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Un verano tormentoso
Los obreros de nuestra capital están ocupados construyendo bloques de apartamentos y sus fuerzas de trabajo están plenamente concentradas en esa tarea. Nadie tiene intención de levantar un muro.
WALTER ULBRICHT durante una conferencia de prensa,
15 de junio de 1961
De un modo u otro, logra pasar por un presidente, pero sólo en apariencia.
DEAN ACHESON, en una carta al presidente Truman sobre su trabajo sobre Berlín para el presidente Kennedy,
24 de junio de 1961
La cuestión de Berlín, que Jrushchov ha convertido en una crisis… tiene un efecto que se extiende hasta mucho más allá de dicha ciudad. Se trata de un asunto más vasto y más serio incluso que el de la cuestión alemana. Se ha convertido en una cuestión que medirá el nivel de determinación de EEUU y de la URSS, y de cuyo resultado dependerá la futura confianza de Europa (y de todo el mundo) en Estados Unidos.
DEAN ACHESON en un informe sobre Berlín para el presidente Kennedy,
29 de junio de 1961
CASA DE LOS MINISTERIOS, BERLÍN ESTE
JUEVES, 15 DE JUNIO DE 1961
La decisión de Walter Ulbricht de citar a los corresponsales destinados en Berlín Oeste para una rueda de prensa que iba a celebrarse en el lado comunista de la frontera era algo tan inaudito que los propagandistas del gobierno de la Alemania del Este ni siquiera sabían cómo invitar a dichos periodistas.
El problema era que Ulbricht había cortado las líneas telefónicas interurbanas entre las dos partes de la ciudad en 1951. Así pues, los hombres de Ulbricht tuvieron que enviar a un equipo de operaciones especiales al otro lado de la frontera, equipado con paquetes de monedas de diez pfennig de la Alemania Federal y una lista de los miembros de la asociación de periodistas de Berlín Oeste. Los hombres de Ulbricht se dedicaron a llamar a los corresponsales occidentales desde varias cabinas de teléfono públicas para transmitirles un escueto mensaje: «Conferencia de prensa del presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana Ulbricht. Casa de los Ministerios. Jueves a las once. Está invitado».
Tres días más tarde, unos trescientos corresponsales (correspondientes en un porcentaje similar a ambas partes de la ciudad) se agolparon en la misma sala de banquetes en la que en el pasado Hermann Göring había entretenido a los oficiales del Ministerio del Aire del Tercer Reich. Un enorme emblema con un martillo y un compás, el símbolo nacional de la Alemania Democrática, presidía triunfalmente el escenario que en su día había lucido el águila y la esvástica nazis.
Cuando Ulbricht entró en la sala, reinaba ya un ambiente desagradablemente caluroso y cargado, debido al calor corporal que desprendían los periodistas, al calor exterior y a la falta de aire acondicionado. Junto a Ulbricht estaba Gerhard Eisler, el legendario comunista que dirigía las transmisiones de la prensa de la Alemania del Este. Conocido entre los corresponsales como el Goebbels de la Alemania del Este, Eisler escrutó la multitud reunida con sus diminutos ojitos aumentados por sus gruesas gafas bifocales. Aunque había sido juzgado como espía soviético y condenado en EEUU, en 1950 había logrado huir mientras se encontraba en libertad bajo fianza y se había evadido espectacularmente del país a bordo de un barco de vapor polaco para terminar instalándose en la recientemente creada Alemania del Este. Los periodistas occidentales comentaron entre susurros lo que sabían sobre Eisler.
El corresponsal de Mutual Broadcasting Network, Norman Gelb, se empapó del ambiente. Nunca había visto a Ulbricht de tan cerca y se preguntó cómo era posible que aquel tipo bajito y sin ningún tipo de atractivo, gris y hermético, con aquella voz estridente y aquellas gafas sin montura, hubiera sobrevivido a las numerosas luchas de poder dentro del bloque soviético y la Alemania del Este. Aunque su pulcra barba de chivo le daba cierto parecido con Lenin, Gelb escribió que Ulbricht parecía más un gerente entrado en años que un dictador.
La declaración inicial de Ulbricht, programada para que coincidiera con la primera declaración pública de Jrushchov sobre la Cumbre de Viena en Moscú, decepcionó a los corresponsales, que habían acudido a la conferencia esperando algún anuncio de trascendencia histórica. El objetivo que había empujado a Ulbricht a organizar aquel encuentro extraordinario sólo se empezó a vislumbrar durante el turno de preguntas; el líder comunista respondía siempre dos o tres preguntas a la vez con largas disquisiciones que hacían imposible las contrapreguntas.
Los corresponsales tomaron nota frenéticamente mientras Ulbricht declaraba que el carácter de Berlín Oeste iba a cambiar de forma drástica después de que la Alemania del Este firmara su tratado de paz con los soviéticos, con o sin el apoyo occidental. Como «ciudad libre», dijo Ulbricht, era «evidente que se cerrarán los llamados campos de refugiados de Berlín Oeste y que todos aquellos que se dedican al tráfico de personas abandonarán Berlín». Dijo que el tratado implicaría también el cierre de los «centros de espionaje» estadounidenses, británicos, franceses y de la Alemania Federal que operaban en Berlín Oeste. Ulbricht aseguró que los desplazamientos en la Alemania del Este se regularían de forma más estricta y que sólo aquellos que obtuvieran un permiso del Ministerio del Interior podrían abandonar el país.
