―¿Un cuento de hadas, dices?
―Sí, esas son exactamente las palabras que he utilizado.
―Marcelo, compadre... ¿qué te están haciendo? ¿Te dejaste la masculinidad en Santiago?
Aquel comentario era de esperar en Rodolfo, mi antiguo jefe y desde hacía tiempo un gran amigo. Aunque ya no nos viéramos tan a menudo como antes, seguíamos trabajando para la misma empresa. Rodolfo era de los pocos que se habían alegrado de forma genuina de mi último ascenso dentro de la organización, sin escuchar a los rumores que me situaban allí por ser el hijo de Germán Salas, e incluso sin importarle que yo pasara a ocupar uno de los puestos a los que él aspiraba. Los dos formábamos parte de la cúpula del departamento de exportaciones a EMECA. La única diferencia entre su puesto y el mío es que yo me dedicaba al bien estratégico más importante que mi país exportaba, el litio, mientras que Rodolfo se dedicaba a otro tipo de materiales. A grandes rasgos, puede decirse que sus productos estrella eran aquellos basados en el grafeno, un compuesto del carbono que hacía décadas había amenazado con revolucionar el mercado tecnológico debido a su finura, resistencia, flexibilidad y conductividad. Sin embargo, los procesos para obtener grafeno eran tremendamente caros. Sobraban las empresas que podían permitirse su fabricación, pero lo que faltaba eran ciudadanos pudientes que pudiesen permitirse la adquisición de productos tan elitistas como una tableta de pantalla flexible o un móvil enrollable. En porcentaje, las exportaciones de grafeno y sus derivados constituían apenas el 4% de las ventas totales al extranjero de YCL. En Chipre, el único producto fabricado con grafeno eran los ordenadores centrales de cada hogar. El dispositivo de comunicación estándar eran las lentes, y la EBR veía innecesario invertir en artilugios que no fueran considerados de primera necesidad. Por ello, Rodolfo no tenía muchas oportunidades de viajar a Chipre, mientras que yo pasaba allí la mayor parte del año. Por supuesto, he de admitir que las razones personales pesaban mucho en aquella decisión.
―Ya te gustaría ―le contesté entre risas―. Pero no te preocupes, el día que me pase a tu acera, serás el primero en saberlo.
―Bromas aparte, Marcelo ―contestó Rodolfo poniéndose serio―. A pesar de que te echemos de menos en la oficina, me alegro de que seas tan feliz aquí. Y ahora, ¿por qué no me das una vuelta para demostrarme que es lo que hace tan especial a esta ciudad?
―De hecho creo conocer un lugar que te va a encantar.
Rodolfo acababa de llegar a Galatea para un breve viaje de negocios y se quedaría en la ciudad un par de noches, lo que nos daría la oportunidad perfecta para ponernos al día, ya que llevábamos casi un año sin coincidir. Después de recogerle en su apartamento del sector Suroeste, donde solían alojarse los viajeros de negocios, nos encaminamos hacia el parque Kana. Tenía muy claro donde quería llevarle, pero no sin antes dar una vuelta casi completa al gran parque para mostrarle el espectacular ambiente que se vivía allí en una tarde cualquiera de invierno.
La temperatura media de las tardes invernales chipriotas era de unos dieciséis grados. Aquel día no era una excepción, y además el sol brillaba con fuerza ante la total ausencia de nubes en el cielo, ofreciendo una sensación térmica mucho mayor. Rodolfo se quitó su jersey rosa de marca y se lo echó a la espalda, pasando las mangas por encima de sus hombros y enlazándolas a la altura del pecho. Su poblada barba negra, su pelo largo y rizado y su abundante vello pectoral que asomaba por encima del último botón de su camisa no ayudaban a evitar que unos chorros de sudor le bajaran por la frente hasta acumularse en sus pobladas cejas.
Eran las cuatro de la tarde, la hora en que las pistas deportivas de la zona noreste del parque Kana se hallaban llenas de niños entrenando después de la salida del colegio. Pronto abandonarían las canchas para dejar paso a jóvenes y adultos que, a la salida de su rutina o sus retos, solían disfrutar de un buen partido de fútbol, baloncesto, vóley playa, pádel o una agotadora sesión de crossfit. Todas las pistas contaban con pequeñas gradas que también solían llenarse de gente tomándose un aperitivo después del trabajo mientras veían el partido de turno.
Aquel día tuvimos suerte: mientras pasábamos por las pistas de vóley playa vimos cómo acababan de llegar cuatro inmigrantes brasileños que se disponían a comenzar un partido de futvóley. Tras hacernos con una cerveza cada uno y una pequeña tapa de tava en el quiosco más próximo, nos sentamos a admirar los malabarismos de los que alardeaban los cariocas.
―A ver si lo he entendido bien ―insistió Rodolfo al sentarnos. A veces se me olvidaba lo inverosímiles que resultaban para los extranjeros algunos conceptos básicos del sistema chipriota―. Esta cerveza y esta tapa no me cuestan un duro. Sin embargo, existe un límite al número de ambas que puedo pedir durante mi estancia en Chipre.
―¿Qué es lo que no has entendido?
