No dejes que los farolillos te impidan...
Eran las cuatro y cinco de la mañana. El estruendo de aquella horrible alarma todavía sonaba a todo volumen en el edificio, pero yo sabía que, en cuestión de segundos, conseguiría ignorarlo por completo.
Las paredes, el suelo y el techo de mi celda eran transparentes, y podía ver cómo los demás reclusos, todos ellos enfundados en los mismos sucios y harapientos trajes grises de una pieza, comenzaban su rutina matutina. Los que no podían aguantar hasta la apertura de puertas, media hora más tarde, hacían sus necesidades en una esquina de la diminuta celda y se acurrucaban en la esquina contraria, esperando a poder salir de allí cuanto antes. Los más luchadores, Marcelo entre ellos, solían levantarse, correr en pequeños círculos hasta marearse y hacer flexiones y abdominales. Así se mantenían en forma para la exigente rutina a la que nos enfrentábamos.
Yo nunca había sido demasiado deportista, así que prefería sentarme en posición de meditación, repitiendo en mi mente el último consejo que mi hermano me había dado antes de morir, haciendo que aquella frase sonara más fuerte que la insistente alarma hasta canalizar mi odio en la energía positiva que me ayudaría a sobrevivir un día más.
No dejes que los farolillos te impidan disfrutar la oscuridad.
Sabía que necesitaría esta energía cuando las puertas de aquella celda se abrieran.
Junto con los demás reclusos de mi equipo, a las cuatro y media sería llevada al campo de trabajo, una serie de viejos almacenes adyacentes a la prisión. Allí éramos sometidos a todo tipo de pruebas bajo la atenta mirada de los violentos e irascibles guardias y de varios misteriosos individuos que siempre vestían una bata blanca. Ellos eran los que decidían, basándose en nuestros resultados, qué miembro del equipo resultaría el elegido en la purga de aquel día. Algunas de esas pruebas podían ser clasificadas como trabajo: ensamblaje de piezas, construcción de módulos de vivienda o reparación de productos. Sin embargo, otras muchas estaban únicamente destinadas a evaluar nuestras destrezas, tanto físicas como mentales. Yo no destacaba en las primeras, pero tenía la sensación de que, si no había sido incluida ya en la purga, era gracias a mi habilidad para resolver jeroglíficos, acertijos, problemas matemáticos y todo tipo de retos intelectuales.
Tras una intensa jornada de trabajo, sin descanso y ningún tipo de alimento, llegaba la temida hora de la purga: cada equipo debía acudir al patio central de la prisión y entrar en uno de los doce compartimentos construidos específicamente para esta causa. Estos compartimentos, a los cuales llamábamos jaulas, eran cuadrados y del tamaño de un dormitorio, se hallaban dispuestos en tres filas, y estaban delimitados por vallas fuertemente electrificadas. Los reclusos entrábamos despacio, con gran cuidado de no tocar el marco de la puerta y recibir una descarga que nos dejase fritos. Una vez dentro, nos apelotonábamos en el centro, intentando poner por lo menos un metro de distancia entre el grupo y la valla.
Dos guardias subían entonces a una torre de control que se alzaba delante de nosotros y pronunciaban un nombre por equipo. En total, doce personas eran nombradas. Todas ellas debían abandonar su respectiva jaula y acudir sin ser forzadas hacia el edificio que se encontraba a nuestra derecha, al cual los reclusos nos referíamos como el crematorio. Nadie sabía con certeza si realmente había un crematorio dentro, pero si sabíamos que quien entraba nunca volvía a salir. Muchos de los elegidos se encontraban tan exhaustos y agotados mentalmente que caminaban hacia el crematorio con paso lento pero decidido, como si se alegraran de poner fin a su sufrimiento.
Sin embargo, algunos se resistían, y era entonces cuando había muchas probabilidades de que comenzara una masacre. Si el elegido no había abandonado la jaula en un minuto, los guardias comenzarían a disparar aleatoriamente al resto del equipo. Muchas veces eran los propios compañeros los que intentaban evitar esta situación. Para ello, trataban de lanzar al elegido contra la valla electrificada, lo cual resultaba en horribles peleas que normalmente acababan con la vida de varios reclusos.
Los antiguos presos solían referirse a la prisión como el CEFF, aunque realmente nadie sabía lo que significaba. Había perdido la cuenta de los días que llevaba encerrada allí, pero imaginaba que ya habríamos entrado en el mes de diciembre. En aquel momento, mi equipo estaba compuesto por unas veinte personas. Al principio, este número era mayor y permanecía constante, ya que los que morían en la purga eran reemplazados por nuevos reclusos inmediatamente. Sin embargo, hacía días que no ingresaba nadie, y el equipo iba menguando. Teníamos prohibido el contacto con otros equipos, pero era evidente que ellos también se encontraban en la misma situación. Me preguntaba si continuarían con esta tortura hasta eliminarnos a todos.
