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Lin Tang
Abril 2059
Shanghai – Guangzhou

Necesitaba un guardaespaldas.

Y, de entre todas las opciones, la feria de videojuegos de Shanghai parecía ser el lugar más apropiado para comenzar mi búsqueda.

Hacía tiempo que Shanghai se había convertido en un referente mundial en el sector de los videojuegos. Durante una semana, más de tres millones de visitantes de todo el mundo abarrotarían el enorme complejo que fue originalmente construido para la Expo de 2010. Este año se esperaba batir el record de asistencia debido al lanzamiento de la primera videoconsola de nueva generación, que perfeccionaba el control mental del videojuego. Se acabó llevar grandes cascos que interpretaban torpemente comandos de tu cerebro para hacer que tu personaje fuera a la izquierda o a la derecha. Según se anunciaba, con solo llevar unas cómodas gafas, los jugadores podrían meterse en el videojuego y tomar decisiones complejas dentro de escenarios hiperrealistas.

Además, los actores más populares del planeta comenzaban a formar parte de este mundo, ya que los sueldos eran mucho más tentadores que los que ofrecía la industria del cine. Por ello, no era de extrañar el furor que el lanzamiento de la nueva consola estaba causando entre todos los públicos. Este año, la feria se había visto invadida por cientos de miles de chicas adolescentes dispuestas a pagar un dineral por alcanzar el sueño de tener una cita virtual con su actor favorito.

Todo esto jugaba en mi contra: la atención de la prensa internacional, cámaras por todas partes, máxima seguridad, un público disperso... Después de interminables paseos por el inmenso y atestado recinto ferial, bajo un sol implacable y una humedad agobiante, finalmente encontré un lugar que parecía prometedor: el pabellón de viejas generaciones de videoconsolas. Entre los usuarios tradicionales del mundo de los videojuegos tendría bastantes posibilidades de encontrar el tipo de protector que necesitaba.

Y, efectivamente, fue allí donde di con él.

Zuo Chan se hallaba mirando embobado cómo otro usuario jugaba a un videojuego de más de sesenta años llamado Duke Nukem. Le sobraban unos treinta kilos, su pelo largo y grasiento era probablemente la causa del horrible acné que rodeaba su mofletudo rostro, y llevaba una sudada camiseta negra con la inscripción en rojo He venido a patear culos y mascar chicle... y se me ha acabado el chicle.

Sonaba prometedor.

Yo tampoco era precisamente una belleza. A menudo me confundían con una niña de trece años por mi baja altura y extrema delgadez. Hubo un tiempo en el que solía llevar el pelo revuelto para disimular mis orejas de soplillo, mis ojos saltones y mi nariz respingona, pero ahora mostraba mi rostro con orgullo recogiendo mi pelo en una funcional coleta.

A pesar de ello, aquel gordito tenía pinta de no haber entablado una conversación con una chica en su vida, y pensé que un acercamiento normal podría intimidarle. Debía establecer una conexión con él desde el principio.

Busqué algo de información sobre aquel videojuego en mis lentes, y descubrí exultante que su protagonista solía decir varias frases que sus fans consideraban legendarias.

―Vaya, debes tener los cojones de acero ―le dije acercándome a él con una sonrisa cómplice, intentando que la situación no resultase embarazosa.

El arco iris de emociones que reflejó su cara en los siguientes segundos no tuvo desperdicio: comenzó con sorpresa y desconfianza para dar paso a una risa nerviosa y por fin, lo que yo estaba buscando, complicidad. Aun así, tardó unos segundos más en encontrar una respuesta ingeniosa.

―Saluda al rey, nena.

Era obvio, por su tono indeciso, que no acostumbraba a decir este tipo de frases a ninguna chica.

―¿Te apetece matar unos cuantos bastardos alienígenas? ―le propuse.

―Let’s rock Juguemos, contestó.

¿Qué me había llevado a volar hasta Shanghai para sentarme a jugar a un horrible y anticuado videojuego con un bicho raro como Zuo Chan?

Recapitulemos.

Vivía en el país más poderoso de la Tierra, una nación henchida de orgullo tras haber recuperado su trono de primera potencia mundial, un puesto que no ocupaba desde los tiempos en los que el concepto de potencia mundial ni siquiera existía. Nuestra dinámica economía era el primer caballo de una carrera en la que muy pocos jinetes podían mantener el pulso, y nuestras grandes ciudades habían desbancado a las urbes occidentales como los principales centros financieros del planeta. El centro del mundo había vuelto.

Por desgracia, esta nueva época dorada se basaba en el abuso irresponsable de recursos naturales y en la desobediencia sistemática de las leyes y amenazas de la comunidad internacional por parte de un autoritario gobierno pseudocomunista.

En este escenario, ser una activista medioambiental no era una vida fácil.

Sin embargo, no somos nosotros los que elegimos la ocupación que nos hará felices. Algunos lo llaman vocación, yo prefiero pensar que cada persona nace con un objetivo en esta vida, y es la responsabilidad de cada uno elegir si va a escuchar lo que el destino le tiene reservado.

Hace tiempo que me enfrenté a esta decisión. ¿Debería iniciar una cómoda vida trabajando de ocho a nueve en una de las oficinas de la empresa de mi padre, tal y como habían hecho mis tres hermanos mayores? ¿O debería hacer caso a mi conciencia y avanzar por el difícil camino por el que parecía querer llevarme?

Fue una nota de suicidio lo que me hizo decidirme.

