Un albino y un ojo azul



El póster de Spiderman de su derecha es de las primeras películas, las de Sam Raimi que vio con Fran en el piso de alquiler al que se mudaron para comenzar la vida en común. Solo han pasado cuatro años y medio, pero tantas experiencias desde aquellos despreocupados días le hacen sentir que hayan sido veinte. A Cristina le gustó Tobey Maguire en Las normas de la casa de la sidra, pero le parecía —y le sigue pareciendo— un pringao harto de collejas en la peli del superhéroe. Los demás que llegaron después no elevaron el listón, precisamente; aunque el último es divertido. Por algún extraño motivo, lo que más obsesiona en este momento a la inspectora es que las películas que veían eran piratas, sacadas de páginas de descargas ilegales. Qué absurdo tener tal desazón en un momento como este.

Desde que despertó, amarrada a la cama, ha dado dos cabezadas rápidas, se ha vuelto a orinar encima y hace todo el esfuerzo del mundo para no moverse y así no agotarse de forma innecesaria. La garganta y la lengua son como papel de lija y la vista se le nubla cada pocos minutos. Aún no sabe por qué le están llegando tantos recuerdos de su época de relación y convivencia con Fran, quizás porque la sed y el agotamiento extremos, unidos al miedo y la incertidumbre, han creado un cóctel químico en su cerebro que ha activado archivos de su memoria que consideraba perdidos.

«¿Quién anda ahí?»

¿Lo ha dicho o pensado? No lo sabe, ya no tiene una percepción clara del presente, su cuerpo necesita agua, sales minerales y vitaminas, principalmente, y eso provoca que se refugie en pensamientos del pasado.

Unos ojos azules tan grandes y profundos como triste la mirada que los envuelve. Cabello rubio como el suyo, pero sucio y despeinado. Cuerpo aún de niña bajo ropa raída.

—Recoge, te vienes conmigo.

—¿A dónde?

—No hay tiempo, recoge lo imprescindible y nos vamos.

La chica obedece. Una pequeña bolsa que no llevará ni cuatro trapos y una maceta bajo el brazo. A Cristina le recordó a Natalie Portman en León: el profesional. Livia era mayor que la actriz, pero se veía igual de desamparada, asustada y deseosa, a la vez, de aferrarse a lo que llegara. ¿Quién hace eso? Solo quienes están metidos en un fango a punto de cubrirlos por completo. La chica se marchó con una desconocida en mitad de una tarde fría de otoño, solo dudó unos instantes cuando vio el coche patrulla en la calle, conducido por el agente de uniforme. «No tengo papeles» parecía decir su mirada, como si le hubieran inculcado el miedo a un destino peor si la pillaba la policía por la calle. Un método más para amarrarla a aquel piso que era su infierno personal. Un método muy usado por desechos humanos que se erigen en demonios sobre seres indefensos. Ese es básicamente su poder, el de destruir las mentes, descomponerlas y luego rehacerlas a su antojo y deseo.

«Ven conmigo».

«¿A dónde?».

«¿Dónde te gustaría ir?».

«¿Contigo? Al infinito».

Ama a su hija Eva con toda su alma, también a Pablo, a sus padres y su hermana, al recuerdo de Fran, a sus amigos y compañeros… Pero no hay nada en el mundo más bonito, ni lo habrá nunca, que la sonrisa que emiten los ojos de Livia cuando cree que ella no se da cuenta de que la está observando. Nada en el mundo.

Livia estará removiendo cielo y tierra para encontrarla. Eso le preocupa, no quiere que cometa una estupidez que acabe con su vida, aún es demasiado impulsiva. Y lo peor de todo, cuanto más se enfada, menos usa el cerebro prodigioso que tiene.

«Mente fría. Mente fría, mi niña. Si te serenas, me encontrarás pronto».

Da un respingo.

