Esta vez te vas a atrever, gallina.
Son las seis de la tarde, y la oscuridad ya se cierne sobre Ginebra.
Hace tiempo que la iluminación urbana no funciona. Los negocios y las empresas que aún sobreviven a la crisis ya han cerrado sus puertas por hoy, y los ciudadanos que aún pueden permitirse pagar el suministro de luz prefieren no dar muestras de ello para no llamar la atención. Desde mi posición privilegiada en la azotea de uno de los edificios residenciales más altos de la ciudad, apenas puedo distinguir la línea donde acaba la ciudad y comienza el lago. Las pocas luces que se ven aquí y allá son las de algún tranvía que circula por las desiertas calles, transportando a los pocos valientes o despistados que aún vagan por las calles de esta decadente ciudad. Cuando me mudé a Suiza hace casi veinte años, una de las cosas que más me sorprendió fue la pobre iluminación nocturna. Es un país seguro, no necesitan iluminar sus calles, recuerdo haber pensado. Ahora hay mucha menos iluminación que antes, pero las causas han cambiado. El país está lejos de considerarse seguro, pero, simplemente, no hay dinero.
Dinero, comienza a divagar mi mente bajo los efectos de varias botellas de Apfelwein. Así empezó todo. Un concepto tan inocuo, tan lógico, tan justo. Y sin embargo, mira hasta dónde nos ha llevado. La inteligencia de la mayoría no está preparada para las consecuencias. ¿Cómo algo tan artificial y tan simple se ha podido convertir en la principal herramienta para hacer nuestras vidas tan miserables? ¿Hasta dónde va a llegar esta locura?
La verdad es que no tengo ninguna intención de quedarme a comprobarlo. Y tampoco tengo a nadie que quiera evitar que me marche.
Terminando de un trago la botella de aquel agrio vino de manzana, avanzo pusilánime hasta el borde del edificio y me siento sobre la estrecha barandilla de piedra con los pies colgando hacia el vacío.
No puedo evitar mirar hacia abajo, aunque no sirve de nada. Todo lo que veo es oscuridad.
Como si caigo sobre un pozo de mierda.
Me importa bastante poco dónde y cómo morir. Solo quiero que ocurra.
Después de la paliza que le propinaron Huargo y los policías, los médicos diagnosticaron que Alexis pasaría el resto de su vida en una silla de ruedas.
Estas noticias cayeron sobre mí como un jarro de agua fría. Alexis era como un hermano, la única persona en este mundo, aparte de mi padre, por la que podía sentir cierta empatía. Su tragedia me dolía tanto como si me hubiese sucedido a mí. Además, estaba aquel dañino sentimiento de culpabilidad que no me dejaba pegar ojo por las noches. Nada de esto habría ocurrido si yo hubiese tenido dos dedos de frente y hubiese votado en contra de visitar la Montera como hizo Peri. Y, sobre todo, nada de esto habría ocurrido si yo no hubiese atraído la atención de Huargo cuando me quedé mirando a Luna embobado. Alexis había intentado salvarme de una paliza y a cambio la había recibido él. Su vida nunca volvería a ser igual y todo era mi culpa.
Desesperado por alejar aquellos fantasmas de mi mente, hice todo lo que pude para aliviar su situación. Todas las tardes acudía a visitarle al hospital de La Paz para hacer los deberes juntos. Solía resumirle las clases de cada día, algo que suponía un gran esfuerzo para mí ya que requería prestar atención a los profesores. Logré convencer a nuestro tutor de que Alexis pudiera realizar los exámenes a través de internet, y le ayudé a aprobarlos. Le daba ánimos durante sus ejercicios de rehabilitación y le buscaba reportajes y noticias sobre nuevas tecnologías, algo que siempre le hacía ilusión. Aquellas noches, después de hacer los deberes, siempre acabábamos hablando sobre exotrajes, diminutos drones espías voladores o dispositivos de respiración acuática hasta que las enfermeras venían a echarme de la habitación para llevarle al baño y apagar la luz.
El juicio llegó pasados unos meses. Como era de esperar, la versión de Huargo y la policía sobre lo que había pasado distaba mucho de la realidad. Aseguraban que Alexis, visiblemente alterado y bajo los efectos de la ninfarmina, se había abalanzado sobre Huargo sin motivo alguno cuando éste paseaba tranquilamente por la calle. No solo eso, sino que cuando la policía apareció, el violento chaval la emprendió contra ellos también. Por tanto, aquellos golpes habían sido únicamente en defensa propia.
De poco serviría que los controles antidrogas revelaran que no había restos de ninfarmina en la sangre de Alexis. El testimonio de tres personas, dos de ellos policías, amenazaba con ser suficiente para condenar a mi amigo a pagar una astronómica multa más los costes médicos resultantes de las lesiones sufridas por Huargo y los policías (un tobillo torcido y una muñeca dislocada, ambos como consecuencia de los golpes propinados a Alexis). La familia de mi amigo, a la que no le sobraba el dinero precisamente, tendría que endeudarse durante décadas para poder pagar tal cantidad. Esto también significaría que nunca podrían pagar el tratamiento que proporcionaría a Alexis las pocas opciones que tenía de volver a andar.
Solo había una forma de evitarlo.
Tanto Alexis como yo habíamos pensado en ello, pero ninguno de los dos se había atrevido a proponerlo. Tuvo que ser Peri, una tarde de verano pocos días después de la celebración del primer juicio, el que por fin sacó lo obvio a relucir mientras paseábamos lentamente con Alexis por el atestado centro comercial de La Vaguada.
―Ande... supongo que todavía tendrás aquellas lentes, ¿no?
Guardé silencio durante largo rato. Sí, todavía tenía las lentes. Y sí, el vídeo que habíamos grabado aquella noche en la Montera todavía seguía almacenado en ellas. Era la prueba perfecta para demostrar la inocencia de Alexis, evitar la gran multa que sus padres tendrían que pagar e incluso verse indemnizados con la suficiente cantidad como para permitirse el mejor tratamiento para su hijo.
―Peri, déjalo ―intervino Alexis―. Mostrar aquel vídeo solo nos traería más problemas.