Mi hermano mayor tenía treinta y cinco años cuando decidió que prefería alojar un combinado de ninfarmina, alcohol y antidepresivos en su estómago antes que luchar contra la insignificancia e impotencia que poco a poco se habían adueñado de su vida. Eso sí, no sin antes dejar un enigmático mensaje encima de mi escritorio y desplomarse sobre el suelo de mi habitación mientras un vómito sangriento se extendía por mi alfombra, cubriendo lentamente los elementos de la tabla periódica dibujada en ella.

Nos vemos al final del túnel. No dejes que los farolillos te impidan disfrutar la oscuridad.

Ya nunca podría llamarle a medianoche, golpeando con los nudillos en la pared nuestro código secreto. Nadie vendría a encender la tenue luz del pasillo y poner fin a mis pesadillas, fruto de mi irracional miedo a la oscuridad.

Mis pesadillas se volvieron mucho más terroríficas y, a mis catorce años, no había nadie a quien me atreviera a confesar tan embarazoso miedo. Por ello, no tuve más remedio que hacer caso de su último consejo y acoger la oscuridad. Como dice el viejo proverbio, la mejor forma de vencer a tu enemigo es conocerlo. Solo así podría entenderle, perderle el respeto y deshacerme de él.

La terapia de choque que me autorreceté consistió en varios viajes nocturnos a Jigong Rock. Tras aquellas noches enteras de soledad en las entrañas de aquel oscuro bosque lleno de ruidos misteriosos, la oscuridad de mi habitación comenzó a parecerme un juego de niños.

Más adelante comprendí que mi hermano no solo se refería a mi miedo a la oscuridad. Gracias a él aprendí a no seguir siempre el camino más fácil, vencer mis miedos y operar fuera de mi zona de confort. Lo que nació como el simple seguimiento de un consejo, acabó como una obsesión por no acabar igual que el consejero.

Así fue como, cuatro años más tarde, a pesar de las rabietas y los descalificativos de mis padres, salí de mi decadente provincia del interior de China para estudiar ciencias medioambientales en la universidad de Guangzhou, una de las ciudades más contaminadas del mundo. Un esperpento de treinta millones de habitantes que representaba mejor que nadie el monstruo en que se había convertido mi país.

Y fue allí donde me topé con el profesor Wenbo Jiantxi.

Su nombre no siempre había sido Wenbo. Hasta bien entrados los treinta, se hacía llamar Mats y se consideraba a sí mismo más alemán que chino. Sus padres eran los dueños de un exitoso restaurante en el floreciente barrio del puerto fluvial de Düsseldorf, una ciudad vibrante, segura y con un futuro prometedor a la que habían emigrado años atrás. Allí tenían un negocio sólido y un ambiente perfecto donde educar a su hijo, en contraste con la jungla de Pekín.

Y por lo menos así fue hasta que la Larga Depresión comenzó a afectar a Alemania. El restaurante de sus padres, que tantos beneficios había reportado en los últimos treinta años, comenzaba a mostrar signos de debilidad. Los alemanes no estaban acostumbrados a vivir bajo la amenaza real de una crisis económica, y su primera reacción después del desastre francés fue la prudencia. Demasiada prudencia. La forma tan repentina en la que dejaron de consumir fue el desencadenante de una recesión sin precedentes en las últimas décadas. Miles de pequeños negocios protagonizaron una cadena de suspensiones de pagos que acabó afectando a varias grandes multinacionales alemanas de consumo, lo que tuvo un efecto devastador. El paro incrementó hasta niveles nunca vistos desde antes de la segunda guerra mundial y la deuda comenzó a ahogar a los ayuntamientos, lo cual afectó al aspecto del país. Décadas atrás, las ciudades alemanas eran un modelo de eficiencia, modernidad e innovación. Ahora, pasear un miércoles por la mañana por la Königsallee, la otrora avenida más rica de Düsseldorf, era como visitar un vertedero poblado de locales cerrados, edificios desmantelados, vagabundos, drogadictos y prostitutas. La confirmación de que ésta se había convertido en la peor crisis desde la posguerra llegó cuando los gigantes del sector del automóvil y las grandes empresas de la tradicionalmente fuerte industria alemana se convirtieron en las últimas piezas del dominó en caer.

En primavera de 2042, ocurrió lo inevitable: los padres de Mats tuvieron que cerrar el restaurante. Decidieron volver a Pekín y comenzar de nuevo algún negocio que, dada la saludable situación económica de su país, tenía muchas posibilidades de salir bien.

Con un sentimiento de pertenencia a Europa mayor que el de sus padres, Mats era reacio a abandonar su país. Al fin y al cabo, trabajar para la ONU le daba una mayor seguridad económica y las crecientes tensiones no hacían más que reavivar su deseo de marcar la diferencia.

Mats amaba su trabajo. Era una pieza clave del equipo que coordinaba las negociaciones sobre el cambio climático entre los países desarrollados y los del tercer mundo, lo que le daba la oportunidad de ayudar al más débil. Su lema se basaba en las creencias de Gandhi. Sé el cambio que quieres ver en el mundo.

Sin embargo, una tragedia familiar le hizo cambiar de opinión.

