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Marcelo Salas
Diciembre 2058
Santiago de Chile – Galatea

Fue en mi cuarto viaje a Chipre cuando conocí a Larissa.

Era una soleada mañana de comienzos de verano, y me encontraba embarcando en un avión con destino Anamur. Tras una intensa noche de juerga en Vitacura con el liante de mi colega Rodolfo, mi resaca era monumental. Apestaba a alcohol, me encontraba somnoliento y, sobre todo, llevaba un humor de perros por haber malgastado mis últimas horas en atiborrarme de vasos de piscola en vez de preparar mi reunión con el departamento de energía de CypEx.

―Estás ocupando mi asiento ―le solté de manera poco educada mientras me levantaba las gafas de sol.

Cuando ella levantó la mirada, me arrepentí instantáneamente de mis modales, o más bien de mi falta de ellos. En el asiento 14J se hallaba un ángel caído del cielo que me miraba con los ojos más bellos que había visto nunca. Eran negros y brillantes, aunque no tanto como su ondulado pelo a la altura de los hombros. Su resplandeciente sonrisa de labios carnosos me dejó sin habla durante varios segundos.

―Verás... la verdad es que pensaba pedirte que me dejaras sentarme al lado de la ventana ―me contestó―. Es la primera vez que voy a sobrevolar los Andes de día y me muero por verlos ―hablaba en susurros con un marcado acento chipriota, lo cual contribuyó a aumentar mi sorpresa. Si me hubiera fijado antes en su espartana manera de vestir, habría deducido fácilmente su nacionalidad.

Después de unos interminables instantes, conseguí reaccionar.

―Los Andes están preciosos en esta época del año. No deberías perdértelo.

Ampliando incluso más su sonrisa, me dio las gracias y me indicó que me podía sentar a su lado ya que aquel era su asiento original. Sin más, se dedicó a mirar por la ventana, aunque de momento todo lo que podía ver era al personal del aeropuerto de Santiago cargando las maletas en el avión.

De acuerdo Marcelo, me dije a mi mismo. Tienes siete horas de vuelo para pensar en una estrategia para llevártela a la cama. Parecía haberme olvidado de un plumazo de la resaca y del estrés que me estaba produciendo la reunión del día siguiente hasta apenas unos segundos antes. No podía creer en mi suerte. No era la primera vez que me sentaba al lado de una chica encantadora en un avión, pero nunca de tal belleza, y sobre todo, nunca de Chipre. No era en absoluto común ver a chipriotas tan lejos de su país. Para salir del mismo, el Banco Puente les concedía una cantidad de dinero anual para que pudiesen viajar. Al ser una cantidad limitada, la mayoría de chipriotas solía escoger destinos cercanos y baratos. Era normal verlos pasear por las playas de Grecia y Croacia o incluso haciendo senderismo en Suiza, ¿pero Sudamérica? Era la primera vez que veía algo así. Me moría de ganas por conocer la historia detrás de mi explosiva compañera de viaje.

―¿Puedes ver el Aconcagua? ―le pregunté mientras sobrevolábamos los Andes.

―Quizás, pero no sé cómo reconocerlo. ¿Quieres echar un vistazo?

―Me asomé a la ventana, para lo cual inevitablemente tuve que acercarme más a ella. Su perfume era sencillo y agradable.

―¿Ves aquellos dos picos que sobresalen sobre el resto de montañas? ―le pregunté nervioso mientras los señalaba con el dedo.

―Si, ¡se ven muy bien! ―respondió con entusiasmo. Por suerte, no parecía dar señales de percatarse de mi alcohólico aliento.

―El más cercano es el Aconcagua.

―¿El que es más ancho?

―Eso es. El otro pico al fondo es el Tupungato, un volcán extinto casi tan alto como el Aconcagua. Lo conozco muy bien porque mi abuelo murió escalándolo.

―Vaya, lo siento.

―No te preocupes, aquello ocurrió antes de que yo naciera. Aunque mi abuela me ha contado tantas historias suyas que a veces siento como si lo hubiera conocido.

―Tienes suerte de mantener una abuela al menos. Todos mis abuelos murieron en la guerra.

―En la guerra con Turquía, supongo.

―¿Tan evidente es mi acento? ―me preguntó riéndose despreocupadamente.

―Bueno, el acento chipriota me es bastante familiar. El tuyo no es muy fuerte, de todas formas.

―Eso es porque pertenezco a la llamada generación intermedia. Estaba en edad escolar cuando el nuevo sistema de educación fue implementado. Supongo que sabes que en ese sistema los niños tienen que aprender los cuatro idiomas oficiales. Yo ya tenía ocho años cuando empecé a aprenderlos así que no llegué a adquirir acento nativo en ninguno de ellos. Ahora soy profesora de primaria y doy mis clases en griego, inglés y español.

―¿Y qué pasa con el chino?

―Mi chino no es perfecto, pero los profesores, especialmente los de la generación intermedia, no tenemos por qué hablar los cuatro idiomas de forma nativa. Nos especializamos en tres de ellos y usamos un sistema de rotación para que los alumnos reciban sus clases en los cuatro idiomas.

―No se ven muchos chipriotas por aquí. ¿Tu aprendizaje del español tiene algo que ver con ello? ―empezaba a sentir que le estaba sometiendo a un interrogatorio, pero sentía demasiada curiosidad.

―Sí y no ―respondió sin dar señales de irritación. Más bien parecían divertirle mis preguntas―. Quería pasar mis vacaciones en Bolivia, pero con la paga vacacional que el gobierno nos asigna para viajar al extranjero apenas me llegaba para pagarme el billete. Por suerte conseguí doblar esa cantidad alegando motivos profesionales. He pasado una semana increíble allí. Solo lamento no haber tenido más tiempo entre mis dos vuelos para visitar Santiago de Chile.

―Y de todos los sitios en los que se habla español... ¿por qué Bolivia?

―Es una buena pregunta... la verdad es que no sabría muy bien explicarlo, pero siempre me ha llamado la atención su cultura. Es de los pocos países sudamericanos donde todavía se pueden encontrar núcleos de población indígena.

―Tienes razón. Es una vergüenza lo que ha ocurrido en las últimas décadas con el resto de países de Sudamérica.

―La verdad es que es una pena que no se consiga compaginar el crecimiento económico con la preservación de la cultura y de la naturaleza. En Bolivia intentan evitar esta situación, lo cual es de agradecer, pero su exceso de proteccionismo da como resultado que la mitad de la población se muera de hambre. Es una de las cosas que más me ha sorprendido estos días. No tenía ni idea de que había tanta pobreza, especialmente después de oír tantas veces la increíble cantidad de recursos naturales que tienen.

―Supongo que te refieres al litio. Es una larga historia...

―Bueno, tenemos más de seis horas por delante ―me contestó con una sonrisa―. Por cierto, me llamo Larissa.

Excelente, pensé. He conseguido romper el hielo. A partir de ahora, simplemente sé tú mismo. Cuando no me traicionaban los nervios, solía tener cierto éxito con las mujeres, que a menudo consideraban mis rasgos semi-indígenas atractivos. Mi abuelo materno, aparte de un famoso escalador peruano, había sido un estudioso de la civilización inca, cuya sangre aún corría por sus venas. De él heredé mis pequeños ojos oscuros y ligeramente rasgados, mi delgada nariz, mi abundante cabello negro que siempre peinaba hacia atrás con un buen chorro de gomina y mi piel tersa y dorada sobre la que apenas crecía una suave barba.

―Yo soy Marcelo. Encantado de conocerte, Larissa.

