Aquel nunca había sido el plan.
Acudiré contigo a la recepción, había prometido Monika para convencerme de que debía asistir a la inauguración de la Alexia. Mi antigua jefa del CERN ahora trabajaba en mi equipo de la AEC. No me separaré de tu lado, no necesitaremos hablar con nadie y lo único que tendrás que hacer será comer y ver cómo la gente admira obnubilada tu nave.
Bien, por alguna razón, Monika ni siquiera se había presentado a la fiesta, y ahora me encontraba atrapado en una tediosa celebración. En aquellos momentos, rodeado de gente importante, era en los que más solo me sentía. Tras unos breves e incómodos intercambios de palabras con algunos compañeros de la AEC, por fin dio comienzo la ceremonia y todo el mundo se sentó en aquellas espartanas sillas de madera. Ya ha pasado lo peor, pensé mientras un apasionado Panos Kana fantaseaba con conquistas espaciales. En cuanto este exaltado deje de lavarnos el cerebro, me refugiaré en la comida y la bebida.
Sin embargo, mi peor pesadilla estaba por llegar. Antes de que me diera cuenta, el presidente me había llamado al escenario y me encontraba subido a una tarima delante de trescientas personas. ¿Qué se suponía que debía hacer?
―Señor Grande, es un honor poder contar con su presencia esta noche ―dijo Kana a través del micrófono―. ¿Puedo tutearle? Me han confesado que sus amigos le llaman Ande.
Apenas acerté a asentir con la cabeza. Ojalá hubiera tenido agallas para decirle por donde se podía meter los motes y el tuteo.
―¿Por qué no nos cuentas un poco de tu diseño, Ande? Estoy seguro de que nuestro público se muere de ganas por conocer los detalles.
Se hizo un silencio sepulcral mientras Panos Kana me entregaba el micrófono. Mi mano derecha sudaba ridículamente, y me lo cambié de mano. La mano izquierda también estaba empapada. Me froté las dos manos con la camisa con un nervioso movimiento en el que apunto estuve de dejar caer el micrófono. El pulso se me había acelerado, sentía como el rostro se me enrojecía y una gota de sudor bajaba por la espalda hasta acabar entre las nalgas. Pasaron unos segundos interminables en los que lo único que se escuchaba eran algunos carraspeos entre la multitud.
Es un honor para mí poder disfrutar de un evento así con un equipo como este. Los últimos cuatro años han sido inolvidables para mí. Estoy infinitamente agradecido a este país por rescatarme de una difícil situación y darme la oportunidad de dedicarme a lo que siempre he soñado. Sin el capital humano y los recursos que han sido puestos a mi disposición para el diseño y la construcción de esta nave, nuestro sueño conjunto nunca habría sido posible. A cambio, qué menos puedo hacer que manifestar mi compromiso con el proyecto. Seguiré trabajando con este maravilloso equipo para la consecución de nuestros históricos objetivos.
No era tan difícil. Habría bastado algo así para salir del atolladero. Sin embargo, el don de la palabra nunca fue una de mis virtudes. Mucho menos delante de trescientas personas. Y mucho menos desde que mi cara estaba cubierta de desagradables cicatrices.
―Yo... ―acerté a balbucear ―gracias por esta oportunidad.
Yo gracias por esta oportunidad. Esa fue mi legendaria alocución.
―¿No les había dicho que Andrés Grande era un hombre humilde? ―me rescató Kana―. También creo que es un hombre que dice mucho más con los hechos que con las palabras.
Tras una pausa, anunció lo que todos estaban esperando.
―Amigos, ahora que conocéis a su creador, ha llegado por fin la hora de mostraros la razón por la que os hemos convocado aquí esta noche. Este acontecimiento marcará un antes y un después, no solo en la historia de Chipre, sino también en la de nuestro planeta. Permitidme que os presente la nave del futuro... ¡la Alexia I!
Aquella enorme cortina holográfica cayó del techo, mostrando la nave a los ojos de todos los presentes.
