___Fin___
Andrés Grande

Siempre pensé que tras despertarme pasarían varios segundos, incluso minutos, antes de que mi cerebro recordara donde me encontraba. Sin embargo, recupero la consciencia de inmediato, como si solo me estuviera despertando de una breve siesta.

Es un despertar dulce y tranquilo. Nada ha interrumpido mi sueño. Simplemente, he terminado de dormir. Me siento bien físicamente, pero sobre todo, me siento eufórico. El simple hecho de que esté vivo y despierto ya son buenas noticias.

El hidrógeno líquido que me cubría ya se ha evaporado, y ni siquiera tengo frío. Poco a poco voy recuperando la movilidad en las extremidades. Cuando compruebo que puedo mover los brazos lo suficiente como para desabrochar las correas que me amarran al suelo y quitarme la máscara de oxígeno, me levanto y salgo de la cápsula, que se ha abierto automáticamente horas atrás. Quizá con gravedad habría sido mucho más difícil, pero por suerte no hay ninguna atracción que mis adormecidos músculos tengan que soportar.

La euforia da paso a las ansias de saber. Hay tantos interrogantes que me cuesta decidir de cuál ocuparme primero.

Leah. Esa es mi prioridad.

Todas las luces están apagadas excepto por la suave lámpara blanca encima del habitáculo donde se encuentra mi cápsula. Sin embargo, no necesito una luz para saber que me encuentro en una estancia alargada. Al fin y al cabo, yo mismo la diseñé. Mi cápsula es solo la primera de una fila de cuarenta y nueve más. Enfrente, se encuentran las otras cincuenta. Todas están cerradas, lo cual es una buena señal.

No dispongo de ninguna linterna, pero sé cómo encender la luz. Me acerco flotando a la pared y abro un pequeño armario empotrado. Hay un cuadro de cien interruptores dispuestos en dos filas, imitando la disposición de las cápsulas. Demasiado lento. Activo el interruptor general, que se halla en la parte superior del cuadro.

La estancia se ilumina con las cien lámparas encima de cada cápsula, y tengo que cerrar los ojos durante varios minutos. Llevo años sin usarlos, y no están acostumbrados a este brillo.

No tengo la paciencia para esperar a poder abrirlos del todo. Con los ojos entornados, me aferro a la barra de metal que hay en una de las paredes de la estancia, la que habríamos llamado techo de encontrarnos en la Tierra. Desde allí puedo identificar a las personas durmiendo en las cápsulas a través de la pequeña ventana redonda a la altura de su cara. También puedo leer los indicadores que muestran sus constantes vitales.

Voy avanzando, moviendo los brazos a través de la barra de metal. Las primeras tres cápsulas que veo me dan grandes esperanzas: ¡sus ocupantes están vivos! Sin embargo, la cuarta hace que se reduzcan mis expectativas. Los indicadores muestran que su inquilino, un hombre de unos cuarenta años y de rasgos orientales, ha fallecido durante el viaje.

Continúo avanzando lentamente. Mis brazos se cansan con rapidez. Realmente he sido un iluso al pensar que los podría usar a mi antojo, como si nunca hubiera sido criopreservado.

Hay más muertos. La media es aproximadamente de uno por cada seis cápsulas y media. La distribución es aleatoria, lo que indica que sus muertes han tenido más que ver con la criopreservación que con la exposición a rayos gamma. Aunque quizá todos hayamos estado expuestos a la radiación y simplemente unas personas sean más resistentes que otras.

Por fin llego a la cápsula 43, casi al fondo. Con gran alivio, compruebo que Leah sigue viva. Sus constantes vitales indican que apenas ha sufrido y que se encuentra en buen estado de salud. Me paro unos instantes a mirarla y no puedo evitar esbozar una gran sonrisa. Su rostro, pese a estar tan blanco como las paredes de aquella sala, me parece más hermoso que nunca. Solo un poco más, pienso. Aguanta un poco más, mi amor, y despertarás junto a mí en un lugar tan extraordinario que te dejará sin respiración.

Pero... ¿Es esto cierto? Todavía no tengo ni idea de dónde estamos. E igualmente importante, de cuánto tiempo ha pasado desde que abandonamos la Tierra.

Las vistas diurnas de la llanura de Mesaoria desde mi despacho eran hermosas, pero no eran nada comparadas con el espectáculo nocturno. Las únicas luces de la isla estaban en Galatea, pero la ciudad quedaba justo al otro lado del edificio y, por tanto, fuera de mi vista. Esto significaba que desde aquellos enormes ventanales no se veía ni una triste luz en la inmensa llanura. Eran las condiciones perfectas para quedarse embobado admirando un cielo plagado de estrellas. En ocasiones, incluso el brazo vecino de la vía láctea se podía apreciar claramente.

Pero aquella noche no tenía ni tiempo ni ganas de mirar a las estrellas. Horas después de haber salido triunfal del despacho de Ioannis, me hallaba terminando de revisar los archivos confidenciales que había extraído de su ordenador.

No daba crédito a lo que había descubierto. Incluir a humanos en el viaje de la Alexia era solo la punta del iceberg. Ni siquiera era el principal proyecto del gobierno. En su lugar, tanto Liberopoulos como Ioannis, apoyados por aquel misterioso Grupo Inversor encabezado por Guillermo Stark, estaban dedicando la mayor parte de sus esfuerzos a la construcción de Pafos. Lejos de referirse a la ciudad costera en ruinas del oeste de Chipre, hablaban de un búnker de grandes proporciones construido debajo de Galatea. O sea que esa era la razón por la que necesitaban tanto litio, pensé. Si cargan todas esas baterías con la energía de la planta termosolar de Egipto, conseguirán abastecerse durante años. Incluso podrían crear huertos subterráneos para cultivar sus propios alimentos. La EBR se estaba preparando para una guerra, y parecía que solo los más ricos y poderosos iban a sobrevivir.

