“...lo que nos llevaría al tópico de si el dinero da la felicidad. Esta ilusión viene del error de conceptuar la felicidad como un estado permanente en vez del sentimiento pasajero que realmente es. Al igual que un buen recuerdo, un delicioso bombón o el abrazo de una persona especial, una mejora financiera de cualquier tipo producirá una liberación de endorfinas en el individuo, las llamadas hormonas de la felicidad. Por desgracia, las endorfinas son una sustancia con una vida muy corta. Por ello, la prolongación de la felicidad se convierte en un trabajo constante. Personalmente, creo que es mucho más sencillo y satisfactorio buscar esta extensión a través de la vivencia de nuevas experiencias, del amor de los que nos rodean o del reconocimiento profesional, antes que buscarla a través de la superación constante del patrimonio personal.”
El sonido de las pisadas de Ioannis subiendo las escaleras de nuestro edificio como un ciclón interrumpió mi estudio de La Sombra del Cedro, una de las principales obras de Deligiannis y un manual básico para entender la ideología de la EBR. Acudí con una gran sonrisa a recibir a mi marido a la puerta de casa. Allí apareció, resoplando tras subir seis pisos a pie pero radiante de felicidad al verme.
―¿Cuándo llega Chris? ―preguntó.
―Está con su amigo Mesut y su madre en el parque Kana. Iban a ir a una actuación de un grupo de payasos después del colegio. Llegarán dentro de una hora.
―Hmmm, me pregunto qué podemos hacer tú y yo en una hora...
―Si es lo que estás pensando, además nos sobrarán cincuenta y cinco minutos para que me des un masaje ―bromeé.
Cogiéndome en brazos, me llevó al dormitorio entre risas, besos y abrazos.
Ioannis y yo estábamos viviendo una segunda juventud. Hacíamos el amor como nunca lo habíamos hecho, con la pasión que brinda una relación renovada y prometedora mezclada con la experiencia y cariño que habíamos sembrado a lo largo de tantos años difíciles.
Desde que habíamos llegado a Chipre, todas nuestras preocupaciones nos parecían ridículas comparadas con el infierno que habíamos pasado los últimos tiempos en nuestro país. La EBR nos permitió convertirnos en una pequeña familia feliz con ilusionantes proyectos de futuro. Nuestro trabajo nos entusiasmaba y habíamos descubierto el valor del tiempo libre sin los agobios propios de un mundo que ya parecía olvidado.
Ioannis había comenzado a trabajar para la Agencia Espacial Chipriota (AEC). Quién le iba a decir años antes que su experiencia relámpago en la NASA iba a servir para que los dirigentes chipriotas se fijaran en él.
La AEC había nacido, como casi todas las inversiones importantes en este país, en el periodo previo al Plan Stark. Había sido uno de los puntales de la estrategia de Kana, que había sentado las bases de la que se convertiría años después en la principal agencia espacial del mundo. Los fondos que cubrieron los enormes gastos de tal proyecto fueron aportados en su gran mayoría por inversores privados rusos que estaban tradicionalmente vinculados al país y que tenían contactos en la agencia espacial rusa. Qué pasó con ellos cuando la deuda fue cancelada y por qué no se escucharon represalias era uno de los grandes misterios que nadie parecía lo más interesado en aclararme.
Otra de mis preguntas era para qué narices necesitaba la EBR una agencia espacial.
Chipre confiaba en su nuevo sistema económico como el método único e infalible para alcanzar un desarrollo sostenible y respetuoso con el medio ambiente. Pero la realidad es que este pequeño país representaba menos de un 0,01% de la población mundial, y no eran tan ingenuos como para pensar que todos seguirían su ejemplo. Quizá con el tiempo, cuando el sistema chipriota demostrase su eficacia y el resto del mundo se viese envuelto en el inevitable caos que su irresponsable industrialización había provocado, algunos países se darían cuenta de que había que cambiar algo. Pero, ¿y si para entonces ya era demasiado tarde?
