Los rojos ganan



La situación lo es todo en una incursión a vida o muerte. La oficial lo sabe y por eso suda; por eso y por el calor infernal que hace esa mañana de primeros de septiembre enfundada en el equipo de asalto. No hay un mísero árbol alrededor bajo el que guarecerse. La situación lo es todo, se repite; y esta se divide en entorno, situación personal, acompañantes y enemigos.

Entorno: están en un descampado y apenas hay donde esconderse en caso de recibir un ataque. A su derecha, a unos quince metros, observa varios cilindros de madera que sirvieron hace muchos años para enrollar cable del tendido eléctrico, ahora están podridos. Unos veinte metros a la izquierda hay un coche desguazado y casi desintegrado por el óxido. Ellas han elegido un muro de ladrillo y cemento, semiderruido, de dos metros de alto por otros tantos de ancho.

Situación personal: tanto la inspectora al mando como ella misma llevan armas de repetición con munición de sobra, aunque el poco peso hace desconfiar a la chica de su eficacia. Lo peor es el equipo de seguridad, les está haciendo sudar como nunca. El casco con protección transparente no permite ver nada con el vaho que emiten al respirar. Hace unos minutos no estaban nerviosas, no temían por sus vidas, pero ahora comienzan a cambiar de idea. Cuando llegaron al lugar, creían que sería pan comido. Un error que puede resultarles fatal.

Acompañantes: no hay nadie más, solo se tienen la una a la otra y no pueden pedir refuerzos. Deberían separarse, eso piensa la chica, pero no se atreve a dar una orden a su superior.

Enemigos: ese es el problema principal. Cuando te enfrentas a delincuentes comunes, sabes que tu formación, la práctica constante, el apoyo de los tuyos y la experiencia te supondrán una ventaja definitiva, o casi definitiva. Ahora tienen al otro lado a enemigos con su misma formación, organización y armas. Luchar de tú a tú se hace más difícil y eso provoca su malestar, aunque no tanto como el calor y el hecho de estar tras el muro, sin moverse, a expensas de que el enemigo aparezca por dos flancos a la vez.

La inspectora levanta un brazo flexionado en forma de L y muestra un dedo. La oficial asiente. Dos dedos. Solo queda un segundo para salir cada una por cada lado del muro. Tres dedos y… ¡Ahora!

La ráfaga abate a la inspectora, que cae al suelo, inmóvil. La oficial regresa sobre sus pasos, a la seguridad del muro. Ella tampoco lo ve venir, no se dio cuenta de que tenía a dos metros a su espalda a quien ahora le descarga el arma sobre su pecho.

Las dos han muerto en menos de doce minutos.

Fin de la partida.

La oficial de enlace informático Nuria Carvallo y el subinspector Víctor Garza se quitan los cascos de color rojo, tiran las armas de plástico al suelo y se abrazan entre vítores y felicitaciones mutuas.

—Nuria, tú has venido muchas veces aquí, no lo niegues.

—Te juro que es la primera vez.

—Pues menuda estrategia te has marcado para acorralarlos y abatirlos sin que nos vieran venir —apunta Víctor.

—¡Teníamos que habernos separado, Cris! ¡Joder! —La oficial Livia Craciun se levanta del suelo, observa la pintura roja de su pecho y suspira desesperada.

Cristina Collado, inspectora jefe de homicidios de la comisaría de Huelva, se levanta también, se quita por fin el casco de color azul y hace lo propio con el de Livia, que sigue enfadada por haber perdido.

—No siempre se puede ganar. Esta vez han sido mejores.

—Es que tenía que haber llevado yo el mando.

—La próxima, te lo prometo.

Livia suspira y termina por dar un abrazo a su mejor amiga, su hermana, casi una madre. Nuria y Víctor se acercan a ellos.

—Bueno, dejemos los abrazos y vamos a quitarnos esta ropa y las protecciones.

—Sí, por favor —dice Víctor—, que huelen como el rabo de un oso.

Las tres mujeres lo observan en silencio.

—No se dice así —lo corrige Nuria. El subinspector aún no comprende los miles de refranes, frases hechas y demás expresiones típicas de la tierra que ahora es su hogar: Andalucía—. Lo del rabo del oso es para la suciedad: estás más sucio que el rabo de un oso; o que la bombilla de una cuadra. ¿Comprendes?

—¿Y para oler mal?

—No sé, di que huele mal o que hiede, como en el resto del mundo.

Víctor está perplejo, no sabe qué responder. Los cuatro se encaminan a los vestuarios de la empresa que organiza las batallas con armas de pintura. Una lástima que no tengan duchas, así que se vuelven incómodos por el sudor a casa en el coche de Cristina, eso sí, con el aire acondicionado a toda potencia.

—Ya veremos el próximo día —dice Nuria con una sonrisa de oreja a oreja—, pero hoy los rojos ganan.