―A mí no me lo parece ―contestó tozudo Peri―. Quizá supondría una multa para Ande por grabar un vídeo en público, pero podríamos pagarla con el dinero de tu indemnización.
―Sea como fuere, esa no es nuestra decisión ―insistió Alexis―. Ande sería el que correría el riesgo, así que la decisión le corresponde a él.
Apenas dos meses después, me hallaba volando a Suiza por primera vez. Mis planes originales eran mudarme allí un año más tarde para estudiar astrofísica en la prestigiosa Universidad de Ginebra. Sin embargo, cabía la posibilidad de terminar el bachillerato allí, ya que mis buenas notas me permitían acceder mediante una beca a un exclusivo colegio vinculado a aquella universidad. Inicialmente había descartado esta posibilidad, ¿por qué alejarme de mi familia antes de lo necesario? Mi padre acababa de perder el empleo a causa de un ERE masivo en su empresa, uniéndose a los casi siete millones de parados que ya engrosaban las listas del INEM. Al igual que tantos millones de españoles, conseguíamos llegar a fin de mes a duras penas, y lo último que quería era darle una preocupación más.
Madrid estaba pagando el precio de todos aquellos años de inestabilidad política. La ciudad se había convertido en una jungla en la que el miedo era parte de la vida diaria. Exceptuando los afortunados núcleos vallados en el centro de la ciudad al estilo americano, la violencia estaba presente en cada esquina. Nuestro barrio no era de los peores, pero aun así era mejor asegurarse estar en casa después de la puesta de sol. La verdad es que salíamos a la calle en contadas ocasiones: para ir al trabajo, al colegio y al hospital. Los centros comerciales de las afueras eran los sitios más seguros para aprovisionarse, pero nos habíamos visto obligados a vender el coche así que ya no eran una opción. Como tantos otros vecinos, decidimos que el siguiente lugar más seguro era el centro comercial de La Vaguada, al que podíamos ir a pie. Pronto este lugar se convirtió en el núcleo comercial de esta parte de la ciudad, en detrimento de todos los pequeños comercios de alrededor. Muchos de ellos cerraron y los locales abandonados que habían dejado atrás se convirtieron en los nuevos hogares de las miles de familias que habían sido desahuciadas. Este fenómeno se extendió como la pólvora. Las condiciones de los localeros (así habían bautizado los medios a las familias afectadas) dejaban bastante que desear: vivían apelotonados, sin electricidad, ni agua corriente ni calefacción. A pesar de ello, era mejor que dormir a la intemperie y además tenían la protección de la antigua valla de seguridad del local. Inofensivos al principio, pronto el hambre hizo que los localeros pasaran de víctimas a cazadores. Cuantos más localeros había, más peligrosas eran las calles. Cuanto más peligrosas eran las calles, menos se acercaba la gente a comprar en ellas. El círculo se había cerrado: la inseguridad que había llevado a los vecinos a comprar únicamente en centros comerciales acabó resultando en una amenaza mucho mayor, hasta el punto que las calles de Madrid acabaron convertidas en campos de batalla. Y todavía no había llegado lo peor.
Cuando el gobierno se dio cuenta de lo insostenible de la situación, decidió destinar ciertas partes de la ciudad a alojar a todas aquellas familias sin recursos que ocupaban los locales de toda la ciudad. Todos sabíamos que este plan convertiría a Madrid en una ciudad segregada, tal y como sucedió en su día con Johannesburgo, Lima o Rio de Janeiro. Para el bienestar de los que todavía conservaban su hogar, los menos afortunados se verían obligados a vivir en barrios marginales donde la pobreza, la violencia y el tráfico de drogas acabaría con todas su esperanzas de volver a tener una vida normal. Todos lo sabíamos, pero a falta de una mejor solución, nadie se opuso a ello. Excepto los propios afectados, claro. Si el gobierno pensaba que no iban a ofrecer resistencia, estaban muy equivocados. El desalojo de los locales acabó convertido en una guerra entre la policía y los localeros que se extendió durante años y en la que incluso el ejército tuvo que intervenir.
Dada la situación, cuando mi padre supo sobre la posibilidad de que me marchara a estudiar a Suiza, no dudó en animarme a aprovechar la oportunidad. Suiza era el único país de Europa que aún resistía a la Larga Depresión. Allí todavía quedaba trabajo, un alto nivel de vida y, sobre todo, seguridad.
El 1 de septiembre de 2041 mi padre me acompañó al aeropuerto sorprendido por lo afectado que se hallaba su hijo por la despedida. La verdad es que no pude contener las lágrimas ni un momento desde que salimos de casa hasta que crucé la puerta de embarque. Poco sospechaba mi padre que mi silencioso llanto no se debía a la tristeza de la despedida, sino a la sobrecogedora y horrible sensación de haber clavado un puñal en la espalda a mi mejor amigo.
Desde aquella conversación en La Vaguada, cada día me había distanciado un poco más de Alexis. Yo sabía que él estaba esperando una respuesta por mi parte, pero ésta era una respuesta para la cual no me hallaba preparado. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Confesar delante de un juez que me hallaba en posesión de un dispositivo ilegal y que lo había usado para grabar un vídeo de la policía? Las afirmaciones de Peri me parecían demasiado optimistas. Tenía grandes dudas de que una simple multa sería la única consecuencia legal. Por no hablar de otros riesgos... En aquellos tiempos todo el mundo sabía que la policía era una organización con la que más valía no enemistarse. Mandar a dos de ellos a la cárcel no habría sido precisamente consecuente con aquella lógica.
Podría buscar muchas excusas, pero la dolorosa verdad es que el miedo a lo que pudiera pasarme a mí o a mi padre pesaba más en la balanza que la búsqueda de justicia o incluso la salud de Alexis.
Simplemente, no encontré la manera de enfrentarme a la situación.
Pasaron los días. Pasaron las semanas. Mis encuentros con Alexis se iban reduciendo a medida que la situación se iba tornando más incómoda. Y, cuando reconocí que no había salida e incluso comencé a contemplar la posibilidad de actuar con valentía y hablar con Alexis, me acordé de la oferta para estudiar el último curso de bachillerato en Suiza que había rechazado unos meses antes. ¿Sería demasiado tarde?