Por ello, la AEC nació con el ambicioso objetivo de buscar una alternativa a la vida en la Tierra. Era la primera vez que alguna agencia espacial investigaba algo así desde el estrepitoso fracaso del proyecto Red Colony. En 2028, una agencia privada holandesa había enviado ochenta personas a Marte con el objetivo de comenzar una nueva colonia. Billones de dólares habían sido invertidos en las infraestructuras que permitirían recrear la vida terrestre en un complejo de unos mil metros cuadrados habitables. Cientos de cámaras reproducían en la Tierra el día a día de aquellos que se habían atrevido a pasar el resto de sus vidas en otro planeta, como si fuera una especie de Gran Hermano. Al fin y al cabo, los promotores del proyecto no dejaban de ser una empresa privada en busca de beneficio. Sin embargo, el proyecto acabó en tragedia. Una intensa tormenta de polvo dañó los conductos de ventilación, provocando que todos los participantes murieran asfixiados delante de billones de espectadores. Esto no ayudó a convencer a la población terrestre de que la vida fuera de la Tierra fuese posible. Aquel fue el viaje espacial que quedó en la memoria de la población mundial durante décadas como el más lejano que la raza humana jamás había conseguido llevar a cabo.
La AEC no buscaba hacer ningún negocio. Sus investigaciones tenían un fin claro y preciso: averiguar si la colonización de otros mundos era posible.
La experiencia de Ioannis investigando metales que podrían aguantar gravedades extremas le vino como anillo al dedo, ya que la AEC tenía un departamento que se dedicaba exclusivamente a ello. Partían de la base de que, si algún día el ser humano decidía poblar otro planeta, era muy probable que la gravedad del mismo fuese distinta a la nuestra. Esto significaba que las construcciones del mundo en el que vivimos quedarían completamente obsoletas. Uno de los principales supuestos en los que se basaban era una hipotética mudanza a la Luna, y el equipo de Ioannis estaba trabajando en el diseño de una ciudad lunar.
En teoría, su trabajo era confidencial y yo nunca debería haber sabido nada, pero por aquel entonces nuestro matrimonio no conocía secretos.
Se trataba de una ciudad construida sobre el fondo de un cráter lunar de unos treinta kilómetros de diámetro. Esto permitía ahorrar en materiales, ya que no era necesario construir las paredes de la cúpula sino únicamente el techo. En aquel momento, el equipo de Ioannis se encontraba inmerso en un estudio de las materias primas. Aparentemente, la superficie lunar era rica en acero, silicio, titanio, magnesio y aluminio. Estos materiales podrían usarse en la construcción, lo cual evitaría un costoso transporte desde la Tierra. El diseño de la ciudad también era parte de su trabajo. Llamaban la atención los espaciosos hogares, altas estancias, escaleras compuestas por anchos peldaños, barandillas por doquier... en definitiva, todo estaba diseñado para facilitar la adaptación a la baja gravedad.
Ioannis había conseguido un trabajo que era el sueño de cualquier ingeniero espacial, lo cual se reflejaba en su amplia sonrisa y en el brillo en sus ojos cuando volvía a casa cada tarde.
Chris también estaba encantado con su nueva vida, que consistía principalmente en acudir a la guardería por las mañanas y jugar con sus nuevos amigos por las tardes.
Pronto tendría edad para comenzar a ir al colegio. Por ello, en uno de nuestros primeros días libres, Ioannis y yo fuimos con él a la Oficina de Educación para informarnos de cómo funcionaba el sistema educativo de la EBR.
La Oficina de Educación se encontraba en el edificio Cinco de la Plaza Verde. Un sensor a la entrada detectó nuestro CNI, el cual nos habían implantado recientemente en la médula mediante una sencilla operación. Una descomunal pantalla de grafeno que presidía un enorme vestíbulo de paredes blancas mostró nuestro nombre junto al número de despacho al que habíamos de dirigirnos para nuestra consulta.
Allí nos esperaba una atractiva joven chipriota cuyas curvas se veían resaltadas por un ceñido uniforme de funcionaria que debería haber sido un par de tallas mayor. La etiqueta en su traje indicaba que su nombre era Delphine.
―¡Kaliméra! ―nos saludó nada más entrar en su sobrio y luminoso despacho. Buenos días.
Ioannis la devolvió el saludo en griego e intercambiaron un par de frases que, por lo que mi limitado entendimiento del idioma alcanzaba, se referían al maravilloso tiempo primaveral que nos había recibido en su país.
―¿Te cuento un secreto? ―se dirigió acto seguido Delphine a Chris con una sonrisa―. Tengo el poder de adivinar cosas sobre ti con solo mirarte las manos. ¿Quieres que hagamos la prueba?
Chris solía ser prudente con extraños, pero esta vez le pudo la curiosidad y le tendió su mano derecha a Delphine, que procedió a examinarla con atención.
―Qué interesante...
―¿Qué has visto? ―Chris no podía contener la emoción.
