Siente que todo a su alrededor cambia: la temperatura de veintitrés grados, fija durante todo el año en los climatizadores; el olor a café, denso en el aire y proveniente de la cocina; el murmullo de sus compañeros, ahora más calmado; el color a su alrededor, no tan cálido como lo recuerda de atardeceres pasados. La comisaría ha cambiado de repente para ella, como si fuese un escenario nuevo en la obra de teatro que se representa en el caso. Un cambio de escena, quizás está en un acto nuevo, los protagonistas también darán paso a otros y la función continuará. ¿Qué ocurrirá al final? ¿Dependerá de ella? Livia espera que no, pero si es así, lo hará con todo su esfuerzo y asumiendo las consecuencias de haber ocultado algo tan grave a su oficial al mando. Eso es Cristina, su superior, nada más. Hace dos minutos lo dejó bien claro. Allí dentro no hay familia ni amigos, no puede haberlos.
La conversación posterior con Julián, el responsable del depósito de pruebas, no fue mucho mejor, no parecía haber logrado el efecto que ella pretendía. O tiene que aprender a mentir mejor o a inventarse excusas más veraces. A pesar de ello, se levantó despacio, como si fuese al baño, y se encaminó a la planta en la que se ubicaba el depósito para hablar cara a cara con Julián.
—¿Qué haces aquí? —Se sorprende el oficial al verla. Peina canas y le precede una barriga considerable, seguro que entró en las oficinas de inicio y nunca ha patrullado. Livia calcula que llevará unos veinte años o más en el cuerpo, empezaría cumplimentando denuncias en el ordenador, luego DNI y pasaportes, de ahí al registro de armas o el almacén. Y por el camino acabó de oficial por los años servidos. Una comadreja, como llaman los policías de acción a los que no quieren ensuciar el uniforme en el fango de la calle. No es una rata de asuntos internos, pero tampoco mucho más respetado por los que se enfrentan a la jauría a diario.
—Perdona que antes no fuese muy clara, como estamos con el caso de la niña, el estrés me puede y no he sabido decirte que lo de la consulta es porque sospechamos de que el secuestrador sea un reciente delincuente, uno del que tenemos constancia de que le incautamos unas piezas robadas en un asalto a una vivienda de lujo.
«Toma ya, eso sí es una excusa de primera».
—¿Qué dices? Antes me has comentado por teléfono que quieres buscar en el almacén un dispositivo electrónico súper sofisticado, según tus propias palabras, para encontrar a los secuestradores.
«Mierda».
—Es que Collado y Navarro no quieren que se filtre ninguna información que pueda ser usada en caso de que tengamos un topo.
—¿Qué coño dices?
—Verás, sospechamos de alguien de dentro, no quería decírtelo, pero veo que no se te escapa ningún detalle. Lo que ocurre es que no tengo tanto tiempo como para darte más explicaciones, vamos muy apurados.
—Mira, no tengo ni idea de lo que me estás hablando, pero de todas formas… ¿sabes que no puedo dejarte entrar sin un permiso del comisario?
—Navarro está lidiando con la prensa. Por favor, luego te traigo su permiso, esta tarde o mañana a primera hora. —Livia se acerca y baja la voz, de forma confidencial, o sensual—. No sé si lo sabes, pero Nuria Carvallo y yo vamos luego a tomar una copa, esta noche, ya sabes, para soltar tensiones. Vente y te cuento cómo llevamos el caso.
—¿Nuria y tú? Esto… no sé, quizás. Claro que mi mujer…
—¿Tu mujer? Julián, solo somos compañeros tomando una copa tras un largo día de trabajo. No creo que tu mujer tenga que enfadarse, quizás ni siquiera tenga que saberlo.
—Claro, claro. Mira, te dejo entrar, pero solo diez minutos, no quiero jaleos con los de arriba.
—Eres un amor, esta noche te invito yo a las copas.
La cancela de metal a la derecha se abre con un chasquido.
—¿Las copas? Creo que con una será suficiente. ¿Has dicho que vendrá Carvallo?
—Sí, claro, siempre dice que le gustaría tomar algo contigo, no sé por qué no hemos quedado antes.
—¿En serio?
—Sí, pero ahora… Bueno, ya sabes, tengo que buscar, solo me has dado quince minutos.
—Diez.
—Eso.
La chica entra y se dirige al pasillo de la izquierda, al fondo están las obras de arte incautadas. Durante unos segundos piensa en la posibilidad de que Julián la observe por las cámaras de vigilancia; claro que también podría estar fantaseando con la idea de tomar unas copas con Nuria y presumiendo luego por mensaje con sus compañeros. Hace años que se dice en la comisaría que salir a tomar algo con Carvallo implica terminar en su casa y echar el mejor polvo de la vida del afortunado. Una mierda de leyenda urbana machista, pero Julián no lo sabe y Livia apostaría a que se ha empalmado solo con la idea cuando ella se la ha propuesto.
«Y serían dos chicas, apuesto a que se está imaginando el trío».