No, no lo era.
No hubo un solo día en el que no me arrepintiera de mi huida, ni un día en el que no me odiara a mí mismo por haber actuado de una manera tan vergonzosa. Sería inmensamente rico si me dieran un euro por cada una de las veces en las que pensé dar vuelta atrás y ayudar a mi amigo, pero nunca lo hice, y de todas formas de poco habría servido ya.
El juicio había terminado con el resultado previsto.
Viviendo en otro país, con mi padre a mil quinientos kilómetros de distancia y con todos los lazos que me unían a mis amigos completamente rotos, esperaba sentirme como si hubiera reseteado mi vida.
Sin embargo, no había nada más lejos de la realidad. Las experiencias que sembramos en el pasado viajan con nosotros y terminan por germinar tarde o temprano.
Durante años, mi comportamiento se vio dominado por el profundo sentimiento de no ser digno de disfrutar de la amistad de nadie. Dejé de esforzarme por forjar cualquier tipo de relación y me convertí en aquel estudiante solitario con las mejores notas de la clase y con total ausencia de aptitudes sociales. Fue una vuelta a los tiempos previos a la Parada. La única diferencia era que ya no había niños abusones, pero nunca los eché de menos. Mi conciencia ya se encargaba de torturarme lo suficiente.
Si mi padre se hubiera encontrado allí, me habría enseñado la manera de aceptar la situación, pero ninguno de los dos teníamos dinero para visitarnos, así que pasé años sin verle.
El paso a la facultad no supuso ninguna mejoría en este aspecto, pero por lo menos di un paso adelante dedicándome a lo que más me gustaba. Según lo planeado, comencé a estudiar astrofísica en la Universidad de Ginebra. Asistir a aburridas clases de historia, lengua o religión se había acabado. Todo lo que se enseñaba aquí me apasionaba. Se pusieron a mi disposición conocimientos que multiplicaron mi interés por el universo en que vivimos. ¿Qué mejor manera de alejar mis fantasmas que sumergiéndome en todos aquellos libros? No faltaba a una sola clase, no dejaba de estudiar un solo día, no paraba de obtener matrículas de honor. Mis años universitarios pasaron como una exhalación y mi impoluto expediente académico resultó ser el más brillante de la historia de la universidad.
La verdad es que me importaban un rábano todos los reconocimientos a mi carrera, simplemente vivía por y para la astrofísica, ya que ésta era la herramienta que me permitiría cumplir los sueños que desde niño invadían mi cabeza. Ni siquiera asistí a la fiesta de graduación en la que se hizo mención especial a mi nombre. Aquella noche me encontraba encerrado en mi pulcra y ordenada habitación de la residencia de estudiantes, enfrascado en el infructuoso intento de dar con una solución definitiva a todos los problemas planteados en mi proyecto de fin de carrera.
Aquel proyecto, en el que pretendía proponer un diseño innovador y económicamente factible para una nave destinada a viajes interestelares, fue premiado con una matrícula de honor, algo que nunca creí merecer. De acuerdo, había resuelto algunos interrogantes que habían entorpecido el desarrollo de la ingeniería espacial durante décadas, pero no había conseguido el gran objetivo. La nave no estaba lista para ser construida.
Mi decepción se debía a las grandes esperanzas que había depositado en este trabajo. No lo veía solo como mi proyecto de fin de carrera, era el proyecto de toda una vida. Se suponía que al fin iba a dar con las grandes respuestas a mis eternos interrogantes. No hubo ni un día desde que encendí aquel libro holográfico en mi salón de Madrid en el que no soñara despierto con la posibilidad de viajar más allá de nuestro sistema solar. Desde entonces, todos mis sentidos se orientaron a dar con aquella posibilidad, por mucho que los científicos más respetados se empeñaran en afirmar que los viajes a la velocidad de la luz no eran factibles con los recursos disponibles en aquel momento. Tras mi paso brillante por la universidad y tras haber asistido a clases y a charlas a manos de los astrofísicos más prestigiosos de la Tierra, pensé que estaba preparado para afrontar mi investigación con probabilidades de éxito. A medida que se acercaba el final de mi último curso, esta posibilidad se iba desvaneciendo, y una molesta y creciente sensación de insatisfacción comenzaba a consumir mi cordura.
Mi planteamiento era sencillo. Toda la comunidad científica estaba de acuerdo en la barrera que constituía el problema del combustible. Aseguraban que no había recursos suficientes en la Tierra como para conseguir la energía que nos llevaría más allá de los confines del sistema solar en un periodo de tiempo aceptable. Si quisiéramos viajar a la estrella más cercana, Próxima Centauri, que se encuentra a solo unos 4,22 años luz de la Tierra, necesitaríamos cien veces más energía de la que se puede generar combinando todas las plantas energéticas de la Tierra. Además, suponiendo que pudiéramos conseguir el combustible, ¿cómo podríamos concentrarlo de manera que pudiera ser enviado al espacio junto con una nave?
Obviamente, buscar una fuente de energía terrestre no era una opción. La nave debería obtener combustible de algún otro lugar. La clave estaba en prepararla para ello.
Mi diseño se basó en la nave Bussard, un concepto americano de casi un siglo de antigüedad que en su momento no funcionó en la práctica por diversas razones. En el momento de su invención, esta nave tenía la forma de un embudo gigantesco con un reactor alargado en el centro. Curiosamente, la boca del embudo constituiría la proa de la nave. La razón de tan extraño diseño es muy simple: parte de la base de que el espacio interestelar no está completamente vacío, sino que se encuentra poblado de átomos de hidrógeno, helio y otros gases. La densidad de estas partículas es ridículamente baja, pero el hidrógeno es una excepción. Este elemento se encuentra presente en forma gaseosa con la densidad suficiente como para poder ser detectado y utilizado. Y este era el objetivo de la nave Bussard: absorber todos los átomos de hidrógeno a su paso para utilizarlos como combustible. El hidrógeno es arrastrado a través del embudo hasta el motor central de manera que allí su masa se convierte en energía a través de un proceso de fusión. Esta energía se propulsa en la dirección opuesta a proa, consiguiendo el empuje y la aceleración requeridos para impulsar a la nave.