Annamarie Doherr, corresponsal del rotativo de izquierdas Frankfurter Rundschau, le pidió más detalles a Ulbricht. Se preguntaba qué medidas tenía previstas el líder comunista para controlar los desplazamientos teniendo en cuenta que las fronteras de Berlín Este estaban abiertas. «Señor presidente», dijo, «¿la creación de una “ciudad libre”, para emplear su terminología, implica instalar puestos fronterizos de la República Democrática Alemana en la Puerta de Brandenburgo?» La periodista quería saber si Ulbricht estaba dispuesto a ejecutar su plan «hasta las últimas consecuencias», que incluían la posibilidad de una guerra.
El rostro de Ulbricht se mantuvo impasible y su mirada no registró cambio alguno cuando respondió desapasionadamente: «Comprendo su pregunta en el sentido de que existen personas en la Alemania Federal que querrían que destináramos los obreros de la capital de la RDA a la construcción de un muro». Hizo una pausa y contempló a la bajita y rolliza frau Doherr desde la tribuna antes de continuar. «No me consta que se contemple esa posibilidad. Los obreros de nuestra capital están ocupados construyendo bloques de apartamentos y sus fuerzas de trabajo están plenamente concentradas en esa tarea. Nadie tiene intención de levantar un muro.»
Era la primera vez que Ulbricht mencionaba la palabra «muro» en público, aunque en su pregunta la periodista no había hecho ninguna referencia al respecto. El líder de la Alemania del Este acababa de descubrir su juego, aunque en los artículos del día siguiente ningún medio se hizo eco de aquellas palabras, que los corresponsales debieron de interpretar como otra de las oscuras expresiones de Ulbricht.
A las seis de la tarde, la televisión estatal de la Alemania del Este retransmitió la declaración de Jrushchov sobre el resultado de la Cumbre de Viena. «No podemos seguir postergando la firma de un tratado de paz con Alemania», declaró sin rodeos el líder soviético. Según el plan previsto, a las ocho de la tarde a la declaración del líder soviético le siguió la repetición editada de la conferencia de prensa de Ulbricht.
El efecto glacial fue inmediato. A pesar de un incremento en la presencia de funcionarios de seguridad en las fronteras, el día siguiente se registró el mayor flujo de refugiados en un solo día de todo el año: un total récord de 4.770 personas, que de mantenerse habrían supuesto la huida de 1,74 millones anuales de una población de apenas diecisiete millones. El término cada vez más utilizado para describir la huida, Torschlosspanik (pánico al cierre de puertas) describía el terror que se apoderó de la población de la Alemania del Este tras el discurso de Ulbricht.
En su momento, algunos comentaristas aseguraron que el rápido incremento del número de refugiados demostraba que Ulbricht no había sabido calcular el impacto potencial de su conferencia de prensa. Sin embargo, era mucho más probable que todo formara parte de la táctica de la Alemania del Este. A pesar de las declaraciones cada vez más frecuentes de Jrushchov expresando su determinación respecto a Berlín, Ulbricht sabía que el líder soviético aún no había decidido qué iba a hacer después de Viena.
En cambio, cada uno de los movimientos de Ulbricht estaba cuidadosamente planeado. Al empeorar las cosas para sí mismo a corto plazo, el líder de la Alemania del Este lograba también que el coste de una hipotética inactividad de Jrushchov resultara aún más inaceptable.
Ulbricht estaba decidido a no perder el impulso que había adquirido su posición después de Viena.
LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
VIERNES, 16 DE JUNIO DE 1961
Teniendo en cuenta sus críticas públicas a la actuación de Kennedy en Bahía Cochinos, Dean Acheson se mostró halagado y un poco sorprendido cuando el presidente acudió a él buscando consejo. Las preguntas que éste le formuló eran tan simples como difíciles de responder: ¿Cómo debía reaccionar el presidente al ultimátum lanzado por Jrushchov en Viena? ¿Hasta qué punto debía tomarse en serio la amenaza del líder soviético en Berlín? ¿Y qué debía hacer al respecto?
La relación entre Acheson y Kennedy se había ido volviendo cada vez más compleja. Los dos hombres se habían conocido a finales de 1950, cuando el senador Kennedy acompañaba a su vecino de Georgetown en coche a su casa tras las reuniones en el Congreso. Lo que Kennedy no sabía era lo mucho que Acheson detestaba al padre del futuro presidente, no sólo por el apoyo político que éste prestaba al aislacionismo estadounidense, sino también porque Acheson estaba convencido de que Kennedy había conseguido sus riquezas de forma deshonesta. Acheson consideraba que era justamente ese dinero mal ganado lo que había allanado el camino de su hijo a la Casa Blanca.
