Domingo, 26 de octubre de 2059.
No había pasado ni un día desde nuestra última conversación y ya me encontraba de vuelta en el pestilente sótano de Zuo. A pesar del riesgo de la operación, supe desde el primer momento que le ayudaría a desplumar al desgraciado de Lu Jing. Por ello, no vi ninguna razón para engañarme a mí misma y prolongar lo inevitable.
La primera decisión era fácil: teníamos que elegir una fecha. No queríamos demorarnos demasiado, ya que Lu Jing podría pensar en invertir en seguridad informática para asegurar su nueva fortuna. Pero también queríamos estar bien preparados. Nos pusimos como meta el último viernes de noviembre. Quedaba apenas un mes.
Durante este tiempo, Zuo se dedicaría a prepararse técnicamente y a conseguir reunir cuatro personas fiables que formarían el resto de nuestro equipo: un maquillador, dos colegas de confianza de Zuo que colocarían el anulador de señal del CNI en el salón de belleza y, por último, el experto en reemplazo de CNI. Por seguridad, ninguno de ellos sabría realmente en qué consistía nuestra misión completa.
El maquillaje me haría ser prácticamente una copia de la señora Jing y el CNI me daría la validación informática, pero no era suficiente. Por ello, yo me dedicaría a estudiar a la señora Jing. Analizaría vídeos de ella para imitar su estilo, sus movimientos, su acento, su vocabulario e incluso su caligrafía. Durante aquel tiempo me convertiría en actriz. Debía meterme en el papel, verlo todo desde el punto de vista de una ricachona de cincuenta años. La mejor forma de vencer a tu enemigo es conocerlo.
En cuanto a los detalles de la operación, Zuo ya había trabajado en un avanzado plan.
―Tras ser maquillada, irás a Macao en el primer barco del viernes 29 de noviembre ―comenzó a explicarme con tranquilidad mientras engullía un cubo entero de grasientas alitas de pollo―. Allí te estará esperando mi colega el médico, que se hace llamar Ma He. Él te llevará a su consulta para realizar la operación.
―Entendido.
―La operación se suele llevar a cabo con anestesia general, pero no disponemos del tiempo suficiente. Ma He deberá aplicarte anestesia local, lo cual viene siendo tan útil como proteger tu rodilla de un martillazo poniéndole un pañuelo por encima. ¿Te ves preparada para aguantar el dolor?
―Tendré que hacerlo.
Por desgracia, no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
Jueves, 28 de noviembre de 2059.
Me voy a la cama a las ocho. Como era de esperar, no puedo pegar ojo. Imágenes de chips electrónicos arrancando trozos de médula se repiten en mi cabeza. ¿Quién coño me mandaría buscar vídeos sobre la operación? Me doy la vuelta, pruebo técnicas de relajación. Sin éxito, vuelvo a mirar el reloj. Las 22:16. Si me duermo ahora, podré dormir dos horas y cuarenta y cuatro minutos. Cuarenta y dos. Cuarenta y uno. Llevo días obsesionada con la operación de médula. ¿He pensado bien en lo que viene después? Comienzo a repasar el resto del plan, pero pronto me doy cuenta de que es inútil. Lo que necesito es dormir, no estoy pensando con claridad. Dos horas y cuarto. Todavía puedo dormir lo suficiente para estar lúcida mañana. Solo necesito unos minutos sin pensar en nada... ... ... Mierda. La documentación. ¿La he dejado encima de la mesita del pasillo? Si no está allí puede que mañana se me olvide. Será mejor que me levante para asegurarme. Aquí está. Vale, ya puedo dormir tranquila. Una hora y media...
Incontables divagaciones más tarde, comienzo a conciliar el sueño. Y justo en ese momento de inesperada calma en que los pensamientos racionales se empiezan a fundir con los irracionales, el sonido de mis lentes me arranca de mi ahora suave almohada de un sobresalto. El maquillador está aquí. Ha llegado el momento.
Unas horas más tarde, un cielo de espesas nubes grises se empeña en retrasar el amanecer mientras desembarco en el puerto de Macao. Los altos tacones no son un problema, al fin y al cabo llevo un mes practicando, pero las prótesis que llevo en la cara me resultan bastante incómodas.
