El té oolong que me había preparado Xandra acababa de dejar de hervir hacía apenas unos segundos. Me acerqué la taza decorada con la bandera de Croacia a los labios y comencé a soplar, fingiendo que no podía esperar a bebérmelo. En realidad, solo se trataba de una pobre excusa para retrasar nuestra difícil sesión unos instantes.
Al otro lado de la mesita del salón de mi casa, mi amiga me miraba pacientemente desde el incómodo sillón blanco que yo solía utilizar para dirigir mis consultas. ¿En qué momento había pasado Xandra de paciente a psicólogo?
―Tranquila, Leah. Tómate tu tiempo.
―Perdona, yo... solo necesito ordenar mis pensamientos para no aturdirte.
―Tenemos toda la tarde.
En realidad, eso no era cierto. Quizá ella tuviera toda la tarde, pero yo tenía que acudir a una recepción que la Agencia Espacial Chipriota celebraba aquella noche. Todavía solía acompañar a mi marido en actos oficiales de la AEC, por mucho que aborreciera la idea.
―Supongo que el origen de mis problemas está en Chris ―me obligué a arrancar―. Ya sabes que nunca se llegó a adaptar a este país. Le forzamos demasiado obligándole a comenzar el colegio inmediatamente, cuando debería haber cursado por lo menos un año de adaptación en la guardería de idiomas. Ioannis fue el que se empeñó en ello, y durante años yo le culpé de los fracasos y el desánimo permanente de nuestro hijo. Pensamos que la situación mejoraría con el tiempo, pero más bien fue al revés ―Xandra me escuchaba con atención, lo que me animó a entrar en detalles―. Lo peor llegó cuando Chris cumplió dieciséis años y se vio forzado a comenzar Rutina. Por su mala posición en el escalafón, se vio abocado a elegir entre trabajar como auxiliar de limpieza en una de las residencias de ancianos o como personal de mantenimiento del alcantarillado. Su nota media ni siquiera le llegó para elegir algún puesto de empaquetador o de repartidor en la cadena de distribución. Abatido, decidió que lo mejor sería salir del país rumbo a Sudamérica ―tragué saliva y me forcé a continuar―. Xandra, apoyarle en esa decisión ha sido una de las tareas más difíciles de mi vida, pero no me quedaba otro remedio si quería verle feliz.
―¿Cómo reaccionó tu marido ante esta idea?
―Ioannis también le apoyó, pero me temo que lo hizo por causas distintas. Él nunca lo reconocerá, pero estoy segura de que se avergüenza de su propio hijo. Ahora puede presumir ante sus respetados amigos de haber educado a un ambicioso chaval que ha decidido salir de Chipre en busca de nuevos horizontes y amplitud de miras.
―Debes de conocer muy bien a tu marido para saber cómo piensa ―a Xandra se le daba muy bien formular preguntas sin insinuar nada que pudiese resultar ofensivo. Lo había aprendido de mí, así que yo sabía muy bien que lo que realmente quería decir era ¿no estás dejando que los prejuicios hablen por ti? ¿No será que llevas tantos años guardándole rencor a tu marido que lo que ves en él no es más que una proyección de tu propio resentimiento?
―Xandra, sabes que soy una persona objetiva. Cuando todo iba de maravilla, me gustaba escribir mi diario porque sabía que ayudaría en el futuro. Y ahora, cuando leo aquellas palabras, puedo confirmar que nuestros problemas no son imaginaciones mías, sino que realmente existen. Ioannis es una persona completamente diferente a la de hace diez años. Por aquel entonces, su trabajo no era lo más importante y le importaban un carajo la aristocracia y el estatus social. Cuando hablábamos del futuro de Chris, los dos coincidíamos en que una buena educación valía mucho más que todo aquello.
―Me alegra ver que tus preocupaciones se basan en hechos contrastados y no en sensaciones difusas. Este es el primer paso para poder tomar decisiones coherentes. De acuerdo, asumamos que tu marido ha cambiado radicalmente. Ahora que el problema está claro, busquemos la solución: ¿has pensado en lo que te haría feliz?
―En un mundo ideal, pediría que todo volviera a ser como antes. Pero he de aceptar que las personas cambian y que hubo un día en el que prometí estar a su lado en la salud y en la enfermedad. Por tanto, creo que lo más realista es intentar comprenderle. Pero Xandra, es tan difícil... Ioannis se ha vuelto hermético y reservado, sobre todo en todo lo que concierne al ámbito profesional. Hace años que he desistido en preguntarle a qué se dedica exactamente, solo sé que debe hacerlo bien, pues consiguió su ansiado ascenso a R2. Ni siquiera sé si quiero descubrirlo, es como si un aura de oscuridad rodeara todo lo que concierne a su trabajo. Se le ve estresado, pasa horas y horas en la agencia, vuelve a casa con un semblante serio y la expresión se le ensombrece cada vez que recibe una llamada de la AEC.
―Quizá necesites acercarte a él de otra manera. Si te ha dejado claro que no debes inmiscuirte en temas profesionales, puede que tenga una buena razón. Es posible que esté trabajando en un proyecto confidencial, o que no quiera amargarte con sus problemas, o puede que simplemente necesite olvidarse del trabajo cuando esté en casa.
―He pensado en ello. Esta idea me llevó a intentar... otro tipo de acercamiento ―Xandra asintió con la cabeza indicándome que continuara―. ¿Alguna vez has intentando conseguir ropa interior de diseño en este país?
―¿Y a quién se la enseñaría? ―Me contestó irónicamente. Desde que Xandra había abandonado China para mudarse a Chipre, no había mostrado interés alguno por tener relaciones íntimas de ningún tipo. Su aspecto descuidado, su apariencia de eterna adolescente y sus orejas de soplillo tampoco ayudaban a que los hombres se fijaran en ella.
―No te puedes ni imaginar lo inaccesible que está el mercado de productos eróticos en la EBR ―continué―. Entiéndeme, no quiero decir que mi vida sea un infierno por no poder acceder a pornografía o a juguetes sexuales, lo único que pretendía era conseguir un conjunto de ropa interior que fuese algo picante y que despertara el interés de mi marido por reactivar nuestra vida sexual. Pensé que le vendría bien para relajarse y para volver a acercarnos. Pero fue imposible encontrar algo decente. Deja que te lo demuestre ―propuse. Xandra me miraba desconcertada, como tratando de decidir si era contraproducente para la sesión que nos desviásemos del tema principal o si me vendría bien un respiro.
