Rumanía
Aquel hombre que le había hablado del diablo, con esa sonrisa horrible de dientes de plata, la saca de su casa y la introduce a la fuerza en la parte de atrás de un coche muy grande, y tan negro que las ventanillas de atrás casi no dejan pasar la luz de la mañana. No oye a sus padres, así que piensa que les ha pasado lo mismo que a su hermano. Quiere llorar, llorar con todas sus fuerzas y patalear hasta que la dejen salir del coche, como hacía cuando era unos años más pequeña, pero intuye que aquel método, que rara vez funcionaba con sus padres, lo hiciese con aquellos desconocidos que la observan de esa manera tan desagradable. El coche arranca sin que ella se haya atrevido a hacer ninguna pregunta.
Cuando despierta, el sol de la tarde se oculta perezoso tras los difuminados árboles del horizonte, van a toda velocidad y ella tiene que orinar. Una fuerte bofetada al pedir que paren y otras tres cuando, ya de noche, se ha orinado en la tapicería de piel del coche.
Solo paran, ya de madrugada, al llegar a un pequeño pueblo, allí compran comida y buscan refugio a las afueras, en un camino poco transitado en el que echar una cabezada. Nicoleta come un bocadillo de atún con tomate, está muy blando, pero no protesta, no quiere que vuelvan a pegarle y, además, tiene mucha hambre. Luego trata de dormir, aunque no tiene sueño y la imagen de su hermano siendo asesinado se muestra como una fotografía ante ella cada vez que cierra los ojos. Quiere pensar. No, quiere creer que no les ha pasado nada. Comienza a rezar para que sea así, también para que se despierte de repente y todo haya sido un sueño, incluso le pide a Dios que no la castigue por querer hacer cosas de chicos. Volverá a la casa y no cortará leña nunca más; solo ayudará a su madre y sin protestar.
Despierta al sentir el zarandeo, uno de los tipos, el que siempre va con ella atrás, el que le dio las bofetadas, le dice que van a partir, que salga a mear o se llevará más hostias si vuelve a hacérselo encima. No responde, ni pregunta hacia dónde la llevan, solo se baja y orina justo al lado de la rueda trasera. No le importa que la miren, ni que sus bragas y la entrepierna huelan tan mal tras secarse la orina de ayer. Un pensamiento crece en su cabeza a medida que pasan las horas en el coche: «¿qué quieren de ella?» Han matado a una familia para llevársela y ahora invierten días en llevarla a algún sitio. ¿A dónde y para qué? No se lo van a decir, así que solo le quedan dos opciones: seguir hasta el final y descubrirlo por sí sola o tratar de huir a la mínima oportunidad.
Mira sus piernas cortas y endebles, luego las largas y fuertes de ellos. Su hermano y sus padres no pudieron hacer nada para escapar o protegerse. ¿Cómo iba Nicoleta a correr más que ellos y huir? ¿Y qué haría si lograse dejarlos atrás? No tiene comida ni sabe en qué ciudad se encuentra, ¿lograría que alguien la ayudase?
Esos pensamientos y las escasas luces de los pueblos que van dejando atrás, como flashes anunciando recuerdos perdidos, logran doblegar sus energías hasta que no puede evitar caer de nuevo en un sueño profundo.
Sueña con las navidades pasadas, con el momento en que se levantó bien temprano y corrió para ver los regalos que Santa habría dejado bajo el árbol. Aunque ellos no han tenido nunca un abeto, ni natural ni de plástico, sino una rama que cortaba cada año su padre del castaño que les daba sombra unos metros al sur de la casa. Apuntalaban la rama en la tierra de un gran tiesto de cerámica verde y la adornaban con unas bolas rojas que habían comprado en el mercado muchos años atrás; eran doce el día que llegaron en una caja acharolada, ahora solo quedaban siete.
La rama del castaño, obviamente, acababa en la chimenea una semana después de Navidad.
Todas las cajas de regalos estaban forradas con el mismo papel, como siempre, de color granate, y ella no podía esperar nunca a que los demás llegasen para abrir los suyos, así que esa mañana comenzó con la tarea. A su espalda, la ventana aún mostraba una noche cerrada.
Un jersey de lana marrón, ese era su regalo. Lo tomó con las dos manos y lo levantó, como si eso le permitiera asimilar mejor que aquello no se parecía en nada a la muñeca que había pedido, la que sus amigas no paraban de mencionar desde hacía meses en el pueblo. ¿Un jersey marrón? Aquello debía de ser un error de Santa, un gravísimo error. Pero, ¿cómo iba a…? No, imposible. No había forma posible de contactar con él para que le cambiase aquel horrible jersey por su muñeca.
—Mamă, mamă, despierta —susurraba a su madre mientras le daba suaves golpes en el hombro.
—¿Qué haces despierta? Es temprano, vete a la cama —dijo la mujer en un susurro, aún estaba medio dormida.
—Santa se ha equivocado, hay que enviarle otra carta, urgente.
—¿Qué dices?
—No me ha traído la muñeca.
—Esa muñeca es muy cara y tu padre no quería comprarla, así que el jersey te vendrá bien para el frío del invierno. —Y se giró para seguir durmiendo.
«¿Mi padre? ¿Comprarla? ¿Muy cara? ¿De qué está hablando?».
Aún quedaba hora y media para que su familia se despertase, así que ella tuvo tiempo de sobra para dar vueltas a la cabeza y descubrir que Santa no iba a su casa en navidades; que, por algún motivo que desconocía, sus padres se veían obligados a hacer el trabajo y procurar unos regalos para todos. Menudo fraude era el gordo vago de los cojones, aunque lo veía como algo normal, siendo tan viejo y con esa barriga ¿cómo iba a llegar a todas las casas del mundo en una noche, si el mundo seguro que era enorme? Más de doscientos kilómetros. O más.
