¿Ese olor?
Dios, qué maravilla…
Abre los ojos.
El chico está sobre ella, sin dejarse caer, apoyado con las manos a ambos lados de su cabeza. La vista se adapta a la luz del dormitorio a la vez que logra enfocar bien sus facciones, parece que Fran se acaba de rapar la cabeza y la observa como si ella fuese el más bello atardecer de su vida. La pasada noche hicieron el amor tras una cena especial, la más especial de todas, pues fue en la que celebraron que estaban embarazados. Qué guapo está, y qué feliz, nunca lo ha visto así, y eso que el miedo a que no quisiera tener el bebé la atenazó desde que orinó sobre el Predictor en los baños de la comisaría diez días atrás. Aquel momento sí que podría borrarlo de su memoria, como supone que también desean hacer todas las mujeres al tener que atinar sobre un puñetero bolígrafo de plástico mientras mean, salpicándose la mano y teniendo que esperar con el artefacto mojado unos eternos cuarenta segundos entre las manos. Rezando para que salga un resultado o el otro.
—Buenos días, princesa. —Se agacha y le da un beso suave en los labios. Sabe al dentífrico de clorofila que comparten.
Sí… qué guapo está.
—Buenos días, futuro papá —responde aún amodorrada.
—Te he preparado el desayuno.
—Apuesto a que es Cola Cao con cereales.
—Hoy no. Ven, es una sorpresa.
—Espera, déjame ir al baño primero.
—¿Tienes una náusea?
—No, bruto, tengo que vaciar la vejiga.
No sabe el motivo, pero se da toda la prisa del mundo en terminar, tira de la cisterna y se lava las manos y la cara. Cuando llega a la cocina, Fran no está, tampoco el desayuno. Por la ventana no entra nada de luz, es de noche. Extiende la mano y acciona el pulsador, el neón del techo parpadea unos segundos y luego se estabiliza. Su hija Eva está sentada en la silla frente a la pequeña mesa del rincón, en silencio, de espaldas a ella y con la mirada fija en la pared. A su alrededor todo comienza a arder, las llamas pronto se extienden del suelo al techo, la niña también arde, pero no se inmuta. Tampoco lo hace ella.
—¿Eva? ¿Cariño? ¿Qué haces levantada? ¿Dónde está papá?
La niña gira la cabeza despacio, el fuego la envuelve con su luz anaranjada y unos brillos que le confieren un aspecto demoníaco. Entonces mira a su madre de un modo que provoca escalofríos y responde:
—¿Dónde va a estar? Está muerto, gilipollas.
Y despierta.
Cristina no sabe dónde está, ni qué hora es, cuánto lleva dormida o qué ha pasado. No sabe nada.
«¿Pero qué coño?».
No puede moverse, está tumbada en una cama con las piernas y los brazos extendidos, y amarrada por los tobillos y muñecas a las esquinas. ¿Huele a orina? Sí, aunque en el acto descubre que es ella la responsable. También huele a sangre, ese detalle provoca que todo lo ocurrido en la calle, frente a la puerta de su edificio, regrese como una película visualizada a una velocidad veinte veces superior, pero en la que puede apreciar cada detalle sin problemas.
No tarda mucho más en analizar su situación actual. Está en un cuarto que parece de un niño pequeño, hay pósteres de superhéroes en las paredes, un escritorio con muchos rotuladores, lápices, gomas, y demás; una silla de despacho azul con ruedas; la cama es grande, de matrimonio; y la lámpara del techo, aun apagada, muestra los típicos puntos que proyectan estrellas por todo el cuarto para ayudar al niño a dormir. No logra aflojar los nudos de sus ataduras por más que se está dejando la piel en ello, tampoco parece que la madera maciza de la cama vaya a ceder a sus intentos por romper al menos una de las cuatro esquinas. Lo más incómodo no es la posición, sino el regusto a sangre en su boca; busca con la lengua y comprueba que le falta una muela.