Tras pronunciar las contraseñas necesarias para bajar un poco las persianas y desenrollar el monitor de grafeno sobre la pared del salón, la pantalla del ordenador central apareció frente a nosotras. El fondo de pantalla era el mismo desde hacía nueve años: una foto de Ioannis, Chris y yo vestidos con ropa de montaña y sonriendo a la cámara en la cima del monte Olimpo, con la nevada cordillera de Troodos a nuestras espaldas. Aquel había sido el último invierno en el que había nevado lo suficiente como para que la única estación de esquí que quedaba en Chipre después de la guerra pudiera funcionar.
A través de comandos de voz, indiqué al ordenador que buscara en la base de datos de ropa por conjuntos de lencería. La búsqueda ofreció imágenes de apenas veinte resultados. Todas ellas mostraban conjuntos que de seguro habrían podido ser definidos como picantes si viviéramos en la región más conservadora de Afganistán cuarenta años atrás.
―Esto es todo lo que se puede conseguir en este país.
―Tiene sentido.
―¿Cómo que tiene sentido? ―le pregunté irritada.
―¿Cuántas veces ha repetido Panos Kana que su modelo no funcionaría en un país superpoblado? Si tu objetivo es que el pueblo no tenga niños, no deberías dar pie a que las parejas se dediquen a procrear como conejos. Es solo un pensamiento que se me acaba de pasar por la cabeza, quizá no tenga nada que ver.
―Puede que eso explique porque existen tantos tipos de preservativos y otros métodos anticonceptivos, pero tan pocos artículos eróticos.
―Eso creo yo. En fin, ¿Conseguiste lo que necesitabas?
―Aproveché la cumbre de psicología en Croacia para ir de compras. No es que pudiera hacer maravillas con el dinero que el Banco Puente me había asignado para el viaje, pero fue fácil encontrar un conjunto de lencería más atractivo que cualquiera de los que ofrecen en Chipre. Además de esta taza, mucho más colorida de las que nos dan a todo el mundo aquí ―dije señalando la taza de té oolong, ya casi vacía pero todavía humeante.
―Vaya una actitud consumista e irresponsable. ¡Y yo que pensé que eras una ciudadana chipriota modelo! ―bromeó Xandra.
―No he dejado de cumplir la ley en ningún momento. Eso sí, este tipo de historia es mejor que quede entre anemolios ―repliqué en tono jocoso.
―Especialmente en estos tiempos en que los chipriotas están tan sensibles...
Xandra se refería al escándalo del grafiti que había aparecido una mañana reciente en uno de los edificios de la Plaza Verde. Los grafitis, y por tanto los sprays con los que se pintaban, estaban prohibidos en Chipre. Sin embargo, a tenor de los colores usados, alguien había conseguido colar varios de estos sprays a través de la frontera. Para más inri, el dibujo era de lo más ofensivo: en el medio de un seco y agrietado desierto de tundra, se alzaba un cedro chipriota que proyectaba una sombra con la forma de un mapa mundial. El tronco era África, y los demás continentes partían de él formando las ramas. Lo que más llamaba la atención era el color de la sombra, un rojo brillante y viscoso que no podía representar otra cosa que sangre.
Esta imagen había enfurecido tanto a los ciudadanos como a las autoridades, que se embarcaron en una aparatosa operación para descubrir al responsable y para mejorar los controles fronterizos. El Diario Galitano fantaseaba continuamente con un posible nuevo plan para controlar las posesiones de los ciudadanos, y en la ciudad no se hablaba de otra cosa.
―Por suerte, mi viaje de vuelta de Croacia tuvo lugar unos días antes del escándalo del grafiti y no tuve ningún problema para pasar la frontera con el conjunto de lencería en la maleta.
―¿Y qué dijo Ioannis al verlo?
―Aquella noche, al llegar a casa desde el aeropuerto, Ioannis todavía no había vuelto del trabajo ―mi voz recuperó el tono amargo―. Aproveché para ducharme, depilarme, lavarme el pelo, rociarme con el perfume que solía gustarle, y finalmente ponerme el conjunto, una sensación extraña después de tantos años sin haberme probado este tipo de lencería. Ioannis llegó una hora después, cuando ya casi me estaba quedando dormida con la luz encendida.
Hice una pausa, y Xandra me hizo un gesto para que continuara.
―¿Crees que entró en el dormitorio a saludarme? ―era una pregunta retórica―. Por supuesto que no. Uno pensaría que tendría ganas de verme después de varios días de viaje, pero tras murmurar un amago de saludo al entrar en casa, se dirigió directamente a la nevera. Tras recoger una cerveza, se sentó aquí ―señale el sofá donde me hallaba sentada―, desenrolló su tableta electrónica de grafeno de la que se siente tan orgulloso y continuó trabajando.
―Pensé que Ioannis no era materialista.
―Y no lo es. Pero esa maldita tableta es un símbolo de su estatus, ya que solo se la dan a los R2 que la necesiten para su trabajo.
―No me extraña. Según están las relaciones con Chile, no creo que la EBR pueda permitirse adquirir tabletas de grafeno para todos los ciudadanos. Pero no nos desviemos... ¿Qué hiciste entonces?
Tuve que hacer una pausa para tragar saliva y despejar aquella sensación de opresión que sentía en la garganta cuando sentía rabia.
―Fue difícil no mandarlo todo a la mierda y volverme a la cama. Con un gran esfuerzo, me tragué el orgullo y caminé hasta la puerta del salón. Sin embargo, no me atreví a cruzarla ya que las persianas no estaban cerradas y cualquiera habría podido verme casi desnuda desde el edificio contiguo. Por ello, me quedé en el pasillo, donde no podía verme, y le llamé desde allí cariñosamente. Le dije que necesitaba enseñarle una cosa.
―¿Y qué dijo él?
―Cinco minutos. Esa fue su respuesta, con el habitual tono desganado de los últimos tiempos.
―¿Te enfadaste?
―Una vez más, hice un esfuerzo para contenerme. Me quedé apoyada en la pared del pasillo, sintiéndome ridícula y humillada en aquel conjunto, esperando en la oscuridad a que pasaran los cinco minutos mientras me recordaba a mí misma las razones por las que estaba haciendo aquello.
―Fuiste muy fuerte ―respondió con poco disimulado escepticismo, como dando a entender que ella ya le habría mandado a la mierda hace tiempo.
