Una visita



Cristina se marcha del bar restaurante tras terminarse el primer plato, no necesita comer más. En la comisaría, al regresar, se encuentra con la dotación mínima para atender denuncias, que milagrosamente se reducen un ochenta por ciento durante la hora de la comida.

Camina hasta su despacho y cierra la puerta tras entrar. Se sienta en su sillón y trata de concentrarse bajo el relativo silencio que puede disfrutarse en momentos como este. Por toda la pared de cristal que separa el despacho de la sala común, hay fotos de personas y lugares, relaciones de movimientos, informes de forenses y científica, fechas… En el centro de esa maraña de información, por ahora caótica, está la foto de Mihai, el malnacido que cambió la vida de Livia, además de arruinar —o acabar, directamente— con la de centenares o miles de niñas y adolescentes en las últimas décadas. Hay muchos como él, la trata de mujeres es un cáncer que pudre el continente, aunque todo se calla para que, tanto los países exportadores de vidas como los que las importan, sigan vendiendo la utopía de que son seguros y sus ciudadanos disfrutan de un bienestar ejemplar. La realidad es que en pleno 2021 la vida de una niña guapa no vale ni dos mil euros en Rumanía, Croacia, República Checa o Ucrania; lo que le ocurra luego en España, Francia, Alemania o Libia, es lo de menos. Una vez el secuestrador haya cobrado cinco mil por ella, su futuro no le importa a nadie, como si la usan para grabar un vídeo en el que varios perros de presa la despedazan. Hay enfermos de todo tipo buscando por la red ese tipo de contenidos, pagan lo que sea por él.

A medida que la inspectora avanza en su periplo por el oficio que eligió, va dándose cuenta de lo podrida que está una parte cada vez más grande del mundo. Y lo que ocurre con cualquier fruta es lo que acabará sucediendo a su alrededor, que el contacto hará que todo se pudra y hieda.

Mihai tenía una red de trata de blancas, especialmente niñas y preadolescentes, las vendía en burdeles clandestinos, de esos con clientes que llegan con chófer y no piden el listado de precios, así como los que regentan los negocios tampoco ponen pegas ni hacen preguntas sobre lo que el cliente piensa hacer —o ya ha hecho— con la niña. Solo pensarlo y a Cristina le dan ganas de vomitar.

«¿Qué entra y qué sale? ¿Entra una niña inocente y virginal? Seguro que sí. ¿Qué queda de ella cuando un depravado, enfermo y sádico se sacia sin límite alguno? El mundo es horrible. El mundo debería sufrir una catástrofe como la de los dinosaurios y que nos fuésemos todos a la puta mierda».

Ahora Mihai se dedica a conseguir cualquier cosa que no sea especialmente difícil para sus contactos y patrones. Un respiro para las niñas, no muy duradero porque seguro que otro ocupa su lugar ahora. Seguro que las obras de arte incautadas son sus objetivos favoritos. A la inspectora eso le importa una mierda, un lienzo pintado hace quinientos años o un trozo de cerámica creado por el artista de moda en Florencia durante el Renacimiento. No son vidas humanas, menos aún de personas tan vulnerables como las niñas que usa como incentivo para que improvisados colaboradores, como Livia, trabajen para él con presteza, creyendo que pueden salvar a la pobre desgraciada que lleva meses muerta.

Si tuviera un ápice de compasión, Cristina diría que ha sido todo un detalle usar el vídeo de una sola niña para todas las extorsiones que haya cometido, pero con un tipo así no cabe un solo átomo de compasión.

«Un tipo así debe morir, no ir a la cárcel».

Debe apretar al propietario de la finca en la que encontraron el cuerpo de la niña, que diga todo lo que sabe de quién se la tenía arrendada hace tres meses. Tiene que seguir buscando el servidor donde está alojado el vídeo, eso es un hilo importante del que tirar. También espera la posibilidad de que Mihai quiera vengarse de Livia, por eso la tiene vigilada sin que ella misma lo sepa. Va a exprimir en otro interrogatorio a los dos secuaces, aunque le cueste el puesto, ya que los de asuntos internos han metido el hocico tras la paliza y no pararán de husmear hasta tener un hueso de inspectora entre los dientes para roerlo.

Dos golpes en la puerta, debe de ser alguien ajeno a la comisaría, pues allí nadie llama antes de entrar.

—¿Se puede?

A Cristina se le ilumina la cara, ante ella están dos de las personas que más quiere en el mundo.

—¿Qué hacéis aquí?

