Un teléfono móvil sin porno



Tras el viaje de regreso, en silencio y con la sensación de haber caído en la estafa de un trilero aficionado, Cristina y Livia trataron de dormir unas horas, claro que la noticia de que todo había ocurrido meses atrás les impidió conciliar el sueño a pesar del cansancio acumulado. Unas horas más tarde tenían una reunión en la comisaría, otra dura y larga jornada de trabajo. Aunque los ánimos y la motivación habían desaparecido casi por completo.

«¿Qué importa ya? La niña no va a resucitar».

El cerebro trata de buscar la solución más lógica para solventar las carencias del organismo. Abandonarse y descansar, tanto cuerpo como mente, y recuperarse al cien por cien. Pero luego están el corazón y el estómago, que se alían para no olvidar lo vivido y empujar con fuerza, como un chute de adrenalina, hasta desempolvar esa caja tantas veces enterrada dentro de una fosa de hormigón armado, la caja de la venganza.

«La niña no va a resucitar, pero ellos no volverán a hacer daño nunca más».



La forense Maite Redondo se ha desplazado a la comisaría para detallar todo lo obtenido y analizado por uno de sus colegas en el escenario del crimen. Ya han pasado tres días del fallido rescate y de las reuniones posteriores para intentar descubrir en qué habían fallado. Rostros alicaídos y gritos de frustración que se mezclaron con susurros de fracaso. Necesitaban un respiro y Marcos se lo concedió; ¿qué otra cosa podrían hacer? El caso se había malogrado y la siguiente línea de investigación necesitaba planificarse desde cero.

Tras ese breve pero merecido descanso, vuelven a coincidir en la cocina para una reunión y afrontar el caso como nuevo. Ya no se trata de un rescate, sino de capturar a un secuestrador y asesino. Toda la planificación y estructura del caso ha cambiado radicalmente. En la gran televisión se muestran las fotos al detalle de lo que el doctor encontró sobre la escena y luego el trabajo en el Instituto Anatómico Forense.

—Mirad la disección de este hueso, parece un trozo de tibia y lleva unos tres meses descomponiéndose. El análisis de una sección de un fémur del diablo de Tasmania nos ha dado el mismo periodo. ¿Veis este detalle de la mandíbula? Pues indica que…

—Maite, por favor, haz un resumen para que nos sea más llevadera toda esta mierda.

—Cristina, yo no tengo la culpa de que vuestros estómagos sean tan delicados, ¿vale? Me habéis llamado para saber todo lo que ha ocurrido y eso es lo que trato de detallar. No creáis que me gusta venir aquí para esta mierda y…

—El pequeño tiene cólicos otra vez.

—Cómo me conoces. Sí, estuvimos anoche en urgencias, se pone fatal algunas veces con determinadas mezclas de alimentos. Menuda noche nos ha dado, no he pegado ojo. Seguro que el día de mañana necesita un trasplante de hígado.

—Lo bueno es que su madre podrá conseguirle un hígado fresco en cuestión de pocos días, ¿verdad?

Todos en la cocina observan a Cristina con un semblante aterrado. Ella les devuelve la mirada sin parpadear.

—Y ahora que tengo la atención de todos, sigamos con esta mierda de caso. Quiero atrapar al cabrón responsable de la muerte de la niña.

—Joder, Cristina —suspira Víctor—, me habías asustado con todo eso de los órganos.

Cristina, Marcos, Livia y Maite no dicen una palabra, ni mueven un músculo cuando la primera pide a la forense que continúe.

—Hace tres meses que falleció la niña, a consecuencia de ser devorada casi por completo por el diablo de Tasmania, que murió días después por no tener suficiente agua para hidratarse. La bombilla del foco que iluminaba el cuarto se fundió después, semanas o meses, eso no importa.

—¿Y dónde está la cámara de vídeo? —pregunta Cristina en nombre de todos.

—Lo sabes perfectamente —murmura Marcos—. Grabaron la escena para usar el vídeo como extorsión.

—Un solo vídeo y podrían usarlo como chantaje para conseguir lo que quisieran. Una y otra vez, incluso.

—Eso es.

—Burlaron a nuestros informáticos haciéndoles creer que se trataba de una señal en directo, eso no es algo sencillo. Ahora se lo tomarán como algo personal y tratarán de encontrar con más ahínco que nunca el origen de la señal desde la que se emite. Dudo que cambien de ruta en el servidor, eso es demasiado caro. Si damos con el origen del video, damos con el paradero de Mihai, tal vez también del perista que lo ha contratado y del millonario que está detrás de todo.

—Cristina, no vayas tan deprisa, esa gente cubre sus huellas de un modo que hace casi imposible dar con ellos. Pero podemos conformarnos con Mihai.

—Yo sí me conformo con él —dice Livia.

Marcos interviene para que la reunión no se le escape de las manos.

—Irene, fotocopias de cada avance para todos. Cristina, sigues al mando, gestiona los recursos como estimes oportuno. Nuria, sigue buscando la señal. Livia, cálmate y espera tu momento. Los demás, seguid así. Y ahora… todos a trabajar.



Livia no va a su mesa, sino a la planta superior, busca al responsable de la brigada forense informática, Gonzalo Herrera. Antes atraviesa la Nave Enterprise, así llaman en la comisaría a la zona donde la policía científica tiene sus instalaciones, decorada íntegramente con cristal, aluminio y muebles lacados en blanco. A través del pasillo, Livia observa los cubículos que se mantienen siempre a la misma temperatura, humedad y libre de agentes externos para realizar los análisis sobre las pruebas obtenidas en los casos. La chica siempre ha pensado que todo lo interesante que parece aquello no es más que un espejismo, pues los agentes solo salen de allí para analizar lugares con esos trajes de astronauta que deben dar un calor horrible, además de pasarse luego horas mirando por el microscopio o lo que sea que hagan aquí.