Y así le empecé a contar la historia del litio, la cual va muy unida a la historia de mi vida.

Mi padre era un hombre con suerte. Lejos de verse afectado por distracciones secundarias, únicamente tenía dos pasiones en su vida: su trabajo y su familia. Y además, era lo suficientemente inteligente como para saber combinarlas de una manera eficaz, lo cual no es nada fácil cuando eres el director de operaciones de la principal empresa de explotación e industrialización de litio de Chile.

No era nada raro que tuviese que pasarse el fin de semana completo trabajando, pero siempre lo hacía de una manera que pudiese pasar tiempo con su familia. Así, recuerdo aquellos domingos en los que se sentaba conmigo en el pequeño pupitre de mi habitación, yo haciendo mis deberes para el colegio y él estudiando informes para planear la siguiente jugada estratégica de su empresa. Y en muchas ocasiones, a su manera, compartiría sus dudas conmigo.

―Marcelo, tengo una idea. ¿Qué te parece si plantamos un limonero en el jardín? ―me dijo una de esas tardes de domingo mientras yo estudiaba para mi examen de matemáticas de cuarto grado.

―Me parece bien, pero ya sabes que a Mamá no le gustan los limones.

―Bueno, tu madre no tiene por qué enterarse. De hecho, los limones no tienen ni por qué entrar en casa. ¿Sabes qué vamos a hacer?

―¿El qué, Papá? ―le pregunté con curiosidad.

―Me he enterado de algo ―me susurró bajando la voz―. Nuestro vecino Francisco se ha comprado una máquina que hace la mejor limonada de todo Santiago. Tienes que ver esa máquina, Marcelo. Dicen que su creador estaba tan orgulloso de ella que solo fabricó una y nunca ha dicho a nadie cómo lo hizo. Imagínate lo que tiene que haber costado...

―Seguro que Francisco puede pagarla. Tiene hasta un coche que conduce solo.

―Si, a Francisco le encantan las nuevas tecnologías. Pero tiene un gran problema ―dijo mi padre bajando la voz más todavía―. Por lo visto su jardín está muy seco y no puede plantar limoneros. Por ello, está buscando urgentemente a alguien que le venda limones.

―¿Crees que nos podemos hacer ricos con un limonero, Papá?

―¡Desde luego, Marcelo! No sabes la cantidad de limones que Francisco va a querer comprar. Es posible que incluso tengamos que plantar más de uno.

―Vale, Papá, me has convencido. Déjame romper mi hucha para ver cuánto puedo pagar. Quiero comprarlo a medias contigo, ¿de acuerdo?

―No tan rápido, hijo. Antes tenemos que pensar en el futuro, no se pueden decidir compras tan importantes sin decidir cuál va a ser nuestra estrategia.

―¿Y cuál va a ser nuestra estrategia?

―Eso es lo que me tienes que ayudar a decidir, Marcelo. Imagínate que conseguimos mucho dinero vendiendo limones a Francisco. Tanto dinero que podrías comprarte una moto eléctrica, cuando tengas la edad para conducirla, claro. Estoy seguro de que Francisco vendrá un día a visitarnos y nos hará una oferta ―mi padre hizo una pausa para comprobar que le seguía escuchando. Al ver mis ojos como platos, continuó―. Francisco nos dirá: Os ofrezco las instrucciones para construir una máquina cómo la mía. A cambio, vosotros me daréis la mitad de la producción de vuestro limonero. ¿Qué crees que deberíamos hacer?

―Hay que ponerse en la situación de Francisco ―contesté recordando sus lecciones anteriores―. ¿Por qué querría darnos las instrucciones de su máquina? A lo mejor es que ya no vale tanto como antes.

―Al contrario, hijo. Lo que pasa es que hay tanta gente que quiere limonada que Francisco cree que un poco de competencia no le va a afectar para nada. Y así, consigue gran parte de sus limones de forma gratuita.

Francisco me da mala espina. Seguro que intenta hacernos perder dinero.

―No hay que desconfiar tanto de las personas, Marcelo. Se trata de negociar de manera que las dos partes salgan beneficiadas. Yo sé que él va a ganar dinero con este trato, ahora tenemos que pensar en qué vamos a ganar nosotros.

―¿Podemos ganar dinero vendiendo limonada?

―Mucho. Bastante más que vendiendo limones.

Después de pensármelo unos instantes, le contesté:

―Creo que deberíamos aceptar su trato. Pero con dos condiciones.

―¿Cuáles son esas condiciones? ―me preguntó mi padre muy serio.

―En primer lugar, tiene que pagarnos la construcción de la máquina. Si es la mejor máquina de la ciudad, tiene que ser muy cara. Y, en segundo lugar, hay que prohibirle vender limones fuera de Santiago. De lo contrario, conseguirá agotarnos los clientes y acabaremos arruinándonos.

Mi padre me miró con los ojos medio cerrados y el ceño fruncido, como hacía cuando se concentraba mucho en algo. Se mantuvo en silencio durante unos instantes interminables, hasta que al final me dio su veredicto.

―Francisco es un duro negociador. Pero es un excelente punto de partida, Marcelo. Creo que algún día se te va a dar muy bien esto de los negocios ―dijo con una sonrisa orgullosa.

Me indicó que volviera a concentrarme en las matemáticas ya que él debía continuar estudiando sus papeles. Sin embargo, permaneció callado y pensativo, mirando al vacío durante largo rato, mientras yo me preguntaba entusiasmado cuándo iríamos a comprar ese limonero.

Mi padre trabajaba para YCL (Yacimientos Chilenos de Litio), un conglomerado de empresas producto de la gran fusión que se produjo después de que Chile nacionalizara las reservas de litio en 2040. Hasta entonces, la explotación y procesamiento del litio habían sido llevadas a cabo por varias empresas nacionales y extranjeras, pero llegó el momento en el que la importancia de este recurso era demasiado alta como para dejarlo en manos del mercado. La totalidad de empresas que en ese momento se dedicaban a la explotación fueron adquiridas por el estado y fusionadas en el gigante llamado YCL, que se convirtió en la empresa de extracción y procesado de litio más importante del mundo y la segunda empresa energética por tamaño, solo por detrás de la china Sipecorp, a la que pronto desbancaría.

En aquel año clave de la historia chilena, mi padre resultó estar en el momento adecuado en el lugar oportuno. Acababa de ser nombrado director ejecutivo de SQM (la empresa que llevaba extrayendo litio desde la licitación de 2012) después de la repentina muerte por accidente de tráfico de su antecesor. El nuevo puesto apenas le duró unos meses, ya que para finales de 2040 volvía a su antiguo puesto como director de operaciones. Pero esta vez su empresa ya no era SQM, sino YCL. Y en vez de tener a quinientos empleados a su cargo, ahora tenía a cinco mil.

Parecía mentira que, solo ocho años atrás, mi madre hubiera tenido que hacer horas extras en su enfermería para que la familia pudiera llegar a fin de mes. El meteórico ascenso social y económico de mi familia no era más que un reflejo de la situación del país. Gracias al boom en la demanda internacional de litio y al hecho de que esta demanda era cada vez más inelástica, comenzaron a llegar a Chile crecientes flujos de capital. Para evitar caer en los errores de la historia del salitre y posteriormente del cobre, el gobierno tomó como ejemplo la fórmula noruega de finales del siglo pasado, planeando un crecimiento sostenible basado en el litio del que todas las capas de la población se pudieran aprovechar.

