Dos rusos



—Entra en el coche sin dar problemas o la niña morirá.

—¿Está con vosotros? ¿La lleváis ahí dentro? Contesta, hijo de puta.

El tipo sonríe y muestra dos dientes de plata que producen escalofríos a la oficial. Pero en este momento no puede pensar en esa dentadura horrenda, ni en lo que ha dicho el tipo, solo en que ha tardado unos ocho segundos en frenar el coche, abrir la puerta y soltar la frase. Un tiempo fabuloso para un delincuente, para ganar unos juegos olímpicos del hampa, si es que estos se celebran algún día. Pero es una eternidad en comparación con el tiempo de reacción de un comando de élite de la policía; más aún si ha sido diseñado por Nuria Carvallo y llevado a la práctica por la inspectora Collado.

Cuando aquel imbécil empezaba a pronunciar la palabra «morirá», ya había veinte armas automáticas apuntando a las cabezas de los tres delincuentes, más cuatro rifles de francotirador y dos helicópteros volando tan bajo que parecían a punto de posarse en las azoteas de los pisos. Ni siquiera se dieron cuenta de que la calle se había cortado y desalojado diez segundos antes de que ellos frenaran.

El que va en el asiento del acompañante, vestido con un pantalón vaquero azul y una camiseta del Real Madrid, sale a toda prisa con una pistola en la mano y apuntando a uno de los policías. Catorce balas en menos de un segundo convierten su camiseta en la del Manchester United. El conductor deja las manos al volante, sin mover una pestaña. El tipo de los dos dientes de plata se lleva las manos a la nuca a la velocidad de las placas tectónicas.

Livia no sonríe mientras los esposan, allí no está Mihai. Lo esperaba. Y ahora toca la parte más difícil. Si no logran hacerlos hablar, la niña morirá. Nuria y los de la forense informática están tratando de buscar el origen del vídeo, pero el tiempo se agota y no tienen ninguna pista aún, salvo lo que cuenten estos dos; y sabe que no será fácil hacerlos cantar.

«No, estos dos serán mudos todo el tiempo que puedan permitírselo».

—¿Estás bien? —Es Cristina, aunque irreconocible con el casco aún puesto.

Livia reprime el impulso de darle un abrazo, se limita a asentir y darle la bolsa con la estatuilla. Cristina la toma y la tira a la papelera más cercana.

—¿Qué haces…? Entiendo, no es la estatuilla.

—No, solo dos tazas horribles que había en la cocina y que nadie usaba desde hace muchos meses. Si te hubiesen capturado, si nosotros fallábamos y ellos escapaban, al tener la estatuilla en su poder, la niña y tú ya no seríais más que cabos sueltos por atar. La única forma de manteneros aún con vida era que ellos negociaran con vosotras de rehenes para una nueva entrega.

—¿Eso quiere decir que iba a pasar un día o dos con un bicho de esos de Tasmania?

—Mejor no pensemos en eso. Tenemos prisa. Vamos.



Ha pasado casi una hora desde la detención y no han podido hablar aún con los dos detenidos. En inglés, han pedido un abogado; y este, al llegar, ha solicitado un intérprete de ruso.

Cristina arde en deseos de romper algo, a ser posible la cabeza de un ruso.

—No me puedo creer que aún no podamos hablar con esos dos. Menuda mierda de burocracia y leyes.

—Tranquila, Cristina, hablarán.

—El tiempo se agota, Marcos, tenemos que entrar ahí y sacarles dónde está la niña, y también dónde está su jefe.

—¿Qué te hace pensar que hay alguien más?

—Míralos bien, son matones. Observa cómo visten, cómo miran; estos son gentuza de poca monta, antiguos militares que ahora se venden a quien pague mejor. No tenemos una tasación fiable de la estatuilla, pero montar todo esto para robarla de una comisaría, implicar a una oficial y secuestrar a una niña… Tú también lo ves. Seguro que hay un perista de obras de arte detrás, con millones como comisión a repartir entre él y el tipo que lo ha organizado todo: el jefe de esos dos. Livia asegura que hay un tal Mihai, ya lo oíste en su confesión en la cocina ayer. Pero Mihai no está aquí.

—¿Podría equivocarse?

—¿Livia? ¿Oíste lo que le hizo? ¿Crees que olvidaría a alguien así?

—No, tienes razón.

