Rescate



Los dos helicópteros sobrevuelan la extensa finca cordobesa a toda velocidad. Desde arriba solo se ven encinas y más encinas. Livia Craciun no puede controlar el temblor del pie derecho, lo que hace que Cristina trate de calmarla, sin éxito, hasta que decide pulsar una tecla quizás más efectiva.

—Livia.

—Dime.

—No sabemos qué nos vamos a encontrar al llegar, quizás un páramo vacío o un infierno como la guerra de Irak. Hará un calor infernal, no tendremos parapetos y el equipo pesa más de veinticinco kilos.

—Ya lo sé, ¿por qué me lo cuentas?

—Porque, si sigues en este estado, te consideraré un estorbo y te quedarás en el pájaro a la espera.

—¿Eso es una broma?

—¿Te parezco un payaso?

—Necesitarás a todos los activos disponibles. ¿Quién aquí, además de ti, tiene una precisión de disparo como la mía?

—Me importa una mierda tu puntería. Una cosa es acertar a un blanco en una prueba y otra ser consciente de que formas parte de un todo, de que la cosa no va de ti, sino de nosotros, y que tienes que cubrir las espaldas de tus compañeros o morirán, y sus familias llorarán porque te has comportado como una gilipollas que cree estar jugando a la videoconsola.

—¿Qué te hace pensar que yo no daré la talla?

—Ese temblor de piernas indica impaciencia, temor y ansiedad. Un policía de verdad, aunque no llegue a tu 95 en la prueba de tiro, trata de calmarse para que todos sus sentidos estén alerta y no acabe sorprendido en una emboscada.

—Pero…

—¿No me has oído? Si sigues así cuando lleguemos, no bajas del pájaro.

Livia va a protestar de nuevo, lo lleva en su ADN y le cuesta mucho tragarse el orgullo, pero divisa al fondo la construcción y hace el esfuerzo con sus cinco sentidos para relajarse en tiempo récord. Los dos helicópteros van descendiendo a medida que se acercan a su destino. En el interior, salvo los pilotos, todos comprueban por última vez sus armas.

Los estómagos se comprimen con la ausencia de gravedad durante el rápido descenso, pero ninguno hace el más mínimo gesto de desagrado.

Cristina mira su reloj, les quedan treinta y siete minutos y unos pocos segundos para llegar a la niña antes de que Duquesa tenga hambre. Parece mucho tiempo, pero eso dependerá finalmente de muchos factores: de la resistencia que tengan por parte de los secuestradores, de la distancia a la que esté encerrada la niña, de lo difícil que sea descubrir ese lugar y del fácil o difícil acceso que haya al zulo o cuarto. Demasiados factores y la inspectora jefe no controla todas las variables.

—Ya casi estamos —dice el piloto a través de la radio interna.

—Te copio —responde Cristina. Todos se colocan el casco y le dan un golpe con el dedo índice para indicar que están listos.

—¿Aterrizamos?

—No, primero lanzad un aviso con las impacientes a ese patio central.

En cada helicóptero se abre la puerta izquierda, y de allí surgen los rifles de asalto HK G36 del calibre 5,56 escupiendo 750 balas por minuto sobre la arena del patio.

—Ya saben que hemos venido y no precisamente para dialogar —dice Cristina.

—¿Aterrizamos en el patio, inspectora?

—No, allí es donde nos esperarán y estaríamos rodeados. Déjanos en la fachada oeste, esas ventanas sin rejas son un caramelo que no voy a dejar pasar. No sabemos con qué armamento cuentan y eso quiere decir que os largáis cagando leches en cuanto estemos en tierra.

Los dos pilotos dan el OK por radio y aterrizan tan rápido en el suelo que todo el comando de asalto siente que ha caído de culo sobre el duro suelo sin avisar. Dos segundos y los diez policías están fuera. Otros cuatro y ya casi no se ven a los pájaros que han retomado el vuelo.

—Estamos solos, repito, estamos solos. Cada uno sabe lo que tiene que hacer. Las ventanas son el punto de incursión.

No tiene que repetirlo, se mueven tan rápido como lo hicieron para capturar y neutralizar a los secuestradores en el coche horas antes. El orgullo del Cuerpo, aunque nadie los tiene nunca en consideración. En silencio, sin discutir, sin parpadear. Arriesgando la vida en cada misión.

Cuatro ventanas, cuatro granadas de humo, cuatro agentes entrando de un salto, otros cuatro cubriendo con los fusiles de asalto mientras los compañeros se reponen tras rodar sobre el suelo lleno de cristales. Entran como una plaga de langostas en un campo de maíz, sin pedir permiso, sin frenar en ningún momento, sin retroceder ni para tomar impulso, barren la zona hasta asegurarla. Eso quiere decir que cualquiera que lleve un arma en la mano acabará muerto; el resto, detenido hasta que demuestre su inocencia.