Macao es un lugar conflictivo desde que perdió su autonomía del gobierno chino en 2049, y el puerto se encuentra atestado de policías. Zuo y yo sabíamos que era un riesgo que deberíamos asumir, ya que el transporte por carretera no era una opción. Guangzhou y Macao son dos de las áreas con mayor densidad de población del mundo, y el trayecto entre ambas es una pesadilla. Algunos de los atascos entre ambas ciudades han llegado a durar más de una semana.
Noto cómo muchos de los policías me observan detenidamente con cara de pocos amigos al cruzármelos, y un escalofrío me recorre la espalda al recordar algunas de las barbaridades por las que el cuerpo de policía de Macao se ha hecho tristemente famoso en los últimos años, como aquella joven a la que mataron de una paliza por dirigirse a ellos en cantonés, o aquel dirigente de un casino al que asesinaron por asegurar que su negocio había quebrado debido a las nuevas leyes impuestas por Pekín.
Ma He, el médico experto en reemplazo de identidad, me está esperando en el punto acordado, a unos cien metros de la salida del puerto. Es un joven flaco que viste de manera descuidada, con un pelo largo y alborotado que crece en todas las direcciones menos en la de la gravedad, lo cual confiere a su cabeza un tamaño desproporcionado. Por sus movimientos corporales, deduzco que, o está escuchando música y no puede evitar llevar el ritmo, o tiene una necesidad imperiosa de ir al baño. Cualquiera que sea la razón, no le da una apariencia muy cuerda. Así que voy a poner mi vida en las manos de este lunático... Cuando estoy a punto de darme la vuelta, parece percatarse de mi presencia y se dirige hacia mí con cara de pocos amigos. Ma He se presenta secamente y me conduce hacia su coche, una chatarra que amenaza con electrocutarnos a las primeras de cambio.
Su consulta no es más que un pequeño apartamento en la Rua de Bruxelas que ha alquilado específicamente para la misión. La operación de médula tendrá lugar en una pequeña sala de estar que, a juzgar por su decoración basada en reliquias de cerámica y animales disecados, bien podría haber pertenecido a mi tatarabuela.
Siempre pensé que la tentación de salir corriendo en el momento de ver la silla de operaciones sería un impulso contra el que tendría que luchar, sin embargo me encuentro sorprendentemente tranquila. Me siento en ella y me inclino hacia adelante apoyando la frente en una especie de brazo acolchado, sin decir palabra y con cuidado de no estropear el maquillaje. Mientras, Ma He comienza con los preparativos.
―Tengo una noticia buena y otra mala ―dice distraídamente mientras me abrocha fuertemente a la silla con un robusto cinturón.
―No estoy de humor para juegos, dime que ocurre.
―La buena es que podemos aplicarte anestesia local.
―Eso ya lo sabía ―le contesto con brusquedad, y tengo que morderme la lengua para no insultarle.
―La mala es que, para que afecte a la médula, tenemos que usar un tipo de inyección que te va a doler bastante.
―¿Tanto como para considerar la opción de no utilizar anestesia?
―No, no, ¿estás loca? Te desmayarías enseguida y sería peligroso.
―Entonces ¿para qué coño me cuentas esto? ¡Ponme ya la anestesia y cállate la boca!
―Para ser la persona de quien depende tu vida, no me tienes mucho respeto.
Tengo que hacer un gran esfuerzo para evitar soltarle otro improperio. Quizá esté reaccionando de manera más susceptible de lo normal, pero este tío parece salido de un concurso de bichos raros. Qué coño, qué se puede esperar de un amigo de Zuo.
Mientras despotrico mentalmente, siento un inesperado e intenso dolor en la parte superior de mi espalda. No dura mucho, pero estos instantes se convierten en los más largos de mi vida.
Los siguientes minutos son terriblemente desagradables. El punzante dolor no es lo peor. La sensación de alguien rebuscando con un escalpelo en la parte posterior de mi cuello, donde comienza la espalda, es lo que me da náuseas y me tiene al borde del desmayo. Ocasionalmente siento el choque entre algún hueso y el frío metal y el dolor se hace más intenso, lo cual casi agradezco porque sustituye a la sensación general de estar siendo abierta en canal. No puedo evitar arquear las plantas de los pies y apretar los puños para luchar contra el dolor. Me agarro a los manillares acolchados de la silla de operaciones y aprieto las manos con tanta fuerza que comienzo a tener calambres musculares en las muñecas. Ese dolor se une al dolor en la espalda, y tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no derramar unas lágrimas que podrían arruinar el maquillaje.