—Sigo aquí, podéis hablar de mí sin que eso me haga sentir invisible. Y ya os aseguro que esos dos son peones del juego.

Livia, Nuria y Víctor acompañan a la inspectora jefe y al comisario en la sala contigua a la de interrogatorio, escuchando en silencio la conversación mientras no quitan ojo a través del falso espejo que les separa de los dos detenidos y su abogado.

—Es una sensación de impotencia horrible. Si la niña muere, a esos dos les caerá, además de la acusación de secuestro, la de homicidio.

—Cristina, los dos sabemos que cuando las huellas dactilares de esos dos entren en el sistema, saldrán docenas de delitos, y eso solo en España. ¿Tú los ves con pinta de que les importe lo que le pase a la niña? Para ellos es la comida de su mascota.

—Lo que más me jode de todo es la sonrisa de ese mequetrefe de abogado con traje barato. ¿De qué coño se ríe? Si pudiera entrar ahí dentro con las cámaras apagadas, te juro que ese sería el primero en caer al suelo, tras mearse encima.

—Será mejor que salgamos un rato fuera para que nos dé el aire, en cuanto llegue el intérprete comenzaremos con el interrogatorio.

—Me quedo aquí —dice Livia—, por si se les escapa algún comentario en castellano.

—Ya sabemos que hablan castellano, pero no podemos obligarlos, el reglamento exige que les traigamos un intérprete si lo solicitan.

Víctor se queda con la chica en la sala, tenía pensado preguntarle cómo se siente tras el operativo para capturar a los secuestradores, pero en lugar de eso decide indagar por otro lado.

—¿Qué piensas hacer si se acerca la hora límite y no hemos descubierto dónde está la niña?

Livia no responde, pero le dedica una mirada de angustia que el subinspector ya esperaba. Se hace un silencio de varios e incómodos segundos cuando vuelve a hablar.

—En casos como este, tener a Cristina ya era complicado, es una bomba de relojería cuando no se puede esperar nada positivo de la justicia, cuando lo justo es cruzar la línea que separa el bien del mal. Tú tienes su misma mirada en este momento. —Livia trata de no mirarle—. Ahora tenemos dos bombas a punto de estallar y tengo miedo.

—¿Por qué?

Víctor se sorprende, no esperaba que ella participase, y menos con una pregunta así.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué te da miedo?

—¿Acaso a ti no hay nada que te lo dé?

Ella muestra una sonrisa demencial, su compañero incluso aguanta la respiración para hacerse aún más invisible de lo habitual.

—Si te refieres a la muerte, al dolor extremo y esas cosas, no; ya me vacunaron hace unos años. Ya estuve muerta, en varios niveles del infierno, compartiendo viaje de dos semanas con el diablo y dos de sus demonios. Y al llegar a mi destino me esperaron cuatro años aún peores. ¿Sabes qué? —Víctor no es capaz de responder—. No hay nada en el mundo que me puedan hacer y que me genere miedo, otra cosa es lo que le puedan hacer a Cris. A ella no, a ella no puede pasarle nada. Eso sí que me da miedo, vivir sin ella.

Al otro lado del falso espejo cuchichean entre los dos detenidos, el abogado parece tratar de hacer una llamada, revisar el correo o vete a saber, pero en el sótano no encontrará cobertura por más que lo intente. Pasan un par de minutos, en silencio, y entra en la sala una desconocida junto con Marcos y Cristina. La señora, de unos cuarenta años, alta, delgada y con el cabello tan negro como blanca la piel, debe de ser la intérprete de ruso.

Nuria entra en la sala contigua, y junto a Livia y Víctor observan cómo todos se sientan alrededor de la mesa y comienzan las preguntas, que lanza Cristina y traduce la mujer. En primer lugar la obligatoria «¿le han leído los derechos?» para evitar sorpresas y luego se lanzan al grano. Cristina no tiene piedad, les cuenta todo lo que saben sobre ellos, todos los delitos que están surgiendo, tanto de España como de otros países, y finaliza con un trato:

—Decid dónde está la niña e iréis a juicio en España, además de cumplir condena en una cárcel cercana. Si no habláis, se os extraditará al país con las leyes más duras que os reclamen, eso os garantizaría la perpetua en una cárcel turca o la pena de muerte en Libia.

