Intercambio



Cristina Collado mira hacia arriba, el cielo sobre la ciudad de Huelva se muestra aún de un cobalto muy oscuro, reticente a dejarse arrastrar por la primera ola malva que precede al amanecer. La humedad en el aire hace casi imposible de detectar los olores, ni de los desayunos en los bares cercanos, ni de los tubos de escape de los pocos coches que circulan por la calle, ni de su propio miedo, a pesar de martillear en su pecho como un tambor en una feria.

Ha salido a la calle muy enfurecida. Necesita respirar.

«Joder, un puto cien por cien. Voy a matarte, Nuria».

Cuando la oficial de apoyo informático le puso el informe sobre su mesa, pensó que era una broma, luego deseó que fuese una broma, ahora mataría porque fuese una broma. Se había hecho a la idea de ser ella la que entregase la estatuilla a cambio de la libertad de la niña, pero ahora tendría que cumplir su palabra con el comisario y tocar madera para que esa efectividad plena del dispositivo no sufriese un imprevisto de última hora.

Según la simulación, a la hora prevista para el contacto de Livia con los secuestradores habrá un veintinueve por ciento de tráfico de media en la ciudad. Nuria ha creado ciento cuarenta y siete rutas posibles para moverse por la capital y salir de ella, cada una de ellas con la probabilidad progresiva del tráfico de la zona por minutos y el grado de ayuda en la intervención policial rodado —en coches camuflados—, además del apoyo de los dos pájaros y la dispersión de los francotiradores; estos últimos se ubicarán en las azoteas elegidas con más probabilidad de entre todas las rutas. Sumado a los tres dispositivos de seguimiento que llevará Livia, aun siendo estos detectados y suprimidos de su cuerpo, impedirán que la perdiesen de vista.

Cristina chasquea la lengua, algo no le cuadra, algo no saldrá bien en menos de una hora, algo que no sabe qué es. Quizás se trate de desconfianza, mezclada con una pizca de amor incondicional por la oficial, más un toque de preocupación maternal, la siente, no la comprende, pero está ahí. No puede desprenderse de la desazón que le provoca pensar en la pérdida de la chica.

Mira su reloj de pulsera, quedan casi diez minutos para la hora a la que debe llegar Livia a la comisaría y comenzar su misión. Sobre el edificio de enfrente, el que hace esquina en la calle que da acceso a la plaza de La Merced, aguarda el más cercano de los francotiradores. Sabe que está despierto y alerta, como los demás, pero eso no es suficiente. Una armadura de Ironman para Livia le parecería poco. Saca el teléfono móvil y hace una última llamada.

—¿Sí?

—¿Te he despertado?

—No importa. Cuéntame, ¿ha pasado algo? —Es la respuesta que daría siempre un policía de primera.

—En menos de media hora voy a arriesgar la vida de Livia como jamás he arriesgado la mía propia.

Se oye al otro lado cómo Pablo Aguilar se ha levantado y ahora enciende su cafetera Nespresso. Si Cristina se aparta del móvil, seguro que puede oírla igualmente en la distancia. Pablo parece leer sus pensamientos y dice:

—Tranquila, ni un misil nuclear despertaría a la pequeña después de haber estado anoche dibujando el mapa del tesoro.

—¿Qué mapa?

—Ya te lo contaré. Ahora háblame del caso, ¿qué te tiene tan preocupada? ¿Habéis realizado una simulación completa?

—Claro.

—¿De todas las posibles rutas?

—Sí.

—¿Al menos con un noventa por ciento de efectividad?

—Cien por cien.

—Pues relájate, es una excelente policía, lo sabías desde el principio. La recomendaste para estar en la brigada desde que le dieron el chupete tras el examen.

—Pero… no sé… hay algo que no logro quitarme de la cabeza.

—Eso siempre estará ahí, es la sensación de que hayas cometido un error y eso le cueste la vida a ella. Todos los responsables de policías lo tenemos, pero en tu caso se trata de alguien que es tu familia.

—¿Eso se va algún día?

—No lo sé, ya me lo dirás tú.

—¿Qué pasa si hemos cometido un error y Livia muere?

—Pues que muere, que la lloramos, que seguimos adelante y la recordamos. Eso pasa.

—Joder.

—Sí, es una mierda y suena muy frío, pero es lo que hay, es lo que aparece en la letra pequeña de todo contrato al entrar en la policía.

—Lo sé.

—Pero es la primera vez que te enfrentas a ello.

Cristina no responde.

—¿Te parece difícil vivir con eso? —añade el capitán.

—¿Difícil? Me parece imposible.

—Pues no lo es, yo llevo haciéndolo desde el día en que te conocí.