―¡Me parece un engaño! ¿Qué ocurre si quiero celebrar una fiesta o invitar a alguien? Es imposible que pueda hacerlo con los recursos que me han asignado para estos dos días. No digo que esté en contra de este sistema, pero es que este país se vende como el país en el que no falta de nada. ¿Sabes dónde no falta de nada? En Chile. Allí nunca nadie te va a decir lo que puedes y lo que no puedes gastar.
―Ten cuidado, Rodolfo ―contesté bajando la voz y mirando alrededor para asegurarme de que no había nadie. Por suerte, todavía era pronto y las gradas estaban prácticamente vacías―. Si te escuchan por aquí, anemolio será lo más suave que te llamen.
―¿Crees que soy estúpido? Te lo comento a ti porque eres mi amigo. Y porque hasta hace bien poco tú hubieras opinado lo mismo, así que espero que me entiendas.
―Claro que te entiendo. Y tienes razón, tus opiniones de hoy son un espejo de las mías hace apenas unos meses. Pero tras un tiempo aquí me he dado cuenta de algunas cosas.
―¿Como por ejemplo?
―Mira la tapa de tava que tienes en tus manos, Rodolfo.
―Taquitos de cordero con cebolla. Bastante tiernos, por cierto.
―Venimos de un país con uno de los mayores índices de consumo de carne por persona del mundo. ¿Sabes lo que eso significa?
―Significa que, después de Argentina, somos el país donde existe un mayor porcentaje de muertes por infarto.
―Eso es. Nuestro gobierno gasta millonadas en concienciar al pueblo sobre la importancia de controlar la presión arterial y el colesterol, y aun así perdemos a una gran parte de nuestra población por este problema.
Rodolfo tenía cara de no tener ni idea de lo que estaba hablando, pero me hizo un gesto para que continuara.
―Y eso sin contar las muertes por cáncer. La carne no se suele relacionar con esta enfermedad, pero es que a nuestros gobiernos no les interesa. La ganadería y el negocio de la carne supone una parte importante de nuestro PIB, y por ello actúan de una manera excesivamente proteccionista. Proteccionista con el negocio, por supuesto, no con la gente.
―¿Qué quieres decir?
―Quiero decir que los tiempos en los que se podía adquirir carne sana y de calidad por un buen precio en Chile y Argentina han pasado a mejor vida. La demanda de carne se ha duplicado en los últimos treinta años, mientras que la superficie dedicada al ganado apenas ha aumentado en un uno por ciento, y eso a costa de la salvaje deforestación de la selva amazónica. Por ello, los ganaderos han tenido que buscar otros métodos para satisfacer la demanda.
―¿Por ejemplo?
―El tratamiento de ganado con hormonas. Esta práctica solo está regulada en la teoría. Casi toda la carne que consumimos ha sido previamente tratada con el objetivo de mantener los márgenes empresariales en sus niveles tradicionales. A aquellas empresas les importa una mierda si nos están envenenando. Las hormonas aplicadas son altamente cancerígenas, además de contener un alto contenido en omega 6.
―¿Y qué tiene de malo? Yo pensaba que el omega 6 era bueno para la salud.
―Eso es solo parcialmente cierto. Este ácido solo es saludable si se encuentra en nuestro cuerpo a los mismos niveles que el omega 3. Dada nuestra dieta rica en carne procesada, cereales y aceite vegetal, nuestros cuerpos están completamente desequilibrados. Lo que necesitamos es aumentar la presencia de omega 3, a través de pescados azules o semillas, por ejemplo. De lo contrario, el desequilibrio favorece la inflamación de las células de nuestros órganos, lo cual se traduce en altas tasas de cáncer.
―¿Quieres decir que estamos sufriendo un envenenamiento masivo con el consentimiento de nuestros gobiernos?
―Ya sabes que no soy fan de las teorías conspiracionales, pero básicamente así ha sido.
―Algo no me cuadra. Nuestros gobiernos no ganan nada teniendo una alta tasa de mortalidad, sobre todo cuando la misma afecta a adultos en edad laboral. ¿Para que querrían que toda esta gente muriese?
―Querer no es la palabra adecuada, Rodolfo. Por supuesto que no quieren perder población. Pero a la hora de elegir entre dos malas situaciones, eligen la menos dañina para ellos, la más cómoda.
―¿Cuál es la alternativa?
―El colapso de la industria ganadera, la vuelta a las negociaciones para aumentar la superficie de cultivo y de ganado, volver a estar en el punto de mira de las acusaciones por ignorar el cambio climático... una serie de medidas nada populares y que les sacaría del poder en menos que canta un gallo. Todos tienen miedo de acabar como Bolivia, pero lo cierto es que ellos son los únicos que han respetado el medio ambiente.
―Es una opinión interesante, pero sigo sin ver que tiene que ver todo esto con el hecho de que Chipre me esté vendiendo la moto.
―Nadie te ha vendido ninguna moto. Lo de que aquí puedes consumir lo que quieras es una leyenda urbana muy propia de países como el nuestro. ¿O es que algún chipriota te ha dicho que vive en una barra libre nacional?