No hubo murmullos de admiración. La verdad es que la elección de aquel enorme hangar como escenario para la inauguración, unida a la entusiasta introducción de Kana, hizo bastante poco para ofrecer las expectativas adecuadas. Excepto aquellos que habían trabajado en la nave, todos los presentes debían estar esperando una especie de mastodonte espacial capaz de alojar a media Galatea y llevarse a sus ciudadanos a otro planeta donde soleados paisajes de verdes colinas surcadas por ríos llenos de vida estarían esperando a ser colonizados.
Sin embargo, lo que la multitud veía era una nave apenas el doble de grande que un avión comercial, que de hecho tenía la misma forma excepto por la ausencia de alas y la apertura en forma de estrecho embudo de la base, que contenía los reactores. La Alexia yacía diagonalmente sobre unos andamios de metal que no dejaban ver la totalidad de la blanca coraza, salpicada de manera aparentemente aleatoria por múltiples paneles grises que contenían los campos magnéticos y los emisores láser. En una de las partes lisas de la coraza, hacia la parte superior de la nave, lucía una bandera de la EBR.
La Alexia no era más que un prototipo a pequeña escala de lo que la verdadera nave podría llegar a ser. Tras los segundos iniciales de asimilación, un intenso aplauso se apoderó del hangar y su eco multiplicó el estruendo ensordeciendo a todos los presentes.
Tras mi gloriosa intervención, la bajada del telón y la posterior letanía de agradecimientos y reconocimientos a decenas de trabajadores por parte de Alicia Vacci, la directora de la AEC, mi retirada hacia la zona del buffet se convirtió en una misión imposible. A medida que avanzaba hacia la esquina del hangar, una persona tras otra se interponía en mi camino, todas ellas deseosas de entablar conversación e interesarse por quién era, de dónde venía, cómo había llegado a Chipre y, por supuesto, cuál era mi puesto y cuál mi nivel.
Tras esquivar con más o menos estilo todos los insulsos intentos de conversación de mis nuevos admiradores, lentamente comencé a divisar la mesa de vino kumandaria al final del hangar. Por suerte, parecía que la gente comenzaba a dispersarse. Cuando al fin parecía que iba a tener vía libre, una última pareja se interpuso en mi camino.
La mujer no alcanzaría los cuarenta años. Lucía un moderno peinado con su corto pelo rubio ondulado hacia atrás que dejaba totalmente al descubierto unos grandes ojos azules que me observaban con prudencia y que me dejaron clavado en el sitio. Era la mujer más bella que había visto jamás. Confundido por aquella inesperada atracción, me quedé mudo e inmóvil unos instantes hasta que me di cuenta de que su marido me estaba tendiendo la mano con una seria expresión. Con horror, comprobé que éste no era menos que Ioannis Patroklou, el director del proyecto Alexia y mi jefe.
―Enhorabuena, Andrés ―me dijo secamente.
―Igualmente ―le contesté. Ioannis había sido una de las personas que la directora de la AEC había nombrado en su discurso.
Como si hubiera dicho algo ofensivo, Ioannis sacudió la cabeza con un gesto de indignación y desapareció sin decir más, caminando enérgicamente hacia la zona del buffet.
Su mujer se había quedado mirándole, todavía enfrente mío, tratando de decidir si debería seguirle o quedarse a continuar la conversación conmigo. Su expresión nerviosa y dubitativa le daba un aspecto frágil que me hizo sentir un cosquilleo en el estómago. Tras un largo silencio incómodo, se decidió por lo segundo.
―Disculpe a mi esposo por favor ―me dijo avergonzada.
―No hay nada que disculpar.
―Insisto. Somos conscientes del gran reconocimiento que acaba de obtener y de que no hemos actuado como se espera de nosotros ―probablemente se refería a la retahíla de alabanzas que se esperaba de todo ciudadano chipriota cada vez que alguien alcanzaba cierto logro o reconocimiento profesional. Según aquel protocolo, una simple enhorabuena se consideraba de baja educación y de mal gusto.