Para el presidente Kennedy, en cambio, Acheson era seguramente su mejor opción para conseguir respuestas claras a sus preguntas urgentes. Acheson consideraba que su labor aquel día consistía en hallar un atajo a los mecanismos de toma de decisión de la administración, representados por el «Grupo de Coordinación Interdepartamental del Plan de Contingencia para Berlín», más conocido como el Grupo de Trabajo de Berlín. Acheson aseguró a los hombres reunidos en la sala que su objetivo «no era interferir con ninguna operación en marcha, sino más bien incitar el pensamiento y la actividad».
Dijo que el Grupo de Trabajo debía tomarse las amenazas de Jrushchov en Viena al pie de la letra, y que eso significaba que su plan de contingencia para Berlín ya no era un ejercicio teórico. Había que tomar decisiones, advirtió. La inactividad tendría un coste enorme, lo mismo que la incapacidad de revertir la creciente percepción de Jrushchov de una supuesta debilidad estadounidense. En la cuestión de Berlín estaban en juego «el prestigio de Estados Unidos y tal vez su supervivencia».
Acheson no creía que existiera ninguna solución política viable, por lo que la cuestión era si existía la voluntad política de tomar decisiones difíciles «independientemente de la opinión de nuestros aliados». Jrushchov estaba «dispuesto a hacer lo que no ha estado dispuesto a hacer en el pasado», dijo Acheson, «indudablemente porque considera que EEUU no le plantará cara con armas nucleares».
Si EEUU no estaba dispuesto a hacerlo, siguió diciendo Acheson, no podría oponerse al avance ruso. Acheson no tenía ningún interés en oír la opinión de los demás asistentes a la reunión: tan sólo había ido allí para convertirlos a sus ideas. Estaba convencido de que la administración Kennedy estaba entrando en el peor de los mundos. Cuanto más dudara Jrushchov de la determinación estadounidense a recurrir a las armas nucleares, más pondría a prueba a Kennedy, hasta que éste no tuviera más remedio que utilizarlas. «Debemos dejar de considerar que las armas nucleares son las armas definitivas y más poderosas que podemos utilizar», dijo, «y empezar a verlas como el primer paso en una nueva política destinada a proteger Estados Unidos del fracaso de la política de disuasión.»
El alineamiento de Acheson con los partidarios de la línea dura le había valido muchos enemigos dentro del Partido Demócrata y también entre algunos de los altos cargos reunidos en la sala. A ésos, precisamente, les dijo que no pasar a la acción en Berlín produciría un efecto dominó cuyas repercusiones se dejarían sentir mucho más allá de dicha ciudad, hasta poner en peligro los intereses estadounidenses en todo el mundo. «Berlín es una posición de poder vital para EEUU», dijo. «Retirarse significaría destruir nuestra posición de poder.» Por ello, era necesario «pasar a la acción para que no se desencadene una serie de derrotas que nos precipiten a la catástrofe definitiva».
Tras disculparse ante los altos mandos del ejército y el secretario de defensa, que tenían la última palabra en cualquier asunto militar, Acheson describió la que iba ser su propuesta al presidente Kennedy. Acheson pretendía intensificar la preparación de los soldados de la reserva de EEUU, más allá de sus habituales rutinas de verano, para que estuvieran en condiciones de entrar en combate. Quería que EEUU mandara «unidades STRAC» (operativos estratégicos del cuerpo del ejército) a Europa y, al finalizar los ejercicios, dejar algunas allí para reforzar la posición aliada cerca del frente. Asimismo, propuso la creación de programas para misiles Polaris y otros misiles y submarinos que permitieran incrementar la capacidad nuclear. Quería que EEUU reanudara las pruebas nucleares, violando así la promesa que Kennedy había hecho a Jrushchov, y que volviera a lanzar los vuelos de reconocimiento que habían provocado la captura de los aviadores del U-2 y el RB-47 y que habían llevado a EEUU y la URSS a romper relaciones. Quería portaviones estacionados en posiciones que permitieran defender mejor Berlín.
Los hombres presentes en la sala quedaron aturdidos. Acheson estaba proponiendo nada menos que una movilización militar que pusiera a Estados Unidos en pie de guerra. Si las palabras de Acheson reflejaban de algún modo el punto de vista del presidente Kennedy, se hallaban ante un giro histórico en el enfrentamiento con Moscú por Berlín.
Acheson siguió exponiendo sus ideas de forma similar. Quería un incremento sustancial del presupuesto militar y la proclamación del estado de emergencia nacional para que los estadounidenses comprendieran la gravedad de la situación, todo ello acompañado por las correspondientes resoluciones del Congreso. Además, Acheson sugirió la creación de un programa de construcción de refugios nucleares para movilizar a la población.
Por otro lado, deseaba activar la alerta general dentro del Mando Estratégico del Aire y un traslado de tropas a Europa. Si aquellas medidas no tenían ningún impacto sobre los soviéticos, quería la creación de un puente aéreo en Berlín y la comprobación constante de los puntos fronterizos mediante una intensificación del tráfico para garantizar que las vías de acceso se mantenían abiertas. A todo ello podían seguirle «movimientos militares que apuntaran a un uso eventual de armas nucleares, primero tácticas y luego estratégicas».