Nicoleta despierta al alba con el regusto amargo del recuerdo de haber descubierto el engaño de Santa, mira a su alrededor y comprende que la vida está llena de engaños. Aunque ahora le queda pequeño, lleva precisamente el jersey marrón en su viaje hacia un lugar desconocido.
Recorren una docena de pequeños pueblos de casitas blancas, cada vez hace más calor, y llega un momento en que tiene que despojarse del jersey. Sus acompañantes apenas hablan durante el trayecto, salvo para recordarse una y otra vez que deben evitar controles policiales, cuándo hay que parar a comer, a mear o a dormir un poco. Y así llegan por la noche a una ciudad con mar. El conductor pone rumbo al puerto, al entrar en el mismo, los tres que la acompañan se muestran contentos por haber llegado a tiempo y sin problemas.
La niña observa un laberinto infinito de calles formadas por miles de contenedores metálicos, apilados en torres de cuatro en cuatro, de cinco en cinco, y se asoma sobre ellos con curiosidad alguna grúa amarilla de vez en cuando. Cree que el conductor se ha perdido, pues no para de dar vueltas y vueltas entre aquellos contenedores idénticos, pero al cabo de un rato para el coche ante otro de color negro y más lujoso, en el que hay cuatro hombres esperando.
Las ventanillas de delante están bajadas, así que ella oye la conversación que se produce en este momento.
—El pedido eran veinte chicas, que están esperando en este mismo contenedor —dice el de los dos dientes de plata a la vez que da unos golpecitos al contenedor metálico de su izquierda—, pero Vladimir ha querido tener un detalle con vuestro jefe por el error en el envío anterior.
—¿Un detalle?
—Tiene ocho años, rubia, piel de seda blanca. Nadie la ha tocado, te doy mi palabra.
—No.
—¿No? Ni siquiera la has visto aún. ¿Qué significa no?
—Pues eso. No más niñas ya, eso acabó. Mi jefe ya cansado.
Los tres que la han acompañado se miran entre ellos de forma fugaz, luego preguntan si el resto del pedido está bien, es lo que habían acordado. Los otros, los vestidos de negro, dicen que sí y entregan un abultado sobre de papel. Ya de vuelta al coche y como si ella no estuviese allí escuchando:
—¿Qué coño hacemos con esta ahora?
—La tiramos al mar.
—¿Eres idiota? Nos ha costado varios días y tener que matar a su familia.
—¿Y qué quieres a cambio? Ese era el único de nuestros clientes que aceptaba niñas para sus juegos. Además, ¿qué importa? La zorrita era un regalo y Vladimir no lo ha aceptado. Da igual, hemos cobrado lo mismo.
—Pero podemos sacar algo de dinero extra con ella. Encontraremos algún burdel que nos la compre, quiero recuperar el tiempo perdido.
—¿Y si tardamos un mes en encontrar uno que la quiera? Nos arriesgamos a que nos pare la policía italiana, o luego la francesa, y nos pregunte de dónde ha salido. No tenemos su documentación y la niña solo tiene que gritar y acusarnos. Prefiero tirarla al mar.
—Espera —dice el de los dientes de plata, cuya opinión parece ser la más respetada por el grupo—. Dejadme hacer una llamada.
Se aleja unos veinte pasos y habla demasiado bajo, así que Nicoleta no oye nada. Regresa al cabo de un rato, entra en el coche de nuevo y dice:
—Un antiguo jefe, Mihai, dice que la comprará, pero tenemos que llevarla al sur de España.
—Cojonudo, así nos gastamos la paga en la playa y en los mejores burdeles de Europa.
—No tan deprisa, me ha dicho que no hay trato si no conseguimos algo más.
—¿Algo más? ¿Qué es lo que quiere?
—Una docena de ratas bien grandes.
—¿Es una broma?
—No, lo ha dicho en serio.
—¿De dónde coño vamos a sacar una docena de ratas? No se venden en las tiendas de animales y yo no pienso bajar a una alcantarilla para cogerlas de una en una. Tal vez podamos llevarles ratones de esos blancos que se venden como alimento de serpientes.
—No seas imbécil, quiere ratas bien grandes y ha dicho que no aceptará otra cosa. Aunque… espera, tengo un amigo que tal vez nos ayude.
Las dos de la madrugada.
—¿Qué has estado hablando durante tanto tiempo?
—Tranquilo, es que se trata de un cuñado, hacía tiempo que no hablábamos y ya sabes, hay que cumplir con la familia y preguntar por todos. Al grano, me ha conseguido algo que puede contentar a Mihai.
—¿Tu cuñado vende ratas?
—No, pero trae animales exóticos por encargo y tiene un diablo de Tasmania por colocar.
—¿Qué coño es eso?
—Es como una rata, pero del tamaño de un perro. Eso me ha asegurado.
—¿De qué hablas? Eso no existe.
—Que sí, joder, mi cuñado nunca me mentiría. Dentro de día y medio pasamos por Barcelona y recogemos el bicho.
El conductor arranca el motor del coche y salen despacio de la zona. Pronto aparcarán en un sitio más seguro para dormir. Antes que eso, la niña oye el final de la conversación.
—¿Para qué querría alguien una niña y una docena de ratas o una gigante? —pregunta el conductor.
—Prefiero no saberlo —responde el que se sienta a su lado, el de los dos dientes de plata—, pero no me gustaría estar en el pellejo de esta niña.