Vivíamos no solo en uno de los países más ricos del mundo, sino también en uno de los más estables, seguros y felices. Junto con mis padres y cuatro hermanos, crecí en un chalet de seiscientos metros cuadrados en el exclusivo barrio de Las Lomas de la Dehesa. Mis hermanos mayores sí que llegaron a conocer tiempos más duros, pero por lo que a mí respecta, siempre pertenecimos a la clase alta. Estudiaba en el selecto colegio The Grange School; aprendía a jugar al golf los sábados por la mañana en el club Las Lomas; recibía tratamientos para el acné en la clínica Alemana; y alternaba vacaciones entre nuestra casita en la playa de Zapallar, nuestro apartamento en la nieve y viajes al extranjero. Incluso en cierta ocasión nos pudimos permitir visitar un parque nacional del Amazonas, algo que ya quedaba al alcance de muy pocos.

Por suerte, a mi padre nunca nadie le había regalado nada, y siempre intentó educar a sus hijos de manera que aprendieran el valor del dinero. No tuve mi deseada moto eléctrica hasta que me la pude pagar con mi propio sueldo a los dieciséis años. Para ello, comencé a trabajar como auxiliar administrativo en las oficinas centrales de YCL en Santiago.

Para entonces, corría el año 2050 y mi país crecía a un ritmo desmesurado. La nacionalización del litio había traído como consecuencia el Acuerdo de Antofagasta, firmado con China en 2044. Este pacto fue el detonante de los eventos que catapultaron a Chile a los primeros puestos de las economías mundiales. China era el principal productor mundial de baterías de litio, tanto para el transporte como para telecomunicaciones, y sus reservas de casi tres millones de toneladas se acabarían agotando si solo hacían uso de sus recursos. Por ello, necesitaban urgentemente un exportador. Después de recibir un rotundo No de Bolivia, la opción más lógica era su vecino. Chile no tenía ni la tercera parte de litio que Bolivia, sin embargo su gobierno era mucho más receptivo, su litio de mayor calidad al contener menos magnesio y los costes de producción menores ya que el desierto de Atacama era la región más seca del mundo. Nunca se inundaba, por lo que allí la obtención de litio mediante evaporación era cosa de niños.

Mediante el Acuerdo de Antofagasta, YCL permitió que China, a través de su empresa estatal de energía Sipecorp, se apropiara de un 30% de las reservas nacionales de litio para hacer con ellas lo que quisieran. Esto molestó mucho a la oposición chilena, pero pronto tuvieron que retroceder en sus protestas. Los beneficios de dicho acuerdo eran incontestables: en primer lugar, China financiaría la creación de la Universidad del Litio, un macro complejo a las afueras de Santiago compuesto de edificios docentes y plantas industriales. Allí, ingenieros chinos adoctrinarían a miles de trabajadores de YCL en la consecución de productos derivados del litio, avalando la fabricación de los mismos. Chile resolvió de un plumazo el mayor problema que habíamos tenido en las últimas décadas. Ahora ya no solo sabíamos extraer y obtener compuestos básicos de litio, sino que también podíamos fabricar productos capaces de competir en los exigentes mercados internacionales. Los conocimientos que China había recolectado cuidadosamente en las últimas décadas nos fueron desvelados de la noche a la mañana. En cuestión de meses, habíamos aterrizado directamente en la incipiente tercera generación de baterías, aquellas de litio-aire que podían almacenar con gran eficiencia la energía obtenida por plantas solares o eólicas. Gracias a estas baterías, las energías renovables por fin eran una alternativa competitiva, lo que multiplicó la importancia del litio como bien estratégico. Además, estas baterías tenían una gran potencia: una sola unidad de seis kilos podía dar una autonomía de más de mil kilómetros a un todoterreno de casi dos toneladas. Sipecorp fue la primera empresa en comercializarlas, y poco después YCL se convirtió en la segunda y última. Dado su asequible precio y su rapidez de carga, estas baterías fueron consideradas como el primer sustituto real del petróleo.

El Acuerdo de Antofagasta no acababa ahí, además incluía una relación interminable de cláusulas que especificaba aquellos territorios en los que China podía vender sus productos y aquellos en los que quedaba prohibido. De esta manera, el mercado mundial del litio quedaba dividido prácticamente entre dos países. A grandes rasgos, China vendería sus productos en la región Asia-Pacífico y África, mientras que Chile los comercializaría en el resto del mundo.

La relación entre los dos socios era excelente y ambos cuidaban uno del otro más allá del terreno económico, ya que el bienestar del uno aseguraba el bienestar del otro. Ni siquiera cuando el FMI implementó el Plan Stark en 2045 esta relación sufrió daño alguno. Por un lado no estaba en el interés de ninguno de los dos que el acuerdo se echara a perder, pero también es verdad que en aquel momento apenas habían contraído deudas el uno con el otro. Más bien, su trato se basaba en promesas que ambos deseaban cumplir escrupulosamente. Mientras la economía mundial se resquebrajaba tras la Larga Depresión y las relaciones diplomáticas de la mayoría de los países eran puestas a prueba a consecuencia del Plan Stark, Chile y China disfrutaban ciegamente de su amor incondicional.

Las conexiones entre estos dos mundos tan diferentes aumentaron, de forma que Santiago se llenó en pocos años de estudiantes y trabajadores chinos que solían acomodarse en la misma zona de la ciudad, dando lugar a un floreciente Chinatown chileno en lo que había sido anteriormente el barrio Meiggs. Del mismo modo, los vuelos a las grandes ciudades chinas desde Santiago aumentaron en un 700%. Aviones repletos de turistas, gente de negocios y algún que otro inmigrante abandonaban el aeropuerto de Pudahuel varias veces al día.

Gracias a los chinodólares, YCL crecía a un ritmo vertiginoso que incluso doblaba el ya de por sí frenético crecimiento nacional. Desde el punto de vista del empleado, era el lugar perfecto para labrarse una carrera de prestigio. Con un mínimo de sentido común y de profesionalidad, cualquiera podría llegar lejos. Pero si además tu padre era el director de operaciones y tus hermanos mayores ocupaban varios puestos de importancia, las posibilidades eran infinitas. Nunca brillé en el colegio, de hecho nunca llegué a saber si de verdad lo aprobé o fue la influencia de mi padre la que me dio el título escolar. Sin embargo, tenía una gran capacidad para establecer relaciones profesionales dentro de la empresa. Al principio fui tratado únicamente como el hijo enchufado de Germán Salas, pero pronto demostré que tenía un conocimiento del complejo funcionamiento de la empresa mucho más avanzado de lo que mi puesto indicaba. Hacer los deberes al lado de mi padre estaba dando sus frutos, y rápidamente pasé de ser un simple administrativo a desempeñar una posición más comercial reservada a aquellos que tenían un grado universitario. Por suerte, este puesto me permitió mantenerme en Santiago, sin tener que viajar apenas a aquellas ciudades provinciales del norte que se hallaban plagadas de mineros adinerados y sin educación que malgastaban su sueldo en alcohol y prostitutas.

Mis padres nunca me obligaron a entrar en la universidad, pero decidí compaginar mi trabajo con la carrera de Ingeniería Comercial en la PUC. Gran parte de la culpa la tenía mi por aquel entonces novia Zhongling. Me encontraba terriblemente enamorado y no podía soportar la idea de que ella y su familia se mudaran de vuelta a Shanghai cuando su padre finalizara el contrato con la Universidad del Litio. La PUC ofrecía un módulo especial de exportaciones asiáticas dentro de mi carrera, y eso me daría la oportunidad de seguir a mi novia a su país de origen. No tenía absolutamente ninguna duda de mi disposición a arriesgar mi meteórica carrera por amor.

