Su pareja, el capitán Pablo Aguilar, se lo está tomando demasiado bien. Y eso es lo que más le preocupa a la inspectora Cristina Collado, a pesar de la complejidad del caso que ha caído en sus manos. Habían planificado un fin de semana idílico en el velero, pero ahora todo se ha truncado. ¿Por qué Pablo siempre se toma tan bien este tipo de contratiempos? No es justo, ella quiere un enfado y la discusión pertinente por no cumplir con su promesa. Lo típico cuando tienes un trabajo de mierda que te absorbe hasta arruinar eso que llaman conciliación familiar, pero que nadie sabe dónde encontrarla, como si se tratase del santo grial.
«Claro que él tiene el mismo curro de mierda que yo. Quizás ese sea el motivo de que no se lo haya tomado tan mal como esperaba».
Cristina cuelga tras prometer que llamará en unas horas, como si eso fuese bastante. Revisa la bandeja de entrada del correo electrónico por enésima vez, lo hace cada minuto, pero no ha llegado nada nuevo. Odia estos casos en los que no puede salir a la calle a buscar al homicida, a entrevistar testigos o interrogar sospechosos, en los que lo único que puede hacer es esperar. Esperar es lo más soporífero para cualquier policía, y no es para menos, ya que todos ellos, desde que son agentes, comienzan con patrullas y guardias interminables para vigilar a sospechosos. Noches enteras sin poder dormir, como decía OBK, y el tiempo se le va.
El tiempo se va como si fuese arena que apretase con fuerza entre las manos, se va más rápido cuanto más aprieta, cuanto más desea que se quede detenido, congelado.
Los correos electrónicos y las llamadas no llegan, mira su reloj, cada vez queda menos tiempo, aunque solo sean unos pocos minutos, tal vez vitales, nunca mejor dicho, para una niña que jamás superará la experiencia. Si es que sale con vida de allí.
Levanta la mirada y observa al otro lado del tabique de cristal de su despacho, todo el departamento está trabajando en el caso, nadie conversa amigablemente con un compañero, ni pasean sin prisa hacia la cocina, no se les ve sonreír a los que hablan por teléfono, no son llamadas a la familia, amigos o pareja. Se lo están tomando en serio. Son buenos policías y no la defraudarán.
Como siempre, su mirada recae en Livia, es un poderoso imán. Desde que logró que le diesen ese destino a la chica, y quitando los días que estuvo muerta, le resulta imposible no fijar su atención en su pequeña protegida. No le han dado la mejor tarea de todas; observar el vídeo lo podría hacer un simple agente, incluso un administrativo ayudante de la recepcionista, pero Cristina es una profesional y allí no hay tratos de favor. El nombre de la oficial impreso en la notificación con el enlace al vídeo indica una implicación directa entre la chica y los secuestradores, o entre la chica y la víctima. En cualquier caso, no puede bajar la guardia hasta conocer todos los detalles.
Livia parece cansada. No, no es cansada. Hay más de quince metros entre ellas y Cristina escudriña tratando de ver incluso más allá de lo que se pudiera apreciar. Está… Está aterrada.
—Víctor, ¿tienes algo? —Su compañero, en el escritorio de enfrente del despacho, se encoge de hombros, como hizo hace quince minutos—. ¿Puedes ir con Nuria y preguntarle cómo lleva su tarea?
Víctor sabe que algo trama Cristina, pero no dice nada. ¿Meterse en conversaciones estériles? Es mucho más sencillo hacerse el ingenuo y obedecer una orden de la inspectora al mando. Por el rabillo del ojo, cuando sale del despacho, observa cómo Cristina levanta el auricular del teléfono fijo. Si no va a hablar con Nuria, ya que le ha pedido que vaya con ella, entonces las apuestas se reparten entre el comisario y Livia Craciun.
¡Bingo! La joven oficial toma el teléfono al cabo de unos segundos. Cuando Víctor llega a la mesa de Nuria, en el despacho compartido con David Sobrá, Livia ya camina hacia el lugar que él ha abandonado segundos antes.
La chica entra sin llamar a la puerta, después de todo, Cristina la observa desde el otro lado.
—No tengo nada nuevo.
—Siéntate.
—¿Ha pasado algo?
—Estás muy nerviosa, te veo tensa.
