EPÍLOGO
Réplicas
Soy plenamente consciente de que el objetivo principal de Jrushchov puede ser el de incrementar sus opciones en Berlín; estaremos dispuestos a asumir el papel que nos corresponde tanto allí como en el Caribe. Lo esencial en este momento de gran dificultad es que Jrushchov comprenda que si esperaba encontrar debilidad o falta de resolución, ha cometido un error de cálculo.
El presidente KENNEDY, en un telegrama secreto informando al primer ministro británico Harold Macmillan de la existencia de pruebas fotográficas de la presencia de misiles en Cuba,
21 de octubre de 1962
Hay mucha gente en el mundo que no entiende, o dice no entender, cuál es la gran diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista. Que vengan a Berlín. Hay quienes dicen que el comunismo es la tendencia del futuro. Que vengan a Berlín. Y los hay que dicen que podemos cooperar con los comunistas, en Europa y en el resto del mundo. Que vengan a Berlín. […] Todos los hombres libres, vivan donde vivan, son habitantes de Berlín. Y por ello, como hombre libre, me enorgullezco de decir: «Ich bin ein Berliner».
El presidente KENNEDY en un discurso en Berlín,
26 de junio de 1963
BERLÍN Y LA HABANA
MEDIADOS DE AGOSTO DE 1962
Un año después de que el presidente John F. Kennedy permitiera a los comunistas construir el Muro de Berlín, dos dramas separados por 8.000 kilómetros de distancia sirven para ilustrar el elevado coste de uno de los peores años inaugurales de un presidente de la historia moderna de EEUU.
La primera escena tuvo lugar bajo el sol del verano berlinés, diez minutos después de las dos de la tarde, cuando el albañil de dieciocho años Peter Fechter y su amigo Helmut Kulbeik arrancaron a correr hacia la libertad a través de la llamada franja de la muerte, la tierra de nadie que se extendía más allá del muro. El primero de los 35 disparos de la policía se produjo después de que los dos jóvenes saltaran una barrera intermedia de alambre de púas. Dos balas alcanzaron a Fechter en la espalda y el estómago, y el joven vio como su amigo, más ágil, lograba alcanzar la libertad saltando por encima de los alambres de púas que coronaban el muro. Fechter se derrumbó junto al Muro, donde permaneció en temblorosa posición fetal, con los brazos cruzados encima del pecho, el zapato izquierdo medio sacado y sus pálidos tobillos a la vista. Durante más de una hora, su voz, cada vez más débil, estuvo pidiendo ayuda, mientras su cuerpo se iba desangrando por culpa de las múltiples heridas.
Al mismo tiempo, y a más de un océano de distancia, un gran número de barcos soviéticos habían empezado a atracar en secreto en once puertos cubanos distintos, cargados con el material necesario para construir varios misiles nucleares soviéticos con suficiente alcance y potencia para borrar del mapa ciudades como Nueva York o Washington, D.C. El 26 de julio, el carguero soviético Maria Ulyanova, bautizado en honor de la madre de Lenin, atracó en el puerto de Cabañas, el primero de 85 buques soviéticos que realizarían 150 viajes de ida y vuelta durante los siguientes noventa días. Los barcos transportaban fuerzas de combate y los componentes de unos veinticuatro lanzamisiles de medio alcance y dieciséis de largo alcance, todos ellos equipados con una cabeza nuclear y dos misiles balísticos.
De nuevo en Berlín Oeste, la policía y los periodistas (que habían trepado a lo alto de escaleras de mano para ver mejor el Muro) documentaron y fotografiaron el triste final de Fechter. Varios soldados estadounidenses con uniforme de combate se mantuvieron al margen, siguiendo unas órdenes que especificaban que no podían asistir a refugiados en ciernes a menos que éstos hubieran abandonado ya el territorio comunista. Una multitud de habitantes de Berlín Oeste protestaban a gritos, acusando a las autoridades de la Alemania del Este de asesinas y a los estadounidenses de cobardes. «No es problema mío», le dijo un teniente de la policía militar estadounidense a uno de los espectadores, una expresión de resignación que el día siguiente se propagaría entre los furiosos berlineses del Oeste a través de los periódicos.
Por su parte, la policía de fronteras de la Alemania del Este evitó evacuar a la víctima mortal, por el temor infundado a que los soldados estadounidenses pudieran dispararles. Sólo después de que el cuerpo de Fechter adoptara el rigor de la muerte, los soldados de la Alemania del Este lanzaron bombas de humo para ocultar su actuación, mientras una patrulla de guardias cargaba con el cadáver. Sin embargo, un fotógrafo logró capturar una instantánea del momento, que evoca el descenso de Jesús de la cruz. En la fotografía, que fue publicada al día siguiente en la portada del Berliner Morgenpost, aparecen tres policías con casco, dos de ellos con metralletas, sujetando a Fletcher en lo alto, con los brazos en cruz y las muñecas ensangrentadas.
El asesinato de Fechter activó algo en el interior de los habitantes de Berlín Oeste. Al día siguiente, decenas de miles de manifestantes tomaron las calles para protestar contra la impotencia estadounidense con la misma rabia con la que condenaban la crueldad comunista. Sus sentimientos acumulados de furia y frustración provocaron lo que el corresponsal del New York Times, Sydney Gruson, describió como «una escena casi inconcebible», en la que la policía de Berlín Oeste intentaba aplacar a sus propios ciudadanos con mangueras de agua y gas lacrimógeno para evitar que se abalanzaran contra el Muro. Gruson escribió: «Más que cualquier otro momento desde la construcción del Muro, la muerte solitaria y brutal de Peter Fechter ha despertado en los habitantes de Berlín Oeste una acusada sensación de impotencia ante la sutil pero progresiva usurpación de libertades por parte de los comunistas».
Mientras tanto, en Cuba, a mediados de agosto las fotos aéreas de la CIA habían detectado ya el incremento de la actividad naval soviética, en parte debido a la magnitud del material trasladado, y en parte por la dejadez en la ejecución del operativo. Los soldados descargaban los barcos por la noche, con las farolas apagadas, y a continuación el material era enviado por caminos de tierra en vehículos camuflados, pero tan largos que en ocasiones las tropas no tenían más remedio que derribar casas de campesinos para que éstos pudieran girar. Los comandantes en vanguardia (cuando no estaban ocupados declarando la guerra a los mosquitos, el calor o los monzones) comunicaban los constantes progresos a Moscú mediante mensajeros para evitar que EEUU pudiera interceptar electrónicamente sus comunicaciones.