―Si le digo la verdad, ya me gustaría que todos los presentes hubieran sido tan breves como su marido ―la sinceridad de mi propia respuesta me pilló por sorpresa.
―Veo que Kana tenía razón.
―¿Qué quiere decir?
―Que es usted un hombre humilde, poco amigo de grandes homenajes.
―Kana también dijo que soy un hombre de pocas palabras. Creo que esa característica me define mejor que la humildad.
―Para ser sincera con usted, ¿quién que haya vivido en este país durante más de un año podría ser calificado de humilde?
Tras aquel comentario, se echó a reír con naturalidad. Parecía haber olvidado el incidente con su marido. Era una risa sana y contagiosa y me sorprendí a mí mismo uniéndome a ella sin ningún esfuerzo.
―¿Lo dice por experiencia propia? ―me aventuré a preguntarle en tono de broma, y enseguida me arrepentí de ello al acordarme de que su marido no era precisamente un hombre de sencillas ambiciones.
Me pareció atisbar una fugaz expresión de incomodidad en sus ojos mientras me maldecía a mí mismo por mi falta de tacto. Por suerte, cambió de tema enseguida.
―He visto cómo miraba su nave. En sus ojos había algo más que orgullo... Ni el más afectuoso padre miraría a su bebé con tal ternura.
―Un bebé tarda nueve meses en nacer. Mi nave ha tardado diecisiete años.
―Hay que ser muy valiente para dedicarse tanto tiempo a un único objetivo. Ha debido hacer grandes sacrificios.
Varias personas que evocaban recuerdos dolorosos de mi pasado me vinieron a la mente, pero las aparté rápidamente como acostumbraba a hacer.
―La valentía no es lo único que mueve a las personas. No subestime el poder de la obsesión.
La señora Patroklou volvió a reírse despreocupadamente.
―Vaya, nunca había conocido a nadie tan reacio a aceptar buenas críticas. Esto me reafirma en mi teoría de su humildad. Pero lo entiendo, así que dejaré de incomodarle. Por cierto, ¿le gustaría acompañarme al buffet para tomar algo? Parece ser que mi marido no está de muy buen humor hoy y me sentiría un poco incómoda estando sola todo el rato. Prometo no hacerle ningún cumplido.
No encontré la manera de rechazar la invitación, sobre todo después de haber metido la pata apenas un minuto antes. Además, no solo me hallaba obnubilado ante su belleza, sino que también me agradaba aquella manera tan directa y franca que tenía de comunicarse, que contrastaba con el lenguaje lleno de rodeos que tanto parecía gustar a la clase alta chipriota presente en aquella fiesta.
―Por cierto, ¿le importa que nos dejemos de formalismos? ―me pidió mientras caminábamos hacia el buffet―. Me llamo Leah.
―Puedes llamarme Ande ―contesté, y me di cuenta de que nunca antes había ofrecido que me llamaran así de forma voluntaria.
Saltar desde lo alto de un edificio es un método de suicidio de gran eficiencia, sobre todo cuando hablamos de saltos de más de cincuenta metros (o unos ochenta si el salto se produce sobre el agua). Sin embargo, éste método no se encuentra particularmente entre los más utilizados, ya que el porcentaje de efectividad no llega a alcanzar el cien por cien. Aquella tarde de octubre de 2060 me di cuenta del por qué.
Para empezar, antes de saltar debería haberme preocupado de realizar una simple búsqueda de la técnica necesaria. Incluso el estudiante más brillante de la historia de la Universidad de Ginebra puede cometer un error tan sumamente estúpido como saltar de pie.
