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Leah Patroklou
Del 10 al 24 de diciembre de 2064
CEFF

I bet there's rich folks eating in a fancy dining car

They're probably drinkin' coffee and smoking big cigars.

Well I know I had it coming, I know I can't be free

But those people keep a movin'

And that's what tortures me...

Durante mis años universitarios en Boston, Folsom Prison Blues, la canción favorita de mi abuelo, se convirtió en mi amuleto. Pese a su melancólico mensaje, aquella alegre melodía me devolvía a la felicidad de mi infancia. Quizá fuese por ello que mi subconsciente parecía pedir a gritos que la escuchara en los momentos de mayor euforia: tras salir de un examen con buenas sensaciones, después de besar a un chico que me gustaba o cuando mi compañera de piso cocinaba mi plato favorito. En definitiva, cada vez que mi cerebro segregaba dopamina, hacía sonar este tema. Como si fuera un perro de Pavlov, más adelante me di cuenta de que esta reacción comenzó a funcionar en sentido contrario. Si me hallaba decaída o nerviosa, solo tenía que reproducir esta canción para sentirme mucho mejor. Escucharla antes de cada examen se convirtió en un ritual que me hacía sentirme mucho más tranquila y preparada.

Diecisiete años después, en aquella horrible prisión de Chipre donde había sido encerrada, no tenía forma de reproducir esta canción, pero eso no fue obstáculo para hacer que sonara en mi cabeza a todas horas. Sentía que lo necesitaba para mantener la cordura.

El mejor momento del día llegaba a eso de las seis y cuarto de la tarde. Tras comprobar que ni Xandra ni yo estábamos incluidas en la purga, el pánico daba lugar a la alegría de seguir viva. Era en ese momento, de camino al comedor, cuando hacía sonar Folsom Prison Blues con más fuerza. Sabía que necesitaría esa conexión cuando al día siguiente me despertara con el insistente ruido de aquella estruendosa alarma a las cuatro de la mañana, tiritando sobre el frío y duro suelo de una celda completamente vacía de paredes transparentes, asediada por las miradas lascivas de los reclusos más antiguos.

Aquella tarde trajo la confirmación de un rumor que cada día sonaba con más fuerza dentro de mi equipo: los guardias anunciaron que la llegada de nuevos reclusos se había detenido.

Eran las mejores noticias que había oído desde hacía mucho tiempo. La vida en el CEFF era una pesadilla, pero había algo todavía peor que el trabajo forzado, las torturas o incluso que la purga. Cada vez que llegaba alguien nuevo del exterior, traía consigo noticias de Galatea. Y, por lo visto, las cosas habían cambiado mucho desde la muerte de Panos Kana.

Los agops habían tomado la ciudad. Ya no se trataba de los agradables agentes de antes, aquellos que ayudaban a las ancianas a subirse al tranvía o que se aseguraban de que los patos no hiciesen sus necesidades en las pistas de atletismo. Estos agops iban armados, habían recibido formación militar y su objetivo era que nadie en Galatea se pasase de la raya, siempre según las estrictas pautas establecidas por el nuevo gobierno de Liberopoulos, que justificaba esta movilización con su plan para acabar con el emergente mercado negro de servicios.

Sin embargo, todo el mundo sabía que sus motivaciones iban mucho más allá. Cualquiera que en el pasado hubiese demostrado cualquier tipo de simpatía hacia el capitalismo había sido detenido, así como todos aquellos que no se mostrasen entusiasmados por la ideología de la EBR. Me recordaba a los comienzos de la Alemania fascista, pero con el gran agravante de la falta de privacidad.

El gobierno poseía información de todos los ciudadanos: todos los productos y servicios que habían adquirido en los últimos años, toda la información que habían leído o compartido en la red, o todas las conversaciones online que habían mantenido. Y, por si eso fuera poco, las lentes de última generación también podían ser pinchadas para proporcionar acceso a muchos de los pensamientos de sus usuarios.

Nadie estaba a salvo. Era sumamente sencillo para el gobierno saber quién era fiel a la EBR y quien no lo era. Los alemanes por lo menos habían tenido la elección de esconder sus ideas, pero los ciudadanos chipriotas habían perdido el control de su destino. ¿Quién les iba a decir que una inocente opinión subida a la red hacía años o un estúpido pensamiento transmitido por sus lentes les iba a ocasionar tantos problemas? El pueblo estaba atemorizado.

¿Qué estaba ocurriendo ahí fuera? Si algo así como la sociedad perfecta existía, la Galatea de las últimas décadas se había asemejado mucho a ello, y ahora el nuevo gobierno estaba aniquilando todo aquel trabajo.

La información procedente del extranjero se había censurado. Si quedaba alguna manera de contactar con alguien de otro país, pocos se atrevían a hacerlo por miedo a las consecuencias. No sabíamos cuál era la reacción de la comunidad internacional ante lo que estaba ocurriendo en Chipre, y a los ciudadanos no les quedaba más remedio que creer lo que el gobierno les contaba.

