Una propuesta



Livia observa la mosca revoloteando sobre sus compañeros de enfrente, parece atontada, como todas cuando va acabando el verano, pronto se posará sobre la manga de una camisa, un folio de un caso o directamente sobre el suelo, y sus dos días de vida acabarán. Eso dicen, que esa es la vida media de una mosca, aunque ella piensa que se trata de una broma o que se tiene en cuenta que la mayoría acaba su existencia tras un golpe o un generoso toque de insecticida.

Dos días, esa es la vida que le queda a la niña del vídeo. En realidad no llega a tanto. Quizás empezó ese reloj en cuarenta y ocho horas y la diferencia es lo que ha transcurrido desde que la ataron y encerraron junto al demonio hasta que los policías lo vieron en la televisión de la cocina.

Esos dos días no solo son los que vive una mosca, ni los que esa niña sufrirá una tortura que la acompañará para siempre, Livia lo sabe por experiencia, también es el tiempo medio que solía decir Mihai que duraba una niña en su poder. Cuando ella fue vendida por sus padres a los trece años, tuvo que soportar lo que define como “el segundo nivel del infierno” en su viaje desde Rumanía hasta Huelva, ciudad que ya considera suya. Violaciones indescriptibles, golpes e insultos que la hicieron más fuerte, destruyendo a la niña que era para que pudiera salir de la crisálida la mujer que es hoy. Ella duró más de cuarenta y ocho horas, sobrevivió, eso es lo que importa.

«Es lo que importa, sí, lo único que importa. Espero que esa niña lo consiga también».

¿Cuántas niñas recorrieron el camino antes y cuántas lo harían después junto a Mihai? Esa pregunta se la hace a diario, no es capaz de dormir cada noche si no invierte unos minutos en decidir cuándo irá a por los que se dedican a vender inocencia con la misma insensibilidad que si se tratara de zanahorias en un mercado. No solo eso, ellos se encargan de que la mercancía llegue con los conocimientos necesarios para amortizar el gasto que suponen a los compradores finales.

«¿Seguirán vivos Mihai y los otros dos? Seguro que sí, esa escoria nunca desaparece».

Livia sacude la cabeza para apartar esos pensamientos, aún no es de noche, cuando suelen llegar, y tiene mucho que hacer. ¿Mucho? ¿En serio? Está mirando un vídeo en el que una niña de ocho años está cagada de miedo mientras un puto bicho que parece una gigantesca rata mutante se pasea a su alrededor. Bueno, ahora la superrata está tumbada y parece dormida.

Ninguno de sus compañeros le ha pedido ayuda, algo que aportar a sus tareas, y eso provoca su enfado. Quiere hacer algo más que mirar cómo los segundos pasan. ¿Qué hará si a ese diablo de Tasmania le entra hambre? ¿Ponerse a gritar para que todos vayan a ver cómo se merienda a la niña antes de tiempo? Menuda mierda de tarea. Ojalá le hubieran encargado algo más productivo.

«Menuda mierda de tarea».

Aunque no los culpa, ella también desconfiaría de un compañero cuyo nombre los secuestradores hubieran puesto en la nota de las condiciones.

Aún no se ha parado a pensar (mucho) lo de su nombre en toda esta historia. ¿Quién la conoce? ¿Quién sabe de ella, además de Cristina y sus amigos y compañeros? No es una policía famosa y es imposible que tenga enemigos creados en su entorno. Solo hay cuatro personas que la conocían años atrás, al margen de su nueva vida y de la familia que dejó atrás, en el olvido: el malnacido con el que sobrevivió desde los trece hasta los diecisiete, y que ahora ya no sigue vivo, murió de sobredosis hace un año y ella ni parpadeó al enterarse; y los tres que...

El teléfono la saca de los pensamientos. En la pantalla del ordenador observa cómo sigue durmiendo ese bicho enorme y horrible, además de la niña, que parece aprovechar para hacer lo mismo, lo más seguro es que esté vencida por el miedo y el cansancio. Toma el móvil y frunce el ceño, es un número oculto. Cuelga.