Su padre había abierto un pequeño restaurante de comida rápida alemana en Pekín. La experiencia les había enseñado a diversificar los ingresos del hogar, y por ello la madre de Mats comenzó a trabajar en la cantina de una fábrica de productos químicos. Una fuga de gas amoniaco, causada por un defecto en la válvula del camión cisterna que lo transportaba, acabó súbitamente con su vida y la de otras veinte personas en 2044. Sumido en una profunda depresión, su padre no tuvo la fuerza suficiente para luchar contra el cáncer de pulmón que le habían diagnosticado apenas unos meses después de mudarse a China.

Una vez recuperado del doble shock, Mats comenzó a reflexionar sobre las causas que habían destrozado su familia de un plumazo. Sus padres habían dejado un país decadente en busca de una vida mejor, pero habían durado lo mismo que un pez de agua dulce en el mar. ¿Qué estaba ocurriendo en China? Una llama se había encendido en su espíritu luchador, y sus posteriores investigaciones la avivaron de tal manera que acabó tomando una decisión que cambiaría su vida.

No era suficiente luchar contra el sistema desde su posición. Ser ciudadano chino le daba la oportunidad de luchar contra este problema desde el país que menos hacía por solucionarlo. Los efectos de la industrialización y del cambio climático cada vez hacían la vida de más personas miserable, y China no tenía ninguna intención de dejar de pisar el acelerador por las protestas de unos cuantos paisillos en crisis que no lo hicieron cuando tuvieron la oportunidad.

Por ello, Mats se convirtió en Wenbo, el nombre original que sus padres le habían dado, y se mudó a Guangzhou, donde comenzó a dar clases en la universidad. Esto le permitió obtener la tapadera perfecta para fundar la organización activista Zhēnlǐ zhī dào.

A decir verdad, yo nunca le busqué a él, sino que más bien fue al contrario.

En una de sus clases sobre la industria de los hidrocarburos, el profesor Wenbo Jiangxi dejó caer, como quien no quiere la cosa, el peliagudo tema del paraxileno. Este material, usado desde hacía décadas para la fabricación de botellas de plástico y poliéster para la ropa, generaba una gran controversia por su más que comprobada toxicidad.

El gigante de propiedad estatal CNPC había construido una refinería de paraxileno en 2018 a unos 30 kilómetros de Kunming, a pesar de las multitudinarias manifestaciones y la gran presión mediática que las organizaciones activistas levantaron (por entonces, manifestarse en contra de decisiones gubernamentales no acarreaba grandes consecuencias). Ignorando las protestas, CNPC acabó convirtiéndose en el mayor productor de este compuesto químico, con una decena de fábricas a lo largo y ancho del territorio chino. Ya que la demanda seguía creciendo, el plan era continuar con la producción y aumentar el número de refinerías. Todo ello con el apoyo del gobierno, que se empeñaba en negar absurdamente la toxicidad real de este hidrocarburo. Ellos mismos parecieron ser los primeros sorprendidos cuando miles de muertes por cáncer abdominal se produjeron en el área de Kunming a lo largo de los años posteriores a la construcción de la primera fábrica.

Para cualquier persona con un mínimo de curiosidad y sentido común, estaba claro que las muertes de Kunming tenían mucho que ver con su refinería de paraxileno. No había muchas personas así en China, pero si querías encontrarlas, la universidad de ciencias ambientales de Guangzhou sería uno de los sitios donde empezarías a buscar. ¿Era casualidad que, de entre todos los compuestos, el profesor hubiera elegido el paraxileno como ejemplo para explicar los hidrocarburos?

Algo me decía que Wenbo Jiangxi había dado el escabroso primer paso, y ahora estaba esperando que alguien le respondiera. Y yo estaba dispuesta a hacerlo.

Mi acercamiento debería ser tan sutil y ambiguo como su cebo inicial. Una demostración demasiado obvia de mis ideas podría resultar en desastre. Nunca se sabe quién estaría al acecho, o incluso si el mismo Jiangxi no sería un agente del gobierno encubierto y puesto en la universidad precisamente para frenar a gente como yo.

Cada tres semanas teníamos que entregar una investigación sobre uno de los contenidos de la lección en curso. Llevar a cabo una investigación sobre el paraxileno habría sido demasiado obvio, pero tenía muchas más opciones. Solo necesitaba buscar un compuesto de la misma naturaleza que estuviera sujeto a sospechas de algún tipo. Dado el número de escándalos encubiertos en el marco de la industrialización en China durante los últimos años, estaba segura de que no me costaría demasiado.

Y estaba en lo cierto. Solo tuve que usar mi acceso a mi servidor habitual de noticias ubicado en Singapur para encontrar un ejemplo de ello. En 2005 y en 2030 se habían producido explosiones en plantas petroquímicas en Jilin y Chongqing, respectivamente, que habían liberado grandes cantidades de benceno y nitrobenceno, produciendo decenas de muertos y heridos. Era un acercamiento tímido, pero no quería correr demasiados riesgos en mi primer intento. Si el profesor Jiangxi realmente me estaba buscando, así era como me encontraría.

Nunca se me hizo tan larga la espera para la corrección de un artículo. Cuando una semana después aparecieron nuestros trabajos corregidos en la pantalla de nuestros pupitres, abrí el documento con ansia buscando algún tipo de señal.

Nada. Un sobresaliente, como era habitual, pero el profesor no me había dejado ninguna pista.

Ante la falta de respuesta, comencé a olvidarme del tema y a centrarme en mis propias investigaciones.

Pero durante los exámenes finales de mi segundo curso de universidad ocurrió algo inesperado. Cuando casi doscientos alumnos acudieron al examen de química aplicada, observaron sorprendidos que el examen se realizaría en papel en vez de en pantalla.