Y lo que el gobierno les contaba no eran noticias alentadoras. Según Liberopoulos, una gran guerra a escala internacional estaba a punto de estallar debido a la tensión internacional provocada por la crisis energética. Los dos principales bloques económicos, Sudamérica y China, se hallaban enfrentados por el dominio del mercado del litio. Chile había intentado penetrar en los territorios que pertenecían a China de manera ilícita, violando el Acuerdo de Antofagasta que ambos países habían firmado en 2044 con métodos tan reprobables como sobornar al delegado chino en la Asamblea General de la ONU para que no vetara la independencia de Taiwán. Como resultado, Taipei había sido brutalmente bombardeada por China, y la comunidad internacional había señalado duramente a Chile, al que nadie se atrevería a defender ante un inminente ataque del gigante asiático. Sin embargo, la potencia sudamericana tenía un as guardado en la manga. En cuanto se vieron en el ojo del huracán, hicieron público el Informe Xihu, que demostraba que China había comenzado a extraer hidrato de metano de la fosa del mismo nombre en el océano Pacífico. Esta acción iba claramente en contra del Protocolo de Luanda de 2028, que todos los países habían firmado ante la amenaza que suponía la importancia de este gas en la estrategia energética de las principales potencias mundiales. La liberación de metano a la atmósfera incrementaría el efecto invernadero hasta niveles inimaginables y haría que los efectos del cambio climático se acelerasen exponencialmente. Los dirigentes internacionales recibieron con horror estas noticias y se vieron obligados a actuar, lo que dividió al mundo en dos grandes bloques. Por un lado, estaban aquellos países que seguían incriminando duramente a Chile. Pensaban que sería suficiente con que China se retractase y cerrara la planta de Xihu, y que lo que había que detener era la intrusión de Chile en un mercado estable que llevaba veinte años funcionando de forma pacífica. Curiosamente, entre esos países se hallaban aquellos cuyo suministro energético dependía de China: África, Oriente Medio, India, el sudeste asiático y Oceanía. Por otro lado, estaban aquellos que veían a Chile como el único valiente que se había atrevido a hacer frente a China, el verdadero enemigo, el país que había iniciado el temido ciclo del metano. Para ellos, Chile pasó a ser la víctima de la trama. La totalidad del continente americano, junto con Europa y Rusia, prometieron defenderle en el caso de que China atacara. Casualidad o no, se trataba de aquellos países a los que Chile suministraba litio según el Acuerdo de Antofagasta.

Dada la situación, nadie esperaba que alguien en el mundo se preocupase por lo que ocurriese en un diminuto país como Chipre que ni pinchaba ni cortaba en toda la trama energética.

Los ciudadanos chipriotas tenían la sensación de que se encontraban solos. Hubo algún intento de manifestación que terminó en violentas revueltas, las cuales el gobierno se encargó de apagar brutalmente. Como resultado, se produjeron cientos de desapariciones. Si las noticias eran ciertas, habría habido arrestados que ni siquiera tuvieron la suerte de pasar por el CEFF.

El miedo comenzó a calar hondo en el pueblo. Ya no era suficiente con mantener una fachada pro-EBR, ya que cualquier desliz podría provocar la detención de uno. La solución estaba en realmente creer la propaganda gubernamental. Solo una sincera fidelidad a Liberopoulos podría asegurar la supervivencia.

Estos cambios se podían apreciar en los últimos prisioneros que llegaron al CEFF. Se mostraban arrepentidos de su pasado y proclamaban a los cuatro vientos las virtudes de nuestra presidenta y sus arraigadas creencias en las filosofías de Kana y Deligiannis.

Recibir nuevos reclusos no ayudaba en nada a mantener el optimismo y la esperanza para los pocos que quedábamos en nuestro equipo. Con cada nueva noticia que nos llegaba del exterior, daba la sensación de que la salvación estaba un poco más lejos y que, aunque esta llegara, volveríamos a un mundo completamente distinto del que habíamos abandonado y por el que no merecía la pena luchar. La moral de los presos estaba por los suelos. Como consecuencia, las purgas eran cada vez más pacíficas. Los elegidos abandonaban sumisamente los recintos vallados, con paso decidido y, en algunos casos, con una sonrisa.

En los últimos días no habían llegado nuevos reclusos, y el equipo parecía más animado. No solo habíamos dejado de recibir malas noticias del exterior, sino que también teníamos la esperanza de que esta situación pudiera significar futuros cambios. Al fin y al cabo, la purga no podría continuar indefinidamente... ¿Y qué podría ser peor que la purga?

Tras varias semanas en el CEFF, me di cuenta de que nunca antes me había sentido tan sola.

Pese a nuestros problemas matrimoniales, me costaba aceptar el hecho de que mi propio marido me hubiera entregado a las autoridades. En realidad no creía que aquella conversación con Xandra fuera la causa, estaba convencida de que lo había hecho para librarse de mí y no tener que pasar por el divorcio. En su escrupuloso círculo social, alguien divorciado no era de fiar, pero alguien que había sido capaz de entregar a su esposa por el bien de la EBR era de lo más respetable. No por evidente resultaba menos doloroso. ¿Cómo podía haberlo hecho a sabiendas de que acabaría en un lugar como este? ¿Es que ser la madre de nuestro hijo no significaba nada para él?

Tampoco sabía nada de Chris, ya que nuestro contacto con el exterior estaba terminantemente prohibido. Me preguntaba qué mentiras le habría contado Ioannis para explicar mi desaparición.

Por la misma razón, llevaba más de un mes sin hablar con Ande. La última vez que le había visto fue cuando pasamos aquella noche mágica en la Bahía de la Higuera. Aparte de echarle de menos con todo mi corazón, tenía la amarga sensación de que el comienzo de algo hermoso se había visto truncado. Solo esperaba que entendiera que mi desaparición no había sido intencionada. Le faltaba confianza en sí mismo y era capaz de pensar que le había abandonado.

Tampoco podía hablar con Xandra. Me sentía horriblemente culpable por involucrarla en la conversación que acabó con las dos en el CEFF, y ni siquiera podía pedirla disculpas porque el contacto entre equipos estaba prohibido. Nuestras miradas se cruzaban de vez en cuando y podía darme cuenta de que su aspecto se iba deteriorando cada día. Los peores momentos eran los previos a la purga, cuando me sorprendía rezando para que su nombre no fuera anunciado por los guardias desde la torre.

Milos también había ingresado en el CEFF. Lo había hecho apenas dos días después de mí y acompañado por su amante Nayia. Por lo visto, su affaire había sido descubierto. Dada la situación en el exterior, no me sorprendió que su castigo fuese la cárcel. Hoy en día nadie se atrevería a iniciar una relación con un compañero de trabajo por miedo a que el gobierno creyese que existía algún tipo de relación de conveniencia.

Ambos fueron asignados a mi equipo. A pesar de lo ocurrido en nuestro último encuentro, me alegré de estar cerca de alguien conocido. Aproveché la cena de su primer día para sentarme con ellos y, al verles de cerca, me di cuenta de que tenían un aspecto miserable. Es cierto que todos vestíamos los mismos trajes grises, pero los suyos estaban llenos de jirones y manchas de sangre. No pude evitar fijarme en que Milos ya no llevaba puesta la cadena con el crucifijo; probablemente había sido arrancada por los guardias. Sus caras eran un poema después de asistir a su primera purga y Milos intentaba animar a Nayia, que lloraba desconsoladamente sobre su hombro.

