Capítulo 8

Compartiendo impresiones tras la segunda visita que le hicieron a Eliza Martín, los detectives se sentían inquietos por las complejidades en torno de la presunta víctima que investigaban. Gil Sanders se desempeñaba en su oficio como inspector ambiental de una forma ilegal y deshonesta. El testimonio de Eliza  parecía fiable, especialmente cuando se le comparaba con la reserva que mantuvieron los pescadores entrevistados cuando le hicieron preguntas sobre él. Si seguían investigando al respecto, de seguro encontrarían a otras víctimas de extorsión que se sintieron presionados a pagar un soborno a cambio de un buen reporte. De confirmarse esto, acabarían estableciendo una lista de afectados con motivos suficientes para tomar represalias en contra de Sanders por sus abusos de poder.

Ambos detectives estaban a bordo del SUV, dirigiéndose rumbo a la comisaría a medida que conversaban.

—Esto es mucho más complicado de lo que imaginaba —opinó Sally—. Sanders debe de llevar largo tiempo extorsionando tanto a pescadores como dueños de granjas. Sospecho que algunos de los pescadores que entrevistamos fueron afectados por eso, aunque omitieron deliberadamente esa información.

—Quizá tenían miedo de que los acusáramos de contribuir a esas acciones ilegales —reflexionó Hensley—. Por eso parecían indiferentes a la posibilidad de que estuviera muerto. Incluso me atrevería a decir que algunos lucían aliviados.

—¿Podría haber un culpable entre ellos? O incluso una culpa colectiva —opinó Sally.

—Es muy pronto para hacer esa clase de aseveraciones. Pero al menos nos sirve para corroborar la posibilidad de que fue alguien que se granjeó enemigos.

—Y que lucró sin inconvenientes —observó Sally—. Ya sabemos que fue así como pagó su casa. Supongo que su esposa era consciente de eso.

—Es probable. Aunque no sabemos realmente si está muerto. De cualquier manera, la lista de sospechosos sería excesivamente larga. Necesitamos reducirla.

Sally emitió un suspiro de hastío y molestia. Detestaba sentirse impotente mientras mayores eran las ganas de llegar hasta el fondo del asunto para descubrir la verdad. Hensley comprendió el sentimiento que embargaba a su joven compañera. Era un sentimiento de frustración que acostumbraba a atormentarlo años atrás. Con el tiempo aprendió a cultivar una serenidad medianamente estable, según la cual distinguía entre lo personal y lo profesional. En esa clase de trabajo no siempre se conseguían los resultados esperados en el tiempo correcto. Sobraban las ocasiones en que un caso se resolvía cuando era demasiado tarde, o no se resolvía en absoluto. Al final el desempeño profesional no dependía de las victorias, sino de la templanza ante cualquier posible derrota.

—La ansiedad no resolverá nada, Sally —aconsejó Hensley con un tono paternal—. Debemos ser pacientes. Las respuestas llegarán a nosotros tarde o temprano. Al igual que nosotros, hay otras personas trabajando simultáneamente para darle sentido a esta situación.

La detective asintió con la cabeza gacha, aceptando las afectuosas palabras de su colega. En efecto, no era saludable dejarse afectar más de lo debido por lo que ocurriera. Lo fundamental era hacer todo lo que estuviera al alcance de sus manos. Fuera de eso, el azar seguía su propio ritmo. No existía una fórmula exacta idéntica entre un caso y el siguiente. La detective aspiraba a que algún día conseguiría ese grado de experiencia de Hensley, solo que confiaba en que tendría un mejor temperamento y un ánimo menos dado al pesimismo desconfiado que lo caracterizaba. No quería convertirse en una cascarrabias. Por supuesto, este pensamiento se lo reservó, aunque le sacó una sonrisa que apenas pudo disfrazar.

Antes de que Hensley se sintiera interesado por su gesto risueño y le hiciera preguntas sobre ello a Sally, una llamada del oficial James, quien fuera comisionado en el área de búsquedas y rastreos de campo, los interrumpió.

—Esto parece una llamada importante —anunció Sally, entusiasmada, antes de responder—. Lo pondré en altavoz. Hola, James. Hensley y yo te estamos escuchando.

—Muy bien, muchachos, ¿están listos para esto? —advirtió James, recibiendo en respuesta un corto silencio cargado de expectativas, ya que ni David ni Sally emitieron sonido alguno—. Bueno, un granjero de mejillones ha encontrado un cadáver. Fue herido gravemente y le falta una mano.

Los detectives intercambiaron una rápida mirada antes de contestarle al oficial. Fue Hensley quien se apresuró a hablar.

—Supongo que aún no se sabe la respuesta, pero lo preguntaré de todos modos: ¿se sospecha sobre la identidad del cadáver?

—Como imaginarás, el cadáver está irreconocible —explicó James—. Así que no estoy seguro en absoluto, pero es razonable que se trate de un inspector ambiental reportado desaparecido. Su nombre es Gil Sanders. Los pescadores de la región no quieren confirmarlo. Y a juzgar por lo deformado que ha quedado el rostro, no los podemos culpar de estar mintiendo. Aun así, lleva puesto el uniforme de trabajo.

—Comprendo. Tenemos un cuerpo mutilado que posiblemente sea un inspector ambiental, y casualmente hay uno reportado como desaparecido. Los forenses tendrán que revisarlo para que nos confirmen lo que ya sabemos.

—Eso haremos, Hensley. El doctor Markesan los estará esperando aquí mismo porque ya viene en camino. Dijo que era mejor no moverlo hasta que no lo haya visto. Supongo que él dará las respuestas que yo no puedo darles, aunque quisiera.

—Gracias por su excelente trabajo, teniente James. Nos vemos en el muelle en cuestión de minutos.

—Ahora es casi un hecho comprobado —meditó Sally cuando colgó la llamada—. Gil Sanders ha muerto. Nos tocará avisarle a su esposa.

—Cada cosa a su tiempo. Primero Markesan y luego todo lo demás.