Un llavero con forma de unicornio



La reunión es más por cumplir con la planificación que para informar de avances sobre el caso, ya que no hay ninguno. Los inspectores saben que las redes de trata de humanos, fuesen para sexo o esclavitud, se dividen en dos principales grupos: los que cuentan con una gran organización, con policía e incluso políticos comprados; y los de poca monta que viajan en coche durante tres mil kilómetros con la pobre desgraciada de turno que se hayan encontrado. Tanto las primeras, por contar con millones de euros en sobornos; como las segundas, por su ridículo impacto social, son completamente invisibles.

En la actualidad Mihai se dedica a otros menesteres, quizás por ahí fuese más fácil encontrarlo, pero eso no quiere decir que lo logren. Cometer errores suele ser algo relacionado con la mente, con la toma de decisiones, con la seguridad y la confianza, que son dos ases en la mano, a la espera de que la baraja entregue uno o dos más: suerte y buen hacer, pero que a menudo pueden dejarte con el culo al aire con una miserable pareja frente a un trío ganador. La organización de Mihai ha obrado tan bien durante décadas, que la policía no los tiene fichados ni por una multa de tráfico. Tantos años, quizás décadas, demuestran el talento y la precisión de sus acciones. Pero acaban de cometer un error, intentaron secuestrar a una oficial de la Policía. Si Cristina no hubiera estado siguiendo cada paso de Livia…

El caso es que han cometido el error y eso no es lo habitual.

Los dos detenidos siguen en el hospital, aunque no han dicho una palabra de la organización, menos aún de su jefe ni de dónde se esconde.

—Entonces, ¿no tenemos nada? —Marcos quiere volver a sus tareas y apremia a Cristina. Allí también están Víctor, Livia y Nuria.

—Quiero volver a hablar con los dos detenidos, quiero hacerlo las veces que haga falta, es lo mejor que tenemos para llegar a Mihai y desmantelar su organización.

—¿No has sacado nada del alquiler de la finca en Córdoba?

—Se alquiló hace un año a nombre de un ciudadano ruso, la policía de Moscú nos ha confirmado que se trata de un exmilitar fallecido hace doce años. Quien alquilase la finca lo hizo con documentación falsa. El propietario estaba asustado porque lo hizo sin legalizar el contrato para no pagar impuestos. He hablado con él por teléfono y nos asegura que eran tipos bien vestidos, educados, extranjeros sin saber de dónde y que pagaban en efectivo a través de envíos en sobres a su domicilio. No sabe nada más, aparte de que se marcharon sin decir nada y él se dio cuenta cuando dejó de recibir la mensualidad.

—¿Ha reconocido a los dos detenidos?

—No. Dice no haberlos visto nunca. Me lo creo, el de los dos dientes de plata tiene una cara de esas que uno no olvida.

—¿Habéis identificado a la niña?

—Tampoco; las autoridades rumanas, polacas y del resto de países en los que operaba esta banda no tienen ningún caso de desaparición que se corresponda con la fotografía que enviamos de la niña: el fotograma del vídeo. Algunos de los inspectores con los que he hablado me han dicho que es posible que fuese huérfana, secuestrada de un hospicio que no haya denunciado el caso, o que toda su familia pueda haber sido asesinada para llevarse a la cría.

—Joder… Bueno, seguid insistiendo. Si hay un familiar que quiera saber de ella o tener sus restos en su ciudad, en lugar en la otra punta del continente, pues tenemos que hacer lo que esté en nuestra mano por ello. —Cristina asiente—. ¿Tenéis algo más?

—Eso es todo.

—Pues espero que el caso avance más deprisa. No confío mucho en la línea de interrogatorio a los dos detenidos, pero intentadlo por si logramos algo, yo presionaré al juez para daros el permiso pertinente.

—Tal vez si los interrogas tú —apunta Cristina mirando a Livia.