Hay alguien observándola desde la puerta, no es Antón. Cristina se ha puesto muy nerviosa, pero no mueve un párpado, solo se mantiene alerta. No le servirá de mucho en su situación, pero no puede evitar mantener el tipo. Jamás se había sentido tan a merced de lo que sucediera, sin control alguno, es la peor sensación del mundo.

—¿Quién eres? —Casi no reconoce su voz, como si fuese un árbol seco el que hubiera hablado, un árbol que estuviese siendo cortado por un serrucho oxidado.

—Espero no haber tardado mucho, lo siento si ha sido así.

—No me has respondido. ¿Quién eres?

—Eso no es lo importante.

—¿Y qué es lo importante? —pregunta con miedo.

—¿Eso quieres saber? Bueno… parece que va siendo hora de hacer un vídeo, y creo que tú serás la protagonista.

«¿Un vídeo? Dios, espero que no se refiera a uno de esos snuff en los que torturan y matan en directo».

—¿Sabes qué? A tu amiga Livia le gustará verlo, y también al resto de tus compañeros.

—¿Vas a matarme?

—No tengas tanta prisa, antes tendremos que divertirnos.

Aparece otra persona tras él, ya son dos siluetas en la penumbra de la habitación. El otro tampoco es Antón. Cuando se acercan a ella, logra reconocer al que ha hablado antes, es Mihai, aunque está mucho más gordo y viejo que en las fotos que han logrado en la comisaría, tiene menos cabello y algo canoso, además de unas facciones laxas en la cara que le recuerdan a Antón. Sí, Mihai sin duda es Miguel, el padre de Antón. El otro tipo es mucho más joven, treinta como mucho, y es albino. El segundo albino que Cristina ve en su vida; o son pocos o casi no salen de casa. En una provincia con más de trescientos días de sol al año y con temperaturas de más de cuarenta grados durante los meses de junio a septiembre tampoco es un disparate.

—¿Vais a violarme, hijos de puta?

—No nos des ideas. Antón ya nos ha dicho que le gustas. Que no se te suba a la cabeza, ese retrasado se la metería a una anciana de cien años, si pudiera.

—¿Entonces?

—Tranquila, no seas impaciente, pronto lo verás.

Mihai enciende la luz del techo y, sin prisas, coloca un pequeño trípode en el suelo, a los pies de la cama, lo gradúa en altura y le acopla un accesorio, una especie de pinza de plástico negro. Allí sujeta un teléfono móvil.

Mihai se queda tras el teléfono y el albino se acerca a ella, saca de su bolsillo lo que parece el estuche de una estilográfica, pero lo que extrae del interior es un bisturí que reluce ante la luz artificial del dormitorio.

Mihai marca un número, se oyen los tonos claramente, está haciendo una llamada con el manos libres. Al cuarto, descuelgan y Cristina oye una voz familiar.

—¿Sí?

—Hola, mi dulce pizdă.

—¿Dónde estás, cabrón? Dame una dirección y me paso a buscarte.

—No te enciendas tan deprisa, voy a cambiar la llamada a videollamada, espera dos segundos.

La escena le llegó a Livia al instante.

—¡¡¡Hijo de puta!!! Si le haces algo, te juro por Dios que emplearé mi vida entera en buscarte e infligirte el mayor dolor que puedas imaginar.

—Tranquila, tranquila… Tu amiga estará bien, la necesito con vida para que tú me hagas un favor.

—Ya viste que no te funcionó la otra vez.

—Pero esa niña desconocida no es lo mismo que tu mejor amiga, tu única familia. ¿Verdad?

Livia oye la voz de Mihai, pero solo puede ver a Cristina amarrada a la cama y con el albino esgrimiendo el bisturí.

—Mihai, no es una amenaza en balde. Te juro por mi vida que no pararé hasta hacerte pedazos, estaré horas… días provocándote un dolor que no imaginas. Si le haces daño haré que me supliques que te mate.

