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Leah Patroklou
Junio 2060
Galatea

Era otra vez aquella época del año.

La soleada y calurosa mañana del 17 de junio, desde el balcón del edificio Uno y frente a una bulliciosa multitud apelotonada en la zona norte de la Plaza Verde, Panos Kana había dado por inaugurados los Festivales de Galatea. Era la edición número quince, la sexta para mí y mi familia.

La excitación con la que vivíamos las celebraciones durante los primeros años se había ido transformando poco a poco. No quiero decir que los festivales dejaran de hacernos ilusión, sino más bien todo lo contrario. Comenzaron a despertar en nosotros otro tipo de sensaciones, unas sensaciones más cercanas al orgullo por formar parte de la EBR. Mi sentimiento de pertenencia a mi país de adopción había ido aumentando poco a poco hasta que un día, pasados unos tres años desde mi llegada, me sorprendí a mí misma haciendo un pedido de una gigante bandera de la EBR de Chipre para colgar desde nuestra ventana durante los festivales. Aquella bandera no solo representaba un país, sino que simbolizaba una ideología en la que creía firmemente. El resto del mundo podría continuar sumergiéndose en su espiral de autodestrucción, pero en esta bella isla habíamos construido algo hermoso, sencillo y sostenible. La bandera mostraba, sobre un fondo verde claro, una única gran estrella blanca de seis puntas sobre la que descansaba una bola azul que tocaba todos sus vértices interiores. Era simple, pero no podía ser más elocuente. Cuando miraba aquella bandera, me venía a la mente un único concepto: respeto. Hacia los demás, hacia nuestro planeta, hacia mí misma. Hacia todo lo que se ha creado a partir del polvo de las estrellas. Los libros de Deligiannis podrían esconder más de mil consejos, pero todos se derivaban de un simple dogma: Respeta el todo, y el todo te respetará. La nueva bandera de Chipre, que había multiplicado su presencia en todos los rincones del país con el paso de los años, alentaba a la población a basar sus actos en dicho dogma.

Durante los festivales, era reconfortante comprobar que aquel orgullo nacional no solo me afectaba a mí, sino que era un sentimiento generalizado y demostrado a los cuatro vientos.

A diferencia de otros países o ciudades, los Festivales de Galatea no estaban basados en múltiples celebraciones colmadas de música, comida y alcohol. En Galatea también había fiestas, pero las atracciones primordiales eran el deporte y las actividades al aire libre. Se trataba de una especie de olimpiadas nacionales en las que participaba la inmensa mayoría de la población. Eran días en los que los héroes serían aquellos que mejor habían cuidado su cuerpo, que habían alcanzado una mayor sintonía con la naturaleza o que habían demostrado una mayor capacidad de esfuerzo.

Poco después de escuchar el discurso de inauguración de nuestro presidente, nos dirigimos hacía la esquina del parque Central con la radial Mandela. Aquel era el punto donde se encontraba la estación central. Siempre que pasaba por allí y visualizaba aquel enorme arco blanco a la entrada de la estación, me acordaba de nuestra llegada a Galatea y de cómo habíamos mirado con la boca abierta en todas direcciones mientras nuestro guía Soterios nos llevaba hasta la parada de tranvía.

Al pensar en ese momento sentí algo de nostalgia, pero enseguida enterré el pensamiento.

En aquel punto del parque Central se encontraba la línea de salida y la meta de la carrera en la que Chris y su amigo Marcos estaban a punto de participar. Los dos niños, ya casi adolescentes, comenzaron a calentar mientras Melinda y yo buscábamos un sitio en la grada.

Melinda se había convertido en una buena amiga. Su trabajo como directora de la Oficina de Planificación era muy exigente, pero siempre encontraba un hueco para salir a hacer deporte conmigo y con los niños. Incluso a veces organizábamos cenas con nuestros maridos. A Ioannis le costaba congeniar con Milos, algo de lo que no le culpo, pero solía hacer un esfuerzo por tratarse de mi jefe.

Melinda no solía dejar que su trabajo le afectara en su vida personal, pero aquel día parecía despistada y pensativa.

¿Cuándo comienza la carrera? me preguntó mientras caminábamos a lo largo de la atestada grada buscando un sitio para sentarnos.

A las once, Melinda. Es la tercera vez que me lo preguntas hoy. ¿Te ocurre algo?

Nada importante. He tenido bastantes líos en el trabajo y no estoy muy centrada.

