Capítulo 16

Los guardacostas respondieron con murmullos llenos de dudas y confusiones cuando los detectives les expusieron lo que pretendían hacer. Les costó convencerlos de que no se trataba de un capricho, sino de una verdadera orden oficial emitida por el Departamento de Policía de Bar Harbor. Tan pronto como les mostraron la autorización necesaria para realizar una exploración marina y usar el sonar se aligeraron las tensiones, aunque no se mitigaron por completo. Estaban obligados a seguir las órdenes de los detectives debido al consentimiento del capitán Scott respaldando esas acciones, aunque consideraran la maniobra como un acto de locura e irresponsabilidad.

La mayoría de los guardacostas conocían la historia de esos naufragios y sus supuestos tesoros, pero lo tomaban más bien como una leyenda urbana. Nunca se sintieron interesados en comprobarlo, en especial porque creyeron que estarían profanando lo que a fin de cuentas terminó siendo un cementerio marítimo debido a las vidas que se perdieron tras la colisión de ambas embarcaciones. La elocuencia de Hensley no fue suficiente para que se sintieran a gusto con la misión que se les encargaba. Jerry se encontraba presente como parte del equipo e intervino a favor de los detectives, pidiéndoles que confiaran en el criterio de dos profesionales que jamás actuaban por puro azar. Su defensa causó una impresión positiva, ya que varios de ellos conocían mejor a Jerry que a los detectives.

—Definitivamente Hensley hizo bien en pedirte que nos acompañaras —reconoció Sally—. Me alegra contar contigo.

—El gusto es enteramente mío —aseguró Jerry—. Sobre todo porque soy consciente de que a ustedes no les gusta trabajar con otras personas a menos que sea estrictamente necesario. Ha sido un honor que me lo hayan pedido personalmente.

—No es momento para las cursilerías, oficial Wilson —acusó Hensley con un toque de sarcasmo—. Más bien, prepárese en caso de que deba echarse una zambullida.

—Cuento con todo lo necesario —afirmó Jerry bajándose la cremallera de su abrigo para revelar el traje de baño surfista que llevaba puesto—. Solo diga cuándo y yo me lanzo.

A Sally le hizo bien un poco de humor para recuperar su temple equilibrado. Todavía seguía un tanto nerviosa, con algo del ánimo que la embargaba desde que se despertó aquella mañana. Con el paso de las horas su intranquilidad se mantenía vigente. Recordaba la última vez que experimentó un mal presentimiento de esa naturaleza. Entonces las cosas no resultaron de un modo agradable ni satisfactorio. Temía que algo así volviera a suceder con este nuevo caso. Por supuesto, Sally prefirió guardar para sí misma estos pensamientos. En nada le ayudaría sugestionarse por lo que en el fondo no eran más que estupideces. Quería creerlo de ese modo. Hensley y ella ya cargaban con suficientes preocupaciones como para añadir su terror enteramente arbitrario y subjetivo. O al menos así creía que serían los calificativos con los que su compañero los desestimaría para hacerla sentir mejor.

La operación seguiría un plan predeterminado, expuesto por Hensley a los guardacostas hasta el máximo detalle. Se propusieron ubicar Las Dos Flores, el barco de los contrabandistas, siendo este el que supuestamente contenía una cantidad significativa de piedras preciosas y joyas raras. Para hallar el buque se sometieron a una minuciosa investigación de búsqueda en cuadrícula. Aunque el sonar funcionaba a la perfección, el proceso era lento y exigía de paciencia si querían conseguir resultados seguros. Por lo tanto, fue inevitable que los guardacostas se impacientaran. No querían perder todo el día en la búsqueda de un barco hundido que en la actualidad le pertenecía más al mito que a la historia.

—Si en las siguientes dos horas no conseguimos algo fiable, será mejor desistir —anunció Edgar, el jefe de los guardacostas—. Nos estamos arriesgando a enfrentar una tormenta. De cualquier manera, podríamos continuar la búsqueda mañana.

—Esa no es una opción —aseveró Hensley—. Si vamos a conseguir ese barco, debe ser hoy. O simplemente no será.  Como comprenderán, esas son las órdenes de nuestros superiores, previamente acordadas con los de ustedes. Solo yo tengo la autoridad de determinar cuándo la operación llegará a su fin.

