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La primavera de Jrushchov
Berlín Oeste es un hueso en la garganta de las relaciones entre la URSS y EEUU… Si Adenauer quiere guerra, Berlín Oeste sería un buen lugar para empezar.
El primer ministro JRUSHCHOV al embajador de EEUU Llewellyn E. Thompson Jr.,
9 de marzo de 1961
Es muy probable que la URSS provoque una crisis sobre Berlín este año. Todas las vías de actuación son peligrosas y poco prometedoras. La inacción es aún peor. Nos enfrentamos a una disyuntiva inexistente: si estalla una crisis, es posible que lo más seguro sea adoptar una actitud audaz y peligrosa.
El ex secretario de estado DEAN ACHESON en un memorando sobre Berlín para el presidente Kennedy,
3 de abril de 1961
NOVOSIBIRSK, SIBERIA
DOMINGO, 9 DE MARZO DE 1961
Nikita Jrushchov estaba cansado y de mal humor.
El rostro del líder soviético presentaba un aspecto pálido, su cuerpo carecía de vigor y tenía los ojos apagados, un aspecto que contrastaba vivamente con su habitual brío y que sorprendió al embajador de EEUU Llewellyn «Tommy» Thompson y a sus dos acompañantes, el joven consejero político estadounidense Boris Klosson y Anatoly Dobrynin, el hombre más próximo a Estados Unidos dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético.
Thompson había pasado diez días suplicando antes de obtener una audiencia con Jrushchov para entregarle la primera carta privada del presidente Kennedy, que incluía la tan esperada invitación para celebrar un encuentro. Aun así, Thompson había tenido que recorrer 2.900 kilómetros en avión para dar con Jrushchov en Akademgorodok, la inmensa ciudad de las ciencias que Jrushchov había mandado construir a las afueras de Novosibirsk, en la llanura del oeste de Siberia.
Jrushchov había querido crear en Siberia un centro científico pionero en el mundo, pero como le sucediera con tantos de sus sueños, también éste terminó quedándose a medias. Esa misma semana había despedido a un experto en genética cuyas teorías no le gustaban y había ordenado eliminar cuatro de las nueve plantas previstas para la nueva academia para acomodarla a unas dimensiones más soviéticas. Las frustraciones en Akademgorodok no hacían más que añadirse a una larga lista de fracasos que empezaban a hacer mella en la confianza del líder soviético.
La visita en curso de Jrushchov a diversas regiones agrícolas le estaba pasando factura física y psicológicamente, y lo había obligado a tomar más conciencia aún de las limitaciones económicas de su país. Albania había trasladado sus lealtades de Moscú a la China de forma heréticamente pública, lo que abría una preocupante grieta en la posición de Jrushchov al frente del comunismo mundial. El aliado de Moscú en el Congo, Patrice Lumumba, había sido asesinado, algo de lo que Jrushchov culpaba al secretario general de la ONU, Dag Hammarskjöld.
Pero, sobre todo, el mundo capitalista estaba demostrando una resistencia mucho mayor de la que habían predicho los responsables de propaganda de Jrushchov. La descolonización de África no había afectado tanto a las posiciones occidentales en los países en vías de desarrollo como sus expertos habían previsto. A pesar de los esfuerzos soviéticos por dividir la alianza, la OTAN parecía cada vez más sólida y el Bundeswehr de la Alemania Federal estaba aumentando sus capacidades armamentísticas de forma tan rápida que estaba alterando el equilibrio militar en Europa. Tanto por su retórica como por su presupuesto de defensa, el presidente Kennedy presentaba una actitud más anticomunista aún que Eisenhower. Y, cada mes, las cifras de refugiados de la Alemania del Este marcaban un nuevo récord. Si su suerte no cambiaba pronto, el líder soviético temía que el Congreso del Partido de octubre pudiera convertirse para él en una lucha por la supervivencia.
Ante esa serie de retos, Jrushchov accedió a reunirse con Thompson sólo después de que el embajador estadounidense filtrase al corresponsal del New York Times Seymour Topping (y a diversos diplomáticos de Moscú) que el líder soviético le estaba dando la espalda a Kennedy justo cuando éste intentaba acercarse a él. El 3 de mayo, Topping había escrito obedientemente que Thompson se había visto frustrado en sus intentos por entregar a Jrushchov un mensaje crucial de Kennedy con la esperanza de «intentar atajar un contratiempo grave en las relaciones». Topping escribió también que Thompson llevaba consigo un nuevo encargo para «iniciar una serie de conversaciones y negociaciones preliminares orientadas a entablar negociaciones sustanciales sobre diversas divergencias entre el bloque del Este y Occidente».
Pero incluso después de leer la noticia, Jrushchov accedió a reunirse con Thompson tan sólo a regañadientes. El asesor de Jrushchov, Oleg Troyanovsky, había visto cómo las esperanzas que su jefe había depositado en un nuevo comienzo en las relaciones entre EEUU y la URSS se habían «evaporado rápidamente» durante los cuatro meses que habían transcurrido desde la elección de Kennedy. Había pocos termómetros que midieran mejor la temperatura de la relación entre EEUU y los soviéticos que Troyanovsky, el omnipresente asesor de Jrushchov que había estudiado en la Sidwell Friends School de Washington, D.C., mientras su padre desempeñaba el cargo de primer embajador soviético en Washington a mediados de la década de 1930. Troyanovsky era capaz de citar a Marx y de hablar en americano coloquial con la misma soltura.
Troyanovsky había visto como Jrushchov se iba cansando de que Kennedy le diera largas después de no haber logrado tampoco contactar con el nuevo líder estadounidense antes de que éste se contaminara de lo que Jrushchov consideraba los prejuicios antisoviéticos de Washington. Poco más de un año después del incidente con el U-2 y del fracaso de la cumbre de París, desde el punto de vista político Jrushchov no podía permitirse otro encuentro fallido con un presidente estadounidense. Y, no obstante, aquél parecía el resultado más probable de cualquier reunión de esa naturaleza, especialmente teniendo en cuenta la intransigencia de Kennedy con el asunto de Berlín y su insistencia en un acuerdo de prohibición de las pruebas atómicas que los militares soviéticos no deseaban. Las relaciones entre Jrushchov y los altos cargos de su ejército eran ya tensas debido a los recortes de tropas, y el líder soviético sabía que éstos se opondrían a cualquier medida que pudiera limitar su desarrollo nuclear o que los expusiera a inspecciones externas.
Las visitas de Jrushchov a varias explotaciones agrícolas camino de Novosibirsk también habían alimentado su descontento. El nuevo anuario estadístico soviético aseguraba que la Unión Soviética había logrado alcanzar el 60 por ciento del producto nacional bruto de EEUU, pero se trataba desde luego de una exageración. La CIA lo había tasado en cerca del 40 por ciento y otros expertos estimaban que el tamaño de la economía soviética rondaba el 25 por ciento de la economía estadounidense. La productividad agrícola alcanzaba apenas un tercio de la de EEUU y dicho porcentaje no hacía más que disminuir.
Durante sus viajes, Jrushchov había sido testigo de la desagradable verdad que se ocultaba tras las exageradas estadísticas proporcionadas por los aduladores de provincias. La agricultura soviética estaba fracasando por culpa de una planificación errática, malas cosechas y un sistema de distribución atroz que a menudo dejaba que las cosechas se pudrieran. Cada semana, Jrushchov echaba chispas ante una nueva lista de subordinados incompetentes que falsificaban los resultados para ocultar sus defectos, que eran incapaces de subsanar. Tras confesar su ineptitud, un secretario del partido llamado Zolotukhin, de la capital de provincia occidental de Tambov, a orillas del río Tsna, se bajó los pantalones y le pidió tres veces a Jrushchov que lo azotara.