Si China había tomado alguna buena decisión medioambiental, esa era la de restringir el uso del papel en oficinas, escuelas y universidades. Debido a las sequías que asolaban varios puntos de la Tierra y al incremento de la temperatura en casi dos grados en las últimas décadas, los incendios habían devastado una gran parte de la selva tropical. Países del Sudeste Asiático, Indonesia y norte de Sudamérica, que una vez habían sido apodados como los pulmones de la Tierra, comenzaban a parecer más un desierto que otra cosa. Esto afectaba directamente a China, cuyas importaciones de papel procedían principalmente de Vietnam y Laos. Por ello, habría sido contraproducente no tomar esta decisión.

Después de la incredulidad inicial, comencé a contestar las preguntas del examen cuando me di cuenta de la razón de esta irregularidad. La última pregunta del examen decía algo así: Explica las reacciones que podrían esperarse al mezclar paraxileno con nitrobenceno, con una molaridad de 20,15 mol/m3, una presión de 13,06 atm y a una temperatura de 23°C.

El profesor Wenbo Jiangxi había usado el papel para dejarme un mensaje sin correr riesgos de ser descubierto. Solo yo había recibido esta pregunta que, desde el punto de vista químico, no tenía demasiado sentido. Tenía que significar algo más...

Tras darle varias vueltas, llegué a la conclusión de que el mensaje contenía instrucciones para un encuentro. Deduje que el profesor Jiangxi quería reunirse conmigo en algún sitio que los dos conociéramos. Y este lugar tenía muchas probabilidades de ser el laboratorio que se encontraba en la sección C de la planta 23 de nuestro edificio, a las 20:15 del día 13 de junio, que era, precisamente, aquel día.

El profesor se hallaba corrigiendo exámenes en la mesa del laboratorio cuando entré.

―¿Puedo ayudarle en algo? ―me preguntó, aparentemente sorprendido por mi presencia. Desde cerca pude apreciar cómo sus pobladas cejas caían sobre sus ojos, dándole un aspecto gruñón.

―Precisamente yo le iba a hacer la misma pregunta.

―¿Y para qué querría yo su ayuda?

Permanecimos en silencio unos segundos, mirándonos el uno al otro. Ya había arriesgado demasiado y esperaba que fuera él quien diera el siguiente paso. Cuando vi que no pensaba añadir nada, me di la vuelta decepcionada y me dispuse a marcharme.

―Espere ―le oí musitar cuando estaba a punto de salir del laboratorio. Al darme la vuelta vi cómo avanzaba hacia mí―. Su artículo sobre el nitrobenceno es excelente. Estoy seguro de que, si se lo enviara a varias revistas de investigación, mostrarían un gran interés por publicarlo.

No pude evitar mostrar una mueca de horror. La publicación de un artículo así llamaría la atención del gobierno y podría traerme más de un problema.

―Sería un orgullo para mí ―le contesté, tratando de ocultar el miedo. Debía actuar como si de verdad creyera que no había nada sospechoso en mi artículo, como si fuera una tonta estudiante que había elegido el compuesto equivocado para uno de sus trabajos.

El profesor me miró fijamente durante unos instantes y entonces soltó una carcajada.

―No se preocupe, no vamos a publicar nada ―dijo con una sonrisa que cambió la expresión de su rostro por completo―. En su lugar, vayamos a mi despacho a tomar un té. Quizá así pueda recuperar el color de su cara. Oh, y ya podemos dejarnos de juegos cobardes.

Al parecer, yo no era la primera persona que Wenbo Jiantxi reclutaba.

―Zhēnlǐ zhī dào ―dijo el profesor mientras me servía una taza de té oolong, mi favorito―. Así se llama nuestra organización ―El camino hacia la verdad.

―¿Cuál es su objetivo? ―pregunté.

―Lin, ¿cuál es para ti la fuente de todos los problemas medioambientales? ―contestó Wenbo ignorando mi pregunta. Supuse que él también querría conocerme un poco más antes de revelar demasiada información.

―Supongo que podemos remontarnos a la revolución industrial ―respondí―. Su evolución es la culpable de los efectos del cambio climático que están arrasando con la región pacífica, de las muertes por cáncer que se están multiplicando exponencialmente en todo el mundo, de que cientos de especies animales y vegetales desaparezcan cada año o de que los recursos clave para la humanidad estén dando claras señales de agotamiento.

―No puedo decir que no tengas razón, pero no es eso a lo que me refiero. ¿No te sorprende cómo, en vez de unirnos para hacer frente a la adversidad, los humanos nos empeñamos en crearnos problemas los unos a los otros? Fíjate en Norteamérica o Europa, zonas que décadas atrás fueron los puntales de la economía mundial. La brecha entre ricos y pobres es ya tan amplia que la situación es irreversible, y la tensión acumulada por los conflictos continuos podría explotar cualquier día. ¿Y qué me dices de Oriente Medio y África? Ambos envueltos en la pobreza, las guerras civiles y la crueldad de dictaduras despiadadas, por supuesto ignoradas por el resto del mundo. Uno pensaría que los países ricos tratarían de intervenir, pero... ¿qué pasa con Sudamérica? Chile y compañía siguen a su bola, disfrutando del boom del litio y dejándose llevar por el momento, en la creencia de que en algún momento ellos tendrán que disfrutar de lo que se les ha negado durante décadas.