Nuestro equipo estaba formado principalmente por inmigrantes sirios y libaneses. Recuerdo haberme sorprendido de que hubiera tantas personas de este origen en el CEFF mientras que en Galatea apenas eran una minoría. Hablando con ellos fue cuando descubrí que la EBR tenía una política de inmigración que podría haber sido calificada como estricta por el mismo Hitler. Cuando todos aquellos inmigrantes llegados en patera eran alcanzados por alguna patrulla de agops en la bahía de Famagusta, la decisión era simple: si tenían algo que aportar al país, podrían acceder a Galatea. De lo contrario, y esto era lo que ocurría en la gran mayoría de los casos, serían enviados al CEFF, donde les esperaría una muerte casi segura.
Estos inmigrantes procedían de países en los que la guerra y el hambre estaban arrasando con la población. Por ello, no tenían nada que perder. Se lanzaban en arcaicas pateras al mar Mediterráneo con la esperanza de llegar a Chipre o a Turquía. Allí, en el peor de los casos, acabarían en la cárcel, donde no tendrían problema de vivienda o alimentación. Poco sospechaban que Chipre no estaba dispuesta a desperdiciar sus preciados recursos en mantener con vida a personas sin educación y que, dado su origen, ofrecerían grandes problemas de adaptación al sistema de la EBR. La gran mayoría eran enviados al CEFF. A su pobre condición física y mental resultante de las condiciones de vida en su país, había que añadir el debilitamiento producido por su horrible viaje a través del Mediterráneo. Por ello, eran las principales víctimas de la purga.
―¡Mehdi Saad! ―gritó uno de los guardias desde la torre cuando llegó el turno de nuestro equipo aquella tarde.
Marcelo y yo nos miramos aliviados. Estábamos seguros de que en nuestro equipo había muchos candidatos a ser purgados antes que nosotros, pero no por ello los instantes previos al momento decisivo dejaban de ser angustiosos.
Pronto el alivio dejó paso a la amargura cuando todos volvimos los ojos hacia el elegido. Mehdi era un chaval libanés de apenas catorce años que llevaba exactamente cinco días con nosotros. Recuerdo bien este número porque la familia de Mehdi estaba compuesta por cinco miembros, y él fue el último de ellos en sucumbir a la purga. La familia Saad había llegado al CEFF en unas condiciones lamentables. Además de presentar señales inequívocas de inanición, era obvio que los guardias se habían ensañado con ellos. Mehdi, su padre y su hermano mayor habían sido objeto de una brutal paliza. El peor parado había sido su padre, que apenas podía caminar ni tampoco ver nada a través de los bultos de sangre coagulada que tenía en cada ojo. Pero su sufrimiento no era nada comparado con lo que debían haber pasado su mujer y su hija menor que, aparte de los obvios golpes, mostraban terribles regueros de sangre bajándoles por las piernas. Cuando llegaron a nuestro barracón, todos nos compadecimos de ellos, pero tampoco pudimos evitar el pensamiento de que nuestras vidas se acababan de alargar unos días. Era obvio que la purga se iba a cebar con ellos. Además, las familias siempre eran las más pacíficas. Gracias al miedo a que los guardias disparasen a sus seres queridos, el elegido siempre abandonaba la jaula sin ofrecer ninguna resistencia.
El grupo formó un pasillo para dejar pasar a Mehdi. Todos le tendíamos la mano en silencio mientras se acercaba lleno de lágrimas a la puerta, en una especie de último homenaje que se había convertido en tradición. Sentíamos tristeza, rabia e impotencia por lo que le habían hecho a él y a su familia, pero también porque sabíamos que al día siguiente nos tocaría a uno de nosotros, y esta vez la competencia sería mucho más dura. ¿Llegaría mi turno en los próximos días? ¿O le tocaría a Marcelo? No hacía mucho que le conocía, pero ya no podía imaginarme la vida en prisión sin él. Era mi único amigo, y los dos procurábamos no relacionarnos con el resto del grupo: la experiencia nos había enseñado que no valía la pena encariñarse con nadie.
El alboroto en la jaula vecina nos sacó de nuestro breve duelo. El hombre que había resultado elegido se negaba a caminar hacia el crematorio. Era un hombre de gran altura y de constitución fuerte que permanecía en posición de defensa en una esquina del recinto vallado. Se había quitado la camiseta, obviamente con la intención de que sus marcados músculos intimidasen al resto del grupo, algo que parecía funcionar. El pánico parecía haber cundido en el resto de su equipo. Las mujeres lloraban y abrazaban a los niños para protegerlos de la ráfaga de tiros que llegaría en unos segundos. Algunos hombres se acurrucaban cobardemente, y otros rodeaban al elegido sin saber muy bien que hacer. Los guardias rodearon la jaula y levantaron sus armas.
Finalmente, uno de los hombres se lanzó a por el elegido con la intención de empujarle a la valla. Éste se lo quitó de encima con una facilidad pasmosa, cogiéndole como si fuera un balón de rugby y lanzándole a la valla en un increíble vuelo a dos metros de altura. Su cuerpo se sacudió en fuertes espasmos, y todos supimos que había muerto antes de golpear el suelo.
