Cuando despierta; o mejor dicho, cuando la despiertan, Nicoleta piensa que sigue en aquella cama tan cómoda, pero no es así. Ojalá.
No puede moverse, al menos no puede mover las manos y las piernas. Está sentada en un lugar oscuro y húmedo, hay un olor raro a su alrededor y le cuesta un tiempo asimilar todo lo que la rodea, especialmente el horrible animal que la mira con pequeños ojos oscuros y un hocico que parece tratar de analizar cada una de sus células, seguramente para saber si son comestibles.
Se queda quieta, tanto como puede, mientras el bicho camina a su alrededor emitiendo una respiración muy fuerte. Ante ella, además de un molesto foco de luz, hay una cámara de vídeo, pero Nicoleta no sabe lo que es y no le presta atención.
Tiene ganas de llorar, pero se contiene. Lo hace porque no quiere enfadar al bicho, lo hace porque no quiere enfadar a los que la han metido allí, lo hace porque el miedo es sabio y susurra a su oído. Lo hace porque descubrió el secreto de Santa Claus. Sí, es eso. Está convencida. Ha tenido mucho tiempo para pensarlo durante el viaje. Se levantó esa noche demasiado pronto y recibió el castigo por su impaciencia: un jersey feo en lugar de la bonita muñeca. Lo que le dijo su madre entre sueños fue para mortificarla. Ahora lo ha perdido todo, familia, casa, seguridad…
Nunca debió levantarse tan temprano, nunca debió cuestionar a Santa, nunca volverá a protestar.
Llora, llora de forma comedida, se siente estúpida. Llora pensando que eso servirá como muestra de arrepentimiento.
Llora hasta que oye la voz por el altavoz. Una voz que conoce a la perfección.
—Seguro que siempre quisiste tener una mascota —dice el tipo de los dos dientes de plata—, disfruta ahora de su compañía, se quedará contigo hasta el final.
Y la conexión se corta tras una risa sádica.