Mihai



Tenía que ser el trabajo más sencillo de cuantos había afrontado. ¿El problema? Haber sometido bajo su autoridad y hasta el infinito a aquella niña de ojos grandes y temerosos durante más de dos semanas. Haber hecho con ella todo lo que quiso y más, y haberla destruido —o eso pensaba hasta hace unas horas— hasta las cenizas, le provocó un exceso de confianza. Un error a la postre imperdonable.

«¿Cómo has podido cometer semejante error, pedazo de imbécil?».

Solo tenía que poner un puñado de billetes en las manos de cualquiera de los agentes asignados al almacén de pruebas de la comisaría, pero quiso ahorrarse el dinero y demostrar su poder sobre la chica, acabó eligiendo el plan B. Usar el vídeo de la niña, por séptima vez desde que lo rodó, y contactar con Livia para que robase la estatuilla para él.

Porca miseria. —A Mihai le gustan más los insultos en italiano que en castellano, y la mayoría de las veces lo hace también para parecer más interesante ante los palurdos de sus empleados.

Se bebe de un sorbo el vaso de vodka que tiene en la mano, sin hielo y caliente, como a él le gusta, un vodka que le traen desde Odesa, en Ucrania, y que le recuerda los tiempos de su niñez, cuando sus padres le hablaban de la miseria que la patria, Rumanía, había provocado para que ellos emigrasen. Como si el sur de Ucrania —el país entero— no fuese un puto vertedero. Allí permaneció hasta los veintitrés años, para entonces ya llevaba seis trabajando en una pequeña organización, aprendiendo el oficio, endureciéndose para sobrevivir en un mundo difícil en el que comes o te comen. Vives o mueres.

Nunca olvidará a la primera niña que vendió, fue una prueba para sí mismo y para los socios que contactaron con él, mayores, obviamente, y que cuestionaban su valía. Estaba a punto de cumplir los diecisiete y le pidieron que raptara a Daryna, de quince. Su novia.

Sí, su propia novia.

Casi tres semanas en un destartalado y pequeño Fiat Uno azul marino cuya caja de cambios crujía cada vez que metía la segunda marcha. Casi tres semanas pasando frío y luego calor. Casi tres semanas hediendo por no ducharse ni cambiarse de ropa más que dos o tres veces. Casi tres semanas temiendo ser parados por la policía de cualquier país que cruzaban. Casi tres semanas oyendo las súplicas y llantos de Daryna, sobre todo por las noches, cuando sus dos compañeros de viaje la violaban. Él no lo hizo, le daba mucho asco, ya que él tendría que hacerlo el último. Era el nuevo, él siempre sería el último.

«A la mierda, nunca más seré el último, sino el primero».

Casi tres semanas de viaje para endurecerse al ochenta por ciento.

Cuando ya se había pulido los mil euros —esa era su parte por la venta de la chica—, una fortuna tanto en Ucrania como en Rumanía, decidió establecerse en su país de origen, mejor clima y chicas menos huesudas. Entonces volvió a viajar, esta vez con una niña de doce años, siempre rubia, de ojos azules y piel muy blanca; requisitos esenciales de los clientes. Él no lo comprendía, en su país era algo corriente y sin especial valor, pero no discutía. El cliente siempre tiene razón. ¿No?

Al entregar a la niña de doce años, le dijeron que Daryna había muerto dos días atrás de una sobredosis de heroína. Tanto el dueño del burdel como sus dos socios examinaron su reacción. No parpadeó, luego él dijo: «espero que amortizaras lo que pagaste por ella». Todos rieron y brindaron por futuros negocios.

Ahí se endureció el veinte por ciento restante.

Mihai recuerda aquellos años. Conduciendo de una forma más loca esos coches pequeños y potentes. Sintiéndose invencible junto a sus acompañantes. Se gastaban el dinero de semanas en una noche de póker o en cualquier otra apuesta absurda. Camaradería, honor, disciplina, casi como en el ejército en el que nunca estuvo, pero oía las anécdotas personales de sus compañeros, que pronto se convirtieron en sus empleados. Ninguno de aquellos dos sigue vivo, los primeros, cuando empezaba y no era más que un chaval. Así es el oficio. Por descartes, pronto se convirtió en el jefe y llegaron más subalternos, siempre fieles, obedientes, fuertes, sin escrúpulos. Eso último es esencial.

Correría el año 2002 o 2003 —¿qué importa?— cuando apareció Vasile pidiendo una oportunidad. Mihai, ese día borracho, le dijo que para demostrar su lealtad tenía que secuestrar y vender a su hermana pequeña. Aún hoy no sabe si se lo dijo en broma o en serio, pero ese cabrón lo hizo, incluso la violó durante el camino, como si fuese una desconocida. Puto loco ese Vasile… con esos dos dientes asquerosos de plata.

Con Vasile trabajó unas treinta veces, hasta dejarle el mando y pasar a otros negocios más lucrativos. Hasta hace unos meses. Ahora Vasile está en un calabozo de la comisaría por no comprender que hay que dar el salto hacia arriba a tiempo, dejar de ser un puto recadero o esbirro para dar órdenes y esperar en la seguridad de una casa que casi nadie conoce, esperar a que otros hagan el trabajo sucio. Esperar a que uno se vuelva tan invisible como inteligente en el negocio. Seguro que Vasile cuenta las horas que tardará Mihai en rescatarlo.

Pues que siga contando, pero sentado.

La puerta se abre y entra uno de los hombres de confianza de Mihai, en silencio y despacio, se acerca hasta inclinarse y susurrarle al oído:

—Está todo preparado.

—Bien, avísame llegado el momento. Si nos hacemos con la zorra, adelante con el resto del plan. Si algo sale mal, hay que abandonar el país antes de la noche. Joder, no quiero dejar este lugar, así que asegúrate de que todo salga bien.

El empleado asiente y se marcha en silencio. Mihai se escancia otro vaso de veneno de setenta grados, el único vicio que le queda, y que no logra desprenderse de él, especialmente en los días más complicados.

«Era una puta operación sencilla, ¿cómo coño se ha torcido todo hasta este extremo? No importa cuánto tiempo lleve uno en esto, ni lo bien que haya salido todo antes, no te puedes dormir sin tener una oreja alzada».

Se bebe el pequeño vaso de un sorbo, nota el fuego bajando por el esófago hasta explotar en su vientre, cada vez más hinchado. Se levanta del sillón con dificultad y camina hasta la ventana que da al jardín principal. Observa con una sonrisa amarga. Le gusta aquel lugar, lo ha convertido en lo más parecido a un hogar que ha tenido nunca. Una vez oyó que aquella ciudad remota y casi desconocida de España era la región de Europa con más horas de sol. Eso, unido a la playa infinita de arena blanca, hizo que no se pensara dos veces dónde comprar una casa para descansar de una vez. Se acabaron los viajes interminables en coche, con el culo apretado cada vez que pasaban ante la policía y soportando llantos desde el asiento trasero.

—Muy poco tiempo me han dejado descansar, ni una década siquiera.

Piensa en Livia, en el pánico que le tenía durante el viaje.

—¿Quién iba a pensar que un dulce pizdă como el tuyo iba a darme tantos problemas? Claro que te espera una última sorpresa, no voy a marcharme sin enviarte de nuevo al infierno del que nunca debiste salir.