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Marcelo Salas
Miércoles, 29 de octubre de 2064
Antalya

Un sucio y destartalado autobús me llevó desde el aeropuerto de Antalya hasta Kaleici, el casco antiguo de la ciudad, mientras un sol de justicia castigaba aquella estrecha y vieja carretera que pedía a gritos un buen mantenimiento. Nervioso, apenas me fije en los extensos suburbios de Antalya, que no tenían mucha mejor pinta que el propio autobús o la carretera. Al bajar, el conductor me fulminó con la mirada, y recordé que estaba en un país donde existía el dinero. Tras dejarle un par de monedas de propina, salí de aquella chatarra y eché a andar como si supiera con certeza a donde iba.

Era un miércoles por la mañana, y las ruidosas y laberínticas calles del turístico barrio de Kaleici bullían de actividad. Hoteles, bares, clubes, restaurantes, tiendas... todos ellos rebosaban de gente. Perfecto, pensé con optimismo. Si alguien me ha seguido, lo tendrá difícil a partir de ahora.

Caminé durante media hora en la dirección por la que me había traído el autobús. Así sería más fácil reconocer si alguien me estaba siguiendo; nadie haría ese absurdo recorrido por cualquier otra razón.

No creí ver a nadie sospechoso detrás de mí. Para estar todavía más seguro, di varias vueltas de manera aleatoria al volver, entrando y saliendo de varias tiendas y bares locales hasta que tuve la convicción de que nadie podría estar al acecho. Por el camino vi varias farmacias y hoteles que guardé en mi memoria para más tarde, ya que todavía no podía conseguir lo que necesitaba. Antes, necesitaba más dinero. Y, para ello, debía ir al lugar donde todos los chipriotas lo conseguían: el Casino de Antalya.

Apenas un mes antes, había abierto una cuenta en el Casino. Eso era lo más sencillo, después venía la parte complicada: depositar dinero en ella. Para lograrlo, necesitaba acudir al mercado negro de servicios de Chipre. Ya que nunca había tenido interés en participar en algo así, no tenía ningún contacto al que acudir.

Sin embargo, sabía dónde podría conseguirlo.

El gran lago del sector sur del parque Kana era un popular punto de reunión para los galitanos. Allí se organizaban barbacoas, partidos de fútbol playa y fiestas veraniegas; o simplemente se iba a tomar el sol y a bañarse. También existía un servicio de alquiler de barcas que había adquirido gran fama por dos razones. Por un lado, era la típica manera de pasar una cita romántica: más de una pareja se había comprometido sobre las aguas de aquel lago. La segunda razón era bastante más turbia. En el centro del lago, un gran chorro de agua era impulsado hacia arriba, generando un ruido que evitaba que las conversaciones pudieran ser grabadas por cámaras o micrófonos incorporados a las barcas o a los drones que volaran por allí. Era un lugar perfecto si querías buscar u ofrecer algo en el mercado negro sin ser descubierto.

Tras esperar mi turno y montar en una barca individual, comencé a remar de manera relajada hasta el centro del lago. Varias barcas flotaban allí de manera aparentemente aleatoria, pero todas sospechosamente cerca unas de otras. Al acercarme, las barcas se dispersaron. Deben confundirme con un agop, pensé consternado. Cuando una de las barcas, conducida por un hombre de mediana edad, pasó cerca de mí, no quise perder la oportunidad.

Necesito cincuenta mil liras. ¿Puedo hacer algo por usted? le pregunté de manera que solo él me escuchara.

El hombre me dedicó una mirada de desaprobación que me hizo pensar que quizá no estaba siguiendo algún protocolo. Pero antes de que nuestras barcas se separaran, le oí decir:

Busco paliza. 75.000 liras.

No era lo que estaba buscando. No infringiría la ley más de lo estrictamente necesario.