Quedaban cinco hombres rodeando al elegido. Uno de ellos gritó algo a los demás en árabe, a lo cual respondieron afirmativamente. Reconocí cómo contaban hasta tres. Acto seguido, se lanzaron a por él. El elegido consiguió dejar fuera de combate al hombre que había iniciado el ataque con un tremendo puñetazo directo a la cara, pero no pudo evitar que los otros cuatro le alcanzaran. Le agarraron cada uno por una extremidad y comenzaron a balancearle de un lado a otro, con la intención de lanzarle hacia la valla. Le soltaron cuando ya habían adquirido la inercia suficiente, pero no sin que el elegido consiguiera agarrar a uno de ellos por el brazo. Ambos fueron arrojados hacia la valla y electrocutados inmediatamente. Sus cuerpos permanecieron en contacto con ella hasta que los guardias los empujaron desde fuera. Para entonces, una nube de humo comenzaba a ascender sobre los chamuscados cuerpos y un nauseabundo olor invadió el patio central. Aunque los guardias ya habían bajado las armas, los reclusos que vomitaron recibieron de inmediato un disparo en la cabeza.
Tras este espectáculo dantesco, el resto de la purga pareció transcurrir sin grandes incidentes. Unos minutos después, Marcelo y yo avanzamos en silencio hacia el comedor con el resto del grupo, conducidos por los guardias, que aquel día parecían satisfechos con el resultado de la purga.
Por mucho que lo intenté, esta vez no conseguí que la frase de mi hermano me tranquilizara.
―¿No vas a cenar nada? ―me preguntó Marcelo en el comedor al levantar la cabeza de su plato y ver el mío lleno. Los demás reclusos de nuestro equipo, sentados a nuestro alrededor, nos ignoraban mientras engullían aquel desagradable potaje.
―Se me ha quitado el hambre después de la purga de hoy. Puedes tomar mi cena si quieres.
―Necesitas energía, Xandra.
―¿Para qué? ¿Para poder sobrevivir más purgas y presenciar espectáculos como el de hoy? ¿Para ver cómo te llevan al crematorio o cómo un guardia te revienta la cabeza?
―Ya has visto a los guardias hacerme cosas mucho peores.
Se refería al día en que llegó al CEFF. Fotsis, uno de los guardias más sanguinarios, le había violado brutalmente nada más entrar en el barracón, justo delante de mí. Al día siguiente traté de hablar con él sin éxito. Durante los primeros días, Marcelo pareció estar ausente. Obedecía sumisamente las órdenes de los guardias, realizaba sus trabajos como un autómata y tenía la mirada y la apariencia de un fantasma. Cierto día decidí advertirle de que su pasividad podría acabar con él, y de que ya era hora de que se recuperase. Al fin y al cabo, no era el primero ni el último que había sido violado en una prisión. Ojalá fuera la violación lo único que me preocupara, respondió.
A partir de entonces, comenzamos a hablar más a menudo. Descubrimos lo solos que nos habíamos sentido y lo mucho que nos animaba la compañía del otro. Le conté cómo sospechaba que había sido arrestada por una conversación que había mantenido con mi amiga Leah, que también estaba en el CEFF y que formaba parte de otro equipo, aunque, aparte de unas miradas furtivas aquí y allá, nunca habíamos conseguido intercambiar ni una palabra.
Marcelo me contó cómo él creía que su mujer le había engañado todos estos años para que trabajara como espía para el gobierno chipriota. Al principio pensaba que le habían metido en prisión por su viaje a Antalya para realizar un test genético, pero ahora creía que el gobierno no sabía cómo deshacerse de él después de todo lo que había descubierto en su etapa de espía. Lo que más deseaba en este mundo era ver a su hija y poder obtener una explicación por parte de su mujer. A medida que pasaban los días, esta posibilidad me parecía más remota. Sin embargo, la fe de Marcelo, al contrario que ocurría con la de los demás miembros de nuestro equipo, crecía un poco más cada día que conseguía sobrevivir.
Aquel día estaba especialmente animado.
―Tiene que haber un final ―continuó ―. De lo contrario, ¿para qué someternos a todas estas pruebas y torturas?
―La crueldad humana no tiene límites, Marcelo.
―Aquí sucede algo más. Si quisieran deshacerse de una persona por equipo cada día, bastaría con ponernos en fila y pegar un tiro al elegido. ¿Para qué construir aquellos recintos electrificados y poner todas esas reglas? Es como si estuvieran estudiando nuestro comportamiento.
―¿Y qué más da que nos traten como a ratas de laboratorio? El final será el mismo para todos.
―También están todas esas pruebas. ¿Te has fijado lo elaboradas y específicas que son? Ayer me colocaron unas lentes de realidad virtual y tuve que salir de un complicado laberinto. ¿Para que querrían evaluar mi capacidad de orientación?
