Llegan al pueblo de El Portil desde la carretera nacional que accede directamente a la avenida Magallanes, así evitan el denso tráfico de la entrada principal desde Punta Umbría, aunque las rotondas cada doscientos metros no ayudan a ir tan rápido como habían planificado. Pablo se muerde las uñas desde el asiento del copiloto, Marcos trata de ganar cada segundo arriesgando sus vidas por el carril contrario. Tras ellos vienen diez patrullas y un helicóptero ya sobrevuela la zona.
—¿Cuánto queda? —pregunta el capitán.
—A esta velocidad es imposible saberlo, pero estamos a catorce kilómetros —responde el comisario.
—Eso es una eternidad. Esperemos que Livia no haya hecho una tontería.
—Esa chica es capaz de lo peor, pero también de lo mejor. Recemos para que esta vez se trate de lo segundo.
Pablo no ha rezado en toda su vida, pero hace una excepción al pensar que Cristina y Livia están en manos de esos peligrosos criminales. Hay gente que promete hacerse devoto, prender un número desorbitado de velas a la virgen que sea; otros, hacer el Camino de Santiago. El sevillano ahora mismo juraría por su vida que daría la vuelta al mundo caminando descalzo por tener a las dos chicas sanas y salvas a su lado.
Marcos no parece pensar en nada, bastante tiene con evitar un accidente fatal. Con su coche va abriendo el camino que siguen los patrulleros, pero no es sencillo porque algunos vehículos que debe esquivar ni siquiera le ven llegar.
—Deberían prohibir que la música dentro del coche superase determinados decibelios, vamos a tener un accidente por culpa de un grupo de críos que van con el reguetón a tope de volumen y no nos oyen.
A la derecha, las casas más alejadas del mar en el pueblo; a la izquierda, un infinito paisaje de encinas mecidas por el viento y bajo un sol excesivo para esta época del año. No se percibe ningún olor en el aire, cosa extraña, quizás sea porque el aullido de las sirenas del convoy lo monopoliza todo. El tiempo corre, corre mucho más rápido que el coche del comisario.
«Vamos, vamos, vamos».
Pablo no dice nada, y se muestra tan concentrado que parece que quiera impulsar el vehículo a más velocidad con su mente, como si sus deseos fuesen viento soplando unas invisibles velas instaladas en el coche, sus deseos o tal vez las súplicas por no perder a quienes más quiere.
Marcos parece leer la mente de su amigo y trata de distraerlo.
—Intenta llamar a Nuria de nuevo.
Pablo obedece sin cuestionarlo, pero, tras doce tonos, cuelga.
—Nada, sigue sin coger el teléfono.
—¿Dónde se habrá metido?
—Ojalá que esté en cualquier sitio menos al que nosotros nos dirigimos.
Marcos ya lo sospechaba. Que Livia y Nuria estén desconectadas es una muy mala señal. Una novata y una oficial de apoyo informático. Si deciden entrar en esa casa, no durarán ni un minuto.