Me acerqué a la siguiente barca. Sobre ella, una pareja me miraba con desconfianza. Tras cuchichear algo entre ellos, la mujer se cubrió la boca con la mano y susurró:

Queremos intercambio de parejas. 15.000 liras.

Dudaba mucho que a Larissa le entusiasmara la idea.

Seguí remando y repitiendo el proceso con todas las barcas con las que me crucé. Se trataba simplemente de remar de manera casual y escuchar lo que la gente ofrecía o necesitaba.

Busco clases de turco. 850 liras/hora.

Ofrezco sexo gay. 5.000 liras.

Traspaso mi cuota de alcohol. 8.000 liras/mes.

Me ofrezco de escort. 7.000 liras.

Necesito perro para pelea. 60.000 liras.

Miré con desprecio a este último hombre y maldije mi situación por no poder denunciarle.

Tras más de una hora en la barca, ninguno de los servicios que me habían ofrecido era factible o me proporcionaría el dinero necesario. Abatido, comencé a remar de vuelta. Fue entonces cuando me crucé con un grupo de chicas de unos dieciséis años que remaban hacia el centro del lago con más miedo que vergüenza.

Buscamos copia exámenes finales grado diez. 65.000 liras oí decir a una de ellas.

Cuando las miré, todas ellas pretendieron que no había ocurrido nada, perdiendo la mirada en el horizonte y jugando con las manos en el agua. Reconocí a la que había hablado por la palidez de su cara y el terror en su expresión.

Hecho les contesté, y una expresión de alivio recorrió todas sus caras.

Me asaltó fugazmente la duda de cómo habrían conseguido aquel dinero unas guapas chicas de dieciséis años, pero decidí que no me quedaba más remedio que ignorar aquel pensamiento. Nunca podría encontrar un intercambio mejor que aquel.

Hacía ya unos meses que habían ascendido a Larissa a jefa de estudios, lo que significaba que gozaba de un acceso privilegiado a la base de datos del colegio. Fue tremendamente fácil encontrar entre sus archivos los exámenes que mis jóvenes clientes estaban buscando. A los pocos días, el dinero estaba en mi cuenta.

Y ahora, en Turquía, me dirigía a retirarlo.

El Casino de Antalya era un mastodóntico complejo vallado. La entrada principal daba a una larga y hermosa calle ajardinada que avanzaba cuesta arriba, engalanada con extravagantes estatuas y fuentes espectaculares. A ambos lados de la calle se erigían decenas de hoteles de lujo, colosales edificios de ostentosos estilos arquitectónicos comunicados unos con otros a través de descomunales galerías en las que se podían encontrar desde salas de juego hasta clubes, locales de striptease, burdeles, centros comerciales, boleras, cines, campos de golf o pistas de esquí cubiertas. En definitiva, todo lo que hiciera sentirse al visitante como en una nueva y mejorada versión de la decadente Las Vegas.

Pero yo no buscaba nada de eso.

Todo lo que necesitaba era una farmacia y un hotel, a ser posible en un área tranquila donde hubiera menos probabilidades de ser visto por todos aquellos chipriotas que hacían del Casino un negocio tan rentable. Aunque también debía tener cuidado: fuera de Kaleici y de la zona del Casino, esta ciudad podía ser uno de los lugares más peligrosos del mundo.

Tras retirar el dinero de una de las sucursales del Casino a través de mi CNI, abandoné el complejo para volver al centro urbano. Alejándome un poco de Kaleici, llegué a lo alto de una calle empedrada con una gran pendiente hacia abajo. Recordaba haber visto una farmacia decente allí horas antes. No era un lugar turístico, pero tampoco parecía esconder ninguna amenaza: un grupo de niños jugando al fútbol entre los oxidados coches, unos ancianos echando una partida de Backgammon en la improvisada terraza de un decrépito bar, unas señoras haciendo la compra en una arcaica tienda de ultramarinos... Y, al fondo, la farmacia. Parecía prometedor.

