El sonido de la llamada la asusta y da un leve volantazo, algo que podría haber resultado fatal a esa velocidad. Casi se ha salido de la carretera. Mira la pantalla del móvil, es el comisario, y descuelga.
—¿Livia?
—Dime.
—Tenemos la ubicación de la llamada que has recibido, pero no la transcripción de la conversación. ¿Qué ha pasado?
—Me pide una docena de obras de arte que están en la comisaría a cambio de no matar a Cristina.
—Imaginaba algo así.
—¿Estáis muy lejos?
—A media hora.
—Yo a menos de cinco minutos.
—No hagas una tontería. Recuerda lo que pasó cuando fuiste a hacer la entrega.
—¿Crees que ella saldrá con vida si rodeamos la casa y negociamos con un megáfono?
—Tú no sabes lo que puede pasar.
—Yo conozco a ese cabrón mejor de lo que tú jamás conocerás a nadie. Sabe que, por lo que ha hecho, lo extraditaremos a un país en el que lo busquen por homicidio y lo condenen a muerte. Antes de pudrirse en una cárcel bielorrusa o de Arabia Saudí durante un año, esperando la inyección letal, matará a Cristina y venderá cara su vida parapetándose en su casa, que tendrá bien equipada para hacernos frente.
—¿Y qué lograrás tú si te matan al intentar entrar sola?
—Eso es cosa mía. No puedo prometerte que pueda esperar.
—Livia.
—Tengo que dejarte, ya estoy llegando.
—¿Livia? ¿Livia?
Ella ya ha colgado.
Aparca frente a la casa de al lado. Desde dentro del coche observa la zona de chalés individuales rodeados de una generosa parcela. Las fachadas son de ladrillo amarillento con rejas y persianas marrones; el tejado, sobre la segunda planta, es el clásico de tejas de barro. Hay dos puertas de acceso al jardín delantero, una cancela que conduce al garaje anexo y una puerta para peatones y el cartero con telefonillo a la izquierda.
Todas las casas de la calle son idénticas. Parecen susurrar a todo el que pasa: «clase media».
«Media hora, media hora, media hora, media hora».
Un solo minuto más en el coche y le dará un infarto. Lo que ha visto en el vídeo ha encendido brasas en su estómago como para asar una vaca entera. ¿Media hora? No podrá hacerlo. Le da igual la placa, perder el trabajo, que la metan en la cárcel, incluso, pero no puede esperar. ¿Media hora? Sale y abre el maletero, allí están los dos equipos blindados y la escopeta con munición, además de la enorme maleta con el arma que ha solicitado. Se coloca el chaleco antibalas y, cuando va a abrir la maleta:
—¿Livia?
Se gira asustada. Allí ve a Nuria, se ha bajado de un taxi y ahora está a su lado.
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué haces tú? Te vi en el hospital, has ido a ver a los dos detenidos, luego te he seguido en un taxi. Nos has despistado cuando empezaste a acelerar, pero Marcos ha dado el aviso a todas las unidades con esta dirección.
—No deberías estar aquí.
—¿De qué hablas?
—La cosa se pondrá fea.
—¿Fea? ¿Has encontrado el sitio en el que tienen a Cristina?
—No es ese que miras, sino aquel de ahí.
—¿Vamos a entrar? Quizás esté malherida.
Livia no le cuenta lo que ha visto en la videollamada.
—Marcos me ha pedido que espere a que ellos lleguen.
—Pues no te he visto muy decidida a esperar cuando he llegado. ¿Piensas entrar sola?
—No deberías…
—Oye, no me infravalores, tengo el mismo rango que tú y llevo más tiempo en el cuerpo.
—No quería que sonase así, es que pienso que entrar sola me dará más opciones.
—¿Y la cobertura?
—Ni siquiera sabemos dónde está Cristina, tal vez disparemos a una ventana y la matemos.
—Pues te voy a explicar una lección que no se aprende en la academia.
