El genio de la lámpara



Víctor bosteza mientras se viste, está sentado en el borde de la cama y observa en la penumbra del dormitorio el mueble de Ikea que montó la tarde anterior; bueno, estuvo liado con él hasta las once de la noche. Es una estantería de seis baldas que piensa llenar de cómics, compactos de música y películas en Blu-ray; esa tarea le llevará aún más que montar el puñetero mueble, ya que son seis las cajas de cartón llenas de tesoros que llevan apiladas en el salón desde que llegó a la ciudad, dos años atrás.

Piensa en hacerse un té, pero la urgencia con la que lo han llamado hace que no pierda un minuto más.

Aún no son las seis de la mañana y todos en la comisaría muestran su cansancio de un modo u otro: con bostezos, ojeras, tomar cafés de dos en dos, o suspiros y resoplidos. Pero ninguno de ellos lo hace como quien monopoliza la reunión en la cocina, la persona que los ha traído allí de forma indirecta y sin que ellos sepan qué ha ocurrido aún.

Marcos entra el último, también parece algo cansado, pero, sobre todo, muy preocupado. Igual que el resto de los presentes.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué es eso de máxima urgencia que nos dijiste por teléfono? —pregunta Nuria.

—Tenemos prisa, vamos al grano, Marcos —dice la benjamina del grupo, aunque no por ello la menos respetada.

Marcos levanta las manos para pedir silencio.

—Ayer Cristina salió de la comisaría a las nueve menos cinco, según las cámaras de vigilancia. Se marchó a casa caminando, como cada jornada. Allí la esperaba Pablo, ¿no es así? —El capitán sevillano asiente desde la esquina, temblando como un flan—. Cristina no ha llegado aún. Su móvil está desconectado y solo sabemos que dos tipos la asaltaron desde un coche, un Renault Megane blanco con matrícula FGC-4351, donde una tercera persona, el conductor, esperaba para salir a toda velocidad tras meter a nuestra compañera en el maletero. Lo sabemos porque una testigo lo vio todo, en su declaración afirma que se produjo una fuerte pelea en la puerta del edificio donde viven Cristina y Pablo. Asegura que la chica se defendió golpeándolos, a pesar de que eran grandes y la atacaron por sorpresa por la espalda. No sabemos nada más, la golpearon hasta que perdió el conocimiento y se la llevaron.

La boca abierta de todos, sin poder creerse lo que acaban de oír, aunque ya sospechaban al ver que la inspectora jefe no estaba en la reunión y sí su marido, que no es policía de esa comisaría. Antes de que las preguntas y los gestos de rabia monopolicen el momento, Pablo decide ser más productivo y pregunta:

—¿Qué tenemos del coche?

—Lo han encontrado unos guardiaciviles en un descampado de la zona norte, en Pérez Cubillas —responde el comisario.

—Manda un inspector allí para recabar información, pasarían a otro vehículo o están parapetados en el barrio. —Nadie dice una palabra en contra de que sea el capitán quien dirija el operativo.

—Ya lo he hecho, se encarga un buen policía.

—Y debemos peinar la ciudad entera —apunta Nuria—, todos los operativos a la calle, aunque haya que ir casa por casa.

—Tranquila —intercede Marcos—. Estamos dando el cien por cien, incluso contamos con dotaciones de la Policía Local y la Guardia Civil. Vamos a encontrarla.

—Qué sensación más extraña tengo en el cuerpo, necesito otro café.

—Mejor prepárate una tila, te necesito en el ordenador lo más calmada posible.

Nuria parece a punto de llorar. Igual que Livia y Pablo, pero estos dos lo disimulan con una rabia que no para de crecer en sus estómagos. La oficial de enlace informático prepara la tila para ella y el resto, aunque ellos rechazan sus vasos y estos acaban de vuelta al fregadero.

—¿Qué más tenemos? —pregunta Pablo, a la vez que mira por enésima vez su reloj.

—Los dos secuestradores, los que intentaron llevarse a Livia.

—Esos no hablarán, ya quedó claro en las últimas reuniones.

—Quizás sí. —Todos miran a la chica, más aún por haberse contradicho de su firme y primera opinión, el día anterior.

—Livia, Cristina se enfrentará a un tribunal por lo que les hizo a esos dos, y no sacó nada sobre el paradero de Mihai. No quiero más tonterías, usaremos el procedimiento legal.

—Quizás yo no tenga que tocarlos siquiera para que hablen.

—¿Conseguirías una dirección sin infringir la ley?

—He dicho sin tocarles, no sin infringir la ley. Necesito un pequeño favor.

—Algo me dice que no es tan pequeño.

—Tal vez, pero es lo mejor con lo que podemos contar.

—Dime.

—Quiero ser la Dama Blanca.

Tras el desconcierto inicial, Livia pide calma y unos minutos para poder explicar su plan. Marcos no parece muy convencido, pero Pablo, con una sola mirada, logra que se le dé el voto de confianza que la chica pide.

—No será igual que con Cristina, no podré darte la misma libertad. Además, ella estaba muerta, el criminal que perseguíamos no sabía que la tenía al acecho, así que el efecto no será el mismo.