Eché a andar cuesta abajo con decisión. El fajo de billetes estaba guardado dentro de mi ropa interior, y había elegido una ropa vieja y discreta para no llamar la atención. Hasta ahora, todo había salido a pedir de boca y no veía por qué debería torcerse. Daba por hecho que, al volver a Galatea, recibiría algún apercibimiento o incluso la obligación de realizar algún trabajo social forzado, pero era un bajo precio a pagar por despejar las dudas que me estaban volviendo loco últimamente.

Los niños dejaron de jugar al fútbol en cuanto me vieron. Comenzaron a discutir entre ellos sin quitarme ojo de encima mientras pasaba a su lado. Daba la sensación de que estaban planeando algo. Aceleré el paso y traté de ignorarles, pero ya no me sentía cómodo en absoluto. Antalya era uno de aquellos lugares en los que un turista asesinado a balazos por un grupo de niños hambrientos no sería una noticia fuera de lo normal.

La farmacia estaba cada vez más cerca, pero el miedo a recibir un disparo en la espalda seguía siendo igual de intenso. Si ocurría, solo esperaba que fuera en la cabeza y que significara una muerte rápida. Maldije mi estupidez. Un exceso de precaución me había llevado a jugarme la vida. Bravo, Marcelo.

Respiré aliviado cuando por fin entré en la farmacia. El dependiente, un hombre de unos cincuenta años, menudo y con un gran bigote blanco, me miró y esbozó una sonrisa, como si le hiciera gracia mi cara de pánico.

¿Qué desea? me dijo en turco. Por suerte, había estudiado lo básico de este idioma y sabía defenderme en este tipo de situaciones.

Estoy buscando un test genético.

El hombre no pareció extrañado. Entró en la botica, y en menos de un minuto ya estaba de vuelta con mi pedido.

Son treinta mil liras dijo.

Sabía que me estaba cobrando tres veces más del precio real, pero era algo con lo que contaba. Por lo menos, intentaría conseguir una pequeña ayuda extra.

¿Podría pedirme un taxi, por favor? le dije mientras sostenía el dinero en la mano.

El hombre aceptó a regañadientes. Cinco minutos después, un decrépito vehículo eléctrico que bien podría haber sido fabricado hace treinta años aparcó a la puerta. Mientras salía de la farmacia, vi cómo los niños aguardaban a mi salida escondidos detrás de un coche. La decepción en sus caras fue evidente al verme subir al taxi, y uno de ellos tiró su largo machete oxidado al suelo con rabia.

¿A dónde va? preguntó el taxista.

Al Casino respondí. Se me habían quitado las ganas de buscar un hotel discreto. Esta vez no iba a tomar riesgos innecesarios.

El test genético consistía en dos bastoncillos de algodón y un pequeño dispositivo blanco que podía conectarse a mis lentes de manera inalámbrica.

Lo primero que hice fue descargar en mis lentes la aplicación asociada al test, introduciendo la clave que lo acompañaba. Esta aplicación recogía los datos del dispositivo y realizaba un detallado examen del ADN introducido.

Hacía años que este producto había amenazado con revolucionar el mundo de la medicina. Gracias a él, millones de personas pudieron permitirse acceder a un exhaustivo examen genético que les informaba de las enfermedades que tenían riesgo de padecer, junto a la probabilidad de que aquello ocurriera. Así, muchos podrían tomar medidas preventivas en vez de esperar a que la enfermedad apareciera.

Sin embargo, la realidad fue distinta.

En los meses posteriores a su lanzamiento, se sucedieron miles de suicidios por parte de usuarios que no disponían del dinero necesario para financiar el tratamiento contra el cáncer que el test genético había asegurado que contraerían. Por ello, los países más desarrollados procedieron a ilegalizar este producto.

Por suerte para mí, Turquía no era uno de ellos.

Yo no tenía ningún interés en que me diagnosticaran ninguna enfermedad, pero lo que si necesitaba era saber si Astrid era realmente mi hija.