«¿Por qué se baja los pantalones y nos enseña el culo?», había respondido Jrushchov, furioso. «¿Acaso cree que eso nos excita? ¿Qué necesidad tenemos de mantener a un secretario así?»
En una reunión del Partido Comunista tras otra, Jrushchov exigió a sus subordinados igualar las cotas económicas y agrícolas de EEUU, y superar la productividad de leche y carne, objetivos que se habían convertido en su obsesión desde su visita a las zonas interiores de EEUU en 1959. Cuando sus camaradas cuestionaban la idoneidad de compararse con los imperialistas, Jrushchov decía que Estados Unidos representaba «la última fase del capitalismo», mientras que los soviéticos apenas habían empezado a colocar los cimientos de la casa del comunismo. «Y nuestros ladrillos son los bienes de consumo y de producción.»
La prueba de que la población soviética había tomado ya conciencia de las deficiencias de su país puede encontrarse en el sinfín de chistes que se contaban en las colas para comprar comida, mientras Jrushchov se paseaba por todo el país:
–¿De qué nacionalidad eran Adán y Eva?
–Soviéticos.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque ambos iban desnudos, tenían tan sólo una manzana para comer y pensaban que vivían en el paraíso.
Algunos de los chistes incluían también al nuevo presidente estadounidense:
El presidente John Kennedy se presenta ante Dios y le pregunta:
–Oye, Dios, ¿cuántos años faltan para que mi pueblo sea feliz?
–Cincuenta años –responde Dios.
Charles de Gaulle se presenta ante Dios y le pregunta:
–Oye, Dios, ¿cuántos años faltan para que mi pueblo sea feliz?
–Cien años –responde Dios.
Jrushchov se presenta ante Dios y le pregunta:
–Oye, Dios, ¿cuántos años faltan para que mi pueblo sea feliz?
Dios se echa a llorar y se va.
A pesar de que a la llegada de Thompson Jrushchov estaba ya de un humor de perros, éste empeoró más aún cuando el líder soviético leyó la traducción al ruso de la carta de Kennedy; Jrushchov no encontró ni una sola palabra sobre Berlín. Con voz calmada y cansada, Jrushchov le dijo a Thompson que Kennedy debía comprender que nunca iba a renunciar a su determinación de negociar «la cuestión alemana». Con el tiempo, dijo Jrushchov, había logrado que Eisenhower comprendiera que las conversaciones sobre Berlín eran algo inevitable, pero entonces los militaristas estadounidenses habían «dinamitado deliberadamente las negociaciones» con la intrusión del U-2.
Thompson, que tenía instrucciones explícitas de no dejarse arrastrar hacia el tema de Berlín, respondió simplemente que Kennedy estaba «revisando nuestra política alemana y desea discutirla con Adenauer y los demás aliados antes de sacar conclusiones».
Harto de lo que consideraba una táctica de dilación de EEUU, Jrushchov se burló de que el país más poderoso del mundo tuviera que consultar con alguien antes de actuar, basándose en el desdeñoso trato que él mismo dispensaba a sus aliados del Pacto de Varsovia. «Berlín Oeste es un hueso en la garganta de las relaciones entre la URSS y EEUU», le dijo Jrushchov a Thompson, y añadió que había llegado el momento de arrancarlo. «Si Adenauer quiere guerra», advirtió, «Berlín Oeste sería un buen lugar para empezar.»
Aunque Kennedy no estaba aún en situación de negociar con Jrushchov sobre Berlín, el líder soviético expuso con impaciencia sus condiciones ante Thompson para que éste pudiera trasladárselas a su presidente. Jrushchov aseguró que estaba dispuesto a firmar un acuerdo que permitiera a Berlín Oeste mantener el sistema político que prefiriera, aunque fuera el capitalismo. Sin embargo, dijo, los estadounidenses debían retirar la unificación alemana de la mesa de negociación, aunque aquél fuera un escenario que tanto EEUU como la URSS pudieran llegar a desear con el tiempo. Abandonar el lenguaje de la unificación era necesario, dijo, si la Unión Soviética y Estados Unidos querían firmar un tratado que pusiera fin a la guerra y reconociera las dos Alemanias como estados soberanos.
Por su parte, Jrushchov le aseguró a Thompson que no ampliaría el imperio soviético hacia el oeste, pero también quería que Washington renunciara a intentar arrebatarle lo que ya era suyo. A continuación, y eligiendo bien las palabras para sugerir una relación de proximidad entre viejos amigos, Jrushchov le dijo a Thompson que «deseaba con toda franqueza» mejorar las relaciones con Kennedy y eliminar la posibilidad de una guerra nuclear. Sin embargo, añadió, eso era algo que no podía hacer a solas.
Jrushchov había llevado la conversación con Thompson mucho más lejos de lo que éste tenía instrucciones de discutir. El embajador estadounidense advirtió a Jrushchov que no esperara un cambio inmediato en la posición de EEUU acerca de Berlín y le aseguró al líder soviético que actuando unilateralmente tan sólo conseguiría incrementar las tensiones. «Si hay algo que podría provocar un incremento drástico en la inversión armamentística de EEUU, tal como ya sucedió durante la guerra de Corea», dijo Thompson, «sería la convicción de que los soviéticos pretenden obligarnos a abandonar Berlín.»
Pero Jrushchov prefirió ignorar las advertencias de Thompson. «¿A qué viene tanto interés de Occidente por Berlín?», replicó.
Estados Unidos había dado su compromiso solemne a los berlineses, respondió Thompson, y por lo tanto su prestigio nacional dependía del futuro de la ciudad.
Jrushchov dijo que lo único que había atraído la atención de las potencias occidentales sobre Berlín había sido la capitulación alemana en la Segunda Guerra Mundial. «Negociemos un estatus para Berlín Oeste», dijo. «Presentémoslo ante la ONU. Podemos crear un cuerpo de policía conjunto sobre la base de un tratado de paz garantizado por las cuatro potencias, o un cuerpo simbólico de las cuatro potencias estacionadas en Berlín.» Jrushchov dijo que su única condición era que Berlín Este quedara fuera de dicha planificación, ya que la zona soviética de la ciudad seguiría siendo la capital de la Alemania del Este.
Debido a la escasa relevancia política de Berlín en Moscú, insistió Jrushchov, la URSS estaba dispuesta a ofrecer a EEUU todas las garantías necesarias para proteger su prestigio y asegurar que Berlín Oeste conservara su sistema político actual. Jrushchov dijo estar dispuesto a aceptar Berlín Oeste como un enclave capitalista dentro de la Alemania del Este, pues en cualquier caso la Unión Soviética iba a superar a la Alemania Federal en producción per cápita en 1965 y a EEUU cinco años más tarde. Para ilustrar más claramente la insignificancia de Berlín Oeste, Jrushchov explicó que, teniendo en cuenta que la población soviética crecía anualmente en 3,5 millones de habitantes, la población total de Berlín Oeste, con sus dos millones de habitantes, suponía apenas «una noche de trabajo» para un país tan sexualmente activo como el suyo.
Adoptando el papel de abogado del diablo, Thompson respondió que aunque Berlín Oeste fuera irrelevante para los soviéticos, «Ulbricht estaba muy interesado» en la ciudad y era poco probable que respaldara las garantías de Jrushchov sobre su sistema democrático y capitalista.
Con un gesto despectivo, como si espantara un molesto mosquito, Jrushchov aseguró que obligaría a Ulbricht a aprobar cualquier decisión que él y Kennedy acordaran.
En un intento por orientar la conversación hacia un tema menos sensible, Thompson sacó a colación la liberalización de las relaciones comerciales entre EEUU y la URSS. En ese sentido, tenía una oferta que esperaba que pudiera aplacar a Jrushchov; dijo que su gobierno esperaba poder levantar pronto las restricciones sobre la importación de carne de cangrejo soviética a EEUU.