La respuesta de Hensley no fue recibida con agrado entre los tripulantes. Esta vez ni siquiera la intervención de Jerry bastó para calmar los ánimos. Sally trató de intervenir con un tono conciliador, pero apenas la escucharon. Posteriormente el oficial Wilson le explicó que esos hombres no estaban acostumbrados a tratar con mujeres que se mostraran como figuras de autoridad. Esta observación le pareció ofensiva a la detective, aunque luego comprendió que molestarse por ello no cambiaría la situación.

—Déjalos que rabien —sugirió Jerry—. Sin importar lo que piensen, igual deben obedecer tanto las instrucciones de Hensley como las tuyas el tiempo que sea conveniente.

—Si es que no ocurre una rebelión a bordo —bromeó Sally—. En cualquier momento nos arponearán.

Al decir estas palabras sintió que se le revolvía el estómago. Al fin recordó el sueño que había olvidado cuando despertó.

—¿Qué ocurre, Sally? —preguntó Jerry, preocupado, al ver su reacción repentina—. Si quieres acuéstate un rato. A lo mejor te mareaste. Si no estás acostumbrada a viajar así es normal que ocurra.

—Descuida, estoy bien —mintió Sally—. Solo necesito un poco de tranquilidad.

Hensley contempló la escena a distancia, sin intervenir. No quería llamar la atención del resto del equipo, quienes verían en el malestar de la detective una excusa para solicitar el cese de la misión y terminar. A ella también se le cruzó ese mismo pensamiento, ya que desestimó los gestos de Jerry por ayudarla. En su lugar se puso al frente del sonar para comprobar si había algún cambio en el aparato que denunciara la presencia de una embarcación en el fondo del mar. Ninguna señal de que estuvieran remotamente cerca. Sally emitió un largo suspiro, anticipando lo que sería una jornada interminable.

Les costó seis horas localizar el barco hundido. No estaban realmente seguros de que se tratara de Las Dos Rosas o si acaso era el HMS Leeds. Sin embargo, el sonar indicaba la presencia de algo que valía la pena comprobar. Los guardacostas tardaron en reaccionar a la alerta, por lo cual acabaron deteniendo el barco a unos cuantos metros lejos del punto señalado por el dispositivo. Acordaron que fueran tres los buzos que bajasen para sacar cualquier muestra que pudieran del buque hundido, así como del «tesoro» a bordo, en el caso de que lo hallasen. Jerry se ofreció para ser uno de los exploradores, una petición que nadie rechazó. Quienes lo conocían eran conscientes de que se trataba de una de las personas que mejor se desenvolvía en el mar entre los presentes.

Mientras los otros dos buzos se preparaban para lanzarse, Jerry contó con la asistencia de Sally para ajustarse el equipo especializado. Otro de los guardacostas estuvo junto con ellos supervisando que se siguieran los protocolos de seguridad.

—Confiamos en ti, Jerry —le recordó Hensley—. Esperamos que nos traigas buenas noticias. No obstante, evita caer en riesgos innecesarios. Tu seguridad es la máxima prioridad.

Con la máscara puesta, Jerry alzó el pulgar en señal de aprobación a las palabras del detective. Sally también las recalcó, insistiendo que tuviera mucho cuidado al momento de sumergirse. El oficial le dio unas ligeras palmaditas en el hombro para darle a entender que no existían razones para preocuparse. Lo que él desconocía era que ella seguía preocupada por los presentimientos que la atormentaban desde la noche anterior.

Jerry y los otros dos buzos se lanzaron al mar. Si bien surfear no era lo mismo que bucear, el agente también tenía suficiente experiencia en esta actividad. Aunque habían pasado varios años desde la última vez, era algo que hacía con regularidad cuando era joven, casi tanto como el surf. Con el tiempo optó por concentrarse específicamente en este deporte en sus ratos de ocio y esparcimiento. Pero igual no era algo que se olvidara solo por la falta de práctica. El policía confiaba plenamente en su experiencia, tanto como de su capacidad física, para no sentir miedo.

A medida que se sumergía veía cómo sus otros dos compañeros se retiraban hacia direcciones divergentes, conforme a lo que planearon en la superficie. El objetivo era nadar de forma continua, o hasta que consiguieran algo por lo cual fuera imperativo detenerse. Si al cabo de cinco minutos no hallaban nada, entonces la orden era ascender, a la espera de nuevas instrucciones. Cabía la posibilidad de que el sonar se hubiera activado por una falsa alarma. Convenía actuar sin dejarse llevar por el fervor de las expectativas.

