El chucho se acercó a él tras hacerle un leve gesto con las cejas, casi imperceptible. Qué listo es el hijoputa. Ahora le tira un trozo de jamón, que el perro captura en el aire y traga sin siquiera saborearlo.
—Te vas a atragantar, chucho, y yo tendré que dispararte en esa cabeza dura que tienes, así no sufrirás. —El perro le mira con atención—. Largo de aquí, no voy a darte más.
Uno de sus empleados se acerca y susurra a su oído:
—Está todo preparado.
—Bien. Espero que no haya errores, quedan pocas horas —responde Mihai.
Sigue sin apartar la vista del perro que un día se coló en el patio de su casa. Fue a sacarlo a patadas, o a pedirle a algún empleado que le pegase un tiro, pero un brillo en sus ojos oscuros le transmitió algo que no sabría explicar, como si viese en el chucho el alma de su hermano pequeño Frede, muerto a los seis años. Desde entonces, el perro campa a sus anchas por el terreno de la casa. Uno de sus empleados, no el más listo, le dijo a Mihai en una ocasión que parecía una vieja nebun coleccionando docenas de gatos. Mihai le pidió su arma y luego le disparó en una rodilla.
«Si ves que tus empleados no te respetan, comienza a cavar una tumba, luego elige si es para ti o para ellos».
Se levanta a duras penas, no está mayor ni enfermo, pero ha puesto mucho peso esos últimos años, demasiado. Qué diferente es ahora su vida con respecto a los tiempos en que viajaba en furgoneta con un coñito joven y fresco en la parte de atrás, apestando todos a cuadra y procurando pasar por carreteras secundarias para evitar controles policiales. La cosa se torció, demasiadas inspecciones y los dueños de los locales no querían arriesgarse. Podría haber suministrado esas mismas chicas, o mucho más jóvenes aún, a clientes del otro lado del Mediterráneo, en el norte de África se pagaba muy bien por una niña de rasgos caucásicos, pero él no conocía los canales para llegar de origen a destino y se sentía demasiado cansado del oficio tras casi dos décadas en el sector. El nuevo negocio es más seguro, fácil y a la vez productivo. En cada comisaría se pueden encontrar algunas piezas de mucho valor que se han incautado en contenedores marítimos o casas de políticos corruptos u horteras narcotraficantes, obras de arte que estarían mejor en un museo o en la colección privada de un magnate que las apreciase y cuidase. En muchos casos, ni siquiera se sabía el valor de las mismas cuando se catalogaban a toda prisa y guardaban en una sucia y oscura estantería de los sótanos de la comisaría, como si se tratase de un simple Lladró sacado del recibidor de una folclórica de la era del destape. Esos magnates mencionados, o sus marchantes de arte, estaban ojo avizor para descubrir el malogrado destino de las piezas. Entonces llamaban a Mihai y su organización se encargaba de estudiar durante meses la forma de acceder a la obra de arte, sustraerla y sacar un beneficio jugoso por la operación.
Menuda sorpresa se llevó al saber que en esa misma comisaría trabajaba una chica de las que había compartido destino con él en el pasado, una que acabó mejor que el resto. Mihai todavía recordaba los ojos asustadizos, la nariz perfecta y la boquita jugosa de Livia, aunque ahora ya no fuese tan joven. Con veinte años no podría colocarla en ningún burdel de los que pagase medianamente bien, solo en aquellos para clientes con gustos “diferentes”, de los que no sabes cuánto sobrevivirá la puta a la heroína una vez la has colocado.
Quedan muchas horas para la entrega, toda la noche, pero eso no hará que pueda conciliar el sueño con facilidad, ya que se juega mucho. Un comprador que pone medio millón sobre la mesa son palabras mayores.
La operación ha sido sencilla. Suele sobornar con una cantidad que oscila entre diez mil y veinticinco mil euros a los responsables de los almacenes. Ellos sustraen la pieza, borran la entrada del registro en la base de datos y nadie se entera jamás de lo que ha ocurrido. Esa obra de arte nunca ha sido incautada ni ha pasado por el lugar. Saber que Livia estaba dentro de la comisaría fue toda una sorpresa, se ahorraría el dinero del soborno, y solo tendría que usar los medios a su alcance, los que siempre estaban ahí. El video de cara a la galería, la falsa petición de rescate que tanto policía como ministerio nunca aceptarían y, bajo todo eso, una joven policía cuyos recuerdos de infancia lograrían doblegarla para hacer lo que ella considerase correcto. Ahora Mihai daría el último paso. Una llamada, una orden y trabajo solucionado.
Sí, la putita rumana robará la estatuilla para él y luego morirá.
Eso último aún no lo tiene del todo claro. Es una norma no escrita, pero grabada a fuego sobre la piel de todo empresario al margen de la ley, que no se puede acabar con un policía, eso provoca un fuego interior en todos sus compañeros, un deseo de venganza que los hace mucho más concienzudos, persistentes, eficaces. Cualquier policía teme, por encima de todo, acabar con una bala en el cuerpo y desangrándose hasta la muerte en un callejón, dejar viuda e hijos… Así que actúa con dureza y efectividad para detener o matar a un asesino de policías, con la misma que ellos querrían que usasen sus compañeros si se tratara de su propia venganza.
Pero, ¿cómo cerrar el negocio sin dejar atado el cabo suelto principal? La putita policía sabrá quién se ha llevado la estatuilla y quién es el responsable del secuestro de la niña para extorsionarles. Hará un retrato robot, o lo que sea que hagan ahora, y lo pondrán en busca y captura. No quiere salir de España para evitar percances. Este es un país perfecto no solo para vivir, también para delinquir; las leyes son laxas, los juicios lentos y hay miles de oportunidades de negocio a la vuelta de la esquina.
Bueno, aún tiene toda la noche para decidir si acaba con ella o no tras la entrega de la mercancía.
«Qué curioso, pequeña căţea, un día fuiste tú misma mi mercancía. Ahora me la proporcionarás gratis».