El 22 de agosto, la CIA advirtió a la Casa Blanca de que hasta 5.000 efectivos soviéticos habían llegado a Cuba en más de veinte barcos, con grandes cantidades de medios de transporte y material de comunicación y construcción. Los analistas de la CIA afirmaron que la velocidad y la magnitud de aquel flujo de personal y material soviético a un país no adscrito al bloque comunista constituía una operación «sin precedentes en las actividades de apoyo soviéticas; sin duda, nos encontramos ante algo nuevo y distinto». No obstante, los misiles en sí tardarían aún dos meses en llegar, por lo que en aquel momento los servicios de espionaje estadounidenses concluyeron que probablemente Moscú había decidido reforzar los sistemas defensivos aéreos de Cuba.
Inicialmente, puede parecer que no existe demasiada relación entre el asesinato público de un albañil adolescente en Berlín Este y la llegada clandestina de tropas soviéticas y de partes de lanzamisiles a Cuba. Sin embargo, ambos episodios simbolizan las dos réplicas más significativas de la incapacidad de Kennedy por abordar los acontecimientos que rodearon la situación en Berlín en 1961:
La primera réplica sería la más duradera: la cristalización de la división europea de la guerra fría durante tres décadas más, con su elevado coste humano. La construcción del Muro no sólo evitó la resolución de la situación en la Alemania del Este en un momento en el que había serias dudas sobre la viabilidad de dicho país: también condenó a otra generación de decenas de millones de habitantes del Este de Europa a un régimen autoritario de corte soviético, que imponía sus límites sobre la libertad tanto de las personas como de los pueblos.
La segunda réplica fue más inmediata: la Crisis de los Misiles en Cuba de finales de 1962, que trajo aparejado el peligro de una nueva guerra mundial. Aunque la historia loaría a Kennedy por su gestión de la Crisis de Cuba, Jrushchov no se habría atrevido a transportar misiles a Cuba si, a raíz de lo sucedido en Berlín en 1961, no hubiera concluido que Kennedy era un líder débil e indeciso.
El mundo sabe hoy lo que el presidente Kennedy no imaginó en su momento: que el Muro de Berlín caería en noviembre de 1989, que Alemania y Berlín se unificarían un año más tarde, en octubre de 1990, y que la Unión Soviética se hundiría al cabo de unos meses, a finales de 1991. Teniendo en cuenta el final feliz de la guerra fría, muchos historiadores se han sentido tentados de concederle a Kennedy más crédito del que merece por ese resultado. Al evitar riesgos innecesarios impidiendo la construcción del Muro de Berlín, argumentan, Kennedy evitó una guerra y sentó las bases para la posterior unificación alemana, la liberación de las naciones cautivas dentro del bloque soviético y la ampliación de una Europa libre y democrática.
Sin embargo, los elementos de análisis (que incluyen nuevas pruebas y exámenes más detallados) exigen un juicio menos generoso. Tal como el dos veces asesor de seguridad nacional Brent Scowcroft señala correctamente en el prólogo de este libro, «la historia, por desgracia, nunca revela sus alternativas». Lo que sí ofrece, en cambio, son valiosas pistas. Nunca sabremos si un Kennedy más decidido habría podido poner fin antes a la guerra fría. En cambio, lo que es irrefutable es que las acciones de Kennedy permitieron a los líderes de la Alemania del Este detener el mismo flujo de refugiados que acabaría con su país veintiocho años más tarde. Los hechos también revelan que la motivación principal de las acciones de Kennedy en 1961 no fue el deseo de la libertad de Berlín Oeste.
Durante su primer año en el cargo, Kennedy no centró sus esfuerzos en hacer retroceder el comunismo en Europa, sino más bien en detener su avance en los países en vías de desarrollo. En cuanto a Berlín, Kennedy estuvo mucho más preocupado por evitar la inestabilidad y los errores de cálculo que podrían haber desencadenado una guerra nuclear. A diferencia de sus predecesores, los presidentes Eisenhower y Truman, Kennedy adoptó una actitud desdeñosa tanto respecto al canciller Konrad Adenauer como a sus sueños de una reunificación alemana.
Pero tal vez quien mejor juzgó la pobre actuación de Kennedy en 1961 fue el propio presidente, que en privado se mostró francamente sincero sobre los fracasos cosechados durante la crisis de Bahía Cochinos y en la Cumbre de Viena. Cuando el 22 de septiembre (más de un mes después del cierre de fronteras) el periodista del Detroit News Elie Abel acudió a Kennedy para pedirle su apoyo para escribir unas memorias sobre su primer mandato, el presidente respondió: «¿Por qué iba alguien a querer escribir un libro sobre una administración que tan sólo ha cosechado una ristra de desastres?».
Desde luego, fue una clara demostración de hasta qué punto Kennedy era consciente de que su primer año como presidente se había visto marcado por la falta de coherencia, la indecisión y el fracaso político.
Aunque la campaña electoral de Kennedy se había basado en la introducción de nuevas ideas y la necesidad urgente de cambios, su gestión de la Crisis de Berlín se limitó a intentar mantener el frágil status quo. Kennedy creía que sólo sería posible abordar la situación de Berlín tras iniciar un proceso de negociación sobre la prohibición de las pruebas nucleares y otras cuestiones armamentísticas que fomentaran la confianza entre las dos partes.
Sin embargo, ya durante los primeros días de su administración Kennedy no supo aprovechar la mejor oportunidad de que dispondría para lograr una mejoría en las relaciones, debido a un error de amateur en la interpretación de las señales que le mandaba Jrushchov. El líder soviético había mostrado una nueva voluntad de cooperar con EEUU con una serie de gestos unilaterales, entre ellos la liberación, la misma mañana del discurso de investidura de Kennedy de los aviadores estadounidenses capturados. Sin embargo, el presidente estadounidense decidió que Jrushchov estaba provocando una escalada de la guerra fría para ponerlo a prueba, una conclusión a la que llegó tras sacar conclusiones precipitadas de la dura retórica de un discurso rutinario del líder soviético cuyo único objetivo era arengar a los propagandistas del partido.