Después de lo que me parece una eternidad, veo cómo Ma He se aleja de la silla de operaciones quitándose los guantes ensangrentados.
―¿Hemos terminado ya? ―pregunto con voz temblorosa.
―Me temo que no ―dice contrariado mientras se sienta en un sillón al otro lado de la sala―. Las últimas conexiones de tu chip están más pegadas a la médula de lo normal. Si tiro demasiado fuerte podría dañar algún nervio. Voy a tener que usar un producto especial para efectuar la extracción.
Mi primer impulso es levantarme e irme de allí. Todavía tengo mi chip, no he incurrido en ningún delito. Podría volver a casa y dedicarme a ser una activista normal y corriente, sin meterme en líos como este. Pero intento mantener la calma, forzándome a pensar en los motivos que me han llevado hasta aquí una vez más.
Pienso en un vídeo que hace tiempo me envió Wenbo, donde se veía por dentro una fábrica de componentes electrónicos propiedad de la empresa de Lu Jing. Había sido filmado por Na Sung, una activista de Zhēnlǐ zhī dào que de alguna manera se había hecho pasar por nueva ejecutiva de la empresa. El vídeo era de baja calidad, ya que tuvo que usar una cámara antigua para evitar su detección. Na avanzaba por una planta subterránea abarrotada de trabajadores, apelmazados unos contra otros a lo largo de interminables mesas sobre las que trataban de ensamblar piezas. Sus edades comprendían todo aquel individuo que fuera capaz de usar sus manos para encajar piezas pequeñas, lo que significaba una mayoría de niños, pero también se veían varios ancianos. Los turnos eran de catorce horas sin descanso y se les pagaba al final del día dependiendo del número de piezas que hubieran ensamblado. En el mejor de los casos, alguien tendría para comprar medio kilo de arroz con su sueldo de un día.
Lo peor ocurría en las cadenas de montaje. Allí no había niños, sino grandes grupos de trabajadores adultos apelotonados en torno a las máquinas, casi peleándose por un puesto en la cola para usar una de las máquinas ensambladoras. Si conseguías usar la máquina tres o cuatro veces en un día, podrías ganar lo suficiente como para cenar esa noche. De hecho la empresa se enorgullecía de su política de contratación, o más bien de su falta de ella. Decían que cualquiera que viniera a su fábrica podía echar una mano y ganarse un sueldo diario, lo cual concedía oportunidades a todo el mundo por igual. Por supuesto, los vídeos oficiales mostraban una fábrica limpia, luminosa y con unos pocos trabajadores que se repartían el uso de las máquinas con una sonrisa, pero la realidad era muy diferente.
Cerca de la máquina, dos trabajadores comenzaron a pelearse, presuntamente por dirimir quien había llegado antes. Uno de ellos empujo al otro, que perdió el equilibrio y cayó sobre la primera persona de la cola. Éste a su vez cayó sobre el trabajador que estaba usando la máquina, con tan mala suerte que el pobre hombre hundió su cabeza en el producto electrónico que estaba ensamblando justo en el momento en el que estaba usando la pistola de fundición. A pesar de que el sonido del vídeo también era de mala calidad, sus gritos se podían distinguir perfectamente. Tras unos segundos de duda, dos trabajadores le separaron de la máquina y le dejaron en el suelo, donde se quedó inconsciente mientras la sangre todavía salía a borbotones de las cuencas donde antes habían estado sus ojos. A nadie pareció importarle lo más mínimo.
Aquellos gritos han sido un componente habitual de mis pesadillas durante una temporada, y consigo recordarlos con gran realismo mientras espero en la silla de operaciones a que Ma He decida continuar.
En cierto momento, otro grito más real y a mayor volumen se une a los que ya suenan en mi cabeza. Cuando por fin me doy cuenta de que el grito ha salido de mi propia garganta, todo lo que me da tiempo a sentir es un horrible dolor agudo en la nuca, seguido de una negra niebla que cubre mi campo de visión de arriba abajo como un lúgubre telón.
Zuo no era tan optimista como yo. Antes de continuar explicando la operación, transfirió a mis lentes varios archivos que explicaban técnicas para evitar desmayarse en momentos de dolor y sufrimiento físico. Desde el primer momento supe que nunca los abriría.
