Tose.
Se va a morir. Y si no lo hace hoy, lo hará durante la noche o mañana.
Cada día igual. Así lleva más de un año. Convirtiéndose en un guiñapo sobre la cama.
Tose de nuevo, tose como si sus pulmones ya se hubieran cansado de trabajar en las peores condiciones posibles durante demasiados años. La mina y el tabaco los han convertido en dos bolsas arrugadas y forradas de alquitrán y carbón.
Desde hace dos meses no solo tose, también se ha vuelto más gruñón, aún, y algunas veces se hace las necesidades encima. Ella piensa que es más por molestar que por no darle tiempo a decirlo para que lo ayude a ir al baño. Ya casi no lo reconoce. ¿O siempre fue así de desconsiderado?
Los niños ayudan poco, tres se han marchado y los otros dos no están por la labor ahora que su padre no puede castigarles con la correa, como antes.
Desde que la niña se fue…
Echa de menos a Livia, a su manera, pero la echa de menos. Seguro que ahora estaría día y noche al lado de la cama, asistiendo a su padre. Pero ya no está. La vendieron en cuanto tuvieron la oportunidad. La vendieron por un buen precio porque padre y ella pensaron que solo daría problemas, que no lograrían hacer una mujer de una niña tan flacucha.
La vendieron. Y ahora ya no está.
Vuelve a toser, parece que ya le queda poco, va a morir de un momento a otro.
—¡Comida!
Pues no, parece que hoy también sobrevivirá. Ella se marcha a la cocina e improvisa lo que puede con las sobras de los días anteriores, si es que allí sobra algo a la hora de comer. Una sopa con cuatro fideos, tres trozos de carne tan dura que no se puede roer y algo de pan duro; al hervir, el caldo ablandará los ingredientes a la vez que saca su sustancia.
Cuando va a llevársela a su marido, oye el timbre de la puerta.
—¿Leon? Es temprano para que hayas llegado —gruñe a su hijo mayor—. Espero que no te hayan despedido de este empleo también.
Tras abrir, frunce el ceño al comprobar que no es su hijo, sino un mensajero.
—¿Es esta la casa de Alin y Ionela Craciun?
—Sí, ¿qué quieres?
—Un paquete.
—No he pedido nada.
—Está pagado. Si no lo quiere, me lo llevaré.
—¡Espera! —Se aferra a la caja de cartón con sus manos huesudas y retorcidas por la artrosis.
—Que pase buen día.
Ionela le responde cerrando la puerta en sus narices. La caja tiene el tamaño de la que envolvería un microondas y es pesada, bastante. Entra en la cocina y la deja sobre la mesa. La sopa se va a enfriar y se la lleva a su marido. Se sienta en el borde de la cama y comienza a darle cucharada tras cucharada, despacio, hasta que la luz decae al otro lado de la ventana y siente que abre la puerta uno de sus hijos, seguro que Sandu, ese nunca olvida la llave.
—¿Qué es esto?
Se había olvidado del paquete sobre la mesa de la cocina.
—Lo ha traído un mensajero. Espera, voy a abrirlo.
Llega a la cocina con el plato vacío y observa a su hijo de pie ante ella, teniendo el triste recuerdo de ver a su propio marido treinta años antes, con el mismo mono manchado de carbón al regresar de la mina. Entonces llevaban semanas casados. Ahora se muere en la habitación del fondo.
Sobre la caja de cartón hay un sobre envuelto en una funda de plástico, ella lo saca mientras su hijo corta la cinta de embalaje que envuelve la caja. Ella saca el sobre de papel, él encuentra una mochila negra.
Ionela casi no sabe leer, pero el texto es breve y escrito en un rumano muy básico, como el de una niña:
«Durante muchos años os deseé la muerte por enviarme al infierno. Hoy, en cambio, agradezco lo que hicisteis, porque me llevó al cielo y a conocer a un ángel».
L.
Ionela no comprende lo que ha leído, cree que se trata de un error, entonces observa a su hijo. Este tiene la boca abierta mientras observa el interior de la bolsa de deporte negra.
—¿Qué hay ahí?
—Nada.
—¿Cómo que nada? —Intenta quitarle la bolsa a su hijo, pero este la aparta de forma brusca.
Sandu da un paso atrás, lleva la bolsa apretada entre las manos, dentro hay toda una fortuna que no piensa compartir. Nada menos que cuatrocientos setenta y siete mil euros, aunque él aún no los ha contado.
—¿Qué es lo que me escondes?
Sandu toma un cuchillo de la cocina y lo extiende hacia su madre de forma amenazadora.
—¡Aquí no hay nada para ti, vieja! Apártate.
Ella no hace caso. Dos minutos después, el chico sale de la vivienda a toda prisa, el cuchillo, aún en la mano, está ensangrentado hasta la empuñadura.