―Quizá no con esas palabras, pero los chipriotas siempre se muestran orgullosos de ser llamados la nueva tierra de las oportunidades. Además, conociéndote a ti, que nunca has destacado por tu espiritualidad precisamente, y viendo lo feliz que te hace este país, siempre pensé que la abundancia y el lujo tendrían que ver con ello.
―Como te dije, he aprendido ciertas cosas, Rodolfo. Quizá te lo podría resumir todo con la palabra sostenibilidad. Y ya que hemos comenzado hablando de la carne, sigamos con ese ejemplo. ¿Cuánto tiempo crees que el ritmo sudamericano de consumo de carne puede continuar? Al ritmo que crece la demanda, pueden pasar dos cosas. La primera de ellas, que se descubran nuevas maneras de aumentar la producción sin expandir las tierras dedicadas al ganado. Pero por lo visto hasta ahora, estas prácticas cada vez conducen más a una alimentación perjudicial que tarde o temprano puede acabar en tragedia. La segunda, que respetemos el espacio natural que el ganado necesita para producir una carne de calidad, lo que significa expandir la superficie de ganado talando nuestros bosques y destruyendo nuestra selva. Si una guerra no nos aniquila antes, los efectos naturales derivados de tal salvajada lo acabarán haciendo.
―Parece que la única solución entonces es volvernos vegetarianos.
―Pues en parte sí. ¿Y por qué sería tan malo? Piensa en nuestros antepasados. Cuando los Neandertal formaban clanes que habitaban en cuevas, ¿crees que comían carne todos los días? Su dieta se basaba en la vegetación de alrededor. Si tenían suerte, pongamos una vez a la semana, los cazadores del clan cazarían alguna pieza que alimentaría a todo el clan aquella noche. Esta fue nuestra dieta durante millones de años. Nuestros estómagos han evolucionado de acuerdo a esa dieta. Dudo que ser principalmente carnívoros durante los últimos cien años haya modificado la constitución de nuestro sistema digestivo.
―De acuerdo Marcelo, pero te olvidas de una cosa. Si todos nos volviéramos vegetarianos, al final acabaríamos con un problema similar. En vez de dedicar una enorme cantidad de terrenos al ganado, lo dedicaríamos a la agricultura, resultando en los dos mismos problemas que has comentado antes. Simplemente, cambia las vacas por tomates.
―Bueno, en realidad la agricultura consume bastante menos espacio. Pero entiendo lo que quieres decir, y lo comparto. Comamos lo que comamos, estamos jodidos. Por eso, lo que la EBR propone es centrarse en la optimización del proceso.
―No entiendo a dónde quieres llegar. Que la Tierra esta superpoblada no es ninguna novedad. ¿Qué es lo que hace Chipre para evitar este dilema?
―Te vas acercando a la verdad, mi pequeño saltamontes ―le dije en tono de broma―. La superpoblación es un tema delicado. Por suerte, en Chipre todavía no lo sufren. En parte gracias a la guerra que asoló gran parte de su pueblo.
―¿Y esa es la solución? ¿Tener una guerra de vez en cuando para alcanzar la sostenibilidad?
―En absoluto. Aunque permíteme el inciso de que la guerra no es una teoría del todo descabellada. La naturaleza tiene un método propio para autorregularse. Cuando hay demasiadas hormigas en un hormiguero, la mitad de ellas emigra a otro lugar. Pero si no hay alternativa, se formará una guerra civil en el hormiguero que determinará quién puede quedarse. Los humanos no somos tan diferentes. No obstante, no quiero desviarme del tema. Lo que quiero decir es que, en este momento, la humanidad no dispone de las mejores cartas sobre la mesa. Y ahora depende de nosotros cómo juguemos esas cartas. Podemos usar el comodín de la guerra. Podemos dejarnos llevar por la ignorancia y la comodidad. O podemos intentar alargar la mano lo más posible. Quizás antes de que termine la jugada, aparezca una nueva oportunidad de la banca.
―Todo eso suena muy bien, Marcelo. Pero ya que te has vuelto tan metafórico, permíteme continuar con tu ejemplo. En ese juego de cartas del que hablas, ¿no crees que sería demasiado ingenuo considerar a la humanidad como un participante individual? La humanidad, nos guste o no, se compone de varios jugadores que buscarán el beneficio individual antes que el colectivo. Y para algunos de ellos, aquellos que se creen superiores al resto por sus grandes ideas, si eso significa despedazar a los otros jugadores, mejor que mejor.
―¿Por qué tengo la sensación de que estás insinuando algo?
―El hecho de que te des por aludido es de por sí revelador, amigo.
Aquellos que se creen superiores al resto por sus grandes ideas. Obviamente, Rodolfo se refería a Chipre. No era ninguna sorpresa que no mostrara una actitud conciliadora con la EBR, pero me extrañó este tipo de acusación. Era muy posible que se debiera únicamente a su fanatismo y estrechez de miras, pero tampoco podía descartar que, habiendo estado desconectado de mi país en los últimos tiempos, quizá me había perdido algo. ¿Dispondría él de información relevante a la que yo no tenía acceso por estar encerrado en la burbuja informativa chipriota?
