El diablo



Un cajero de supermercado comprendería la situación de los policías al llegar a la comisaría, pero no un administrativo o empleado de esos que disfrutan del lujo que supone el horario de oficina. Terminar el trabajo un viernes al mediodía y olvidarse del mismo hasta el lunes por la mañana es algo que no entra en las características del puesto de un investigador, menos aún si trabaja en el departamento de homicidios.

Marcos los espera en la cocina, lugar que se usa para las reuniones de más de cuatro personas. Apenas llega ruido desde la calle y en la sala de espera hay una docena de turistas esperando para poner denuncias por robo, lo habitual cada fin de semana. Irene, la recepcionista, ya está junto al comisario con las fotocopias del informe sobre el caso que provoca la inoportuna reunión. Nuria, en cuanto entra, sirve café para todos; excepto para Víctor, él mismo se está preparando un té verde. Y el comisario carraspea para avisar de que no hay un minuto que perder.

No toma ningún rotulador para escribir en la pizarra blanca, sino el mando a distancia del gran televisor que cuelga del techo. Eso es algo que Livia no ha visto nunca. Pulsa un botón y todos desean que lo que aparece en la pantalla solo sea una broma. Una de muy mal gusto.

La niña es rubia y tiene los ojos claros, entre verdes y grisáceos. Unos ocho años y seguro que posee una sonrisa preciosa, pero ahora está atemorizada, tanto, que los policías quedan en silencio, sin saber qué están viendo siquiera. La niña está sentada —además de amarrada de pies y manos— a una silla de metal en el centro de una habitación de paredes oscuras, sin ventanas ni puertas que se aprecien. No está amordazada y no habla con nadie, ni pide auxilio, así que debe de estar sola. A pesar de que la niña atada ya supondría motivo de sobra para asustar a los policías, son otros tres detalles los que monopolizan la atención hasta hacer que nadie sea capaz de cerrar la boca de asombro.

El primero es el reloj digital en una mesita al lado de la niña, marca una cuenta atrás de cuarenta y seis horas, catorce minutos y unos pocos segundos. Una cuenta atrás que no puede presagiar nada bueno.

El segundo es el rótulo impreso en la pantalla: «Este es el tiempo que tardará Duquesa en volver a tener hambre».

El tercero es Duquesa, un enorme animal oscuro que se pasea gruñendo por el cuarto, lo hace despacio, como tanteando el lugar. La niña sigue con sus ojos en todo momento los movimientos del mismo, eso es lo que parece atemorizarla hasta impedir que sea capaz de pronunciar una palabra o chillar.

Antes de que alguno pregunte, el comisario se adelanta:

—Es un diablo de Tasmania.

—¿Y cómo cojones ha logrado alguien…?

—A día de hoy puedes comprar un cocodrilo del Nilo de quinientos kilos y tenerlo en tu piscina por menos de diez mil euros. Dejemos las preguntas que no son relevantes. Ya habéis visto la cuenta atrás.

—Parece una broma —murmura Cristina, que ha permanecido callada, como hipnotizada con la expresión de la niña del vídeo. Por la edad, podría pensar en su hija pequeña, pero los rasgos faciales son mucho más parecidos a los de Livia.

—Pues no parece ninguna broma. Los expertos informáticos de la comisaría aseguran que es una señal en directo.

—¿Y por qué alguien haría algo así?

—Es evidente. Por dinero.

—¿Dinero?

Marcos se atusa el pelo, luego se sienta a la mesa, junto a sus compañeros.

—El enlace para acceder a la señal llegó en un correo ordinario, una carta como las de toda la vida. Irene la recibió, no le dio importancia al leerla, pero escribió el código abreviado del enlace en el navegador y, tras ver lo que estáis viendo vosotros ahora, me llamó. Los de la científica tratan de encontrar huellas en el sobre y la carta, pero algo me dice que no tendremos mucha suerte.

—¿Qué decía la carta? —Nuria está tan impaciente que no puede esperar a que el comisario termine toda la exposición.

Por su parte, Marcos no se muestra molesto por haber sido interrumpido.

—La carta es lo más sorprendente de todo, si es que eso fuera posible. —Sus interlocutores, en silencio, miran la televisión otra vez, con el animal enorme emitiendo esos horribles gruñidos alrededor de la pobre niña indefensa—. En la carta aparecen tres datos. Una cifra: diez millones de euros. Un número de cuenta: en las islas Caimán. Y un nombre.

—¿Un nombre? —pregunta Cristina. ¿Sabemos el nombre de la niña? ¿Podremos hablar con sus padres?

—Me temo que no. —Marcos mira a la inspectora con pesar—. El nombre no es de la niña.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque todos aquí conocemos el nombre que aparece en la carta: Livia Craciun.