Me limité a asentir mientras Wenbo hablaba, aunque no tenía muy claro a dónde quería llegar.

―¿Y qué hace China mientras tanto? ―continuó―. Uno esperaría un poco de cordura y responsabilidad de la primera superpotencia. Sin embargo, actuamos como si el resto del planeta no existiese. La política medioambiental brilla por su ausencia y la violación de derechos humanos es una constante ante la que nadie se atreve a plantar cara. Es cierto que desde dentro del país surgen movimientos activistas desde la clandestinidad, pero cualquier protesta ante una política gubernamental es respondida con penas de cárcel en el mejor de los casos. De acuerdo, la libertad de expresión nunca ha sido el punto fuerte de nuestro país, pero unida a la ausencia de privacidad de los últimos años, da como resultado un pueblo dócil y atemorizado de sus líderes.

El profesor se había dejado llevar por sus palabras y había subido su tono de voz, mostrando una gran indignación. Me parecía increíble oír hablar a alguien así, sin miedo a las consecuencias.

―Hubo un tiempo en el que la tecnología al alcance de los ciudadanos ofrecía la posibilidad de sortear la censura―prosiguió―. La ignorancia era solo la opción de los cobardes. Sin embargo, hoy se requieren avanzados conocimientos informáticos para poder acceder a información de confianza de manera segura. Por ello, nuestro objetivo es hacer llegar la verdad a aquellos que no tienen medios para alcanzarla por sí mismos. No te voy a mentir, Lin. Serás más feliz si eliges el pasotismo, convirtiéndote en una más de esas billones de ratas que siguen ciegamente a un flautista loco y retorcido que las lleva poco a poco hacia el abismo.

―No he arriesgado mi libertad para acobardarme en el último momento.

―Vas a estar más sola de lo que piensas. En Zhēnlǐ zhī dào no trabajamos en grupo. Cada miembro se ocupa de sus investigaciones y solo nos reunimos una vez al mes, si es que consideramos que es necesario.

―¿Qué tipo de investigaciones?

―Solíamos tener abiertos varios frentes a la vez. Pero hace unas semanas descubrimos algo que nos paralizó de miedo. Desde entonces, todos nuestros esfuerzos se dirigen hacia ese tema.

―¿De qué se trata?

―Supongo que habrás oído hablar del Protocolo de Luanda, ¿no?

―Claro, se hizo famoso hace unos años por las eternas negociaciones sobre el hidrato de metano.

Según el aquel pacto firmado en 2028, los países desarrollados habían llegado finalmente a un acuerdo para prohibir terminantemente la extracción y el procesado de hidrato de metano. Este gas, también llamado hielo inflamable, existía en grandes cantidades en los sedimentos arenosos al fondo del mar y en el permafrost: sus reservas fueron estimadas en el triple de la cantidad de recursos fósiles. Sin embargo, el uso de hidrato de metano como combustible suponía una de las peores pesadillas medioambientales. Solo su extracción liberaba tanto metano a la atmósfera que contribuiría treinta veces más al efecto invernadero que el petróleo y el carbón juntos. En un mundo que sufría las graves consecuencias del cambio climático desde hace décadas, que un país considerara el uso de este gas como fuente de energía era inadmisible.

―Tenemos indicios de que el gobierno, a través de la empresa Sipecorp, ha comenzado a investigar técnicas de extracción de hidrato de metano en el mar de China Oriental.

―¡No puede ser verdad! ―respondí sobresaltada.

¿En qué estaba pensando nuestro gobierno? Si el llamado ciclo del metano comenzaba, las consecuencias serían devastadoras. La liberación de metano a la atmósfera significaría el aumento imparable de temperaturas, lo que derretiría el permafrost y resultaría en la liberación de más metano todavía. Además, la filtración de aquella información sería catastrófica para el gobierno. China podría recibir duras sanciones y verse involucrada en grandes problemas diplomáticos. Quién sabe si algo peor...

―Te haré llegar más información al respecto. Supongo que no hace falta decir que es absolutamente confidencial.

―De... de acuerdo ―balbuceé, todavía en shock por la noticia que acababa de recibir.

―Tu trabajo consistirá en reunir la mayor información posible sobre las intenciones de Sipecorp.

Durante los últimos minutos de nuestra reunión, Wenbo me explicó los detalles sobre cómo debería contactarle en caso de que encontrara algo interesante.

―Ah, y una cosa más ―dijo Wenbo cuando ya me estaba levantando para irme.

―¿Si?

―Si eres descubierta, Zhēnlǐ zhī dào no podrá defenderte. Deberás buscar a algún experto en tratamiento de información que pueda protegerte.

Zuo, aquel enorme y grasiento bicho raro de dudoso gusto al vestir y debilidad por los videojuegos del siglo XX, había estudiado informática en Hong Kong hacía varios años, y desde entonces estaba en el paro. Por ello, apenas salía de su agobiante sótano en el extrarradio de Guangzhou, el cual había equipado con todos los gadgets habidos y por haber.

Me llevó tiempo conocerle a fondo, pero una vez conseguido, descubrí que Zuo era una persona noble y de principios, con un sentido del humor bastante peculiar. Llegó un punto en el que ya no constituía un gran esfuerzo mantener una charla normal con él. Nos sentíamos a gusto en la presencia del otro, se puede decir que incluso estábamos forjando una amistad.