―Tu mano me dice que naciste en una espectacular ciudad llena de rascacielos. También me dice que eres un gran viajero y que con solo seis años ya has recorrido gran parte de tu país. Sin embargo, te gusta Galatea y quieres quedarte a vivir aquí. ¿Es eso cierto?
Chris pareció decepcionado. Intuí que se sentía humillado después de haber sido tomado por un niño ignorante que no era capaz de averiguar que su CNI le había dado toda esa información a Delphine antes incluso de entrar en aquel despacho.
―Yo también puedo leer manos ―dijo entonces Chris, y me temí lo peor.
―¿En serio? ¿Y qué dice la mía? ―contestó Delphine mientras le tendía la palma de la mano derecha.
―Dice que tienes un trabajo aburrido y que encima no te pagan dinero por ello.
―¡Chris! ―intervine avergonzada, arrepintiéndome de no haberlo hecho antes―. Pide perdón a la señorita ahora mismo. Y que sea la última vez que contestas así a un adulto.
Me disculpé ante ella mientras Ioannis trataba de contener la risa.
Tras esta desafortunada introducción, Delphine, que no le había dado importancia al incidente, se dispuso a explicarnos el funcionamiento del sistema educativo y laboral de la EBR.
―Supongo que habéis oído hablar de la Rutina ―comenzó.
―Claro. El primer paso profesional de los chipriotas, ¿verdad? ―contesté.
―Exacto. A los dieciséis años, todos los estudiantes dejan de serlo. En un país cuyo bienestar está fuertemente vinculado a la cantidad de población activa, no nos podemos permitir tener a veinteañeros viviendo del cuento en casa de sus padres. Estos jóvenes realizan trabajos básicos en la industria, construcción, administración o servicios.
―¿Y están bien preparados para trabajar?
―¡Absolutamente! Los rutinarios desempeñan puestos de baja responsabilidad y naturaleza repetitiva. De ahí su nombre.
―¿Y si alguno de ellos tiene aspiraciones mayores? ¿No deberían dedicarse a estudiar para conseguir un mejor puesto?
―La mejor preparación es la que ofrece el puesto de trabajo. Los rutinarios deben enfocar bien su carrera. Por ejemplo, si su ambición es alcanzar una posición importante en la Oficina de Planificación, deberán comenzar con un puesto de operarios en el sistema de distribución. Después de cuatro años en Rutina podrán acceder al siguiente nivel, los Retos.
Ya habíamos oído hablar de los Retos. Eran los siguientes niveles de responsabilidad: R1, R2 y R3.
El primero de ellos estaba compuesto por profesores, planificadores, programadores, enfermeros, investigadores, ingenieros... Eran casi tan numerosos como los rutinarios, a los que solían dar órdenes. Ioannis y yo habíamos sido incluidos en este grupo.
Delphine nos explicó que, para aquellos que todavía deseasen aumentar su estatus, cabía la posibilidad de seguir subiendo de nivel, siempre y cuando se hubiesen cumplido una serie de requisitos de calidad y antigüedad. En el grupo R2 se encontraban los directivos de los sistemas estatales de transporte, educación, sanidad, planificación, deporte, justicia, ciencia... Se trataba de los jefes de los trabajadores R1 y de ellos dependían gran parte de las decisiones estratégicas que se tomaban a diario en el país.
Por último, R3 era el selecto grupo donde se incluía a los directores de cada sector y al presidente del gobierno. En otro país, R3 equivaldría al consejo de ministros. Llegar a este grupo no era fácil: se requería un mínimo de veinte años en el mercado laboral. Pero no valía con eso, los directores debían ser elegidos por la población cada cuatro años. No existían partidos políticos en la EBR, sino que los componentes del gobierno eran elegidos individualmente. Esto incrementaba la calidad del grupo gobernante, además de reducir la corrupción y las alianzas fraudulentas.
Gracias a este sistema, los dirigentes de la EBR eran gente extraordinariamente preparada y motivada. Conocían a la perfección al pueblo y a su entorno, y no estaban motivados por la riqueza sino por el objetivo de llevar el bienestar a los ciudadanos de una forma sostenible que asegurara a su vez el bienestar de futuras generaciones.
―Delphine, todo esto suena muy interesante ―intervino Ioannis―. Pero tengo una duda trascendental: ¿para qué van a preocuparse los ciudadanos en ascender si los sueldos no existen?