¿En qué momento se había torcido el rumbo de este país? No hacía ni cuatro meses que éramos la floreciente EBR, la nación a la que todo el mundo envidiaba. Hoy, nuestro presidente estaba muerto, la población vivía atemorizada del nuevo gobierno, cientos de personas morían en un campo de exterminio, y nuestra nueva presidenta era una fanática que conspiraba junto con las personas más poderosas del mundo para conducir a Chipre a una guerra mundial.

Por lo menos, no parecía que aquella criba fuera a afectarme. El gobierno me necesitaba hasta que la Alexia fuese lanzada al espacio. Después, Pafos, además de a los inversores y a la presidenta, acogería a todos los trabajadores R3 y R2 del país y a sus familias, lo cual me incluía. Podía estar tranquilo.

¿Podría estar tranquilo? ¿Podría vivir en paz sabiendo que no había hecho nada para evitar esta catástrofe? Llevaba toda mi vida huyendo de los fantasmas del pasado y avergonzándome de mi cobardía. Por fin había encontrado una vida estable, con grandes motivaciones y con una persona especial. ¿Cómo me sentiría si lo perdiera todo sin haber siquiera luchado por ello?

Me pregunté si merecería la pena vivir en un mundo en el que no estuviera Leah, viéndome confinado a una ciudad subterránea donde el arrepentimiento por ser cómplice de aquella barbarie me consumiría día a día.

Una idea comenzó a darme vueltas a la cabeza. Era una idea descabellada que mi mente racional rechazaba, pero entonces me acordé de uno de los consejos que mi padre me había dado cuando no era más que un niño y al que nunca había hecho demasiado caso: Ande, sé racional con todo, excepto con el amor.

No tardé mucho en idear un plan. Tenía las ideas muy claras, y a las pocas horas ya sabía exactamente lo que debía hacer. Con la luz del amanecer, mientras repasaba la nueva misión, todo mi cuerpo empezó a temblar de una manera descontrolada. Me puse una manta por encima, pero no era frío lo que tenía. Estaba aterrorizado.

Joder, pensé. Ojalá nunca hubiera descubierto toda esta mierda.

Tres días después, cogí el primer vuelo de la mañana a Antalya.

Era mi día libre, probablemente el último antes del lanzamiento de la Alexia, y quería aprovecharlo. No dudaba que sería interrogado a la vuelta, pero sabía que no ocurriría nada. Al fin y al cabo, el gobierno me necesitaba.

Guio Valeri era la falsificadora con mejor reputación de Antalya. En cualquier otro lugar, tener una buena reputación era algo contradictorio para un falsificador. Si eras bueno, debías permanecer en la sombra. Sin embargo, en Antalya era distinto. La dirección de la ciudad estaba monopolizada por los dueños del Casino, que habían creado una economía que sostenía no solo a la propia Antalya, sino también a buena parte del país. Por ello, el gobierno turco les hacía grandes concesiones. Valeri estaba protegida por el Casino, y podía permitirse labrarse la fama que le viniese en gana.

Su consulta se hallaba en el cuarto piso de uno de aquellos ostentosos edificios dentro del complejo del Casino. Su nombre se anunciaba sin tapujos en una placa a la entrada: Dra. Valeri, Odontóloga. Todo el mundo sabía que hacía años que Valeri había sacado su última muela, pero había que guardar las apariencias.

A pesar de la temprana hora, la sala de espera se hallaba a rebosar. No cabía duda que todos aquellos pacientes eran ciudadanos chipriotas en busca de una nueva identidad. Habían visto las orejas al lobo y querían alejarse del país antes de que fuese demasiado tarde. Era una decisión de lo más lógica dadas las circunstancias, pero no pude evitar pensar que, si el plan de Liberopoulos salía según lo planeado, les iba a dar igual estar en Galatea o en cualquier otro sitio. A no ser que se dirigiesen a uno de los pocos países neutrales que no estaban involucrados en el conflicto del litio, como Bután o Bolivia, lo más normal es que la guerra acabase con ellos. Pero dudaba que estos países dejasen entrar a cualquiera.

Las horas pasaron lentamente. Ocasionalmente se oían gritos procedentes de alguna de las consultas y los pacientes de la sala de espera se miraban aterrorizados, pero fueron tranquilizándose a medida que veían que todos sobrevivían a la operación. Salían de la consulta entre gestos de dolor, sujetándose una pequeña bolsa de hielo en la nuca, algunos de ellos con problemas para mantenerse en equilibrio. Pero todos llevaban la misma expresión de alivio en la cara, como si acabaran de obtener el billete para salir de la cárcel.

Ya avanzada la tarde, llegó mi turno. Un estresado celador me acompañó hasta la consulta de la doctora Valeri. Había pedido expresamente que fuera ella quien me atendiera.

Siéntese en la silla de operaciones, por favor. No tiene por qué preocuparse, acabamos de esterilizarla dijo la doctora Valeri secamente cuando entré en su consulta, sin apenas dirigirme la mirada. A pesar de sus cincuenta y tres años, tenía una buena figura. Su rostro pálido y su pelo rubio apenas revelaban signos de envejecimiento. No parecía desagradable, pero en un día como aquel no podía permitirse perder el tiempo.

No he venido a que me opere.

Entonces, ¿qué desea? contestó irritada.

Necesito una copia de mi identidad. Además necesito que el chip sea programable. Oh, y tampoco me vendrían mal un par de prótesis a medida.

La doctora pareció sorprendida. Desde luego, no era una solicitud ordinaria, y mucho menos en aquellos tiempos.

¿Conoce el precio de sus pedidos?