En lugar de celebrar el gesto, Jrushchov expresó su indignación ante la reciente decisión de EEUU de cancelar (por razones de seguridad nacional) la venta de maquinaria de moler a Moscú. «¡La URSS lanza cohetes espaciales sin la ayuda tecnológica de EEUU!», gruñó. También protestó por el retraso en la aprobación de la venta de una planta fertilizadora de urea, debido también a sus potenciales aplicaciones militares, sobre todo en la producción de armas químicas. Jrushchov dijo que la tecnología de uso de la urea estaba tan extendida que había adquirido ya tres plantas similares a Holanda.
Sin embargo, ni todo el fertilizante del mundo era tan importante para Jrushchov como Berlín, y el líder soviético volvió sobre el tema una y otra vez, hasta que Thompson le respondió a regañadientes; le aseguró que el presidente Kennedy era consciente de que la situación era insatisfactoria para ambas partes, que estaba «reexaminando toda la problemática de Alemania y de Berlín» y que estaba «dispuesto a hacer algo que permitiera rebajar las tensiones». Pero Thompson repitió que no podía transmitir la opinión de Kennedy hasta que el presidente hubiera hablado personalmente con sus aliados, algo que haría durante el mes de marzo y abril, antes de la reunión propuesta con Jrushchov.
Jrushchov aseguró que Kennedy no comprendía lo que había en juego en Berlín. Si él y Kennedy firmaban un acuerdo que pusiera fin al estatus de posguerra de la ciudad, le dijo a Thompson, eso rebajaría las tensiones en todo el mundo. No obstante, si no eran capaces de resolver sus discrepancias sobre Berlín, sus respectivos ejércitos seguirían enfrentados en una situación «no de paz sino de armisticio». Jrushchov descartó la idea de Kennedy de que las conversaciones sobre una reducción armamentística fueran a servir para lograr la confianza necesaria para abordar un asunto tan complejo como el de Berlín. De hecho, dijo, se trataba de todo lo contrario: sólo la retirada de las tropas de EEUU y de la URSS de Alemania crearían la atmósfera apropiada para discutir posibles recortes armamentísticos.
Tras tantas semanas intentando conseguir una reunión con Kennedy, Jrushchov expresó sus reservas sobre el gesto presidencial y declaró tan sólo que se sentía «inclinado a aceptar» la invitación de reunirse con él durante la primera semana de mayo, para lo que aún faltaban dos meses, tras las visitas a Washington del primer ministro británico Macmillan y del primer ministro alemán Adenauer, y después de que Kennedy se desplazara a París para entrevistarse con De Gaulle. Kennedy había propuesto que su encuentro tuviera lugar en Viena o Estocolmo. Aunque él prefería Viena, dijo Jrushchov, no se opondría a celebrar la reunión en Suecia. El líder soviético admitió, encogiéndose de hombros, que sería útil conocer a Kennedy, aunque recordó que ya se habían visto brevemente en 1959, cuando el entonces senador había llegado tarde a la visita del líder soviético al Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Sin aceptar ni rechazar la invitación, Jrushchov le dijo a Thompson que «sería necesario encontrar un motivo para la reunión».
Al final de la comida que se celebró a continuación, Jrushchov levantó un vaso lleno de su vodka preferido, con gusto a pimienta, y propuso un tibio brindis por Kennedy que contrastaba vivamente con su mensaje de Año Nuevo. Jrushchov prescindió de los tradicionales brindis a la salud de Kennedy: «Es tan joven que no los necesita». Un año después de haber retirado la invitación a Eisenhower para que visitara la URSS, lamentó que aún no hubiera llegado el momento de brindar a Kennedy y su familia la hospitalidad tradicional de su país.
Thompson regresó esa misma noche en avión. Aterrizó en el aeropuerto de Moscú-Vnukovo, cubierto por un manto de nieve, y su chófer lo condujo por las calles heladas de la ciudad hasta la embajada, donde Thompson envió un telegrama a Washington con su informe. Aunque llevaba dieciocho horas yendo de aquí para allá, la adrenalina le corría por las venas mientras lo escribía.
Basándose en su experiencia, Thompson afirmó no haber visto nunca a Jrushchov tan obsesionado con Berlín. El líder soviético había logrado convencer a Thompson de que no iba a retrasar más la acción. «Todos los colegas diplomáticos con quienes he discutido el asunto consideran que si no se inician negociaciones, Jrushchov… precipitará una crisis en Berlín este año», escribió.
Una semana más tarde, en otro telegrama, Thompson recomendó a sus superiores que acelerasen los planes de contingencia para una hipotética actuación soviética en Berlín. Las relaciones entre Jrushchov y la administración Kennedy eran tan malas, aseguró el embajador, que el líder soviético podía decidir que tenía mucho que ganar y muy poco que perder en Berlín. Sin embargo, Thompson añadió que Jrushchov aún deseaba evitar un enfrentamiento militar con Occidente y que ordenaría a los alemanes del Este que no interfirieran en el acceso de los militares aliados a la ciudad.
Thompson detalló los motivos de la tensión creciente entre EEUU y la URSS, que se habían ido acumulando durante las primeras semanas de la administración Kennedy: el Kremlin no estaba interesado en la propuesta estadounidense de un acuerdo para prohibir las pruebas nucleares; consideraba a Kennedy más combativo aún que Eisenhower, sobre todo debido a su incremento del presupuesto militar; finalmente, estaba molesto por las restricciones crecientes de la administración Kennedy sobre la venta de tecnología sensible a los soviéticos. En el Kremlin molestaba particularmente que Kennedy se hubiera comprometido pública y personalmente a ofrecer mayor apoyo a Radio Free Europe, que se estaba revelando como una herramienta útil para evitar que los regímenes soviéticos tuvieran el monopolio de la información. En África y en América del Sur, escribió Thompson, los enfrentamientos indirectos proseguirían y tal vez se recrudecerían.
En cuanto a su probable reunión con Jrushchov, Thompson escribió que, en su opinión, «el debate sobre el problema alemán será el objetivo fundamental del encuentro para Jrushchov. Sería durante la reunión o poco después cuando el líder soviético tomaría una decisión sobre Berlín». Thompson creía que el reto del presidente estadounidense pasaba por convencer a un escéptico Jrushchov de que EEUU plantaría cara en Berlín Oeste antes que abandonar la ciudad. Por otro lado, sin embargo, una postura firme no bastaría por sí sola para evitar la confrontación. Según los cálculos de Thompson, Jrushchov iba a abordar la cuestión antes del Congreso del partido de octubre. En ese caso, «podía plantearse la posibilidad real de una nueva guerra mundial y eso, desde luego, nos arrastraría a una guerra fría aún más fría».
Thompson repitió que estaba convencido de que había que valorar los riesgos de un enfrentamiento con Jrushchov teniendo en cuenta que, en realidad, EEUU no disponía de una alternativa mejor. A pesar de todos sus inconvenientes, afirmaba Thompson, Jrushchov «es probablemente mejor para nuestros intereses que cualquiera de sus posibles sucesores». Por ello, los intereses estadounidenses pasaban por mantener a Jrushchov en el poder, aunque Thompson admitía que su embajada no conocía las interioridades del Kremlin con suficiente detalle como para aconsejar de qué forma podía Kennedy influir en las batallas de poder dentro del Partido Comunista.
A continuación, con extraña clarividencia, Thompson añadió: «Si esperamos que los soviéticos no actúen sobre el problema de Berlín, debemos esperar también que los alemanes del Este cierren las fronteras del sector para detener lo que, a sus ojos, debe de constituir un flujo intolerable de refugiados en Berlín».