«¿Otra vez intentan convencerme para que me cambie de compañía telefónica? Esa gente no tiene vergüenza. ¿Cómo coño tendrán mi número? Eso sí que debería investigarlo, menudo paquete les caería si dependiera de mí».

Suena de nuevo, número oculto, y cuelga. Suspira.

Se pregunta si Nuria, Víctor o Cristina necesitan su ayuda. Podrían decírselo y así aliviar todos aquel soporífero día. Quizás no lo hacen porque su nombre está implicado en el caso y no se fían de ella. No, imposible, ellos no harían eso jamás. Entonces, ¿por qué no recurren a ella si toda la comisaría está trabajando en el caso? ¿La piensan dejar observando durante horas a la niña? ¿Será ella la única testigo de cómo un horrible bicho la devora? Quiere más acción, quiere estar en la punta de la lanza que ataque a los secuestradores en cuanto los localicen. Porque van a dar con ellos. Ahí está su nombre, ellos lo han convertido en algo personal. Mal asunto.

«Mal asunto. No sabéis lo que habéis hecho».

El teléfono suena otra vez. Lanza una maldición para sus adentros y descuelga.

—No quiero comprar nada ni cambiar de operador en el móvil, joder.

—¿Qué forma es esa de hablar a los viejos amigos? ¿No te acuerdas de mí, dulce pizdă?

Solo oyó esa voz durante dos semanas, pero la recordará mientras viva. Livia siente el escalofrío como si se tratase de un rayo atravesando su cuerpo desde la nuca hasta los dedos de los pies. Sin darse cuenta, se ha levantado del sillón.

—¿Cómo coño tienes mi número, hijo de puta?

—Esa lengua, zorrita. Parece que te sientes muy segura e importante ahora que estás en la policía.

—Acércate a la comisaría y lo discutimos.

—Eso te gustaría, ¿da? Sí, ya vi tu carácter en aquel entonces, cuando tú me mirabas con ojos de odio tras correrme en tu boca. ¿Lo recuerdas?

—No, estoy algo mal de la memoria. Te aseguro que me gustaría que vinieras para refrescármela.

—Qué bien has aprendido el idioma, me alegro mucho. Pero dejemos la charla amistosa para otro día. ¿Te gusta lo que ves?

—¿Cómo?

—Mi mascota, en realidad no se llama Duquesa, sino Flămând, y se pone muy nerviosa cuando llega la hora de comer y no encuentra su buen filete. Es capaz de devorar un colchón sucio si es necesario para llenar el estómago, te lo puedo asegurar.

—Tú estás detrás de todo esto, debí suponerlo.

—Verás, necesito algo.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

—Me costaste mucho dinero, ¿da? Dinero que no pude cobrar nunca, pero ahora tienes la oportunidad de pagarme por todo lo que hice por ti.

—¿Por mí? Claro, quedamos donde quieras y te pago esos diez millones. Dime dónde estás.

—Tranquila, controla esos nervios. Los diez millones son… una distracción, ¿se dice así?

—Entonces, ¿qué quieres? ¿No esperarás que yo vuelva contigo?

—No, tú ya eres demasiado vieja para trabajar de căţea. Y no quiero oír más ese tono de enfado. Recuerda que yo y mis amigos te hicimos así, nos debes mucho. Además, eras como un perrito asustado cuando te dejamos en aquella calle, un perrito que supo sobrevivir, pero que no comprende el regalo que le hicimos al no matarlo por haber supuesto una costosa carga.

—Qué detalle, sigo ansiosa por tener la oportunidad de agradecértelo en persona.

—¿Ves? Demasiado nerviosa. Bien, simplificaré: la niña morirá cuando acabe la cuenta atrás si no me das un objeto que hay en el depósito de pruebas de tu comisaría. Y morirá mucho antes si le cuentas a tus superiores esta conversación. Así de sencillo.

—No pienso…

—Mi querida mascota puede saltarse su ayuno en el momento en que yo lo ordene. ¿Quieres comprobar si miento?

—¡No! No es necesario.

—Está bien, empiezas a comprenderlo.