Llevaba conmigo una bolsa de plástico sellada en la que todavía conservaba la cuchara que Astrid había usado para tomarse la macedonia y que había estado chupeteando después. Tras sacarla de la bolsa, froté uno de los bastoncillos con los restos de saliva de Astrid. A continuación, froté el otro bastoncillo con el carrillo interior de mi boca. Metí ambos bastoncillos en unos agujeros que había en la parte superior del dispositivo y presioné el botón con la palabra Start.

Dejé el dispositivo en el cuarto de baño de la habitación. Obtendría el resultado en el escritorio de mis lentes en unos treinta minutos. Una luz verde indicaría que Astrid era mi hija y que todo aquello solo había sido una pesadilla. Podría volver a casa con la conciencia tranquila, recibir mi apercibimiento y continuar mi vida como si nada hubiera ocurrido.

Me encontraba en una habitación individual de uno de los hoteles del Casino. Era una de las más opulentas que había visto en mi vida, y eso que había estado en cientos de hoteles de lujo (en los tiempos en que trabajaba para YCL, escatimar en gastos de viaje nunca había sido una de las políticas de empresa). Me quedé mirando a través de los enormes ventanales. Era un hermoso día, con un cielo azul intenso en el que no deambulaba ni una sola nube. Los tejados naranjas y los minaretes de Kaleici contrastaban fuertemente con aquel cielo. Detrás de la ciudad, podía contemplarse la tranquila bahía salpicada de barcos y los rocosos montes Tauro al fondo.

Sin embargo, aquellas agradables vistas apenas me entretuvieron por unos minutos. Impaciente, me tumbé en la cama boca arriba y conecté mis lentes al proyector de televisión que se encontraba en la mesilla de noche, enfocándolo hacia el techo.

Recientemente, la Oficina de Planificación de la EBR había puesto a disposición de todos los ciudadanos las lentes de nueva generación. La gran diferencia con la anterior versión era la manera de introducir comandos. Ya no hacía falta guiñar los ojos, mover la cabeza o alzar las cejas. Ni siquiera hacía falta mover el cursor con la mirada, ni introducir el texto a través de la palma de la mano. Lo único que el usuario tenía que hacer era pensar en un comando específico aprendido de antemano para que las lentes lo ejecutaran. El gobierno había aconsejado configurar las lentes en un idioma distinto al que el usuario solía emplear para expresar sus pensamientos, para así evitar que éstas interpretaran algún comando de forma errónea.

En mi caso, había decidido configurar las lentes en inglés. Por ejemplo, si pensaba en las palabras RECORD ON, las lentes comenzaban a grabar. Si pensaba las palabras SCROLL DOWN, las lentes desplazaban un texto hacia abajo para que pudiera continuar leyéndolo. Y, lo mejor de todo, si pensaba en una frase mientras tenía abierto el editor de texto, las lentes lo escribían.

A todos nos llevó tiempo acostumbrarnos a este funcionamiento. Aprender cientos de nuevos comandos no fue tarea fácil, pero no supuso ningún problema. Al fin y al cabo, desde los viejos teléfonos móviles, todo nuevo instrumento de comunicación siempre había conllevado un proceso de aprendizaje. Sin embargo, no todos los ciudadanos se encontraban cómodos con el hecho de que un dispositivo pudiera leerles el pensamiento. ¿Hasta qué punto las lentes podían identificar nuestras ideas? ¿Se limitaban a registrar palabras o también reconocían pensamientos abstractos? ¿Hasta dónde podría llegar la violación de la intimidad si ni siquiera podíamos pensar algo sin miedo a que alguien estuviera escuchando?

NEXT CHANNEL. NEXT CHANNEL. NEXT CHANNEL. Fui pasando canales distraídamente, sin fijarme mucho en el contenido de cada uno, fijándome más en la barra de progreso del test de paternidad que mis lentes mostraban en la esquina superior derecha y que todavía marcaba el sesenta por ciento.

