Una tromba de preocupaciones inundó mis pensamientos cuando desperté al amanecer, y enseguida supe que ya no volvería a dormirme. Me arrastré sigilosamente hasta el otro lado de la tienda de campaña y abrí la cremallera con mucho cuidado para no despertar a Ande.
Agradecí aquella fresca brisa marina que me acarició las piernas mientras me sentaba con los pies apoyados en la escalerilla de entrada a la tienda para observar el cautivador paisaje. Ande tenía razón, las vistas desde aquel pequeño cabo elevado eran hermosas. Las ruinas de la vieja ciudad costera de Protaras comenzaban a distinguirse a medida que el alba bañaba de luz la Bahía de la Higuera. Ya podía adivinarse el color turquesa de las limpias aguas, peinadas por la tranquila marcha de unas olas que nunca morirían en la orilla, interrumpidas por los muros de aquellos edificios que una vez formaron la primera línea de playa de un acogedor destino turístico. El constante canto de los abejarucos aportaba la banda sonora, un importante elemento de la magia de la bahía. Era un lugar perfecto para encontrar la paz interior, pero yo sabía que aquello no ocurriría.
El día anterior, Ioannis y yo habíamos tenido la mayor pelea de nuestras vidas.
Todo comenzó cuando le conté cómo Milos me había amenazado para que no dijera nada sobre su engaño a Melinda. Ioannis no me había hecho mucho caso: mientras se lo contaba, podía notar sus miradas continuas hacia la pared de nuestro piso, una señal inequívoca de que estaba buscando un fondo blanco para poder leer mejor la información de sus lentes.
―¿Me estas prestando atención, Ioannis? ―pregunté al fin, irritada.
―Si, claro. Lo siento, es que acaba de aparecerme una notificación en mis lentes. Parece ser que Panos Kana se encuentra un poco mejor. Quizá lo saquen pronto del hospital―. Eran buenas noticias, pero Ioannis parecía indiferente.
―¿Y qué opinas de lo que te he contado?
―¿De Milos? Si te digo la verdad, Leah, creo que lo mejor será dejarlo correr. Melinda será más feliz así y tú no tendrás problemas con tu trabajo―. Con esta respuesta, pareció dar por zanjado el debate.
Su opinión no podría haberme decepcionado más. Reflejaba el conformismo y la resignación a aceptar cualquier injusticia que se habían adueñado de él en los últimos años. ¿Qué había ocurrido con aquel joven luchador que había cambiado mi vida? La EBR lo había transformado hasta convertirlo en un débil borrego.
Debería haberme callado y esperar hasta el momento en el que pudiera responder algo menos ofensivo, pero aquella gota había colmado el vaso y mis palabras fueron más rápidas que mi mente. Cuando me quise dar cuenta, el daño ya estaba hecho.
―Espero que en el trabajo tomes decisiones con más valentía que en casa. Aunque supongo que no es así, de lo contrario ya habrías obtenido tu anhelado premio Galileo.
Pocas cosas habría podido decirle que hubieran herido más su orgullo. Pude apreciar por su gesto que mis palabras le dolieron, y he de admitir que lo disfruté. Fue la primera reacción humana que vi en él en muchos años.
Sin embargo, todo rastro de humanidad desapareció en los siguientes instantes. Ioannis, rojo de la rabia, me asestó un revés con el dorso de su mano derecha que me hizo perder el equilibrio y chocar de frente contra el ventanal del salón. El dolor me hizo perder el conocimiento, el cual enseguida recuperé debido al impacto posterior sobre el suelo.
Miré hacia arriba confundida. Ioannis, con su rostro desencajado por la ira, amagó con continuar usando la violencia, pero pareció pensarlo mejor.
―La próxima vez, ten más cuidado con lo que dices ―bramó, y a continuación salió del apartamento dando un tremendo portazo.
Sorprendentemente, me vi invadida por una sensación de alivio. Lo que acababa de ocurrir solo podía significar una cosa: el fin de nuestro matrimonio había llegado. De repente, se habían acabado las dudas y los fútiles intentos por recuperar a mi marido. Era obvio que Ioannis no era el mismo hombre con el que me había casado, y lo único que tenía que hacer era aceptarlo. Esta situación era mil veces mejor que la incertidumbre que sentía hasta ese momento. Tenía la eufórica sensación de poder comenzar una vida que llevaba años prohibiéndome a mí misma. Y sabía exactamente cuál iba a ser el primer paso.