―Fuerte sí, pero estúpida no. Estaba segura de que había pasado por lo menos un cuarto de hora cuando le recordé que seguía ahí y que realmente necesitaba que viniera. Cuando me respondió de malas maneras que a qué venía tanta impaciencia, que ya estaba a punto de terminar, fue cuando ya no pude más. Me volví a la habitación, prácticamente arrancándome el conjunto de lencería, y tirándolo al cubo de basura del baño. Me metí en la cama luchando contra las lágrimas y ahí permanecí durante una media hora, sin que la rabia me permitiera dormir.
―¿Conseguiste quedarte dormida antes de que Ioannis se metiera en la cama?
―Ojalá, así no habría tenido que escucharle. Al ver que estaba despierta, me preguntó qué era eso que quería enseñarle. Le respondí que nada, que ya no tenía importancia. Y fue entonces cuando me dio la respuesta que me hizo hervir la sangre.
―¿Qué te dijo?
―Te agradecería que no me desconcentraras por motivos que no sean importantes.
―Vaya un gilipollas.
Miré a Xandra sorprendida. Era la primera vez que alguien insultaba a mi marido delante de mí, y mi primer instinto fue defenderle. Sin embargo pude detenerme a tiempo. En primer lugar, Xandra tenía toda la razón y, en segundo lugar, se encontraba en su derecho a expresar su opinión. Desde que la conocí hacía unos cuatro años, Xandra había pasado de ser una de mis pacientes más difíciles a una de mis mejores amigas.
De repente me vino a la cabeza lo desesperantes que habían sido nuestras primeras sesiones. Xandra me ocultaba sistemáticamente todo lo que tenía que ver con su antigua vida en Guangzhou y me resultaba muy difícil hacerme una idea del mundo del que venía, lo cual afectaba a mi habilidad para ayudarla a adaptarse a una cultura completamente distinta. ¿Qué narices tenía que esconder? Poco a poco fui ganándome su confianza hasta que me reveló aspectos básicos de su pasado. No parecía tener mucho aprecio por su país, lo cual podía entenderse si tenemos en cuenta que su profesión era ingeniera medioambiental. Ésta era la razón por la que se había mudado a Chipre: necesitaba un entorno que apreciase su trabajo, un lugar donde sus esfuerzos tuvieran alguna esperanza de obtener resultados. Con el tiempo, nuestras sesiones se convirtieron en amenas reuniones de amigas donde, a pesar de su reticencia a entrar en detalles de su pasado, podíamos disfrutar de interesantes charlas y discusiones.
La terapia finalizó y Xandra parecía plenamente integrada en el país, pero decidimos seguir viéndonos. La única diferencia fue que las nuevas sesiones dejaron de tener lugar en el salón de mi casa para pasar a celebrarse en nuestro escenario favorito, los bares y terrazas de Mendel C.
Aquel día era diferente. No es que necesitara un análisis de mis problemas, eso ya sabía hacerlo yo demasiado bien. Pero estaba cansada de dar vueltas a mis preocupaciones y sentía que si se las contaba a alguien me sentiría liberada. Necesitaba ser el paciente por un día. Fue fácil decidir que Xandra sería la elegida. La alternativa era Melinda, pero entonces me vería obligada a hablar de Milos, lo cual era precisamente otro de mis problemas.
―Lo siento, Leah, me ha salido del alma. Me sienta mal ver que tratan así a mi amiga. Tú no te lo mereces ―la disculpa de Xandra me devolvió a la conversación.
―No te preocupes. A esa conclusión ya había llegado yo antes. Simplemente me ha impactado un poco oírlo de una tercera persona, pero supongo que eso significa que tengo razón.
―Por supuesto que la tienes. ¿De verdad es así como te trata? ¿Cuánto tiempo vas a aguantarlo?
―No lo sé. No he tomado ninguna decisión, ni tampoco pretendo que alcancemos una esta tarde. Lo único que necesito es desahogarme, y de momento lo estoy consiguiendo.
―Me alegro de poder ayudarte. ¿Hay algo más de lo que quieras hablar?
―De hecho, lo hay. Aunque es un tema delicado, ya que no me afecta a mí.
―Tú decides lo que me quieres contar.
Habían pasado años desde que Melinda me confesó sus temores aquel aciago día en que la carrera de Chris había resultado un desastre. Además, me había pedido que vigilara a Milos en busca de cualquier pista que pudiera delatar que estaba teniendo una aventura.
Al principio no me tomé bien esta solicitud, pero poco a poco fui entendiendo su desesperación. Aun así, no tenía muy claro cómo enfocar mi operación de espionaje. ¿Qué ocurriría si Milos descubría algo? Mi puesto de trabajo y mi carrera estarían en juego, y la posibilidad de verme envuelta en aquella situación me horrorizaba. Por tanto, decidí tomar una postura intermedia. Seguiría teniendo una relación profesional con Milos, sin actitudes que pudieran violar su intimidad, pero inevitablemente estaría atenta a cualquier desliz por su parte.
Dado que ya no pasaba tanto tiempo en el centro de psicología porque las consultas tenían lugar en mi casa, esta actitud se extendió durante largo tiempo sin que detectara nada extraño, algo que no me preocupaba lo más mínimo. Melinda solía sacar el tema de vez en cuando, preguntándome por mis progresos. El no recibir ninguna mala noticia por mi parte la tranquilizaba y nunca volví a verla tan nerviosa como aquel día. Poco a poco, las dos nos fuimos olvidando del asunto.
Hasta ahora.
Aquel martes no debería haber acudido a la consulta. Ese día era festivo y en Galatea solo trabajaba la cantidad de empleados necesaria para ofrecer los servicios básicos. Ioannis debía acudir a la AEC debido a una de sus emergencias y Chris ya se había marchado del país, así que mi único plan era realizar una sesión de barefoot running a lo largo del canal del anillo E.
En cuanto comencé a correr y a sentir el contacto de mis pies desnudos sobre el refrescante césped, todas mis preocupaciones pasaron a un segundo plano. Me concentré en perseguirme a mí misma, o mejor dicho, al holograma con mi imagen que mis lentes proyectaban frente a mí. Sin embargo, el holograma se alejaba cada vez más, demostrando que la última vez que recorrí este circuito me encontraba en mejor forma. A veces la tecnología solo sirve para desmotivarnos, pensé. Inconscientemente, mi mente comenzó a prestar menos atención a la carrera y a pensar más en el trabajo. Al cruzar la radial Curie, se me vino a la cabeza que las notas de unos antiguos pacientes que estaba buscando para tratar a un paciente actual no se encontraban en casa, sino en la consulta. Sin dudar, giré a la derecha en dirección hacia el centro de Galatea.