Si era así, sin duda quería saberlo. Sin embargo los dos éramos conscientes de que hablar de ello en plena calle era arriesgado, ya que nunca sabías qué o quién podía estar escuchando. Si algo se le daba rematadamente bien a este país, era la consecución de información. Por ello, a la espera de una ocasión mejor para ponernos al día, continuamos nuestro acalorado debate evitando cualquier referencia que nos pudiera meter en terreno pantanoso.
Cuando dejaba de lado su exacerbado patriotismo, Rodolfo era un buen escuchador que cuestionaba las ideas ajenas desde el respeto. Esta era una de sus grandes cualidades y una de las razones por las cuales le había echado de menos. Sin embargo, no podía evitar sentirme derrotado e irritado ante la poca predisposición por su parte a replantearse sus propias creencias tras escuchar mis puntos de vista. Tras varios intercambios de opinión en los que ninguno consiguió convencer al otro, decidí acabar con toda charla relacionada con la sostenibilidad y la economización de recursos para pasar a temas más mundanos. Nos levantamos de las gradas (el partido de futvóley había terminado hacía rato sin que siquiera nos hubiésemos enterado del resultado) y nos pusimos en marcha, recorriendo el parque Kana a través de su paseo exterior. A nuestra izquierda quedaba el todavía vacío anillo C y los blancos edificios de la zona Noreste, que se iban tornando más anaranjados a medida que avanzaban hacia el sur, bañados por la luz del atardecer.
Mientras, yo trataba de reconducir la conversación.
―Reconozco que he cambiado en los últimos meses, Rodolfo. Pero hablemos de ti, ¿Tú también has cambiado? ¿O te sigue gustando salir de fiesta tanto como antes?
―Más que a un tonto un lápiz.
―Me he acordado mucho de ti últimamente. Salir de copas en Galatea es... digamos que bastante peculiar.
―La verdad es que tengo ganas de conocer la escena nocturna chipriota.
―Bueno, yo no la definiría como nocturna ―contesté entre risas.
―No me asustes Marcelo. El mes pasado tuve que aguantar que nos cerraran los bares a las dos de la mañana en Méjico.
Me lo imaginaba. Con Rodolfo, había ciertos temas con los que no se podía bromear.
―Galatea tiene un ambiente espectacular ―repliqué―. Pero hay algunas costumbres que tienes que aceptar desde el principio si quieres disfrutar al máximo. Una de ellas es el hecho de que los chipriotas no son precisamente trasnochadores ―Rodolfo no parecía convencido. Me miró muy serio, esperando una aclaración―. Estoy seguro de que, en horas de fiesta, ningún país europeo gana a Chipre ―intenté aclarar―. La única peculiaridad es que aquí los bares y discotecas tienen un horario diurno. Piénsalo de esta manera, ¿cuáles han sido aquellas noches de celebraciones en las que mejor te lo has pasado? Aquellas en las que te encontrabas descansado y lleno de energía, ¿verdad?
―Marcelo, si no tengo energía siempre hay alguna manera de conseguirla.
―Antes de que sigas por ahí, déjame explicarte. El gobierno chipriota está fomentando una vuelta a los horarios de nuestros ancestros, aquellos que durante millones de años se guiaban por los movimientos del sol en vez de por una esfera llena de números o las costumbres impuestas artificialmente por el sector hostelero. El cuerpo humano está preparado genéticamente para dormir de noche y trabajar de día. Así funciona este país y muchos creen que ésta es una de las causas de su productividad y eficacia.
―¿Y desde cuando salir de fiesta es algo en lo que se deba ser productivo? Se supone que sales para relajarte, pasártelo bien con tus amigos y olvidarte del estrés que te ha ocasionado ser tan eficaz durante el día.
―No puedes negar que salir de fiesta requiere cierta energía. Quieres estar despierto para bromear con tus amigos, marcarte unos bailes o ligar con alguna garantía de éxito.
―Como te dije, hay otros métodos para espabilarse.
―Pero, ¿qué necesidad hay de usar drogas? Imagínate que vuelves del trabajo un viernes por la tarde, exhausto después de una semana de duro trabajo. No tienes ni pizca de ganas de salir, pero sabes que tus amigos van a acudir a una fiesta prometedora y tienes miedo de perder la oportunidad. ¿No sería mucho más reconfortante saber que esta noche no hay ningún plan? ¿No te encantaría tener la certeza de que puedes irte a la cama y que mañana a eso de las dos de la tarde tendrá lugar aquella fiesta? Una fiesta durante el día, cuando más energía tienes, cuando tu ingenio, tu euforia y tu locuacidad son naturales y no fruto del consumo de la droga de turno.
―¿Es mi imaginación o te estás contagiando de la testarudez y el orgullo de los chipriotas? ¿Te acuerdas cómo solíamos decir que en este país se creían que todo lo que hacían estaba tocado con la varita de la perfección? ¡No me tomes por tonto, hombre! Claro que sé que puedo salir de fiesta de día. Te recuerdo que vivo en Santiago, una ciudad enorme y vibrante, con miles de planes a cualquier hora. Si salgo por la noche es porque me gusta. Porque me gusta a mí, no a mi gobierno. Nadie va a elegir las horas a las que me lo tengo que pasar bien.