Había esperado esa pregunta. Manipular el chip de alguien para modificar su identidad era una operación cara, pero nada fuera del alcance de un ciudadano chipriota que hubiese realizado actividades en el mercado negro de servicios. Sin embargo, copiar un chip no estaba al alcance de cualquiera. Es cierto que la configuración en sí era muy sencilla y ni siquiera requería una operación, pero el gran problema consistía en obtener un chip activo adicional. Solo los gobiernos tenían acceso a ellos, ya que ellos mismos los producían. Incluso una consulta como la de Valeri solo podía disponer de unos pocos chips adicionales al año: aquellos que fuesen obtenidos de manera ilícita. Y, por supuesto, no todos ellos eran susceptibles de ser programados al antojo de su dueño, que era justo lo que yo necesitaba.

Sé cuál es el precio.

¿Y está dispuesto a pagarlo?

La verdad es que no tengo dinero.

Valeri caminó con energía hacia la puerta y la abrió de par en par, invitándome a abandonar su consulta.

Usted ha visto que no nos encontramos ociosos precisamente. Le agradecería que no nos hiciera perder el tiempo. Hay muchas personas que necesitan nuestra ayuda dijo mientras me fulminaba con la mirada.

Nunca dije que no fuera a pagarle contesté en tono conciliador. Es verdad que no tengo dinero, pero tengo algo que le será mucho más útil.

La doctora cerró la puerta.

Saqué unos papeles de mi maletín y los puse sobre la cómoda que más cerca se encontraba de la doctora, que se acercó con curiosidad. Recogió el primer documento y se quedó mirándolo unos segundos sin entender muy bien de que se trataba.

Son los planos de Pafos le dije, intuyendo que perdería pronto la paciencia.

¿Y para que querría yo los planos de una ciudad en ruinas?

No se trata de la ciudad que usted conoce. ¿Se acuerda del famoso búnker turco donde se libró el final de la guerra turcochipriota?

Me acuerdo.

El gobierno está ampliando ese búnker. El resultado será una ciudad subterránea llamada Pafos, donde se esconderá la cúpula de la EBR para evitar ser aniquilados por la guerra.

¿Qué guerra? ¿Me está tomando el pelo?

No es ninguna broma. Supongo que conocerá las tensiones internacionales entre los dos bloques del litio, ¿no?

Pensé que Chipre no estaba involucrada.

No es que esté involucrada, es que Chipre es la culpable de que la guerra vaya a estallar de un momento a otro. Y, cuando alguien se dé cuenta, Galatea desaparecerá del mapa. ¿Por qué cree que tiene tantos clientes chipriotas últimamente?

Pensé que huían del gobierno de Liberopoulos.

Exactamente. Ella es la causante de todo esto.

Valeri permaneció unos minutos en silencio mientras ojeaba los planos de Pafos y demás documentación que le había entregado.

¿Y qué razones tiene usted para entregar esta información al mayor enemigo de su país?

Chipre no es mí país. Y acaban de secuestrar a mi mujer no pude evitar un amago de sonrisa tras referirme a Leah como mi mujer. El enemigo de mi enemigo es mi amigo.

Valeri pareció pensar la situación durante unos instantes. Al fin, pareció tomar una decisión:

Espere aquí por favor. Veremos qué podemos hacer por usted.

Tras asegurarme de que Leah está sana y salva, me doy la vuelta y comienzo a avanzar en sentido contrario, impulsándome con los brazos a lo largo de la barra metálica. El camino de vuelta se me hace más cansado y necesito parar de vez en cuando para recuperar la fuerza en los brazos.

Por el camino, miro las cápsulas más detenidamente y me doy cuenta de que los amigos de Leah están vivos: tanto Xandra como Milos y Nayia han sobrevivido al viaje. Me imagino que Leah se alegrará por ello, y solo imaginarme su sonrisa me da fuerzas para continuar.

Por fin consigo llegar a la entrada de la sala. Allí, al lado del habitáculo donde se encuentra mi cápsula, está la escotilla que comunica con el pasillo central de la nave.

Siento un miedo irracional al accionar el mecanismo que abre la escotilla, como si no supiera lo que me espera al otro lado. Sin embargo, no hay ninguna sorpresa. El pasillo central se ilumina automáticamente al detectar mi presencia, y compruebo que sigue exactamente igual que la última vez que estuve allí. Excepto por la ausencia de gravedad, claro. Esta vez no necesito usar las escaleras para subir a través de él, me basta con moverme dándome suaves empujones. A pesar de ello, esta tarea me parece mucho más agotadora que aquella última vez. Los músculos de mis brazos están más débiles de lo que pensaba. ¿Cuánto tiempo habremos estado de viaje?

Precisamente eso es lo que intento averiguar. Hay un reloj digital en la sala de mandos, al final del pasillo, que me dará la respuesta.

Me concentro en dar la dirección adecuada a cada empujón para minimizar el número de veces que he de impulsarme. Mi agitada respiración es el único sonido que rompe aquel sobrecogedor silencio, y no puedo evitar sentirme intimidado por la situación. De repente, el tremendo ruido de un golpe breve y seco se escucha a mis espaldas, y me da la sensación de que el corazón se me va a salir por la boca.

Miro hacia atrás, esperando encontrarme con una amenaza terrible que acabará con mi vida, pero entonces me doy cuenta con gran alivio de que es la escotilla de la sala de las cápsulas lo que ha provocado aquel ruido al cerrarse. Probablemente ni siquiera ha sido un gran golpe, pero en este silencio sepulcral todos los sonidos se multiplican hasta resultar ensordecedores.

Ahora es el persistente golpeteo de los latidos de mi corazón el que constituye la banda sonora de mi avance por la Alexia.

A medida que me alejo de la sala de cápsulas, una apabullante e irracional sensación de soledad comienza a invadirme. Nunca antes había experimentado algo así. Necesito pararme para convencerme a mí mismo de que todo va bien. Me tranquilizo al recordar testimonios de astronautas en los que hablaban de cómo sufrieron esta desagradable sensación mientras se encontraban solos en el espacio.