Los presentes miran a la joven oficial, que está dibujando un círculo infinito con el dedo sobre un poco de azúcar que se ha derramado sobre la mesa.

Esta levanta la mirada y vuelve a la mesa, y sigue con los círculos.

—No. —Es tajante y Cristina no insiste más.

—¿Y la señal del vídeo? ¿Huellas en el coche en el que intentaron el secuestro? ¿El teléfono de Livia?

—Aún nada.

—Ya me lo temía. Seguid con el caso unos días más, dadme progresos esta semana, ¿entendido?

No espera respuesta, el comisario se marcha de la cocina.

—¿Qué ha querido decir con unos días más? —pregunta Livia, con el dedo detenido en mitad de un círculo.

—Los casos tienen una vigencia, si no se avanza con ellos, se deben archivar.

—¿Archivar? ¿Es una puta broma?

—Livia…

—Intentaron secuestrarme, querían una obra de arte incautada, mataron a esa niña… ¿Cómo vamos a dejar que se archive el caso?

—Teníamos la obligación o responsabilidad de llegar a tiempo y salvar a la niña, ese era el caso primario. Una vez encontrado su cuerpo, el caso es otro, el de descubrir a los asesinos. Si no avanzamos estos días, pasaremos a otro caso.

—Joder, joder.

—Tranquilízate, ya es una suerte que Navarro y yo no te hayamos apartado por la implicación emocional con tu pasado. Haz tu trabajo y deja la toma de decisiones para los demás. Bastante has provocado ya con la idea que tuviste de solucionar esto en solitario y por la vía rápida.

Livia agacha la cabeza.

—Vamos, todos sabéis lo que hay que hacer: mover el culo y encontrar algo que nos acerque a Mihai antes de que acabe la semana, o todo este esfuerzo no habrá valido para nada.

Cristina observa cómo se marchan en silencio. No le gusta ser dura con Livia, con ella ni con nadie, pero es lo que debe hacer para evitar que se descontrole la brigada. La tarea debería ser de Víctor, pero es mucho pedir que el subinspector alce la voz y se imponga ante un compañero, mucho más si se trata de la bomba de relojería rubia que, en tan solo unos pocos meses, ha revolucionado por completo la comisaría.

Quiere atrapar a Mihai, quiere mirarlo a los ojos y decirle que todo lo que ha hecho le ha estallado en la cara y que tendrá que pagar por ello. Pero para lograr su objetivo necesita que cometa un error o que ellos tengan suerte en la búsqueda de las pruebas que tienen. Cristina no es optimista. Nunca. Ahora mucho menos. El registro del vehículo indicará que fue robado un par de horas antes y que solo tiene huellas y fibras de los tres ocupantes. La señal de vídeo de la niña seguirá oculta entre un mar infinito de conexiones por el mundo, la mayoría en países que no ponen las cosas fáciles a la hora de colaborar. Y el teléfono de Livia no volverá a sonar nunca más.

Seguro que la semana que viene estará con otro caso, detallando las tareas a realizar de cada colaborador y sin prestar atención a los semblantes de decepción —enfado en el caso de Livia—. Pero jamás, ninguno de ellos, será capaz de olvidar la cara de la niña del vídeo.

Jamás.

Marcos ha informado esta mañana a la inspectora jefe sobre la denuncia interpuesta por los dos detenidos. Ya tardaban demasiado. Lo cierto es que el comisario no está del todo convencido de que pueda salir indemne de esta situación, quizás le caigan unos meses de inhabilitación, pagar los costes del hospital y perder las opciones de ser comisaria el día de mañana. Eso último es lo que menos le preocupa, y unos meses de inhabilitación le vendrán bien para pasarlos con Pablo y la pequeña.