Si había algo que Jerry disfrutaba en ese instante era del profundo silencio del mar. Para muchas personas ese mismo silencio se convertía en una razón para temer. En cambio, Jerry creía que el silencio que se experimentaba debajo del agua era la expresión más pura de la verdadera paz. Esta era una sensación que no sería capaz de describir con palabras elocuentes. A cualquiera que le preguntase al respecto simplemente le aconsejaría no cerrarse a la posibilidad de vivir una experiencia de contacto íntimo con el mar. Le complació recordarlo, porque incluso cuando surfeaba su relación con el mar era un tanto más violenta.

En lo que respectaba a la misión, Jerry se esforzó en no distraerse para concentrar todos sus sentidos en la búsqueda de Las Dos Flores. Sus esperanzas seguían a flote. Además, no quería regresar con malas noticias que decepcionaran a sus amigos. De pronto fue alertado por la presencia de uno de los otros dos buzos, quien le hizo señas a distancia para que se acercara. Para él eso solo significaba una cosa: ¡habían hallado el barco! Jerry buceó raudamente al encuentro de su compañero. Este le indicó con señas que mirara hacia la dirección donde apuntaba con sus brazos. Le sorprendió descubrir los pedazos de una vieja embarcación que se correspondían con las ilustraciones que Sally le mostró sobre el diseño del barco contrabandista.

El policía no cabía en sí de la emoción, maravillado por el descubrimiento. A su memoria vinieron recuerdos de su infancia: de como él, al igual que muchos otros niños de Bar Harbor, se entusiasmaban con la historia de esos barcos hundidos y sus supuestos tesoros ocultos. En esos tiempos era tan fácil creer en cualquier historia fantástica sobre tesoros piratas que te harían rico de la noche a la mañana o maldiciones de fantasmas que evitarían tu éxito. Lamentaba no poder hablar en ese instante para decirle al compañero que buceaba junto a él lo mucho que aquel momento significaba.

El otro buzo no tardó en unírseles. De esta manera los tres descendieron hasta los restos del barco para extraer pruebas. Jerry se introdujo en lo que parecía ser un camarote pequeño. Costaba moverse dentro porque las paredes de madera estaban destrozadas, por lo cual se colocó encima de lo que fue el techo del camarote como si fuera una araña. Esa era la posición más cómoda para extender sus manos y escarbar en el interior de un orificio de la pared encima de la entrada del camarote. Le llamó la atención un pedazo de cuero atado a un pedazo de piedra. Jerry lo jaló con fuerza, notando que era una bolsa atascada. Parecía puesta allí cuidadosamente para evitar que se moviera. Cuando consiguió desatarla comprendió que las sorpresas no habían llegado a su fin: dentro de esta encontró una cantidad de piedras preciosas y piezas de oro que jamás había visto reunidas en un mismo lugar.

Su reacción inmediata fue alzar el cuerpo para hacerles señas a sus compañeros. Necesitaba de la ayuda de ambos para desatar la bolsa y, por último, subirla a la superficie. Precisamente en el instante que alzó su brazo para llamarles la atención, un pedazo de tabla aprisionó su pierna entre el techo y parte de los escombros de una pared del camarote. Al principio Jerry se lo tomó con calma, consciente de que si se desesperaba, la situación empeoraría. Por un momento cruzó por su mente la idea de que la maldición estaba obrando sobre él. Trató de apartar ese pensamiento negativo, concentrándose en mover el pedazo de madera que aprisionaba su pierna. El oficial jaló con fuerza, haciendo uso de sus manos, hasta que consiguió ceder. Debido a la presión ejercida su cuerpo se impulsó hacia atrás, donde un pedazo de vidrio roto le cortó el cordón del suministro de aire unido a la bombona de oxígeno.

En ese momento el miedo lo invadió por completo. Miró a su alrededor tratando de que sus compañeros notaran lo ocurrido, pero sentía que la vista se le nublaba. No quería morirse entre los restos de un barco con más de un siglo de antigüedad. El terror lo paralizó de tal forma que no tardó en sentir que se ahogaba y perder el conocimiento.