«Espero que haya caído al suelo y no me la haya tragado».
También tiene el cabello apelmazado, con costra y pegado a la frente por la sangre seca del golpe que la dejó sin conocimiento. Eso justifica el dolor de cabeza terrible.
La boca seca, más de lo que la ha sentido nunca.
«Tengo que llevar inconsciente muchas horas para estar tan deshidratada. Al menos el golpe en la cabeza no me mató. Pero, ¿dónde estoy? Esto no se parece a un zulo excavado como el de la niña en aquel cortijo. ¿Por qué no me han matado? ¿Han pedido un rescate por mí? No parece que haya un demonio de Tasmania por aquí».
Esas tres preguntas son las principales, las que lo monopolizan todo en estos momentos. Esas y una cuarta a la que no piensa darle un solo segundo de su mente. No, si desea mantenerse cuerda debe evitar preguntarse qué van a hacer con ella para incentivar dicho rescate, hasta dónde llegarán con las peores torturas para forzar que Marcos, Nuria, Pablo o Livia hagan una locura por recuperarla.
Lo mejor es pensar en positivo, en huir o ser rescatada, es de primero de manual de todo secuestrado.
«¿Me estarán buscando ya? Seguro que sí. Pablo llamaría a la comisaría en cuanto hubieran pasado dos horas sin que apareciese por casa ni respondiera al teléfono móvil. El recepcionista del turno de noche habría informado de que yo no estaba ni me había visto salir. De ahí a Marcos. El comisario llamaría a Nuria, mientras Pablo hacía lo propio con Livia. En pocas horas, de madrugada, todos saldrían hacia la comisaría para comenzar la búsqueda. Otra cosa es que me encuentren. Si estoy en la casa de Mihai, de uno de sus hombres de confianza o en un piso alquilado para sus negocios, dar conmigo no será sencillo, ni siquiera para Nuria. Al menos en el tiempo que yo logre mantenerme con vida».
Un repentino mareo, quizás aún fruto del golpe en la cabeza, provoca que se quede dormida. Despierta sin saber si han pasado cinco minutos o diez horas. No cree que sea mucho, ya que sigue con idéntica sed. Ahora solo se pregunta cuándo harán acto de presencia, quizás cuando ella grite pidiendo auxilio. ¿Lo hará para pedir agua y comida o se callará para evitar que comiencen las torturas? ¿Cuánto más podrá soportar sin desfallecer de forma definitiva?
—Hola.
Levanta la cabeza, tan asustada que contiene la respiración. En la penumbra, frente a ella y ante la puerta abierta del dormitorio hay un tipo enorme, pero la voz que ha oído es…
—¿Cómo te llamas? Yo soy Antón. —Y da un paso al frente.
Cristina observa sus rasgos. Más de cien kilos, pelo negro con calva incipiente, hombros extraordinariamente caídos, ojos pequeños y redondos, un hilo de baba infinito sobre una camiseta del Recreativo de Huelva cuatro tallas más pequeña de lo recomendable. Unos treinta años, aunque es difícil precisar cuando el sujeto tiene síndrome de Down.
—Me llamo Cristina. ¿Sabes dónde estoy?
—En mi casa. Estás en mi casa. Este es mi cuarto.
—Es muy bonito. Por cierto, ¿dónde está tu casa? ¿En Huelva? —Cristina comprendió lo absurdo de su pregunta, ya que ese conocimiento no le serviría de nada sin poder transmitírselo a sus compañeros o a Pablo.
—En Islantilla.
—Qué bien, una casa al lado de la playa.
—¿La playa? Sí, la playa, aunque a mí no me dejan ir. Solo he visto la playa cuando sale por la tele. Parece muy bonita.
—¿Qué… qué haces aquí?
Él se acerca y se sienta en el colchón, a la izquierda de la cama, lo que hace que esta se incline de golpe hacia ese lado y Cristina se asuste por el atrevimiento.