Livia no sabe a qué se refiere y se queda boquiabierta cuando ve que Nuria se dirige a una vecina que pasea un perrito cerca de ellas.
—Buenas tardes, señora, ¿vive usted en esta urbanización??
—Sí.
—Pues las casas son preciosas. Tengo una duda, por cierto, necesito preguntarle dónde están los dormitorios, ¿hay alguno en la planta de abajo?
—No, abajo está el recibidor, la cocina, el salón comedor y un aseo.
—¿Y son todos los chalés iguales?
—Claro. ¿Por qué? ¿Está interesada en comprar una casa aquí? Ya le advierto de que no hay ninguna en venta.
—Márchese a casa.
—¿Disculpe? ¿Cómo ha dicho?
—Ya me ha oído, soy policía —enseña la placa—, váyase a casa, ya.
—Oiga, no me diga lo que tengo que hacer, ¿con quién se cree que está hablando? ¿Sabe quién es mi marido?
Nuria saca su pistola y la señora sale corriendo, arrastrando al perro.
Vuelve con Livia, que sigue junto al maletero abierto.
—Ya sabemos que los dormitorios están arriba, allí debe de estar Cristina, o en un posible sótano. Dudo que la tengan en la cocina o en el salón, viendo la tele. —Livia asiente en silencio—. Tenemos que asomarnos a las ventanas de la planta de abajo para tratar de averiguar cuántos son.
—¿Estás loca? Esto no es una película, si asomas la cabeza te dispararán.
—¿Loca? ¿Lo dice quien intentaba entrar ahí sola?
—En realidad no iba a entrar caminando y asomándome a las ventanas.
—¿Cómo, entonces?
—Pues tras haber enseñado la tarjeta de visita.
Nuria fue a preguntar a qué se refería, entonces Livia abrió el gran estuche que llevaba en el maletero.
—¿Qué coño es eso?
—Un fusil de asalto automático, pienso barrer toda la planta baja, y luego, aprovechando el desconcierto, entraré con la escopeta y la pistola y buscaré a Cristina.
—Menos mal que no estás loca. ¿Quieres ir a la cárcel? Podrías matar a gente inocente.
—Asesinos, son todos asesinos.
—Livia, cálmate, ahí dentro puede haber empleados inocentes, como un cocinero u otro empleado del hogar, y quizás más rehenes aparte de Cristina.
—Me da igual, no quiero pasar el resto de mi vida pensando que llegué tarde.
—Hagamos una cosa, deja que yo me acerque, tú me cubres desde el perímetro.
—Podrían dispararte a bocajarro desde una ventana, no serviría de nada que yo estuviera atenta, sería visto y no visto.
—Me arriesgaré. Si no nos esperan, no tienen por qué estar mirando a través de las ventanas. Vamos ¿o prefieres esperar a Navarro?
Livia mira su reloj, quedan veinte minutos para que lleguen el comisario y los demás.
—Está bien, pero espera a que prepare el arma. Ponte el otro chaleco antibalas, el casco y coge la escopeta, además de cartuchos y cargadores para la pistola.
Nuria parece temblar mientras se prepara, pero Livia mira para otro lado, no quiere tener que elegir entre sus dos mejores amigas, pero está segura de que aquello es lo correcto, de que tendrán más opciones, aunque Nuria cayese herida en el operativo. O muerta.
«Sí, aunque muriese…».
Saca el fusil, pesa algo más de lo que había imaginado. Recuerda cómo en el helicóptero lo portaba sin esfuerzo un policía, claro que era enorme, un oso pardo. Unos cinco kilos con el cargador doble conectado, ¿qué capacidad de retroceso tendrá? Bestial, seguro.
Cierra el maletero y se apoya con el arma sobre el mismo, quita el seguro y da un tirón seco a la espoleta superior, ya está la primera bala lista para salir en la recámara. El modo de disparo marca 1, ella lo coloca en 2. Ráfaga, o jodido infierno para los que conocen lo que es capaz de hacer esa arma. Ya está lista.