Sin embargo, las ideas de Zhongling eran diferentes. Más que mudarse conmigo a China, sus planes incluían más bien practicar sexo salvaje con el capitán del equipo de rugby en los baños de la universidad. Por lo visto, el iluminado capitán no solo se había olvidado de quitarse sus sucios calcetines antes de tirarse a mi novia, sino también de desconectar sus lentes. Tras la combinación equivocada de movimientos de cabeza y parpadeos, el lujurioso video de mi amada retozando y gimiendo apoyada en una taza de váter llena de grafitis acabó en la red y dio la vuelta a la universidad.

A raíz de eso, China perdió bastantes puestos en mi lista de países a los que mudarme. De hecho, ya no tenía absolutamente ninguna necesidad de irme a vivir a ningún sitio. En Chile tenía una familia que me amaba, unos amigos que me apoyaban y un trabajo que me entusiasmaba.

No llegué a acabar la carrera, pero mis conocimientos de exportaciones e idiomas me permitieron alcanzar un privilegiado puesto en el departamento internacional de YCL. Allí me especialicé en exportaciones a EMECA, lo cual básicamente significaba Chipre, ya que la antigua EMEA pintaba ya bastante poco en la economía internacional.

Chipre era una vuelta de tuerca a todo lo que había estudiado. Las normas de exportación eran completamente distintas, lo cual fue bastante confuso al principio, pero pronto comenzó a apasionarme.

En este pequeño país mediterráneo no había apenas vehículos, pero eso no significaba que no necesitaran litio. De hecho, cada vez demandaban más baterías de litio-aire para alimentar su ambicioso sistema de transporte público que comunicaba todos los puntos clave de la isla. Es más, a diferencia de muchos países, parecían hacer gran uso de aleaciones de litio en la construcción de trenes y otros medios de transporte. Por otro lado, apenas usaban productos electrónicos, así que la demanda de este tipo de baterías era muy reducida. También sorprendía la cantidad de litio que demandaban para la fabricación propia de lentes para telescopios. ¿A quién vendía Chipre tantos telescopios? Era una de aquellas preguntas que nadie en mi departamento parecía saber responder.

Pero lo que hacía tan diferente mi nuevo trabajo era la manera de comerciar de Chipre. No es que no tuvieran dinero, es que allí no existía el dinero. ¿Qué podían ofrecer entonces que interesara a YCL?

Para el gobierno de Panos Kana no fue fácil descubrir que no podían ser completamente autosuficientes. Había bienes que deberían importar si querían construir el país que tenían en mente. Sin embargo, comerciar internacionalmente con dinero habría traicionado su sistema y su ideología. El Banco Puente fue únicamente creado para evitar un completo aislamiento del exterior y apoyar el turismo. Este banco tenía partidas extraordinarias dedicadas a emergencias, pero no solía usarse para el comercio regular.

Como solución al problema, el gobierno creó CypEx, un órgano enfocado al comercio internacional. CypEx era responsabilidad conjunta de las Oficinas de Exteriores y de Economía. Empleaba investigadores que trabajaban muy cerca de los embajadores y cónsules que Chipre tenía repartidos por el mundo. En primer lugar, su objetivo consistía en estudiar aquellos países a los que habían sido asignados, centrando su investigación principalmente en las necesidades estratégicas de aquel país. Por ejemplo, ¿qué materia prima usaban más? ¿De dónde la obtenían? ¿Necesitaban conocimientos específicos? ¿Les hacía falta mano de obra cualificada? A continuación, indagaban la manera en la que Chipre podía satisfacer estas necesidades. Y, por último, se sentaban a negociar con los representantes de aquellos países o de sus empresas.

Rara vez estos acuerdos se negociaban de forma bilateral. Muchas veces era simplemente imposible que las dos partes alcanzaran un beneficio mutuo. Por ello, los agentes de CypEx repartidos por todo el mundo compartían la información mediante un repositorio a tiempo real, de forma que se pudieran descubrir potenciales acuerdos en los que más de dos partes estarían implicados. Hasta aquel momento, el pacto multilateral más sonado en mi empresa había tenido lugar en 2048. La segunda ampliación de Galatea acababa de ser aprobada con vistas a la recepción de inmigrantes en los próximos años, y Chipre buscaba desesperadamente materiales de construcción eficientes y no contaminantes, algo que solo YCL podía ofrecer. Pero, ¿qué necesitaba Chile que pudiera ofrecer Chipre?

―Tenías que haberlos visto, Marcelo ―me dijo Rodolfo Díez, que por entonces era mi gerente, refiriéndose a los dos agentes de CypEx con los que había trabajado durante aquellas negociaciones―. Más que hombres de negocios tenían toda la pinta de unos agentes de la CIA de las películas del siglo pasado. Con sus impolutos trajes grises, sus maletines a juego y su pelo engominado, parecía que estaban aquí para interrogarnos más que para negociar.

―¿No es eso contraproducente para su credibilidad?― le pregunté extrañado.

―Es solo una fachada, diría que hasta una especie de estrategia. La primera impresión te hace sentir abrumado, a la defensiva, incluso inferior. Pero en cuanto entran en tu edificio se convierten en gente encantadora. Ríete tú de todos los consultores que trabajan para nosotros chupándonos el culo; los agentes de CypEx realmente saben cómo ganarse la confianza de alguien. Si no supiera que era su trabajo, les habría invitado a pasar el fin de semana en mi casa de Zapallar. El hecho de que al principio hubiera desconfiado de ellos nos hacía bajar las defensas mucho más.

―Y cuando menos te lo esperas, te encuentras tomándote tu octavo pisco sour de la noche y contándoles todo cuanto sabes sobre tu empresa, tu trabajo, tu país y hasta tu mujer ―intervino Javier, un inmigrante español que trabajaba en mi departamento.

―Así funcionan, bajo el lema la información es poder ―continuó Rodolfo―. Son como una base de datos viviente y completamente actualizada de todo lo que ocurre en el mundo a nivel social, político y económico.

―No creo que esta estrategia les pueda durar mucho tiempo ―repliqué― cuando se expanda el rumor de cómo funcionan, la gente se protegerá de ofrecerles información que puede ser usada para beneficio de otros.

―Bueno, de momento llevan funcionando así casi dos décadas ―contestó Javier―. Aquí en YCL lo sabemos porque hemos tratado mucho con ellos, pero no todo el mundo es consciente de ello, y el planeta está lleno de gobiernos y empresas a los que sobornar con información privilegiada.

―Además la información no es su única baza ―añadió Rodolfo―. Llegó un momento en el que sus informes no fueron suficientes para satisfacer su demanda de litio. Y ahí fue cuando nos sorprendieron con... digamos que con aquella intervención.

―Todavía me acuerdo de tu cara al escuchar la propuesta del agente ―dijo Javier riéndose―. No te hubieras sorprendido más si te hubieran dicho que Chile había ganado el mundial.

―Incluso ahora tengo problemas para explicar el trato con la simplicidad con la que me lo expuso aquel individuo ―continuó Rodolfo ignorando la chanza futbolística―. ¿Cómo se llamaba el agente? Néstor, creo recordar, ¿cierto? ―Javier asintió con la cabeza―. Aquel día, un martes cualquiera, se presenta en mi oficina sin consulta previa y me dice que tiene una propuesta importante para mí, y que no se le ocurre mejor manera de contármelo que mientras nos tomamos unos picorocos en el Mercado Central. De una manera o de otra, acabo aceptando.

―No sin antes pedirme que te acompañe para que controle lo que desembuchas ―puntualizó Javier con sorna.

―Y sin siquiera esperar a que estemos sentados disfrutando de una temprana comida, el tal Néstor nos suelta la bomba. No me acuerdo de las palabras exactas, pero fue algo así como...