—¿Qué quieres y qué garantía tengo de que la niña saldrá de esta sana y salva?

—La única garantía es mi propia palabra, claro que no supondrá mucho para ti, pero menos da una piedra. ¿Se dice así?

—¿Qué quieres del depósito? —Livia observa a su alrededor, nadie parece prestarle atención, aunque un sexto sentido la advierte de que todos están pendientes de sus acciones, de cada uno de sus gestos.

—Hace seis meses, la policía incautó por contrabando de reliquias históricas una estatuilla procedente de Francia. ¿Da? Quiero recuperarla.

—¿Qué tiene eso que ver contigo? ¿Ya no te dedicas a destrozar niñas y venderlas luego para que otros aprovechen los despojos?

—No te voy mentir, la cosa se puso fea en la época en la que te llevamos. Aquel negocio terminaba y buscamos una alternativa. La venta de obras de arte robadas da mucho más dinero. Quiero esa estatuilla, no te lo voy a repetir.

—No puedo entrar en el depósito y robar una prueba de un caso.

—Pues busca la forma de hacerlo, ¿da?, o la niña será el almuerzo de mi precioso diablo.

—Estás loco.

—Ya sabes que sí. Y si me echas de menos, podemos finalizar el trato con un revolcón, como en los viejos tiempos, aunque estés ahora demasiado vieja.

La oficial no hizo caso a la provocación.

—Dame más datos. ¿Dónde quieres que te entregue la estatuilla?

—No vayas tan deprisa, pequeña căţea, no me tomes por estúpido. Te llamaré a este teléfono dentro de unas doce horas, es tiempo más que suficiente para conseguir la estatuilla. Te diré dónde tienes que ir entonces. ¿Da?

Ella pone el cronómetro en su reloj digital.

Mihai no espera respuesta, cuelga antes de que Livia casi asimile lo que tiene que hacer. Bueno, eso lo sabe, ya que lo único que tiene que decidir es si va a seguir las instrucciones del secuestrador y tratar de obtener la estatuilla para canjearla por la niña, o si va a contar lo ocurrido a Cristina y Marcos e intentar encontrar a Mihai antes de que la tragedia ocurra.

«Tanto el comisario como Cristina estarían de acuerdo en no dejar salir esa estatuilla del almacén, seguro que vale mucho más de lo que se ha registrado. ¿Por qué si no iban a montar todo esto? Debe de ser algo de extraordinario valor. Se tasará y los periódicos y revistas especializadas hablarán de su hallazgo, también lo hará la televisión.

»¿Cuánto vale una promesa de Mihai? Nada. Así que si yo robo la estatuilla y trato de canjearla por la niña, lo más probable es que se pierdan ambas. El trozo de barro o escayola me importa una mierda, así cueste millones, pero no quiero que la pequeña acabe devorada por el demonio oscuro que duerme ahora a su lado».

Livia extiende la mano despacio, llega a la pantalla del ordenador y acaricia la imagen de la niña como si fuese realmente su cabello.

«No, no puedo hacerlo, no puedo venderte. Si hago lo correcto, te perderemos. Pero, aunque dedicásemos cinco mil personas a buscarte, esa cuenta atrás parece letal, incompatible con la vida, con encontrarte en el lugar del mundo en el que estés, sea en el edificio de aquí al lado o en Filipinas. Maldita sea, si tengo la oportunidad de salvarte, aunque solo sea una entre un millón, intentaré no defraudarte, pero no sé cómo hacerlo».

Livia ha memorizado cada rasgo de la niña, cada línea de su cara, el tono de su cabello, el brillo y la intensidad de sus ojos, la forma de sus finos labios. La ha visto con dos expresiones: enfadada y asustada, casi atemorizada, y también registró en su memoria todos los matices de cada gesto. Como si hubiera fotografiado el alma actual y los pensamientos de la misma.

Acerca la mano de nuevo a la pantalla, no observa al diablo, solo a la niña, que sigue dormida. Acaricia la fría pantalla en la zona que muestra su cara.

—No te dejaré sola. Te lo prometo.