Apresuradamente, preparé una mochila con los enseres necesarios para pasar tres noches fuera de casa. Salí a la calle, crucé el túnel que pasaba por debajo de las vías de tren y de la radial Mandela, y comencé a caminar por el anillo E hacia la radial Darwin. Una vez allí, me cambié al anillo F y seguí andando en la misma dirección. El piso de Ande se encontraba a poco más de veinte minutos a pie desde aquel punto.
Nunca me sorprendió que Ande accediera a vivir en el sector Sureste de la ciudad. No era una regla escrita, pero todo el mundo sabía que las personas pertenecientes a altos retos eran las que solían conseguir viviendas en la parte Norte de Galatea. Todo comenzó por el poco trascendente motivo de que los balcones orientados al sur de aquellas viviendas eran los únicos que, además de poseer espectaculares vistas de la ciudad, recibían luz durante todo el día. Con el tiempo, la zona Norte se acabó convirtiendo en aquella en la que vivían los altos cargos del gobierno y las personas más importantes del país, aquellas pertenecientes a los niveles R2 y R3. Ahora, vivir en el sector Norte era sobre todo un símbolo de prestigio y de estatus, una forma de asegurarte de que nadie te iba a confundir con un simple trabajador rutinario.
La llegada de Ande a Chipre había revolucionado el programa espacial del país. Su colaboración había significado un progreso que antes de contar con él era impensable. Esto le había lanzado al nivel R2 apenas dos años después de su llegada. Sin embargo, el gobierno nunca le ofreció mudarse al sector Norte. Sus superiores creían que él no sería el tipo de persona que se vería halagada por el ofrecimiento. Y tenían razón.
A Ande no podría haberle importado menos el haber alcanzado uno de los estatus más altos del sistema chipriota, al igual que en su vida anterior nunca le había dado importancia al dinero. Bajo aquella apariencia de hombre introvertido y ensimismado en sus pensamientos, se encontraba un corazón puro, tan puro que le costaba entender el funcionamiento del mundo en el que le había tocado vivir.
La filosofía de Ande era increíblemente simple y se basaba en el trabajo. A lo largo de su vida había pasado por difíciles baches que solo había conseguido superar a través de su esfuerzo y su capacidad de sacrificio. Entendía que muchos de los conflictos a los que se enfrentaba la sociedad se verían solucionados si los ciudadanos trabajasen duro y con la motivación adecuada, sin verse influenciados por ambiciones tan engañosas e infundadas como el dinero, el poder o el estatus.
Tras conocernos, pensé que Ande podría necesitar ayuda profesional para adaptarse a su nueva sociedad. Pero, a medida que nuestras sesiones avanzaban, me di cuenta de que tenía unos sólidos principios que no cambiarían por el hecho de vivir en un país como este. Lo único que necesitaba era identificar aquellos principios y descubrir cómo encajaban en la sociedad. Durante este proceso nos vimos enfrascados en discusiones apasionantes. El tema central del que partíamos era el hecho de que sus ideas no representaban más que una forma de anarquía. A diferencia del anarquismo tradicional, Ande no consideraba que toda forma de autoridad era ilegítima, simplemente aseguraba que la humanidad aún no ha encontrado la forma de gobierno perfecta. Era una especie de agnosticismo político que le confería una amplitud de miras y una tolerancia que nunca había visto en ninguna persona, mucho menos en alguien tan introvertido como él.
Nuestras sesiones se convirtieron en largas discusiones en las que los dos nos complementábamos: yo le aportaba un exhaustivo conocimiento de la sociedad y de la EBR que él no podría haber conseguido de otra forma, mientras que él usaba esta nueva información para enfocar el mundo con su particular perspectiva, algo que en muchas ocasiones conseguía abrirme los ojos.