—Parece que no comprendes quién manda aquí. Eras más inteligente cuando tenías trece años. Entonces te quedabas calladita y te dejabas hacer. Mira a tu amiga, ¿ves cómo ella sí comprende la situación? Quieta y en silencio. Aunque eso no evita que ahora sufra un castigo por tu culpa. Por tu insolencia.

El albino apresa con la mano izquierda el cuello de Cristina para inmovilizarla, ella siente el impulso de revolverse, es un acto reflejo, pero entonces ve el bisturí a dos milímetros de su ojo derecho y se paraliza. Livia grita como nunca lo ha hecho en su vida, insulta y suplica a la vez, casi sin saber qué dice. Mihai ha hecho zoom en el vídeo para que se vea a la perfección.

A continuación solo se oyen gritos desgarradores, como si el alma de la chica se le escapase destrozando de paso sus pulmones al otro lado del teléfono.

Pasan unos eternos segundos en silencio.

No es necesario ver a Livia para saber que se ha rendido, que acaban de vencerla como nunca antes.

—Hijo de…

—Cuidado con lo que dices, aún le queda el otro ojo y puede que decida sacarlo también.

Traga saliva, respira hondo, tiembla, llora, pero logra calmarse lo suficiente como para decir:

—¿Qué es lo que quieres?

—Ahora no me conformaré con la estatuilla, quiero varias piezas más que están en el almacén. Teniendo a todos los efectivos de la Policía buscando a tu amiga, será fácil para ti hacerlo.

—El vigilante del almacén sigue allí, además del circuito cerrado de vídeo.

—Eso es problema tuyo, desconecta el sistema de vídeo. Y al vigilante… redúcelo, mátalo, lo dejo a tu elección, pero me traerás estas catorce piezas que voy a enviarte por mail. Recuerda que la conexión y el archivo se borrarán cuando yo cuelgue, así que más te vale ser rápida guardando el archivo en tu teléfono antes de que eso ocurra.

A Livia se le encendió la bombilla en ese mismo instante. No solo tenía la dirección de Mihai, ya que sus dos esbirros hospitalizados habían dado la misma, sino que contaría con el lugar en el que tenían a Cristina, si es que estaba en otra ubicación diferente. Claro que el oficial de la científica informática, Gonzalo Herrera, en cuanto viese la conexión, enviaría los datos también al comisario. No, eso no puede ocurrir; si se presenta Marcos con toda la caballería montando un circo, quizás maten a Cristina antes de que Livia pueda intentar rescatarla de un modo más discreto, más efectivo.

—Está bien, envía el archivo.

—Tienes hasta esta noche a las diez. Te enviaré la dirección en la que tienes que entregarlo justo media hora antes.

—No me fío, ya me tendiste una trampa la última vez.

—No estás en situación de negociar. Además, tú también ibas bien acompañada.

—Si quieres las piezas, que seguro valen para ti más que la vida de mi amiga y las de todos tus empleados juntos, la entrega se hará de forma segura. Si ella sufre algún daño más, no verás más que sirenas en el espejo retrovisor en un intento patético por escapar.

Mihai jamás lo reconocerá, pero el tono de voz de Livia le ha provocado un escalofrío. Incumplió una de las reglas fundamentales, haciéndose visible ante la policía, ahora puede estar cometiendo otro error capital: crearse un enemigo con recursos y motivación suficientes para acabar con él.

Hace una señal al albino y este se aparta de Cristina, que se ha desmayado. Mihai aparece en pantalla y se sienta en el borde de la cama. Toma algo de la almohada ensangrentada y luego lo dirige hacia el teléfono móvil. Livia ve a Mihai en primer plano, está muy mayor para haber pasado solo siete años.

—Zorrita, tenemos un trato, no se te ocurra fallarme esta vez o las consecuencias serán… —y sonríe de forma sádica mientras le muestra el ojo azul amputado.