Era el día de la Religión, un día en el que se celebraba la pluralidad religiosa del país y la convivencia pacífica de gente de múltiples orígenes y creencias. Varios actos, todos ellos mezclando representantes de todas las religiones, estaban teniendo lugar en la Plaza Verde cuando llegué al edificio Cuatro. Ya conocía aquellos eventos, había acudido los primeros años por curiosidad, pero pronto había perdido el interés. Respetaba a aquellos que necesitaban una religión y el código moral que iba unido a cada una de ellas, pero creer en ambigüedades difícilmente demostrables no iba conmigo. No hacía falta creer en algo para actuar de manera ética.
Precisamente era en esos pensamientos en los que me hallaba perdida cuando entré en la consulta, inconsciente de que me iba a tocar sufrir una lección de ética un tanto particular.
Todavía descalza, me hallaba cruzando el último pasillo en dirección a mi consulta cuando escuché un ruido procedente del trastero que almacenaba los útiles de limpieza, lo cual me extrañó ya que se suponía que no había absolutamente nadie en el edificio.
Debería haber reflexionado antes de entrar. ¿Quién me mandaría abrir esa maldita puerta de manera tan impulsiva?
Nayia, una bella joven nigeriana que trabajaba como asistente en nuestro departamento, estaba desnuda y sentada a horcajadas sobre un hombre de inconfundible cabellera rubia que se hallaba sentado en un robot de limpieza gris, una especie de armatoste metálico con ruedas que se usaba para aspirar y fregar a la vez el suelo de los edificios oficiales. Nayia dio un pequeño grito al verme, y se cubrió sus grandes y firmes pechos coronados por unos diminutos pezones negros. Fue entonces cuando el hombre se volvió, y mis sospechas se vieron confirmadas. Aquel hombre era Milos.
Desaparecí de allí lo más rápido que pude para dirigirme a mi despacho, donde Milos apareció apenas un minuto más tarde.
Ni siguiera se había dignado a abrocharse la camisa y subirse la bragueta.
―Milos, por favor ―le dije, señalando su entrepierna con la mirada.
―Leah, siento que hayas tenido que presenciar aquella escena ―se disculpó él mientras se cerraba la cremallera apresuradamente. La camisa, sin embargo, seguía abierta, mostrando una cadena alrededor de su cuello de la cual colgaba un pequeño crucifijo de madera.
―Yo también lo siento, de verdad.
―Necesito que guardes silencio.
―¿Vas a decírselo tú a Melinda?
―Nadie va a decírselo a Melinda. Es algo completamente innecesario.
―Yo creo que lo que es innecesario es lo que estaba pasando ahí dentro.
Milos respiró hondo y se sentó en el sillón de mi despacho. Tras unos segundos con la mirada perdida, comenzó a abrocharse la camisa mientras retomaba la conversación.
―Esa es precisamente la cuestión que me ha estado torturando últimamente.
―Pobrecito, lo has debido haber pasado fatal.
―No es ninguna broma, Leah. ¿Me permites que te explique? ―continuó sin esperar mi respuesta―. Las cosas con Melinda no han ido del todo como esperaba. En la mayoría de aspectos somos un matrimonio feliz. Nos queremos, nos preocupamos uno del otro, tenemos intereses comunes, nos gusta pasar tiempo juntos, compartimos sentido del humor... en fin, podría decirse que nuestra relación es la envidia de muchas otras ―cuando dijo esto último me miró fijamente, pero preferí no darme por aludida―. Sin embargo hay algo que falla. Nos hemos convertido en una de esas parejas que no disfruta del sexo. Esto parece no importarle a Melinda, ya que para ella esto no es un aspecto importante de la relación. Ella sabe que yo no siento lo mismo e intenta cumplir con mis deseos, pero para serte sincero... se nota cuando alguien no lo está pasando bien. El sexo se ha convertido en algo que ninguno de los dos disfrutamos y que raramente ocurre.
―¿Y así es como justificas tirarte a la asistente?
―No es tan simple. Leah, unas personas tienen mayores necesidades sexuales que otras. En mi caso parece ser que son bastante fuertes. Al principio traté de aliviarlas a través de otros hábitos. Aparte de los métodos obvios, comencé a practicar más deporte para canalizar mi energía de otra manera. Pareció funcionar por un tiempo, pero no era suficiente. Algo fallaba. Me encontraba permanentemente nervioso, irascible e incapaz de pensar en otra cosa que no fuera una buena sesión de sexo. Incluso comenzó a afectar al trabajo y a mi matrimonio. ¿Qué quieres que te diga? En algunos hombres, el primario instinto sexual de nuestros antepasados todavía es demasiado intenso como para ser aplacado por las normas de la sociedad, la familia o el matrimonio. Creo que yo soy uno de ellos.
―Ah, o sea que es la evolución la que tiene la culpa de que no puedas mantener tu órgano reproductor dentro de tus pantalones... Me pregunto si tu dios sería de la misma opinión, ¿no nos diseñó a todos por igual? ―no pude evitar que mis palabras fueran más rápidas que mis pensamientos, y me arrepentí enseguida de darle aquella peligrosa contestación a mi jefe.
―Sabes perfectamente que creo en Dios y en la evolución; no es algo incompatible. Y, de todas formas, no viene a cuento mezclar la religión en todo esto.
Milos parecía querer llegar a algún sitio con sus palabras, así que dejé que continuara.
―Pensé en muchas alternativas para satisfacer aquel instinto, Leah ―prosiguió―. Habría sido muy fácil recurrir a la prostitución, pero ello iría en contra de mis creencias.
Recordé que la prostitución estaba prohibida en Chipre, pero eso no significaba que fuera inaccesible. Cuando hay una demanda y gente dispuesta a satisfacerla, cualquier mercado es más fuerte que la ley. En un país en el que la existencia de dinero estaba absolutamente prohibida, era inevitable que surgiera un emergente mercado negro de contrabando de servicios. Tanto mujeres como hombres de Galatea, aparentemente normales, de todas las esferas de la sociedad, decidían vender su cuerpo a cambio de dinero.
¿De qué les servía este dinero? Ahí es donde el Casino de Antalya encontró su gallina de los huevos de oro. Aprovechándose de todos aquellos chipriotas que no se conformaban con los bienes materiales existentes en su país, esta institución les ofrecía la posibilidad de ver recompensados sus servicios en moneda turca a través de cuentas encriptadas a las cuales el gobierno chipriota no tenía acceso. La forma más obvia de encontrar un trabajo remunerado para los chipriotas era la prostitución, pero se llegaron a dar todo tipo de casos: desde los más inocuos, como limpieza doméstica o servicios de cocina, hasta los más turbios, como el robo de órganos o el asesinato.