El problema del diseño original era que, para conseguir la cantidad de hidrógeno necesaria, el tamaño del embudo debería ser tan monstruosamente enorme que a) su fabricación se complicaba excesivamente, y b) incluso si pudiera ser construida, la resistencia ofrecida por tan extensa superficie ante los propios átomos de hidrógeno presentes en el espacio frenaría la nave, de manera que la velocidad obtenida distaría mucho de la necesaria.
Quizá debería haber recordado a mis correctores que mi objetivo era acercarme a la velocidad de la luz, algo que nunca nadie había intentado antes excepto en obras de ciencia ficción.
La propuesta que hizo a mi proyecto tan popular fue la manera de obtener combustible. ¿Para qué usar aquel descomunal embudo? La nave no necesitaba tener aquel diseño prehistórico. A grandes rasgos, planteé una nave que tendría la forma de un simple cilindro aerodinámico equipado con dispositivos láser, cuyo objetivo sería ionizar todos los átomos de hidrógeno que se encontraran en su camino. Una vez provistos de carga eléctrica, estos átomos serían atraídos hacia la nave mediante un campo magnético instalado en unas placas que cubrirían casi la totalidad de la nave. Esto aseguraba la manera de mantener la velocidad e incluso acelerar sin comprometer la obtención de combustible.
Puedo comprender los elogios recibidos por aquel diseño exterior, e incluso llegué a aceptar las alabanzas dirigidas al sencillo sistema de auto-pilotaje que permitiría a la nave modificar su rumbo en caso de potenciales colisiones con cualquier tipo de objeto. Pero lo que me costaba entender era cómo reputados científicos podían ser tan conformistas como para aceptar la selección de materiales que propuse para la construcción de la nave.
En un principio puede parecer que existe una gran variedad de materiales capaces de aislar las temperaturas extremas del espacio exterior, además de ser lo suficientemente livianos y resistentes como para que la nave pueda moverse a la velocidad deseada. Cualquier aleación de bajo coste compuesta de titanio, magnesio y cromo habría bastado. Sin embargo, esto no era un viaje a la Luna o a Marte como los que se habían hecho hasta ahora. La tripulación pasaría meses o incluso años navegando por el espacio profundo, donde no existe ningún planeta o gran cuerpo sólido que pueda actuar de escudo reflector de las radiaciones gamma interestelares. Estos rayos, procedentes de las explosiones de supernovas lejanas, atravesarían la cubierta de la nave y la piel de los humanos al igual que la luz atraviesa una ventana de cristal, dañando los genes y matando las células de los tripulantes. Si un adulto sano en la Tierra tenía un 40% de probabilidades de contraer cáncer, en aquellas condiciones no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir.
A pesar de tener muy claro cuáles serían los materiales que aislarían completamente la radiación gamma, si quería cumplir con el requisito inicial de limitarme a un presupuesto realista, debería dejar de contar con ellos. En aquellos tiempos, no habría manera de que ningún país u organización se hiciera cargo de los gastos derivados de recubrir una nave entera con láminas de grafeno, por no hablar de carbino. Tendría que conformarme con añadir a la cubierta una capa adicional compuesta de materiales que reducirían la radiación sin bloquearla del todo, como el aluminio o el polietileno.
Ojalá este hubiera sido el único obstáculo que los correctores pasaron por alto. Al fin y al cabo, este no era un problema que diera al traste con cualquier posibilidad de hacer efectivo el viaje, ya que siempre habría personas dispuestas a correr el riesgo. Mi gran preocupación, aquella que mis profesores no dieron importancia cegados por la brillantez del resto del proyecto y por sus bajas expectativas, para mí era mucho más trágica: el motor no iba a arrancar.
Para que el campo magnético instalado en la coraza funcionara y recogiera el hidrógeno que debía alimentar el motor de fusión, la nave debía estar moviéndose a una velocidad equivalente al 3,56% de la velocidad de la luz, es decir, unos 38 millones de kilómetros por hora. Esta velocidad era ya 260 veces mayor que la velocidad más alta alcanzada por el hombre hasta entonces. ¿Cómo conseguir alcanzarla? Este era el gran interrogante que no me dejaba dormir. Pasé incontables noches repasando uno por uno todos aquellos métodos conocidos y por conocer para aumentar la velocidad inicial de la nave. ¿Aprovechamiento de orbitas planetarias? ¿Uso de motores cohete? ¿Propulsores iónicos? ¿Velas solares? Indagué además mil y una combinaciones entre los mismos, pero mis cálculos nunca me llevaron siquiera a alcanzar ni una vigésima parte de la velocidad necesaria para activar el campo magnético.
Mientras la facultad celebraba a bombo y platillo la graduación del alumno más brillante de su historia y mi trabajo se convertía en un referente para los alumnos de ingeniería espacial de mi universidad, yo seguía encerrado en mi habitación, durmiendo unas tres horas al día y pasando el resto del tiempo en la biblioteca virtual buscando un remedio que pusiera fin a mi obcecación. Fue en estos momentos cuando una de las frases de mi padre comenzó a cobrar sentido. Intenta hacer algo bien, y el resultado será mediocre. Intenta hacerlo perfecto, y lo harás bien. Sacrifícalo todo, y alcanzarás la perfección.
Se acercaba el día en el que tendría que abandonar la residencia universitaria, y no tenía absolutamente ningún plan para los días venideros. Pese a que no disponía de alojamiento en Suiza y tampoco tenía dinero para comprar un billete de vuelta a España, no me preocupé en perder ni un minuto en resolver esta situación. Necesitaba mi más completa atención para conseguir despejar la incógnita.
La respuesta llegó en el último minuto. Cabizbajo, derrotado y exhausto, me disponía a meter en la maleta mis pocas pertenencias para dejar mi habitación y dirigirme quien sabe a dónde, cuando alguien llamó a la puerta. Me costó varios segundos asimilarlo, ya que recibir visitas no era algo que ocurriera todos los días. La segunda llamada me ayudó a darme cuenta de que los toques en la puerta eran reales.