La diferencia es que ellos nunca se alejaron más de la distancia entre la Tierra y Marte. Yo intuyo que nos hallamos mucho más lejos. Tan lejos, que un grito mío tardaría millones de años en escucharse en la Tierra.

Me obligo a mí mismo a olvidarme de estos pensamientos y concentrarme en el avance. Por fin, llego al final del pasillo. La primera sala de mandos se encuentra a mano izquierda. Abro la escotilla con ansia y me introduzco en la sala.

Es una pequeña estancia desde la que se puede seguir el comportamiento del ordenador interno de la nave. Varias pantallas muestran cientos de indicadores, pero de momento solo me interesa uno de ellos. Me acerco al ordenador que muestra la variable tiempo y, por segunda vez desde que me desperté, me invade una gran sensación de alivio.

Son las 10:11 de la mañana del 3 de septiembre de 2077. Acabo de despertarme de una siesta de casi trece años. Sin embargo, en la Tierra ha pasado mucho más tiempo: allí son las 21:35 del 21 de febrero de 2816. Han pasado 752 años desde que abandonamos nuestro planeta.

Son buenas noticias. Significa que probablemente hayamos llegado ya a nuestro destino.

Tal y como estaba planeado en los documentos de Ioannis, los cien supervivientes del CEFF llegaron a la AEC el 24 de diciembre. Ahora entendía mucho mejor por qué al 80% de la plantilla se le había permitido tomarse un día libre. La excusa de la Navidad sonaba un tanto peregrina en un país que se jactaba de apoyar la pluralidad religiosa.

El hangar estaba protegido por cientos de guardias armados y disfrazados con el uniforme de la AGOP, aunque yo sabía que en realidad pertenecían a Black Fire, el ejército privado que había sido contratado por el Grupo Inversor que también financiaba los demás proyectos de la EBR.

Varias cámaras frigoríficas llevaban varios días dispuestas en fila a lo largo del hangar. Habían sido utilizadas para iniciar el proceso de criopreservación de los animales que todos creíamos que iban a formar parte de la tripulación de la Alexia. Lo que solo yo sabía era que aquel día cien humanos serían también criopreservados e introducidos en la nave.

Mi estatus me permitía libre acceso a cualquier rincón de la AEC, incluido el hangar, pero no tenía la intención de pasearme demasiado. Era muy probable que Ioannis anduviera por allí, y lo último que necesitaba era que me descubriera fisgoneando.

Desde la zona de construcción, ocultado por una montaña de escombros que todavía no había sido retirada, vi cómo Leah formaba parte de una de las colas de espera para acceder al control médico que precedía a una de las cámaras frigoríficas. Como todos los demás reclusos, llevaba puesto un andrajoso traje gris. Había perdido mucho peso y su bonita cabellera rubia se había convertido en una maraña de pelo sucio y grasiento. Daba la sensación de que había envejecido diez años, pero incluso así estaba hermosa. Tuve que contener la necesidad imperiosa de acercarme a ella y sacarla de allí. En realidad, probablemente está en el lugar más seguro ahora mismo, pensé. No puede salir del país sin su CNI, la EBR no la dejará acceder a Pafos, y Galatea será arrasada tarde o temprano.

Calculé que, una vez los reclusos se hallaran dentro, las cápsulas tardarían toda la noche en alcanzar la temperatura suficiente como para que el hidrógeno adquiriese forma líquida y pudiesen ser transportadas al interior de la nave. Esperé con paciencia viendo cómo Ioannis y un pequeño equipo de guardias pasaban de una cámara a otra. Comprobé que estaba en lo cierto al pensar que muy poca gente en la AEC conocía el verdadero alcance del proyecto First Fleet. De lo contrario, se habría ayudado de verdaderos profesionales para efectuar el embarque, y no de un puñado de soldados.

Una vez hubieron terminado y me hube asegurado de que Ioannis había abandonado el hangar, me acerqué a la séptima cámara ataviado con un abrigo de plumas, bufanda, gorro y guantes. El guardia que la custodiaba se alarmó al verme, pero actué como si mi presencia allí fuera lo más normal del mundo. Me acerqué al sensor de la entrada y tecleé el código para abrirla, rezando para que los códigos no hubieran cambiado desde el día en que me hice con ellos.

¿Tiene permiso del señor Patroklou para entrar? preguntó el agop, que parecía no saber muy bien qué hacer con la situación.

Soy el doctor Grande. No necesito ningún permiso para comprobar el estado de las cápsulas.

El guardia dudó por un momento. Pensé que realizaría una llamada, pero entonces el sensor devolvió una luz verde y la puerta de la cámara emitió un ruido metálico. El cerrojo se había desactivado. Esto disuadió al guardia, que no obstante insistió en acompañarme al interior.

Caminé con decisión, como si conociera la cámara como la palma de mi mano. Había diez cápsulas dispuestas en dos filas, y comencé a caminar con tranquilidad mientras las observaba, realizando apuntes sin sentido en mi tableta de grafeno.

Cuando llegué a la octava cápsula, me paré en seco.

¿Va todo bien? preguntó el guardia, que había estado observándome con desconfianza todo el rato.

¿Quién ha preparado esta cápsula? intenté sonar lo más autoritario posible.

He sido yo, doctor. ¿Hay algún problema? contestó, y el ligero amedrentamiento en su voz me dio el valor para responder con seguridad. En aquel momento me alegré de las cicatrices que cruzaban mi rostro, dándome un aspecto intimidante.

¿Es que no le han dicho que los pacientes con diabetes deben ser criopreservados a una temperatura treinta grados inferior al resto?

Eh... no, doctor. No lo sabía.

Le dirigí una mirada de desaprobación que, como esperaba, provocó el pánico en su rostro.

No se preocupe, no diré nada le dije mientras suspiraba. Un error lo puede tener cualquiera. Si querían profesionalidad, deberían haber contratado al personal adecuado, ¿no le parece?