BACK. Algo me había llamado la atención. Volví rápidamente a aquel canal, una cadena americana de noticias internacionales. VOLUME UP.

Estaban emitiendo una noticia relacionada con la sucesión de poder en Chipre tras la muerte de Panos Kana. Por lo visto, Teresa Liberopoulos acababa de anunciar su candidatura a la presidencia. El pueblo elegiría en los próximos días si ella se convertiría en nuestra nueva líder o, por el contrario, el honor le correspondería a su rival Carlo Deligiannis, el hijo del autor de los libros que constituían la biblia de la EBR. Carlo llevaba años ocupando el puesto de vicepresidente, y había sido definido por Kana como un fiel ciudadano llamado a igualar la grandeza de su difunto padre, Rafail Deligiannis. Era un hombre honesto y sencillo que, al contrario que Liberopoulos, se había ganado el cariño del pueblo con el paso de los años. En principio tendría fácil acceder a la presidencia, pero no había que subestimar el poder y la influencia de su contrincante.

Sin saber muy bien por qué, un escalofrío me recorrió la espalda. Había trabajado años con Liberopoulos, los suficientes como para darme cuenta de que algo turbio se escondía detrás de aquella fachada de abuelita risueña. De hecho, era una de las grandes razones por las que me encontraba aquí. Si el resultado del test de paternidad resultaba ser negativo, algo me decía que ella tendría mucho que ver con ello.

Estos pensamientos me entretuvieron hasta que la barra de progreso alcanzó el cien por cien. Permaneció en ese estado varios minutos, hasta que comencé a preguntarme si el test funcionaba correctamente. Me levanté y me dirigí al baño para comprobar si el dispositivo se había detenido.

Fue entonces cuando un pitido me avisó de que el resultado del test estaba disponible.

¿Desea ver el resultado? Piense OPEN TEST decía la aplicación.

OPEN TEST.

La aplicación se abrió inmediatamente, mostrando una pantalla en la que predominaba una inconfundible luz roja que evidenciaba que el resultado era negativo.

Yo no era el padre de Astrid.

El viaje de vuelta a Galatea no era sencillo. Había que tomar varios medios de transporte: un autobús hasta el aeropuerto de Antalya, un vuelo hasta Anamur, un avión lanzadera hasta Lárnaca y, finalmente, el tren a Galatea.

Sin embargo, apenas recuerdo cambiar conscientemente de un medio de transporte a otro. Me movía como conducido por un piloto automático, con mis pensamientos completamente nublados por difusas sensaciones que no acertaba a definir. ¿Cómo debía sentirme ante el descubrimiento de que mi hija tenía en realidad otro padre biológico? Lo único que tenía claro es que esto no afectaría a mi relación con ella. Con mis genes o no, Astrid era mi hija y seguiría siéndolo. Nada podría destruir mi amor por ella.

Estaba claro que había sido engañado, pero lo que no acertaba a comprender era por quién. La posibilidad de que se tratara de un simple desliz matrimonial de Larissa no tenía demasiado sentido. Pero, ¿hasta qué punto estaba ella involucrada?

Cuanto más lo pensaba, más empezaba a cobrar sentido la historia. Los años habían demostrado que mis servicios habían sido una pieza clave para el comercio chipriota. Nadie más que yo habría sido capaz de poner en marcha los engranajes que terminarían con un histórico cargamento de litio rumbo a Chipre. Sin mí, el país nunca contaría con las reservas de un material estratégico clave para su desarrollo. Y si algo había aprendido trabajando para CypEx, era que nada ocurría por casualidad. Liberopoulos no se andaba con remilgos a la hora de definir las acciones que le llevasen a alcanzar sus objetivos. Darme a creer que había dejado embarazada a mi mujer para que me quedara en el país trabajando para ellos sería una travesura de niños en comparación con otras prácticas en las que ella y su organización estaban involucrados. No me cabía ninguna duda de que serían capaces de ello, pero... ¿Larissa? Pensar que ella podría estar formando parte de tamaño embuste era algo tan inverosímil como doloroso.