Pablo Aguilar responde acercándose a ella y dándole un beso en los labios. La pequeña Evita salta y se abraza a su madre.

—¡Mamá! Hoy hemos encontrado un tesoro alucinante en la isla de los piratas, tenías que haber venido. No sabes cuánto dinero, soy rica.

Cristina mira a Pablo con intriga, este le guiña un ojo.

—¿Sí? Pues a ver si te llega el dinero para pagar toda la hipoteca y así mamá dejará de trabajar.

—¡Sí! Había muchas monedas, ya lo verás.

Besa a la niña, esta no suelta en ningún momento a la muñeca que abraza, y luego se pone de nuevo en pie para hablar con su marido.

—¿Mucho lío? —pregunta él—. Pensé que, tras el descanso de estos tres días, te lo tomarías con más calma.

—¿Cómo sabes que no me lo estoy tomando con calma?

—Recuerda que soy el mejor policía que conoces.

—Ilústrame, monsieur Poirot.

—No están Marcos, Víctor ni Nuria, así que, o no has almorzado o has vuelto tras comer lo justo y poder continuar con el caso. Además, no solo no nos has visto mientras nos acercábamos por el pasillo, sino que tenías esa cara que pones siempre al calcular ecuaciones de tercer grado.

—¿De tercer grado? Las matemáticas se me daban fatal.

—Por eso, deberías respirar hondo antes de tratar de descifrar el caso cuando queda mucho por averiguar.

—Está bien, está bien. Y vosotros, ¿habéis comido?

—¡Sííí! —La niña está jugando con la muñeca sobre la impecablemente limpia y recogida mesa de Víctor—. Hemos comido croquetas y empanadillas.

—¿En serio? Creo que el capitán Aguilar y yo vamos a tener una seria charla esta noche.

Pablo siente que hace más calor que nunca en aquel despacho, conoce a la perfección la mirada que Cristina le está dedicando.

—Bueno, en mi defensa tengo que decir que ir a la isla de los piratas nos ha llevado mucho tiempo y quemado muchas calorías. Y todos sabemos que no hay nada mejor para reponer energía que unas buenas croquetas. De todas formas, en lugar de dormir la siesta, hemos venido a pasear para hacer ejercicio. Luego, a la noche, ya tomaremos una ensaladita.

—Jo, ensaladita, no. Yo quiero patatas fritas y salchichas con kétchup.

Cristina deja de fingir enfado y sonríe. ¿Quién le iba a decir que el estirado y tímido capitán que conoció hace dos años en el despacho de Marcos iba a convertirse en el mejor padre del mundo para su hija?

«Os amo, a los dos por igual, por darme lo que me hace seguir pensando que la vida es maravillosa y que la humanidad tiene su punto positivo, después de todo».

Fue a decir algo, pero Pablo se adelantó.

—No te interrumpimos más, seguimos con nuestro paseo por la zona.

—Llegaré pronto para cenar. ¿Has dicho ensalada?

—Tu plato llevará como ingrediente extra tacos de pavo a la plancha.

—Iba a preguntar si habían sobrado croquetas, pero me vale con eso. —Abraza a Pablo con fuerza, a la vez que lo besa, y le arranca un quejido de protesta.

—Inspectora, no se extralimite.

La niña los observa, como siempre cuando se dan arrumacos. Sonríe como si acabara de descubrir un secreto inconfesable y a la vez repugnante. Luego se despide de su madre y esta ve marchar a su familia por el pasillo.

Otra vez a solas.

«Debería marcharme a pasear con ellos. ¿Qué hago aquí?».

Entonces se asoma a la puerta y mira la mesa de Livia, aún vacía, y recuerda el motivo que la ata al trabajo. La sangre vuelve a hervir en sus venas, el estómago se comprime, el pecho siente la presión y las ganas por acumular más aire para dar oxígeno a sus pensamientos; otra persona vomitaría por la reacción física de su cuerpo sumada a toda la información sobre el caso, sobre lo que Mihai ha hecho y seguirá haciendo.

Ella no, solo se sienta y respira hondo mientras mantiene la mirada fija en la fotografía en blanco y negro de la pared, la que ocupa el centro del mural del caso, la única que han podido conseguir del criminal a través de la policía rumana. Cristina no olvidará jamás la cara que puso Livia cuando le enseñó la foto, que tendrá más de quince años; la chica se descompuso al volver a ver al mismo diablo, a su diablo personal.

El suyo y el de innumerables niñas inocentes. La mayoría muertas.