―¿Estás de broma? ―me preguntó incrédulo Joseph, el paciente que ocupaba la cama más próxima en aquel viejo almacén que hacía las veces de hospital público. Joseph había intentado suicidarse respirando a través de un tubo conectado a una bombona de helio, pero la policía lo había sorprendido milagrosamente mientras hacían una redada anti drogas en su edificio―. Todo el mundo sabe que debes intentar tirarte de cabeza. La hemorragia cerebral es lo más eficiente e indoloro. De lo contrario puedes acabar tullido, con daños cerebrales o... como tú.
Joseph se refería a las dos terribles brechas recién cosidas que cubrían mi cara. Una de ellas comenzaba en la mandíbula inferior derecha, pasaba entre los ojos y acababa más allá de la frente, ganando terreno al cuero cabelludo. La otra cicatriz era horizontal y algo más pequeña, ocupando solo la parte frontal del rostro y cruzándose con la otra en el labio superior, que había quedado destrozado.
También podría haberse referido a la fractura de fémur que me terminaría ocasionando una ligera cojera crónica, pero en ese momento Joseph no lo sabía.
He de admitir que tenía toda la razón. Es más, la técnica no es lo único a lo que debería haber prestado atención. Parece ser que la superficie donde uno aterriza también influye fuertemente en el resultado. Una caída sobre cemento asegura unos altos porcentajes de éxito sea cual sea la técnica de salto utilizada. Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando se choca a más de cien kilómetros por hora sobre un vehículo estacionado. La caída sobre la luna posterior fue la que ocasionó la fractura del fémur, un bajo precio a pagar por un freno milagroso. Una vez atravesado el cristal, fui depositado sobre el asiento trasero sin sufrir ningún daño, excepto el que los afilados cristales de la luna infligieron a mi cara al arrastrarme sobre ellos inconsciente.
Reaccioné ante mi supervivencia con confusión. Aunque la situación siguiera siendo tan desesperanzadora como antes, los sentimientos de culpabilidad y frustración habían desaparecido. Contradiciendo el escepticismo científico que siempre me había caracterizado, sentía como si alguien quisiera decirme que existía una razón para estar vivo. La probabilidad que dio con la combinación de factores que habían evitado mi muerte era demasiado ínfima como para ser ignorada. Aquel antiguo utilitario de tres puertas podría haber sido aparcado en cualquier lugar de aquella desierta calle, sin embargo el destino quiso que fuese aparcado en el preciso lugar en el que me salvaría la vida. Además, no solo mi caída ahuyentó al violador que acababa de conseguir paralizar a su víctima a apenas unos metros del vehículo, sino que la mujer había resultado ser una enfermera que pudo detener las peores hemorragias antes de que llegara la ambulancia.
Los médicos consiguieron ponerme a salvo y, cuando decidieron que era hora de ponerse en contacto con mis familiares, el único número de teléfono que mis lentes registraban era aquel que me había llamado justo antes de aterrizar. Extrañados, probaron suerte. Su sorpresa fue mayúscula cuando la persona que respondió se identificó como Alicia Vacci, directora de la Agencia Espacial de Chipre. Aseguraba que aquel tal Andrés Grande era un ciudadano chipriota perteneciente a su empresa, y exigía su repatriación inmediata. Cuando, estando yo todavía inconsciente, la policía pasó el escáner por mi nuca para comprobar mi identidad, la pequeña pantalla del aparato refutó los datos ofrecidos por la señora Vacci. Al parecer, alguien se había colado en el hospital y me había implantado un falso chip. Las probabilidades de sobrevivir a aquella operación en mi estado no eran tampoco muy altas, pero mi ángel de la guarda parecía estar haciendo horas extra otra vez.