―Y tampoco puedes echar a perder el maquillaje ―continuó.
―Descuida. Pero prefiero hablar de la operación solo lo justo y necesario. ¿Qué viene después?
―Esperaréis a mi señal, que os daré cuando la señora Jing comience a usar el secador donde hemos colocado el anulador de CNI. Entonces Ma He te llevará al hotel Grand Lisboa, donde tienes reservada una suite a nombre de Chun Jing. Este es su hotel preferido.
―¿Les has dado mi teléfono al hacer la reserva?
―Sí, y también tu foto, tu dirección y tus antecedentes penales. Joder, Lin, ¿tú que crees?
―De acuerdo, es una pregunta estúpida ―reconocí.
―Tengo un número de teléfono nuevo para ti. Para evitar dejar la huella del chip telefónico, no llevarás tus lentes. Te he conseguido unas nuevas en la que introduciré tu nuevo número.
―Espero que sean unas buenas. La señora Jing no escatimaría en gastos.
―Por desgracia, tienes razón. Te he comprado unas Hua Sung X3.
―Era broma Zuo, sabes que me dan igual las nuevas tecnologías.
―De todas formas no te acostumbres a ellas, las destruiremos en cuanto vuelvas. Y tampoco te acostumbres a la suite. Tienes que perder el menor tiempo posible allí. Simplemente deja tus maletas a Ma He y sal inmediatamente hacia el banco.
―¿Me esperará alguien allí?
―El matrimonio Jing tiene su consultor personal. No te preocupes, solo ha visto a la señora Jing una vez y ella no es de muchas palabras, así que si no hablas demasiado no levantarás sospechas.
―De acuerdo.
―Cuando el consultor te pregunte cómo ha ido el viaje, deberás contestarle que el chófer tenía un día flatulento.
―Zuo, no creo que los consultores financieros de Macao entiendan tu humor.
―Es la contraseña. Parece que la señora Jing y yo compartimos sentido del humor.
―Quizá sea tu alma gemela. Deberías replantearte robarla tanto dinero.
―No creo que mi alma gemela sea alguien que se enorgullece de poseer el cuerno del último rinoceronte blanco conocido.
―Que señora más simpática ―ironicé―. De repente me apetece más que me arranquen un trozo de médula.
―El consultor te llevará a su oficina ―prosiguió Zuo―. Para entonces, ya te habré enviado a tus lentes toda la documentación que necesitas darle para realizar la transferencia. Una vez el dinero esté en la nueva cuenta, el resto está en mis manos.
―¿Podremos estar comunicados durante todo este tiempo?
―Los detectores del banco desactivarán tus lentes nada más entrar. Yo te podré ver a través de las cámaras, pero tú solo podrás verme y oírme cuando estés fuera del banco.
―¿Tenemos un plan B si me descubren?
―Esa no es una opción, Lin. No te pueden descubrir.
―No solo depende de mi, Zuo. ¿Y si me piden huellas dactilares? ¿Y si Lu Jing se presenta en el banco? ¿O si el consultor resulta ser el amante de Chun Jing?
―Hace años que no se usan las huellas dactilares. En cuanto a Lu Jing, yo le estaré siguiendo desde aquí. Y a ti también. Si veo que algo va mal, puedo jugar con la seguridad del edificio por unos segundos para permitirte escapar. Pero eso no va a ocurrir.
Zuo tenía respuestas para todo. Me tranquilizaba saber que había tenido en cuenta hasta el más mínimo detalle.
Ojalá también hubiera pensado en algún método para combatir mi propia estupidez.
―Has oído bien, Kozo. Normalmente te haría precio de amigo, ya lo sabes, pero si lo hago tendré que cancelar varias citas, bastante lucrativas por cierto. De hecho, ni siquiera lo consideraría de tratarse de otro. Además, es una zorra impertinente. ¿De dónde la has sacado? Da gracias que no te cobre también por aguantarla una semana.
Zorra impertinente. Creo que ya se habían referido a mi alguna vez con esas palabras. Son las primeras que distingo con claridad mientras intento descubrir dónde estoy y qué me ha ocurrido.
―¡Dios mío, Kozo, se está despertando!
Una cabeza inmensa que sobresale de un cuerpo cómicamente pequeño y delgado se acerca a mí hasta estar a dos centímetros de mi cara.