Acheson advirtió que se producirían protestas aliadas, particularmente por parte de los británicos. «Sería importante poder contar con nuestros aliados», dijo, «pero deberíamos estar preparados para seguir adelante sin ellos, a menos que los alemanes se echen atrás.» Acheson estaba convencido de que su amigo Adenauer daría su apoyo al plan, algo vital, pues lo que habría en juego iban a ser fundamentalmente tropas e intereses alemanes. «Si los alemanes nos siguen, deberíamos estar preparados para llegar hasta el final», dijo.
Aunque los presentes en la sala no sabían hasta qué punto Acheson hablaba en nombre de Kennedy, eran conscientes de que sus palabras reflejaban sin duda la sensación de urgencia del presidente. Éste había experimentado una frustración creciente ante el letárgico proceso de toma de decisiones del Departamento de Estado, al que definía como «un cuenco de gelatina», y también del Pentágono, que a menudo tardaba días o incluso semanas en responder a sus preguntas. Kennedy quería que su aparato fuera capaz de reaccionar con mayor rapidez a un mundo donde iba a tener que tomar en cuestión de minutos decisiones que podían costar millones de vidas.
Acheson le ofreció al grupo dos semanas para estudiar sus ideas. Dijo que era necesario adoptar una decisión sobre sus propuestas y a continuación pasar a la acción. Al ver los rostros de sorpresa de los hombres que tenía a su alrededor, Acheson dijo que era consciente de que su plan era arriesgado, pero que no se trataba de algo imprudente si el gobierno de EEUU estaba realmente dispuesto a emplear armas nucleares para proteger Berlín, donde había invertido todo su prestigio. «Si no estábamos dispuestos a llegar hasta el final, no deberíamos haber empezado. Una vez hemos empezado, echarnos atrás tendría consecuencias devastadoras. Si no estamos preparados para asumir todos los riesgos, será mejor que nos concentremos en intentar mitigar los eventuales resultados desastrosos que tendrá no cumplir con los compromisos adquiridos.»
Cuando Acheson terminó su presentación, el silencio se apoderó de la sala. Acheson era consciente de que el rumbo de la política en Washington lo marcaba quien mostraba más decisión y ninguno de los expertos del equipo de política exterior de Kennedy expresó ninguna discrepancia. Foy Kohler, miembro del Departamento de Estado y aliado de Acheson, rompió el hielo expresando su acuerdo general con lo expuesto. Sin embargo, añadió, los británicos se oponían a la idea de Acheson de mandar una gran cantidad de tropas a la Autobahn como protesta a una posible restricción de acceso a Berlín por parte de los rusos. En ese sentido, Macmillan había asegurado que los soviéticos los «harían papilla».
Paul Nitze, del Pentágono, añadió que sir Evelyn Shuckburgh, que dirigía el equipo británico de planificación política para Berlín y Alemania, había declarado que era «esencial no darle un susto de muerte a la población con una súbita concentración militar».
Acheson respondió que si los aliados de la OTAN se oponían a tomar medidas para defender Berlín, EEUU debía saberlo cuanto antes mejor. «No se trata de preguntarles si se van a asustar si gritamos “¡uh!”. Lo que debemos hacer es gritar “¡uh!” y ver si pegan un brinco muy alto.»
El embajador Thompson, un reconocido opositor a las tesis de Acheson que había volado desde Moscú para asistir a la reunión, advirtió que «no debemos acorralar [a Jrushchov] por completo». Era importante que los rusos no percibieran que EEUU estaba aislado de sus aliados y, por ese motivo, «a lo mejor sería mejor no gritar “¡uh!” hasta que tengamos a los líderes británicos de nuestro lado».
Acheson respondió que, en su opinión, sería un problema convencer a Jrushchov de que iban en serio y, al mismo tiempo, transmitirles a los británicos el mensaje de que no era así.
A diferencia de Acheson, Thompson estaba convencido de que el líder soviético no deseaba una confrontación militar y que haría lo posible por evitarla. Thompson creía que resultaría más efectivo llevar a cabo acciones de perfil bajo que, además, iban a tener menos probabilidades de obtener una respuesta irracional de Jrushchov y provocar tal vez la guerra que EEUU esperaba poder evitar.
Nitze, sin embargo, dudaba de la efectividad de las acciones de perfil bajo, pues sería imposible aplicar un plan de contingencia sin introducir iniciativas que exigían declaraciones presidenciales de alto perfil y justificaciones ante el congreso.
Acheson interpuso que era posible evitar parte de ese ruido de fondo, pues era posible convencer al Congreso de que cediera a muchas de las medidas sobre la base de la legislación de emergencia ya existente, que los congresistas podían refrendar más tarde con una resolución de apoyo.
Al parecer, Acheson había pensado en todo.
Al ser preguntado por la agenda presidencial, Acheson dijo que los secretarios de estado y de defensa debían disponer de las bases de la decisión definitiva antes de finales de la semana siguiente, o de diez días a lo sumo. Acheson había decidido marcar los plazos y los demás reaccionaron de inmediato.