—Este es mi cuarto. Mi cuarto. Mi cuarto. Yo ahora tendré que dormir en el sofá. El sofá está duro y es pequeño, Antón no cabe en el sofá.
—Lo siento, aunque no lo he decidido yo. ¿Sabes de quién es esta casa?
—De papá.
—¿Y me dirías su nombre?
—Miguel.
Cristina no sacará de aquella conversación más que la posibilidad de tener un amigo, alguien con una mente que pueda manipular lo antes posible para que la ayude a escapar. Antón saca un paquete de tabaco y se enciende un cigarrillo sin dejar de mirarla de reojo, como un adolescente queriendo impresionar a la chica que le gusta. El olor provoca un profundo malestar en el estómago vacío de la inspectora.
—¿Sabes que fumar es malo? ¿No te lo dice tu padre?
—Papá no habla conmigo, nunca. Fumar es bueno. ¿Qué sabes tú? Eres tan tonta que te has hecho tatuajes de los de para siempre. Los míos son mejores, me los quito y me pongo otros diferentes.
Muestra orgulloso sus brazos llenos de calcomanías. Cristina comprende que le ha visto el tribal que lleva bajo el ombligo, la camiseta se ha subido y no se siente del todo cómoda con Antón —o cualquier otro desconocido— tan cerca de ella en un momento tan vulnerable.
—Tus tatuajes son muy bonitos, Antón. Y tienes razón, es mucho mejor poder cambiar que tener que llevarlos para siempre.
Él sonríe, henchido de orgullo y flexionando sus rollizos brazos como si se tratase de un culturista en un concurso.
Cae una ceniza del cigarro sobre la sábana y se asusta. Comienza a limpiarla a manotazos, como si tratase de borrar la prueba de un delito. Cristina imagina que le deben de haber castigado por quemar las sábanas más de una vez. Los castigos de esta gente deben de ser terribles, sobre todo a un hijo que ha nacido como no esperaban y del que se avergüenzan tanto como para no sacarlo de casa ni para ir a la playa. ¿Qué ha dicho? Que su padre no habla nunca con él. Menuda gentuza. Al menos no lo han matado y tirado luego a una cuneta.
—No pasa nada, no se lo diré a nadie. ¿Ves? La sábana no se ha quemado ni ha quedado mancha, nadie lo sabrá nunca. Somos amigos y nos guardaremos secretos.
—¿Sí? ¿Amigos?
—Claro. Si me haces un favor y no le cuentas a nadie lo que hablamos.
—Promesa de meñique.
—No puedo, tengo las manos atadas. Si me desatas una, haremos promesa de meñique.
—No puedo quitarte las cuerdas.
—¿Por qué no?
—Porque mi padre quiere jugar contigo, y se enfadará si te marchas.
—No me marcharé, solo una mano, con eso no puedo irme. ¿Ves? Tengo los pies atados y no puedo caminar. Y sin la promesa de meñique no podré guardarte el secreto de lo que ha pasado en la sábana, casi se ha quemado. Imagina el enfado de tu padre.
Trata de pensar, o eso cree Cristina cuando lo ve balancear su gran cuerpo como un péndulo a la inversa, cierra los ojos con fuerza y mueve los labios, como murmurando pero sin pronunciar palabra. De repente se da dos golpes en la frente, y luego dice:
—Vale. ¿Cómo te desato una mano?
—¿Sabes aflojar el nudo?
—A lo mejor.
—Sería más fácil si acercas la llama de tu mechero, así la cuerda desaparecerá, como en un truco de magia.
—¿Magia? ¡Me gusta la magia!
—Shhh, no hables tan fuerte.
—¡¡Antón!!
La voz desde la distancia hace que él se levante como un militar al ver entrar a su sargento en una inspección sorpresa de los barracones. Se marcha corriendo, y cerrando la puerta tras sus pasos, tan rápido que ella no puede pedirle que vuelva luego a seguir con el juego.
«¡Mierda!».