Ande quizás había sido atractivo tiempo atrás. Tenía una constitución robusta y una ancha cabeza en la que todos los rasgos estaban fuertemente definidos: su prominente mandíbula, sus gruesos labios, su voluminosa nariz y aquellos ojos hundidos en profundas cuencas y protegidos por espesas cejas. Todo ello le daba un aspecto recio que contrastaba con su suave carácter. Sin embargo, lo que más llamaba la atención eran las dos sobrecogedoras cicatrices que cruzaban su rostro formando una cruz invertida. La intersección de ambas tenía lugar en el labio superior, que había quedado desfigurado. La cicatriz vertical pasaba entre los ojos y terminaba abriéndose paso entre su castaño pelo rizado, que ya comenzaba a mostrar algunas canas. He de admitir que, al principio, su físico me causó cierto rechazo.
Y, sin embargo, descubrir su atrayente personalidad fue poco a poco despertando en mí sensaciones hacía tiempo olvidadas. Puede que también tuviera algo que ver el hecho de que Ande, pese a sus esfuerzos, nunca fuera capaz de ocultar sus sentimientos hacia mí. Desde el primer día me di cuenta de que sus ojos brillaban de una manera especial cuando me miraba. A pesar de carecer de grandes aptitudes sociales, conmigo era un todo un caballero y me trataba como si fuera la persona más interesante y especial del planeta.
Si él se estaba dando cuenta de que yo comenzaba a corresponder sus sentimientos, nunca se atrevió a decir nada. Por alguna razón, sabía con certeza que nunca lo haría. Si algo había de ocurrir, estaría en mis manos dar el primer paso, y estaba agradecida por ello. Al fin y al cabo, era una mujer casada. Por muy infeliz que fuera en mi matrimonio, Ioannis seguía siendo mi marido y no era mi deseo serle infiel.
Mi relación con Ande evolucionó muy rápidamente. En pocas semanas, nuestras sesiones se convirtieron en intensas citas íntimas en las que, sin ningún tipo de relación física, ambos abríamos nuestro corazón al otro. Nunca me había sentido tan cerca de alguien, lo cual en cierto modo ya me hacía sentir como si estuviese engañando a mi marido. Al cuerno, concluí después de darle muchas vueltas. No voy a sentirme como una fulana por alguien que lleva años tratándome como si lo fuera. Las sesiones continuaron, y con ellas creció el deseo físico y la tensión sexual. Llegó el punto en el que no podía engañarme a mí misma. Estaba enamorada de Ande, y sabía que él lo estaba de mí.
Al cruzar la radial Curie, y ya acercándome a casa de Ande, se me ocurrió que Ioannis, sin ser para nada su intención, me había hecho feliz con aquel brutal golpe. Sentía una liberación y una alegría que llevaba mucho tiempo reprimiendo.
Cuando Ande, sorprendido, me abrió la puerta de su apartamento, me lancé a abrazarle. Permanecí así durante largo tiempo, asiéndome a él con fuerza y concentrándome en el dulce aroma y en la suavidad de su camisa de algodón. A los pocos segundos, él me rodeó también con sus firmes brazos, suavemente al principio pero cada vez con más fuerza, como si fuera perdiendo la timidez poco a poco.
Al fin nos separamos, pero nuestros brazos siguieron enredados y nuestros ojos quedaron muy cerca. Estaba convencida de que Ande bajaría la mirada, como solía hacer en situaciones embarazosas, pero no fue así. En su lugar, me retiró el flequillo de la cara, y una mueca de horror asomó a su rostro cuando vio la reciente marca morada en mi frente y mis ojos todavía un poco lacrimosos.
Fue entonces cuando un impulso mutuo nos hizo acercarnos de nuevo y fundirnos en un delicado e intenso beso.
―Claro que te puedes quedar conmigo ―dijo Ande con la mayor de las sonrisas después de que le contara lo ocurrido―. Pero no creo que sea seguro que permanezcamos en mi piso por mucho tiempo.
―¿A qué te refieres?
―Te lo contaré por el camino.
―¿Por el camino a dónde?
―Nos vamos de vacaciones.
―Ande, ¿ha afectado nuestro beso a tu cordura? ―le pregunté sin poder evitar sonreír al recordar ese momento minutos atrás.