―Quizá estén estudiando nuestros cuerpos y cerebros con objetivos científicos. Pero repito, ¿cómo va a cambiar esto el hecho de que todos acabaremos pasando por el crematorio?
―No sé si lo va a cambiar. Pero sé que, si hay una esperanza, ésta pasa por aguantar lo más posible. Fíjate cómo ya no traen nuevos reclusos. Algo me dice que el final está cerca.
―¿Y cuál es el final, según tú?
―No tengo ni idea de cuál es el objetivo, pero diría que están forzando una selección natural que llevará a la creación de un equipo. Un equipo donde solo tendrán cabida los más fuertes, tanto física como mentalmente. De hecho, no solo los más fuertes, sino también aquellos que demuestren poder salir airosos de ciertas situaciones. Como en la purga de hoy. Parece que el hombre que consiguió reunir a cuatro compañeros para lanzarse a por el elegido sobrevivió al final. Si no hubiera tenido aquella idea, probablemente habría acabado muerto a manos de los guardias.
―Sus compañeros participaron del mismo plan y no todos tuvieron la misma suerte.
―No hay que subestimar el factor suerte. Si la tienes, es porque la has buscado.
―De acuerdo, pongamos que tienes razón, ¿qué tipo de objetivo podría tener el equipo ganador? Si el camino ha sido así de duro, no quiero ni imaginar para lo que nos están preparando.
Marcelo pareció no saber que responder. Pero, tras unos segundos, envolvió mis manos entre las suyas y continuó.
―Xandra, sé que vivimos situaciones diferentes. Mi esperanza se encuentra ahí fuera, mientras que en tu caso, todo el que te importa se encuentra aquí dentro. Para ti, sobrevivir significaría, con gran probabilidad, verme morir a mí y a Leah. Pero fuiste tú la que intentó animarme hace ya unas semanas. ¿Qué pasaba por tu mente entonces? ¿Qué era lo que mantenía tu esperanza?
Estuve a punto de contarle cómo el gobierno chipriota me había brindado la oportunidad de colaborar a derrocar la cúpula corrupta de mi país, algo que llevaba toda mi carrera intentando. Acababa de finalizar el Informe Xihu sobre la trama del metano. En él, reunía todas las pruebas que involucraban al gobierno, a Sipecorp y a su presidente Lu Jing en la extracción de hidrato de metano en la fosa de Xihu. Había entregado el informe a Teresa Liberopoulos, que prometió hacerse cargo del asunto y ponerse en contacto conmigo en cuanto tuviera algo que contarme. Sin embargo, antes de que eso ocurriera, fui arrestada. ¿Estaba mi ingreso en prisión relacionado con la desaparición de Leah? ¿O era la forma que el gobierno chipriota tenía de librarse de mí ahora que no me necesitaba? Durante los primeros días en el CEFF, pensé que en cualquier momento me sacarían de allí alegando un malentendido, pero poco a poco fui perdiendo la esperanza. Al fin y al cabo, ya había hecho mi trabajo y la EBR no me necesitaba.
Ahora que la derrota del gobierno chino parecía tan cercana, no quería morir sin ver cómo esto ocurría. Solo pensar en ello me hizo recobrar fuerzas. Sin embargo, no conté nada a Marcelo acerca de este proyecto. Esta información podría traerle problemas, y quería protegerle. Agarré sus manos y apreté con fuerza mientras hacía un esfuerzo por sonreír.
―No sé qué haría si no estuvieses aquí, Marcelo ―admití mientras cogía la cuchara y la llenaba de aquel viscoso potaje.
Marcelo no dijo nada. Simplemente me sonrió, y después me hizo un gesto para que comiera deprisa. En cinco minutos los guardias nos llevarían al barracón.
Cuando estaba a punto de terminar el plato, Marcelo volvió a hablar.
―Hoy me ha visitado.
―¿Quién? ―respondí, aunque supe de quien hablaba antes de terminar la pregunta.
―Larissa. Nada más sonar la alarma matutina, me llevaron a una especie de sala de visitas, y allí estaba ella.
―¿Es esta la razón por la que estás tan optimista hoy? ―pregunté, intentando ocultar todo atisbo de celos o decepción.
―Quizá optimista no sea la palabra exacta... pero digamos que he descubierto algunas cosas. De hecho, todo lo que te acabo de contar sobre un potencial equipo ganador tiene un fundamento.
―Cuéntamelo todo.
―Larissa reconoció estar involucrada en el engaño desde el principio ―comenzó, y me sorprendió que no se encontrara destrozado tras esta confesión ―. Me contó cómo nada había sido casualidad: nuestro primer encuentro en un avión en Santiago, nuestra boda, e incluso nuestra hija. Por lo visto, Larissa sí que es profesora, pero también tiene una doble vida a las órdenes de Teresa Liberopoulos. El objetivo era que en algún momento yo les proporcionara información de gran utilidad para sus planes. Y vaya si lo consiguieron. Pero, según sus palabras, al descubrir que me habían manipulado, me convertí en una amenaza para la EBR.