―Eh, tú, ¿me oyes?
El característico y desagradable olor de Ma He es probablemente lo que hace que me acuerde de todo.
―No sé quién se va a quedar contigo una semana, pero yo no ―le espeto.
―No me hagas arrepentirme de no haber tirado más fuerte.
―¿Qué ha pasado?
―Te has desmayado con el último tirón, pero parece que estás bien. De todas formas, no estaría de más que comprobarás si puedes mover todas tus extremidades.
Le muestro el dedo corazón de mi mano derecha para demostrar que no he perdido movilidad.
―También puedo mover las piernas. Puedo darte una patada para demostrártelo si quieres.
―Ya te he colocado el nuevo chip ―esta vez parece ignorar mis comentarios―. La herida está cerrada y cicatrizada con láser. Me ha quedado perfecto, nadie diría que tu operación ha sido hoy.
―¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
―Unos veinte minutos.
―Déjame llamar a Kozo.
―No he colgado el teléfono, aquí lo tienes.
―Me pasa su sudoroso guante, que por suerte es de los que se pueden doblar para usar como un teléfono antiguo.
―Kozo, ¿estás ahí?
―Veo que habéis hecho buenas migas ―me alegra oír la voz de Zuo.
―Tu amigo es un cenutrio. Pero tengo que reconocer que ha hecho un buen trabajo. No me duele nada y la operación parece haber sido un éxito.
―Me alegro. Ya pensaba que tendrías que quedarte en su consulta hasta el próximo viernes.
―Ni de coña. ¿Cómo vamos de tiempo?
―La señora Jing ya ha llegado a su salón de belleza. Debería empezar a usar el secador en unos minutos. Prepárate para salir pitando hacia el hotel. Y cuelga este teléfono. Mejor que usemos tus lentes.
Cuando me levanto de la silla de operaciones y veo mi imagen en el espejo que hay frente a mí, me doy cuenta del desastre. Las lágrimas han arruinado el rímel y, por lo visto, también he vomitado sobre mi camisa.
―Es normal ―dice Ma He viendo mi expresión de horror―. Pero estamos preparados para ello.
Me lanza una pequeña bolsa de tela que contiene una camisa igual que la que llevo puesta y un kit de maquillaje.
―¿Por qué no me dijisteis nada de esto?
―Fuiste tú la que te empeñaste en saber lo menos posible de la operación ―dice Zuo, al que ya puedo ver en una pequeña pantalla en la esquina inferior izquierda de mi campo de visión.
Apenas diez minutos después, Zuo nos da la señal. Son exactamente las 11:04:17. Ma He y yo bajamos corriendo a su coche mientras pienso en lo extraño que resulta salir de una operación de médula sin sentir absolutamente nada. Debería haber confiado más en Zuo y su amigo, me digo a mi misma. Si salgo de esta tendré que pensar en algún tipo de disculpa.
Pero éste no es momento de ñoñerías. Mientras montamos en el coche, le pregunto a Ma He si tiene clara la siguiente parte del plan.
―Piso doce ―es su locuaz respuesta. Me dedico a activar la alarma de mis lentes a las 11:54:17. Esa será la hora exacta a la que el secador de la señora Jing dejará de funcionar y su CNI volverá a ser perceptible para los detectores. Tengo menos de cincuenta minutos para registrarme en el hotel, realizar la operación en el banco y regresar a mi habitación.
La hora punta ya ha pasado, y nuestro trayecto a través de calles rodeadas por casinos en horas bajas dura solo ocho minutos. Al cruzar la última esquina, vemos cómo el Grand Lisboa se alza ante nosotros. Pese a la tensión, no puedo evitar sorprenderme por su espectacular arquitectura, inspirada por una flor de loto. Le pido a Ma He que aparque en esa misma esquina para no levantar sospechas, ya que dudo mucho que la señora Jing se presentara en uno de los hoteles más caros de la ciudad en un eléctrico del 39, y menos en la compañía en la que vengo yo.
Tras una última mirada al espejo retrovisor para asegurarme de que el maquillaje sigue en su sitio, me dirijo hacia la recepción del hotel. Primer examen.
En cuanto cruzo la entrada principal, un joven recepcionista parece reconocerme de inmediato como la señora Jing. Me pregunto si es por mi apariencia o a través de mi nuevo CNI. Me acerco al mostrador VIP. Con educación pero sin mucho preámbulo, me hace entrega de la llave. La única vez que tengo que abrir la boca es para pedir otra copia.