Sin embargo, todavía nos ocultábamos secretos. Él me respondía con evasivas cada vez que le preguntaba de dónde sacaba el dinero para todos sus gastos, mientras que yo todavía no le había revelado mi pertenencia a Zhēnlǐ zhī dào. Lo haría en el momento en el que descubriera que podía confiar en él definitivamente.

Aquel momento llegó un lluvioso día de verano. Zuo me propuso que nos encontráramos en su sótano, algo bastante inusual teniendo en cuenta que tanto su vida como nuestra relación tenían más sentido virtualmente que en la realidad.

Solía evitar salir de casa en días de lluvia para evitar el contacto con el agua contaminada, pero la curiosidad pudo más que la precaución. Sin dudarlo, me puse un enorme chubasquero amarillo y me dirigí hacia su pestilente sótano en la zona de Panyu.

―¿Recuerdas el fin de la guerra coreana? ―me dijo nada más llegar. Este tipo de preguntas surgidas de la nada eran normales en él, así que no le di importancia.

―Solo era una niña cuando ocurrió ―contesté.

―Pero supongo que sabrás cómo Corea del Sur inutilizó completamente los arcaicos sistemas de Corea del Norte, ¿verdad?

Conocía aquella historia. La tensión existente en los últimos cien años entre los dos países había desaparecido en un mes. En una guerra modélica, si es que ese concepto existe, Corea del Sur había ocupado sin violencia a su vecino del norte, liberando al pueblo de la tiránica y excéntrica dictadura hereditaria que había castigado al país durante casi un siglo. El mérito de esta misión no fue para el ejército surcoreano, sino para su equipo de expertos informáticos, que previamente había inutilizado todos los sistemas nucleares de Pyongyang. Este acontecimiento marcó un hito en la historia de los conflictos armados. Los ministerios de defensa de todos los países comenzaron a destinar gran cantidad de su presupuesto a seguridad informática, en detrimento de soldados, tanques o aviones de combate. Estos todavía existían, pero la tecnología que los gobernaba era mucho más importante. Hacía mucho más daño atacar a la fuente, como demostró la guerra coreana.

―Claro ―respondí, sin saber muy bien por dónde quería Zuo llevar la conversación―. Durante unos días, la explosión de una guerra nuclear a escala mundial estuvo en manos de un puñado de hackers surcoreanos.

―No eran un puñado de hackers, Lin. Eran la élite mundial.

―Disculpa mi falta de respeto ―respondí con sarcasmo.

―Sueles preguntarme a qué me dedico. Bien, pues mi objetivo es llegar a alcanzar ese nivel.

―¿Y de qué vives mientras tanto?

―Un trabajo normal nunca me llevará a alcanzar mis metas, por lo que debo autofinanciarme.

―¿Haciendo qué?

―Yo mismo me asigno mis pequeñas misiones. Y a veces participo en operaciones conjuntas con colegas de profesión.

―¿Qué tipo de misiones?

―Hacemos de todo. Hay proyectos de índole ideológico, otros que pretenden ayudar a cierto sector de la población... y, en ocasiones, simplemente buscamos financiación.

Se podía decir que su ocupación y la mía no eran muy diferentes. Pero eso todavía no se lo podía contar.

―¿Me estáis diciendo que lo que hacéis para obtener fondos es ilegal?

―Ilegal, es posible. Deshonesto, no.

―¿Qué quieres decir?

―Nunca robo a quien no se lo merezca. Sigo un código por el que solo puedo extraer dinero de aquellas personas o corporaciones que hayan conseguido su riqueza de manera inmoral. Las grandes empresas alimenticias o energéticas son mi presa favorita, pero tengo una larga lista. Y la mayor parte del dinero obtenido lo dono anónimamente a los más necesitados. No necesito grandes lujos, aparte de los que me permiten realizar mi trabajo.

Sin duda, era mi hombre.

―O sea, que eres una especie de Robin Hood moderno ―le alabé.

―Prefiero que me compares con Nezumi Kozo. De hecho, ese es mi alias.

―¿Debería llamarte Kozo a partir de ahora?

―Solo cuando trabajemos juntos. Y de hecho, ésta es la razón por la que te he hecho venir hasta aquí.

Recostándose en su butaca, sin ofrecerme asiento ni esperar a que yo lo encontrara entre toda su chatarra, me enseñó en su monitor la imagen de un elegante señor de unos sesenta años saliendo de un banco acompañado de su mujer. La foto parecía tomada por una cámara callejera.

―Este es Lu Jing. Supongo que no necesitas detalles sobre las actividades en las que está envuelto.

No, no los necesitaba en absoluto. Lu Jing era una de las personas más investigadas por Zhēnlǐ zhī dào debido a que acababa de adquirir una gran cantidad de acciones de Sipecorp, la empresa estatal que pretendía extraer hidrato de metano en el mar de China Oriental.

Jing también tenía su propia empresa, Zhonguacom, líder mundial en el sector de las tecnologías de comunicación. No solo era el principal proveedor de telecomunicaciones en China, sino también los fabricantes de todos los dispositivos necesarios para ello. Lu Jing siempre había destacado por su carácter innovador. En un sector que llevaba casi dos décadas estancado en el uso de guantes y gafas inteligentes, Zhonguacom había introducido en el mercado un sustituto revolucionario: las lentillas inteligentes, o lentes, como se les solía llamar.