La consecuencia fue el alarmista Discurso del Estado de la Unión de Kennedy. Abusando de la hipérbole, el presidente explicó ante el país lo que había aprendido durante las menos de dos semanas que llevaba en el cargo, y que lo había llevado a modificar su discurso original de toma de posesión, mucho más moderado:
Cada día la crisis se agrava. Cada día la solución parece más difícil. Cada día estamos más cerca del momento más peligroso. Me siento en la obligación de informar al congreso de que nuestros análisis durante los últimos diez días dejan claro que, en todos los ámbitos de la crisis, la marea de acontecimientos está tocando a su fin, y que el tiempo no es nuestro aliado.
El momento más ilustrativo de la indecisión que marcó el primer año de Kennedy en la Casa Blanca se produjo con la debacle de Bahía Cochinos en abril, cuando el presidente optó por no cancelar una operación que se había fraguado bajo la administración Eisenhower, pero al mismo tiempo decidió no asignarle los recursos necesarios para garantizar su éxito. A partir de aquel momento, a Kennedy le preocupó que Jrushchov hubiera concluido que era un líder débil, sobre todo teniendo en cuenta la contundente respuesta que el líder soviético había dado a la revolución húngara de 1956. Tal como Kennedy le confesó al columnista James Reston después de que el líder soviético lo machacara durante la Cumbre de Viena, Jrushchov «creía que podría manejar a su antojo a alguien tan joven e inexperto como para haberse metido en semejante atolladero. Y que el hecho de que me hubiera metido en ese lío y no lograra resolverlo demostraba una falta de agallas por mi parte. De modo que me ha pegado una paliza». Y, a continuación, Kennedy había añadido: «Estoy metido en un buen lío».
Después de que en Viena Jrushchov amenazara con cambiar unilateralmente el estatus de Berlín antes de final de año, Kennedy respondió con una escalada retórica, un incremento de la partida de defensa, una disposición más ágil de sus tropas y una revisión de los planes de contingencia militar, incluido un plan de respuesta nuclear estadounidense. Pero siempre fue a remolque de los soviéticos. Cuando el 13 de agosto, en una operación sorprendente por su velocidad y su eficiencia, las fuerzas de la Alemania del Este cerraron la frontera de Berlín con el apoyo soviético, EEUU y sus aliados no supieron responder.
Los documentos de la época sugieren que el acontecimiento cogió a Kennedy totalmente por sorpresa. Sin embargo, un análisis más detallado revela claramente no sólo que Kennedy había previsto que los soviéticos reaccionarían de un modo u otro, sino que incluso había ayudado a escribir el guión de los hechos. La reacción de Kennedy en privado no fue de indignación, sino de alivio; en público, decidió no intervenir en el cierre fronterizo cuando aún tenía ocasión de hacerlo, ni castigar a sus rivales comunistas con sanciones. Así, por ejemplo, hoy sabemos que les dijo a sus asesores: «No es una solución particularmente elegante, pero es mucho mejor que una guerra».
El mensaje que Kennedy le había hecho llegar una y otra vez a Jrushchov (directamente en Viena y de forma indirecta mediante sus discursos y mensajes a través de terceros) era que el líder soviético podía hacer lo que le placiera en el territorio que controlaba, siempre y cuando no interviniera en Berlín Oeste ni en el acceso aliado a la ciudad.
Tal como Kennedy le dijo a Walter Rostov, el asesor económico de la Casa Blanca, varios días antes del cierre de fronteras, «Jrushchov está perdiendo la Alemania del Este y no puede permitir que eso suceda. Si pierde la Alemania del Este, detrás vendrán Polonia y el resto de la Europa del Este. Tendrá que hacer algo para detener el flujo de refugiados, a lo mejor construir un muro, y nosotros no podremos impedírselo. Puedo apelar a la unidad de la Alianza para defender Berlín Oeste, pero no puedo hacer nada para mantener Berlín Este abierto».
El 13 de agosto de 1961, Jrushchov y Ulbricht actuaron relativamente confiados de que Kennedy no respondería si no se excedían de los límites que éste había marcado; probablemente por ese motivo construyeron la totalidad del Muro no directamente sobre la frontera interna de la ciudad, sino unos metros al interior de Berlín Este. Kennedy, que desdeñaba el concepto de la reunificación alemana y estaba dispuesto a aceptar el equilibrio de poderes en Europa, actuó desde la errónea convicción de que si permitía que los soviéticos se sintieran más seguros en Berlín, aumentarían las posibilidades de entablar negociaciones más fructíferas en otros ámbitos. No obstante, y tal como la Crisis de los Misiles en Cuba demostraría más tarde, la pasividad de Kennedy en Berlín no hizo más que alentar el juego sucio soviético.
Los historiadores se han preguntado durante mucho tiempo si Kennedy expresó previamente su aprobación a la construcción del Muro de Berlín de forma aún más explícita. Si efectivamente se produjo algún tipo de comunicación en ese sentido, lo más probable es que ésta se viera restringida a las reuniones regulares entre el hermano del presidente, Robert, y el intermediario soviético Georgi Bolshakov, el espía militar soviético que se erigió como canal de comunicación secreto entre Kennedy y Jrushchov. Más tarde, Bobby lamentaría no haber documentado esos encuentros. La documentación de Bolshakov no recoge sus conversaciones con Bobby justo antes o después del cierre de fronteras, y los archivos de los servicios de inteligencia soviéticos y del Kremlin que podrían aportar pruebas en ese sentido están cerrados.
No obstante, y a pesar de todo ello, resulta difícil creer que las similitudes existentes entre el rumbo sugerido por Kennedy y la solución adoptada finalmente por soviéticos y alemanes del Este se deban a una simple coincidencia. Kennedy ofreció a Jrushchov más libertad de acción en Berlín que cualquiera de sus predecesores. Las transcripciones desclasificadas de la Cumbre de Viena detallan el acuerdo de facto propuesto por Kennedy: estaba dispuesto a darle a Jrushchov carta blanca para cerrar la frontera a cambio de que los soviéticos no perturbaran la libertad de Berlín Oeste ni el acceso aliado a la ciudad. Más tarde, los altos cargos del gobierno estadounidense que tuvieron ocasión de leer las transcripciones de la cumbre se mostrarían asombrados ante la inaudita predisposición de Kennedy a reconocer como definitiva la división europea de posguerra como paso previo para lograr la estabilidad. Tal como Kennedy le dijo a Jrushchov durante el primer día de sus conversaciones en Viena, «era fundamental que los cambios en el mundo que afectaran el equilibrio de poder se produjeran de tal forma que no afectara el prestigio de los tratados firmados por ambos países».