«¿Quién sabe? Tal vez funcione si me hago la víctima y pregunto al juez por las posibilidades que tendría una chica frágil como yo contra esos dos enormes delincuentes. “Señoría, no sé cómo se quitaron las esposas, luego comenzaron a pegarse entre ellos cuando supieron que había un corte en la electricidad del edificio y las cámaras no grababan. Pasé mucho miedo”. Si hay suerte y cuento con algunos jueces que conozco…».

Y regresa a su despacho. Lo primero que hace al llegar es llamar a los dos agentes que escoltarán a Livia durante esos días, aunque la chica ni siquiera lo sabrá.

«Livia… la clave está en Livia».



Cuando mira su reloj, a las nueve menos diez de la noche, se dice «¡qué demonios! Aquí poco voy a avanzar», y se marcha. Solo se despide de Irene, con una sonrisa, se siente agotada tras una semana como esa, en la que el caso la ha absorbido como nunca antes otro. El sol está a punto de ponerse, provocando destellos rojizos en su largo pelo rubio. Un taxista pita al pasar a su lado y, unos metros más adelante, desde un coche dos chicos jóvenes le dicen un piropo de dudoso gusto. Ella sonríe, aunque otras veces se ha sentido incómoda con los piropos.

Se dirige a casa, piensa en que no le apetece nada hacer la cena, además de la película que elegirá en Netflix para ver antes de quedarse dormida. Mejor en la cama, porque cuando se duerme en el sofá suele despertarse a las cuatro o cinco de la madrugada con la espalda destrozada.

Enfila el paseo de Buenos Aires, dejando la catedral de la Merced y la plaza a la que da nombre a su izquierda, como cada día, seguro que esa cuesta arriba interminable tiene la culpa de que su culo esté redondo y duro como dos caparazones de tortuga. Gira a la derecha en la calle Ginés Martín y respira al dejar atrás el calor que siente tras subir una pendiente tan pronunciada. Está sudando, pero no le importa, no está pensando en eso ahora. La sensación acuciante de que la están siguiendo monopoliza su mente.

Se lleva la mano despacio al pecho, bajo la cazadora sigue su arma, y quita el enganche de seguridad. Se para ante el escaparate de una agencia de viajes, trata de buscar en el reflejo del cristal a quien no se esté comportando de un modo natural a su espalda. No ve nada sospechoso, solo hay una señora en toda la calle, y sigue su camino.

Tiene hambre, eso es algo habitual, pero no va a comer más de la cuenta durante la cena o pasará una noche pesada.

«Menuda noche la del sábado pasado tras hartarme de costillas a la barbacoa».

Gira de nuevo a la derecha, en la calle Isaac Peral, ya está a pocos metros de casa.

Tengo que entrenar más, debería haber ido hoy al gimnasio. Chasquea la lengua con decepción, se está acomodando demasiado. Cuando estaba en la academia, apenas pisaba la casa para dormir unas pocas horas por las noches. Ahora está deseando llegar para tumbarse en el sofá.

Saca el llavero del bolsillo al llegar a la puerta, es enorme por culpa del unicornio de plástico rosa que le regaló Nuria unos meses atrás. Y entonces lo ve todo, pero sucede más rápido de lo que pudiera imaginar.

Cuatro grandes brazos, todos intentando golpearla, esquiva tres, el cuarto le da de refilón en la mejilla. Siente cómo arde y eso le da adrenalina para moverse más deprisa. Golpea la nariz de uno. El otro es más rápido y esquiva su directo a la mandíbula. Ella sujeta un antebrazo que se movía más deprisa de la cuenta, pero un puño aparece e impacta de lleno en su nariz. El sabor de la sangre a borbotones al tragarla, el mareo, el temblor de piernas. La señora en la calle grita histérica a poco metros.

«Mierda, me han roto la nariz».

No son delincuentes habituales, ni idiotas que presumen en el gimnasio. Se trata de profesionales que han hecho esto muchas veces. No tiene opciones. Lo sabe. Y lo confirma cuando no ve llegar el segundo puñetazo. Definitivo.

Fundido en negro.