Es posible que, con esa insinuación, Thompson fuera el primer diplomático estadounidense en predecir el Muro de Berlín.
Finalmente, Thompson propuso una posición negociadora que creía que los soviéticos estarían dispuestos a aceptar y que, al mismo tiempo, permitiría a Washington recuperar la iniciativa. El embajador estadounidense sugirió que Kennedy le propusiera a Jrushchov un acuerdo provisional sobre Berlín que ofreciera a las dos Alemanias un período de siete años para negociar una solución a largo plazo. Durante ese tiempo, y a cambio de que la URSS garantizara el acceso aliado a Berlín Oeste, EEUU aseguraría a los soviéticos que la Alemania Federal no intentaría recuperar los territorios orientales perdidos tras la Segunda Guerra Mundial.
Thompson creía que con ese acuerdo los alemanes del Este podrían poner fin al flujo de refugiados, algo que el embajador aseguraba que interesaba tanto a los rusos como a los estadounidenses, pues el número creciente de emigrados amenazaba con desestabilizar la zona. Para desarrollar su plan, Thompson propuso una serie de medidas encaminadas a fomentar la confianza entre las partes, fundamentalmente la reducción de las actividades occidentales secretas dirigidas desde Berlín y el cierre de la RIAS, la emisora de radio estadounidense que transmitía a la zona soviética desde Berlín Oeste. Y aunque Jrushchov rechazara la oferta estadounidense, Thompson aseguraba que tan sólo el hecho de ponerla encima de la mesa le permitiría a Kennedy ganarse las simpatías de la opinión pública y hacer que Jrushchov se lo pensara dos veces antes de actuar unilateralmente.
Pero Kennedy no compartía la sensación de urgencia de su embajador. Él y su hermano Bobby empezaban a sospechar que Thompson sufría de «clientelitis», una dolencia común dentro del Departamento de Estado que lo llevaba a alinearse con demasiada facilidad con las posiciones soviéticas. El presidente admitía ante sus amigos que aún no comprendía a Jrushchov. Al fin y al cabo, Eisenhower había ignorado el ultimátum del líder soviético sobre Berlín de 1958 sin pagar ningún precio real por ello. Kennedy no comprendía por qué motivo debían tener más prisa en aquel momento.
Las mentes más brillantes dentro de la inteligencia estadounidense compartían dicho punto de vista. El Subcomité Especial del Consejo de Inteligencia de Estados Unidos sobre la cuestión de Berlín, el grupo de espías más acreditado sobre la cuestión, aseguró que era «poco probable que Jrushchov incremente sus presiones en Berlín en estos momentos». Asimismo, aseguraron que Moscú aplicaría más presión tan sólo si Jrushchov creía que con ello podía obligar a Kennedy a mantener contactos al más alto nivel. Lo que querían decir, en el fondo, era que si Kennedy demostraba que las amenazas crecientes de los soviéticos no lo impresionaban, Jrushchov descartaría una escalada de las tensiones en Berlín.
Una vez más, pues, el presidente decidió que Berlín podía esperar. Había dos otros elementos que habían empezado ya a influir en sus ideas. En primer lugar, Dean Acheson estaba a punto de entregarle al presidente su primer informe sobre la línea política a seguir en Berlín, lo que proporcionaría un contrapunto al enfoque más blando de Thompson.
Pero Kennedy también estaba cada vez más pendiente de un conflicto mucho más cercano: los mejores espías del país estaban ultimando los detalles para una invasión de Cuba por parte de exiliados entrenados y equipados por la CIA.
WASHINGTON, D.C.
LUNES, 3 DE ABRIL DE 1961
El informe de Acheson, la primera gran reflexión de la administración Kennedy sobre la línea política en Berlín, llegó al despacho del secretario de estado Dean Rusk el día antes de que el primer ministro británico Harold Macmillan aterrizara en Washington. Como era de esperar, el que fuera secretario de estado del presidente Truman decidió entregar sus conclusiones en el momento de máximo impacto, marcando claramente la línea dura del gobierno antes del desfile de visitantes aliados.
El argumento central de Acheson era que Kennedy debía mostrarse dispuesto a luchar por Berlín si deseaba evitar que la URSS dominara primero Europa y, a continuación, también Asia y África. Blandiendo sus palabras como si fueran armas, Acheson escribió que si EEUU aceptaba «un golpe de estado comunista en Berlín (bajo cualquier apariencia dilatoria diseñada para salvar las apariencias) el estatus de poder en Europa quedaría meridianamente claro y Alemania y probablemente Francia, Italia y el Benelux realizarían los ajustes necesarios. El Reino Unido esperaría alguna solución que, sin embargo, no llegaría».
Acheson conocía lo bastante bien a Kennedy como para saber que el presidente confiaba en sus opiniones y compartía sus suspicacias respecto a los soviéticos. Mientras buscaba un secretario de estado durante el período de transición, Kennedy había acudido a Acheson, antiguo vecino suyo en Georgetown, para pedirle consejo. Con una multitud de fotógrafos delante de su casa, el presidente electo le había dicho a Acheson que había «pasado tanto tiempo durante los últimos años conociendo a personas que lo ayudaran a convertirse en presidente que ahora se daba cuenta de que no conocía a casi nadie que pudiera ayudarlo a ser presidente».
Acheson había disuadido a Kennedy de nombrar secretario de estado al senador William Fulbright que, según Acheson, «no poseía la firmeza y la seriedad necesarias para ocupar el cargo. Siempre me ha parecido que tiene los mimbres de un diletante». Acheson orientó a Kennedy hacia el hombre que terminó eligiendo, Dean Rusk, que durante la presidencia de Truman había ayudado a Acheson a oponerse a la política de contemporización y a plantar cara al comunismo en Asia como su subsecretario de estado para Asuntos del Lejano Oriente. Hablando de otros puestos en el gabinete y en diversas embajadas, Acheson bendijo algunos nombres y torpedeó otros, practicando la caza mayor al estilo de Washington con la que tanto disfrutaba. También rechazó la oferta de Kennedy para convertirse en embajador en la OTAN, argumentando que prefería conservar la independencia y sus ingresos como abogado sin «tener que someterme a todos esos códigos».
Dicho eso, Acheson estaba encantado de volver a ejercer su influencia en el gobierno asumiendo un papel principal que le permitía aportar sus ideas en dos de los ámbitos prioritarios de EEUU: el futuro de la OTAN y dos asuntos relacionados como eran el uso de las armas nucleares y la defensa de Berlín. Acheson ya había logrado su lugar en la historia gracias a su papel crucial en la creación del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Plan Marshall. Había sido también el principal diseñador de la OTAN (que había alterado la aversión estadounidense a las alianzas duraderas) y, junto a George Marshall, había diseñado la Doctrina Truman de 1947 que había convertido a EEUU en el «líder del mundo libre», cuya misión global consistía en defender la democracia y luchar contra el comunismo. En cualquier caso, que Kennedy lo invitara de nuevo a la fiesta era una agradable confirmación para Acheson de que sus capacidades seguían siendo útiles y valoradas.
A pesar de estar a punto de cumplir sesenta y ocho años, Acheson era aún una figura cautivadora: iba siempre tan bien vestido como informado y le gustaba jactarse ante sus amigos de que poseía la confianza en sí mismo de la que adolecían sus oponentes. Con su bombín, su sonrisa malévola, sus acerados ojos azules y su bigote enroscado, era un hombre que difícilmente habría pasado desapercibido. Sin embargo, destacaba aún más por sus piernas largas y su metro ochenta de estatura. Con su agudeza y su intolerancia hacia los necios, Acheson había volcado en su nuevo estudio sobre Berlín las ganas de superar tácticamente a los soviéticos que habían marcado su carrera hasta el momento. Había sido precisamente la adscripción a aquella línea dura lo que había forjado el curioso vínculo que había unido a Acheson y el presidente Truman, un antiguo alumno de Yale aficionado a los martinis y un simple político del Medio Oeste sin titulación superior.