Rodolfo, quién nos iba a decir que la solución a nuestros problemas nos la ofrecería un viejo amigo mejicano. Realmente no debería estar contándote los detalles, pero sé que puedo confiar en ti, ¿verdad? Para saldar sus deudas con nuestro gobierno, nuestro amigo ha decidido obsequiarnos con la propiedad de su cadena de hoteles de lujo en la República Dominicana. No es que estemos interesados en este tipo de turismo, ya sabes que a los chipriotas no nos va esto del lujo, pero mira por donde conocía a alguien que podía estar interesado. Desde hace tiempo, el departamento financiero de una empresa farmacéutica americana de cierto prestigio está buscando diversificar su cartera, y nuestra oferta les ha parecido irrechazable. A cambio de la cadena hotelera hemos obtenido un alto número de acciones de su empresa que hemos revendido satisfactoriamente al día siguiente, después de que subieran un cinco por ciento. Aun así, no nos atrevíamos a insultar vuestra inteligencia ofreciéndoos aquella cantidad que sé consideráis insuficiente por el suministro de litio que mi país pretende, y por ello adquirimos acciones de Goldberg Associates, el banco donde YCL destina mayor inversión a plazo fijo y con el cual nuestro presidente mantiene muy buenas relaciones. Por lo visto, las negociaciones de Goldberg con Cristina del Campo, vuestra directora financiera, no están yendo nada bien, y acaban de reducir los intereses de la totalidad de vuestros fondos, lo cual se traduce en una sustancial pérdida en los próximos años. En fin, iré al grano. Si me consigues una reunión con Cristina y con tu jefe, es posible que podamos intermediar en esta situación.

El jefe de Rodolfo era mi padre, quién aquella noche volvió a casa a las tantas y con un humor de perros. El que dormiría muy feliz aquella noche fue Panos Kana. Sus agentes le habían conseguido un acuerdo que permitiría a Chipre disponer de la materia prima necesaria para construir el sistema de transporte con el que tanto tiempo llevaba soñando. Galatea dejaría de ser un pequeño y moderno núcleo destinado a dar cobijo a la población chipriota en los años de posguerra. Esta jugada maestra le permitiría convertir a su ciudad en el motor económico de un nuevo sistema llamado a hacer historia.

―Vaya, nunca me había planteado cómo mi gobierno había construido aquella enorme ciudad partiendo de la nada ―dijo Larissa, que hasta ahora había estado escuchando atentamente mi larga historia―. ¿Realmente negociaron con acciones?

―Eso es lo que me contó Rodolfo. Pero, para serte sincero, dudo mucho que el agente de CypEx le estuviera diciendo la verdad. ¿Por qué iba a darle tantos datos confidenciales? Hubiera bastado con comunicar que su gobierno podía intermediar en las negociaciones con Goldberg.

Larissa se quedó muda durante varios largos minutos, en los que se dedicó a mirar por la ventana del avión a pesar de que lo único que veía era la inmensidad del océano Atlántico. Cuando comenzaba a pensar que había perdido el interés por la conversación, la retomó justo donde la habíamos dejado.

―Espero que tengas razón. Toda una generación está creciendo con las ideologías de Deligiannis y con la figura de Panos Kana repitiéndonos lo nocivo que puede llegar a ser el capitalismo. No sé muy bien que efecto tendría en la población el saber que el gobierno ha estado involucrado en algo tan opuesto a nuestras ideas como la inversión en bolsa.

Mostrar una postura en defensa del capitalismo habría reducido considerablemente mis opciones de acostarme con ella, así que intenté suavizar el tema.

―Pero tu país no vive en la ignorancia, todos sabéis que existe un Banco Puente y que funciona con dinero.

―Es distinto. El Banco Puente solo existe para no aislarnos del resto del mundo como han hecho las Islas Malvinas o Bután. La EBR necesita un nexo de unión con el exterior.

―Me alegro que apoyes a tu país y estés de acuerdo con las ideas de tu gobierno. Hoy en día esto es algo que se puede encontrar en muy pocos sitios.

―Tú me dirás por qué.

―¿Perdona? ―su forma tan directa de hablar me había cogido por sorpresa.

―Estados Unidos, Japón, Europa... ¿Qué tienen en común todos los países afectados por la Larga Depresión?

―Supongo que te refieres a la revolución social que están sufriendo.

―Pero eso es más una consecuencia que una causa. Me refiero a que todos ellos tienen una larga tradición capitalista. La ley del más fuerte aplicada durante siglos en países con tanta población da como resultado una masa enorme de individuos pobres y descontentos.

―Está claro que el origen de los grandes problemas de estos países está en la desigualdad entre las capas sociales ―le contesté. A estas alturas era inevitable evitar el debate―. Pero de ahí a afirmar que la culpa es del sistema hay un trecho. Yo más bien lo atribuyo a la ineficacia y a la corrupción de las autoridades. Y eso no ocurre en todos los lados. Hay gobiernos que saben exactamente cuánto y cómo tienen que intervenir.

―Supongo que me vas a contar el ejemplo de tu país.

―¿Y por qué no? Aunque también están Uruguay o Brasil.

―Siento ser aguafiestas, Marcelo, pero en mi opinión, es una cuestión de tiempo. La economía de estos países no pintaba gran cosa a nivel mundial hace solo unas décadas. Por las circunstancias, sus economías han evolucionado más tarde que el resto, pero eso no significa que no llegarán al mismo punto. La codicia que este sistema genera se encargará de ello.

―Hablando de sistemas no evolucionados, ¿quién nos dice que la EBR que acaba de iniciar Chipre no fracasará también? ―contesté, ligeramente ofendido por los malos augurios dirigidos hacia mi país.

―Es una buena pregunta ―me respondió Larissa en tono conciliador―. Solo el tiempo lo dirá. Pero una vez escuchas los principios en los que se basa, no puedes negar que tiene mucho más sentido.

―Me sé la teoría muy bien, llevo varios años ya trabajando con Chipre. De hecho nunca he tenido nada en contra de vuestro sistema, pero me sorprende la radicalidad con la que los chipriotas lo defendéis, como si fuera imposible que hubiera otras alternativas.

―Estar convencida de algo no me convierte en radical ―se defendió con calma―. De hecho, me encanta intercambiar puntos de vista con extranjeros para averiguar si eso me hace cuestionar mis ideas.

―¿Alguna vez ha ocurrido?

―De momento nadie lo ha conseguido. ¿Te gustaría ser el primero? ―dijo de manera inesperadamente insinuadora. Lo acalorado de la discusión me había hecho olvidar mis propósitos iniciales con ella, así que este tono ligeramente sensual me cogió desprevenido―. Hagamos una prueba.

―¿Qué tipo de prueba? ―conseguí balbucear.

―Me gustaría que me explicaras un concepto que el ciudadano medio chipriota nunca llegará a entender.

―De acuerdo, suéltalo ―dije, sintiéndome un tanto decepcionado. Mi subconsciente probablemente se había imaginado otro tipo de propuesta.

―¿Cómo es posible que los seres humanos lleguemos a asignar un valor a algo en función de su escasez y no en función de su utilidad? ¿Qué es lo que nos hace decidir que el oro, la plata, los diamantes... sean un símbolo de riqueza?

―Como tú has dicho, es la escasez lo que los hace tan preciados. Y no creo que esto sea algo antinatural, es simple teoría de la evolución. Yo valgo más que tú porque puedo conseguir esto o aquello. Es la versión humana de un pavo real mostrando los colores de su cola como ritual de apareamiento.