Tras la traducción, cuchichean entre ellos. El abogado parece completamente perdido, no sabe si intervenir y que la traductora comunique sus consejos a los detenidos o limitarse a esperar acontecimientos. No quiere perder el caso, pero tras lo que ha oído de los dos personajes que tiene como clientes, lo único en lo que ahora piensa es en poder sentarse algo más alejado de ellos.

El tipo de los dos dientes de plata, que parece tener autoridad sobre el otro, responde un par de frases. Antes de que la traductora haga su trabajo, la puerta se abre de golpe.

—¿Livia?

—¡¡¡Nu sunteți ruși, sunteți români, muei!!!

Marcos se levanta para contenerla. Los dos detenidos sonríen y Cristina y la traductora no saben qué hacer.

—Relájate o tendrás que marcharte.

—No son rusos, son rumanos. Nos están haciendo perder el tiempo.

—Tiene razón, dice la traductora. El ruso que ha empleado ese señor hace unos segundos es muy rudimentario y con acento rumano; además, ha intercalado palabras rumanas en las frases.

—Abogado —apunta Cristina—, está quedando grabado que sus clientes no solo no cooperan, sino que hacen perder el tiempo para que una niña de ocho años que tienen secuestrada muera de una forma terrible.

—Eso del secuestro no está demostrado, y mis clientes no están cometiendo ningún delito en este momento, el protocolo de interrogatorios garantiza que ningún detenido se quede sin…

—¿Pero qué protocolo ni qué cojones? —Livia está tan furiosa que Marcos, con treinta kilos más de peso, casi no es capaz de contenerla.

—Espera fuera.

—¿Cómo?

—Que esperes fuera.

—Comisario, el tiempo se agota, no podemos permitir que…

—He dicho que esperes fuera —no es solo el tono calmado y las palabras tan espaciadas, lo que a la chica más le impacta es la mirada de Navarro—. Señora Alekseev, ya no la necesitaremos, muchísimas gracias por su colaboración. Le ruego que abandone la sala.

Livia se queda fuera, en el pasillo, sin saber a qué demonios viene eso, pero confiando en Navarro. La intérprete se marcha murmurando algo por lo bajo. Entonces sucede. La puerta se abre de nuevo y el abogado parece sacado a empujones de allí.

—¿Pero qué hace? ¿Está loco? Esto le costará el puesto.

—Mire, señor Pedrero, mientras dure el corte de luz en el edificio, no podremos seguir con la entrevista, así que puede salir a dar un paseo o ir a la máquina de café.

—¿Qué corte de luz? Usted me ha sacado de la sala sin autoridad alguna y ha apagado la cámara. El fiscal y el juez lo sabrán inmediatamente.

—Le garantizo que no tenemos electricidad, salvo en el generador secundario, el que abastece las lámparas del techo y las cerraduras electrónicas de los calabozos.

—¿Me toma por idiota?

Livia contiene como puede la sonrisa.

—En absoluto.

—Déjeme entrar ahí dentro o no pararé hasta ver cómo les echan a todos ustedes del Cuerpo.

—Está bien, le dejaré entrar, ya que insiste tanto, pero antes quiero que mire algo. —Le susurra algo al oído a Livia y esta regresa tan rápido como partió, esta vez con un iPad en las manos.

—¿Qué… qué es eso? ¿Qué me está enseñando?

—Quizás a usted le importó muy poco lo que decíamos ahí dentro, pero ahora tendrá que vivir habiéndolo visto con sus propios ojos. Eso que ve es una niña atada a una silla, una niña de ocho años que morirá cuando ese reloj se ponga a cero, quedan menos de siete horas.

—Pero… pero… ¿Eso es una rata?

—No, es un demonio de Tasmania de diez kilos, omnívoro, hambriento y con una presión de mordida, si la Wikipedia no se equivoca, de las más potentes del planeta. Se la comerá con huesos y todo.

—Imposible… —Está sudando y temblando, al borde de un ataque—. No puede estar viva, no puede… ¡Oh, Dios mío, Dios mío, se ha movido! ¡La niña está viva!

—Pues claro que sí, aunque solo por menos de siete horas.

Un fuerte golpe seguido de un quejido llegó del otro lado de la puerta.

—¿Qué ha sido eso?

—Yo no he oído nada.

Más golpes y súplicas.

—¿Cómo que no? Se oyen golpes ahí dentro.

—Debe de ser una silla que se ha caído.