Al día siguiente, Kennedy abundaría en esa línea de argumentación y se centraría de forma más explícita en Berlín, al repetir una y otra vez que el compromiso estadounidense se limitaba a «Berlín Oeste» y no a todo Berlín, como había sido el caso con sus predecesores. Kennedy dejó aún más clara aquella distinción públicamente el 25 de julio, en un discurso televisado en directo, que transmitió un mensaje tan inequívoco de retirada ante Jrushchov en Berlín que molestó a los responsables de trazar las directrices de la política estadounidense, que tanto habían trabajado para acuñar el lenguaje diplomático del país desde la Segunda Guerra Mundial.
Dos semanas antes del cierre de fronteras en Berlín, el 30 de junio, el director del Comité de Relaciones Exteriores del senado, William Fulbright, declaró en la televisión nacional y en relación a la frontera de Berlín: «Lo cierto del caso, creo yo, es que los rusos pueden cerrar la frontera si quieren… Si la semana que viene decidieran cerrar las fronteras, podrían hacerlo sin violar con ello ningún tratado. No entiendo por qué los alemanes del Este no cierran la frontera, pues creo que tienen derecho a hacerlo».
Con ello, el senador por Arkansas expresó públicamente lo que Kennedy pensaba en privado. El presidente no hizo nada por repudiar aquella opinión y, en una conversación privada con Kennedy, el asesor de seguridad nacional McGeorge Bundy aseguró que las palabras de Fulbright le parecían «útiles». A falta de una declaración del presidente en sentido contrario, Jrushchov llegó a la conclusión de que Fulbright había expresado aquella opinión de forma intencionada, algo que refleja la conversación entre el líder soviético, el líder de la Alemania del Este y el presidente italiano Amintore Fanfani, que se encontraba de visita en Moscú. «Cuando se cierren las fronteras», le dijo Jrushchov a Ulbricht, «los estadounidenses y los habitantes de la Alemania Federal estarán contentos. [El embajador en Moscú Llewellyn] Thompson me reveló que el flujo de refugiados estaba causando muchos problemas a la Alemania Federal. Así pues, la introducción de estos controles es algo que satisfará a todos. Y, sobre todo, hará que sientan nuestra fuerza».
«Sí», respondió Ulbricht, «y también lograremos la estabilidad.» Si había algo que unía a Ulbricht, Jrushchov y Kennedy era precisamente eso: el deseo de estabilidad para la Alemania del Este.
Durante 1961, Berlín fue para Kennedy un problema heredado y no deseado, y en ningún caso constituyó una causa que quisiera defender. Sumergido en las vaporosas aguas de la bañera dorada de su residencia en París, durante una pausa en sus conversaciones con De Gaulle, Kennedy se quejó a sus asesores Kenny O’Donnell y Dave Powers: «Parece una estupidez estar al borde de una guerra atómica por un tratado que pretende preservar Berlín como la futura capital de una Alemania reunificada cuando todos sabemos que probablemente Alemania no volverá a reunificarse nunca». En el avión que lo llevaba a Londres tras la Cumbre de Viena, Kennedy volvió a expresar sus quejas a O’Donnell: «No fuimos nosotros quienes provocamos la desunión en Alemania. En realidad no es responsabilidad nuestra que las cuatro potencias ocuparan Berlín, un error en el que ni nosotros ni los rusos deberíamos haber incurrido».
Si la cristalización de las condiciones de la guerra fría durante las siguientes tres décadas fue el resultado a largo plazo de la Crisis de Berlín de 1961, la Crisis de los Misiles en Cuba fue la réplica inmediata más significativa. En la mente de Kennedy y de Jrushchov, las situaciones en Cuba y en Berlín estaban inextricablemente conectadas.
Sus críticos aseguraron que la decisión de Jrushchov de colocar misiles nucleares en Cuba fue una imprudencia, pero desde la perspectiva del líder soviético se trató de un riesgo calculado basado en lo que sabía sobre Kennedy. A finales de 1961, el líder soviético les dijo a un grupo de altos cargos de su partido que estaba seguro de que Kennedy haría prácticamente lo que fuera con tal de evitar una guerra nuclear. «Sé con certeza», aseguró, «que Kennedy no es un tipo duro y que, en términos generales, no tiene la valentía necesaria para resistir a un desafío serio.» En relación con Cuba, Jrushchov le dijo a su hijo Sergéi que Kennedy «montará un escándalo, luego montará un escándalo aún mayor y al final nos pondremos de acuerdo».
A pesar de los reveses de su primer año de presidencia, Kennedy seguía tan dispuesto a realizar concesiones ante Jrushchov para lograr un acuerdo en Berlín, que su propuesta de abril de 1962 provocó un considerable enfrentamiento con el canciller de la Alemania Federal Konrad Adenauer. Lo que Kennedy bautizó como «Informe de Principios» proponía la creación de una «Autoridad de Acceso Internacional» que transferiría el control de acceso a Berlín de los cuatro poderes a un organismo nuevo a través del cual soviéticos y alemanes del Este podrían impedir la entrada de todo aquel que desearan. Lo único que Kennedy pedía a cambio era que el Kremlin aceptara seguir respetando los derechos y la presencia militar aliada en Berlín Oeste.
El documento se basaba de forma tan clara en la perspectiva soviética que en una versión que Washington envió a Moscú, los responsables del borrador habían subrayado párrafos enteros para marcar las ideas que habían tomado prestadas. Además, el documento no hacía referencia ni una sola vez a la reunificación alemana en tanto que objetivo a largo plazo que se debía lograr mediante elecciones libres, algo que hasta entonces había sido un punto innegociable con Moscú. Las propuestas estadounidenses nunca se habían aproximado tanto a las posiciones soviéticas ni se habían alejado tanto de las de Adenauer. En un primer momento, Kennedy le concedió a Adenauer un solo día para responder al borrador; posteriormente, y ante las protestas de las autoridades de la Alemania Federal, amplió el plazo a 48 horas.
