Livia



Observo la ventana, el día se muestra gris, incluso pesado, como si la gravedad empujase con el doble de fuerza obligando a todo el mundo a caminar encorvado, mirándose los zapatos. Mi madre me dijo que tenía fiebre, que llevaba todo el día delirando y que habían tenido que hacer un esfuerzo para llamar al médico. Menudo alivio. Me recomendó reposo, sueño, tomar mucha agua, comer algo caliente y esperar unas horas más antes de llamarlo de nuevo, si seguía empeorando.

Si mis padres estaban enfadados por pagar el sueldo de medio mes a un tipejo sudoroso por media hora de trabajo, mucho más al comprender que este no había traído una medicina milagrosa que me hiciera recuperar la salud al instante.

Fue durante el otoño del dos mil… no sé, pero apostaría a que tendría unos once años. Por algún motivo, mis padres comenzaron a tratarme de una forma diferente que a mis hermanos a raíz de recuperarme de aquella fuerte gripe; quizás pensando que yo solo traería gastos extra a un hogar que no podía casi con los habituales. Tal vez porque una niña enfermiza puede ser una mala inversión, no me podrían casar con un yerno fuerte que aportara esfuerzo y dinero en el futuro. Lo más probable es que muriese en la siguiente gripe o enfermedad diferente. Más de una década alimentándome y pagándome la ropa para nada.

Al día siguiente me encontraba mejor, y al otro me levanté para ayudar a mi madre en las tareas de la casa, aunque no la acompañé a hacer la compra ni fui al colegio, estaba demasiado débil aún. Mi padre no lo comprendía y así se lo hacía saber a todos, hablando de mí en tercera persona, como si yo no estuviese allí, a su lado, durante la cena.

—Solo dormir, descansar, comer, hacer el vago. Pues yo jamás he enfermado, jamás he faltado al trabajo en la mina. Antes los niños enfermizos se abandonaban en la calle. Los perros también tienen que alimentarse.

Mi madre se santiguó, pero no cambió su semblante, no le reprendió por esas palabras y tampoco me miró. Desde entonces siempre fue así. Desde entonces hasta el día que me vendieron, dos años después. Supongo que sacaron mucho más dinero del que pensaban obtener cuando tuve aquella gripe. Dos mil euros era el salario anual de mi padre.

Aquella enfermedad me recordó un libro que había tomado de la biblioteca del colegio, a pesar de que la profesora me dijo que era demasiado complicado para mi edad. El retrato de Dorian Gray trata de un chico de diecinueve años que se vuelve inmortal cuando un amigo pinta su retrato. Me fascinó la lectura, a pesar de no entender la mitad de las palabras, pero me quedaba con el contexto de lo que ocurría. Que una bala, cuchillo, fuego o una caída no pudiera matarme… eso sería fabuloso. Tampoco tendría enfermedades. El cuadro, la imagen pintada, cargaba con los daños que el cuerpo sufriese, incluso el envejecimiento. Eso último no me pareció tan interesante, ya que no quería ser una niña eternamente.

Durante las fiebres más altas pinté varios dibujos, dijo mi madre, pero no pude verlos porque los usaron para prender el fuego de la chimenea por las tardes. ¿Sería verdad? Nunca he pintado nada tras aquello, ni antes tampoco. Quizás, como decía la abuela Helga, cuando uno duerme o tiene fiebre se transforma en otra persona, en otra que fue en otra vida o en alguien que se te mete en el cuerpo cuando la mente está descuidada, y así obrar a su antojo.

Eso explicaría que los sueños sean tan extraños cuando uno los recuerda, así como los delirios de las fiebres.

Nunca más volví a enfermar, y cuando me sentía algo cansada o somnolienta, me daba unas bofetadas en la cara para espabilar. Sentía tal pánico a repetir la experiencia, que incluso le dije en una ocasión a mi madre:

—Mamá, no quiero estar enferma nunca más, no quiero que me dejéis en la calle para que me coman los perros.

Ella me miró muy seria y siguió fregando los platos.

«Nunca más, los perros tendrán que comerse a otra niña».

La oficial Livia Craciun sigue conduciendo a toda velocidad hacia el destino indicado por Nuria.