El Casino de Antalya actuaba como banco receptor del cobro. Así, cuando los prestatarios de estos servicios salían de Chipre, tenían acceso a una jugosa cuenta corriente en una ciudad cercana a la frontera. Un nuevo y lucrativo negocio basado en el lujo, el juego y la diversión emergió en Antalya, que se convirtió en una especie de Las Vegas orientada al desahogo de aquellos chipriotas poco comprometidos con la EBR. No era ningún delito viajar a Turquía, pero ningún chipriota que apreciara su reputación se atrevería a hacerlo.
El dinero no existía en Chipre, pero el gobierno no podía regular lo que ocurría en países extranjeros, y mucho menos en Turquía, con la cual las relaciones diplomáticas no eran precisamente ideales. De alguna manera, el dinero era un arma lo suficientemente poderosa como para constituir la principal fuente de corrupción y crimen en un país que había eliminado el sistema monetario.
Llegados a este punto de la conversación, por lo menos me alegré de que Milos no estuviese participando en todo aquel circo. Pero eso seguía sin justificar sus actos.
―Oh, ¿entonces Dios no acepta la prostitución pero sí el adulterio? ―le pregunté indignada. Aquel día no parecía capaz de morderme los labios antes de hablar.
―Sé que suena hipócrita, pero he intentado resolver la situación de la mejor manera posible, dadas las circunstancias. Como te decía, la prostitución no era una opción. Buscar una aventura tampoco lo era.
―Ah, ¿no? ¿Y qué es lo que acabo de presenciar?
―Lo que quiero decir es que no quería traicionar a Melinda involucrándome en una relación sentimental con alguien. Sigo enamorado de Melinda y tener sentimientos hacia otra persona sería una traición. Lo único que necesitaba era sexo, sin ningún tipo de atadura. Aun así, nunca lo busqué, Leah. La oportunidad se presentó por sí misma.
―¿Y cómo ocurrió aquello? Porque no me voy a creer que una atractiva joven rutinaria tenga la necesidad de involucrarse en una relación sexual con alguien treinta años mayor que ella.
―Digamos que ella también tiene sus intereses. Juntos podemos ayudarnos el uno al otro. Ella se ocupa de mantener mi instinto a raya y yo a cambio me convierto en una especie de tutor para su carrera.
―Es lo que se suele denominar un favor sexual.
―Llámalo como quieras. Pero todos salimos ganando. Nayia es una rutinaria inteligente y con gran motivación que ha tenido mala suerte en su elección de puestos de trabajo. A través de mis recomendaciones podrá acceder al nivel R1 y el departamento se beneficiará de una nueva psicóloga muy capaz.
―Milos, ¿qué diferencia hay entre esto y la prostitución? Si el sexo se convierte en moneda de cambio para obtener ascensos, premios Galileo o para aumentar el estatus, ¿cuál serían los logros de los altos cargos de este país? ¿Ser buenos en la cama? Lo que necesitamos es que la gente acceda por sus propios méritos, de lo contrario no nos diferenciaríamos en nada de los corruptos gobiernos europeos que tanto criticamos.
―Leah, no tienes por qué aleccionarme, no estoy precisamente orgulloso de mi mismo en estos momentos ―dijo mientras se tapaba la cara como si estuviera a punto de derramar alguna lágrima―. Pero el hecho es que, ahora mismo tienes dos opciones. Puedes hacer como si no hubieras visto nada, y las cosas seguirán funcionando para todos. O puedes decírselo a Melinda y destrozar la vida de cuatro personas.
―¿Cuatro?
―Sí, Leah. Para bien o para mal, tú también formas parte de esto ahora.
Xandra escuchó boquiabierta mi historia, y sus mejillas adquirieron un color rosado a medida que me acercaba al final. Después de tantas sesiones juntas, había aprendido a reconocer este ligero sonrojo como una señal de rabia, algo que ocurría a menudo cuando hablaba de las barbaridades medioambientales que el gobierno chino solía perpetrar. Me sentí halagada porque un problema mío despertara su más profunda indignación, y me di cuenta de lo mucho que había echado de menos una verdadera amiga durante mis primeros años en Chipre.
Cuando se aseguró de que había terminado, procedió a intervenir. Ojalá algo tan simple como escuchar de verdad a alguien fuera entendido por más personas.
―Pobrecilla. Por si tuvieras pocos problemas en casa, ahora el inútil de tu jefe se dedica a amenazarte. ¿Has pensado en lo que vas a hacer?
―Solo han pasado unos días... necesito darle un par de vueltas más.
―Es curioso ―reflexionó Xandra tras unos segundos―. Cuando llegué a este país, todo parecía estar rodeado por un aura de perfección. Pero parece ser que los humanos somos capaces de introducir corrupción hasta en el paraíso.
Me di cuenta de que, tal y como yo hacía durante mis sesiones, estaba intentando cambiar sutilmente de tema para disminuir la furia que ambas sentíamos en aquel momento. Volvería a ello cuando sintiera que los ánimos se habían calmado, para así poder encauzar la conversación de una manera más objetiva.
―La verdad es que esta historia me ha hecho pensar mucho en algo que sucedió en mis primeros meses aquí ―contesté, siguiéndole el juego.
―De eso hace ya diez años...
―Exactamente. Sin embargo me acuerdo como si hubiera sucedido ayer. Ioannis y yo habíamos sido invitados a cenar a casa de Milos y Melinda. Por alguna razón, comenzamos a hablar con ellos de cómo podrían funcionar los regalos en la EBR, y concluimos que lo mejor era regalar servicios, experiencias... Es decir, usar tu tiempo como manera de agasajar a tus seres queridos en vez de algo material, ya que realmente aquí la propiedad no existe.
―Exacto.
―En cierto punto, yo fui más allá. Propuse intercambios de servicios, e incluso la posibilidad de crear bonos intercambiables, medidos en unidades de tiempo.
―No creo que eso sea congruente con las enseñanzas de Deligiannis. Según él, todo lo que sea contable es susceptible de ser usado a modo de dinero, lo que daría al traste con la base de la filosofía nacional.
―Has entendido enseguida algo que a mí me llevó tiempo comprender.
―La teoría está muy clara.
―Estoy de acuerdo. Pero la puesta en práctica es algo completamente diferente. Los libros de Deligiannis nunca vieron venir el mercado negro que el Casino de Antalya ha generado.
―¿Y cuál sería tu propuesta para evitarlo? ―preguntó Xandra con interés.