La conversación estaba subiendo de tono. En ese momento se me pasaron por la cabeza mil argumentos para contestarle, no todos ellos de manera amistosa. ¿Cómo podía ignorar el problema de las drogas de una forma tan egoísta? Con un simple cambio de horario, este conflicto se había atenuado de forma significativa en Chipre, y nunca había oído ni una sola queja. Es más, los ciudadanos parecían felices, encantados con un nuevo horario al que se habían adaptado con la más absoluta naturalidad, conscientes de estar colaborando con la solución a un viejo problema. Y aquí estaba el intransigente de Rodolfo, incapaz de ver más allá de cómo estos sabelotodos chipriotas le estaban quitando la posibilidad de divertirse a la luz de la luna.
En otros tiempos habríamos discutido cualquier tema hasta el agotamiento, sin embargo esta vez era diferente. La sombra de la duda parecía extenderse sobre cada palabra de nuestra discusión. Yo no sabía si Rodolfo tenía algo que contarme sobre sus negociaciones con Chipre y él no sabía hasta qué punto yo estaba implicado con ellos. Temiendo que de nuevo rozáramos algún tabú y maldiciéndome por no haber quedado con él en algún sitio más seguro donde pudiéramos hablar sin tapujos, decidí calmar los ánimos y encauzar la conversación de nuevo hacia un tema más seguro.
―Supongo que me han lavado el cerebro estos meses, Rodolfo. ¿Será uno de los efectos secundarios que produce el conocer a la chica de tus sueños?
―Pensé que nunca ibas a sacar el tema ―contestó Rodolfo con una sonrisa mientras yo me alegraba de que hubiera picado el anzuelo― ¿Qué tal os va? ¿Voy a tener el placer de conocerla?
―Claro que sí, no iba a dejar escapar esta oportunidad de que me dieses el visto bueno. La verdad es que los últimos meses con ella han sido...
―¿Un cuento de hadas?
―Si, a eso me refería antes. Ya sabes que desde mi experiencia en la universidad no había vuelto a confiar en ninguna mujer, pero con Larissa todo es distinto. Supongo que te sonará a tópico, pero precisamente por eso supe que teníamos algo especial: nuestra relación es como un puzle que encaja perfectamente. Tenemos en común todo aquello que constituye la base de la relación: respeto, tolerancia, atracción o sacrificio, por ejemplo. Y por otro lado, somos totalmente distintos en aquellas pequeñas cosas que hacen de cada día una nueva aventura: nuestras creencias, nuestros gustos, el empleo de nuestro tiempo libre... esos pequeños detalles que darían al traste con cualquier otra pareja, pero que gracias a la estabilidad que la base de nuestra relación nos proporciona, a nosotros nos dan la oportunidad de enriquecernos el uno al otro. Supongo que por ello también es inevitable que los dos cambiemos significativamente en el proceso.
―Y tanto que es inevitable... Hace unos meses nunca te habría imaginado sermoneándome de esta manera.
―¡Vete a la mierda, huevón! ―le contesté entre risas, aunque con una ligera decepción por no poder contarle algo tan importante sin recibir ninguna broma de pseudo-macho alfa a cambio. Quizá Rodolfo y yo éramos más distintos de lo que pensaba. Al fin y al cabo, en los años en lo que nos hicimos inseparables, ambos estábamos solteros, compartíamos la misma forma de pensar y los dos teníamos el mismo nivel de sensibilidad que una piedra.
―En el fondo me das envidia. Estoy deseando conocer a Larissa. ¡Y espero que traiga alguna amiga!
―Pues estás a punto de conocerla. Ya casi hemos llegado a Mendel C.
Había varias zonas de ocio en Galatea, cada una de ellas con un ambiente distinto. Estaba Maathai C, cerca de donde se alojaba Rodolfo, una zona orientada a viajeros de negocios pero que también solía ser frecuentada por la clase alta de la ciudad. Restaurantes tranquilos, bares elegantes, música lounge y jazz... en definitiva, el tipo de ambiente en el que mi amigo debería haber pasado aquella noche tomando un cóctel con sus colegas de manera civilizada, en vez de dedicarse a terminar con las reservas de cerveza de Mendel C, otra zona con mucha menos clase.
¿Realmente se podía definir como una zona con mucha menos clase? Ningún local en Galatea se financiaba individualmente. Todos contaban con el mismo número de recursos, asignados por el gobierno. Por eso, era difícil encontrar aquí aquellos antros sórdidos y destartalados que a Rodolfo tanto le gustaban. Además, por el hecho de que en Chipre obviamente no se pagaba por las copas, la clásica distinción entre tugurios baratos y cochambrosos y locales con clase en los que una copa te costaba la mitad del sueldo no tenía mucho sentido.