Sabía que Melinda había estado muy ocupada últimamente participando en la implantación de un innovador sistema de planificación ferroviaria. Los trenes de alta velocidad actuales pasarían a la historia para dar paso a vagones individuales que se conducirían solos y elegirían de manera inteligente su destino, basándose en los pronósticos de demanda de viajeros que la Oficina de Planificación les enviaría. Este era el proyecto más ambicioso en el que mi amiga se había visto envuelta en toda su carrera, así que deduje que era normal que tuviese la mente en otro sitio.

Vimos cómo Chris y Marcos se acercaban a la grada donde nos encontrábamos para recibir los últimos ánimos antes del pistoletazo de salida. Cuando apenas se encontraban a dos metros de nosotras, un chico que le sacaba más de una cabeza a Marcos le propinó un pequeño empujón, aparentemente sin querer, pero lo suficientemente fuerte como para que Chris y él se detuvieran y se le quedaran mirando en espera de una disculpa. En vez de eso, aquel chico les gritó con rabia:

¡A ver si miráis por donde vais, sucios anemolios!

Anemolios.

No era la primera vez que oía ese insulto. Esta era la manera despectiva con la que los chipriotas se referían a todos los inmigrantes que habíamos llegado a la isla desde 2054.

La palabra tenía su origen en la república imaginaria de Utopía que Tomás Moro había concebido en el siglo XVI, aunque probablemente aquel mocoso repelente no tenía ni idea.

Existían ciertos paralelismos entre la EBR y Utopía. Leyendo a Deligiannis, daba la sensación de que se había inspirado en la obra de Moro para construir el nuevo Chipre. En su libro La Sombra del Cedro, incluso le citaba textualmente en dos ocasiones:

“donde todo se consigue con dinero es forzoso que haya muchas artes totalmente vanas, que solo sirven al antojo y al exceso”

“¿y qué objeto puede tener el pedir en demasía cuando se está seguro de que no faltará nada de lo necesario? Es cosa manifiesta que, cuando no hay temor de que falte lo que se necesita, cesa la ambición de querer acumular aquella clase de bienes.”

Deligiannis usaba las enseñanzas de Moro como argumentos en contra del capitalismo, si bien reconocía la obsolescencia de una república imaginaria ideada prácticamente en la edad media. Más de cinco siglos de uso irresponsable de recursos que una vez fueron considerados infinitos marcaban la gran diferencia. Por ello, muchos consideraban a la EBR como el resultado de una Utopía contemporánea.

Los habitantes de la Utopía original consideraban que la naturaleza había dispuesto que los bienes más útiles para el ser humano fueran abundantes y fáciles de conseguir, como el aire, el agua o la tierra. Por el contrario, los materiales más improductivos eran escasos y difícilmente alcanzables, como por ejemplo el oro o la plata. Por ello, los ciudadanos de Utopía trataban de reducir la importancia e incluso envilecer estos metales. El oro y la plata se usaban para fabricar las cadenas y los grilletes de los prisioneros, e incluso para fabricar orinales y retretes.

Anemolia era un país lejano y no conocedor de las costumbres de Utopía. Por ello, cuando los embajadores anemolios visitaron Amauroto, la capital de Utopía, lo hicieron ataviados de trajes suntuosos, sedas y joyas de inestimable valor, justo aquello que los anfitriones no tenían en ninguna estima. Para su gran sorpresa, se encontraron con las risas burlonas de los niños y con el bochornoso hecho de que la mayoría los confundía con bufones o esclavos. Los anemolios habían visitado Utopía en busca de respeto y todo lo que encontraron fue deshonra y vergüenza.

Habían pasado solo ocho años desde que Chipre se convirtió en una EBR hasta que abrió sus puertas a la inmigración. Sin embargo, durante aquel tiempo los paisanos habían sido sometidos a un intenso lavado de cerebro que les había cambiado por completo la forma de pensar. Cuando los primeros inmigrantes llegamos a Chipre, se podía observar un obvio choque cultural (de hecho era mi trabajo ayudar a los inmigrantes a superarlo). En general, estas diferencias se trataban con naturalidad y eran objeto de bromas. Los chipriotas en su mayoría respetaban al inmigrante y colaboraban en su adaptación, pero siempre estaban aquellos radicales que pensaban que solo los nativos eran capaces de entender el pleno alcance de la nueva ideología. Consideraban a los inmigrantes unas mentes capitalistas incapaces de adaptarse y una lacra para el progreso de la EBR. A alguna mente brillante se le ocurrió entonces comparar la apertura de la inmigración a Chipre con la visita de los anemolios a Utopía, y desgraciadamente el término se popularizó, usándose en ocasiones en broma pero muchas otras veces de manera despectiva.

