Clarke había cancelado los ejercicios, de modo que aquellas fotos constituían en su opinión una prueba de que los estadounidenses podían estar preparando una operación en Berlín para desafiarlo o humillarlo durante el Congreso del Partido.
1. Adenauer dimitiría en 1963 y Brandt se convertiría en el primer canciller socialdemócrata del período de posguerra en 1969.