Nitze, del Pentágono, dijo que iba a crear un grupo de trabajo y que tres días más tarde éste empezaría a trabajar para preparar una lista de los pasos que había que tomar en lo tocante a Berlín. La fecha límite para reunir todas las recomendaciones militares necesarias era el 26 de junio.
No estaba nada mal para un organismo gubernamental.
EL KREMLIN, MOSCÚ
MIÉRCOLES, 21 DE JUNIO DE 1961
Para darle a su aspecto un toque de teatralidad, Jrushchov se enfundó el uniforme de teniente general de la Segunda Guerra Mundial, repleto de condecoraciones, para tomar parte en las celebraciones militares de conmemoración del 20.º aniversario de la derrota de Hitler. Jrushchov no se había vuelto a poner el uniforme desde que sirviera como asesor político en el frente de Stalingrado. Teniendo en cuenta lo que había engordado desde entonces, no es de extrañar que el Ejército Soviético tuviera que hacerle uno nuevo.
Como telón de fondo para la reunión, los teatros de Moscú acababan de estrenar un documental sobre la vida de Jrushchov como héroe militar y político titulado Nuestro Nikita Sergéyevich. La reseña del filme en el periódico Izvestia empezaba así: «Siempre al lado del pueblo, en el centro de la acción: así es como el pueblo soviético ha conocido a Nikita Sergéyevich Jrushchov».
Ante las cámaras de televisión, el cosmonauta Yuri Gagarin alabó a Jrushchov, al que definió como «el explorador pionero de la era cósmica». El líder soviético recibió otra Orden de Lenin y una tercera medalla de oro con la hoz y el martillo por «guiar la creación y el desarrollo de la industria espacial […] que ha abierto una nueva era en la conquista del espacio». Jrushchov condecoró a 7.000 personas más que habían contribuido al vuelo espacial. Para consolidar sus alianzas personales y neutralizar a sus rivales, entregó la Orden de Lenin a su aliado del Politburó Leonid Brézhnev y a un rival potencial en el Congreso del Partido de octubre, Frol Kozlov. Antes de pasar a la acción en Berlín, Jrushchov había decidido proteger sus flancos como un político experto.
Jrushchov presentó la negativa occidental a alcanzar un acuerdo por Berlín como una amenaza no sólo para Moscú, sino para el bloque comunista en su conjunto. Igual que los nazis veinte años antes, dijo, los occidentales iban a sucumbir estrepitosamente al creciente poderío militar de la Unión Soviética y de todo el bloque socialista.
Uno tras otro, los héroes militares y los altos mandos de la Unión Soviética alabaron a Jrushchov por su liderazgo y expresaron su alarma por la situación en Berlín. El mariscal Vasili Chuikov, el comandante en jefe de las fuerzas de tierra de la URSS, le dijo a la multitud: «La verdad histórica es que durante el asalto a Berlín no había un solo soldado estadounidense, británico ni francés alrededor, a excepción de los prisioneros de guerra a quienes nosotros habíamos liberado». Por ese motivo, añadió, las exigencias aliadas por conservar sus derechos especiales en Berlín tanto tiempo después de la rendición eran «totalmente infundadas».
La multitud lo ovacionó.
El general A. N. Suburov, antiguo comandante de los partisanos ucranianos, ofreció su testimonio personal y aseguró que Jrushchov era un dotado estratega, capaz de identificar y evaluar al enemigo en un momento histórico concreto y aconsejar el rumbo que había que tomar basándose en un plan factible. El ministro de Defensa, Rodión Malinovski, aseguró que los estadounidenses y sus aliados estaban creando «un aparato militar gigantesco y un agresivo sistema de bloques» alrededor de las fronteras soviéticas, al que debían oponer resistencia. Afirmó que Estados Unidos estaba acumulando armas y misiles nucleares, y creando zonas de tensión en Argelia, el Congo, Laos y Cuba. Los estadounidenses, declaró Malinovski, estaban aplicando la misma política que había llevado a la Segunda Guerra Mundial «cegados por el odio de clase hacia el socialismo».
Jrushchov estaba creando el trasfondo que justificaría cualquier acción que decidiera emprender en Berlín. Estados Unidos era el enemigo más peligroso de Moscú y Berlín era el campo de batalla que había que despejar. Jrushchov era el héroe del pasado y del presente que dirigiría a los socialistas del mundo en aquel momento histórico. La conmemoración fue al mismo tiempo un grito de batalla por Berlín y un acto de campaña de cara al Congreso del Partido de octubre. El futuro de Berlín y el de Jrushchov estaban inextricablemente unidos.
A continuación, Jrushchov ofreció al ejército una sustancial recompensa por su apoyo. Desde mediados de la década de 1950, había recortado sistemáticamente el presupuesto de defensa, al tiempo que desviaba los recursos destinados a las armas convencionales hacia la fabricación de misiles nucleares. Ahora, sin embargo, revirtió la retirada de tropas soviéticas, ofreció al ejército acceso a nuevas armas e incrementó la inversión armamentística para poder proporcionar un apoyo equilibrado a «todas las tropas de nuestras fuerzas armadas», ya que los militares «deben disponer de todos los recursos necesarios para destrozar inmediatamente a cualquier oponente […] para así garantizar la libertad de la patria».