Adenauer, que ya no podía seguir ocultando su indignación con Kennedy, protestó ante Paul Nitze, el vicesecretario de defensa estadounidense que lo visitó en Bonn, y aseguró que si los principios de Kennedy se aprobaban, no habría en Berlín Oeste suficientes furgonetas de mudanzas para todos los que querrían marcharse de la ciudad. A continuación envió una áspera nota a Kennedy en la que decía: «Tengo considerables objeciones a algunas de sus propuestas. Le pido con urgencia, querido señor presidente, que detenga inmediatamente estas medidas…».
Una filtración del informe, que probablemente contara con la bendición de Adenauer, provocó tal alboroto que los comentaristas políticos de ambos lados del Atlántico atacaron a Kennedy por batirse en retirada al tiempo que sus adversarios continuaban abatiendo a tiros a aspirantes a refugiados, hostigando a los soldados aliados y reforzando el Muro. Kennedy se vio obligado a retirar su propuesta. Sin embargo, lo más humillante del asunto fue que un envalentonado Jrushchov anunció que habría rechazado las propuestas de todos modos, pues éstas no incluían la retirada completa de los efectivos estadounidenses.
Jrushchov jugaba cada vez más fuerte.
Al mismo tiempo que ultimaba los detalles de su operación en Cuba, el 5 de julio de 1962 Jrushchov contraatacó enviándole a Kennedy su propuesta más detallada hasta la fecha para poner fin a lo que él denominaba «el régimen de ocupación de Berlín Oeste». Según el plan, las tropas aliadas se verían reemplazadas por fuerzas policiales de las Naciones Unidas, formadas por miembros de las tres potencias occidentales presentes ya en la ciudad, pero también de estados neutrales y dos estados miembros del Pacto de Varsovia. Mediante un recorte gradual en sus contingentes de un 25 por ciento anual, al cabo de cuatro años no quedarían en Berlín Oeste fuerzas extranjeras de ningún tipo. Kennedy rechazó la propuesta dos semanas más tarde, el 17 de julio, pero mientras tanto Jrushchov continuó trabajando en su estrategia en Berlín mientras, en secreto, daba las últimas instrucciones sobre Cuba.
Las operaciones militares soviéticas en alta mar en Cuba eran de tal envergadura que Jrushchov debió de asumir que Kennedy y sus servicios de inteligencia las descubrirían, pero que el presidente no tendría la determinación necesaria para detener el despliegue de los misiles.
El 4 de septiembre, Kennedy le comunicó a un selecto grupo de miembros del Congreso que la CIA había concluido que los soviéticos estaban ayudando a Castro a mejorar sus instalaciones defensivas. Esa misma tarde, Kennedy hizo pública una declaración de prensa que decía básicamente lo mismo y advertía a Jrushchov de que se preparara para «las consecuencias más graves» si EEUU encontraba pruebas de la presencia de tropas de combate o armas ofensivas soviéticas en la isla. El tono y la determinación a dar una respuesta eran mucho más firmes de lo que Jrushchov había previsto.
Dos días más tarde, el 6 de septiembre, Jrushchov le pidió al sorprendido Secretario de Interior estadounidense Stewart Udall, que se encontraba en Rusia visitando plantas eléctricas, que lo visitara en su refugio del mar Negro en Pitsunda. A través de su conversación con Udall, Jrushchov intentó determinar qué cambios en la política doméstica podían estar llevando a Kennedy a adoptar una postura más férrea, aunque seguía convencido de que Kennedy era fundamentalmente débil. «Como presidente tiene conocimientos», le dijo Jrushchov a Udall, «lo que le falta es coraje; coraje para resolver la cuestión alemana.» Consciente de que el operativo en Cuba se encontraba ya muy avanzado, Jrushchov le dijo a Udall: «Por eso hemos decidido ayudarlo a resolver el asunto. Lo pondremos en una situación que hará necesario resolverlo. […] No permitiremos que sus tropas permanezcan en Berlín».
Jrushchov le confió a Udall que para evitar dañar la imagen de Kennedy en las elecciones de noviembre, no abordaría la situación hasta más adelante. Sin hacer referencia a Cuba, le dijo a Udall que el creciente poder soviético había empezado ya a cambiar el equilibrio de fuerzas. «Ha pasado ya mucho tiempo desde que podían zurrarnos como a un niño; ahora somos nosotros quienes podemos azotarles el culo.» La guerra por Berlín, advirtió Jrushchov, significaría que en cuestión de una hora no quedaría rastro «ni de París, ni de Francia».
El 16 de octubre de 1962, con la mayoría de lanzamisiles cubanos ya en su sitio, Jrushchov le dijo a Foy Kohler, el sucesor de Thompson como embajador en la URSS, que quería reunirse con el presidente durante la reunión de la Asamblea General de la ONU en Nueva York que iba a celebrarse durante la segunda mitad de noviembre, para discutir la situación en Berlín y también otros asuntos. A aquellas alturas, el líder soviético habría alterado significativamente el equilibrio estratégico y Moscú estaría por primera vez en condiciones de alcanzar EEUU con armas nucleares. Eso, naturalmente, lo colocaría en una posición mucho más favorable para o bien negociar, o bien imponer la solución sobre Berlín que deseaba. Jrushchov le dijo a su nuevo embajador en las Naciones Unidas, Anatoly Dobrynin, que Berlín seguía siendo «el principal punto de discrepancia en las relaciones entre soviéticos y estadounidenses».
Como Jrushchov recordaría más tarde:
Mi idea era la siguiente: si lográbamos instalar los misiles en secreto y los EEUU los descubrían cuando ya estaban preparados para el ataque, los estadounidenses se lo pensarían dos veces antes de intentar liquidar nuestras instalaciones por medios militares. Era consciente de que EEUU podía cargarse algunas de nuestras instalaciones, pero no todas. Si una cuarta parte o incluso un 10 por ciento de los misiles sobrevivían (incluso si nos quedábamos tan sólo con uno o dos de los grandes), aún podíamos atacar Nueva York. Y entonces no quedaría demasiado de Nueva York en pie. No digo que matáramos a todo el mundo en Nueva York; desde luego no sería todo el mundo, pero sí nos cargaríamos a muchísima gente… Además, ya era hora de que los estadounidenses supieran qué se siente cuando tu propio país y tu propia gente están amenazados.