Poco después de la elección de Kennedy, Acheson había regañado a Truman en una carta en la que, bromeando, reflexionaba sobre las preocupaciones del antiguo presidente por el catolicismo de Kennedy. «¿De veras le preocupa que Jack sea católico?», le preguntaba a Truman, que se refería a Kennedy despectivamente como «el jovencito». Acheson le decía a Truman que nunca le había importado que De Gaulle y Adenauer fueran católicos. «Además», añadía Acheson con sorna, «yo creo que no es muy buen católico.»
Desde que Kennedy lo contratara en febrero, Acheson había considerado a fondo todas las posibles eventualidades en Berlín. Coincidía con Thompson en que era posible que se produjera un enfrentamiento antes de que terminara el año, pero ahí era donde terminaban sus coincidencias. Acheson aconsejó al presidente que se mostrara aún más fuerte y renunciara a cualquier esperanza de lograr una solución negociada que permitiera mejorar el status quo. «Todas las vías de actuación son peligrosas y poco prometedoras», dijo Acheson. «La inacción es aún peor. Nos enfrentamos a una disyuntiva inexistente: si estalla una crisis, es posible que lo más seguro sea adoptar una actitud audaz y peligrosa.»
Eisenhower había rechazado los consejos de Acheson (expresados en su momento desde fuera del gobierno) de responder al constante cuestionamiento por parte de Moscú del compromiso de Estados Unidos con Europa y con Berlín de forma más enérgica, con una notoria proliferación militar. Acheson esperaba poder ejercer su influencia de forma más efectiva con Kennedy. Ya se había ganado a Rusk y a Bundy, y contaba también entre sus aliados con dos de los altos cargos de la administración más influyentes en lo relativo a Berlín: Paul Nitze del Pentágono y Foy Kohler del Departamento de Estado.
En uno de los puntos más controvertidos de su memorando, Acheson afirmaba que la amenaza de una guerra nuclear global podía no ser suficiente para disuadir a Jrushchov en Berlín, si es que alguna vez lo había sido. Acheson afirmaba que las reservas de Jrushchov a actuar hasta entonces obedecían más a su voluntad de eludir una crisis en sus relaciones con Occidente que a la convicción de que EEUU se arriesgaría a provocar una guerra nuclear para defender Berlín. Así pues, Acheson le recomendaba a Kennedy un incremento significativo de los efectivos militares convencionales en Europa, al tiempo que le aconsejaba que convenciera a sus aliados, y en particular a la Alemania Federal, «de alcanzar un acuerdo por anticipado para luchar por la defensa de Berlín».
Acheson incluyó en su informe un listado de los cinco puntos que, en su opinión, eran las prioridades de Jrushchov en Berlín:
1. Estabilizar el régimen de la Alemania del Este y preparar el terreno para su eventual reconocimiento internacional.
2. Legalizar las fronteras orientales de Alemania.
3. Neutralizar Berlín Oeste como primer paso para preparar el terreno para un eventual fagocitamiento por parte de la República Democrática Alemana.
4. Debilitar, cuando no romper, la OTAN.
5. Desacreditar a Estados Unidos o, por lo menos, mancillar seriamente su prestigio.
Acheson coincidía con Adenauer en que el problema de Berlín no tenía prácticamente otra solución que la unificación, y que dicha unificación no sería posible hasta un futuro distante y mediante una demostración constante de la fortaleza de Berlín Oeste. Por todo ello, en aquel momento no era posible alcanzar ningún acuerdo sobre Berlín con Moscú sin que ello debilitara Occidente y lo volviera más vulnerable, por lo que no tenía sentido iniciar conversaciones con los soviéticos.
Berlín era la «clave para el status quo de poder en Europa», escribió Acheson, y por ello la determinación a la hora de defender la ciudad era fundamental para mantener al Kremlin en jaque en otras partes del mundo. Independientemente de cuál fuera la decisión de Kennedy, Acheson aconsejaba al presidente que decidiera «lo antes posible qué motivos eran razón suficiente para luchar por Berlín» y lograra que los aliados de EEUU aprobaran esos criterios.
En resumen, el mensaje de Acheson a Kennedy era el siguiente: «Por el momento debemos conformarnos con mantener el status quo en Berlín. No podemos esperar que Jrushchov acepte nada menos; tampoco nosotros debemos aceptar nada menos».
Su revolucionario informe se centraba a continuación en los medios militares más apropiados (dentro de las capacidades de EEUU) para detener a Jrushchov. La amenaza de un ataque nuclear había sido durante mucho tiempo el as en la manga de EEUU, pero Acheson expresaba el herético convencimiento de que ésa había dejado de ser una amenaza creíble, pues resultaba «totalmente obvio» para los rusos que Washington no iba a arriesgar la vida de millones de estadounidenses para defender Berlín. Acheson indicaba que, como alternativa, algunos líderes militares abogaban por un «uso limitado de los medios nucleares; es decir, por lanzar una sola bomba en alguna parte».
Acheson, sin embargo, descartaba esa idea con la misma presteza con la que la había planteado: «Lanzar una bomba no es lo mismo que amenazar con lanzar una bomba. Lanzar una bomba es lanzarla. Y eso es o bien una indicación de que vas a lanzar más, o una invitación a la otra parte para que responda lanzando otra». Para Acheson aquél era un «planteamiento irresponsable y en ningún caso una respuesta apropiada a la problemática de Berlín».
Por ello, Acheson presentó ante Kennedy una propuesta que demostraría de forma inequívoca la determinación occidental. El presidente debía incrementar de forma sustancial la presencia de fuerzas convencionales en Alemania para que los soviéticos apreciaran claramente el compromiso de Estados Unidos con la defensa de Berlín, una opción que se hallaba en las antípodas de la moratoria de siete años que proponía Thompson para que las dos Alemanias negociaran sus diferencias. Con un incremento sustancial de tropas, aseguraba Acheson, EEUU «demostraría su compromiso de forma tan clara que ya no podría echarse atrás; así, si alguien debía echarse atrás, iban a tener que ser ellos».
Acheson admitía que reducir el nivel de confianza estadounidense en el efecto disuasorio de las armas nucleares entrañaba ciertos riesgos, pero añadía que «es la única forma de demostrar que hablamos en serio sin cometer una estupidez mayúscula». Su propuesta no consistía en incrementar la presencia de las fuerzas estadounidenses en Berlín, donde podían quedar atrapadas y resultar inútiles, sino reunir las divisiones en algún punto de Alemania. Acheson recomendaba incrementar la presencia militar en seis divisiones y disponer de más medios de transporte para que esos nuevos soldados pudieran desplegarse en Berlín en caso de emergencia.
El secretario de defensa McNamara dio su visto bueno al informe de Acheson. Kennedy se lo tomó lo bastante en serio como para, basándose en él, encargarle al Pentágono un nuevo informe sobre cómo romper un hipotético nuevo bloqueo sobre Berlín. Acheson sabía, sin embargo, que sus enfoques se toparían con la oposición de los aliados de EEUU: franceses y alemanes se negarían a cualquier medida que diluyera la estrategia de la disuasión nuclear, pues creían que ésta era la única que garantizaba el compromiso estadounidense con su defensa a largo plazo. Los británicos, por su parte, deseaban poner más énfasis en las negociaciones con los soviéticos, una vía a la que Acheson se oponía tajantemente. Como los aliados no podían ponerse de acuerdo en la forma de defender Berlín, Acheson aconsejaba a Kennedy que tomara la decisión de forma unilateral y la presentara ante los aliados como un hecho consumado.