Al levantar la cabeza y verme, la sorpresa fue evidente en la expresión de Milos.

Me alegro de verte aquí me dijo tras recuperar la compostura.

Yo también, Milos. Como has comprobado, este es un lugar difícil. Nos vendrá bien tenernos el uno al otro.

No me has entendido, Leah. Quiero decir que me alegro de que te hayan hecho prisionera.

¿A qué viene eso? pregunté atónita.

Lo tienes merecido por delatarnos a Nayia y a mí Nayia había dejado de llorar y su desolación había dado paso a la furia en su rostro. Parecía a punto de abalanzarse sobre mí y clavar sus delicadas uñas en mis ojos.

¿De verdad crees que fui yo?

Nayia ya se había levantado y tiraba fuertemente de la mano de Milos para marcharse de mi vista.

Solo sé que eras la única que lo sabía dijo mientras se levantaba y seguía a Nayia, que ya se había sentado en la mesa de enfrente.

Fantástico, pensé. Lo que más necesito ahora mismo son más enemigos.

Su hostilidad continuó durante semanas. Por mucho que intenté explicarles que Ioannis también lo sabía y que, con toda probabilidad, había sido él quien les había delatado, no conseguí recuperar su amistad. Milos parecía conformarse con ignorarme, pero Nayia estaba decidida a boicotear mi trabajo y mis pruebas diarias con el objetivo de hacerme pasar por la purga cuanto antes.

Un día estuvo a punto de conseguirlo. Los guardias nos habían llevado al taller y nos habían entregado una caja llena de chatarra a cada uno. Cada caja contiene un proyector holográfico, dijeron. El último de vosotros que consiga ensamblarlo, tendrá el placer de escuchar cómo su nombre es pronunciado desde la torre central esta tarde. Mis conocimientos de electrónica eran escasos, pero aun así tenía la esperanza de montar el proyector antes que algunos de los débiles ancianos de pobre vista y manos temblorosas que había en nuestro equipo. Sentía pena por ellos, pero el castigo por ayudar a un compañero en una prueba individual era la muerte. Tras tres horas de prueba y error, el cacharro que tenía en mis manos ya se parecía bastante a un proyector y tenía esperanzas de que funcionase. Solo me faltaban algunas piezas. Sin embargo, en un momento de distracción de los guardias, Nayia se levantó para ir al baño y, al pasar por mi mesa, robó disimuladamente una de las piezas clave para terminar de ensamblar mi dispositivo. Al volver, y tras comprobar que los guardias no se habían enterado de nada, me dirigió una mirada triunfal, ignorando mi expresión suplicante. Se me pasó por la cabeza contar a los guardias lo sucedido, pero ya había visto antes cual era el destino de los chivatos. No había mucho que pudiese hacer. Decidí esperar a otro despiste de los guardias para robarle la misma pieza a Nayia. Era un plan bastante deficiente, ya que Nayia ya habría pensado en ello y estaría protegiendo la pieza. Opondría resistencia y llamaría la atención de los guardias, lo que significaría mi muerte inmediata.

Aun así, no se me ocurría otra solución.

Estaba a punto de levantarme cuando sentí unos toques en mi espalda.

Toma la pieza que necesites de las mías, por favor me susurró Grigori, un amable anciano ucraniano, al darme la vuelta.

Gracias, Grigori, pero no puedo hacerlo.

Leah, nunca conseguiré montar el proyector yo solo.

Grigori tenía razón. Sus torpes manos apenas podían hacer girar un destornillador, y sufría de unos ataques de tos constantes de los cuales tardaba minutos en reponerse.

Tengo cáncer de pulmón insistió. Los guardias me harán un favor si me matan esta tarde. Me ahorraré un gran sufrimiento y me iré con la satisfacción de haber salvado una vida que vale mucho. Por favor, coge mi pieza.

Cuando Grigori oyó su nombre aquella tarde, me dedicó una cálida sonrisa mientras comenzaba el paseo hacia el crematorio, el último de su vida. Entre lágrimas, decidí que debía hacer algo con respecto a Nayia.

La oportunidad se presentó al día siguiente, cuando Ahmad Ibrahim fue elegido para la purga. Ahmad era de los pocos presos que ya vivían en la cárcel antes de que ésta se convirtiera en el CEFF. De hecho, su caso era bastante famoso en Chipre: tenía el dudoso honor de haber protagonizado el único caso de violación en la historia de la EBR.

Incluso antes de llamarse CEFF, la prisión de Chipre no era precisamente un lugar de vacaciones. Si bien es cierto que la EBR era más permisiva que la mayoría de países con las faltas más leves, los jueces no se lo pensaban dos veces a la hora de castigar a aquellos que se pasaran de la raya. El consumo excesivo de recursos y la falta de productividad eran castigados con simples apercibimientos que no acarreaban ninguna consecuencia, pero un ciudadano que reincidiera repetidamente en estas faltas acabaría sin duda compartiendo celda con violadores y asesinos en cárceles cuyas condiciones rayaban la violación de derechos humanos. Kana y Deligiannis no creían en la cárcel como un instrumento de reinserción social. El pueblo dedicaba grandes esfuerzos para conseguir los recursos que sostuvieran al país, ¿por qué iban a malgastarse estos recursos cuidando a aquellos pocos que contribuían a destruirlo? La cárcel debía ser un puro castigo. Así se matarían dos pájaros de un tiro: los delincuentes se lo pensarían dos veces antes de cometer un crimen y la EBR no desperdiciaría recursos en que los presos tuvieran una vida decente. Las instalaciones de la cárcel eran viejas y roñosas. No había calefacción en las frías noches de invierno ni, lo que es peor, aire acondicionado en verano. Los reos se alimentaban de las sobras de los comedores de Galatea, y trabajaban doce horas diarias para justificar el pobre gasto que ocasionaba su estancia en aquel hostil lugar.