―De vacaciones de fin de semana, quiero decir. ¿Alguna vez has viajado en una campañeta?
Las campañetas eran muy populares entre los turistas extranjeros que acudían a Chipre. Ya que fuera de Galatea había pocos núcleos urbanos que contaran con un suministro adecuado de agua y electricidad, muchos optaban por recorrer la isla en una de las amplias y cómodas furgonetas eléctricas que el gobierno había puesto a disposición de turistas y ciudadanos en el enorme aparcamiento de Aslankoy. Todas ellas venían equipadas con un depósito de agua que podía rellenarse en varios puntos de la isla, con una batería de litio extra para obtener electricidad y con un bulto en el techo que podía convertirse en una tienda de campaña para cuatro personas con tan solo apretar un botón.
Tras pasar por el centro de distribución que se encontraba enfrente de la estación central para abastecernos de comida y dos botellas del vino favorito de Ande, nos dirigimos hacia Aslankoy, sintiéndonos como un par de adolescentes que se escapan del colegio para estar juntos. Allí encontramos una campañeta fácilmente (el verano había pasado y era temporada baja) y Ande puso rumbo hacia el este de la isla.
Ya era prácticamente de noche cuando llegamos a la Bahía de la Higuera.
―Ahora apenas se ve nada, pero el paisaje desde aquí es espectacular. Y desde este lugar se ven los amaneceres más hermosos de la isla ―me dijo mientras aparcábamos en lo alto de una pequeña montaña que le comía terreno al mar.
―¿Quién te ha dicho que me quedaré contigo hasta el amanecer?
Ande torció el gesto hasta que vio que me echaba a reír, y entonces se sintió algo avergonzado.
―Me encanta lo inocente que eres a veces ―le dije, y nos volvimos a besar.
Aquella noche fue tan mágica como el lugar en que nos encontrábamos. Nos sentamos en unas rocas y, con el sonido del mar de fondo, cenamos, bebimos, reímos y lloramos juntos hasta altas horas de la madrugada.
―Mira las estrellas ―dijo Ande tras la cena, cuando los dos yacíamos abrazados, apoyados en una roca―. ¿Sabes que muchas de ellas en realidad ni siquiera son estrellas?
―¿Ah, no? ¿Y qué son?
―Son galaxias. Ciudades formadas por billones de estrellas. Se encuentran a millones de años luz de distancia, y aun así brillan tanto como las estrellas de nuestra propia galaxia.
―¿Crees que hay vida en alguna de ellas?
―No es que lo crea, es que estoy convencido.
―¿Cuáles son tus argumentos?
―En primer lugar, hay que reconocer que las condiciones para que exista la vida tal y como la conocemos son muy específicas y difíciles de alcanzar. Te estremecerías al saber el cúmulo de acontecimientos, casuales o no, que resultaron con la vida en la Tierra.
―¿Por ejemplo?
―Se cree que la Luna fue antiguamente un enorme asteroide orbitando caóticamente alrededor del Sol. En cierto momento, chocó contra la Tierra, lo que provocó que quedara atrapada en su órbita. Por otro lado, también se cree que el agua de los océanos procede de otro asteroide, una inmensa bola de hielo que también vagaba por el sistema solar antes de impactar con la Tierra. Después de estos dos acontecimientos, la gravedad de la Luna comenzó a provocar las mareas en los océanos, una condición imprescindible para la formación del caldo molecular que dio lugar a la vida.
―O sea, que si la trayectoria de esos dos asteroides hubiera sido un poco diferente, nosotros no existiríamos.
―Exactamente. Y es solo un ejemplo entre miles. Podría enumerarte de memoria por lo menos doscientos acontecimientos más que fueron necesarios para el origen de la vida.
―Y sin embargo, crees que esos acontecimientos se han dado en otro lugar.
―Como te dije, estoy convencido. El número de estrellas, galaxias y potenciales planetas ahí fuera es tan inconcebiblemente grande, que sería impensable que en alguno de ellos no se haya producido el mismo proceso en algún momento.
―¿Y crees que algún día lo sabremos con certeza?
―Es difícil de adivinar. Lo que no creo es que alguien vaya a contactar con nosotros. Incluso aunque haya vida ahí fuera, no significa que sea inteligente. Algo que probablemente sea lo mejor para ellos.