Comienzan a oírse las voces de los agentes:

—Rodríguez, estancia asegurada.

—Herrera, estancia asegurada.

—Gómez, estancia asegurada.

—Vázquez, estancia y sector primero asegurados.

No hay más que observar a Cristina y a Livia para saber que se mueren por ir en vanguardia, pero están en el extremo opuesto. Ellas han recibido una formación diferente, tienen otros atributos igual de válidos, se han formado para tomar decisiones, mandar. Y eso hacen.

—Adelante, sin miedo.

—¡Señor, sí, señor!

Y así barren la construcción en menos de cuatro minutos. No encuentran un alma allí.

—¡Mierda! Es imposible, buscad de nuevo.

—¡Sí, señor!

A Cristina no le importa esa chorrada de señor o señora, mientras cumplan con su objetivo.

—No está aquí, Cris.

—¿Cómo dices? Este es el lugar.

Livia se quita el casco y el chaleco antibalas, está empapada de sudor, como todos sus compañeros.

—Digo que no está aquí, pero sí que está aquí o ha estado.

—¿Qué significa eso? No me vengas con adivinanzas.

—Mira a tu alrededor, la capa de polvo indica que hace meses que nadie limpia ni camina por este lugar. Además, si la niña está aquí, puede que no esté a la vista. ¿Cuánto tiempo tenemos?

Responden por radio, es la voz de Marcos Navarro.

—Solo seis minutos y cincuenta segundos.

—Pues busquemos donde no se vea.

—¿Un sótano?

—Sótano, zulo, altillo, pared falsa…

—A todos los operarios, arrancad cada alfombra, mirad tras cada tapiz en las paredes y muebles grandes. No importa lo que rompáis, buscad una puerta o trampilla secreta.

—¡Señor, sí, señor!

En el despacho del comisario hay dos monitores en esta ocasión, en uno se muestra en pantalla partida lo que ven Cristina y Livia a través de cámaras en sus cascos, en el otro sigue la cuenta atrás con la niña desesperada, aunque no lo parece tanto como el animal que camina alrededor de ella con cada vez más gruñidos, tal vez salidos de su garganta, tal vez de su estómago vacío.

Cinco minutos y medio.

—¿Quién coño sabe cuándo tendrá hambre un bicho como ese? —pregunta Nuria, sentada con el comisario y Víctor en el despacho.

—Tal vez el malnacido que lo ha maltratado para que aguante sin comer todo ese tiempo y sin protestar demasiado.

El comisario toma el micrófono de nuevo, no quiere hacerlo, sabe que en una incursión las prisas que se meten desde arriba suelen provocar el efecto contrario, pero Cristina sabrá contenerse y dosificar la información.

—Cris, el diablo de Tasmania está muy nervioso, nos quedan poco más de cinco minutos.

—Te copio, estoy en ello. —Y la inspectora jefe empieza a caminar más deprisa.

El lugar es enorme, estancias de más de veinte metros cuadrados, algunos salones de casi cien, y no se termina nunca. Muebles, cuadros, tapices, alfombras.

No dejan nada sin remover y escudriñar.

Cuatro minutos y medio.

El diablo de Tasmania grita, antes no lo habían oído hacerlo y Nuria comienza a llorar.

Un salón, un dormitorio, otro, una biblioteca, un cuarto donde guardan trofeos de caza, otro dormitorio.

Tres minutos.

El Diablo de Tasmania comienza a convulsionarse y correr como si estuviese persiguiendo una presa alrededor de la niña. Nuria no mira, Víctor se muerde las uñas, le tiemblan las manos.

Dos minutos.

Cristina llama a Livia.

—Dime.

—Esto es muy grande.

—Busquemos donde sea más fácil para ellos meter a la chica.

—A la chica o a cualquiera que encierren en un zulo.

—Comida.

—¿Qué dices?

—Si encierras a alguien, tienes que alimentarlo para que no se muera; y mejor tenerlo cerca para no recorrer toda la casa cada vez que le lleves comida.

—La cocina.

—¡La cocina!

Un minuto.

El diablo se para frente a la niña, esta grita de una forma desgarradora, como si supiera lo que está a punto de pasar. A Marcos, Víctor y Nuria se les para el pulso y la respiración. No quieren mirar, pero tampoco son capaces de apartar la vista. El diablo se lanza, le muerde una pierna a la altura del muslo y la pequeña ahoga un grito sordo. Nuria se desmaya cuando ve el trozo de carne del mordisco. Víctor vomita en el suelo. La niña se ha desmayado también. Solo Marcos aguanta, como puede, y grita:

—¡Por Dios, entrad ya! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Entrad ya!

Cristina encuentra una puerta oculta tras una alacena en la cocina, no tiene cerrojo, abre y se adentra en la oscuridad sin importarle las consecuencias, sin saber quién la podría esperar al otro lado. A su espalda, igual de suicidas, la siguen Livia y cuatro agentes más.