Livia no comprende la conversación, pero le recuerda, y de un modo muy incómodo, a las clases de interrogatorio de la academia de policía. Allí adoptaba el papel de investigadora un día y el siguiente hacía de sospechosa para que la interrogase alguno de sus compañeros.
—Es normal, estamos en un caso muy difícil, vamos contra reloj y mi nombre está en ese documento sin que yo sepa el motivo.
—Livia.
—Dime.
—Me contarías todo lo que supieras, aunque fuese ilegal o peligroso, ¿verdad?
—Ya sabes que sí.
—Livia, yo fingí mi muerte por un propósito que iba mucho más allá de la amistad, la familia o el cariño. Fue algo temporal y no me sentí nada cómoda sabiendo que tanta gente había sufrido por mi supuesta pérdida.
—Lo sé. Y lo respeto.
—No te aferres a eso para tener tu propio secreto ahora.
—No sé de qué me hablas.
—Eres un libro abierto para mí. Me ha bastado verte a través del cristal y la distancia para saber que algo pasa. Ahora, aquí delante de mí, es casi palpable que llevas algo horrible en tu interior. No te veía ese semblante desde…
—Te estás equivocando, Cris. Si no confías en mí, puedes apartarme del caso; ya lo hiciste bajo tu mando como la Dama Blanca en el anterior.
—No me hagas esto, ni te lo hagas a ti misma.
—No hago nada, solo tratar de trabajar. Nadie me regaló este puesto, tuve que esforzarme para ser la primera de la promoción.
—¿Quién está cuestionando tu valía?
—Lo hiciste tú en más de una ocasión, y no llevo ni un año aquí. Además de poner en tela de juicio mi implicación y mis conocimientos sobre este caso ahora.
Cristina se recuesta en su sillón y abre las manos en son de paz.
—Está bien, está bien. No te agobiaré más. Siento que te hayas sentido así.
—Si eso es todo… —Livia se levanta.
—Espera. Lo cierto es que no intento protegerte más que a los demás. Todo lo contrario, te exijo más que a ellos porque sé que puedes soportarlo y que darás la talla.
—Demuéstralo. Demuéstralo no volviendo a tratarme como a una niña desvalida o como a una cómplice de secuestro. —Y se marcha.
Cristina no sabe qué decir.
«He escogido las palabras equivocadas. Le he hecho pensar que desconfío. Pero joder, claro que lo hago».
No puede evitar la sensación de vacío en su estómago, más que eso, una piedra cayendo a plomo en su interior, mientras la observa caminando hacia su mesa de nuevo.
«No tengo tacto, no sirvo para dirigir un equipo, soy demasiado directa y eso lleva a tener roces. Incluso Víctor se ha marchado con una sombra en su semblante, como si lo ninguneara. Como hago siempre. He pretendido que Livia me muestre sus secretos cuando yo no comparto ningún pensamiento ni siquiera con mi propio compañero. Y luego dicen que soy la mejor. No, ni de lejos».
Livia está llamando por el teléfono fijo, ¿qué estará diciendo? ¿Con quién conversará? Cristina no lo sabe. Tal vez sigue el caso. Solo eso. Entonces, ¿por qué en la mente de la inspectora jefe hay mil alarmas encendidas? Se fía de su amiga, de su hermana, pero no de la niña que encontró sucia, apaleada y con mirada distante aquella tarde en la barriada de La Navidad. Eso es, tenía que asumirlo y lo ha hecho, eso es lo que ve ahora en la chica, a la niña casi destruida por dentro y por fuera que rescató junto a una minúscula mochila de ropa y una maceta cuyo tiesto se quebró al caer al suelo antes de llegar al coche patrulla.
Nunca desconfiaría de su hermana, su amiga, lo que más quiere junto a sus padres, Pablo y la pequeña Eva, pero sí desconfía de aquel animal salvaje que parecía en letargo, a la espera de abalanzarse sobre el cuello de un enemigo que se hubiese confiado en exceso de sus posibilidades.
«Espero que algún día me perdones por lo que voy a hacer. Te quiero, pero no puedo dejar de ser policía, ni siquiera por ti».
Cristina levantó el teléfono fijo y llamó al departamento forense informático.
—¿Gabriel? Necesito un favor… No, es algo más personal… Lo sé, pero también está relacionado con el caso. Escucha.