Pocos años después, era casi inconcebible que alguien no estuviera en posesión de unas lentes. Este producto, similar a las antiguas glases pero mucho más práctico y fácil de usar, había revolucionado no solo el mercado, sino también la sociedad. Todo comenzaba con el simple hecho de que nunca sabías cuando alguien tenía sus lentes puestas y en funcionamiento. Muchas veces era obvio: si veías algún individuo plantado en medio de la calle mirando al vacío con la boca medio abierta y haciendo extraños tics, no había duda: se trataba de alguien que se había perdido y estaba buscando su destino. Me pregunto qué pensaría alguien del siglo pasado si apareciera por arte de magia en medio de la calle Nanjing. ¿Creería que las generaciones del futuro han sido afectadas por algún gen defectuoso y han resultado ser todos deficientes mentales?

Estas eran inofensivas curiosidades comparadas con otras consecuencias. El uso de las lentes había traído consigo varios quebraderos de cabeza a nuestra sociedad: ¿Cómo evitarían los profesores que los estudiantes hicieran trampa en sus exámenes? ¿Cómo regularían las autoridades el uso de lentes durante la conducción? ¿Cómo sabríamos quien nos está fotografiando, filmando o analizando en cualquier momento? Estábamos perdiendo incluso algo tan básico como mirar a los demás a los ojos. La gente comenzaba a caminar e interactuar con la cabeza baja, como si tuvieran miedo de que los demás pensaran que les estaban grabando.

Sin embargo, el gobierno no iba a reconocer sus errores ilegalizando un producto que su propia empresa había creado y que les reportaba grandes beneficios. Por ello, decidieron dar paso a un nuevo y lucrativo mercado que acabaría definitivamente con la privacidad y la libertad de los ciudadanos. Las empresas dedicadas a instalar sistemas de detección del uso de lentes hicieron su aparición y se convirtieron en la nueva gallina de los huevos de oro. Por supuesto, Zhonguacom era una de ellas.

No contentos con ello y para horror de la sociedad, las lentes supusieron además la excusa que el gobierno necesitaba para legalizar algo que llevaban décadas intentando: la implantación del CNI, o identidad corporal. Se acabó llevar el carnet de identidad en la cartera como desde hace décadas. Ahora, al cumplir los ocho años, todo ciudadano debía pasar por quirófano para que le implantaran esta especie de chip. El gobierno sabría exactamente donde te encontrabas en todo momento. ¿Qué tenía que ver esto con las lentes? En mi opinión, tanto como una bellota tiene que ver con la teoría de la relatividad. Pero argumentaban que, si dábamos ventajas a los criminales, debíamos contar con herramientas para protegernos de ellos.

China comenzó esta tendencia, pero a medida que las lentes se extendieron, todos los países comenzaron a implementar el CNI. Esto ocurrió a una velocidad tremenda, ya que todo aquel país que no lo hiciera pasaría a ser visto con recelo por la comunidad internacional.

Más allá de los escándalos y teorías conspiracionales que estos productos suscitaron, se encontraba otro tema del que no todo el mundo era consciente: su fabricación. Zhonguacom estaba en su derecho de proteger el secreto de la calidad de sus productos. Sin embargo, el aura de secretismo que los rodeaba estaba fuera de lo normal. Poco se conocía de las fábricas que poseían, los trabajadores que empleaban e incluso donde se encontraban. Pero yo sabía, gracias a Zhēnlǐ zhī dào, que había una más que sospechosa conexión geográfica entre los casos de cáncer de pulmón y las plantas químicas de siliceno y silicona que pertenecían a la empresa de Lu Jing.

Todavía no estaba convencida de revelarle a Zuo mi verdadera ocupación, así que preferí parecer ignorante:

―Por favor, ilumíname con tu sapiencia.

Para mi sorpresa, Zuo estaba mucho más informado que yo. Sus datos, aparentemente contrastados, no ponían ninguna duda sobre las prácticas totalmente ilegales y el pisoteo de derechos humanos de la empresa de Lu Jing. Después de su largo resumen, fue al grano con su petición:

―Ayer Lu Jing estuvo en Macao con su mujer abriendo varias cuentas en el Delta Hang Bank. De ahí es de donde he sacado la foto. He trabajado antes con este banco. Tengo acceso a su base de datos de clientes y no sería muy difícil manipular los movimientos de sus cuentas.

―¿Cómo puedes acceder sin que te descubran?

―Acceder no es el problema. Estoy protegido, siempre y cuando no realice ninguna transacción en la red.

―Pensé que dijiste que no te sería muy difícil manipular movimientos.

―No dije que me sería fácil a . Estaba hablando de nosotros. Aquí es donde entras tú.

―¿Qué puedo hacer yo? ―pregunté, intentando ocultar mi emoción.

―Las cuentas están abiertas a nombre de la mujer de Lu Jing, supongo que para protegerse del riesgo que supone una compra de acciones tan grande. Por ello, necesito que te hagas pasar por su mujer.

―¿Cómo dices? ―pregunté atónita. Hacerse pasar por alguien a día de hoy era algo prácticamente imposible que solo había visto en películas y videojuegos.

―Así es como conseguimos el dinero, Lin. Los tiempos en los que podías autofinanciarte desde tu propio sillón han pasado a la historia. La seguridad hoy en día es tan alta que toda operación que signifique intervenir una cuenta necesita también presencia física.

―Es decir, quieres que vaya a Macao.

―Eso es.

―De acuerdo, supongamos que puedo hacerme pasar por la señora Jing e ir al banco con documentación falsa para realizar la operación necesaria. ¿Cómo vamos a evitar que reconozcan mi CNI?