―En eso estoy de acuerdo. La inteligencia no asegura la supervivencia. Fíjate en los tardígrados, uno de los organismos más simples de la Tierra, y también unos de los más antiguos y resistentes.
―Y no solo hay que tener en cuenta lo pequeños que somos en el espacio, sino también en el tiempo. Quizá ha existido o existirá una raza capaz de contactarnos, pero es muy difícil que lo haya hecho en el momento adecuado.
―Una vez oí q si la vida del universo se resumiera en un año y hubiera empezado el 1 de enero, nosotros apareceríamos en escena los últimos dos segundos del 31 de diciembre.
―Es cierto. De hecho, uno de los conceptos que más me fascina es la relación de los seres humanos con el tiempo.
―¿Qué quieres decir?
―¿Alguna vez has visto la foto de una galaxia?
―Sí, he visto fotos tomadas con telescopio. Todas son ovaladas o con forma de espiral.
―¿Y crees que se mueven?
―Claro que se mueven, todo el universo se mueve, alejándose del punto donde se cree que ocurrió el Big Bang.
―Quiero decir, ¿crees que giran sobre sí mismas?
―No lo sé, ¿por qué es importante?
―Porque, desde nuestro punto de vista, no giran en absoluto. Las galaxias que conocemos tienen la misma forma y posición desde que se descubrieron hace siglos. Y, sin embargo, sí que están girando. Y lo hacen a una velocidad endiablada.
―¿Y por qué no nos damos cuenta?
―Por lo pequeños que somos. Y esta vez me refiero al tiempo, no al espacio.
―Quizá haya seres que sí que las vean girar.
―Me gusta creer que sí. Imagínate seres enormes, tanto en tamaño como en longevidad, no necesariamente físicos ni perceptibles, que viven durante billones de años, y para los cuales una galaxia gira a la velocidad con la que nosotros vemos girar una peonza. Probablemente han visto nacer y morir miles de galaxias durante su vida, tantas como peonzas ha visto girar un niño de doce años.
―¿Y qué me dices del caso contrario?
―¿Cuál sería ese caso?
―¿Crees que hay seres mucho más pequeños y efímeros que nosotros para los cuales una peonza se vería estática?
―Nunca lo había pensado. Pero el otro lado de la escala puede ser igual de profundo, así que no veo por qué no.
―Quizá civilizaciones enteras de seres diminutos hayan existido dentro de una única lágrima desde que sale de mi ojo hasta que choca contra el suelo, sin darse cuenta siquiera de que se encuentran en caída libre.
Ande se quedó pensando unos segundos.
―Eso no va a volver a ocurrir ―dijo al fin―. Quiero cuidarte y asegurarme de que nunca derramarás una lágrima más.
Le abracé fuerte hasta que me quedé dormida, pensando en lo fácil que parecía a veces ser feliz. Sentí cómo me depositaba entre sus robustos brazos y me llevaba hasta la tienda de campaña, donde me arropó y me dio un beso en la frente. Cuando le dije que todavía no estaba preparada para que ocurriera nada, me contestó con ternura que teníamos todo el tiempo del mundo.
Todavía seguíamos abrazados cuando la luz del alba me despertó.
Aquel amanecer trajo consigo preocupaciones inexistentes la noche anterior. No había dado señales de vida a mi marido, ¿estaría alarmado? ¿Habría vuelto él a casa después de nuestra pelea? De hecho, ¿por qué me preocupaba de él? Supongo que será la costumbre, pensé. ¿Qué ocurriría ahora? Debía hablar con Ioannis cuanto antes. Temía cómo reaccionaría ante la idea del divorcio, este era un tema que la élite conservadora de Chipre consideraba una señal de inestabilidad y fracaso, algo que con toda seguridad Ioannis no estaría dispuesto a mostrar. Y, sin divorcio, tendría que vivir con él, ya que el gobierno nunca me asignaría otra vivienda.
Ande se despertó y se sentó a la entrada de la tienda por detrás de mí, rodeándome la cintura mientras los primeros rayos de sol aparecían en el horizonte.