Cuando recuperé la consciencia, la primera persona a la que vi fue la señora Vacci, que llevaba días sin separarse de mi lado, sabiendo que mi despertar era inminente. Para mi estupefacción, pasó unos días más conmigo en aquel inmundo hospital. Se comportaba conmigo con el cariño y la atención de una madre, hasta el punto que llegué a pensar que debía de haber perdido la memoria y quizá esta señora formaba parte de mi pasado. Me contó la historia de cómo había llegado hasta allí, incluyendo la operación de implantación del CNI chipriota. Con miedo, comencé a sospechar que estuviera planeando un secuestro, pero fue entonces cuando apareció Monika, mi antigua jefa en el CERN. Me aseguraron que aquella era la única manera de traerme, ya que los países europeos, cada vez más molestos con las políticas chipriotas, hacían todo lo posible para dificultar la salida de trabajadores cualificados hacia Chipre. La decisión estaba en mis manos: podía quedarme en la decadente Ginebra o podía emigrar al país con la agencia espacial más potente del mundo para hacer realidad mis sueños.
Tan solo dos días después, ya me hallaba recuperándome en una luminosa habitación privada del hospital de Galatea después de haber firmado mi contrato laboral con la AEC.
―Me alegra escuchar que tu historia tiene un final feliz ―comentó Leah. Por supuesto, no le había contado la versión completa, sino la censurada, la que solía contar cada vez que alguien me preguntaba cómo había llegado a Chipre y que omitía el intento de suicidio.
Leah me escuchaba atentamente y su expresión no delataba ningún juicio. Parecía interesarse por lo que yo tenía que contar y no hacía preguntas incómodas acerca de mis cicatrices, como solía hacer la mayoría de la gente. Simplemente, se alegraba por lo que yo tuviera que decirle, como si eso fuera suficiente para hacerse una idea de quien era yo, sin necesidad de hurgar en las heridas.
Paradójicamente, esto resultó en que, en más de una ocasión, me vi tentado a ir más allá y contarle algo más personal, pero al final me vi frenado por el miedo al rechazo, a perder cualquier tipo de lazo que pudiera establecerse entre nosotros.
―Me atreveré a decir que es un final feliz cuando aquella nave despegue. Mejor dicho, cuando alcance la velocidad programada ―respondí.
―¿Hay ya una fecha de lanzamiento planeada?
―Barajamos varias opciones. El problema es que nos tenemos que adaptar a los calendarios de rotación y traslación de la Tierra y la Luna. Las condiciones ideales se darán en tres meses, pero quizá sea demasiado pronto. Hay algunos detalles por finalizar y si no nos da tiempo tendremos que esperar un año para volver a reunir aquellas condiciones.
―Oh, pensé que la nave ya estaba terminada.
―Y lo está. Pero no solo se trata de la nave. Antes tenemos que mandar un módulo a la magnetosfera para recolectar y almacenar cierta cantidad de antimateria. La nave recogerá este módulo en su camino, acoplándolo a su motor para usar la antimateria como combustible inicial.
―¿Y es el módulo lo que no está terminado?
―Le falta un recubrimiento de grafeno. Este material no es fácil de conseguir. De hecho, todavía me sorprende que pudiéramos conseguir una cantidad tal como para recubrir toda la nave. Es carísimo y además solo se fabrica en Chile, un país con el que, por lo visto, no tenemos las mejores relaciones diplomáticas.
―He oído algo sobre aquellas acusaciones referentes a la Escuela Liberopoulos, pero ya sabes... creo que nunca sabremos qué hay de cierto en todo aquello ―la respuesta de Leah me llamó la atención. Incluso alguien con una vida tan ermitaña como la mía sabía que no era muy prudente dudar de la legalidad de las prácticas de nuestro Gobierno en un acto como este. Sin embargo, tenía la certeza de que Leah era una persona que sabía lo que hacía, así que me animé a contestar con total sinceridad.
―El grafeno es el material más caro del mundo. No te puedes imaginar lo que ha costado recubrir la nave con él. ¿Qué país podría permitirse este gasto? Te aseguro que uno como el nuestro no. No sé si las acusaciones de la Escuela Liberopoulos son ciertas, pero lo que tengo claro es que Chipre tiene que haber hecho algo más allá de lo normal para conseguir los recursos que la AEC necesita. Y no solo te hablo del grafeno. Hay casos que van mucho más allá. ¿Sabes que han llegado a fabricar piezas hechas de carbino?