El guardia asintió con la cabeza.

Además, no es nada que no podamos solucionar ahora mismo le dirigí una mirada cómplice. Simplemente, programaré el ordenador de la cápsula de manera que la bajada de temperatura sea lo más progresiva posible para no dañar al ocupante.

Se lo agradezco, doctor.

No hay de qué.

El guardia estaba demasiado preocupado por haber metido la pata como para prestar atención a lo que yo hacía. Además, dudaba que entendiera completamente el funcionamiento del ordenador de la cápsula.

Cambié la programación de la recuperación: en vez de devolver las funciones de vida en el momento en que la velocidad de la nave fuese cero, simplemente puse el contador en dieciocho horas. Sería un sueño muy corto para su ocupante.

Acompañado por un agradecido guardia, salí de la cámara y me dirigí a mi despacho. Ya solo faltaba la última parte del plan.

Sé que debería prestar atención a los demás indicadores de la sala de mandos. Ellos me darán toda la información que necesito referente a nuestro viaje. ¿Habrá ocurrido algún incidente? ¿Quedará algo de combustible? Y lo más importante, ¿Hemos llegado a nuestro destino?

Sin embargo, me niego a obtener la respuesta a esta última pregunta a través de un monitor. Quiero comprobarlo por mí mismo.

Continúo avanzando a través de la sala de mandos, esta vez ayudándome de las piernas para propulsarme a través de la nave.

El descubrimiento de la fecha me ha emocionado tanto que se me ha olvidado la sensación de soledad y pánico que experimenté al cruzar el silencioso pasillo central.

Al final de la sala hay una escotilla que comunica con un estrecho túnel, pero éste es diferente del anterior. En vez de recorrer la nave verticalmente, lo hace de manera transversal. Si miráramos un plano de la nave desde su base, este túnel sería el diámetro de la circunferencia.

La emoción me embarga a medida que avanzo, y ni siquiera me doy cuenta de que, en cualquier otro momento, habría sentido una agobiante claustrofobia. Nunca me gustaron los espacios pequeños, y este túnel es increíblemente estrecho.

Una vez llego a la puerta deslizante que se encuentra al final del túnel, empujo el mango con ansia hacia la izquierda, pero enseguida me doy cuenta de que ha sido una idea terrible. Solo he abierto la puerta unos centímetros cuando un intenso resplandor anaranjado entra a través de ellos e inunda el túnel con una luminosidad propia de una bola de fuego.

Tras cerrar la puerta de nuevo, temo haberme quedado ciego, pero voy recuperando la visión pasados unos minutos. Debí comprobar cuál era el lado de la estrella primero. Aun así, mi euforia aumenta. Aquella luz es otra señal de que hemos llegado a nuestro destino.

Tras darme la vuelta con dificultad, me dirijo al otro lado del túnel. Esta vez sí que siento los tirones que comienzan a castigar los músculos en mis piernas y brazos, pero no lo suficiente como para detenerme.

Por fin, llego al otro extremo del túnel. Sé que es innecesario, pero esta vez abro la puerta con mucho más cuidado. Tras comprobar que la luminosidad es menor en este lado, continúo deslizando la puerta hacia la izquierda.

He llegado al pasillo circular, la única parte de la nave que cuenta con vistas hacia el exterior. Y no necesito acercarme a los grandes ventanales para comprobar que la Alexia ha llegado a su destino.

Sin embargo, me acerco obnubilado hasta ellos hasta que mi frente choca contra el frío cristal.

De repente, me doy cuenta de que me siento como hace treinta y cinco años en el salón de mi casa de Madrid, cuando los Reyes me regalaron aquel libro holográfico con el que pasé horas y horas descubriendo los secretos del universo.

Pero esta vez no se trata de un holograma. El planeta que se encuentra frente a mí es real, y es mil veces más hermoso de lo que había imaginado.

No sé muy bien describir por qué, pero comienzo a reírme. Al principio no son más que unas casi imperceptibles carcajadas, pero entonces se me pasa por la cabeza el hecho de que yo, un insignificante madrileño que ha pasado toda su vida huyendo de las circunstancias, soy el único ser humano despierto en 752 años luz a la redonda.

Aquí sí que no me va a molestar nadie.

El único ser humano despierto en 752 años luz a la redonda ahora se ríe histéricamente hasta que los poco entrenados músculos de su abdomen le piden que se detenga. Entonces relaja todo su cuerpo, comienza a flotar a la deriva en aquel pasillo circular, siempre mirando embelesado hacia el planeta que acaba de descubrir, y comienza a llorar como un niño.

Faltaban dos horas para que despegase la Alexia.

Esta vez no tenía que dar ninguna explicación: era normal que pidiese acceso a la nave antes de que tuviera lugar el lanzamiento.

Un guardia pasó un sensor por mi nuca y me dejó pasar mientras hacía el mismo chiste que con todos los operarios.

No tarde mucho en despedirse o verá las estrellas.

Todavía quedaban algunos empleados dentro de la nave, pero la mayoría se dirigía ya hacia la salida. Pronto cerrarían las puertas y comenzaría el protocolo de despegue.

Tratando de llamar la atención lo menos posible, comencé el ascenso por las escaleras del pasillo central.

Me sorprendió ver a Palowski en la sala de mandos.

¿Qué haces aquí a estas horas? pregunté sin pensar en que él podría hacerme la misma pregunta.

Solo quería despedirme, jefe. Quizá no vuelva a ver a Alexia.

A mí me ocurre lo mismo. Me gustaría estar un minuto a solas. ¿Te importa?

Palowski dirigió una última mirada nostálgica a la sala de mandos y se dirigió hacia la escalera.

Te dejo en buenas manos musitó. No era la primera vez que le oía hablar con la nave.

Una vez me hallé solo, comencé a trabajar.