―Tenías razón ―le dije suavemente―. Es el mejor amanecer que he visto nunca.
―También es el mejor amanecer de mi vida. Pero por razones distintas ―contestó con dulzura mientras me besaba el cuello.
De repente, olvidé todas mis preocupaciones. Permanecimos un rato en silencio, disfrutando de aquel momento.
―Es perfecto ―le dije tras unos minutos.
―¿El qué?
―Esta escena... tú, yo, el amanecer... ojalá durase para siempre.
―Pues yo espero que no―respondió Ande, y le miré extrañada―. Si el amanecer durase para siempre, significaría que la Tierra ha dejado de girar. Y, si eso ocurre, la inercia de la rotación arrastraría la atmósfera, los océanos y todo lo que hay en la superficie, matándonos a todos al instante. ¿Es eso lo que quieres?
―Vaya hombre ―le contesté riéndome―. ¿Qué ha pasado con el Ande romántico de anoche?
―Se ha marchado con la luna llena, como el hombre lobo.
Seguimos bromeando un rato. Con él, era muy fácil estar de buen humor.
Hasta que me acordé de algo que había dicho la noche anterior.
―Ande, ¿por qué creías que era peligroso quedarnos en tu apartamento?
Tras unos instantes en los que pareció pensar bien la respuesta, contestó.
―Todo tiene que ver con mi trabajo. E, indirectamente, con Ioannis.
―¿Qué quieres decir?
―No me fio de este gobierno, Leah. Puede que tengan las mejores intenciones, pero tengo mis dudas de que les importe mucho cumplir la ley para alcanzar sus objetivos.
―¿Y cómo te afecta esto a ti y a tu apartamento?
―Como sabrás, son tiempos agitados para la AEC. Nos acaban de abastecer del litio y el grafeno necesarios para finalizar el módulo que recogerá la antimateria para la nave Alexia, y trabajamos a contrarreloj para terminar su construcción. De hecho ni siquiera debería estar aquí. El gobierno cuenta con que seremos capaces de aprovechar el momento orbital del 25 de diciembre.
―¿Vais a lanzar la nave en dos meses? ¡Eso es fantástico, Ande! ¡Enhorabuena!
―Es un momento en el que todos estamos muy nerviosos, el gobierno incluido. Tienen miedo de que existan filtraciones que revelen los detalles del lanzamiento a quien no deberían. Por ello, debemos mantener una total confidencialidad.
―Me guardaré toda esta información para mí misma.
―Cuento con ello. Lo que me preocupa es que estén controlando nuestras viviendas. Los ordenadores centrales son tremendamente útiles, pero no me extrañaría nada que tuvieran una función que desconocemos.
―¿Crees que el gobierno espía a los ciudadanos?
―No lo sé con seguridad. El escándalo Liberopoulos abrió los ojos a todos aquellos ciudadanos que son un poco perspicaces y se preguntan qué se esconde detrás del éxito de la EBR. Desde entonces, hay infinitas teorías sobre el uso de la información y la violación de la privacidad en este país. Y creo que tienen sentido.
―Sin embargo, no creo que a los ciudadanos les importe demasiado. De lo contrario, Liberopoulos no seguiría en el gobierno.
―Cierto. Tampoco a mí es algo que no me deje dormir. Pero en esta situación, da la casualidad de que tu marido es mi jefe. No me haría ninguna gracia que se enterara de todo esto. Por eso pensé que sería más adecuado vernos en un lugar más remoto.
―¿Y cómo se iba a enterar Ioannis? ―pregunté sorprendida.
Ande hizo una pausa y respiró hondo, como tomando fuerza para lo que iba a decir.
―Supongo que no sabes nada de su ocupación, ¿verdad?
―Ya sabes que nunca me habla de ello.
―Tu marido, aparte de formar parte de la cúpula de la AEC, colabora muy estrechamente con CypEx.
―¿La agencia de exportación de Chipre?
―Exactamente. De hecho, forma equipo con Teresa Liberopoulos.
―¿Y a qué demonios se dedican los dos juntos?
―¿Has oído hablar de la ampliación de Galatea?
―Sí, he oído que finalmente van a construir el anillo C.