Miré a Marcelo dubitativa, pensando si debería decir lo que me estaba pasando por la cabeza. Decidí ser sincera.
―Es decir, tus peores sospechas se han confirmado. Tu matrimonio es un engaño y el gobierno chipriota te ha exprimido hasta el punto de hacerte traicionar a tu país y enviarte a un campo de concentración que hace a los gulags norcoreanos parecer patios de juegos infantiles. ¿Dónde están las buenas noticias?
―Larissa era la misma de siempre. No me dio la sensación de que para ella nuestro matrimonio fuera una farsa. Seguía hablando de cómo vamos a superar este obstáculo, de cómo debo entender la situación en la que le puso el gobierno, y de cómo he de apoyar la decisión que se vio obligada a tomar.
―¿Está loca? ¿O qué pretende?
―Está convencida de que el bien de la EBR es una causa mayor que el bien de un matrimonio cualquiera. Dijo que me quiere con locura, pero que sería irresponsable por su parte rechazar una propuesta de su gobierno como aquella. De hecho, dice que debería estar orgulloso de tener una mujer así de comprometida con el futuro de la humanidad.
―¿Y piensas perdonarla?
―De momento pienso usarla para salir de aquí. Después ya veré cómo salen las cosas. Está claro que sus ideas y las mías respecto al matrimonio son muy diferentes, pero debemos pensar en lo mejor para nuestra hija.
Fue en ese momento cuando me di cuenta que Marcelo no había aceptado que iba a morir.
―¿Por qué das por supuesto que vas a salir de aquí?
Marcelo me miró con una sonrisa enigmática.
―Fueron sus palabras al despedirse. Me dijo que estaba orgullosa de mí por estar pasando por todo esto. Que algún día, cuando todo esto acabe, me hará feliz haber sido una pieza clave en el establecimiento de la civilización superior de la que formaremos parte.
No quería pinchar su burbuja, pero me vi en la obligación de hacerlo.
―Solo dime una cosa, Marcelo. Si vas a formar parte de dicha civilización superior, según ella dice, ¿por qué retenerte aquí ahora? ¿Qué beneficio obtiene la EBR con tu martirio?
Marcelo abrió la boca para responder, pero quedó paralizado por una expresión de terror antes de que pudiera decir nada. Miré hacia atrás, y vi cómo Fotsis y otros dos guardias se acercaban hacia nosotros.
Se pararon delante de mí y me miraron durante unos instantes que se me hicieron eternos. Al fin, Fotsis habló, dirigiéndose a los otros dos guardias.
―Es ella. Esposadla y sacadla de aquí.
Me llevaron a uno de los edificios cercanos a la entrada del CEFF, aquellos a los que los reclusos teníamos prohibido acercarnos. Una vez dentro, subimos hasta el tercer piso, donde caminamos por un largo pasillo blanco con luces halógenas y sin ningún tipo de decoración. Los guardias abrieron una puerta sin letrero a mano derecha y me hicieron pasar.
Lo que vi me dejó con la boca abierta.
Estaba en el salón de mi casa. Reconocí mi sillón de trabajo, reclinado hacia atrás y con un cojín rojo atado al respaldo, a la altura de la cabeza, con la cinta de mi albornoz. El paquete de kourabiedes que siempre descansaba al lado del sillón. Las bolas de papel que todavía adornaban el suelo después de mi último día de trabajo. Y... no puede ser... mi gato Karin, que avanzaba hacia mí maullando y frotándose contra las esquinas de los muebles.
No es que hubieran tratado de copiar mi salón, es que era mi salón. Debían haber extraído el módulo que lo contenía y haberlo insertado en aquel edificio. Y alguien debía haber estado alimentando a Karin todo este tiempo, ya que estaba tan gordo como siempre.
―Siéntese, por favor ―dijo uno de los guardias señalando el sillón.
Obedecí al instante, y los guardias cerraron la puerta por fuera en cuanto me senté. Había olvidado la increíble sensación de reposar mi cuerpo sobre una superficie suave y mullida, y casi no pude reprimir un gemido de satisfacción. Permanecí sentada un buen rato, con el respaldo hacia atrás y mirando hacia la pantalla del ordenador central que, aunque apagada, todavía seguía desplegada en la pared de enfrente. Pasé horas y horas sentada en este sillón y nunca me di cuenta de lo cómodo que es, pensé. Si algún día salgo de aquí, me obligaré a apreciar los pequeños lujos.
Karin se acurrucó sobre mi regazo y comenzó a ronronear, algo que siempre me producía sueño. Comenzaba a quedarme dormida cuando la puerta se abrió y Teresa Liberopoulos entró con paso decidido. Desde que había accedido a la presidencia, había cambiado su eterno traje gris por uno del mismo corte pero de color azul marino. Había adelgazado, lo cual endurecía sus rasgos, y se había dejado crecer el pelo, que ya era más blanco que gris y que recogía hacia atrás en una tirante coleta. Ya no parecía aquella abuelita risueña. Sin decir nada, se acercó a mí y me tendió la mano.