En primer lugar, desconecté todas las funciones de comunicación de la nave. Una vez la Alexia despegase, la AEC nunca podría contactarla, y mucho menos dirigirla.

En segundo lugar, abrí el sistema de navegación. Borré el itinerario planeado e introduje los archivos que llevaba preparando durante semanas. La Alexia ya no realizaría aquella estúpida trayectoria circular. Sus tripulantes nunca volverían a la Tierra, algo que, a juzgar por sus experiencias, no pensé que a ninguno le importara.

Pensándolo mejor, quizá a uno de ellos sí que le importe. Ahora toca solucionar ese problema.

Bajé las escaleras del pasillo central hasta el dormitorio. Ya no se veía ni se oía a nadie en la nave, pero no había sonado ninguna alarma. Calculé que todavía tenía unos minutos.

Entré en el dormitorio. Allí estaban las cien cápsulas dispuestas en dos filas. Me dirigí hacia la cápsula número 51, que casualmente era la más cercana a la entrada.

Tras abrirla, una nube de gélido hidrógeno gaseoso salió disparada hacia todos los lados, y su ocupante despertó, tratando de incorporarse de repente con un desgarrador grito.

Por un momento, temí que nos hubieran escuchado, pero entonces recordé que no quedaba nadie en la nave.

Miré al ocupante de la cápsula durante unos segundos. Marcelo Salas estaba raquítico, mostraba signos de violencia, y un muñón mal cicatrizado en el hombro había reemplazado a su brazo. Sin embargo, la criopreservación no le había hecho ningún daño.

Tranquilícese, amigo. Estoy aquí para ayudarle le dije con gesto conciliador mientras le desabrochaba las correas.

¿Dónde estoy? preguntó Marcelo jadeando.

Escúcheme bien por favor. Solo tenemos unos minutos. Está usted en una nave espacial.

O sea, que Xandra tenía razón... contestó para sí mismo.

Todavía no ha despegado. Falta una hora para que lo haga.

¿Y qué quiere de mí?

Es usted producto de un experimento del gobierno. Pero no tiene por qué pasar por esto. Yo viajaré en su lugar.

¿Y por qué haría algo así?

Quizá conozca a Leah Patroklou, compartió penurias con usted en el CEFF. Ella está en una de esta cápsulas, y no tengo intención de dejarla sola.

¿Y por qué me ha elegido a mí?

Sé que tiene asuntos pendientes en la Tierra. De todos los tripulantes, usted es al que más le interesa quedarse.

Sabía que a Marcelo no le haría mucha gracia alejarse de la Tierra: dejaba una hija y una mujer en Chipre, si bien es cierto que ésta última le había traicionado para ganarse una plaza junto a la hija de ambos en Pafos. Pero esa no era la única razón. También le había elegido por la similitud de nuestros acentos en inglés, ya que compartíamos idioma materno.

Tiene razón. Tengo que salir de aquí cuanto antes respondió, y me sentí aliviado por que deseara colaborar.

No tan deprisa. Necesita hacerse pasar por mí a la salida. Es bastante tarde, así que todos los ojos estarán puestos en usted.

Marcelo me miró confundido, y supe lo que estaba pensando al instante.

Póngase esto le dije mientras le entregaba las prótesis que la doctora Valeri había fabricado el día de mi visita a Antalya. Se trataba de una máscara que imitaba mis facciones, incluidas las dos cicatrices, y una prótesis de brazo de plástico. Esta última no era demasiado realista, pero su único cometido era simular que había un brazo debajo de la bata blanca que Marcelo se pondría para salir de la nave.

Marcelo temblaba de frío y de nervios, pero consiguió colocarse las prótesis con mi ayuda. No eran perfectas, pero daban el pego.

Ahora póngase mi ropa.

¿No habrá algún control de identidad? me preguntó una vez hubo terminado de vestirse.

Claro que lo habrá. También necesitará esto.

Le mostré el chip que Guio Valeri había creado y que contenía una copia de mi identidad. Era un circuito plano y flexible de menos de cinco milímetros cuadrados, adherido a una tirita.

Le indiqué que se diera la vuelta e introduje la mano por dentro de la camisa, pegándole la tirita con el chip entre los omoplatos, un poco por debajo de la nuca.

Por último, le di las indicaciones necesarias para abandonar la nave y le obligué a prometer que abriría la boca lo menos posible.

Si hace lo que le digo y conserva el chip, esta tarde podrá abandonar el país con su hija.

Y con mi mujer contestó. Me dieron ganas de recordarle lo que su mujer había hecho, pero decidí que no era momento de ponerse a discutir si ser enviado a una muerte casi segura por la esposa de uno era un motivo válido de divorcio.

Una cosa más. Una vez haya abandonado el país, diríjase por favor a esta dirección. Le pagarán una fortuna por devolver el chip le dije mientras le entregaba una tarjeta con los datos de Guio Valeri.

Lo que no le dije fue que, junto con la documentación que Valeri ya tenía, su presencia y su testimonio constituirían una prueba definitiva ante la comunidad internacional de lo que Grupo Inversor estaba perpetrando.

Marcelo se disponía a abandonar el dormitorio, pero pareció recordar algo.

Si vuelve a ver a Xandra, dígale que no habría sobrevivido ni un día en el CEFF de no haber sido por ella.

Lo haré.

La puerta se cerró tras él, y oí cómo comenzaba a bajar con dificultad las escaleras del pasillo central.

Fue entonces cuando procedí a programar de nuevo el proceso de criopreservación de la cápsula.

Sabía que nunca me daría tiempo a dormirme antes del despegue, pero era parte del plan. Siempre había soñado con ese momento, y no pensaba perdérmelo. Sin tiempo para buscar alguna prenda con la que cubrirme, volví a la sala de mandos y me introduje en el módulo de despegue, asegurándome de que todas las partes de mi cuerpo estaban perfectamente sujetas para que la fuerza de la aceleración no me lesionase.