De todas las medidas de Jrushchov vinculando Cuba y Berlín durante ese período, tal vez la más reveladora fue la construcción por parte de los soviéticos de un oleoducto no subterráneo a través de la Alemania del Este que debía abastecer a las tropas soviéticas apostadas en la frontera con la Alemania Federal. Las tuberías le mandarían a Kennedy un mensaje inequívoco sobre la determinación de Jrushchov de ir a la guerra en Berlín si los estadounidenses contraatacaban en Cuba. «Los estadounidenses», dijo Jrushchov, «sabían sin lugar a dudas que si se derramaba sangre rusa en Cuba, se derramaría sangre americana en Alemania.»
Las palabras y las acciones de Kennedy durante los trece días que duró la Crisis de los Misiles en Cuba, del 16 al 29 de octubre, ponen de relieve su convicción de que las estrategias de Jrushchov en Cuba y en Berlín estaban interrelacionadas. Kennedy sospechó desde el principio que el objetivo de la estrategia de Jrushchov en Cuba era conseguir la victoria en Berlín, la principal prioridad del líder soviético. Por ello, Kennedy declaró ante sus Mandos Conjuntos:
En primer lugar, permítanme que señale dónde está el problema desde mi punto de vista. Primero, en general, creo que debemos reflexionar sobre por qué los rusos han hecho lo que han hecho. En realidad, considero que tomaron una decisión bastante arriesgada pero también bastante útil. Nosotros no hemos actuado y ellos disponen de una base militar allí, con toda la presión que eso supone para Estados Unidos y nuestro prestigio. Si atacamos los misiles cubanos o Cuba de la forma que sea, dispondrán de una excusa perfecta para tomar Berlín, tal como hicieron con Hungría durante la Guerra del Sinaí [la Crisis de Suez]. El mundo nos vería como los americanos exaltados que perdieron Berlín, no podríamos contar con el apoyo de nuestros aliados y la actitud de la Alemania Federal hacia nosotros se vería también afectada. La gente creería que habríamos perdido Berlín por no haber tenido las agallas necesarias para resolver la situación en Cuba. En el fondo, Cuba se encuentra a 8.000 o 9.000 kilómetros de distancia de su país. Cuba no les importa nada. Lo que sí les importa, en cambio, es Berlín y su propia seguridad.
La decisión de Kennedy de adoptar una línea más dura con los soviéticos por la situación en Cuba en 1962 de la que había adoptado en Berlín en 1961 obedeció por lo menos a tres factores. En primer lugar, se trataba de una situación más peligrosa para EEUU debido a la mayor proximidad con su territorio. En segundo lugar, una mala gestión de la Crisis Cubana habría afectado de forma mucho más negativa a la reelección de Kennedy que su actuación en un lugar tan lejano como Berlín. Y, finalmente, Kennedy había aprendido ya que sus muestras de debilidad sólo alentaban a Jrushchov a ponerlo aún más a prueba. Por otro lado, el líder soviético lo había engañado descaradamente al afirmar que posponía las conversaciones sobre Berlín en deferencia a las elecciones estadounidenses, cuando en realidad tan sólo quería ganar tiempo para desplegar los misiles.
Kennedy subrayó de nuevo la conexión entre Cuba y Berlín cuando informó al primer ministro británico Harold Macmillan de las evidencias fotográficas de la presencia de los misiles en un teletipo secreto que fue recibido por Londres el 21 de octubre a las 22.00. Kennedy escribió:
Soy plenamente consciente de que el objetivo principal de Jrushchov puede ser el de incrementar sus opciones en Berlín; estaremos dispuestos a asumir el papel que nos corresponde tanto allí como en el Caribe. Lo esencial en este momento de gran dificultad es que Jrushchov comprenda que si esperaba encontrar debilidad o falta de resolución, ha cometido un error de cálculo.
Kennedy insistió en subrayar su preocupación por Berlín en un segundo mensaje enviado a Macmillan ese mismo día, unas pocas horas antes de su histórica comparecencia televisiva para informar a los estadounidenses del peligro, exigir a los soviéticos la retirada de los misiles e introducir una cuarentena naval en Cuba. «No hace falta que señale la posible relación entre esta secreta y peligrosa operación por parte de Jrushchov y Berlín», escribió.
En 1962, Kennedy también rechazó el consejo de los llamados SLOB, los partidarios de la línea débil respecto a Berlín. El embajador Thompson, que había regresado de Moscú al Departamento de Estado, quería que Kennedy detuviera el tráfico militar durante el enfrentamiento en Cuba para no provocar al Kremlin, idea que el presidente rechazó. El asesor de seguridad nacional Bundy se preguntó si no sería posible cerrar un acuerdo que intercambiara Berlín por los misiles, pero Kennedy se negó también a ello, pues no quería ser el presidente que había perdido Berlín.
A pesar de la nueva determinación presidencial, Kennedy se opuso al consejo de sus militares de atacar las bases cubanas, en gran medida por su temor a posibles represalias militares soviéticas en Berlín. En un momento dado, el general Curtis E. LeMay, el jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, criticó la negativa de Kennedy a atacar y aseguró que «esto es casi tan malo como la política de contemporización en Múnich». «Si no hacemos nada en Cuba», argumentó LeMay, «nos van a poner contra las cuerdas también en Berlín, pues nos estaremos batiendo en retirada.»
Kennedy le dijo al Comité Ejecutivo, el organismo que él mismo había creado en el seno del Consejo de Seguridad Nacional para gestionar la crisis, que lo preocupaba que una cuarentena naval pudiera llevar a los soviéticos a responder con un bloqueo en Berlín. El presidente nombró un subcomité dentro de ese grupo, dirigido por Paul Nitze, que debía encargarse de los asuntos relacionados con Berlín. Incluso planificó el regreso del general Lucius Clay a Berlín, si era necesario, para que coordinara las acciones norteamericanas.
En su discurso televisado para todo el país del 22 de octubre, Kennedy advirtió públicamente a Jrushchov respecto a Berlín: «Cualquier movimiento hostil en cualquier parte del mundo contra la seguridad y la libertad de los pueblos con los que estamos comprometidos, incluidos en particular los valerosos habitantes de Berlín Oeste, recibirá la respuesta apropiada».