La multitud fervorosa aclamó a su líder.
WASHINGTON, D.C.
SÁBADO, 24 DE JUNIO DE 1961
Mientras daba los toques finales a su nuevo informe sobre Berlín, Dean Acheson escribió un mensaje personal a su antiguo jefe, el presidente Harry Truman, en el que expresaba sus dudas acerca de su nuevo jefe. Acheson le confesó a Truman que Kennedy lo tenía «preocupado y perplejo». «De un modo u otro, logra pasar por un presidente, pero sólo en apariencia.»
Cuatro días más tarde, el 28 de junio, Acheson envió una versión preliminar de su informe sobre Berlín a Kennedy para ayudarlo a preparar la conferencia de prensa que iba a ofrecer aquel día, y también la crucial reunión con el Consejo de Seguridad Nacional y las principales figuras del Congreso del día siguiente.
La decimotercera conferencia de prensa de Kennedy en sus seis meses en el cargo obedecía a la creciente presión del público y de los medios. Su renuencia a discutir la cuestión de Berlín durante la mayor parte del mes de junio había dado lugar a la opinión cada vez más generalizada de que el presidente no estaba a la altura del deseo de la opinión pública y del Pentágono de plantar cara a Jrushchov. El 7 de julio, la revista Time, el semanario de mayor circulación en EEUU, escribió: «Existe la sensación creciente de que esta administración aún no ha demostrado el liderazgo necesario para guiar a Estados Unidos por los peligrosos vericuetos de la guerra fría». El artículo exhortaba a Kennedy a abordar el desafío de Berlín «sin dudas y con valentía».
Kennedy se quejó a Salinger por ese tipo de artículos. «Esta mierda debe terminar», dijo. Pero lo que más lo fastidió fueron las críticas de Richard Nixon, que aseguró que «en toda la historia de Estados Unidos nunca ha habido un hombre que hablara tanto y actuara tan poco».
Como en tantas ocasiones durante su presidencia, la dureza que Kennedy empleó contra los soviéticos durante la conferencia no se correspondió con la realidad de su política. «Todo el mundo es consciente de la gravedad de estas amenazas», dijo Kennedy, «que ponen en peligro la paz y la seguridad del mundo occidental.» El presidente negó haber aprobado una propuesta de movilización militar para Berlín, aunque admitió que estaba considerando «todo tipo de medidas». Aquella afirmación era cierta en el sentido más estricto de la palabra, pues Acheson estaba citado para el día siguiente para discutir contingencias militares con el presidente.
SALA DEL GABINETE, LA CASA BLANCA, WASHINGTON, D.C.
JUEVES, 29 DE JUNIO DE 1961
Los primeros tres párrafos del informe de Acheson sobre Berlín contenían un inequívoco llamamiento a la acción.
La cuestión de Berlín, que Jrushchov ha convertido en una crisis que, según sus propias palabras, estallará hacia finales de 1961, tiene un efecto que se extiende mucho más allá de dicha ciudad. Se trata de un asunto más vasto y más serio incluso que el de la cuestión alemana. Esta confrontación medirá el nivel de determinación de EEUU y de la URSS, y de su resultado dependerá la futura confianza de Europa (y de todo el mundo) en Estados Unidos. No es exagerado afirmar que la posición de Estados Unidos pende de un hilo.
Hasta que se resuelva este conflicto de voluntades, cualquier intento de abordar la cuestión de Berlín supone mucho más que una pérdida de tiempo y de energías: supone un peligro. Y eso es así porque lo que pueda lograrse a través de una negociación dependerá en gran medida del estado de ánimo de Jrushchov y de sus colegas.
Actualmente, Jrushchov ha demostrado estar convencido de poder salirse con la suya, pues cree que Estados Unidos y sus aliados no están dispuestos a hacer lo que deberían hacer para detenerlo. No hay forma de persuadirlo a través de la elocuencia o la lógica, ni tampoco de engatusarlo con demostraciones amistosas. El ex embajador británico en Moscú, sir William Hayter, escribió: «La única forma de modificar la determinación [rusa] pasa por demostrar… que lo que se proponen no es posible».
Tras ese preámbulo, Acheson pasó a detallar lacónicamente su propuesta. Berlín era un problema tan sólo porque los soviéticos habían decidido que lo fuera. Tenían diversos motivos para ello: querían neutralizar Berlín como paso previo para la toma de la ciudad; deseaban debilitar o romper la alianza occidental, y pretendían desacreditar a Estados Unidos. Acheson aseguraba que era necesario «poner énfasis en el hecho de que Jrushchov es un falso depositario de la soberanía popular, además de un belicista».
El objetivo de Acheson era lograr que Jrushchov cambiara de parecer, convencerlo de que la respuesta de Kennedy si lo ponía a prueba sobre Berlín sería tan firme que Jrushchov se lo pensara dos veces antes de arriesgarse. Quería que el presidente declarara el estado de emergencia nacional y ordenara una rápida proliferación de armas nucleares y convencionales estadounidenses. Aseguró que era fundamental reforzar inmediatamente la presencia estadounidense en Alemania fuera de Berlín, con dos o tres divisiones, para disponer de un total de seis. El mensaje subyacente era claro: si alguien daba marcha atrás en Berlín, que fueran los soviéticos.