―¿Y por qué tienen que ascender todos? La EBR necesita a los rutinarios. Y ser un rutinario permanente en Chipre ofrece una calidad de vida que no puede encontrarse en ningún país.
―Pero la EBR también necesita directivos que los dirijan, ¿no crees?
―Por supuesto. Y está demostrado que una buena parte de los ciudadanos, pese a tener las necesidades básicas cubiertas, mostrarán otro tipo de inquietudes relacionadas con el estímulo intelectual y la realización. Son aquellas personas las que intentarán acceder a los Retos.
―¿Y si llega el momento en el que la motivación del estatus no sea suficiente?
―No creo que esta situación se vaya a dar nunca en Chipre, señor Patroklou. Hasta el momento, nos ha ocurrido lo contrario. Los requisitos para ascender han tenido que ser endurecidos para no provocar una fuga de rutinarios. Los ciudadanos quieren demostrar su valía, desean colaborar con el bienestar global y, sobre todo, ansían conseguir premios Galileo.
Los premios Galileo. Recordaba haber leído hace tiempo un artículo en el Boston Globe sobre estos galardones, que fueron implementados al comienzo de la EBR. Premiaban todo tipo de metas, desde innovación y descubrimientos científicos hasta capacidad de liderazgo, éxitos en la implantación de proyectos o incluso cantidad de horas trabajadas. Esta idea había causado un furor que sus creadores no llegaron a imaginar. Se podrían calificar de éxito, ya que eran una de las claves del desarrollo del país, pero fueron duramente criticados por las consecuencias que causaron en la sociedad chipriota.
Para conseguir su ansiado reconocimiento, los ganadores de premios Galileo habían comenzado a hacer visibles ostentaciones de su nuevo estatus: añadían títulos a sus nombres, llevaban medallas en su uniforme, colgaban diplomas en las puertas de sus hogares... La inexistencia de dinero había dado al traste con cualquier método cuantitativo para medir el estatus, así que la sociedad se obsesionó con los premios Galileo, la herramienta más parecida a una cuenta bancaria para decidir si una persona era superior a otra. Los que tanto hacían gala de sus condecoraciones eran los mismos que en mi país habrían presumido de su Porsche, su bolso de Louis Vuitton o su camisa de Ralph Lauren. Los ciudadanos chipriotas pronto alcanzaron fama de orgullosos e individualistas, algo paradójico en un país en el que el trabajo en equipo y la coordinación de las acciones de sus trabajadores eran clave para el desarrollo.
―¿Y no existen otro tipo de recompensas para aquellos que lo merezcan? ―insistió Ioannis con escepticismo―. Quiero decir, algún incentivo material, como una casa más grande, o más vacaciones.
―Entiendo su preocupación ―contestó Delphine con cierta condescendencia―. Usted cree que, si no todos somos iguales ni trabajamos igual de duro, no deberíamos ser tratados en las mismas condiciones, ¿verdad?
―Sí, me parece un principio obvio.
―Bien, la EBR piensa lo mismo. Los beneficios de destacar profesionalmente existen, la diferencia es que estos beneficios no son tangibles. El objetivo es evitar una de las grandes lacras del capitalismo: las diferencias sociales. Solo asegurándonos de que la desigualdad social no existe, podremos conseguir una sociedad segura, estable y feliz.
Decidí intervenir antes de que Ioannis pudiera contestar. Sabía que podría hablar durante horas de este tema.
―Es interesante conocer las implicaciones del sistema a largo plazo a la hora de enviar a nuestro hijo a la escuela. ¿Cuál sería tu recomendación, Delphine?
―En mi opinión, es demasiado pronto para que Chris comience el colegio. Es cierto que es un chico muy listo ―dijo mientras sonreía a Chris―, pero en la EBR asumimos que los niños han aprendido los cuatro idiomas oficiales en la guardería antes de comenzar las clases. Les aconsejaría un año más de guardería para que no parta con desventaja respecto al resto de alumnos.
―Estoy de acuerdo ―contesté―. No hay razón ninguna para estresar a Chris obligándole a rendir a un nivel que está muy por encima de sus posibilidades. Él no tiene la culpa de que nos hayamos mudado a un país políglota.
―¿Lo dices en serio? ―me sorprendió cómo Ioannis levantaba la voz―. ¿Un niño de seis años en la guardería? ¡Vamos hombre! A esa edad yo ya compaginaba el colegio con el trabajo en la tienda de mis padres. Además, la mejor forma de aprender idiomas es verse obligado a ello.