Antes de la reunión con Macmillan, Bundy entregó a Kennedy lo que describió como un «magnífico» informe de su amigo Acheson y aconsejó a Kennedy que se asegurara de que los visitantes británicos, famosos por su postura «blanda» en lo tocante a Berlín, comprendieran que estaba decidido a no ceder terreno. Haciéndose eco de las palabras de Acheson, Rusk afirmó que las conversaciones sobre Berlín habían fracasado en el pasado y que no había motivos para creer que en esta ocasión los resultados fueran a ser mejores.
De la noche a la mañana, Acheson había tomado la iniciativa sobre Berlín, llenando con su informe un vacío en la administración. Basándose en ello, el asesor de seguridad nacional Bundy aconsejó a Kennedy que considerase educadamente las ideas «que se les puedan haber ocurrido en Londres, pero a cambio presione tanto como sea necesario para lograr un compromiso de firmeza británica si llega el momento de la verdad».
DESPACHO OVAL, LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
VIERNES, 5 DE ABRIL DE 1961
El primer ministro británico Macmillan quedó desconcertado cuando Kennedy hizo un gesto hacia Acheson y le pidió que expusiera por qué, en lo relativo a los soviéticos y Berlín, creía que era más probable que se produjera una confrontación a que se alcanzara un acuerdo aceptable sobre la cuestión. El presidente estaba acompañado por su equipo de seguridad nacional y también por el embajador estadounidense en Londres, David Bruce. Entre otros, Macmillan había llevado consigo a su secretario de Asuntos Exteriores, sir Alec Douglas-Home. Todos ellos volvieron su atención hacia Acheson y éste, uno de los miembros más pintorescos y teatrales del mundo diplomático, ofreció un número que desconcertó a los británicos.
Kennedy no reveló si compartía los severos planteamientos de Acheson, aunque Macmillan se vio obligado a imaginar que así era. Antes de ahondar en la cuestión propiamente dicha, Acheson se disculpó diciendo que aún no disponía de las conclusiones definitivas de su informe sobre Berlín, pero a continuación expuso categóricamente todo lo que había decidido. Kennedy escuchó sin hacer comentarios.
Macmillan y Acheson tenían prácticamente la misma edad, y la forma de vestir de Acheson, su actitud y sus gestos de hombre de clase media y su background cultural anglocanadiense probablemente se habrían traducido en una compatibilidad cultural en cualquier otro ámbito. Sin embargo, los dos hombres no podrían haber diferido más en su diagnóstico sobre cómo había que abordar a los soviéticos. Macmillan no había perdido ni un ápice de su entusiasmo por las conversaciones al más alto nivel con Moscú, exactamente el tipo de contactos que Acheson había repetido hasta la saciedad que no iban a tener valor alguno, argumento que venía utilizando desde 1947, cuando, durante una sesión ejecutiva del Comité de Relaciones Exteriores, había declarado: «Considero que es un error pensar que en cualquier momento uno puede sentarse con los rusos y resolver un asunto».
Acheson detalló lo que denominaba sus «semipremisas»:
1. No existía una solución satisfactoria para el problema de Berlín que no pasara por una resolución más amplia de la división de Alemania. Dicha solución no parecía estar en absoluto cerca.
2. Era probable que los soviéticos forzaran la cuestión de Berlín durante el año en curso.
3. A Acheson no se le ocurría ninguna solución negociable que dejara a Occidente en una posición más favorable en Berlín de la que ostentaba en aquel momento.
Por todo ello, dijo, «debemos afrontar el asunto y prepararnos para las eventualidades. Berlín tiene una importancia suprema, por eso los soviéticos presionan tanto. Si Occidente flaquea, Alemania se descolgará de la alianza».
El presidente no interrumpió la exposición de Acheson y por ese motivo tampoco lo hizo nadie más. Acheson declaró que las negociaciones y otras soluciones no militares que, como todos los presentes en la sala sabían, constituían la preferencia británica, eran insuficientes. Debía producirse una respuesta militar, aseguró Acheson, pero ¿cuál debía ser esa respuesta y en qué circunstancias debía darse?
Macmillan y lord Home intentaron ocultar su consternación. Acababan de estar en París, donde habían oído a De Gaulle (que estaba tratando ya de convencer a Adenauer de una visión gaullista de Europa que excluyera a los británicos de forma permanente) oponerse también con vehemencia a las conversaciones con los soviéticos sobre Berlín. Los británicos no querían que Kennedy tomara también ese rumbo.
A sus sesenta y siete años, Macmillan estaba cada vez más convencido de que la mayoría de aspiraciones de Londres en el mundo dependían de su capacidad de influencia en Washington. Y eso, a su vez, dependía de la relación que entablara con el nuevo presidente estadounidense. Ávido estudioso de la historia, Macmillan se había dado cuenta de que los estadounidenses representaban «el nuevo Imperio romano y nosotros, los británicos, como los griegos de la antigüedad, debemos enseñarles cómo deben actuar. […] Como mucho, podemos aspirar a civilizarlos y a influirlos ocasionalmente». Pero ¿cómo iba a lograr que Kennedy se aviniera a actuar como Roma ante la Grecia de Macmillan?
Tras el hundimiento político del primer ministro Anthony Eden a raíz de la guerra del Sinaí, su sucesor Macmillan había apostado fuerte por reconstruir la «relación especial» con EEUU a través de su amistad con el presidente Eisenhower, forjada durante la Segunda Guerra Mundial. Macmillan había desempeñado un papel crucial como «mediador» para convencer al presidente Eisenhower de que negociara con Jrushchov sobre Berlín sobre la base de una serie de cumbres, y consideraba el fracaso de la Cumbre de París como una derrota personal. Macmillan había rogado a Jrushchov en vano que no abandonara las conversaciones.
En ese contexto, Macmillan había estado reuniendo toda la información posible sobre Kennedy para decidir cuál era la mejor forma de abordar a aquel hombre al que sacaba veinticuatro años. Macmillan le había dicho al columnista y amigo Henry Brandon que nunca sería capaz de reproducir la conexión que había tenido con Eisenhower, un hombre de la misma generación que él y con quien compartía la cruel experiencia de la guerra. «Y de pronto me topo con este creído jovencito irlandés.»
El embajador de Eisenhower en Londres, John Hay «Jock» Whitney, había advertido a Macmillan de que Kennedy era un tipo «tenaz, sensible, implacable y con un gran apetito sexual». Sin embargo, sus diferencias de carácter no aflorarían hasta meses más tarde, cuando Kennedy escandalizaría a aquel escocés monógamo y puritano con un comentario extemporáneo: «No sé a ti, Harold, pero a mí cuando me paso tres días sin acostarme con una mujer me entra dolor de cabeza…».
Pero mucho más que las diferencias de edad y de carácter, lo que preocupaba a Macmillan era la posibilidad de que el presidente se viera influenciado por el anticomunismo y el aislacionismo de su padre. Tal vez el embajador estadounidense más odiado en la Corte de Saint James, Joseph Kennedy había aconsejado al presidente Roosevelt que no se excediera en el apoyo de EEUU al Reino Unido contra Hitler para luego no tener que «cargar con el muerto en una guerra en la que los aliados tenían las de perder». Sin embargo, Macmillan se sintió aliviado cuando sus investigaciones revelaron que el héroe de Kennedy era el intervencionista Churchill, afinidad en la que coincidían plenamente.
Para intentar ejercer una influencia mayor en el pensamiento de Kennedy, durante el período de transición Macmillan había escrito al presidente electo una carta en la que le proponía un «Gran Proyecto» de cara al futuro. Si Macmillan había forjado su vínculo con Eisenhower basándose en sus recuerdos comunes de la guerra, el día de la elección de Kennedy había decidido que basaría su enfoque con el nuevo presidente en su intelecto. Así pues, intentó venderse a sí mismo como «un hombre que, a pesar de su edad, poseía ideas jóvenes y frescas».