Ahmad Ibrahim fue condenado a veinte años en prisión, y ya habían pasado quince cuando la cárcel se convirtió en el CEFF. Esto significaba que, aunque su calidad de vida había empeorado, no lo había hecho de manera tan dramática como para los que venían de la ciudad. Disfrutaba viendo sufrir a los nuevos reclusos, pero sobre todo estaba eufórico porque, no solo había visto a las primeras mujeres en quince años, sino que además estaba conviviendo con ellas en celdas transparentes. La presencia de los guardias en todo momento aseguraba que no se propasase con ninguna, pero a todas se nos revolvía el estómago cuando nos miraba lascivamente desde su celda mientras sacudía la mano frenéticamente por dentro de sus pantalones.

Cuando su nombre fue nombrado en la purga de aquel día, todos sentimos un gran alivio porque él fuera el elegido. Sin embargo, la tranquilidad apenas duró unos instantes. Tras escuchar su nombre, Ahmad se abalanzó sobre Nayia. Cuando nos quisimos dar cuenta, ya la había arrastrado hasta una de las paredes electrificadas de la jaula. Ahmad se hallaba de pie entre la valla y Nayia, agarrándola desde atrás por el cuello con la mano izquierda e intentando deshacer la cuerda de sus pantalones con la derecha. Nayia gritaba desamparada y las lágrimas le brotaban de los ojos como cascadas.

Habría sido muy fácil para los guardias disparar a Ahmad en la cabeza desde detrás de la valla, pero eso habría ido en contra de las normas. Ahmad debía salir por su propio pie o comenzarían a disparar al grupo en un minuto. Nayia no era la única que estaba en peligro.

Milos se acercó lentamente hacia los dos, con las manos abiertas y extendidas a la altura de los hombros, como señalando que lo único que quería hacer era hablar. Pero no iba a ser tan fácil.

Mantén la distancia, o tu fulana acabará frita como yo le espetó Ahmad mientras amagaba aferrarse a la valla con la mano derecha.

Las ideas de Milos parecieron acabarse. Retrocedió dos pasos hasta mezclarse con el grupo y no hizo nada más. Ahmad ya había desabrochado los pantalones de Nayia y su mano se deslizaba por su entrepierna entre los sollozos indefensos de la pobre joven.

En ese momento, no tuve miedo de los guardias. Sabía por experiencia que mi vida no corría peligro: el grupo empujaría a Nayia y Ahmad a la valla antes de que comenzaran los disparos. Sin embargo, pese a mis diferencias con ella, no quería ver cómo moría de una manera tan injusta y a manos de un malnacido como Ahmad. Era mi oportunidad para hacer las paces.

¡Dios quiera que nunca cruces el Siraat! me oí a mí misma gritar. El resto del grupo me miró sorprendida. Ahmad también me miró y dejo de concentrarse en los movimientos de su mano derecha.

¡Dios quiera que te acuerdes de este momento cuando los ángeles de la piedad visiten tu tumba! levanté la voz aún más y le imprimí un tono grave y solemne que me resultó imponente hasta a mí misma.

¡Que nadie desee protegerte cuando suene la Trompeta y seas llevado a la Gran Reunión!

Había despertado la curiosidad de Ahmad, que ya había dejado de manosear a Nayia y comenzaba a mirarme fijamente con expresión confundida. Aproveché para abrir los ojos hasta que pensé que se saldrían de sus cuencas, y seguí gritando como una posesa.

¡La tierra será allanada, las montañas se convertirán en polvo, el cielo se desplomará, los planetas se dispersarán y las tumbas se abrirán! ¡Y será en ese momento cuando seas llamado al Magnífico Trono de Dios! ¿Qué podrás decir entonces? ¿Cómo defenderás tu bondad, cuando en tu mismo lecho de muerte tu mano derecha se encontraba mancillada con fluidos indecentes? ¡Qué Dios sea tan justo como para arrancarte esa mano y depositar el Registro sobre tu mano izquierda!

Me di cuenta de que los musulmanes de nuestro grupo se habían arrodillado. Los pocos que quedaban de pie les imitaron para aumentar el efecto dramático. Fue entonces cuando Ahmad soltó a Nayia.

¡Camina, Ahmad! ¡Camina entre nosotros y sálvanos, al igual que pronto caminarás sobre el Siraat hacia el Paraíso!

Ahora era Ahmad el que lloraba desconsoladamente. Comenzó a caminar ante la mirada decepcionada de los guardias y salió del recinto para dirigirse cabizbajo al crematorio.

Aquella misma noche, Milos y Nayia se sentaron frente a mí durante la cena.

Has estado espectacular reconoció Milos. Y gracias a ti, Nayia sigue viva. Nunca te lo agradeceré lo suficiente.

Lo mismo digo se unió Nayia. Se me cae la cara de vergüenza pensando en todo lo que te he hecho pasar. Deberíamos formar un equipo en vez de intentar que nos maten a todos.

En eso estoy de acuerdo respondí complacida.

Todos los demás comienzan a formar pequeños grupos dijo Milos. Nosotros deberíamos aprovechar que hablamos el mismo idioma y que nos conocemos bien. Podemos protegernos unos a otros.

No podrías tener más razón contesté, y sonreí más de lo que debería.

Cerramos el acuerdo con un triple apretón de manos.

Milos, no deseo reabrir viajes heridas, pero debes creerme cuando os digo que no os delaté. Lo único que hice fue comentarlo con Ioannis con la esperanza de que me ayudara a decidir lo correcto.

Ahora ya da igual, Leah. Pero ya que sacas el tema, ¿qué interés tendría Ioannis en entregarme?

¿Hiciste alguna pregunta sobre mi desaparición?

Le mandé un email preguntándole por ti.

Pues ahí tienes la respuesta. Ioannis fue el que me metió aquí dentro, y preferiría evitar preguntas sobre el tema.

O sea que es verdad dijo Milos pensativamente.

¿El qué es verdad?

Los rumores que sitúan a Ioannis como la mano derecha de Liberopoulos. Solo alguien con ese poder podría deshacerse de quien le viniese en gana con apenas argumentos en contra.

Supongo que es cierto, lo he oído varias veces. Pero a mí nunca me dijo nada.

Hay otra razón para pensar que los rumores son ciertos intervino Nayia. Mírate, Leah.

¿Qué quieres decir?

No tienes ni un rasguño. Eres de las pocas personas a las que los guardias ni se atreven a tocar. A todos los demás nos propinan una de sus caricias de vez en cuando. Y eso que eres de las reclusas que más les planta cara.