―Quizá sea pronto para tomar una decisión ―dije entonces a Delphine. No veía ningún sentido en iniciar una discusión con mi marido delante de ella―. Lo pensaremos juntos y volveremos otro día.
Tras despedirnos, nos dirigimos hacia la salida de la Oficina de Educación en silencio mientras pensaba con preocupación en cómo, en un entorno donde el estatus y los logros intelectuales estaban tan valorados, el que nuestro hijo partiera con desventaja podría acarrear fatales consecuencias.
Por desgracia, también sabía que, cuando Ioannis defendía algo con tal vehemencia, era muy difícil convencerle de lo contrario.
Un par de semanas después, aún sin haber tenido las agallas de enredarnos en la discusión sobre el futuro de nuestro hijo, Ioannis y yo dejamos a Chris con una niñera para salir a cenar a casa de mi jefe, Milos, y su mujer, Melinda.
Hacía ya unos meses que, tras aquella conversación con Panos Kana en el palacio de congresos, había seguido sus instrucciones y acudido a la Oficina de Salud preguntando por Milos Darcevik, que me recibió en un pequeño y luminoso despacho amueblado de forma excesivamente sobria, como todos los que había visto en Galatea. La única diferencia consistía en un gran crucifijo que colgaba de la pared, evidenciando su vocación católica. La EBR no financiaba ninguna religión, pero abogaba por la libertad religiosa de sus ciudadanos siempre y cuando estos mostraran respeto y tolerancia hacia todas las creencias que no fueran la suya.
Pese a sus casi cincuenta años, Milos contaba con un físico imponente, fruto de sus sesiones diarias de gimnasio. Trataba a su abundante cabello rubio con el mismo cariño que a su cuerpo, de manera que podría haber protagonizado un anuncio de champú. Sin embargo, habría resultado mucho más atractivo si sonriera más a menudo, si su voz sonara menos monótona o si sus pequeños ojos verdes no desprendieran aquella arrogancia.
En cuanto comenzó nuestra reunión, me di cuenta de que Kana estaba en lo cierto: Milos no era un hombre de muchas palabras.
Nuestra relación no comenzó con buen pie. Milos me aseguró que me enviaría por correo electrónico los detalles sobre un curso de introducción a la psicología de la EBR al que tendría que apuntarme antes de comenzar a trabajar. Añadió que podría llamarle para hablar de ello una vez hubiese leído la documentación en mi tableta, y con ello dio la reunión por terminada. Reacia a abandonar su despacho con tan poca información, comencé a bombardearle con preguntas sobre el curso, a las cuales respondió de la manera más breve que pudo.
―Entonces, ¿cuál será exactamente el objetivo de mi puesto de trabajo? ―pregunté al final, ya cansada de mi propio interrogatorio.
―El principal objetivo de nuestros psicólogos es manejar las expectativas de los inmigrantes y ayudarles a adaptarse a su nuevo entorno. No podemos hacerles un lavado de cerebro, pero queremos que piensen de la manera más parecida posible a los niños chipriotas de la generación del 43, que fueron los primeros en entrar al nuevo sistema desde el primer peldaño. Las secuelas del capitalismo son inexistentes en estos niños.
―Entendido ―contesté―. He de convertirme en un profeta de Marx.
La expresión de Milos cambió por completo y me miró horrorizado, como si hubiese mentado al mismísimo diablo. En ese instante maldije mi habilidad para hacer bromas en los momentos más inoportunos.
Bajando la voz como si alguien pudiera oírnos, Milos procedió a aleccionarme con un tono severo:
―Señora Patroklou, le voy a dar otro consejo. No se le ocurra mencionar el comunismo, el marxismo, a Lenin o nada parecido. Lo último que deseamos en la EBR es que nos comparen con este sistema.
―Lo siento ―me disculpé, y enseguida me arrepentí de hacerlo―. Vengo de un lugar donde la libertad de expresión es un derecho de todo ciudadano.
―En la EBR hay libertad de expresión ―respondió Milos visiblemente ofendido―. Pero, como en cualquier otro sitio, existen temas delicados. En su nuevo puesto va a entrar en contacto con muchas personas que están hambrientas de información sobre este país y su sistema. Lo peor que puede hacer es darles información equivocada. Somos conscientes de que muchos críticos se han empeñado en compararnos con los regímenes rusos o cubanos del siglo pasado, pero no hay nada más lejos de la realidad. Esto no es una dictadura, sino una democracia. Respetamos las distintas religiones, nuestros políticos son extraordinarios y tenemos una estructura de clases sociales que sería la envidia de todo sistema. Y, sobre todo, hay algo más importante que la lucha por la igualdad: la lucha por la preservación de nuestro entorno. Nadie se llevará las manos a la cabeza si define a Chipre como lo que es, una Economía Basada en Recursos. Pero nunca nos compare con el comunismo, por favor.