―Yo crearía los dichosos bonos. Si el gobierno tiene miedo de que la gente comience a endeudarse con ellos, especular o promover cualquier actividad que no genere ningún valor añadido o que ponga en peligro la EBR, siempre pueden regularlos. De acuerdo, habría que modificar uno de los pilares de la Constitución de 2045, pero creo que hay que adaptarse a los tiempos. El país ha evolucionado muy rápidamente y lo que tenía sentido hace diecinueve años, hoy ya no lo tiene tanto. Si estos bonos existieran, el mercado negro se reduciría notablemente. De acuerdo, la prostitución seguiría existiendo, pero pasaría a ser un problema nacional mucho más fácil de detectar.
―Si fuera fácil de detectar por la ley, la gente seguiría recurriendo al método del Casino. Sería mucho más seguro para ellos.
―Y mucho más caro también, ya que esta seguridad incrementaría las comisiones del Casino, reduciendo la demanda.
―¿Y qué hay de aquellos cuya única razón para no delinquir es no poder permitirse ir a Turquía? Como Nayia, por ejemplo. Si quiere mantener su reputación, nunca irá a Antalya. Pero la existencia de bonos la incentivaría a negociar con Milos.
―¿Y no lo ha hecho de todas formas? Los bonos, aparte de posibilitar el cobro del delito en territorio nacional, permiten la trazabilidad del mismo. No estoy proponiendo la solución universal a la prostitución y el mercado negro, pero si la manera de detectarlos y reducirlos.
―Creo que tus teorías te traerían más de un problema si decidieras compartirlas con algún chipriota.
―¿Problema, dices? Mis teorías me podrían llevar a la cárcel.
―No puede ser ―dijo Xandra con una mueca de horror―. La Constitución defiende la libertad de expresión.
―Es cierto. Pero prohíbe la apología de ideas capitalistas por parte de aquellos que desempeñan profesiones de influencia. Como los psicólogos, por ejemplo. Como ciudadana, puedo manifestarme a favor de lo que me dé la gana. Sin embargo, como psicóloga, se me prohíbe terminantemente defender estas ideas durante mis sesiones.
―¿Y no es eso lo que estás haciendo ahora? Esto me huele a soborno ―bromeó.
―Hoy tú eres la psicóloga. Me estás ayudando mucho, Xandra.
―Hablando de ayudar, creo que se me ha ocurrido algo con lo que podrías matar dos pájaros de un tiro.
―Soy todo oídos ―contesté con una sonrisa. A juzgar por el color de sus mejillas, que habían vuelto a la normalidad, deduje que iba a retomar el tema de Milos.
―Te propongo que le cuentes a Ioannis la situación de Milos y Melinda. Por un lado, puede que tenga una opinión interesante al respecto. Por otro, compartir un problema es una manera más de acercarte a él.
―Hmmm... es una propuesta interesante. Difícil, pero puede que merezca la pena. Apenas recuerdo la última vez que compartimos un secreto. ¡Eres un genio!
―Es fácil ver las cosas desde afuera. Ahora mismo tienes tantos asuntos en la cabeza que no puedes pensar de manera objetiva.
―Deberías dedicarte a la psicología ―la elogié, y no estaba bromeando.
―Aunque no te lo creas, hay otras cosas que se me dan mejor.
―Lo sé, lo sé... tu famoso proyecto del que nunca me cuentas nada. Ni siquiera sé su nombre.
―Te lo contaré, todo en su momento. Por ahora necesito guardar confidencialidad. Pero te prometo que serás la primera en saberlo cuando vea la luz.
Por suerte para Xandra, la puerta de casa se abrió en ese preciso momento y apareció Ioannis, salvándola de un insistente interrogatorio al cual no habría podido evitar someterla.
―Hola jovenzuelas ―saludó Ioannis de buen humor. Podía ser realmente encantador cuando había más gente con nosotros.
Yo le devolví el saludo, pero Xandra se limitó a mirarle con cara de pocos amigos, lo cual pareció importarle poco.
―¿Estás preparada para la fiesta de la AEC, Leah?
―Sí, yo ya me iba ―contestó Xandra en mi lugar.
Con un beso precipitado, me despedí de ella en la puerta de casa.
Aquella fue nuestra última sesión.
Una vez ataviados con nuestros más elegantes trajes, siempre siguiendo el discreto código de vestimenta chipriota, Ioannis y yo salimos de la estación central de Galatea en un tren que nos dejó en el garaje de Aslankoy. Este enorme depósito de coches eléctricos, construido a partir de las ruinas de la antigua ciudad turca del mismo nombre, era el más cercano a la ciudad y por tanto el más usado, sobre todo para acceder a la costa este de Chipre, ya que el tren de alta velocidad no llegaba más allá de Galatea en esa dirección. Había varios garajes más en la isla, repartidos a lo largo de la línea circular de tren, todos ellos provistos de todo tipo de vehículos para facilitar a los galitanos el acceso a cualquier parte del país.
Una vez las lentes de Ioannis le indicaron el coche que estaba a nuestra disposición e introdujo en la aplicación el código para desbloquearlo, comenzamos nuestro breve trayecto hasta las instalaciones de la AEC.
Desde el asiento del copiloto, miraba cómo el atardecer iba oscureciendo el intenso color amarillo de la llanura de Mesaoria. Me parecía increíble pensar que esta llanura había sido una vez habitada por animales que pastaban en las verdes praderas, o que hasta hacía no tanto incluso había constituido el núcleo agrícola del país. Tras la destrucción del sistema de irrigación durante la guerra, esta parte de la isla se había convertido en un implacable desierto salpicado de pequeñas ciudades en ruinas. Ni siquiera el Pedieos, el río más largo del país, que nacía en los montes de Troodos y cruzaba la llanura hasta desembocar en la bahía de Famagusta, conseguía sobrevivir a los asfixiantes veranos sin secarse. Era en aquellos momentos cuando el suministro de agua corriente a Galatea pasaba a depender únicamente de los depósitos de agua subterráneos y de las plantas desalinizadoras.
―¿Te gustaría saber el verdadero motivo de la recepción de esta noche? ―me preguntó Ioannis interrumpiendo mis pensamientos. Parecía de buen humor.
―Claro, si es que no es un gran secreto ―contesté, arrepintiéndome al instante de haber imprimido un tono de ironía a mi respuesta. Por suerte, Ioannis no le dio importancia.
―Hace cuatro años, tras el cierre del CERN, adquirimos la documentación para continuar con su más ambicioso proyecto. Desde entonces, uno de los equipos más brillantes de la AEC, dirigido por mí, ha estado trabajando noche y día en ello. Hoy el país conocerá el resultado.