El informe Acheson detallaba tres «puntos esenciales» que, en caso de ser violados, debían provocar una respuesta militar. Los soviéticos no podían amenazar las guarniciones occidentales en Berlín, no podían alterar el acceso aéreo y terrestre a la ciudad y no podían interferir con la viabilidad de Berlín Oeste y su posición dentro del mundo libre. Acheson dijo que la respuesta a un bloqueo en el acceso sería un puente aéreo al estilo del de 1948. Si en esta ocasión, gracias a las mejoras en su capacidad militar y a las mayores necesidades de Berlín, los soviéticos bloqueaban el espacio aéreo de forma más eficiente, Kennedy debía mandar dos divisiones acorazadas americanas a la Autobahn y despejar el acceso a Berlín Oeste por la fuerza.
Acheson había lanzado el guante, pero Kennedy no estaba por la labor de recogerlo. El presidente habló poco durante la reunión. Dudaba que el pueblo americano estuviera preparado para tomar un rumbo tan ambicioso como el que proponía Acheson y sabía que sus aliados iban a mostrarse aún menos dispuestos. De Gaulle estaba muy ocupado con Argelia y Kennedy sabía que Macmillan no tenía las agallas suficientes para enviar sus tropas a través de la Autobahn.
Thompson lideró a los críticos con el plan. No compartía la opinión de Acheson de que Jrushchov pretendiera humillar a EEUU, sino que creía que su objetivo era estabilizar el flanco de la Europa del Este. Por ello, abogaba por una acumulación militar occidental más discreta, acompañada por una iniciativa diplomática de negociación por Berlín tras las elecciones de septiembre en la Alemania Federal. Thompson creía que si Kennedy declaraba el estado de emergencia nacional, la reacción de EEUU parecería «histérica» y obligaría a Jrushchov a adoptar contramedidas que de otro modo se ahorraría.
El almirante Arleigh Burke, jefe de la Marina de EEUU, también se opuso al plan de Acheson. El veterano no veía con buenos ojos la magnitud del «globo sonda» militar que proponía Acheson, ni tampoco un puente aéreo vinculado a ese globo sonda. Además, Burke había sido testigo directo de las reticencias de Kennedy a la hora de proporcionar el apoyo militar necesario para lograr la victoria en Cuba y no pensaba jugarse el cuello por el plan de Acheson en Berlín.
Kennedy vio como su administración se dividía en dos frentes: uno integrado por los partidarios de la línea dura sobre Berlín y el otro por los partidarios de una línea más blanda (a la que los partidarios de la línea dura llamaban SLOB, acrónimo de «Soft Liners on Berlin»).* En el primer grupo duro estaban Acheson y el subsecretario de estado Foy Kohler, toda la sección alemana del Departamento de Estado, el subsecretario de defensa Paul Nitze y, en menor medida, el Mando Conjunto del Pentágono y el vicepresidente Lyndon Johnson.
Entre los partidarios de la línea blanda no gustaba el acrónimo elegido para denominarlos, que consideraban un intento de desacreditar su mayor predisposición a encontrar una solución negociada al conflicto de Berlín, aunque sí apoyaban un trato más duro a los soviéticos y un cierto grado de acumulación militar. Éstos formaban un grupo formidable y eran mucho más próximos a Kennedy, con el embajador Thompson, el asesor de Kennedy sobre asuntos soviéticos Charles Bohlen, el asistente de la Casa Blanca Arthur Schlesinger, el consultor de la Casa Blanca y profesor de Harvard Henry Kissinger y el consejero especial Ted Sorensen. El grupo incluía también a Robert McNamara y McGeorge Bundy.
Acheson, sin embargo, poseía un arma que los demás no podían igualar: una propuesta integral y desarrollada hasta el último detalle, hasta el último soldado que había que destinar. Los SLOB no habían ofrecido ninguna alternativa.
Tras la reunión, Schlesinger empezó a organizar la contrainsurgencia a Acheson. El historiador, de cuarenta y tres años, había colaborado en tres ocasiones con la campaña presidencial de Adlai Stevenson antes de alinearse con Kennedy. Schlesinger opinaba que los hombres con ideas debían colaborar con los hombres que tenían poder para lograr nobles objetivos. Podía citar numerosos casos a lo largo de la historia en que los intelectuales occidentales de la época (Turgot, Voltaire, Struensee, Benjamin Franklin, John Adams o Thomas Jefferson) habían «asumido la colaboración con el poder como el orden natural de las cosas». Schlesinger acudió al asesor legal del Departamento de Estado, Abram Chayes, y entre los dos empezaron a diseñar un plan que debía ofrecer una alternativa inteligente al planteamiento de Acheson.
Acheson advirtió a su viejo amigo Chayes de que él ya había considerado opciones menos drásticas, pero que no funcionarían. «Tú mismo, Abe. Inténtalo si quieres, pero ya verás como no pita.»
PITSUNDA
PRIMEROS DE JULIO DE 1961
Desde su refugio en el mar Negro, un frustrado Jrushchov exigió ver un mapa más detallado de Berlín.