―Bien, no creo que eso vaya a ocurrir. Descubrí por casualidad que las partidas de materiales que han sido importadas para la ampliación de Galatea han sido entregadas en las instalaciones de la AEC. Y que yo sepa, la AEC no se dedica a construir edificios. Por lo menos en este planeta.
―Entonces, ¿quieres decir que Ioannis encargó aquel suministro de materiales?
―No sé a ciencia cierta cuál es su rol, pero en líneas generales, sí, a eso se dedica.
―¿Y para qué son aquellos materiales exactamente?
―Ojalá lo supiera. Hay una cantidad desproporcionada de litio, como si quisieran energía para una ciudad entera durante cientos de años.
―¿No tienes manera de averiguarlo?
―Lo dudo. Ni siquiera debería saber tanto. La única razón por la que me ha llegado esta información son los despistes de Ioannis en el trabajo. Desde que está tan estresado, ha cometido varios errores de atención.
―Ande, he oído muchos rumores sobre Liberopoulos. Parece ser que, bajo esa apariencia de señora risueña, se esconde una zorra astuta que controla todos los canales de información habidos y por haber. Si Ioannis trabaja con ella, creo que incluso estas vacaciones de fin de semana están poniendo en peligro tu trabajo. ¿Quién te dice que nuestras lentes no están pinchadas? ¿O que no hay un micro en la campañeta?
―Lo sé. Pero ha merecido la pena, Leah.
Sabiendo que aquel trabajo era lo más importante de su vida, su disposición era más que halagadora. Me sentí embargada por la emoción pensando en todo lo que Ande estaba dispuesto a arriesgar por mí. Sin embargo, lo último que quería era que lo perdiera todo por mi culpa.
―Lo agradezco de veras, Ande, pero no quisiera verte en la calle o en prisión. Creo que deberíamos volver. Además, cuanto antes solucione las cosas con Ioannis, mejor.
Ande suspiró con tristeza, pero pareció aceptar la situación.
―¿Cuándo nos volveremos a ver? ―preguntó con resignación.
―Nos veremos el jueves. Pero deberá ser como paciente y psicóloga.
―De acuerdo. Espero que tengamos pronto la oportunidad de volver a hacer algún viaje juntos.
Al volver, decidimos separar nuestros caminos desde Aslankoy y tomar trenes diferentes.
Cuando mi tren cruzó el puente sobre el parque Kana, poco antes de llegar a la estación central, observé como una muchedumbre se congregaba en la zona del parque que lindaba con la parte trasera del hospital central de Galatea. Era bien sabido que Panos Kana se hallaba ingresado en una habitación con vistas al parque, y los ciudadanos querían mostrarle su apoyo.
No había nadie en casa cuando llegué. Lo normal un sábado al mediodía era que Ioannis estuviese trabajando, así que me senté pacientemente a esperarle. Mientras tanto, llamé a Chris. Era temprano en Buenos Aires, y mi hijo se estaba preparando para un largo día en la oficina. Su conocimiento de cuatro idiomas le había conseguido un trabajo como traductor fácilmente. Argentina se encontraba en un buen momento económico como país, pero la desigualdad entre clases era muy acusada y la vida de las familias de clase baja y media era cada día más dura. Chris podía considerarse privilegiado por tener aquel trabajo, sin embargo le costaba llegar a fin de mes y el simple concepto de ahorrar era una quimera. A pesar de todo, parecía encantado de vivir en aquella enorme ciudad, había hecho buenas amistades e incluso salía con una chica. Se le veía más feliz que nunca, y llamarle por teléfono siempre conseguía alegrarme el día.
Al terminar la conferencia, comencé a preparar un té, y fue entonces cuando oí el sonido de la puerta. Ioannis había llegado.
Salí de la cocina rápidamente, como si tuviera miedo de arrepentirme si lo pensaba más, y nos encontramos de frente en el salón. Tenía un aspecto cansado, como si no hubiese dormido en toda la noche, y una expresión de disculpa. Sabía que aquello era lo máximo que conseguiría de él. Tras un instante de miradas incómodas, él fue el primero en hablar:
―Panos Kana ha fallecido.