Durante unos instantes, no supe cómo reaccionar. ¿Debería estar agradecida por sacarme de la prisión? ¿O furiosa por lo que me habían hecho pasar? ¿Qué rol había desempeñado ella en todo esto? La miré fijamente, pero su semblante carecía de expresión. Decidí estrecharle la mano y ver que ocurría después.
―Tenemos una situación de emergencia, señora Tang. He venido a pedirle ayuda ―dijo.
―Es curioso, porque a mí también me gustaría pedirle ayuda a usted.
Me miró sorprendida. Me di cuenta de que, desde que había asumido la presidencia, se debía haber acostumbrado a que la obedecieran sin más.
―Supongo que quiere pedirme su liberación ―me contestó secamente.
―No sé, quizá esté siendo demasiado escrupulosa, pero este nuevo alojamiento con el que me han obsequiado no cumple del todo mis expectativas. Llámeme consentida, pero la explotación, la violencia y el miedo diario a la muerte no terminan de convencerme. ¿Qué le parece si nos planteamos una mudanza? Quizá así aumente mi motivación por prestarle mi ayuda.
―Me temo que no puedo hacer nada al respecto. Pero estoy segura de que conseguirá salir del campus por sus propios medios. Al fin y al cabo, ya ha salido airosa de situaciones peores. ¿Se acuerda de cuando perdió la documentación de Lu Jing en aquel hotel de Macao?
Su respuesta me devolvió de nuevo a la Tierra. Supongo que por un momento pensé que sería liberada.
―¿Puede decirme por lo menos las razones de mi arresto? ―le pregunté, sin muchas esperanzas de que me contestara. Sabía que me tenían en su poder y que no estaba en posición de exigir nada. Me maldije por no haberme guardado información confidencial del informe Xihu para poder negociar. Había confiado plenamente en los mandatarios chipriotas, y ahora estaban resultando ser tan desalmados como los de mi país. Me encontraba totalmente a su merced.
―Mi última pregunta no era retórica. ¿Se acuerda?
―¿Perdone?
―¿Se acuerda de cuando perdió la documentación de Lu Jing en aquel hotel de Macao?
―Claro que me acuerdo. Aquellos papeles fueron descubiertos y eso alarmó a las autoridades. Me convertí en fugitiva y por eso acabé aquí. En los últimos días me he maldecido a mí misma a menudo por no haber tenido más cuidado con aquellos documentos.
―¿Nunca se ha preguntado en manos de quién acabó aquella documentación?
La miré entre confundida y sorprendida. Entonces recordé que estaba tratando con la presidenta de un gobierno especialista en espionaje. No era tan extraño que hubieran investigado las causas que dieron conmigo en Chipre.
Liberopoulos encendió la pantalla de grafeno de la pared y la conectó a sus lentes. De inmediato apareció una foto de alguien que me resultaba muy conocido.
―Wenbo Jiantxi ―musité. Era mi antiguo jefe en la organización activista Zhēnlǐ zhī dào.
―Correcto ―respondió la presidenta con una sonrisa―. El señor Jiantxi trabaja con nosotros desde hace mucho tiempo.
―¿Cuánto tiempo exactamente?
―Lo suficiente como para seguir sus movimientos desde que le conoció en la universidad. Jiantxi estaba emocionado con usted. Aseguraba que era la mejor investigadora que había conocido en mucho tiempo. Y que, además, era usted ambiciosa.
―¿Qué tiene que ver Wenbo con el incidente de Macao?
―Supimos de sus planes desde el comienzo. Kozo, como hace llamarse su colega Zuo Chan, es un buen hacker, pero no tanto como los nuestros. Cuando le contamos sus planes a Wenbo Jiantxi, le dolió que no le hubiera incluido en ellos después de todo lo que él hizo por usted.
―Lo hice para protegerle ―me sorprendí excusándome. Quizá esto era cierto en parte, pero también sabía que mi jefe nunca habría aprobado una operación tan arriesgada.
―No se lo tome a mal. Jiantxi siempre le protegió, incluso después de que le traicionara. Cuando le pedimos que le siguiera a cambio de financiación para ayudarle a mantener a flote Zhēnlǐ zhī dào, no se lo pensó dos veces. Al fin y al cabo, el objetivo inicial era protegerle a usted y a la potencial información que pudiese conseguir. Y menos mal que lo hicimos.
―¿Recogió Wenbo los papeles que perdí en el hotel?
―Para ser exactos, no solo los perdió en el lobby del hotel, sino también en la calle. Se le volaron mientras corría como un pollo sin cabeza.
―¿Qué información contenían?
―Se trataba del pre-contrato de Sipecorp con el gobierno chino para comenzar las obras de construcción de la planta de extracción de hidrato de metano. Así fue como descubrimos todo.