Lo que sí que es cierto es que, por razones de estatus, el público que acudía a las diferentes zonas era totalmente distinto. Era muy normal encontrar a la élite de R2 en Maathai C, mientras que Mendel C era frecuentada sobre todo por jóvenes de R1 y algún que otro rutinario. Se trataba de un lugar en el que predominaba la música alternativa a todo volumen, un ambiente despreocupado, ningún código de vestimenta e incluso zonas para fumadores.
―¿De tabaco? ―preguntó Rodolfo al escuchar mi explicación.
―Pero que te crees, ¿qué estamos en el siglo pasado? Me refiero a hierba, claro. El consumo de tabaco en lugares públicos también está prohibido aquí.
A Rodolfo se le iluminó la cara y de repente se le olvidaron todas las discusiones que habíamos tenido, o que habíamos estado a punto de tener.
Mendel C, desde un punto de vista estético, era espectacular. Este complejo, como su propio nombre indica, se encontraba en la intersección entre la radial Mendel y el anillo C, ya que en este anillo no había viviendas y la estruendosa música no podía molestar a los habitantes de los alrededores. Los primeros bares de la zona, los más tranquilos, eran colindantes al parque Kana. Eran grandes terrazas en las que solía haber música en vivo casi todos los días. En el medio había una enorme y poco profunda piscina con una barra circular en el centro que abría en los meses de verano. Los pisos superiores de Mendel C eran especie de pequeña montaña artificial, como si hubieran diseñado un centro de ocio de cinco pisos y luego le hubieran dado un empujón hacia atrás hasta casi desplomarse en el suelo. Entre el segundo y el quinto piso había bares, restaurantes, heladerías, coffee-shops y discotecas. La mayoría se encontraban al aire libre, a excepción de aquellos locales que generaban demasiado ruido. Entre todos estos locales, a veces en paralelo y otras veces entrelazado con las amplias escaleras que comunicaban los distintos niveles, bajaba un riachuelo artificial protegido por barandillas de madera que desembocaba en la gran piscina de las terrazas del primer nivel.
Se había dado libertad a los gerentes de cada local para diseñar el exterior de su establecimiento, lo cual había resultado en una estrambótica variedad de colores que contrastaba con el blanco del resto de edificios, y le daba a Mendel C un toque de personalidad que no dejaba a nadie indiferente. Los galitanos se dividían entre aquellos que veían este complejo como un lugar encantadoramente original y aquellos que lo veían como una inadmisible concesión al turismo, incluso como un guiño a los países capitalistas. Estos últimos no podían soportar cómo este lugar rompía la armonía de colores blanco, verde y azul que caracterizaban tanto a la ciudad como a la bandera de la EBR.
Como buen extranjero, yo me limitaba a disfrutar de la diversión y las sobrecogedoras vistas de la ciudad que sus terrazas superiores ofrecían, ignorando el hecho de que, en términos prácticos, no tuviera mucho sentido diseñar de esta manera una zona en la que el consumo de alcohol era inevitable. Más de una vez me preguntaba cuántos borrachos habrían acabado la noche en el hospital tras caer por las escaleras o al riachuelo.
Tras las debidas presentaciones, Larissa, Rodolfo y yo nos sentamos en una minimalista terraza de un bar del cuarto piso que solía deleitar a sus clientes con rarezas de música rock del siglo pasado, algo que yo sabía que emocionaría a Rodolfo.
Sin embargo, a mi amigo se le veía mucho más preocupado engullendo las numerosas tapas que había pedido y bañándolas con un interminable flujo de cerveza y chupitos de zivania. Las pocas veces que levantaba la cabeza solían ser para mirar el escote de Larissa, que me miraba como si en vez de haber traído a uno de mis mejores amigos hubiese traído un chimpancé. Por mi parte, yo tampoco hablaba mucho sino que más bien intentaba recordar si la razón por la que antes éramos tan buenos amigos era porque yo me parecía más a él en aquellos tiempos. ¿Había reaccionado igual ante la barra libre chipriota la primera vez que pisé Galatea? Lo dudo mucho.
Tras aflojarse el cinturón y alabar las virtudes de la EBR de Chipre, Rodolfo llamó al atónito camarero para que le trajera su tercer plato de mezze.
―Tiene gracia ―dijo con la boca llena―. El mejor plato que he probado desde que estoy aquí ni siquiera es chipriota. ¡Deberíais considerar traer a los turcos otra vez!
Fue en ese momento cuando Larissa quedó petrificada e inmediatamente hizo un ademán de levantarse de la mesa. Con un gesto conciliador, puse la mano sobre su pierna y la lancé una mirada que suplicaba que se quedara. Todavía era pronto para declarar la noche oficialmente un desastre. Realmente pensé que todavía quedaban algunas posibilidades de que mi futura esposa y mi mejor amigo pudieran congeniar.
Rodolfo no tenía por qué saber que buena parte de la familia de Larissa había muerto a mano de los turcos en la guerra, pero sí que debería haber sabido cuales son los temas con los que se puede bromear con un chipriota y cuáles no. La guerra quedaba más de treinta años atrás, pero había sido demasiado cruenta como para olvidarla tan fácilmente.
―¿He dicho algo malo? ―preguntó estúpidamente.