―Oh, ¿esta vez su marido también viene con usted? ―me pregunta el mozo.
―Es posible, ya sabe cómo suelen alargarse sus partidas de Black Jack.
Con una sonrisa cómplice, me entrega la segunda llave y me desea una agradable estancia. A través de mis lentes veo cómo Zuo me levanta el pulgar en gesto de aprobación.
Mientras me doy la vuelta hacia los ascensores, me fijo en que justo encima de ellos se encuentra uno de los detectores de identidad del hotel. Con el corazón latiendo a toda velocidad, me dirijo hacia ellos temiendo el momento en que la alarma comience a sonar.
Sin embargo, no se activa ninguna alarma. En cuanto entro en el ascensor, la ansiedad desaparece para dar paso a la impaciencia. ¿Cuánto tiempo he perdido en el registro? De acuerdo, son las 11:17:43. Calculo que tengo unos cuatro minutos para volver a salir del hotel. Cinco más para llegar al banco y otros cinco para volver después. Esto me da veintitrés minutos en el banco, tres más de lo esperado.
Este pensamiento me tranquiliza. Sin pasar por la habitación, espero en la salida del ascensor de la planta doce a Ma He, que aparece inmediatamente. Me fijo en que se ha puesto una corbata y una chaqueta, y me pregunto cómo narices ha conseguido aparcar y cambiarse de ropa en tan poco tiempo. Sin cruzar palabra, vuelvo a entrar en el ascensor mientras él sale, depositando una de las llaves en su mano de la forma más disimulada que puedo.
Por suerte, el recepcionista que me ha atendido está ocupado con otros clientes y no se percata de mi apresurada salida.
Tomo la avenida Infante Dom Henrique hacia el banco, que se encuentra a dos manzanas del hotel. El hecho de haber pasado el primer obstáculo serio, aparte de la operación, me llena de confianza. Solo en los últimos metros comienzo a sentir una desconocida sensación de vértigo. Pienso que es una suerte que mi personaje nunca tenga que sonreír, porque habría sido todo un reto.
Unos segundos antes de entrar en el banco, miro el reloj de mis lentes: son las 11:26, cuatro minutos antes de la cita concertada. Con un poco de suerte, me atenderán antes de lo planeado. En la pantalla, Zuo levanta la mirada de su monitor para desearme suerte, y desaparece en cuanto cruzo la puerta del Delta Hang Bank.
Nada más entrar en la oficina, mi consultor personal, el señor Jong Duo, abandona inmediatamente los clientes con los que está hablando para dirigirse a mí ceremoniosamente. Desde que soy la señora Jing me estoy dando cuenta de la cantidad de lameculos que rodea a la gente con dinero.
―Bienvenida señora Jing. Estamos encantados de recibirla otra vez. ¿Qué tal su viaje? ―dice tras inclinarse varias veces en gesto de reverencia.
―Todo bien, gracias. Excepto por el descontrol intestinal que casi le cuesta el puesto a mi chófer.
La falta de respuesta hace saltar mis alarmas. ¿Ha sido mi comentario lo suficientemente aproximado o debería haber dicho una frase literal? El consultor Duo no reacciona durante varios segundos, que me parecen una eternidad. Lo único que hace es mirarme fijamente. Su cordialidad y su sonrisa forzada han desaparecido para dar paso a un ceño fruncido y una mirada escudriñadora. He de decir que la mirada de este señor, tan menudo y amigable como me pareció al principio, consigue intimidarme. Por suerte, el maquillaje ayuda a que consiga mantener mi mirada de póker. Después de unos segundos se da por satisfecho y, volviendo a su sonrisa inicial, me pide que le acompañe.
Una vez en su despacho, me pregunto si el proceso de identificación será como en las películas. Desde el punto de vista del cliente, la seguridad del banco parece inexistente. Nadie te pregunta por tu identidad, no hay detectores a la vista ni controles de CNI. Simplemente, las operaciones se realizan. La contraseña que utilicé al entrar no era más que un acuerdo informal alcanzado entre la señora Jing y su consultor y que Zuo había descubierto de alguna manera. Pero en los segundos que el consultor Duo se toma para, según él, iniciar el sistema, yo sé que su ordenador está dirigiendo un dispositivo a mi cuello para confirmar mi identidad.