Nayia tenía razón. Solo tenía que levantar la cabeza y observar a los miembros de mi equipo: ojos morados, uniformes ensangrentados, reclusos con muletas... yo era la única que parecía estar de una pieza. ¿Podría estar Ioannis protegiéndome desde fuera? ¿Por qué haría algo así, después de todo lo que me había hecho pasar?

No lo había pensado.

Debes ser la única respondió Nayia. Todos aquí te miran con envidia.

Eso no es lo más importante intervino Milos. Pensad en lo siguiente: si es cierto que Ioannis te está protegiendo, cabe pensar que cree que habrá supervivientes, y quiere que te encuentres entre ellos. No tendría sentido que te protegiera si supiera que todos los que estamos aquí dentro vamos a morir. Puede que, al fin y al cabo, tengamos alguna esperanza de sobrevivir.

Es una teoría lógica reconocí. De hecho, mis esperanzas han aumentado desde que ya no llegan reclusos nuevos. Tengo la sensación de que el final está cerca.

Espero que tengas razón, de una manera o de otra concluyó Milos.

A sabiendas de que se nos acababa el tiempo para cenar, dejamos la charla y nos centramos en acabar aquel insípido potaje que nos habían servido por cuarta noche consecutiva.

Cuando la alarma sonó y nos levantamos como un resorte para dirigirnos a los barracones, unos guardias me agarraron del brazo.

Hoy te irás a la cama más tarde dijo uno de ellos.

Si es que sigue viva para entonces, claro añadió el otro entre risas.

Tras casi dos meses escuchando amenazas continuamente, los guardias habían perdido su poder de intimidación. Sin embargo, pensé que sería mejor no meterme en líos y dejé que me llevaran en dirección contraria a los barracones.

Entramos en un edificio que, por fuera, no era muy diferente de los demás edificios de la prisión, pero por dentro parecía una especie de hospital en el que todas las habitaciones estaban vacías. No hay reclusos enfermos en el CEFF, recuerdo haber pensado. Aquí, o estás vivo, o estás muerto. A medida que avanzábamos y miraba hacia las habitaciones fijándome en los instrumentos que había en ellas, me di cuenta con horror de que, si acaso, aquellas salas se habían utilizado para la tortura, pero en ningún caso para curar a algún paciente.

Finalmente, me introdujeron en una pequeña sala en la que ya había alguien esperándonos. Se trataba de un hombre alto y fornido, de frondosa barba negra y mirada severa, con un uniforme de la AGOP cargado de medallas, y armado con una pistola.

Me sentaron y me ataron a una silla de metal, fría como el acero. Me di cuenta de que enfrente de mí había un hombre de mediana edad, amordazado y atado a otra silla. Pude detectar el miedo en sus ojos, e intenté parecer relajada para contagiarle mi tranquilidad, aunque comenzaba a estar asustada.

Tras un buen rato en el que no ocurrió nada excepto los paseos del hombre uniformado alrededor nuestro mientras jugueteaba con la pistola, se oyó el sonido de un teléfono. Eran sus lentes, que estaban conectadas al sistema de sonido de la sala.

General Beyoglu, le estamos viendo se escuchó decir a una voz masculina al otro lado.

¿Por cuál de los dos empezamos? respondió el general.

Buena pregunta. ¿Alguna preferencia? Por la bajada del tono de voz, deduje que la persona al otro lado se estaba dirigiendo a alguien que se encontraba con él.

No hubo ninguna respuesta durante un largo rato.

El general se hallaba detrás del hombre atado a una silla enfrente de mí, y le colocó la pistola en la nuca.

¿Va a llamar ahora a Kozo? se oyó decir a una mujer al otro lado del teléfono. Había escuchado esa voz antes. ¿Podría ser Teresa Liberopoulos?

El general Beyoglu retiró el seguro de la pistola.

El pobre hombre atado a la silla estaba sudando a mares, pero aguantaba la presión de manera estoica. Sabía que gritar o llorar no cambiaría nada. Parecía confiar en que, quienquiera que estuviera al otro lado, le salvaría la vida. Pensé que su cara me sonaba de algo. ¿Dónde le había visto antes? Era un hombre muy atractivo con ciertos rasgos sudamericanos. Rondaría los cuarenta, pero su piel oscura y tersa y su abundante pelo moreno le daban un toque juvenil. Su delgada nariz, sus ojos menudos y ligeramente rasgados, sus labios respingones y su barba de varios días que no crecía ni en sus mejillas ni a ambos lados de su boca le daban una gran personalidad a su rostro.

El general Beyoglu apretó el gatillo.

El disparo originó un tremendo estruendo al hacer eco con las paredes de la pequeña habitación. Me estremecí, cerré los ojos y bajé la cabeza en un acto reflejo.

Un pitido en los oídos me hizo pensar que había perdido el sentido del oído temporalmente, pero fue entonces cuando oí un grito desgarrador, e inmediatamente identifiqué a su emisor. Era Xandra.

¡Noooooo! ¡Marcelo!

Abrí los ojos, todavía sin levantar la cabeza. Me di cuenta, por el agujero en el suelo, de que la bala había impactado al lado de mi pie derecho.

Era un agujero teñido de rojo. Al levantar la vista, me di cuenta de por qué.

La bala había atravesado el hombro izquierdo de aquel pobre hombre, derramando una cantidad sorprendente de sangre sobre su cuerpo. El dolor había provocado que se desmayara, y su cabeza caía sobre el otro hombro. Sus ojos seguían medio abiertos y miraban hacia mí, perdidos en la inconsciencia.

En ese momento me di cuenta de qué conocía a aquel hombre. Le había visto desde lejos en el CEFF, pasando un brazo sobre los hombros de Xandra a la salida de la purga.

El llanto sobrecogedor de mi amiga sonaba a todo volumen a través de los altavoces de la habitación mientras dos guardias arrastraban fuera a Marcelo. Atrás quedó un rastro de sangre tan abundante que comencé a dudar de si saldría con vida.