Pasada casi una hora, supe que el plan había funcionado. El silencio reinaba a mí alrededor. Si hubieran descubierto al desertor, la nave estaría llena de guardias.

De hecho, aquel silencio sepulcral era sorprendente. Supuse que todas aquellas capas de titanio, aluminio, polietileno y grafeno con las que habíamos recubierto la nave para bloquear los rayos gamma también bloqueaban el sonido exterior.

De repente, supe que el ascenso estaba a punto de comenzar. Aunque sonaba como a cientos de kilómetros de distancia, pude detectar el sonido de la explosión. Y, sobre todo, era la vibración lo que me decía que el lanzamiento era inminente.

Sentí la propulsión en cada milímetro de mi cuerpo, y llegué a cuestionarme si era normal que todo vibrara tanto. Durante varios minutos, mi cuerpo se sacudió con violencia pese a todas las correas que lo sujetaban, y llegué a temer perder el conocimiento.

Sin embargo, todo acabó tan súbitamente como había comenzado.

Abrí los ojos, y vi cómo las correas habían provocado algunos cortes de poca gravedad sobre varias partes de mi cuerpo desnudo. Me quedé maravillado al observar cómo las gotas de sangre procedentes de uno de los cortes en el muslo flotaban a la deriva en el aire de la nave.

Estábamos en el espacio. Mi sueño se había cumplido.

Pero todavía quedaba mucho que hacer. Desabroché la primera correa, y volví a quedar fascinado cuando ésta se quedó flotando en el aire. Cuando terminé de desabrochar las demás, me propulsé hacia arriba, ansioso por descubrir la sensación de la falta de gravedad.

Fue un gran error. El impulso fue demasiado fuerte y me di con la cabeza en el techo, perdiendo el conocimiento durante unos segundos.

Cuando volví a la consciencia, la cabeza me dolía una barbaridad, pero el entusiasmo era mucho mayor que el dolor. Me dediqué a flotar por la nave tal y como dios me había traído al mundo, arrepintiéndome por un momento de haber cortado toda comunicación con la nave. Ojalá Ioannis pudiera ver mi culo desnudo flotando por su preciada nave, pensé, y no pude evitar una carcajada.

Me dirigí al pasillo circular a través del estrecho túnel, y la risa dio paso al sobrecogimiento cuando me asomé a los ventanales. Nos hallábamos en la magnetosfera, donde la Alexia pasaría unas dos horas acoplando el módulo de antimateria a su motor. En unos minutos debería volver a la cápsula que me induciría a un sueño del que quizá nunca despertaría, pero hasta entonces me dedicaría a observar fascinado nuestro planeta, una bola azul brillante que flotaba frente a mí ocupando la mayor parte de mi visión.

No sé si volveré a ver nada parecido. He puesto grandes esperanzas en CAH-196 d, pero no puedo asegurar que encontremos vida allí. Si no es así, gracias, madre Tierra. Tú nos has acogido y nosotros te hemos clavado un puñal en la espalda. Por suerte para ti, solo seremos una página sucia dentro de un largo historial de acontecimientos espectaculares y formas de vida asombrosas. Tranquila, porque no te destruiremos. Nuestras acciones solo nos destruirán a nosotros mismos y pronto volverás a ser un planeta sano. En cuanto a los que nos vamos, te prometo que, si encontramos un lugar para vivir, lo trataremos mucho mejor que a ti.

En aquel momento de solemnidad, de sintonía entre un ser vivo y su hogar, una lágrima recorrió mi mejilla mientras mis pensamientos recordaban a Panos Kana y a todos aquellos que habían intentado hacer del mundo un lugar mejor.

Realmente la EBR fue un proyecto hermoso. Quizá podría haber sido la solución, de no haber caído en las manos equivocadas. Pero... ¿no es la primera vez, verdad? La humanidad ya ha visto antes como un sistema ideal falla en la práctica... ¿Quizá seamos nosotros los que no somos los adecuados para la supervivencia a largo plazo?

La Alexia está en órbita alrededor del planeta CAH-196 d. Se encuentra anclada en marea, lo que significa que el lado de la nave en el que me encuentro siempre mirará hacia el planeta, mientras que el otro lado siempre mirará hacia el exterior.

Tal y como sospechaba, lo mismo ocurre con este planeta y su estrella, la enana roja CAH-196. Debido a la cercanía entre ambos, los movimientos de traslación y rotación están sincronizados, de manera que el planeta siempre muestra la misma cara a la estrella. Es muy similar al comportamiento de la Luna con la Tierra.

Como resultado, la cara del planeta CAH-196 d que mira a su estrella tiene el aspecto de un estéril desierto del tamaño del océano Pacífico. Desde su superficie podría verse cómo un sol anaranjado cinco veces más grande que el nuestro brilla siempre en lo alto del cielo, provocando altas temperaturas e imposibilitando la presencia de vida, por lo menos tal y como la conocemos.

Por el contrario, la cara oculta del planeta, en la que siempre es de noche, está cubierta por una capa de hielo tan inmensa como el desierto del otro lado. Por suerte, la diferencia de temperaturas entre las dos mitades del planeta crea una corriente continua de aire que evita que la atmósfera del lado oculto se congele.

Lo que es más importante, esta corriente de aire posibilita que exista una zona del planeta donde las temperaturas son estables durante todo el año. Se trata de la denominada zona de penumbra, el anillo que recorre todo el planeta y que separa el desierto del hielo, la luz de la oscuridad. Es una zona donde nunca es de día ni tampoco de noche, una zona donde un inmenso sol siempre resplandece en la línea del horizonte, en una especie de eterno amanecer.

Si todo sale bien, esta zona será nuestro próximo hogar.