Si mi nuevo chip falla será mi fin. Nuestro gobierno no se anda con muchas contemplaciones en cuanto a crímenes de falseamiento de identidad se refiere. No solo estaré perdida si mi propio CNI no funciona, sino también si la verdadera señora Jing deja de utilizar el secador mientras yo me encuentro incomunicada en el banco. Sin embargo, mis nervios han desaparecido. Confío en Zuo, confío en Ma He, y lo más importante, confío en mi misma.
Le explico la operación al consultor y contesto sus preguntas con la tranquilidad del estudiante que se ha preparado a conciencia para un examen. La suerte está de mi lado y no surge ningún problema por su parte. En unos pocos minutos, pronuncia las palabras mágicas:
―Hemos acabado señora. Su dinero está seguro en su nueva cuenta.
Tengo que contenerme para no pedirle que lo repita. No puedo creer que haya sido tan fácil.
―¿Desea realizar alguna operación más? ―pregunta el consultor.
Mis lentes indican las 11:39:34. Quedan casi quince minutos para que la señora Jing abandone su puesto en el secador. Y solo necesito cinco para volver al hotel, cuatro si me doy prisa. Qué coño, esta oportunidad solo la tendré una vez en la vida. Cómo no voy a...
―¿Pasar un momento por su caja fuerte? Faltaría más, señora. Acompáñeme, por favor.
Tras varias horas repasando el plan con Zuo, todavía me quedaban algunas lagunas.
―¿Por qué he de volver al Grand Lisboa tras salir del banco? De hecho, ¿por qué hay que reservar una habitación allí siquiera?
―Hay que reimplantarte tu CNI, y no nos daría tiempo a volver a la consulta. Escucha atentamente: Si la señora Jing sale del secador antes de que vuelvas a llevar tu chip, estamos perdidos. Es imprescindible que vuelvas a tiempo o los detectores acabarán descubriendo que hay dos señoras Jing en su sistema y activarán la alarma inmediatamente. Macao no es como Guangzhou: no somos los primeros en intentar robar un banco o un casino, así que los detectores allí están por todos los lados. Por supuesto, en todas las entradas de hoteles, joyerías o bancos, pero también hay detectores aleatorios por la calle. Calculamos que dispondrás de cincuenta minutos. Volver a la consulta significa ocho minutos más en los que estarás cruzando el centro financiero de Macao, que está plagado de detectores y de policías. Es mucho más seguro volver al hotel y reimplantarte tu CNI allí.
―De acuerdo. Cincuenta minutos en total. Si descontamos el tiempo de registro y transporte, digamos que cuento con unos veinticinco minutos en el banco. Espero que los empleados de Macao sean más eficientes que los del resto del país.
―También hay que contar con ascensores lentos, recepcionistas parlanchinas y todo este tipo de retrasos. Digamos que tienes veinte minutos.
―Alentador... en fin, si todo sale bien en el banco, ¿qué viene después?
―El último paso: cuando vuelvas a la suite, Ma He te reimplantará tu CNI. Salir del hotel con tu identidad no será un problema, pero aléjate de la recepción de todas maneras.
―¿Es seguro realizar dos operaciones en un día?
―Solo la primera operación conlleva un riesgo, ya que el chip esta adherido a la médula. Pero después podrían cambiarte el CNI cincuenta veces seguidas sin problema. En cuanto llegues a la suite todo habrá acabado.
Intentaba imaginarme saliendo de la habitación del hotel con la tranquilidad del trabajo bien hecho, con la adrenalina de vuelta en su nivel normal y con la euforia de quien acaba de dar uno de los mayores golpes de la historia de China. Pero el camino hasta ese punto era tan largo y lleno de obstáculos que incluso una persona tan optimista como yo no podía evitar acabar pensando en cualquiera de los mil factores externos que podrían dar al traste con nuestro plan.
He de dejar de pensar en lo que no puedo controlar, pensé. Por lo menos me aseguraré de que no soy yo la que mete la pata.
Pronto me doy cuenta de que pedir el acceso a la caja fuerte ha sido un error.