Escrito con una habilidad digna de un editor, Macmillan había apelado a la vanidad de Kennedy citando algunos de los textos publicados por el presidente, antes de trazar las líneas generales de la peligrosa era a la que se enfrentaban y en la que «el mundo libre» (Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa) debía derrotar el pujante atractivo del comunismo mediante un crecimiento constante del bienestar económico y la persecución de un objetivo común. Por ello, consideraba que una mayor coordinación transatlántica para desarrollar políticas económicas y monetarias comunes tenía mayor importancia que cualquier alianza política y militar.
Desde que escribiera la carta, sin embargo, Macmillan no había logrado demasiados apoyos para su «Gran Proyecto» en las visitas preparatorias a los aliados. Durante su encuentro en París, De Gaulle había mostrado su simpatía con la visión de Macmillan pero se había opuesto tajantemente a su deseo de incorporar Gran Bretaña al Mercado Común Europeo. Durante la reunión celebrada en Londres, Adenauer había expresado un apoyo aún más limitado, lo que había llevado a Macmillan a concluir que la Alemania Federal se había vuelto «demasiado rica y egoísta» para abrazar sus propuestas. Antes de la visita de Macmillan a la Casa Blanca, Kennedy descubrió que había perdido su copia del «Gran Diseño» de Macmillan. Hubo que revolver la Casa Blanca de arriba abajo antes de encontrar el documento en el cuarto de Caroline, su hija de tres años.
A pesar de las preocupaciones iniciales de Macmillan, el vínculo entre él y Kennedy antes de su reunión en Washington se forjó mucho más rápido de lo que el primer ministro británico habría podido prever, gracias al ingenio, la educación y la inteligencia de ambos hombres, además de los esfuerzos intencionados de Macmillan. No sólo eso, sino que incluso eran parientes: la hermana de Kennedy, Kathleen, se había casado con el sobrino de Macmillan. Al igual que Kennedy, Macmillan provenía de una familia rica, algo que le había permitido desarrollar un pensamiento independiente y sus excentricidades. El primer ministro era un hombre elegante y apuesto, de metro ochenta de estatura y con una sonrisa británica llena de dientes bajo un bigote de soldado, que exhibía sus trajes hechos a medida con la misma despreocupación con que exhibía su intelecto. Macmillan, al que habían herido en tres ocasiones durante la Primera Guerra Mundial, valoraba el énfasis que Kennedy había puesto en la valentía en su libro Profiles in Courage; mientras esperaba a ser rescatado durante la batalla del Somme, con una bala en la pelvis, Macmillan había leído a Esquilo en griego.
Para alivio del primer ministro, su relación con Kennedy había empezado con buen pie diez días antes, cuando el presidente le había enviado una invitación de última hora para que lo acompañara a Cayo Hueso, en Florida, donde podrían intercambiar algunas ideas sobre cómo abordar la cada vez más compleja crisis de Laos. Kennedy había escuchado pacientemente mientras Macmillan desaconsejaba una intervención militar en Laos, y el primer ministro había constatado con alivio que el presidente era capaz de dominar a los generales que lo rodeaban, en lugar de que fueran éstos quienes lo dominaran a él. Macmillan se había mostrado cautivado por el «atractivo y la delicadeza de Kennedy. Teniendo en cuenta lo pesados que son la mayoría de americanos, ha sido una sorpresa muy grata».
Sin embargo, el prometedor inicio en Cayo Hueso no hizo más que incrementar la consternación de Macmillan y lord Home ante el aparente militarismo de Kennedy en lo tocante a los soviéticos, actitud expresada y alentada por Acheson.
En cuanto a la defensa de Berlín, dijo Acheson, los británicos debían centrarse en las tres alternativas militares: la defensa terrestre, aérea o nuclear. Teniendo en cuenta que la opción nuclear era «temeraria y no resultaría creíble», Acheson se centró fundamentalmente en las otras dos. Descartó la opción de la defensa aérea, pues «los misiles tierra-aire soviéticos han alcanzado un nivel en el que los aviones no sobreviven. Por lo tanto, no podemos poner nuestra voluntad a prueba en el aire: los rusos se limitarían a derribar nuestros aviones con sus misiles».
Acheson fue trazando su punto de vista, según el cual EEUU y sus aliados disponían de una única respuesta creíble en la eventualidad de un enfrentamiento por la libertad de Berlín: una ofensiva convencional por tierra que «dejara claro a los rusos que no les compensaba intentar detener una respuesta decidida de los aliados occidentales». Sin embargo, para ello, aseguró Acheson, era imprescindible un incremento de la presencia militar aliada. Acheson detalló de forma sucinta las posibles contramedidas militares a diversos tipos de bloqueo sobre Berlín, incluida la posibilidad de mandar una división por la Autobahn para reabrir el acceso a Berlín por la fuerza. Así, si se producía el bloqueo, dijo Acheson, las fuerzas occidentales sabrían cuál era la situación y podrían rearmarse y apoyar a sus aliados como ya hicieran durante la guerra de Corea.
Kennedy le dijo a Macmillan, cuyo lenguaje corporal, sus levantamientos de cejas y sus miradas de soslayo revelaban todo su escepticismo, que aún no había tomado una decisión definitiva sobre el enfoque de Acheson. Dicho eso, coincidía con su nuevo asesor en que el plan de contingencia sobre Berlín no estaba aún «lo bastante maduro», teniendo en cuenta las probabilidades crecientes de que se produjera algún tipo de enfrentamiento.
Macmillan centró su oposición en la propuesta de Acheson en caso de un bloqueo de la ciudad de Berlín, enviar una división por la Autobahn, pues «sería un cuerpo muy vulnerable avanzando en un frente tan estrecho». Si surgían problemas, la división tendría que extenderse inevitablemente más allá de la Autobahn, aseguró, y eso causaría un gran número de dificultades. Ante las preguntas de Kennedy, sin embargo, Macmillan tuvo que admitir que Acheson estaba en lo cierto cuando afirmaba que el puente aéreo sobre Berlín no podría repetirse debido a la actual capacidad antiaérea de los rusos.
A continuación los altos cargos estadounidenses y británicos se centraron en debatir qué planificación y entrenamiento militar se necesitaba para preparar de forma más rápida las previsibles contingencias en Berlín. El secretario Rusk declaró que la planificación bilateral entre Gran Bretaña y Estados Unidos era bienvenida, pero que también sería oportuno incorporar «rápidamente» a la Alemania Federal, tanto por sus crecientes capacidades militares como también por su disposición a colaborar en la defensa de Berlín. Lord Home frunció el ceño. Los británicos recelaban de los alemanes mucho más que los estadounidenses y estaban convencidos de que los servicios de inteligencia de Adenauer y otras estructuras gubernamentales estaban plagados de espías. Aunque lord Home estaba más que abierto a discutir el futuro de Alemania con los estadounidenses, no estaba dispuesto a hacer lo mismo con los alemanes.
Home deseaba que los americanos pensaran menos en contingencias militares y consideraran la posibilidad de iniciar conversaciones sobre Berlín con el Kremlin. Así, recordó que Jrushchov había adquirido un único compromiso público que limitaba su capacidad de maniobra: poner fin al estatus de ciudad ocupada de Berlín. Lord Home creía que Jrushchov podía «salir de aquel apuro» si los aliados firmaban un tratado que mantuviera el status quo durante unos diez años, pero que con el tiempo terminara por alterar dicho estatus.
«Jrushchov no se encuentra en ningún apuro», replicó Acheson, «o sea que no necesita salir de ninguna parte.»