No me dio a tiempo a darme cuenta de lo que estaba ocurriendo en la sala. El general Beyoglu se había colocado detrás de mí y había colocado el frío cañón de su pistola en mi nuca. De repente tuve mucho miedo. Liberopoulos estaba al otro lado del teléfono y quizá Ioannis no podría protegerme en esa situación.

¡No! ¡Leah no! ¡Llamaré a Zuo! ¡Sacadla de allí por favor! oí implorar a Xandra entre sollozos.

Los guardias obedecieron y me sacaron de la habitación. Cuando la puerta se cerró, todavía podía oírse a Xandra llorando desesperadamente mientras intentaba enlazar palabras sin sentido.

La última mirada de Marcelo y el estremecedor desconsuelo de Xandra no me dejaron pegar ojo aquella noche. Durante los días siguientes, me vi dominada por una brutal apatía, sin siquiera tener fuerzas para hacer sonar Folsom Prison Blues en mi cabeza.

Supe enseguida, por el temblor y el abatimiento en su voz, que Xandra le amaba. Marcelo no había vuelto al equipo, y nadie parecía haberle visto en el CEFF. Xandra tampoco debía saber nada, y supuse que aquella incertidumbre le estaba torturando. Cuando la veía caminar por las tardes hacia el comedor como un alma en pena, podía leer la desdicha en su expresión. Si no había corrido a abrazarla en aquellos momentos había sido porque Milos había adivinado mis intenciones y me había sujetado por el brazo.

Los días pasaban y, a medida que nuestro equipo iba menguando, la apatía iba dando paso a la ira. Parecía como si existiera un límite de miseria que mi alma podía aguantar y ya me estuviera acercando a él.

La mañana del 24 de diciembre me desperté especialmente furiosa. Había soñado que estaba durmiendo con Ande en una campañeta en la Bahía de la Higuera. Sentí con gran realismo sus firmes abrazos, sus besos juguetones en mi cuello, el roce de su incipiente barba, el agradable olor de su perfume, la fascinación en su rostro al comenzar a desnudarme... Y fue entonces cuando aquella horrible alarma me despertó de un sobresalto. No estaba haciendo el amor con Ande, me hallaba en el duro y frío suelo de mi celda. Mi vejiga estaba a punto de explotar y todavía quedaba media hora para que nos abrieran las puertas. Quizá tendría que orinar en la esquina de la celda de nuevo, al fin y al cabo solía secarse después de un día y ya me había acostumbrado al olor y a las miradas de los demás reclusos.

Pensé en qué estaría haciendo Ande en esos momentos. Estaba segura de que no habría sido una víctima del nuevo régimen. A pesar de no ser el mayor fan de la EBR, el gobierno le necesitaba, por lo menos hasta que su nave fuera lanzada. Si no recordaba mal, eso iba a ocurrir al día siguiente. ¿Estaría ensimismado en los preparativos, sin tiempo de pensar en quien le quería y le echaba de menos?

No debería estar aquí. Debería estar apoyándole en el momento más importante de su vida.

Maldije mi situación una y mil veces. Maldije al CEFF por la brutalidad con la que estábamos siendo tratados y la indiferencia con la que se deshacían de cientos de personas. Maldije a Liberopoulos por permitir que existieran lugares como este. Maldije a Panos Kana por no asegurarse de que sus sucesores respetarían la gran obra que él había comenzado. Mi momento de odio concluyó dedicando un hueco especial a Ioannis, ya que únicamente él era el culpable de que tanto yo como Xandra nos encontráramos aquí.

Decidí que ya había tenido suficiente.

Hoy sería mi última purga.

La puerta de la celda se abrió diez minutos antes de lo normal aquella mañana, y los guardias nos llevaron al patio central en vez de a los talleres. Después de meses de rutina, el grupo se hallaba confundido.

La sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar al patio central, las jaulas de la purga habían desaparecido. Para nuestra mayor incredulidad, algunos equipos ya habían llegado al patio y estaban mezclados unos con otros. ¿Se había acabado la prohibición?

Fue entonces cuando vi a Xandra corriendo a mi encuentro. Se abalanzó sobre mí. Había perdido mucho peso y estaba raquítica, pero casi me tiró al suelo del impulso. Supuse que yo no me encontraba mucho más fuerte que ella.

Permanecimos unos segundos llorando abrazadas, una escena que se repetía con decenas de reclusos que acababan de reencontrarse a lo largo del patio central.

¡Lo siento tanto, Xandra! conseguí decir entre sollozos.

No me encerraron por ti, Leah. El gobierno tiene sus propias razones.

Sus palabras me quitaron un gran peso de encima.

¿Qué crees que está pasando hoy? le pregunté.

Un amigo solía decir que este lugar está diseñado para seleccionar a los más fuertes por su gesto de dolor supe que hablaba de Marcelo. Creo que todo ha acabado. Nosotros somos los elegidos.

Miré a mi alrededor. En el patio habría unas cien personas de ambos sexos, diferentes edades, múltiples razas, procedencias y culturas. Excepto chipriotas. Éramos todos anemolios. Una muestra representativa de la población inmigrante de la EBR. Y todos habíamos demostrado tener un aguante inhumano, así como excelentes habilidades tanto físicas como intelectuales. Pensé que la teoría de Marcelo podría ir muy bien encaminada. Lo que no creía era que simplemente nos dejarían marchar. ¿Para qué nos habían seleccionado?

Mientras miraba a la multitud, me pareció ver una cara conocida. Entonces Xandra dio un grito de alegría y comenzó a correr hacia esa persona hasta lanzarse a sus brazos como había hecho conmigo unos minutos antes. ¡Era Marcelo! Tenía un aspecto lamentable. Incluso al lado de Xandra y de todos los demás reclusos, llamaba la atención lo demacrado que estaba. Mientras se acercaban hacia mí, me estremecí al descubrir que le habían amputado el brazo izquierdo. Estaba tan delgado que desde lejos no me había dado cuenta de que la manga de su uniforme estaba vacía.

Este es Marcelo, Leah. dijo Xandra. Rodeaba su cintura con las dos manos y apoyaba la cabeza sobre su pecho, como si temiera volverle a perder en cualquier momento.

Me alegro mucho de verte en mejores circunstancias que la última vez le dije mientras le estrechaba la mano.