―Entendido. No era mi intención ofenderle, solo intento aprender. Me gustaría hacer mi trabajo lo mejor posible ―respondí complaciente. No debía olvidar que se trataba de mi futuro jefe.
―No hay problema ―Milos recuperó su tono aburrido― quizá le ayude leer algo de Deligiannis. Puede descargarse sus libros en su lector.
―Lo haré ―contesté. Rafail Deligiannis había sido como un mentor para Panos Kana. Murió poco después de acabar la guerra, pero no sin marcar un antes y un después en la vida del presidente. Su principal obra, La Sombra del Cedro, era de lectura obligada para todo ciudadano chipriota y para todo aquel que se interesase por entender este pequeño pero complicado país.
―Muy bien, esa será su primera tarea. En cuanto al curso, comienza el próximo lunes junto con un pequeño grupo de futuros psicólogos.
Sin darme opción a hacer más preguntas, me tendió la mano en señal de despedida.
Aquel curso duró dos meses, en los que trabajé muy de cerca tanto con mis compañeros como con Milos, lo que me llevó a conocerle mejor. Descubrí que mi jefe no era tan horrible como me había parecido al principio. Simplemente, sus formas dejaban bastante que desear. Llegamos a entendernos el uno al otro y a entablar una relación de amistad, lo que le llevó a invitarnos a Ioannis y a mí a cenar a su casa junto a su mujer para celebrar el inicio de mi vida laboral en la EBR.
―¡Por Leah! ―exclamó Milos levantando la copa. Tras dos botellas de vino, se mostraba mucho más animado y hablador de lo habitual―. La EBR tiene suerte de contar con una psicóloga con tanto talento y conocimientos como tú.
Nos hallábamos sentados alrededor de una mesa para cuatro personas en el salón del piso de Milos y Melinda, que era exactamente igual que el nuestro excepto por la gran bandera de la EBR que lo presidía. La falta de ornamentos religiosos me hizo pensar que probablemente Melinda profesaba unas creencias bastante distintas a las de su marido.
La diferencia externa entre aquel apartamento y el nuestro residía en que se encontraba en el sector Norte del anillo E, una zona que, sin razón aparente, solía estar habitada por los altos cargos chipriotas, aquellos trabajadores pertenecientes a los niveles R2 y R3. Sus amplios ventanales, a diferencia de los nuestros, estaban orientados hacia el centro de Galatea. Dado que vivían en una de las plantas más altas de su edificio, esto significaba que podían disfrutar de unas espectaculares vistas de la ciudad. Desde la mesa donde estábamos cenando podíamos admirar un fondo negro sobre el que destacaban las miles de luces tenues de la noche galitana, que, deliberadamente, no brillaban lo suficiente como para contaminar un cielo lleno de estrellas.
―Dinos, Leah, ¿qué te ha parecido el curso? ―preguntó Melinda dirigiéndose a mí―. Y no te veas obligada a decir que todo fue perfecto porque esté aquí tu jefe. Hoy Milos os ha invitado en calidad de amigos.
Melinda, la mujer de Milos, era encantadora. A diferencia de su marido, que era de ascendencia balcánica, toda su familia había crecido en Chipre, lo que podía advertirse en sus rasgos faciales, tan fuertes como su personalidad. Además, poseía una inteligencia fuera de lo común. Acababa de ser ascendida a directora de la Oficina de Planificación chipriota, uno de los puestos más importantes del país. De ella dependía que los almacenes de Galatea contasen con el número justo de bienes y de alimentos: suficientes como para abastecer al pueblo, pero no tantos como para que caducasen o se volviesen obsoletos. Conseguir tal equilibrio en una población que se acercaba al millón de habitantes requería unas dotes de coordinación extraordinarias.
―He de reconocer que he aprendido a fijarme en detalles que antes se me habrían pasado por alto ―contesté sin mojarme demasiado―. Por ejemplo, en cómo la procedencia de los inmigrantes constituye el primer factor a la hora de definir la actitud hacia la EBR. El país solo lleva unos meses abierto a la inmigración, pero ya se pueden observar ciertos patrones de comportamiento.