Leah me miró con una expresión que mezclaba entusiasmo e impotencia, como si quisiera continuar la conversación pero supiera que estábamos llegando demasiado lejos.
―Y, si te digo la verdad, por mí Chipre puede hacer lo que le venga en gana. Ni siquiera me importa no saberlo ―insistí a pesar de todo―. No es que crea que el fin justifica los medios, pero hace tiempo que perdí la fe en la humanidad, o por lo menos en el estado actual de la misma. Si alguien quiere y puede hacer algo para salir de aquí y empezar de cero... Pondré todos mis esfuerzos a su disposición. Incluso si eso significa fundar un mundo en el que sus habitantes venderían a su madre por conseguir un premio Galileo.
Leah no pudo evitar una sonrisa, que rápidamente ocultó. En vez de contestar, me miró fijamente durante varios segundos, como debatiéndose entre dar rienda suelta a sus ideas o actuar con prudencia. Esta mirada me habría incomodado viniendo de cualquier otra persona, pero, tratándose de ella, estaba encantado. No recordaba haber sentido esa complicidad desde hacía mucho tiempo. Normalmente, mi grado de empatía con los que me rodeaban era mínimo, pero en este caso parecía entender todo lo que Leah quería decir, no solo con sus palabras, sino también con su tono, sus gestos y su mirada. Quizá mis aptitudes sociales no eran tan malas como creía, simplemente necesitaba una persona que despertase mi interés. Y vaya si Leah lo había conseguido.
―En fin, espero que consigamos lanzar la nave en nuestra primera oportunidad, dentro de tres meses ―continué, volviendo al tema del lanzamiento. Leah pareció relajarse, pero también parecía enojada por no poder continuar con la conversación que le hubiera gustado―. Este será un lanzamiento de prueba con animales, ya que el gobierno no se atreve a enviar a astronautas de momento.
―¿Y quién conducirá la nave?
―Se podrá conducir desde aquí ―respondí orgulloso―. Ya que no esperamos que los chimpancés o los cerdos se pongan al volante, hemos creado un sistema de conducción remota. Definimos su trayectoria, aceleración y velocidad, mientras que un piloto automático situado en la nave regula estos factores para evitar colisiones, algo que nosotros no podemos hacer desde aquí debido al retraso de la comunicación por las grandes distancias.
―Entonces, ¿qué hay de tu sueño de llegar a ser astronauta?
―La nave volverá. No tiene ningún destino en concreto, la misión consiste únicamente en recorrer una trayectoria circular alcanzando una velocidad cercana a la luz.
―No soy una experta en el tema, pero tengo entendido que se necesitarían años para alcanzar esa velocidad.
―Un año, diez meses, doce días y tres horas, para ser exactos. También hay que añadir el mismo tiempo para desacelerar a la vuelta y dos años de velocidad de crucero entre medias. Casi seis años en total. Sin embargo, para los animales de la nave habrá pasado la mitad de tiempo.
―Esto significa que, en el mejor de los casos, conseguiremos enviar la primera misión tripulada por humanos fuera del sistema solar dentro de unos siete años.
―Como te dije, llevo diecisiete años esperando este momento. Creo que puedo esperar siete más.
Leah me dedicó una dulce sonrisa, y el tiempo se paró mientras la miraba hipnotizado y pensaba en la perfección de sus facciones. Era como si su cara hubiese sido diseñada para sonreír.
Fue en aquel momento cuando su marido apareció de nuevo junto a nosotros, sacándome de mi embelesamiento. Ioannis, al igual que minutos atrás, no tenía cara de buenos amigos.
―Leah, nos vamos ―dijo de manera autoritaria a su esposa, sin reparar en mi presencia.
―¿No podemos esperar un poco? Todavía no he terminado de cenar. Además, Ande me está contando una historia muy interesante. ¿Sabías que la nave será probada con animales primero? Oh, supongo que lo sabías, pero debía ser uno de tus datos confidenciales, ¿no?