―Rodolfo, vamos a ver, compadre. Tienes el tercer puesto más importante en el departamento de exportaciones a EMECA de la principal compañía energética chilena. Se te presupone un tío listo y conocedor de la cultura con la que debes negociar. ¿A qué viene ese comentario? ¿Es que no tienes un mínimo de conocimiento de la historia reciente de este país?
Visiblemente ofendido por mi respuesta, Rodolfo me miró escrutadoramente mientras se tomaba unos segundos para contestar.
―En primer lugar, no te hagas el listo conmigo ―contraatacó levantando la voz, en la que ya se percibían obvias señales de ebriedad―. No hace ninguna puta falta que me recuerdes mi jerarquía en la empresa. Todo el mundo sabe que tú eres el ojito derecho de nuestro jefe y la persona más importante después de él. ¿Cómo no ibas a serlo, siendo el hijo del gran Germán Salas?
Era una pregunta retórica a la que de todas formas no hubiera podido responder, mudo como me había quedado ante el rencor que estaba mostrando.
―Y lo segundo ―continuó―. Ya que hablas de presuponer, te voy a decir cómo se te presupone a ti. Yo vine aquí pensando que me iba a encontrar con mi viejo amigo chileno, aquel que siempre fue un gran patriota, aquel que se enorgullecía de trabajar defendiendo los intereses de su país. Pensé que te encontraría sufriendo en tierra enemiga, apesadumbrado por tener que compartir tus días con la gentuza que está haciendo la vida imposible a nuestro gobierno, los indeseables que están amenazando nuestro bienestar...
―¿De qué estás hablando? ¡Estás sacando las cosas de quicio! ―le interrumpí a gritos, ignorando la gente que ya nos miraba a nuestro alrededor. Rodolfo estaba perdiendo los papeles totalmente, formulando insinuaciones peligrosas y confidenciales en público, y lo que es peor, delante de Larissa, que escuchaba con estupefacción.
―Ohhh, ¡soy yo el que está sacando las cosas de quicio! ―Rodolfo se levantó y comenzó a señalarme con el dedo de forma amenazadora―. ¿Acaso soy yo el que se está volviendo vegetariano porque se cree demasiado listo como para dejarse engañar por el malvado gobierno chileno? ¿Es a mí al que sus ideas sofisticadas no le permiten salir de casa por la noche? ¿Soy yo el que se queda sentado mientras mi empresa es sistemáticamente ultrajada por una panda de hipócritas? ¿Es que no te hierve la sangre cuando oyes hablar de la Escuela Liberopoulos?
En ese momento me levanté e intenté calmarle antes de que siguiera hablando. Ya no me sentía ofendido por la cantidad de barbaridades que estaba soltando, más bien tenía miedo por lo que todavía no había dicho y que podía decir. El escándalo de la Escuela Liberopoulos era lo último que deberíamos estar discutiendo aquí.
Lamentablemente, Rodolfo no había terminado. Zafándose de mí, levantó la voz hasta hablar casi a gritos y continuó con sus acusaciones llenas de odio.
―¡No me puedo creer que sigas negociando con este país de impostores! Confiábamos en ti, Marcelo, pensábamos que les pondrías en su sitio. No me creo que te hayas convertido en otro imbécil más que se cree ingenuamente todas las pamplinas que el gobierno chipriota le cuenta.
Un fuerte murmullo comenzó a formarse entre la multitud que nos rodeaba. A aquellos oyentes casuales no les estaba haciendo ninguna gracia la opinión de aquel vulgar borracho, y alguno incluso comenzaba a levantar la voz con algún improperio. Tenía que poner fin a aquel monólogo antes de que fuera demasiado tarde, pero la cólera de Rodolfo parecía imposible de aplacar.
―Siempre has sido un tío inteligente, joder, ¿por qué no lo demuestras esta vez? ¡Yo te diré por qué! ¡Porque te has vendido! ¿Cómo has podido hacerlo... de una manera tan... barata? ¿Es eso lo que cuesta tu lealtad? ¿Basta con que te ofrezcan sus filosofías de patio de colegio, sus recursos infinitos, sus terracitas con vistas, sus... fulanas?
Ya había escuchado suficiente. Mi habitual tendencia a evitar cualquier confrontación brilló por su ausencia esta vez y me lancé como un resorte hacia Rodolfo asestándole un puñetazo brutal en la mandíbula. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que había pasado, un grupo de jóvenes ya había intervenido para separarnos y Larissa me tiraba del brazo asustada, sacándome de la terraza.
Sin volver la vista atrás, bajamos la escalinata de Mendel C y comenzamos a caminar hacia su apartamento de manera instintiva. A pesar de no vivir juntos oficialmente, allí era donde solíamos pasar la mayoría de las noches. Caminamos en silencio durante un cuarto de hora en el que intenté poner en orden mis pensamientos, que se sucedían uno tras otro en mi mente a la velocidad de la luz, impulsados por la adrenalina que todavía no había abandonado mi cuerpo. La escena me había dejado una sensación terrible de malestar. ¿A qué venía sacar a relucir el escándalo de la Escuela Liberopoulos? ¿En qué consistían exactamente las vagas acusaciones de Rodolfo? Comencé a temer haberme visto manipulado por la EBR y haberme distanciado de mi país lo suficiente como para no darme cuenta de que algo preocupante estaba ocurriendo.