Se trataba de una mujer mestiza de mediana edad cuyo rostro me resultaba ciertamente familiar. Solo tras escuchar su nombre recordé haberla visto en varios reportajes. Se trataba de la respetada doctora belga Monika van Meurs, una famosa investigadora que trabajaba para el CERN, la Organización Europea para la Investigación Nuclear.
El CERN había conocido tiempos mejores. Esta organización había llegado a constituir el laboratorio de física de partículas más importante del mundo décadas atrás, sorprendiendo al mundo con la construcción del LHC, aquel acelerador de partículas formado por un túnel de veintisiete kilómetros de diámetro con el que habían llevado a cabo descubrimientos fundamentales para la astrofísica como el bosón de Higgs o las partículas supersimétricas. Tales descubrimientos habían sido posibles gracias a un ejemplar modelo de colaboración científica internacional. Hasta 21 países de la Unión Europea llegaron a formar parte de su presupuesto, a lo cual se añadían colaboraciones de otros tantos países de otros continentes.
Sin embargo, a medida que la Larga Depresión avanzaba, el número de estados miembros se fue reduciendo dada la restringida capacidad de los países para hacer frente a esta partida presupuestaria. Esta situación empeoró tras la crisis provocada por el Plan Stark en 2045, de forma que los fondos del CERN pasaron a depender apenas de Suiza y los países nórdicos. El LHC fue desmantelado y el cincuenta por ciento de la plantilla fue despedido. Únicamente se mantuvo a aquellos científicos cuyas investigaciones no suponían un gran coste para la organización.
Por ello, mi sorpresa fue doble cuando la doctora Van Meurs expresó el interés en nombre de su organización de que me uniera a su plantilla de científicos para contar con la ayuda que me permitiría terminar la investigación iniciada en mi proyecto.
―Tu trabajo nos ha llamado la atención ―me confesó―. Nos has dado muchas ideas en este sentido y creemos que, investigando juntos, con tu talento y con nuestros medios, podríamos dar respuesta a muchas de tus preguntas. Todos somos conscientes de la dificultad de los tiempos que corren, pero debes saber que estamos dedicando grandes esfuerzos hacia la optimización de combustibles.
Acepté aquella oferta al instante, y llegaron tiempos más felices.
Gracias a mi trabajo en el CERN pude permitirme traer a mi padre de España. Por aquel entonces, seguía sin trabajo y había sido obligado a prejubilarse. Con la pensión que recibía, apenas le alcanzaba para los gastos básicos en un buen mes. No me iba a quedar sentado mientras mi padre pasaba hambre y arriesgaba su vida cada vez que salía a la calle.
Alquilé una pequeña casa en Gex, un pequeño pueblo francés cerca de la frontera suiza y a unos catorce kilómetros del CERN. Es cierto que la mayoría de empleados del CERN solían vivir y formar comunidades en otros pueblos más cercanos al trabajo como Saint Genis-Pouilly o Meyrin, pero el alquiler allí era mucho más caro y mi sueldo no solo debía mantenerme a mí, sino también a mi padre. A sus casi sesenta años y sin hablar otro idioma que el español, no esperaba que nadie fuera a contratarle. Tampoco me importó demasiado vivir tan lejos, al fin y al cabo no creo que hubiese sido muy amigo de unirme a clubes de lectura, artes marciales o copeo, y el paseo en bici de ida y vuelta al trabajo me ayudaba a mantenerme en forma.
Nuestra pequeña pero acogedora casa se encontraba a unos pocos metros de los verdes bosques donde daba comienzo el macizo del Jura. Allí iba a pasear mi padre todos los días en compañía de Cay, su inseparable e hiperactivo Jack Russell que había adoptado tras encontrarlo perdido en el bosque. Cuando volvía de trabajar, siempre me esperaba una agradable cena y un exhausto perro que solo deseaba que le acariciara detrás de las orejas mientras mi padre y yo veíamos alguna película o jugábamos al ajedrez. Ninguno de los dos habíamos experimentado antes lo que significaba vivir tan cerca de la naturaleza, y pronto comenzamos a aficionarnos al senderismo. Los fines de semana solíamos hacer marchas cada vez más intensas. Al cabo de unos meses, el Jura se nos había quedado pequeño, pero más allá del lago Lemán se encontraba todo un mundo de paisajes espectaculares por recorrer.
Además de la apacible vida familiar, en aquellos tiempos podía presumir de disfrutar del trabajo perfecto. Mi jefa, la doctora Van Meurs, pronto comprendió que el trabajo en equipo no era lo mío y me dio la libertad suficiente como para poder desarrollar mis investigaciones sin que nadie me molestara. Tal y como había prometido el día que me ofreció el puesto, mi trabajo no era muy diferente a mis investigaciones universitarias. La única gran diferencia era que disponía de muchísimos más medios y acceso a información.
No habían pasado ni dos meses desde mi incorporación cuando me di cuenta de los errores que había cometido durante la realización de mi proyecto. Por un lado, había pecado de ingenuo dando por supuesto que el uso de métodos de propulsión conocidos podría llevarme a alcanzar ese tan ansiado 3,56% de la velocidad de la luz. La verdad era que ni la combinación más eficiente de aquellos métodos podría siquiera acercarse. Por suerte para la conservación de mis esperanzas, también había cometido un error inesperado: había obviado el uso de métodos que en principio se consideraban inalcanzables.
Había ignorado por completo el uso de antimateria. Pero... ¿cómo iba a saber que no se trataba de algo imposible? La información de la que disponía hasta el momento aseguraba que el coste de producción de tan solo un miligramo de antimateria hacía imposible su uso en cualquier campo para el que teóricamente pudiera ser útil, como la cura del cáncer o la generación de energía.
Lo que no sabía era que el CERN hacía tiempo que había dejado de intentar la consecución de antimateria a través de los aceleradores de protones tradicionales. Para mi fascinación, habían descubierto métodos mucho más factibles.