Y, con esas palabras, la Crisis de Berlín de Kennedy se trasladó a Cuba.
En su reunión con el embajador estadounidense en Londres David Bruce la misma tarde del discurso de Kennedy, el primer ministro Macmillan expresó su preocupación: «¿No sería posible que el verdadero objetivo de Jrushchov fuera intercambiar Cuba por Berlín? Si fuera derrotado en Cuba y su prestigio se resintiera, ¿no se sentiría tentado de resarcirse en Berlín? ¿No es posible que ése sea el único objetivo de la operación? ¿Avanzar un peón para poder sacrificarlo por otro?». Por su parte, Kennedy expresó ante Macmillan su temor a que Jrushchov pudiera adoptar acciones militares preventivas en Berlín que obligaran a EEUU a dar una respuesta equivalente en Cuba. «Ésa es realmente la elección ahora», escribió. «Si Jrushchov toma Berlín, nosotros tomaremos Cuba.»
Sin embargo, Jrushchov empezó la retirada de Cuba al verse desafiado con decisión por Kennedy, exactamente el tipo de reacción que el general Clay había previsto un año antes respecto a Berlín. Cuando el viceministro de Asuntos Exteriores soviético Vasili Kuznetsov sugirió un ataque contra Berlín para distraer la atención, el líder soviético respondió: «Guárdese ese tipo de ideas para usted. ¿No sabemos cómo salir de un apuro y quiere meternos en otro?». Jrushchov también rechazó la idea del embajador Dobrynin de responder a la situación en Cuba cerrando las rutas terrestres de Berlín «como primer paso». «Mi padre consideraba que cualquier acción en Berlín era injustificadamente peligrosa», recordaría más tarde el hijo de Jrushchov, Sergéi, que insistió en que su padre no se había planteado «ni por un momento» un ataque nuclear contra EEUU. Tras el discurso de Kennedy, Jrushchov empezó a retirar las tropas soviéticas de la frontera con la Alemania Federal para que quedara claro que no tenía intención de provocar una escalada del conflicto.
Con todo, Kennedy no actuó de forma tan tajante respecto a Cuba como dio a entender ante el público estadounidense. El 27 de octubre, el hermano del presidente, Bobby, y el ministro Dobrynin llegaron a un acuerdo para que EEUU retirara sus misiles nucleares Júpiter de Turquía. Cuando Jrushchov mencionó esa concesión al día siguiente en una carta a Kennedy, Bobby devolvió la carta a los soviéticos y negó haber cerrado dicho acuerdo. Sin embargo, Jrushchov consideraba la retirada en Turquía fundamental para su acuerdo.
En cualquier caso, Kennedy logró poner de su lado incluso a sus principales críticos aliados. De Gaulle le dijo al emisario de Kennedy, Dean Acheson, al que el presidente estadounidense había enviado para que informara al líder francés durante la crisis, que no necesitaba ver las fotografías espía de «una gran nación» para apoyar a Kennedy. Adenauer también aseguró que su país apoyaría a Kennedy aun en el caso de que EEUU decidiera bombardear o invadir Cuba. «Los misiles deben desaparecer sin lugar a dudas», dijo, implicando con ello a su país en un bloqueo contra Berlín o incluso en un intercambio nuclear. Resulta también revelador que Kennedy rechazara la oferta del apocado Macmillan para interceder con Moscú y organizar una cumbre sobre Cuba, que el presidente estadounidense creía que sería desastrosa para Berlín. «No veo qué íbamos a discutir en esa reunión», dijo Kennedy. «Él se limitará a adoptar la misma postura de siempre respecto a Berlín y probablemente se ofrecerá a desmantelar los misiles si accedemos a convertir Berlín en una ciudad neutral.»
Pero el más sorprendido por la demostración de fuerza de Kennedy fue el propio Jrushchov, que había apostado fuerte a que no se produciría dicha reacción. El general Clay le sugirió al diplomático William Smyser que la Crisis de los Misiles en Cuba nunca habría tenido lugar si Jrushchov no hubiera tenido la sensación de que Kennedy era débil; Clay estaba convencido de que las amenazas contra Berlín tan sólo disminuyeron cuando Kennedy dejó claro que no pensaba dejarse intimidar por Moscú.
Pero quienes celebraron con más entusiasmo el resultado de la Crisis de los Misiles en Cuba fueron los habitantes de Berlín Oeste, que llegaron a la conclusión de que las amenazas soviéticas contra ellos se habían terminado.
RATHAUS SCHÖNEBERG, AYUNTAMIENTO DE BERLÍN OESTE
JUEVES, 27 DE JUNIO DE 1963
Kennedy realizó su primera y última visita presidencial a Berlín ocho meses después de la crisis cubana, el 27 de junio de 1963. Después de visitar Checkpoint Charlie y recorrer a pie parte del Muro, pronunció un discurso en el Ayuntamiento, donde se habían reunido 300.000 berlineses. La mayoría recordarían aquel momento durante el resto de sus vidas.
Aproximadamente un millón de berlineses más llenaron la ruta de 55 kilómetros desde Tegel. Kennedy pasó la mayor parte del trayecto de pie en el asiento trasero de su Lincoln descapotable, junto al alcalde Willy Brandt y el canciller Konrad Adenauer. Para poder ver a su héroe, los berlineses se colgaron de árboles y farolas, y se encaramaron a tejados y balcones. La Cruz Roja, que se había movilizado para atender a la multitud en caso de que hubiera accidentes, informó de que se produjeron más de mil desmayos.
En el aeropuerto, y también mientras cruzaban Berlín en coche, algunos miembros de la delegación de Kennedy comentaron que también Hitler había provocado el delirio de multitudes de alemanes. El entusiasmo de los berlineses por Kennedy era tan extremo que molestó a Adenauer, que le susurró a Rusk: «¿Significa esto que un día podemos tener a otro Hitler en Alemania?». En un momento dado, Kennedy le dijo a su asesor militar, el general Godfrey T. McHugh: «Si ahora les dijera que fueran al Muro y lo derribaran, lo harían».