―¿Puedes contarme algún caso?
―Claro, puedes fijarte por ejemplo en aquellos inmigrantes procedentes de un entorno pobre, los que están acostumbrados a asegurarse de que no pasarán hambre. Son aquellos que, en los comedores, cogen dos trozos de pan a escondidas para guardarse uno en el bolsillo.
―Eso es terrible ―intervino Ioannis, que llevaba toda la noche intentando agradar a nuestros anfitriones. La verdad es que me había sorprendido cómo mi marido, alguien a quien la aristocracia siempre le había dado igual, se mostraba encantado de codearse con todo un matrimonio R2. Acababa de conocer al líder nacional en el campo de la psicología y a la directora de planificación de recursos en un solo día, y estaba pletórico.
―Bueno, yo no creo que sea para tanto ―le bajó los humos Milos―. Estos pequeños detalles generan simpatía y dan lugar a las primeras anécdotas de los recién llegados, pero es cierto que hay que tener cuidado con los que van más allá. La clave del funcionamiento de la EBR es que todos y cada uno de sus ciudadanos consuma los recursos disponibles de manera responsable.
―La buena noticia es que la mayoría parece haberlo asimilado correctamente ―añadí―. Pero siempre están aquellos que abusan del sistema. Irónicamente, suelen ser los inmigrantes que, en etapas anteriores, gozaban de un gran poder adquisitivo. Creen que su calidad de vida se ha visto reducida por no poder consumir tanto como les venga en gana, y les cuesta economizar. Consideran lo más normal del mundo acumular bienes sin usar en su casa, o realizar grandes pedidos de comida sin considerar su fecha de caducidad o el riesgo de rotura de inventario.
―Es por ello que estamos trabajando en añadir más restricciones al sistema de distribución ―anunció Melinda―. No me malinterpretéis, estoy a favor de la apertura a la inmigración, pero es cierto que estamos teniendo muchos más problemas desde que llegasteis.
―Me parece una gran idea establecer medidas de prevención, pero ¿hay algún tipo de medidas de control? ―preguntó Ioannis.
―Por desgracia, tiene que haberlas ―contestó Melinda―. Panos Kana está considerando nuestra propuesta de implantar un sistema de auditorías domésticas. Si por mí fuera, la Oficina de Planificación tendría acceso a todas las estadísticas de consumo de las familias, pero Kana quiere establecer un equilibrio entre el control y la privacidad.
―¿Y qué ocurrirá con aquellos que infrinjan las normas? ―insistió mi marido.
―Como en cualquier otro país, existe un sistema penal. Dicen que Deligiannis adoptó una de las claves del imperio inca: castigar a los vagos y a los gorrones. Siempre adoptando las leyes a nuestra sociedad, claro. Nosotros no metemos a la gente que no trabaja o que consume demasiado en pozos llenos de pumas o de serpientes, pero les enviamos apercibimientos. Y, en casos extremos, la ley considera la cárcel. Pero habría que ser muy estúpido para llegar a ello. De momento, nadie ha ingresado en prisión por uso indebido de recursos o por falta de productividad.
―Los apercibimientos parecen ser castigo suficiente por ahora ―añadió Milos―. Entre las familias chipriotas está muy mal visto recibir uno, como si fuera una mancha imborrable en el historial delictivo.
Ioannis pareció darse por satisfecho, pero, tras pensarlo unos instantes, volvió a la carga con más preguntas.
―Hay algo que no entiendo. Yo puedo controlar los bienes que uso, pero ¿y si alguien me regala algo que no necesito? ¿Quién será apercibido, yo o la persona que me lo ha regalado?
Milos estalló en una carcajada ante los atónitos ojos de mi marido, y me miró con una sonrisa cómplice que le devolví.
―Precisamente este ha sido el tema estrella de nuestro curso ―respondió―. Y he de decir que es una muy buena pregunta. Leah conoce muy bien la respuesta.
―En resumen, el producto estará a nombre del usuario, por tanto la persona que lo regala se desentiende de las consecuencias ―respondí.
―Pero, ¿qué sentido tienen entonces los regalos? No solo no cuestan dinero, sino que se pueden convertir en una carga. ―razonó Ioannis, siguiendo la misma línea de discusión que Milos y yo habíamos debatido en el curso días atrás.
―Te ahorraré unos cuantos quebraderos de cabeza, Ioannis ―dijo Milos―. La conclusión es que los regalos físicos no tienen sentido en un país donde el concepto de propiedad privada no existe.