Por desgracia, si algo sabía con certeza era que mi mujer no podía ser completamente inocente. Una vez asumida esta desgarradora hipótesis, solo quedaba dilucidar el origen de la mentira.

Pero... ¿cómo hacerlo? Hablar con Larissa no era una posibilidad. Si mis sospechas eran ciertas, esta sería una manera de lanzarme a los tiburones. La EBR me consideraría un riesgo y nunca me permitiría tener una vida normal. Probablemente me mandarían al exilio, un escenario aterrador teniendo en cuenta que mi país natal nunca aceptaría mi vuelta y que no poseía ninguna otra nacionalidad. Ni dinero. Y, lo peor de todo, me separaría de Astrid para siempre.

Cuando llegué a la estación central de Galatea y comencé a caminar por el andén hacia la salida, iba demasiado inmerso en mi análisis de las posibilidades como para darme cuenta de que un grupo de agops me estaba rodeando. Uno de ellos aceleró su paso hasta colocarse a mi lado.

Bienvenido, señor Salas. Veo que ha estado de excursión.

Buenas noches, agente le contesté, obviando su comentario. No le iba a dar más información de la estrictamente necesaria.

¿Puedo preguntarle donde ha estado?

De haber sido un simple visitante ilegal al Casino de Antalya, habría contestado a su pregunta. Entonces me habría entregado un formulario que debería rellenar y enviar a la Oficina de Justicia para esperar mi juicio o directamente mi apercibimiento. Era el procedimiento normal. Sin embargo, ignoraba lo que ellos sabían sobre mi visita a Turquía, así que no podía arriesgarme a dar respuestas precipitadas.

Es una buena pregunta: ¿Puede preguntármelo? le contesté.

Por su expresión, vi que mi respuesta no le había hecho ninguna gracia. Los agops eran simples agentes del orden y no tenían ningún derecho a hacer preguntas que pudieran ser usadas en contra del ciudadano en un posterior juicio.

La respuesta a su pregunta es no, señor. Pero lo que sí que puedo hacer es arrestarle.

Me lo temía. Sin embargo, era lo más sensato dadas las circunstancias. Ahora me asignarían un abogado que me informaría de los cargos en mi contra, y entonces sabría si se me acusaba simplemente de acceder al mercado negro o si había algo más.

Los agops me introdujeron en una furgoneta, lo cual me extrañó ya que la comisaría se encontraba a pocos metros de la estación. Supuse entonces que me llevarían a la otra comisaría de la ciudad, la que estaba situada en el sector Sur del anillo J. Sin embargo, me di cuenta de que aquel tampoco era el caso. No podía ver nada desde dentro, pero la furgoneta ya llevaba más de veinte minutos de camino. Demasiado tiempo para llegar a cualquier punto de Galatea desde el centro... ¿dónde cojones me llevan? Empezaba a estar asustado.

Después de más de dos largas horas de camino, la furgoneta se detuvo al fin. Oí cómo el conductor cruzaba unas palabras con alguien de fuera, tras lo cual volvimos a movernos lentamente unos metros, y finalmente aparcamos. Los agops abrieron las puertas traseras y me sacaron, esta vez sin ningún tipo de delicadeza.

Era noche cerrada y, por lo poco que podía ver, nos encontrábamos en un recinto protegido por unas altas vallas de seguridad electrificadas. Dentro del mismo se podían ver varios edificios blancos de poca altura que parecían haber sido construidos con los mismos materiales que los usados en Galatea.

Me di cuenta de que estaba ingresando en la cárcel.