Su mente vuelve a la tarea que tiene entre manos. Las cámaras van a grabarla igualmente, lo más probable es que pierda el empleo y tenga que enfrentarse a algo peor, como un juicio. No sabe hasta dónde llegará su periplo, pero no va a dejar que esa niña muera, no cuando es ella la única que puede salvarla. Ha pensado en decírselo a Cristina y Marcos, solo unos minutos, pero suficientes como para saber que ellos tratarían de montar un circo durante la entrega de la estatuilla. Docenas de policías alrededor, todo muy discreto, sí. Mihai lo descubriría en el acto y a la mierda con la niña. No. Por muy valiosa que sea esa figura, no vale tanto como una vida.
«Que hagan conmigo lo que quieran, que me acusen de robo, que me echen del Cuerpo, pero no dejaré que esa niña muera ni esté más tiempo a merced de esos hijos de puta».
Entonces lo piensa, no tendrá muchas opciones si Julián la observa por los monitores llevándose una prueba de un caso, no puede fiarse de que no la esté vigilando ahora. El encargado del almacén le impedirá la salida o la denunciará.
Mierda.
A la desesperada, toma el teléfono móvil y:
—¿Livia?
—Nuria, necesito que llames por la línea interna a Julián, del almacén de pruebas.
—¿A Julián? ¿Por qué?
—Calla, es vida o muerte, te lo cuento luego. Dile que tiene que subir a la planta de homicidios para hablar contigo, que es importante. Entretenlo allí unos diez o quince minutos.
—¿Estás loca?
—No, por favor, es importante. Hazlo. Y lo más vital: no le cuentes a nadie que te he pedido esto.
Y cuelga el teléfono.
Las estanterías del almacén albergan miles de pruebas pendientes de juicio, ordenadas por su tipología, salvo explosivos, drogas y dinero y joyas, que tienen otros lugares más seguros. Las obras de arte de robos y contrabando se guardan en el sector y, aunque Livia no ha estado nunca allí y ahora se sorprende del tamaño del lugar. Supone que, cuando encuentre lo que busca, Julián ya estará hablando con Nuria y ella podrá escamotear la estatuilla ante la única mirada del circuito cerrado de videovigilancia. ¿Comprobará Julián las grabaciones al regresar o se limitará a pensar en la fiesta de esta noche con Nuria y ella? Fiesta que no sucederá, obviamente.
«Joder, debí decirle a Nuria que tontease con él, eso lo volverá más dócil y me dará a mí más tiempo para canjear la estatuilla por la niña».
Las indicaciones de Mihai son precisas en cuanto a la descripción de lo que quiere, así que la oficial encuentra la estatuilla al cabo de un rato y regresa sobre sus pasos. Deja atrás un piano blanco que tendrá más de cien años y que le encantaría a Cristina, si tuviese una casa de esas de narcotraficante millonario en la playa donde ubicarlo.
¿Era por la derecha o por la izquierda? Aquello es todo igual. La estatuilla es poco más grande que un premio Oscar. La ha metido bajo su ropa, en la espalda y aprisionada por el cinturón, y ahora camina algo más erguida de la cuenta para evitar que alguien note el bulto. En unos minutos estará en la calle e irá hacia su casa, a la espera de hacer el canje, aunque aún faltan muchas horas. Unos metros más y estará fuera del almacén, dos plantas de ascensor y luego cruzar la sala común, sonreír a Irene en la recepción y listos.
Pan comido.
Julián no está en su mesa, seguro que aún se encuentra en el despacho de Nuria babeando ante su escote. Sube en el ascensor y afronta la parte más difícil: que nadie se dé cuenta de que, para que no se note la estatuilla en la espalda, camina de un modo extraño hacia la puerta. Se siente como en una película antigua que vio con Cris hace dos o tres años, llamada algo sobre una pantera rosa, aunque no aparecía pantera alguna. Un despropósito, un espectáculo de mimo callejero y cutre, una comedia sin pizca de gracia para ella, aunque Cris se partía de la risa.
Lleva escrito en la cara que ha hecho… que está haciendo algo malo, ilegal, que no va a poder salir de allí. Pero lo logra, saluda a Irene y sigue adelante. Es increíble que nadie se haya dado cuenta.
En la calle hace un calor inusual para el mes de septiembre, son las nueve y media de la noche y necesita un taxi para no tardar tanto en llegar a casa y regresar al trabajo. ¿Y si Mihai la vigila? Tal vez intuye sus pasos y la aborda en casa o durante el trayecto. Debió coger uno o dos cargadores más para su arma. Si la cosa se pone fea, ¿cuántos socios tendrá Mihai y cómo de armados estarán? Entonces lo comprende.
«Seré estúpida, no puedo hacer nada contra ellos. Me matarán y también a la niña. Me robarán la estatuilla tras dispararme y todo esto no habrá servido de nada. Debo contar con mis compañeros. Dios, menuda locura».
Acaba de parar un taxi ante ella, el conductor espera a que la oficial entre, pero ella duda, no es capaz de abrir la puerta.
—¿Quieres que la abra yo?
Se gira asustada. El respingo casi hace que se le suelte la estatuilla de la espalda. No ha sido tanto por la pregunta, sino por la voz. Una que no esperaba.