Cristina se despide de forma mecánica. A todos sus miedos se ha añadido ese nuevo dato, el de que su marido teme cada día por perderla. Aunque ella se sienta segura tras sus decisiones, no siempre muy acertadas ni seguras, hay siempre quien sufre por la incertidumbre que acarrea una posible decisión equivocada. Pablo lleva más de dos años sufriendo lo que para ella es una tortura, y solo la ha experimentado durante esta noche.

«Este oficio te da lo mejor y lo peor a la vez… Con Fran nunca tuve este miedo, era más joven y no había experimentado lo que es saber que, cuando te despides una tarde o una mañana de un ser querido, puede ser la última vez que lo veas, que le puedas decir te quiero. Ahora, tras aquel infierno vivido, tengo miedo por mis seres queridos. No quiero perder a nadie más».

Livia Craciun aparece ante ella, las ojeras y la forma de caminar le indican que no ha descansado lo que debía, pero no le dice nada, solo lanza una sonrisa amistosa. La oficial se la devuelve y le da un abrazo. Sobran las disculpas entre ellas, sobre todo ante una misión que pudiera separarlas para siempre.

Entran en el edificio, quedan solo veinte minutos para repasar una vez más todos los pasos a seguir.



Livia no necesita motivación alguna, solo el nombre de Mihai sirve para activar sus cinco sentidos. Aun así ha pedido que le pongan en el monitor de la cocina la señal en directo de la niña. Está dormida, parece un ángel, y el diablo de Tasmania también descansa en el suelo, a su derecha. No tiene que odiarlo, solo es un animal que pronto tendrá hambre, un simple instinto primario, y solo hay una cosa para comer en esa sala.

—¿Lo tienes todo claro?

—Cristalino.

—Eso es de una película. Mírame a los ojos y dime que todo saldrá bien.

Livia observa a Cristina, a su alrededor están los demás, incluso el comisario, todos en silencio.

—Estoy perfectamente.

—Bien, repasemos los escenarios posibles:

»1- Se hace la entrega, te quedas en la calle y nosotros perseguimos el coche.

»2- Se hace la entrega y te llevan con ellos, nosotros seguimos el coche.

»3- No hay entrega porque no se presentan.

»4- Se hace la entrega y te disparan.

»Ese último escenario es el más problemático, y para él hemos apostado los francotiradores. Abatirán a los secuestradores si les ven hacer algún movimiento brusco.

—Contemos con el primer escenario.

—Esa es la idea, pero no siempre salen los planes como uno desea. Yo puedo…

—Mihai me conoce, ha hablado conmigo y es a mí a quien espera. Así que iré yo o no irá nadie. Ahora dime tú que el operativo no tendrá fallos.

—Jamás hemos tenido algo semejante a lo que va a suceder a tu alrededor, y tampoco tan ensayado por los mejores.

—Entonces decid a vuestras parejas que esta noche no regresaréis a casa, hay una fiesta épica que celebrar.

Cristina trata de sonreír sin éxito, no las tiene todas consigo, a pesar de confiar en el equipo, en las predicciones de Nuria, en el optimismo de Marcos, en las docenas de agentes que la seguirán por tierra, aire y sistemas informáticos, y en la propia Livia, que parece por fin formar parte del todo que la envuelve.

—Esta noche invito a una ronda de chupitos —dice Cristina, fingiendo un entusiasmo que no engaña ni a Livia ni a Marcos.

Dos manos delgadas, como de maniquí, igual de frías, pero ásperas como solo la inspectora jefe conoce, toman su cara con cuidado y la obligan a levantar la mirada. Cristina sabe que no puede resistirse, así que se deja hacer y conecta con los ojos de Livia. Esta sonríe.

—No me pasará nada. Y si me pasase, es cosa mía, no cargues con más peso del que te corresponde. —Es solo un susurro, pero lo ha oído perfectamente.

—Bien. —Cristina se repone y alza la voz—. Estamos todos preparados y vamos adelante, ¿entendido? Esto está ensayado mil veces, así que no quiero el más mínimo error.

Livia observa cómo su única familia se separa de ella, dando órdenes a las docenas de agentes que les rodean, y siente como si el calor y la luz abandonaran su cuerpo, como si no fuera a percibirlos nunca más. No, eso no sucederá. Volverá con la niña sana y salva y atraparán a Mihai y al resto de la organización. Luego se irán de vacaciones, quizás a Brasil, le encantaría ver Brasil cuando en España fuese otoño o invierno. No sabe por qué, pero así se lo ha dicho a Cristina muchas veces esos años.

—Toma. —El comisario le da una caja—. Es la estatuilla. Cuando estés con ellos y veas a la niña, o cuando te sientas en peligro, di «esta mierda no me gusta». Intenta buscar el contexto para que no parezca forzado, ya que el tiempo de actuación del equipo será de varios segundos, quizás medio minuto. Estaremos cerca, te lo prometo.