No es como un rifle de caza o de francotirador, no es estrictamente necesario colocar la culata en el hombro, ni apuntar con la cara pegada a la mira, salvo para usarlo en modo disparo 1: bala por bala. Livia apuntará una vez, aguantará la respiración mientras aparta unos centímetros la cara y pulsará el botón mágico.
—Nuria, cuando quieras.
Esta se lo piensa unos segundos. Livia sabe que está en el momento clave, el primer paso, y teme que Nuria se venga abajo, así que le espeta de pronto:
—Yippee ki-yay.
Nuria se gira con sorpresa en la mirada, sonríe y responde:
—Yippee ki-yay, hija de puta.
—Por Cris.
Nuria asiente y comienza a avanzar parapetada en la pared exterior de la parcela, así llega a la pequeña puerta de acceso peatonal. Deja la escopeta en el suelo, saca una ganzúa del pantalón y abre en dos segundos la cerradura.
«Mierda, ¿cuándo voy a aprender yo a utilizar las ganzúas?».
Livia, semioculta tras el coche, observa a través de la mira telescópica. Ahora que su compañera va a entrar en la casa, se centra en vigilar las ventanas; por el momento no observa movimiento tras las cortinas. De noche no habría reflejos en los cristales de las ventanas y sería más fácil descubrir a quien estuviese allí esperando con un arma, pero no tiene tiempo para esperar tantas horas.
Nuria camina rápido en dirección a la puerta principal de la casa, a unos veinte metros. Un disparo desde la ventana de la izquierda de la planta baja la derriba. Sí que estaban esperando. El chaleco antibalas ha cumplido su función, pero si no se levanta pronto y se refugia, morirá cuando el que haya disparado comprenda que debe apuntar a la cabeza. Claro que para eso tiene que asomarse de nuevo a la ventana…
Es un tipo rubio, pero de piel bronceada, de unos treinta años y curtido en el gimnasio. Cuando se arriesga de nuevo en la ventana: la primera bala le entra por el codo, atraviesa por completo su tórax y se aloja en la pared del otro lado de la habitación, la segunda roza su cara, dejando un surco abierto, la tercera no hace blanco. Está muerto. Las tres balas, a una velocidad de 920 metros por segundo y disparadas desde 250 metros de distancia, lo han matado antes siquiera de oír las detonaciones del arma.
Livia respira hondo para calmarse, el retroceso del arma le ha dejado la mano temblando. No se ha puesto los auriculares, así que está medio sorda del oído derecho y no mucho mejor del izquierdo. La carrocería del coche, justo donde apoyaba la ametralladora, muestra un siete perfectamente dibujado en el metal.
Ahora hay dos preguntas por resolver: ¿Cuántos más hay tras las ventanas? Y ¿podrá Nuria ponerse a salvo?
La oficial de apoyo informático se ha levantado con un semblante de dolor y miedo a partes iguales, pero ha logrado su objetivo de llegar a la fachada y ya está con la espalda pegada a la pared, justo al lado de la puerta de entrada. Levanta un pulgar para que Livia sepa que está bien, pero su cara dice todo lo contrario. Va a caminar hacia la derecha, pero su compañera le hace una señal desde el coche. Cambia de rumbo y se dirige a la ventana destrozada por las balas. Al llegar, Nuria se agacha justo debajo y mira a Livia, esta le muestra un tres con la mano derecha, apunta y dispara otra ráfaga de tres balas a la ventana. Nuria salta al interior inmediatamente después, sabiendo que si hay alguien estará poniéndose a salvo y no listo para disparar.
Cuando Nuria desaparece de su vista, Livia comprende el error. Su compañera no tiene nada de experiencia en asaltos y se acaba de meter en un lugar del que no podrá salir con vida. La sirenas se oyen a lo lejos, quedan unos cinco minutos para que lleguen y unos doce para que entren en la casa. Demasiado tiempo. Nuria y Cristina estarán muertas para entonces.