Personalmente, me hervía la sangre cada vez que alguien nos llamaba anemolios. Por ello, me levanté como un resorte, preparada para darle una reprimenda a aquel chaval impertinente, cuando Melinda me lo impidió cogiéndome de la mano.

Déjalo, Leah. No merece la pena.

La miré inquisitivamente, como pidiendo explicaciones a tan cobarde reacción. Pero no podía ignorar su actitud, Melinda era una persona íntegra que nunca habría permitido dicho insulto, mucho menos si iba dirigido a su propio hijo. ¿Qué le ocurría aquella mañana?

Antes de que pudiera salir de mi confusión, Chris y Marcos llegaron hasta la grada, inconscientes de que habíamos presenciado su incidente.

Es la hora, Mamá Chris parecía entusiasmado. Era su primera participación en la carrera del parque Central, una única vuelta a aquella pista de tartán de casi cuatro kilómetros de longitud.

Olvidando mi indignación, recogí sus zapatillas.

Mucho ánimo, Chris. Has entrenado mucho y estoy segura de que vas a hacer un buen tiempo.

Espero que sea suficiente para ganar.

No te obsesiones con ello. Hay niños mayores que tú, así que nadie espera que ganes en tu primer año.

Sin embargo, sabía lo importante que era esta carrera para Chris.

A sus doce años, Chris era un chico despierto, curioso y perspicaz. Era además un buen estudiante que dominaba los dos idiomas de sus padres a la perfección, además de poder comunicarse también en español y en chino. En cualquier otra parte del mundo, su educación se habría considerado muy avanzada para su edad. Es más, en su país de origen, su inteligencia y formación habrían destacado demasiado, lo cual le habría convertido en objeto de burlas y en más que probable víctima de los típicos abusones de la clase. Pero no en Chipre. Aquí más bien sucedía todo lo contrario. Chris dedicaba horas y horas al estudio y luchaba por mantener el nivel de sus compañeros, pero de alguna manera aquellos esfuerzos le valían únicamente para aprobar las asignaturas de forma raspada. De hecho, en un grupo de niños en que el objetivo no era aprobar, sino ser el mejor, Chris era claramente la oveja negra.

Yo crecí en un ambiente en el que ser mal estudiante era cool y te daba grandes posibilidades de esquivar cualquier intento de mofa o de abuso. Siempre pensé que esto era ridículo, un símbolo del retraso y de la ignorancia de nuestra sociedad. Sin embargo, a la hora de elegir, hubiera preferido que mi hijo creciera en aquellas circunstancias.

La nueva sociedad chipriota, en su afán de alejarse del materialismo y dar valor a las cualidades personales, estaba basando su educación en el estatus y en la inteligencia. Por mucho que se enseñaran otros valores, hay características de muchos niños que son iguales en cualquier parte del mundo, y una de ellas es la falta de sensibilidad. Chris nunca fue víctima de abusos físicos por parte de sus compañeros, pero la discriminación sutil que sufría era igual de cruel. Se trataba de alguna risa mal disimulada tras una respuesta errónea durante la clase, de burlas por sus dificultades para pronunciar algunas palabras chinas, o de sentir que era el último con el que sus compañeros contaban para realizar un trabajo en grupo. Estos pequeños detalles se repetían a diario, disminuyendo su autoestima. Chris se estaba convirtiendo en un chico serio, atormentado e inseguro.

Este problema se había extendido de forma inevitable a nuestra familia. Ioannis había sido el que se había empeñado en que Chris accediera a sexto grado antes de que estuviera preparado para ello. Los comienzos de Chris en la escuela de Galatea habían sido una catástrofe debido a la enorme diferencia de nivel entre su formación y la de los demás niños. Esto originó más de una discusión entre Ioannis y yo, siempre suavizadas por la certeza de que estas diferencias irían disminuyendo con el paso de los años.

Sin embargo, estas diferencias se fueron haciendo cada vez más obvias, y sus efectos cada vez más nocivos.

Nunca quise echar en cara esta decisión a Ioannis, pero su comportamiento ante los problemas de nuestro hijo no hacía más que empeorar las cosas. En vez de ofrecerle el apoyo y la comprensión que necesitaba para superar sus problemas de confianza, Ioannis veía a Chris como un niño débil y con poca capacidad de sacrificio, y opinaba que todo se podía conseguir a través de esfuerzo y disciplina. Pretendía así obligarle a trabajar más, pero lo único que conseguía era desanimarle. Pese a todos mis esfuerzos por cambiar su manera de enfocar el problema, su única y testaruda respuesta consistía en afirmar que no iba a usar métodos educativos en los que no creía.