―Ese es nuestro mayor reto. No es nada que no pueda hacerse, pero conlleva... ciertos riesgos.

―¿Qué tienes pensado?

―¿Has oído hablar del reemplazo de CNI?

―No, pero no suena muy bien ―comenzaba a incomodarme el cariz que estaba tomando la conversación.

―Es una operación ilegal, pero conozco a un experto de confianza que puede llevarla a cabo. Como sabes, los chips están implantados en nuestra médula. Es posible introducirlos sin riesgo, pero, una vez que se adhieren a la médula, es complicado extraerlos sin dañarla.

―¿Me estas pidiendo que arriesgue mi vida por ayudarte?

―Los casos de muerte no son muy comunes. Pero se dan bastantes casos de paraplejia o tetraplejia.

―¿Cuál es la probabilidad?

―Un cincuenta por ciento. Pero solo para la operación de extracción. Introducir tu nuevo chip no conlleva prácticamente ningún riesgo. Y volveremos a cambiarlo en menos de un día, con lo cual no hay riesgo de que el nuevo chip se adhiera a tu médula.

―Oh, eso me hace sentir mucho mejor ―contesté sin disimular mi desconfianza.

―Hay otra cosa ―continuó Zuo sin inmutarse.

―Sorpréndeme.

―Tendremos un límite de tiempo para realizar la operación. No podemos correr el riesgo de que algún detector descubra que hay dos señoras Jing al mismo tiempo. Sabemos que la verdadera señora Jing tiene cita con su salón de belleza todos los viernes. Puedo conseguir ayuda para que alguien instale un dispositivo de anulación temporal de su CNI encima de su secador de pelo.

―¿Eso existe?

―Los secadores de pelo existen desde 1920.

―Me refiero al anulador del CNI, idiota.

―Ahora mismo estas debajo de uno. ¿Cómo crees que puedo hacer todas mis operaciones?

―Vamos a ver, recapitulemos. ¿Me estás pidiendo que me someta a una peligrosa operación de médula, que me disfrace de una señora de cincuenta años, que vaya a Macao con un CNI falso y que retire una cantidad de dinero astronómica en su nombre?

―Técnicamente, lo que tienes que hacer es una transferencia.

―Perdona que me ría, Zuo, pero todo esto me parece surrealista. ¿Por qué iba a hacer todo eso?

―Creo que lo sabes perfectamente.

Me quedé unos instantes pensando que quería decir. ¿Podría Zuo saber algo de mi trabajo?

―Sé que estás enamorada de mí, Lin ―soltó.

Un silencio incómodo se hizo a continuación. ¿Cómo se suponía que debía reaccionar?

―Es broma, Lin.

―Ah, vale... ―conseguí balbucear mientras trataba de reírme.

―Creo que ha llegado el momento de que seas sincera conmigo ―dijo entonces Zuo―. Sé a lo que te dedicas. Y sé que lo haces con pasión. Con la pasión suficiente como para hacerte amiga de un bicho raro como yo ―detecté cierta debilidad en su voz al mencionarlo―, y espero que con el convencimiento necesario como para ayudarme.

―Siento no habértelo contado, Zuo. Pero no solo me ponía en riesgo a mí misma. Trabajo con un grupo de personas a los que no podía traicionar. Espero que lo entiendas y lo mantengas en secreto. ¿Cómo te has enterado?

―Esta pregunta me ofende más que el hecho de que me lo ocultaras. Cuando una chica como tú se acerca a alguien como yo, lo menos que puede generar son sospechas. Así que hice mis pequeñas indagaciones.

―¿Qué sabes?

―Tengo acceso a tu cuenta de correo electrónico de Zhēnlǐ zhī dào.

Dios mío, pensé. Si él puede acceder, ¿podría haberlo hecho alguien más?

Zuo pareció leer mis pensamientos.

―No deberías tener esta información en tu portátil. Ocultarla y protegerla con contraseña no es suficiente, necesitas un buen encriptador. Esto lo haremos ahora mismo. Pero déjame que siga. El proyecto del metano me interesa. No sé cómo conseguisteis toda esa información, pero parecéis ir por el buen camino. Yo te podría ayudar a contrastarla, y quizá juntos podríamos alcanzar algo interesante.

―¿Eres consciente del peligro que correríamos?

―Estoy acostumbrado. ¿Eres tu consciente del peligro de la operación de Macao?

No supe contestarle. En menos de cinco minutos nuestra relación había cambiado totalmente. Él sabía quién era yo. Y quería ayudarme. Me había propuesto una solución a mi gran problema sin yo preguntárselo. Pero claro, quería algo a cambio. La pregunta era, ¿merecía la pena arriesgar mi salud y mi libertad?

Qué narices, pensé. Qué activista de mierda sería si no estoy dispuesta a correr riesgos.

―Trato hecho ―le dije―. Somos un equipo.

Y por ese día sería suficiente. Necesitaba digerir esta decisión, así que me despedí de él hasta el día siguiente. Antes de llegar a la puerta, me paré un momento y miré hacia atrás. Quería decirle de alguna manera que nuestra amistad era importante, que no solo buscaba su ayuda. Pero yo no era la mejor expresando sentimientos y él se solía sentir bastante incómodo hablando de temas personales, así que me volví a dar media vuelta y salí de su sótano. Una bocanada de aire fresco me azotó en la cara como cada vez que salía de allí, pero esta vez no sentí el alivio de las ocasiones anteriores.