Rumanía
Nicoleta sabe hacerlo, no tiene que enseñarle nadie. Lo ha visto hacer muchas veces y también ha practicado cuando sus padres y su hermano no la observaban.
La niña otea el horizonte al otro lado de la ventana del pequeño salón, solo logra ver las lejanas copas de los árboles mecidas por la brisa y un leve destello azulado empujando el manto negro de la noche sobre el cielo. En menos de media hora estarán todos despiertos en la casa y se sorprenderán de que ella haya demostrado que no es tan pequeña como aseguran.
Sabe dónde está todo, incluso el sitio en el que guardan las cerillas. Una vez reunidos los materiales necesarios, hace una bola con dos hojas de una vieja revista y las coloca en el centro del hogar; encima, pasto seco y fino, creando una pequeña montaña que crece a medida que añade palos delgados, luego más gruesos. Cuando la cerilla se adentra en el conglomerado y toca el papel, todo comienza, tal cual lo ha visto hacer cientos de veces. No hay error posible.
Tarda unos quince minutos en obtener la recompensa. Su padre, el primero que se levanta cada día, entra en el salón y observa el fuego, luego a ella, vuelve a mirar el fuego, sonríe y se marcha. La niña no esperaba más. ¿Para qué? Es más que suficiente. Ya es mayor.
Una vez desayunado y en el patio de atrás, justo al lado del cobertizo de las herramientas del huerto, su hermano Costel corta leña, aunque tienen de sobra almacenada para el siguiente invierno.
La niña se acerca, como cada día, y ruega para que le deje ayudarlo.
—Es muy peligroso para ti, puedes cortarte.
—Tú usabas el hacha cuando tenías mi edad.
—Es diferente, soy un chico.
—Yo también puedo hacerlo. Ya oíste a mamă esta mañana, igual que tată cuando vio el fuego en la chimenea. Ya puedo hacer todo lo que quiera. Ya soy mayor.
—No digas tonterías, eso te lo han dicho para que te sientas bien, por el detalle de encender el fuego. Encender fuego puede hacerlo hasta un mono.
—¡Eso es mentira! ¡Retíralo!
—Bueno, está bien, tú lo has querido. —Costel mira hacia la casa. Padre está en el huerto y parece que madre no les vigila desde la ventana de la cocina—. Toma el hacha y haz lo que te diga.
La niña se embriaga de emoción, responsabilidad y valentía a partes iguales. Toma el hacha por primera vez en su vida, nunca habría imaginado que pesaría tanto, casi no puede sostenerla con las dos manos, ni siquiera usando los consejos de su hermano mayor.
Levanta la herramienta como le indica Costel, con la mano derecha en la parte inferior del mango y la izquierda casi pegada al frío metal. La eleva sobre su cabeza con determinación y luego la deja caer con todas sus fuerzas sobre un pequeño tocón que ha colocado su hermano sobre la base. El filo ni roza el tocón, tampoco la base del enorme roble que se secó antes de que ellos nacieran y que usan para trocear la leña.
Nicoleta siente que ha gastado las energías de una semana entera para hacer el ridículo, pero eso solo le dura unos segundos.
—Quiero intentarlo otra vez.
—Te vas a hacer daño. Has estado a punto de darte en una pierna, te la habrías cortado y luego tată me mataría .
—Solo una vez más, por favor.
Ni siquiera espera la autorización de su hermano, levanta el hacha y lo deja caer con mucha más fuerza que antes, sin medir en ningún momento la precisión para lograr su objetivo. El hacha se incrusta en el centro del tocón, pero no más de unos milímetros.
Costel ríe al ver demostrada su teoría. Él casi partió un tocón parecido cuando lo intentó por primera vez, de eso hace seis años.
—Las chicas no tenéis fuerza. Las chicas solo podéis trabajar en la casa. Vete a la cocina o a limpiar.
Ella se enfada, observa el tronco y escupe al suelo con furia, como ha visto a su tată hacer desde que tiene uso de razón cuando está enfadado.