—Lo sé.

—Cris se ha marchado, ella quería ir en tu lugar, ha movido cielo y tierra para lograrlo, pero Nuria ha hecho un trabajo con la simulación impecable.

Livia asiente sin hablar. Para Marcos es una niña, piensa que pronto su pequeña Sofía estará así ante él. No, la amarrará a la pata de la cama y la tendrá encerrada hasta que decida ser abogada o ingeniera, muerta de aburrimiento en una oficina, con muchos fines de semana libres y, sobre todo, lejos del peligro.

—No puedes toser sin que lo sepamos nosotros primero —añade—. Así que finge miedo ante ellos, es lo que esperan.

Livia se despide de sus compañeros con una mirada de fingida seguridad, se gira y camina hacia la entrada, allí emprenderá el camino hacia el punto que Mihai le indicó en su última conversación. Siente algo de miedo, aunque no sea capaz de reconocerlo, ni a Cris antes, ni ahora al comisario. Siente miedo porque todos allí tienen a Mihai por un proxeneta de mala muerte, de esos que van en una furgoneta con una niña llorando detrás. Ellos no han visto sus ojos, sus manos, sus sonrisas macabras. Ellos no lo han sufrido. Ellos no han sentido el aliento del demonio tras sus silencios. Mihai no es un delincuente común, no ha organizado aquello para dejarse arrestar tras un intercambio fallido.

«No. Ellos no te conocen, no saben cómo suena tu voz cuando susurras tras hacer sangrar a una niña. Ellos no lo comprenderían sin pasar dos semanas en ese nivel del infierno. Al final esto será entre tú y yo. La diferencia entre entonces y ahora es que hoy no pienso rezar para seguir viva un día más».



Las ciudades de esta región europea, bañadas por el océano Atlántico, experimentan durante el verano un curioso fenómeno cada mañana de finales de verano. Y este año el verano se está prolongando durante el mes de septiembre, quizás llegue hasta octubre, como en años anteriores. Amanece algo nublado, incluso se aprecia algo de frío, pero en un abrir y cerrar de ojos, a eso de las once o doce del mediodía, las nubes desaparecen y el sol aprieta con todas sus fuerzas. Los lugareños, por la similitud de esas nubes bajas, casi niebla, con las tormentas de arena que a veces llegan desde el norte de África, denominan como calima a este fenómeno atmosférico.

Livia detecta esos casi imperceptibles cambios en el ambiente y sabe que el día será soporífero, aunque por ahora no lo parezca. Entonces reza para sus adentros para que ese cambio solo afecte al clima, no a sus posibilidades, calculadas al detalle por Nuria, de salir con vida de la misión, además de regresar con la niña.

Mira hacia el cielo, la niebla es mínima, no supondrá un inconveniente para quienes seguirán sus pasos en unos minutos desde las alturas.

Se aferra a la caja que le ha dado Marcos y evita mirar hacia la azotea donde sabe que está el primer francotirador. No oye el más mínimo rumor de los dos helicópteros que la siguen desde el aire, seguro que tampoco podría verlos si alzase la mirada, pero no lo hará por si está siendo vigilada. Debe comportarse como si estuviera sola.

Cruza la carretera por el paso de peatones y comienza a dirigirse hacia el punto de encuentro, quedan quince minutos. Una eternidad.

«Que salga todo bien, que salga todo bien, que salga todo bien».

Un camión de reparto pita a su derecha y provoca que ella dé un respingo. Le dan ganas de insultar al idiota del conductor, pero se contiene y sigue caminando. Atraviesa la calle y tuerce a la izquierda. La zona, cercana a la plaza de La Merced, tiene mucho movimiento a esa hora. A pesar de ello, y de saber cuánta gente la observa y monitoriza, Livia se siente más sola que nunca. O casi. Hace unos años fue mucho peor, pero llegó un ángel rubio a salvarla. Un ángel que ahora está al acecho y pendiente de que no le ocurra nada. ¿Será suficiente contra el demonio de Mihai?

Quedan unos doscientos metros, llegar al final de la estrecha calle, y comprobar si todo el operativo ha sido planificado como…

El coche derrapa a su izquierda, un frenazo que la pone en guardia. Echa mano a su cinturón de forma instintiva, pero no lleva el arma, requisito imprescindible número siete en las condiciones del secuestrador. Se prepara para un ataque, responder con todo lo que sabe sobre lucha cuerpo a cuerpo. Un tipo se baja en cuestión de segundos y le dice una frase que derriba todas sus defensas en el acto:

—Entra en el coche sin dar problemas o la niña morirá.