Acheson, que no tenía ninguna paciencia con lo que consideraba la debilidad británica hacia Moscú, le recordó a Home que Jrushchov «no es legalista. Su único objetivo es dividir a los aliados. No va a firmar ningún tratado que nos beneficie. Nuestra posición actual es buena y debemos mantenerla». A Acheson le preocupaba que plantearse siquiera la firma de un tratado con la Alemania del Este, que beneficiaría tan sólo intereses soviéticos, pudiera «socavar el espíritu alemán».
La tensión entre Acheson y Home se habría podido cortar con un cuchillo.
Tras un silencio incómodo, Rusk declaró que estaba de acuerdo con Acheson en que iniciar conversaciones para la firma de un tratado de esas características sería «meterse en terreno resbaladizo». Dijo también que EEUU debía dejar claro que estaba en Berlín como resultado de la guerra y no «por la gracia de Jrushchov». EEUU, insistió Rusk ante los británicos, era una gran potencia y no iban a echarla de Berlín.
Home advirtió a sus amigos estadounidenses de las consecuencias que podía tener en la opinión pública occidental que Jrushchov propusiera lo que podía parecer un cambio razonable del estatus legal de Berlín y que Occidente fuera incapaz de presentar una alternativa viable. La presencia occidental en Berlín necesitaba un nuevo fundamento legal, aseguró, pues el «derecho de conquista» era cada día un motivo más débil.
«A lo mejor», replicó Acheson aceradamente, «lo que es cada día más débil es nuestra determinación.»
La mayor parte de miembros del grupo se reunieron de nuevo durante la mañana siguiente, aunque por suerte para los británicos Acheson tuvo que ausentarse para cumplir con una misión. Sin embargo, su espíritu permaneció en la sala. El presidente Kennedy preguntó a los expertos estadounidenses y británicos por qué hasta aquel momento Jrushchov no había actuado en Berlín. ¿Qué se lo impedía?
«¿Es por temor a una respuesta occidental?», preguntó.
Lord Home respondió que, en su opinión, Jrushchov «no iba a esperar mucho más».
El embajador Charles E. «Chip» Bohlen pensaba lo mismo. El experto en temas soviéticos del Departamento de Estado, que había trabajado como embajador en Moscú entre 1953 y 1957, creía que la creciente amenaza china y las «fuertes presiones de los alemanes del Este» iban a obligar a Jrushchov a adoptar una posición más militante. No era que a los soviéticos les preocupara mucho Berlín, insistió Bohlen, pero habían concluido que perder la ciudad podía desencadenar la disolución de su imperio oriental.
Kennedy decidió volver a centrar el debate en el informe de Acheson. Si Jrushchov se había estado conteniendo por la amenaza de un enfrentamiento militar con Occidente, dijo Kennedy, «deberíamos plantearnos la forma de reforzar esa amenaza. En Berlín no estamos en condiciones de regatear. Por eso, tal como el señor Acheson sugirió ayer, debemos considerar fórmulas que nos permitan plantear esta cuestión ante Jrushchov de la forma más directa posible».
Con el regreso del espíritu de Acheson, el grupo intentó imaginar cuál iba a ser el siguiente movimiento de Jrushchov y qué respuestas potenciales podía ofrecer Occidente. Los británicos no veían la forma de evitar las conversaciones, mientras que la mayoría del contingente estadounidense dudaba de su utilidad. El embajador de Kennedy en el Reino Unido, David Bruce, antiguo miembro del servicio de espionaje y embajador de Eisenhower en la Alemania Federal, dijo que Estados Unidos no podía renunciar a los pocos derechos que aún conservaban sobre Berlín. «No podemos ignorar las consecuencias que un debilitamiento de nuestra posición en Berlín tendrían tanto en la Europa Central como en la Alemania Federal», advirtió.
A medida que sus encuentros con Kennedy iban tocando a su fin, Macmillan fue experimentando un descontento creciente. Aún no sabía, dijo, en qué punto las potencias occidentales «se plantarían» y pasarían a la acción contra los movimientos soviéticos en Berlín. Si no se trazaba una línea clara, temía que Kennedy pudiera verse arrastrado a una guerra que no deseaba por alguna nimiedad y que, con ello, arrastrara también a la Gran Bretaña.
En discrepancia con Acheson, Kennedy afirmó que, en su opinión, era el efecto disuasorio de las armas nucleares lo que «impide a los comunistas plantear una gran batalla por Berlín». Por ello, dijo, era necesario «dar visibilidad» a dicho elemento disuasorio.
Macmillan, por su parte, se preguntó qué sucedería en la Alemania Federal tras la muerte de Adenauer y si, con un liderazgo menos firme, los soviéticos ganarían el pulso en Berlín. «Antes o después, dentro de cinco o diez años, los rusos intentarán ofrecer a la Alemania Federal la reunificación a cambio de su neutralidad», conjeturó, insistiendo en las obstinadas dudas de los británicos sobre la fiabilidad de Alemania.
Bohlen le dijo a Macmillan que era ya demasiado tarde como para que la Alemania Federal mordiera «el anzuelo de la neutralidad». Tampoco los soviéticos, aseguró, podían dejar que el socialismo fracasara en la Alemania del Este. Bruce aseguró que, en aquel momento, la cuestión crucial era que el flujo de refugiados de la Alemania del Este estaba «debilitando todo lo que constituye la vida normal de un estado», con 200.000 exiliados en 1960, el 70 por ciento de los cuales estaban en edad productiva.
El informe interno final de la reunión daba cuenta de las diferencias entre ambas partes. Indicaba que tanto Estados Unidos como el Reino Unido esperaban una escalada de la Crisis de Berlín en 1961; coincidían en que la pérdida de Berlín Oeste sería una catástrofe, y creían que los aliados debían expresar de forma más clara ante los soviéticos su determinación a la hora de defender Berlín. El documento también hablaba de intensificar la planificación de las contingencias militares.
Bajo el sol primaveral del Jardín de Rosas de la Casa Blanca, y acompañado por el primer ministro Macmillan, Kennedy leyó la declaración conjunta de una página en la que ambos países expresaban «un alto nivel de acuerdo en nuestra valoración de la naturaleza de los problemas a los que nos enfrentamos». El texto pasaba de puntillas por encima de las considerables discrepancias, que mencionaba tan sólo vagamente, y aseguraba que ambos líderes coincidían en «la importancia y la dificultad de trabajar para establecer unas relaciones satisfactorias con la Unión Soviética».
Macmillan había obtenido poca cosa de Kennedy, acaso el respaldo del presidente estadounidense a los esfuerzos británicos por incorporarse al Mercado Común como parte de su «Gran Proyecto», un apoyo que podía resultar crucial teniendo en cuenta la oposición francesa. Los dos hombres también habían reforzado su vínculo personal mediante dos largas conversaciones privadas.
Sin embargo, Macmillan no había logrado la mayoría de sus objetivos más importantes. Kennedy se había opuesto a la propuesta británica de incorporar China a las Naciones Unidas y, a diferencia de Eisenhower, había dejado claro que no tenía intención de recurrir a Macmillan como intermediario en su trato con Moscú. No sólo eso, sino que EEUU planeaba organizar una cumbre con el líder soviético por primera vez en territorio europeo sin invitar a sus aliados británicos y franceses. Al parecer, Kennedy compartía la opinión de Acheson de que Londres era demasiado blando en lo tocante a Berlín.
La delegación británica sorprendió a sus homólogos estadounidenses filtrando a la prensa de su país que las conversaciones entre Kennedy y Macmillan habían sido «ásperas, delicadas», poco concluyentes en mucho sentidos y, desde luego, mucho más difíciles de lo que sugería el comunicado.
Pero lo peor estaba aún por llegar.