Se necesita la presencia del director de la sucursal para poder acceder a ella. Dado que el consultor Duo tiene que ir a buscarle y que los controles de seguridad para bajar al piso inferior son bastante más complicados, pasan ocho minutos hasta el momento en el que me veo sola en la habitación de las cajas fuertes. Es demasiado tarde para arrepentirme, así que abro el pequeño compartimento de la señora Jing lo más rápido que puedo. Lo único que veo allí es un taco de papeles. Sin tiempo para decidir cuál de ellos es importante, los cojo todos y salgo de la habitación inmediatamente. El consultor Duo parece sorprendido por mi rapidez, pero me acompaña hasta la salida sin rechistar. En el momento de salir del banco, mis lentes marcan las 11:51, que se convierten en las 11:52 en el mismo momento en que recupero la cobertura y la señal de Zuo, que aparece colérico en pantalla.
―¿Qué cojones haces, Lin? ¿La caja fuerte? ¿En serio?
No tiene sentido contestar, necesito guardar fuerzas para una intensa carrera por la avenida Infante Dom Henrique. En cuanto cruzo la esquina, comienzo a correr como alma que lleva el diablo. No pasan ni diez metros cuando me doy cuenta de que, entre los tacones y lo abarrotada que se encuentra la calle, nunca llegaré a tiempo. Me descalzo y abandono la acera para correr por el medio de la calzada. Mientras adelanto bicicletas y tuc-tucs, noto la mirada asombrada de los cientos de peatones que hacen cola en los innumerables puestos de comida rápida. Un policía alarmado intenta preguntarme si me persigue alguien.
Mis lentes marcan las 11:53:45.
Faltan treinta y dos segundos para que la señora Jing deje de usar el secador.
El Grand Lisboa queda a unos doscientos metros en línea recta.
Me acuerdo del detector que había encima de los ascensores. No solo tengo que llegar al hotel, sino también coger el ascensor, o en su defecto la escalera. ¿Dónde estaba la escalera? Mierda, me estoy distrayendo. Corre, pienso, simplemente corre.
Me empieza a faltar el aire. Sudo por los cuatro costados y me duelen las piernas, pero eso no me va a detener. Cien metros y llegaré. Solo quedan treinta segundos.
Mi descontrolada mente aún tiene tiempo de realizar algunas conexiones poco útiles y bastante pesimistas en estos momentos. El record del mundo de los cien metros está en 9,38 segundos. Añadiendo a este dato mi lamentable condición atlética, mi disfraz de ricachona cincuentera y el hecho de que llevo un pesado maletín y un desordenado taco de papeles en las manos ¿quién apostaría por que bajaré de los treinta segundos en recorrer estos cien metros y alcanzar el ascensor o las escaleras del hotel? Probablemente ni siquiera yo lo haría.
Pero no hay que subestimar la fuerza de una mujer que se está jugando la vida. Entro en el recibidor del hotel como una exhalación para ver cómo el ascensor está a punto de cerrarse con una pareja dentro. Afortunadamente, aquella pareja es de las pocas personas amables que quedan en este país, y no dejan que la puerta se cierre para dejarme pasar justo cuando se activa la alarma de mis lentes.
Lo he conseguido.
El detector no ha sonado y puedo ver a Zuo saltando y gritando de alegría a través de la pequeña pantalla. Poco me importa la presencia de aquella pareja en el ascensor. Me apoyo de espaldas a la pared y me dejo caer mientras jadeo y me río a partes iguales.
El ascensor se detiene en la planta siete. La pareja debería haber salido al pasillo, sin embargo se quedan allí mirándome, la mujer presionando el botón para que el ascensor no se cierre. Invadida por la emoción, tardo unos segundos en darme cuenta de esta circunstancia. Cuando por fin recupero la compostura, miro al hombre, que está esperando a que me calme para hablar:
―Sus papeles, señora.
Un sentimiento amargo se empieza a abrir paso entre tanta euforia.
―¿Perdón?
Y tras la confirmación de lo que ya me temo, ese sentimiento amargo que ya puedo identificar como miedo se adueña de mí y hace desaparecer cualquier rastro de alegría.
―Se le han caído varios papeles en el lobby, antes de entrar en el ascensor. ¿Quiere que le envíe de vuelta a la planta baja?
―No, gracias. No son importantes.
Pero no tengo manera de saberlo. Son los documentos que saqué de la caja fuerte de Lu Jing.
Me invade una desagradable sensación de impotencia unida a un horrible presentimiento, como si ya supiera que aquellos papeles van a darle un vuelco a mi vida.