Recibir el mensaje a tiempo hizo que no echase más pescado de la cuenta a la parrilla de carbón que había instalado dos meses atrás en el barco. Total, solo iban a comer finalmente la niña y él. El maravilloso plan de fin de semana se acababa de fastidiar, claro que no sería él quien se quejase por ello. Había vivido por y para su trabajo durante más de una década, a pesar del dolor que determinados acontecimientos le provocaron. Contarle a Cristina lo que había sufrido debería haber hecho recapacitar a la inspectora, pero no podía enfadarse con ella por no seguir sus consejos, ya que cada uno debe tomar el camino que considera oportuno tras barajar sus pensamientos, experiencias y las recomendaciones de quienes le quieren. El capitán Pablo Aguilar suspira hondo y toca madera para pedir el deseo de que nada malo le ocurra a su esposa. Literalmente, ahora mismo acaricia la madera pulida y barnizada del barco.
Nunca ha sido supersticioso, ni siquiera viendo al diablo ante él en más de una ocasión, sobre todo agazapado tras la niebla del valle del Baztán, donde espera que reposen los restos de semejante bestia.
«¿Un caso nuevo y muy complicado? Todos son nuevos, todos son muy complicados. Deberías saberlo ya. Ojalá vinieses a mi comisaría, allí te asignaría casos sencillos y… Claro, por eso no aceptas. No se trata de la ciudad, de la playa, de la familia, amigos y compañeros. Es una cuestión de realización personal, profesional. Te pasarás la vida arriesgándola para proteger a todos los compañeros que puedas, a los ciudadanos y, sobre todo, rescatando a las livias que se crucen en tu camino. No puedo luchar contra eso, ni quiero hacerlo. Si te convirtieras en otra persona, en una que me hiciera la vida más fácil y segura, no te amaría como lo hago ahora».
—Pablo, huele raro.
El capitán se gira y observa a la niña, jugando frente a él en el suelo de la cubierta; hoy se le han caído tres muñecas al agua y él ha tenido que darse sendos chapuzones para recuperarlas. ¿Dónde demonios estará el limpiapiscinas que compró para ese menester? Seguro que también se cayó algún día por la borda.
—¿Raro? No, es el pescado. Verás qué rico está.
—Pescado, puaj, yo quiero salchichas y patatas fritas.
—No puedes comer eso tan a menudo, cielo, o el día de mañana acabarás estando muy malita.
—¿Malita? No, salchichas y patatas fritas están ricas, no puedo ponerme malita. El pescado huele raro y tiene espinas, me moriré.
—No me convencerás con eso. El pescado estará riquísimo, luego le pondremos limón y, si te portas bien, te prepararé una patata al horno, pero para compartir conmigo.
—¡No, para mí sola! Y quiero kétchup.
—Ya sabes que aquí no hay, y tampoco en casa.
—Pues la abuela Mariángeles sí tiene.
—Ya lo sé, y bollería industrial, y rebozados congelados y un montón de cosas más que hacen enfadar a mamá.
—Pero mamá no está, no se enterará.
«Madre mía, si con tres años piensas así, miedo me da que llegues a la pubertad».
—Mamá se entera de todo, ¿no ves que es policía? Hoy vamos a comernos todo el pescado para que ella no se enfade y nos prohíba ir mañana a la cala de los piratas.
La pequeña queda paralizada, luego se gira despacio, abriendo la boca y los ojos hasta formar esa mueca que siempre hace reír a Pablo.
—¿En serio? ¿A la cala de los piratas?
—Te lo prometo, pero hay que comerse toda la cena.
—¿Toda, toda?
—Toda.
Pablo decidió bautizar de esa forma a una zona que la niña descubrió en su segundo cumpleaños. Desde la playa de La Antilla se extiende una península de ocho kilómetros de largo por seiscientos metros de ancho, una zona casi virgen que, vista desde las playas de los pueblos de El Portil y El Rompido, parece una isla, pero que simplemente se trata de una barrera entre el Atlántico y la costa de Huelva. Sin ninguna edificación ni señal del paso de los humanos, solo se aprecia allí una manada de caballos salvajes corriendo y pastando entre las dunas y los pinos. El asombro de la niña fue tal, al llegar allí, que Cristina y Pablo permanecieron unos minutos en silencio, a la espera de su reacción. No regresaron al puerto hasta muchas horas después, Evita solo quería perseguir a los caballos y descubrir algún tesoro enterrado por allí. De ahí le vino la idea a Pablo para bautizar el que sería el rincón mágico de la familia.
—Esta vez encontraré el tesoro, ya lo verás.
—¿Tú crees? No sé, tal vez no lo encontramos nunca porque no llevamos un mapa.
—Podemos dibujar uno después de la cena.
—No creo que eso funcione así… Bueno, espera, puede ser divertido.
—¡Sííí!
La niña salta con los brazos en alto y pronto dará una patada sin querer a otra muñeca, la princesa Elsa peligra muy cerca del borde. Eva tiene el cabello y la energía y determinación de su madre, pero sus rasgos faciales, bellísimos, son de un padre que no conoció. Tampoco lo hizo Pablo, salvo por fotografías.
«Lo del mapa suena interesante. Esta semana, mientras estás en la guardería, voy a dibujar un mapa con una cruz, luego compraré un cofre de madera o similar en alguna tienda de chinos, lo llenaré de monedas de euro y lo enterraré para que otro día vayamos y puedas encontrar por fin tu tesoro».
Pablo se gira para dar la vuelta al pescado sobre la parrilla, la niña sigue saltando de alegría. Él sonríe y vuelve a girarse para observarla. La puñetera Elsa se cae por la borda. Fantástico, otra vez tendrá que saltar y rescatarla.