Dos agops me hicieron ponerme en marcha a empujones. Observé que había varios agentes armados haciendo guardia por los caminos sin asfaltar del complejo, que estaba formado por tres filas de edificios numerados al estilo de los edificios residenciales de Galatea. En el centro había una especie de plaza ocupada por otras tres filas de pequeños recintos vallados vacíos, numerados igual que los edificios y gobernados por una torre de vigilancia. Me pareció oír unos gritos lejanos, pero, antes de que pudiera agudizar el oído, entramos en uno de los edificios. Lo primero que me llamó la atención fue que las paredes estaban cubiertas de azulejos blancos, como si fuera un cuarto de baño gigante.

Pero no fue eso lo me dejó sin habla.

Caminamos por un pasillo, a la derecha del cual había tres plantas con diez celdas cada una. A medida que avanzábamos hacia la escalera que se encontraba al final del pasillo y que subía al segundo y tercer piso, iba dándome cuenta horrorizado de las condiciones de aquella prisión. Podíamos ver absolutamente todo lo que ocurría dentro de las celdas, ya que las paredes, el suelo y el techo de las mismas estaban construidos de un material transparente. Desde mi posición, podía ver a todos y cada uno de los treinta presos, como si aquel edificio fuera una casa de muñecas con la fachada descubierta. Cada celda, una transparente habitación rectangular de unos cinco metros cuadrados, contenía un inquilino. Y eso era todo. No había ningún tipo de mueble dentro. Ni cama, ni colchón, ni siquiera un retrete. Absolutamente nada. Los inquilinos, por lo general, se hallaban acurrucados en una esquina y nos miraban pasar con una expresión de pánico. Me di cuenta de que las paredes estaban insonorizadas cuando vi a un inquilino aporrear la suya con furia mientras pasábamos, sin que se oyese un solo golpe.

Uno de los agentes sacó su revólver y le apuntó a la cabeza, lo cual pareció calmar al pobre hombre.

La piel se me puso de gallina y las piernas parecieron fallarme. Estuve a punto de caerme, y fue entonces cuando el mismo agente me propinó una patada en la espalda que me lanzó al suelo definitivamente.

¡Esto para que tengas una razón para caerte, puto anemolio! gritó con rabia.

¿Qué cojones significa esto? respondí indignado mientras me levantaba. ¡Quiero que me traigan a mi abogado inmediatamente!

¿Has oído, Fotsis? le dijo el agente que me había pateado al otro. Quiere que le traigamos un abogado.

Oh, no hay ningún problema respondió el tal Fotsis con una sonrisa maliciosa que me hizo sentir un escalofrío. Te voy a presentar a mi abogado dijo dirigiéndose a mí, y comenzó a desabrocharse los pantalones.

El otro agente me apuntó con la pistola.

¡Las manos sobre la pared! bramó, señalando la pared transparente de la siguiente celda, en la que una menuda joven asiática con coleta y orejas de soplillo miraba la escena horrorizada.

Llamen a Teresa Liberopoulos por favor. Esto debe haber sido un malentendido balbuceé.

El agente quitó el seguro a su pistola.

Las manos sobre la pared repitió con determinación. Y quítese los pantalones.

Mi cuerpo entero temblaba y mi orgullo me instaba a lanzarme hacia el agente e intentar infligirle todo el daño que pudiera antes de que acabara con mi vida.

Pero entonces pensé en Astrid. No quería morir y dejarla huérfana. Así que obedecí.

Momentos después, sentí un intenso dolor y una repugnante sensación de desgarro que comenzó a repetirse con cada embestida. Vi cómo oscuras gotas de sangre caían al suelo blanco. Por eso las paredes están cubiertas de azulejos, recuerdo haber pensado. Para limpiar mejor la sangre.

Miré hacia adelante con los ojos llenos de lágrimas. La chica de la celda se había acercado hacia mí y había apoyado su frente en el cristal, a pocos centímetros de mí. Colocó sus manos a la altura de las mías, y me di cuenta de que también estaba llorando.