En cualquier caso, cuanto más tiempo llevaban Kennedy y su séquito en Berlín Oeste, más encandilados estaban por sus habitantes. Kennedy se mostró tan conmovido por el valor de los berlineses del Oeste como conmocionado por la visión del Muro, cuya construcción había hecho tan poco por evitar. «Parece un hombre que acabara de vislumbrar el infierno», observó el corresponsal de la revista Time, Hugh Sidey. Mientras cruzaba la ciudad, Kennedy reescribió el discurso más importante de los tres que iba a pronunciar, descartando el tono vago que le había dado en Washington para no provocar a los soviéticos. Su discurso ante el ayuntamiento de Berlín Oeste sería el más emotivo y potente que pronunciaría en el extranjero.
Hay mucha gente en el mundo que no entiende, o dice no entender, cuál es la gran diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista. Que vengan a Berlín. Hay quienes dicen que el comunismo es la tendencia del futuro. Que vengan a Berlín. Y los hay que dicen que podemos cooperar con los comunistas, en Europa y en el resto de mundo. Que vengan a Berlín. Incluso los hay que dicen que, efectivamente, el comunismo es un sistema perverso, pero que nos permite desarrollarnos económicamente.
En aquel punto, Kennedy introdujo una frase en alemán que no aparecía en el texto original, pero que había estado practicando antes de su comparecencia con Robert Lochner, el director de la Radio en el sector americano de Berlín, o RIAS, y con el intérprete de Adenauer, Heinz Weber. Kennedy había escrito fonéticamente lo que quería decir en fichas. «Lasst sie nach Berlin kommen. Que vengan a Berlín…», dijo. «Todos los hombres libres, vivan donde vivan, son habitantes de Berlín. Y por ello, como hombre libre, me enorgullezco de decir: Ich bin ein Berliner.»
O, tal como Kennedy había escrito en su tarjeta, «Ish bin ine Bear-LEAN-er».
Más tarde, lingüistas aficionados señalarían que Kennedy había cometido un error al utilizar el artículo «ein» delante de «Berliner» (nombre que en alemán denomina una pasta de pastelería), de modo que lo que en realidad le había dicho al público era: «Soy un dónut relleno». Sin embargo, el presidente había discutido aquel punto con sus dos profesores particulares, que habían concluido correctamente que, de no incluir el artículo, podía parecer que Kennedy estaba sugiriendo que había nacido en Berlín, algo que podía confundir al público y hacer que se perdiera el efecto simbólico de la frase. En cualquier caso, la fervorosa multitud entendió perfectamente el sentido de las palabras de Kennedy.
Además de expresar toda la indignación que no había mostrado en agosto de 1961, Kennedy denunció el comunismo. Admitió que la democracia es un sistema imperfecto, «pero nunca hemos tenido que levantar un muro para evitar la huida de nuestra gente». Para deleite de Adenauer, por primera vez durante su presidencia se refirió también al derecho a la reunificación que los alemanes se habían ganado con dieciocho años de buen comportamiento. Kennedy expresó su confianza en que, un día, Berlín, la nación alemana y el continente europeo se reunificarían.
Era un nuevo Kennedy.
El presidente le pidió al general Clay, que se había desplazado con él a Berlín, que lo acompañara en el podio. Juntos, se regodearon con la ovación de la multitud: el hombre que había condenado a Kennedy en privado por no haber sabido plantar cara a los soviéticos y el comandante en jefe que de pronto había adoptado una actitud muy próxima a Clay, para consternación de sus asesores. Tras el discurso, Bundy le dijo al presidente: «Creo que ha ido demasiado lejos».
Con un solo discurso, Kennedy había alterado la política estadounidense sobre Alemania y Berlín de acuerdo con la nueva determinación que había demostrado en Cuba. Por primera vez en su presidencia, Kennedy estaba tratando Berlín como un lugar que había que defender, un lugar sobre el cual construiría su legado, y no como una molestia heredada y habitada por un pueblo por el que no sentía ninguna simpatía. A partir de aquel momento, ni Kennedy ni ningún otro presidente estadounidense iba a poder retirarse de Berlín.
Tal como Kennedy le dijo a Ted Sorensen en su vuelo de Berlín a Irlanda, «nunca volveremos a vivir un día como éste, por mucho que vivamos».
Apenas cinco meses más tarde, el 22 de noviembre de 1963, un asesino acabó con la vida del presidente John F. Kennedy en Dallas, Texas. Menos de un año después, el 14 de octubre de 1964, los correligionarios comunistas de Nikita Jrushchov lo desbancaron del cargo. Jrushchov murió de una enfermedad cardiaca en 1971, después de lograr sacar sus memorias de contrabando a Occidente.
En octubre de 1963, Adenauer renunció a la cancillería como parte del acuerdo de coalición al que había llegado para seguir en el poder tras las elecciones de septiembre de 1961. Murió de causas naturales en 1967, a los noventa y un años, dejando tras de sí el legado de una Alemania Federal democrática y económicamente potente, y el sueño (que, aunque aparentemente poco realista, seguía siendo parte de la política estadounidense) de que un día su país pudiera reunificarse. Sus palabras finales a su hija fueron: «No hay motivos para llorar».
Poco más de una década después del cierre de fronteras en Berlín, en mayo de 1971, el líder de la Alemania del Este, Walter Ulbricht dimitió y fue reemplazado por Erich Honecker, el hombre que él mismo había puesto a cargo del proyecto del Muro de Berlín. Honecker dimitió un mes antes de la caída del Muro que él mismo había construido. Murió de cáncer en 1994, exiliado en Chile, tras ser acusado pero no juzgado, entre otras cosas, por haber ordenado a los guardias de la policía de fronteras que dispararan contra sus propios ciudadanos si intentaban huir.
Pero en Berlín, en 1961, sus destinos se unieron en una ciudad que encarnó la lucha política e ideológica de la segunda mitad del siglo XX. Al final, la historia terminaría bien, pero sólo porque en Cuba Kennedy fue capaz de corregir el peligroso rumbo que había tomado el año anterior en Berlín.
Lo que sin embargo Kennedy no pudo enmendar fue el Muro, que se alzó ante su mirada pasiva y que durante tres décadas, y tal vez para el resto de la historia, se convertiría en la imagen icónica de lo que los sistemas basados en la falta de libertad pueden llegar a imponer cuando los líderes del mundo libre no son capaces de plantar cara.