Quizá existan fuertes vientos y lluvias torrenciales, pero estoy seguro de que la temperatura será la adecuada para vivir. En cuanto a la atmósfera, el análisis espectroscópico reveló que está compuesta de oxígeno, nitrógeno, argón y dióxido de carbono en similares proporciones a las de la Tierra, con lo cual es muy probable que podamos respirar su aire.

Lo que nunca supe a través de mi análisis es que existen océanos en este planeta. Ahora puedo observar cómo estas dos grandes masas de agua se concentran en los polos, lo cual significa que no toda la zona de penumbra es potencialmente habitable como pensé, sino que únicamente dos franjas de la misma a cada lado del planeta lo son. La presencia de lagos en los extremos de cada franja, en la zona cercana a los océanos, sugiere que este planeta giraba sobre sí mismo hace millones de años, pero los océanos se desplazaron hacia los polos cuando el movimiento de rotación se ralentizó. Probablemente hubo un día en que el planeta tuvo un aspecto completamente distinto, quizá no muy diferente al de nuestra Tierra. Incluso el tamaño es parecido. Además, a juzgar por la medida del tambaleo de la enana roja, debe tener casi la misma masa, lo que significa que la gravedad será similar a la de nuestro mundo de origen.

No en vano CAH-196 d fue declarado el planeta con las condiciones de vida más parecidas a la Tierra cuando fue descubierto por el telescopio James Webb en 2027. Ningún planeta así ha sido encontrado desde entonces, aunque también es verdad que la inversión global en astronomía se vio fuertemente reducida desde entonces por la Larga Depresión.

Decido que me he merecido bautizar este planeta. Cuando despierte a todos los tripulantes, les diré que hemos llegado a Anemolia.

Los próximos días constituirán una parte clave de la historia de la humanidad. Nunca sabremos lo que ha ocurrido en la Tierra, pero viendo cómo estaban las cosas en el momento de nuestra partida, hace 752 años, no hay que descartar que los seres humanos se hayan extinguido. Quizá seamos la última esperanza.

Sea como fuere, me prometo a mí mismo que todo saldrá bien. La Alexia cuenta con un módulo separable con el cual podremos aterrizar en Anemolia. Es lo suficientemente grande como para dar cabida a todos los humanos y animales de la nave. Juntos iniciaremos una nueva civilización basada en el respeto y la armonía. Sentaremos las bases de esta nueva humanidad para que las futuras generaciones crezcan de manera sostenible. No habrá guerras ni dañaremos el planeta. Nuestra máxima será usar la inteligencia para sobrevivir, no para autodestruirnos. Nunca permitiré que mi planeta se corrompa.

Al fin y al cabo, quizá tengamos que agradecer a la EBR que hiciera esta selección de tripulantes: fuertes, sensatos y heterogéneos. No puedo imaginar una muestra más adecuada para dar comienzo a una nueva era del género humano.

Podría continuar contemplando la superficie de Anemolia durante horas y horas, soñando con el futuro, analizando el paisaje y pensando en el lugar perfecto para el asentamiento inicial. Pero ha llegado el momento de despertar a los demás.

La vuelta al dormitorio resulta ser un suplicio. El entusiasmo ya no es capaz de ocultar el dolor que sufro en los músculos cada vez que me impulso. Tardo casi dos horas en llegar a la cápsula de Leah.

Una vez allí, introduzco los comandos necesarios para detener el proceso de criopreservación. En unas doce horas, el hidrógeno se evaporará y el cuerpo de Leah podrá volver a funcionar con normalidad.

Hago lo mismo con los amigos de Leah, pero estoy demasiado cansado para programar las 95 cápsulas restantes. Vuelvo a la mía, amarro mi cuerpo con las correas, y me quedo dormido inmediatamente.

Un grito hace que me despierte sobresaltado. Deben haber pasado doce horas ya y alguien se ha despertado. Mientras desabrocho las correas con impaciencia, me doy cuenta de que sigo desnudo. Con la emoción, nunca llegué a preocuparme por buscar un traje. Qué coño, si todos estamos igual.

No puedo evitar un gemido lastimero al incorporarme; tengo agujetas en todo el cuerpo.

Las cápsulas que programé ya se encuentran abiertas. Milos, Nayia y Xandra siguen dormidos, ya sin hidrógeno líquido que les cubra. Despertarán en cualquier momento.

Llego por fin hasta la cápsula de Leah, que ya está despierta y me mira con los ojos llenos de terror. Por suerte, parece tranquilizarse al verme.

Le retiro las correas, los cables y la máscara de oxígeno. Ninguno de los dos hablamos durante el proceso. Ella parece confundida; debe estar intentando asimilar la situación. Yo, simplemente, no sé por dónde empezar a contarle lo ocurrido.

Le ayudo a incorporarse. La ausencia de gravedad parece terminar de confundirla y de repente estalla en un llanto que perfora el silencio sepulcral de la nave.

Al estar los dos desnudos, me resulta un poco embarazoso abrazarla, pero lo hago de todas formas, y ella me devuelve el abrazo con fuerza.

Tranquila, Leah intento calmarla. Todo ha salido bien.

¿Dónde estamos? consigue decir entre sollozos.

Lejos del CEFF. Lejos de la EBR. Lejos de la Tierra y del sufrimiento.

Ande... ¿Vamos a sobrevivir?

¿Te acuerdas del día en que despertamos juntos en la Bahía de la Higuera?

Claro que me acuerdo responde suavemente mientras me besa el cuello. Ya ha dejado de llorar.

Aquel día me dijiste que deseabas que ese amanecer durase para siempre.

Y tu contestaste que entonces moriríamos todos por la inercia de la rotación responde, y una sonrisa aparece en su rostro por primera vez en trece años.

Tu sueño se ha hecho realidad, Leah le digo mientras la separo de mí lo suficiente como para poder perder mi mirada en sus intensos ojos azules. Hemos llegado a un lugar donde el sol siempre brillará en el horizonte.