Las piezas empezaban a cuadrarme. Pero aún había algo que no encajaba.
―Un momento. Entonces... ¿cómo me descubrió la policía china si la información estaba a salvo con Wenbo?
―De hecho, fui yo misma la que mandé aquel correo anónimo a las autoridades de Macao. En cuanto analizaron los videos y las cuentas del Delta Hang Bank se dieron cuenta del gran golpe ―contestó con gran serenidad.
―¿Y por qué haría usted eso?
―Usted era la persona más adecuada para continuar la investigación del metano. Y, para serle sincera, Zhēnlǐ zhī dào no era precisamente la manera más segura de hacerlo.
―Así que se aseguraron de que no podría seguir viviendo allí. No les salió mal. Pero podría haber esperado un poco para mandar ese correo. Me habría ahorrado una buena carrera.
―Queríamos traerla cuanto antes. Sabíamos que éramos la única solución para usted y pensábamos que Kozo sería más espabilado y daría con la solución antes. Tuvo que pasar más de un mes para que se decidiera.
―¿Por qué no llamar ustedes?
―¿Y darle la sensación de que la necesitábamos? Ambos sabemos que eso le habría subido los humos demasiado. Mejor que pensara que era usted la que nos debía un favor.
Tuve que cerrar los ojos y frotarme la cara con las dos manos, un gesto que solía hacer cuando me costaba creer algo. La precisión con la que me habían manipulado era increíble.
―¿Y todo para esto? ―acerté a preguntar―. ¿Para acabar conmigo en esta prisión de mierda?
―Sé la impresión que le estamos dando, señora Tang. Cree que ya le hemos utilizado para conseguir nuestro objetivo y, ahora que no le necesitamos, le enviamos al campus. Pero las cosas nunca son lo que parecen.
―¿Campus, dice? ¿Usted sabe lo que está ocurriendo aquí dentro? ¿Por qué no llamarlo campo de exterminio?
―Sé todo lo que ocurre en mi país. Y en gran parte del extranjero.
―¿Y aun así tiene la vergüenza de decir que le importa mi seguridad?
―Exactamente de eso se trata, señora Tang. Si usted ha ingresado en el campus, es por su propia seguridad.
―Voy a necesitar una explicación.
―¿No se dio cuenta de que le extrajeron su CNI el día que ingresó?
―Lo hacen a todos los reclusos. Y sin ninguna delicadeza, por cierto.
―Este es el único lugar del país donde se puede vivir sin CNI. Si usted permaneciera ahí fuera, no podríamos quitárselo. Y eso significaría que ciertas personas de su país con gran poder y poca simpatía hacia usted podrían detectarla con gran facilidad. Y eso también nos implicaría a nosotros. Simplemente, no podemos permitirnos que sea libre.
―Para eso, aquellas personas tendrían que buscarme en Chipre.
―Y créame que lo harán. Usted es la causa de que hayan tenido que dimitir.
―¿Cómo ha dicho?
―Me ha oído bien. He de darle la enhorabuena, señora Tang. Su informe ha provocado la dimisión del presidente chino y del director ejecutivo de Sipecorp, además de la suspensión del plan para la extracción de hidrato de metano en la fosa de Xihu.
Tuve que contener un grito de euforia. Por un momento, las miserias que me habían rodeado las últimas semanas pasaron a un segundo plano. Había conseguido mi gran objetivo. Hoy, el mundo era un lugar un poco mejor gracias a mí.
Me recosté sobre mi sillón sin poder borrar una gran sonrisa de mi cara. Liberopoulos me dejó disfrutar del momento durante unos segundos en los que se paseó por la habitación con las manos entrelazadas a su espalda, con aire pensativo.
Finalmente, volvió a colocarse enfrente de mí.
―Como le decía, no solo le he convocado aquí para darle las buenas noticias. También he de pedirle algo.
―¿De qué se trata? ―Ahora me encontraba mucho más receptiva.
―Hemos perdido el contacto con su colega Kozo. Él fue quien nos ayudó a hacer llegar nuestro ultimátum al gobierno chino, pero no hemos sabido nada de él desde entonces. Tememos que le haya ocurrido algo. Es posible que simplemente se haya cansado de trabajar para nosotros y haya decidido desaparecer del mapa, pero nos gustaría asegurarnos de que está bien. Al fin y al cabo, posee mucha información confidencial que no nos haría ninguna gracia si viese la luz.
―¿Y cómo puedo ayudarles?
―Nos gustaría que fuera usted quien se pusiese en contacto con él a través de su número de teléfono. Quizá así él se anime a responder.
Zuo sabía cuidar de sí mismo, pero es cierto que acababa de colaborar en la caída de las personas más importantes del país. Temí que sus recursos no fueran suficientes para enfrentarse a ellas y de repente sentí miedo por lo que le pudiese haber ocurrido.
―Le he traído sus lentes ―dijo Liberopoulos mientras me entregaba una pequeña caja―. ¿Sería tan amable de llamarle desde aquí?