―Simplemente, es demasiado caro fabricar antimateria aquí, especialmente en los tiempos que corren ―admitió la doctora Van Meurs―. Supongo que ya habrás oído lo disparatado del coste de producción. Pero ojalá ese fuera el único coste. Poca gente tiene en cuenta que no solo se trata de conseguir antimateria, sino también de mantenerla. La antimateria se aniquila tan pronto entra en contacto con la materia, como por ejemplo, el recipiente que la contiene. Esta aniquilación produce una energía cien veces mayor que la obtenida a través de la fusión. En primer lugar, habría que encontrar la manera de controlar esa energía para que no salgamos todos volando por los aires junto con unos cuantos millones de franceses ―la doctora nunca desaprovechaba la oportunidad de bromear con su país vecino―. Y, en segundo lugar, para almacenar la antimateria habría que construir unos campos electromagnéticos de una potencia inimaginable. Con los campos de los que disponíamos en el CERN en nuestros buenos tiempos, una vez conseguimos mantener trescientos átomos de antihidrógeno durante dieciséis minutos.
―¿Y para que necesitamos más? ―pregunté impaciente―. Ya me entiende, nuestro objetivo es la propia aniquilación de la antimateria para conseguir energía, no conseguir su conservación.
―Está bien, digamos que quieres lanzar una nave propulsada por antimateria ―me respondió la doctora con calma―. Para ello, en el mejor de los casos, la aniquilación tendría que tener lugar a varios miles de kilómetros de la Tierra, ¿o crees que se te va a permitir hacerlo desde la superficie?
―No, es demasiado peligroso.
―Si por mí fuera, podrías ponerte a aniquilar antimateria en el centro de Francia. Pero, siendo realistas, tendrás que despegar con un motor cohete, de los de toda la vida. Lo que significa que, en el mejor de los casos, tardarás unos veinte minutos en alcanzar una distancia segura para proceder a la aniquilación.
―No me parece tanto tiempo, teniendo en cuenta que ya conseguimos mantener antimateria durante dieciséis minutos hace treinta años.
―Los famosos trescientos átomos. En total, pesaban una milmillonésima de gramo. Esta cantidad no te llevaría ni a la Luna. Y tengo entendido que quieres ir un poco más lejos, ¿no?
La doctora Van Meurs tenía razón. Quería ir un poco más lejos. De acuerdo, ya me había dejado claro que la fabricación de antimateria no era una opción, pero ¿a dónde quería llegar?
―No te lo voy a dar todo hecho ―me dijo―. Pero te daré una pista: la antimateria no se creó en la Tierra. A lo mejor no deberías buscar solo dentro de ella.
Dicho esto, abandonó la conversación y rechazó volver a ello hasta que no mostrara ningún avance por mi parte.
Creía tener bastante claro lo que la doctora quería decir: debería buscar en los cinturones de Van Allen. Estos anillos que rodeaban la Tierra poseían una alta radiación debido al campo magnético producido por la rotación del planeta. Además, eran conocidos por contener una elevada carga de antiprotones, partículas de antimateria de gran fuerza electromagnética.
Mi nuevo proyecto había quedado claro: debía diseñar una nave capaz de abandonar la Tierra con métodos de propulsión tradicionales, que de algún modo tuviera la capacidad de recoger antiprotones de la magnetosfera e introducirlos de manera segura en un reactor de aniquilación que permitiera a la nave alcanzar el 3,56% de la velocidad de la luz antes de que la antimateria desapareciera por su contacto con el propio reactor y sin que la aceleración acabase con los tripulantes de la propia nave. Una vez alcanzada la velocidad deseada, la antimateria ya no sería necesaria, ya que un motor de fusión sería suficiente para acercarse a la velocidad de la luz. También habría de solucionar el viejo problema de la radiación interestelar, pero eso era otra historia. De momento me concentraría en aquel 3,56%.
Con la paz mental de quien se dedica a lo que le apasiona y con la sosegada felicidad de encontrarme cerca de mi padre, por fin conseguí superar antiguos traumas y centrarme en el día a día. Las pesadillas desaparecieron y los años comenzaron a pasar más rápido de lo que deberían.
Allá por 2059, catorce años después de la implantación del Plan Stark, no había ni rastro de recuperación económica en Europa. La Larga Depresión, que ya duraba varias décadas y que cada vez más gente definía como la lenta muerte del capitalismo, se había acabado contagiando a Suiza. Sin la crudeza que experimentaron otros países como España o Francia, mi país de acogida fue poco a poco empeorando sus indicadores económicos y su calidad de vida sin que sus habitantes casi se pudieran dar cuenta.
A pesar de ello, mi padre y yo seguíamos viviendo en nuestra feliz burbuja, disfrutando de nuestras cada vez más intensas excursiones a los Alpes y compartiendo la ilusión de mis gratificantes progresos en el proyecto de la nave interestelar, cuyo diseño estaba a punto de ser publicado.
Pero, como ya había aprendido años antes, la felicidad no dura eternamente, y las cosas estaban a punto de cambiar.
Era una asfixiante tarde de un sábado de finales de septiembre. Mi padre y yo nos encontrábamos descansando a las orillas del lago Oeschinen después de una agotadora excursión de ida y vuelta hasta los pies del pico Fründenhorn, mirando atónitos cómo el viejo Cay se lanzaba una y otra vez a las azules aguas del lago para rescatar el palo que mi padre le lanzaba cada vez más lejos. Parecía tener la misma energía con la que se había levantado esa mañana antes de subir a un pico de casi 2.600 metros.
―¿Es que este perro nunca se cansa? ―repetía mi padre riéndose.
Como respondiendo su pregunta, Cay de repente dejó de nadar. Se encontraba a unos quince metros de la orilla y, en vez de volver hacia nosotros, parecía obcecado en algo que se encontraba debajo de él.
―¡Se ha quedado enganchado con una rama! ―exclamé. El pobre perro parecía luchar contra su propia pierna y cada vez le costaba más mantenerse a flote.
Sin dudarlo un instante, mi padre se quitó la camiseta y se lanzó al agua helada para rescatarle.
Desafortunadamente, mi padre no era precisamente el nadador más rápido del planeta, así que cuando alcanzó el lugar donde se encontraba Cay, éste ya había desaparecido en las profundidades del lago.
Mi padre no era rápido pero sí era persistente, así que no se dio por vencido y se sumergió en el agua sin dudarlo. Después de unos segundos que se me antojaron eternos, emergió de nuevo con el perro entre sus brazos. Cay, lejos de estar inconsciente o asustado, intentaba lamerle la cara con gran entusiasmo mientras mi padre a duras penas conseguía nadar de vuelta a la orilla.