Mierda de vida, ella no decidió nacer chica.
Se marcha corriendo a la casa, tiene muchas tareas pendientes de hacer. Había pensado, ingenua, que podría cambiarlas si demostraba esa mañana que podía encender fuego y cortar leña. Creía que mamă usaría su autoridad para cambiar definitivamente las tareas de cada uno y asignarle las que ella quería desempeñar.
«Prender fuego es sencillo, solo se necesita conocer el proceso. Cortar leña requiere más fuerza, fuerza que aún no tengo».
Aún.
Se pasa dos semanas preparándose para un nuevo intento, catorce días en los que se levanta temprano, antes que los demás, enciende el fuego y luego se marcha a golpear con el hacha los troncos que coloca sobre la base del roble seco. También lo hace algunas tardes, cuando su hermano y sus padres están ocupados y sabe que no la observan. Practica hasta tener callos sangrantes sobre los anteriores callos resecos, hasta que sueña por las noches con dar golpes, hasta que su vida se limita exclusivamente a golpear un estúpido trozo de leña para convertirlo en dos.
Esta mañana no practica, se limita a esperar a que Costel esté por la zona, ahora interesado en encontrar su azadón para ir al huerto. Nicoleta camina con decisión hacia su objetivo, toma la herramienta y coloca un tocón mayor del que puso su hermano dos semanas atrás. Este la observa desde la puerta de cobertizo, a tres metros, entre sorprendido e intrigado al ver su determinación.
No necesita un segundo golpe, el tocón se parte en dos ante el asombro del adolescente.
—¿Lo has visto? ¿Lo has visto, Costel? De un solo golpe.
—Habrás tenido suerte, sería un trozo muy seco o podrido.
—Puedo hacerlo otra vez.
—Solo si yo elijo el tronco.
—Me da igual, lo cortaré de un solo golpe de nuevo.
El chico coloca un trozo mucho mayor que el anterior, uno que él mismo no sería capaz de cortar de un solo golpe. Ella nunca lo ha intentado con semejante trozo de madera, ni la mitad. Sabe que no lo logrará, y no es una duda, se trata de lógica, como dice su padre cuando le explica que la leña húmeda no es buena para prender fuego, que no se puede plantar patatas en octubre y que una mujer nunca servirá para nada más que trabajar en el interior de la casa.
«Yo haré lo que quiera, nadie me dirá lo que puedo o no puedo hacer».
La niña aprieta los dientes, se aferra al mango del hacha y lo eleva sobre su cabeza. Usa el punto de apoyo del pie izquierdo, luego equilibra, pasa al derecho, adelantado, y deja caer con todas sus fuerzas la herramienta.
El tocón no se parte, pero el hacha entra hasta la mitad del mismo. Todo un logro que no esperaba.
Se gira con cara sonriente. Su hermano no sonríe, alberga un semblante extraño en la cara. La niña baja la mirada y observa la hoja del cuchillo que le ha brotado al chico en mitad del pecho, gotea sangre espesa y oscura, despacio. Vuelve a mirar la cara de su hermano, la mueca es ahora grotesca, como una máscara, un hilo de saliva rojiza cae de su boca abierta.
Corre en un acto reflejo, corre con todas sus fuerzas. En casa está mamă y ella sabrá qué hacer.
Antes de llegar a la puerta trasera, la que da a la cocina, un tipo enorme aparece y ella resbala antes de chocar contra él, está aterrada, lo mira sin comprender cómo ha salido ese extraño, ese monstruo, del interior de su casa. El tipo enorme sonríe y muestra dos dientes de plata entre otros deformes y oscuros. Se agacha ante ella y le susurra.
—¿Tienes miedo, pequeña?
—Sí. —Nicoleta ni siquiera sabe de dónde ha salido el susurro de la respuesta.
—No deberías tenerlo. ¿Sabes que, según la Biblia, el diablo no ha matado a nadie nunca? —Y sonríe de nuevo, a sabiendas del efecto que produce la visión de su dentadura en la niña.