―Me esperaba esta respuesta.

―Siento decepcionarte... ¿no te parece lógico?

―Desde luego. Creo ciegamente en la teoría de la evolución.

―Entonces, ¿cuál es el problema?

―En Chipre creemos que la evolución debe continuar. El capitalismo, tan bien como llegó a funcionar en su momento, nos ha llevado de manera inevitable a la industrialización y en consecuencia a los problemas medioambientales. De seguir así, esto que tú llamas evolución acabará terminando con nosotros. ¿Qué crees que haría ese pavo real si descubriera que mostrar los colores de su cola le llevaría a la extinción? ¿No piensas que cambiaría la forma de llevar a cabo sus rituales de apareamiento?

―Lo que creo es que le estás dando demasiado crédito a la inteligencia de las aves. Probablemente se extinguirían.

―De acuerdo, pero nosotros no somos aves. Ha llegado el momento de dar un paso adelante y demostrar que la inteligencia que nos ha traído hasta este punto también es capaz de adaptarse a los tiempos.

―Pero... ―su convicción me había dejado con pocos argumentos―. Creo que un capitalismo responsable es posible. El gobierno de Chile de verdad se preocupa por alcanzar un crecimiento sostenible.

―Y no lo pongo en duda, pero... ¿realmente son capaces de controlar a las grandes empresas? ¿Y a los bancos? Por definición estas corporaciones buscan su propio beneficio, que conseguirán siempre al límite de lo legal. Si esto daña la sociedad o el medio ambiente, les importará un comino. Y en cuanto el gobierno cometa el primer desliz, será el principio del fin. Dame un solo ejemplo de economía capitalista que haya sobrevivido sin altercados durante más de un siglo seguido.

―Dame un solo ejemplo de EBR que haya sobrevivido sin altercados durante más de un siglo seguido.

―¡Eh, no puedes usar el mismo argumento dos veces! ―me respondió entre risas.

―Entiéndeme, creo que tienes razón en muchos de tus planteamientos. De hecho me alegra ver que detrás de las enseñanzas de tu gobierno hay un razonamiento y que no os están simplemente lavando el cerebro. Pero para darte la razón al cien por cien deberías demostrarme que el sistema de tu país funciona a largo plazo. Y no creo que ni tú ni yo estemos aquí dentro de cien años para comprobarlo.

―Quién sabe, se dice que el estilo de vida chipriota aumenta la esperanza de vida en varios años ―me respondió en tono de broma―. Pero mientras tanto, ¿por qué no darnos una oportunidad?

Con el tiempo descubrí que esta última pregunta no solo se refería a su país, sino también a nosotros dos.

Eran poco más de las diez y media de la noche cuando aterrizamos en Anamur. Desde que sobrevolamos el Aconcagua no habíamos dejado de hablar. Larissa era buena conversadora, divertida, curiosa y muy entusiasta. Le apasionaba la política internacional y aprovechaba cualquier ocasión para debatir sobre el tema, algo en lo que normalmente me acababa ganando por mi falta de conocimientos y experiencia. Siempre fui buen negociador, pero nunca me gustó demasiado meterme en asuntos de política.

Una vez depositados nuestros pesos chilenos y bolivianos en el Banco Puente, nos dirigimos a la terminal nacional para embarcar en el próximo vuelo a Lárnaca. A pesar de ser mi cuarta vez allí, me seguía sorprendiendo la facilidad con la que los pasajeros se metían directamente en el primer avión disponible, sin necesidad de pasar por controles de seguridad o interminables esperas. Al fin y al cabo lo único que existía en Anamur era aquel enorme aeropuerto, además del Banco Puente. Nadie podría venir del exterior, a no ser que hubiera conseguido burlar las extremas medidas de seguridad que delimitaban la frontera con Turquía.

―En muestra de gratitud por tu caballerosidad, te cedo la ventana en nuestro segundo vuelo ―bromeó Larissa mientras nos sentábamos en el avión.

―Muy amable. ¿Qué son los Andes comparados con la noche mediterránea? ―bromeé―. Por cierto, para variar un poco, creo que en este vuelo deberíamos hablar de ti.

―Pero todavía no has terminado de contarme qué haces exactamente aquí, Marcelo. ¡Y eso que has tenido siete horas para hacerlo!

―Bueno, si te lo cuento todo hoy a lo mejor te dejo sin razones para que quieras verme otro día ―no solo intentaba desviar la atención sobre los confidenciales motivos de mi visita, también quería medir mis opciones con ella.

―Buen intento ―me contestó con una carcajada― ¿no será que veinte minutos no son suficientes para una historia de las tuyas? ―en ese momento no sé qué me dolió más, si la falta de reacción a mi oferta o la insinuación de que hablaba demasiado.

―Ya sabes que no soy partidario de la desigualdad. Por ello, deberíamos repartirnos las historias: un vuelo para mí, otro para ti.

―Vaya, ¡eso es muy generoso! Gracias por dejarme el vuelo más corto, a lo mejor consigo terminar de contarte cómo me llamo ―me respondió sarcásticamente.

―He aquí otra razón para que nos veamos otro día.

―Algo me dice que no te darás por vencido tan fácilmente ―me dijo con una irresistible sonrisa―. Comprobemos antes tus dotes de escuchador.

Larissa acababa de cumplir veintiocho años, dos menos que yo. Había nacido en plena posguerra chipriota, y los mejores recuerdos de su infancia eran aquellos días en los que los aviones de ayuda internacional dejaban caer provisiones sobre Nicosia y lograba hacerse con una cesta de manzanas o una lata de lentejas para compartir con su hambrienta familia.

La pobreza fue desapareciendo poco a poco, tan despacio que daba la sensación de que los cambios eran más fruto de la casualidad que del trabajo del país. La comida dejó de escasear paulatinamente, los hospitales parecieron volver a su ritmo normal, las escuelas comenzaron a funcionar y la apertura de varios albergues permitió que nadie tuviera que dormir a la intemperie. Incluso la electricidad volvió a aparecer, aunque fuese en reducidas franjas de tiempo. El padre de Larissa consiguió trabajo en el sector agricultor, que en aquel periodo supuso la salvación de muchas familias chipriotas.

Esta moderada recuperación mantuvo la esperanza de la población chipriota durante los primeros años de posguerra, pero pronto la economía pareció estancarse de nuevo. Larissa nunca había conocido nada mejor que el albergue que daba alojamiento a su familia junto con otras doscientas personas, pero su padre solía quejarse a menudo. ¿Cuándo cojones piensa el Panoli reconstruir Nicosia? Mucho aeropuerto y muchas gilipolleces, a ver si se da cuenta de que lo que necesitamos es una puta casa. Esta opinión no se limitaba a su padre. Muchos chipriotas comenzaban a cansarse de esperar la eternamente prometida reconstrucción del país.

Muchos se preguntan cómo consiguió Panos Kana ser reelegido en las elecciones de 2041. Todas las encuestas daban por ganador al líder de la oposición y había una sensación de descontento general con el actual gobierno, que parecía tomar el pelo al pueblo prometiéndoles la reconstrucción de Nicosia desde hacía años. Algunos dicen que las elecciones fueron amañadas, otros dicen que al fin y al cabo Kana era un hombre carismático y trabajador que demostró ser la opción acertada a largo plazo. Pero el caso es que Kana continuó como presidente, pudiendo finalizar los planes de reconstrucción que él y su equipo habían diseñado milimétricamente.