Ioannis era un hombre práctico que nunca había destacado por su gran empatía e inteligencia emocional. Sin embargo, nunca pensé que fuera a reaccionar de una manera tan extrema. ¿Cómo podía ser tan inflexible con su propio hijo? Sospechaba que el entusiasmo con el que había acogido el sistema chipriota y la influencia de la sociedad le estaban cegando.

Y por desgracia, los cambios iban más allá.

Ioannis siempre había estado en contra del capitalismo y por ello nunca había dado demasiada importancia a su carrera profesional mientras vivíamos en Estados Unidos. Prefería centrarse en tareas a través de las cuales pudiera aportar algo a la humanidad, algo en lo que el realmente creyera, sin importar si esto le iba a proporcionar un buen sueldo o un alto estatus social. Era feliz trabajando en sus investigaciones y dedicando parte de su tiempo libre a participar en diversos movimientos activistas.

Sin embargo, ahora vivía en un país con un sistema que aprobaba, con unos principios en los que creía ciegamente y liderado por unas personas a las que veneraba. Su espíritu rebelde había perdido todo su sentido. Su vida resultaba además mucho más cómoda: lo único que tenía que hacer era seguir a esas personas, a esos principios y a ese sistema. Y, como todo lo que hacía Ioannis, puso todo su empeño y ambición en ello.

Sus prioridades fueron cambiando poco a poco. Fue una transformación lenta pero inexorable, lo suficientemente imperceptible para mí como para no intentar remediarlo antes de que fuese demasiado tarde. Eran simples detalles, aparentemente de poca importancia y aceptables por sí mismos, pero que en su conjunto revelaban algo inquietante. Es fácil analizar los problemas de un matrimonio visto desde fuera, pero cuando es el matrimonio de uno mismo el que navega a la deriva, es un reto incluso comenzar a reconocerlo.

Fue durante los festivales de Galatea de aquel año cuando me di cuenta. Aquel ambiente especial me trajo recuerdos de un pasado en el que habíamos disfrutado de estos días con pasión, sencillez y buen humor. ¿Dónde habían quedado aquellos sentimientos?

Deduje que en los últimos tiempos me había acomodado a una rutina que me había hecho pasar por alto muchas cosas. ¿Desde cuándo había dejado Ioannis de darme un beso de despedida antes de irse a trabajar? ¿Cuál fue la última vez que hicimos una excursión familiar a la montaña? ¿Cómo habíamos llegado hasta este punto? No hacía falta ser muy listo para sospechar que el origen lo tenía la tensión que reinaba en casa cada vez que Chris volvía a casa con un nuevo problema.

Me hallaba inmersa en estos pensamientos cuando me di cuenta de que la carrera estaba a punto de comenzar. Sin darme tiempo a localizar a Chris entre la multitud de niños apelotonados delante de la línea de meta, sonó el pistoletazo de salida, y cientos de pies descalzos se abalanzaron sobre la pista de tartán. En menos de tres minutos, los primeros corredores se perdieron de vista allá por el cruce de la radial Maathai con el parque Central. A pesar de que la ciudad había instalado una pantalla gigante enfrente de la grada a través de la cual podíamos seguir la carrera, tanto Melinda como yo nos hallábamos con la mirada perdida en aquella dirección hasta que el último niño desapareció de nuestras vistas. En aquel momento, nos miramos una a la otra y se produjo un silencio incómodo, algo inusual entre nosotras.

Leah, no es el trabajo me confesó, rompiendo aquel silencio.

La miré confundida y tardé un instante en comprender lo que me quería decir. Me encontraba aletargada después de haber estado sumergida en mis pensamientos. Escribe tus problemas. Deja de pensar tanto en ellos y analízalos. Me dije enfadada a mí misma, repitiéndome ese consejo que tanto daba a mis pacientes y que tan difícil era de seguir cuando era yo la que tenía que aplicarlo. Antes de que pudiera contestar, Melinda me lo aclaró pacientemente.

Me preguntaste si me ocurre algo. No es ningún problema del trabajo como te dije.

¿Quieres hablar de ello?

Es difícil para mí. Pero si no lo hago ahora, rodeadas de gente, nunca lo haré.

Comprendo. Tienes toda mi atención.