―De acuerdo ―contesté sumisa mientras abría la caja.
Me coloqué las lentes y el auricular, y me invadió una sensación de nostalgia cuando todas aquellas familiares pantallas que hacía tanto tiempo que no veía invadieron parte de mi campo de visión. Decidí que, cuando saliera de allí y volviera a llevar lentes, eliminaría varias aplicaciones del atestado escritorio. Era un milagro que no fuera chocándome contra las farolas por la calle.
―Conecte sus lentes a la pantalla de grafeno, por favor ―ordenó Liberopoulos.
―¿Es que no se fía de mí?
―Hágalo ―la presidenta elevó la voz y su semblante se ensombreció. Me di cuenta de que podía ser bastante intimidante.
La imagen de mi escritorio sobre un fondo azul apareció en la pantalla de grafeno. Abrí el registro de llamadas para buscar el contacto de Zuo.
―¿Qué está haciendo? Busque el número en la agenda por favor.
―Es más fácil buscarlo en el registro. Él es una de las únicas dos personas a las que llamo, así que le encontraré más rápido aquí.
―Simplemente haga lo que le digo.
Cerré el registro a regañadientes, pero no sin percatarme de algo extraño. El resumen indicaba que había 16 llamadas de Zuo desde el 25 de octubre, el día que había sido arrestada. Sin embargo, no había indicación alguna de que me hubiera dejado ningún mensaje. Conocía a Zuo. No era el tipo de persona que perdiera el tiempo llamando a personas que no contestaban. Después de cada llamada solía dejar un mensaje y esperar a que le volvieran a llamar. Resultaba difícil de creer que no hubiera hecho eso con ninguna de las 16 llamadas allí registradas.
El gobierno chipriota había estado en posesión de mis lentes. ¿Habrían borrado ellos estos mensajes? ¿Habría algo en ellos que no quisieran que yo viera? Quizá Zuo había intentado avisarme de algo...
Y fue entonces cuando me di cuenta.
¡Había estado a punto de ser manipulada otra vez!
La EBR no estaba buscando a Zuo para protegerle.
Yo no estaba en aquel campus por mi propia seguridad.
Y con toda probabilidad, nadie en China había dimitido.
Pero con todo este cuento, Liberopoulos casi había conseguido engañarme para que hiciera esa llamada. Lo más probable es que Zuo se hubiera dado cuenta de lo que Chipre estaba intentando hacer y les había puesto en alguna situación comprometida. Ahora necesitaban encontrarle, y yo era la llave para hacerlo.
Decidí poner a prueba mi teoría.
―Sáquenme del CEFF ―dije mientras cerraba la agenda de teléfonos.
―¿Cómo dice?
―No solo a mí, también a Leah Patroklou y a Marcelo Salas. Me da igual donde nos alojen. Puede ser un piso vigilado fuera de Galatea, para que se aseguren de que nuestra falta de CNI no ocasiona ningún problema. Qué cojones, como si nos mandan en velero al Mediterráneo. La única condición es que nos saquen de aquí. Asegúremelo, y haré esta llamada.
Mediante esta propuesta, averiguaría si su historia era cierta. De serlo, no podría negarse, y yo saldría de allí junto a Leah y Marcelo. De lo contrario, sabría que no debía llamar a Zuo, ya que eso significaría revelar su paradero y ponerle en peligro. Volvería a prisión, pero por lo menos tendría la respuesta que buscaba desde que había entrado en el CEFF. En cualquiera de los dos casos, esta noche me iría a la cama más satisfecha que el día anterior.
Por desgracia, había olvidado que no me hallaba en posición de negociar nada.
La expresión de Liberopoulos adquirió un tono severo.
―Usted ha elegido este camino ―dijo.
Cuatro agops armados entraron violentamente en el salón y se situaron delante de mí, apuntándome con sus ametralladoras. Karin huyó sobresaltado de mi regazo y corrió a esconderse en el dormitorio entre bufidos.
La presidenta volvió a conectar sus lentes a la pantalla de grafeno, y la imagen que mostró me dejó la sangre helada.
La señal llegaba a través de una cámara situada en una oscura sala del CEFF. Un hombre con un uniforme de la AGOP sobre el que colgaban varias medallas jugueteaba con una pistola mientras se paseaba por la sala rodeando a dos personas sentadas en sendas sillas.
Eran Leah y Marcelo.
―General Beyoglu, le estamos viendo ―dijo uno de los guardias a través de sus lentes.
―¿Por cuál de los dos empezamos? ―respondió el general, y su voz se oyó a través de los altavoces de mi salón.
―Buena pregunta ―dijo el guardia mientras se volvía hacia mí―. ¿Alguna preferencia?
El terror me había dejado muda. Al ver que no reaccionaba, el general Beyoglu levantó el arma hasta colocarla en la nuca de Marcelo.
Liberopoulos se acercó hacia mí lentamente, sin apartar una mirada de desprecio de mis ojos.
―¿Va a llamar ahora a Kozo?