Poco pareció cambiar en los siguientes años, pero a comienzos de 2045, cuando las familias seguían sin ver ni rastro de sus prometidos hogares y seguían malviviendo en aquellos sucios albergues, el gobierno anunció a bombo y platillo que la reconstrucción que tanto tiempo llevaban esperando los chipriotas estaba a punto de ser completada. La confusión reinó durante varios días. Larissa nunca había visto a su padre tan furioso.

―Ahora sí que se están riendo de nosotros. ¿Reconstrucción dice? ¡Pero si la ciudad está más en ruinas que nunca! Como me encuentre al Panoli por la calle le voy a meter los restos de nuestra antigua casa por el...

―¡Christos! Te recuerdo que los niños están delante ―la madre de Larissa no solo se refería a ella y sus hermanos, sino a los quince niños que miraban embobados aquel prehistórico televisor de plasma en la sala común del albergue.

―Los niños ya tienen una edad para saber que les están tomando el pelo. ¿Verdad, Larissa?

―A mí me gusta Panos, Papá. El otro día estuvo jugando con nosotros al fútbol y nos dio a todos bollos de chocolate. Dicen que gracias a él sabemos hablar inglés y español, y que pronto nos enseñará a hablar en chino.

―Otra idiotez que añadir a su lista de excentricidades. Dejarnos vivir entre ruinas, gastarse una millonada en terrenos inútiles en Egipto, en trenes innecesarios, en aeropuertos fuera de la isla, cargarse el sistema educativo... ¿y ahora quiere enseñar chino? Me pregunto qué será lo próximo.

Lo próximo fue anunciado unos días después. Panos Kana reunió a todo el país enfrente del televisor y en menos de diez minutos les explicó los planes que iban a cambiar miles de vidas.

Nicosia no sería reconstruida. En su lugar, sus habitantes, junto con los del resto de la isla, se mudarían a una nueva ciudad que acababa de ser levantada a unos treinta kilómetros al este de la capital, en la llanura de Mesaoria, un terreno que antes de la guerra había pertenecido a Turquía.

Cada familia tendría un hogar. Todas las viviendas habían sido diseñadas de igual manera, solo variando en tamaño para acomodarse al número de miembros de cada familia.

Todos los niños seguirían yendo a la escuela y los adultos mantendrían sus trabajos, aunque se anunciaban importantes reformas en el sistema laboral, algo que sería una simple continuación de las reformas que ya se estaban incorporando al sistema educativo.

Habría hospitales, residencias de la tercera edad, centros deportivos, parques, teatros y un eficiente sistema de transporte.

Habría una buena conexión entre Nicosia y Galatea, que así se llamaba aquella ciudad, para suavizar la transición y hacer la vida más fácil a aquellos que no podían dejar sus trabajos de la noche a la mañana.

Nadie está obligado a mudarse con nosotros a Galatea, añadió Kana para terminar su discurso. Pero os invito a visitar la nueva ciudad durante las próximas semanas. Estoy seguro de que aquí vuestros sueños se harán realidad. Os prometo que la espera habrá merecido la pena.

Larissa, sus padres y sus dos hermanas mayores visitaron Galatea con escepticismo y resignación. Sin embargo, como muchas otras familias, quedaron extasiados por su grandiosidad. Todavía sin poder creérselo, se instalaron en aquel moderno piso del anillo D, que, por aquel entonces, era el único cuyos edificios no estaban todavía huecos a la espera de módulos de viviendas que los completaran. Christos, su padre, continuó dedicándose a la agricultura y pronto dejó de quejarse tanto. Su madre encontró trabajo como profesora después de casi veinte años sin ejercer la profesión. Larissa, que siempre había pensado que tendría que comenzar a trabajar en el campo al cumplir los trece años, pudo seguir estudiando y perfeccionando sus idiomas. Algún día sería profesora como su madre.

Por primera vez en su vida, Larissa disfrutaba de una vida que antes solo había visto en las películas. Su familia nunca pasaba hambre, incluso ganaban lo suficiente como para permitirse lujos como salir a cenar a un restaurante de vez en cuando, ir al cine o pasar algún fin de semana en la playa.

Y cuando todo parecía ir sobre ruedas para su familia y para todas las demás familias que Larissa conocía, las cosas amenazaron con cambiar de nuevo. Apenas unas semanas antes de las elecciones de noviembre de 2045, Panos Kana anunció que tenía algo importante que comunicar al pueblo.

―¿Alguna vez os habéis preguntado de dónde viene el nombre de Galatea? ―así comenzó Kana su nuevo discurso. Esta vez Larissa no lo vio en la diminuta televisión de plasma de un ajetreado albergue, sino en la enorme pantalla de grafeno del ordenador central de su amplio piso―. Galatea era la estatua de una mujer de belleza abrumadora. Su creador fue Pigmalión, un rey que pensaba que nunca conocería a la mujer perfecta, y por ello decidió esculpirla él mismo. Pigmalión acabó por enamorarse de su estatua. Un día sintió el impulso de besarla, y al sentir la cálida piel de aquellos labios, se dio cuenta de que Galatea había cobrado vida. Ella se enamoró de él, y ambos vivieron felices para siempre.

Larissa miró a su padre confundida, pero éste se limitó a encoger los hombros. Hacía tiempo que ya no despotricaba de su presidente.

―Nuestra Galatea se asemeja a la estatua de Pigmalión por el esfuerzo y la pasión con la que fue creada. Sin embargo, esta ciudad todavía no ha cobrado vida. Y hoy os he reunido para anunciaros lo que hemos de emprender para que eso ocurra.

―¿Ha perdido la chaveta? ―preguntó Larissa a su padre. Esta vez no recibió ningún tipo de respuesta. Su padre miraba la pantalla con gran expectación.

―Muchos de vosotros habréis oído hablar ya sobre el Plan Stark ―continuó Kana―. El FMI está llevando a cabo una profunda reforma de los sistemas financieros en todo el mundo. Auditorías, cancelaciones de deuda, retirada del euro... En definitiva, grandes cambios, todos ellos destinados a devolver el bienestar a todas aquellas naciones devastadas por la Larga Depresión. Sin embargo, yo me pregunto: ¿Son estas medidas suficiente para alcanzar la tan ansiada igualdad? ―Kana hizo una estudiada pausa, y a través de la pantalla de su salón Larissa pudo oír los murmullos de la multitud congregada en la Plaza Verde para escucharle―. Es cierto, no sería la primera vez que el capitalismo se reinventa para poder seguir adelante. A lo largo de la historia, los países capitalistas han salido de una y otra crisis, y estoy seguro de que ésta no es una excepción. Sin embargo, ¿qué tipo de calma nos espera tras la tormenta? ¿Es ese bienestar que han anunciado a bombo y platillo algo de lo que todos disfrutaremos? ¿Y ha tenido en cuenta el FMI la sostenibilidad de su plan a largo plazo? Creo que, como dirigente de una masa de ciudadanos sensatos, me corresponde el deber de instaros a, en primer lugar, haceros esta pregunta y, en segundo, decidir por vosotros mismos si hemos de aceptar ser subyugados a un orden global del cual desconocemos sus consecuencias ―siguió otra pausa en la que bebió un trago de agua y, por primera vez, se le notó algo nervioso.

―¡Ciudadanos de Chipre! ―continuó, y a muchos oyentes se les erizó el pelo de la nunca tras esta repentina exaltación―. Yo os pregunto: ¿es esto lo que queréis? ¿Queréis resetear el sistema de manera que tarde o temprano volvamos a dónde estábamos? Yo os digo mi opinión: ¡No! ¡Basta de medias tintas! Tenemos un país maravilloso que nos ofrece todo lo que necesitamos. ¡Lo primero que hemos de hacer es cuidar de él! Y lo segundo, ¡disfrutar de él! No vamos a permitir que la avaricia acabe con la paz, la igualdad y la armonía que hemos alcanzado. Por ello, os propongo un paso hacia adelante. En breve recibiréis en vuestros hogares un programa con los avances que os proponemos y cómo afectarán a vuestras vidas. En las próximas elecciones, habréis de votar. Si queréis ser parte de un país especial, estaré encantado de dirigiros en esta aventura.