Mientras salían del agua, me quedé mirando la escena, por un lado orgulloso de mi padre y por otro lado un tanto avergonzado por no haber sido yo el héroe.
Fue entonces cuando miré a mi padre a la cara y me di cuenta de que algo no iba bien.
Con una mueca de dolor, se llevó una mano al pecho y cayó fundido a la orilla del lago.
¿Cómo describir la sensación de perder de la noche a la mañana a alguien al que has amado y admirado los treinta y cinco años de tu vida? Sentía una tristeza inabarcable y desesperanzadora, que sin embargo no podía compararse con la amargura que me producía aquel viejo compañero de viaje, un sentimiento de culpabilidad que volvía a transformarme en una sombra de mí mismo.
Había asumido que la vida ya no era aquella agradable experiencia que fluye suavemente, salpicada de alegrías aquí y allá. Ahora de nuevo se trataba de aquella zorra esperándote a la vuelta de la esquina para quitarte todo lo que tienes, convirtiendo cada momento en un cóctel de temor e incertidumbre.
Mi proyecto era lo único que me quedaba. Faltaban unos pocos detalles para terminar el diseño definitivo. De nuevo, me forcé a trabajar día y noche, esta vez para evitar caer en la depresión. He de reconocer que no fue muy difícil sumergirme en ello, ya que me hallaba en la parte más emocionante del proyecto.
La nave estaba diseñada. Había conseguido dar una respuesta teórica y realista a todos los problemas surgidos durante los últimos años, de manera que ante mí se hallaba una propuesta sólida para llevar, de manera segura, a una tripulación de cien personas a alcanzar la mayor velocidad jamás conseguida por el hombre. Aquel 3,56% de la velocidad de la luz que tantos quebraderos de cabeza me había dado podría ser una realidad si mi diseño decidía ser construido. Y esto solo era el comienzo, las posibilidades a partir de aquí eran infinitas.
Solo había que construir la nave para comprobarlo.
Sin embargo, la Unión Europea, o lo que quedaba de ella, tenía otros planes. Los países socios ya no eran capaces de seguir soportando el gasto que suponían los fondos destinados al CERN. Suiza y Noruega fueron los últimos en retirar sus ayudas, de manera que el CERN tuvo que ser cerrado definitivamente en 2060.
Con ello, se iban al garete todas mis esperanzas de ver mi sueño hecho realidad. Había estado tan cerca... ¿De qué habían servido todos estos años si no me dejaban presentar mi diseño?
―Andrés, no te olvides de tu microscopio ―me recordó la doctora Van Meurs mientras salía devastado de mi laboratorio con una caja de cartón llena de recuerdos en mis brazos. La doctora, al igual que yo, acababa de perder su trabajo y, probablemente, toda posibilidad de encontrar otro empleo a sus 57 años. Su marido tampoco trabajaba y vivían de alquiler con sus tres niños en un caro chalet en Thoiry. Sin embargo, estaba de un humor excelente y no parecía lo más preocupada.
―¿Mi microscopio? Pensé que pertenecía al CERN.
―¿Qué crees que van a hacer con él? Antes de que se pase aquí los próximos años cogiendo polvo, llévatelo y dale un mejor uso. Nadie se enterará. Además, tengo la sensación de que lo necesitarás muy pronto.
―¿Qué quiere decir? ―le pregunté sobresaltado.
―Ya lo verás por ti mismo ―me contestó bruscamente, y desapareció del laboratorio dejando la conversación en el aire como tanto le gustaba hacer.
A falta de un lugar mejor donde vivir y con el aliciente de las últimas palabras de la doctora Van Meurs, decidí quedarme cerca del CERN. Eso sí, tuve que mudarme a un mugriento piso en un alto y gris edificio a las afueras de Ginebra, donde me vi obligado a compartir piso con Udo, un desgarbado y maloliente anciano alemán que tampoco se hallaba en su mejor momento.
Udo se había dedicado toda su vida a vender el Apfelwein que producía en su finca al norte de Frankfurt. El Apfelwein era un vino de manzana tradicional de aquella región de Alemania desde que los romanos decidieran en el siglo VIII que era una zona demasiado fría para plantar viñedos. Sin embargo, las temperaturas habían subido lo suficiente en las últimas décadas como para arruinar las propiedades de las manzanas que daban al Apfelwein aquel sabor agrio tan característico. Muchos productores decidieron probar otro tipo de manzanas o incluso algún tipo de uva, pero Udo estaba demasiado encariñado con su marca de Apfelwein, así que decidió emprender una búsqueda hasta encontrar el terreno adecuado para volver a producirla. Así acabó en Ginebra, donde intentó comercializar los miles de litros de vino de manzana que había producido en sus nuevas fincas en suelo francés, a apenas cincuenta kilómetros.
Por desgracia, los suizos no estaban acostumbrados a aquel sabor, y trasladar la mercancía hasta Frankfurt no era rentable. Arruinado, se mudó a aquel pequeño piso en compañía de cientos de botellas de Apfelwein que no había conseguido vender.
La compañía de Udo solo contribuyó a hundirme más. Nuestros días consistían en competir por ver quien contaba la historia más miserable mientras bebíamos Apfelwein hasta quedar inconscientes. Después de unos meses, mi aspecto era lamentable y me estaba quedando sin un céntimo. Tanta improductividad me estaba deprimiendo cada vez más y no veía ninguna salida. La esperanza de que la doctora Van Meurs me llamara un día para explicarme lo que significaban sus últimas palabras se fue desvaneciendo hasta desaparecer.
Una tarde cualquiera de noviembre, lluviosa y gris como la mayoría, me desperté en calzoncillos sobre el destartalado sofá del salón. Botellas vacías de Apfelwein se acumulaban en el suelo, en compañía de porciones de pizza fría, ropa sucia y restos de basura provenientes de un cubo que, por alguna razón, estaba tirado en medio del salón. Udo estaba durmiendo en el suelo cerca de mí, abrazado al cubo de basura.
Me di cuenta de que no me dolía la cabeza. Debía significar que todavía estaba borracho. Perfecto, pensé, así puedo abrir otra botella y evitar la resaca.