―¿Es el proyecto que te ha mantenido tan ocupado últimamente? ―esta vez intenté conferir un tono neutral a mi pregunta.
―No es el único proyecto del que soy responsable, pero éste es el que mayores dolores de cabeza me ha dado. La fiesta de hoy es una especie de recompensa.
―¿Y de qué se trata?
―Esta noche celebramos la construcción de una nave ―contestó, apenas sin contener la emoción.
―¿Qué tipo de nave?
―Digamos que, si todo sale según lo planeado, esta nave permitirá a la EBR convertirse en el primer país en enviar astronautas fuera del Sistema Solar.
El hangar principal de la AEC era la estructura más grandiosa que nunca había visto. Se trataba de una cúpula en forma de óvalo de ochenta mil metros cuadrados y unos cien metros de altura, un espacio que podría alojar el Big Ben de pie y la torre Eiffel tumbada.
Se habían dispuesto unas trescientas sillas en torno a una tarima, donde supuse que algún directivo enfervorizado de la AEC nos presentaría su nuevo juguete. Presumiblemente, la nave se encontraba tras la descomunal cortina holográfica con la bandera de la EBR que habían proyectado detrás de la tarima y que dividía el hangar en dos partes.
Los asientos se fueron llenando de conocidas personalidades, no solo en el ámbito de la ingeniería espacial sino también de la política. Muchas de ellas se acercaban brevemente a Ioannis para saludarle y felicitarle por su trabajo. Parecía que tantas horas de dedicación por lo menos habían obtenido un reconocimiento. Ioannis estaba radiante, desenvolviéndose como pez en el agua entre la nobleza chipriota, aquella a las que solo los R3 y algún que otro R2 podría soñar con pertenecer. Momentos antes me había confesado con una orgullosa sonrisa que esperaba ser homenajeado en esta ceremonia. Además, la nominación a un premio Galileo era algo que daba por supuesto. Sus logros aparecerían en portada del Diario Galitano y pronto su nombre estaría en boca de todos.
La gala dio comienzo cuando Panos Kana subió a la tarima y se hizo el silencio absoluto. Ioannis parecía tan sorprendido como yo de que nuestro presidente ejerciera de maestro de ceremonias. Últimamente no se le había visto tanto en público como acostumbraba. Las malas lenguas lo achacaban a su falta de compromiso con una sociedad que se le estaba yendo de las manos o a una apretada agenda que comenzaba a primar sobre su eterna máxima de mantenerse cerca del pueblo. Pero también había quien aseguraba que, simplemente, su salud estaba empeorando, algo que no me costaba creer a tenor de su aspecto. Kana había envejecido exponencialmente desde aquel día en que nos recibiera en persona en la azotea del palacio de congresos. Varias arrugas daban a su rostro una expresión de preocupación, el blanco se había convertido en el color predominante de su rala cabellera y los pómulos se le marcaban de manera exagerada debido a su considerable pérdida de peso.
Sin embargo, su entusiasmo permanecía intacto. Haciendo gala de sus grandes dotes de orador, comenzó su discurso mientras la multitud le escuchaba hipnotizada.
―Amigos, cuando hoy me he levantado, mi mujer me ha mirado asustada. ¿Qué es eso que tienes en la cara?, me ha dicho. Alarmado, he ido a mirarme a un espejo para ver a que se refería. Delante del espejo, no he podido más que constatar su sorpresa. En mi cara había algo nuevo, algo que no veía desde hace tiempo. En mi cara había una sonrisa.
Los oyentes, sin atreverse a decir ni una palabra, se miraban unos a otros como preguntándose, ¿Por qué no sonríe Kana últimamente?
―Vivimos en un mundo complicado ―prosiguió―. ¿Habéis visto las noticias últimamente? Centroamérica nunca conseguirá reponerse de la destrucción causada por el huracán Zelda. Los habitantes de aquellos países no tienen nada que perder y se lanzan sin dudarlo a una muerte casi segura intentando cruzar a pie o en patera la frontera con Panamá, la puerta de entrada al único continente del mundo donde existe cierta paz y calidad de vida. Curiosamente, es Sudamérica la que menos hace por evitar estas catástrofes naturales. Envueltos de lleno en un irresponsable furor industrial, el cambio climático es para ellos anecdótico. La selva del Amazonas está desapareciendo y con ella todas las tribus que una vez poblaron aquellas tierras. Mientras tanto, los centroamericanos que prefieren mudarse al norte se encuentran con un país que les recibe con las manos abiertas, ya que necesitan mano de obra que sustituya a todos aquellos pobres infelices que mueren a causa del cáncer, la obesidad o la violencia callejera. La vida de la clase baja en Estados Unidos es tan salvaje que muchos habrían preferido morir ahogados a la orilla de Panamá. Por otro lado, África está siendo arrasada por guerras civiles, por el clima y por nuevas enfermedades que parecen avanzar más rápido que la ciencia. Pronto será un continente prácticamente inhabitable. Europa amenaza con seguir ese camino, si es que no es invadida antes por China, India y demás países asiáticos incapaces de controlar la superpoblación dentro de sus fronteras y empujados cada vez más hacia el interior del continente por las inclemencias del tiempo y la amenaza de tsunamis.
Mientras hablaba, Kana dirigía su mirada aleatoriamente a todos los sectores de la audiencia, que asentían con la cabeza ante el certero análisis de la situación actual.
―¿Y qué pintamos nosotros en todo esto? ―continuó―. No podemos obviar que, desgraciadamente, somos un minúsculo oasis en medio de este terrible desierto. Y, sin embargo, a pesar de nuestra insignificancia física, siempre nos hemos sentido grandes. Nuestra responsabilidad nos ha hecho grandes. Desde los comienzos de la EBR, nos hemos visto en la obligación de enseñarle al mundo que existe una manera mejor de hacer las cosas. Gracias a nuestro duro trabajo nos hemos convertido en el mejor ejemplo para el planeta de que la felicidad y la sostenibilidad sí son compatibles. Durante los últimos diecinueve años, todos estos países han tenido la solución delante de sus propias narices. Ahora, yo me pregunto, ¿por qué nadie nos ha seguido?
Kana pausó su discurso durante unos segundos para darle profundidad a su pregunta.
―Después de años de intensas relaciones diplomáticas con primeros ministros, presidentes, reyes, sultanes y emperadores, coleccionando fracasos en mis intentos de conseguir que alguno de ellos mostrara alguna intención por seguir nuestros pasos, puedo resumirles la respuesta en una sola palabra: egoísmo.