—¿Están golpeando a mis clientes? ¡Oiga!

—No, óigame usted a mí. La puerta está abierta y yo no le impediré entrar si usted lo desea, pero tendrá que elegir entre dos opciones. Entrar, ver lo que ocurre dentro y denunciarnos, además de vivir toda su vida sabiendo que usted ha contribuido activamente en la salvaje muerte de esta niña; me encargaré personalmente de que vea la parte final del vídeo, ya me comprende. O, por el contrario, acompañar a la oficial Craciun a tomarse un café o infusión, ya que los dos parecen alterados.

—No sé… no sé… esto… esto…

—Esto no lo enseñan en la facultad de Derecho, lo sé. Tampoco en la academia de policía, doy fe. Esto es el mundo real. Y usted tiene que decidir ahora lo que piensa hacer.

Al otro lado de la puerta se han intensificado los sonidos de los golpes y los gritos de dolor. El abogado no los oye más que unos segundos mientras se aleja de allí con la oficial. Livia, a pesar de lo alterada que estaba segundos atrás, solo puede pensar en la frase que les ha gritado a los detenidos al entrar en la sala.

«Muei, ¿muei? Joder, qué vergüenza, ¿no se me ha ocurrido otra cosa mejor que pedirles que me chuparan el pene. Necesito aprender más insultos en rumano».



En la cocina de la comisaría, y alrededor de una cafetera recién hecha, Marcos se frota la cara con rabia. El resto permanece en silencio.

—Eso está muy lejos, demasiado.

—Son tres horas y media en helicóptero —responde Cristina, con las manos metidas en bolsas de hielo que Irene ha ido a comprarle al súper de la esquina.

—No se trata solo del tiempo de vuelo, hay que organizarlo con los mapas del terreno, pedir permisos al juez, esperar a los pájaros, coordinar el ataque sobre el lugar… tendremos escasos minutos para el rescate.

—Pues no los perdamos aquí. Vamos a movernos y llegaremos antes del anochecer.

Los dos detenidos habían cantado, vaya que sí, y lo hicieron en castellano y en rumano, por si eso daba puntos extra. Cuando Marcos, dos minutos después del comienzo del espectáculo, notó que los ruidos habían cesado, entró en lo que antes era una sala de interrogatorio y tuvo que contener la exclamación. Cristina le explicó lo ocurrido:

—Les he quitado las esposas y les he dicho «si llegáis a la puerta que está tras de mí, será fácil salir del edificio. Si no lo lográis, os tocará cantar para mí».

—Estás loca.

—Un poco, sí.

Ahora mismo deben de estar llegando en ambulancia al hospital. Entre mandíbulas, dientes, narices, costillas y brazos, tendrán que pasar una buena temporada sobre sendas camillas antes de volver a ser una sombra de los despojos que han sido.

Cantaron, vaya si cantaron.

—¿Y si es mentira? ¿Y si nos han engañado? —pregunta Irene.

—No, no lo han hecho. —Todos miran a Livia.

—¿Cómo estás tan segura?

—Son gente de honor, de respeto. Miserables que no dan un céntimo por una vida humana, pero honorables a su manera de ver la vida. Esos serían capaces de dejarse desollar vivos antes de contar dónde se esconde su jefe, pero el lugar en el que está la niña es diferente. Además, ellos no valoran lo más mínimo a las mujeres, y una les acaba de dar una paliza épica; eso eleva a Cristina a la categoría de persona merecedora del máximo respeto posible. No han mentido, la niña está allí.



Livia sale con el resto de compañeros de la cocina, tiene mucho que hacer y no hay tiempo. Cristina la llama a su espalda.

—¿Puedes venir un segundo?

Ella se extraña pero no desobedece, se acerca a la inspectora.

—¿Sí? ¿Tienes algo más para mí?

—Se podría decir que sí. Un recuerdo.

—¿Un…? ¿Cómo dices?

—Toma. —Extiende la mano cerrada y deja caer algo sobre su palma. Cristina cierra la mano de la chica en ese momento y se marcha con una sonrisa. Livia no comprende, pero abre la mano despacio, en ella hay dos dientes de plata ensangrentados. Sonríe.

Mira a Cristina desde la distancia, como un niño amante de los cómics de superhéroes miraría al Capitán América, su meta a alcanzar.

«Tal vez los haga fundir para hacerme unos pendientes».