En apenas unos días, el programa electoral Hacia la EBR de Chipre fue repartido entre todos los hogares junto con copias gratuitas de La Sombra del Cedro, la obra principal de Deligiannis. El pueblo leyó ambos con incredulidad, y hasta el momento de las elecciones no se habló de otra cosa.

Larissa no recordaba que su entorno estuviera especialmente entusiasmado con la idea del cambio. En general, les parecía una ideología admirable, pero les había costado más de una década alcanzar un nivel de vida parecido al que tenían antes de la guerra y, como era de esperar, parecían reticentes a arriesgarlo todo para cumplir los sueños de un presidente megalómano que parecía creerse el nuevo mesías.

Pero, al fin y al cabo, aquel presidente les había dado una casa y un trabajo. Ahora prometía darles una calidad de vida con la que nunca se habían atrevido a soñar. Quizá tuviera razones para creerse un mesías.

Kana volvió a alzarse con la victoria. Exultante, compareció ante todo el país para agradecer su confianza y anunciar la retirada del sistema monetario. Como sorpresa final, mostró a todos los ciudadanos la nueva bandera chipriota: sobre un fondo verde claro, una bola azul descansaba en el interior de una gran estrella blanca de seis puntas, tocando todos sus vértices interiores.

Y así fue como nació la EBR de Chipre.

Pasamos de la terminal de Lárnaca al tren de alta velocidad mientras miraba hipnotizado cómo Larissa contaba su historia. Había algo inesperadamente placentero en observar cómo gesticulaba con sus manos, cómo se mordía aquellos tiernos labios cuando intentaba recordar algo, cómo reía de manera contagiosa cuando imitaba a su padre... Podría haber seguido escuchando aquella historia durante horas.

Sin embargo, algo no me cuadraba.

―Un momento, Larissa ―la interrumpí―. ¿Me estás diciendo que la EBR fue fundada después de la mudanza del pueblo chipriota a Galatea?

―Sí, así es. ¿Qué te parece tan extraño?

―No puedo concebir Galatea sin la EBR. Sus infraestructuras no están preparadas para acoger un sistema monetario.

―El capitalismo y Galatea solo coincidieron durante unos meses.

―Es cierto, pero, ¿cómo sabía Kana que esta situación sería temporal? Si el pueblo no le hubiese reelegido, ¿de qué habría servido todo ese gasto logístico? No me puedo imaginar que construyeran aquel complejo sistema subterráneo de distribución pensando que existía el riesgo de no usarlo.

―No sé, quizá lo construyeron más adelante.

Su respuesta no me convenció demasiado. Un sistema de distribución tan complejo no se construye de la noche a la mañana. Además, juraba haber oído historias de lo boquiabiertos que se quedaron los ciudadanos cuando empezaron a recibir alimentos gratuitos en su propia casa. Si no recordaba mal, estas historias databan de 2046, poco después de la fundación de la EBR. Nadie podría construir tal obra en tan poco tiempo.

Quise objetar, pero en ese momento el tren anunció su llegada a la estación central de Galatea.

―¿Dónde te hospedas? ―me preguntó Larissa en cuanto comenzamos a andar juntos hacia la salida. A través del gran arco que formaba la fachada principal de la estación podía verse el sobrio parque Central. Pese a la humilde iluminación nocturna de la ciudad, la Plaza Verde se dejaba adivinar más allá de la doble fila de cipreses a ambos lados del parque.

―En los apartamentos para turistas del sector Suroeste del anillo F ―contesté.

―Mi piso no está muy lejos de allí. Quizá debería aprovechar que estamos en invierno y no hace demasiado calor para ir dando un paseo. ¿Te apetece acompañarme?

En otras circunstancias, mi sentido común habría hecho acto de aparición. Marcelo, mañana tienes una incómoda reunión con la cúpula de Chipre. No te has preparado bien, tienes cientos de hojas de documentación por leer y llevas noches sin dormir. Así que esto es lo que vas a hacer: vas a rechazar cortésmente la oferta de esta guapa señorita, te vas a ir en tranvía a tu apartamento, vas a dormir seis horas y te vas a levantar para estudiar tu reunión. Ya tendrás tiempo mañana para llamarla.

Sin embargo, antes de que mi sentido común pudiera siquiera levantar la voz, ya me encontraba ofreciéndome para llevarle la maleta.

Caminamos por el parque Central hasta tomar la radial Maathai. Larissa me contó que, al igual que las otras cinco radiales, esta avenida debía su nombre a uno de los modelos a seguir que Deligiannis citaba en La Sombra del Cedro. Acto seguido, pasó a explicarme orgullosa que Galatea era considerada la ciudad más plana del mundo, algo que había que agradecer a la afición de Kana por las competiciones urbanas de atletismo. Viendo mi entusiasmo por sus anécdotas, se animó a presumir de cómo los festivales de Galatea se basaban en el deporte y en el disfrute de la naturaleza, distando de ser una bacanal de alcohol, sexo, grasienta comida y ruidosos eventos, como en la mayoría de países que había visitado.

Me pregunté qué opinaría Larissa si me hubiera visto salir de fiesta la noche anterior, bebiendo vasos de piscola hasta apenas ser capaz de balbucear mi nombre. Sin embargo, para no meterme de nuevo en discusiones, cambié de tema inmediatamente.

―Si te digo la verdad, Larissa, no puedo hacer más que miraros con cierta envidia. Incluso en mi país, uno de los más desarrollados del mundo, sería impensable que una profesora pudiera permitirse tener en propiedad un piso en el centro de la ciudad, como lo tienes tú. Huelga decir que no podría permitirse unas vacaciones al otro lado del charco.

―Lo de la propiedad es un tema del que podríamos hablar largo y tendido... pero estamos llegando a mi casa y todavía no me has contado qué te ha traído a Chipre exactamente.

Otra vez la pregunta.

No solo eran motivos de confidencialidad los que me obligaban a ocultar las razones de mi visita.

De todos los patrióticos chipriotas que había conocido en los últimos años, Larissa era la más fervorosa. Creía en las ideologías de Deligiannis y en la dirección de Kana con un entusiasmo y una ilusión que rayaban el fanatismo. Si no fuera porque parecía una mujer tan íntegra como inteligente, la habría tomado por loca. El único momento de debilidad que había detectado en ella fue cuando la conté la estrategia que el agente de CypEx había usado años atrás para negociar con mi empresa. Larissa tuvo que abandonar la conversación unos minutos para recobrar la compostura, ya que la mera sospecha de que su país hubiera traicionado sus principios le había provocado pánico.

¿Cómo decirle que su país había vuelto a jugársela a mi gobierno?

―Te sorprendería saber ―le dije muy serio mientras me detenía frente a ella y le cogía de la mano ―que entre mis objetivos no se encontraba descubrir a alguien tan sensacional como tú.

Larissa no me contestó, pero me miró fijamente con sus brillantes ojos negros. Su mano ya no solo yacía dentro de la mía, sino que también me agarraba con fuerza.

Y ahí fue, a unos metros del cruce entre el anillo F y la radial Filípides, con el cloqueo de los patos nadando por el canal circular y el suave aroma de los cedros chipriotas de fondo, donde la besé.