Y yo me alegro de que no corrieras la misma suerte que yo respondió.

Xandra parecía estar a punto de llorar.

Marcelo, has perdido el brazo por mi culpa. Nunca sabré cómo disculparme.

Yo no lo veo así, Xandra respondió él. Si no les hubieras contado lo que querían, me habrían matado. Obviamente, no fue el caso. Así que gracias por hacerlo. Espero que la información que revelaste no te cause muchos problemas.

Para zanjar la discusión, Marcelo la besó en la frente, y Xandra sonrió sin mucho convencimiento.

A los pocos minutos, unas quince furgonetas blindadas irrumpieron en el patio central. La gente parecía asustada, preguntándose qué nuevo sadismo les tenía preparado el CEFF. Sin embargo, esta vez los guardias se portaron de manera relativamente amable. Sin apuntarnos con sus armas, nos pidieron que fuéramos entrando en las furgonetas. No parecía exactamente una orden, pero nadie se atrevió a negarse.

No se nos escapó el hecho de que no nos habían obligado a dividirnos por equipos, así que Marcelo, Xandra y yo aprovechamos para subirnos a la misma furgoneta, junto con Milos y Nayia. No sabíamos qué nos esperaba, pero estábamos juntos, y nada podría ser peor que lo que habíamos pasado los últimos meses. De repente, la esperanza había vuelto.

La furgoneta carecía de ventanas, por lo que no pude ver hacia donde nos dirigíamos. Durante el viaje, el humor de los reclusos fue mejorando. Sonreían y algunos hasta hacían bromas. Hacía tiempo que no había disfrutado de tan buen ambiente.

Marcelo se durmió enseguida, y Xandra se mantuvo todo el camino a mi lado, agarrándome fuertemente del brazo. No hablaba mucho, pero de vez en cuando la sorprendía mirándome fijamente.

¿Te encuentras bien, Xandra?

Disculpa, no quise incomodarte. Simplemente... me alegro de que estés bien.

Siento lo de Marcelo. Yo tampoco creo que sea tu culpa.

No respondió, pero un lágrima la bajó por la mejilla, y supe que todavía era demasiado pronto para hablar del tema. El sentimiento de culpabilidad tenía que estar torturándola. Simplemente la cogí de la mano, pero eso fue suficiente para que se derrumbara. Pasó la siguiente media hora sollozando sobre mi hombro.

No es solo por Marcelo dijo al fin.

Ha sido todo muy duro, Xandra. No tienes por qué justificarte.

Ya no quiero luchar más, Leah.

Quizá no haga falta. Pronto lo sabremos.

No me entiendes. Me refiero a mi vida... Llevo desde que tengo memoria luchando por conseguir un planeta mejor, un mundo en el que los humanos podamos vivir en paz, respetándonos unos a otros y cuidando de nuestro entorno. ¿Para qué he malgastado mi tiempo? El cambio climático es irreversible, especialmente ahora que el ciclo del metano ha comenzado. No sé si será cuestión de años o de siglos, pero tarde o temprano sus efectos serán letales para la raza humana. Antes pensaba que merecía la pena prolongar la catástrofe lo más posible para que las próximas generaciones puedan disfrutar de este planeta. Pero después de haber sufrido en persona la maldad que los humanos pueden llegar a mostrar... ¿Qué cojones me importa que podamos sobrevivir doscientos años más? Si este es el tipo de vida que les espera a nuestros descendientes, lo mejor será que todo acabe cuanto antes. Siento que he luchado por una causa perdida.

Antes de que pudiera contestar, la furgoneta se detuvo, y unos guardias abrieron las puertas traseras para que bajáramos.

Cuando apenas había puesto un pie fuera, descubrí que aquel lugar me resultaba muy familiar.

Estábamos en las instalaciones de la AEC.

Habíamos aparcado a pocos metros del edificio de oficinas adyacente al enorme hangar, junto con las demás furgonetas. Miré en todas direcciones con la esperanza de ver a Ande, pero lo único que pude ver fueron las blancas torres de los anillos exteriores de Galatea, que se alzaban a lo lejos por encima de los jóvenes cedros que limitaban el recinto de la AEC. Me invadió un fuerte sentimiento de añoranza.

Solo entonces fue cuando me pregunté qué narices hacíamos allí. Los demás reclusos también parecían confundidos.

Si la información de hace dos meses es cierta, mañana se producirá el lanzamiento de la primera nave construida por la Agencia Espacial Chipriota dije en voz baja para que solo Xandra, Marcelo, Milos y Nayia pudieran oírme. No podía evitar seguir considerándolo un secreto.

Quizá quieran que asistamos al evento. Pensarán que tal muestra de grandiosidad podría reconducir nuestras sucias mentes capitalistas hacia el reconocimiento de las virtudes de la EBR sugirió Nayia, y no supe si hablaba en broma o en serio.

No digas tonterías. Seguramente vayan con retraso y nos hayan traído para ayudar con los preparativos respondió Milos, tan pesimista como siempre.

Xandra parecía pensativa.

¿Tú que piensas? le pregunté.

Creo que es mejor que no lo diga.

Antes de que pudiéramos insistirle, vimos cómo unos empleados de la AEC salían del edificio de oficinas y preguntaban a los guardias si los cien estaban preparados. Estos respondieron afirmativamente, y los empleados les instaron a dirigirnos hacia el hangar.

Los cien, como deduje que se referían a nuestro grupo de reclusos, entramos en el hangar por una de las puertas traseras. Uno de los portones de la parte frontal del hangar, enfrente de nosotros, se hallaba abierto, y pudimos comprobar cómo, a lo lejos, la Alexia ya había sido colocada en posición vertical sobre la plataforma de lanzamiento. El grupo emitió un murmullo de sorpresa.

El interior del hangar era muy diferente a la última vez que lo había visto. Una serie de enormes cubos de metal estaban dispuestos a lo largo de la pared. Cada cubo tenía el tamaño de un pequeño almacén, y a la entrada de todos ellos se había colocado una especie de compartimento provisional cerrado por largos biombos.