Me llevé las manos a la boca para reprimir un grito de sorpresa y angustia.
―¿Cómo puede haber ocurrido? Decían que no era nada grave.
―Parece ser que todo se complicó al final. Probablemente tendremos más información a lo largo del día.
Esta noticia me dejó fuera de juego durante unos minutos, pero no quería prolongar lo inevitable.
―Ioannis, tenemos que hablar ―le dije, interrumpiendo su lectura de las fatídicas noticias. No serían las únicas que recibiría hoy.
Asintió con la cabeza en un gesto de resignada aprobación.
―No me refiero solo a lo de ayer ―comencé―. Aquello solo fue la punta del iceberg ―noté cómo Ioannis inspeccionaba mi cara en busca de contusiones. La marca del golpe era evidente y todavía me dolía, pero, por suerte, comenzaba a palidecer―. No es que lo esté justificando, pero lo que ocurrió no es más que la muestra de lo que ha sido nuestro matrimonio en los últimos tiempos. Ayer los dos intentamos hacernos daño. Yo te dije algo horrible y tú actuaste con una brutalidad inaceptable. Estas cosas no deberían ocurrir dentro de un matrimonio. Después de pensarlo mucho, no creo que ninguno de los dos dispongamos de las fuerzas ni la motivación suficiente para intentar evitarlas.
―¿Qué quieres decir exactamente? ―preguntó con cierta condescendencia.
―Creo que lo mejor para los dos será que pidamos el divorcio.
―Querrás decir lo mejor para ti ―contestó rápidamente.
―No me hagas creer que yo soy la única que lo desea, Ioannis. La única razón por la que quieres seguir casado es para que no afecte a tu carrera. Sé perfectamente que te importo una mierda.
Ioannis permaneció callado unos instantes. No parecía muy enfadado, ni tampoco sorprendido, ni siquiera un poco molesto. Para mi asombro, tenía una expresión triste que no había visto en años. De hecho solo le había visto así una sola vez. ¿Cuándo había sido?
―Leah, no has jugado de la manera más inteligente. Siempre pensé que podría evitar recurrir a ciertas medidas, pero no me has dejado alternativa.
Estas palabras, pronunciadas con aquel tono compungido, me dejaron helada. De repente me acordé cuando le había oído actuar así. Había sido cuando aún vivíamos en Boston y mi padre congeló todas mis cuentas. Nos habíamos quedado sin dinero para pagar la operación de su amigo Charlie, y Ioannis tuvo que decirle que, pese a intentar todo lo posible, no íbamos a poder salvar su vida.
Tras pronunciar estas palabras, Ioannis encendió el ordenador central y le dio algunos comandos en silencio a través de sus lentes. Mientras tanto, yo no me atrevía a preguntar. ¿A qué medidas se refería? Tenía la sensación de que estaba a punto de descubrir algo desagradable.
Ioannis se recostó en el sillón, y un vídeo comenzó a proyectarse en la gran pantalla. En él salíamos Xandra y yo. Reconocí la taza con la bandera de Croacia: debía haber sido nuestra última sesión.
―¿Y cuál sería tu propuesta para evitarlo? Se oía a Xandra preguntarme.
―Yo crearía los dichosos bonos ―contestaba yo―. Si el gobierno tiene miedo de que la gente comience a endeudarse con ellos, especular o promover cualquier actividad que no genere ningún valor añadido o que ponga en peligro la EBR, siempre pueden regularlos. De acuerdo, habría que modificar uno de los pilares de la Constitución de 2045, pero...
Ya sabía cómo iba a continuar aquello. Sin embargo, Ioannis y yo permanecimos en silencio dejando que el video continuara.
―Creo que tus teorías te traerían más de un problema si decidieras compartirlas con algún chipriota.
―¿Problema, dices? Mis teorías me podrían llevar a la cárcel.
En ese momento Ioannis pausó la reproducción. Mirándome a los ojos con una expresión intensa que tiempo atrás había confundido con sinceridad, me dijo:
―Lo siento mucho, Leah.
Acto seguido, marcó un número en sus lentes. Cuando cogieron el teléfono al otro lado, Ioannis contestó.
―Me gustaría reportar una irregularidad.