―¿Cómo puede la EBR decidir sin más que los regalos no tienen sentido?―preguntó Ioannis preocupado―. Los regalos siempre han sido un componente esencial de la naturaleza humana, una forma de mostrar a los demás que nos importan. ¿Qué consecuencias tendrá su ausencia en la sociedad?
―Nadie ha dicho que los regalos no existan ―intervino Melinda―. Estamos hablando de bienes materiales únicamente. Nadie te impide mostrar tu cariño hacia alguien de cualquier otra forma.
―Por ejemplo, la moussaka que acabáis de cenar ―añadió Milos―. La han cocinado nuestros vecinos para nosotros, sabiendo que es el plato favorito de Melinda.
―Ya veo ―respondió Ioannis―. De forma que los regalos en Chipre tienen más sentido en forma de servicios que en forma de productos.
―Exactamente ―contestaron Melinda y Milos al unísono.
Fue entonces cuando se me ocurrió una idea que no había surgido durante el curso de psicología.
―¿Y si el tiempo en sí se convirtiera en un regalo?
De repente, a Milos y a Melinda se les borró la sonrisa de la cara.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Ioannis.
―Los regalos son servicios, y los servicios son tiempo. Ya que el dinero no existe, el tiempo podría convertirse en un método para cuantificar la valía de los regalos. De hecho, no solo serviría para los regalos, podría surgir todo un mercado basado en bonos de tiempo. Te ofrezco dos horas cuidando de tus hijos en el parque a cambio de una hora de clases de piano.
Milos y Melinda se miraron con preocupación, y me pregunté si había metido la pata. Al fin, Melinda me cogió la mano y se dirigió a mí bajando la voz, como si tuviera miedo de que alguien pudiera oírnos.
―Leah, lo que propones es ilegal. La EBR no prohíbe solo el dinero, sino cualquier método cuantitativo para medir el valor de bienes y servicios. De hecho, se cree que uno de los mayores problemas del gobierno en los próximos años será el creciente mercado negro de servicios.
No entendía muy bien lo que quería decir Melinda. ¿A qué tipo de mercado negro se refería?
Antes de que pudiera preguntar, la conversación se vio interrumpida por Marcos, el hijo de Milos y Melinda, que acababa de entrar en el salón.
―Mamá, siento interrumpir vuestra cena, pero no puedo dormir ―dijo con tono lastimoso. Marcos tenía la edad de Chris, pero se expresaba con una petulancia impropia de un niño de seis años.
―¿Estamos haciendo mucho ruido, cielo? ―le preguntó Melinda mientras le pasaba la mano cariñosamente por la espalda.
―No, pero estoy algo intranquilo por la carrera de mañana.
―Disculpadme ―dijo Melinda dirigiéndose a Ioannis y a mí―. Mañana Marcos tiene una carrera de prueba para entrar en el club de atletismo, y está un poco nervioso. Voy a ver si puedo tranquilizarle para que se duerma.
Melinda se despidió y dejó el salón junto a Marcos, dejándonos solos con Milos. En ese momento se produjo un silencio incómodo que Ioannis atajó con un ápice de nerviosismo.
―Entonces, ¿en qué consiste aquel mercado negro de servicios?
Milos carraspeó y se revolvió en la silla visiblemente molesto. Los efectos del vino parecían haber desaparecido de repente.
―Ioannis, Leah, ha sido una noche muy entretenida y no pretendo echaros de nuestra casa, pero yo también me encuentro cansado y tengo varias cosas que hacer mañana. ¿Os importa si retomamos la discusión en cualquier otro momento?
Ioannis y yo nos despedimos y decidimos volver a pie a casa. Todavía no era muy tarde y una brisa agradable acariciaba nuestros rostros mientras caminábamos por el parque del sector Norte del anillo E.
―¿No tienes la sensación de que querían evitar el tema del mercado negro a toda costa? ―me preguntó Ioannis en cuanto nos encontramos a una distancia prudente de su edificio.
―No creo que fuera un problema para Melinda. Más bien era Milos el que se sentía incómodo con la discusión. ¿Crees que fue un error por mi parte realizar la propuesta de los bonos de tiempo?
―Para nada, Leah. El error sería dejar de cuestionar el sistema.
Su respuesta me pareció lo suficientemente sensata como para quedarse grabada en mi memoria, lo que más adelante serviría para darme cuenta de la trampa en la que había caído.