―Creo que he tocado fondo, Udo ―le dije a mi compañero de piso después de acabar con media botella de un trago―. Se supone que soy un puto genio. Iba a ser un astronauta, o en su defecto un importante científico, o incluso un ingeniero espacial. ¿Qué cojones ha ocurrido? De acuerdo, me vas a decir que no eres quién para criticarme, pero Udo... tú has tenido una vida... durante cierta parte de ella te has sentido útil, has visto como aquello a lo que te dedicabas obtenía un resultado. Cierto, ese resultado consistía en emborrachar a la clientela con este ácido intragable, pero es mejor que nada. ¿Te he dicho alguna vez el número de ingenios que la humanidad puede disfrutar gracias a mí?
Obtuve el silencio por respuesta. Udo seguía abrazado a su cubo.
―¡Exacto! ¡Cero! ¡Ni un puto invento, joder! Ese es el número de naves que algún día saldrán de esta mierda de planeta gracias a mí. ¿Y sabes otra cosa? Cero es también el número de padres que salvaron la vida gracias a mi valentía. Y esto no te lo he contado nunca, pero también es el mismo número de amigos a los que he salvado de una vida entera en una puta silla de ruedas. ¡Así soy yo, Udo! No solo un inútil redomado, sino también cobarde, estúpido y egoísta. Un puto cero a la izquierda. ¿Crees que en algún momento de tu vida has sido más lamentable que yo?
Como respondiendo a mi pregunta, el brazo de Udo cayó de encima del cubo, aterrizando sobre una mohosa montaña de puré de patata que habíamos tirado a la basura hacía unos días.
―En fin, ¿por qué preocuparse? Por lo menos no somos los únicos, Udo. Mira a tu alrededor. No, no me refiero a esta pocilga de piso, sino al mundo en que vivimos. ¿Crees que a alguien le importa que casi todos nos estemos muriendo de hambre? Por supuesto que no. Todos vamos a morir. Pronto, me refiero. Solo quedarán los ricos, aquellos que se pueden permitir seguridad, comida y salud. No son ellos los que nos han ganado la partida, Udo, sino el ciclo de la evolución, una vez más. ¿No te das cuenta?
No es que esperara respuesta alguna, pero había algo raro en la forma en que el brazo de Udo yacía sobre el montón del roñoso puré de patata. Demasiado... ¿inerte? Instintivamente, me acerqué para dar la vuelta a mi compañero de piso.
Sus ojos abiertos y vidriosos evidenciaban que aquella había sido su última noche sobre la faz de la Tierra.
Fríamente y sin inmutarme demasiado, decidí que no iba a montar ningún drama. Otra persona cercana a mí había arruinado su vida sin que yo hiciera nada al respecto. ¿Y qué? No era nada nuevo. El certero autoanálisis que acababa de efectuar dejaba claro que eso era lo que yo hacía, para lo que mejor servía. No valía la pena torturarse por ello. Pero lo que sí que podía hacer era ponerle solución. Podía adelantarle un poco de trabajo a la evolución. Agarrando un par de botellas más de Apfelwein, me puse en pie y me dirigí hacia la azotea del edificio.
Como si caigo sobre un pozo de mierda.
Me importa bastante poco dónde y cómo morir. Solo quiero que ocurra.
Por alguna razón, mientras miro al vacío y balanceo los pies sentado en aquella estrecha barandilla de piedra, pienso en los viejos y felices días de verano en Madrid, aquellos en los que mi padre me solía llevar a la piscina del polideportivo Vicente del Bosque.
Extendiendo mi toalla a la sombra de algún árbol, solía pasarme toda la tarde leyendo novelas de Isaac Asimov en la pequeña pantalla de mi lector hasta que mi padre venía a obligarme a bañarme para aguantar mejor el calor. Aquellos minutos al borde de la piscina se hacían interminables mientras pensaba, ¿por qué no me lanzo ya al agua? Tarde o temprano debía hacerlo. El primer contacto con el agua sería desgarrador, pero luego todo habría pasado. No debería habérmelo pensado. Si me hubiera lanzado al principio, ahora mismo estaría disfrutando del baño. Pero ya era demasiado tarde, y cuanto más esperaba, más improbable era que acabara en la piscina. Solo esperaba a aquel momento en el que un extraño impulso de origen desconocido pudiera más que la lógica, y cuando quisiera darme cuenta, ya estaría en el aire. Era un momento aterrador, pero siempre acababa mereciendo la pena.
Sentado en la fría oscuridad, al borde de aquella azotea de Ginebra, experimento una sensación parecida. También estoy esperando aquel impulso.
Apenas unos segundos después de haber terminado el último trago de Apfelwein, se escuchan unos gritos de mujer desde la calle, a unos sesenta metros debajo de mí. Suena como si alguien estuviera intentando violarla.
Quizá sea porque mi subconsciente identifica aquella situación como la oportunidad de oro para demostrar algún tipo de valentía por una vez en mi vida. Sé que no es muy brillante esperar que justo vaya a caer encima del agresor, pero el Apfelwein está tomando las decisiones por mí.
Sea por la razón que sea, aquellos gritos desencadenan el anhelado impulso. El fin de la espera. Sin pensar ni una décima de segundo más, salto al vacío.
Mi cerebro emplea los primeros instantes de caída en adaptarse al súbito estado de aceleración. Una vez pasa aquella sensación de vacío y todos los átomos de mi cuerpo se acoplan a la inercia del movimiento, comienzo a sentir una sensación de alivio. Quizá lo siguiente sea una luz al final del túnel, o una película sobre los principales recuerdos de mi vida.
Sin embargo, toda sensación se ve interrumpida cuando alguien intenta llamarme por teléfono.
¿Por qué cojones no me quitaría las lentes? es una de mis últimas reflexiones. Menos de un segundo antes del impacto, aparece el número de teléfono que me está llamando en mi campo de visión.
Todo se ve negro, excepto un número de nueve cifras verdes que parpadean frenéticamente mientras el estribillo de The Outsiders de REM, la canción favorita de mi padre, suena atronador en mis oídos.
Mi último pensamiento es: ¿de dónde coño es el prefijo +357?