Nos dividieron en equipos de diez según estábamos colocados. Los empleados de la AEC analizaron el reparto e hicieron algunos cambios, pero nuestro pequeño grupo consiguió mantenerse unido. Respiré aliviada, ya que intuía que Xandra no iba a separarse de Marcelo tan fácilmente. Cada equipo fue llevado a la entrada de un compartimento, donde se nos dijo que deberíamos formar una cola para esperar a nuestro turno.

¿Turno para qué? se oyó decir a un atrevido joven con acento francés.

En el CEFF, esta pregunta le habría ocasionado una paliza en el mejor de los casos. Sin embargo, los guardias le ignoraron y se limitaron a asegurarse de que manteníamos el orden. A pesar de ello, nadie más se atrevió a hacer preguntas. Tras el paso por el CEFF, éramos como un sumiso rebaño de ovejas.

Los primeros de cada fila pasaron al compartimento, y nos tranquilizó el hecho de que no oímos ningún grito ni señal de violencia. A los veinte minutos pasaron los segundos de cada fila, y después los terceros. Nadie volvía por la misma puerta, así que dedujimos que habían entrado en los cubos de metal, algo que nos preocupaba ya que no podíamos escuchar lo que ocurría allí dentro.

Tras Nayia, Milos, Marcelo y Xandra, solo quedaba yo. Finalmente, llegó mi turno.

El compartimento contenía una estación médica provisional. Una camilla, un armario con medicamentos e instrumentos, un enfermero y, por supuesto, un agop blandiendo su arma en una de las esquinas.

El enfermero, un joven rutinario chipriota, se dirigió a mí amablemente.

¡Buenos días, señora Patroklou! Vamos a hacerle un pequeño examen médico, aunque ya he comprobado en sus registros que goza de una salud de hierro.

No creo que siga siendo el caso después de lo que he pasado.

Sé que ha sido duro, pero alegre esa cara. Todo ha terminado.

¿De veras?

Se lo prometo. Nunca tendrá que volver al campus.

¿Se refiere al CEFF?

El joven se disponía a responder, pero el guardia carraspeó y entonces pareció arrepentirse. Su tono desenfadado se vio cohibido a partir de entonces.

He de pedirle que se desnude por completo.

En tiempos anteriores me habría negado en redondo, pero, después de vivir en un cubo transparente durante meses, parecía haber perdido el sentido de la privacidad. Solo quería que todo acabara cuanto antes y descubrir qué estaba pasando.

El enfermero me auscultó, me realizó un análisis de sangre instantáneo que no reveló ninguna anomalía, comprobó que podía ver y oír bien y finalmente verificó que mis reflejos funcionaban correctamente. Cuando hubo terminado, me ofreció un pequeño vaso de papel.

Bébaselo, es un complejo vitamínico que le vendrá bien.

Obedecí, y entonces me dijo que ya habíamos terminado y me indicó que cruzara la puerta que daba al cubo de metal.

¿Puedo vestirme antes?

Dentro le ofrecerán ropa más decente que aquel sucio uniforme gris que llevaba puesto.

Más tarde comprobé que casi todo lo que había dicho el amable enfermero eran mentiras.

Abrí la pesada puerta de metal y una bocanada de aire gélido azotó mi cuerpo desnudo. Miré hacia atrás con indecisión y vi que el guardia comenzaba a caminar hacia mí con la mano en su arma, así que procedí a entrar. La puerta se cerró inmediatamente tras de mí.

Me encontraba en una especie de pequeño recibidor circular cerrado por una cortina de tiras de plástico translúcido. Hacía un frío terrible. Se oían voces apagadas detrás de las cortinas, y decidí abrirlas.

El cubo de metal era una inmensa cámara de congelación iluminada por una tenue luz azul. Los primeros reclusos que habían pasado se hallaban tendidos en el suelo, y no supe si estaban muertos o simplemente inconscientes. Solo mis amigos seguían de pie, tiritando de frío mientras se cubrían sus vergüenzas con las manos.

Observé que en el medio de la cámara había algo extraño: diez cápsulas de metal dispuestas en dos filas, cada una de ellas conectada a una gran bombona gris.

¿Qué significa esto? les pregunté.

Vamos a ser sus putos conejillos de indias respondió Xandra secamente.

Tu amiga dice que nos van a enviar al espacio dentro de estos ataúdes dijo Milos, visiblemente asustado. Nayia se aferraba a su brazo, pero para variar, esta vez no lloraba. Parecía cansada, sin energía.

Me vinieron a la mente los silencios de Ioannis. ¿Hasta qué punto había estado involucrado en este plan?

En ese momento a Nayia parecieron fallarle las fuerzas y cayó al suelo. Milos no parecía sorprendido.

Se han ido desplomando uno a uno, por orden de entrada. Debe haber sido aquel complejo vitamínico que nos han dado.

Comprobé que Milos tenía razón. A los quince minutos se derrumbó él, seguido de Marcelo y Xandra poco después. Solo quedaba yo. Para entonces, me hallaba aterida de frio. No sentía las extremidades, y el mero hecho de dar unos pasos parecía una hazaña inalcanzable. Además, cada vez me sentía más cansada y somnolienta.

Cuando mis pensamientos comenzaban a perder toda racionalidad, oí cómo se abría la puerta de la cámara.

Tras un esfuerzo sobrehumano para darme la vuelta, vi que era Ioannis el que había entrado y se dirigía hacia mí. Llevaba puesto un grueso abrigo negro, acompañado de bufanda y gorro.

Me invadió el deseo de abalanzarme sobre él y golpearle, pero ni mi cuerpo ni mi mente respondían. Mis rodillas fallaron cuando ya casi se encontraba a mi lado, y caí al suelo. Quería llorar, pero mis glándulas lacrimales debían estar ya congeladas.

Leah, cariño su voz sonaba como un eco a kilómetros de distancia. Has sido increíblemente valiente. Estoy orgulloso de ti. Te protegí todo el tiempo, pero no habría hecho falta. Los informes dicen que estás aquí por tus propios méritos. Pronto te convertirás en leyenda y nos volveremos a ver en un mundo mejor. Prometo que Chris y yo te esperaremos allí y volveremos a ser felices.

Ioannis siguió hablando, pero sus palabras sonaban cada vez más lejanas. Finalmente, un sopor invencible acabó por inutilizar todos mis sentidos.