Su embajador en la Alemania del Este, Mijaíl Pervujin, le había enviado un mapa que no permitía determinar si Ulbricht estaba en lo cierto cuando afirmaba que era efectivamente posible dividir la ciudad. Jrushchov se dio cuenta de que en algunas partes de Berlín los sectores estaban divididos por una línea trazada en el centro de la calle. En otras partes, la frontera atravesaba edificios y canales. Jrushchov estudió el mapa con mayor atención y expresó su preocupación porque «una acera está en un sector y la otra en el otro. Cruzas la calle y has cruzado la frontera».
En una carta fechada el 4 de julio, Pervujin le aseguró al ministro de Asuntos Exteriores Gromyko que cerrar las fronteras de la ciudad sería una pesadilla logística, ya que cada día unos 250.000 berlineses cruzaban de un lado a otro en metro, en coche o a pie. «La idea implicaría construir estructuras en toda la longitud de la frontera dentro de la ciudad y añadir un gran número de puestos de guardia», observó. Sin embargo, el embajador señaló que cerrar las fronteras «de una forma u otra» podía resultar necesario dada la «deriva de la situación política». Finalmente, Pervujin expresó su preocupación por la posible reacción negativa de Occidente a una medida de ese tipo, que incluía un posible embargo económico.
Ulbricht hacía ya tiempo que había dejado atrás ese tipo de dudas y a finales de junio, con la colaboración de su experto en seguridad dentro del Politburó, Erich Honecker, había elaborado un plan detallado sobre cómo se podía cerrar la frontera. El líder de la Alemania del Este invitó al embajador soviético y a Yuli Kvitsinsky, un joven diplomático que haría las veces de traductor, a su casa de las afueras de Berlín Este, a orillas del Döllnsee, para exponer su propuesta de forma convincente. La situación en la RDA estaba empeorando de forma clara, le dijo a Pervujin, y añadió que «pronto se producirá una explosión». Ulbricht le pidió a Pervujin que le comunicara a Jrushchov que el derrumbe de su país era «inevitable» si los soviéticos no pasaban a la acción.
Desde la Cumbre de Viena, el hijo de Jrushchov, Sergéi, había constatado que su padre acababa «una y otra vez pensando en Alemania». Al mismo tiempo, sin embargo, el líder soviético había perdido el interés en la firma de un tratado de paz con la Alemania del Este. Después de presionar con dicho documento desde 1958, había llegado a la conclusión de que éste no iba a solucionar su problema más urgente: el de los refugiados.
El hecho de que a Kennedy le preocupara tan poco que Jrushchov pudiera firmar un tratado unilateral con la Alemania del Este (un documento que EEUU y sus aliados habrían ignorado) también llevó a Jrushchov a cuestionarse su valor. Aunque Ulbricht seguía exigiendo la firma del tratado, Jrushchov había decidido que dicho documento no era tan urgente como «tapar todos los agujeros» entre Berlín Este y Berlín Oeste.
En cuanto la puerta de Occidente se cerrara, le dijo a Sergéi, «a lo mejor la gente dejará de corretear de aquí para allá y empezará a trabajar, la economía se recuperará y pasará poco tiempo antes de que la Alemania Federal llame a la puerta de la RDA» para mejorar las relaciones. Entonces podría negociar un tratado de paz con la Alemania Federal desde una posición de fuerza.
Pero de momento el problema de Jrushchov era el mapa. Cuando las cuatro potencias habían trazado las líneas que dividían los sectores de la ciudad tras la Segunda Guerra Mundial, a nadie se le había ocurrido la posibilidad de que un día esas líneas pudieran convertirse en una frontera impermeable. «La historia nos había puesto ante aquel inconveniente», escribiría Jrushchov años más tarde, «y no teníamos más remedio que vivir con él.»
Jrushchov se quejó de que quienes habían trazado las líneas fronterizas sobre el mapa, o bien no tenían la calificación necesaria, o bien no pensaban lo suficiente. «El mapa que me enviaste no tiene ni pies ni cabeza», le dijo a Pervujin, al que pidió que citara a Iván Yakubovsky, jefe del mando militar en Berlín y del Grupo de Fuerzas Soviéticas en Alemania, y le «transmitiera mi deseo de que su personal elaborara un mapa de Berlín con las fronteras bien definidas y con comentarios sobre si era posible establecer controles sobre las mismas».
A continuación, quería que Pervujin acudiera con el mapa a visitar al camarada Ulbricht y recogiera sus comentarios sobre la viabilidad de cerrar la frontera siguiendo las erráticas y zigzagueantes líneas que separaban a los dos sistemas políticos que competían por dominar el mundo.
Pero como sucedió en tantas ocasiones a lo largo de 1961, Ulbricht le sacaba bastante ventaja.
Mientras tanto, en el otro extremo del mundo, en Miami Beach, la refugiada más prominente de la Alemania del Este atrajo de nuevo la atención del mundo al problema de los refugiados y le dio a Ulbricht otro motivo para cerrar la puerta cuanto antes.
* «Slob» significa vago, dejado, en inglés. (N. del T.)