—No quiero causar ningún efecto, solo que se mire hacia otro lado mientras hago algo ilegal, pero que nos ahorrará mucho tiempo. Y, tratándose de Mihai, cada segundo será importante.

La reunión termina tras dar Livia indicaciones sobre el trabajo de cada uno y Nuria se marcha a toda prisa para buscar dos direcciones que no serán sencillas de localizar, empleará día y noche si es necesario, sin comer, dormir ni ducharse.

Víctor pide activar el código 99, maximizando el dispositivo de búsqueda de Mihai con la Policía Local y la Guardia Civil. Tratándose de un agente secuestrado, herido o asesinado, aumentará de forma exponencial el interés y esfuerzo de los compañeros del Cuerpo y otros colegas. Los agentes y oficiales que patrullan a diario por cada localidad se olvidarán del segundo desayuno, de los momentos de descanso, de ir a casa a hacer algún recado personal y de las horas interminables de conversaciones absurdas o escuchando la radio mientras se espera a que pase algo. Todos tendrán una foto de Cristina y otra de Mihai, en menos de dos horas no quedará un solo ciudadano de ninguna localidad de la provincia sin ser preguntado en persona.

Pablo sale con Marcos a aportar todo lo que puedan; se van a centrar en preguntar por los pueblos de los alrededores, especialmente los de la playa de la zona oeste. Es una intuición de Livia.

Y la propia oficial se marcha también, pero sin decir a nadie adónde va. Sale por la puerta que da al aparcamiento interior de la comisaría, atraviesa el patio de coches y saluda al oficial Ernesto Arias antes de decirle:

—Voy a llevarme un camuflado, puedes consultarlo con Navarro. Es urgente.

Arias no responde, no se fía de ella. Levanta el teléfono fijo y marca el código interno 001 para llamar al comisario mientras observa cómo Livia se dirige a la caseta de recepción de armas para comprobaciones y reajustes.

—Julio.

—Dime, bonita.

—Necesito un favor.

—Si me lo pides con esos ojos azules más bonitos que el mar… tres te concedo, soy tu genio de la lámpara.

—Pues te tomo la palabra, pero me conformo con dos.

El técnico se inclina hacia ella con una sonrisa, y tras oír la petición se le cambia por completo el semblante.

—Lo de las herramientas puedo dártelo ahora mismo, lo otro es imposible. ¿Estás loca?

—Lo necesito.

—Después de lo que pasó con Nuria en aquella fiesta, si te doy…

—¿Eres imbécil? ¿De verdad crees que te pediría algo así para hacer una estupidez como aquella? ¿Sabes que se ha activado un código 99?

—Lo he oído, pero los que estamos en puestos fijos de la comisaría no conocemos más datos que los rumores.

—Pues no esperes rumores, Cristina Collado ha sido secuestrada, tenemos el tiempo justo y no puedo perderlo discutiendo contigo.

—Si cometes una locura con una impaciente, nos caerá un despido fulminante, eso si no hay heridos y muertos, cosa muy probable.

—Tendré cuidado, quizás ni siquiera tenga que usarla.

El técnico que controla el armamento especial se lo piensa durante unos segundos, suspira hondo y accede.

—Está bien, pero no puedo darte lo que me pides aquí, a la vista de todo el mundo. Así, si haces una tontería, juraré ante quien sea que lo robaste.

—Me parece bien. Voy a recoger el camuflado que me ha concedido el comisario y lo aparco en la puerta de ahí detrás, así lo cargamos al maletero sin que nadie lo vea.

—Espero que no tengas que usar el arma. Y más aún que no la pierdas, no te imaginas cuánto vale.

—Después de esta te debo un favor enorme.

—Pues me lo quiero cobrar con una cena.

—¿Una cena?

—Sí, en tu casa.

—Acepto.

—¿En serio?

—Claro, pero con una condición.

—La que sea. Cuenta con ello.

—Que también venga tu mujer.

—¡Mierda!



Con el arma y el estuche con las herramientas en el maletero del coche camuflado, sin saber si será capaz de usarlas, sale de la comisaría sin prisas y se dirige a la zona del puente que comunica la capital con los pueblos de la costa, apuesta por que su destino se encuentra cerca de allí.

Dos horas más tarde, cuando ya no sabe qué hacer para soportar los nervios, suena el teléfono.

—¿Nuria?

—Tengo una dirección.

—Has tardado mucho.

—¿Mucho? Otro estaría dos días, o no lo lograría.

—Tienes razón, perdona. Dime dónde tengo que ir.

—Se trata de una vivienda unifamiliar de alquiler en el pueblo de San Juan del Puerto, aquí al lado.

—Joder.

—¿Cómo?

—Aposté por la costa y estoy ante el puente de Bellavista. Pero dame la dirección exacta, estoy partiendo hacia allá a toda prisa.

Livia apunta la dirección en el GPS, activa la sirena y las luces y sale a toda velocidad hacia el otro extremo de la ciudad. El reloj marca las nueve de la mañana, Cristina lleva desaparecida trece horas, tiempo más que suficiente para que Mihai haya hecho cosas indescriptibles con ella.