Ioannis me miró, y sus ojos parecieron fulminarme durante un instante. Después hizo lo propio con Leah, cuyo rostro se tensó al aguantarle la mirada. Era obvio, incluso para alguien como yo, que esta discusión venía de lejos.
―Sabes que he tenido un día duro ―dijo dirigiéndose a Leah―. ¿Por qué tienes que hacer siempre las cosas más difíciles?
La situación se estaba tornando bastante incómoda para mí, así que decidí abandonar.
―No te preocupes Leah, yo tenía pensado irme también. Buenas noches.
―Ande, espera un momento, por favor ―me suplicó, y estuve a punto de responder que la esperaría años si hacía falta―. Mi marido puede volverse a casa en coche perfectamente, yo me quedaré por lo menos hasta que hayamos terminado nuestra conversación.
Ioannis, cuyo rostro comenzaba a tornarse rojo de la ira, parecía estar a punto de saltar como un resorte, pero en vez de eso se dio la vuelta silenciosamente y se dirigió hacia la salida con paso enérgico.
―Discúlpanos Ande, no tenías por qué haber presenciado esta escena. Mi marido y yo estamos pasando por un bache y últimamente tenemos dificultades para resolver algunas situaciones de manera civilizada.
Vaya, lo siento. Espero que volváis a ser felices pronto. Esa era la respuesta políticamente correcta que estaba buscando, pero en vez de eso me quedé mirando al suelo sin saber muy bien qué decir.
Leah no pareció darle importancia a aquel silencio incómodo.
―Ioannis siempre fue muy apasionado con su trabajo ―continuó―. Nos encantaba compartir cuestiones profesionales. Sin embargo, lleva ya unos años encerrado en su proyecto. Con la excusa de que es confidencial, no tengo la más absoluta idea de a qué se dedica durante la mayor parte del día.
Seguía sin saber muy bien que contestar; la verdad es que no estaba acostumbrado a que nadie me contara sus problemas matrimoniales. Sin embargo, no quería parecer desinteresado, así que traté de mirarla fijamente y asentir con la cabeza tras cada frase. Ella tomó estas señales como una indicación de que podía seguir hablando.
―Esto, junto con otras cuestiones, es uno de nuestros principales problemas. Entre las horas que se pasa trabajando y lo ausente o despistado que se muestra cuando está en casa, la comunicación es imposible.
Si fueras mi esposa, te dedicaría toda la atención del mundo, sorprendí a mi subconsciente pensando. ¿Qué me estaba ocurriendo?
―A pesar de que Ioannis es mi jefe, apenas paso tiempo con él ―contesté tras pensarlo una vez más―. Ojalá le conociera mejor para poder darte algún buen consejo.
―¡Oh, nunca pretendí...! Lo siento Ande, había olvidado que Ioannis era tu jefe. Ni siquiera debería estar contándote esto, te estoy poniendo en una situación muy incómoda ―Leah se había puesto roja de la vergüenza.
―No te preocupes. De hecho, me alegraría si pudiera ayudarte. Seguro que tú harías lo mismo en mi situación.
Leah pareció molesta con mi respuesta durante unos instantes, hasta que al fin contestó.
―No te lo tomes a mal, Ande, pero creo que no sería muy inteligente por mi parte enfadar más a mi marido. Creo que debería volver; todavía estoy a tiempo de alcanzarle.
―De acuerdo, buena suerte ―mentí, y tuve la sensación de que no había podido ocultar mi decepción.
―Sin embargo... hay temas de los que me gustaría que habláramos más en profundidad. Me pondré pronto en contacto contigo.
Dicho esto, me besó afectuosamente en la mejilla y se dio la vuelta. Atónito, intenté formular alguna palabra de despedida sin éxito.
Cuando por fin conseguí murmurar algo, Leah ya había desaparecido por el portón del hangar.