Antes de que pudiera llegar a una conclusión, reparé en el letrero del edificio al que estábamos llegando. D29. Era el edificio de Larissa, que se había parado en seco delante de la puerta y me miraba con los brazos cruzados. El trayecto se me había pasado volando y ni siquiera había pensado en qué contarle. Craso error, pensé. Larissa era partidaria de una absoluta transparencia en todos los aspectos de nuestra relación, algo que aquí obviamente había fallado. Y no era de las que se dejaban engañar con cualquier evasiva.
―Marcelo, ¿de qué hablaba tu amigo? ¿Por qué nos llama impostores? ¿Y qué tiene que ver con tu trabajo?
―Te lo contaré, Larissa. Pero a su tiempo. Todo a su tiempo.
Sacudiendo la cabeza visiblemente ofendida, entró en su edificio y cerró la puerta por dentro.
Debería haberlo visto venir.
No podía hablar a Larissa de las negociaciones por motivos de confidencialidad en mi contrato, la misma confidencialidad que acababa de ser violada gracias a la rajada de mi amigo Rodolfo. De hecho, atendiendo al protocolo que mi cliente me había hecho firmar, esta era obviamente una situación de emergencia. Por ello, el procedimiento estaba claro. Debía concertar una reunión urgente en ese mismo momento.
Localicé el número de mi contacto en CypEx en la agenda de mis lentes y me preparé para una llamada incómoda. Pero súbitamente, justo antes de pulsar el botón verde de llamada que las lentes proyectaban en la pared blanca del edificio, me vino un pensamiento a la cabeza.
La humanidad, nos guste o no, se compone de varios jugadores que buscarán el beneficio individual antes que el colectivo. Y para algunos de ellos, aquellos que se creen superiores al resto por sus grandes ideas, si eso significa despedazar a los otros jugadores, mejor que mejor.
Mierda, pensé, cuando Rodolfo dijo esta frase todavía estaba sobrio. Tenía que haber ocurrido algo gordo y él solo trataba de contármelo. Y yo, en vez de escucharle, me había vuelto en su contra. Me maldije a mí mismo por haberme refugiado en el paraíso chipriota en los últimos tiempos, ignorando lo que pudiese acontecer en mi verdadero entorno. Quizá es así como comienza la traición.
Cerrando la aplicación telefónica, me di media vuelta y comencé a correr de nuevo hacia Mendel C.
Cuando llegué a la terraza donde había tenido lugar la discusión, ya no había ni rastro de Rodolfo. La música seguía sonando y los usuarios del bar parecían haber olvidado el incidente. Sin embargo, la mesa donde nos habíamos sentado permanecía vacía, custodiada por tres hombres que conversaban de pie a su lado.
Dos de ellos eran llamativamente corpulentos y miraban en todas direcciones con caras inexpresivas. El tercero me resultaba familiar. Tendría unos cuarenta y cinco años. También era alto, pero bastante más delgado que sus dos compañeros. Su alargada nariz destacaba entre sus demás facciones y, pese a que su pelo rizado era castaño, lucía una cuidada barba pelirroja. ¿Dónde le había visto antes? ¿Podría haber sido en alguna reunión de trabajo?
Antes de que pudiera reaccionar, nuestras miradas se cruzaron, y comenzó a caminar hacia mí inmediatamente, seguido de cerca por los otros dos gorilas. Se me pasó por la cabeza que quizá podrían ser agops, agentes del orden público de Galatea, que rara vez usaban uniforme.
―¿Es usted Marcelo Salas? ―me preguntó el hombre de la barba pelirroja sin más preámbulo.
―Sí, soy yo ―respondí sin aventurarme a decir nada más.
―Tengo entendido que se ha producido un altercado esta noche entre usted y otro señor.
―Mi amigo y yo hemos tenido una discusión que se nos ha ido de las manos. Creo que había bebido demasiado. De hecho le estoy buscando para asegurarme de que está bien. ¿No le habrán visto por aquí?
―¿Aquel señor es su amigo, dice usted?
Un escalofrío me recorrió la espalda tras escuchar el tono de aquel hombre al formular la pregunta. Parecía triunfante, como si al incriminarme hubiese resuelto un rompecabezas.
―Es... un antiguo compañero de trabajo que se encuentra aquí de viaje de negocios.
―Señor Salas, le voy a tener que pedir que me acompañe.
―¿Estoy arrestado?
―¿Arrestado? No, por favor. No somos agops.
―¿Y por qué he de acompañarles entonces?
―Porque todos tenemos un protocolo. El suyo era informar inmediatamente en caso de filtración de información. El de estos dos señores es de venir a buscarle en caso de que no lo haga ―dijo señalando a los dos matones que le acompañaban.
―¿Y el suyo? ―me aventuré a preguntar.
―Pronto lo averiguará, señor Salas.
―¿Puedo preguntar quién es usted por lo menos?
―Faltaría más. Mi nombre es Ioannis. Ioannis Patroklou.