Otra pausa.
―Los años me han enseñado a asumir que la EBR de Chipre ha llegado demasiado tarde. El proceso capitalista ha avanzado hasta un punto de no retorno. El poder y la riqueza se concentran tanto que es imposible desmantelar aquella estructura, ya que para ello habría que pedirles permiso a los mismos que la controlan. Bancos, grandes empresarios, inversores, especuladores, políticos... ellos tienen todo lo que desean. Tanto si conocen la situación del 99,9% restante como si deciden ignorarla, no van a hacer nada para cambiar las cosas.
Me dio la sensación de que el público comenzaba a preguntarse si habían venido a la presentación de una nave espacial o a un mitin político.
Como leyendo nuestras mentes, Kana nos dio la respuesta.
―¿Vamos a quedarnos sentados viendo cómo este sistema global nos acaba destruyendo? Por mucho que queramos aislarnos del exterior, tarde o temprano cualquier guerra o catástrofe acabará afectándonos. Queramos o no, formamos parte de este despropósito. Es por ello, amigos, que la EBR ha decidido dar un paso adelante. Nosotros seremos los primeros en buscar una alternativa al caos. Y, ya que todos nuestros intentos convencionales han fallado, hemos decidido cambiar de estrategia y darle una oportunidad a la innovación. Lo que la diplomacia no ha podido conseguir, que pase a ser el objetivo de la ciencia.
Fue entonces cuando alzó las manos y levantó la voz, usando aquel tono que podía causar escalofríos incluso a los oyentes más pusilánimes.
―¡Nuestros ingenieros y científicos! Si os dijera que sois la única esperanza de nuestro país, me quedaría muy corto. Si asegurara que el futuro del planeta depende de vosotros, no estaría haciendo justicia a la verdadera trascendencia de vuestra empresa. ¿Cómo expresar la importancia de esta misión? Quizá solo sea en un futuro lejano, cuando una generación distante, residente en otro planeta, vuelva la vista atrás y se dé cuenta de la verdadera magnitud de lo que estamos intentando acometer. Fue un pequeño país, dirán. Nadie los tomaba en serio y, sin embargo, fueron los primeros en salir de aquel planeta decrépito. Ellos conquistaron el nuevo mundo. Si no hubiera sido por ellos, ninguno de nosotros existiría. La raza humana se habría extinguido.
Un pequeño murmullo se abrió paso entre la multitud, pero enseguida se apagó cuando Kana continuó hablando.
―Un día tuve un sueño, amigos. Se trataba de la EBR, y ésta se hizo realidad. Desgraciadamente, hoy no puedo hablar de un nuevo sueño. Esta vez se trata de una necesidad.
Kana pausó su discurso por última vez para continuar después con un tono embriagadoramente alegre, salpicado por notas de emoción.
―Y es por ello que esta sonrisa no me ha abandonado desde esta mañana, pues hoy es un día histórico. Estamos dando un paso de gigante hacia la colonización del espacio. No es la primera vez que alguna potencia espacial se plantea este objetivo, pero ¿en qué estaban pensando los demás países? Imaginaros que a Colón o a Magallanes les hubieran entregado una barca de pedales para explorar los vastos océanos. Suena ridículo, pero más ridículo es aún que ciertas agencias espaciales se permitan el lujo de hablar de colonización cuando sus naves apenas pueden rebasar los límites del Sistema Solar en seis meses. La EBR, gracias a una eficiente gestión de recursos y al bárbaro trabajo de sus fieles héroes, ha conseguido construir la primera nave espacial capaz de surcar el espacio a velocidades cercanas a la luz.
La multitud se entregó espontáneamente a un enérgico aplauso al que se unió el propio Kana.
―¡Esto va por vosotros! ―continuó cuando el silencio volvió al recinto―. Esta noche es para vosotros. Yo ya he hablado demasiado y hay muchos de esos héroes a los que honrar. Vuestra directora se encargará de ello, pero no me gustaría abandonar este estrado sin hacer una mención especial.
El público pareció prestar más atención todavía. ¿Iba Kana a homenajear a alguien en su discurso? En Chipre, aquello era el equivalente a ganar la lotería.
―Me gustaría reconocer el mérito de alguien sin el cual este proyecto no sería posible ―prosiguió Kana―. Alguien que ha trabajado día y noche, dedicando el cien por cien de sus esfuerzos tanto físicos como mentales al proyecto, sacrificándolo todo por esta causa.
No podía ser. ¿Era aquella la recompensa de la que Ioannis estaba hablando? ¿Estaba Kana a punto de homenajear a mi marido en público? Tuve la alarmante sensación de que el corazón se me paraba por un instante cuando pensé en esta posibilidad y en sus consecuencias. Probablemente esto desembocaría en un próximo ascenso a R3, la cúpula del gobierno y la cima de la carrera profesional de cualquier chipriota. Quizá esto conllevaría que Ioannis por fin considerara alcanzadas sus metas y podría relajarse y volver a ser el de antes. También acarrearía una mejora de nuestras condiciones de vida... Incluso me sorprendí a mí misma viéndome atraída por la idea de estar casada con una de las personas más poderosas e influyentes del país.
Intentando alejar estos pensamientos que pasaban por mi mente a la velocidad del rayo, miré a mi marido. Ioannis mantenía la compostura con una expresión solemne, pero había un brillo inconfundible en sus ojos. Enseguida supe que estaba pensando lo mismo que yo. Desde la fila de delante, un ingeniero de su equipo se volvió para mirarle y esbozó una tímida sonrisa.
―Os hablo de una persona humilde con un intelecto privilegiado ―parecía que Kana nunca iba a acabar―. Un hombre que comparte las preocupaciones de nuestro gobierno y que ha dedicado toda una vida para la misma causa. Una vida difícil, llena de obstáculos, una vida que a punto estuvo de acabar en tragedia. Sin embargo, el destino ha querido que este genio se una a nosotros para convertirse en pieza clave de nuestra misión. Sin este hombre, hoy no estaríamos aquí llenos de alegría y esperanza. Hoy vamos a homenajear a muchas personas imprescindibles, pero quiero que conozcáis a aquella con la que comenzó todo. Lo creáis o no, lleva con nosotros varios años, pero estoy seguro de que muchos de vosotros nunca lo habréis visto antes. Como os decía, es un hombre humilde ―ante la confusión del público, Kana levantó el brazo hacia un lateral de manera amistosa, indicando a alguien que se acercara―. Por favor, dedicad vuestro más cariñoso aplauso a... ¡Andrés Grande!