—¿Qué tal estás, grandullón? Cada día te veo más delgado. Y creo que necesitas un afeitado para perfilar la barba y dejar ese cráneo pelón, ¿verdad? Como a ti te gusta. Pues me pongo con ello en cuanto termine de comer, que estoy famélica.
Hace meses que Nuria no va al bar Manolo, casi ni recuerda qué conversaciones mantuvo con sus compañeros esa última vez. Le viene bien para la dieta que se ha propuesto seguir; hoy comerá una ensalada de arroz con atún, maíz y dados de queso feta, acompañada de una botella de agua mineral. Si estuviese en el bar restaurante al que suelen acudir más de la mitad de los policías, se habría zampado dos platos de los que prepara la mujer de Manolo para saciar a un policía patrullero de noventa kilos, no para una chica de cincuenta y cinco kilos que no se mueve del escritorio en casi todo el día. Había perdido ya cuatro kilos, pero el inspector David Sobrá la superaba con más de quince.
—La dieta de suero te está dejando en los huesos, no te vas a reconocer cuando despiertes. Ya me estoy imaginando el atracón que te vas a dar en cuanto te dejen salir. Creo que Marcos hablaba el otro día de colar una pata de jamón en el hospital. Dice que lo más complicado será el cuchillo jamonero. Bueno, ya pensaremos en algo, yo creo que te aviarás con los dientes, ¿verdad?
Unos minutos antes, por el camino, Nuria ha saludado a todos los guardias de seguridad y a la mayoría de enfermeros y celadores con los que se ha cruzado por los pasillos, ascensor y salas, ya los conoce por sus nombres de pila y la confianza adquirida hace que incluso se pregunten por cómo les va, cómo está la familia o qué han hecho el fin de semana. Eso no suaviza en absoluto la inquietud que le hormiguea bajo la piel cada vez que recorre esos pasillos. Si antes no le gustaban los hospitales —¿a quién sí?—, ahora mucho menos.
Lo único bonito, si puede definirse así, es que sueña con que entrará en la habitación una tarde de estas y verá a David despierto, o que despertará estando ella allí. Lo abrazará y llorará como una boba, incluso tendrá que contenerse para no decirle que le quiere.
—Solo a mí se me ocurre enamorarme de alguien justo cuando entra en coma. Qué desastre. Pero no me voy a rendir, él no lo haría tampoco, ¿verdad?
—Hola guapa, otra vez te pillo hablando sola.
—Es verdad, tendría que hablarle a él. —Nuria se levanta y le da dos besos a Salvador, el padre de David. No se parecen en nada, se trata de un hombre enjuto, entrado en la sesentena y con una mata de cabello negro en la cabeza por la que su hijo mataría.
—No sabía que venías hoy.
Nuria no le cuenta que va prácticamente todos los días, aunque no siempre a la misma hora.
—Me alegro de coincidir contigo, Salvador, así me sigues contando cosas de David, te quedaste la última vez en los doce años, cuando se partió un brazo tras caerse de la rama de un árbol.
—De pequeño era una cabra loca, no paraba de saltar, subirse a los árboles y capturar todo tipo de bichos. Por cierto, cuando despierte, se sorprenderá de que conozcas más de su vida que él mismo. Pero antes de seguir con la biografía que me estás sacando por capítulos, y mientras te terminas la comida, te cuento el del tipo que entra en una librería y pregunta por libros para el cansancio; el librero le responde que sí tiene, pero están todos agotados.
—Ese es más malo que el de la última vez. Pero, al menos, no me cuentas chistes guarros como los de David.
—Jamás a una dama.
«Dios, qué buen cóctel saldría si este hombre cediera detalles tan bonitos de su personalidad a su hijo».
—Al final harás que me sonroje.
—Las chicas de ahora no os avergonzáis por nada, habéis visto y escuchado de todo. ¿Qué dijiste? Ah, sí, que me había quedado en los doce años. Pues a los trece David entró en el instituto, y le dio por dejarse el pelo largo. Aquí, en Huelva, sin ser un heavy de esos, todos en el barrio pensaron que se había vuelto marica, pero ese rumor no duró ni un mes, porque empezó bien rápido a coleccionar novias como los chicos de su edad aún coleccionaban cromos. A veces se le veía con cinco o seis chicas la misma semana. ¡Y tenía trece años! Su madre y yo pensábamos que acabaríamos teniendo un disgusto. Ya sabes, temíamos que apareciese algún día una niña con sus padres en la puerta de casa, pidiendo explicaciones por la barriga de la cría. Pero fíjate, han pasado más de dos décadas y no ha tenido hijos. Que yo sepa, claro. A David no le gustaba mucho estudiar, salvo libros de animales, así que dejó de ir a clase muy pronto y…