Capítulo 18

En la comisaría, Sally y David se encontraban en el despacho del capitán Scott. La bolsa de piedras preciosas descansa en su escritorio mientras este la contempla, arrobado por el lujo que tales joyas representan. Ni siquiera se atreve a tocarlas, aunque se haya puesto unos guantes con esa intención.

—Debo reconocer que han superado mis expectativas —los felicitó Scott rompiendo el ceremonioso silencio que se había instaurado en la habitación—. No puedo creer lo que mis ojos están viendo. Han resuelto un misterio de cien años de antigüedad. Buen trabajo por recuperar esta carga. Supongo que se sentirán orgullosos. ¡Yo lo estoy!

A pesar del entusiasmo de Scott, los detectives no lucían particularmente alegres consigo mismos. Aunque comprendían la importancia de lo que lograron, también eran conscientes de que eso no resolvía la cuestión principal que los llevó a realizar esa búsqueda.

—Lo siento, señor, pero todavía no tenemos al asesino entre rejas —manifestó Hensley secamente—. No nos parece apropiado celebrar. Hasta que hallemos al culpable, no creo que debamos descansar en nuestros laureles.

—Comprendo su inquietud —replicó Scott—. De no ser por este logro de hoy habríamos perdido el caso. Ahora podrán tomarse el tiempo que haga falta para continuar.

—Nos conviene pensar en el tiempo como algo para no ser malgastado —recalcó Hensley—. El tipo que buscamos probablemente querrá vengarse de cualquier persona relacionada con el tesoro, y eso implica a los buzos y los guardacostas que maniobraron el sonar.

—Te escucho, Hensley —asintió Scott—. Entonces, ¿cuál es el siguiente movimiento? Autorizaré cualquier maniobra que sea necesaria.

—He estado pensando en ello —intervino Sally—. Creo que deberíamos mirar a los amigos de la señora Sanders, el tipo que la mató no era ajeno a la casa. Nadie forzó la entrada; nada fue perturbado en el lugar. El hombre sabía exactamente la rutina de la casa.

—No se diga más —aceptó Scott—. Hagan una lista y tomen las acciones pertinentes.

Los detectives salieron del despacho del capitán sin mitigar del todo sus recelos. Resultaba evidente que la aparición del tesoro era más importante que la captura de un asesino. Hensley se encogió de hombros, consciente de cómo funcionaban las cosas. Sally, en cambio, no acallaba su indignación. Ese tipo de actitudes fue lo que le hizo dudar en el pasado si ser detective era lo adecuado para ella. Luego comprendió que luchar de forma abierta contra los intereses dudosos y la corrupción interna era justamente parte de su labor, razón por la cual su presencia era indispensable como contrapeso.

Aunque no creía que Scott fuera un mal sujeto, no quería que se distrajera de lo fundamental: hacerle justicia a los Sanders y a la otra víctima. Aunque Gil y su esposa no fueran precisamente ejemplos de virtud, no por ello merecían las muertes que sufrieron. Con esta idea en mente le pidió a Hensley que la acompañara a solicitar el dispositivo móvil de Diane confiscado por los forenses.

Sally tenía razón. Al examinar la lista de las amistades de la señora Sanders descubrió que Angelo Andretti había sido un contacto habitual con el que conversaba desde la separación de su marido. Andretti poseía un yate, que a menudo usaba para viajes cortos. Él era conocido por la policía como un cazador furtivo. Atacaba botes langosteros y vendía su botín a los propietarios de barcos costeros en New Brunswick, Canadá. Si sus sospechas eran ciertas, ahora debía de haber encontrado un tesoro más grande, y compartirlo con los Sanders nunca fue idea suya.

—Pues vayamos a interrogarlo de inmediato —dijo Hensley al descubrir esta información—. Este hombre encaja con el perfil que buscamos.