«Qué horrible, buscar basura entre las uñas de un muerto para luego analizar durante horas cada átomo que hayan sacado».

Ya ha llegado a su destino y Herrera la ve entrar con cara de pocos amigos.

—Eh, no pagues conmigo lo que sea que te ha hecho o dicho otro.

Ella lo señala con el dedo y él se estremece.

—Tranquilo, eres tú el que me ha fastidiado estos tres días. ¿Sabes lo difícil que es para alguien de mi edad no tener móvil?

—Lo imagino. Pensaba que tendrías otro en casa o lo pedirías prestado para que yo te duplicara la tarjeta.

—¿Puedes hacer eso?

—Claro.

—¿Y por qué no me lo dijiste? ¡Tres días ociosa sin teléfono!

—Pregunta la próxima vez. Por cierto, hablando de tu teléfono, se ha roto al intentar manipularlo para extraer la información.

—¡¿Qué?!

—Es broma, menuda cara has puesto.

—Tío, tenéis aquí un concepto de bromas que no comparto. Un día saco el arma y le disparo a la rodilla al gracioso que me pille en un mal momento.

—Venga, mujer, no te lo tomes así, que vas a recuperar el teléfono ahora mismo. —El técnico rebusca entre sus cajones, todos llenos de cachivaches, cables y aparatos a medio montar o desmontar.

—Tío, menudo caos, no sé cómo no te lías con todo eso.

—Es imposible, cuando tú mismo eres el que pone esta mierda aquí, sabes dónde está cada cosa a la perfección.

—¿Sí? Pues llevas cuatro cajones y todavía no has dado con mi teléfono.

—Aquí, por fin.

—Ese no es. Déjate de bromas.

—¿Cómo que no? He estado horas destripándolo y teniéndolo conectado a mi ordenador.

—Pues no es ese. ¿Me lo has perdido?

—A ver, no nos pongamos nerviosos…

—Que sí es ese, te estoy tomando el pelo. No me mires así, empezaste tú.

—Joder, ya pensaba que tendría que estar otros tres días haciendo exactamente lo mismo con otro terminal. Por cierto, para que te lo puedas llevar y seguir con tu trabajo, te comento lo que he encontrado. De las dos llamadas recibidas del sospechoso no hay constancia. El emisor usó un programa que crea una imagen, llámala fantasma, en el terminal del receptor. Tú ves que entra una llamada con número oculto o desconocido, aceptas la llamada y hablas; luego, al colgar, la imagen desaparece de tu terminal al cabo de unos segundos y se lleva todo rastro.

—No sabía que eso se podía hacer.

—Se puede hacer de todo. El caso es que existen muchos programas en la red para conseguirlo. La mayoría son chapuceros y solo engañan al receptor, pero son fáciles de descifrar por técnicos como yo. Pero no ha sido así en este caso, para llamarte usaron un programa de muy alto nivel.

—¿Quieres decir que puede llamarme las veces que quiera y nunca podríamos rastrear la llamada?

—Ahora ya no podrá hacerlo. Es lo segundo que quería decirte. He instalado un programa de mi propia creación, lo llamo Tela de Araña. Cuando vuelva a llamarte, si lo hace, la imagen fantasma quedará atrapada y no podrá borrarse. Es la forma más sencilla que tengo de explicártelo.

«¡Eso es genial!».

—¡Pero eso es genial! Tendremos su posición y podremos seguir sus movimientos.

—No tan rápido. Cuando el emisor de la llamada cuelgue, el programa le notificará un error en la ejecución, así que tu criminal se deshará del teléfono en el acto. Solo tendréis el punto desde el que hizo la llamada.

—No es poco. Si ese imbécil de Mihai me llama desde su casa, un negocio propio o algún sitio donde lo conozcan, será sencillo atraparle.

—Me alegro de serte de ayuda. Por cierto, si hubieras venido tras la primera llamada, te habría instalado el programa y lo habríamos podido localizar cuando te llamó por segunda vez.

—Ya lo sé, es lo que pasa cuando obras por tu cuenta, sin contar con el resto del equipo.

Herrera la mira de forma paternal, como casi todos en la comisaría.

—Tu equipo no sois tú y tu compañero, o tú y la brigada de homicidios. Sino todos los que estamos en este edificio, más los del anatómico forense y más de dos mil asesores externos para consultar. Esto no es una película ni una novela negra americana de los años treinta, aquí hay que usar la cabeza, no las tripas.

—Hablas como Navarro.

—Gracias.

Livia le regala su mejor sonrisa como despedida y se levanta de la silla.

—Espera.

—¿Sí? ¿Hay algo más?

—Lo más inquietante de todo, de hecho, es lo más raro que he visto jamás en todo el tiempo que llevo aquí.

Livia se preocupa, mira su teléfono en la mano como si fuera a explotar en ese momento. Herrera nota su desasosiego y añade:

—Tu móvil es el único que no tiene porno de los que he inspeccionado en mi vida. Ni fotos y vídeos personales, ni descargados de internet o recibidos de contactos, ni siquiera hay páginas porno en el registro de tu navegación.

—¿Tú miras eso?

—Procedimiento estándar.

—Pero qué guarros sois todos en esta comisaría, solo pensáis en eso.

—No me has dado una explicación.

Ella se marcha y desde lejos grita, oyéndola todos los del departamento:

—¡Tengo veinte años y estoy muy buena, no necesito porno cuando estoy caliente!