Apaga la sirena y la luz azul estroboscópica de la calandra y del cristal delantero antes de entrar en el pueblo, no sirve de mucho un vehículo camuflado si te acercas a los delincuentes con esas señales. Aún está en la autopista A-49, pero el GPS indica que está a novecientos metros de su destino y ahora todo pasa por lograr la máxima invisibilidad. Cristina le ha dicho en varias ocasiones que antes era más complicado, los coches camuflados llevaban una seta, una especie de semiesfera de cristal azul con una base magnética. El procedimiento era bajar la ventanilla mientras conducías, sacar la seta para pegarla al techo, luego repetir el proceso a la inversa, y eso a toda velocidad, con el riesgo de tener un accidente por descuidar el volante. La sirena, además, sonaba también dentro del vehículo y volvía locos a los policías.
El Citroën C4 gris aparca a dos casas de la que marca el GPS. Solo hay una madre con dos niños en toda la calle, los tres caminan hasta llegar a un todoterreno pequeño y se montan, o más bien es ella la que monta a los hijos en sus sillitas en el asiento trasero. Al cabo de dos minutos arranca y comienza a salir sin haberse percatado de la presencia de la oficial.
En una ocasión Pablo Aguilar le dijo, mientras pasaban un día navegando en el velero, que el mejor policía es el que se muestra invisible. Ella respondió que eso era absurdo, ya que los grandes policías tenían carisma y presencia, que los famosos polis de la televisión y el cine llenaban la escena, incluso Cristina, Marcos o él eran como soles, todo el mundo se maravillaba en la comisaría al verlos entrar y salir. Pablo respondió: «invisibles para el resto del mundo, no para sus compañeros. Invisibles como fue la Dama Blanca».
Livia no se mueve del coche hasta que el todoterreno abandona la calle. Observa a su alrededor. Nadie. Se baja y camina despacio, como si paseara por su propia calle, solo la delata el extraño estuche que lleva en la mano.
No sabe usar la ganzúa, ¿cuándo demonios piensa aprender? Marcos le ha dicho mil veces que debe hacer el cursillo.
«Debo hacer el cursillo, joder».
Al llegar a la puerta, vuelve a asegurarse de que no hay nadie por la calle, pero no puede hacer nada con los que puedan estar mirando desde las ventanas. Nunca se controlan todas las variables de la ecuación. Llama a la puerta con dos golpes secos y espera, otros dos más. Nada, como esperaba.
«Estos cerdos no suelen tener familia, pero al menos me he asegurado de que tampoco haya un perro».
La vivienda es un adosado en mitad de una calle con todas las casas idénticas. A Livia le recuerda la casa de los tíos de Harry Potter, pero estas son mucho más estrechas y cutres, con algunas paredes desconchadas, en lugar de piedra vista, y toldos de rayas horrorosos. Ni siquiera tienen jardín delantero, solo tres o cuatro míseros metros cuadrados de cemento que la chica no sabe qué utilidad pueden tener.
Coloca el estuche en el suelo, lo abre y saca el pistón metálico, tira de la espoleta hasta que hace clic, conecta el tubo de goma de la pequeña bombona de gas y apunta, como si se tratase de una pistola, al bombín de la cerradura de la puerta. El sonido es fuerte, ni de lejos como un disparo de su nueve milímetros reglamentaria, pero suficiente para llamar la atención de los vecinos. Con la puerta ya abierta, solo tarda tres segundos en recogerlo todo, entrar y cerrar a su espalda.
«Ya estoy dentro y sé lo que tengo que buscar».
Manda un mensaje a Nuria:
<Estoy dentro, busca la otra dirección en esta misma calle o en las cercanas. Dudo de que estos idiotas vivan muy lejos el uno del otro>
Nuria responde en el acto con un escueto OK y ella se pone a buscar por la vivienda sin contemplaciones. Una vez puestos los guantes de látex, comienza a abrir cajones de muebles, mover los mismos para mirar detrás, levantar alfombras. Lo revuelve todo a su paso, dejando un reguero de caos absoluto, desde la cocina hasta el salón, pasando por el pasillo y luego el cuarto de baño y los dormitorios, en el principal encuentra lo que busca, solo le ha llevado unos cuarenta minutos. En la cocina había encontrado bolsas de plástico vacías, una de ellas le servirá.
Sonríe al llenar la bolsa.
Debe marcharse lo antes posible porque, aunque Marcos la ha hecho invisible, puede que algún guardiacivil o policía local despistado llegue a la casa tras una llamada de un vecino que la haya visto entrar. No es cuestión de arriesgarse. Ya lo ha metido todo en la bolsa y se marcha, antes coge una botella de agua mineral del frigorífico, tiene sed.
Guarda el estuche de las herramientas y la bolsa de plástico en el maletero, se ha asegurado antes de que no hubiera nadie por la calle. Con la gorra calada hasta las orejas, se mete en el coche y se quita los guantes de látex, arranca y sale de la zona. Dos barrios más allá aparca y manda otro mensaje a Nuria, mientras tira los guantes a una papelera.
<Esto está hecho, ¿tienes la otra dirección? No tardes o la calle se llenará de curiosos y me pueden ver>
<Me doy toda la prisa que puedo, no es sencillo ver qué pisos son en propiedad y cuáles en alquiler, y mucho menos descubrir el nombre de los inquilinos>
<Vale, vale, no te estreses. Me quedo a la espera>
Daban las once menos veinte cuando llegó el mensaje con la segunda dirección. Como Livia había supuesto, en la calle de al lado de la vivienda anterior. Repitió la operación, aunque ahora se cruzó con más personas que la hicieron tardar algo más, y se marchó a la comisaría. Allí dejó las dos bolsas de plástico, con más de seiscientos setenta mil euros, en su taquilla de los vestuarios y partió hacia el hospital.