Es Milos.

Un parte de mí se alegró de que no fuera la única con problemas matrimoniales, pero enseguida me reproché el pensamiento.

¿Qué le ocurre? pregunté, aun sabiendo que quizás era algo que no deseaba saber.

Leah, sé que es injusto contarte esto, dada tu posición. Milos es tu jefe y también tu amigo. Pero... se detuvo a mitad de la frase. Si hubiera sido cualquier otra persona habría asegurado que estaba a punto de romper en llanto, pero esa actitud no iba con Melinda. Oh, Leah, ha sido tan difícil... y no confío en nadie más que en ti.

Claro que puedes confiar en mí.

Sospecho... Estoy segura de que Milos tiene un affaire.

Exactamente, es algo que no quería saber. Melinda me estaba poniendo en una situación bastante comprometida. A pesar de ello, no quería dejarla en la estacada, así que le pasé un brazo por la cadera, lo que interpretó como un gesto de que podía continuar hablando. Me contó cómo no disponía de pruebas definitivas, pero una serie de pequeños detalles unidos a su infalible intuición le habían llevado a esa conclusión.

A veces damos tantas vueltas a los problemas que dejamos de ser objetivos la contesté, una afirmación que bien podría haberme aplicado a mí misma. No quiero cuestionar tu juicio, pero a veces ayuda tener la opinión de alguien lo suficientemente cercano como para conocer tu entorno y no tan próximo como para que su opinión se vea afectada.

Esa persona eres tú.

Me alegro de que cuentes conmigo para ello. Pero espero que no te tomes a mal mi opinión.

Simplemente sé sincera.

Bien, no creo que Milos sea ese tipo de persona. Sé que tiene sus peculiaridades, de hecho nunca le habría defendido durante los primeros días después de conocerle. Sin embargo, tu marido parece una de esas personas cuya belleza interior se reserva para aquellos que le conocen bien. Después de seis años trabajando con él, creo que Milos es un hombre de arraigadas creencias y sólidos principios. Me sorprendería mucho descubrir un comportamiento tan inmoral por su parte.

Significa mucho viniendo de ti. Al fin y al cabo, tú eres la segunda mujer con la que más tiempo pasa, ¿no?

Por un momento me pregunté si su comentario encerraba algún tipo de insinuación, pero enseguida lo descarté. Si Melinda quería decir algo, lo habría hecho de forma directa.

Supongo que sí. Nuestro trabajo nos obliga a ello.

Esa es otra de las razones por las cuales te estoy contando esto.

¿Qué quieres decir?

Me gustaría pedirte un favor.

Claro, lo que quieras le contesté, aunque sin mucho convencimiento.

Tú le ves casi todos los días. Quizá podrías... no sé, estar un poco alerta, tratar de descubrir si hay algo fuera de lo normal. Quizá esto también afecte a su comportamiento en el trabajo.

¿Me estás pidiendo que espíe a mi jefe?

No, yo... se ruborizó. Espiar suena demasiado radical. Y aunque descubras algo, no te puedo pedir que pongas en riesgo tu trabajo. Mira, olvídalo. Simplemente, haz lo que tengas que hacer.

De momento, hice lo que tenía que hacer, que era no contestar para evitar decir algo de lo que me arrepintiera. Me sentía enfurecida por haber sido engañada. Melinda no me estaba contando sus problemas por considerarme su amiga, sino porque podía utilizarme. Pero también es verdad que últimamente me encontraba más irascible de lo normal, así que decidí callarme y analizar la situación a solas más tarde.

Por suerte, los primeros corredores ya habían dado casi la vuelta completa al parque Central y comenzaban a aparecer a mano izquierda. Maldije en mis pensamientos a Melinda por desviar mi atención de la carrera que era tan importante para mi hijo.

Después de varios minutos de ver cómo cientos de niños cruzaban la línea de meta entre los ánimos y aplausos de la multitud, Chris apareció a lo lejos. Se le veía cansado, corriendo tan despacio que cualquiera habría igualado su paso a pie. Incluso a mi distancia, podía percibir el abatimiento en su mirada.

Y allí estaba otra vez aquella sensación. Comenzaba como un nudo en mi garganta y pronto se propagaba al pecho, haciéndome comprender a quien decía haber sentido como el alma se le caía a los pies.

Lo peor de todo era que aquel sentimiento de compasión hacia mi hijo encontraría salida en forma de rabia, y sabía perfectamente a quien iría dirigida.

Aquella tampoco sería una noche feliz en casa.